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Biblioteca Juvenil Arequipa Jorge, el hijo del pueblo María Nieves y Bustamante 3

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Biblioteca Juvenil Arequipa

Jorge, el hijo del pueblo

María Nieves y Bustamante

3

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BIBLIOTECA JUVENIL AREQUIPA

Gobierno Regional de Arequipa

Presidente del Gobierno Regional:

Juan Manuel Guillén Benavides

Colección dirigida por

César Delgado Díaz del Olmo

Coordinador del proyecto editorial:

Misael Ramos Velásquez

JORGE, EL HIJO DEL PUEBLO

María Nieves y Bustamante

© Gobierno Regional de Arequipa

Ilustraciones: José Luis Pantigoso

Revisión de textos: Percy Prado Salazar

Diseño de portada: Jaime Mamani Velásquez

Foto de portada: Arim Almuelle Andrade

Diseño y diagramación: Tuturuto Editores.

Arequipa, Perú.

2010

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JORGE, EL HIJO DEL PUEBLO

María Nieves y Bustamante

BIBLIOTECA JUVENIL AREQUIPA

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María Nieves y Bustamante

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C

PRESENTACIÓN

Las mujeres creen inocente todo lo que se atreven a hacer.

Joubert

uatro siglos de literatura peruana enlazan las figuras precursoras

del Inca Garcilaso en la crónica, Mariano Melgar en la poesía y María

Nieves en la novela, en relación con el tema básico del origen y el

destino de la nación mestiza. Porque si la utopía del Inca Garcilaso empalma de alguna

manera con la realidad, esta no podría ser sino la que se refleja en el yaraví de Melgar

y en la novela de María Nieves, que representan lo más profundo y genuino del

fervor nativo, la pasión y el furor del mestizo, la elegía y la épica de Arequipa. No

es de extrañar entonces que sean autores populares, ya que sus obras siempre

han sido acogidas por el pueblo que cantaba los yaravíes del poeta y que leía la novela

de la escritora, hasta agotar una veintena de ediciones. Por todo esto puede

decirse que María Nieves es en la prosa y en la novela lo que Mariano Melgar en el verso

y el yaraví: “lo más señero de nuestras letras, y por tanto lo que inicia una época

en la poesía nacional y en la prosa peruana”1.

1

Lo que hace importante una obra es la libertad de elección del

mensaje. La creatividad de un pueblo, la originalidad de su estilo se mide por la gran

libertad de elección de sus artistas. Cabría pensar, por ejemplo, que en Arequipa no se

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podía menos que recurrir al sillar como material de construcción y

consecuentemente llegar a la bóveda, el contrafuerte y la decoración barroca; pero en todo

esto no deja de haber un cierto grado de libertad de elección, que crece cuando se

trata de los motivos ornamentales, que definen la peculiar fisonomía arquitectónica

de la ciudad. Así, podría decirse que el sentimiento mestizo de autoctonía está

inscrito con perdurables rasgos en el sillar nativo. Y es que la materia de que está

hecha la ciudad no podía ser ajena al espíritu de sus habitantes.

Pero antes del sillar labrado estaba el paisaje, que es el primer tema de

inspiración de los poetas peruleros y de los cronistas coloniales. Al poco tiempo de

fundada la ciudad, Miguel de Cervantes se entera de la existencia de esta tierra de

“eterna

1 Corso, César Guillermo. La Crónica, 12 de junio de 1950. [I]

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Jorge, El Hijo del Pueblo

primavera”, como escribe en el “Canto de Calíope”, donde menciona a

Diego Martínez de Rivera, poeta nacido en España, pero avecindado en

la ciudad de Arequipa, donde fue alcalde.

Los encomios con relación al paisaje y al clima de Arequipa fatigaron la

pluma de funcionarios, cronistas y de literatos de la colonia. Pedro Cieza de León

decía de Arequipa que “es la ciudad más sana del Perú y más apacible para vivir”.

Agustín de Zárate, anotaba que es un pueblo “muy sano y abundante de todo

género de comida”. Vásquez de Espinosa llamaba a Arequipa no solo “rica, fértil,

regalada y amena”, sino “un pedazo de paraíso terrenal”. El Judío Portugués, confirma

esto del paraíso arequipeño, lo que explica, en su malévolo concepto, que esté

lleno de sacerdotes y monjas, porque “siempre estos buscan las buenas tierras”.

Hasta el cronista indio Huaman Poma de Ayala hace un elogio de Arequipa: “La tierra

es de buen temple, abunda la comida, hay mucho pan y mucho vino”. Entre los

escritores locales los encomios no son menos expresivos. Ventura Trabada y Córdoba

llama a su libro sobre la ciudad, escrito a mediados del siglo dieciocho: El suelo de

Arequipa convertido en cielo.

Así es como fue surgiendo un sentimiento de autoctonía, a través de la

descripción del paisaje. La naturaleza era el único tema propio, ya que hasta el

amor se cantaba en coplas importadas. Los españoles y criollos de la ciudad

tenían sus cancioncillas amorosas que les venían de España. Los indios, sus

tonadas tristes que entonaban en quechua con música de quena. Los

mestizos podían cantar como quisieran, que nada era suyo, ni siquiera sus

propios sentimientos.

Hasta que llega Mariano Melgar y mezcla los aires andinos con los

españoles y crea el yaraví mestizo. Aurelio Miró Quesada explica el sentido de este

cambio cuando dice que Melgar, “sin referencia a indios, sin quechuismos y lo que es

tal vez lo más extraño, sin ‘calor local’ y sin paisaje, consigue revivir el espíritu

indígena y

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alcanza en forma simple, con palabras sencillas, con música sin galas, una

emoción de autoctonía”2.

El mérito de Melgar está precisamente en que pudo llevar su sentimiento

libertario no solo a la inmolación personal sino al propio sacrificio de la poesía, que

al ser profanada por vulgares aires populares nativos la asesina en cierto modo,

pero solo para que pudiera renacer convertida en vehículo de un nuevo

mensaje. Así es como el héroe vive en el yaraví, a través del cual el mestizo habla por

primera vez con voz propia. Melgar enseñó a su pueblo a sentir. Como dice María

Nieves: “La calma de la noche fue turbada por el yaraví y el pueblo aprendió a sentir

con todas las delicadezas del alma de su trovador, y, la poesía, vertida a torrentes

sobre

2 Miró Quesada, Aurelio. Historia y leyenda de Mariano Melgar. Ed. Cultura hispánica, Ma- drid, 1978, pág. 176.

II

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presentación

los corazones, despertó en ellos los generosos arranques del entusiasmo por

todo lo noble, por todo lo bello y santo, por la virtud y el saber”.

Se ve entonces qué es lo que hace importante a una obra, la gran

libertad de elección del mensaje. En este sentido la novela de María Nieves

sigue la tradición libertaria de Mariano Melgar, con la diferencia de que si el

poeta expresa en el yaraví el sentimiento popular mestizo, la novelista

compone en prosa un canto épico que exalta la voluntad de lucha del pueblo

arequipeño mestizo.

Resulta significativo que sólo unos pocos años antes de la publicación

de la novela de María Nieves apareciera otra obra que también ofrece un nuevo

mensaje, la novela Aves sin nido de la escritora cuzqueña Clorinda Matto de Turner,

que inicia el indigenismo literario en el Perú. Es interesante que dos mujeres,

asumiendo su libertad de elección no solo en la literatura sino en la vida, pudieran

renovar con su joven presencia y fresca creatividad el desolado panorama de la

literatura nacional.

Las dos escritoras se habían conocido en Arequipa, en la imprenta del

diario “La Bolsa”, donde Clorinda Matto publicó en 1884 la primera parte de

las Tradiciones cuzqueñas que sigue la línea del mensaje evocador del pasado

colonial de Ricardo Palma. Pero las ansias de libertad de elección de la

autora la llevaron a la novela y al “problema del indio”, resultando así Aves

sin nido.

La novela no era desconocida en el Perú, pero sí el tipo de mensaje de

Aves sin nido y Jorge, el hijo del pueblo. Clorinda Matto introduce por primera

vez en la agenda literaria peruana al indio, y María Nieves hace lo propio con el

cholo o mestizo. Ya no solo se muestran existencias congeladas en el pasado, sino

vidas palpitantes, seres que piensan y sufren, todo lo cual asumía el pujante

género de la novela.

La novedad del mensaje estaba en que las dos escritoras retoman

temas que no se tocaban desde el tiempo del Inca Garcilaso, el primer escritor

propiamente

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peruano. Porque si el padre blanco y la madre india de los orígenes son las

figuras emblemáticas de los Comentarios, en la perspectiva de los siglos se supone

que el hijo mestizo es el personaje principal. Y donde este resurge, después de casi

trescientos años de desaparición, es justamente en Arequipa, en la poesía de Melgar y

luego en la novela de María Nieves.

2

Una curiosa leyenda, inventada por Flora Tristán, dice que hacia el siglo

doce de nuestra era, Maita Capac, soberano de la ciudad del Sol, fue

destronado. Se libró de sus enemigos mediante la fuga, erró por las cimas heladas de la

cordillera

III

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Jorge, El Hijo del Pueblo

acompañado por alguno de los suyos, y al cuarto día, rendido de fatiga,

muriendo de hambre y de sed, se detuvo al pie del volcán. “De repente,

cediendo a una inspiración divina, Maita plantó su dardo y exclamó:

“Arequipa”, palabra que significa: ‘Aquí me quedo’ y en torno de su dardo,

sobre los flancos de un volcán rodeado de desiertos por todos lados, los

hombre agruparon sus habitaciones”.

Flora Tristán recrea a su modo el antiguo mito andino, alterando

nombres y circunstancias, convirtiendo la barra de oro de Manco Capac en un dardo,

que el héroe fundador planta esta vez al pie del Misti, diciendo “Arequipa”, Aquí me quedo, que enuncia una enfática predilección divina por este suelo. El dardo de la

fundación mítica de Arequipa se convierte luego en la picota de la fundación histórica,

que los españoles plantan en el centro de la plaza mayor cuando fundan la ciudad,

como signo de sujeción y obediencia.

Aquí termina la leyenda y empieza la historia, con el establecimiento

de los conquistadores blancos en el damero urbano del trazado colonial.

Fuera de este espacio se encuentran en los campos de los alrededores los

poblados indígenas. La estructuración urbana establecía así una

diferenciación física de las “dos repúblicas”, la española y la indígena. Pero

con el paso del tiempo la ciudad comienza a desbordar su traza fundacional,

por la zona de San Lázaro, Santa Marta y la pampa de Miraflores, que es

ocupada por una heterogénea población de indios, mestizos y blancos

pobres, que se agrupan en las “rancherías”.

En este ámbito incierto a orillas de la ciudad se trama la primera rebelión

popular de Arequipa, en 1780. Lo curioso es el modo como el pueblo inicia sus

protestas, con un juego que consiste en colocar pasquines en las puertas de las

iglesias, los cuales eran contestados con el mismo ingenio por las autoridades. Hasta

que las cosas se desbordan y “la insolente plebe”, saquea la Aduana y la casa del

Corregidor Semanat. La milicia urbana responde repeliendo a la multitud y entrando a

sangre y fuego en La Pampa y La Ranchería. Al final son ahorcados los cabecillas en la

Plaza de Armas.

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Hacia la mitad de la tercera década del siglo diecinueve el pueblo

arequipeño, inspirado por los ideales republicanos y al calor de los continuos alzamientos

militares, hace su ingreso en la tumultuosa política nacional. La ocasión se le presenta

cuando el usurpador del momento, el Mariscal Gamarra se refugia en la ciudad

después de la derrota de sus tropas en el centro del país, y el pueblo lo hace huir junto

a su esposa, la famosa “Mariscala”, dedicándose luego a saquear su casa.

La idea de la confederación Perú-Boliviana, alentada por el Deán

Valdivia, despierta nuevamente el entusiasmo del pueblo arequipeño, que

apoya fervientemente a Santa Cruz, lo que no impide que luego le arme una

asonada, cuando vuelve derrotado a la ciudad, de donde tiene que escapar a

uña de caballo. IV

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presentación

En febrero de 1843 Arequipa se alza a favor del general Vivanco, y

termina por ponerlo en el gobierno como Supremo Director de la República. Al año

siguiente, Castilla se subleva contra el Supremo Director y lo derrota en las

afueras de Arequipa.

En abril de 1851, con el apoyo de Castilla, Echenique asume la

presidencia de la república. Inmediatamente se desata un motín popular en

Arequipa, los rebeldes derrotan en las calles a las tropas del gobierno y las

hacen huir.

En el prólogo de su novela, María Nieves narra este episodio de la

historia de Arequipa, en que el pueblo armado y organizado se adueña de la

ciudad. Ya no es una simple asonada del “populacho de Arequipa”, sino una

verdadera revolución que preludia las jornadas heroicas del pueblo

arequipeño en la guerra civil, que culmina con la caída de la ciudad en

1858.

Después de esta lucha Arequipa ya no fue nunca la misma, porque si la

ciudad colonial era blanca y conservadora, la ciudad republicana es mestiza y

rebelde. Frente al “caudillaje estéril e ignorante”, como dice Basadre, se alza el “caudillo

colectivo del Perú”, que es Arequipa. Porque así como Melgar le enseñó a su pueblo a

sentir con sus yaravíes, también le enseñó “a morir por la libertad y por la Patria”3.

Desde el principio Arequipa revela su vocación por las causas perdidas,

que en política constituyen el 90% de las causas. Así se le encuentra al “León del

Sur” enzarzado en cuanta revolución estallara, pero sin el menor cálculo, dispuesto

siempre a luchar desinteresadamente por cuanta causa perdida se presentara,

pensando quizá que más pierde un pueblo si empieza por ponerle freno y medida al

corazón.

En realidad, la única causa justa por la que el mestizo arequipeño estuvo

siempre dispuesto a dar la vida ha sido la de su propia redención, que supone

la conquista de su derecho de ciudad. Los prodigios de valor que realiza en

defensa de Arequipa en 1858 revelan de modo ejemplar un deseo de

posesión que aparece de algún modo representado en la bandera negra que

planta en las trincheras, equivalente simbólico del dardo que el héroe

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fundador de la leyenda de Flora Tristán hunde al pie del volcán. María

Nieves convierte este ancestral mito en gesta de un pueblo que aspira a

hacer de su suelo un mundo para sí4.

3 Estas citas sobre Melgar han sido tomadas del artículo “El poeta arequipeño”, que se en- cuentra entre los papeles de María Nieves, con la nota “Inédito”. 4 María Nieves no menciona esta bandera negra en su novela. El dato lo tomamos de un documento que se encuentra entre los papeles de la novelista, el Boletín del Ejército Núme- ro 17, con el título de “Toma de Arequipa”. En una parte se lee: “Al fin se vio flamear en la fortaleza de San Pedro, punto el mas bien defendido de la ciudad, la bandera vicolor (sic) que hizo clavar Su Excelencia, con su ayudante el Capitán Castillo, en lugar del pendón negro, que antes había”.

V

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Jorge, El Hijo del Pueblo

3

Un año después de la toma de Arequipa, don Emilio Nieves y doña

Manuela Bustamante, se casaron y tuvieron un hijo que nació sin vida.

Creyentes sinceros, prometieron los padres entonces a la Virgen, “que si el

nuevo fruto de su enlace nacía vivo y era mujer le nombrarían María. Sus

deseos se cumplieron, y un sábado, ‘día consagrado al culto de la Madre de

Dios’, nació una niña, que había de ser el legítimo orgullo de sus padres y

honor de su patria”.

Esta sustitución del primogénito que nace muerto por la niña que viene a

ocupar su lugar no dejaría de traer consecuencias, favorables en este caso,

ya que harían posible que una mujer pudiera escribir la gesta épica de la

ciudad, lo cual requería no solamente mucho talento sino cierto carácter

varonil.

Un dato curioso es que el nacimiento de María Nieves se corresponde

día y mes con el del Inca Garcilaso: 12 de abril. Es una coincidencia

significativa ya que si Garcilaso habla de los primeros mestizos en los

Comentarios, tres siglos después María Nieves retoma el tema refiriéndolo

a las luchas de la primera ciudad propiamente mestiza en su novela Jorge, el

hijo del pueblo.

Nació entonces María Nieves el 12 de abril, del año 1861, en la casa

ubicada en el cruce de las calles San Pedro y Melgar. Otra coincidencia

significativa es que el poeta Melgar y la novelista María Nieves hayan nacido en la misma

calle, entonces llamada de Puno, en el límite oriental de la ciudad, por donde

entraban y salían quienes llegaban de la parte alta de la sierra o partían hacia ella. El

ejército de Castilla atacó la ciudad también por este sitio, defendido por la fortaleza

llamada Malakoff, que se hallaba frente a la casa donde nació María Nieves.

Y así como Garcilaso, que había nacido ocho años después de la caída del

imperio, se había pasado de niño escuchando las lamentaciones de su pueblo,

de igual modo, María Nieves, que había nacido tres años después de la toma

de la ciudad, conocía de todos la terrible desgracia que había caído sobre su

tierra.

Oyendo estos relatos de los hombres más ilustrados les preguntaba:

“¿Pero nadie ha escrito sobre esto todavía?”. “Nadie”, le respondían. Ella era

una niña. Entonces se propuso escribir esos episodios.

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Sus padres tomaron una decisión que quizá salvó a la escritora, la de educarla

no en una escuela sino en su propia casa con profesores particulares. No es como se

dice que fuera “mimada en exceso por sus padres católicos”, sino que en ese tiempo la

escuela católica era ruda y opresiva. Hasta el recio Francisco Mostajo se quejaba

amargamente de “la disciplina opresora del colegio”: “No puedo olvidar -dice- el régimen de

obediencia, el mutismo impuesto, la inmovilidad forzada, el pasivismo absoluto, la

hipocresía en la mirada y en la acción que de todo esto surgía… ¡Cómo me aburría la repetición

de los

VI

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presentación

rezos, al amanecer, al anochecer, al medio día, al principio de clases, a cada

momento!... Nada aprendí en el colegio de los lazaristas”5 .

En su novela María Nieves hace varias menciones a la educación de los

niños, lamentando siempre su dureza. Así escribe estas frases lapidarias: “Los

libros son el supremo tormento de la infancia; el colegio la odiosa mazmorra de la

niñez” (1ª parte, cap. 5). Pero como no todos tienen la suerte de escapar a este

destino, sus hermanas menores tuvieron que resignarse a asistir a la escuela.

Parece que refiriéndose a ellas dice la escritora: “Encerradas en las ‘Educandas’,

único plantel de su género en aquel tiempo, se había procurado hacerles lo menos

penosa posible la época de aprendizaje”. Las viejas matronas, sin embargo, no

dejaban de escandalizarse ante los cambios “de la moderna educación de las niñas,

echando de menos el régimen del coloniaje, que no permitía la enseñanza de la escritura

a las jóvenes por temor de que escribiesen a sus admiradores” (2ª parte, cap. 8).

Al librarse de “la dorada jaula de la infancia” María Nieves había quizá

logrado salvar su talento creativo, que es lo primero que mata la escuela. El

mismo hecho de que le gustaran los libros, revela que la letra no le había

entrado con sangre. Al fin, lo que se les enseñaba a las niñas en la escuela

era a “leer, escribir, peinarse y vestirse bien” y que no se ocupasen más que

de “la costura y las mallas” y de que fueran muy virtuosas. (1ª parte, cap. 45).

La afición de María Nieves por los estudios obligó a los padres a darle

una educación superior, “cosa excepcional por entonces, y que hizo bajo la

dirección de distinguidos catedráticos”. “Mostró gran predilección por los estudios

filosóficos y teológicos, la Historia patria y la Literatura”, dice su amable biógrafo

Francisco Javier Delgado. Pero su corazón también latía a los impulsos de la literatura

sentimental: Amantes de Teruel de Tirso de Molina, El sitio de la Rochela, de Madame de Genlis, Pablo y Virginia de Bernardino de Saint Pierre; aunque también de

las

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novelas realistas como Las ilusiones Perdidas de Balzac, Rojo y Negro de

Stendhal, que habrían de influir en la creación de la parte romántica de Jorge.

El romanticismo le venía de antes y de muy cerca a María Nieves, de los

yaravíes melgarianos, con letra y música. Porque al igual que Melgar, a María

Nieves le apasionaba la música. Era una buena pianista y cantante de óperas. Como

dice Francisco Javier Delgado: “Las Letras son la vida de su espíritu, la Música

lo es de su corazón”6. Lo más interesante es el modo como esta afición musical

ayudó en la creación de su novela, dándole una estructura que recuerda la polifonía

y el contrapunto musical.

5 Mostajo, Francisco. Recuerdos de mi vida. En Mostajo y la Historia de Arequipa, de Héctor Ballón Landa, UNSA, 2000, pág. 57. 6 Delgado, Francisco Javier. María Nieves y Bustamante. En El Perú Ilustrado, Nº 106, 18 de mayo de 1889.

VII

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Jorge, El Hijo del Pueblo

A los dieciocho años la guerra estrenó su pluma con una relación epistolar

del duelo por la muerte de Miguel Grau y los solemnes funerales con que Arequipa

honró al héroe7. La carta estaba dirigida a su padre en el Cuzco, quien se puso a leerla

en su farmacia a sus amigos, y bien pronto le rodearon centenares de personas, a

quienes repetía la lectura. La colonia arequipeña, entusiasmada con el interesante

documento, exigió al padre que sacrificara la privacidad de las comunicaciones con su

hija, y la carta se publicó en forma anónima en hojas sueltas, que se pegaron en las

paredes y se repartieron como volantes en el Cuzco. No sin vencer nuevamente la

resistencia del padre, María se convirtió en corresponsal del periódico “La Ley” de la

ciudad imperial. Sus artículos aparecieron sólo con las iniciales de su nombre, pero lo

editores del “Eco del Misti” no pararon hasta dar con la misteriosa señorita

arequipeña, y lograr que colaborara también con su periódico, siempre en forma anónima.

Cuando, poco tiempo después, la armada chilena toma por segunda

vez el puerto de Mollendo, en Arequipa comienza a temerse una invasión

de las tropas extranjeras. Se organiza la defensa de la ciudad, en la que todos

participan con gran ardor. El padre de María Nieves ofrece sus servicios

como químico para preparar pólvora, habilidad que Jorge y todos los

artesanos ejercitan en la novela. El médico José Morales Alpaca logra

fundir en bronce un cañón Krupp, que propone hacer de acero y en buena

cantidad para defender la ciudad.

Para curar los heridos se forma un grupo de damas, al que María

Nieves se integra. En este ambiente de febriles aprestos bélicos y de

exaltación del fervor patriótico, escribe en el periódico La Bolsa una

encendida proclama que aparece esta vez con su nombre y también con la

novedad de un estilo vibrante: “¿Y habrá alguien que no grite ¡Guerra!?”.

Los chilenos no esperaron más y se fueron a tomar Lima. Tres años

después los invasores llegaron a Arequipa. María y sus hermanas (Livia, Celia y Sara),

junto a todas las jóvenes de la ciudad, fueron a refugiarse tras los muros del

convento de Santa Catalina durante los casi cien días que duró la ocupación chilena.

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Meses antes Arequipa había recibido una visita más agradable, la de

Clorinda Matto de Turner que, cual ave sin nido, llegaba del Cuzco viuda, sin hijos

y sin fortuna, que todo lo había perdido en otras guerras no menos dolorosas.

María Nieves debió haber conocido a la escritora cuzqueña en el

periódico “La Bolsa”, cuando esta se hizo cargo de la jefatura de Redacción. Clorinda

Matto hace dos menciones a la escritora arequipeña en el propio periódico. La primera,

del

10 de septiembre de 1883 en la sección “Lunes”, habla de una misa en la

iglesia de San Antonio, a la que asiste la escritora cuzqueña “en compañía de

nuestra querida hermana en letras”, como llama a María Nieves. La segunda

mención es 7 Ver Anexo: Carta escrita por María Nieves a su padre..., pág. 617

VIII

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presentación

del 8 de octubre, en la que hace una amable descripción de nuestra escritora:

“Todo es gracioso y agradable en María Nieves. Su misma conformación física,

manifiesta esa especie de esmero que la naturaleza tiene en los cuerpos que llevan un

alma privilegiada, poética, delicada como las filigranas en que rivaliza el arte”.

Al año siguiente Clorinda Matto publicó en la imprenta de “La Bolsa” el

primer tomo de sus Tradiciones cuzqueñas, estrenó también en el teatro Fénix el

drama Hima Sumac o el Secreto de los Incas, que tuvo un gran éxito. Al terminar la representación, la autora fue llamada al escenario y entre aplausos y flores fue

ungida con una corona de laurel de oro, ofrendada por la colonia cuzqueña. Clorinta

Matto parecía haber nacido para ser coronada, o sacrificada, porque pocos años

después, cuando publicó Aves sin nido, una turba, encabezada por el Obispo de

Arequipa, hizo con sus libros una hoguera y quemó a la autora en efigie.

Clorinda Matto, que por entonces contaba veintinueve años, ya tenía un

lugar en el Parnaso peruano; María Nieves, que no pasaba de los veintidós, parece

que no consideraba esto en sus sueños. Pronto le pareció a la redactora en jefe de “La

Bolsa” muy pequeño el ambiente arequipeño y, como antes hiciera la escritora

moqueguana Mercedes Cabello, se marchó a Lima donde ambas hicieron una brillante

carrera. Solo María Nieves eligió quedarse en su tierra natal. Esto determinó que se

creara una relación más íntima entre la autora y su tema, pues mientras Clorinda

Matto escribía en Lima sobre los indios, cuyo mundo le resultaba ajeno; y

Mercedes Cabello denunciaba violentamente en sus novelas los males de la

aristocrática sociedad limeña, que terminó por obligarla a encerrarse en un manicomio;

María Nieves, en cambio, hablaba de lo que realmente conocía, el mundo del

mestizo con

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sus aspiraciones y sueños de legitimación. Por esto también la buena

relación entre la novelista y su pueblo ya que ella comprende y exalta su lucha, porque

expresa por primera vez sus deseos más profundos.

Según Francisco Javier Delgado, desde el año 1882 María Nieves tenía

escrita parte de su novela. Esto significa que comenzó a escribirla a los veintiún

años. En la única entrevista que concedió en su vida, a los 86 años, unos pocos meses

antes de morir, evoca esos momentos: “Escribía -dice-, cuando mi madre, lo

recuerdo claramente, me preguntó un día con su ternura característica: -¿Qué escribes

tanto, Marita? Yo me ruboricé, y le entregué a mi madre las cuartillas. Esta las

leyó con gran atención, y al final de la lectura me dijo: Muy bien, hijita, sigue

escribiendo. Yo proseguí en mi labor. Después mi padre me trajo mucho papel, que yo le

había pedido, con el fin de sacar en limpio mi novela. Cuando se me presentó con

tanto papel, me puse muy jubilosa, y a poco de ello estaba bien manuscrita la

novela. Mi madre me dijo, también, ¡cómo lo recuerdo!, hay que hacerla publicar.

Y me llevó a la imprenta “La Bolsa”, del señor Francisco Ibáñez. Aquel señor

dijo que publicaría la obra, pero no en una sola edición sino en cuadernillos, por

entregas,

IX

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Jorge, El Hijo del Pueblo

como entonces se usaba. Y así fue efectivamente, Jorge o el hijo del pueblo,

como era el título original, comenzó a entregarse y a venderse totalmente. Como el

libro tardara, naturalmente, dada su calidad de edición por entregas, yo recibía

cartas en que me instaban a que complaciera la avidez de conocer el final de la

novela”8.

Diez años después se publicó la novela en forma de libro, en 1892, para el

Cuarto Centenario del Descubrimiento de América.

4

Jorge, el protagonista de la novela, es el hijo de una aldeana de

Yanahuara, que es seducida por un joven rico de la ciudad. Un breve idilio,

el apurado matrimonio clandestino, luego el largo olvido. No conoce a su

padre, pero desde el principio se adelanta que es hijo legítimo, aunque

algunas circunstancias imposibilitan que pueda hacer valer sus derechos.

De modo semejante, Peregrinaciones de una paria, comienza con la

revelación de una falla en el estado civil, que Flora Tristán se propone corregir

viajando al Perú para cobijarse en el seno de su familia paterna, “con la

esperanza de encontrar allí una posición que me hiciera entrar de nuevo en la

sociedad”9.

Palabras de idéntico sentido son las que de entrada pronuncia el protagonista

de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá

vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo...: -No vayas a pedirle nada.

Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que

nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”10.

Parece esto un parlamento de melodrama, muy mexicano por lo

demás, y es que el bastardo incurre por igual en el folletín popular como en la mejor

novela. Con Cervantes y De Foe se inicia lo que Marthe Robert llama “la gran

aventura del bastardo en la novela occidental”, que bajo diferentes formas, se

prolonga con Stendhal, Balzac, Flaubert y Kafka, hasta llegar a Joyce y Proust, con

quienes al

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parecer toca a su fin11. Pero si la novela tiene como origen la misma

necesidad de cambiar el orden de las cosas, entonces no tiene nada de extraño que el

género superviva y aún tenga vigencia donde apremia la necesidad de cambiar la

vida.

Así, no resulta extraño que del descalabro de la Guerra del Pacífico haya

surgido

en el Perú la novela, como una expresión de la necesidad de cambio del viejo

orden 8 Entrevista de Mario Chávez. Diario “Noticias”, 15 de agosto de 1947. 9 Tristán, Flora. Peregrinaciones de una paria. Cf. en nuestra colección, pág. 5 10 Rulfo, Juan. Pedro Páramo. Ed. Anagrama. pág. 7 11 Robert, Marthe. Novela de los orígenes y orígenes de la novela. Taurus Ediciones, Madrid, 1973. Pág. 284.

X

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presentación

de cosas. La novela peruana en su origen toma dos formas, la primera

romántica, del indigenismo, que volvía la mirada al campo y al pasado ideales; la otra,

realista, en general llamada novela urbana. A esta última pertenecen las novelas de

Mercedes Cabello y María Nieves, aunque ofrecen un enfoque distinto, pues mientras

aquella exhibe los esplendores y las miserias de la aristocracia, esta más bien

muestra los claroscuros del mestizo.

Jorge encarna al mestizo, ese advenedizo que se instala más allá de la urbe

y más acá del campo, uniendo de algún modo los dos ámbitos por sus bordes. El

encuentro entre el joven rico y la campesina del pueblo, hilvana ambas entidades, las une

aunque sin sentar bien la costura. Los nombres de los personajes reproducen la

oposición. La joven, con sus dieciséis “primaveras” y sus rojos labios “como la purpurina

corola del texado”, lleva por apellido “Flores”, en tanto simboliza la belleza

femenina del campo. El hombre es un “Latorre”, porque representa el poder masculino.

El fruto de esta unión es el mestizo, bastardo, porque el padre blanco no lo

reconoce. Las aventuras de Jorge no entran por esto en el marco de la biografía individual,

sino en el de la historia colectiva del mestizo que lucha por sus derechos. Sus

sueños de ascenso individual y de cambio social encuentran su mejor expresión en

Jorge, que oscila entre el arribismo y la rebelión.

La presencia de todo un pueblo en las páginas de la novela tiende a

crear un adecuado efecto dramático a las pequeñas pasiones de un solo individuo,

como en el caso de La Iliada, donde Homero reúne innumerables pueblos y hasta

convoca a los dioses para realzar la grandiosidad dramática de la cólera de Aquiles.

Al principio de la novela, Jorge aparece en una situación muy semejante a

la del

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protagonista de Rojo y negro, Julián Sorel, en la pequeña y vieja casa de un

carpintero, aunque luego se nota que no forma parte de este humilde ambiente.

“Excesivamente pálido; no obstante, su fisonomía, que era muy bella, revelaba tranquilidad;

aunque un observador atento habría adivinado bajo esa apariencia un dolor

profundo”.

El diálogo empieza con una reprensión que le hace a Jorge su tío

carpintero: “-Qué tienes? ¿Por qué estás tan pálido y alejado de nosotros?”. El abuelo

carpintero agrega: “-Apostaría que este muchacho no ha dormido anoche por estar

leyendo, no sé qué afición tiene a esos libros y pinturas que yo no comprendo…”12. En

Rojo y negro, el protagonista aparece abstraído en la lectura, por lo que el padre lo

muele a golpes. -¿Qué haces aquí, holgazán? -bramó Sorel-. ¿Vas a pasarte la vida

leyendo esos condenados libracos?”13

Demasiado bello, inteligente y delicado para el pobre y burdo ambiente,

pronto se aclara que se trata poco menos que de un equívoco, ya que esta no sería

sino una

12 Stendhal. Rojo y negro. Prólogo. 13 Ídem (1ª parte, cap. 4)

XI

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Jorge, El Hijo del Pueblo

“familia de azar”, como la denominaba Dostoievski, porque Jorge, según

revela el abuelo en su lecho de muerte, como un secreto que había que

seguir guardando, es hijo legítimo, aunque nadie sabe quién es su padre.

Así comienza la novela, con la revelación de un secreto que todo

niño cree conocer, que sus verdaderos padres son otros mejores, más fuertes y más

bellos de lo que son en realidad. Jorge realiza esta fantasía infantil, que en el mestizo

asume un sentido histórico, ya que se cree hijo del conquistador blanco, de quien

puede reclamar con todo derecho el reconocimiento y la herencia, según parecía

entender las cosas Garcilaso. De aquí la importancia de la novela de María Nieves

porque, al tenor de los Comentarios Reales, resulta ser un “poderoso medio de

comunicación entre el sueño de uno solo y la realidad profunda de todos”14.

La palidez y belleza de Jorge son los signos de su blanca

ascendencia, de la que Arequipa siempre se ha preciado. Sus aspiraciones arribistas

tampoco son ajenas al carácter local, Jorge quiere elevarse sobre su humilde origen,

ascender socialmente, hacer fortuna, ganar un nombre, hacerse grande. “Miguel

Ángel, Rafael, Murillo, cruzaban por mi mente soñadora, fascinándome con los

resplandores de su inmortalidad. Seré como ellos -me decía-, adquiriré gloria, fama,

honores... ¿quién sabe?”.

Mientras se entrega a estos sueños, por una “coincidencia

misteriosa”, se le cruza en la mente la imagen de una mujer, la hija de la familia rica que lo

ha cobijado en su niñez de huérfano. Es toda una historia en la que se halla

presente el deseo del bastardo de ascender socialmente a través de las mujeres

o, más exactamente, a través de la mujer que concentra en sí toda la seducción

de las demás, por esto ella tiene el nombre de Elena en tanto aparece como la

encarnación

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del “eterno femenino”. Pero a diferencia de Julián Sorel, que sí está

absolutamente decidido a triunfar a través de las mujeres, Jorge no es un advenedizo

cínico, seductor y aventurero, capaz de pensar en el matrimonio como medio de

ascenso social. María Nieves además no podía tener interés en crear un héroe

como el de Rojo y negro, pero en todo caso se hace cargo del despecho de Jorge, y

de un plumazo hunde en la pobreza a la aristocrática familia de Elena, y la aleja

de su presencia condenándola a arrastrar en Lima una existencia triste y

miserable, como en una realización de los secretos deseos de venganza de Jorge.

5

Se ha criticado el maniqueísmo de los personajes de la novela de María

Nieves, diciendo que hace a unos buenos, hasta ser seráficos o angelicales, y a otros

malos, 14 Robert, Marthe. Op. cit., pág. 286.

XII

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presentación

hasta ser perversos o demoníacos. Esta es una sutil apelación a la

dialéctica del sentido, que supone la reconciliación y la síntesis; pero, ¿no será que el

Universo no es dialéctico, que no tiende al equilibrio sino a los extremos, que está

condenado al antagonismo radical? Por esto quizá la novelista no entremezcla lo bueno y

lo malo, sino que en una escalada a los extremos muestra, por ejemplo, lo más malo

que lo malo: lo monstruoso. Un personaje elevado de este modo a la potencia

superlativa es Iriarte, que aparece atrapado en una espiral de redoblamiento de la

bastardía.

Al igual que Stendhal, María Nieves sentía una especial predilección

por la metáfora del espejo, que en su caso se relaciona con el motivo del doble.

En la novela los personajes suelen aparecer por pares. Las hermanas Velez son

dos, Sofía y Elvira; igual que las Peña, Hortensia y Mercedes. En ambos casos, la

hermana mayor es siempre grave y responsable; la menor, risueña y ligera de

carácter. Son los pares complementarios. Una familia es castillista, la otra vivanquista.

Son los pares contrapuestos. Forman parejas también Rosa y Jacinta, las tías de

Jorge, que siempre andan juntas; doña Enriqueta y doña Andrea, su costurera; Jorge y

su leal amigo Luis; Iriarte y su compinche Luciano; Carlos y Luis, los novios de las

hermanas Vélez. Hasta los ladrones aparecen en yunta: el zambo Lorenzo y el chileno

Braulio. Forman otra pareja el general Vivanco y el mayor Iriarte, su edecán. El

“Supremo Director de la República”, con sus actitudes autoritarias quería repetir a

Napoleón, a quien trataba de imitar en todo, mientras que por su parte Iriarte resultaba una

réplica de Julián Sorel, que era un fanático admirador del Emperador15.

Luego está la pareja más interesante, la que forman Jorge e Iriarte.

Aparentemente,

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se trata de la representación de las figuras del héroe y el villano. No se

encuentran, sin embargo, en bandos opuestos, sino que ambos son vivanquistas. Pero

mientras uno forma parte de la gente del pueblo que lucha en las trincheras, el otro

integra el cuerpo de edecanes del Regenerador de la República. Sus caminos nunca

debieron cruzarse, ya que pertenecían a esferas tan diferentes; pero a María Nieves le

gustaba mezclar las clases sociales y los ámbitos geográficos, así que desde el

comienzo prepara el encuentro entre el ccala arequipeño y el dandi limeño. Jorge es bueno,

sensible, valiente; Iriarte es perverso, frívolo y cobarde.

Sin embargo, en el mundo que describe la novelista, como la gente es

juzgada por la apariencia, Jorge es visto como un simple obrero, un humilde pintor, un

hombre del pueblo, mientras que Iriarte impresiona con su resplandeciente figura de

aristócrata.

15 Como afirma Basadre: “... simbolizó el vivanquismo... una reacción tardía que acogió pri - mero el descontento de las clases educadas y de la juventud ante veinte años de caudillaje estéril e ignorante. No fue un partido conservador porque quiso traer dos cosas descono- cidas: la paz y el progreso. No fue tampoco una plutocracia. No enarboló dogmas de raza o de casta. Se limitó a un moralismo intelectualista y a pretender erigir un despotismo franco”. Basadre, Jorge. Historia de la República. Ed. Universitaria. Lima, 1983, t. III, p. 42.

XIII

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Estrechamente relacionado con el motivo del espejo, se encuentra el

de las apariencias engañosas. La novelista compara al hombre con un “libro

cerrado, cuyas páginas sólo Dios lee, y cuyo exterior siempre engaña”.

Continuamente vuelve sobre este tema en diálogos y citas:

“Eres muy sencillo, amigo mío; la sociedad es muy hipócrita, la

apariencia encubre todo.”

“¡Cuánto engañan las apariencias, amigo mío!”.

“Cierto que la faz, como ha dicho Palma, es del espíritu careta”.

Las críticas que María Nieves hace a la sociedad no nacen solamente de

una preocupación moral, sino del desconcierto ante la incongruencia manifiesta

entre signos exteriores y esencia de las personas. Eugenio Sue, el maestro del

folletín, parte de este desconcierto para crear los más contradictorios personajes. Los Misterios de París empiezan con la escena de Fleur-de-Marie, prostituta que tiene un

corazón de oro, es golpeada por un hombre bestial que en el fondo es bueno.

Interviene el gran duque de Gorolstein, de incógnito, que salva a Fleur-de-Marie de los

golpes y se trenza con el bruto. En Víctor Hugo también es obligatorio este

cambio de los personajes: El rey es un truhán vulgar, el bufón tiene sentimientos

profundos, Lucrecia Borgia es una madre tierna.

María Nieves procede del mismo modo en su novela: Jorge, el

aprendiz de carpintero y pintor de brocha gorda es un joven sensible,

educado, con alma de artista; y el mayor Iriarte es un sujeto despreciable

y presuntuoso, un verdadero patán. Así abolidos los signos queda abolida

la realidad y la responsabilidad de la víctima con las “convenciones

sociales”.

Iriarte es el doble de Jorge, representa su lado oscuro y siniestro, es

él quien ejecuta sus secretos deseos de venganza, causando la muerte

del padre y de la amada inaccesible, así como la ruina de su familia

aristocrática. Como Jorge era demasiado bueno para confesarse sus deseos

de venganza contra el padre, ahí está su doble para hacerle pagar caro el

abandono en que lo tuvo. Iriarte representa ese lado “oscuro, reprimido,

inferior que Jung denominó sombra”.

Refuerza esta conjetura del doble el hecho curioso que las iniciales de los

nombres

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de Iriarte y Jorge sean consecutivas. La novelista elegía con cuidado los

nombres de sus personajes. Luciano, el compinche de Iriarte, parece haber sido

tomado de Luciano de Rubempré, el personaje de Balzac, frívolo y

despreocupado, que igualmente tiene un mal fin. En cuanto al apellido de Luciano, que es

Baldoza, parece que tiene un sentido irónico, relacionado con lo bajo o inferior

moralmente hablando. Otro nombre es el de un personaje femenino, Virginia, “hija muy

engreída de una honrada lavandera”, con quien los tíos de Jorge querían casarlo para

que se quitara de la cabeza las señoritas de alta alcurnia. La escritora pudo haber

tomado

XIV

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presentación

este nombre de la novela Pablo y Virginia, quizá con la idea de burlarse de

las pretensiones románticas de Jorge.

Confrontados en el espejo del arte, Jorge e Iriarte muestran

también su antagonismo. Isabel, la joven aristocrática pero sencilla, en un

momento pregunta al joven plebeyo pero inteligente:

—¿Es Ud. poeta, Jorge?

—Lo ignoro, señorita; pero siento dentro de mi alma algo inexplicable, que me hace presentir la belleza donde otros no la encuentran…

Isabel guardó silencio.

Cada vez más sorprendida conoció que Jorge estaba muy lejos de ser una individualidad vulgar; a la nobleza de sus acciones unía la elevación de su alma, y en su rostro nada había que no fuese distinguido y bello…

A pesar de ser una de las escritoras más poéticas que ha tenido Arequipa,

María Nieves no poseía el don del verso. Admiraba, sin embargo, la poesía, en

especial la de los grandes vates arequipeños. Llama a Mariano Melgar el “poeta de la

pasión y el dolor”, celebra sus yaravíes y compara su poesía a la mirada triste y dulce

de una mujer hermosa. Pero el poeta al que María Nieves enaltece y que hace

intervenir como personaje en su novela es Benito Bonifaz, quien canta el heroísmo de la

ciudad y el valor de los “Inmortales”, juntos a quienes combate en el Malakoff hasta

que una bala le atraviesa la garganta, muriendo al día siguiente de la toma de la ciudad

con el inmenso pesar de la derrota. Estos poetas eran los que María Nieves

admiraba, los que luchaban por sus ideales y morían como héroes. Por lo demás, nunca

prestó atención a los “copleros ramplones de su generación”, como los llama

Mostajo. El mismo Mostajo habla del “alma poética” de la ilustre escritora16.

Jorge también tenía alma poética, aunque no hacía versos. Iriarte en

cambio estaba negado por completo para la poesía.

En una escena el edecán, dirigiéndose a doña Andrea, una especie de

Celestina que le lleva las cartas de amor, le dice como disculpándose: “-Yo, señora,

nunca he escrito versos”.

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Sin embargo, a Iriarte en varias ocasiones se le ve escribiendo.

“Iriarte, que con la pluma en la mano sonreía infernalmente, satisfecho al parecer del trabajo a que daba cima”. (1ª parte, cap. 26).

En otro pasaje se precisa exactamente qué es lo que hace Iriarte.

“Iriarte tomó la pluma, y con admirable perfección imitó dos o tres renglones, después hizo la firma: Isabel la Latorre, comparó ambas, vio que

16 Discurso del Dr. Francisco Mostajo en el sepelio de María Nieves y Bustamante.

XV

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Jorge, El Hijo del Pueblo

no había diferencia alguna y sonrió satisfecho”. (1ª parte, cap. 23).

Iriarte es un hábil falsificador, que puede imitar la letra y la firma de una

mujer o del mismo general Vivanco.

En cierto modo es lo que hacía también María Nieves, imitar la realidad

mediante la escritura, reflejarla como en un espejo. Así es como la novelista

se identifica con Iriarte, a través de la escritura. Esta manera de entender a

Iriarte como el doble de Jorge supone un interés profundo y temeroso por los

fundamentos del yo, en este caso del mestizo. El planteamiento de una

escisión de la personalidad del mestizo puede considerarse como un reflejo

del dualismo de la conciencia del pueblo arequipeño, problema que tenía

obsesionada a la escritora.

Al introducir el motivo del doble, María Nieves puede presentar mediante

una serie de confusiones y equívocos las situaciones más curiosas, como en un juego de

espejos. Pareciera que se tratara de los típicos enredos de folletín, que los críticos

suponen desluce la novela de María Nieves; pero en realidad se trata de verdaderos

gajes de la novelista, ya que Iriarte aparece como el doble de Jorge, en cuanto él realiza

sus más secretos sueños de venganza. Él encarna lo monstruoso de la bastardía, es el

renegado perfecto, el arribista inescrupuloso que se propone hacer fortuna a cualquier

precio, y que no trepida ni ante las peores acciones delictivas. Es la sombra siniestra de

Jorge quien, aunque es un resentido, conserva en el alma el temor religioso que le

impide confesarse sus terribles deseos de venganza. Iriarte, en cambio, es un

transgresor natural, que no se detiene ante nada. En tal carácter realiza el sueño parricida

de Jorge, causando con sus infinitas y refinadas crueldades la muerte de Don

Guillermo de Latorre, el padre que lo abandonó.

Iriarte es también la representación proyectada de lo que Jorge, el

modesto artesano, hubiera querido ser, “elegante, mimado predilecto de los

salones”. Él realiza un sueño caro al bastardo, aquel en que se ve a sí mismo

retornando vencedor como un héroe, investido de las galas de oficial de un

ejército vencedor para humillar a quienes lo ofendieron y conquistar a la

mujer deseada que, desde su altura ahora, la mira muy provinciana y de

quien solo quiere vengarse.

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Otro tema típico de la novela del bastardo que se encuentra en Jorge es el

de la “gran hazaña”. Es la idea que tiene el fantasioso de elevarse “mediante

empresas”. En concreto, sueña con ascender a través de las mujeres y se imagina

realizando una gran hazaña, como cuando Jorge salva de un terrible peligro a “la

señorita” Isabel de Latorre. Esta fantasía se completa con un idílico paseo por el

campo, que da oportunidad a Jorge para descubrirse ante Isabel como lo que realmente

es, un bastardo, pero no en el sentido moral sino legal del término. El fantasioso

siempre tiene en mente la ilusión de que si tan solo lo dejaran contar sus penas, estas

serían capaces de hacer derramar lágrimas a las piedras.

XVI

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presentación

La trama de la novela es en realidad bastante compleja, entrar en

pormenores sería enredarse, señalaremos solo los aspectos más importantes.

La presentación de los personajes por pares, permite no solo plantear

confrontaciones de tipo personal, sino también proyectar el conflicto al amplio campo de las

posiciones ideológicas, de la disputa de las fuerzas históricas y de la confrontación de

las voces de la época. Los jefes de las fuerzas beligerantes, los generales Castilla y

Vivanco, sugieren también un tipo de oposición interesante, ya que mientras uno era un

militar ágrafo y campechano, el otro era un caudillo ilustrado, obsesionado por la

corrección idiomática y el respeto de las formas. Se ha ironizado esta manía que tenía

Vivanco, que se dice llegaba hasta el extremo de poner en riesgo el resultado de una

batalla por corregir un documento mal escrito. Si el Regenerador de la República

hubiese podido leer el Boletín del Ejército de Castilla sobre la toma de Arequipa, en la parte

que se menciona el reemplazo del pendón negro de los rebeldes por la “bandera

vicolor”, no hubiese dejado de mover la cabeza ante el triunfo del “caudillismo mestizo e

ignorante”, como lo llama Basadre.

Arequipa también parece haber tenido no solo una inclinación por lo

que es correcto sino cierta propención por las formas, que se percibe un

poco en el hecho de que su primera rebelión se iniciara no con gritos ni

balas sino con poemas. En consideración a este estilo especial y distinguido

del pueblo arequipeño, Tupac Amaru le hizo llegar hasta cuatro bandos para

unirse a su lucha, siendo uno de ellos, según se dice, el más avanzado que

escribió el cacique rebelde.

Y es que para el mestizo bastardo, que se halla fuera del orden de lo

simbólico, la cuestión de las formas no le resulta indiferente ya que justamente pretende

instituirlas. Y esta búsqueda de las formas que le permitan al mestizo configurar un tipo de

cultura propia tiene que ver con la palabra, que paulatinamente va revelando su ser

genuino y profundo a través del yaraví de Melgar y la novela de María Nieves.

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La afinidad electiva entre el pueblo arequipeño y Vivanco quizá tenga

que ver con el deseo profundo del mestizo de sentirse parte de un orden, de crear su

propia cultura, todo lo cual a fin de cuentas es cuestión de forma. Pero como en el

mestizo todo está mezclado, solo queda el diálogo, que tiene gran importancia en la

novela de María Nieves, donde las voces más variadas se contraponen enfrentando

caracteres distintos, posiciones ideológicas, intereses de clase. Porque si en los grandes

episodios locales parecen confundirse las clases arequipeñas, es por efecto de las

muchas voces que se unen como en una polifonía.

La autora en realidad nos hace pasear por entre las clases de la Arequipa

del siglo diecinueve, ya que es una anfitriona que se entiende perfectamente con los

huéspedes más variados: el linajudo aristócrata, el humilde artesano, el santo, el

libertino, el soldado, el ladrón. A esta heterogeneidad se agrega la diversidad de niveles

de la XVII

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Jorge, El Hijo del Pueblo

novela, porque por igual ofrece una descripción de Arequipa y su campiña,

como un arreglo de novia o la disposición de una batalla.

Así se expresa en la novela lo característico del mestizaje, que es

mezcla de sangres, espacios sociales, mundos culturales que antes aparecían “como

autónomos, orgánicamente cerrados, solidificados e internamente comprendidos por

separado”, dentro del marco de una “conciencia monológica segura y

contemplativa”17. La novela de María Nieves en este sentido es la expresión precursora del

espíritu del capitalismo, que mezcla y confunde estos mundos, porque presenta una

pluralidad de voces y conciencias autónomas en un mundo plural o polifónico. Es el

mundo del mestizo que anuncia en el horizonte al “cholo ascendente”, en un canto

que no es fúnebre, como el de los indigenistas y de los evocadores nostálgicos del

pasado colonial, sino más bien la canción de cuna de nuestro mundo mestizo. Esta

es la canción que entona a Arequipa la más apasionada de sus escritoras.

Pero la novela de María Nieves recuerda no sólo la polifonía sino

también el contrapunto, la pasión musical y el arte vocal de la autora. El punto

contra el punto (Punctum contra punctum). “Son varias voces que cantan

diferente un mismo tema”18. También podría hablarse del “principio de iluminación

bilateral del tema principal”, que alude igualmente al fenómeno de los “dobles”

contrapuestos, que representan los dos haces de la cara del mestizo. Iriarte muestra la

siniestra faz de la violencia, el desenfreno y el desprecio a los derechos de los demás, la

rabia impotente del resentido social, la ira del renegado hambriento de

venganza, la perfidia del bastardo que quiere lograr a cualquier precio su ascenso social.

Jorge, en cambio, muestra la faz del rebelde, del luchador social, del héroe que aspira a

legitimar

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la condición de los “mal nacidos”, creando un mundo al que pudieran

pertenecer con todos sus derechos los parias y bastardos ofreciendo un cálido hogar a las

“aves sin nido”, haciendo, en fin, un paraíso del suelo de Arequipa. La oposición es clara,

Iriarte representa el sueño individual, la ira del resentido; Jorge encarna el sueño

colectivo, el furor del oprimido. Y aunque parece sugerirse un contraste tipológico entre el

limeño y el arequipeño, caracterizados por Iriarte y por Jorge respectivamente, no es

de este tipo la oposición que se plantea, a pesar de que el telón de fondo de la novela

sea el de un conflicto histórico entre las dos ciudades. Más bien se trata de una

especie de contradicción subjetiva, de un conflicto interior. El conflicto histórico se

convierte en el del Iriarte y el Jorge que cada cual lleva en sí, el del arribista y el rebelde

que mora en el corazón de todo mestizo.

17 Bajtín, Mijaíl. Problemas de la poética de Dostoievski. F.C.E, Mex., 1986, pág. 36. 18 Idem, pág. 68

XVIII

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presentación

6

Un rumor soterrado circula en los corrillos intelectuales arequipeños, el

de que María Nieves no habría escrito Jorge, sino un escritor más castizo, quizá Jorge

Polar, a quien la escritora estaba unida por lejanos lazos familiares y quizá

sentimentales. Hay en esto algo de protesta varonil, porque como dijo Francisco Mostajo

en su discurso ante la tumba de la escritora, “cuando los varones no alcanzaban

a un mediano artículo, salvo Jorge Polar que llevaba a la prosa los joyeles del

modernismo, María Nieves y Bustamante se atrevía a la novela, escanciando en sus

páginas su alma romántica y arequipeña”.

¿Cómo es posible que fuera justamente una mujer quien testimoniase la

“gesta popular” de Arequipa, donde el pueblo rebelde aparece reflejado en sus

mejores virtudes viriles?

Jorge es una obra precursora y auroral, emparentada todavía con el

cuento popular y con la estructura de la oralidad, las formas más arcaicas de la

literatura. Porque habiendo sido elaborada en base a los relatos que la autora escuchó

de boca de los mismos protagonistas de las revoluciones de 1851 y 1856, la novela

conserva las formas del relato popular y particularmente la oralidad que le es distintiva.

Toda la estructura del texto está orientada a este fin de facilitar el contacto, de

reforzar el canal de comunicación: el uso de frases y párrafos cortos, los remates de

capítulos precisos, los cortes aclaratorios que explican las historias, la cuidadosa

elección de los subtítulos de cada capítulo.

Esto tiene que ver con la épica, una de las características paradójicas

de la literatura femenina, que en María Nieves es predilección temática y a la vez

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efecto de la disposición de la novela como un relato oral. Pero la épica a su vez

está relacionada con lo que Patricia Spacks llama “la cólera que impregna los

libros escritos por mujeres”19. Si esta es una característica general de toda forma

épica: “Sin un héroe encolerizado (Aquiles, Roldán, El Cid)… no hay epopeya”20,

cuando es asumida por mujeres inmediatamente plantea el problema de las

relaciones entre estas y la sociedad, ante la cual reaccionan violentamente. María Nieves,

cuando no cede a la melancolía, parece tan furiosa como su personaje Jorge, y tan

deseosa de ejercer su venganza sobre sus enemigos como Iriarte, su otro doble.

Mientras ella misma está haciendo una apasionada crítica de la hipocresía, la

ignorancia y las convenciones sociales; Jorge, actúa encarnando el furor arequipeño

que alza energías telúricas contra la ambición y la estulticia; y, por su lado, Iriarte

ejecuta minuciosamente su implacable venganza.

19 Spacks, Patricia. La imaginación femenina. Ed. Debate, Madrid, 1980, pág. 88. 20 Curtius, E.R. Literatura europea y Edad Media Latina. F.C.E., Mex., 1976.

XIX

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Si la ira es el sentimiento que genera la fuerza de las obras de Flora

Tristán, Clorinda Matto y Mercedes Cabello, habría que agregar que en María Nieves

esa cólera contenida que infiltra su novela tiene su origen en una

característica tan arequipeña como es la “nevada”, a la que también sucumben las mujeres. A

Jorge solía “atacarle de firme” la nevada, que al estar acompañada con dolor de

pecho, provocaba en la noche pesadillas, como le sucede a Cecilia, la criada de

confianza de la señorita Isabel.

Al final, entonces, si Jorge consiguió plasmar tan magníficamente la

gesta arequipeña, esto no sucedió a pesar de que la novela fuera escrita por una

mujer, sino precisamente por ser creación de una mujer arequipeña, sensible y

talentosa

A esto hemos de agregar otro factor que determina las características

peculiares de Jorge: el “complejo de masculinidad” de la novelista. El hecho de venir al

mundo en reemplazo del primogénito muerto, las prolongadas ausencias del

padre en el hogar determinaron que María asumiera muy tempranamente ante la

madre y las hermanas menores el papel del padre sobre todo en los momentos

críticos de revueltas y terremotos. Luego, en los días difíciles que precedieron a la

ocupación chilena de Arequipa, María Nieves, una muchacha de dieciocho años

estaba tan bien identificada con su papel que su actitud de entonces no puede menos

que ser calificada de masculina y su pluma de viril.

Esta ubicación preeminente dentro del hogar, ocupando el lugar del padre

ausente la libró de la esclavitud de la cocina y el costurero para lanzarla a la

calle, sin la mantilla y el misal de rigor, para emprender tareas tan impropias

de una mujer de entonces como el periodismo, el arte y la política.

Cabría preguntar quizá si Jorge pertenece a la literatura femenina. En

realidad no, porque está trabajada a través de la identificación masculina y

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contra la asunción femenina, ya que la autora no se casó y se negó a la

maternidad.

Todo esto nos dice que si Jorge logró convertirse en el espejo de los

arequipeños se debió a que una mujer nacida hace dos siglos en una ciudad conservadora,

elaboró con los recursos más arcaicos de la literatura su “protesta masculina’’,

hecha de cólera por una presentida frustración vital como mujer y de “nevada”

arequipeña.

Con María Nieves el cholo ingresa por primera vez en la literatura

con la clarinada de sus épicas revoluciones y por primera vez también

manifiesta sus aspiraciones de ascenso social. Para la novelista fue su tema, lo

desarrolló y no escribió nada más. Se habla de otra novela, que habría sido destruida por la

misma autora, por temor a “las críticas del estrecho medio en que vivía”. Lo más

probable es que esta novela no pasara de ser un borrador, desechado por la autora.

El título de esta proyectada novela era La sombra de Morán. La

anécdota en que se basa refiere que luego del fusilamiento del general Trinidad

Morán, su

XX

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presentación

asesino, el general Domingo Elías estaba entrando con su comitiva a la

Catedral, cuando de pronto cayó al suelo como fulminado por un rayo.

Recuperado de su desmayo, contó que se le había aparecido la sombra de

Morán21.

Por varios aspectos históricos debió interesarle el tema a María Nieves,

aunque también por la presencia de lo fantástico, que en Jorge estaba como insinuado

y a punto de manifestarse. Al principio de la novela se encuentra dos ladrones

que se proponen robar un par de espejos con marcos de plata. Luego aparece

Iriarte, que también es un ladrón, pero de identidades, ya que imita la letra y falsifica la

firmas de otras personas. En cierto sentido, era lo mismo que hacía la escritora al

imitar en la novela la realidad, a través de la palabra escrita. Identificada con sus

personajes, que aparecen como una representación de la realidad, la escritora termina

siendo una representación de la representación. La escritura puede ser un juego

peligroso. Identificada con Jorge, es el hermano muerto, el padre ausente, el hombre

que no pudo ser. Como Iriarte, es el inconsciente desatado, con toda su carga de

sentimientos negativos y deseos inconfesables. Como Elena es el Eros en extinción, la

renuncia a la vida de mujer, que fue el precio que la obra le exigió.

Cuando Jorge está pintando a Elena, ella está muriéndose. El pintor un

poco que le va quitando la vida. El saldo de tanto sufrimiento es “una maravillosa

obra de arte”, que es la propia novela, y el torturado artista que la crea es la

misma escritora. Pero con todo el trabajo que debe haberle costado escribir una

obra tan extensa y complicada, no debió ser por esto que sentía que su obra le quitaba

la vida, sino porque la estaba matando como mujer, privándola de su feminidad,

anulándola como madre. Tan al vivo debió sentir que el acto de escribir le arrancaba la

vida,

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que presenta la situación como una escena de vampirismo. Así dice que

mientras el cuadro avanzaba, “el original languidecía día por día, y el pintor llegaba

cada vez más pálido y con el círculo violeta que rodeaba sus ojos, más

pronunciado que la víspera”.

Quien le estaba quitando así la vida a Elena, y dañándola sin querer era

Jorge, que se aparecía “todos los días a las doce… y pasaba dos horas delante del

caballete. Elena sufría de un modo horrible”. Cambiando esta imagen del encuentro

de los amantes fallidos al régimen nocturno de la imaginación, tendríamos lo que

podemos llamar una cita con la muerte, que se cumple puntualmente a las doce, pero

de la noche. Lo confirman la palidez y el círculo violeta que rodeaba los ojos de

Jorge.

Son los dos niveles de la obra, el de lo manifiesto, en el que se

desarrollan las peripecias personales y colectivas, y el de lo latente, en que los

personajes y los hechos cobran un carácter arquetípico, y se convierten en figuras

simbólicas de

21 Francisco Mostajo calificaba de injusta y sanguinaria la actitud de Elías, para quien recla- maba la condena de la historia.

XXI

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Jorge, El Hijo del Pueblo

transformación. En este otro registro secreto de la obra, Jorge encarna al

héroe nacional arequipeño22, Mariano Melgar, pero de algún modo también a

Jesús el redentor, ya que se dice que Jorge también murió a los 33 años23. Puede

parecer casual esta mención, pero se trata justamente del tema del bastardo, que

desea redimirse y renacer. Así, mientras en el registro de lo manifiesto se

desarrolla una contienda política que se denomina justamente de “regeneración nacional”,

en el registro de lo latente, tiene lugar otra lucha, la del bastardo por volver a

nacer, por regenerarse. Este es el otro contenido de la novela de María Nieves, que

yace en los niveles profundos de la obra, el profético, que tan bien asume la autora

en su carácter de María, la madre del redentor. Al final de la novela se ve a fray

Antonio, con la rodilla doblada, orando sobre la tumba del “Hijo del pueblo”. En un

sentido trascendente es un desenlace optimista, ya que anuncia en el horizonte

social la posibilidad del renacimiento del mestizo, finalmente libre de la culpa de su

pecado original. Además Jorge ya antes había salido de entre los muertos, o sea

que era posible el renacimiento.

Estos son los ingredientes de Jorge, el hijo del pueblo que sigue la

receta stendhaliana de la novela como espejo de la sociedad, mezclada con mucho

romance y salpimentada con un toque de fantasía gótica. Es una obra intensa y

apasionada, ya que es muy personal; pero también es una obra que refleja la intensidad

de la aspiración del pueblo mestizo al reconocimiento de su derecho de ciudad.

La épica de la ciudad está en la novela de María Nieves, como la elegía está en la

poesía de Mariano Melgar.

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Digamos, finalmente, con palabras de Thomas Carlyle, cosa

verdaderamente grande para una ciudad es poseer voz, poder envanecerse de que salga de

su seno un hombre que pueda decir melodiosamente lo que su corazón siente, y una

mujer que canta sus heroicas hazañas y que alienta sus sueños más elevados.

César Delgado Díaz del Olmo

22 En la novela dice María Nieves que Jorge es “extranjero en este mundo”; y en su artículo “El poeta arequipeño”, escrito por la misma época (1891) dice que “Melgar estaba deste - rrado de este mundo”. 23 Jorge nació en 1825 y la revolución que acabó con sus esperanzas se produjo en el año 1858, entonces tenía 33 años, cuando muere y vuelve a renacer.

XXII

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CRONOLOGÍA

1780

Con unos poemas satíricos se desata la revuelta contra el impuesto al aguardiente. Se le conoce como La rebelión de los pasquines.

1815

El poeta Mariano Melgar es fusilado en Umachiri por los realistas.

1824

El Ayuntamiento de Arequipa declara su adhesión a la vic- toria de Ayacucho y a la Independencia.

1834

Flora Tristán realiza su peregrinación

por Arequipa y Lima.

1851

Estalla un motín popular en Arequipa contra el general

Echenique. Estos hechos los relata María Nieves en el pró- logo de su novela.

1854

El general Trinidad Morán es fusilado en la Plaza de Armas a

los sones fúnebres de la Marcha de Morán, que se toca en

Arequipa en las ocasiones de dolor. [XXIII]

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Jorge, El Hijo del Pueblo

1856

Arequipa proclama al general Vivanco Director Supremo

de la República.

1857

Vivanco marcha sobre Lima, es derrotado y vuelve a Are- quipa. (Principios de año) Tropas del gobierno y de los rebeldes se enfrentan en

Yumina. (Junio) Castilla se hace cargo personalmente del asedio de la ciudad. Establece su cuartel general en lo alto de Sachaca, donde emplaza la artillería pesada, con la que bombardea la ciudad.

1858

6 de marzo. Después de 8 meses de sitio, el ejército de Castilla ataca la ciudad por la entrada de la sierra, que es defendida por los «Inmortales» y el regimiento «7 de Enero». 7 de marzo. Castilla toma la ciudad, en cuya defensa han caído tres mil valientes. El poeta Benito Bonifaz y toda la Colum- na Inmortales sucumbieron en la lucha. Vivanco huye a Chile. Para castigar a la altiva Arequi- pa, Castilla la rebaja a provincia; pero poco tiempo después se reestablece su condición de Benito Bonifaz departamento.

1859

Don Emilio Nieves y doña Manuela Bustamante se casan y

tienen un hijo que nace sin vida. XXIV

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Cronología

1861

El 12 de abril nace María Nieves y Bus- tamante, en la casa ubicada en la esquina de las calles San Pedro y Prolongación Melgar. Es bautizada en la iglesia de San Antonio Abad de Miraflores.

1866 Sus padres le dan una educación especial, en su casa y con

profesores particulares.

1868

Un gran terremoto causa la muerte de 350 personas. La ciudad tiene que ser casi íntegramente reconstruida.

1879

María Nieves se inicia en el perio- dismo casualmente, escribiendo una carta a su padre que se en- cuentra en el Cuzco, en la que hace el relato de los funerales de Miguel Grau en Arequipa. Escribe artículos en el diario La Ley del Cuzco.

1881 Empieza a escribir su novela Jorge o el Hijo del Pueblo.

1883

Las tropas chilenas ocupan la ciudad por 54 días, del 29

de octubre al 21 de diciembre.

XXV

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Jorge, El Hijo del Pueblo

1888

Publica artículos en diarios de Arequipa como El Eco del Misti, La Libertad, Perlas y Flores y, principalmente, en La Bolsa. También se editan sus trabajos en revistas de la capital como El Picaflor, El Perú Ilustrado, y hasta en El Tesoro

del Hogar de Guayaquil.

1889

Se publica en Lima Aves sin nido de Clorinda Matto, libro que

inicia en el Perú el indigenismo literario. La autora es excomulgada, sus libros son quemados en Are- quipa en la Plaza de Armas por el mismo Obispo.

1892

Para el Cuarto Centenario del Des- cubrimiento de América se inicia la publicación de Jorge o el hijo del pueblo, en la imprenta de «La Bolsa». En un aviso publicado en el diario el martes 21 de junio de 1892, se da cuenta de que se ha empezado a im- primir la novela en forma de folletín,

1896

Por estos años intenta escribir la novela llamada La sombra de

Morán, que no llegó a culminar.

1929

1892

El Concejo Provincial de Arequipa reconoce el valor que tiene para Arequipa la novela de María Nieves, y le concede una Medalla de Oro.

1947

28 de octubre, muere María Nieves a los 86 años de edad.

XXVI

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C

INTRODUCCIÓN

Arequipa

uando el viajero abandonando las costas del Grande Océano, se interna en el árido desierto denominado Pampa de Islay, recibe sobre la frente los rayos de un sol que abrasa, siente quemada su planta por

la ardiente arena en que se hunde e inflamado su aliento por el candente aire que aspira; o bien cuando dejándose arrebatar por la veloz locomotora, tiende la ávida mirada, ve que el firmamento toca las extremidades de aquel mar de arena, y en vertiginoso desvanecimiento contempla el viento transportando en furioso torbellino los médanos que, esparcidos acá y allá, semejan bancos de pulverizado mármol; cuando de improviso se encuentra encerrado entre cadenas de cerros tajados por la dinamita, lleno de temor ve que ladeando sus faldas bordea un precipicio con la velocidad del rayo, o aterrorizado nota que es levantado por la fuerza del vapor a alturas inaccesibles, quedando suspendido sobre el abismo para descender de nuevo a profundidades incalculables, siente que su espíritu agitado por tantas sensaciones, se contrista oprimido bajo el peso de angustiosa perspectiva; porque la imaginación exaltada le presenta como término de su viaje, una ciudad cavernosa, formada de negra piedra, sobre las frías cenizas de un volcán apagado.

Pero cuando llegando al fin de su camino aspira un aire más puro, con- templa un cielo más dulce, admira una montaña magnífica y advierte que su tren resbala suavemente sobre alfombras de verdura cruzadas por arroyos cristalinos, su pecho se dilata, y su alma entusiasmada exhala un himno de júbilo y admiración.

Y si deteniéndose a alguna distancia de la histórica ciudad, sube a las alturas de Sachaca o Bellavista y tiende hacia ella la mirada, cree que el panorama que tiene delante no es una realidad, sino la más feliz alucinación de sus sentidos.

El Misti, cual rey de las montañas, se alza altanero del centro de los Andes; la majestuosa cadena se destaca sobre el purísimo azul de los cielos, ostentando

[1]

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Jorge, El Hijo del Pueblo

sus cumbres coronadas de resplandeciente nieve, y hundiendo sus bases en un océano de verdor.

En medio del oasis, a las faldas del dormido volcán, aparece una ciudad blanca como las nieves del Chachani, hermosa como un sueño de la imagi - nación oriental.

Las nítidas torres de su catedral, las magníficas cúpulas y elevados cam- panarios de sus catorce templos, se presentan interpolados con los frondosos árboles que por doquiera levantan sus copas al firmamento.

Se diría que es una ciudad de porcelana fabricada por los genios de Las mil y una noches, y transportada por virtud de un talismán al seno de una virgen selva.

Hacia el norte serpentea el Chili luciendo sus escamas de plata; desde su ribera derecha se levanta la campiña en andenes, es decir en gradería, cual si fuera el magnífico altar que alza la naturaleza a su Autor, o la sublime catarata que desciende a inundar Arequipa en su océano de esmeralda.

Su cielo es purísimo, su sol esplendoroso, cristalina su agua, transparente su atmósfera, suave su brisa, perfumado su ambiente.

No obstante, hay veces que la envuelve la bruma, el cielo se cubre de nubes, la lluvia cae a torrentes, estalla la tempestad en la cima de los Andes, alumbra el relámpago y retumba el trueno; mas, nunca el rayo que brilla, alzándose cual varilla de metal en la cordillera, desciende a quemar los árbo- les; jamás la nieve que cubre perpetuamente las montañas, tiende su blanca sábana sobre los campos; por eso, a la vez que resplandece con diadema de cristal la frente del Misti, se ve a la purpurina rosa abrir su broche en medio de los rústicos jardines.

Pero aun esta alteración dura poco; pronto se despeja el cielo; rotas las nubes se disipan convirtiéndose en ligeras gasas bañadas en todos los colores de la luz, resplandece el iris, y el astro rey desciende al occidente, cubriéndose con celajes de oro, rosa, lila, topacio, esmeralda y grana.

Tal es Arequipa, la ciudad mística y guerrera, poética y religiosa, cuyo nombre significa Trompeta Sonora1, y a la que sus poetas han llamado Paloma de los Andes.

En todo ofrece los contrastes más sorprendentes; pero resueltos en una armonía superior y grandiosa.

Es risueña su campiña; pero amenazante el cráter de su volcán; es benigno su clima; pero son espantosos sus terremotos; y mientras el cielo le sonría dulcemente, braman en las entrañas de su suelo mil ríos de líquida lava.

Ella es la que empuña orgullosa el acero sin contar el número de sus enemi-

1 Garcilaso de la Vega. Comentarios Reales de los Incas. Lib. 3, Cap. 9.

2

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Prólogo

gos, y vence o sucumbe en la lid; y la que corre al pie de los altares humillada y penitente cuando siente sobre sí el brazo de la justicia divina. Ella tiene la fiereza del león y la dulzura de la paloma.

Aquí se siente el bélico sonido del clarín, la descarga atronadora del cañón, la violenta sacudida del terremoto; y aquí turba el silencio apacible de la noche la dulce melodía de la flauta, la triste cuerda de la guitarra, y el doloroso o apasionado canto de todo el que sufre o ama.

Esta es la patria de Bolognesi, el héroe mártir de Arica, y aquí se meció la cuna de Melgar, el poeta de la pasión y del dolor.

Todo es extraordinario, elevado y misterioso; pero todo tiene un encanto: la Poesía; todo lleva un sello: ¡la Grandeza!

Este suelo querido en que tuvimos la fortuna de ver la luz primera, va a ser el escenario donde los benévolos lectores verán aparecer la figura del protagonista de la presente obra.

3

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E

PRÓLOGO

1. Las bodas de un artesano

ran las siete de la mañana del 21 de abril de 1851. Hacía una hora que Arequipa había despertado bajo los tardíos rayos del Sol, de un otoño que casi se confunde con el invierno, y sus calles

estaban animadas con ese alegre movimiento que le es tan peculiar. En una pequeña y vieja casita de la calle de Santa Teresa, se celebraban las

bodas de un honrado artesano. José Flores, el más hábil y laborioso de los carpinteros del barrio, acababa de

desposarse con una vecina suya. Rosa contaba dieciséis primaveras, y era buena, como la virtud; y bonita,

como una flor del campo. Entremos al modesto hogar, siguiendo a la gozosa comitiva de parientes y

amigos que rodean a los novios, entre los que notamos al anciano don Rai- mundo, padre de José, y a su hija mayor, Jacinta, viuda mucho tiempo ha.

El patio está sin empedrar, con un pequeño huertecito cerrado de reja de caña al frente de la puerta de calle; a la derecha, una sala-carpintería, seguida de otras habitaciones menos importantes; a la izquierda, el departamento de don Raimundo; en el mismo lado, aislado e independiente, arrimado a la reja de la huerta, un cuartito de madera nuevo y primorosamente pintado.

Cerrada la puerta de calle a los muchachos ociosos que seguían a los desposados, se dirigieron estos y sus acompañantes al departamento de don Raimundo, quien tomando la palabra dijo:

—Gracias a Dios, hijos míos, que al fin os veo unidos por nuestra santa madre la Iglesia, y que en adelante no temeré que os separéis de mí, deján- dome morir solo.

—No, padre mío —respondió José, besando la mano del anciano— jamás su hijo le habría abandonado; Ud. sabe cuánto es el respeto, el cariño y la gratitud que tengo al autor de mis días, y Dios es testigo del inexplicable gozo que siento al presentarme ante Ud. con la esposa que mi corazón ha elegido, pidiéndole su bendición para ella y para mí.

[5]

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Y para todos tus hijos —repuso don Raimundo, levantando la mano para bendecir a su hijo y a su nuera—; que Dios os haga felices en la tierra y bienaventurados en el cielo; que os dé hijos tan buenos como los míos, para que sean el apoyo de vuestra vejez.

—Así sea —repusieron los circunstantes, quitándose el sombrero. Advirtiendo Jacinta la turbación de Rosa, que permanecía de pie, encen-

dida y con los ojos bajos, la sacó fuera tomándola de la mano y diciendo: —Vamos, hija mía, yo que soy tu madrina tengo que darte varios consejos acerca de tu buen estado; estos señores nos dispensarán. Las muchachas amigas de Rosa, salieron también e invadieron toda la casa; algunas se dirigieron a la cocina para preparar el gran almuerzo, sin perjuicio de sostener diálogos parecidos a este:

—¿Conque habrá baile esta noche? —Cómo no. El padrino ha hecho un gran convite, y dice que quiere fes-

tejar a sus ahijados hasta que no le queden pies para bailar ni garganta para glosar.

—¡Ja, ja, ja, ja! —Mucho nos vamos a divertir. —Don Martín y don Sebastián van a traer sus guitarras. —Nos amaneceremos. —Si no nos anochecemos de nuevo con la corcova2. —Entonces ¿Quieren ustedes bailar hasta la mañana de Pascua? —Queremos, di. —No digo que no. Otra sonora carcajada resonó en el femenil círculo. Entre tanto José era objeto de los agasajos de todos sus amigos. Tenía este artesano impreso en su fisonomía las nobles cualidades de su

alma honrada y sincera; en su ancha frente, la claridad de una inteligencia por desgracia sin cultivo.

Don Raimundo sacó una botella de resacado de anís que estimaba mucho, y sirvió varias copas, para que sus amigos tomaran a la salud de los desposa- dos.

—Pero, algo me falta aquí —dijo José al levantar la suya, y mirando a todos lados— mi sobrino. ¿Dónde está Jorge?

—Es verdad. ¿Dónde está ese muchacho? —preguntó don Raimundo con vivo interés.

—Tal vez en su cuarto, voy a llamarle. Y asomándose a la puerta:

2 Corcova. Prolongación de una fiesta por varios días. Se dice fiesta con corcova, de la fiesta

cuya celebración dura varios días. (Las notas en letra cursiva son del editor)

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Prólogo

—¡Jorge! ¡Jorge! —gritó José. A esta voz alzó rápidamente la cabeza un jovencito de dieciocho años, que al

parecer ajeno a cuanto sucedía en torno suyo, en el interior de la huerta se apoyaba distraído en un árbol.

—Allá voy, tío —respondió; y saliendo precipitadamente se acercó a José.

Estaba excesivamente pálido; no obstante, su fisonomía, que era muy bella, revelaba tranquilidad; aunque un observador atento habría adivinado bajo esa apariencia un dolor profundo.

—¿Qué tienes? ¿Por qué estás tan pálido y tan alejado de nosotros? ¿Estás enfermo, o te disgusta mi enlace? —dijo José en tono de cariñosa reconven- ción.

—No tío, ni lo uno ni lo otro; experimento la mayor satisfacción viéndole desposado con Rosa, pues conozco sus cualidades y presiento que va Ud. a ser feliz; tampoco me siento enfermo.

—Entonces... —He pasado mala noche, y temprano me he levantado a estudiar; de ahí

proviene esta palidez, que nada significa —añadió sonriendo. —Apostaría que este muchacho no ha dormido anoche por estar leyendo —dijo don Raimundo viéndole entrar—, no sé qué afición tiene a esos libros y pinturas que yo no comprendo; es capaz de haber estado encerrado con sus papeles, sin acordarse que hoy es día de boda y no se lee.

—No señor, le encontré en la huerta. —¡Ah! Olvidaba que también es jardinero; pero, hijo mío, en un día como

este no se trabaja. —Lo sé, señor, y por eso estoy aquí dispuesto a acompañaros en vuestra

alegría. En este momento quedaron todos suspensos a causa de la detonación de un

arma de fuego. Casi al mismo tiempo pasaron a todo escape algunos jinetes. —Parece que tenemos novedades —dijo uno de los presentes. —¿Qué puede haber? —preguntó don Raimundo— ¿ya el Congreso vendi- do a Castilla no ha proclamado presidente a Echenique, contra la voluntad de los pueblos? ¿Qué puede hacer Arequipa, cuyo voto por el general Vivanco ha sido despreciado? ¿Qué puede hacer por la Constitución y las leyes holladas, contra el poder de la fuerza?3

—Veamos cómo se maneja Echenique en el mando. —¿Cómo se ha de manejar? Oprimiendo y robando. ¿Creen ustedes que

3 En las elecciones presidenciales de 1851, el general José Rufino Echenique, con apoyo de

Castilla, gana en todos los departamentos, menos en Arequipa.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

la plata gastada en las elecciones sale de su bolsillo y se pierde? La nación tiene que pagarla con creces. Estos ladrones todo lo sacrifican para llegar a la presidencia; suben, se llenan y se van a Europa a gozar, dejando en ruina a la República —prorrumpió el intransigente don Raimundo.

Tremendos golpes dados a la puerta de calle interrumpieron su peroración. Jorge se lanzó fuera de la habitación y tras él todos los demás. Rosa y Jacinta salieron de la trastienda con la sorpresa pintada en los semblantes. Las muchachas se agruparon asustadas en medio del patio. Jorge abrió. —Ustedes aquí muy tranquilos, mientras en la Otra Banda se están ma- tando —dijo entrando un paisano.

—¿Qué sucede don Sebastián? —¿Qué ha de suceder? Que los echeniquistas apoyados por los gendarmes

están asesinando al pueblo. —¡Jesús nos asista! —exclamaron las muchachas juntando las manos. —Pero, ¿con qué pretexto? —preguntó José. —Con ninguno, o más bien ellos lo han buscado. —¿Pues qué han hecho? —Cuéntenos Ud. lo sucedido. —Sí, sí; pero venga Ud. a sentarse que debe estar muy fatigado. —Como que he corrido desde el Puente hasta aquí sin cesar —repuso el

paisano, enjugándose el sudor con un pañuelo. Todos entraron al cuarto. —Tome Ud. un poquito de este resacado para que sosiegue —dijo don Rai- mundo presentándole una copa que don Sebastián se bebió de un solo trago. —Conque los echeniquistas... —preguntaron varios impacientes por saber noticias.

—Los echeniquistas —continuó don Sebastián sentándose— queriendo insultar al pueblo, provocarlo y tener pretexto para vengarse de la derrota sufrida en las elecciones, colocaron una bandera sobre la casa del “Manco” López, con esta inscripción: “Viva Echenique”.

—¡Qué vergüenza! —Ese es un insulto que el pueblo no debe sufrir. —Quieren humillar a Arequipa. —¡Abajo con la bandera! —prorrumpieron en el colmo de la exaltación

todos los hombres. —Es lo mismo que ha dicho el pueblo —prosiguió don Sebastián—. Los

primeros que se levantaron se quedaron estáticos mirando la bandera; de repente sale una voz: ¡Que se quite esa bandera! A esa siguieron muchas; el grupo fue creciendo, y muy pronto las calles del Puente y de Cruz Verde estaban llenas de gente que gritaba con todas sus fuerzas: ¡Abajo esa bandera! Pero nadie hacía caso. Entonces el pueblo exasperado comenzó a tirarle piedras, y

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Prólogo

en ese momento apareció el coronel Arróspide con parte de la caballería, la que en estos momentos pretende abrirse paso por entre la multitud, lanceando a los paisanos indefensos.

—¡Esbirros miserables! —gritó frenético don Raimundo—, preciso es hacerles ver que nada pueden sus armas asalariadas contra un pueblo que quiere hacerse respetar, por más que se encuentre desarmado.

—Vamos a reunirnos con nuestros hermanos —dijo José levantándose. —Vamos a morir con ellos, que el insulto es a todos —añadieron con resolución los demás.

—No, por Dios... —gritó Rosa, deteniendo por la mano a su marido— no vayas; porque si te sucede una desgracia, me muero.

Y un mar de lágrimas inundó su semblante. —Hija mía —dijo don Raimundo viendo que José vacilaba— comprendo la

angustia que te causa esta separación momentánea; pero la Patria lo exige, el honor lo manda.

Un jinete que se detuvo ante la puerta de calle, dando feroz latigazo sobre el postigo, hizo salir a todos.

José abrió. —El valiente Martín Valdivia —dijeron varios. —¡Arequipeños! —gritó este— Arequipa recibe hoy un tremendo insulto.

Nuestros conciudadanos son lanceados en estos instantes. ¿Permaneceréis impasibles? ¿No arrojaréis siquiera una piedra contra los viles esbirros de un gobierno arbitrario?

—¡Viva Arequipa! ¡Estamos dispuestos a morir con nuestros hermanos! —fue la contestación unánime.

Y todos aquellos paisanos tan tranquilos pocos momentos antes, se lanzaron a la calle, en pos de Valdivia que partió a escape.

—José —exclamó Rosa, asiéndole fuertemente del brazo— ¿así me aban- donas, así me dejas desesperada?

—Rosa mía, tú sabes cuánto te amo, tú sabes que en este día de tanta dicha para mí, no me separaría de tu lado por nada de lo que existe en el mundo; pero, ya lo ves, no puedo dejar de ir sin que me tachen de traidor o de cobarde. ¿Te gustaría que tu esposo fuese señalado de ese modo?

—No —repuso la pobre joven vencida por la fuerza de este raciocinio—, prefiero sufrir yo, antes que caiga una mancha sobre ti. —Adiós —dijo José abrazándola con ternura—, ruega por mí. Y partió. —¡Jorge! Cuida a mi esposo.

—Se lo prometo —repuso este en voz alta, saliendo tras de su tío. Y añadió en voz baja:

—¡Dios mío! Si me fuera dado morir...

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L

Jorge, El Hijo del Pueblo

Rosa corrió a la trastienda y arrodillándose delante de una imagen de Nuestra Señora, exclamó:

—¡Santísima Virgen de Alta Gracia, protégelo! Jacinta entró bañada en lágrimas, diciendo: —Recemos, Rosa; porque presiento que una gran desgracia nos va a

suceder.

2. La bandera echeniquista

a narración hecha por don Sebastián era exacta. El general Castilla había impuesto a la nación la candidatura oficial del general Echenique.

En todos los departamentos la fuerza y la intriga la había hecho triunfar; excepto en Arequipa, donde la unanimidad de la opinión supo imponerse; su voto fue, pues, por el general Vivanco.

El Congreso calificó las actas del candidato oficial que fue investido del poder. Como era natural, Arequipa sufrió una gran contrariedad. Mas, el coronel López, exaltado echeniquista, no temió provocar la indigna- ción del pueblo colocando una bandera con la inscripción: “Viva Echenique”, sobre la puerta de su casa.

Esto era celebrar la derrota de Arequipa en la lucha eleccionaria; esto era temerario, tratándose de ciudad tan altiva.

La población que se hallaba tranquila, entregada a sus labores cotidianas, se vio, pues, impelida de un momento a otro, a lanzarse a una lucha desigual y terrible con los que ella miraba como sus opresores.

Así, un mar apacible cuyas transparentes ondas besan tímidamente la orilla, es súbitamente agitado por un viento impetuoso, y entonces, ruge, hincha sus olas y las arroja con violencia contra las peñas, pasa sobre las islas y envuelve en sus espumas las altas embarcaciones abandonadas a su furor.

Cuando nuestros amigos llegaron a la esquina de la calle del Puente, les fue imposible pasar adelante.

La caballería cerraba el paso, obstruyendo asimismo la entrada al Portal de la Cárcel.

Toda la calle del Puente hasta la Alameda de la otra banda del río, estaba llena de paisanaje indefenso; pero en extremo indignado. El prefecto del departamento general Alejandro Deustua, sabiendo que la presencia del coronel Arróspide, lejos de contener el tumulto aumentaba el enojo popular, se presentó al frente de una respetable fuerza de caballería

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Prólogo

que dejó en la esquina de la calle del Puente, y con un piquete probó abrirse paso por entre la multitud, empleando para ello toda la sagacidad de su ca- rácter, logrando, con tan eficaz medida que el pueblo con la mejor voluntad le abriese campo.

Luego que hubo avanzado, alzando la voz dijo: —Retírense ustedes, que se les concederá lo que quieran. El pueblo contestó a una voz: —Que se baje esa bandera y nos retiraremos. Deustua volvió a decir: —Retírense y haré bajar la bandera. El pueblo gritó: —Si primero no la bajan no nos retiraremos4. En este momento, un paisano que trataba de abrirse paso por entre los

gendarmes dio un bofetón al hocico de uno de los caballos que le embarazaba el tránsito; pero el soldado jinete levantando la lanza le atravesó el costado.

Un grito de dolor se escapó del pecho del herido que cayó bañado en sangre en los brazos de Jorge que estaba a su lado.

El joven sintió sublevarse su indignación, y en el colmo de ella gritó: —Los soldados están lanceando a los paisanos: ¡A armarse! Este grito fue repetido por dos mil voces, y una lluvia de piedras cayó

sobre la bandera. Una de ellas dio casualmente en la gorra del general Deustua, y se la arrojó al

suelo, pero un paisano recogiéndola se la entregó. El pueblo repitiendo unísonamente la terrible voz de Jorge, ¡A armarse! se

dispersó con rapidez increíble. El Prefecto, que comprendió las consecuencias, se retiró apresuradamente, y

dio orden para que viniese la división, que a órdenes de los coroneles Suárez y Diez Canseco, se hallaba en Socabaya.

El pobre herido fue rodeado por don Raimundo, don Sebastián, José, Jorge y muchos otros paisanos.

José corrió a la botica más inmediata y trajo vendas y algunas medicinas a propósito para la primera curación.

Jorge le sostenía en sus brazos. Muchas mujeres lloraban y alcanzaban en jarros y aun en sus sombreros,

agua de la pila. Don Sebastián consiguió un sillón de brazos de una tienda del portal de

San Agustín, con las mayores precauciones se colocó en ella al herido, y 4 Juan Gualberto Valdivia. Memorias sobre las revoluciones de Arequipa. Cap.13 (Las notas en letra redonda o regular son de María Nieves y Bustamante, de la edición de

1947, revisada por la autora).

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Jorge, El Hijo del Pueblo

ya se disponían a llevarlo al hospital, cuando don Raimundo gritó con voz tonante:

—¡No! Es preciso que todo Arequipa vea cómo tratan los soldados a los paisanos indefensos. Que se le pasee por todas las calles de la ciudad. Cien voces respondieron:

—¡Que se le pasee! Y antes de un segundo el herido sentado en una silla, fue levantado por

multitud de manos, y conducido en silenciosa procesión5. Valdivia (don Martín) se aproximó a don Raimundo y le dijo: —Amigo; es demasiado tarde, vamos a casa a almorzar. —Qué almuerzo ni qué niño muerto, lo que yo quiero es un fusil. —Es que me encargo de dárselo.

—Si es así, acepto. —José, Jorge, vamos a almorzar. —No, gracias; hoy quiero almorzar en casa. —Déjele Ud.; hoy está de boda y es justo que vaya a tranquilizar a su esposa

que se quedó llorando como una Magdalena —dijo don Raimundo. —Yo señor —dijo Jorge— tengo que arreglar mi fusil que está algo des- compuesto, y como creo necesitarlo más tarde...

—Es muy probable —repuso misteriosamente Valdivia. —Bien, bien —añadió don Raimundo— este muchacho me da muchas

esperanzas, tiene todo el carácter arequipeño. —Hasta luego, señor. —Hasta luego, hijos. —Digan a Jacinta que estoy bueno. Diciendo así se separaron. Poco después las calles estaban casi desiertas, y reinaba un silencio

amenazante. De la división acantonada en Socabaya mandaron un solo escuadrón de

caballería a órdenes del comandante Somocurcio y algunas compañías de infantería.

Toda la fuerza de que Deustua podía disponer, se reducía a algo más de seiscientos hombres, que distribuyó entre la Prefectura, el cuartel de Policía que se hallaba contiguo, el de la Maestranza y la casa del coronel López, en la cual, por un capricho inconcebible, seguía flameando la bandera, causa única de todo el conflicto.

Desde las doce del día, varios paisanos desarmados iban agrupándose frente a la Prefectura; Deustua les enviaba varios recados para que se retirasen, pero ellos permanecían mudos e inamovibles. 5 Histórico

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Prólogo

A las cuatro de la tarde avisaron al Prefecto que en San Lázaro se estaba construyendo una trinchera; este funcionario envió un piquete de infantería a la torre de San Francisco.

A las cinco, Masías (don Diego), mandó cuarenta paisanos bien arma- dos, a reforzar la trinchera de San Lázaro; don Martín Valdivia iba con ellos acompañado de don Raimundo.

En la trinchera, ya concluida, estaba el mayor don Fermín de la Fuente, a la cabeza de un grupo de paisanos.

—Mi Mayor, aquí traigo estos valientes que me ha dado Masías. —Bienvenidos sean; creo que con ellos haremos algo; pero ahí viene un

paisano corriendo. —Es don Sebastián, dijo don Raimundo. —Hola, amigo —gritó Valdivia— ¿qué hay? —Que los echeniquistas se han hecho dueños del cuartel y torre de San

Francisco, contestó jadeante don Sebastián. —Preciso es desalojarlos de ahí; si se les deja atrincherarse pueden hacernos

mucho daño —dijo La Fuente. —Sobre la marcha —dijo el entusiasta Valdivia. —Ya verán con quién se han metido —añadió amenazante don Raimundo. —Vamos allá —gritaron varios paisanos. —Usted, Valdivia, quédese aquí con esos bravos, mientras yo con estos

otros voy a ver lo que sucede. —¿Y yo? —preguntó don Sebastián. —Puede Ud. venir —repuso La Fuente y dio orden de marchar. Casi al mismo tiempo enviaba Deustua una pequeña fuerza de recono-

cimiento a la trinchera, lo que dio lugar a un choque entre esta y la de La Fuente que se encontraba en la calle de Santa Catalina.

A la detonación de los primeros tiros, los soldados que guardaban la torre de San Francisco dispararon sobre los paisanos agrupados frente a la Prefectura, los cuales corrieron a la Plaza de Armas.

La guardia de la Cárcel, después de trancar las puertas había subido a los altos y contestaba al fuego que algunos paisanos le hacían desde atrás de los pilares del portal de San Agustín.

Al mismo tiempo se sentía el ataque contra la fuerza que custodiaba la bandera echeniquista enarbolada sobre la casa del coronel López, en la ala- meda de la Otra Banda.

El piquete de infantería reconocedor de la trinchera de San Lázaro, huyó derrotado ante la gente comandada por La Fuente, el que dio principio a un vigoroso ataque contra los soldados de la torre de San Francisco.

Don Sebastián combatía como un héroe, animando a sus compañeros con

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Jorge, El Hijo del Pueblo

la palabra y el ejemplo.

De improviso soltó el arma y la sangre enrojeció su vestido. —¿Está Ud. herido? —Creo que sí. Algunos se le acercaron y desgarrándole la manga del saco, descubrieron

el brazo. —Esto no es nada —dijo don Sebastián, mirándose la herida—, un ras-

petón. —Que puede inflamarse —repuso un paisano que acababa de llegar y

rasgaba su pañuelo para hacer vendas. —¿José, tú aquí? ¿De dónde vienes? —De la Otra Banda —repuso el artesano vendándole el brazo. —¿Y esa odiosa bandera, permanece aún insultándonos? —¡Cien veces la han derribado, y otras tantas ha sido enarbolada! —Pues, ¿qué se proponen esos esbirros? —Que acabemos con ellos. —Lo malo es que la noche se nos viene encima y las municiones escasean;

retroceder es imposible, sería quedar en ridículo; mientras no desaparezca esa bandera, no podemos cejar sin deshonra para Arequipa.

—Para evitarlo, Jorge ha ido a tomar sus medidas. —¿Cuáles son esas? —Reunir municiones y si no bastan, hacerlas. —Eso es difícil. —El entusiasmo todo lo hace. Muchos se han comprometido a fundir balas,

algunos a hacer cartuchos, otros a reunir fusiles y escopetas. —Todo se podrá hacer, siempre que las patrullas no nos fastidien. En ese momento se oyó la voz de La Fuente, que mandaba retirar, pues, la escasez de proyectiles y la oscuridad que rápidamente se extendía, impedían continuar el ataque, bastante debilitado ya.

En todas partes, el combate había cesado casi a la vez. Aprovechando el general Deustua de esta tregua, reunió todas las fuerzas

militares de que disponía y se encerró con ellas en la Plaza de Armas, dejando libre el resto de la población.

Poco después, los densos velos de la noche ocultaron el justo temor de los soldados, y las diestras maquinaciones del pueblo.

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A

Prólogo

3. El 22 de abril de 1851

maneció. Por todas partes se notaba el sordo rumor que precede a la tempestad. La gente transitaba silenciosa y apresurada.

Las puertas de calle estaban cerradas, pero con los postigos abiertos. Sobre algunas casas se veían parapetos de sillar. El pavimento de las calles estaba a trechos desempedrado. Las boticas y las

tiendas permanecían entreabiertas. Por fin, las balas rasgaron el aire. Después de atacar y dispersar a los paisanos que guardaban la casa de don

Diego Masías, el Prefecto colocó tropa sobre la Catedral. El coronel López, viéndose aislado, abandonó por fin su casa y vino a reunirse con Deustua, con cuyo motivo se lanzaron muchas vivas al general Echenique en la plaza.

Los paisanos armados aparecieron por las calles de Mercaderes, La Merced, La Compañía y Santa Catalina.

Deustua estaba sitiado. Los soldados que se hallaban sobre la Catedral, rompieron el fuego sobre los

paisanos, pero estos, con esa certera puntería que los distingue, les disparaban, y los infelices caían como las hojas del árbol azotado por el viento.

En vano el general Deustua procuraba atender a todas partes a la vez. Por las cuatro esquinas de la plaza se atacaba simultáneamente, siéndole

poco menos que imposible la defensa. Algunas veces lanzaba la caballería sobre alguna calle que inmediatamente

quedaba desierta; porque los paisanos al notar el movimiento, se encerraban en las casas, aldabando por dentro los postigos, y no salían hasta que la caballería desorientada regresaba a la plaza; luego continuaba el ataque.

Un escuadrón que salió a recorrer varias calles, recibió de improviso un parapeto de sillares, arrojado de un alto. Varios jinetes y caballos cayeron heridos o muertos. El escuadrón corrió a la plaza.

Entretanto, en la esquina de Jerusalén, José asociado con otros, formaba un plan que pusiese término a aquella situación.

—Es indispensable —decía— sitiar a Deustua, a fin de obligarle a rendirse por hambre.

—Eso no sucederá mientras disponga de la caballería. —Busquemos los medios de inutilizarla. —Tengo uno y si me ayudan respondo que no vendrá jinete alguno por aquí

—dijo Jorge.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿Cuál es, cuál es? —prorrumpieron varios. —Muy sencillo. Bajemos las cadenas de los faroles hasta la altura del pecho de

un caballo y ninguno pasará. —Manos a la obra —gritaron todos. Sin pérdida de tiempo se distribuyeron por las casas, y tomando los altos

dieron principio a lo proyectado. En ese tiempo, el alumbrado público se hacía por medio de faroles que,

pendientes de cadenas transversales, colgaban al centro de la calle. En muy pocos momentos dichas cadenas fueron descolgadas y atadas a las rejas de las ventanas.

Sabedor Deustua de la existencia de un grupo de paisanos en la esquina de Jerusalén, envió contra ellos al escuadrón que partió a galope, sin sospechar el nuevo obstáculo que se le presentaba; los pechos de sus caballos dieron de improviso contra las cadenas, arrojando a los jinetes de sus sillas. El escuadrón regresó en el más completo desorden, perseguido por vivo fuego de fusilería e incesante lluvia de piedras.

Entonces conoció Deustua toda la gravedad de su situación. Pronto se encontrarían todas las calles cerradas con cadenas, le sería inútil la

caballería, y se vería precisado a capitular o a morir de hambre y sed con todos sus soldados.

Se determinó a salir de la plaza cuanto antes. Dividió la tropa en dos fracciones: Una envió hacia el callejón de la Tercera

Orden y él, con la otra, marchó de frente por la calle de Santa Catalina. Ambas tenían por objeto desalojar a los paisanos de la trinchera de San Lázaro.

La primera llegó antes y rompió los fuegos. La Fuente se sostuvo vigorosamente. Don Raimundo y don Sebastián combatían a su lado con ardor. La lluvia de

balas era terrible. Paisanos y soldados caían como heridos por el rayo. Deustua con la segunda fracción, llegó al pie de la torre de Santa Catalina y

mandó a uno de los jefes con la infantería en protección de la primera. La sangre corría en abundancia.

Los gemidos de las víctimas se confundían con el rastrillar de los fusiles y el traquido de los proyectiles.

Una bala rasgó el aire y se introdujo en la frente de don Sebastián, que cayó sin exhalar un suspiro.

Don Raimundo se inclinó para reconocerle y le halló muerto. El dolor le hizo proferir una exclamación de ira, y cogiendo el arma de su

amigo, juró vengarle o morir. En este momento, La Fuente hizo una señal, convenida de antemano, e

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Prólogo

instantáneamente todos los techos se vieron coronados de paisanos armados que atacaron la fuerza de Deustua por ambos flancos.

Deustua huyó hacia la calle de la Prefectura seguido del escuadrón y de la infantería en completo desorden, y llegó otra vez a la Plaza de Armas, mien- tras los defensores de la trinchera de San Lázaro, tomándole la delantera por diversas calles, fueron a situarse abajo de la Compañía, de la Merced y de San Camilo, para impedirle su probable retirada a Socabaya.

Mientras el general Deustua se detuvo a recoger sus heridos, los paisanos cerraron las calles mencionadas con improvisadas trincheras. Entre tanto el infatigable Martín Valdivia y otros, le hacían fuego desde la calle del Teatro.

Deustua envió fuerza contra la trinchera improvisada en la esquina de los Ejercicios, con las cargas de alfalfa que él mismo había hecho traer para la caballada, y en persona se dispuso a atacar la de la esquina denominada de Velarde, que estaba guardada por don Raimundo, José y Jorge.

La infantería marchó a vanguardia, y él, con un piquete de caballería, se puso a retaguardia.

El ataque fue audaz; heroica la resistencia. Una atmósfera de pólvora y fuego envolvía a los combatientes. De impro-

viso cayó don Raimundo bañado en sangre, diciendo: —Me han muerto. Casi a la vez, el magnífico caballo que montaba Deustua, fue herido y dio

en tierra con su jinete, que lanzó una imprecación. La infantería se dispersó. Dos soldados de caballería echaron pie a tierra, y no sin grandes esfuerzos levantaron a Deustua, cuya pierna derecha había quedado bajo el caballo. Un sargento le cedió el suyo, montó con gran dificultad, y como por defender esta trinchera, los paisanos abandonasen la de la Merced, sin pérdida de tiempo huyó por dicha calle, perseguido en su fuga hasta muy lejos. Entretanto, José y Jorge, que corrieron en socorro de don Raimundo, le encontraron sin conocimiento.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Jorge, arrojando lejos de sí el arma— ¿Por qué fue él, y no yo?

José arrodillado junto a su padre, besaba sus manos, regándolas con llan- to.

Muchos paisanos agrupados contemplaban con verdadero pesar este cuadro lastimoso, triste fruto de la guerra civil.

—Vive —dijeron varios, reconociendo al pobre anciano—, preciso es llevarle a su casa.

—Aquí hay una escalera para conducirle, dijo un vecino aproximándose. —Nosotros le cargaremos —añadieron varios.

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R

Jorge, El Hijo del Pueblo

Jorge y José aceptaron agradecidos la oferta, y momentos después, aban- donando aquel lugar sembrado de muertos y heridos, conducían a su casa el cuerpo exánime de don Raimundo, en doloroso silencio.

4. Los últimos momentos de don Raimundo

osa y Jacinta aguardaban con suma ansiedad el desenlace del conflicto político. Rosa temblaba por su esposo.

Jacinta por su padre, su hermano y su sobrino; seres en quienes había reconcentrado todo su cariño.

Porque la pobre mujer, casada con un zapatero, que le dio la vida más amarga, jamás había tenido hijos, y viuda se dedicó al cuidado de toda su familia, con singular desvelo.

La noche del 22 sorprendió a ambas mujeres en la misma ansiedad. Por las noticias que volaban de boca en boca, supieron el triunfo del pueblo,

la fuga de Deustua, y aun la libertad de los prisioneros políticos, cuyos grillos habían roto los paisanos; pero ignoraban la suerte corrida por los seres más caros a su corazón.

Acababa Rosa de encender una vela, cuando recios golpes descargados so- bre la puerta de calle la obligaron a salir al patio, preguntando tímidamente: —¿Quién es?

—Somos nosotros; abre Rosa —dijo la triste voz de José. La joven se apresuró a desaldabar el postigo.

José entró y descorrió el cerrojo. —¿Qué hay? ¿Ha sucedido alguna desgracia? —preguntó Rosa alarmada.

—Sí, una gran desgracia —contestó José abriendo la puerta grande por la que entraron los que conducían a don Raimundo.

—¡Mi padre! —gritó Jacinta lanzándose sobre él. —Sí, hermana —repuso José, sollozando y apartándola suavemente. —¡Muerto! —exclamó Rosa, cubriéndose la cara con las manos y rom-

piendo a llorar. —¡Padre mío! ¡Mi único apoyo! ¡Consuelo en mis desgracias!

—prorrumpió llorando a gritos Jacinta. —Calla, por Dios, hermana —decía José casi fuera de sí. Jorge hizo colocar a

don Raimundo sobre su cama. —Un médico —dijo—, voy en busca de un médico.

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Prólogo

—Un sacerdote —añadieron las mujeres, viendo que el anciano abría los ojos.

Jorge había desaparecido. Rosa y Jacinta cogiendo sus mantones salieron en busca de sacerdote. La casa estaba invadida por toda la gente del barrio, que concurrió a la

novedad, y por sinnúmero de muchachos, curiosos testigos de todo aconte- cimiento.

—¡Qué lástima! —decían unos paisanos—, ¡que muera así don Raimundo, siendo tan bueno!

—¡Y tan caritativo! —añadían algunas pobres mujeres. —¡Y tan patriota! —¡Y tan vivanquista! —Los echeniquistas tienen la culpa de estas desgracias. —No tanto ellos, como el viejo Castilla que con tanto descaro los ha

protegido. —Y ahora que no tenemos autoridades ni policía, ¿qué se debe hacer? —Procurar restablecer el orden y guardar los intereses de los ciudadanos. —Eso ya se sabe; ¿pero quién gobierna? —De eso están tratando los cabecillas; parece que se proyecta enviar un

mensaje al general Deustua, suplicándole que vuelva a hacerse cargo de la Prefectura.

—Sería lo más acertado. —Desde que la bandera provocadora ha sido arriada, y castigados sufi -

cientemente con vergonzosa derrota los que insultaban a Arequipa, es lo más natural que las autoridades constitucionales, mal que nos pese, vuelvan a su puesto.

—Tanto más, que el general Deustua, aunque del partido contrario, es un buen caballero.

—Muy sagaz. —Y valiente. Mientras así se hablaba de los acontecimientos políticos en el patio, don

Raimundo que, tendido en su lecho, había vuelto en sí, hizo seña a José para que se aproximase.

—Hijo mío, voy a morir, haz que llamen a un sacerdote. —Rosa y Jacinta han ido por él. —El señor las bendiga. Un vómito de sangre le sobrevino. —¡Padre mío, padre mío! ¿Conque va Ud. a dejarnos? —Esta es mi última hora... el Señor me llama... ¿Y Jorge?... ¿dónde está? —Ha ido en busca de médico.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Pobre hijo mío... Inútiles serán sus esfuerzos; pero no debo llevarme... Notando el anciano que había gente extraña, manifestó a José que deseaba hablarle a solas.

A una indicación de este todos se retiraron. Don Raimundo hizo cerrar la puerta de la habitación, practicado lo cual, se

arrodilló José delante del catre. —Te voy a hacer depositario de un secreto —dijo el anciano con fatigada

voz— pero antes... júrame que a nadie lo revelarás... y que cumplirás... lo que te voy a encargar.

—Lo juro —dijo José, tendiendo solemnemente la mano. Don Raimundo hizo un solemne esfuerzo para incorporarse, y le acometió

un violento ataque de tos que le duró algunos segundos. Pasado el acceso, prosiguió:

—Tú sabes que Jorge... es hijo de Carmen... mi segunda hija... hijo legítimo.

—¿Legítimo? —interrumpió José admirado. —Legítimo, sí —añadió el anciano con firmeza, y luego continuó más

débilmente: —Pero el matrimonio de Carmen... siempre... debe ser un secreto... Un destemple que recorrió todo el cuerpo del anciano le cortó la palabra. José escuchaba con vivo interés. Después de una pausa, continuó don Raimundo. —Yo lo ignoré... hasta el día... en que murió... mi hija. Allí dentro del

marco... de la Virgen... Dolorosa... hay papeles y una... alhaja perteneciente... a Jorge.

Otro golpe de tos le interrumpió, y un gemido de dolor se escapó de su pecho.

—Júrame... que no... se los darás... que nunca... sabrá nada... de lo que te... he dicho... nunca;... sino en caso... de suma necesidad... —Lo juro —volvió a decir José, cada vez más admirado. Don Raimundo suspiró y se dejó caer sobre las almohadas, al parecer satisfecho.

No tardaron en oírse las voces de Rosa y Jacinta que llegaban trayendo al sacerdote.

José abrió la puerta y se halló frente a Fray Antonio, religioso franciscano generalmente respetado por su virtud y ciencia. El sacerdote quedó solo con el enfermo algún tiempo.

Jorge volvió desconsolado, porque no pudo encontrar médico. Por fin, el sacerdote llamó y toda la familia se apresuró a entrar. Don Raimundo, que ya no hablaba, hizo señas para que se arrodillasen.

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Prólogo

Todos se apresuraron a complacer al pobre anciano que, por última vez, alzó la diestra para bendecir a su familia.

José sollozando le alcanzó el Crucifijo. El sacerdote rezaba las oraciones de la buena muerte. Los vecinos trajeron la palma de ramos, la cera del buen morir y el agua

bendita. Rosa y Jacinta de rodillas, pedían llorando en secreto, la protección de

María Santísima. Jorge, de pie, contemplaba aquel cuadro de dolor. Se diría que su espíritu absorbía, con cierta embriaguez, la amargura en

que fluctuaba. Pocos momentos después, don Raimundo Flores, había dejado de existir...

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PRIMERA PARTE

VÍNCULOS ROTOS

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Capítulo 1

La tertulia del señor de Latorre

stamos en el año 1857. Durante los seis años que nos separan de los sucesos que hemos narrado en el prólogo de esta obra, han habido notables trastornos políticos, que

pasaremos por alto, pues no entran en el plan que nos hemos propuesto. No obstante, para mejor inteligencia de los lectores, nos concretaremos a

hacer la ligera reseña siguiente: El general Echenique, mandó la República tres años, y al desprestigio de

haber sido elegido contra la voluntad nacional, se unió el de los derroches de la Hacienda a causa de la Consolidación. Aprovechándose de estas favorables circunstancias, el mismo general Castilla que apoyó su elección, le hizo la revolución, en que ocurrieron sucesos de luctuosa memoria, y que terminó con la gran batalla de La Palma, a las puertas de Lima. Triunfante el general Castilla, puso en vigencia el decreto existente desde el tiempo del Protector General San Martín, aboliendo la esclavitud, pero sin más apoyo que las actas populares suscritas durante la revolución, se hizo cargo del mando y convocó a una Convención Nacional, contra la cual no tardó en conspirar.

Aprovechando del creciente desprestigio del Gobierno, a mérito de grandes desaciertos, el general Vivanco conspiró, y Arequipa que tenía en él las más halagadoras esperanzas de regeneración y prosperidad nacional, le proclamó Jefe Supremo el 1 de noviembre de 1856.

El pronunciamiento de la mayor parte de la escuadra facilitó al general Vivanco una expedición al Norte, con el objeto de sorprender al general Castilla en la misma Capital.

Vamos pues a encontrar al Jefe Supremo en la tertulia de despedida que

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Jorge, El Hijo del Pueblo

le da su amigo el señor don Guillermo de Latorre. Es de noche.

Es una casa de gran apariencia, aunque algo apartada del centro de la población, y que, por lo mismo, ofrece la comodidad de tener dos entradas, una a la ciudad por la fachada principal y otra al campo por el interior; se da un gran baile.

Las bellezas más distinguidas, la juventud más elegante, se han dado cita en aquella aristocrática mansión.

Los hermosos espejos reproducen en sus transparentes cristales los lujosos muebles de los salones, las magníficas arañas encendidas, los elegantes pren- didos y lindos ojos de las señoritas.

Doña Enriqueta de Latorre, hermana de don Guillermo, hace los honores de la casa.

En una señora de cuarenta y cinco años, más o menos, de facciones re- gulares, de altivo continente y distinguido ademán. Viste absolutamente de negro.

A su lado, como el entreabierto botón de una rosa, atraía todas las miradas la bella hija de don Guillermo, niña de dieciocho primaveras, delgada y esbelta como el lirio, de tez ligeramente morena, de grandes y rasgados ojos negros, de labios purpurinos, sedosos rizos y expresión angelical. El traje color de rosa y el ahogador de perlas con cruz de brillantes realzan sus atractivos.

Entre los jóvenes, llama la atención un militar de gallarda presencia, que brilla con rico uniforme de Mayor, y pertenece al cuerpo de edecanes de Su Excelencia.

Alfredo Iriarte (así se llama) procura aproximarse a la hija de Latorre, lo consigue, y logra de ella la concesión del primer vals. Pero ya la banda militar, traída por el general Vivanco, da la señal de la primera cuadrilla.

Todos principian a moverse, y a poco se baila con generalidad. El Jefe Supremo huye de los acordes de la banda; porque no puede escuchar

ninguna clase de música, sin que le ataque dolor de cabeza y se le exciten los nervios.

Apoyado en el brazo del señor de Latorre, atraviesa algunas habitaciones, entra en un pequeño gabinete destinado al juego de ajedrez, y ambos toman asiento alrededor de la mesa.

El general Vivanco es uno de los hombres más notables que ha tenido el Perú, así por su influencia en las grandes conmociones políticas de la Repú- blica, como por su hermosura física y cualidades morales.

Poseía una gran inteligencia perfectamente ilustrada; elevadas ideas ger- minaban en su cerebro; soñaba con la prosperidad de su patria lo mismo que con su engrandecimiento personal; creía haber descubierto la causa de los males que afligían a la nación y se lisonjeaba con la idea de poder salvarla;

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Primera Parte / 46 capítulos

ambicionaba el mando supremo, y si hubiera podido habría cambiado la for- ma republicana por una aristocracia militar de la que él se habría hecho jefe, coronado si era posible, pues tenía tendencias despóticas y hasta tiránicas, creyendo, erróneamente, que el despotismo y la tiranía eran medios de reforma, y como esta creencia halagaba sus naturales instintos, hizo de ella el credo político, por cuya fe habría ido hasta el sacrificio.

Como si el calor todo de su alma hubiera subido a reconcentrarse en su hermosa cabeza, su corazón, extraño completamente a la pasión, era frío e insensible, como la acerada hoja de su espada. Un solo sentimiento abrigaba su pecho: el del honor. No conocía esos sentimientos dulces y delicados que se anidan en los corazones grandes. Insensible al dolor, lo era igualmente al placer. Perseguía a sus enemigos políticos, no por rencor; sino por convenien- cia, y aprovechaba los servicios de sus amigos sin guardarles reconocimiento. Siempre calculaba, nunca sentía; su mismo valor carecía de entusiasmo y era fríamente estoico.

En cambio, sus modales eran finísimos, su conversación amena, su trato afable y hasta cariñoso.

Se advertía en su ancha frente, en la mirada de sus hermosos ojos azules, en la gentileza de su talle y hasta en sus menores movimientos, cierto aire de nobleza y distinción que le hacían en extremo simpático. Era el hombre de Corte, capaz de brillar en las más ilustradas.

Era en los salones un cumplido caballero. Ninguno sabía como él decir una galantería delicadísima a las damas; ninguno, inclinarse con más gracia ante una señora.

Hablaba el idioma de Castilla, con una corrección que se ha hecho proverbial, y exceptuando la música, cuya belleza le era incomprensible, le interesaban las demás bellas artes hasta el extremo de declararse su decidido admirador y partidario, y manifestaba gran afición a las flores, lo cual, más de una vez, dio margen a sus enemigos, para que le formasen los más exagerados romances.

Tal era a grandes rasgos, y sin pasión alguna, el hombre de la época; pero entonces era absolutamente desconocido.

Sus enemigos, solo veían en el general Vivanco un ambicioso vulgar, un revo- lucionario de oficio, un hombre cegado por la vanidad, un tirano, un cobarde. Sus adeptos, le creían el único salvador de la patria, el regenerador de la nación, el mártir de los sagrados principios de la libertad, siempre en lucha contra la opresión, arbitrariedad e ilegalidad de los gobernantes, el guerrero perseguido por la adversidad.

El Perú había llegado a fundar grandes esperanzas en Vivanco; Arequipa es- taba apasionada de aquel hombre que poseía tantas cualidades para fascinar.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Entre las incultas personalidades que por tanto tiempo se habían sucedido en el mando; en la total carencia de principios de todos los que ascendían en nombre de la audacia o de la intriga. ¡Cómo irradiaban la ilustración, cultura y honorabilidad del general Vivanco! ¡Cómo atraía el gran principio de una radical regeneración política; del impulso a la explotación de la montaña; del desarrollo de la industria nacional, a la sombra de una paz inalterable y duradera, y la estricta observancia de las leyes!

Para conseguirlo era indispensable un gran esfuerzo, una verdadera re- volución.

El grito se había dado. Al pronunciamiento de Arequipa había sucedido el de la escuadra. Solo

faltaba destruir el ejército que resguardaba la Capital. Esta era la empresa que se iba a acometer. —¿Cuándo piensa partir Vuestra Excelencia? —preguntó Latorre arre-

glando el tablero de cristal y nácar. —Dentro de cuatro días, cuando muy tarde; no es posible demorar más

tiempo la expedición sin desventaja para nosotros. —Es cierto, Señor Excelentísimo; Castilla no omite medios por reprobados

que sean, para imponerse al país por la fuerza. —No importa, venceremos a pesar de todo. Castilla cuenta con sus solda-

dos; yo con mis amigos —añadió sonriendo con cierta galantería. —Que estamos dispuestos a sacrificarlo todo por el triunfo de vuestra causa. Créame, Señor Excelentísimo, si no temiera dejar sola a mi hija, le acompañaría al Norte.

—Gracias, amigo mío. Ud. quedará prestando sus servicios aquí. Si la fortuna nos es favorable, ya tendrá Ud. que ofrecerlos a la patria, en Lima, en puestos más difíciles.

—¡Oh General! Nada ambiciono más que la felicidad de la República —repuso trémulo de emoción el señor de Latorre.

—A ella llegaremos, mediante la cooperación de sus buenos hijos —dijo el Jefe Supremo, que no pasó desapercibido el efecto de sus anteriores palabras. Y aproximándose al tablero de ajedrez, para variar de conversación, dijo: —Juguemos un poco mientras termina este ruido de las cuadrillas. El salón de baile continuaba animadísimo.

Las parejas se arremolinaban imprimiendo a su movimiento el acompasado balance de la música. Algunas se paseaban en los extremos. Entre estas se notaba a la hija de Latorre, apoyada en el brazo del joven edecán de Su Excelencia.

Hablaban en voz baja y con todo el disimulo que las circunstancias exigían. —No te aflijas —decía Iriarte— en cuanto sea nuestra la Capital, pido

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permiso al general Vivanco, y vengo a pedir tu mano, de rodillas, si es preciso. —¿Y si mueres? ¿Si te sucede una desgracia?

—Entonces, cerraré los ojos pronunciando el nombre adorado de Isabel y sonreiré a la muerte pensando que tus ojos de gacela verterán lágrimas a mi memoria, que tus labios de rosa enviarán al cielo plegarias por mi descanso. Pero, entre tanto, no digas nada a tu padre del sagrado compromiso que nos liga; no le des el pesar de que te vea sufrir, si sabe que me amas y que he muerto; te lo suplico.

—Sea; si tal es tu empeño, te prometo que durante tu ausencia mi padre nada sabrá, aunque puedo asegurarte que tendría verdadera complacencia al saber que hemos empeñado palabra de ligar nuestra suerte: tú no imaginas cuánto te estima.

—Por lo mismo, no tenemos prisa en anunciarle con tanta anticipación un enlace, que puede quedar roto por traidora bala.

—No, eso no sucederá —dijo con vehemencia la joven— porque yo rogaré a Dios que te guarde, y Él me oirá.

Una lágrima furtiva se detuvo en sus largas pestañas, merced al esfuerzo que hizo por contenerla.

En ese momento el Jefe Supremo y don Guillermo aparecieron en la puerta de comunicación al interior.

Latorre sonrió satisfecho viendo a su hija asida del brazo de Iriarte. —¡Qué bella es Isabel! —dijo el general— Razón tiene usted de no querer

separarse de ella. —Señor General, Vuestra Excelencia la favorece demasiado... —No yo, por cierto, la naturaleza que así la ha formado. Esa niña está

llamada a brillar en el mismo centro de la belleza, en la oriental Lima; si cae en nuestro poder, se hace indispensable trasplantar esta flor a los jardines del Rímac.

—Esa es mi intención, si acaso el porvenir reserva días más serenos para la patria.

—Hará Ud. muy bien; Isabel está en la edad de los goces y es preciso proporcionárselos.

Iriarte que acababa de dejar a la joven en su asiento, se aproximó al Jefe Supremo con cierto aire de gracia que no carecía de afectación. —Qué noche tan espléndida, Excelentísimo Señor —dijo haciendo entrar hasta la punta los dedos de sus guantes blancos.

—Es una de las más brillantes que he pasado en Arequipa, gracias a la galantería de uno de mis grandes amigos.

Don Guillermo se inclinó satisfecho agradeciendo aquella lisonja. —Por primera vez, desde que estoy aquí, me he creído transportado a

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Jorge, El Hijo del Pueblo

nuestra Lima —continuó Iriarte, con esa pronunciación precipitada propia de los hijos de aquella ciudad—, solo el señor Latorre puede haber realizado el prodigio de hacernos soñar con la Capital en estas atrasadas poblaciones, donde la ilustración no ha derramado todavía el torrente de sus luces, donde la cultura de la sociedad no se halla a la altura del siglo, donde son desconocidos los refinamientos del buen gusto, y donde se pasa una vida tan monótona, sin más ocupación que rezar, y eso por matar de alguna manera el tiempo que pasa sin dejar huella de...

—Pero —interrumpió el general Vivanco— Ud. no advierte, amigo mío, que está hiriendo la susceptibilidad del señor de Latorre, hablando así de la ciudad de su nacimiento.

—No, Excelentísimo Señor, yo soy muy imparcial y conozco la razón que tiene el señor Iriarte para expresarse así. Arequipa está muy atrasada todavía; no es para vivir; aquí no hay civilización; somos muy retrógrados, muy pegados a nuestra añejas preocupaciones.

—Y así es toda la nación —continuó Iriarte con aire de triunfo, al verse apoyado por quien menos podía esperarlo—; viajar por el interior da lástima; allí solo se trata con gente semibárbara o a la que, para serlo, solo le faltan las plumas; por todas partes se nota el atraso y el fanatismo. Cierto es que Arequipa está más adelantada que aquellos pueblos; pero nunca llegará a la altura de las grandes ciudades del nuevo mundo, nunca germinarán aquí las grandes ideas que en otras partes producen magníficos frutos, y si no, haga Ud. la prueba de proponer la libertad de cultos, por ejemplo, y ya verá Ud. cómo se levanta la cholada impulsada por los frailes y con solo piedras y garrotes dan en tierra con el gobierno más ilustrado y mejor sostenido; y nada quiere decir de los otros grandes pensamientos que forman el indefinido progreso de la época; las beatas se bastarían para hacer la revolución más sangrienta de la historia.

Casualmente, doña Enriqueta de Latorre que en ese momento se dirigía a las próximas habitaciones, oyó al pasar la última parte del discurso de Iriarte, y herida en sus creencias religiosas no menos que en su amor propio de are- quipeña, le lanzó una mirada llena de indignación.

El Jefe Supremo que lo notó, algo contrariado dijo: —Cuidado, Iriarte, no sea que le oigan, se crea que son mías esas ideas y

venga mi prestigio por tierra. —Nadie oye, todos están preocupados con el baile —dijo don Guillermo, y

añadió bajando la voz—: el señor Iriarte es muy ilustrado, bien se conoce que ha estudiado mucho el estado del país; admira tanta erudición en su edad.

Alfredo dio las gracias con una ligera inclinación y continuó: —El Perú entero es Lima, lo demás no vale nada.

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D

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Segunda vez pasó doña Enriqueta volviendo del interior y fue a tomar asiento junto a su sobrina Isabel.

—Así le parece a Ud., amigo mío, sin duda porque Lima es el lugar de su nacimiento, y porque allí tiene sus más fuertes afectos —dijo el Jefe Supremo, tratando delicadamente de dar otro giro a la conversación.

Alfredo hizo un movimiento imperceptible y se puso ligeramente pálido; pero haciendo un esfuerzo para mantener su serenidad dijo: —No es el provincialismo lo que más me domina; pero —añadió con fin- gida ligereza— la banda está tocando un vals arrebatador que no es posible desperdiciar; con permiso de Su Excelencia.

—Que se divierta Ud. mucho —respondió el General, no sin extrañar tan brusca retirada.

—Parece que le ha disgustado no hallar apoyo en Vuestra Excelencia —observó Latorre.

—Así debe ser —contestó Vivanco, siguiendo con la vista a Iriarte que se dirigió a Isabel.

Capítulo 2

Un incidente que hace pensar en las consecuencias

oña Enriqueta de Latorre era una reminiscencia de la nobleza del tiempo del coloniaje. Su misma rigidez de costumbres, su misma austeridad de virtud, su

mismo orgullo llevado hasta el despotismo, hasta la temeridad. A sus ojos no tenían valor alguno la inteligencia ni el oro; solo los títulos de

nobleza, los apolillados pergaminos, la aristocracia de la sangre hacían la fuerza y le inspiraban cierta fanática veneración.

Por lo demás, ignorante como la mayor parte de las señoras de aquel tiempo, no tenía sino un barniz de instrucción religiosa, lo cual se reducía en su concepto a las prácticas piadosas que la habían enseñado y que repetía de buena fe; pero sin penetrar su espíritu. Solo así se comprende el excesivo orgullo que la dominaba, siendo tan devota.

Tenía, además, la desgracia de que su razón fuese muy limitada, circuns- tancia que explica los errores en que frecuentemente caía, y el extraño modo como pretendía salvarlos.

Así, en la noche que nos ocupa, justamente indignada contra Iriarte, por las frases que sorprendió en su boca, no se le ocurrió otro medio de castigarle que

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infiriéndole un público desaire, a fin, pensó ella, de que no vuelva a esta casa. Como decíamos, Iriarte se dirigió a Isabel huyendo del giro que a la con- versación iba dando el Jefe Supremo.

—Señorita, si me hace Ud. el honor —dijo ofreciéndole el brazo. Doña Enriqueta alzó la cara y fijando en Alfredo una mirada de soberano

desprecio, dijo levantando la voz: —Señor oficial; yo no permito que mi sobrina baile con un desconocido, que se

presenta aquí sin más títulos que su audacia y la insensatez de sus ideas. Iriarte se puso mortalmente pálido.

Isabel sintió que toda su sangre se le agolpaba al cerebro. Algunas parejas se detuvieron, y el silencio reemplazó a las conversaciones

particulares en todo el círculo que rodeaba a los actores de esta escena. Fue un instante horrible.

Alfredo con los labios contraídos pronunció las siguientes frases: —Señora, el título que me da derecho para presentarme, no solo aquí, sino

en el más alto círculo, es mi propio nombre. Señor Excelentísimo —añadió fijando su turbia mirada en el General que atraído por el incidente se había aproximado y enterádose del suceso por algunas palabras que llegaron a sus oídos.

El Jefe Supremo a fuerza de caballero, acudió en socorro de su edecán. Tomándole por la mano y dirigiéndose a doña Enriqueta, dijo: —Señora, tengo el honor de presentar a Ud. al Mayor Alfredo Iriarte, uno de mis mejores edecanes, e hijo de uno de mis más grandes amigos, el general Iriarte y Hurtado.

Doña Enriqueta se demudó. No había imaginado que aquel oficial fuese hijo del General del mismo

nombre, uno de los más ilustres por su brillante carrera y empolvados per- gaminos.

Además, la presentación que acababa de hacer el general Vivanco no podía ser más comprometedora.

Alfredo sonrió nerviosamente. —Caballero... Ud. perdone... ignoraba... —articuló la orgullosa señora.

—Nada es más frecuente que incurrir en equívocos de este género —se apresuró a decir el Jefe Supremo— yo mismo, más de una vez me he visto en lance semejante. Señor Iriarte, creo que no será Ud. rencoroso tratándose de una señora tan distinguida bajo todo concepto.

Con esa velocidad inconcebible del pensamiento, Alfredo había tomado una resolución después de reflexionar un instante.

Su primer impulso había sido abandonar el salón para siempre; pero el temor del ridículo le detuvo. El deseo de la venganza le hizo combinar rápidamente

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Primera Parte / 46 capítulos

un plan, dando a su semblante serenidad fingida, y a sus labios sonrisa de tranquila benevolencia.

—Señora —dijo inclinándose—, soy yo quien debo implorar su perdón, por haberme permitido permanecer tanto tiempo en su casa sin previa pre- sentación.

—Yo soy el responsable de esa omisión involuntaria —dijo el General a fuerza de mediador.

—No era necesaria esa formalidad, perteneciendo el señor Iriarte al cuerpo de edecanes de Vuestra Excelencia —se apresuró a decir Latorre y añadió: —Yo suplico a Ud., señor Iriarte, dé al olvido este desagradable incidente provocado por ligereza de una señora que creyó heridos sus sentimientos reli- giosos; porque es preciso confesar, Señor Excelentísimo —añadió volviéndose al General— que el fanatismo ha sido causa de todo.

—Si yo hubiera sabido quién era Ud... —balbuceó doña Enriqueta— Está Ud. en su casa... puede Ud. decir...

—Basta, señora, basta —interrumpió Iriarte—; estaba Ud. en su derecho; fui un imprudente; imploro su indulgencia y la de esta señorita. —Isabel, no tienes inconveniente para complacer al señor Iriarte, valsando antes que termine esta pieza —se apresuró a decir doña Enriqueta tratando de remediar su error.

—Daremos una cuantas vueltas —dijo Iriarte, ofreciendo su brazo a la pobre niña, que de encendida se había vuelto pálida, por las terribles emo- ciones que la agitaban.

—¡Dios mío! ¡Cuánto he sufrido! —dijo luego que se alejaron. —¿Y yo? Iba a abandonar esta casa para siempre, pero tu amor me ha

retenido. Por ti perdono y olvido; algo más, procuraré conquistarme las sim- patías que no tengo. Tú comprenderás que las frases que llegaron a oídos de tu tía acarreándome su indignación, no fueron más que broma. De otro modo debió tratarse este asunto; pero, en fin, lo que pasó, pasó, y sobre todo ¿qué sacrificio no aceptaré por ti? Acabo de probarlo.

Isabel no hallaba satisfacciones bastantes para desagraviar a Iriarte, que ni la oía, por atender lo que pasaba a su alrededor.

No obstante la rapidez del vals, Alfredo pudo apercibir que era objeto de la conversación general, que se cruzaban las sonrisas y le seguían las miradas, pro- curando leer sobre su semblante el efecto causado por el desaire recibido.

Se mordía los labios con reconcentrada ira. A las dos de la mañana terminó la tertulia, y de nuevo fue abrumado

Alfredo por satisfacciones, ofrecimientos y atenciones, especialmente de parte de doña Enriqueta, quien desde que supo la alta alcurnia del joven,

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A

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olvidando sus malas ideas, le encontró todas las calidades apetecibles para esposo de Isabel.

Pero Iriarte al retirarse, juró odio eterno a toda aquella familia. —En público se me ha ofendido —dijo— en público me vengaré.

Capítulo 3

El Edecán de Su Excelencia

las once del día siguiente, el general Vivanco estaba en su aposento particular, en casa de la señora viuda de Martínez, donde se hallaba hospedado, entretenido en registrar varios periódicos cas-

tillistas que tenía sobre la mesa. El Jefe Supremo no se preocupaba mucho de los aprestos para la próxima

expedición; dejaba a las autoridades subalternas el encargo de arreglarlo todo convenientemente.

Era uno de sus más grandes defectos la dejadez. Leía, con la impasible flema de un inglés, los denuestos que sus enemigos

le prodigaban desde las columnas de la prensa; sonreía a veces desdeñosa- mente, y saboreaba un legítimo habano que oprimía entre los dedos de su blanca mano.

De este entretenimiento le sacó la presencia de Alfredo Iriarte que irrepro- chablemente uniformado, entró diciendo con su acostumbrada ligereza: —Buenos días, Señor Excelentísimo.

—Buenos días, mayor Iriarte —repuso Su Excelencia, tendiéndole la mano, que el joven se apresuró a estrechar con respeto— ¿Cómo ha pasado Ud. la noche?

—Bien, muy bien; salvo aquel desagradable incidente que Vuestra Ex- celencia se dignó cortar de un modo tan honroso para mí, que obliga mi agradecimiento, de manera que no encuentro expresiones que puedan ma- nifestarlo a Vuestra Excelencia en el grado que lo siento.

—Felizmente todo pasó de un modo rápido; por lo demás ha sido una noche bonita.

—No sabré decir lo contrario. —Ud. dijo a mi amigo Latorre que se había creído transportado a la Capital.

—Verdad; pero fue por lisonjear la vanidad de ese caballero, que, ha- blando con franqueza —añadió confidencialmente— me parece demasiado ostentoso.

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—Puede que lo sea —repuso con indiferencia el General— pero es lo cierto que sirve a la causa con decisión y lealtad.

—Por interés. —¿Interés de qué? —De un destino. —Latorre es rico —observó el Jefe Supremo— no creo que necesite los

sueldos del Gobierno para vivir. —No necesitará de los sueldos; pero del esplendor del poder sí. Latorre es

ambicioso, y, por lo menos, va en pos de una cartera. —¡Quién sabe! Todos tienen derecho a aspirar y no veo en eso un delito. —Pero sí presunción. —Parece que mi amigo no le es muy simpático —objetó Vivanco. —Diré a Vuestra Excelencia la verdad; jamás los arequipeños me han

gustado; son tipos que ni en pintura querría ver. —Algo de eso he comprendido oyéndole expresarse anoche; pero creí que

don Guillermo era una excepción de su antipatía, tanto más que las opiniones de ambos estaban en armonía.

—Precisamente, ese es un motivo más para que me desagrade. Me expli - caré, Señor Excelentísimo.

—Ya escucho a Ud. —dijo el General, apoyando negligentemente el codo sobre la mesa y la barba en la palma de su mano.

—Los arequipeños —prosiguió Alfredo— por lo general son muy francos en la manifestación de sus fanáticas ideas; pero hay algunos hipócritas; a este número pertenece don Guillermo, se finge liberal para atacarme a su tiempo.

—Permita Ud. que le diga que juzga con demasiada prevención al señor de Latorre, habla Ud. bajo la influencia del incidente de anoche. Seguramente no dirá Ud. nada semejante de su encantadora hija —dijo con maliciosa sonrisa el Jefe Supremo.

—El bello sexo siempre ha merecido mis respetos. —Mucho más cuando se halla representado por un ser tan bello como Isabel.

—No se puede negar que es bonita la chica —dijo con algún embarazo Alfredo.

—Ni que Ud. se le dedicó bastante. Tenga Ud. cuidado Alfredo, no sea que alguien ponga en conocimiento de su esposa las deferencias que usa con el bello sexo en Arequipa —dijo el General en tono de broma.

Iriarte se estremeció, pero dominándose repuso con igual entonación: —Afortunadamente mi esposa no es celosa, Excelentísimo Señor. —De todos modos, su bella esposa tendrá que agradecerme que le lleve a Ud. antes que el señor Latorre dé una segunda noche de baile —repuso Vivanco.

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E

Jorge, El Hijo del Pueblo

Decididamente, el General estaba de muy buen humor, y su edecán en extremo nervioso.

Por fortuna del último, un oficial anunció que el señor de Latorre aguar- daba en el salón.

—Hágame Ud. el favor de recibirle —dijo Vivanco a Iriarte. Este no se hizo repetir la orden y haciendo una ligera inclinación salió del

gabinete. Poco después estrechaba con efusión la mano del señor de Latorre.

Capítulo 4

Cosas del mundo

l señor don Guillermo de Latorre podría tener cincuenta años de edad. Pertenecía a una familia distinguida y poseía una gran fortuna.

Hombre de cortos alcances, no había seguido carrera alguna; bien que hasta hace poquísimo tiempo se creía que al hombre rico no le era indispensable la instrucción literaria ni profesional, que no debía ingerirse en política y que el buen tono consistía en vegetar tranquilamente en el oscuro recinto de su casa, sin preocuparse de otra cosa que de consumir sus rentas.

No obstante estos rancios principios, en el corazón de don Guillermo germinaba la ambición.

No tenía apego al dinero, ni siquiera a los pergaminos; sino deseo de brillar en elevados puestos.

Adulador por instinto, e ignorante, seguía sin dificultad las opiniones de los que él creía superiores en luces, fortuna o poder, careciendo de estabilidad en sus ideas, que iban y venían como las olas, según la variada dirección del viento.

En el instante que entró Iriarte, Latorre estaba de pie, contemplando con asombro, con turbación, un cuadro al óleo colgado a la pared. Era hermosísimo.

El fondo lo formaba el mar, iluminado por los últimos reflejos de la tarde y surcado a la distancia por una nave que se dirigía al Norte. Sentada en la playa, en primer término, se destacaba una mujer del pueblo que tenía sobre las faldas una preciosa niña de cuatro años, con blonda cabellera de oro, ligeramente rizada por el viento; completaba el grupo un niño de seis años, más o menos, que arrodillado sobre la arena, se divertía ofreciendo una sarta

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de conchas a la niña que extendía ambas manecitas para cogerla, mientras la mujer en vano trataba de llamar su atención sobre la nave, indicándosela con el dedo.

Había tal pureza en los perfiles, tal energía en el dibujo, tanta suavidad en el colorido, tan admirable proporción entre las partes y el todo, tanta gracia, tanta corrección, que no podía menos que confesarse que su autor era insigne pintor y gran artista.

Iriarte sacó a Latorre de su contemplación. —¡Oh, amigo mío! ¡Qué embelesado le encuentro en presencia de ese

cuadro! ¿Es Ud. quizá pintor? —No, mi querido amigo —respondió don Guillermo estrechando la mano

que Alfredo le presentaba— no soy pintor; pero es tan bello este cuadro que interesa al más profano.

—Verdaderamente es muy hermoso. —Admirable. —Parece europeo. —¿Pues qué, no lo es? —Tiene el mérito de ser obra del país. Don Guillermo volvió a mirar el cuadro y la verdad, no le pareció tan

sobresaliente como antes; sin embargo, dijo: —El pintor debe haber hecho profundos estudios en Italia. —He oído decir que nunca ha salido de Arequipa. —Es imposible, soy arequipeño y jamás he sabido que aquí hubiese ningún

pintor notable; este cuadro, por lo menos, ha sido traído de Lima. —Está Ud. en un error señor de Latorre: según he oído referir alguna vez a la familia que ocupa esta casa, una noche muy lluviosa se presentó un muchacho vendiendo este lienzo; le preguntaron a quién pertenecía: dio las señas del pintor, (cuyo nombre he olvidado) añadiendo que lo vendía por necesidad; la familia dio ocho pesos y se quedó con él.

Don Guillermo movió ligeramente la cabeza y murmuró imperceptiblemente: —Se parece; pero no es ella, me he equivocado —y buscando asiento en un sofá, dijo, del todo tranquilizado—: Pero en fin, vamos a lo principal. ¿Cómo ha amanecido Su Excelencia?

—Muy bien, acabo de estar con él, y precisamente hablábamos de Ud. cuando le anunciaron su visita.

—¿Su Excelencia tenía la amabilidad de ocuparse de mí? —Aun cuando yo no hubiera promovido la conversación, estoy seguro que

él no hubiera dejado de hacerla recaer en Ud. —El Jefe Supremo es en extremo bondadoso y Ud., un verdadero amigo. —De eso debe Ud. tener la más completa seguridad. Su Excelencia en

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Jorge, El Hijo del Pueblo

efecto le aprecia muchísimo; pero, vea Ud. —añadió en tono afectuosamen- te confidencial— no dejan de hacer efecto en los gobernantes las sórdidas maquinaciones de la envidia.

—¿Qué dice Ud.? —preguntó demudado Latorre. —No se alarme Ud. amigo, eso es nada. Yo, como su buen amigo, he que-

rido ponerle al corriente de lo que en las regiones oficiales se piensa respecto a Ud. y nada más.

—¡Oh, gracias, muchísimas gracias!; ¿pero de qué se trata? Sáqueme Ud. de esta angustia.

—De darle una cartera. —¡Ah! —Pero hay dificultades. —Es natural. —Los envidiosos que han llegado a saber las intenciones de Su Excelencia,

tratan de disuadirlo previniendo su ánimo contra Ud. —¿De qué manera? —Forjando calumnias. —¿Qué pueden decir de mí? —Nada, por eso inventan. —Pero el Jefe Supremo no dará oídos a la maledicencia. —No por cierto, y mi mayor empeño es despreocuparle hasta de la más

pequeña duda que acerca de su honorabilidad pueda tener; porque como dijo un sabio: De la calumnia algo queda.

—Le debo servicios que no sé cómo agradecer. —No son más que el cumplimiento de un deber. —El incidente de anoche... —No hay para qué acordarse de él. Vea Ud. señor de Latorre

—agregó Iriarte evitando el giro de la conversación— en Arequipa la gente es demasiado envidiosa, no puede soportar que nadie se sobreponga.

—Es la pura verdad, señor Iriarte, es la pura verdad. Por eso estoy tan aburrido que si fuera posible, hoy mismo me marcharía a la Capital. —Cuente Ud. con todo mi influjo cerca del General, para que lleve a debido efecto sus proyectos respecto a Ud.

—Gracias, gracias. Ahora recuerdo que algo de eso me dejó comprender el Jefe Supremo en la última entrevista que tuvimos.

—Sí, así me lo ha manifestado —repuso el astuto Alfredo contento de tener esta noticia— pero —añadió en voz muy baja sintiendo pasos que se acercaban— conviene que el Jefe Supremo no se aperciba del tema de nuestra conversación. Ud. ya comprenderá los motivos.

—¡Oh! Descuide Ud.

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T

Primera Parte / 46 capítulos

En ese instante Su Excelencia entró al salón. Latorre e Iriarte se pusieron de pie. La entrevista que siguió fue corta; la conversación versó sobre asuntos

generales de escaso interés, por lo que prescindimos de ella. Poco después se separaron los interlocutores para ocuparse respectivamente de lo que más les interesaba, y quedó abandonado el salón con su magnífico cuadro, obra admirable de un genio desconocido.

Capítulo 5

Isabel

res días después de la última escena que hemos bosquejado, la bella hija del señor de Latorre se hallaba sola, y melancólicamente pensativa, en su aposento particular.

Estaba situado este en un piso alto del interior de la casa del señor de Latorre, sobre el magnífico jardín apenas separado de la campiña por una baja muralla de sillar. Por el exterior el precioso gabinetito estaba rodeado de un balcón colgante desde el cual se explayaba la vista por toda la extensión del campo, y se aspiraba el perfume de las flores que crecían a su pie; las enredaderas de jazmín subían hasta la balaustrada que en primavera casi desaparecía bajo los blancos ramilletes. Por el interior brillaba la sencillez encantadora unida a la elegancia. La bóveda, primorosamente pintada, representaba el firmamento con diáfanas nubecillas, estrellas y plateada luna; las paredes estaban cubiertas de papel celeste dorado; alfombra de felpa tapizaba el suelo; transparentes cortinas velaban las puertas vidrieras. Un catre de metal con diáfanos tules sujetos por listones de raso rosa; una mesita de noche con mármol, sosteniendo un devocionario de marfil, un rosario de nácar, una palmatoria de cristal y una taza de agua bendita de porcelana, formada por un grupo de la Sagrada Familia descansando a la sombra de una palmera; un diván de brocado celeste; un ropero con espejo de cuerpo entero; un lavatorio de mármol, una mesa consola con tablero de la misma piedra, sosteniendo una lámpara, un florero y un costurero; un pequeño estante de libros y cuatro sillas chinescas, completaban el reducido ajuar de la habitación, precedida por una hermosísima copia de la Asunción de Murillo, casi de tamaño natural.

Serían las ocho de la noche, cuando sorprendimos a Isabel sentada junto a la mesa consola.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Blanca bata envolvía entre anchos pliegues su gentil talle: celeste listón sujetaba los abundosos rizos negros de su suelta cabellera, y entre sus marfíleos dedos tenía un papel. Decía así:

“Dulce y tiernamente adorada Isabel: Siguiendo la suerte del caudillo de nuestras simpatías abandono esta

ciudad, y con ella cuanto puedo amar sobre la tierra, y me veo en la

dolorosa necesidad de partir sin darte personalmente el último adiós. Si este papel tiene la fortuna de llegar a tus manos, te dirá, que la

pasión que me inspiraste, arde hoy con más fuerza que nunca en el fondo de

mi pecho; te recordará el solemne compromiso que debe llevarnos ante

el altar, si la victoria nos sonríe; te manifestará que cualquiera que sea el

destino que la suerte nos depare, jamás se borrará de mi corazón ni de mi

memoria tu adorado recuerdo. ¡Adiós! Guarda nuestro secreto, ruega al cielo por nuestra dicha, y si muero, sé fiel a la memoria del que te amará más allá de la tumba, y

nunca olvides que alguna vez latió apasionado por ti, el amante corazón de

Alfredo”

Isabel había llegado a aprender de memoria estas líneas. Su corazón gemía oprimido por la angustia; porque amaba a Alfredo con

toda su alma y le veía alejarse tal vez para siempre. Su viva imaginación le representaba las penalidades del viaje en el desierto, los

peligros de la navegación, el campo de batalla, donde Alfredo lucharía como un héroe; creía verle herido y abandonado, pidiendo socorro con la débil voz de la agonía; y ella, que tenía por medio el mar y el desierto, no podía prestarle ningún auxilio.

Entonces su corazón latía con violencia, y tenía que hacer un esfuerzo para que su razón, sobreponiéndose a la fantasía, la tranquilizara, advirtiéndola que ninguno de esos peligros arrostraba todavía Iriarte, que había partido hacía pocas horas.

Para distraerse evocaba los recuerdos de su infancia. Cuando apenas contaba cinco años de edad, perdió a su madre idolatrada.

Su padre, en medio del pesar que le dominaba, no olvidó a su hija única, objeto desde entonces de todo su cariño, y a quien tanto por distraer, cuanto por educar brillantemente, se determinó a llevarla a Lima. Isabel recordaba como un sueño aquel viaje.

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Tenía confusa idea de lo mucho que sufrió en la travesía de Arequipa a Islay: de la inmensidad de agua que por primera vez se ofreció a sus ojos y que ella tomó por un pozo muy grande; así como de la casa de madera que se

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Primera Parte / 46 capítulos

balanceaba y la hacía llorar de miedo y llamar a su madre. Luego le parecía haber visto una ciudad muy grande donde había mucha gente y mucho ruido; recordaba claramente haber sido conducida por su padre, en coche, a una gran casa, donde fueron recibidos por monjas con gorra, y que, después de algún tiempo de conversación, su padre se despidió dejándola en poder de esas señoras.

Aquella casa era el “Colegio de Belén”. Desde ese día, la pobre niña, vio trocadas las caricias de su madre por la

severidad de la profesora. Los libros son el supremo tormento de la infancia; el colegio la odiosa

mazmorra de la niñez. ¡Triste condición humana! El pájaro es libre desde que siente en sus alas fuerza bastante para recorrer la

inmensidad; el hombre es esclavo desde que percibe en su pensamiento la potencia que debe lanzarlo a lo infinito.

Así, Isabel, que ignoraba los misterios de la vida, al verse encerrada en aquel recinto, debió quedar tan sorprendida, como la inocente avecilla cogida en lazo traidor.

La dulzura de su carácter le granjeó al poco tiempo el cariño de las profesoras.

Poco a poco fue acostumbrándose a aquella vida metódica y adquiriendo gusto por el estudio.

Pronto se hizo sobresaliente en todos los ramos y obtuvo el primer premio en los exámenes.

Los años transcurrieron unos en pos de otros. Su padre iba a verla cada año, un solo día, en el salón de recibo. Ella no salía a la calle, sino cuando todo el colegio iba a paseo. A medida

que Isabel entraba en edad, su carácter se hacía sombrío. Muchas veces se paseaba meditabunda por los claustros, percibiendo con tristeza el ruido de los carruajes que rodaban por la calle. Allá, fuera de los muros que la aprisionaban, había un mundo que le era desconocido; pero cuyos rumores llegaban hasta el colegio con las seducciones del misterio.

Isabel iba a cumplir quince años cuando, terminada satisfactoriamente su educación, vio abrirse las puertas de su encierro; pero al abandonar aquella dorada jaula de su infancia, raudales de lágrimas corrieron por sus mejillas.

Era el ¡adiós! a las profesoras tiernamente amadas, a las condiscípulas predilectas, a la hermosa capilla, al blanco uniforme, a la niñez en fin, con todos sus sueños de rosa, perfumes de cielo, risas de ángel y emblemas de inocencia.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Ese mismo día una carretela condujo a Latorre y a Isabel al Callao, donde se embarcaron en un buque de comercio que zarpaba para el Sur. Después de diez años de residencia, Isabel salía de Lima sin conocerla. La vista de Arequipa despertó en Isabel el vivo recuerdo de su madre y de los días más amables de su vida, cuando aquella teniéndola sobre sus rodillas, juntaba sus manitas y la hacía recitar la oración de la mañana. Doña Enriqueta de Latorre, viuda desde los veinte años de edad, sin haber tenido hijos, recibió con transporte a la hija de su hermano, y pronto llegó a quererla, casi tanto como una madre, por su dulzura, piedad, sencillez y docilidad.

Con ella, lo mismo que la naturaleza con la primavera, revivió la sombría casa de los Latorre, y de antipática se tornó amable.

Porque Isabel distaba tanto de tener el carácter orgulloso de su tía, como el ambicioso de su padre.

Las prendas del alma eran las únicas que tenían a sus ojos valor inesti - mable.

No fue, pues, extraño el que pronto la adorasen cuantos la conocieron. Pero la hora del infortunio había sonado para ella. La revolución de noviembre, en que tomó tanta parte don Guillermo, trajo a

su tranquilo hogar a los principales cabecillas, y luego al Jefe Supremo y a su edecán Alfredo Iriarte.

Hasta la noche de la tertulia de que nos ocupamos en el primer capítulo, Iriarte solo había ido a la casa incidentalmente, ya acompañando al general Vivanco, ya por asuntos políticos; pero esto había bastado para que lograse impresionar a Isabel, le hiciese una declaración en forma y hasta contrajese compromiso de un enlace, aplazado para después del triunfo de la causa del general Vivanco.

En todo esto, fuerza es decirlo, no había otra cosa que pasatiempo por parte del joven limeño, mas, Isabel que era el candor mismo, creyó con fe ciega, y entregó todo su corazón a aquel hombre, en quien la apariencia y la pasión le hacían ver el conjunto de las perfecciones.

Ya hemos visto el secreto que acerca de su compromiso le exigió Iriarte. Isabel no tenía amigas íntimas a quienes confiar sus esperanzas o sus pesares. Amargada por la partida de Alfredo, estaba, pues, condenada a sufrir en silencio sin compartir con nadie sus inquietudes.

Por eso la encontramos sola en su gabinete entregada a sus melancólicos pensamientos.

Su pecho estaba oprimido, quería dar libre curso a sus lágrimas; pero este rocío del alma no asomaba a sus ojos enrojecidos por la fiebre. Poco a poco su imaginación principió a divagar, sus ideas a no fijarse.

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Primera Parte / 46 capítulos

Su corazón latía acelerado, su frente ardía. Lo reducido de la habitación, lo herméticamente cerrado de las puertas, el

gas que despedía la lámpara y la excitación de su propia naturaleza, eran motivos más que suficientes para asfixiarla.

Sintió Isabel que el aire iba faltando a sus pulmones, que sus ojos se ce- rraban, que su cabeza se doblegaba pesadamente, y comprendiendo el peligro que corría, hizo un esfuerzo, se levantó, encendió la bujía de su palmatoria, apagó la lámpara, abrió las puertas y se lanzó al balcón, aspirando con fuerza

el aire purísimo que circulaba.

Capítulo 6

En la noche...

a noche contiene en su embriagadora copa, la esencia de los delirios, de la melancolía y de los misterios de la naturaleza entera. Los negros crespones en que se envuelve se hallan empapados en las lágri-

mas que trata de enjugar; el silencio que la acompaña encierra gritos ahogados, sollozos comprimidos, gemidos angustiosos, y bajo sus alas se confunden la diabólica carcajada de la desesperación, el estertor de la agonía, la ardiente plegaria de la fe; mas, todo vago, confuso, casi imperceptible a nuestros sen- tidos, pero patente a nuestro espíritu que ve lo que nuestros ojos no miran, oye lo que nuestros oídos no escuchan, se roza con lo que nuestras manos no palpan, y comunica a todo nuestro ser sensaciones extrañas, melancólicas, dolorosas que nos agitan y nos embriagan con incomprensible deleite.

Con los últimos rayos del sol se apagan todos los ruidos del día, y apenas las sombras tienden su manto de luto, por doquiera se levantan mil rumores misteriosos que haciendo vibrar las fibras del alma que los recoge, produce, sin quererlo, sin apercibirse de ello siquiera, raudales de poesía.

La noche es el traidor asilo de la desgracia, el peligroso narcótico del alma enferma.

El dolor va envuelto entre los pliegues de su mano, como el veneno en el cáliz de una flor fragante; se le aspira con delicia.

Pero la naturaleza dormida en sus brazos tiene encantos indefinibles. La belleza es más inefable contemplada entre vagas sombras, a la luz

vacilante de las estrellas; la mente se remonta a la contemplación de ese mundo sobrenatural e invisible que nos rodea y que presentimos; el espíritu se dilata, desprecia la materia que lo aprisiona y tiende su vuelo hacia lo ideal y lo divino.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

La soledad y el silencio predisponen el alma al recogimiento y la hacen percibir una voz superior que habla en lenguaje celestial. La criatura se halla más cerca del Creador, el hombre más inmediato a lo infinito.

Isabel enferma del alma, oprimida por dolores morales y casi asfixiada físicamente por la atmósfera gaseosa que acababa de abandonar, al salir al balcón se encontró de improviso frente a frente de la naturaleza en todo su esplendor, en medio de una noche serena, tibia, poética.

Delante de ella se alzaba el Misti con su manto violeta y su velo de cristal diáfano y brillante formado por la delgada nieve que le cubría casi hasta la mitad. El Chachani y el PichuPichu, los dos hermosísimos nevados que a derecha e izquierda hacen guardia al monarca de los Andes, envueltos en sus blancos ropajes, parecían dormidos sobre sus bases.

La campiña, grande, inmensa, empezaba para Isabel desde la reja cubierta de jazmines en que se apoyaba, continuando con su jardín, extendiéndose después como dilatadísima alfombra y terminando por ascender en andenes, allá, a lo lejos.

Los árboles parecían gigantes sorprendidos por el sueño. Acá y allá brillaban pequeñitas luces que a intervalos desaparecían y tornaban a brillar, revelando la existencia de alguna casucha, de alguna miserable vivienda de labradores.

Las aguas del Chili producían un sonido acompasado, monótono, algo pare- cido al de un mar lejano; el viento suspiraba al pasar entre las hojas levemente estremecidas por su hálito, al tocar las delgadas ramas que se dejaban mecer con lánguido abandono; las flores entreabrían sus cálices dejando escapar sus varios aromas que, confundidos, formaban invisible incienso en que la brisa perfumaba sus alas y por encima de todo se extendía el cielo, grande como la inmensidad, hermoso como la esperanza, ostentando a distancias sobre su azul transparente, ora pequeñas gasas de diáfanas nubecitas, ora relucientes estrellas, cuyo brillo no había podido apagar los raudales luminosos de esa bomba de célica luz suspendida en el espacio por la mano omnipotente del Autor del Universo.

Isabel contemplaba extática el cuadro que se extendía ante sus ojos. Nun- ca la naturaleza se le había presentado tan bella, nunca la creación le había parecido tan grandiosa.

Apoyada en la barandilla de su balcón aspiraba el aire perfumado que, como un soplo acariciador, refrescaba su frente y jugueteaba con sus cabellos. Todos sus sentidos se sumergieron en un delicioso embeleso. Sentía su cabeza suavemente acariciada por las auras de la noche; el per- fume de los jazmines y de las margaritas la embriagaba; el sordo murmullo del río la llenaba de dulce melancolía, y su mirada vagaba ya en uno ya en otro de los mil objetos que la rodeaban.

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Primera Parte / 46 capítulos

Por último, fijó sus ojos en la bóveda celeste. ¡Qué hermoso contraste ofrecían las nubes y las estrellas interpoladas!

¡Qué riqueza, qué profusión, qué derroche de espléndidas galas! La atmósfera transparente como el cristal, el cielo de un azul claro purísimo, y no obstante, salpicado a grandes distancias de gasas blancas y diáfanas, a través de las que se distinguían algunas estrellitas, cual encendidos diamantes caídos por casualidad sobre los errantes fragmentos del velo ilusión de una desposada. Los velos azulados del firmamento prendidos con fúlgidos luceros, cuya luz fue impotente a eclipsar la reina de la noche, que en todo su esplendor avanzaba majestuosa hacia el cenit.

Ante grandeza tanta, el alma de la joven quedó suspensa y multitud de pensamientos se agolparon a su mente.

Recordó el sistema planetario que supone cada estrella un Sol y que ella había aceptado porque se adaptaba mejor al vuelo ardiente de su fantasía, y se abismó en su contemplación.

¿Cada uno de aquellos puntos luminosos era en efecto un sol? Así lo creía. Pero esa multitud de soles debía tener su objeto; cada uno de ellos llenaría algún supremo designio, no era posible que estuviesen aislados, perdidos, allá en la inmensidad; esos soles deberían estar circundados de otros planetas a quienes prestasen luz, calor, vida; si, ellos eran necesarios a esos soles; pero ¿esos planetas serían masas inertes? ¿Rodarían en el espacio sin contener nada, sin cumplir una misión? ¿No tendrían leyes que les marcasen estaciones, días, noches? Siendo así, ¿estarían vacíos? ¿No los habitarían seres inteligentes, nobles, libres? ¿Esos seres, admitida su existencia, serían semejantes al hom- bre? ¿Tendrían como él la conciencia de su origen, de su misión y de su fin? ¿Tendrían sus goces y dolores, amarían tanto, sufrirían con tanta intensidad, tendrían igual resignación, se alimentarían con la misma esperanza?

¡Quién sabe! Tal vez aquellos brillantes del firmamento secaban con sus rayos lágrimas tan

ardientes como ellos; tal vez seres tan atribulados como Isabel buscaban en aquel mismo instante, lenitivo a sus tormentos fijando su vista en el espacio, quizá en el Sol que ilumina la tierra y conjeturando acerca de él, lo mismo que ella suponía respecto de las estrellas.

¡Quién sabe! El hombre aún lo ignora todo, aún no ha leído una línea completa en la página de la creación.

De conjetura en conjetura, Isabel había ido formando un universo, tal vez inferior a la realidad, y sin embargo, tan estupendo y tan asombroso, que al reflejarse por un milagro de la fantasía todo íntegro en su imaginación, su alma conmovida se volvió al Ser Supremo rindiéndole un tributo de adoración.

—¡Oh! Ese Ser Omnipotente que con solo su voluntad ha formado el

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Jorge, El Hijo del Pueblo

espacio —pensaba la joven—, que ha encerrado en él esos mundos que giran sobre mi cabeza cual innumerables lámparas pendientes, para alumbrar duran- te la noche el pequeño globo que habito; ese Ser tan bondadoso que nos ha revelado en sus leyes la clave de nuestra felicidad, que perdona fácilmente y prodiga su clemencia, no puede habernos engañado al prometernos una vida mejor, donde no se sufre como yo sufro ahora; donde los seres que se aman no se separan jamás; donde es desconocida la muerte y la palabra dolor no la comprende ningún corazón.

Y como si el suyo la hubiese comprendido demasiado, exhaló un suspiro, y apartando sus ojos del cielo los posó sobre la tierra.

Ondas de luz enviaba la luna al cruzar lentamente en su nacarado carro, ondas, que descendían a bañar con dulcísima claridad la nevada cima de los Andes, las oscilantes copas de los árboles, el verde tapiz de la campiña, los entreabiertos pétalos de las flores: tinieblas había en la tierra, tinieblas en las profundas quebradas que se hunden al pie del Misti, tinieblas bajo el espeso follaje, entre las cruzadas ramas, al pie de los gigantes sauces, en los tajados dobleces de los andenes.

¡Sublime contraste! En todas partes luz y sombra, vagos rumores, silencio, soledad, melancolía... Así también se hallaba el alma de Isabel. Claridad en la inteligencia, viveza en la imaginación, grandeza en el pen-

samiento; abatimiento en el espíritu, tristeza en el ánimo, luto en el corazón, silencio, soledad, melancolía...

Hay momentos en que el alma adquiere tal grado de sensibilidad, que aquello que en otras circunstancias pasaría desapercibido, le causa una im- presión profunda.

La narración de un triste acontecimiento, la lectura de algunas líneas, el recuerdo de un sueño, la vista de un cuadro, nos conmueve extraordinaria- mente; en tal estado, el toque de una campana, el sonido del reloj que da la hora, las débiles voces de un organito ambulante, el lejano acento de una quena, cualquier nota perdida, cualquier armonía traída por el viento, sacude nuestra alma, subyuga nuestro espíritu, domina nuestra voluntad, por una magia irresistible e inexplicable.

Isabel se hallaba en uno de esos instantes. Su alma solo necesitaba un algo que hiciera vibrar sus fibras más delicadas.

De improviso las cuerdas de una guitarra, ese instrumento popular, casi divino, pulsadas por una mano desconocida, que sabía arrancarles notas im- pregnadas de pasión, hicieron estremecer el corazón de la joven. Sin que ella pudiese adivinar de dónde provenía, oyó alzarse una melodía triste, dulce, expresiva; era el preludio de un canto popular, semejante a un

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Primera Parte / 46 capítulos

lamento desgarrador.

El punteo era delicado; las cuerdas gemían más que vibraban. Al fin dos voces varoniles, pero dulces, sonoras, melódicas, se dejaron oír, y

el aire llevó a Isabel esta estrofa:

Corazón que no has amado

Tú no sabes el dolor De un corazón angustiado,

Y continuó el punteo durante una breve pausa, y las voces dijeron aumen- tando la intensidad del sonido:

Carcomido y desgarrado Por amarguras de amor.

Y más bajo, cual la repercusión del eco, repitieron:

Por amarguras de amor.

Isabel llevó ambas manos al pecho oprimiéndolo con fuerza. Aquel canto parecía compuesto expresamente para ella ¡y sin embargo, lo había escuchado tantas veces con indiferencia!6

—¡Oh Dios mío! ¡Cuán hermoso es! —murmuró— ¿Quiénes serán los que cantan? Indudablemente dos hijos del pueblo.

Mientras tanto el preludio siguió, y las voces tornaron a decir:

No sabes cómo se llora Con ese llanto que quema, Con la noche, con la aurora,

Parecía que las cuerdas se quejaban. El canto continuó:

Con ese sol que colora En la frente un anatema.

Y repitieron con mayor tristeza: En la frente un anatema.

—¿Sufrirán tanto como yo? —pensó Isabel interrogando al cielo con una mirada.

La pobre niña creía que todos los dolores de la tierra se reducían a los que ella sentía.

¡Ay! Ignoraba que existen dolores crueles, de amargura infinita, devorados en silencio, acaso encubiertos con una sonrisa sarcástica o amarga que nadie comprende.

6 Esta poesía de Zorrilla es enteramente popular en Arequipa, donde hace muchos años se canta con una música tristísima y linda.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Se llora con el placer, Se llora con el pesar, Con el recuerdo de ayer,

Continuaron cantando y agregaron:

Y mañana... hay que llorar Si nos ama una mujer.

Repitiendo: Si nos ama una mujer.

Isabel creyó reconocer una de aquellas voces. —¿Si será él? —se preguntó, prestando mayor atención. La guitarra continuaba gimiendo; pero poco a poco fue vibrando con más

fuerza, y las voces que principiaron la estrofa con suavidad, aumentaron también el sonido.

Tú, velado a la tormenta De borrascosa pasión, No sabes cómo se

aumenta.

Al llegar aquí parecía que las cuerdas iban a estallar bajo la mano convulsa que las hería, y las voces pronunciaron con enérgica amargura:

Como inflamada revienta La pena en el corazón.

Después, la vibración del sonido se suavizó tornando a gemir, y las voces, tomando una expresión apaciblemente dolorosa, pero dulcísima, repitieron:

La pena en el corazón.

—Él es —dijo Isabel, hablando consigo misma— es su acento, su arranque, su expresión. ¿Por qué me interesará tanto? ¿Será porque he adivinado que sufre como yo?

El sonoro instrumento continuaba sonando. La dulzura se desprendía de sus cuerdas, como el aroma de las flores, sin

esfuerzo. La armonía brotaba a raudales bajo los dedos que la arrancaban. De los ojos

de Isabel caían lágrimas que ella misma no advertía. El misterioso sonido fue perdiéndose gradualmente.

Y llegó a extinguirse. Y las tristes notas se desvanecieron en el aire, como al despertar huyen las

gratas visiones de un dulce sueño. 48

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N

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 7

Los trovadores

o muy lejos de la casa de Latorre, sentados sobre una piedra al pie de un gigantesco sauce, estaban dos hombres. La sombra del árbol envolvía por completo al uno, la luz de la luna

caía de lleno sobre el otro. Este era un hijo del pueblo. Nos interesa fijarnos en él: examinémosle con alguna detención. Era joven, parecía de veinticinco años más o menos, y su fisonomía pre-

disponía en su favor por la simpatía del conjunto. Su frente alta y despejada revelaba inteligencia y altivez, si bien una nube

sombría la velaba: su cutis, demasiado fino, era terso, suave, límpido y tenía ese color pálido mate, propio de la pasión o del sufrimiento; sus grandes ojos, negros como el abismo, contenían en su mirada todos los reflejos de los insondables misterios del corazón; su boca, bien formada, era susceptible de expresar la melancolía más profunda, la ironía más cruel, el más insultante sarcasmo, pudiendo sobre sus labios vagar en determinados momentos una sonrisa sarcástica o amarga, amarguísima, según el estado de su alma.

Rostro tan bello, fisonomía tan noble, rasgos tan notables, desaparecían eclipsados por el humilde, aunque bien aliñado traje de los hijos del pueblo. En el momento en que le hemos sorprendido, acababa de arrancar las últimas notas a su guitarra, y sin desplegar los labios, la entregaba a su com- pañero.

—¿No tocas más? —preguntó este cogiendo el instrumento. —No, estoy algo cansado. —¡Cansado! Otras veces se te pasan horas de horas recordando con la

guitarra en la mano cuantos tristes y canciones se han oído en Arequipa y no te cansas.

—Eso consiste en el diverso estado de ánimo en que uno se encuentra. —Pues el mío siempre se halla bueno y listo para todo, especialmente para pasear y divertirme.

—Tu edad es para eso —La tuya no —repuso con viveza el desconocido— ya se ve, como tienes

ochenta años, no sientan bien a tus canas las diversiones ni los galanteos. —Calla Luis; no tengo deseos de jugar.

—Sí, lo que tienes esta noche es deseo de morirte. El joven no respondió. Se sucedió un prolongado silencio, al cual Luis puso término diciendo

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Primera Parte / 46 capítulos

en tono distinto del que hasta entonces había empleado: —¿De veras estás triste, Jorge?

—Sí —respondió este sonriendo— es que hay nevada7 y me ha atacado de firme.

—Gracias a Dios que nunca la siento; lejos de molestarme la encuentro muy agradable, muy a propósito para salir a pasear a Yanahuara, a Tiabaya, a Tingo...

Luis se hablaba solo. Jorge parecía no escucharle. Su pensamiento estaba sin duda muy lejos de allí, mientras sus ojos reco-

rrían el firmamento o la campiña casi maquinalmente. Una pequeña lucecita fijó su atención por algunos momentos; era la que

provenía de la habitación de Isabel. —¿Sabes a qué casa pertenece aquella luz? —preguntó a su compañero

indicándosela con la mano. —A la de don Guillermo de Latorre, según creo. —Exactamente. —Ahí vive alguien que me interesa mucho. —Cecilia. —¿Quién te lo ha dicho?... —Nadie, hace tiempo que lo sospechaba. —¿Y qué te parece mi gusto? —Te voy a hablar con franqueza, no me agradan esa clase de juegos, y

menos en esa casa, Cecilia es la criada de confianza de la señorita Isabel... —Pero ¿por qué crees que me estoy jugando?

—Conozco bastante tu carácter. —Pues no, no me conoces, con todas pasaría el tiempo menos con Cecilia. —¿Es decir que la quieres de veras? —Te lo confieso. —¿Y ella?... —Me ha dicho que sí. —Pues tienes mi voto; cásate cuanto antes; Cecilia es una muchacha

excelente. —No tengo recursos todavía, apenas gano para pasar con escasez el día;

yo no haré lo que acostumbran casi todos los artesanos: Casarse para que sus pobres mujeres los mantengan con su trabajo; eso es muy indigno de un hombre.

—Tienes muchísima razón. 7 Lo que en Arequipa se llama nevada, es muy diferente de lo que en todas partes se conoce con el mismo nombre.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Hubo una pausa, al fin de la cual, dijo Luis: —Por otra parte, la pobre Cecilia tiembla que descubran esto sus patrones;

porque en esa casa todos son perversos. —Eso no es cierto. —¿Qué no? —dijo Luis enderezándose— principiando por don Guillermo

y acabando en la vieja costurera, que es el mismo demonio con polleras, nadie hay pasable.

—Lo que allí reina no es la perversidad, sino el orgullo —dijo Jorge— harto lo he experimentado en los ocho días que estuve en la casa. —¿Tú has estado en la casa ocho días?

—Sí, me llamaron para pintar el techo de aquella habitación que está con luz, y que pertenece a la señorita Isabel.

—¡Te creerías en el infierno! —Nada de eso; me pareció estar en un pequeño observatorio de la so-

ciedad. —Hay personas para quienes un obrero es algo como un mueble —con-

tinuó Jorge— no sospechan en él inteligencia ni corazón, y por lo tanto no se eximen de hacer ni decir en su presencia cuanto les importa ocultar a la sociedad. A esta clase pertenece la familia de Latorre, así es como vi, sin la careta del patriotismo, la ambición ilimitada, los mezquinos cálculos, la vil adulación, la falsía, el interés egoísta de don Guillermo; vi sin fingimiento, la presunción, la ignorancia lastimosa, la soberbia ilimitada de doña Enriqueta; vi la maldad de la costurera sin la máscara hipócrita con que sale a la calle, o se presenta delante de sus señoras.

—¿Y a ti como te trataron? —¿A mí? ¡Vaya con la pregunta! Como nos tratan las personas de clase.

—De esa doña Enriqueta se cuentan rasgos de mucho orgullo —dijo Luis—, se asegura que una noche que perdió su gran rosario de perlas se acostó sin rezar, por no hacer uso de otro de cuentas ordinarias que le ofreció la costurera. Dicen, que con sus propias manos rompió un rico vestido por haber encontrado con otro igual a una señora a quien ella tenía en menos. ¿Será verdad todo esto? —agregó con candor el desconocido. —Tal vez —repuso distraídamente Jorge.

—No veo la hora de sacar de esa casa a Cecilia, tú mismo acabas de decirme lo malos que allí son todos.

—Pues te equivocas, yo no he dicho que allí haya maldad, y en verdad no la hay.

—No te entiendo... —Procuraré explicarme. Todo lo malo que esos señores piensan, dicen y

hacen no reconoce por origen la perversidad del corazón, sino la ignorancia,

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unida a antiguas preocupaciones y a la falta de educación. Les parece que por encima de todo está lo que de buena fe llaman su nobleza; el orgullo forma en ellos segunda naturaleza y cuando dañan a alguien que consideran inferior, creen no haberle ocasionado sufrimiento alguno, sea porque le crean insensible, sea porque el golpe, aunque brutal, lo hayan descargado manos blancas, como dicen, sea en fin, porque no se tomen ni aun el trabajo de pensar en ello.

—Te aseguro, Jorge, que cada vez te entiendo menos; lo que yo creo fir- memente es que esa familia es muy mala, sin meterme a averiguar si será por esto o por aquello.

Jorge se sonrió, y convencido sin duda de que no podría con sus razona- mientos hacerse entender con Luis, añadió:

—¿Y si yo te dijera que en medio de esa familia hay un ángel de bondad? —¿Un ángel? —Sí, una criatura tan bella de alma como de rostro, una excepción entre

los suyos. —Ya sé a quién te refieres, hablas por la señorita Isabel. —Has acertado. —Cecilia la quiere mucho, dice que la señorita la trata como a una

hermana, que no tiene secretos para ella, y, en reserva, me ha confiado uno —agregó bajando un poco la voz.

—¿Se puede saber?... —preguntó Jorge. Luis vaciló un momento y luego dijo con viveza: —¿Y por qué no? Ni tú, ni yo nos hemos de meter en esas ensaladas; la

señorita tiene un novio. —Nada más natural. —Pero su familia no lo sabe. —Es extraño. —Dice Cecilia que la señorita Isabel está muy afligida, porque su novio la

obliga a guardar este secreto. —¿Quién es él? —Un tal Alfredo Iriarte, militar. Jorge hizo un movimiento de repulsión. —¿Le conoces? —preguntó Luis. —Sí, yo no sé por qué desde la primera vez que lo vi, mi corazón saltó de

un modo violento; creo que en ese mismo instante le aborrecí. —Para mí también es muy antipático, y lo mismo para mi pobre Cecilia. Ambos amigos quedaron en silencio, abismados sin duda en sus respectivos pensamientos.

Un rayo de luna atravesando las ramas cayó sobre el rostro de Luis.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Era un joven del pueblo, más o menos de la edad de Jorge, y de muy sim- pática fisonomía.

Tenía la guitarra atravesada sobre las rodillas; apoyó en ella el brazo derecho y en la mano la frente, como quien se entrega a una reflexión de la que no se habría creído capaz a un carácter tan ligero como el suyo.

Jorge con la mirada fija en la luz del balcón de Isabel meditaba. ¿En qué? ¿En Iriarte? La expresión de sus ojos no era la del odio. ¿En la bella hija del

señor Latorre? Podría ser Tal vez mientras su mirada caía sobre aquella luz, su pensamiento divagaba

lejos, muy lejos de ella. Quién sabe si su imaginación reproducía otros lugares y otras escenas que

acaso tenían analogía con los mil objetos que le rodeaban. Quién sabe cuántos recuerdos cruzaban por aquella hermosa frente bañada en la melancólica luz de la luna.

Con razón ha dicho un poeta: “Cada hombre es una historia”. Nosotros añadiremos que es un libro cerrado, cuyas páginas solo Dios lee, y cuyo exterior casi siempre engaña.

¡Cuántas veces el dorado tafilete cubre hojas en blanco, tal vez salpicadas de manchas! ¡Cuántas un viejo pergamino oculta las inmortales páginas del divino Homero!

El corazón humano es impenetrable. Las apariencias más triviales envuelven a veces misterios tan grandes, que

cuando es dable alzar una punta de la cortina que los vela, se siente el vértigo del abismo.

Cierto que la faz, como ha dicho Palma, es del espíritu careta. ¿Quién es capaz de leer a través de la fisonomía, las páginas del alma? ¿Quién podría adivinar lo que pasaba en estos instantes en el corazón de

Jorge? La campana de Santa Teresa vibró melancólica en medio del silencio,

dando las nueve de la noche. Jorge se levantó. —Vamos, Luis —dijo— son las nueve y nuestras familias deben estar

aguardando. —Tienes razón, además, quiero recogerme temprano, pues tengo

que madrugar por causa de Latorre, según me parece —repuso el joven levantándose.

—¿Cómo es eso? —Hoy fue don Guillermo a la tienda y firmó un contrato con el maestro,

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H

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según el cual, este se encarga de hacerle un par de marcos de plata para unos espejos de salón; creo que le precisan, y que mañana damos principio a la obra; el maestro nos recomendó mucho a los oficiales que estuviéramos temprano en la platería.

—No olvides la guitarra. —Aquí la llevo. Los jóvenes se alejaron encaminándose hacia la población. Mientras tanto,

dos embozados salieron de atrás del árbol a cuyo pie nuestros amigos habían estado sentados.

Capítulo 8

Los embozados

—¿

as oído? —Sí, que dentro de poco tiempo van a tener espejos con marcos de plata.

—Ese sí sería negocio... —Redondo, pero... —¿Qué? —La ejecución es mucho más difícil. —Una vez colgados sí; pero no se debe dar tiempo para tanto. —Dices bien. Hubo una pequeña pausa, después de la cual uno de los desconocidos, dijo

a su compañero: —Según eso, ¿qué determinas? —Aguardar. —¿Aguardar? —repitió con marcado disgusto el que primero había ha-

blado— quién sabe si sería una tontería. —No sabes lo que dices, lo tonto sería exponerse por una miseria y dar la voz

de alarma para más tarde; además, la noche es demasiado clara y perju- dicaría mucho nuestra empresa.

—Tú siempre encuentras dificultades. —Ten presente que más sabe el diablo por viejo que por diablo; pero si te

disgusta mi modo de ver las cosas, podemos separarnos. —Vaya, no te piques por tan poco; sea como quieras.

—Me alegro que estés razonable; sentémonos —agregó buscando la piedra en que poco antes estuvieron Jorge y su amigo— ese par de tontos nos ha

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Jorge, El Hijo del Pueblo

tenido parados más de dos horas; lástima que no llevasen buenas cadenas y mejores relojes; pero en fin, la noche no ha sido del todo perdida. —Al menos hemos adquirido una buena noticia —dijo el compañero sentándose y sacando debajo de la capa una botella de aguardiente que se apresuró a llevar a la boca.

Después de beber una cantidad muy regular, la pasó al compañero, que sin ceremoniales hizo otro tanto.

Luego torcieron cigarrillos y se pusieron a fumar tranquilamente, soste- niendo entretanto el siguiente diálogo:

—No me gusta dar golpes en falso, necesidad y mucha he de tener para hacer uno arriesgado, y lo que es ahora no me moriré de hambre en muchos días, gracias al novio —dijo el que parecía superior, terminando la frase con una carcajada algo comprimida por la prudencia.

—¿Conoces al Iriarte del que han hablado? —Ya lo creo; me honra con su amistad. —¡Cáspita! —¿Te asombra? Iriarte cree que los amigos en ninguna parte están demás. —Pero la amistad de gentes de nuestro oficio tiene sus peligros. —Y sus ventajas... para caballeros como Iriarte. Esto diciendo enarboló otra vez la botella y se echó a la garganta un

trago. —¿Sabes, Lorenzo, que es muy bueno este aguardiente? —dijo el otro

imitándole. —Como que es obsequio de Pedro. —¿Quién es ese Pedro? —El ordenanza de Iriarte. —¡Ah! Yo deseo ser su amigo. —Por el aguardiente... —Se conoce que es generoso. —Mira Braulio, creo que si regresa Iriarte de la expedición al Norte, se nos

viene a las manos un buen negocio. —Por el cual sin duda caen adelantados estos obsequios. —Es claro. —¿Y te han dicho qué negocio es ese? —No; lo único que me dijo Iriarte fue que se ganase o se perdiese en la

expedición; él procuraría volver, que para entonces podía necesitar de mis servicios; que fuera buscando algunos amigos de confianza por si eran nece- sarios; yo desde luego pensé en ti.

