maestro de feng shui, el - nury vittachi

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Verdadero experto en feng shui elarte de armonizar lasconstrucciones humanas con elentorno natural, el señor C.F. Wonges un caballero típicamente chino,es decir, discreto, formal, sabio yreservado. Afincado en Singapur, uncompromiso profesional lo obliga acontratar como ayudante a Joyce,una chica extrovertida ydesenvuelta que le provoca ciertairritación.No obstante, una extraña alquimiase produce entre Wong y Joyce,convirtiéndolos en una pareja de

probada eficacia. Así, cuando elazar los lleva a resolver un crimenaplicando los preceptos del fengshui, el señor Wong y su originalcompañera se ven envueltos ennueve casos tan enrevesados comodivertidos, cuya resolucióndemuestra hasta qué punto estasabiduría milenaria es capaz depenetrar en el corazón de laspersonas.

Nury Vittachi

El maestro deFeng Shui

Los nueve casos del Sr Wong

ePUB v1.0LittleAngel 15.09.11

Título original: The Feng Shui DetectiveTraducción: Luis Murillo FortCopyright © Nury Vittachi, 2000Copyright de la edición en castellano ©Ediciones Salamandra, 2007ISBN: 978-84-9838-101-6Depósito legal: B-27.372-20071ª edición, junio de 2007

Al maestro de feng shui Lo Hung Lap

1Escarlata en un

estudio

Recientemente, hace mil años, vivíaun sabio en la llanura de Jars. Sellamaba Lu Hsueh-an y dijo: «Losenseres de la vida de un hombre no sonsu vida. Pero los enseres de la vida deun hombre son su vida.» ¿Es unacontradicción? Sí, pero también no.Pensemos en la siguiente imagen.

Hace calor y estás sentado bajo unárbol muy pequeño. Esto es bueno,

porque hay sombra, puedes ver todoalrededor y ningún intruso puedesorprenderte. Pero hay sombra parauna persona sola y no tienes sitio pararecibir visitas. Pronto te sientes solo.

Te trasladas a un árbol másgrande, cuya sombra alcanza para doso tres invitados. Es muy bonito, perotiene un tronco demasiado ancho y nopuedes ver si alguien se oculta en eseespacio detrás de ti.

Algunos envejecemos. Nostrasladamos a árboles másvoluminosos. Encuentras una higuerade Bengala, tan grande que una aldeaentera podría ponerse a su sombra.

Ahora tienes un mundo realmentegrande, pero es peligroso. Detrás de tihay un espacio desconocido, igual degrande que el espacio que tienes anteti.

Algunas personas nunca llegan auna higuera de Bengala. Otras setrasladan de mundos pequeños amundos grandes, pero algo en sus vidaslas asusta y al final regresan a mundosmuy pequeños.

Brizna de Hierba, cuando conozcasa alguien debes hacerle en silencio unapregunta: ¿cuán grande es tu mundo?Es una de las cosas más importantesque puedes saber de una persona.

A veces conoces a alguien y te dascuenta de que tu propio mundo no es lobastante grande para darle cabida.Entonces debes tomar una decisión: ¿ledices que no hay suficiente espacio, ote trasladas a un árbol más grande?

Lu Hsueh-an dijo también: «Nopreguntes a los Inmortales cuán grandees el mundo. El mundo lo haces tú.»

Destellos de sabiduría oriental,de C. F. Wong, parte 73

C. F. Wong cerró su diariomanchado de tinta y lo metió junto consu pluma en el cajón. Luego flexionó los

dedos y miró por la ventana. Aunqueadoptaba el papel del viejo sabiocuando escribía, a menudo, sin poderevitarlo, se encontraba a sí mismotransformado en el pupilo que esreprendido.

Consideraba que su mundo eragrande, pero su despacho era pequeño.Fue el segundo de estos factores el queutilizó para justificar su inmediatahostilidad hacia una peticiónproveniente de alguien que estaba porencima de él, en el sentido cronológicoy corporativo del término.

La secretaria de Wong yadministradora de la oficina, Winnie

Lim, le había dado la mala noticia consu acento hokkien de Singapur:

—Uno de los contactos del señorPun quiere que le haga un favor. M. C.Queeny o algo así. Quiere que le busqueun empleo a su hijo. Sabe de quiénhablo, ¿no?

—¿M. C. Queeny? No tengo ni idea.—M. C. Q. U. I. N. N. I. E. El chico

se llama Joe. Su padre es un buen clientede la empresa. Amigo del señor Pun. Lasecretaria del señor Pun me ha llamadopara decírmelo. Tiene usted queencontrarle un empleo al chico para susvacaciones escolares. ¿Lo ha entendidoo no?

Wong suspiró. Las incursiones en suespacio privado siempre loincomodaban. Sabía que era muyhabitual en esa ciudad, comoprobablemente en la mayoría de loslugares modernos, que personas coninfluencia buscaran colocación para loshijos de sus amigos. La expresión era, leparecía, old boys' network, ¿o youngboys' network? Tendría que buscarlo ensu diccionario de locuciones inglesas,aunque en todo caso significabaamiguismo. Pero su oficina sólodisponía de dos habitaciones y suorganización la formaban únicamente élmismo, Winnie, y algún que otro chino

licenciado en Filosofía que trabajabaallí a tiempo parcial. Wong no teníapresupuesto, ni mesa libre ni ganas deayudar.

Tras una larga pausa —larga paraella— de tres segundos, Winnie añadióalgo más:

—El señor Pun me ha dicho que lediga que estaría extremadamentecomplacido si usted lo ayuda. Eso es loque dijo: extremadamente complacido.

La frase provocó un ligero parpadeoen Wong.

—Ah, entiendo.Hubo un silencio mientras los dos

ocupantes del despacho pasaban al

departamento izquierdo del cerebro, elde las finanzas.

—¿Cuánto cree usted que será?El geomántico se tiró de los escasos

pelos de su barbilla con aire reflexivo.—Cuando dice que está «contento»

significa que hay un pequeño extra en elhorno. Si está «extremadamentecomplacido» tal vez quiere decir quehay un aumento de sueldo en el horno.

—¿Cómo que en el horno?—Es un coloquialismo inglés. Se lo

oí decir a Dilip. Significa que sucederápronto.

—Ya hay un aumento, pero no parausted, para la oficina. Es para cubrir el

salario del chico.—¿Cuándo?—Cuando él venga.—No. ¿Cuándo va a venir?—La semana que viene. El lunes.—Ah. Bien, podemos hacer que

archive algunas cosas. Para tenerloocupado. Para que no ande por ahí. Dehecho, es lo que el padre quiere. Mobaan faat. Qué se le va a hacer.

El problema pronto dejó de ocuparun sitio preferente en la mente de Wong.Exhaló lentamente el aire al estilochigong, y sus aprensiones salieron conél. Ese día ocurría algo que le impedíacalentarse la cabeza con nada. No estaba

seguro del motivo. Simplemente parecíaencontrarse a merced de una sensaciónde bienestar general.

Sabía que ese estado positivo teníaque venir de dentro, más que de fuera.Las oficinas de C. F. Wong &Associates ocupaban la segunda plantade Wai-Wai Mansion, una antiguatienda-vivienda china en un sector pocoelegante de Telok Ayer Street. La calleestaba convirtiéndose a marchasforzadas en una vía comercialimportante, y el suelo temblabaregularmente al paso de vehículospesados. Esa mañana la circulación eradensa. El tráfico lento significaba menos

traqueteo de ventanas, pero másbocinazos de automovilistasimpacientes.

La sensación de sosiego tampocovenía, desde luego, del entorno de laoficina, que estaba repleta de mesas,armarios y estanterías. Era unadesgracia para un maestro de feng shuitrabajar en un espacio tan caótico, peroWong había renunciado hacía tiempo acontrolar las decisiones que la señoritaLim tomaba como decoradora deinteriores. Muchos hombres de negociosimportantes de Singapur esperaban conansia los oraculares pronunciamientosde Wong sobre cómo disponer sus

oficinas, pero él no se atrevía a darconsejos como los de Winnie. Winnie,de veintiséis años y nacida en el seno deuna familia china de Kuching, creía que,puesto que era la administradora de laoficina, todos los aspectos físicos de lamisma la incumbían. En realidad, suprincipal ocupación diurna era practicary refinar las técnicas de maquillaje yaplicación de laca de uñas.

Unos cuatro años atrás, al crearse laempresa, una parte de la únicahabitación grande que habían alquiladofue reservada para uso exclusivo delgeomántico en jefe (y único, para elcaso). Al principio, Wong había tratado

de convertir aquel espacio en undespacho centrado en el chi, o energíavital, pero resultó demasiado pequeño ymal orientado.

En términos de feng shui, y conformea la Escuela de las Ocho Mansiones, laoficina era un lugar Tui Kua, pues laparte de atrás estaba orientada al oeste yla puerta al este. Su cubículo estabaentre el sudoeste (bien: indicaba buenasalud) y el sur (mal: allí se localizabanlos Cinco Fantasmas), de modo que tuvomucho trabajo para convertirlo en unlugar utilizable. Peor aún, estaba cercade la mesa de Winnie. La juiciosacolocación de una campanilla metálica

servía para ahuyentar parcialmente elexceso de chi de fuego de la secretaria.

No obstante, Wong trabajabaúltimamente en la estancia mayor, en unamesa situada perpendicularmenterespecto a la de Winnie, y utilizaba sudespacho sólo para meditar, pensar,venerar a los ancestros, hacer ritualesdiurnos y echar la siesta.

No, definitivamente la sensación depaz venía de dentro, se dijo. Del sueñoprofundo de la noche anterior. Delsabroso donut que había comido paradesayunar en la cafetería, camino deltrabajo. Procedía del alegre borboteodel hervidor en un rincón de la oficina.

Del hecho de que ese día cumplieracincuenta y seis años, pese a que nuncahabía celebrado su cumpleaños, nisiquiera de niño. Era un buen número,cincuenta y seis, mucho mejor que elespantoso cincuenta y cinco, con susmuy negativas connotacionesnumerológicas. No, cincuenta y seis erauna buena cifra, un número que denotabamadurez y habilidad de estadista. Unaño de sabiduría. Un momento en quesin duda tenía algo importante que decir,algo que merecía ser escuchado. Teníaque terminar su libro.

Con ese pensamiento, sacó el diariodel cajón y se puso a escribir otra vez.

El lunes amaneció bochornoso,como si el aire estuviera cansado y sinfuerzas. El sol salió perezosamente ypareció levantar del suelo una cortina debruma opaca. Constelaciones de polvo,provocadas por la traslación del aire,subían en espiral entre los pálidos rayossesgados que entraban por las ventanas.El vecindario despertó provisionalmentea las siete por causa de una emergenciade poca importancia: un pequeñoincendio en el edificio de enfrente, alparecer causado por un pebete deincienso que había caído del altardedicado al dios de la Seguridad, segúncontó el vigilante. Las sirenas

sacudieron los edificios hasta que llegóun bombero y descubrió que una monjabudista había extinguido el fuego con suspies descalzos, callosas pezuñascaballunas que apenas se resintieron dela dura prueba.

Wong, que ya había ido a su primerareunión del día, llegó sudando a lapuerta de su oficina a las nueve y media.Lo recibió Winnie con cara depreocupación y señalando con la cabezahacia un cuerpo grande que estabasentado en la mesa de Wong, leyendouna revista extranjera.

—M. C. Queeny. Resulta que erachica, ya ve —dijo Winnie.

—Ya —dijo él, viendo.La señorita McQuinnie bajó de un

salto, cruzó el despacho en dos zancadasy le estrechó firmemente la mano. Sunombre no era Joe, sino Joyce, aunquesu familia la llamaba Jo o Joey. No leinteresaba hacer trabajo de archivo.Había pedido una prórroga de un año yestaba haciendo un trabajo sobregeomancia oriental con un tutor privado,para presentarlo junto con su solicitudpara un curso de una «uni» muy selecta.Quería pasar parte del veranoobservando a Wong y aprendiendo de él.Quería ser «su sombra». Quería vercómo trabajaba en la oficina y

acompañarlo en sus visitas de campo ytal. Había estado tres veces enSingapur... Emitía todo un torrente depalabras, pero ¿qué idioma era aquél?

—Y yo: «¿Y cómo quieres que meconvierta en maestra feng shuuiii?» Ymi padre: «Mi amigo el señor Punconoce a un auténtico maestro fengshuuiii, y podrás trabajar con él tresmeses.» Y yo: «¡Uau!»

Wong se quedó boquiabierto.—Oiga, yo me estaré calladita y tal

—añadió ella—. Ni siquiera sabrá queestoy aquí. ¡Ja, ja, ja, ja!

Wong comprendió al instante queaquella chica no podría estarse calladita

ni aunque le extirparan la laringe. Suaspecto mismo irradiaba ruido. Eragorda y vestía colores chillones, y eraoccidental. Como si una jirafa dijera quepasaría desapercibida porque no tienevoz. Hay gente que no encaja en ciertossitios. ¿Cómo era aquella frase sobretoros que salía en el libro de locucionesinglesas? Sí, era como un toro en mediode China.

Ella rió otra vez, por nada enparticular. Wong notó que era una risanerviosa. Se miraron unos segundos,callados. «Esto no funcionará —se dijoWong—. Pero piensa en el señor Pun.Tienes que asegurarte de que quede

"extremadamente complacido".»—¿De modo que le gustaría ser

maestra de feng shui? —dijo Wong,forzándose a sonreír y pronunciando laexpresión china para geomancia con suacento de Guangdong: foong soi.

Ella soltó una risotada que elgeomántico consideró de sorna.

—¿Yo? ¡Qué va! Yo quiero hacermerica. ¿Dónde pongo mis cosas?

Winnie despejó una mesa para quela señorita McQuinnie la utilizara comoescritorio. La intrusa la empujóinmediatamente hacia la ventana.

—Así tengo mejor vista —dijo, sinadvertir la grosería implícita en su

impulsiva reordenación del mobiliariode un geomántico.

Después de ponerse cómoda —ylanzando con su mesa un torbellino deenergía hacia el área de meditación—,le explicó a Wong que sólo queríaescribir sobre el feng shui desde unpunto de vista académico.

—O sea, ni siquiera sé si me locreo, todo eso. En general, bueno, soybastante escéptica sobre cualquier clasede magias y abracadabras; y no es quediga que su trabajo sea abracadabra, esono, pero lo que me gustaría es destaparla cosa de alguna manera, ya sabe,bajarla del pedestal, porque a mi tutor le

gusta la controversia.Wong no estaba seguro de qué

quería decir «abracadabra» o a qué«pedestal» se refería, pero sabía que nose encontraría a gusto en su oficina conaquella criatura. Así lo confirmaron losdatos que fue reuniendo a medida que laobservaba. Era demasiado extranjera,demasiado joven, demasiado chillona,demasiado gorda, y su curiosidad eratambién excesiva. No paraba de hacerpreguntas. Anotaba todo cuanto él decía.Lo escuchaba con atención cuandohablaba por teléfono. Wong tuvo querecurrir al putonghua, al hakka, alhokkien y al cantonés con interlocutores

que entendían dichos dialectos.Ella bajó luego a una tienda y volvió

con una especie de cubo de cartón queella llamaba Latte Grande y que olía acafé amargo y leche de vaca, y, de lasnáuseas que le dio, Wong fue incapaz determinarse el colon guisado que habíacomprado a un vendedor ambulanteantes de subir. Por si fuera poco, se reíacon rebuznos de asno cuando hablabapor teléfono con sus amistades, comosólo los hombres deberían reír. Suschillidos llegaban incluso a oídos de lapersona con quien Wong estabahablando a su vez, lo que le hizo temerque pensaran que había trasladado su

oficina a un matadero.Aquella tarde, mientras preparaba

sus informes la estudió con el rabillo delojo. La señorita Joyce McQuinnie teníaentre catorce y treinta años (a Wongsiempre le costaba adivinar la edad delos occidentales) y era muy sociable.Pasaba mucho tiempo al teléfonoorganizando un encuentro para celebrarsu nuevo «empleo». A primera vista lehabía parecido tres o cuatro centímetrosmás alta que él, pero luego, al quitarselos tacones, se había encogido hasta sumisma estatura. Tenía una piel muypálida y salpicada de leves pecas, y unpelo lacio castaño ligeramente rojizo,

como de ardilla. Calzaba botas dehombre con gruesas suelas de goma, yvestía unas mallas oscuras, una faldacorta y un jersey informe. Llevaba unospendientes metálicos, cinco en una orejay siete en la otra. No lucía anillos perosí grandes pulseras indias quetintineaban cuando se movía,amenazando con volcar su vaso de café.

—¿Es guapa? —le preguntó unamigo por teléfono desde Kuala Lumpur.

—Es una mat sellah —susurróWong.

Pero la chica se esforzaba endemostrar su interés en la materia. Sepasó la mañana hojeando libros sobre

feng shui, y la tarde intentando entenderel sistema de archivo, cosa nada fácilpuesto que Winnie se lo inventaba sobrela marcha, de ahí que fuerairremplazable.

Wong se limitó a suspirar e intentóconcentrarse en su trabajo. Mo baanfaat. Qué remedio.

Pero, a medida que transcurría latarde, se sorprendió a sí mismoescuchando con interés lasconversaciones telefónicas de la joven.Desde luego, su exasperante nuevacolaboradora podría serle de algunautilidad: era una fuente de clases deconversación gratis (en Singapur, las

clases de inglés eran escandalosamentecaras).

Wong había empezado con el inglésya de mayor, pues había vivido enGuangdong hasta hacía diez años,cuando se mudó a Hong Kong, de dondefue transferido cinco años después aSingapur. Se enorgullecía de sucapacidad para los idiomas (hablabaseis dialectos chinos), pero batallabahacía tiempo con los modismos delinglés, que casi siempre le parecíandesconcertantes y totalmente ilógicos.La señorita McQuinnie, quizá debido asu edad, empleaba muchísimasexpresiones de argot. Wong reconoció

algunas gracias al libro que había estadoestudiando la semana anterior: ¿Quétal? Inglés coloquial II. Estabadecidido a escribir su próximo libro eninglés (había escrito ya dos libros sobrefeng shui en chino), pero era conscientede que no lo dominaba lo suficiente.Además, creía que un conocimientoamplio de los coloquialismos modernosera la clave para ser considerado unbuen escritor.

Le preguntó el significado de variasde las extrañas palabras que ellaempleaba, y ella lo observó mientras éllo apuntaba. La joven adoptóinmediatamente el papel de maestra

severa, corrigiéndolo a cada momento.—Es la única manera de aprender

—le dijo.Wong vio disolverse su inicial

irritación al comprobar que ellaexplicaba las cosas bastante bien, locual podía permitirle lucirse delante desu profesor y los demás alumnos delEnglish Conversation Club.

Una de las veces en que ella estabaal teléfono con uno de sus amigos, soltótoda una retahíla de palabras que a él sele escaparon por completo. Las anotó ydecidió preguntar más tarde.

La señorita McQuinnie decía «guay»todo el tiempo, palabra que él ya

conocía, pero también decía cosas como«plasta», «mal rollo», «tío cachas»,«pringao», «subidón», «quetecagas»,«mega» y «cómo mola», ninguna de lascuales aparecía en sus libros de texto.

El teléfono sonó mientras Wonghojeaba disimuladamente un diccionariobuscando la traducción de «trip hopcutre», sin tener la menor idea de que loprimero era un subgénero musicalespecíficamente británico. Era LaurenceLeong, subdirector de East TradeIndustries.

—C. F., le estoy enviando un fax —dijo—. Se trata de que me dé su rápidaopinión sobre una finca. Se llama Sun

House y está situada en un pueblo cercade Malaca. El fax ya debe de estarsaliendo. —La máquina que Winnietenía en un lado de la mesa empezó agruñir casi de inmediato.

Wong estudió aquellos papeles finosy abarquillados unos minutos antes dedevolver la llamada.

—No; me parece que no. Es unacasa yin. Un gran problema. Muynegativa, aunque pudiéramos limpiarla afondo. La gente nunca olvida. Muydifícil de revender. Le recomiendo queno compre.

Leong trató de hacerle cambiar deopinión. En primer lugar, sólo había

servido de tanatorio durante menos deun año; entre seis y diez meses, dijo.Segundo, sólo había alojado a doscadáveres. Menos de un mes después deque los arrendatarios (un matrimoniomayor proveniente de Kuala Lumpur, losWanedi) comprasen la finca, amboshabían caído enfermos.

—Cualquiera diría que la casa teníamal feng shui ya antes de que se mudaranallí el funerario y su mujer —dijo.

—Eso suele ocurrir —dijo Wong.Leong le explicó que la mala salud

de los Wanedi los había obligado acerrar el negocio —temporalmente,suponían ellos—. Los vecinos se

alegraron, puesto que les disgustabatener una funeraria tan cerca del pueblo.La mujer, con cuyo dinero habíancomprado la casa y el terreno (le habíatocado una herencia), se habíarecuperado, pero no así su marido, queseguía muy enfermo. En otras palabras,eran unos vendedores con problemas,cosa siempre atractiva para la gente quecompra propiedades.

—El hombre está a las puertas de lamuerte, tanto en sentido figural comoliteral —comentó Wong, satisfecho depoder lucirse con un juego de palabras.

—¿Qué? Oh, ya entiendo. Sí, enefecto —dijo Leong—. Oiga, C. F., me

gustaría que fuera allí a echar un vistazo.El señor P. está realmente interesado. Elseñor Wanedi continúa muy enfermo y lasemana pasada ambos tomaron ladecisión de vender y trasladarse a KualaLumpur. Ahí fue cuando intervinonuestro agente en Malaca. No cuelgue,C. F., tengo otra llamada. ¿Diga...?

Se oyó una versión mecánica deGreensleeves.

Wong sabía que a la empresa leinteresaría más la parcela de terreno quela casa en sí. Sabía también, comogeomántico, que cuando estaba en juegoun lugar yin —un lugar de muerte—, susservicios, que por norma se

consideraban una opción extra,adquirían una importancia crucial. Seanimó. Podía alegar que tenía la agendallena y añadir un suplemento por estudiode urgencia.

E incluso podía ser divertido. Lascasas viejas de Malasia solían serinteresantes desde el punto de vista delfeng shui. Quizá era una casa devecindad peranakan, o una mansióncolonial holandesa. Además, tenía a unbuen amigo en la región: Jhoti Sagwala,un ex alumno suyo que ahora era jefe depolicía cerca de Malaca. Pensó entelefonear para decirle que consiguieralos ingredientes necesarios para el curry

de plátano y coco, un plato por el queSagwala era justamente famoso entre susamistades.

Greensleeves se interrumpióbruscamente.

—Wong, ¿sigue ahí? —LaurenceLeong parecía muy agitado—. El viejoacaba de estirar la pata. Quiero decir,Wanedi. Era nuestro agente el que mellamaba. La mujer ha accedido a queusted y los peritos vayan a ver la finca,aunque puede ser que el muerto estétodavía allí.

Wong asintió para sí, satisfecho deque el cadáver permaneciera in situ. Verexactamente dónde y cómo guardaban

los cadáveres, y dónde había muerto elviejo, lo ayudaría en su estudio ylimpieza de la casa.

—De acuerdo. Iré.La tarde siguiente, C. F. Wong y

Joyce McQuinnie iban en un taxidestartalado que subía resoplando unacolina cerca de la ciudad de Malaca.Joyce había insistido en acompañarlo,aduciendo que su padre pagaría losgastos. Aunque sólo distaba un puente deSingapur, Wong tuvo la sensación deestar en otro planeta o, cuando menos,en el mismo planeta pero en un sigloanterior. Miraba por la ventanilla ysentía que los deslumbrantes rascacielos

de cristal de Singapur no podían alojar ala misma especie humana que vivía enesa tierra exuberante de un verdecastaño, salpicada aquí y allá de viejasy encantadoras casas, un mayor númerode chozas medio derruidas, y un númeroinquietantemente grande de pequeños,feos y nuevos bloques de dos y trespisos.

El geomántico contempló eldesagradable panorama de edificiosnuevos y desesperó. Eran todosidénticos y rectangulares, pensados paracaber dentro de la pequeña parcela delpropietario, levantados rápidamente sinatenerse al feng shui ni a la estética. El

desarrollo urbanístico de Malasia eraobjeto de elogios por su rapidez, pero aWong le preocupaba que por el caminose estuviera perdiendo para siempre unaintangible espiritualidad.

—Cantidad de casas nuevas portodas partes —observó Joyce—. Estodebe de dar trabajo a todos los expertosen feng shui.

—Me temo que estos edificios notienen arreglo —dijo el geomántico.

Les estaba costando localizar SunHouse, la Casa del Sol, pero éste nopodía ser más conspicuo.

—Uf, qué bochorno —recordóWong.

Joyce rió.—¿De qué se ríe? —preguntó él,

envarado—. ¿Es que no lo entiende?—Claro que sí. Es que... es gracioso

oírselo decir a usted.No pudo explicar por qué era

gracioso, y se sumieron en un silencioincómodo. Wong, advirtiendo que ellalo miraba de reojo varias veces, seinclinó hacia un lado girando un poco elcuerpo para poder espiarla por elretrovisor del coche. Bajo unaapariencia de confianza relajada yexpansiva, había inseguridad,nerviosismo, un palpable estar adisgusto. Lo sabía por el modo en que

ella juntaba las cejas al hablar; parecíaque comunicarse le costaba lo suyo. Susademanes eran ligeramente bruscos,como si sus extremidades fueran dos otres centímetros más largas de lo queella esperaba. Dedujo que era más jovenque Winnie Lim, pese a ser más alta.

Al coronar la colina vieron un tejadochino entre los árboles, unos cientos demetros carretera adelante; el taxistalanzó un grito triunfal y Wong supo quehabían llegado. Al acercarse vio que elrecinto estaba rodeado por un muro depiedra y comprobó que Sun House erauna residencia bastante imponente.Llegaron a una verja abierta y se

detuvieron frente a una casa baja peroseñorial, no tanto histórica cuanto deavanzada edad. Mostraba señales dehaber sido acondicionada recientemente,varios marcos de ventana parecíannuevos. Suspiró. No pudo evitar pensarque su patrón, como ocurre a menudo enel mundo de los negocios, seaprovechaba de las desgracias ajenas.Debía de haber costado bastante dineroconvertir ese edificio (antigua granjavenida a menos) en una funeraria, y nodejaba de ser irónico que uno de lospocos cadáveres que la casa había vistofuera el de su dueño.

Recorrió con ojo experto la fachada.

Aparentaba seguir modelos europeos,aunque tenía algunos rasgos típicos delestilo de las terrazas peranakan. Habíapersianas de tablillas, un diseñoinnovador introducido por losportugueses y adoptado por lageneración posterior de constructoreslocales. La casa tenía pintu pagar, unapequeña cancela batiente tradicional deMalasia, delante de una puerta demadera de doble hoja con inscripcionesde pareados chinos. El porche delanterose elevaba desde cada extremo de lafachada, los lados revestidos de madera,y la techumbre presentaba una marcadapendiente de tejas rojo oscuro. Las

ventanas de la planta superior, de arcomuy pronunciado, asomaban por arriba,rompiendo así el chi. Todas las cortinasestaban echadas. Al parecer no habíajardinero, pues los escalones del porcheestaban cubiertos de hojarasca. Sinembargo, en un lado de la casa había unhombre joven en ropa de faena junto aun cobertizo. Observó a los reciénllegados con gesto inexpresivo, ni hostilni acogedor, y luego se metió en elcobertizo.

Mientras Wong contemplaba la casa,la puerta principal se abrió y en lapenumbra apareció una figura. La señoraElmeta Wanedi era menuda, delgada y

melindrosa, con una mata de pelorebelde apenas visible bajo una capuchaque le daba aspecto de monja. Aunque aWong le habían dicho que era católica,parecía más bien musulmana, a juzgarpor el largo de sus negras prendas deluto.

La ansiedad que reflejaba su portese hizo doblemente patente cuandohabló.

—Selamat tengah hari. ¿Son los deEast Trade? ¿Los del feng shui? Venganpor aquí. No, primero vayamos por laparte de atrás... No, ¿qué lado quierenver primero?

Su voz era culta, de contralto, con un

acento mezcla de malayo y alguna cosamás: ¿quizá de Sri Lanka? Pronunciabalas V y W con un mismo sonido a mediocamino de las dos, dando la impresiónde que casi nunca acertaba la correcta.Hablaba tan deprisa que a Wong lecostó entenderla.

—¿Qué quieren ver? ¿La saladonde... bueno, donde se hace el trabajo,o bien la parte principal de la casa?

Wong no supo qué decir.—Antes quisiera ver el plano y la

escritura de la propiedad —pidió.Joyce dio un paso al frente.—Le ruego que acepte nuestras

condolencias por la pérdida de su

marido —dijo—. Bueno, lo sentimosmucho y tal.

—Ah, no se preocupen por eso —repuso la mujer—. Cuanto antesterminen de mirar la casa y firmar, antesnos marcharemos. Los peritos ya hanestado aquí. Dicen que tardarán ustedesun día, más o menos. ¿He dicho «nosmarcharemos»? Vaya, no me acostumbroa que ahora estoy sólo yo. —La viudameneó la cabeza y bajó la vista,momentáneamente desconcertada. Luegoalzó la cabeza y sonrió—. Saya mintama'af, ustedes perdonen. No me estoycomportando con la debida cortesía.Habrá sido un viaje muy largo desde

Singapur. Pasen ustedes y tomen un tazade té o kopi, ¿señorita...?

—Me llamo Jo. Aquí el señor C. F.Wong. Él es el geomántico de verdad.Yo sólo soy su... su ayudante. Le echouna mano, ya sabe. Qué casa más guay.

—Joseph y el señor Wong —dijo laviuda, y sin más entró en la casa. Wongle dijo al taxista que se tomara unashoras libres pero que estuviera atento alteléfono.

Una vez dentro de la lúgubre ypolvorienta casa, la mujer, que parecíatener unos cincuenta años, empezó arelajarse. Al principio, Wong pensó quele gustaba recibir visitas, a juzgar por

sus enérgicos movimientos mientraspreparaba el té y las tazas, perdiendopor momentos su anterior aspectodespistado.

No obstante, volcó una taza yderramó té por todas partes. Les explicóque antes tenía a una mujer comosirvienta y cocinera, pero que la habíadespedido hacía dos días, al morir sumarido.

—Me pareció ridículo tener unacocinera cuando se me habían pasadolas ganas de comer —explicó—. Ynecesitaba un poco de silencio. Laseñorita Tong, que así se llamaba, erauna persona muy ruidosa, siempre

trajinando con los cacharros, ya meentienden.

—¿Tiene un criado ahí fuera? —preguntó Wong.

—¿Qué? Ah, el chico del cobertizo.Es Ahmed Gangan. Vive a unoskilómetros de aquí. Su familia tiene unagranja carretera adelante, y mepreguntaron si podían usar el viejoremolque, lo que significa si puedenquedárselo, ahora que el hombre de lacasa ya no... Naturalmente, les dije quehicieran lo que quisieran con él.

El té era extraordinariamente malo,con un curioso sabor a cabra mojada. Laviuda se sentó delante de Wong, en

realidad desplomándose sobre un sillónde manera harto desgarbada, casi comosi la hubieran empujado.

Luego, de repente, se incorporó.—Perdonen mis modales —dijo—,

pero estos días no me reconozco. Hen...Hen... Henry y yo lo hacíamos todojuntos y es duro empezar de nuevo, sinnadie que te ayude. —Pronunciar elnombre de su marido le crispó la cara yle quebró la voz. Se frotó los ojos conun pañuelo y empezó a llorar.

Joyce fue a sentarse a su lado y leapretó una mano.

—Vamos, no llore. Es horribleperder a alguien. Mi madre nos dejó a

mi hermana y a mí cuando yo tenía nueveaños y todavía lloro. Perder al maridoha de ser incluso peor, ¿no?

La señora Wanedi asintió llorosapero no dijo nada. Apretó la mano deJoyce y apoyó la cabeza en el hombro dela joven. Wong lo observó con interés,notando con asombro la rapidez con quelas mujeres podían intimar.

—Lo estará pasando muy mal —dijoJoyce—. Siento que tengamos que meterlas narices y eso. ¿Ha venido algúnmiembro de la familia?

—No, no, no —dijo la mujer, y derepente dejó de llorar tras sorberse lanariz—. Estoy bien. He llorado dos días

enteros, hasta esta mañana. No creía quepudiera llorar tanto. Tengo ocho blusas,todas empapadas de lágrimas. SeñorWong, no se imagina usted cuántaslágrimas hay en el cuerpo de una esposa.¿Está usted casado, señor Wong?

—No, señora.—Bien, en ese caso, en el cuerpo de

s u ibu. Pero esta mañana, al despertar,me dije a mí misma: El... El... Elmeta,ya has llorado bastante. Levanta y haz loque tengas que hacer. Vende esta viejacasa y vuelve al viejo kampong. Yusted, señor... señor... usted forma partede lo que tengo que hacer, de modo quesu presencia aquí es buena. Y usted,

querida, gracias por ser tan amable. Losiento por su ibu. —Y apretó una vezmás la mano de Joyce.

—Iremos lo más rápido posible yluego nos vamos pitando —repuso Joycecon una sonrisa.

—Sí, empecemos —dijo Wong, y sealegró de poder abandonar intacta sutaza de té—. ¿Tiene usted documentosque podamos ver? ¿Planos de la casa,del terreno, escrituras y esas cosas?Necesito saber la fecha en que fueconstruida, para poder hacer una carta loshu.

La mujer sacó una carpeta gruesa ylos dejó estudiando los papeles en un

despacho mal ventilado. Les dijo que setomaran el tiempo necesario y quepodían recorrer la casa para sacar fotoso tomar medidas.

—No queremos molestarla —dijoJoyce.

—No es molestia. Estaré en lahabitación principal preparando elequipaje.

—¿Quiere que la ayude?—Gracias, querida, no hace falta.

Mi sobrina viene mañana a ayudarmecon las maletas y las cajas, y alguienvendrá a llevarse a Henry. Estoy bien.

Salió de la habitación emitiendo uncurioso sonido entre risa y sollozo.

Wong miró a Joyce con nuevos ojos.Se había portado muy bien, siendo tanamable con la viuda y tomándole lamano. Cosas que él no sabía hacer. Talvez le sería útil en determinadascircunstancias, pensó, una especie derelaciones públicas. Se preguntó sipodría mandarla a las calles de Singapurconvertida en mujer-anuncio paraanimar el negocio. Joyce era, desdeluego, más educada que la señorita Lim.

Disfrutó examinando los planos. Lacasa, en realidad, era bonita. Unverdadero hallazgo, con habitacionesespaciosas, ventanas grandes y un flujonatural de energía. Era una casa Hum

Kua, la parte de atrás miraba al este yestaba llena de energía de agua. Lapresencia de tanto chi de madera en lasparedes daba un perfecto control al chidel agua. El principal problema era quela zona de estar, una sala grande ydespejada, estaba en el noroeste, ladirección de los seis shars, propiciandovíctimas y delincuencia mientras no seanularan adecuadamente las influenciasnegativas.

Después de dibujar un diagrama loshu según el método de la EstrellaVoladora, encontró que la casa estabaentrando en una fase positiva, con un parde sietes en la entrada. Por tanto, era

posible convertirla en una mansión confeng shui muy positivo, siempre ycuando se pudiera compensar su breveperíodo como casa yin.

Según los planos, se trataba de unaestructura muy antigua construida pordentro al estilo holandés, con unasección descubierta en medio de la zonade estar. Posteriormente la habíancubierto, pero sin duda se podría haceralgo al respecto. Los holandeses habíansido siempre sus constructores europeosfavoritos. Wong creía en la existencia deun feng shui natural, instintivo, un artebásico que requería escasa instrucción opericia, y pensaba que algunos

arquitectos holandeses de los siglosanteriores lo poseían.

No obstante, era consciente de quela edad y diseño de la casa noagradarían mucho a la East Trade.Probablemente la harían demolerenseguida para levantar un edificio deapartamentos. En ese tipo desituaciones, a Wong le resultaba difíciltomar una decisión. ¿Debía hacer unanálisis detallado de todas lashabitaciones, con la esperanza de que sudictamen pudiera decidir a alguno de susjefes a utilizar la casa tal como estaba?¿O bien debía hacer su trabajo máscomo un exorcista, ayudar a la compañía

a librarse de las fuerzas oscuras quepudiera haber allí, de manera que nadanegativo permaneciera si despejaban elterreno para levantar una nueva einevitablemente fea estructura?

No había tiempo para meditar sobreello, y la presencia de su impacienteayudante lo impulsó a poner manos a laobra y hacer un estudio de la casa y susalrededores.

Pasó las horas siguientes dibujandodiagramas, haciendo lecturas de brújula,tomando notas, medidas y fotografías,observando el sol y las sombras,calculando los cuadrados mágicos,recorriendo lentamente cada habitación.

Wong no sabía si los Wanedi habíansido siempre unos excéntricos, o si bienlos acontecimientos recientes habíandescalabrado a la pobre viuda, porquehabía muchos indicios de desorden ymala organización. En el pasillo pisó unalfiler que traspasó la suela de laszapatillas que solía ponerse paracaminar por casas ajenas. Resultó ser unpendiente. En la cocina estaba todorevuelto, con alimentos perecederosencima de la mesa y carnes enlatadas enel frigorífico. El hervidor en que sehabía preparado aquel imbebible téhervía aún en una esquina, casi seco.

En el dormitorio del fondo, detrás de

un mueble había un condón usado. Lasegunda puerta de este dormitorio dabaa un pasillo que comunicabadirectamente con la galería que llevabaa la cocina. Eso aportó una posible pistade por qué la cocinera, la señorita Tong,era tan ruidosa.

—Hacía algo más que fregotear loscacharros —dijo Joyce, arrugando lanariz al ver el condón. Junto a la cocina,el cuarto de baño estaba en un estadolamentable, con cosméticos y toallashúmedas por el suelo—. Aquí ha estadoun tío —dijo Joyce, bajando la tapa delváter, y Wong no pudo por menos quedarle la razón. Resultaba clara una

reciente presencia masculina (un criado,un vecino). ¿Aquel señor Gangan, talvez?

En una habitación con una cortinaestampada de flores había una bonitacama con dosel.

—No está mal —dijo Joyce, yentonces vio que Wong ponía mala cara—. ¿Qué pasa?

—Aquí es donde estaba HenryWanedi, y donde murió —dijo elgeomántico—. La esquina sudoccidentalde una casa Hum Kua es el sitio queocupa la energía de la muerte. Eshabitual que uno tenga mala salud siduerme en un sitio así. Y mire eso. —

Señaló un saliente formado por un anexoconstruido en el lado oeste de la casa—.Apunta directamente a la cama. Muymal. Hace que la energía negativarecaiga en la persona acostada.

—¿O sea que podría haberenfermado por eso?

—Le habría sido difícil curarse. Ymire el techo. Se inclina hacia aquí.Aplasta el chi. Mal, muy mal.

Aun sin conocimientos técnicos defeng shui, a Joyce la casa en efecto leresultaba opresiva. Pronto se cansó derondar por las habitaciones y salió atomar aire al jardín.

* * *

A media tarde, Wong entró en unahabitación del ala oeste que parecíareconvertida en laboratorio. Frascos deproductos químicos llenaban losestantes, y había latas de polvos y demásmaterial técnico que no supo identificar.En un lado había varios cajones, y en elcentro unas mesas de caballete. Supusoque allí se ocupaban de los cadáveres.No sabía muy bien qué hacían con ellosen las funerarias. Se figuraba que losadecentaban un poco, les empolvaban lacara y los vestían, igual que unencargado de escaparate hace con los

maniquíes de una tienda. Las paredesestaban forradas con un aterciopeladopapel escarlata, que introducía chi defuego en una estancia Li, lo queoriginaba un choque destructivo yperturbador entre las energías del fuegoy el metal.

—¿Ha conocido ya a mi marido?Wong se dio la vuelta y vio a la

señora Wanedi en la puerta del fondo dela habitación. Su silenciosa aparición lopilló por sorpresa, pero trató de sonreíry aparentar serenidad.

—Espero no molestarla —dijo.—En absoluto. Aquí es donde nos

ocupábamos de los cadáveres, y siendo

usted un experto en feng shui, es lógicoque ésta sea la habitación que tendrá queexaminar con más cuidado. Antes era unestudio. ¿Ha conocido a mi marido?

Miraba hacia un cajón y Wongadvirtió que estaba destapado. Seacercó y, en efecto, en su oscuro interiorentrevió un cadáver. Sintió un escalofríoque esperó no se le notara.

—Lo lamento —dijo—. No sabíaque el finado estaba en esta habitación.

—Oh, hubiera podido ponerlo en lasala de estar para el velatorio, siconociéramos a gente de por aquí, perono conocemos a nadie. Salvo mi sobrinaque vive lejos, todos los parientes están

muertos o emigraron. No tenía sentidodejarlo ahí de cuerpo presente. Nadievendría a verlo. De modo que lo tengoaquí, a mi pobre Henry, para ocuparmede él.

Wong trató de detectar un indicio delocura en su voz, pero no lo halló. Lamujer hablaba con serenidad y con unclaro deje de afecto.

—A Henry le encantaba su trabajo,¿sabe?, y aunque no teníamos muchospedidos, a él le gustaba estar aquí.Organizamos un par de funerales parapersonas de los alrededores, antes deque cayera enfermo. Creo que es lo másconveniente, que Henry esté en el lugar

que él mismo acondicionó para sutrabajo.

—¿Va usted a...?—¿Si me ocuparé personalmente?

Por supuesto. Yo era su ayudante.Cuando nos instalamos aquí teníamos unchico que nos ayudaba. Sam Ram no séqué, lo trajimos de Kuala Lumpur, igualque a la señorita Tong. Pero cuando vioque el trabajo escaseaba, se marchópara dedicarse a algo más interesante.Imagino que se fue a Singapur. EntoncesHenry dijo que yo podría ser suayudante. Y lo fui, oficiosamente,muchas veces.

Se acercó al cajón y contempló con

ojos amorosos el cuerpo de su marido.—No dejaría que nadie más te

tocara, Henry querido —dijo.Wong se reprochó no haber

adivinado que el cadáver estaría allí:había aire acondicionado y latemperatura era notablemente más bajaque en el resto de la casa.

—¿Quiere quedarse a solas? —dijo,yendo hacia la puerta.

—No. No tiene por qué irse. Permitaque le pida un favor. Saya hendak ke...Necesito ir a la tienda y comprar unascosas, pero me da miedo conducir.¿Puede prestarme a su chófer?

—Por supuesto. Nosotros también

tendríamos que irnos. Joyce y yo laacompañaremos a donde quiera.Llamaré al chófer. ¿Podemos volvermañana?

—Sí, por supuesto. A partir de lasocho, cuando quieran. Mi sobrina estaráaquí y me llevará a comer fuera. Y hadispuesto que alguien se ocupe de miHenry. Espero que ustedes habránterminado para entonces. Si no, lasllaves estarán en la agenciainmobiliaria. El camión de la mudanzavendrá por los muebles al día siguiente.

—Muy bien, señora —dijo Wong.* * *Una brisa vespertina agitaba las

ramas de las palmeras, que parecíansaludar al coche en que el geomántico,McQuinnie y su nueva amiga circulabanpor apacibles carreteras rurales,pasando por delante de casitas con lasventanas iluminadas, en todas unapequeña escena familiar de gentecenando su arroz. La noche era fresca yWong había bajado la ventanilla de sulado. Las dos mujeres iban detráshablando quedo, mientras el geománticoestudiaba diagramas lo shu sobre lacarta natal de la casa en el asiento delpasajero. Pero cada vez estaba másoscuro y le costaba concentrarse, demodo que finalmente guardó sus

papeles.El anochecer en la campiña malaya

era fascinante. Wong siempre habíapensado que estaba muy infravaloradaen términos de belleza física. En muchossentidos, sus vistas eran tan asombrosascomo las de Tailandia o Indonesia, y ensu opinión el nivel general de eficienciaera bastante mayor que en esos dospaíses. La noche cayó rápidamente,como si una mano gigante hubieraaccionado un regulador de intensidad dela luz. Cigarras invisibles producían uncrepitar como de interferencias, y en unbosque cercano las aves nocturnasemitían su tuí-tuí-tuí. El aire olía

ligeramente a fritura.La señora Wanedi de pronto se

quedó callada. Luego sacó un pañuelo ylloró un poco, y después volvió ahablar. Era evidente que tenía hambre.Dijo que después de dos días sin probarbocado necesitaba nutrirse un poco,pero no había logrado hacer funcionar elabandonado horno de la señorita Tong.

Wong se ofreció de inmediato aparar en la primera casa de comidas queencontraran.

—Por aquí sólo hay una —respondió ella, animándose—. Henry yyo fuimos un par de veces cuandovinimos a ver la casa por primera vez,

hace mucho tiempo, pero una vezinstalados no hicimos migas con nadie.Nuestra idea era arreglar Sun House yponer el negocio en marcha, luego yahabría tiempo para hacer amistad conlos vecinos. Henry era un hombresimpático y afable. Le ponía triste saberque él... antes de tener la oportunidadde...

Inclinó la cara sobre el pañuelohúmedo y rompió a llorar de nuevo,pero, sorbiendo por la nariz, seincorporó bruscamente y se sobrepuso.

—Lo siento. Estoy bien, es sóloque... Bueno, todo ha sido muy extrañopara mí. Supongo que en parte me alegro

de no haber tenido mucha relación conlos vecinos. Así pude tener a Henry sólopara mí estos últimos meses.

En una aldea cercana encontraronpor fin el Chin's Chicken Kitchen,pequeño restaurante con nombretrabalenguas provisto de mesasredondas e incómodos taburetes. Estabacasi lleno, pero consiguieron mesa. Eraun local ruidoso donde los parroquianosdevoraban kari ayam goreng y losmosquitos devoraban a losparroquianos. La señora Wanedi hizo unesfuerzo por dominarse, pero no leresultó fácil. Comió bastantes fideospero no fue capaz de tocar los otros

platos que había pedido. Un pendiente,el del lóbulo izquierdo, se le cayó en lasalsa de soja. Luego se quitó los zapatosy cuando quiso calzárselos, no podíaencontrarlos. Joyce tuvo que ponerse agatas debajo de la mesa.

—Disculpen, he de hacer una visitaa los ketandas —dijo de pronto, yabandonó la mesa.

Momentos después volvía, diciendoque se había perdido, y acto seguidovolvió a tomar una direcciónequivocada. Joyce se levantórápidamente e hizo una vez más de jovenservicial, cogiéndola del brazo paraguiarla hasta el servicio de señoras.

La chica volvió al rato conexpresión sombría.

—Me pregunto si... —dijo.—¿Sí? —inquirió Wong.Joyce lo miró con preocupación.—Dice que se encuentra bien, pero a

mí, la verdad, me parece que está mal.Vaya, fatal. Se apoyaba en mí con tantafuerza que casi he tenido que cargar conella. ¿No cree que igual se derrumba oalgo? No sé si está como para quedarsesola en esa casa...

Wong asintió.—Ya. Esa mujer es una extraña

mezcla de fuerza y debilidad —dijo.Después de cenar casi en silencio, el

chófer dejó a la señora Wanedi frente asu solitaria casa a oscuras (y con aquelcadáver allí dentro), mientras Wong y suayudante volvían al hotel en un barriocostero de Malaca.

—Yo creo que esa casa es horrible yque la señora Wanedi está zumbada. Sino lo está ya, lo estará si sigue viviendoahí —dijo Joyce, y se estremeció sólode pensarlo—. Mire, no pretendo sercruel ni nada, pero puede que esa pobremujer haya perdido la chaveta con lo desu marido. Ha de ser horrible no tener anadie con quien hablar. ¿Cuánto tiempollevaban casados?

—Veinte años, me parece. Quizá no

quiere hablar con nadie. Antes tenía a laseñorita Tong, ¿no?, y se deshizo deella. Y ese vecino, el señor Gangan,todavía sigue ahí.