—Te lo agradezco. Después de un momento de silencio, Braulio dijo:

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—¿Sabes que la tal Isabel se lleva un marido de gusto? —Ya lo creo; es un jugador de oficio. —Mejor que mejor. —En una chispa que Pedro se agarró, me puso al corriente de algunas

habilidades de su amo, dijo que hacía de su pluma lo que le daba la gana, que imitaba a la perfección toda clase de letras y rúbricas.

—Eso es muy útil. —Lástima que a Iriarte no se le puedan hacer ciertas proposiciones. —Por ejemplo, que sea nuestro jefe. —¿Te parece que estaríamos mal? —Pero eso no es fácil. —Por ahora, es imposible. Iriarte con su buena figura, con el apellido

de su padre y la privanza del Jefe Supremo, hace papel entre las gentes más encopetadas, y aunque en la oscuridad haga de las suyas y llegue a rozarse con nosotros, todavía no se ha puesto a nuestro nivel, y preferiría que le matasen, a pesar de su poca valentía, antes que se deslustrara el barniz con que aparece.

—¡Hombre! Yo en su lugar haría lo mismo; más cómodo es bailar en los salones, que acomodar escaleras para entrar a las casas a media noche. Y dando un suspiro el ladrón, añadió:

—Solo la pobreza me hace aceptar este peligroso oficio. Lorenzo soltó una carcajada y dijo, palmeando el hombro de su

compañero: —Maña y figura hasta la sepultura. Desengañémonos, hijo, que nosotros no

hemos nacido para gente honrada; entre los dos está demás la hipocresía. —Me has convencido; pero dime: ¿Iriarte para qué ha nacido? —Para ser lo que es, una calavera con C mayúscula, mientras haga fortuna; pero si se le voltea la rueda...

—¿Qué?

—Será todo lo que somos, y algo más. —A la salud de Iriarte —dijo Braulio, aplicando la botella a la boca y

bebiendo. —A su salud casi has dado fin con la botella— replicó Lorenzo, tomándola de

manos de Braulio, y desocupándola en su garganta. —Y ya que nada tenemos que hacer, será prudente que nos retiremos de

aquí hasta mejor oportunidad —dijo Braulio. —Que será el mismo día en que traigan los marcos. —¿Y no te parece más cómodo recogerlos de la platería? —Ya veremos, aunque lo creo más difícil y menos provechoso. —Sí, eso necesita pensarse.

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A

Jorge, El Hijo del Pueblo

—Por el Comercio siempre hay serenos, por aquí, el único es el de la noche.

—Que haya el menor rumor contrarrevolucionario y verás cómo recogen todos los serenos y quedamos dueños del campo.

—Dices bien, nosotros mismos podemos alarmar a las autoridades el día que nos convenga.

—Si hubieran muchos como nosotros, se divertirían aquí. —Por dicha suya no somos más que dos; los del oficio en esta tierra no

pasan de robar gallinas. —Están atrasadísimos. —En el Norte dan gusto las empresas; allí todo se hace en grande —dijo con

cierta vanidad Lorenzo. —Pues eso no es nada comparado con los progresos de Chile. —No seré yo quien te contradiga. Diciendo así, se levantó Lorenzo y se envolvió en su ancha capa. Era un

zambo bastante grueso. Braulio le imitó, y ambos ladrones se dirigieron a la población amparados

por el exterior de dos buenos caballeros de aquellos tiempos, tan aficionados a la capa española, como sinceros amigos y buenos cristianos.

Capítulo 9

Ama y criada

l día siguiente de las escenas referidas, Isabel se levantó temprano. Era sábado, día en que la arequipeña no deja de ir a misa, sino por muy grave impedimento.

Mientras la joven hacía su sencillo y elegante prendido de iglesia, una mano suave tocó ligeramente la puerta.

Isabel abrió. Era Cecilia, su criada de confianza. —Buenos días, señorita —dijo entrando. —Buenos días, Cecilia. ¿Cómo has pasado la noche? —preguntó Isabel

continuando su interrumpida tarea frente al espejo. —Algo mal; me dio una pesadilla espantosa. —¡Jesús! —Soñé con ladrones, los cuales entraron a la casa y ataron al caballero;

corrí a este cuarto y hallé a Ud. muerta, quise gritar y no tenía voz; hice es-

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Primera Parte / 46 capítulos

fuerzos por correr, y apenas movía los pies; de repente entró un ladrón y me dio una puñalada, aquí, en el corazón, con tanta fuerza que se hundió todo el puñal, sentí frío, y luego un dolor tan terrible que desperté.

—¡Dios mío! ¡Qué sueño tan espantoso! —¡Ay Jesús! —dijo Cecilia, oprimiéndose el pecho con la mano—. Hasta

ahora me duele la puñalada; cuando desperté, le aseguro señorita, que aun sentía el frío del cuchillo.

—Se conoce que has sufrido físicamente —dijo Isabel volviéndose hacia Cecilia.

—Me atacó anoche la nevada y me acosté con dolor al pecho. —Lo cual contribuyó a la pesadilla. Cecilia hizo un movimiento con la cabeza que quería decir: Así debe ser.

Luego preguntó con interés: —¿Y Ud. señorita, ha pasado bien la noche? —Así... Al principio no tuve sueño, hacía mucha calor, me sofocaba y salí

al balcón; la noche estaba lindísima, corría aire puro, y no faltó una hermosa serenata.

—¿Una serenata? —¿No la oíste? —¿Yo?... Sí, me pareció oír. —¿Y entre las voces que cantaban, no reconociste una? —Cecilia se turbó.

Tomó por un interrogatorio las sencillas preguntas de Isabel; y adoptando una resolución desesperada, se determinó a jugar el todo por el todo, y dijo: —Sí, la segunda me parece...

—¿La segunda? —interrumpió Isabel con extrañeza— la primera dirás. —Eso quería decir —contestó la joven poniéndose encendida al reconocer su yerro.

—No me podía equivocar —continuó Isabel como hablando consigo misma— esa voz era de Jorge.

—Del que pintó esta sala —añadió Cecilia por decir algo. —Del mismo; la otra no conozco. —Ni yo tampoco —respondió Cecilia muy turbada. Isabel que había terminado de prenderse la manta, se volvió hacia su criada, y

sorprendida de verla tan encendida, dijo: —¿Qué tienes? ¿Estás con fiebre? —No, es que... hace tanta resolana... y como he pasado mala noche... —Tienes razón, vámonos de aquí. Cámbiate de vestido para que me

acompañes a misa; entretanto yo iré a saludar a mi tía. —La señora madrugó a la Recoleta y me encargó que si quería Ud. salir la acompañase.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿Y mi papá? —Vinieron a llamarle de la Prefectura y acaba de irse. —¿Ha venido doña Andrea? —Desde las seis está gobernando toda la casa —repuso Cecilia con mar-

cado descontento. —Entonces solo nos resta irnos. —Voy a cambiarme de traje en un instante. Cecilia salió corriendo. Isabel tomó su devocionario de sobre la mesa, sacó de él la carta de Alfredo, la

leyó una vez más, vaciló entre romperla o guardarla, optó por lo último, y abriendo el cajoncito de la mesa, tomó un desocupado estuche de prendedor, y metió dentro el papel cuidadosamente doblado.

Mientras ejecutaba todo esto hablaba consigo misma, respondiendo sin duda a sus pensamientos.

—Doña Andrea es persona formal que sabrá guardar un secreto —decía— pero no sé por qué me disgusta que esta carta haya llegado hasta mí por sus manos; me parece que Alfredo ha cometido una imprudencia. Felizmente esto durará poco, un mes, dos cuando más. En cuanto él llegue, nuestro compromiso dejará de ser un secreto. ¿Pero si no llega?... ¿Si muere?... Todo habrá terminado.

Al decir esto sus ojos se llenaron de lágrimas. Cecilia entró con manta y alfombra. Al ver llorando a Isabel, adivinó el motivo y se conmovió. —Pobre señor don Alfredo —dijo— ¿Dónde estará a estas horas? —Lo ignoro, pero Dios lo sabe. Vamos a rogar por él —añadió la joven

enjugando sus ojos con el pañuelo. Cecilia buscó la alfombrita de Isabel, el rosario y la sombrilla, luego salieron

entornando la puerta. Bajaron la escalera de sillar y en el patio encontraron a la costurera. Era una señora alta y delgada, de esas que se encuentran en la mayor parte de

las casas de tono, en clase de ama de llaves, costurera o visita cotidiana, para las que nada hay reservado en la familia, que entran y salen, llevan y traen, y son, en compendio, las secretarias privadas de la casa.

Doña Andrea de pie en medio del patio, cosía un fustán, a la vez que vigilaba el barrido que hacía un cholito.

Tan luego como vio a la joven, le gritó con cierta familiar autoridad: —Mucho has dormido Isabelita. —¿Qué hora es? —preguntó alarmada la joven. —Casi el medio día; las ocho menos cuarto, más o menos —Aún es temprano —respondió Isabel con tranquila sonrisa.

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Primera Parte / 46 capítulos

—Para las perezosas como tú. Yo estoy en pie desde la cinco: fui a la plaza, al comercio, y ya ves cuánto he avanzado en la costura. —Admiro su fuerza de voluntad.

—Ay hija —repuso suspirando doña Andrea—, las pobres no debemos perder tiempo...

—Señorita —interrumpió Cecilia impaciente—, están dando las ocho. —Hasta luego —dijo Isabel, despidiéndose de doña Andrea. —Espera, hija, espera, olvidaba decir lo mucho que me he acordado de nuestro asunto —dijo la costurera bajando la voz con misterio. Isabel se sonrojó.

—Toda la mañana he tenido presente a... quien ya sabes —prosiguió haciendo un gesto con los ojos, para indicar que no se explicaba más claro, porque la presencia de Cecilia se lo estorbaba.

Esta que no perdía de vista a doña Andrea, sintió que la cólera se le subía a las cejas; pero se contuvo y guardó silencio.

—Gracias, gracias —respondió Isabel precipitadamente, tratando de poner fin a una conversación que la sobresaltaba.

—Mucho interés tengo por ti, y también por ese pobre caballero, forastero, militar, sin familia, ¡pobrecito!

—Encomiéndelo Ud. en sus oraciones. —Aunque soy tan mala, el Señor me ha de oír. —Este es el último repique —dijo Cecilia con intención, aunque no se oía

ninguna campana. Doña Andrea la miró con mal disimulado furor.

—Vamos —dijo Isabel; y volviéndose a la costurera— hasta luego —repitió. —Hasta luego, hija; no tengas cuidado de nada. —Cecilia se dominó para no reírse. —¿A qué iglesia vamos, señorita? —preguntó cuando estuvieron en la calle.

—A cualquiera, aunque si fuera hora, tendría el mayor gusto en ir a Santo Domingo.

—Vamos, señorita, todavía es temprano; yo decía que era tarde, solo por cortar la conversación de la bendita doña Andrea, que es tan cansada... Y no dijo más; porque sabía que a Isabel no le gustaba oír murmurar a nadie. Ambas jóvenes tomaron la dirección del templo indicado. Debían estar muy preocupadas, se encontraron con un joven del pueblo que saludó a Isabel llevándose la mano al sombrero y diciendo al pasar: —Señorita.

—Adiós, Jorge —repuso la joven con amabilidad. Isabel continuó sin desplegar los labios; pero allá, en su pensamiento,

formuló este monólogo:

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Q

Jorge, El Hijo del Pueblo

—Jorge es mi mejor amigo; me lo dice el corazón; quien será, no lo sé; pero me inspira tanta confianza que creo que si me encontrara en un peligro, recurriría a él para que me salve. ¿Por qué? Lo ignoro, pero hay en mí algo que me inclina a buscar su apoyo; esto no me lo explico. Debe ser lo que llaman simpatía.

El joven siguió su camino, diciéndose: —¡Qué buena es! En su modo de ser tiene mucho de ella. Jorge se detuvo, como si temiera no poder continuar.

Alzó los ojos y vio frente a sí a un religioso franciscano, que con notables muestras de interés se le aproximaba.

Capítulo 10

Fray Antonio

—¿

ué haces acá, hijo mío? El joven no halló al pronto qué responder. Notándolo el religioso, se apresuró a preguntar:

—¿Está bien de salud tu familia? —Bien, señor, gracias. —¿Por qué me has olvidado tanto tiempo? —Mis ocupaciones no me han permitido ir a saludarle. —Supongo que hoy no tendrás muchas. —Así es en verdad, y precisamente me prometía visitarle hoy. —Pues, vamos. —Ahora no, más tarde. —¿Y por qué? Jorge vaciló para dar la respuesta. —¿Será por temor a almorzar conmigo? —dijo el religioso en tono jovial. —¿Temor? Eso no. —Luego ¿aceptas el convite que me permito hacerte? —Con el mayor gusto. —De aquí al convento hay bastante distancia, no puedo andar tan ligero

como tú, llegaremos pues a una hora competente para hacer el desayuno, que, como sabes, lo acostumbro bien temprano; porque ya la edad va debilitando mi salud. A fin de que el camino en compañía de un viejo, te sea menos pesado, iremos charlando, de política si te place.

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Primera Parte / 46 capítulos

—De lo que a Ud. le agrade, padre mío —repuso Jorge que se sentía abrumado por las benévolas atenciones del sacerdote.

—Como tú sabes, estos tiempos calamitosos no permiten comer en refec- torio; me hago traer la comida de una fonda inmediata, creo que podremos dividirla hoy entre los dos.

—¡Ah! Es Ud. muy bondadoso conmigo. —No creas que hago gran mérito en ello —repuso el sacerdote principian-

do a andar—, cuando eras niño bastante jugaste sobre mis rodillas, para que pueda extinguirse el cariño que desde entonces te tuve; y ahora que recuerdo, ¿no sabes nada de doña Emilia?

—Nada —respondió Jorge con voz apagada. —Esa familia se ha hecho noche, como vulgarmente se dice —dijo el

franciscano con cierta preocupación. Jorge no respondió; pero un tinte sombrío se extendió sobre su semblante.

El sacerdote adivinó qué recuerdos melancólicos había despertado involun- tariamente en el alma del joven, y trató de dar otro giro a la conversación. —¿Conque has estado muy ocupado?

—Sí, señor, he tenido algunas obras entre manos. —¿Y cómo sigue la política? —Va algo despacio la revolución. —Seguramente, tú serías de los primeros en proclamarla. —No, señor. —¿Es posible que hayas permanecido indiferente ante el movimiento

popular? —No tuve conocimiento de él, hasta después de realizado. —No comprendo. —Aquí ha habido una intriga; la revolución fue hecha por el general Eche-

nique, según después he sabido; pero en el instante de ejecutar el movimiento se proclamó al general Vivanco. Todo fue obra de algunos jefes vivanquistas y de unos cuantos paisanos.

—¿De modo, que en realidad el pueblo no tomó gran parte? —No, señor. —¿Pero ha simpatizado con la causa? —Eso sí, y la apoyará con todas sus fuerzas. —Siempre eres el mismo —repuso el franciscano, sonriendo con bondad— tú

descolgaste las cadenas de los faroles el memorable 22 de abril, y veo que los años transcurridos no han apagado ese bélico ardor.

—Amo demasiado a Arequipa para ser indiferente a sus intereses. El 22 de abril del 51 era casi un niño, me encontraba en una situación dolorosa; pero nada pudo impedir que sintiese toda la indignación consiguiente a la

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Jorge, El Hijo del Pueblo

provocación de la bandera echeniquista.

—El Amor a la Patria es una virtud —repuso el religioso—, pero es pru- dente no dejarse llevar por exaltaciones que pueden ser fatales. No necesito recordarte las desgracias acaecidas en aquellos tres inolvidables días; harto de cerca te han tocado para que vivan en tu memoria; presenciaste la agonía de tu pobre abuelo que expiró en mis brazos... Y ojalá que esas desgracias particulares, detuvieran, en vez de aumentar, los males generales que acarrea un momento de irreflexivo entusiasmo.

—La responsabilidad de esos males pesa sobre los provocadores de los conflictos, no sobre los pueblos que tienen el derecho de no dejarse humillar —repuso Jorge con entereza.

—Lejos de mí el confundir la responsabilidad de los unos con la de los otros. En aquellos es un verdadero delito, en estos una falta disculpable hasta cierto punto, que reconoce por origen, las más veces, un exceso de susceptibilidad; pero, por desgracia, este deslinde de responsabilidades no disminuirá en su más mínima parte los daños ocasionados.

Entretenidos los dos interlocutores en su política discusión, llegaron a la portería del convento de San Francisco.

El hermano portero, abrió; ambos penetraron en los claustros y luego en la celda del religioso, el cual ofreció a Jorge una de las dos únicas sillas que había, tomando él la otra después de haber colgado en un clavo el manto y el sombrero.

Fray Antonio contaría cincuenta años de edad. Su fisonomía respetable inspiraba simpatía y veneración. Su ancha frente surcada de arrugas estaba rodeada por una corona de

canas, plateada más que por los años, por la meditación y el estudio. Su mirada era profunda, como la del que ha adquirido un gran co- nocimiento del corazón humano y trata de sondearlo a través de la fisonomía.

Su semblante demacrado, su expresión afable y bondadosa, revelaban la santidad, la indulgencia y la mansedumbre de un corazón siempre dispuesto a prodigar el bien.

El humilde hábito de San Francisco que ceñía su cuerpo delgado y un tanto agobiado, le imprimía el sello de la austeridad ascética. Jorge tendió por la celda esa mirada investigadora, tranquila y fría que le era habitual cuando ninguna pasión agitaba su alma.

—Aquí se aspira el delicioso aroma de la virtud, aquí se goza de una paz desconocida fuera —dijo.

—Y sin embargo, todos huyen del claustro como de una tumba —repuso Fray Antonio sonriendo.

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E

Primera Parte / 46 capítulos

Un hermano lego entró conduciendo un portavianda de lata, y después de saludar con ligera inclinación, abrió una alacena, sacó un mantel limpio, dos platos, dos cubiertos y dos tazas de té. El leguito sacaba el servicio de reserva; porque sabía que nadie se iba de la celda sin comer estando a la hora precisa.

—Vamos, Jorge —dijo el religioso levantándose y ayudando a poner la mesa— resígnate a hacer penitencia.

—Este es uno de los días más felices de mi vida —respondió el joven colocando las sillas alrededor de la mesa.

Se negó Fray Antonio a ocupar la cabecera; tomó asiento en un costado y a una indicación, Jorge ocupó el otro, quedando así frente a frente.

Capítulo 11

De sobremesa

l frugal desayuno duró muy poco, y estuvo amenizado por la conversación del religioso, que llevaba su bondad hasta darle cierto aire de amable ligereza, a fin de hacerlo agradable al joven.

Cuando concluyó la comida, el leguito recogió el servicio y los manteles, y encendiendo el franciscano un cigarrillo de papel, dijo a Jorge: —¿Me dijiste que tenías algunas obras entre manos?

—Sí, señor; y aún cuando no son de arte, estoy contento; porque al fin me proporcionan algún dinero.

—Eso me complace. El trabajo es ley necesaria para todos; pero impres- cindible para el pobre.

—Cierto... —replicó Jorge—. El rico necesita trabajar para no aburrirse; el pobre, para no morirse de hambre.

—Es verdad, mas, no solo el temor del hambre debe impulsar al pobre al trabajo; tiene otros motivos, casi tan poderosos como aquel. —¿Cuáles son?

—Te los diré: Todos los hombres tienen aspiraciones, todos desean ser algo más que la generalidad, sobresalir en sus respectivas esferas y según la extensión de sus ideas o conocimientos; pero al rico le es fácil conseguir lo que anhela: poder, honores e instrucción, puesto que dispone de los dos grandes elementos: el tiempo y el dinero, el pobre nada consigue si no es por el trabajo, solo él puede hacerle poderoso, sabio y grande.

—Así es —repuso Jorge—, yo mismo puedo servir de ejemplo. Ud. me 65

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Jorge, El Hijo del Pueblo

ha visto trabajar sin descanso desde la infancia, y adquirir una instrucción superior a mi condición social; más aún, algo más vasta que la generalmente suministrada a las clases elevadas; un hombre generoso me tendió la mano, y yo supe asirme de ella; aprendí a ganar el pan sin bajeza, cultivé el bellísimo arte de la pintura, sustituí con ella el oficio rudo y sin atractivos de mis padres y de mis abuelos; pero, conozco que un trabajo así, es yugo insoportable al hombre, si en él no tiene interesado su propio corazón.

—No te comprendo. —¿Permite Ud. que me explique algo más claro? —No deseo otra cosa, hijo mío. —El hambre no obliga a arriesgadas empresas cuando puede cogerse el pan

con pequeño esfuerzo; el deseo de sobreponerse a los demás, el interés, la am- bición misma, retroceden ante obstáculos casi insuperables, desmayan ante lo sobrehumano del esfuerzo, y los proyectos distan mucho de la ejecución. Mas, si el hombre en vez de cálculos tiene sentimientos, en lugar de raciocinios, co- razón que le impulse, entonces, sin arredrarse descenderá hasta las entrañas de la tierra, se lanzará a la profundidad de los mares, animará el mármol, copiará la naturaleza entera sobre un pequeño trozo de lienzo o de papel.

Con tanta exaltación, con tanta vehemencia pronunció Jorge estas frases, que el religioso se estremeció. Miró al joven con asombro y temor; porque acababa de descubrir en su pecho un corazón de fuego.

Así, el viajero que marcha tranquilamente por una verde colina, se sobre- coge de espanto, cuando un ruido subterráneo y algunas columnas de humo, le advierten que la menuda yerba que pisa, encubre un volcán en ebullición.

Dominando la sensación que acababa de experimentar, repuso, dando a sus palabras el acento más tranquilo que pudo:

—Lo único que eso prueba, hijo mío, es, que el hombre se deja dominar por las pasiones, en vez de guiarse por la razón, lo cual no debería suceder. Para sobrellevar con buena voluntad las fatigas del trabajo, bastaría recordar que Dios nos lo ha impuesto. Aunque el hambre no nos obligase, sin nece- sitar los estímulos de la ambición ni de las pasiones, deberíamos trabajar por cumplir la ley divina.

Dios nos dio inteligencia para que la cultivásemos; quiere que distingamos el bien del mal, la verdad del error, a fin de que evitemos el peligro; quiere que seamos útiles a nuestros semejantes y que arranquemos a la naturaleza sus secretos, para nuestra propia conservación, utilidad y recreo. ¿Cómo combatiríamos nuestras enfermedades, si el estudio de tantos hombres no hubiera descubierto la medicina? ¿Cómo iríamos en tres días de Islay a Lima, si el trabajo constante no hubiera perfeccionado la navegación? ¿Cómo la armonía conmovería nuestra alma y halagaría nuestros oídos, si

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Primera Parte / 46 capítulos

la observación de tantos siglos no hubiera logrado distinguir los sonidos y combinarlos de mil maneras diferentes hasta crear un arte? Pero no es esto sólo. Nuestra propia constitución nos obliga al trabajo; la inacción enferma el alma y el cuerpo, debilita las fuerzas físicas e intelectuales, hace odiosa la vida, eterno el día y la noche insoportable; el trabajo, por el contrario, vigoriza el espíritu y la materia, hace gozar de halagüeñas perspecti- vas y cumple muchas promesas, distrae y si hay grandes sufrimientos, al menos por la noche, el sueño los calma al apoderarse de un cuerpo fatigado. Mira pues, cómo Dios, la razón y la naturaleza, nos obligan al trabajo; mira cómo el solo precepto divino basta para impulsarnos a profundizar las ciencias, a hacer nuevos descubrimientos, a perfeccionar las artes, sin necesidad de que las pasiones nos induzcan a ello.

Jorge sin desorientarse repuso: —Sí. La razón austera y fría dice todo eso, y no obstante, la voluntad per-

manece inerte. Pero si una pasión nos dice: trabaja, ningún obstáculo nos hará retroceder; lo sé por experiencia. Cuando un estímulo poderoso me guiaba, cuando un sentimiento profundamente arraigado me impelía, cuando soñaba locamente con una ilusión, trabajé día y noche sin sentir fatiga, estudié, supe algo, me perfeccioné en el arte que abracé con ardor, y la fama comenzó a pronunciar mi nombre; mas hoy que todo se ha desvanecido, hoy que tan sólo la necesidad me obliga, hoy, padre mío, el trabajo me angustia, me oprime, y siento que las fuerzas me faltan.

Jorge se detuvo e inclinó la cabeza bajo el misterioso peso de sus pensamientos.

Fray Antonio le contemplaba con creciente asombro. ¿Cómo un hombre oscuro se explicaba de aquella manera?

Nadie, ni el mismo anciano, si no le acabase de oír, habría creído a Jorge capaz de emitir ideas semejantes.

Y es que a pesar de todas las teorías, nuestra sociedad sigue creyendo en la incapacidad de los hijos del pueblo para sentir y pensar. El religioso acababa de palpar lo erróneo de esta preocupación social; algo más, comprendió que Jorge poseía un alma nada vulgar, que ocultaba un doloroso secreto y que la conversación en que se había engolfado le hacía daño; quiso, pues, darle otro giro y dijo:

—Bien, todo eso no prueba otra cosa, sino que las pasiones nos domi- nan en vez de guiarnos la razón; pero no puedo dejar de admirarme al oír que te falta estímulo para el trabajo, pues, ¿el amor a la patria no es una de tus más grandes pasiones?

—Cierto que lo es —repuso Jorge alzando la cabeza y mirando con cierta extrañeza al padre.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Ahí tienes un móvil poderoso para consagrarte al trabajo. ¿Ves este cúmulo de males que día a día aumenta? Las leyes infringidas, saqueada la Hacienda, aumentadas las deudas, ensangrentado el territorio por interminable guerra civil, ultrajado el decoro nacional por intervenciones extranjeras. De todo es causa la poca voluntad de los peruanos para el trabajo. Con las armas en la mano, los más audaces se disputan el mando supremo; las medianías, toda la escala de los empleos públicos; es decir, los dineros del erario nacional; porque se desdeña cumplir aquel divino precepto: “Comerás el pan con el sudor de tu rostro”.

—Sí —repuso Jorge—, sólo el pueblo da su pan, su sangre y su vida sin interés.

—Y en ello lleva una gran responsabilidad; porque se constituye en escala de los aspirantes.

—Es que lo alucinan con promesas que no se cumplen. —Y el desengaño no le da experiencia. Hoy levanta sobre sus hombros un

candidato que en el poder mañana, se hará digno de toda execración; exas - perado tendrá que arrojarse para colocar otro que será peor que el primero; y entretanto, la nación continúa rodando al abismo. Siempre el mandatario que cae asegura que cuando iba a ocuparse de los intereses públicos, sobrevino la revolución.

—Ahora es distinto —repuso Jorge con entusiasmo—, si el general Vivanco triunfa, quedará inaugurada una era de paz y prosperidad. —¿Lo ves? —dijo Fray Antonio, sonriendo bondadosamente—. Siempre iguales alucinaciones, las mismas esperanzas. ¿Crees que todo se remedia cambiando el personal de los altos Poderes del Estado? Te engañas; el mal no se halla en determinadas personalidades; está arraigado en todo el organismo social.

—¿Pues qué? ¿Será forzoso creer que los peruanos somos de una índole perversa? —preguntó Jorge con exaltación.

—No, hijo mío —repuso con dulzura el religioso—. No es mala la índole de los peruanos, sino la época que vamos atravesando, no solo el Perú expe- rimenta la crisis; es común a todas las repúblicas sudamericanas. Están en la infancia de su nueva vida, y como el hombre en la niñez, se alucinan con facilidad, caen a cada paso, se dañan y destrozan cuanto tienen al alcance de sus manos.

—Sin duda por eso Europa nos harta de insultos y sarcasmos. —Ningún derecho tiene para hacerlo; los horrores de su historia jamás

podrán tener punto de comparación con nuestras convulsiones políticas. Mucha sangre y mucha vergüenza costó a la humanidad la constitución e independencia de sus estados.

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Primera Parte / 46 capítulos

Pero si los europeos no tienen derecho para censurar a los americanos, estos tienen el deber de procurar el rápido progreso moral y material de sus repúblicas. Tienen todos los elementos necesarios; religión católica, única verdaderamente civilizadora, idioma perfecto y rico, costas abiertas al comercio universal, ríos navegables, magníficas montañas aún no explotadas, minas riquísimas, verdaderos tesoros en los tres reinos de la naturaleza. ¿Qué más pueden desear? No me cansaré de repetirte; guerra a la guerra civil; la ventura de la Patria, depende únicamente del trabajo y de la probidad de sus hijos.

Capítulo 12

Una visita inesperada

quí llegaba la conversación de sobremesa del joven plebeyo y el religioso franciscano, cuando el hermano lego entró a anunciar la visita de don Guillermo de Latorre.

Fray Antonio no pudo menos que sorprenderse. No tenía amistad con este caballero. ¿Qué motivo podía traerle a su celda? —Dile que pase adelante —dijo al lego. Jorge juzgó prudente retirarse, y cogiendo su sombrero, después de agradecer a

Fray Antonio sus muchas manifestaciones de afecto y prometer visitarle con más frecuencia, salió. En el claustro se cruzó con don Guillermo que pasó junto a él sin mirarle, con ese aire de despotismo que gastan algunos señores con los que consideran inferiores.

El joven estaba demasiado acostumbrado a esa dureza, para que fijara la consideración en la descortesía de don Guillermo.

Latorre guiado por el leguito llegó a la celda. —Dios guarde a Vuestra Paternidad —dijo saludando. —Adelante caballero, tome Ud. asiento —repuso con afabilidad el sacer-

dote, presentando al visitante una silla. —Gracias mil —contestó don Guillermo, aceptando el asiento. Después de

una breve pausa, dijo: —Vuestra Paternidad extrañará sin duda lo inoportuno de mi visita y el que

yo mismo me presente: soy Guillermo de Latorre. —Sí conozco a Ud. caballero, me complace sobremanera verle en esta

humilde celda, que desde luego pongo a su disposición para lo que pudiera serle útil, así como los servicios de su humilde capellán.

—Gracias, señor. 69

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Hubo otra pausa. Fray Antonio aguardaba. Latorre parecía algo cortado. Por último se decidió y dijo: —Después de saludar a Vuestra Paternidad y de ponerme a su órdenes,

mi venida tiene por objeto me haga un servicio de la mayor importancia para mí.

—Si de mí depende, con el mayor gusto caballero. —Voy a hablar a Vuestra Paternidad con la mayor franqueza. —Será para mí un gran honor. —Vuestra Paternidad no ignora —volvió a decir don Guillermo— hasta

qué punto me hallo comprometido en la actual revolución. El Jefe Supremo me distingue como a uno de sus más leales amigos y me honra con su confianza.

El religioso hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza. —Esto, como es natural, me atrae la odiosidad del partido contrario, que

sólo busca una oportunidad para vengarse. Si por desgracia fracasara la revo- lución, yo y mi familia seríamos el blanco de las iras del Gobierno.

—La persona de Ud. puede contar con mi pobre celda —se apresuró a decir el franciscano.

—No tanto para mi persona —dijo don Guillermo algo acobardado— cuan- do para algunos objetos de valor, es que busco un lugar de seguridad. Algunas alhajas y plata labrada que arbitrariamente puede tomar el Gobierno...

—Ya comprendo; pero eso no me es posible guardar sin conocimiento y permiso del guardián.

—No tengo inconveniente para que Su Paternidad tenga conocimiento de este asunto que, por lo demás, anhelo que sea para todos los de fuera un secreto; pero sí, quiero que Vuestra Paternidad sea el depositario, que en su misma celda guarde esas prendas.

—Tendré muchísimo gusto en poder complacerle; mas por lo que respecta a su seguridad, en cualquier parte del Convento estarían tan garantizadas como aquí.

—¡Oh! ¡Quién lo duda! Pero como hay piezas delicadas que pueden mancharse, romperse...

—Eso sí; voy pues, a verme con el guardián; con su permiso —añadió levantándose.

—Siga Vuestra Paternidad. Don Guillermo se quedó pensando que había andado acertadísimo en el

paso que acababa de dar. Diez minutos después regresaba Fray Antonio. —¿Y bien?

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D

Primera Parte / 46 capítulos

—El Reverendo Padre guardián accede a sus deseos; pero solo en caso de un riesgo inminente, que como aún no ha llegado...

—Pero puede sobrevenir de un momento a otro, y para entonces vale mucho saber lo que debe hacerse.

—Indudablemente. —Por mi parte agradezco infinito a Vuestra Paternidad el servicio que

acaba de prestarme; quiera la Divina Providencia que alguna vez pueda corresponderle.

Diciendo así don Guillermo se levantó y estrechó la mano del religioso. —Es un deber auxiliarse mutuamente —repuso Fray Antonio acompa- ñando a Latorre hasta la puerta— Me será muy satisfactorio serle útil siempre que de mí necesite. ¡Quién sabe también, si algún día tenga que pedir a Ud. algún inestimable servicio!

—En todo caso, cuente Vuestra Paternidad con mi amistad y mi agradeci- miento —contestó Latorre estrechando de nuevo la mano del religioso. En seguida hizo una ligera inclinación, se puso el sombrero y se alejó, guiado por el lego que regaba el claustro.

Fray Antonio tomó el breviario y se puso a rezar.

Capítulo 13

De regreso

os meses después de los acontecimientos que hemos narrado, Arequipa consternada recibía al Jefe Supremo y a algunos de sus adictos que habían salvado la vida.

La expedición no pudo ser más desastrosa. El general Vivanco viendo que era impracticable su plan de desem-

barco en el Callao, se había dirigido al Norte y desembarcado su pequeña fuerza en Lambayeque. El general Castilla, con esa audacia tan propia de su carácter, embarcó su ejército en un viejo buque, y a riesgo de ser presa de la escuadra sublevada, se dirigió al Norte y sorprendió al general Vivanco, desembarcando a corta distancia de sus fuerzas. El Jefe Supre- mo emprendió la retirada hacia Piura, se reembarcó en Paita y regresó al Callao, en cuyas inmediaciones su gente desembarcó sin ser sentida, hasta que apareció en las calles del puerto. Sorprendida la guarnición del Callao, abandonó las baterías, inútiles ya, y trabó un combate des- esperado a menos distancia que de un tiro de pistola. Entretanto, llegó

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Jorge, El Hijo del Pueblo

de Lima un refuerzo, y los expedicionarios (casi todos arequipeños) no teniendo un sólo tiro más, echaron mano a la bayoneta, trocándose el combate en una carnicería espantosa, en que pereció gran parte de la juventud arequipeña.

El Jefe Supremo que permanecía a bordo, al saber el desastre se dirigió a Islay con la escuadra. Pocos días después entraba a Arequipa con unos cuantos edecanes, portador de tan infausta nueva.

Bien se comprende la sensación que semejante desgracia produciría en el pueblo.

Ni un soldado sostenía su causa; multitud de familias estaban cubiertas de luto y la ciudad se encontraba en la alternativa de rendirse a discreción o ser tomada de hecho por las fuerzas del Gobierno.

Sin embargo, el pueblo en masa corría a recibir al Jefe Supremo. El señor de Latorre, aunque sumamente impresionado, montó en un

magnífico caballo, y en compañía de otros jefes del partido salió a alcanzar al General hasta una distancia considerable de la población.

Doña Enriqueta, Isabel y doña Andrea aguardaban con impaciencia noti- cias amplias que les hiciesen conocer la verdad de la situación. Es inútil decir que la linda hija de don Guillermo tenía todo su pensamiento puesto en Iriarte, cuya suerte ignoraba.

Dentro de poco sabría si murió como un héroe, si había salvado, si estaba herido o prisionero.

¡Qué atroz es tener una incertidumbre tan horrible y aguardar! Isabel in- clinada sobre el bordado que hacía para disimular su inquietud, sentía todas las angustias de la muerte.

Porque tanto como ansiaba la llegada del Jefe Supremo, la temía, y por uno de esos fenómenos que realiza el espíritu, quería precipitar aquella hora y detenerla a la vez.

Doña Enriqueta pensaba en lo comprometido que estaba su hermano y en la venganza que de ello tomaría el indio de Castilla. La culpa de todo la tenía la Patria; si mandase el rey todo estaría en paz; la gentalla ocuparía su lugar y no tendría el atrevimiento de irse sobre la gente.

Doña Andrea, por su parte, no cesaba de hablar haciendo coro a su seño- ra, suspiraba algunas veces y cosía una funda de bretaña. Así transcurrieron algunas horas.

Por último se oyeron pasos en el patio. Las tres mujeres se levantaron como impulsadas por un resorte. El señor de

Latorre acompañado de un militar entró en la sala. Aquel militar era Alfredo. —Salvo, después de tantos desastres —exclamó doña Enriqueta, tendién- dole la mano.

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Primera Parte / 46 capítulos

—Sí, señora, gracias a la casualidad —repuso Iriarte, estrechándola cor- dialmente.

Y dirigiéndose a Isabel, añadió, tomando con delicadeza su linda mano: —¿Está bien su salud, señorita? La joven no respondió, tan conmovida se hallaba. Doña Enriqueta indicó a Iriarte un asiento, volviendo ella a ocupar el

suyo. —Tienen ustedes un nuevo motivo de gratitud para el señor Iriarte —dijo

don Guillermo— no ha querido ni descansar un momento por venir a salu- darlas.

—Es cierto, señora, no he hecho otra cosa que cambiar de vestido, pues el de camino no está aparente para presentarse.

—¡Oh! Cuánto agradezco a Ud. señor Iriarte, fineza tan extremada; pero temo que ese precipitado cambio de traje le haga daño, con nosotros no debe usted observar esas etiquetas.

—No las observo en verdad, señora; pero imposible que me presentara con el traje de campaña, y después de atravesar el insoportable camino de Islay; no hay duda que hace mucha falta el ferrocarril.

—Castilla que tantas veces lo ha prometido, que lo haga ahora —dijo doña Enriqueta con cierto despecho.

—¡Oh no, señora, no le daremos ese gusto; nosotros somos los que lo construiremos!

—¿Cómo? ¿Aún es posible?... —¿Todavía hay esperanzas? —se aventuró a decir Isabel. —Esto recién va a principiar —dijo Iriarte en tono magistral. —Pues, ¿Qué ocurre? —Sucede, hermana —dijo don Guillermo— que el pueblo está resuelto a

resistir, si Castilla nos ataca. El Jefe Supremo, cuyo ánimo había decaído ante los recientes desastres, al ver la actitud del pueblo se ha decidido a jugar el todo por el todo, y en estos instantes se están organizando batallones de voluntarios que corren a alistarse con increíble entusiasmo.

—Eso sí, los cholos8 son valientes —dijo gozosa doña Enriqueta. —Este es un pueblo muy heroico —agregó Isabel. —No tienes idea de la actitud que ha tomado hoy —dijo don Guillermo— era

preciso verlo. —No parece que le hubiéramos traído noticias luctuosas, sino laureles de

8 Cholo: Mestizo o indio aculturado. Término usado desde tiempos de la conquista, casi

siempre en sentido despectivo. En Arequipa se aplicaba al que tenía mezcla de mestizo. En el Perú

ha ido produciendo derivados y acepciones marcadas de afecto: Cholita, como tratamiento de

cariño.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

victoria, de tal modo nos ha recibido —dijo Iriarte.

—El oír aquellos vítores a Arequipa y al Jefe Supremo, era para entusiasmar al más desalentado.

—¿Se fijó Ud., señor don Guillermo, en ese joven que estaba cerca de nosotros, casi al pie del Jefe Supremo?

—¿Era persona distinguida? —No, era un pobre, un hijo del pueblo. —No lo he notado. —A mí me llamó la atención por la manera con que dijo: Arequipa no

se rinde, no se rendirá jamás, mientras quede uno solo de sus hijos para de- fenderla.

—Pero —interrumpió doña Enriqueta—, tal es nuestro atolondramiento que hasta ahora no hemos preguntado al señor Iriarte cómo le ha ido en la expedición.

—Personalmente, bien, señora, los peligros no son los que me quitan el sueño.

—Pero Uds. se han puesto en grandes riesgos. —Es cierto, señora. Nuestra escuadra se proveyó de víveres bajo los fuegos

de las baterías del Callao, tomándose de un buque peruano que los tenía en abundancia y estaba protegido por los fuertes; en seguida nos dirigimos al norte y desembarcamos en un mar tan sumamente picado, que por momentos esperábamos ver voltearse las lanchas y desaparecer en los abismos.

—¡Dios mío! ¡Qué horror! —dijo Isabel juntando las manos. —El mar es muy peligroso por ese lado —dijo Latorre. —Mucho peor fue —continuó Iriarte— cuando sorprendidos por Castilla

tuvimos que reembarcarnos precipitadamente; pero nada hay comparable a los momentos del desembarco en el Callao, en medio de una noche oscura, sin muelle, y con el temor de ser sorprendidos por el enemigo.

—¿Se batió Ud. en el Callao? —preguntó Isabel con sobresalto. —No, señorita, desgraciadamente. El Jefe Supremo había quedado a bordo, y el

deber me retenía a su lado. —¿Y la navegación del Callao a Islay?... —Tranquila, señorita, no hemos tenido novedad —dijo Iriarte levantándose. —¿Cómo, se va Ud. ya? —preguntó doña Enriqueta. —El servicio me obliga a separarme de Uds. por el momento. —Sí, sí, no le detengo, señor Iriarte; vaya Ud. que los momentos son

preciosos en estas circunstancias —dijo Latorre. Alfredo se despidió y momentos después entraba en la Prefectura.

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L

Primera Parte / 46 capítulos

Capítulo 14

Entre familia

a situación cambia notablemente —dijo doña Enriqueta, luego que estuvieron solos.

Así parece, hermana —repuso don Guillermo, y añadió—: El Jefe Supremo está muy satisfecho de la acogida que ha encontrado en el pueblo, y cree que aún se puede derrocar al Gobierno.

—¿Y cómo te ha ido con el General? ¿Se manifiesta contento de ti? —Sí; me saludó con su amabilidad acostumbrada, y dirigiéndose a todos

los que le rodeábamos nos dijo que las efusiones de la amistad, cicatrizaban las heridas del infortunio. Después nos llevó a la Prefectura complaciente y brindó por la regeneración del Perú y por sus amigos; entonces Iriarte le pidió permiso para hacer especial mención de mí, recomendándome como un leal servidor de la causa; el Jefe Supremo dijo que siempre lo había reconocido, me prodigó muchas lisonjas, y en fin, todos apuraron una copa a mi salud y a la de mi familia.

—No hay como el general Vivanco; bien se conoce que es todo un caballero —exclamó doña Enriqueta.

—Y el señor Iriarte siempre tan atento —añadió tímidamente Isabel. —¡Oh! Ese joven es una joya; sólo yo sé cuántos motivos de agradecimiento

tenemos para él —dijo Latorre. —Es un joven muy distinguido —agregó doña Enriqueta— ¡Qué modales!

¡Qué instrucción! Cuánto me abochorno al recordar la ligereza que cometí aquella noche; pero es verdad que yo ignoraba que fuese una persona tan recomendable y perteneciente a la más alta aristocracia de Lima.

—Él ya no se acuerda de eso —dijo con candor Isabel. —Los hombres sensatos perdonan con facilidad las indiscreciones de las

señoras —agregó don Guillermo. —Se conoce que es muy generoso —prosiguió doña Enriqueta. —Sobre todo moderado —agregó Isabel. —Y según dicen, muy rico —concluyó Latorre —Está en buena carrera —observó doña Enriqueta. —Su amistad me es utilísima; importa mucho tener buenos amigos cerca

de los que mandan —dijo sentenciosamente don Guillermo. En este momento se oyó la voz chillona de doña Andrea, que desde la ha- bitación inmediata, a donde se había retirado cuando entró Iriarte, decía: —Isabel, Isabelita, ven hija a ensartarme este hilo, que ya no veo. —Allá voy —repuso la niña.

Y se dirigió hacia la pieza de la izquierda.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Tengo una aprensión —dijo Latorre, tan luego que la joven hubo salido. —¿Cuál? —Temo que Isabel esté enferma del pecho. —¿Por qué? —¿No vez su palidez? Desde hace poco tiempo noto que se va adelgazando en

extremo, que está más triste que de costumbre, y que algunas mañanas amanece con un círculo morado en torno de sus ojos.

—Sería bueno llevarla al campo. —En eso pienso; porque además, si hay un ataque formal a la población,

siguiendo tan delicada como está, puede impresionarse demasiado y quién sabe las consecuencias... Pero en estas circunstancias es imposible salir; yo no puedo moverme de aquí.

—Ni yo salgo sola. De un momento a otro llegan tropas castillistas, y no estoy para afrontar sus hostilidades.

—Algunas familias piensan en irse al campo en caso de que haya sitio. —Serán las castillistas que tienen seguridad de ser atendidas por los sitia- dores: la del doctor Vélez, por ejemplo.

—Y ahora recuerdo que se va al Carmen Alto y que Sofía y Elvira me han instado mucho para que deje ir a Isabel en su compañía. —Pues ya está salvada la dificultad. A pesar de su castillismo es una familia muy buena, y que quiere mucho a Isabel.

—Vélez es un excelente amigo, un sujeto inofensivo. —Isabel se conviene mucho con las niñas9; pero dudo que quiera ir. —¿Por qué? —¿Crees que se conviniera en estar lejos de nosotros en caso de un

conflicto? —No; por eso le empeñaré mi palabra de hacerla regresar tan luego como se

tenga noticias de un desembarco de tropas en Islay. —Pero, ¿y si vienen fuerzas de Puno? —Esas no ofrecen cuidado, menos estando con una familia castillista.

Viendo Isabel lo que suceda, se librará de los sustos que aquí nos darán los del gobierno abultando las noticias.

—Tienes razón, hermano, voy a hacer lo posible por convencerla; es muy dócil y accederá, preciso es que cambie de aires, que se distraiga siquiera por algunos meses, ya que nos amenazan tantas calamidades.

Hubo un momento de silencio. Los dos hermanos quedaron pensativos, y luego como si obedecieran a un

mismo pensamiento se miraron a la vez.

9 Niñas. En diversos países de América, tratamiento que antiguamente se daba a personas de más consideración social.

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Primera Parte / 46 capítulos

Doña Enriqueta se levantó, y aproximándose a don Guillermo, le habló al oído.

—¡Oh! ¡Qué bueno sería! —dijo Latorre a media voz. Doña Enriqueta se aproximó a la puerta donde había desaparecido Isabel

y convencida de que nadie escuchaba volvió a su hermano, y dijo: —Un matrimonio de esta clase sería el que conviniese a Isabel. Iriarte es un caballero, es rico, está en alta posición social y en buena escala para subir y figurar; esto en cuanto a lo positivo, por lo que hace a su persona, no creo que Isabel tenga motivo para disgustarse; además es muy bien educado. —Y muy servicial y muy influyente —concluyó don Guillermo. —Creo no equivocarme al afirmar que el joven no es del todo indiferente a Isabel.

—¡Dios quiera que se realicen tus deseos, hermana! —Deja las cosas al tiempo y ya verás.

Capítulo 15

Política a la orden del día

l salón de diario de la casa del doctor Félix Peña, estaba abierto e iluminado, pues eran las siete de la noche. El doctor Peña, médico de buen crédito y proverbial bondad, sin ser

inmensamente rico, poseía lo necesario para rodear a su familia de toda clase de comodidades.

Su esposa doña Luisa, tipo acabado de la matrona arequipeña, y dos señoritas tan virtuosas como lindas, encantaban aquel hogar, santuario de felicidad.

La mayor de las muchachas se llamaba Hortensia, la menor Mercedes. El más grande engreimiento había acompañado a su educación. Encerradas en las “Educandas”, único plantel de su género en aquel tiempo, se había procu- rado hacerles lo menos penosa posible la época del aprendizaje, añadiéndose a todos los halagos maternales, la seductora promesa de que, tan luego como terminados sus estudios abandonasen el colegio, su padre las llevaría de paseo a Lima.

Con la mayor se había cumplido el programa al pie de la letra. El doctor Peña hizo un viaje de recreo conduciendo a Hortensia, que era toda una se- ñorita, sin dar oídos a las súplicas que le hacían para demorar el paseo hasta que Mercedes pudiese acompañarlos.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Don Félix estuvo inflexible, Mercedes era algo desaplicada y se propuso castigarla dejándola encerrada hasta que completase sus estudios, ofreciéndole, sí, llevarla en un segundo viaje, que se proponía hacer con toda la familia.

Partió Hortensia y Mercedes que lloró durante varios días, acabó por enju- gar sus lágrimas y aplicarse, de modo que cuando regresase su padre quedase satisfecho de ella, e hiciese efectiva su promesa.

Un año duró la permanencia de don Félix y de su hija en la capital; de vuelta a su casa, hallaron a Mercedes lista para emprender el viaje. El Doctor, que era la justicia misma, y que amaba por igual a aquellos ángeles de su hogar, arregló la nueva expedición para el próximo mes de Junio, es decir, cuatro meses después, con el objeto de asistir a las fiestas del aniversario de la Independencia, de las cuales Hortensia hacía la pintura más seductora.

Pero Mercedes estaba perseguida por la fatalidad. El sillero acababa de entregar su magnífica montura bordada, para hacer

la travesía de Arequipa a Islay, cuando casi súbitamente murió la abuela paterna.

Pasado el duelo y un tanto serenados los ánimos, se acordó en pleno con- sejo de familia, diferir el paseo para cuando terminase el luto, pues de otro modo sería desagradable.

Hubo que aguardar dos años. Tocaba a su fin el plazo, cuando estalló la revolución, y como la presencia

de todo arequipeño en Lima era sospechosa, don Félix, que no se mezclaba en política, temió ser víctima de alguna arbitrariedad, y resolvió no ir hasta que pasase la crisis.

La pobre Mercedes exasperada, lanzó una filípica contra el gobierno, an- heló su pronta caída, hizo un panegírico del general Vivanco, pronosticó su triunfo, y terminó por resignarse.

Por lo demás, la vida de las dos hermanas se deslizaba como un suave arroyo que cruza entre flores.

Se amaban entrañablemente y nunca se vieron amigas más sinceras. La noche que nos ocupa, estaba dando la última mano a su prendido, cuan-

do entró la criada a anunciarles que las señoritas Vélez estaban de visita. Se apresuraron a salir, y al atravesar el patio llegó a sus oídos esta frase; —La mejor Constitución que ha tenido el Perú es la del 55. —Ese es Vélez —dijo Hortensia.

—Pues yo no concibo que en cabeza humana quepa mayor número de desatinos —repuso otra voz.

Las dos jóvenes penetraron al salón. Doña Luisa conversaba en un extremo con sus amigas de confianza; en

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Primera Parte / 46 capítulos

el otro, en torno de la mesa, discutían acaloradamente sobre política varios señores.

Estos, al ver a Hortensia y Mercedes, se levantaron, las saludaron cortés- mente, y volvieron a reanudar su interrumpida discusión. Las jóvenes se dirigieron donde sus amigas que las esperaban con los brazos abiertos.

—¡Hermanita! —¡Sofía! —¡Elvira! —¿De dónde aparecen después de tanto tiempo? —¿Y ustedes? No se les encuentra en ninguna parte. —¡Miren quiénes dicen eso! —¿Qué santo habría hecho este milagro? —¡Como estos hacemos todos los días! —¿Y cómo no los he visto yo? —¿Cómo los vas a ver, sino se te encuentra en casa? —¿A mí? ¡Si nunca salgo! —Pues hace pocas noches que vinimos, y hallamos las puertas cerradas. —¡Ah! Sería cuando fuimos al sermón. Un tremendo golpe dado sobre la mesa, hizo volver la cara a las muchachas.

—Son una turba de pícaros los de la Convención —decía el que produjo aquel estrépito.

—Pruébelo Ud. —replicó Vélez exaltado. —¿Que lo pruebe? ¿Pues no vive Ud. en este país? —Sí, señor, sí vivo, y por eso afirmo que la Asamblea es un Cuerpo respeta-

ble, compuesto de lo más distinguido que tiene el país, y que se ha ocupado, no de robar, sino de asuntos tan importantes como el dictar una Constitución.

—¡Gran asunto! Una cáfila de disparates impracticables, que mejor los ordena un muchacho de escuela.

—Y no sólo eso —añadió otro— sino que entre los congresos, asambleas, etc., no ha habido otro cuerpo legislativo más cínico que este. —¿En qué ha demostrado ese cinismo?

—¿En qué? ¡Caramba! ¿Le parece poco escandaloso hacer Presidente a este viejo sin haber precedido elecciones? ¿Y son estos los que vienen a dictarnos leyes, y los que llaman en su apoyo a la Constitución?

—La Asamblea, dando su voto por Castilla, no ha hecho otra cosa que cumplir el voto popular, libre y espontáneamente manifestado —dijo el señor Vélez.

—¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde? —preguntaron varios. —Por medio de actas populares. Los pueblos hicieron actas pidiendo por

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Jorge, El Hijo del Pueblo

gobierno al General Castilla y la Asamblea hizo bien en nombrarlo.

—¡Qué irrisión! Esas actas fueron hechas por los tenientes del viejo intri- gante a nombre de los pueblos.

—¡Falsísimo! —¿Y por qué no se procedió a elecciones, según ley? —¡Vea Ud. si no son unos bribones! —¡Pobre Patria, con semejante desgobierno! —Oiga Ud., amigo Vélez —dijo el doctor Peña— ¿Hay algún artículo en la

Constitución que diga: ¿Bastan unas cuántas actas populares para hacer legítimo un Gobierno?

—No. Pero el gobierno más legal es el que reúne las simpatías de la Nación. ¿De qué sirve hacer farsas electorales donde el voto queda falseado? —Eso se vio en tiempo de Echenique, por los manejos de Castilla. —¡Es falso!

—¡Es evidente! —Solo Arequipa negó su voto a Echenique, y nadie se lo falseó. —Porque sabe hacerse respetar. —¡Es un pueblo belicoso! —Así dicen los que no pueden forjar actas apócrifas en su nombre. —¿A qué actas apócrifas se refiere Ud.? —A las que hicieron los gobernantes para elevar a Castilla. —¡Es original! ¿Con que los sacrificios que en esa época hizo Arequipa por

el Mariscal, son actas apócrifas? —Entendámonos, señor mío: Arequipa no hizo esa revolución por simpatía

a Castilla, sino por odio a Echenique, ahijado del viejo e investido con facul- tades de Dictador, por un Congreso derrochador de la Hacienda Nacional; por eso hizo la revolución; mas, el viejo astuto e intrigante, se aprovechó de ella para escalar por segunda vez al Poder. Con su monturita al hombro se presentó, diciendo: Aquí estoy, porque he venido; y como hizo comprender que estaba de acuerdo con Vivanco, la cosa le surtió a maravilla; todos lo creyeron sinceramente arrepentido de sus pasados extravíos y le dieron la mano.

—Y diga Ud., cuando Arequipa venció a Morán y triunfó en la Palma ¿no sabía que Vivanco era aliado de Echenique?

—¿Pues no lo había de saber cuando una bala arequipeña hirió a Vivanco? Y bien, ¿qué prueba eso, sino que Arequipa combatía por un principio, sin fijarse en las personalidades? —replicó el doctor Peña.

—En esta vez debe castigarse al viejo de un modo ejemplar —agregó un tercero.

—Nadie lo merece como Vivanco —dijo furioso Vélez. —¿Porque es el único hombre honrado? —preguntó otro con sarcasmo.

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Primera Parte / 46 capítulos

—Revoltoso de oficio —prosiguió Vélez. —El que no haya conspirado que tire la primera piedra. —Fusilando a Vivanco quedará en paz la República. —Desapareciendo Castilla. Como se ve, la cosa pasaba de castaño a oscuro. Todos hablaban a un tiempo. Las muchachas por su lado sostenían una discusión no menos acalorada.

Sofía y Elvira Vélez eran castillistas; Hortensia y Mercedes, vivanquistas consumadas.

—Castilla es masón —decía Mercedes. —Es falso, yo le he visto en misa —repuso Elvira. —La verdad es que Vivanco quiere hacerse rey. Hortensia y Mercedes soltaron la risa. —Esos tiempos pasaron, hermanita —dijo la primera. —Lo dicen personas respetables que tienen motivos de saberlo —dijo Sofía. —Pues yo podría asegurar que son invenciones de los enemigos —repuso

Mercedes. —No veo la hora que terminen estas cuestiones —dijo doña Luisa—.

Creo que si hay sitio agonizaremos de angustia; por mi gusto me iría al campo con la familia.

—¿A estar con los de Castilla? No mamá; es gente muy temible —dijo Mercedes.

—Nosotras nos iremos a Carmen Alto en la siguiente semana —dijo Sofía—. En el campo hay más tranquilidad.

—Y nos llevamos a una terrible vivanquista —añadió Elvira sonriendo. —¿Quién es ella? —preguntó doña Luisa sonriendo también. —Isabel de Latorre —dijo Sofía. —No conozco a esa señorita sino por noticias —dijo Hortensia. —Dicen que es muy linda y muy buena— añadió Mercedes. —Es la verdad —repuso Elvira. —Nos queremos como hermanas —agregó Sofía. —Lo que me admira es —dijo Mercedes sonriendo— que siendo de nuestro

partido consienta en trasladarse al campamento enemigo. —Es que cuenta con toda clase de garantías.

—Y aún así ha costado mucho reducirla a que nos acompañe, siquiera sea por poco tiempo —dijo Sofía— ha sido preciso que tanto nosotras, como su tía le rogásemos, pues su salud está muy quebrantada y necesita los aires puros del campo. Cedió, por fin; pero dice que irá después que nosotras estemos bien instaladas.

—¡Pobre Isabel! La compadezco —dijo Mercedes.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Ustedes son las dignas de lástima —repuso Elvira—, porque les vamos a enviar un diluvio de balas.

—No tenemos miedo —dijo Hortensia— ante nuestras trincheras tienen que embotarse.

—Pero si no existe; y aun cuando las hagan, no habrá quien las defienda. —A la hora del combate, ya verás. —Sí, veré la carrera que dé Vivanco. —Como no sea la de Castilla. —Pero Uds. parecen generales —dijo doña Luisa—. No se exalten tanto. —Mamá, es que las castillistas nos provocan. —Porque las vivanquistas son vanidosas, como su caudillo. —Si no hay otro que tenga más modestia. —Excepto cuando se mira al espejo, refiere sus hazañas y habla de sus

viajes a Europa. —Eso dicen porque es ilustrado, y no ignorante como Castilla, que no sabe

leer, ni escribir, ni poner su firma. —Calumnias. No tiene el Perú un militar más inteligente y valeroso que el

general Castilla; en tanto que Vivanco es un cobarde que para nada sirve. —Para quitar el sueño al valiente Mariscal —dijo Mercedes. —¿Crees que le preocupe?

—¡Y tanto!... —Te equivocas; Castilla y sus correligionarios saben muy bien los versos

aquellos —dijo Elvira. —¿Cuáles? —¿Quiéres que los repita? —Sí. —Escucha:

El cadete de cambray10 Jamás será Presidente; Porque siempre tiene al

frente

Al vencedor de Yungay11.

El efecto de esta estrofa fue una explosión de dinamita en medio de la femenil asamblea.

10 Cambray. Tela blanca y muy delgada. El general Castilla llamaba siempre a Vivanco: “El cadete”. 11 El “vencedor de Yungay” es Castilla. Aunque podría decirse que no venció esta batalla sin

ayuda, ya que la recibió del general chileno Manuel Bulnes, en el marco de la guerra entre la

Confed- eración Peruano-Boliviana, en el año 1839. Dos años antes otro ejército chileno, al

mando del Almirante Blanco Encalada, había sido derrotado en Arequipa.

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Primera Parte / 46 capítulos

Elvira reía con todas sus fuerzas, y quién sabe las proporciones que hu- biera tomado el asunto, si a tiempo no llaman a la puerta con la punta de un bastón.

—¡Adelante! —dijo la señora. Dos jóvenes elegantes penetraron en la sala. Sofía sonrió imperceptible-

mente. Después de los saludos de estilo a señoras y caballeros, uno de los jóvenes

se aproximó a doña Luisa, y dijo, indicando a su compañero: —Presento a Ud., señora, a Luciano Baldoza, amigo de colegio, de quien hablé a Ud.

Se cambiaron las frases de costumbre, y todos ocuparon su asiento res- pectivo.

—Las hemos interrumpido con nuestra presencia; parece que sostenían una conversación bastante animada —dijo el joven que acababa de presentar a Luciano.

—Es verdad, Carlos, las muchachas reñían por política —dijo doña Lui- sa.

—¡Ah! ¿Las señoritas son de partidos opuestos? —dijo el recién presen- tado.

—Como Ud. sabe —repuso Elvira— nosotras somos partidarias del orden, y aquí reina la revolución.

—Ustedes son amigos —repuso Mercedes— y no tardarán en hacer alianza contra nosotras; me permito pues rogar al señor Baldoza declare francamente a qué partido pertenece.

—Al mejor de todos; lo afirmo. —Veamos. —Al de las señoritas. —No le pregunto eso —dijo Mercedes con impaciencia— hablo respecto

a política. —En ese terreno carezco de opinión. —Me parece imposible; porque ahora hasta las niñas nos preocupamos de la

situación. Entretanto Carlos conversaba con doña Luisa y con Sofía. Hortensia miraba

con disimulo; pero con sumo interés a Luciano. Un tercer personaje entró; era un joven. Doña Luisa hizo la presentación a Sofía y a Elvira. Juan Lizares (que así se

llamaba) tomó asiento frente a esta. —Pero mejor sería que nos fuésemos al salón, mamá —dijo Hortensia. —Sí; que toquen el piano las señoritas —dijo Juan. —¿Está con luz el salón? —preguntó doña Luisa.

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P

Jorge, El Hijo del Pueblo

—Sí, mamá —se apresuró a responder Mercedes. —Vamos si ustedes gustan —dijo la señora levantándose. —A sus órdenes —contestaron los jóvenes poniéndose de pie. Carlos dio el brazo a

doña Luisa y a Sofía, Luciano a Hortensia y a Mercedes y Juan a Elvira. Instantes después entraban al salón.

Capítulo 16

Lo de siempre

ues hace frío esta noche —dijo Juan dejando a Elvira en su asiento. —Y corre un airecito algo molesto —añadió la señora. —¿Cómo les fue anoche con el temblor?12 —preguntó Carlos a

Mercedes. —¡Ay Jesús! Tuve un susto horrible. —¿Ha habido temblor? —preguntó Juan. —Y bastante fuerte —añadió Luciano. —¿A qué hora? Yo no he sentido nada. —Ni yo —agregó Sofía. —Serían las tres de la mañana —dijo doña Luisa— trajo bastante ruido y un

poco de movimiento. —El temblor me despertó; no obstante haberme recogido a la una y media

—dijo Luciano. —¿A la una y media? —repuso Sofía— ¡sin duda estaría Ud. muy bien

hallado en alguna parte! —Me demoraron en una casa, donde me exigieron que tomase el té; yo sin

acordarme de la costumbre que ahí tienen de tardar dos horas para servirlo, acepté, y bien luego tuve que arrepentirme de mi condescendencia.

Como Luciano estaba cerca de Sofía, agregó inclinándose un tanto y bajando la voz

—El aburrimiento más grande me domina allí donde Ud. no se halla. Sofía se puso seria y miró a Carlos, que disimuladamente se mordió los

labios. Luciano continuó charlando en voz alta. Entre tanto Juan rogaba a Mercedes que tocara el piano. —Pero si nada sé —decía esta.

12 Típico tema de conversación en Arequipa: los temblores.

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Primera Parte / 46 capítulos

—¡Cómo señorita! Lo hace Ud. muy bien. —Apenas hace seis meses que estudio con alguna formalidad, y han trans-

currido dos semanas sin dar lección, por el mal estado de mi cabeza. —Sin embargo, hace dos días que tuve el gusto de oírla —agregó Juan. —¿A mí? ¿En dónde?

—Creo que en casa de la señorita Pilar. —¡Ah! Esa fue una polquita que aprendí al oído. —Es preciosísima. —A ver la polquita —dijeron entusiasmados varios jóvenes a la vez. —Pero si no sirve —dijo Mercedes. —Señorita, si nos hace Ud. el favor —dijo Luciano ofreciéndole el

brazo. —Este es un compromiso —repuso Mercedes angustiada. —Haz, hija, lo que puedas —dijo doña Luisa—. Es necesario dar gusto.

—Nosotros no entendemos de música —dijo Luciano. Mercedes apoyada en el brazo de este se dirigió al piano, lo abrió y prin- cipió a tocar.

Ciertamente, no era una profesora; pero tenía tanto gusto para la ejecución, que no podía escuchársele sin sumo agrado.

Juan se acercó a doña Luisa pidiendo permiso para dar algunas vueltas de baile, y concedido que le fue, buscó a Carlos, para que le ayudase a alzar la mesa del centro, en momentos que este cambiaba rápidamente algunas palabras en voz baja con Sofía.

Carlos accedió, y entretanto Luciano se dirigió a aquella con el objeto de sacarla a bailar.

—Siento mucho no poder complacerle; tengo compromiso con Carlos —dijo Sofía.

—Señorita —repuso Luciano contrariado— no comprendo la antipatía que le inspiro.

—No es esta cuestión de antipatías; sino simplemente de no faltar a un compromiso.

—Es verdad —dijo Carlos aproximándose— yo comprometí a la señorita para la primera polca.

—¡Ah! Tú te adelantaste a quitarme ese gusto. —No, Luciano; lejos estaba de adivinar que eligieses por pareja a la seño-

rita; pero para evitar desacuerdos entre ambos, propongo que nos sometamos al fallo de ella misma.

—Así sea —dijo Luciano a más no poder. —Yo —dijo Sofia sonriendo—, como juez recto fallo en justicia, dando la

preferencia a Carlos que llegó primero.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Pero, ¿hasta qué hora toco? —dijo Mercedes desde el piano. —Perdón, señorita —repuso Carlos adelantándose triunfante con Sofía

del brazo. Luciano para ocultar su despecho fue a dar conversación a doña Luisa. Juan y Elvira formaron la segunda pareja. Hortensia parecía preocupada, y de vez en cuando fijaba su mirada en

Luciano. Este tampoco dejaba de observar a la joven, aunque con el más grande

disimulo, aparentando no fijarse en ella, absolutamente. Hortensia, con el pretexto de reemplazar a su hermana, se acercó al piano, y le dijo:

—¿Qué te parece Luciano? —Nada simpático. —Su fisonomía me ha recordado una triste historia en que tomé alguna parte. —Sucedería en Lima. —Sí. —¿Me la contarás? —Con el mayor gusto. —¿Cuándo? —Cuando tú quieras, excepto ahora —añadió riendo. En este momento entró el doctor Vélez, que fatigado de cuestionar por

Castilla, venía a tomar parte en la tertulia de la señora Luisa y de sus hijas. Con este elemento extraño de menos, se suavizó un tanto la discusión de los vivanquistas presididos por el doctor Peña.

—¡Qué hombre tan tenaz! —decía uno, refiriéndose al doctor Vélez— le gusta sostener sus opiniones contra viento y marea.

—Y es cosa sabida que siempre va contra la generalidad. Cuando Arequipa sostenía a Castilla, él era echeniquista, y cuando fue derrotado Morán, era vivanquista —dijo uno.

—Hay algunas personas de ese sistema —dijo el doctor Peña—. Desgra- ciadamente, mi amigo Vélez pertenece a su número.

—Como yo al del fatalismo —agregó un militar retirado—. Causa que abrazo, se pierde infaliblemente.

—No venga Ud. a asustarnos —dijo el doctor Peña riendo. —Si es así, le suplicaremos que se pase a Castilla —agregó otro. —Ustedes no me creen —dijo el militar retirado— en esta vez van a

convencerse. —Felizmente, por ahora, parece que todo marchará bien. —Podrá ser; pero creo que la desunión nos perderá. —Pero si es todo lo contrario.

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Primera Parte / 46 capítulos

—Entendámonos, amigos: en el pueblo, es cierto que nunca se ha visto mayor unidad y entusiasmo, pero entre los jefes hay mucho desacuerdo; yo no me hago ilusiones.

—Los castillistas se alegrarían de oír a usted. —Lo sé; por eso digo estas cosas solo entre ustedes; el porvenir es muy

oscuro. —Pues yo lo veo muy claro y brillante. —No pasarán dos meses sin que todo haya concluido —dijo el militar.

El doctor Peña iba a responder, cuando se oyó el preludio de una canción en el piano.

Todos guardaron silencio; y a poco un dúo femenino de voces puras y armoniosas se dejó oír.

¡Oh! ¡Qué dulce es tener en el mundo Algún ser que nos tenga piedad! Que responda al lamento profundo Que del alma en el viento se va.

Arrojado a estas playas, Dios mío, Cuanto amaba en mi patria perdí, Y mirando mi pecho vacío Tristemente pensé ya en morir

—Es “El Proscrito” —dijo el doctor Peña. —¡Qué linda música! —añadió otro. —Qué óperas ni cadencias; a mí sólo me gusta lo nacional —dijo el militar. El canto interrumpido por el preludio continuó:

Mas un día mis ojos te vieron Tan hermosa, tan tierna ¡Oh Gran Dios! Que del alma las penas salieron Y mi pecho por ti suspiró.

Mi suspiro, querida del alma, A tu pecho logró conmover, Al mendigo volviste la calma, Y al proscrito supiste querer.

—Bravo, muy bien —se oyó repetir. —¡Lindísimo! —agregó el doctor Peña levantándose—. Vamos a ver

quienes han sido las eximias cantatrices. El doctor Peña llevado por su entusiasmo musical, se dirigió al salón to -

mando por las habitaciones interiores.

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C

Jorge, El Hijo del Pueblo

Ponía la mano sobre el resorte de la mampara de comunicación, cuando se abrió suavemente impelida por Hortensia que, como estaba de semana, iba a mandar que se pusiera el té.

—Papá —dijo en voz baja, cerrando otra vez—, ¿a quién se parece aquel joven que está sentado junto a Sofía?

Y señaló con la mano a través de los cristales. —¿Carlos? —No, el que está al lado opuesto, ese joven Luciano que Carlos ha pre-

sentado esta noche. —Espera; no sé dónde he visto esta cara. —¿Te acuerdas del matrimonio de Elena? —Sí... —Vamos a ver; represéntate a Luciano en traje de clérigo, sin las patillas

que hoy tiene. —Tienes razón; qué parecido tan asombroso. —Deben ser hermanos. —Y tal vez nada. —Lo dudo. —Sin embargo, no es muy raro que se asemejen mucho, personas que

ningún parentesco tienen; además, cuando se les ve juntas, se advierte que hay inmensa diferencia de una a otra.

—Así debe ser; pero separados Luciano y el clérigo, parecen una sola persona.

Hortensia continuó su camino y don Félix entró al salón.

Capítulo 17

Presentimientos

omo lo dijeron Iriarte y Latorre, la cuestión vivanquista estaba al principio. Todos los elementos de resistencia faltaban; pero el entusiasmo po-

pular se encargaba de improvisarlos. Hacer pólvora, construir piezas para los fusiles inservibles, etc., era un gran

entretenimiento. El decaído ánimo de S.E., el Jefe Supremo, se había levantado ante la

actitud que asumía el pueblo. 88

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Primera Parte / 46 capítulos

Una mañana, al despertar, se encontró Arequipa con una noticia de gran sensación.

El general San Román, el más grande estratega del Perú, se había venido de Puno a la cabeza de una magnífica división y coronaba las dominantes posiciones de Puquina.

El Jefe Supremo ordenó la inmediata marcha de la pequeña fuerza de que disponía, y anunció que él en persona se pondría a su frente. Iriarte se encaminó a casa de Latorre.

A medida que iba siendo objeto de mayores atenciones por parte de esta familia, crecía su rencor contra ella.

No se le ocultaba el interés que don Guillermo y doña Enriqueta tenían en que se declarase novio de Isabel, y esto aumentaba su antipatía por los Latorre, avivando su deseo de venganza.

Por humillar el orgullo de doña Enriqueta, arrojando un baldón sobre su nombre, habría dado su vida; pero esto no podía hacerse en una hora. Por otra parte la tardanza le exasperaba.

Negros y siniestros planes debían cruzar por su mente, cuando a veces le sorprendían sus amigos con las cejas contraídas, taciturno y caviloso. El papel de adicto, que continuaba desempeñando a maravilla, le iba siendo pesado; no obstante comprendía que era indispensable para sus fines. Al entrar en la casa, halló a Cecilia que salía; por ella supo que doña Enriqueta había salido también.

Entró al salón y sin muchos preámbulos dijo a doña Andrea que llamase a Isabel; pues necesitaba despedirse antes de salir a campaña. —Voy corriendo, válgame Dios, y cómo se va a impresionar, sobre que está tan triste.

Momentos después se presentaba la joven, pálida y ojerosa. Iriarte corrió a su encuentro.

—¡Isabel de mi alma! —dijo tomando afectuosamente su mano. —¡Alfredo! —repuso conmovida. Hubo una corta pausa. —Vengo a decirte nuevamente, adiós. —¿Conque es forzoso correr mayores peligros? —De todo punto, amada mía; San Román nos provoca, preciso es batirle.

Isabel tomó asiento en un sofá, Iriarte la imitó aproximando una silla. Doña Andrea de regreso ya, ocupó su lugar favorito en el hueco de la ventana, continuando su costura.

Entre ambos jóvenes se entabló el diálogo siguiente a media voz: —¿Por qué estás tan triste y pálida? ¿Qué tienes? ¿Puedo saber la causa de

tus penas?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Isabel hizo un esfuerzo por sonreír. —¿Me preguntas si sufro cuando te veo en momentos de partir al

combate? —¡Oh, no! Todos los días observo huellas de llanto en tus mejillas. En

este mismo instante sostienes una lucha cruel con las lágrimas que pretenden caer de tus ojos.

En efecto, sin poderlo evitar, cuatro gruesas lágrimas cayeron sobre el pecho de la joven, que se apresuró a enjugarlas con un pañuelo que puso ante sus ojos.

—¿Lo ves? —continuó Iriarte con doble vehemencia—. Mi corazón no puede engañarse. Tú sufres y me lo ocultas. ¡Ay de mí! Eso me prueba que no me amas como yo te amo. No en vano las sospechas más horribles acibaran mi existencia, no en vano los más atroces tormentos me devoran. Acaso te arrepientes del compromiso que hemos contraído; tal vez, otro más afortunado que yo me roba tu cariño. Esta idea sería capaz de quitarme la vida, esta vida que sin ti odio...

—Por Dios, Alfredo, tú deliras. —Tú me matas. —Me has hecho un gran agravio al suponerme capaz de semejante infi-

dencia —dijo Isabel con dignidad. —Perdóname, si es cierto que aún me amas. —Dices que sufro; pues bien, no quiero ocultártelo, sufro, casi sin saber por

qué; esto debe ser lo que llaman presentimientos; algo como una inquie- tud, un temor o una voz inexplicable que resuena en el fondo de mi pecho, ¡anunciándome no sé qué, tan funesto!

—Te atormentas con la imaginación. —No, Alfredo, nada imagino, nada veo, sino tinieblas; ¿y sabes de dónde

creo que se alzan esas sombras pavorosas? De mi conciencia. —¡Isabel!...

—Sí; yo guardo un secreto a mi padre, faltando a mis deberes, solo por darte gusto, solo porque dices que es necesario a un plan que no alcanzo a comprender.

—¡Ay! Qué cruelmente ejerces venganza en mí, haciéndome respon- sable de tus sufrimientos. ¿Será que soy un ser maldecido que envenena la atmósfera que le rodea? ¿Será que soy un desventurado a quien persigue la fatalidad? Cuando hoy, cesando ese secreto que tantos escrúpulos te causa, debiera conducirte al altar, la guerra civil se interpone como un monstruo sangriento, para desvanecer mis ilusiones y alejar mi dicha. ¿No es cierto que es imposible realizar sueños de oro en medio de esta azarosa situación? ¿No sería un temerario si te expusiera a una viudez, casi segura, dados los peligros

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Primera Parte / 46 capítulos

que tengo que arrastrar? Pues así sucedería si revelases a tu familia nuestro compromiso. Conoces su rigidez, no se avendría a concedernos un plazo más o menos largo, querría precipitar los acontecimientos, y yo me vería obligado a alejarme, con el corazón destrozado, antes que ceder a exigencias que causarían tu desventura; además, contribuiría a esta resolución mi imposibilidad, por ahora, para proceder en tal caso con todo el decoro que exigen tu posición y mi dignidad.

Isabel guardaba silencio. Diríase que estaba convencida. —En tus manos está la elección —continuó Iriarte—, yo no te exijo nada, yo

sólo quiero que la felicidad vuelva a resplandecer en tus ojos, cuésteme lo que me cueste.

—Ya viene la señora —dijo doña Andrea desde la ventana. Iriarte se puso de pie, saliendo a su alcance, mientras Isabel trataba de

borrar las últimas huellas de llanto que nublaban su semblante. —¿Conque es cierto que salen a combate? —entró diciendo doña Enriqueta.

—Sí, señora; San Román se nos viene encima; es preciso darle una lección. —¡Ay Señor! Vamos a morir con tanto susto. —Por ahora no hay motivo para alarmarse; queda la población en seguridad.

—Pero nuestros buenos amigos van a correr peligros mil, y esto nada tiene de agradable. ¿No es verdad, Isabel?

—No es, por cierto. —Como ya sabrá Ud., Isabel también se marcha. —¿Se marcha? —preguntó Iriarte sorprendido. —Había olvidado decírselo —repuso Isabel—. Papá y mi tía se han em-

peñado en que pase una temporada en el campo. —Aunque ella ha opuesto una resistencia ajena a su carácter, hemos creído

necesario obligarla por esta vez, pues su salud padece notable alteración. —¿De modo que la señorita se pasa al campo enemigo? —Así parece —repuso la joven sonriendo.

—Así es —dijo doña Enriqueta—. La familia Vélez (con quien va) no puede ser más recalcitrante castillista.

—¿Y se prolongará mucho la ausencia de la señorita? —No demasiado; uno o dos meses... —¡Dos meses!... —dijo la joven en el tono en que se dice ¡una eternidad! Doña Enriqueta sonrió. Iriarte parecía contrariado. —De todos modos, tan luego como amenace algún peligro la haremos venir. —Por ahora, lo que deseo sinceramente es que, ya que vamos a privarnos

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de la presencia de la señorita en gracia al restablecimiento de su salud, tan gran sacrificio no sea estéril.

—Gracias, Alfredo. —¿Se va Ud. ya? —preguntó doña Enriqueta, viendo que Iriarte se dis-

ponía a salir. —Sí, señora; en estas circunstancias los momentos son preciosos para un

militar. Si la Providencia quiere conservar mi vida, muy pronto tendré el placer de estrechar nuevamente su mano.

Diciendo así estrechó la de doña Enriqueta de un modo casi cómico; luego la de Isabel, que no pudo disimular su emoción al ver partir a su prometido. —Adiós, señora —dijo Iriarte a doña Andrea al salir.

La costurera levantó la cabeza para contestar, y el Mayor le hizo un signo de inteligencia con los ojos.

—Adiós señor, que le vaya bien, y que vuelva sano y salvo, para consolarnos —repuso doña Andrea.

Mientras doña Enriqueta e Isabel comentaban los acontecimientos y elo- giaban a Iriarte, doña Andrea se escurrió sin ser notada, y salió a la calle. En la esquina la esperaba Alfredo.

El militar puso un peso en la mano de la costurera, y sin más preámbulos, dijo:

—Queda Ud. encargada de participarme cuanto suceda a Isabel; de ir a visitarla con frecuencia, llevarle mis cartas, traer las suyas y enviármelas. Entiéndase Ud. para todo con mi ordenanza.

—Bien, señor, pero... —¿Qué? —¿Cuándo se hará el matrimonio? —Bah, déjese Ud. de escrúpulos tontos; acabo de arreglarlo todo con

Isabel. Adiós. Iriarte partió. Doña Andrea se volvió a la casa apresuradamente, y diciendo para sí: Esto

deja cuenta; pero la verdad es que no veo la hora de que se casen. Ni Iriarte, ni doña Andrea habían advertido que un hombre del pueblo los había observado.

Era Luis.

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A

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Capítulo 18

Una cadena rota que produce vértigo

hora —dijo doña Enriqueta a Isabel, después de un cuarto de hora de conversación sobre Iriarte— es preciso que arregles tu viaje al Carmen Alto, para mañana. Acabo de recibir una carta de doña Constanza,

con posdata de Sofía, exigiéndome que me interese con tu papá a fin de que te envíe lo más pronto; y agrega que esta tarde viene un criado, el cual puede conducir tu equipaje. Ya ves, da vergüenza hacerse rogar tanto.

Doña Enriqueta, mientras decía esto, sacaba una carta del bolsillo, y la entregaba a Isabel.

La joven se informó de ella, y al terminar, dijo: —Sofía es una criatura angelical. —Ya verás cuán agradables van a serte los días que pases en compañía de tan

buenas amigas. —Lástima que no pueda llevarme a Cecilia. —Eso no es conveniente, sería hasta una imprudencia; además hace falta

aquí. —Pero voy a estar en una inquietud, en un sobresalto continuo sin saber

nada de ustedes. —No te aflijas por eso; yo cuidaré de informarte de cuanto suceda, a fin de

que estés tranquila. Doña Andrea irá a verte con frecuencia. Son las dos de la tarde —continuó diciendo doña Enriqueta— ya es tiempo de que arregles tu equipaje, llama a Cecilia para que te ayude.

Isabel se levantó. —¡Ah! Olvidaba lo principal —dijo la hermana de don Guillermo—.

Oye Isabel. La joven se detuvo. —Necesito que acomodes en cofre todas las alhajas de la familia; hoy

mismo voy a depositarlas en el convento, por lo que pueda suceder. —Me parece que debemos hacer eso con un poco de reserva.

—Naturalmente. ¿Quieres que las envíe a tu cuarto para que allí las arre- gles con tranquilidad?

—Me parece lo mejor. —Ve pues, y mándame a Cecilia, para que las conduzca. Buen trabajo me

voy a tomar; será preciso revolver cómodas y armarios. ¡Hace tantos años que ni siquiera he visto algunos estuches!

Isabel salió.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Doña Andrea halló el medio de hablarla13 al paso. —Me ha dicho tu novio que con frecuencia te escribirá; yo estoy encargada de

llevarte las cartas. No tuvo tiempo para más explicaciones, por la presencia de doña Enri-

queta. La joven subió a la habitación que ya conocemos, llamando a Cecilia.

Cuando se encontró sola en su gabinete, suspiró con fuerza. La pasión y sentimientos de delicadeza de Iriarte, las buenas disposiciones y promesas de su tía, la noticia de doña Andrea y la perspectiva de unos días de campo en compañía de Sofía, le habían hecho bastante bien. Ya no se hacía tanta violencia en condescender, ya no le parecía tan absurdo el viaje. Alfredo también se iba, nada tenía que la retuviese en Arequipa. Estaba conforme en ausentarse, por todo el tiempo que Iriarte estuviese fuera. Principió por acomodar en un baúl, cuanto previó que podía necesitar. Prendas de vestir, objetos de labor, libros, papel de cartas, sobres y plumas, etc.

Cecilia no tardó en llegar. —¿Conque por fin, se va Ud. señorita? —Mañana mismo, según parece. —¡Ah! ¡Cuánto la voy a extrañar! Ahora doña Andrea no me va a dejar un

momento de sosiego. —Le tienes mucha prevención. —Ella es la que no me puede ver; siempre está haciendo enredos y chismes,

para que me riña la señora. Apenas salgo por agua, ya dice que me tardé, y... no sé qué más.

—¿Quieres que me interese para que vayas conmigo al Carmen Alto? —No señorita —repuso vivamente Cecilia—. Aquí hago mucha falta a

la señora... Isabel miró a su criada con intención. Esta se turbó y bajó la vista. —¿Sabes que estoy sospechando una cosa? —dijo pausadamente. —¿Cuál señorita? —Que no me tienes toda la confianza debida. —¿Por qué dice Ud.?... —Porque tú tienes novio. Cecilia, y nada me has dicho. —¿Yo? ... —No puedes negarlo, en el semblante lo tienes escrito. Cecilia se puso encendida.

13 Pedro Luis González Pastor señala el empleo laísta que hace la autora: “no pudimos hablarla”. 94

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—Mira, Cecilia, si tu novio habla de buena fe y es digno de ti, hallarás en mí un apoyo; porque te quiero de veras y deseo contribuir a tu felicidad. —Ah, señorita, es Ud. un ángel —dijo Cecilia juntando las manos. —¿Pero, es cierto?...

—Sí, señorita, cierto que tengo un novio a quien quiero con todo mi corazón.

—¿Y él?... —Él, dice que me adora. —Y si es así, ¿por qué no procede a casarse de una vez? —Por la falta de recursos; tanto él, como yo, somos muy pobres y no te-

nemos cómo poner casa. —Si ese es el obstáculo, no te aflijas, preséntamelo cuanto antes, hablaré

con él y con mi papá, y todo quedará arreglado. —¡Ah! Qué desgracia que se vaya Ud. tan pronto, ya no hay tiempo. —Pero luego volveré; entretanto, te autorizo para que todo esto le digas de

mi parte. —Que Dios la llene de bendiciones, señorita, y que la haga muy feliz —dijo

Cecilia llorando de gusto y abrazando a la joven, que se conmovió a su vez. —Espero serlo algún día —respondió— pero ahora...

En esto se oyó la voz de doña Andrea que llamaba a Cecilia. —Ah, ve Cecilia, mi tía te necesita, lo había olvidado completamente. Cecilia bajó corriendo. Poco después regresó trayendo atados en un pañuelo grande, varios estu-

ches de joyas. —Una cosa he olvidado preguntarte —dijo Isabel desatando el pañuelo y

poniendo sobre la mesa los estuches. —Diga Ud., señorita. —¿Cómo se llama tu novio? —Luis Vargas. —Bonito nombre. Cecilia volvió a salir llevando el pañuelo. Isabel se puso a examinar los estuches con infantil curiosidad. Algunos

eran nuevos, otros estaban estropeados, varios viejísimos. La joven fue abriendo y colocándolos ordenadamente encima de la mesa. Las alhajas, en su mayor parte, databan del tiempo de S.M. el rey. Oro macizo, engastes de plata, diamantes tabla, perlas (algunas hermosísimas), todo cubierto de polvo y empañado, se ofreció sucesivamente a los ojos de Isabel. Formando oposición a estas venerables antigüedades, irradiaban a veces, en los estuches nuevos, algunos gruesos brillantes, alguna turquesa o esmeralda. El ahogador de perlas con medalla de brillantes de Isabel, era una de las más preciosas joyas.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

La joven abrió el medallón, y algún tiempo estuvo contemplando el retrato de una hermosa dama, el cual llevó a sus labios. Era el retrato de su madre. Después le llamó la atención un estuche grande, de construcción moderna; pero muy empolvado.

Quiso abrirlo y no pudo; el resorte estaba forzadísimo. Esta dificultad avivó más su curiosidad, y no perdonó medio para abrirlo.

Todo fue inútil, el estuche oponía la más tenaz resistencia a las delicadas manos que la oprimían.

En estos momentos Isabel sintió pasos de hombre que se aproximaban, y luego la voz del señor de Latorre que pedía permiso para entrar. —Adelante, papá, llegas a buen tiempo, te necesitaba —dijo Isabel con cierto alborozo.

—Veamos en qué puedo serte útil —repuso don Guillermo con una jovialidad que sólo con su hija usaba, poniendo sobre la mesa el bastón y el sombrero.

—Mira, deseo abrir este estuche y no puedo. Latorre lo tomó en sus manos, le dio algunas vueltas, y probó abrirlo. —El resorte está descompuesto; lo mejor será romperlo —dijo. Sacó un cortaplumas, lo desdobló, introdujo la acerada punta por entre la

cerradura, y mediante un poco de esfuerzo saltó la tapa. Una hermosa cadena de oro, para reloj, se presentó a los ojos de Isabel; pero ¡qué lástima! estaba cortada y faltaba la mitad.

Don Guillermo palideció súbitamente, desprendió la alhaja del estuche y se puso a examinarla, haciéndola correr entre sus dedos. No podía darse una prenda más elegante, graciosa y rica.

El gusto europeo resplandecía a primera vista, en aquellos eslabones for- mados de ondulaciones de oro, sobre cada uno de los cuales ardía una letra de chispas de brillante.

Isabel leyó en toda la extensión de la media cadena:

AÑO DE 1825 GUILLER

Lo demás faltaba. —¡Es una desgracia! —exclamó Isabel— ¡Hallar inutilizada una joya tan

preciosa! ¿Quién sería el temerario que la cortó? Latorre no respondió. Miraba la cadena con cierto espanto. —¿Siempre ha estado así? —volvió a preguntar Isabel —No —repuso sordamente don Guillermo. —¿Entonces?...

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—La otra parte se perdió. —¿En la calle? —No recuerdo... —Yo aseguraría que la tenemos en casa; me ocuparé de buscarla. —Sería inútil. —Entre los revueltos cajones de tus armarios espero hallarla. —No te ocupes más de eso, te lo suplico... Se perdió... hace muchos años. —Y si la hallase, ¿qué premio me darías? —¡El que tú quieras! —¡Dios mío! ¿Qué tienes papá? —grito Isabel soltando la cadena y co-

rriendo a sostenerle, pues creyó que iba a caer. —No es nada, hija mía; un ligero desvanecimiento, que ya pasó —repuso

don Guillermo sentándose en una silla inmediata. —¡Ah! Te has puesto pálido como la muerte. ¿Quieres aspirar agua de

colonia? —No es necesario, hija mía; ya pasó; fue un ligero vértigo; las atenciones

políticas debilitan mucho la cabeza. Latorre hizo un esfuerzo para dominarse, y tratando de llamar la atención de

la joven sobre otros puntos, dijo: —Tú también estás pálida, querida Isabel. —Por el susto que me has dado. —¡No me refiero tan sólo a este momento! Hace algún tiempo que noto en

ti algo extraordinario, que me contrista. —Aprensiones tuyas, papá. —No, hija mía, los ojos de los padres tienen doble vista, y rara vez se

engañan. Tú sufres una enfermedad moral, que no tiene razón de ser. Regu- larmente las muchachas a tu edad, sufren porque son contrariadas; pero tú me harías la más grande injusticia, si me juzgases capaz de darte el más ligero disgusto, contrariando tus sentimientos.

Isabel se sonrojó. Comprendió que su padre, adivinando su compromiso con Iriarte, trataba de

tranquilizarla, dejándola entrever sus intenciones al respecto. —Yo sé que eres muy bueno conmigo —dijo al fin.

—En verte dichosa cifro toda mi felicidad, hija mía. Yo no comprendo el egoísmo de algunos padres, que sacrifican sus hijos a sus caprichos. Don Guillermo decía todo esto de corazón; porque nada amaba en el mundo tanto como a su hija. Por ella lo habría sacrificado todo. Hasta su ambición. Isabel transportada de agradecimiento abrazó a su padre, que la estrechó contra su pecho.

—Vamos a ver —dijo después de algunos instantes— ¿Te has resuelto a ir a Carmen Alto?

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C

Jorge, El Hijo del Pueblo

—Sí, querido papá; ya está preparado mi equipaje. —Tanto mejor; estoy seguro que el cambio de temperamento hará mu-

cho bien a tu salud —y añadió poniéndose de pie—: Te dejo entregada a tus ocupaciones y preparativos de viaje; me precisa estar en la Prefectura a las cuatro.

Recogió el bastón y al tomar el sombrero, su mano tropezó con la cadena. Como si el frío metal le hubiera quemado, la retiró bruscamente. —Esta cadena... arrójala... para nada sirve —dijo. —Es muy linda, la guardaré; pudiera que aparezca el resto. Latorre salió murmurando: —¡Si apareciera!... No, no es posible.

Capítulo 19

Noticias importantes

omo se dijo antes, el general San Román había tomado posesión de los cerros de Yumina. El 29 de junio, el general Vivanco, con un pequeño ejército y algunas

piezas de artillería, ocupó la posesión denominada Cerro Gordo, desde la cual dominaba a San Román.

Colocados así los beligerantes, frente a frente, no se atrevían a presentar batalla.

Se respetaban mutuamente. Entre ambos campamentos, al pie de las posesiones, estaba el río; la desven-

taja era notoria para cualquiera de los contendores que descendiese primero. Por fin, el general San Román se decidió a dar el golpe, y dejando una reserva en la posesión, fraccionó en dos el resto de sus fuerzas, enviando la caballería por entre la lloclla14 situada arriba del memorable pueblo de Pau-

14 Lloclla: “La gran voz de los arequipeños, dice Juan de Arona, porque aunque la palabra

es enteramente quechua, predomina tanto en el lenguaje español de la ciudad, y sus

habitantes pronuncian con tales ganas sus dos elles, que acaban por darle fuerza imitativa e

imprimirle un sello especial”. Es sabido que los limeños no pueden pronunciar la elle, y que tienden a

cambiarla por la y griega: así dicen el cabayo, la yave, por el caballo, la llave. Los arequipeños, y

en gen- eral los pobladores de la sierra, pronuncian muy bien el sonido de la elle, debido a la

proximidad que tienen con la lengua quechua, en la que se moja y pronuncia muy bien esta letra.

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Significa, avenida, golpe de agua, más o menos lo que el huayco de la costa.

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Primera Parte / 46 capítulos

carpata, a fin de que cayese sobre el ala derecha del general Vivanco, en tanto que él, al frente de la infantería, tomaba el camino de Sabandía. Mientras tanto la artillería de Vivanco hacía estragos en la pequeña reserva que había quedado en Yumina al mando del coronel Freire, y tantos debieron ser, que el jefe de un batallón, desobedeciendo al coronel Freire, descendió con su gente a atacar el Cerro Gordo, mas como tuvo que introducirla en el río, se inutilizaron sus municiones y en vano trató de escalar la posesión ene- miga. El jefe vivanquista, don Carlos Diez Canseco, destrozó completamente al batallón asaltante.

Después de este efímero triunfo, el general Vivanco tuvo a bien retirarse a la ciudad, para evitar el asalto de San Román, que en realidad podía haberle sido fatal.

Con tales motivos, las falsas noticias estaban a la orden del día. La más grande oscuridad reinaba, pues era casi imposible el descubrir la

verdad de lo que acontecía en Yumina. Uno y otro partido tenía datos, que no por ser contradictorios, dejaban de

ser fidedignos. Así, pues, los partidarios de Castilla aseguraban que Vivanco estaba perdi-

do; que San Román lo había rodeado, y que era imposible su salvación. Los vivanquistas decían que la artillería de Vivanco tenía a San Román sin movimiento y en situación tan desesperada, que no tardaría en rendirse. Todo esto creaba una atmósfera de dudas. La ansiedad era indescriptible. Grupos del pueblo rodeaban constantemente la Prefectura, como si qui - sieran adivinar en el semblante de los empleados públicos, la verdad de las noticias.

Uno de esos días se vio llegar un jinete que corría a todo escape, que alzando los brazos gritaba

—¡Ganamos! ¡Ganamos! ¡Viva el general Vivanco! Los paisanos se abalanzaron hacia él, y aun a riesgo de ser atropellados,

pretendieron detenerle y preguntarle. Abriéndose paso por entre el inmenso gentío, pudo apenas entrar al patio de

la Prefectura. El señor de Latorre, que hacía antesala al atareadísimo señor Prefecto,

salió a la vez con este, a ver qué ocasionaba aquel tumulto. —¡Es Pedro! el ordenanza de Iriarte —dijo reconociéndolo apenas, pues el soldado estaba cubierto de polvo y de sudor.

No sin gran trabajo pudo este entregar un pliego cerrado al prefecto, mientras que de viva voz se apresuraba a dar la plausible noticia. Según él, San Román había sido completamente destrozado, y si ya no estaba prisionero, sería porque habría tomado el camino de Bolivia.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Don Guillermo pretendió llegar hasta el propio15, para informarse de la salud de Iriarte, pero bien pronto tuvo que desistir, porque el pueblo apoderándose de él, después de hacerle desmontar, le había arrastrado consigo a la calle, asediándole a fuerza de preguntas.

Ya en estos momentos un repique general, sacaba de su casa a todo vecino, y reinaba en las calles la más grande animación.

Los vítores al general Vivanco, las mutuas felicitaciones de los correligio- narios, las bromas picantes a los castillistas, que no se daban cuenta de todo aquello; las noticias cada vez más detalladas, corregidas y aumentadas, pero siempre favorables a la causa vivanquista, todo fomentaba una alegría que ya rayaba en frenesí.

No tardaron los vasos de vino en manifestar con más alta elocuencia, el entusiasmo de los cabecillas, quienes brindaron por la libertad y el Prefecto. El pueblo no podía quedarse atrás, y bien pronto las picanterías16 apenas podían contener la multitud de paisanos, que, con el vaso en la mano del... néctar

precioso, color de oro, brindaban por el general Vivanco. El feliz ordenanza que había tenido la suerte de traer la noticia de la victoria,

fue conducido, sin gran resistencia de su parte, a la “Picantería de la Regene- ración”, donde le fueron servidos gratis, exquisitos picantes, y enormes vasos de cristal con las armas de la República, rebosantes de espléndida chicha17.

Pedro parecía contar treinta años de edad; su vulgar fisonomía nada tenía de particular; era limeño, y por consiguiente, en ocasiones, bastante decidor. Durante la merienda, no dejó un instante de ponderar las heroicidades en aquella atroz batalla y el importante papel que había desempeñado. Como todos querían tomar con Pedro, y él no se hacía de rogar, bien pronto el contenido de los vasos subió en vapores a su cabeza. —¿Y el mayor Iriarte, cómo se portó? —preguntó uno de los paisanos. 15 Propio: Mensajero. 16 Picantería: Lugar donde se sirven y venden picantes y chicha. En los siglos pasados la

picantería era en Arequipa una verdadera institución. Las revueltas y revoluciones se cocinaban y se

hervían en su interior. 17 Chicha. "Bebida esencialmente peruana desde el tiempo de los incas en que se empleaba

hasta para las libaciones sagradas. La más afamada de las chichas, es la de Huarmey, y el pueblo

más idólatra de ella, Arequipa, donde la chicha tiene tantos templos cuantas chicherías hay. La

chicha de Arequipa es más amarga, tónica y clásica que la de Lima, y diré también que más

cotidiana, pues allí se bebe como agua y a todo pasto", escribía Juan de Arona en su Diccionario de

peruanismo, en 1883. Agrega este elogio a la chicha:

Viva la chicha que ensancha Los ánimos opacados,

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Y viva la chomba ancha Y viva también la cancha Que es pan comido a puñados.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Así!... bien; aunque es cierto que mi Mayor no es adecuado para esta clase de batallas...

—¿Sirve Ud. con él mucho tiempo? —interrogó otro. —¡Bastante! además nos hemos criado juntos. Un paisano que hasta entonces había permanecido algo alejado, se aproxi-

mó y pareció escuchar con atención. —De modo —dijo otro— ¡que Ud. le querrá mucho! —¡Sí, por cierto!, a todas partes le he acompañado y he corrido los peligros de

sus aventuras. —¡Compañeros! —dijo un paisano que se acercó con un vaso de chicha en la

mano—. Un brindis por Arequipa, por su completo triunfo. —¡Viva Arequipa! —respondieron todos.

La chicha hacía sus efectos. Por todas partes se veían grupos tratando de asuntos diferentes. Aquí se brindaba, allí se formaban planes de combate; más allá se comen-

taba la política de Castilla, en otro sitio se templaba una guitarra; quiénes cuestionaban acaloradamente sobre lo que debería hacerse para echar abajo al Congreso; quiénes se abrazaban llamándose hermanos y ofreciendo no abandonarse en los próximos peligros; unos jugaban briscán, otros componían la garganta para cantar; se pedía la canción del “Belisario”, que principia: A los

campos de la gloria; se quería el Himno Nacional. Al oír la proposición del brindis por Arequipa, los más se aproximaron al

sitio de donde había partido. —Bueno —dijo Pedro—, yo también quiero brindar; pero no con chicha,

con blanco. Al momento se proporcionó un botella de aguardiente. Se sirvió casi

la mitad de un vaso de agua, y de un solo trago se lo tomó en honor de Arequipa.

A este tiempo un paisano se acercó al que tanta atención había prestado a Pedro, cuando habló de su Mayor y Pedro le dijo:

—Ven Luis, allí te esperan para que lleves la primera voz. Luis de un salto se colocó en el sitio señalado. Poco después un coro de paisanos dejó oír el Himno Nacional. Todos se pusieron de pie repitiéndolo en seguida, con esa entonación

privilegiada de los hijos de Arequipa, subidos algunos en las bancas o en las patillas.

Después, la hermosa voz de Luis cantó la primera estrofa, con tanta exac- titud y entusiasmo, que arrancó estrepitosos aplausos, y el coro se repitió con doble ardor, terminando con:

—¡Viva el Perú! ¡Viva Arequipa! ¡Viva el general Vivanco!

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L

Primera Parte / 46 capítulos

Estos vítores fueron repetidos en medio de aplausos, golpes en las bancas, choques de vasos y sombreros arrojados al aire.

Pedro estaba sobre una mesa; pero apenas podía tenerse de pie. Con la gorra en una mano y el vaso con el último resto de la botella de

aguardiente en la otra, en vano había intentado cantar; el exceso de licor lo había enronquecido.

—Por ese joven —dijo—, por ese joven que ha cantado. Tomemos, are- quipeños, un poquito de... de lo que quieran.

—Sí, sí —repitieron los demás palmoteando y haciendo sonar las bancas—, tomemos por Luisito.

Este, algo acobardado trató de sustraerse a aquella ovación; pero muy pronto se vio situado por los paisanos que enarbolaban enormes vasos de chicha.

Luis aceptó uno, y dijo: —Yo, señores, tomo por todos mis amigos y paisanos. —¡Bravo, bravo, hurraaa! Todos apuraron los vasos. Poco después la picantería quedaba desierta; porque los alegres comensales la

abandonaron, para ir a caza de nuevas noticias.

Capítulo 20

Donde Luis se queda a oscuras

a picantera, dueña del establecimiento, principió a recoger los vasos y a poner en orden todas las cosas, pues aquello había quedado como un campo de batalla.

Al enderezar una mesa, notó que Pedro dormía profundamente sobre una banca.

No hizo caso. Harto acostumbrada estaba a cuadros semejantes. Concluyó el arreglo y se retiró a la cocina.

Media hora después entró Luis, miró por todas partes, cual si buscara algo, y distinguiendo a Pedro hizo un expresivo gesto.

—¡Válgame Dios! —murmuró—. A este prójimo se le ha subido toda la botella de aguardiente a la cabeza. ¡Qué barbaridad! Y ahora ¿cómo desem- peño la comisión que me ha dado Jorge? Veamos si es posible despertarle.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Luis se adelantó, y cogiendo al ordenanza por un brazo, le sacudió lla- mándole.

—¡Don Pedro! ¡Don Pedro! El ordenanza no interrumpió por eso su pesado sueño. —¡Caramba! Este hombre es una piedra; creo que pierdo el tiempo si

persisto en despertarle —dijo el joven soltando el brazo de Pedro. Reflexionó algunos momentos, diciéndose:

—Pero si no aprovecho de esta oportunidad para adquirir noticias más amplias de ese Iriarte, Jorge va a reñir conmigo. ¡Divertido estoy! Si yo preveo todo esto, me hubiera puesto a la boca el candado de San Ramón, en vez de transmitir a mi buen amigo cuanto casualmente voy notando o descubrien- do. Porque maldito lo que me importa Iriarte ni su matrimonio, ni a Jorge tampoco; pero ya se ve, la señorita Isabel que es tan buena, que es tan santa, está por en medio y bien vale la pena de molestarse algo por ella; Cecilia me lo agradecerá también.

Ante esta última razón, la más poderosa por cierto, Luis cobró nuevo ánimo, y sacudiendo con doble fuerza al soldado, volvió a gritar: —¡Don Pedro! ¡Don Pedro!

Este contestó con un ronquido. —Muy bien —dijo Luis con resignado acento—. Se halla en estado de

informarme de cuanto quiera... No señor, otro día haré ver a Cecilia que me intereso por nuestra protectora la señorita Isabel; en cuanto a Jorge, con no darle cara en dos días evito sus recriminaciones. Pero ahora se me ocurre preguntar: ¿Por qué se interesará tanto mi amigo por esa señorita? ¿Qué le va, ni le viene de que se case o enviude o que se quede soltera? ... ¡Ah!... ¡Oh!... Lo que falta es que se haya enamorado de ella. ¡Entonces sí que nos divertiremos!

Y Luis girando sobre el taco de uno de sus zapatos dio una media vuelta maestra, al término de la cual se encontró en frente de la picantera que entraba.

—¿Qué hace Ud. aquí, don Luis? —Ya lo ve Ud., doña Peta; tratando de despertar al propio. —Lo necesitarán en la Prefectura. —Sí... ciertamente; el señor Prefecto me envía por él. —¿Precisará? —Así lo creo. —Pues hay que despertarle. —Lo he intentado inútilmente. —¡Pero si el tal se ha ajustado una mona!... ¡Tomarse una botella de

aguardiente sobre la chicha! ¡Capaz de pasarse! Vamos despertándole.

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Primera Parte / 46 capítulos

La picantera introdujo un vaso en una tinaja y sacó agua. —¿Qué va Ud. a hacer, doña Peta? —A rociarle la cara —¿Y si le hace daño? —No le tema Ud. ¡Cuántas veces se habría caído borracho en las

acequias! Peta echó agua en el hueco de su mano y comenzó a rociar la cara del

ordenanza. Al mismo tiempo Luis le gritaba sacudiéndole: —¡Don Pedro, don Pedro, despierte Ud...! Bajo la impresión del agua fría, el soldado se estremeció, y haciendo un

esfuerzo por levantarse, apenas pudo balbucear: —Voy... Cabo de guardia —y se dejó caer de nuevo. La picantera soltó una carcajada capaz de oírse en Yumina. Luis se rió

también, y moviendo la cabeza dijo: —¡Dios me libre de ponerme en semejante estado! —¡Don Pedro! —volvió a gritar Peta sacudiéndole con fuerza extraordi-

naria— levántese Ud., que han venido a buscarle de la Prefectura. —¡Ah!.. mi Mayor.. espérese... voy... ahora... mismo...

Una segunda alegre risotada de Peta le interrumpió, contribuyendo no poco a sacarle de la somnolencia que le dominaba.

En este momento llamaron a Peta de la cocina y tuvo que marcharse, diciendo a Luis:

—Ya está casi despierto, sacúdale Ud. fuerte; pero si vuelve a dormir, ya sabe Ud. el remedio.

Y señalando el vaso con agua que dejaba sobre la mesa, salió. —Esto es más de fuerza que de gana —se dijo Luis—. En fin, ¡qué vamos a

hacer! Una vez sobre el burro... Y sin pérdida de tiempo, levantó en sus brazos al ordenanza, obligándole a

sentarse, y diciendo: —Despierte Ud. pronto don Pedro, que ya es tarde y le echarán de menos en

la Prefectura. —¿Quién es Ud.? —preguntó el propio restregándose los ojos y mirando a

Luis sin acertar a reconocerle. —¡Cómo! ¿Tan pronto ha olvidado Ud, a su amigo, al que cantó el Himno

Nacional? —¿Usted?... ¿Cuándo? —Hace poco rato. ¿No recuerda Ud. que hizo tomar un vaso por mí? —¿Tomé yo por Ud.?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Sí, amigo, delante de una porción de gente que celebraba el triunfo del general Vivanco.

—Sí. Ya me voy acordando; ¿y los amigos?... —dijo Pedro tratando de coordinar sus ideas y tendiendo una mirada vaga por su alrededor. —Se han ido en busca de noticias; sólo yo he quedado acompañando a Ud. —Es Ud. un buen amigo —dijo Pedro echando los brazos al cuello de Luis, que no pudo evitar un movimiento de repulsión a causa del olor aguardentoso que exhalaba el aliento del borracho; pero dominándose, dijo: —Con mucho gusto, amigo —y haciendo un esfuerzo se desprendió de él. —¿Cómo se llama Ud.? —preguntó Pedro.

—Luis, un servidor suyo. —Bueno. Hágame el favor de pedir una copa... de aguardiente. —Todo se ha concluido. —Entonces... un vaso... de chicha. —También se ha acabado. —Hágame el favor de comprar una botella. Quiero tomar por Ud. —Otro día tendré ese gusto; ahora no hay quien venda. Y añadió en voz baja: —Así te fuera si sobre la que tienes agregaras otra botella. Pedro persistiendo en su idea, con esa tenacidad del beodo, buscó dinero en

sus bolsillos, pero o no lo tenía o no acertaba a encontrarlo. —Si mi Mayor viniera, tendría plata que gastar —dijo suspirando. —El Mayor debe ser muy generoso —dijo Luis.

—Nadie le gana —repuso Pedro haciendo por pararse y alzando la mano a la altura de la cabeza—: ¡Ni el Presidente!

Y de nuevo cayó sentado pesadamente sobre la banca. —Qué buen jefe tiene Ud. —añadió Luis, que, como muchacho listo,

comprendía la necesidad de llevar la cuerda a los mareados, como vulgarmente se dice, para captarse su confianza.

—Vea Ud. señor don... don... ¿Cómo se llama Ud? —Luis. —Señor don Luis, el Mayor es el primer caballero. —Ud. le conocerá mucho tiempo. —Desde chiquito, me crié con él. —Será muy rico. —¿Rico? Antes. Ha botado mucha plata. —¿De modo que está pobre? —Sin un real; pero no le faltan pesos en el bolsillo; es muy generoso. —¡Cómo le hicieran General! —Entonces me daría a mandar un cuerpo, y a Ud. lo hacía Capitán.

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Primera Parte / 46 capítulos

Luis se sonrió disimuladamente, y repuso: —Ya lo creo, como es tan generoso... —A mí me debe servicio —dijo Pedro con orgullo—. Yo sé todas sus cosas.

Soy su brazo derecho. —¿Tiene familia? —Sí, el general Iriarte y Hurtado, su padre, un pobre viejo que aborrece a

mi Mayor. —¡Es raro! —Dicen que es calavera, que es... botarate. —Pero creo que ahora se va a casar —dijo mirando fijamente a Pedro. —¿Mi Mayor? —Sí —No creo, no creo —repuso el ordenanza moviendo la cabeza. —¿Por qué? Es joven, buen mozo. —Oiga Ud. don Luis, yo tengo con Ud. mucha confianza. —Gracias, amigo, gracias. —Le voy a decir un secreto —añadió Pedro tomando la mano del joven—,

pero que nadie lo sepa. —Pierda Ud. cuidado, nadie lo sabrá. —Hágame el servicio de darme algo de tomar —Luis vaciló. Negarle u ofrecerle agua era perder la confianza del soldado; darle licor,

hacerle un grave daño. Pensó que la chicha, era después del agua la bebida más inocente. Se levantó, entró a la cocina, pidió un vaso y volvió con él en la mano.

Pedro lo bebió con avidez. —Parece agua tibia —dijo— Si fuera Ud. a Lima... —¿Y el secreto? —preguntó Luis. —¡Ah! Es largo para contarlo. —No importa, le oiré a Ud. con el mejor gusto; basta que sean asuntos del

bueno, del generoso Mayor Iriarte. —¡Venga esa mano! Luis se la tendió. —Ahora ya sé que quiere Ud. a mi Mayor. —Después del general Vivanco, deseo que le proclamen Presidente de la

República. —¡Viva mi Mayor! —dijo Pedro, intentando pararse. —¡Qué viva! —repuso Luis— sosteniendo el vacilante cuerpo de su amigo

que tornó a sentarse. —Le diré el secreto a Ud.; después a nadie. —¡Oh! A nadie, a nadie.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Así me gusta, guardar un secreto... —Principie Ud. de una vez —dijo Luis impaciente. —¿En qué nos quedamos? —Decía Ud. que no creía que el Mayor se casase. —Y es la verdad. Esas funciones solo una vez se hacen. Luis escuchaba con el mayor interés, con la más viva curiosidad. —¿Es decir que el Mayor es ya viudo? Pedro soltó una carcajada estúpida. —¿Pero, en fin? —preguntó Luis. —El Mayor no es viudo —dijo Pedro—, pero se casó hace dos años. ¿No lo

leyó Ud. en los periódicos? Luis principiaba a aturdirse. —No le comprendo —dijo— explíqueme Ud. eso más claro. —Yo le enseñaré “El Comercio” del día siguiente al matrimonio de mi

Mayor. Habló de la novia, de... —Hola señor propio —dijo un soldado que apareció en la puerta— Ud. aquí

emborrachándose y yo buscándole por todas partes, de orden de la In- tendencia. No se escapa Ud. de un buen arresto, se lo aseguro.

Luis tuvo tentación de enviar a la cabeza del soldado el vaso que estaba sobre la mesa.

¡Interrumpir una conversación de aquella magnitud! Por fuerza tuvo que conformarse, consolándose con la idea de hallar otra

ocasión para arrancar a Pedro la revelación del gran secreto, y tratando por de pronto de captarse su amistad, se apresuró a disculpar su falta.

—Le han traído a la fuerza los paisanos —dijo— después se quedó dormido, acaba de despertar y ya se disponía a irse cuando Ud. ha entrado. —Mi amigo Luis te dice la verdad, yo no tengo la culpa de... —Bueno, bueno, todo eso le dirá Ud. al señor Intendente. Ea, en marcha. —Ya estoy andando —dijo Pedro que se había puesto de pie y caminaba haciendo zetas.

El soldado le tomó del brazo y se lo llevó casi arrastrando. Luis también cogió su sombrero y salió en dirección opuesta.

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N

Primera Parte / 46 capítulos

Capítulo 21

Sobre el puente

o había caminado Luis dos cuadras, cuando tropezó con Jorge, que se paseaba como si le aguardase. —¿Ya estabas por acá? —preguntó Luis.

—Hace algún tiempo que te esperaba. —¿Dónde nos vamos? Porque aquí no es posible hablar. —Tengo que irme a la Otra Banda18, si quieres podemos sentarnos en el

puente algunos momentos. —Muy buena idea. Los dos jóvenes tomaron esta dirección. Durante el largo trayecto solo hablaron de la noticia política del día. Una vez en el sitio indicado, tomaron asiento en un banco de sillar y Jorge

dijo: —Habla, Luis, que estoy impaciente por saber noticias de Iriarte. —Tengo que darte una tan gorda, que por poco no me ha aplastado al caer

sobre mí. —Veamos. —El simpático Iriarte, el novio de la señorita Isabel de Latorre, es casado.

Jorge se quedó mirando a su amigo, como si dudase de lo que oía. —Como lo oyes —agregó Luis, haciendo un cómico ademán de afirmación con la cabeza.

—¿Es posible?... —A Pedro me remito. —Pero, ¿qué te ha dicho? —Que hace dos años que su Mayor se casó en Lima, que todos los perió-

dicos lo publicaron, que especialmente “El Comercio”, en su número del día siguiente al del matrimonio, habló de este con minuciosidad, de la novia, etc.

—Pero eso no se opone a que su esposa haya muerto después. —Pedro se rió cuando le hice esa observación, y me repitió mil veces que el

mayor Iriarte no había enviudado. —Entonces ese hombre es más infame de lo que creía y se burla de la

señorita Isabel. Luis se encogió de hombros. —¿Con qué fin hace creer que la pretende para su esposa? —preguntó

Jorge. —Como ya te he dicho otras veces —dijo Luis—, Cecilia me cuenta que

18 Otra Banda. Se llamaba así a la parte de la ciudad que está al otro lado del río.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

la señorita se aflige mucho; porque Iriarte la obliga a guardar secreto respecto al compromiso que tienen, siendo así que su padre y su tía, lejos de oponerse a ese matrimonio, lo desean.

—Eso hace sospechar que no son muy rectas las intenciones del Mayor. —Debe tener algún mal designio. —Así parece. —Es necesario desenmascararle. —¿Cómo? —Haciendo saber a la señorita la verdad. —¿Y las pruebas? —Pedro puede darlas. —¿Pedro? Solo por estar mareado ha podido vender a su Mayor, a quien

adora. —Bien, yo las buscaré. —No nos conviene mezclarnos en asunto tan delicado —dijo Luis—.

Si fuéramos unos grandes señores, nos sentaría perfectamente prestar tan importante servicio a la familia de Latorre, que, por lo menos, quedaría eter- namente agradecida; pero siendo como somos, obscuros hijos del pueblo, se consideraría como la mayor insolencia nuestro comedimiento.

—Tienes razón —dijo Jorge—, nuestra acusación a un caballero no me- recería fe.

—Y sí una soberbia paliza —repuso Luis, riéndose con su natural aturdi- miento.

—Si pudiéramos presentar los periódicos que hablaron del asunto. Al menos el número de “El Comercio”, a que Pedro se refiere, ya sería distinto. —Sí; porque empaquetaditos se los pondríamos por debajo de la puerta; pero ¡échatelos a buscar!

Jorge se puso pensativo. Luis le miraba, mientras una significativa sonrisa asomaba a sus labios.

Por último, soltó una carcajada que hizo levantar la cabeza a Jorge, con sorpresa.

—Veo, querido Jorge, que a tu tío le sobra razón —dijo Luis. —¿En qué? —¡Toma! En alarmarse con tus meditaciones. —¿Qué dices? —Que tu tívclaro. —No te comprendo. —No te es conveniente. —¿Quieres hacerme el servicio de explicarte? —Si me prometes que no te enojarás...

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Primera Parte / 46 capítulos

—Te lo prometo. —Pues al oído te lo diré —¿Tan grave es? —¡Tanto! —dijo Luis mirando a todas partes. —Al grano. —Sabrás que tu tío sospecha y que yo estoy seguro. — ¡Acaba! —De que... Luis se aproximó al oído de su amigo y le dijo: —Estás enamorado... de la señorita Isabel. Jorge sonrió desdeñosamente. —¿Porque tomo interés por ella lo creen? —preguntó. —Pero hombre —repuso Luis en voz natural— es la primera vez en mi vida

que te veo preocupado por una mujer. Nunca te he oído dirigir galanterías a nadie, siempre estás huyendo de las diversiones y aunque algunas muchachas se mueren por ti, tú les pagas con la más fría indiferencia. Yo siempre me he dicho: o Jorge aborrece a las mujeres, o busca para desposarse manecitas tan finas como las que suelen pintar, y si tal capricho tiene, se quedará en la Luna de Paita19.

—¿Y has imaginado que yo me atreviese a alzar los ojos hasta la hija del señor de Latorre?

—Como sé que tu corazón es igual al de los caballeros, y que el corazón se atreve a todo...

Jorge sonrió con expresión indefinible y guardó silencio. —¿Ves que acerté? —dijo Luis batiendo palmas. —No, amigo mío, estás muy engañado —repuso Jorge con entereza—.

Muy bien has dicho que el corazón es igual en todos y que a todo se atreve. ¡Ay! es una gran verdad, por desgracia; mas, puedo asegurarte, que respecto a la señorita Isabel, abrigo un cariño de género muy diferente al que me has supuesto. ¿Acaso no son varios los afectos que ligan las almas? ¿La amistad, por sí sola, no es un vínculo estrecho, sagrado y fuerte? Pues bien, yo por Isabel siento un afecto superior al del amigo: si fuera su igual en posición y cuna, diría que la amo como un hermano; reconociendo mi inferioridad afirmo que la quiero como un hijo del pueblo puede querer a una persona que, lejos de verter una gota más de la hiel de los desprecios, fue bastante angelical para

19 Luna de Paita. Expresión que se usa en el Perú para referirse a la distracción o embeleso de

una persona como que está en la Luna de Paita. Es muy antigua la expresión, ya que está

atestigua- da desde 1627 en el “Vocabulario de refranes” de Gonzalo de Correa: “La luna de Paita. Por: luna mui hermosa i klara. Es rrefrán de las Indias, i la de Paita es tenida por famosa, porke da

en unos arenales ke la hazen más klara.”

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Jorge, El Hijo del Pueblo

comprenderle, bastante generosa para derramar una gota de bálsamo en las heridas abiertas en su corazón por la sociedad.

—Pero, ¿qué ha hecho por ti? —preguntó Luis. —¿Qué ha hecho? Nada, y mucho, muchísimo: ha dejado de herirme. ¡Ah!

Tú que eres tan sencillo, y que rara vez penetras en aquellos elevados círculos, tal vez no puedas apreciar lo que valen esas pequeñeces, esos mil detalles de la vida social, donde la expresión, el gesto, la mirada, el acento, el ademán, anulan la significación de las palabras que se pronuncian, y son otras tantas gotas de hiel o de acíbar destiladas sobre el corazón. Demás creo asegurarte que allí sólo he recibido hiel, no por gotas, sino a mares; pues bien, Isabel ha sido la única persona de esa alta sociedad, que se ha complacido en derramar raudales de dulzura en mi amargado espíritu.

—¡Ya te voy comprendiendo! —dijo Luis con formalidad. —Nunca lo olvidaré —continuó Jorge, como hablando consigo mismo—.

Los quince días que pasé en casa de Latorre, fueron de tortura para mí; pero, como los ángeles que descendían a derramar bálsamo en las heridas de las mártires, se presentaba Isabel trayendo en sus palabras y en su sonrisa el leni- tivo, la compensación de lo que sufría. Yo sabré probarle que no se engañaba al juzgarme cual soy, que el pintor le vive agradecido.

—Yo también tengo motivos de gratitud para la señorita; ella ha prometido a Cecilia hacer nuestra felicidad.

—Nuestro deber es salvarla de los peligros que indudablemente la ame- nazan; ese Iriarte medita algo siniestro —dijo Jorge.

—No sé cómo pueda suceder eso, siendo tan amigo de la casa. —Eres muy sencillo, amigo mío; la sociedad es muy hipócrita, la aparien-

cia encubre todo; además, un hombre como Iriarte no respeta la amistad, ni agradece la adulación de la que está harto.

—Ahora que me acuerdo —dijo Luis dándose una palmada en la frente—: hace tiempo que Cecilia me refirió un incidente, que tuvo lugar en casa de Latorre, con Iriarte. Cabalmente, la noche aquella del baile de despedida obsequiado al general Vivanco, ¿Recuerdas?

—Sí —repuso Jorge, prestando la mayor atención. —Pues bien, esa noche, no sé qué desmán cometió Iriarte, que doña

Enriqueta, con ese orgullo que conoces, le hizo un desaire público terrible; la señorita casi se muere, y creo que el general Vivanco arregló la cuestión y todo quedó en nada.

—Sin embargo, puede guardar rencor el militar. —¡Quién sabe! Porque esa noche se hablaba solito de cólera; y hubo una

circunstancia. —Dila.

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Primera Parte / 46 capítulos

—Como yo desde entonces pretendía a Cecilia y ella me atendía, aprove- chando algunos momentos oportunos nos hablábamos en la puerta de calle. En la última vez, no advertimos que el baile había terminado y que salían los invitados; yo me corrí hasta la esquina y Cecilia se ocultó tras de la puerta, según me contó después, y dice que de los últimos salió Iriarte, el cual se paró en el dintel, se limpió el sudor con un pañuelo, y volviendo la cara hacia el interior de la casa, apretando los puños dijo, más o menos: ¡En público me vengaré!

—¡Eso es! —dijo Jorge— ¡Allá va! —Pero con todas las satisfacciones que le dieron quedó más amigo que

antes —continuó Luis. —No, esas son apariencias —repuso Jorge—. Si sabemos agradecer, si

queremos servir en algo importante a la señorita Isabel, no debemos perder de vista a Iriarte.

—¡Voy creyendo que tienes razón! —Principia por referir a Cecilia lo que el ordenanza te ha dicho; así puede

llegar a oídos de la señorita Isabel sin que aparezca como acusación. —Pero la señorita está en Carmen Alto.

—No importa, quizá alguna vez hagan ir a Cecilia. —Descuida, haré cuanto esté de mi parte porque llegue a oídos de la

señorita Isabel lo que de su novio se sabe. —La amistad y confianza de Pedro nos es necesaria. —Me encargo de eso. —Perfectamente. —Propongo una cosa. —¿Cuál? —Que nunca hablemos de este asunto en presencia de tu tío José. —No creo que sea preciso; pero dime: ¿Es cierto lo que me has dicho? —¿De lo que cree tu tío? —Sí. —Pues, tan cierto como que estamos sobre el puente. —Pero, ¿de dónde se le ha venido a la imaginación tan original ocurrencia? —En cierto modo, tengo yo la culpa. —Veamos. —Tu tío había notado tu preocupación en días pasados, y como sabe que

entre tú y yo no hay secretos, me preguntó la causa. Yo, simplemente le referí algo de la verdad.

—Es decir, con mezcla de tus malicias —dijo Jorge. —Vamos, no me riñas. —Adelante.

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A

Jorge, El Hijo del Pueblo

—Tu tío se puso serio; habló después entre dientes, algo que no pude comprender, luego me dijo: Creo que Jorge ha perdido el juicio. Jorge sonrió con amargura, y murmuró:

—Eso solo sucede una vez. —¿Qué dices? —Que continúes. —Tu tío agregó: quiera Dios que mi sobrino jamás vuelva a pisar esa

maldita casa. —Mi tío odia a la familia Latorre; ignoro la causa; recuerdo que se opuso

tenazmente a que pintase la habitación de la señorita Isabel; pero en esos días me encontré tan escaso de recursos, que celebré el contrato sin su conoci- miento, lo que me valió una fuerte reprensión de su parte.

—Si no hubieras ido a casa de Latorre, no nos encontraríamos empeñados en un asunto tan extraño a nosotros.

—Es verdad —repuso Jorge—; mas la Divina Providencia que todo lo dispone, lo ha querido así; dejémonos conducir por ella. Instantes después, los dos jóvenes se despedían, partiendo en direcciones opuestas; mientras el Chili continuaba murmurando y la luz muriendo.

Capítulo 22

Tal para cual

l siguiente día de los sucesos narrados en los capítulos anterio- res, amanecieron en sus respectivos cuarteles las tropas vence- doras.

El ejército proclamaba su triunfo, el pueblo se regocijaba; pero, ¡cosa rara! el general San Román ocupaba el campo abandonado la víspera por el Jefe Supremo, y con justicia celebraba también su victoria.

¿Cuál de los beligerantes era el vencedor? Esto era un problema. Los vivanquistas no podían dar mayores pruebas de su triunfo; se habían

batido; los detalles del combate, los heridos y prisioneros, el gozo general, todo proclamaba que habían vencido.

Los castillistas hacían resonar el toque de sus dianas sobre el mismo campo de batalla que tranquilamente ocupaban.

Y esto era tan positivo, como que de los altos de la ciudad se les veía, mediante el auxilio de un anteojo largavista.

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Primera Parte / 46 capítulos

Y sin embargo, la verdad era que ninguno de los beligerantes había vencido.

Antes hemos apuntado ligeramente los acontecimientos de aquella jornada; nos resta decir, que tan luego como San Román supo la retirada de Vivanco, reuniendo sus diseminadas tropas, se dio prisa a ocupar las posesiones de su enemigo, atribuyéndose un triunfo que no había obtenido.

Dejemos al historiador los comentarios, y vamos a encontrar al mayor Iriarte, que bastante preocupado se paseaba a lo largo de su habitación, de la calle de la Prefectura.

Negros pensamientos deberían cruzar por su frente contraída a intervalos. De su meditación le sacó la repentina aparición de un joven, que sin ceremonia entró diciendo:

—Buenas tardes; ¡uf! y qué calor; permite que me tome la franqueza de arrojarme en este sillón.

Y sin más, arrojó el sombrero que rodó por la mesa y se recostó en una silla mecedora que había al paso.

—¡Hola Calavera! ¿Qué es de tu vida? —dijo Iriarte interrumpiendo su paseo.

—Lleno de ocupaciones, hijo; figúrate que estoy en pos del corazón de una linda chica que me desdeña.

—Vamos, eso no puede robar tanto tiempo a un desocupado como tú. —Ya, ya; mas preciso es que sepas que mi padre me niega día a día los

recursos pecuniarios, y que siendo estos el primer elemento para toda clase de empresas necesito buscarlos.

—¿Tú? —¿Y quién entonces? —¿No sabes trabajar? —Ni tú tampoco; pero ambos jugamos. —Es mi pasión única el juego. —Como que siempre te es propicia la suerte; a mí me ha vuelto la espalda y

estoy casi arruinado. —Anoche —continuó el joven, sacando un cigarro y torciéndolo—, he

perdido los últimos cincuenta pesos que tenía; hoy no valgo un cuartillo; si fuera inglés ya me habría ahorcado, aun cuando fuese con el pañuelo que robé a Sofía el domingo; esto habría sido trágico y un tanto comprometido para la chica; pero teniendo amigos como tú no se resuelve tan fácilmente uno a dar gratis al público espectáculos de ese género.

Iriarte no pudo disimular la mala impresión que le produjo esta salida e hizo un gesto de disgusto.

Su amigo continuó impasible saboreando su cigarro.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Confiado en la generosidad de tu corazón —añadió con acento petulante he venido a solicitar de ti dos pequeños servicios.

—Veamos. —El primero, que me prestes cien pesos. Iriarte no desplegó los labios. —El segundo, que me consigas un empleo, en el cuerpo de edecanes, por

ejemplo, o en el de ayudantes de la Prefectura, o en el Estado Mayor, o en cualquier parte donde no haya que hacer gran cosa y sea regular el sueldo; tú conoces mis aptitudes y estoy seguro que sabrás elegir.

—Pero me pides dos cosas imposibles, querido Luciano. —¿Imposibles? No lo digas amado Alfredo —repuso este mirando a Iriarte de

un modo significativo—. Tengo la seguridad —añadió— que no me dejarás ir sin los cien pesos que te he pedido.

Iriarte se mordió los labios con disimulo. Después de una pausa, dijo: —Me pones en un gran apuro; nunca como ahora tengo necesidad de

dinero. —Lo creo, ¡como estás de novio!... y a propósito, hace tiempo que he

deseado preguntarte qué acontecimiento desagradable tuvo lugar entre ti y doña Enriqueta; anoche oí decir que ella ¡te dio de bofetadas en pleno salón! cosa que no creo.

Iriarte se puso pálido de cólera, apretó los puños y dirigiéndose brusca- mente hacia Luciano

—¿Qué dices?—preguntó. —Calma, calma, hijo; ya sabes que yo no lo creo, y añadiré que sin saber

nada protesté de semejante versión; pero ¿qué quieres? Así es el mundo; si oyeras los comentarios que de tu futuro matrimonio se hacen en los hoteles, en los salones y hasta en las barberías .. ¡Oh! Eso es largo de contarse.

—¿Qué se dice? —No te inquietes —repuso Luciano con tranquilizadora sonrisa—, lo

único que se dice es, que no te casas con la hija de Latorre; sino con sus cien mil pesos, que por apoderarte de ellos has pasado por todas las humillaciones posibles y has cometido toda clase de bajezas. Unos dicen que don Guillermo te sacó a palos del salón de baile, otros que fue doña Enriqueta la que hirió tu rostro; quién asegura que te escupieron a la cara. En fin, todo se dice, menos lo de Lima.

Los ojos de Iriarte chispearon de ira; habría querido saltar sobre Luciano y estrangularle; pero indudablemente algo le contenía, como la jaula a la fiera. —Yo en tu lugar desistiría de ese empeño —continuó con naturalidad Luciano.

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Primera Parte / 46 capítulos

Alfredo sin responder tomó una taleguita del cajón de la mesa y la entregó a su amigo, diciendo:

—Cuenta si hay los cien pesos. —No me tomaré esa molestia; gracias mil —agregó— no desmientes

jamás tu proverbial generosidad; ahora solo resta que me consigas el empleo de que te hablé.

—Haré lo posible. —Confío en ti. Me marcho; porque como dicen los yanquis el tiempo es

oro. Ah; olvidaba decirte que como siempre estoy a tus órdenes; si alguna vez necesitas de mí mándame buscar y al punto me tendrás dispuesto a secundar tus planes, como en Lima.

—Gracias; pero te prevengo una cosa: si alguna vez llegara a descubrirse lo

de Lima, te cabría una pena mayor que la mía. —Así lo he sabido por un abogado a quién disimuladamente le pregunté;

pero todo eso es un comino al lado de la falsificación de la firma del general Vivanco ordenando el asesinato del viejo Castilla.

Iriarte se estremeció. —Por eso es que guardo ese documento bajo siete llaves. —Valdría más que te deshicieras de él; podría perjudicarte. —No temas; no soy tan necio que no haya tomado mis medidas para que

no me dañe. Adiós, querido Alfredo, hasta otra vista —agregó saliendo sin darle la mano.

Iriarte permaneció de pie algunos momentos. —Miserable —murmuró— se ha hallado en ese malhadado documento

una mina que le da plata cuantas veces quiere; yo sabré arrancárselo; ahora solo anhelo vengarme de esa familia aborrecida; quiero que la sociedad entera la escupa a la cara y sepa que mi verdadero papel en esa casa era muy diverso de lo que se figuraba; quiero que esa mujer soberbia y vana vea sus decan- tados pergaminos enlodados por la deshonra, y a toda su familia cubierta de infamia y de sangre.

Iriarte arrastró una silla junto a la mesa y se sentó. Algunos minutos después apareció en sus cárdenos labios una sonrisa

infernal, y de su boca se escaparon estas frases: —Vivanco no será quien perdone la traición; vida y fortuna caerán ante el

terrible dictador; la sociedad no perdonará lo indigno y sucio de los medios; sobre la frente de Isabel caerán lodo y sangre. ¿Qué importa su infamia si es necesaria para manchar a su ilustre familia?

La ocasión es propicia. Meditemos.

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U

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 23

Una conspiracion infame

n cuarto de hora transcurriría, cuando una voz dijo desde la puerta: —¡Señor!

—Entra Pedro, has llegado a buen tiempo, te necesitaba. —Ya sabe mi Mayor que le pertenezco en cuerpo y alma. —¿Qué has hecho desde ayer? —Nada; porque me arrestaron, mi Mayor. —De modo que no has visto a doña Andrea. Pedro bajó la cabeza. —Bien, desde hoy vas a andar como un reloj, de lo contrario... —Mande, mi Mayor. Iriarte dio algunos paseos y después de un rato de silencio preguntó: —¿Sabes si permanecen aquí Lorenzo “El Negro”, y su compañero Brau -

lio? —Sí, mi Mayor, justamente al venir ahora del cuartel encontré a Braulio, el

cual me hizo recuerdo de la prevención que les hicimos antes de ir al Norte, sobre cierto servicio que debían prestar a nuestro regreso.

—Bien, el momento ha llegado. Siéntate, es preciso que hablemos; pero en mucha reserva.

Pedro tomó asiento junto la puerta. —Acércate, no conviene que nadie se aperciba de lo que vamos a hablar. Pedro avanzó dos silletas más. Iriarte entornó un poco la puerta, se sentó frente a su ordenanza, bajando la

voz dijo con resolución: —Vamos a conspirar. Pedro miró a Iriarte como quien no comprende lo que le dicen. —Vamos a conspirar contra el ídolo del pueblo, contra Vivanco —continuó

el oficial. —En esta vez nos fusilan —repuso el ordenanza, verdaderamente asus-

tado. —Muy lejos de eso, nos darán un ascenso y muchos pesos. —Pero, ¿y si nos descubren? —Vamos, dejémonos de miedos tontos. —Diga mi Mayor, y le obedeceré ciegamente. —Voy a hablar claro, necesito que la familia Latorre conspire, traicione, y

como no lo hace, voy a encargarme de hacerlo en su nombre, para eso cuento 118

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Primera Parte / 46 capítulos

contigo, con Braulio, Lorenzo y doña Andrea. —Bien, señor.

—No todos deben saberlo todo; doña Andrea debe ignorar completamente de lo que se trata.

—Descuide, mi Mayor. —Debemos principiar por introducir armas en la casa donde está Isabel en

Carmen Alto. —¿En la del Castillista Vélez? —Exactamente, pero sin que nadie de la casa lo sospeche. —Lorenzo se pinta para eso. —Es preciso que te hagas de munición y de pólvora, a fin de ocultarlas en

casa de Vélez. —¡Va a costar un dineral! —No importa, preciso es que la mina esté bien cargada. —Corre de mi cuenta. —Y de la mía lo más interesante, las comunicaciones, la correspondencia

privada de la señorita Isabel. Ja, ja, ja. Iriarte se levantó prorrumpiendo una carcajada infernal. Pedro se rió

también aunque sin comprender del todo. —El público nos agradecerá a su tiempo nuestros esfuerzos por di-

vertirlo. —Y cuando todo esté listo. ¿qué hacemos? —se atrevió a preguntar Pedro,

que por lo visto no las tenía todas consigo. —Después, si te portas con actividad y salen todas las cosas a medida de mis

deseos, te está reservado un gran papel. El ordenanza abrió desmesuradamente los ojos. —Figúrate que existiera una conspiración de la importancia de la que va-

mos a simular. ¿Qué premio le daría el Jefe Supremo a quien le denunciara a tiempo e hiciera caer en sus manos armas, comunicaciones y conspiradores?

—¡Oh! —¿Ya vas comprendiendo mi plan? —¡Nadie hay como mi Mayor! —exclamó Pedro, poniéndose de pie en un

transporte de entusiasmo. —¡Silencio! —Desde hoy seré mudo. —Tienes a tu disposición cuanto dinero sea preciso, pero el primer día que

te sorprenda mareado, te pongo una mordaza y te cuelgo en un cepo hasta que mueras.

—No beberé más que agua, mi Mayor. —Vete a buscar a Lorenzo. Toma esto por lo pronto.

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D

Jorge, El Hijo del Pueblo

Iriarte sacó del cajoncito de su mesa un puñado de cuartos y los puso en manos del ordenanza, cuyos ojos brillaron de codicia.

Después de atarlos en la punta de un viejo pañuelo para evitar el ruido, Pedro se los puso al bolsillo y salió de la habitación.

Iriarte sacó de su cartera una carta perfumada y finísima, la extendió sobre la mesa, tomó la pluma, y con admirable perfección imitó dos o tres renglones, después hizo la firma: Isabel de Latorre, comparó ambas, vio que no había diferencia alguna y sonrió satisfecho.

Capítulo 24

La familia Vélez

os muchachas encantadoras protegidas por el desvelo de un pa- dre idólatra de sus hijas, formaban el hogar más modesto, cómodo, risueño y tranquilo de Arequipa.

Sofía y Elvira habían perdido a su buena madre cuando aún eran muy niñas; el doctor Vélez las puso bajo el cuidado de su cuñada doña Constanza Vda. de Silva, hasta que el colegio las reclamó; cuando terminado el apren- dizaje hubieron de tornar a su hogar, el doctor Vélez les preparó una casa independiente, pues había advertido que su cuñada era demasiado rígida, aun en pequeñeces insignificantes, y quería librar a sus dos ángeles, como él las llamaba, de una tiranía doméstica, que al fin no era la maternal.

Por iguales razones no había querido contraer nuevo matrimonio, a pesar de haber enviudado bastante joven.

Las muchachas correspondían a este cariño con un amor filial llevado hasta la adoración.

Su padre las rodeaba de comodidades que en nada se parecían a la osten- tación, y les daba la mejor sociedad posible.

Carlos García, fue presentado una noche en casa del doctor Vélez, vio a Sofía y la amó; esta, por primera vez sintió también una desconocida agita- ción en su corazón, dormido hasta entonces. Para abreviar, un año después, Carlos, con todas las formalidades de estilo, pidió la mano de Sofía al doctor Vélez, quien se la concedió gustoso, poniendo por única condición que no efectuarían su enlace hasta que el joven pretendiente concluyese sus estudios de abogado.

Elvira tenía también un rendido adorador en el joven Juan Lizares; pero ella aún no había contraído compromiso alguno; porque no estaba del todo decidida.

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Primera Parte / 46 capítulos

Como ya hemos visto, por el tiempo que nos ocupa, la familia Vélez, huyendo de la revolución no menos que del calor de la estación, se había trasladado a Carmen Alto.

Algo apartada del conjunto de miserables chozas que forman el pueblecito de este nombre, en un sitio pintoresco se veía una casa solitaria, de construc- ción antigua, formada de ripio, madera y paja.

Chacras inmensas la circundaban; y por las noches a cierta distancia podía tomarse la luz que la iluminaba por un farol abandonado en medio de la campiña.

Sofía, Elvira e Isabel, dormidas o despiertas, corriendo asidas de las ma- nos en pos de las mariposas, cual muchachas traviesas, o sentadas sobre los bordos, mientras hacían ramilletes de flores, soñaban siempre, soñaban con sus cándidos amores.

Sus almas fluctuaban en un mundo de ilusión. Mas una diferencia esencial se notaba entre las tres bellas moradoras de la

casa solitaria: Elvira se reía a toda hora con aturdimiento encantador; Sofía tenía casi siempre en los labios las frases más halagüeñas, las expresiones más dulces; Isabel dejaba vagar por su linda boca una melancólica sonrisa.

Esto podía traducirse del modo más natural. Todas las tardes llegaban a la casa del doctor Vélez dos jinetes, eran Carlos y

Juan; Iriarte nunca se asomaba. Es verdad que un peón, recibido hacía poco, para el trabajo de la chacra,

entregaba a la hija del señor de Latorre, casi diariamente, una carta y recibía de ella otra; pero esto no bastaba a desgarrar el velo de tristeza que obscurecía la frente de Isabel.

Las cartas de Iriarte, bastante exageradas en la pintura de la pasión que guardaba para su amada, se resentían de cierto forzamiento que producía frío en el alma. Además, nunca se hallaba en ellas el natural anhelo que por el regreso de Isabel debería tener su prometido; muy al contrario, a pretexto de interesarse por su salud, la aconsejaba permanecer en Carmen Alto el mayor tiempo posible; la inocente muchacha agradecía este sacrificio que, juzgaba, hacía Alfredo en aras de su bienestar.

Por otro lado, Sofía y Elvira no excusaban a Isabel sus compromisos o afectos, en tanto que esta, cual si abrigara allá, en el fondo de su alma, alguna desconfianza de las promesas de Iriarte, se obstinaba en guardar su secreto, respondiendo con evasivas a las mil alusiones que sus amigas le hacían.

Algunos días don Guillermo de Latorre iba a ver a su hija; los días festivos especialmente, concurrían varios amigos de la ciudad, los cuales eran obse- quiados con una buena comida; se paseaba por el campo en la tarde; después se jugaba a las prendas o con los naipes; se cantaba al son de buenas guitarras,

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Jorge, El Hijo del Pueblo

a la luz de la Luna en el viejo corredor, etc., y los visitantes volvían a la po- blación al toque de las nueve, pues las azarosas circunstancias políticas no les permitían demorarse más. No obstante, las tres muchachas solas prolongaban su velada, aun cuando fuera leyendo, hasta más de las doce de la noche, hora en que cada una se iba a su cuarto.

Luciano era una de las más asiduas visitas que tenía la familia Vélez, y a la vez uno de los que gozaba de menos simpatías.

Con frecuencia en el paseo se adelantaba a dar el brazo a Sofía, que toda contrariada, pedía con la mirada protección a Carlos.

Este se fastidiaba visiblemente siempre que le veía llegar. Isabel tampoco le tenía la menor voluntad a causa de la broma fastidiosa

que continuamente le hacía aludiendo a Iriarte. Así transcurrían los días y las semanas, con su amable monotonía, con su

dulce tranquilidad. El doctor Vélez, inofensivo partidario de Castilla, olvidaba la política

gozándose en la ventura de su familia. Una tarde, al volver del paseo un poco después del toque de oraciones,

Isabel notó que un hombre que al parecer observaba la casa, al verlas, se ocultó precipitadamente en el maizal inmediato.

La joven manifestó su recelo a la familia; pero el doctor Vélez se rió de sus temores.

—Nada tenemos que puedan robar —dijo—, además, bastan con el ma- yordomo y los peones para repeler a un ejército de pillos. —Sí; pero el mayordomo es nuevo —dijo Sofía.

—¿Y temes que sea un ladrón? —preguntó jovialmente el doctor. —La verdad es que no me gusta. —Ni a mí —añadió Elvira. —Así son las muchachas —repuso con muy buen humor el doctor Vélez—;

porque Braulio no es bonito, les causa miedo, y la verdad es que el muchacho nos sirve de maravilla.

Isabel guardaba silencio, recordando que Braulio algunas veces le había entregado cartas de Iriarte.

Pero sin duda estaba muy nerviosa; porque desde esa tarde creyó notar a su alrededor algo extraño, que no podía darse cuenta.

Una vez le pareció que dos peones hablaban entre sí con cierto misterio. Por las noches, cuando sola en su habitación se desvelaba pensando en Iriarte, se sorprendía creyendo oír pasos en el patio, o crujir una puerta o rodar una piedra.

Si hubiera sido supersticiosa habría asegurado que alguien de la familia próximo a morir, se complacía en hacer pasear su alma por toda la casa.

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S

Primera Parte / 46 capítulos

Por evitar la broma que podían hacerle, nada decía de lo que escuchaba, y también, porque la luz de la mañana y la alegría de sus compañeras disipaban sus terrores nocturnos.

Capítulo 25

Preparativos

an Román después de su ocupación de Yumina se había retirado a Quequeña, a disciplinar su ejército. Se decía que desde allí mantenía comunicación secreta con los jefes de

la plaza, con los Castillistas influyentes, y aun con el mismo general Vivanco. Esto aún permanece envuelto en la oscuridad.

Entretanto el general Castilla burlando a la escuadra sublevada desembarcó en Ilo con un poderoso ejército y gran tren de artillería; mas, como no dispo- nía de los elementos necesarios para sacar a tierra cañones de grueso calibre, intentó vararlos sobre la playa de Tambo; pero el mar embravecido los arrojó dentro de unas peñas de donde se creyó imposible extraerlos.

Momentos de terrible ansiedad eran aquellos para ambos partidos, cir- cunstancias azarosísimas para todos.

Ya se creía ver a San Román engrosar las fuerzas Vivanquistas; ya se soñaba con una contrarrevolución efectuada en el mismo centro del llamado Ejército Regenerador; sobre todo las personas conocidas por sus opiniones contrarias a la causa de Vivanco eran víctimas de todas las sospechas, y objeto de la execración general.

Don Guillermo de Latorre creyó llegado el momento de hacer regresar a Isabel al seno de los suyos, y en efecto, una tarde se dirigió a Carmen Alto para prevenir a su hija.

Ante semejante determinación se sublevó toda la familia Vélez; las mu- chachas protestaron, el doctor intercedió.

—No hay por qué alarmarse todavía —dijo a Latorre— nadie puede asegurar que haya necesidad de un sitio, y de todos modos el desenlace aún está muy lejano.

—No lo niego, amigo mío, pero a Ud. no se le oculta que la situación se hace por momentos más difícil, y que muy pronto quizá no pueda venir a ver a Isabel sin peligro...

—¿De sospechas ofensivas? ¡Oh no! Es Ud. demasiado conocido por sus

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Jorge, El Hijo del Pueblo

opiniones, y Vivanco debe tener presente los servicios prestados por Ud. a su causa.

—Hoy de todo se recela. —Pero nosotros suplicamos a Ud. que siquiera por ocho días más nos

conceda a Isabel —dijo Sofía. —Se lo rogamos —añadió Elvira. Isabel se sonreía. —Algún negocio importante deben tener entre manos estas picaruelas. —¡Oh! Importantísimo. —Según sospecho, se preparan a hacer cierta excursión, a qué sé yo que

bordo o pasto, donde se proponen trasladar todo el servicio de mesas, etc., etc. —dijo el doctor Vélez.

—Aquí hay traición; a nadie hemos comunicado nuestro pensamiento —dijo gravemente Elvira.

—Ya que han sido descubiertas me propongo ser generoso; les dejo a Isabel una semana más.

—Gracias, gracias. —Cuente Ud. con nuestro eterno reconocimiento. Latorre se volvió tranquilo a la ciudad. Esa misma noche, el mayordomo Braulio salió al camino; cuando se hubo

alejado bastante se sentó en una piedra y aguardó. No tardaron en sentirse los pasos de un hombre que venía del lado de la

ciudad. Braulio se puso a tararear una canción conocida y el que se acercaba le

imitó. —Buenas noches, Braulio. —Buenas noches, Pedro, ya me cansaba de esperarte. —El Mayor me ha demorado; ¡hay tanto que hacer! —Por nuestra parte todo está listo. —Así se lo ha dicho Lorenzo al Mayor, el cual me envía para ver los

trabajos. —¿Desconfía?... —Es muy natural, tratándose de gente como ustedes. —Bien, no me resiento por eso, tan luego como la familia duerma te llevaré al

parque. ¡Cuánto trabajo nos ha costado el formarlo, y a cuántos peligros nos hemos expuesto!

—¿Te pesará todavía el haber ganado una cantidad que antes no has visto ni en sueños?

—¿Y crees que por menos me habría de meter en semejantes riesgos? Sólo un chileno es capaz de ejecutar estas cosas.

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Primera Parte / 46 capítulos

—No cuestionemos ahora sobre nacionalidades; hablemos de lo que interesa.

—Cincuenta pesos me debe el patrón. —Se te entregarán al día siguiente del suceso. —¿Cuándo tendrá lugar? —Muy pronto. Lorenzo es el que dirige todo; él te avisará a tiempo y

te dará las instrucciones necesarias para que desempeñes el papel que te corresponda.

—¿Se trata de comedia? —Sí, de una muy divertida; pero dime: ¿Qué cantidad de armas hay en

la casa? —Veinticinco fusiles, doce pistolas, quinientos cartuchos, y un pequeño

depósito de pólvora. —Es bastante. —Me parece nada. —Es que no sabes de lo que se trata. Antes que me olvide, toma esta

carta para la señorita Isabel —Pedro sacó del bolsillo una carta envuelta en un papel.

—Aquí tienes otra de ella —dijo Braulio. Verificado el cambio, este dijo: —Hoy estuvo aquí Latorre; quiso llevarse a su hija. —¡Hola! —Pero las muchachas la han detenido ocho días más. —Traslado al Mayor —dijo Pedro como hablando consigo mismo. —Se preparan a un paseo —continuó Braulio— van a comer a un pasto,

distante doce cuadras de la casa. —Magnífico, así quedaremos dueños del campo, y meteremos los fusiles

bajo los muebles y por todas las salas. —¿Estás loco? —Te repito que ignoras nuestro plan. Tu deber es callar y obedecer. Vamos

ahora a inspeccionar el terreno, pues creo que ya duermen todos como unos benditos.

—Te recomiendo mucha prudencia —dijo Braulio echándose a andar en dirección a la casa.

—Descuida, en la puerta nos quitaremos los zapatos. —No tan inmediato, una media cuadra lejos; aquí todo se siente. Poco después los dos hombres penetraban como sombras en el oscuro patio de

la casa del doctor Vélez.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 26

El listón rosa

edro entró a las nueve de la siguiente mañana al cuarto de Iriarte, que con la pluma en la mano sonreía infernalmente, satisfecho al pa- recer del trabajo a que daba cima.

Sobre la mesa tenía multitud de papeles, algunos un tanto estropeados. Al ver a su ordenanza preguntó: —¿Y fuiste a Carmen Alto? —Sí, mi Mayor; todo está listo. —Tanto mejor. —Creo que debemos dar de una vez el golpe, el señor Latorre traerá a la

señorita dentro de ocho días. —Ya me lo había escrito. —Creo que en esta semana... —Habremos concluido. Toma, aquí tienes la credencial con que harás la

denuncia; aunque en estas circunstancias no son necesarias las pruebas. Iriarte alargó a su ordenanza un papel ajado.

—¿Qué es esto? —Un recibo de dinero por veinticinco fusiles comprados en Bolivia el

mes pasado por el doctor Vélez. Con él te presentas al general Vivanco, que harto te conoce, le dices que celoso por nuestra causa y teniendo sospechas de Vélez, por lo que oíste decir a uno de sus criados, te propusiste vigilar su casa de Carmen Alto, aun exponiéndote a arrestos por faltas en el servicio; que has descubierto que allí se conspira, que te has puesto de acuerdo con el chileno que tiene de mayordomo, el cual ha sustraído del bolsillo de una levita del doctor Vélez este recibo.

—Bien, mi Mayor; pero me voy a olvidar todo lo que tengo que decir. —No falta sino que cometas una imprudencia que nos descubra. —No, mi Mayor, aprendiendo la lección de memoria, la repito muy bien.

—Pues te la voy a dar por escrito para que la estudies. Iriarte escribió precipitadamente en el primer papel que se le presentó. —Aquí tienes. —Ahora sí, toda la noche lo voy a leer. —Por mi parte también he concluido —dijo Iriarte, echando una mirada

sobre los papeles que cubrían la mesa. —¿Cuándo me presentaré al General? —Yo te indicaré el momento preciso.

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Primera Parte / 46 capítulos

—¡Ah! Olvidaba decir a mi Mayor que Braulio reclama ochenta pesos que se le deben.

—Se le dará cuando todo haya terminado. —¿Y no sería mejor hacerlo tomar como complicado? —Nos expondríamos a que lo descubra todo; ya veremos los medios de librarnos

de los dos. —Y de la vieja, ¿cómo nos deshacemos? —Después nos ocuparemos de todo eso; por ahora, me es la más necesaria; de

ella va a depender el éxito de todo. —Ayer estaba muy habladora, como que le di cinco pesos a cuenta de sus

servicios. —Toma, dale otros cinco, dile que compre una cinta color de rosa, y que venga

a verme. Iriarte entregó a Pedro la cantidad señalada. —Esto para ti —añadió dándole por separado un peso. —Gracias, mi Mayor. Pedro salió. Iriarte principió a doblar con minuciosidad los papeles. Una hora después entraba

doña Andrea. Iriarte la recibió con la sonrisa más amable del mundo, le ofreció un asiento y

sin preámbulo dijo: —He molestado a Ud. señora, porque necesito que me haga en la mayor reserva un

servicio importantísimo. —Siempre estoy a sus órdenes don Alfredo, soy una criada suya a quien no

tiene más que mandar. —Voy pues a confiarle mi secreto. Se trata de dar una sorpresa a mi futura

esposa. Doña Andrea bajó la cabeza en señal de asentimiento. —Yo, señora, nunca he escrito versos, por desgracia, mas conociendo la afición

que Isabel les tiene, y considerando que allá en el campo serán casi una necesidad de su alma, me propuse coleccionar los más lindos, de sus autores favoritos, y aquí los tiene Ud. —agregó indicando los papeles doblados, que habían sobre la mesa.

—Se va a volver loca de gusto Isabelita. —Solo a Ud. puedo confiar mi lío de papeles —añadió Alfredo sonriendo y

levantando entre ambas manos aquel montón de hojas dobladas. —Aquí está la cinta —dijo doña Andrea como si adivinase el objeto que tenía. Y puso encima de la mesa un pequeño paquetito.

—Gracias, señora, necesitaba algo con que sujetar estas hermosas poesías. Ahora solo me resta suplicar a Ud., que personalmente y con el mayor sigilo las conduzca a su destino.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿Es decir, que debo ir a Carmen Alto? —Es indispensable. —¡Es algo difícil! —Nada hay imposible en esta vida cuando se quiere. —Pero, ¿si la señora se apercibe? —Vale más que busque Ud. un pretexto para ir. —Solo que vaya a probarle una chaqueta que precisa... —Eso es. —Pero me dirán que no es necesario puesto que ya se viene. —Por lo mismo, convence Ud. a la señora de la necesidad que hay de que

se concluya el vestido para que lo estrene el día de su llegada; en fin, a Ud. no han de faltarle razones poderosas para obtener el permiso de la señora Enriqueta.

—Por mi parte no se quedarán los versos. —Ya lo sabía, señora, ya lo sabía. Para que el camino le sea menos penoso, irá

Pedro en su compañía, hasta cerca de la casa, pues no quiero que por allí se vean soldados.

—Acepto, señor; porque no conozco muy bien el camino; ¡hace tantos años que no voy!

—Recibirá Ud. de manos de Pedro, un pequeño obsequio mío, como recuerdo de ese día.

—Gracias, señor, gracias; yo siempre digo que Isabelita va a ser muy feliz; porque no hay otro caballero más generoso que Ud.

—Una advertencia —dijo Iriarte sin hacer caso de los elogios de doña Andrea—. Quiero que Isabel no sepa nada del obsequio que le envío; para que le sea más agradable la sorpresa, preciso es que se lo encuentre en su cuarto; para que pueda apreciar su mérito, es indispensable que esté sola y en completa libertad. Por lo tanto, conviene que lo deje Ud. en un sitio donde sólo pueda encontrarlo cuando ya se haya recogido.

—Bien, señor. —Si le pregunta por mí dígale Ud. que no me ha visto y que yo ignoraba que

fuese Ud. a Carmen Alto. —Está bien señor. —Me resta pedirle otro servicio. —Hable Ud. señor don Alfredo. —En cambio de tanta poesía como obsequio a mi prometida, quiero de

ella una sola cosa, que bien puede Ud. proporcionármela. —¿Cuál es?

—Una insignificancia para todo el mundo, pero de inestimable precio para mí: uno de esos listones color de rosa que llevaba en el vestido la noche que

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Primera Parte / 46 capítulos

don Guillermo dio su tertulia al general Vivanco.

—¡Ah! Esos son muy hermosos; llamaron la atención esa noche, como que no hay otros tan ricos en Arequipa, la señora los encargó a Lima. —¿Y eso será un obstáculo?

—De ninguna manera, nada hay más fácil que desprender uno; yo lo arreglaré de modo que su falta no sea notable.

—¿Podrá Ud. enviármelo hoy mismo? —No hay inconveniente. Doña Andrea se despidió. Iriarte envió a Pedro por el listón. Poco después Iriarte lo examinaba. No con ese transporte de ternura y pasión con que el amante lleva a sus

labios la cinta, el pañuelo, la rosa marchita, que perteneció a su amada; sino con el gozo feroz del tigre que descubre en la espesura la huella de su infeliz víctima.

Desde luego comprendió Iriarte que aquel listón no podía confundirse con otro.

—Pedro —dijo a su ordenanza—, tú acompañarás a la vieja a Carmen Alto, conducirás tú mismo este paquete, y sólo se lo entregarás cuando tengas que dejarla para que entre a la casa.

—Sí, mi Mayor. —Vete ahora a descansar. Pedro se retiró. Iriarte ató con el listón de Isabel el paquete de papeles. —Si la vieja nota el cambio, será cuando nada pueda hacer por remediar lo

que ella creerá un sencillo equívoco, y no se alarmará mucho pensando que no será Isabel quien le tome en cuenta esa sustracción —se dijo Iriarte mientras trataba de hacer una lazada—. Por lo demás —continuó— las jó- venes hermosas atan las cartas de sus adoradores con listones rosas, símbolo de sus ilusiones; Isabel no dejará de hacerlo; sí, es preciso que este paquete no deje duda alguna de que le pertenece; suyo es el listón, suyo el perfume, la apariencia la condenará tanto como el contenido.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 27

Recelos e impotencia

puesto lo que quieran, que si Castilla no saca a tierra sus cañones, se va por donde ha venido.

—No lo sabemos; porque, la verdad sea dicha, el viejo es valiente. —Pero sabe lo que valen los arequipeños y no se expondrá a perder su

prestigio atacando sin artillería. Esta discusión tenía lugar a las dos de la tarde, en una picantería de la Otra

Banda, alrededor de una mesita que ostentaba algunos vasos de chicha. Los que hablaban eran paisanos.

Uno más entró. —Aquí está Luis —dijeron algunos. —Hola ¿Qué milagro que estás por acá? —Buenas tardes, amigos; buenas tardes, don José. —Siéntate; que te sirvan un picante20. —Acepto; pero antes quiero la chicha; porque hace un calor... —¿De dónde vienes? —preguntó José. —De su casa, fui en busca de Jorge, a quien no hallé en su cuarto; pero... a la

salud de ustedes —agregó levantando un vaso y bebiendo con delicia. —Buen provecho.

Jorge está trabajando en la trinchera de Santa Rosa —dijo José. —Entonces me voy allá. —Aquí está el picante —dijo la chichera, poniendo sobre la mesa un plato. Luis, después de ofrecerlo políticamente a todos, principió a tomarlo. José había quedado un poco pensativo. —¿Hay alguna noticia nueva? —Ninguna más de las que ya sabemos. —Solo que anoche han prendido a algunos. —Se teme una contrarrevolución. —Pobre del que traicione; el General Vivanco lo fusila sin misericordia.

—Y tendrá razón; al enemigo declarado se le debe perdonar, pero al trai- dor, jamás.

Terminado el picante, Luis bebió un segundo vaso de chicha y se puso de pie. —¡Qué es esto! ¿Dónde vas tan apurado? —¡Pareces correo!

20 Picante. “Un picante es un plato guisado a la criolla y sobre la base casi absoluta del ají.

Se da un picante como se da un té, y hay fonditas especiales conocidas con el nombre de

Picanterías, que casi no guisan más que picantes”. (Juan de Arona. Diccionario de peruanismos. 1883).

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Primera Parte / 46 capítulos

—¡O propio! —Va en busca de Jorge —dijo José. —Es cierto. —¿Se puede saber para qué? —Son asuntos particulares —dijo Luis riéndose. —¿Importantísimos? —¿Muy interesantes? —Para él, sí. José miró a Luis con inquietud. —Conque; adiós, amigos; hasta la vista don José. —Buen viaje, señor correo. Luis salió y sin detenerse tomó el camino de la población. Eran cerca de las cuatro de la tarde, cuando subía la pésima calle de Santa

Rosa. Detuvo a un paisano y le preguntó por Jorge. —En este momento acaba de subir a San Pedro para ver el estado de los

trabajos que se están haciendo —le respondió. Luis apresuró el paso y no tardó en distinguir a su amigo que le llevaba la

delantera de una cuadra. En la esquina de San Pedro había un montón de sillares y varios paisanos

armados de barretas, picas y lampas, trabajando. Estos, al distinguir a Jorge que se aproximaba, arrojaron al aire sus som-

breros en señal de entusiasmo. —Ya viene nuestro director. Aquí está Jorge —exclamaron. —Bienvenido seas; muertos estamos de cansancio y necesitamos que nos

comuniques tu entusiasmo para continuar —añadieron otros. —Aquí me tenéis, amigos míos. ¿Cómo va la obra? —Ya lo ves, con bastante lentitud.

—Como esté bien hecha, no importa que se demore; creo que Castilla viene con pasos de plomo.

—Yo aseguro que no ataca. —No hay que hacerse ilusiones; debemos prepararnos como para un

asalto formal. —Quién tuviera tu edad, hijo, para hacer lo que tú haces —suspiró un

anciano. —Jorge abusa temerariamente de sus fuerzas —dijo un paisano— él hace

pólvora, enseña el ejercicio, arregla fusiles, carga granadas de mano, dirige los trabajos de algunas trincheras...

—Con razón en ninguna parte se le encuentra —interrumpió Luis llegando.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Jorge se volvió con presteza. —¿Me estás buscando? —preguntó. —¡Todo el día! Jorge se dio prisa en examinar los trabajos de la trinchera, indicó lo que

debía hacerse al siguiente día, corrigió lo que estaba mal y despidiéndose de todos, se alejó con Luis hacia la calle de Santa Rosa

—¿A dónde me llevas? —preguntó Jorge. —A mi cuarto, que felizmente está cerca. —¿Por qué me has buscado con tanto empeño? —Porque tengo que decirte algo que te interesa. —¿Será de Isabel?... —Sí; pero no hablemos en la calle; no tardaremos en llegar a casa; ¡oh! ¡y

con qué gusto me voy a sentar! En efecto, a poco los dos amigos entraron a una casa medio arruinada, en

cuyo inmenso y terroso patio varias lavanderas tendían ropa. Luis dio las buenas tardes en general, y tomó por una escalera de sillar que había a la derecha.

Jorge le siguió. Al fin de la escalera encontraron un cuartito que Luis abrió. Era una

habitación muy alegre, con balcón sobre la calle pero en su interior reinaba el desorden más completo.

—Qué dirás de este laberinto —dijo Luis— tú que tienes tu cuarto como el de una señorita; así era el mío —añadió con tristeza—, pero murió mi madre, se casaron mis hermanas, y yo que no tengo tu prolijidad, no hago caso de nada.

Jorge tomó asiento, sin ceremonia, cerca de la puerta del balcón, sin fijarse, al parecer, en lo que Luis decía.

—¿Qué quieres contarme? —preguntó. —Yo no sé qué decirte —repuso Luis dejándose caer de cansancio en una

silla que aproximó su amigo— Tengo no sé qué sospecha de que Iriarte está tramando algo muy grave.

—¿En qué sentido? —No lo sé. —Te suplico que te expliques claro y pronto. —Principiaré por decirte que Pedro ya no se marea, lo que casi es un

milagro, según afirman cuantos le conocen, y que anda muy preocupado; reparte mucha plata a gente sospechosa y va y viene continuamente de Carmen Alto.

—Será espía de Vélez que es castillista —Puede ser; pero además, habla mucho con doña Andrea, le regala buenos

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Primera Parte / 46 capítulos

pesos y pasa horas enteras encerrado con su amo. Jorge pareció preocupado.

—Hoy ví a Cecilia —continuó Luis. —¿Y... ? —Me comunicó ciertos recelos que tenía de la conducta de doña Andrea.

Dice que ayer casi no ha estado en la casa, pretextando no sé qué ocupaciones en la calle; que un momento que permaneció fue para arrancar con mucha precaución un listón color de rosa de un vestido de baile de la señorita, el mismo que en la esquina dio a Pedro envuelto en un papel.

—¡Ah! —Que por último anoche obtuvo permiso de doña Enriqueta para ir a

Carmen Alto uno de estos días. —¡Eso es muy grave! —Comprendiéndolo así, no he querido que pasase el día de hoy sin que

tú supieras estas cosas; no vaya a ser que suceda algo y me culpes de negli - gente.

—Gracias, Luis. Hubo una pausa. Ambos jóvenes meditaban qué podía hacerse contra un peligro incógnito.

—Preciso es que sepamos el día escogido por doña Andrea para ir a Car- men Alto —dijo Jorge.

—Cecilia está encargada de avisármelo; pero creo que nada avanzaremos con saberlo.

—¡Ir con ella! —¿Para hacernos sospechosos y a la postre quedarnos en la puerta? ¡Buena

ocurrencia es la tuya! —Tienes razón. —Vale más que le escribas un anónimo. —¿Diciéndole?... —Que tiene muchos enemigos y que regrese al seno de su familia. —Tú mismo me has dicho que don Guillermo fue a traerla y que la

familia Vélez la ha detenido por ocho días más; quinientos anónimos no la convencerán de que debe venirse antes de la pequeña prórroga, y aunque esto sucediese, la familia no lo consentiría.

—Es cierto. —Me parece que por muy grande que sea nuestra voluntad, para servir a la

señorita Isabel, mayor es nuestra impotencia —añadió Luis. —!No! Esperemos; nuestra hora llegará.

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O

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 28

La costurera en comisión

—¡ h! ¡Qué lindo día el de ayer! Hermosísimo paseo. ¡Inolvidable para mí!

Estas tres frases las pronunciaron sucesivamente. Sofía que suelta su ca- bellera se mecía muellemente en una silla mecedora del viejo corredor de su casa; Isabel que destrenzaba sus negros cabellos para peinarse, y Elvira que arreglaba un ramo de flores silvestres.

—Carlos estuvo contentísimo. —No así Luciano. —Calla, que al pobre le hiciste un desaire... —Por impertinente. —Lo más lindo fue que viéndose desairado, se vino donde mí —dijo Isabel

riendo. —Así me gusta, así me gusta —dijo Elvira. —Sí, hermanita, preciso era que nos ayudases a llevar la cruz de la imper-

tinencia de ese sujeto —añadió Sofía. —¡Ay Señor! Ahora que te vas, ¿qué va a ser de mí? —dijo Elvira —El pobre Juan se muere de cólera cuando Luciano se me acerca. —¿Y quién ha dicho que se va a ir Isabel? —preguntó Sofía incorporándose en

el sillón. —La prórroga se cumple pasado mañana —repuso la joven. —Pediremos otra. —No, se hace necesario que vuelva a casa. —Ya se ve, tú estarás desesperada... y preciso es darte la razón... pero ¡qué

capricho! todo podía arreglarse fácilmente... con decirle a mi papá hay esto... y aquello...

—Hermanita estás hablando en latín. —¿Sí? ¿No me comprendes? Peor para ti. —Señorita, una señora la busca —dijo un criado desde la puerta, diri-

giéndose a Isabel. —¿A mí? —Ha preguntado por la señorita Isabel de Latorre. —Que entre —se apresuró a decir Elvira. —Es extraño ...¡Ah! Doña Andrea —exclamó la joven al ver entrar a la

costurera. Y sin duda por la sorpresa, su corazón dio un salto.

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Primera Parte / 46 capítulos

—Isabelita, hija —dijo la costurera corriendo a abrazarla con un solo brazo, pues en el otro llevaba un paquete.

—¡Que! ¿Ocurre algo en casa? —preguntó la joven con sobresalto. —Nada, hija, a Dios gracias todos están buenos. —Siéntese Ud. señora —dijo Elvira, indicándole una silla. —Perdonen niñas que no las haya saludado por abrazar a Isabelita. ¡Verla

después de dos meses! ¡Y cómo le ha sentado el temperamento! La señora no la va a conocer.

—¿Ha escrito mi tía? —No, hija, solo me encargó te dijese que te extrañaba mucho, lo mismo que

el caballero. —Mucho deseo verla. —Te irás pronto, según creo. —Nosotras no la dejaremos ir —dijo Elvira. —No seamos imprudentes —añadió Sofía— Isabel tiene razón en querer

regresar a Arequipa. Isabel se sonrió. —Yo he venido sólo por probarte una chaqueta —dijo doña Andrea con

aparente candor. —¡Jesús! ¡Acaso precisaba tanto! —exclamó Isabel juntando las manos en

señal de admiración. —Cómo no, hija, es para que la estrenes el día que llegues. ¿No ves que

siempre irán algunas personas a saludarte? —¡Ah cuánto le agradezco! —Admiro el entusiasmo —añadió Sofía. —¿Y cuándo piensa Ud. regresar? —Esta misma tarde. —No es posible. —Va Ud. a enfermar —Quédese Ud. hasta mañana. —Eso no, niñas; ahora, después que descanse un poquito me voy corriendo.

—¿Quiere Ud. probarme la chaqueta de una vez? —preguntó Isabel an- helante por saber algo de Alfredo.

—Como gustes, hija. —Vamos pues a mi cuarto. Isabel condujo a doña Andrea a su dormitorio. —¿Ha visto Ud. a Alfredo? —preguntó. —Ayer, por la mañana estuvo en casa. —¿No me ha escrito? —No le dije que venía.

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E

Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Ah! ¿Va con frecuencia? —Todos los días, pero solo un ratito; pregunta por ti y se va; dice que tiene

muchas ocupaciones. —¿Y mi tía no sospecha?... —Yo creo que sí, y que tiene mucho gusto. —¿Le ha hablado algo al respecto? —No, la señora es muy reservada; pero algunas veces he oído, por casua-

lidad, algunas palabras cambiadas en voz baja con tu papá, y he comprendido lo que te digo.

—Refiérame Ud. todo con minuciosidad. —¡Cómo no! pero primero te mediré la chaqueta. ¡Uf, qué calor! Si me

hicieras dar un poquito de agua ... —¡Ah! Qué distracción la mía; no le haré dar agua, pero sí otra cosa —dijo

Isabel saliendo. En cuanto se vio sola, doña Andrea examinó con rapidez toda la habita-

ción, y después de vacilar un momento, deshizo el atado que llevaba, sacó un objeto y lo puso bajo los almohadones de la cama de Isabel. Después tornó a sentarse y con la mayor tranquilidad continuó el principiado hilván de una chaqueta.

A las cuatro de la misma tarde, Sofía, Elvira e Isabel salían a despedir a doña Andrea hasta el principio del camino.

Las muchachas regresaron cantando una serenata que la víspera les había enseñado Carlos.

Capítulo 29

Terminan los preparativos

l mismo día, y en tanto que doña Andrea llevaba su cometido en Carmen Alto, Alfredo Iriarte vestido de rigurosa etiqueta, perfumado y elegante se presentaba en casa de don Guillermo de Latorre, pidiendo

la mano de su bella hija, con todas las formalidades del caso. Aunque los hermanos Latorre aguardaban este acontecimiento de un

momento a otro, no dejaron de recibir una sorpresa, bastante agradable por cierto.

Doña Enriqueta tuvo que hacer un esfuerzo para sobreponerse a su entu- siasmo, manteniéndose en la reserva prescrita por las circunstancias.

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Primera Parte / 46 capítulos

Don Guillermo, aunque rebosante de gozo, dijo que por su parte aceptaba lleno de complacencia aquel enlace, que agregaba a su familia un joven de las relevantes cualidades de Iriarte; pero que no podía violentar la voluntad de su hija, que su deber era consultar primero con ella.

Iriarte sonrió con amabilidad y dijo con acento de convicción profunda, que creía no engañarse al asegurar que la señorita Isabel no se opondría. Doña Enriqueta prometió para ese caso toda su influencia sobre el ánimo de su sobrina.

Para concluir: un vaso de cerveza apurado entre los tres interlocutores, dio fin a la entrevista más afectuosa del mundo.

Mientras doña Enriqueta se quedaba alzando las manos al cielo, en señal de agradecimiento por tan insigne beneficio, y don Guillermo se paseaba sonriendo a sus propios pensamientos, Iriarte salía riendo también, y mur- murando entre dientes:

—¡Qué dulce es el placer de la venganza! ¡Cuánto gozaré mañana al arro- jarles a la cara el lodo en que irá envuelta la reputación de Isabel! En público, sí, desde las columnas de la prensa.

Para no llamar la atención, Iriarte cambió de traje vistiendo el uniforme de servicio y se fue a la Prefectura.

A las seis se le presentó Pedro. Alfredo lo condujo a su cuarto. —Todo ha salido bien —dijo el ordenanza— acabo de regresar con doña

Andrea. —¿Notó el cambio de la cinta? —Parece que no. —¿Aseguró bien el paquete? —Lo dejó bajo los almohadones de la cama de la señorita. —¡Es decir que se encontrará con él cuando vaya a recogerse!, eso no me

gusta; habría preferido que no llegase a verlo. —Eso no podía decírselo a doña Andrea sin inspirarle sospechas. —Tienes razón; en fin, lo que conviene es apurarse. —Por todos motivos. Las salas de la casa de Vélez, están rociadas de armas,

que muy bien pueden ser descubiertas. —¿Está preparado Braulio? —Sí; él conducirá la tropa al cuarto de Vélez para que no pueda huir. —Son las seis y media —dijo Iriarte consultando su reloj—, a las siete está

listo Vivanco para salir a hacer sus visitas; antes de que salga de su habitación debes entrar y hacer la denuncia en la forma que ya sabes. ¡Ah! Debes agregar que yo ignoro todo.

—Muy bien mi Mayor. El ordenanza salió.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Mientras las autoridades toman sus medidas de sorpresa, bien pueden ser las nueve —se dijo Iriarte—, la fuerza puede partir a las diez y estar a las doce en Carmen Alto. Yo no debo faltar esta noche a la tertulia del Jefe Supremo; que me vea ahí Latorre con todo el aire de un hombre feliz.

Poco después los amigos íntimos del General charlaban en el salón de tertulia, sobre diversos asuntos.

Cerca de las ocho se notaba cierto movimiento, cierto misterio, entre las autoridades y los jefes de servicio.

Idas y venidas y un secreto inviolable era lo que se sentía. Vivanco, contra su costumbre, no había salido de sus habitaciones parti-

culares. Se decía por lo bajo que estaba de un humor negro. Iriarte jugaba sin preocuparse de nada, al contrario de Su Excelencia, estaba alegre y decidor como nunca.

A las nueve se levantó de la mesa y salió a la calle. La noche estaba oscurísima; el alumbrado pésimo. —Mi Mayor —dijo un hombre que lo había seguido. —Pedro, iba en tu busca. Ambos se hicieron hacia el lado más oscuro de la vereda y bajando la voz,

Iriarte preguntó: —¿Cómo te ha ido con el General? —Muy bien; me obsequió una onza de oro y tengo promesa de un ascenso si

se descubre todo. —Te felicito. —Ahora mismo está preparando una fuerza de caballería para sorprender

a Vélez. —Tarda mucho. —Sí todo es un desorden, mi Mayor; hay dificultades para todo; en fin, si a

las once salimos, se habrá avanzado mucho. —Supongo que estarás comisionado para guiar la tropa. —Sí, mi Mayor —Te recomiendo que no te dejes ver con Isabel. —Descuide, mi Mayor. —Tú tienes que desempeñar la parte principal; has que el paquete de

comunicaciones caiga en manos de los más caracterizados de la comisión, y que ellos mismos lo tomen del cuarto de Isabel.

—No me será muy difícil. —No te olvides del listón rosa; puede ser que ella haya deshecho el lío; en este

caso, busca la cinta y átalo de nuevo; me interesa mucho que no se pierda. —Corre de mi cuenta.

—Esta noche no me busques más; no quiero que recaiga sobre mí la menor sospecha.

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L

Primera Parte / 46 capítulos

Iriarte y su ordenanza se alejaron en opuestas direcciones. Después de al- gunos instantes, otro hombre brotó de la sombra bajo la cual aquellos habían sostenido el anterior diálogo.

Capítulo 30

Luis pone de manifiesto su actividad

uis acababa de sorprender la intriga de Iriarte en las pocas palabras que había oído; pero por desgracia, tal vez demasiado tarde. Así lo comprendió. No obstante, tomó resueltamente el camino de la

Otra Banda. Corría, más que andaba, con grave peligro de inspirar sospechas. Por for-

tuna, era harto conocido y a nadie se le ocurrió molestarle. Después de una hora de marcha, se detuvo delante de la sala-tienda en que vivía Jorge y llamó.

Todos los perros de la vecindad se alarmaron; pero la habitación de Jorge no se abrió.

En vano repitió los golpes; algunos vecinos entreabrieron sus puertas; Luis juzgó prudente retirarse, desandando el camino que había hecho; pero lo hizo con tanta lentitud como celeridad empleó al ir.

—¿Dónde estará Jorge? —se preguntaba—. Si él adivinara la noticia que le traigo...

A distancia de dos cuadras se detuvo, dirigiéndose a sí mismo esta pre- gunta:

—¿Qué hago? A casa de don José no puedo ir; no sabría qué decirle !como a Jorge no le gusta que su tío se entere de estas cosas!... Luis regresó otra vez y fue a sentarse a la puerta del cuarto de su amigo, en una piedra.

—Le esperaré —se dijo—, volver a la ciudad a esta hora ya es imposible; pero si a algún comisario se le ocurre pasar por aquí y tomarme por vago, estoy lúcido.

Apenas se hubo hecho esta reflexión, divisó dos bultos que venían del lado de la ciudad.

—Ya están ahí los comisarios —se dijo— ahora me divierten. Entretanto los bultos que marchaban muy de prisa, llegaron, y sin duda sorprendidos de ver un hombre a tal hora y en semejante sitio, se detuvieron como para reconocerle.

—¿Luis, tú aquí?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Ah! ¡Jorge de mis culpas!... Advirtiendo que no estaban solos, el joven cambió de tono, y dijo: —Vine a buscarte y como no te hallé me puse a esperar. —Tenemos una desgracia —dijo Jorge. —¿Cómo? —Limpiando mi tío un fusil, salió el tiro y le atravesó el brazo. Como pude, le

hice una curación sencilla; pero desde las diez de la noche han sido tan recios los dolores, que me he visto en la precisión de ir a la ciudad y traer al doctor —indicando a su acompañante.

—Creo que esta noche nos persigue la fatalidad. Luis pronunció estas palabras oprimiendo con fuerza la mano de su amigo.

Jorge comprendió que algo extraordinario sucedía, y entregando a Luis la llave de su cuarto.

—Espérame —le dijo y se alejó con el médico. Luis abrió, encendió un fósforo, prendió una bujía que encontró sobre la

mesa y se arrojó en una silla. Desde luego se conocía que aquella habitación pertenecía a un pintor. Las paredes sin papel, pero blanquísimas, estaban cubiertas de cuadros de

diversos tamaños; en un ángulo, un caballete, en el otro, una mesa cubierta de periódicos, brochas, pinturas, pinceles, etc., encima de esta un pequeño estante de libros; al centro del cuarto, otra mesa sosteniendo una lamparita de aceite, un candelero de metal, un vaso con flores naturales, varios cartuchos de balas, una cajita con piedras de chispa; alrededor algunas sillas de madera, en una de las cuales estaba apoyado un enorme fusil. Una cortina de percala dividía la habitación por uno de sus extremos.

Luis aguardó media hora recostado en un asiento; al fin se abrió la puerta y entró Jorge.

—¿Cómo sigue tu tío? —preguntó Luis. —Dice el doctor que no es de gravedad la herida; le ha hecho una curación

bastante larga y acaba de irse; pero dime, ¿qué mala nueva tienes que darme? —¡Ay, Jorge! Esta noche he sorprendido una horrible trama urdida por Iriarte y Pedro contra la señorita Isabel.

—¡Dila! —Como te dije, no sé qué recelo tenía del viaje de doña Andrea a Carmen

Alto. Por consejo de Cecilia, me propuse seguirla sin que ella lo notase, y con bastante disgusto vi que Pedro acompañaba a la vieja. Observé también que doña Andrea entró sola y que el ordenanza se quedó bastante lejos de la casa y habló mucho con el chileno mayordomo del doctor Vélez. Queriendo ver de cerca las cosas y seguro de no inspirar sospechas, me adelanté como quien va a mayor distancia y pasé frente a la casa; la ventana que tiene vista al ca-

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R

Primera Parte / 46 capítulos

mino, estaba abierta y creí notar que era el dormitorio de la señorita Isabel; ella estaba dentro y hablaba con la vieja...

—Déjate, por Dios, de tantos pormenores. —Te los refiero porque pueden serte útiles; pero si te cansan, adelante.

Regresaron doña Andrea con Pedro, y yo a cierta distancia. La vieja se metió a casa de Latorre y yo me fui tras de Pedro, a quien no perdí de vista en toda la tarde. No tienes idea cuánto ha trajinado. Esta noche, se notaba cierta agitación en la Prefectura. Entraban y salían los jefes y Pedro con ellos; a las nueve, Iriarte y su ordenanza se pusieron a conversar en el sitio más oscuro de la calle, justamente donde yo me ocultaba para observarlos; ellos, que no me notaron, hablaron sin reserva, y supe ...¡ay Jorge!...

—¡Habla, por Dios!. —Que Pedro ha denunciado al Jefe Supremo no sé qué conspiración de

Vélez; que a la señorita Isabel la han hecho depositaria de un paquete de comunicaciones, atado con su listón rosa, según entiendo, sin que ella misma lo sepa; que Pedro tiene encargo especial de Iriarte de hacer hallar dicho paquete en la habitación de la señorita, y que esta noche una fuerza de caballería guiada por Pedro, asaltará la casa y sabe Dios lo que sucederá o habrá sucedido, porque es ya demasiado tarde.

Jorge, sin desplegar los labios, abrió la puerta y salió precipitadamente. —¿Dónde vas? —gritó Luis, poniéndose de pie y asomándose a la calle. Pero en vano miró a uno y otro lado, todo estaba oscuro y silencio. —¡Está loco! —se dijo Luis—. Lo que falta es que cometa una imprudencia

que a todos nos cueste caro; en fin, lo mejor será que me acueste aquí. Luis cerró la puerta y cogiendo la bujía se dirigió a la división, que sin duda era el dormitorio de su amigo, murmurando:

—Creo que don José tiene razón.

Capítulo 31

El asalto

etrocedamos algunas horas. Mientras Iriarte daba a su ordenanza las últimas instrucciones, ten- dentes a la realización de su pérfido plan y la fuerza se alistaba para

el asalto, en Carmen Alto reinaba la tranquilidad de la inocencia. En medio de la oscuridad de la campiña, se distinguía la luz solitaria pro-

veniente de la casa del doctor Vélez.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

La familia reunida en la sala principal, se entretenía en jugar rocambor21. Era ésta la pasión del doctor Vélez; sus hijas lo sabían muy bien y con unas cuantas lecciones habían adiestrado a Isabel.

Aquella noche el interés era mayor que nunca, como que en vez de fichas, representantes de cantidades nominales, se jugaba con almendras, confites, cocos y nueces.

Nunca se vieron jugadores más contumaces; pero la fortuna se había declarado por el doctor Vélez. Los matadores volaban a sus manos como llevados por el imán, de modo que todo se le volvía solos, bolas y hasta solo en bola de oros.

Esto era desesperante. Continuar jugando legalmente, era arruinarse. Entre Elvira e Isabel tuvo lugar un acuerdo rápido, para el que bastaron

algunas medias palabras apenas pronunciadas. Desde ese momento la suerte principió a cambiarse.

El doctor Vélez quedó reducido al extremo de pedir prestado; pero esto completó su ruina; porque las usureras le cobraban réditos dobles. La situación era insostenible, mas, el doctor Vélez juró tomar la revancha. Las horas volaban sin dejarse sentir, hasta que el reloj de péndulo dio gravemente la una de la mañana.

Entonces, los jugadores espantados, abandonando cartas y capitales, se levantaron de la mesa y dándose las buenas noches, se retiraron a sus habi- taciones particulares.

Pronto quedó la casa obscura y silente. Sin embargo, no todos dormían. El mayordomo, deslizándose como una sombra a través de los patios y

corredores, llegó a la puerta principal, la abrió con precaución y salió. Isabel, después de cerrar la puerta de su dormitorio se arrodilló y rezó du- rante un cuarto de hora; después levantó los almohadones de su cama para arreglarla y se sorprendió al descubrir debajo de uno de ellos, un paquete de papeles muy bien acondicionado.

Lo levantó y aproximándolo a la luz que ardía sobre la mesa, trató de reconocerlo con la mayor curiosidad. Lo primero que vio con suma sorpresa, fue el listón de su vestido.

¿Qué significaba aquello? Isabel dio varias vueltas al lío entre sus manos. Después, sin desatarlo, resbaló uno de los papeles; parecía una carta, la

21 Rocambor. Juego de naipes originario de España. El juego figura con mucha frecuencia

en las novelas picarescas de comienzos del siglo XVII y es mentado como uno de los juegos

más usados “en la buena sociedad”, también en las antiguas colonias de España.

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Primera Parte / 46 capítulos

abrió, la letra era de ella misma, estaba dirigida a su padre:

“Querido papá: Todo está preparado, la contrarrevolución está hecha; de mucho han

servido los quinientos pesos que remitiste para comprar los revólveres; el

doctor me encarga darte las gracias; San Román tiene empeñada su palabra para

hacerte dar la cartera de Hacienda; te incluyo una carta del general Castilla y

otra del doctor Vélez. ¿Puedes remitirme cincuenta pesos que necesito?

Tu hija Isabel de Latorre”

La joven se llevó las manos a los ojos. ¿Era cierto lo que leía? ¿Ella había escrito eso? ¡Ni en sueños!, pero esa era

su letra, su firma entera, su rúbrica. Más abajo había algunas líneas escritas por su padre. “Hija mía: Te contesto en el mismo papel para que lo quemes. Creo que San

Román no dejará de cumplir su promesa, vamos a abrirle las puertas de la

ciudad y un servicio así, bien merece recompensa; de Vivanco nada podía

esperar. Te incluyo comunicación para San Román; los cincuenta pesos los

remitiré mañana.

Guillermo de Latorre”

Isabel no sabía lo que le pasaba. Era aquello tan extraño, tan inaudito, que toda reflexión, toda idea, todo

raciocinio parecía huir de su cabeza. Maquinalmente se sentó en una silla, soltó el papel sobre la mesa y tomó

otro. La letra era desconocida y tosca, el papel ordinario, la carta salpicada de

borrones.

“Señorita Isabel de Latorre. Querida, adorada y a todas horas recordada Isabelita: Deseo que al recibir esta te halles buena para consuelo de este

corazón que te ama. El conductor de las comunicaciones me dice que estás bien,

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amada palomita, y esto me llena de contento; porque aunque leo tus

cartitas, me parece que al escribirlas disimulas lo que sufres por no darme pesar,

pues sabes que eres el ídolo a quien adoro y por quien muriera si me

olvidaras; mas, yo creo en tus juramentos y esto me da valor para arrostrar los

peligros de la empresa que vamos a acometer, si bien me dan miedo los peligros

que tú 143

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Jorge, El Hijo del Pueblo

corres. Inclusa en ésta va comunicación de San Román para el doctor

Vélez. Las armas están encajonadas, las remitiremos poco a poco; en

nombre de Dios te ruego que no te descuides con ellas, que ni los criados

sospechen el contenido de los baúles; porque si esto se descubriera, ya sabes de lo

que es capaz Vivanco; en cuanto a San Román, tiene intención de fusilarlo

para que no vuelva a conmover el país con sus pretensiones descabelladas.

Nadie debe sentir la suerte de ese hombre ingrato. Adiós, paloma mía, piensa

siempre en tu amante y afectísimo. S. S.

Julián Palomino”

“Cuartel General del Ejército Constitucional.

P. D. El general San Román me ha ofrecido el ascenso a teniente si

tomamos la plaza”.

El papel cayó de las manos de Isabel que llevándoselas a la cabeza oprimió sus sienes con fuerza.

¿Estaba loca? ¿Soñaba? Cerró los ojos como si quisiera dar tregua a aquellas inoportunas imagi -

naciones, que, según le parecía, turbaban su mente debilitada; pero un ruido espantoso llegó a sus oídos en ese momento, el galope de varios caballos que entraron impetuosamente en el patio de la casa, luego ruido de armas, carreras por los corredores, voces, gritos, todo unísono y atronador.

Isabel se puso de pie con el terror pintado en el semblante. Quiso andar y no pudo dar un paso; quiso gritar y la voz no salió de su garganta. De repente, la voz de

—¡Fuego! —se dejó percibir con todo su siniestro acento; luego: —¡Se arde! ¡Se quema! Torrentes de humo penetraron en la habitación por las mil rendijas y abras de

su techo y paredes. —¡Misericordia! —murmuró Isabel— ¡Misericordia! —Mientras el

cabello se le erizaba en la frente y un temblor convulsivo agitaba todos sus miembros.

De improviso, la ventana de su cuarto se abre con violencia y un hombre se lanza dentro.

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Un grito débil, agonizante, se escapa de la garganta de la joven, cuyo cuerpo vacila y se apoya contra la mesa.

—Señorita, huyamos de aquí —exclama el hombre con mezcla de súplica y resolución.

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Primera Parte / 46 capítulos

Isabel le miró sin que sus ojos llenos de espanto pudiesen reconocer al que le hablaba.

—Soy Jorge, el pintor, está Ud. en gran peligro y vengo a salvarla. —¡Ah! Jorge, ¡huyamos! —exclamó Isabel, recuperando sus fuerzas ante la

idea de salvarse. —¿Se fía Ud. de mí? —¡Sí, sí! Jorge cogió el paquete, levantó los papeles sueltos, los guardó con pre-

cipitación en los bolsillos y de nuevo subió a la ventana, bastante baja por dentro.

Isabel envolviéndose en su chalón de vicuña le siguió. En este mismo instante acometieron por fuera la puerta del dormitorio

descargando algunos culatazos sobre la tabla. Jorge salto al suelo y cogiendo a Isabel por la cintura la puso abajo. Casi a la vez la puerta cedió y varios soldados y un oficial penetraron. En vano registraron todo. —Aquí no hay nada —dijo el oficial. —¿Que no? —dijo el ordenanza de Iriarte, entrando. —¡Cómo! —exclamó haciendo un gesto de sorpresa. —¿Dónde está ella? —¿Quién, hombre? —La dueña de este cuarto. —¡Quién sabe por dónde se habrá metido!, pero no nos importa mucho. —Cabalmente ella tiene las más importantes comunicaciones. —Pues a buscarla. —¡Ah! ¡Cáspita! Esta ventana... —dijo Pedro, dándose un puñetazo en

la frente. —Muchachos, a buscar por aquí a la fugitiva —dijo el oficial. Varios

soldados saltaron fuera. —Ayúdales, Pedro, tú que la conoces. El ordenanza corrió tras los soldados, diciéndose: —Todo el plan del Mayor se va al agua si ella no aparece. Entretanto el

incendio se comunicó al cuarto de Isabel, y el oficial juzgó prudente aban- donarlo.

El doctor Vélez, en calzoncillos, sin calzado, cubierto apenas por su capa, yacía en el centro de uno de los patios rodeado de guardias brutales, que a culatazos habían impuesto silencio a sus protestas de inocencia, contem- plando con sorpresa las varias armas extraídas de sus propias habitaciones y la voracidad del fuego que devoraba su casa; se decía que el siniestro lo había casualmente producido una cantidad de pólvora que se inflamó en

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L

Jorge, El Hijo del Pueblo

el momento del asalto.

Sofía y Elvira refugiadas en la miserable choza de una mujer, peona de la chacra, lloraban con desesperación, ignorando la suerte de su padre. Pocos momentos después, el doctor Vélez era conducido a la ciudad, escoltado por el oficial y toda la fuerza de su mando, que llevaba las armas y municiones salvadas del incendio.

Se quedó solitario aquel montón de cenizas y humo, de cuyo centro aún se levantaban algunas cárdenas llamaradas.

No tardó la blanquecina luz del alba en asomar por el oriente.

Capítulo 32

Un día terrible

a familia de Latorre, bien ajena a los acontecimientos que hemos narrado, reposaba tranquila en su casa de la ciudad. La primera persona que se levantó a las cinco de la mañana que nos

ocupa, fue Cecilia; sin duda tenía costumbre de hacer sus excursiones mati- nales, pues abriendo el cerrojo de la puerta de calle, salió. Una vez fuera, principió a mirar a todos lados, como si le extrañara no encontrar a alguien.

Bajó hasta la esquina y permaneció un rato mirando a una y otra calle. —¡Si Luis estará enfermo! —se dijo. Un grupo de mujeres, que, a juzgar por su exterior, se dirigían al mercado, se

aproximó hablando calurosamente. —¿Y los han tomado a todos? —decía una. —Se escaparon llevándose las comunicaciones; solo al doctor Vélez han

traído hasta sin medias ni zapatos y además una porción de armas y municiones que tenía escondidas en la casa.

—¡Qué tal traidor, maccamama!22 —Dicen que todo estaba preparadito para la contrarrevolución, que el plan

era fusilar al general Vivanco en su propia cama. —Ahora deben fusilarlos a ellos. Cecilia que escuchó el anterior diálogo con creciente interés, se aproximó a

las mujeres y les preguntó:

22 Maccamama. Palabra quechua, que significa el que hiere o golpea a su madre. El quechua

es una lengua aglutinante: Macca, significa, golpear, herir; y mama, madre.

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Primera Parte / 46 capítulos

—¿Ha habido anoche alguna novedad? —Los mundos han habido. ¿Qué, no ha sabido usted? —Se ha descubierto una contrarrevolución, hecha por el doctor Vélez en

Carmen Alto. —Anoche la fuerza asaltó la casa que estaba llena de conspiradores. —Todo se ha ardido, de la casa de Vélez no ha quedado más que cenizas.

Estas noticias se apresuraron a dar las mujeres todas a la vez. —¡Jesús me ampare! ¿Y la señorita? ¿Qué será de ella? —exclamó Cecilia juntando las manos.

—¿Cuál señorita? —La hija del señor don Guillermo de Latorre que estaba con las niñas.

—De eso nada sabemos —respondieron las mujeres encogiéndose de hombros.

Cecilia echó a correr en dirección a la casa, entró resueltamente y llegán- dose al dormitorio de doña Enriqueta, golpeó con todas sus fuerzas. La hermana de Latorre despertó sobresaltada.

—¿Quién es? ¿Quién toca así? —Yo, señora. —¿Qué quieres? —Vengo a avisarle que anoche han asaltado la casa del doctor Vélez en

Carmen Alto, han tomado armas y se ha incendiado toda la casa —dijo Cecilia con voz cortada por la agitación.

—¿Y qué será de Isabel? —Nada se sabe de la señorita. —¿Qué dices, muchacha? —preguntó don Guillermo, asomando la cabeza

por la ventanilla de su dormitorio. Cecilia repitió lo que había dicho. —Preciso es que ahora mismo vaya a ver a mi hija —dijo Latorre, retirán-

dose precipitadamente. —¡Ya me temía yo eso! —dijo doña Enriqueta—. Ha sido una imprudencia

tener a Isabel tanto tiempo lejos de nosotros y entre una familia castillista. —¡Déme Ud. permiso para ir a ver a la señorita!

—No es necesario, Guillermo irá a caballo. —Es que como todo se ha quemado, quizá no tenga con qué venirse, puedo

llevarle ropa, manta, calzado... Doña Enriqueta reflexionó algunos momentos. —¿Y cómo vas a ir sola a tanta distancia? —Puede acompañarme Hilario, además, el caballero va casi con nosotros. —Bien, anda y lleva todo lo que has dicho.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

No tardaron mucho en salir Cecilia y un cholito que conducía un atado de ropa.

Poco después don Guillermo abría las puertas de su dormitorio y ordenaba que ensillasen su caballo.

Un oficial tocó la puerta de calle. —¿Quién es? —preguntó don Guillermo saliendo. —El señor Prefecto me manda decir a Ud. que tenga la bondad de ir,

inmediatamente. Latorre hizo un movimiento de contrariedad, pero dominándose en se-

guida, dijo: —¿Parece que ha habido novedad anoche? —Sí, señor; se ha descubierto una gran conspiración: se han tomado

armas, presos, etc. —¿Es cierto que se ha quemado la casa de Vélez? —Completamente; se dice que él mismo la incendió por salvar unas co-

municaciones importantísimas que hubieran comprometido a personas muy caracterizadas.

—¡Eso es grave! Diga Ud. al señor Prefecto que muy luego estaré por allá. El oficial se retiró. —¿Qué hago, hermana? —dijo Latorre, viendo aparecer a doña Enriqueta en la

puerta de su habitación—. ¿Cómo no voy en busca de mi hija al momento? —Cecilia ha ido ya, llevando lo que pueda necesitar para venirse; me parece prudente que vayas cuanto antes a la Prefectura; no sea que por tu amistad con Vélez recaigan sobre ti insultantes recelos.

—¡Tienes razón!, en seguida iré por Isabel. Don Guillermo regresó a su casa a las once del día. Estaba sumamente contrariado. El miedo y el desorden reinaban en las altas regiones gubernativas, habiendo

llegado a sus oídos cierto susurro de sospechas ofensivas a su persona, a la vez que notaba reserva en las autoridades.

Se hablaba mucho de comunicaciones que nadie había visto y cuyo con- tenido estaba en la inventiva de cada cual.

La llamada del Prefecto había sido para tratar de una reunión de notables que debía tener lugar a las doce del día, de manera que a don Guillermo apenas le quedaba tiempo para almorzarNo había visto a Iriarte en toda la mañana.

No podía ir a Carmen Alto hasta muy tarde, y le desesperaba no tener noticia alguna de su hija.

Doña Enriqueta y doña Andrea comentaban a su manera los aconteci- mientos de la noche.

Una mala noticia vino a agravar más la situación.

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Primera Parte / 46 capítulos

El Gobernador de Tambo, un joven Manrique, había hallado el medio de sacar del mar los cañones de Castilla.

El día estaba pésimo. A las doce volvió don Guillermo a la Prefectura; la sesión duró hasta más

de las dos de la tarde, dando por resultado una erogación voluntaria de los capitalistas.

Entretanto, Cecilia había llegado jadeante, pálida y llorosa, pudiendo apenas pronunciar estas palabras:

—¡La señorita no aparece! —¿Qué dices? —exclamó doña Enriqueta Cecilia se echó a llorar. —Habla, habla ¿Dónde está Isabel? —Ha desaparecido anoche, nadie sabe dónde está. —Te has vuelto loca, no sabes lo que dices —gritó desesperadamente

doña Enriqueta, mientras la costurera verdaderamente alarmada juntaba las manos.

—Que vayan en busca de Guillermo. —¿Qué sucede aquí? —preguntó este entrando. —Hermano de mi alma, que Cecilia ha traído la noticia de que Isabel ha

desaparecido anoche. —¡Mientes! —Es cierto —repuso la pobre muchacha llorando. —Por todas partes la hemos buscado —se atrevió a decir Hilario— hemos

preguntado a todos y nadie la ha visto. Don Guillermo se lanzó al interior; tomó el caballo que estaba ensillado y

partió a escape. Cecilia refirió a doña Enriqueta cuanto había visto y oído en Carmen Alto,

sin olvidar la triste situación de las hijas del doctor Vélez, refugiadas en la choza de una peona, hasta que fueron, una señora que dijeron era su tía y dos caballeros, quienes las habían traído.

—¿Pero no preguntaste a las niñas por Isabel? —No saben nada, dicen que estuvieron jugando hasta la una, hora en que

se retiraron a dormir, que después despertaron por el estruendo de los caballos y armas y llenas de susto corrieron hacia el cuarto del doctor, pero que todo estaba invadido por los soldados y vieron que principió a arderse el comedor, que entonces una mujer las tomó de las manos y se las llevó a su cuarto, de donde no permitió que saliesen; pero que desde ahí vieron quemarse toda su casa.

—¿Has preguntado por Isabel a las otras peonas? —No solo he preguntado, sino que he entrado a sus cuartos que son dos

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Jorge, El Hijo del Pueblo

o tres, la he llamado a gritos por las chacras vecinas sin tener contestación. ¡Quién sabe si el incendio la tomó dormida y se ha quemado! —¡No lo digas! ¡Por Dios! ¡No lo digas! —dijo doña Enriqueta, estreme- ciéndose.

—Con el susto quizá tomó el camino de la ciudad —agregó doña Andrea. —Ya estaría aquí repuso la señora. —Alguien la hubiera visto —añadió Cecilia. Así, en la mayor ansiedad transcurrieron las horas. Casi a las oraciones

sintieron entrar un caballo; todas se precipitaron al patio; don Guillermo re- gresaba solo y no necesitaron interrogarle, porque la lividez de su semblante lo revelaba todo.

¡Isabel no aparecía! Hubo un momento terrible de dolor. Don Guillermo sin pronunciar una palabra se metió en su cuarto, se arrojó

sobre una silla y se puso a llorar como un niño. Era padre, y su hija única y adorada acababa de desaparecer misteriosa-

mente en medio de un siniestro. Poco a poco se fue serenando y su frente por momentos contraída, y sus ojos a

intervalos centelleantes, demostraban que los más sombríos pensamientos cruzaban por su mente.

Así transcurrió una hora. De improviso Cecilia se aproximó a la puerta, y dijo: —Señor, ha venido el señor Iriarte. Don Guillermo se levantó como impelido por una fuerza desconocida y se

dirigió al salón. Hacía pocos minutos que el joven Mayor, elegante como siempre, afable

como nunca, preguntaba con vivo interés por la señorita Isabel. Doña Enriqueta en extremo turbada, principió por responder; —Está bien.

—¿Llegó con felicidad? —Sí... está algo enferma. —¡Cuánto se habría asustado anoche!... No era el caso para menos; ella tan

delicada, tan... Don Guillermo entró. Iriarte se adelantó a su encuentro con el más expresivo y afectuoso saludo en

los labios. Latorre pareció desorientado. —Durante el día se ha hecho un servicio tan estricto que me ha sido im-

posible venir a informarme de la salud de la señorita, a quien he considerado

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Primera Parte / 46 capítulos

justamente aterrada por los acontecimientos de anoche —dijo el Mayor, con la naturalidad más grande.

Latorre le estrechó la mano con fuerza y conduciéndole hasta el sofá: —Entre nosotros está demás el secreto —dijo—. Hasta ahora ignoro el

paradero de Isabel. Iriarte manifestó la sorpresa más perfecta. —Sí, amigo mío; durante el incendio desapareció mi hija, y nadie da razón de

ella; ignoro si el terror la hizo huir y extraviarse en un lugar desconocido, o si pereció entre las llamas.

—¡Vive Dios! que la buscaré y he de hallarla viva o muerta. Tengo dere- cho, señor de Latorre; porque es mi prometida esposa —Iriarte fingió el más legítimo de los dolores.

Doña Enriqueta de nuevo empezó a llorar. —No es conveniente que esto se divulgue aún, por eso no he dado parte a la

policía —dijo don Guillermo. —Mañana la buscaremos con doble empeño, usted por un lado y yo por

otro; si hasta la tarde no la hemos encontrado, será preciso que tome parte la autoridad.

—¿Qué hace? —exclamó desconsolada doña Enriqueta. —Casi tengo seguridad de que estará en casa de alguna amiguita —dijo

Iriarte. —¡Imposible! En todo el día, por lo menos habría enviado a decirnos

dónde está. —Es verdad. Iriarte se despidió jurando hallar a Isabel. Cuando estuvo en la calle se le aproximó Pedro. —¿Nada has adelantado? —Sí, mi Mayor; un peón vio saltar por la ventana a la señorita en com-

pañía de un hombre. —¡Hola! Continúa. —Nada más sabe; eran los momentos del incendio y apenas recuerda eso.

—¡Maldito incendio que tanto perjuicio nos ha hecho! —El chileno Braulio lo hizo de propósito; porque con tiempo pilló cuanto pudo.

—La desaparición de las comunicaciones es lo que desespera. —Preciso es saber quién es ese hombre con quien huyó la señorita de

Latorre. —Quizá mañana lo sepamos.

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R

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 33

A través de las chacras

etrocedamos para encontrar a los fugitivos en el momento en que Jorge puso en el suelo a Isabel. El resplandor del incendio que avanzaba iluminaba un inmenso radio;

Jorge cogió de la mano a la joven que temblaba, y casi a la carrera la hizo dar vuelta a la casa que en el extremo opuesto era ya un montón de cenizas envuelto en espeso humo. Sin detenerse tomó por las chacras de ese lado.

A medida que se alejaban, la oscuridad era mayor; las fuerzas momentá- neamente adquiridas por Isabel, principiaron a abandonarla; apenas seguía la marcha de su conductor. Jorge comprendió que necesitaban detenerse; era difícil que allí fueran a buscarlos.

Una vez acostumbrados sus ojos a la oscuridad, distinguió Jorge una promi- nencia en el terreno; era una pirca de piedras puesta sin duda como señal. —Aquí, señorita, puede Ud. descansar un rato —dijo el joven. —¿No vendrán?

—Imposible; nadie imagina que está Ud. aquí. Isabel se sentó. Era tiempo, pues casi no podía tenerse en pie. Jorge se apoyó en un sauce inmediato. Ninguno de los jóvenes volvió a pronunciar una palabra. Con los ojos fijos en el incendio, que se veía a cierta distancia, se entregaban al

océano de sus pensamientos. ¿Podía darse situación más excepcional que la de Isabel? Fugitiva de una casa entregada al saqueo y a las llamas, a la medianoche

internada en las chacras, en poder de un desconocido, que no otra cosa era para ella Jorge.

¿Y aquellas extrañas cartas que la habían puesto a punto de extraviar su razón?

En medio de todo dos imágenes no se apartaban de su mente: Alfredo y su padre.

¿Qué dirían cuando supiesen los acontecimientos de aquella noche?... Mientras tanto el tiempo iba transcurriendo, el incendio extinguiéndose, y

una luz blanquecina se dilataba por el oriente. Era la aurora que avanzaba. —¿Adónde vamos? —preguntó.

—A Arequipa, a su casa. —¡Ah! Cuánto deseo estar allá. —Por aquí, marchando siempre por los bordos de estas chacras podemos

alejarnos de Carmen Alto sin que nadie nos vea y con toda tranquilidad. —¿Nos buscarán?

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Primera Parte / 46 capítulos

—¡Quizá no! —dijo el joven, tratando de calmar la inquietud de la jo- ven— pero en todo caso vale mucho la precaución.

Jorge estaba seguro de que tan luego como Iriarte supiese la desaparición de Isabel y de las infames comunicaciones que había forjado, no omitiría medio para encontrarlas, y tampoco se le ocultaba la tremenda responsabilidad que sobre él haría pesar al sorprenderle con semejantes documentos en el bolsillo; sin embargo, fingía la mayor tranquilidad.

Isabel avanzó algunos pasos con la resolución del que trata de huir; pero pronto se detuvo vacilante.

Las impresiones de aquella noche casi habían concluido con sus fuerzas físicas y morales.

Jorge conoció que su joven compañera necesitaba un apoyo para caminar; pero tímido ante la distancia social que de ella le separaba no se atrevía a ofrecérselo.

El día estaba casi claro, el sendero que iban a recorrer era llano y perfec- tamente visible; sin embargo, Isabel no podía caminar sola. ¿Qué hacer? Al fin Jorge haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, para do- minarse, dijo:

—Creo, señorita, que está Ud. muy débil. ¿Le haría una ofensa al ofrecerle mi brazo?

A pesar de lo preocupada que estaba, Isabel se apercibió de la suma deli- cadeza que encerraban las palabras del joven.

—¡Ah! ¡Gracias! —respondió— bastante necesito de un apoyo. Y sin vacilar se tomó del brazo que Jorge le ofrecía con un abandono que

denotaba la confianza que le inspiraba. El joven la comprendió y lo agradeció en el fondo de su alma. Después de algunos momentos de silencio, dijo Isabel: —Perdone Ud., Jorge, si aún no le he agradecido el inmenso servicio que le

debo... Estoy tan aturdida... ¡Sufro tanto!... —No he hecho sino cumplir con el deber que obliga a todo hombre a salvar

a un inocente del peligro que se presenta... no hablemos ahora de esto: se halla Ud. sumamente impresionada.

—¡Ay! —exclamó la joven suspirando—. Ud. no puede imaginar lo que siento. Jorge guardó silencio. Marchaban por el seno de un océano de verdura. A veces se angostaban los

bordos y Jorge soltando el brazo de Isabel la guiaba conduciéndola por la mano. Ya saltaban el cauce de una acequia, ya pasaban de uno a otro bordo, salvando los pequeños obstáculos que se les oponían.

La mañana era hermosísima. El rocío se desprendía en abundantes gotas cristalinas de las cañas y hojas

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Jorge, El Hijo del Pueblo

de los maizales en que estaba depositado.

La brisa hacía ondular la rizada superficie de los alfalfares. Por doquiera se levantaba un vapor blanco y diáfano como la gasa, que a

cierta altura deshacía el aire. Las palomas madrugadoras empapaban sus alas en los cristales de los arroyos; los pájaros desde las copas de los sauces saludaban el nuevo día.

Mas, poco a poco los dorados rayos del Sol fueron haciéndose más ardientes, la mañana perdió su frescura y el día se adelantó radiante; pero caluroso. Nuestros fugitivos habían caminado tres horas sin avanzar, a causa de la lentitud con que lo hacían.

Abstraídos en sus respectivos pensamientos, casi no habían pronunciado más palabras que las indispensables para advertirse mutuamente la proximidad de un paso difícil.

Jorge creyó necesario dar algunos momentos de descanso a su fatigada compañera.

Habían llegado al pie de un viejo sauce, cuya retorcida raíz levantada sobre la superficie del terreno parecía ofrecerles un cómodo asiento. —Señorita —dijo el joven deteniéndose—, si Ud. quiere podemos hacer alto aquí, algunos momentos, necesita Ud. algún descanso para continuar. —Es cierto, estoy muy fatigada; hace mucho Sol.

—Este tronco, aun cuando no sea asiento muy cómodo... —No cuide Ud. mucho de eso —respondió sonriendo con tristeza y qui-

tándose el chal que la envolvía. Jorge tomándolo de sus manos lo puso a manera de alfombra sobre el agreste

asiento, e Isabel se sentó encima, con marcadas muestras de debilidad. Jorge comprendió que necesitaba tomar algún alimento. —¿Dónde va Ud? —preguntó la joven alarmada al verle en disposición de alejarse.

—Voy a ver si consigo aun cuando sea un vaso de leche; le es necesario algún alimento.

—Le aseguro que no tengo el menor deseo de tomar nada; lo único que le suplico es que no se aleje Ud. de mí; tengo miedo de quedarme sola en este sitio.

Jorge pareció vacilar. —Pero es indispensable que tome Ud. algo para que se reanimen sus fuerzas

—dijo después de algunos instantes—. Nuestro viaje aún es bastante largo, y si la debilidad se apodera de Ud., no podremos continuarlo. Por aquí cerca conozco un buen hombre que me dará cuanto tenga en su pobre cuarto.

—Haga Ud. lo que le parezca mejor; pero, por Dios, no tarde Ud. mucho. —Le prometo regresar en diez minutos.

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Primera Parte / 46 capítulos

Jorge partió velozmente perdiéndose entre los maizales. Isabel se encontró sola y un estremecimiento nervioso sacudió su cuerpo.

Miró a su alrededor con recelo y por algún tiempo creyó oír pasos y cuchi- cheos, allí donde solo habían hojas que se rozaban al soplo del viento. Convencida de esta verdad se tranquilizó un tanto.

Amarga tenía la boca y secos los labios; se inclinó para alzar con las manos agua de la acequia regadora que corría a sus pies, y entonces alcanzó a ver en su líquida superficie, como en movible espejo, el desorden de su peinado y vestido.

Por un impulso de natural coquetería trató de arreglarse de la mejor manera posible. Se lavó la cara y las manos, y un pañuelo le sirvió de toalla. Sacó una a una las horquillas de su peinado, y haciendo de peineta sus dedos, arregló de nuevo sus abundosos cabellos, quedando perfectamente peinada. Asimismo compuso su vestido, estiró las arrugas de su cuello y puños de encaje, e hizo el nudo de su corbata.

Al mirarse por última vez en el agua ella misma se admiró de su transfor- mación; pero esto, que en otras circunstancias, la habría hecho sonreír, ahora solo le arrancó un suspiro.

Largo tiempo permaneció Isabel con la frente entre las manos, sumida en profunda y dolorosa meditación.

Así la encontró Jorge al volver con una taza de leche en la mano. —Mucho ha tardado Ud., amigo mío —dijo Isabel en tono de dulce

reconvención. —Es verdad, y por ello le pido mil perdones —repuso el joven entregán-

dole la taza, y sacando del bolsillo un envoltorio de papel que contenía en distintos paquetitos: carne cocida fría, queso fresco y pan—. Es cuanto he podido conseguir —añadió— en esta soledad nada se encuentra.

Sacó un cortaplumas y abierto lo entregó a Isabel, diciendo: —Suplico a Ud., señorita, tenga la bondad de tomar algún alimento. Aunque Isabel carecía en lo absoluto de apetencia, por no desairar a

su joven acompañante, se resolvió a tomar algo, rogando a Jorge hiciera lo mismo.

Terminado el pequeño almuerzo, Jorge dejó sola otra vez a Isabel para devolver la taza que sin duda le habían prestado.

—¿Qué hora es? —preguntó Isabel viéndole regresar. —Las diez, más o menos, y si Ud. gusta podemos continuar nuestro viaje

hasta las once, hora en que descansará Ud. otra vez; porque entonces el Sol es abrasador.

—Vamos pues —dijo Isabel poniéndose de pie. Jorge dobló el chal y se lo puso al brazo.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Por acá, señorita —dijo indicando un bordo alto y bien formado. —Yo pasaré adelante, para darle la mano en los pasos difíciles. Y echó a andar. —¡Gracias! Jorge, no sé cómo corresponder a tantos cuidados y a tantos

servicios —dijo Isabel siguiéndole. —Soy yo el que no sé cómo agradecerle... —¿Qué? —preguntó Isabel admirada. —¿Qué? —repitió Jorge— ¿Cree Ud., señorita que no alza un eco dulcísi-

mo en mi alma esa confianza, esa seguridad que me manifiesta Ud. dejándose conducir por mí, por un desconocido, a través de este laberinto de chacras, fiada sólo en mi palabra?

—¡Es verdad! —repuso Isabel— que pocos días ha le he visto en casa trabajando; pero no necesito que nadie me garantice la nobleza de sus sen- timientos; porque en su fisonomía pude leerlos desde el primer día en que le conocí; por eso me fío de Ud. como de un hermano, y le sigo con la seguridad de que voy a casa de mi padre.

Jorge escuchó como una dulce armonía las palabras de su compañera; estaba encantado de su sencillez e ingenuidad.

A su vez Isabel se sentía vivamente interesada por aquel joven que tan generosamente la protegía. Adivinaba en sus frases, en su sonrisa y en su expresión algo misterioso, en cuyo fondo podía encontrarse algo amargo que emponzoñaba su existencia.

Siempre el dolor y el misterio hallaron un eco simpático en el corazón de la mujer.

Isabel enferma del alma creyó hallar en la de Jorge un alma gemela de la suya, y se sintió atraída a ella por un afecto enteramente fraternal. Como del cariño brota la confianza, la linda joven quiso depositar en el corazón de su protector parte de las penas que torturaban el suyo. Nunca había tenido un pecho amigo a quien confiarlas. ¡Es tan dulce tener alguien a quién poder revelarse!...

Sin dejar de caminar, Isabel dirigió a su compañero la palabra, en estos términos:

—¿No es cierto, Jorge, que es muy extraño cuanto me sucede? —Verdaderamente, señorita. —¿Podría Ud. decirme, cómo ha tenido Ud. conocimiento de mi situación, o

quién le avisó para que viniera tan a tiempo en mi socorro? Esta pregunta desorientó a Jorge.

—La providencia velaba por Ud. —dijo después de un instante. —¡Oh! Sí lo conozco, y de lo íntimo de mi alma le doy gracias; pero Ud. ha

sido el instrumento de que ella se ha valido.

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Primera Parte / 46 capítulos

La exigencia de Isabel puso a Jorge en una situación embarazosa. No quería pronunciar una palabra que comprometiese a Iriarte, no obstante

su intención de arrancar a tiempo la máscara hipócrita con que se cubría. En el estado en que se hallaba el alma de Isabel era sumamente peligroso decirle: el ser a quien amas y en quien cifras todas tus ilusiones, es un monstruo de perfidia y de infamia. Esto podía ser fatal para la joven si llegaba a creerlo; fatal para él si se sentía herido por el odio o el desprecio de aquella angelical criatura por quien actualmente exponía el honor y la vida. Con todo, era preciso a la vez preparar el camino y sondear el abismo.

—La casualidad hace a veces sorprender secretos que nunca hubiéramos imaginado —dijo— pero, ¿a qué ocuparnos ahora de eso? Está Ud. demasiado fatigada para escuchar pesadas narraciones.

—No, Jorge, yo necesito una luz que aclare este intrincado laberinto de intrigas en que me hallo; deseo conocer a sus autores y saber cuál es el móvil que los impulsa. Ud. que supo la hora precisa del asalto a la casa del infortunado Vélez; Ud. que no ignora, por cierto, el contenido de las cartas de ese paquete que se apresuró a recoger, sabe quiénes son mis enemigos y los de mi padre y qué otros peligros nos amenazan y debe señalármelos cuanto antes.

—Hay mucho tiempo; cuando esté Ud. más tranquila, le diré todo lo que sé.

—No, ahora mismo, tengo bastante presencia de espíritu para escucharle. —Tal vez no. —Se lo ruego. —Es que... Jorge se detuvo como si se arrepintiera de concluir. —¡Hable Ud; por Dios, Jorge!, porque su silencio me haría temer... Por la mente de Isabel cruzó una sospecha. ¿Si estaría Jorge ligado con sus enemigos? Fijó sus ojos en la franca fisonomía de su amigo e indignándose consigo

misma, desechó esta idea como criminal. Jorge sonrió imperceptiblemente. Había adivinado el pensamiento de

Isabel. —¡Tiene Ud. razón —dijo— mi silencio en este caso da mucho en que

pensar!... Isabel comprendió toda la hiel que encerraban estas palabras y dando a su

acento la mayor dulzura, dijo: —Suplico a Ud., Jorge, que aclare este enigma. —Lo haré, señorita; pero antes le ruego tenga la bondad de responder a

algunas preguntas. —No tengo inconveniente, puede Ud. preguntar cuanto quiera.

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J

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 34

Gotas de acíbar

orge guardó silencio por algunos segundos; no sabía cómo princi- piar. Al fin tomando una resolución dijo:

—¿Cómo llegó este paquete a sus manos, señorita? —Lo hallé en mi cuarto.

—¿Y no sospecha Ud. quién pudo dejarlo ahí? —No. —¿Ninguna persona ha entrado?... —¡No! ...¡Ah! Solo doña Andrea; pero... —¿No la cree Ud. capaz de ser portadora de estos papeles? Isabel vaciló. Siempre le había sido antipática esta mujer, no obstante sus oficiosidades;

pero en asunto tan grave temía formarse un mal juicio. —Estos papeles —continuó Jorge— están atados con el listón de uno de sus vestidos.

—Es cierto —repuso Isabel— y es muy extraño; porque yo nunca he dado listones a nadie.

—Luego sólo puede haberlo tomado una persona íntima de su casa, una mujer que tenga la confianza necesaria para registrar roperos y baúles. —¡Es verdad! ¡Es verdad! —contestó Isabel pensando en la costurera. —¿Y no le parece muy raro el que haya coincidido la venida de doña Andrea a Carmen Alto con estos acontecimientos?

—Jorge, tiene Ud. razón, cuando ayer me anunciaron la llegada de esa señora, no sé por qué sentí una sensación penosa, como el presentimiento de una desgracia; mas, ¿qué interés puede haber tenido en ocasionar tantos desastres perdiéndome a mí?

—El de un poco de dinero. Isabel se estremeció. Sabía muy bien que doña Andrea era remunerada con

largueza por los servicios que prestaba a Iriarte. —Convengo en eso —respondió— y por lo mismo aquí se nota la mano

oculta de unos enemigos terribles, que hasta hoy ignoraba tener; porque yo no recuerdo, Jorge, haber hecho mal a nadie.

—Muchas veces, señorita, se pagan ajenas faltas. —¿Faltas que pueda pagar yo? Mi padre es el mejor de los hombres, nunca

ha tenido enemigos; mi madre fue un ángel, mi tía es una santa. —Si Ud. me permite, puedo señalar en su señora tía, un pequeño lunar,

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Primera Parte / 46 capítulos

su defecto único, en mi humilde concepto; pero que bien puede haber sido perjudicial.

—Ya lo sé, va Ud. a decir que es orgullosa; este es defecto hereditario de su familia; pero no veo qué parte pueda tener en lo que hoy me sucede. —Cómo no; un rasgo de altanería, un acto despreciativo, una frase humi- llante, pueden haber herido un corazón no menos soberbio y además cobarde, vengativo y ruin. Recuerde Ud., señorita, si alguna vez ha llegado a su noticia, o si Ud. misma ha presenciado algo semejante.

Isabel palideció. Por segunda vez, en el curso de aquel interrogatorio del que parecía brotar la

luz, había pasado ante sus ojos de un modo fatídico, la imagen de Iriarte. La escena del baile nunca se había apartado de su imaginación; conservaba en la memoria todos sus detalles.

La reflexión de Jorge penetró, pues, como un frío puñal en su alma. Pero no,... Alfredo era demasiado caballero, demasiado generoso y bueno para conservar un rencor así, a la familia de su amada; si tuvo algún resentimiento lo habría sacrificado a su cariño por Isabel; las posteriores atenciones de la familia, espe- cialmente de su tía, todo lo habían borrado, todo lo habían hecho olvidar.

Jorge adivinó lo que pasaba en el alma de la joven e intencionalmente agregó:

—Me parece algo raro el que en esta intriga tenga participación una per- sona íntima de un amigo de la familia de Ud.

Isabel se detuvo, parecía haberse fatigado demasiado con la marcha. —Explíquese Ud. claro, Jorge —dijo. —Se lo he ofrecido, señorita, y lo cumpliré; pero me parece necesario que

tome Ud. algún descanso. La joven sin replicar se sentó sobre la romaza23 que abundante crecía sobre el

bordo en que se hallaban. —Decía Ud... —murmuró Isabel fijando sus ojos en el sereno semblante de

su amigo. —Un tal Pedro, un soldado, ha desempeñado el principal papel en esta

intriga —dijo con sencillez Jorge. —El ordenanza... —exclamó Isabel, oprimiéndose con fuerza el pecho. —Del mayor Iriarte, sí —agregó con fingida indiferencia el joven. —¡Cómo!... ¡No es posible!...

—Anoche un amigo mío, un hijo del pueblo como yo, recogió de su boca los datos más preciosos para mí; la hora del asalto, la terrible importancia del paquete atado con el listón color de rosa...

—¡Ah!...

23 Romaza. Llamada también "zarzaparilla", "llaquellaque", es una hierba que crece en los

bordos de las acequias, tiene usos medicinales.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Favorecido por la Providencia que vela por los inocentes, pudo sor- prender Luis el diálogo en que Pedro recibía las últimas órdenes y el encargo especial de hacer caer este paquete en manos de los asaltantes.

—¡Dios mío! —Gracias a la oficiosidad de este buen amigo, que también se interesa por

Ud., señorita, pude llegar a tiempo para evitar una catástrofe. —Pero, ¿quién daba esas órdenes infames? —dijo la joven por cuyo sem- blante se había extendido el color de la magnolia.

Jorge tuvo miedo de revelar su nombre. Aquella inocente criatura en cuyo rostro veía retratada la agonía del alma,

le interesaba demasiado para que él tuviera valor de herirla mortalmente, ade- más, ¿quién podría saber las consecuencias de revelación semejante? Tiempo había para que Isabel lo supiera todo, por ahora bastaba con lo dicho.

—Luis no pudo saberlo —respondió—; aquel hombre se ocultaba en la sombra.

—¡Eso no es verdad! —Los criminales se envuelven en las tinieblas —repuso Jorge imper-

turbable. —Pero Ud. no sospecha... Ud. no cree... —Todo juicio al respecto sería infundado, se aventuraría demasiado al

hacer una suposición cualquiera. ¿Quién puede saber las relaciones que ese soldado tenga con gente desconocida?

—Tiene Ud. razón —dijo Isabel, respirando como si se le quitara un peso del corazón.

—Preciso es que quien tal plan ha fraguado sea un malvado digno de presidio. Ud. seguramente nunca ha visto en torno suyo un hombre de esta condición.

—¡Oh, no, nunca! Jorge sonrió imperceptiblemente. Sin duda mil pensamientos cruzaban por su mente; porque aquella sonrisa

tenía mucho de compasiva, de irónica y de amarga. —Pues, tenga Ud. la seguridad —añadió marcando las palabras— que el

autor de esta intriga criminal, es el reptil más repugnante y venenoso; que el hombre que la ha concebido tiene el corazón de cieno.

—¡Ah, Jorge! ¿Si Ud. viera cómo han imitado mi letra y escrito con ella y bajo mi firma las cartas más repugnantes y acusadoras, depresivas de mi dignidad y de mi honor así como del de mi padre?...

Jorge no había sospechado aquello, así es que una nube sombría pasó de nuevo por su frente; pero no dijo nada.

—Lea Ud., amigo mío —dijo Isabel—, infórmese Ud. de todo, quizá halle una luz que nos descubra al criminal.

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Primera Parte / 46 capítulos

—Sería una imprudencia, señorita, el detenernos a registrar esas páginas, en este sitio y en la situación en que nos hallamos.

—Es verdad, olvidaba que aún nos resta mucho para llegar a Arequipa. —No tanto; pero es preciso caminar despacio para no fatigarse y hacer algunos rodeos para evitar encuentros desagradables.

Isabel se había puesto de pie y ambos jóvenes continuaron su interrumpida marcha.

Poco después llegaron a un sitio donde un sauce desplomado ofrecía rústico asiento al pie de la cerca de un alfalfar.

Como era el mediodía y el Sol estaba en toda su fuerza, Jorge propuso detenerse. Isabel accedió gustosa y se sentó sobre el árbol caído. Previo su consentimiento, Jorge la dejó sola algunos momentos. La joven quedó entre- gada a sus pensamientos.

Alfredo era un modelo de caballerosidad; pero su ordenanza era un crimi- nal. ¿Cómo se comprendía tanta intimidad entre ambos? ¿Cómo Pedro y doña Andrea, ciegos servidores de Iriarte, resultaban ser los principales agentes de una infame intriga para perderla?

Al hacerse estas reflexiones, algo como una densa niebla descendía al alma de Isabel.

Una lucha secreta iniciaba la duda en lo más recóndito de su conciencia y no hallándose con fuerzas para sostenerla, fijaba en otros objetos su pen- samiento.

¿Qué efecto habrían producido en su casa las terribles noticias de aquel día? ¿Qué juzgarían de su desaparición? Pronto iría a tranquilizar a su familia, a referirle los peligros de que la había salvado Jorge.

¡Jorge! Este nombre resonaba en el corazón de Isabel de un modo conso- lador y dulcísimo.

En pocas horas había adquirido la mayor confianza en él. —Con razón —se decía— me fue tan simpático desde el primer momento en

que lo conocí; con razón su recuerdo siempre me fue grato y nunca se borró de mi memoria.

Aquí llegaba Isabel en sus reflexiones cuando vio venir a su amigo, trayendo en la mano un vaso de cristal lleno del dorado licor de los incas, y no pudo menos que enviarle una sonrisa de agradecimiento.

—Señorita, —dijo Jorge—, ignoro si a Ud. le agrade esta bebida; pero como hace tanto calor y aquí es imposible hallar otra... —Gracias, amigo mío, gracias —interrumpió Isabel recibiendo el vaso— a mí me agrada este licor tan suave como inocente, no pertenezco al número de quienes lo rechazan solo por ser peruano.

En seguida lo llevó a sus labios y bebió.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Jorge después de devolver el vaso a una picantería inmediata, volvió donde Isabel.

—Si a Ud. le parece, señorita, aguardaremos que baje un poco el Sol. —Si no hay peligro... —Creo que aunque nos busquen con empeño, aquí nadie vendrá. Jorge tomó asiento cerca de la joven. Hubo algunos momentos de silencio. Isabel meditaba y parecía vacilar. Por último se decidió y dijo: —Jorge; ignoro quién sea Ud; no conozco su familia ni sus antecedentes;

pero la viva simpatía que me inspiró Ud. desde la primera vez que le conocí, los innumerables favores que le debo, la delicadeza de todas sus acciones, obligan de tal manera mi gratitud, me inspiran tanta confianza, que no creería corresponderle de alguna manera, si no le mirase como a mi hermano.

Jorge se emocionó visiblemente. —Yo no tengo a quién participar mis angustias y temores, necesito un apoyo,

un consejo, una voz que me tranquilice, que atenúe mi remordimiento... —¿Remordimiento?... ¿Ud.? —preguntó Jorge sorprendido. —Y crueles presentimientos —añadió Isabel lanzando un suspiro. —Hable Ud. señorita, por Dios; si tiene alguna estimación por mí, si cree que debe recompensarme por algún servicio, no me oculte Ud. nada de lo que motiva sus pesares.

—Gracias, amigo mío, gracias; es Ud. la primera persona a quien voy a decir lo que siempre he callado a todos, aun a mis más íntimas amigas. Jorge aguardaba las palabras de Isabel con la más viva atención. —No sé —dijo Isabel poniéndose encendida— si habrá llegado a sus oídos el rumor de mi compromiso... con el mayor Iriarte.

Jorge hizo un signo afirmativo con la cabeza. —Pues bien, ese rumor tiene un origen cierto... es un compromiso for-

mal;... pero mi padre no sabe nada; y este es mi remordimiento, la causa de mis terrores.

—¿Teme Ud. que el señor de Latorre se oponga a ese enlace? —No, muy al contrario, creo que él y toda mi familia lo aceptarían con

júbilo. —Entonces... —Por un extraño capricho que sirve para atormentarme, Iriarte se opone

tenazmente a que se lo participe. —¡Miserable! —murmuró Jorge, tan bajo que Isabel no pudo oírle. —Esta reserva me obliga a sostener una situación la más difícil para mí,

llevo una vida azarosa, llena de temores, me veo precisada a valerme de per-

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Primera Parte / 46 capítulos

sonas que nunca me han merecido confianza y que desde hoy me inspiran horror: hablo de doña Andrea y de Pedro. Si Alfredo no se deshace de su ordenanza, si mi tía no despide a su costurera, yo misma revelaré a mi padre el compromiso que he contraído con Iriarte; porque me espanta la idea de estar en manos de dos intrigantes, capaces de haberme puesto en la situación en que me hallo. ¿No cree Ud., Jorge, que eso debo hacer? Dígame Ud. lo que piense, con entera confianza.

Jorge guardó silencio. Sin duda sostenía una lucha interior. ¿Diría la verdad, hiriendo el corazón

de Isabel, harto amargado ya? ¿La ocultaría haciéndose cómplice de la farsa de Iriarte?

—¿Por qué calla Ud.? —preguntó Isabel con extrañeza—. ¿Por qué no me da Ud. francamente su opinión?

—Señorita, no sé qué decirle. Isabel fijó los ojos en Jorge y con esa perspicacia propia de las mujeres,

adivinó que algo quería ocultarle. —Por Dios —dijo en ademán suplicante—, no me oculte Ud. la verdad,

amigo mío. —¿La verdad? La verdad puede agregar una gota más a su amargo cáliz. Isabel se puso pálida como la muerte. Se trataba de Iriarte; esto explicaba su

emoción. —Hable Ud. —murmuró—, la incertidumbre es más horrible que la

realidad. —Pues bien, sí; hoy o mañana es igual; siempre tendría que revelarle en

cumplimiento de mi deber, lo que voy a decirle; ánimo, señorita. —No tenga Ud. cuidado, estoy preparada a todo.

—Ante todo le diré, que sé de muy buen origen, que Ud. sola no ocupa el corazón del mayor Iriarte.

Por primera vez una víbora venenosa clavó su fatal mordedura en el co - razón de Isabel que, trémula de emoción, se levantó de su asiento, diciendo bruscamente:

—¿Que dice Ud.? —Señorita, Ud. me ha obligado... —Es cierto; continúe Ud., Jorge, y no haga caso de mí —dijo la pobre

joven, sentándose de nuevo y ocultando la frente entre sus manos. Jorge la contemplaba con una ternura indecible.

—Tranquilícese Ud., señorita, después continuaré. —Iriarte ama a otra, ¿no es verdad? —Así es. Isabel temblaba con un frío glacial.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿Y ella? —preguntó alzando la cabeza e interrogando el semblante de Jorge con angustia.

—Lo ignoro, señorita. —Pero, ¿quién es, cómo se llama? —Tampoco puedo responder a esas preguntas; porque la persona que nos

ocupa vive en Lima. —¡Ah! Isabel tomó un aire reflexivo. Un destello de esperanza se abrió paso por

entre las sombras que ofuscaban su alma. —Tal vez la ha olvidado... por mí —dijo, respondiendo en voz alta a su

pensamiento. —Puede ser; pero según noticias ciertas que tengo, nunca podrá romper los

formales compromisos que a ella le ligan —repuso Jorge. Un vértigo pasó por la frente de Isabel que cerró los ojos. Iriarte la había engañado, había hecho de su corazón un juguete. La desgraciada joven rompió a llorar.

Así transcurrió bastante tiempo. La tarde iba aproximándose, el Sol radiante aún en el firmamento, recogía del

suelo sus dorados rayos, para multiplicar ardientes resplandores sobre las cumbres; una suave brisa soplando sobre la campiña venía a refrescarla de los ardores del mediodía.

Jorge contemplaba a Isabel con intenso dolor.

—Ánimo, señorita —dijo al fin—, ánimo y procure Ud. arrojar de su corazón a ese hombre indigno de su cariño.

—¿No es cierto que Ud. no me engaña? ¡Oh, no! Ud. es incapaz de eso; pero quizá los informes que le han dado no sean exactos.

—Es posible —repuso Jorge, que comprendió la necesidad de un lenitivo—, tiempo habrá para comprobar todo.

—¡Oh! confío en usted.

—¿Aun después de haber lastimado tan cruelmente su corazón?

—¡Oh!, no ha hecho Ud. más que cumplir con su deber de buen amigo, además, yo lo exigí y no me arrepiento.

—¿No me guardará Ud. resentimiento?

—Amigo mío, lo que siempre abrigaré para Ud. es el reconocimiento más vivo.

—Comprendo, señorita, los sufrimientos que con mi revelación, tal vez imprudente, la he hecho saborear, y bien sabe Dios que ellos laceran también mi corazón, y que daría mi vida por evitar una sola de sus lágrimas.

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E

Primera Parte / 46 capítulos

Isabel tendió su blanca mano al joven, que la estrechó con delicadeza. —Jorge —le dijo— esta misma tarde tendré la inmensa satisfacción de

presentarlo a mi padre, como a mi salvador, como el mejor de mis amigos. —No esta tarde —repuso el joven sonriendo—, sino mañana. —¿Mañana, y porqué no hoy?

—Porque cuando principie a oscurecer debemos abandonar los bordos de las chacras, a fin de que nadie nos conozca, pues no sería conveniente. Muy cerca estará pues la noche cuando entremos a la plaza de Yanahuara, lugar a donde nos dirigimos.

—A Yanahuara. ¿Y qué vamos a hacer allí? —Tranquilícese Ud., señorita; en Yanahuara vive la única familia que

tengo, mi tío José con su esposa, su hermana y algunos chicos; allí será Ud. tan atendida como le sea posible hacerlo a gente pobre; pero de sano corazón.

—¡Cuánta mortificación voy a proporcionar! —La única que tenga mi familia será por no poderla rodear de todas las

comodidades a que está Ud. acostumbrada. —Gracias, Jorge, por tanta bondad. Isabel había hecho lo posible por enjugar sus lágrimas. Algunos minutos después, nuestra simpática pareja continuaba su marcha.

Capítulo 35

Confidencias íntimas

l sol descendía a sepultarse en el ocaso, cuando Jorge e Isabel se detuvieron en una chacra de Yanahuara. —Hemos llegado —dijo Jorge—; pero aún es muy temprano y debemos

aguardar que oscurezca, para entrar al pueblo. —Sí, aguardemos aquí. ¡Oh y qué sitio tan hermoso! Verdaderamente, el lugar en que los jóvenes se hallaban no podía ser más

poético. Isabel tomó asiento en un elevado bordo tapizado de musgo. Una prolongada hilera de sauces y frondosas plantas de flores silvestres de vi-

vísimos colores, formaban el respaldo de aquel inmenso diván aterciopelado. Los rosales silvestres llenaban el ambiente con su delicioso aroma; la rosa común de formas delicadas y color inimitable, abría en cada uno de sus broches una copa de ambrosía.

La campiña matizada con todos los tonos del verde, se extendía por doquie- 165

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Jorge, El Hijo del Pueblo

ra brillante y encantadora; corderos blancos como el armiño, vacas pintadas como el frejol, pacían en los alfalfares; labradoras con trajes de bayetilla de todo color, se daban prisa a terminar las faenas del día; robustos gañanes, ayudados por pacientes yuntas, abrían el último surco de la tablada, que cerraba el trabajo por aquella tarde, y por encima de todo se alzaba la blanca torre del templo de Yanahuara, como el dedo de la religión que señala el cielo, como la mano de la Providencia que bendice la naturaleza y el trabajo que le arranca sus frutos. Allí, en segundo término, se divisaba la ciudad de los guerreros y de los poetas, con sus cúpulas doradas por los últimos rayos del Sol, y a la izquierda los Andes y el Misti con luengos mantos color violeta y penachos de nácar y de oro.

Isabel contemplaba absorta aquel cuadro siempre nuevo, constantemente admirable; ante él, podía decirse, que parte de sus penas se había dormido. Jorge no menos embebido en la contemplación de la naturaleza, hablaba a su compañera, indicándole las bellezas que descubría, con tanto calor, con tan bellos estilos que Isabel admirada no pudo menos que preguntar: —¿Es Ud. poeta, Jorge?

—Lo ignoro, señorita; pero siento dentro de mi alma algo inexplicable, que me hace presentir la belleza donde otros no la encuentran; algo que me entusiasma o me abate, que me hace gozar o sufrir, que pone en mis manos el pincel para animar un cuadro, y que me obliga a arrojarlo con desdén; porque no puedo comunicarle vida.

Isabel guardó silencio.

Cada vez más sorprendida conoció que Jorge estaba muy lejos de ser una individualidad vulgar; a la nobleza de sus acciones unía la elevación de su alma, y en su rostro nada había que no fuese distinguido y bello, si bien bañado en un tinte ligeramente melancólico y reflexivo.

Mientras Isabel pensaba en todo esto, Jorge formaba un ramo de rosas para ofrecérselo.

La joven lo tomó de manos de su salvador con transporte, buscó un alfiler en el lazo de su corbata, y cogiendo la más linda rosa del ramo la prendió sobre su pecho.

Esta acción tan sencilla causó en Jorge honda impresión. Se sentó al lado de Isabel y permaneció algunos minutos entregado a una meditación profunda.

De ella lo sacó la voz de la joven, que le dijo con dulzura: —¿Está Ud. preocupado, Jorge? —Sí, señorita; hay veces en que no soy dueño de mis pensamientos.

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Primera Parte / 46 capítulos

Isabel comprendió que había algún misterio en el corazón de su amigo, y vivamente interesada por él, trató de sondearlo.

—No me precio de adivinar por el exterior de una persona lo que pasa en su alma —dijo—, pero, o mucho me engaño, o es cierto que Ud. sufre, Jorge. —Es cierto, es cierto —respondió el joven con una precipitación que de- notaba la necesidad de revelar algo que abrasaba su alma—, Ud. que cree que los hijos del pueblo tienen los mismos sentimientos e igual inteligencia que los demás; Ud. que me ha abierto su corazón y me ha confiado sus secretos, que me llama su amigo y su hermano, que sufre, y que ha adivinado que yo sufro también, es Ud. la única persona capaz de comprenderme. Solo a Ud. puedo abrir mi alma, hasta hoy cerrada para todos. Nunca de mis labios ha salido una queja; porque nunca he pensado en mendigar la compasión pública, exponiendo mis íntimos dolores a la indiferencia del que no comprende, y a la risa del que se burla.

—¡Oh! —repuso Isabel—. Y yo que tengo el corazón despedazado, puedo apreciar los sufrimientos del suyo, y si estuviera en mis manos el remediar - los...

Jorge movió la cabeza negativamente. —No —dijo—, Ud. no puede remediar lo que la naturaleza, o más bien, la

sociedad ha hecho; pero sí sentiré un inmenso alivio depositando en su noble corazón, lo que encerrado en el mío me ahoga.

—Hable Ud., Jorge, con la confianza que debe inspirarle una verdadera hermana; la mutua comunicación de nuestros sufrimientos será un nuevo lazo que una nuestros corazones.

Jorge permaneció silencioso algunos segundos, luego aspirando con fuerza, como si el aire hiciera falta a su pecho, dijo:

—Hace pocas horas me decía Ud., que ignoraba quién fuese yo, de dónde provenía, cuáles eran mis antecedentes; pues bien, ahora mismo va Ud. a saber todo lo que yo sé.

Isabel redobló su atención. Después de una corta pausa, Jorge principió de esta manera: —Nací una noche oscura, lluviosa, tan negra como la fatalidad. Un cuarto,

cuyas paredes de barro sostenían los restos de un techo de paja negruzca, fue el primer albergue que encontré al venir al mundo.

Por motivos que aún no conozco exactamente, mi madre se había alejado de su familia, que aunque pobre, tenía alguna mayor comodidad; buscando asilo entre personas extrañas y desvalidas, se tuvo por feliz cuando la caridad le proporcionó aquel rincón y un poco de alimento.

No teniendo pañales en que envolverme, rompió sus fustanes para hacerlos; mas, como aquel cuarto no tenía puertas y el aire entraba por todas partes, me

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Jorge, El Hijo del Pueblo

dio una enfermedad en los ojos, de cuyas resultas casi pierdo la vista.

Tan aflictiva situación no duró mucho, por felicidad. La hermana mayor de mi madre vino a buscarnos y en medio de lágrimas y abrazos nos condujo a su casa. Mi tía Jacinta era casada y vivía aquí, en Yanahuara, en la misma casita a donde voy a llevarla a Ud., allí hizo con nosotros oficios de madre, ella me llevó al bautismo y eligió el nombre que tengo.

Transcurrió un año. Un día se presentó un caballero en busca de un ama de leche; su esposa

estaba muy delicada y no podía criar por sí misma a su hija. Mi madre dijo que de buena gana iría; pero que le era imposible separarse de mí. El caballero convino en que me llevase y aquel mismo día quedábamos instalados en casa de la señora de Velarde.

Jorge hizo una pausa. Isabel cada vez más interesada, escuchaba con religioso silencio. —Todo esto —continuó el joven— me refirió mil veces mi madre, desde

que estuve en edad de comprender lo que me decía. Recuerdo que una vez se me ocurrió preguntarle por mi padre, “reza por él”, fue su única respuesta; más tarde la sorprendí llorando y nunca volví a repetirle esa pregunta.

En cuanto a mí, los albores de la razón me sorprendieron junto a la cuna de una niña. Cuando mi madre tenía otras ocupaciones, me dejaba cuidando a Elenita; yo, sentado en el suelo, la mecía para que no despertase y la mecía tanto, que yo también fatigado de cansancio me rendía al sueño; aún conservo en la frente la señal de un golpe que casualmente me di contra su cuna.

Jorge se interrumpió. Parecía que hallaba un goce melancólico al detenerse en aquel punto de sus recuerdos.

—La familia del señor Velarde —prosiguió— era excelente. La formaban don Fernando, su esposa Emilia, un niño algo mayorcito que yo, llamado Enrique, y Elena; transcurrido algún tiempo, puede decirse que yo también formé parte de la familia, que llegó a quererme como a tal.

Aun cuando Elena dejó de necesitar de mi madre, la señora Emilia no quiso que dejáramos la casa; además, habíamos llegado a ser una necesidad los unos para los otros; mi madre era de toda la confianza de la señora; yo no podía pasar sin ver a Elena, sin jugar con Enrique, compañero inseparable de mis travesuras infantiles.

¡Cuán risueños transcurrieron los días de mi niñez! ¡Ignorando los dolores de la vida, sin saber lo triste de mi condición, ni la distancia que había de mis jóvenes amigos a mí! Ellos me trataban como a hermano y yo, con inocente franqueza, les daba el mismo nombre. Elena se hallaba conmigo y yo la quería con todas las fuerzas de mi corazón. Enrique me hacía partícipe de todos sus dulces y juguetes y yo nada hacía sin él.

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Primera Parte / 46 capítulos

En verano íbamos al campo y algunas veces al mar. Cuando tuve cinco años, fuimos a dar un paseo a las playas de Tambo. Todas las tardes nos enviaban a los niños a jugar en las orillas del mar, al cuidado de mi madre. Enrique y yo nos entreteníamos en buscar conchas con las cuales hacíamos pulseras y collares, él los guardaba para su madre, yo corría a ofrecérselos a Elena, que en brazos de la mía, se divertía escuchando cuentos. De estas escenas infantiles tomé más tarde asunto para un cuadro que quise obsequiar a Elena, como un recuerdo de esa venturosa edad; pero no lo quiso el destino.

Cuando Enrique entró al colegio, fui junto con él. Vestíamos de igual manera y aprendíamos lo mismo; los condiscípulos nos creían hermanos y Enrique nunca dijo lo contrario. Don Fernando decía que deseaba que su hijo tuviese en mí un constante compañero, y que para que le fuese enteramente útil, era necesario que yo tuviese tanta instrucción como él mismo.

Con el tiempo llegué a saber más que Enrique; porque él era desaplicado y yo no; amaba el estudio y mi mayor placer era la lectura; don Fernando tenía una buena colección de obras selectas destinadas a su hijo; pero ellas en rigor solo sirvieron para mí, que ávido de conocimientos no me cansaba de beberlos en ellas.

Así pasaban los años Contaría apenas nueve años de edad, cuando enfermó gravemente mi

madre. Doña Emilia, Elena, toda aquella bondadosa familia se constituyó a la cabecera de su cama para asistirla. Todo fue en vano. Conociendo mi madre que iba a morir, pidió los auxilios de la religión, se confesó y envió por su padre. Por primera vez vi entrar en su habitación a un hombre de edad, al parecer artesano; mi madre y el anciano hablaron sin testigos más de una hora, después me hicieron entrar; mi madre incorporándose en su cama, me dijo llorando: “Jorge, este es mi padre y tu abuelo, abrázale”. Yo corrí a los brazos del anciano que me estrechó contra su pecho sollozando. Hasta ese momento no había conocido de la familia de mi madre a nadie más que a mi tía Jacinta, que algunas veces iba a visitarnos; aquel día fue también, pero no sola, la acompañaba un joven, era su hermano menor, mi tío José.

Todos nos abrazaron a mi madre y a mí, derramando abundantes lágrimas; yo también lloraba, como nunca hasta entonces había llorado. Mi buena y santa madre no se cansaba de recomendarme a cuantas per- sonas la rodeaban, especialmente a su familia... Al siguiente día, después de recibir los santos sacramentos, murió en mis brazos...

Jorge calló. Una emoción dolorosa había cortado sus frases; dos lágrimas oscilaban en

sus pestañas.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Isabel fuertemente impresionada, recogía en su pañuelo las líquidas perlas que caían de sus ojos.

—No obstante mi corta edad —continuó el joven después de una bre- ve pausa— por primera vez sentí aquel día penetrar el dolor en mi alma; comprendí que me quedaba solo en el mundo; entre una familia que por mucho que me quisiera, al fin no era la mía y otra que siéndola, me era del todo extraña. Esta última quiso llevarme consigo; pero don Fernando se opuso, y yo preferí quedarme en la que siempre había reconocido por mi casa.

Pasados los primeros cuidados que todos a porfía me prodigaron, al fin me dejaron solo y yo me fui a llorar en silencio al sitio más apartado del jardín. El que sufre busca la soledad con empeño; pero la embriaguez de esta, causa al alma tanto estrago como la del licor al cuerpo. ¡Quién sabe hasta dónde habría llegado mi desesperación si hubiese permanecido solo mucho tiempo! Pero un ángel vino a mitigar mis penas.

Elenita que andaba buscándome por toda la casa, corrió a mí en cuanto me vio en el jardín y rodeando con sus bracitos mi cuello: “No llores —me decía—, mamá Carmencita se ha ido al cielo. Dice mi mamá que si somos buenos hemos de ir un día a verla. Mira —agregó sacando unos dulces del bolsillo de su traje— a mi papá le he pedido medio y he comprado esto para ti, para que no llores”.

Y al decirme esto ella también lloraba. —¡Oh, qué niña tan angelical! —interrumpió Isabel. —La estreché entre mis brazos —continuó Jorge— con toda la efusión

del cariño y del agradecimiento y traté de enjugar mis lágrimas y de sonreír para no afligirla.

Más tranquila ya, tomó asiento a mi lado y principió a partir sus dulces para darme.

—Mi querida Elenita —le dije—, siempre te he querido; pero desde hoy te quiero mucho más.

—Y yo también te quiero. —¿De qué porte? Elena extendiendo sus bracitos, respondió: —Más que a todo el mundo. —¿Nada más? —Sí, más que a mi gato. —¿Nada más? —Más que a mi muñeca rubia. —¿Y más que a Enrique?. Elena vaciló un momento y luego dijo:

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Primera Parte / 46 capítulos

—Sí, más que a Enrique; porque a veces esconde mis juguetes, y tú nunca lo haces.

Por segunda vez estreché su cabecita de serafín sobre mi pecho. El joven volvió a suspender su relato, y acaso una lágrima invisible cayó

sobre su corazón. —Las costumbres no se alteraron en nada por algún tiempo —prosiguió—.

Los días festivos pedía permiso para visitar a mi abuelo, a quien pronto llegué a querer como a un padre, lo mismo que a mi tío José. Ambos me instaban para que me dedicase a algún oficio, haciéndome reflexionar que era pobre y que no siempre había de disfrutar de las comodidades que en el presente me rodeaban. Comprendí que tenían razón; sentía también deseos de saber ganar con mi trabajo; pero la carpintería no me gustaba; mi pasión era la pintura, y así lo manifesté a mi familia.

—Está bien —dijo mi tío José—, en mi concepto eliges lo más a propósito para morirse de hambre; pero no me opongo, apréndela, si quieres, lo que importa es que sepas trabajar en algo; yo te costearé el aprendizaje.

Desde muy niño, los ratos de ocio los había dedicado a pintar flores y animales que hacían el encanto de Elena. Después, en el colegio, me contraje al dibujo lineal y natural que se enseñaba, y muy pronto fui el sobresaliente en la clase. A los dos años, habiendo terminado el limitado curso del colegio y contando con la protección de mi tío, busqué más amplios conocimientos en el estudio de un buen pintor, que por motivos de salud viajaba y que por entonces se hallaba en Arequipa. Catorce años de edad contaba cuando hice mi primer cuadro tomado del natural; representaba al río Chili en avenida, pasando bajo los arcos del puente viejo; el día que lo concluí fui efusivamente felicitado por el artista bajo cuya dirección aprendía, el cual me predijo los mejores resultados para el porvenir. Don Fernando, entusiasmado, preparó una fiesta para exhibirlo; hubo dulces y refrescos y amigos suyos invitados para que admiraran la primera obra artística de su hijo adoptivo, como me llamaba. No sé si por agradar a don Fernando, o porque sinceramente creyesen hallar algún mérito en mi cuadro, cuantas personas lo veían, manifestaban una sorpresa bastante halagadora para mí. Yo obsequié aquel cuadro a Elena, que loca de contento me dio un relicario que siempre llevo conmigo.

Diciendo así, Jorge, desprendió de su cuello una cadenita de oro que tenía oculta, de la cual pendía un relicario del mismo metal, con una miniatura de la Virgen de Copacabana.

Isabel examinó con detención aquella prenda, en la que llegó a descubrir un microscópico grabado que decía: “Recuerdo de Elena a su hermano Jorge”. Después se lo devolvió, diciendo:

—Es una verdadera preciosidad.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Jorge volvió a ponérselo al cuello. —Continúe Ud. —dijo Isabel—, su sencilla narración me interesa cuanto no

puede Ud. imaginar; deseo saber cómo terminó aquella época de su vida tan poética y dulce.

—¡Cómo se desvanece un sueño feliz! —repuso Jorge con una entonación que pudo confundirse con un gemido.

Desde ese día —continuó—, sentí la ambición de la gloria. Miguel Án- gel, Rafael, Murillo, cruzaban por mi mente soñadora, fascinándome con los resplandores de su inmortalidad. Seré como ellos —me decía—, adquiriré gloria, fama, honores... ¿quién sabe? Por una coincidencia misteriosa, la imagen de Elena venía a mezclarse en mis sueños de niño y al pensar en mis futuros triunfos, no podía dejar de meditar en la alegría que ella tendría presenciándolos.

Redoblé, pues, mi aplicación al estudio. Mi abuelo, mi tío y don Fernando no omitían sacrificio ni medio alguno para proporcionarme cuanto necesitaba. El apoyo de este último me sirvió muchísimo para la adquisición de cierta aureola de fama que comenzaba a irradiar en torno de mi nombre. Quizás las gentes que tan entusiastas se mostraban por mis obras, en su mayor parte, no estaban en condiciones de poder juzgar por sí en asuntos de pintura, pero la decidida protección de un hombre de elevada posición social como don Fer- nando, bastaba para que decidiesen con su voto en mi favor. Merced a esto, principié a ganar dinero con mi trabajo; poco a poco me hice de un pequeño estudio de pintor. El artista bajo cuya dirección había hecho tan rápidos progresos, después de un año de permanencia en Arequipa, se fue para no volver. Posteriormente cultivé también estrechas relaciones de amistad con el gran pintor peruano Francisco Laso, que después de alcanzar tantos triunfos en Europa, volvía a la patria y visitaba nuestra ciudad. Todo el tiempo de su residencia en Arequipa fui el asiduo visitante de su estudio, en el que adquirí nuevos conocimientos y sorprendí varios secretos de arte.

Un incidente vino a proporcionarme la ocasión de manifestar (aunque en pequeño) mi reconocimiento a la familia bienhechora, que tanto hacía por mí. Don Fernando enfermó gravemente; un mes permaneció entre la vida y la muerte. Hacía algún tiempo que sufría un quebranto de fortuna, su enfermedad y los múltiples gastos que se hicieron para salvarle, vinieron a aumentarlo, al extremo que doña Emilia hizo la resolución de empeñar sus alhajas. Entonces, yo me opuse, y trabajé sin descanso para proporcionar cuanto se necesitase, sin que la familia hiciese nuevos sacrificios. Este era un deber sagrado para mí. Cuanto tenía, cuanto era, le pertenecía, y nada más natural que procurar siquiera en parte, la paga de tan inmensa deuda. Durante los tres meses que duró la convalecencia de don Fernando, todos los gastos de la casa corrie-

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Primera Parte / 46 capítulos

ron de mi cuenta y Enrique no dejó de ir un solo día al colegio. Cuando ya restablecido don Fernando supo lo que había pasado, me abrazó, diciendo: “Tu porvenir, hijo mío, me pertenece: Dios aliviará mi situación y te prometo enviarte a Europa con Enrique; quiero que te perfecciones en Italia, quiero que seas un gran artista”.

¡Ah, señorita! ¿Cómo podré explicarle las doradas ilusiones que embelle- cieron mi fantasía desde ese momento? ¡Ir a esa bella Italia, ensueño de los poetas! ¡Ser un gran artista, dar vida a las creaciones de mi mente, arrojar sobre el lienzo algo de un no sé qué desconocido que sentía agitarse dentro de mi alma, iluminarlo con un destello de esa luz misteriosa que brotaba en mi cerebro, dar glorias a mi patria, inmortalizar mi nombre, y luego, colocar todos mis laureles a los pies de Elena!...

Jorge, después de pronunciar las anteriores frases con vehemencia ardorosa, inclinó la cabeza y guardó silencio.

Isabel seguía con la vista todos los movimientos del joven; su cariño, su interés, su admiración, subían de punto por momentos. —No me engañé —se decía— cuando creí adivinar que Jorge sufría; muy bien comprendí que me fiaba a un noble corazón, que el hijo del pueblo poseía un alma superior; pero lo que nunca hubiera adivinado era que tuviese a mi lado a un gran artista, a un hijo del genio.

—A Ud., señorita, —continuó Jorge alzando la frente y fijando su mirada en la de Isabel—, a Ud. que es capaz de comprenderme, es a la única que puedo confiar este secreto, que guardo en el fondo de mi pecho. Ud. no se indignará por mi atrevimiento, pues sabe que no se dan órdenes al corazón; Ud. no se burlará de mi locura, pues no ignora cuán seductora es la ilusión.

—Mi corazón destrozado será un templo, amigo mío, donde eternamente, guardaré sus dolores al lado de los míos —respondió Isabel. Jorge continuó como hablando consigo mismo.

—Iba a cumplir catorce años y era bella como mis ilusiones. Esbelta y flexible como el lirio, tenía en su tez la blancura y pureza de la azucena, en sus ojos el azul purísimo del cielo, en su boca el rojo purpurino del clavel, en sus cabellos el riquísimo del oro. Su carácter era dulce como su mirar y en sus labios jugueteaba la risa de la infancia un tanto velada por una ligera expresión melancólica que le era peculiar. No sé por qué, al mirarla sentía una turbación inexplicable; al hablarle lo hacía con un respeto profundo, muy ajeno de la confianza familiar que siempre había precedido nuestros juegos. También ella se volvía tímida y reservada; ya no venía corriendo a buscarme para jugar, y continuamente el color de la rosa subía a sus mejillas. ¿Qué nos sucedía? Yo lo ignoraba. En mi corazón había una felicidad desconocida y un dolor inexplicable. Llegó la vez en que me pregunté si lo que sentía por Elena

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Jorge, El Hijo del Pueblo

no era lo mismo que habían sentido Pablo por Virginia, Dante por Beatriz, Petrarca por Laura, y mi corazón respondió afirmativamente; sí, amaba y estaba seguro de ser correspondido; mi Elena era más bella que Atala y más candorosa que Graciela. ¡Cuántas hermosas quimeras para el porvenir! Se- remos la excepción de aquellos desgraciados amantes, me decía, trabajaré, me conquistaré un nombre y una fortuna, y cuando mi pincel rivalice con el de Rafael y mi fama aturda a Europa, me arrojaré a los pies de don Fernando, le pediré la mano de Elena, y no me la negará, y Elena será la reina de mi corazón, la preciada diadema de mis triunfos. ¡Ay infeliz de mí! Adormecido en sueños de rosa, con los últimos cantares de la infancia, no veía el abismo que existía entre Elena y yo.

Jorge se detuvo como si quisiera tomar nueva fuerza para continuar su narración.

—Don Fernando obtuvo un destino del Gobierno en Lima, y partió solo. La situación económica de su familia empeoraba, el pequeño sueldo dividido no bastaba para cubrir todas las exigencias de la vida, y hubo que vender las alhajas y algunos muebles. Doña Emilia se afligía. Enrique se proponía traba- jar; pero la señora no quería cortale sus estudios y hacía mil sacrificios para fomentarlos; Elena lloraba en silencio, yo sufría indeciblemente; mi pasión aumentaba a medida que veía sufrir a Elena; sin embargo un profundo silencio sellaba mis labios.

Sin que hubiéramos atravesado una sola palabra, comprendía yo que ella adivinaba lo que por mí pasaba; pero, ¡cosa extraña! sus lágrimas desaperci- bidas por todos excepto por mí, eran cada día más frecuentes; a medida que transcurría el tiempo aumentaban las pruebas del cariño que para mí guardaba su corazón inocente, y asimismo su secreto pesar. Era que ella veía con claridad lo que yo ciego, ignorante, loco, no alcanzaba a distinguir.

Poco a poco la voz de Jorge iba adquiriendo un timbre opaco, seco; sus ojos tomaban una expresión más sombría.

—Entre ella y yo —continuó— la sociedad tenía abierto su maldito abismo; abismo que por serlo de orgullo necio e ignorante no pueden salvarlo ni la virtud, ni el talento, ni el poder, ni el oro, ni la gloria. Ele- na era una señorita de ilustre cuna y distinguida posición social; yo, un pobre muchacho acogido en su casa por caridad, el hijo de la ama, un infeliz, un hijo del pueblo a quien la ley franquea todos los caminos de la ambición, en tanto que la sociedad le cierra los del corazón, obligándole a asfixiarse moralmente con sus propios sentimientos comprimidos.

Jorge soltó una risa que heló de espanto el corazón de Isabel, quien le miró con sorpresa, casi con terror.

—No —dijo el joven riendo inconteniblemente—, no crea Ud., señorita,

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Primera Parte / 46 capítulos

que estoy loco, por el contrario, nunca manifiesto más juicio que cuando me burlo de mi insensatez.

Isabel notó que en tanto que Jorge reía nerviosamente, en sus ojos oscilaba una lágrima, y su alma se sintió estremecida ante la tortura que adivinó en aquel corazón, como nos estremecemos al inclinarnos sobre los bordes de un negro abismo.

Jorge, dominando apenas su horrible reír, continuó entrecortando sus frases, por la emoción, no sabemos si de la risa o del sollozo. —Las conveniencias sociales no solo envenenaron mi existencia, también condenaron a perpetuo martirio el corazón de Elena. ¡Niña desgraciada!... Insensiblemente la excitación del joven iba apagándose en un océano de tristeza profunda: las brumas melancólicas que se alzaban en su alma, poco a poco fueron velando su frente, sus ojos y su voz. Así el Sol que acaba de lanzar sus más ardientes rayos se eclipsa de repente tras la nube más densa. —Un día —continuó— la familia recibió una carta; don Fernando se moría, no tanto por la gravedad del mal cuanto por la falta de asistencia; doña Emilia, traspasada de dolor, decidió en el instante su viaje a Lima, prestándose para emprenderlo quinientos pesos, por manos de un buen amigo de la casa, Fray Antonio Robles. Como no había tiempo que perder, doña Emilia dispuso llevar consigo a sus dos hijos, dejando la casa, como se hallaba, a mi cuidado. Un frío glacial recorrió mis venas. Yo no iba a Lima, no prestaría mis últimos servicios a don Fernando, a quien me había acostumbrado a mirar como a un padre. “Es natural —me dije— no tienen por qué llevarme, nada soy de esta familia sino un criado”. Por primera vez me detuve a reflexionar sobre mi verdadera situación, y comprendí cuál era el papel que me tocaba representar en la gran comedia de la sociedad. El prisma que hasta entonces tenía ante los ojos cayó de improviso, por primera vez también medí el abismo que me separaba de Elena y la palabra “¡imposible!” brotó de mis labios, destrozando mi alma con las aceradas garras de la desesperación...

¡Ay, señorita! Ud. no puede imaginar lo que pasó por mí en ese instante en que todos mis sueños huyeron ante la realidad...

Con tan dolorosa expresión pronunció el joven estas palabras, que Isabel sintió que se humedecían sus ojos.

—En una sola noche —prosiguió Jorge—, me había adelgazado notable- mente y la palidez de la muerte se extendió sobre mi semblante, no en vano; porque mi corazón era un cadáver... que sufría.

Caminando por toda la casa como un demente, sin darme cuenta de lo que hacía, me había detenido por fin en un ángulo del patio, apoyándome en la pared; mi abstracción era tan profunda, que bien podía decirse que en esos

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Jorge, El Hijo del Pueblo

momentos no existía; de ella me sacó la voz de Elena, que con una dulzura infinita me decía:

—Jorge, ¿estás enfermo? Me estremecí con un sacudimiento nervioso y al verla a ella frente a mí, fue

tanta mi turbación que apenas pude responder, entrecortando las sílabas: —No, señorita.

Sorprendida me dijo: —¿Cómo, por qué me llamas señorita? ¿Ya no soy para ti Elena, simple-

mente? —Y suavizando aun más su acento, agregó—: ¿Quizá te he dado algún motivo de resentimiento? Si es así, dímelo, Jorge, y ten la seguridad de que habría sido de un modo involuntario.

Cada una de sus palabras era una espina que se clavaba en mi corazón. —No, Elena —respondí— para ti sólo tengo motivos de gratitud; pero estoy tan transtornado que no sé ni lo que digo.

Viendo que se acercaba doña Emilia, me retiré vivamente, dejando a Elena tan sorprendida como angustiada.

Aquel día la oí llorar en su habitación y como me sentía morir, huí hasta de la casa, me puse a recorrer las calles hasta por la noche en que regresé y me encerré en mi cuarto sin ver a nadie.

El siguiente día era la víspera de la partida. Sentía por momentos agotarse mis fuerzas. Evitaba a todo trance encontrarme con Elena; por que temía que me pidiese una explicación que no debía darle y que sin embargo, conocía que no tendría valor para negársela. Entre los múltiples afanes del viaje pasó el día. En la tarde, fatigado por las agitaciones de mi espíritu más que por mis trabajos físicos, me dirigí al jardín en busca de la soledad, amiga del infortunio; pero apenas hube penetrado distinguí a Elena melancólicamente apoyada en un árbol; hice un movimiento para retroceder, pero fue tarde; al ruido de mis pasos Elena había alzado la cabeza y me miraba. No tuve más que seguir adelantando hacia ella. Un sudor parecido al de la muerte sentía que bañaba mi frente y mis pasos eran trémulos e inciertos.

Sin quererlo, a pesar de mis precauciones para evitarlo, el destino me había conducido a encontrarme con Elena, en los momentos supremos de una despedida tal vez eterna, y en medio de la soledad que por doquiera nos rodeaba.

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J

Primera Parte / 46 capítulos

Capítulo 36

El corazón de Jorge

orge hizo una pausa, como si evocara en su mente todos sus re cuerdos. Isabel vivamente interesada, en extremo conmovida, parecía haber olvidado

todos sus dolores, su misma excepcional situación, para vivir por algunos momentos, en el mundo en que se abismaba el alma de su amigo. Transcurrieron algunos momentos de solemne y religioso silencio. —Era una tarde como esta —dijo Jorge interrumpiéndola de repente—. La primavera engalanaba la naturaleza; las ramas se balanceaban enlazándose a impulsos de un aura tibia y perfumada; las flores se inclinaban unas hacia otras, confundiendo sus aromas; los pájaros cantaban sus amores. ¡Ay! En medio de esta fiesta universal, solo dos seres, los únicos dotados de inteligencia y de pasión llevaban en el alma las torturas del Dante.

Nunca Elena me había parecido más bella. El blanco nácar de su cutis transparente, sus grandes ojos azules, sus

cabellos de oro iluminados por un postrer rayo de Sol, le daban una belleza ideal, parecida a la de un ángel. Su inocencia, sus virtudes, sus sufrimientos, la habían divinizado ante mis ojos.

Yo me acerqué temblando, y esforzándome por sonreír para ocultar mi turbación; creí que ella también se turbaba con mi inesperada presencia. Procurando dar a mi acento el tono familiar que acostumbraba,

—¿qué haces aquí tan pensativa? —le dije. No hallando sin duda respuesta, dijo después de un instante de vacila-

ción: —¿Y tú, qué tienes, tan pálido? No supe qué contestar, mi turbación subía de punto. —Estoy enfermo —respondí al fin. Ella, llena de candoroso interés: —¿Por qué no lo has dicho? —me dijo—. Es preciso curarte. Yo guardé silencio. —¿Qué tienes? —insistió Elena, con acento impregnado de ternura. —Nada —le respondí. —¿Cómo? No te comprendo, Jorge, te has vuelto reservado, andas

distraído, en vano busco en mi memoria la ofensa que motive tu extraño comportamiento.

—Y sin embargo —dije yo sin poderme dominar— tú eres la causa de mis pesares, Elena, estoy enfermo del alma y enfermo de muerte, y tú, inocente criatura, eres la cuchilla que involuntariamente me hiere.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

En mi delirante exaltación ya no me acordé de nada. Elena, que no ig- noraba mi pasión, aunque nunca se la habían revelado mis labios, se puso vivamente encendida.

—No te entiendo —balbuceó. —¡Ah! ¿No compren des? —le dije— ¿No adivinas los suplicios que

martirizan mi corazón? Mañana te veré partir, acaso para siempre; mañana a esta misma hora, estarás muy lejos de mí y mientras avanzas hacia aquella gran ciudad, donde tal vez seas feliz, el pobre huérfano que meció tu cuna, solo y abandonado se retorcerá en los brazos de la desesperación; porque te amo, Elena, te amo con toda mi alma.

Elena se puso lívida y quedó inmóvil y muda como una bella estatua. Yo caí de rodillas cual ante una divinidad.

—¡Perdón! —le dije—. Perdón por mi atrevimiento; mira que soy un insensato.

Elena se cubrió la cara con las manos y un torrente de lágrimas brotó de sus ojos.

—Seré menos desgraciado si me perdonas —continué— ¡Oh! ¡Si yo supiera que me amas!... Aunque nuestra separación fuera eterna, sentiría endulzarse mis sufrimientos considerando que alguna vez tu corazón latió por mí. ¡Ah! Dime por lo menos que no me olvidarás.

—¡Oh! No —respondió con voz angelical—, aquí en mi pecho llevaré siempre tu memoria.

—¡Dios mío! ¿No me he engañado? —exclamé en un momento de incon- cebible emoción— ¿Es, pues, cierto que me amas? Dímelo una vez siquiera, dímelo por compasión.

Con una voz cuyo eco vibra constantemente en lo más recóndito de mi pecho, con la timidez de su edad, con el candor de la inocencia, con el acento de la verdad, respondió:

—¡Sí, Jorge, yo te amo!. ¡Ah! ¡Señorita! Ud. que ha amado, que ama todavía, puede idear la feli-

cidad casi infinita que experimenté en aquel momento. ¡Oír de los labios de Elena esa frase: “Yo te amo”!

En ese instante el mundo entero desapareció de mis ojos y no vi más que a Elena, y no hallando una frase de reconocimiento ni una palabra traductora de mis afectos, estreché entre las mías una de sus manos, y:

—Gracias, gracias —le decía. Pero tanta dicha no podía durar. —Sí, te amo Jorge —repitió Elena— pero nunca seré tu esposa. El frío de la muerte penetró en mi corazón. —Es cierto —respondí soltando su blanca mano— hay un abismo entre

los dos.

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Primera Parte / 46 capítulos

Este es, señorita, el único momento de mi vida, en que he invocado la muerte. Me engañé cuando creí que siendo correspondido, aun lejos de Elena, la existencia me sería menos penosa; me engañé. Ahora que estaba convencido de que nuestros corazones habían sido formados el uno para el otro, la idea de la separación hacía estallar todas las fibras de mi alma, todas las cuerdas de mi cerebro. Y sin embargo, era verdad, el fantasma de las conveniencias sociales iba a separarnos, dejando en cada uno sangrientas fracciones del otro.

Un pensamiento, como relámpago fugitivo, cruzó mi mente: ¿Qué me importa la sociedad? —me dije— ¿Qué le debo para que le haga tan horrible sacrificio?. Pero no era a ella a quien se lo iba a ofrecer, era a la familia bien- hechora que me había admitido en su seno. Esta, sin vacilar habría preferido la muerte de Elena a un enlace tan absurdo y su generosidad se habría trocado en odio y maldiciones para mí; si sólo tuviese leve sospecha de mi pasión, aunque le contase que a costa de mi vida la iba a sofocar sin que asomase a mis labios, me atraería toda su indignación por el atrevimiento de sentirla; porque las personas de posición creen que esos sentimientos sólo deben existir entre gentes de su alcurnia.

De todos los dictados denigrantes que la familia de Elena pudiera darme, ninguno me hacía temblar tanto como los de “ingrato, desconocido a los

bienes que se le han prodigado”. Me resigné, pues, a un sacrificio que siempre había de ignorar.

Elena pensaba de igual manera. —No seré tu esposa —me dijo— no por consideraciones a una sociedad

mezquina y falsa; sino por evitar una pesadumbre a mi pobre madre. Si ella penetrara en el fondo de mi corazón y le viera verter sangre e infiltrarse en él el soplo de la muerte al separarme de ti, aun así, no consentiría en nuestra unión; si yo contrariara su voluntad, la sumiría en el más profundo dolor y yo prefiero morir a darle ese pesar. Venga, pues, el sufrimiento y con él la muerte pausada, lenta, terrible —añadió con una sonrisa de mártir, con una sonrisa celestial—, yo la acepto, Dios mío, con resignación.

Al decir esto Elena estaba transfigurada por el sacrificio. Sobre su purísima frente irradiaba una aureola divina; por un momento creí que era una de esas heroínas del cristianismo que, coronadas de luz, se aparecen de vez en cuando a los mortales y me parecía que los ángeles ponían sobre sus cabellos rubios, diademas de rosas blancas.

Al llegar a este punto de su narración, Jorge quedó por un momento abs- traído, como si otra vez se ofreciera a sus ojos la encantadora visión. Isabel sin poder dominar su emoción, dejaba correr libremente sus lágrimas. —Era ya tarde —continuó el joven—. Había llegado el momento de una eterna separación. ¡Adiós! íbamos a decir a las ilusiones de la primera edad, a

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Jorge, El Hijo del Pueblo

los sueños de rosa, al amor, a la felicidad; amor, sueños, ilusiones que habían durado menos que el copo de espuma que arroja la ola sobre la playa; felici- dad que nunca habíamos conocido. Pero, ¿cómo separar dos corazones en el mismo instante en que se han comprendido? ¿No es suponer el retroceso de la aguja cuando el imán la atrae? No. En el alma humana hay algo superior a la misma naturaleza, algo que sobreponiéndose a los mismos sentimientos, sin destruirlos, sin atenuarlos siquiera, vence, y arroja sobre la senda del deber la palma del sacrificio.

Elena, llenos sus ojos de llanto, me tendió por última vez la mano, di - ciéndome:

—Adiós, Jorge, no olvides a la amiga de tu infancia. Yo tomé su linda mano, esa mano que cuando niño tantas veces había

curado mis heridas, y al llevarla a mis labios la bañé con un torrente de lá- grimas y no pude responder una sola palabra; porque en ese instante faltaba el pensamiento a mi cabeza, la luz a mis ojos, y sólo tenía una facultad, la de sentir; pero nada más que un dolor supremo, casi infinito.

La voz de doña Emilia que se aproximaba llamando a Elena, puso brusco fin a esta escena terrible para nosotros. Yo maquinalmente me puse a coger flores. Elena para disimular su llanto cogió la regadera y comenzó a regar las plantas con agua y lágrimas.

Doña Emilia no extrañó encontrarnos en nuestra ocupación favorita; hizo algunas advertencias a Elena respecto a la marcha, me encargó de nuevo el cuidado del jardín y de toda la casa y se retiró llevándose a Elena, pues era muy tarde, dijo, y a juzgar por nuestro semblante, ambos estábamos muy en- fermos. Elena trató de protestar que no tenía nada y yo sin pronunciar una sílaba, le entregué un ramo de rosas recién entreabiertas, que ella prendió sobre su seno, como Ud. acaba de hacerlo, señorita, evocando con su acción estos recuerdos, que en vano trato de destruir.

—¡Ah! ¡Dios mío! —exclamó Isabel—. Involuntariamente le he herido, Jorge. El joven no respondió, parecía buscar aire para aspirar, como si todo el que libre corría, fuera poco para sus pulmones.

Se puso de pie y dio unos cuantos paseos. —Al día siguiente —continuó—, al amanecer, partió la familia en com-

pañía de un caballero anciano, que hacía el mismo viaje. Enrique me abrazó efusivamente; entre Elena y yo no medió una sola palabra; la vi subir al caballo que debía conducirla a Islay, una última mirada fue nuestra suprema despedida y aún noté sobre el seno de mi amada el ramo de rosas, marchito como mis ilusiones.

Jorge tornó a sentarse y apoyando la frente entre sus manos, quedó sumer- gido en profunda meditación.

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Primera Parte / 46 capítulos

Isabel no se atrevía a interrumpirla, mas de sus ojos caían abundantes lágrimas.

Casi no sentía sus propios dolores; su corazón estaba herido, es verdad; pero allí cerca había otro corazón que se asfixiaba.

Un alma gigante que se retorcía con agonía interminable, entre los estrechos círculos que las conveniencias sociales han destinado al hijo del pueblo. ¿Y Elena? Niña heroica, que arroja su corazón en pedazos sobre el ara del amor filial. ¡Cuán grande apareció a los ojos de Isabel! Comparó sus amores con los de aquella y casi se sintió humillada por la superioridad que el sacrificio prestaba a esa niña singular; pero como sucede a las almas generosas, esto solo despertó en ella los nobles sentimientos de la admiración y de la simpatía. Mientras tanto el Sol había declinado; el horizonte estaba cubierto de celajes de todos los colores del iris; franjas de oro y púrpura formaban las nubes iluminadas con la luz crepuscular; los campos se cubrían de sombras, los pájaros piaban, los ruidos se extinguían poco a poco y la melancolía se apoyaba lánguidamente en los árboles apenas mecidos por el viento. —¿No es verdad, señorita? —exclamó bruscamente Jorge, retorciendo sus manos con el mayor dolor y casi arrodillándose junto a Isabel, en un acceso de desesperación—. ¿No es verdad que es horrible nacer hijo del pueblo, cuando se lleva dentro del pecho un corazón que siente, y en el cerebro un rayo de luz? ¿No es cierto que es bárbaro hacer adquirir conocimientos, ideas, aspiraciones que solo sirven para hacernos más palpable nuestra impotencia? ¡Feliz el ignorante, porque no sufre! ¡Ay del que aprendió a leer en las páginas de la vida humana, la sentencia de su reprobación! ¡Maldición a los libros!...

—Jorge, su razón se extravía —dijo algo aterrada Isabel—. No execre Ud. el saber, que muestra al hombre la grandeza de su origen y la subli- midad de su destino. Acuse Ud., en buena hora, a las preocupaciones sociales, hijas de la ignorancia y del orgullo; ellas son las que producen los más grandes y secretos dolores; pero para esas ignoradas heridas hay un bálsamo divino.

—¿Dónde está, cómo se llama, quién lo posee? —La Religión —¡Ah!... —Sí, amigo mío, ella engrandece el sufrimiento, ella sublimiza el dolor,

ella diviniza el sacrificio. Por cada espina que punza, hace brotar una flor; por cada ilusión que se extingue, hace irradiar el esplendor de una her- mosísima verdad; cuando los ensueños huyen, abre y dilata los horizontes de una infinita esperanza.

—Es verdad —repuso Jorge—. En los supremos instantes de la deses-

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I

Jorge, El Hijo del Pueblo

peración, ¿qué mano me ha detenido al borde del abismo? Ud. acaba de descubrírmela, señorita.

En este momento las campanas del templo vibraron lentas, sonoras, grandiosas.

Era la oración de la tarde, el Ángelus vespertino. Jorge poniéndose de pie se descubrió; Isabel se puso de rodillas. De los

labios de ambos jóvenes se alzó entonces la plegaria tranquila y silenciosa: el Ave María.

Un momento después continuaban su camino hacia el pueblo, y entre tanto, como si la naturaleza solo hubiera aguardado a que se extinga la última vibración del Ángelus para apagar las antorchas del día, los celajes perdieron sus colores, el campo acalló sus murmullos, el último rayo de luz se reflejó en los cielos y la noche alzó su pabellón rociado de estrellas.

Capítulo 37

La familia de José

sabel se había envuelto en su chal y conducida por Jorge cami- naba lentamente por el desconocido y molesto pavimento de la Otra Banda.

Silenciosos al principio, ambos por esa fatiga que se apodera del espíritu cuando acaba de experimentar violentas sensaciones, poco a poco fueron cambiando algunas palabras; por último Isabel se atrevió a preguntar a su amigo si no había tenido noticias posteriores de Elena y su familia.

El joven respondió que dos meses después de la partida había recibido carta enlutada de Enrique en la que le comunicaba la muerte de don Fernando, y le ordenaba la venta de cuanto contenía la casa, el pago de los quinientos pesos con su importe y la devolución al dueño de las llaves de la casa, donde todos habían crecido, pues agotados los recursos doña Emilia no podía vol- ver. Que él cumplió exactamente, y recibió nueva carta de Enrique por la cual le anunciaba su próxima partida a una hacienda del norte donde había conseguido un destino.

—Hace seis años —continuó— que nada más he sabido de Elena ni de su familia. Varias veces he escrito, jamás he obtenido contestación. He pregun- tado a las personas que llegan, nadie la ha visto ni ha oído hablar de ella.

—Por doloroso que sea —dijo Isabel— es preferible que hayan terminado sus relaciones con esa familia. Así, con el transcurso del tiempo mirará Ud.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

lo pasado como un sueño y quizá llegue a ser feliz.

—¿Feliz? ...¡Ah, señorita! Con Elena perdí para siempre ese anhelo. Si yo supiera que ella es dichosa, si no tuviera el presentimiento de que es des- graciada, como yo, menor sería mi amargura; mas la felicidad es una palabra incomprensible en mi absurda condición. ¿Podría amar nuevamente? y en este caso, ¿hallaría un corazón que comprenda al mío en mi triste esfera, entre las mujeres del pueblo que me rodean? ¿Me sería lícito alzar los ojos y buscarlo en esos círculos elevados que me comprenden menos todavía? ¿No ve Ud. que abajo todo me es extraño, y arriba todo me rechaza y me humilla? ¡Ay! Ud. ignora y jamás probará lo que es este sufrimiento sin nombre.

Un prolongado silencio sucedió a este corto diálogo. Poco después, Jorge llamaba a la puerta de la casita de su tío. —¿Quién es? —dijo una voz de mujer desde adentro. —Soy yo, abre Rosa —repuso Jorge. —¡Al fin has venido! ¡Gracias a Dios! Temíamos que te hubiese sucedido

algo cuando todo el día no has aparecido —dijo Rosa desaldabando la puerta y abriendo.

La joven se quedó inmóvil viendo a Jorge en compañía de una encubierta. —Buenas noches —dijo Isabel con dulce voz. —Buenas noches... señorita —repuso Rosa con creciente asombro. Isabel sintió subírsele la sangre al rostro, al comprender su difícil situación.

—Entremos —dijo Jorge. Y dirigiéndose a Rosa, en voz baja añadió— adentro te explicaremos todo esto.

—Bien —repuso Rosa—. Entre Ud., señorita. Jorge dio el brazo a Isabel para atravesar el patio, mientras Rosa cerraba.

—Y ahora, ¿qué decimos? —preguntó Isabel con inquietud a su compañero. —Eso corre de mi cuenta —repuso Jorge, aunque en verdad él mismo ignoraba lo que diría.

Bastante preocupados ambos jóvenes, no habían pensado hasta aquel momento en la manera de arreglarse para entrar en casa de José, sin descubrir la verdad, y sin dar lugar a equívocos conceptos.

Jorge e Isabel seguidos de Rosa entraron a un cuartito de teja desmantelado, pero limpio. Sobre un catre de madera estaba recostada una mujer de traje negro que se apresuró a ponerse de pie. Era Jacinta.

—Buenas noches tía —dijo Jorge. —Aquí viene una señorita —se apresuró a decir Rosa. Jacinta restregándose los ojos se adelantó. —¿Una señorita?... Que pase, que pase por acá. —Aquí vengo a molestar a ustedes —dijo Isabel descubriéndose—. Lo

único que puedo hacer es pedirles mil perdones por...

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Primera Parte / 46 capítulos

—No prosiga Ud., señorita —interrumpió Jorge— nosotros somos quienes suplicamos a Ud. nos disculpe, si no podemos proporcionarle las comodidades a que está Ud. acostumbrada; en cambio le ofrecemos un caudal de buena voluntad, ¿no es cierto Rosa?.

—Pues, ya lo creo —Le presento, señorita, a la esposa de mi tío José y a mi tía Jacinta. —Unas humildes servidoras suyas —dijo Jacinta que examinaba atenta-

mente el rostro de Isabel, preguntándose sin duda donde la había visto. —Que tendremos el mayor gusto en servirla —añadió cariñosamente Rosa. —Gracias, gracias —balbuceó Isabel.

—Por lo pronto necesita cenar, pues no ha comido —dijo Jorge— después, una regular cama para que descanse.

—No se molesten —dijo Isabel—, no tengo deseo de comer. —Aunque no tenga Ud. deseo, señorita —repuso Jacinta— desde que no ha

comido Ud. necesita cenar. —Aquí hay huevos —añadió Rosa tomándolos de una alacena— en un

momento los voy a pasar. —Voy corriendo a traer leche de donde mi comadre Juana, que saca a esta

hora —dijo Jacinta cogiendo el mantón. —Con un retazo de pan me basta —observó Isabel. —No, señorita, se moriría Ud. de debilidad; ¡y tan pálida que está Ud.!

¡Jesús! Voy corriendo. —Va Ud. a ver que no me tardo —dijo Rosa echando agua en una olla

nueva y dirigiéndose a la cocina. —¡Dios mío! ¡qué criaturas tan bondadosas! —dijo Isabel. —Ellas cumplen uno de sus más sagrados deberes, y crea Ud., señorita, que

tienen verdadero placer en servirla —repuso Jorge. —Pero, si ni aun me conocen.

—Eso no les importa, les basta saber que Ud. necesita de ellas para que no omitan medio de agradarla.

Un quejido, proveniente de la habitación contigua, interrumpió a Jorge. Isabel se sobresaltó. —¡Ah! Es mi tío que está enfermo. —¿Su tío José? —Sí, señorita. Limpiando anoche un fusil salió el tiro y lo hirió. —¿Gravemente? —No, por felicidad. El médico dijo que la herida era más dolorosa que grave, y

pronto sanaría. ¡Pobre mi tío! Bastante habría extrañado mi ausencia hoy. —¿Sabe algo respecto a mí?

—Lo ignora todo.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Entonces, ¿qué va a decir?... Jorge recordó súbitamente la antipatía de su tío a la familia Latorre, y no

dejó de sobresaltarse. —¿Qué dirá de mí? —repitió Isabel fijando una mirada investigadora en

su amigo. —Eso depende de lo que nosotros digamos. —¿Y qué vamos a decir? Jorge tomó un aire reflexivo. Por más que daba vueltas a su imaginación no hallaba la solución del

problema. Isabel tampoco encontraba una salida. De pronto preguntó: —¿Su tío guardará un secreto religiosamente? —Como una tumba. —Entonces no hay inconveniente en decirle la verdad. — ¿Si Ud. quiere?... — Sí, Jorge, es necesario; en cuanto a su esposa y a su hermana... — De eso no se preocupe Ud.; bastará decirles que un incidente de familia la

ha arrancado algunas horas de su casa, y que a ella vuelve Ud. —Será preciso encargarles el secreto.

—Descuide Ud. —Aquí está la leche —dijo Jacinta entrando— ¿pero dónde está Rosa?

—Aquí —repuso llegando con dos huevos humeantes sobre un plato de loza pintado.

—Venga Ud., señorita, antes que se enfríen —dijo Jacinta aproximando un banco a la mesa, mientras Rosa extendía un tocuyo limpio y colocaba encima algunos panes, un cuchillo y un poco de sal molida.

—Jorge ha comido menos que yo y debe tomar algo —dijo Isabel aproxi- mándose.

—Aseguro a Ud., señorita, que no tengo el menor deseo, así pues, si Ud. me lo permite iré a ver a mi tío.

—Todo el día ha dormido —dijo Rosa— creo que tiene fiebre. —Con su permiso, señorita —insistió el joven cambiando una mirada de

inteligencia con Isabel. —Siga Ud. Jorge. Dejemos a la hija del señor de Latorre en compañía de sus nuevas amigas, y

sigamos al joven que desapareció por una puerta de comunicación, cubierta con una sobrecama a guisa de cortina.

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Primera Parte / 46 capítulos

Capítulo 38

Recelos

orge penetró en un cuartito más o menos como el anterior. Las paredes de adobe, el techo de teja, el suelo sin alfombra; sobre dos tari - mas tres camitas de pieles de cordero y frazadas mosqueadas y en ellas

cinco chicos acostados de dos en dos excepto el menor, todos dormidos; una mesa cubierta de multitud de utensilios, entre los que figuraba un candelero ordinario, sobre el que ardía una vela cuya luz se reflejaba en una hermosa urna de cristal que contenía el nacimiento del Niño Jesús, bajo un portal de abalorios de vidrio de varios colores; frente a la mesa, un catre de madera antiquísimo, en él yacía el herido.

Jorge adelantó con precaución para no hacer ruido y se inclinó sobre su tío; este abrió los ojos.

—¡Ah! ¿Eres tú? —le dijo. —Sí, tío. ¿Cómo se siente Ud.? —Estoy aliviado; he dormido mucho y he soñado mucho, mucho. Jorge le tomó el pulso. —¡Tiene Ud. fiebre! —dijo. —Siento mucho calor; pero dime, ¿a qué hora amanece? Me parece que he

dormido un siglo. —Un siglo no; pero sí todo un día. —¿Qué hora es? —Las siete de la noche. —Cuando se fue el médico me dijiste que eran las tres de la mañana. —Es que ha dormido Ud. quince horas. —¿Quince horas? ¡No! Recuerdo haber estado algunas veces despierto.

He visto a Rosa, a Jacinta, como en medio de una nube de polvo; también te he visto a ti, no sé si en realidad o solo en sueño; mi cabeza está volada.

José miró a todos lados y preguntó: —¿Dónde está Rosa? ¿Qué es de mis hijos? —Los chicos duermen, Rosa tiene una ocupación que no puede abandonar,

por eso he venido a hacerle compañía algunos momentos. —Bien, acerca un banco, siéntate y te diré lo que he soñado. Jorge obedeció después de quitarle a la vela su enorme pavesa. —Vamos a ver. ¿Con qué ha soñado Ud., tío?

—Con todo: con tu madre, con mi Rosa, contigo... —¿Conmigo? —Sí... te he visto... te he visto... ¿A que no adivinas cómo?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Imposible! —Eso digo yo, imposible que adivines. Pues, oye, te he visto dando el

brazo a una señorita. Jorge hizo un movimiento del que no se apercibió José —Era linda, muy linda... rubia. —¿Y?... —Aguarda, me acordaré. Ibas andando, andando con ella por unos ca-

minos... inmensos: de repente el traje de ella se volvió como de novia, luego le noté alas, se convirtió en uno de los ángeles grandes de nuestra Madre y Señora de las Mercedes, y ¡rass!... Se volvió al cielo.

—¡Delirio! —Eso debe ser. Pero, mira, volví a soñar y otra vez te he visto con una

señorita, aquí delante de mí; yo me sentía dormido y ella me miraba y te pre- guntó: “¿Es muy grave la herida?” Yo me estremecí; porque esa voz conozco mucho y desperté; pero nada había, nada, ¡gracias a Dios!

—¿Y si fuese una realidad? —¿Qué? —La presencia de una señorita aquí... —No, no me digas eso, Jorge. —¿Por qué? —Porque... ¿pero tú sabes de quien estoy hablando? —dijo José tratando de

incorporarse. —Puede ser... —¡Ah! —exclamó José mirando fijamente a su sobrino—. Siempre ella te está

dando vueltas en la imaginación. ¡Esto debe ser un castigo! —Ahora me toca preguntar ¿de quién habla Ud.? —¿De quién ha de ser?... Pero no hablemos de eso.

—Al contrario, tío, es de ella precisamente de quien tengo que hablarle. José hizo temblar el catre como si le acometiera un escalofrío. —Tú —dijo—. Tú tienes algo que decirme de... de... —¿De la señorita Isabel de Latorre? Sí, tío. ¿Qué hay de extraño en

esto? José clavó una mirada penetrante en Jorge, como queriendo leer hasta el

fondo de su alma a través de su fisonomía; pero no pudo descubrir otra cosa que una serenidad perfecta. Se tranquilizó un tanto el noble artesano y tratando de arrojar sus extrañas imaginaciones, preguntó, dejándose caer blandamente sobre sus almohadas:

—Vamos a ver, ¿qué tienes que decirme de esa señorita? —Muchas cosas. —¡Empieza!

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Primera Parte / 46 capítulos

Jorge vaciló un momento. José no apartaba de él los ojos. —En primer lugar... Pero no se alarme Ud. tío, se lo suplico. —Habla —dijo imperiosamente José. —Bien —continuó el joven bajando la voz—: La señorita Isabel pasará la

noche en esta casa. José dio un salto sobre su cama. —¡No, imposible! —exclamó con la frente cubierta de sudor. Jorge miró con extrañeza a su tío. No obstante la antipatía inexplicable que en

él reconocía por la familia de Latorre, nunca creyó que llegase al extremo de negar hospitalidad a una joven como Isabel, sabiendo que no la habría rehusado al mayor de sus enemigos, si los tuviera.

Tomando cierto aire de entereza dijo: —Guarde Ud. su antipatía para toda su familia, en buena hora; pero no

haga Ud. víctima de ella a una joven inocente y desgraciada que pide por esta noche un asilo en su casa.

—¡Desgraciada!... ¡Que pide un asilo... en esta casa!... ¡en esta casa!... No te comprendo, Jorge, no te comprendo.

Y miraba a su sobrino con impertinente intensidad. —Yo le explicaré todo tío: pero le suplico que baje la voz, puede oírnos. —¿Cómo?... —Sí, tío; ella está ahí. Y señaló con la mano la puerta de comunicación al cuarto de Jacinta. El artesano se dejó caer con desaliento. —Comprendo su admiración y me apresuro a sacarle de dudas, refiriéndole

la verdad de lo acontecido, pues ella me ha autorizado para que lo haga. En pocas palabras, Jorge puso a su tío al corriente de cuanto había sucedido la noche anterior, de su peregrinación por entre las chacras durante aquel día y de la oferta que había hecho a Isabel de llevarla a casa de su padre al día siguiente.

José que no perdía una sola sílaba de la narración, pasaba alternativamente por multitud de impresiones difíciles de explicar.

—Y ahora —continuó Jorge—. ¿Se negará Ud. a admitirla en su casa? —¡Dios no lo permita! —Gracias tío, en nombre suyo y mío; ya sabía que su noble corazón no

podía proceder de otro modo. Seguro estoy que mañana cuando Ud. la vea y tenga motivo de apreciar de cerca la bondad de su carácter, se acabará su antipatía y tendrá Ud. que amarla.

José volvió a mirar a su sobrino estremeciéndose. —Jorge —dijo acentuando sus palabras—, tú me has referido toda la

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Jorge, El Hijo del Pueblo

historia; pero has omitido la causa porque figuras en ella de un modo tan principal; más claro, ¿qué móvil te induce a preocuparte de esa señorita, a seguir todos sus pasos?

—El del agradecimiento, el de la simpatía más justa, desde que por ella fui tratado en su casa con todas las deferencias que las gentes de su posición reservan solo para la juventud aristócrata que forma el encanto de sus salones, bien diferente por cierto del despotismo que con el pintor usaba el resto de su familia.

José se agitó de nuevo. —Y ese agradecimiento, esa simpatía... ¿No son más que simpatía y agra-

decimiento? —¿Y qué más puede ser? José no se atrevió a seguir preguntando. Jorge creyó adivinar lo que pasaba en la mente de su tío y no pudo menos

que sonreírse. —Él también —se dijo—, como Luis, como todos los que no hayan sufrido

como yo, como todos los que sean incapaces de concebir la existencia de tan puros y varios vínculos de unión entre las almas...

—¿Y dices —continuó José— que ella te ha dado permiso para que me cuentes todo?

—De otro modo nunca lo habría hecho. —¿Conque tanta confianza tiene en ti? —Lo mismo que en Ud. —se apresuró a decir Jorge. —¿En mí? —¡Claro está cuando le confía un secreto!... —¡Y nadie lo sabrá! —Sí, ya sé que Ud. guarda los secretos con suma estrictez. José no respondió. Jorge se puso de pie. —¿Ya te vas? —Sí, tío; estoy algo fatigado, necesito descansar; Ud. también necesita

reposo. —Bien, vete y llámame a Rosa para que me dé la cucharada. —Está bien, buenas noches tío. —Buenas noches. Jorge salió y José se quedó murmurando: Él la ama, no me cabe duda. Esa

solicitud, ese entusiasmo, ese arriesgarlo todo por ella, ¡ah! Y hay un millón de imposibles; ¿qué digo? Ante Dios sólo hay uno, uno sólo.

Y el buen artesano se golpeó la frente. —No debo permitir —continuó— pero, ¿cómo evitar?... No puedo decir,

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Primera Parte / 46 capítulos

no puedo hablar... no puedo...

En este momento entró Rosa. —¿Qué quieres? —dijo cariñosamente a su marido—¿Estás rezando? —No hija; pero mira, tú vas a hacer por mi intención una novena a mi

señora de Cayma; porque temo que sobrevenga una cosa espantosa. —¡Jesús! ¿Qué sucede?

—Nada, mi querida Rosa; pero he tenido unas pesadillas que me han asustado.

—Mi Madre y Señora no ha de permitir nada malo —dijo la joven más tranquila— luego que te levantes iremos a Cayma a hacer la novena. —¿Es la hora de la bebida?

—Sí, aquí está. Rosa cogió una botella negra con etiqueta de botica, sirvió una cucharada de

su contenido y se la alcanzó a José. Mientras tanto le dio la noticia de que una señorita linda y buena como

una santa iba a pasar allí la noche. José respondió que ya se lo había dicho Jorge. Rosa pasó una ligera revista a sus hijos, acomodó mejor al más pequeñito

que amenazaba caerse y salió a preparar cama para Isabel, mientras José se recogía para entregarse, no al sueño, sino a sus cavilaciones.

Capítulo 39

Gentes sencillas

acinta cedió su cuarto por aquella noche a la hija de Latorre, no sin arreglarlo, del mejor modo posible. Cambió la cama a la que puso por colcha un rico mantón bordado; preparó un pequeño tocador en que la

taza y la jarra eran de barro, la peineta de madera, la toalla, el paño cortado de un fustán sin concluir. Después de pedir nuevas excusas a Isabel por lo mal que era hospedada, se retiraron todos encargándole cerrar por dentro, pues no tenía llave la puerta.

En cuando se vio sola, Isabel procedió a hacerlo, pues se hallaba tan nerviosa que todo le daba miedo. En seguida se sentó en una silla en actitud meditabunda y gruesas lágrimas comenzaron a correr de sus ojos. Media hora transcurrió así. La naturaleza bastante trabajada reclamaba sus derechos, el sueño principió a entorpecer sus ideas. La joven enjugó su llanto y paseó una mirada por la habitación, sus ojos tropezaron con un Crucifijo encerrado en

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Jorge, El Hijo del Pueblo

su urna de vidrio, se levantó cual si hubiese visto a un amigo, un defensor, y arrodillándose le dijo, más con el corazón que con los labios, una ferviente oración; luego se acostó, apagó la luz y no tardó en quedarse profundamente dormida.

Al día siguiente se despertó bastante tarde, nadie se había atrevido a inte- rrumpir su descanso. Se vistió y peinó perfectamente después de hacer la breve oración de la mañana y abrió la puerta por la que entró alegre y radiante el sol. No tardó en presentarse Jacinta a darle los buenos días; a poco apareció Rosa y después de informarse cómo había pasado la noche, anunció que el almuerzo estaba en la mesa.

Isabel a su vez preguntó por la salud de José, de quien le dijeron que estaba tan aliviado que ese día se levantaría. En seguida pasaron todos a un corredorcito de caña, situado frente a la huerta.

Sencillo fue el almuerzo y amenizado por la más franca conversación. Isabel extrañó no ver a Jorge; pero no se atrevió a preguntar por él, temerosa de

ocasionar falsas interpretaciones. Varias cabecitas infantiles principiaron a asomarse por entre las rejas de

caña. Rosa, no sin trabajo, logró hacer entrar aquel enjambre de criaturas y las presentó a Isabel; eran sus hijos.

Isabel trató de atraerse a algunos de ellos que se mostraban menos huraños que los demás, prodigándoles mil caricias.

—¿Cómo te llamas? —dijo a uno que se le aproximó. El niño no respondió. —Contesta, malcriado —dijo Jacinta. —Ese es Juan —repuso Rosa— el tercero de mis hijos. En seguida tomó en brazos al más pequeñito, diciendo: —Este es el más engreído de todos —e imprimió un beso en su frente. —Y el más engañador —agregó Jacinta haciéndole gestos desde lejos, a los

cuales contestó con angelical sonrisa el niño. —¡Qué bonito! —dijo Isabel— ¿Qué nombre tiene? —Florencio; la mayor es Consuelo, el segundo José, como su padre, la

cuarta Rosario, como mi madre —dijo Rosa. —¡Qué feliz debe ser Ud.! —exclamó Isabel acariciando la cabeza de Juan a

quien había subido sobre sus rodillas. —Cierto, señorita; aunque pobre, teniendo a mi esposo y a mis hijos me

considero la más dichosa del mundo. —Será muy bueno su esposo. —Vea Ud. señorita —dijo Rosa bajando la voz—: José es un santo.

Desde que nos casamos hasta hoy, jamás me ha dado el menor motivo de resentimiento. Yo y sus hijos formamos toda su alegría; trabaja día y noche

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Primera Parte / 46 capítulos

para nosotros; Dios me lo dio por esposo sin merecerlo. —Esa es una felicidad incomparable.

—No me canso de agradecérsela al Señor. Otras, siendo tan buenas como mi madrina —indicando a Jacinta—, ¡sufren tanto con sus maridos! Yo solo sufro en tiempo de revolución; porque José es el primero en salir, diciendo que la patria lo necesita y no sé cuantas cosas que yo no entiendo, así es que no hago más que llorar, temiendo a cada instante que me lo traigan muerto; ahora mismo si está herido es por causa de la revolución.

—No hay dicha completa en esta vida. —Así es, señorita, por eso me conformo con la pobreza y con todos nuestros

trabajos, pensando que otros sufren más que yo. Isabel estaba encantada. Lo bello del paisaje que tenía delante, la inocencia de los niños, el candor de

Rosa, la sencillez de Jacinta, levantaban en su alma algo como un aura deliciosa que hacía bien a su corazón lastimado.

Concluido el almuerzo, Jacinta la condujo a dar un paseo por la huerta, en tanto que Rosa iba a ver cómo seguía José.

Isabel aspiraba con delicia la fragancia de los claveles, ambarinas y alhelíes que con gran profusión se encontraban en la huerta de Jacinta. Allí también había árboles y legumbres.

—Qué linda huertecita —dijo Isabel— y qué bien cultivada está. Jacinta sonrió con satisfacción. —Nadie hace mejor las cosas que el propio dueño —dijo. —Según eso, es José quien cuida de esto. —No, señorita, mi pobre hermano apenas tiene tiempo para atender a la

carpintería; yo soy quien cultivo la huerta. —Con razón está preciosa. —Preciosa no; pero sí arregladita: donde hay familia no deben faltar estas

cositas que son de consumo diario. —Además, debe ser una distracción emplearse en esto. —Le aseguro, señorita, que cuando entro aquí, ya no me acuerdo de la

costura ni de nada. En tiempo de fruta no padecemos tanto; porque la vendo, y ya tenemos con qué pasar el día.

—¿Esta casita es de ustedes? —Sí, señorita; mi padre, que en paz descanse, nos la dejó en herencia,

junto con otra de la calle de Santa Teresa. Allá vivimos todo el año, allá tiene José su carpintería; aquí venimos solo por temporadas; así fue esta vez; pero como por la revolución no hay trabajo, ni oficiales, la tienda está cerrada, y nosotros nos hemos quedado hasta ver en qué terminan estas bullas.

—¡Horrible es la guerra civil!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Ay! señorita, es el mayor castigo que Dios puede mandar. Todas son pensiones, reclutamientos, pérdida de trabajo, persecuciones, y luego, cuan- do menos pensamos nos traen heridos o muertos a nuestros parientes, como sucedió con mi pobre padre.

Los ojos de Jacinta se humedecieron. Isabel conmovida, preguntó: —¿El padre de Ud. murió en la guerra? —En la revolución de cuando la bandera echeniquista. Para cambiar de conversación Isabel preguntó después de un rato: —¿Y Jorge, dónde está? —No tardará en venir; el pobre se levanta a las seis de la mañana a trabajar en

la maestranza; allá le mando el almuerzo con un muchacho de la vecindad, que también lo lleva a su padre.

—¡Pobre Jorge! —No es por ser mi sobrino, señorita; pero no he visto a nadie como él.

Siendo joven tiene tanto juicio como si fuera de mucha edad. —Ustedes deben quererlo mucho.

—¿Cómo no le hemos de querer, si sus buenas acciones son capaces de comprar a cualquiera? Figúrese Ud., señorita, cuando José está enfermo, él trabaja para sostener a todos, y a veces, buenos sacrificios le cuesta darnos de comer, como sucedió cuando Morán. Si Ud. lo permite le contaré.

—La escucho con el mayor gusto. —Pues en esa guerra sufrimos como nunca; principiaron por reclutar a José

y quedamos en poder de mi sobrino que entonces era más jovencito. Como la revolución duró tanto tiempo, vendimos cuanto teníamos para comer; trabajo no se encontraba, así es que mi sobrino después de andar todo el día regresaba por la noche con un real, con dos. Un día salió para La Palma el batallón en que estaba José. Rosa de aflicción y debilidad cayó enferma, con unas fiebres que la hacían hablar disparates. Cuando por la noche vino Jorge, nos encontró en una amargura grande; Rosa en la cama y malísima, porque no había con que pagar al médico; los chicos llorando y pidiendo pan, los angelitos no habían probado bocado en todo el día, y menos yo; luego que vieron a mi sobrino se colgaron de él, pues sabían que siempre traía con qué comprar pan; pero esta vez se venía sin un cuartillo.

—¡Ay Señor! ¡Qué situación tan horrible! —Pues vea Ud., señorita, lo que hizo mi sobrino. Tenía un cuadro que

estimaba y quería muchísimo; porque en él estaba el retrato de su madre, el de él mismo y creo que el de una niñita que fue su hermana de leche; (y viera Ud. que parecidos todos; hablar les faltaba) era lo único que no se había vendido; al ver cómo estábamos, Jorge me dijo que mandase vender el cuadro con un

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Primera Parte / 46 capítulos

muchacho, y me dio la llave de su cuarto; yo salí corriendo; el chico volvió al poco rato con ocho pesos que le habían dado; fui con ellos muy contenta a dárselos a mi sobrino, y lo encuentro sin sentido sobre la banca en que lo dejé echado.

— ¿Y qué es de ese cuadro, quién lo compró? —preguntó vivamente Isabel.

—No sabemos, señorita. El muchacho que lo vendió se fue al valle a los dos días y murió con tercianas.

—Yo daría lo que me pidieran por ese cuadro. —Así ha dicho Jorge cuando regresó José y volvimos a tener comodidad, mi

sobrino se volvía loco buscando su cuadro para comprarlo; pero nadie le ha dado razón de él; yo creo que algún forastero se lo llevó.

—Es muy posible. En este momento entró Rosa avisando que había llegado Jorge y deseaba

saludar a la señorita. —Que entre —se apresuró a decir Isabel gozosa. Un instante después Jorge saludaba a la joven con toda la exquisita ama-

bilidad y galantería de quien ha tenido costumbre de un roce aristocrático. Jacinta aprovechó la oportunidad para ir a atender a sus faenas domésticas, y los jóvenes quedaron solos.

—¿A qué hora vamos donde mi padre? —preguntó Isabel. —Esta tarde, señorita. —No veo la hora de abrazarle. ¡Qué juzgará de mi desaparición! ¡Cuán

afligido debe estar! —¿Y qué piensa Ud. decirle sobre lo ocurrido? —La verdad completa. —Sí, toda la verdad. —¡Cuánto va a ser su reconocimiento para mi salvador! Jorge no respondió. —¿No ha obtenido Ud. hoy ninguna noticia de casa? —Ninguna. Creo sí que su familia procura ocultar la desaparición de Ud.,

pues he oído decir en la Prefectura que el señor de Latorre no había parecido hoy por tener a Ud. muy indispuesta.

—Sí, eso es lo que deseo, que nadie se aperciba de este incidente que tanto se presta a los comentarios.

—¿En ese caso, señorita, no habrá castigo para los culpables? —Que los castigue Dios; por mi parte me bastará el saber quiénes son

ellos. —¿De modo que va Ud. a reducirlo todo a un asunto de familia? —Exactamente.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—En ese caso, ¿el mayor Iriarte está considerado como miembro de ella? —Todavía no... todavía no —dijo Isabel, vacilando—. Mientras no tenga una prueba evidente de la rectitud de sus procedimientos. Y los ojos de Isabel se llenaron de lágrimas.

—Entonces le suplico, señorita, que este paquete —indicando el que tenía en el bolsillo—, no lo examinen más que Ud. y el señor de Latorre. —¡Oh! por cierto, su contenido es demasiado bochornoso aunque sea apócrifo.

—Me permito también rogarle cuide mucho de que no desaparezcan las falsificaciones que contiene; porque eso llegaría a ser una desgracia de incal- culables consecuencias.

—Descuide Ud., serán guardadas con dobles llaves. —Anoche me he ocupado de examinar estos papeles con toda escrupu-

losidad y he podido convencerme de su gran importancia. Isabel llevó el pañuelo a los ojos.

Jorge deseando distraer por aquel momento sus tétricos pensamientos, dijo: —Creo, señorita, que ayer le ofrecí presentarle un amigo. —Sí, lo recuerdo, mi otro protector. —Si Ud. lo permite, puedo hacerlo entrar. —Con el mayor gusto. Jorge salió y no tardó en regresar con Luis. —Presento a Ud. señorita, a Luis Vargas, uno de mis mejores amigos. —Que se apresura a ponerse a su servicio —agregó el joven con timidez. Isabel le tendió la mano que Luis se apresuró a estrechar con respeto. —Mucho tengo que agradecerle —dijo Isabel—. Mucho deseaba conocerle

para manifestarle mi reconocimiento. —Sólo he hecho mi deber, señorita, y eso no vale nada —repuso Luis

acortado. Jorge se sonreía de ver los apuros en que su amigo estaba delante de Isabel.

—Este —continuó Luis indicando a Jorge—, me hablaba siempre de lo bondadosa que es Ud.

—No debe creerse lo que Jorge diga al respecto —repuso Isabel—, peca por exageración; pero ante todo, tenga la bondad de decirme si Ud. conoce a las personas que anteanoche sorprendió hablando del asalto a la casa del señor Vélez.

Luis se irguió cambiando de expresión, cual se hallara ante el juez, y dijo con firmeza:

—Sí, señorita. —¿Quiénes eran? —El mayor Iriarte y Pedro.

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Primera Parte / 46 capítulos

Isabel hizo un movimiento cual si la hubiera picado una víbora y se puso mortalmente pálida.

Jorge hizo un gesto de inteligencia a Luis, que, comprendiendo su yerro, se apresuró a enmendarlo como pudo.

—Del primero no tengo seguridad —dijo— era un militar, es cierto; pero no le vi la cara, porque estaba en la oscuridad.

Isabel respiró. El corazón se inclina siempre a admitir y proclamar a voces que es ino-

cente el ser que se ama, por más que en su fondo quede amargos residuos de legítima desconfianza.

—¿Eso es cierto Luis? —preguntó la joven, batallando aún consigo mis- ma.

—Es cierto, señorita —repuso este mirando a Jorge. Aunque Isabel notó esta mirada, no hizo caso de ella; por esta vez el tes-

timonio de sus oídos era el infalible, el de sus ojos no valía nada. —¿A Pedro sí le vio Ud.?

—Con toda claridad, como veo a Ud. y a Jorge. Al momento que com- prendí el peligro que corría Ud., a carrera abierta vine a avisar a Jorge. Él salió sin decir nada y yo tuve que amanecer en su cuarto y permanecer allí hasta que vino.

—¡Cuántas gracias doy a la Divina Providencia que en ustedes me puso dos ángeles de guarda!

—Luis ha venido no solo a ponerse a órdenes de Ud., señorita, sino también a pedirle una gracia —dijo Jorge dando otro giro a la conversación. Luis se encogió y miró con aire de amigable reconvención a Jorge. —Como esté en mis manos...

—Parece que sí —agregó Jorge sonriendo. —Pues está concedida; pero, ¿de qué se trata? Luis habría deseado hacerse invisible, tal era su vergüenza. —¡Que se explique él! —dijo Jorge gozándose en el mal rato que estaba

haciendo pasar a su amigo. —Señorita... yo no sé cómo... decirle... Isabel a pesar del estado de su ánimo, no pudo menos que sonreír, para

acrecentar la confusión de Luis. —Hable Ud. sin temor, amigo mío —dijo con dulzura la joven. —Es que... —Vamos, será preciso que todo lo diga yo —dijo Jorge—. Quien tantas

angustias hace pasar a mi buen amigo, es, señorita, una joven de su servicio, llamada Cecilia.

—¡Ah! Es Ud. su novio —dijo Isabel, sonriendo con bondad.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Sí, señorita. —Cuánto me alegro que Ud. sea el elegido por mi querida Cecilia; ella me

habló de esto hace poco tiempo, yo le dije que si la persona que la solicitaba por esposa era digna de ella, contase con mi protección; ahora que sé quien es, les prometo todo mi apoyo.

—¡Ah, señorita! Es Ud. un ángel —dijo Luis. —Será para mí uno de los motivos de mayor satisfacción, el ver dichosas

a dos personas que tanto estimo y a quienes tanto debo. —Nosotros la bendeciremos todos los días de nuestra vida. Así, entretenidos en agradable charla, cuyo tema obligado fue Cecilia, nuestros tres jóvenes vieron pasar las horas, ora paseando por el jardín, ora tomando asiento en un banco de sillar que había bajo unos ciruelos, hasta que Rosa entró diciendo que la merienda estaba enfriándose. Todos pasaron al corredorcito.

Un hombre con un brazo atado que descansaba en un pañuelo pendiente del cuello, se hallaba sentado en la patilla.

Al ver a Isabel se levantó. Jorge adelantándose hizo la presentación de estilo. Isabel tendió su fina

mano a José, que tuvo que tomarla con la izquierda. En seguida todos rodearon la mesa sobre la cual humeaban soberbios

picantes y se ostentaban grandes vasos de chicha. Rosa y Jacinta habían hecho cuanto pudieron para obsequiar a Isabel. Durante la merienda reinó la más franca cordialidad. Luis estuvo decidor y alegre; Jorge jovial y atento; Rosa solícita y cariñosa,

Jacinta expresiva y obsequiosa; los niños contentos como los pájaros al ama- necer; Isabel amable, dulce y complaciente con todos.

José también se manifestó afectuoso con la joven; pero como no comía ni bebía, se ocupaba de observar y comparar los semblantes de Isabel y de Jorge, viendo sin duda lo que nadie notaba, pues a veces decía imperceptiblemente para los demás: “¡Esto es admirable, parece providencial!”.

Las cuatro de la tarde eran, cuando Isabel se dispuso a dejar la compañía de aquella honrada y sencilla familia.

Rosa le dio su manta de cuando fue novia, que guardaba nueva en el fondo de su baúl y tanto ella como Jacinta se ofrecieron a acompañarla hasta su casa, lo que de buena gana aceptó Isabel.

Viendo José que Jorge también se disponía a salir, le dijo imperiosamente al oído:

—¡Tú no vayas! Jorge miró con asombro al artesano. —¿Cómo sería posible que yo sólo me quedase, cuando le he ofrecido

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H

Primera Parte / 46 capítulos

entregarla personalmente a su padre? —dijo.

José no halló qué contestar; pero desarrugó el ceño y dejó ver una afable sonrisa, cuando Isabel le tendió la mano para despedirse, agradeciéndole a la vez la bondadosa acogida que había recibido en su casa. Él, por su parte, rogó a Isabel le ocupase, lo mismo que a su familia, en cuanto considerasen que podían serles útiles y no obstante la oposición de Isabel, salió a dejarla hasta la puerta de calle.

Jorge pidió permiso a Isabel para adelantarse con Luis, pues tenían un asun- to urgente en la Subprefectura, ofreciendo reunírseles muy pronto en la calle; concedido lo cual, Isabel partió en compañía de sus dos nuevas amigas.

Capítulo 40

La recompensa

acía dos días que en casa del señor de Latorre reinaba el mayor desasosiego. El desgraciado padre de Isabel, falto de fuerzas físicas y morales,

después de buscar a su hija, loco de desesperación el primer día, había caído en un abatimiento que no le permitía ni salir de su habitación, ni hablar más que con Iriarte, a quien había confiado la misión de encontrarla.

Este, que aparentaba no perdonar medio para hallarla, no hacía otra cosa que dar al diantre con el fracaso de su plan y temer la vuelta de Isabel a la casa paterna. De buena gana habría deseado que la tierra se tragase a ella y al hombre que la había sacado de en medio del incendio.

Porque, ¿quién era este actor desconocido con quien no había contado para la consumación de su tragedia? ¿Qué era del lío de papeles? ¿Iriarte pensaba que bien podría descubrirse la intriga y entonces?... El Jefe Supremo era inexorable y terrible, mucho más tratándose de asuntos que pudiesen empañar el brillo de la carrera militar y la honorabilidad de su distinguido cuerpo de edecanes.

Doña Andrea no estaba menos asustada; su conciencia nada tenía de tranquila.

Pedro nada temía; estaba seguro de no aparecer para nada; pero respetaba las órdenes de su Mayor.

Cecilia no se cansaba de llorar, mucho más cuando también ignoraba dónde estaba Luis.

Doña Enriqueta profundamente angustiada, pero llena de entereza, hacía 199

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Jorge, El Hijo del Pueblo

frente a la situación, ocultando la verdad, aun a los más íntimos amigos de la casa, explicando la ausencia de su sobrina en el salón, motivada por una jaqueca, muy natural después del susto.

Por diversas razones, todos a porfía guardaban el secreto de la desaparición misteriosa de la hija del señor de Latorre, de modo que la sociedad harto pre- ocupada con los acontecimientos públicos, no llegó a apercibirse de esto.

La tarde que nos ocupa, Iriarte bastante contrariado, se paseaba sobre el Puente Viejo24 cuando distinguió un grupo de mujeres que se aproximaba. Con la insolencia propia de los personajes de sus perfiles morales y con la autorización que parecía darle su traje militar, se cruzó de brazos aguardán- dolas, sin duda para dirigirles alguna broma, cuando de súbito cambió el aire de su apostura y su semblante se demudó. Acababa de reconocer a Isabel en medio del grupo que venía.

Su primer impulso fue el de la fuga; pero un instante de reflexión le pre- cipitó al encuentro de su prometida.

Isabel al verle sintió una emoción imposible de explicar y tuvo que apoyarse en Rosa, quien la miró con sorpresa.

—¡Señorita! —exclamó Iriarte con la maestría de un consumado actor—. ¡Al fin!... ¡Santos cielos!... La emoción, la alegría ahogan la voz en mi gar- ganta.

Isabel no sabiendo qué decir, contestó a estas exclamaciones con una inclinación de cabeza parecida a un saludo.

—Ocupados en buscarla —continuó Iriarte con cuanta vehemencia pudo fingir— ¡hemos sufrido tanto!.. Ud. ya comprenderá lo que pasaba por mí; Ud. nos explicará qué motivos, qué incidentes la han detenido hasta hoy, lejos de cuantos la aman. Yo le pido perdón por las vacilaciones, los temores, hasta las dudas, sí, Isabel, hasta las dudas que me han asaltado en horas de desesperación y amargura, de todo lo cual imploro olvido, perdón y disculpa de ese corazón de ángel, cuya inocencia y bondad se reflejan en la luz de sus ojos.

Isabel estaba perpleja. ¿Era posible fingir tanto? ¿Podría llevarse tan lejos el cinismo? Isabel no conocía el mundo. Por otra parte, como observa un escritor, la

bondad del corazón no alcanza a suponer un grado refinado de maldad. En este momento Isabel habría jurado que Alfredo era ajeno a las intrigas en que se hallaba envuelta; pero al sentir renacer la estimación, el afecto que siempre le había tenido, los celos se levantaron en su corazón y el sentimiento de dignidad ofendida, de su credulidad burlada, de su amor menospreciado, formaron la verdadera barrera insalvable entre su novio y ella. 24 Puente Viejo. Hoy Puente Bolognesi.

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Primera Parte / 46 capítulos

Lejos estaba Iriarte de adivinar lo que pasaba en el alma de Isabel, pero notando su sequedad, creyó que había sido descubierto y ya se disponía a tocar retirada, cuando Isabel empleando cierta instintiva diplomacia a fin de no alejar a su novio, prometiéndose analizar por sí misma aquel corazón, dijo:

—Cuánto siento haber sido causa de tantos sufrimientos, aunque de un modo involuntario, como pronto lo sabrá Ud. Yo no sé cómo agradecerle lo mucho que ha hecho y sufrido por mí en estos días.

Iriarte creyó notar algo de ironía en estas frases. —De todo me hallo plenamente recompensado en ese momento en que,

desvanecidos todos mis temores, puedo contemplar otra vez ese bello sem- blante y escuchar esas dulces frases.

—Sí, Alfredo, yo le aseguro que en este desagradable incidente, nada hay que pueda lastimar su alma.

—Eso se lee en sus ojos —dijo con verdadera alegría Iriarte; porque estaba ya convencido de que nada sabía Isabel; y añadió para salir del paso—: Permita Ud., señorita, que vaya a preparar el ánimo de su papá a quién una impresión demasiado fuerte en estas circunstancias podría ser fatal.

—Sí, sí, vaya Ud., Iriarte. Este partió como una flecha. Isabel permaneció inmóvil algunos segundos. Acababa de sostener una lucha cruel consigo misma. La duda se enseñoreaba en su espíritu, los celos desgarraban su corazón.

Rosa y Jacinta silenciosos testigos de una escena que no comprendían, miraban a Isabel sin proferir una palabra.

—Es un amigo de mi padre —dijo. Y siguieron caminando. Poco después vieron venir a Jorge que no tardó en reunírseles. Iriarte

había deseado tener alas para llegar a casa de Latorre, en cuyo patio tuvo que detenerse para enjugar el sudor de su frente. Doña Enriqueta se precipi- tó fuera de su habitación al sentir pasos tan precipitados; la seguía recelosa doña Andrea.

—¿Qué sucede? —dijo al ver a Iriarte. —Que la he hallado, señora, la he hallado. Doña Enriqueta alzó las manos al cielo. —¿Dónde está, dónde está? —exclamó. —Dentro de pocos minutos estará aquí, la encontré con unas pobres

mujeres que vienen acompañándola. —¡Guillermo, Guillermo! —gritó doña Enriqueta con toda la fuerza de sus

pulmones. A las voces acudió este y también Cecilia.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Hermano! —exclamó doña Enriqueta abrazándole. —¿Pero, por Dios, qué sucede? —gritó este en el colmo de la ansiedad. —Que he tenido la inmensa fortuna de hallarla —repuso Iriarte. Cecilia lanzó un grito de gozo. Don Guillermo deshaciéndose de su hermana corrió a Iriarte y tomándole la

mano con fuerza no pudo interrogarle sino con la vista. —La señorita es un ángel —se apresuró a decir Alfredo. —Pero dónde está —gritó por fin Latorre.

—Me he adelantado algunas cuadras, a fin de preparar su ánimo, señor, y no tardará mucho en abrazarle.

Doña Enriqueta hizo entrar a todos en la sala. —¡Gracias, Dios mío, gracias! —exclamó don Guillermo dejándose caer en

un sillón. —Nuestras diligencias —dijo Iriarte— no podían menos que dar un resul-

tado satisfactorio, no se ha omitido medios ni sacrificios hasta dar con ella. —¿Con qué le corresponderemos? —dijo doña Enriqueta llorando de ternura y agradecimiento.

Don Guillermo se levantó y estrechó entre sus brazos a Iriarte. —No sé qué decirle —dijo—, no tengo una palabra que traduzca mi

gratitud, ni nada con qué pagar el tesoro que me devuelve, si no es con ese mismo tesoro.

Con una modestia encantadora repuso Iriarte: —No soy en manera alguna acreedor a ese agradecimiento; tal vez no me

ha cabido en suerte hacer sino lo menos en asunto tan caro para mí; si bien es cierto que he puesto en juego todos los recursos de que podía disponer; pero hay que tener en cuenta, que era mi corazón el interesado, mis afectos más vivos los que me impelían a derramar toda mi sangre si fuese preciso para encontrar a la señorita.

Doña Enriqueta no vio en estos extraños giros sino la delicadeza más extremada.

—Lo cierto es —dijo— que después de Dios, a Iriarte debemos el pronto regreso de Isabel, quien tal vez se extravió en las chacras al huir del incendio y no supo el camino para volver a Arequipa.

—¡Pobrecita! ¡qué susto tendría! —se aventuró a decir la costurera. —Es muy natural su terror —dijo Iriarte respondiendo a doña Enrique-

ta— pero no me atribuya Ud., señora, todo el mérito de su hallazgo; aunque nadie la hubiese buscado, es muy cierto que ella sola habría venido, hoy o mañana; además las buenas mujeres que la asilaron son muy dignas de nuestra gratitud.

Iriarte hablaba aventuradamente, sabía que muy pronto Isabel pondría la

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Primera Parte / 46 capítulos

verdad en su sitio, y como los buenos oradores hacía “diestras concesiones para prevenir las objeciones”.

El orgullo de doña Enriqueta no dejó de lastimarse al pensar que su sobrina hubiese estado dos días entre gentes de baja esfera.

—No veo la hora —dijo don Guillermo— de saber la causa de su des- aparición. ¿Qué ha podido obligarla a permanecer dos días lejos de nosotros? Pierdo la cabeza si pronto no me lo explica.

Y se puso a pasear mirando a cada instante hacia la calle. —Si no fuera por temor de llamar la atención iría a darle alcance —agregó.

—Yo también —añadió doña Enriqueta—. Qué se dirá de verla en com- pañía de esas mujeres.

En este momento se sintieron pasos. Todos se precipitaron al patio y lanzaron un grito unísono. Isabel corrió

hacia su padre que se lanzó a recibirla con los brazos abiertos, exclamando: —¡Hija mía!

Las lágrimas del padre y de la niña corrieron mezclándose. Todos rodearon a Isabel abrumándola con preguntas y abrazos. Rosa y Jacinta lloraban también conmovidas al ver esta escena, y entre

tanto, Iriarte examinaba atentamente la fisonomía de Jorge, que se había detenido a alguna distancia. ¿Sería este el hombre que salvó a Isabel?

Jorge al notar a Iriarte, sintió que se alzaban en su pecho, no solo ese sen- timiento de profunda antipatía que le había inspirado siempre, si no también odio, repugnancia, desprecio.

El Mayor leyó todo esto en los ojos del joven tenazmente fijos sobre él, adivinó que todo lo sabía, y a pesar suyo no pudiendo sostener su mirada, cambió de dirección a la suya; pero sintió tanta ira al verse humillado por aquel plebeyo, que se mordió los labios y alzó de nuevo los ojos para enviarle un rayo de odio.

En los labios de Jorge se dibujó una sarcástica sonrisa. Isabel trataba de corresponder a las mil demostraciones de afecto que le

hacía su familia. Don Guillermo en el colmo del gozo se dirigió a las mujeres que trajeron a

Isabel para darle las gracias; pero al ver a Jacinta se quedó inmóvil; mas, reponiéndose inmediatamente:

—Son ilusiones mías —se dijo—. Y regresó al lado de su hija. Nadie se apercibió de este incidente. Isabel volviéndose a su padre y señalando a su joven amigo, dijo: —Jorge es mi salvador, padre mío, le debo más que la vida. Iriarte se puso lívido de ira; pero trató de dominarse. —No he hecho más, señorita, que cumplir con un deber sagrado —repuso

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Jorge inclinándose ligeramente.

Don Guillermo que estaba aturdido, corrió a estrechar la mano de Jorge, aun sin comprender bien lo que oía.

—Nada sé —dijo Latorre al joven—, pero las palabras de mi hija obligan mi gratitud de modo que no sé cómo recompensarle.

—Para mí no puede haber otra mayor que el presenciar este escena de felicidad para Ud. —dijo con amabilidad Jorge.

El acento del joven levantó un eco inexplicable en el corazón de don Guillermo.

—Rosa y Jacinta han sido mis protectoras —prosiguió Isabel. Don Guillermo casi sin oír a su hija, maquinalmente, profirió algunas

palabras de reconocimiento. Doña Enriqueta que no se cansaba de elogiar y agradecer a Iriarte, que ni

siquiera la oía, propuso pasar al salón. Don Guillermo se apresuró a dar el brazo a su hija, y todos entraron, ex-

cepto Jorge y su familia a quienes nadie invitó. El señor de Latorre dejó a su hija en el sofá y volviéndose a Iriarte que

permanecía de pie, le dijo: —Aproxímese Ud., hijo mío, quiero darle el premio que merece quien me ha

devuelto lo que más amo en la vida. —Señor, no lo recibiré como recompensa que no merezco; sino como el

mayor de los favores. —Isabel; hija mía —prosiguió don Guillermo—, digno es Iriarte de ser

tu esposo. Un rayo que hubiera caído a los pies de la joven no le habría producido

mayor impresión. —Todo lo sabe tu papá —se apresuró a decir Iriarte disimulando, a mara-

villa, la contrariedad que todo aquello le causaba—. He cumplido mi palabra de pedir tu mano.

—Y se la he concedido, hija mía, porque es digno de ti, porque tú le amas y para recompensar sus buenas acciones. Por su parte, nos da una prueba de exquisita delicadeza, cuando después de lo que ha sucedido, no pregunta siquiera dónde has estado, cuál ha sido la causa de tu ausencia.

—¡Nobleza propia de un caballero! —dijo magistralmente doña Enriqueta. Entretanto Isabel había perdido el color. —¿Qué es eso? ¿Qué tienes? —preguntó alarmado don Guillermo. —Es un vahído —repuso Isabel con voz desfallecida. —Será por debilidad —dijo doña Enriqueta. —No habría comido bien estos días —agregó doña Andrea que se iba

tranquilizando.

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Primera Parte / 46 capítulos

—Señorita —dijo Cecilia, entrando con un paquete de papeles atados con un listón rosa—: El señor Jorge me ha encargado le entregue a Ud. esto. —Papá —dijo Isabel recobrando sus fuerzas— toma esos papeles y guár- dalos mucho; porque nos interesan demasiado.

Doña Andrea se puso verde; Iriarte tuvo que recurrir a una fuerza de voluntad suprema para no lanzarse sobre el paquete y destrozarlo. —Don Guillermo lo recibió y mirándolo con extrañeza, lo puso sobre la mesa del centro.

Isabel sin fijarse en nada de lo que tenía delante, preguntó: —¿Dónde está Jorge? —Se ha ido —repuso Cecilia. —¡Cómo! ¿Sin despedirse de mí? ¡Imposible! —¿Qué educación tendrán esas pobres gentes? —dijo doña Enriqueta con

marcado fastidio. —La falta es nuestra —repuso con entereza Isabel— ¡Dejarles en el patio, no

decirles que entrasen! ¡Verdad que he estado tan aturdida!... Cecilia, ve a buscar a Jorge; llámale en mi nombre.

Cecilia salió corriendo. Un silencio misterioso reinó en seguida en la sala. Don Guillermo miraba el paquete de cartas con cierta curiosidad. Doña Enriqueta estaba muy contrariada por el modo de conducirse de su

sobrina con Iriarte. No tardó mucho en llegar Cecilia seguida de Jorge, Rosa y Jacinta. —Entre Ud., Jorge —dijo Isabel dando a su acento una melódica dulzura.

Jorge se adelantó con el sombrero en la mano e hizo una inclinación a la joven, sonriendo de un modo harto significativo.

—¿Y Rosa y Jacinta? —preguntó Isabel. —Fuera están. —Llámalas, Cecilia. Las dos mujeres entraron tímidamente. Isabel les indicó que se sentaran; pero ellas se rehusaron. —¿Conque se iban sin despedirse de mí? —les preguntó con acento de

dulce reconvención. —Creímos no poder verla otra vez —dijo Jorge— y como nada más te-

níamos que hacer aquí... Doña Enriqueta llamó aparte a su hermano y le dijo: —Da alguna cosa a estas gentes y que se vayan. —La verdad que no hallo qué obsequiarles. —Me parece que con dar un cuarto a cada una de las mujeres y un peso a

este hombre, está salvada la dificultad.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Tienes razón! —repuso don Guillermo contento de haber hallado so- lución al problema, y sacando del bolsillo dos pesos en cuartos, se aproximó a Jorge y con toda amabilidad le dijo:

—Lo que ha hecho Ud. por mi hija merece una buena recompensa; pero Ud. perdonará si por el momento no puedo darle más que esta pequeñez. Y le alargó el peso.

Jorge palideció ligeramente. Isabel se pudo lívida. Había sentido en medio del corazón la puñalada asestada al de Jorge. No

obstante, este que tenía costumbre de recibir heridas de esta naturaleza, supo dominarse y responder con aparente tranquilidad:

—Señor, tan importantes son para mí el honor, la vida y la felicidad de la señorita Isabel, que creería ofenderla si recibiese dinero en cambio de todo esto.

Y retrocedió algunos pasos con digno ademán. Latorre, fuerza es decirlo, se quedó cortado. Doña Enriqueta murmuró; pero no tan bajo que todos no la oyesen: —¡Qué cholo tan atrevido! Isabel no hallando una frase, una palabra que dirigir a Jorge, se le aproximó

y tomando entre sus dos manos una de las suyas, se la estrechó con fuerza. Aquella acción significaba un poema entero de los más delicados y dolo- rosos sentimientos.

Jorge comprendió lo que pasaba en el alma de Isabel y sonriendo con expresión de irónica amargura, dijo:

—No tenga Ud. cuidado, señorita; no crea que por un momento haya olvidado que no soy más que un miserable hijo del pueblo.

Capítulo 41

Correspondencia de Lima

oña Luisa de Peña, rodeada de sus hijas Hortensia y Mercedes, hacía un tejido de mallas de gran primor, cuando entró el doctor Félix y dijo:

—¿No saben ustedes las últimas novedades? —¡No! —repusieron a una voz las tres, fijando una investigadora mirada

en Peña. 206

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Primera Parte / 46 capítulos

—Pues se ha descubierto una conspiración monstruosa contra el general Vivanco.

—¡Jesús! —¿Dónde, papá? —preguntó Hortensia. —En Carmen Alto, en casa del doctor Vélez. —Ya me lo temía yo —dijo Mercedes en tono magistral. —Pues yo nunca lo habría creído —dijo doña Luisa. —Francamente para mí ha sido la sorpresa más grande —agregó don

Félix—. ¿Quién iba a sospecharlo del carácter circunspecto y pacífico del doctor?

—Pero papá, si no hay otro más exaltado cuando se trata de defender a Castilla —observó Mercedes.

—Es cierto que a ser franco y acalorado partidario de opinión, pocos le ganan; pero en el fondo es un hombre inofensivo, incapaz de intrigar ni de lanzarse a los azares de la política —dijo el doctor Peña.

—¿Y cuándo se ha descubierto la conspiración? —preguntó Hortensia. —Anoche. Esta mañana le han traído casi desnudo, le han estropeado, han quemado su casa, etc.

—¡Ay! ¡Pobres de sus hijas! —exclamaron las tres, juntando las manos. —¿Tú lo has visto? —preguntó doña Luisa con interés. —No; sé que está incomunicado y con una barra de grillos en los pies. —¿Pero tan grave es lo que ha hecho? Se le han encontrado toda clase de armas en la casa, hasta un polvorín y

aun me dicen que cañones. —¡Qué temeridad de caballero! preciso es confesar que pudo ponernos en

un conflicto —dijo Hortensia. —Con razón se fue a Carmen Alto —agregó Mercedes. —La verdad es que aquí hay algo más que no se dice claro y que yo no

entiendo —agregó don Félix. —¿Cómo, qué? —Di, papá. —Se dice muy por lo bajo —dijo el doctor bajando a su vez la voz— , que

las comunicaciones, que son de lo más importantes, han desaparecido sin saberse cómo.

—Desde que pusieron fuego a la casa, claro está que se quemarían —dijo Mercedes.

—Hay quien dice que el mismo Vélez la incendió para que aquellas des- aparecieran.

—Bien puede ser. —También dicen que el principal jefe de la conspiración no es el doctor Vé-

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Jorge, El Hijo del Pueblo

lez, que por ahí existe una mano oculta y que en ello hay algo de traición. —¡Ah! ¡Qué infamia! Eso sí que merecería un castigo ejemplar. —Estamos rodeados de traidores.

—Me alegro que se haya descubierto con tiempo todo; por lo único que lo siento es por la suerte del doctor Vélez —dijo Mercedes. —Y yo por las niñas —agregó doña Luisa.

—¡Pobre Sofía! —dijo Hortensia. —¡Pobre Elvira! —añadió Mercedes. —A propósito —dijo don Félix—, aquí tenemos cartas de Lima. —¡A ver, a ver! —Esta es para ti —dijo el doctor Peña entregándosela cerrada a Horten-

sia—, esta otra para mí. Ambos rompieron los sobres. Hortensia leyó primero a media voz, después alto, lo siguiente: Querida y nunca olvidada hermanita: Aunque van transcurridos más de dos años sin verte, no creas que

haya disminuido el inmenso cariño que te profeso desde cuando te confié

al oído mis íntimos afectos, ni que haya olvidado un solo instante la deuda

de eterna gratitud que para ti y tu papá contraje, en días bien aciagos,

como recordarás. Desde que te fuiste a esa, varias veces te he escrito sin obtener

contestación; no sé si tus cartas o las mías sean las extraviadas; quiera

Dios que en esta vez tenga mejor éxito mi comunicación. Si al papel pudiera confiarse con seguridad aquello que solo nos

place de- positar en un corazón amigo ¡Cuántas cosas te diría hoy! Pero no,

puede extraviarse la carta y por si llega a tus manos, apenas te diré que

sufro; tú sabes cuánto alcance tiene esta palabra en mis labios; sufro del alma y

por simpatía también sufre mi pobre cuerpo; estoy gravemente afectada

a los pulmones y los médicos han prescrito que salga inmediatamente de

Lima y me traslade a Arequipa, cueste lo que cueste. ¡Ay Dios mío! Tú

sabes, querida Hortensia, cuánto puede costarme este viaje.

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Inútiles han sido mis súplicas para disuadir a mi hermano, vanas mis

ra- zones fundadas en el terror que me inspira la guerra, en los riesgos

que nos amenazarían en el caso no improbable de un sitio; Enrique está

inflexible y en el primer vapor partimos para esa; por desgracia tiene tantas

relaciones amistosas en un partido como en el otro y cuenta con los pasaportes y

todo se le facilita. Tú sabes por qué desearía morir mil veces, antes que pisar otra vez el

suelo querido en que nací, ruega a Dios que tenga piedad de mí.

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Primera Parte / 46 capítulos

Querida hermanita, una vez más te voy a molestar pidiéndote un

servicio: Ten la bondad de tomar en arriendo una casita

independiente y con jardín para mí y Enrique. Concluyo, porque el escribir me fatiga demasiado; varias veces he

soltado la pluma, en el curso de esta carta. Adiós, hasta muy pronto, en que te dará un abrazo tu hermana de

corazón y siempre agradecida. Elena.

P. D. Ponme a órdenes de la señora tu mamá y de tu hermanita.

Hortensia terminó de leer visiblemente conmovida. —¡Pobre niña! —dijo doña Luisa. —Ahora oigan ustedes lo que dice mi carta —dijo el doctor. —Veamos:

Señor doctor don Félix

Peña. Muy apreciado señor

doctor. Profundamente reconocido a los muchos favores que tanto Ud.

como la señorita Hortensia, prodigaron en ocasión bien difícil a mi pobre

familia, y confiando en esa bondad de sentimientos así como en el mutuo

afecto que siempre ligaron a Ud. y a mi buen padre, me tomo la libertad de

dirigirle la presente, ofreciéndole una vez más mis respetos y pidiéndole un

nuevo servicio. Usted no ignora la excepcional situación de mi hermana en su mil

veces fatal matrimonio; Ud. sabe también que a consecuencia de

sufrimientos de todo género, adquirió una cruel enfermedad; pues bien, esta

lentamente ha hecho progresos terribles y los médicos me aseguran que con dos

meses más de permanencia en Lima, la muerte de mi hermana sería inevitable; al

paso que si se la traslada a Arequipa, se la pone en activa curación y se le

evitan impresiones morales de todo género, hay grandes esperanzas de

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salvarla. Como Ud. ve, no puedo demorar mi marcha a esa un sólo día. Ahora bien, Ud. sabe cuánto terror tiene Elena al miserable que le

dio el nombre de esposa, cuán fatal sería a mi hermana la impresión de

verle, en el delicadísimo estado de salud en que se encuentra; yo sé bien que él

está en Arequipa; pero a fin de tranquilizar a Elena, le he asegurado que

permanece en Chile. Deseo pues, que a nuestra llegada Ud. y su digna familia me ayuden a

ocultar la verdad, deseo más, que el matrimonio de Elena sea un secreto para

todo el mundo y que se tomen las medidas convenientes para que Iriarte

ignore su llegada y permanencia en Arequipa; por fortuna aquél no me

conoce y

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Jorge, El Hijo del Pueblo

puedo rozarme con él sin que sospeche quien soy.

Pidiéndole mil excusas por haber molestado tanto tiempo su

benévola atención y por las molestias que tal vez le voy a ocasionar,

me suscribo una vez más su obsecuente y afectísimo S. S. Enrique Velarde.

—Tiene mucha razón Enrique —dijo doña Luisa. —Lo que falta es la casita —agregó don Félix. —Ya la tengo —dijo Hortensia. —¿Cuál? —La que sigue a ésta en que vivimos. —Tienes razón, estaría muy bien; pero creo que está ocupada. —No —dijo Mercedes—. Esta mañana me dijo la señora que la ocupa,

que en esta semana la deja; porque se va al Cuzco huyendo de la guerra. —Magnífico, ya tiene casa Elena —dijo el doctor— se la pediré a Roble- noble.

—Yo tengo mucho gusto de estar tan cerca de ella; bien necesitará de nuestra compañía —dijo doña Luisa.

—Pero, ¿qué historia es esta tan incomprensible para mí? —preguntó Mercedes.

—Yo te pondré al corriente —repuso Hortensia. —Siempre me lo prometes y nunca cumples. —Ahora mismo voy a cumplir; pero vamos a mi cuarto, ya sabes que

tenemos que hacer. —¿Qué cosa? —preguntó doña Luisa. —Es un secreto. —Una conspiración. —Cuidado con conspiraciones. —Las nuestras a nadie perjudican. Las dos muchachas desaparecieron de la sala. —Vea Ud. lo que son las cosas —dijo don Félix—¡Y tanto como se dice que

Iriarte se casa con Isabel de Latorre!... —Eso no tiene más fundamento que lo mucho que lo ven visitar la casa,

como si no fuera muy natural, desde que Latorre es tan íntimo de Vivanco e Iriarte edecán de éste —dijo doña Luisa, agregando— esa mala costumbre hay en Arequipa de dar por novio al que visita una casa.

—Eso es muy cierto y por lo mismo nunca se me ha ocurrido decir a nadie que Iriarte es casado —respondió el doctor.

—Y ahora hay que decirlo menos. 210

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H

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—Naturalmente. —Pero me parece tan cándido, tan pagado de sí mismo el tal limeño...

—dijo doña Luisa. —¡Uf! si es la esencia de la superficialidad; y lo más bonito es que ya no me

conoce; me encuentra y me mira con tanta indiferencia como si jamás me hubiese visto.

—Eso no nos importa. —Absolutamente nada.

Capítulo 42

Principio de una historia

ortensia y Mercedes tenían entre manos un asunto de la mayor importancia, que requería el secreto más inviolable y les robaba muchas horas diarias.

Se trataba de dar una sorpresa a su mamá con unos almohadones bordados para el día de su cumpleaños; y esta grave empresa las retenía encerradas en el cuarto de Hortensia, sobresaltándose al sentir pasos, ocultándolo todo al sentir la aproximación de alguna persona hacia la puerta, ni más ni menos que si fueran conspiradores o monederos falsos.

Instaladas pues, en torno de la mesacosturero, Mercedes exigió a Horten- sia el cumplimiento de su promesa, y esta dio principio a su narración de la manera siguiente:

—Como tú sabes, cuando llegamos a Lima, nos hospedamos los primeros días en uno de sus elegantes hoteles; mas, pronto mi papá tomó en arriendo un cómodo departamento principal, en una casa muy bonita.

—Sí, ya sé todo eso, pero ¿y Elena? —Aguarda, no seas impaciente. —Continúa. —La primera mañana que amanecimos en nuestro nuevo domicilio, me

levanté bien temprano y abrí una ventana que caía sobre el patio interior, en cuyo centro corría una pila de agua circundada de pequeño jardincito; al extremo opuesto del sitio en que me hallaba, había otro departamentito cuya única ventana abierta, permitía ver a una joven que cosía. Tan preocupada estaba que no sintió el ruido que yo produje al abrir, y no se movió hasta que, concluido el hilo, levantó la frente y se encontró conmigo. Imagínate mi sorpresa al ver un rostro que parecía desprendido de un lienzo de Rafael o de Murillo.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿Era muy linda? —Blanca como una azucena, rubia como un serafín, con dos grandes ojos

azules orlados de pestañas rizas y doradas y de un mirar triste y dulce como las poesías de Melgar.

—¿Era Elena? —dijo Mercedes. —Has adivinado. —¿Y qué sucedió? —La saludé con la cabeza, ella me respondió de igual manera; creí prudente

retirarme y cerré la ventana. —¡Preguntarías quién era! —Mi papá se encargó de hacerlo, pues yo le manifesté la viva simpatía que

mi vecina me había inspirado. —¿Y?... —A medio día me dio la agradable noticia de que la preciosa niña era

arequipeña, hija de un amigo suyo que había muerto y de una señora muy respetable. “Es una familia muy distinguida y que ha figurado mucho —agregó mi papá— pero creo que actualmente están en ruina”.

—¡Cuánto te alegrarías! —Ya lo puedes suponer. A los pocos días nos visitamos mutuamente y nada

nos fue más fácil que estrechar nuestras relaciones; porque en verdad, Elena no desmentía en su trato social la elevada posición en que había crecido; era toda una señorita. No sabes cuán agradable es encontrarse con personas de nuestro país, de nuestro mismo modo de pensar, de iguales costumbres, gustos y carácter, en una ciudad donde todo no es extraño, sino chocante.

Elena también se alegraría de ver por allá una paisana suya. —Por cierto. Muy pronto llegamos a formar algo como una sola familia.

La madre de Elena era una verdadera matrona. Desde la muerte de su esposo vestía de riguroso luto y tenía consagrada toda su existencia a su adorada hija; pero los dolores de su triste situación iban minando su vida día por día.

Elena que tenía un carácter angelical, se desvelaba por hacer menos aflic- tiva la situación; se levantaba a la vez con la luz del día y se ponía a trabajar sin soltar la aguja, sino para emplearse en las ocupaciones domésticas, hasta las once y media o doce de la noche, hora en que vencida por el cansancio, se acostaba.

—¡Pobrecita! ¡Qué duro debe ser trabajar así cuando no se ha tenido costumbre! —dijo Mercedes.

—Doña Emilia (así se llamaba su mamá) —continuó Hortensia—, empeo- raba rápidamente en el mal estado de su salud y bien pronto no pudo abandonar la cama sobre la cual permanecía, aunque vestida; la tisis la consumía. Una de

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Primera Parte / 46 capítulos

las cosas que más angustiaba a la señora, era ver trabajar tanto a su hija y que ni aun así, ni con el pequeño sueldo que su hijo Enrique, empleado en Trujillo, les enviaba, podían cubrir sus necesidades, pues solo en médico y botica se iba una cantidad de dinero, que relativamente era considerable.

—Pero mi papá la curaría de balde —observó Mercedes. —Sí, desde que tuvimos amistad, pudieron economizar ese gasto. Elena

—continuó Hortensia— hacía lo posible por manifestarse alegre y feliz, a fin de tranquilizar a su madre por esta parte; pero muchas veces, mientras cosía cantando un triste arequipeño, sorprendí lágrimas en sus ojos. Cuando más verdaderamente contenta estaba, era cuando recibía cartas de su hermano, a quien amaba con infinita ternura. Como para nada se necesita tanto dinero como para cultivar relaciones de sociedad, Elena no las tenía y nadie visitaba su pobre domicilio, si se exceptúa a un joven elegante y al parecer rico.

—¡Sería su novio! —dijo Mercedes. —¡Maliciosa! —¿Pero en fin, lo era? —No; pero pretendía serlo. —¿Qué decía la mamá? —Le tenía mucha estimación y creo que hasta agradecimiento de que en su

triste situación Iriarte frecuentase su casa. —¿Iriarte? —Sí, Alfredo Iriarte. —¿El que dicen que se casa con Isabel de Latorre? —El mismo; pero como vas a ver esto no es cierto —dijo con candor

Hortensia. —Pues qué, ¿se casó con Elena? —¿No acabas de oírlo en la carta que Enrique ha escrito a mi papá? —Creí que se refería a otro Iriarte. Continúa. —Según me dijo doña Emilia, Iriarte pertenecía a la aristocracia de

Lima, eran ilustres su cuna y su apellido, su padre era un anciano que a la nobleza de sus pergaminos, unían el mérito de ser un general vence- dor de la Independencia, a la vez que un modelo de probidad y honor; según dijo mi papá todo eso era cierto. Después llegamos a saber que la madre de Iriarte había sido una señora absolutamente entregada al lujo y a la frivolidad, que los bailes y las modas le habían quitado tanto tiempo, que no lo tuvo para formar el corazón de su hijo; que había disipado una fortuna y que el pobre anciano general estaba arrinconado en la oscuridad.

—Pero nada de esto sabría doña Emilia —dijo Mercedes. —Nada; como con nadie tenía amistad, no sabía sino lo que Alfredo

quería que supiese.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡A mí me es antipático! —Confieso que a pesar de las muchas cualidades que doña Emilia le atri-

buía, no me gustaba el joven. Elena le profesaba la mayor antipatía. Según me dijo, Iriarte era un hipócrita, que delante de su madre se mostraba tan respetuoso, como insolente y grosero con ella cuando la encontraba en la calle y la seguía a la iglesia y a donde quiera que iba.

—¿Y por qué no se lo decía a su madre? —Sí, se lo decía, pero doña Emilia todo lo atribuía a una aversión inex-

plicable en su hija, para con un joven tan cumplido. —¿Y cómo terminó esto? —Vas a saberlo: Un día al regresar Elena de la calle, halló a su madre ra-

diante de alegría; esto la sorprendió, porque hacía muchos años que no había sucedido; doña Emilia la llamó y le dijo:

—Dios se ha acordado de nosotras, hija mía; porque para premiar sin duda los cuidados que prodigas a tu madre, te ha deparado un brillante porvenir. —No te comprendo mamá —repuso Elena.

—Me voy a explicar en pocas palabras: Alfredo Iriarte pide tu mano. Elena me refirió que sintió agolparse toda su sangre en el corazón y que

inmóvil se quedó mirando a su madre, quien le dijo: —¿No contestas? ¿Te disgustaría ser la esposa de un hombre joven, noble,

rico, de alta posición social?. —Es que no le amo, mamá —repuso la infeliz criatura y rompió a llorar. —¡Pobrecita! ¿Y qué hizo su madre? —Doña Emilia tomó las manos de su hija y se las besó repetidas veces.

—Eres una niña —dijo— y lloras por muy poca cosa; si ahora no quieres a Alfredo, cuando sea tu esposo le amarás. Así me sucedió con tu padre —añadió— yo quería ser monja, pero mis padres y los de Fernando habían arreglado nuestro enlace; nunca había visto al que me destinaron para esposo; cuando mi padre me dijo que había determinado casarme y que me preparase a recibir a mi novio que venía a conocerme. Yo incliné la cabeza ante una determinación que en ese tiempo era ley irrevocable, pero me eché a llorar sin consuelo. De allí a ocho días nos casamos y te aseguro que nos amamos tanto, que nuestro cariño ha ido más allá de la tumba.

Y doña Emilia afectada por el recuerdo de su esposo, rompió en llanto. Elena reprimió sus lágrimas para enjugar las de su madre. —Sin embargo, hija mía —continuó la señora—, yo no pretendo obligarte y te doy el tiempo que quieras para reflexionar sobre nuestra situación y el modo de remediarla, piensa que el cambio de nuestra suerte está en tus ma- nos, que si hoy desdeñas a la fortuna, puede ser que no vuelva a presentarse

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Primera Parte / 46 capítulos

jamás; reflexiona que no siempre te he de acompañar, que tal vez estoy muy próxima a dejarte y que te quedas huérfana y sola en una población extraña, donde la virtud está rodeada de acechanzas; medita en todo esto y procura amar a Alfredo.

—¡Ay! ¡Horrible debe ser la pobreza! —dijo Mercedes, profundamente conmovida.

—Nunca me he horrorizado tanto de sus efectos que cuando he visto de cerca los sacrificios que impone —repuso Hortensia.

—¡Jesús! De solo imaginarlo me espanto; pero continúa que cuanto antes deseo saber el fin.

—Desde ese día —prosiguió Hortensia— la melancolía de Elena fue en aumento; un pesar inmenso se revelaba en su abatido semblante; doña Emilia que notaba la creciente repugnancia de su hija para aceptar a Iriarte, cayó también en sumo abatimiento.

Un día me llamó y después de referírmelo todo, me suplicó que influyera sobre el ánimo de Elena, para determinarla a contraer aquel enlace. Yo se lo prometí.

Hacía tiempo que Elena me había puesto al corriente de estas pretensiones, así es que no me fue difícil cumplir con el encargo de su mamá; pero mien- tras más reflexiones le hacía para que desechara esa pueril repugnancia, más inflexible se mostraba, hasta que rompiendo a llorar me dijo:

—Nunca, porque amo a otro. —¡Dios mío! —exclamó Mercedes—. ¿Y tú qué hiciste? —La abracé; porque te aseguro que me llegó al alma su dolor, ¿Y quién es

ese? —le pregunté— ¿Dónde está? ¿Porqué no lo has dicho? —¡Calla! —me dijo— ¡calla! no se lo vayas a decir a mamá; porque es un secreto que por primera vez sale de mis labios, y lo ignora hasta mi her- mano.

Luego me refirió que la diferencia de posición social era el imposible levan- tado entre ella y el ser que amaba; que en aras de su amor filial había realizado el sacrificio de darle una eterna despedida; pero que su alma, su corazón y sus pensamientos le pertenecían por completo, y no podía entregarlos a otro.

Convencida de la resistencia de Elena, lo hice presente a su mamá, ofre- ciéndole no obstante trabajar en ese sentido.

Doña Emilia había escrito a su hijo Enrique sobre este asunto, y Elena no se había descuidado en manifestar a su hermano su invencible antipatía por Iriarte y el empeño de su mamá en que lo aceptase. Enrique dirigió una carta a su madre diciéndole que si en efecto era bueno el partido que se ofrecía, tratase de persuadir a Elena de su conveniencia; pero que en ningún caso la obligase; porque esto sería hacerla desgraciada durante toda su vida; que no

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tuviese cuidado por el porvenir, que él amaba a su hermana con toda su alma y que siempre le estaría consagrado.

—¿Y dime, papá sabía algo de esto? —preguntó Mercedes. —Sí; pero le era igualmente repulsivo Iriarte; no sé que tenía este joven para

ser antipático a todos, excepto a doña Emilia. —Continúa. —Pasó algún tiempo. La enfermedad de doña Emilia se agravaba progre-

sivamente, los recursos cada día eran más escasos. En vano Elena trabajaba noche y día, sus fuerzas debilitadas por falta del alimento conveniente decaían de un modo notable.

Un día, en vano aguardaron la llegada del vapor que debía llevarles algún dinero de parte de Enrique, ni tuvieron comunicación; al siguiente recibieron una carta escrita por mano extraña; Enrique participaba por medio de un amigo que en la hacienda donde trabajaba había ocurrido un incendio, que aprovechando del siniestro algunos malhechores se habían lanzado al robo, siendo él uno de los perjudicados, pues le habían sustraído junto con algunas prendas de vestir, el ajuste íntegro que había recibido ese día; que estaba herido a consecuencia de haberle caído una viga al tiempo que trataba de apagar el fuego; que la herida no era grave; pero que el médico le había prohibido hacer uso de su brazo derecho.

Ya puedes suponer cuál sería el efecto de esta carta; fue un día de duelo para la pobre familia, su situación económica recibió un golpe de muerte, se agravó la señora y su curación se hizo un problema, pues no había cómo comprar las medicinas. Yo supliqué a mi papá me permitiera hacerme cargo de esto, mientras se hacían de recursos, lo que gustosamente me fue concedido. Elena se arrojó a mis brazos llorando de gratitud, doña Emilia esforzando su debilitada voz me colmó de bendiciones. Poco después entró Iriarte y enterado por doña Emilia de lo que pasaba, se mostró en extremo pesaroso.

—Señora —dijo—, es preciso que esta situación termine de una vez; una sola palabra de la señorita Elena puede hacer brotar luz y alegría, don- de solo reinan incertidumbre y dolor; soy inmensamente rico; pero nada puedo hacer ahora por ustedes, porque ofendería su delicadeza; la señorita Elena tiene en sus manos el secreto de la felicidad de todos.