—¿Por qué habrá despedido a lacocinera? Parece que se muere de ganasde tener compañía. Y ese tipo tiene unapinta bastante rara... No sé.

Llegaron al hotel después de lasnueve y pasaron por la cafetería paratomar algo. El geomántico pidió un téverde. Su ayudante tomó un mochaccino,que resultó ser una taza peligrosamenterebosante de algo que a Wong le pareciócrema de afeitar.

El hotel estaba en silencio.

—No le caigo bien, ¿verdad, señorWong?

Wong no supo qué responder.—No, no. En absoluto —atinó a

decir.—Sea sincero. Me desprecia.—Nada de eso, pero sí somos muy

diferentes. No es fácil... hablar. Creoque quizá es usted un poco yang.

—¿Un poco qué?—Un poco yang.—Ah. Bueno, puede que sí. Supongo

que los asiáticos nos encuentran un pocoyang a las occidentales, pero tambiéntengo mi lado yin. En fin, si eso sirve dealgo, trataré de ser menos yang.

Sorbió de su bebida y se relamióexpertamente la espuma del labiosuperior.

—¿Sabe usted?, mi padre dijo: «Elseñor Wong tiene una vacante para esteverano», y yo: «Estupendo.» Pero no eraverdad, ¿a que no? Usted no necesitabauna ayudante. Si quiere, me largo. Sólotiene que decirlo. Puedo dedicarme aotra cosa. Podría documentarme un pocoen las bibliotecas, o pedir trabajo aotros maestros de feng shui. Ahora haymuchos en Singapur, e incluso tambiénen Sidney y en Londres.

—No, no, no —dijo Wong—. Estoyencantado de tenerla conmigo este

verano, señorita McQuinnie. Quédese,se lo ruego.

—¿Lo dice en serio? —Lo miró alos ojos—. A mí me encantaríaquedarme, la verdad, C. F., quiero decirseñor Wong.

—Puede llamarme C. F.—Gracias, C. F. Y usted puede

llamarme J-M-C-pequeña-Q-grande.—¿J...M...?—Era una broma. Llámeme Jo.Charlaron un rato, y Wong se sintió

culpablemente complacido de que ellahiciera broma a costa del señor Pun, elamigo de su padre, aunque procuró noañadir comentarios negativos de su

propia cosecha. Uno nunca sabía lo quepodía llegar a oídos del jefe. Quéextraña es la gente. Recordó laspalabras de uno de los sabios de laMontaña Azul: «Ningún lago en todo elCielo es tan grande y tan profundo comoel lago de los sueños de cada serhumano.»

El día siguiente amaneció tambiéncaluroso. El frescor de primera hora dela mañana en Malaca era una delicia,pero Wong notó cómo se evaporabaminuto a minuto. A las seis ya estabadesayunando fruta fresca en el pequeñobalcón de su habitación. La salida delsol fue gloriosa. A las siete fue a dar su

paseo matutino, y las aceras ya estabancalientes. Suponía que Joyce no eramadrugadora, de modo que no lamolestó. Hizo que el chófer fuera abuscarlo a él solo. A las ocho y cuartoagradeció poder entrar en la penumbrade Sun House. A su llegada, telefoneó alhotel para despertar a Joyce y le dijoque estuviera en el vestíbulo a las 8.45,que el taxi iría a recogerla.

A las nueve, Wong llamó a lapolicía.

—¿Inspector jefe Jhoti Sagwala?Soy C. F. Wong. Estoy en Sun House.¿Recuerda lo que hablamos porteléfono? Necesito que venga.

Urgentemente, por favor.—¿Cómo está usted, C. F.? De modo

que ha venido. Cuánto me alegro.¿Cuándo se pasará a tomar un curry deplátano? —respondió el policía. Wongnotó que se hurgaba los dientes,probablemente acababa de desayunarpor segunda vez.

—Muy bien, gracias, Jhoti. Y meencantará comer con usted, pero antes espreciso resolver algo. Ya tendremostiempo de relajarnos y comer ese arrozsuyo tan bueno, pero ahora ha de venircuanto antes a Sun House. Mi chófer ymi ayudante pasarán a recogerlo. Vancamino de su oficina.

Wong oyó crujir la silla cuando Jhotiabandonó su habitual posturarepantigada.

—¿Pero qué ocurre? ¿A qué vienetanta prisa?

—Se trata de la señora Wanedi. Estámuerta.

—¿Qué? ¿La señora Wanedi?¿Muerta, dice usted?

—Sí, muerta.El policía soltó un profundo suspiro,

el gruñido apagado de un hombre al queno le gustaban los imprevistos ni lasprisas.

—Santo cielo, santo cielo. ¿Envíouna ambulancia?

—Como quiera, pero ya esdemasiado tarde para ella. Ha estiradola pata.

* * *Quince minutos después, el coche se

detuvo delante de Sun House levantandohojarasca y gravilla. En la puertaprincipal, Wong recibió al inspectorjefe, a Joyce y a una doctora de lapolicía llamada Poon Bo Seng. Joyceestaba llorando.

—Es espantoso —dijo, frotándose lanariz enrojecida—. Ya me temía que ibaa pasar. Anoche lo dije. Pobre mujer.Deberíamos habernos quedado o hacerque ella fuera al hotel. Oh, es horrible.

Nunca había cenado con alguien queluego se suicid...

—No se preocupe. Vengan conmigo—dijo Wong.

La doctora Poon, una mujer obesachino-malaya con acento de Foochow,marchó rápidamente junto a él.

—Entonces —dijo—, ¿suicidio ocausa natural? ¿Podría ser que hubieramuerto de pena, quizá? A veces pasa,cuando una mujer pierde al maridodespués de un largo matrimonio.

—No lo sé, pero seguro que no hasido de pena —dijo el geomántico,conduciéndolos hacia la parte de atrás,donde estaba la sala funeraria—. Usted

es la experta. Confío en que me dé larespuesta.

Recorrieron los silenciosos yoscuros pasillos y entraron en la sala. Elinspector Sagwala se quedóboquiabierto.

—¿Qué significa esto? —dijo,mirando a la señora Wanedi, que estabade pie, incómodamente esposada a unaviga del techo bajo—. Pero si no estámuerta. ¿Qué pretende, C. F.? ¿Se havuelto loco?

Joyce boqueó y miróalternativamente a Wong y a la señoraWanedi.

—¡Suéltenme, este loco me ha

atacado! —chilló la esposada.Wong cruzó rápidamente la estancia

y arrancó el vestido a la furiosa criatura.La prenda desgarrada cayó al suelo.

—Pero qué está... —se horrorizóJoyce llevándose una mano a la boca.

—¡Violación! —gritó la señoraWanedi—. ¡Auxilio, socorro! ¡Nomiren, no miren!

Se revolvió hasta darse la vuelta,pero no antes de que los demás vieran elperfil de unos genitales masculinos bajounos calzoncillos en otro tiempoblancos.

—¡Es un hombre! —exclamóSagwala.

—En efecto. Un espécimenmasculino de la raza humana —confirmóWong.

Cogió a la doctora del brazo y lacondujo hasta la caja que había al fondo.Ella pestañeó al ver el cadáver.Sagwala se adelantó para echar unvistazo, como también hizo Joyce, concautela.

—Señorita McQuinnie, inspector —dijo Wong—. Salgamos de aquí. Ladoctora examinará el cuerpo. Ella nosdirá si el cadáver es el de la señoraWanedi.

Salieron y dos minutos después ladoctora Poon los llamó para confirmar

que el cuerpo que yacía en la caja, peseal pelo corto y la ropa de hombre, erahembra.

—No hay duda —dijo—. Es unamujer.

Mientras comían bak kut teh (que elchófer había ido a comprar a unvendedor ambulante) en Sun House, elmaestro de feng shui les explicó a Jhotiy Joyce cómo creía que se habíaperpetrado el asesinato.

—Podría haber sido el crimenperfecto. Fue planificado con sumahabilidad. Por desgracia, muchoshombres asesinan a sus esposas. Lohacen porque quieren fugarse con la

secretaria o la criada. O quierenapropiarse del patrimonio de la esposa.Pero el asesinato es un asunto peliagudo.Las armas y los cuchillos dejan marcas yhuellas y al final todo se descubre. Yhoy en día se puede detectar cualquierveneno. No, el asesino de hoy en díadebe ser extremadamente listo si quieresalir bien librado. Más listo que lascasas, como dicen en Inglaterra. Tieneque conseguir que después del asesinatonadie investigue nada.

Miró a los dos comensales, quehabían dejado de comer, la cuchara amedio camino entre la boca y el plato.

—La manera más sencilla de hacerlo

es disponer del cadáver —prosiguió elgeomántico—. Henry Wanedi se mudó aeste lugar, donde nadie los conocía, yabrió una casa yin. Eso suponía que notendría visitas de los vecinos. A nadie legusta ir de visita a una casa yin, yasaben lo supersticiosa que es la gente enMalasia. Así pues, los Wanedi vivían encompleta soledad.

»En su trabajo, como especialista encadáveres, disponía de muchos polvos,cosas, extraños yeuk para experimentaren su pobre mujer. Ella era unaheredera, ¿recuerdan que Leong lo dijo?Naturalmente, cayó enferma por culpade los potingues que Henry le

administraba. Él se fingió enfermo, altiempo que se ocupaba de cadáveresreales. De esa manera practicaba para elasesinato que se disponía a cometer.Finalmente la mató y se puso su ropapara adoptar su identidad. Habíacomprado esta casa con la herencia desu mujer y ahora le pertenecía sólo a él.Como su negocio eran las pompasfúnebres, podía disponer del cadáver asu antojo. Nadie tendría oportunidad dedescubrir su crimen. Esta vez, pensó, elasesinato no saldría a la luz.

Sagwala se retorció las puntas de sumostacho negro, cual villano Victoriano.

—Brillante, C. F., muy inteligente.

Pero ¿qué fue lo que la... quiero decir,lo delató?

El geomántico se limpió la boca consu servilleta. La comida del vendedorambulante no era mala, pero Wongcomía con mesura sabiendo que esamisma noche habría un banquete en casade Sagwala.

—Varias cosas. Cuando estabahaciendo el estudio de la casa pisé unpendiente. Tenía un alfiler y era unpendiente para orejas con agujero.

—Orejas perforadas —precisóJoyce.

—Eso. Pero el pendiente de laseñora Wanedi que nosotros conocimos

no era así. Se le cayó en el restaurante.¿Lo recuerda, Joyce? ¿Qué clase dependientes se desprenden de la oreja?Los de clip, para personas que no tienenorejas perforadas. De modo que dedujeque los pendientes que había en la casano pertenecían a la persona que estabacenando con nosotros. Fue fácilcomprobarlo. Miré los lóbulos de lapersona que decía ser la señora Wanedi.Y miré a la persona que está en la caja,muerta. La viva no tiene agujeros en lasorejas. La muerta sí.

»Cuando estábamos en el restaurantefue al servicio, pero se equivocó decamino y fue al de caballeros. Luego

volvió. Joyce le mostró dónde estaba elde señoras, pero ella antes había dichoque ya había estado en ese restaurantecon su marido. Por tanto, tenía que saberdónde se encontraba el aseo de señoras.Un pequeño pero revelador error. Ycuando empecé a pensar que quizá eraun hombre, me limité a observar. Cómose mueve. Cómo se sienta. Cómo anda.Un hombre, sin duda. Además, estaba elcuarto de baño. Nadie que haya sidomujer durante cincuenta años podríatener el cuarto de baño en semejanteestado, aun habiéndose quedado sinservicio. Era un baño de hombre, talcomo dijo Joyce.

—Desde luego. El asiento estabalevantado —explicó ella—. Quierodecir el del váter.

—Sí. Aun disfrazado de mujer, élseguía orinando de pie y olvidaba bajarel asiento. Son hábitos en los que uno nopiensa. No se puede remediar. Comodijo el sabio Lu: «Los enseres de la vidade un hombre son su vida.» Intentarádejarlos atrás, pero siempre van con él.

—Y ese cuarto con energía mala...—dijo Joyce.

—El chi negativo.—Sí. Era una habitación de mujer,

con tanta flor y tal —dijo la joven—.Fue la señora Wanedi quien convaleció

allí, no su marido. ¡Uau! Él la mató ydespués adoptó su personalidad. Muyfuerte. —Se retrepó en la silla—. Unagran actriz, bueno, actor. Todo eselloriqueo y tal. No es fácil sacarlágrimas de verdad cuando no estástriste. Lo sé porque lo he probado variasveces.

—Lo es si uno tiene ayuda —dijoWong—. ¿Se fijó en que siempre sellevaba el pañuelo a los ojos justo antesde llorar, y no después? Un poco de laatjeiu jau... ¿cómo se dice en inglés?

—Esencia de guindilla —dijoSagwala.

—Sí, con eso en el pañuelo, los ojos

se enrojecen y lagrimean y la narizempieza chorrear.

—A moquear —precisó Joyce—. Lanariz moquea, no chorrea. Bueno,supongo que también podría chorrear...

Sagwala se inclinó hacia delante.—Qué crimen más lento, cruel y

calculado, C. F. Ese hombre debió detener una enorme fuerza de voluntadpara reestructurar de esa forma la vidade la pareja, y desde hacía cuánto, ¿unaño o así? Y todo para deshacerse de suamada esposa y robarle su dinero.

Wong asintió.—Alguien que tiene un estudio

decorado en rojo... supongo que es

capaz de cualquier maldad.De repente, Joyce abrió mucho los

ojos.—Ahora entiendo por qué ella,

quiero decir él, no dejaba de apoyarseen mí. En mi teta izquierda,concretamente.

—Hay otra cosa —dijo Wong—. Esposible que no lo hiciera solo. No lo sé,pero quizá tuvo un cómplice. Lacocinera ya estaba con ellos antes deque se mudaran aquí. No salía en todo eldía y era la única persona que estaba encontacto con ellos. Jhoti, es probableque intente ponerse en contacto con elseñor Wanedi. Quizá quiera ayudarlo a

gastar el dinero de la venta de la casa.—La sobrina que vivía lejos —dijo

Joyce—. La señorita Tong pudo ser suamante, y se presentaría aquí diciendoque era la sobrina.

—Es posible. O quizá el cómplicees otro —dijo el geomántico—. Creoque hay una mujer implicada. Yaparecerá tarde o temprano. Por esoopino que debemos quedarnos a comer.La sobrina tenía que venir hoy aalmorzar, ¿no? Por eso le dije al chóferque trajera comida suficiente paracuatro, ella incluida. —Wong dejó lacuchara y se pasó la servilleta por loslabios.

Durante varios minutos sólo se oyóal inspector jefe Sagwala atracándosecon su cuarto plato.

Entonces sonó el timbre. El policíase levantó de mala gana, consciente deque el deber lo llamaba.

—Será ella. ¿Me acompaña?Pero C. F. Wong se había sentado a

otra mesa y estaba atareado escribiendoen su diario.

2Erratas

En el siglo XXIX a. C. vivía unhombre llamado Fu Hsi. Era muy hábildiseñando cosas, pero no palacios. Legustaba diseñar jardines y ríos.

Hubo una gran inundación. El ríoLo se desbordó. Fu Hsi pasó muchosdías paseando por las colinas querodeaban el palacio. Dibujó mapasindicando dónde había que edificardiques. En la siguiente crecida, elpalacio quedó a salvo. Fu Hsi se hizomuy famoso.

Un día que se encontraba sentadoen la orilla del Lo, se puso a observara las tortugas que nadaban. Sus ojos sefijaron en los dibujos de suscaparazones. Una de las tortugas teníaun caparazón con una sección en laparte central y otras ocho seccionesalrededor de la misma. Fu Hsi se fijóen algo. Los puntos de los segmentoseste, medio y oeste sumaban 15.Cuando sumó las marcas del norte,medio y sur, también daban 15.Sudoeste, medio y nordeste sumabanasimismo 15. Así como 15 sumabannoroeste, medio y sudeste.

A esto se lo conoció como el

Cuadrado Mágico de Nueve Piezas.Brizna de Hierba, lo principal fue

que Fu Hsi aprendió que podía existirorden en las cosas. Un ordenimperceptible a la vista pero muymágico. Tenía conocimientos dearquitectura y conocimientos de magiaoculta. Fu Hsi se convirtió en elfundador del feng shui.

Destellos de pensamiento oriental,de

C. F. Wong, parte 81

C. F. Wong dejó la mano suspendidaen el aire con una suerte de floritura y

miró su reloj. Oh, ya eran las nueve ycuarto. Hora de irse. Tendría que seguirescribiendo más tarde. Metió el diarioen el cajón de su mesa y retiró la silla,produciendo un chirrido en la silenciosaoficina donde sus dos ayudantes estabanmedio amodorradas. El ruido hizo queWinnie Lim levantara la cabeza.

—Volveré antes del almuerzo —ledijo Wong—. Sobre las doce.

Joyce McQuinnie, que estaba enplena y susurrada conversacióntelefónica, le dijo a su interlocutor queesperara. Habló a su jefe por encima desus pies, apoyados en la mesa yembutidos en unas botas puntiagudas de

cowboy, compradas, curiosamente,como souvenir de Malaca.

—¿Adónde va? ¿Le acompaño?—Eso decídalo usted. Voy a

Orchard Road, a Publicaciones HongSiu.

—Ah. ¿Se trata de ese encargo queme dijo la semana pasada, y yo: «Uf, esoes para caer muerto de aburrimiento»?Una oficina en un edificio de oficinas,¿no? —Hablaba con voz de bostezo.

—No, que yo sepa nadie ha muerto,pero sí, es una oficina en un edificio deoficinas.

—Creo que me quedaré a escribirmis notas de la semana pasada. Tengo

mucho que hacer, vaya, y me parece queno me quedará un minuto libre. —Volvió a poner los pies sobre la mesa yreanudó su sonámbula conversacióntelefónica, que parecía consistirúnicamente en emitir incomprensiblesmonosílabos.

—Muy bien. Winnie, si hay algunallamada importante, por favortelefonéeme a Update. Volveré seguroantes de la una.

La secretaria no respondió,ensimismada como estaba en añadirbrillo verde al esmalte dorado de susuñas.

—¿Update? —Era Joyce,

interrumpiendo de nuevo suconversación.

—Es el nombre de la revista quepublica Hong Siu.

—Becky, te dejo. Ya te llamaré. —Joyce colgó de golpe, se puso en pie yempezó a meter objetos en su bolsa. Conun grito canino de extraordinariapotencia, sacó de la papelera el vaso deplástico que había tirado y limpió losrestos de espuma con un pañuelo depapel—. ¡Puaj! Quieto ahí, que cojo miscosas. Voy con usted.

Diez minutos más tarde se hallabanen un taxi, que a su vez se hallaba en unatasco que se desplazaba por New

Bridge Street a paso de caracol. Elinterés de la joven había sorprendido aWong. El último viernes él le habíaexplicado que este encargo era uno delos más típicos para un experto en fengshui: ir a una oficina donde el negociono marchaba bien y disponer loscambios necesarios para que la cosamejorase. En este caso era unrascacielos bastante nuevo situado enOrchard Road, y el trabajo estabaprogramado para dos sesionesmatinales. Joyce había dicho que sonabatope aburrido.

Wong reconoció para sus adentrosque la tarea no prometía nada

interesante. Recordaba haber hecho untrabajo similar en aquel mismo edificio,unos dos años atrás. Era una torre enforma de almendra sobre un podiorectangular y pertenecía a las CuatroCasas del Oeste. Siendo del Chien Kua,su parte trasera estaba orientada alnoroeste y su elemento era el metal. Lasoficinas estaban distribuidas de dentrohacia fuera como una rueda, y Wongesperaba que la que se disponía a visitarahora estuviera al noroeste o nordestedel centro, las direcciones másprósperas para ese tipo de casa. Pero,dados los problemas del negocio, sabíaque probablemente estaría orientada al

sur o al sudeste.Con todo, se podría hacer mucho

incluso en el peor de los casos. Recordócon satisfacción las ocasiones en que,con apenas unas pocas modificacionesen la ubicación de los elementos de unaoficina, había conseguido un drásticocambio en la dirección del flujo del chi.Una vez había tratado con una ejecutiva,nacida bajo un signo de tierra, quetrabajaba en un despacho completamenteforrado de paneles de madera, con loque había destruido su natural energía detierra. Lo primero que propuso elgeomántico fue poner una alfombra rojadebajo de la butaca, para dar una capa

protectora de chi de fuego. Luego habíadesplazado el escritorio a la esquinanoroeste del despacho, mirando alsudeste, a fin de que la ejecutiva encuestión suscitara un mayor respeto.Otros cambios introducidos fuera deldespacho hicieron que la energía fluyeralimpiamente a través de toda la planta,ligeramente aglutinada alrededor de suescritorio. Durante una visita que habíarealizado la semana siguiente, Wongcomprobó que cualquier persona conalgo de sensibilidad habría notado lamejora general en el entorno de trabajo.

Como muchos maestros de feng shui,conocía las enseñanzas de las más serias

escuelas del arcano arte, y no teníaescrúpulos a la hora de mezclarelementos del método Estrella Voladoracon elementos de las Ocho Mansiones oel método Tres Yuan, si el resultadoofrecía una solución a un problemaarduo.

Bostezando en el taxi, Joyce leexplicó su repentina decisión. Él no lehabía dicho que la editorial en cuestiónera la sede de Update, una modesta perovoluntariosa publicación que salía dosveces por semana y de la que Emma,azafata de Singapore Airlines y sucompañera de piso, era lectoraentusiasta. Update había empezado

como semanario dos años atrás, peroahora salía los martes y los viernes.Joyce, aunque apenas llevaba un mes enla ciudad-estado, se había habituadoenseguida a leerla, en especial lascuatro páginas de la sección «Yoot»,que hablaba de música y famosos.

Joyce dijo que le encantabanespecialmente las reseñas de un críticoque firmaba B. K.

—Opina que los Mooneaters estánmuy en la onda, mientras que la mayoríade la gente pregunta: «¿LosMoonquéeee?» A B. K. también legustan That Guy's Belly, ¿los ha oído?

—¿Dat qué?

—That Guy's Belly.—¿Y eso qué es?—No, ya veo que no. Pero, bueno,

es estupendo que haya alguien en estaparte del mundo que sepa apreciar lamúsica de calidad, ¿no? Aunque no todoes guay. Hay una columnista, una talPhoebe Poon, que es espantosa, lapobre, siempre pasándose de lista,cuando en realidad es de un patético queno veas.

—¿Qué no veas...? —preguntóWong, lamentándolo de inmediato.

—Nada en particular. Que estotalmente patética.

—Ah. Entiendo —mintió él.

Hablar con Joyce era siempreagotador. Wong sabía que algunoshombres maduros sentían atracción porlas jovencitas, pero ¿habían intentadohablar con ellas? Eran una especieaparte, y no consideraba que fueraposible establecer con ellas algunaforma de relación humana. Era más fácilcomunicarse con un perro.

Miró por la ventanilla y se quedómaravillado por enésima vez ante elhorizonte urbano de Singapur. Todavíaechaba de menos la predecible vidarural de Guangdong, pero reconocía quehabía algo agradablemente estimulanteen esa eléctrica ciudad, con sus

imponentes monolitos de vidrio y aceroque el sol tropical de la mañana estabaconvirtiendo ahora en fluorescentes deun millón de vatios. Y la gente, comouniformada con sus camisas blancas ymaletines negros, parecía tambiéndotada de electricidad, tan absorta ensus cosas que la vida se le escapaba porcompleto en una confusión de ilógicaactividad. Cuando, como ocurría amenudo, tenía que arreglar la oficina dealgún estresado ejecutivo, lo que enrealidad deseaba decirle era que nohabía mejor solución que huir de laoficina y pasarse un mes sentado en unespigón de Guangzhou viendo pasar los

ferrys por el río Pearl.—Ya conoce a la gente de Singapur

—le dijo a la joven—. Yo creo que losde Update estarán muy ocupados. Quizáserá mejor no hablar mucho con elpersonal. Limitarnos a hacer lo nuestroen silencio.

—Tranqui, ya lo capto —murmuróJoyce, de nuevo medio adormilada.

—No creo que el trabajo sea difícil.—Genial.—Las editoriales suelen ser sitios

bastante complicados, pero creo queaquí no habrá problema. Hace dos añosestuve en una oficina parecida. BrighterCorporation. Las oficinas, en principio,

están muy mal diseñadas con relación alfeng shui. Pero enseguida vi cómo sepodía arreglar. Fue fácil rediseñar elespacio para que el problemadesapareciera por completo. A partir deahí Brighter prosperó mucho. Hace seismeses se mudaron a una oficina muchomás grande, y ésa también la arreglé.

Sonrió al recordarlo. No había nadamalo en vanagloriarse un poco si eras unviejo que sólo quería decir la verdad auna persona joven que podíabeneficiarse de oírla. Por una fracciónde segundo, Wong se sintiócorrectamente situado en la vida, comosi las esferas y las estrellas hubieran

girado momentáneamente para adoptarla posición correcta. Pequeñas molestiasaparte, la vida era bella. Un sol amablese reflejó en el parabrisas del taxi quevenía de frente. La chácharaincomprensible de un pinchadiscos lellegaba por el altavoz de la puerta de sulado. El conductor cabeceaba al volante.Un árbol se mecía con la brisa. Wongmiró a Joyce y descubrió, por primeravez, ausencia de hostilidad en su formade mirarla, aunque no detectó afecto.

Ocho minutos más tarde, el taxi huíade la lenta comitiva del tráfico matutinoy torcía hacia un grande aunque insulsorascacielos. A través de la puerta de

cristal, Wong vio el típico suelo degranito rosa, paredes de mármol oscuro,una combinación casi obligada en losvestíbulos de edificios de oficinas entodo Singapur.

Ir del coche al edificio fue comosalir de una nevera, cruzar una sauna ymeterse en otra nevera.

Cuando estuvieron en el modernoascensor con tabiques de espejo, elgeomántico miró la tarjeta que llevabaen la mano y reparó en algo que losobresaltó.

—Ah. Publicaciones Hong Siu estáen la misma planta en que estabaBrighter Corporation. Me pregunto si...

Pero la pregunta quedó sin formular,pues el ascensor llegó a la duodécimaplanta y la puerta se abrió. A laizquierda de los ascensores vieron laspuertas de cristal de Publicaciones HongSiu, y allí obtuvo la respuesta: laempresa hacia la que dirigían sus pasosestaba en las antiguas oficinas deBrighter Corporation.

Un poco desconcertado, llamó altimbre; una recepcionista risueña con unpeinado tipo casco pulsó un botón y lapuerta se abrió. Luego los llevó anteAlberto Tin, el editor, un hombre obesode unos treinta años, quien tapó con unamano el teléfono por el que hablaba y

dijo en voz baja:—Un minuto. Enseguida voy.

Siéntense, siéntense.Joyce lo hizo en un sofá negro de

piel, pero el geomántico se quedó de piey miró hacia la zona principal, a laizquierda del despacho del editor. Nosin dificultad, su adormilada ayudanteconsiguió levantarse del mullido asientoy fue hacia él. El espacio estabadividido en una zona principal detrabajo y una serie de pequeñosdespachos a cada lado. Había mesasrepletas de papeles, cada cual con suordenador, aparentemente dondetrabajaban los redactores; en otra parte

había mesas agrupadas con monitoresmuy grandes y rodeadas deequipamiento informático,probablemente la sección de diseño yproducción.

El personal, mayormente gente jovencon ropa informal, parecía ensimismadoen sus pantallas y ninguno levantó lavista cuando los recién llegadosentraron en la sala. El aireacondicionado estaba al máximo y lailuminación daba un uniforme fulgorblanco azulado. De fondo, un rumorconstante de teclados de ordenador.

Wong consultó su reloj y luego miróhacia la ventana del fondo, orientándose

por la posición del sol. El despacho deAlberto Tin estaba en el noroeste, laubicación clásica para el director de unaempresa.

Los redactores estaban en el ladosur, una zona siempre asociada a lafama, el don de gentes y el perfilpúblico. Al oeste había una habitaciónde archivadores ocupada por una mujercon gafas: probablemente la contable dela compañía, si es que habían seguidolas enseñanzas del método de la brújula.

Para su sorpresa, incluso lasdirectrices del feng shui que solíanpasarse por alto normalmente, como ellugar correcto para transporte e

inversión, parecían haberse respetado arajatabla. El este lo ocupaba eldespacho del director de publicidad, dehecho directora, presumiblementeresponsable de la expansión ydesarrollo del nuevo negocio, con ayudadel chi de ese punto cardinal. En unazona abierta junto a la recepción habíaun par de jóvenes que no vestían traje ysostenían cascos de motorista: sin dudalos mensajeros, situados debidamente enel sudeste, ya que propicia la eficacia demovimientos.

Incluso Joyce se percató de que lasoficinas estaban dispuestas con arreglo alos principios correctos.

—No soy una experta —dijo—,pero parece que han seguido losprincipios de los que usted habla. Fíjesedónde está ese árbol y esa cosa conagua. El agua controla la madera, ¿no?Parece que está todo muy bienfengshuiado.

—Es que aquí era la sede deBrighter Corp —dijo Wong—. Yomismo la... fengshuié.

—Ah. ¿O sea que hicieron cambiosque estropearon el flujo de energía de sudiseño original o algo así?

Wong miró en derredor antes dearriesgarse a dar una respuesta. Asomóla cabeza a un pasillo y examinó otra

zona.—Todo está casi igual como lo dejé

para la otra empresa.—¿Eso significa que usted se...

equivocó? —preguntó Joyce con unamedia sonrisa.

—¡No! Claro que no me equivoqué—refunfuñó el geomántico—. Que elespacio físico sea correcto no significaque yo me equivocara, so colegiala.

—Vale, vale, no se me despeine...aunque tampoco se le iba a notar mucho.—Joyce esperó que él riera, pero comono fue así, hundió la cabeza entre loshombros, amilanada.

Wong se alejó para observar otro

pasillo y al punto volvió, ya máscalmado.

—Yo no me equivoqué —dijo—.Puede que el espacio esté dispuesto deforma correcta para que fluya la energía,pero eso no basta. A menos que seas elmás novato de los novatos. ¿Y si, porejemplo, la carta natal de la empresa, odel jefe, no encaja con la de la oficina?¿Y si la mudanza se hizo en un momentoinoportuno y en una direccióninoportuna? ¿Y si la compañía se mudóun día cinco hacia el número cinco,liberando así una fuerza destructiva?Esto, desde luego, podría originarefectos perjudiciales. O también podría

haber un cambio en el exterior; unedificio nuevo, un nuevo parque o lago...¿comprende?

Se acercó a la ventana que habíajunto a la zona de producción y un jovenlos miró un momento antes de volver asu monitor. El horizonte de Singapurcambiaba, por supuesto, constantemente,y Wong reparó en varios edificiosnuevos. Pero nada indicaba la presenciade algo funesto.

Alguien habló detrás de ellos.—Perdón, lo siento, los he

abandonado. Vengan, vengan a midespacho y tomen asiento. —AlbertoTin los llamaba desde su celda de

cristal—. Me alegro de verlos, muchasgracias por venir. ¿Quieren un té, uncafé, Coca-Cola?

—No, gracias —dijo Wong.Joyce dio un respingo, siempre

necesitada de cafeína.—Bien, ¿quieren que empecemos,

entonces? ¿Puedo ayudarlos? ¿Algunapregunta?

—Sí. Muchas. —Wong se sentó,sacó su bolígrafo y su libreta y le hizo aTin una serie de preguntas, entre ellasfecha, hora y lugar de su nacimiento asícomo la fecha de fundación de laempresa, la de inicio en la nueva oficinay la de lanzamiento de la revista.

Solicitó planos y documentosrelacionados con el diseño de lasoficinas, así como un mapa dedistribución de los ordenadores.Tardaron casi veinte minutos en recabartoda la información que el geománticonecesitaba y llevarla a la sala dereuniones, que iba a ser el lugar detrabajo de los dos miembros de C. F.Wong & Associates.

Mientras Wong procedía a examinarla documentación, Joyce se volvió haciaTin y le dedicó una sonrisa.

—Oiga, me encanta su revista. Essuperguay. Mi compañera de piso essuscriptora desde hace la tira, un año o

así.—Muy amable de su parte. Siempre

es agradable conocer personalmente aquien manda. A mis redactores siempreles digo que los lectores de nuestraspublicaciones son nuestros patronos ytesoreros, de modo que se lo agradezco.—Su redondez de cara quedabadesgraciadamente realzada por un cortede pelo a lo paje, unas gafas redondas yuna amplia sonrisa, que convertía lospómulos en dos pequeños círculos.

—Lo que más me gusta es la secciónYoot. Quería preguntar una cosa. ¿Porqué se llama así? ¿Qué es eso de Yoot?¿Es un apodo o algo?

—Verá usted, Yoot es como ciertopolítico pronunciaba la palabra Youth.

—Ah, claro, ya entiendo, lajuventud. Supongo que con acento deSingapur. Guay. En Australia decimosyoof. Sobre todo me encanta lo queescribe B. K. Le gusta la misma músicaque a mí. Y también me gustan lasreseñas de cine de Dudley Singh.

—Gracias por el cumplido. Se lodiré. Bueno, de hecho, acaba usted dedecírselo. Yo soy B. K.

—¿En serio? Cómo mola. EsosMooneaters son de fábula, ¿verdad?

—Lo son.—Trip it, trip it, trip-trip hop.

—Do me baby, please don't stop.—Shake your booty in your face.—Push it mama to the top. Yo!—Es una canción superguay —dijo

Joyce, divertida—. La letra es unaverdadera pasada.

—Una pasada —concedió Tin.Wong los miró de reojo. Por lo

visto, Tin entendía el lenguaje de Joyce.Debía de ser una especie de código queadmitía ser descifrado por un adulto.¿Qué significado cultural tendría agitaruna bota? [1] Se preguntó si habríaalgún diccionario de argot juvenil.

—Oiga, en la revista firma como B.K., pero en realidad se llama Alberto,

¿no? —Joyce estaba muy excitada.—Me llamo Alberto, y B. K. Y

también Pheobe Poon. En realidad, larevista la hacemos entre cinco personas.Es algo habitual en las publicaciones demayor tirada en Singapur. Poco personalen la redacción y mucho en eldepartamento de publicidad y ventas.

—¿Dudley Singh es real?—Sí, lo es. Y también Susannah Lo.

Ustedes los occidentales dicen «muchasmanos, menos trabajo». Nosotros los deSingapur decimos «pocas manos, muchobeneficio». —Frunció afectadamente elentrecejo—. Pero no, ay, en este caso.En fin. Espero que el señor Wong pueda

echarnos una mano. Oh, perdón, le ruegome disculpe. Enseguida estoy con usted.

La mujer con pelo de casco le estabahaciendo señas desde una ventanainterior. Tin era requerido al teléfono.

Wong había hecho ya un bosquejo ylo examinaba con gesto desconcertado.Este encargo, que había creído que seríael más sencillo del mes, resultaba todoun reto. ¿Cómo era posible que unasoficinas diseñadas por él, y que habíansido un éxito, se hubieran convertidoahora en un fiasco? El cambio decompañía debía de tener algún defectoesencial. Normalmente, las cartas lo shusolían dar la respuesta pero, antes que

nada, debía verificar la forma yorientación de las oficinas.

Mientras él examinaba el plano,Joyce intervino con intención de hacerlas paces.

—Eh, se me ocurre cómo puedoayudarle. Primero tiene que encontrar elpunto medio, ¿no? Lo cual es difícilpuesto que la planta tiene una forma raracon esa ventana curva y ese tramo en Lque va hacia el ascensor, ¿verdad? Yosé calcular el centro de un romboide. Loaprendí en clase de geometría. ¿Tieneuna calculadora? —Le tendió la mano.

Wong se la quedó mirando.—Vale, no hay calculadora. Bueno,

da igual. Pediré una a la secretaria de B.K.

—El señor Tin.—Bueno.Joyce regresó a los dos minutos con

una calculadora de la sala decontabilidad y se sentó en una butaca decuero a la cabecera de la larga mesa.

—Veamos. Primero hay que medirlos lados de esta parte, y luego...

La joven estuvo relativamentecallada durante diez minutos, asomandola lengua entre los dientes mientrasllenaba una hoja con operacionesaritméticas.

—Es jodido, por culpa de esta curva

de aquí —suspiró al cabo—. Unmomento. Mmm. Tres coma cinco, más...

Pasaron otros cinco minutos desumas y multiplicaciones. Por fin, Joycese incorporó y miró con orgullo el frutode sus desvelos.

—Creo que el centro está más omenos aquí. O puede que un poquitohacia ese lado. Oiga, ¿qué hace?

El viejo geomántico había recortadoun trozo de cartón con la forma delplano de la planta. Sosteniendo un lápiz,intentaba que el cartón se mantuviera enequilibrio encima del mismo. Trasvarios intentos, encontró el punto en queel cartón quedaba equilibrado sobre la

punta de la mina.—Aquí está el centro —proclamó.Joyce se desinfló.—Ah, vale. Supongo que es más

rápido así.Comparó el centro del espacio,

según el método del lápiz, con elresultado de sus cálculos.

—Pues me he equivocado por muypoco... Vale, de acuerdo, por no tanpoco, pero iba bien encaminada, ¿no?Voy a buscar una Coca a la máquina,¿quiere una? ¿No? Bueno, vale.

Wong se ensimismó en sus arcanosdiagramas y estudió planos, consultóalmanaques, tomó medidas, hizo lecturas

de luz y magnéticas, examinó lo que seveía por las ventanas, recorrió todas ycada una de las habitaciones para hacerbocetos. Al final trazó más de unadocena de cartas lo shu.

Tin, aprovechando un hueco entresus innumerables llamadas telefónicas,volvió a la sala y les explicó lasactividades de la oficina.

—Los redactores, diseñadores ydemás están en ese espacio de allíporque se supone que es el más creativo.Dudley es el jefe de la sección. Laspáginas, una vez revisadas por loslectores de galeradas, se llevan alCentro de Servicios Sam Long, dos

plantas más abajo, para ser procesadaspor mi ayudante, Susannah Lo, que estambién la directora de producción.Volvemos a traer cada plancha a medidaque están listas. Las páginas definitivashan de estar preparadas exactamente a launa y cuarto del día anterior a ladistribución, que es cuando van a laimprenta. Hollis News Retail se ocupade la distribución, básicamente a travésde sus propios puntos de venta. Todo eldinero de los vendedores, suscriptores yanunciantes se gestiona en ese cuarto deahí. Los anteriores inquilinos nosdijeron que era el mejor lugar paraatraer oro y no dejarlo escapar, en

términos de feng shui.—El diseño de la oficina es correcto

—dijo el geomántico—. Se ajusta a loque recomendé en mi estudio previopara el anterior inquilino. Dígame, pues,¿cuál es exactamente el problema?¿Pocas ventas, pocos lectores, pocapublicidad?

Alberto Tin suspiró hondo. Era unhombre de carácter jovial, perosometido a mucha presión. Tan pronto susonrisa desapareció, Wong pudo ver susgrises ojeras y la tensión en sus labios.

—El problema es... Bien, para serlefranco, no sé cuál es el problema. Loslectores nos adoran, recibimos más

cartas que nunca, tenemos mejoresredactores, mejores fotógrafos, mejordiseño, nuestra encargada demercadotecnia ha trabajado a tope. Perolas ventas no acaban de funcionar. Haceun año teníamos una tirada de veintiséismil ejemplares, que no es poco para unarevista pequeña. Este año esperábamosir aumentando poco a poco, pero hemosbajado a nueve o diez mil ejemplares.Así no podremos sobrevivir. Losanunciantes se están dando de baja.

—¿Por qué no ponen publicidad entelevisión? —sugirió Joyce—. Ahorahay anuncios muy buenos.

—Hace poco invertimos mucho

dinero en una campaña. La tiradaaumentó en un diez por ciento, peroluego volvió a bajar. Fue muydecepcionante.

—¿La distribución es correcta? —preguntó Wong.

—Hollis nos da un excelente trato.Susannah conoce muy bien a la gente deHollis, tiene contactos allí. Nuestrarevista siempre ocupa el primer planoen todos sus puntos de venta. Pero no hasido suficiente. Las ventas se han ido apique y así no hay modo de convencer alos anunciantes. Estamos agonizando.Nuestros patrocinadores nos han dadocuatro semanas de plazo, y luego

tendremos que cerrar.Exponer estas malas noticias había

hecho que el pobre hombre se encogieracomo un arbolito de caucho pocoregado. Con los hombros caídos y elpecho hundido, permanecía cabizbajo.

—Es una revistita estupenda —dijoJoyce—. Quiero decir, para lo que hayen Singapur, claro.

—Gracias.Wong le dijo que necesitaba saber

más acerca del modo en que el dineroentr aba y salía físicamente de laempresa. El editor fue en busca de ladirectora financiera, Sophie Melun.Cuando regresó con ella, dijo:

—Sophie le dirá cuanto necesitesaber respecto al dinero. Ahora tengoque dejarlos. He de tomar un avión aKuala Lumpur para ver a uno denuestros inversores. Hablen conSusannah o Dudley si tienen cualquierduda; estaré de vuelta el viernes aprimera hora.

Tin esbozó una sonrisa decircunstancias y se marchó saludandocon el brazo.

El caso tenía intrigado algeomántico. Cuanto más sabía de laempresa, más se convencía de que lasuerte o el fracaso dependíanenteramente del feng shui.

Aparentemente estaban haciendo lascosas bien desde el punto de vistaempresarial; sin embargo, por motivosdel todo intangibles, el negocio noprosperaba.

Cuando terminó de entrevistarse conla señorita Melun y volvió a sus cartas,Joyce levantó la vista del númeroatrasado de Update que estaba leyendoy dijo:

—Bien, doctor, ¿cuál es eldiagnóstico?

—La respuesta, creo, está en lascartas natales. Cada año tiene su númerode cuadrado mágico. Ocupa el centro dela carta. El número central en la parte

superior del caparazón de la tortuga.¿Recuerda lo que le expliqué sobre latortuga del río Lo? El número del añodesciende con cada año que empieza.Así, mil novecientos noventa y ocho eraun Año Dos, mil novecientos noventa ynueve era un Año Uno, dos mil era unAño Nueve y así sucesivamente. —Lemostró un libro con diagramas—. Perocada persona tiene también su númerode cuadrado mágico. Usted tiene su cartalo shu personal. Depende del lugar denacimiento. Cada cual debe encontrar lanaturaleza de su chi para saber cuál essu fortuna para el futuro. Una empresatiene también su energía y su fecha de

nacimiento. Se puede encontrar sunúmero de cuadrado mágico.

—Guay. ¿Y cuál es mi número? Yonací en mil novecientos ochenta y tres.

—El año no empieza el uno de eneroy acaba el treinta y uno de diciembre.No, va de Año Nuevo lunar a AñoNuevo lunar. Usted nació el nueve defebrero, de modo que nació en el Añodel Ocho.

—¿Cómo sabe el día que nací? Norecuerdo habérselo dicho.

—Fue una de las primeras cosas quemiré cuando llegó a la oficina. Teníaque hacerlo, claro está.

—Ya, supongo que para asegurarse

de que no fuera, qué sé yo, un monstruocon malas vibraciones. Bueno, a que sealegra de que le haya salido buenachica, ¿eh?

—Pues... sí —dijo Wong con escasoentusiasmo.

Volvió a estudiar sus diagramas, yJoyce, aburrida, fue a dar una vuelta. Amedida que se acercaba la hora límitepara cerrar el nuevo número y losempleados iban entregando su material,el ambiente empezó a relajarse. La gentedejaba los ordenadores y se ponía acharlar o iba a las máquinas de bebidas.

Mientras tomaban café, Joyceentabló amistad con Dudley Singh, un

joven alto de unos veinticinco años, y sepusieron a hablar sobre los actores yactrices de cine que más odiaban, queeran legión.

En el departamento de producción,Susannah Ho explicó a Wong con tododetalle los procesos técnicos. Laspáginas se preparaban en pantalla yluego se enviaban a la reproducción enoffset.

—A esto lo llamamos plancha —dijo—. No, no, por favor, no lo toque.

Wong retiró rápidamente la mano ypidió disculpas.

—Es muy delicado. Tenemos queser muy cuidadosos, porque éste es el

producto final que va a la imprenta,donde se confecciona la revistapropiamente dicha. Los de la imprentavendrán enseguida a recogerlo, loimprimirán por la tarde y se distribuirápor la mañana. Podrá ver la revista en lacalle a eso de las siete.

La señorita Ho, una mujer menuda yseria de unos cuarenta años, llevaba untraje chaqueta de marca y unas gafasredondas precariamente apoyadas en unanariz diminuta.

—¿Se puede encontrar en cualquierparte? —preguntó Wong.

—Las relaciones entre editoriales,distribuidores y minoristas son muy

complejas, y preferiría no entrar en ello.Nuestra distribución la llevaprincipalmente Hollis News Retail, ydebo decir que trabajan bien. La revistaocupa un lugar destacado en sus puestosde venta, y Hollis distribuye también aotras cadenas de minoristas y quioscoscallejeros.

—¿Algún problema específico enlos departamentos que usted controla?

La señorita Ho se subió las gafas ydijo:

—No. Producción y distribuciónfuncionan bien. Yo creo que el problemaestá en redacción o en mercadotecnia.

El geomántico asintió con la cabeza.

Miró la página de anuncios por palabrasque tenía delante y se tiró ligeramente delos pelos de la barbilla.

El martes, C. F. Wong se levantócomo siempre a las cinco y media yllegó a su oficina en Wai-Wai Mansionspoco después de las seis y media. Setomó un tazón de té chiuchow paradespejarse y empezó a trazar nuevasc a r ta s lo shu para los jefes dedepartamento para los inversoresprincipales de Publicaciones Hong Siu,con sus estrellas de agua y de montaña.Luego pasó a dibujar los Cuatro Pilaresde la Sabiduría, así como TallosCelestiales y Ramas Terrenales para

cada persona.Al cabo de una hora tenía la mesa

cubierta de cartas, así que empezó allenar las mesas de Joyce y Winnie conhojas repletas de anotaciones.

La joven occidental llegó a lasnueve y media y se encontró con que sumesa había desaparecido bajo una masade papeles. Dejó el café en el alféizar yse derrumbó sobre su silla. Era unabutaca hidráulica de oficina, y le gustabatenerla a la máxima altura, de modo quepudiera girarla a un lado y otro,balanceando las piernas y poniendonerviosos a los demás.

—¿Quiere que le explique mi teoría?

—dijo.Ésta era una de esas situaciones,

pensó Wong, en que uno tiene quepreguntarse sobre su propia observanciade la verdad. Desde luego que no queríasaber nada de sus teorías, pero Joyceera la hija del cliente de su jefe.

—De acuerdo —dijo, pero con tanpoca convicción que confió en que ellacaptara el mensaje.

—Bien. Anoche estuve en TGIF Yyo: «¿Qué opináis de Update?» YEmma: «Es muy guay.» Y Becky: «Todoel mundo la lee.» A Emma le hanpublicado dos cartas en la sección decartas de los lectores. Bueno, y yo:

«¿Qué se podría hacer para mejorarla?»,y mis amigas me dieron algunas ideas.Se lo cuento —añadió, generosa.

Bebió un sorbo de café, depositandouna gota sobre la punta de su nariz, ycontinuó:

—Todas coincidimos en que deberíahaber más páginas sobre grupos y menossobre restaurantes y clubes horteras ytal. ¿A quién le interesa leer sobrecomida? Menuda plasta.

—Me parece que tal vez no entiendeusted el negocio editorial —respondióWong—. Grupos de música popoccidentales como los Beatles novenden espacio publicitario en una

revista de Singapur. En cambio, losrestaurantes de aquí, sí.

—¿Los Beatles, dice? Los Beatlesya se han separado. John Lennon estámuerto. Lo mataron dos años antes deque yo naciera.

—Entonces seguro que no puedevender nada.