Cuando Iriarte se retiró doña Emilia llamó a Elena y le preguntó si aún no se había decidido a salir de la triste situación en que se hallaban y como Elena no respondiese, doña Emilia rompió a llorar amargamente. En vano yo le advertía que eso podía hacerle daño, que un arrebato traería graves consecuencias; su llanto se hacía cada vez más fuerte, hasta que Elena que gradualmente había ido poniéndose pálida, se abalanzó al cuello de su madre, diciendo con sollozos entrecortados, aunque sin lágrimas:

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T

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—No llores, mamá, ya estoy resuelta a casarme con Iriarte, aun cuando sea hoy mismo; pero no llores más.

Doña Emilia, aun cuando estaba lejos de comprender la magnitud del sacrificio de su hija, la estrechó en sus brazos y cubrió de lágrimas y besos su semblante y sus manos.

Aquí llegaba Hortensia en su narración, cuando se aproximó un criado y anunció a las jóvenes que la sopa estaba servida y los señores en el comedor.

Capítulo 43

La boda

erminado el café, Hortensia y Mercedes volvieron a su cuarto de labores y esta rogó a aquella continuase su relato. —Iriarte regresó en la tarde —continuó Hortensia— y como todo

urgía, se acordó que la boda tuviera lugar la noche siguiente. El novio se encargó de arreglarlo todo; practicar las diligencias necesarias

ante la autoridad eclesiástica, conseguir una multitud de licencias, entre ellas dispensa de proclamas y de consentimiento ante el cura de la parroquia, y permiso para que la ceremonia religiosa se efectuase en la misma habitación de doña Emilia, para que ésta pudiese presenciarla. En fin, aquel joven era un prodigio, todo lo facilitaba. Habló también de que concluido el acto re- ligioso, conduciría a su esposa a un palacete que decía poseer en Chorrillos, con el impropio nombre de rancho; allí Elena prepararía el alojamiento para su madre; cuyo traslado debería tener lugar al día siguiente del matrimonio. El nombramiento de padrinos recayó en mi papá y doña Emilia, esta me con- firió su poder para que la represente en ese acto. De los cuatro testigos de ley también se encargó Iriarte.

Terminadas estas disposiciones doña Emilia más tranquila se durmió y Elena y yo tomamos asiento en un banquito junto a la verja del jardín. Era una de esas noches tibias y perfumadas de Lima, en que la luna hace su carrera dejando ver a medias su luminoso disco, a través de las blanque- cinas brumas que la envuelven, a manera del vaporoso velo que cubre a una desposada.

Te confieso que sentía el corazón oprimido. Elena permaneció silenciosa mucho tiempo. Yo tenía miedo de hablarle. A la luz indecisa de la luna me parecía una estatua de alabastro. Retenía

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Jorge, El Hijo del Pueblo

entre las mías una de sus manos y sus ojos seguían el lento curso de la luna. —Mira —me dijo, sin cambiar de actitud— esa luna eclipsada por las brumas es la imagen de mi corazón nublado por los pesares... ¿Ves? La niebla la cerca, ella huye, huye como el perseguido, mas las nubes le salen al encuentro, se levantan como oleadas, la estrechan, la envuelven, la hacen agonizar, mira, mira, casi no alumbra ya.

Elena inclinó la frente cual si creyera realmente que la luna fuese a morir y temiera presenciarlo.

Transcurrido un momento se volvió a mí y fijando en los míos sus grandes ojos me dijo:

—¿Has amado alguna vez? Con un movimiento de cabeza le dije que no. —¡Ah! Entonces no puede comprenderme —añadió. —Aunque mi corazón no haya sido turbado por un gran afecto, comprendo la

inmensidad de su sacrificio —le dije— algo más, mido mis fuerzas y creo que en tu lugar no tendría valor para hacer lo que haces tú.

Elena lanzó un suspiro y dijo: —Si vieras a tu madre al borde de la tumba y que con tu sacrificio pudieras

salvarla, ya vería cómo tendrías resolución para arrancarte el corazón o destro- zarlo. Ser víctima, sufrir sola, sin temor de que nadie sufre por nuestra causa. ¡Ay, Dios mío! Sólo hay uno que si supiera lo que hago, sintiera romperse su corazón y a cuyo dolor no resistiría yo; pero está lejos, muy lejos...

Elena oprimió su pecho con fuerza. —¡Jorge, Jorge! —dijo después como si pudiera oírla— esta es la última

noche en que me es permitido pensar en ti. Mañana a esta misma hora tendré que arrojarte de mi corazón... no, no, mi corazón morirá dentro de mi pecho, para que sus latidos no sean tuyos.

Tu nombre no saldrá más de mis labios, mi fantasía no acariciará más tu imagen; porque ya seré la esclava de un hombre a quien con juramento me obligaré a amar.

No podré robarle ni un pensamiento; porque sería traición, perjurio, crimen.

Pero esta noche aún soy libre, aún puedo consagrarte absolutamente mis recuerdos, mi amor inmenso como el abismo que nos separa, mis ilusiones también, mis esperanzas para otra vida futura, para esa mansión que existe encima de estas brumas, más allá de esta luna, lejos, muy lejos de las estrellas.

El dolor de Elena se transmitía a mi pecho y de mis ojos brotaban raudales de lágrimas.

Elena lo vio y me dijo: —Dichosa tú que puedes llorar; yo no tengo una sola lágrima; creo que

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Primera Parte / 46 capítulos

todas se han agolpado a mi pecho y me quieren ahogar.

Suspiró una vez más y recostada sobre mi seno quedó sumida en profunda meditación.

No sé cuánto tiempo transcurrió así, hasta que mi papá bajó a informarse de la salud de doña Emilia y todos nos dirigimos a la habitación. La señora continuaba durmiendo y mi papá no quiso despertarla; inmediatamente él y yo nos despedimos de Elena que permanecía grave y silenciosa.

Te aseguro que toda la noche no dormí pensando en la pobre niña. Al día siguiente muy temprano me levanté, y mi primera diligencia fue

mirar al departamento de Elena: las ventanas estaban abiertas, señal evidente de que aquella no se había acostado.

Cuando papá se levantó, vino y me dijo: —No puede menos que preocuparme la suerte de esa pobre niña; es un

verdadero sacrificio el que hace a la salud de su madre. Dios ha de premiarla por los sufrimientos de hoy. Toma —añadió dándome un bolsillo lleno de plata—, compra para Elena todo lo que creas necesario para la ceremonia de esta noche. No repares en los gastos; deber nuestro es hacer de modo que se presente convenientemente arreglada, ella es pobre y nosotros somos sus únicos amigos, sus padrinos y paisanos.

—Necesita ante todo un vestido de desposada —dije. —Me parece difícil que lo hagan en un día —observó mi papá. —Ayer me trajo la modista un traje de baile que precisamente es blanco

—respondí. —Tanto mejor, haz lo que te parezca. Con esta autorización ya puedes suponer si andaría con lentitud. Llamé

a la criada y nos fuimos al comercio; tomé un rico prendido de azahares, un velo de tul ilusión, calzado de raso blanco, una multitud de pequeñeces indispensables.

La mayor parte del día lo pasé ocupada en cambiar los adornos de mi traje de baile por los de desposada.

Cuando fui a ver a Elena la encontré más pálida que el día anterior y con dos círculos violetas en torno de los ojos.

—¡Creí que me habías abandonado! —me dijo tristemente. —¿Abandonarte? ¡No, querida mía! me ocupaba de ti, por eso no he venido. —¿De mí?. —Tú no has pensado en el vestido que debes ponerte esta noche. —Para ir al suplicio cualquiera es bueno —me repuso. —Es cierto, pero hay que cubrir las apariencias —le contesté. —Tienes necesidad de ocultar lo que sufres a tu madre; ya que haces el

sacrificio es preciso no desvirtuarlo. Tienes que ocultar tu repugnancia al que

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va a ser el compañero de tu vida. ¡Quién sabe si llegarás a amarle! Es necesario que no laceres su corazón con un resentimiento que no se borraría nunca. Elena guardó silencio algunos instantes, luego me dijo:

—Tienes razón Hortensia; es preciso que me manifieste contenta; es necesario que si las lágrimas vienen a prestarme el único alivio que necesito, les diga: ¡atrás! y las obligue a retroceder, aunque caiga como lava ardiente dentro de mi pecho; es indispensable que me muestre serena cuando la tormenta estalle dentro de mi alma y que sonría si me siento agonizar.

Te confieso querida Mercedes, que tuve miedo de que Elena perdiese de improviso la razón; y mayor fue mi temor cuando sentándose en una silla, me dijo con calma:

—Enséñame el vestido que me haz preparado para esta noche. Me quedé suspensa mirándola. Ella comprendió mi asombro y me dijo

sonriendo: —¿Crees que no tengo fuerzas para representar mi papel? ¿Yo, que tuve valor

para decirle adiós?... Y sonrió de nuevo. —No creas que pierda el juicio —añadió—, por felicidad mi cabeza es muy

firme, y cuanto mi espíritu siente se reconcentra aquí —y llevó las manos a su pecho.

—Llora —le dije yo oprimiendo una de sus manos—, llora, Elena, aún estamos solas, nadie nos ve, y las lágrimas te servirán de inmenso desahogo. —¡No puedo! —me contestó con indiferencia.

Como oyésemos la voz de doña Emilia entramos en su dormitorio. —Hija mía —dijo a Elena después de saludarme con afecto—, es preciso que

de alguna manera te prepares a la ceremonia de esta noche. —De eso nos ocupamos —me apresuré a contestar.

—Gracias ¡Cuánto debemos a ustedes! Le recomiendo a mi hija —agre- gó—, aquí hay una bolsa con onzas que trajo esta mañana Iriarte para gastos del día; hágame Ud. el favor de comprar un vestido para Elena, y todo lo que ella necesite y quiera, pues esto es suyo.

—No hay necesidad de nada —dije apartando con cierta repugnancia la bolsa—, Elena tiene todo lo necesario.

Y en pocas palabras expliqué lo que había hecho. El agradecimiento de doña Emilia no tuvo límites. Elena me estrechó la mano con efusión. —Quiero que mi hija esté linda —me dijo la señora, añadiendo—: ¡Pobre mi Elena, ha sufrido tantas privaciones!...

Y atrajo hacia sí a su hija cuya frente besó; esta abrazó a su madre con ternura.

—¿No ve Ud.? —me dijo doña Emilia— ya no se asusta tanto Elena con

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Primera Parte / 46 capítulos

la idea de su próximo enlace.

La pobre sonrió maquinalmente. —¡Ahí está! —agregó la señora con satisfacción— antes no te podía hablar de

esto sin que llorases, ahora te ríes. —Porque tengo más reflexión. —Calla, pícara, que harto me has angustiado con tus engreimientos; no sé

cómo Iriarte no se ha resentido; solo por su genio bondadoso y por lo mucho que te quiere; lo que siento es que con sus condescendencias va a acabar de echarte a perder —añadió en tono de cariñosa broma.

Así continuó la conversación algún tiempo, hasta que fue interrumpida por la presencia de Iriarte. Creí prudente dejarlos solos y me retiré. No tardó mucho en salir Alfredo y lo vi atravesar el patio radiante de gozo.

Por la tarde me ocupé en formar un pequeño altar en el dormitorio de doña Emilia. A las seis y media todo estaba listo y llevé a Elena a mi habitación para peinarla yo misma. Ella se dejó arreglar con la indiferencia de un maniquí.

Le puse su traje de novia y al hacerle el prendido, la falta absoluta de al- hajas a la vez que una contrariedad, me causó muy mala impresión respecto al novio; porque vino a mi mente la bolsa de dinero que vi en manos de doña Emilia, ocurriéndoseme que Iriarte compraba una mujer en vez de tomar una esposa.

Traté de arrojar de mi pensamiento tan repugnante idea, excusando a Iriarte con las malas circunstancias económicas de la familia de su novia; pero, con todo, semejante regalo de boda hecho por un novio rico y elegante, me pareció en extremo grosero; porque en verdad este era el único obsequio, lo demás estaba de promesas.

Tomé de mi estuche una cruz de brillantes y pasándola por una cinta azul de terciopelo, la coloqué en la garganta de la pobre niña; era la única joya que debía llevar. Una vez terminado su prendido, la tomé de la mano y la puse frente a un enorme espejo que reprodujo su imagen por completo; ella misma no pudo ocultar un movimiento de sorpresa, tan maravillosamente bella estaba.

Sus naturales gracias las realzaba el rico traje blanco de enorme caudal, bajo escote y pequeña manga; sobre sus hombros caían sus abundantes y dorados rizos; la corona de azahares formaba armonía con su alba frente; su garganta de cisne estaba rodeada por la cinta de un azul menos hermoso que el de sus ojos; la cruz, formando cambiantes de colores, descansaba sobre su seno de nácar y el diáfano tul prendido sobre su rubia cabeza, caía en caprichosas ondulaciones a lo largo de su vestido, envolviéndolo en los candorosos velos de la desposada.

Yo la miraba con arrobamiento, reproducida en el cristal. Si hubiera estado

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Jorge, El Hijo del Pueblo

menos pálida, si sus ojos no hubieran tenido ese cerco azulado del insomnio y el pesar, habría estado menos hermosa, menos ideal. Parecíame Isabel de Segura divinizada por los poetas y casi temía que tan encantadora criatura se desvaneciera como visión vaporosa.

Las trémulas flamas de las bujías que refractaban en el espejo daban algo de fantástico al cuadro.

Elena transformada se miraba; sus ojos reflejaban la luz de sus ojos devuelta por el cristal; ardía la cruz en su garganta como chispas eléctricas; su velo la envolvía como una nube inmensa, pero ligera, vaga, indecisa.

Elena seguía contemplándose. Su blanca imagen se destacaba en un fondo oscuro, era el fondo de mi

gabinete cubierto de tinieblas; se diría que era la personificación de la aurora saliendo del seno de la noche, la primera irradiación de la luz brotando del caos.

Elena seguía viéndose. En los labios de cualquier mujer habría asomado una sonrisa de satisfacción, los

de Elena solo se agitaron para decir con un acento indefinible: “¡Jorge!”. —¡Basta, Elena, basta! —le dije— no pronuncies más el nombre del que amas; porque hoy ha muerto para ti.

—Sí —me dijo—, ha muerto cuando precisamente debía empezar a vivir para mí.

¡Cuán bella debe ser la noche en que una mujer coronada de azahares y envuelta en su velo transparente, se dirige al altar llevada de la mano por el ser que adora, para jurarle amor eterno!

¡Cuán dulces serán las horas que precedan al instante en que la Iglesia bendiga la unión de dos corazones que se aman!

Ella se afanará por parecer hermosa a los ojos de su prometido; él se em- belesará contemplando la belleza de su desposada adornada con los símbolos de la pureza de sus sentimientos. Gozará ella leyendo la felicidad en los ojos del que ama; sus labios sonreirán a la dicha y el estruendo de la fiesta apenas será un eco de la alegría que inunde su alma. ¡Ay! que diferente es esta noche para mí...

Elena se había sentado en un sillón cubriéndose el semblante con las manos; yo la contemplaba con angustia.

De improviso se puso de pie y sacando del seno un fragante paquetito me lo entregó, diciendo:

—Guarda esto. Dentro de pocas horas no podría retenerlo sin grabar mi conciencia. Es el ramo de rosas que me dio Jorge el día en que para siempre nos separamos; tres años lo he llevado en mi seno tal cual lo ves; lo deposito en tus manos para que cuando la muerte haya roto el lazo que va a unirme a

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Iriarte, lo esparzas sobre mi sepulcro.

—¿Piensas en morir? —dije tomando el paquetito y guardándolo entre mis joyas.

Elena sonrió. —Con placer siento dentro de mí algo que debe ser el germen de la muerte

—dijo, y añadió—: no quiera Dios que para ti llegue a oscurecer una noche como esta.

Mi papá entró y no pudo menos que exclamar: —¡Qué linda está mi ahijada! ¡Oh! ¡Cuánto van a admirarla esas travie-

sas limeñas! Vamos, hija mía, no hay que estar triste; cuando un mal tiene perspectiva tan brillante como el tuyo, nada hay más fácil que hacerle buena cara”.

Mi papá continuó hablando así con Elena, mientras yo di la última mano a mi prendido. Poco después todos salimos al salón donde encontramos a Iriarte. La sorpresa de este no tuvo límites al ver a su novia; Elena bajó los ojos.

Después de los saludos de estilo, Iriarte nos anunció que todo estaba listo para la ceremonia y que se nos aguardaba. Papá dio el brazo a Elena, Iriarte me ofreció el suyo y bajamos.

En el departamento de doña Emilia encontramos cuatro jóvenes desco- nocidos, un sacerdote también joven y uno que parecía sacristán. Todos se levantaron, saludando a Elena con muestras de la mayor admiración.

Esta, desde que vio a Iriarte se había tornado rígida como una estatua y cami- naba dejándose conducir como una autómata. Yo la llevé donde doña Emilia. Fue indescriptible el gozo de aquella pobre madre al ver a su hija tan hermosa.

—¡Paloma mía! —le decía abrazándola—. Tú naciste al engreimiento y comodidades de que tus padres disfrutaron; pero Dios quiso probarte en los sufrimientos para premiar tu resignación. ¡Qué porvenir te aguarda al lado del hombre que tanto te ama! Yo le bendeciré todos los días de mi vida, porque labra la dicha de lo que más amo sobre la tierra: de mi Elena.

Y la pobre señora besaba a su hija y lloraba de gozo. Entretanto, el altar estaba ya encendido y el sacerdote revestido aguardaba

junto a él. A una señal de papá entraron los testigos y todos nos dirigimos al altar; yo

conduje a Elena y noté que su mano helada temblaba cual si tuviese terciana. La ceremonia se hizo con toda la gravedad del caso; Elena pronunció el sí de un modo casi imperceptible.

La ceremonia estaba terminada; pero aún no nos habíamos movido del pie del altar, cuando sentimos estruendo de armas, carreras y gritos, y súbita- mente nos vimos rodeados de soldados y oficiales que con espadas desnudas,

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Primera Parte / 46 capítulos

se dirigieron a Iriarte intimándole darse preso. —¡Jesús! —exclamó Mercedes.

—Iriarte lívido de espanto, no opuso la menor resistencia. El sacerdote y los testigos desaparecieron como por encanto. Papá se dirigió al

jefe de la fuerza preguntándole la causa de aquel atropello. —De orden del señor Intendente hemos venido a prender a este caballero; porque según parece, sobre él pesan graves acusaciones —repuso el oficial, que salió llevándose a Iriarte.

Entretanto, doña Emilia yacía sin conocimiento en su cama y Elena había caído desmayada en sus brazos.

Capítulo 44

Hortensia termina su narración

a voz de doña Luisa llamando a sus hijas, interrumpió la historia que refería Hortensia. Es cierto que ya había anochecido y que en el salón había visitas.

Mercedes tuvo que conformarse y aguardar al día siguiente para saber el fin de aquel drama.

Apenas las jóvenes se vieron libres, volvieron a sus bordados, que dicho sea de paso, no adelantaban gran cosa y Hortensia prosiguió así: —La señora se agravó; Elena se puso muy mal y tuve que llevarla a la cama. Papá llevó a otro médico e hizo consulta; el resultado de ella fue que a doña Emilia le restaban pocos días de vida y que Elena padecía un fuerte ataque nervioso, que podía tener funestas consecuencias. Aquel mismo día llegó el correo del norte y trajo una carta de Enrique para su madre. Esta, en extremo postrada, me rogó que la leyera. Así lo hice. Enrique estaba muy aliviado, el Administrador compadecido de su desgracia, le había adelantado un sueldo, cuya mayor parte remitía en una letra a su madre. La última parte de la carta creí conveniente suprimir, en ella decía Enrique a doña Emilia que no se empeñase en el matrimonio de su hermana, porque había recibido malos informes del novio.

Papá indagó en la Prefectura la causa de la prisión de Iriarte. El Prefecto le dijo que hacía tiempo que habían denunciado una casa de juego sostenida por Alfredo; pero que había tenido que desentenderse por las influencias de su padre que era una persona respetable, aun en medio de la total ruina en que se hallaba a causa de los despilfarros de su esposa y de las calaveradas de

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Jorge, El Hijo del Pueblo

su hijo, el cual no hacía otra cosa que burlarse de sus canas y deshonrar su nombre; pero que últimamente se había descubierto un complot revolucio- nario que debía iniciarlo un motín de cuartel encabezado por Iriarte, que de esto ya no era posible desentenderse, tanto más que habían rumores de una tentativa de asesinato contra Castilla.

En efecto, Iriarte estaba en Casamata, incomunicado. Los periódicos de la oposición aprovecharon del incidente para hacer rudos ataques al Gobierno. Pintaron con los más vivos colores el hecho inaudito de prender a un joven perteneciente a una familia distinguida, al pie del altar, en momentos en que daba su nombre y su mano a una bella señorita ocasionando tal vez la muer- te a una respetable matrona y enlutando un hogar donde momentos antes reinaba la alegría.

Nada valió. Se hablaba por lo bajo de cierto proyecto de asesinato ordenado por Vi-

vanco contra el presidente Castilla. —¡Eso sí que no lo creo! —exclamó vivamente Mercedes. —Ni yo, ni nadie que tenga juicio, porque el General Vivanco es demasiado

caballero para valerse de crímenes —agregó Hortensia— pero es lo cierto, que Lima estaba llena de este rumor y que quince días después Iriarte salió desterrado para Chile, sin que nadie hubiera logrado hablar con él.

Papá describió a Enrique, refiriéndole todo lo acontecido. Elena, merced a los muchos esfuerzos que hicimos por restablecerla, pudo

levantarse a los pocos días. Desde entonces, sentada a la cabecera de su madre, contaba sus respiraciones.

No tardó la señora en pedir los auxilios de la religión, que le fueron sumi- nistrados inmediatamente.

Elena parecía un cadáver, tenía fiebre y había adelgazado notablemente. Por fin llegó Enrique, precisamente cuando doña Emilia agonizaba. Los dos hermanos recibieron junto con las últimas disposiciones, las bendiciones maternales y no se apartaron de la cabecera de su madre hasta que expiró.

Elena se precipitó sobre el cadáver exclamando: “¡Madre mía!”, y perdió el conocimiento. La llevé a mi dormitorio, la acosté en mi cama, hice llamar a varios médicos, que declararon ser pulmonía aguda lo que tenía. Más de un mes duró su convalecencia, pues muchos días estuvo entre la vida y la muerte. Por fin se le salvó, pero quedó dañada del pecho y del pulmón.

Es incalculable el dolor de Enrique en la muerte de su madre y su aflicción al ver el estado de su hermana.

No omitió sacrificio para honrar la memoria de la primera y salvar a la segunda.

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Primera Parte / 46 capítulos

Restablecida Elena volvió a su habitación y quince días después nos vini- mos, derramando muchas lágrimas al partir.

—¡Pobre Elena! —exclamó Mercedes, enjugando sus ojos. —¡No veo la hora de abrazarla! —dijo Hortensia. Hubo un momento de pausa al fin de la cual dijo Mercedes: —¿Dime, ese joven que amaba a Elena, era limeño? —No, arequipeño. —¿Y se acordará de ella? —¡Quién sabe! —¿Y si ahora se encontraran?... —¡Ah! sería una desgracia. —¡Pero Iriarte escribirá a su esposa!... —Jamás se ha vuelto a acordar de ella. —¿Es posible? Sí, no hace muchos meses (cuando tú estabas en Tingo) que

recibió mi papá una carta de Enrique, en que le hacía no sé qué súplica, y en ella le decía que por felicidad nunca Iriarte se había acordado de su hermana ni con una carta.

—¡Qué hombre tan malo debe ser ese Iriarte! —Yo no lo puedo ni en pintura.

Capítulo 45

El cumpleaños de José

res semanas después de lo expuesto en el capítulo anterior, José celebraba su cumpleaños con inusitada pompa. No era solamente el deseo de divertirse lo que obligaba al honrado ar-

tesano a gastar en un día las economías de varios meses; otro fin se proponía. Sus cavilaciones respecto a Jorge, eran cada vez más tenaces. No hacía muchos días que Luis había elogiado la dulzura de la voz de su amigo, aquella vez que ambos cantaron frente a los balcones interiores de la casa de Latorre, atribuyendo su melodía a lo entristecido que se hallaba esa noche el ánimo de Jorge.

Esto puso el colmo a los temores de José, quien después de pasearse largo tiempo en su cuarto, llamó a Rosa y conferenció con ella en secreto, haciéndole presente que amaba a Jorge como a un hijo y que pensaba en darle esposa. Recordó con este motivo a una tal Virginia, hija muy engreída de una honrada lavandera, la cual había estado en el colegio; sabía leer, escribir, peinarse y

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Jorge, El Hijo del Pueblo

vestirse bien y nunca se había ocupado más que de la costura y las mallas y era muy virtuosa. En concepto de José, esta era la única novia posible para su sobrino. Empero había la dificultad de que Jorge ni aun la conociese y esto era lo que se proponía salvar, invitando a la madre y a la hija, por medio de Rosa, al convite de su cumpleaños.

Esta aceptó la idea con el mayor entusiasmo. —Háblales de Jorge —dijo José— diles cuanto él es, que no se necesita

mayor elogio, y no te olvides de ponderar su voz y lo muy bien que toca y canta.

—Descuida, que nada se me irá —repuso Rosa. —Hagamos el último esfuerzo por distraer su pensamiento —dijo en alta

voz el artesano, luego que estuvo solo. El programa se cumplió al pie de la letra. Por la mañana hubo misa de salud en Cayma, con los padrinos respectivos. De

regreso tuvo lugar el almuerzo expresamente preparado para el señor Cura, a quien tanto estrecharon que se vio precisado a aceptar. Presidió él la mesa, tomando asiento el del onomástico con su padrino don Rudecindo y Jacinta, que fue la madrina, Rosa, Jorge, Luis y los chicos.

Terminado el almuerzo, se retiró el señor Cura a quien acompañaron hasta la puerta los dueños de casa con visibles muestras de cariño y respeto. Después cada uno se retiró a sus ocupaciones y las mujeres a hacer los preparativos del caso.

Cerca de las dos de la tarde principiaron a llegar los convidados. Cuando los hijos del pueblo se divierten, no necesitan de las ceremonias

y cumplidos que gastan las clases elevadas y que por lo regular solo sirven de fastidio.

La civilización ha dispuesto que las más elegantes formas oculten el rencor, la vanidad y la envidia que devoran a la culta sociedad. Los hijos del pueblo no necesitan recurrir al antifaz cuando los ha reunido la amistad y la franqueza para darles un momento de alegría. Si alguno de los invitados tiene diferencias con otro, lo manifiesta sin rebozo al dueño de la fiesta y no asiste. La hipocresía, no hallando cabida en los talleres ha ido a re- fugiarse en los salones, donde magníficamente ataviada preside los festines. Las familias de los artesanos, llegaron, pues, a casa de Rosa, alegres y sencillas. Las mujeres aseadas en sus vestidos y con dos hermosas trenzas bien peinadas; los hombres cubiertos de polvo: aquellas venían de sus casas, estos... de las trincheras.

José los recibió con su acostumbrada amabilidad. Tan luego como entraron Virginia y su madre, Rosa avisó que los picantes

estaban en la mesa. Con demostraciones de entusiasmo se recibió la gran

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Primera Parte / 46 capítulos

noticia y como no había tiempo que perder, todos se dirigieron al corredorcito que ya conocemos.

La mesa había crecido, gracias a tres o cuatro más que se le habían agre- gado; dos manteles y medio recién lavados, aunque sin almidón ni plancha, las cubrían. Los platos de todo porte, forma y color habían sido recopilados de toda la vecindad, incluso de casa de los convidados; en análogas condiciones estaban los cubiertos y las fuentes.

Estas contenían cuanto la cocina arequipeña tiene de más apreciado; conejos asados en palito, ocopa adornada con cau cau, huevos duros, aceitunas negras y verdes loritos de liccha; ceviche de camarones crudos; desastillado de boguillas, pollos hervidos con cebolla, pejerreyes al hor- no con llatan de rocotos, mote de habas con chauchas cocidas; quesos asados con papas, etc., etc.25

Los alegres comensales prorrumpieron en aclamaciones al ver mesa tan bien provista; se sentaron en las bancas que les estaban destinadas y el ban- quete se celebró amenizado con enormes vasos de chicha. Pronto los cántaros quedaron vacíos, pasando su contenido más que a los estómagos a las cabezas de los artesanos.

La alegría, el entusiasmo, la algazara, subían de punto a cada momento. Los jóvenes prodigaban requiebros a las muchachas, la gente formal hablaba de política, trazaba planes, daba batallas, juzgaba a los militares, zahería a los unos, se burlaba de los otros, mezclando chistes, agudezas, ocurrencias origi- nalísimas, todo en medio de carcajadas, choques de vasos, golpes de mesas, de un estruendo, en fin, capaz de poner en conmoción al barrio entero. Luis y Jorge, a alguna distancia de la mesa, conversaban en voz baja, no sin gran contrariedad de las muchachas, que en vano se esforzaban por llamarles la atención.

Virginia que era la más bonita, y en su vestido y maneras revelaba cierta superioridad sobre las demás, tenía a un lado a su madre y al otro a Rosa, que la colmaba de atenciones; José de vez en cuando abría un paréntesis a la política para ocuparse de ella; y con satisfacción creyó notar que Jorge la atendía algo más que a las otras.

Esto sin embargo, no era cierto. Para el joven cuanto le rodeaba le era indiferente.

25 Esta es una buena muestra de la cocina popular mestiza arequipeña, no solo abundante

sino muy variada: hay productos nativos y occidentales, del mar y de la sierra. La mayoría de estos

platos siguen formando parte de la cocina arequipeña. Este banquete al pie del Misti que presenta

María Nieves muestra algunos de los elementos más importantes de la cocina mestiza

arequipeña como son: rocoto, cebolla, queso, que fascinan a los paladares en platos como el rocoto relleno,

el adobo y el pastel de papa. También encontramos platos típicos menos conocidos como es

loritos con

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liccha, potaje que desde una añeja fórmula culinaria se acompaña con cau-cau, papa y

llatan de rocotos. (Cf. La gran cocina mestiza arequipeña de Alonso Ruiz Rosas)

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Las sombras que principiaron a reemplazar al sol, advirtieron a la reunión que el día tocaba a su fin.

—¡Diantre! —exclamó José dándose una palmada en la frente— ¡no hemos ido a la trinchera!

—¡Caramba! ¡Cómo se nos ha ido el día! —dijo otro. —¡Qué dirán de nosotros! —objetó don Rudecindo. —Irán mañana —dijo Jacinta—, alguna vez se han de faltar. —Tiene Ud. razón, ahora solo debemos pensar en dos buenas guitarras que

harta falta están haciendo —dijo un joven llamado Narciso. —Sí, sí; que bailen, que canten —dijo José.

—Yo tengo una vihuela de primera clase —dijo don Rudecindo—, si quieres iremos a traerla.

—Sí; porque la mía está descompuesta. —Vamos dijo Narciso poniéndose el sombrero yo tocaré la de Ud. don

Rudecindo, Jorge tiene otra lindísima. —Vamos, pues. Ambos salieron sin que la mayor parte de la reunión se hubiese apercibido

de nada. A las ocho de la noche la sala principal de la casa de José estaba casi con-

vertida en una Torre de Babel, donde cada cual procuraba expresar su buen humor de diferente modo.

Unos cuestionaban, otros cantaban, aquellos ensayaban brindis, estos se sentaban en el suelo en torno de una botella a la cual apostrofaban en medio de las risas de los demás.

Don Rudecindo en un extremo de la sala, sentado en una silleta sin es- paldar, se aplicaba a templar una guitarra, con tanta fatalidad que cuando ya principiaba a preludiar una mozamala26, ¡zás! se arrancó una cuerda.

—Mira, Andrés —dijo a un chico que estaba a su lado— ve a comprar una prima y una segunda de donde doña Toribia, ¿conoces? —Sí, a la mitad del callejón.

—Eso es. —Que tiene un loro en la puerta. —La misma. Toma, hijo, toma; pero no hay sencillo. —¿Y si no hay vuelto? —Lo dejas. Anda volando. Don Rudecindo puso en la mano del muchacho un peso fuerte y este salió

brincando. 26 Mozamala, danza sensual que se bailaba en las chinganas de mala fama, y que luego se

moderó al añadirle rasgos hispanos y franceses, hasta convertirla en una danza elegante y de

salón.

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Primera Parte / 46 capítulos

—Que bailen doña Jacinta y don Silvestre, una glosa, don Rudecindo —dijo Virginia.

—Han ido por cuerdas. Las muchachas hicieron un gesto de impaciencia. —Qué, ¿se han arrancado? —preguntó José aproximándose. —Sí, ahijado, falta la prima. José tomó la guitarra para componer la cuerda. —Es demás, ahijado, se ha roto de muy abajo, ¿ve Ud.? —Tiene Ud. razón, padrino; pero para un baile de pañuelo no hace falta la

prima; lo que siento es estar con el brazo mal. —¡Un baile de pañuelo! —gritaron varios. —Que toque don Rudecindo. —A eso voy —dijo este tomando la vihuela y rasgando con todas sus

fuerzas. —¡Parejas! —gritó José con solemnidad. Al punto salieron dos: Jacinta y don Silvestre, Narciso y Virginia. Don Rudecindo cajeaba con los dedos sobre la vihuela. Por fin, las parejas se pusieron en movimiento y ahijado y padrino empe-

zaron a glosar. El naranjo en el huerto

No da naranjas Porque da los azahares De la inconstancia.

Para qué me dijiste Que me querías Que sólo con la muerte

Me olvidarías.

Al llegar aquí José gritó: ¡Fuego! Al instante todos los presentes principiaron a jalear, unos con las manos,

otros golpeando las mesas o las bancas; pero todos acompasadamente sin perder el aire de la música. El baile se hizo más arrebatador y los cantores, sin pérdida de tiempo, continuaron:

Fuego violento mi alma Fuego violento Me violentas el alma Y el pensamiento Ayayay y así decía Un enfermo de amores

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Que se moría. Que se moría, sí Que se moría.

—Dos, dos, dos, uno sin otro no vale, uno sin otro no vale. Don Rudecindo volvió a principiar. Desde entonces la jarana subió extraordinariamente de punto. Las mozamalas se sucedían sin interrupción, los glosadores se turnaban y

las copitas de resacado iban y venían, sosteniendo el buen humor. Los borrachos empalagosos, que después de fastidiar a todos terminan por dormir, no pertenecían al número de los amigos de José. Todos eran artesanos honrados y pundonorosos como él.

Por eso la alegría, no el desorden, presidía la fiesta. Rosa notó la ausencia de Jorge y de Luis y se lo hizo advertir a su marido en

voz baja. —Es verdad —dijo José— ¿dónde se habrán ido? Y salió en su busca. Si el lector quiere seguirnos, podremos encontrarlos antes.

Capítulo 46

El Yaraví

a luna cruzando solitaria por el transparente azul del cielo envia- ba raudales de luz de plata sobre las frescas plantas del jardín. Jorge sentado sobre la frondosa parra, sobre un banco de piedra, con-

templaba su misteriosa carrera. La noche estaba deliciosa. Un aura juguetona y ligera rozaba la frente del

joven. La algazara de la función, los cantos, las carcajadas, el sonido de las copas,

llegaban hasta él, levantando un eco doloroso en su corazón. Aquella alegría le hacía daño, lo envolvía en una tristeza indefinible. Luis le había dicho que iba a ver a Cecilia y lo había dejado solo. No hallándose Jorge con ánimo dispuesto para tomar parte en la diversión y atraído por los encantos de la naturaleza, prometió a su amigo aguardarle en el jardín.

La serenidad de la noche, la apacible claridad de la luna, el delicioso ambiente de las flores, los misteriosos genios de la soledad, se apoderaron de aquella soñadora alma de artista y principiaron a pulsar sus fibras, cual las de una lira.

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Primera Parte / 46 capítulos

Nunca como esos momentos había sentido Jorge la necesidad de amar y de ser amado; pero en su corazón sólo había el vacío y la desolación. Sus ideas fluctuando en un océano de tristeza, eran vagas e inconstantes, hasta que fijándose en los primeros años de su infancia, despertaron sus adormidos recuerdos.

Su madre surgió de improviso del seno del pasado. Era una mujer hermosa, cuya rubia cabeza adornada con algunos hilos de plata, se inclinaba al peso de un dolor oculto.

Su padre... ¡Ah! Era la página en blanco de su historia. ¿Qué misterio envolvía su nombre? ¿Por qué nunca lo había oído pro-

nunciar? Acaso por la primera vez de su vida, Jorge se hacía estas preguntas. Jorge tenía la idea de que su padre había muerto antes de su nacimiento;

mas esta noche, por primera vez pensó que era lo más extraño que un hijo, sin ser expósito, ignorase el nombre del autor de sus días; por primera vez fijó su consideración en que, además de la de su madre, debería tener otra familia y se admiró de que jamás le hubiese dicho nadie: eres mi pariente.

Jorge retrocediendo hasta su cuna, se encontró con Elena. Entonces cambiaron de dirección todos sus pensamientos y fueron a re-

concentrarse en aquella niña tan bella como candorosa, que se le apareció sonriente como la luz matinal. Después, apagándose poco a poco esa sonrisa, la vio trocarse en lágrimas y estas en diamantes que la resignación puso en forma de diadema sobre aquella frente casi infantil, que el martirio circundaba de luz...

El estrepitoso jaleo de una mozamala despertó al joven de su ensueño. Tenía los ojos humedecidos y su mirada se encontró con la argentada luz

de la luna, entre cuyos rayos había creído encontrar su visión. —¡Que se repita, que se repita! —gritaban los jaranistas entre risas y palmoteos.

Jorge se estremeció. Le pareció que la realidad se burlaba de la ilusión y que lanzaba a su rostro

una carcajada cruel. Aquel rumor de fiesta, aquella algazara que zumbaba en sus oídos, mientras

en su alma se alzaba el funeral de la esperanza, era un contraste que helaba la sangre en sus venas.

Una mano se posó en su hombro y Jorge se volvió con un movimiento nervioso.

Era Luis. —¿Tan pronto? —preguntó Jorge tratando de tomar su acento y aire

habitual.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Fui volando, la he visto, está bien —repuso Luis con su atolondramiento de siempre.

—¡Jorge! ¡Luis! —gritó José desde el patio. —Allá vamos —contestó este, y volviéndose a su amigo—: Tenemos que

cumplir nuestro compromiso —dijo. —¿Cuál? —¡Toma!, el del Yaraví27; no sé qué laya de cabeza es la tuya que no te

acuerdas de que nos comprometimos con tu tío a cantar uno. —Tienes razón, lo había olvidado.

Jorge se puso de pie. —Espera —dijo Luis, deteniéndole—, quiero decirte una cosa. —Di. —Tu tío mira con muy buenos ojos a Virginia. —¿Y qué? —Rosa le hace muchas atenciones. —¿Qué hay de extraño? —Que puede importarte mucho. —¿A mí?... —Como que si la chica te gusta... Jorge hizo un movimiento de displicencia. —Tienes amplia protección —concluyó Luis. En los labios de Jorge se dibujó una de esas sonrisas indefinibles que le

eran peculiares en determinados momentos; y por toda respuesta, dijo seca- mente:

—Vamos. —¡Hola! desertores ¿dónde han estado? —fue el saludo casi unísono que se

hizo a los jóvenes cuando entraron en la sala. —Merecen un castigo. —¡Que se les multe! A la vez, lo menos ocho copitas amenazaban a nuestros amigos. —¿Quieren que cante? —preguntó Jorge. —Sí —respondieron infinidad de voces. —Pues entonces no me obliguen a tomar. —¿Que no ha de tomar? ¡No faltaba otra cosa! —Si no quiere por bien, tomará por la fuerza —dijeron varias mujeres. —Sí, tome Ud., tome Ud. —decían varios presentándole las copitas. Luis

27 Yaraví. “Canción triste indígena, casi siempre de carácter amatorio, tradicional de los

indios del Perú, de quienes ha pasado a los mestizos, principalmente los de la sierra, que componen o

cantan yaravíes como cosa propia. Corrupción del quechua harahui que significa esto mismo”.

(Juan de Arona. Diccionario de peruanismos).

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Primera Parte / 46 capítulos

que no se hizo rogar tanto y que ya tenía la copa en la mano, dijo a su amigo: —Mira que se van a enojar contigo si no tomas.

José también le decía: —Condesciende con los amigos; un poquito no ha de hacerte mal. Jorge aceptó una copa con la condición de que no habían de exigirle otra. —Se lo prometemos —repusieron. —Entonces, a la salud de todos ustedes. —Lo mismo digo yo —agregó Luis— pero ustedes nos acompañarán. —Con el mayor gusto. Las copas se llenaron. —¡Salud! —¡Hurra! Se chocaron los cristales, se les suspendió a los labios y desapareció su

contenido. —¡Ahora a tocar! —¡Que cante Jorge! —¡Que cante Luis! —¡Un yaraví! —¡El prometido yaraví! —Vamos, Jorge, esta niña solo ha venido por oírte cantar —dijo José

indicándole a Virginia. —Voy hacer lo que pueda, tío. Luis sonrió maliciosamente. Don Rudecindo aproximó la guitarra que apenas tenía tres cuerdas. Luis desapareció volviendo a los pocos minutos con una hermosa vihuela,

que entregó a su amigo. Él tomó la de don Rudecindo: —Pero si no tiene cuerdas —dijo. —Todas se han reventado —repuso aquel. —Aquí hay encordadura completa —dijo Jorge sacándola cuidadosamente

envuelta en un papel, de la caja de su vihuela. —Arréglala tú —dijo Luis, dándole la guitarra de don Rudecindo. Jorge la tomó y principió por quitarle las tres cuerdas viejas. Como la operación era larga, todos volvieron a su primitiva diversión y

renació la algazara. Entretanto, Rosa sentada junto a Virginia, hacía el panegírico de Jorge.

José desde un ángulo de la sala, observaba a su sobrino, que ocupado en templar la vihuela, hablaba de vez en cuando en voz baja con Luis y a veces se sonreía.

—Esto va bien —pensaba el honrado artesano— desde que le dije que

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Virginia quería oírle cantar, con todo entusiasmo se ha dedicado a arreglar la vihuela. Ahora parece que nada echa de menos; ni a Isabel; aseguro que en este momento no se acuerda de ella; ya debe estar convencido de que semejante amor es una locura y que Virginia le conviene; ahora veremos el canto que le dedique; eso será lo que esté acordando con Luis, un triste28 que parezca una declaración, un elogio a sus ojos, a sus cabellos...”

—¿En qué está Ud. pensando, ahijado? —dijo don Rudecindo, poniéndole la mano sobre el hombro— ¿o es que está Ud. durmiendo? —No, padrino —repuso José sobresaltado por lo inesperado de la pregunta. —Silencio, señores —dijo una voz que partió del lado de nuestros jóvenes amigos.

Al mismo tiempo se oyó un preludio tranquilo y dulce. Todas las conversaciones se cortaron, todos los rumores se extinguieron.

Jorge y Luis se acompañaban maravillosamente con sus guitarras. Los dulces sonidos fueron resonando cada vez más tristes, cada vez más expresivos.

Gemían las cuerdas como el viento entre la selvas. Se diría que un espíritu inmortal vagaba entre las vibraciones, que un alma

sollozaba en los tañidos de esa música esencialmente nacional. Los oyentes dominados por aquellos sonidos que les eran tan conocidos como sus propias lágrimas, tan familiares como sus propias penas, tan identi- ficadas con su corazón, como su misma alma, guardaban religioso silencio. El sereno semblante de Jorge iba adquiriendo el tinte de la melancolía más dulce; Luis, insensiblemente cambió la expresión de su fisonomía juguetona, por un aire impregnado de tristeza.

Al fin, de los labios de ambos jóvenes salió más como un suspiro que como un canto, esta estrofa:

Yo te dejaré de amar Se acabará mi pasión Seré ingrato a tus favores,

Y en otra pondré mi amor. — Bien, muy bien —murmuró José, sin poderse contener. Terminado el primer pasacalle, como si Jorge reuniese sus perdidas fuerzas,

tornó a cantar con enérgico a la vez que apasionado acento:

Cuando deje de alumbrar El sol de oriente a poniente,

28 Triste. El nombre español del yaraví, por lo que se dice tocar o cantar un triste.

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Primera Parte / 46 capítulos

Cuando se consuma el mar Y muera todo viviente, Yo te dejaré de amar.

Jorge había pronunciado con tanta fuerza de expresión, con tal acento de verdad la apasionada estrofa de Melgar, que causó una verdadera con- moción.

José acababa de convencerse que nada había conseguido.

Cuando a todo corazón Se le acaben sus latidos, Y cuando no haya canción De las aves en sus nidos,

Se acabará mi pasión.

Las cuerdas de los sonoros instrumentos sollozaban.

Cuando todos los verdores De los campos se

marchiten, Y cuando todas las flores En sus jardines no habiten,

Seré ingrato a tus favores.

Jorge pronunciaba las palabras una a una, como si pretendiera ser escu- chado por otros seres que no se hallaban allí.

El silencio reinaba en torno de los jóvenes cantores. Las notas más imper- ceptibles se oían. Las voces se dejaron oír por última vez:

Cuando todo resplandor Se oscurezca al medio

día. Cuando no sienta calor... Usaré de alevosía

Y en otra pondré mi amor.

Cuando la última nota del yaraví se extinguió, muchas lágrimas silenciosas corrían y el aplauso general sólo vino después de un momento de silencio, sucediéndole otro más prolongado.

La emoción había sido verdadera. Jorge se sonreía. Se hubiera dicho que disfrutaba de una victoria, gozándose en el dolor de

sus víctimas. Al fin José preguntó, con mal disimulada impaciencia: —¿Tú has compuesto esos versos?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—No, tío; nunca habría podido hallar yo imágenes como esas para expresar la imposibilidad del olvido; sólo Melgar pudo encontrarlas. —A ti sólo te gustan las composiciones de ese poeta.

—Porque ninguno ha expresado el sentimiento, la ternura, el dolor, como él. Guerrero y poeta, patriota y amante, cantó a su amada y dio a su patria la vida. Desgraciado como todo hombre de espíritu superior, su amor no fue comprendido y su sacrificio no obtuvo recompensa; la patria no ha levantado un monumento a su memoria y sobre su tumba no hay una sola corona de laurel29.

—Que cante Jorge otro Yaraví —dijo Virginia. —Sí, sí, que cante, que cante. Jorge volvió a coger la vihuela. Dulce y tristísima la armonía, inundó de nuevo la habitación; el aire la

levantó en sus alas, la llevó fuera y la dilató en el espacio y fue a herir otros corazones, con notas vagas, errantes, cual perdidas saetas emponzoñadas con dulcísimo veneno.

A la misma hora dos personas, una mujer completamente envuelta en su negro manto y un hombre embozado hasta los ojos, atravesaban el Puente Viejo con dirección a la ciudad.

La mujer parecía caminar difícilmente y se apoyaba en el brazo de su compañero.

El puente estaba solitario. La luna rielaba sobre el agua del río Chili, cuyo monótono sonido era el

único que se apercibía. Por último, una campana de melancólico tañido, vibró en medio del

silencio. La mujer se detuvo; su compañero la imitó. —Las nueve en Santa Teresa —dijo aquella con voz dulcísima— ¡Qué

triste es esta campana! —y lanzó de su pecho un suspiro. —¿Estás fatigada? —preguntó el hombre con interés. —Un poco; el viaje a caballo me ha hecho mal.

—Por eso me he apresurado a ponerte en tierra, dejando los caballos en el tambo.

—Sí, a pie estoy mucho mejor. ¿Distará mucho la casa?

29 Posteriormente, Arequipa al celebrar el centenario de su nacimiento, ha hecho su apo- teosis y le ha levantado un monumento, en la plaza Melgar. Además, llevan su nombre la calle en que nació, un distrito, un equipo de futbol, la Gran Unidad Escolar “Mariano

Melgar”. En Puno, también lleva su nombre la provincia a la que pertenece Humachiri, lugar

donde fue fusilado por los españoles en 1815.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Unas cinco cuadras. La familia de tu amiga debe estar esperándonos; el arriero llegaría esta mañana.

Dieron algunos pasos más. La mujer volvió a detenerse. —Enrique —dijo— ¿qué bulto negro es ese que diviso? —Debe ser la trinchera. —¿Y tu pasaporte? —Aquí debe estar —repuso el hombre sacando del bolsillo una cartera y

revisando los papeles a la luz de la luna—. Aquí está —agregó. —Vamos pues —dijo la mujer dando sola algunos pasos vacilantes. —Cuidado, no te vayas a caer —dijo el hombre apresurándose a darle el brazo y agregó con afectuosa entonación—: Estás muy débil, mi querida Elena.

Poco después los dos viajeros se internaban en las desiertas calles de la población.

La campana de Santa Teresa continuó dando las nueve, triste y pausada- mente, como un toque de agonía.

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SEGUNDA PARTE

EL SITIO

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S

Capítulo 1

Vencer o morir

iete mil bayonetas cercan la ciudad heroica. De Sachaca a Juli, se extiende la línea del ejército sitiador, como una serpiente de hierro1.

Aquellos soldados van a combatir por defender la legalidad de un gobierno que surgió del seno de una revolución; de un presidente colocado en el poder sin que precediesen las elecciones de ley; que quiere imponer una constitución impracticable, y cuyo exagerado liberalismo teórico está en abierta oposición con la arbitrariedad y el despotismo absoluto de ese mandatario que aparen- ta sostener al cuerpo legislativo que la dicta, mientras conspira contra él, y arma el brazo de los que deben arrojar a los representantes del mismo salón de sesiones a balazos.

Además, pesaban sobre el presidente Castilla muy graves cargos; el pro- gresivo derroche de la Hacienda, la supresión del pago de la legítima deuda consolidada, la fraudulenta amortización en Europa de los bonos de la deuda convertida, la desmoralización administrativa más escandalosa, la desenten- dencia absoluta de los intereses nacionales, como la instrucción, las obras públicas, la protección a la industria, etc., que no se hallaban en absoluta postración, porque no existían. En cambio el juego estaba entronizado en el mismo palacio, y el vicio y la ignorancia se enseñoreaban sin oposición.

No obstante, el general Castilla tenía en su historia una página dorada: la libertad de los esclavos; y en su apoyo un gran prestigio militar, porque su audacia, actividad y valor suplían a su falta de conocimientos científicos;

1 Nuestro lingüista Pedro Luis Gonzáles Pastor destaca el uso que hace María Nieves de las metáforas: “Se extiende la línea del ejército sitiador, como una serpiente de hierro”, “la luna envió torrentes de luz de plata”, “caballeros de oro”, “recogía … las líquidas perlas que caían de sus ojos”. (El lenguaje en “Jorge, el Hijo del Pueblo”)

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Jorge, El Hijo del Pueblo

conocía palmo a palmo todo el territorio peruano, y siempre llevaba sus soldados a la victoria.

Arequipa anhelaba, y se le prometía, un gobierno nuevo, ilustrado, probo; leyes, no tan bien redactadas, cuanto religiosamente cumplidas; garantías, libertad práctica, progreso, paz; regeneración en una palabra.

Para atacar y destruir el viejo edificio del pasado, en defensa de sus prin- cipios, en apoyo del caudillo que los sintetiza en su programa, ha levantado las armas; ya está sitiada por fuerzas superiores por el número, la disciplina, los jefes y las armas; al frente tiene un ejército acostumbrado al triunfo y halagado con la promesa del botín; al jefe más audaz, y al mejor estratega del Perú2; las bocas de los cañones enemigos amenazan sus edificios, ¿re- trocederá?

¡No! ¡Jamás! Su consigna es: vencer o morir. La hija del Misti ha colocado sobre su frente el casco de guerra y empuña la

espada de los valientes. Altiva: desdeña a los sitiadores, impotentes para encerrarla en un anillo

de acero. Orgullosa: rechaza toda proposición de paz, que no se base en el triunfo de

sus principios. Previsora: apresta lo necesario para el momento del conflicto. Sus calles están cerradas por dobles trincheras. Sus veredas de sillar han desaparecido para dar material a las fortificaciones y

parapetos. Su población ha aumentado al encerrar entre sus muros a la mayor parte de

los moradores de la campiña. Su catedral, en construcción aún, está convertida en parque general del

ejército. El pueblo trabaja a sus expensas y con sus propias manos las municiones

que gasta diariamente y cada uno de sus hogares es una pequeña maestranza de proyectiles.

El artesano elabora en su taller la pólvora que debe consumir al día si - guiente; las señoras preparan hilas y vendas.

En vano Vivanco prohíbe las diarias provocaciones al enemigo. Estas se han tomado como un pasatiempo, como un recreo cotidiano. Todas las tardes se citan los paisanos para tirotear a Castilla y saliendo por diferentes puntos, en grupos de cuatro a seis, se aproximan al enemigo 2 Miguel de San Román. (1802-1863) Militar de la independencia y la primera época

republica- na. Secundó a La Mar, Gamarra y Castilla en las guerras que estos emprendieron. Llegó

a ser Gran Mariscal y finalmente Presidente en reemplazo de Castilla.

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segunda Parte / 50 capítulos

cuanto es posible y le hacen fuego con esa puntería certera y fatal de los arequipeños.

Esto desespera a los sitiadores que no hallan un momento de reposo; se defienden y de vez en cuando acometen con fuerzas superiores y chocan y se comprometen pequeños combates, que dan por resultado cuatro o seis muertos y otros tantos heridos de una y otra parte.

Cuando cae prisionero un sitiador, cuando se toma un caballo o un fusil, o una banderola, se dan por bien empleados los esfuerzos de la tarde. Algunos arequipeños, castillistas exaltados, se han plegado al ejército enemigo y hacen fuego sobre sus propios hogares.

El pueblo los designa con el odioso nombre de maccamamas, esto es, que alzan la mano contra su madre.

Todo signo de regocijo ha desaparecido. La voz de mando, la corneta o el clarín acompañan a los ejercicios durante

el día. El ¡alerta! de los centinelas que custodian las trincheras, la marcha acom-

pasada de las patrullas de a pie, el tiroteo más o menos vivo, el toque lejano de alguna campanita que da señal de peligro, los quejidos de algún herido, los sollozos de algún deudo, turban el sueño por la noche.

Es una expectativa de toda hora, un sobresalto de todo momento. Los templos permanecen abiertos; el bello sexo ora y alienta a los defenso-

res. Hay orden del Ilustrísimo Señor Obispo para que en el momento en que el peligro se haga inminente, se abran los monasterios y se dé en ellos asilo a la debilidad femenina.

En medio de tanto entusiasmo, hay alguien que permanece indiferente, impasible: el Jefe Supremo, general Manuel Ignacio Vivanco. A su natural indolencia se había unido cierta desconfianza en los hombres que le rodeaban y la certeza de la pérdida de su causa. Es verdad que en los altos círculos había ambiciosos ignorantes; pero no faltaban algunos hombres ilustrados, de consejo y buena fe, mas estos eran impotentes para doblegar aquel carácter acerado y frío.

El general Vivanco se entregaba a la amenidad de la buena sociedad y también al juego, que era su diversión favorita, dejando a quien quisiese la tarea de defender su causa.

En setiembre de 1857, el señor obispo de Goyeneche, interpuso sus buenos oficios entre los beligerantes, para llegar a un avenimiento pa - cífico. En momentos de ser nombrados los comisionados de una y otra parte, llega a manos de Vivanco una destemplada comunicación del general Castilla, en la que este hiere su personalidad, y todo fracasa. El Jefe Supremo desiste de su anterior resolución y al comunicarlo al señor

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Obispo, por medio de su secretario, termina así el oficio:

Que Su Excelencia estaba dispuesto a un arreglo; pero que para ello la

primera condición que exige es, que los hombres con quienes deba tratar,

tengan siquiera buena crianza. —Toribio Pacheco. —Oficial Mayor,

encargado del Despacho. —Mariano L. Bedoya. —Secretario.

Algunos jefes del ejército del general Castilla, venían en las noches disfraza- dos a tratar con Vivanco la entrega de sus fuerzas. Un oficial, particularmente, se presentaba con el rostro cubierto con una careta, era introducido hasta el gabinete del Jefe Supremo, conferenciaba y antes de amanecer se retiraba con igual misterio. Pero esto no duró mucho; Castilla advirtió algo, cambió los jefes sospechosos y todo quedó en nada.

El ejército de la plaza constaba de dos mil hombres mal equipados y sin organización. De nada servía que hubiese buenos jefes, cuando no había plan ni acuerdo alguno; se disgustaban con sobrada razón de la indiferencia de Vivanco y entre ellos germinaba el aburrimiento y la desunión.

La lisonja y la adulación adormecían aún más al Jefe Supremo, y en las altas regiones sólo se trataba de la guerra cuando el dinero faltaba. Entonces se recurría al pueblo y se le imponía contribuciones, se le exigía el sacrificio de su pan, no bastando el de su sangre.

Y se arrebataba a la fuerza el ganado, y se pensionaban los víveres; y se hacía pagar contribución por las bestias, y por las puertas de las casas y por las ventanas, y se imponían donativos forzosos individuales, que subían pro- porcionalmente desde veinticinco pesos hasta cientos.

Se tomaban los depósitos judiciales, se imponían empréstitos a las testa- mentarías y se echaban impuestos sobre los molinos, para amortizar y pagar los exorbitantes intereses de los empréstitos voluntarios hechos por extran- jeros.

El prefecto Berenguel era el fiel ejecutor de todas estas medidas, su nombre era aborrecido, por ser sinónimo de violencia y arbitrariedad. Continuamente se veían las casas y las tiendas rodeadas de guardias porque sus dueños no querían o no podían entregar el depósito que se les confiara, cuya entrega iba a provocar su ruina.

El comercio suspendió sus giros y muchas de sus grandes casas se cerraron. Los víveres encarecían, el pan disminuía notablemente de volumen, el malestar aumentaba progresivamente.

Ante tanta indiferencia en su caudillo, ante tanto desconcierto oficial, ante tanto sacrificio inútil, ¿Arequipa desistirá de su empresa, pedirá la paz? ¡Nunca!

Marcha adelante sin mirar atrás; está resuelta a luchar hasta el fin con

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segunda Parte / 50 capítulos

sus enemigos interiores y exteriores, no quiere economizar sacrificio hasta vencer o morir.

El pueblo arequipeño está solo en la contienda; los otros departamentos de la república permanecen adictos a Castilla: unos, porque la fuerza los ha sometido; otros, porque miran con indiferencia el curso de los sucesos.

Sólo Arequipa sueña con un porvenir de rosas; sueña con el engrande- cimiento de la patria, con tesoros extraídos de sus montañas y de sus minas, con la navegación de los grandes ríos, con redes de ferrocarriles, con puentes y caminos, irrigación, agricultura y comercio, talleres, fábricas y escuelas, artes y ciencias.

Esto y mucho más constituyen el tema favorito de las conversaciones del Jefe Supremo y de su círculo.

¡Qué proyectos tan vastos, brillantes, sencillos y fáciles! ¡Qué encanto tienen expuestos por este General que habla con la correc-

ción de la academia, con todas las galas del estilo y con la entonación de una convicción profunda y del patriotismo más desinteresado!

Veladas son aquellas que el escogido círculo se encarga de popularizar al día siguiente, repitiendo en todas partes los conceptos y planes de ventura nacional que en la noche ha emitido el Jefe Supremo, y el pueblo transportado de gozo redobla su esfuerzo. No importa que el general Vivanco no se preocupe de la difícil situación del momento; está él para afrontarla.

Y a toda costa es preciso llevar a la Suprema Magistratura al único hombre público que tiene miras tan elevadas, aspiraciones tan nobles, y que ninguna afinidad tiene con los motines, asaltos de cuartel, formación de montoneras, etc., que hasta el día han sido la preocupación única del militarismo gobernante.

El pueblo casi no piensa en los sacrificios que le cuesta el ideal que se propone.

Su infantil imaginación tiene mil cosas sobre qué volar. Ya son noticias estupendas, ciertas o falsas; detalles de los hechos, hojas al

pueblo, caricaturas, etc. La lectura de sensación está a la orden del día. Pero nada hay comparable a las hojas volantes que llevan por lema: “Ven-

cer o morir”. Rayos aniquiladores de la política de Castilla, pulverización de sus oropeles,

relámpagos de indignación, arranques de patriotismo. Son la obra de una inteligencia privilegiada, de un pensador, de un sabio,

con cuyo nombre se envanece Arequipa, que al prestigio de su saber ha unido el estilo más atrevido, más deslumbrante.

“Tal vez lo alucina nuestra sosegada actitud, sin saber que si Arequipa

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H

Jorge, El Hijo del Pueblo

duerme tranquila, es porque tiene la conciencia que tiene el león de sus fuerzas (dice una de esas hojas refiriéndose a Castilla). Venga a despertarla para conocer su poder, para ver cómo contestan... los valientes defensores de la nueva Esparta; venga si puede a contemplar el aspecto imponente de un pueblo que se arma en defensa de su patria y sus hogares; venga siquiera a conocer de distancia el sol de la libertad que nos inflama y reverbera sobre la faz de nuestros muros”.

“Aparte de la misión de honra que a nuestro patriotismo ha confiado la Providencia, hay un poderoso estímulo que nos impele a sostener esta lucha con todo el poder de nuestros brazos; el sagrado deber que tiene el hombre de defender su suelo patrio, el recinto querido donde el cielo le hizo ver la luz primera. ¡Imperioso y noble instinto que la naturaleza concedió hasta a las aves más tímidas que saben defender su nido, como el león guarda su cueva!”.

El pueblo devora aquellas hojas que se leen en el cuartel, en el parque, en la calle, en la plaza, y todos los corazones se enardecen, y todos los labios repiten con inquebrantable firmeza:

¡Vencer o morir!

Capítulo 2

Fe Popular

tirlo.

acía una hermosa tarde. Carlos García, el joven prometido de Sofía Vélez, preocupado por tristes cavilaciones, dirigía sus pasos a San Lázaro, acaso sin adver-

Por extraña casualidad, Luciano, buscando en qué matar el tiempo, iba también al mismo lugar por opuesto camino, de manera que al llegar a la entrada, ambos se encontraron frente a frente, y cubriendo la contrariedad que naturalmente experimentaron, con una amable sonrisa se aproximaron saludándose con cordialidad fingida.

—Es una casualidad que hayamos elegido el mismo sitio para nuestro paseo y de la cual me felicito —dijo Luciano.

—Gracias, amigo, para mí también es muy satisfactorio encontrarte aquí.

Los dos jóvenes armados de sus respectivos pasaportes, pasaron sin dificul- tad la trinchera en construcción, internándose hacia el hermoso arrabal.

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segunda Parte / 50 capítulos

—Hace mucho tiempo —dijo Luciano— que no recorro estos sitios y deseaba verlos después de diez años que han transcurrido. —Son mi paseo favorito —repuso Carlos—. ¡Estos árboles son tan her- mosos! ¡Tan puro el ambiente, tan magnífica la puesta del sol! —Muy bien podría convertirse esto en paseo público de primer orden. —Y llenarse de fábricas estas soledades y ser centro de actividades y trabajo, de movimiento y de vida.

—Ahí tienes actividad, vida y movimiento —dijo Luciano con acento irónico, señalando la trinchera que varios paisanos se afanaban en levantar. —Por desgracia ese movimiento producirá atraso en vez de progreso, sangre y lágrimas en lugar de oro.

—Los arequipeños tienen mucha afición a la trinchera. —Como todo hombre al arma con que se defiende; tienen mucha razón

esos paisanos en cerrar el paso al enemigo que armado de cañones viene a llenar de luto sus hogares.

—Si no fueran revoltosos nadie los atacaría. —Si no hubieran malos gobiernos, nadie haría revoluciones. —Aspirantes no habrían de faltar. —Encontrarían expedito el camino de la ley y los pueblos solo se ocuparían

del trabajo. —Pues, hijo, no hay más que colocar un gobierno modelo. —Esa es la aspiración del momento, a ese fin se dirigen los esfuerzos y

sacrificios de los arequipeños. Por desgracia persiguen una ilusión y no con- seguirán más que inmolarse a la ambición de un hombre.

—Desengáñate, que mucho de lo que se hace, no es por patriotismo, sino por intereses personales.

—Si te refieres a los jefes, a los cabecillas, no sabré contradecirte; pero si hablas por el pueblo, te aseguro que estás muy engañado; este no tiene otra mira que la regeneración de la República, tantas veces prometida.

—¡Eres muy entusiasta por el pueblo! —Sobre todo por el mío. —¡Provincialista! —Quizá haya algo de eso; pero en auxilio de la justicia apelo a la opinión

de todos los extranjeros que conocen Arequipa; pregúntales qué les llama más su atención en nuestro pueblo: si su valor, su hospitalidad, su dulzura en la paz, su constancia en la guerra, su probidad llevada a la inverosimilitud, su generosidad con los vencidos, a quienes se apresura a llamar hermanos y a quienes prodiga cuanto puede endulzar su situación, o su moralidad, única entre todos los pueblos de la tierra, puesto que cuando se ve entregado a sí mismo, en momentos en que el gozo o la desesperación conducen al olvido de

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Jorge, El Hijo del Pueblo

los deberes más sagrados, él, posee el raro privilegio de tenerlos más presentes que nunca y al verse armado, sin autoridad, sin más ley que su voluntad, se constituye en el mejor salvaguardia de la ciudad, en la mejor garantía de la seguridad pública y privada, y tú sabes que en tales momentos las puertas de todos los hogares están abiertas y los niños y las mujeres transitan libremente por las calles, seguros de que su debilidad e inocencia inspiran más respeto, más ternura que nunca.

—Es verdad todo eso y cierto que llama la atención de todos —dijo Lu- ciano con aire distraído—. Mira cómo corre el sudor por la frente de aquel pobre hombre —continuó señalando a uno de los que con la barreta en una sola mano, cavaba en una especie de foso.

—Y según parece, tiene lastimado un brazo —añadió Carlos. —Vamos a trabar conversación con él; exploremos la disposición de ánimo en

que se hallan los paisanos. Los amigos se aproximaron abriéndose paso por un grupo de hijos del

pueblo, que se apartaron saludándolos respetuosamente. —Buenas tardes, amigo —dijo Luciano, dirigiéndose al del brazo vendado.

El trabajador alzó la cabeza para ver quién le dirigía la palabra y encon- trándose con dos jóvenes desconocidos:

—Buenas tardes, señor —respondió, llevándose la mano al sombrero. —No se descubra Ud. —se apresuró a decir Carlos— está Ud. transpirando y

puede hacerle daño el aire. El trabajador saludó al joven con una inclinación de cabeza. —Le hemos interrumpido —dijo Luciano— porque deseábamos saber en

qué estado se hallan los trabajos. —Van bien, muy bien —dijo gozoso el artesano, dejando clavada la barreta

en el suelo y limpiándose la frente con un pañuelo de algodón—. Vea Ud. —añadió señalando a sus compañeros—. Vea Ud. con cuánto entusiasmo se trabaja.

—Según eso, pronto quedará terminada la trinchera. —Aún se necesita algún tiempo, señor, es preciso trabajar mucho. —Pero esto, a lo que parece, quedará inexpugnable. —¡Oh! —exclamó con entusiasmo el trabajador—, de eso Ud. mismo

puede juzgar, señor. Mire Ud.: concluida aquella gruesa pared de sillar, que aún está muy baja, se hace otra igual aquí, donde estamos parados; el espacio que entre las dos queda, se llama cajón y se llena con sacos de arena, después juntos haremos las troneras, en la parte de arriba y como quedarán muy altas, habrá que hacer por este lado de la ciudad unas cuantas gradas de sillar, que a la vez que sirvan para subir, formarán un buen reparo a la trinchera.

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segunda Parte / 50 capítulos

—Si es así, ni con cañón de a trescientas rompen el parapeto. —Yo aseguro que primero rompen las casas de los costados que la trinchera.

Mire Ud., señor, si Castilla ataca por este lado, trabajo le damos. —¿Y si venden la trinchera? —se atrevió a decir Luciano. —¿Qué? —dijeron varios paisanos que habían estado oyendo la conver- sación—. Aquí nadie vende la ciudad.

—¡Nadie! —dijo con orgullo el del brazo vendado—. ¡Y desgraciado del que tal hiciera!

—¡Pobre de él! —exclamaron varios trabajadores en tono amenazante. —¡Hay algunos tan infames!... —dijo Luciano arrepentido de haber emitido semejante concepto; porque temió que aquellos paisanos sospechasen de él. —Sí, pero nosotros no nos dormimos —dijeron algunos. —Y mi Señora de Cayma no permitirá tal cosa; porque voy a poner su imagen pegada a la trinchera, para que la guarde —dijo uno. —Y yo la de mi padre San Francisco —dijo otro.

—Yo me encargo de hacer la cruz que debe librarnos de nuestros enemigos —agregó el del brazo lastimado.

—Pero ustedes van a hacer un altar en vez de una fortaleza —dijo Luciano, riéndose.

—Las dos cosas a un tiempo —repuso el que ofreció la cruz—, porque después de todo, solo Dios puede darnos el triunfo.

—Según eso, no hay ninguna probabilidad de obtenerlo. —Usted no me ha entendido, señor —dijo el artesano—, no solo hay pro-

babilidad de triunfo; sino que podemos decirle que lo tenemos en el bolsillo, pues que estamos dispuestos a morir todos antes que ceder una línea, pero todo será inútil si Dios no quiere darnos la victoria, por eso le invocamos como protector de nuestra causa.

—¿Y si perdemos? —preguntó en son de mofa Luciano. —Será voluntad de Dios —repuso el del brazo vendado—, pero al me-

nos, al morir tendremos el consuelo de ver la cruz y las benditas imágenes a quienes encomendaremos nuestra alma y nuestras familias, expuestas a tantas desgracias al caer la ciudad en manos de nuestros enemigos.

—Y aunque sea tomada nada sucederá —agregó otro de los presentes—. Acuérdense ustedes que en todas las veces que Arequipa ha sido vencida, nunca los enemigos han hecho saqueo, degüello ni nada de lo que dicen que sucede en otras partes.

—Nunca, nunca —repitieron con religiosa entonación los paisanos. —Eso es porque Dios protege a Arequipa —dijo el del brazo atado—. Cuan-

do perdemos, es porque así conviene; pero Jesús y María y los santos a quienes invocamos, aplacan la cólera de los vencedores y no hay atropellos.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Pues, amigo —dijo Luciano, siempre en son de mofa— lo que es ahora hay que pelear bien, muy bien; porque si Castilla entra, no hay santos que nos valgan. El viejo está furioso, sus soldados son leones y tienen formal promesa del saqueo. Si en esta vez se pierde, no escapan ni los monasterios, ni las iglesias, ni los huérfanos, de la demolición y de los horrores.

—No hay cuidado, señor, si Castilla vence, entra manso como una oveja. —Vamos, aunque Castilla se aplacara, ¿quién contendrá a ocho mil sol- dados que entren triunfantes sobre los escombros de una ciudad tomada a sangre y fuego?

—¡Dios! —dijo con admirable convicción el artesano. Luciano dejó asomar a sus labios una sonrisa compasiva. —Vea Ud., señor —continuó el artesano—, yo oía contar a mi padre, que

en cierta ocasión vino un General, con las más perversas intenciones para Arequipa; pero cuando estuvo cerca de la ciudad, el caballo no quiso seguir y se regresó; él le echaba espuela y látigo; pero nada, el animal se paraba de dos pies, bufaba, echaba espuma y se volvía atrás, hasta que el General oyó una voz que le decía que mientras no cambiase de intenciones, no entraría a la población. Entonces el General, aterrado, prometió a Dios que nada haría de lo que había pensado y el caballo siguió el camino sin resistencia.

—Eso también he oído contar yo —dijo uno de los presentes. —A mí también me lo contaron —agregó Luciano— pero nunca me ocupé

de averiguar quien fue el General tan estúpido que al ver la resistencia del caballo, no echó pie a tierra y se vino tranquilamente —Y soltó una alegre carcajada.

—Vea Ud., señor, esta historia es cierta —dijo uno con seriedad. —¡Eh! Son esos cuentos para entretener a los muchachos —repuso

Luciano. —Como a Ud. le parezca, señor —repuso el artesano— pero lo cierto es que

Dios protege mucho a Arequipa. Y alzó la barreta para continuar su interrumpida labor. Carlos que había escuchado sin desplegar los labios, dijo, por fin, dirigién-

dose al artesano: —Parece que tiene Ud. el brazo lastimado. Sí, señor, limpiando un fusil reventó el cartucho y me hirió; felizmente

estoy muy aliviado. —Pero el manejo de la barreta puede producirle una inflamación. —No, señor; los pobres estamos acostumbrados al trabajo y ya no nos

causa daño; mucho menos si se lo dedicamos a la Patria. Una mujer viuda se aproximó con un cántaro de barro apoyado en la cadera y dijo al artesano:

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segunda Parte / 50 capítulos

—Estarás muerto de sed; he tardado mucho, pero no por culpa mía. —Sí, ya sé que nunca tienes la culpa; pero deja ahí el tacho y ve si en la

vecindad te prestan un vaso. La mujer se alejó. —¿Es su esposa? —preguntó Carlos. —No, señor, es mi hermana. —Dispense Ud. si le pregunto cuál es su nombre. —José Flores, un servidor de Ud. Carlos le tendió una mano que el artesano se apresuró a estrechar, pre-

guntando a su vez: —¿Y cuál es su gracia?3 —Carlos García. Tengo el mayor gusto en conocerle. —De igual modo yo —repuso José—, me tiene Ud. a sus órdenes. Luciano

se despidió con un movimiento de cabeza y los dos jóvenes se alejaron.

Capítulo 3

Luciano oye referir un episodio de su vida

—¿A

dónde vamos? —preguntó Carlos. —A Chilina, si te place. —¡Cómo no!, es un sitio delicioso.

—Tú siempre aficionado al campo. —Nada tiene para mí tantos encantos. —Pues, hijo, yo no cambiaría un salón lleno de muchachas, por el bordo

solitario de una chacra, lo confieso. —Eso es cuestión de gustos. —Tienes razón; pero francamente, noto que han cambiado tus ideas desde

que abandonaste Lima. Te hace falta la atmósfera de la Capital. —¿Para qué? —preguntó distraídamente Carlos.

—¡Hombre! Para que olvides un tanto las preocupaciones de educación. —¡No te comprendo! —Me explicaré más claro. Las personas que como tú y como yo hemos

recibido de pequeños las máximas de nuestras retrógradas familias, cuando jóvenes necesitamos salir, viajar.

—Nada más útil, agradable y provechoso —repuso Carlos. —Solo así se olvidan los fanatismos y extravagancias que nos enseñaron

3 Cuál es su gracia. Manera delicada o afectada de preguntar por el nombre de uno.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

nuestras buenas mamás —continuó Luciano.

—Ignoro a lo que te refieras; te aseguro que a mí no me han enseñado más que sanas doctrinas y máximas puras.

—Pues lo que es a mí, te prometo, hijo, que me aburrieron tanto con los rezos de mi abuela, que fue lo único que me enseñaron, que en cuanto me vi libre, respiré con la mayor satisfacción y me lancé por todos los caminos que conducen a gozar.

—¿Y has gozado mucho? —Al menos me he divertido bastante. Lejos de mi familia, con dinero, en la

edad de las ilusiones y en la ciudad de los encantos, ya puedes imaginar todo lo que habré hecho. De seguro que me tienes envidia.

—¡Te engañas!, bien sabes que yo pude haber hecho lo mismo; pero como dices, tengo otras ideas, otras aspiraciones, no voy en pos de la diversión, sino de la felicidad dulce y serena, no quiero que mis últimos días se amarguen.

—Hum; ¡pensar a nuestra edad en la vejez!... Amigo, estás peor que nunca, intratable; pero dejemos esta conversación para otro día. ¿Has visitado a las Peña?

—No, desde la noche que te presenté. —¿Y a las Vélez? —Sí, anoche estuve con ellas. —Yo también pienso ir más tarde. Carlos guardó silencio. —Sofía es una linda chica —agregó Luciano. Carlos no pudo reprimir un movimiento de disgusto. —Cuando se habla de una señorita, debe hacerse en forma respetuosa

—dijo. —¿Me reprendes? No tal, te hago una observación; así mismo te suplico que si vas esta noche, no

seas impertinente con ella, como otras veces. —¡Eh! ¿Tenemos celos? —preguntó en tono de zumba Luciano. —¿Celos? No. Demasiado conozco los sentimientos de Sofía para abrigar

respecto de ella sospechas ofensivas —dijo Carlos con vehemencia. Luciano hizo un gesto de disgusto.

—Es cierto que te dedicas mucho a ella; y que parece que te distingue; pero de eso a que te dé la seguridad que manifiestas, francamente, me parece que hay mucha distancia —dijo.

—¿De modo que te declaras mi rival? —dijo Carlos con voz trémula y deteniéndose súbitamente.

—¡No te acalores, no he dicho nada semejante!, pero como el corazón de las mujeres es tan incomprensible...

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segunda Parte / 50 capítulos

—Para ti lo será el de todas; el de Sofía solo a mí me pertenece. Luciano se quedó mirando a Carlos con mezcla de asombro y mal disi-

mulada cólera. —¡Eso es mucho decir! —repuso con cierta acentuación en las palabras.

—¿Sí? Pues quiero que lo sepas de una vez: Sofía es mi prometida esposa.

Luciano se mordió los labios; pero haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, trató de parecer indiferente, y dijo:

—Pues te guardaba el secreto; creía que le hacías la corte por pasatiempo. —Yo no acostumbro divertirme así —dijo Carlos continuando su camino—. Amo a Sofía con toda mi alma y espero ser pronto muy feliz llamándola mi esposa.

A Luciano le molestaba esta conversación y por darle otro giro, dijo: —A propósito. ¿Sabes que se dice que se casa la hija de don Guillermo de

Latorre con Alfredo Iriarte? En los labios de Carlos apareció la sonrisa del que en un lugar sospechoso

halla un arma. —¡Buen farsante! —dijo. —¿Por qué te expresas así de un joven tan bien recibido en la sociedad?

—Porque tengo muy presente la infame intriga de su falso matrimonio en Lima.

Luciano se demudó. —¿Cómo, tú sabías?... —No he olvidado los pormenores de aquella farsa. —¿Entonces... tú conocías a la novia?... —Desgraciadamente no, de lo contrario no habría sido víctima de un engaño. —Entonces... tú supones... —Poca memoria tienes, amigo, bien se nota que eres muy ocupado —dijo

Carlos con cierta ironía, y agregó— sentémonos, que nos convida este deli- cioso sitio.

Luciano se sentó maquinalmente en un alto bordo, que también ocupó Carlos.

Este, con flema británica, sacó una cigarrera, obsequió un cigarro a su amigo y él se puso a torcer otro.

—Pues sí —continuó— te voy a probar que yo tengo las cosas más pre- sentes que tú.

Luciano parecía recordar algo que le interesaba. —Tendrás presente —dijo Carlos saboreando el cigarro— que el

principio de nuestra amistad tuvo lugar en Lima, en el hotel “París”, donde me alojé y te conocí. El ser paisanos, jóvenes y estar en ciudad

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Jorge, El Hijo del Pueblo

extraña, estrechó tanto los lazos de nuestra amistad, que casi fuimos hermanos; sin embargo, nuestros diferentes gustos e inclinaciones nos separaban con frecuencia para tomar distinto camino.

Llegado el verano, fuimos a pasar una temporada en Chorrillos, y comíamos en una mesa, y dormíamos en un cuarto.

—Sí, todo eso lo recuerdo muy bien; pero ¿qué tiene que ver?... —Escucha con calma. Un día, después de almorzar, llegó un criado que

venía a todo escape de Lima y te entregó una carta; yo, sin fijar consideración alguna en ello, me entretenía leyendo los diarios, cuando fui sorprendido por una estrepitosa carcajada tuya y oí que decías más o menos: “Para algo me habían de servir los latines que aquel monigote me enseñó en la Universidad; a fe que ellos me van a proporcionar la más divertida de las aventuras”. Y volviéndote al criado le dijiste: “¿Pedro, has traído caballo?”. Como respon - diese afirmativamente, tomaste el sombrero y saliste sin decirme nada. En tu aturdimiento olvidaste guardar la carta.

—¡Y tú la recogiste! —dijo con precipitación Luciano. —Has acertado —repuso Carlos, fumando con el mayor placer—. La

recogí del suelo, casi de la puerta, donde la dejaste caer hasta sin cubierta, la leí y como estaba dirigida a ti y firmada por Iriate y no era santo el contenido, temí que te comprometiese y la guardé.

Luciano apenas respiraba. Carlos parecía no fijarse en él. —¿Y la conservas? —se atrevió a preguntar Luciano, al fin. —No te lo puedo asegurar —dijo Carlos con aparente indiferencia— ¡se

pierden tantos papeles en los viajes!... Luciano sintió que un odio profundo brotaba en su pecho por su amigo

Carlos. Su miedo, su ira, le dieron alientos para aferrarse, más que nunca, a la idea de causarle cuanto mal pudiese, sobre todo, de desbaratar su proyectado enlace con Sofía.

En medio de sus más tenebrosos pensamientos, de sus más sombríos planes estaba, cuando oyó la voz de Carlos, que decía con cierto entusiasmo: —¡Mira, mira! ¡Qué linda es la puesta del Sol vista desde este sitio!

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T

segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 4

La pequeña casita

res meses hace que Arequipa está sitiada. No obstante la superioridad de sus fuerzas, Castilla no se atreve a atacar; no es Vivanco ni su ejército lo que le impone, es el pueblo

con sus escasos fusiles de chispa, sus tres o cuatro cañoncitos y sus trincheras de arena.

Dejemos al viejo guerrero observando a toda hora la ciudad sitiada, con el auxilio de un anteojo largavista, desde el cerro de Sachaca donde mantiene su cuartel general, y vamos a buscar personajes más simpáticos en aquellos hogares amenazados por el plomo enemigo.

Era una mañana de setiembre. La naturaleza despertaba al dulce calor del sol primaveral, cuyos lumino-

sos rayos caían como una lluvia de oro sobre las calles, llenas en las primeras horas del día, de gente que transitaba de prisa arrimándose por precaución a las paredes, cruzando con rapidez las bocacalles, para evitar el encuentro de algún proyectil perdido o disparado intencionalmente sobre los grupos.

Eran señoras que iban al templo, sirvientes que se dirigían al mercado, caballeros ávidos de noticias, paisanos que venían de las trincheras, etc. En la calle de ... se veía una casita pequeña, nueva, casi elegante, cuya puerta, (como la de todas en esos días) estaba cerrada, manteniendo entre - abierto el postigo.

Si entramos, veremos que el patio es un cuadro perfecto, cubierto hasta la mitad de maceteros de flores.

Frente a la puerta de calle estaba la del salón principal, que también tenía una ventana de reja sobre el patio.

El interior del salón estaba adornado con sencillez y gusto. Muebles de lana celeste, tres mesas, una alfombra nueva, dos pares de cortinas de encaje, algunos cuadros de oleografías finas en las paredes, un cobertor de crochet, una lámpara de mano y un florero con flores naturales sobre la mesa, constituían el total del ajuar.

El salón tenía otra puerta y otra ventana que caían sobre el segundo patio, a través de las cuales podía verse que este se hallaba transformado en jardín. Un canario cantaba, aprisionado en jaula de alambre, suspendida del arco de esta ventana interior y en cuyas rejas trepaba atrevidamente un pavito rosado, inundando de fragancia la habitación.

Cerca de la ventana del patio principal, sentada lánguidamente en una silla mecedora estaba una joven envuelta en su bata de mañana. A dos

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Jorge, El Hijo del Pueblo

pasos de distancia un joven leía a media voz un periódico.

Ella parecía contar veinte años de edad, y su admirable belleza rayaba en lo inverosímil, no obstante las huellas de la enfermedad que parecía aquejarla.

Pálida como los lirios, su tez tenía la finura y transparencia de esta flor. El óvalo de su rostro podía tomarse para modelo; sus grandes ojos azules, estaban velados por largas y rizadas pestañas; sus cabellos rubios, largos, sedosos y ligeramente ondeados, caían sueltos y abundantes sobre sus espaldas después de coronar una frente nacarada y soberbiamente hermosa.

Prestaban aún más idealidad a su belleza al cerco violeta que sombreaba sus ojos haciéndolos más inmensos, y la brillantez de su mirada. No prestando al parecer gran atención a la lectura, dejaba que su vista vagase distraídamente sobre uno u otro de los objetos que tenía delante. El joven tenía una simpática fisonomía. Tez ligeramente morena, facciones regulares, grandes y rasgados ojos negros, boca sombreada por fino bigote, conjunto lleno de animación.

Vestía con sencillez y gracia, sin desaliño ni afectación. En el momento en que le sorprendimos leía “El Republicano”. Transcurrieron algunos minutos. Por fin alzó los ojos sin mover el papel de la posición en que lo tenía, y

miró a la joven pronunciando en igual tono las últimas palabras del editorial; ella maquinalmente volvió la vista cuando dejó de oírlo leer y la fijó en el joven.

Ambos sonrieron. —Apuesto —dijo el último— que no has comprendido una palabra de

la lectura. —¿Por qué lo dices? —Porque no le has prestado la menor atención. ¿Crees que no te he estado

observando? —Estos artículos sobre política son tan cansados... —Muy áridos para las niñas. —Y mucho más para mí. —Ya lo creo; a ti se te debe hablar de poesía, música y flores, del canario

también. —Es cierto, pero no lo tomes por frivolidad, ni mucho menos por simpleza;

se encuentra mi ánimo en tal estado que necesito ocupar mi imaginación de bagatelas, no pudiendo fijarla en nada que demande una atención seria, sin sentir cansado mi espíritu, fatigada mi cabeza; sobre todo, quisiera ahuyentar mis tétricos pensamientos que son los que más daño me hacen.

—¿Pero en verdad, te sientes mejor? —preguntó el joven doblando el

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Jorge, El Hijo del Pueblo

periódico a la vez que fijaba una mirada investigadora en el semblante de la interrogada.

—¿Estoy casi buena, no me ves? Lo único que tengo es un poco de debilidad. —Sin embargo, te siento toser con frecuencia. —Es tos nerviosa. No sé por qué han dicho los médicos que estoy afectada al

pulmón, cuando no siento dolor alguno; al corazón más bien, puede ser. La joven suspiró levemente, y cambiando la dirección de su mirada la posó en el patio cubierto de flores.

El joven continuó mirándola con inmensa ternura. Después de un rato, dijo: —¿Sabes que te voy a dar una buena noticias? —¿Cuál? —Que desde mañana tengo destino; Turner me da la teneduría de sus

libros de comercio. —¡Gracias a Dios! Nuestra situación era ya insostenible. —Apenas tenemos cinco pesos de los trescientos que trajimos de Lima.

—¡Qué hubiera sido de nosotros sin un real de entrada! —Y sin posibilidad de conseguirlo, ahora que todo trabajo está paralizado.

—Nos habríamos muerto de hambre. —No llegaríamos a ese extremo; pero habríamos sufrido mucho. —De todo habría tenido la culpa Turner que te hiciera venir prometiéndote un

empleo, y faltara a su palabra. —Es que en vista de la situación quiso suspender el movimiento comercial

de su casa; pero últimamente ha celebrado un contrato de empréstito con el general Vivanco, que debe ser amortizado todas las semanas, con el veinticinco por ciento de interés.

—¡Con razón te ha llamado! —Me da ochenta pesos mensuales; además tengo la promesa de ir ascen-

diendo. ¡Quién sabe si llegaré a manejar la casa! —¿Te decides a ser comerciante? —No es mi vocación; pero, como se dice vulgarmente, la necesidad tiene

cara de hereje. La joven se puso seriamente pensativa. Hubo un momento de silencio. El joven lo rompió diciendo: —¿En qué meditas? Ella alzó sus grandes ojos y fijándolos en él, repuso: —En que soy causa de que hayas interrumpido tu carrera. —¿Tú? ¡No digas eso Elena!

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segunda Parte / 50 capítulos

—Sin mí hubieras continuado tus estudios de marino, y hoy tendrías un brillante porvenir.

—Sin ti, poco me importaría llegar a ser algo. Pero supongamos que hu- biera continuado mis estudios; ¿no ves que en la situación porque atraviesa la República ya estarían paralizados? En el Perú nada se puede hacer, porque a lo mejor, una revolución todo lo interrumpe. Si tuviera fortuna iría a estudiar a Europa.

—¡Con cuánto gusto te acompañaría! —¿Te gustaría viajar? —¡Oh! ¡Con cuánto placer huiría de aquí!... Cuando era niña, alguna vez

soñé con Italia, con el país de los artistas y de los poetas; hoy, aquel país tendría para mí el atractivo del recuerdo de un ensueño desvanecido, y me daría el sosiego que creo hallar en la distancia —dijo con emoción Elena.

—¿Qué puedes temer en Arequipa? ¿No es el bendito lugar de nuestro nacimiento? ¿No es el vergel florido en que corrieron los venturosos días de nuestra infancia? ¿No es cierto que si pudieras salir a la calle, por todas partes encontrarías semblantes que te sonriesen, brazos que te estrechasen, labios que te hablasen con cariño, con ternura?... Pero aquí vienen tus amigas —agregó el joven, divisando a dos señoritas que en traje de iglesia atravesaban el patio, y levantándose para ir a su encuentro.

—Buenos días Enrique. —Muy felices, señoritas —repuso este, estrechando sucesivamente las

manos de las jóvenes que entraron al salón. —Hortensia, Mercedes. ¡Qué valor el de ustedes, de salir a la calle en estas

circunstancias! —dijo Elena que se había puesto de pie. —¡Qué arrojo el tuyo de estar levantada tan temprano! —repuso Hortensia abrazándola.

—¿Cómo has pasado la noche, hermanita? —preguntó Mercedes abrazándola también.

—Mucho mejor que las anteriores. —Tomen asiento, señoritas —dijo Enrique aproximando dos sillas. Las jóvenes aceptaron la invitación, y todos se sentaron. —¿Has dormido algo? —preguntó Hortensia. —¡Así!... Había tanto trajín en la calle... —No debías sentirlo mucho, pues tu dormitorio está bastante apartado

—dijo Mercedes, volviendo los ojos hacia la puerta divisoria que el salón tenía en la testera de abajo.

—Es cierto; pero en el silencio de la noche se oyen perfectamente las patrullas y los tiros.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Sin embargo, nada de eso podría turbar tu sueño si llegaras a dormir —observó Enrique.

—Es verdad; pero les diré francamente que paso una vida tan sosegada, sin ocupaciones de ningún género, pues hasta la lectura me ha prohibido el doctor, que mi naturaleza carece de ese saludable cansancio que engendra el sueño. Además, ¡las noches son tan largas!...

—Precisamente van acortándose mucho, como que principia la primavera —dijo Mercedes.

—Así lo indica el almanaque; pero les aseguro que para mí son insoporta- bles. Pónganse en mi lugar, apenas anochece, por prescripción del doctor, me acuesto, rezo un poco, después no tengo ni con quién hablar: Enrique hace números o estudia, a las diez se sirve el té, después le obligo a retirarse para que no pase mala noche y yo continúo la velada, oyendo el canto de los serenos que anuncian todas las horas, los tiros, las carreras, etc., hasta las cuatro, que es la hora en que por lo regular duermo para despertar a las seis.

—¡Pobre Elena, te compadezco! —dijo Hortensia y añadió—. Nosotras también pasamos noches muy tristes, porque en estas circunstancias, de las seis de la tarde en adelante, no hay quién visite. Papá se va a la tertulia del general Vivanco y nosotras quedamos haciendo hilas para los heridos. Mucho pensamos en ti y hemos llegado a formar un plan, que si a ustedes les parece aceptable, lo llevaremos a la práctica inmediatamente.

—¿Cuál es? —preguntó Elena con vivo interés, mientras Enrique se in- clinaba cortésmente.

—¡Oh! Es muy bonito —dijo Mercedes. —Como solo nos separa una pared —dijo Hortensia— papá, mamá y

nosotras hemos proyectado abrir una puerta al interior, a fin de que nuestras dos casas se comuniquen.

—¡Señorita, esa es una bondad excesiva! —dijo Enrique. —Nada de eso —dijo Hortensia— eso es precaución y propia conveniencia

nuestra. Imagínese Ud. que no podemos dejar de ver a Elena y que cada día se hace más riesgoso salir a la calle; figúrese Ud. que estas noches de sobresalto y encierro son insoportables y que reunidas ambas familias, las haremos más llevaderas.

—¡Oh! ¡Cuánto tengo que agradecer a toda tu familia! —exclamó Elena juntando las manos.

—No digas una palabra al respecto —dijo Mercedes. —Nunca podremos manifestar a ustedes el vivo reconocimiento de que les

somos deudores —añadió Enrique. —No hay motivo para que salgan de sus labios esas frases, Enrique —dijo

Hortensia—. ¿Vamos, Elena, te gusta la idea?

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Ay, Dios mío! ¡Qué feliz voy a ser! —¡Qué lindas noches vamos a pasar! —agregó Mercedes. —Mira —continuó Hortensia dirigiéndose a Elena— durante el día nos

tienes en tu casa a todo momento, unas veces vengo con mi bordado, otras, tienes aquí a Mercedes con sus labores y mallas. Cuantas noticias nuevas haya en el día te las comunicamos. A las siete de la noche nos constituimos con mamá en tu dormitorio, donde nos aguardarás acostada, para no quebrantar las prescripciones de mi papá; charlamos un rato, mientras hacemos algunas hilas destinadas al hospital; en seguida jugamos, no, rezamos el rosario por todos los heridos y por los que mueran en la tarde y en la noche; después, mien- tras mamá continúa haciendo hilas para el día del combate formal, nosotras jugamos rocambor con interés de cocos, o “manda el rey a la espadilla”, para recitar versos, o damos lectura a alguna novela. ¿Te gustan las novelas?

—¡Mucho! —Pues leeremos “El solitario del Monte Salvaje”, “Pablo y Virginia”, “An-

tonia de Villareal”, “El Conde de Lucerna”, “El Sitio de La Rochela”, etc.4 —Y también “Don Quijote” —dijo Mercedes.

—Una biblioteca de novelas —dijo Enrique, sonriendo. —¡Oh! ¡Cuánto voy a gozar! —exclamó Elena. —A que adivino de lo que se trata —dijo el doctor Peña entrando. Enrique se

levantó para recibirle. —Ya está todo acordado —dijeron Hortensia y Mercedes con alborozo. —Todo —agregó Elena. —Ya lo suponía —dijo el doctor adelantándose a saludar a Elena, y aña-

dió—: ante todo, ¿cómo sigue la enferma? —Bien ya, doctor. —No tanto, no tanto —dijo este observando el pulso con detención. —¿Hay sueño? —preguntó después de un rato. —Muy poco. —¿Tos? —Frecuente; pero no tan fatigosa como antes. —Que continúe el mismo régimen —dijo el doctor a Enrique y preguntó—:

¿Tiene todavía cucharadas? —Sí, tiene para hoy. —Que las concluya; mañana cambiaremos la receta. —¿Qué noticias nuevas hay? —preguntó Hortensia, viendo que su padre

daba por terminadas sus observaciones científicas. 4 Antiguos novelones románticos, unos de carácter histórico como El Sitio de La Rochela,

otros de tema idílico pastoril como Pablo y Virginia, del escritor francés Bernardin de San

Pierre, todos cargados de sentimentalismo.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Ninguna, o más bien, las de costumbre, que de los tiroteos de anoche tenemos dos muertos y tres heridos.

—¿Has visto a los heridos? —Sí, uno está de mucha gravedad; hay que cortarle la pierna, y aun así,

quién sabe si salvará la vida. —¡Pobrecito!, ¿quién será? —dijo Elena, conmovida. —Un hojalatero de la calle del Puente5. Pero esta conversación no es la más

a propósito aquí. Continúen ustedes sus proyectos de diversión, que ahora mismo voy en busca de peones para que abran el portillo.

—Cuánto le agradecemos, doctor; pero nos deja Ud. demasiado pronto. —Es que en esta situación no hay tiempo que perder, lo que no se hace en la mañana, después se hace difícil. Hasta luego señoritas. —Adiós, doctor.

—Hasta luego, papá. Enrique acompañó hasta la puerta de la calle al doctor Peña y le preguntó

en reserva: —¿Cómo encuentra Ud. a mi hermana? —Ahora presta bastante esperanza; la tisis no avanza, acaso pudiera ser

curada; pero le advierto que se halla en un estado de tanta delicadeza, que exige sumo cuidado; hay que evitarle toda impresión fuerte; porque la agra- varía mucho y quizá la mataría.

—Temo que si Castilla ataca se impresione demasiado. —Por eso es que tomamos las medidas convenientes, a fin de atenuar ante

ella todos los sucesos; mi familia se encargará de eso. —¡Oh! Gracias, doctor —dijo Enrique, oprimiéndole la mano. —De nada, amigo mío. Tranquilidad de espíritu, distracción y después una

temporada en Cayma, creo que la pondrán en magníficas condiciones. —Nada se omitirá para conseguirlo.

—Hasta luego, amigo mío. —Hasta luego, doctor. Momentos después, Hortensia y Mercedes se retiraron, pues se aproximaba la

hora del almuerzo.

5 Calle del Puente. Hoy Puente Bolognesi.

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Q

segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 5

Los hermanos

—¡

ué felicidad la de haber encontrado una familia tan bondadosa! —dijo Elena a su hermano, luego que estuvieron solos. —Verdad que ha sido una gran fortuna; porque aislados, casi ex-

tranjeros en nuestra misma ciudad, triste habría sido nuestra situación sin las mil atenciones de esta excelente familia —repuso Enrique. —Yo no sé cuál de las personas que la forman es mejor. —La señora es una matrona muy respetable y llena de sencillez y bondad. —¿Y Hortensia? Es un ángel. ¿Y Mercedes?, tan viva y graciosa —dijo con entusiasmo Elena.

—El doctor es todo un caballero —agregó Enrique. —¿Cómo corresponderemos a tantos servicios? —En lo mismo pienso yo. Dios quiera que llegue la vez en que les probemos

nuestro reconocimiento con algo más que palabras. —¿Sabes que las deudas que hemos contraído en Lima para nuestro viaje me

tienen preocupada? —Vamos, hermana, no te ocupes de eso, porque fatiga tu cabeza. —Es cierto; pero no sé cómo alejar de mí todo lo que aflige. Mi pensamiento

vuela de uno a otro objeto; pero al contrario de la mariposa, que va de flor en flor, yo voy de espina en espina. Mi pasado y mi presente tú los conoces, mi porvenir se me aparece como una noche oscura poblada de espectros.

—¡Hermana mía, mi querida Elena! —dijo Enrique, tomándole las ma- nos—, la viveza de tu imaginación y tus anteriores sufrimientos, te presentan las cosas bajo un aspecto muy sombrío; yo sé que no eres feliz; pero tampoco creo en la prolongación indefinida de tus males; eres demasiado joven y de- masiado buena para que lo tema. ¡Quién sabe lo que te reserve el porvenir! No debes renunciar a las más halagadoras esperanzas.

—¿Renunciarlas? No. Bienaventurados los que lloran; ha dicho el Salva- dor, porque ellos serán consolados —repuso Elena, sonriendo con angelical resignación.

—Se conoce que no has olvidado la doctrina —dijo Enrique jovialmente. —¿Cómo voy a olvidar lo único que me consuela y me sostiene? Una tos seca y prolongada interrumpió a Elena. —¿Te has fatigado? —preguntó Enrique. —Es tos nerviosa. —¿Quieres dar algunos paseos por el patio? —Sí, estoy casi adormecida; pero me siento tan débil...

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Por lo mismo, debes hacer un poco de ejercicio; el doctor así lo ha prescrito.

—Vamos, pues, dijo Elena, poniéndose de pie. Enrique se apresuró a darle el brazo y ambos salieron al primer patio. Elena caminaba lentamente; era alta, esbelta y elegante; pero en extremo

delgada. Su blonda cabellera caía sobre su talle como una lluvia de oro, abrillantada

por el sol que la inundaba. Los dos hermanos dieron algunos paseos sin desplegar los labios. Sin embargo, un observador habría notado en los de Elena, de vez en

cuando, una contracción, como si quisieran entreabrirse para decir algo de que luego se arrepentía.

Al fin un débil suspiro se abrió paso. —¿Te has cansado? —preguntó Enrique, deteniéndose. —No. Involuntariamente he suspirado; porque este paseo entre tantas

flores ha traído a mi memoria nuestra casa, es decir aquella en que nacimos, nuestro jardín, nuestras plantas, nuestros juegos, nuestros padres.

Enrique continuó el paseo sin responder. Él también se hallaba dominado por los mismos recuerdos.

—Mira este copo de nieve —dijo Elena deteniéndose junto a un barril, que transformado en macetero, ostentaba una frondosa planta de esta flor —es el más nítido de todos.

—Preciosísimo —repuso Enrique. —Dentro de algunos días todos estos que aún son verdosos estarán tan

blancos como él. —Son las flores de setiembre, las primeras de la estación. —En Lima no las hay. —Al menos no recuerdo haberlas visto. —Mamá las extrañaba mucho, decía que un ramo de copos de nieve, ro-

sas y tembladeras era de lo más elegante y bello; en nuestro salón casi nunca faltaba.

—Como que en casa habían multitud de estas plantas. —Así como dalias de todo color. —Y ambarinas y verbenas. —¿Te acuerdas? —continuó Elena siguiendo su paseo—. Cuando salíamos

del colegio, después de abrazar a mamá y guardar los libros, lo primero que hacíamos era correr al jardín. Tú subías al viejo naranjo para ver en qué estado de madurez están sus frutos, o escalabas el molle para observar los nidos de tus gorriones; yo pasaba revista al guindo y al capulí y hacía ramilletes para adornar nuestros altares; el rosal blanco había crecido tanto tanto, que sus

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ramas se extendían sobre la bóveda del corredor; yo no alcanzaba a coger sus lindas rosas y buscaba a ... alguien que me las sacase, después íbamos a comer; luego nuestros salones se llenaban de visitas, ¿recuerdas? Papá tenía muchos amigos, mamá estaba elegantísima recibiendo a tantas señoras; nosotros, entre acobardados y contentos recibíamos las frases cariñosas que se nos dirigían y después nos íbamos a jugar, o escuchábamos con tanto miedo como interés los cuentos de duendes y aparecidos que nos referían los criados.

Elena guardó silencio y por algunos momentos permaneció grave y pen- sativa.

Indudablemente, algo más evocaba su memoria, algo más que no se atrevía a decir.

—Cierto que entonces éramos más felices que ahora— dijo Enrique des- pués de una corta pausa.

—¡Oh! Muy felices —repuso Elena—, vivían nuestros padres... nada fal- taba a nuestra dicha. ¿Hoy? Los dos solos hemos quedado; pero... ¿qué digo? Ojalá esto fuera cierto, ojalá no se levantara junto a mí ese fantasma aterrador que llena de zozobra todos mis instantes.

Enrique nada dijo; pero su frente se anubló. —¿Te he entristecido? —dijo Elena con dulzura—. Perdona, hermano mío;

involuntariamente pronuncio frases que nunca debieran salir de mis labios, sabiendo que te mortifican.

—No, Elena, no me mortifica lo que digas; sino la consideración de que esos pensamientos te atormentan; pero más aún me harías sufrir si no tuvieras la franqueza de comunicármelos; no deben existir secretos entre los dos.

Elena inclinó la cabeza como si temiera que su hermano leyese a través de su alba frente, que le ocultaba algo.

—¡Qué lástima! —exclamó de repente, deteniéndose ante un macetero. Enrique se inclinó para ver lo que a Elena le había llamado la atención. —Es un capullo de azucena destrozado por una bala de fusil. —Mira, aquí está el proyectil —dijo Enrique, sacando de entre la tierra una

bala pequeña. Elena recogió la destrozada flor. —Pobre azucena —dijo— de nada ha servido el que la naturaleza te hiciera

renacer a nueva primavera, si antes que tu cáliz se abriera al rocío y a la luz, un extraño agente de exterminio te quitó la vida. ¿Será mi propia imagen? Enrique, ¿será éste un fatal presagio?

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D

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 6

Elena

os horas después, Enrique salía en busca de Turner para acordar ciertas minuciosidades acerca de su nuevo empleo, dejando a Elena sola, sentada en un sillón cerca de la ventana fronteriza en la que

estuvo por la mañana, pues el sol que la inundaba había hecho preciso cerrar aquella y abrir esta.

Levantada la celosía, quedaba a la vista el patio convertido en jardín; abiertos los bastidores de vidrio, penetraba una brisa ligera y refrigerante; el frondoso pavito recreaba la vista con la viveza de sus colores, y el canario trinaba con toda la fuerza de su privilegiada garganta, siendo sus gorjeos lo único que interrumpía el silencio.

Elena meditaba. No hay en la naturaleza misterio más indescifrable que el ser humano, y no

es de extrañar que la observación de muchos no comprenda a uno solo, cuando cada cuál se abisma en el laberinto de su propio enigma.

¿Queréis estudiar a alguno? En vano pretenderéis leer en su frente los pensamientos que la cruzan,

cuando él mismo no se da cuenta por qué le asedian; en vano pretenderéis sondear su corazón cuando él no sabe la causa de sus latidos; estérilmente os afanáis en saber si siente o piensa, cuando él tampoco sabe si piensa o siente. Queréis remontaros al origen, os lisonjeáis de haber dado con las causas, y no atináis con los efectos; pretendéis adivinar estos y seguramente no pasáis de conjeturas, mil veces equívocas.

Así, pues, si hubierais preguntado a Enrique, a Hortensia, es decir, a los seres más allegados de Elena, al hermano, objeto de todo su cariño, a la amiga íntima depositaria de toda su confianza, en qué meditaba tan profundamente su amiga, su hermana en estos momentos, habrían respondido sin vacilar que en su madre, en su desdichado matrimonio, en Iriarte, en su actual situación; a ninguno se le habría ocurrido que todo su pensamiento lo embargase un desconocido, cuyo nombre jamás se pronunciaba: ¡Jorge!

Nunca su recuerdo se había aferrado tan tenazmente a ella. ¡Cinco años habían transcurrido desde el día en que le dijo adiós! Dos, desde la noche en que antes de subir al altar del sacrificio, había he-

cho la resolución de arrancarle de su corazón y de su memoria, por la fuerza del deber.

Casi lo había conseguido. Sus múltiples sufrimientos, sus enfermedades, lo excepcional de su situa-

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ción, la idea de Iriarte, las cariñosas atenciones de su hermano, el tiempo, la distancia, todo conspiraba con su voluntad a debilitar aquel recuerdo casi infantil.

Y mientras ella lo creía extinguido, dormido en realidad, narcotizado, yacía oculto en lo más profundo de su alma.

Cuando Enrique habló del regreso a Arequipa, el corazón de Elena latió de un modo extraño; pero ella interesada en su propio engaño llegó a creer que el temor de encontrar a Iriarte era lo único que sobresaltaba su corazón.

Al penetrar a la ciudad sintió algo como agonía, y ella lo atribuyó exclusi- vamente al cambio de clima, al dolor que le causaba el recuerdo de su perdido hogar. Sí, esto era verdad; pero en su hogar perdido y en la memoria de su infancia, había alguien en quien no quería detener su pensamiento.

Pero, ¡terrible casualidad! Cuanto más se empeñaba en cerrar los ojos del alma para no verle, con tanta mayor claridad se le aparecía, de todas maneras, en todas las escenas de su vida.

¡Arequipa! Dentro de sus muros vivía ella; ¿y Jorge? “No quiero saberlo” se decía, y dirigía hacia otro objeto su pensamiento.

Llegaban hasta ella las noticias de los muertos y heridos en los combates diarios, y se estremecía; sin embargo, no osaba preguntar el nombre de las víctimas.

Esta batalla consigo misma tomaba día a día gigantescas proporciones. La fuerza de su imaginación se hacía colosal, y muchas veces avasallando su voluntad, desplegaba el cuadro de su encantador hogar, su apacible niñez, sus padres, sus flores, su hermano niño y Jorge.

¡Jorge, apacible, bello, noble, artista, Jorge, generoso, desgraciado!... ¡Ah! ¡Basta! Fue un sueño, fue un ideal, fue un delirio; todo terminó.

Volvamos a la vida real. Y Elena sobresaltada volvía como de un sueño. El día que nos ocupa había llegado al último grado de violencia para

dominarse. La imagen de Jorge se alzaba con más tenacidad que nunca ante su

pensamiento. Todo le hablaba de él; los trinos, el sol, las flores. Ya no tenía fuerzas para rechazarlo de su mente, y como una flor que el

huracán doblega, cerró los ojos y se sumergió en el abismo de sus más gratos recuerdos, viviendo por algún tiempo en el pasado, con una especie de deli- ciosa embriaguez.

En su sueño vio la casa de sus padres, a estos felices y considerados, a Jorge elegante, poeta, artista, amante; por ella estudiaba, por ella trabajaba, ella era su ideal, su pasión, se miraba en sus ojos, mientras el

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más profundo respeto sellaba sus labios.

Después se contemplaba a sí misma; niña mimada y feliz, amaba a Jorge con todo el candor de su alma y creía que su dicha sería eterna. Luego vio un fantasma denominado conveniencias sociales y un ara llamada amor

filial; miró a Jorge: tenía en el semblante la lividez del suplicio; se volvió hacia su corazón: vertía sangre. Llegó el momento de la prueba, se confundieron en un solo instante los acentos de una pasión que se rebela, y de una eterna despedida. ¡Oh! ¡Cuánto sufrieron ambos! ¡“Adiós”! —dijo Elena a su primer amor. “¡Adiós, para siempre!” le repitió Jorge en la última mirada.

De los ojos de Elena, caían una a una las lágrimas, y ella no las sentía; porque ni conciencia tenía de su existencia actual.

Una noche de luto había tendido un manto sobre su espíritu. ¡Oh! ¡Qué felicidad habría sido morir entonces!...

Un golpe de barreta seco, sordo, pesado, y luego otro y otro, que retum- baban como el cavar de una tumba, sacaron a Elena de la vida ficticia del pasado. Impresionada, nerviosa como se hallaba, escuchó sobreexcitada los extraños golpes que parecían provenir del otro lado de una sepultura.

—¡Ah! —exclamó al fin serenándose—. Es que abren la comunicación de la casa de Hortensia.

La humedad de sus mejillas le hizo notar que había llorado, enjugó sus lágrimas con el pañuelo y tornó a quedarse pensativa.

Pronto ella y sus vecinas iban a estrechar más aún sus relaciones de amistad, iba a tener una hermana en Hortensia, era tan buena... Hortensia poseía su secreto; pero no sabía quién fuese Jorge. ¿Qué diría si llegase a saber que el objeto de su cariño era un hombre sin posición social? Merecer las distinciones de un hombre ignorante, grosero y rudo, siempre que la fortuna o el crimen lo hayan colocado en la cumbre del poder, es el colmo del honor; aceptar para no caerse, el brazo de un hijo del pueblo, aun cuando Dios haya puesto sobre su frente el sello divino del genio, es el colmo de la humillación.

¡El artista!... Casi se ignora lo que esa palabra quiere decir. Artista: ar- tesano, peón, cargador de bultos, todo es uno ante la encopetada sociedad, todo significa el hijo del pueblo, casi mendigo, de quien si algo le es permitido pensar, es que debe carecer de gustos, de sentimientos y de inteligencia.

Elena había tenido la desgracia de no apasionarse de un militar, ni de un abogado, ni de un rico, ni siquiera de un extranjero (es decir europeo o norteamericano); había tenido el mal gusto de amar a un joven que no hacía papel en el mundo; porque, como las estrellas, brillaban muy por encima de él, a demasiada altura, para ser visto por el vulgo encorvado hacia la tierra, bajo el peso de su materialismo, de su ignorancia y de sus preocupaciones, y el

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mundo se había convertido para ella en la antigua rueda dentada del tormento que iba desgarrando su corazón.

Por eso su belleza está marchita, su juventud malograda, su naturaleza casi destruida, su vida en peligro; sufre y calla; ni la confidencia le es permitida, porque teme provocar la burla de los corazones más bien puestos, cuales son los de Enrique y Hortensia.

¡Si Jorge fuera rico!... ¡Oh! ¡Cómo cambiaría todo de aspecto! Pero no, no, Iriarte está por el medio; ante él, la más seductora quimera se destruye. Elena llegaba a este punto de sus reflexiones cuando el estruendo del derrumbe le anunció que la comunicación estaba abierta. Pensó que no tardarían en venir sus amigas y trató de serenar su sem- blante.

Se puso de pie, y, aunque débilmente, dio algunos pasos por la habitación, dirigiéndose hacia el patio interior.

No tardó en ver a Mercedes que venía corriendo. —Ya estamos comunicadas —dijo esta con alegría—, he sido la primera

que saltando sobre los escombros, he pasado a darte la agradable nueva. ¡Qué disgusto el que he dado a Hortensia! Figúrate que ella se preparaba para venir la primera, y en el momento preciso entraron visitas; yo me escabullí sin que me viesen, y aquí me tienes.

—¡Oh! Cuánto me felicito, y cuánto te agradezco: la soledad me estaba causando mucho daño; pero vamos a alcanzar a Hortensia. —Apóyate en mi brazo.

Las dos niñas se aproximaron al portillo donde trabajaban aún los peones en medio de una nube de polvo.

—Mira el patio de casa; allí viene Hortensia —dijo Mercedes. Elena principió a toser con fuerza.

Hortensia corrió hacia ella, diciendo: —Qué imprudencia venir aquí, te vas a asfixiar, hermanita, regresemos.

Y tomándola del brazo se encaminaron a las habitaciones de Elena. —Por alcanzarte hemos venido —dijo esta, un poco más sosegada. —Dinos, quiénes han sido las visitas que has tenido —preguntó Mercedes.

—Sofía y Elvira Vélez. —¡Qué milagro! —Me han conmovido mucho —agregó Hortensia—; vinieron a empeñarse de

papá a fin de que consiga la libertad del doctor Vélez, bajo garantía. —¿Está preso ese señor? —preguntó Elena.

—Por castillista —repuso Mercedes. —Sabes, hermanita —dijo Hortensia—, que esta es una familia inme-

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jorable, el doctor todo un caballero, las niñas unos ángeles; pero tienen el defecto de ser castillistas.

Elena que era la única neutral, no pudo menos que sonreírse al saber el defecto capital de las Vélez.

—Y dicen horrores del general Vivanco —añadió Mercedes. —Un mes antes de que tú llegases —continuó Hortensia— se fueron a

Carmen Alto. Desde allí se comunicaba el doctor con San Román, dieron aviso, Vivanco mandó tropa, registraron la casa y hallaron armas, pólvora y comunicaciones; la pólvora se inflamó por sí, y ardió toda la casa.

—¡Jesús! ¿Y la familia? —preguntó con interés Elena. —Ya puedes imaginar su aflicción; según acaban de referirme, esa noche se

refugiaron en los cuartos de las vecinas, y desde allí vieron reducirse a cenizas su casa, y a su padre conducirlo preso a la grupa de un caballo.

—Actualmente está en el cuartel de San Francisco, incomunicado —agre- gó Mercedes.

—Y esto no es todo —continuó Hortensia—. El Prefecto les impone pen- siones, y como se niegan a darlas, continuamente tienen su casa rodeada de guardias; a la menor sospecha o aviso mal intencionado, entran y revuelven toda la casa.

—¡Pobres niñas! —A pesar de su partido, las quiero mucho, y me empeñaré con papá a fin de

que consiga la libertad del doctor Vélez. —Les he ofrecido que papá hará cuanto esté en sus manos para conseguirlo. Lo

mismo ha dicho mamá. —Y dime; ¿por qué Latorre no se empeña con el general Vivanco, teniendo su

hija tanta intimidad con Sofía y Elvira? —preguntó Mercedes. —Me parece que tienen algún resentimiento con ella, no sé por qué; nada han dicho al respecto; pero yo lo he comprendido.

—Sus motivos tendrán —dijo Elena. —¡Qué fuerte estás! —dijo Mercedes—. Dentro de pocos días creo que

podrás salir a la calle. —¡No, eso no! —repuso vivamente Elena. —Todavía no es tiempo —añadió sentenciosamente Hortensia.

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V

segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 7

Remordimientos

arios meses han transcurrido desde la tarde en que Jorge llevó a Isabel a casa de su padre, recibiendo en recompensa un nuevo insulto. Intro- duzcámonos nosotros en aquella mansión de felicidad, según opinión

general del vecindario y, sutiles como el pensamiento, penetremos hasta en la conciencia de nuestros personajes, pues ya es tiempo de que sepamos algo que todo el mundo ignora.

Las varias y violentas impresiones que Isabel había experimentado en aquellos dos horribles días, alterando su naturaleza, la habían postrado en cama, momentos después que Jorge saliera de su casa.

La fiebre más ardiente se apoderó de ella y durante quince días estuvo en grave riesgo su vida.

Todos los médicos la asistían en consulta; doña Enriqueta, Cecilia y doña Andrea no llegaron a acostarse en todo ese tiempo, velando por turno a la enferma y prodigándole la más activa asistencia.

Don Guillermo, con este nuevo golpe estaba aturdido. Amaba a su hija con pasión, la veía en peligro de morir y sentía que su razón se extraviaba. En su dolor, olvidó el incendio, las cartas, el matrimonio, todo desapareció de su vista, menos su hija, casi enajenada y por momentos delirante. En las últimas noches, él también se negó a retirarse a su habitación y como toda la familia estuviese rendida por el cansancio, se empeñó en hacer turno a la cabecera de Isabel, lo que le fue concedido.

Esta estaba más agitada que nunca; sobre su rostro encendido por la calen- tura, caía la suave luz de una lámpara de aceite, que pendiente de la bóveda del dormitorio, esparcía su tranquila y tenue claridad por toda la habitación.

Don Guillermo, sentado en un sillón, no desprendía de ella los ojos, es - piando sus menores movimientos, contando sus pulsaciones. De pronto Isabel principió a delirar.

En medio de su pesada somnolencia, sus labios ardientes se entreabrieron dejando escapar palabras vagas, incoherentes, más o menos claras, frases incompletas, fragmentos de diversas ideas.

Habló de Carmen Alto; nombró a Luciano; pidió su manta para ir a misa; ponderó la inmensidad del mar; dijo que era deliciosa el agua del río en que estaba sumergida; llamó a Rosa; rechazó con enojo a Iriarte; ofreció a su padre un vaso de helados, pidió agua para apagar la casa que se ardía; sonrió complacida diciendo que era muy hermoso el campo; llamó muchas veces a Jorge y dijo que le iba a obsequiar la cadena rota de su padre y siguió hablando

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Jorge, El Hijo del Pueblo

incesantemente de la cadena y de sus hermosos eslabones perdidos. Don Guillermo escuchaba temblando.

Un sudor frío bañaba su frente y su mirada inquieta ora se fijaba en el rostro de Isabel, ora recorría temerosa todos los ángulos de la habitación, cual si tuviese miedo de que brotase de la oscuridad algún fantasma.

El ruido que produjo el reloj al dar las dos de la mañana, erizó los cabellos en su frente; pero serenándose al momento se levantó, y llenando una cucharada con el líquido de una botella que sobre la mesa había, se aproximó a su hija y con la mayor precaución vertió la medicina entre sus abrasados labios.

Don Guillermo tornó a sentarse; Isabel cesó de delirar y el silencio sólo interrumpido por su agitada respiración volvió a reinar. Entonces una mano misteriosa descorrió el velo del pasado y ante la memoria de Latorre apareció el cuadro que en vano había pretendido borrar. Al fijar en él los ojos del alma, sintió un atroz torcedor: el remor- dimiento; un temor inexplicable: la expiación.

Se vio joven, aturdido, deseoso de libertad; pero sujeto a pesar suyo por un padre recto, intachable, enérgico, que lo tenía bien recomendado a los profesores de la universidad donde estudiaba Derecho.

Llegó un cumpleaños del rector, aquel día no hubo clase; el salón universitario estaba adornado con banderitas de todas las repúblicas sudamericanas, entrelazadas con coronas de laurel; una banda de música aguardaba en el patio. Los alumnos de más edad sabían de memoria sus discursos, los menores tenían preparados cajones de cohetes. Cuando el rector acompañado de los catedráticos se presentó, fue saludado con el Himno Nacional, cuyas armonías se confundieron entre los hurras y cohetes que estallaron a la vez. Luego vinieron los discursos en prosa y verso, las felicitaciones y abrazos; el buen anciano conmovido derramaba lágrimas de contento; aquella juventud que tantos desvelos le costaba, se mostraba agradecida y con sus sencillas y entusiastas manifestaciones, hacía gala de respeto y cariño.

Terminado el modesto banquete con que el ilustre profesor agasajó a sus jóvenes amigos, estos salieron a la calle, dispersándose en todas di- recciones en pequeños grupos, cual alegres bandadas de pájaros. Era un día de fiesta, preciso era divertirse, dar un paseo por las vecinas chacras, asaltar alguna huerta, burlando la vigilancia de los labradores y traer los bolsillos y los pañuelos repletos de fruta y de choclos.

Porque los estudiantes de aquel tiempo eran alegres, traviesos, arrojados y los días de asueto, divididos en partidas de tres o cuatro, recorrían la campiña buscando empresas sencillas aunque riesgosas, de las que no era la menor escalar las tapias de una huerta, caminar sobre el desvencijado

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Jorge, El Hijo del Pueblo

techo de una ramada, descender por las movedizas piedras de alguna tapia y columpiar en las delgadas ramas de algún árbol, todo esto en pleno día, desafiando la furia de enormes perros guardianes y las escopetas cargadas de perdigones de los labradores y sin otro objeto que sustraer algunos duraznos, manzanas o ciruelas, casi siempre verdes, que luego miraban con desdén.

Guillermo y dos colegiales más encaminaron sus pasos a Yanahuara; pronto sus ojos distinguieron las frondosas ramas de algunos duraznos cargados de fruto, salientes por encima de las tapias de una pequeña huerta. Guillermo, que era el mayor de los tres, se comprometió a subir primero, para inspeccionar el terreno. Después de vencer algunos obstáculos, logró verse sobre la pared, pero cubierto por la copa del árbol que tenía delante. No sin temor entreabrió las ramas y miró; allí no habían perros ni hortelano; pero sí una linda jovencita sentada en el extremo opuesto, bajo una parra y tan entretenida en su costura, que de nada se apercibió.

Guillermo se quedó contemplándola. La joven podría contar dieciséis primaveras: tenía rojos los labios como la purpurina coral del texado6, rubios los cabellos y largas y rizadas las pestañas; vestía el sencillo traje de las hijas del pueblo. Guillermo permanecía inmóvil.

Uno de sus compañeros, impaciente, tomó una piedrecita y la arrojó sobre el árbol para hacer caer un racimo de duraznos; la piedra cayó en la huerta, produciendo un ruido que hizo volver la cabeza a la joven, cuyos grandes y pardos ojos se encontraron con los de Guillermo. La joven se levantó como para retirarse, pero el colegial la detuvo, diciendo:

—No te vayas, linda niña, no soy yo quien ha arrojado la piedra. —Pero, ¿qué quiere Ud.? —preguntó la joven ruborizada. —Nada más que una manzana para mi madre que está enferma y necesita un

remedio hecho con su zumo. —¿Por qué no ha venido Ud. a pedirla por la puerta? —Temí que no me la quisieran dar. —Nosotras siempre damos lo que se nos pide. Los otros colegiales oían lo que decía Guillermo, sin apercibir las respuestas y

guardaban silencio. Guillermo volvió a decir: —¿Cómo te llamas? —Carmen. —Nombre hermosísimo; pues bien , Carmencita, ¿me darás lo que

6 Texado. Flor simbólica de Arequipa. Francisco Mostajo registra también este nombre:

“Texado. Flor campestre de Arequipa, humilde como una aldeanita, roja como un corazoncillo,

gualda a veces como gota de oro”. Pedro Luis González Pastor señala que esta es la forma culta

del nom- bre de la flor, siendo la más corriente la de Texao.

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segunda Parte / 50 capítulos

te he pedido?

—¡Cómo no, señor! basta que sea para un enfermo. Y Carmen cogiendo una caña hizo caer dos manzanas, se aproximó al sitio

donde estaba el colegial y estirando cuanto le fue posible el brazo, trató de alcanzárselas.

Guillermo se inclinó cuanto pudo sobre la pared y al recibirlas cogió la mano de la joven que inútilmente trató de retirarla, pues estaba fuertemente asida. Un vivo carmín tiñó sus mejillas y con trémula voz, dijo:

—¡Suélteme Ud., por Dios! —No —dijo Guillermo bajando la voz para que sus compañeros no lo

oyesen—, te retengo para que oigas lo que voy a decirte. Carmen no sabía qué hacer.

—Eres la criatura más hermosa que han contemplado mis ojos —conti- nuó Guillermo—. No he creído en la bajada de los ángeles a la tierra, hasta el momento en que te he visto, allí, sentada bajo ese verde emparrado; pero tampoco mi corazón ha latido nunca como en este instante feliz; te amo, pues, con toda la vehemencia de la primera impresión y desde hoy no tendré otra dicha que el verte; júrame venir todas las tardes a este sitio.

—¡Por Dios, señor! —repitió la joven temblando— ¡déjeme Ud.! —Júrame antes que vendrás. —No. ¡Qué diría mi padre! —Nada sabrá. —¡Suélteme Ud.! —No, hasta que me prometas venir. De improviso el colegial soltó la mano de Carmen y se enderezó sobre la

pared. Una voz gruesa decía desde el otro extremo: —¿Dónde estás, Carmen? ¿Qué haces allí? La joven tembló; era su padre. Guillermo tenía las manzanas en la mano y se apresuró a decir: —Buenas tardes, señor. —¿Buenas tardes, qué se ofrece? —preguntó el viejo con mal humorada

entonación. —Vino a pedir unas manzanas para su madre enferma —dijo la joven con voz

insegura. —La puerta de calle está abierta —repuso don Raimundo en el mismo

tono— no hay necesidad de escalar las paredes como ladrones. —¡Yo no soy ladrón! —dijo Guillermo con dignidad.

—Sí, ya veo que es Ud. un colegial y por lo mismo le mando que se retire, advirtiéndole que si vuelve a subir, puede pesarle.

—¡Ud. me amenaza!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Le hago una advertencia que creo no estará demás. Guillermo vio que no le quedaba otro camino que el del descenso a la calle

y así lo hizo. Don Raimundo se llevó a Carmen hablando pestes contra los colegiales

que destrozaban las paredes y se llevaban la fruta verde; pero no sospechó lo más grave.

Carmen estaba fuertemente impresionada; Guillermo no durmió aquella noche.

Desde aquel día el colegial se convirtió en la sombra de Carmen, a todas partes la seguía, no perdía ocasión de verter en sus oídos frases de seducción. Carmen llegó a amarle con todo su corazón; pero su virtud era más fuerte que su pasión. La religión de su familia que desde pequeña había profesado con absoluta sumisión, le formaban un fuerte escudo de protección.

El estudiante llegó a convencerse que nada podría contra la virtud de aquella niña, al parecer tan débil y, esto aumentó su desesperación. En medio de sus cavilaciones, sólo encontró un camino expedito y se resolvió a hablar a Carmen de un matrimonio secreto, dada la oposición que era natural esperar de su familia.

Carmen, una vez salvados los temores de su conciencia, estaba resuelta a arrostrarlo todo por Guillermo y así, no vaciló en aceptar cuantas condiciones quiso imponerle este en cambio de su enlace, siendo el principal, un jura- mento de absoluto secreto, aun para su padre, cuya casa debería abandonar furtivamente.

El cura párroco de Yanahuara, era a la sazón un sacerdote ejemplar; pero sumamente escrupuloso y de poca experiencia en cuanto a los escollos que tiene la sociedad y las variantes del corazón humano.

Creyó aquel un caso de conciencia puramente y a fin de evitar algo grave, se convino en efectuar el matrimonio secreto que solicitaba Guillermo y una noche después del rezo parroquial, bendijo con todas las formalidades del rito sagrado, la legítima unión de Carmen Flores con Guillermo de Latorre.

Carmen desapareció sin que nadie sospechase por dónde; el dolor de su padre no es posible explicar; las pesquisas de su familia fueron inútiles. Las sospechas, la maledicencia, se encargaron de propalar que había huido en compañía de un amante y no faltó quien dijese haberla visto en viaje a la sierra por el camino a Puno, con un guapo mozo.

Entretanto, ella permanecía oculta en Arequipa, en un pequeño departa- mento arrendado misteriosamente por Guillermo con este objeto. El pesar del abandono de su familia, fue atenuado al principio por las apa- sionadas demostraciones de Guillermo; pero poco a poco fue enfriándose este hasta la indiferencia; entonces las lágrimas de la infeliz esposa, solo sirvieron

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para aumentar el fastidio de aquél, que reconociendo tarde el error que había cometido, vivía taciturno y malhumorado.

La idea de que su vida entera iba a transcurrir de aquel modo, de que los lazos que le unían a Carmen eran indisolubles y eternos, llevó la desesperación a su alma y a toda costa quiso huir de aquella cuya vista le era insoportable.

Habló a su padre de un viaje a Europa, necesario para mejorar su salud bastante quebrantada. Este, que era inmensamente rico y no deseaba otra cosa que complacer a su primogénito, hizo empeños para que Guillermo fuese agregado a una legación peruana en Francia, conseguido lo cual, se fijó la partida para tres días después, debiendo embarcarse en el primer buque del sur que tocara en Islay.

La maleta de viaje del joven fue arreglada con la esplendidez propia de la fortuna de su dueño y de la posición que iba a ocupar en países europeos. Entre los objetos depositados en ella figuraba una soberbia cadena de reloj, mandada confeccionar en París para Guillermo, cuando apenas contaba un año de edad y era una obra de joyería de gran mérito artístico.

Toda ella figuraba una cinta de oro ondulada; cada una de las ondulacio- nes constituía un eslabón unido a los contiguos por un resorte que les daba soltura y que podía abrirse, separando unos de otros; sobre cada eslabón había una letra de chispas de brillante, de modo que extendida la cadena, se leía en grandes y luminosos caracteres:

AÑO DE 18... GUILLERMO DE LATORRE — AREQUIPA.

Guillermo era vanidoso. Por tercera o cuarta vez se encontraba probándose aquella prenda, cuando le avisaron que una mujer del pueblo lo buscaba. El joven tembló.

Hacía más de un mes que no había visto a la desventurada esposa que se proponía abandonar, y era indudable que venía a reclamar sus derechos, quién sabe si a revelarlo todo delante de su familia.

Temiendo más que todo lo último, la hizo entrar a su cuarto pretextando que era una lavandera que venía a cobrarle el lavado de unos pañuelos. No se había engañado.

Muy pronto tuvo ante sí a Carmen, que sabiendo su próximo viaje y enjugando sus lágrimas, con entereza de madre, venía a pedir subsistencia, abrigo, protección paternal para el pequeño ser que aún no había visto la claridad del día.

Guillermo se resistió a acceder bajo frívolos pretextos; Carmen recurrió a la súplica, a la conciencia y por último a la amenaza. El joven vencido por el miedo quiso contentarla con una pequeña cantidad de dinero que tenía sobre la mesa y que Carmen rechazó con dignidad, Guillermo trató de aplacarla jurándole que a su vuelta de Europa donde apenas estaría un año, tomaría a su

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Jorge, El Hijo del Pueblo

cargo a su hijo y le dispensaría toda la protección que debía a su primogénito; Carmen creía en la santidad del juramento, jamás sospechó que nadie pudiera profanarlo, y candorosamente creyó a Guillermo; pero le pidió una señal, una prueba inequívoca, con que ella o cualquier otra persona, si moría, pudiera presentarse a reclamar para su hijo lo que ofrecía. Guillermo se negó; entonces Carmen sacó de su faltriquera un papel que contenía la copia certificada por el mismo cura que les dio bendiciones, de su partida de matrimonio y se dirigió a la puerta, diciendo que iba a ponerla en manos de su suegro.

Guillermo aterrado la detuvo, y cogiendo la cadena que tenía sobre la mesa, desprendió unos cuantos eslabones y se los dio a Carmen. —Está bien —dijo la joven tomándolos— pero no basta. —¿Quieres desesperarme?

—Esto —agregó Carmen, como si alguien la inspirase— sólo podría ha- cerme pasar por ladrona—, necesito un documento en que conste que Ud. me lo da como una señal, para que reconozca, más tarde, por su hijo legítimo a la criatura para la cual le pidan protección de padre.

Guillermo tomó la pluma, escribió y firmó. Carmen sabía leer; dos veces leyó el manuscrito. —Está bien dijo. Envolvió los eslabones en el mismo papel, y salió sin mirar a su esposo.

Al día siguiente, partió este. Cuatro años permaneció en Europa; de re- greso estuvo dos en la república Argentina; después, pasó a Lima, en donde permaneció algunos meses; en seguida su padre lo llamó a Arequipa. Vino temeroso de la persecución de Carmen; pero, para dicha suya, no la vio apa- recer, y él tomó mil precauciones para que si aún vivía no llegase a su noticia su regreso.

Ya no era un simple colegial; era un hombre de mundo que había desem- peñado altos cargos y que se daba suma importancia.

Su padre y toda la familia, se interesaron en que contrajese matrimonio con la señorita Isabel Cádiz Rodrigo, que a sus muchas prendas y belleza, unía la cualidad de ser única heredera de cien mil pesos fuertes. Guillermo la vio y la amó, y como fuese correspondido, en menos de tres meses se celebró la boda, sin dificultad, como a veces temía, pues el buen sacerdote que bendijo su primera unión había muerto, y Carmen de quien ignoraba el fin, estaba en Tambo con la familia Velarde, muy ajena de aquellas segundas nupcias de su marido.

Como entonces los periódicos no anunciaban los matrimonios, sólo un pequeño círculo de alta esfera se ocupó de los novios, que una semana después partieron a Lima. Al año siguiente regresaron, y tuvo lugar el nacimiento de Isabel; entonces supo Carmen toda la magnitud del delito cometido por

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Guillermo, se vio impotente para acreditar los legítimos derechos de su hijo, advirtió que solo intentarlo era motivo para que ella y su hijo fuesen aplastados bajo el pie de los nobles y ricos, no pudo resistir golpe tan terrible, y sucumbió perdonando en lo íntimo de su corazón a su verdugo, y trasmitiendo su secreto y su juramento al pobre anciano autor de sus días.

Mientras tanto Latorre aparecía tan feliz como un hombre honrado y rico puede serlo; pero en medio de sus más grandes placeres, en la fuerza de sus aspiraciones, el recuerdo de Carmen venía a turbar su conciencia, llenándole de terrores y sobresaltos.

¿Qué era de aquellos seres que tan desgraciados había hecho? Lejos de dar el más pequeño paso para saberlo y remediar de alguna manera

su falta, trataba de alejarlos de su imaginación, aunque en vano. La muerte de su padre, cuyas últimas palabras fueron para recordarle sus deberes de cristiano, para con Dios, la Patria y la familia, estuvo a punto de conducirle a la desesperación. En la temprana desaparición de su esposa, cre- yó ver un castigo del cielo. Siempre que estrechaba a Isabel entre sus brazos con transportes de ternura, recordaba, a pesar suyo, que podía existir otro pequeño ser que reclamase iguales caricias, y a quien tal vez faltase hasta un retazo de pan.

Para disipar tan fastidiosa idea trató de aturdirse con el ruido de la sociedad, la aglomeración de negocios y el continuo movimiento de los viajes; se lanzó a la política y logró adormecerse con sueños de ambición y vanidad.

Pero después de muchos años halla la truncada cadena, y por un capricho inexplicable, su hija Isabel se empeña en guardarla esperando encontrar el resto. Como si aquello hubiera sido un presagio de desventura, desde ese día todo se vuelve contra él. Sus ilusiones de político principian a desvanecerse, la decepción le hiere, sobre su nombre principian a levantarse brumas, muy tenues aún; pero que no dejan de empañar su reputación. Se dice... no sabe qué; pero bajo, muy bajo, algo se dice.

Su corazón de padre se halla lacerado. Isabel después de una dura prueba se encuentra a las puertas de la muerte. ¿Quién la ha conducido a este extre- mo? Ella ha hablado de enemigos encubiertos; ella ha puesto en sus manos un paquete de papeles que aún permanecen atados con su listón, en el fondo de su carpeta.

Más aún, en medio del trastorno de su espíritu, ha visto Latorre en su propia casa personas de la familia de su víctima. Como un fantasma que se levanta entre las ruinas del pasado, ha aparecido Jacinta; ella ignora sin duda la participación que tiene en la desdicha de los suyos; pero él ha retrocedido ante ella sin poderse dominar.

El remordimiento ha vuelto a clavar su mordedura envenenada en el

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Jorge, El Hijo del Pueblo

corazón del esposo de Carmen.

Este hombre tan soberbio y despreocupado tiene miedo. De día tiembla, si una persona desconocida se le aproxima, si una voz

extraña lo nombra. De noche se espanta por el más leve rumor, por el más pequeño incidente;

se diría que teme ver en los vivos la justicia de los hombres, en los muertos la justicia de Dios, y que cree que de las sombras de su aposento van a brotar espectros que le pidan cuenta de su nombre, de su honor, de su llanto, de su hambre, de su muerte.

En aquellos quince días, muchas veces al volver tarde por la noche ha creído sentir pasos que le seguían, ha escuchado un gemido, un ¡ay! la pa- labra ¡sacrílego!, su propio nombre pronunciados a sus oídos; la sangre se ha enfriado en sus venas, el pelo se ha erizado en su frente, el pánico se ha apoderado de su ser; sin embargo, el silencio nocturno no ha sido alterado por ningún sonido.

Si después de largo desvelo se ha rendido al sueño, la pesadilla se ha apo- derado de su cerebro.

Al despertar ha encontrado que su hija adorada continúa empeorando, y ha conocido que si se va, en pos de ella atravesará la tumba; pero... siempre tiene miedo.

Instalado junto al lecho de Isabel contempla aquella lucha de la juventud con la muerte, y de los labios delirantes de aquel ser cuyo espíritu entrevé tal vez los misterios de la eternidad, oye combinados, entrelazados, dos nombres; el de Jorge, y el de la rota cadena.

¡Jorge!... Este es el nombre de un individuo de la familia de Jacinta. ¿Cómo su hija ha

venido a tomar relaciones de amistad con ella? Don Guillermo cree en la Providencia, sabe que la justicia de Dios pende

sobre su cabeza, y se estremece. ¿Será Isabel el instrumento del castigo de sus delitos? Todo lo funesto le parece probable. Las malas acciones son el eterno dogal del hombre, cuando su corazón no se

ha familiarizado con el crimen.

Dejemos a Isabel que arrancada de los brazos de la muerte, vuelve como de un prolongado sueño, y lentamente principia a recuperar la vida y la salud. Dejemos al señor de Latorre que cual si despertara de cruel pesadilla se tran- quiliza y respira con cierta libertad, aunque algunas canas más, unas cuantas arrugas nuevas, el cansancio de su espíritu y la postración de sus fuerzas físicas indiquen que ha sufrido positivamente. Dejemos a Iriarte continuando su

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S

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papel de novio, mientras tranquilizado respecto a las consecuencias de su frustrado plan, proyecta nuevas maquinaciones para el porvenir, y veamos como se halla la familia del doctor Vélez.

Capítulo 8

Una familia víctima de la revolución

ofía y Elvira salieron de casa del doctor Peña abrigando alguna esperanza en su influencia cerca del Jefe Supremo, para obtener la libertad de su padre.

Desde la noche en que al resplandor del incendio vieron conducir a éste prisionero, habían pasado larga serie de días y noches crueles. Como eran tan jóvenes y no tenían madre, su tía Constanza vino a hacerles compañía.

Esta señora había enviudado sin tener hijos y era muy rígida y poco to- lerante.

Amaba a sus sobrinas, es cierto; pero no podía convenir con la moderna educación de las niñas, echando de menos el régimen del coloniaje, que no permitía la enseñanza de la escritura a las jóvenes, por temor de que escri- biesen a sus admiradores.

Doña Constanza no había conocido a su esposo hasta ocho días antes de la boda, pues el asunto corrió a cargo de sus padres. Por felicidad aquél no le pareció antipático y vivió con él, si no feliz, a lo menos en paz, hasta que Dios se lo llevó.

Creía que así debían establecerse sus sobrinas y trinaba contra el doctor Vélez porque no se le ocurría el mismo procedimiento. Constituida ahora, por la fuerza de las circunstancias, al lado de sus sobri- nas, no hay para qué decir que tanto sufrían estas como aquella. Como sabemos, entre Carlos y Sofía mediaba un formal compromiso y Juan pretendía a Elvira, aunque esta no se decidía a comprometerse formalmente; todo con pleno conocimiento y aprobación del doctor Vélez. Doña Constanza que ignoraba todo esto, pues no se consideró prudente comunicárselo, odiaba a los dos jóvenes, sin más motivo que la frecuencia de sus visitas.

A fuerza de empeños se había logrado la comunicación del doctor Vélez con uno que otro de sus amigos; entre ellos estaba Carlos, que naturalmente era el mensajero del doctor para con sus hijas y viceversa.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Siempre que el prefecto Berenguel ponía guardias a la casa, siempre que las mortificaba con sus notificaciones, el único que salvaba las dificultades y conjuraba los peligros era Carlos.

Por estos motivos iba a la casa todos los días y aun dos veces al día, según lo requería la situación.

Era todo el recurso de las pobres niñas. Juan y Luciano habían ofrecido también sus servicios e iban, aunque no

con tanta frecuencia. Doña Constanza quería que se cerrase la puerta a las visitas. Esto era imposible. De aquí el choque frecuente, las continuas lágrimas y el malestar. Carlos

llegó a advertir lo que pasaba y trató de evitar en lo posible el ir a la casa, pretextando muchas ocupaciones.

Luciano por el contrario, trató de aprovechar el terreno que Carlos per- día.

En poco tiempo había estudiado el carácter de doña Constanza y empeñado como estaba en derrocar a Carlos, formó su plan y principió a ejecutarlo. Desde entonces, siempre que iba se limitaba a saludar a las muchachas y tomando asiento cerca de doña Constanza entablaba la conversación más a propósito para interesarla. Como por acaso, hacía su propio panegírico, poniendo de relieve sus virtudes; se mostraba muy respetuoso con la religión y aun medio devoto; raciocinaba con el mayor juicio sobre el negro porvenir que aguardaba a las muchachas, el mal sistema de educación, el descuido de los padres, la perversión de la juventud del día, la moralidad de otros tiempos, etc., añadiendo que él se había educado así, pues su padre era muy rígido y añadía algunos episodios de familia en que brillaba su extremada sumisión. De este modo, insensiblemente se atrajo la estimación de doña Constanza. Sus visitas llegaron a ser más frecuentes que las de Carlos y no omitía medio para agradar a todas.

Algunas veces Carlos le encontraba y no podía disimular el mal efecto que le causaba; pero Sofía le aseguraba que ya no era impertinente como antes, que, por el contrario, rara vez le dirigía la palabra.

—Entonces, ¿por qué interés viene tanto? —preguntaba. —¡Quien sabe! Tal vez por Elvira; como aún no está comprometida...

—Puede ser —murmuraba Carlos con el acento de la incredulidad. Cuando tenían lugar estos pequeños diálogos a media voz, que pasaban con la velocidad del relámpago, Luciano que todo lo observaba, decía a doña Constanza:

—Note Ud. que Carlos no pierde el tiempo; es mi amigo, pero no puedo negar que es un veleta.

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Doña Constanza se enfurecía y cuando quedaban solas reñía a Sofía. —Qué te habla tanto ese Carlos en secreto? —Si no habla, tía —¿Piensas que estoy durmiendo? —Es que algunas veces mi papá le encarga... —¡Tu papá!... Él tiene la culpa de todo, por haber educado a ustedes a la

moda y consentir visitas como la de ese muchacho. —Pero, ¿qué hace Carlos, por Dios? —¿Qué hace? Y tú, ¿por qué le defiendes tanto? —Por que es un buen amigo de quien estamos mereciendo innumerables

servicios. —¡Servicios! ¡No sabré yo dónde van a parar sus servicios! No veo la hora de

que suelten a tu padre, para tener tranquilidad. —Pero, tía, si nosotras no damos a Ud. ningún motivo... —Qué, ¿no es bastante estar pendiente de la visita de ese mozo? —¿Y cómo Luciano no la fastidia? —Porque Luciano es un joven muy moderado y apreciable. —Es amigo de Carlos. —¡Si supieras lo que dice de su amigo!... Y tiene mucha razón —concluía

doña Constanza, acentuando enérgicamente la frase. Cuestiones de este género eran casi diarias.

Entretanto, el doctor Vélez sufría todos los rigores de una prisión de esa índole.

Como es corriente en estos casos, no mediaba juicio ni formalidad algu- na. La prisión no era una simple detención con el objeto de esclarecer los hechos y que no quede burlada la acción de la justicia; era un castigo, era una venganza.

En vano la familia solicitaba las mejores influencias. Todos ofrecían hacer cuanto estuviera en sus manos, no obstante la gravedad del caso; pero ninguno daba un solo paso en este sentido, ninguno se atrevía a arrostrar el ceño del Jefe Supremo, que se mostraba fríamente implacable con Vélez.

Don Guillermo de Latorre era un poderoso influjo en concepto de la familia Vélez; pero mediaba entre esta y la de aquel un profundo resentimiento. No obstante la divergencia de opiniones políticas, Sofía y Elvira, por puro cariño a Isabel, a quien veían abatida y enferma, se la habían llevado a Carmen Alto, donde le prodigaron toda clase de atenciones; sin embargo, la noche del incendio, lejos de reunírseles y consolarlas en su infortunio, se había ocultado en el cuarto de unas vecinas con quienes se hizo llevar donde su padre en cuanto amaneció (lo sabían por la misma criada de la casa, que en conversación lo había dicho a la cocinera). Tan extraña conducta tenía

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V

Jorge, El Hijo del Pueblo

explicación en el temor de comprometer a su padre con su presencia en la casa, donde se había fraguado tamaña conspiración.

Después, ni don Guillermo ni su hija habían enviado siquiera un recado de condolencia al siguiente día, como era muy natural. Era cierto que habían oído decir que después Isabel había estado enferma; pero ya se encontraba bien y no se acordaba ni de preguntar por ellas.

Ya se ve. ¡Como la familia Latorre era de tanto rango! ¡Como estaba en el apogeo de la fortuna y se decía que Isabel se casaba con el hijo del general Iriarte!, natural era que no se preocupase mucho de las víctimas de la des- gracia.

Tales eran los comentarios que con las lágrimas en los ojos hacía la familia Vélez.

Como doña Constanza se permitiera algunos desahogos de este género delante de Luciano, este manifestó que tenía íntima amistad con Iriarte, edecán de confianza del Jefe Supremo, y aseguró que podía conseguirse algo mediante su influencia.

Sin embargo, las jóvenes fueron al siguiente día a solicitar la mediación del doctor Peña. El resultado ya lo sabemos por Hortensia. Cuando entraron en su casa, encontraron en ella a Luciano y a un apuesto militar.

—Tengo el honor de presentar a ustedes, señoritas —dijo aquel levantán- dose ceremoniosamente— a mi más querido amigo Alfredo Iriarte, edecán de Su Excelencia.

Capítulo 9

La alianza

eamos el origen de esta inesperada presentación. Iriarte se hallaba en su cuarto aburriéndose de no hacer nada. Bastante había cavilado ya en Isabel, a quien veía muy poco, pues

su lenta convalecencia la retenía casi siempre en su dormitorio. Demasiado había fatigado su imaginación queriendo adivinar los resultados de sus in- trigas y de su frustrado plan de venganza, concluyendo por tranquilizarse al respecto. Hartos proyectos tenía combinados en la mente para salvar todas las dificultades que pudiesen surgir, y llevar adelante nuevos planes de venganza contra la familia de Latorre.

La fuerza de las circunstancias le tenía en una especie de statu quo que le hacía bostezar con frecuencia.

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Estaba concluyendo de fumar un rico habano, cuando sintió que alguien entraba y le ponía familiarmente una mano sobre el hombro; se volvió con presteza y al encontrarse con Luciano, no pudo reprimir un movimiento de contrariedad.

Temía que viniese con nuevas exigencias. Luciano sonrió de una manera tranquilizadora. —¿Tú por aquí? —dijo Iriarte. —No creo que mi presencia te mortifique. —No; pero me extraña. —Vamos, sin muchos preámbulos te diré, para sacarte de dudas, que

vengo a hacer un empeño. ¡Pero, qué diablo! Todavía no me has dicho que me siente.

Y Luciano se dejó caer en el diván más próximo. Iriarte le miraba con desconfianza. Sin embargo, dijo: —Veamos. —Como ya tuve el honor de decirte en otra ocasión, me quitan el sueño los

ojos de una linda muchacha. —Ya, de la hija de Vélez. —Tienes buena memoria. Como sabes, su padre está preso... —Y quieres que me interese... —Del modo más eficaz, con el prefecto, con el secretario, con el amanuense

y con el Jefe Supremo, para que de ninguna manera lo vayan a soltar. —No se necesita tanto, que bien asegurado está. Pero, es original tu empeño.

—Como entre nosotros no puede haber secretos de esta clase, francamente me voy a explicar.

—Ya, te escucho. —Me parece que ya te he dicho que Sofía tiene ciertos amores con un

condiscípulo mío en latinidad, que es una especie de santurrón vestido a la parisiense.

—Sí. —Y que me proponía desbancarle del corazón de Sofía. —También. —Pues chico, el maldito tiene un arma con que muy bien podía perdernos,

a ti y a mí. —¿Qué dices? —Fastidiado con mis pretensiones se ha permitido hacerme una revelación,

por demás peligrosa. —No te comprendo. —Ya verás. Cuando estuvimos en Lima, vivíamos en Chorrillos en un

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Jorge, El Hijo del Pueblo

cuarto, y había pillado la carta aquella que me escribiste comprometiéndome para que te ayudase a llevar a cabo la broma de tu supuesto matrimonio. —¡Diablo! ¿Y la conserva? —dijo Iriarte poniéndose de pie. —Se presume al menos; porque preguntándole esto mismo me repuso que lo ignoraba, que en los viajes se extraviaban muchos papeles. —¡Ah! —exclamó Iriarte respirando—. Es seguro que no la tiene, lo único que ha querido es hacerte el miedo con ella, para que desistas de fastidiarle; si no, muy distinto habría sido su tono al hablarte del asunto. —¡Tienes razón! —dijo Luciano dándose una palmada en la frente— ¿Le vieras? Parece que tratara de evitar toda cuestión conmigo, no obstante el marcado disgusto que le causa encontrarme junto a Sofía. —Ya lo ves.

—Por lo mismo que se ha permitido hacerme esa especie de notificación, me creo obligado a desbancarle del corazón de Sofía, es cuestión de honra. —Tu amor propio está empeñado.

—La chica le tiene deferencia, es cierto, y sobre todo Vélez. —Eso es una desventaja. —Pero la vieja tía le tiene odio mortal. —¿Y a ti? —Me hace buena cara. —¡Magnífico! Eso es adelantar —repuso Iriarte que poco a poco se había

ido interesado en el asunto. —Como ya comprendes, no me conviene que Vélez reemplace tan pronto a

doña Constanza. —De ninguna manera; hay que doblarle la guardia. —Por el contrario, es preciso suavizar en lo posible su prisión; necesito

atraerme el agradecimiento de sus hijas. —Explícame tu plan. —Oye. Las chicas, la tía, Carlos y el galán de Elvira beben los vientos

haciendo empeños con Sancho, Pedro y Martín, para que Vélez salga bajo fianza, y como es natural todos prometen y nadie cumple; la única influencia que creen eficaz es la de tu futuro suegro; pero las niñas están resentidas con él y con su familia y han renunciado a solicitar sus servicios. Como estoy en el caso de aprovechar las ocasiones, dije que eras mi amigo íntimo, que Vivanco privaba contigo, y que podría conseguir mucho, etc.; aceptada con agradeci- mientos mi oferta he venido a verte, seguro que secundarás mis propósitos, una vez que se trata de humillar a ese muchacho que, sorprendiendo nuestro secreto, se permite hacernos amenazas indirectas.

—Has hecho bien en venir; yo haré que todo salga conforme a tus inte- reses.

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—Ya lo sabes doble cerrojo, si es posible, a la prisión de Vélez, y permiso para introducirle buena cama, buena comida, cigarros, etc.; esto me dará importancia y me conquistará la gratitud de Sofía y del mismo Vélez.

—Descuida, hoy mismo hablaré al Jefe Supremo en el sentido de que lo cortés no quita lo valiente, y con fundamento espero obtener todas esas conce- siones; en cuanto a la libertad bajo fianza, no hay temor de que la obtengan, sin embargo, evitaré en lo posible que los que vayan con empeños hablen con el Jefe Supremo.

—En ti confío. —Ahora quiero una cosa de ti. —Habla. —Preséntame en casa de las Vélez. Luciano miró a Iriarte con recelo. Este soltó una carcajada. —No creas que pretendo hacerte mal tercio, hijo. —No tal; pero... —Dime, ¿la 7 Elvira es bonita? —Y muy buena moza. —¡Magnífico! —Tiene galán. —Mejor; será más entretenida la partida. Es preciso buscarse distracciones,

de lo contrario los días se hacen insoportables. —Dices bien; cuando gustes podemos ir. —Mañana. Esta noche hablaré al Jefe Supremo; y si accede podemos

presentarnos como los mensajeros de la buena nueva, lo cual es de incalcu- lables ventajas.

—No hay tiempo que perder. —Mañana, a esta misma hora debemos ir donde las Vélez —dijo Iriarte

sacando el reloj y añadiendo—: son las dos y media de la tarde.

7 Pedro Luis Gonzáles Pastor hace mención del modo como la novelista antepone el

artículo deter- minante en esta frase “¿Dime la Elvira es bonita?”. Pero esta frase no la pronuncia una

persona del pueblo sino más bien un personaje distinguido, como lo es el Mayor Iriarte,

Edecán de Su Excelencia. “La Elvira”, en este caso, expresa el desprecio del dandi limeño por la chica

provin- ciana.

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A

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 10

Iriarte y Luciano preparan el terreno

l día siguiente, a la misma hora, salían en dirección a la casa del doctor Vélez, Iriarte y Luciano. —La cara que pondrá Carlos al saber el positivo servicio que he hecho

a la familia de su prometida —decía éste gozoso. —La que ponga Isabel al saber que visito a sus amigas —agregó aquél. —¿Es celosa? —No te lo puedo asegurar; pero ha dado en presentarse tan fría y displi -

cente conmigo, que mortifica mi amor propio; vamos a ver si ahora entra en un poco de calor.

Así charlando llegaron a la casa. Doña Constanza, asustada con el ruido de la espada, salió a ver qué nuevos

atropellos venían a cometer de orden del prefecto Berenguel. Grande fue su sorpresa al saber por Luciano el nombre de aquel militar y el nobilísimo objeto de su visita.

Doña Constanza se deshizo en cumplidos y agradecimientos y añadió que sus sobrinas no estaban en casa y que no tardarían en venir. Un cuarto de hora después entraban éstas, recibiendo impresión de susto al ver desde la mampara un kepí sobre la mesa.

La sonrisa de Luciano las tranquilizó y antes de recibir explicaciones, adivinaron quién era aquel elegante militar.

Pasada la presentación de estilo, Luciano dijo: —Me he permitido, señoritas, presentar en casa de ustedes a mi amigo

Iriarte, aun sin obtener su permiso ni anunciarles, de lo cual pido perdón, porque vivamente interesado por el señor doctor Vélez, cuyos sufrimientos minuciosamente le he referido, ha interpuesto de tal manera su mediación ante Su Excelencia, que ha obtenido la orden de supresión de toda hostilidad.

—¡Oh! ¡Gracias, señor Iriarte, gracias! —prorrumpieron las dos mucha- chas, en un transporte de entusiasta reconocimiento.

—De nada, señoritas; aquello era un deber hasta de humanidad; si antes lo hubiera sabido...

—Y gracias mil a Ud. Luciano —añadió Sofia, dirigiéndose al joven que supo disimular la grata impresión que le produjo esa frase. —Señorita, si los que se llaman amigos no lo manifiestan en estos casos, claro es que no merecen ese nombre. Pues, como iba diciendo, mi amigo Iriarte, que tiene un noble corazón, una vez obtenidas las concesiones que no sin alguna dificultad le otorgó el Jefe Supremo, a favor del señor doctor Vélez,

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segunda Parte / 50 capítulos

quiso tener el gusto de ser en persona el portador de tan buena nueva.

—Cometiendo tal vez una falta —dijo con fingida modestia Iriarte. —De ninguna manera señor Iriarte —se apresuró a decir doña Constan-

za. —Por el contrario, es un motivo más que obliga nuestro reconocimiento

—dijo Elvira. —¡Cuánto va a agradecerles mi papá! —dijo Sofía— no tiene Ud. idea,

señor Iriarte, cuánto se le ha hostilizado; no parece que se tratara de un preso político, sino de un insigne criminal.

—¡Qué! ¡A los criminales se les trata mucho mejor! —añadió doña Constanza.

—El prefecto tiene mucha parte en eso —añadió Elvira—. ¡Cuánto nos mortifica!

—Ofrezco a Ud. señorita, hacer cuanto pueda para que la prefectura deje de molestarlas. —dijo Iriarte.

—¡Ay! ¡Ojalá nos hiciera Ud. ese favor! —prorrumpieron a la vez las tres mujeres.

—¡Jesús! ¡Cómo el Señor se recogiera a Berenguel! —dijo doña Constanza, alzando los ojos al cielo, en el colmo de la desesperación. —Estamos abrumadas de tensiones —añadió Elvira—, cuando menos lo esperamos, nos hallamos rodeadas de guardias; registran la casa a cualquier hora del día o de la noche; ya no tenemos resistencia para tanto susto y aflicción.

—Y todo lo sufrimos con la mayor injusticia —añadió Sofía—; porque mi papá, lo puedo asegurar, jamás se ha metido en nada.

—Sin embargo —observó Iriarte, bajando la voz y sonriendo, como en amistosa confidencia— se han sacado armas de su casa. —Es lo que no nos podemos explicar —exclamaron a un tiempo doña Constanza y sus sobrinas.

—Yo creo —añadió la señora—, que tal vez en las revoluciones pasadas, quizá cuando Morán, dejaron los derrotados esos fusiles ocultos y que algún mal intencionado que lo supo, dio aviso.

—Eso es muy posible —dijo Luciano. —No sería extraño —agregó Iriarte con naturalidad. En este momento llamaron a la puerta. —Adelante —dijo Sofía. —Carlos entró. Al ver a las dos visitas apenas pudo disimular su contrariedad. Luciano sonrió imperceptiblemente, a tiempo que se ponía de pie, lo

mismo que Iriarte.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Después de la salutación de estilo, Sofía dijo: —Le presento Carlos al mayor Iriarte, que Luciano acaba de presentarnos

como un buen amigo. Ambos se dieron la mano, cambiando las frases de cortesía con marcada

frialdad. —El señor, acaba de prestarnos un importantísimo servicio —dijo con

entusiasmo Elvira. —¿Sí? —interrogó con obligado interés Carlos. —Las señoritas exageran... —Nada de eso —se apresuró a decir doña Constanza— Luciano y el señor

—indicando a Iriarte—, en pocas horas han conseguido del General lo que ninguno de nuestros otros amigos ha podido obtener y es que han tenido buena voluntad.

Carlos sintió la flecha que le disparaban. Sofía en pocas palabras le puso al corriente de lo acontecido. El joven dio las gracias en nombre propio por el servicio dispensado a la

digna familia con cuya amistad se honraba, felicitando a la vez a Iriarte y a Luciano por el buen éxito de sus laudables esfuerzos.

Minutos después, estos se levantaron para retirarse. Doña Constanza y las muchachas renovaron sus protestas de agradeci-

miento y repetidas veces ofrecieron la casa a Iriarte, quien de nuevo prometió sus servicios y se obligó a visitarlas con tanta frecuencia como sus múltiples ocupaciones se lo permitiesen.

—Iriarte es buen mozo a las derechas —dijo Elvira luego que salieron, añadiendo—: Y qué bien lleva el uniforme militar.

Sofía sonrió, Carlos se quedó pensativo; doña Constanza dijo: —Visitas así, como quiera se pueden tener, son honra y provecho. Una dulce sonrisa de Sofía, disipó la nube que oscurecía la frente de

Carlos. En cuanto a los amigos, luego que estuvieron en la calle, trataron de

separarse. —El terreno está preparado —dijo Iriarte, y añadió—: Me gustan muchí-

simo los dormidos ojos de Elvira. —Alianza ofensiva y defensiva —repuso Luciano.

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S

segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 11

La Sebastopol

an Lázaro, pintoresco suburbio de Arequipa, fue el centro de la población después de la conquista, antes que la ciudad moderna fuese fundada por orden de Pizarro en el sitio en que hoy está. Su capilla

fue el primer templo católico de estas comarcas. Sobre el ancho y profundo cauce de la torrentera que lo divide, se construyó un puente de piedra, de un solo arco, bastante sólido, por el cual se va la capilla, hoy viceparroquia del Sagrario.

En años pasados, San Lázaro, más que ahora, era un poético sitio, lleno de elevados sauces, regado por abundantes acequias de agua cristalina y pura, habitado por gente pobre, pero honrada y en extremo valiente. Cuando la campanita de San Lázaro tocaba a rebato, la autoridad política podía darse por perdida, pues la revolución era irresistible, apoyada por paisanos que con armas o a ellas, salían de San Lázaro como un enjambre que del suelo brotara.

En las serenas tardes de verano, los ancianos embozados en sus anchas capas españolas, dirigían lentamente sus pasos a San Lázaro tomaban asiento en grandes sofás de sillar que habían a la derecha de la entrada, colocados para contemplar desde ellos la caída del sol y de los cuales aún quedan vestigios.

Allí se formaba algo como una respetable asamblea, que traía a la memoria el Consejo de los Ancianos de Israel, sentados a las puertas de la ciudad. Encanecidos magistrados, austeros sacerdotes, viejos guerreros, unidos por una amistad que tal vez databa desde la niñez, o por un afecto nacido de la frecuencia de encontrarse allí, mientras asistían al sublime espectáculo de la puesta del Astro rey, hablaban con fraternal desembarazo de los acon- tecimientos del día, de los hechos del pasado y del problema del futuro. Allí podía aprenderse la historia de la Independencia y de la República referida por sus mismos actores; allí podían anotarse los días de angustia o de alegría, los cataclismos y vicisitudes de la ciudad mistiana, referidos por sus testigos; allí podía observarse el termómetro de la política actual y escucharse de labios de la experiencia la profecía del porvenir.

¡Cuántas veces aquellos ancianos encorvados ya sobre la tumba, lloraron

cual Jeremías, sobre las ruinas de la Patria! ¡Cuántas veces la augusta asamblea guardó silencio doloroso, al contemplar a la generación que le sucedía correr al abismo, arrastrando fatalmente a la generación que aún se mecía en la cuna!

Mas, aquellas lágrimas iban a perderse en los arroyos, aquellos gemidos los 293

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Jorge, El Hijo del Pueblo

arrastraba el viento, aquellos oráculos se confundían entre el murmullo de las parleras hojas y el canto de millares de dorados jilgueros.

Sin embargo, los jóvenes que pasaban se descubrían con respeto, saludando aquellas canas, dignidades y méritos próximos a hundirse en el polvo de la tumba.

Recordándolos, saludemos también nosotros su memoria. Hoy no concurren ya los ancianos a San Lázaro, hoy hasta sus rústicos

asientos han desaparecido. Yo he visto en el único sofá que aún quedaba, sentado algunas veces, un

viejo solitario, triste como el último crepúsculo de la vida, silencioso y medi- tabundo, como la estatua del tiempo en frente de la eternidad.

¿La decantada civilización del siglo ha escrito en su programa la ruptura de los vínculos más sagrados, el destierro de todo lo ideal, poético y dulce, el menosprecio por todo lo que el sello del tiempo ha hecho venerable?

Hilos eléctricos ¿Habéis reemplazado a las fibras del alma? Maquinarias de incesante movimiento, ¿habéis inutilizado las palpitaciones del corazón? Humo del carbón de piedra, ¿habéis monopolizado las concepciones de la inteligencia para que se eleven por encima de vuestros penachos? Velocidad vertiginosa de la época, ¿hasta con nuestros ancianos habéis acabado?...

Pero, he aquí a Jorge. Sigámosle. La tarde era bella. San Lázaro estaba encantador con sus hermosos sauces y

sus innumerables jilgueros. Nuestro joven pasó saludando con la cabeza a los asiduos contertulios

de los sofás de piedra y tomando por el arco del puente de la torrentera, lo atravesó, siguió por el costado de la capilla, se internó en los callejones y no tardó en descubrir el hermosísimo panorama de Ripacha y su molino.

Frente a este había una picantería de gran fama; sus picantes no tenían competencia en otra parte y su chicha carecía de rival; llevaba el nombre de Sebastopol8 y en las paredes de su corredor, toscamente pintados se veían algunos cuadros alusivos a la célebre acción. Allí se daban cita los cabecillas del pueblo y los paisanos más entusiastas para hacer sus acuerdos respecto a la defensa de la plaza.

Al presentarse Jorge allí, fue recibido con aclamaciones. —Bienvenido, bienvenido —dijeron varias voces. —¡Sin él nada podemos hacer!

8 Sitio de Sebastopol. Esta batalla parece haber impresionado vivamente la imaginación de

los defensores de Arequipa. Se había realizado en 1854, tres años antes del sitio de

Arequipa por Castilla. La ciudad rusa de Sebastopol había sido sitiada durante casi un año por los

ejércitos ingleses y franceses.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Mucho te has hecho esperar hoy, otras veces vienes más temprano! —Buenas tardes, amigos. ¿De qué se trata? —preguntó el joven. —Siéntate y hablaremos —dijo el intendente de policía, a quien deno- minaban el Bayetillero.

Jorge tomó asiento. Se trata de saber tu opinión sobre una cosa. —Veamos. —¿Por qué lado crees que atacará el viejo? —Aún cuando tiene su cuartel general en Sachaca y extiende su línea

sobre Tingo, hasta el cerro de Juli, no creo que tenga intención de atacar por ese lado.

—Pues yo sí lo creo —repuso un paisano—, porque el viejo debe tener presente la derrota del general Morán, que atacó por San Antonio. —¡Eso no! ¡Eso no! —dijeron varios— Morán perdió por haber dividido su ejército, queriendo atacar por todos lados a la vez.

—Ese fue su error —dijo el intendente— si ataca por un solo lado nos divierte.

—Eso es indudable —añadió Jorge—, porque la munición se concluyó, y si no se nos ocurre tocar un repique general, en pocos minutos más nos destroza.

—Esa si fue estratagema —dijo uno. —¡Esa fue viveza! —añadió otro. —Al oír el repique —continuó el intendente— los soldados que atacaban

por San Antonio creyeron que habían sido derrotados los de la Ranchería, estos que los de San Lázaro, etc. y así se introdujo la confusión y la derrota positiva.

—Y cayó el pobre Morán, y lo fusiló Elías —dijo Jorge. —Todo por culpa de Castilla —dijo uno. —¡Ah! viejo; ahora tiene que pagarlas todas juntas —dijo otro. —Pero no hay que hacerse ilusiones, compañeros —dijo Jorge—ahora no

será un repique el que nos dé el triunfo; ahora tenemos que combatir con un ejército mucho más numeroso, con San Román que es el primer estratega, y con Castilla que es un soldado experimentadísimo.

— ¡Tienes razón! —¡Es cierto! —prorrumpieron varias voces. —¿Qué hay que hacer? —preguntó un paisano—. Dilo, todo se hará. —Sí; porque sabes mucho —agregó otro. —Ante todo es preciso reforzar las trincheras. —Corren de mi cuenta —dijo el intendente—. Yo haré unas trincheras

como nunca las ha soñado el viejo.

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segunda Parte / 50 capítulos

—Ya lo oís —dijo Jorge—. El señor intendente se hace cargo de dirigir el trabajo de trincheras; pero le hacen falta brazos auxiliares. —¡Yo iré! ¡Yo iré! —dijeron varios.

—¡Yo me ofrezco! —¡Yo estoy pronto! —¡Bravo paisanos! —gritó entusiasmado el intendente. —¡Que viva el señor Intendente! —prorrumpieron aquellos. —Me comprometo a vigilar el trabajo de todas las trincheras —dijo Jor-

ge— y a trabajar personalmente en la de San Pedro, si el señor intendente lo tiene a bien.

—Venga esa mano —dijo el Intendente—, tu cooperación va a ser utilí- sima, eres el alma de la revolución.

—Gracias, señor Intendente; no soy más que un arequipeño decidido a vencer.

—¿Por qué das preferencia a la trinchera de San Pedro? —Porque si los jefes enemigos no quieren cometer una torpeza, atacarán

por la parte más alta de la población y no por la más baja. —Tienes razón.

—Preciso es reforzar esa trinchera —dijo un paisano. —Hacerla de nuevo —repuso el intendente. —Habrá que llenar muchos sacos de arena —dijo uno. —Y hacer fardos de lana —agregó otro. —Y abrir zanjas, hacer fosos, y colocar minas —añadió el intendente. —No hay tiempo que perder. —Felizmente parece que Castilla no piensa en atacar todavía. —A ver —gritó Jorge— ¿cuántos canteros hay aquí? —Uno, dos, tres, cuatro. Cuatro somos. —Bien; ustedes dirán a sus compañeros de oficio que se ha acordado en la

Sebastopol reformar las trincheras; que el señor coronel don Hilario Muñoz, intendente de policía, se ha hecho cargo de dirigirlas, y que a la brevedad posible se pongan a sus órdenes.

—Así lo haremos. —Ahora pensemos en otra cosa. Es preciso que no falten municiones. —Es lo principal. —Los tiroteos gastan mucha. —Sí; pero ellos llevan el terror al enemigo. —El Jefe Supremo lleva muy a mal esos tiroteos diarios —dijo, no sin

algún temor el Intendente. —Porque Su Excelencia siente las desgracias que resultan —dijo un

paisano.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Como si hubiera guerra sin heridos —agregó otro. —Si hemos de estar guardando el pellejo, valdría más que nos metiéramos a

un convento —añadió un tercero. —Lo mejor será —dijo Jorge— que el Jefe Supremo siga ocupándose de las

leyes con que va a regenerar el Perú, del modo de arreglar la Hacienda y los caminos de la montaña, y que deje al pueblo la libertad de defenderse como mejor le convenga, ya que él no lo hace.

—¡Has hablado como un profeta! —¡Tienes muchísima razón! —¡Así debe ser! —¡Qué bien habla Jorge! —prorrumpió la asamblea popular con en-

tusiasmo. —¿Él solo debe dirigirnos? —¡Te obedeceremos ciegamente! —Estoy resuelto hacer cuanto de mí dependa para el buen éxito de nuestra

causa —repuso el joven. —El Jefe Supremo no trata de impedir el que se defienda el pueblo —dijo el

Intendente—, sólo quiere economizar sangre; por lo demás se ocupa, como ha dicho Jorge, de grandes proyectos para el porvenir.

—Eso es muy justo —dijo un paisano— que piense en lo que nosotros no podemos hacer; para eso nos sacrificamos, y a todo trance queremos llevarle al poder.

—Lástima que el ejército de línea sea tan poco y mal organizado —dijo Jorge.

—Tienes muy buenos jefes —se apresuró a decir el intendente. —De nada sirve —dijo un paisano— cuando entre ellos están peleando por

los puestos. —En fin, amigos —interrumpió Jorge— si el ejército sirve o no, lo sabremos

después de la acción; a mi juicio, para mayor seguridad, el pueblo no puede contar sino con sus propias fuerzas.

—Sí, sí, lo demás son tonterías. —Pero volvamos a la cuestión municiones. —Nos interesa mucho. —Decíamos —continuó Jorge— que los tiroteos diarios consumían mucha. —Y que son indispensables —añadió un paisano. —Adelante. —Bien, faltando recursos al Gobierno y siendo los tiroteos opuestos a la

opinión del General, no es decoroso pedirle pólvora ni balas... —De ningún modo.

—Dirá que el que quiera divertirse con Castilla, gaste.

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—Cabal. —Para que no se fastidie el Jefe Supremo más de lo necesario, y para que

los tiroteos no amengüen con grave perjuicio nuestro, lo mejor será que cada paisano se proporcione la munición que tenga intención de gastar cada día.

—Así lo hacemos muchos. —Es necesario que lo hagan todos; si cada uno la fabricase en su casa,

resultaría más barata. —Es que no todos saben. —Fácil es que aprendan. —¿Cómo? —Enseñando los unos a los otros. ¿No es cierto que casi todos los cohe-

teros saben? —Sí. —Pues ellos por obligación deben constituirse en maestros de los

demás. —Me comprometo a reunirlos con ese objeto —dijo un paisano. —Dígales Ud. que así se ha acordado en la “Sebastopol” —dijeron varios

con cómica gravedad9. —¡Y qué de discípulos van a tener! —dijo uno riendo. —Yo el primero —añadió otro. —También hay que componer las armas viejas —observó un tercero. —¡Uf¡ Hay algunas desde el tiempo de Pumacahua. —Y de Salaverry. —Sabiendo arreglarlas, todas han de servir —dijo Jorge. —De Morán hay una que otra; pero si todas fueran Minié... —De esas sólo la “Columna Inmortales” tiene; y por cierto que están muy

bien empleadas —dijo Jorge. —¡Oh! No pueden estar en mejores manos —dijeron orgullosamente

algunos jóvenes paisanos. —Ya lo creo. ¡Como ustedes son Inmortales!... —¿Oyen ustedes los tiros? —dijo el intendente prestando aten-

ción. —Sí, están muy lejos; mi compadre y dos más salieron esta tarde —repuso un

paisano. —También mi tío José y Luis —dijo Jorge— parece que tomaron por la calle

Torrello10. 9 En esa época la picantería era el cuartel general de las revueltas y revoluciones. Es

seguro tam- bién que hasta las más importantes decisiones se regaban generosamente con chicha.

Aquí tam- bién se hacían los juramentos de lealtad a la revolución o a la revuelta del momento. 10 Hoy calle San Juan de Dios.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Dicen que Castilla está desesperado; estas salidas fuera de trinchera le ocasionan muchas bajas.

—De repente se va como Torrico —dijo un paisano. —No, amigos, Castilla ataca, no es hombre que retrocede ante el peligro,

además en los combates está como en su elemento; porque ha tomado la guerra civil por oficio, y la ambición de mando lo domina; tendremos ataque con toda seguridad —dijo Jorge.

—Y sangriento y terrible —agregó uno de los Inmortales—; porque o salimos con la victoria o dejamos la vida.

—Vencer o morir se ha dicho —dijo Jorge levantándose. —¿Dónde estará el cobarde que abandone su puesto en el momento de

peligro? —No está aquí —repusieron varios con energía. —No ha nacido en Arequipa —añadieron otros con altivez. —¡Ay del que al toque de a rebato, no corra a las trincheras! —exclamó

Jorge—, se le hará responsable de la sangre que viertan sus hermanos. —Aunque su padre esté para morir, aunque su madre desfallezca, aunque su amada quede expirando, todo debe abandonarlo para volar a la defensa de Arequipa —dijo con voz atronadora un Inmortal.

—¡Es preciso jurarlo! —añadió Jorge, extendiendo la mano. —¡Juremos! —exclamaron todos, poniéndose de pie y descubriéndose.

—¡Juremos! —dijo con solemnidad Jorge— dejarlo todo, hasta lo más querido, hasta lo más sagrado, para correr a la defensa de la ciudad, tan pronto como la señal de alarma llegue a nuestros oídos.

—¡Lo juramos! —repuso unísona la robusta voz de cien paisanos. —Juremos combatir sin soltar el arma hasta caer exánimes. —¡Lo juramos! —¡Ay del que viole este juramento! —Si Arequipa sucumbe su maldición sobre él. —Si Arequipa sucumbe, su maldición sobre él —repusieron cien voces, y

cien frentes se inclinaron. —Quiere Castilla destruir nuestra ciudad, porque pretendemos la rege-

neración de la República; quiere su ejército saquear, asesinar a las criaturas, profanar nuestros templos, destruir nuestro culto; la muerte antes que ver nada de esto.

—La muerte antes que ser vencidos. —El fuego arrecia —observó Jorge—, tal vez sea necesario un auxilio. Don

Mariano, présteme Ud. su fusil. —Aquí está; yo voy con la escopeta. —Nosotros también —dijeron varios.

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C

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—Antes de partir es preciso tener presente una cosa —dijo Jorge—. No conviene que todos tomemos la misma dirección; porque sería provocar un combate demasiado formal, lo que aún no nos es conveniente.

—Llamaremos la atención del enemigo por muchos puntos a la vez —dijo uno de los Inmortales.

—Sí, es preciso marcarlos— quizá se puedan tomar algunos fusiles, que harta falta nos hacen.

—A ellos pues. Compañeros ¡Viva Arequipa! —¡Que viva! Un cuarto de hora después, la Sebastopol estaba desierta y el tiroteo era

más vivo.

Capítulo 12

Javier Sánchez

omo de costumbre, toda la tarde y gran parte de la noche se pasó en el tiroteo, ya más recio, ya más flojo, ya cercano, ya lejano. Cerca de las cuatro de la mañana un grupo de paisanos armados se

disolvía en la esquina de Torrello. —¿No vienes con nosotros, Jorge? —preguntó uno. —No, tío; aún tenemos que recorrer las trincheras de abajo que no están

muy aseguradas. —Entonces, hasta luego y buenos días don Javier, que ya tocan los Ave

Marías. —Buenos días, don José. Todos se separaron menos Jorge y el llamado Javier, quien después de visitar

tres o cuatro trincheras, para ver si sus custodios velaban, dijo a aquel: —Vamos a casa, la tuya está muy distante, en la mía tomaremos un poco de agua caliente.

—Acepto —repuso el joven. Ambos se encaminaron hacia la calle San Juan de Dios y se detuvieron en la

puerta de una tienda casi fronteriza al templo. El paisano cogió una llave oculta en el hueco formado entre la puerta y el

batiente y abrió, sacó una caja de fósforos del bolsillo y encendió uno. Jorge entró.

Sobre una mesa había un candelero de lata y en él una vela de sebo ardida hasta la mitad, la misma que el paisano encendió.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Siéntate, Jorge —dijo—, y ten paciencia mientras pongo el agua. Jorge arrimó a la pared su fusil y se sentó en un banquito. El paisano aproximó un calentador de lata con su respectivo anafe, sir-

vió agua en ella de un cántaro de barro, puso alcohol y le aplicó un fósforo encendido.

Mientras hacía todos estos preparativos, Jorge lo miraba atentamente. Francisco Javier Sánchez, pues él era, contaría treinta años de edad11. Su fisonomía predisponía en favor suyo desde el primer momento, inspi- rando ese dulce afecto que se llama simpatía.

Su semblante revelaba la honradez más acrisolada, la bondad más inago- table, la virtud, la serenidad de una conciencia pura.

Sus maneras eran finas, sus modales suaves y delicados. Vestía el traje ordinario de los hijos del pueblo, pero con cierto aliño, con cierta gracia, que le daba un aire de natural distinción.

Vivía absolutamente solo; nadie le conoció más familia que una madre anciana que hacía algunos meses dormía el sueño de la muerte. Carecía, pues, de todos los vínculos que forman la familia, no tenía una esposa que compartiese con él las penas y las alegrías de su vida, ni traviesos niños que alegrasen su desierto hogar.

Por otra parte, sus costumbres eran irreprochables, no se le podía tachar de una debilidad, ni de un vicio; toda su preocupación era el trabajo. De las cotidianas atenciones del taller, solo le distraía la fiesta anual de San Juan de Dios, cuyo mayordomo era. En esa fecha, se le veía reunir a los numerosos devotos, ver los fondos con que se contaba, afanarse por el nove- nario, la cera, la salva, los castillos, la música, la procesión, la misa, el sermón, etc., etc. Y la fiesta salía siempre lucida y los devotos contentísimos. Su devoción a San Juan de Dios era proverbial; sin duda se la inspiraba en gran parte la idea de ser el Santo Patrón del hospital, asilo donde los hijos del pueblo se acogen para dormir el último sueño.

Javier Sánchez, creería exhalar allí el último suspiro; porque solo y sin parientes, ¿qué otra cosa tendría que hacer si no era acogerse a aquella casa de misericordia?

Mas, ¿qué misterio encerraba aquella alma solitaria y bella, semejante a uno de esos astros errantes desprendidos de ignotas regiones? ¡Quién sabe! Cada hombre es un arcano.

Javier Sánchez, amable, sencillo, generoso y servicial, era el ídolo de sus amigos y estos eran innumerables.

Siendo todos artesanos como él, se sentían dominados a pesar suyo, por 11 Todos estos datos son históricos y los hemos recogido con suma escrupulosidad.

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una mágica influencia formada por el prestigio de cierta inexplicable supe- rioridad.

Viendo a Arequipa sitiada y convencido de la inutilidad del ejército que la guarnecía, Javier Sánchez había concebido la idea de formar un cuerpo de guardia nacional que constituyese una verdadera defensa. Para dar cima a su proyecto, no necesitaba sino hablar a sus amigos. Muy pronto, pues, vio Arequipa surgir de su seno aquella segunda legión de Atenas, cuyo nombre pasando a través de los tiempos con el de su ilustre jefe, será siempre el mayor estímulo para inclinar a los arequipeños al heroísmo.

La “Columna Inmortales”,12 formada por Javier Sánchez, de trescientos artesanos jóvenes, fue el verdadero apoyo de la causa vivanquista, la defensa cierta de Arequipa, el terror de los sitiadores.

Javier Sánchez era amado por Jorge, más que por ningún otro de sus amigos.

Con mayor luz, podía medir y apreciar más aquella alma tan semejante a la suya, y mientras a favor de la tenue claridad del día y de la amarillenta flama de la vela contemplaba el semblante de su amigo, pensando todo lo que dejamos apuntado, algo como un triste presentimiento, inquietó su corazón.

—¿Cansado o triste? —preguntó el jefe de Los Inmortales notando su silencio.

—Algo de ambas cosas —repuso Jorge. —¡Tus motivos tendrás! En cambio yo estoy muy contento. Mira, ayer

hemos desesperado a Castilla y sobre todo a los maccamamas. Nada pueden con Los Inmortales.

—Si a la Columna se le deja en libertad para combatir, puede asegurarse que Castilla no entra —repuso Jorge.

Todos están resueltos a dejarse matar antes que ceder un palmo. —Y es de notarse —añadió Jorge sonriendo— que en verdad parecen In-

mortales; fíjese Ud. que hasta ahora no contamos entre ellos un solo muerto, siendo los que más dan que hacer a los sitiadores.

Es verdad. —Hoy tenemos dos muertos y tres heridos, todos paisanos sueltos. —Es un diario de sangre que Arequipa ofrece a la Patria.

12 Columna Inmortales. La retórica de esos tiempos de revolución había puesto de moda

algunos temas de la antigüedad griega, como este de los Inmortales, que se suponía eran 300,

como los espartanos de las Termópilas. Sin embargo, los verdaderos Inmortales eran un regimiento

de élite persa que luchó en las Guerras Médicas. Herodoto menciona que los Inmortales eran una

tropa que mantenía siempre la cantidad de 10.000 hombres: cada miembro muerto, herido o

grave- mente enfermo era sustituido inmediatamente por otro, razón por la cual en apariencia

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nunca morían.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—En esta vez hay que salvar a la República de la ruina que la amenaza; es preciso poner un dique a tantos males.

—Aunque sea de nuestros cuerpos —dijo Sánchez sonriendo y destapando el calentador, cuya tapa saltaba impelida por el vapor.

—Si no hay otro... —¡Ah! No te he contado una cosa —dijo el artesano, después de apagar con

un soplo el alcohol del anafe y mientras vertía el agua hirviente en dos pocillos provistos de aromática yerba del Paraguay y de azúcar.

—¿Cuál? —Que de la noche a la mañana me he vuelto rico —repuso riendo y

tapando los pocillos con sus respectivos platos. —¿Rico? Sánchez abrió una alacena, saco una botella de resacado de anís y la puso

sobre la mesa, diciendo: —¡Qué! ¿Te parece que no sería una fortuna para mí 6 000 pesos? —¡Ya lo creo y para cualquiera! —Figúrate el taller que pondría, a la última moda de París, con unos

elegantes mamparones y espejos de cuerpo entero, más claros que el agua de Sabandía.

—Pero, ¿se los ha hallado Ud. o va a recibir alguna herencia? —¡Mejor que eso! —dijo el jefe de Los Inmortales, alcanzando a Jorge un

pocillo aderezado con un poco de resacado y tomando el otro para sí—; pero apaguemos esta vela que ya no hace falta puesto que es de día.

Jorge la apagó. Sánchez aproximó un banquito y se sentó frente a aquel.

—¡Mejor que eso! —repitió, probando el mate—, porque no hay peligro de que el Gobierno me quite la mitad si lo primero, ni de pleito si lo segundo. —Es decir que se los regalan.

—Me los pagan. ¡Qué insolencia! —añadió cambiando su tono humorís- tico, por un arranque de indignación—. ¡Qué trabajo es ser hijo del pueblo, para que se nos crea capaces de todo!

Jorge miraba a Sánchez como si no le comprendiera. —Sí, hermano —continuó este—, se me ha ofrecido 6 000 pesos, si entrego al

enemigo la “Columna Inmortales”13. —¿Es posible? —¡Como lo oyes! —Pero... —Aguarda un momento —dijo Sánchez, dejando su taza ya vacía sobre

13 Hecho histórico.

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la mesa— voy a enseñarte ese precioso documento.

Del bolsillo interior de su saco, tomó una porción de papeles, que examinó ligeramente: recibos, apuntes, listas, otro recibo.

—¿Dónde he puesto la carta? ¡Se me caería en el tiroteo de anoche! ¡No. Aquí está. Léela! —dijo entregando un papel ajado a Jorge. Este lo tomó y vio la firma.

—Es de Castilla —dijo con creciente asombro. —Del mismo —repuso Sánchez— recogiendo tranquilamente sus papeles y

guardándolos. Jorge leía para sí. Sobre su frente, podían verse las impresiones que recibía, a medida que sus

ojos recorrían aquellas líneas, de letra tan imperfecta que era preciso adivinar más que leer14.

—¿Qué tal? —preguntó Sánchez, luego que aquel concluyó. —¡Infame! —repuso Jorge devolviéndole el papel. —Este es un nuevo motivo que tengo para hacer la guerra al viejo —dijo

el jefe de los Inmortales, agitando con la mano derecha la carta de Castilla, y agregó—: Un hombre de honor, no recibe impunemente un insulto de esta clase. Me tomó sin duda por uno de tantos miserables que él acostumbra comprar con el dinero de la Nación, para hacerlos ciegos instrumentos de sus intrigas; pero yo le haré ver que en esta vez se ha equivocado. Javier Sánchez no es más que un pobre sastre; pero es más honrado y tiene más altivez que todos esos honorables que se venden, y que todos esos militares que con entor- chados y canelones de oro, tratan de encubrir el lodo de que están salpicados.

Jorge trató de coger con ambas manos la derecha del artesano para estre- charla; pero Javier Sánchez le abrió los brazos sonriendo ante el entusiasmo del joven.

—Muy propia del jefe de los Inmortales es esa indignación —dijo este—. Yo no sé por qué a los hijos del pueblo se nos infiere tanto ultraje, cuando en verdad no lo merecemos.

—Será porque somos pobres —repuso con candor Javier Sánchez. —¿Qué piensa Ud. hacer ahora? —preguntó Jorge. —¡Nada! —¿No contesta Ud. la carta? —¿Para qué? Eso no merece más que desprecio. —¡Tiene Ud. razón!, en este caso lo mejor es el silencio. —Dejemos ya esto —dijo con desdén Sánchez, arrojando la carta sobre la

mesa—. Te voy enseñar una cosa mejor. 14 María Nieves se burla de la falta de habilidad de Castilla para la escritura.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Abrió un baúl y tomando de él un rollo bastante abultado lo puso encima de la cama, lo desdobló y extendió con el mayor cuidado. —Un paño de féretro —exclamó Jorge.

Sánchez se reía. —¿Te asusta? —preguntó. —No; pero me ha sorprendido; no esperaba hallar aquí esta prenda —dijo,

aproximándose hasta tocarla con los dedos. —¿No es cierto que es un paño muy rico? —preguntó Sánchez con cierto

orgullo. —¡Y hermosísimo! —repuso Jorge examinándolo. El paño era de terciopelo negro de seda. En cada una de sus cuatro esquinas y el

centro, tenía emblemas de la muerte soberbiamente bordados con oro, de tanto realce, que parecía el metal cincelado, ya muerto, ya bruñido.

—Este paño —dijo Sánchez— fue costeado por suscripción de los devotos de nuestro padre, San Juan de Dios, con el objeto de honrar la memoria de los que fallecieran, en sufragio de cuyas almas todos los años se manda celebrar un oficio de difuntos. Ahora se le ha dado otra aplicación.

—¡Es muy elegante! —dijo Jorge, alejándose un poco para ver el efecto de distancia.

—Si no temiera perderlo, se lo mandaría al viejo Castilla para que vea el efecto que me causan sus promesas.

—¿Qué tienen que ver?... —Ya lo vas a saber. En cuanto se me pasó la primera impresión de cólera,

producida por la lectura de la carta, no sé cómo se me vino a la memoria este paño mortuorio, y me dije: “muy digno es de cubrir el féretro de los Inmortales que caigan defendiendo sus principios y su ciudad”. Reuní a los devotos, les hice la propuesta, y como casi todos... pertenecen a la Columna, aceptaron llenos de entusiasmo, y prometieron morir, antes que abandonar su puesto. Desde entonces siempre que leo la carta del viejo, veo este paño, como si mi conciencia necesitara cerciorarse de nuestra última resolución, para estar tranquila

—No soy Inmortal —dijo Jorge— pero ayer he hecho un solemne jura- mento, que renuevo sobre este paño.

Al decir esto, extendió sobre él su brazo derecho. —Aunque no seas Inmortal con él cubriremos tu cadáver si llegas a su-

cumbir —dijo Javier Sánchez conmovido y sonriendo a la vez15. —Señor Comandante —dijo una voz desde la puerta— el señor coronel 15 Hay una especie de culto a la muerte que tenía obsesionados a los rebeldes arequipeños.

En las barricadas de los Inmortales flameaba un pendón negro. Esto al parecer se relaciona

también con el carácter triste y fatalista del yaraví, que configura una especie de “búsqueda de la

muerte”..

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Romero, instructor de la Columna, está ya en el Coliseo esperando que se reúna para principiar el ejercicio.

—Bien; haga Ud. tocar llamada; pronto estaré allá. El paisano se retiró. —Buenos días, Javier —dijo otro—, buenos días, Jorge. —Buenos días, Silvestre —respondieron ambos. —¿Hay alguna novedad? —preguntó Sánchez. —Ninguna; solo que es hora del ejercicio. —Ya he dado orden para que toquen llamada; es también hora de relevar la

guardia de Palacio. —¿Por qué nunca la hacen los otros cuerpos? —preguntó Jorge. —No lo consentiríamos —dijo Silvestre. —Es gracia que ha pedido la Columna —añadió Sánchez—. Solo Los

Inmortales deben hacer la guardia a S.E. En este momento resonó el redoble de un tambor. —¡Llamada! —dijo Silvestre— hasta luego mi Comandante, hasta luego,

Jorge. Y salió. Al mismo tiempo, como por encanto, brotaron paisanos de todas partes y

principiaron a cruzar las calles. Sánchez auxiliado de Jorge dobló precipitadamente el paño mortuorio, y

ambos salieron cerrando la puerta con llave. —De aquí me despido —dijo Jorge deteniéndose en la esquina. —¿No quieres presenciar el ejercicio? —Tengo que ir a la trinchera de San Pedro; si puedo volveré más tarde.

Capítulo 13

La Columna Inmortales

rescientos artesanos que representaban la juventud distinguida de los talleres, la flor de los hijos del pueblo, hacían ejercicios en el patio del teatro, llamado entonces Coliseo.

La Columna Inmortales estaba dividida en cuatro compañías con sus respectivos capitanes, elegidos de entre ellos mismos; la mandaba Javier Sán- chez, como que era su creador y comandante, y era su instructor el coronel del Ejército señor Romero.

A excepción de este, desde el Comandante hasta el último soldado vestían 307

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Jorge, El Hijo del Pueblo

sus trajes ordinarios de artesano, y con ellos asistían al ejercicio.

La Columna tenía su cuartel en la calle Santa Teresa16; pero en realidad no estaba acuartelada; la guardia sólo permanecía allí para custodiar las armas, pues cada soldado estaba en su taller proveyendo a su subsistencia y la de su familia.

No había otra banda de guerra que un tambor; cuando era necesario, bastaba con tocarlo en la Plaza de Armas; apenas resonaba su redoble, los Inmortales, abandonando lo más preciso, corrían a su cuartel, y la Columna quedaba formada en un cuarto de hora.

Pero cuando era preciso concurrir a una parada, asistir a una procesión o por cualquier motivo aparecer en formación en un día solemne, la Columna Inmortales se presentaba uniformada, imponente y orgullosa de sí misma.

Un día de Jueves Santo fue el primero que se exhibió con uniforme, y el pueblo, en son de amistosa broma, puso por sobrenombre a los Inmortales el de Los Apóstoles de Javier.

Vestían estos de paño azul con vivos rojos, morriones prusianos y guante blanco; sus armas eran rifles Minié, arma nueva que ningún otro cuerpo tenía.

La oficialidad llevaba casaca con botones dorados, botas granaderas y espa- da; el Comandante, el uniforme y las insignias que como tal le correspondían y que llevaba con singular elegancia y apostura militar.

El aire marcial de la Columna y su elegante uniforme llamaban la atención general; pero nada causaba más admiración que su constancia, su valor y abnegación; nada atraía tanto como la sencilla modestia de su digno jefe.

Los Inmortales tenían una suscripción de dos reales mensuales por persona, para atender a los gastos indispensables de la Columna; las gentes del campo les enviaban también pequeños obsequios de maíz, papas, legumbres, etc., y sus propias familias los atendían en cuanto les era posible.

Ellos se reservaron el honor de hacer la guardia al Jefe Supremo; mas S.E. jamás se dignó visitar el cuartel de los Inmortales, ni siquiera para dirigirles una palabra afectuosa o de aliento.

Pero no era la personalidad del caudillo la que ellos custodiaban y sostenían, eran los principios que ella representaba, era la ciudad querida rodeada de 7 000 soldados la que se aprestaban a defender.

Cuando Jorge regresó al Coliseo, el ejercicio tocaba a su fin. Aguardó algunos minutos en la puerta, saludó al coronel Romero que salía y penetró al patio.

La más viva alegría, la charla más animada reinaban allí. Era el cuadro de

16 Cuartel de los Inmortales. En la calle Santa Teresa, primera casa después de la puerta del monasterio, al subir.

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la verdadera confraternidad.

Jóvenes ardorosos y entusiastas, antes de separarse para ir a sus ocupacio- nes de taller, concedían un poco de tiempo a las expansiones de la amistad, formando varios grupos.

Más de treinta de ellos rodeaban al comandante Javier Sánchez, quien con la más grande familiaridad oía sus discursos, reía y bromeaba con los que acabando de ser sus subordinados, volvían a ser sus amigos.

—¡Hola Jorge! —dijo uno en son de broma— ¡qué temprano te levantas! Capaz de coger un constipado.

—Eh, amigos, esa burla es infundada; pregúntenselo al señor Comandante. —Javier, ¿oyes? —Sí; Jorge está en pie desde mucho antes que ustedes. —Yo desde las cinco. —Yo desde las tres. —Jorge desde ayer —repuso Sánchez—. No se ha acostado anoche. —Ni Ud. tampoco —dijo el joven. —Yo cumplo con un deber; tú lo haces voluntariamente. —No quiero entrar en polémica con Ud. —Puesto que no te has acostado sabrás los sucesos de anoche —dijo un

Inmortal. —No, hermano, apenas doy razón de lo que pasaba en torno mío; esto es,

de un paisano que cayó herido sobre el bordo de la acequia grande, en el tiroteo de las doce; después hemos estado de ronda toda la noche hasta por la mañana; ahora vengo de San Pedro.

—La Columna ha pasado lista —dijo Sánchez— y felizmente no faltaba un solo individuo.

—Nosotros estuvimos de guardia en Palacio a prima noche —dijo uno. —¿Viste al Jefe Supremo? —Sí, parecía de muy mal humor; en el salón habían muchos jefes. Mi primo

Andrés, que está en el servicio particular de S.E., me dijo que se había puesto a observar lo que pasaba dentro, por los vidrios de la mampara.

—¿Y qué notó? —Vio a S.E. que se paseaba a lo largo del salón con un militar joven a quien

daba el brazo, en tanto que los jefes estaban sentados y silenciosos. Dice que el Jefe Supremo conversaba en reserva con el joven, y que por último alzando la voz dijo: “Ud. sí es honrado y leal Bustamante”.

—¡Cáspita! —dijeron varios. —¿Y qué cara pusieron los jefes? —preguntó Sánchez. —Se miraron unos a otros y se mordieron los labios. —Eso quiere decir —observó Jorge— que el Jefe Supremo, con razón o

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Jorge, El Hijo del Pueblo

sin ella, desconfía de los jefes, y que la Columna Inmortales hace muy bien en montar sola la guardia.

—¡Cuando nosotros lo decimos!... —dijeron varios. —Mientras la Columna subsista no hay cuidado —dijo Sánchez, alzando la

voz con energía. —¡Desgraciado del que se atreva a dar un paso falso! —dijo un Inmortal. —¡Pobres de ellos! —exclamó otro. —¡Ni a pedacitos nos toca! —dijeron varios. Un murmullo amenazante se extendió por el patio. —No hay que confundir a unos con otros —dijo Jorge. —¡Hum! Los Judas llevan en la cara pintada sus intenciones —dijo Sán-

chez. —Muy bien que los distinguimos —dijo un paisano—, muy bien que

sabemos a quiénes se debe fusilar. —Será muy prudente que no se sepa afuera lo que hemos hablado aquí

—dijo Jorge—, podría traer malas consecuencias. —Así es. —Tienes razón. —No diremos nada. —Se los recomiendo —dijo Sánchez. —Está bien, mi Comandante. —Yo voy a estar más callado que el Tuturuto. —Yo como si ya me hubieran puesto encima el paño negro. —Pero vamos despejando, que ya es tarde —dijo Sánchez. —Un momento, señor Comandante —dijo Jorge, deteniéndolos con un

ademán— me ha traído aquí un interés. —Veamos. —Cerca de San Pedro hay una casa a propósito para hacer un fuerte.

Insinué la idea al señor intendente, quien la aprobó. Todo se reduce a levan- tar sobre los techos unas cuantas trincheras en cierta disposición ventajosa: “haremos un Malakoff”17, dijo el señor intendente, pero son indispensables brazos auxiliares.

—Ayer se acordó en Sebastopol que los picapedreros... —Sí, pero no bastan; hay que reformar todas las trincheras, abrir fosos, etc.

Al tropezar con estas dificultades, recordé que los batallones, en caso necesario, hacen faenas.

—Y pensaste en los Inmortales... —dijo Sánchez sonriendo. 17 Malakof. Otro recuerdo del sitio de Sebastopol. El Malakof ruso era una gran torre de

piedra, que protegía la entrada de la ciudad de Sebastopol. El Malakof arequipeño estaba ubicado

en la calle San Pedro, y era una barricada inexpugnable.

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—Pensé suplicar a Ud... —A ver, muchachos, ¿quiénes de ustedes quieren hacer faenas, para

levantar el Malakof? —¡Todos! —contestaron al unísono. —No se necesitan tantos —dijo Jorge. —Los que de entre ustedes estén más desocupados —dijo Sánchez— y los

que entiendan más de esta clase de trabajos. —Yo soy discípulo del maestro Lucas18 —dijo uno. —No, amigo mío, no vamos a levantar una catedral —dijo jovialmente

Jorge—, sólo se trata de colocar sillares unos sobre otros y echar cal. —Es que después de tanto estudio, es lo único que he aprendido. Una sonora carcajada resonó.

—Yo sé muy bien de trincheras —dijo otro. —Yo tengo buenos pulsos. —No, señor, yo mando que las faenas se hagan por compañías, que se

relevarán para que no se cansen ni se empleen todos a la vez en una sola cosa —dijo Sánchez.

—Muy bien, mi Comandante. —Hoy, la primera compañía, desde las doce, queda a órdenes de Jorge. —¿Y si oímos llamada? —Al cuartel todo el mundo. Primero es la obligación que la devoción; la

obligación en este caso es el cuartel y la devoción el fuerte. —Bien dicho.

—Conque, a almorzar los de la primera —dijo Sánchez, poniéndose de pie y añadió—: Lo menos son las nueve19.

La reunión quedó disuelta en pocos minutos.

Capítulo 14

El día de San Andrés

esde las primeras horas de este memorable día, se escuchaban descargas de fusilería, más frecuentes que de costumbre. La gente temerosa se asomaba a las puertas y ventanas, tratando de

indagar lo que ocasionaba aquel tiroteo alarmante. 18 Lucas Poblete. Reedificó la Catedral de Arequipa, destruida por un incendio el 1 de diciembre de 1844. 19 Era la hora de almorzar en aquella época.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Bien pronto retumbó el cañón: Un proyectil de grueso calibre rasgó los aires y cayó con espantoso estruendo; a este siguió otro y otro. El pueblo se pone en movimiento; los paisanos en grandes partidas acuden al lugar donde se empeña la acción; unos van armados con fu- siles, otros con sables viejos y la mayor parte desarmados; así, por cada uno de los que sucumban, habrá diez que lo reemplacen aprovechando su arma.

Poco después, los batallones de línea salen de los cuarteles. La Columna Inmortales es la que se bate fuera de trincheras, a campo

descubierto. Un hombre armado con una escopeta, corre hacia el lado del combate, sin

hacer caso de las bombas que caen en todas direcciones. —¡Miserables! ¡Cobardes! Quieren destruir Arequipa, a fuerza de caño- nazos —dice y se abre paso por entre la multitud.

—¿Por dónde atacan, por dónde? —pregunta. —Por la alameda de la Otra Banda —le contestan. El paisano se lanza hacia el lugar indicado. La artillería enemiga colocada en línea a la derecha del camino de Tingo,

bombardea la población, mientras una considerable fuerza del ejército se bate con la Columna Inmortales.

Estos avanzan intrépidos. Los paisanos que van llegando, les sirven de poderoso auxilio.

Los soldados de Castilla principian a perder terreno. El paisano de la escopeta llega a colocarse en las primeras filas. —¡Hermanos! ¡A tomar los cañones! —grita un joven del pueblo. —Eso no es posible —dice el de la escopeta. El joven se vuelve a ver quién contraría su temerario propósito. —¡Ah! Es Ud., tío. —Sí, Jorge, lo que pretendes no es posible todavía; que llegue la tropa de

línea para que nos proteja. —Es lo mismo que aguardar a que se mueva todo el ejército de Castilla sobre

nosotros; este es el momento oportuno y no hay que perderlo. —Mira, cómo caen las bombas.

—Afortunadamente no hacen daño. ¿Tiene Ud. por casualidad unos clavos?

—Creo que sí —repuso el artesano, buscando en los bolsillos. —Déme Ud. cuantos tenga. —Aquí hay seis de fierro; pero ¿qué intentas? —Clavar esos cañones si no los podemos traer. —Dices bien.

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—¡A los cañones se ha dicho! —gritó Jorge otra vez— ¡A los cañones, hermanos!

—¡A los cañones! —repitieron multitud de voces estentóreas. Jorge y los que le rodeaban se lanzaron a la carrera sobre el ala izquierda de

la artillería. En ese momento la fuerza castillista se batía en retirada. Los Inmortales avanzaban incontenibles. Los artilleros sorprendidos por

tanto arrojo, abandonaron las dos primeras piezas. Fuego nutrido cayó sobre los asaltantes que principiaron a cubrirse de

sangre. Jorge parecía invulnerable. —Es imposible arrastrarlos —dijo José. —Somos muy pocos —añadió uno. —Se rehacen los castillistas —dijo otro—, por allí les viene un refuerzo.

—¡Acabemos! —exclamó Jorge, colocando un clavo en el oído del cañón que tenía delante y descargando sobre él dos terribles golpes con una piedra negra que le alcanzaron.

—!Bravo! !Muy bien! —dijeron varios. Jorge, rápido como el relámpago, se lanzó sobre la segunda pieza y también

la clavó. Ya era tiempo. Las fuerzas enemigas acometieron con doble ímpetu. Los artilleros, repuestos de su asombro, se lanzaron a la defensa de sus

piezas con sin igual furor. Jorge y sus compañeros se retiraron haciendo fuego. En estos momentos, el general Castilla, montado en un magnífico caballo y

seguido de su comitiva militar, se aproximó al general San Román, que dirigía los fuegos y ordenaba el bombardeo sin misericordia.

—General, ¿qué es esto, qué es esto? —preguntó el Presidente con la entonación que le era peculiar.

—Esto es, Excelentísimo Señor —repuso San Román—, que el pueblo se nos viene encima y que hoy se decide la batalla.

—Bien, bien; voy a dar las órdenes necesarias para que se mueva todo el ejército.

—Ya he mandado aproximar dos divisiones de la izquierda; haga V.E. que avance en combinación el ala derecha del ejército sobre el pueblo de Tingo, formando un semicírculo.

El Presidente partió seguido de su comitiva. En estos instantes aparecieron dos cuerpos de línea de los sitiados, en

protección de los Inmortales, medio arrollados ya por la superioridad

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Jorge, El Hijo del Pueblo

numérica del enemigo y lo desventajoso de su campo de acción, dominado por la artillería.

La reacción fue instantánea. El pueblo en grandes masas apoyaba a sus defensores, con las pocas armas

que disponía, las que pasando de mano en mano, se mantenían siempre en igual número.

A la disciplina militar, a las reglas del arte, suplían la puntería certera y el buen sentido de todos y cada uno de los paisanos, que sabían colocarse en el lugar más conveniente, para no estorbar, ni hacer daño, sino al enemigo.

Los arequipeños son guerreros por naturaleza, tienen inclinación a las armas desde su más tierna edad y aun sus regocijos populares llevan el sello de esta inclinación; pues no es fiesta aquella en que no se quema pólvora en gran abundancia o se simula un combate naval.

Cuando la diversión se trueca en realidad, el arequipeño está en su ele- mento.

Y no de un modo atolondrado, sino siguiendo siempre el dictamen de su clara inteligencia.

Así, no es de extrañar que en este día hiciese prodigios de valor. Protegidos los Inmortales por los paisanos y reanimados con la presencia

de dos cuerpos de línea, hicieron retroceder nuevamente al ejército enemigo; pero casi a la vez apareció la primera división del ala izquierda de Castilla.

Los sitiados determinaron vender cara la vida y la aguardaron a pie firme. Dos batallones más de Vivanco aparecieron en el campo. El combate iba tomando proporciones inmensas. Otra división de la izquierda enemiga se dejó ver. Un batallón más de Vivanco salió al frente. La batalla se empeñaba terrible y espantosa. Sostenerla en campo descubierto era una barbaridad, si se considera que

la proporción numérica era la de uno contra siete; que el terreno era des- ventajosísimo y que el enemigo poseía magnífica artillería y una caballería de primera clase.

La alarma de la ciudad era fundada. Las balas de los cañones caían en las calles, las granadas estallaban sobre las

bóvedas, en los patios, en todas partes, causando algunas víctimas. Las casas estaban convertidas en oratorios, donde las señoras, con toda la familia, rezaban ante imágenes que tenían luces encendidas. Todas tenían alguien por quien temer y orar.

Solamente el señor de Latorre y una que otra eminencia de su clase, para saber mejor las noticias, desde los primeros cañonazos, se habían dirigido al consulado británico, de donde no los dejaban salir.

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segunda Parte / 50 capítulos

José logró sacar a Jorge del centro de la acción. —Tenemos función para todo el día —le dijo—; necesario es recuperar un

tanto las fuerzas, vamos a almorzar. Jorge contrariado preguntó cuando estuvieron en la plaza: —Y ahora a dónde vamos, ¿a su casa? —¡Dios me libre! ¿No sabes que allí están nuestros peores enemigos?

Rosa, Jacinta y mis hijos, serían capaces de hacerme cometer un desatino, sus súplicas, sus ayes, sus lágrimas me son más temibles que la artillería del viejo, y luego, serían capaces de encerrarme y esconder la llave; no, ¡Dios me libre de ir!

Una bala rasa cayó a cuatro varas de distancia haciendo un remolino de polvo.

—¡Y qué tierra levantan estas malditas! —dijo el artesano limpiándose los ojos con la manga de su saco.

—Si avanzamos unos cuantos pasos más, nos deja en el sitio —dijo Jorge inclinándose para recogerla.

—Vamos a la Sebastopol —dijo José. Entraron al portal de San Agustín y por la calle de Santa Catalina llegaron a

San Lázaro. En el trayecto, iban respondiendo lacónicamente a las varias preguntas que

se les dirigía. La dueña de la Sebastopol no se había descuidado en prevenir almuerzo, así

es que lo tuvo listo para los dos comensales. Poco a poco fueron llegando otros, como José, fugitivos de su casa. Todos em-

polvados, sudorosos, algunos tiznados por la pólvora o salpicados de sangre. Los últimos que entraron dijeron que había una pequeña tregua, pero que no duraría mucho.

—¡Pero hasta ahora no sé cómo se originó esto! —dijo José. —¡Ni yo! —dijo otro—. Cuando oí los primeros tiros, no hice caso, pero en

cuanto retumbó el cañón, tomé el fusil y salí. —Yo estuve de ronda con Javier Sánchez —dijo Jorge—, hasta las cinco

de la mañana todo estaba tranquilo; íbamos a recogernos, cuando llamó nuestra atención un pequeño cambio de balas; acudimos al sitio y notamos que nuestras avanzadas, al retirarse, habían tropezado con una del enemigo, cambiaron algunas balas alejándose mutuamente y ya todo iba a terminar, cuando desprendiéndose del campamento sitiador, una fuerza considerable se lanzó sobre nuestras avanzadas.

—¡Canallas! —¿Y qué hicieron los nuestros? —Se detuvieron y les hicieron una buena resistencia. Como el fuego se

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Jorge, El Hijo del Pueblo

hiciera bastante vivo, algunos paisanos salieron fuera de trincheras en pro- tección de las avanzadas.

El día se hizo claro pudiendo distinguirse lo que sucedía. Los de Castilla desprendieron mayores fuerzas; entonces el comandante Sánchez corrió a ponerse al frente de Los Inmortales, que no tardaron en presentarse impo- niéndose a los castillistas que principiaron el bombardeo.

—¿Conque así comenzó? —Así. —Acabemos pronto —dijo José—, que en un día como este, no hay

tiempo que perder. Tocaba a su fin el almuerzo amenizado con cien planes de combate, cuando

entró otro paisano armado de fusil. —¡Luis! —Amigos, el viejo se nos viene encima con todo el ejército y hoy es la

decisiva —dijo este, tratando de comprimir su respiración anhelosa a causa de la carrera.

Todos se pusieron de pie. —¿Por dónde ataca, por dónde? —Se viene por Tingo. —Vamos —exclamó Jorge—, unos por la Merced, otros por Torrello, todos

sobre el camino a Tingo. —Vamos y que Dios nos proteja —dijo José, echando mano a su escopeta. —¡A la carrera! Todos echaron a correr. El bombardeo era cada vez más vivo. Los tiros se oían muy cerca. Muchísimos paisanos acudían al sitio del peligro, corriendo hasta sin sombrero. Eran las dos de la tarde. La línea de combate se extendía desde la alameda de la Otra Banda, hasta el

lugar que hoy ocupa la estación de los ferrocarriles. Este, especialmente, constituía el campo de las operaciones de los castillistas.

Sobre los techos de una casa de las inmediaciones, había tomado magnífica posición un grupo de maccamamas, quienes, siendo arequipeños, eran doble- mente peligrosos y ocasionaban grandes estragos en las filas de los defensores de sus propios hogares.

Castilla movía el ala derecha de su formidable ejército. Ante lucha tan desigual, no se arredró el pueblo. Su ardor crecía por instantes. Aquel cobarde bombardeo de cañón, le tenía irritado y anheloso de cas-

tigar a sus autores.

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segunda Parte / 50 capítulos

Pero el Jefe Supremo que todo lo miraba con estoica frialdad, dio la pru- dente orden de retirarse.

Los batallones de línea cumplieron la orden con toda la reserva del caso, entrando a la ciudad protegidos por los fuegos del paisanaje. Observando este movimiento las fuerzas enemigas se mantuvieron en la misma posición, haciendo fuego, pero sin avanzar.

Los maccamamas continuaban excitando toda la indignación de los defensores de Arequipa, pues seguían arrojando plomo homicida sobre sus hermanos.

Un inmortal que no pudo sufrir más tiempo aquel espectáculo, saliendo de las filas de sus compañeros, avanzó intrépido en medio del fuego, se puso al frente de la posición, solo y despreciando la muerte, principió a descargar su arma contra aquellos miserables.

Pronto fue el blanco de cien bocas de fuego. Un diluvio de balas caía a su alrededor. Mas, como si el inmortal estuviese protegido por el genio del valor, los

proyectiles le respetaban. Los contendientes de uno y otro bando quedaron suspensos ante aquel

espectáculo. Los maccamamas tenían delante un paisano, un amigo, tal vez, y sin embar-

go, dirigiéndole su más certera puntería, le disparaban casi a boca de jarro. Después de algunos minutos, el inmortal vaciló y cayó sobre un lago de sangre. Estaba muerto.

En este momento un hombre saltó de entre los matorrales vecinos al lugar de la escena.

Todos contuvieron la respiración; porque allí era inevitable la muerte. El hombre avanzó hacia el sitio del asesinato con paso firme y resuelto,

llevando en la mano derecha un fusil del que no se servía. Se aproximó al inmortal, le reconoció, arrojó a un lado el arma y levantando sobre sus hombros a la víctima, se alejó en dirección a los suyos, sin que nadie se hubiera atrevido a dispararle.

Era Jorge20. El sol descendió rápidamente y pronto el crepúsculo lo envolvió todo en su

poético velo. El combate había durado, con pequeños intervalos, desde las cinco de la

mañana hasta las seis de la tarde. Más de trescientos cañonazos se habían disparado sobre la ciudad del

Misti. 20 Episodio histórico.

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A

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 15

Los funerales de un Inmortal

l día siguiente se contaba el número de muertos y heridos de ambas partes, y se hacían comentarios más o menos apasionados. La sangre había corrido en abundancia, muchas familias estaban de

duelo, muchos huérfanos sin pan. Las campanas de varios templos doblaban. A las 11 del día, la iglesia de San Juan de Dios se hallaba invadida por un

numeroso concurso que ocupaba hasta la calle. En medio del templo se veía un féretro cubierto con un paño negro de

terciopelo bordado con oro; grandes cirios ardían en contorno y una guar- dia de Inmortales, con crespones negros al brazo y las armas a la funerala, hacía los honores.

Varios jefes y oficiales del ejército estaban presentes; muchas personas distinguidas asistían de riguroso luto.

Javier Sánchez presidía el duelo. Su Columna estaba formada en la calle, frente a las puertas del

templo. Un solemne recogimiento se notaba en el concurso. La ceremonia era

imponente, grave, patética. El cántico del oficio de difuntos resonaba bajo las sagradas bóvedas,

alzado por la lúgubre voz de los religiosos; de vez en cuando el salmo se interrumpía y el órgano gemía como el viento entre las tumbas, como eco desgarrador de un mundo invisible, como suspiro de seres que más allá del sepulcro sufren.

Entre las sombras de la iglesia oscurecida, las amarillentas flamas de los cirios, reflejaban sobre los rostros de los Inmortales una luz lívida; ellos permanecían serios, inmóviles; como estatuas del sarcófago de un héroe.

Un poeta, un artista, y muchos futuros mártires, contemplaban aquella faz de la guerra, con religioso interés.

El poeta era Bonifaz; el artista, Jorge, los mártires futuros, ellos mis- mos, y además Javier Sánchez, todos los Inmortales y muchísimos de los concurrentes que aguardaban su turno de muerte.

Mañana cuando entreguen su sangre y su vida en aras de la patria ¿la salvarán?...

¿Su sacrificio servirá de algo? ¿Será siquiera reconocido?

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segunda Parte / 50 capítulos

¡Ay! En la guerra civil, por recta que sea la intención, por santa que sea la causa, por grande que sea el sacrificio, la facción vencedora todo lo oscurece bajo un anatema. Terminado el servicio fúnebre, el féretro fue tomado en hombros y sacado fuera.

Se ordenó un desfile formado exclusivamente de hijos del pueblo, hombres, mujeres y niños.

Algunos sacerdotes con negras capas de coro, precedían rezando. Seguía el féretro, bajo cuyo rico paño, yacía el cadáver del heroico inmortal, que la víspera recogió Jorge del campo enemigo; continuaba la Columna de riguroso luto; después una banda de música tocando una marcha fúnebre, y por último una mujer vestida de negro con una criatura de meses en brazos y otra de cuatro años que conducía de la mano; la infeliz lloraba a gritos, sus lamentos lastimaban el corazón.

—¡Ay, mi esposo! —decía entre sollozos— ¡Cómo se fue y me dejó!... ¿Qué será de mí... pobre viuda? ¡Quién dará pan a mis hijos! En vano varias mujeres la rodeaban tratando de consolarla. Rosa y Jacinta movidas a compasión se le acercaron. Rosa también era madre y tenía en brazos al menor de sus hijos, y lloraba temiendo que pronto quizá, no habría quien pudiera consolarla.

El desfile cruzó las principales calles de la ciudad, para dirigirse al cementerio donde debía realizarse el sepelio.

Las gentes se agolpaban a las puertas y ventanas para verlo pasar. Jorge, entristecido, marchaba entre la multitud.

De pronto, un grito de mujer lanzado desde una ventana, le hizo volver la cara, lo mismo que a muchos, pero no pudo distinguir más que un grupo de señoritas que se apartaban precipitadamente en socorro de una persona a quien no pudo distinguir; pero al pasar oyó que decían:

—¡Pobre Elena! Se ha desmayado; ha sido imprudencia dejarla salir. Jorge, sin saber por qué, sintió un golpe en el corazón.

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H

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 16

Bonifaz

acía treinta y tres años que descendiendo la victoria al campo de Ayacucho, coronó de laureles las sienes de las jóvenes repúblicas americanas.

Era el 9 de diciembre. Efemérides memorable, día más bello del Perú, el más importante de la

América Latina. Se cree ver entre los rayos de su aurora, la augusta imagen de Sucre al-

zando en sus brazos la cuna de los incas, la colosal estatua de Bolívar, teniendo por pedestal los Andes; la noble figura de Córdova apoyándose sobre aquella diamantina espada que tenía en la mano, cuando arrojándose del caballo gritó con voz profética: “¡Adelante! ¡Paso de vencedores!”, y en rápida carrera ascendió al templo de la inmortalidad.

No hay corazón apasionado por la gloria, que no palpite acelerado en ese día, no hay corazón joven que no se sienta impulsado a todo lo grande. Nuestros padres celebraban con entusiasmo su aniversario. Así pues, apenas el alba asomó por el horizonte, el Himno Nacional del Perú se levantó del centro de la Plaza de Armas, entonado por coros de niñas y niños, vestidos de blanco y cruzado su pecho con las bandas rojas, al compás de las músicas militares.

En el campamento de los sitiadores resonó también el Himno de la Patria y sus bandas de guerra repitieron las dianas de los cuarteles de Bolívar. Todas las campanas de Arequipa se echaron a vuelo, saludando con re- piques generales la victoria de Ayacucho, mientras la artillería de plaza hizo retumbar en los aires la salva de 21 cañonazos.

En el campamento de Castilla, los cañones de grueso calibre hicieron las descargas de ordenanza, y por doquiera se izó el pabellón nacional. La ciudad del Misti enarboló en todos sus edificios y fortificaciones, la Bandera de la Patria, y todos los consulados las de sus respectivas nacionalidades. Era la fiesta común.

El mismo sentimiento de patriotismo dominaba a sitiados y sitiadores; todos eran peruanos, hijos de la misma madre, todos hermanos, y sin embargo, la loca ambición de dos hombres los tenía divididos y con las armas en la mano, próximos a empeñarse en un duelo a muerte.

Arequipa ha sido bombardeada ocho días antes, la sangre de sus hijos ha regado su suelo. ¿Qué iba a ser de ella, el día en que aquel ejército penetrase en sus calles como un torrente que se desborda?

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segunda Parte / 50 capítulos

Los Inmortales han estrenado su paño mortuorio, ellos han recogido el guante y han jurado defender sus hogares mientras les quede un soplo de vida. Mas, los recuerdos del 9 de diciembre de 1824 han dominado algunos momentos la situación.

Las tiernas niñas vestidas de blancos tules, coronadas de rosas y ceñidas con bandas rojas, parecen un coro de ángeles custodios de la patria peruana. A las once del día, todas las corporaciones se dirigen al templo de Nues- tra Señora de las Mercedes, Patrona de las Armas, para asistir a la misa de gracias.

El Jefe Supremo ostentando todos los bordados, cordones, insignias y medallas que como a vencedor de la Independencia, General y Presidente le corresponden, se dirige allá, escoltado por su numeroso cuerpo de edecanes, entre los que va Iriarte.

Todo el ejército está formado. Los Inmortales con su uniforme de parada, con el recuerdo de su bravura y

con su bizarría militar, atraen todas las miradas. Se quiere ver una vez más, a aquellos hombres, que espontáneamente se

han comprometido a defender Arequipa, teniendo preparado de antemano el paño mortuorio que debe cubrir sus cadáveres.

El cuerpo de artillería con sus piezas insignificantes, también ha formado para hacer las descargas de estilo.

Todos los de la parada se miran unos a otros, como queriendo medir las fuerzas con que se cuenta para la resistencia.

Entre los artilleros se ve un joven cuyos galones indican un Teniente Coronel.

No aparta su mirada de los Inmortales y habría sido dificilísimo interpre- tarla.

Es el joven de veintiocho primaveras, estatura regular, delgado, esbelto como el nervioso tallo del laurel, su tez, blanca y fina, se resiente de un lige- ro dorado de sol, sus facciones son perfiladas, espaciosa la frente, claros los ojos, castaño el cabello, simpático el conjunto de su fisonomía, gallardo su continente.

De pie junto al cañón, descansando su mano sobre el pomo de la espada, se ve al militar, se presiente al héroe.

Mas, si en aquellos momentos se hubiera podido examinar detenidamente su fisonomía, se le habría advertido algo extraordinario e incomprensible. De vez en cuando brillaba en sus ojos una luz misteriosa, su frente se comprimía, sus labios se agitaban como si recitase mentalmente, o sonreía de un modo imperceptible.

El vulgo habría creído que el joven artillero tenía síntomas de enajenación

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Jorge, El Hijo del Pueblo

mental; por fortuna, el vulgo no era capaz de observarle.

Porque en verdad aquel joven poseía la sublime locura del genio y en aquellos instantes la inspiración descendía a su alma ardiente. Era el poeta de la guerra, el autor de siete magníficos poemas, el insigne cantor de la libertad: era Benito Bonifaz. La función religiosa terminó.

El Jefe Supremo se dirigió a palacio. Los cuerpos tornaron a sus cuarteles. La Columna Inmortales tan luego como llegó al suyo, se quitó el uniforme,

porque su Comandante, en celebración del día, quería obsequiarla con un convite en Miraflores.

Mientras tanto, Bonifaz, apenas desembarazado de sus atenciones militares, se había encerrado en su habitación y escribía rápidamente. Algunas veces se detenía, meditaba un instante y proseguía. Al fin, recorrió todo lo escrito y pareció satisfecho.

Después, tomó otra hoja de papel e hizo una copia, puso su firma y la fecha: 9 de diciembre de 1857.

Cogió su kepí y salió. No había caminado media cuadra, cuando divisó a Javier Sánchez y a Jorge. Bonifaz sonrió. Los tres se aproximaron, saludándose con marcadas muestras de simpatía.

—El cielo me los envía —dijo el joven poeta—, precisamente iba en busca del digno jefe de los Inmortales.

—Aquí me tiene Ud., señor, siempre dispuesto a cumplir sus órdenes. —Gracias mil; yo sólo quiero suplicarle presente a la Columna que tan

dignamente comanda, esta pequeña muestra de mi admiración. Y diciendo esto puso en manos de Javier Sánchez el papel que llevaba en la mano.

—Es un canto —dijo Jorge, que alcanzó a distinguir la simétrica agrupación de las estrofas.

—¿Ud. también es poeta? —dijo Bonifaz. —¡Oh! No señor; siento; pero el cántico sublime que Ud. eleva con la

espontaneidad con que el ruiseñor alza su trino, o la cascada su murmullo de ensueños, jamás asoma a mis labios.

—Ante sus cuadros, joven, he sentido mil veces la inspiración; su pincel es un poema; es Ud. el artista de la luz y de los colores, el pintor de los mares adormidos, de los reflejos de la tarde, de las nevadas montañas y del azul del cielo; si llegamos a triunfar, ya verá Ud. si no se hace justicia al mérito; pero no quiero detenerlos más tiempo.

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segunda Parte / 50 capítulos

—En nombre de la Columna que me glorio en mandar, y en nombre mío, gracias, señor —dijo Javier Sánchez.

—Hasta la vista, amigos. Bonifaz se alejó. Sánchez y Jorge no tardaron en hallarse rodeados de los Inmortales que los

aguardaban en Miraflores. —¡Que viva nuestro Comandante! —gritó un entusiasta. —¡Que viva! —respondieron todos. —¡Que vivan los Inmortales! —¡Que vivan! —Señores —dijo Sánchez, empinándose sobre un sillar y quitándose el

sombrero—. ¡Que viva el Perú! —¡Que viva! —¡Que viva el 9 de diciembre! —¡Que viva! —¡Que viva Arequipa! —¡Que viva! —¡Que viva el general Vivanco! —¡Que viva! —¡Muera Castilla! —¡Muera! Cuando cesaron un poco los vítores, Javier Sánchez cambió algunas pa-

labras en voz baja con Jorge, que mientras tanto había estado ocupado del papel de Bonifaz, volvió a subir sobre el sillar y dijo:

—Señores, antes de dirigirnos donde hemos acordado, van a permitir que Jorge lea un canto que les ha sido dedicado.

—¡Bien, muy bien! —¡Que lea fuerte! —¡Todos queremos oír! —¡Que se pare en alto! —¡Sube sobre la trinchera! —dijeron algunos que estaban cerca. —¡Brillante idea! Jorge subió con suma agilidad. —¡Bien, Jorge, bien! —exclamaron varios, al ver la escultural figura del

joven, de pie sobre la trinchera de San Pedro. Jorge tendió la vista sobre la multitud que le rodeaba. No solo estaban los

Inmortales, sino más de tres mil personas atraídas por la novedad; el joven hizo seña con la mano para que se guardara silencio.

Todo el mundo calló. Jorge con voz sonora, dijo:

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Jorge, El Hijo del Pueblo

A LA BRAVA “COLUMNA INMORTALES”

Hizo una breve pausa y con buena declamación continuó:

¿Los veis allí lanzarse a la pelea Con la serenidad de los valientes? Son los hijos del Misti, los ardientes Soldados del honor. ¿Los veis marchar con la cabeza erguida En busca de la gloria o de la muerte? Son los hijos del Misti, los de fuerte

Y noble corazón.

—¡Bravo, bravo, bravísimo! —exclamaron multitud de voces. Algunos se subieron sobre las piedras para oír mejor. Jorge prosiguió:

¿Los veis allí pasadas las trincheras Cómo sus líneas en el campo tienden? Son los hijos del Misti que defienden El doméstico hogar. ¿Los veis en el combate cual despliegan, Al ruido del cañón tanta osadía? Son los hijos del Misti, los que un día La Patria salvarán...

Una salva de aplausos resonó. Jorge indicó que iba a continuar y el silencio quedó restablecido.

Truena el fusil, el humo se levanta, Los proyectiles en el aire zumban, Y con soberbia majestad retumban Los tiros de cañón. Vedlos allí, avanzan, se enfurecen, El entusiasmo en sus semblantes brilla; Ante su airada faz, esa gavilla Se llena de pavor.

Esa gavilla vil de hombres esclavos, Que sostiene miedosa a su tirano Porque con torpe y vigorosa mano,

Los sabe contener.

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Esa turba de imbéciles que nunca Sintió en el corazón el entusiasmo,

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segunda Parte / 50 capítulos

A quien él denomina por sarcasmo Soldados de la ley.

Numerosos son ellos, mas cobardes, Como lo fueron siempre los esclavos; Por eso es que el ardor de nuestros bravos, Los hace vacilar. Y por eso al oír tan sólo el nombre De nuestros aguerridos Inmortales Se ven en su semblante las señales

Del pánico letal. —¡Bien, muy bien! —gritaron los aludidos.

Miserables soldados mercenarios Que así tembláis ante el ardor guerrero De los que audaces al combate fiero Se arrojan con valor. ¿Queréis saber a quienes en la lucha Cedéis el campo huyendo despavoridos? ¿Quiénes son los que así tan atrevidos Os causan tal terror?

¡Los Inmortales! Unos cuantos bravos De la ciudad heroica y valiente, La vanguardia del pueblo independiente Que sabe combatir. Y presentando el denodado pecho Ante el cañón, se sacrifica ufano, Antes que doblegar ante el tirano

La gloriosa cerviz. —¡Viva el autor! —¡Vivan los Inmortales! —¡Silencio, que va a continuar!

Los verdaderos hijos de ese pueblo

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Que aman su libertad como su vida Cuya sangre leal será vertida

A torrentes quizás, Antes que con sus plantas, insolente, Aquel que la fortuna ha levantado Su recinto magnífico y sagrado

Se atreva a profanar!

Los que han jurado sucumbir primero,

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Uno a uno en la lucha comenzada, Antes que permitir que con su espada Les imponga la ley, Ese soldado altivo que ha soñado, Entre sus ambiciosas ilusiones, Apoyado de estúpidas legiones

Domar al pueblo rey.

Aplausos estruendosos, gritos repetidos de ¡bravo el autor!, ¡vivan los In- mortales! interrumpieron a Jorge, que no sin aguardar bastante continuó:

Los que, para cumplir solemnemente, El voto que a su Patria han consagrado Tienen, ha mucho tiempo, preparado El paño funeral; Conque honran hoy los mutilados miembros, De los que en el combate van muriendo, Los que quedan aún vivos defendiendo La Santa Libertad.

—¡Bravísimo! ¡Hurra! ¡Viva nuestro poeta!

¡Salud a ellos! y baldón eterno Al que pretenda obscurecer su gloria; Salud al pueblo que tan gran memoria Ha conquistado ya; Que defendiendo sólo en guerra Sus derechos hollados por un hombre, Ha merecido el eternal renombre De grande y liberal. Salud al pueblo que orgulloso un día, Pueda decir: soy libre y soberano; Porque rompí con mi robusta mano,

Los hierros del poder; Salud a los valientes Inmortales Dignos hijos del pueblo, cuya frente, Por sus hazañas ceñirá esplendente, Magnífico laurel.

Jorge indicó que había terminado. El entusiasmo fue indescriptible.

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Aplausos, hurras, bravos, vivas, todo junto, todo prolongado y estrepitoso. —¡El autor, el autor! —principiaron a gritar. Jorge desdoblando otra vez el papel, manifestó que iba a decir su nombre. Restablecido el silencio, el joven pronunció con voz clara y vibrante: —Benito Bonifaz

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Q

segunda Parte / 50 capítulos

Un ¡hurra! atronador subió por los aires; un aplauso inmenso estalló. —¡Viva Bonifaz! —gritaron. —¡Viva el poeta arequipeño! —¡Viva el cantor de los Inmortales! A este tiempo, una banda popular de músicos, hizo resonar los magníficos acordes del

Himno Nacional y el pueblo frenético de entusiasmo, prorrumpió en:

Somos libres, seámoslo siempre Y antes niegue sus luces el

sol Que faltemos al voto

solemne Que la patria al Eterno elevó.

Y mientras los sombreros eran arrojados al aire y los cantos subían al cielo, un joven militar se escurría furtivamente entre la multitud. Llevaba una sonrisa en los labios y una lágrima en los ojos. Era Bonifaz.

Capítulo 17

En las altas regiones y en la calle

—¿

ué hacemos, Señor Excelentísimo? La falta de fondos nos arruina. Tal decía S.S. el prefecto del departamento, coronel Berenguel, al Jefe Supremo, que entretenido en leer la historia de España, pareció

no oír, hasta que terminó la página. El Prefecto, de pie ante el lector, prorrumpió después de una pausa. —Los jefes piden plata para la tropa; el intendente, para las trincheras, el

jefe de Estado Mayor, para la maestranza; se necesitarían las entradas de la aduana del Callao para satisfacer tanto petitorio.

El Jefe Supremo no daba señales de prestar atención. El Prefecto tosió, sacó el pañuelo, se limpió la boca, lo volvió a guardar y

continuó: —Los comerciantes se niegan a pagar el impuesto, apelo a la fuerza,

pongo guardias y el resultado es que se cierran las tiendas, se suspenden los almacenes y...

—¿Y qué quiere Ud. que haga, Coronel, para remediar esos males? —in- terrumpió bruscamente Vivanco cerrando el libro y apoyando el brazo sobre él.

—Señor Excelentísimo, si V.E. permite...

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Hable Ud. —repuso con soberana negligencia el general Vivanco, apo- yando su escultural cabeza por la sien derecha, sobre la palma de su blanca mano.

—Creo que será necesario tomar medidas enérgicas que hagan eficaces las disposiciones de V.E.

—¿Qué cree Ud. que sería bueno? Vamos a ver. —Yo, señor General, decretaría que a los remitentes se les aplique multa

cuádruple del impuesto; que si no tienen dinero se les obligue a dar más del valor en géneros, víveres o lo que tengan; que a los hacendados se les decomise la fruta que introduzcan a la población, así como los productos de la sierra, vinos, etc. Yo bien conozco, Excelentísimo Señor que son penas du- ras; pero es necesario usar de cierto rigor; porque la situación va haciéndose insostenible.

El Jefe Supremo escuchaba imprimiendo a su cabeza cierto suave movi- miento de alto a bajo, cual si demostrara comprender más de lo que oía. —Tarde es para emplear esas medidas —dijo después de un instante—. Emplee Ud. las que ya se han dictado —añadió con un acento que no admitía réplica—. Con ellas hay bastante para que se nos acuse, a mí de tirano, y a Ud. de arbitrario.

—No hago más que cumplir con mi deber. —Ya lo veo, ya lo veo —respondió el General con un acento que las per-

sonas aprensivas podrían creer irónico. —Lo peor es —continuó S.S.—que siendo tan exiguas las entradas, no

parece sino que hubiera epidemia de invenciones, para ocasionar mayores gastos.

—¿Por ejemplo?... —Ahí tiene V.E. al artillero La Fuente, en unión de otros, afanado en

cortar las cañerías para hacer cañones. —¡Buen disparate! —¡El más grande que se pudiera idear! Suponga V.E. que son cañones de

nueva invención que se cargan por detrás. —No conozco ese sistema; es enteramente original21.

—Han ensayado uno y se ha reventado. —Naturalmente; los tubos de cañería son demasiado débiles para servir de

cañones. —No obstante, por seguir su capricho, ya verá V.E. cómo pide plata para su

construcción. El Jefe Supremo hizo un movimiento de indiferencia.

21 Este sistema se aplicaría después con los cañones Krupp; pero el invento podría decirse

que es arequipeño.

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segunda Parte / 50 capítulos

—Estamos muy mal, Señor Excelentísimo. —Todo se lo va llevar el diablo, Coronel. —Los jefes mantienen secretas rivalidades. —Por fortuna, pronto concluirá todo. —Como sea favorablemente, que sea cuanto antes. —Coronel, estoy tan aburrido con cuanto me rodea, que sólo anhelo

llegar al fin. —Tenemos probabilidades de buen éxito; el pueblo está decidido. —Puede ser, pero tengo casi convicción de la derrota. Doblemos la hoja,

Coronel —añadió con marcado aburrimiento el Jefe Supremo. —Me retiro con permiso de V.E.; tengo mil atenciones en mi despacho. —Vaya Ud. Coronel.

El Prefecto salió diciendo para sí: “Hace tiempo que S.E. disfruta de un humor negro; hoy está intratable”.

El Jefe Supremo tornó a abrir la historia de España, murmurando mientras hallaba la página: “Ambiciosos, logreros, farsantes”.

El Prefecto encontró en la antesala al doctor Peña que hablaba con un edecán.

—Es imposible —decía este—, no puede Ud. ver hoy al Jefe Supremo; está encerrado con el Prefecto en una conferencia secreta de suma importancia, por lo que se deja traslucir.

—Me desconsuela Ud., venía a hablarle del infortunado doctor Vélez; pero he aquí a Su Señoría.

El Prefecto que había oído esta parte del diálogo, tomó un aire grave y preocupado, y saludó con un movimiento de cabeza al doctor y al edecán que se pusieron de pie.

—Perdone V.E. —dijo el Dr. Peña, aproximándosele—. ¿Está ya desocu- pado el Jefe Supremo?

—Creo que no. Acabamos de tener una larga conferencia y parece que está cansado y que no verá a nadie hasta la noche.

—De noche no es posible hablarle de asuntos. —Así es; pero puede Ud. pedirle una cita para mañana. —¡Qué hacer! Pondremos los medios. Hasta la vista señor Coronel. —Adiós, doctor. —A dónde iríamos a parar si se diera oídos a empeños de esta clase—dijo

el Prefecto. —A ese Vélez no hay que darle cuartel —dijo Iriarte saliendo de una

habitación inmediata—, me permito recomendarlo a la vigilancia de V.S. bastantes concesiones ha hecho el Jefe Supremo en su favor; pero este, pare- ce que pretende sacarle de la prisión bajo fianza, y eso podría traer funestos

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Jorge, El Hijo del Pueblo

resultados.

—Descuide Ud. que en buenas manos está, no seré yo quien suelte la presa.

El Prefecto vio en su reloj las dos de la tarde, y comprendiendo que se necesitaba en su casa, se dirigió a ella.

El doctor Peña al volver a la suya tropezó con Enrique que salía del des - pacho de Turner.

—¿Tan temprano? —le preguntó el doctor familiarmente. —Hoy no ha habido trabajo en la casa; el comercio está casi en suspenso por

falta de transacciones. —La situación es apremiante. —Así lo noto. —Menos para Turner que tiene la pingüe entrada de los molinos. —Es cierto. —Siempre los extranjeros sacan ventajas; los hijos del país somos los

arruinados. —¿Ha estado Ud. en la Prefectura? —Fui donde el General y no he logrado verle; traigo una mala espina. —¿Y es? —Que ha estado en conferencia con el prefecto Berenguel; esto es de

mal agüero para nosotros; pero vamos caminando —añadió, dando algunos pasos.

—Dispense Ud. doctor que no le acompañe —dijo Enrique. —¿Va Ud. a otra parte? —Sí; desde que llegué no he tenido tiempo para recorrer Arequipa, pues

siempre se me han interpuesto mil inconvenientes, y ya que la oportunidad se me presenta voy a cumplir en parte mi deseo. Anhelo recorrer otra vez los sitios que frecuenté cuando era niño, buscar a las personas con quienes com- partí los mejores días de mi infancia. Quiero ver también ese fuerte Malakoff, de que tanto se habla.

—Es muy justo, muy justo; no le detengo más; hasta luego. —Hasta luego, doctor. Enrique tomó la dirección de la calle San Pedro.

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segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 18

El encuentro

acía un calor sofocante. Los Inmortales trabajaban con ardor. Jorge dirigía personalmente la obra, y de vez en cuando entusiasmaba

a los trabajadores con patrióticas frases. De improviso, Luis se le acercó de puntillas y le puso la mano en el

hombro. Jorge se volvió con presteza. —¡Qué buen susto te he dado! —¿Hasta cuando no serás formal? —¿Y qué pruebas tienes de mi informalidad? Los peones se reían. —¿No ves? Apenas apareces por aquí cuando se interrumpe el orden.

—Sólo faltaba que me riñeras cuando he venido hasta aquí, únicamente por darte un gusto —dijo Luis sacando del bolsillo un periódico. —¿Qué es? —preguntó Jorge quitándoselo.

—Lo he traído porque he encontrado en él unos versos de Bonifaz. —¡A ver! ¡A ver! —dijeron los trabajadores soltando los instrumentos

de trabajo. —Pero vamos a perder un tiempo precioso —dijo Jorge. —Mientras descansamos un poco —dijo un Inmortal, limpiándose la

frente. —Sí, que estoy medio muerto —añadió otro. —No interrumpiremos —dijo un tercero. —Atiendan pues —dijo Luis, colocándose de modo que pudiera leer por

sobre el hombro de su amigo. Jorge empezó así:

A LOS HIJOS DEL MISTI

Ínclitos hijos de la patria mía, Que en las faldas del Misti habéis nacido, Pueblo lleno de fe, tenaz vigía, Puesto entre el opresor y el oprimido. Jamás os encontró la tiranía Defendiendo su trono envilecido. Salud y libertad, pueblo grandioso, Hijo digno del Misti majestuoso.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Bravo! —exclamó uno rompiendo el compromiso. Luis le impuso silencio llevando un dedo a la boca.

Salud, mil y mil veces soberano, Entre los pueblos del Perú el primero, Pulverizad cual siempre en vuestra mano Los hierros del Poder, su orgullo fiero. Vuestro grito de alarma no es en vano; Con su grito os responde el pueblo entero De esa hermosa Nación, triste, jadeante, Presa de la ambición más repugnante.

Seguid; no desmayéis, que el triunfo hermoso Coronará la empresa comenzada; Jamás, jamás el triunfo fue dudoso, Cuando la libertad fue proclamada. Nunca un pueblo guerrero y valeroso, Dejó de ver su obra coronada, Cuando a la sombra de principios santos, Defendió sus derechos sacrosantos.

Vosotros libres sois; esa es la herencia Que nuestros viejos padres nos legaron; Por nuestra dignidad e independencia Su generosa sangre derramaron; Y si abrigáis aun en la conciencia Ese germen vital que ellos plantaron, No, jamás consintáis que ningún hombre Manche ni su pureza ni su nombre.

Mirad, mirad: doquier tendáis los ojos En la vasta extensión de nuestro suelo, Inundados veréis, cubiertos, rojos, Nuestros campos de sangre con un velo; Las ciudades corred, veréis despojos Y víctimas que claman en su duelo. ¿Qué es la libertad? ¿Cuál es el fruto De tanta sangre, lágrimas y luto?

Mas, treinta años de guerra parricida Y de cuadros horribles y espantosos, La amada libertad siempre vendida;

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Y los pueblos ¡qué horror! siempre en destrozos, Los millares de víctimas sin vida Sirviendo de escalera a los viciosos, A los hombres sin dogma ni clemencia,

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segunda Parte / 50 capítulos

Sin corazón, tal vez, y sin conciencia.

—¡Cierto! ¡Cierto! ¡Bien! ¡Muy bien! —Aquí viene lo mejor —dijo Luis. —¡Atención!...

Yo respiré también allá en la infancia, El aura embriagadora de nuestro suelo, Y de mi juventud en la ignorancia, Soñé la libertad bajo su cielo; Allí templó mi alma la constancia Y allí mi corazón tomando vuelo, Bebió del porvenir el sentimiento, A través del azul del firmamento.

—¡Oh, qué lindo!... exclamó el mismo Jorge, sin poderse contener, y continuó:

Todo allí es libertad, todo allí inspira La idea de ser libre, al ser pensante; Allí un aire purísimo se aspira Y se goza de un sol puro y brillante, Vuela la inteligencia cuando admira Del gran Misti la talla de gigante, Y su altura la mente contemplando Va independencia y libertad soñando.

—¡Que viva el poeta! —¡Que viva! —¡Adelante!

Compatriotas: corred a las trincheras, A defender nuestra ciudad querida, Si del tirano las falanges fieras La libertad amagan y la vida, Sean vuestras descargas las primeras, Y que no haya una bala que perdida Nuestros caros y santos intereses Deje de hacer triunfar como otras veces.

—¡Bravo! —¡Vencer o morir! —exclamaron aquellos heroicos paisanos. Jorge tomó una entonación elevada, y con voz vibrante, dijo:

La Nación os contempla y de la historia Se entreabren ya las páginas radiantes, Para inmortalizar vuestra memoria,

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Consignando los hechos más brillantes,

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Por doquier que vayáis de la victoria El camino marcad siempre triunfantes, Llevando el estandarte en vuestras manos ¡Que libertad anuncie a los peruanos!

Un aplauso inmenso resonó. Los más entusiastas arrojaron sus sombreros en señal de ovación, y los

¡hurras! estallaron atronadores. Por segunda vez, el bardo arequipeño, triunfaba en el corazón de sus

conciudadanos. El delirio de la gloria se había apoderado de ese puñado de valientes, que

entonando el Ataque de Uchumayo, tornaron a su trabajo, desplegando nuevo ardor.

Jorge se disponía a ayudarles, porque la fiebre del entusiasmo es contagiosa, cuando vio ascender rápidamente al fuerte, a un hombre que desde lejos le llamó:

—¡Jorge! El joven dio un grito y corrió hacia él, exclamando: —¡Enrique! Mas, a corta distancia se detuvo, y quedó inmóvil, cual si repentinamente se

hubiera petrificado. Enrique le echó los brazos, diciendo: —¿No me has reconocido? —¡Señor!... —balbuceó Jorge. —¿Qué dices? ¿No me quieres como antes? —dijo Enrique apartándose

un tanto. —¡Oh, sí! ¡Siempre lo mismo, ahora mucho más!... pero... Jorge se detuvo; sus ojos se empañaron. Enrique comprendió. —Yo soy siempre Enrique —se apresuró a decir— y nada más que Enrique.

Llámame así, o me voy. —¡No, Enrique, hermano mío! —exclamó Jorge, estrechándole entre sus

brazos. Como sucede en situaciones semejantes, el fuerte, los trabajadores, cuanto le

rodeaba, desapareció de la vista y de la mente de Jorge. Por eso no se apercibió de la estupefacción de los Inmortales, ni de que Luis, medio oculto detrás de un parapeto, observaba la escena, con la expresión de asombro más cómica del mundo.

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segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 19

Un compromiso ineludible

—V

ámonos de aquí —dijo Enrique— el sol abrasa, el polvo ahoga. Jorge se dejó conducir sin resistencia y en un momento estuvieron en la calle.

—¿Dónde vives? —preguntó Enrique. —En la calle Santa Teresa. Si gustas, vamos allá. —Sí; porque la mía está muy lejos. Jorge guardó silencio. ¿Qué sería de Elena? No se atrevía a preguntarlo, temblaba de saberlo. —Estos trabajos están muy adelantados —dijo Enrique, fijándose en los fosos

que precedían a la gran trinchera— muy bravo ha de ser Castilla para tomar Arequipa por este lado.

—Se hace lo posible por evitarlo —respondió maquinalmente Jorge. —Pero de quienes hay que guardarse más, es de los enemigos interiores.

¿Sabes que se dice muy bajo, que los principales jefes vivanquistas, tratan de formar un complot?

—¿Con qué objeto? —preguntó Jorge distraídamente. —Con el de destituir al general Vivanco. —¡Eso no es posible! —¿Qué, no? Pues hijo, sé de muy buena tinta, que el general Echenique

está oculto en Islay, esperando el movimiento que debe ponerle al frente de la situación; porque la mayor parte de los jefes le pertenecen.

—Nada podrán mientras subsistan los Inmortales. —Verdad que la empresa será difícil. En esto llegaron a la esquina. —¿Esta es la segunda trinchera? —Sí, toda la ciudad está cerrada por dobles trincheras. —Arequipa por sí misma es una defensa; pero exige mucha vigilancia.

—Y que todos sus vecinos estén interesados en guardarla; porque una sola familia puede abrir las puertas al enemigo, dándole entrada por el interior de su casa.

—Lima tiene la ventaja de ser amurallada. —Pero con el inconveniente de estar tan próxima al mar, que fácilmente se

le puede invadir con grandes ejércitos y máquinas de guerra, mientras que nosotros tenemos el desierto por medio.

—Sí, y además Lima no resiste un cañonazo. —Como es de madera...

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Una bala de fusil recorre una manzana; por eso el más pequeño motín produce un conflicto.

—Tampoco hay en Arequipa peligro de incendio. —Y en la capital sí. —Hemos llegado —dijo Jorge, deteniéndose delante de la casita en que

vimos expirar a don Raimundo Flores. El taller del honrado José estaba cerrado. La familia no estaba en casa. Reinaba un profundo silencio. Jorge condujo a Enrique al cuartito que le conocemos, junto a la reja de

caña del jardín, abrió y ambos entraron. Enrique penetró al cuarto del pintor y un tinte melancólico se extendió por

su fisonomía. Varios cuadros colgaban de la pared; sobre una mesa se veían bocetos,

pinceles, acuarelas, libros, cajas de pinturas, etc., todo mezclado con pequeños proyectiles y fragmentos de fusil.

Jorge aproximó una silla para que tomara asiento Enrique. Este examinaba con la vista aquella modesta habitación, y deteniendo su

mirada en los cuadros, exhaló un suspiro. Jorge abrió la ventana que daba al jardín, y se inundó de luz aquel recinto.

—Este cuadro lo conozco —dijo Enrique, deteniéndose delante de un paisaje que representaba el Puente viejo— es el primero que pintaste y perte- neció un tiempo a mi familia.

Jorge, colocado a espaldas de su amigo, repuso, dando a la voz la mayor naturalidad que pudo:

—Le pertenece siempre, no he hecho más que guardarlo durante su per- manencia en Lima.

—Mi madre te dio orden de que lo vendieses todo. —Yo compré el cuadro para devolvérselo. Enrique se sintió conmovido. —¡Qué época aquélla tan feliz! —dijo volviéndose hacia Jorge—. Este

cuarto, este jardín, estos cuadros, han traído a mi memoria esos días de la infancia, que pasaron para no volver. ¿Los recuerdas? —y añadió sentándose—: Nuestra casa era un paraíso, y nosotros, niños o adolescentes constituíamos la alegría y la esperanza de nuestros padres. Nuestros progresos motivaban días de gran fiesta. Toda la alta sociedad concurría a nuestros salones a aplaudir- nos y alentarnos. Mi madre, hermosa y elegante, mi padre lleno de nobleza y respetabilidad, recibían verdaderos homenajes de cuantos pisaban nuestras afelpadas alfombras. Nuestra vocación estaba de manifiesto: yo sería marino, tú descollabas sobre todos nosotros con el esplendor del genio, tú eras un gran

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segunda Parte / 50 capítulos

artista, y debías partir a Italia, para ser un eximio pintor. ¿Te acuerdas? El día que exhibiste este cuadro, mi madre te estrechó en sus brazos, mi padre se frotó las manos y predijo que tú solo darías más lustre al Perú, que todos esos batalladores que ostentan medallas y bordados. Hoy, nadie recordaría que la casa del doctor Velarde se inundó de luces, para que la aristocrática y lujosa concurrencia viera bien este cuadro.

Jorge escuchaba a Enrique con aparente tranquilidad; ni un gesto, ni un movimiento denunció la agitación de su alma. Cada frase, cada recuerdo, era una flecha envenenada que se clavaba en su corazón; pero Jorge, a fuerza de sufrir, había llegado a comprender que a él no le era permitido manifestar en público que pensaba y sentía como los demás, y había conseguido, no sin supremo esfuerzo, cubrir con una careta de impasibilidad, todas las delicadezas de su hermosa alma, todas las emociones de su gran corazón.

Temiendo que su acento, tal vez inseguro, desmintiera la serenidad de su fisonomía, respondió a Enrique con un movimiento de cabeza y con una sonrisa que resultó amarga.

—¡Qué distinta ha venido a ser la realidad del ensueño! —continuó En- rique—. Mis padres duermen bajo una losa, en tierra extraña; tal vez sabrás que hace dos años que murió mi adorada madre.

Jorge hizo un movimiento de doloroso asombro. —¿No lo has sabido? —No —repuso con voz apagada—, no he sabido nada. —¡Oh! En siete años han sucedido muchas cosas, querido Jorge. Hubo una corta pausa. Después continuó Enrique: —Como decía, mis padres yacen en el cementerio de Lima; yo sólo soy

marino en el mar de la vida; tú —añadió sonriendo con tristeza— ya lo ves: tu soñada Italia se ha convertido en este cuarto y en las trincheras de San Pedro.

—Aquellos fueron sueños de niño —dijo Jorge—, solo el atolondramiento de la infancia puede excusarme de haber pensado en lo que no estaba a mi alcance.

—Di más bien que Dios dispuso las cosas de otra manera; porque si tú y yo, delirábamos con la gloria y con la fama, aunque en diversos sentidos, era apoyados en las promesas de mi padre, que indudablemente se habrían cumplido.

Jorge extrañaba que Enrique aún no hubiera hablado de Elena, y aunque lo temía, víctima de cruel zozobra, varias veces había intentado preguntar por ella; pero un poder oculto sellaba sus labios. Por último, haciendo un esfuerzo, y conteniendo apenas los latidos de su corazón, preguntó:

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿Y tu hermana?... Y como si hubiera agotado sus fuerzas, tomó asiento en una silla inmediata.

Enrique, bien lejos de sospechar lo que pasaba por su amigo, dijo con una entonación que hizo paralizar los latidos del corazón de Jorge. —¿Elena?... ¡Desgraciada!

—¿Ha muerto? —balbuceó Jorge. —No, hermano mío, no ha muerto, gracias al clima de Arequipa. —¡Está aquí! —exclamó inconteniblemente. —Más de cuatro meses —repuso con naturalidad Enrique. Sucedió un momento de silencio. Durante él, pensó Enrique que no había necesidad de decir a Jorge la

excepcional situación de su hermana, que para explicar su conducta actual, que no dejaría de parecerle extraña, tendría necesidad de referirle una historia cuyos recuerdos dolorosos no tenía deseo de evocar.

—Luego, ¿ha estado enferma? —se aventuró a preguntar Jorge. —El temperamento de Lima, le afectó los pulmones y la puso a las puertas de

la muerte. ¡Pobre mi hermana! Solo por ella —continuó— he venido, desafiando el sitio y sus consecuencias; felizmente no ha sido infructuoso nuestro viaje, puesto que se halla casi del todo restablecida.

Jorge respiró. A cada instante había temido oír que Elena se había casado. —¡Pero observo —dijo Enrique fijando una mirada en su amigo—que has cambiado mucho de carácter!

—¡Puede ser! No son lo mismo los quince años que los veinticinco. —Convengo en ello; pero aun cuando noto en mí un cambio extraordi-

nario, con todo, no creo haber variado tanto como tú, y seguramente que tú no has sufrido la cuarta parte que yo.

Jorge sonrió. —Pero, ¿por qué crees que he cambiado tanto? —dijo. —¡Toma! Tú eras alegre, franco, expansivo; hoy te encuentro reservado,

silencioso, hasta indiferente; antes te conmovías con suma facilidad; creo que ahora nada es capaz de emocionarte vivamente.

Jorge hizo con la cabeza un movimiento negativo. —Demás lo niegas —dijo Enrique, obsequiando un cigarrillo a su amigo y

encendiendo, él, otro—. Vamos, señor artista —continuó en tono de broma—. ¿Qué ha hecho Ud. de la exquisita sensibilidad de su alma?

—La he guardado para los días de fiesta —repuso Jorge en el mismo tono.

—¡Vamos, hombre! Siquiera he logrado arrancarte una frase humorística —dijo Enrique alegremente, con ese encantador aturdimiento de la juven- tud.

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segunda Parte / 50 capítulos

—No soy tan serio como me supones —dijo Jorge, afectando un bienestar que estaba muy distante de él.

—Si es así, forzoso es que ahora te halles muy preocupado. —Es verdad. —Ya caigo; las trincheras, los Inmortales, los echeniquistas, ¿no es esto? —¡Pudiera ser! —Lo dices de un modo... ¡Ah! ¡Estás enamorado! Jorge sintió que la sangre se helaba en sus venas y trató de disimular su

emoción con una sonrisa desdeñosa. —¡Vamos! Cuéntame tus aventuras, que al fin, como artista, no deben

faltarte. —Nada de eso, yo vivo consagrado a mi familia y al trabajo. —¿Te casaste? —Nunca he pensado en ello. —¿Piensas entrar de lego? —No se me ha ocurrido hasta ahora. —Estás intratable, reservado hasta la exageración. —Mi reserva consiste en no tener qué contar. —¿Tú? ¿Joven, poeta, pintor, soñador, artista? Eso sí que no me haces creer.

Veamos si en otro terreno eres más expansivo. ¿Cuántos cuadros notables has pintado en siete años?

—Muy pocos —dijo Jorge, alegrándose de que la conversación tomase otro giro—. Pintar cuadros en Arequipa, es dejarse morir de hambre. —¿Y cómo vives por la pintura?

—Fácilmente, echando color a las puertas. —Lástima que abandones el pincel por la brocha; pero según veo te dis-

pones a pintar un cuadro bastante grande —dijo Enrique, fijándose en un lienzo preparado que estaba en el caballete.

—Sí, voy a pintar un cuadro bíblico, que fray Antonio me ha enco- mendado.

—¿Vive fray Antonio? —preguntó con interés Enrique. —Sí; te recuerda mucho, lo mismo que a toda la familia. —Uno de estos días voy a hacerle una visita; quizá sea el único amigo que

del tiempo de la prosperidad nos quede. Pero volviendo a los cuadros, ¿recuerdas que en los días en que nos separamos, te preparabas a obsequiar a mi madre uno, en que ibas a inmortalizar tu pincel?

Jorge se estremeció. —Sí —murmuró. —Era el retrato de Elena. —Efectivamente.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿Quieres hacerme un favor? —¿Un favor yo? ¿Tú puedes pedirme favores? —Entonces, retrata a mi hermana. Jorge sintió que la sangre se le agolpaba al corazón. Buscó una respuesta y no la halló. Pero era necesario decir algo. Enrique estaba pendiente de sus labios. Una

negativa era imposible. Con la celeridad del relámpago, pasó todo por su mente y solo acertó a preguntar:

—¿Ahora? —Sí, Jorge, sí. La salud de mi hermana está muy delicada; su completo

restablecimiento será un milagro y pasará mucho tiempo para conseguirlo; en el caso contrario, el sufrimiento físico acabará por marchitar su belleza y yo quiero tener una copia de ella; tú eres el único capaz de trasladarla al lienzo. ¡Si la vieras!... La convalecencia ha impreso en su semblante una belleza ideal, ha dado a su fisonomía una suavidad, a su mirada una languidez, que realmente son dignas de que las reproduzca tu pincel.

Jorge estaba aturdido. Las palabras de Enrique zumbaban en sus oídos, como el preludio de una tempestad que debía estallar, no en las remotas alturas del cielo, sino en lo más recóndito de su corazón.

—¿Ya ves? —continuó el hermano de Elena, notando que Jorge nada decía—. No debemos perder un día, el más ligero accidente puede malograr el retrato.

Jorge comprendió que algo debía decir y logró pronunciar con voz firme: —Tienes razón, no se debe perder tiempo. —Entonces con tu permiso —dijo Enrique, levantándose—, ahora mismo

voy a hacer llevar este caballete a casa. Jorge quiso detenerle; pero no halló qué decir. Enrique, sin apercibirse de nada, se dirigió a la puerta de calle. Casualmente

pasaba un muchacho, silbando. —¡Oye! —le gritó Enrique. El muchacho se acercó. —¿Quieres ganar cuatro reales? —Como no, señor —Ven, pues. Enrique seguido del muchacho volvió donde Jorge, que permanecía en el

mismo sitio. —Lleva eso —dijo señalando el caballete y el lienzo. —¿Dónde, señor? —Voy contigo. Jorge levantó con cuidado el aparato y lo puso sobre la espalda del mu-

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C

segunda Parte / 50 capítulos

chacho, atándolo con una soga. Enrique vio el reloj:

—Las tres y media —dijo. —Es muy tarde —agregó Jorge, por decir algo. —¿A qué hora puedes ir mañana? —preguntó Enrique. —A la una —respondió mecánicamente Jorge. —Yo mismo vendré a llevarte. Hasta mañana, hermano —dijo estrechando

la mano del pintor, que le acompañó hasta la puerta, disfrazando sus emociones con una sonrisa.

Cuando Jorge quedó solo, se oprimió las sienes con ambas manos. —¡Ver a Elena! —dijo—. ¡Verla mañana! ¡Retratarla yo mismo! ¡Señor, ten

piedad de mí!

Capítulo 20

Victimar sin saberlo

omo Enrique lo había dicho, Elena se hallaba, en apariencia al menos, bastante restablecida. Sin los sobresaltos del sitio, sin sus sufrimientos morales, habría sido

fácil que recuperase del todo la salud. Su sistema nervioso estaba bastante alterado. El día de los funerales del inmortal, se había asomado a la ventana para ver

desfilar el cortejo. Mas, aquel lúgubre aparato, aquella música, aquellos lamentos, la impresionaron mucho.

Sea por casualidad, o porque lo buscase con la vista, llegó a divisar entre la multitud a un joven que caminaba distraídamente, y retrocediendo, lanzó un grito y cayó presa de un vértigo, en el sillón inmediato.

Como hubo transcurrido mes y medio de este accidente, volvió a re- ponerse.

El clima triunfaba sobre la tisis. Cuando Enrique llegó a la casa, encontró a Elena y a Hortensia, sentadas

al pie de la ventana que daba al segundo patio, entretenidas con un dechado de bordados.

Formaban un grupo interesante. Hortensia, más desarrollada que su amiga, era el tipo de la mujer hermosa;

sus ojos negros y rasgados, su cabello de ébano, su tez ligeramente morena, le daban cierto aire oriental.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Elena era la belleza ideal, la belleza perfecta. Conservaba aún cierto aire infantil, que daba a su fisonomía una expresión

angelical. Ligeros tintes de rosa asomaban ya a sus mejillas, sus labios recobraban,

poco a poco, su perdido color; su nívea frente, su rubia cabellera, sus ojos azules, bañados en melancolía, como el cielo en los rayos de la luna, su sonrisa de niña, su talle esbelto, delgado, casi diáfano, formaban un tipo célico.

Enrique entró con el aturdimiento del niño, que halla en la calle un ju- guete.

Las dos jóvenes alzaron a la vez la cabeza. —¿Qué cosa es esa que traes? —preguntó Elena. —¡Ya lo verás! —dijo Enrique y volviéndose al muchacho, lo desembarazó de

su carga, poniéndola delante de la consola. —Un caballete y un lienzo —dijo Hortensia. Elena se emocionó. Enrique pagó al muchacho y lo despidió, y volviéndose a las niñas, les dijo

jovialmente: —A que no adivinan por qué he traído este aparato. —Se lo habrán dado a guardar —dijo Hortensia. —¡Te lo habrán empeñado! —dijo Elena, no sin cierta inquietud. —Nada de eso, esta prenda pertenece a un amigo mío y tuyo. Los tenues tintes rosados, desaparecieron de las mejillas de Elena. —No comprendo —murmuró tímidamente. —¿Tendrías tan poca memoria, que hubieras olvidado al eximio artista de

quince años, como le llamaba mi padre a tu hermano de leche? Elena, haciendo un supremo esfuerzo sobre sí misma, dijo con voz débil: —No, no lo he olvidado.

—¿Es pintor? —preguntó Hortensia. —Sí, señorita —repuso Enrique, tomando asiento a espaldas de su her-

mana—, más que eso, es un verdadero artista y habría sido un pintor famoso, de no habernos vuelto la espalda la fortuna. Jorge debió concluir sus estudios en Italia, la tierra clásica del arte. ¿No es verdad, hermana?

—Así fue —contestó Elena, examinando el dechado22 que Hortensia tenía entre las manos.

—Pues ha sido una lástima que así no sucediese —dijo Hortensia. —Y muy grande —agregó Enrique—. Vea Ud., señorita, Francisco Laso está

llamando la atención en Europa; sin embargo, cuando vino y le presentaron el cuadro de la Primavera, hecho por Jorge, no quiso creer que fuese obra de

22 Dechado: Labor que las jóvenes ejecutan en lienzo para aprender, imitando las diferentes

mues- tras.

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segunda Parte / 50 capítulos

un niño de quince años, asegurando que ni él ni ningún artista, desdeñaría poner su firma al pie. Verdad es que Jorge había recibido antes lecciones de un famoso pintor italiano, que vino por motivos de salud.

—Ya está Ud. picando mi curiosidad por conocer a su amigo. —Mañana tendré el gusto de presentárselo. —¿Mañana? —dijo Elena temblando. —He quedado en ir a traerle a la una del día. Creí, con ello, darte un ver-

dadero placer —dijo Enrique, jugando con los rubios cabellos de su hermana, que no apartaba los ojos del dechado.

—Así es —balbuceó esta. —Pero ni siquiera me has preguntado dónde lo he visto, ni dónde lo

encontré. —¡Es verdad! Estaba tan... —Sí, es sabido —interrumpió Enrique— que cuando las niñas toman el

bordado, las sedas y las mostacillas, ya no se acuerdan de nada; el mundo entero les importa poco.

Elena probó a sonreír. Hortensia dijo: —Así me sucede, aunque no con tanta exageración. Elena debe ser lo

mismo. —Cierto, hermanita —dijo esta, alzando sus hermosos ojos y mirando a

su amiga. —¡Si las conoceré!... —añadió Enrique sonriendo— En fin, todo te lo

referiré con puntos y comas, como se dice vulgarmente, en la velada de esta noche; pero ante todo quiero decirte, querida hermana, cuál es el principal objeto de la venida de Jorge.

—¿Cuál? —preguntó esta, a quien las fuerzas iban faltando. —Viene a retratarte. —¿A mí? —exclamó Elena, llevándose involuntariamente la mano a la

frente. —Sí, ¿por qué te extraña? —Eso es imposible. —¿Imposible? No veo la causa. Elena notó que había cometido una imprudencia. —Estoy muy enferma —añadió para justificar su negativa. —Justamente, aprovechando de tu casi completo restablecimiento, es que

deseo hacerte retratar. —¿Por qué no aguardas a que sane del todo?... —Porque no siempre se presentan oportunidades como la de ahora. No

sé si sea parcialidad de cariño; pero es lo cierto que ningún pincel me gusta

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Jorge, El Hijo del Pueblo

como el de Jorge; si él no te retrata, no quedaré satisfecho, aunque el mismo Laso lo haga. Ahora bien, estamos en guerra, diariamente mueren dos a tres arequipeños. Jorge es un muchacho arrojado, su acción del día de San Andrés lo comprueba demasiado y no sería extraño que el día menos pensado, lo recogieran en una manta inválido o muerto, y...

Elena exhaló un gemido e inclinó la frente. Hortensia se precipitó hacia ella. Enrique se inclinó hacia su hermana. —¿Qué es esto? —exclamó sosteniendo la cabeza de Elena... —¡Un vahído! —dijo Hortensia, viendo el semblante de Elena del color

del junco—. Haga Ud. traer agua con vino, esto es pura debilidad. Enrique no se hizo repetir la indicación y salió, dejando a Elena en brazos de su amiga.

—¡Esto es nada! —dijo Elena con voz desfallecida. —¡Bebe! —dijo Enrique entrando con lo pedido. Elena bebió a pequeños sorbos. Enrique le tomó el pulso. —¡Estás muy débil! —dijo. —¡Y en extremo nerviosa! —añadió Hortensia—, no puede oír hablar de

muertes ni desgracias. ¿Qué será cuando llegue el momento del ataque? —¡Me moriré antes! —dijo Elena con entera seguridad. —¡Hum! ¿No ve Ud. qué ideas? —dijo Enrique, oprimiéndole la mano. —¡Quién sabe si nos enterrarás a todos! —dijo Hortensia. —¡Ay! No me desees tanto mal —repuso Elena, suspirando. Enrique y Hortensia se miraron y sonrieron.

—Toma otro poquito —dijo Hortensia, presentándole la copa. Elena obedeció.

—Conque, ¿es cosa decidida que prestará Ud. su cabecita para un cuadro? —dijo Hortensia, con el objeto de distraer a su amiga.

—Si Enrique se empeña... —¡Yo también me intereso! —dijo con viveza Hortensia. —Sí, hermana mía, eso aun de distracción puede servirte. Además, ¿qué

diría Jorge si le infirieras tamaño desaire? —Sea —repuso Elena, con la resignación de los mártires.

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segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 21

Los espectadores no se aperciben del drama

álida, cual los pétalos de la magnolia; lánguida, como el desma- yo de la luz sobre las ondas; bella, como el postrer rayo de la esperanza; triste, como el canto de la tórtola, se levantó Elena al siguiente día.

¡Jorge iba a verla! Después de siete años de ausencia, después de una suprema despedida,

cuando un abismo mayor los apartaba, por primera vez iban a colocarse frente a frente, iban a hablarse.

En vano trataba Elena de contener los latidos de su corazón. El deber y la pasión se daban terrible batalla en su corazón lastimado. En hora fatal había pronunciado aquel sí, que encadenó su suerte a un

miserable. ¡Desdichada!

Después del almuerzo, Enrique se fue a la oficina.

Poco después entró Hortensia, que dicho sea, nada había sospechado. —¿Cómo has pasado la noche? —preguntó a su amiga. —¡Así!... —¿Has dormido? —No. —Vamos, vamos, es preciso que no estés triste, hoy viene tu pintor favo-

rito, preciso es que halle tu semblante risueño, para que el retrato salga con expresión de vida. ¿Qué vestido piensas ponerte?

—Ningún otro que este. —¡Cómo! ¿Con bata blanca? —El vestido es lo de menos por ahora. Jorge decía que lo principal era la

delineación de la cabeza, que el traje podía ser caprichoso. —Convengo en ello; ¿pero el peinado?

—Tienes razón, eso ya es otra cosa. —Si quieres ensayaré uno, que creo te sentará mucho. —Eres tan buena... —Pero te diré con franqueza, que me gustan tanto tus cabellos rubios

ondulantes, sueltos, como los llevas ahora, que mi opinión sería que así los trasladase el pincel al lienzo. ¿Te parece?

—Como quieras —repuso con distracción Elena. —¡Pero, criatura de Dios!, manifiestas una indiferencia... Elena suspiró.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Para no errar —continuó Hortensia— me parece, lo más acertado es consultar con el artista.

Elena aprobó con un movimiento. —Te voy a arreglar el cabello, si no le gusta al pintor, tendrá que aguardar

unos diez minutos, tiempo necesario para hacerte un peinado a la moda. Hortensia cogió una peineta y principió a bajar suavemente el cabello de su amiga.

Hubo un momento de silencio. Elena lo rompió, diciendo: —¿Te acuerdas, Hortensia, de la noche aquella, en que con igual afán te

esforzabas en arreglarme para la boda? —¿A qué viene ese recuerdo? —Entonces, como ahora, mi traje era blanco; entre las finísimas blondas

de aquel, brotaban los azahares de la desposada, en mi cabeza pusiste una corona de ellas, y cada flor ocultaba una de las espinas que hoy se hincan en mi corazón.

—Pero, querida Elena, ¿qué relación le hallas a aquella noche con este día? —Hoy es 13 de enero, hoy hace dos años... —¡Verdad!, no lo recordaba. Después de una pausa, dijo Hortensia: —Pero hoy, no pretendo llevarte por segunda vez al sacrificio, hoy, solo

quiero dar realce a tu belleza, para que el pincel de un gran artista la inmor- talice.

Elena sonrió tristemente. —Tal vez, querida Hortensia, me conduces a la tumba. —Hoy estás nerviosísima, querida mía. Mira, voy a sujetar estos cabellos de

oro con un listón celeste, como tus ojos; es un color que creo hará efecto en el cuadro; no te muevas, vuelvo al instante.

Hortensia salió ligera como un pájaro, mientras Elena quedaba sumida en sus pensamientos. Cinco minutos después, volvió aquella con el listón. Elena le envió una sonrisa.

Hortensia, con encantadora coquetería, colocó la cinta en la linda cabeza de Elena, y apartándose un poco para mirarla:

—¡Linda, lindísima! —dijo en un arranque de entusiasmo—. Muy mal gusto ha de tener el señor artista, para pretender reproducirte con un odioso peinado de moda.

Elena se levantó y pagó con un abrazo el cariñoso lenguaje de su amiga. Hortensia la llevó de la mano ante el espejo. Elena se contempló en la luna, y una sonrisa brilló en sus labios. Estaba sublimemente bella.

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segunda Parte / 50 capítulos

Su cabellera caía como una cascada de ondas doradas sobre sus hombros y espaldas, a lo largo del talle, y aquel diluvio de sedosas guedejas, no estaban sujetas sino por el angosto listón celeste, medio perdido entre ellas.

Sus ojos grandes, melancólicos, rivalizaban en belleza de color con el listón de su cabeza.

En este momento entró Mercedes, y al ver a Elena de aquella manera y con su larga bata blanca, se detuvo asombrada. Elena se ruborizó. —¡Oh! ¡Qué hermosa estás! —dijo Mercedes—; acostumbrada a verte enferma, hoy que estás bien, me has parecido un ángel. —¡Aduladora! —repuso la niña con cariñosa entonación. Hortensia sonreía.

—¿Conque, hoy principian tu retrato? —¡Así dice Enrique! —Yo quería que te retratasen de cuerpo entero y en tu tamaño natural. —El lienzo es muy pequeño —dijo Hortensia. —Saldrás en busto. —¡Cuando más! —Acá viene mi papá. Elena se apartó rápidamente del espejo y salió al salón donde estaba el

doctor Peña. —Qué aliviada parece mi enferma —dijo, dándole la mano. —No tanto como parece, doctor. —Veamos el pulso. Elena invitó al doctor a sentarse, y ella misma tomó asiento en el sofá. El doctor se sentó a su lado y le tomó el pulso. —Está agitado —dijo. —Cree que se va a morir —manifestó Hortensia. El doctor le miraba los ojos con suma atención. —¡Es extraño! —dijo—. Ayer a esta hora estaba Ud. mejor que hoy. —Sí, lo conozco. —Pero esto es nada —se apresuró a decir el doctor—, esto es nada; en dos

días recuperará Ud. lo poco que ha perdido. Mi receta por hoy se reduce a recomendarle la exactitud en el régimen prescrito y sobre todo, mucha tranquilidad de espíritu, mucha distracción.

—El asunto del retrato viene perfectamente —dijo Mercedes. —¿Qué hora tienes, papá? —preguntó Hortensia. El doctor vio el reloj. —Las doce y media. —Se aproxima la hora —dijo Mercedes. Los latidos del corazón de Elena se hicieron más violentos. Sufría horri -

blemente.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Era víctima de la sensación que debe experimentar el reo, al aproximarse la hora de abandonar la prisión para salir al cadalso.

—Mamá dijo que la llamásemos cuando fuese tiempo; porque quiere conocer al pintor —dijo Mercedes, y salió.

—Yo también deseo conocer a ese artista, a ese héroe. —¿Héroe, papá? —preguntó Hortensia. —¿No has oído hablar de lo que hizo el 30 de noviembre, día de San

Andrés? —¡Ignoraba que fuese él! —Su vida es un milagro —continuó el doctor—, según lo que he oído

referir a testigos oculares, sólo pudo salvarse por el asombro que su mismo arrojo produjo en el enemigo; fue un momento de estupor de que este no se dio cuenta.

—En la misma mañana parece que clavó dos cañones —dijo Hortensia. —Es cierto. En este momento se sintieron pasos en ambos patios, y doña Luisa con

Mercedes entraron por el interior. Elena se puso mortalmente pálida, y en el mismo instante en que todas sus

fuerzas físicas y morales parecían abandonarla, tuvo que ponerse de pie y esforzar una sonrisa para recibir a la señora.

A la vez, Jorge y Enrique aparecieron en la puerta principal. Jorge se quedó un instante inmóvil junto a la mampara, vio a Elena y algo

indescriptible pasó por sus ojos; pero con duración de relámpago. Su corazón palpitaba con tanta violencia, que si alguien se hubiera fijado, habría visto saltar la cadena del reloj, que llevaba puesta. Sin embargo, su semblante, aunque algo pálido, no revelaba la menor alteración.

Todos los ojos se volvieron hacia él. El doctor se puso de pie. Había creído ver entrar a un hombre vulgar por la

apariencia, y tenía delante a un joven distinguido. Jorge vestía de negro, con elegante sencillez; en la mano derecha tenía el

sombrero, su cabeza descubierta y perfectamente arreglada, era aristocrática y hermosa.

No era ya aquel Jorge que cubierto de polvo, trabajaba en las trincheras. El traje, dando debido realce a sus prendas personales, había producido en él, completa transformación.

Elena lo miró y halló al mismo bello Jorge de su infancia con la sola dife- rencia de ser ahora un joven en toda la plenitud de su primavera. Jorge saludó en general con una ligera inclinación, y Enrique lo con- dujo ante su hermana.

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segunda Parte / 50 capítulos

—Aquí tienes a Elena —dijo. Jorge con pasmosa naturalidad se inclinó ante ella, diciendo: —Señorita... Elena se turbo aun más de lo que estaba. —¡Cómo! ¿Señorita? —dijo Enrique—, llámala como siempre, Elena,

hermana. Los labios de Jorge se agitaron convulsivamente sin pronunciar nada. —¡Jorge!... —balbuceó Elena, con acento ofendido, tendiéndole una mano,

que éste se apresuró a estrechar con suave y ceremoniosa galantería. Elena se sentó; porque no podía sostenerse ya en pie.

A indicación de Enrique, Jorge tomó asiento, después de dejar su sombrero sobre la mesa.

—Tienen ustedes presente, amigos míos, al gran artista cuyas obras de niño admiraron al mismo Laso —dijo Enrique.

—Eso es algo exagerado —dijo Jorge sonriendo con finura—; Laso, lo que no creyó, fue la edad del pintor. Estaba muy lejos de admirar una perfección que no existía.

—Su excesiva modestia le hace expresarse de esa manera —dijo doña Luisa.

—No, señora, es el propio conocimiento. —Si no sufro un equívoco, puedo asegurar que he visto una obra suya

—dijo el doctor. —¿En dónde, papá? —preguntó Mercedes. —En casa de la señora viuda de Martínez. ¿Ud. se apellida Flores, no es

verdad? —Sí, señor. —Pues bien, en dicha casa hay un cuadro que llama mucho la atención de

todos, especialmente del general Vivanco. —¿Qué representa? —preguntó Hortensia con vivo interés. —El fondo, hija mía, la forma del mar con un buque navegando hacia el

Norte, a mucha altura, si mal no recuerdo. —Efectivamente —dijo Jorge, que al punto reconoció su perdido cuadro. —¿Luego, no me equivoco al juzgar la obra suya? —No, señor doctor, es mía en realidad. —Permítame Ud. que lo felicite —dijo el doctor Peña— esa obra es muy

bella. —¿Y no es más el asunto del cuadro? —preguntó doña Luisa. —No, señora; en primer término hay una playa y en ella una mujer del

pueblo —dijo Jorge. —Que tiene en brazos una preciosa niña rubia —agregó el doctor.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—La cual juega con una sarta de conchas que le ofrece un niño del pueblo también —concluyó Jorge.

Elena se sentía morir. Jorge evitaba el mirarla, temiendo malograr el papel que representaba Pretendía engañar al mundo, fingiéndose indiferente; pretendía engañar a

Elena, haciéndole creer que la había olvidado; pretendía engañarse a sí mismo, convenciéndose de que lo que sentía, era pasajera emoción, que al día siguiente quedaría disipada.

Con todo, notaba que en aquella habitación le faltaba aire, habría deseado huir de ella, salir al campo y respirar, porque se asfixiaba; pero estaba preso en la tan sutil como fuerte red social, que oprime y mata sin dejarse ver.

—Pero vamos al principal asunto que aquí nos ha conducido —dijo Enri- que, sin sospechar que sus palabras envolvían una humillación para Jorge. —Sí, que principie el retrato de Elena —dijo Mercedes con entusiasmo. —¿Qué le parece a Ud. ese peinado? ¿Estará bien para el retrato? —pre- guntó Hortensia.

Jorge se volvió hacia Elena y sus ojos se encontraron con los de la pobre niña que al momento los bajó.

—¡Está muy bien! —dijo el pintor. —¿No será preciso peinarla a la moda? —De ningún modo; así está perfectamente. —Es lo mismo que me ha parecido; los rubios cabellos de Elena sueltos,

con sus naturales ondulaciones, son la más bella corona de su frente. Elena creyó del caso agradecer a su amiga con una sonrisa, la cual resultó tristísima.

—¡Bah! ¿Ya me vas a reconvenir? —preguntó Hortensia con ligereza. —No, más bien te voy a pedir un servicio —repuso con voz desfallecida

Elena. —El que tú quieras, hermanita. —Hazme traer un poquito de agua con vino. —¿Te sientes mal? —preguntó Hortensia poniéndose de pie. —¡Dios mío! ¡Qué pálida estás! —dijo Mercedes. —¡En efecto! —agregó la señora, alarmada. —No es nada —dijo Elena esforzándose por sonreír— como estoy tan

débil, me dan síncopes frecuentes; este ya va pasando. —Doctor, tenga Ud. la bondad de tomarle el pulso —dijo Enrique. El doctor Peña se levantó y le tomó el pulso. —Está demasiado alterada la palpitación —dijo—; no sé a qué atribuir esta

alteración desde anoche. Hortensia volvió trayendo el vaso de agua con vino.

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segunda Parte / 50 capítulos

Elena bebió un poco. Jorge, haciendo un supremo esfuerzo, dijo, aunque con voz insegura: —¿Está Ud. enferma, señorita? —¡Del milagro es mi vida! —respondió dulcemente. —Puede decirse que ya está buena —añadió Mercedes—. ¡Si la hubiera Ud.

visto cuando recién llegó! Daba compasión. —¿Estás mejor? —preguntó Enrique. —Sí, ya estoy bien. —Entonces, da comienzo a tu obra, Jorge. Este se levantó y procedió a dar colocación conveniente al caballete. —¿Dónde pongo la silla para Elena? —Aquí —dijo Jorge, señalando el sitio. Enrique la puso y tomando del brazo a su hermana, la hizo sentar. Hortensia, siempre solícita, dio la última mano a la cabellera, listón y

vestido de su amiga. —Gracias, hermanita —murmuró esta. Jorge se colocó en el caballete. —¿Cómo quieres el retrato? —preguntó a Enrique. —Como a ti te parezca. Jorge miró un rato a Elena. —De frente —dijo. —Sí; bien de frente —dijeron todos en coro. —Elena, mira a Jorge bien de frente, para que tus ojos salgan con toda su

expresión —dijo Mercedes. —No es necesario todavía —repuso el artista. Jorge principió a trazar la delineación de la cabeza de su amada; pero su

pulso excesivamente trémulo, no acertaba a hacer una sola línea. Sin dejarse notar, borraba y volvía a empezar; mas, el lápiz parecía escaparse de entre sus dedos y su voluntad de acero, que le permitía poner una careta a su fisonomía, era impotente para dominar el estremecimiento de su mano.

Por algún tiempo, un profundo silencio reinó en la habitación. Podían haberse escuchado dos sonidos desiguales, como el que producirían

las péndolas de dos relojes. Afortunadamente, Jorge y Elena, estaban a alguna distancia de los espectadores y entre ellos mismos, mediaba un gran espacio; la péndola de la vida dejaba sentir sus descompasados golpes, solo en los oídos de sus propios dueños.

A Elena se le figuraba ver en Jorge un sentenciado a muerte; las reflexiones de su hermano se fijaron tenazmente en su imaginación. Se aprovechaban, pues, en servicio propio las pocas horas que le restaban de vida; ahora la retrataba; ¿quién sabe si esta tarde moriría?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Jorge, su hermano, su amigo, el compañero de sus juegos, la providencia de su familia en los días de prueba, su primer ensueño, su primera ilusión, su primer y único amor, estaba allí. Aún resonaba en sus oídos aquel grito de su alma: “yo te amo, Elena, yo te amo”, y recordaba que, aunque en la forma más dulce, ella le había arrojado al rostro la desigualdad de sus cunas y de su posición. Y sin embargo, él era el único capaz de hacerla feliz; y no ya una preocupación social, sino un deber sagrado la alejaba de él para siempre, ¡y Jorge no la amaba ya!...

El niño se había transformado en hombre; el artista, no se había conmo- vido al verla después de siete años, su frialdad era glacial, su indiferencia abrumadora.

¿Amaría? Sin duda, pero a otra, para otra eran los laureles del heroísmo y del arte, y si moría, esa otra regaría de lágrimas y cubriría de flores su tumba. Jorge tenía razón. Sí. Pero, ¡Dios Santo! ¡Aquello era la muerte! Entretanto, el joven pintor tenía que recurrir a todas sus fuerzas para sostener su papel. Al ver a Elena abatida por el sufrimiento físico y por el dolor moral, her- mosa, ideal como nunca, su amor renacía más grande, más vehemente, más dominante; pero la amarga experiencia de siete años le hacía ver más grande aún, el abismo que mediaba entre él, oscuro y plebeyo, y una señorita como Elena Velarde.

Ya no era el inocente niño que se entusiasmaba, creyendo que aquí, la vir- tud y el genio lo alcanzan todo; sabía ya que el orgullo unido a la ignorancia, forman un muro inexpugnable, y que en la sociedad, todos pueden aspirar a la mano de la más encumbrada, excepto el humilde hijo del pueblo.

Estaba, pues, firmemente resuelto a combatir su pasión. Comprendía lo que pasaba en el corazón de Elena; aún era amado por ella, y

él, que habría dado su vida por evitarle la menor contrariedad, por satisfacer su más pequeño capricho, estaba condenado a ser su verdugo.

Miraba a Elena como a su víctima. Su alma se estremecía, su corazón se rebelaba; mas, veía a la sociedad,

representada en el pequeño círculo allí reunido, pronta a convertirse en juez inexorable de ambos, implacable hasta más allá de la tumba, si por desgracia dejara entrever sus sentimientos y continuaba enviando a su amada a la muerte, en su fría mirada, en su tranquilo ademán, en su plácida sonrisa.

Los cinco espectadores, por fortuna, no veían más que a un retratista, tratando de delinear una cabeza, y a una joven enferma que le servía de modelo.

Convencidos de que aún no había mucho que ver, poco a poco fueron desapareciendo de la sala.

Enrique también, consultando su reloj, dijo:

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segunda Parte / 50 capítulos

—Son las dos y media. Déjalo, Jorge, para mañana; Elena necesita des- cansar.

Jorge se levantó. Un sudor frío cubría su frente. —Bastante has trabajado —dijo Enrique. —Sí, pero no se ha avanzado mucho. Jorge guardó el caballete, se pasó un finísimo pañuelo de batista por la

frente, lo guardó y cogió el sombrero. —¿Mañana a la misma hora? —preguntó Enrique. Jorge vaciló. Comprendía lo mucho que tan dura prueba costaba a Elena y él mismo

sentía que sus fuerzas se agotaban. Por otra parte, temía que Enrique creyese que le faltaba voluntad para servirle.

Se atrevió a preguntar: —¿Precisa mucho el retrato? —Ya te he dicho que muchísimo. —Pues entonces, mañana estaré aquí a la misma hora. Elena se estremeció. Jorge se le aproximó para despedirse. El semblante de aquella estaba sumamente pálido, sus largas pestañas

sombreaban unos ojos que parecían suplicar o morir. Había hecho prodigios de valor moral durante dos horas eternas. Elena tendió al pintor su diminuta mano.

Jorge, al tomarla con estudiada indiferencia, notó que ardía y temblaba; la suya también, a pesar de todo, estaba trémula.

—¡Adiós, señorita! ¡Hasta mañana! —dijo. —¡Hasta mañana! —repuso Elena muy quedamente. Enrique despidió a Jorge en la puerta de la sala y regresó donde su hermana, a

quien condujo al sofá. —¡Cómo ha cambiado el carácter de Jorge! —dijo Enrique a Elena. —No me he fijado... —¿Que no? ¿Te parece corriente la rigurosa etiqueta con que te trata, co-

nociéndote tanto? Lo que noto, es que pretende darse mucho tono, olvidando que todo lo que es, nos lo debe.

Entretanto, Jorge se alejaba a toda prisa de aquella casa que por dos horas había constituido su calvario, diciendo:

—¡Si el pecho fuera de cristal, preciso sería arrancarse el corazón!

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D

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 22

Cavilaciones

on Guillermo de Latorre estaba solo en su cuarto. Sobre la mesa había un paquete de cartas a medio deshacer. Don Guillermo tenía una en la mano.

Más que leerla parecía examinarla. La dejó y tomó otra. —¡Esto es muy infame! —dijo— indudablemente tenemos un enemigo

encubierto. Don Guillermo continuó examinando y haciendo reflexiones. De su medi-

tación vino a sacarle la voz de su hermana. Doña Enriqueta entró agitada. —¿Qué sucede? —preguntó Latorre, a quien hacía poco tiempo que todo le alarmaba.

—Sucede, hermano, que tenemos que abandonar esta casa antes de ocho días.

De Latorre manifestó no comprender. —Pues sí —continuó doña Enriqueta sentándose en una silla, cerca de la

mesa—, acaban de venir unos comisarios a notificar que van a construir trincheras en los altos.

—¡No puede ser, arruinarían la casa! —Esa observación les hice, y me contestaron que ellos nada tenían que hacer

con eso, ¡como son tan atrevidos!, que no hacían otra cosa que cumplir la orden recibida, y se marcharon.

—¡Pues estamos divertidos! —dijo don Guillermo, pensativo. —Lo que debemos hacer es ir donde Vivanco, y exponerle los perjuicios

que se nos seguirían si hiciesen trincheras, convirtiendo la casa en cuartel. —No sabes lo que es el carácter de Vivanco —dijo Latorre—. Además, él no entiende de las trincheras, ni puede impedir que sus directores las hagan donde lo estimen necesario, desde que estamos sitiados.

—¡De modo que te conformas con que destrocen la casa!... —¿Qué vamos a hacer? Además, hace tiempo que debíamos haberla de-

jado; si Castilla ataca por este lado, nuestra casa será una magnífica posición, para el que de ella se apodere.

—Es verdad; pero, ¿a dónde vamos? —Ese es el problema. —¿Dónde metemos tanto mueble? Porque aquí no podemos dejar ni un

alfiler. —Creo que no hay otro camino que remitirlos a las iglesias.

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Jesús! Mover toda la casa, ¡y antes de ocho días!... Lo cierto es que a nadie debe Vivanco más que a nosotros, ¿y después? Ya veremos si se acuerda de darte siquiera un ministerio.

—La verdad, es hermana, que la política me tiene desesperado. En em- préstitos y contribuciones llevo gastados más de cinco mil pesos, en convites y compromisos, más del doble; si destruyen esta casa como es probable, me quitan 20,000 pesos, que es su justo valor.

—Y no cuentas con la ruina de las chacras, sobre las que maniobra diaria- mente la caballería de Castilla, ni con el destrozo de nuestras haciendas. —¡Estamos muy mal! —dijo Latorre.

—¡Y tanto!, que si no fuera la chafalonía23 que vamos vendiendo, no ten- dríamos para mandar al mercado.

—Si esta situación se prolonga más de tres meses, vamos a quedar en la calle; pero confieso que con gusto haré estos sacrificios a la Patria, si con el triunfo del general Vivanco se llega a la restauración de la Hacienda, según el plan que pienso poner en práctica.

—¿Y si perdemos? —¡Oh! ¡No lo digas! —¡En fin! —dijo doña Enriqueta, levantándose— voy a ver como se arregla

esto. El mundo se me viene encima con la idea de desocupar la casa. —Yo veré dónde podemos trasladarnos, con lo indispensable para vivir —repuso de Latorre, levantándose también.

—¡Ah! —dijo doña Enriqueta volviendo casi desde la puerta—. ¿Sabes que Isabel parece que no quiere a Iriarte?

—¿Es posible? —Yo no la entiendo —dijo doña Enriqueta, sentándose de nuevo— desde

que Iriarte pidió su mano, o más bien, desde que ella convaleció, le noto una indiferencia para con su novio, que me indigna.

—¡Aprensión tuya! —Tan no lo es, que acabo de recibir una queja de Iriarte, lo cual me ha

contrariado bastante. —Es extraño —murmuró Latorre, fijando maquinalmente la vista en las

cartas abiertas sobre la mesa. —Además, constantemente la sorprendo llorando, le pregunto por qué y

me da una respuesta evasiva. —Eso sí, noto que Isabel pierde su color y que se adelgaza día a día —dijo con

expresión dolorosa don Guillermo. —Lo que nos falta es que se arrepienta de casarse con Iriarte —agregó

23 Chafalonía. Objetos inservibles de plata u oro, para fundir.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

doña Enriqueta levantándose—; allá veremos en qué para todo esto. La señora abandonó el cuarto de su hermano.

Este se sentó en la silla que aquella ocupaba, y apoyando la frente entre las manos, quedó sumido en profunda meditación.

—En todo esto hay un misterio que necesito aclarar— se dijo. Isabel le había referido los pormenores del asalto a la casa del doctor Vélez, y el

papel que Jorge había desempeñado como su salvador; pero, ¿quién había escrito aquellas cartas? ¿Cómo Jorge había llegado en el momento preciso? ¿Luego, él sabía lo que iba a suceder? Sabía la importancia de aquel paquete, luego estaba al corriente de la intriga, conocía a sus autores, y si tanto interés tenía por su hija ¿por qué no se lo revelaba?

Isabel había cuidado de no decir a su padre nada de lo que pudiera com- prometer a Iriarte. De Latorre se perdía en mil conjeturas. Como si un rayo le iluminara, de improviso don Guillermo, se dijo: “¿Y si Jorge fuera el único farsante? Se sabe que soy rico, el interés de una gratifica- ción, puede haberle impulsado... Rehusó los dos pesos que le ofrecí, sin duda le parecieron poco, para recompensa de trama tan bien urdida. ¡Desgraciado de él, si llego a descubrir que así fue!”

De pronto Latorre tomó la resolución de buscar a Jorge y pedirle explicación clara de lo sucedido; pero recordando que pertenecía a la familia de Carmen, se encontró sin valor para proceder así. Reflexionó que debía emplearse la prudencia y la habilidad antes que los medios violentos; pensó que necesitaba valerse de Isabel; pero él deseaba no aparecer para nada, y al mismo tiempo, creía que él sólo podía notar en las palabras del joven, doblez o sinceridad.

¿Cómo salvar estas dificultades? Escuchando desde un escondite la conversación de su hija con Jorge. Era preciso atraer a este a la casa, proporcionarle una entrevista con Isabel

pero doña Enriqueta era un estorbo. Además, Latorre no quería que nadie se apercibiera de este delicado

asunto. Preciso era proceder pronto, antes de cambiar de domicilio; porque en-

tonces serían mayores las dificultades. Se levantó pues, y llamó a Cecilia. —Di a la señorita, que si no está ocupada venga un momento. Cecilia fue corriendo. Cinco minutos después, Isabel entraba. Se había adelgazado bastante. Al solo verla, podía adivinarse que sufría.

Latorre la recibió con la más amable de sus sonrisas y le ofreció un asien- to.

Isabel sonrió también, y dijo a su padre jovialmente:

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segunda Parte / 50 capítulos

—No dirás que te he hecho aguardar mucho. —No, hija mía, y te lo agradezco; porque tenemos que arreglar un asunto

importante y urgente —dijo en tono de afectuosa confidencia. Isabel creyó que se trataba de Iriarte y sintió cierta inquietud. —¿Sabes que vamos a dejar esta casa?

—Acaba de decírmelo mi tía, y no ha podido menos que apesadumbrarme. —¿Por qué? ¡Será abandono de pocos meses! —Los necesarios para que mis flores se mueran. —En cuanto a eso, tienes razón; pero yo te prometo pagártelas con creces.

Haré traer plantas de Lima y de Chile. Isabel aprobó con una sonrisa. —Ahora, hija mía, hablemos de otra cosa. Isabel notó el paquete de cartas sobre la mesa. —Hace seis meses —dijo Latorre— que del modo más extraño vino este

paquete a tus manos, y hasta ahora no conocemos la mano infame que lo acondicionó.

—Es cierto; ¿pero qué importa, si el peligro ha pasado? —No, hija mía, mientras tengamos un enemigo encubierto, no podemos

descansar tranquilos. Tu enfermedad, el sitio, las mil atenciones de esta época azarosa, han impedido que demos los pasos convenientes para conocerlo. Yo, a la verdad, casi nada puedo hacer en este sentido; pero tú puedes conseguir mucho.

—¿Yo? —Sí, hija mía, recuerda bien. ¿Quién te salvó en los momentos del con-

flicto? —Jorge —respondió con naturalidad Isabel. —Es decir un extraño, un desconocido, un hombre que no tenía razón

alguna para interesarse por ti. —No, no era para mí un extraño, era un amigo, leal, sincero. —Bien, te lo concedo —dijo Latorre, que vio peligrosa la idea de tratar

de infundir en su hija las sospechas que él abrigaba—, pero cuando tu amigo ocurrió en tu auxilio, era porque sabía que un peligro te amenazaba.

—Sí. —¿No es cierto que él recogió este paquete antes de huir? —Sí. —Luego, sabía su peligroso contenido. —¡Indudablemente! —Luego, conoce o puede conocer al autor. —Se ha obstinado en callarlo. —¿No es extraño, que si tanto te estima, te oculte el nombre de un

enemigo?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Es verdad! Hubo una corta pausa. —Desearía que te aclare el misterio —dijo Latorre. Isabel miró a su padre. —Confidencialmente, en una conversación —continuó. —Pero ¿dónde?, ¿cómo? —Aquí, en tu casa. —¿Y mi tía? —preguntó vivamente Isabel—. No desearía exponer a Jorge a

nuevos desaires. —Enriqueta nada sabrá. Isabel guardó silencio, como si dudara. —Nada sabrá —repitió don Guillermo—, Jorge puede venir al jardín por la

puerta falsa. Esto nada tiene de particular, tratándose de un hijo del pueblo, y mucho menos en las presentes circunstancias.

Isabel vacilaba. —Me parece que es el único medio de que hables con entera libertad.

Además, quiero que nadie en la casa se aperciba de esto. Isabel sentía vivísimos deseos de ver a Jorge, de hablarle otra vez, con toda confianza, de arrancarle explicaciones más amplias respecto a la conducta de su prometido. Jorge era toda su confianza, vivía alejada de él, más que todo, por su tía. Ahora que su padre, llevado por el interés de descubrir al autor de las cartas, intentaba aproximarlo a ella, solo la forma de la entrevista, humillante por demás para su amigo, la había hecho dudar; ¿pero qué hacer? No había otro camino; Jorge no se creería ofendido por ella, al ser llamado a una cita de íntima confidencia, burlando la vigilancia de una familia hostil. Así pues, dijo:

—Tienes razón, solo así puede conseguirse algo. —Será preciso que lo cites para un día y hora determinados. —Le escribiré. —Hazlo. Mañana en la tarde puede tener lugar la confidencia. —Hay una dificultad. —¿Cuál? —¿Quién lleva la carta? —Cecilia. —¿Hasta Yanahuara? —¡Ah! ¿Vive allá? —La verdad es que no sé. Creo que aquí tiene otra casita; pero no la

conozco. —¿Cómo se apellida tu amigo?

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Flores! —¡Flores! —repitió don Guillermo temblando— ¡Yanahuara! —Allá me llevó —dijo Isabel—, tiene una casita pobre, pero preciosa, con

una huerta llena de hermosos manzanos. De Latorre quedó pensativo. —¿Tiene madre? —se aventuró a decir. —No, murió. Una de las que vino a dejarme se llama Jacinta y es su tía; la

otra es Rosa, esposa de su tío José. Don Guillermo sintió un malestar indecible, y poniéndose de pie se puso a

pasear por la habitación. ¿Sería Jorge un instrumento de venganza? Sí, indudablemente. —¡Ya lo sé! —exclamó. —¿Qué cosa papá? —preguntó Isabel. De Latorre no supo qué decir. Después, brilló en su mente un rayo de luz,

y dijo: —Que Jorge Flores, es el héroe del día de San Andrés. —Exactamente. —Y el autor de un cuadro que posee la señora viuda de Martínez. —¿Que representa una playa? —preguntó con alegría Isabel. —Creo que sí —repuso Latorre. —¿Sabes que desearía adquirir ese cuadro? —¿Para qué? —Para dárselo a Jorge; él daría cualquier cosa por su cuadro. —¡Está bien! —murmuró Latorre—. Si revela el nombre de nuestro ene-

migo, que cuente con él. —¿Me lo prometes? —Te lo prometo. —Pues ahora mismo voy a escribirle que venga, que lo necesito. —Sí, es preciso. —¡Ah! Se me olvidaba decirte, que es indispensable que Cecilia sepa la

venida de Jorge. —Si es de secreto... —Respondo por ella. —¿Con quién mandarás la carta? —Con el novio de Cecilia, que es amigo de Jorge. Don Guillermo estaba tan preocupado, que no se le ocurrió preguntar nada

respecto al novio de Cecilia. Isabel salió. Don Guillermo se quedó murmurando:

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C

Jorge, El Hijo del Pueblo

—Ese Jorge engaña a mi hija con fingida amistad, no siendo otra cosa que un instrumento de venganza.

Mas, poco a poco, el ceño contraído de don Guillermo se fue borrando y concluyó haciéndose esta pregunta:

—¿Pero, si quería vengarse, por qué evitó nuestra caída? ¿Por qué salvó a Isabel, en el instante en que se abría el abismo bajo sus pies? Y el pensamiento que en este momento brotó en su cerebro, le hizo cerrar los ojos y oprimirse las sienes con ambas manos, como para evitar que se desarrollara en su mente.

Capítulo 23

Luis de correo

erca de las cuatro de la tarde de aquel mismo día, Cecilia cogió un cántaro y se dispuso a salir por agua. Doña Andrea, que en una de sus frecuentes excursiones a la desti-

ladera, vio aquella acción, principió a reñirla, concluyendo con la amenaza de decirle a la señora que sin necesidad iba a la pila24, dejando el servicio sin guardar.

Cecilia se hizo la sorda y, mientras la costurera por centésima vez se lavaba las manos, echándose el agua con el jarro de la destiladera25, se presentó a doña Enriqueta con el cántaro bajo el brazo, solicitando permiso para traer agua, pues no había una gota para lavar el servicio, añadiendo que la pila estaba seca y que era preciso ir a San Lázaro.

Doña Enriqueta, no sin fastidio, otorgó su permiso, en fuerza de la nece- sidad.

Cecilia salió sin pérdida de tiempo y caminó tan de prisa, que en pocos minutos se puso en San Lázaro, al borde de una caudalosa acequia de cris - talina corriente.

Varios muchachos y muchachas, algunos aguadores y mujeres del pueblo, estaban en el afán de llenar cántaros o barriles; porque la escasez de agua era extremada en la población.

24 Pila de agua. En ese tiempo las casas no tenían servicio de agua a domicilio, teniendo que aca- rrearla en cántaros de la pila o pileta pública. 25 Destiladera. Filtro de piedra volcánica que sirve para destilar el agua. La piedra o pila es

muy porosa y deja pasar el agua reteniendo las impurezas. Debajo de la pila se encuentra la

vasija de barro, que recoge el agua y la conserva fresca.

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segunda Parte / 50 capítulos

En honor a la verdad, debemos decir que casi todos, unos con las vasijas llenas y otros con las vasijas vacías, se entretenían en charlar, no pocos en fomentar rencillas y algunos desocupados, en ver y oír.

Entre estos se hallaba Luis. Tan luego como vio a Cecilia, se le aproximó. Indudablemente, aquello era una cita. Los novios conversaron más de un cuarto de hora en voz baja. ¡Tenían

tanto que decirse! Por último, Cecilia sacó del seno una carta y se la entregó a Luis, que leyó la

dirección del sobre. —Para Jorge —dijo sonriendo—. ¿Quién le manda esto? —La señorita. —¡Hum! —Déjate de hum, y no te olvides de entregársela hoy mismo, porque

precisa mucho. —Dime, ¿Jorge va a la casa? —preguntó con curiosidad Luis. —¡No! —¿Que no? —¡No! —Así será cuando lo dices —dijo con sorna Luis. —No tengo por qué mentir, señor —repuso picada Cecilia, cogiendo el

cántaro para llenarlo. —¡Bah! ¡No te enojes por eso! —dijo Luis, guardándose la carta. Y aproximándose al borde de la acequia, sumergió el cántaro y lo sacó com-

pletamente lleno, servicio que pagó Cecilia sonriendo del todo desenojada. Momentos después, Cecilia regresaba a casa de Latorre, casi corriendo y Luis entraba en la del joven pintor.

Hacía dos días que Jorge trabajaba en el retrato de Elena y a nadie le había dicho.

Luis encontró que acababa de llegar y que estaba elegantísimo; pero de - masiado pálido.

Al ver a su amigo, trató de animar su semblante con una sonrisa. —¡Caramba! —dijo Luis con marcada intención—. ¿Tan rica ropa te

pones para hacer trincheras? —No, ciertamente, vengo de hacer una visita. —¿Al general Vivanco? —¡No, hombre, a un amigo de colegio! —¿Sabes, Jorge, que tu ropa negra te ha puesto pálido como un difunto? —Pudiera ser —murmuró. Luis sonrió con malicia.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿Por qué te ríes? —¿Yo? Por... ¡por nada! ¡Ahora que recuerdo! Cecilia me ha dado una carta

para ti! —¿Una carta? —¿No adivinas de quién puede ser? —Solo de la señorita... —Isabel —concluyó Luis—. Ya lo sospechaba que adivinases. —Dámela. —Aquí la tienes. Jorge rompió la cubierta y leyó con rapidez:

“Jorge, amigo mío: Si no le es absolutamente imposible, venga Ud.

mañana, a las cinco de la tarde, por la puerta falsa de casa. Dé Ud. tres

golpecitos suaves; Cecilia abrirá y le conducirá donde yo le aguardo. Necesito

hablarle en reserva. Que nadie se aperciba de esto. Su inolvidable amiga,

Isabel”.

Luis se paseaba tarareando una canción y mirando de soslayo a su amigo, que con la carta entre las manos, le parecía sumamente preocupado. ¿Qué necesitaría decirle Isabel?

Entrar furtivamente en casa del señor de Latorre, le repugnaba; pero desatender un llamamiento de Isabel, de aquella criatura angelical, única, de quien no tenía motivo de queja; única que le había comprendido, aun antes de que él le hubiera abierto su corazón, era imposible.

Tal vez la amenazaba un nuevo peligro; tal vez, ese Iriarte que aún no había sido desenmascarado, le preparaba nuevas asechanzas.

Jorge se aproximó a la mesa y escribió:

“Señorita: No faltaré a la hora y en el lugar indicados. —De Ud. el

más humilde servidor. —Q.B.S.M.26 —Jorge Flores”.

Cerró y después de escribir la dirección, dijo a Luis, que se entretenía mirando la huerta por la ventana:

—¿Quieres hacerme un favor? —Con mucho gusto. —Entrega esta carta a Cecilia. —No puedo verla hasta mañana. —Con tal que sea antes de medio día... —A las nueve. —Está bien.

26 Q.B.S.M. Abreviatura en fórmula de cortesía, que significa: Que besa su mano. Hay

otros tratamientos escritos antiguos como: Q.B.S.P.: Que besa sus pies. C.V.E.: Criado de

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Vuestra Excelencia. D.G.M.A.: Dios guarde muchos años.

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E

segunda Parte / 50 capítulos

Luis cogió la carta y sin dejar de sonreírse, la guardó con cierto misterio en el bolsillo de su saco.

En seguida se despidió, pues advirtió que Jorge no estaba aparente para una larga y festiva charla.

Capítulo 24

La entrevista

l jardín del señor de Latorre, era el único que de su estilo había en Arequipa. Se había procurado hacer de él un laberinto, formado con enormes

plantas de jazmín y madreselva, cuyas inmensas y floridas ramas, formaban por debajo abovedados y secretos pasadizos; grupos de limoneros, a manera de miniatura de bosque; pequeñas lomadas cubiertas de verbenas de mil colores; pirámides de fucsia, arcos de multicolor, callecitas de guindos; todo en un des- orden encantador. Los rosales y copos de nieve, crecían tapizando las murallas del jardín, tres surtidores de agua, refrescaban el ambiente y en torno de ellos las violetas tendían su manto, los claveles se balanceaban, las tembladeras se estremecían y los pensamientos abrían sus corolas de terciopelos, salpicadas de gotas cristalinas. Al terminar el jardín, principiaba la huerta llena de árboles frutales, especialmente de ciruelos, bajo cuyas copas inclinadas, se abría la puerta falsa que daba a la campiña. En el sitio más hermoso del jardín, al pie de unos limoneros y frente a un surtidor medio oculto por las ramas de un jazmín, se había colocado un rústico sofá de madera.

Todas las tardes, después que Isabel visitaba sus plantas favoritas, iba a sentarse allí, hasta que cansada de meditar, leer o bordar, tornaba a la casa. Nadie la molestaba, nadie iba a buscarla, a no ser Cecilia, en caso urgente. La tarde en que debía ir Jorge, Isabel estaba sentada, con un libro cerrado en la mano, siéndole imposible leer. Cecilia aguardaba cerca de la puerta falsa. Era una tarde bellísima.

Reflejos de oro, abrillantaban las copas de los arbustos; el cielo parecía sonreír al verse reproducido en los líquidos espejos de las tazas de los surti - dores.

El silencio sólo era interrumpido por el canto de los jilgueros, por las hojas que se desprendían y por el murmullo de los surtidores. Isabel, impaciente, sacó su reloj de oro y vio la hora. Los diminutos pun- teros señalaban las cinco. Casi a la vez, sintió ruido de pasos tras de sí; volvió

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Jorge, El Hijo del Pueblo

la cabeza y vio a Jorge que se adelantaba, precedido de Cecilia.

Este se aproximó respetuosamente y se descubrió. Isabel le tendió la mano, que fue estrechada con efusión.

En tanto que las amistosas frases de saludo eran cambiadas entre ambos jóvenes, pudo haberse notado algo como ruido de sigilosos pasos y cierto movimiento entre las ramas del jazmín vecino, pero nadie se apercibió.

—Cecilia —dijo Isabel—, recoge las ciruelas que mi tía te ha encargado y ven cuando yo te llame.

Cecilia se alejó. A indicación de Isabel, Jorge tomó asiento junto a ella. —¡Cuánto le agradezco el que haya Ud. venido! —dijo Isabel con dulzura.

—Soy yo, señorita, quien debe agradecerle por haberme proporcionado en este momento, algo como un paréntesis a los dolores de mi vida. Los jazmines parecieron estremecerse.

—Gracias, Jorge, gracias por la galantería; pero, ¡Dios mío! ¿Ha estado Ud. enfermo?

—No, señorita. —¿Esa palidez...? Jorge sonrió melancólicamente. —Si algo he sufrido, no es por cierto en mi salud, que permanece inalte -

rable. Isabel no juzgó prudente adelantar más en este terreno. —Desde la tarde en que me condujo Ud. aquí, he tenido vivos deseos de

verle, de hablarle, de agradecerle nuevamente y de darle satisfacciones mil por...

—No se preocupe Ud. por eso, señorita —interrumpió Jorge—; ya le he dicho otra vez que estoy tan acostumbrado a recibir toda clase de ofensas, que ninguna me extraña. Ellas no me han hecho insensible, es cierto, puesto que me impresionan vivamente; pero convencido de que son anexas a mi triste condición, hago por olvidarlas; mas no nos ocupemos de mí; pero... ¿nadie nos oye?

—Nadie —dijo con entera seguridad Isabel. —Permita Ud. que a mi vez me asombre del cambio que noto en su sem-

blante desde la última vez que la vi. Isabel se inclinó un tanto. —Dicen que estoy algo delgada. —Y muy pálida. Isabel alzó sus grandes ojos y fijándolos en Jorge, dijo: —Me inspira Ud. una confianza ilimitada; más que un amigo, veo en Ud.

un hermano. Ya que Ud. me ha abierto su corazón, no debo impedirle que lea

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segunda Parte / 50 capítulos

en el mío. Voy a decirle lo que a nadie he confiado: sufro mucho, Jorge. —¿Y la causa de ese sufrimiento es Iriarte?

—Sí —dijo Isabel, cubriéndose el rostro con las manos. Jorge la estuvo contemplando algún tiempo con inmensa ternura. —Sin quererlo, sin adivinarlo —continuó— he comprometido demasiado

mi corazón y hoy que la duda ha penetrado en mi alma y que una cruel sospecha cruza mi mente, me siento morir. Este es el favor que solicito de Ud. Jorge, que me descubra la verdad; si antes me la ocultó Ud. por un sentimiento de delicadeza, ahora le suplico que me la revele, por dolorosa que sea.

Jorge se hallaba en una situación difícil. ¿Cómo descubrir lo cierto? ¿Cómo ocultar más tiempo la verdad?

—Señorita —dijo—, yo querría tener todo el ascendiente posible, para decirle sencillamente que procure olvidar a Iriarte; porque es indigno de su afecto; porque no puede aspirar a su mano.

—Luego es cierto que... —Yo no tengo cómo presentarle pruebas; pero... —Ud. tiene certeza... —Forzoso es que se lo diga: Iriarte está seriamente comprometido con otra. —¿Soy víctima, entonces, de un inicuo engaño? Jorge, tomando una resolución, añadió: —Perdón, señorita, si voy a causarle dolor con mis palabras. Bien sabe

Dios que daría mi vida por evitarle una contrariedad; porque siendo yo un miserable, a quien todas las clases altas se creen con el derecho de pisotear, hallé en su hermosa alma, un alma que me comprendiese, una alma gemela a la mía, y desde ese instante mi corazón se ha esclavizado por gratitud; un cariño desinteresado y puro brotó y crece en mi pecho, una simpatía fraternal, un afecto dulce y fuerte, que me hace anhelar su dicha, como parte de la mía. Si Iriarte fuera digno de Ud., ¡con cuánto gozo vería aproximarse el día en que un enlace venturoso pusiera la corona de la felicidad en su frente! Mas, por desgracia, tengo la certeza de que ese miserable la arrastra a un abismo; quisiera tener fuerza suficiente para detenerla, pero, ¿qué fuerza puede constituir mi íntima convicción, cuando no tengo pruebas en qué apoyarla?

—No las necesito, Jorge, me bastan sus palabras; dígame Ud. cuanto sepa.

—¡Ay, señorita! Creo conocer algo el corazón humano. Voy a ser franco, hasta rudo. En este momento está Ud. dispuesta a creerme; pasarán algunas horas y entonces, comenzará de nuevo esa lucha horrible que aniquila nuestra existencia, vencerá el amor y cuando muy favorablemente me juzgue Ud., me creerá engañado por el equívoco o la antipatía.

Isabel se pasó la mano por la frente, como si quisiera apartar las negras

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Jorge, El Hijo del Pueblo

sombras que la invadían.

—Luego, ¿no accede Ud. a mi súplica? —Olvide Ud. a Iriarte —dijo Jorge, en tono suplicante. —Yo he acudido a Ud. como a un hermano, le he abierto mi corazón cual

nunca lo he hecho con nadie, ni con mi padre, y Ud. se encierra en la mayor reserva. ¡Ah! Si Ud. me quisiera como tan elocuentemente me lo acaba de decir, no se adelantaría a suponer en mí un juicio ultrajante para Ud.; no me dejaría abandonada a mi incertidumbre, suspendida sobre un abismo cuyo fondo no conozco.

El corazón de Jorge, bastante lastimado con sus propios dolores, se oprimía demasiado con estos reproches. Las palabras de Isabel le herían cruelmente; su amargura aumentaba la suya.

¿Por qué la amaría tanto? Impulso tenía de llamarla con un nombre más dulce, más íntimo a su

corazón; decirle hermana, pedirle un consejo... Pero Jorge había aprendido a dominar sus sentimientos. Por mucho que amase a Isabel, allá en el fondo de su alma, no tenía entera seguridad de ser igualmente correspondido. Y es que ella era la señorita de Latorre y él, un plebeyo; que entre ambos existía el abismo social, que, lo diremos de una vez, Jorge hacía en este caso más insalvable, por un sentimiento de indómito, aunque invisible orgullo.

Sofocando los movimientos de su corazón, se limitó, pues, a decir con- movido:

—Basta, señorita, basta. Voy a revelarle lo que sé; pero tenga Ud. presente que ha sido preciso que hiriese Ud. las fibras de mi alma, para obligarme a hacerlo.

—¡Oh! Dígame Ud., ¿qué compromisos ligan a Iriarte con otra? —Los más sagrados e indisolubles. —¿Cómo? —Tenga Ud. ánimo para escucharlo. —¡Dios mío! —Es demasiado fuerte. —Dígalo Ud., Jorge, dígalo Ud. sin miedo. Este miró a todos lados, como si temiera ser oído: luego inclinándose un

tanto hacia Isabel, dijo casi a su oído, bajando la voz: —Alfredo Iriarte es casado. Isabel exhaló un pequeño grito y se llevó las manos a la frente. Casi a la vez asomó a sus labios esta frase: “¡Las pruebas!” pero acordán -

dose de lo que Jorge acababa de decirle, se contuvo, la rechazó y un sello cayó sobre su boca.

Isabel se hallaba aturdida; nunca había llegado a su alcance tal infamia.

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segunda Parte / 50 capítulos

Ella, educada en la rigidez de un claustro; ella que siempre había aspirado aromas de virtud y de inocencia, jamás hubiera imaginado que tales delitos pudieran cometerse.

Hubo una pequeña pausa. En las facciones de Jorge, podía notarse marcada expresión de sufrimiento.

—Para que vea Ud., señorita, que no he procedido con ligereza al darle se- mejante noticia, preciso es que le refiera cómo la he adquirido —dijo al fin. Jorge tomó un poco de aliento y continuó:

—Iriarte tiene un ordenanza llamado Pedro, su confidente y su cómplice. Pedro es leal como el perro y mudo como una tumba, cuando está en su sano juicio, pero si toma licor y se logra inspirarle confianza, dice cuanto sabe. Luis, el novio de Cecilia, logró sorprenderle en uno de esos momentos en que el licor embargaba sus facultades y supo que el mayor Iriarte era casado en Lima.

—¡Ay! ¡El corazón nos engaña! —exclamó con amargura Isabel. —Movido por el interés que la suerte de Ud. me inspira, procuré indagarlo

mejor y supe que, efectivamente, los periódicos de Lima, dieron cuenta hace dos años de aquél acontecimiento que se hizo célebre, por haber sido arrestado Iriarte, de orden suprema, la misma noche de su boda.

—¿Y su esposa? ¿Quién es su esposa? —No he logrado saber su nombre. La persona que leyó el suelto, no se

había fijado; era lo de menos en el relato y comentarios del periódico, que atacaba la arbitrariedad gobiernista

—Pero, si todo eso es cierto, ¿qué se propone al engañarme? Las lágrimas inundaban las mejillas de Isabel. Después de un rato, dijo Jorge: —No domina afecto alguno ese corazón de cieno. Yo que sigo sus pasos,

sé muy bien que aquí mismo juega con la credulidad de muchas niñas. Isabel continuó llorando; después se enjugó las lágrimas y fijando sus ojos en Jorge, dijo:

—¿Acaso merecía yo que jugasen con mis afectos? Yo, débil criatura, nunca he hecho mal a nadie; sin embargo me veo rodeada de asechanzas y de enemigos.

—¿Enemigos? —¡Cómo! ¿Es Ud. capaz de sorprenderse cuando me salvó de uno de sus

más terribles lazos? —¡Ah! Sí. —Ud. los conoce, Jorge, Ud. se ha encerrado también al respecto, en un

silencio que no comprendo. —Es que para revelarle el nombre de su enemigo, era indispensable des-

trozar su corazón y dar explicaciones que entonces no podía.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿Y ahora? —Ahora se ha hecho necesario decirlo todo de una vez —dijo el joven con

firmeza—. El autor de esa farsa, el redactor y falsificador de esas cartas comprometedoras, el calumniador de la familia Vélez, el introductor de las armas que allí aparecieron, no es otro que Alfredo Iriarte.

Isabel hizo un movimiento de espanto. Miró a Jorge como queriendo leer en su semblante la veracidad de sus palabras; vio la verdad escrita en su fiso- nomía, recordó que ella le había obligado a hacerle revelación tan cruel, y no hallando una palabra qué decir, inclinó la cabeza con desaliento.

—Dios dispone que los malvados dejen siempre huellas de sus crímenes —continuó Jorge—; por eso vino a mis manos el pliego de instrucciones escritas que Iriarte dio a su cómplice.

—Démelo Ud., démelo Ud. —No lo tengo aquí, señorita; ello servirá a su debido tiempo. —¡Dios mío! Creo, Jorge, que voy a perder la razón. —¡Ánimo, señorita! —repuso este, con un acento impregnado de ternu-

ra— la vida está erizada de abrojos, la senda que actualmente cruza Ud., es bastante escabrosa; pero pronto Dios la cubrirá de flores, porque nunca la virtud queda sin recompensa.

—¡Ay! ¿Cree Ud. que haya un corazón más destrozado que el mío? —¡Quién sabe! —murmuró el artista, con indecible amargura. Juzgando

terminada la conferencia, Jorge se puso de pie. Isabel le tendió su pequeña mano.

—De nuevo pido a Ud. mil perdones, señorita, por el involuntario daño que le he hecho —dijo Jorge.

—Nunca podré pagarle lo mucho que le debo, amigo mío. Isabel llamó a Cecilia y poco después, Jorge salía del jardín, tan preocupado,

que no vio a un hombre, que, huyendo de encontrarse con él, se escurrió por una callejuela; ni a otro, que saliendo de una casucha fronteriza a la puerta falsa de la casa de de Latorre, marchó larga distancia en su seguimiento.

El primero era Luis. El segundo, Pedro, el ordenanza de Iriarte. Entretanto, Isabel, abandonando el jardín, se dirigió al estudio de su padre y

sin advertir que este se hallaba extraordinariamente pálido y trémulo, se arrojó en sus brazos, llorando y diciendo:

—¡Papá, soy muy desgraciada, Alfredo es un infame!...

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L

segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 25

En guardia

uis apresuró el paso, dio largo rodeo, y después de un cuarto de hora de marcha, estaba en la calle Santa Teresa y entraba en casa de Jorge.

Era la hora de las oraciones27. Hacía pocos instantes que Jorge había llegado y estaba encerrado en su

cuarto, porque, cuando el espíritu medita o se oprime, busca el silencio y la soledad.

El carácter ligero de Luis no se avenía mucho con estas excentricidades, así es que en vez de ver a Jorge, entró a visitar a José.

El honrado artesano estaba solo. Rosa, Jacinta y los chicos se habían ido a rezar, no obstante algunos tiros que se oían a la distancia. —Buenas noches don José.

—Buenas las tengas, Luis. —¡Qué solo lo encuentro! —Sí, toda la familia se ha ido a la iglesia. ¿Y tú? Milagro es verte por aquí a

esta hora. —Vine en busca de Jorge. —¿No está en su cuarto? —No... no sé. Está cerrada la puerta... —dijo, sentándose. —Dime —dijo José bajando la voz—. ¿Tú sabes qué negocios trae Jorge

entre manos de algún tiempo acá? Luis se encogió de hombros. Aquel movimiento quería decir: lo ignoro. —Pues me parece muy extraño que siendo tan amigo tuyo, no lo sepas.

—Siempre está Ud. con el mismo tema. Ud. cree que Jorge me dice hasta lo que piensa, sin convencerse que es tan reservado, que no me atrevo a preguntarle nada, por más rarezas que le vea hacer.

—Veamos, qué rarezas ha tenido en estos días. —Una porción. —Por ejemplo... —En primer lugar, ya no va al mediodía a la trinchera. —Eso me extraña muchísimo; porque Jorge es constante y tenaz en sus

empresas. —No sé que hace a esa hora —continuó Luis en tono de queja— yo lo he

27 Las oraciones. Las 6 de la tarde.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

buscado varias veces; pero parece que se hiciera humo.

—Hace dos días que tuve que venir por una precisión, a eso de las tres, y le vi entrar muy elegante, contra su costumbre —dijo el artesano. —Me parece que todos los días hace lo mismo —dijo Luis bostezando forzadamente.

—¿Tú lo has visto? —Sí, ayer, cabalmente, vine por entregarle una carta que me recomendaron se

la diera en el momento, y encontré que acababa de entrar, como Ud. dice, muy elegante, pero muy pálido; le pregunté de dónde venía y me contestó que de visitar a un amigo.

Luis tornó a bostezar y el artesano se quedó pensativo. —Hace algunos días que lo noto muy preocupado, que casi no habla,

sospecho que no duerme. ¿Qué vendrá a ser todo esto? -dijo José. —Ideas, caprichos —dijo Luis con fingida indiferencia. José meditaba.

Después de algunos minutos dijo: —¿Dices que te entregaron una carta urgente para él? —¡Sí! —¿Quién te la dio? —¡Cecilia! La frente de José se contrajo. —Sería carta de don Guillermo —dijo, afectando indiferencia. —¡No creo! —¿Y de quién entonces? —¡Bah! De la señorita Isabel. El artesano dio un salto sobre su banco. —¿La señorita Isabel le ha escrito? —preguntó de nuevo. —Ella con su propia mano. —¿Cómo lo sabes? —Cecilia me lo dijo —repuso Luis, mirando de soslayo y con cierta malicia

a José. Este se puso a dar paseos por su desalfombrada habitación. —¿Y qué tiene eso de raro? —preguntó Luis con cierta sorna. José no

respondió. —Desde que Jorge es su amigo —continuó Luis— y le ha hecho tantos

servicios de balde... Y en verdad, que ella los merecía; porque es muy buena. Ahí tiene Ud., eso es lo único que encuentro raro, el que una señorita pertene- ciente a una familia tan mala, sea tan atenta con los pobres, como nosotros.

José sin desplegar los labios continuaba su paseo. Después de un rato, preguntó:

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segunda Parte / 50 capítulos

—¿Y qué dijo Jorge al ver la carta? —La leyó, pensó, y la contestó en dos minutos. —¿Tú la llevaste? —Me pidió ese servicio. —¿Se la diste a Cecilia? —Y encargando la entregase en el acto, pues, según dijo Jorge, precisaba

mucho. —Lo temía —murmuró José apretando los dientes— A tanta distancia,

¿quién lo había de creer?... Este es un castigo. Luis no pudo comprender ni una sílaba. De pronto se detuvo el artesano ante Luis, y le preguntó: —¿Sabes si va Jorge a esa casa? Luis se quedó en suspenso; no esperaba la pregunta e ignoraba si podía

decir lo que había visto. —¿Por qué te turbas? —preguntó José con marcada inquietud. —Es que ignoro si acostumbra ir siempre. —¿Pero tú sabes que ha ido alguna vez? Luis vaciló. —Responde que sí —dijo el artesano con febril entonación. —Sí; pero sólo una vez lo he visto —dijo Luis con algún temor. —¿Cuándo? —Hoy. —¿A qué hora? —Esta tarde. Pero no le vaya Ud. a decir; porque no sabe que yo lo he visto. —¿Y qué tendría que tú lo vieses? —preguntó con exasperación José. —Es que Jorge ha ido de un modo reservado. —¿Qué dices? —Sin que nadie de la casa lo sepa, exceptuando a Cecilia que le abrió la

puerta falsa del jardín —dijo Luis con aire colérico, añadiendo—: Ya ve Ud. que no me conviene que Jorge crea que lo he espiado; yo fui por hablar con Cecilia, mientras él hablaba dentro con la señorita Isabel.

José se limpió el sudor que inundaba su frente. —De modo que aquello fue una especie de... de cita. Luis hizo un movimiento, que equivalía a decir; así parece. —Todo me lo explico —murmuró José, sentándose con desaliento. Luis

miraba al artesano, sin adivinar del todo la causa de tanta inquietud. —Lo malo será que don Guillermo los sorprenda —se aventuró a decir. De vez en cuando José murmuraba: “Este es un castigo”. Así transcurrió un cuarto de hora.

Luis, aburrido de tanta inmovilidad, se despidió y se fue. José quedó en-

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Jorge, El Hijo del Pueblo

tregado a sus cavilaciones. Su cabeza era un volcán.

—Preciso es que esto termine; pero, ¿cómo? —se decía—. ¿Avisándole a don Guillermo? No, nunca. Hombre criminal y perverso, sería capaz de hacerme un mal, o hacérselo a Jorge, o a su hija, según le pareciese. ¿Acon- sejar a ella? No tengo valor para acobardarla, además, podría decirme que no debo intervenir en sus asuntos. ¿Decirle a Jorge? ¿Qué caso me hará? Aunque hablara como el mismo Taforó28 sería sermón predicado en la pampa de Islay. Tendría un disgusto, quizá no me volvería a ver, y nada se habría remediado. ¿Qué hacer, Señor del Auxilio, qué hacer?.

José se oprimía con ambas manos la cabeza. —¿Habrá llegado el caso?... No, es preciso que me cerciore de la verdad, que

yo con mis propios ojos lo vea. Mientras José así reflexionaba, una escena bien distinta tenía lugar en el

cuarto de Iriarte. —Sí, mi Mayor —decía el ordenanza— un señor muy bien puesto, ha salido

por la puerta falsa del jardín del señor de Latorre a eso de las oraciones. —Te has equivocado, indudablemente.

—No mi Mayor, no me he equivocado, se lo aseguro; porque he visto bien, y ni siquiera he estado borracho, como otras veces.

—¿Conoces bien la puerta? —Como la de este cuarto. —Veamos, cómo sucedió lo que dices. —Voy a contarlo, mi Mayor. —Te escucho con sobrada curiosidad. —Como que la cosa no es para menos. Figúrese mi Mayor, que ni don

Guillermo, ni doña Enriqueta han de recibir ni despachar visitas por la huerta, y que a la Cecilia29 no la han de visitar caballeros.

—Ya lo sé; pero déjate de reflexiones que yo me basto para hacerlas, y vamos al asunto.

—Pues bien; frente a la puerta falsa del jardín hay una casa vieja, con una puerta desvencijada y casi siempre cerrada.

—Adelante. —En el interior hay una picantería, con la cual corre mi comadre, que de

28 Francisco de Paula Taforó (1816-1889) Sacerdote jesuita chileno, notable orador. Estuvo

en Arequipa y actuó ocasionalmente de mediador en la revolución de 1851. El Dean

Valdivia lo menciona en su libro Las revoluciones de Arequipa. 29 La “Cecilia”. Uso del artículo determinante precediendo al nombre, en este caso por un

sujeto vulgar, para referirse a una sirvienta. Lo interesante es que ahora se emplea para nombrar

a las picanterías, por la gracia de la picantera: La Cecilia, La Palomino, La Fiera, etc.

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segunda Parte / 50 capítulos

vez en cuando me convida un bebe30, como dicen acá. —Ya estoy.

—Esta mañana la hallé en el mercado y me convidó para un ceviche, no me hice de rogar y fui a la una del día, hasta las seis de la tarde. —Beberías bien.

—Sí, mi Mayor; pero no me emborraché, como está Ud. viendo; la chicha es como agua para mí.

—Continúa. —Pues, en lo que iba saliendo, sentí que se abría la puerta del frente, y

como siempre me gusta saber lo que pasa, me puse a mirar por las rendijas y vi que salía un caballero joven como de veinticinco años, con ojos tamaños y pestañas crespas, en una palabra, un buen mozo a las derechas, alto, delgado, un poco pálido, y vestido de negro.

—¿No recuerdas haberlo visto en otra parte? —Nunca, mi Mayor. —¡Será forastero! —Puede que sea. —¿Te fijaste bien en él? —Creo que sí. Iriarte se quedó pensativo. —No hay duda —dijo— Isabel tiene un amante. Y volviéndose al ordenanza preguntó: —¿Qué aire sacó el sujeto? —Parecía muy conmovido. —¿Quién cerró la puerta? —Aunque no pude ver, presumo que fuese la Cecilia. —¿Y por qué no seguiste a ese misterioso personaje? —Sí, mi Mayor, eché a andar tras de él; pero me salió al paso un amigo que

me detuvo, y mientras me despedía, el otro se me perdió. —Vayan al diablo, tú y el amigo.

Después de un rato, exclamó Iriarte riendo: —¡Oh, mujeres! ¡Tipo consumado de la hipocresía! ¡Qué tal Isabelita!

¡Quién no la ve tan modesta, tan sencilla, tan beata, y recibiendo a su amante en el jardín! Cuando la vieja de su tía lo sepa... ¡Ja! ja! ja! ja! Se me viene a las manos mi deseada venganza. Preciso es combinar bien. Oye, Pedro, preciso es que te constituyas en casa de tu comadre día y noche.

—Sí, mi Mayor. —Necesario es que vigiles esa puerta asiduamente, que sigas al desconoci-

30 Bebe. Enorme vaso chichero.

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S

Jorge, El Hijo del Pueblo

do, que sepas su nombre y su casa, que si es posible adivines sus pensamientos y los de Isabel.

—Se me ocurre una cosa, mi Mayor. —Habla. —Principiar por galanteos con la Cecilia. —¡Bravo! —Así puede conseguirse mucho. —¿Tiene novio? —Eso no importa, como yo la pueda obsequiar bien. —Tienes razón; los corazones se abren con llaves de plata. —Este asunto puede salir a nuestro gusto con algunos pesitos. —¿Cuántos necesitarías? —Cinco, por lo pronto. —¡Toma! —dijo Alfredo, sacándolos de un cajón. Pedro después de contar, deshaciéndose en cumplidos, salió en dirección de

una pulpería. —La cosa me costará largo —dijo Iriarte al quedarse solo— pero ¡qué

diablo! La venganza es muy agradable, y lo que es dinero, no ha de faltarme. Por algo se sirve a la Nación y se posee la confianza de un Jefe Supremo.

Capítulo 26

Voz de la conciencia

in que Isabel lo sospechara, don Guillermo de Latorre había asis- tido a su entrevista con Jorge, oculto entre las ramas del jazmín más inmediato.

Desde luego, su vista se fijó en el semblante del joven pintor, y una voz potente, levantando un eco en su alma, turbó su conciencia. Jorge e Isabel estaban sentados uno junto al otro, y los espantados ojos de Latorre vieron en el semblante del artista, las facciones de su hija, y en la fisonomía de esta, la de aquel.

En efecto, el parecido era maravilloso. El hijo del pueblo, había desaparecido de la vista de don Guillermo, bajo el

traje del aristócrata. La dignidad de sus modales, la nobleza de sus acciones, la corrección de su lenguaje, la suavidad de su acento, esas mil delicadezas que revelan la educación esmerada y la dulzura del carácter, se manifestaron

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relevantes, ante el padre de Isabel; y era que al fijar por primera vez su atención en Jorge, le había sorprendido en uno de esos momentos en que, olvidando el joven el encogido y forzado papel que le había cabido por suerte representar en el mundo, daba expansión a su inteligencia y a su corazón, manifestándose en su natural modo de ser.

¡Jorge e Isabel! Al verlos así, cualquiera sin vacilar habría asegurado que eran hermanos.

Don Guillermo sentía que las piernas le flaqueaban, que una sutil corriente de hielo recorría todo su cuerpo, subía a la frente y brotaba en glaciales gotas de sudor.

Algunas palabras amargas salieron de los labios de Jorge y clavándose como envenenados dardos en el corazón del señor de Latorre hicieron clamar a su agitada conciencia: “¡Desnaturalizado! ¡Criminal! ¡Infame!”

Su semblante estaba cubierto de mortal palidez. Cada vez que, casualmente, los ojos de Jorge se fijaban en el sitio donde él

estaba, temblaba como el reo ante el juez. Con todo, oía la conversación franca, confidencial de los jóvenes, que se

permitía sorprender, y en medio de su turbación pudo apreciar el grado de confianza y la sinceridad de afectos que reinaba entre ambos. En sus oídos zumbaron las tremendas revelaciones de Jorge, en su alma cayeron las amargas lágrimas de su hija, y cuando apuraba el cáliz del mayor dolor, su conciencia le gritaba: “las lágrimas de Isabel expían las que hiciste verter a Carmen; tú mismo has labrado la infelicidad de tus dos hijos”.

Cuando la entrevista tocó a su fin, don Guillermo abandonó su observa- torio, tomando, para no ser sentido, las precauciones de un ladrón; entró a su cuarto y se dejó caer en una silla.

Minutos después, entraba Isabel y se arrojaba llorando en sus brazos, don Guillermo la estrechó contra su pecho, sintiendo que se le desgarraba el corazón.

Sollozos contenidos, gemidos ahogados, se escapaban del pecho de la pobre niña.

Cuando logró dominarse un tanto, desprendiéndose de los brazos de su padre, tomó asiento a su lado y le refirió lo que Jorge le había dicho. Don Guillermo tenía convicción moral de la verdad de las revelaciones de Jorge; él mismo le había escuchado y desde el primer momento comprendió que la mentira nunca podía salir de aquellos labios.

Nada, pues, tuvo que objetar. Trató, solamente, de tranquilizar a su hija, de llevar a su corazón lacerado

la resignación. En seguida pensó en despedir al infame que así amargaba la

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E

Jorge, El Hijo del Pueblo

existencia que más adoraba.

Aquí tropezó con un obstáculo: doña Enriqueta. Bien sabían don Guillermo e Isabel, que todas las razones de Jorge carecían

de fuerza ante la señora; para convencerla era preciso presentarle pruebas evi- dentes; algo más, dado su carácter y la predilección que por Iriarte manifestaba, sería contraproducente hablarle del asunto, sin tenerlas en la mano.

—Preciso es, hija mía, que Jorge te dé las instrucciones de que te habló. —Sí, solo así se convencerá mi tía. —Entre tanto, que nadie sospeche lo ocurrido. —Esta noche vendrá Iriarte, y no tengo valor para verle. —No es posible obligarte a un nuevo sacrificio, hija mía; si tienes por

conveniente, retírate a tu habitación y yo me encargaré de disculparte. —¡Ay de mí! Me parece que el soplo de la muerte ha penetrado en mi corazón.

De Latorre abrazó a Isabel procurando ocultar las lágrimas que asomaron a sus ojos.

Poco después subía la pobre niña a su cuarto, para desahogar su amargura en copioso llanto.

Don Guillermo también se sentía mal; le parecía que su cabeza daba vueltas, tenía fiebre, estaba casi trastornado.

Hizo decir que estaba enfermo y se encerró en su cuarto. Aquella noche cuando vino Iriarte, doña Enriqueta le dijo muy alarma-

da que su hermano y su sobrina se habían indispuesto repentinamente y se habían acostado.

Alfredo recibió una contrariedad.

Capítulo 27

Las apariencias engañan

l retrato de Elena se hacía lentamente. Todos los días a las doce, Jorge se constituía en casa de Enrique y pasaba dos horas delante del caballete.

Elena sufría de un modo horrible. Regularmente se encontraba acompañada de sus dos amigas, Hortensia y

Mercedes. Su hermano rara vez podía ver pintar a Jorge por su asistencia al escritorio de Turner; pero su primer cuidado al venir de la oficina, era des-

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cubrir el lienzo, observando con suma satisfacción cómo iba destacándose la hermosa cabeza de su hermana, sobre aquel fondo oscuro. El retrato de Elena era una maravilla del arte.

El amante y el artista inspirados por la pasión y el genio, alcanzaban un triunfo completo, dando animación, vida y colorido a la más bella cabeza de mujer.

Mientras tanto el original languidecía día por día, y el pintor llegaba cada vez más pálido y con el círculo violeta que rodeaba sus ojos, más pronunciado que la víspera.

No obstante, su frialdad, su indiferencia, aparentemente no variaban. Siempre saludaba a Elena con la misma impasible cortesía. Más de una vez

la había encontrado sola. Los corazones de ambos habían alterado su movimiento más que de cos-

tumbre; pero el artista, haciéndose una violencia heroica, había saludado como siempre y ocupado su caballete, sin revelar su turbación.

Elena comprendía que iba a morir, si esto se prolongaba. Una tos, cada vez más sospechosa, se había apoderado de ella y poco a poco

su fisonomía se iba demacrando. El doctor Peña decía a la familia, que no sabía a qué atribuir el retroceso

que su enferma sufría. Dos días después de la entrevista de Jorge e Isabel, aquel recibió una carta

concebida en estos términos: “Amigo mío: Necesito hablar urgentemente con Ud., hoy a las doce

del día. No olvide Ud. traerme el papel de que me habló. Cecilia abrirá la puerta falsa del jardín y así podremos hablar sin testigos. No puede Ud. imaginar cuánto he sufrido desde la última vez que nos vimos; venga Ud. y se lo diré todo, pues ya sabe que para Ud. no tiene

secretos: Isabel.”

Jorge se encontró perplejo por algún tiempo. Faltar a aquella cita era imposible, más, tratándose de presentar una de las

pruebas de sus revelaciones; pero, ¿y el retrato de Elena? ¿Dejar de verla, aun cuando fuese sufriendo?...

Por fin, tomó la pluma y escribió: “Querido Enrique: Me es imposible ir hoy a las doce; si puedo iré más tarde, y si no, hasta mañana. Discúlpame ante la señorita y manda en

la voluntad y cariño de tu amigo: Jorge Flores”.

Cerró la carta y la envió con un muchacho de la vecindad, a quien dio las señas de la casa.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Eran las once y media. Jorge pensó que cambiar de traje para asistir a una cita reservada, sería

llamar la atención, siendo precisamente lo que deseaba evitar. Se determinó a ir con su vestido de diario, si bien, esmerándose en su aliño.

Cuando terminaba de arreglar el lazo de la corbata, entró José, quien después de lanzarle una mirada escudriñadora, le preguntó: —¿Vas a la trinchera?

—No tío; me es imposible. El artesano arrugó el entrecejo. —¿Imposible? —repitió con dureza—. No lo creo. Lo que sé es que el

intendente está muy quejoso de ti; dice que faltas a tus compromisos. Hace muchos días que nadie te ve por las trincheras.

—En cambio, si se molestan en preguntar a Javier Sánchez, sabrán to- dos, que en las noches hago un servicio estricto —repuso Jorge, tomando el sombrero.

—¿Vas a salir? —Sí, me precisa. —¿Se puede saber a dónde vas, para buscarte en caso necesario? —No, tío; si no estoy en casa, que no me busquen. —¡Hola! ¡Conque tenemos secretos! —¿A quién le faltan? El artesano se mordió los labios. De improviso, cambiando de entonación, dijo: —Vamos, Jorge, hablemos claro, tú vas a casa de Latorre. —Jorge miró a su

tío con sorpresa. —¡Quién se lo ha dicho? —preguntó. —No te lo revelaré; pero sé con seguridad que allá vas. —¿Y eso qué? —¡Cómo! ¿Qué tiene, me preguntas? Pero, ¡desgraciado! ¿No ves que es un

despropósito? ¡Una locura!... ¡Un...! Jorge no pudo menos que sonreírse. —Tío: lo que puedo asegurarte, es que las cosas son muy distintas del

modo como Ud. las mira. —¿Crees que tú sólo ves claro, cuando precisamente estás ciego? —¡Cuán engañado está Ud.! En este momento daban las doce en todos los campanarios de Arequipa.

Jorge se encaminó precipitadamente hacia la puerta. José hizo un movi- miento como para detenerlo.

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J

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—No vayas, infeliz, por el alma de tu madre, no vayas sin oírme —Sé lo que va Ud. a decirme, y no puedo tardarme más. —Pero no sabes que Isabel... —Por Dios, tío, no la nombre Ud. siquiera —dijo Jorge con entereza. —¿Pero has perdido el juicio? —gritó José exasperado. Jorge no le oyó, porque ya estaba en la calle. —¡No hay duda, ha perdido la cabeza! —dijo el artesano, hablándose

solo—. Eso tiene que lo educasen de otro modo; como para los salones; ahora no se conforma sino con señoritas. ¿Y ella?... ¿La hija de don Guillermo?... No; ¡esto es un castigo de Dios!

José permaneció largo rato inmóvil. Al fin, distinguió un papel en el suelo, lo recogió y leyó su contenido: era la

carta de Isabel. A medida que leía, los ojos de José se enturbiaban y su corazón latía con

violencia. Al concluir, arrugó el papel con ira entre sus manos. —¡Es la cita —se dijo— si no la leyera con mis propios ojos! Y volvió a repasar el papel. —Ella está desesperada, bien se ve y él está loco. Son muy capaces de irse,

como Carmen, el día menos pensado. No, yo no me hago responsable de tamaño delito. ¡Alma de mi padre!, ha llegado el momento preciso, el último caso; que lo sepan todo de una vez.

José salió precipitadamente y entró en su habitación.

Capítulo 28

Reconocimiento

orge cruzó con velocidad las calles; dio la vuelta necesaria para llegar al punto deseado y poco después llamaba, con la señal convenida, a la puerta del jardín.

Dos ojos ávidos lo espiaban desde la casucha del frente. La puerta se abrió, Jorge penetró y aquella volvió a cerrarse. El día estaba

tan nublado, que amenazaba lluvia. El jardín ofrecía un aspecto delicioso. El sol escondiendo sus ardorosos rayos, derramaba luz a través de nubes

nacaradas. Las plantas exhalaban ese ambiente fresco, peculiar de los días nublados. Los pájaros, piando, recogían presurosos el alimento para sus polluelos.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

El día tenía mucho de encantador y más aun de triste. Isabel aguardaba con impaciencia a Jorge.

Tan luego como lo vio cerca, le tendió la mano con afable expresión. Cecilia se retiró. —Me he demorado involuntariamente, señorita, le suplico que me dis-

culpe. —No emplee Ud. conmigo tanto cumplido, Jorge; eso no cabe entre per-

sonas que, como nosotros, nos hemos llegado a comprender. —Es cierto, pero...

—No objete Ud. nada, no me arranque Ud. la última ilusión que me resta, creyéndole mi mejor amigo, casi mi hermano.

—¡Oh! ¡Eso se lo juro! —dijo Jorge, llevando una mano a su pecho. Isabel suspiró.

Su semblante estaba pálido y lleno de languidez. —Nunca como ahora, necesito un amigo en quien depositar mi confianza, a

quien pedir consejo, de quien solicitar apoyo. —¡Ah! Señorita. En mi condición, apenas si podré serle útil alguna vez; sin

embargo, puede Ud. disponer de mi vida, si la necesita. —Gracias, Jorge, gracias.

—Con toda la sinceridad del cariño que recíprocamente nos une, le confieso, que, no obstante la resignación que tengo con la suerte que me ha tocado, hay ocasiones en que soy preso de horrible martirio —continuó diciendo Jorge, con cierta desesperación.

Isabel comprendió que algo excepcional ocurría a su amigo. Recordó la historia que le relatara, miró su semblante, en el que el sufrimiento marcaba sus huellas y sintió profunda pena.

Advirtiendo esto, Jorge trató de dar otro giro a la conversación y sacando de su bolsillo un papel doblado, dijo:

—Aquí está el documento que me pidió Ud. —¡Ah! Sí —repuso Isabel— tomándolo y reconociendo la letra, y añadió con

amargura —esta es la prueba de una parte de los delitos de Iriarte. —¿Ha referido Ud. esto al señor Latorre?

—Todo, Jorge, todo. —¿Y cree? ¿No me juzga calumniante de señor tan distinguido? —Ni por un momento; tiene plena fe en sus palabras y está resuelto a

despedir a Iriarte. —Al fin. —¡Ay Jorge! Ud. no puede imaginar cuánto es mi sufrimiento. ¡Haber sido

tan villanamente engañada!... —Valor, señorita. Es verdad que muy temprano ha bebido Ud. la copa del

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desengaño; pero es muy risueño su porvenir; al eclipsarse una ilusión, puede irradiar otra. ¡Quién sabe si muy pronto le sonreirá la felicidad! ¡Ay de los que viven sin ilusiones ni esperanza!

—¡Jorge! Ud. sufre un nuevo dolor, que, sin quererlo, revelan sus palabras a cada instante —dijo con dulzura Isabel.

Jorge guardó silencio. Era cierto; él mismo se delataba, porque la amargura de que estaba saturada su

alma, se desbordaba en sus frases, sin poderlo remediar. De improviso prorrumpió, diciendo:

—Es verdad, de mis labios aún no ha salido; pero conozco que este silencio, este pesar reconcentrado en mí mismo, me mata.

—¿No le merezco confianza? ¿No soy su amiga? —Sí; pero demasiado tiene Ud. con sus propios sufrimientos. —Jorge: Yo soy como su hermana; yo sé que es un alivio inmenso confiar a

otro sus pesares; Ud. necesita, indudablemente, un corazón leal, en el cual depositar los suyos.

—Oh sí, un corazón como el suyo. Jorge hizo una pequeña pausa, después de la cual dijo: —Ud. recordará la historia de aquella niña que fue mi ilusión primera. —Siempre la tengo en mi memoria. —Pues bien. Elena está muy cerca de mí. —¿Elena está acá? —Huérfana y atacada de cruel enfermedad, ha venido en busca de la vida y

yo le estoy dando la muerte; ¡yo mismo la apuro a todo instante y no dejo de existir! —exclamó con desesperado acento el pintor.

—¡Jorge!... —Sí, le finjo una indiferencia que, por desgracia, está muy lejos de mí, y esta

ficción de todos los días, agota mis fuerzas y mina su vida. —¿Pero, no hay una esperanza?

—¡Ah! Ser un plebeyo que aun el nombre de su padre ignora... Si al menos fuera rico... Haría, como otros, un puente de oro, para salvar el abismo del nacimiento.

—Lo mejor es olvidar. —Creía haberlo conseguido; pero ¡no!, ¡no!, que me domina hoy una

pasión irresistible, loca, pues carece de esperanza. —Aléjese Ud. de ella. —Al contrario, la fatalidad me encadena a su lado; estoy condenado a verla

todos los días, a contemplar sobre su semblante los efectos de mi fingimiento, a copiar su rostro, más bello, más ideal que nunca.

—¡Dios mío!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Si Ud. pudiera ver lo que pasa en mi corazón en esas horas de agonía... ¡Hoy la amo más que nunca!

En este instante Isabel lanzó un pequeño grito, porque abriéndose las ramas de la izquierda, dieron paso a un hombre que, de pronto, no pudo reconocer y que agitado y con un envoltorio en la mano, se detuvo ante ella.

Jorge se puso de pie. —¡Infelices! ¡Sois hermanos! Aquí están las pruebas. Isabel se aproximó a Jorge y se asió fuertemente de su brazo. Creía que

tenía delante a un loco. Jorge miraba a José con indescriptible asombro. —¿No me crees? —volvió a decir—. Abre este paquete y verás que tú eres

Jorge de Latorre, hijo primero y legítimo de don Guillermo de Latorre y hermano de esta señorita a quien acabas de decir que amas.

Jorge arrebató de manos de su tío el paquete y lo abrió. Al punto se deslizó de entre sus manos y cayó al suelo un objeto pesado y brillante, que Isabel se apresuró a recoger.

—¡El complemento de la cadena de mi papá! —exclamó. —Y la constancia de que le pertenece y la copia certificada de su partida de

matrimonio con mi hermana Carmen y la del bautizo de Jorge —dijo el artesano, mientras éste precipitadamente examinaba los documentos, sin acertar a leer más que algunas firmas de don Guillermo.

—¡Luego es cierto! —prorrumpió Isabel, en un transporte de gozo. —¡Luego es verdad! —exclamó Jorge, con una entonación imposible de

clasificar. —¡Sois hermanos; lo juro por mi padre, por tu madre, por Dios que lo

escucha! —dijo con acento enérgico el artesano —¡Jorge, hermano mío! —¡Isabel, querida hermana de mi alma! Por un irresistible impulso de sus nobles corazones, ambos jóvenes se

arrojaron el uno en brazos del otro. Pero Isabel, en extremo débil, no pudo resistir emoción tan violenta y

perdió el conocimiento. Jorge la sostuvo. José, asustado, iba a gritar pidiendo auxilio, cuando de súbito se presen-

tó, saliendo de entre los jazmines, el señor de Latorre, pálido, demacrado, convulso.

Don Guillermo acudió en socorro de su hija, que ya volvía de su desva- necimiento.

Isabel al abrir los ojos y ver a Jorge y a su padre, que a la vez la sostenían, lanzó un suspiro como para desahogar su pecho y dijo:

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Papá; ya no soy tan desgraciada, Jorge es mi hermano! De Latorre, sin fuerzas para luchar con el impulso de la naturaleza, abruma-

do por el peso de su conciencia, dominado por la dulce voz de su hija, vencido por la presencia tan noble como serena de Jorge, abrió los brazos a ambos jóvenes y los estrechó contra su pecho, diciendo de un modo indescriptible:

—¡Hijos míos! Al que respondieron con un grito unísono de diversos acentos: —¡Padre mío!31 José contemplaba, con una sorpresa llena de consternación, esta escena

conmovedora. Sobre los rostros de Jorge e Isabel, caían gruesas lágrimas de don Guiller-

mo. ¿Para qué negarlo? En esos momentos eran felices los cuatro seres que la

Providencia había cuidado de reunir; pero cuando aún no habían vuelto de su dulce arrobamiento, para darse cuenta cabal de lo que les pasaba, fueron bruscamente sorprendidos por la voz de doña Enriqueta, que llamaba, y el ruido de una espada, que se percibía al otro lado de la puerta principal del jardín.

Como impulsados por un resorte, Jorge, Isabel y Latorre se apartaron, mirándose con inquietud.

—Huyamos —dijo Isabel. —Solo nosotros —dijo Latorre—, quédate tú. —Abre Isabel —gritaba doña Enriqueta. —Vamos —dijo el artesano a Jorge. —Estos papeles... —dijo la niña, recogiendo los que yacían por el suelo. —Tuyos son, Jorge —dijo don Guillermo conmovido y añadió—: guárdalos,

hijo mío, te pertenecen, así como mi amor, mi nombre y mi fortuna. —Con su cariño y el de mi hermana me bastan —repuso Jorge, abrazando de nuevo a don Guillermo, que cada vez más conmovido, lo estrechó con fuerza.

—Dios lo bendiga, señor —dijo José, quitándose el sombrero, profunda- mente afectado.

—Isabel, aquí está Iriarte que desea verte —volvió a clamar doña En- riqueta.

Don Guillermo desapareció por entre los jazmines. Isabel alcanzó los papeles a Jorge, que de pronto los rechazó y que sólo

31 A los críticos de María Nieves no les gusta mucho la historia de los amores

desventurados de Jorge y menos esta escena de la revelación de sus orígenes. El caso, sin embargo, es

que el tema central de la novela es precisamente la bastardía de Jorge. Pero este no es un drama

individual sino colectivo, el del mestizo. De ahí al valor de la novela de María Nieves: que su

historia es la historia de muchos.

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C

Jorge, El Hijo del Pueblo

vencido por aquella, que le manifestó no tener por el momento dónde ocul- tarlos, se determinó a admitirlos.

Jorge e Isabel tornaron a abrazarse con una emoción de gozo indescriptible. El buen artesano, a quien al fin reconoció Isabel, se permitió también abrazar a la niña y salió precipitadamente, seguido de Jorge. Isabel trató de arreglar con la mano su peinado y llamando en voz alta a

Cecilia, se dirigió a abrir personalmente la puerta.

Capítulo 29

Un convite repentino

ecilia había dado lugar a que José penetrara al jardín del señor de Latorre sin anuncio. Veamos cómo.

Apenas la novia de Luis hubo dejado a Jorge con Isabel, volvió a ponerse de guardia tras de la puerta, cual si esperase a alguien.

En efecto, no tardaron en llamar y ella en abrir. Grande fue su sorpresa al encontrarse con el ordenanza de Iriarte.

—¿Qué quiere Ud.? —preguntó contrariada —Poca cosa, paloma, un cuatro de abridores32. —¿Abridores? ¿Y qué cosa es eso? —¿No sabes? Vaya; melocotones que se parten en dos con la mano. —Pues tampoco sé qué viene a ser eso. —Ayayay. ¡Cómo no ha de saber Ud.! Pues, y esos árboles ¿qué son? —Duraznos los comunes, blanquillos los finos, aurimelos, los que se

parten, uvillas los que también se parten y son muy dulces, como bolsitas de almíbar.

—¿Así se llaman en su tierra? Vaya, es Ud. muy guapa y tan entendida como buena moza; en fin, véndame Ud. de esas uvillas. —Aquí no se vende fruta.

—Vaya niña, no sea tan desabrida33. —¡Déjeme Ud. en paz! —dijo Cecilia, tratando de cerrar la puerta. Pedro, que estaba arrimado al dintel, se lo impidió. —No se vaya tan luego, paloma, ni se ponga tan enojada, que eso no sienta

bien a su cara preciosa. Cecilia, impaciente dijo:

32 Abridor. Especie de melocotón fácil de partir. Raro en Arequipa. 33 Piropo al revés del pícaro limeño Pedro.

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—Mire Ud., don Pedro, que si no se va se lo aviso a la señorita. —No lo creo de su buen corazón. ¿Qué mal le hago en estarme aquí parado? —Qué dirá... —¿Su novio? —La gente que pasa. —¿Quién pasa por acá? ¡Nadie! —dijo Pedro mirando para arriba y para

abajo. Cecilia estaba inquieta. Había citado a Luis y no tardaría en venir. —Bueno —dijo con despecho— me entro, aunque la puerta se quede

abierta. —Y yo entro en seguida. —¡Cómo! ¿Se atrevería Ud. estando aquí la señorita? —¡Bah!, la señorita me conoce mucho y es muy buena; le digo que se me

ha antojado comprar fruta de su huerta, y con seguridad que me la regala. Cecilia vio que Pedro era capaz de hacer lo que decía y permaneció como enclavada en su sitio.

Mentalmente, se encomendaba a todos los Santos del cielo y a todas las almas del purgatorio, para que se fuera Pedro.

En esto se oyeron pasos. Cecilia tembló; porque muy bien los conocía. Luis apareció y no disimuló el mal efecto que le hizo ver a su novia con el

ordenanza. “Este debe ser su galán”, pensó Pedro. —Hola, don Luis, ¿Ud. por acá? —se apresuró a decir. —Sí, don Pedro, ¿y Ud. qué hace? —dijo, después de saludar secamente a

Cecilia que lo miró de modo suplicante. —Rogando a la Cecilia que me venda uvillas y no quiere. —La señorita se disgustaría —dijo esta. Luis miraba a ambos recelosamente. Con esa perspicacia natural en la mujer, Cecilia halló la manera de

salvarse. —¡Oiga Ud. don Pedro! —dijo al ordenanza— conozca Ud. a Luis Vargas,

que es mi novio. Luis sonrió, cambiando de expresión. —Sí, desde antes lo conocía —respondió Pedro, disimulando su contrarie-

dad. —Somos antiguos conocidos —añadió Luis. —¿Conque era Ud. su novio? —Sí, y muy pronto nos casaremos. ¿No es verdad Cecilia? —En cuanto pase la guerra, según dice la señorita. —¡Ah! ¿la señorita lo sabe? —Sí, y también el caballero.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Pedro pensó que no sería malo aprovechar de la amistad de los novios, que, según le parecía, no eran muy reservados.