—¿Adónde va?—A comprar la revista. ¿Quiere

venir?—Nos la van a mandar.—Prefiero comprarla en un quiosco.Salieron del húmedo y atestado

portal de Wai-Wai Mansions a unaresplandeciente mañana singapureña y

tuvieron que cerrar prácticamente losojos mientras iban hacia el sur porTelok Ayer Street, camino de una zonade tiendas próxima a un complejo deoficinas. El distrito comercial del centrohabía crecido hasta absorber lo queotrora había sido una calle tranquila, yel rumor del tráfico era constante.

Wong localizó un quiosco de prensay compró un ejemplar de Update. Elquiosquero lo miró con recelo, como sifuera indecente que un chino de más decincuenta años comprara una revistacuya portada llevaba un artista pop.

El geomántico se alejó unos pasos,abrió la revista y empezó a hojearla.

—¿Qué está buscando?—Esta página. —Wong siguió

pasando hasta casi el final, dondeencontró la sección de anuncios decontactos.

Joyce intentó disimular una sonrisa.De repente se le ocurrió que no sabíaabsolutamente nada de la vida personalde su jefe, si vivía con alguien o si teníahijos o dónde vivía y qué hacía al salirdel trabajo.

—Joyce, ¿quiere hacerme un favor?—Claro. ¿Qué?—Siga esta calle y en el segundo

cruce tuerza a la derecha. Encontrarápequeños comercios. Mire si en alguno

tienen Update y compre un ejemplar.Ah, y cómprelos también en todos losquioscos que encuentre por el camino.Anote en cada ejemplar dónde lo hacomprado, el nombre de la tienda y lacalle. Consiga todas las revistas quepueda. Dentro de media hora nos vemosen la oficina.

—¿Es una especie de encuesta?—Sí.A eso de las diez y media, Joyce

estaba de vuelta en Wai-Wai Mansionscon ocho ejemplares del nuevo Update,y Wong con doce.

Cuando entró en la oficina seencontró con que Wong había reñido a

Winnie Lim, pues ésta había retirado desu mesa todos los papeles del jefe y loshabía metido en una bolsa de basura.

—Demasiado lío, seguro que eramal feng shui —decía Winnie—.Además, no encuentro mi pintalabios.Había más de un centenar de hojasencima de mi mesa.

Enfurruñado, Wong se llevó su fajode revistas al cuarto de meditación y lasabrió por la página de anunciosclasificados. Asintió para sí mientrascomprobaba dónde había sido compradocada ejemplar, y los fue depositando enel suelo. Hizo anotaciones en chino amedida que los examinaba uno por uno.

—¿Corazones solitarios? ¿Qué estábuscando? —preguntó Joyce—.Supongo que no una novia.

—Novia no. Respuestas sí.Wong le explicó que, mientras

estudiaba el proceso de producción,había apretado un dedo contra laplancha con que se había hecho esapágina en concreto.

—Mire, aquí se nota. Esa marquitala hice yo. Pero sólo se ve en esteejemplar. Y en ése y en ése de ahí. Enlos otros no.

—Imagino que se dieron cuenta y loarreglaron.

—Es posible.

El jueves, Wong y McQuinnieestuvieron varias horas en la editorial.

Wong explicó a Susannah Ho yDudley Singh que había encontradovarios problemas. La distribución de laoficina apenas requería cambios, perohabía que hacer ciertas modificacionesen varias mesas.

—Las cartas lo shu revelan cuálesson los problemas. El mayor radica enla mudanza. La empresa tiene el númerocentral lo shu cuatro. Al mudarse aquí,se desplazaron hacia el oeste, deVictoria Street a Orchard Road, que esen la dirección del cuatro, su propionúmero. No es conveniente mudarse

hacia uno mismo. Es como acercar dosimanes idénticos: las energías no seayudan mutuamente sino que pugnanentre sí. La consecuencia es grandesesfuerzos y mucho trabajo, pero nobuenos resultados. Y eso,evidentemente, es lo que ocurre aquí. —Levantó la vista de la carta que estabaseñalando—. Les pondré una analogía.Cuando se traslada una empresa es comoel agricultor que traslada un huerto demanzanos. Tiene que esperar la épocadel año más conveniente, luego arrancarlos árboles y después replantarlos en elmomento y sitio adecuado. Cosa que nose hizo aquí.

—Vaya, sí que son malas noticias —dijo Singh—. No esperará que nosmudemos para volver a mudarnos otravez en el momento adecuado, ¿eh?

—Los accionistas no lo permitirían.Demasiado caro —dijo la señorita Ho.

—No les pido que se muden —respondió el geomántico—. Se puedentomar medidas bastante más sencillas.Hay ciertas cuestiones con respecto a lacarta natal del señor Alberto Tin; lorevisaré con él cuando regrese mañana.Es preciso hacer un relanzamiento ritualde la compañía, a la hora precisa de undía preciso; lo hablaré también con elseñor Tin. Se acercan fechas propicias,

algunas dentro de sólo unas semanas.Habría que introducir también pequeñoscambios en el departamento editorial. Elflujo de energía es demasiado rápido,pero no será difícil arreglarlo. Pondréun poco de sal marina en determinadoslugares. La sal marina es muy yang yhará que el chi sea más sólido. Y luegoestá el elemento metal...

—¿Ningún cambio en la sección deproducción? —interrumpió la señoritaHo.

—Ninguno.—Entonces seguiré con lo mío.

Hable usted con el señor Singh sobre loscambios en la sección editorial. —Se

puso en pie y volvió briosamente haciasu puesto de trabajo.

* * *

El viernes, Wong llamó al teléfonomóvil de Alberto Tin y supo que ésteacababa de aterrizar en el aeropuerto deChangi. Quedaron en verse a las once ymedia en el restaurante Tai Tong HoyKee.

Cuando Tin llegó, Wong yMcQuinnie se levantaron rápidamente yle pidieron que los acompañara.

—Ya vendremos después a tomar eldimsum y charlar largo y tendido —dijo

el geomántico—. Hemos de repasar sucarta natal y también ciertos aspectos dela ubicación de la oficina. Pero antesquiero mostrarle una cosa.

Caminaron cien metros calle abajo,charlando de trivialidades, hasta unquiosco de revistas y libros. Wongcompró un ejemplar de Update recién-salido-de-la-imprenta.

—En realidad, hay dos ediciones delúltimo Update. Me temo que la señoritaMcQuinnie y yo hicimos un pequeñocambio en una de ellas.

—¿Cómo? ¿A qué se refiere? —Tinpareció sobresaltarse.

—Bueno, creo que ustedes lo llaman

«editar».—No comprendo.—Tranquilícese. No hemos

insertado nada malo en su revista, sólola hemos hecho más precisa.

—Pero ¿cómo? ¿Se puede saber quéhan hecho? —Empezó a examinarnerviosamente la página señalada.

—Dudley Singh nos ayudó un poco;se ha hecho muy amigo de mi ayudante.Verá, descubrimos que las planchas dela revista son enviadas a dos centros deproducción, no a uno solo. En el primerohacen la revista que se ve normalmente eimprimen diez mil ejemplares. El otrocentro, en cambio, imprime treinta mil.

—Pero ¿qué está diciendo? —Losojos de Tin parecían querer atravesarsus gafas.

—Permita que yo se lo explique —terció Joyce—. Se me da mejor explicarlas cosas que a C. F. Hollis News Retailha estado sacando una tirada aparte. Losejemplares que venden en sus tiendas, lamayoría de ellos, no son los de usted.Imprimen los suyos propios, los vendeny se embolsan el dinero. Hacen unatirada grande; creo que la cifra exacta estreinta mil ciento sesenta y cuatroejemplares. Telefoneé a la imprenta yconseguí sacarles los detalles.

—¿Está diciendo que reimprimen

ilegalmente mi publicación?, ¿que lapiratean?

—Sí —dijo Wong—. Usted imprimediez mil y Hollis los distribuye. Eso yalo sabe. Las planchas las elabora elCentro de Servicios Sam Long, que estáen el mismo edificio que ustedes. Perolos originales van también a una segundaimprenta, Impresores de Color WanKan, donde imprimen otros treinta milejemplares, ¿entiende? Wan Kan es unaempresa subsidiaria del Hollis Group.

El regordete editor se quedómomentáneamente sin habla. Luego sesobrepuso.

—¿Cómo es posible? No tienen

ningún derecho. ¿Y qué hacen con todosesos ejemplares?

—Pues qué van a hacer, B. K. —dijo Joyce—. Venderlos, claro. O sea,la tirada real de su revista ha alcanzadolos cuarenta mil ejemplares, la mayoríade los cuales son impresosclandestinamente y vendidos por la redde distribución de Hollis Retail, que sequeda los beneficios. Por eso hay tantagente (como yo y mis amigas) quecompra la revista, pero a usted no lecuadran los números. El truco no estánada mal, la verdad.

Wong asintió con la cabeza.—Usted carga con todos los gastos

—dijo—. Ellos se embolsan todos losbeneficios.

—¿Están vendiendo treinta milejemplares, dos veces por semana, a misexpensas? ¿Aparte del porcentaje que sequedan de mis ventas? Estaránamasando una fortuna. —Tin estabaconmocionado, respirabaentrecortadamente—. ¿Y cómo se hacencon las planchas? ¿Quién se las entrega?

Wong levantó un dedo para indicar aJoyce que sería él quien diera larespuesta.

—No quisiéramos incurrir encalumnia ni difamaciones, pero creo quedebería usted preguntárselo a Susannah

Ho. Ella es quien controla las planchasuna vez están terminadas. Y tieneparientes en el grupo Hollis. ¿Recuerdaque usted mismo me lo dijo? Loscambios hechos a las planchas una vezen su poder no aparecen en las dosediciones.

—Pero cómo... Es que no loentiendo. ¿Cómo demonios...? A ver, sila revista se vende tan bien y les estáreportando tantísimo dinero, ¿por quéme ponen la zancadilla y me estánllevando a la bancarrota? Prontotendremos que cerrar.

El geomántico asintió sabiamente.—Yo creo que esperarán a que su

negocio quiebre para luego comprarlo aprecio de saldo. Y después relanzarán larevista como propia. Saben que es unéxito de ventas. Simplemente pretendendeshacerse de usted.

—Los denunciaré. Lo que han hechoes un delito. Los demandaré ante lostribunales y tendrán que devolver hastael último centavo que hayan ganado a micosta.

Joyce rió.—Sí, hágalo. Pero puede que tenga

que ponerse a la cola.—¿Qué quiere decir?Wong miró a lo lejos entornando los

ojos y sentenció:

—El sabio Lu Hsueh-an dijo en unaocasión: «Una cosa es mirar y la otra esver. Muchas personas miran, pero sóloel Hombre Perfecto ve.» —Blandió undedo y se volvió hacia Joyce—: Muchaspersonas miraron las tortugas del río Lo,pero sólo Fu Hsi vio las marcas en elcaparazón de la tortuga. Y así descubrióel cuadrado mágico de nueve—. Hizouna pausa y miró a Alberto Tin—: Ustedmira la revista, pero no puede verla.

El otro puso cara de perplejidad.—¿Se lo digo yo? —preguntó la

joven, batiendo palmas con aire jubiloso—. Hicimos cuatro cambios en laversión de la revista que Hollis

imprimió, que le robó, vaya. De hecho,fue Dudley quien hizo los cambios.

Le mostró la mancha de la páginados.

—Primero, el nombre de laeditorial, la dirección y los detalles dela imprenta no coinciden. —Pasó a laprimera plana—. Segundo: la revistaparece la misma, pero el nombre hacambiado. No pone Update. PoneUpyours. —La abrió una vez más—.Tercero: la mayor parte de los artículosno aparecen en la versión pirata. Dudleylos sustituyó por eso que llaman «textoficticio», o sea palabras sin sentido sólopara rellenar espacios. Es evidente que

los de Hollis no leyeron las páginas sinoque las metieron en la impresora yapretaron el botón. Ja, ja.

Moviéndose a cámara lenta, Tincogió la revista de manos de la jovenpara hojearla despacio y con asombro.

—Vaya. ¿Y todo esto lo ha hechoDudley?

—Sí. En un pispás. Es un tío muyhabilidoso.

Al editor parecía apretarle el cuellode la camisa.

—Ha dicho cuatro cambios, ¿no?—El cuarto es... espere que se lo

enseño —dijo Joyce, recuperando larevista—. Aquí. Mire, ese párrafo.

Dudley introdujo este suelto acerca deciertas personas.

Tin leyó el recuadro de la páginatres.

—Santo cielo, Wong. Han insultadoustedes a casi todas las fuerzas vivas deesta ciudad.

—Yo no, ni nosotros, sino el grupoHollis. Su nombre aparece por todaspartes. Ellos financian la publicación, lacontratan, la imprimen, la distribuyen.Son ellos los responsables, no usted niyo. Bueno, ¿qué le parece si vamos adesayunar? El cha siu so que sirven enTai Tong Hoy Kee está muy rico.

Wong y Alberto Tin, éste todavía

estupefacto, echaron a andar hacia elrestaurante, pero Joyce lo hizo endirección contraria.

—Hasta luego, chicos. Ustedesvayan a su orgía dimsum. Yo hequedado con Dud para tomar uncapuchino en el Starbucks de OrchardRoad. Me ha pedido que le haga unasreseñas de discos. No le importa que megane un sobresueldo, ¿verdad, C. F.?Consigo los últimos cedés antes de quelleguen a la tienda, y encima me lospuedo quedar. ¡Una pasada!

Se puso los auriculares de sudiscman antes de que Wong pudieseresponder y se alejó, meneando la

cabeza al compás de un ritmo inaudible.

3El dios de la cocina

Siempre queda un poco de misterio.Así es la vida. Nadie puede llegar acomprender lo último. Pero no dejesque esto te frustre, Brizna de Hierba.Saber que no puedes saber es el PrimerPrincipio.

En el año 950 al maestro Wen-yi lepreguntaron: ¿Cuál es el PrimerPrincipio?

Y él respondió: «Si os lo dijera, seconvertiría en el Segundo Principio.»

«La Crónica de la Transmisión de

la Luz», chuan 5, cuenta la historia deHui-chung. Era un monje. Murió en elaño 775. Una vez accedió a tomarparte en un debate. Era sobre Wu, quese traduce por «inexistencia» o«inefabilidad».

Se quedó sentado en la silla perono dijo nada. Llegó la hora del debate.Hui-chung no abrió la boca.

El otro monje dijo: «Expón turazonamiento a fin de que yo puedarebatirlo.»

Y Hui-chung dijo: «Ya he expuestomi razonamiento.»

Destellos de sabiduría oriental, deC. F. Wong, parte 90

* * *

«Esto ya pasa de la raya», pensóJoyce McQuinnie. C. F. Wong acababade presentarle a un tipo indio queparecía llevar dos minúsculas pelucas,una sobre cada oreja. Pequeñas peroespesas matas de pelo blanco que ladesconcertaron. Tuvo que esforzarsepara apartar la vista de aquellasexcrecencias peludas y mirarlo a losojos —hundidos y de gruesos párpados— cuando le estrechó la mano. No podíaser pelo natural, de ninguna manera. El

hombre le dijo cómo se llamaba.—Ah, qué tal.—Hola. Encantadísimo de

conocerla, señorita McQuinnie.—Ya, bueno, gracias, yo también...

esto... —Joyce ya había olvidado sunombre.

—Dilip Kenneth Sinha —le recordóél—. Mis amigos me llaman Dilip, o D.K., o también «pobre viejales». Eso, losmás sinceros. —Mostró una hilera delargos dientes caballunos, soltó unacarcajada que sonó a pistoletazo ymostró las palmas de las manos en uncomplicado floreo—. Ah-ah-ah-ah-ah-ah-ah.

—Qué risa. Puede llamarme Jo.Con su terno oscuro de cuello Nehru,

hecho a medida, se lo veía demasiadoengalanado para la ocasión. Sobre sucuerpo alto, encorvado y desprovisto detalle, el por lo demás anodino traje lohacía parecer un plátano tapizado. Supelo blanco contrastaba con la pieloscura, casi color berenjena. Sus cejasparecían sendas orugas secadas consecador. Era extremadamente hirsuto.

Joyce se fijó en que la sombra que lecubría la cara llegaba hasta lasprofundas bolsas que tenía bajo los ojos.Al final acabó convencida de que lapelambrera de sus orejas era auténtica.

Dilip Sinha le sonrió y se balanceóun poco. Tenía tendencia a mover lacabeza arriba y abajo y en diagonal,como esos muñecos que llevan lostaxistas encima del salpicadero, perosus ojos enmarcados de arrugas eranagradablemente bonachones, y hablabacon franqueza natural.

—Encantado de tenerla esta nochecon nosotros. Ya no recuerdo cuándo fuela última vez que alguien visitó a losmísticos. Hace muchas, muchas lunas,creo.

—Gracias por invitarme —dijo ella,y de repente pensó que la frase era máspropia de un niño de seis años en una

fiesta de cumpleaños.—Creo que la última visita la

tuvimos hace seis años, ¿o fue hacesiete? Fue después de que se marcharael hermano de Chandrika. ¿Y cuándodebió de ser eso? —Empezó a soltarfechas y más fechas y a Joyce le costóescuchar su monótona voz. Empleaba unviejo inglés eduardiano con un ligeroacento indio, y algunas palabras sonabancomo cortadas, algo que Joyceempezaba a reconocer como un rasgodistintivo de la gente de Singapur.

Agradeció que el viejo resultase tanhospitalario, puesto que se sentíatotalmente a la deriva por varias

razones: la gente, la hora, el lugar, elplaneta. ¿Qué estaba haciendo allí?Tenía la extraña sensación de estarasomando la cabeza por una caja. Sesentía especialmente vulnerable. Sesentía como una extraterrestre.Respiraba pausadamente pero elcorazón le latía con rapidez. Teníasensación de cansancio, como siestuviera perdiendo energía por unorificio en el abdomen, y concentrarse lecostaba un gran esfuerzo.

Esa noche había una reunión urgentedel Comité Asesor de Investigación dela Unión de Místicos Industriales deSingapur. El grupo contaba sólo con un

puñado de miembros en activo, aunqueWong le había dicho que en otras épocassolían reunirse hasta veinticincopersonas, y en los libros constaban másde cuarenta nombres. En principio no seadmitían visitas, pero Wong habíatelefoneado con antelación a un par demiembros del comité y había recibidopermiso para que Joyce estuvierapresente.

—Son los verdaderos viejosmaestros del pensamiento oriental.Emplean diferentes nombres paradiferentes cosas, pero, de hecho, en elfondo es lo mismo. Una rosa, aunque sellame de otra forma, sigue siendo

fragante, ¿lo entiende o no?Al principio, Joyce se había

mostrado reacia a cancelar la salida quetenía prevista con sus amigas. Wong erauna compañía difícil en el mejor de loscasos, y la asustaba un poco pasar unavelada con tres o cuatro Wongs, algunosde los cuales podían ser incluso másraros e impenetrables que él. Pero susamigas se habían quedado de piedra aloírle relatar sus aventuras en Malasia(«¿Viste un cadáver de verdad?») yJoyce había decidido que valía la penasacrificar una noche a cambio de teneruna nueva experiencia que contar.

—Bueno, vale —le había dicho a

Wong—. Iré. Hay que seguir forzando lamáquina, ¿no?

—Sí —había respondido él en tonoinexpresivo, ignorando a qué máquina serefería.

Poco antes de las ocho, elgeomántico y su ayudante habíanrecorrido varias callejas de lo queparecía el barrio antiguo de la ciudad, yal doblar una esquina habían enfiladouna zona de restaurantes y puestos decomida ambulantes. Estaba tan maliluminada que Joyce se preguntó cómola gente podía ver lo que cenaba. Trasavanzar unos metros, se dio cuenta deque el restaurante que estaban

atravesando formaba parte de una seriede cafés abiertos a la calle y dispuestosen una especie de círculo desarticulado,cuyo centro estaba ocupado pordesordenadas mesas para el público.

La había sorprendido la mezcla deolores y colores. Estaba oscuro y hacíacalor. Todo ello tenía algo de irreal queasustaba un poco. Entre las sombras, losgordos encargados de los puestos decomida aparecían y desaparecían en elvapor como genios de lámpara. Susrostros, iluminados desde abajo porfogones, apenas parecían humanos. Devez en cuando se oía algo semejante a unsiseo y se producía una explosión de

humo cuando un bok-choi entraba encontacto con un enorme wok al rojovivo, antes de ser removido mediantelargos palillos. Los sonidos de aquelmercado de comida resultaban casiobscenamente fuertes en medio de lapenumbra, lo que hacía que parecieramás de noche de lo que era en realidad.Sobre el fondo de centenares decomensales hablando a la vez al estilode los restaurantes chinos, es decir, casigritando, se oían las exclamaciones delos vendedores ambulantes con sushornillos portátiles, el chisporroteo delas sartenes, el tintineo de botellas yplatos, y los bocinazos del tráfico

embotellado en la vecina calleprincipal.

Joyce había pensado que aquelencuentro nocturno tenía algo deprimitivo: desde los tiempos másremotos los seres humanos debían dehaberse reunido así, a la lumbre de unasfogatas, para cocinar y comer. Sentía elimpulso de dejarse absorber por aquellaescena, pero se sentía demasiado ajena einquieta para soltarse. No lograbarelajarse. Tenía la sensación de que elsuyo era un mundo de McDonald's bieniluminados y quirúrgicamente limpios,mientras que aquel oscuro y ruidosodoble fantasmagórico estaba más allá de

ese perímetro civilizado.El maestro de feng shui se deslizaba

ágilmente entre las mesas, consciente sinduda de adónde se dirigía, aunque, aojos de su acompañante, todos aquellosrestaurantes se fundían en un solopandemonio comensal. Ella lo seguíacon menos decisión, mirando dóndeponía los pies para no pisar bultos,niños o perros.

De repente había sentido hambre.Vaharadas de humo acre llegaban de lazona de cocinas, difuminando tentadoresaromas a carne socarrada. El olor achile se mezclaba con el del comino y elcoriandro, la reconfortante fragancia del

arroz hervido y el sabor de los cocosfrescos. Había mangos dulces, pasta demarisco amarga, algo que olía a azúcarquemado y un centenar de otros oloresque no conseguía identificar.

Pero ¿dónde se había metido Wong?Lo tenía justo delante hacía unmomento...

Allí. El geomántico estabaestrechando la mano de un hombre indiode unos sesenta años sentado a una suciamesa redonda rodeada de pequeñostaburetes. Wong y Sinha se habíansaludado con una extraña combinaciónde envarada formalidad y afecto noforzado. Juntando las cuatro manos, se

habían mirado a los ojos y cabeceado alunísono. Luego habían intercambiadopalabras de saludo sin soltarse losdedos.

—Cuánto tiempo, Wong.Deberíamos vernos más a menudo, sintener que esperar a los místicos.

—Cierto. Deberíamos esforzarnosmás. No dejemos pasar esta noche sinquedar para otra vez.

—Madame Xu ya ha llegado y haido a hablar con unos amigos, viejosclientes suyos de por aquí. Vamos,siéntese. Y la señorita también.

Wong le había presentado a Sinha,que era astrólogo. Los tres tomaron

asiento. Un joven delgado había surgidoentonces entre la bruma de los fogonescon tres vasos de plástico llenos de téchino tibio.

Sintiéndose un poco más seguraahora que estaban en una mesa, Joyceprobó la infusión y echó un vistazoalrededor. Siempre le sorprendía vertantos niños e incluso bebés por lanoche. En su país nunca se veía a niñosmenores de cinco años a aquellas horas.A las siete el vaso de leche y a las sietey media a la cama, sin discusión. Peroen Singapur los niños parecían adoptarlos horarios de sus mayores ypermanecían levantados hasta las once o

las doce de la noche; si se cansaban,apoyaban la cabeza en la mesa y sedormían allí mismo.

Al mirar a la gente, reparó en unamujer elegante y delgadísima demediana edad que se acercaba a lamesa. Sobre sus hombros huesudoscolgaba un cheong-saam negro conribetes rojos. Al verla, Sinha se levantópresuroso, tomó las manos de la adivinaMadame Xu y la condujo hasta sutaburete. Antes de sentarse, ella hizo unainclinación y sonrió a Wong, quien sepuso en pie y le devolvió el saludo.

—¿Y ésta es la niña? —preguntóMadame Xu, sonriendo a Joyce—. Hola,

xiao pangyou. ¿Cuántos años tienes?—Diecisiete —dijo Joyce, aunque

sólo de muy pequeña había iniciado unaconversación dando esos datos.

—¿Y quieres ser mística o adivina oalgo parecido cuando seas mayor?

—Pues... no sé. Quizá. De momento,estoy estudiando con el señor Wong.Quiero escribir algo para mi proyecto.Han sido muy amables al permitir queasista a la reunión. Espero no estorbar.—Joyce se sorprendió de oírse adoptarel papel de niña modélica, algo quenunca había sido.

—Estoy segura de que no. El señorWong me explicó por teléfono que

conocías la regla de estas reuniones, quenada de lo que se diga aquí debetrascender. El superintendente Tanllegará de un momento a otro y hablaráde cosas que son secretos oficiales.

Joyce asintió.—Sí. C. F. ya me lo había dicho. Es

todo muy secreto y confidencial.De pronto, una delicada mano

masculina apareció en el hombro deMadame Xu, y una cara china de unostreinta años dijo:

—Hola a todos. Siento llegar tarde.Sí, ya sé, es imperdonable, más siendoyo quien convocó la reunión. ¿Me sientoaquí?

La pregunta era retórica, pues noquedaba otro asiento libre. Tan saludó aSinha y Wong y parpadeó al ver a Joyce.Era chino-malayo, corpulento, y con unacabeza en forma de pera. Tomó asiento ysus cejas se arquearon, esperando unaexplicación. No sólo su ropa, sino todosu cuerpo, tenían el aire maltrecho de unfuncionario sobrecargado de trabajo.

—Superintendente, permita que lepresente a mi ayudante —dijo Wong—.Hablé con los demás para avisarles deque vendría. No pude ponerme encontacto con usted; parece que está muyocupado. Ella es Joyce McQuinnie. Meestá ayudando este verano. Espero que

no le importe que haya venido. Es la hijade un amigo de uno de mis jefes, nopodía negarme.

—Vaya, hombre, gracias —mascullóJoyce, anonadada.

—Encantado —dijo elsuperintendente, poniendo sobre la mesauna pila de papeles—. Un poquitojoven, ¿no le parece, Wong? Quierodecir para estas cosas. Ya sabe que aveces acabamos hablando de asesinatos,violaciones y similares.

—No soy tan joven —protestó Joyce—. Sé muchas cosas. Se sorprenderíausted. Y ya he ayudado al señor Wongen varios casos. Asesinatos y demás —

añadió, como si estuviera hablando delcociente de irritación de los mosquitos.

La risueña Madame Xu se inclinóhacia delante y sonrió al policía.

—Es muy madura. Se lo noto. No sepreocupe, superintendente. Es casi tanentendida como algunas de mis chicas.

—Espero que no —dijo Tan—.Bueno, si todos están de acuerdo en quese quede, asunto zanjado. Me alegro deverlos. Tiene usted muy buen aspecto,Madame Xu, y usted, Wong. ¿Y cómoestá mi viejo amigo Dilip?

—Extraordinariamente bien y enbuena forma —respondió el indio—.Para que mi felicidad fuera completa,

sólo faltaba usted. Y aquí está. —Inclinócortésmente la cabeza.

—Siempre tan educado —dijo elsuperintendente—. Bien, en primerlugar, permitan que me disculpe porhaberlos hecho esperar. El espectáculoera malísimo. Pero la espera habrávalido la pena. El caso que voy aplantear es, en mi modesta opinión, muyinteresante. Primero mojaré el gaznate yluego les daré todos los detalles. Acondición, por supuesto, de que lomantengan en el más estricto secreto —añadió, mirando significativamente a lamás joven del grupo.

El camarero, que conocía las

necesidades del superintendente, seacercaba ya con una tetera de IronBuddha. Wong habló en un dialectochino con otro camarero, para pedircomida.

El grupo esperó en silencio a que lesirvieran el té al superintendente. Tanbebió un sorbo, despacio, dejó el vasitoen la mesa y carraspeó.

—Es muy bueno contando historias—cuchicheó Madame Xu a Joyce, peropara que todos la oyeran—. Yo creo quedebería dedicarse al teatro.

* * *

—Quiero que imaginen, si les esposible, un elegante comedor de hotel—dijo Tan—. Son las tres de la tarde yel último comensal acaba de limpiarselos labios con una almidonada servilletade lino y firmado la cuenta. «Gracias,señor», dice la camarera cuando elcaballero se marcha. El restaurantequeda vacío a excepción de esta últimacamarera, de nombre Chen Soo. El restodel personal ha salido para la pausa demedia tarde. También se han ido casitodos los que trabajan en la cocina, peroella oye que al menos una persona sigueajetreada allí, probablemente el chef,que suele ser el último en marcharse. La

camarera ve también a un joven pincheentrar por la puerta batiente de lacocina, de modo que parece queefectivamente aún queda algo porterminar. Me siguen hasta ahora,¿verdad?

A Joyce le resultaba difícilvisualizar nada, menos todavía unimpoluto restaurante, en medio de aquelcaótico entorno. Tratando de no oír laschisporroteantes explosiones dehortalizas mojadas en contacto con loswoks, se esforzó por concentrarse en loslabios de Tan y en escuchar su vozlevemente cantarina. Tenía las mejillastersas y un poco de pelusilla sobre el

labio superior. Joyce supuso que notenía que afeitarse a diario y que supecho sería completamente lampiño.Hablaba muy rápido, pero poniendo eldebido énfasis en cada palabra. Joycepensó que Madame Xu tenía razón: Tanservía para el arte dramático.

—¿Me siguen? —continuó—. Bien,ahora esta señorita Chen Soo (nacida enSingapur, el diez de octubre de milnovecientos setenta y ocho) recoge lasúltimas cosas del último comensal.

Los tres miembros de los místicosanotaron debidamente este detalle, comosi fuera la clave para un examen final.

—Pero toda esta calma acabaría

pronto. En otro comedor del hotel ya seestá sirviendo el té de la tarde, y elencargado le ha pedido a la camareraque vaya a echar una mano. En estecomedor en concreto, la cosa estaríatranquila hasta las cuatro, cuandoempezarían los preparativos para unafiesta privada que duraría de cinco asiete, después de lo cual habría queresituar las mesas para el bufet demarisco previsto para la noche. En otraspalabras, una típica tarde en el comedorde un moderno hotel de cinco estrellas.

»Cinco minutos más tarde, Chen Soolleva los platos sucios a la zona de lacocina donde aparcan las mesitas de

ruedas. Ahora sólo queda una personaen la cocina: el chef Peter Leuttenberg, aquien ella ve sacar algo del congelador.Chen Soo vuelve a salir. Pone un mantellimpio en la mesa. "Buenas tardes,preciosidad", dice el segundo chef, uneuropeo bastante guapo que responde alnombre de Pascal von Berger y tiene porcostumbre saludar a todas las mujeresjóvenes, a pesar de ser incapaz derecordar sus nombres.

—¿De dónde es? Imagino que suizo—dijo Sinha.

—Oh, espere un momento. —Elsuperintendente buscó en los papelesque tenía delante—. Pues sí, nacido en

Lausana el cuatro de julio de milnovecientos sesenta y cuatro.

—Cómo no. Los hosteleros siempreson suizos.

—La señorita Chen lo saluda cuandoél entra en la cocina. Unos segundosdespués oye una exclamación, un grito.Algo que suena como «asesinato». Perono puede ser, piensa ella. ¿Para quégritar semejante palabra? Quizá estánjugando a algo. Sabe que algunoscocineros son jóvenes y vivarachos, aveces se hacen picardías entre ellos. Sequeda allí de pie sin saber qué hacer, yentonces Pascal sale corriendo de lacocina. «Señorita, rápido», grita.

«Llame una ambulancia. Peter está mal.Dese prisa.»

El superintendente se inclinó haciadelante, consciente de que todos estabanpendientes de su relato. Aceleró elritmo:

—Chen va corriendo a la recepción.Marca el código de alerta máxima paraque acuda el servicio de seguridad delhotel. Vuelve y pregunta a Pascal qué leocurre al chef. Pascal responde: «Peterestá tendido en el suelo. Creo quemuerto.» Ella llama a una ambulancia. Yluego entran los dos en la cocina. Chenadvierte que Von Berger está pálido ytiritando, conmocionado. «Será mejor

que no lo vea», le dice a ella. «Estáherido. Hay mucha sangre.» Pero Chenlo sigue. Y allí, cerca de los hornos, veal chef californiano, tendido en el suelo.El pelo apelmazado y húmedo. Uncharco de sangre parece proceder de unaherida en el cráneo. Tiene la cabezadestrozada, deforme. Parece que está...—hizo una pausa teatral— ¡muerto! —Se retrepó en la silla y miróalternativamente a los cuatro—.Asesinado.

Se entretuvo unos segundostoqueteándose la uña del dedo índicederecho antes de continuar.

—Von Berger dice que todavía

respiraba cuando él lo encontró. Alparecer, el chef hizo un gesto con unamano y farfulló algo sobre un camarero.Pero, a diferencia de lo que ocurre enlas películas, no dio nombres.

Hizo otra pausa cuando llegaron losprimeros platos. Joyce miró consuspicacia los boles desportillados, unode los cuales contenía algo verde y elotro una cosa recubierta de una salsanaranja oscuro. Se preguntó si habríaalgo que pudiera comer.

El policía aspiró apreciativamenteel aroma a ajo del plato de choi sum ysalsa de ostras. Se sirvió conabundancia mientras retomaba su

historia.—Los de seguridad llegan a los

pocos minutos. Dos agentes. Uno es unviejo nepalí llamado Shiva y el otro unmalayo de nombre Sik. Shiva examina elcuerpo y lo da por muerto. Sik montaguardia en la puerta de la cocina. Alcabo de unos minutos llegan lossanitarios y confirman que el chef hamuerto.

—Eh, un momento, mi buen amigo.—Era Dilip Sinha, que, desoyendo lasprotestas de Joyce McQuinnie, le estabasirviendo en su plato una sustanciainidentificable—. ¿La puerta de lacocina, dice? Seguro que la cocina

principal de un hotel ha de tener variaspuertas...

—Desde luego —respondió elsuperintendente—, pero ésta no era lacocina principal. Se trata de un hotelmuy grande, y tiene tres cocinas, unagrande y dos pequeñas. Ésta es unapequeña cocina subsidiaria, conocidacomo cocina Tres, que tambiénsuministraba canapés y esas cosas paralas fiestas que se organizaban en lassalas habilitadas de ese lado del hotel.Esta cocina sólo tenía tres puertas. Laprincipal, que daba al bar y comedor,una para el personal y una de incendios.

—¿Podemos preguntar de qué hotel

se trata? ¿Quizá el Continental ParkPacific?

—Quizá. Veo que ha leído lo quepublicó hoy el Straits Times sobre elincidente.

—Así es.Madame Xu chasqueó la lengua.—Me temo que va a ser un caso

difícil, superintendente. Estos hotelesmodernos son lugares enormes ylaberínticos. Imagino que la puerta delpersonal da a pasillos y habitaciones alos que podrían tener acceso docenas depersonas.

—Docenas no, Madame Xu. Cientos.Más de quinientas personas, creo. —El

policía se sirvió gambas picantes—.Alguien le había abierto la cabeza alchef y luego había huido por una de laspuertas, pensamos al principio. Peroeste caso es más sencillo y a la vez máscomplicado de lo que parece. Verán,Shiva fue a abrir la puerta del personal yse encontró con que no podía pasar.Chen, la camarera, le explicó queestaban haciendo obras en la zona depersonal, y que los operarios habíancerrado provisionalmente ese corredor.Habían puesto un letrero en la sala depersonal que indicaba que la puerta deacceso a la cocina Tres estaría cerradaunos días, y que los empleados tendrían

que entrar y salir por la puerta principal,cruzando el comedor.

Sinha levantó un largo dedo huesudopara hacer una observación.

—Pero, para el restaurante, eso deque el personal estuviera yendo yviniendo por allí en medio debía de sermuy molesto.

—No necesariamente. Llegaban a lacocina antes de la hora del almuerzo,para preparar la comida. Los clientesraramente aparecían antes de mediodía,y el noventa por ciento se marchaba aeso de las dos y media. El personal decocina despejaba las mesas y se tomabasu descanso de un cuarto de hora, entre

las tres y las cuatro.—¿Y la salida de incendios? —

preguntó Madame Xu.—Sí, la salida de incendios. Sería la

ruta perfecta para un asesino en fuga. Vadirecta de la cocina a un pasadizo deuna planta inferior que conduce al jardíntrasero. El asesino pudo haber salido dela cocina y llegado al jardín en menosde un minuto. Salvo por una cosa: queno lo hizo.

Joyce preguntó:—¿También estaba cerrada esa

puerta?—No. La salida de incendios no

estaba cerrada, pero sí conectada a una

alarma, como todas las salidas deincendios de ese hotel. No se puedeentrar o salir por ellas sin disparar laalarma. Los de seguridad confirmaronque la puerta no había sido forzada, y laalarma no se había disparado. Porconsiguiente, el asesino no utilizó esasalida.

Joyce habló farfullando, con la bocaocupada por un bocado de pastel decebolla delicioso:

—O sea que mató al tipo y luegosalió por la cafetería. Oh, lo siento,señor Sinha, no quería salpicarle.

Madame Xu dejó su vaso sobre lamesa con un efectista golpe sordo,

manchando el mantel de té bo lei.—Salvo —dijo teatralmente— que

no haya salido.El policía sonrió.—En efecto. Una clara e inquietante

posibilidad que se les ocurrió a losguardias cuando estaban en la cocina. Alfin y al cabo, todo había ocurrido hacíapocos minutos. Pero pensemos en losguardias de seguridad. Sik estuvomontando guardia en la puerta duranteesa primera hora, y Shiva y el primerode mis hombres en llegar registraron lacocina a conciencia. No hay muchossitios donde esconderse en una cocinatan pequeña, y todos se examinaron a

fondo. Allí no había nadie.—¿El conducto del aire

acondicionado? —propuso Sinha.—También se comprobó —dijo Tan

—. Demasiado resbaladizo de grasapara salir por él. Y aun en caso deconseguirlo, habría dejado un rastrovisible.

—Entonces tuvo que salir por lapuerta del comedor —dijo Joyce—.Debió de ser un camarero. ¿No dijo elmoribundo que era un camarero?

—¿Cuáles fueron exactamente lasúltimas palabras de la víctima? —preguntó Madame Xu—. Y hamencionado que hizo un gesto con la

mano. ¿Qué clase de gesto?—Al parecer dijo: «Ese estúpido

camarero», e intentó señalar la zona delos fregaderos, pero para entonces nohabía nadie en esa parte de la cocina. Yallí tampoco hay ninguna puerta oventana.

—¿Interrogó a los camareros? —preguntó Madame Xu.

El superintendente se acabó susverduras color naranja antes deresponder.

—Por supuesto. A todos. Perorecuerden que varias personas vieron alchef después de que se marchasen loscamareros. Las últimas personas que lo

vieron con vida fueron una camarera, uncocinero, y el segundo chef. Ninguno deéstos es técnicamente «camarero». Sinembargo, cuando uno agoniza puedeestar un poco confuso y tal vez noacierta con las palabras; estarán deacuerdo, ¿no? Quizá se refería a lacamarera o a otro miembro del personal.

—¿Fecha de nacimiento? De lavíctima, quiero decir —preguntó Wong.

—Veamos... —Tan rebuscó en suspapeles—. Veinte de septiembre de milnovecientos cincuenta y siete. Nacidoen... ah, Sacramento. —Se llevó a laboca un poco de arroz con los palillos ysiguió hablando por un costado—. Usted

ya sabe cómo actúa la policía. Seinvestigó todo a conciencia. Todos losinterrogados coincidieron en decir quePeter Leuttenberg estaba perfectamentebien la última vez que lo vieron. Porsupuesto, el principal sospechoso es laúltima persona que salió de la cocina.Se trata de un joven llamado Wu Kang,ayudante de chef, fecha de nacimientonueve de abril de mil novecientossetenta y seis, Singapur. La señoritaChen (la testigo que he mencionado alinicio de mi relato) dijo haber vistoentrar a un joven ayudante de cocinamientras ella estaba recogiendo laúltima mesa, ¿lo recuerdan? Pues ése

era Wu. Él dice que sólo estuvo allíunos segundos. Su coartada parecefirme, y nos ayuda a fijarcronológicamente los hechos.

»Recordarán también que, según sudeclaración, Chen fue un momento a lacocina minutos después de haber vistoentrar a Wu, y que vio a Leuttenberg convida y que Wu ya no estaba. La historiade Wu concuerda con la del resto delpersonal. Dice que salió de la cocina,volvió al poco para recoger su sombreroy se marchó enseguida. Se despidió deLeuttenberg, que estaba preparándose untiramisú. Recuerda haber visto a laseñorita Chen limpiar la mesa cuarenta y

tres. En este sentido, todo cuadra.Sinah preguntó:—¿Un tiramisú? ¿A las tres de la

tarde?—El señor Leuttenberg solía comer

tiramisú cada tarde a esa hora. Nadie lediscute a un jefe de cocina sus pequeñoscaprichos; y también hay otra cosa rara.

—Sí —dijo Wong—. El armahomicida.

—¿Cómo lo ha sabido?—Porque no la ha mencionado

todavía, por eso.—Pues acierta usted, Wong, el arma

homicida es un factor decisivo.—¿Qué fue? —preguntó Joyce—.

¿Una sartén, quizá? ¿Una pierna decordero, como en el cuento?

—No, señorita —dijo elsuperintendente, y rió—. Yo también heleído a Roald Dahl. Nadie utilizó unapierna de cordero como arma homicida,y tampoco los policías se la comierondespués. No pueden comer estando deservicio, ni beber. Esto es Singapur,aquí las normas se cumplen. El armahomicida era un problema. No pudimosencontrarla. Tuvo que ser algo grande ypesado, como una sartén; eso se deducíadel estado de la cabeza del muerto. Pero¿dónde estaba? Registramos la cocina afondo. Miramos todos los objetos

movibles tratando de encontrar pelos otejido o sangre fresca. Fue difícil,porque los utensilios de cocina siempreestán llenos de huellas dactilares y casisiempre tienen fragmentosmicroscópicos de sangre. En fin, untrabajo arduo que supuso para nuestrosmejores hombres muchas horas. Noencontramos nada. Ni una salchicha.

—¿Buscaban una salchicha? —preguntó Wong—. ¿Cree que pudo seruna salchicha?

—Una salchicha no —sonrió Joyce—. Es sólo una expresión inglesa.Significa, bueno, cuando un sitio estácompletamente vacío y allí no hay nada

de nada, se dice: «Ni una salchicha.»—¿Y por qué?Silencio. Joyce era siempre la

primera en hacer apología de la lenguainglesa, pero en este caso no supo quédecir.

Tampoco el superintendente supoqué decir. Removió distraídamente suplato con los palillos.

—La verdad, nunca lo he pensado.Pero es muy raro. —Parecía ligeramentecontrariado. Continuó—: En fin, alguiendebió de sacar el arma homicida de lacocina, o bien la limpiaron antes dedejarla en su sitio habitual.

—¿Registraron el hotel? —preguntó

Wong.—Hicimos todo lo que se nos

ocurrió hacer. Wu, el joven ayudante,había sido visto por varios testigoscamino de la cocina principal. Nollevaba nada, aunque bien podría haberocultado algún objeto entre su ropa.Pero no lo bastante grande para causaresas lesiones en la cabeza a Leuttenberg,¿entiende? Chen estuvo en la cafeteríadurante todo el almuerzo, hasta elmomento en que la interrogamos. En lacafetería no encontramos nadaapropiado como arma homicida. Pascalvon Berger, el segundo chef queencontró el cadáver, llegó a la cafetería

con las manos vacías, y tampoco teníanada cuando fue interrogado.

Joyce apoyó los codos en la mesa.—¿No pudo ser algo pequeño pero

pesado, como un tubo de plomo, fácil deocultar? Ya sabe, como aquello de «ElCoronel Mustard, en el estudio, con untubo de plomo». ¿Conoce el juego delCluedo?

—Sí —dijo el superintendente—.Pero nunca me gustó. Mi padre eracoronel. La idea de que alguien con esagraduación pueda ser un asesino siempreme ha disgustado.

Joyce se animó al oír aquello.—¡Ya lo tengo! ¡Wu o Von Berger

pudieron haber escondido el tubo en susgorros de chef!

—Bonita idea, señorita, si es que sepuede llamar bonito a algo que provengade un asesino. Pero, repito, no pudo serun pequeño tubo de plomo. Leuttenbergfue golpeado con un objeto lo bastantepesado como para aplastarle parte delcráneo, y al caer chocó contra el suelocon tanta fuerza que el otro lado delcráneo quedó aplastado también. Casicomo si hubieran dejado caer unmicroondas sobre su cabeza desde ciertaaltura. Lo entiende, ¿no?

—De acuerdo. Bueno, pues asídebió de ser —cedió la joven.

—No. Hemos comprobado todos losmicroondas y objetos semejantes quehabía en la cocina. Tendrían algunaabolladura si alguien los hubiera dejadocaer. Había dos hornos portátiles, yestaban intactos. No los habían movidodesde hacía tiempo.

Madame Xu, que estaba barajandounas cartas de adivina, preguntó:

—¿Creyó usted lo que dijo Wu?¿Dice que dejó al cocinero jefe convida?

—No veo que Wu tuviera ningúnmotivo para asesinar a su jefe, y másteniendo en cuenta que fue la últimapersona que lo vio en la cocina antes de

que hallaran el cuerpo. Habría sido unaestupidez, aunque ya sé que eso no haimpedido que otros asesinos cometierancrímenes semejantes.

Madame Xu miró su taza.—Mis cálculos, mis cartas y mis

hojas de té, y también mi mente, medicen una misma cosa: el señor Pascal.Si usted cree que Wu dice la verdad,entonces me parece que Pascal lo tienetodo en su contra.

—Pascal von Berger, el segundochef, sí. El hombre que encontró elcadáver. El ligón. «Buenas tardes,preciosidad.» Es lo que nos pareciócuando lo estuvimos hablando en

comisaría. Von Berger debió de golpeara Leuttenberg y luego fingir que lo habíaencontrado muerto.

—Sabrán ya con seguridad la horade la muerte, ¿no? —dijo Sinha—. ¿Losforenses no le han dado una pista en estesentido?

El superintendente torció el gesto alcomprobar que su té se había enfriado ehizo señas al camarero para que trajerauna tetera nueva.

—Así es, en efecto. La patologíaforense es una ciencia impresionante,pero no puede fijar la hora de la muerteal minuto. Hay muchos factores quecomplican la cosa, como el estado del

cuerpo y la temperatura de la habitación.Ya sabe, en una cocina hace muchocalor. No suele haber aireacondicionado. La forense calcula quedebió de morir unos veinte o treintaminutos antes de que ella lo examinara.

—¿Lo cual significa...?—Ella lo vio unos trece minutos

después de que avisaran a la policía.Eso concuerda con las otras pruebas,porque significa que murió entre elmomento en que el resto del personalsalió de la cocina y el momento en queSoo Chen lo vio muerto. Esto nosconsta. Así pues, el dictamen forense noañadió gran cosa a lo que ya sabíamos.

Wong estaba examinando los planos.—Disculpe, superintendente.

Encuentro que el diseño de la cocina esrelevante para el caso que nos ocupa.

—No me extraña —dijo Tan—. Alfin y al cabo, para algo es usted maestrode feng shui.

El geomántico señaló un plano de lacocina.

—Esto es muy interesante. La cocinase encuentra al este del centro deledificio. Que es justo donde deberíaestar. En términos de feng shui, estáextraordinariamente bien diseñada. Escasi perfecta. Las cocinas suelen serproblemáticas desde el punto de vista

feng shui, pues están llenas de elementosimportantes: grifos de agua, cañerías,ventanas, objetos metálicos, cuchillos.Y, por supuesto, los fogones. Todascosas importantes. El este es lo mejor,en mi opinión, porque controla el agua.Bien, aquí tenemos la puerta de lacocina, en el lado sur. Las neveras y loscongeladores están alejados, en elnoroeste del recinto, aquí. Los hornos enel lado opuesto, el nordeste. El cadáverfue hallado aquí, cerca de las neveras.