—Me va Ud. a permitir amigo Luis —dijo— que, en celebridad de su noviazgo, les invite un vaso de chicha a Ud. y a la Cecilia. —Gracias, amigo Pedro, yo aceptaré, pero, en cuanto a Cecilia, no puedo sacarla de casa de sus patrones.

—Pero si es aquí no más, al frente, vea Ud. —Cecilia no tiene costumbre de ir a la picantería. Pedro hizo una mueca. —Será la primera vez —dijo. —¿Y si la señorita me llamase? —objetó aquella. —Como sabe lo que hay entre ustedes, no tendrá a mal que su novio le

invite un vaso de chicha. —¡No, don Pedro, no lo consiento! —dijo Luis con firmeza. Cecilia estaba angustiada. Si la conversación se prolongaba mucho, no estaba lejos que Jorge saliese

delante de todos. La honrada joven miraba a Luis, haciendo lo posible porque comprendiese lo

crítico de su situación. Al fin llegó a entenderlo este y trató de arrancar de allí al ordenanza; pero en vano; porque todos sus esfuerzos, se estrellaban contra la terquedad de Pedro, que acabó por proponer que entraría a pedir permiso a la señorita, para agasajar a Cecilia con su novio.

Los jóvenes no dudaron de que el ordenanza provocase un escándalo que atrajese a los vecinos y... ¡quién sabe en lo que podría parar! Luis optó por acceder prudentemente a la invitación de Pedro. Era un sacrificio, en aras de la amistad.

No vaciló más en arrostrarlo todo, incluso el justo enojo de Isabel, por salvarla a ella y a su amigo Jorge.

Calculando que se aproximaba la hora de que este saliese, aceptó bajo la condición de que sólo sería un vaso, y de que la picantería estuviese desierta de gentes extrañas.

Se encaminó, pues, a esta, llevando a Cecilia, que temblaba asustada por el primer mal paso que daba en su vida.

Bajo una ramada, la comadre de Pedro dispuso la mesa del mejor modo que pudo.

Cecilia estaba sobre ascuas, como vulgarmente se dice. Luis no estaba menos inquieto.

Pedro quería gastar fuerte en obsequiar a sus convidados; pero Luis, estricto en sumo grado, no quiso que su futura bebiese, y pretextado el enojo de la señorita, la envió sola, quedando él en la tarea de entretener al ordenanza,

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J

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quien una vez que principiaba a beber, de nada más se acordaba.

Cuando Cecilia entró temblando a la huerta, vio a la distancia a doña Enriqueta, con Iriarte e Isabel.

No podía imaginar lo que hubiese pasado en su ausencia, pero encomendán- dose muy de veras a Dios y a los Santos de su devoción, cerró la puerta, cogió una caña y principió a desgajar los racimos de ciruelas con precipitación.

Capítulo 30

Cómo se rompe un corazón

orge y su tío cruzaron las calles sin cambiar una palabra. Cada uno de ellos llevaba un mundo en la cabeza. Cuando llegaron a la casa, se separaron, sin decirse nada.

José entró a su habitación, para repasar en su memoria la rápida escena que acababa de tener lugar.

Jorge se encerró en su cuarto, procurando coordinar sus ideas y cerciorarse de que no era un sueño lo que sucedía.

¡Él, hijo legítimo de don Guillermo de Latorre! ¡Hermano de Isabel! ¡In- mensamente rico...!

¿Era creíble? De Latorre acababa de llamarlo su hijo y de proclamarlo dueño de su

apellido y de su fortuna. Entre sus manos tenía todos los documentos necesarios para hacer valer

sus derechos, si su padre no se anticipara a reconocerlo, estrechándolo contra su pecho y regando de lágrimas su rostro.

Cuando el espíritu de Jorge se tranquilizó un tanto, desdobló los papeles que le había entregado Isabel y los leyó con la mayor detención. Entre ellos había uno, de puño y letra de don Guillermo, que decía así:

“Los eslabones de esta cadena de oro, con letras de diamantes, son

auténtico complemento de la que mi padre me obsequió y los dejo en prenda a mi

esposa Carmen Flores, para que sirvan de señal junto con la presente, a fin de

que yo reconozca a mi hijo, aún no nacido, si por fatalidad, ella dejase de

existir durante mi viaje a Europa.

Arequipa, a 10 de setiembre de 1832. Guillermo de Latorre.”

Dos veces recorrió Jorge estas líneas. Era noble y rico: poseía las dos claves de la dicha.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

¿Aceptaría este presente de la Providencia? ¿No corría riesgo de acobardar a su padre, de perjudicar a Isabel?

¿Y Elena? Ahora podía ser su esposa. Ante este pensamiento, Jorge se alzó radiante. —Aceptaré —se dijo— aceptaré por ella. Hoy seré yo quien le devuelva su

pasado esplendor; hoy también cesará su martirio, ese suplicio que va minando su existencia. Sí, ni un instante más de dolor.

Y recogiendo todos los papeles, salió a la calle, lleno de ilusiones. Enajenado de gozo, casi corría y no se fijaba en nada; porque estaban absor-

tas sus facultades, en la contemplación de un panorama de felicidad futura. Ya no sería ultrajado, ya no lo menospreciarían. Ese mundo que lo veía pasar, sin fijarse en él, no tardaría en adularle, la miseria ya no lo amenazaría; pero, ¿qué era todo este reflejo de oropel, ante la felicidad suprema de poder amar a Elena?

La negra nube, que tanto tiempo había envuelto su espíritu, se trocaba en luminoso celaje.

En su alma irradiaba la aurora de la dicha; brillaba el iris de la esperanza; centelleaba la estrella de la ilusión.

Por eso, en sus labios jugueteaba la sonrisa y su mirada estaba impregnada de dulzura.

De improviso, Jorge interrumpió su veloz marcha; estaba a la puerta de la casa de Elena.

Su corazón latió con fuerza y se detuvo algunos instantes para tomar aire. La pobre niña estaba sola.

De pie, junto a la ventana del lado del jardín y lánguidamente apoyada en el respaldo de una silla inmediata, dejaba caer su triste mirada sobre el pequeño huerto que tenía delante.

Melancólica como ella estaba la naturaleza; nublado el cielo, como su corazón.

Aquel día Jorge pretextando una urgencia, se había excusado de ir. ¡Muy pesada debía serle la obligación impuesta por su hermano...! ¿Pero,

cómo se había efectuado un cambio tan radical en el corazón de su amigo? ¿Era posible que a tal punto llegase su indiferencia?

Elena creía que en su alma, no había lugar para un nuevo dolor; de sus ojos ya no brotaban lágrimas.

Su agonía, era doblemente horrible por ser tan prolongada. Un ruido en la mampara vino a sacarla de su meditación, haciéndole

volver la cabeza; y no pudo contener un ligero grito de sorpresa, de gozo, de temor a la vez.

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segunda Parte / 50 capítulos

Casi al mismo tiempo, Jorge caía de rodillas a sus pies y le decía: —¡Perdón, Elena mía, perdón! Elena se quedó inmóvil como una estatua de alabastro. —Yo te he amado siempre —dijo Jorge con vehemencia—; tu recuerdo ha

sido mi fiel compañero; eres mi primer y único ensueño; esa indiferencia que te he fingido, me ha costado la mitad de mi vida; porque nunca como ahora te amo, ángel mío; mas, ¿cómo el hijo del pueblo había de alzar los ojos hasta ti sin ofenderte? Pero hoy que soy noble y rico, vengo a pedirte de rodillas el perdón del pasado y la felicidad del porvenir.

Elena apenas respiraba. En medio de su turbación, pasó por su mente esta idea: ¡desvaría él o

pierdo la razón yo! Jorge la adivinó y poniéndose de pie: —¡No, no estoy loco! —dijo—. Mira, aquí están las pruebas evidentes

de que no deliro; soy hijo legítimo de don Guillermo de Latorre; tengo por hermana a otro ángel como tú y soy inmensamente rico. Yo sé que en tu co- razón no se ha extinguido el cariño que profesabas a tu amigo de la infancia, al pobre huérfano que tus padres asilaron por piedad, al oscuro Jorge, que pretendió divinizarte y poner inmortales lauros a tus pies. Sí, yo sé que aún ocupo un lugar en tu alma pura, lo he leído en tus ojos, lo he visto a través de tu mirada. El abismo que nos separaba se ha cerrado; hoy, todos nuestros sueños de la infancia pueden cumplirse; olvidemos el pasado, vámonos a Italia, confundamos el aroma de la dicha, con la fragancia de sus jardines; soñemos el paraíso, navegando en sus azules lagos; escuchemos las palpitaciones de nuestros corazones, entre sus divinas armonías, vea yo tu belleza dulce y son- riente, bajo el pabellón de sus estrellas y cuando sintamos que la Patria nos llama, volvamos, trayéndole por ofrendas las coronas del artista. Entonces, nadie recordará que Jorge de Latorre, el feliz esposo de la bella Elena, estuvo alguna vez confundido entre las masas del pueblo; la vida nos será un oasis, un ensueño, un ritmo de felicidad.

Elena había ido perdiendo gradualmente el color de la vida, de su pecho se escapó un gemido desgarrador, vaciló como un lirio azotado por el viento y cayó sin sentido en los brazos de Jorge, que se precipitó en su auxilio.

Jorge, sorprendido por el efecto que sus palabras habían causado en su amada y un tanto amargado, se inclinó sobre su rostro casi lívido, diciéndole con infinita ternura:

—¡Elena! ¡Elena mía! Vuelve en ti y dime que me amas. Hortensia que acababa de entrar, y que a espaldas de Jorge había escuchado el

final de su delirio y que todo lo comprendió, se aproximó y tomando a Elena entre sus brazos, pronunció con solemnidad estas palabras:

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Huya Ud., Jorge, huya Ud. de la desventurada esposa de Alfredo Iriarte. Jorge retrocedió dos pasos, miró a Hortensia de un modo extraño y: —¡Mentira! ¡Mentira!— dijo, casi ininteligiblemente, por la contracción que sufrieron sus labios.

—Joven, ningún interés tengo en engañarle; lo que acabo de decir es por desgracia cierto y nada me sería más fácil que probárselo, si Ud. se empeña; entretanto, lo que conviene es que al volver esta infeliz de su desmayo, no lo encuentre aquí.

Jorge, fuera de sí, arrojó con desesperación los documentos que aún tenía en la mano, diciendo:

—Sin ella, de nada me sirven; ¡no los quiero para nada! En este instante entró Enrique. Su sorpresa no tuvo límites, al encontrarse frente a aquella escena inex -

plicable. Su hermana yacía sumida en profundo desmayo en brazos de Hortensia, esta se

hallaba pálida, Jorge tenía el semblante demudado, los ojos centelleantes, los puños crispados.

Enrique paseó su atónita mirada por todo el cuadro y a juzgar por la si- tuación de los personajes, la expresión de miedo con que Hortensia miraba al joven pintor y un ¡Gracias a Dios! involuntario que se escapó de su boca al verle entrar, creyó que Jorge había insultado a su hermana.

—¿Qué sucede? —preguntó furioso. —Ya se lo explicaré —repuso Hortensia—, lo que conviene es acudir a

Elena, que no da indicios de volver y que este joven se retire. —¿Tú has insultado a mi hermana, villano? —gritó Enrique, volviéndose a Jorge, como una hiena.

Jorge, inmóvil y mudo, lo miró con ojos extraviados. —¡Fuera de aquí, fuera! —volvió a gritar Enrique, señalándole la puerta con

ademán imperioso. Jorge dirigió aún su última, extraviada y vaga mirada a Elena, y cogiendo

maquinalmente el sombrero, se encaminó hacia la puerta, con paso vacilante. No podía darse cuenta de lo que sucedía.

Caminaba sin saber cómo. El dolor demasiado intenso, había adormeci- do momentáneamente su corazón y envuelto en densa nube sus facultades intelectuales.

Al traspasar el dintel de la puerta de calle, le acometió una convulsión tan vio- lenta, que tuvo que asirse con fuerza de una de las rejas de la ventana próxima. Entonces, percibió que unas transeúntes, decían al fijarse en él: —¡Mira, mamá! Este hombre está borracho.

—Qué gusto el de estas gentes de beber hasta ponerse así.

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Jorge sintió que su cabeza daba vueltas, que toda su sangre se agolpaba al cerebro, se hicieron imperceptibles las palpitaciones de su corazón, perdió la luz de sus ojos, se abrieron sus manos y cayó exánime sobre la vereda de la calle, oyendo aún zumbar en sus oídos estas palabras:

—¡Está borracho!

Capítulo 31

Iriarte en descubierto

on Guillermo de Latorre había abandonado el jardín, presa de la mayor agitación. Es inútil decir que había escuchado toda la conversación de sus dos

hijos oculto por los jazmines. Se había visto en la forzosa necesidad de reconocer en Jorge a su legítimo

hijo, delante de Isabel y del honrado artesano, que le colmó de bendiciones. El Misti al desplomarse sobre la cabeza de don Guillermo, no habría abrumado tanto su cuerpo, como esta escena su espíritu. La vergüenza más legítima subía a su rostro.

Vergüenza de Isabel, a cuyos ojos había pasado siempre como un hombre irreprochable, como un modelo de virtud y de circunspección y ante quien acababa de descorrerse el velo, que hasta entonces había cubierto en él, a un mal esposo, a un padre desnaturalizado.

Vergüenza de Jorge, que con justicia podía echarle en cara el deshonor de su madre, sus propias humillaciones y sufrimientos.

Vergüenza de aquel honrado artesano, de su hermana y de la sociedad entera, pronta a fulminar contra él las más acres y justas censuras. Las desavenencias de familia, la división de la fortuna, la ira de doña Enriqueta, todo se ofreció a su imaginación.

Pálido como la muerte, sentado en su silla mecedora, veía desfilar todos estos fantasmas, cuando oyó la voz de Isabel que pedía permiso para entrar. —¡Adelante, hija mía! —dijo, incorporándose.

Isabel entró. En sus ojos conservaba aún las huellas del llanto, pero su boca estaba

animada por una dulce sonrisa. Al ver a su padre, se sorprendió. —¡Dios mío! ¿Estás enfermo papá? —No, hija mía. —¿Esa palidez?...

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Tú comprendes, hija mía, que después de lo que ha pasado... —Sí, tienes razón, yo también estoy sumamente impresionada. Don Guillermo bajó la frente. Isabel continuó. —He experimentado tantas sensaciones en pocos minutos, que me parece

que ha transcurrido un siglo. ¡Jorge mi hermano! A veces lo creo sueño. —No sabes, hija mía, cuánto me aflige...

—¿Que se haya descubierto? ¡Oh papá! Dios ha hecho que anticipada- mente amase tanto a Jorge, que este acontecimiento lejos de contrariarme, viene a ser un lenitivo de mis sufrimientos.

—Si no lo dijeras por amenguar mi confusión... —¡No papá, no temas eso! Mi hermano Jorge, es el ángel protector que

Dios me envía. Lee este documento y verás en qué abismo hubiera caído, si la Divina Providencia no hubiese tomado por instrumento a mi hermano para escucharme.

Latorre tomó el papel que le presentaba Isabel y leyó:

“Lo que debe decir Pedro al Jefe Supremo, es lo siguiente: Que

celoso por su causa y temiendo que Vélez conspirase, se propuso espiarle y

descubrió que acopiaba armas; que mediante el mayordomo chileno, pudo

obtener el recibo por compra de fusiles en Bolivia, el mismo que le

presenta, etc. Pedro no olvidará el hacer que el paquete de cartas atado con el listón

rosa, que doña Andrea debe introducir en el cuarto de Isabel, caiga en

manos de algún oficial, para que pueda llegar a las del Jefe Supremo, y se le

encarga expresamente, que no beba, ni hable con nadie, sino lo indispensable,

para el buen éxito del plan”.

No estaba firmado; pero la letra era de Iriarte; Isabel y su padre, la reco- nocieron a primera vista.

—¿Qué se ha propuesto este miserable? —exclamó lleno de ira don Gui- llermo—. ¿Y esa mujer?... Yo haré que me lo explique todo. —¡Prudencia, por Dios, papá! —dijo Isabel juntando las manos— la menor ligereza puede causarnos grandes daños.

—No podemos continuar viviendo con esa mujer en casa —añadió don Guillermo, refiriéndose a doña Andrea.

—No me engañaba el corazón, cuando sentía por ella una aversión que, más de una vez, me causó escrúpulo; pero yo te suplico, papá, que evitemos

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un escándalo; pues si procedemos con violencia, todo se hará público, y mi nombre, entregado a antojadizas conjeturas, puede ser deshonrado.

Don Guillermo guardó silencio. Isabel tenía razón; pero ¿cómo continuar así? —Es uno de mis mayores sufrimientos —dijo Latorre— tener a mi alcance

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a los malvados y encontrarme con los brazos atados.

—Lo que importa es alejarlos cuanto antes de nosotros —dijo Isabel. —¿Pero cómo, si para todo nos encontramos con dificultades insuperables?

—dijo Latorre exasperado. —¡Óyeme, papá! Isabel aproximó una silla y se sentó. De Latorre la miró con inmensa ternura. El sufrimiento tenía impresas sus huellas en el semblante de aquella. —Hace un instante —agregó con gravedad— he apurado todo un cáliz de

amargura al ver a Iriarte, y por consideraciones a mi tía, tuve que demostrarle una afabilidad que no sentía.

—¡Pobre hija de mi alma! —Pedí a Dios fuerzas y me las concedió. Iriarte me ofreció el brazo para

pasear, mientras mi tía formaba un ramillete de flores para obsequiarle. Impre- sionada como me hallaba, por los acontecimientos desarrollados momentos antes y teniendo certeza de la perfidia de Alfredo, tuve que hacer un gran esfuerzo para dominar mi repugnancia.

—Mi hija, asida del brazo de un miserable... —Iriarte no tardó en hablarme de su pasión, etc. —¡Infame! —Me dijo que notaba en mí un cambio que le sorprendía, que esto le hacía

temer que no me creyera tan feliz como él, con la perspectiva de nuestro enla- ce; le respondí que había reflexionado bastante sobre este, y que teniendo en cuenta graves razones, que no me era posible comunicarle, había desistido.

Don Guillermo escuchaba con creciente interés. —Iriarte detuvo el paso manifestando una sorpresa y un dolor, que me

parecieron en extremo exagerados para ser ciertos. Sus frases de desespera- ción fueron interrumpidas por la presencia de mi tía, Iriarte guardó con ella, una reserva que yo no esperaba; se despidió prometiendo volver esta noche o mañana.

—¡Ah! ¡Cuánto veneno ha derramado ese miserable en tu pecho! Pero tú lo olvidarás, ¿no es cierto? —dijo Latorre, tomando las manos de su hija. Esta sonrió amargamente. Después de una corta pausa dijo: —Mientras creí que Iriarte tenía un alma grande y bella, me juzgué muy feliz al ser elegida de su corazón; mas hoy que le conozco en toda su deformidad, al afecto ha sucedido el horror, a la simpatía la repulsión; pero es cierto que la rudeza de golpe ha abierto en mi corazón una herida incurable. —El tiempo, hija mía, se encargará de cicatrizarla; día llegará en que la indiferencia más completa, borre hasta el recuerdo de tus sufrimientos de hoy.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Isabel movió la cabeza en señal de incredulidad. Durante algunos minutos, reinó en la habitación un profundo silencio.

De Latorre sufría horriblemente con el pesar de su hija. Quería castigar a sus autores y se hallaba maniatado.

Por otra parte, la repentina aparición de aquel hijo abandonado, su provi- dencial intervención, cruzando los inicuos planes fraguados contra Isabel, el papel que, tal vez le estaba reservado, todo lo sumía en profunda y dolorosa melancolía.

Isabel, rompiendo aquel prolongado silencio, dijo: —He dado el primer paso para despedir a Iriarte, te toca apoyarme; pero

antes, creo necesario convencer a mi tía. —¡Eso es casi imposible! ¡Enriqueta nada creerá! —Será preciso presentarle pruebas irrecusables, por ejemplo, la partida de

matrimonio de Iriarte. Don Guillermo movió la cabeza. —En las actuales circunstancias, es imposible —dijo. —Recuerdo una cosa. —¿Cuál? —Dijo mi hermano, que los periódicos se ocuparon bastante; si pudiéramos

conseguir uno... —Eso me parece fácil; pero mientras lo encontramos, acordemos el plan de

conducta que debemos seguir. Es probable que Iriarte ponga en conocimiento de Enriqueta tu última resolución, ¿si esta te pregunta la causa, que dirás?

Isabel meditó. —Simplemente, que no me hallo con fuerzas para sobrellevar aquel penoso

estado, mucho menos, enlazando mi suerte, a la azarosa de un militar. —Con esa respuesta no te libras de sus continuas reflexiones. —Las sufriré con resignación.

—Sobre todo, espero que antes de ocho días, tu tía quede enterada de la verdad.

En este momento, entró bruscamente doña Enriqueta. —¿Has visto la insolencia? —dijo, dirigiéndose a su hermano—Acaban de

volver a notificar que desocupemos la casa; dicen los cholos que si hasta dentro de tres días no la desocupamos, tendrán que trabajar sobre nosotros y llenar esto de soldados.

—¡Ah! Estoy tan mal que olvidé decirte que ya tenemos casa donde tras - ladarnos, la de la señora Z., frente al doctor Peña. La señora se va a Bolivia y me deja las llaves.

—Pues hoy mismo que principien a trasladarlo todo; ya no se puede sufrir la insolencia de estos cholos. Si no tienes otra cosa que hacer, ven Isabel a

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ayudarme. ¡Jesús! Qué trabajo el que vamos a tener.

En el acto se levantó Isabel y siguió a su tía que salió llamando a Cecilia, a Hilario y a todos los criados.

Capítulo 32

Iriarte se mortifica

l anochecer del mismo día, Pedro entraba donde Iriarte, a dar cuenta de su espionaje. —¿Y bien? —preguntó este con impaciencia.

—Hoy volvió —dijo Pedro. —¿Y le abrieron la puerta? —Sí, la Cecilia le abrió. —¡Ah! —La Cecilia solo es la portera. —Habla luego. —Pues, sí, mi Mayor; desde temprano estuve en la picantería de mi co-

madre Rufina, sacando la cabeza a cada paso que sentía y gastando buenos cuartos para entretener el tiempo.

—¡Bueno!, ¡bueno! —Como a la una, sentí unos pasos muy apurados, miré y vi que venía casi

corriendo un hombre del pueblo, por la traza, llegó a la puerta del jardín y dio tres golpecitos iguales, me fijé bien en su cara y vi que era el caballero elegante del otro día.

Iriarte hizo un gesto de extrañeza. —Se disfraza —murmuró. —Sí, mi Mayor, era el mismo de la otra vez. —¡Pues, curiosa es tu historia! —dijo Iriarte, arrojando el humo de un

cigarrillo que fumaba, casi echado en el sillón—. Prosigue. —Luego que entró, salí de la picantería y quise mirar por las rendijas de la puerta del jardín, pero no tenía una sola; entonces, se me ocurrió llamar con el pretexto de comprar fruta; toqué con alguna precaución y la puerta se abrió apareciendo la Cecilia, que hizo un gesto de cólera y aun cuando quiso despacharme con muy malos modos, yo no quise moverme y ella llegó a amenazarme con su señorita que estaba dentro.

—¡Sigue!, ¡sigue!, que todo eso me interesa. —Yo insistí, pidiendo que me dejara entrar donde ella, para decirle el an-

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Jorge, El Hijo del Pueblo

tojo que tenía de las uvillas de su huerta; pero la muchacha se plantó como un centinela en la puerta; yo habría hecho fuerza y quisiera o no, me hubiera metido dentro; pero, para mi mala suerte, apareció por allí su novio.

—¡Cáspita! ¿Quién es ese diablo? —¡Un platero!, que a veces me convida unas copas y que puso un gesto de

demonio al verme hablando con la Cecilia... —¡Tunante de Lucifer! —Como ya no podía importunar más a la muchacha, creí más seguro invitar

a los novios un bebe, a ver si en la charla me daban algunos datos; se resistieron, pero al fin los llevé y gasté largo, mi Mayor, y quedé debiendo un peso.

—Pero, ¿en fin? —La Cecilia se mareó y su novio la mandó a su casa, mientras él se quedó

tomando a mi costa; cuando estuvo alegre, principié a hablarle de la señorita Isabel y dijo que era una santa, un ángel y en lo mejor se mandó mudar sin que pudiese sacarle una palabra.

—¡Imbécil! ¿Y tú, que hiciste? —Salí tras él y no lo pude alcanzar. —Tú serías el borracho, como que ahora mismo apenas abres los ojos. —No, mi Mayor, se lo aseguro; más bien al venir para acá, un amigo me

hizo tomar dos copitas. —¡Bueno!, ¡bueno!, ya van dos veces que me dejas escapar a ese singular

personaje; ten cuidado, por que a la tercera te pongo al cepo. —Sí, mi Mayor, en la tercera le aviso a Ud., para que lo vea con sus propios ojos.

—¡Vete! —Óigame, mi Mayor: le debo a la Rufina... —¡Vete, he dicho! Pedro salió refunfuñando. —No hay duda —se dijo Iriarte—, Cecilia y su novio, son los protec-

tores de los misteriosos amores de la sobrina de doña Enriqueta; pero, ¿quién será ese raro amante? Tal vez me interese descubrirlo, más de lo que me figuro.

—¡Hola, chico! ¿Estás filosofando? —dijo una voz desde la puerta. —¡Adelante! —¿Has olvidado que tenemos compromiso de ir esta noche donde las

Vélez? —dijo Luciano, entrando con desenfado. —Te confieso que lo había olvidado, hasta el extremo de prometer a la

vieja Latorre ir esta misma noche. —¡Bah! Deja que por ti pase horas de ansiedad tu novia; eso halaga el

amor propio de un joven.

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Mojados están tus papeles, hijo! Isabel no será quien se inquiete por mi ausencia.

—¡Hum! ¿Celos son esos? —¿Celos? ¡Ja! ja! ¡Ja! No me creas tan ridículo. —¡Cáspita! Pues si ser celoso es ridículo, yo he caído en este varias ve-

ces, sin advertirlo. Ahora mismo, Carlos me está quemando la sangre. —¡Ja! ¡ja! ¡ja! No prosigas, hijo, porque vas a adquirir patente de tonto.

Luciano se quedó mirando al militar con notable sorpresa. —¡Qué! ¿No sientes arder tu sangre, cuando un rival pretende arre-

batarte el corazón de la señora de tus pensamientos? —No sé lo que es sentir.

—¿No tienes corazón? Iriarte se encogió de hombros. —Cuando odia, cuando siente el deseo de vengarse, sé que lo

tengo. —Ya sé a lo que te refieres. ¡Te compadezco!; pero en fin, dejemos estos

enojosos asuntos y vamos a lo que por el momento nos interesa. ¿Vas o no donde las Vélez?

Iriarte vaciló. A pesar de lo que acababa de decir, es cierto que estaba bastante

mortificado con la idea de que Isabel ya no fijase en él sus pensamientos y que tuviera un amante; no sabemos si era cuestión de amor propio, pero desde que sabía aquello, tenía más deseo que antes de frecuentar la casa. Mas, al punto reflexionó que Isabel podía excusarse de recibirle y que era una solemne tontería dejar de pasar un rato agradable con las Vélez, más, cuando Elvira le iba gustando sobremanera.

—¿En qué piensas? —preguntó Luciano. —En que pueden necesitarme para asuntos del servicio. —El servicio. ¿No ves cómo Vivanco ronca todo el día y se levanta a la

charla y al juego que duran toda la noche? —¡Calla, imprudente! —Vamos a seguir el ejemplo de S.E. y que los cholos se diviertan

guardando las trincheras. Momentos después, los dos calaveras se dirigían a casa del doctor

Vélez. Luciano iba tarareando una canción de moda. De pronto, les llamó la atención un grupo de gente, que obstruía la

vereda por donde debían pasar. A favor de un cabo de vela, que en medio de él brillaba, pudieron

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Jorge, El Hijo del Pueblo

reconocer que lo formaba gente del pueblo, hombres, mujeres, chicos y algunos serenos.

Luciano suspendió su tarareo y ambos amigos se aproximaron. —¡Está muerto! —decía uno. —Sólo está desmayado —agregaba otro. —¡Tal vez herido! —¡No respira! El objeto de estos pareceres, era un joven que, tendido sobre el pavimento,

estaba pálido, frío, rígido como un cadáver. De pronto se abrió paso un hombre, que llegó casi corriendo. —¡Es Jorge, es mi sobrino! —decía—; por caridad, ayúdenme a llevarlo

a casa. Al punto varios de los presentes levantaron en peso el cuerpo inanimado

del artista. —¿Dónde es la casa? —¿Dónde vive Ud.? —En Santa Teresa. —¡Qué! ¿No conoces a don José Flores? —dijeron algunos. —¡Ah!, ¿Ud?. ¡Pobre Jorge! ¿Qué le ha dado? —No sé, no sé, ¡pobre hijo mío! —dijo el artesano, limpiándose gruesas

lágrimas con el forro de la manga. Iriarte y Luciano eran mudos espectadores. Aquel había reconocido en el joven al salvador de Isabel, al que cruzó su

plan de venganza. De repente, una voz aguardentosa, dijo a su oído: —Es él, mi Mayor, ese es el amante de la señorita. Iriarte se volvió con presteza y vio a Pedro, que con un movimiento de

cabeza, completaba su afirmación. Luciano no se apercibió; porque habiendo reconocido en José, al entusiasta

trabajador de la trinchera de San Lázaro, seguía con interés los esfuerzos que hacía para conducir a Jorge.

Cuando la comitiva se alejó, tornó a asirse del brazo de Iriarte a continuar su tarareo y su camino.

Entremos nosotros en casa de Elena.

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L

segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 33

Delirante

as puertas de calle estaban herméticamente cerradas, y el más profundo silencio reinaba en la casa. En el dormitorio, a la débil claridad de una lámpara de aceite, podía

verse sobre el blanco techo, el alabastrino rostro de Elena, descansando en grandes almohadones de bretaña.

Su respiración era desigual y en extremo fatigosa. El doctor Peña acababa de retirarse, con ese aire desalentado del médico

que presiente un fin desastroso. Hortensia velaba a la cabecera de su amiga, observando todos sus movi -

mientos, y enjugando las lágrimas silenciosas que rodaban por sus mejillas; porque amaba a Elena como a una hermana, y no se le ocultaba la gravedad de su estado.

Enrique entró de puntillas a informarse cómo seguía Elena. Hortensia le indicó que estaba lo mismo.

Enrique estuvo contemplándola un rato, con profundo pesar. Movió después con lentitud la cabeza y dirigiéndose a Hortensia, dijo en voz muy baja:

—Pero, yo no comprendo ... Hortensia miró a Elena, que parecía aletargada, y levantándose con pre-

caución, hizo seña a Enrique para que la siguiera. Una vez en la sala de recibo, Hortensia tomó asiento junto a la mesa y

Enrique la imitó. —¡Mi hermana está muy mal! —dijo este, tratando de interrogarla con

la mirada. —¡Desgraciadamente, es así! —repuso Hortensia con desaliento. —Pero hasta ahora no sé lo que ha sucedido y por más que hago, no puedo ni

imaginarlo. —Por eso lo he traído aquí, es tiempo que se acabe el misterio y lo sepa

Ud. todo. —¡Misterio! —Sí, Enrique, Elena es una mártir, un ángel, una santa, quizá le cueste la

vida su sacrificio. —Es cierto, mi pobre hermana es víctima del más fatal matrimonio, con-

traído con tanta repugnancia como mala suerte. —¡Eso no es todo! Elena se inmoló en aras del amor filial y de las convenien-

cias sociales, cuando amaba a un joven que la comprendía y la adoraba. 399

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Enrique escuchaba admirado. —¡Yo ignoraba!... —murmuró. —Y si lo hubiera Ud. sospechado, habría sido el primero en oponerse a

ese cariño. —¡Oponerme yo, a la felicidad de mi hermana! ¿Es posible, señorita, que ese

concepto le merezca? —Es que ese enlace lo habría Ud. juzgado una locura. —¡Qué! ¿No era digno de mi hermana?... —Elena nunca habría amado a un hombre indigno de ella; he ahí una de las

causas que explican su antipatía por Iriarte. —¡Luego!... —El hombre a quien Elena amaba, estaba dotado por el cielo de un alma

casi tan bella como la de ella misma; había nacido noble y poderoso; pero el misterio velaba su cuna; Dios le dio un corazón grande y generoso y supo sacrificarse en aras del reconocimiento.

—Pero ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Qué clase de sacrificio es este, que labra la desventura de Elena?

—Es el del huérfano asilado por caridad en el seno de una familia bon- dadosa; el del plebeyo que lleva sobre la frente el anatema de su triste origen, como decimos, los que nos creemos superiores, y a quien la revelación de su cariño, habría puesto en medio de la calle con la nota de mal agradecido y traidor a la confianza de sus bienhechores; se llama Jorge Flores y hoy es Jorge de Latorre, hijo legítimo de don Guillermo, hermano de la bella Isabel y heredero de inmensa fortuna.

Enrique había dado un salto sobre la silla y se puso de pie. —¡Jorge, hijo de Latorre!, ¡Jorge, amante de Elena! —exclamó. Hortensia también se levantó y abriendo un cofrecito de encima de una

consola, sacó varios papeles arrugados y los entregó a Enrique diciendo: —Infórmese Ud. de estos documentos.

Este los tomó y se puso a leerlos con vivísimo interés. Hortensia tornó a sentarse.

Sumamente afectada por la escena que había presenciado aquel día, in- dignada por la manera como Enrique había tratado al joven artista, por pura suposición, se gozaba en hacer saber al hermano de Elena, la alta alcurnia y nobilísimos antecedentes de Jorge.

—¡Esta es su partida de bautismo! —dijo Enrique terminando de leerla—. ¡Oh! Creo que estoy soñando.

Hortensia nada dijo. Enrique leyó otro papel. —Aquí se habla de una cadena —agregó, después de reconocer una y

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segunda Parte / 50 capítulos

otra vez la firma de don Guillermo. Hortensia permaneció silenciosa.

—Copia certificada de un pliego matrimonial entre don Guillermo de Latorre y doña Carmen Flores. ¡Todo es oscuro para mí! Hortensia no desplegó los labios.

Enrique tomó este silencio por reproche, y tratando de sincerarse dijo: —¡Tal vez he sido demasiado ligero con Jorge! —Sí, Enrique, Ud. no se informó de lo que pasaba. —¡Dios mío! ¿Con que fue él quien insulto a mi hermana? —¡Insultarla! ¡Oh! No conoce Ud. bastante a Jorge; yo apenas lo he visto

algunos días en este salón, apenas he oído brotar de sus labios algunas frases cortadas por la emoción, y ya sé que Jorge de Latorre es incapaz de ofender a una mujer.

Enrique estaba aturdido. Aquella áspera reconvención en boca de Hortensia, que generosamente

salía en defensa de Jorge, le hacía daño. —El desmayo de Elena —continuó esta— provino del dolor que desgarró

su pecho, al ver que aquel a quien tanto había amado, ignorando su fatal en- lace con Iriarte, venía radiante de ilusión y de esperanza a pedirle su corazón y su mano, depositando a sus pies un nombre ilustre, una cuantiosa fortuna, sus laureles de artista y su corazón de poeta. El alma de Elena no pudo re- sistir prueba tan cruel, su debilitada naturaleza se doblegó, y exhalando un gemido, cuya amargura puedo apreciar yo, que en parte poseo su confianza, se desmayó.

Enrique sentado junto a la mesa, con la frente apoyada en las palmas de sus manos, trataba de ocultar las varias emociones que se retrataban en su semblante.

Hortensia continuó: —Entonces tuve que desgarrar las ilusiones del artista y ofrecerle el cuadro

de la más desesperante realidad; luego, entró Ud., Enrique, y lo demás bien lo sabe.

Enrique se alzó como impulsado por un resorte. —¡Soy un criminal! —exclamó— ¡He insultado a Jorge, al amigo de mi

infancia, al que con el trabajo de sus manos sostuvo a mi familia en sus horas de desgracia! Señorita, imploro su perdón, por la horrible falta cometida en su presencia, y porque la he hecho testigo de una acción nefanda, tratándose casi de un hermano.

—¿Qué va Ud. hacer? —preguntó Hortensia viendo que tomaba su som- brero y su bastón, disponiéndose a salir.

—Voy a buscar a Jorge.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿A esta hora? ¡Es temerario! —¡Jorge! ¡Cuánto debes haber sufrido! —dijo Elena con voz dulcísima.

Hortensia y Enrique se precipitaron en su dormitorio. Elena víctima de una fiebre violenta, deliraba.

—¡Hermana mía! —dijo Enrique, llegando hasta su cabecera. —¡Mi querida Elenita! —exclamó Hortensia, tomando una de sus manos.

—Sí, querido amigo mío —continuó la enferma con infinita ternura— ¡yo siempre, siempre te he amado, y he sufrido tanto!... ¿No es cierto mamá? Tendí mis manos a las cadenas porque no te murieses, porque no llorases, y nada te dije de Jorge, y al fin has muerto; y si supieras, ¡cuánto me duele el corazón! ¡Se me ha hecho pedazos!

Elena concluyó con un gemido. —¡Está muy mal! —dijo Hortensia. Enrique hizo un signo de desaliento. Elena hizo un esfuerzo para incorporarse. Hortensia trató de evitarlo. —¿Por qué no quieres que me vista? ¿No ves que viene Jorge? ¡Déjame! Y reuniendo sus pocas fuerzas, logró levantarse. —¡Te resfrías! —dijo Hortensia, cubriéndola con solicitud. Elena, poco a poco, fue cayendo, otra vez, sobre los almohadones, acome-

tiéndola, en seguida, un acceso de tos. —¿No ves? —dijo Enrique—. Estás muy débil; ¡no te muevas! —¿Quién está en el salón? —preguntó Elena, con voz desfallecida. —¡Nadie! —¿Quieres engañarme? ¡Ya lo veo! —añadió sonriendo— mi papá, mi

mamá, muchas señoras, muchos caballeros; ¿Enrique, los conoces? La profu- sión de luces me deslumbra. ¡Hay tantas flores blancas, tantas flores! ¿Qué van a celebrar? ¿Mis bodas o mi muerte? ¡Al centro hay una cosa blanca y Jorge está arrodillado a su pie! ¿Es el altar o la tumba?...

De los ojos de Elena se desprendieron dos lágrimas, que a la luz de la lámpara, brillaron como dos diamantes.

Hortensia ocultó las suyas con una mano, mientras Enrique, dominado por un dolor profundo, tenía la cabeza inclinada.

En este momento entró Mercedes, acompañada de su padre. —¿Cómo sigue? —preguntó este. —¡Delira! —repuso Enrique. —¡Sí, la dicha hace delirar, soy tan feliz ahora!... Otro golpe de tos le cortó la palabra. El doctor le tomó el pulso. Mercedes aproximó una vela encendida. El doctor movió la cabeza.

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Mal! —dijo— los síntomas son alarmantes. —¡Pobre Elena! —murmuró Mercedes, profundamente conmovida. Elena sonrió. —No, amigos míos, ya no es desgraciada Elena, Jorge me ama siempre;

mamá no sabía que era noble y rico; pero ya se lo he dicho ¡Jorge! ¡Jorge!, si me amas, no vayas a las trincheras, ¡pueden matarte!

El doctor la contemplaba con triste y cariñoso interés. Doña Luisa llegó también, sus hijas le abrieron campo y colocándose al

lado de Elena, tomó una de sus ardientes manos. —Tiene una fiebre abrasadora —dijo a media voz— ¡Qué lástima de niña tan

virtuosa y tan linda! ¿Se le han dado las medicinas? —Con toda exactitud.

Elena encendida por la calentura cada vez más fuerte, parecía una rosa purpurina y sonreía con las visiones que cruzaban su turbada mente; tenía abiertos los ojos y vaga la mirada.

—¡Hay mucha gente! —volvió a decir—, el salón está lleno y me esperan. ¡Oh! ¡Qué noche tan hermosa! El cielo lleno de luminosos astros, extiende su pabellón de tul, cubierto de estrellas. Los cálices de las rosas, absorben con pasión los rayos de luz y dejan que se desborde su perfume. ¿Qué les importa? Las rosas aman esos rayos y les dan todo su aroma. ¿Oís? Celeste concierto sobre nubes matizadas, forman los ángeles pulsando armas y liras de oro. ¡Si, bellos amigos míos, venís a felicitarme, porque sabéis que soy feliz!... ¡Qué hermoso es vivir! La tierra está cubierta de flores, el aire poblado de dulces melodías, las fuentes murmuran frases de amor, el viento, al pasar, deja en los oídos, suspiros de pasión, todo canta, todo palpita, todo ama.

Elena hizo otra tentativa para levantarse; pero doña Luisa se lo impidió. —¿Por qué me detienes? Mi vestido es blanco como las espumas del mar, plateadas por la luz de la luna; estos azahares perfumados, han brotado en mi jardín. Préndeme bien el velo, Hortensia, y llévame delante de tu espejo, quiero ver la diadema entrelazada a mis cabellos; Jorge me aguarda; ¿lo ves? Brilla entre sus manos el anillo que va a colocar en mi dedo. Amigo mío, toma este ramo de rosas, son las que me entregaste a la hora de la partida, las guardé dentro de mi pecho y se secaron; pero hoy han vuelto a revivir, tan frescas, tan lozanas como antes, ¡tómalas!

—¡Calla, hermana, por Dios, me estás desgarrando el corazón! —exclamó Enrique.

Elena se agitó con violencia y lanzó un grito. Todos se agruparon en torno suyo. —¡Iriarte! —exclamó con espanto. —¡No está aquí, tú sueñas, Elena mía! —dijo Enrique, tomando entre

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Jorge, El Hijo del Pueblo

sus manos las suyas.

—¿No lo ves? Interrumpe la ceremonia al frente de los soldados. ¡Quiere matar a Jorge! ¡Mamá, defiéndele! ¡Ah! ¿No me oyes? ¿Has muerto ya?... Un sollozo se escapó del pecho palpitante de Elena.

Hortensia y Mercedes instintivamente se habían arrodillado junto a su lecho y rezaban en voz baja.

El doctor Peña, con los brazos cruzados, mantenía una actitud meditabun- da, como si hiciera una invocación a la ciencia, para salvar aquella preciosa criatura.

Durante algunos minutos, reinó un silencio, solo interrumpido por la respiración anhelante de la enferma.

Por fin, el doctor Peña dijo: —Es indispensable, mañana mismo, una consulta.

Capítulo 34

Concesiones

mano.

an transcurrido tres días. Don Guillermo de Latorre los ha pasado en cama, es este el primero que se levanta y está sentado ante su escritorio, con la pluma en la

Pálido y demacrado, cien veces ha mojado la pluma y otras tantas, se ha secado en ella la tinta, sin consignar una palabra sobre el papel. ¿Qué cosas tan graves va a estampar en aquellas blancas hojas, que así vacila?

Don Guillermo medita uno de esos delitos que las leyes no castigan, pero que sublevan la conciencia.

El infame esposo, el padre desnaturalizado, que no se ocupó de buscar a su hijo, para acallar su llanto de niño con las migajas que caían de su mesa, tiene miedo de su desprestigio, le asusta la censura de la sociedad, le espantan los reproches de su orgullosa hermana, pretende ocultar su falta, no repararla. En su camino ha puesto la providencia a su hijo en el momento más ines- perado; este hijo, lejos de maldecir al autor de todos los dolores de su vida, se ha arrojado en sus brazos y él, vencido por la situación y dominado por la voz de la naturaleza y de la conciencia, se los ha abierto, proclamando sus derechos legítimos a su nombre y a la mitad de su fortuna; pero, pasado el primer momento, terminada la violenta situación, ha reflexionado sobre las

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dificultades que la presencia de aquel hijo legítimo le puede traer y busca la manera de salvarlas.

Al tomar la pluma para dirigírsele por primera vez, un sudor frío inunda su pálida frente.

Por fin, llama en su auxilio a sus poderosos cálculos y escribe con mano firme, lo siguiente:

“Amigo mío: Extrañará Ud. sin duda, que así le llame, después de los

acon- tecimientos que tuvieron lugar el 12 al mediodía; otro debería ser el

título que le diese, otro el que dicta el corazón, pero le ruego no me

reproche el de amigo, hasta que termine la lectura de esta carta. Ud. sin querer ni saberlo, ha sido el mayor dogal de mi vida;

multitud de acontecimientos imposibles de consignar en este papel,

han sido causa de que hoy me reconozca culpable ante sus ojos;

algún día los sabrá Ud. y si no ahora, entonces me otorgará su

perdón. Yo he podido penetrar la nobleza de sus sentimientos y he sabido

medir la elevación de su alma, cualidades que me llenan de legítimo

orgullo, al ver que no desmienten la herencia de ilustres progenitores.

A ellos apelo en estos momentos de durísima prueba para mí, a fin

de obtener una gracia, que salvándome del abismo a cuyo borde me

encuentro, atraerán sobre Ud. las bendiciones mías y de su virtuosa

madre, desde el cielo. Lo que voy a pedirle, en nombre de lo que más interese su corazón,

es tan grande que no puedo hacerlo, sino implorando toda la

generosidad de su alma. No tengo derechos y por eso ruego y

suplico. En el círculo, que no sé si por fatalidad o por dicha le rodea, no existen

Jorge, las dificultades ni los sinsabores que en esta sociedad en que vivo.

Allí todo es sencillo y suave, aquí todo peligroso, austero y erizado de abrojos;

allí hay libertad para dar expansión a los afectos, aquí tenemos que

reprimirlos; la apariencia es el todo y estamos obligados a llevar constantemente,

sobre el rostro, un antifaz. Ahora bien, Ud. con perfecto derecho, puede pedirme nombre y

fortuna; pero en el momento en que lo haga, me arrojará Ud. al fondo

de un abismo. La sociedad no me perdonará como Ud. sabe perdonar,

mi familia me ana- tematizará y vendré a ser su víctima.

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No es mi intento negarle la fortuna; su hermana que lo ama tanto, le

dará de un modo reservado, lo que legítimamente le pertenece; por otra

parte, mi bolsillo, siempre estará abierto para Ud.; tendrá en mí un protector, tal

cual debo serlo; pero,¡ por Dios! que nadie sepa los estrechos lazos que

nos ligan; no intente Ud. cambiar el nombre honrado de su madre, por el

retumbante que no me atrevo a negarlo, porque por derecho le pertenece.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Ud. posee documentos poderosos, con ellos puede arrastrarme a los

tribunales; bien, me someto a tamaña afrenta. En sus manos ha puesto Dios mi

honor, la tranquilidad de Isabel y quizá la vida de ambos. Terribles son sus

armas y mi sola defensa, la súplica. No tengo fuerzas para aceptar

voluntariamente el anatema social. Si Ud. quiere, la justicia se encargará de hacer valer

sus derechos. No tengo pues, a quién apelar, sino a su corazón, a sus sentimientos

religiosos y a su generosidad. Con la mayor resignación aguardo de

Ud. la sentencia. Soy con el mayor afecto su S. S.

Guillermo de Latorre”.

Cerró, puso la dirección y como si sus fuerzas se hubieran agotado, dejó caer sus brazos y su cabeza.

De su abstracción, le sacó el ruido leve de un roce, alzó la frente y se encontró con Isabel.

Esta, aunque muy pálida, se aproximó sonriendo. Llevaba en la mano un estuche.

—Vengo a hacerte un cobro —dijo. —¿Un cobro? —Sí, tienes una cuenta pendiente conmigo. —¡No recuerdo! Isabel levantó la tapa del estuche y un diluvio de chispas de brillante hizo

aparecer, en letras fosforescentes, este nombre en graciosas ondulaciones: año 1823, Guillermo de Latorre.

Don Guillermo sintió un estremecimiento. —Te ofrecí entregarte completa esta joya —dijo aquella— hela aquí, sin que

le falte uno solo de sus hermosos eslabones. Y desprendiéndola del estuche, la tomó por ambos extremos y la presentó

a su padre. Este la miraba con turbación, sin atreverse a tocarla. —¿No es verdad que es hermosísima? —continuó Isabel, con infantil

candor. —Ciertamente, es una obra de arte. —¿Y tendrá mucho valor? —No tanto, las chispas de brillante, sirven para formar efecto; pero tienen,

relativamente, precio bajo. Isabel hizo correr por entre los dedos la cadena.

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—Creo que vale más por su mérito artístico —dijo. —¡Es verdad!

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segunda Parte / 50 capítulos

—¿Llegará a mil pesos? —¡No tanto!, seiscientos creo que costó; pero, ¿por qué te empeñas en

calcular su valor? Si no le tuvieras tanta afición, la vendería por la mitad, o la cedería como donativo para la revolución.

—¡No creo que hagas eso!, pero volvamos al asunto principal. Tú ofreciste concederme lo que quisiera, el día que te presentase completa esta alhaja. —¡Nunca creí!...

—Por eso ofreciste tanto; pues bien, vengo a reclamar el premio a que me considero acreedora, pero te prevengo que no abusaré y pediré poco. Don Guillermo, instintivamente, miró la carta que tenía sobre el escri- torio.

—Principia —dijo con voz insegura. —Pero, ¿concedes lo que solicite? —¡Veremos! —¡Yo no entiendo de eso! Un caballero no se retracta jamás, cuando

empeña su palabra. —¡Bueno!, pero... —Yo te aseguro, empeñando la mía, que es la de una señorita, que tampoco

abusaré; pero necesito que antes de manifestarte lo que quiero, me digas que está concedido.

—¡Qué capricho!... —¿Sí o no? Don Guillermo vaciló. Tenía un grave compromiso y, por otra parte, no

quería desagradar a su hija, sobre todo en medio de la crisis porque atravesaba su corazón.

—¿Sí o no? —repitió Isabel, con encantadora firmeza. —¡Sí! —repuso don Guillermo. —Bien —dijo Isabel con alborozo—, ahora verás cómo no pido sino lo que

puede concederse. En primer lugar, que me cedas en propiedad esta cadena. Don Guillermo respiró.

—¡Tuya es! —dijo sonriendo—. ¿Qué otra cosa, señorita acreedora? —Que me autorices para obsequiarla a mi hermano. En un instante reflexionó Latorre, que esta prenda en poder de su hijo

sería lo mismo que si no la tuviera, una vez que leyese la carta. —¡Concedido! —repuso con aire de afectada resignación. —Que me des permiso para ver a mi hermano, reservadamente, mientras se aclara todo.

Don Guillermo volvió a mirar con inquietud la carta y pensó que no debía violentar a sus hijos; más bien abrirles todos los caminos, para que fácilmente pudiesen conformarse con su propósito.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Concedido! —dijo. —¡Ah! Qué bueno eres —dijo Isabel, abrazando a su padre, que la estrechó

con suma ternura. —¿Conque tanto cariño tienes a tu hermano? —se atrevió a preguntar. —¡Oh! Si cuando lo creía mi amigo le quería tanto, ¿qué será hoy? Latorre no halló qué decir. —Ya que no he podido ser feliz , quiero que lo sea mi hermano —continuó

Isabel—. Jorge ama a una bella y virtuosa señorita; la aparente desigualdad de sus cunas, ha sido el obstáculo de su felicidad; de hoy en adelante, no habrán nubes que empañen el cielo de sus ilusiones. Jorge tiene su apellido y la mitad de nuestra fortuna. Yo procuraré que todo sonría a mis hermanos y gozaré viéndolos dichosos.

Las inocentes palabras de Isabel, hicieron daño a don Guillermo. Un nuevo sobresalto vino a aumentar su intranquilidad: si Jorge habría comunicado a su amada el secreto de su nacimiento.

Procurando dar a su acento la mayor naturalidad posible, dijo: —¿Y tu hermano ha participado la nueva a esa joven? —Lo ignoro. Desde el momento en que nos separamos en el jardín, ninguna

noticia he vuelto a tener de Jorge. —¿El novio de Cecilia, no es su amigo? —Sí; pero hace el mismo tiempo que no aparece, lo que tiene en gran

zozobra a Cecilia. Don Guillermo pensó que su carta debía llegar lo más pronto posible a

manos de su hijo. —¡Es raro! —dijo respondiendo a Isabel—, haz buscar a tu hermano y

que le entreguen esta carta; dile, también, que necesito verlo, que yo quiero allanar las dificultades de su boda, si la joven a quien ama es digna de él.

Isabel tomó la carta con alborozo y la guardó en el bolsillo de su traje. —Por fin veo acercarse el día en que cese de sufrir —dijo, acomo-dando la

cadena en el estuche y añadió con infinita melancolía—: ¡Sólo yo seré siempre desgraciada!

Momentos después, con pretexto de los arreglos de cambio de casa en que se hallaban, envió a Cecilia en busca de Jorge o de Luis, del primero que se presentara, con tal de tener noticias de su hermano, encargándole hiciese decir a este, que aquella misma tarde le esperaba en el jardín, pues era la última que pasaría en esta casa.

Cecilia partió como una flecha en busca de Luis, a quien por fin encontró, parado en la esquina de Santa Teresa, desaliñado y pálido como un conva- leciente.

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segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 35

Luz de la eternidad

acia la mitad del día siguiente, el religioso franciscano, fray An- tonio Robles, oraba en el silencio y soledad del santuario. El templo, grande, cerrado, desierto, inspiraba indefinible, misterioso

recogimiento al espíritu. Los rumores del mundo, la agitación de la sociedad, se estrellaban contra

sus muros. Fuera estaban la sorda batalla de las pasiones y la encarnizada guerra de los hombres armados, unos contra otros; la insolente arrogancia de la opulencia y de la vanidad; el comprimido sollozo de las víctimas, el gemido de la debilidad, la risa del sarcasmo, el derrumbe de la reputación, el ruido del festín que estalla entre corazones carcomidos y sobre las ruinas de la Patria y de la sociedad. Dentro, una grandeza visible que abruma, un misterio descubierto que abisma, una soledad que produce la dicha completa del corazón, un silencio que todo lo domina con la irresistible elocuencia de la verdad.

El religioso estaba arrodillado. Mientras las muchedumbres ciegas bullen, mientras los padres maqui-

nan contra los hijos, los amigos venden la amistad, el rico aplasta la frente del desvalido, el hermano atiza la discordia y el crimen pone en juego sus inicuas armas; el religioso, allá en el fondo del templo, al pie del santuario, con la frente apoyada sobre el ara santa, ora por el que se cree feliz y por el desgraciado, por los hijos y por los padres, por los pobres y los ricos, por el inocente y el criminal, por el opresor y el oprimido.

Un lego llegaba a veces hasta la puerta del coro y viendo al religioso en místico recogimiento, retrocedía sin atreverse a interrumpirle. Pero, sin duda, tenía precisión de hablarle, cuando volviendo por última vez, avanzó hasta colocarse a su lado y le llamó con voz apenas percepti- ble.

El sacerdote alzó la frente. —Un caballero —dijo el lego, con tan bajo acento, que parecía temeroso de

profanar el recinto con un sonido humano—, un caballero aguarda en la celda, dice que es urgente su visita.

El religioso sin desplegar los labios, se levantó y siguió al lego. Apenas hubo atravesado los dinteles de su celda, cuando levantándose un personaje que estaba dentro, se arrojó en sus brazos.

Fray Antonio sorprendido, le abrió los suyos, tratando a la vez de reco- nocer al hermano a quien estrechaba, exclamando por fin:

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Enrique! —Sí, padre mío, yo soy Enrique, a quien tantas veces tuvo Ud. sobre sus

rodillas. —¡Qué feliz sorpresa, hijo mío!... Pero estás pálido, trémulo, ¿qué tienes?

¿Dónde están tu madre, tu hermanita? —¡Mi madre hace dos años dejó de existir, mi hermana se muere, padre

mío, se muere!... —exclamó Enrique con angustiosa agitación. —¿Qué dices? ¡Tal vez te engañas!...

—No, no por desgracia. —Siéntate, hijo mío y hablemos. —Poco tengo que decirle. Elena, la candorosa niña que Ud. conoció, obli-

gada a contrariar los afectos de su alma pura, viendo a la miseria tomar asiento bajo el techo del hogar y a su madre próxima a morir, enlazó su suerte a la de un hombre infame, que no podía amar; arrebatado este por la justicia al pie del altar donde acababa de tomarla por esposa, fue expatriado y jamás volvió a acordarse de la infeliz víctima, cuya naturaleza física, menos fuerte que su grande alma, contrajo la tisis y una afección al corazón. Hace apenas cuatro días, el elegido de su corazón, aquel que, indudablemente, habría labrado su ventura, ignorando la que había pasado, se arrojó a sus pies, ofreciéndole un soñado paraíso de dichas, su noble corazón, su fortuna y un nombre distin- guido. La impresión fue fatal y cayó para no levantarse más.

—¡Dios de los inocentes! —Presa de atroz delirio, llora, suplica, ríe, se aterra; Iriarte y Jorge se dis-

putan su tranquilidad, según aparecen en su calenturienta imaginación. —¿Iriarte y Jorge?...

—El infame esposo y el amado de su alma; Jorge, antes Flores, hoy de Latorre.

El religioso juntó las manos, aunque sin sorprenderse. —¡Sí, padre mío!, aquí hay una mano que ha labrado la desgracia de

muchos seres y es la de un padre desnaturalizado, que abandona a sus hijos; pero ante todo, en estos momentos de angustia, vengo a rogarle, padre mío, se digne ver a mi hermana y prodigarle esas palabras de consuelo, esos auxilios celestiales, última esperanza del moribundo, con que se disponen las almas a emprender el viaje de la eternidad.

El religioso visiblemente conmovido, salió a pedir permiso al superior, para asistir a una moribunda.

Poco después, el religioso y Enrique, estaban en casa de Elena. La inocente víctima, yacía en su blanco lecho, pálida como las rosas cañas. La fuerza de la fiebre había sido cortada, no tenía ya, sino esa calentura lenta, cuyo término es la muerte.

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segunda Parte / 50 capítulos

El acceso del delirio había pasado y estaba en el pleno uso de sus facultades. Sus ojos inmensos, tenían una brillantez extraordinaria y lanzaban una mirada lánguida y penetrante a la vez.

La debilidad, apenas le permitía movimientos; su cuerpo, antes ligero, caía a plomo; levantados almohadones sostenían su cabeza y sus cabellos esparcidos.

Toda la familia del doctor Peña la rodeaba. En momentos en que nuestros dos personajes entraban, salían los médicos

de la segunda consulta. Enrique se dirigió al doctor Peña, cuyo abatido semblante, revelaba, desde

luego, el resultado. Fray Antonio también tuvo una ligera conferencia aparte con los doctores.

—¿Conque no hay remedio? —preguntó Enrique, con ansiedad. —La esperanza es lo último que nos abandona —dijo el doctor Peña. —Y sin embargo, ustedes la han perdido; no me engañe Ud., doctor, su semblante me lo dice.

El doctor guardó silencio. Después de una breve pausa dijo: —La vida solo depende de las manos de Dios. —¡Ah! Sí, lo sé; pero no puedo atreverme a contar con un milagro, y fuera de

él, no hay ahora sino la muerte. Fray Antonio, guiado por Enrique, penetró al dormitorio de Elena. Esta le fijó la vista y al fin lo reconoció; quiso incorporarse; pero le fue

imposible, apenas pudo decir: —¡Padre mío! —¡Hija mía! Dos lágrimas rodaron por las mejillas del sacerdote. —¡Verle después de tantos años!... ¡Desde que era niña feliz! ¡Hoy, soy

muy desgraciada! Enrique aproximó una silla, en la que el religioso tomó asiento. —¡Dichosos los que sufren! ¡Bienaventurados los que lloran! —dijo con

sublime expresión el sacerdote—. Esta existencia transitoria es muy corta, hija mía; rápidamente pasan los años. ¡Felices los que llegan al fin, con una corona de espinas en el corazón, resignado y puro! ¡Qué nuevos horizontes de luz se les abre! !Qué dicha tan perfecta y duradera les aguarda! Cada espina, se cambiará en una rosa perfumada, cada dolor en un gozo inefable.

Los circunstantes, escuchaban, procurando ocultar su emoción. Elena lanzó un débil suspiro.

Las palabras de la religión, le hacían mucho bien. —Pida Ud. a Dios, padre mío, que me dé una absoluta sumisión a su vo-

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Jorge, El Hijo del Pueblo

luntad; pida Ud. también por la felicidad de Jorge. Todos se miraron.

—¡No te preocupes más de él, hija mía! —Bien quisiera; ¡pero me es imposible! Algunas lágrimas rodaron por sus pálidas mejillas. Hubo una pausa. Durante ella el sacerdote oró, sin que nadie se apercibiera. —Enrique, te dije que lo buscases y le dijeses que me olvide —agregó

Elena, con indefinible amargura. Enrique inclinó la cabeza sin responder. —¡Tú se lo dirás! —añadió volviéndose a Hortensia. —¡Será inútil! —dijo con gravedad fray Antonio. —¡Es inútil! —repitió Mercedes. Elena miró a ambos profundamente. —¿Por qué? ¿Tal vez lo han muerto?... —preguntó, con una especie de grito

desgarrador. Enrique sintió que el cabello se le erizaba en la frente y llevó a ella las

manos. —¡Padre mío! ¿Es verdad? —preguntó Elena juntando las manos. —¡Sí, hija mía! —respondió doña Luisa con resolución— ¡Jorge de Latorre

ha muerto! Sucedió un silencio imponente. Ni una palabra, ni un suspiro, ni un movimiento. La intensa mirada de Elena fue perdiendo poco a poco su fuerza, hasta que se

veló y entornó los párpados. El religioso, que ignoraba los antecedentes, creyó a doña Luisa y fue el

primero que se decidió a terminar aquella situación, diciendo con dulzura. —Adoremos hija mía, las disposiciones del cielo.

Un sollozo ahogado, escapándose del pecho de la pobre niña, fue la más elocuente respuesta.

Como si se hubiera quitado el dique de las lágrimas, todos rompieron a llorar inconteniblemente.

En vano la prudencia quiso sobreponerse; el dolor de Elena y su próximo fin, arrancaban aquel llanto general.

Enrique abandonó la habitación, y los demás, uno a uno, le imitaron, has- ta quedar solos, la niña y el ministro de Dios. Aún continuó llorando Elena algunos minutos.

Fray Antonio creyó prudente dejarla desahogar su pecho, y se levantó también para retirarse, pues él mismo estaba fuertemente afectado; mas Elena lo detuvo con un signo, procuró enjugar sus lágrimas y dijo:

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segunda Parte / 50 capítulos

—Padre mío, quiero prepararme para morir; siento que todos mis pesa- res desaparecen o se atenúan con esta idea consoladora: voy a morir; nada hay en la tierra que me halague, por el contrario, tengo miedo de perma- necer más tiempo en ella. Dios es infinito en su misericordia y espero que perdonará mis faltas y me abrirá sus brazos en la eternidad.

—Hija mía, una de las más grandes pruebas de la bondad divina para contigo, son esos sentimientos de piedad que te inspira. Elena se recogió un rato en sí misma.

Insensiblemente la expresión de su semblante, fue cambiando hasta con- vertirse en una apacible serenidad.

La mirada de sus ojos se hizo dulce, reflexiva, casi mística. —Me parece que he estado soñando y que despierto —dijo pausadamen-

te—. Desde el borde del sepulcro en que me hallo, ¡de qué diversa manera se ven todas las cosas!... Ilusiones, dichas, alegrías, penas, amores, ¡todo es mentira!... ¡Lo único cierto es la eternidad!

—Por lo mismo, procura apartar tu pensamiento de la tierra y fijarlo en el cielo; en esa mansión donde no se conoce el dolor, donde la virtud se premia y se galardona el cumplimiento del deber. ¡Oh eternidad de luz y de amor! ¡Dulce esperanza del cristiano! ¡Muestra al espíritu religioso de Elena, tus mansiones pobladas de ángeles y regadas de inmortales flores!

Una dulce sonrisa entreabrió los labios de la niña, recogió su espíritu y oró con fervor.

Media hora después, recibía la absolución sacramental de manos del religioso.

Capítulo 36

Iriarte se sobresalta

n la mañana del día que nos ocupa, la familia de Latorre se había trasladado a la casa fronteriza a la del doctor Peña, es decir, un poco más abajo de la que ocupaba Elena.

Las joyas y plata labrada, habían sido remitidas a los monasterios; los mue- bles y diez mil pesos sellados, a San Francisco, a poder de fray Antonio. Un ajuar ligero era lo que doña Enriqueta había hecho trasladar al nuevo domicilio.

La casa no era elegante; pero tenía ciertas comodidades. En el interior había un corredor de arcos abiertos, que daba sobre un terreno que debió ser

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Jorge, El Hijo del Pueblo

jardín; pero que en la actualidad, era una especie de bosque de malezas, entre las que se levantaba uno que otro árbol, y estaba circundado de una muralla desmoronada en varias partes, que daba paso aun a los chicuelos traviesos de la otra calle.

En el corredor había una puerta de alacena que abierta, dejaba ver un altar de piedra desmantelado; era un oratorio de antiquísima construcción. Isabel se propuso adornar el altar, proyecto que su padre y su tía apoyaron. Iriarte, avisado por doña Enriqueta, del cambio de domicilio, fue en busca de la familia, hacia las cuatro de la tarde.

No recordando bien las señas, equivocadamente penetró en la de Elena. Al sentir ruido de espada, Mercedes que estaba más pronta, se apresuró a salir.

Esta estaba al corriente de todo; conocía a Iriarte, pero este no a ella. Al verlo en el patio, Mercedes se puso lívida. Iriarte, al encontrarse con una joven tan bonita, se deshizo en cumplidos,

acabando por preguntar cuál era la casa a la que se había trasladado la familia Latorre.

Mercedes se apresuró a darle razón y aquél salió, no sin extrañarle cierto movimiento que notó en la casa, como el ir y venir de los criados, arreglando bujías, ceras, flores, etc., pero todo lo olvidó al entrar en casa de Isabel.

Varios días hacía que esta se excusaba de recibirle, lo cual, unido a su terminante resolución y a las noticias de Pedro, le mortificaban en extremo. ¿Era, pues, Jorge, el amante de Isabel?

Si las cosas continuaban como hasta aquel día, ya sabría tomar venganza del oscuro pintor, que se había propuesto cruzar todos sus caminos. Pensando así se encontró en la puerta del salón, desmantelado aún. Doña Enriqueta lo recibió con toda la amabilidad que acostumbraba; pero Isabel se excusó de salir, pretextando las muchas ocupaciones que le retenían en el interior de la casa, con motivo del cambio de domicilio. Iriarte no pudo disimular el mal efecto que aquella nueva excusa le causó y se deshizo en quejas.

Doña Enriqueta, aunque muy contrariada también, trató de disculpar a su sobrina; pero Iriarte manifestó, claramente, que no se daba por satisfecho. La hermana de Latorre, temió que sobreviniese un rompimiento y se pro- puso invitar a comer al Mayor; pero este, no quiso acceder por nada. —Ud. está resentido, Iriarte —le dijo— y esa es la causa de su excusa. —No es resentimiento, señora, es la sospecha, casi la certidumbre, de que soy víctima de alguna calumnia.

—¿De una calumnia? —Sí, la señorita no piensa hoy como ayer y eso proviene indudablemente

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de alguien que me tiene mala voluntad.

—¡Pero si Isabel con nadie tiene amistad! —¡Quién sabe! En este momento se oyó el sonido de la campanilla que anunciaba al

Sagrado Viático. —¡El Santísimo! —dijo doña Enriqueta prestando atención—. ¿A dónde irá

por acá? Cecilia y doña Andrea salieron a la puerta de calle para ver mejor. Doña

Enriqueta se arrodilló en el salón y Alfredo, colocándose a su espalda para que no lo viesen, permaneció de pie.

El sonido de la campanilla continuó percibiéndose, hasta que claramente se notó que penetraba a una casa inmediata, en cuyo patio se fue extinguien- do, lo mismo que el sordo murmullo de los sacerdotes y de los acompañantes que rezaban.

Cecilia no pudo dominar su curiosidad y, desprendiéndose de la puerta, se dirigió a la casa donde tenía lugar la sacramentación.

Doña Enriqueta se levantó, para seguir insistiendo en que Iriarte se que- dase a comer.

Isabel, atraída por la campanilla del Santísimo, penetró al salón y, en- contrándose con Iriarte, a quien no creía hallar, hizo un movimiento para retroceder, pero ya le fue imposible.

Doña Enriqueta, al verla, dijo: —¡Gracias a Dios que has venido! Iriarte está resentidísimo para ti. Isabel procuró dominarse, e hizo un esfuerzo para saludar con alguna

afabilidad a aquel hombre indigno. Para Iriarte, esto no pasó desapercibido. Por mucho que ciegue el amor propio, hay momentos en que nadie puede

engañarse sobre el efecto que causa. No obstante, Alfredo se deshizo en cumplidos. Como el prisma se había roto, Isabel solo vio afectación en estas mani-

festaciones. Señorita, desde que supe el mal estado de su salud, diariamente, he venido a

informarme de ella. —¡Gracias! —Y aun dos y tres veces al día —añadió doña Enriqueta. Iriarte invitó a Isabel a tomar asiento; pero esta lo rehusó con suavidad,

diciendo: —Desearía saber quién está de gravedad en el barrio, pues aunque en él

somos tan nuevos, debemos pasar recado de cortesía. —¿Quiere Ud. que vaya a informarme?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—No, gracias; ya viene Cecilia, ella nos dará razón. En efecto, Cecilia acababa de entrar al patio; Isabel la llamó. —¿Para quién es la sacramentación? —preguntó doña Enriqueta. —Para una señorita Elena... Bellido... Velando... no recuerdo qué me han dicho. —¿Quién será ella? —Es una señorita lindísima, blanca, rubia, con ojos azules. —¿Tú la has visto? —Sí; entré al dormitorio con toda la gente, la familia del doctor Peña la asiste.

Un sudor frío inundó la frente de Iriarte, una sospecha cruzó por su men- te.

—Los criados están llorando —continuó Cecilia—, dicen que es muy buena y muy desgraciada, que su marido la abandonó desde el primer día. —¿Es casada? —preguntó Isabel con interés.

—Dicen que sí; pero que él no se acuerda de ella, porque es un hombre muy malo.

—¿En la casa del frente vive la familia Peña? —preguntó Iriarte, con cierta alteración en la voz.

—¡Sí! —repuso doña Enriqueta—. ¿Conoce Ud. a esa familia? —¡Sí, señora! Es una familia que me odia, desde que sostuvo un pleito

injusto con la mía y yo procuré hacer valer nuestros derechos. —¿La familia Peña ha estado en Lima? —preguntó Isabel. —¡Sí, señorita!

—¿Y ese pleito fue seguido allá? —¡Precisamente! De nuevo se oyó la campanilla. Doña Enriqueta e Isabel tornaron a arrodillarse. —Recemos por esa infeliz criatura —dijo esta última. Alfredo permaneció de pie, detrás de ellas. Un mundo de ideas llenaba su cabeza. —¿Sería Elena Velarde la que iba a morir? ¿Serían descubiertas sus in-

trigas? El sonido de la campanilla, triste como las postreras palpitaciones del

corazón, se alejó lentamente, seguido del corto, pero imponente murmullo de la oración de varias personas, recitada a media voz.

Iriarte salió aquella tarde de casa de Latorre más preocupado que nunca.

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segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 37

El Dr. Peña lee a Latorre un suelto de “El Comercio”

n la noche de este día, doña Luisa, Mercedes y el doctor Peña, reunidos en el salón de su casa, comentaban los acontecimientos acaecidos.

El tema lo formaban Elena y su sacrificio, Jorge y don Guillermo. Mercedes refirió la sorpresa que había recibido al encontrarse con Iriarte,

que equivocó la casa de su esposa con la de Latorre. Con este motivo se habló de los rumores del matrimonio de Iriarte con

Isabel, conviniendo en que eran del todo infundados. El doctor Peña dijo que si no lo hubiera creído siempre así, aunque le

tomasen por intruso, habría puesto en conocimiento de Latorre que Iriarte era casado.

Doña Luisa observó que, con todo, era buena la precaución. Mercedes dijo que en la primera vez que se reuniese con Isabel, le había

de dar la noticia de que su padre y su hermana fueron padrinos de Iriarte y Elena.

Volviendo a Jorge, el doctor Peña dijo, bajando la voz: —La culpa de todo la tiene don Guillermo de Latorre, que no recogió a su

hijo legítimo y lo educó a su lado, en el rango que le era debido, ya que cometió la primera calaverada. Si así lo hubiera hecho, habría evitado que Jorge y Elena se conociesen, y si tal fuese su destino, nada se habría opuesto a su felicidad; por el contrario, Elena sería la que hubiese ganado con este enlace, pues entregaba su linda mano a un joven que, aparte de sus muchas prendas personales, la superaba en rango y fortuna.

Toda la familia hizo recaer su justa indignación sobre don Guillermo, y estaba en la más acalorada de las censuras, cuando tocaron la puerta. El doctor abrió la mampara y se encontró con su nuevo vecino. Don Guillermo saludó con toda la urbanidad debida, y doña Luisa y Mer- cedes, temiendo haber sido oídas, lo recibieron con la mayor amabilidad. Después de los cumplidos de estilo, Latorre manifestó que venía por sí y a nombre de su hermana e hija, a informarse de quién era la persona allegada que tenían en artículo de muerte, y a ofrecer sus servicios si para algo los consideraban útiles.

La familia del doctor Peña se deshizo en agradecimientos, y doña Luisa expuso el pesar que tenía con la prematura muerte de Elena Velarde. Don Guillermo creyó haber oído otra vez este nombre, sin recordar dónde. —¿No hay, pues, esperanza de salvarla? —preguntó.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Está al final del último periodo de la tisis, complicada con una grave afección al corazón, que hace cuatro días, se ha desarrollado a causa de una impresión demasiado fuerte —dijo el doctor.

—¡Oh! ¡Es muy sensible!, ¡muy sensible!, tanto más que, según dicen, es muy joven.

—Veintidós años a lo sumo. Ud. debe conocerla. —Bien puede ser. ¿Es arequipeña? —Hija de don Fernando Velarde. —¡Ah! ¿De Fernando? En otro tiempo fuimos grandes amigos; un resen-

timiento insignificante nos alejó y después de mi viaje a Europa, no llegamos a vernos. Supe que se había casado y que murió en Lima, dejando dos hijos a quienes no conocí.

—Enrique, un joven estimabilísimo, es el mayor —dijo el doctor. —Y Elena, una niña admirablemente hermosa, es la otra —añadió doña

Luisa. —Ahora siento más su fatal fin —dijo Latorre—. Esos niños nacieron

acariciados por la fortuna. —Elena es muy desgraciada, y más aún desde que llegó de Lima —dijo

Mercedes. De Latorre parecía dominado por una idea fija. —¿Ud. ha hecho muchos viajes a la capital? —preguntó, al fin, dirigién-

dose al doctor. —Es verdad, y aun tuve el pensamiento de establecerme allí; pero Luisa no

ha querido. —¿No le agrada Lima? —No la conozco —dijo doña Luisa. Creo que es ciudad muy hermosa; pero

no tengo resolución para abandonar mi tierra y mi familia. —¡Cómo! ¿Ud. no ha ido ni por paseo?

—No, señor Latorre. —Sólo a Hortensia he llevado una vez —dijo el doctor Peña. —Y por cierto que le gustó muchísimo —añadió Mercedes. —Es la ciudad de los goces; allí se olvidan todos los asuntos enojosos

—dijo el doctor Peña. —Cuando se va por puro recreo —observó doña Luisa. —¡Oh! Se sobreentiende. —Sin embargo, Ud. tuvo allá un pleito desagradable —dijo Latorre. —¿Un pleito?... ¡No recuerdo!... —Con una familia limeña. —No, señor Latorre, por felicidad hasta hoy me he librado de esa clase de

cuestiones.

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segunda Parte / 50 capítulos

Latorre miraba con extrañeza al doctor Peña, este y su familia, con sorpresa a don Guillermo.

—¡Es singular! —dijo este como hablando consigo mismo. —¡Cómo pueden inventarse tales cosas! —dijo Mercedes. —Uds. perdonen si soy indiscreto —añadió Latorre— querría saber si Ud.,

doctor, conoció en Lima a una familia Iriarte. —Al único Iriarte que he conocido, es el amigo de Ud., a Alfredo. —Con el cual, según comprendo, ha tenido Ud. algunas diferencias. —¡Ninguna! —¡Por el contrario! —dijo doña Luisa—, Félix y Hortensia son sus padri-

nos de matrimonio. —¿Es casado ese joven? —preguntó don Guillermo, dominando apenas su

emoción profunda. —¡Casado! —repuso el doctor Peña con natural aplomo. Sucedió una pequeña pausa. El doctor, su esposa y su hija cambiaron una mirada de inteligencia. —Los que somos padres, nos vemos forzados algunas veces a pasar por

impertinentes —dijo Latorre— ¿Podrían Uds. darme algunos datos respecto a ese asunto?

—Los que Ud. quiera, señor Latorre, no solo datos, sino pruebas. —¿Qué mayor prueba que la infeliz Elena? —dijo doña Luisa. —¿Elena Velarde? —Es la infortunada esposa de Iriarte. Don Guillermo hizo un movimiento de sorpresa. —¿Es posible que ese joven, así haya abandonado a su esposa? —No es el primero que lo hace —dijo el doctor, con aparente sencillez—,

otros abandonan a la esposa y a los hijos. Don Guillermo sintió la puñalada en medio del corazón; pero convencido de

que el doctor Peña ignoraba todo, tuvo bastante presencia de ánimo para mostrarse sereno.

—¿Conque Elena es la víctima? —dijo. —Para que Ud. aprecie, en lo que vale, a esa niña, preciso es que sepa

que desde pequeña amó a un joven que pudo hacer su felicidad, y de quien la apartaron las conveniencias sociales; que después contrajo matrimonio con Iriarte, por dar gusto a su madre y salvarla de la miseria; pero aprehendido este, la misma noche de las bodas y desterrado a Chile, no volvió a acordarse de su esposa ni con una carta. Habiendo contraído Elena la grave enfermedad de que es víctima, su hermano la trajo en busca de salud, hace cinco meses; hace apenas cuatro días que se le presentó el joven que amaba, ofreciéndole su mano y un brillante porvenir; este ha sido su golpe de muerte.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Latorre escuchaba con profunda atención aquella historia, que levantaba en su pecho un remordimiento.

Carecía hasta del derecho de indignarse. ¿Cómo atreverse a reprochar a Iriarte, habiendo hecho él cosa peor? Al doctor Peña y familia no se le ocultaba lo que estaba pasando por don

Guillermo. —Aunque se acusó a Iriarte —continuó el doctor Peña— no solo de cons-

piración, sino también de formar parte de un complot para asesinar al general Castilla, lo que felizmente no se le pudo probar, los periódicos de la oposición, censuraron acremente el proceder de la autoridad. Mercedes, hija mía, tú debes conservar el número de “El Comercio” que se ocupa de este hecho.

—Sí, papá, justamente, hoy lo estábamos revisando con Hortensia. Mercedes entró a la habitación contigua y volvió trayendo un periódico

bastante ajado, que entregó a su padre. Este encontró sin dificultad un suelto que decía así: “Arbitrariedad inaudita. —Así debe llamarse la cometida anoche por

los agentes del Gobierno, con el estimabilísimo y simpático joven don

Alfredo Iriarte, reduciéndolo a prisión (¡cosa increíble!) al pie mismo del altar,

donde daba su mano a su bellísima desposada la señorita Elena Velarde”. “Según los informes que hemos recibido, de fuente autorizada,

parece que el joven Iriarte, era sindicado de conspirador a causa de su carácter

inde- pendiente y se sospechaba que concurría a una reunión

revolucionaria en la calle de... N° .... “Varias veces se le había visto entrar; se observó que la última

noche pe- netraron en dicha casa muchas personas, y sin otro dato se dio un

golpe a mano armada, cuyo resultado habría hecho abochornar a cualquiera

que no fuese el oficial conductor de aquel servil pelotón de esbirros. Una

respetable señora gravemente enferma, y un altar ante el cual acababan de

recibir la nupcial bendición, dos jóvenes, en presencia de varios caballeros

distinguidos de nuestra sociedad y de algunas señoritas. He aquí el club

conspirador que sorprendieron (!!!). Sin embargo, lejos de retirarse

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avergonzados, no tuvieron inconveniente aquellos pagados secuaces, para apoderarse

del joven novio, cuyo sufrimiento se comprende, viéndose arrastrar a un

calabozo, dejando a su esposa desmayada por la impresión, y a su madre política

casi moribunda”. “Esperamos que el señor Ministro, inspirándose en los

sentimientos de rectitud que le caracterizan, sabrá castigar este

abuso que desprestigia la circunspección del Gobierno, y que

mandará a poner en libertad al joven Iriarte, restituyéndolo al seno de

su inconsolable familia”. Terminada la lectura, el doctor Peña pasó el periódico a Latorre diciéndole:

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V

segunda Parte / 50 capítulos

—Si Ud. gusta, puede llevarlo. —Lo admito, deseo que mi familia se imponga de este suelto. ¡Cuánto

engañan las apariencias, amigo mío! —La mayor parte de los hombres, señor de Latorre, llevan antifaz; pero al

fin, llega un día en que se les cae. Don Guillermo no prolongó más allá de algunos minutos su visita, y se

despidió renovando sus ofrecimientos.

Capítulo 38

Una bomba que hace explosión

olvamos donde la familia Vélez. El doctor continuaba preso. Los empeños del doctor Peña, de nada habían servido, porque todos

los esfuerzos se estrellaban contra las maquinaciones de Iriarte. El doctor Vélez y su familia, habían concluido por resignarse, aguardando el

triunfo de Castilla, que debía abrirle la puerta de la prisión. No era extraño que lo desearan de veras.

Doña Constanza, hacía novenas a todos los santos, para que así sucediese, pues para ella era doblada la carga.

La casa estaba llena de visitas. Carlos, Luciano, Alfredo y Juan no faltaban y muchas veces se quedaban a

tomar el té. ¡Pobre doña Constanza! Las niñas también sufrían por la contrariedad de su tía. Iriarte había acabado de declararse a Elvira, que se limitó a hacerle broma

con Isabel, evadiendo una respuesta sobre la cual vacilaba. Juan estaba celosísimo.

Sofía amaba cada día más a Carlos; pero por las razones que no habrán olvidado los lectores, trataba de disimular su afecto.

Esto llenaba de esperanzas a Luciano y causaba grandes temores a Carlos, cuyo profundo cariño a Sofía, lo hacía cada vez más susceptible. Una situación semejante no podía prolongarse por mucho tiempo. La misma noche que Latorre estaba de visita en casa del doctor Peña, Luciano provocó el conflicto en la del doctor Vélez.

Doña Constanza se había recostado al anochecer sobre su cama y se quedó dormida.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Solas estaban las dos jóvenes en el salón y aún era bastante temprano, cuando entraron Luciano e Iriarte.

Después de los saludos de costumbre, Luciano cambió una mirada con Iriarte, quien no tardó en distraer la atención de Elvira, con la pintura de su amor y el pesar que recibía con sus desdenes.

Luciano, sin perder tiempo, se dirigió a Sofía, haciéndole una declaración brusca, patética, melodramática.

Sofía, de la sorpresa, pasó a la indignación, rechazando con altivez las pretensiones de Luciano.

Este, vivamente herido por el desengaño, supo dominarse al principio y empleó la súplica y el ruego, para que Sofía le concediera siquiera una espe- ranza.

Todo fue en vano. Sofía le increpó, acusándole de traicionar la amistad de Carlos, su íntimo amigo, quien le había puesto al corriente del compromiso que a él le ligaba.

Luciano, verdaderamente exasperado, dio expansión al odio que albergaba y cambiando súbitamente de tono, prorrumpió en amenazas contra Carlos y aun contra la misma Sofía, si se obstinaba en no corresponder a su amor.

Como, ciego de ira, olvidase que en el salón había alguien más que la joven a quien injuriaba, alzó la voz de manera que, Elvira e Iriarte, suspendiendo su conversación sostenida a media voz, quedaron mudos testigos de aquel arrebato.

Sofía, pálida de indignación, se había levantado para ir en busca de su tía; pero el temblor general de su cuerpo le impidió dar un paso. Elvira, con igual intención, se puso de pie; pero Iriarte la detuvo a la vez que trataba de calmar a Luciano, haciéndole presente las malas consecuencias que podía traer un escándalo.

En estos momentos, se abrió la mampara y apareció Carlos. Densa palidez cubría su semblante y de sus ojos brotaban dos llamas.

En pos de él entró Juan, rojo de cólera. Sofía lanzo un grito de gozo e, involuntariamente, rompió a llorar. Doña Constanza, que acababa de despertar, atraída por las voces, llegó

también por la puerta del dormitorio, exclamando: —¿Qué es lo que pasa aquí? Luciano e Iriarte, se habían quedado como clavados en el suelo. Todos los criados de la casa habían acudido y estaban agrupados en la

puerta. —¡Señora, lo que pasa es —dijo Carlos con terrible calma— que estos

miserables!... —¡Caballeros! —gritó Iriarte.

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segunda Parte / 50 capítulos

—¿Qué dices? —prorrumpió Luciano. —Estos dos miserables —repitió Carlos impertubable—, abusando de su

momentánea ausencia, se han atrevido a insultar a las señoritas, como si ya no fuera bastante ofensa el visitarlas.

—¡De esos insultos me dará Ud. cuenta! —dijo Iriarte. —¡Te arrancaré la lengua! —gritó Luciano. —¡Silencio! —gritó doña Constanza—. ¡Salid todos de aquí! —Sí —dijo Carlos—, pero no sin probar que entre nosotros media una gran

distancia. Pido venia a la señora para leer unas cuantas líneas. Doña Constanza, lívida de cólera, no halló qué contestar; Iriarte instintiva- mente, llevó la mano al pomo de su espada; Luciano, quiso coger su sombrero, pero no acertó a moverse del sitio.

Carlos tomó de su cartera un papel que desdobló, se aproximó a la luz y con voz alta, clara y vibrante, leyó lo siguiente en medio la estupefacción general:

Querido Luciano: Estoy empeñado en un lance difícil, del que fácilmente puedes

salvarme, para lo cual principio contándote el caso. Cenábamos entre varios amigos, alegremente y se habló del

magnífico caballo moro de Pérez, que, como sabes, es de la afición de todos y

está en rifa. Entonces, Escalante tuvo la idea más peregrina del mundo (ya

sabes cuán feliz es en sus ocurrencias): propuso sacarlo entre todos y

agraciar con él, al que realizase una hazaña de mérito; por ejemplo, al que simulase

un falso matrimonio, de modo que la novia y su familia cayesen en el

engaño; todo, con el objeto de divertirse, por supuesto; no puedes calcular

cuánto se aplaudió y como habían varios de aptitudes para el caso y el premio

era de lo más codiciable, se acordó que la suerte decidiese quién debía ser el

primero en dar cima a tamaña empresa; si este no lo conseguía, se echarían de

nuevo las suertes, exceptuándolo y así hasta que hubiese uno digno del

premio, el cual, para celebrar dignamente el acontecimiento, daría a sus

compañeros un té en casa de la misma novia, a fin de que fuese más cómica la

escena.

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Acordar y ejecutar, todo fue uno; el caballo, sacado al siguiente

día, fue puesto en depósito, se echaron las suertes y yo fui el favorecido. Aquí me tienes, meditando cómo salir airoso en la empresa. Creo que

no me irá tan mal, pues quiere mi buena suerte que visite, desde hace algunos

meses, a una linda chica forastera y aunque ella me odia de muerte, su madre,

que me cree un santo, bebe los vientos por ser mi suegra. La ignorancia de

estas gentes, su falta de relaciones en Lima y las malas condiciones

económicas, unidas a la enfermedad de la vieja, me favorecen. Creo que el mismo

diablo me dispensa protección; pues ayer, a fuerza de gimoteos, la vieja ha

arrancado

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Jorge, El Hijo del Pueblo

a Elena el sí, tras el cual he estado con un empeño que ya

comprenderás, desde hace quince días. Tengo, pues, media batalla

ganada, falta la otra media, que es la ejecución. Después de mucho vacilar, me he acordado que tú sabes algo de

latines y trámites de sacristía y que eres el único capaz de representar el papel de

cura, (reviento de risa al imaginarte con sotana y bonete). Ven lo más pronto

que te sea posible, porque si la vieja se muere, todo se echa a perder. Tuyo.

A. Iriarte.

A la lectura sucedió una pausa. Luciano e Iriarte estaban lívidos. Juan sonreía cruelmente. Carlos paseó una mirada de triunfo, sobre todo su auditorio. —¡Qué horror! —exclamaron al unísono las tres mujeres. Un sordo mur-

mullo siguió a esta exclamación. —¡Ese es un embuste! —balbuceó Luciano. —¡Una calumnia! —agregó Iriarte. —¡Mañana nos arreglaremos! —dijo Carlos con calma. —¡Sí, mañana! —replicaron los dos calaveras. Iriarte tomó su kepí, Luciano su sombrero y ambos salieron. Carlos cerró tras

de ellos la mampara y volviéndose a doña Constanza, le dijo: —Señora, pronto estoy a cumplir la orden que hace un momento nos dio, pero antes necesito pedirle perdón, lo mismo que a las señoritas, por las duras frases que en su presencia he dirigido a esos dos individuos. —¡Nunca ha ocurrido en casa un escándalo como este! —repuso la señora. —Pero Carlos no tiene la culpa —observó Sofía.

—Ni Juan —añadió Elvira. —Las señoritas referirán a Ud. lo sucedido y espero que Ud. nos hará

justicia —dijo Juan. —No es este el momento oportuno para entrar en cierta clase de confiden-

cias —dijo Carlos—, pero la señorita Sofía puede poner a Ud. al corriente de los serios compromisos que nos ligan, lo cual no es un secreto para el doctor Vélez. Mientras tanto, por respeto a esta casa y por especial deferencia a Ud., me impongo el penoso deber de no volver, hasta que, terminada la actual situación, que ya no puede durar mucho, regrese el doctor Vélez a su hogar.

Doña Constanza estaba tan aturdida, que no comprendiendo bien lo que oía, no supo qué contestar.

—Un momento, Carlos —dijo Sofía, viendo que este tomaba el sombrero para irse—. ¿Tiene Ud. inconveniente en prestarme por algunas horas esa carta?

—¡Ninguno!, pero le advierto que esta es una copia. —¡No importa!, su contenido es el que me interesa.

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segunda Parte / 50 capítulos

—Aquí está también el original, la hago depositaria de las dos cartas, por lo que pueda suceder.

Carlos, puso en manos de Sofía los papeles y despidiéndose afectuosamente de doña Constanza y de las dos niñas, salió seguido de Juan.

—Tu imprudencia nos ha perdido —había dicho Iriarte a Luciano, luego que estuvieron en la calle—, tu falta de premeditación, tu descuido con esa carta, que debías haberla roto.

—¡Bah! Dejémonos de recriminaciones inútiles; estamos amenazados y ya sabes que la unión hace la fuerza.

—Parece que ese mozo trata de llevar la cosa al terreno del desafío. —Si hemos de hablar en plata, te diré que a nosotros nos tocaba provocar

el duelo. —¡Es verdad, pero descender a medir mis armas con ese colegial!... —Pues, en cierta manera estamos comprometidos a hacerlo. ¿Y si él,

mañana, nos manda sus padrinos?... —¡Lo peor de todo, será que se haga pública la causa! —dijo Iriarte. —¡Ya lo creo! bastará el más pequeño rumor, para que todos se echen a

hacer indagaciones. —Pero, ¿qué mayor acusación que la carta? Si Carlos la lee al general

Vivanco, estamos lucidos; ya sabes que el General es terriblemente severo tratándose de asuntos de esta naturaleza.

—¡Y quién sabe si posea otras pruebas, tal vez testigos! —De todos modos, yo soy el que está en peores condiciones. —Por lo pronto, va a saberse que te casaste, tu futuro suegro no necesita

para estar al corriente, sino hacer una pregunta al Jefe Supremo, por ejemplo —dijo Luciano.

—Y si se sabe que aquello fue una farsa. ¿A ti cómo te irá? Hubo un momento de silencio. Los dos calaveras marchaban a la ventura sin fijarse a dónde. —Aún hay otra cosa —dijo Luciano—. ¿Sabes que Elena está aquí? —¡Lo maliciaba! —En casa de Hortensia Peña. —El diablo ha hecho que Latorre se traslade al frente. —Además, Elena tiene un hermano. —Y las Vélez gran amistad con las Peña. —¿Y si al hermano se le ocurriera venir a pedirnos cuenta de la muerte de su

hermana? Porque ya se dice que Elena se muere de pesar de ser tu esposa. —¡Lástima que haya tardado tanto, nos habría ahorrado muchos disgustos!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—No está lejos que Velarde, de Latorre y Carlos, hagan alianza contra nosotros.

Volvieron a quedarse callados. Les sobraba motivo para preocuparse, se habían metido en un atolladero

del que les era difícil salir. De improviso, dijo Iriarte con entereza: —No hay que desorientarse, con un poco de habilidad, nos salvamos, por

lo pronto. —¿Cómo? —¡Ya lo verás! —¡Siempre tienes recursos! —No hay cosa peor, hijo, que ahogarse en poca agua. Te aconsejo, pues,

que duermas tranquilo esta noche. —¡Eso no me sucederá en mucho tiempo! —¿Por el rechazo que has sufrido de Sofía? ¡Sería una tontería! —Esa muchacha me va a trastornar el juicio; no sé cómo he podido faltar-

la; desearía pedirle perdón, pero también ver muerto a Carlos. ¡Qué cáspita! Antes que de nuevo me quiera humillar, enviándome sus padrinos, a las cuatro de la mañana le mando mi tarjeta de desafío.

Iriarte sonrió en la oscuridad. Sin saber cómo, se hallaron en la esquina de la Pontezuela. —Separémonos —dijo Iriarte—, me necesito esta noche; mañana, con

más calma, acordaremos los medios de poner en interdicción a las tres familias temibles.

Luciano se despidió y Alfredo continuó subiendo por la calle de San Francisco.

Entretanto, Sofia, sola ya en su dormitorio, después de meditar mucho, dijo, hablando consigo misma:

—¿Qué importan esas pequeñeces, ante el porvenir de una joven? No quiero ser cómplice, con mi silencio, de la desgracia de Isabel; que conozca bien a su novio y después que decida.

Y levantándose, cogió la pluma y se puso a escribir. Mientras todo esto tenía lugar, don Guillermo, de vuelta en su casa in-

formaba a su familia de quién era la vecina enferma y la causa de su muerte; pero sin decir el nombre del perverso esposo.

Doña Enriqueta, que durante la visita de su hermano, había estado repren- diendo fuertemente a Isabel, por lo mal que trataba a Iriarte, recordó a Elena Velarde cuando aún estaba en la cuna y sintió mucho su mal estado.

Terminado el té, Latorre llamó a su hija a su cuarto y la puso al corriente de todo.

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segunda Parte / 50 capítulos

Isabel sufrió una nueva impresión al leer el suelto de “El Comercio”. De Latorre acordó, con su hija, escribir a Iriarte una carta de despedida,

optando así por el camino de la mayor prudencia y después de enviársela, revelar todo a doña Enriqueta.

Don Guillermo tomó la pluma y escribió:

Señor don Alfredo Iriarte Su casa. Apreciado amigo: Siento decir que mi hija ha desistido de su proyectado enlace con Ud.

Como soy su padre y no su tirano, me es imposible obligarla a un sacrificio,

que haría la desgracia de toda su vida. Expuesto lo anterior, la frecuencia de sus

visitas no tendrían objeto y más bien, darían pábulo a antojadizas

suposiciones, le suplico, pues, encarecidamente, las disminuya cuanto le sea posible. Esto no implica ruptura en nuestras amistosas relaciones, pues soy

siempre su afectísimo y S.S.

Guillermo de Latorre.

Isabel, antes de retirarse, vaciló como si quisiera decir algo más, pero no creyéndolo, sin duda, oportuno, dio las buenas noches y salió.

Capítulo 39

Sucesos varios

uy alarmada amaneció al siguiente día la población. Los vivanquistas, indignados, lanzaban amenazas contra los trai- dores, y no faltaba algún adulador, que profiriese a oídos del Jefe

Supremo, la necesidad de castigar, con pena de muerte, a los trastor-nadores del orden de cosas establecido.

¿Qué sucedía, pues? Se había descubierto una gran conspiración. Las versiones eran muchas, y en todas figuraban armas, municiones, co-

municaciones en cifra, tentativas para minar los batallones, etc., etc. No se había podido tomar a los principales cabecillas, misteriosos per- sonajes que se envolvían en la sombra; pero varios de los comprometidos estaban presos.

Cecilia, entró muy temprano donde Isabel y le refirió que a las dos de la mañana, el señor Enrique Velarde, que salía a traer una medicina para

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Jorge, El Hijo del Pueblo

la señorita que se había agravado, fue aprehendido por los soldados, que ya rodeaban su casa para tomarlo, pues se había descubierto que estaba en acuerdos con los castillistas.

Don Guillermo, que también había madrugado (pues el sueño huía de sus ojos) trajo más tarde noticias fidedignas de la prefectura, y eran que, mediante cierta denuncia, se había descubierto una gran conspiración, cuyos principales agentes eran Carlos García y Juan Linares, que se les había puesto en diversos cuarteles incomunicados y con barras de grillos; que de las declaraciones to- madas a un zambo, resultaban terribles acusaciones contra Enrique Velarde, tomado en la misma mañana; que se había registrado la casa del doctor Vélez y no se había encontrado nada.

Grande era la consternación en el barrio. Por mucho que se dijese, todos compadecían a la joven enferma, que había

recibido golpe tan rudo en el estado en que se hallaba. Doña Enriqueta propuso a Isabel pasar al frente a informarse personalmente de

lo ocurrido, como un rasgo de atención; pero don Guillermo le dijo, que antes necesitaba hablar con ella, confidencialmente.

Doña Enriqueta imaginó que se trataba del matrimonio de su sobrina, y olvidó el cumplido.

Terminado el almuerzo, don Guillermo condujo a su hermana a su estudio y después de darle asiento, dijo:

—Lo que tenemos que hablar, exige la mayor reserva, no debiendo salir del círculo que formamos Isabel, tu y yo.

—¡Jesús! ¿Tan grave es? —Tanto, querida hermana, que hemos estado al borde de un abismo, del

cual nos ha librado la Divina Providencia, teniendo en cuenta la inocencia y virtudes de Isabel.

—¡Habla, por Dios, que me estás aterrando! —Permite, hermana, que te recomiende la mayor prudencia. —¡Qué! ¿Me has creído una chiquilla? —¡No te ofendas!, hay asuntos para los que ninguna advertencia está

demás. —Vamos a él. —Se trata de Iriarte. —Yo también deseaba hablarte al respecto, Isabel se maneja muy mal. —No la juzgues sin conocer la causa. —¿Tú también la vas a apoyar? ¡Me gustan estos padres, que se dejan

dominar por sus hijos! —¡Por Dios, Enriqueta, ten la bondad de escucharme con calma, Iriarte

está muy lejos de ser lo que crees!

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Bien sospechaba el pobre Alfredo, que era víctima de alguna calum- nia!

—¡Hola! ¡Conque lo sospechaba!... —¡Sí!, y no pudo menos que decírmelo ayer. —Razón le sobraba para tener azar, ¡desde que estábamos de vecinos de

su esposa! —¿Qué dices? —gritó doña Enriqueta, levantándose como impelida por

un resorte. —¡Por Dios, hermana, que nadie se imponga! —¡Es una calumnia, una impostura vil, un...! —¡No te acalores hermana, no defiendas lo que no conoces! —¿Que no conozco la caballerosidad de Iriarte? ¿Yo, que hace más de un

año que diariamente lo trato? —¡Repito, hermana, que no conoces a ese farsante, a quien sólo el inma-

culado nombre de mi hija puede salvar del desprecio universal que yo haría recaer sobre él. Has de saber, Enriqueta, que ese a quien temerariamente defiendes, es el verdugo de Elena Velarde; ese, que siendo su legítimo esposo, la abandonó a la miseria y hace que hoy se muera de pesar; él, quien se ha atrevido a pretender a Isabel, mientras nos formaba un escollo en que nuestra honra, nuestra fortuna y tal vez nuestra vida, iban a naufragar!

Doña Enriqueta se había dejado caer en la silla y escuchaba entre colérica y absorta.

—¿Quién te ha llenado la cabeza de semejantes embustes? ¡Para creer todo eso, es preciso verlo o tener pruebas!

—¡Aquí las tienes! —dijo Latorre, levantando de la mesa un periódico y un manuscrito.

Doña Enriqueta, con cierto desdén, tomó ambos. —¡Lee esto primero! —dijo Latorre, señalándole el suelto de El Comercio.

Doña Enriqueta, conforme iba recorriendo las líneas, se iba demudando; cuando terminó, se le cayó el periódico de la mano.

—¡Qué dices ahora? —¡Parece tener algo de verdad! —Ten la bondad de leer esta carta. Doña Enriqueta la abrió con marcada contrariedad. —¡No conozco la letra! —dijo, viendo que no tenía firma. Don Guillermo sacó varias cartas de Iriarte y le dijo: —¡Confronta! —Parece ser la misma —dijo y leyó hasta el fin, pintándose en su semblante

una expresión extraña, imposible de definir. —¡Aún no es todo! —dijo don Guillermo, cuando concluyó, y sacando

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Jorge, El Hijo del Pueblo

del cajón un lío de papeles, atados con un listón rosa— ¡mira! este es el lazo en que íbamos a caer, aquí están falsificadas mi letra y firma, y la letra y firma de Isabel; ¿sabes con qué objeto? ¡Escucha!

Don Guillermo, dio principio en voz alta a la lectura de uno de aquellos papeles.

—¡Basta! —interrumpió la señora, en extremo contrariada. —¿Estás convencida? —¡En todo esto, veo un misterio que es preciso aclarar! —¡Para mí el único misterio que existe, es la causa del odio que Iriarte nos

profesa! Doña Enriqueta guardó silencio. —¡No debemos perder tiempo! —continuó Latorre— hay que alejar

cuanto antes a Iriarte y a su cómplice. —¿Qué piensas hacer? —Despedir a Iriarte, a ti te toca deshacerte de la costurera. —¿De doña Andrea? ¡Imposible, doña Andrea es una santa! —¡Entonces, no te has fijado bien en lo que dice Iriarte a su ordenanza!

—¡No; todo eso es una impostura! ¡Una mentira! —prorrumpió doña Enriqueta, levantándose con aire de triunfo.

De Latorre miró a su hermana con ojos coléricos. —¿Es posible que así te ciegue la pasión? —preguntó, conteniendo apenas

su ira. —¿Y es posible que así procedas con la ligereza de un niño? ¿No puede ser

todo esto, trama de un enemigo de Iriarte? —¿De modo, que no crees a “El Comercio”? —¡Puede haber en él un equívoco de nombre, o referirse a otra persona que,

casualmente, lleve el mismo nombre y apellido; pero en cuanto al con- tenido de este papel, no creo!

—¡Está bien!, mas tu incredulidad, no será obstáculo para que yo proceda como me convenga.

—¡Ten cuidado!, porque puedes cometer una barbaridad. —Te prevengo que necesito que salga de aquí la costurera. Doña Enriqueta se irguió airada. —¿Tú te atreverías a despedir a doña Andrea? ¿Y con qué derecho? —¡Con el sagrado de resguardar a mi hija de un enemigo alevoso! —¡Te aseguro que no lo consentiré! —¿De manera que prefieres a la costurera que a tu sobrina? —Doña Andrea es todo para mí; ¡Isabel no tiene más enemigos que sus

propios nervios! —¡Sea como quiera; pero si te empeñas en conservar a la costurera en la

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segunda Parte / 50 capítulos

casa, tendré que sacar a mi hija a otra; porque todo lo temo de esa perniciosa mujer, mucho más desde hoy!

—¡Ya descubriré lo que hay en todo esto! —dijo doña Enriqueta, pasándose la mano por la frente.

—Te suplico, que no vayas a cometer una imprudencia, que nos sea per- judicial.

—¡Déjame, yo sé lo que he de hacer! —repuso la señora, encaminándose resueltamente a la puerta.

Don Guillermo, al quedarse solo, se dejó caer en el respaldo de su sillón, con desaliento.

La pequeña lucha que había sostenido con su hermana, parecía haber agotado sus fuerzas.

Transcurrieron algunos minutos en esa inmovilidad, hasta que, sintiendo roce junto a la puerta, se incorporó con viveza.

—¡Entra Isabel! —dijo, viéndola a través de los vidrios. Esta entró con dos papeles en la mano. Estaba visiblemente emocionada. —¡Aún cabe más horror! —exclamó. De Latorre la miró con sorpresa. —¡Mira estas cartas! —continuó Isabel, poniéndolas en manos de su padre. —¿Se relacionan con Iriarte? —Contienen un delito que nunca soñé pudiera cometerse! Don Guillermo desdobló precipitadamente uno de los papeles. —¡Este primero! —dijo Isabel. De Latorre leyó a media voz.

Señorita Isabel de

Latorre. Pte. Querida y siempre recordada hermanita de mi corazón: Tomo la pluma para dirigirte esta, deseando que al recibirla te

encuentres gozando de la mejor salud y de toda felicidad, lo mismo que tu papá y

demás familia. No sé, hermanita mía, si yo, mi papá o Elvira, te hayamos dado

algún motivo de resentimiento de un modo involuntario, y que esto sea lo que

ocasione tu alejamiento; sí es así, discúlpanos, considerando que en el inmenso

cariño que te profesamos, no cabe el herirte con deliberada intención. Nosotras también estaríamos justamente resentidas contigo, sino

abrigáramos ese temor, pues en el conflicto que nos hemos visto, en el pesar que

tenemos

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por la prisión de mi pobre papá, y cuando somos víctimas de tanta

arbitra- riedad por parte de las autoridades, no te has acordado de vernos.

Algunos minutos consagrados a nosotras, no te habrían hecho gran falta; pero

en fin, no sé los motivos que tengas para proceder así y, recordando el cariño

que

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Jorge, El Hijo del Pueblo

siempre nos has profesado, no quiero acriminarte, por el contrario, si

alguna diferencia tenemos, echemos un velo atrás; porque ahora solo

debe subsistir entre las dos, el lazo del más vivo afecto. !Ay! hermanita, quizá cometo una imprudencia, llevada del interés

que tu suerte me inspira; tal vez voy a proporcionarte un desagrado, una

verdadera aflicción, casi me arrepiento de dar este paso; pero no, es preciso que

todo lo sepas. Perdóname las lágrimas que tal vez te haga derramar,

considerando que si por evitártelas me callara, más tarde, con justicia, podrías

reprocharme. Aunque nos has guardado el secreto de tu matrimonio con Iriarte, la

voz pública lo dice y yo tengo bastante motivo para temer que sea

cierto. La causa de ese temor la sabrás tan pronto como leas el contenido de la

carta que te incluyo. Es copia del original que puedes ver cuando quieras.

Por ella sabrás cuán indigno es Iriarte de tu mano. Si necesitas más

explicaciones, hermanita mía, te las daré verbales. Estoy dispuesta a contártelo todo, aun lo que es un secreto para todos,

pero que no tiene razón de serlo para ti. Saluda, hermanita, a tu papá y a tu tía y recibe mil afectos de Elvira

y el invariable corazón de tu amiga, hermana y afectísima S.S. M. Sofía Vélez.

A.D. Si tienes por conveniente, enseña estas cartas a tu papá; pero

que no sepa tu tía que yo te he escrito en este sentido. Otra: Si te parece, quémala, no sea que se pierda.

—¡Ahora la otra! —dijo Isabel, que se había sentado en la silla que poco antes había abandonado doña Enriqueta.

—Leamos esta nueva revelación —dijo don Guillermo, pasándose un pañuelo por la frente.

En seguida tomó la carta de Luciano. A medida que avanzaba en su lectura de media voz, iba ajustando el en-

trecejo, como si tratara de comprender algo que estaba confuso. Isabel, de vez en cuando, movía la cabeza, pronunciando esa palabra tan favorita en boca de la mujer y que tan perfectamente expresa todos los afectos del ánimo y se adapta a todas las situaciones:

—¡Jesús! ¡Jesús!

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—¡Iriarte es un monstruo! —dijo Latorre, luego que hubo terminado. —¡Yo no sé qué nombre darle! —repuso Isabel. —¡Es capaz de todo crimen! —¡Y la pobre Elena, muriéndose!... —exclamó Isabel. —¡Es preciso salvarla! Es preciso decirle que todo es una farsa, que vuelva a

la vida esa querida niña y que sea feliz con aquel que ha elegido su corazón —dijo con entusiasmo don Guillermo.

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Ay! Por desgracia creo que es muy tarde —dijo Isabel con desaliento. —¿Sabes cómo sigue? —¡Mal, muy mal! Mandé a Cecilia hace poco y las niñas han contestado

que se ha agravado mucho con la prisión de su hermano, que no pudieron ocultarle.

—¿Sabes que en esa prisión veo la mano de Iriarte? —¡Muy bien puede ser! —¡Tu tía aún duda del mal proceder de ese hombre! —Eso ya me lo figuraba. —Se resiste a despedir a doña Andrea; le he dicho, que en tal caso, te

llevaré a otra parte. —La verdad es que tengo miedo; sólo me tranquilizo al considerar que Dios

me ha deparado un protector en Jorge. Al oír repentinamente el nombre de su hijo, Latorre se estremeció; pero

dominándose, preguntó con naturalidad: —¿Sabes cómo sigue? —Sí, muy aliviado; esta noche vendrá a verme. —¿Esta noche? —Sí, necesito verle, hablarle y entregarle yo misma, la carta que para él

me diste. En aquel momento, Latorre estuvo a punto de decir a Isabel que no se la

entregase; pero la altiva imagen de doña Enriqueta, presentándose a su imaginación, le selló los labios. Se limitó a preguntar:

—¿Y tu tía? —No lo verá, todas las medidas están bien tomadas y si tú quieres, puedes

también hablar con él. —No, el General me ha comprometido para esta noche —balbuceó don

Guillermo. Buscando cómo cambiar la conversación, Latorre preguntó: —¿Te parece que enseñemos estas cartas a tu tía? —¡No sé!... —Mejor es reservarlas hasta que llegue la oportunidad, que no tardará en

presentarse. —En ese caso, permite que yo las guarde. Don Guillermo se las entregó dobladas. —¡Qué buena es Sofía! —dijo Isabel—. ¡Cuán justos motivos de resenti-

miento tiene para mí! Y sin embargo, todo lo olvida por evitarme un mal. —Preciso es que le hagas una visita de agradecimiento. —¡Ahora mismo! —repuso Isabel, levantándose.

—Procura tener tu espíritu tranquilo, Dios y tu padre velan por ti.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Y también mi hermano. ¡Ah! —dijo, volviendo desde la puerta—. ¿Y a la pobre Elena, no se le hace saber nada?

—Sería inútil en el estado en que se halla; una nueva impresión puede serle fatal.

—¡Es cierto! —A la familia sí es preciso avisarle; ¡yo me encargo de eso! —¡Hasta luego, papá! —¡Adiós, hija mía!

En vano, doña Enriqueta aguardó aquel día la acostumbrada visita de Iriarte y esto la tenía impaciente.

Aunque había leído impresas las circunstancias del matrimonio de Iriarte, no les daba crédito.

Aquello podía ser un equívoco, un cambio de nombre, todo, menos el proceder del muy noble hijo del general Iriarte, descendiente por línea recta de un grande de España.

Necesitaba hablar con Alfredo y por si no viniese en la noche, se resolvió a escribirle.

Como tenía escasa vista, se determinó a hacerlo desde luego y tomando la pluma, dio principio a su tarea, que duró más de una hora. Isabel, entretanto, había salido a hacer su visita a Sofía. A la hora de comer se reunieron todos.

Doña Enriqueta preocupada, don Guillermo silencioso. Isabel refirió la situación de la familia Vélez y lo muy resentida que había

estado con la suya. Después del café, dijo que aquella noche se ocuparía de arreglar el oratorio

con ayuda de Cecilia. Doña Enriqueta se alegró; porque si venía Iriarte, ya podría hablar a sus

anchas con él. Don Guillermo manifestó que tenía compromiso para jugar una partida de

ajedrez con el general Vivanco. Isabel no se olvidó de Elena y envió a Cecilia a preguntar cómo seguía.

Contestó Hortensia que a mediodía se había tranquilizado mucho; pero que cuanto habían hecho por conseguir la libertad de su hermano, había sido inútil y que daban las gracias por su atención.

—¡Si Elena sanase!... —dijo Isabel, con un asomo de esperanza. —¡Todo lo puede hacer Dios! —repuso doña Enriqueta, con marcada

frialdad.

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R

segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 40

¡Sin esperanza!...

etrocedamos al momento en que conducido Jorge en hombros de algunos paisanos, fue puesto en su cama. En los primeros momentos, toda la casa fue un laberinto.

Rosa, Jacinta y los chicos, creyeron de pronto que Jorge era víctima de un proyectil enemigo, y sus lamentos resonaron unísonos y conmovedores. Multitud de gente invadía la casa.

José, atolondrado, no sabía que hacer. —¿De dónde lo han traído, dónde lo hallaste? —le preguntó Jacinta,

llorando. —De una calle de allá abajo. Yo me venía muy tranquilo, cuando uno me

dijo: venga Ud. a ver qué le ha dado a su sobrino, que parece muerto, vuelvo la cara y distingo un grupo de gente al pie de una ventana, corro y lo hallo como lo ves.

—¡A ver!, ¡a ver!, ¿qué es ésto? —dijo un joven del pueblo, abriéndose paso, hasta llegar al lecho donde estaba Jorge. Era Luis. Estaba pálido, su eterna sonrisa había desaparecido de su boca. Tomó una mano de su amigo y notó que estaba helada; le tocó el pecho y sintió que, débilmente, le latía el corazón, le alzó con dos dedos los entreabier- tos párpados y vio que tenía la vista clavada con inmovilidad angustiosa. Al instante y sin decir una palabra, salió con rapidez. Minutos después, volvía con dos médicos.

Los doctores hicieron despejar la habitación y después de examinar dete- nidamente al paciente y de escuchar el relato de José, declararon que Jorge estaba atacado de apoplejía, añadiendo, que si no se le hacía una curación rápida, podía no volver.

—Que se le haga cuanto sea preciso —dijo José—, aunque pobres, no nos pararemos en gastos, con tal de que viva.

Los facultativos, sin pérdida de tiempo, prescribieron una sangría y una almohada de nieve para el cerebro.

Luis proporcionó todo al instante. Los médicos pusieron la receta en consulta y se manifestaron interesados

por la vida del joven pintor. José vació su pequeña alcancía de ahorros; Luis se convirtió en una exha-

lación, para proporcionar cuanto era preciso; Rosa y Jacinta se constituyeron en activas enfermeras.

Merced a todo esto, Jorge volvió de su letargo, olvidando, por felicidad, 435

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Jorge, El Hijo del Pueblo

cuanto le había ocurrido.

Todos los que le rodeaban, tenían la consigna dada por los médicos, de no preguntarle nada y aun de no cruzar palabra con él.

El enfermo, que de nada se daba cuenta y que sentía sumo malestar, tam- poco hacía otra cosa que procurar aquel sueño que aún trataba de dominarle y que, gradualmente, fue alejándose de sus ojos, hasta dejarle del todo despierto, aunque tan débil, que no podía retener ni un pensamiento, ni una imagen.

Sentía adolorido su cuerpo, veía a todas las personas que le rodeaban y no pretendía darse a sí mismo razón de nada.

Así transcurrieron tres días, al fin de los cuales, la lucidez brilló de nuevo en su cerebro y los médicos le declararon fuera de peligro. Jorge principió por inquirir qué le había dado. Luis le dijo que un ligero accidente, que había pasado ya.

Después, procuró recordar y el velo que oscurecía su memoria, poco a poco, se fue descorriendo.

Entonces una melancolía alarmante principió a dominarle. En vano, José y su familia trataron de indagar lo que había motivado aquel

ataque. Jorge fingió no acordarse. Luis adivinó que esto era falso, pero no quiso ser imprudente; Jorge estaba

fuera de peligro, era lo que le interesaba; el generoso joven, no se había mo- vido de su cabecera, ni había cerrado los ojos al sueño, durante cuatro días, espiando su menor movimiento, su más leve queja.

La familia de José no hallaba cómo agradecerle. Cecilia, que lo encontró al segundo día, pálido y desaliñado, pues salió por una receta, informada de lo sucedido, daba gracias a Dios, porque su novio poseía tan buenas cualidades. Isabel, a quien esta dio cuenta de lo acontecido, en medio de su profunda aflicción, no cesaba de elogiar y bendecir al amigo de su hermano.

Días bien tristes pasó Isabel durante la enfermedad de su hermano. Dia- riamente, enviaba tres veces a saber de él; Luis era el que daba y recibía los recados de que Cecilia era portadora. Cuando Jorge, casi del todo restablecido, se levantó, Luis, con las debidas reservas, le participó esta circunstancia, que reanimó un tanto su abatido espíritu.

Informado, después, por su familia, de lo que debía a Luis, le estrechó enternecido entre sus brazos y no hallando cómo corresponderle, quiso darle una prueba evidente de confianza, revelándole el secreto de su nacimiento.

La sorpresa de Luis no tuvo límites. —¿Y por eso te desmayaste? —preguntó. Esta salida arrancó una ligera sonrisa a Jorge. —¡No, hermano, no te burles así!

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Pero, hombre!, ¡si el caso no es para menos! ¡Hijo de Latorre!... ¡Tú! Si a mí me pasa, me desmayo cinco veces seguidas. ¿Y qué ha hecho ese... buen

caballero, que no ha venido a verte, sabiendo que estabas enfermo? —¡Calla, hermano, por favor, y hazme el servicio de no decir a nadie!... —¡Qué! ¿Todavía sigue el secreto? —Es cuestión de delicadeza por parte mía; a él le toca publicarlo y pre-

sentarme, pero no, ya nada necesito. Luis abrió la boca para decir algo, pero se arrepintió y quedó callado. Jorge permaneció silencioso. En sus ojos, se había apagado el divino fulgor de la esperanza, anochecida en

el fondo de su alma. Su corazón se había caído desde las célicas regiones de una dicha ideal,

hasta el fondo de un abismo de dolor. La imagen de Elena, apareció en el claro espejo de su memoria, primero

dulce, serena, bellísima; después, sobresaltada, temerosa; luego sumida en su desmayo, casi tan profundo como la muerte.

Ella lo amaba; pero, ¡ay!, que un abismo insondable los separaba por se - gunda vez, para siempre.

Obligado estaba a huir de ella; el honor, la lealtad, el amor mismo, se lo ordenaban.

¡Pero, no verla jamás!... ¡Ah! ¡El mayor sufrimiento del hombre y del ángel, es la eternidad sin

esperanza! Lo que experimentaba Jorge no era más que un indicio de aquella, a causa de

la inconmensurable distancia que media entre lo terrestre y lo divino, lo finito y la infinidad, y bastaba para hacer de su corazón, un agonizante que saboreaba la muerte en cada una de sus palpitaciones.

¿Qué había sido de Elena? En el delicado estado de su salud, la impresión recibida, podía haberle sido

fatal. Pero, ¿acaso le era permitido informarse siquiera de esto? ¿No había sido ultrajado, humillado, arrojado violentamente por Enrique, por aquel a quien se había acostumbrado a mirar como a un hermano? ¡Ah! ¡Si su padre no hubiera tenido la crueldad de abandonarle!... De estas reflexiones, vino a sacarle Rosa, que entró con una carta en la mano, diciendo que Cecilia la había traído.

Luis salió en busca de su novia y Jorge rompió la cubierta y leyó; después se quedó pensativo:

—Iré —se dijo al fin— iré; ¡pobre Isabel! —¿Qué le digo? —preguntó Rosa. —¡Que está bien, que iré!

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A

Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Cómo! ¿Vas a salir? —Sí; ¡ya estoy fuerte! —¡Te vas a agravar! —Por el contrario, el fresco de la noche, puede serme muy favorable. —¡Y de noche!... ¡Jesús nos valga! ¡Qué caprichos tienen los hombres! Ya

veremos si no nos das otro susto. Diciendo así, salió Rosa.

Capítulo 41

Una nueva asechanza

cababa de oscurecer, cuando Iriarte salía de la prefectura en busca de su ordenanza, que desde el mediodía no había aparecido. El humor del edecán de S.E., estaba tan negro como su conciencia.

La carta de Latorre le había volado, como vulgarmente se dice. Una de dos: o los vecinos del frente, habían descubierto su matrimonio

con Elena, o Isabel tenía por muy fastidiosa su visita. Lo primero, no creía mucho; porque en tal caso, otro sería el tono de la carta-despedida: lo pro- bable era, que Isabel tuviese un amante misterioso y, ¿quién podía ser sino ese Jorge, que cruzaba todos sus planes y era introducido, furtivamente, en el jardín de su casa?

¡Ser él pospuesto a un plebeyo, en el corazón de una joven distinguida y bella!

Este ultraje a su vanidad, engendró en él tanto odio por Jorge, como por Isabel.

Respirando furores y venganzas, salió como hemos dicho, en busca de Pedro, a quien halló a la media cuadra.

—¿Dónde has estado, demonio? —le gritó tan reciamente, que al orde- nanza se le desvaneció la mitad de la regular chispa en que se hallaba. —¡Señor! ¡Mi Comandante! —balbuceó.

—¡Habla, o te divido de alto a abajo de un solo hachazo! —¡Mi Mayor, como Ud. me dijo que no perdiera de vista al amante de la

señorita!... —¡Acaba! —dijo Iriarte, un tanto aplacado. —¡Fui a la picantería que está en el barrio y he visto...! —¡Los vasos de chicha y aguardiente que te has vaciado! —¡Sí mi Mayor!, y a la Cecilia que llevó una carta.

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—¿Y dónde está la carta? —¡No sé, mi Mayor! —¡Con mil infiernos! ¿No se la quitaste? —¡No pude!, pero... —¿Pero qué? —Cuando volvió a salir, la alcancé y con maña le pregunté del pintor y me

dijo que ya estaba bueno. —¡Gran cosa la que has descubierto! —¡No es mucho! Pero puede servir de algo; si está bueno, puede ir donde

la señorita. Iriarte dio tregua a su furia, para reflexionar. —Esa carta puede ser una cita para decirle, tal vez, que ya estoy despedido —se

dijo—. ¡Si así fuera!... ¡Oye! —dijo en voz alta a su ordenanza. ¿Sabes las entradas y salidas de la casa que actualmente ocupa Latorre.

—¡Muy bien, mi Mayor! —¿Por dónde puede un hombre penetrar sin ser visto? —Por la muralla de la huerta que da a la calle de... es tan baja, que hasta los

muchachos se pasan. —¡Es preciso ponerse esta noche en acecho! —Muy bien, mi Mayor; me constituyo en la pulpería de la esquina y me

vuelvo todo ojos y oídos, para ver y escuchar. —¡Cuidado con ser imprudente! Es preciso que ese cholo no se aperciba de

que le espían. En cuanto veas que penetra a la casa, vienes a avisarme; ¡pero no, yo estaré por ahí! Yo también vigilaré.

—¿Voy? —¡Inmediatamente! Pedro partió, perdiéndose, a poco, en la oscuridad. Iriarte se dirigió a su habitación murmurando: —¡Oh venganza!

Las ocho daban en todos los templos de la ciudad, cuando Jorge se detuvo al pie de la cerca de la huerta; Pedro lo seguía, deslizándose como una sombra. A consecuencia del estado azaroso de la población, las calles estaban desiertas y envueltas en oscuridad.

Jorge miró arriba y abajo, para cerciorarse de que nadie lo veía, y aun se detuvo como si vacilara. Le repugnaba entrar de aquel modo a una casa, por último, se resolvió y de un salto se puso encima del muro descendiendo, inmediatamente, al interior.

Pedro se alejó a escape, en la dirección que había traído al venir. Al mismo tiempo, salió Iriarte del oscuro dintel de una casa vecina y se lanzó sobre la

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I

Jorge, El Hijo del Pueblo

muralla sin hacer ruido, pues no llevaba espada.

—Ahora, señorita Isabel, seremos dos los que acudamos a la cita —se dijo, divisando en el oscuro fondo de la huerta, una pequeña lucecita.

Y, resueltamente, se metió dentro.

Capítulo 42

Tercera entrevista

sabel se constituyó a las siete en el oratorio, con Cecilia, que le ayudó a hacer algunos arreglos, mas, en cuanto oyó dar las ocho, envió a esta a preparar el té, diciéndole que no volviese hasta que ella la llamase.

Cecilia aprovechó para concluir un traje que estaba cosiendo. Doña Enriqueta aguardaba a Iriarte, mientras oía la charla de doña An-

drea. Don Guillermo, en vez de salir a la calle, se introdujo, furtivamente, al

interior de la casa y hallando cerrada por dentro la puerta del corredor, se metió a un cuartito contiguo, que estaba desocupado y que tenía una ventanita enrejada, por la cual se podía ver y oír lo que pasaba en aquel, sin ser visto.

Isabel, abandonando sus labores, cerró el oratorio, colocó la pequeña lámpara de que se servía sobre la mesa del corredor, aproximó dos silletas y se sentó en una de ellas a esperar.

Tenía el sobresalto que, naturalmente, debería experimentar al acudir a la cita nocturna y reservada que había dado, aun cuando fuese a su propio hermano.

De improviso, se estremeció, viendo alzarse la figura de un hombre, en el fondo negro de la huerta que tenía delante, y en el mismo momento reconoció a Jorge, que subía la única grada del corredor, diciendo a media voz:

—Buenas noches. Isabel se levantó y lo recibió en sus brazos diciéndole: —¡Hermano mío! Los dos hermanos permanecieron algunos segundos abrazados, y, despren-

diéndose, después, suavemente, Isabel condujo a Jorge por la mano a una de las sillas, tomando ella la otra.

La más viva emoción estaba pintada en el semblante de ambos. Aquellos cuatro negros y hermosos ojos, estaban humedecidos; sin embargo, Isabel sonreía y Jorge trataba de imitarla.

Cuando, un tanto serenados, pudieron hablarse, Jorge rompió el silencio

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segunda Parte / 50 capítulos

diciendo:

—¿No es cierto, hermana mía, que es original el modo como he venido? Isabel se sonrojó. —Perdóname el haberte obligado a tamaño sacrificio. —No profieras esas palabras, nada de lo que haga por ti me importa un sa-

crificio; tú eres el ángel que Dios ha puesto en mi camino, para evitar que odie la vida; confíame, pues, tus penas y tus temores, ordéname lo que desees.

—¡Ay Jorge! ¡No sé que será de mí! —Dime sin reserva. ¿No sientes el que sea un imposible tu matrimonio

con... Iriarte? —¡Oh no! Desprecio es lo que me inspira ese hombre, desprecio y horror.

Aún no sabes, hermano mío, hasta dónde llega su maldad... Te confieso que le tengo miedo —agregó, bajando la voz.

—¿Miedo? —Le creo capaz de una ruin venganza. ¿No ves que sin motivo alguno ha

querido perdernos? ¿Qué será ahora, que he roto mi compromiso? —¿Lo has desengañado ya?

—¡Completamente!; nuestro padre le ha escrito, diciéndole que he desis- tido y que no puede obligarme. Antes se lo había dicho yo. —Mientras yo pueda velar por ti, nada temas, querida hermana. —Este es uno de los motivos porque te he hecho venir, aun cometiendo una imprudencia, comprometiendo tu delicada salud; necesitaba verte a mi lado, oír de tu boca la promesa de protegerme; es verdad que tengo un padre que me ama; pero es casi un anciano, debilitado por los sufrimientos, que no puede luchar con un malvado, astuto e intrigante como Iriarte. —¡Oh! Tú no imaginas, hermana, todo el mal que ese hombre me ha hecho. Muy caro tiene que pagarme todas las heridas que ha abierto en mi corazón y en los de las personas que más amo en la vida —dijo con profunda amargura el joven.

Si Jorge e Isabel hubieran poseído doble vista, habrían distinguido, tras las rejas de la ventanilla, al señor De Latorre con la frente inclinada bajo el peso de la conciencia, y entre las tinieblas de la huerta, los ojos de Iriarte que, encendidos como los del tigre, se fijaban con tenacidad sobre Jorge, cual si quisiera adivinar el sentido de sus anteriores palabras.

Isabel, bastante preocupada, no se fijó en ellas y así continuó: —Tratamos de convencer a mi tía de que Iriarte no es lo que se imaginó, a

fin de que este asunto concluya de una vez. Creo que nuestro padre sólo aguarda esto para hablarle de ti y presentarte.

Jorge movió la cabeza. —La señora Enriqueta, jamás me admitirá en el seno de su familia; —dijo—

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Jorge, El Hijo del Pueblo

pero esto ¿qué puede importarme?

—Sería una insensatez en mi tía, desde que mi padre te presenta como a su hijo legítimo, desde que posees pruebas irrecusables, desde que yo te reconozco como a mi hermano.

—¿Quieres que, abriéndote mi corazón, te exponga lo que en él hay al respecto?

—¡Sin duda! —¡Pues bien! —añadió, estrechando cariñosamente una mano de Isabel— si

no fueras tú, si el nombre de hermano no fuera necesario para estar más cerca de ti; para velar por tu tranquilidad, como lo deseo, jamás volvería a acordarme que pertenezco a la familia Latorre.

—¡No seas rencoroso con tu padre! —dijo Isabel. —No es que le guarde rencor; pero tú comprenderás que muy penoso debe

serme el aparecer de repente como un obstáculo imprevisto; como un hijo que no ha sido contado en el número de los suyos, y que parece haber llovido de las nubes, sólo para recoger la mitad de una fortuna que se creyó indivisible. Hace pocos días que todo lo habría arrostrado; porque me eran necesarios un nombre, una fortuna y una posición; por obtenerlo habría dado la mitad de mi vida. Hoy, necesito que tú me digas, protégeme, tengo miedo de Iriarte; necesito recordar que ese hombre ha desgarrado tres corazones inocentes, y que para castigarle soy muy pequeño; solo así puedo resignarme a aceptar como piadosa limosna, el nombre de Latorre.

—Exageras, hermano mío, no es una limosna, es un derecho tuyo, mi padre te ama.

En los labios de Jorge se dibujó una sonrisa amargamente irónica. —¿Lo crees así? —preguntó sin borrarla. —¡Cómo no!, ¡si tengo pruebas de ello! —dijo Isabel, con angélico

candor. Y sonriendo, sacó del bolsillo de su bata una carta y un estuche. —Esto me ha dado para ti —añadió. Don Guillermo, atrás de la reja, se agitó convulsivamente, y cubrió con

ambas manos sus ojos. En ese momento habría arrebatado la carta de manos de su hijo, pero estaba muy lejos y le interceptaban el paso, las rejas y cerra- duras. También habría querido huir, como cuando se teme presenciar una victimación; pero una fuerza desconocida, semejante a la de la pesadilla, lo mantenía atado junto a la reja.

Jorge tomó la carta, leyó la dirección y, sin abrirla, se la puso al bolsillo. Isabel abrió el estuche y desprendiendo la cadena, la hizo correr, de modo

que irradiaron los cambiantes de las piedras preciosas que la ornaban. Los ojos de Iriarte quedaron deslumbrados ante el brillo de aquel hilo de

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luces fosforescentes conque Isabel jugaba. Jorge la miró también con curiosidad. —¡Qué linda joya! —dijo.

—¡Tuya es! —se apresuró a decir Isabel. Jorge hizo un movimiento para repelerla. —Es la primera vez que la veo, y no puede pertenecerme —dijo. —Y sin embargo, es una de las pruebas de tu nacimiento. ¿No recuerdas

que tu tío José presentó parte de ella envuelta en los papeles? —¡Parece que sí!; francamente, no recuerdo bien esta circunstancia; ¡me sucedieron tantas cosas ese día!...

—Pues bien, ahora tu padre te la obsequia completa, en recuerdo de esa tarde.

—¡No! —dijo Jorge rechazándola con dignidad. Isabel se quedó mirándolo, asombrada. —¡Cómo! ¿No admites este presente? —¿Para qué? Me es inútil. —¿Inútil? ¿No simboliza el cariño paternal? ¿No recuerda un día feliz?

—¡Ojalá ese día pudiera borrarse de mi memoria! —exclamó, como si sólo con su recuerdo se le destrozara el pecho.

—¿Tanto pesar tienes de ser mi hermano? —preguntó Isabel, resentida. —No, tú no puedes interpretar así mis frases de dolor respecto a ese día fatal; bien sabes que el saber que soy tu hermano no me las arrancaría. —¡Ah! sí —dijo Isabel extendiendo, distraídamente, la cadena sobre la falda—. Ese día te encontraron con el ataque en la calle, según creo al frente de esta casa, al pie de las ventanas de Elena.

—¿La conoces? —preguntó Jorge tomando la mano de Isabel—, ¿la has visto?

Isabel lo miró con sorpresa. Iriarte se volvió todo oídos anhelando descubrir el nuevo enigma. Latorre se oprimió las sienes con las manos. Cuatro corazones palpitaban aceleradamente, en esos momentos, a los más

diversos impulsos. —No —contestó Isabel—, pero ¿por qué te interesas tanto en esa infeliz

niña? —¡Porque ella es el alma de mi alma! Isabel lanzó una exclamación. —¿Tu Elena? ¿Es tu amada Elena? Ya debí sospecharlo; ¡pero, Dios mío,

tantas cosas han ocupado mi mente!... Sucedió un prolongado silencio, interrumpido apenas por la caída de alguna

hoja, por el movimiento de alguna rama, por el paso de algún insecto, sobre

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Jorge, El Hijo del Pueblo

la seca yerba del jardín.

Todo contribuía a hacer más sombría la situación; la hora, el sitio, la so- ledad, el silencio.

Las tinieblas que cubrían la naturaleza, apenas eran comparables a las que invadían el alma del artista.

Latorre acababa de descubrir una circunstancia más, que alzaba un nuevo remordimiento en su conciencia; recordaba que otra vez había oído referir a Jorge, su amor y el imposible formado por la desigualdad de su condición social. Ahora bien, el objeto de la pasión de Jorge era Elena, que se moría doblemente engañada...

Don Guillermo veía la palidez de su hijo, pensaba en la carta que ya tenía en el bolsillo y se sentía desfallecer.

Iriarte acechaba como la fiera que espía el momento de lanzarse sobre una presa. Por su mente cruzaba un inicuo pensamiento, que le hacía sonreír ferozmente.

Isabel rompió el silencio diciendo: —Mi padre supo que amabas a una bella joven, y espontáneamente me

ofreció allanar todos los obstáculos. —¡Tarde es! —repuso Jorge, con un acento de reproche que hizo estre-

mecer a don Guillermo —¡Quizá no! —Elena para siempre enlazó su suerte a la de un miserable. —¡Ah! ¿Lo sabías?... —En el momento en que henchido de ilusiones y esperanzas me arrojé a

sus pies, ofreciéndole en cambio de mi felicidad, el nombre y la fortuna que acaba de hallar en tu casa, me fue revelado el horrible acontecimiento; mi imprudencia la hirió como un rayo, la vi caer como un lirio que se troncha.

—¡Pues aún hay esperanza de salvarla y de que seáis felices! —dijo Isabel, con suma convicción.

—¡No sé lo que quieres decir! —¡Óyeme! —dijo Isabel, cogiendo por la mano a Jorge—, óyeme, pero

prometiendo que no te has de impresionar demasiado. —Pero, ¡Dios mío! ¿Qué quieres decir? —¡Que Elena no es esposa de Iriarte! Jorge se llevó una mano al corazón como si temiera que estallase, y no

acertando a proferir una palabra, miró a Isabel con suplicante expresión. —No es su esposa —repitió esta—, ese matrimonio fue una farsa de Iriarte, no hubo más sacerdote que otro calavera, que de tal se revistió y, por permisión divina, Iriarte fue arrestado al pie del altar que tan sacrílegamente profanaba, y jamás volvió a acordarse de la niña a quien hizo juguete de un engaño.

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L

segunda Parte / 50 capítulos

Del pecho de Jorge se escapó algo como un grito, algo que no podía ex- halar; su palidez se hizo aún más intensa por la impresión y buscando aire para sus pulmones, se levantó y se aproximó al filo del corredor; alzó los ojos como para dar gracias y vio el firmamento oscurecido y la tierra envuelta en negras sombras.

Volviéndose a su hermana, que seguía cuidadosamente todos sus movi - mientos:

—¡Las pruebas! —dijo con debilitada voz. —¡Aquí están! —repuso Isabel, desdoblando un papel que ya tenía en

la mano. Jorge se apoderó de él y aproximándose a la lamparita, principió a devorar

con los ojos sus líneas. Isabel sonreía gozosa. Iriarte reconoció su carta, leída por Carlos y sin aguardar más, se deslizó

hacia la muralla, subió encima y se arrojó a la calle.

Capítulo 43

Horas tenebrosas

as manos de Jorge tenían un temblor que, comunicándose al papel, le hacían estremecer casi tanto como temblaba su corazón. Hay emociones que no pueden definirse; tiene el corazón resortes

desconocidos que producen efectos, al parecer, en oposición con sus motivos. Una impresión de alegría como la de Jorge, puede matar y si no quita la vida, ni trastorna el cerebro, hace sufrir tanto como el mayor de los dolores.

Preciso es que el gozo se atenúe, para sentir el placer de la dicha. Cuando Jorge terminó la lectura de la carta, Isabel le ofreció la de “El

Comercio”. Este, en un arranque indefinible, llevó a sus labios aquellos dos papeles, que simbolizaban su ventura y dos lágrimas que cayeron de sus ojos, mojaron sus renglones.

Luego se volvió a Isabel, y arrodillándose ante ella y tomando sus dos manos, le dijo:

—¡Bendita seas, ángel mensajero de mi dicha, tú sola acabas de darme la felicidad, la vida!

Isabel, conmovida y sonriente, dijo: —Y en cambio de este bien, ¿qué me darás? —Lo que tú quieras, manda y serás obedecida.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Pues bien, Jorge, quiero que ames mucho a tu padre. —¿Y dudas que le amaré con toda mi alma? Don Guillermo, que no perdía el más mínimo detalle de esta escena, se

sintió agonizar. —Quiero que no conserves rencor para mi familia —continuó Isabel. —¿Qué dices? ¿Guardar rencor para una familia que salva el abismo que me

separaba de Elena? —Que aceptes esta cadena como prenda de alianza y cariñoso recuerdo.

—¡Dámela! —dijo Jorge— será el primer presente que haga a mi amada. Y levantándola a la altura de sus labios, la besó religiosamente. Isabel, riendo de gozo, obligó a su hermano a levantarse del suelo. —¡Toma! —dijo, entregándole la cadena en su estuche—. Que ella sea símbolo de estrecho lazo de cariño que una a toda nuestra familia, entre la cual cuento a Elena.

—¡Gracias, adorada hermana mía! —dijo Jorge, abrazándola, loco de entusiasmo— ¡ahora mismo voy a repetirle tus palabras! —¡No cometas una imprudencia! ¡Elena está muy mal! —¡Voy a salvarla, haciéndole saber que ningún vínculo la une al infame Iriarte!

—Los médicos han dicho... —¡Nada tiene que hacer su ciencia con un mal del alma! —¡Aguarda hasta mañana siquiera! —¡Oh no! —exclamó Jorge, recogiendo precipitadamente la carta de

Carlos y guardándola en el bolsillo, junto con el estuche— los instantes son eternidades.

Y rápido, como el relámpago, se lanzó a la huerta. —¡No vayas, Jorge! —le gritó aún Isabel; pero ya este se había perdido en

las tinieblas. Don Guillermo dejó caer la cabeza entre sus manos. La escena que acababa de presenciar, le había causado un daño extraordi-

nario; la alegría que inundó el corazón de su hijo, desgarró el suyo. Aquella carta, aquella fatal carta que llevaba en el bolsillo, iba a acibarar su vida y a traer sobre él odio y maldición, en vez del amor filial que Jorge se prometía profesarle.

Hay minutos que pueden contarse por años, tal es su estrago; treinta de ellos, acababan de transcurrir para don Guillermo.

La pena más indecible, el remordimiento más atroz, devoraban su alma. Recién sabía que amaba a su hijo, se lo decían el dolor que le causaban sus amargos y justos reproches, el placer que le causó oírle decir que le ama- ría con toda su alma; pero, ¡ay!, que él trocaba este propósito en profundo resentimiento, en odio.

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segunda Parte / 50 capítulos

Isabel quedó pensativa algunos instantes, calculando cuáles podían ser las consecuencias de la intempestiva visita de su hermano a Elena; llamó en seguida a Cecilia, aseguraron las puertas del oratorio y del corredor y se dirigieron a las habitaciones de fuera, donde doña Enriqueta y doña Andrea, se disponían a tomar el té.

Don Guillermo entró a su cuarto de puntillas, tomó su sombrero, el bas- tón y los guantes y arreglando como pudo su fisonomía, salió a la calle sin ser sentido.

Mientras tanto, Jorge, embargado de felicidad, casi a la carrera, salvó la pequeña distancia que mediaba entre el corredor y la muralla de la huerta, de un salto se puso encima y de otro se arrojó a la calle, continuando la carrera hacia arriba.

A la vez, varios bultos diseminados al pie de la tapia, salieron de improviso, corrieron tras él y una voz imperiosa le grito:

—¡Alto ahí! Jorge, ebrio de alegría y ensueños, ni aun se apercibió de lo que ocurría y

continuó su carrera, hasta doblar la esquina; de improviso se siente sujetar por los brazos, nota que le rodea tropa armada y acierta a percibir estas pa - labras:

—¡Sujeten al ladrón! ¡Sujeten al ladrón! Jorge, como si bruscamente hubiera despertado de un sueño encantador,

quedó perplejo, sin adivinar lo que le pasaba. —¡Ahora mismo, a registrarle! ¡A ver qué lleva! —dijo uno que parecía ser

el oficial de la patrulla. —¡Pero ustedes sufren un equívoco! —dijo Jorge, principiando a com-

prender—. ¡Yo no soy ladrón! —añadió altivamente. —¡No es un ladrón y escala a estas horas las paredes de una casa grande!

—dijo un soldado, riéndose. Sus compañeros le imitaron. —¡Una luz aquí! —gritó el oficial— y sujetarle fuerte, que sabe correr

muy bien. —¡No se nos escapará! —¡Esta es una infamia! —dijo Jorge, tratando de desasirse de las manos que

le sujetaban. —¡Silencio! —gritó un soldado, dándole un culatazo. Toda la sangre del joven subió a su rostro, que de pálido se tornó morado,

según pudo verse a la luz de un farolillo de papel, que sacaron de una tienda inmediata y que le pusieron delante del rostro, como para reconocerle.

Una carcajada resonó a su espalda.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Jorge exhaló un rugido de ira, había reconocido la voz de Iriarte. —¡A ver qué se ha robado esta buena alhaja! —dijo un soldado, princi-

piando el registro de los bolsillos. El desgraciado joven, comprendió que aquello era una celada y que es-

taba perdido. En medio de todo, le asaltó la idea de que aquella noche no podría ir donde Elena y que al siguiente día, estaría deshonrado y recurrió a la súplica.

—Dejadme, dejadme, por Dios, os prometo que mañana quedaréis conven- cidos de que no soy un ladrón; me llamo Jorge Flores, vivo en la calle Santa Teresa, soy pintor, preguntadle a Javier Sánchez.

—Bueno, mañana se aclarará todo eso en la policía —dijo el oficial. —¿Será ladrón de corazones? —dijo un soldado. —¡Y de algo más! —dijo Iriarte, avanzando hasta colocarse frente a Jorge, de

cuyos ojos brotaron dos centellas. —¡Miserable! ¡Infame! —le gritó Jorge, lleno de ira. Iriarte tornó a reírse. Aquel corazón de cieno, hacía mucho tiempo

que no gozaba como ahora, contemplando la impotente desesperación de su víctima.

—¡Aquí debe haber una buena! —dijo el soldado que le registraba los bolsillos, sacando el estuche.

—¡Esto pillabas, pícaro, a mi futuro suegro! —dijo Iriarte, tomándolo y abriendo el resorte.

Jorge se retorcía de ira y desesperación. —¡No es un robo! —gritó en el colmo de la angustia. —¿No? ¡Será prenda de amor! —dijo Iriarte con la ironía mayor que pudo

emplear. Una carcajada unísona, estrepitosa, prolongada, insultante al último grado,

resonó en los oídos de Jorge. Iriarte hizo brillar la cadena a la luz del farolillo y en voz alta leyó: “Año de

1825 — Guillermo de Latorre”. —¿Lo ven ustedes? —agregó—. Hace tiempo que me era sospechoso este

cholo; hoy la suerte hace que al entregarle a la policía se le encuentre en el bolsillo esta prueba de sus malas mañas.

—¡Aquí hay unas cartas! —continuó diciendo el soldado. —¡Veamos! —dijo Iriarte, entregando la cadena al oficial y cogiendo los

papeles. —¡Señor oficial! —dijo Jorge. Reconozca Ud. ese papel, o haga Ud. que este

farsante lo lea en voz alta. —¡Más respeto a un edecán del Jefe Supremo! —dijo otro soldado, des-

cargando un feroz culatazo sobre el desdichado Jorge.

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Yo me haré pagar bien caro cuanto profiere la lengua de este vil ladrón! —dijo Iriarte, y pasando la vista sobre la copia de su propia carta, arrugó el ceño, fingió el mayor asombro y exclamó—: ¡Ah! No sólo es ladrón, ¡sino traidor!, aquí hay revelaciones importantísimas que el Jefe Supremo necesita conocer.

—¡Ah! ¡Canalla! ¿Conque esa gracia más tenías? —prorrumpió el oficial. —¡Señor oficial! —repitió Jorge— ¡lea Ud. ese papel, se lo suplico! —Usted me permitirá —dijo Iriarte— que lleve estas comunicaciones al general Vivanco, aquí hay secreto que...

—¡Muy justo! ¡Muy justo! —respondió el oficial. —Ponga Ud. en manos de S. E. esos papeles, mientras cargo con este

bicho. —¡A la cárcel! —gritó Iriarte, guardándose los papeles y fijando en su

víctima la mirada de la hiena. —¿A la cárcel? —exclamó Jorge, lívido de indignación. No, prefiero la

muerte. —¡A la cárcel! —replicaron los soldados, arrastrándole a viva fuerza y

dándole de culatazos. Varios vecinos habían entreabierto sus puertas al oír la novedad. —¿Qué hay? —preguntaban algunos. —¡Un ladrón! —respondían otros. —Se le han encontrado alhajas en el bolsillo —decían los mejor infor-

mados. —¡Dios nos asista! —decían las ancianas y cerraban con doble tranca sus

puertas. Un caballero, embozado hasta los ojos, se aproximó a un grupo y preguntó

con voz insegura: —¿Qué clase de joyas han encontrado a... ese joven? —¡Una cadena con brillantes! —le respondieron. El caballero se quedó mudo e inmóvil, cual si se hubiera petrificado. —¡Unas comunicaciones también! —agregó otro. El embozado, al oír esto, vaciló cual si estuviese mareado y hubiera caído al

suelo, si uno de los que estuvieron cerca no lo hubiese sostenido. —¿Qué es eso? —preguntaron algunos.

—¡No sé! Creo que a este señor le ha dado un ataque. El círculo se estrechó. —Pero, ¿quién es, qué tiene? —preguntó uno. Otro encendió un fósforo y le iluminó el semblante. —¡El señor de Latorre! —dijeron varios.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Parece que está mal! —dijo uno, fijándose en su palidez cadavérica y en el temblor de sus labios.

—¡No es nada! —acertó a decir don Guillermo, haciendo esfuerzos por reponerse—; ha sido un ligero vahído que ya pasó.

—¡Le llevaremos a su casa! —¡Gracias!, puedo ir solo. Intentó caminar, pero estaba tan trémulo que sus piernas se negaron a

sostenerle. —¡Imposible, señor, que pueda Ud. andar solo, apóyese Ud. en mí! —dijo uno. —¡Yo le daré el brazo! —dijeron los más. De Latorre tuvo que dejarse conducir. —¡Sabrá que el robo ha sido a él! —dijo uno de los que le escoltaban en voz

baja, al que estaba a su lado. —¡Eso no puede causarle semejante estrago; un hombre tan rico!... —¡Entonces será aire! —¡Bien puede ser! No tardaron en llegar a la puerta de la casa. Uno de los paisanos dio tres recios golpes con el llamador y aguardó. No tardó en oírse la voz de Cecilia, que preguntó: —¿Quién es? —¡Traemos al señor de Latorre! —¡Jesús! —exclamó Cecilia—. ¡Lo traen al caballero! —¡Mi papá! —gritó Isabel, lanzándose al patio. —¡Guillermo! —exclamó doña Enriqueta, asomándose a la puerta del

salón. Isabel, sin ningún temor abrió el postigo. —¿Qué tiene mi papá? —preguntó. —¡Nada, hija mía, un ligero vahído que ya pasó! —Le ha dado aire, señorita, y le hemos traído —dijo un paisano. —¡Ah! Gracias, gracias, ¿pero no es cosa grave? —¡No, hija, ya estoy bien! —Entra, por Dios, ¡qué susto el que he tenido! ¡Apóyate en mí! Al ruido de

las voces, se abrió una de las ventanas del frente y apareció el doctor Peña, que preguntó con interés:

—¿Qué ocurre, amigo Latorre? —¡Nada, doctor, un ligero accidente que ha pasado! —repuso con voz

desfallecida el interpelado; y añadió: —¡Gracias, doctor, buenas noches! —¡Buenas noches! —repuso el doctor, sin moverse. —Si algo se ofrece —dijeron a Isabel aquellos nobles hijos del pueblo— no

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tiene más que llamar; todos somos del barrio.

—Gracias, así lo haremos —repuso Isabel. Y Cecilia cerró la puerta. El doctor Peña preguntó a los paisanos: —¿Qué novedad ha habido, que he sentido tanta bulla? —¡Que han hecho un robo al señor Latorre! —respondieron pasando al otro

lado de la calle. —¿Cómo así? —Parece que por la tapia de la huerta, que es muy baja, se entraron. La patrulla sorprendió a uno de los ladrones, en momentos que se descol-

gaba a la calle y aunque echó a correr, lo tomaron y le quitaron una cadena con brillantes y algunas comunicaciones.

—¡Nada se ha sentido! —Yo creo que ni la familia se ha apercibido. La patrulla se llevó al ladrón

derecho a la cárcel; en eso llegó el señor Latorre y nos empezó a preguntar qué le habían encontrado al ladrón; ya le estábamos refiriendo, sin saber con quién hablábamos, pues no se le veía la cara, cuando le dio un aire y entonces lo trajimos.

—No hemos querido decirle que en su casa fue el asalto. —Sin embargo, era mejor avisarle, por si dentro se hubiesen quedado

otros. —¡Cierto, mejor le hubiéramos dicho!... —¡El ladrón será del barrio!... —Nunca le hemos visto; pero tiene un nombre conocido —dijo uno,

dándose una palmada en la frente, como si recién cayera en cuenta. —¡Se llama Jorge Flores! —dijo otro.

—¡Cáspita! ¡Tiene el nombre del valiente que peleó el día de San Andrés! —dijo un tercero.

—Y ahora que me acuerdo, es el que hallamos casi muerto aquí mismo, junto a aquella ventana —agregó otro.

—Protestaba que no era ladrón y que mañana lo probaría. —¿Y el terror que parecía tenerle a la cárcel? Preciso fue llevarle a cula -

tazos. Como el doctor Peña se hubiese quedado mudo, los paisanos le dieron las

buenas noches y se retiraron. —¡Jorge de Latorre conducido a culatazos por ladrón! ¡Su padre con un

vértigo!... ¡Aquí hay un misterio! —dijo el doctor Peña, hablando consigo mismo.

Y cerró la ventana, bastante preocupado.

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A

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 44

Tempestad deshecha

las siete de la mañana entró Cecilia y contó a Isabel que la noche anterior, habían sido tomados algunos ladrones en el barrio. Esta, aunque temerosa, se preocupaba más del resultado de la entre-

vista de Jorge con Elena, y por ver si traslucía algo, envió a Cecilia a preguntar cómo había amanecido la enferma. Contestaron que había pasado una noche más tranquila que las anteriores. Isabel sonrió recordando las palabras de su hermano. En seguida entró a ver a su padre.

Al entrar no pudo menos que hacer un movimiento de sorpresa. Don Guillermo había envejecido treinta años en una noche. Profundos

surcos cruzaban su frente, sus mejillas estaban pálidas y demacradas, hundidos los ojos, su cabeza aun más canosa que el día anterior.

—¡Dios mío! ¡Papá!, ¿estás malo? —exclamó Isabel, juntando las manos. Don Guillermo procuró sonreír. —No te alarmes, no tengo nada —dijo. —Tu semblante está muy mal. ¿Quieres que haga llamar al doctor Peña?

—¡No, hija mía!; lo que te alarma es la mala noche que se retrata en mi semblante —dijo, procurando tomar un tono humorístico. —¿No has dormido?

—Muy poco. —Entonces habrías oído la novedad. —¿De qué? —Dicen que han habido ladrones en el barrio. —Nada he sentido —balbuceó don Guillermo. —¿Quieres que te envíe una taza de té? —La acepto —respondió Latorre, por salir del paso. Isabel salió a dar sus órdenes a Cecilia. Entretanto, el primer paso de doña Enriqueta, fue enviar a Iriarte la carta

escrita desde el día anterior; después fue a ver a su hermano. Don Guillermo almorzó en su cuarto, pues aun cuando se había vestido, una gran postración de cuerpo y espíritu, le impidió salir al comedor. El desdichado sufría horriblemente.

Había visto a su propio hijo que lleno de ilusión iba en busca de su amada, conducido a la cárcel como ladrón. Una palabra suya le habría salvado. ¡No había tenido valor de pronunciarla!... ¡Ay de Jorge! ¡Ay de Isabel! ¡Ay de él mismo!

En medio de todo, se felicitaba que su carta hubiera caído en poder de 452

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segunda Parte / 50 capítulos

Iriarte, que no adivinaría su ambigua redacción, evitando así el que Jorge la leyera.

Después de almuerzo, Isabel se propuso visitar a las Peña, por conocer a Elena y ver si adquiría alguna luz sobre la entrevista de su hermano con ella; pero en esos momentos entraron Sofía y Elvira Vélez.

Isabel tuvo el mayor gusto en verlas y ordenó a Cecilia que arreglara bien su dormitorio, para conducir allá a sus amigas, dándoles una prueba de que usaba con ellas la mayor franqueza.

En efecto, no tardó don Guillermo en sentir un roce de ligeros pasos y vestidos que se dirigían a la habitación de su hija.

Las tres jóvenes entraron y se sentaron familiarmente, quedando Isabel en medio y manteniendo enlazadas sus manos.

Sofía estaba llorosa, Elvira bastante pálida. —¿Conque no hay esperanza que salgan los prisioneros? —decía Isabel. —¡Ni la más remota, hermanita! Por eso hemos venido a suplicarte que

te empeñes con tu papá para que se interese con el general Vivanco, a fin de que disminuya siquiera el rigor con que se les trata.

—Lo pensé así desde que supe su prisión; pero les aseguro, hermanitas, que he estado en estos días tan llena de preocupaciones que olvidé este asunto. Hoy, desgraciadamente, mi papá ha amanecido tan enfermo, que ni a almorzar ha salido, si, como lo espero, mañana sale, su primer cuidado será hablar con el General.

—¡Cuánto se lo agradeceremos! —No hables de gratitud, Sofía, siendo nosotros, yo, particularmente; tan

grandes deudores de ella. Las jóvenes continuaron hablando largo tiempo con la franqueza de tres

hermanas. Isabel solo guardaba reserva sobre aquello que sabía no podía salir del círculo de su familia; por lo demás, sin embozo, manifestó todos sus afectos.

En aquel círculo encantador, cada cual expuso sus penas, ilusiones y esperanzas. Aunque Isabel era la que más sufría, trató de mostrarse jovial y agradable con sus amigas, y mientras charlaba y reía, dominada por vaga in- quietud, hacía revolotear su pensamiento en torno de su hermano, de Elena, de su padre, de su tía, de Iriarte y de doña Andrea. ¿Qué había sucedido o qué sucedería?

De pronto la voz chillona de la costurera, que desde el patio la llamó, le produjo un sacudimiento sorpresivo, tan violento, que sus amigas no pudie- ron menos que reírse. Isabel acusó al café y a sus propios nervios de aquellos estremecimientos involuntarios, que a veces le acometían, y pidió permiso para ir a informarse de aquella intempestiva llamada.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Sofía y Elvira manifestaron que ellas también iban a retirarse. Isabel quiso que se quedaran a comer; pero aquellas no accedieron, y al

fin salieron todas juntas en dirección al salón, pues tenían que despedirse de doña Enriqueta.

Mas, al poner el pie en el dintel de la puerta, un sacudimiento eléctrico estremeció a las tres niñas, que se miraron con cierto temor. Acababan de oír dentro, la voz de Iriarte.

Quisieron retroceder; pero ya no les fue posible, la mampara se abrió por mano de doña Enriqueta, que con la fisonomía alterada dijo: —Entra, Isabel, que se te necesita.

Luego, reparando en las amigas, añadió tratando de suavizar su acento: —Pasen, adelante, señoritas. Las tres entraron.

La visita de Iriarte era motivada por la carta de doña Enriqueta; la de don Guillermo, arrebatada a Jorge, después de leída, se la había guardado, la copia de Carlos, en menudos fragmentos, la arrojó a la acequia.

Iriarte se presentó ante doña Enriqueta, con el aire de quien se cree ofen- dido y sacrifica su resentimiento por mera cortesía.

—¡Señor Iriarte! —dijo la señora, con un acento melodramático— aunque ignoro el motivo de su ausencia, me he permitido escribirle, suplicándole que venga a verme.

Iriarte se manifestó muy herido y concluyó por mostrar a doña Enriqueta, la carta por medio de la cual lo despedía don Guillermo. La señora procuró disculpar a su hermano, diciendo que a eso lo habían obligado ciertos díceres, calumnias, etc.; Iriarte exigió que le dijese lo que ella sabía al respecto. Después de mil rodeos, doña Enriqueta dijo que se le suponía, nada menos que el ser casado.

—¿Quién ha tenido tanto atrevimiento? ¿Cómo ha sido posible que don Guillermo creyera?... Diga Ud. señora ¿quién ha dicho eso? —¡Lo dice un periódico de Lima!

Alfredo palideció ligeramente. —¿Usted lo ha leído? —preguntó. —¡Sí, yo misma! Iriarte se mordió disimuladamente los labios, e hizo una pausa. —¡La fatalidad me persigue! —dijo al fin— ¡lo que dice el periódico es

verdad! Doña Enriqueta se demudó. —¿Fue?... —¡Mi primo hermano, tenía la misma edad y el mismo nombre, el infeliz

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segunda Parte / 50 capítulos

murió en el destierro!

Doña Enriqueta no pudo contener una exclamación de alegría. —¡Así me lo figuraba! —dijo— así lo creí siempre, un equívoco, o iden-

tidad de nombre. Todavía hay más —añadió— ¡necesitamos saber quién ha falsificado su letra!

—¿Mi letra?... —Sí, señor Iriarte, hay una carta que parece dirigida por Ud. a su orde-

nanza Pedro, en que le da instrucciones para perdernos, una carta horrorosa, fraguada, sin duda, por un enemigo suyo.

—¿La puedo ver? —preguntó el militar, disimulando su inquietud. —¡La pediré a Guillermo! —¡No, señora, no precisa! —Guillermo está muy enfermo, si no fuera esta circunstancia, le haría salir,

para que, reconociendo su ligereza, le de una satisfacción. —¡Hace algún tiempo que noto en él y en la señorita, prevención contra mí! —¿Prevención? ¡No, señor Iriarte! ¡Guillermo siempre le estima mucho, Isabel le profesa el mayor cariño!

—Pues, señora, hace tiempo que vengo devorando la más cruel amargura; hace tiempo que la señorita me dijo que había desistido de su compromiso. —¡Pero, señor Iriarte, póngase Ud. en su lugar, si ella creyó que el suelto de “El Comercio” se refería a Ud., que esa horrible carta Ud. la había escrito ¿qué otra cosa podía hacer?

—¿Es decir, señora que Ud. aprueba la manera cómo se ha procedido conmigo, que Ud. también imagina que soy un miserable? —Nada de eso, señor Iriarte, por el contrario, no deseo sino que se descubra a los autores de estas calumnias, que se les castigue, que Isabel se convenza de la verdad, ¡Doña Andrea —gritó a la costurera, que instalada en la división, no perdía una sílaba—, llame Ud. a Isabel!

—¡Va Ud. a obligar a la señorita a un verdadero sacrificio. Nada hay más odioso que ver a quien se aborrece!

—¡Lejos de eso, Isabel será feliz, viendo resucitar sus ilusiones! Iriarte sonrió con ironía. —¡Su corazón, señora, hace mucho tiempo que pertenece a otro!

—dijo. —¡Son celos infundados, nadie visita la casa! —¡Quién sabe! —dijo Alfredo, acentuando la frase. Este quién sabe, se fijó con impertinencia en la mente de doña Enriqueta.

Isabel y sus amigas llegaron en este momento a la puerta. Al ver a las Vélez, Iriarte sufrió una contrariedad extremada y dominando apenas su emoción, se puso de pie.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Las jóvenes también sufrieron la impresión más desagradable, Isabel ex- perimentó tanta repugnancia al ver a su antiguo novio, que no hallándose capaz de darle la mano, se contentó con hacerle una ligera inclinación. Sofía y Elvira hicieron lo mismo.

Iriarte se puso pálido. Doña Enriqueta estaba tan contrariada, que no se acordó de hacer la

presentación de estilo y dirigiéndose a Isabel dijo: —Estas señoritas, son amigas íntimas tuyas, deben saberlo todo y no impor-

ta que en su presencia, desvanezcas los infundados celos de tu prometido. —¡Nos retiramos ya! —dijeron estas, levantándose.

—¡No, les suplico que se demoren un poco! —dijo Isabel, mirando a Sofía, de un modo significativo.

Accedieron aquellas al ruego de su amiga y volvieron a sentarse. Iriarte no sabía qué papel representar. Elvira sonreía sarcásticamente. —¡Ante todo, tía! —dijo Isabel, con firmeza— el señor Iriarte no es ya mi prometido; al saber que nuestro enlace era imposible, he desistido, natu- ralmente.

Iriarte miró a doña Enriqueta, como diciendo: ¿Lo oye Ud.? La señora, dominando su agitación, dijo:

—¡Es que has sido víctima de un error! ¿Crees que Iriarte es la misma persona de que habla “El Comercio”, refiriéndose a una boda interrumpida? Acaba de referirme que fue un primo suyo del mismo nombre, que ya murió.

Las tres jóvenes se miraron y no pudieron contener una risa imprudente, que enrojeció a Iriarte, hasta el blanco de los ojos e hizo palidecer a doña Enriqueta.

—Que esa historia sea cierta o falsa, que el señor Iriarte sea o no casado, me importa poco, desde que, irrevocablemente, he desistido de ser su esposa! —repuso Isabel.

—¿Estás loca? —exclamó su tía—. ¿Crees que esas cartas falsificadas son suyas? ¿Quién ha puesto en tus manos ese cúmulo de calumnias escritas? La situación de Iriarte no podía ser más crítica; en su pecho rugía la ira, excitada por lo ridículo de su papel, que ocasionaba la burla muda, pero no por eso menos hiriente, de tres bellas jóvenes.

Ardía y temblaba. En sus ojos brillaban siniestros relámpagos y ni aun siquiera se le ocurría tomar su kepí e irse.

—¡Permita Ud., tía, que no entre en explicaciones de ese género; este caballero sabe mi resolución y creo que con eso le basta! —¿Te niegas a dar una excusa razonable?

—¡Creo que él es bastante perspicaz para sospecharla! —¡Sin duda, y te puedo afirmar que esa sospecha, es muy poco favorable

para ti!

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡No me extraña! Doña Enriqueta se pasó la mano por la frente; nunca había visto así a

Isabel. —¡Hace mucho tiempo —dijo Elvira—, que el señor Iriarte nos aseguró

que ningún compromiso le ligaba a Isabel! —¡Sí, lo he dicho; porque hace mucho tiempo que la señorita consagra a

otro su corazón! Ante este insulto, Isabel alzó los ojos y los fijó en Iriarte, de modo que a

cualquier otro le hubiera hecho bajar los suyos, pero este, ciego de cólera, sostuvo aquella mirada, imperturbablemente.

—¿Lo ves? —dijo doña Enriqueta—, ¡tú sola has dado lugar a eso! —¿Puede Ud. probar lo que ha dicho? —dijo Isabel con terrible calma.

—¡Sí! —repuso aquel cobarde, que insultaba a una niña, porque no podía tomar un arma y pedirle satisfacción.

—¡Adelante! —dijo Isabel, roja de indignación—. ¡Pero le prevengo que si sus pruebas no son irrefutables, yo demostraré ante toda la sociedad are- quipeña que Ud. es un infame!

Iriarte se puso de pie y dijo con voz ronca: —¡Además del testimonio de mis propios ojos, tengo testigos que han visto

a un hombre entrar furtivamente en el jardín de la señorita Latorre y pasar con ella horas enteras!

—¿Qué oigo? —exclamó doña Enriqueta, cubriéndose la cara con ambas manos.

Isabel se puso mortalmente pálida; sus amigas la miraban con asombro. Iriarte continuó: —¡Yo no tengo miedo a esos papeles falsificados, que un rival despreciable,

puesto que pertenece a la hez del pueblo, ha puesto en sus manos, señorita; ese hombre, bien pronto pagará con creces su imprudencia, puesto que se halla en la cárcel!

Isabel lanzó un grito penetrante. —¡En la cárcel! —exclamó y se llevó a las sienes ambas manos, como para

evitar un desvanecimiento. —¡Qué es esto! ¿Qué ha pasado en mi casa? —prorrumpió doña

Enriqueta. Iriarte sentía el gozo del tigre que, entre sus garras, coge una paloma. Sofía y Elvira se miraban, como interrogándose mutuamente. —¡Sí, en la cárcel, preso por ladrón —repitió Iriarte— porque un hombre del

pueblo, que escala de noche las paredes del interior de una casa y a quien se le encuentra en el bolsillo alhajas, no puede ser otra cosa que un ladrón, o un amante inverosímil ante la sociedad!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Qué cobardía! —murmuró Sofía, mirando al Mayor. —¡Qué hombre tan despreciable! —añadió Elvira, entre dientes. —¡Esto ya es demasiado! —exclamó doña Enriqueta, mirando con furia

a Iriarte—. ¡Las pruebas de lo que acaba Ud. de decir, o...! —¿O me hace Ud. un desaire semejante al de la primera noche que bailé en su casa! No, señora, por ahora creo que no volverá Ud. a inferírmelo. Las pruebas que me pide están en la policía, donde se halla una hermosa cadena con brillantes, que dice: “Año de 1825-Guillermo de Latorre”. Testigos son todo el barrio, que vio conducir a Jorge Flores; la patrulla y su oficial que le tomaron a tiempo que se arrojaba por las paredes; ¡yo mismo, que instigado por los celos, entré también y presencié la más romántica escena, cuyos per- sonajes eran una señorita distinguida y un artista plebeyo! —¡Miserable! —exclamó Isabel.

Como se ve, Iriarte se había desbordado; nada le importaba; estaba fuera de sí de ira, sediento de venganza y su único desahogo, consistía en humillar a aquella familia, en especial a doña Enriqueta, a quien aborrecía y despre- ciaba.

Esta tenía manchas amoratadas en la cara y no hablaba, porque la voz no quería salir de su garganta.

En este momento, tocaron la puerta con la punta de un bastón y todos quedaron suspensos, excepto Iriarte, que en su afán de causar escándalo, se apresuró a abrir la mampara, a ver si se aumentaba el número de espectado- res.

El doctor Peña y Hortensia entraron. Iriarte sintió algo terrible al ver a los padrinos de su boda, pero tratando de disimular, saludó. Ni el doctor ni su hija le dieron la mano. Saludaron con una leve inclinación y se dirigieron hacia doña Enriqueta, que, de pie, los aguardaba, tratando de sonreír, lo cual le salía muy mal.

Isabel había perdido el conocimiento y Sofía que estaba a su lado, la sos- tenía reclinada sobre su pecho.

—¿Qué es esto? ¿Está mal la señorita? —preguntó el doctor sorprendido. —¡Sí!... ¡no! —murmuró doña Enriqueta. —¡Se hablaba de ladrones —dijo Iriarte, con admirable cinismo—, y como la

señorita es tan impresionable!... —¡No, mentira! —dijo Elvira en el colmo de la indignación— ¡Iriarte, se

ha atrevido a asegurar que Isabel tiene por amante a un hombre del pueblo, a quien llevaron anoche a la cárcel y eso es lo que ha motivado su desmayo!

—¡Ya que Ud. ha tenido la imprudencia de publicarlo, me veo precisado a sincerarme de la nota de calumniante, probando hasta la evidencia, que la señorita Isabel, por desgracia, ha tenido ese mal gusto! —dijo con desenfado

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segunda Parte / 50 capítulos

Iriarte y añadió, volviéndose a doña Enriqueta:

—¡Señora, este debe ser un castigo de eso que ustedes llaman Providencia; alguna vez me creyó Ud. indigno de bailar con la señorita Isabel, hoy debe sufrir mucho su orgullo, al considerar que el único medio de cubrir el honor de su familia, es aceptar por sobrino político, a un hijo del pueblo; mas, por fatalidad, hay que probar antes, que ese futuro sobrino, no es un ladrón.

—¡Esta es una venganza infame, digna tan solo del victimario de Elena! —exclamó el doctor Peña.

—¡Ud. me insulta! —gritó Iriarte, arrojando llamas por los ojos. —¡Dice que eso es falso, que un primo suyo fue el novio! —dijo Sofía.

—¿Dígame Ud. a mí, que no fui yo la madrina de su matrimonio con Elena Velarde? —dijo Hortensia, roja de indignación. Iriarte palideció. —¿Ve Ud., señora? —dijo Elvira, volviéndose a doña Enriqueta—. Cuanto hace y dice, es pura farsa.

—¡Es pura infamia! —agregó el doctor Peña—. ¡Yo le respondo a Ud. señora, que cuanto ha dicho de la señorita Isabel, es falso! Isabel, que había vuelto en sí, rompió a llorar, con toda la amargura de un alma destrozada.

Por algunos instantes, solo se escucharon sus sollozos. De improviso, se abrió una de las mamparas interiores y don Guillermo de

Latorre, pálido, ojeroso, convulsivo, apareció en el salón.

Capítulo 45

Lucha tremenda

a sorpresa fue general al ver la transformación operada en el semblante de Latorre en un solo día. Este, saludando a todos con una inclinación se dirigió al sitio donde

estaba su hija, se sentó a su lado y atrayendo hacia sí su cabeza, la recostó sobre su pecho.

Todos guardaban profundo silencio. —¡Todo lo he oído —dijo el anciano, fijando una terrible mirada en

Iriarte— este sujeto se había permitido en mi casa, avances que en otras circunstancias le habría costado la vida; porque yo le habría arrancado la lengua!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Sus necias bravatas no alcanzarán a lavar su honra! —dijo Iriarte. —¡Insolente! ¡Agradezca Ud. que está en presencia de señoritas! —dijo

el doctor. —¡Ha pretendido Ud. arrojar lodo a la frente de mi hija; es Ud. un infa-

me, un criminal. Dios quiera que todos aquellos a quienes se ha propuesto Ud. hacer testigos de una calumnia vil, se conviertan en sus acusadores. Sí, óiganlo todos —dijo esforzando la voz— Iriarte contrajo un matrimonio en Lima, los padrinos de su boda están presentes!

Hortensia y su padre inclinaron la cabeza en señal de asentimiento. —Pero... —murmuró Elvira. Sofía le hizo una seña para que no prosiguiera. Iriarte no sabía qué decir; con los puños crispados y apretados los

dientes, parecía una fiera bajo el hierro del domador. —¡La desgraciada esposa, la inocente Elena está expirando, y morirá, sí, morirá! —dijo con algo de profético el anciano—. ¡Pero no es aun lo más horripilante —añadió—, hay algo más espantoso y es que todo fue una farsa, que ese matrimonio no existe!

—¿Cómo? ¿Qué? —exclamaron, a la vez, Hortensia y el doctor Peña. Sofía y Elvira sonrieron vengativamente. —¡Las pruebas! —gritó Iriarte, creyendo que, al menos de pronto, no

las tenían. —¡Aquí están! —dijo, Sofía, sacando de su faltriquera la carta original

de Iriarte. Este lanzó un rugido. El doctor Peña se apoderó del papel y lo primero que vio fue la direc-

ción y la firma. —¡Aún hay más, —continuó Latorre— procurando una ruin venganza,

según acabo de descubrir, trató de envolver a mi familia en la deshonra de una intriga político-amorosa, como pueden verlo por las instrucciones dadas a su ordenanza.

Y puso en manos del doctor Peña un segundo documento. Estaba este tan aturdido, que no acertaba a leer un solo renglón. —¡Y todo es falsificado! —dijo Iriarte.

Isabel, que había procurado enjugar sus lágrimas, le lanzó una mirada de desprecio.

Doña Enriqueta no sabía qué decir y cambiaba de gesto y colores a cada instante.

Hortensia preguntó a Sofía, en voz baja, qué contenía la carta que había presentado, y esta se lo dijo, rápidamente y en secreto. Iriarte, cada vez más irritado, se irguió como la pantera y dijo:

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segunda Parte / 50 capítulos

—Un rival afortunado, que está en la cárcel, ha tenido la habilidad de falsificar mi letra.

Don Guillermo palideció aun más de lo que estaba. Isabel exhaló un gemido y miró a su padre de un modo suplicante.

—¡Sin embargo —continuó Iriarte, gozándose en el suplicio de don Guillermo y de Isabel—, si llega a probarse que Jorge Flores no es más que un ladrón...!

—¡Jorge —exclamó Hortensia— tiene la frente muy alta y basta su mirada para hacer que se inclinen muchas cabezas orgullosas. —¡Es un cholo! —dijo doña Enriqueta, rompiendo su mutismo, en fuerza de lo chocante que le parecieron las palabras de Hortensia. Esta y su padre se miraron.

—¡Es un plebeyo, que, si no es un amante risible, es un ladrón! —dijo Iriarte por centésima vez.

Don Guillermo se estremeció visiblemente, su semblante se puso ca- davérico.

—Ni lo uno ni lo otro! —dijo con voz cavernosa, pero solemne—. La frente de Isabel es inmaculada, la de Jorge puede alzarse muy alto; Jorge es mi hijo legítimo, hermano de Isabel.

—¡Gracias a Dios! —exclamó esta, abrazando a su padre. —¡Eso es! —dijo el doctor Peña, estrechando efusivamente la mano de

Latorre. Sofía y Elvira se miraron llenas de sorpresa. Iriarte, que no esperaba esta confesión, se quedó inmóvil. Doña En-

riqueta se alzó de su asiento como una demente, y aproximándose a su hermano.

—¿Qué cosa? ¿Qué has dicho? —preguntó. —¡Cálmate, hermana, cálmate, lo que has oído es la verdad! —¡Tú!... ¿Padre legítimo de un cholo?... ¿Tú?... —¡Quiere decir, señora —dijo el doctor Peña, con marcada impacien-

cia— que Jorge de Latorre, no es un cholo como Ud. dice, sino un joven muy estimable, que lleva en sus venas su misma sangre!

—¡Y a quien adornan grandes virtudes! —concluyo Hortensia. Doña Enriqueta, de lívida pasó a verde y de verde a tornasol, quiso decir

algo y no pudo, retrocediendo algunos pasos, caminando hacia atrás, y cayó desplomada sobre el sofá.

Isabel fue en su socorro; Sofía creyó del caso ayudar a su amiga. En- tretanto, el doctor Peña felicitaba a su amigo.

—¡Este caballero —dijo señalando con desprecio a Iriarte— ha tenido la habilidad de hacer un encadenamiento de farsas, cuyas víctimas debían ser

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Elena e Isabel!

—¡Gracias a Dios que Elena no es esposa de Iriarte! —exclamó Hortensia, juntando las manos.

—Mi hermano estuvo a punto de perder la razón y la vida —dijo Isabel.

—¡Ahora podrían ser felices! —dijo Hortensia. —Ya es tarde, Elena está en las puertas del sepulcro —añadió el

doctor. Todas las miradas, como otros tantos rayos de indignación, de horror y de

desprecio, cayeron sobre Iriarte, que puesto de pie, apoyado en el respaldo de una silla, con la mirada oblicua, el color amoratado y respirando ira y venganza, parecía un bandido tomado in fraganti.

—Por su causa estas niñas —dijo don Guillermo indicando a las Vélez— son víctimas de toda clase de sufrimientos, mientras su padre está en el fondo de un calabozo, merced a sus maquinaciones; por su calumnias, Carlos, Juan y el hermano de la infortunada Elena, yacen en prisiones rigurosas; él puso a mi hija al borde de un abismo, él, pérfidamente, ha hecho tomar a Jorge. ¿Hay ser más criminal?

—¡Sí lo hay —dijo Iriarte, irguiéndose como la víbora, cuando se levanta perpendicular—, sí lo hay y es el padre desnaturalizado, que después de abandonar al hijo legítimo, usurpándole el pan de la infancia, cuando al fin lo reconoce en secreto, le ofrece sus servicios y un poco de dinero, en cambio de su nombre y de su fortuna.

Al oír esto, don Guillermo se trastornó. Todos los ojos se volvieron a él, esperando el estallido de su indignación,

ante una nueva calumnia; pero solo hallaron un semblante lívido, unos labios blancos y temblorosos.

Isabel, dejando a su tía, que ya había vuelto en sí, avanzó unos pasos diciendo:

—¡Mentira! ¡Esa es otra calumnia infame! —¿Qué merece —continuó Iriarte sin hacerle caso—, qué merece el

hombre que cierra al hijo las puertas de su casa, obligándolo a entrar por las paredes como un malhechor? ¿Qué merece el padre que, impasible, ve arrastrar a su hijo a la cárcel pública, acusado de robo y en vez de salvarlo con una palabra, toma tranquilamente, el camino de su casa?

—¡Mentira! —gritó Isabel, exasperada—. Papá, dile que miente! Iriarte, con sonrisa feroz, sacó lentamente de su cartera la carta tomada a

Jorge y comenzó a leer. —¡Basta! ¡Basta! —dijo el doctor Peña, viendo que Isabel vacilaba y que a

Latorre le sobrevenía una convulsión.

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segunda Parte / 50 capítulos

Pero Iriarte hallaba sobrado placer en que apurasen el cáliz quienes tan mal rato le habían hecho pasar, y continuó imperturbable, acentuando todas las frases.