—Tiene el plano del revés —observó Joyce—. El norte va arriba.

—¡No! Es el sur lo que va arriba —replicó Wong—. Siempre. Veo que en la

escuela ya no les enseñan nada.Tan dijo:—Sí, el cadáver estaba donde usted

dice, en el suelo. Cuando Von Bergerentró, no pudo ver el cuerpo porqueestaba tendido en el suelo, y todas estascosas (encimeras, bancos y demás) leestorbaban la vista.

Wong marcó puntos, con el surarriba, en el plano.

—El chi de agua no combina biencon el chi del nordeste, que es la energíade la tierra. Esta combinación originainestabilidad. Así, no es extraño que elhombre muriera ahí.

Madame Xu mostró su impaciencia

chasqueando la lengua.—Está bien que el asesino escogiera

el mejor sitio de la cocina para cometerel crimen, pero ¿nos dice eso quién es elasesino, C. F.?

—No. En absoluto.Sinah rió.—Lo que se deduce es que el

asesino es usted, C. F., porque era elúnico que conocía el sitio exacto dondecometer el crimen. ¡Ja, ja!

—No fui yo —dijo Wong—. A esahora estaba en mi oficina.

—Sí, eso dicen todos —repuso Tan.—Busquemos vías más provechosas

de investigación —dijo Sinha. El indio

juntó la yema de los dedos y apoyó enellas la barbilla—. Dígame,superintendente, ¿cuándo sucedió todoesto? ¿Anteayer?

—Correcto.—Hace dos días. Dispone de un

estrecho círculo de sospechosos. Seguroque con los debidos interrogatorios(incluso utilizando sus suaves métodosrespetuosos de la ley, lo que implica nogolpear con lathis, como se hace en laIndia), ¿no cree que tarde o tempranoalguno de ellos confesará?

El policía pareció decepcionado.—Eso pensábamos. Pero hemos

hablado con las tres personas que vieron

a la víctima por última vez y no sacamosnada en limpio. Hablamos con Wu, VonBerger y Chen hasta reventar. Todos seciñen a sus coartadas e insisten en queson inocentes. No hemos encontrado elmenor indicio, la menor pista que seguir.Los camareros que se marcharon antestambién tienen coartadas perfectas.Estamos atascados. Necesito que meayuden a avanzar. ¿Pueden hacerlo o no?

Aquello era un ruego. Requería losmás profundos pensamientos místicos.Durante un par de minutos nadie dijonada. Madame Xu examinó sus cartas ygarabateó unos cálculos, mientras Sinahhojeaba un almanaque de cartas

astrológicas del año. Wong continuó consus diagramas lo shu, situando a losimplicados en el misterio.

Fue Madame Xu quien rompió elsilencio.

—Es un problema complicado.—En efecto —dijo Sinah—.

Tenemos un cadáver en una cocina, perono hay arma homicida ni asesino, nilugar donde esconderse o por dondesalir. La cosa no acaba de encajar.

El superintendente suspiró.—Es un caso curioso. Pensábamos

que ustedes, con sus... insólitos métodosde investigación, podrían revelarnoshechos que el procedimiento policial no

es capaz de descubrir.—Vamos a ver —dijo el astrólogo

indio—. Yo tengo una pregunta quehacerle. ¿Cómo supo Von Berger queera un asesinato? Él gritó la palabra«asesinato», pero en ese momento loúnico que veía era un cuerpo en el suelo.Podía haber sido un accidente.Leuttenberg podía haberse caído o algoasí.

El superintendente cogió su bol dearroz y empezó a comer con brío.

—¿Qué opinan los demás? —farfulló con la boca llena.

—Parece un pequeño y raro detalleno resuelto —opinó Madame Xu—.

Cuéntenos esa parte otra vez.—Cómo no —dijo Tan—. Chen, la

camarera, insiste en que oyó a VonBerger (¿quién podía ser, si no?) en lacocina, gritando «asesinato». Pero VonBerger afirma que él sólo boqueóhorrorizado y no recuerda haberpronunciado esa palabra.

Sinah dijo:—Lo tengo. Quizá fue Leuttenberg,

quizá fue lo último que dijo el chef antesde que Von Berger le aplastara lacabeza con el microondas o lo quefuese, y luego lo limpió de sangre ytejido antes de correr a llamar a Chenpara que avisara a seguridad....

—Podría ser —dijo Tan—. Pero¿importa mucho quién dijera«asesinato»? Yo creo que no nos daninguna nueva pista.

Otra vez silencio.Wong arrugó el entrecejo.—¿Quién celebraba una fiesta esa

noche en el restaurante?La pregunta fue inesperada. El

superintendente parpadeó y se apresuróa consultar sus notas.

—No se me ocurrió preguntar. Dejeque mire. A ver, ha de estar por aquí.Tengo la programación de banquetes.Espere un momento. Sí, aquí está: EagleFlight Life. Es una compañía de seguros,

creo. ¿Qué importancia puede tener?—Bien —dijo Wong—. El espíritu

americano fue arrebatado por un águila.Eso parece que encaja.

—¿Qué le ha entrado, Wong? Se nosestá poniendo metafísico, ¿eh? —dijo elsuperintendente.

—No, no —repuso el geomántico—.Sólo quería señalar el simbolismo.¿Cuándo fue la última vez que asistió aun banquete de empresa en Singapur queno tuviera un centro de mesa?

Esto interesó a Sinah.—¿Quiere decir un arreglo floral,

algo así? ¿Una estatua, quizá?—O una escultura de hielo.

—Claro.—Siempre hay una escultura de

hielo. Casi siempre —se corrigió elgeomántico—. Grande, pesada, dura.Perfecta para que un hombre fuerte lautilice para aplastar la cabeza de otro.¿Y después? La mete en el hornocaliente. Y cuando alguien va a mirar, yase ha derretido y el agua evaporado.

El superintendente tomaba notas.—Me gusta la idea, Wong. Una

escultura de hielo.—Eso tendría sentido —dijo

Madame Xu—. Entonces, ¿cree que fueVon Berger? ¿Que lo golpeó con unaescultura de hielo que luego metió en el

horno y al final gritó asesinato?—Las esculturas de hielo suelen

hacerlas los ayudantes jóvenes de lacocina. Si yo fuera el superintendente,preguntaría al personal sobre lostrabajos que ha tenido el señor Wu.Puede que alguno de ellos hicieraesculturas de hielo. O buscar si las hayen los congeladores de la cocina.

—Pero si lo hizo Wu, no habríatenido mucho tiempo. Chen vio aLeuttenberg con vida, y a solas, en lacocina, y Von Berger llegó unos minutosdespués —dijo el superintendente.

—Sí, pero ¿la camarera vio al jefede cocina allí? —preguntó Wong y

levantó el plano de la cocina—. Diceque le vio sacar algo del congelador.Eso está en el nordeste, al fondo de lacocina. Lejos de la puerta principal. Laspuertas de los congeladores abren haciala izquierda, excepto algunos fabricadosen Japón. Las neveras de los hoteles sonmuy grandes. Si él estaba sacando algode la nevera, la puerta estaría abierta.Ella no podía verle desde la entrada,situada al sur de la cocina.

—Bueno, quizá vio el gorro alto porencima de la puerta de la nevera —dijoJoyce.

—Quizá vio el gorro, sí. Pero ¿quiénlo llevaba puesto? Tal vez no era el jefe

de cocina el que estaba sacando algo delcongelador. Quizá era Wu Kang, queestaba ordenando las cosas para quenadie reparara en que faltaba laescultura de hielo.

—Podría ser, sí. —Elsuperintendente se irguió en la silla—.Pero ¿cómo pudo salir de la cocinaantes de que llegara Von Berger? Sólotranscurrieron dos minutos.

Wong volvió a examinar el plano.—Creo que la víctima no dijo nada

sobre un camarero estúpido. Lo que enrealidad dijo fue «camarero tonto». Esun término técnico que se emplea endiseño. Concretamente en diseño de

cocinas. Se refiere al ascensor deplatos.

—Ascensor de platos. —MadameXu pareció reflexionar sobre tan extrañoconcepto.

—En esa cocina no hay ascensor deplatos —dijo Tan.

—No, ahora no, pero creo que lohubo. Detrás de los armarios encima dela zona de lavado. Es muy posible quesiga allí. Sin usar. Por ahí escapó.

—¿Cómo diantres ha podidosaberlo? —preguntó Sinah.

Madame Xu estaba tambiénperpleja.

—Si ha sido gracias a su feng shui,

me retiro de adivina y me apunto aclases de feng shui con usted.

—Bien, no se trata de adivinar —dijo Wong, cruzando los brazos—. Yohice el estudio de ese hotel cuando loreformaron hará cosa de cinco años. Poreso la cocina está perfectamenteordenada. ¿No se lo había dicho antes?

—Vaya, vaya. Información privada—dijo la adivina.

—Conocimiento a priori. No esjusto —dijo el astrólogo—. Eso no eshacer uso de las artes místicas.

Wong se quedó un tanto azorado.—El sabio Hsun Tzu dijo:

«Deberíamos pensar en el Cielo, pero

sin rechazar lo que el hombre puedehacer por sí solo.»

—Yo sigo pensando que fue VonBerger —dijo Madame Xu—. El jovenWu no tenía móvil, pero Von Bergertrataba a menudo con el jefe de cocina yposiblemente iba a heredar su puesto.

Esto parecía contradecir la tesis delgeomántico, y todos los ojos se posaronen él.

—Siempre queda un pequeñomisterio —dijo Wong—. Ayudamos alseñor Tan y le damos ideas. Pero nohacemos su trabajo.

Madame Xu se inclinó y dijo:—Pero Wong, ¿por qué Von Berger

gritó «asesinato» antes de saber que setrataba de eso? No había ningún arma ala vista; ¿cómo lo supo? Yo creo queeso lo convierte en sospechoso. Estabadando falsos indicios.

—No tengo la respuesta —dijoWong.

—¿Y no pudo ser la víctima quiengritara asesinato? —sugirió Sinah.

—No, creo que no. Cuidado —repuso Wong. Se puso en pie de repente,agarró la sopera y la esgrimió como sise dispusiera a golpear a su ayudante.

—¡Eh, no! —chilló Joyce,levantando los brazos para protegerse—. Pero ¿qué hace?

Wong se detuvo bruscamente y dejóla sopera en la mesa. Luego se sentó.Joyce seguía cubriéndose la cabeza conlos brazos, mirándolo boquiabierta porel susto.

—Lo siento. Era una pequeñademostración —dijo el geomántico—.¿Lo ven? Cuando alguien se ve atacado,exclama «eh» o «no» o «socorro», osencillamente grita. Nadie grita«asesinato» cuando va a ser agredido,ya que todavía no lo han asesinado.

Joyce bajó los brazos.—Pues creo que tengo la respuesta a

eso. Una vez mi hermana salió con unfrancés.

—Soy todo oídos —dijo Sinah.—Ese tipo, Pascal, es suizo, ¿no? La

gente dice suizo y uno piensa quehablará en alemán, ¿verdad? Pero él erade Lausana. Eso está en el oeste delpaís, en el cantón francés.

—¿Y...? —dijo Madame Xu.—Pascal von Berger no gritó

«asesinato». Al ver el cuerpo, la sangrey tal, dijo: Merde. Es una palabrota enfrancés. Los franceses lo dicenconstantemente, si algo les causa cólerao sorpresa o lo que sea. Significa«mierda», ya me perdonarán. Para uninglés que no sepa francés, merde suenacomo murder; asesinato. O sea que el

tipo entró y dijo: «Oh, mierda», bueno,pero en francés.

El superintendente batió palmas.—Bravo, señorita, buen trabajo. —

Y miró a los demás—. Sabía que podíacontar con ustedes para desentrañar unpoco este misterio. Después de oírlos,tengo la cabeza tan llena de ideas que novoy a esperar la ternera de Sichuan: memarcho inmediatamente a comisaría. Oh,un momento.

El camarero apareció con un platode oscuros trozos de carne ribeteados depiel de kumquat y lo dejó en el centro dela mesa.

—Creo que la probaré —dijo el

superintendente, hundiendo ya suspalillos en el humeante plato.

Al bajar la vista, Joyce reparó enque ella también había vaciado su bol ytenía ganas de repetir.

4La parte del león

En el siglo IV a. C. hubo un hombrellamado Chuang Tzu. Un día se fue adormir y tuvo un sueño. Y en ese sueñoél era una mariposa. Podía volar.Revoloteaba sobre los arbustos y lahierba y las flores. Era parte del vientoy el viento era parte de él. Olvidabaque había sido un hombre. Sólopensaba en su vida como mariposa.

Entonces despertó. Descubrió queera un hombre. Soy un hombre, dijo, ysólo he sido mariposa en mi sueño.

Pero una voz interior le dijo que no.Eres una mariposa que está soñandoque es un hombre.

La noche siguiente, el hombreChuang Tzu se acostó. Sintió quevolvía a la vida como la mariposaChuang Tzu. Pero ¿estaba empezando asoñar o empezando a despertarse?

Y así ocurre contigo, Brizna deHierba. Tú crees que eres tangible; quelo intangible es una pequeña parte detu vida. Pero de vez en cuandocomprendes la verdad. Eres intangibley lo tangible es sólo una pequeña partede tu vida.

Destellos de sabiduría oriental, de

C. F. Wong, parte 110

* * *

Winnie Lim le pasó a C. F. Wong elauricular del teléfono.

—Para usted —dijo, y se sopló lasuñas, sin duda preocupada porque elacto de coger el teléfono pudiese afearla perfecta capa de emulsión de dostonos que acababa de aplicarse.

Joyce McQuinnie rió.—No pongas esa cara de sorpresa.

Tiene todo el derecho a recibir alguna

que otra llamada en su propia oficina.El geomántico tardó unos segundos

en salir de sus pensamientos. Luego dejóla pluma, sopló sobre la tinta de sudiario para secarla y cerró el libro.Exhaló lentamente, como si estuvieraexpulsando un largo fantasma de lo másprofundo de su escuálido tórax. Luegocogió el teléfono.

—Wai? ¿Diga?—Buenos días, C. F. Vaya, parece

que ahora tiene secretaria. Toda unanovedad. ¿Cómo puede darse esoslujos? Hoy en día, una secretaria cuestamás de tres mil dólares, ¿correcto? —dijo Dilip Sinha.

—Era Winnie Lim. Lleva muchosaños trabajando conmigo.

—Oh, así que la señorita Lim sigueahí. No me había dado cuenta. Entonces,¿cómo es que casi siempre atiende ustedlas llamadas?

—Ella recibe más llamadas que yo.Tiene muchas amistades. Le gusta estarde palique todo el día. Mi ayudante esigual. De modo que su teléfono siempreestá comunicando. Cuando estácomunicando, la llamada pasa a mí. Poreso suelo ser yo quien contesta.

—En realidad se equivoca al decirque Winnie Lim es su secretaria —repuso el astrólogo—. De hecho, su

secretario es usted.Wong meditó la respuesta.—Sí, es posible. Anoto muchos

mensajes para ella.Sinha soltó un suspiro.—Vaya, veo que un día de éstos

tendré que darle unas lecciones sobrecómo manejar una oficina. Peropensemos en cosas más alegres. Comotrabajo. O, mejor dicho, un trabajo muybien pagado. Mi querido C. F., ¿qué leparecería un encargo poco habitual ybien remunerado? Usted ya ha probadoparques, jardines y campos de golf,¿verdad?

—Verdad.

—Bien, pues creo que esto aún no loha probado: se trata de una selva.

Wong se quedó desconcertado.—¿Mmm? ¿Me oye, C. F.? ¿Sigue

ahí?—Sí, sí, le oigo. Así que una selva...—Sí, nunca ha hecho una selva,

¿verdad?—Tiene razón, pero una selva es un

lugar salvaje, no un sitio para personas.Yo practico feng shui yang, que es sólopara lugares donde viven personas.

Notó que Joyce lo miraba, contentade enterarse de lo que prometía ser unaplacentera excursión. La joven leconcedió el beneficio de sus

pensamientos con un susurro teatral:—¿Una selva? No se lo piense dos

veces. —Y levantó ambos pulgares.Mientras, en su oído Wong oyó la

extraña risa entrecortada de Sinha.—Ah-ah-ah-ah-ah. Espere a que le

cuente los detalles. Creo que va a serdivertido. Se trata de una especie deparque; creo que lo llaman parquetemático, ya sabe, lo que hace muchosaños se llamaba «safari park». Una partees selva natural y la otra artificial. Hanimportado varios leones que han costadouna fortuna. Lo inauguraron hace tresmeses en Sarawak, cerca de donde vivemi tía. Alguien le habló del parque y

ella me llamó. Pero creo que lo que esesitio necesita es que usted les eche unamano.

—¿Va mal el negocio?—El negocio no va, sin más. Un león

devoró a los propietarios.—Ah. Comprendo. Mala cosa, por

cierto.—En efecto, mala cosa. Sobre todo

para los propietarios. ¿Acepta?—No sé si podré...—Sí que puede —dijo Joyce—. Yo

lo acompaño —añadió, como si suofrecimiento fuera un valor añadido.

—Déjeme que lo piense —dijoWong.

—Se lo plantearé de otra manera —repuso el viejo astrólogo—. Es untrabajo urgente, de modo que incluyetodos los gastos más la tarifa normal pordesplazamiento al extranjero, más uncincuenta por ciento.

Dos días después, tras unintercambio de faxes para asuntos decontrato y una transferencia bancaria,Wong, McQuinnie y Sinha iban en unProton Saga de alquiler camino deTambi's Trek, una atracción turísticasituada a las afueras de Miri. Esta«ciudad petrolera» era una escalaobligada en la ruta hacia las zonas másremotas del este de Malasia, según

explicó el astrólogo. Si querías ir haciael interior, remontabas en barco el ríoBaram. Si querías ir a Lawas o Limbas,necesitabas buen tiempo, un pilotoamable y un Twin Otter.

Al principio, Joyce se hizo grandesilusiones porque el coche alquiladotenía equipo de música de alta fidelidad,pero las horrorizadas quejas de suscompañeros de viaje sobre la músicaelegida la condenaron al exilio en elasiento trasero con su discman.

—Y luego, por supuesto, está el nova más de la aventura, un viaje a Mulu—dijo Sinha—. Pero eso es sólo paralos Indiana Jones del grupo. Ah-ah-ah-

ah.—¿Y qué pasa con Mulu? ¿Hay

buenas tiendas de discos? Las que yo hevisto en Singapur no son cool.

—¿Cool? —preguntó Sinah.—No haga preguntas —le aconsejó

Wong.—Hasta donde sé, no hay tiendas de

discos de ninguna clase en Mulu.Joyce se quedó muda.Haciendo caso omiso de su gesto

horrorizado, Sinah continuó:—En Mulu hay una gruta muy

famosa, pero de difícil acceso. Espreciso hacer un largo viaje por río, ycuando éste se vuelve muy estrecho,

proseguir en lancha. O en avioneta, perosólo si los murciélagos no salen de lagruta. Ellos tienen preferencia, sabe.

—Ah. ¿Y qué tiene de interesanteesa gruta?

—No es sólo una gruta, sino másbien todo un mundo subterráneo. La salamás grande se conoce como la Cámarade Sarawak. Es muy grande. Dentrocabrían cuarenta aviones. El pasadizomás largo, Clearwater Cave, midecincuenta y ocho kilómetros. Para que loentienda, Orchard Road mide apenasdos kilómetros y medio, aunque eso lessorprendería a quienes la recorren a piede punta a punta, como hago yo,

conociendo la importancia de...—¿Cuarenta aviones? —Joyce

estaba pasmada—. ¿Lo han probado?—No lo sé. Imagino que sí —dijo el

astrólogo.—Guay. ¿Y vamos a ir a esa cueva?—No. Tambi's Trek es una pequeña

atracción para viajeros camino de esasmaravillas naturales, o para los que vancon niños y no desean llegar hasta laselva virgen. Es perfecto para viajerosperezosos que desean contar que hanestado en una jungla de verdad y hanvisto verdaderos animales salvajes,pero quieren volver la misma nochepara tomar una hamburguesa y una Coca-

Cola en el hotel. Ya sabe a qué gente merefiero. En este sentido, creo que es unaexcelente idea y que podría ser un éxito.Siempre y cuando eviten que los leonesse coman al personal.

Esta vez era Wong quien iba alvolante. Su manera un tanto errática deconducir, aprendida cuando de jovenllevaba camiones en Guangdong, dabamiedo en Singapur pero parecíaadaptarse bien a las caóticas carreterasdel este de Malasia. Conducíanormalmente por el medio de la calzada.Los grandes haches que de vez encuando los hacían brincar en susasientos no parecían preocuparle en

absoluto. Se lanzaba sin temor sobrerebaños de ovejas, sin ocasionar dañosa éstas ni al vehículo. Iba mirando elmapa desplegado encima del volante,pues no quería extraviarse.

El sol daba de lleno en lasventanillas, y los lugareños los mirabanpasmados, lo mismo que los bueyes demansos ojos. El aire acondicionado delcoche, encendido a plena potencia, nopodía competir con el tremendo calor.

Después de una hora de viaje sinincidentes, los pasajeros empezaron arelajarse. Como no era dado aconversar, Wong prefería tener algo enque ocuparse, y declinó todos los

ofrecimientos de ser relevado alvolante.

Sinha era lo contrario. Repantigadocuan largo era en el asiento del pasajero(que parecía empequeñecerse bajo supeso), hablaba sin cesar sobre personasque había conocido, y parecía capaz deseguir así indefinidamente pese alescaso interés de sus oyentes.

Contó diversas historias. En unaocasión había ido en busca de unlevitador que al parecer vivía en laregión montañosa cerca de Simia, en elnorte de la India. Antes de partir habíahecho varias pesquisas, para asegurarsede que el hombre en cuestión desafiaba

genuinamente la fuerza de la gravedad, yno era uno de esos yoguis que botansobre un colchón con las piernascruzadas mientras sus discípulosfotografían debidamente la escena.

—Se me aseguró repetidas vecesque no era un impostor, que se trataba deun verdadero hombre flotante, de modoque me puse en camino e hice el viaje dedieciséis horas en autobús hasta el lugardonde vivía —dijo—. A partir de allífui preguntando a los lugareños y al finaldi con alguien que lo conocíapersonalmente. Se negó a conducirmemontaña arriba hasta que le di una gransuma de dinero. Yo, de todos modos, le

habría pagado cuando llegáramos, yaque me gusta mostrarme generoso conlos pobres del país de mis antepasados.En fin, el hombre quería el dinero poradelantado, de modo que se lo di. Semarchó corriendo a meterlo en el banco,lo que en su caso significaba, sospecho,esconderlo en un agujero debajo de sucama; los pobres son muy previsibles,siento decirlo, y la previsibilidad es unode los grandes defectos de la razahumana. De hecho, me atrevería a decirque uno de los motivos de que lospobres sean pobres y no dejen de serloes que se conducen de un modoabsolutamente previsible. Sólo el

hombre que se libera del senderotrillado tiene la posibilidad de mejorarsus circunstancias. De lo contrario, unoes como un buey arrastrando un aradosiempre por el mismo surco, año sí, añono. Uno pensaría que los pobres delnorte de la India se darían cuenta deesto, porque justo delante de sus naricestienen el ejemplo de bueyes atrapadostodo el año en idénticos surcos, pero...

—¿Y el hombre que levitaba? —intervino Joyce—. ¿No podría volver aél?

—Oh, sí, perdón. Estaba divagando,yéndome por las ramas. Tendrán queperdonarme, pero siempre he sentido

inclinación a irme por la tangente. Y noserá que se me dé mal divagar. A un tíomío que era político en Uttar Pradesh lepidieron una vez que pronunciara undiscurso de diez minutos en acción degracias antes de una comida. Entredivagaciones y demás, la alocución durócasi una hora y la comida se echó aperder. Los primeros platos estaban yafríos, y los que estaban por llegar sehabían quemado. Sí, sí, el levitador.

Sinah cambió de posición sus largaspiernas y pasó un brazo sobre elrespaldo del asiento antes de continuar.

—Entré en la profunda cuevailuminada por velas donde se suponía

que vivía aquel hombre (mi guía se negóa acompañarme, pues por lo visto nadiepodía acercarse al levitador a menosque fuera un acólito que hubiera seguidosus enseñanzas durante años). Bien, melo encontré sentado a una mesa y mepareció un hombre absolutamentenormal. Era una mesa alta, al estilooccidental, y él estaba allí sentado comosi se dispusiera a comer el asado devacuno de los domingos. Nada de eso,por supuesto, porque en la India no secome vacuno, a menos que uno quieraverse en un gran lío como me ocurrió amí una vez, y es una historia que merecela pena contar. Sucedió cuando yo tenía

unos veinte años y acababa de terminarmis estudios superiores. Pero ya locontaré más tarde, ¿de acuerdo? Ellevitador, sí. Estaba, como digo, sentadoa una mesa, encima de la cual habíavelas y un altar improvisado con variosdioses. Rezando sus oraciones, sin duda.Tuvimos que probar varios dialectoshasta dar con uno que ambosentendiéramos, y poco despuésestábamos charlando como amigos detoda la vida. Yo me quedé de pie,haciendo reverencias, mientras élpermanecía sentado con las manosjuntas. Hablamos de toda clase de cosas,misticismo, líderes religiosos, alimentos

preferidos.»Al final me cansé de tanta cháchara

y le pregunté abiertamente acerca de lalevitación, y él dijo que sí, que podíahacerlo. Pero cuando le pedí unademostración, cambió de tema. Yoinsistí. Él volvió a irse por las ramas yno logré convencerlo de que se alzasedel suelo aunque fuera unos milímetros.Se me quedó mirando, sonriente. Ycuando se lo pedí otra vez, de maneramás perentoria, me dio esta interesanterespuesta, que siempre recordaré: "Nose nos concede este don para quehagamos demostraciones, sino para fineselevados." A lo que yo repliqué:

"Mostrar su pericia a un viajero a fin deque éste pueda divulgar la noticia entremiles de personas es un fin elevado, ¿nocree?" Y él dijo: "Su idea de fin elevadono coincide con la mía. Un fin elevadopuede ser remontarse en el aire paraglorificar a los dioses, aunque no hayanadie mirando salvo los dioses mismos.Ése es el más elevado de los fines,porque la gloria es sólo para losdioses."

Sinha se mordió la uña del pulgar yse removió ligeramente en su asiento,haciéndolo crujir horriblemente. Trasuna breve pausa, continuó:

—Pensé que escurría el bulto,

aunque, por supuesto, no se lo dije. Creíentender que sólo levitaba cuando nadiepodía verlo, lo cual significaba quejamás habría una prueba de su don. Contodo, aquel hombre estaba imbuido deuna tangible santidad, así que me mostréeducado y le di las gracias. «Mi visitaha terminado», dije, hice una reverenciay di media vuelta para marcharme. Yaenfilaba la salida cuando pensé unacosa. Él había dicho que un fin elevadopuede ser glorificar a los dioses, y eralo que estaba haciendo en aquel precisomomento, venerando el altar que teníasobre la mesa. Y de repente pensé... Meencontraba a unos veinte o treinta

metros. Giré bruscamente y me agachéun poco para mirar debajo de la mesa.No había ningún taburete ni silla. Elhombre estaba sentado sobre el vacío,con las piernas cruzadas y el traseroflotando a casi tres palmos del suelo.¡Había estado levitando todo el rato!Desanduve mis pasos, pero el hombredijo: «Su visita ha terminado», y apagólas velas. La gruta quedó en completaoscuridad y no podía ver a un palmo demis narices. Me quedé quieto y le gritéque encendiera alguna luz. Sólo recibísilencio. Di media vuelta y me encaminéhacia la boca de la cueva. Nunca másvolví a ver a aquel levitador.

Sinah permaneció callado unosinstantes, con la mirada fija en algúnpunto lejano. Luego continuó:

—Regresar de allí fue otra aventura.Me dije que yo también podía levitar, ydecidí probarlo mientras me encontrabaen la montaña sagrada, cerca del influjode aquel santo. Las montañas, por algunarazón, siempre parecen sagradas.Incluso en la Biblia de los cristianos,Moisés y Jesús subieron a sendosmontes para ver a su dios. Tiene algoque ver con la idea de grandeza yquietud, algo que se aprecia mejor queen ningún sitio en el Himalaya,cordillera que visité por primera vez

cuando tenía nueve años...Al cabo de media hora, Joyce

decidió pasarse a la música. Cada vezque Sinah se volvía para dar énfasis aalguna cosa, ella asentía con gesto deentender. El astrólogo no pareció fijarseen los pequeños cables de auricular queiban de sus orejas a su bolso.

* * *

Las aldeas por las que pasaban eranagotadoramente iguales unas a otras, ylos tres se alegraron cuando llegaron ala verja del parque, donde fueronrecibidos por un hombre menudo de ojos

saltones y cara velluda que respondía alnombre de Icksan Dubeya.

—Suban primero a la casa —lesdijo—. Allí conocerán al dueño, SulimAbeya Tambi. Él les explicará lo quequiere.

—Por favor, ¿qué puesto ocupabanlas dos personas fallecidas? —preguntóWong.

—Estaban en el sendero de la selva.Lo verán más tarde.

—No; me parece que se refiere aqué puesto ocupaban en la empresa —intervino Joyce—. Acaba de decir quevayamos a ver al dueño, pero nuestrocontacto en Malasia dijo que los dueños

habían sido devorados.—Sí, eran copropietarios, junto con

el señor Tambi. Los que murieron eranel señor y la señora Legge. Eran todossocios, pero los Legge ya no están. Selos comieron los leones. Mala manerade morir. —El hombre sonrió,enseñando una boca de dientesmanchados.

—Entonces el señor Tambi es ahorael único dueño del complejo, ¿no es así?—preguntó Joyce, haciendo un poco dechica detective—. O sea, ¿para él esmejor así?, quiero decir, ¿sin que esténlos otros de por medio?

—Se puede decir que sí.

El tono de Duyeba le resultó difícilde interpretar. ¿Quería decir que eramejor, o que se podía creer que así erapero incurriendo en un error?

Más difícil todavía era interpretar laexpresión de su cara, debido a que susojos miraban en direcciones opuestas.Señaló toscamente hacia una bifurcacióny les dijo que tomaran el desvío de laizquierda y siguieran los carteles de«Prohibido el paso».

Wong quitó el pie del embrague condemasiada brusquedad y el cochearrancó con una sacudida.

Recorrieron lentamente cuesta arribaun largo camino serpenteante. A la

izquierda, un cercado alto separaba unespeso bosque, sin duda la zona deanimales. Pasaron por delante de variasedificaciones de mantenimiento —garajes, almacenes, algo que parecía unacaballeriza— antes de que la calzadallegara al camino de grava de una casagrande de escasa altura. Era de piedraamarilla, al viejo estilo colonial, perotenía un aspecto de cubo que delatabasus orígenes más recientes.

El geomántico paseóconcienzudamente la mirada por elexterior del edificio. Imitaba las villasde las plantaciones del antiguo Singapur.Estaba asentada sobre pilotes al estilo

malayo, pero tenía amplias galeríaseuropeas. Aleros decorados y pérgolas ala manera de Kallang hacían pensar enun arquitecto chino, pero de gustoseclécticos: las ventanas exhibíanpersianas portuguesas.

Las galerías inferiores estabanprovistas de mosquiteras de un tono rosabastante chillón, actualmente común enaquella parte de Malasia. Sinha rió:

—Está claro que algún científicoencontró el color que menos gustaría alos insectos, sin tener en cuenta que losseres humanos podían encontrarlo igualde repugnante.

En el porche los esperaba su

anfitrión. Sulim Abeya Tambi era unhombre orondo y sudoroso, con rizos decabello negrísimo que parecían pegadosa un rostro moteado de color marrónoscuro. Vestía prendas blancas de lino,demasiado finas para que lofavorecieran, y su tripa se sacudía enperezosa sincronización con sus andaresanadeantes. Era alto, más de dos metrosde estatura, y sus manos parecían palas.

—Pasen, pasen, me alegro de quehayan venido. Pasen y póngansecómodos —dijo efusivamente con untono fino y agudo, pero de acentoinesperadamente culto.

Los condujo a un vestíbulo

anticuado, con paneles de madera teñiday un barullo de ropa y zapatos sobre unamesa baja. Siguieron hasta una ampliasala, donde Tambi los invitó a tomarasiento en unas butacas de ratán bastanteincómodas. Luego se alejó para pedirlea un sirviente que sirviera coco fresco.

—¡Ay! Odio estas butacas —dijoJoyce, tratando de acomodarse—.Tienen unos pinchos que se te clavan enlos Levis.

Tras el ajetreo de la llegada, elsilencio volvió a la sala. Entonces, loscallados sonidos selváticos empezaron afiltrarse desde la galería: ruidossibilantes, chisporroteos. De vez en

cuando algún pájaro emitía su voz, queparecía casi humana. Joyce habíaapagado el discman por educación, peroseguía sonándole una canción en lacabeza. La silenció a fuerza de voluntady luego salió a la galería. Contempló elmar de verde que se extendía ante ella.En la distancia se oyó una especie decacareo. La escena tenía un airehipnótico.

Tres minutos más tarde, su obesoanfitrión volvió y se acomodóaugustamente en una silla de mimbre quetenía dos soportes, donde apoyó lostobillos.

—Cuánto me alegro de tenerlos aquí

—dijo—. Ha sido un verano horrible yqueremos empezar de cero; por esonecesito sus consejos. —Arrugó elentrecejo en una expresión de dolorprofundo. Continuó—: Hace tressemanas estábamos a punto de hacerrealidad un sueño. Teníamos veinticincopersonas en el equipo, y un gran númerode animales, incluidos cinco leones.Salían anuncios nuestros en las revistasde todo el país. La prensa estaba ansiosapor ver qué ofrecíamos y las agencias deviajes nos incluían en sus itinerarios.Tambi's Trek iba a convertirse en el hitode toda visita a Malasia.

Sorbió la leche de coco mediante

una pajita que se veía ridículamentedelgada contra aquel corpachón.

—Y entonces todo empezó a ir mal.—Cerró los ojos y echó la cabeza atrás,como si hablase al techo—. La muertede mis queridísimos amigos y sociossignificó el fin de mi sueño. ¿Quiénquerría venir a un parque de animalesdonde ni siquiera sus propietariosestaban a salvo? ¿Quién se acercaríasiquiera a semejante lugar? —Derepente abrió los ojos y miróalternativamente a sus invitados—.¿Usted? ¿Usted? ¿Usted, señorita?

—Hombre, yo... —dijo Joyce,preguntándose si debía decir que había

hecho algo más que acercarse al lugar.—Exacto. Usted no vendría. Todos

los viajes organizados fueroncancelados; toda la publicidad, retirada.Todo el personal (canallasdesagradecidos) huyó, salvo mi primoDubeya, a quien ya conocen. Así pues,me dispuse a afrontar un largo períodode luto y abandoné el proyecto. Estabadestrozado, conocía a Gerry y MarthaLegge desde hacía muchos años, y losconsideraba mis mejores amigos. Peroluego pensé: No. Voy a intentarlo unavez más. Se lo debo a ellos. Los Leggeamaban a los animales, igual que yo. Loharé, pero no por mí, sino en su

memoria.Se inclinó hacia delante, bajó los

pies al suelo y quedó sentado en elborde de la silla. Miró a Wong a losojos. Los otros observaron inquietoscómo la silla se inclinaba bajo su peso.

—Y eso es lo que les pido. Que estelugar sea seguro. No sólo seguro, sinoque también dé sensación de seguridad;que todo aquel que entre en Tambi'sTrek sienta que éste es el lugar másseguro del mundo. Que sepan quepueden dejar sueltos a sus hijos y quenada les va a ocurrir. Reorganizar.Rediseñar. Registrar hasta el últimorincón de la casa y hasta el último

rincón del terreno. No me importa eldinero que cueste. Haré todos loscambios que me sugieran. Tal vez mecostará millones, pero cerrar el parque yrenunciar a mi proyecto también mecostaría millones. —Su expresiónvolvió a cambiar y pareció suplicar conhumildad—: No pido mucho. Solamenteun milagro. ¿Podrán hacerlo?

Wong bajó la vista a los documentosque tenía delante y luego miró a Tambi alos ojos:

—Para los milagros hay un recargodel quince por ciento. ¿Le parece bien?

* * *

Wong pasó las cuatro horassiguientes sentado a una enorme mesa decomedor —parecía diseñada paraacomodar a unas treinta personas— consu cuaderno de cartas, un plano delparque temático y un mapa de la región.Escribió, garabateó, calculó, trazócartas en papel de calco, superpusohojas a más hojas, consultó libros llenosde trigramas, murmurando por lo bajo ytirándose de los pelos de la barbilla.

Joyce vagó por la casa y contemplóla selva desde las ventanas. Había avesque cantaban con sonidos extraños ycriaturas invisibles que parloteaban, y lepareció oír el rugido de un león. ¡Era

todo tan deliciosamente excitante yexótico! Se imaginó siendo unamoradora de la selva, recibiendo a unnervioso visitante (Brad Pitt, porejemplo, no estaría mal) eimpresionándolo con su habilidad paradirigir una casa fabulosa en medio delbosque tropical. Paseó por los pasillos,absorta en sus fantasías. De repente seencontró con Dubeya, que salía de loque ella había creído una habitaciónvacía, y se sintió repentinamenteasustada. Volvió junto a Wong.

Sinah durmió unas horas en unahabitación para invitados y se despertójusto a la hora del té. Bajó a la planta

baja con el pelo blanco alborotado yansioso por tomar un Earl Grey. Llegóen el momento en que Wong ofrecía a suayudante su exégesis inicial del lugar.

—Hay problemas, eso lo veo.Tenemos demasiada agua en el oeste,muy cerca de las montañas. A esto se loconoce como «estrella de montañacayendo en el agua». No es buena señal.Tendremos que arreglarlo.

—Ah, vale, o sea que vamos atrasladar el lago y la montaña —dijoJoyce—. Bueno. Yo me ocupo de eso yusted se dedica a otra cosa.

—Sería muy difícil trasladar el lagoy la montaña —repuso Wong—.

Tenemos que compensarlo de otramanera. Pero también hay buenasseñales en el mapa. Mire esta sierra.Forma casi una ruta envolvente. Unsendero de afecto. Las carreteras querodean cosas son buenas. ¿Ve esta línea,cómo abraza esta parte de aquí? Esosignifica que Tambi's Trek está situadodentro de la guarida de un dragón. —Acercó el plano del parque temático yluego comparó los dos—. Parece que unbrazo de la sierra baja hasta aquí,adentrándose en el parque. Forma unazona elevada y llana. ¿Cómo se dice?

—Una meseta.—Sí. Bien, esta fuerza buena baja

hasta aquí. Pero el viento la dispersa.Necesitamos una extensión de agua paraevitarlo. Aquí hay una. Habrá quehacerla un poco más grande hasta que seacerque a la meseta. Les diremos que laensanchen. O poner una fuente o unacascada. O incluso un grifo. Aquí, eneste punto.

Tambi, que se había quedado en elumbral, entró en el comedor y observólos mapas.

—Me fascina que esta parte enconcreto le haya parecido interesante.¿El mapa señala lo que hay debajo? Unavez vinieron unas personas del negociode la minería, y dijeron que ahí debajo

podía haber mineral. ¿Es posible?—Creo que sí —dijo el geomántico

—. Esta forma de las montañas y el aguaes muy común como terreno deminerales. Mire. El chi de tierraconduce hacia esta parte llana. Luegotenemos el agua, aquí. Esta parte esfuerte, próspera. Pero chi tierra y chiagua no combinan bien, a menos queentre ellos haya metal. El chi tierra dañaal chi agua. Pero tierra-metal-agua es loque llamamos «ciclo de control delCielo Posterior». Es una zona buena. Esposible que ahí debajo, escondido, hayametal.

—Fascinante —dijo Tambi,

secándose las manos sudorosas en supantalón blanco—. Estoy impaciente porconocer su informe completo.

Tras un examen preliminar de lazona sobre papel, Wong anunció quededicaría la tarde a hacer un estudiofeng shui de la casa, y que el díasiguiente recorrerían el parquepropiamente dicho.

* * *

Aquella noche, durante una pesadacena en la misma mesa larga, conocieronla lúgubre historia de los Legge.

—Gerald era un hombre encantador.

Adoraba los leones, y ellos a él —dijoTambi.

—Ya, y por eso se lo comieron —dijo Joyce.

—Eso se debió a una interpretaciónequivocada por parte de Gerald. Losleones, sabe usted (y supongo que losanimales en general), actúan porinstinto. Hacen lo que estánprogramados para hacer, como losordenadores. No deciden sobre suconducta.

Hizo una pausa y dio una largacalada a su cigarro puro, una breva másbien húmeda que le costó bastanteencender.

—Los leones, no sé si lo sabe —continuó—, no hacen tres comidasdiarias como nosotros. Se atiborran decarne un día y pueden pasar los tres ocuatro días siguientes sin comer nada.Son bastante dóciles, sobre tododespués de haber comido. Pero no salgadel coche cerca de ellos cuando hacedías que no comen.

—¿Es eso lo que hizo ladesafortunada pareja? —preguntó Sinha—. Vaya. Duele sólo de pensarlo. Un tíoabuelo mío fue devorado por uno de losúltimos tigres del sur de China. Es unahistoria bastante buena...

Tambi lo interrumpió.

—Fue de lo más desagradable. Ibansolos, por supuesto, de modo quetuvimos que reconstruir los hechos.Creemos que Martha y Gerald entraronen el parque a media mañana, porque sehabían enterado de que un ñu cojeaba, ytambién corría la voz de que había en elrecinto un ave de una especie rara, norecuerdo el nombre. Los leones estabanhambrientos y les tocaba comer aqueldía. Normalmente no existe peligro,incluso en esas circunstancias, siempreque uno no salga del coche si los leonesestán cerca. Ellos saben que no puedenhincar sus colmillos en la carrocería.Para los leones, los coches son grandes

fieras de metal, no comestibles. Si unose queda en el coche, no atacan.Nuestros leones están acostumbrados auna rutina: les dejamos la carne en elsuelo y luego los llamamos haciendosonar varias veces la bocina (hanaprendido a identificar ese sonido con elmomento de comer). Y nos quedamos enel coche. Eso es crucial.

Se removió en la silla, que crujióruidosamente, y dio otra calada alcigarro.

—Pero los Legge salieron del coche.A saber por qué. Gerald tenía unamilagrosa habilidad para tratar a losleones, literalmente comían de su mano.

Yo los he visto coger un pedazo dehígado que él sostenía. Pero salir delcoche el día que les tocaba comer, antesde que lo hicieran, fue una granimprudencia. —Su rostro sedescompuso al evocar los hechos y lavoz se le quebró—. Por alguna razónque ignoro, Martha y Gerald corrieron elriesgo. Mi primo Dubeya encontró loscuerpos. Había ido a alimentar a losleones un par de horas después de quelos Legge fueran vistos por última vez.Encontró su todoterreno en la carreteracon las puertas de ambos lados abiertas.

Estiró el brazo para remover unacazuela de fideos. Un aroma acre a chile

y hierbaluisa flotó sobre la mesa desdeun plato de carne difícil de identificar.

—Los restos de Martha y Geraldestaban esparcidos en un área de muchosmetros. No era un espectáculoprecisamente agradable. Los leones,verán ustedes, lo primero que buscanson las entrañas. Si alguna vez han vistoa un felino grande comerse a otroanimal, habrán comprobado que primerole abre el vientre y come las vísceras.Sólo después devora los músculos. Fueuna carnicería. —Tuvo un escalofrío—.El personal huyó despavorido, todosmenos mi primo. Recoger los restos delos Legge debió de ser una tarea

increíblemente horrorosa. Dubeya lohizo, después, naturalmente, de queacudiera la policía. Los restos losenviaron para la autopsia. Muerteaccidental. Ya estaban metidos ensendos ataúdes cuando sus familiaresvinieron a enterrarlos.

—¡Jo! —dijo Joyce—. Quéespeluznante.

Tambi asintió.—Horrible, en efecto. Ahora sólo

quedamos Dubeya y yo: dos humanos ycinco leones. Un lugar con más leonesque hombres.

El criado, que por lo visto nocontaba como ser humano, entró con más

platos.Tambi se dirigió a Joyce:—Espero que haya traído una

cámara, mi querida niña. Verá multitudde pájaros y también una vaca de unaespecie extraña que sólo se encuentra enesta parte del mundo.

—Qué bien —comentó la joven sinentusiasmo.

—Mañana iremos al parque —dijoWong—. Espero que ya hayan dado decomer a los leones.

—De hecho, les toca mañana por lanoche, pero no se preocupe. Estarán asalvo. Dubeya les acompañará, y puedeque yo también. No nos separaremos en

ningún momento. Sus vísceras estaránbien protegidas. Bien, ¿quién quiere unpoco de hígado de pollo?

A la mañana siguiente, Wong no sepresentó a desayunar. El criado le dijo aTambi que el viejo señor chino se habíalevantado muy temprano y que luegohabía estado estudiando la casa porfuera y dibujando planos.

Más tarde, Tambi encontró a Wongtrabajando en su dormitorio.

—Me alegro de que se haya tomadosu trabajo tan en serio. ¿Qué hadescubierto?

El geomántico sacó una lista quehabía hecho con diminutos caracteres

chinos, finamente trazados.—Hay pequeños cambios que

debería usted introducir en la casa, nadadifícil ni caro. El verdadero problemaes que la casa es larga y estrecha. Va desur a norte. Esto significa undesequilibrio en la energía direccional.No llega suficiente del este y el oeste.Pero se puede compensar. Le haré unalista en inglés. Creo que no habráproblema.

—¿Y qué me dice de nuestrapequeña y conflictiva selva?

—Hay un problema de agua y otrode dispersión del chi, pero también tienesolución. El diseño no es adecuado para

un parque selvático. Vi una nueva cercaque no aparece en el plano. Al oeste. Eneste punto. —Se puso en pie y señaló laventana—. Detrás de esos árboles. Esacerca no sale en el plano. Y también haymaterial ahí...

—Ah, sí. Verá, después del fatalincidente hicimos algunos cambios. Hayuna zona, digamos, pantanosa que espreciso drenar, así que llevamos equipoadecuado. Fuimos a pedir consejo albomoh local (ya sabe, el hechicerotradicional) y dijo que no pasaba nada sinos comíamos un trocito de selva y latrabajábamos un poco. Aún queda sitiode sobra para los leones.

—Pero comerse esa zona es muymalo —dijo Wong—. Malo para el flujode energía y malo para el feng shui. Y nodebería haber problema de pantano,creo yo. Tal vez es un error.

—Lo arreglaremos. Sólo es unadificultad temporal. Bueno, baje a tomarun té. Tengo entendido que hadesayunado a las cinco y media, hace yados horas. Seguro que vuelve a tenerhambre o sed.

Mientras descendían la ampliaescalinata, Wong señaló el pasillo quehabía abajo a la izquierda.

—Esa habitación secreta también meha causado problemas. He malgastado

una o dos horas tratando de resolverlo.No sale en el plano de la casa. Muyastuto. Debería usted habérmelo dicho.Pero bueno, imagino que pagará misservicios, las horas que eso suponga —concluyó Wong, sonriendo.

—¿Qué habitación secreta? —dijoTambi, visiblemente incómodo.

—La que está entre su cuarto y el dellado oeste.

—Oh. —Más que incómodo—. Esun dispositivo de seguridad. Ahíguardamos dinero y cosas de valor. Hayuna caja Inerte para los ingresos, cuandolos tengamos, claro. Después de todo,habrá miles de desconocidos rondando

por el parque.—No he visto ninguna caja fuerte ahí

dentro —dijo Wong—. Sólo papeles ytodo ese material embarrado.

—¿Ha estado dentro? Pero ¿cómo...?—La puerta estaba cerrada con llave

pero he podido abrirla. Espero que no leimporte. Me dijo que hiciera un estudiodetallado de toda la casa, hasta el últimorincón.

—Sí, claro. Naturalmente que no meimporta. Sólo me preocupa que lahabitación de la caja fuerte sea tan pocosegura, eso es todo.

—No he visto ninguna caja fuerte.—Es que no ha llegado todavía —

explicó Tambi—. Bueno, ya es hora deir a la selva. ¿Por qué no va a buscar alos demás? Creo que aún están en la salade desayunos. Los veré detrás de la casadentro de veinte minutos.

Wong lo miró parpadeando y tragósaliva.

—No se apure —dijo Tambi—.Iremos todos juntos.

Tambi guió al grupo de Singapurhacia un lado de la casa, donde el cochede alquiler y el todoterreno aguardabanjunto a una cerca alta rematada conalambre de espino.

—Esta entrada es sólo para elpersonal. Por aquí llegaremos al este del

lago más rápido que por el caminonormal. Y también nos llevarádirectamente al lugar donde perecieronmis desafortunados amigos. Dijo ustedque quería ver el lugar, ¿no es así, señorWong? Podrá hacerse una idea delentorno que fue testigo de tan tristeincidente. Creo que ya han limpiadotoda la sangre, pero, para mí, la manchaseguirá estando allí toda la vida. Es algoque me será imposible olvidar. —Meneó lentamente la cabeza. De pronto,se animó otra vez y señaló el vehículode la izquierda—: Ustedes vayan en ése.Dubeya y yo iremos en éste.

—¿Por qué no vamos todos juntos en

uno solo? —propuso Wong—. Serámejor si vamos juntos. Así podrá irrespondiendo a mis preguntas.

—¿Está de broma? —dijo Tambi—.Yo no podría entrar en ese coche tanpequeño, con mi tamaño. He hechoadaptar este vehículo especialmentepara mí. ¿Ve ese asiento tan grande...?Pero no se preocupe. Nosotros iremosdelante, y muy despacio. Es imposibleperderse. No hay ningún peligro, eso logarantiza Tambi's Trek.

—Este coche, el nuestro, ¿cree quepodrá pasar por el barro? —preguntóWong.

—Seguro que sí. Aquí está un poco

enfangado, pero en cuanto pasemos esosárboles de allá llegaremos a una buenapista. Descuide, no habrá ningúnproblema. —Tambi cogió una bolsaoscura—. He traído mi cámara de vídeo.Les regalaré una cinta de recuerdo de supaso por la selva. Es un servicio quepensamos ofrecer a nuestros mejoresclientes. —Montó como pudo en elvehículo con ayuda de su primo.

Wong se sentó al volante del Protony Joyce a su lado, Sinha detrás.

La joven se quejaba del desayuno.—He llamado a Melissa. Le digo:

«Hey, Melissa, a ver si sabes qué hedesayunado hoy.» Y ella: «¿Tartaletas

de arándano?» Y yo: «Arroz con chile ypescado salado.» Y ella: «Uau. Quéraro.» A ver, no me importa un poco depicante de vez en cuando, pero ¿paradesayunar? ¿Quién puede desayunareso? Le he preguntado al chico si teníantostadas pero no entendía el inglés.

—Lo que ha tomado se llama nasilemak —dijo Wong—. Buen desayunomalayo. Delicioso.

Dubeya, después de haber incrustadoa su primo en la trasera del jeep, se bajóy fue a abrir la doble verja del parquepara que pasaran los coches.

El todoterreno trepó limpiamentepor un trecho rocoso y enfiló la pista a

unos tranquilos quince kilómetros porhora en dirección a un claro.

Al principio, el Proton empezó a darbrincos y sacudidas por la zona depiedras y de barro próxima a la verja,pero Wong consiguió seguir las roderasque dejaba el otro vehículo, y prontoavanzaron en tándem sin mayoresdificultades. Detrás de ellos, las verjasse cerraron automáticamente.

Torciendo a la derecha, pasadosunos árboles, encontraron una estrechapista de cemento, y al poco aumentabanla velocidad a veinte kilómetros porhora.

—Es curioso que Tambi no sepa

nombres de animales —dijo elgeomántico.

—Sí, yo también me he fijado —dijoel astrólogo—. «Una especie de vacarara que sólo se encuentra en esta partedel mundo.» Tendría que saber cómo sellama.

—Quizá los zoólogos eran los quemurieron y él sólo pone la pasta —opinóJoyce—. Esta guía es fabulosa. —Estaba hojeando la Guía para Visitantesde Tambi's Trek, que los Legge habíanelaborado antes de morir—. Hay cuatroo cinco cosas que no me importaría ver.Viene una especie de catálogo. —Siguiómirando el folleto—. Quiero ver los

leones, claro. Y luego está el binturong,conocido también como oso-gato.Parece un oso, pero del tamaño de ungato. Luego tenemos que ver el colugo,un lemur volador, que tampoco sé lo quees; parece un cruce de ardilla ymurciélago. Después quiero ver unpangolín: «Mamífero provisto de unacoraza escamosa, cuando se sienteamenazado se ovilla formando unapelota.» Oh, sí, y ésta debe de ser lavaca de la que hablaba Timba, se llamabanteng.

Joyce paseó la mirada por losárboles cercanos en busca de animalesinteresantes, pero sólo se oían sonidos.

Los zumbidos y los graznidos se habíanacentuado, formando un denso muroacústico. A lo lejos se oyó una especiede grito lastimero.

—Es un pavo real —dijo Wong—.Está en celo.

De repente vieron frente a ellos undestello rojizo, un ave que se cerníasobre el coche y se elevaba hacia labóveda arbórea. Al instante aparecióuna segunda ave, siguiendo a la primeraa medio metro de distancia, pero Joycese dio cuenta de que sólo eran lasplumas de su larga y fina cola.

—Ave del paraíso —dijo Wong.—Esto me gusta —dijo Joyce—.

Ojalá tuviera una buena cámara con unzoom de ésos. Espero que podamosacercarnos más a los animales.

Se quedó callada cuando entraron enla selva tropical propiamente dicha. Enalgunos trechos de la pista, las copas delos árboles se unían a ambos lados,formando un túnel de follaje, y lassombras parpadeaban a lo largo delcoche. La bóveda de ramas, festoneadade epifitas, daba la sensación de estarengalanada. Setas gigantes brotaban deunos troncos soportados por raícesgrandes como arbotantes. El aire dentrodel coche se humedeció y notaron unintenso olor a tierra y vegetación.

Al cabo de diez minutos,acostumbrados ya a la penumbra,empezaron a divisar animales entre elramaje espeso: faisanes coliblancos,gibones de Borneo, pájaros carpinteroventriblancos, y otras curiosas criaturastrepadoras que ninguno de ellos suponombrar. Una enorme variedad degrandes mariposas y aves de vivoscolores parecía llenar el espacio entrelos arbustos y la copa de los árboles.

—Escuchen... ¿Qué es eso? ¿Qué esese sonido? ¿No oyen nada? —preguntóSinha.

—¿Qué? ¿Quiere decir leones?¿Dónde? Yo no veo nada —dijo Joyce.

—No, no. Es un ruido del coche.Ssss, como un globo que se desinfla.

—No oigo nada.—¿Usted, C. F.?—No, yo tampoco.Oyeron cómo Sinha tragaba

bruscamente aire en el asiento trasero.—Wong —dijo—. Wong —repitió

con un susurro más agudo.El maestro de feng shui estaba

pendiente de conducir, inclinado sobreel volante como si así pudiera vermejor.

—Tengo un mal presentimiento —dijo para sí—. Tambi conducedemasiado rápido.

—Joyce —dijo Sinha, más fuerte ycon tono perentorio.

—¿Se encuentra bien? —La jovenvolvió la cabeza. Se fijó en la caradesencajada de Sinha, en sus ojos muyabiertos. Apenas movía los labios.

—Creo que ya sé por qué Martha yGerald Legge salieron del coche aqueldía —dijo en voz queda—. No fue paraacariciar los leones, sino porque noestaban solos en el coche. Joyce, noquiero que mueva ni un solo músculo.Mantenga la calma cuando oiga lo quevoy a decir. Acabo de reparar en quehay una serpiente grande en el suelo,justo detrás de su asiento. Está

enrollada. Ahora mismo tiene la cabezavuelta hacia mí y me está mirando.

La joven se llevó las manos a laboca.

—Wong, ¿ha oído lo que he dicho?—preguntó el astrólogo.

Wong asintió con la cabeza. Le teníapánico a las serpientes, y parecía haberdejado de respirar.

—Daré media vuelta y volveremos ala entrada. —El geomántico miró por laventanilla. En el sendero sólo cabía unvehículo, tendría que meterse en lamaleza para girar.

—No —dijo Sinah al punto—. No lohaga. Puede que se enfade si el coche se

zarandea. Procure seguir adelante lomejor posible.

—Pero hay que salir de esta selva.Si no, no podremos abandonar el coche.—Condujo despacio, estirando el cuellomientras trataba de encontrar un trechollano donde dar la vuelta—. Hay leoneshambrientos.

—¡Oooooh! —El gañido fue deJoyce—. ¿Qué está haciendo laserpiente? ¿No podemos sacarla?¿Todavía está ahí detrás?

—Cuidado, un bache —avisó Wong.Joyce levantó las piernas cuando el

coche brincó ligeramente.—No le ha gustado —dijo Sinah—.

Se ha dado con la cabeza en el asiento.Está mirando hacia donde usted tenía lospies, Joyce. Wong, será mejor que parelo más despacio posible.

—¡Oooooh! —gritó ella—. ¿Nopuede hacer algo? Pregúntele a Tambi.Él sabrá cómo librarse de este bicho.

—A menos que la haya metido élaquí —dijo Wong, frenando despaciohasta detenerse—. ¡Uyuyuy!

—Oigan —dijo Sinah—. Tenemosque salir del coche cuanto antes. Estaserpiente es muy peligrosa. Es una cobrareal. Y parece que está de mal humor.Creo que tiene dispepsia.

Dubeya se había detenido también,

un trecho más adelante. Empezó a hacersonar el claxon, dos toques cada vez.

—¿Por qué hace eso? —preguntóJoyce, con las piernas todavía en vilo—.No es la hora de comer... ¿o sí?

—No veo que haya sacado carnefresca —dijo Wong, tragando saliva—.Me temo que... la carne somos nosotros.

Tres leones adultos aparecieronentre los arbustos y avanzaron hacia elProton.

—Oh, ¿por qué vienen hacia aquí?—dijo Joyce.

Con sus músculos marcados bajo lapiel tirante, los grandes felinos seacercaron despacio al coche. Eran

grandes y pesados, el más corpulentomedía unos dos metros de largo. Sucabeza parecía enorme. Uno de ellosllevaba la lengua —una cosa rosada deaspecto rugoso y larga como el brazo deun niño— colgando de la boca.

—Vienen hacia aquí, pero no sé porqué —dijo Wong con voz temblorosa.

Los leones se detuvieron a tres ocuatro metros del coche, mirando concuriosidad a sus ocupantes. Un macho serelamió y volvió la cabeza hacia unlado.

—Madre mía —gimió Joyce.—Seguramente han rociado nuestro

coche con sangre o alguna cosa —

susurró Sinha—. O quizá han metidocarne cruda en alguna parte.

—¡Por favor, que alguien haga algo!¿No pueden librarse de esa serpiente?¿Por qué no llaman a Tambi?

—Está ocupado —dijo Wong,mirando el todoterreno—. Nos estáfilmando en vídeo.

Se oyó algo que raspaba. Laserpiente se movía bajo el asiento deJoyce.

Ella soltó un chillido agudo, comoun televisor mal sintonizado.

—La serpiente parece buscar algo—dijo Sinha—. Creo que no le han dadola cena. No podemos quedarnos en el

coche. Tenemos que salir de aquí. Estáde muy mal humor, lo noto. Entiendo deserpientes.

—¿Y si conduzco muy despaciohasta que salgamos de la selva? —sugirió Wong.

Pero al mirar alrededor, comprendióque no sería posible. El coche de Tambibloqueaba el camino delante de ellos. Elterreno era irregular a ambos lados, y nohabía modo de dar la vuelta sin que laserpiente resbalara a uno y otro lado.

—Intentaré dar marcha atrás, conmucho cuidado —dijo el geomántico.

—No. Quédese donde está —dijoSinha—. A ver si se calma. Ahora

mismo se está moviendo hacia delante,muy despacio.

Se hizo el silencio en el coche. Unode los leones rugió apenas, casi como sicarraspeara. Oyeron reptar a la cobra.Joyce, que respiraba entrecortadamentecomo un perro después de una carrera,miró suplicante a Wong. Susurró:

—No me gustan nada, pero quenada, las serpientes. Haga algo. ¡Porfavor!

Wong se inclinó hacia su asiento.—Joyce —le dijo—. Saque esa cosa

de su aparatito de música y póngala enel equipo del coche.

—¿Qué? —Joyce metió la mano en

su bolso y, tras varios intentos,consiguió sacar un cedé del discman.Luego trató de insertarlo en la ranura,pero el disco se le escapó y cayó alsuelo—. ¡Oh, Dios!

—¡Cuidado! Por poco le da en lacabeza —le espetó Sinah.

—¿Tiene otro disco? ¿Uno fuerte,que haga mucho ruido? ¿Gritos, cosasasí? —preguntó Wong.

—Sí, sí. Ahora se lo doy. —Sacóotro del bolso y abrió el estuche.

El geomántico alargó el brazo paracoger el disco. Luego le dijo a Sinah:

—Esta música me pone nervioso.Creo que a los leones también los

pondrá mm-shu-fook. Pero la serpiente,no sé. ¿Qué pasará?

—No se preocupe —dijo elastrólogo—. Las serpientes no tienenoído, prácticamente. No como nosotros.Pero perciben los ritmos. Incluso lesgustan, creo. Se me ocurre algo. Pongala música, Wong, lo más fuerte quepueda. Es probable que asuste a losleones, pero creo que tendrá un efectodistinto en la serpiente.

Wong introdujo el disco y bajó lasventanillas unos centímetros.

Joyce se inclinó al frente.—Ponga la número tres. Apriete ese

botón con la flecha y luego pulse el tres.

Ésa es muy ruidosa.—¿Así? —dijo Wong.—Sí. Eso es el volumen... Déjeme a

mí. —Se estiró como pudo, ya que suspiernas seguían en el aire, y giró elvolumen al máximo.

Segundos después, el estruendo deuna guitarra rockera sacudía el coche,seguido de un grito ultraterreno que duróunos cuatro segundos. A continuación,un explosivo redoble de batería, yfinalmente los demás músicos sesumaban al pandemonio. El cocheempezó a vibrar con el sonido deapisonadora de la sección rítmica, losgritos y las guitarras distorsionadas.

—¡Bien, bien! —gritó Wong al verque los sorprendidos leones se alejabandel coche—. ¡A ellos tampoco les va!¡Tienen buen gusto!

—¡Qué importa eso! ¿Qué estáhaciendo la serpiente? —aulló Joyce,abrazándose las piernas.

—¡Creo que le gusta! —gritó a suvez Sinah—. ¡Por desgracia se estámoviendo hacia usted! ¡Creo que porquetiene un altavoz cerca!

—¡Uaaaaaa! —chilló Joyce al verpor primera vez la cabeza del reptildebajo de sus pies, y subiendo.Rápidamente pasó las piernas hacia elcentro del coche, mientras la serpiente

se levantaba despacio hacia el ladocontrario, acercándose al altavoz queatronaba en la puerta.

—¡Siente el ritmo! —dijo Sinah, y alpunto abrió su puerta y saltó del coche.A continuación arrancó la antena deltecho y empezó a agitarla dibujandoochos, tratando de captar la atención dela serpiente—. ¡Wong, baje laventanilla! ¡Y avíseme si vuelven losleones! —gritó.

—¡Tranquilo! —chilló Joyce—.Están muy lejos.

Wong bajó la ventanilla del lado delpasajero.

Finalmente, la antena hipnotizadora

atrajo la atención del reptil. Sinah sealejó un poco de la ventanilla de Joyce,para que la serpiente lo siguiera. Lacabeza de la cobra imitó el movimientode la antena, y luego toda ella se fuedeslizando por la ventanilla hacia fuera.Joyce dejó de respirar, entre alborozaday aterrorizada, mientras el largo cuerpodel ofidio se escurría.

Wong sentía tal pánico que apenaspodía respirar. Tras un minuto eterno,más de media serpiente estaba ya fuera.Mientras tanto, la música seguíaatronando el coche.

—¡Wong! —gritó Sinah—. Espere aque salga toda y luego cierre la

ventanilla. Hace años que no veo a unencantador de serpientes y jamás habríadicho que me tocaría hacerlo. Vamos,preciosa. Así me gusta. Un poco más. Unpoquito más. Sigue, así. Perfecto.

De repente, Joyce se puso rígida yseñaló con el dedo. Los leones seacercaban otra vez.

—¡Sinah, los leones! ¡Subaenseguida al coche! —chilló Wong.

—¡Sólo un par de segundos más!Movía la varilla metálica para atraer

a la serpiente, que iba saliendo delcoche centímetro a centímetro.

Los leones apretaron el paso. Wongcomprendió que no podía esperar más.

La serpiente tenía tres cuartas partesfuera del coche, así que pulsó el botónpara cerrar la ventanilla. El cristalempezó a subir y la serpiente serevolvió, intentando volver rápidamenteal interior del coche.

Joyce gritó al ver que la cobrareculaba a marchas forzadas,imaginando que le caería sobre elregazo. Pero la ventanilla continuósubiendo y atrapó a la serpiente a unoscentímetros de su cabeza. El animal sedebatió, pero la cabeza quedódefinitivamente fuera del coche. Alsentirse estrangulada, la serpienteempezó a sacudirse con violencia y sus

coletazos golpearon en los brazos aJoyce, que chilló de nuevo. Sinah montórápidamente en el coche y cerró lapuerta justo cuando los leones daban lasúltimas zancadas.

A continuación agarró a Joyce porlas axilas y, de un fuerte tirón, consiguióhacerla pasar entre los dos asientosdelanteros, lejos de los coletazos delreptil. La joven cayó despatarrada en laparte de atrás.

Los leones se quedaron mirando elcoche y uno empezó a olfatear la cabezade la serpiente, de la cual un líquidooscuro resbalaba por el cristal de laventanilla.

—Bueno, bueno —suspiró Wongtras bajar la música—. Todos a salvo.

—Vamos, muchacha —dijo el viejoastrólogo, y la estrechó paratranquilizarla.

—Perdón —gimió ella. El cuerpo dela serpiente continuaba culebreandoatrapado en la ventanilla, hasta que seestremeció y dejó de moverse.

—No tiene por qué pedir perdón —dijo Sinah—. Ha sido muy valiente. Meparece que Wong está más petrificadoque usted.

—Jun hai —dijo sin resuello elgeomántico, mientras hacía girar elcoche, apartando a los leones del

camino como había hecho el día anteriorcon las ovejas. El vehículo brincó sobrelas roderas y luego quedó enfilado haciala entrada—. Nos vamos —boqueó—.Creo que es mejor no esperar a que nospaguen. Tendremos que contentarnos conel anticipo.

—Estoy de acuerdo —dijo el indio.El Proton arrancó hacia la verja,

seguido a cierta distancia por elvehículo de Tambi.

—Hemos escapado por los pelos —dijo Sinha, abrazando aún a latemblorosa Joyce—. Y, digo yo, ¿porqué había querido Tambi hacer eso? Nolo entiendo. Malo para nosotros, pero

también para él. Tres nuevas muertes enel parque serían la peor propaganda,¿no?

—A él no le interesa ganar dinerocon el parque de animales —dijoWong―. Sólo lo finge, creo, paraquedarse con la parte del león, y nuncamejor dicho. Los leones se comen a sussocios y a sus asesores. Así resuelvedos problemas en uno: se libra de ellosy tiene una buena excusa para nocontinuar con el parque. Cuantas másmuertes, mejor. Lo que quiere esexcavar el terreno y convertir todo estoen una mina. Hay mucho mineral en elsubsuelo.

—Qué canalla.Joyce sorbió por la nariz y fue

serenándose poco a poco.—Usted que quería ver animales

salvajes de cerca... —dijo Sinah.—Sí —asintió la joven, secándose

los ojos e intentando sonreír.Después de un rato en silencio, el

astrólogo, que había dejado de abrazarpaternalmente a la joven, volvió la vistaatrás.

—El coche de Tambi se ha detenido.¿Por qué será?

—No estoy seguro —dijo Wong—.Quizá porque esta mañana lo he dejadosin gasolina.

—¿Qué...?—Con un trozo de manguera que

encontré en el garaje. Sólo hay que darun par de chupadas y luego sale sola.

—Así que ha hecho sifón y les havaciado el depósito. Ya me ha parecidoesta mañana que el aliento le olía comoa alcohol. Muy interesante. ¿Y cómosaldrán de ahí Tambi y su primo?

—Ni idea. Podrían intentarlo a pie.Aunque quizá no sea muy buena idea:los leones todavía no han comido.

El geomántico aminoró la marcha alver zigzaguear sobre la pista unamariposa rosa. Luego aceleró de nuevo.Miró hacia atrás y le dijo a su joven

ayudante:—¿Sabe una cosa, Joyce? Su música

empieza a gustarme un poco.Wong subió el volumen y el coche

volvió a vibrar con aquel rock duromientras se dirigían hacia las verjas.

5Propiedadesmisteriosas

El Lieh-tzu fue escrito en el sigloIII a. C. En este libro, Yang Chu dice:«Hay cuatro cosas que no permitentener paz a la gente.

»La primera es la vida larga; lasegunda, la reputación; la tercera, elrango; y la cuarta, la riqueza.

»Los que tienen estas cuatro cosastemen a los fantasmas, temen a loshombres, temen el poder y temen el

castigo.»Brizna de Hierba, las cosas que

quieres son las cosas que no quieres.Escucha la viejísima historia del

hombre que sabía lo que quería.Caminaba un día a la orilla del río

cuando vio a un Inmortal.El hombre sintió mucha curiosidad.

Miró a la persona venida del Cielo.—Supongo que quieres algo

especial de mí —dijo el Inmortal.—Sí —respondió el hombre.El Inmortal tocó una piedra con el

dedo. Se convirtió en oro.—Puedes cogerla —dijo.El hombre no se movió.

—¿Quieres algo más? —preguntóel Inmortal.

—Sí —dijo el hombre.El Inmortal tocó otras tres piedras

que había cerca. Se convirtieron enoro.

—Puedes cogerlas —dijo.Pero el hombre siguió sin moverse.—¿Qué es lo que quieres? —

preguntó el Inmortal—. ¿Qué cosa haymás valiosa que el oro?

El hombre respondió:—Quiero algo muy corriente.El Inmortal dijo:—¿Qué quieres?El hombre dijo:

—Tu dedo.Destellos de sabiduría oriental,

de C. F. Wong, parte 112

—Tiene que contestarme unapregunta, Wong-saang —dijo BiltongAu-yeung, acodado en la barandilla deltransbordador y alzando la voz parasalvar el ruido del viento y las máquinas—. ¿Por qué a todo el mundo le gusta elStar Ferry? ¿Por qué me gusta tanto amí? Es un barco viejo, desastrado, lento,pequeño, anticuado, y los edificios de laterminal son feos y están atiborrados degente. Sin embargo, tiene algo... algo

casi milagrosamente reconfortante.Incluso en esta ciudad donde todo elmundo va siempre con prisas, prisas,prisas (peor aún que Singapur, ¿no?), lagente hace un esfuerzo especial porrealizar un trayecto en el Star Ferry.¿Por qué lo hacemos?

—Sí. Es como mágico, ¿no? —dijoJoyce.

Atardecía en Hong Kong. El barcoverde y blanco, en forma de cochinilla,cabeceaba suavemente en su perezosodiscurrir por una de las aguas mástransitadas del mundo. Sólo estaban amedio camino de Victoria Harbour, peroya se habían cruzado con una docena de

embarcaciones, algunas de las cuales loshabían pasado casi rozando.

Tan fascinante era el panorama, queJoyce al final bajó la cámara ysimplemente se apoyó en la barandillade hierro forjado, para contemplarlotodo y dejarse salpicar de vez encuando. La variedad de embarcacionesera impresionante. Había enormestransatlánticos como rascacielos blancostumbados de lado; cargueros con suscubiertas llenas de contenedoresmulticolores, piezas de jardín deinfancia para gigantes; gabarras congrúas que descargaban material debarcos fondeados lejos del puerto

central; pequeños remolcadores quearrastraban grandes navíos con lo queparecían cordeles ridículamente finos;viejos juncos chinos con sus cascosextrañamente curvados hacia arriba encada extremo (Joyce se fijó en quellevaban motor; ninguno tenía aquellaromántica vela en forma de murciélagoque veías en las revistas ilustradas deHong Kong); aerodinámicasembarcaciones que surcaban lasuperficie con un sonido de aviones areacción; diminutas barcas de remos, enuna de las cuales alguien con unsombrero tradicional en forma de conoestaba inclinado sobre la borda,

pescando con línea y anzuelo pero sincaña; y también embarcaciones grises depolicía, insectos acuáticos con antenasque sobresalían del puente y hombres deuniforme apostados en sus proas.

—No es magia —dijo C. F. Wong—, sino buen feng shui.

—Adelante, ilústrenos, C. F., porfavor —dijo Joyce.

—El puerto y el Star Ferry son elcentro feng shui de Hong Kong. No es elcentro del mapa, el centro geográfico,pero sí es el verdadero centro. La islade Hong Kong, en esta parte, es diezveces más pequeña que la península deKowloon. Pero la isla de Hong Kong

tiene una gran energía chi. Esocompensa el chi de Kowloon, quetambién es muy fuerte. Fíjense en lamontaña. La montaña, las estrellas, elagua: todo se combina para que laenergía fluya hacia la parte norte de laisla.

Joyce se inclinó sobre la barandillade la cubierta inferior y vio, detrás deellos, el Peak, que se erguía como unaenorme muralla verde tras los edificiosdel centro de la isla de Hong Kong.

—Los cinco elementos chi estánpresentes aquí, en este barco —prosiguió el geomántico—. Agua; bajonuestros pies y alrededor. Madera; el

barco mismo está hecho principalmentede madera, bancos de madera y suelosde madera. Metal; la estructura, lasmáquinas, la chimenea, las barandillas.Fuego; lo hay en el centro del barco y eslo que lo mueve, la mayor parte del díaestá en línea directa con el sol. Tierra; aambos lados de nosotros, en el puerto ymás allá, hay enormes extensiones detierra, no sólo llana sino tambiéngrandes montañas. Tanta cantidad deenergía elemental puede ser mala, peroaquí hay equilibrio. No un equilibrioperfecto, pero sí bastante bueno.Correcto. Por eso muchas personas sesienten vigorizadas a bordo del Star

Ferry.Las luces de neón del horizonte

urbano de Hong Kong empezaban aparpadear alrededor. Los morados,rojos y amarillos de los neones sereflejaban en franjas alargadas ybrillantes en la superficie del agua.Hacia el oeste, las últimas luces del solponiente se captaban como una miríadade pequeños fuegos anaranjados en lacresta de las olas.

Joyce se sintió dichosa de sersalpicada por el agua que el vientoarrastraba. Ya no pensaba que el mundodel feng shui fuera algo impenetrable.Empezaba a darse cuenta de hasta qué

punto su propio mundo podía serrealmente grande.

Wong —ya por el chi del lugar oporque estaba contento como alguien devacaciones— estaba de un humorparticularmente locuaz. Había compradoun libro de vistas aéreas de la ciudad yestaba señalando factores feng shui agran escala vistos desde las alturas.

—La isla de Hong Kong es un buenejemplo de yin y yang, las dos formasbásicas de la energía elemental. La partenorte de Hong Kong es muy yang.Ruidosa, bulliciosa, activa, alocada,todo el mundo corriendo a la vez. Luegoestá esa montaña en el medio. Y la parte

sur, que es muy yin. Tranquila, conmuchos árboles, apacible, más casas ymenos oficinas. Las casas son bajas, hayplayas en vez de muelles, todo es muydistinto. Para quien tiene nociones deyin y yang, es algo muy evidente, peropara un maestro de feng shui es aún másinteresante la influencia que ejerce eleste y el oeste sobre la isla...

—¿Ha dicho playas? Qué bien.¿Cuándo iremos? No me vendrían malun par de días en la playa. Serían lasvacaciones perfectas. —Joyce sepreguntó cómo serían los chicos deHong Kong. ¿Cómo se llamaba aquelactor de cine? Fat no sé qué...

—Esto no son vacaciones. Tenemostrabajo. No lo olvide —dijo Wong.

—Trabajo, poco —replicó Joyce—.Sólo vamos a comprar una casa. Y Billya sabe cuál es. No nos llevará muchotiempo, creo yo. ¿Es grande? ¿Tienejardín?

Biltong Au-yeung, un ejecutivo congafas de treinta años largos, depositó suacicalado pero un tanto obeso cuerpo enun banco de madera, delante de Wong.

—Déjenme que les hable un poco deesto. Comprar propiedades aquí esdiferente de otros países.

Explicó que casi todas las viviendaseran pisos pequeños de edificios altos.

Si querías uno recién construido, teníasque mirar en los anuncios de la prensalocal para ver qué urbanizaciones seestaban construyendo.

Sacó de su bolsa un periódicodoblado y les mostró una página enterade anuncios del día anterior, donde seinformaba de un complejo residencial dela zona rural que iba a ser vendido enbreve. Se veía una urbanización deedificios altos, con espeso follaje encada balcón, rodeada de tiendas yjardines. No había otras urbanizacionescerca. Colinas onduladas rodeaban unlado, y un mar azul y sereno salpicadode blancos barcos de vela se extendía

por el otro hasta el horizonte. Era unaespecie de paraíso de los rascacielos.

—¿Y la dirección? —preguntóJoyce—. Aquí no pone ninguna. ¿Estácerca de ese sitio que había mencionadoC. F.?

—Está en el límite de Ma On Shan—respondió Au-yeung—. En HongKong no suelen preocuparse por lasdirecciones. Basta con mencionar lazona y el edificio en cuestión.

—Dragon's Gate Court. Suena bien—dijo la joven—. ¿Y ahora qué?Vayamos a verlo. ¿Tiene la llave?¿Dónde encontraremos al agenteinmobiliario?

—Aquí funciona de otra manera.Hay que ponerse en la cola y dar elnombre. Si la urbanización es muypopular, hacen una especie de sorteocomputerizado y luego publican en laprensa los nombres de unos doscientosagraciados.

—¿Puedes ganar el piso por sorteo?¿Sin tener que pagar?

—No, no. Lo que se gana es elderecho a comprarlo. El precio es el quees. Ahora mismo, el mercado está unpoco a la baja, y estos pisos sonbastante caros, incluso para lo normal enHong Kong, de modo que probablementeno hará falta un sorteo. Bastará con

presentarse allí mañana por la mañana.Si vienen a mi oficina a las seis y media,creo que será suficiente. ¿Recuerdancómo llegar hasta allí?

—¿A las seis y media? ¿De lamañana? —Joyce, perpleja, se sintiórepentinamente cansada y se sentó.

—Sí. Habrá cola, eso seguro, y elprimer autobús a la urbanización sale alas siete menos cuarto. Traigan lospasaportes.

—¿Tan lejos está? ¿Como si fueraotro país?

—No, pero es una medida deseguridad. En Hong Kong, la venta depisos es algo muy serio. Todo el mundo

tiene que aportar la debidaidentificación.

—Vaya. Las seis y media. Si sólofaltan doce horas y pico... —dijo Joyce,mirando su reloj Swatch—. Y yo tengoal menos diez horas de compras.¿Podemos ir a tomar el té a lapenínsula? —preguntó a Wong.

—Creo que no podemospermitírnoslo.

—Oh, vamos. Póngalo como dietas.¿Y las compras? ¿Dónde está ese sitio,Chim o como se llame, del que me habíahablado, donde tienen bolsos de Prada ylas tiendas no cierran hasta las cuatro dela mañana?

—Se llama Tsim Sha Tsui. Estamosatracando ahí.

Wong le susurró a Au-yeung:—Disculpe a mi ayudante. Hay un

dicho en putonghua: ella es un poco p'eich'ien huo, ¿me entiende? El hombre deHong Kong sonrió: —Mingbaak.Mercancía despilfarradora de dinero.Con una pequeña sacudida, el StarFerry se arrimó al espigón del lado deKowloon.

A las ocho y cinco de la mañanasiguiente, Wong, McQuinnie y Au-yeungformaban parte de una larga colasoñolienta de potenciales compradoresque serpenteaba frente a un solar en

construcción en Ma On Shan, un barriosemiurbano a media hora en coche delcentro de Hong Kong. Los contratistashabían proporcionado transporte gratuitodesde los principales centros urbanoshasta la sala de exposiciones donde ibaa efectuarse la venta. Au-yeung les habíaexplicado que eso era así en parte pormotivos de comodidad, puesto que sólohabía una carretera de acceso a laurbanización. Pero añadió que tambiénpodía deberse a que elementos mafiososde la Tríada china, esa sociedad secreta,trataban a menudo de infiltrarse en esetipo de ventas. Por eso, cada interesadodebía aportar documentos de

identificación antes de subir al autobús.Atontada por lo temprano de la hora

y el aburrimiento del trayecto, lamayoría de la gente estaba al principiodemasiado sonámbula para hablar. Pero,a medida que fue saliendo el sol, la colaempezó a animarse. Wong estaba comodormido de pie, sus ojos abiertos perosin ver.

Hubo cierto revuelo poco despuésde que Au-yeung y sus dos asesores fengshui ocuparan su sitio en la cola. Dosgrandes coches oscuros pararon en lacarretera delante de la oficina de ventasy se apearon hombres de aspecto duroen traje oscuro, avanzando hacia la

cabeza de la cola. Pronto se los viodiscutir con los guardias apostadosdelante de la oficina.

—¿Quiénes son? —preguntó Joyce—. ¿Gente que trata de colarse?

—No lo sé —dijo Au-yeung—.Quizá mafiosos. Como ya he dicho,suelen presentarse en las ventas de pisospara tratar de conseguir los mejores, queluego revenden a un precio mucho máselevado. Pero no puedo saberlo concerteza.

La discusión se acalorópaulatinamente, hasta que los guardiasde seguridad tuvieron que pedir ayudapor sus radios. Llegaron más hombres

uniformados, y entre todos procedierona echar de allí a los de traje. Huboforcejeos y gritos, y el incidente acalló ala gente de la cola durante variosminutos.

La inminencia de un peligro hizo quela joven despertara del todo. Notó queAu-yeung llevaba su maletín sujeto a lamuñeca.

—Jolín. Eso que lleva ahí debe deser muy valioso.

—Así es —dijo el hombre de HongKong—. Es mi almuerzo. Una vez merobaron mi cha siu bau y desde entoncestomo precauciones.

—¿En serio?

—No; es broma —sonrió él—. EnHong Kong hay que hacer un depósito enefectivo para comprar. En este caso esun millón y medio de dólares de HongKong, que equivalen a unos doscientosmil dólares americanos.

—¿Lleva doscientos mil dólaresamericanos en ese maletín? —seasombró Joyce, incrédula.

—No; llevo lo que se llama una«orden de caja» por esa suma. Funcionacomo dinero en metálico, pero no pesatanto. Pero algunos traen billetes deverdad. Hay personas en Hong Kong quepagan todo en metálico, no sólo elanticipo sino el precio total.

—Uau. Doscientos mil es muchapasta para una entrada.

Wong añadió:—Sí, y eso es sólo una décima parte

del total. Peor aún que en Singapur. —Meneó la cabeza.

—Ya —suspiró Au-yeung—.Conseguir un buen sitio sale carísimo,pero es importante. Nosotrosutilizaremos este piso como, digamos,rampa de lanzamiento para nuestrafamilia. Mi mujer está embarazada deseis meses, por eso queremos conseguirel mejor sitio.

—Parto a la vista —dijo Wong,sacando del bolsillo un folleto que

mostraba un plano del piso—. Tendráque aprovechar la influencia del este yaligerar la oscuridad del norte. Ysolucionar el elemento agua, para que elbebé crezca sano y fuerte.

Au-yeung sonrió.—Exacto. Bien, cuando nos llegue el

turno, nos enseñarán un plano con lospisos aún disponibles, y ustedes meayudarán a elegir. Sólo te dejan unosminutos para decidir, por eso losnecesito a mi lado.

—Este mapa es muy malo. Trae lasmedidas de cada habitación, pero no suorientación.

—Sí, la información siempre es

insuficiente. Sólo te hacen pasar, cogenel dinero y te despiden.

—A mí me suena a cachondeo —dijo Joyce—. Fíjense en la ilustracióndel anuncio. No se parece en nada a larealidad.

En vez de los elegantes edificiosrodeados de vegetación que aparecíanen aquélla, no había más que un gransolar polvoriento lleno de bloques amedio construir, algunos de elloscubiertos por una malla verde. Tampocolos alrededores de la ilustración —campos verdes y mar azul— coincidíancon la realidad. La urbanización parecíarodeada de otros grandes solares

polvorientos.—No veo un solo árbol en esa

dirección —dijo Joyce—. De hecho, noveo ninguna planta. ¿Y dónde está elmar? Según esta ilustración, se suponeque los bloques están en primera líneade mar.

Au-yeung dijo:—Es lo que llaman licencias de

artista. Y los artistas suelen emplearlascon mucha libertad.

—Menuda tomadura de pelo —dijoJoyce.

—Sí, probablemente lo es. Bueno,¿cómo le va, Wong-saang?

—¿Está seguro de que lo que se

vende hoy es la fase uno?—Sí.—Entonces compre en el bloque dos

o tres, no en el uno. Debería elegir unpiso que esté en el ala este, así que lomejor sería el piso D o el E. Dice que legustan las alturas, de modo que decidausted mismo la planta, eso no importa.Creo que el bloque dos es mejor que eltres, pero para estar seguro necesito verun plano más grande.

—En la oficina suelen tenerlos. Lospediremos cuando lleguemos alprincipio de la cola. Las plantassuperiores son las que se venden antes,así que quizá no sea posible.

—Si no puede comprar en una plantaalta, le sugiero la quinta. Buen feng shui.La cuarta también es buena.

—¿La cuarta? Yo creía que el cuatrotraía mala suerte.

—No, eso son supersticiones deHong Kong. En el verdadero feng shui,el histórico, el cuatro suele ser un buennúmero.

—Puede que lo sea, pero mi familiaes muy tradicional, muy de aquí. Nocreo que me dejen comprar nada en unacuarta planta. ¿Qué me dice de lascalles?

—Sí. Estoy tratando deimaginármelo, pero con tan escasa

información resulta difícil. Sólo hay unacarretera cerca. Va hacia el noroeste,pero luego se desvía al nordeste. Hayuna calle detrás. Pero no sabría decirle,no han terminado de construirla.

La cola iba avanzando. Justo dondese encontraban había una brecha en lacerca, y Wong asomó la cabeza y vio aun carpintero, blanco de serrín,cepillando una tabla para tapar elboquete. El hombre le gritó algo a otrotrabajador, y Wong se sobresaltó alreconocer un acento familiar.

—Wai. Lei haih Guangzhou-dong-yan, hai-mm-hai-ah? —dijo.

—Hai, lei-la —replicó el hombre

con una voz desagradable.—Bai Wan ngoh heung-ha —dijo el

geomántico.El carpintero sonrió.—Bai Wan ngoh sek. Ngoh sing So.

Ngoh dai-lo Bai Wan ju.Au-yeung le dijo a Joyce:—Son del mismo heung ha, la aldea

de los ancestros. Wong es de Bai Wan,al nordeste de la ciudad de Guangzhou.En Hong Kong hay mucha gente deGuangzhou; en Singapur creo que menos.

Wong charló animadamente con elcarpintero y al final pasó al otro lado dela cerca y continuó haciéndolepreguntas.

La cola se movió y Au-yeung yMcQuinnie se alejaron de la brecha,perdiendo de vista a Wong.

—¿No le pasará nada? —preguntóJoyce.

—No. Estará en su elemento. Quierodecir... —Au-yeung sonrió con aireculpable—. No pretendo ser grosero ninada, pero un hombre de esa edad, consus rasgos, la ropa arrugada, y con eseacento de Guangzhou, es como lamayoría de los inmigrantes ilegalesempleados como obreros de laconstrucción. Pierda cuidado. Además,así podrá echar un vistazo a fondo.Puede que averigüe algo interesante.

Mientras no lo arresten...El ejecutivo de Hong Kong abrió un

termo de agua caliente y un bote defideos instantáneos. Le ofreció a Joyce.El madrugón la había dejado con elestómago revuelto y decidió no comernada. Au-yeung comió y luego empezó ahacer llamadas telefónicas por el móvil.Parecía tener una lista interminable degente con quien hablar.

Joyce se aburría. Ojalá hubiesellevado algo para leer. El periódico deBiltong estaba en chino, y sólo se veíanfotos de accidentes y ambulancias. Seentretuvo en mirar a la gente de la cola,tratando de adivinar a qué se dedicaban.

Justo detrás de ellos había un hombrealto y bien afeitado que no paraba deasomar la cabeza a los costados de lacola. Joyce lo pilló mirándola de arribaabajo con sus ojillos. Seguramente teníauna ocupación infame, como regentaruna tienda de vídeos pirata.

Se quedó quieta para disuadirlo,pero dio un respingo cuando el hombreavanzó hasta llegar a tocarla. Enfadada,cambió de sitio con Au-yeung.

Delante de ellos había dos mujeresjóvenes, ambas con gafas, elegantementevestidas y con idénticos peinados.Vestían trajes de chaqueta,probablemente caros, que resultaban

inapropiados en aquel solar polvoriento.Supuso que se dedicaban a comprarpisos como inversión.

—¿Cuánto nos queda de cola? —preguntó cuando llevaban allí casi unahora.

—Probablemente otra hora. Dejeque pregunte. —Había varios jóvenesacicalados paseándose arriba y abajo dela cola. Au-yeung paró a uno y hablóbrevemente con él en cantonés. Luego ledijo a Joyce—: Dice que unos cuarentaminutos.

—¿Quiénes son esos chicos? El dela izquierda es bastante mono. Bueno,quiero decir si a usted le va eso. —

Sonrió, un poco arrepentida de sucomentario.

—Son gente contratada por lainmobiliaria para labores deorganización y seguridad. Siempre hayalgún que otro «hombre de confianza»en estas situaciones. Bueno, en mimodesta opinión, casi juraría que son ungrupo rival de la Tríada. Pero tienenalguna relación con el contratista y estánayudando a que todo vaya de la mejormanera.

—¿Por qué pasean de un lado aotro?

—Dan información a la gente. Porejemplo, éste acaba de decirme que los

ocho áticos de ambos bloques ya se hanvendido. La mayoría de las plantassuperiores también, dice. En la plantadoce aún queda un piso, orientado alnordeste. Ése podría servirnos, pero sitambién se vende, no me importa unaplanta inferior. La quinta mirando aleste, como sugería Wong, no estaría mal.Probablemente no hay muchas personasinteresadas por esa planta; aún confío enconseguir algo.

Transcurrieron otros veinte minutossin novedad. Au-yeung y suacompañante estaban ahora a docepuestos de la puerta de la oficina.

—Ya falta poco —dijo él—.

¿Dónde andará Wong? —Empezaba ainquietarse, y volvía la cabeza para versi divisaba al geomántico.

Los jóvenes de gafas oscurascontaban a la gente desde la puertaavanzando hacia el fondo de la cola, altiempo que cruzaban palabras con cadaposible comprador. Esta vez lasconversaciones eran más animadas, ylos interesados más próximos a la puertaparecían alegrarse de lo que oían.

Hablaron un momento con las dosmujeres que los precedían y luego conBiltong Au-yeung. El ejecutivo sonrió deoreja a oreja.

El joven que a Joyce le había

parecido atractivo se quitó sus gafasoscuras y la miró. Esbozó una sonrisamostrando un inesperado diente de oro,más propio de una vieja, en su bocajoven.

—Hola. ¿Habla chino? —dijo en uninglés precario.

—No, lo siento. ¿Habla ustedinglés? —Joyce le dedicó una sonrisa deme-interesas-pero-no-mucho.

—No. —El joven le preguntó algo aBiltong en cantonés.

Au-yeung respondió en la mismalengua y al joven se le borró la sonrisa.Se puso las gafas otra vez y pasó delargo.

Au-yeung le dijo a Joyce:—Me preguntó si era usted mi novia,

aunque no empleó esa palabra. Le dijeque era mi segunda cuñada y que iba acasarse la semana que viene con un ricoempresario del sector del interiorismo.

—¿Por qué le dijo eso? ¿Es que legusto, al chico? No tenía por quédesanimarlo. Es guapete.

—Sí, pero, créame, le he hecho unfavor. No le conviene mezclarse congente así.

Joyce se encogió de hombros.—No sé. En fin. Siempre he soñado

con ser la amante de un bandido o ungángster. Aunque, bien pensado, no

habría sido muy romántico sin poderentendernos en algún idioma. Pero aquién se le ocurre decirle que me casabacon un interiorista. Vaya una profesiónde locas.

—¿Cómo que de locas?—Sí, es que todos son gays, o casi.

Los decoradores. Los gays están bien,pero no puedes casarte con ellos.

—Ah. Bueno, aquí es diferente.Ciertas profesiones están muyrelacionadas con la Tríada. Porejemplo, el interiorismo. Para serinteriorista en Hong Kong hay que ser untipo duro. Simplemente le transmití queusted pertenecía a alguien más

poderoso, pero del mismo ramo que él.Joyce reflexionó un momento.—¿Que en Hong Kong los

interioristas son tipos duros? Bromea.—Pues no.Joyce meneó la cabeza.—Qué raro. Entonces le habré

parecido la amante de un gángster. Quéguay. Por cierto, ¿qué le han dicho?

—Han dicho que quedan veintepisos en el bloque dos, ocho de ellos enla cuarta planta; la cuarta es siempre laúltima en venderse aquí en Hong Kong.Calculando el número de personas quetenemos delante, nosotros deberíamosser los últimos con posibilidades de

comprar un piso del bloque dos que nosea de la cuarta planta. Al parecer, losdos pisos escogidos por Wong aún estándisponibles: el E y el D de la quintaplanta. La quinta no es muy popular:demasiado baja y demasiado cerca de lafunesta cuarta planta. Menos mal quehemos tomado el primer autobús.

Oyeron gruñir al hombre bienafeitado que tenían detrás, después dehablar con aquellos jóvenes.

—Está enfadado —tradujo Au-yeungsin que hiciera falta—. Probablementetendrá que conformarse con un piso dela cuarta planta, o mirar en el siguientebloque.

—No lo siento por él —dijo Joyce—. Ha intentado colarse todo el rato. Yno para de mirarme, además. ¿Dóndeestará Wong?

Pasaron otros diez minutos hasta queWong regresó por fin, abriéndose pasocon cierta dificultad hasta suscompañeros.

—Me ha costado llegar —dijo—. Lagente ha creído que quería saltarme lacola. Vengo del solar. Me han dejado uncasco y he podido deambular a misanchas.

—Colarse está muy mal visto —dijoAu-yeung—. Los británicos nos dejaronun montón de cosas buenas, y algunas

malas, y la costumbre de hacer colaordenadamente es una de las buenas.¿Ha averiguado algo interesante?

—Sí —dijo Wong—, muchas cosas.Cosas importantes. —Sacó el folleto ylo abrió por el plano del edificio—.Una: este plano está mal hecho. Muy malhecho. El sur debería estar aquí, no aquí.

—Vaya. ¿Influye esto en susrecomendaciones?

—Sí, mucho.Repentinamente preocupado, Au-

yeung se inclinó para echar una ojeadaal mapa.