El doctor hizo aspirar a Isabel un poco de éter, que llevaba en el bolsillo, pues esta perdiendo una vez más el calor, se había dejado caer, más bien que sentándose, en un sofá; sus amigas, solícitas, la rodeaban, procurando que no oyese la lectura, en la que, sin embargo, ponía ella toda su atención.

El ruido de algunos pasos y el toque de la puerta, detuvo a Iriarte en más de la mitad de la carta y, sin vacilar, se dirigió a abrir la mampara. Dos agentes de policía se presentaron.

Las muchachas, bastante impresionadas, se agruparon, con una especie de pánico.

—¡Señor! —dijo, dirigiéndose a don Guillermo, el que parecía más ca- racterizado— en cumplimiento de nuestro deber, venimos a tomar informe del robo perpetrado anoche en su casa; desearíamos que Ud. nos indicara el sitio por donde penetraron los ladrones, uno de los cuales está en la cárcel, la hora del asalto, las especies robadas y demás pormenores, a fin de pasar al parte respectivo.

Al oír esto, miráronse todos y, con extrañeza de los comisarios, sucedieron algunos momentos de silencio, que al fin rompió Latorre diciendo: —¡Aquí... no han habido ladrones!

—¡Cómo, señor! El señor intendente de policía, tiene en su poder una magnífica cadena de oro, con el nombre de Ud., en chispas de brillantes, hallado por el oficial de la patrulla, en los bolsillos del ladrón, a quien co- gió en medio de su carrera, después de haberse arrojado de la muralla de la huerta.

—¡No era un ladrón!... —balbuceó don Guillermo— ¡era... una persona de la familia!

—¡Mientes! —gritó doña Enriqueta—. ¡Ninguna persona de la familia pertenece a la cholada!

—¡Jorge es mi hermano! —dijo Isabel, levantando la voz— yo, con permiso de mi papá, le he obsequiado esa cadena.

Doña Enriqueta le lanzó una terrible mirada. —¡Ah! ¡Eso es distinto!, pero como a horas avanzadas se arrojó por la

pared!... —dijo el Comisario. —Una circunstancia imprevista —dijo el doctor Peña, acudiendo en

auxilio de Latorre— hizo que el joven tomara esa salida. —¡No, eso no es cierto; no crea Ud. nada, todo es falso! —vociferó doña Enriqueta.

—¡Señora! —dijo el doctor Peña— el mal está hecho y no hay más que

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Jorge, El Hijo del Pueblo

remediarlo; el hermano de Ud. acaba de declararlo: Jorge de Latorre es su hijo legítimo.

—¡Y legítimo!... ¿Te has vuelto loco, desdichado? —gritó doña Enriqueta, encarándose a su hermano.

Parecía una fiera a quien poco faltaba para lanzarse sobre él y destrozarlo. Iriarte gozaba inmensamente con esta escena, y con el propósito de humillar aun más el orgullo de la vieja, como la dominaba, dijo al comisario: —El parte que Ud. debe pasar es, haciendo constar, que en la noche de ayer, a las nueve más o menos, salió por las paredes de esta casa un joven conocido con el nombre de Jorge Flores, de oficio pintor, a quien la policía capturó por revestir las apariencias de un ladrón, hallándosele, en efecto, una valiosa cadena con el nombre de don Guillermo de Latorre, por lo cual fue remitido a la cárcel; pero que, hechas las debidas indagaciones, resulta que dicho joven es hijo legítimo del señor Latorre, el cual acostumbra visitar furtivamente la casa de su padre, por razones que no son de competencia de la policía averiguar.

—¡Ahora sí! —dijo el Comisario —ya me explico por qué el señor inten- dente no quería dar ascenso a tal robo, diciendo que conocía mucho a ese joven y que aquí debía haber algo oscuro que aclarar.

Don Guillermo, entretanto, había sufrido un desvanecimiento y doña En- riqueta, furiosa, se había refugiado en su dormitorio, arrojándose, convulsiva, en su lecho, sin notar la ausencia de doña Andrea, que a tiempo había puesto los pies en polvorosa.

El comisario se volvió hacia don Guillermo para despedirse y... —¡Se ha puesto mal el señor! —dijo. Isabel corrió donde su padre y rompió en llanto. El doctor sacó de nuevo el frasquito e hizo aspirar éter a Latorre. En seguida le

tomó el pulso y dijo: —¡Preciso es llevarle a su cama, está muy enfermo! Los comisarios, cumplido su deber, se retiraron. Iriarte permaneció de pie, sonriendo con ferocidad. Las jóvenes apartaban de él los ojos con horror. El doctor Peña le lanzaba

miradas de repugnancia y desprecio. Don Guillermo, recuperando sus sentidos y viendo a Iriarte, le dijo: —Su inicua y cobarde venganza, está satisfecha; ella no atenúa en lo más

mínimo sus innumerables delitos. Su castigo, lo dejo a la Providencia. Iriarte interrumpió con una carcajada.

—Ahora que todo está consumado —continuó Latorre— no le exijo más que esa carta, que ya le es inútil.

—¡Ah!¡No! —dijo Iriarte, apresurándose a guardarla en su cartera—.

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J J

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Esta carta no la daré, ni en cambio de todos los documentos con que Ud. me acusa. ¿No piensa Ud. que su dueño, aún no la ha leído?

—¡Que no la lea Jorge! —exclamó Isabel, juntando las manos y derra- mándose de sus ojos un mar de lágrimas.

—¡Al contrario, señorita, preciso es que sepa a que atenerse respecto al amor de su padre; ese joven me aborrece y yo voy a pagar su odio, con un servicio positivo!

—¡Es Ud. un miserable! —dijo el doctor Peña. Iriarte tuvo a bien no inmutarse y continuó riéndose malignamente. —¡Dios mío! ¿A que hora se irá este hombre? —dijo a media voz Elvira.

—¡En este momento, señorita! —dijo Iriarte, levantando su kepí. —¡Por última vez —dijo Latorre, esforzando su desfallecida voz—, deme Ud. esa carta!

—De manos de su hijo, puede Ud. recogerla —dijo el Mayor, saliendo sin despedirse.

—¡Pobre mi hermano! —exclamó Isabel. —¡Me maldecirá! —dijo Latorre— ¡Justo castigo del cielo!...

Capítulo 46

Amagos de ataque

—¡ aque al rey! —¡Aún tiene movimiento! —¡Se prohíben las indicaciones!

—¡Ninguna se hace! —¡La jugada del alfil del General, ha sido habilísima! —¡Rey y reina! —dijo Vivanco. Hubo una pausa. El general Arias, tuvo que resignarse a perder la reina, diciendo con despecho: —¡Todo es inútil; el juego está perdido! —Aún puede Ud. hacerme sobrado daño con sus dos peones. —No obstante, cuando se principia mal, tiene que terminar del mismo

modo. Sucedió otro de esos silencios larguísimos, tan interesantes para los juga-

dores, como pesados para los que miran sin comprender. Algunos aficionados rodeaban la mesa de juego.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Otras muchas personas, formando diversos grupos, llenaban el salón. Militares, empleados de alta jerarquía, notables, etc., todos, por respeto al

Jefe Supremo, hablaban a media voz. Se notaba cierto malestar, cierta inquietud; algunos principiaron a entrar y

salir con aire misterioso. Bien pronto circuló por lo bajo, esta alarmante noticia: Castilla ataca esta

noche. —¿Cómo se sabe, quién lo ha dicho? —se preguntaban en secreto. —Un propio que acaba de llegar. —¡Entonces la cosa es seria! —¡Así parece! —Devuélvame V. E. la reina —dijo el general Arias. —¡Aquí está! —dijo secamente Vivanco—. Ese caballo me ha perjudicado. —¡Y es jaque al rey! —añadió el general Silva. —¿Por qué no le avisan al General? —dijo uno de los notables, refiriéndose a

la alarmante noticia que circulaba. —¡Se fastidia! —dijo un palaciego—, hay que esperar, por lo menos, a que

termine la partida. Los comentarios continuaron, por algún tiempo, en voz baja; luego, poco a

poco, fue desocupándose el salón. Algunos de los más fervorosos o comprometidos, se quedaron. —¡Mate! —exclamó Vivanco, con acento triunfal, levantándose de su

asiento y frotándose las manos. —¡En efecto! —repuso el general Arias, tratando de disimular su con-

trariedad. —Su empeño por recuperar la reina, ha dado lugar al mate, —dijo uno de

los aficionados. —¡No diga Ud. esa barbaridad! —repuso otro— el general Arias, hizo lo

que debía, al pedir reina; pero se descuidó con su torre. —¡No fue descuido, señores, bien veía lo que iba a suceder; pero estaba sin movimiento; el General me atacó, haciendo valer la ventaja del caballo, que yo no tenía!

—¡Vamos al segundo! —dijo el general Vivanco, sentándose— ¡ahora puede Ud. desquitarse!

Y comenzó a ordenar las figuras. En este momento, un oficial se acercó al general Arias y le dijo algunas

palabras al oído. —¿Sí? —Preguntó este, prestando atención—. ¿Un propio? —¿Qué es eso? ¿Qué hay? —preguntó Vivanco, dando colocación a las

torres.

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segunda Parte / 50 capítulos

—¡Un propio que ha llegado trayendo la noticia de que Castilla ataca esta noche!

—¡Bah! ¡Es lo de todas las noches! —Parece que ahora es más serio el caso —dijo el oficial— con diferencia de

media hora, han llegado dos propios, asegurando que el ejército se mueve hacia la quinta de Bustamante.

—Si V. E. me permite... —dijo el general Arias, poniéndose de pie. —¡Vaya Ud., General! —repuso Vivanco, contrariado por la interrupción de

su partida de ajedrez. Arrojó con la mano las piezas sobre el tablero y, poniéndose de pie, se

volvió hacia sus amigos. —¡Cómo! —dijo, viendo casi desierto el salón—. ¿No hace pocos mo-

mentos que esto se hallaba lleno de gente? Los pocos que habían quedado, guardaron silencio. —¡Conque a la sola noticia de la aproximación de Castilla, todos huyen!

¡Oh!, ¡qué divertido es esto! —Excelentísimo Señor, ¡nosotros estamos pronto...! —¡Sí, gracias mil! —dijo Vivanco, con un tinte irónico—. Ya verán us-

tedes —añadió—, que la noticia es falsa y lo siento; porque deseo concluir de una vez.

—¡Señor Excelentísimo, el movimiento es efectivo! —dijo Iriarte, entran- do—. ¡Todo nuestro ejército está sobre las armas!

—¡Está bien! —Pero —añadió, bajando la voz— estamos rodeados de conspiradores.

—¡Si tratan de proclamar a Echenique; les agradecería que lo hicieran de una vez!

—¿Nota, V. E. la ausencia de Latorre? —dijo Iriarte con tono de confi- dencia.

—Hace dos días que no lo he visto; dicen que está enfermo. —¿Advierte, V. E., que tampoco está aquí el doctor Vélez? —¡Tiene una enferma de gravedad, según me ha dicho! ¡Hay veces que las

enfermedades son oportunas! —¡Es, Excelentísimo Señor, que por ahí se trama algo muy gordo! —¡Cómo! —¡Sí, señor, yo tengo buen olfato! Anoche hubo un laberinto mayúsculo

por la casa en que vive Latorre; se sorprendió a un hombre del pueblo, que del interior y con mucho misterio se arrojó a la calle; fue aprehendido por ladrón y como tal, remitido a la cárcel, pues se le halló una cadena valiosa en el bolsillo, con el nombre de Latorre, más unas cartas en cifra.

—¿Y dónde están?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Inconsultamente las rompí, por el despecho de no poderlas leer. —¡Ha hecho Ud. mal! —dijo Vivanco, bastante fastidiado— ¡ningún dere-

cho tenía Ud. para romperlas y será Ud. responsable de lo que sobrevenga! —Confieso, Excelentísimo Señor, mi falta y me someto al castigo que V. E. quiera darme.

—¡Merecía Ud. que se le arreste y se le enjuicie! —Estoy a las órdenes de V. E. Vivanco se quedó callado. Por fuera se notaba bastante agitación. —¿Qué más tenía Ud. que decirme de Latorre? —Una cosa bastante original: que, cuando la autoridad se constituyó en

su casa para hacer las indagaciones de estilo, salió negando que le hubiesen robado, terminando por decir lo más singular: primero, que ese hombre era un pariente, después, que era su hijo y, por último, que él le había obsequiado la cadena.

—¿Y, siendo su hijo, salía por las paredes? —¡Puede ser así, como también que las cartas de familia estuvieran en cifra;

pero yo no soltaría a ese hombre hasta que las cosas se esclarezcan; estamos en el caso de desconfiar de todos; además, que si en la conspiración se mezclan los cholos!...

—¡Ojalá esta noche concluya todo! Estoy sobradamente aburrido. Todos son unos bribones, unos pícaros. ¡A ver, mi caballo! —gritó desde la puerta, poniéndose el kepí, con ese aire regio que le era característico.

—¡Listo, mi General! —dijo un ordenanza, que tenía de la brida al hermoso animal en que montaba S. E.

Un instante después, el Jefe Supremo se lanzaba a la calle, seguido de su indispensable séquito de militares, llenos de cordones y bordados de oro. Efectivamente, Castilla había movido su ejército; su plan de ataque estaba muy bien combinado; pero momentos después de principiado el movimiento, tuvo que arrepentirse y dar orden para replegarse cuanto antes. ¿Qué le sucedía?

Podríamos decirlo y tendríamos tema para un capítulo entero de rigorismo histórico y sobradamente cómico en sus detalles; pero preferimos guardar silencio, dejando a los historiadores la tarea de consignarlo más tarde.

Nos basta agregar que amaneció el ejército sitiador en sus mismas posiciones y que el general Vivanco se retiró, convencido, una vez más, de que Castilla no se atrevería a atacar.

Antes de echarse a dormir, llamó al prefecto y lo previno que no soltara a Jorge Flores sin orden suya, aun cuando se probara que no era ladrón de la cadena de Latorre.

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segunda Parte / 50 capítulos

Capítulo 47

Buenos oficios

uatro días han transcurrido desde que Jorge fue conducido al fondo de una prisión. Viendo la familia de José que el joven no volvía, salió en su busca,

mas en vano, porque nadie pudo darle razón de él. Su inquietud llegó al colmo, cuando vino el siguiente día y dieron las seis, las ocho, las diez y las doce y no lo vieron regresar.

Jacinta, Rosa, José y Luis lo buscaron en las trincheras, en el parque, donde todos sus amigos; nadie le había visto.

Al fin, el honrado artesano, supo con la más dolorosa sorpresa, que su sobrino estaba en la cárcel, acusado de robo.

Su desesperación no es imaginable. ¡Jorge preso por ladrón!... Se dirigió al Intendente, este le refirió lo acontecido en la noche anterior,

agregando que aún no le habían pasado el parte respectivo. José protestó, suplicó, apeló al mismo señor Intendente, que tanto le conocía. Este le ase- guró que estaba muy lejos de creer cosa semejante; pero que según le habían dicho, todas las apariencias lo condenaban, especialmente la cadena encon- trada en su bolsillo. José suplicó que le permitiese verlo, a lo que accedió el Intendente. El artesano lanzó una exclamación de gozo al fijarse en ella y no tuvo embarazo para referir allí mismo y ante numerosas personas, cómo Jorge era hijo legítimo de don Guillermo de Latorre y el importante rol de aquella cadena, en el desenlace de este drama doméstico.

Todos escucharon maravillados; unos creyeron, otros no, y los comentarios principiaron ahí mismo. Con todo, nada se avanzó respecto a la libertad del preso.

En vano, José y Luis, resueltamente se encaminaron a casa de don Gui- llermo en solicitud de un empeño del padre, para la vindicación y libertad del hijo; la puerta estaba herméticamente cerrada y por más que tocaron, nadie respondió.

No sabían qué hacer; todos sus pasos eran infructuosos, nadie los quería atender.

Al segundo día, Luis pudo hablar con Cecilia, quien le refirió parte de lo acontecido en la casa, agregando que don Guillermo estaba malísimo con unas fiebres que se creía eran tifoideas; que doña Enriqueta, desde la cama donde yacía, había dado orden de cerrar la puerta y no permitir la entrada más que al médico; que Isabel, desolada, asistía a ambos y lloraba sin consuelo de su hermano, por quien nada podía hacer.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

José volvió a hablar con el Intendente, quien le dijo que ya se había probado que Jorge no era un ladrón, según el parte oficial; pero que pesaban sobre él acusaciones más graves, por lo cual el Jefe Supremo había prevenido que no se le diera libertad, sin una orden suya.

—¡Sí, dirán que es asesino —dijo el pobre artesano a Luis— porque, más que ladrón...!

Hablar con el prefecto era imposible. Tan soberana autoridad, estaba en- castillada en su altísimo y delicadísimo cargo, siendo inaccesible a los míseros mortales como José y Luis.

Por último, se les ocurrió a éstos hablar con Javier Sánchez y con el artillero poeta Benito Bonifaz.

Éstos, los atendieron con toda deferencia y manifestaron el mayor senti- miento por lo ocurrido a Jorge, prometiendo poner en juego cuantas influencias les fuese posible, para obtener su libertad.

En efecto, Bonifaz habló al Intendente sobre la falta que hacía Jorge en los trabajos de fortificación y el mal efecto que su prisión causaría en el pueblo, especialmente en los Inmortales, que eran el alma de la defensa y a quienes en esas circunstancias, no era prudente descontentar.

Bonifaz habló en este sentido, porque muy bien sabía que era el único medio de interesar algo a las autoridades. El Intendente manifestó al joven artillero, que sobre Flores pesaba una sospecha de conspiración por Echenique, en la cual él no creía, por conocer demasiado a Jorge; pero a la que, el carácter desconfiado de Vivanco, daba crédito.

Bonifaz y el Intendente convinieron en que si de Latorre escribiese a Vivanco interesándose por su hijo, se ganaría muchísimo y entonces ellos podrían ayudar con sus influencias.

Personalmente, se dirigió Bonifaz a casa de José para comunicarle su plan; pero este le refirió cuanto había dicho Cecilia, Bonifaz meditó un momento y luego dijo:

—Aún no debemos considerarlo todo perdido; si su hermana quiere, puede salvarle.

—¿Cómo? —Escribiendo ella al Jefe Supremo, ya que su padre está mal. —Es muy buena idea y no dude Ud. que lo hará. —En tal caso, esa señorita necesita un comisionado respetable, que ponga su

carta en manos de S.E. —¿Un sacerdote, no le parece bien? —Sí, sería muy conveniente. —Mi sobrino tiene mucha amistad con fray Antonio Robles. —No puede ser mejor el mensajero.

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segunda Parte / 50 capítulos

—¿La señorita Isabel tendrá amistad con él? —En estos casos no se necesita tener amistad, amigo mío. Voy al instante

donde fray Antonio; si Ud. me acompañara, sería mejor. —¡Al momento!

Grande fue la sorpresa del buen religioso, al escuchar de boca de José todo lo ocurrido a Jorge en los últimos días. Oyó con interés el plan de Bonifaz y prometió contribuir, en cuanto pudiese, a su ejecución.

Al instante escribió a Isabel, haciéndole presente lo que se decía respecto a su hermano, la necesidad de que ella escribiese al Jefe Supremo, ofreciéndose él como portador de su carta y manifestando que no pasaba personalmente a saludarla y ofrecerle sus respetos, porque había la consigna de no recibir a nadie.

Al terminar, leyó su comunicación en alta voz. Bonifaz expuso que en el estado de agitación en que debía hallarse el espí-

ritu de la señorita Latorre, tal vez no acertase a escribir la carta para Vivanco, con la retórica que las circunstancias exigían y, pidiendo permiso al religioso, allí mismo, escribió un soberbio borrador, con ese estilo tan dulce que sabía emplear cuando se dirigía al sentimiento.

El buen sacerdote lo incluyó en su carta, advirtiendo a Isabel en una adi- ción, que ese era el borrador que debía copiar y remitir firmado. José quedó encargado de hacer llegar la carta a su destino. Aquella misma noche, Isabel copió el borrador y escribió a fray Antonio, una carta llena de expresiones, de agradecimientos y rociada de lágrimas.

En la mañana, Cecilia que salió por una receta, se la entregó a Luis, éste, a José y José buscó a Bonifaz para ir juntos donde el religioso. Entraron en momentos que llamaban a este para asistir a una agonizante. Fray Antonio expuso a José y a Bonifaz la urgencia con que su misión le llamaba a la cabecera de una criatura próxima a comparecer ante el tribunal de Dios y les permitió que, si le era posible, aun cuando fuese de noche, iría donde el general Vivanco; que procurasen estar inmediatas las personas que debían interponer su mediación.

José ofreció regresar a las oraciones.

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E

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 48

Cómo se va un ángel

ra el 5 de marzo de 1857. Hacía un día hermosísimo. Las nacaradas nubes de la estación, asomaban sus blancos penachos

por sobre las nevadas cumbres del Chachani y del Pichu-Pichu, bañadas en la radiante luz de un sol esplendoroso.

El coloso de los Andes, ostentaba una banda de nube ondulada como concha de perla, dejando en descubierto el color violeta de su falda y el velo cristalino de su cráter.

El firmamento irradiaba con azul purísimo, iluminado por la plena clari- dad del día; la atmósfera estaba transparente, como el más diáfano cristal; el astro rey, enviaba un diluvio de rayos de oro sobre los nítidos edificios de la ciudad.

Era poco más del mediodía. Elena había entrado en agonía. La familia Peña, con exquisita y religiosa solicitud, le había ocultado todo lo

acaecido en los últimos días, una vez que la violencia de las impresiones no habría servido sino para precipitar su fin y perturbar la tranquilidad de aquella alma próxima a lanzarse a los abismos de la eternidad.

Elena moría pues, como una mártir, sobre el ara de su sacrificio; moría no solo resignada, sino gozosa; nada tenía que esperar en la tierra, mucho le prometía el cielo.

Fray Antonio, sentado a su cabecera, recitaba las oraciones de los agonizantes.

Doña Luisa, Hortensia y Mercedes, rodeaban el lecho virginal, implorando la misericordia y las gracias de Dios sobre aquella inocente niña. El doctor Peña y otro médico, de vez en cuando, le suministraban algún cal- mante, algo que prolongase minutos más aquella existencia que se extinguía. La habitación parecía un oratorio.

La piedad de la enferma y de los asistentes había agrupado imágenes de toda la corte celestial, sobre las cómodas y las mesas, en cuadros y en escultura. Entre todas, como soberana, estaba bajo dosel de tul, una Inmaculada Concepción, vestida de raso blanco y celeste, con estrellitas de plata, era propiedad de Elena y la llevaba doquiera que iba; ante esta bella escultura, oscilaba la flama azul de una esperma.

Las puertas y mamparas estaban abiertas, para dar aire a los casi asfixiados pulmones de la enferma, y del vecino jardín entraban corrientes refrigerantes,

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segunda Parte / 50 capítulos

saturadas con el suave perfume de las flores.

La religión, con dulzura de madre amorosa, acudía con sus inagotables consuelos, con célicas promesas, al lecho de la agonía.

De vez en cuando, el apacible silencio que reinaba, era interrumpido por el paso de religiosos mercedarios, dominicos, o de Santa Teresa, que traían en el rosario o los escapularios de María, algo como un pasaporte, para la mansión de la felicidad.

Al verlos, Elena sonreía, llevaba a sus labios la insignia sagrada y la estre- chaba contra su pecho.

Cada uno de aquellos mensajeros de la esperanza, dirigía una palabra afectuosa de consuelo y de aliento a la viajera, próxima a partir en el tren de la muerte.

Así, cuando se ausenta una persona amada, los parientes y amigos, reunidos en la estación del ferrocarril o a la orilla del mar que la va a alejar, le dicen mil frases de afecto, le dan las señas o la idea de la ciudad a que por primera vez va a arribar y le prometen reunírsele más o menos pronto.

Transcurrieron cuatro horas. Durante ellas, aquella bondadosa familia no se había desprendido del

lecho de Elena. La bella joven, repetidas veces había llamado a doña Luisa y al doctor Peña

y, cogiendo sus manos, les daba gracias por la caridad que ejercían con ella. El doctor no había podido sobreponerse a la emoción que arrancó una lágrima a sus ojos.

Elena le había dado dos retratos de cuando era niña: uno para él y otro para su hermano Enrique.

A doña Luisa le entregó su rosario de nácar, para que, rezando en él, se acordase de ella y encomendase su alma a Dios.

La excelente señora, se retiró empapando en lágrimas su pañuelo. A Hortensia, le dejó la Inmaculada Concepción y a Mercedes, un meda-

lloncito de oro con esmalte. A Hortensia le había encargado, que si alguna vez veía a Iriarte, le dijese que, de todo corazón, le había perdonado y repetí- dole mil veces que se despidiera a su nombre de Enrique, y que le dijese que hasta sus últimos momentos lo había tenido presente, que moría llenándole de bendiciones, única manera que tenía de agradecer los muchos sacrificios que por ella se había impuesto.

Por fin, llegó aquella hora en que la tierra y cuanto contiene desaparece ante los ojos del moribundo y en que el espíritu, fluctuante entre las sombras de la muerte, presiente no lejano el nuevo crepúsculo de la eternidad.

Hora en que los rumores terrenales se alejan, las luces se apagan, los pen- samientos se abisman en el fondo del cerebro, antes de abandonarlo, como

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las olas del mar se reconcentran antes de una impetuosa salida.

En esa hora ¿qué pasará en el hombre, en su espíritu y en su cuerpo, próximos a desligarse?

¡Misterio!... Ninguno de cuantos lo experimentaron, nos ha dado la explicación.

El sol descendía velozmente.

Las nubes se extendían con rapidez sobre el fondo azul del cielo y coloreadas por la luz, semejaban palmas de oro.

El sacerdote mandó encender el cirio de la buena muerte. Al reflejo de su llama, los azules ojos de Elena se fijaron con la más dulce

expresión de esperanza, en el Crucifijo que fray Antonio indicó a Hortensia que lo aproximase; lo hizo así y lo inclinó sobre el rostro de Elena, que logró besarle y decirle algo que solo oyeron los ángeles, después Hortensia lo retiró de su boca y ella cerró los ojos, cual si entrara en misteriosa plática consigo misma, o con un ser que acaso estaba presente únicamente para ella.

Principió el estertor suave, después más fuerte, luego débil, hasta extin- guirse gradualmente.

Fray Antonio recitaba las oraciones, las sublimes preces de la Iglesia en voz alta.

María, los espíritus celestes, los niños inocentes, las vírgenes, los mártires, eran llamados allí para acompañar el alma cristiana que iba a partir. Un sobrecogimiento tan profundo se apoderó del ánimo de los presentes, que hasta las lágrimas parecía que, respetuosas, se detenían por no turbar la solemnidad de aquellos momentos.

Elena quedó completamente tranquila. Su rubia cabeza descansaba sobre los blancos almohadones; en sus labios

vagaba una sonrisa; su semblante, alabastrino, parecía adormitar, su respiración se fue extinguiendo.

El sacerdote cesó en su invocación e inclinando la frente sobre el pecho, oró un momento en silencio.

Se escuchaba solamente, un débil sonido, pero muy bajo, muy ligero; se diría que era un roce de alas, un murmullo de querubes, una muchedumbre de aéreas multitudes, un crujido de trajes de tul, fabricados con hilos de luz; algo como las rosas, cuando caen deshojadas en lluvias de pétalos, como las fluctuaciones de un mar de esencias, como lejana y misteriosa armonía de otros mundos, de una naturaleza que escapa a la percepción de los sentidos.

Minutos después, nada se oía. Todos se arrodillaron. Elena acababa de expirar.

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Capítulo 49

La mayor influencia

erminada su dolorosa misión, fray Antonio, verdaderamente ape- sadumbrado, volvió a su convento y obtenida la licencia del Superior, a las ocho de la noche entraba en casa del general Vivanco.

Este que, como siempre se hallaba rodeado de amigos, recibió al respetable sacerdote con exquisita amabilidad.

Allí también estaban Bonifaz y el Intendente. —¿A qué debo el gusto de ver por aquí a Vuestra Paternidad? —Vengo, Excelentísimo Señor, con un mensaje. —Como no sea de parte de Castilla... —dijo el Jefe Supremo, con cierto

desabrimiento. —No, Señor Excelentísimo, después de lo ocurrido anteriormente, nunca

me habría prestado a eso; vengo de parte de una señorita que V.E. conoce bastante y cuyo corazón pasa en estos momentos por una prueba cruel; ella cree que en manos de V.E. está el poder atenuar inmensamente su dolor y por eso me envía con esta carta.

El general Vivanco, que se preciaba de galante con las damas y que, además se sentía picado por viva curiosidad, rompió el sobre y leyó, principiando por la firma que le causó doble sorpresa.

Cuando terminó, dijo: —¡En verdad que todo esto es muy extraño! —¡Suceden cosas increíbles, Excelentísimo Señor! Este es el resultado de

las ligerezas de una juventud irreflexiva y mal educada; de un orgullo necio, fundado en ideas de una nobleza inadmisible en repúblicas democráticas como las nuestras.

—Indudablemente, conviene establecer de una manera definitiva la escala social —dijo Vivanco—. Mientras este asunto no esté bastante dilucidado, todo empeño por adjudicarse nobleza, será ridículo; la nobleza en el Perú debe adquirirse por medio de servicios prestados a la Patria, con el lustre de la espada.

El religioso comprendió que seguir una discusión en el terreno a que el General quería arrastrarle, sería perder el tiempo y perjudicar los intereses de Jorge, que eran los que le habían llevado a los salones del Jefe Supremo; así, pues, volviendo a este dijo:

—En cuanto a Jorge de Latorre, sufre por aquellas preocupaciones no extinguidas en la mayor parte de las familias, la prueba más ruda; y gracias a la bondad de su hermana, que, recurriendo a la rectitud de V.E., vuelve a la

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Jorge, El Hijo del Pueblo

vez por su libertad, por su nombre y por su honra.

—Pero —dijo el Jefe Supremo, revisando otra vez a la ligera la carta de Isabel— sobre este joven recae otro género de sospechas; en las presentes circunstancias es deber del gobierno ser inexorable con los conspiradores.

—Señor Excelentísimo, me atrevo a asegurar a V.E. que entre los decididos partidarios de su causa, habrán pocos que aventajen el entusiasmo de Jorge. —¡Es verdad! —dijo Bonifaz, terciando a tiempo en la conversación— Jorge de Latorre, hasta hoy Jorge Flores, se ha hecho siempre notable por la actividad de sus trabajos y por la firmeza de sus convicciones; grande es la influencia que de su palabra y su ejemplo tienen en el pueblo. ¿No es cierto, señor intendente?

—Así es, bajo mi dirección se le ha visto levantar, como por encanto, las trincheras y a su inquebrantable constancia, se debe la formación del Malakoff.

En estos momentos se adelantó el coronel Romero, con una carta en la mano. —De Javier Sánchez, jefe de los Inmortales —dijo, entregándola a Vi- vanco.

El Jefe Supremo vio en la cubierta «Urgente». La abrió y leyó para sí. Todos trataban de adivinar en el semblante de S.E., el efecto producido,

notando, al fin, que, a la vez que en su boca quiso dibujarse una sonrisa, contrajo el ceño ligeramente.

—Parece una conjura general para obtener la libertad de Flores —dijo al concluir—. Sánchez, que nunca me ha pedido nada, interviene también en su favor; creo que este joven cuenta con tantas simpatías, como sostenedores de nuestra causa.

—Tiene mucho prestigio en el pueblo —se apresuró a decir Bonifaz. —Lo que me desagrada es este párrafo: “tal vez esta noche sean necesarios sus

servicios; porque hay datos positivos de que cuando muy tarde, al amanecer será el ataque”. Esta alarmante noticia, dada todas las noches y desmentida todas las mañanas, es perjudicial, ridícula y fastidiosa.

—Tiene razón V.E. de fastidiarse por la propalación de esas falsas noticias que alarman a las familias; pero se hace necesario disculpar a los jefes, que no hacen otra cosa que trasmitir los datos de los propios, que los dan con toda apariencia de verdad —dijo fray Antonio.

Viéndose apoyado el Jefe Supremo, recobró su afable expresión. —Veamos en la balanza de la justicia, qué hay en pro y en contra de Flores o

de Latorre, como hoy se llama —dijo, con jovialidad, el General—. Se le acusa de habérsele encontrado cartas, al parecer, familiares; pero tan incom- prensibles, que se creyó necesario una clave para entenderlas.

—Esa oscuridad, no puede haber provenido, sino de una anómala situa-

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ción respecto a la familia —dijo el religioso—. Un celo, muy digno de elogio, puede haber hallado bastante enigma de esas comunicaciones, mas la carta de la señorita Isabel, me parece ser la clave buscada.

—Entretanto —añadió Bonifaz— el señor Intendente, el coronel Romero, el jefe de los Inmortales y yo, somos otros tantos testigos de sus servicios y lealtad.

—Todos mis amigos parece que se han convertido en sus abogados —dijo, sonriendo, el Jefe Supremo.

—Acaso porque pocos hombres reúnan todas las cualidades de Jorge de Latorre, que no sólo es el arequipeño más valiente y leal, sino también un gran artista —dijo Bonifaz.

—¿Un artista? —¡Pintor eximio, Señor Excelentísimo! Este hermoso cuadro —añadió el

joven poeta, levantándose y señalando el de la playa— es obra suya. —¿Es posible? —dijo el Jefe Supremo, poniéndose de pie para contemplar una vez más, el último reflejo de la tarde sobre las olas, el último destello del crepúsculo sobre un rostro infantil—. ¡Oh! ¡Esto es perfecto, esto es admirable!

Todos los que estaban en el salón se agruparon frente al cuadro. Con seguridad que, de todos los presentes, solo Bonifaz y el general Vi-

vanco, comprendían el mérito de aquella obra de arte; sin embargo, como el Jefe Supremo aplaudía, por todas partes se oía decir:

—¡Soberbio! —¡Magnífico! —¡Acabado! El religioso, también se aproximó con doble interés y al punto reconoció a

los personajes que, con un soplo de vida, se destacaban en el lienzo, así como el lugar y la fecha de la escena. Sus labios no se desplegaron; pero a sus ojos asomó una lágrima y en el fondo de su alma musitó a Dios una oración por la ventura de aquellos tres seres, dos de los cuales moraban en la eternidad, y el otro, cruzaba la tierra en medio de la más deshecha borrasca.

Nunca pareció más bella la imagen de Elena, que aquella noche a la luz de las lámparas. En su rostro de ángel brillaba una sonrisa celestial, sus blondos cabellos, parecían ondular al suave soplo de la brisa que rizaba las olas del mar.

El Jefe Supremo era fanático adorador de las bellas artes. Sí, como lo pretendía, sus sueños de mando vitalicio se hubieran realizado,

habría protegido a los artistas, como León X y Luis XIV, haciendo brillar una época de oro en el Perú.

Tal vez, los calabozos del derecho y de la libertad serían adornados con

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obras inmortales.

Con verdadero entusiasmo contemplaba, pues, el cuadro de Jorge. —Este debe ser un episodio de la vida del artista. Sólo así se comprende

tanta verdad, tanta unidad de concepción —observó Bonifaz. —Aquí la naturaleza parece que se mueve, parece que palpita —agregó el Jefe Supremo—. Mi amigo Latorre debe enorgullecerse, más que de sus apolillados pergaminos y de su dinero, de tener por hijo a un artista eximio, que dará verdadero lustre a su nombre.

—¡A ver, mayor Iriarte! —añadió, viendo entrar a su edecán—extienda Ud. una orden para el prefecto, diciéndole que, inmediatamente, dé libertad al joven Jorge de Latorre, conocido hasta hoy por Flores.

Iriarte miró al General estupefacto; pero cuando Vivanco mandaba, nadie se atrevía a hacerle observaciones.

Se sentó, pues, y escribió algunas líneas. —Si la suerte nos favorece —dijo el Jefe Supremo a sus amigos—, prometo

que tomaré bajo mi protección al eminente artista, le enviaré a Italia, y por medio del pincel, haré que se renueven las gloriosas batallas de la Indepen- dencia, los interesantes episodios de la historia nacional; quiero formar una galería de pintura, donde los europeos adquieran noticias exactas de la historia y de la naturaleza del Perú.

Iriarte le oía sin darse cuenta y fue tanta su preocupación, que hizo caer un borrón sobre el papel y tuvo que empezar de nuevo. El religioso bien le conocía, le observaba con recelo. Cuando terminó, el Jefe Supremo leyó antes de firmar.

—¡Le he dicho —dijo, con cierta aspereza— que sea puesto en libertad inmediatamente!

—¡Ah! Creí haber oído...! Iriarte puso la orden por tercera vez. El Jefe Supremo la revisó y la firmó y,

entregándosela al religioso, dijo: —Tenga, V.P., la bondad de decir a la señorita Latorre, que sus deseos están

cumplidos. Ahora mismo voy a contestar su carta. Un momento después el religioso y Bonifaz, daban la buena nueva a José y a

Luis que en la calle los aguardaban; el religioso se dirigió a su convento y Bonifaz, con la orden, en demanda del prefecto.

Aquella noche se acostó temprano el Jefe Supremo, previniendo que, por ningún motivo, se le despertara, aun cuando verdaderamente atacase Castilla.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 50

Jorge

¡ a cárcel! Horripilante lugar destinado a los delincuentes, donde con harta fre- cuencia se hallan confundidos la inocencia y el crimen.

¡La cárcel! Sitio que no siendo de castigo, sino de detención, el abuso lo convierte en

mansión de tortura; donde no se expía oficialmente el delito y, sin embargo, puede consumirse una existencia; donde se aspira la pesada y nauseabunda atmósfera del vicio y de la inmundicia.

¡Cuántos que, por sospecha, venganza o abuso, entraron perfectamente sanos, física y moralmente, salieron después de dos o tres años, con el corazón pervertido y el cuerpo enfermo!

¡Cuánta repugnancia, cuánto horror causará su memoria a las generaciones que nos sucedan!

Hacía cuatro días que Jorge permanecía encerrado con los criminales. Muy fuerte debería ser su naturaleza, cuando no se rompió como un vidrio

ardiente, herido por el aire. Él, que siempre había visto con supersticioso horror aquel odioso lugar;

él, que siempre había creído que el hombre tras el cual se cierran sus rejas, era un ser inutilizado para la sociedad, él había oído correr los cerrojos a su espalda, mientras su mirada se perdía en la oscuridad, que, cual la del infernal abismo, estaba plagada de maldiciones. Dio dos pasos, tropezó con una pared, se apoyó en ella y permaneció de pie en la misma postura, hasta que la opaca luz del siguiente día, se la presentó negra, grasienta, repugnante y se apartó de ella con horror34.

Caras siniestras, risas burlonas, ojos centellantes por el exceso de bebida alcohólica, figuras andrajosas, lenguaje repugnante, he aquí lo que se ofre- ció a sus sentidos que, embargados por la impresión, recién comenzaban a despertar.

Cerró los ojos, se tapó los oídos y una carcajada infernal retumbó bajo aquella bóveda negra.

Allí no había refugio para la desgracia, preciso era que estuviesen todos mezclados y confundidos.

34 El local de la cárcel se hallaba entonces en el Portal de la Municipalidad; posteriormente, fue trasladado al local del antiguo Colegio de las Educandas, situado en la plaza “28 de febrero”, donde aún se encuentra. Después pasó a la calle Siglo XX, donde se encuentra

su edificio abandonado en forma de castillo, y finalmante se trasladó a Socabaya.

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segunda Parte / 50 capítulos

El desdichado Jorge buscó con la vista y vio una especie de banca a lo largo del calabozo, se dirigió a ella, se sentó, apoyó la frente en las manos y los codos sobre las rodillas, y quedó inmóvil.

Los criminales notaron la superioridad de aquel hombre, cuya fisonomía y traje, eran tan ajenos de ese lugar y, aunque malhechores, determinaron dejarle en paz con sus pensamientos, que deberían ser muy dolorosos.

Los encarcelados se colgaron de las rejas, esperando su mezquino alimen- to o procurando distinguir a la distancia, el semblante de alguna persona conocida.

Ninguna ocupación de utilidad y provecho, nada que, distra-yéndolos, hiciese que pensaran menos en planes de evasión y les diese hábitos de tra- bajo.

La ociosidad más completa, la libertad más amplia que puede tenerse entre barras de hierro, bajo cerrojos y llaves.

Luego, la introducción de bebidas alcohólicas y el alimento nauseabundo. Entretanto, Jorge recorría con el pensamiento las escenas de la noche anterior y hacía amargas reflexiones.

Estaba acusado de robo y sepultado en aquella prisión infamante. ¿Por causa de quién? De su padre que, abandonándole en la cuna, lo dejó confundido con la

clase desheredada del pueblo, sobre la que toda calumnia hace su efecto, por creérsele capaz de todo delito, al paso que en las favorecidas por la suerte, se encubren los crímenes, se disimulan y son absueltos los vicios.

El cariño a su hermana y su impremeditación, le habían hecho dar un paso tan desacertado, como el entrar furtivamente a una casa grande, como la de su padre.

Iriarte, ese hombre que a ser cierta la igualdad de la justicia, debería ocupar una celda en el panóptico, era el que, aprovechando de las circunstancias, por una ruin venganza, lo había arrastrado allí.

¿Y Elena? ¿Lo rechazaría por haber entrado a la cárcel? No. Elena le haría justicia; Elena lo amaba lo bastante para hacerle olvidar todos los sinsabores de la vida; Elena, completamente libre, iba a llenar de encanto su existencia.

¿Pero, cuándo podría volar hacia ella, mensajero de la feliz nueva? Muy pronto, sin duda. Su padre, ya debería tener conocimiento de lo

ocurrido y no tardarían en abrírsele las puertas de la cárcel. Abismado en sus reflexiones, no echó de ver que las sombras invadían nuevamente el calabozo, que una segunda noche sobrevenía. Cuando lo advirtió, una nube más densa que las tinieblas que envolvían la prisión, ofuscó su espíritu.

¿Podía haber transcurrido el día sin que su padre le hiciera dar libertad?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

¿Eran todos víctimas de alguna confabulación de Iriarte? Desde aquel momento, los instantes le parecieron horas y las horas eternidades. Amaneció al fin y el nuevo día, envolvió un desengaño en cada minuto, asesinó una esperanza en cada hora.

Jorge al principio se paseaba agitado. Sus compañeros de prisión lo miraban con curiosidad.

Después cayó en una postración suma, se sentó en la banca y ya fue im- posible sacarle de su inmovilidad y silencio.

En vano algunos de aquellos hombres lo instaron para que tomara algún alimento, y aun le brindaban el especial que algunas personas caritativas les enviaban; Jorge parecía no ver ni oír nada.

A muchas súplicas de un compasivo labrador, preso seis meses por el robo de un buey, accedió a servirse un trozo de carne y un poco de agua limpia, que la esposa del preso llevó, y volvió a sumergirse en la tristeza de la desolación.

—¡Se va a morir! —decían los presos, viéndole tan abatido. Un ratero, compadecido, se le acercó y le dijo en secreto: —Fúguese Ud., amigo; yo tengo los medios y lo hago siempre que me

conviene, después me dejo tomar nuevamente, porque me es más cómodo vivir aquí, de balde y sin trabajar.

Jorge nada respondió. Así transcurrieron noventa y ocho horas, en todo iguales, excepto en las

alternativas de luz y sombra, de la algazara de los criminales y de la confusión de sus ronquidos.

Por fin, una noche se descorrieron con estrépito los cerrojos y un oficial, acompañado del alcaide y dos soldados, se asomó a la puerta y llamó al preso de Latorre.

Con el estrépito, algunos encarcelados despertaron, otros siguieron durmiendo.

Jorge, no acostumbrado a su nuevo apellido, sólo después de algunos segundos, comprendió que él era el llamado y favorecido por la luz del farolillo que llevaban, atravesó todo el calabozo y, palpitante de ansiedad, se aproximó a la reja que se abrió ante él.

—Está Ud. libre, por orden del Jefe Supremo —dijo el alcaide. Fue tanta la emoción de Jorge, que se quedó sin acción para moverse.

—¡Qué! ¿No se apresura Ud. a salir? —dijo el oficial admirado. —¡Dios mío! ¿Ya no soy ladrón, ya estoy libre? —dijo Jorge, juntando las manos—. ¿Es verdad?

—¡Claro que sí! —dijo el oficial riendo. Jorge, por un impulso involuntario, tendió los brazos al mensajero de su

libertad y lo estrechó en un abrazo impregnado de agradecimiento.

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segunda Parte / 50 capítulos

El oficial no pudo dejar de conmoverse. —Tengo orden de devolver a Ud. esta carta, hallada en su bolsillo —le dijo,

entregándole la de don Guillermo. Jorge la recibió y la guardó maquinalmente, y luego sin despedirse

siquiera, echó a correr hacia la puerta de la calle que estaba cerrada; el centinela le hizo ¡atrás!, pero el oficial gritó: está libre, y abriendo luego, le dejaron salir.

Cuando Jorge se vio en el portal, corrió al centro de la plaza, se detuvo junto a la pila y aspiró con fuerza el fresco ambiente del agua que caía y rebalsaba de taza en taza, y el aire puro que circulaba; alzó los ojos y vio el cielo encapotado con negros nubarrones y, cosa extraña, sintió miedo.

Se llevó las manos al corazón para contener sus violentos latidos; luego, riéndose de sí mismo, procuró serenarse, levantó agua con ambas manos y bebió; tenía mucha sed, acaso fiebre también.

Un grupo de paisanos pasó a corta distancia suya, según pudo notarse por los pasos, pues la mucha oscuridad no permitía ver. —¡Esta noche, infaliblemente! —dijo uno. —¡No hay duda el enemigo se mueve!, ¿oyes? Los paisanos se detuvieron para escuchar.

En efecto, se sentía un ruido sordo, siniestro, como de ruedas pesadas que se mueven con lentitud.

—Es la artillería que se acerca —agregó otro. Los paisanos se alejaron. El reloj público, dio las doce de la noche. Era la hora de las visiones y de

los fantasmas, la hora en que caminan las personas que se van a morir, y vienen las almas del otro mundo a penar.

Sin saber por qué, Jorge sintió una angustia inexplicable y maquinalmente tomó el camino de la casa de Elena.

Las calles estaban desiertas. La oscuridad apenas permitía distinguir el piso. Las torres lejanas se destacaban entre las densas tinieblas, como espectros

inmensos, envueltos en sudarios blancos. Las casas parecían marmóreos sepulcros alineados. Las cerradas puertas de una iglesia crujieron produciendo un lúgubre

sonido, y una lechuza desprendiéndose de la cornisa hendió los aires, dejando oír su fatídico vuelo y tétrico graznido.

Jorge, insensiblemente, había ido apresurando el paso hasta que casi corría.

Si alguien le hubiera visto, lo habría tomado por un espíritu en humana forma, arrebatado por un torbellino.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

No era más que un hombre arrastrado por la fatalidad. Súbitamente detuvo su carrera.

Había llegado; estaba a la puerta de la casa de Elena. Extendió el brazo, sin saber lo que hacía y cediendo la puerta del postigo

que, por casualidad, solo estaba entornada, le dejó libre el paso. Penetró al patio, perfumado con la esencia que exhalaban las flores de las macetas, y, con admiración, vio el salón del frente abierto y profusamente iluminado.

Jorge estaba poseído de una especie de vértigo, quizá el delirio de la fiebre le impulsaba, tal vez la ilusión o la esperanza le guiaban. Penetró sin vacilar al salón y a dos pasos de la puerta quedó como petrificado. Al centro estaba un catre de metal dorado con colgaduras blancas y trans- parentes, levantadas por medio de guirnaldas de jazmín. Sobre la cama y los nítidos almohadones, descansaba Elena, vestida de muselina blanca y ceñida por la cintura con un listón celeste. Sus abundantes cabellos caían por sus hombros como un velo de oro. Parecía dormir, sonriendo; pero sus mejillas estaban esmaltadas con esa palidez sin igual de la muerte; entre sus manos blancas y pulidas como las de una estatua y cruzadas sobre el pecho, tenía un crucifijo de marfil; una inundación de rosas recientemente deshojadas, llenaban su vestido, almohadones y lecho; cuatro ceras flameaban en torno del lecho mortuorio, y varias lámparas ardían distribuidas por todo el salón. Jorge inmóvil cerca de la puerta había tomado el color del mármol; su boca entreabierta, sus ojos con expresión indefinible, fijos en el semblante de Elena, sus manos crispadas, sus cabellos erizados, le daban el aspecto de la personificación del dolor aterrado de sí mismo.

Sin advertirlo, se aproximó lentamente a Elena y la contempló de más cerca algunos segundos; le pareció que sonreía y dando un grito inexplicable, inau- dito, cayó de rodillas, apoyando su frente sobre la orilla del nítido lecho. Transcurrieron las horas, unas en pos de otras.

Reinaba el silencio de la tumba. La pavesa de las ceras, debilitaba la luz amarilla de la flama. Las lámparas,

casi extinguidas, despedían una luz agonizante. Las sombras se proyectaban cada vez más densas, en los ángulos del salón y en torno de los muebles.

Elena seguía cada vez más rígida, cada vez más pálida. Jorge no había variado de postura, ni hecho el más leve movimiento. ¿Había dejado de existir?...

El día no debe estar muy lejos. ¡Las cuatro!...

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segunda Parte / 50 capítulos

Han transcurrido algunos minutos más. Principia a oírse lejos, muy lejos, el sonido de una campanita. Es la de

San Pedro. También se perciben tiros de fusil a mucha distancia. La campanita con-

tinúa sonando con afán. Una campanada sonora, vibrante, resuena en el mismo centro de la población. Es de la Compañía. Jorge sufre un estremecimiento. ¡La Compañía toca a rebato! Jorge se pone de pie. Un secreto impulso le mueve. Durante cuatro horas, puede asegurarse que Jorge moralmente asesinado,

no había existido; pero, de improviso, en el fondo de su alma aletargada, resuena una voz, es la de la Patria que pide auxilio, y entonces se levanta, casi por instinto.

El enemigo está encima. Los hijos de Arequipa, corren a las trincheras a defender su ciudad querida,

a ofrecerle el tributo de su sangre y de su vida. Los campanarios de todos los templos tocan, a la vez, a rebato. El tambor de Los Inmortales ha resonado durante algunos minutos; no necesita llamar mucho para reunir a los suyos.

Jorge, enlazando sus manos con desesperación, casi fuera de sí, contempla, por última vez, a Elena.

De sus ojos, medio apagados, no brota una sola lágrima; sus mejillas están hundidas.

Allí se quedaría siempre y no habría poder humano que pudiera arrancar- le de junto al cadáver de su amada; pero... las campanas llaman. Arequipa demanda su salvación al robusto brazo de sus hijos; ¡fuerza es partir en cum- plimiento del deber y en busca de la muerte!

Jorge abandonó el salón, precipitadamente y sin volver la cabeza, se lanzó a la calle.

¡Desventurado!... 485

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TERCERA PARTE

HEROÍSMO Y MARTIRIO

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H

Capítulo 1

¡A las trincheras! ¡

abía sonado la hora fatal! Después de diez meses de guerra civil y siete de sitio, Castilla, o mejor dicho, su jefe de Estado Mayor, general San Román, se determinó

a atacar1. El ejército sitiador, después de varios movimientos, había quedado em-

plazado de la manera siguiente: el centro en la Quinta de Tristán, pago de Porongoche; la derecha, en la de Bustamante, dominando la pampa de Miraflores; la izquierda, en la colina de Juli, extendida por Tingo, hasta la margen derecha del río.

En la orden general del 26 de enero se mandó, bajo las penas más severas, res- petar los templos y monasterios, así como a los niños, mujeres, personas indefensas y combatientes que se rindiesen implorando la generosidad del vencedor.

La proclama dada al ejército terminaba así: “¡A las armas, pues, valientes defensores de las leyes! El enemigo

conoce ya vuestro denuedo, y más de una vez ha probado la fuerza de

vuestro brazo. No os detengan las débiles trincheras que tenéis a la

vista, ellas caerán reducidas a polvo al primer empuje de nuestras

columnas. Una hora de esfuerzo y os asegura la victoria vuestro

General y amigo Ramón Castilla”.

A la media noche del 5 de marzo los sitiadores, contado su tren de gue-

1 Sobre la revolución de 1858, confrontar el fragmento de la Historia de la República

del Perú, de Jorge Basadre, que se encuentra en Meditaciones arequipeñas, de la Biblioteca Juvenil Arequipa

[489]

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Jorge, El Hijo del Pueblo

rra, abandonaron sus cantones y llegaron sin ser sentidos al parecer, hasta el antiguo panteón de Miraflores, donde sorprendieron a una avanzada, que apenas tuvo tiempo para lanzar un cohete de señales. Allí, a retaguardia del panteón, hicieron alto.

No obstante, como hemos anotado, se sintió en la ciudad el pesado rodaje de la artillería.

La alarma no tardó en cundir entre los jefes defensores de la plaza; pero, ¿qué hacer?

El protagonista de la situación, el Supremo Director de la guerra, había dado orden para que nadie lo despertara, aun cuando en realidad atacase Castilla, y dormía profundamente.

Nadie se atrevía a interrumpir su sueño. Poco después, llegó un propio trayendo detalles y luego otro y otro. Eran individuos que espontáneamente, montados en una mala bestia, o a

pie, dando rodeos por las chacras, volaban a avisar cuanto veían u oían, porque era tanta la dejadez de los directores de la defensa, que no habían pensado en la necesidad de poner espías al enemigo.

Mientras el sitiador se desvelaba y hacía uso de todos los ardides de la guerra, el sitiado estaba sumido en una especie de marasmo. Ahora mismo, son ya las dos de la mañana del día 6, Castilla y San Román, el valor y la estrategia, la astucia y la inteligencia, la intrepidez y la pericia, establecen sus baterías, colocan sus divisiones y ordenan sus columnas; jefes como Bolognesi, Freire y Buendía, subalternos como el capitán Andrés A. Cáceres, etc., ocupan sus respectivos puestos, prontos a dar el asalto, mientras el general Vivanco duerme.

La mayoría de la población ignora lo que acontece. Entre los jefes reina el malestar, el descontento y la perplejidad. Pero algunos paisanos que están alerta, han visto el cohete de señal, han

hablado con los propios y se preparan a vender cara su vida. Entran a sus hogares por algunos instantes y sin decir nada a la familia, besan por última vez la frente de sus dormidos hijos y murmurando una oración, enjugando una lágrima, con el fusil al brazo, vuelven a disputarse los sitios de mayor peligro.

Retumban dos cañonazos como señal de alarma. El coronel Ugarte, comprende que es temerario velar por más tiempo el

sueño de S.E. y, entrando resueltamente a su dormitorio, le despierta. —¿No he dicho que no se me moleste? —es la primera frase que en un tono imperioso sale de boca del Director de la guerra.

—¡Excelentísimo Señor! —responde Ugarte con entereza—. ¡Hay que considerar que todo un pueblo es el que va a sacrificarse! Castilla ocupa en estos instantes el panteón de Miraflores:

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tercera Parte / 30 capítulos

—¡Esa es estrategia! —dijo el General, cambiando de tono y apresurándose a vestirse—. Castilla no se atreverá a atacar por ese sitio. La campanita de San Pedro, tocó a rebato en estos momentos, era un sonido débil y lejano, que tenía toda la imponente gravedad de la situación. Poco después el Jefe Supremo disponía el plan de defensa; pero de un modo raro e inconveniente.

El grueso del ejército, fue repartido en las trincheras de San Camilo y de los Ejercicios, al mando del coronel Canseco, es decir, en la parte opuesta a la del peligro.

Había imaginado el Jefe Supremo que Castilla sólo pretendía llamar la aten- ción por Miraflores, para atacar con el grueso del ejército por San Camilo y, no obstante las protestas de los jefes, situó como se ha dicho, la fuerza de línea.

Hizo más. Fraccionó las divisiones y los batallones, colocando en cada trinchera varias

fracciones de todos, una verdadera mixtura de todos los cuerpos, una Babel militar, donde debía imperar la más espantosa de las confusiones.

Indudablemente, el general Vivanco quiso de este modo prevenir la revo- lución que temía en los momentos del combate, pues no tenía confianza en sus jefes, disgustados con razón a causa de su dejadez.

Antes de un cuarto de hora, la Columna “Inmortales” estaba formada y lista para ocupar el lugar que se le designara. Los Inmortales también fueron fraccionados y distribuidos en pequeños pelotones, en la torre y trincheras de Santa Rosa, de San Pedro, de Santa Teresa y de San Lázaro.

En estas trincheras, que eran las directamente amagadas, no se diseminó más que un solo cuerpo de línea: el 7 de enero.

Él solo, fraccionado como estaba, debía hacer frente a siete mil soldados; aunque no, ya que los Inmortales, fraccionados como él y todo el pueblo arequipeño desarmado, estarían a su lado.

Todas las campanas de la ciudad se dieron prisa a anunciar el peligro. Entre el tañido de los bronces, las descargas de fusilería y el estruendo de los

cañones, despertó la población. Y mientras los niños aterrados y sollozantes se sientan en sus lechos y buscan un

refugio, ocultando sus cabecitas en el seno maternal y las jóvenes lloran y rezan y los ancianos inclinan tristemente la cabeza, las calles se llenan de paisanos, los hijos del pueblo salen de todas partes con sus fusiles viejos, con pesados sables, algunos con palos, la mayor parte desarmados y todos corren al lugar del combate y no repiten otra frase que esta:

¡A las trincheras! La aurora, ajena a los combates de la tierra, impasible ilumina con su eterna

sonrisa los azules velos del cielo.

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Á

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 2

El 6 de marzo

¡

ngel tutelar de mi ciudad querida!, fortalece mi espíritu para que no tiemble mi mano al describir las sangrientas escenas de esta lucha desigual y desesperada.

Me parece verte abandonar el campo de batalla, en virtud de órdenes de inescrutable arcano, posarte sobre el más elevado de nuestros templos, con las alas plegadas y las manos juntas y desde allí contemplar en dolorosa actitud el horroroso estrago del plomo, cuando lanzado del arma fratricida hiende los aires en busca de víctimas.

La rosada luz de este día tiene sanguinolentos visos; las perlas de esta aurora son un reguero de lágrimas. Hoy, cuando el sol asome en el oriente, no se alzará a los cielos el toque del Angelus, ni del santuario se elevará el incienso junto con el blanquecino vapor que exhalan los campos, ni se oirá el sagrado cántico de las vírgenes del templo, en sublime concierto con los trinos de las aves, no. Las campanas solo tocan a rebato, vapores de sangre cargan la atmósfera, voces de mando, redobles de tambor, toques de corneta, gritos, lamentos, maldiciones, ayes, descargas cerradas de fusilería, retumbes de cañón, de ahí el salvaje concierto organizado por los espíritus del mal.

Las bóvedas de los edificios de Arequipa repercuten indefinidamente el estruendo de la artillería.

Los fuegos se habían roto al rayar el alba. Castilla ordena que la primera división, a órdenes del general Bustamante,

tome la quinta de Landázuri y San Román, que la segunda y tercera ocupen la lloclla de San Lázaro.

Dos baterías, compuestas de cinco cañones y ocho obuses, situados en el panteón, deben protegerlas, mientras establece otra de cuatro cañones y tres obuses, sobre la citada lloclla.

El fuego es vivísimo. San Pedro, como la posición más avanzada, es heroicamente defendida

por un puñado de Inmortales. Ellos son el blanco directo del enemigo; pero hacen una resistencia desesperada. Allí muere uno que entre los bravos se distingue: Carpio.

Por orden de Castilla, avanza el general Buendía, con el batallón Punay, sobre la trinchera de la Caja de Agua, defendida por los de San Pedro; mas los Inmortales hacen un esfuerzo tan grande, que aquel batallón retrocede y sin medios para huir, queda en su mayor parte sobre el campo.

Otros cuerpos vuelan en su socorro y se lanzan con doble ímpetu sobre 492

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tercera Parte / 30 capítulos

la trinchera que, al fin es tomada, dándoles paso a la calle donde se halla el Malakof.

Bajo un diluvio de balas, los zapadores ciegan los pozos. Los innumerables cadáveres y heridos que obstruyen la calle, tinta en sangre, son amontonados por los de Castilla, como haces de leña, en una casucha de paja, contigua a una bodega repleta de aguardiente.

Los soldados indígenas, apercibidos de la existencia de este depósito, rom- pen las puertas y con la avidez de una sed frenética, se apresuraron a beber, arrancando las llaves de las tinajas. El licor corre a torrentes. Los soldados se amontonan, se apiñan, se sofocan y se ahogan entre oleadas de aguardiente, que llega a levantarse media vara sobre el nivel del suelo.

En vano los jefes tratan de contener aquel desborde, allí no hay más que un miedo horrible.

Llega Castilla y ordena que se les haga fuego sin misericordia. La orden se cumple al punto, y aquellos infelices son cañoneados sin piedad. Sucede una cosa espantosa.

La casucha de paja se incendia. Se eleva una llama sangrienta envuelta en humo y una explosión que hace estremecer en sus bases los edificios de piedra, anuncia que han volado la casa y la bodega.

Cuando el humo se disipa, se descubren cadáveres y heridos carboniza- dos, miembros palpitantes sobre escombros ennegrecidos y húmedos aún de aguardiente y sangre.

Las tropas enemigas se posesionan de las bóvedas del templo de San Antonio, y avanza la artillería gruesa, arrastrada sobre sus cureñas por enormes bueyes. Los Inmortales que defienden San Pedro, se esfuerzan por dar muerte a los animales; pero no lo consiguen.

En este momento, son atacados, recia y simultáneamente, por el frente y el flanco, por la infantería y artillería combinadas. Entonces se empeña una lucha terrible.

Palmo a palmo se disputa la victoria; son víctimas de su denuedo Arce, oizueta, Franco, y como dice el poeta:

Cada Inmortal allí ardiente, Sobre el destrozado muro, Escribió para el futuro, Su nombre con sangre hirviente2.

Eran las nueve de la mañana cuando, enmudeciendo la campanita de San 2 Ernesto Noboa. Poeta arequipeño, nació en 1939 y murió en 1873, a los 34 años.

Testigo juvenil de la toma de Arequipa por Castilla en 1858. Dedicó exaltados poemas a los

voluntarios de la Columna Inmortales.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Pedro, anunció que la primera trinchera había sido tomada después de cinco horas de combate.

Pero ahí esta el Malakof; ahí también están los Inmortales, ahí al pie de sus cañones, está Bonifaz.

A pesar de aquel primer contraste, el joven artillero cree segura la victoria. Serena está su frente, en sus ojos brilla la esperanza. El Sol que irradia abrasador como un bautizo de fuego sobre los comba-

tientes al reflejar en los bordados de oro del noble artillero, forma una aureola de luz en torno de su cabeza.

Cuenta el joven veintiocho primaveras, ama a una señorita distinguida y bella, que muy luego será su esposa, y sin embargo, está pronto a dar una vida, que tan seductora le sonríe, por la gloria del pueblo que le rodea y anhela ornar su frente con el lauro soñado por el héroe y el poeta.

De sus labios brotan frases ardientes, que llevan el incendio del ardor bélico a los guerreros que defienden el Malakof.

Allí resuena potente como nunca la voz de Bonifaz, cuando dice:

“Levanta ¡oh pueblo! tu inmortal cabeza, Tan alto como el Misti alza su

frente, Y que tu brazo audaz y prepotente, Armado de fusil, Enseñe de una vez a los tiranos, Que el pueblo que defiende su derecho, Lleva un muro invencible en cada pecho, Saliendo a combatir”

Le ha llegado el turno. El enemigo, posesionado de San Pedro y de la Caja de Agua, lanza una

lluvia de proyectiles sobre el Malakof a favor de los mismos parapetos y la artillería gruesa vomita la destrucción y la muerte.

Bonifaz se sostiene heroicamente al pie de sus cañones. Los Inmortales están resueltos a dejar con la vida la defensa de aquel ba-

luarte, que, día por día, han venido formando con sus propias manos. Un hombre del pueblo combate con singular tenacidad. Parece un león defendiendo su guarida. Ciertamente, allí arrancará su palma a la victoria o bajará a la tumba.

A pesar de la pólvora que tiñe su semblante y del humo que lo envuelve, podemos distinguirlo: es José, el honrado artesano de Santa Teresa. Él, como otros muchos paisanos que le rodean, pelea por su propia cuen- ta, sin sujeción a ningún arte ni orden superior, todo lo confía a su acertada puntería y esforzado corazón.

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tercera Parte / 30 capítulos

Avanzan, el batallón enemigo “Ayacucho”, al mando del coronel Silva; Buendía, con el resto del Punay; y Bustamante, por las huertas vecinas, to- mando la retaguardia de los héroes del Malakof.

Este movimiento simultáneo lo dirige el Gran Mariscal San Román, en persona, bajo la protección de la artillería.

Ningún Inmortal se mueve. José divisa a Castilla que, desde una elevada posición, observa el movi-

miento, le apunta y le quita el anteojo de la mano3. Bonifaz, en medio del más encarnizado combate, parece el genio de la

guerra. Un diluvio de granadas estalla a su alrededor, oleadas de sangre bañan sus

pies, centenares de cadáveres caen en torno suyo, millares de balas silban sobre su cabeza; se creería que la muerte evita el cortar existencia tan preciada.

Dos horas de ataque y aún el Malakof no se rinde. ¿Rendirse? ¡No! Será tomado cuando el último de sus defensores muera. ¡Estaba decretado! José acaba de caer y su cuerpo queda sepultado entre multitud de cuerpos

que han caído antes y siguen cayendo después. Bonifaz lo ha visto y ha sentido brotar en su corazón una lágrima; pero en

este instante un proyectil atraviesa su garganta y cae desplomado. Varios de sus compañeros, entre ellos uno, a quien le unía el más fraternal cariño, un joven militar Franco, se inclinan para recogerle. Vive aún; pero un grueso caño de sangre brota de la herida. Urge sacarle de aquel sitio, pero ¿a dónde?

Allí, en la misma calle del conflicto, hay abierto el zaguán de una casa. En él es depositado, casi exánime, el joven poeta. Algunos paisanos lo rodean. Franco rompe su pañuelo y hace con él una venda que no basta para

impedir la salida de sangre a borbotones. Dos, tres pañuelos más, se le ofrecen y lograse contener en gran parte la

hemorragia. Se busca un sacerdote. No tarda en presentarse, atravesando un diluvio de fuego. El ministro del Altísimo no puede hacer otra cosa que dar la absolución al

moribundo y arrodillarse junto a su cuerpo, casi inanimado y orar. Franco quiere volver a su puesto; pero ya le es imposible. El Malakof, muertos sus defensores, está en poder del enemigo. Nadie retrocede; todos sucumben. 3 Hecho histórico.

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E

Jorge, El Hijo del Pueblo

Morir es el destino de los que allí quedan. Es preciso salvar a Bonifaz. En la misma casa proporcionan una manta. Franco deposita en ella el

cuerpo de su amigo y, auxiliado por tres jóvenes más, lo levanta en peso. La fúnebre comitiva se aleja bajo un fuego mortífero, pasando sobre ca- dáveres, abriéndose paso entre los combatientes, que a nada atienden, nada miran, sino los movimientos del enemigo.

La noticia de haber sido herido el poeta le precede y llega a su casa. Sus jóvenes hermanas, creyendo que ha sido conducido al hospital, como a

otros muchos, desoladas salen a la calle, arrostrando el granizo de plomo que cae sobre la población y tienen que regresar avisadas de que a la casa le conducen, encontrándolo, en efecto, tendido ya sobre su lecho

Su dolor es indescriptible. ¡Sacerdotes! ¡Médicos! ¡Todos los auxilios de la religión y de la ciencia! Varias personas salen en su demanda. El joven oficial Franco dirige a su amigo una mirada de eterna despedida y

vuelve al campo de batalla. Aún llega a tiempo para hacer el último esfuerzo en defensa del Malakof,

y minutos después un proyectil corta el hilo de su vida. Son las once del día. Malakof ha caído. Sus cañones giran en sentido opuesto y vomitan fuego sobre los paisanos

que defienden la trinchera que cierra la calle, la torre de Santa Rosa, la de Santa Marta, el tambo de Santiago y los techos de las casas inmediatas.

El parque está en poder del enemigo.

Capítulo 3

El 6 de marzo

(Continuación)

l combate toma proporciones espantosas. Los hijos de Arequipa se defienden con el ardor de la desesperación. Castilla hace penetrar a la calle de San Pedro dos batallones en co-

lumna cerrada. Entonces, se traba una lucha horrorosa.

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tercera Parte / 30 capítulos

Allí, no hay un combate sujeto a las reglas de la guerra. Sitiadores y sitiados se confunden sobre el mismo terreno y luchan brazo

a brazo. Los soldados arrojan las armas candentes y toman las frescas de los muertos. La pólvora ya no basta y entra a reemplazarla la bayoneta.

¡Carnicería espantosa! La sangre corre a torrentes, los cadáveres amontonados sirven de nuevas

horripilantes trincheras. Aquellos dos batallones van a ser exterminados. San Román llega en esos momentos y empleando las frases más acres contra

la impremeditación de Castilla, les ordena abandonar la calle, replegándose a derecha e izquierda, pasando en seguida a las callejuelas inmediatas.

Pocos pudieron obedecerle, porque el pavimento de la calle, desaparecía bajo el rojo color de los dos batallones tendidos.

El callejón de los Sauces, ofrece el mismo espantoso espectáculo. Bolognesi toma el mando de los parapetos de San Pedro y el Sargento

Mayor Pérez de Salazar, el del Malakof. Una pieza de dieciocho, colocada sobre una cerca y el batallón Pichincha

desde atrás de un maizal, hacen fuego vivísimo sobre la torre y trinchera de Santa Rosa.

Las trincheras son inexpugnables. Los siete mil hombres de Castilla, tendrán que estrellarse contra ellas. Las

defienden Jorge y los Inmortales. Jorge, con el fusil en la mano y el estoicismo en el alma, manda y todos se

apresuran a obedecer. Por eso, aquella trinchera resiste como una roca en medio de la marea. Ella es la puerta principal de Arequipa. En vano, Castilla y San Román se esfuerzan por abrirla. Todos los cañones de su artillería son impotentes, todos los soldados de su

ejército son insuficientes. El desaliento cunde en los sitiadores. Se desespera por tomar la ciudad. Bolognesi acaba de caer herido y es llevado por sus compañeros de armas,

a la casa Malakof; San Román recibe un balazo en la pierna y es sostenido y reemplazado por Buendía; a Castilla se le escapa, por segunda vez, el anteojo de la mano.

Pero, ¿dónde está el Jefe Supremo, por quién se sacrifica Arequipa? A caballo, seguido de su magnífica comitiva, en la que se distingue a

Iriarte, de vez en cuando, da un paseo por todas las trincheras y torna a sentarse para escuchar indiferente, el horrísono estruendo de aquella tem- pestad de fuego.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

No faltan algunos que le digan que los esforzados defensores de las trinche- ras, carecen en lo absoluto de agua y de víveres y que la escasez de munición se hace sentir.

El Jefe Supremo se contenta con enviarlos donde el prefecto Berenguel. En vano se busca a este; en ninguna parte se le encuentra. Dos mil soldados ha perdido Castilla.

Se le indica al Jefe Supremo, que coloque un batallón sobre las bóvedas del templo de Santa Rosa; se le advierte que esto basta, para que el enemigo se declare en derrota.

Vivanco va a tomar el consentimiento de la Priora del monasterio; esta se opone, ruega, suplica y la medida queda sin ejecución.

Entretanto, la torre de dicha iglesia es apenas defendida por diez Inmor- tales y los pocos paisanos sueltos que han logrado subir y este pequeño grupo de defensores, basta para llamar la atención de una gran parte del ejército, que descargan sobre él tal número de proyectiles, que la blanca piedra del campanario, semeja un panal de abejas.

Allí no hay otro escudo que fardos de lana. Los heridos suelen caer desde lo alto de la torre a la calle.

De todas las torres, de los techos, de todas las casas inmediatas, se han posesionado los hijos del pueblo, para destruir al enemigo.

Cada uno pelea por su propia cuenta y acecha el momento en que cae un combatiente, para tomar su vieja y candente arma y reemplazarlo en el puesto. Los más desocupados, recogen los heridos y los amontonan en los templos y atrios inmediatos. Los de Santa Teresa y Santa Marta, causan verdadero horror.

Merced a tanto fuego, varias casuchitas de paja se incendian y algunas veces estallan los pequeños depósitos de pólvora que guardan. Los soldados sitiadores, creen que son minas y el pánico se apodera de ellos.

De improviso, los defensores de la torre de Santa Rosa, principian a hacer señas que nadie comprende y, por último, vuelven sus armas hacia el interior del monasterio.

¿Qué sucede? Que Castilla, en su impotencia para derribar la trinchera defendida por Jor-

ge, ha hallado en su mente un recurso salvador: romper una tapia de la huerta del Monasterio y por allí meter la tropa y tomar las bóvedas del templo.

Las monjas, espantadas, imploran misericordia. Unas corren a encerrarse en sus celdas; otras en el locutorio; otras, se

refugian en el coro, pidiendo la protección divina; algunas pierden el cono- cimiento y caen desmayadas. Todo es una confusión.

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tercera Parte / 30 capítulos

Abierto el forado, penetran los batallones con el mismo Castilla a la cabeza, el cual, dirigiéndose a las monjas aterradas, les dice, con su peculiar acento: —¡No hay que asustarse, hijas mías! ¡ No hay que asustarse! ¡Nada es contra ustedes, nada; no hay que asustarse!

La tropa gana los altos y toma la torre y las bóvedas. A la vez, otra parte de las fuerzas acomete por el Buen Retiro4 y el Batallón

7 de Enero sostiene bravamente el empuje con su heroico Jefe. Simultáneamente, el resto del ejército, acomete de frente, la trinchera que

cierra la calle de San Pedro y que se llama de Santa Rosa. Un fuego horrendo, lanzado de frente, por los costados, por retaguardia y por encima, derriba a sus defensores, como el huracán a los árboles más frondosos.

Jorge está allí de pie, en medio del torrente de fuego, parece invulnerable. Se diría que los proyectiles resbalan sobre su cuerpo, sin dañarle. Quiere atender a todas partes; pretende dividir en cuatro grupos, a los que con él combaten, para resistir a la vez a todos los enemigos; pero al querer impartir sus órdenes, advierte que se halla solo. Todos los Inmortales están tendidos a sus pies; ningún paisano ha retrocedido, sus inanimados cuerpos, alfombran toda la calle.

En medio de aquel torbellino de humo, sangre y proyectiles, se siente arrastrado hacia atrás; se vuelve para ver qué fuerza hercúlea es aquella que le atrae y un casco de granada le arrebata el sombrero; medio aturdido por la ráfaga de aire que, violentamente, cruza su rostro, se encuentra sin saber cómo tras la segunda trinchera de la misma calle, que continúa la resistencia.

—¡Dirige!... ¡tú haces falta aquí! —le dice una voz bien conocida. Entre la densidad de la pólvora, puede distinguirse el semblante grave y sereno del jefe de los Inmortales.

—La trinchera de Santa Rosa no se ha rendido —dijo Jorge. —¡No, todos sus defensores, excepto tú, han muerto y aún no se atreve el

enemigo a tomar posesión de ella! ¿Ves? —En efecto, parece que temieran una emboscada, tal vez una mina. —A pesar de todo, la victoria es nuestra —dijo Javier Sánchez—, el pánico

cunde en esa tropa, a medida que avanza. —¿Por qué no nos refuerza el ejército de línea? Sánchez acercó la boca al oído de Jorge y dijo: —¡Vivanco teme una sublevación! Después agregó en voz alta: —El 7 de Enero, es el único que, hasta ahora, ha entrado en batalla; en

4 Buen Retiro. Hoy calle Santa Rosa

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Jorge, El Hijo del Pueblo

este momento se bate bizarramente en el Buen Retiro; pero ya el enemigo, escalando los techos de las casas, va a tomar el abandonado cuartel de los Inmortales y allí aun hay algunas armas que salvar, ¡adiós!

Y estrechó fuertemente la mano de Jorge. —Si los Inmortales, sin ser fraccionados, hubieran ocupado simplemente los

techos de su cuartel, a esta hora seríamos vencedores, —dijo un paisano. —¡No importa, lo seremos esta noche! —repuso Jorge.

—¡Castilla no amanece aquí! —dijo otro. —¡A la carga, muchachos! —dijo Jorge—. ¡A desalojar las fuerzas que

coronan los altos del frente! El fuego se recrudece por ambas partes; pero a los sitiados les va faltando la

munición. El cuartel de la Columna Inmortales, las casas de Carlosanto y las que

continúan hasta la esquina, van a ser tomadas por retaguardia, no obstante el denuedo de sus defensores, cuyos cadáveres llenan los patios.

Sobre una de ellas, hay un cañón de bronce. A ella se dirigen gran parte de los fuegos, los paisanos que las defienden, caen cual víctimas del rayo. Son las 5 de la tarde.

El cañón ha sido clavado. Los soldados de Castilla están en posesión de dichas casas y hacen fuego por

retaguardia, sobre la esquina de Santa Teresa, donde se halla la trinchera de su nombre, defendida por los Inmortales.

A la vez, una fuerza enemiga, en columna cerrada avanza por la calle del Chorro5.

Javier Sánchez está allí. Si los Inmortales no estuvieran resueltos a cumplir su juramento, la pre-

sencia de su jefe bastaría para llevarlos al sacrificio. Viendo Sánchez cómo avanza el enemigo, por un acto de supremo arrojo,

sale de la trinchera, seguido de unos pocos y acomete con tal ímpetu, que nada le resiste. La fuerza invasora se abre en alas a derecha e izquierda, los soldados que pueden se amparan en las pocas puertas de calle que hay y, por último, retroceden6.

Aquel acto de heroísmo deja atónito al enemigo, llevando a su ánimo el convencimiento de que una ciudad defendida por hombres de ese temple no puede ser tomada.

Javier Sánchez recuerda el peligro que corren las armas depositadas en su cuartel, regresa y con igual serenidad, se adelanta solo, hacia una calle de cuyos balcones esta posesionado el enemigo y en la cual caen los proyectiles

5 Calle del Chorro. Hoy es la 4ª cuadra de la calle Peral. 6 Hecho histórico.

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B

tercera Parte / 30 capítulos

en una cantidad igual a la de las gotas de agua en un recio aguacero. ¡Nada le arredra!

Avanza intrépido, pero, al llegar a la esquina, cien bocas de fuego se le dirigen y cae exánime, sobre el pavimento de la misma esquina de Santa Teresa7, formada por la calle de su nombre y la del Chorro.

Varios Inmortales corren hacia él y lo alzan en sus brazos. Por los ennegrecidos rostros de los valientes, surcan las lágrimas tributa-

das por generosos corazones al amigo, al conciudadano, al Jefe, al héroe y al mártir.

Conocen que aún vive y lo apartan, con precipitación, del peligroso sitio. ¿A dónde lo llevarán? No al Hospital; porque en caso de un desastre pueden ser ultimados los

prisioneros heridos. A una casa particular, a la de la familia Cervantes, donde también hay botica y será bien atendido.

Envuelto en una manta, se le conduce al lugar indicado. Mientras tanto, delante del cuartel de Santa Marta, había una pequeña

fuerza de caballería a órdenes del coronel don Manuel Gómez Sánchez. Los soldados estaban al pie de sus caballos. El general Vivanco se aproximó y or- denó a aquel que subiese a la torre de Santa Marta y observase al enemigo.

Obedeció este y, a favor de un anteojo, pudo observar, largo rato, bajo los proyectiles enviados desde la torre de Santa Rosa. Descendió y dijo que los sitiadores se dispersaban y que su caballería, dividida en fracciones, trataba de contenerlos en medio de la pampa.

—¡Está bien! —dijo Vivanco— ¡dentro de una hora, todo habrá terminado!

Y se retiró satisfecho. Poco después, sobrevino la noche.

Capítulo 4

La carta de Vivanco

ajo el manto de luto de aquella noche, continuó el combate, vivísimo unas veces, con intervalos de pequeñas treguas, otras. El enemigo ocupaba ya gran número de casas, el templo de Santa Rosa

y la primera trinchera de este nombre. Por sus desaciertos e indiferencias, parecía Vivanco el mejor aliado del

enemigo.

7 Hoy calle Melgar.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Todo esto era bastante para desalentar al pueblo más entusiasta. Pero esta vez no fue así. El pueblo combatía por el honor de su propio nombre, en defensa de su

ciudad adorada y parecía resuelto a triunfar, a pesar de las ventajas obtenidas por el enemigo de afuera y las maquinaciones del enemigo de adentro, que tales podían considerarse los actos del Jefe Supremo.

El heroísmo del pueblo arequipeño rayaba en lo inverosímil. Durante todo el día, había combatido bajo un sol abrasador, sin pan y sin

agua; y aunque ya las tinieblas se extienden, está muy lejos de abandonar sus posiciones.

Su martirio crece hora por hora, aumentado por la incertidumbre, la sed y el hambre.

Nadie se preocupa de auxiliar a los combatientes con un vaso de agua. Mientras tanto, la tropa de línea, condenada a la inacción, comprende que todo está perdido y principia la deserción. Pedro no necesita pensarlo mucho.

Entra a la habitación de su amo, le roba cuanto puede, dinero, papeles, alhajas, busca una salida por el lado de La Palma y, dando un inmenso rodeo, va a incorporarse en el ejército enemigo, lisonjeándose con la idea del saqueo de la población, al día siguiente.

Pero los invasores están poseídos de pánico; a medida que la noche avanza, crecen sus terrores.

El ejército de Castilla cree que el terreno se estremece bajo su planta, está seguro que el pueblo se le irá encima al amanecer y lo destrozará y busca su salvación en la fuga.

Los soldados se arrojan desde los techos, con tanto esfuerzo tomados, quebrándose las piernas por huir.

El mal ejemplo y el miedo cunden. La deserción toma por momentos proporciones alarmantes. Castilla no

sabe qué hacer. San Román no halla una medida salvadora. Jorge lo sabe todo. A favor de las sombras, tiene medios de acercarse, sin ser sentido, hasta el

mismo centro del enemigo. No piensa en su vida. Necesita grandes emociones, necesita la victoria, comparada con su inútil

existencia. En medio del horror de aquella lucha, no ha sentido impresión

alguna. El fuego, el incendio, la muerte, han pasado ante sus ojos como en informe

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tercera Parte / 30 capítulos

pintura, ningún eco ha levantado en su espíritu aletargado, ninguna sensación en su corazón petrificado; y, sin embargo, tiene necesidad de sentir algo, aun cuando sea un dolor insoportable.

No obstante, sin que él mismo se aperciba, acaricia en la mente una ilusión: el triunfo de Arequipa.

En su alma parece haberse encarnado el espíritu de todo el pueblo arequipe- ño, su heroísmo, su constancia, su fe. Le parece indispensable la victoria, para alzar monumentos gloriosos sobre las tumbas de Bonifaz, de Javier Sánchez, de los Inmortales; mas, en todos estos ensueños y recuerdos, no toma parte su corazón insensible, todos pasan por su mente con estoica gravedad.

Así, observa de cerca al enemigo, oye sus maldiciones, escucha sus diálogos, ve su fuga y va a participarlo a sus compañeros.

Recorre todas las trincheras y las torres y el hombre, en cuyo corazón ha muerto la esperanza, viene a ser, de este modo, el mensajero de la misma traidora deidad.

Los charcos de sangre en que se resbala, los gemidos de los heridos en que tropieza, los montones de cadáveres sobre los que pasa, le son indiferentes. Mientras tanto, el general Vivanco sostiene en su despacho recia polémica con los principales jefes del ejército y de la plaza. La causa es que el Jefe Su- premo, para coronar debidamente su obra de ocho meses y, particularmente, de aquel día, quiere pedir capitulación a Castilla, en los momentos en que el ejército asaltante se desbanda, en que sus jefes consideran inaccesible la plaza y en que el pueblo, entusiasmado y los mismos jefes militares que la guarnecen, tiene por seguro el triunfo.

Los convincentes razonamientos de cuantos le rodean, la viveza del fuego que, con increíble entusiasmo, en aquel mismo instante, arrojan los defensores de la ciudad, sobre sus ya aterrados enemigos, nada es capaz de hacer desistir de su propósito a aquel hombre fatídico.

A despecho de cuantos le rodean, toma la pluma y escribe al ministro chileno, residente en Socabaya, las siguientes líneas:

Arequipa, 6 de Marzo de 1858. (A las 11 de la

noche.) Excelentísimo Sr. don Ramón L. de

Irarrazábal. Muy estimado amigo: Ya sabrá Ud. cómo hemos sostenido hoy el ataque del enemigo por

más de doce horas. Sepa Ud. también que yo estoy dispuesto a entrar en un

arreglo que haga cesar la guerra. Se le ofrece a Ud. la ocasión de ver

cumplidas sus benévolas intenciones para con los beligerantes: no dudo que Ud. se

apresure a aprovecharla. Sírvase Ud. escribirle inmediatamente al general

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Castilla, que suspenda las hostilidades y dígnese Ud. venir a esta ciudad

mañana lo

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Jorge, El Hijo del Pueblo

más temprano que pueda. Agradeceré a Ud. que me conteste sin

demora a esta carta, por conducto del mismo que tendrá el honor de

entregársela. Soy de Ud. afectísimo amigo y seguro servidor. Mariano Ignacio Vivanco.

Llamó al comisario don Pedro Núñez y, poniéndole la carta en la mano, le dijo:

—¡Ahora mismo, parta Ud. a toda prisa a Socabaya y entregue Ud. esta comunicación al ministro de Chile; Ud. me responde del resultado si no llega a tiempo!

El comisario se inclinó y salió. Tomó un magnífico caballo de los muchos que estaban preparados y se

dirigió a toda carrera por la calle de la Ranchería. —Pedro ¿dónde vas? —preguntó un paisano, que acertó a reconocerle.

—A Socabaya, con esta carta —la llevaba en la mano— para el ministro chileno.

—¿Quién la envía? —Vivanco, es para que Castilla suspenda las hostilidades. —¡Hum!, ¡malo!, ¡malo!; esa carta nos va a perder. —Los jefes se han opuesto y todos están dando al diablo con ella. —¡Dámela! ¡Dámela! —dijo el paisano, adelantándose hacia el jinete. —¡Eso no, adiós! Y, picando al caballo, echó a correr. —¡Rómpela, por favor! —gritó el paisano. Pedro oyó; pero continuó su carrera. —¡Cobarde! —exclamó el paisano— Este hombre nos vende, ahora mismo es

preciso echarle abajo. En este momento acertó a pasar un militar. —¡Señor!— dijo el paisano. —¿Qué hay? —contestó, con malhumorado acento. —¡Vivanco nos pierde!, ¿qué hacemos? —¡Lo que yo, irse de aquí! —¡No!, eso nunca, más bien hagamos revolución, pongamos a cualquiera

en su lugar. —¡Ya es tarde, no por eso dejaría de hacer su efecto la carta! Y, volviendo la espalda al paisano, se alejó precipitado. —¡Diantre! ¿No es Iriarte? Iré en busca de Jorge —dijo el paisano. Y se

dirigió a la segunda trinchera de Santa Rosa. A la sazón había calmado el fuego. —¿Qué quieres? —preguntó uno, a quien se dirigió.

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tercera Parte / 30 capítulos

—Vengo a decirte que Vivanco pide suspensión de hostilidades a Castilla, por medio de una carta.

—¿Y qué más? —¡Que hagamos revolución! —agregó, en voz baja—. Los jefes del ejército

nos ayudarán, de lo contrario se mandan cambiar y dejan al pueblo solo. —¿Qué importa? ¡Solo ha estado todo el día y solo vencerá! —¡Pero Castilla va a cobrar aliento!

—¡No seas tonto, Luis, lo que importa es derrotarle antes que la carta llegue a sus manos. En este momento voy a preparar un asalto para la una de la mañana!

—¡Falta pólvora! —Actualmente la están haciendo en casas particulares. —¡A poquitos! —¿Qué se va hacer? Ven, me ayudarás en la empresa. Ambos desaparecieron, entre los negros grupos de los paisanos. Mientras Pedro Núñez, portador de la fatal carta, corre por la solitaria y

oscura campiña, hacia Socabaya, como una sombra arrebatada por malignos espíritus, gran número de jefes y oficiales de Vivanco, considerándolo todo perdido, se ponen a salvo, en vergonzosa deserción.

Iriarte, al verse robado por su asistente, tuvo un momento de furia que se calmó con la idea de ponerse a salvo; pero pensó que en tal situación lo principal era el dinero y que no lo tenía.

Aprovechando de la confusión que reinaba, así como de su privanza con el Jefe Supremo, se introdujo furtivamente en las habitaciones de este, y regis- trando con ligereza los abiertos cajones, extrajo lo poco que pudo encontrar, esto es, un magnífico reloj de oro, un anillo de grueso brillante solitario y dos o tres cóndores chilenos de oro.

Al salir tropezó con el general Vivanco que entraba. Se sintió algo turbado y supo dar a su emoción, una solución satisfactoria. —Excelentísimo Señor —dijo— creyendo que V.E. estaba... —Bien, ¿qué? —¡Como era urgente!... —¡Veamos! —¡Acabo de descubrir un gran complot: los cholos se nos vienen

encima, bajo el pretexto de la carta que V.E. ha enviado el señor Irarrazábal y han llevado su audacia, hasta hablarme para efectuar el movimiento!

—¡Mucho han tardado. La conspiración nos ha perdido. Por mi parte, estoy resuelto a que hagan lo que quieran; porque es seguro que los jefes serán los directores del movimiento!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Yo creo lo contrario, ellos son inducidos por los cholos, especialmente por un tal Jorge Flores.

—¡Ah! ¡Qué negra ingratitud! ¡Qué pueblo tan imbécil! —dijo Vivanco y entró en sus habitaciones.

Iriarte, sonriendo con malignidad, se apresuró a salir. Casi a la carrera, se dirigió a la calle de La Palma, empujó una puerta que

sin duda le era conocida, entró en una casa abandonada y, sin detenerse penetró al interior, subió a una pared y se arrojó al campo.

Cuando se hubo alejado un tanto, respiró con fuerza, se sentó en el suelo y se puso a reflexionar acerca de su situación.

Era un desertor, traidor y ladrón; pero se había librado de la matanza del día siguiente.

¡Qué tontería! ¡Haber servido un año entero a Vivanco, para llegar a un desenlace tan triste!...

¡Adiós grados, empleos, lucrativas y provechosas privanzas con los altos jefes del Estado!

¡Adiós proyectos de venganza contra Jorge de Latorre y demás enemi- gos!

¡Pero qué diantre!, de todo se iba a encargar Castilla. ¡Oh! ¡Si él perteneciera a su ejército! ¡Si él entrara vencedor en Arequi-

pa!... ¿Y por qué no? Cierto que al viejo le tiene miedo; porque... Pero en fin, el viejo no sabe lo principal, lo grave, ¿quién se lo ha de de-

cir? —¡Bah! ¡Esos son miedos pueriles! —se dijo. Nadie le conoce en el otro campamento y todo el que se pasa, es recibido con

alborozo. El puede dar pormenores que se le agradecerán y aun se le recompensará;

porque, eso sí, el viejo es severísimo con sus enemigos altivos pero muy benigno con los que se le humillan.

Aquí llegaba en sus reflexiones, cuando oyó el lejano estruendo del cañón, que volvió a retumbar.

Se levantó y, subiendo sobre una eminencia, pudo distinguir el combate recrudecido.

En la oscuridad de una noche poblada de nubes, se distinguía el fuego, como millares de rayos que serpenteaban en el espacio. —¡Sí, llegaré tarde —se dijo—, preciso es no perder tiempo! Y, fiando en el conocimiento que tenía del terreno, merced a su larga per- manencia en Arequipa y sus frecuentes excursiones a la campiña emprendió

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la marcha hacia el lado de Miraflores.

Dejémosle haciendo una travesía más escabrosa de la que pudo imaginar; perdiéndose a cada paso, tropezando con obstáculos insuperables, tales como los andenes que, como las montañas fantásticas de Las mil y una noches se le ponían por delante, cuando menos lo esperaba; los árboles, que a cierta dis- tancia se le figuraban emboscadas de gente armada; las acequias regadoras, en cuyo seco cauce se desbarrancaba con frecuencia, rodando varias veces sobre espinas, maldiciendo de su suerte, lanzando interjecciones y cuidando, sobre todo, de no perder las prendas robadas, que llevaba atadas en un pañuelo.

Era la una de la mañana. Jorge había organizado un vigoroso ataque y el pueblo lo ejecutaba admi-

rablemente. En esos instantes, el genio de Bonifaz, como una deidad alada, revoloteaba en

torno de los guerreros, diciéndoles:

Compatriotas: corred a las trincheras, A defender nuestra ciudad querida; Si del tirano, las falanges fieras La libertad amagan y la vida, Sean nuestras descargas las primeras Y que no haya una bala que, perdida Nuestros caros y santos intereses, Deje de hacer triunfar como otras

veces.

La Nación os contempla y de la Historia Se entreabren ya las páginas radiantes, Para inmortalizar vuestra memoria, Consignando los hechos más brillantes; Por doquier que vayáis, de la victoria El camino marcad siempre triunfantes, Llevando el estandarte en vuestras

manos Que libertad anuncie a los peruanos.

Los batallones enemigos “Paucarpata” y “Puno”, fueron arrollados, en medio de la confusión más espantosa. La derecha quedó casi por completo destruida.

—Está bien —dijo Jorge—, por este lado ha terminado, ¡vamos a destrozar el centro!

Y, cual experimentado general mandó replegar, siendo ciegamente obe- decido.

Allí no había más voz ni otra dirección que la suya.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Muy luego organizó un segundo vigoroso ataque por el centro. El combate se hizo más encarnizado, pues había que arrojar al enemigo de las

posiciones tomadas, incluso la del Malakof. Una fracción del 7 de Enero, se unió a los esforzados paisanos y no tardó en

declararse la derrota en el centro enemigo. El coronel Freire (de los sitiadores) haciendo un gran esfuerzo, logró conte-

ner un tanto la fuga de los vencidos, merced a los cañones de que disponía. No obstante, dos mil soldados enemigos se habían roto las piernas al arro- jarse de las posiciones que ocupaban.

Castilla estaba perdido. El pueblo se preparaba para la tercera salida. Faltaban municiones. Jorge envió comisiones por toda la población para reclutar las que por

casualidad hubiera en las tiendas o casas particulares. Eran más de las dos de la mañana cuando Castilla, aterrado, mandó llamar a

San Román al patio del Convento de Santa Rosa y le dijo: —¿Qué hacemos, General? ¡Estamos perdidos! —Lo mejor será una retirada! —repuso San Román.

—¡Ahora mismo, dé Ud. la orden! —añadió Castilla antes de que amanezca debemos estar lejos de aquí; porque si no, el pueblo nos destroza8. En efecto, San Román abandonó el Monasterio y principió a impartir las órdenes convenientes para la retirada.

Estaba herido; pero después de la primera curación, hecha por el cirujano del Ejército doctor don José Llanos, montó a caballo y continuó al frente de su alto cargo, dirigiendo las acciones, con la habilidad y pericia que tanto lo distinguían.

Por fin, el pueblo arequipeño va a alcanzar el codiciado laurel de la victoria. Sus esfuerzos sobrehumanos, su constancia, sus innumerables sacrificios, sus ilustres víctimas, van a dar la flor purpurina del triunfo, de la que debe emanar el fruto de la regeneración nacional.

Cuando el nuevo sol alumbre, los enemigos estarán muy lejos y el himno de la victoria saludará su ardiente esplendor.

Los templos se cubrirán de coronas de laurel y mirto para celebrar los funerales de los hijos de la gloria, después de que el Te Deum haya resonado grandioso en su recinto sagrado.

Más tarde se levantarán columnas y soberbios monumentos a la memoria de los mártires; y el Perú se alzará de su postración grande, poderoso, feliz, bajo un régimen nuevo que, asegurando la paz perpetua, dé alas a su progreso. 8 Estas son palabras textuales de testigos oculares, según indica la autora.

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tercera Parte / 30 capítulos

¡Y todo se deberá a la hija del Misti! Mas, ¿qué sombra es aquella que, sobre el negro abismo del oscuro campo,

vuela? Su caballo es negro como el caos, veloz como homicida proyectil, incon-

tenible como la misma fatalidad. ¡Son las tres y media!

Los sitiadores van a partir, dejando en la pampa, en los fuertes y en las calles, la mitad de sus soldados muertos o heridos.

Estos están seguros; porque el pueblo vencedor no considerará completa su victoria, si no los alza en sus brazos, los llama hermanos y los pone bajo la salvaguardia de su inagotable caridad.

Un momento más; aún falta dar las últimas órdenes. En estos instantes, un mensajero que acaba de llegar jadeante, solicita ver al

general Castilla, pues viene de parte del Ministro de Chile. —¡Adelante! ¡Que pase cuanto antes!

El mensajero es introducido al patio del monasterio, convertido en cuartel. —Excelentísimo Señor —dice descubriéndose el enviado y con un acento chileno muy marcado—, soy mayordomo del Excelentísimo Señor Irarrazábal, Ministro de Chile, el cual me envía con esta comunicación para V.E. Castilla se aproxima a una luz, rompe el sobre y halla dos cartas; toma la primera y lee:

Excelentísimo Señor Gran Mariscal don Ramón Castilla.

Mi muy apreciado señor amigo: Socabaya, a 7 de Marzo de 1858. (A horas 2 de la mañana) Acabo de recibir la que adjunto en copia, con mi firma al pie. Ud.

verá lo que pueda hacerse sobre su contenido y, si Ud. cree que mi

presencia allá pueda servir de algún provecho, irá a verse con Ud., tan

pronto como reciba su contestación, su afectísimo amigo y muy atto. S.

S. R.L. de Irarrazábal

En seguida, devora, más que lee, la segunda y exclama: —¡Que venga San Román!, General: ¡Nos hemos salvado! ¡Lea Ud.! ¡Lea

Ud.! Vivanco pide suspensión de hostilidades. San Román se informa y dice; —¡No hay que perder tiempo! ¡Compañeros! —exclama, volviéndose a los

demás y agitando en alto las comunicaciones—. Arequipa no puede más y pide misericordia ¡Vivanco capitula!

—¡Viva el general Castilla! —¡Viva el Ejército Constitucional!

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L

Jorge, El Hijo del Pueblo

—General: ¡Haga leer esa carta en todos los cuerpos! San Román desaparece. Poco después se oye el toque de diana en un cuerpo, luego en otro y en

otro, hasta extenderse por toda la línea. La reacción está efectuada. La noticia de que Arequipa capitula, da ánimo a los más desalentados.

Un oficial, lleno de lodo, con el uniforme casi en jirones, la cara y las manos magulladas, se presenta a San Román, diciendo:

—Señor Mariscal, vengo de Arequipa y traigo noticias importantes. —¡Ah! Es Ud. un pasado —dijo con cierta repugnancia, San Román,

mirándole de pies a cabeza—. Y bien, ¿cuáles son sus noticias? —Que allí dentro va a estallar una revolución; que el ejército de línea se ha desbandado y que los pocos cholos que se empeñan en tirotear no tienen agua, ni víveres, ni municiones.

—Bien, comunique sus noticias a cuantos pueda y se le dará una gratifi- cación ¿Cómo se llama Ud.?

El oficial vaciló, mas luego dijo: —¡Alfredo Iriarte! San Román lo apuntó en su cartera y le volvió las espaldas, alejándose.

Pronto se vio Iriarte rodeado de muchas personas que le pedían noticias; él las daba verdaderas y falsas, a fin de hacerse más interesante. La carta de Vivanco había producido todo su funesto efecto.

Capítulo 5

El 7 de marzo

a claridad del nuevo día sorprendió a los combatientes en sus respectivas posiciones. Gracias a la reacción efectuada, los asaltantes habían recuperado las que perdieron en la noche, mientras los paisanos

buscaban por todas partes municiones, pues casi todas se les había agotado. Nuevamente posesionados los invasores de la primera trinchera de Santa Rosa, emprendieron el ataque sobre la segunda, de las bóvedas del templo, auxiliados por la artillería de los fuertes.

La derecha, otra vez organizada, emprendió un vigoroso ataque sobre la trinchera de Santa Teresa, mientras la izquierda cargaba sobre el Buen Retiro.

Los heroicos defensores de Arequipa no habían comido ni bebido desde 510

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tercera Parte / 30 capítulos

la noche del 5 y estaban casi exhaustos de fuerzas, sus municiones, casi del todo agotadas.

El ejército de línea, en su mayor parte, se había desbandado y el resto, sin organización, sin jefes ni dirección, permanecía en la misma inmovilidad. En tal situación, la menor resistencia parecía una locura. No obstante, el pueblo estaba decidido a defender palmo a palmo su que- rida ciudad y solo cesaría el combate, cuando se hubiera disparado el último proyectil.

Jorge parecía transformado en el genio de las batallas. Él era el único director de la defensa.

Mandó que los Inmortales, ya sin jefes defendieran la trinchera de Santa Teresa; que los más aguerridos paisanos, tomaran a su cargo la segunda de Santa Rosa; que otra fracción del pueblo, armado, se posesionara de las bóvedas y torre de Santa Marta y que desde allí combatiera a los de Castilla, situados en las bóvedas y torre de Santa Rosa.

Su entusiasmo era fogoso como nunca. Perdida la esperanza de vencer, tenía la ilusión de morir. Los muchachos recogían en sus sombreros las balas de fusil, que llenaban

las calles y los patios y las llevaban a las trincheras, donde los paisanos, que aguardaban a que otros muriesen para tomar sus armas, las cargaban con sin igual ligereza, merced a los poquitos de pólvora que otros recopilaban.

Así se sostenía el combate. El sol, ardiente como nunca, lanzó de su globo de fuego, candentes rayos

sobre las avenidas de sangre que descendían por las calles del conflicto. En la gran acequia de Santa Rosa, el agua corrió, no sanguinolenta sino como sangre pura y la sed abrasadora impelió a los combatientes a arrojarse al suelo y beberla9.

El general Vivanco se asomó una vez más a la trinchera a pie, vio y, paso a paso, regresó a la plazoleta de Santa Teresa10 donde, tomando un banco, se sentó a ver llover balas.

El sitio no podía ser más peligroso. Creemos sinceramente, que el general Vivanco, siendo hombre de tanto

honor desease morir; mas, por desgracia, era un hombre sin genio y sin cora- zón, un hombre que si fríamente buscaba una muerte sin honra y sin brillo, era incapaz de empuñar la espada y lanzarse como el último de los soldados, en el fragor del combate, para caer con gloria.

En estos momentos Castilla, o mejor dicho, su secretario, escribía la si - guiente comunicación:

9 Hecho histórico. 10 Plazoleta de Santa Teresa. Hoy Parque Colón.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Señor don Ramón Luis de

Irarrazábal. Socabaya. Cuartel General de Arequipa, a 7 de Marzo de 1858.

Muy señor mío y amigo: Hoy a las 6 y 22 minutos de la mañana 11he recibido la apreciable

carta de Ud. y la copia de la que le dirigió el señor Vivanco,

interesándolo para procurar un armisticio. El señor Vivanco ha sido siempre el agresor de la paz pública de mi

patria y, en el curso de toda la campaña que concluye hoy con el triunfo

de las instituciones, ha sido el primero en acometer, manifestándolo así,

hasta ayer mismo, en que volvió a romper los fuegos a las once de la noche,

cuando se había establecido cierta tregua. No debía, pues, ocuparme sino de

concluir con los pocos restos de revolucionarios que defienden la ciudad y

que, indu- dablemente, serán arrollados; pero, queriendo dar una prueba

solemne de que mis sentimientos humanitarios hacia Arequipa, han sido y son

realmente verdaderos, participo a Ud. que no tengo embarazo para que Ud., si lo

tiene a bien, pase a cumplir con el llamamiento del señor Vivanco, con la

libertad con que hasta hoy lo ha hecho. Queda de Ud. atento y seguro servidor

que besa sus manos.

Castilla.

Eran ya las diez de la mañana. Las trincheras de Arequipa continuaban inexpugnables; porque aún había

algunos granos de pólvora para defenderlas. Los sitiadores comprendieron que era necesario centuplicar sus esfuerzos, si

no querían ver huir de sus manos el precario laurel. A la voz de: ¡Al asalto! repetida en toda la línea, se lanzan los sitiadores

sobre los últimos baluartes de los sitiados. Entonces se traba una lucha espantosa, desesperada, cuerpo a cuerpo,

hombre a hombre. El fuego y la bayoneta se mezclan, se confunden, rivalizan en llenar los

antros de la muerte.

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Los Inmortales que aún quedan, hacen esfuerzos sobrehumanos para defender la trinchera y muros de Santa Teresa.

Sucumben los Navarro, Laisamone, Zegarra, Jiménez, Guarda, Cisneros, cien héroes más.

Allí la lucha es tenaz, No se cree en la victoria, Se quiere morir con

gloria,

11 Altera la hora por motivos que es fácil comprender.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

No rindiéndose jamás.” “Cada hombre es un león Que, con su aliento de

fuego, Mata para morir luego, Sin demandar compasión12.

La Columna Inmortales ha cumplido su juramento. Íntegra ha traspasado los umbrales de la eternidad. En estos mismos instantes, el 7 de Enero, sucumbe con su bizarro jefe a

la cabeza. A la vez, Jorge, bajo un huracán de granadas, sostiene en alto el honor de

su suelo natal. Pero el fuego se apaga por grados. —¡Munición! —¡Pólvora! —¡No hay! Todo ha concluido. Pero aún quedan la bayoneta y la culata. ¡Un último recurso! —¡A repicar! —gritan los chicos—. ¡A repicar para que el enemigo se

confunda! No tardaron en escuchar un repique pavoroso, porque en tal situación

significa la última débil rama a que se agarre el náufrago arrastrado por la corriente.

Las soberbias hordas ya están encima. A la vez con las campanas, se escuchan los clarines del enemigo y el es-

truendo de sus dianas. Jorge por segunda vez se encuentra solo en la trinchera; pero no da un

paso atrás. La resistencia ya es imposible, las tropas vencedoras tienen franca la

puerta. Jorge ve arremolinarse en torno suyo a los soldados de Castilla. Cien fusiles le apuntan, cien bayonetas se levantan sobre su cabeza; pero,

más veloz que todo, una espada le atraviesa el pecho. Cae sin lanzar una queja y, a través del velo de muerte que se extiende

sobre sus pupilas, divisa la diabólica figura de Iriarte que lo mira riendo. Hay un momento de silencio.

Las campanas enmudecen. Luego, simultáneamente, es lanzado por los soldados de Castilla el grito

12 Ernesto Noboa

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E

tercera Parte / 30 capítulos

de ¡Victoria! y sus bandas rompen la marcha triunfal y los invasores penetran por todas las calles, haciendo fuego y pisoteando los cadáveres. ¡Ay de los vencidos!...

¡Pero...! El Ángel tutelar de Arequipa ha recibido nuevas órdenes y extiende sobre

ella sus blancas alas.

Capítulo 6

Últimos momentos de Bonifaz

ran las once y media del día, cuando los vencedores invadieron la población. Los soldados hacían fuego, indistintamente, sobre las cerradas puertas,

ventanas y balcones de casas y tiendas. Arequipa parecía una ciudad desierta. Los paisanos sobrevivientes, se habían refugiado en las casas que, con este

objeto, tuvieron abiertos los postigos hasta última hora; una vez adentro, cerraron y trancaron como estaba el resto de la puerta, con sillares, sacos de arena y fardos de lana.

Si hubiera habido municiones, cada casa habría sido una ciudadela y ni treinta mil soldados habrían tomado Arequipa, así como se hallaba sin jefes, sin ejército ni dirección.

El general Vivanco, a caballo, acompañado del coronel Sevilla y de dos soldados con banderolas, tomó, lentamente, la retirada por la calle de Mer- caderes, hacia la Plaza de Armas.

Cuando llegaban a la esquina del Chilcal 13 resonaron los tiros de los ven- cedores que desembocaban por la calle de la Ranchería14. Entonces el coronel Sevilla, volvió bridas al caballo y seguido de los dos soldados, se lanzó hacia los vencedores para cargarles.

Estos, que formaban un pequeño grupo, se detuvieron un tanto sobrecogi- dos, mucho más cuando aun recibían uno que otro tiro aislado, que ignoraban de dónde provenían.

Vivanco también se detuvo y llamó al coronel Sevilla, que se le aproximó, continuando su lenta retirada, a vista del enemigo15. 13 Esquina del Chilcal. Crucero de las calles Mercaderes, San Juan de Dios y Jerusalén. 14 Calle Ranchería. Hoy calle Octavio Muñoz Nájar. 15 Hecho histórico.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

A las once y treinticinco minutos, el coronel Buendía y los altos jefes del ejército vencedor estaban en la plaza.

Lanzaron un vítor a la Constitución, otro a Castilla y otro al Ejército Constitucional e inmediatamente resonó un repique general. En medio del sonido de las campanas, del toque de los clarines, de las marchas triunfales, de vivas atronadores y tiros de fusil, hizo su entrada el ejército vencedor.

Castilla, San Román, Buendía y todos los jefes, desplegaron, en estos peligrosos momentos, toda la actividad, celo y serenidad posibles, para evitar el desborde de las tropas embriagadas con una victoria comprada a tan alto precio.

El mismo general Castilla se puso al frente de la caballería e hizo desfilar, en el mayor orden que pudo, sus diezmadas fuerzas, hacia la plaza de Armas, en la que estuvieron a las doce menos cinco minutos.

Al toque de llamada, se reunieron todos los soldados, que, dispersos, va- gaban por las calles, dando tiros.

Los batallones estaban en cuadros. Castilla, con la caballería, pasó el Puente y se dirigió a Yanahuara, donde

hizo su cuartel general. San Román, ordenó que los cuerpos restantes ocuparan, respectivamente,

los cuarteles que les señaló. Poco después se ocupaba en extender un salvoconducto para el general

Vivanco, oculto en una casa extranjera. Mientras tanto, el general Buendía indagaba del joven poeta Bonifaz. No sin dificultad, logró saber que, herido de muerte, se hallaba en su casa.

Al instante llamó a los mejores médicos de Castilla y, acompañado de varios jefes y oficiales, se dirigió al domicilio del poeta16. Adelantémonos.

En una de las habitaciones del primer patio, hacía veinticuatro horas que estaba sobre su lecho de muerte el Tirteo17 arequipeño. Tenía los ojos cerrados y parecía aletargado.

Desde el día anterior lo habían visitado casi todos los médicos de Arequipa; ninguno dio la más remota esperanza.

Tenía el proyectil incrustado en la garganta y era imposible la extracción.

16 Es la primera casa que, al salir del templo de San Francisco, por la puerta principal, se encuentra a la izquierda, formando esquina con la calle Zela. Actualmente es la sede del Gobierno Regional de Arequipa. 17 Tirteo. Es el poeta nacional de Esparta. En sus cantos guerreros se encuentra el más

encendido elogio del valor guerrero y la vigorosa afirmación del ideal moral de la patria, que

alimentó en las ciudades-estado griegas el ideal del sacrificio por la patria. La poesía de Tirteo,

acomodada a la situación actual, podría ser un canto colectivo de amor a la ciudad, del que Benito

Bonifaz ha legado el ejemplo máximo.

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tercera Parte / 30 capítulos

La hemorragia de sangre por el vértice de la herida era constante y había que emplear todos los recursos imaginables para contenerla. El inteligente facultativo doctor don José María Febres, que era su médico de cabecera, había agotado toda su ciencia sin hallar el remedio. La cariñosa solicitud de sus hermanas y demás familia, apenas conseguía atenuar, un tanto, los indecibles sufrimientos del herido. El dignísimo sacerdote doctor don Julián Cáceres, le había prestado los auxilios de su sagrado ministerio.

Benito Bonifaz era arequipeño y por lo mismo tan católico, como inspirado y valiente.

Poco después de conducido a su casa había sufrido un desmayo: al volver, su primera pregunta fue:

—¿Cómo sigue la causa de Arequipa? —Va bien —le respondieron. —Triunfamos —agregó, con el acento de la convicción. En seguida pensó en preparar su viaje a la eternidad. Entre agudos dolores, desmayos y aletargamiento, pasó la horrible noche. Pero desde la mañana se reagravó notablemente su estado. Casi no hablaba ya. Una especie de somnolencia se había apoderado de él. Su espíritu fluctuaba

entre el tiempo y la eternidad. ¿Qué pasaría entonces en su alma? ¡Morir cuando la vida le sonreía, morir en la primavera de la existencia! Bonifaz abrió los ojos. Sus hermanas lo rodeaban, anegadas en llanto. Doble motivo les hacía derramar esas lágrimas; porque en esos momentos,

las tropas vencedoras penetraban a la plaza y su hermano se moría. Benito fijó en ellas su penetrante mirada y, con un movimiento convulsivo en los labios, en mérito al esfuerzo, preguntó, haciendo a la vez un movimiento significativo con la cabeza:

—¿Cómo sigue eso? Todos los circunstantes unos a otros se miraron, sin saber qué respuesta dar. Él, continuó interrogándolas con la mirada. Al fin, una de sus hermanas rompió el silencio, diciéndole con infinita

dulzura: —¡No pienses más en eso, hermano mío, todo se ha perdido! —¿Todo?... —¡Sí, ya entró Castilla! Bonifaz se estremeció, lanzó un profundo suspiro y cerró los ojos. Aquel era su golpe de muerte.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Sus hermanas se apartaron sollozando. Momentos después se sintió extraña agitación en el patio, carreras de los

criados que corrían a ocultarse, pasos, ruidos de espadas. Por último, la voz del general Buendía que, después de preguntar por Bonifaz, se dirigió a la habitación donde se hallaba, pidiendo permiso para entrar.

Las puertas se le franquearon y en un instante el dormitorio del Tirteo arequipeño, se vio invadido de multitud de sus enemigos vencedores que, con el kepí en la mano, apenas si se atrevían a avanzar hasta su lecho de muerte, sobrecogidos de respeto y admiración.

Buendía se aproximó hasta su cabecera y, no sin profunda emoción, vio los tintes de la muerte extendiéndose sobre aquel juvenil semblante. Bonifaz abrió los ojos y lo reconoció; también se reflejaron en sus pupilas los cordones de oro y los bordados de los vencedores y algo indefinible, inex- plicable pasó por su espíritu; quiso hacer un movimiento para incorporarse y le fue imposible; un gemido salió de su pecho.

—¡Doctores —dijo el general Buendía, dirigiéndose a los médicos—, quiero que a toda costa se le salve la vida!

Los doctores Vera y Corpancho, se aproximaron para reconocer la herida. El General les cedió su puesto, informándose entretanto por medio de la familia, de todo lo relativo al estado del herido.

—¡Es un héroe y un gran poeta! —dijo, volviéndose a su comitiva, y, dirigiéndose a los médicos, añadió—: ¡Que no se omita esfuerzo alguno por salvarlo!

Los médicos se apartaron del lecho, moviendo la cabeza. El doctor Vera se volvió, diciendo: —¡Nada hay que hacer! ¡No tiene remedio! El doctor Corpancho mandó aplicarle sanguijuelas al pecho. Esto era difícil, no

había de dónde tomarlas. Buendía conferenció en voz baja con los médicos, quienes, rápida y sen-

cillamente, le explicaron la clase de herida y el estado del paciente, que se hallaba en su última hora.

Todos los oficiales parecían vivamente interesados por el joven herido, espe- cialmente del comandante A. Méndez, que lo contemplaba con sumo pesar. Buendía, ya sin esperanza, se acercó de nuevo a Bonifaz y le tomó la mano, en signo de despedida.

El joven héroe se la estrechó con la expresión del agradecimiento. El General, llamado por los imperiosos deberes del momento, salió de la

casa profundamente conmovido, siguiéndole, silenciosa, su comitiva.

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tercera Parte / 30 capítulos

Pocos minutos después, expiró el ilustre poeta18.

Algunos soldados dispersos, completamente embriagados, dieron principio al desorden, derribando las puertas de algunas tiendas de comercio, situadas detrás de la Catedral.

Aquello amenazaba convertirse en un saqueo horroroso, pues en los mismos cuarteles había síntomas alarmantes.

Frases subversivas zumbaban en los oídos de los jefes, como el sordo rumor de la tormenta.

El desborde de una tropa vencedora y ebria ¿quién podrá contener? El firmamento se opaca repentinamente. Densos nubarrones envuelven la azul esfera. A los pocos instantes, cae un aguacero furioso, torrencial, cual nunca se

había visto en el curso de aquel año, ni aun en años anteriores y, sin calmar su fuerza, dura todo el día y hasta bien entrada la noche.

El oportuno aguacero, obliga al soldado a permanecer en su cuartel, con cierto pavor en el alma.

Capítulo 7

El gran cementerio

n silencio pavoroso se ha extendido sobre la ciudad vencida. Parece que la eternidad ha soplado sobre ella y cuanto vivía ha quedado sin respiración.

¡Viajeros del pensamiento, que visitáis todos los ámbitos del mundo en la época, día y ahora que, caprichosamente, elegís, si acertáis a pasar en esta noche por la ciudad del Misti, descubríos: estáis en la silenciosa mansión de la muerte!...

¡La palidez cadavérica triunfa hasta de las mismas tinieblas! La noche avanza lenta y lúgubre, cual nunca se vio. El aguacero incesante contribuye al pavor.

18 Sumamente interesada en adquirir datos positivos acerca de los últimos momentos del Tirteo arequipeño (como se le llama), no hemos omitido medio alguno para obtenerlos, habiéndolos recibido de testigos, de la misma familia, de sus hermanas que lo asistieron en los últimos momentos. Así, pues, cuanto hemos consignado acerca de Bonifaz, desde el momento en que cayó herido, hasta que expiró, es absolutamente histórico, en todos sus detalles.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Las calles están anegadas; el monótono ruido de los chorros que caen, hiela el corazón.

A las once principia a disminuir la lluvia; se suspende al fin y la reempla- za un airecillo glacial y sutil, que hace estremecer las fibras del alma y del cuerpo.

El destruido astro de la noche, en su cuarto menguante, vaga entre oscuros nubarrones; ya del todo se oculta, ya deja ver su medio rostro mutilado, del que se desprenden amarillos reflejos.

A favor de esa indecisa claridad, se ven amontonados los muertos, se contemplan sus lívidas facciones, sus desfigurados semblantes. Los templos y sus atrios no pueden contenerlos ya; por eso cubren el pavimento de las calles, las bóvedas y las cornisas, los patios y las torres, las huertas, las chacras y la pampa.

¡Dormid, dormid en paz! ¡Nadie turba vuestro descanso después de la pelea; porque cada blanco edi-

ficio que se destaca a vuestro alrededor, es un mausoleo, una bóveda sombría, que si no guarda cuerpos inanimados, contiene corazones que han muerto!

Ningún ser viviente atravesaba la población. Allá, en las calles del desastre, de vez en cuando, brotaba un gemido. Era de algún herido que se asfixiaba bajo un montón de cadáveres. Al fin, apareció una sombra en el inanimado campo, sombra que avanzaba y

se detenía. Después, muy lejos, surgió otra. No eran espíritus emanados de la tumba. Eran seres vivos que buscaban entre los muertos, a alguna persona amada

que no aparecía. De pronto, surgió un grupo de dos personas: eran un hombre y una mujer,

al parecer iban en demanda de una de las sombras que se presentaron antes; pues, sin detenerse, pasaron de prisa sobre los cadáveres y se dirigieron a una de ellas; después se apartaron y continuaron su camino, subiendo la calle de San Pedro.

—¡Allí está! —dijo la mujer, indicando con la mano a otra sombra, que, a la luz de la luna, procuraba reconocer el semblante de los muertos. —¡Desgraciada! ¡Va a volverse loca! —dijo el hombre. —¡No permita Dios esa nueva desgracia! —repuso la mujer, suspirando. —¡Aquí debe estar! —dijo la sombra— ¡aquí me dijo que venía! El hombre y la mujer se pusieron a su lado.

—¿No es cierto? —volvió a decir la sombra, que no era otra cosa que una mujer enlutada.

—¡Sí! —respondió el hombre—, ¡pero es de más, no podremos encontrarlo!

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tercera Parte / 30 capítulos

—Mira, ¿quién es este muerto? —¡No se le puede distinguir! —¡Vámonos, Rosa! —dijo la otra mujer, en tono suplicante. Acaso Jacinta sentía terror. Rosa no se tomó el trabajo de responder. El hombre raspó un fósforo y, a su luz, pudieron verse los semblantes de los

tres, tan pálidos, tan demacrados, como los cadáveres que les rodeaban. El hombre llevaba un brazo vendado con géneros ensangrentados. Era Luis.

Recorrió con la vista en un instante los rostros, los vestidos empapados en agua de los paisanos rígidos que alcanzó a distinguir; pues casi todos estaban debajo de los soldados.

El fósforo se apagó. —¡No está aquí! —dijo y un sollozo desgarrador, profundo, estalló en su

pecho y subió a su garganta; pero, en el momento lo contuvo y siguió bus- cando por otro lado.

El campo de los muertos, poco a poco, iba poblándose de mayor número de sombras, muchas de las cuales eran sacerdotes. Gracias a eso, de vez en cuando, se salvaba algún herido.

Por delante de la iglesia de Santa Rosa, brillaba a intervalos una lucecita. Provenía de un farolito de papel, que iba y venía en todas direcciones. El que lo conducía debía tener el más vivo interés por encontrar a alguien, pues recorría afanosamente todas las inmediaciones.

Un grito espantoso, turba de improviso el silencio de la lúgubre calle de San Pedro.

Salvemos la distancia y veamos qué sucede. Al pie de Malakof hay un grupo formando un cuadro desgarrador. Una mujer arrodillada sobre un lago sanguinolento, fija la extraviada pu-

pila en el semblante de un cadáver, cuya cabeza sostiene con ambas manos, mientras el resto del inanimado cuerpo, desaparece bajo otra porción de cadáveres, arrojados al parecer de lo alto del fuerte a la calle.

Un hombre alumbra la escena con un fósforo. Es la infeliz Rosa, contemplando el desfigurado cadáver de José. Luis tiene el

cabello erizado y el alma traspasada. Jacinta se ha cubierto la cara con el mantón. El fósforo se apaga y aún Rosa permanece inmóvil, cual si se hubiera

petrificado. Luis, haciendo un prodigioso esfuerzo, la toma por la cintura y la arranca de

aquel lugar. Los lamentos de Rosa resuenan pavorosos en todo el campo del desastre.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Poco después, dos hijos del pueblo conducen en una manta el cadáver del honrado artesano de la calle de Santa Teresa, seguido de Rosa y Jacinta que le acompañan sollozando.

El del farolito divisa la comitiva y la sigue con la vista murmurando: —¡Oh, funesta guerra civil! ¡Cuánto luto y desolación esparces! ¡Cuánto

cuestas a la Patria, cuán inútil eres! El que así razonaba, era un religioso franciscano, fray Antonio Robles. Con la capilla calada sobre la Cabeza y el farolito en la mano, continuó su

excursión por entre los muertos. Al fin se detuvo cerca de la segunda trinchera. La luz de su farol había caído sobre el semblante de un cadáver que llamó su

atención. —¡Este es! ¡Pobre hijo mío! —exclamó. Y dos gruesas lágrimas rodaron por las demacradas mejillas del buen

sacerdote. El muerto que tenía delante era Jorge. Fray Antonio le puso la mano en la frente: era de hielo. Sus cabellos y vestidos estaban empapados por la lluvia y el rígido cuerpo,

caído de espaldas, estaba por resbalar de sobre una pirámide humana; sin embargo, parecía aletargado más bien que muerto.

Fray Antonio concibió una ligera esperanza. Dejó en el suelo el farolillo y, a favor de la débil luz de la luna, desabrochó el

pecho del cadáver. A pesar de hallarse toda la ropa empapada por la lluvia, tenía la camisa

pegada al cuerpo, con la sangre congelada que cubría la herida. El religioso se guardó de desprenderla y, por sobre la tela ensangrentada, le aplicó la mano al corazón.

Transcurrieron algunos instantes y, al fin, percibió, claramente, una débil palpitación.

—¡Aún tiene un soplo de vida! —dijo—, aún es posible salvarlo. Ante todo, necesita abrigo; está entroncado; pero ¿cómo lo arranco de aquí? Probó a levantarlo y tuvo que convencerse que la edad había aniquilado sus fuerzas

Se volvió para ver si había alguien que le ayudase y notó a poca distancia a un hombre que, con el brazo vendado, reconocía la calle con un fósforo en la mano.

—¡Joven! —le gritó— haga Ud. la caridad de ayudarme a levantar a este infeliz, que, según creo, vive aún.

El hombre se acercó. —¿Quién es? —preguntó.

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tercera Parte / 30 capítulos

—Quizá Ud. lo conozca —dijo el religioso, alzando el farol a la altura del rostro del herido.

—¡Jorge! ¡Mi amigo, mi hermano! —exclamó Luis estrechando entre sus brazos el frío cuerpo y vertiendo sobre él sus lágrimas.

Fray Antonio se conmovió: —¡Cuanto antes hay que abrigarlo lo más posible! —dijo. —¿Y está vivo? —preguntó Luis, incorporándose. —¡Aún palpita su corazón! —¿Y a dónde lo llevamos? En su casa nadie se entiende; porque hemos

hallado muerto a don José; la mía no existe, ha sido una de las tomadas. —¡A mi celda! —dijo el religioso.

Luis tomó a Jorge y, con suavidad, lo atrajo hacia sí. —¡Nos hace falta una manta! —dijo. —¡Aquí está! —repuso fray Antonio, quitándose el manto y extendiéndolo

en el suelo. En seguida cogió el cuerpo por los pies y, no sin esfuerzo, logró ayudar a

Luis a colocarlo en aquella especie de mortaja. Luis se limpió el sudor. —¿Está Ud. herido? —preguntó el religioso.

—Sí, señor; Jorge me encomendó la defensa de la torre de Santa Marta y allí me hirieron; pero no me he hallado capaz de pasar la noche sin saber de él y del pobre de don José. Que en paz descanse.

—¡Qué tragedia tan espantosa! —dijo el religioso, alzando los ojos al cielo.

—¡Qué espectáculo tan horrible! —añadió Luis, tendiendo en torno la mirada.

—¡Nunca! —dijo el franciscano—. ¡Nunca debe de sacrificarse así un pueblo, a no ser que el honor nacional lo exija!

—Siempre he pensado en lo mismo; pero a última hora tomé las armas; porque ya era cuestión de honor y de vida o muerte para Arequipa. Este sacrificio ha sido por ella, no por Vivanco, que, después de sacrificarla, se va acusándola de ser causa de su desventura.

—¡Insensato! Luis, que durante este breve diálogo, se había arreglado las vendas al-

canzó a distinguir a un paisano que se alejaba, sin duda, por no hallar lo que buscaba.

Se dirigió a él, suplicándole le ayudase a conducir a Jorge. Con la mayor voluntad se prestó. —¡Busco a mi padre y no lo encuentro! —dijo— tengo esperanza de

hallarlo en algún cementerio o iglesia. —¡Tal vez en San Francisco! —dijo Luis.

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A

Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Apresurémonos que el aguacero se nos viene encima! —dijo fray Antonio.

Pronto Jorge fue levantado en la manta por los dos hijos del pueblo, que, lentamente, lo condujeron.

La triste y silenciosa comitiva tomó por la calle San José, precedida por el buen religioso que alumbraba con el farolito en la mano. La lluvia que volvió a empezar con furia, apagó bien pronto la luz y el grupo se perdió en la oscu- ridad que tornó a reinar desde que las nubes volvieron a cerrarse, sepultando en sus negros senos el cortado rostro de la luna.

La lluvia continuó sin cesar un momento, en todo el resto de la noche. Sin duda, el Ángel custodio de Arequipa a la vez que la escudaba con sus alas, derramaba sobre ella su copa llena de lágrimas.

Capítulo 8

El célebre decreto

quella misma noche, mientras el general Vivanco, armado de su pasaporte, se alejaba maldiciendo de su suerte y del pueblo que ha- bía sacrificado, como el victimario de su víctima por el remordimiento

que le causa; el general Castilla indagaba con empeño por Javier Sánchez. Quería saber si vivía y ver, con sus propios ojos, a aquel artesano que había despreciado 6,000 pesos y los despachos de Comandante, por no traicionar su causa; quería contemplar de cerca al héroe que, en los modernos tiempos, había formado una columna de espartanos.

Por más que hizo, no pudo adquirir noticia alguna. ¿Qué sabían los que le rodeaban? ¿Qué podían decirle aquellos mudos edificios cerrados por dentro con dobles filas de sillar?

Entretanto, el heroico jefe de los Inmortales, era auxiliado por otro reli - gioso franciscano, fray Pedro Fuentes, el que, después de oírle en confesión, en nombre de Dios lo absolvió.

El día siguiente a la toma de Arequipa, era lunes 8 de Marzo, día de San Juan de Dios.

Por una notable coincidencia, su entusiasta mayordomo sobrevivió hasta ese día.

A las 8 de la mañana, Javier Sánchez, el grande, el heroico, dejó de existir. Su cadáver fue sepultado, con las reservas del caso, en el mismo templo

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tercera Parte / 30 capítulos

de San Juan de Dios, al pie del altar del santo19. Un fúnebre silencio reinaba en Arequipa.

Solo transitaban por sus calles algún sacerdote cuyo auxilio se reclamaba, los soldados del ejército vencedor que, en carretas, llevaban sus heridos a la Catedral20 convertida en hospital de sangre por orden de Castilla, y algunos paisanos que en borricos conducían sus muertos y en mantas sus heridos.

Así transcurrieron los tres primeros días. Después se vio a los prisioneros deshaciendo las trincheras21; entre otros, al

intendente de policía coronel Muñoz, a quien se le condenó a trabajar con una pesada barra de grillos en los pies.

También se procedió a asaltar a medianoche las casas donde se sospechaba la existencia de armas; se destrozaban las puertas y se derribaban las paredes que hacían estorbo.

La mayoría de las familias estaban huérfanas; los padres, hijos, esposos o hermanos yacían ocultos, fugitivos, muertos, heridos o prisioneros. La miseria subía de punto día por día.

Las lágrimas se agotaban y la desesperación crecía. Los habitantes de Arequipa parecían condenados a morir emparedados

dentro de los muros de sus casas. Trasladémonos al convento de los franciscanos. Han transcurrido cinco días del combate y son cerca de las dos de la

tarde. La celda de fray Antonio, es la misma que hemos visitado otras veces; la

ventana que cae sobre la calle de Santa Teresa está abierta; la luz y el aire penetran abundantemente.

Sobre una tarima de madera, en una humilde cama, yace Jorge. A alguna distancia, el religioso y un médico, hablan en voz baja.

—¿Cómo lo encuentra Ud., doctor? —Hoy está en magníficas condiciones; tiene fiebre, pero la pulsación es

igual; la respiración, más tranquila. —Luego, ¿puede creerse que se ha salvado? —¡No tanto!, ¡pero hay motivo para fundar grandes esperanzas! Afortu-

19 Al hablar de Javier Sánchez y de su heroica Columna Inmortales, hemos tenido el cui - dado más escrupuloso para no consignar nada que no sea rigurosamente histórico; para esto, hemos recurrido al testimonio de personas respetables, que presenciaron sus hechos y muerte, al de sus mismos compañeros de taller, amigos y vecinos; hemos oído parte de esta narración, de boca de un Inmortal (acaso el único sobreviviente) anciano ya y casi inválido. 20 Estaba recién construida y aún sin estucar. 21 Ninguna trinchera fue rota durante el ataque.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

nadamente, la herida del pecho, aunque profunda, no le ha comprometido seriamente ninguna entraña principal; las de la cabeza y el brazo son raspetones de bala y no ofrecen ningún cuidado.

—¿Pero esa postración, esa especie de insensibilidad?... —Son consiguientes a la pérdida de sangre y al entumecimiento de todos sus

miembros, por causa de la lluvia; además, la falta de alimento, las impresio- nes morales, la debilidad del cerebro, convaleciente de un ataque apopléjico, todo, todo contribuye a agravar su estado; por eso, hasta ahora, sólo concibo esperanzas, sin atreverme a asegurar su curación.

—¡Pobre Jorge! —Importa mucho que cuando recupere sus facultades, que espero sea

pronto —agregó el doctor, mirándole de lejos—, se le eviten las impresiones, la conversación, todo lo que pueda afectarle; porque no quiero ocultar a V.P. que, en su estado sería fácil un trastorno mental, que puede convertirse en amnesia o desarrollar en locura.

El religioso tembló. —¡En cuanto a eso, yo respondo que nadie entrará aquí, nadie más que yo!

—Lo que está haciendo V.P. es una verdadera obra de caridad —dijo el doctor, tomando su sombrero para retirarse.

—Nada de eso, doctor, es un deber impuesto por el cariño; porque yo he visto crecer a Jorge y lo he hecho jugar sobre mis rodillas —respondió fray Antonio, acompañando al médico hasta la puerta.

—Sin embargo, es meritorio su desvelo y, en verdad, lo merece ese joven, porque es un héroe.

—¡Y un mártir! —añadió el religioso. —¡Hasta mañana, padre! —¡Hasta mañana, doctor! En este momento llamaron a coro. El religioso volvió a la celda, tomó el breviario y cerrando cuidadosamente la

puerta, se dirigió a la iglesia. Jorge quedó solo. Profundo silencio reinaba en torno suyo; él parecía dormir tranquilamente.

Estaba pálido e inmóvil, pero se apercibía la vida, la circulación de la sangre a través de su cutis transparente.

Tenía la fisonomía contraída con una expresión de dolor. De súbito, una ráfaga de viento, impeliendo con fuerza el bastidor de la

ventana, hizo chocar el cristal contra la pared, con tanta fuerza, que se des- prendió, cayendo en pedazos.

Al inusitado ruido, Jorge se estremeció, dejó de respirar con fuerza y abrió los ojos.

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tercera Parte / 30 capítulos

Algunos segundos permaneció dejando vagar una mirada sin expresión en derredor.

Podía creerse que al volver a la vida, volvía privado de la razón. Mas, poco a poco, sus pupilas fueron fijándose, ya en uno, ya en otro objeto,

brillando en ellas la luz de la inteligencia. Después de mucho tiempo, lanzó un débil suspiro y volvió la cabeza, como

tratando de reconocer el lugar en que se hallaba. Miró el techo y las paredes, los escasos muebles, los viejísimos lienzos; hizo un

movimiento para voltearse y, al mismo tiempo, un gesto de dolor; luego se quedó pensativo.

Tenía ya conciencia de sí mismo, pero nada recordaba. ¿Por qué le dolían el pecho, el brazo, la cabeza?

Hizo un esfuerzo para recordarlo. De improviso, surgió en su memoria Iriarte, con su espada, la trinchera, los

soldados, los muertos, después... ¡nada! Fatigado con este esfuerzo, cerró los ojos. Pero no acudió el sueño en su auxilio y vio una niña vestida de blanco,

estaba muerta y era Elena. A través de los cerrados párpados y rizadas pestañas del joven, brotaron dos

lágrimas, mientras en su pecho se alzaba un gemido. Después oyó un ruido lejano que gradualmente se iba acercando; esto no era producto de la imaginación, sino que distintamente llegaba a sus oídos, en alas del aire que entraba por la ventana.

Era como avance de tropas, movimiento de ruedas, pisadas de muchos caballos.

Jorge volvió a abrir los ojos, tratando de darse cuenta de lo que pasaba. Tenía sed. Al alcance de su mano había un jarro con agua, extendió el convulsivo bra-

zo y, no sin grandes esfuerzos, logró aproximar el fresco líquido a sus labios. Bebió algunas gotas y volvió a soltar el jarro sobre la silla de donde lo levantó.

El agudo sonido de clarines y cornetas lo hizo estremecer. ¿Qué era aquello?

¡Un ejército! ¿De quién, de dónde? ¡Nada sabía! ¡Hubo combate sangriento, espantoso!, pero ¿el resultado? ¡No se acordaba!... Un velo oscurísimo había caído sobre su memoria respecto a este punto. —¡Arequipa debe haber triunfado! —pensó.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

El encontrarse vivo, en una regular cama, afirmó su creencia. Entretanto, la infantería desfilaba, seguida de la artillería, cuyos cañones

retumbaban sordamente al rodar sobre el pavimento; cerraba la marcha la caballería con sus estandartes desplegados.

El ejército hizo alto al pie de la ventana de la celda de fray Antonio y a los oídos de Jorge llegó, clara y distintamente, la voz de un pregonero, que dijo:

EL LIBERTADOR RAMÓN CASTILLA, PRESIDENTE PROVISORIO DE LA REPÚBLICA Y GENERAL EN

JEFE DE SUS EJÉRCITOS Considerando: El mayor asombro se dibujó en el semblante de Jorge, que hizo un gran

esfuerzo para redoblar su atención. El pregonero continuó:

Que la capital del departamento de Arequipa, ha dado repetidas y

muy nocivas pruebas de abusar de su poder, empleándolo en

conjuraciones ar- madas contra el orden público y arrastrando en sus funestas

inclinaciones a las otras provincias que componen el departamento,

por la supremacía que ha ejercido en ellas. Que la última revolución, que ha sucumbido dentro de los muros de

esta desgraciada ciudad, en virtud de esfuerzos extraordinarios de valor

y cons- tancia del Ejército Libertador, puso en peligro la independencia

nacional22 ha costado a la Nación su descrédito en el exterior, el sacrificio

doloroso de más de diez mil víctimas en todo el curso de la revolución y

más de veinte millones23 del erario nacional, sin contar las dilapidaciones

por los revolucionarios. Que todas las medidas que hasta hoy se han tomado por el

Gobierno para cortar los gérmenes de sedición que existen en este pueblo,

han sido ineficaces y es necesario tomar una que, sin ser sangrienta,

produzca los resultados benéficos que la Nación se promete con el triunfo del

ejército y no deje estériles todos los sacrificios que se han hecho por

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consolidar el imperio de las leyes. Decreto: 1º— Queda suprimido en la organización política y territorial de la

Repú- blica, el Departamento de Arequipa. La antigua capital del

Departamento formará una sola provincia, con el nombre de “Provincia de

Arequipa” y tanto ella como las demás, se entenderán, directamente, con el

Poder

22 “¡No sabemos cómo!”, comenta María Nieves en nota al pie de página. 23 “Por cierto que, aunque toda esa cantidad desapareciese, no se gastó en combatir la revo- lución ni la octava parte”. Nota de la autora.

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tercera Parte / 30 capítulos

Ejecutivo en todo lo relativo al servicio público.

Jorge lanzó un grito y se cubrió la cara con las manos, quedando inmóvil sobre la cama.

El religioso, que volvía de rezar coro, oyó el grito, apresuró el paso y se lanzó dentro de la celda, llegó hasta el herido y le descubrió el semblante. Estaba desmayado.

El pregonero prosiguió imperturbable: 2°.— Queda abolida la Corte Superior de Justicia y reducida la

magis- tratura a los Jueces señalados por la ley para las provincias. Los

vocales nombrados por el Gobierno y cuya conducta política haya sido leal,

serán trasladados a otras cortes y considerados según sus méritos. Igual

conside- ración se tendrá con los demás empleados políticos y civiles que no

hubiesen servido a la Regeneración; y, por el contrario, perderán sus empleos y

goces, sometiéndose al correspondiente juicio, los que de alguna manera

hubiesen tomado parte en ella”.

Al escuchar esto, el buen religioso todo lo comprendió y, temiendo que la impresión realizara los temores del médico, ni aun se atrevió a procurar que Jorge volviese en sí, su único recurso, fue invocar a Dios en trance tan peligroso y, pálido y silencioso, se arrodilló junto al lecho. El pregonero seguía:

3º— Eríjase en Gobierno Litoral el Puerto de Islay, anexándose

a su jurisdicción territorial, los distritos del valle de Tambo, de la

Provincia del Cercado de Arequipa y Quilca y de la Provincia de Camaná. 4°— Que la Tesorería, que antes era de Arequipa, se trasladará a Islay,

con el nombre de Tesorería de las Provincias, la cual estará bajo la

vigilancia del Gobernador Litoral. Los fondos de Aduana y los que

recauden los subprefectos, con arreglo al actual sistema de contribuciones,

ingresarán a esta Tesorería, contra la cual librará el gobierno, para cubrir los

presu- puestos de gastos que deberán pasarle los subprefectos.

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5°— Esta nueva organización comenzará a regir desde el día de la

publi- cación de este decreto y se dará cuenta de ella al Excelentísimo

Consejo de Ministros y al primer Cuerpo Legislativo que se reúna, con el

informe que justifique la necesidad de esta urgente medida, la única

salvadora de la tranquilidad nacional y del bien particular de Arequipa.

Comuníquese a quienes corresponda y publíquese en el Boletín del Ejército. —Dado en Arequipa, a 12 de Marzo de 1858.

RAMÓN CASTILLA,

Manuel Nicolás

Corpancho, Secretario.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Resonaron de nuevo los clarines, se movieron las cureñas y el ejército siguió su marcha.

Fray Antonio continuaba arrodillado y, a través de los dedos en que apoyaba su rostro, corrieron sus lágrimas.

Capítulo 9

Una hazaña más

a casa que ocupaba don Guillermo de Latorre, continuaba hermé- ticamente cerrada. El terror, la incertidumbre, el remordimiento y la angustia se alberga-

ban en ella. Nadie entraba ni salía. Tenían adentro provisión de víveres y no había para qué salir. Se ignoraba

todo, a excepción de lo que el pregonero anunciaba en la esquina. De buena gana la pobre Cecilia habría ido en busca de Luis; pero doña Enriqueta había echado llave a los cerrojos y al postigo. Isabel velaba cerca del lecho de su padre, cuyo mal estado inspiraba serios temores.

Ora lloraba, ora rezaba, mezclando en sus oraciones los nombres de su padre y de su hermano.

Don Guillermo se agitaba, sofocado por la fiebre, el remordimiento y el temor.

En su cerebro daban vueltas Jorge, Iriarte, Isabel, doña Enriqueta. En sus oídos resonaba la maldición del primero, los sarcasmos del segundo, los

sollozos de su hija, los improperios de su hermana. De vez en cuando, se le presentaban Carmen y Elena, como dos llorosos

espectros de la tumba. Todas estas alucinaciones huían ante la dulce voz de Isabel, que cariñosa

lo llamaba, ya para preguntarle cómo se sentía, ya para suministrarle algunas medicinas.

En vano, Latorre suplicaba a su hija que se retirase a descansar; Isabel no quería moverse de su lado; cuando el cansancio o el sueño la rendían, apoyaba la cabeza en el respaldo de la silla en que se sentaba y dormía algunas horas; entonces Cecilia velaba junto a ella.

Doña Enriqueta gozaba de un humor negro, desde el día en que Latorre dijo, delante de tantas personas, que Jorge era su hijo legítimo.

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tercera Parte / 30 capítulos

Apenas comía, regañaba a los criados, a veces lloraba, pero de cólera y no se asomaba al cuarto de su hermano y ni aun preguntaba cómo se sentía. Ella, voluntariamente, se mantenía en entredicho con toda su familia, pues con nadie se comunicaba, encerrándose en su habitación, cuando preveía que Isabel fuese a buscarla.

Así habían transcurrido todos los días del ataque. En esas horas de tanta angustia, cuando no solo las familias estaban estre-

chamente unidas, sino que se habían reunido dos y tres de ellas en cada una de las casas, para formar una sola, como si el peligro hubiera podido conjurarse con la unión, como si sus sufrimientos disminuyesen en intensidad al comu- nicarse mutuamente sus impresiones, sus pensamientos y hasta sus sueños, en los que se trataba de ver el vaticinio de los sucesos, Isabel se encontró aislada y no halló otro refugio que la habitación donde su padre, medio delirante, aumentaba su terror y su angustia.

Inaudito era lo que en esa familia pasaba; debió ser también el caso único en Arequipa.

Así continuaron los demás días. Dos hacían de que se había publicado un segundo bando, ordenando la

entrega de las armas. Eran las doce, o más, de la noche, cuando Isabel que hacía un cuarto de

hora estaba adormitada sobre el respaldo de su silla, despertó espantada ante un extraño y formidable ruido, proveniente del interior de la casa; puertas que eran derribadas, tropel de gentes, ruido de espadas, voces desacompasadas.

Cecilia entró despavorida, gritando: —¡Señorita, soldados! Y no pudo decir más. Isabel instintivamente, subió sobre el catre de su padre y, de un salto, se

puso al otro lado, es decir entre el catre y la pared. Don Guillermo, esforzándose por sacudir su marasmo, preguntó: —¿Qué es eso? ¿Qué pasa? En este instante aparecieron en la puerta Iriarte y algunos soldados. Isabel y Cecilia lanzaron un grito de terror. De Latorre, recuperando por algunos momentos su antigua energía, se

incorporó, preguntando con entereza: —¿Qué se ofrece? —¡Oh, señor de Latorre! —dijo Iriarte, quitándose el kepí y saludando

burlescamente—. Venía a avisarle que puse en manos de su hijo la carta que le escribió.

Don Guillermo, perdidas sus momentáneas fuerzas, se dejó caer sobre los almohadones.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Doña Enriqueta, a medio vestir y envuelta en un inmenso chalón de vicuña, se abrió paso por entre los soldados y penetró en la habitación de su hermano.

El miedo la impelía a refugiarse allí, porque toda la casa estaba llena de tropa armada.

Al ver a Iriarte, se tranquilizó un tanto, ocurriéndosele que, al fin era un caballero, es decir, por el origen; pero muy pronto este caballero, a pesar de su cuna, le heló la sangre en el corazón, porque al verla, soltó una carcajada.

Doña Enriqueta se puso encendida. —¡Insolente! —exclamó Isabel, desde el otro lado del catre. —¡Buenas noches, señorita! —dijo Iriarte, con cinismo— aprovecho esta

oportunidad para darle el más sentido pésame por la muerte de su hermano Jorge.

Un grito unísono, lanzado de cuatro gargantas a la vez, resonó en la ha- bitación.

Isabel se arrodilló, ocultando la frente entre la colcha de la cama y procu- rando ahogar sus sollozos.

Don Guillermo hizo estremecer el catre con una convulsión nerviosa. Doña Enriqueta respiró con más libertad. Cecilia lloraba, pensando en Luis. —¡Por cierto que, después de leer la afectuosa carta de su buen padre,

no tenía otra cosa qué hacer que buscar la muerte en una trinchera! —dijo Iriarte.

—¡Maldición! ¡Maldición! —murmuró Latorre, apretando con furia sus crispadas manos.

Un oficial, casi mulato, se aproximó. —¿Qué hacen, imbéciles, que no revuelven este cuarto? —gritó a los

soldados. —El Mayor no nos ha dicho... Iriarte soltó una segunda carcajada. —Es que he hallado aquí antiguos amigos a quienes estoy dando noticias

interesantes. Aquí donde Ud. lo ve, querido capitán Guijarro, estamos en presencia de una familia rica y que se cree nobilísima; la señora —señalando a doña Enriqueta— no obstante su original prendido de esta noche —carcajada general—, es de muchas campanillas y sangre azul, con más copete que la gorra de Pilatos y más vanidad que don Quijote; una noche de tertulia tuvo a menos que yo bailara con su sobrina y me hizo un público desaire y, mientras tanto, ignoraba que era tía carnal legítima de un cholo, ladrón por añadidura, a quien yo hice conducir a la cárcel pública, por haberle sorprendido escalando las paredes de la casa de su mismo padre, a quien robó una cadena de oro y

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tercera Parte / 30 capítulos

brillantes; este ha muerto como un perro en la trinchera, de resultas de una carta, en que, su amante padre, le negaba su ilustre apellido... —¡Mentira! ¡Mentira! —gritaron a la vez Isabel y doña Enriqueta. Don Guillermo quiso incorporarse y no tuvo fuerzas, lanzó un rugido, que terminó en sollozo.

Era aquella la mayor expiación de su vida. —Bueno —dijo Guijarro— todo eso no me importa. A ver, muchachos, a

registrar los muebles. No fue necesario más En menos de dos segundos, los muebles fueron derribados, rotos o arro-

jados al patio. —¡Bajo la cama! —gritó Guijarro. —¡Pero si aquí no hay nada! —dijo Cecilia. —¡Calla, chola, qué sabes tú! —dijo un soldado. —¡Levántese Ud. —dijo Guijarro a don Guillermo— o volteamos el

colchón sin su permiso! —¡No puede levantarse —dijo Isabel llorando— está enfermo de grave-

dad! —¡Pues, enfermedad y todo, arrojémoslo al patio! —dijo Iriarte. —¡No, por Dios, señor oficial! —exclamó Isabel, dirigiéndose al capitán

Guijarro y, juntando las manos, en actitud suplicante— ¡Mi padre se moriría. Tenga Ud. compasión de nosotros; que busquen toda la casa, que se lleven todo; pero que no maltraten a mi pobre padre!

—No hay cuidado, señorita, nosotros hemos venido a buscar armas no a ejercer venganzas cobardes— dijo Guijarro, mirando con desprecio a Iriar- te.

—¡Qué dice Ud. de venganzas cobardes! —gritó, furioso, Iriarte. —¡Sí, mi amigo, lo dije y lo repito! Ud. nos trajo aquí asegurando que había

armas y, hasta ahora, solo hemos visto a este pobre viejo y a estas señoras, a quienes no se cansa Ud. de afligir con sus necedades. Los que hemos tomado Arequipa a sangre y fuego, no necesitamos darla de valientes ensañándonos contra los enfermos y las mujeres, eso solo es propio de los que, en la hora del peligro, se pasan por no combatir.

—¡Miente Ud. si dice que no he peleado, que con mi propia espada no atravesé, de parte a parte, a ese Jorge aborrecido!

—¡Hermano mío! —exclamó Isabel, llorando. —¡Asesino! —murmuró sordamente Latorre. —Sí, sería un asesinato inútil —dijo Guijarro— y tenga Ud. cuidado con la

lengua, amiguito; porque si se desvía Ud., yo probaré que ese reloj que lleva, es el que, en tiempo de paz, regaló el general San Román al general Vivanco.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¿Y Ud. sabe si Vivanco me lo regaló o me lo dio a guardar? —¡En tal caso, preciso sería tratar a Ud. como al traidor más repugnante!

¡Ea, muchachos, a registrar la cocina, el comedor, los gallineros! Todos salieron incluso Iriarte, que, sin oponer resistencia, se dejó arrastrar con Guijarro.

—¡Malvado, traidor, perverso, oprobio de tu familia, yo te escupo la cara! —gritó doña Enriqueta, con voz enronquecida.

Iriarte, furioso, quiso regresar; pero Guijarro lo contuvo. Media hora después, salían todos por la puerta de calle, cuya cerradura fue

forzada, dejando la casa como un campo de batalla.

Capítulo 10

La última batalla

a mañana que siguió a esta noche fue horrible. Don Guillermo estaba malísimo; fue necesario llamar al médico. El doctor Peña declaró que el caso, aunque no desesperado, era muy

grave y que sería conveniente que Latorre arreglase sus asuntos. Solo por especial protección de Dios no desfalleció Isabel, al escuchar este

dictamen. No se le ocultó que esta era una manera delicada de hacerle saber que su

padre se moría. Para mayor dolor, ella misma tuvo que comunicar a don Guillermo la

opinión del doctor Peña, respecto a la conveniencia de arreglar sus asuntos, fingiendo una serenidad que no tenía.

De Latorre era católico; pero de esos que viven sin acordarse que lo son. Al saber que iba a morir, sintió necesidad de arrojarse en brazos de la reli- gión; tenía un enorme peso en la conciencia; necesitaba desahogar su pecho en un seno amigo; necesitaba ser perdonado en nombre de Dios. Salió, pues, Cecilia en busca de fray Antonio.

El buen religioso llegó antes que aquella, pues, cumplido su cometido, voló a informarse de Luis.

Cuando fray Antonio entró a la casa, fue recibido por doña Enriqueta, cuyo humor se había compuesto un tanto.

Isabel al ver al sacerdote rompió a llorar. —¡Padre mío! ¡Qué desgraciada soy! ¡He perdido a mi hermano y mi

padre va a morir!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Resignación, hija mía, valor ante lo que pueda sobrevenir; nunca podemos tributar un homenaje más agradable a Dios que cuando en trances como este, sometemos nuestra voluntad a la suya!

—¡Lo mismo le digo yo! —dijo doña Enriqueta, suspirando tristemente. —Además, no son nuestras desgracias tan grandes como a veces las ima- ginamos, ¡quién sabe si el doctor se habría equivocado, si habrá una reacción favorable y su papá sanara!

—¡Ah! ¡Eso es muy difícil, bastante lo conozco! —dijo Isabel. —¡Para Dios no hay imposibles! —agregó devotamente doña Enriqueta.

—¡Muchas veces nos somete a duras pruebas, que suelen convertirse en grandes gozos! Ahora mismo quién sabe si Ud., hija mía, se encuentre de improviso entre los dos seres por quienes llora: el que cree haber perdido y el que teme perder.

Isabel, a través de sus lágrimas, miró al religioso con extrañeza. Doña Enriqueta nada comprendió. —¡Jorge ha muerto! —repitió Isabel. —¡No es cierto, hija mía, Jorge vive! Isabel lanzó un grito de gozo. Doña Enriqueta hizo un movimiento de asombro y, acaso, de contrariedad. —¡Padre mío! —exclamó Isabel— ¿Es cierto que mi hermano vive? —¡Muy cierto, hija mía, pero vamos a don Guillermo! —La impresión de esta noticia puede agravar a mi padre —dijo Isabel,

acompañando al religioso. —Yo se la daré con toda precaución, porque es necesario —repuso fray

Antonio, acentuando las últimas palabras. Isabel dejó al religioso en la habitación de su padre y se retiró al oratorio;

tenía necesidad de orar. Doña Enriqueta entró a su cuarto, murmurando. —¡Esto no más faltaba!... Es preciso estar alerta. Hora y media duró la confesión de don Guillermo. Al fin salió el sacerdote y llamó. A la vez se presentaron Isabel y doña Enriqueta. —El señor de Latorre desea hacer su testamento —dijo fray Antonio. —¡Padre mío! —¿Y quién debe entender en eso? —preguntó doña Enriqueta. —¡Hija mía! —dijo don Guillermo. Esta se aproximó, enjugándose las lágrimas. —Haz llamar al doctor Peña, necesito sus servicios como amigo. Isabel

envió a Cecilia. El religioso trató de despedirse.

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tercera Parte / 30 capítulos

—Hágame V.P. el favor de quedarse —dijo, con voz suplicante, el enfermo. —El Padre tendrá que hacer, es una imprudencia detenerle —dijo doña Enriqueta.

—Con todo, le suplico que no me deje hasta que todo quede arreglado —agregó don Guillermo.

—Si Ud. cree que mi presencia le sea útil, me quedo —repuso el franciscano, tomando asiento.

—¡Dios ha de recompensarle! Doña Enriqueta también se sentó. Momentos después, entraba el doctor Peña, bastante contristado. —¡Pido a Ud. mil perdones, querido doctor, por la libertad que me he to-

mado y la molestia que le ocasiono! —dijo con voz desfallecida el enfermo. —¡Nada de eso, amigo mío, nada de eso; será muy satisfactorio para mí serle útil en algo!

—Confiando en la amistad sincera que siempre me ha manifestado, lo he hecho venir. Se trata de una cosa muy seria, para lo cual es indispensable la intervención de un amigo... como Ud.; voy a hacer mi testamento.

—No estará demás, aunque no se halla Ud. en estado tan alarmante. —Doctor, yo no me engaño, muy poco me resta de vida; antes de compare-

cer ante el Tribunal de Dios, es necesario liquidar las cuentas de la conciencia... Dios se ha compadecido de mi dolor... ¡Mi hijo Jorge vive!

—¿Es falsa la noticia de su muerte? —dijo con gozo el doctor Peña. —Sí, la Divina Providencia lo ha salvado —dijo fray Antonio. Doña Enriqueta estaba visiblemente mortificada y, sin poderse dominar

por más tiempo, se atrevió a decir: —¡Guillermo delira, ese Jorge no es hijo suyo, ni tiene el menor parentesco

con nadie de la familia! Latorre se agitó. —¡Señora! —dijo con dulce firmeza el religioso —¡ante la tumba deben

terminar todas las preocupaciones sociales! ¡El señor de Latorre tiene un hijo legítimo, a quien reconoce como tal en más de un documento y a quien no le sería lícito negar en presencia de la muerte!

—¿Y quién puede asegurarle a él mismo, que su hijo no muriese y que el tal Jorge sea un impostor?

—¡Mi conciencia! —repuso con voz solemne don Guillermo. —Las pruebas que posee mi hermano —añadió Isabel. —¡Y si a mí se me da crédito, mi propio testimonio! —agregó el religioso—

porque yo dirigí muchos años la conciencia de Carmen Flores; yo la asistí en su última hora; a mí me comunicó el secreto de su matrimonio, autorizándome para revelarlo cuando lo creyese necesario y Jorge ha crecido sobre mis rodillas y ha jugado con mi cordón franciscano.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Una granada de Castilla, que hubiera reventado en medio de la habita- ción, no hubiera causado tanto estrago, como esta revelación inesperada, en el ánimo de doña Enriqueta.

Se levantó airada y aproximándose a don Guillermo le dijo, con voz so- focada por la ira:

—¡Creo que tú no querrás hacer una declaración, que ponga a tu hija a las puertas de la caridad pública!

—¡Si tal tuviera que suceder, antes que faltar en estos momentos a mi conciencia, me permitiría recomendarte a mi hija; pero no, Jorge tiene derecho a mi fortuna, Isabel tiene la de su madre!

—¡Que con la ruina en que estamos, es casi nada!; pero bien, si lo quieres, dale a ese Jorge lo que te parezca; pero no eches un borrón sobre la familia, concediendo tu apellido a un cholo.

—Calla, hermana, por Dios... me haces daño... porque tus palabras agitan mi conciencia, con la memoria del más horrible de mis crímenes. —¡El de habernos traído a un hijo que nos abochorna y que yo, jamás, ¿lo oyes?, jamás reconoceré por pariente!

—¡Basta, tía, por Dios! —dijo Isabel sollozando. —Doctor, un escribano y los testigos que Ud. tenga a bien —dijo Latorre,

estrechando significativamente, la mano de su amigo. Este comprendió que no había tiempo qué perder y, tomando su sombrero, salió con precipitación.

A doña Enriqueta le embarazaba demasiado la presencia del franciscano; algo habría dado por alejarlo de allí.

Fray Antonio leía como en un libro este pensamiento, sobre el semblante de aquella indomable criatura.

Doña Enriqueta, dominando su ira, se acercó a don Guillermo y, suavi- zando su voz, dijo:

—¡Hermano mío!, perdona mis amargas expresiones; si cometiste esta falta en tu juventud, ya está perdonada, yo bien veo que debes repararla; pero, sin cometer un desacierto mayor, preciso es conciliarlo todo: cede a tu hijo la fortuna que crees le corresponde, en calidad de legado, Isabel nunca se la disputará, así evitarás el escándalo que, con una inconsulta declaración, sobrevendría ¿qué falta le hace un apellido diferente del que siempre llevó?

Don Guillermo se agitó, llevando una de sus trémulas manos a su frente abrasada.

—Aunque en esta hora me atreviera a cometer tan horrible delito —dijo con voz débil— Jorge tendría derecho a llevar su apellido a la hora que qui- siese; bastante derecho le dan los documentos que posee.

—¡Se los podemos comprar! —dijo doña Enriqueta, como quién halla la medida salvadora.

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tercera Parte / 30 capítulos

El religioso abrió su breviario. Don Guillermo repuso: —¡Bastante he ofendido a Dios; no provocaré de nuevo su justicia, cuando

está haciendo brillar sobre mí su infinita misericordia! Isabel... —¡Padre mío! —repuso esta, aproximándose.

—¿No es cierto que amas mucho a tu hermano? —¡Con toda mi alma! —¡Dios le conserve la vida para que sea tu apoyo! ¡Enséñale a perdonar

a su padre... dile cuán terrible ha sido mi expiación; él es bueno y generoso... él me perdonará. Ámale por mí, procura que olvide todos los daños que le he ocasionado!

Isabel inclinó la frente y un raudal de lágrimas brotó de sus ojos. Doña Enriqueta no pudo disimular su cólera y, levantándose bruscamente,

dijo: —¡Basta de conversación, que es lo que más daña al enfermo, Isabel,

retírate! Esta dirigió una mirada suplicante a su tía y otra al religioso. —Creo, señora —dijo fray Antonio—, que nosotros somos los que debe-

mos retirarnos, tal vez el señor de Latorre necesite hablar reservadamente con la señorita.

Don Guillermo tenía asida contra su pecho la mano de Isabel. —¡Al contrario! —advirtió— cuanto diga a mi hija respecto a Jorge debe ser

oído por todos, para que nadie le estorbe el proceder según mi voluntad. ¡Ojalá estuviera presente mi hijo!

—¡Isabel es muy libre de proceder como le parezca —prorrumpió doña Enriqueta—, pero ten entendido que yo jamás reconoceré al tal Jorge por pariente, ni le admitiré en mi casa. Imposible que mi familia se enrole con la cholada.

Por fortuna, en aquel momento, entraron el doctor Peña, el escribano y cuatro jóvenes más.

La pobre muchacha, al ver todo aquel aparato, sintió que las fuerzas le faltarían para presenciar acto tan solemne y saliendo precipitadamente fue a refugiarse en el oratorio.

Doña Enriqueta no se movió de su asiento. Hecha la protestación de la fe, según la fórmula de estilo. De Latorre dio

principio a las cláusulas esenciales del testamento, hasta llegar a esta: “Declaro que, en primeras nupcias, fui casado con doña Carmen Flores...” —¡Miente! —exclamó doña Enriqueta—. ¡Delira! ¡Una sola vez ha sido casado con la señorita Isabel Cádiz Rodrigo!

El escribano se quedó con la pluma en alto; los testigos se miraron sor- prendidos.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—Es cierto lo que he dicho —dijo don Guillermo, con angustia—, no miento delante de Dios y de la muerte, está bien mi cabeza, no deliro. El religioso y el doctor Peña lanzaron una mirada de reconvención a doña Enriqueta, que bajó los ojos.

El doctor Peña se aproximó al enfermo y después de pulsarle y examinar el estado de su cerebro, extendió allí mismo un certificado declarando, como médico, que don Guillermo de Latorre, en el momento de testar, se hallaba en el cabal uso de sus facultades intelectuales.

De Latorre le agradeció con una mirada de inmenso reconocimiento. Doña Enriqueta se mordió los labios de furia y, viendo que todos sus

esfuerzos eran vanos, abandonó la habitación, murmurando en el colmo del despecho:

—¡Que hagan lo que les dé la gana! Don Guillermo continuó haciendo en paz su testamento, según los dictá-

menes de su conciencia.

Capítulo 11

Fuerza del orgullo

oña Enriqueta entró a su dormitorio, morada de cólera, sacó del armario un manojo de llaves gruesas, las puso encima de la mesa y llamó a Cecilia.

—¿Has pasado por la otra casa? —le preguntó. —Sí y aun he entrado porque estaba abierta. —¿La han destrozado? —No; las salas están con las puertas abiertas de par en par como las deja-

mos; la huerta y el jardín, sí dan lástima, están arruinados. —¿Hay trincheras?

—No hay más que los sillares con que recién iban a levantarla. —Bien aquí tenemos las llaves que, a Dios gracias, mandé hacer por du-

plicado; busca un cargador que lleve mi cama. Cecilia se quedó mirando a su señora sin comprender. —¿No me has oído? —gritó esta—. Busca un cargador ahora mismo. —¿Se va Ud.? —Sí, ¿a ti qué te importa? —Estando tan mal el caballero... —¡Chola atrevida! —gritó doña Enriqueta, dando un paso hacia adelan-

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te.

Cecilia salió temerosa. —¿Qué hago? —se decía la pobre muchacha, perpleja, en medio del pa-

tio— ¿Le aviso a la señorita? No; porque, al querer detener a la señora, se va armar un alboroto peor que los anteriores, mejor es que me calle; pero ¿dónde voy a buscar cargadores, ahora que ni perros andan por la calle?

No obstante, Cecilia entró a su cuarto, tomó el mantón y salió. Después de media hora volvió con un hombre de mala facha. Era un antiguo conocido nuestro, el chileno Braulio.

Doña Enriqueta vació en un baúl sus vestidos, alhajas y cuanto creyó necesario; de su cama hizo un lío y, todo junto, se echó a cuestas el chileno. La señora estaba ya con manta.

—¿Se va Ud., señora? —se atrevió a preguntar, otra vez, Cecilia no dando crédito a sus propios ojos.

Doña Enriqueta, sin responder, salió rompiendo los vientos, como vulgar- mente se dice.

Cecilia se quedó llorando, no por doña Enriqueta sino por Isabel. El orgullo de la hermana de Latorre no conocía límites. A su carácter, naturalmente soberbio, se había unido la educación más

defectuosa. Sus padres, más ignorantes que ella misma, no habían sabido inculcar en su

corazón los santos principios del cristianismo. Le enseñaron, como por rutina, piadosas prácticas, pero no la religión; le

hicieron aprender a recitar la doctrina sin cambiar una sílaba, pero también sin entender una palabra.

Doña Enriqueta llegó a su casa, seguida de Braulio; hizo colocar todo en la pieza que siempre había sido su dormitorio y preguntó al chileno si no tenía un compañero que le ayudase a trasladar allí, en pocas horas, todos los muebles que necesitaba para arreglar de una vez la casa.

Braulio dijo que tenía un compañero inmejorable; salió en su busca y no tardó en regresar con el zambo Lorenzo.

Casi a la vez, llegó Hilario, el joven sirviente, a quien Cecilia enviaba para que acompañase a doña Enriqueta, pues temía que, en días tan azarosos y en casa tan desamparada, pudiera sucederle algo.

Con este oportuno auxilio, doña Enriqueta hizo trasladar todos sus muebles, recogiéndolos ya del monasterio de Santa Catalina, ya de una casa extranjera, ya del convento de San Francisco; pero, cuidando de no tocar lo perteneciente a su hermano.

Se acordó de los espejos con marcos de plata y, pensando que sería nece- dad dejarlos para que se los llevara un cholo, los hizo llevar con intención de

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Jorge, El Hijo del Pueblo

comprarlos a Isabel, si don Guillermo se moría. ¡Cosa inaudita!

Esta idea pasaba por su mente sin causarle impresión; el orgullo y la cólera, sofocaban en ella todos los sentimientos.

Los cargadores, a quienes Hilarlo no perdía de vista, condujeron los es- pejos con sumo cuidado y, por orden de la señora, los colocaron en una sala desmantelada, arrimados contra la pared.

El chileno también se apercibió de la existencia de plata labrada, en dos baúles que trasladaron.

En la tarde de aquel día doña Enriqueta quedó perfectamente instalada. Pagó a los cargadores y los despidió. En seguida, hizo cerrar la puerta de calle y trancar con sillares por dentro.

El zambo y el chileno se detuvieron a la media cuadra y hablaron largo rato, en secreto.

De su conversación, pudieron oírse estas frases: —¡No se debe perder tiempo! —¡Hay que avisar al otro! —¡Es de necesidad! —¡Al momento voy! Después se separaron. La calle estaba desierta.

Capítulo 12

Trance doloroso

on Guillermo firmó al pie de su testamento; en seguida, los testi- gos y el escribano. El doctor Peña quedó nombrado albacea y Jorge declarado hijo

legítimo de las primeras nupcias del testador. La conciencia acababa de triunfar sobre las preocupaciones; la justicia

sobre el interés; la religión sobre las miserias humanas. ¡Es tan diferente el hombre en la plenitud de la ambición, de la salud y de la dicha y en las puertas del sepulcro!...

Terminado el acto se despidieron el escribano y los testigos y entró Isabel que, encerrada hasta ese momento en el oratorio, estaba bien lejos de sospe- char el abandono que de ella había hecho su tía.

Tomó asiento a la orilla de la cama de su padre, que, no obstante su pro- longado trabajo, parecía más tranquilo.

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Ya no se revolvía desasosegado y casi furioso. La paz del alma purificada, se comunicaba al cuerpo. Se quejaba: porque sus

dolores eran recios; pero esos dolores los hacía soportables la resignación y quizá un espíritu de expiación, satisfactoria a la divina justicia.

Isabel se quitó un escapulario de Nuestra Señora del Carmen, que llevaba puesto y lo colgó del cuello de su padre, quien lo besó con esa expresión de sublime esperanza con que el moribundo se acoge al amparo de la Reina del Cielo.

El religioso dirigió algunas frases de consuelo al enfermo y se despidió de Isabel, hasta la noche, encargando, en voz baja, que si se le necesitaba antes, se le hiciese llamar.

Isabel solo repuso inclinando la cabeza, pues no acertaba a pronunciar una palabra.

El doctor Peña también se despidió por breve tiempo. Desde ese momento, reinaba el silencio y la soledad en torno de aquel

hombre, tan rodeado de gentes en otra época. Su hija velaba sola sus últimas horas, silenciosa como el dolor, dominado

por la resignación. Nada turbaba el silencio de la estancia, sino la respiración fatigosa del

enfermo, un ¡ay! arrancado al sufrimiento, algunas palabras pronunciadas con débil voz, como: ¡Dame agua!... ¡Qué calor!... ¡Jesús!... ¡Virgen María!...

Una nube sombría se extendía por toda la casa. Los criados reunidos en la cocina, bajo la dirección de la cocinera, co-

mentaban, a media voz, la especie de fuga de doña Enriqueta y todos los acontecimientos de aquel día.

Cecilia no se atrevía a avisar a Isabel que se había ido su tía. Así transcu- rrió una hora.

Aumentó el desasosiego de don Guillermo, que empezó a delirar. Decía frases incoherentes, hablaba de Vivanco y de Castilla, de su candi-

datura al ministerio. Isabel, alarmada, envió por el doctor Peña; pero no estaba en su casa. La fuerza del desasosiego y delirio duraron media hora, después, fueron

calmando; sus últimas palabras eran pronunciadas en secreto e ininteligibles. La sombra de una tarde lluviosa se extendió lentamente. De Latorre cesó de delirar y de moverse.

Un ronquido, sordo al principio y que, progresivamente fue aumentando, hizo creer a Isabel que, al fin, su padre conciliaba el sueño y algo más tran- quila y quizá albergando una remota esperanza, reclinó su cabeza contra el pilar del catre.

La pobre niña nunca había visto morir e ignoraba que aquel ronquido era

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Jorge, El Hijo del Pueblo

el estertor de la muerte.

Por casualidad, en ese momento, entró Cecilia y lanzó un grito, diciendo: —¡Se muere el caballero! Isabel dio un salto e inclinándose sobre su padre, principió a llamarlo con

cuanta fuerza pudo reunir: —¡Papá, papá! Era inútil, tal vez su padre la oía, pero sus ojos se cerraban, dominados por ese

invencible sueño que se llama muerte; su boca, de la que no salía ningún sonido, se entreabría como si le costara trabajo exhalar el suspiro en que se va la vida; en su frente, brotaba el sudor del último combate y por su mejilla rodaba la lágrima del postrer llanto.

Isabel se alzó con entereza, tomó el Crucifijo, lo colocó entre las manos de su padre, mientras Cecilia encendía la cera de bien morir y con voz clara y sonora, dijo:

—¡Jesús! Di papá, mentalmente, si no puedes de otro modo, ¡Jesús me dé buena muerte! ¡Jesús me favorezca y me ampare! ¡Purísima Virgen María, recibe en tus brazos mi alma!

Don Guillermo de Latorre había dejado de existir. Isabel se inclinó para abrazar el cadáver de su padre, exhaló uno de esos

gritos que parten del fondo del alma y cayó privada del conocimiento, sobre el rígido cuerpo de don Guillermo.

Cecilia prorrumpió en llanto, corrieron los criados y, como por encanto, en un instante acudieron doña Luisa de Peña y sus dos hijas, que levantaron a Isabel, tratando de hacerla volver en sí, con frotaciones de agua de colonia, éter, etc.

Cuando Isabel recuperó el conocimiento, prorrumpió en amargo llanto. —¡Padre! ¡Padre mío! ¡Sola me has dejado en el mundo! Todas a cual más lloraban. Hortensia y Mercedes trataban de consolar a la pobre huérfana, empleando las

más cariñosas frases. Isabel miró en torno suyo y no vio a su tía, única persona que en tal situación

podía inspirarle confianza, desde que allí todos le eran extraños; preguntó por ella y un criado imprudente, se apresuró a contestar:

—Se ha ido para no volver. —¡Imposible! —exclamó Isabel—. ¡Abandonarme mi tía en este trance!...

¡Cecilia!... —Cierto, señorita —repuso esta, sollozando— la señora se fue temprano,

haciéndose llevar la cama y todas sus cosas. —¡Ay, Dios mío! Entonces, ¿qué va a ser de mí? Todos los circunstantes se miraban atónitos y movían la cabeza cual si no

pudiesen dar crédito a lo que oían.

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—Señorita —dijo doña Luisa—, es necesario retirarnos de este sitio. —¡No, no! ¡Quiero velar a mi padre! Y pretendió desasirse de sus amigas, para abrazar nuevamente el cadáver;

pero estas no lo permitieron y, empleando cierta violencia a la vez que las frases más dulces, la arrancaron de la habitación.

Una vez en el salón, la dejaron que llorase con entera libertad; era preciso que tuviese ese desahogo.

Todos estaban interesados por la pobre joven. Doña Luisa y sus hijas tuvieron una ligera conferencia en voz baja. Poco después llegó el doctor Peña, penetró al dormitorio de don Guillermo y

reconoció el cadáver. —Don Guillermo ya no está aquí —dijo y salió. En la puerta tropezó con fray Antonio que entraba; se saludaron con el

laconismo propio de las circunstancias y continuaron su camino. El religioso penetró al cuarto mortuorio, verdaderamente conmovido y oró largo rato.

Muy pronto se hizo de noche. Doña Luisa, Hortensia y Mercedes, rodearon a Isabel, instándola para que

accediese a irse con ellas. Esta rehusó dándoles los mayores agradecimientos y pretextando varios

inconvenientes, siendo el que silenciaba el único verdadero, es decir, su na- tural cortedad, para ir a residir en el seno de una familia, con la que apenas tenía amistad.

Pero doña Luisa y sus hijas le patentizaron la inconveniencia de que se quedara sola en la casa, en trance tan duro y con tiempo tan azaroso; a sus reflexiones, se unieron las del doctor Peña y luego fray Antonio que, cumpli- da su piadosa misión y enterado del paso dado por doña Enriqueta, vino en auxilio de aquella excelente familia, aconsejando a Isabel, con cierta autoridad paternal, aceptara la generosa oferta que se le hacía.

Convencida al fin esta, se determinó a arrostrar aquel nuevo sacrificio, que redoblaba su dolor.

El doctor Peña se encargó de correr con todos los arreglos de seguridad de la casa, sepelio, funerales, etc.

A las 8 de la noche, más o menos, salía de la casa un grupo de mujeres, silencioso y taciturno, en medio del cual, iba Isabel, envuelta en una larga manta de merino. Al traspasar el dintel de la puerta de calle, sintió como si le arrancasen el corazón y estalló en su pecho un sollozo profundo, prolongado, desgarrador.

¡Pobre niña! Huérfana y desamparada, abandonaba la casa en que yacía el cadáver de

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Jorge, El Hijo del Pueblo

su padre, para buscar asilo en el seno de una familia generosa, pero extraña al fin.

Cecilia marchó también con su señorita. Una hora después, la casa quedaba cerrada, tétrica, sombría, sin más luz

que la proveniente del cuarto, donde un cadáver se velaba, sin más habitante que el enorme perro del doctor Peña.

De vez en cuando, un búho, posado sobre una de sus bóvedas, entonaba su fúnebre canto.

Capítulo 13

Acuerdos diversos

on la toma de Arequipa se había renovado el personal de los prisioneros políticos. Entre los que salieron se hallaba el doctor Vélez, que fue recibido en

su casa con todo el alborozo consiguiente a tan fausto acontecimiento. Sofía y Elvira refirieron a su padre todo lo sucedido durante su ausencia,

siendo la narración interrumpida, de vez en cuando, por las lágrimas. El doctor Vélez se llenó de indignación.

Hombre dedicado desde la infancia al estudio y al trabajo, consagrado después a la felicidad de su virtuosa familia, jamás había imaginado manejos tan pérfidos, como los de Iriarte y Luciano.

En descargo de su conciencia doña Constanza refirió al doctor, delante de sus sobrinas, la inclinación que había notado de Carlos a Sofía, y de Juan a Elvira, lo cual arrancó una bondadosa sonrisa a los tres.

—Ante todo —dijo el doctor Vélez a su hermana— deseo saber cómo se han portado esos dos jóvenes durante mi ausencia.

—¡Muy bien! —repuso doña Constanza, que por nada del mundo habría mentido—, han sido comedidos, serviciales, respetuosos. La noche aquella de los desmanes de Luciano, ofrecieron no volver hasta que tú salieras de la prisión; pero a la mañana siguiente, ellos también fueron apresados.

—Pues, hermana, cálmense tus escrúpulos; Sofía tiene un formal com- promiso con Carlos, a quien ya considero como de la familia; en cuanto a Elvira, mucho me gustaría que aceptase por novio a Juan, es decir, con pleno consentimiento de su corazón.

Las dos niñas se pusieron encendidas, se miraron y se sonrieron sin decir una palabra.

—Si es así, todo sea enhorabuena y lo más pronto posible, antes que el

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tercera Parte / 30 capítulos

nombre de mis sobrinas esté de boca en boca.

Poco después entraban Juan y Carlos a dar la enhorabuena al doctor Vélez y a la familia, por el fin de sus sinsabores.

La alegría de las jóvenes no tuvo límites, viendo libres a sus amigos. Mientras Carlos, el doctor Vélez, Sofía y doña Constanza referían y

comentaban con calor los acontecimientos, Juan tuvo ocasión de hablar, reservadamente, con Elvira, que al fin prestó su consentimiento.

En resumen: ese día quedaron arreglados y aplazados los dos matrimonios, para el cumpleaños del doctor Vélez, que era el 16 de julio, día elegido con doble motivo, pues todos eran devotos de Nuestra Señora del Carmen y querían tomar nuevo estado bajo su protección.

Pero, no obstante estos proyectos encantadores, aquellas risueñas esperan- zas de ventura, cifradas en un porvenir de rosa, una sombría nube de tristeza envolvía todos los corazones.

Era que Arequipa, vertiendo lágrimas sobre centenares de los cadáveres de sus denodados defensores, comunicaba a todos sus hijos su dolor. Aun en los círculos cuyos individuos debían su libertad y bienestar particu- lar al triunfo del Gobierno, se comentaba con admiración y pesar los sucesos de la defensa y toma de la ciudad heroica, se repetían los nombres de Javier Sánchez, Bonifaz, los Inmortales, los Franco, Goyzueta y cien y mil más, con veneración, con ternura, con profundo dolor.

El heroico comportamiento del pueblo era causa de legítimo orgullo y de intensa amargura para todo arequipeño, cualesquiera que fuesen sus principios políticos.

Instintivamente, se hablaba a media voz, cual si se temiera cometer una profanación haciendo ruido.

Juan dio la noticia de que iba a ser suprimido el Departamento de Arequipa y que la ciudad quedaría reducida a una simple provincia. Ante semejante anuncio, no hubo corazón que no se sublevara, ni labio que no protestase.