—Dígamelo pronto, Wong. Estamoscasi llegando a la puerta. Sólo tenemos

unos minutos para decidir.—Pero antes, escuche. También he

averiguado algunas cosas extrañas. Laentrada principal, cuando la terminen,estará situada aquí, mirando al nordeste.Una bonita y amplia verja ornamental.La verja de atrás estará en el sudeste.

—Pero eso ya lo sabíamos, ¿no? —dijo el de Hong Kong.

—Sabíamos que la verja estabaaquí, pero no su orientación. Estosignifica que el nombre del complejoestá equivocado. Pero So me ha dichoque el maestro de feng shui de estaurbanización fue Pang Si-Jek.

—Espere un poco. ¿Quién es So? —

preguntó Joyce.—El carpintero, su hermano vive en

mi pueblo. Pero atienda. Yo conozcobastante bien a Pang Si-Jek y me constaque nunca se habría equivocado con unnombre.

—¿Qué le pasa al nombre?—Si la entrada principal da al

nordeste, el nombre de la urbanizacióndebería ser Tigre. Tiger's Gate Court, sise trata de uno de los animalescelestiales. Si no, cualquier nombrevale. Pero no puedes usar animalesastrológicos y poner el nombreequivocado. Dragon's Gate Court es unnombre de sudeste. Que es donde está la

verja de atrás.—Habrá sido un descuido —dijo

Au-yeung—. Seguro que no es tan grave.—Pero Pang nunca comete esa clase

de errores. Escuche, por favor. So me hadicho que ayer llegaron nuevos jefes, unnuevo capataz, nuevos trabajadores.Para tener todo esto listo para la ventade hoy. So dice que algo pasa. Elcapataz habitual no ha venido al trabajo.Los obreros llaman a esto Ma On Shanterreno dos siete seis uno, pero ellospensaban que se llamaría BlossomGarden. Hasta ayer, cuando el nuevocapataz ordenó que cambiaran el nombrepor Dragon's Gate Court. Esos rótulos

son todos nuevos.—Vaya, suena un poco raro. —Au-

yeung tenía ahora un tic en el pómuloizquierdo.

—Como que algo raro está pasando,¿no? —dijo Joyce.

—Tengo más noticias —prosiguióWong—. La gente que usted decía queeran de la Tríada, esos hombres quellegaron hace rato, los que discutían.Los he visto encerrados en un... ¿cómose dice? ¿Habitación portátil?¿Casilla?...

—Caseta de obra —aclaró Joyce.—Eso. En el lado oeste. Me hice

pasar por obrero y hablé con ellos por

la ventana. No creo que sean matonesmafiosos, algunos incluso sondemasiado viejos. Me parece que sonlos verdaderos propietarios. Y les hanquitado los teléfonos móviles.

—¿Los verdaderos propietarios? Noentiendo. ¿Qué está pasando aquí? Estoes muy extraño. —El de Hong Kongsacó su móvil, aunque sólo parecía unareacción nerviosa, pues ¿a quién iba allamar? Cuando ya lo estaba guardando,volvió a sacarlo—. Mutyeh si? ¿Quépasa? Me tiene usted muy confuso,Wong.

Joyce estaba tratando decomprender.

—¿Quiere decir que los hombresque se presentaron aquí anoche tomaronel solar y le cambiaron el nombre yahora tratan de vender los pisos? —dijo—. Pero no se puede vender un edificioque no es tuyo. Esos intrusos debieronde ver el anuncio.

—Normalmente los anuncios nollevan direcciones. Además, las...¿cómo lo ha dicho antes...? ¿Licenciasde artista? Esas ilustraciones son todasiguales.

—¿Se puede saber de qué estáhablando? —preguntó Au-yeung,azorado.

—Yo creo que sólo quieren el

dinero del depósito —dijo Wong—.¿Cuántas personas cree que hay aquí? Setrata de mucho dinero en efectivo.

Au-yeung fue a responder pero sólole salió un graznido, como si tuviera lagarganta atascada. Carraspeó variasveces.

—Ngoh mm ji. No lo sé —dijo al fin—. Hay unos quinientos compradorespotenciales, más o menos.

—¿De cuánto es el depósito quepiden?

—De un millón y medio de dólaresde Hong Kong. Quinientos por uno ymedio son... unos setecientos cincuentamillones de dólares de Hong Kong.

—¡Uau! —exclamó Joyce—. Eso esmucho dinero incluso en dinero deverdad.

—Casi cien millones de dólaresamericanos —dijo el geomántico.

—No está nada mal, para una solanoche de trabajo.

—Está más que bien —dijo Au-yeung, su respiración apresurada comola de un asmático. Comprobó la esposaque sujetaba el maletín a la muñeca yluego se lo llevó al pecho. Estabasudando—. Tenemos que escapar.

Para entonces, la cola había vuelto aavanzar y se encontraban a unos metrosde la puerta de la oficina principal.

Vieron un hombre sentado a unescritorio rodeado de guardias yhombres de traje oscuro y gafas de sol.

—Gorilas —murmuró Joyce—.Como en las películas.

El del escritorio atendió a uncomprador. Cogió el cheque que éste letendía y lo dirigió a la mesa siguiente,donde le enseñaron un plano y una listade apartamentos, y le dieron unospapeles para firmar.

Sacando la cabeza por encima de lasmujeres que tenían delante, Au-yeung noperdió de vista el recorrido que hacía elcheque del reciente comprador. Despuésde meterlo en un sobre, fue llevado a

una tercera mesa, donde un hombre lointrodujo en una caja metálica deseguridad que contenía otros muchoscheques similares, además de variosfajos de dinero en efectivo.

Wong estaba hablando con el tipobien vestido que tenían detrás.

—Ya veo lo que pasa —le dijo Au-yeung a Joyce—. Fíjese, estánrecogiendo todo el dinero y acontinuación se largarán antes de quenadie advierta que están vendiendopropiedades ajenas todavía porterminar. Qué timo. Hay que irse deaquí.

—¿Nos dejarán marchar? ¿Cree que

van armados? —susurró Joyce,fijándose en los muchos hombres quehabía en la oficina, todos con aspectointimidatorio.

—Wong —dijo Au-yeung,agarrándolo del brazo—. ¿Quéhacemos?

—Irnos tranquilamente —respondióel geomántico, echando a andar—. Le hedicho al hombre de atrás que elapartamento que queríamos ya estávendido. Y que no queremos otro porqueel feng shui no es bueno para usted.

El hombre de marras se alegró dever a Wong, McQuinnie y Au-yeungabandonar la cola, y se adelantó

rápidamente, aproximándose más de lodebido a las dos jóvenes de delante.

El joven peripuesto que habíahablado con Joyce se les acercó tanpronto abandonaron la cola.

—Wai. Mut-yeh si?—Ngoh-ge chaang maih-jo —

repuso Wong con expresión dolorida—.Di-yi-di chaang fung shui mm-ho, ngohlum. Mo baan faat.

—Mo ban fat —repitió Joyce,tratando de poner cara de pendenciera,como correspondía a una experimentadachica de gángster.

Con un gesto desdeñoso, el joven losdejó ir. Los tres subieron a un taxi para

volver al centro.—Uf. Menos mal que hemos logrado

salir de allí. ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Joyce cuando el taxi llegaba ala carretera—. ¿No deberíamos avisar ala poli o algo?

—Ya están avisados —dijo Wong—. He llamado por un teléfono quehabía en las obras.

Al enfilar el camino de Shatin, secruzaron con tres coches patrulla quetorcieron por la vía de acceso a laurbanización, derrapando y rechinandoneumáticos en la mejor tradiciónhollywoodiense.

—¿Cree que los pillarán? —dijo

Joyce—. ¿No escaparán por la parte deatrás?

—Sí —dijo Wong—, supongo quelo intentarán. Cogerán el dinero ytratarán de huir por la calle que va haciael sudeste, en la dirección del dragón.He dicho a la policía que la bloquearan.No creo que haya problema.

Au-yeung iba inmóvil, acunando elmaletín en los brazos, pasmado ante elinesperado giro de los acontecimientos.

—Por poco te pierdo, pobrecito —le dijo al maletín, o más bien a susahorros.

—¿Significa que al final no va acomprar ningún piso y que podemos

irnos de vacaciones? —preguntó Joyce.Au-yeung, conmocionado, no

respondió.—Creo que sí —dijo Wong—. Me

parece que no va a soltar esa carteradurante mucho tiempo.

—Oiga, ¿y no podríamos ir a laplaya?

—Sí. Pero antes vayamos adesayunar algo al hotel.

—Creía que era demasiado caropara nosotros.

—Le he vendido nuestro puesto en lacola al tipo de atrás —dijo elgeomántico—. Me ha dado tres mildólares de Hong Kong. Creo que será

suficiente.El taxi aceleró una vez coronada la

última colina, y fueron recibidos porhileras y más hileras de rutilantesrascacielos.

6El fantasma de la

máquina

Los sabios de tiempos antiguoscuentan esta historia. Había un pobresacerdote taoísta que caminaba porsenderos entre montañas. Vivía delaire, del agua de río y de lo que ledaban.

Un día se encontró con el vendedorde peras de la aldea. El vendedor teníamás de cien peras en su carreta.

—Dame una, por favor —le dijo el

sacerdote.—No. Tienes que pagarla como los

demás —respondió el vendedor deperas—. Vete.

Pero el sacerdote no se movió.El vendedor se enfadó. La gente

que estaba cerca de allí dijo:—Dale una de las pequeñas. O una

mala. Así se irá.El vendedor dijo que no.Se había formado una

muchedumbre.Llegó el jefe de la aldea, pidió una

pera y la pagó. Se la dio al sacerdote.Éste se lo agradeció y dijo:

—Las personas como yo

renunciamos a todo. Renunciamos a lavida, a la familia, al dinero, al hogar, alas posesiones. No podemos entenderque haya alguien que no renuncie anada.

La gente le preguntó:—Es cierto que lo das todo, pero

¿qué obtienes a cambio?El sacerdote dijo:—Muchas cosas. Por ejemplo,

hermosos perales con cientos dedeliciosas peras.

La gente preguntó:—¿Dónde están?—Aquí —dijo el sacerdote.Señaló la pera que sostenía y luego

se la comió. Cogió las pepitas y lasenterró en el suelo. Pidió un poco deagua y regó el suelo. Surgió un broteque se convirtió en árbol. En las ramasbrotaron hojas, y luego peras.

—Tomad. Comed —dijo elsacerdote.

La gente comió las peras. Elsacerdote dijo adiós y abandonó laaldea. El árbol se desvaneció. Elvendedor de peras miró su carreta:todas sus peras habían desaparecido.

Recuerda pues, Brizna de Hierba:el que posee riquezas suele ser pobrede espíritu. Y el que es pobre enriquezas suele ser rico de espíritu.

Destellos de sabiduría oriental,de C. F. Wong, parte 116

—Ah, mis rezos han sidoescuchados: reunión de los místicos elviernes por la noche. Hace mucho,mucho tiempo que no celebramos unareunión un viernes por la noche. —Madame Xu expresó su regocijo ante susacompañantes antes de sacar una toallitade su bolso para limpiar la mesa,aplicándola con esmero en la zonadelante de ella y de la otra mujer allípresente. Sus esfuerzos no tuvieron unefecto visible en la superficie de la

mesa, pero quienes la observabansupusieron que era un gesto simbólico.

—¿Por qué le gusta reunirse unviernes? —preguntó Joyce.

—Verá, querida, la noche delviernes es muy especial en el Sambar —dijo la vieja adivina con aireconfidencial, frunciendo sus labioscarmesíes para formar un dibujo delíneas que apuntaban a su boca—. Es lanoche en que el viejo Uberoi sirvestring hoppers. El único lugar deSingapur donde los puede encontrar, queyo sepa.

—Ah. —Joyce decidió no preguntarqué eran los string hoppers, por no

pecar de turista.Tras un día de viento y lluvia, el

atardecer era relativamente fresco en laterraza de aquel restaurante deSerangoon Road. Una semana de tiempobochornoso y húmedo había convertidoa la población en babosas, pero larepentina aparición de nubes a mediamañana había ofrecido cierto alivio. Nohabía dejado de llover intermitentementehasta las seis y media, hora en que uncéfiro del nordeste había secado lassillas y mesas a tiempo para la reunióndel comité asesor de la Unión deMísticos Industriales de Singapur.

Joyce había llegado temprano para

aprovechar al máximo su primera visitaa Little India. Se había detenido ante elTemplo de las Mil Luces y luego habíapasado una hora recorriendo las tiendasde Serangoon Road. Compró variasprendas del Punjab, un póster dondeaparecían obesos actores de Madrás,unos casetes de música tamil y una bolsaentera de bisutería india de latón. Ibamuy cargada al terminar las compras, yse alegró de poder dejar las bolsas bajola mesa del Sambar Coffee House.

De pronto, Madame Xu se empeñóen frotar un círculo oscuro en la mesa, yla joven se preguntó si debía decirle queaquello era un nudo de la madera y que,

por tanto, no podría borrarlo como nofuera con una sierra eléctrica.

Finalmente, la adivina renunció porsí misma. Volvió a hurgar en su bolso —uno grande, de piel color vino, conhebillas doradas— y extrajo otratoallita, ésta de franela con motivosflorales y perfumada al pachuli. Se laaplicó delicadamente en la frente y ellabio superior. El crepúsculo se ibasuavizando y un aire caliente llegaba dela cocina del restaurante, cuya puertaestaba abierta. El olor a comino fritoinvadía la calle.

Alguien accionó un interruptor y unventilador empezó a girar

perezosamente en el techo, originandosuaves oleadas de aire tibio. Joyce tuvola sensación de que alguien leacariciaba la coronilla.

—Ng, chat, saam, yee, lok, si, baat—murmuró C. F. para sí, sentado alextremo de la mesa, mientras anotabanúmeros en un diagrama que habíatraído consigo—. Yat gau-gau-gau.

Madame Xu chasqueó la lengua,disgustada.

—¿Tiene tanto trabajo? ¿No puedetomarse un respiro ni siquiera un viernespor la noche, C. F., cuando hay stringhoppers en el menú?

—Sí, Xu-tai, hoy tengo mucho

trabajo. —Su mano parecía vibrar aldibujar diminutos caracteres chinossobre el plano de una casa.

La adivina dijo a la ayudante delgeomántico:

—Mientras esperamos alsuperintendente, ¿quiere que le lea lamano, querida?

—Puesss... Bueno, vale. Yo... —repuso Joyce, dejando caer las manossobre el regazo. Miró la calle y depronto sonrió—. No vamos a tenertiempo. Mire quién viene por ahí.

El superintendente Tan seaproximaba con sus lánguidos andares,las manos hundidas en los bolsillos, cual

contrapunto a la proverbial rigidez yrectitud del funcionariado de la ciudad-estado.

—Hola, queridos amigos —dijo alllegar—, me alegro mucho de verlos.Gracias por venir, Madame Xu, C. F.,y... señorita Mak... esto...

—Simplemente Jo —le recordó lajoven.

—Jo, claro. Nos conocimos la otravez.

—Para nosotros es un placer —dijoMadame Xu—. Más aún siendo viernespor la noche.

Wong dejó de escribir y recogió suspapeles, produciendo sobre la mesa un

ruido como de gato afilándose las uñas.—¿Y dónde está D. K.? —preguntó

el joven oficial—. ¿No ha llegado aún?Vendrá más tarde, ¿no?

—Esta noche no vendrá. Me hapedido que le transmita sus disculpas —dijo el geomántico—. Estaba muy liado.

—Siéntese, siéntese —dijo MadameXu.

—No, verán, primero he depreguntar una cosa. Oficialmente,conforme a las normas, no se admitenvisitantes en estas reuniones, ¿verdad?Pero usted, C. F., trajo a su ayudante laúltima vez, y también hoy. Quieropreguntar si yo también puedo traer a

alguien esta noche. ¿Sí? No les importa,¿verdad?

—Bueno, depende —dijo MadameXu, y se arregló maquinalmente sucheong-saam, esa prenda de terciopelonegro veteado de púrpura, azul y rosa,ante la posible presencia de un invitado.Como siempre, la adivina vestíaimpecablemente—. Si se trata de alguientan encantador como la señorita Jo, yono veo inconveniente.

—Es un banquero. Bueno, de labanca privada. Tiene relación con elcaso que voy a presentar esta noche,saben.

—¿Han atracado un banco? —

preguntó Wong.—En realidad no... Bueno, no estoy

seguro de cómo calificarlo. Losbanqueros lo llaman histeria colectiva.Nunca habíamos tenido un caso dehisteria colectiva, ¿verdad? Puedo ir abuscarlo ahora. ¿Qué me dicen?

—¿Un caballero de la bancaprivada? Por mí, adelante —insistióMadame Xu, y los demás asintieron.

Tan se dio la vuelta e hizo señas aun hombre de treinta y pocos años quelos miraba con aire incómodo desdelejos. Alto, de piel pálida y pelo rubio,se acercó a paso vivo, deteniéndosesúbitamente detrás del policía.

—Haré las presentaciones. Éste esJoseph Sturmer, de la United WorldBanking Corporation. Madame Xu, laseñorita Joyce, el señor C. F. Wong.Bien, siéntese, por favor.

El larguirucho banquero, cuyoaspecto desentonaba con su traje oscuroy su corbata conservadora, se dejó caercon abatimiento en una silla, bajó lasmanos al regazo y miró alrededor congesto compungido. Era pecoso como unniño. Joyce lo observó con interés:bonito pelo lacio y nariz griega correcta,pero labios desagradablemente finos yausencia de mentón. De todos modos, sedijo, era demasiado viejo.

Madame Xu explicó que ya habíaarreglado el menú con el viejo Uberoi,de manera que los caballeros podíanempezar con su historia cuandoquisieran.

—Podemos comer y escuchar almismo tiempo —añadió.

—Entonces vayamos al grano —dijoTan—. Se trata, como decía usted antes,del atraco a un banco. O tal vez no.¿Usted qué diría, señor Sturmer?

—Bien, es un misterio. Por esoestamos aquí, ¿no es así? Los del bancono pueden resolverlo.

Joyce advirtió su acento extranjero.—Hola. Llámeme Jo. ¿Es usted de

allá abajo?—¿Quiere decir australiano? No. De

Nueva Zelanda.La esposa de Uberoi, una

voluminosa mujer llamada Nina Chug(Uberoi era delgado como un tallarín),sirvió las bebidas: lassi salado paraMadame Xu, Wong y Tan, y dulce paralos dos mat sellah. Se da por supuestoque los occidentales lo prefieren dulce.

Tan rompió el silencio subsiguiente.—Bien, empecemos. Alguien ha

robado el banco de una manera hartocuriosa.

—Bueno, es lo que pensamos —precisó Sturmer.

—¿Por qué no nos lo cuenta usted,señor Sturmer? —pidió el geomántico.

—De acuerdo —dijo el neozelandés—. Antes que nada, he de recordarlesque es un asunto confidencial. No debesalir de estas cuatro... —Se fijó en queel restaurante sólo tenía tres paredes—.En fin, que es confidencial. Soy elsubdirector de la división de bancaprivada del United World Bank. Estamañana recibí una llamada de un clienteal que no le habían tramitado un ingresode dinero. Solemos recibir quejas deesta índole. Nueve de cada diez se tratade una demora perfectamente normal.

—Si no entiende algo, C. F. —dijo

Joyce, visto el acento cerrado deSturmer—, yo se lo traduzco. Mihermana salió con un kiwi una vez.

Sturmer prosiguió, no sin cautela:—Le di la excusa de costumbre: «Lo

siento, señor Somchai. Para los chequesson siete días laborables, depende delbanco del que proceda el dinero, y hastaveintiocho días si está librado enmoneda extranjera.» Y es la verdad,pero Somchai no se dio por satisfecho.«Era en efectivo», dijo. «He ingresadodinero en metálico. Debería haber sidoregistrado inmediatamente. No tiene quecomprobar nada, es dinero en efectivo ynada más.» No le faltaba razón. Tuve

que enfocarlo de otra manera.«Seguramente se trata de un despisteinvoluntario», le dije. «Estoy seguro deque si espera a que su banco le pase elestado de cuentas, comprobará que eldinero está allí.» Verán, algunos clientesingresan dinero y ese mismo día lesadeudan una factura o cheque por unasuma similar, pero ellos esperan que elsaldo de su cuenta se incremente, cuandoen realidad todo está correcto. O quizála esposa saca un reintegro y luego seolvida de decírselo al marido. Soncosas que pasan, absolutamentenormales. Bien, al final le dije quepodíamos enviarle un estado de cuentas

interno.Joyce reparó en que C. F. Wong

escuchaba y observaba con granconcentración, esforzándose porentender. Por alguna razón, el banquerose dirigía a Joyce y toda la historia se larelató a ella. Al principio la joven no sedaba cuenta, pero luego se sintiócomplacida, asintiendo con la cabeza amedida que el otro hablaba. Se preguntósi los demás lo tomarían a mal, dado queella no pertenecía al grupo de místicos.

—Pero el tipo se puso impertinente.«Señor Sturmer», dijo, «no me tome porun imbécil. No estoy casado y séexactamente lo que entra y lo que sale de

mi cuenta bancaria. Hago balance de mitalonario cada vez que lo utilizo. Y meconsta que hace dos días ingresé cincomil dólares de Singapur y que ahora noestán».

Sturmer parecía más relajado. Miróbrevemente a Wong y Madame Xu antesde posar de nuevo sus ojos en Joyce.Empezó a gesticular con las manos paraexpresarse con más soltura.

—De modo que procuré notomármelo a la tremenda, le dije que yasabía que se le daban bien los números yque me ocuparía personalmente delasunto. ¿Dónde depositó el dinero? ¿Enla oficina principal? ¿La cuarta máquina

empezando por la derecha? Bien.Gracias por llamar. Agregué que letelefonearía al cabo de dos horas, que esel procedimiento normal para clientesparticulares. ¿Está todo claro, porahora?

Hizo una pausa y Joyce y MadameXu asintieron con la cabeza. Wongcontinuó mirándolo fijamente.

—Bien, en el noventa por ciento deestos casos, es el cliente el que hacometido algún error de cálculo, así quesuelo hacer caso omiso y dejar que seresuelvan solos. Se sorprenderían desaber cuántos multimillonarios hayincapaces de contar hasta diez o de

hacer una simple suma. Pero luego micolega Sarah Remangan, que ocupa lamesa contigua a la mía, me dijo: «Yo herecibido una llamada similar de uno demis clientes. Ingresó un dinero el martespasado. Tiene recibo y todo. Pero juraque el dinero no está en su cuenta.Incluso pidió un estado de cuentas quelo ratifica.»

Sturmer hizo una pausa cuando uncamarero lo empujó suavemente con elcodo mientras disponía los platos en lamesa. Una bandeja con cinco masaladosas llegó un momento después.

—Continúe —dijo Madame Xu,empezando a repartir las crepes de

patata al curry, sirviendo primero aSturmer—. Entonces se dio cuenta deque algo pasaba, ¿verdad?

—No, no en ese momento —dijoSturmer—. Verán, todo el sistema estáinformatizado. No puede fallar. Siempreresulta que la gente gasta demasiado yno sabe en qué se le ha ido el dinero. Espropio de la naturaleza humana. Peroluego sonó el teléfono de Sarah y eraotro cliente con el mismo problema. Losupe por lo que Sarah le decía.Probablemente fue entonces cuandocomprendí que había motivos depreocupación. Tres quejas similares,una detrás de otra. Algo iba mal.

—¿Un virus informático, quizá? —aventuró Joyce.

—Imposible. Los ordenadores delbanco están programados para hacersólo dos cosas: o lo hacen bien, o secuelgan. No hay término medio. No seequivocan con las operaciones. Sifuncionan, es que funcionan bien. Todoslos sistemas informáticos de los bancosestán basados en este principio, almenos que yo sepa. En fin, telefoneé avarias personas. Llamé a mi supervisor,claro está, y me dijo que informarainmediatamente al departamento deinformática y al de seguridad. Estoocurría sobre las diez de esta mañana.

—Se mesó el pelo—. En las dos horassiguientes no dejamos de recibir quejasde clientes. Un equipo de seguridad dealto nivel inició una investigación. Aeso del mediodía nos dieron susprimeras impresiones. Todos loscheques pasados por el ordenador delbanco eran correctos. No había ningúnindicio de que algo funcionara mal.

El banquero hizo una pausa,visiblemente perplejo, y luego continuó:

—Era muy raro. Como unaalucinación colectiva. Según nuestrosarchivos, ninguno de esos depósitos enefectivo había sido ingresado en elbanco, y todos los ordenadores

funcionaban a la perfección. Un misterioabsoluto.

—¿Pudo tratarse, como usted dice,de una alucinación colectiva? —preguntó Madame Xu—. ¿Tal vez...deliberada?

—Es la respuesta que le gustaría albanco —dijo Sturmer—. Pero, entrenosotros, no lo creo. Esos clientes no seconocen entre sí, y son demasiadoscomo para haber organizado un timo.Algunos son clientes de toda la vida.Uno de los afectados es la sobrina deuno de los directores.

Hizo una nueva pausa mientras laseñora Chung servía platos de idli y

uttapum. Madame Xu le recordó loshoppers.

—¿Y no tienen, no sé, cámaras deseguridad y tal? —preguntó Joyce.

—Sí. Ésa fue la siguiente área deinvestigación. Averiguamos que todoslos afectados habían ingresado dinero enmetálico, en cajeros automáticos delvestíbulo de la oficina central, que estáabierto las veinticuatro horas. Tenemosallí cámaras de seguridad que tomanfotografías cada cinco segundos. Lascintas de vídeo han confirmado que losclientes afectados utilizaron los cajeros,tal como ellos afirman.

—Háblenos de ese vestíbulo, por

favor —dijo Wong.—Se trata de un recinto grande y

cuadrado, situado en el lado norte deledificio. El equipo de investigaciónverificó los cajeros. Hay tres máquinasen cada lado, empotradas en las paredeseste y oeste, y otras seis autónomas alfondo, más otras dos en la pared de lapuerta principal. Todas las máquinasfuncionaban perfectamente. Eranmáquinas debidamente conectadas albanco con sus cables y demás. Noparecía que nadie hubiera tocado nada.En los vídeos se veía a los técnicos dela entidad entrando en el edificio variasveces durante esas dos semanas. En

cuatro casos fue para hacer ajustes enlos cajeros empotrados. En otros dos,los operarios vinieron a instalar cajerosautónomos, y una sola vez para retiraruna máquina defectuosa. Luego elequipo de limpieza, que va dos veces aldía. Todo parecía estar en orden.

La señora Chug les llevó unabandeja de aloo gobi. Madame Xu se lacogió de las manos y empezó a repartirentre los comensales, empezando por elbanquero, luego los dos hombres, y porúltimo Joyce.

—Bueno, eso es todo lo quesabemos —dijo Sturmer, la frentearrugada—. La gente ingresó el dinero,

o se figuró que lo hacía, y el dinero seesfumó. Estoy hablando de cientos demiles de dólares de Singapur, quizá unmillón o más. No lo sabemos. Y nosabemos cuándo se acabarán las quejas.

—¿Contaron ustedes los cajeros? —dijo Joyce—. Perdón, ¿ha sido unapregunta tonta?

—Estaban todos los que tenían queestar. Y todos funcionabanperfectamente.

—Ahora deje de hablar y coma —ledijo Madame Xu. Parecía dispuesta ahacerle de madre al banquero—. Hallegado el momento de comer y pensar.Tenga. —Cogió un plato de pakora y se

lo acercó con gesto perentorio.—Gracias, pero no tengo mucho

apetito...—Coma. Le revitalizará el cerebro y

lo ayudará a resolver el problema. Espreciso que coma.

Sturmer se sirvió una raciónminúscula y los otros empezarontambién a servirse, a sí mismos y a losdemás.

Joyce sintió pena por elneozelandés, al que se veía tan abatidocomo si acabara de extraviar un billetede lotería ganador.

—Pruebe un poco de esto —le dijo,poniéndole en el plato una generosa

ración de lima encurtida—. Le dará unsubidón. Debe de estar en estado deshock.

—Sí. Sobre todo desde que eldirector general me ha encargadoresolver el problema. Lo peor es que notenemos ni idea de hasta qué punto esgrave. Nos preocupa que mucha gente nosepa que ha sido víctima de ello hastaque reciba el extracto de su cuenta afinal de mes.

—Pistas —dijo Madame Xu—.Tendrá usted alguna pista, ¿no,superintendente Tan?

El policía, que estaba convirtiendosu plato en una cordillera del Himalaya,

dejó su cuchara y se puso el maletín enel regazo.

—Quizá —dijo—. En lasdeclaraciones que recogimos esta tarde,hay algunos puntos interesantes. Aquí lastraigo. Es demasiado largo para dárseloa leer a cada uno de ustedes, pero heanotado las principales discrepancias.Veamos.

Sacó unas hojas con membrete de lapolicía, escritas con su caligrafía detelaraña, y empezó a descifrar losgarabatos:

—Dos clientes dicen haber ido albanco el lunes por la larde, pero lascámaras demuestran que lo hicieron en

otro momento, uno de ellos el lunes amediodía y el otro el martes por latarde. Ambos tienen más de cincuentaaños, de modo que podría tratarse de undespiste, ya saben lo que pasa con lagente mayor. Sin ánimo de ofender, ¿eh,Madame Xu, señor Wong? —Volvió aconsultar los papeles—. Bien, lamayoría asegura que utilizó una de lasmáquinas autónomas del lado derecho;dos creen recordar que usaron un cajerode la izquierda, y tres no recuerdan conclaridad cuál utilizaron. Varios dijeronhaber utilizado «el cajero de depósitos»,aunque no existe tal cosa pues todas lasmáquinas, salvo el lector de saldo,

ofrecen servicio de reintegro e ingreso.El superintendente bizqueó un poco

y luego giró el papel para leer algoescrito de lado.

—Déjenme ver... Ah, sí. Un hombreasegura que sacó una suma excesiva, quecambió de parecer y que luego hizo colapara volver a ingresar la mayor parte.Está convencido de que lo hizo, pero ensu estado de cuenta sólo consta elreintegro, no el ingreso. No recordabaqué cajero o cajeros utilizó, pero diceque normalmente lo hace en uno de losempotrados.

—No nos ha dado suficienteinformación sobre ese vestíbulo —dijo

Wong, masticando un bocado de masaladosa.

—Sabía que me lo pediría, C. F.Tenga, le he traído un plano de planta.Le encantan los planos, ¿eh? Elvestíbulo, que no cierra nunca, esligeramente más estrecho al fondo queen la entrada. Las puertas están al estedel edificio pero abren hacia el sur, yaque son de doble hoja y de pocorecorrido. Dos implicados a los quehemos llevado allí esta tarde hanseñalado este cajero de aquí como elque utilizaron para hacer sus depósitos.

—El del lado este —dijo Wong.—Correcto, C. F.

Sturmer contempló su comida,demasiado inquieto para sentir el menorapetito. Luego miró a los místicos, queparecían muy satisfechos con susrespectivos platos.

—Bien, creo que eso es todo —dijo—. ¿A alguien se le ocurre algo? De locontrario, me marcho. No tengo tiempode quedarme a comer. Como he dicho,soy el responsable de arreglar estedesastre.

—Es evidente que alguien colocó uncajero falso —dijo Madame Xu—.Imagino que, vestidos con unossobretodos con el logotipo del WorldUnited Bank, instalaron su propio cajero

en una esquina. Tendrá que comprobar aesos operarios que aparecen en losvídeos entrando y sacando aparatos. Siusted lo desea, puedo ver esas cintas ytratar de identificar a los malos pormedios paranormales.

El banquero frunció el entrecejo yrepuso:

—Sí, se nos había ocurrido, quierodecir lo del cajero falso, y ya hemosenviado gente para que localicen a todoel personal técnico que trabajó estas dosúltimas semanas. Eso llevará algúntiempo. Un posible error por nuestraparte fue que las dos cámaras deseguridad no abarcan toda la sala. Están

enfocadas hacia la puerta de entrada,más que hacia la parte del fondo.

Joyce preguntó:—¿Por qué no hay cámaras que

enfoquen a la gente en el momento deutilizar los cajeros?

—En cierto sentido, las hay. Cadamáquina fotografía de cerca a la personaque la utiliza. No se le ocurra hurgarsela nariz mientras saca dinero de uncajero automático, señorita. Bueno, noestoy insinuando que haga tal cosa.Lógicamente, a lo largo de una semanaacaba habiendo cientos de fotografías.Tenemos gente investigando eso, perode momento nadie ha notado nada

extraño.Empezaban a contagiarse todos de su

desdicha, y durante un rato sólo hubosilencio (si es que puede usarse estetérmino en medio de un restaurante deSerangoon Road un viernes por lanoche). Finalmente, el banquero dijo:

—También nosotros nospreguntamos si alguien habría colocadoun cajero falso; pero sería difícil deinstalar, y de una gran audacia.

Madame Xu asintió con la cabeza.—En efecto, sería muy arriesgado.

La probabilidad de que los maleantesperdieran su botín y su caro aparatosería muy elevada.

El superintendente pinchó un pakorae intervino:

—Además, no les saldría a cuentaprocurarse un aparato tan grande paraconseguir una suma tan pequeña, ¿no?No sé ustedes, pero yo nunca metodinero en esos cajeros, sólo los uso parasacar, ¿verdad o no?

—Verdad —dijo Madame Xu—. Yojamás he ingresado dinero en una deesas máquinas. Sólo lo he sacado, y esocuando mi pequeña Amy está allí pararecordarme el número secreto y decirmequé botones apretar.

El policía se retrepó en su silla, hizouna mueca y se escarbó los dientes antes

de hablar de nuevo:—¿No podría ser que alguien, quizá

un banco rival, se hubiera apoderado deun cajero automático y lo hubierareprogramado no sé cómo, antes deinstalarlo en el United World Bank?Haría falta un superexperto eninformática, contabilidad y a saber quémás. Debe de haber pocos...

—Exacto —concedió Madame Xu—. Criminales de alta tecnología.

—Bobadas.Todos volvieron la cabeza. El

desdeñoso comentario procedía deJoyce McQuinnie.

—No haría falta ningún experto —

dijo—. Cualquier bobo conconocimientos de programación podríahacerlo. Hasta yo misma, y eso que eninformática siempre sacabainsuficientes.

—Continúe, por favor —pidió Tan.—No haría falta material

sofisticado, ni nada, sólo un PC rápido—dijo la joven—. Yo creo que elordenador de mi hermano, un clónico deciento sesenta y seis megas, podríaservir. Sólo hay que programarlo paraque te dé una típica pantalla deescritorio con instrucciones sobre cómometer el dinero por una ranura y anotarla cifra del ingreso. Y hace falta también

una impresora, para que al clicar enter,la impresora produzca una especie decomprobante del depósito. Y ya está.Pan comido.

—¿La impresora saca pan? —preguntó Wong.

—No, pan no. Un papel.—Pero ¿no acaba de decir pan

comido?—Me refería a... bueno, vale. Quería

decir un papel.—¿Y los otros detalles? —preguntó

Madame Xu—. Ya saben, en loscomprobantes también viene la hora y lafecha de la transacción...

—La fecha y la hora se añadirían

automáticamente. Muchos ordenadoresya lo hacen cuando imprimes algo. Estátirado.

El banquero asintió con la cabeza.—La chica tiene razón. Si sólo fuera

una pantalla que pregunta cuánto vas aingresar, en vez de un servicio completode cajero automático, sería fácil haceruna reproducción idéntica en unordenador corriente. Cualquier chavalpodría hacerlo.

—Vaya, pues muchas gracias, Joyce—dijo el superintendente—. Ha sido degran ayuda. Ojalá entendiera yo algo deordenadores. Tengo un sobrino al que sele dan muy bien. Parece que los únicos

que entienden de eso son los jóvenes. Enfin, de modo que lograr que unordenador imprima un recibo no esdifícil. Y luego ¿qué?

—Pero nadie ha respondido a supregunta de antes —observó la adivina—. ¿Merecía la pena? ¿La gente ingresadinero en esas máquinas? SeñorSturmer, usted debe de saber larespuesta.

—Tiene usted toda la razón, señora—dijo el banquero—. La mayoría de lagente utiliza los cajeros automáticospara sacar fondos. El porcentaje dequienes ingresan dinero es bastante bajo,en comparación. Por lo que respecta al

vestíbulo que nos ocupa, hay más omenos un setenta por ciento dereintegros y un diez por ciento dedepósitos; el veinte por ciento restanteson transferencias, balances y otrosservicios.

Wong se inclinó sobre la mesa.—Eso no es problema.—Hable —dijo Tan.—¿Quieres atraer dinero a una

nueva empresa? No es difícil. Lamáquina nueva la colocaron en el este.El vestíbulo no está excesivamente llenode máquinas. Podrían haberla puesto endiversos lugares. La mayoría de la gentehabría pasado de largo si estuviera

cerca de la entrada, pero la colocaron enel lado este. Los motivos son obvios.

Hizo una pausa. En el silencio quesiguió, Madame Xu se lo quedó mirandocon la cuchara a medio camino de laboca.

—No para mí —dijo elsuperintendente.

—Los símbolos del trigrama del esteson la floración, el verde de la hierba yel amanecer. Allí es donde se encuentranlas fuerzas del nacimiento y elcrecimiento: la ubicación perfecta paraun nuevo negocio. Quien puso lamáquina trucada allí, sabía algo de fengshui. Claro que también pudo ser un

golpe de suerte.Madame Xu no lo veía claro.—De acuerdo, el lado este del

vestíbulo es mejor desde el punto devista feng shui, pero eso no responde lapregunta: ¿por qué la gente ingresabaallí dinero?

—No lo sé —dijo Wong—. Quizálos que instalaron la máquina pusierontambién un rótulo.

—¿Un rótulo?—Sí, uno que dijera algo como

«Ingresos rápidos». ¿Recuerdan quevarios clientes aseguran haber puesto sudinero en un cajero de depósitos?

—¡Claro! —exclamó Joyce—. Era

cuestión de poner en la máquina unrótulo de «Para servicio instantáneo,ingresar aquí», o algo parecido. Y todala gente que fuera a depositar pasta en elbanco, lo haría en ese cajero. Si no toda,al menos la mayoría.

El superintendente estabasorprendido.

—Es posible, sí, muy posible. Asíque los clientes sacan dinero de losotros cajeros, pero sólo ingresan en eltrucado. ¿Usted qué opina, señorSturmer?

—Podría ser. Supongo que sería unabuena manera de maximizar la recogidade ingresos.

Tan extrajo de sus dientes una pizcade cardamomo y dijo:

—Estamos empezando a pensar.Llevemos la hipótesis un poco más allá.Se han disfrazado de técnicos del bancoy han colocado este falso cajero, quefunciona con batería y sólo aceptadepósitos. Tiene un rótulo bien visible:«Cajero para ingresos.» Eso está muybien, pero ¿cómo lo vacían? ¿Dejan allítoda la semana el dinerofraudulentamente recaudado, sabiendoque al final lo van a descubrir? Muyarriesgado, ¿no creen?

—No sería necesario —dijo Wong—. A una vaca se la ordeña todos los

días, ¿o no? Un delincuente (quizá unodiferente cada día) entra como si fueraun cliente normal. Usa el cajero deingresos, pero lo que hace es sacar todolo que hay.

Madame Xu discrepó.—Acaban de decir que la máquina

no daba dinero, sólo lo admitía.Wong miró a Joyce, que había

adoptado el papel de experta entecnología.

—Puesss... sería fácil de arreglar —dijo—. Sí, muy fácil. Quien hubieraprogramado el ordenador conocería losmandos necesarios para, por ejemplo,hacer salir todo el dinero por una

puertecita. Sólo hace falta una teclarápida.

Otro silencio general.—Explíquese, por favor —dijo el

geomántico.—Una tecla rápida no es más que

una tecla que al apretarla te conmuta deuna cosa a otra —dijo la joven—. Osea, la pulsas y te cambiaautomáticamente del programa básico,que es para anotar la cantidad ennúmeros que estás ingresando, a unapantalla que puedes utilizar para, bueno,para sacar toda la pasta.

El superintendente Tan intervino sindejar de masticar.

—¿Y cómo evitar que otra personapulse esa tecla rápida?

—Con una contraseña.Wong, que había anotado las

palabras «clicar» y «tecla rápida» paraluego desentrañar su significado, dijo:

—Sí, esto parecería perfectamentenormal. Un hombre, o mujer, se acercaal cajero. Pulsa botones, teclea unacontraseña y saca el dinero. Todo muynormal. Nadie sospecharía nada.

—Supongo que no —dijo elbanquero, que había empezado a comerdistraídamente y tenía una cucharada debrinjal a unos centímetros de su boca—.De todos modos, no veo cómo pudieron

hacer todo eso sin que el personal delbanco se diera cuenta. Esa hipotéticamáquina estaba dentro del recinto delbanco. Y siempre hay un guardia deseguridad.

—Ya, pero piénselo un poco —intervino Madame Xu—. El guardia sólovio lo de siempre: clientes utilizando loscajeros, y de vez en cuando unostécnicos del banco, o que parecían serlo,instalando o retirando un cajero. Nadasospechoso, ¿verdad?

—Tal vez tenga razón —admitió elbanquero—. Pero sigo pensando quepasar inadvertidos tuvo que ser muydifícil. Verán ustedes, el propio

personal del banco manipula los cajerostodos los días para recargarles dinero.

—Una pregunta —dijo Wong—. ¿Elpersonal del banco va todos los días a lamisma hora?

—Pues sí, me parece que van cadanoche, dos veces el viernes, y por lamañana los fines de semana y el lunes.

—Entonces tengo la respuesta. Porla noche, uno de los delincuentes entradisfrazado de técnico del banco y poneun cartel de «averiado» en el falsocajero. Cualquiera que lo vea pensaráque es un técnico que ha ido a arreglarla máquina.

Sturmer dijo:

—Pero cuando lleguen los técnicosde verdad para arreglarla...

—No —dijo Wong—. Nadie avisa alos técnicos. El guardia de seguridad nollamará. No es asunto suyo. Además,todo el mundo creerá que ya han avisadoa los técnicos, puesto que hay un cartelde «averiado». Así piensa la gente.

El banquero guardó silencio,asimilando la sugerencia.

—Podría ser —dijo al fin, ycontinuó pausadamente—: Quizá. Losque cargan los cajeros por la nochesupondrían que una máquina averiada noes responsabilidad suya. Y los demantenimiento, al ver un cajero sólo

para ingresos, supondrían que se trata deun nuevo sistema que se está probando.Probablemente no lo comentarían entreellos. —De repente, se echó hacia atrásy rió—. Vaya, es gracioso. Sí, tienesentido. Sería imposible en un bancocon personas de verdad, pero otra cosaes un sitio que funciona automáticamentelas veinticuatro horas del día. Organizasun timo que encaja perfectamente en elsistema pero no afecta al procedimientonormal del banco. Muy astuto.

Tan sonrió.—Interesante. Gracias, místicos.

Buen trabajo. Nos han dado ideas.Ahora viene la parte difícil, que es cosa

mía: encontrar los delincuentes.Probablemente, la máquina con todassus huellas dactilares debe de estar yamuy lejos.

—Nuestra baza son las cintas devídeo. Habrá fotos de ellos —dijo elneozelandés.

Tan meneó la cabeza.—Lo malo es que ellos debieron de

preverlo, y seguro que iban disfrazados—dijo—. Yo no confiaría demasiado.Va a ser muy difícil encontrarlos.

—Como usted dice —intervinoMadame Xu—, ahora es cosa suyaencontrar a esos delincuentes.Demasiado peligroso para gente mayor

como nosotros, salvo la señoritaMcQuinnie, claro.

Sturmer se limpió la boca con laservilleta y le dijo a Tan:

—Tengo que volver al banco. Verési alguna de estas ideas puede ayudar alequipo de investigación.

Wong levantó la vista.—Espere, por favor. ¿Podemos

hablar un momento sobre el contrato defeng shui firmado por la World UnitedBanking Corporation?

—¿No podría ser otro día? —repusoSturmer, poniéndose en pie—. Lesagradezco su ayuda, pero la verdad esque estoy bastante ocupado, como

pueden imaginar. Permitan que losinvite.

—Será sólo un minuto —insistió elgeomántico, y algo en su tono hizo que elbanquero se sentara otra vez—. Tengoque decirle algo. Hace dos años C. F.Wong & Associates tenía el contratopara estudios de feng shui de todas lassucursales de su banco. El contrato nofue renovado.

—Yo entonces estaba en la oficinade Sidney. Sólo llevo aquí doce meses.No sé nada sobre este asunto.

—Se lo explicaré. Su banco contratóa otro experto en feng shui. Más baratoque nosotros, pero quizá no tan exigente

en su trabajo.Tan le interrumpió:—Estoy seguro de que el señor

Sturmer podrá concertar una entrevistacon las personas implicadas, C. F., paraver si pueden ustedes obtener un nuevocontrato, ¿de acuerdo?

Sturmer asintió con la cabeza,levantándose de nuevo.

—Oh, no —dijo el geomántico—.No lo decía porque quiera que noscontraten otra vez. Sólo para darle másinformación.

—Le escucho —dijo el banquero.Wong abrió el plano encima de la

mesa.

—A veces echo un vistazo a sussucursales. Las conozco bien de cuandohice mi estudio de feng shui. Necesitover si el nuevo asesor ha hecho lascosas correctamente. El feng shui es unnegocio como otro cualquiera. Tenemosque vigilar a la competencia. Más aúncuando se trata de gente que lo hace másbarato. La mayoría de las sucursalesestán bien. No así en un par de casos. Lade Somerset Road está muy mal. Tienealgunos errores que yo podríasolucionar. Colocaron unos peces decolores en el lado oeste, lo cual es unalocura, pero bueno...

—Entiendo —dijo Sturmer.

—La pequeña sucursal electrónicade Mosque Street sí que es un problema,yo diría que urgente. Tiene quearreglarlo lo antes posible. El feng shuique hay allí es muy malo, pero deje quese lo explique. El local tiene una formaextraña. Hay puntos de energía chinegativa justo en la placa con el nombredel banco. Eso es muy malo. Muynegativo. La posición de los cajeros escorrecta, pero no así la de la placa. Hayun espejo ba gua (ya sabe, un espejofeng shui de ocho caras, con trigramas)puesto dentro, de manera que refleja elnombre del banco. Gran error. Es casicomo si el nuevo geomántico hubiera

querido ponerle las cosas al banco lopeor posible. Y no al revés.

Tan estaba impacientándose.—C. F. ¿es necesario que hablemos

de esto ahora? ¿No podría redactar uninforme o...?

Sturmer levantó la mano parainterrumpir al policía.

—Un momento, superintendente.Nosotros no tenemos un bancoelectrónico en Mosque Street. Notenemos ninguna sucursal en MosqueStreet.

—Por eso lo digo. Sin embargo, estebanco tiene un rótulo con su nombre —dijo Wong.

Sturmer se sentó bruscamente.—¿Cree usted que...? ¿Está seguro

de que es nuestro banco?—Pone United World Banking

Corporation, en letras grandes. Y tienesu logotipo.

—¿Podrían ser los mismos que...?—preguntó el banquero, mirando a Tan.

El superintendente guardó silencio.—No lo sé —dijo el geomántico—,

pero, si mal no recuerdo (es difícil paraun viejo de más de cincuenta años, comoyo), en ese banco electrónico hay doscajeros automáticos. Uno con un letrerode «averiado», y el otro, creo, con unletrero que pone «Depósitos rápidos».

Me fijé en eso porque el feng shui eramuy malo, por nada más. Confiaba enque nadie me echara la culpa a mí.Singapur es una ciudad pequeña. No meha sido difícil controlar las sucursalesde su banco. —Y meneó la cabeza alevocar la mala disposición del sitio.

—Conque por eso sabía lo delcajero con el rótulo especial —dijoMadame Xu—. Nos ha hecho pensar quese trataba de una idea espontánea. Esoes hacer trampa, señor Wong.

—Entonces —dijo Tan—, si tiene elnombre de su banco pero no es su banco,es que se trata de un timo. —Sacó suteléfono móvil—. Rezo para que sea la

misma gente, que intenta repetir el trucoen otro lugar. Quizá podamos atraparlos.Eureka.

—¿Qué significa eureka? —preguntóWong.

—No lo sé. Pregunte a su ayudante—dijo Tan, pulsando botones del móvil.

Joyce parpadeó. Su entrecejo seconvirtió en una pequeña retícula.

—No sé. Es lo que dice la gentecuando por fin encuentra algo que haestado buscando con ahínco. «Eureka, lohe conseguido.»

En ese momento el viejo Uberoisurgió entre el vapor de la cocinaportando dos platos grandes, uno de

string hoppers y el otro de hoppers conhuevo, las dos versiones de esasdeliciosas crepes elaboradas con harinade arroz.

—¡Oh, eureka! —exclamó MadameXu, batiendo palmas.

7Especia de vida

El Chuang-tzu, chuan 7, dice: «Lamente del hombre perfecto es como unespejo: no se mueve con las cosas, nolas anticipa. Reacciona a las cosaspero no las retiene.»

La misma idea de distanciamientose encuentra en otro texto antiguo, elYi-ch'uan Chi-jang Chi, chuan 14. Aquíleemos las palabras de Shao Yung. Estofue lo que dijo:

El nombre del Maestro de laFelicidad se desconoce.

Durante treinta años ha vivido enlas riberas del Lo.

Sus sentimientos son los del vientoy la luna;

Su espíritu está en el río y en ellago.

Para él no hay distinciónentre posición inferior y alto rango,entre pobreza y riqueza.No se mueve con las cosas ni las

anticipa.No tiene límites ni tabúes.Es pobre, pero no está triste.Bebe, pero jamás se emborracha.Acumula en su mente la primavera

del mundo.

Brizna de Hierba: poquito a pocovas siendo más sabio. Pero recuerdaesto: la fortaleza de la mente es lafortaleza de su distanciamiento.

Destellos de sabiduría oriental,C. F. Wong, parte 131

Con su diario a buen recaudo en elmaletín que sujetaba contra el pecho, C.F. Wong caminaba con brío por lasagrietadas aceras atestadas de gente, conla cabeza bien alta.

Un viaje a Delhi, pensó, era unabuena manera de recordarle a uno quetiene nariz. Demasiado a menudo,

cuando se está de visita en una ciudad,los otros sentidos predominan. Uno seextasía con el horizonte urbano deSingapur y Hong Kong; los oídos se venasaltados por la cacofonía de laconstrucción en Shanghai y KualaLumpur; pero allí, en la vieja Delhi, unopodría guiarse solamente por el olfato.El torrente de polvo y gases de escapeindica dónde están las calles, mientrasque las zonas peatonales están marcadaspor el coriandro, el incienso, lasespecias, el azúcar, el humo, la orina yel sudor —viejo o reciente—, más esecurioso olor a cosa quemada propio delo que fue en tiempos la actual capital de

la India, aunque Wong no había logradoidentificarlo todavía. Inspiró hondo paraponer a prueba su teoría, y de inmediatolo lamentó. Los olores eran tan intensosque hacían daño.

Doblaron rápidamente una esquina, yel geomántico tomó repentina concienciade sus otros sentidos al chocar contra elflanco de un monstruo gris pardo: ¿unelefante? No, un buey. El animal lo mirócon ojos infinitamente tristes. A Wong lorepelió la manera extrañamenteinorgánica con que la piel áspera ycorreosa cubría como una capa malajustada la angulosa osamenta delanimal. Pasó como pudo por el espacio

que quedaba entre el buey cubierto demoscas y un polvoriento y asfixiadoautobús que avanzaba peligrosamentepor una callejuela repleta de humanos yanimales.

Por enésima vez, examinó ladesconcertante escena que sedesplegaba ante ellos y se preguntó sihabrían perdido al guía. El muchacho seescurría con tal rapidez por lospequeños claros en la multitud, quepocos observadores habrían pensadoque tenía relación alguna con elcaballero chino y la joven blanca que loseguían.

—Jolín. ¿Por qué va tan deprisa? —

dijo Joyce, a quien le costaba norezagarse pues iba sacando fotos de loque ella llamaba «personajes», gentemayor con la cara curtida por la vida—.¿Es que olvida que tenemos queseguirlo? —Sus malhumoradoscomentarios contradecían el hecho deque lo estaba pasando en grande en suprimera visita a la India. Lo encontrabatodo fascinante, las vistas y los colores,los aromas y los sabores, todo aunadopara mantenerla en una especie deestado de trance.

Habían llegado a última hora de lanoche anterior, de modo que Joyce nohabía tenido una primera visión real de

la India hasta la mañana siguiente. Ladesolada tranquilidad de Rose House, lavieja mansión colonial de Uttar Pradeshdonde se alojaban, era una delicia detranquilidad. El agradable calor seco,además, estaba muy lejos de laincómoda humedad de Singapur. Habíapuesto a secar un top de algodón en elbalcón antes de bajar a desayunar, y unahora después, tras comer mangos,huevos de yema clara y yogur casero, laprenda estaba lo bastante seca paraponérsela.

Luego habían ido a la ciudad. Lavieja Delhi era igualmente fascinantepero en otro sentido. Allí reinaba un

pandemónium de felicidad. Tenía algode hipnótico estar en medio de aquellamuchedumbre hiperactiva, entre sedasmulticolores. No fueron sólo las mujereslo que captó su atención. Muchoshombres parecían ir a la moda, con suspeinados retro estilo años setenta, susbigotes a lo Burt Reynolds y suspantalones acampanados. Pero ¿vestíanrealmente a la moda retro? ¿O acaso elhombre de la calle no había cambiadode estilo en treinta años?

—¡Ya lo he visto! Sígame —dijoWong, y se lanzó por una pequeñabrecha entre dos motocicletas, una delas cuales transportaba a una familia de

cuatro, y la otra a una de cinco, ademásde un mono.

Joyce sacó otra fotografía, esta vezde un vendedor de especias calvo queparecía tener ciento cincuenta años, y seapresuró detrás del geomántico.

Cinco irrespirables minutos después,les alivió ver el edificio comercial queles habían descrito en las notas enviadaspor fax a la oficina por Laurence Leong,de East Trade Industries. El AssociatedFood and Beverages Delhi ManufactoryOld Building era un ruinoso edificio grissituado en una esquina bulliciosa. Aprimera vista parecía inclinado hacia laizquierda, pero el observador atento

pronto comprobaba que esta impresiónse debía a un curioso diseñoarquitectónico, con sus voladizosescalonados. Joyce supo que esosignificaba un gran exceso de algunacosa. Vio que Wong alzaba la vista paralocalizar el fuerte resplandor del sol trasunos cúmulos.

—Influencias del sudoeste. Chifemenino materno —dijo—. Difícil,difícil.

Tras divisar fugazmente al guía entrelos guardias de seguridad uniformados—que estaban tomados de la mano, cosaque a Joyce le habían contado eracorriente ver en la India, pero aun así

seguía sorprendiéndola—, entraron en eledificio. O, mejor dicho, en un túnel deltiempo. Fue como plantarse en la épocaeduardiana. El mobiliario era de maderavieja, oscura, y algunas piezas parecíande caoba auténtica. Alguien debió depensar que las paredes revestidas depaneles de madera noble quedarían bien,pero no era así. Había una plantamoribunda sobre la mesa de recepción,así como dos antiguos teléfonos negrosde baquelita y un cuadro de conexiónmanual como los que se veían en lasprimeras películas de Clark Gable.

—Qué guay —dijo Joyce.—Qué calor —dijo Wong,

pasándose el pañuelo por la cara.Tras una breve espera, los hicieron

subir por una vieja escalera hasta unasala rectangular, donde les presentaron avarios directivos de la empresa, todoscon bigote idéntico y nombre repletos desílabas, en la mayoría de las cualespredominaba la letra A. Había unNadarajah, un Vishwanathan y unKanagaratnum. Este último añadió, confuerte acento del norte de la India:

—Pero pueden llamarme Ravi.Joyce le dio las gracias de corazón.Hubo muchas, y no disimuladas,

miradas a la joven blanca. Un hombreentrado en años y calvo le dijo en voz

baja a Wong:—No parece muy china.El geomántico miró a su ayudante y

asintió como si reparara en ese detallepor primera vez.

—En efecto —dijo—. No parecemuy china.

Tras las educadas frases de rigor, laconversación se agotó rápidamente.Wong estaba ansioso por poner manos ala obra.

—¿Dónde están las habitaciones,señor Ravi?

—Señor Ravi, no. SimplementeRavi. Es mi nombre de pila. Anotaré susnombres en el diario de visitas y luego

iremos. Acompáñenme.Mientras caminaban, Ravi explicó

que era el director de relacionesexternas de la compañía, y que seocuparía de ellos durante su estancia.Los condujo por un pasillo oscuro a unapuerta que daba a otro lúgubre corredor.Después del caótico barullo de lascalles, Ravi, un hombre barrigudo quese movía como a cámara lenta y tenía lasmejillas picadas de viruela, les resultómuy agradable con su cálida sonrisa.Torcieron a la izquierda, luego a laderecha, subieron un breve tramo deescaleras y llegaron finalmente a lahabitación del hombre que había muerto.

—Bien, he aquí el sitio —anunció elejecutivo indio, alisándose el bigote conel índice y el pulgar, como si pensaraque no lo llevaba suficientementepegado—. El antiguo despacho delseñor Sooti Sekhar.

Era una habitación grande, malorganizada y nada atractiva. Incluso sinvalerse de su brújula lo pan paraorientarse, Wong vio que la habitacióntenía muchos defectos en ese sentido.Había una mesa puesta de lado respectoa la entrada, dejando a su ocupante conla espalda hacia una segunda puerta.Debería haber entrado luz por losventanales del fondo, pero unos estantes

con libros y archivadores la oscurecía.Varios salientes agudos hacían que elchi se arremolinara. La estanciaapestaba a papel mohoso, por encima deun olor general a humedad y malaventilación. Ravi pulsó dosinterruptores, pero sólo uno de losventiladores de techo empezó a girar.

Situándose en mitad del despacho,Wong advirtió que tenía forma de Ldistorsionada.

—Vaya. Esta habitación necesitamuchos cambios —dijo. Igual que elresto del edificio, pensó, lo que le hizopreguntarse por qué no le encargabanrevisar todo el espacio.

Ravi pareció presentir la pregunta.—Queremos que haga aquí su

trabajo, porque esta parte es la divisióninternacional, y aquí es donde se hace lamayor parte de los negocios conExtremo Oriente. ¿Ve esas carpetas? —Señaló una pared de archivadores yarmarios—. Ahí están todos loscontratos con Extremo Oriente,incluidos, en ese armario cerrado bajollave, los documentos que nos vinculan aEast Trade Industries. El personal de laDivisión Extremo Oriente trabaja en esahabitación de allí, detrás de la mesa deSekhar. Ahora mismo sólo tenemos auna persona, la señorita Dev, que es

malaya.Señaló la mesa principal y las sillas

que la rodeaban.—Antes éramos muy importantes en

productos animales de Extremo Oriente,marfil, medicamentos de tigre, cosas así.Sekhar se ocupaba de todo ello. Cuandoteníamos clientes de Extremo Oriente,Sekhar trataba con ellos en esta mismamesa. Después de su muerte, algunos deellos dijeron que el feng shui de poraquí era malo. Por eso necesitamos sutoque mágico, si no le importa que lollame así.

—Entiendo. Así que no necesitaestudios feng shui para el resto del

edificio.—Correcto. En esa parte todos son

hindúes, salvo algunos musulmanes deun departamento. Ellos mismos seencargan, pero no tiene por quépreocuparse en ese sentido. Sólo tieneque arreglar esta habitación y la que estádetrás de esa puerta de allí, para quenuestros clientes de Extremo Orienteestén contentos, y por supuesto tambiénnuestros accionistas de Singapur. —Dijoesto último con una ligera inclinación ymedia sonrisa, reconociendo losvínculos empresariales entre AssociatedFoods y East Trade.

—Yo creía que estaba prohibido

vender marfil y esas cosas —dijo Joyce.—En efecto, ese ramo ha empeorado

en todo el mundo. Vamos a dejar porcompleto los productos animales pararelanzar esta parte del negocio comoimportación-exportación deelectrodomésticos. Es más políticamentecorrecto.

Se apretó de nuevo el bigote contrael labio superior antes de continuar:

—Otra cosa. El personal técnico dela empresa, que reorganizará eldespacho y cambiará la decoracióncuando usted haya terminado su trabajo,sólo está disponible mañana y pasadomañana. Eso significa que usted sólo

dispone de hoy para hacer sus estudios.Espero que sea tiempo suficiente.

—No es mucho, pero creo que podréhacerlo —dijo Wong.

El ejecutivo salió del despacho trasdespedirse cortésmente. Wong yMcQuinnie hablaron un rato con la únicasuperviviente de la División ExtremoOriente, que se encontraba guardandocarpetas en una caja en previsión de losinminentes cambios de decoración.Mardiyah Dev llevaba en la empresadiez años y les contó toda la historia.

La trayectoria de Sooti Sekhar era lade muchos ejecutivos jóvenes. Habíaentrado en la compañía hacía unos doce

años, siendo entonces un entusiastahombre de treinta años graduado por unauniversidad cercana a Mumbai, y habíaascendido rápidamente hasta convertirseen ayudante del director de ventas deproductos animales a los treinta y seisaños. Dos años después se convertía endirector ejecutivo de productosanimales, un puesto que le requería pocoesfuerzo. Era, en cierto modo, unasinecura, puesto que sólo tenía queanalizar las tendencias del sector,mientras que sus subalternos hacían elverdadero trabajo de ventas.

—Aunque a algunos los sorprendióque se contentara con un trabajo de

escritorio, todo indicaba que le iría bienpara aquella etapa de su vida. Teníatreinta y ocho años, se había casado conla mujer que sus padres le habíanelegido, habían tenido dos hijosvarones, y Sekhar ya no quería pasarsela mitad del año viajando —dijo laseñorita Dev, una mujer bastantecorpulenta de treinta y tantos años—.Durante un tiempo llevó una vida muysencilla. Trabajaba de nueve a cinco,pasaba los domingos con su familia,salía de vez en cuando a tomar una copacon los amigos. Cada vez había menostrabajo que hacer. Pero entoncesreestructuraron la división, a él lo

trasladaron a esa habitación oscura, yfue volviéndose cada vez más taciturno.—Arrugó el entrecejo ante aquellosdesagradables recuerdos—. Hasta haceun año todavía daba los buenos días,pero era más un gruñido que un saludo.Para entonces sólo quedábamos él y yo.

—Pobrecilla. Debía de serdeprimente. ¿Le preguntó usted qué lepasaba? —dijo Joyce. Wong se alegróde tenerla consigo. Las preguntas de élsiempre sonaban a interrogatoriocomparadas con las de ella, siempreacompañadas de auténtico interés.

—Naturalmente, éramos buenosamigos —respondió la mujer—. Él

insistía en que no pasaba nada. Suesposa e hijos eran felices y gozaban debuena salud. Tampoco tenía deudas, queyo supiera.

Wong echó un vistazo a la anticuadahabitación. No era un lugar feliz, perolas fuerzas negativas tampoco eran lobastante terribles como para matar a suocupante. Los muebles de madera y losarmarios hechos a mano eran, a decirverdad, más atractivos y duraderos queel mobiliario modular de las ciudadesmodernas, aunque aquel despacho enconcreto probablemente había sufridomenos desgaste que la desastradarecepción del piso de abajo.

—¿El negocio iba bien? —preguntó.—No especialmente —dijo la

señorita Dev—. Productos animales yano era un sector en alza, y había escasezde material. Pero fue una cosa paulatina,nada del otro mundo.

—¿Y después...?—Bueno... —La mujer ladeó la

cabeza, un hábito que sin duda habíaimitado de sus colegas indios—.Después, de repente murió. Teníacuarenta y dos años. No lo podíamoscreer. Quiero decir, padecía lossíntomas de estrés habituales, úlcera deestómago y eso, pero estaba en muybuena forma. Había ganado muchos

trofeos en competiciones deportivas.Los tenía en esa vitrina de allí. Habíasido campeón de salto de longitud en suuniversidad, creo. Fue casi como sihubiera consumido toda su vitalidad,como si fuera una batería que de golpese agota. Y luego, zas, ataque alcorazón.

—¿Sentado a su mesa? —preguntóWong.

—A su mesa.—¿Le hicieron la autopsia?—El cuñado de Sekhar es médico y

se ocupó del cadáver. Lo atribuyó acausas naturales y su dictamen no diolugar a controversia. No tenía enemigos,

nadie que pudiera, qué sé yo,envenenarlo o algo así.

—Vaya. Pobre tipo. ¿Y eraagradable trabajar con él? —preguntóJoyce.

—Sí, era un hombre muy amable.Era taciturno y un poquito cohibido, y susalud empezaba a declinar; hacia el finalsufría de flatulencia, pero no creo queeso lo matara. —Lo dijo con una tímidasonrisa.

La historia de la inexplicable muertede Sooti Sekhar a tan temprana edadintrigó al maestro de feng shui. Sabíaque en casos similares solía haberproblemas financieros importantes que

no se conocían antes de la muerte.Intentó trasladar telepáticamente a Joycesu deseo de que siguiera haciendo suscompasivas preguntas, y se sorprendiócuando ella hizo justamente eso.

—Oiga, ¿y cómo quedaron su mujery sus hijos? Supongo que deshechos ycon apuros monetarios.

—No; no tanto. Bueno, muyafligidos, claro, pero en lo económicoquedaron bien cubiertos. Sekhar teníaahorros, había cancelado la hipoteca desu enorme casa, y me parece que estabaasegurado. Puede preguntárselo a suesposa. Trabaja por horas enDeshpande's, sección de envíos.

—¿Deshpande's?—Una fábrica de bolsos. A unos

ocho minutos de aquí, cerca del mercadoviejo. Pueden ir en taxi.

Wong sonrió.—Gracias por su ayuda.Las habitaciones requirieron

bastante trabajo. El geomántico y suayudante dedicaron toda la tarde aexaminar planos, trazar cartas, tomarmedidas y comprobar cómo la luz semovía por las habitaciones a medida queel sol se reflejaba en las ventanas devidrio mate del viejo edificio deoficinas de piedra rojiza que habíaenfrente. Casi todos los objetos estaban

mal colocados, y la errónea disposiciónde las puertas causaba enormesdificultades, pues la penetrante energíadel nordeste fluía demasiado rápidohacia el antiguo escritorio de Sekhar. Noera de extrañar que hubiera sido unhombre desdichado.

La habitación principal no eraexactamente un rectángulo, pues tenía unanexo hacia el sudoeste. Esta direcciónse asocia con la prosperidad, pero sólosi las proporciones son correctas, leexplicó Wong a su ayudante. El anexoera demasiado grande respecto a la salaprincipal y amenazaría a los ocupantescon un deseo de actividad desmedida.

Sekhar había tratado de compensarloyendo al extremo contrario y reduciendola actividad, como sucede a menudo,dijo. El resultado pudo ser un enormeflujo de energía no resuelta, que habríallevado a un quebrantamiento de lasalud.

Wong se asomó al ventanal y unmomento después exclamó triunfante:

—¡Uaah!—¿Qué pasa? —Joyce levantó la

vista de las dos cartas que estabaexaminando sobre la mesa, una lo shubasada en la fecha de nacimiento deSekhar y otra de la fecha deconstrucción del edificio.

—Cañerías. Unas cañerías muygrandes. Pasan justo por aquí. Sudoeste.Uno de los peores sitios para tener agua.El agua es buena, pero en el sudoesteestá el chi de tierra, que destruye lasventajas del agua. Un edificio muy maldiseñado.

El geomántico miró hacia atrás ysonrió, incapaz de disimular susatisfacción por haber encontrado tanpronto un importante fallo oculto.Volvió a la mesa y reanudó su trabajo.

Joyce, que se aburría, cogió unejemplar antiguo de The HindustanTimes y se dedicó a leer los anunciosmatrimoniales. Al cabo de unos minutos,

algo la dejó boquiabierta.—Eh, mire esto. «Buscamos novia

hermosa y de piel clara. Menos deveinticinco.» «Se busca ingeniero sij demenos de treinta.» Estos anuncios tienenque ser superilegales.

Repasó los de contactos y quedófascinada. Pasó los diez siguientesminutos estudiándolos.

—Éste es el país más racista, sexistay discriminador del mundo. En todos losanuncios de matrimonio dice que lanovia ha de ser bella y de piel clara, yen todas las ofertas de empleo buscangente de menos de treinta o treinta ycinco. Qué pasada. Para llegar a algo en

la India tienes que ser joven y de tezclara. Yo podría ganar más dinero queusted.

Dos horas más tarde hicieron unapausa para almorzar con RaviKanagaratnum y el sustituto de SootiSekhar, un sij llamado Jagdish que habíaaprendido la lengua putonghua despuésde cuatro años en la sucursal de laempresa en Pekín. Wong dijo que queríaacercarse a Deshpande's para hablar unmomento con la viuda de Sekhar.

—Oh, eso no será necesario —dijoRavi—. Sólo queremos que arregle eldespacho para que Jagdish pueda tratarallí con los clientes chinos. Hay que

mirar al frente, hacia delante, no hayninguna necesidad de remover elpasado.

—Es difícil resolver nada sinconocer todo el problema —observóWong—. Y debe de ser un problemaserio. Sekhar murió con sólo cuarenta ydos años.

—Estaba pensando que no habrátiempo suficiente. Los del departamentotécnico llegarán mañana a las nuevepara hacer esas dos habitaciones, y losplanos tendrán que estar listos —repusoRavi.

Jagdish intervino:—¿Por qué tan poco tiempo? ¿Los

del departamento técnico no puedenesperar unos días para que estaspersonas puedan hacer un buen trabajo?No quiero morirme a los cuarenta y dos.Sólo me faltan cuatro años y todavía nohe engendrado un hijo varón. Tendré queponer manos a la obra. ¿Está usteddisponible, señorita McQuinnie? —preguntó, y soltó una impertinentecarcajada.

—Ja, ja. Si me ayuda a comprar unsari, no le negaré nada —replicó ella, yal punto se sonrojó, temiendo habercoqueteado más de la cuenta. Bajó lavista y se miró las manos.

—El personal técnico sólo dispone

de dos días libres —dijo Ravi—. Luegotienen varios encargos importantes.Además, quiero resolver esto cuantoantes y pensar en otra cosa. El negociocon Extremo Oriente va muy mal.Tenemos que darle un empujón.

El sij no parecía muy convencido.—El pobre Sooti murió demasiado

joven. Yo creo que si el señor Wongconsidera oportuno hablar con su viudapara atar cabos sueltos, deberíamosacompañarlo.

El director de relaciones externasdesenvolvió lentamente un confite de suenvoltorio y se lo llevó a la boca antesde responder:

—De acuerdo. No quiero pasar portozudo. Puedo hacer que la traigan a midespacho y allí podrá usted preguntarlecosas. No me importaría hacerle yotambién unas preguntas.

—Quiero estar con ella a solas —dijo Wong.

Ravi enarcó las cejas.Joyce hizo de intérprete:—Quiere decir que le gustaría...

bueno, que prefiere hablar con ella enprivado.

—Me temo que no será posible —dijo Ravi—. Estamos en la India. Unhombre no puede reunirse en privadocon una viuda joven. No es decente.

Tendrá que ser en mi despacho.—Tengo una idea —dijo Joyce—.

Iré a verla yo sola. Dos mujerescharlando no pasa nada, ¿verdad? Laseñorita Dev ha dicho que trabaja cercadel mercado viejo. De todos modos,quería acercarme para hacer unascompras.

Ravi sonrió.—Muy bien —dijo—. Sí, no queda

lejos. Puede tomar un taxi o incluso irandando.

Joyce ladeó la cabeza al estilo indioy dijo:

—Iré andando, gracias.Después de almorzar, Joyce dio un

largo y pausado rodeo a través delmercado camino de la DeshpandeHandbag Manufactory Company,deteniéndose aquí y allá para hacerfotos. El calor del mediodía la teníaalgo mareada, y a un vendedorambulante le compró un coco fresco.Fue como beber energía líquida. Delhi,al igual que Hong Kong y Singapur, leparecía un lugar vibrante, lleno de genteque iba y venía con prisas. Sin embargo,se respiraba cierta espiritualidad. Amenudo veías a personas en actitud derezo, y por todas partes había dioses,altares e imágenes sagradas, a vecesmezcladas con fotos de Elvis y las Spice

Girls.La joven tuvo ciertas dificultades

para entrar en las oficinas de la fábricade bolsos, pero una llamada telefónica aRavi solucionó el problema: elejecutivo de Associated Foods tenía unprimo en el consejo de administraciónde Deshpande's. La dejaron entrarenseguida.

Era un sitio oscuro, ruidoso ycaótico. McQuinnie se encontró depronto en un pequeño despacho,perteneciente a un directivo de segundoorden, hablando con la señora KumariSekhar, una atractiva mujer deveintinueve años que parecía demasiado

joven para tener hijos de once y doce.La occidental quedó fascinada por losenormes ojos de la india, y dudó sipreguntarle qué clase de lápiz de ojosusaba, tal vez sonaría muy pocoprofesional.

Mejor ir al grano. Se aclaró lagarganta y explicó a la joven madre quetrabajaba para unos accionistas deExtremo Oriente de la empresa de sudifunto marido, y que sólo quería sabersi ella deseaba comentar algo, aclararalgún punto.

—¿Se refiere a devolver objetospropiedad de la oficina? —preguntó lamujer con un cerrado acento de Delhi—.

Él nunca se trajo nada a casa, sólo algúnque otro clip; una vez vi que tenía unbolígrafo con el logotipo de la empresa,pero nada más. Puede venir a mi casa yverlo por sí misma. No hay nada.

—No, si no... No me tome por ungran hermano empresarial ni nada deeso. Mire, lamentamos mucho la muertede su marido y tal. Sólo quería saber sile pasaba algo, si su marido teníaproblemas, ya me entiende.

—Ah, eso —dijo la viuda. Pensó unpoco y luego se inclinó hacia delante,aunque no con aire conspiratorio sino engesto de confianza—. Pues nada serio.Pillaba un catarro fuerte una vez al año,

y a veces tenía molestias de estómago,pero en general era un hombre sano. Sejactaba de que no iba nunca al médico ytampoco tomaba pastillas. Cuandoempezó a derrumbarse, mi hermano, quees médico, lo examinó y le dijo quehiciera ejercicio, que no fuera tanto albar. Le gustaba ir por ahí con sus amigosantes de volver a casa, sabe.

Sin darse cuenta, Joyce bebió unsorbo de un vaso de algo amarillorosado que le habían ofrecido. Hizo unamueca y casi escupió al descubrir queera té con leche tibio y asquerosamenteazucarado. Procuró transformar el gestoen una sonrisa.

—O sea que iba mucho de copas,¿no?

—Bueno, no quiero decir que seemborrachara ni nada de eso. Su padreera musulmán. Sooti también eraabstemio, pero luego, hace cosa de unaño, empezó a tomar un vaso de vino ouna Kingfisher en la comida. A vecesbebía dos Kingfishers, o incluso tres siera una velada larga. Pero siempre secontrolaba. Nunca lo vi borracho, nisiquiera un poco ebrio.

—¿Volvía tarde a menudo?—No. Solía llegar entre las ocho y

media y las nueve.—¿Jugaba?

—Nunca.—¿Pedía prestado?—No.—Un tío sanote, vaya.—¿Tiosanote?—No, quiero decir, un buen marido.—Sí. Era un hombre muy bueno.—Habrá sido muy duro para usted,

que haya muerto tan joven. ¿Cómo lolleva? Bueno, quiero decir ¿cómo está?

—Fue un golpe duro, por supuesto,pero lo he superado. Hace cuatro mesesque murió. Cumplimos con el período deluto.

—¿Y qué me dice del dinero...?Usted tiene dos hijos, ¿no?

—Bueno, sí, al principio la falta deingresos fue una gran preocupación,pero habíamos ahorrado mucho y Sootitenía dos pólizas de seguros. No estoypreocupada. Tenemos una casa, y mispadres viven cerca de aquí.

—Qué bien. Oiga, ¿las compañíasde seguros le han pagado ya?

—Una sí, la otra dice que lo harápronto. Como él era tan joven... —Hizouna pausa, aparentemente incómoda poralgún motivo.

Joyce la miró tratando de pareceramistosa y preocupada a la vez. Laviuda continuó:

—No me gusta comentar esto, pero

usted viene de parte del jefe de Sooti, yél ya lo sabe. Como mi marido erajoven, el monto a cobrar es bastantecuantioso. Es una gran suerte quefirmara esas pólizas. Yo ya no necesitotrabajar, si no quiero. De hecho, hepresentado mi renuncia y me marcho afinales de mes.

—Qué suerte —dijo Joyce.—Sí —dijo la viuda—. Los dioses

han sido muy buenos.—Ya, muy majos. Bueno, ¿y hace

mucho que firmó esas pólizas de seguro?—Bastante. Un año, quizá dos. Pero

de esas cosas no sé mucho. Sooti seencargó de todo, pero dejó las pólizas

en la caja fuerte de mi padre para que yotuviera acceso si a él le ocurría algo.

—Estupendo —dijo Joyce—. Mealegro mucho por usted y los chavales.¿Le importa que le pregunte por su lápizde ojos?

Aquella misma tarde, Ravi, que seestaba tomando muy en serio su papel deanfitrión, preguntó a los visitantes sideseaban cenar fuera, o ir a ver algúnespectáculo.

—¿O prefieren ir a casa? Tengoentendido que se hospedan con la señoraDaswani en Uttar Pradesh. Puedo hacerque los lleven en coche, si lo desean.¿Sienten los efectos del jet lag?

Wong dijo:—Nos gustaría cenar en un club. El

club al que solía ir el señor Sekhardespués del trabajo.

—Sí —añadió Joyce—. Es que nosestá costando un poco visualizar lo quepasó en ese despacho.

—De acuerdo —dijo Ravi, e hizoseñas a un hombre menudo con una grancabeza—. ¡Peon!

Un ruidoso trayecto en un cocheviejo, pequeño y destartalado al que nole cuadraba nada el nombre deAmbassador los llevó primero aJanpath, una de las principales arteriasdel centro de Nueva Delhi. Desde allí,

torcieron al este por una calleabarrotada de coches y bicicletas ycruzaron un viejo puente hasta una zonadel primer extrarradio.

—Está visto que usan más la bocinaque el freno —comentó Joyce,observando horrorizada cómo el taxiapartaba de su camino a carretas,bicicletas y peatones.

Tras unos veinte minutos de trayectollegaron a una zona de suburbios declase alta. Las calles eran todavíaanchas, pero la aglomeración humanaera menor. A la vista de sus ampliasavenidas y sus calles flanqueadas deárboles, la joven pensó que Nueva Delhi

era curiosamente distinta de la ciudadvieja, a un tiempo más señorial peromenos atractiva.

De repente las calles se volvieronmás estrechas y las casas menosimponentes. El coche los dejó en el GoGo Club, en una sucia callejuela de laperiferia norte de Nueva Delhi.

Pese a su nombre, el Go Go Club erauna taberna bastante espartana. Losparroquianos, hombres de mediana edaddedicados a zamparse arroz con gestosenérgicos, parecían bastante distendidosa juzgar por las animadas y ruidosasconversaciones que se oían. Al repararen los extranjeros dejaron de hablar

unos instantes, pero enseguida volvierona lo suyo.

La paredes color magnolia estabanun poco desportilladas, pero losapliques de luz anaranjada daban un airecálido al establecimiento, y el aroma acomida picante era tentador, en especialpara Wong, amante de cualquier comidafuerte.

Ravi pidió, y al poco rato lessirvieron una amplia selección deplatos. No había carne —Ravi eravegetariano— y el curry de patata era deun amarillo más fluorescente que nadade lo que Joyce había comido nunca,pero todo estaba delicioso. Joyce probó

pequeños bocados de cada cosa,acompañados de seis vasos de agua.Durante la comida charlaron con eldirector del club, Anish Butt, sobre lasvisitas del señor Sekhar.

Butt, un hombre flacucho de unossetenta años, con un cuello arrugadocomo el de un pavo, mascó con sus casidesdentadas encías y les habló largo ytendido del difunto, a quien conociódurante al menos veinte años.

—Oh, sí, el padre del difunto solíavenir por aquí, Sooti era entonces unmuchacho. Luego encontró trabajo enAssociated Food y ya venía por sucuenta. Tres o cuatro veces por semana,

hasta el año pasado, cuando solíapresentarse casi a diario al salir deltrabajo.

—¿Observó usted algún cambio? —preguntó Wong— ¿Bebía más?

—De joven no bebía nunca. Eramusulmán, aunque no practicante. Luegoempezó a beber un poco, pero conmesura. Un par de Kingfishers, nadamás.

Joyce preguntó:—¿Venía siempre con las mismas

personas?—Casi siempre solo. A veces con el

señor Kanagaratnum —añadió, mirandoa Ravi—. Hicieron buenas migas, ¿no?

—Hasta cierto punto —respondióRavi—. Era un hombre bastantereservado. Nos veíamos aquí una vez ala semana. Nunca mencionó problemasde salud. Todavía no me creo que hayamuerto.

El director fue a atender a otrosclientes, y los tres comensalescomentaron las relaciones entre laempresa india y Extremo Oriente, unacharla normal de hombres de negocios.Luego Joyce le enseñó a Ravi un papelen el que constaba una marca decosméticos y le preguntó dónde podríaencontrar esos productos, ya que teníanun lápiz de ojos que era «una pasada».

Ravi resultó ser un glotón. Acabócon los restos de las bandejas de Wongy McQuinnie cuando hubieronterminado, bebió una quinta cerveza y sepalmeó la tripa repleta de arroz.Después invitó a la joven a recorrer lasinstalaciones del club, entre ellas unabiblioteca y un gimnasio, éste tan pocousado que varios aparatos nunca sehabían conectado.

Wong los esperó en el bar.Mientras se ponía la chaqueta del

traje, habló un momento con el camareromás viejo del local, que usaba un bigotede morsa más propio de un generalbritánico.

—Dígame, ¿qué recuerda usted delas visitas del señor Sekhar?

—Durante años su plato favorito fuealoo makhani y korma de pollo —dijoel hombre, la voz un tanto amortiguadapor la cascada de pelo de su labiosuperior y la falta de dientes—.Últimamente le había dado por losvindaloos, incluso dobles. Se convirtióen el rey de las cosas fuertes, y solíadesafiar al chef a que le preparara todolo más picante posible.

—¿Solía comer solo o con amigos?—A veces solo, a veces con amigos.

A veces con el señor Kanagaratnum, elseñor Jagdish, el señor Govind, o algún

otro de la empresa. Pero nadie sabíacomer el chile picante como el señorSekhar. Nuestros platos son muy fuertes.

—En efecto —dijo Wong. Ya nonotaba nada en la lengua, pese a que seconsideraba un experto en comida muycondimentada—. ¿Bebía muchacerveza?

—No. Dos Kingfishers, o tres si erauna ocasión especial.

—¿Le comentó a usted si tenía algúnproblema?

—El negocio no iba muy bien. Aveces venía solo y traía papeles llenosde números, y se dedicaba a hacersumas y restas mientras comía. En una

ocasión que estaba solo me pareció quelloraba. Pero no, nunca me habló deningún problema.

—Gracias —dijo Wong, viendo quevolvían Joyce y Ravi.

Wong trabajó en su habitación deRose House hasta la medianoche. Luegodurmió hasta las cinco, cuando tuvo quelevantarse para ir al lavabourgentemente. Se quedó un buen rato enel baño, pero no se sentía demasiadomal. No creía que lo que había comidoestuviera en mal estado, sino que suestómago se quejaba por falta decostumbre.

Amaneció despacio. Durante el

desayuno, que apenas probó, Joyceestuvo desacostumbradamente callada.Después reconoció que también habíatenido molestias de estómago.

La señora Daswani, su anfitriona, serió.

—Lo siento, pero aquí, en la India,las bacterias son bastante peculiares.Los extranjeros suelen necesitar un parde días para acostumbrarse. Algunosturistas creen que un vaso de whisky porla noche mata todos los gérmenesconocidos. Dentro de unas horas seencontrarán bien.

Wong y su ayudante no cruzaronpalabra mientras iban en el coche al

centro de la ciudad. A las nueve y mediaestaban en el edificio de AssociatedFood, y Ravi los condujo aldepartamento de Extremo Oriente.(Ellos no habrían sabido encontrarlosolos.) Los del departamento técnicoestaban ya listos, esperando órdenes.Los dos visitantes dedicaron la siguientehora a dar detalladas instrucciones alcapataz y sus operarios.

Wong y McQuinnie pasaron a undespacho libre, cerca del deKanagaratnum. La joven cogió elteléfono y empezó a marcar.

—Mi tío es periodista —dijo—. Elverano pasado estuve trabajando con él.

Voy a hacer eso que llama «machacarlas líneas».

Estuvo media hora al teléfonomientras la pasaban de una persona aotra, hasta que encontró lo que buscaba:un experto en patología y venenos de unafacultad de medicina. Tenía una teoríaque deseaba verificar.

Wong se maravilló, no por primeravez, de la habilidad de aquella jovenoccidental para lograr que los varonesasiáticos se plegaran a sus deseos. Sinmás indicación de autoridad que sufirmeza al teléfono, Joyce consiguió queel hombre respondiera a una larga listade preguntas que ella le desgranaba a

gritos por el auricular, ya que laconexión era defectuosa.

—Doctor Prasad, ¿existen venenosque actúen muy muy despacio y que nose puedan detectar en una autopsia?

Wong cogió el supletorio paraescuchar la respuesta.

—Es una pregunta complicada, puesdepende de hasta qué punto sabe ustedlo que es un veneno. Esa palabra noshace pensar en cosas como la estricnina,el arsénico o ciertas formas delmercurio, sustancias que actúan deprisay causan graves daños. Pero pensemosen el alcohol, por ejemplo. Es tambiénun veneno letal, pero tomado en

pequeñas dosis no lo es, y algunosmédicos (yo entre ellos) sostienen queincluso puede ser beneficioso. Si ustedse bebe una botella de detergente sepondrá muy enferma. Sin embargo, cadanoche consumimos cantidadesmicroscópicas de detergente que quedacomo residuo en los vasos y platos queutilizamos. Verá, señorita McQuinina,cualquier cosa puede ser veneno si tomauna cantidad peligrosa durante un largoperíodo, ¿entiende?

—Sí, entiendo. Y es McQuinnie, noMcQuinina. Pero ¿hay algún...? O sea,¿existe un veneno letal del que losmédicos forenses dirían: «Oh, muerte

por causas naturales, o paro cardiaco»?—Existen muchas sustancias que

pueden ser administradas a bajosniveles y que podrían provocar lamuerte. La mayoría, se lo aseguro, sondetectables, especialmente si la autopsiase hace rápido, no más de un par de díasdespués de la muerte.

—Vale, gracias, doctor Passat.—Prasad. Es Prasad.Wong y McQuinnie almorzaron con

Mardiyah Dev (esto es, la señorita Devcomió y los otros dos se limitaron aremover el plato y tomar sorbitos deagua). La mujer malaya añadió pocacosa a lo que ya había contado el día

anterior. Dijo que le parecía que laautopsia de Sooti Sekhar se habíarealizado enseguida, la mañana siguienteal deceso.

—No había circunstanciassospechosas —añadió.

El trabajo, pensó el geomántico,parecía haber concluido. Lashabitaciones estaban hechas, y, segúntodas las líneas de investigación, SootiSekhar había muerto por causasnaturales. Pero la testarudez de Joyce lehabía dado una idea. Tal vez merecía lapena hacer una última llamada. Erapreciso hablar, decidió, con el hombreque había hecho la autopsia.

Aquella tarde, Wong telefoneó aldoctor Ran, cuñado del difunto. Elgeomántico tuvo también que gritar porel auricular.

—¿Oiga? ¿Es el doctor Ran? ¿Qué?¿Sí? Soy el señor Wong, de East TradeIndustries. Hoy estoy en AssociatedFood and Beverages. No, no vendonada. Soy maestro de feng shui. Queríahacerle unas preguntas sobre el señorSekhar. ¿Cómo? No, no quiero ir alquirófano. ¿Seca? ¿A qué se refiere?¿Cómo dice? ¿Quién tiene la gargantaseca? No, seca no. No he dicho seca. Hedicho Sekhar. Su cuñado, seca, digoSekhar. Sí, sí, ya sé que murió.

Joyce levantó el supletorio y le hizoseñas a Wong de que ahora hablaríaella.

—Hola, doctor Ran, aquí JoMcQuinnie, la ayudante del señor Wong.Verá, estamos haciendo un informe y talsobre la muerte de su cuñado, aquí enAssociated, y sólo queríamos, pues...bueno, comprobar un par de cosas, sitiene usted un momento.

—Está bien —dijo la voz, grave ycomedida.

—Vale, oiga, a ver, ¿de qué murióexactamente?

—Mire, señorita...—McQuinnie.

—McQuinnie. En su momento ya dimi diagnóstico. La empresa está alcorriente.

—¿Le importaría repetírmelo? Sóloestamos, cómo le diría, cotejando loshechos.

—Está bien. Mi cuñado sufrió uninfarto ventricular, un paro cardiaco.Había engordado mucho. En los últimosmeses tomaba demasiadas tabletas parala indigestión. Yo creo que,básicamente, fue estrés, tanto físicocomo mental. Así de sencillo. Bien, yahora, si me disculpan, estoy muyocupado. Me han pillado en plenoreconocimiento.

Hacia el final de la tarde, las doshabitaciones se veían ya más luminosasy alegres, aunque uno de los lados, allídonde habían quitado la puerta, era undesbarajuste de ladrillos y mortero.Pese a ello, todo progresaba a granvelocidad, y Wong supuso que el trabajoestaría listo sin demasiada ceremonia(como rociar sal marina, por ejemplo) yque al día siguiente se haría unainspección minuciosa.

A las ocho de la noche, tras elacostumbrado trayecto en taxi a travésdel ruidoso tráfico que parecía norespetar nunca los carriles y cambiabade uno a otro sin previo aviso, los

visitantes se congratularon de regresaral frescor de la casa de la señoraDaswani. Se sentaron en sillas demimbre en el porche y tomaron mangolassi con una rodajita de lima. Aquellamansión en las afueras parecía unparaíso después de pasar el día en elcorazón de la ciudad.

—Se lo ve relajado, señor Wong —dijo la anfitriona—. ¿Así que hanpodido arreglar esos despachos?

—Eso creo —dijo él—. Habíamucho trabajo. Todo estaba fuera desitio. Pero creo que hemos terminado.

—Dos habitaciones espantosas —comentó Joyce—. Los hombres de

negocios piensan que cuanto másespacio, mejor, pero es justo locontrario si todo está mal puesto. Era unsitio oscuro y, bueno, un desastre.

La señora Daswani sonrió.—Lo que me gustaría saber es si eso

influyó realmente en la muerte de esehombre. Perdonen mi escepticismo, perome sigue extrañando que unos mueblesmal colocados puedan matar a unhombre joven y sano.

Joyce miró al jefe en busca derespuesta.

—El feng shui del despacho no lomató. O no directamente —dijo éste—.Tuvo su efecto, y yo diría que muy

grande. Pero no fue la causa directa.—Entonces ¿qué fue?—Se lo diré en confianza. La

empresa no debe saber nada.—De acuerdo —dijo la mujer,

sentándose erguida y atenta—. ¿Qué fue?—Suicidio —dijo Wong.—¿En serio? —preguntó Joyce,

sorprendida.—Cuente, cuente —dijo la señora

Daswani.—Sekhar tenía un problema: era muy

buen analista de ventas.—¿Eso es un problema? —preguntó

la joven.—Puede serlo —respondió el

geomántico—. Me explico. Sekhar eraun hombre ambicioso. Alumno ejemplar,escala muy rápido y su jefe lo adora.Pero se queda estancado como directorde ventas de productos animales. Nopuede seguir escalando. Entonces,pienso yo, ve dos cosas. Una es latendencia de su sector: el negocio delmarfil, medicamentos de tigre, astas deciervo, etcétera, con Extremo Orienteempieza a flaquear. Su departamento vamal y se da cuenta de que un día sutrabajo desaparecerá. —Hizo una pausapara beber un sorbo—. La otra, creo, esque observa a sus compañeros detrabajo y de club. Ejecutivos tristes y

obesos. Gente en paro o con empleoshorribles. Ambas cosas son malas.Sekhar no quiere ser como ellos, perono ve cómo escapar de ese círculo. Enla India es muy difícil encontrar otroempleo a partir de los cuarenta años.Casi imposible.

—Eso es verdad —dijo Joyce—, nohay más que ver los anuncios queaparecen en la prensa.

—De modo que contrata dos segurosde vida, para que su esposa e hijosqueden cubiertos. Y luego se suicida.

Joyce puso cara de perplejidad.—Pero ¿cómo pudo ser un suicidio?

Todo el mundo insiste en que fue por

causas naturales. ¿Alguna clase deveneno, como yo sugerí?

—No. Se suicidó muy lentamente.Solía tomar korma, ese curry tan suave,pues tenía úlcera de estómago, peroempezó a comer vindaloos. Pedía raciónextra de chile. Luego comía vindaloosdobles con palis, los curries máspicantes. Le pedía al chef que le hicierala comida lo más fuerte posible. Eso lecausaba grandes dolores y muchaflatulencia. Y cuando le dolía elestómago, se atiborraba de tabletas parala indigestión.

—¿Eso lo mató?—Creo que sí.

La señora Daswani se quedósorprendida.

—¿Y cómo ha sabido usted todoesto?

—Bueno —dijo el geomántico—,son sólo suposiciones. Le gusta el currysuave pero lo toma picante. Tiene úlcerapero come salsa de chile. Es abstemiopero se obliga a beber cerveza todos losdías. Le encanta el deporte pero deja dehacer ejercicio. Detesta las pastillaspero empieza a tomar tabletas para laindigestión. Muchos cambios en su vidaen este último año. De repente y todo ala vez. Tuvo que ser a propósito.

—Jolín. Se mató a base de

vindaloos —dijo Joyce—. Qué cosamás rara.

—¿Cree usted que el doctor Ran losabía? —preguntó la señora Daswani.

—Quizá —dijo Wong—. O tal vezno. Pero el doctor es hermano de lamujer de Sekhar. Quiere que la familiasea feliz.

Durante un minuto no se oyó otracosa que el chirriante canto de lascigarras en el jardín.

—Menuda manera de morir —dijola joven—. Pero todo encaja. Nadie sedio cuenta. Claro, ¿qué tenía de extrañoque un indio se dedicara a comer curry?

La señora Daswani arqueó las cejas.

—Dígame, C. F., ¿piensa informarde que fue suicidio y ahorrarle unafortuna a la compañía de seguros?

—¿Y quitarles el dinero a los hijos?¿Después de las molestias que se tomóel pobre hombre? Desde luego que no.La autopsia determinó muerte por causasnaturales. Yo no soy médico. Sóloentiendo de feng shui.

La anfitriona rió.—Además —agregó Wong—, hay

muchas personas que se envenenanlentamente con curry picante. Yo podríaser una, sin ir más lejos.

Apareció el criado joven e hizosonar un gong para indicar que la cena

estaba servida.—Pues espere a ver lo que le hemos

preparado esta noche —dijo la señoraDaswani—. Esto acabará con usted.

8El taxista

El gran sabio Lu Hsueh-an vivió enla llanura de Jars hace mil años. Unhombre lo abordó y dijo: «Sabio,necesito tu ayuda. Tengo demasiadascargas. Mi casa ha empezado ainclinarse y creo que se vendrá abajo.»

Lu dijo: «Se puede arreglar.»El hombre dijo: «Tengo otro

problema. A mi jefe no le caigo bien yquiere librarse de mí. ¿Qué puedohacer?»

Lu dijo: «Se puede arreglar con la

misma acción.»El hombre dijo: «Todavía hay otro

problema. Mi mujer mira al vecino.Creo que le gusta. No quiero que meabandone.»