El doctor Vélez estalló en indignación; Carlos maldijo la guerra civil; Sofía y Elvira sintieron derramarse las lágrimas de sus ojos; doña Constanza elevó al cielo una plegaria por la ciudad más católica del mundo; Juan dijo que, sencillamente, aquella medida era por demás ridícula; puesto que Arequipa nunca dejaría de ser lo que era.

Así pues, aquella familia contemplaba su felicidad futura, como se mira un campo risueño a través de la niebla.

Desde este día, que fue el que siguió a la entrada de Castilla, Carlos y Juan continuaron visitando la casa, con más franqueza.

Doña Constanza llegó a quererlos tanto, como ellos la respetaban.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

El día de la publicación del decreto supresor del Departamento de Are- quipa, fue de duelo para esta excelente familia.

En vano, el doctor Vélez, que tenía gran influencia con Castilla y los jefes, había trabajado por disuadirlo de venganza tan mezquina; Castilla estaba inflexible, el doctor Vélez tuvo que retirarse a su casa disgustado, y algunos servidores de ese gobierno, renunciaron a sus empleos.

Uno de los días siguientes llegó Carlos bastante contrariado. Había en- contrado en la calle a Iriarte, cuyo ruin proceder en el ataque era notorio, el mismo que había sonreído de un modo hiriente al verlo.

Carlos tenía razón de temerlo todo de su maldad, estaba, pues, justamen- te alarmado y comunicó sus impresiones al doctor Vélez y a Sofía, a quien temía perder de un momento a otro.

Departían así, familiarmente, cuando tocaron la puerta. —Adelante —dijo el doctor Vélez y, abriéndose la mampara, dio paso a un

joven, pálido y demacrado. —¿Tengo el honor de hablar con el doctor Vélez? —dijo. —¡Efectivamente, caballero y estoy a sus órdenes. Tome Ud. asiento! —¡Gracias! El joven se sentó. Sofía lo miraba con curiosidad. Carlos con extrañeza. —¿Quizá no me engaño, si supongo que este caballero es el señor Carlos

García? —preguntó el joven, indicando al novio de Sofía. —¡Es verdad, soy el mismo! —repuso este, con creciente asombro. —Pues bien, bendigo a la Providencia que casualmente nos ha reunido. Yo soy un desconocido para ustedes, quizá mi nombre no lo sea tanto, me llamo Enrique Velarde.

—¡Enrique Velarde! —murmuraron, a la vez, el doctor y Carlos, como si trataran de recordar.

—¡El hermano de Elena!... —prorrumpió Sofía. —¡Sí, señorita, el hermano de la infeliz víctima de Iriarte! —repuso el

joven, inclinándose ligeramente. —¡Ah! —exclamaron, a la vez, don Félix y Carlos. —¿Y Elena? —preguntó con interés Sofía. —¡Ha muerto! —respondió sordamente Enrique. Hubo una larga pausa. El dolor que se retrataba en el semblante de Enrique interesaba a to-

dos. —¡Nosotros también —dijo al fin el doctor Vélez— hemos sido víctimas

de otra de las farsas de ese hombre; debido a ella he sufrido un largo secuestro y mi familia abandonada ha saboreado horas de indecible amargura!

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tercera Parte / 30 capítulos

—Yo tuve la inmensa satisfacción de arrancarle la careta, cuando aún se preparaba a cometer una nueva felonía —dijo Carlos. —¡La familia de Latorre iba a ser víctima del engaño! —agregó Sofía. —Anoche se presentó a la cabeza de los soldados en el mismo dormitorio de don Guillermo, que está sin esperanzas de vida —dijo el doctor Vélez. —¡Qué hombre tan infame! —exclamó Carlos.

—¡Es un monstruo! —agregó el doctor. —¡Pobre Isabel! —dijo Sofía. —Aún hay otra víctima, según comprendo —dijo Carlos—, un joven hijo

de de Latorre. —¡Era casi mi hermano! —dijo Enrique con voz conmovida—. ¡Murió

heroicamente, defendiendo la última trinchera! Después de un momento de silencio, volvió a decir Enrique con ve-

hemencia: —Tengo que vengar a mi hermana, inocente víctima de sus farsas y cuya

muerte aceleró con mi inusitada prisión; tengo que vengar a Jorge... ¡Oh! ¡Si él viviese!...

—¡Por eso me he determinado a venir a su casa, señor doctor —aña- dió con resolución— vengo a pedirle datos, pruebas, todo lo que pueda servir para acusarlo criminalmente, para sepultarlo en un calabozo de la penitenciaría y librar a la sociedad de un monstruo!

—¡Soy su aliado! —dijo Carlos, con entusiasmo, levantándose y estrechando la mano de Enrique— poseo documentos bastantes, para aniquilarlo; soy abogado y me parece que contamos con elementos más que suficientes, para dar cima a tan laudable empresa.

—¡Así lo esperaba! —dijo Enrique, oprimiendo con fuerza la mano de Carlos— siempre creí que nos habíamos de encontrar sobre el terreno de la verdad y de la justicia. No tengo más entradas que mi sueldo, tomaré lo indispensable para mi subsistencia y, aunque tenga que vivir en un cuarto de paja, yo seguiré el juicio.

—¡Eso lo arreglaremos de un modo conveniente! —dijo el doctor Vélez— yo y toda mi familia, hemos sido también víctimas de ese hombre inicuo. Ante todo conviene que para proceder con cordura, nos pongamos todos de acuerdo. ¡Lástima que Latorre esté tan mal! Según sé, Isabel posee documentos importantísimos, cartas supuestas, firmas falsificadas, etc.

—Ya pasará la crisis, y entonces haremos causa común con esa familia o vendrán esos documentos a nuestras manos —dijo Carlos, añadiendo—: Por el momento nada podemos hacer; porque con el desacordado decreto de supresión del Departamento de Arequipa y traslación de la Corte Su- perior a Islay, ha sobrevenido una verdadera Babel.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Enrique hizo un gesto de impaciencia. —De cualquier modo, hay que proceder inmediatamente —dijo—, por-

que de lo contrario nos exponemos a que se nos vaya de las manos; ya se dice que Castilla le va a dar un ascenso y a confiar el mando de un batallón que se llamará “Lealtad”.

—¡Imposible! —dijo el doctor Vélez—. ¡Esa es una impostura! —No, algo de eso se dice —objetó Carlos. —Una vez a esa altura —continuó Enrique— no podría alcanzarle la vara

de la justicia (a tal situación vamos llegando) y sus acusadores, segunda vez, serían sus víctimas.

—¡Todo eso es cierto! —dijo el doctor Vélez, paseándose a lo largo del salón.

—¡Pero es imposible entablar ahora la demanda! —repitió Carlos. —¡Se me ocurre un medio de asegurarle! —dijo el doctor, deteniéndose. —¡Veamos! —Hablar confidencialmente con el general Castilla, poner ante sus ojos

algunos de nuestros documentos, referirle las persecuciones y venganzas que el antiguo edecán de Vivanco ha ejercitado en nuestras personas y familias, tomando por pretexto nuestra adhesión a su causa; en fin, bosquejar su retrato de cuerpo entero y hacerle comprender que es sospechoso y muy capaz de hacer una trama de fatales consecuencias para su causa; porque en verdad, señores —agregó el doctor, en tono de profunda convicción— ¡es muy de temerse, que así lo haga!

—Siendo de instinto malo, todo se puede esperar de ese hombre —dijo Sofía.

—¡Magnífico! —dijo Enrique. —Propongo —dijo el doctor— que, para proceder con acierto, esta noche

nos reunamos aquí mismo y acordemos un verdadero plan. Enrique le dio las gracias con una mirada.

—Aún hay otro criminal que reclama la acción de la justicia —dijo Carlos.

—¡Luciano! —repuso vivamente Sofía. —Ese está asegurado con una barra de grillos —dijo el doctor Vélez— se le

tomó el día 7, con las armas en la mano. —Acaso tengamos un nuevo aliado —agregó Carlos, sonriendo. —¿Quién? —¡Juan! —¡Sin duda! —repuso Sofía.

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Aquella misma noche, mientras el cadáver de Latorre, se velaba e Isabel salía con el corazón destrozado, buscando un asilo en casa extraña; en la del doctor Vélez, este, Enrique, Carlos y Juan, celebraban una alianza para llevar a Iriarte hasta la penitenciaría, que a la sazón se estaba terminando de construir en Lima, y acordaban un bien concebido plan, que debía ponerse en ejecución al día siguiente.

Al mismo tiempo Iriarte, en su nuevo domicilio, examinaba con infernal satisfacción una pistola que tenía en las manos. Sobre la mesa, abierta había una carta que decía así:

“Señor don Alfredo

Iriarte: Querido hermano: Es la segunda vez que, venciendo mil dificultades, te escribo desde

la pri- sión en que me encuentro, para suplicarte, en nombre de nuestra

antigua amistad, que te intereses con los jefes vencedores, a fin de que,

por lo menos, disminuyan los rigores de mi prisión. Creo que no hayas

olvidado los servicios que, en diferentes ocasiones, te he prestado y que,

siquiera, logres venir a verme o me envíes un pequeño socorro de dinero,

pues no tengo ni para cigarros. Ya sabes que la rueda de la fortuna es muy

variable y que, así como ahora necesito de tus servicios, puedes, más tarde,

solicitar los míos. ¿No puedes hacer llegar a mis manos la contestación?

Creeré, entonces, que has dejado de ser el amigo de antes; pero no, fía

siempre en tu amistad, tu amigo y compañero.

Luciano”.

Iriarte, después de leerla, la había arrojado desdeñosamente y se había puesto a examinar la pistola.

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H

Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 14

Las sombras

ay veces que una mano misteriosa enlaza sucesos que aparecen del todo aislados, a primera vista, para producir simultáneamente acontecimientos providenciales.

Tal sucedía la noche que nos ocupa, es decir, aquella en que murió don Guillermo de Latorre.

Doña Enriqueta se había acostado a las nueve, pero en vano trataba de conciliar el sueño.

Las dos de la mañana eran ya y ella continuaba desvelada. Hilario, instalado en el cuarto de los criados, junto a la cocina, dormía con todo el entusiasmo de sus dieciocho años.

Doña Enriqueta podía considerarse enteramente sola. En su desvelo, vagaba su pensamiento de uno a otro objeto, de una a otra de

las escenas de aquel día. Recordaba que había dejado a su hermano en artículo de muerte y, a pesar

suyo, la conciencia le reprochaba aquel abandono; para sofocarla, invocaba la razón que le asistía para proceder así, desde que don Guillermo quería traer a su casa a un cholo, después de condecorarlo con su propio apellido y con toda su fortuna; pero la implacable conciencia se empeñaba en gritarle bien alto: ¡Mala cristiana! ¡Perversa consejera de un moribundo!

Doña Enriqueta se revolvía en su cama, tratando de arrojar de sí inoportu- nas ideas y dormir, pero estaba decretado que aquella noche había de pasarla, como vulgarmente se dice, sin pestañar.

Cuando Isabel aparecía en su imaginación, trataba de desecharla, pensando en otra cosa.

¡Iriarte! ¡Qué hombre tan ruin! Al fin había venido en conocimiento que el motivo de su rencor era el

desaire que le infirió la noche del baile de despedida al general Vivanco. ¡Y ella que hasta había olvidada tal incidente!...

¡En verdad que era temible el militar! Involuntariamente, doña Enriqueta volvía la vista en torno suyo sin en-

contrar a nadie y, considerando bajo la presión de la turbada conciencia y de las medrosas influencias de una larga noche, la inmensidad de la deshabitada casa en que se hallaba, sentía miedo.

Pensaba en los frecuentes asaltos de los emisarios de Castilla a media noche, en los soldados desertores, etc.

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tercera Parte / 30 capítulos

Temía que se hubieran apercibido de que en sus baúles había alhajas y plata labrada, los espejos, sobre todo, le preocupaban muchísimo y más si a esta idea se asociaba el recuerdo de estar derribadas las murallas del jardín.

La hermana de don Guillermo, trataba de liberarse de las influencias de su imaginación y no podía.

Llegó a sentirse tan sofocada, tan llena de sobresalto, que encendió la bujía y vaciló entre vestirse o no.

¿Pero, qué iba a hacer levantada? Podía coger un resfriado, una pulmo- nía.

Mejor era permanecer acostada y con luz. Pero sucedió que con el reflejo de la débil llama, parecieron más densas las

tinieblas de la habitación contigua, cuya enorme puerta, abierta, parecía la boca del abismo; en esa habitación estaban los espejos que no eran suyos, que pertenecían a su hermano moribundo.

¡Dios mío! Dice la gente del pueblo que los que se hallan próximos a abandonar este

mundo caminan antes de morir. ¡Si se le ocurriría a don Guillermo aparecer en la puerta de aquella sala!...

Ante esta idea sintió doña Enriqueta que se le erizaba el cabello. Apagó la luz y se envolvió la cabeza con sábanas y frazadas.

En los mismos momentos, una sombra salía del jardín al patio interior, luego otra y en seguida otra.

¡No había duda! ¡Los fantasmas tomaban posesión de la casa! Una de las sombras, deslizándose a lo largo de las paredes, llegó a la puerta

de una de las habitaciones y trató de observar, por el ojo de la cerradura. Otra de las sombras se le aproximó y le preguntó al oído: —¿Qué buscas?

—¡El cuarto de doña Enriqueta! —¡En el otro patio! —¡Guíame! —¡Nos interesa que no despierte! —¡Yo también deseo que duerma profundamente! —¡Después te entenderás con ella! —¡No, es preferible antes, para proceder con toda seguridad! —¡Puede sobrevenir el escándalo y entonces lo perdemos todo. Yo sé

donde están los baúles y los espejos, los trasladaremos en silencio y luego harás lo que te plazca!

—¡Mientras se hacen tantas operaciones, es imposible que no despierten ella o el muchacho!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Y si procedes a descargar tu pistola, es imposible que no se alborote el barrio y venga la policía y cargue con todos!

—¡Yo he venido acá por mis propios intereses! —dijo con altivez la sombra. —¡Y nosotros por los nuestros! —dijo soltando una interjección por añadidura la otra.

—¡Si te hemos avisado —agregó la tercera, que se les había reunido— ha sido por compasión de ti, que ya no tienes dónde jugar! —¡Y porque necesitamos una ayuda! —agregó la segunda. —¡Yo no he venido por robar! —dijo la primera. —¡Nosotros sí! —repuso con cinismo una de las otras. —¡Hace más de un año que estoy tras de esos espejos! —agregó la otra. —¿De una vez, procederemos o no? —preguntó con arrogancia la primera. —¡No perdamos el tiempo! —dijo la segunda— ¿nos ayudas o te vas? —¡Miserables! ¡Yo acusaré a ustedes como ladrones! —¡Y nosotros a ti como asesino, falsificador!...

No acabó porque una detonación le cortó la palabra y en seguida resonó otra. La sombra llena de ira había descargado su pistola sobre su interlocutor e inmediatamente sobre la otra.

Pero esta, arrojándose, como un relámpago, sobre aquella la arrojó al suelo y le clavó un puñal.

Dos sombras quedaron en pie. —¡Bien Braulio!, ¡bien!, ¡pero ahora tenemos que escapar! —¿Por qué? —Las detonaciones habrán despertado a la vieja y al muchacho. —¿Y qué? ¡Los mataremos! —¿Y si acude gente del barrio? —¡Vamos a observar, antes de proceder! Las dos sombras se lanzaron al otro patio, que era el principal. Todo estaba

en silencio. —¡Capaz que la vieja se haya regresado donde su hermano! —¡Eso creo, de lo contrario ya habría armado un escándalo! —¡El muchacho habría quedado, asegurémoslo!... —¡Encárgate de él, mientras abro esta puerta! Braulio regresó al interior de la casa, mientras Lorenzo abría la cerradura

con una llave ganzúa; cedió el pestillo y el bandido empujó la puerta, que giró sin hacer ruido.

Una vez adentro, Lorenzo raspó un fósforo y encendió con él un cabo de vela que llevaba en el bolsillo; la luz, en extremo opaca al principio, gradualmente adquirió fuerza, poniendo a la vista los codiciados espejos y dos o tres baúles.

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tercera Parte / 30 capítulos

Por lo mismo que el bandido tenía la vela en la mano, le era imposible distinguir el fondo del dormitorio de doña Enriqueta.

Sin hacer caso de él y avivada su codicia, a vista de aquella riqueza, se fue de frente hacia los espejos y los estuvo contemplando un rato, luego dejó la vela en el suelo y pulsó los baúles, tomó de su bolsillo un instrumento de fierro, lo introdujo entre el pestillo y la caja, hizo saltar aquel y levantó la tapa.

Aparecieron fuentes de plata. En tan sublime instante, se presentó Braulio. —¿No sabes —dijo alarmado el chileno— que el maldito muchacho,

parece que nos ha jugado una mala partida? —¿Cómo es eso? —He hallado su cuarto abierto y su cama caliente aún; no sé si esté es -

condido en algún agujero o haya salido a dar parte. De improviso, Lorenzo, que estaba inclinado sobre el baúl, se alzó, como

impedido por un resorte, diciendo: —¡Huyamos! —¿Por dónde? —¡Maldita vela! De un puntapié fue volcada y pisoteada en seguida. Pero tarde. Una voz gritó desde la puerta: —¡Aquí, señor inspector, aquí están! La luz vívida de un farol penetró en la sala y con ella multitud de serenos. A la vez salió un grito de la habitación contigua. El Inspector colocó una guardia en la puerta y el resto de la fuerza penetró al

dormitorio de doña Enriqueta que despavorida, casi loca de terror clamaba desde su cama, con voz desfallecida.

—¡Ladro ...nes! ¡Ladro ...nes! Uno de ellos se había metido en una alacena, el otro estaba debajo del

catre. Habían caído como ratones en trampa. Al momento, fueron atados; ellos no opusieron resistencia; pero, Lorenzo,

dijo a su compañero en voz alta: —¡Iriarte tiene la culpa de todo! —¡Hola!, ¿quién es ese? —preguntó el Inspector. —¡Un antiguo edecán de Vivanco, que quiso matarnos; porque nos opu-

simos a que asesinase a la señora! Doña Enriqueta enmudeció de espanto. —¿Dónde está esa alhaja?

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—En el otro patio, tuvimos un choque y de resultas ha caído. —¡Vamos allá! —dijo el Inspector. —¡Qué buenos pájaros son estos! —dijo un sereno. —Si no es la viveza del muchacho, despachan a la pobre señora —añadió

otro. —¡Sujétenlos bien! —dijo el Inspector. Y, volviéndose a doña Enriqueta, le

dirigió algunas palabras tranquilizadoras y continuó el registro de la casa. ¿Qué había sucedido?

Doña Enriqueta envuelta entre las ropas de su cama, oyó las detonaciones con tanta claridad, que le parecieron en la puerta misma de su cuarto; no tuvo fuerzas para gritar ni para moverse; parecían que los lazos de la pesadilla la retenían inmóvil, cual si formara una sola pieza con su catre, y, bien pronto, no se dio cuenta de nada, porque perdió el conocimiento, que vino a recuperar al ruido de las armas de la policía e ignorando lo que pasaba, apenas pudo reunir sus fuerzas para gritar:

—¡Ladrones! En cuanto a Hilario, también había despertado a las detonaciones; saltó de

su cama, vio la lucha entablada en el patio, comprendió que eran ladrones, se vistió precipitadamente y sin dejarse sentir se metió a la huerta, salió a la calle y llamó a los serenos.

Cuando estos llegaron al patio y vieron a un hombre de cara blanca, re- volcándose en un charco de sangre, creyeron que sería una de las víctimas y continuaron en persecución de los malhechores. Ilustrados por las frases de Lorenzo, volvieron y lo aprehendieron, a pesar de sus protestas.

Hilario, al ver a Iriarte, dijo: —¡Amárrenlo bien a este, porque es un hombre muy malo! Iriarte le lanzó una mirada de ira. El Inspector recogió del suelo la pistola y el puñal. Uno de los serenos vio brillar otra cosa y se inclinó para recogerla: era un

magnífico reloj. El sereno se dio una palmada en la frente y dijo: —¡Este reloj se le perdió al general Vivanco, la noche del 6, junto con un

anillo y un edecán: este caballero es el Mayor Iriarte, que se pasó al bando de Castilla!

—¡Mientes! —rugió Iriarte. —¿Y cómo sabes todo eso? —preguntó el Inspector —¡Porque he sido sirviente del General y lo sé todo! —Si así fuera, no estarías de sereno —dijo Iriarte. —El general Buendía, que me conoce y sabe muy bien que no soy un

traidor, me ha dado esta colocación.

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A

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—¡Perfectamente! Los serenos cargaron con Iriarte, que apenas podía moverse y maldecía

de rabia. —¡Por la puerta de calle! —dijo Hilario. El Inspector hizo desatrancar el postigo y la comitiva salió, no sin hacer

bastante ruido, pues uno de los ladrones pretendió escaparse. En esta vez ningún vecino entreabrió la ventana para ver lo que pasaba. Hilario volvió a cerrar.

Capítulo 15

Gran negocio

l siguiente día de estos sucesos, Luis con su brazo vendado aún, acompañado de un extranjero, se dirigió al estudio de Jorge, es decir a la habitación de la casa de José, donde otra vez hemos visto al joven

pintor, en compañía de Enrique. Tenía la llave y, abriendo la puerta, penetró con su acompañante. Era este un inglés, jefe de una de las mejores casas de comercio de Are-

quipa, el que, gracias a su larga residencia en el Perú, hablaba con bastante claridad el castellano.

El inglés examinó de una sola ojeada toda la habitación y comprendió que se hallaba en el cuarto de un artista pobre.

La escasez de sus empolvados muebles, en íntimo consorcio con los cuadros y revueltos bocetos, obras originales de un genio superior, bellas creaciones de un alma de artista.

El inglés principió a recorrer una a una aquellas obras; completas unas, inconclusas otras, algunas solo principiadas.

Allí habían sido traídos todos los objetos de su género, que en Yanahuara hemos visto en otra ocasión.

Luis se apresuraba a quitarles el polvo con su pañuelo, pero por más que hizo, no pudo adivinar en el semblante del europeo si las aprobaba o no. Porque, el hijo de Albión24, conservaba inalterables las líneas de su fisono- mía, en la que no se dibujaba un sólo gesto expresivo.

Aunque el inglés nada tenía de artista, había aprendido en Europa las reglas fundamentales del arte, no ignoraba los principios del dibujo y del colorido

24 Hijo de Albión, nombre que se daba a los ingleses.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

y había adquirido cierto grado de buen gusto, contemplando las obras de los grandes maestros: no era, pues, tan profano en la materia; estaba en verdad sorprendido de haber hallado a las faldas del Misti y en la miserable vivienda de un hijo del pueblo, obras como las que tenía delante, pero los de su raza, rara vez alteran su semblante y, mucho menos, al tratarse de un negocio.

Cuando, a favor de sus claros lentes, terminó su inspección, se volvió a Luis y en tono indiferente dijo:

—¿Son estas todas las obras del pintor? —¡No señor, algunas ha vendido! —¿Y cuánto quiere por todo lo que aquí hay? —preguntó, indicando toda la

habitación. —¿Muebles y todo? —No, esos poco importan; todo lo que es pintura, dibujo, libros, bocetos, etc. Luis se quedó pensativo, no sabía cómo salir del paso; por fin dijo: —Ud., señor, puede proponer lo que guste, según eso aceptaré o no. —¿Quiere cien pesos? Luis abrió los ojos. Nunca hubiera sospechado que hubiera tanta plata allí; hasta se figuró que

el inglés sufría un equívoco de palabra. —¿Cien pesos? —volvió a preguntar. —Es lo más que esto puede valer; si se conviene, ahora mismo conclui-

remos este negocio. —¡Bien, sí! —repuso Luis, temiendo que el extranjero se arrepintiese.

El inglés sacó cuatro relucientes águilas americanas y las entregó a Luis. Al ver cuatro gruesas monedas de oro, este quedó deslumbrado. A permi- tírselo su carácter, habría abrazado al inglés.

¡Cuatro hermosas águilas por aquel montón de lienzos empolvados, papeles inservibles, libros viejos! ¡Si estaría fuera de su juicio el gringo!... Este se entretenía en hacer una rápida cuenta en su cartera. Cuando terminó dijo a Luis, que examinaba detenidamente las piezas. —Si Ud. lo sabe, indíqueme, ¿dónde puedo encontrar otros cuadros del mismo pintor?

Luis, que desde aquel momento habría servido al inglés con alma, vida y corazón, puso en prensa su memoria para recordarlo.

—El mejor de todos —dijo, después de algunos segundos— está en casa de la señora viuda del señor Martínez.

—¿Por qué dice que es el mejor? —Porque al general Vivanco le gustó tanto, que sólo por él, dio orden de

poner en libertad a Jorge, que estaba preso. ¡Ah! Ya recuerdo, hay otro de primera clase que pintó últimamente.

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G

tercera Parte / 30 capítulos

—¿Quién lo tiene? —Un señor Enrique Velarde, que es empleado de la casa de Turner. El inglés movió la cabeza, indicando que lo conocía. —Pero no sé si querrá venderlo —agregó Luis—; porque es el retrato de

su hermana, una linda señorita, según dicen, la cual ya murió. De allí a pocos minutos, el cuartito de Jorge quedó despojado de sus más bellos adornos, de cuanto de valor contenía, pues el inglés se dio prisa a ha- cerlo trasladar a su almacén.

Después se despidió. Luis cerró y salió casi corriendo. Se diría que se llevaba las águilas robadas. Hablaba consigo mismo y decía: —Eso sí, para generosos los gringos ¿Quién había de dar cuarenta, ¡qué digo!

ni veinte pesos por todo lo del cuarto? ¡Ayer ofrecí los cuadros al ricacho de don Faustino Roblenoble y me contestó que ni por un real los compraría; porque él no acostumbraba botar su plata en adefesios inútiles! y, ¡vea Ud. cómo el gringo!, sin que nadie se los pida, me ha dado cien pesos de oro. ¡Pobre Jorge! Él siempre sentirá de sus cuadros; pero gracias a su generosidad y buen corazón, hoy tendrán pan los hijos de Rosa.

Mientras tanto, el inglés echaba sus cuentas de este modo: —Nunca habría creído hallar en Arequipa cuadros como estos. Si se les

fuera a apreciar en su justo valor, resultarían algunos miles. No faltarán en Europa algunos millonarios aficionados que me darán cuanto quiera, por permitirles poner su firma al pie y exhibirlos en las exposiciones, como obras originales suyas, inspiradas por sus largos viajes. No dejaré escapar también los otros dos cuadros. Puede que este negocio me dé más de mil por ciento. Está visto que el Perú es una inagotable mina de oro, que los europeos no debemos abandonar.

Capítulo 16

El General Castilla

ran sensación había en los círculos militares aquel día, con moti- vo de los ladrones cogidos en casa de doña Enriqueta de Latorre. Entre ellos se hallaba un edecán del general Vivanco, un Mayor que

se había pasado a los vencedores, prestándoles muchos servicios, aunque en la baja escala de espía y delator.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Su nombre era muy conocido: era hijo del general Iriarte. Esto era muy grave.

¡Qué! ¿Un hijo ilustre, vencedor de la Independencia, del respetable general Iriarte, era traidor, ladrón y asesino, según declaraciones de sus cómplices?

¡Nada más cierto! De peldaño en peldaño, había ido rodando el joven calavera, hasta la más

abyecta degradación. Y toda la gloria que brillaba sobre la frente de su anciano padre y todo el

lustre de su nombre, habían sido impotentes para hacer de Alfredo, no ya un hombre grande; pero ni siquiera un hombre honrado.

Vergonzosamente herido, como se hallaba, había sido remitido al hospital de San Juan de Dios, con una buena guardia que lo vigilara. En el cuartel general de Castilla, los oficiales comentaban vivamente el acontecimiento, cuando se presentó el doctor Vélez, solicitando ver al Presidente.

Sin dificultad fue introducido. El gran mariscal Castilla, formaba el contraste más acabado con el general

Vivanco. Era todo un soldado, cuyo continente resaltaría tan mal en el fondo de

un salón elegante, como admirablemente bien en medio de un campamento militar.

Su apostura, su fisonomía, su gesto, sus maneras, eran absolutamente militares; ningún traje podría cuadrarle tan bien como el uniforme; su voz estaba formada en el tono a propósito para dar voces de mando; sus palabras eran duras y terminantes, sus frases cortadas y repetidas; usaba, a veces, de una familiaridad brusca y, con frecuencia, empleaba bromas y chistes agudos en el sentido, groseros en la forma.

Su inteligencia era bastante clara, pero sin cultivo; sus conocimientos eran elementales y escasos; pero poseía una intuición que le permitía juzgar con acierto de los hombres y de las situaciones; aun en sus mismos enemigos sabía apreciar las cualidades, especialmente el valor, y era consecuente y afable con sus amigos. Cuando sus adversarios caían en sus manos y se humillaban, usaba con ellos de una generosidad sin límites25; mas si estos, a pesar de su desgracia, mantenían la altivez de la dignidad, era implacable: esto explica la venganza tomada contra Arequipa, al suprimir su departamento.

Como mandatario, usaba el despotismo acostumbrado en el cuartel, pero sin tendencias sanguinarias. Se burlaba de todas las teorías y principios libe-

25 Se dice que, siendo Presidente, ocultó a un reo político en su mismo palacio, mientras dictaba contra él las órdenes más severas y lo hacía buscar por toda la República.

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tercera Parte / 30 capítulos

rales o conservadores; para él estos nombres solo servían para triunfar y se apropiaban uno u otro, según lo exigían las circunstancias. Su ambición de mando era desmedida y estaba como en su elemento en un campo de batalla. Se hacía temer y amar del soldado, a quien halagaba hasta el extremo de tomar en brazos como a sus hijos para acariciarlos y con quien era severo e inflexible en el castigo, cuando cometían alguna falta, especialmente, si era de insubordinación.

Como político, era intrigante; como hombre, jugador; como militar, atrevido e infatigable; el mejor ejecutor de los planes concebidos por San Román, que era como su brazo derecho.

Cuando entró el doctor Vélez, Castilla estaba de pie, revisando las orde- nanzas.

Al sentir pasos, levantó la cabeza. —¡Hola, hola, doctor Vélez! —dijo, tendiéndole la mano—. ¿Pasó el

resentimiento? ¡Me alegro, me alegro! —Excelentísimo Señor, nunca he abrigado resentimiento personal contra

V. E.; mas, como arequipeño, no he podido dejar de sentirme herido por el decreto del 12; pero este doloroso recuerdo no es el motivo de mi visita; aquí me trae el deseo de saludar a V.E.

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! —Y el de tener una entrevista del todo confidencial con V. E. si le es

posible concedérmela. —¡Cómo no, doctor, cómo no! pase adelante, pase. Y le indicó con la mano su habitación particular. Pocos minutos después, el general Castilla y el Dr. Vélez, estaban sentados

frente a frente y este daba principio a su conferencia en estos términos: —La adhesión que siempre he tenido a la causa de V. E., hace que, con particular cuidado, examine, desde el fondo de mi tranquilo hogar, las perso- nalidades que tratan de hacerse de la confianza de los directores de la cosa pública, yendo a caza de una colocación.

—¡De esos hay muchos, doctor Vélez, los conozco demasiado! —Eso tenemos en favor, Excelentísimo Señor, y es una satisfacción para los

adictos a la persona de V. E., el mérito relevante de los personajes que forman hoy el círculo del gobierno.

—¿Y qué dice Ud. de los jefes de nuestro bravo ejército? —¡Que son dignísimos satélites del brillante astro, en cuyo torno giran!

—¡Gracias, doctor, gracias!, ¡pero es cierto que estoy orgulloso de ellos, que la nación debe estar satisfecha de sus servicios! ¿Eh? —¡Todos han sido héroes; pero su valor y patriotismo se habrían estrellado, faltándoles el jefe que los condujo a la victoria!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

El general Castilla sonrió de satisfacción. El doctor Vélez vio llegado el momento de entrar en materia. Se apresuró,

pues, a añadir: —Por lo mismo que el ejército está cubierto de gloria y que los jefes son

tan escogidos, los leales partidarios de V. E., hemos escuchado, con dolor, una versión que circula referente a la formación de un nuevo cuerpo denominado Batallón Lealtad.

—¡Si es cierto que lo voy a formar, es cierto! —¡No es su formación lo que preocupa —se apresuró a decir Vélez— es el

individuo designado para mandarlo. —¡Nada se ha resuelto hasta ahora, nada! ¡Es verdad que hay muchos que

pretenden; pero no se piensa elegir de entre ellos, no! —Se afirma por personas que se cree que están enteradas... —¡Esa es la práctica... se supone... se da por hecho! y ¿quién es el indivi-

duo en cuestión? —Tal vez ni le conozca V. E. —¡No sería raro! —¡Es un antiguo edecán de Vivanco, un mayor Iriarte! Castilla frunció el ceño como tratando de recordar. —¡Que se pasó a última hora! —agregó Vélez, no sin algún temor. —¡Ah! ¡Ya! Esta mañana San Román me habló de un individuo de ese

nombre, aprehendido anoche en compañía de dos ladrones, está preso y herido; parece que era empleado en la policía secreta. ¿Y a ese creían que yo confiase un batallón? ¡Necios! —añadió, levantándose y poniéndose a pasear.

—Como he dicho a V. E., es voz propalada por personas que, tal vez, no hayan tenido otro designio, que burlarse de ese desdichado. —¡Buenas burlas!, ¡desprestigiando al Gobierno! Hubo una pausa.

—¡También había que suponer que, de un golpe, convirtiese yo a un Mayor de la revolución, en Coronel del ejército! —dijo airado el Mariscal y, añadió—: conque, ¿ha alarmado a mis adictos la noticia?

—¡Sí, Señor Excelentísimo! —Según parece, Ud. sabe algo de sus antecedentes. —Como que, durante la revolución, he sido una de sus víctimas: a él le debo

tres meses de prisión en un calabozo inmundo y multitud de vejámenes inferidos a mi familia.

—¡Pícaro! ¡Pícaro! —Es un farsante que se atrevió a forjar comunicaciones en que V. E. me

recomendaba un alzamiento popular, me enviaba armas, etc., todo bajo la falsificada firma de V.E.

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tercera Parte / 30 capítulos

Castilla se detuvo ante el doctor Vélez, mirándolo con interés. —¡El mismo —continuó este, con entereza— que hizo ocultar fusiles y

pólvora en mi propia casa y, en seguida, los delató! Los sicarios de Vivanco y Berenguel dieron el asalto a media noche, los hallaron, me aprehendieron e incendiaron la casa, y las supuestas comunicaciones también habrían caído en sus manos, sino fuera la entereza de un joven arequipeño, que, sorprendiendo la intriga, llegó a tiempo para ocultarlas.

—¡Bribón! —dijo Castilla, haciendo resonar con fuerza la r—. ¡Muchos son sus acusadores, muchos los cargos que hay que hacerle, muchas las prue- bas que existen!

—¡Se le ajustará la cuerda, se le ajustará! —¡Yo y otras personas, igualmente víctimas de sus farsas, resolvimos de-

mandarlo ante los tribunales; pero las circunstancias no lo permiten! —¡No importa, no importa, se le castigará; yo le enseñaré a falsificar la firma de Castilla! ¡Ah, pícaro! —dijo el General, mientras sus pequeños ojos brillaban con sobrada cólera.

El doctor Vélez creyó haber conseguido bastante y se levantó, dando por terminada la entrevista con las siguientes frases:

—¡Perdone V. E. si he distraído tanto tiempo su atención, pero juzgué un deber...!

—¡Sí, sí, gracias, gracias, doctor Vélez, espero ver pronto esas cartas! —¡Mañana las tendrá V. E. en sus manos! —¡Me alegraré, me alegraré! Castilla estrechó la mano del doctor Vélez, que salió pensando: “No me

cabe la menor duda; cierto que Castilla iba a confiarle el Lealtad; si hubiera sido mera suposición, se habría enfurecido, lo conozco bastante; pero, tam- bién aseguró que el miserable farsante, ha caído en buenas manos ¡Preso... herido!... ¡cómplice de dos bandidos! ¿Qué vendrá a ser esto? ¿En qué trampa se habrá metido?”

Castilla se quedó diciendo: —¡Hoy iba a extender los despachos para ese tunante, que tan arrepentido se

mostraba de haber servido al Cadete!. ¡Bien, no hay como oír a todos, antes de proceder, para formarse interiormente una opinión! ¿Conque falsificador de mi firma, eh? ¡Ya lo arreglaremos!

Llamó a su secretario y le hizo extender un oficio para el subprefecto de la provincia y otro para San Román.

En ambos prescribía las más estricta vigilancia con el preso Alfredo Iriarte, quien, luego que estuviese mejor de sus heridas, debía pasar a la cárcel pública, para seguirle el juicio a que, desde luego, se le sometería, pues sobre él pesaban muy graves acusaciones; asimismo, que se asegurase bien a sus cómplices.

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P

Jorge, El Hijo del Pueblo

Firmados y sellados, fueron remitidos ambos oficios a la Ciudad. ¡Al fin la justicia iba a descargar su terrible golpe sobre la frente del cul-

pable!

Capítulo 17

Funerales de los vencedores muertos

ocos días después del 24 de marzo de 1858, se celebraron con gran pompa los funerales de los muertos del ejército vencedor. Desde temprano oscilaron sobre la abatida frente de la hija del Misti,

las clamorosas vibraciones de los dobles generales. El ejército, de gran parada y de riguroso luto, formaba, ostentando las

tres armas con que había triunfado sobre un pueblo, casi en su totalidad desarmado.

El templo de la Merced se mostraba lúgubremente oscurecido y, de los arcos de sus naves, colgaban cortinajes de negro crespón, salpicados de lá- grimas de plata.

Entre la leve claridad, proyectada por los flameros sobre el tenebroso fondo de la iglesia, se destacaba el magnífico catafalco de imitación mármol blanco, alzándose sobre una artística aglomeración de osamenta.

Seis columnas se elevaban para sostener la urna cineraria; cada columna tenía un nombre: San Antonio, San Pedro, Santa Rosa, Santa Teresa, San Lázaro, Guañamarca26.

La urna tenía esta inscripción:

«6 Y 7 DE MARZO” 1858 “Muriendo, renacieron a la

gloria, Al cielo de los héroes voló el

alma. Y alzaron al lauro de victoria, Del martirio patriótico, la

palma”.

A la derecha del catafalco, se veía la estatua de la Religión; a la izquierda, la de la Patria llorosa ante la tumba de sus hijos, al centro, la del pueblo, simbolizado en un indígena, con la frente inclinada27. 26 Guañamarca. Hoy calle Rivero. 27 “Peregrina ocurrencia”, anota María Nieves en nota a pie de página. El pueblo

arequipeño no debiera estar representado por un indígena sumiso, sino en todo caso por un altivo

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mestizo arequipeño.

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tercera Parte / 30 capítulos

Coronas de laurel y siempre viva, de mirto y ciprés, trofeos de guerra y flameros azules, completaban el ornato del improvisado monumento. Mucho tenía aquello de imponente y solemne; pero, al contemplarlo, a los ojos de todo arequipeño, asomaban las lágrimas, recordando que los vecinos yacían relegados al olvido, mientras se agotaba la magnificencia para honrar la memoria de los vencedores.

¡Aquella columna de espartanos, que no otro nombre merecían los “Inmortales”; el esforzado artesano que, después de formarla y resistir a la doble seducción del mando y del dinero ofrecidos por Castilla, murió como un héroe al pie de su trinchera; el joven poeta, hijo mimado de las musas, que, transformado en héroe, dio a Arequipa su vida, después de consagrarle sus cantos; todos aquellos militares valerosos, a quienes les cupo en suerte combatir; todos aquellos hijos del pueblo que defendieron su cuna, como el león su guarida, yacían en sus tumbas olvidados!...

¡Pero no, amadas sombras de nuestros mártires; nobles corazones, que cesasteis de latir por amor al suelo en que nacisteis! ¡No!, ¡jamás os olvidará vuestra Arequipa!

¡En los tiempos más remotos, ella invocará vuestros nombres, para ense- ñar a sus hijos el camino de la gloria, y estimularlos con vuestros ejemplos, y enardecerlos con vuestros cantos y apasionarlos por vuestra historia!

Siempre que el patriotismo pregunte por vosotros a las futuras edades, se les responderá: ¡Presentes en el corazón de sus conciudadanos, y doquiera que brillen la virtud, la inspiración y el entusiasmo!

A las once del día empezó a llenarse el templo de gente. Casi todo el concurso lo formaban militares.

El general Castilla, con las insignias de Presidente de la República y Ge- neral en Jefe del ejército vencedor, con el uniforme cubierto de oro, lleno de cordones y medallas, presidió el acto, acompañado de numeroso séquito de su Estado Mayor, edecanes, jefes, secretarios, etc.

Terminados los sagrados oficios, con la solemnidad del caso, el presbítero, señor don Mariano Becerra, Capellán del regimiento Cazadores de Tacna, pronunció la oración fúnebre de estilo.

A las dos de la tarde concluyó todo y el ejército desfiló a sus respectivos cuarteles.

Días después el general Castilla, su Estado Mayor y el ejército, partieron a la capital, dejando a Arequipa convertida en provincia, inferior a Islay, de quien dependía, con una competente guarnición y el puerto ocupado con un buque de guerra, encargado de vigilarla constantemente.

La Provincia de Arequipa, quedó a cargo de un subprefecto que, a la vez,

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V

Jorge, El Hijo del Pueblo

era intendente de policía. Aceptó este destino el coronel don José Anselmo Abril.

Iriarte quedó perfectamente recomendado a la nueva autoridad que, por cierto, no había de desentenderse, tanto más que mediaba, entre ambos, enemistad personal, por cuestiones políticas.

Capítulo 18

Reminiscencias

olvamos a casa del doctor Peña, donde encontraremos a Isabel llevando luto en el alma por la muerte de su padre; luto en el corazón por la muerte de sus ilusiones; luto en su traje; creciente palidez en

el semblante. Los días se sucedían iguales, monótonos, sombríos. Entre Isabel y su tía había una verdadera interdicción. Doña Enriqueta, repuesta del susto y enterada de la muerte de su hermano,

se había encerrado con dobles cerraduras dentro de su casa. El orgullo seguía sobreponiéndose a todo: a la conmiseración que debía inspirarle su huérfana sobrina, asilada en una casa extraña y al miedo que, naturalmente, debía tener, después del asalto, en que casi fue víctima. Contra este se armó de candados, cerrojos, aldabas, trancas, etc., princi- piando por hacer levantar, a la mayor brevedad, la muralla de la huerta. Se rodeó de una crecida servidumbre, arrendó casi de balde, un cuarto del interior a un artesano honrado, que sólo se recogía a dormir y se llevó de compañera, en vez de doña Andrea, a otra señora, con quien se hizo coser ropa de luto. Lloró la muerte de su hermano, pero los reproches iban envueltos en los suspiros; aquello anunciaba que el tiempo enjugaría las lágrimas sin destruir el resentimiento.

Extrañaba a Isabel, pero entre ella y el cariño que le tenía, se alzaba la imagen de un hijo del pueblo que, reconocido por su padre y hermana, iba a formar parte de su familia. Esto no podía sufrirlo doña Enriqueta, no; se determinó a olvidar a su sobrina, haciendo de cuenta que había muerto.

En cuanto a esta, había encontrado en la familia Peña algo como el cariño de padres y hermanas.

Hortensia y Mercedes le prodigaban halagos infinitos; doña Luisa trataba de endulzar lo más posible su situación; el doctor la miraba como a hija; Cecilia no se apartaba de su lado, sino para ir al convento a preguntar por la salud

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tercera Parte / 30 capítulos

de Jorge y, de paso, hablar un ratito con Luis.

Justamente resentida estaba Isabel para su tía; sin embargo, todos los días, mandaba a saber de ella, obteniendo por toda respuesta, que estaba bien. Personalmente no podía buscarla, porque su reciente duelo le prohibía salir a la calle de día y en la noche le era imposible por los azares de la situación. Así se iba estableciendo, de un modo insensible, una separación, cada vez mayor, entre la tía y la sobrina.

Al principio, las lágrimas del resentimiento corrieron junto con las del dolor, por las mejillas de Isabel; después, el ángel de la resignación vertió sus gotas de bálsamo sobre aquel corazón, que aún vertía sangre y, unas y otras, cesaron de correr de un manantial que antes parecía inagotable.

Con ánimo de distraerla, Hortensia y Mercedes hicieron pasear a Isabel por toda la casa y la llevaron a la siguiente, que había ocupado Elena. Vivamente sorprendida quedó Isabel, al ver el retrato hecho por su hermano. A no asegurarle toda la familia que aquella era fiel imagen de una joven que había dejado de existir, la habría tomado por un capricho de artista. La bella amada de Jorge, parecía aún presente en aquellas habitaciones. Todo estaba como antes.

Su retrato, prendido aún en el bastidor, tenía esa expresión indefinible que adquirió en los últimos días; la alfombra aún estaba rociada de flores secas y el pobre canario yacía muerto en su jaula; sin duda se habían olvidado de él.

Hortensia que, después del triste acontecimiento, era la primera vez que entraba allí, se conmovió fuertemente y, pasada la primera impresión, refirió a Isabel la parte de historia de Elena, en que ella había desempeñado un papel.

Isabel también se conmovió ante tanta desgracia y, al referir lo que de la amada de su hermano sabía, sufrió por Elena y por Jorge, herido tantas veces en medio del corazón.

Después las jóvenes entraron al que fue dormitorio de Elena. Aún permanecía la Inmaculada Concepción bajo su dosel de tul, las flores

del altar estaban secas, la cera de bien morir, cerca del Santo Cristo. Ese silencio, ese misterio de que parece saturada la atmósfera de la habi- tación de donde ha salido un cadáver, ese respeto, ese místico recogimiento que, por doquier se aspira, se apoderó del espíritu de las dos jóvenes, que eran las primeras que penetraban allí.

Se arrodillaron delante de la Inmaculada Concepción y oraron algunos minutos por el alma de aquella niña desgraciada.

Por la mente de Isabel debieron cruzar en esos instantes graves pensa- mientos, pues, al levantarse, su semblante tenía una expresión más serena, más dulce, más reflexiva.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Volvieron al salón y ya iban a retirarse, cuando sintieron pasos de hombre en el primer patio. Isabel se sobresaltó, pero Hortensia la tranquilizó, diciendo que era el hermano de Elena, que entraba a la habitación que en la misma casa ocupaba; pero como ellas habían abierto la puerta principal del salón, no pasó un minuto, sin que llamasen a ella tímidamente.

—¡Adelante! —dijo Hortensia. Enrique entró. Estaba más pálido que nunca; miró a todos lados como si buscase algo y sus

ojos tropezaron con el retrato de Elena. Algo terrible debió pasar por su corazón o por su cabeza; porque exten-

diendo una mano, buscó apoyo en la primera silla que encontró. ¡Había amado tanto a su hermanal...

Pero, instantáneamente, se repuso y, volviendo la cara, se encontró con las dos jóvenes que lo miraban.

Se aproximó y saludó a Hortensia, afablemente; esta le presentó a Isabel de Latorre, como hermana de Jorge.

Enrique se estremeció, recordando la grave ofensa que había inferido a aquel, y apenas acertó a balbucear algunas de las frases de estilo. Hortensia, comprendiendo esto, trató de tranquilizarlo con una sonrisa; ni ella, ni su familia, ni el mismo Jorge, habían referido este incidente a la hija de de Latorre.

Enrique volvió a mirar a Isabel y sólo halló en su fisonomía la expresión angelical del dolor resignado.

Nunca había visto Enrique rostro más encantador, nunca semblante alguno de mujer le había producido sensación semejante a la que experimentaba en aquel momento.

Decididamente, aquel día su corazón estaba dispuesto a impresiones de todo género.

Lo cierto es que se encontraba muy mal en aquella habitación, su atmósfera le ahogaba, anhelaba estar solo en su cuarto.

Así, pues, se apresuró a preguntar a Hortensia, si podría dejarle las llaves del departamento.

—¡Suyas son —dijo Hortensia—, antes nosotras hemos cometido un abuso de confianza viniendo aquí! ¿No es cierto, Isabel?

Esta hizo un signo afirmativo con la cabeza. —¿Abuso? ¡Oh, señorita!... Enrique no supo cómo terminar la frase. —¡Sea lo que Ud. quiera —se apresuró a decir Hortensia—, ahí tiene Ud. las

llaves! Nosotras nos retiramos... ¡Ah!, se me olvidaba; yo no me voy sin llevarme mi Inmaculada Concepción.

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D

tercera Parte / 30 capítulos

Iba a levantarse para pasar al antiguo dormitorio de Elena, pero Enrique se adelantó y entró solo.

—¿Qué te parece Enrique! —preguntó Hortensia a Isabel.

—Un buen joven, ¡se ha conmovido mucho al ver el retrato de Elena! —¡Te aseguro que la adoraba! ¡Pobre Enrique! ¡Si hubieras visto su im- presión cuando salió libre y entró corriendo a abrazar a su hermana y no la halló! ¡Eso fue terrible!

En este momento regresó Enrique con la imagen que entregó, cuidadosa- mente, a Hortensia.

Las dos jóvenes se despidieron, regresando por el interior. Enrique cerró con llave y se retiró a su cuarto.

Dos horas después, abrió de nuevo y varios cargadores desocuparon el departamento, llevándose a la calle los muebles. Solo el retrato de Elena fue conducido a su nuevo domicilio.

Capítulo 19

Un nuevo sacrificio

os días después, el hermano de Elena se hallaba en su habitación, sumido en hondas meditaciones. Sobre la mesa, en que apoyaba los brazos, se veía dinero en pequeños

montones de cuatro bolivianos. En frente estaba el caballete de Jorge y el lienzo en que se destacaba la

imagen de Elena. Enrique la contemplaba algún tiempo, después su vista caía sobre el dinero y

volvía a sumirse en profundas reflexiones. Unas veces movía la cabeza, como indicación negativa, otras brillaba la

cólera en sus ojos, otras se dibujaba en su semblante la melancolía o el mayor abatimiento.

¿Qué preocupaba su espíritu? Anhelos de venganza, resoluciones extremas, retractaciones, tristeza... e

Isabel... Porque es necesario decirlo: principiaba a creer que en manos de la bella

huérfana estaba el bálsamo de sus heridas o el colmo de su infelicidad. Pero ¿cómo lanzarse a sondear aquel corazón? ¿Cómo se expondría a arrancarle una sonrisa burlona o compasiva? Y, sobre todo, ¿no se le tomaría

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Jorge, El Hijo del Pueblo

por un miserable que iba, no en pos de un corazón sino de la mano de una rica heredera?

¡Oh! ¿Ponerse en tal situación?... ¡Jamás!, ¡Jamás! ¡Atrás vanos sueños, quimeras irrealizables!

Enrique tenía bastante entereza, bastante altivez para sobreponerse a aquel afecto naciente e imposible.

¡Salir de Arequipa, cambiar de objetos era el mejor remedio! Sí, pero an- tes necesitaba vengar a Elena, hacer que su verdugo, cubierto de ignominia, marchase a estrenar la penitenciaría, que ya se destacaba sombría y terrible en la capital.

Mas, para esto, se necesitaba dinero. Tenía poderosos aliados, estaba protegido por las autoridades, aun por el

mismo Presidente de la República; pero no era bastante. Los juicios, en el Perú, se eternizan, si no se les impulsa con dinero. Por eso Enrique, que no contaba sino con un sueldo pequeño e inseguro, había realizado cuantos muebles compró para Elena, que era todo lo que poseía.

El producto no llegaba a doscientos pesos. De ellos tenía que tomar una cantidad para pagar los alquileres atrasados

de la casita, que, como sabemos, pertenecía al señor Roblenoble, que, no obstante ser uno de los propietarios más ricos, no se desdeñaba de ser el más exacto cobrador personal de sus rentas. El doctor Peña, que fue quien tomó las llaves, se entendía con él y había pagado los meses en que estaba atrasado Enrique.

Este acababa de tomar en arriendo una sala-tienda de módico precio e iba a entregar al doctor Peña las llaves y los alquileres adeudados. Todo estaba previsto; pero el dinero era poco. ¿Qué haría? Unos golpes dados a la puerta, con la punta de un bastón, lo sacaron de sus cavilaciones; abrió y se encontró frente a un caballero inglés que, invitado por Enrique, pasó adelante.

—¿Ud. es el señor Velarde, dependiente de la casa Turner? —Un servidor de Ud., caballero. —¡Mil gracias! Enrique lo invitó a sentarse. El inglés aceptó y sus ojos, de azul claro, que brillaban a través de sus

lentes, se clavaron en el lienzo. —Sé que posee Ud. el retrato de una señorita, hecho por un artista

arequipeño. —¿Es el que tiene Ud. a la vista? —preguntó Enrique, con extrañeza. —¡Creo que sí! —repuso el inglés, con acento indiferente. Y luego aña-

dió—: ¡Bien, yo quiero comprarlo!

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—¿Comprarlo? ¡No lo vendo, es el retrato de mi hermana, caballero! —¿Ud. por eso lo quiere? —Sin duda, es la imagen de mi angelical Elena; ¡jamás me desprenderé

de ella! El inglés permaneció impasible. —¡Bien, hemos concluido! —dijo, levantándose. —¡Una palabra! —dijo Enrique— desearía saber, por qué quiere Ud.

comprar ese retrato. —Muy fácil. Voy a regresar a Europa para no volver, y llevo a mi país algunas

obras del Perú, algunos retratos de las señoritas americanas más bonitas; he sabido que su hermana era muy hermosa y quería llevar su retrato. !Ud. no quiere, lo siento!, ¡cien pesos le habría dado!

Enrique no respondió. Una tremenda lucha se desencadenó en su alma. El inglés lo comprendió y dijo: —Si Ud. se anima, avise en esta semana. Y poniendo su tarjeta sobre la mesa se despidió. Enrique se dejó caer en una silla. ¡Cien pesos más! Los necesitaba, le eran urgentísimos, para hacer caer la

espada de la justicia sobre el verdugo de Elena; pero... ¡vender el retrato de su hermana!

Mas, ¿de dónde iba a obtener aquella cantidad indispensable? ¿No lo había realizado todo? ¿No estaba sujeto a un miserable sueldo del que tenía que separar la mitad, por lo menos, para subsistir? ¿Podría sostener así un juicio complicado?

Desistir de él, dejar a otros el castigo del victimario de su adorada hermana, caer en ridículo delante de sus aliados. ¡Oh! ¡Nunca!, ¡nunca! Preciso era ofrecer a Elena el más grande de los sacrificios, renunciar a su imagen, a aquella imagen adorada que, con tanto empeño, había hecho brotar del pincel de Jorge.

Enrique, al tomar esta resolución, pareció transformarse. Su odio a Iriarte aumentó ciento por uno.

Se levantó y escribió algunas líneas en el reverso de la tarjeta del inglés. En seguida llamó al criado y le dijo: —Melchor, lleva esta tarjeta donde dicen las señas. Mr. Williams te en-

tregará cien pesos, guárdalos y entrégale este lienzo. En seguida, toma unos cargadores y haz trasladar cuanto contiene esta habitación a la sala-tienda que hemos tomado, en aquel cajón están las llaves; aguárdame con todo arreglado, yo iré esta noche.

—¡Bien, señor!

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T

Jorge, El Hijo del Pueblo

—Toma dos pesos para que pagues a los cargadores y un cuarto para que te compres comida del restaurante.

El criado recibió el dinero. —A las personas que me busquen, dales las señas de mi nueva habitación,

menos al inglés a quien no quiero ver jamás. —¡Muy bien, señor! Enrique tomó su sombrero. Antes de salir se detuvo a contemplar el retrato de Elena. ¡Qué contraste el que formaban aquella frente pura y serena, aquellos ojos de

mirada tan dulce e ideal, con la tempestad de odio y venganza que rugía en el pecho de Enrique!

Al contemplar, por última vez, la imagen candorosa y bella de Elena, sintió un dolor agudo, cual un puñal envenenado que le atravesaba, de parte a parte, el corazón; porque, en verdad, ese dolor estaba emponzoñado por el remordimiento.

Él mismo enardeció su sed de venganza, contra la causa de tantos suplicios, y sus labios, convulsos, pronunciaron estas palabras:

—¡Te juro, Elena, ser implacable, feroz, hasta criminal!... Luego salió con los dientes apretados y las manos crispadas.

Capítulo 20

La primera salida

res meses han transcurrido, aproximadamente, desde la toma de Arequipa. La Provincia continúa arrastrando la cadena del infortunio. Tiene au-

toridades subalternas, con fuerza armada suficiente para hacerse obedecer. Las confiscaciones están a la orden del día; los allanamientos, las denuncias, son los hechos más corrientes.

La miseria está en su más alto punto. Nunca los víveres fueron más escasos, su precio llegó a ser fabuloso.

Era un hermoso día. Fray Antonio estaba contentísimo, porque Jorge, casi del todo restablecido,

por primera vez, iba a salir a la calle. Este abrigaba para el religioso un cariño verdaderamente filial, una gratitud

sin límites.

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tercera Parte / 30 capítulos

Por no afligirlo más, había manifestado en su enfermedad, una entereza mayor de la que en realidad tenía.

Lleno de dolores físicos y morales, demostraba una serenidad, que distaba mucho de su abatido espíritu.

Al recuerdo de Elena, de su padre, de su hermana, de Iriarte sentía, por primera vez, brotar en su pecho una pasión terrible: ¡la venganza! ¡Y aún ignoraba la muerte del autor de sus días y el colmo de las perversas acciones de su asesino!...

El sacerdote, cumpliendo las prescripciones del médico, le había ocultado todo, no permitiendo la entrada a nadie.

Únicamente le hizo saber la muerte de José, en fuerza de los empeños de Luis, que buscaba en Jorge un socorro para su infeliz familia. Jorge se conmovió tanto ante esta noticia, que sufrió una recaída, en mérito de lo cual, se afirmó, el franciscano, en la idea de no comunicarle nada más que los recados de Isabel, indagando por el estado de su salud. Por medio de una carta, en que fray Antonio hizo de amanuense, Jorge dio orden a Luis para vender cuanto le pertenecía. De los cien pesos que dio el inglés, hizo pagar la extensa cuenta de la botica y del médico; separó una pequeñísima cantidad para sostenerse en la convalecencia, mientras se hallaba en condiciones de seguir trabajando, y el resto lo envió a su familia. Jorge deseaba sanar lo más pronto posible; consideraba ser un peso para el pobre franciscano, que tantos cuidados le prodigaba y que por nada quería admitir ni un centavo por la dieta y, sobre todo, quería quedar libre para vengarse.

Un volcán ardía en su cabeza y un mar se agitaba dentro de su pecho. Pocos le parecían todos los tormentos inventados, para hacerle expiar sus

crímenes a Iriarte. Jorge era en realidad, la verdadera víctima de aquel. ¿Qué fibra de su alma no había roto? Por lo mismo que Jorge deseaba una venganza terrible, la meditaba con

calma. Moderaba los impulsos de su juvenil fogosidad y dejaba hablar al cálculo. Y nada dejaba sospechar al religioso. El día que nos ocupa había sido ansiosamente aguardado. Desde la víspera, el médico había prescrito que saliese a dar un corto

paseo, pues le era de necesidad, para la completa recuperación de sus fuerzas físicas.

Fray Antonio había comunicado esta buena noticia a Luis, añadiendo que Jorge se proponía ir a hacer una visita a su familia, por ser la casa más inmediata al convento.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Hacia la una del día salió Jorge, después de abrazar afectuosamente al buen sacerdote, que salió a dejarlo hasta la puerta, encargándole que no se demorase mucho.

Este emprendió una marcha más apresurada y firme de lo que podía esperarse. Minutos después, entraba a la casita de Santa Teresa, aquella en que asis- timos, por primera vez, al matrimonio del honrado José con la feliz Rosa. Al atravesar el dintel de la puerta de calle, sintió, Jorge, que el corazón se le oprimía y se detuvo un momento.

¡Entrar allí y no ver a José!... La tienda-carpintería estaba cerrada. Jorge hizo un esfuerzo y avanzó lentamente. Se diría que tenía miedo. El llanto de dos criaturas hirió sus oídos y heló la sangre en sus venas;

porque, en medio de aquella lamentación infantil, oyó estas palabras: —¡Pan, mamacita! ¡danos pancito!

Avanzó más y, procurando no hacer ruido, se colocó en la puerta de la habitación, de donde salía el llanto.

Entonces vio, no a Rosa, sino a una mujer que parecía su sombra, vestida de olán negro, que, sentada sobre un viejo baúl, estrechaba contra su pecho las cabecitas de dos pequeñitas criaturas que lloraban, ofreciéndoles, por todo consuelo, sus halagos, mezclados con lágrimas silenciosas que, de cuando en cuando, caían de sus ojos. Más allá estaba Jacinta, rodeada de las hijas mayores de José y un balay de mallas; la más grandecita le decía:

—¡Todo he andado y nadie quiere comprarlas! La sombra proyectada por Jorge, hizo levantar la cabeza a Jacinta que,

dando un grito de gozo, se precipitó a él con los brazos abiertos. —¡Jorge! —exclamó Rosa, adelantándose—. ¿Lo viste a José?... Y rompió a llorar a gritos, con toda la intensidad del primer momento. Las niñas grandecitas se aproximaron a su madre como tratando de con- solarla, los chicos suspendieron su llanto, se abrazaron de las piernas de Jorge y uno de ellos le dijo:

—¿Nos has traído pan? Estas eran emociones demasiado fuertes para Jorge que, sin poderse do-

minar, prorrumpió en ahogados sollozos. ¡Vivanco! ¡Castilla! ¡Vosotros, en medio de vuestros ambiciosos proyec-

tos, nunca os preocupasteis de las lágrimas que ibais a hacer derramar a los inocentes hijos del pueblo!

¡Que Dios os haya perdonado!

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L

tercera Parte / 30 capítulos

Capítulo 21

Efectos de una carta

a presencia de Luis calmó un tanto lo penoso de la situación. Al verse los dos amigos después de tres meses, se abrazaron, cual dos hermanos salvos por milagro de una catástrofe.

Jorge sabía que Luis, casi manco, había salido a buscarlo entre los muer- tos, en medio del horror de la noche del 7 y su agradecimiento no conocía límites.

Pasados los primeros transportes de cariño, lo primero de que se preocupó Jorge fue de dar a Jacinta cuanto dinero tenía en el bolsillo, para que comprase pan a los hijos de Rosa.

—¡Dios te lo pague! —dijo esta— ¡El Señor te llene de bendiciones! ¡Sin ti ya nos hubiéramos muerto de hambre!, pero se acabó lo que nos mandaste y desde ayer mis hijos no han comido.

Jorge levantó en sus brazos a los más pequeñitos, que consolados con la promesa del pan sonreían a su benefactor.

—¡Vieras, Jorge! —dijo uno de ellos, poniéndose formal— ¡Al cielo se fue mi papá José!

—¡Sí! —agregó el otro, en una media lengua que apenas se le compren- día—. Cuando Castilla lo mató...

Jacinta, que había salido, no tardó en enviar a Consuelito con una canasta llena de pan.

Los niños, desprendiéndose de los brazos de Jorge, corrieron hacia Rosa que principió a hacerles la repartición.

Entretanto, Luis y Jorge, sentados en el otro extremo, conversaban acerca de la realización de los cuadros, etc.

Todo el pesar que este recuerdo debió causar al artista, fue mitigado y casi extinguido ante la desolación de la familia de José, en cuyas aras había hecho el sacrificio.

—¡Ah! tengo que darte una cosa —dijo Luis, recordando y buscando en los bolsillos de su paletó.

—¿Qué? —¡Adivina! —¡Imposible! —¡Y es algo que debe interesarte, mira!... —agregó, enseñando a Jorge una

carta arrugada y manchada de sangre. Jorge la tomó con cierta inquietud. —¿Esta sangre?... —dijo.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Es tuya! Cuando te quitamos los vestidos para acostarte tuve el cuidado de registrar tus bolsillos, no hallé sino un pañuelo, algunas piedras de chispa y esta carta; como estaba cerrada y supuse que pudiera interesarte, la guardé.

—¡Es de mi padre! —dijo Jorge, reconociéndola y recordando. Rompió el sobre, que tenía distinta letra y se puso a leer.

Desde que sus ojos recorrieron las primeras líneas, se puso aun más pálido de lo que estaba.

¡Qué estilo tan nuevo, tan raro, tan inesperado! ¿Era aquella la carta de un padre a su hijo?

La dirección era para él. Reconoció la firma, era la de su padre. Continuó leyendo.

A medida que avanzaba, iba sufriendo una perturbación en la vista, las líneas se le corrían, las letras se le mezclaban, sus manos adquirían una rigidez tan grande, que apenas podían sostener el papel; por último, su cabeza cayó sobre el respaldo de la silla y el pliego se escapó de entre sus dedos.

Luis se apresuró a sostenerlo; Rosa, asustada, principió a dar gritos, pi- diendo agua a sus hijos.

—¿Qué es esto? —decía—. ¿También Jorge se morirá? ¡Misericordia, Señor! —exclamó juntando las manos con expresión suplicante. —¡No es nada —dijo Luis—, esto debe ser por debilidad! ¿No hay aguar- diente?

—¡Que vayan a comprar de la tienda! —dijo Rosa. Consuelo, que tenía el vuelto del pan, salió corriendo y no tardó un minuto en

volver con una botella de aquel licor. Rosa empapó un pañuelo y Luis lo hizo aspirar a su amigo, que no tardó en

abrir los ojos. Al ver la carta en el suelo, soltó una carcajada convulsiva. Todos se mi-

raron con terror. Tres mujeres enlutadas aparecieron en este momento en la puerta. —Entre Ud., señorita —dijo Jacinta que era una de ellas. Isabel se pre-

cipitó dentro. Había oído la carcajada y reconocido la voz de su hermano. —¡Jorge, hermano mío! —exclamó, corriendo hacia él—. ¿Qué es esto? Jorge seguía riendo nerviosamente. —Creo que ha perdido la cabeza —dijo Rosa llorando. —Esa carta —agregó Luis, señalándola. Cecilia se apresuró a recogerla y entregarla a Isabel. Esta vio la firma y todo lo comprendió. —¡Señorita! ¡soy el ser más feliz de la tierra! —dijo Jorge, poniéndose

de pie.

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tercera Parte / 30 capítulos

—¿Qué culpa tengo yo de todo esto, para que me insultes, llamándome señorita? —dijo Isabel, con amargura.

—Ud. no tiene la culpa; pero tampoco la tengo yo, de haber debido el ser a una hija del pueblo y a un señor de Latorre! —repuso Jorge con sarcasmo. —¡Oh! ¡Calla! ¡Calla! ¡No digas nada de tu padre, no sabes cuánto le debes!

Jorge respondió con otra carcajada. —¡Sí, un poco de plata a cambio de su nombre; no quiere desdorarse al

trasmitírmelo! ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¿Por qué no tuve un padre de la hez del pueblo, de lo más bajo y despreciable de la sociedad, que en la infancia me prodigase sus caricias y ahora se enorgulleciese de llamarme su hijo?...

Y Jorge se golpeó la frente con desesperación. Los circunstantes parecían de cera. Unos comprendían todo, otros a medias, los demás nada; pero todos

estaban aterrados. —¡Hermano mío! —dijo Isabel, estrechándolo contra su pecho—. ¡Tú

eres bueno, tú eres generoso; tu pobre padre, antes de expirar, así lo dijo, encargándome que obtuviese para él tu perdón, y si es preciso de rodillas te lo pediré!

Había dolor tan profundo en el semblante y en el acento de Isabel que todos se conmovieron.

—¡Sí, perdónale cualquier resentimiento que tengas para él, al fin es tu padre! —dijo Luis.

—¡Perdónale! —agregaron, a la vez, Rosa y Jacinta. —¿Ha muerto? —dijo Jorge, más como hablando consigo mismo que

dirigiendo una pregunta. —¡Sí, ha muerto por tu causa! ¡Esa carta, que escribió en hora fatal, le

quitó la vida! ¡Arrepentido de lo que contiene, te declaró hijo legítimo suyo, ante las leyes y ante la sociedad; pero un hombre criminal, Iriarte, le aseguró que él te la había hecho leer y que tú, desesperado, te habías lanzado en busca de la muerte, hallándola en sus propias manos, en una trinchera; a la rudeza de este golpe, no pudo sobrevivir!...

Jorge no respondió. —¡En sus últimos momentos —continuó Isabel— lo auxilió fray Antonio,

siendo este el primero que nos dio la nueva de que vivías; pero era muy tarde y, mi pobre padre, murió en mis brazos, abandonado de todos, hasta de mi tía, que en trance tan amargo nos dejó por el delito de haberte declarado mi padre en su testamento!

Un torrente de lágrimas le cortó la voz. —¡Así me quedé huérfana y abandonada, sola en el mundo, sin otro am-

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Jorge, El Hijo del Pueblo

paro que el de Dios y cuando creí contar con la protección de un hermano... me desconoces!

Jorge sintió que entre las ruinas de su corazón renacía como una flor soli- taria el cariño que siempre había profesado a esta angelical criatura; la atrajo hacia sí, con ternura fraternal y la abrazó diciéndole con afecto:

—¡Hermana mía! Isabel sonrió llorando, y dijo con acento infantil: —¡Te vencí al fin, te vencí!, ¡ya eres mi hermano! —¡Qué desgraciados somos! ¿No es verdad? —dijo Jorge. —¡Qué quieres! Estamos desterrados. Jorge tenía la calma que precede a la tormenta.

Capítulo 22

Tormenta en el alma

as horas habían transcurrido inalterables y eran las cinco de la tarde, cuando Isabel y Cecilia se despidieron, para volver a casa del doctor Peña.

Jacinta y Rosa se opusieron a que Jorge regresara al convento, tan entrada ya la tarde y siendo el rigor del invierno.

Jorge tampoco puso empeño en regresar. Necesitaba estar solo; dentro de su pecho se agitaba la más deshecha

tormenta. En media hora, Jacinta sacudió su antiguo estudio y le preparó, en él, una

regular cama; no se olvidó de poner un candelero con vela, una jarra con agua y una botella de aguardiente de cabeza, por si le acometiese otro vértigo a su sobrino. Después, fue a preparar la comida, pues, con lo que dio Jorge, había comprado carne y algunas otras cosas.

Este penetró en su cuarto, sombrío como nunca. Cuando se vio solo consigo mismo; solo, en frente de sus pensamientos,

sonrió con extraña expresión. Tomó asiento junto a la mesa y su mirada que no se detuvo en ninguno de los

objetos que le rodeaban, pareció fijarse en el abismo de su alma. Allí reinaban las más densas tinieblas... si algún fulgor las rasgaba, eran relámpagos de odio y venganza.

¡Nacer en el misterio, criarse en la miseria, crecer en la humillación, ser constantemente pisoteado por esa porción de la humanidad que, a sí misma,

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tercera Parte / 30 capítulos

se llama sociedad, como si el resto no lo fuera! ¡Oír zumbar en sus oídos la risa, el insulto o la compasión de aquellos mismos que arrancan risa y causan lástima a un espíritu superior! ¡Tener un alma soñadora, concebir ilusiones y esperanzas y verlas desvanecerse, huir como fantasmas burlones! ¡Chocar contra el imposible; sentir cómo se desmenuzan los sentimientos dentro del pecho, cómo caen desconcertadas las ideas, bajo la bóveda del cerebro! ¡Caer a la tumba a impulsos de la mano de un asesino y salir de ella y, al recuperar el sentimiento de la existencia, encontrarse entre las ruedas de un nuevo suplicio...!

¿Quién es Jorge? ¡Un paria en medio del mundo!... ¡Nació proporcionando a su madre lágrimas y deshonra tanta, como

vergüenza a su padre! ¡Más tarde, infiltró el dolor en el corazón de una niña inocente, a quien nunca debió amar; después, llenó de inquietudes a la familia materna y fue la espada de Damocles suspendida sobre la garganta del autor de sus días, a quien, al fin, ocasionó la muerte, causando la orfandad de su hermana y la división de aquella familia!

¡No tiene él la culpa, es cierto! ¿Y la tuvo tampoco, cuando, en casa de Elena, le desgarraron el corazón?

¿Cuando lo creyeron borracho y, por ladrón, lo arrastraron a la cárcel?... Jorge se oprimió la cabeza con ambas manos, se levantó y, cual un león enjaulado, dio algunas vueltas por su cuarto y, de nuevo, se dejó caer en la silla. Cerró los ojos y vio a Elena, acostada en su lecho de muerte, pálida, rígida, inerte, y tras de ella a Iriarte que, con risa satánica, se burlaba de su dolor; y lo vio reír junto al lecho de su padre moribundo, y jugar con sus remordimien- tos, y hacer horrible su agonía; y lo contempló entrar con Castilla, traidor y cobarde, esgrimiendo el arma del asesino y riendo al verlo caer... Algo, como el caos, rodeó en seguida el espíritu de Jorge; a fuerza de recor- dar, concluyó por hacerse en su mente el vacío de las ideas. De pronto, brotó ante sus ojos, escrito con negra tinta, el testamento que los remordimientos había arrancado a su padre y, en seguida, con caracteres de fuego, la carta que le había escrito.

¡Oh! ¿Por qué no estallaba aquel cerebro mil veces amartillado?... ¿Por qué no se detenía para siempre aquel corazón mil veces destrozado?...

Con los ojos fosforescentes, los cabellos humedecidos de sudor, los labios contraídos y espumosos y las manos fuertemente entrelazadas, Jorge, se re- torcía de dolor.

¡No! ¡Ni la locura ni la muerte vendrán en su auxilio! ¡Está solo con la desesperación!

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Capítulo 23

Al borde del abismo

as tinieblas se habían extendido por el pequeño cuarto. Jacinta, con la luz en una mano y una taza de caldo en la otra, entró a rogar a su sobrino que tomase alimento; este fingió acceder y, apenas

la pobre mujer hubo salido, Jorge, arrojó el caldo por la ventana. Poco después, Jacinta se llevaba la taza vacía, sin sospechar la verdad;

entornó la puerta y el joven volvió a quedarse solo. Indudablemente, Jorge, tan delicado, tan dulce, iba transformándose en

un hombre brusco, salvaje, tal vez en fiera. ¿Qué haría ahora? ¿Matarse? ¡No! ¡Cobardía vil, propensión de las almas pequeñas!... ¡Matarse! ¡Vul-

gar recurso de ingleses con spleen28 y de novelistas que no aciertan con un desenlace!...

Jorge sonrió con desprecio ante esta idea. —¡Vivir —se dijo—, desafiar frente a frente al infortunio, fascinar a

esa sociedad miserable, pisotearla, en seguida escupirle a la cara!...Soy rico —repetía sordamente, a través de sus apretados dientes—. ¡Soy rico, esto me basta!...

Luego, en su imaginación, extendía los variados cuadros de su venganza. ¡La sociedad había sido la maquinaria, entre cuyas complicadas ruedas había sido triturada su alma!

¡Era preciso hacerle todo el mal posible, volverle dolor por dolor, sarcasmo por sarcasmo, desprecio por desprecio, odio por odio!... ¡Agitar las masas populares, lanzarlas sobre sus detractores, como arrojan los vientos las olas embravecidas sobre los frágiles, aunque elegantes puertos, es lo más fácil, lo más sencillo!...

¡No se necesita más que pronunciar una palabra!; apenas se escuche y se comprenda, ese pueblo humillado, sencillo, inocente e inofensivo, que hoy se consuela de sus desgracias llorando sobre sus muertos, esos hijos sin padre, esas desoladas viudas, esos padres sin hijos, se levantarán como un torbellino de lava, preguntando: ¿por qué han quedado sin vida los pedazos de su cora- zón?, ¿por qué tienen hambre?, ¿por qué las lágrimas son su patrimonio?, ¿para quién es el fruto de sus sacrificios?, ¿por qué se ha abusado tanto tiempo de su candor, haciendo de sus cadáveres, escalas para ponerse encima?... 28 Spleen, vocablo de origen inglés, que significa hastío, tedio vital, y que el poeta

Baudelaire puso de moda en su tiempo.

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tercera Parte / 30 capítulos

¡Y bien! ¿Qué sucederá entonces? Una sonrisa feroz se dibujó entre la espuma que orlaba los labios de aquel

hijo del pueblo. ¡Mares de fuego y de sangre pasaban ante sus ojos y, en sus candentes olas,

veía naufragar a Iriarte, a doña Enriqueta, a Luciano!... Semejante a Nerón, se gozaba en contemplar los futuros estragos de la tea que ya tenía en las manos; verdugos y víctimas perecerían, criminales e inocentes, seres parecidos a Iriarte... ¡y semejantes a Isabel y a Elena!... Al llegar a este punto, algo, como una reconvención dolorosa, partió del fondo de su alma, como gemido brotado del fondo de una tumba. Pero, ¿qué importaría, si su venganza quedaba satisfecha? ¡Sí, el fuego de la ira popular debe reducirlo todo a cenizas!... ¡Y cuando, sobre las ruinas sociales, pasease la triunfante mirada, sería feliz!...

¿Lo sería? Esta pregunta misteriosa, que hacía su propio espíritu, lo dejó algo cortado. ¡Su corazón respondió que no! Al desdichado sucedería el criminal; al dolor, se hermanaría el remordi-

miento; y la frente del demagogo gravitaría hacia abajo, cargada siempre con sus tormentos e infinitas maldiciones.

Podría hacer todo lo que imaginaba, porque le sobraban corazón e inteli- gencia, oro, popularidad; pero su horrible venganza, ¿disminuiría su amargura?, ¿le devolvería los seres que amó?, ¿le daría un átomo de felicidad?...

Los extraviados ojos de Jorge se fijaban con intensidad en la botella de aguardiente que había dejado Jacinta y se dijo: “¡He aquí la dicha!” ¡En el fondo de la botella está el adormecimiento, el olvido! ¡Beber para narcotizar el espíritu, para insensibilizar el corazón, para oscurecer la inteli - gencia!...

¡Beber para enervar la memoria y obscurecer la conciencia!... ¿Sabe el mareado lo que hace? ¿Se da cuenta de si sufre o goza? ¿Por qué

llora o ríe? ¡Preciso es que naufraguen las penas en un mar de aguardiente, que apa-

gue su antorcha la razón, en un río de licor! ¡Venga la locura, aun cuando sea artificial!

Jorge extendió el brazo y, con crispada mano, cogió la botella. Su contacto le hizo daño; pero, semejante a un hilo eléctrico, el pérfido cristal, se hizo oprimir con mayor fuerza.

—¡Sí, tomaré! —se dijo, en voz alta—. ¡Ahora me repugnará, mañana no podré vivir sin beber!; ¡seré borracho, estúpido primero; después, está el doble desprecio de los unos, la befa de los otros; en seguida, vienen el embru- tecimiento, la locura y la muerte!; ¡la muerte súbita y desastrosa o el hospital,

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Jorge, El Hijo del Pueblo

donde ya no se bebe; pero donde se sufren todas las consecuencias de una vida pasada en la beodez!... Y en medio de las alucinaciones del licor y en la repugnante cama del hospital, ¿seré feliz?...

Jorge sintió que su corazón se estremecía y, antes de arrepentirse, destapó con violencia la botella y, cerrando los ojos, la llevó a sus labios. Pero en este momento, saltando por la ventana, un hombre cayó dentro del cuarto, casi a sus pies, diciendo con voz aterrada:

—¡Favorézcanme, por Dios! Jorge apartó la botella. El hombre que tenía delante era Alfredo Iriarte.

Capítulo 24

La traslación

ntes de continuar, preciso nos es retroceder. Enrique y sus aliados eran infatigables en activar el juicio de Iriarte. El sumario arrojaba densas sombras sobre este; los ladrones, sus

cómplices, viéndose perdidos por su causa, se propusieron arruinarlo, a fin de que su pena fuese superior a la que, irremisiblemente, debían sufrir ellos; sus declaraciones fueron, pues, abrumadoras.

Confesaron su complicidad en la trama urdida para perder al doctor Vélez y a la familia Latorre, sin callar el nombre de Pedro Ruedas, ordenanza de Iriarte, cómplice y agente de sus tramas.

Como a costa de sacrificios e innumerables privaciones, Enrique prodigaba el dinero, no tardó en reducirse a prisión a Pedro que, disfrazado de arriero, fue encontrado en el tambo de La Joya y reconocido por algunas prendas de Iriarte que, imprudentemente, sacó a relucir.

Al principio el antiguo ordenanza negó, torpemente, el conocer a Iriarte; después confesó haber estado a su servicio; en seguida juró haber sido, sin saberlo, instrumento de lo que él creía simples pasatiempos y, al fin, desen- volvió, poco a poco, la farsa realizada en el matrimonio de Elena.

Luciano pasó del cuartel, donde se hallaba detenido como preso político, a la cárcel pública, como criminal.

La desesperación del joven no tuvo medida: tenía una familia modelo so- bre la que iba a echar un borrón; estaba ante el tribunal de una sociedad que lo había visto crecer y lo había estimado, no obstante sus ligerezas de joven, cuando ignoraba que fuese un criminal.

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¡Y nada había que pudiese salvarlo! En su dolor, en su despecho, en el espanto con que, en perspectiva veía,

no un banquillo, sino la celdilla del panóptico, concibió una idea. Aprovechando de las malas condiciones de su prisión, no menos que de los esfuerzos de su familia, conquistó, entre sus compañeros de cárcel, a al- gunos de los que nada tenían que ver con el juicio de Iriarte, y con su ayuda, procedió a abrir un forado.

En algunos días estuvo terminado; sin embargo, él persuadió a sus com- pañeros de que debían aguardar un poco más para salir con toda seguridad y, como estos sabían que Luciano contaba para todo con la protección de su familia, se resignaron a esperar.

No tardaron en hacer comparecer a Luciano, para que prestara sus de- claraciones.

Con asombro general lo declaró todo, de manera que, el peso de su delito, recayó sobre Iriarte; al terminar, entregó al juez un documento ajeno al jui- cio: una orden de Vivanco para asesinar al general Castilla, admirablemente falsificada por Iriarte.

Luciano se proponía perder a quien lo había arrastrado al crimen y a la cárcel.

En la misma noche, Luciano y sus compañeros fugaron, y fueron inútiles las pesquisas de la policía para encontrarlos.

Entretanto, Alfredo sanaba de su bochornosa herida y el médico del hos- pital declaró que podía dársele de alta.

Esta declaración coincidió con un oficio terminante de Castilla, quien, desde la capital, recomendaba a los jueces y al subprefecto, la pronta termi- nación del juicio.

Esto era muy natural, desde que el asunto se rozaba tanto con la persona- lidad del gobernante.

Gracias al doctor Vélez, Enrique tuvo conocimiento de la nota, antes que las mismas autoridades y se apersonó ante el subprefecto, pidiéndole, como amigo, que, antes de proceder a la traslación, se tomasen las medidas con- venientes para asegurar a los presos de la cárcel, a fin de evitar una segunda evasión.

En efecto, se redobló la vigilancia y se reforzó el calabozo del mejor modo posible.

Enrique se había vuelto una fiera. Desde la venta del retrato de su hermana, que ya miraba como acción

incalificable, tenía la idea de que sólo quedaría justificado haciendo de Iriarte el blanco de la justicia.

Alejado de toda sociedad, su vida era la de un salvaje, no teniendo más

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Jorge, El Hijo del Pueblo

comunicación que con sus aliados, los jueces, escribanos y ministriles.

Había adquirido un semblante taciturno, un carácter acre. Cuando la imagen de Isabel surgía del fondo de su alma, la desechaba con ira;

porque venía a interponerse, con su dulce suavidad, entre las ideas de odio y venganza, que eran las únicas que necesitaba.

Siempre que había una declaración nueva contra Iriarte, siempre que el sumario arrojaba mayor luz patentizando sus crímenes, Enrique iba, perso- nalmente, a comunicárselo, con salvaje gozo.

Así llegó a constituirse en su mayor tormento. Siempre que Alfredo, desde su cama divisaba al hermano de Elena, se

ponía mortalmente pálido. Enrique se aproximaba y con sarcástica risa le daba la terrible nueva,

gozándose en contemplar su turbación, la angustia que se dibujaba en su demacrado semblante, el silencio sepulcral que sellaba sus labios.

Porque Iriarte, a pesar de sus crímenes y baladronadas, siempre había sido cobarde y, hoy, en descubierto y frente a frente de la justicia, tenía más miedo que un niño.

Por mucha que fuese su degradación, aún le quedaba un resto de pundo- nor y vergüenza, y sufría, atrozmente, considerándose descubierto en toda su deformidad, ante una sociedad en que, poco antes, había brillado como hombre a la moda, el joven mimado y elegante.

Y la perspectiva de la penitenciaría lo aniquilaba, haciéndole caer en un abatimiento que, parecía, iba a concluir con su vida.

Enrique tenía, pues, momentos de alegría feroz, contemplando a Iriarte; después se retiraba a trabajar, para proporcionarle una noticia más cruel que la anterior.

Llegó la vez en que el subprefecto diese la orden y la fuerza necesaria, al mando de un oficial, para trasladar al reo, sin demora, no obstante ser la siete de la noche.

Enrique se dirigió, junto con ella, al hospital. Iriarte, lleno de tétricos pensamientos, estaba recostado; al sentir pasos se

incorporó y fue tanto su pavor al ver a Enrique, que, falto de fuerzas, se dejó caer de nuevo.

—¡Vengo a anunciarte que vas a cambiar de temperamento! —dijo En- rique, sardónicamente.

Iriarte lo miraba con horror. Mientras el oficial entregaba la orden respectiva al director del estableci-

miento, los soldados miraban, con indiferencia, a uno y otro lado. —¡Estos señores —continuó Enrique, señalándolos— vienen a acompa- ñarte a la cárcel, donde se hallan tus buenos amigos de otro tiempo; aunque,

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tercera Parte / 30 capítulos

es cierto, que ahora no te comunicarás con ellos! Iriarte permaneció mudo.

—¡Será por poco tiempo —añadió, implacable, el hermano de Elena—, muy en breve ascenderás de la cárcel al panóptico, pues en ello tiene interés Castilla; ya lo ves, tu carrera es rápida y brillante!

Iriarte se mordió los labios de cólera. Se aproximó el director y, después de leer en voz alta la orden del subpre-

fecto, dijo a Iriarte que siguiese a la fuerza. Este se incorporó y, contra lo que se esperaba, sin replicar, se puso de pie,

recibió su sombrero y una bufanda que le alcanzaron y, sin desplegar los labios, emprendió la marcha.

A los primeros pasos vaciló, después caminó, lentamente, pero con firmeza.

Los soldados lo rodearon y todos marcharon en silencio. La noche estaba fría y un tanto alumbrada por una luna nueva de dos

días. Enrique iba junto al oficial, sin perder de vista al reo. En medio del placer de la venganza, sentía el hermano de Elena algo en su

alma que envenenaba su existencia, algo que no lo tenía satisfecho. Al atravesar una bocacalle, de improviso, rompió Iriarte la descuidada fila de sus custodios y se lanzó calle arriba.

—¡Fuego! —gritó el oficial, al notarse sorprendido. Apenas Enrique pudo darse cuenta de lo que pasaba, se lanzó en perse -

cución del reo. Uno o dos proyectiles cruzaron la calle, sin resultado alguno. El oficial y los

soldados echaron a correr en pos del fugitivo. Esto era bastante para producir alarma general.

Hubo cierrapuertas y rodaron las más enormes noticias. Se dijo que un batallón se había sublevado, que había estallado la revo-

lución por Echenique y no faltó quien dijese haber visto muerto al jefe de la fuerza debelada.

Mientras tanto, Iriarte, en alas del miedo, volaba por las calles altas de la población, sin que él mismo se diera cuenta de los sitios que recorría ni del lugar al que se dirigía.

Corría impulsado por una fuerza solo comparable a la del vapor. Los edificios pasaban ante él, como sombras que aparecen y desaparecen casi simultáneamente.

Oía tras de sí, ya cerca, ya lejos, el tropel de sus perseguidores. No tenía dónde refugiarse; todas las puertas estaban cerradas. Las fuerzas lo iban abandonando.

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I

Jorge, El Hijo del Pueblo

Ya sentía casi sobre sí al terrible Enrique y a los soldados. Él cruzaba las calles en todas direcciones sin poderse librar. De repente, vio un postigo entreabierto y, sin más, se lanzó dentro de la

casa. Una señora que dentro estaba, cayó dando un agudo grito, una muchacha,

con voz desfallecida, comenzó a dar voces de ¡ladrones!, ¡ladrones! Iriarte vio una escala de sillar y la tomó, subió a los techos y saltando de uno a otro, pasó de casa en casa, hasta que, dejándose caer a una especie de huerta, vio salir luz de una ventana, corrió a ella y saltó dentro, exclamando: ¡Favorézcanme, por Dios!

Entretanto, guiados por la voz desfalleciente de la muchacha, los soldados entraron a la casa y supieron la fuga de Iriarte por los techos. Perseguirle de la misma manera era imposible; hubo un momento de perplejidad.

En esto, llegó a caballo el subprefecto seguido de otros dos militares; venía atraído por el laberinto y cierre de puertas.

Enterado de la verdad, mandó rodear la manzana; pero para esto se nece- sitaba un número considerable de fuerza. Hubo, pues, que aguardar a que la trajesen del cuartel más inmediato.

Capítulo 25

¡Victoria!

riarte estaba tan aturdido, que no sabía quién era la persona a quien pedía amparo, aunque la estaba mirando. Jorge, con la botella en la mano, se había quedado inmóvil, al reconocer

al más odiado de sus enemigos. —¡Sálveme Ud! —continuó este, juntando las manos—. ¡He fugado de

la prisión y los soldados me persiguen!, ¡ocúlteme Ud., por lo que más ame en la tierra!

Jorge soltó una horrible carcajada. A su siniestro ruido, Iriarte reconoció a su víctima y, lleno de espanto,

retrocedió hasta dar con la espalda contra la misma ventana por donde había entrado.

¿Era Jorge de Latorre o su sombra que se alzaba de la tumba?... Huir, era caer en poder de Enrique y de la justicia; quedarse, era permanecer

frente a la venganza, en forma de hombre o de espectro.

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tercera Parte / 30 capítulos

Iriarte tuvo un momento de duda, de indecisión espantosa; no obstante, los ojos de Jorge, brillantes como los del tigre, lo fascinaron, lo detuvieron, lo dejaron sin movimiento, como yace el hombre a quien domina la pesadilla.

—¡Cuanto amé lo destruiste! —dijo Jorge con voz ronca—, ¡hoy mi sola pasión es la venganza!

El hijo del pueblo sacudió su cabeza como el león su melena. Su mirada despedía fulgor siniestro; en su boca se dibujaba una de esas

sonrisas que hielan. —¡Perdón! —murmuraron los delgados y blancos labios de Iriarte. Jorge arrojó al suelo la botella y, lanzando otra feroz carcajada, cual la

pantera, se abalanzó a Iriarte y lo tomó por el cuello con ambas manos. El infeliz, exhausto ya de fuerzas morales y físicas, se dejó caer de rodillas, sin articular una sílaba.

—¿Crees que te voy a matar? ¡No te daré ese placer! ¡Tu muerte no será para mí una venganza! ¡Soy rico, muy rico, toda mi fortuna la emplearé en darte una agonía interminable!

Iriarte hizo un violento esfuerzo como para romper aquel dogal, pero las potentes manos que oprimían su garganta, tenían la fuerza de un anillo de acero.

Jorge sonrió. —¡Ricos, nobles! —dijo—, ¿creéis que el pobre plebeyo no tiene inteligen-

cia ni corazón?, ¿que tenéis el derecho de pisotearle, ya como hoja seca que se arrastra en vuestro camino, ya como escala de vuestra ambición? ¡Miserables! ¡Ay de ti, asesino de Elena! ¡Ay de ti, asesino de mi padre!¡Hoy has caído en manos de un hijo del pueblo que piensa, siente y puede!

Jorge, insensiblemente, había ido apretando la garganta de Iriarte, de modo que este adquirió un color amoratado y lanzó un gemido de dolor. Jorge nada advertía.

Estaba poseído por el vértigo del furor, embriagado por el placer de la venganza.

Bien podía matar a Iriarte sin notarlo, deseándole toda la vida posible, estaba sordo y ciego.

La puerta de su cuarto giró en estos instantes, pausada y silenciosamente, dando paso a una persona.

Era fray Antonio. Se detuvo el sacerdote, un instante, asombrado de lo que veía y, luego,

avanzando con rapidez hacia el grupo, cogió a Jorge por un brazo, atrayéndole a sí y diciendo:

—¿Qué haces, hijo mío? Cual si volviera de un sueño al oír aquella voz, que tanto dominio ejercía

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Jorge, El Hijo del Pueblo

sobre su espíritu, Jorge, maquinalmente, soltó la garganta de Iriarte que, desfallecido por la asfixia, se dejó caer en el mismo sitio donde había perma- necido de rodillas.

El religioso, lo alzó del suelo, obligándolo, no sin trabajo, a que se sentase en un baúl.

El buen sacerdote estaba más pálido que la cera. Jorge, cruzado de brazos, dejaba hacer con expresión de ferocidad. Reinaron algunos instantes de silencio. Iriarte lo interrumpió, diciendo al religioso, con apagada voz y con el terror

impreso en la mirada: —¡Sáqueme Ud. de aquí, me quiere matar! —e indicó, con un pequeño

movimiento, a Jorge. —¡Imposible! —dijo el sacerdote, mirando a este con fijeza—, ¡Jorge nada

puede hacerle, porque es cristiano! —¡Es mi asesino! —repuso Jorge, con sequedad. —¡Ante Dios, no sois más que hermanos! —replicó fray Antonio, con

solemne acento. —¡Jamás! —exclamó Jorge, de una manera que hizo temblar a Iriarte y

estremecer a fray Antonio—. ¡Un asesino, un intrigante, un ladrón, un traidor, jamás puede ser hermano de un hombre honrado! ¡Un noble, elegante y rico como Iriarte, nunca puede ser hermano del plebeyo Jorge!

—¡Padre! —dijo Iriarte, con expresión suplicante. —¡Jorge, tú deliras! —dijo el religioso, con acento de reconvención. —¿Delirar? ¡Ojalá fuera un sueño cuanto pasa por mí! ¡Ojalá viniera en mi

auxilio la locura, para que mis ideas trastornadas, no se coordinaran ha- ciendo surgir en mi mente el pasado! ¡Pero no, no quiero perder la razón sin ver cómo expías tus crímenes, maldito!

El religioso hizo un movimiento para aproximarse a Jorge; pero Iriarte lo cogió por el manto, diciendo:

—¡Me persiguen, padre, quieren llevarme a la cárcel, a la penitenciaría! ¡Sálveme Ud.!

—¡Nadie puede salvarte, infame! —repuso Jorge—. ¡Nadie! —¡Tú lo puedes! —dijo el religioso. —¡No! ¡Cuando caí bajo su mano, aún era bueno; del sepulcro me he

levantado sólo para vengarme! ¡No soy ya aquel Jorge que reconcentraba sus dolores en lo más profundo de su pecho, cual si estuviese obligado a un resignado silencio, no!, hoy sólo soy el hijo del pueblo, que se alza del polvo, con la conciencia de sus derechos.

—¡Me pierde!, ¡no perdona! —dijo, con creciente angustia, Iriarte. —Escucha, Jorge —dijo fray Antonio, aproximándose, con gravedad—

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tercera Parte / 30 capítulos

¡Nunca fue noble la venganza; el odio empequeñece al corazón que lo alberga; tus nobles sentimientos te han colocado siempre por muy encima de esos hombres, que el vulgo cree grandes, porque están repletos de oro y henchidos de vanidad; sofoca tus naturales elevados sentimientos y descenderás más que ellos, que nunca los tuvieron; véngate y te colocarás más abajo que aquel a quien llamas tu enemigo, te degradas, te envileces!

—Y bien, ¿qué pierdo degradándome como Ud. dice? ¿De algo me ha servido esa elevación que ha creído Ud. reconocer en mí? ¿A pesar de ella, siempre no he sido pisoteado? ¿No estoy harto de humillación y desprecio?

—¡Desdichado!, ¡estás blasfemando! ¿Desde cuándo la virtud ha perdido a tus ojos su intrínseco valor?

—¡Desde que la sociedad me ha enseñado que es inútil para mí! —¡Infeliz! ¡Aparta tu mirada de esa injusticia social y vuélvela a tu con-

ciencia, que acusadora y terrible, se levantará contra ti el día que abraces el mal!

—¡No me da cuidado, porque si se sublevase injustamente, yo sabría ahogarla!

Y una sonrisa horrible vagó por sus labios y su mirada cayó sobre la botella, que yacía volteada sobre el pavimento.

Fray Antonio comprendió y su palidez subió de punto. A pesar de sus años y de su experiencia, nunca el buen religioso se había

encontrado en un caso tan excepcional. Jorge era un adversario terrible que, con las armas de mayor fuerza, sostenía el

más pésimo de los principios. Fray Antonio adivinó que era preciso rendirle en la primera batalla; porque después sería imposible; pero aquel luchaba con la audacia de la desesperación.

Iriarte no respiraba siquiera. De vez en cuando sus ojos se dirigían hacia la ventana, la idea de fugar

cruzaba por su mente, pero la vacilación lo detenía. ¡Quién sabe si, al lanzarse afuera, caería en manos de la justicia! ¡Quién sabe si aquel fraile, como siempre había dicho en sentido despectivo, podría salvarlo!

—¡Está bien! —dijo el franciscano, con aparente calma—. ¡Después de haber oído de tus labios, que desprecias la virtud por inútil y la conciencia, porque has hallado un secreto para ahogarla, es de más que apele a tu ofuscada razón, para pedirte el perdón de este desgraciado, que es cuanto pretendo de ti: pero no pierdo la esperanza de obtener algo de tu corazón!

—¡Se ha petrificado! ¡Ha muerto! —repuso bruscamente Jorge. —¡Es falso! —dijo el religioso, sin desconcertarse— ¡tu corazón vive

emponzoñado y en él se agitan mil borrascosas pasiones; en medio de ese incendio que, según crees, ha inflamado la injusticia de los hombres, quizá se

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Jorge, El Hijo del Pueblo

haya salvado algo de aquel afecto que en otro tiempo me profesabas!

¡Creo no haberte hecho mal jamás. Cuando eras niño, mil veces jugando con los cordones de mi hábito, dormido te quedaste sobre mis rodillas y yo contemplé con ternura ese candor de la infancia, que se abandona, confiado en manos del primer ser que lo halaga e imploré las bendiciones de Dios so- bre tu frente, sin pensar si eras noble o plebeyo, rico o pobre. Cuando fuiste joven, traté de guiar tus pasos por las sendas de esa virtud que hoy tan en menos tienes; te veía huérfano y sin apoyo y creí un deber del ministerio que, indignamente, ejerzo, el ofrecerte las lecciones de la experiencia, para que alumbrasen tu camino por el mundo y la ternura de mi cariño, para que depositases en mi pecho, tus penas y tus alegrías. Yo asistí a tu madre y a tu abuelo en sus últimos momentos, ambos te recomendaron a mí y yo, sin tener en cuenta tu cuna, creí sagrada la recomendación de dos moribundos, me impuse la obligación de velar sobre ti y, sin reparar en el peligro ni en la lluvia, logré salvar tu vida, sacándote de entre un montón de cadáveres!

¡Si todo esto, que para mí no importa más que el deber de un cristiano, ha despertado en ti un poco de afecto para este pobre viejo, demuéstramelo ahora, perdonando a este infeliz!

El efecto de este discurso, se reprodujo por algunos momentos en el sem- blante de Jorge. En verdad, estaba emocionado.

Iriarte lo miraba con ansiedad creciente; era el momento decisivo, según creía.

Después de algunos instantes, Jorge dijo: —¡Pida Ud. mi vida, mi sangre, todo se lo daré; pero no la impunidad del

victimario de Elena, del asesino de mi padre! —¡Desprecias tu vida, por eso me la ofreces; solo tu venganza te es apre-

ciable y me rehúsas su sacrificio! ¿Será preciso que, como cristiano, implore el perdón de Iriarte de rodillas?

Y el sacerdote se adelantó hacia Jorge. Este dio un salto hacia atrás, con una rapidez increíble y exclamó con

energía: —¡No, no! ¡sería contraproducente! El religioso se detuvo, mirándolo asombrado. —¿Un ministro de Dios, un santo, arrodillado delante de un miserable

como yo, por salvar a un monstruo? ¡Oh! ¡Al ver eso, lejos de impulsarme al perdón, me determinaría exterminar al que fuere causa de tamaño absurdo!

Jorge parecía transformado. Brillaban sus ojos como dos llamas, temblaban sus labios, tenía alta la

frente, feroz la mirada y contraído los músculos de la cara. Parecía un loco, en un acceso de espanto y furor.

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tercera Parte / 30 capítulos

¡Cuánto había cambiado en pocas horas! Iriarte temblaba. El religioso lo contemplaba atentamente, cual si tratase de indagar si era

aquello un principio de locura y, mientras tanto, en su alma se levantaba una plegaria por aquella víctima de su propio corazón.

Todos los resortes habían tocado en vano, todos los recursos estaban agotados.

Jorge, el pacífico y sufrido Jorge, se había trocado en una especie de pantera. La ira, el odio, rebosaban en su pecho, como lavas incandescentes y asomaban a sus pupilas cual por dos cráteres de volcán.

Él, solo, personificaba la más deshecha y asoladora borrasca; la sublevación de un pueblo entero, con todos los estragos de la anarquía, se encerraban en su pecho.

La naturaleza tiene convulsiones y padece sacudimientos que arrastran a la destrucción naciones y continentes; el hombre tiene también pasiones, que se desencadenan como el huracán en el desierto.

¿Quién sujetará al viento, contendrá a las olas, encerrará al rayo y pondrá diques a la pasión?

¡Sólo Dios! Fray Antonio palpaba una vez más esta verdad. El honor, lo principios, el agradecimiento, la virtud y la conciencia por él

invocados, habían caído en el sublevado corazón de Jorge como pequeñas gotas de lluvia que abisma el océano.

Un hombre que todo aquello desprecia, es un hombre perdido; porque ¿dónde se hallará ya un freno capaz de sujetarlo?

¿El amor filial? Pero, ¿si ese hombre reconoce como base de su desgracia, la pérdida de una madre y el abandono y desconocimiento de un padre? ¿La dulce voz de una mujer amada? ¿Pero si esa mujer ha descendido a la tumba, llevándose la última ilusión y clamando justicia contra la mano que la precipita?

¿Qué resta pues? La nave sin brújula y sin timón, desgarradas sus velas, despedazada su

maquinaria, a merced de los vientos y de las olas, zozobra y va a sucumbir. La venganza es la puerta del crimen.

Fray Antonio trata de cerrarla ante Jorge; pero es un débil anciano y no tiene fuerza para contrarrestar el violento ímpetu que la abre. ¿Estará todo perdido?

El religioso adquiere, de improviso, una majestad sorprendente; en torno de su blanca corona de nieve, resplandece algo como una aureola; la inspiración del profeta parece haber descendido a sus labios.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Hasta este momento ha hablado como hombre; ahora va a hablar como ministro de Dios y en nombre del cielo.

Se adelantó grave y sereno hacia Jorge y le dijo: —¡No, no me arrodillaré ante ti!, ¡porque un ministro del Altísimo, solo

dobla la rodilla ante el trono del Excelso! Pero, escucha: ¡Hay un pueblo en la tierra cuyo nombre despierta un eco de simpatía doquiera llega; porque a sus virtudes cívicas y morales, une el heroísmo y a sus proezas, la generosidad. Si alguna vez es agraviada, alza las armas y combate a su enemigo frente a frente, en buena lid; si cae, es con la grandeza con que el sol desciende; si triunfa, triunfa con él los derechos de la humanidad; porque, con la misma mano con que sostiene los laureles de su victoria, levanta al vencido, cura sus heridas y, olvidando que ha sido su enemigo, lo estrecha en sus brazos y le da el dulce y cariñoso nombre de hermano! ¡Tú lo conoces bien!, ese pueblo, en que se meció tu cuna y por el cual ibas a dar tu vida, es el más generoso de la tierra; ¡porque es el más religioso del orbe!

Jorge había quedado un tanto suspenso, dominado por la elocuente palabra del franciscano, no menos que por su grave ademán.

Recayendo su pensamiento en cosas diferentes, su fisonomía había ido perdiendo gran parte de su feroz expresión.

Fray Antonio se había asomado a los linderos de su alma agitada. Así Moisés se acercó en otro tiempo a las orillas del Mar Rojo, llevando la

vara que, levantada en alto, iba a transformar sus encrespadas ondas, en los muros cristalinos de un camino salvador.

—¡Sí! —continuó el sacerdote—, ¡tú eras hijo de este pueblo de héroes y creyentes, hoy reniegas de sus principios, hoy abjuras de tu fe! Jorge puso la mano sobre su pecho y dijo:

—¡No, eso no! —¡Oye! —prosiguió el religioso, con sublime expresión—, ¡el que no

perdona, no es cristiano! Jorge a pesar de él mismo, bajó los ojos. —¡Cuando tu madre te mecía en sus brazos, te arrullaba al son de cánticos

piadosos; cuando tus ojos pudieron fijarse, se encontraron con los cuadros de la vida y muerte del Salvador del mundo; tus primeras palabras fueron las de la oración; tu primer estudio el de la doctrina del Hijo de Dios. La religión es como la atmósfera que envuelve a Arequipa. Todas las mañanas te despierta la voz de sus campanas, que llama a los fieles a los templos; todas las tardes te descubres al toque del Ave María29; cuanto te rodea te habla de un Ser

29 Todos los transeúntes se descubrían respetuosamente, al toque de las 6 de la tarde de las cam- panas de todos los templos y las familias rezaban: El Ángel del Señor anunció a María..

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tercera Parte / 30 capítulos

Supremo sacrificado por la criatura; la cruz guarda tu habitación, la cruz des- cansa sobre tu pecho y, no obstante, has olvidado que el principal precepto del cristianismo es: haced bien a los que os hagan mal, amad a los que os

aborrecen, orad por los que os persiguen, y cierras tus oídos para no escuchar la primera lección dada por un Dios, desde lo alto de un patíbulo: Padre, perdona a mis enemigos, y sellas tus labios para no repetir la oración del Verbo: ¡perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores!

Calló fray Antonio. Gruesas gotas de sudor brotaban de la frente de Jorge. A todas sus pasiones

sublevadas, había sucedido la turbación. La religión, bastantemente cimentada en su alma, se le imponía con toda

la sublimidad de sus preceptos, con toda la grandiosidad de sus ejemplos. —¡Por ventura! —tornó a decir el ministro de Dios—, ¿serás más grande que el Hijo eterno de Dios vivo, hecho hombre? ¿Te han humillado más que a él?, ¿te han hecho beber un cáliz más amargo? La Majestad Suprema, ¿no adoptó el traje de un artesano y creció en el fondo de un taller? ¿No comió el pan con el sudor de su frente y arrastró todas las humillaciones, todas las penas y amarguras del hijo del pueblo? ¡Pero tú debes reconocerte más grande, cuando Él perdona y tú te vengas!

Jorge no sabía qué responder. Estaba avergonzado, confuso, anonadado. Iriarte también escuchaba con admiración. Acaso por la primera vez, aquel joven atolondrado, que hacía gala de odiar la

religión, oía algo de ella y de su doctrina. En estos momentos solo de ella podía esperar su salvación.

Jorge iba a decir algo, cuando, abriéndose la puerta con violencia, entró Jacinta agitada, diciendo:

—¡No sé qué calumnia nos han levantado, toda la casa está rodeada de soldados y los techos vecinos llenos de tropa armada!

Iriarte se puso de pie para huir por la ventana; pero el religioso, con rapidez y fuerza superiores a sus años, lo detuvo, diciendo:

—¡No, caería Ud. en sus manos! Jorge permanecía de pie, con los brazos cruzados, mudo e inmóvil. ¿Era el juez que va a fallar, o el cristiano que reflexiona? —¡Vete hija! —dijo fray Antonio a Jacinta—, ¡no alarmes a nadie, buscan

a este caballero; pero nosotros lo ocultaremos; si entran a registrar la casa, no se asusten!

Jacinta salió, sin reconocer al perseguido. —¡Padre, estoy perdido! —exclamó Iriarte, con terror. El sacerdote lo tomó de la mano y, llevándolo ante Jorge:

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P

Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡En nombre de la religión —le dijo—, en nombre del Hijo de Dios expirante, salva a este infeliz!

Iriarte, instintivamente, cayó de rodillas, diciendo: —¡Perdón, Jorge, perdón! Este retrocedió un paso. —¡Sálvale! —repitió el franciscano—, ¡sálvale!, ¡porque el que no es

misericordioso, no debe esperar misericordia! —¡Me ha herido en el corazón! —repuso Jorge, con inmensa amargura.

—¡Jesús —dijo el religioso con acento inspirado—, después de tres horas de cruz, expiró y un soldado, tres veces ciego por la pasión, la ignorancia y la falta de vista, levantó el arma homicida y lo hirió en el corazón; mas la víctima, volviendo bien por mal, con la misma sangre de su herida, le dio la vista del cuerpo y del alma, después una corona para su frente y un trono de luz inmortal! ¡En nombre de Jesús, perdón para el que ha lastimado tu corazón!...

Jorge se sintió desarmado, vencido, se inclinó hacia Iriarte que temblaba y, levantándolo, lo abrazó, diciendo:

—¡Hermano, estás perdonado!

Capítulo 26

El único bálsamo

asado el primer momento de emoción, fray Antonio dijo: —¡No hay un instante que perder, es preciso ocultar a Iriarte! —¡Aquí! —dijo Jorge, alzando la cortina de olán que cubría una alacena, con-

vertida en ropero. Iriarte, pálido, conmovido hasta el extremo, titubeó un momento; pero,

impelido por el franciscano, entró al fin y Jorge bajó la cortina. Ya era tiempo.

Un estrépito horroroso llegó a sus oídos. Ladridos de perros, llantos de niños, voces de mujeres y hombres, carreras, gritos, ruido de armas, todo a la vez, invadía la casa y, antes de un segundo, se abrió con violencia la puerta, penetrando un joven y varios soldados que, al ver al religioso, se detuvieron respetuosamente.

—¿Qué es esto? —dijo el sacerdote. —¡Enrique! —murmuró Jorge con emoción indescriptible, pero sin mo-

verse del mismo sitio.

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tercera Parte / 30 capítulos

El hermano de Elena se quedó como petrificado; tenía la persuasión de que el hermano de Isabel había muerto y, al verlo, creyó estar soñando. —¡Jorge! —exclamó al fin, lanzándose hacia él con los brazos abiertos. Hubo un instante de silencio, de emoción profunda, extraordinaria, para aquellos dos corazones.

—¡Perdón! —dijo al fin Enrique, sin desprenderse de Jorge— ¡Perdón, hermano mío, único amigo de mi infancia!

Jorge lo estrechó en sus brazos, sin pronunciar una palabra. La escena de la tarde aquella, en que Enrique lo insultó, llenaba su me-

moria. Pero Jorge tenía un corazón muy grande y, ¿no acababa de perdonar el

mayor de sus enemigos? ¿Sería menos generoso con el hermano de Elena? ¡No, seguramente! Pero la impresión misma le quitaba la palabra y, mientras sus brazos recibían a Enrique, su silencio tenía la elocuencia más abrumadora.

—¡Bien merezco que me aborrezcas! —prosiguió Enrique, deshaciéndose al fin de Jorge—, yo te he ofendido cruelmente en un momento de ofusca- ción, en que el universo desapareció de mi vista, para no ver más que a Elena desmayada; pero la causa de todo es un hombre infame, el malvado Iriarte, a quien he jurado hacer expiar uno a uno sus crímenes y mis dolores y que, por fatalidad, se me ha escapado.

—¿Ha fugado? —¡Sí y se ha refugiado en esta casa! —¡Imposible! —¡Se le ha visto perderse por acá; pero de mis manos no se irá, no! En-

tretanto, el alboroto subía de punto por toda la casa. —¡Pero si aquí no hay nadie!... —decía Jacinta. —¡Por aquí! —¡A registrar la huerta! —¡Por el gallinero! —¡A la cocina! —¡No hay nada! —¡Me van a matar a sustos! —¡Pobres mis hijos! Al mismo tiempo se veían luces y soldados que cruzaban por todas partes,

rompiendo brutalmente las puertas como en un asalto. —¡De aquí lo sacan —dijo agriamente el oficial—, o ven ustedes lo que hacen!

—¡Estas mujeres lo habrían escondido! —¡Pobres de ellas! ¡Como no aparezca el sujeto toditas van esta noche al

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Jorge, El Hijo del Pueblo

cuartel!

—Pero señor, ¿qué culpa tenemos? —dijo Rosa, llorando. —¡Ampáranos, Señora mía del Rosario! —dijo Jacinta, rezando en voz

baja. No tardó en llenarse el cuarto de Jorge. Como allí había un sacerdote, Rosa, Jacinta y los chicos, corrieron a re -

fugiarse a su lado. El oficial y los demás soldados entraron también. Furioso estaba el oficial; aquella burla no era para su carácter, tanto más que el

subprefecto había puesto a sus órdenes tanta gente para buscar al reo. Enrique, ciego de cólera, apenas prestaba atención a las amonestaciones de fray Antonio, que pretendía apaciguarlo.

—¡A registrar este cuarto! —dijo el oficial. El religioso y Jacinta temblaron. —¡Un momento! —dijo Jorge, dirigiéndose al oficial, mientras fray Antonio

trataba de contener a los soldados—. Si la justicia está interesada en perseguir a Iriarte, ¡cuánto mayor interés no tendré yo, siendo una de sus víctimas!

—¡Es cierto! —dijo Enrique. —¡Sí; porque ha hecho la desgracia de todos los seres que he amado! —¡Todo eso no es motivo para que yo deje de registrar esta habitación!

¡Solo probando Ud. que siempre ha sido castillista, respetaré su cuarto; porque Iriarte ha sido de Vivanco y entre ustedes la política se sobrepone a todo!

—Pues si tal es su opinión, va Ud. a quedar convencido de que no sería yo quien me interesase por Iriarte. Es cierto que él y yo servimos la misma causa; pero en la noche del 6, Iriarte se pasó a Castilla, entró a la vanguardia de los vencedores y tomó la trinchera que yo defendía, donde fui tan grave- mente herido, que este santo religioso que Ud. ve, me recogió de entre los cadáveres.

—¡Aquí está la herida aún no cicatrizada, aquí el respetable testigo! ¿Puede ninguno de ustedes creer que yo me interese por ese sujeto? —¡Estoy convencido! —dijo el oficial—, pero la cólera del señor subpre- fecto, excitada con la fuga de Iriarte, solo podrá calmarse llevándole preso a un vivanquista tan decidido como Ud. ¡Vaya el uno por el otro, de lo contrario me expongo a un arresto, cuando menos!

—¡No, por Dios! —clamaron llorando las mujeres. —¡Eso no! —repitieron Enrique y el religioso, poniéndose por delante,

como para proteger a Jorge. —¡Prendedle! —gritó el oficial con voz estentórea. —¡No hay necesidad! —dijo Jorge, cogiendo su sombrero, con admirable

sangre fría—. ¡Voy con Ud. señor oficial!

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tercera Parte / 30 capítulos

—¡Pero esto es una injusticia! —Jorge, ¿cómo te vas y nos dejas? —¿Qué ha de sucederme? —dijo Jorge—. Ser aprehendido por haber hecho la

defensa de la ciudad en que se nació, es honroso; ¡tengo la conciencia del deber cumplido y nada temo!

—¡Hijo mío, Dios te bendiga! —dijo el religioso. —¡Hermano mío! —exclamó Enrique, estrechándole la mano—. ¡Tal

vez tengo la culpa de lo que te sucede; ¡pero ni una hora durará tu prisión; te lo juro!

—¡Adiós Rosa! ¡Adiós Jacinta! —dijo Jorge—. No lloren, no se asusten, esto no es nada. ¡Vamos! —continuó, dirigiéndose al oficial. Ete hizo una seña a los soldados que rodearon al preso. En este momento se levantó la cortina y Alfredo Iriarte, precipitándose al centro, se colocó en medio de los soldados, diciendo:

—¡Soy yo a quien deben prender, no a Jorge! Un grito se escapó de todos los pechos. Luego sucedió el silencio del estupor. —¡Jorge! —dijo Iriarte—. ¡El heroísmo de su virtud, ha trocado mi perver-

tido corazón! Yo, nunca había visto otros ejemplos, que los del vicio, por eso he sido perverso; nunca oí hablar de religión, sino entre las burlas de gentes que no la conocían y que pasaban por ilustradas, por eso he sido descreído. ¡Nunca olvidaré la lección de hoy!

Iriarte se detuvo. Copioso sudor bañaba su frente; pero su ademán era tranquilo. —¡Bendito sea Dios que ha tocado tu corazón, hijo mío! —dijo el religioso,

abrazándole y llorando de ternura. Iriarte se conmovió visiblemente, ante aquella manifestación de tierno

afecto. Desde que su padre dejó de oprimirlo sobre su corazón, jamás lazos más

dulces y sinceros lo habían aprisionado. Deshaciéndose, suavemente, de los brazos de aquel buen sacerdote, y

dominando cuanto pudo su emoción, dijo: —¡Oídlo bien, todos los que están presentes: muy merecidas son la situa-

ción en que me hallo y la suerte que me aguarda; porque he sido un monstruo! ¡Enrique, perdone Ud. como Jorge sabe perdonar; yo causé las desgracias de su inocente hermana y aceleré su muerte; pero no le hecho las heridas que a Jorge; lo vi un hijo del pueblo y lo encontré a propósito para herirlo impunemente. Para que todos podáis admirarle, sabed que yo puse una barrera insalvable entre él y la angelical niña que fue su primer y único amor, a quien precipité en la tumba; que yo puse al borde de un abismo a su virtuosa hermana!...

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Calle Ud. por Dios! —dijo Jorge. —¡Basta, basta! —añadió el religioso. —¡Que lo acusé como ladrón y lo conduje maltratado a la cárcel —conti-

nuó Iriarte, incontenible—, que vertí hiel en su alma, que traicioné su causa y lo asesiné en una trinchera!

—¡No es cierto —gritó Jorge—, esos son percances de la guerra! —¡Que me burlé de las agonías de su padre y apresuré su muerte! Todos los circunstantes se miraron, revelando en sus semblantes el horror. —¡A la cárcel! —gritó el oficial indignado. —¡Un momento! —volvió a decir Alfredo—. Vosotros os horrorizáis;

todos me odiáis y con razón anheláis que la justicia de los hombres caiga sobre el criminal que tenéis presente; pues bien, Jorge, que es la víctima, me ha perdonado y se ha entregado a la prisión por salvarme.

—¡Oh! —exclamaron todos a la vez. Tan aturdidos estaban, que no se habían dado cuenta de aquella magná-

nima acción. —¡No es más que un deber impuesto por la religión! —dijo Jorge, un

tanto confuso. —¡Eso es muy heroico! —exclamó el oficial. —¡Eso se halla fuera de las leyes de la naturaleza! —dijo Enrique. —¡Pero se encuentra en las leyes de Dios y es practicable! —dijo el reli-

gioso. —¡Joven, es Ud. objeto de toda mi admiración! —dijo el oficial, estre-

chando la mano de Jorge. —¡Gracias, gracias!... —¡Eh, muchachos!, ¡en marcha y mucho cuidado con este pájaro, no se vaya

a escapar otra vez! Iriarte sonrió con amargura. Los soldados lo rodearon. El sacerdote, sollozando, lo estrechó entre sus brazos y pronunció en sus

oídos algunas palabras de consuelo. Jorge, sumamente conmovido, le dio la mano. —¡Diga Ud. a su hermana, que ruegue a Dios por el que tantas lágrimas le

ha hecho derramar! —le dijo Iriarte, despidiéndose. Todos se pusieron en marcha. Enrique siguió a la comitiva maquinalmente. Un minuto después, Jorge y fray Antonio quedaron solos. Aquel se arrojó en

brazos de este, diciendo: —¡Siento un dolor inconcebible; pero al mismo tiempo conozco que no

soy tan desgraciado!

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tercera Parte / 30 capítulos

Y al pronunciar estas palabras, no pudiendo dominarse por más tiempo, rompió en llanto.

El religioso, sosteniéndolo sobre su pecho, levantó sus ojos al cielo que, por la abierta ventana, se veía de un azul transparente y purísimo y dijo con unción dulce e inefable:

—¡Bendita seas, religión divina, único bálsamo de las heridas del corazón!

Capítulo 27

A cada cual su merecido

l horizonte político se despeja. Arequipa, suprimida como departamento y reducida a provincia era un absurdo que no podía subsistir.

Si la hija del Misti no se hubiera hallado sentada al borde de la tumba de sus hijos, semejante decreto la habría hecho sonreír.

La república entera debió haber visto con desagrado esa medida. Las crónicas no lo dicen, eso no es extraño; porque cuando triunfa el

despotismo el que no aplaude calla. A mediados de mayo, los arequipeños leían con avidez el boletín oficial,

donde se registraba lo que sigue:

El Consejo de Ministros, encargado de la Presidencia de la República,

consi- derando:

Que el Libertador Presidente Provisorio y General en Jefe del Ejército,

con la abnegación y magnanimidad que le caracterizan, ha declarado que

no hay emba- razo, por su parte, para que queden sin efecto los decretos que expidió el 12

y 14 de Marzo último, sobre nueva organización del Departamento de

Arequipa, hasta que resuelva lo conveniente la próxima Legislatura. Decreta: Art. 1º- Se restablece el departamento de Arequipa al estado y

demarcación que tenía antes de haber expedido los citados decretos. Art. 2°- Se restablece, igualmente, en la ciudad de Arequipa, capital de

dicho departamento, su Prefectura, Corte Superior y Tesorería, volviendo esta

última del puerto de Islay.

Art. 3°- Reasumirán el ejercicio de sus respectivas funciones los

Vocales de la Corte Superior, Jueces y empleados civiles y de Hacienda,

que se hallen expeditos.

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Art. 4°- Los distritos de Tambo y Quilca, continuarán agregados al

puerto de Islay, quedando sujeta esta medida a la aprobación del Congreso.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Art. 5°- Los Ministros de Estado quedan encargados de expedir las

ordenes necesarias para el cumplimiento de este decreto. Dado en la Casa de Gobierno en Lima, a los 13 días del mes de mayo

de 1858.

Manuel Ortiz de Zeballos. Luciano María Cano. Juan Manuel del Mar.

El coronel don Mariano Ignacio Prado, fue nombrado prefecto de Arequipa en la misma fecha.

Al hacerse cargo de la Prefectura, el 5 de Junio, dijo en su proclama: —Vengo a enjugar vuestras lágrimas, a curar vuestras heridas y a reparar en

cuanto pueda los males que habéis sufrido. Todo volvió pues a su estado normal. Previa las elecciones de estilo, el general Castilla, con el título de Presi-

dente Constitucional, continuó gobernando en octaviana paz por el espacio de seis años.

Refiriéndose a este período, sobre el que guardan silencio los apasionados biógrafos del Gran Mariscal, “El Comercio” de Lima, emitió conceptos tan severos, que no es posible trascribirlos en un libro como el presente. Para dar una idea de esa administración, bastan los siguientes:

“Castilla recargó la deuda en el exterior y empobreció al país en el

interior;... excluyó de los empleos a los hombre de luces;... infringió las leyes;... hizo

en guerra civil, más generales que cuantos hubieron desde la Independencia hasta su

época;... Deja el país sin escuelas de instrucción primaria, habiendo departamentos

donde no se halla una sola, no obstante las grandes sumas botadas por los

representantes con ese objeto;... Gobernó sin presupuesto;... No hizo ninguna obra

pública de importancia ni utilidad...”

Apartemos ya la mirada de la escena política y volvámosla sobre nuestros más simpáticos personajes.

Quince días después de la rehabilitación del Departamento de Arequipa, tuvo lugar el matrimonio de Luis y Cecilia en la parroquia de la Compañía. Isabel completamente vestida de luto fue la madrina, en compañía de En- rique, a quien Jorge que era el verdadero padrino había conferido su poder. Durante la ceremonia, Isabel permaneció serena e indiferente, Enrique pálido y agitado.

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Un siglo fue para este aquella hora. Por dicha, al fin tuvo término. Los desposados y sus padrinos se dirigieron a casa del doctor Peña, donde

aún permanecía Isabel. 600

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tercera Parte / 30 capítulos

Allí fueron los novios objeto de las más entusiastas felicitaciones. Al abrazar a Cecilia, Isabel tuvo la más sincera alegría; solo sentía el se-

pararse de su fiel compañera, pero esta no era egoísta y prefería la dicha de aquella a su compañía.

La familia del doctor Peña había hecho preparar un magnífico almuerzo. Mientras preparaban la mesa, Isabel llevó a Cecilia a su cuarto, y jovial cual nunca lo había estado desde la muerte de su padre, casi a la fuerza la hizo sentar frente al espejo, y con sus propias manos la peinó, agotando la coquetería y la gracia.

En seguida le presentó un fresco traje de cambray blanco, con enramaditos celestes, perfectamente confeccionado y se complació en ponérselo comple- tando el modesto prendido, con un terno de prendedor y aretes imitación coral.

Cecilia protestaba, pero Isabel mandaba por última vez y era forzoso so- meterse a sus caprichos.

La pobre muchacha, al mirarse al espejo, se acobardó; cuanto tenía le sentaba bien; parecía una señorita en traje de campo.

Entretanto Isabel desdoblaba un envoltorio. —Mira, querida Cecilia, ¿te gusta esto? —¡Qué traje tan precioso! ¡Qué aretes tan lindos! —¡Son tuyos! —¡Ay señorita! ¿Cómo usaré traje de seda, aretes con perlas? —¡Como recuerdo mío! —¡Qué buena es Ud., señorita, el Señor la bendiga! —dijo Cecilia, abra-

zando a Isabel. En este momento llamaron a almorzar. Isabel llevó a Cecilia de la mano. Los criados decían por lo bajo: —¡Parece una señorita!

Las criadas la miraban con envidia. En el comedor estaba toda la familia, y Luis, que se quedó estático mirando

tan elegante a su desposada. Solo Enrique faltaba. Isabel no se apercibió de ello. Sonreía a todos con igual amabilidad, y las hijas del doctor Peña tuvieron la

satisfacción de ver a su amiga, casi alegre por primera vez. Todos se sentaron a la mesa.

—Lástima que Enrique no haya querido quedarse —dijo el doctor. —¡Yo casi le he rogado! —dijo doña Luisa— pero él aseguró que a esta

misma hora tenía un asunto urgente.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

—¡Yo creo que es pretexto! —dijo Hortensia. Luego la conversación tomó diferente sesgo. El doctor Peña quiso que el almuerzo fuese animado, chispeante. Hubieron brindis, alusiones, etc. Cecilia estaba acortadísima. Luis poco a poco fue perdiendo su encogimiento, llegando a divertir a

todos con sus ocurrencias. Terminado el almuerzo, los desposados dieron las gracias al doctor y a su

familia y se despidieron de Isabel, protestando no olvidarla jamás, rogándole ocurriese a ellos siempre que los necesitase. Cecilia lloró y prometió ir a verla todos los días, y envuelta en su manta negra salió acompañada de Luis, que bajo el brazo llevaba el obsequio de Isabel.

La despedida costó a esta muchas lágrimas. La ausencia de Cecilia aumentaba su soledad; pero... una voz secreta no

tardó en serenarla. Hacía tiempo que un pensamiento la dominaba, este era el que, poco a

poco, hacía tornar la tranquilidad y hasta la alegría a su semblante; habían momentos en que aparecía completamente feliz.

Luis y Cecilia se fueron aquel día a Cayma, donde dispusieron una merienda para obsequiar a sus amigos de confianza.

Bebieron, bailaron, cantaron, y a favor de una hermosa luna llena, regre- saron tarde en la noche, con numerosa y alegre comitiva, que vino a dejarlos a su nuevo hogar. El 16 de Julio se celebró una doble boda, en la más alta esfera social.

Sofía dio su mano a Carlos y Elvira a su apasionado Juan. Con tal motivo se abrieron los salones de la casa del doctor Vélez y la luz

y la alegría desbordaron por sus anchas puertas y rasgadas ventanas. En medio del alborozo de aquella fiesta, se le ocurrió a Juan llamar aparte a Carlos y enseñarle un periódico. Registraba este una correspondencia de Bolivia, en que se daba cuenta de haber sido encontrado muerto, a puñaladas, en un camino, el reo prófugo de Arequipa, Luciano Baldoza. Carlos no pudo dejar de conmoverse ante el desastroso fin de aquel joven que en un tiempo fue su amigo.

Juan, sin decir nada, guardó el periódico y, sacando de su cartera un retrato, lo puso ante los ojos de Carlos.

Este palideció, un frío glacial recorrió su cuerpo y, todo trémulo, apenas pudo decir:

—¡Dios mío! Varios alegres jóvenes, que por allí fumaban y charlaban, atraídos por la

curiosidad, se aproximaron.

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E

tercera Parte / 30 capítulos

Una corriente eléctrica no les habría causado efecto más rápido. La broma expiró en sus labios. El doctor Vélez se quedó como enclavado en el suelo, al poner los ojos en la

cartulina. ¿Qué era aquello? El retrato de un condenado a presidio, en el repugnante traje del estable-

cimiento. El demacrado semblante de aquel infeliz, que parecía torturado por horri-

bles tormentos, era el de Alfredo Iriarte. Aquella aturdida juventud se sintió sobrecogida, al ver la triste imagen

del joven hace poco elegante, mimado, predilecto de los salones y hoy pre- sidiario.

El infeliz había sido condenado con sus cómplices a penitenciaría, siendo uno de los primeros en habitar esa mansión sombría, a cuya puerta queda el honor.

Por mucho que se esforzó el doctor Vélez, no pudo evitar que el retrato de Iriarte, pasando de mano en mano, fuese por mucho tiempo el objeto de la curiosidad y de la compasión de los circunstantes.

Solo una arrebatadora cuadrilla “Lanceros”, pudo poner fin a los comen- tarios y devolver el retrato a la cartera de Juan.

Una hora más tarde nadie se acordaba del incidente.

Capítulo 28

La esposa sagrada

ra una tarde de diciembre, perfumada con el ambiente prima- veral de las flores, abiertas en la aurora de ese día. Mil fugitivos rayos de oro, doraban las blancas cúpulas de los templos

y reverberaban en las cruces y flechas de hierro de sus torres. Las campanas del monasterio de Santa Catalina, echadas a vuelo repicaban

alegremente. Las grandes puertas de su templo, estaban abiertas de par en par, dando

paso a las oleadas de gente, de toda edad, condición y sexo, que se arremoli - naba en torno de la reja del coro o buscaba cómodo puesto sobre las gradas del presbiterio o encima de los escaños.

Inmensos azafates de mixtura, formada por pétalos de rosa, jazmines, pensamientos, narcisos, claveles, aromas, etc., preciosamente matizados y artísticamente dispuestos, cruzaban en todas direcciones.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

No tardaron en oírse los lejanos acordes de una banda militar. Multitud de gente se aproximaba por una de las calles inmediatas. Señoras de alta clase, caballeros respetables, preciosas señoritas, ocupaban

las aceras o se agrupaban, impelidos por su número, hacia el centro de la calle, por donde escoltados de una guardia de honor, se adelantaban un caballero respetable, cuya blanca barba, contrastaba con su negro frac y una hermosí- sima señorita que se apoyaba en su brazo, vestida de albos tules y coronada de fragantes azahares.

Prendida al pecho llevaba la joven el ramillete de la desposada y, a lo largo de su cauda, caída en infinitos pliegues, el diáfano velo ilusión. Joyas de magníficos cambiantes, completaban su prendido; en la mano, que le quedaba libre, llevaba un ramillete.

Aquella aparición encantadora, aquella criatura angelical, parecía celestial visión, formada de la luz de la aurora y una nube matinal. Era más bella de lo que puede imaginar el capricho; sus ojos negros irra- diaban con una expresión de infinita dulzura y alegría; sus labios frescos y purpurinos se entreabrían con sonrisa de felicidad.

Mucho pueblo la seguía y, por todas partes, se escuchaban frases como estas: —¡Qué linda está! —¡Parece un ángel! —¡Qué criatura tan feliz! —¡Dichosa ella! —¡Vea Ud. cómo se sonríe! —¡Jesús! ¡No me atropellen! —¡Quién se cambiara con esta niña! —¡Ya me rompen la manta! —¡Parece una paloma! —¡Si es como para el cielo! Al entrar al templo, un murmullo de admiración y de bendiciones se levantó de

parte de la multitud que aguardaba. El órgano resonó lleno de majestad y dulzura y un coro de voces femeninas

entonó sagrado cántico. Isabel de Latorre, a quien ya habrán reconocido los lectores, subió sola y

ligera las gradas del presbiterio y largo rato permaneció postrada ante el altar, radiante de luces; una lluvia de flores y de esencias cayó sobre ella.

Los sacerdotes, que habían salido a recibirla, revestidos con sacros ropajes, creyeron prudente hacerla levantar, antes que la excesiva cantidad de flores le ocasionasen alguna molestia.

Regresó, pues, apoyada en el brazo de su protector y padrino, el doctor Peña y se dirigió a la portería bajo una lluvia de rosas y jazmines.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Sus nuevas hermanas la aguardaban formadas en ala, con ceras encendidas en las manos.

En el claustro se hallaba doña Luisa, Hortensia, Mercedes, Sofía, Elvira, el doctor Vélez, Carlos, Juan y un joven extremadamente pálido: era Enrique. Todos extrañaban la ausencia de doña Enriqueta y algunos preguntaban por ella.

—¡La señorita se ha ido a despedir, le ha rogado que viniese y no ha que- rido! —dijo una joven del pueblo.

Era Cecilia, que aún tenía en la mano un azafate de mixtura para echarla al último.

No sin trabajo logró Isabel abrazar a sus amigas, que se deshacían en lágri- mas y despedirse de sus amigos, que estaban fuertemente conmovidos. Enrique hizo un esfuerzo sobrehumano para conservar su serenidad; Cecilia, venciendo una muralla humana, dio el último abrazo a su señorita. Esta, bajó el umbral de la puerta y se detuvo, se volvió a la multitud apiñada y sus ojos parecían buscar a alguien.

Es costumbre que en casos tales, la madre, el padre o la persona más alle- gada, bendigan a la novicia que va a consagrarse a Dios. Un joven elegante y bello se abrió paso por entre el concurso. —¿Quién es, quién es? —preguntaron varios.

—¡Su hermano Jorge! —repusieron otros. Isabel sonrió, con inefable gozo, se arrodilló e inclinó su hermosa frente. Jorge la bendijo sonriendo. Isabel se puso de pie y ambos se abrazaron. —¡Sé siempre bueno! —dijo Isabel, al oído de su hermano. —¡No te olvides de mí! —repuso Jorge, conmovido. Enseguida las puertas del monasterio girando, lentamente, se cerraron.

Una hora después, Isabel, despojada de todas sus galas y sola ya, caía de rodillas ante el Sagrado Tabernáculo, diciendo:

—¡Gracias Dios mío! ¡Mi corazón formado para vos, no habría podido llenarse nunca, sino con un amor eterno e infinito! ¡Gracias, Dios mío!

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tercera Parte / 30 capítulos

Capítulo 29

Terminan los disgustos de doña Enriqueta

legó la vez en que el doctor Peña cumpliese a Mercedes, su pro- mesa de llevarla a Lima. Pacificada la República y disponiendo de algunos pesos libres, el doctor

proyectó un paseo a la capital, con toda su familia, pero antes, quiso dejar arreglados todos sus asuntos.

Íntegro y justo, se apresuró a poner en manos de los herederos de don Guillermo de Latorre, lo que les pertenecía.

Doña Enriqueta promovió pleito para probar que Jorge no tenía derecho alguno y, aunque hubo abogado que se prestó a defender su causa, bien pronto se convenció la señora de que solo conseguiría hacer más público su parentesco con un cholo y cortó el juicio, resignándose a que este se lo agarrase todo.

Jorge recibió, con las formalidades de ley, lo que le pertenecía; pero se guardó bien de tocar un real.

Abrió la carpintería de José y, así, delicado y endeble como era, empuñó la sierra y se puso a trabajar con ardor.

Isabel, al renunciar al mundo, le cedió toda su fortuna, exceptuando un regular legado para Cecilia.

Jorge la recibió sin oponer resistencia, como se recibe un depósito. La pronta profesión de Isabel, conseguida por grandes empeños, puso en

ello a sus disposiciones. Jorge recogió también la cadena de su padre y todos los documentos tantos

años guardados por José. Todo esto mataba de cólera a doña Enriqueta, que ni al monjío de su

sobrina quiso asistir. Al siguiente día de la profesión de Isabel, la señora se hallaba en su sala de

recibo, rodeada de varias amigas que le formaban círculo, por la sencilla razón de que era rica, de edad y sin herederos forzosos, cuando tocaron la puerta.

Una criada salió a abrir y por poco no se desmaya doña Enriqueta, al ver entrar a Jorge.

Este llevaba un gran rollo de papeles en la mano. Saludó con cortesía, pero sin afectación y, adelantándose hacia la mesa del

centro, dijo, poniendo los papeles encima: —Aquí tiene Ud. señora, todos los títulos, documentos y disposiciones

testamentarias, incluso esta cadena, que prueban mis legítimos derechos al apellido de Ud. y a la fortuna íntegra de mi padre y de mi hermana. Puede Ud. quemarlos o hacer de ellos lo que guste. No necesito ese apellido cuya

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J

Jorge, El Hijo del Pueblo

concesión, tantos sinsabores costó a su familia, tantas lágrimas a Isabel y el abandono de mi padre en sus últimos momentos; no quiero el oropel de un nombre tan cuestionado y por el que casi se ha ido hasta el crimen, siendo así, que dentro de treinta años, nadie se acordará de él. Tampoco quiero esa fortuna heredada; para vivir, me basta con el fruto del honrado trabajo del artesano; no hay pan más dulce que el se consigue con el sudor de la frente. Viva Ud. pues tranquila, sin temer que me presente haciendo alarde de ser hijo de un Latorre; de que me engría diciendo tener sangre azul en las venas; afortunadamente, la necedad de los ricos no ha extraviado el buen sentido de los hijos del pueblo.

—¡Qué insolencia! —murmuró muy bajo una señora. Jorge sonrió desdeñosamente y, haciendo una ligera inclinación, salió. Doña Enriqueta estaba verde. Acababa de recibir un estupendo, feroz colerón. Pero lo que más le interesaba, se había salvado: ¡El lustre de su apellido!...

Cuando, repuesta de su primera impresión, se dio prisa a quemar aque- llos documentos, en el brasero de hacer chocolate, se dijo, mientras miraba arder:

—¡Lo que es la ignorancia!... ¡Cómo se conoce que no comprende la importancia de lo que acaba de perder!...

Capítulo 30

La despedida

orge, al salir de casa de doña Enriqueta, se dirigió a la de Luis. —Hombre, ¡qué milagro es este! —dijo el joven, saliendo a recibirle, con los brazos abiertos.

—¡De estos hago con frecuencia! —¡Hace más de quince días que no vienes! —¡Estoy tan ocupado!... —¡Como te ha dado la idea de trabajar día y noche siendo rico!... —¿Rico? ¡Soy más pobre que tú! —¡No faltaba otra cosa! —¿No me crees? Luis soltó una risa —¡Tan cierto! —continuó Jorge, jovialmente— ¡que vengo a pedirte

prestado! —¡No me admira! hasta Goyeneche se presta a veces; porque eso sucede

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tercera Parte / 30 capítulos

con frecuencia a los que tienen mucho.

—¡Vamos Luis, quiero que me prestes; pero sin engañarte; en verdad, no tengo un real; todo lo que me pertenecía de fortuna y nobleza —añadió riendo— lo he renunciado!

—¿Qué estás hablando? —¡Todo acabo de entregárselo a doña Enriqueta, que ya estará quemando los

documentos! —¿Te has vuelto loco? —¡Nunca he estado más en mi juicio! Luis se santiguó y se quedó mirando a su amigo, fijamente. —¿Sabes Jorge, que nunca te he podido entender? —Y ahora menos, ¿no es verdad? —dijo Jorge sonriendo. —¡Me pareces un hombre de otro mundo! Jorge no pudo dejar de reírse. —¡Bah! ¡Déjate de aspavientos, que la cosa no es para tanto!, ¡ese depó-

sito me ha sido como una brasa de fuego en la mano!, pero dejemos eso a un lado, ¿me prestas o no?

—¡Lo que tú quieras, hombre!, ¡cuanto tengo, es tuyo! —¡Te prevengo que necesito, cuando menos, la mitad del legado de

Isabel! —¡Creo que Cecilia no tendrá inconveniente!, ¿vas a entrar en algún

negocio? —¡Sí, preciso es ensanchar el taller! —¡Magnífico! ¡Yo también voy a ver cómo establezco una buena platería!;

pero dime, ¿no sigues pintando? Una nube oscureció el semblante de Jorge. —¡Nunca volveré a tomar el pincel! —dijo con voz apagada— ¡En nuestra

Patria el arte solo sirve para despedazarnos el alma! Luis guardó silencio. Poco después, el asunto del empréstito quedó arreglado.

Dos días más tarde la familia del doctor Peña debía partir para Lima.

Enrique, pagadas sus deudas y llevando muerta su esperanza, debía tomar el mismo vapor.

La víspera fue a despedirse de Jorge, para siempre. La entrevista fue larga, íntima, tierna y afectuosa. Reminiscencias de la niñez, gratos recuerdos de la adolescencia, bellos

ensueños de la juventud, disipados como las róseas nubes de la aurora, tal fue el tema de la conversación, interrumpida unas veces por sonrisas, otras por furtivas y mal disimuladas lágrimas.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Por espacio de dos horas, aquellos dos corazones fueron tan amigos, tan hermanos, como antes de haberse separado.

Por última vez, Jorge estuvo en su centro; expansivo, dulce, poeta, como nunca.

Bien se notaba en su expresión al artista; bien se adivinaba al genio, irra- diando, como una aureola, en torno de su frente; pero, el eximio pintor de La Playa y de Elena, por la postrera vez, se manifestaba cual era, trasmitiendo sus ideas y emociones, a un corazón capaz de comprenderle.

En adelante apagará la divina irradiación de su mirada, apartará la sublime expresión ideal de sus labios y la esencia de su genio permanecerá oculta en lo más recóndito de su alma, bajo vulgares apariencias, como la ardiente y luminosa lava duerme bajo capas de yerta ceniza volcánica.

Esta no es la Patria del artista. ¡Dios lo envía a la tierra, como un ángel coronado de espinas, destinado a hacer brotar flores purísimas con el riego de sus lágrimas!...

¡Feliz el día en que, terminada su misión, abre sus alas y vuela al cielo! A la siguiente mañana, salió una larga cabalgata de casa del doctor Peña, con la dirección al Puente.

El doctor, doña Luisa, Hortensia y Mercedes, alegres, como las aves al amanecer; Enrique Velarde, triste y silencioso.

Sentado, en uno de los bancos de piedra del puente, aguardaba Jorge. La comitiva pasó sin apercibirse de su presencia; cuando se aproximó

Enrique, que venía detrás, Jorge se levantó, aquel se detuvo. La mañana estaba fría, los verdes campos escarchados, purísimo el cielo, hermoso el sol naciente.

Por doquiera poesía y belleza. Enrique tendió la mano de Jorge, que la oprimió con fuerza largo rato. Ni una palabra pronunciaron. Al fin, Enrique puso espuelas a su caballo y partió velozmente. Jorge aún permaneció de pie sobre el puente, fijos sus ojos en la nubecilla de

polvo, que no tardó en perderse a lo largo del camino.

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tercera Parte / 30 capítulos

Epílogo

atorce años han transcurrido desde la escena última, con que pu- simos fin a nuestra novela. Muchos acontecimientos han tenido lugar en este interregno.

Arequipa, la heroica, la fuerte, ha caído desplomada a impulsos de una violenta oscilación de la tierra30 y, de nuevo, se ha alzado más joven, más bella, más encantadora.

Es un 1° de noviembre, un día de Todos Santos. Los piadosos habitantes de Arequipa, llenan los templos orando por los

difuntos. Los hijos del pueblo visitan la Apacheta en este día, no para profanar la

morada de los muertos, con un paseo profano ni con supersticiosas prácticas: sino para elevar preces por el descanso eterno de sus amados deudos.

Los sacerdotes, instalados allí desde temprano, se ven asediados por mul- titud de gente, que los hace rezar responsos por esta o aquella alma. Un murmullo de oración, un movimiento religioso, es lo que se observa en torno a las tumbas.

En la tarde que nos ocupa, no faltaron algunos entierros, especialmente de cruz baja.

Hacia las cuatro, se vio venir un grupo pequeño, formado por hombres y mujeres del pueblo.

Los hombres conducían una caja mortuoria, según la forma de aquel tiempo forrado en holandilla negra.

Las mujeres parecían conmoverse, a medida que se aproximaba al panteón. Entraron, al fin, y el Cura de la Apacheta, revestido con las insignias de su sagrado ministerio, recibió el cadáver con el rito y preces prescritas por la Iglesia, procediendo inmediatamente a un entierro de cruz baja, en el campo santo, es decir, en el suelo, en el lugar señalado a la gente pobre, donde estaba abierto el foso destinado al cadáver que nos ocupa.

Un caballero de edad, envuelto en su ancha capa, se hallaba ante un nicho, contemplando una hermosísima lápida de mármol blanco, con un ángel, en relieve, saliendo de una tumba y volando hacia el firmamento. La lápida tenía esta inscripción: Elena Velarde, voló al cielo a los 22 años de edad. Rogad por ella. Más adelante, había una corona blanca, con una tarjeta en la que se leía: Enrique, a su adorada hermana. En seguida, estaba la reja con candado.

Al sentir el tropel, volvió el caballero la cabeza y, fijándose en el grupo con

30 Terremoto ocurrido el 13 de agosto de 1868.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

marcado interés, lo siguió, deteniéndose a alguna distancia, para presenciar el sepelio.

Cuando terminó, el caballero se dirigió a uno de los hombres y le preguntó: —¿Quién es la persona a quien han hecho enterrar? —¡Buenas tardes, señor Peña! —dijo el hombre, respetuosamente. —¡Buenas tardes amigo! ¿Algún deudo suyo ha muerto? —¡No señor, es doña Enriqueta de Latorre a quien hemos traído! —¡Doña Enriqueta! ¿Cómo puede haber sucedido esto? —¡Murió ayer en el hospital! El doctor apenas daba crédito a lo que oía. Todos excepto una de las mujeres que, apartada del grupo, lloraba sola,

sobre un sepulcro en la tierra, rodearon al doctor Peña. —¡Hace tantos años que falto de Arequipa!... -dijo.

—¡Doña Jacinta puede referirle todo! —dijo el hombre, que no era otro que Luis.

—¡Sí, cuénteme Ud., cómo tanto orgullo ha venido a parar en esto! —¡Ayer, a eso de la nueve de la mañana, vinieron a llamar a todos los de

casa, de parte del señor Capellán del hospital de San Juan de Dios! —dijo Jacinta.

—¡Con mucha precisión! —añadió Cecilia, que estaba presente. —¡Fuimos al momento y nos dijo que una enferma solicitaba nuestro per-

dón, para morir tranquila! Nos sorprendimos, porque no tenemos enemigos; entramos a la sala de las mujeres y ¡cuánta sería nuestra sorpresa, al reconocer a doña Enriqueta, en una vieja demacrada, con los ojos hundidos, acostada en una de aquellas horribles camas que, de continuo, reciben el sudor de los muertos!

—¡Las lágrimas se me saltaron! —dijo Cecilia. —¡Todo mi aborrecimiento por ella, allí no más terminó! —añadió Luis. —¿Y?... —preguntó el doctor, con vivo interés. —¡Cuando entramos —continuó Jacinta— estaba con un ataque de asma, así

es que no pudimos hablarle; pero, dos camas más allá, estaba otra enferma, a quien también reconocimos!

—¡Era doña Andrea!... —dijo Cecilia. —¡Está pagando el orgullo! —dijo, al vernos conmovidas—. ¡Pobre doña

Enriqueta! ¡Si resucitara su hermano, qué dijera!. —¿Pero cómo ha llegado a este estado? —preguntamos. —¡Castigo de Dios! —nos dijo—. ¡Se metió a fiadora de un caballero que,

entre gallos y media noche, se fue; los acreedores se echaron sobre sus bienes y se promovió un pleito que duró años de años, lo cual la acabó de arruinar. Vino el terremoto y se cayó la casa, el río se llevó la hacienda y los escribanos

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tercera Parte / 30 capítulos

lo demás. Por último, los jueces sentenciaron en contra y, ahí tienen ustedes, la dejaron paradita, en medio de la calle y todavía debiendo! —¡También dijo doña Andrea —agregó Cecilia— que la pobre señora se vio en la necesidad de pedir limosna de puerta en puerta, que ella la había visto con sus ojos!... ¡Jesús me valga! Como nosotros hemos estado en Puno, nada hemos sabido. ¡Cuando iba a permitir yo que la señora pidiese limosna! —¡Cuando le pasó el acceso de ahogo —continuó Jacinta— nos acercamos y la abrazamos llorando. Ella nos pidió perdón por las ofensas que nos había hecho. Dijo que mi pobre Jorge, hacía mucho tiempo que la había perdonado, sin merecerlo. Nosotros, derramamos muchas lágrimas y quisimos llevarla a nuestra casa; pero el señor Capellán, el médico y la Superiora, nos hicieron desistir, advirtiéndonos que podíamos ser causa de que se muriese en la calle! ¡Así fue que la dejamos y en la tarde se murió!

—Luis —dijo Cecilia— pidió que su cadáver no fuese llevado en la carroza, junto con los demás muertos, le compramos la mortaja y ceras para que se velase y, después, la hemos traído en hombros de los hijos de Rosa.

—¡La justicia de Dios! —dijo el doctor Peña, fuertemente impresionado. Un sacerdote, encorvado bajo el peso de los años, se aproximó, apoyado en su bastón.

Al verlo todos lo saludaron con particular cariño y el doctor Peña le echó los brazos.

—¿Ud. por acá, doctor? —dijo el religioso. —¡Si señor, hace pocos días que he llegado de Lima! —¡Parece que Ud. ha abandonado definitivamente su ciudad natal! —Las circunstancias así lo exigen; mi familia se ha radicado en Lima y no es

posible volver. Luis, Jacinta y Cecilia se apartaron, continuando su peregrinación por

entre las tumbas. ¡Tenían tantos a quiénes visitar!... —¿Y Enrique? —preguntó el religioso. —¡Supongo que le habría participado su enlace con mi hija Hortensia! —¡Sí, hace más de dos años! —¡Justamente, hoy tiene un magnífico empleo y creo no equivocarme, al

asegurar que es tan feliz, como mi hija! —¡Ud. regresará pronto! —¡Dentro de un mes, cuando más tarde; sólo espero realizar lo poco que

aquí tenemos! El sacerdote y el doctor Peña guardaron silencio y se pusieron a caminar por

aquel campo de sepulturas. De pronto, se detuvieron ante una tumba que se alzaba del suelo, al pie de

un frondoso sauce llorón, que sobre ella inclinaba sus inmensas ramas.

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Jorge, El Hijo del Pueblo

Un rosal silvestre, único en aquel lugar, la perfumaba; una cruz de madera la protegía; en su peana había una inscripción, en grandes letras que decía: “JORGE”

El doctor Peña se sintió profundamente emocionado. —¡Pobre joven! —dijo— ¡Cuán doloroso es recordar su historia y ver su

tumba! —¡Era necesario que tuviese fin su martirio! —repuso el sacerdote. Rosa, Jacinta, Cecilia y Luis se arrodillaban, en estos momentos, junto al

sepulcro. Al abrir los labios para rezar, un nudo de lágrimas les cortó la palabra. Luis, especialmente, tuvo que ponerse el pañuelo sobre los ojos y perma-

necer de rodillas, conteniendo, apenas la convulsión del sollozo. Largo rato el pequeño grupo estuvo llorando en silencio. El religioso y el doctor Peña, apenas podían conservar su serenidad y contener sus lágrimas.

Al fin, el franciscano, se adelantó y rezó un responso que todos contestaron, después el grupo se alejó, sollozando.

—Pero ¿cómo ha sido esto? —preguntó el doctor Peña, a fray Antonio, tan luego como pudo serenarse.

—¡Era una alma que en la tierra se asfixiaba, un espíritu que necesitaba horizontes infinitos! ¡Sólo yo pude medir la grandeza de su corazón, la in- tensidad de su martirio! —dijo el religioso y continuó, después de una corta pausa—: ¡Viendo en la miseria a su familia y huérfanos a los hijos de Rosa, obligado por el agradecimiento y la generosidad, se propuso trabajar para sostenerlos y lo hizo con un ardor, superior a sus fuerzas físicas; pero no fue esto lo que lo mató!

¡Extranjero en el mundo, se propuso desempeñar un papel que no era el suyo: engañar a la sociedad para evitar su sarcasmo y, en el taller, el artista desapareció bajo el traje del artesano; el talento, bajo engañosas apariencias, el sentimiento, bajo la más estoica indiferencia! ¡No era, solamente, una farsa social, un antifaz con que pretendía cubrir su fisonomía; quiso cambiar su espíritu, ahogar en su alma las delicadezas de sentimiento, del gusto y de la percepción, con que el cielo lo dotó; acabar con su inspiración, extinguir la luz de su genio, anular sus ideas, oscurecer sus pensamientos, rechazar sus recuerdos!

¡Nadie, al tratarlo, posteriormente, habría sospechado en él al artista; nadie, al ver aquella frente tan serena, habría adivinado que bajo ella rugió un día la tormenta, ni que en aquel corazón, tan frío, estalló un volcán, ni que aquellos labios, casi siempre sellados, se agitaron con arranques de pasión! ¡Y solo comprendía aquella lucha horrible, que trataba de ocultarme, yo lo vi

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tercera Parte / 30 capítulos

languidecer y doblegarse, al fin, como una palmera que el huracán inclina y caer como un pájaro que desciende herido, como una flor que se deshoja! —¡Infeliz! —exclamó el doctor Peña.

El religioso inclinó la frente algunos instantes. —¡Se engañó —continuó el franciscano—, creyó que tenía más fuerzas, que,

impunemente, podía combatir con su alma, esta rompió el frágil vaso que la contenía y se fue en busca de luz y de expansión!

¡En mis brazos lo tuve en sus últimos momentos; al ser vencido por su espíritu, recobró este todos sus derechos y Jorge volvió a ser lo que era; en su corazón, desgarrado, brotó un gemido inexplicable; en su frente marchita, irradió una esperanza; sobre mi pecho reclinó su cabeza para dormir el últi - mo sueño; sus labios se abrieron para perdonar y, al extinguirse en sus ojos la luz de la vida, se apagaron, a la vez, los destellos del genio y la angustiosa expresión del martirio!

Calló el religioso y, sobre sus hábitos, cayeron dos lágrimas. El doctor Peña se sentía fuertemente contristado. —¡Dos criaturas excepcionales, dos gigantes corazones, yacen en esta som-

bría mansión; pronto el polvo del olvido y el soplo del tiempo, borrarán hasta las inscripciones de sus nombres! —dijo con melancolía el doctor Peña.

—Y bien ¿qué importa, si viven allá? —dijo fray Antonio, señalando, con sublime ademán, al cielo.

—¡Es cierto, a la luz de la fe todas las sombras se disipan! ¡Benditos los seres que en la tierra ciñen la corona del sufrimiento!

—¡Bendito el sacrificio de los que aman y esperan! Mientras tanto, el sol descendía, la luna grande, inmensa, se levantaba,

como una ampolla luminosa y transparente, la gente se retiraba y el murmullo de los rezos se extinguía.

El doctor Peña, también se retiró y el franciscano dobló la rodilla sobre la tumba de Jorge.

Poco a poco el panteón quedó desierto, el silencio imperó, la eternidad volvió a dejarse sentir en el vasto campo de la muerte.

Los mausoleos se destacaron más imponentes; las estatuas tomaron colosa- les dimensiones; los ángeles de mármol parecieron dilatar sus alas, cuando el crepúsculo recogió su último destello; la luna envió torrentes de luz de plata, como una lluvia de irradiaciones de gloria.

Y... aún el sacerdote continuaba orando sobre la tumba del “Hijo del Pueblo”.

FIN

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ANEXO

Carta escrita por María Nieves a su padre que residía en el Cuzco, sobre los

funerales de Grau en Arequipa. Su padre la reprodujo el 20 de octubre de 1879

en una publicación de hojas sueltas bajo el título:

Noticia de Arequipa: Carta escrita por una niña de esa a su señor padre residente en esta ciudad. Cuzco, 1879.

Querido papá.

Hemos pasado tres amargos días. La Autoridad Eclesiástica pasó una nota a la Prefectura, participándole su determinación de hacer los funerales de Grau y a todos sus compañeros, en la Catedral, y en todas las demás iglesias, y pidiéndole que señalase el día en que tendrían lugar en la Catedral. El Pre- fecto contestó dándole las gracias y señalando el día 18, e inmediatamente decretó duelo público por tres días.

El duelo se ha llevado mucho más allá de lo que manda el decreto. Tres días de luto rigurosísimo, y de dolor profundo. El aspecto de Arequipa, ha sido indefinible, inexplicable; sólo viéndolo puede tenerse idea de lo que ha sido. Durante los tres días, han permanecido izadas a media asta y con grandes crespones negros todas las banderas, sin que haya quedado una sola casa, por miserable que haya sido, que no haya ostentado su pabellón enlutado. Todas las casas han estado cerradas, todo el comercio cerrado también, y cubiertas sus puertas con grandes cortinajes negros, que caían hasta el suelo. En las puertas de algunas tiendas, estaba el retrato del mártir Grau, en medio de las banderas peruana y boliviana. La puerta del correo que tenía igual adorno. Todos los empleados públicos, vestían de luto. Todos los hombres llevaban velo en el sombrero. Todas las señoritas que salían a la calle, que eran muy pocas, vestían de riguroso luto. Todas las campanas estaban mudas, y sólo se dejaban oír para tocar dobles generales que nos despedazaban el corazón. Todos los ojos llenos de lágrimas y todos los corazones rebosando en amargura. Tal es la muy pálida pintura de Arequipa en estos tres días.

Los funerales no trataré de describir, porque toda pluma es impotente para hacerlo. Nunca se han visto en ésta funerales como los de Grau. Ya sabes que en materia de funeral, pocas ciudades rivalizan con Arequipa, y que los hemos tenido de grandes personajes, como del gran Pío IX, de Pardo, de Thiers, y últimamente del señor Chávez, Obispo de Puno. Pues bien, todos ellos reunidos

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Jorge, El Hijo del Pueblo

han sido nada, en comparación de los de Grau. Eran las once de la mañana. Toda la Catedral se hallaba enlutada. Grandes cortinajes negros salpicados de lágrimas de plata, y los altares estaban cubiertos con velos negros. El altar mayor estaba también cubierto con un velo negro. En medio del presbiterio, se levantaba un mausoleo imitación mármol. Sobre este descansaba una urna de cristal de dos metros de alto en forma de prisma, dentro de la cual estaba la bandera del 2 de Mayo plegada y recogida hacia arriba. Sobre la urna, una hermosísima corona de rosas blancas con hojas de oro, colocada del mismo modo que la corona de laurel, que tiene el escudo peruano. A los lados de la urna, las banderas americanas, que también estaban colocadas como las banderas de las armas del Perú. En fin, todo el conjunto era un escudo. Del techo de la iglesia, pendía un dosel de terciopelo punzó, del cual salían cuatro pabellones del color de nuestra bandera, y los cuales estaban agarrados en los cuatro ángulos del presbiterio. Al pie de la urna, estaba el retrato de Grau, al óleo, en su porte natural, y tan bien hecho, que parecía vivo. Al pie de este, el retrato del “Huáscar”, y a la derecha de este, un ancla, y a la izquierda dos cañones. Más abajo un vestido de contralmirante, compuesto de una casa- ca, un sombrero de ala, una espada y otras cosas más que no me acuerdo, y colocada encima una guirnalda de laurel. Tendida sobre el mausoleo, y un poco ondeada, se veía una cinta con letras negras que decía: “A los héroes del Huáscar, la colonia española”.

En el frontis del mausoleo se veía pintados, al centro el escudo del Perú, a la derecha de éste el combate de Iquique, cuando Grau salvó a los náufragos de la “Esmeralda”, a su pie esta inscripción: “Iquique, 29 de Mayo de 1,879”; a la izquierda, el combate del “Huáscar” con toda la escuadra chilena, cuando Grau murió, a su pie esta inscripción: “Mejillones, 8 de Octubre de 1,879”. En los cuatro ángulos del mausoleo y de distancia en distancia, en todo el presbiterio, había aparatos formados por los rifles cruzados en su parte superior, y pendientes de ellos los clarines enlutados; en el suelo los tambores cubiertos con crespones negros. Los flameros acá y allá, derramados por todas partes; iluminaban, con luz fatídica, aquel grandioso aparato. En la primera columna del templo, a la derecha, en medio de coronas de ciprés, estaba el escudo del Perú, a su frente de igual modo, el de Bolivia. En la segunda, un cuadro representando la alianza peruboliviana, a su frente el púlpito enlutado y en el cual estaban dos banderas peruanas cruzadas y a media asta. En la tercera el escudo de la República Argentina, y a su frente el retrato de San Martín. En la cuarta, el retrato de Prado y a su frente el de Pardo. Las demás columnas no vi qué tenían. En cada lado de la iglesia, desde el pie del presbiterio, hacia las gradas del coro de los canónigos, había tres filas de asientos, y estaban tan llenos, que cuando entró la colonia alemana no tuvo en donde sentarse, y tuvo

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Anexo

que estar parada, hasta que fue a hacer la guardia del catafalco. La comunidad de Santo Domingo, tuvo que entrarse al coro, porque no tenía en que sentarse, y la colonia italiana, parte se sentó en las gradas del coro, y parte quedó pa- rada, porque las gradas también no podían contener más gente. El centro de la iglesia estaba cubierto por una masa compacta de señoras (si se permite la frase), vestidas de riguroso luto. Desde su presbiterio hasta el coro, no había donde poner un alfiler. Así es, que cuando entró el Prefecto, le costó un tra- bajo inmenso atravesar de una nave a otra, para tomar su asiento. El número y nombre de las corporaciones que en sus respectivos trajes concurrieron, no te las diré, porque sería no acabar, baste decirte que todos llevaban el sello del dolor más amargo en sus semblantes, y el luto más riguroso en sus vestidos. Soldados de Guardia Nacional, llevaban bandas de tul negro, que velaban su camisa, los jefes de la colonia italiana, sobre su banda azul, llevaban otra de tul en el brazo. El Prefecto, vestido de gran parada, con todas esas insignias militares. Por fin, principió la función. La música sagrada resonó imponente y grandiosa bajo las augustas bóvedas del templo, y más de una lágrima silenciosa corrió por las mejillas de los que asistíamos a los funerales de los mártires de la Patria. Luego me acordé que en el Cuzco, todavía no sospechaban nuestra desgracia, todavía se hacían ilusiones, confiando, en nuestro “Huáscar” y en el inmortal Grau, y estaban muy lejos de saber que ya nosotros asistíamos a sus funerales. No sé yo misma que me parecía asistir a los funerales de Grau, cuando me preparaba para recibirlo con guirnaldas de laurel.

La misa la dijo el Deán. Entre todas las colonias se relevaban para hacer la guardia al catafalco. Los Guardias Nacionales (peruanos), número 2, uniforma- dos, con los quepíes forrados en señal de luto, y con las armas enlutadas hacia abajo, hacían la guardia colocados a ambos lados del catafalco. Delante de ellos, formados del mismo modo, hacían la guardia los miembros de diferentes colonias, las cuales se iban relevando. Por último, delante de las colonias hacían la guardia los del clero, vestidos de negro, de pie, con los brazos cruzados y con bonetes, hacían un efecto incomparable. En efecto, todo era allí sorpren- dente, magnífico. Para que se mezclen y confundan alrededor de la tumba de un hombre, los sacerdotes y los soldados, los nacionales y los extranjeros, la cruz y los trofeos militares, los laureles y los flameros, es necesario que ese hombre sea un santo, un héroe y un mártir, y todo eso es Grau.

Era necesario ser de piedra, para no conmoverse en presencia de todo aquello. Todos pues estábamos profundamente conmovidos, y por eso, a pesar de la inmensa concurrencia había un silencio sepulcral. Se habían colocado guardias en las puertas, para que no entrasen los muchachos, ni los que no vestían de negro, así es que reinaba el silencio de los sepulcros, el cual

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Jorge, El Hijo del Pueblo

sólo era interrumpido por las sublimes armonías de la música fúnebre. Pero el momento verdaderamente supremo, fue el instante en que alzó la forma sagrada. Todo Arequipa allí representada, en todas sus clases, edades y con- diciones, estaba de rodillas, vestida de negro con la cabeza inclinada sobre el pecho, y vertiendo de sus ojos un raudal de lágrimas. Los hombres hallaron la oportunidad de dar libre curso a sus lágrimas, que con tanto esfuerzo habían tratado de contener. La orquesta tocaba una marcha fúnebre tristísima. Las campanas doblaban y sólo la forma sagrada, se elevaba entre las estremecidas manos del sacerdote.

¡Momento supremo! ¡Momento sublime! Estoy casi segura que este instante va a valernos una victoria.

Terminada la misa, salió el señor Bedoya a pronunciar la oración fúnebre. Hizo su aparición, pálido como la muerte, vestido de negro, con cauda negra como el día de Viernes Santo, y bonete, subió con inciertos pasos, las enlutadas gradas del púlpito, y apareció entre los negros crespones, como un fantasma, como una sombra del otro mundo, como el ángel del dolor. Entre tanto, en el catafalco había sucedido una transformación. La urna que contenía la bandera del 2 de Mayo, había desaparecido, y en su lugar se veía triunfante el ángel de la resurrección. Ese hermoso ángel vestido de blanco, en el aire, con la trompeta del juicio en la mano y en la actitud de tocarla, llevaba una ancha y hermosa cinta peruana, enredada en su trompeta por un canto, y graciosamente ondeada. La cinta decía en grandes letras de oro: “La Patria, de los héroes es la gloria”.

Te aseguro que en aquel instante pensé que había llegado aquel feliz día, y que ya habíamos resucitado. En verdad, el ángel estaba hermosísimo, la guirnalda de rosas blancas, vino a servirle de resplandor, y las banderas que la sobresalían por los lados, lucían una vista hermosísima. La oración fúnebre fue sencilla; pero elocuentísima y conmovedora. Siento no podértela repetir; pero quizá “El Eco del Misti” la traiga mañana. Hizo toda la historia del “Huáscar”, desde el principio de la guerra hasta hoy.

Desde las primeras palabras se conmovió fuertemente, pues al decir “¿Sa- béis por qué cubre el luto todo corazón peruano?”, sintió una impresión que le cortó la palabra, conmoviendo horriblemente al auditorio que de poco necesitaba. Habló de Grau, de su valor, de su heroísmo, de su generosidad y viva fe. Habló de su martirio, y de la última expedición del “Huáscar”. Llegó al momento supremo del combate que iba a decidir de la suerte del monitor y de su jefe. Pinta con viveza el combate de dos cañones contra doce. Compara a Grau con el Macabeo, y en medio del mar de lágrimas que brotan de sus

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Anexo

ojos, y de sus palabras entrecortadas dice: “Cayó una bomba en la torre del Huáscar, revienta, vuela la torre y … murió Grau”. Fue lo terrible, ya nadie pudo contenerse, y el inmenso auditorio rompió a llorar como un niño. El silencio del templo fue turbado por mal comprimidos sollozos. El venerable Deán sacó el pañuelo y lloró. Lo mismo hicieron los hombres y las mujeres, los niños y los ancianos, los militares y los sacerdotes, los diplomáticos y las colonias extranjeras, sobre todo la italiana que en aquel momento hacía la guardia, y que hubo necesidad de relevarla. Pero basta decirte que los ingleses, que muy serenos y tranquilos asistieron a todo, en aquel momento solemne tuvieron que sacar el pañuelo y enjugar sus ojos humedecidos por el llanto. El Prefecto en aquel momento fue un mártir, a su lado el Deán que lloraba y al otro lado un militar que no se podía contener. Hacía esfuerzos supremos para no llorar. Miraba a un lado y a otro para distraerse, y no sé como no le dio alguna fatiga de tanta violencia que se hacía. Terminó la oración fúnebre, pidiendo a Dios que en vista del sacrificio que se le acababa de ofrecer, librase a los mártires del “Huáscar” de la pena temporal, y que desde aquel mismo instante los llevase a la gloria. Al salir la concurrencia, encontró que en todas las puertas habían mesas con palanganas de plata, una inscripción que decía: “Aquí se recibe suscripciones para comprar un nuevo blindado”. Varios jóvenes distinguidos custodiaban las palanganas. En el momento todos dieron lo que tenían, los que no llevaban dinero, dieron sus joyas. Las señoritas se quitaron sus anillos, sus prendedores, como ejemplo de patriotismo.

Pero faltaba una escena conmovedora. El Cabildo Eclesiástico y muchas personas, acompañaron al Prefecto a la Prefectura. Al despedirse el Deán intentó pronunciar un discurso pero el llanto se lo impidió. El Prefecto, que tantos esfuerzos había hecho, no pudo pasar por esta nueva prueba, porque se iba a ahogar, y antes de que su pecho estallase, se arrojó a los brazos del Deán, derramando un torrente de lágrimas. ¡Escena superior a toda escena! ¡El sacerdote y el militar, el Prefecto y el Deán, el joven que recién principia, y el anciano que va a terminar, unidos por el lazo del dolor, y por el santo amor a la Patria, lloran abrazados, las desgracias del Perú, y la muerte del Santo, del Héroe, del Mártir, Miguel Grau y sus heroicos compañeros. El Deán tampoco pudo resistir más, y quedó desfallecido y medio desmayado.

Esta es la pálida descripción de lo que ha pasado. Todo lo que dice el “Eco del Misti”, todo lo que digo yo, cuanto se escribe y se dice es pálido, frío, mal hecho, en presencia de la realidad.

Nunca un duelo ha sido tan verdaderamente Nacional, como el presente. Todos son de apariencia, este es del alma. Siento no poder referirte todas las escenas, que presenciamos. Basta decirte que para distraer el pesar, ha habido

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Jorge, El Hijo del Pueblo

necesidad de una procesión cívica, de la que te daré cuenta en el otro correo. No creas que por eso haya desaliento, al contrario, nunca he visto a Arequipa más decidida a pelear y a vencer. El “Eco del Misti”, te dirá cómo estamos, que es la pura verdad, aunque escrito con frialdad. La voz general es que Piérola ha ido a Europa a traer blindados. Adiós, hasta el otro correo.

Arequipa, Octubre 20 de 1879.

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN ................................................................................... I

CRONOLOGÍA .............................................................................. XXIII

INTRODUCCIÓN Arequipa ............................................................................................... 1

PRÓLOGO .............................................................................................. 5 1. Las bodas de un artesano .................................................................. 5 2. La bandera echeniquista .................................................................. 10 3. El 22 de abril de 1851...................................................................... 15 4. Los últimos momentos de don Raimundo ....................................... 18

PRIMERA PARTE: Vínculos rotos. Capítulo 1 La tertulia del señor De Latorre ......................................... 25 Capítulo 2 Un incidente que hace pensar en las consecuencias ........... 31 Capítulo 3 El Edecán de Su Excelencia .............................................. 34 Capítulo 4 Cosas del mundo ................................................................ 36 Capítulo 5 Isabel ................................................................................. 39 Capítulo 6 En la noche ........................................................................ 43 Capítulo 7 Los trovadores ................................................................... 50 Capítulo 8 Los embozados .................................................................. 55 Capítulo 9 Ama y criada...................................................................... 58 Capítulo 10 Fray Antonio ...................................................................... 62 Capítulo 11 De sobremesa ..................................................................... 65 Capítulo 12 Una visita inesperada ......................................................... 69 Capítulo 13 De regreso .......................................................................... 71 Capítulo 14 Entre familia ...................................................................... 75 Capítulo 15 Política a la orden del día ................................................... 77 Capítulo 16 Lo de siempre .................................................................... 84 Capítulo 17 Presentimientos ................................................................... 88 Capítulo 18 Una cadena rota que produce vértigo .................................. 93 Capítulo 19 Noticias importantes .......................................................... 98 Capítulo 20 Donde Luis se queda a oscuras ........................................ 103 Capítulo 21 Sobre el puente ................................................................ 109 Capítulo 22 Tal para cual .................................................................... 114 Capítulo 23 Una conspiracion infame ................................................. 118

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Índice

Capítulo 24 La familia Vélez .............................................................. 120 Capítulo 25 Preparativos ..................................................................... 123 Capítulo 26 El listón rosa .................................................................... 126 Capítulo 27 Recelos e impotencia ....................................................... 130 Capítulo 28 La costurera en comisión ................................................. 134 Capítulo 29 Terminan los preparativos ............................................... 136 Capítulo 30 Luis pone de manifiesto su actividad ............................... 139 Capítulo 31 El asalto ........................................................................... 141 Capítulo 32 Un día terrible .................................................................. 146 Capítulo 33 A través de las chacras ..................................................... 152 Capítulo 34 Gotas de acíbar ................................................................ 158 Capítulo 35 Confidencias íntimas ....................................................... 165 Capítulo 36 El corazón de Jorge.......................................................... 177 Capítulo 37 La familia de José ............................................................ 182 Capítulo 38 Recelos ............................................................................ 187 Capítulo 39 Gentes sencillas ............................................................... 191 Capítulo 40 La recompensa ................................................................. 199 Capítulo 41 Correspondencia de Lima ................................................ 206 Capítulo 42 Principio de una historia .................................................. 211 Capítulo 43 La boda ............................................................................ 217 Capítulo 44 Hortensia termina su narración ........................................ 225 Capítulo 45 El cumpleaños de José ..................................................... 227 Capítulo 46 El Yaraví ......................................................................... 232

SEGUNDA PARTE: El sitio. Capítulo 1 Vencer o morir ................................................................ 243 Capítulo 2 Fe Popular ....................................................................... 248 Capítulo 3 Luciano oye referir un episodio de su vida ...................... 253 Capítulo 4 La pequeña casita ............................................................ 257 Capítulo 5 Los hermanos ................................................................... 265 Capítulo 6 Elena ................................................................................ 268 Capítulo 7 Remordimientos ............................................................... 273 Capítulo 8 Una familia víctima de la revolución ................................ 283 Capítulo 9 La alianza ........................................................................ 286 Capítulo 10 Iriarte y Luciano preparan el terreno ................................ 290 Capítulo 11 La Sebastopol .................................................................. 293 Capítulo 12 Javier Sánchez ................................................................. 301 Capítulo 13 La Columna Inmortales ................................................... 308 Capítulo 14 El día de San Andrés ....................................................... 312 Capítulo 15 Los funerales de un Inmortal ........................................... 318 Capítulo 16 Bonifaz ............................................................................ 320 Capítulo 17 En las altas regiones y en la calle ..................................... 327

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Índice

Capítulo 18 El encuentro ..................................................................... 331 Capítulo 19 Un compromiso ineludible ............................................... 335 Capítulo 20 Victimar sin saberlo ......................................................... 341 Capítulo 21 Los espectadores no se aperciben del drama .................... 345 Capítulo 22 Cavilaciones ..................................................................... 354 Capítulo 23 Luis de correo .................................................................. 360 Capítulo 24 La entrevista..................................................................... 363 Capítulo 25 En guardia ........................................................................ 369 Capítulo 26 Voz de la conciencia ........................................................ 374 Capítulo 27 Las apariencias engañan................................................... 376 Capítulo 28 Reconocimiento ............................................................... 379 Capítulo 29 Un convite repentino ........................................................ 384 Capítulo 30 Cómo se rompe un corazón .............................................. 387 Capítulo 31 Iriarte en descubierto........................................................ 391 Capítulo 32 Iriarte se mortifica ............................................................ 395 Capítulo 33 Delirante .......................................................................... 399 Capítulo 34 Concesiones ..................................................................... 404 Capítulo 35 Luz de la eternidad ........................................................... 409 Capítulo 36 Iriarte se sobresalta .......................................................... 413 Capítulo 37 El Dr.Peña lee un suelto de “El Comercio” ...................... 417 Capítulo 38 Una bomba que hace explosión ........................................ 421 Capítulo 39 Sucesos varios .................................................................. 428 Capítulo 40 ¡Sin esperanza! ................................................................. 435 Capítulo 41 Una nueva asechanza ....................................................... 438 Capítulo 42 Tercera entrevista ............................................................. 440 Capítulo 43 Horas tenebrosas .............................................................. 446 Capítulo 44 Tempestad deshecha ........................................................ 452 Capítulo 45 Lucha tremenda................................................................ 460 Capítulo 46 Amagos de ataque ............................................................ 466 Capítulo 47 Buenos oficios ................................................................. 469 Capítulo 48 Cómo se va un ángel ........................................................ 472 Capítulo 49 La mayor influencia ......................................................... 475 Capítulo 50 Jorge ................................................................................ 480

TERCERA PARTE: Heroísmo y martirio Capítulo 1 ¡A las trincheras! ............................................................. 489 Capítulo 2 El 6 de marzo ................................................................... 492 Capítulo 3 El 6 de marzo(Continuación) ........................................... 496 Capítulo 4 La carta de Vivanco ......................................................... 501 Capítulo 5 El 7 de marzo ................................................................... 510 Capítulo 6 Últimos momentos de Bonifaz......................................... 515 Capítulo 7 El gran cementerio ........................................................... 519

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Índice

Capítulo 8 El célebre decreto ............................................................ 524 Capítulo 9 Una hazaña más ............................................................... 530 Capítulo 10 La última batalla .............................................................. 534 Capítulo 11 Fuerza del orgullo ............................................................ 541 Capítulo 12 Trance doloroso ............................................................... 543 Capítulo 13 Acuerdos diversos ............................................................ 546 Capítulo 14 Las sombras ..................................................................... 552 Capítulo 15 Gran negocio .................................................................... 557 Capítulo 16 El General Castilla ........................................................... 559 Capítulo 17 Funerales de los vencedores muertos ............................... 564 Capítulo 18 Reminiscencias ................................................................ 566 Capítulo 19 Un nuevo sacrificio .......................................................... 569 Capítulo 20 La primera salida ............................................................. 572 Capítulo 21 Efectos de una carta ......................................................... 575 Capítulo 22 Tormenta en el alma......................................................... 578 Capítulo 23 Al borde del abismo ......................................................... 580 Capítulo 24 La traslación..................................................................... 582 Capítulo 25 ¡Victoria! ......................................................................... 587 Capítulo 26 El único bálsamo .............................................................. 595 Capítulo 27 A cada cual su merecido .................................................. 599 Capítulo 28 La esposa sagrada ............................................................ 604 Capítulo 29 Terminan los disgustos de doña Enriqueta ....................... 606 Capítulo 30 La despedida .................................................................... 609 Epílogo ................................................................................................. 611 Anexo: Carta escrita por María Nieves a su padre ................................ 617

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Este libro se terminó de imprimir

en el mes de marzo de 2010 en los talleres gráficos de

Arequipa - Perú.