Lu dijo: «También se puedearreglar con la misma acción.»

El hombre dijo: «¿Qué acción esésa?»

Lu dijo: «Ve a meditar durante tresdías a un templo en lo alto de unamontaña.»

Así lo hizo el hombre.Después regresó.Lu dijo: «Tus problemas se han

resuelto. He derribado tu casa. Le he

dicho a tu jefe que te vas. Hetrasladado a tu mujer a casa delvecino.»

El hombre dijo: «Eso no es lo quepedí.»

Lu dijo: «Pero ¿cómo te sientes?»El hombre dijo: «Libre de mis

cargas.»Entonces el hombre se sintió muy

contento. Le dio las gracias al sabio ya partir de entonces vivió feliz.

Brizna de Hierba, no escuches loque dicen las personas. Escucha lo quequieren decir.

Es una verdad que toda lanaturaleza conoce. Sólo los humanos la

ignoran. Un cachorro hambriento sabeque necesita comida; pero un niñohambriento cree que necesita juguetes.

El poeta T'ang Yu dijo: «Laslágrimas pueden ser falsas. La lluviano.»

Destellos de sabiduría oriental,de C. F. Wong, parte 145

Los ojos sobrecargados de rímel deWinnie Lim parpadearon hasta abrirsedel todo. Cubrió el auricular con susuñas perfectas y dijo en voz baja:

—C. F., para usted. Madame Fu.La mano de Wong, que ya se había

adelantado para alcanzar el teléfono,retrocedió bruscamente al oír el nombre.

—Dígale que no estoy.—No está —dijo Winnie.Se produjo un tenso silencio en la

oficina, y por el auricular de lasecretaria pudieron oír una versión enminiatura de la rasposa voz de madameFu.

—De acuerdo, se lo diré —dijoWinnie. Wong, entretanto, se maltratabael labio inferior. Winnie se volvió haciaél—: Le digo que no está y ella dice quequiere hablar con usted de todos modos.

—Está bien, está bien. —Elgeomántico asintió con la cabeza y

Winnie pulsó un botón para trasladar lallamada 128 centímetros desde suteléfono hasta el de él.

Wong se irguió en todo su metrosesenta y cinco y se alisó la chaqueta.

—Hola, madame Fu. Me alegro deque haya llamado.

—Oiga, Wong, mi prima viene losjueves a tomar el té, todos los jueves.Tiene usted que hacerlo ahora.

—Cómo no, madame Fu.—Inmediatamente, si es posible.—¿Qué quiere que haga?—Esta tarde o, como mucho, mañana

por la mañana.—Muy bien, madame Fu. ¿Qué

quiere que haga esta tarde o mañana?—Mañana por la mañana. Tiene que

haber terminado antes del mediodía. Aveces se presenta a la hora de almorzar.Mejor si viene ahora mismo. Para másseguridad.

El geomántico decidió cambiar detáctica:

—Ha tenido mala fortunaúltimamente, ¿es eso? ¿Un nuevo anexoen su casa, quizá? ¿Quiere que eche unvistazo a alguna cosa?

—No, Wong, quiero que me diga sidebo quitarlo o hacer que lo tiren osimplemente dejar que se pudra. Miprima es muy sensible a estas cosas.

—Pero ¿el qué? ¿De qué se trata?—Esa cosa. Se lo estoy diciendo. La

cosa que tengo en el jardín.—En el jardín. ¿Qué clase de cosa?—Alamok! Eso me lo tiene que decir

usted. Yo no puedo hacer su trabajo,señor Wong.

Winnie Lim, que estaba escuchandopor el otro teléfono, tapó el auricularcon la mano y le dijo a Wong:

—Ríndase, hombre. Sudah-lah!El geomántico comprendió la

inutilidad de seguir indagando y terminóla conversación con la obedientepromesa de ir enseguida a Fu TownVilla. Luego colgó y se derrumbó en su

asiento con la gracia de una naveindustrial demolida.

Su ayudante, Joyce McQuinnie, bajóel libro que estaba leyendo y lo miró.No se le había escapado la profundareticencia del geomántico a atender elencargo.

—¿Por qué no le dice que se vaya apaseo?

—¿A quién?—A esa madame Tururú.—Madame Fu.—Bueno, pues Fu.—¿Y por qué habría de decirle que

se vaya a pasear? ¿Qué tiene eso quever?

—Olvídelo, C. F.Una vez más, Wong se quedó con la

idea de que estaba manteniendo unaconversación con una perturbada. ¿Eracorriente sentirse a todas horas rodeadode locura, o sólo le ocurría a él?Decidió cambiar de tema.

—¿Es un buen libro?Joyce estaba leyendo una antología

de mitos y leyendas chinos que él lehabía recomendado encarecidamente.Ella dejó el libro a un lado y dijo:

—Mire, para serle franca, hay cosasque están bien, pero otras sonloquísimas.

—¿Cómo dice?

Joyce apoyó los pies encima de lamesa.

—A ver, las chicas siempre setransforman en zorros, fantasmas o quésé yo. Eso ya es tope raro. Pero en estahistoria, el chico se convierte encrisantemo. Por-fa-vor. ¡Un crisantemo!¿A quién se le ocurre escribir eso?

—A P'u Sung Ling.—Pues si quiere que se lo adapten al

cine, va a necesitar un buen editor...—No creo que quiera. Ya está

muerto.—Ja, no me extraña.El geomántico estaba recogiendo sus

cosas.

—Voy a ver a Madame Fu. ¿Meacompaña? —preguntó, deseando que larespuesta fuera negativa.

—Claro —dijo Joyce—. Es unaoportunidad de ver a los crustáceossuperiores de la sociedad de Singapur.No me la perdería por todo el té deWinnie Lim.

La secretaria, al oír su nombre, dejóen la mesa su decimoctava taza de tégok-fa y miró a la joven, pero no obtuvomás información.

* * *

El extrarradio de Singapur en un

nublado día laborable de verano es unlugar agradable. El tráfico seembotellaba en el centro de la ciudad,con lo que las calles alejadas del barriocomercial eran fluidas y acogedoras. Elcielo lucía un inverosímil azul oscuro,que las montañas de cirrocúmuloselevándose en el horizonte hacían más,no menos, hermoso.

En esa clase de salidas, Wongdeseaba tener un coche propio. Mirabacon cierta envidia a los espíritus libresque pasaban a toda velocidad endescapotables, con los cabellos alviento. Pero como el impuesto sobrecoches particulares en la ciudad-estado

se había más que doblado, eso quedabafuera del alcance de un pequeñoempresario como él.

Por otra parte, si alguna vez sedecidía a ahorrar Para comprar uncoche, sería gracias a clientes comomadame Fu. Ella era rica, le encargabatrabajos a menudo y pagaba en efectivo(normalmente, más de lo que él pedía).Aguantar una pequeña dosis de locuraera un precio bajo.

Y por el momento, los taxis deSingapur eran relativamente baratos yseguros; ahora mismo, viajaba en unMercedes-Benz, un tipo de coche que ensu Guangzhou natal se asociaba a las

clases altas. Tardaron menos de quinceagradables minutos en ir de Telok AyerStreet a las despejadas callesresidenciales de Katong.

—Seguramente será un trabajo fácil—dijo Joyce—. La vieja parece queestá chiflada.

—Porquería —dijo Wong.—¿Que será una porquería de

trabajo?—No, el problema. Creo que es

porquería. Lo que tiene en el jardín.La casa de madame Fu se encontraba

en una urbanización de clase alta yedificios bajos junto a Meyer Road,pero la parte de atrás daba a una

tranquila carretera rural, utilizada amenudo para fines más o menos inicuoscomo citas de enamorados o tirarbasura, que normalmente arrojabanencima de su tapia. Para ser justos,habría que decir que en parte era culpade ella, pues su jardín estaba tandescuidado y lleno de maleza quecualquier transeúnte podía tomarlo comotierra comunal. Pero bastaba que alguientirara allí una nevera vieja, para que a laprimera de cambio otro siguiera suejemplo. En una semana, aquello podíaconvertirse en un vertedero municipal. Aveces, el objeto desdeñado era dejadoallí por la propia madame Fu. Ella

nunca culpaba a nadie de la subsiguientemontaña de desperdicios, al parecercreyendo que los muebles y otrosartículos no deseados se multiplicabanpor rapidísima copulación asexuada.

Wong se mortificaba pensando queeste tipo de encargos no era propio deun experto en feng shui. La mujer era unaexcéntrica, incluso cabía que estuvieramal de la cabeza. Si así fuese, élconsideraba que habría que tratarla a lamanera tradicional china, es decir, quesus hijos la escondieran allí donde nopudiera ocasionar ningún daño.

Pero sus visitas de cada pocosmeses se habían convertido para

madame Fu en una fuente detranquilidad, y también en una parteapreciable de los ingresos delgeomántico, así que ¿para qué quejarse?Ambas partes sacaban un provecho.Además, cada caso de geomanciaentrañaba cierto grado de psicología.Los flujos de energía dentro de una casa,por perfecta que sea la disposición de lamisma, no redundan en un hogar feliz sisus moradores están mentalmentedesequilibrados.

Recorrieron el elegante barrio deJoo Chiat, lugar de residencia predilectode las comunidades euroasiática y china.Las viviendas de esta parte fascinaban

al geomántico. Le gustaba especialmenteMountbatten Road, con sus suntuososchalets en grandes parcelas, algunos deestilo colonial clásico y otros de diseñomás atrevido y moderno.

El taxi llegó a un grupo de pequeñascasas pulcramente separadas entre sí. Sedetuvieron ante la entrada principal, elguardia de seguridad miró a losocupantes del coche y enseguida lesfranqueó el paso.

Para estos casos, pensó Wong, suayudante occidental siempre resultabaútil. Un enjuto caballero chino con losojos pequeños y arrugados y una bocade gesto severo suscita recelo, incluso si

se disfraza de Papá Noel. Pero hay algoen las mujeres blancas que aterroriza alos burócratas asiáticos, ya seanporteros o jefes de Estado. No estabaseguro del motivo. Quizá porque son tandiferentes de las asiáticas, una especieclaramente aparte. Las occidentales erandifíciles, autoritarias, ilógicas, perdíanla paciencia y siempre estaban a puntode gritar. Todos estos factores hacíanque una simple mirada de Joycelevantara rápidamente todas lasbarreras, mientras que Wong, de haberido solo, habría tenido que soportar uninterrogatorio y presentar algúndocumento de identidad.

Un criado indonesio abrió la puertade la casa enjalbegada y los condujo apresencia de la señora, que seencontraba en el jardín trasero.

—¡Oh, ya está aquí! Adelante,adelante —dijo madame Fu, haciéndolesseñas—. Esto trae mala suerte, estoysegura, necesito saber qué opina usted.

Wong caminó con cuidado entre lahierba crecida. En una visita anterior sehabía hecho daño en el pie y no queríacorrer riesgos. Se detuvieron al llegar alcercado del fondo. Madame Fu señalóun punto entre la hierba.

—Ahí. ¿Qué opina?A sus pies había un cuerpo. Un

cadáver. Llevaba puesto unimpermeable con una mancha oscura.Las moscas que lo rondaban hacíanpensar que llevaba allí, tostándose alsol, al menos medio día. Era un hombrede pelo negro. Sus ojos estaban abiertospero inertes.

Joyce soltó un grito y se llevó elpuño a la boca.

Wong inspiró hondo:—¡Por todos los dioses! Creo que

tiene razón, madame Fu. Esto trae malasuerte. Es preciso solucionarlo lo antesposible y sin el menor error.

—Lo sabía —dijo la mujer. Sevolvió hacia el criado—. ¿No había

dicho yo que traía mala suerte?Wong tenía que hacer la pregunta

más obvia.—Terok-lah. Esto... ¿puedo

preguntar si...? ¿Lo ha hecho usted?—Por supuesto que no. En mi propio

jardín no me dedico a matar gente —respondió ella, como si cometieramatanzas indiscriminadas en otroslugares.

El geomántico llamó a la policía,que se hizo cargo de todo. Al fin y alcabo, se dijo Wong, probablemente setrataba de un asesinato mafioso.Además, tenía la importante tarea dereorganizar la buena suerte de Madame

Fu. Los iconos correctos en la puerta deatrás, mirando hacia el lugar dondehabía sido hallado el cadáver, un espejoba gua de ocho caras en la pared,encima de las puertaventanas: no eratarea difícil desviar el mal. La gente nose daba cuenta de que un incidenteaislado, incluso algo de tantaenvergadura como la presencia de uncadáver en su propia casa, es menosdifícil de contrarrestar que unpermanente flujo de fuerzas negativas,como por ejemplo la ubicación de unacasa en línea recta con el emplazamientode una sepultura.

Al inspector de homicidios, Gilbert

Kwa, le costó tratar con madame Fu.Hablaba irracionalmente, de maneraconfusa y se contradecía a menudo.Wong fue requerido constantemente parainterpretar las palabras de la mujer.

Kwa empezó a utilizarlo comointermediario con la anfitriona, papelque el geomántico no rechazó, puestoque en casos como éste su curiosidadera mayor que su reserva.

Más tarde, el inspector le pidió quefuera a la comisaría. Una vez allí, lepreguntó sobre los objetos abandonadosen el jardín de la mujer. Wong leexplicó que parecía tratarse de unaconsecuencia de la disposición del

terreno.—Aquello parece un vertedero, de

modo que la gente tira allí susdesperdicios.

—Un cadáver no es un desperdicio.—Cierto. Confiado ya decía que

tratar un cuerpo muerto era una cuestiónpeliaguda. Si le das trato de cosamuerta, la gente dice que no tienescorazón. Si lo tratas como si aúnestuviera vivo, la gente dice que notienes cerebro. Confucio, en el Li Chi...

—Otro día hablamos de Confucio,¿de acuerdo?

—De acuerdo. ¿Algún sospechoso?—Pues sí, ya lo tenemos —dijo

Kwa.—Caramba. ¿Tan pronto?

Estupendo.El policía le contó la historia. El

muerto era Carlton Semek, un hombre denegocios indonesio que se había mudadoa Singapur hacía cuatro años. Sus socioslo habían dejado con vida en un taxi enla esquina de Tanglin Road, tras unareunión la víspera de que fuera halladocadáver.

Sus colegas, una mujer de Singapur—Emma Esther Sin— y unnorteamericano —Jeffrey AlabamaColes—, dijeron que estaba bien cuandolo vieron por última vez. Había tomado

unas cuantas copas, tampocodemasiadas, lo suficiente para estar unpoco achispado. Lo dejaron en el taxi yse despidieron. Ambos recordaban queel taxista era un hombre de aspecto indioy edad indeterminada. «Tenía pelo negroy bigote», había dicho Emma Sin.

—Eso reducía la lista a unasdecenas de millares —dijo Kwa.

Por suerte, sus hombres habíanvisionado videos de tráfico y seguridade identificado una serie de vehículos queestaban en la zona de Katong y MeyerRoad a la hora en que se produjeron loshechos, entre ellos tres taxis.

Habían localizado a los taxistas, uno

de los cuales parecía encajar con ladescripción. La señorita Sin y el señorColes, por separado, escogieron lamisma fotografía. En el registro delsospechoso constaba que había recogidoa un cliente en la esquina de Tanglin yOrchard Road casi a la misma hora enque los colegas de la víctima afirmabanhaberlo dejado en un taxi. Tras serinterrogado por otro inspector, el taxistaconfesó rápidamente haber arrojado elcadáver por encima de la tapia de laseñora Fu.

Parecía un caso claro.—Un hombre sube con vida a un taxi

—dijo Wong—. Y lo abandona muerto.

El taxista lo mató, ¿no? Todo resuelto.—Sí... —dijo el inspector, y Wong

notó que vacilaba—. No del todo.Necesito hacer cuadrar los detalles. Labolsa que llevaba el hombre estabavacía. Llevaba dinero, pero tambiénotras cosas, material científico. ¿Quéhizo Motani (así se llama el taxista) coneso? ¿Cómo es que no aparece el armahomicida? Registramos el piso deMotani a fondo. No encontramos nada.Aún queda mucho para que pueda dar elcaso por cerrado.

—¿Por qué tanta prisa?—Me gusta resolver estas cosas

cuando el caso aún está caliente. —Kwa

dejó caer bruscamente los hombros auna postura más cómoda—. Además,este fin de semana tenía previsto ir aGenting Highlands, a jugar al golf.Necesito solucionarlo cuanto antes.

—Entiendo.—Mi colega el superintendente Tan

me ha dicho que le deje hablar con eldetenido. Yo estoy dispuesto. ¿Quéopina usted, C. F.?

Wong supo que esto era lo más cercaa que llegaría Gilbert Kwa de implorarayuda, de modo que accedió aentrevistarse con el taxista, NandaMotani, de veintisiete años, que llevabaen el oficio alrededor de un año.

—Yo no fui, le juro que yo no lohice —dijo Motani con un patético dejede súplica en su voz ronca, antes inclusode que Wong hubiera tomado asiento.

El maestro de feng shui cambió laorientación de la silla antes deaposentarse cuidadosamente en ella.

—Señor Motani, yo no he dicho quehiciera usted nada. Me llamo C. F.Wong. Soy asesor. Quiero que me cuentetoda la verdad. Dígame exactamente loque sucedió desde el momento en quevio al señor Semek hasta que lo dejó.Vaya despacio.

—Yo no lo maté —insistió el taxista—. Ya estaba muerto cuando me volví

para mirar.—Cuéntemelo todo, por favor —

insistió a su vez Wong, con tonotranquilizador pero firme.

El hombre se rascó las mejillas sinafeitar, suspiró y dijo:

—Lo he repetido no sé cuántasveces. Llegué a Orchard Road a eso delas diez y media, quizá un poco antes odespués. Vi a aquellos tres en laesquina. Salían de un bar. Se notaba quehabían bebido. El que iba en medio seapoyaba en la mujer, que reía acarcajadas. El otro hombre, elextranjero alto, sujetaba al que estaba enmedio. Me hicieron señas y me detuve.

Técnicamente no está permitido pararallí, lo sé, y si quiere arrestarme yacusarme, me declararé culpable.Culpable de eso, sí, pero no me acuse dehaber hecho... lo otro.

—Siga, por favor. Paró el taxi. ¿Yluego?

—El extranjero metió las bolsasdentro y ayudó a subir a su amigo, elborracho, mientras la mujer esperabafuera. Luego me dio la dirección.

—¿Quién se la dio?—El tipo alto, el americano.

«Katong, East Coast Road, cerca de RedHouse», dijo.

—¿Red House? Ah, ¿quiere decir la

antigua panadería de Katong?—Sí, eso mismo. El borracho iba

medio caído en el asiento, y elamericano estiró el brazo y le dio unaspalmaditas o algo. «Adiós, amigo.» Ledijo algo así. Hice el giro metiéndomeen un camino particular (y si quierearrestarme por eso, adelante, no seprive) y luego enfilé Orchard Road.

—Hacia el este.—Sí, hacia el este, ya sabe, luego

seguí por Stamford Road, RafflesAvenue y crucé el puente. Después meequivoqué de calle. No conozco bienesa zona. Paré y le pregunté a otrotaxista. Me indicó el camino y llegué a

Katong muy rápido, apenas unos minutosmás tarde.

—¿El pasajero dijo algo?—No; estaba demasiado borracho.

Repitió la dirección. Creo que lecomenté algo, para charlar un poco, yasabe, soy un tipo muy afable, un tiposimpático. Le dije que Katonge era unsitio bonito para vivir, pero él norespondió.

—¿No dijo nada en absoluto?—Cantó un poco.—¿Qué cantó?—Yo no sé de música. No tengo

tiempo para eso. Sólo me sé lascanciones de las películas tamiles. Creo

que era una canción pop occidental, quésé yo, algo de América. No lo sé.

—¿Y qué pasó después?—Nada. Nada en absoluto.

Simplemente lo llevé hasta East CoastRoad; estaba oscuro. Torcí a laizquierda por esa calle y oí un ruidoatrás. Miré por el retrovisor y no lo vi.Paré el coche y vi que estaba doblado,medio cuerpo en el asiento y el otromedio en el suelo. Seguí conduciendo.

—¿Por qué? ¿No le pareció que seencontraba mal?

—Mire usted, señor policía...—Yo no soy policía.—Mire usted, buen hombre, cuando

eres taxista y trabajas de noche, muchasveces tienes que llevar a gente que seduerme, o que está borracha oinconsciente. No es nada extraño. Unolos lleva a la dirección que sea y luegolos despierta. Esto pasa muchas veces,pregunte a cualquier taxista de Singapur.

—De acuerdo. ¿Y llegó a su casa?—Correcto. Entonces intenté

despertarlo. Le decía cosas, pero nohabía manera. Estiré el brazo y losacudí. No se despertó. Estaba comofofo, desmadejado. Salí del coche y fui asacarlo con la intención de dejarlo a lapuerta de su casa. Lo he hecho otrasveces. Pero entonces vi la mancha que

tenía en el abrigo. Creí que habríavomitado, pero no, era una manchanegra.

—¿De sangre?—Sí, creo que sí, pero en la

penumbra parecía negra. Cuando vi queestaba mal, o quizá muerto, casi me pusea gritar. No sabía qué hacer. Sólo queríasacarlo del coche, pero ¿qué podíahacer? Me pareció que había milventanas a mi alrededor, todasmirándome. Pensé en llamar a la policía,pero nadie más que yo estaba con aquelhombre, de modo que pensé que lapolicía creería que yo... que yo lo habíamatado. Y no es así. Yo no fui, yo no fui.

Le juro que ya estaba muerto cuando vila mancha del abrigo.

—¿Qué hizo entonces?—Cerré la puerta de su lado, me

puse al volante y salí pitando.—¿Adónde?—No sé. Simplemente me fui de allí.

Al final llegué a la zona de Meyer Road,sabe. Me metí por una callejuela trasdoblar la esquina, y arrojé el cadáverpor encima de una tapia. Y sus bolsastambién. Un maletín y una bolsa pesada.

—¿La abrió?—No, no toqué nada. Sólo por fuera.—¿Y después?—Volví a casa y limpié el coche a

fondo, una y otra vez. Terminé delimpiarlo a las seis de la mañana y luegome fui a dormir, pero sólo pude hacerloun par de horas. Tenía miedo de volveral trabajo, así que me quedé en casamirando a la pared. Estuve horas así,hasta que llegó la policía. Me trajeronaquí y no he salido desde entonces. Esoes todo lo que sé. Créame, por favor.Por favor se lo pido, se lo ruego.

—Le creo —dijo Wong—. Perodebo hacerle unas preguntas más. ¿Lasventanillas de su taxi estaban bajadas?

—No; subidas. Tengo aireacondicionado. No quiero malgastar.Así se conserva el frío, sabe.

—¿Oyó al señor Semek bajar laventanilla? ¿Oyó algún ruido, como quebajaba una ventanilla o trataba de abrirla puerta?

—Creo que no. Ojalá pudiera decirotra cosa, porque eso querría decir quealguien subió y lo mató, que imagino quees lo que ocurrió. Mire, señor policía,yo soy un buen hindú y no digo mentiras,o sea que no, no oí nada de eso, es laverdad. Por favor, se lo ruego...

—Está bien. Hemos terminado —dijo Wong.

El geomántico fue a la cantina de lacomisaría y pidió un té verde. Se puso aexaminar los informes del caso. Joyce

llegó con los libros de cartasastrológicas. Wong la puso al corrientede todo, para ver si ella hacía laspreguntas correctas.

—Qué raro —dijo la joven—.¿Quién mató al tipo, si el taxista no fue?¿Qué ocurrió durante el trayecto? Laclave es: ¿qué consecuencias tuvo lamuerte de Semek? ¿Alguna herencia oalgo así?

Wong asintió. Pregunta correcta. Élmismo se la había formulado a Kwa.Semek tenía una ex esposa en Indonesiay varios hijos estudiando en launiversidad, los cuales heredarían sudinero... Pero no tenía parientes en

Singapur ni en Malasia. La herencia noera grande y, que la policía supiera, nohabía ningún seguro de vida. En cuanto aasuntos profesionales, Semek, Sin yColes acababan de firmar un contratopara desarrollar un producto técnico.Algo relativo a análisis de mineralespara un proyecto de minería enKalimantan. Semek era científico, laparte técnica del negocio, mientras queColes y Sin se ocupaban de la partecomercial, puesto que eran,respectivamente, especialistas enfinanciación y mercadotecnia. Lossocios, a quienes no pareció afectar elasesinato, habían acordado suspender el

negocio hasta después de los funerales,cuando todos volverían a reunirse denuevo.

—Oiga, ¿y había algo interesante enel cuerpo del muerto?

—Lo interesante es lo que no había.Cuando subió al taxi llevaba dos bultos.Un pequeño maletín y una mochilagrande. En ella había muestras demineral, piezas de maquinaria, monedaextranjera.

—¿Y todo ha desaparecido?—No todo. La mochila y el maletín

estaban allí, en el jardín de madame Fu.Pero la mochila estaba llena deladrillos. Como traídos de una obra.

—Ah, el cambiazo.—¿Cambiazo?—Muy típico de las películas

americanas de cine negro, de las deantes. Tenías una bolsa con cosasvaliosas y otra que parecía idéntica,pero nada de valor dentro. Para dar elcambiazo. En algunas pelis todavía seve. Bueno, dejémoslo. Así pues, ¿quiénse lo llevó? El taxista, ¿verdad?

—Puede. O quizá se detuvo enalguna parte... Quizá hay algo que no noscuenta.

—¿Y el maletín?—Cosas de ejecutivo. Aquí tiene

una lista.

Joyce la examinó. El maletín deSemek contenía un montón de papeles,básicamente documentos técnicosrelativos a análisis de suelo y rocas,medio donut en una bolsa de papel, unanovela de Michael Crichton, unPenthouse y un paquete de cacahuetesde un vuelo de SilkAir.

En sus bolsillos, la policía habíaencontrado un teléfono móvil finlandés,un recibo de lavandería, un recibo de uncajero automático de Orchard Road, undictáfono y dos casetes.

—¿Pusieron las cintas?—Sí —dijo Wong—. En una hay

grabaciones de cartas comerciales. En la

otra se le oye cantar.—¿Cantar?—Le gustaba cantar, por lo visto.

Una cinta, según Kwa, empieza conparte de una carta y luego canta NewYork, New York. Era cantante dekaraoke, ¿entiende?

—¡Uf! Sí, claro, menuda bazofia. Esdonde la gente asesina las canciones enpúblico.

—¿No le gusta? Pues al muerto leencantaba el karaoke. La señorita Sindijo que iba con frecuencia a clubes dekaraoke.

—¿Mensajes en el móvil?—Ninguno.

La joven cogió la lista depertenencias personales y de prontoemitió un silbido de admiración. Wongla miró. ¿Habría descubierto algoimportante?

—¡Uau! ¿Y qué pasará con todas suscosas? —preguntó Joyce—. ¿Se lasqueda la poli? Ese encendedor Dunhilles chulísimo; yo no fumo, pero bueno. Yun walkman nuevo no me vendría mal, yesa grabadora... Supergraves, altavozincorporado, rebobinado automático.Hombre, si van a tirarlo todo...

—No. Se lo darán a la familia.—Ya, claro. Supongo que es lo

correcto. Bueno, y ahora ¿qué?

¿Sacamos el champán y le hacemos elfeng shui al taxi?

—No se dice champán. Es lo pan.Además, con los taxis no funciona. Uncoche siempre cambia de orientación,sur, oeste, norte, este. No tiene unadirección propia.

—El mío sí. Papá me compró hacedos meses un Mini del ochenta y nuevepara que aprendiera, pero perdí lasllaves y estuvo tirado en una calledurante semanas. Para que luego diganque con un coche vas a todas partes. Yosí iba, pero a pie.

—En este caso no necesitamos lopan. Solamente cartas lo shu, pilares del

destino. Para empezar, el señor Semek.Abrió con satisfacción sus

polvorientos tomos y empezó a leerpáginas llenas de caracteres chinos. Elpilar-día del señor Semek era de fuego,y había nacido a finales de primavera,estación de madera, explicó elgeomántico. Sacaría, pues, fuerzas delfuego y la madera. Del mismo modo queen un fuego real, si añades madera lasllamas se hacen más grandes. Pero si leañades agua, el fuego se extingue. Siintroduces objetos metálicos o tierra,será difícil que el fuego prenda.

La noche de su muerte era un día demetal, dijo Wong. Cada elemento está

asociado con una parte del cuerpo.Semek recibió un disparo en el pecho.El metal se asocia con el sistemarespiratorio. En su caso, las pautasastrológicas se hicieron realidad de lamanera más literal. Una bala de metal seintrodujo en su sistema respiratorio.

Motani también es una personafuego. Sin embargo, en sus cuatropilares sólo había un elemento madera,por tres elementos metal. Por tanto, noera una persona fuego demasiadofuerte...

Gilbert Kwa llegó en ese momento.—¿Ha encontrado algo?—Sí. Está clarísimo, ¿verdad, jefe?

—dijo Joyce con una sonrisa.—¿Sí? —El policía tomó asiento

delante de ella, que dijo:—El taxista es inocente. Alguien

disparó al tipo a través de la ventanilladel coche. Con un arma de largo alcancey con silenciador, como hacen losfrancotiradores. Igual que en esa peli, Eldía del Chacal, ¿se acuerda? Muy añossetenta, pero era bastante buena.

—Pero el taxista dice que laventanilla estaba subida.

—Bah —dijo Joyce—. Declaró quese detuvo a preguntar cuando se perdiópor aquellas calles. ¿Cómo pregunta untaxista? Pues bajando la ventanilla y

gritando, ¿no? En ese momento la balapasó silbando junto al taxista y mató alpobre tipo de atrás sin que nadie sediese cuenta. ¿Qué le parece?

—Me parece que ve usteddemasiadas películas —repuso Kwa conuna sonrisa—. Para empezar, no ledispararon. Fue una cuchillada, pese aque no encontramos ningún cuchillo.Primero pensamos que había sido unabala, sí, pero el médico dice que no hayduda: fue un arma blanca, quizá uncuchillo de cocina o de pelar fruta, cortopero afilado. Estamos registrando otravez la casa de Motani. Lo malo es quepudo arrojar el arma desde el taxi en

cualquier punto del trayecto.—Oh. ¿Cambia eso su teoría? —

preguntó Joyce a Wong.—No. Metal en sistema respiratorio.

Bala, cuchillo, es lo mismo.La joven se apoyó en el respaldo y

se mordisqueó la uña de un dedo índice.—Oiga, tengo otra idea. A ver qué le

parece. Hay alguien escondido en elmaletero. Apuñala al tipo atravesando elrespaldo del asiento, le extrae elcuchillo y luego, cuando el coche para,salta y se larga corriendo. Las puertasdel taxi no han llegado a abrirse. ¿Eh?¿Qué me dice?

Kwa sonrió de nuevo.

—Sigue viendo demasiadaspelículas —dijo—. La idea está bien,pero a la víctima la apuñalaron pordelante. Justo en el corazón. No pordetrás.

—Bueno, al menos tengo teoríasinteresantes, que ya es más de lo queaportan ustedes —dijo ella.

—La respuesta no está en esas ideasextrañas, sino en alguna parte de estospapeles. —Wong los recogió, abrió ellibro de cartas y los metió dentro—. Mevoy a la oficina. Necesito calma ysilencio para dibujar cuatro pilares defortuna, uno para cada persona. Debohacer correctamente la investigación. —

Se levantó.Joyce permaneció sentada.—Es la primera vez que estoy en una

comisaría de Singapur. ¿Me la enseña,jefe?

—Desde luego —dijo Kwa.—¿Y puede enseñarme dónde

encierran a la gente y les dan palizas ytal?

—Sí, por supuesto. Acompáñeme.Por la tarde, Joyce estaba en un

Starbucks de Orchard Road con unaCoca-Cola y un muffin de arándanos,mirando las tiendas del otro lado de lacalle. El tráfico era fluido, aunque devez en cuando se estancaba un poco. Un

taxi se detuvo para recoger a un cliente yla furgoneta que iba detrás tuvo quefrenar en seco. Hubo intercambio deinsultos y ambos vehículos siguieronadelante. A lo lejos se oía algo parecidoa una campana de iglesia, un sonidoinesperado y muy europeo, pensó Joyce.

Cerca había un Toys'R'Us, y unalibrería grande al doblar la esquina. Enlas boutiques de ambas aceras vio lamisma ropa de marca que en SouthMolton Street. Una pareja joven quepasaba por allí se sentó a la mesa de allado; ambos llevaban Levi's 501: losreconoció por las etiquetas.

Sin pensarlo conscientemente, estaba

rumiando sobre el hecho de que esaescena le recordaba a Pitt Street, o quizáuna calle principal de South Yarra, enAustralia. Sin embargo, nadie se habríaequivocado al respecto. ¿Qué era lo quemarcaba la diferencia?

Los árboles, pensó, tan orientales.Los árboles de Australia eran muydiferentes de los de Singapur. Y lagente, claro. Aquí eran más bajos. Losoccidentales eran altos y angulosos, ytampoco había tantos. En Sidney, cuandoen una acera veías a diez personas a lavez, ya te parecía llena. Aquí siemprehabía unas setenta, de día como denoche.

Y el aire, por supuesto. Aunqueestaba nublado y soplaba viento y el solhabía desaparecido, el aire aún eracaliente, húmedo, estancado. Cuando enSidney hacía un clima así, lo llamabanola de calor. Las mujeres tomarían el solen topless en playa Bondi, y algún queotro reportero trataría de freír un huevoen la acera. Aquí, en cambio, la gente sehabía puesto jersey.

¿Qué otras diferencias había? Derepente comprendió que estabacentrándose en estas comparacionesmundanas porque su cerebro no queríareconocer lo que de verdad lapreocupaba: estaba intentando eliminar

algo que la había conmocionado. Pero¿qué era?

Mientras comía distraídamente elmuffin notó que empezaba a relajarse, ypoco a poco fue revisando mentalmentelos últimos acontecimientos. Habíapasado la tarde hablandoinfructuosamente con la familia deMotani. Su madre hablaba un poco deinglés, pero estaba destrozada por ladetención de su hijo mayor. Luegoestaban los cuatro hermanos y doshermanas que aún vivían en casa, enaquel pequeño apartamento de unaurbanización insulsa que se llamaba...¿cómo, mecachis? Se le había olvidado.

Las chicas apenas habían abierto laboca, y Joyce había tenido que hablarcon los dos hermanos menores deltaxista. Uno de ellos era guapísimo perotaciturno, y hablaba con monosílabos. Elotro, de nariz prominente y bigote, semostró animado y complaciente.

Joyce se sentía como una impostora.No había estudiado para policía ni sabíademasiado de feng shui. ¿Qué estabahaciendo allí? Las instrucciones deWong sólo habían sido que hablara conla familia e intentara sonsacarles algoque pudiera ayudar a resolver el caso.Ella no tenía ni idea de qué preguntar.¿Debería haber tomado notas? ¿Debería

haber grabado la entrevista? Al menoseso le habría dado cierto aire deprofesional. Claro que también podíanhaber pensado que era una periodista enbusca de una exclusiva.

¿Se había dicho algo que mereciesela pena comunicar a Wong? En todo elrato que estuvo en la casa, sólo hubo untema de conversación: la machaconainsistencia en la inocencia de Motani.¿Cómo podían los dioses haberlo puestoen semejante aprieto?

Cuando Joyce explicó que no erapolicía sino alguien que queríaayudarlos, la familia supuso que era unaespecie de asistente social, y empezaron

a hacerle preguntas sobre qué clase deayuda podrían conseguir si Motani, queera quien más dinero aportaba a lafamilia, era condenado a años decárcel... aunque él no había cometidoningún delito, claro.

Joyce se había sorprendido de supropia habilidad para responder a laspreguntas, o para rechazar aquellas quela desconcertaban. ¿Dónde aprendí adecir tantas tonterías?, se preguntó. Talvez era cosa innata. Después de todo, supadre era un consumado experto. Bueno,lo principal era que no había puesto enpeligro el buen nombre de C. F. Wong &Associates. Consideraba que había

actuado de manera harto profesional,excepto, tal vez, cuando pidió prestadoun cedé pirata de un concierto de PearlJam que el hermano pequeño de Motanitenía en la mesa donde estaba haciendosus deberes.

Entonces ¿por qué se sentía taninquieta? Seguramente porque se habíaidentificado con la madre, que no habíadejado de entrar y salir de la habitacióntoda la tarde, hecha un mar de lágrimas.O quizá era algo más: ¿no habríaasumido la responsabilidad, siquieramoral, de conseguir que Motani salierabien librado? Quizá por eso tenía lasensación de llevar una carga muy

pesada.O tal vez era que el cúmulo de

acontecimientos de los últimos días lamantenía al borde del ataque de nervios.Encontrar un cadáver en el jardín no eramoco de pavo, y era ya el segundo delverano, de momento. No hay muchasjóvenes de diecisiete años que sedediquen a encontrar cadáveres por ahí.Quizá es, se dijo, que me estoy haciendomayor.

Había ido a tomar algo para aplazarla principal tarea de la tarde, que erainformar a Wong de susdescubrimientos. Pero no habíadescubierto nada. ¿Cómo se lo iba a

decir? Decidió llamarlo por el móvil.—¿C. F.? Soy yo, Jo.—¿Ha encontrado el piso?—Sí, gracias. El taxi me ha dejado

enfrente.—¿Ha averiguado algo?—Pues... bueno, son familia

numerosa. El padre de Motani murió yahora es él quien aporta el dinero. Tienehermanos por un tubo. Como es lógico,están todos hechos polvo. Y...

—¿Y?—Bueno, no, creo que eso es todo.

Quiero decir que no he averiguado nadaque pueda resolver el misterio. No sabíamuy bien qué preguntar ni qué buscar.

Sólo he charlado un rato con ellos.—Está bien, no se preocupe.—Pero sí hay una cosa, creo...—¿Qué cosa?—Tenemos que sacar a Motani de

ésta. Él no lo hizo.—¿Por qué piensa eso?—Por nada. Me lo parece y ya está.—Comprendo. A mí también.

Váyase a casa. Camine, caminedespacio.

Joyce sonrió. Emma le habíaexplicado ese equivalente chino de«cuídese».

—Sí. Camine, camine despaciousted también. Buenas noches.

Al día siguiente, cerca ya delmediodía, Wong encontró a Gilbert Kwaen el pasillo de los juzgados. El policíaestaba de muy mal humor.

—Pero ¿por qué diantres los juiciosno pueden estar programadospuntualmente, como una visita aldentista? ¿Por qué siempre tengo queperder horas y horas esperando?

—Debo hacerle una preguntaimportante —dijo el geomántico—.Puede que después tengamos larespuesta.

—Pues dese prisa. Esta mañanajuzgan a Motani. De un momento a otronos llamarán de la sala número tres. O

dentro de una hora, cómo saberlo.Un empleado apareció en el umbral

y leyó en alto una hoja de papel:—Caso doce barra setecientos

sesenta y ocho f. Motani, N.—Ya era hora. Lo siento, nos toca.

Hablaré con usted más tarde.—No. Espere, señor Kwa. Sólo una

pregunta: ¿llovía, el martes por lanoche? Me acosté temprano y no lo sé.Pero es muy importante.

—No, si recuerdo bien. Creo quellovió por la tarde, pero por la noche no.Lo siento, Wong, he de dejarle. —Elpolicía se dirigió a la puerta númerotres.

—Espere. Tengo algo importante.—Sólo treinta segundos, ni uno más,

C. F. Hoy está el juez Simeon Malik.Hace esperar a todo el mundo pero nosoporta que lo hagan esperar a él.

El geomántico inspiró hondo ycomenzó su explicación:

—El caso es que Motani es unapersona de fuego débil que necesitamadera para tener fuerza. La noche delasesinato sus pilares eran malos. Habíaun choque entre metal y madera. Ytambién entre madera y tierra. Pero elpilar-hora de la muerte muestra un fuerteapoyo de madera al fuego de Motani. Sihabía presencia de agua, si a esa hora

llovía, entonces era muy malo paraMotani. Pero no hubo lluvia, sólomadera. Eso significa que lo quesucedió a esa hora no destruyó la vidade Motani, sólo una parte del ciclo. Nolo encerrarán. Lo pondrán en libertad.

—Se acabó el tiempo —dijo elpolicía—. Gracias y adiós. —Fue haciala puerta.

—Ah, y otra cosa. Semek ya estabamuerto antes de subir al taxi.

—¿Qué? —Kwa se quedó pasmado—. ¿A qué se refiere? Pruebas, porfavor.

—A Semek lo apuñalaron en lacalle. Sus amigos llevaron el cuerpo

hasta el taxi. No estaba ebrio, sinomuerto. El americano alto lo metió en elcoche y lo colocó recto en el asiento.

—Pero él... Semek habló con eltaxista. Le dio la dirección.

—El americano, al colocar a Semek,puso en marcha una grabadora dentrodel bolsillo del cadáver. Se oyó una vozque decía las señas de Semek. Luegouna pausa. Y más tarde una voz quetarareaba una canción titulada New York.

—New York, New York.—Eso.El ayudante jurídico de Kwa se les

acercó.—Gilbert —dijo—. Vamos, acaban

de llamarnos.—Un momento —dijo el policía.Wong continuó:—Todo se pensó para aparentar que

la muerte ocurrió más tarde, durante eltrayecto en taxi. El propio taxista lo creeasí. Más tarde, la policía examina elcuerpo. La grabadora se ha parado solay ha rebobinado automáticamente. Ustedpone la cinta y oye una voz diciendo unadirección. Cree que es el inicio de unacarta dictada y no le resulta raro.Escucha un poco más de cinta y al cabode un rato alguien tararea. El señorSemek era un gran fan del karaoke, asíque a usted tampoco le parece extraño.

—¿Y la bolsa? ¿La bolsa conmuestras y dinero?

—En esa bolsa nunca hubo nimuestras ni dinero. Siempre estuvo llenade ladrillos. Para sostener al muerto.Para que no se ladease en el asiento deltaxi.

—¿Cree usted que lo asesinaron sussocios? Pero ¿por qué? ¿Qué beneficiosacaban de su muerte? Él era el únicoque no tenía dinero.

—Ellos dos aportaban dinero, eransocios capitalistas. Semek era quienponía las ideas. Ellos no buscaban sudinero; dinero ya tienen. Lo que queríanera su idea. Quizá no querían pagarle.

Kwa se volvió hacia su ayudante yle dijo:

—Avise al fiscal y dígale que hablecon el juez; que pida un aplazamiento.Todavía no estamos listos.

Joyce McQuinnie, que a todo estohabía estado hablando por teléfono conWinnie Lim en otra parte del edificio,llegó en ese momento al pasillo.

—Hola. Dice Winnie que estamañana ha vuelto a llamar madame Fu.

—¿Más basura en el jardín?—No. Su prima fue a tomar café a

primera hora y se quedó un buen rato. Lavieja chiflada dice que su prima se hamarchado dejando malas vibraciones.

Quiere que vaya usted a hacerle otralimpieza de la casa.

Wong asintió con la cabeza.—Será mejor que vaya a ver. Por si

acaso. Podemos ir en taxi otra vez. Lostaxis de Singapur son bastante seguros.

9Un recinto imperfecto

Hace quinientos años el oeste dePekín experimentó una granespiritualidad. Fue una época en que lotangible dio paso a lo intangible.Muchas cosas mágicas acontecían.

Todos los días un cuenco volabadesde el templo sagrado hasta elpalacio Imperial. Llevado por espíritusque eran invisibles. La emperatriz Liponía una limosna en el cuenco, quevolvía volando al templo.

Una mañana, el cuenco entró muy

temprano en su alcoba. La emperatrizestaba en camisón. Medio dormida, setapó e hizo una broma: «¿Qué buscas aestas horas? ¿Quinientas muchachaspara tus quinientos monjes?»

El cuenco regresó volando. Al díasiguiente no volvió.

La emperatriz comprendió que nodebía haber dicho aquello. Escribióuna carta al superior del templo, cuyonombre era Tao Fu, y le contó lo quehabía pasado.

Tao Fu dijo: «Sólo puedes haceruna cosa. Envía quinientas muchachaspara los quinientos monjes. De estemodo no habrás insultado a los

espíritus. No habrá ninguna falsedad.»De modo que la emperatriz envió a

buscar quinientas muchachas. Al cabode mucho tiempo reunieron suficientesy las enviaron al pueblo de Shih Fu, alas cercanías del templo. Quinientoshombres y quinientas mujeres nopodían estar tan cerca unos de otrossin pecado. Sucumbieron a la tentacióny yacieron.

Tao Fu no sabía qué hacer. Elcastigo por ese pecado era la muerte.Decidió que no había otra salida.Cogió a los quinientos monjes y lasquinientas muchachas y los rodeó conun círculo de fuego, donde debían

morir abrasados.Pero los Inmortales estaban

viéndolo todo y elevaron a lasquinientas parejas hasta el más alto delos cielos, donde se convirtieron ensantos y santas. Tao Fu cogió la camade la emperatriz Li e hizo de ella unaltar.

Brizna de Hierba, de este incidentese coligió una gran verdad: el hombresanto que renuncia al amor para todasu vida complace al cielo, pero elhombre santo que renuncia a toda suvida por amor también complace alcielo.

Destellos de sabiduría occidental,

de C. F. Wong, parte 287

C. F. Wong guardó su diario yconsultó la correspondencia, que ese díase limitaba a una carta. Como decostumbre, el buzón de C. F. Wong &Associates en la planta baja del edificioestaba rebosante de correo. Y, como decostumbre, en su mayor parte eransobres de ventanilla (metidos en uncajón en espera de la sesión de cuentassemanal), tarjetas con los datos deservicios de taxi (a la papelera), ycorreo basura (ritualmente quemado enun intento de consumar una minúscula

venganza kármica contra los remitentes).El geomántico examinó el exterior

del único ejemplo de verdaderacorrespondencia y soltó un suspiro. Sinduda significaba problemas. El sobrellevaba el blasón de Master Dinh Tran,de l vihara budista de St. Sanctus, unhombre cuyo título extrañamentetranscultural daba fe de la complejahistoria de su templo, construido enVietnam del Sur donde antes había unaiglesia católica.

—Está bien, hay que hacer de tripascorazón —dijo en voz alta antes de abrirel sobre. Las arrugas de sus ojos sehicieron visiblemente más profundas a

medida que leía la carta—. ¡Aghhhh! —exclamó—. Terok-lah!

Master Tran, amigo del difuntopadre de Wong, solicitaba su inmediatapresencia a fin de resolver un problemacomplicado. Tenía que ser enseguida. Eltemplo estaba dispuesto a pagar a EastTrade Industries los honorariosequivalentes a un día completo deasesoría. Nada se mencionaba depasajes de avión ni de alojamiento;probablemente tendría que alojarse enun cuarto espartano dentro del recintodel templo. La oferta de remuneraciónera puramente retórica, ya que EastTrade rechazaría galantemente aceptar

ningún dinero en un caso como ése.Master Tran sabía muy bien que en elconsejo de administración había muchoselementos supersticiosos. En conjunto,la cosa se reduciría a pasar unos díasfuera sin obtener el menor provecho.

Wong le lanzó la carta a su ayudanteJoyce McQuinnie, que estabaobservándolo con curiosidad.

—Me alargo otra vez —dijo él.—Querrá decir «me largo» —lo

corrigió Joyce y miró el sello de la carta—. ¡Vietnam! Voy con usted. Si papá medeja.

—Bien —dijo Wong, distraído, sumente viajando ya.

No era tan mala idea. Vietnam teníaalgo de ultraterreno que siempre lelevantaba el ánimo, aunque Ciudad HoChi Minh podía ser bastante deprimente.Y luego estaba ese primo suyo enCholon, al que podía visitar. ¿Y si setomaba un par de días libres parameditar? Hacía ya ocho o nueve añosque no pasaba unos días en un templo.Recordó lo bien que se había sentidodespués de una semana de meditación enChiang Mai. Un momento, ¿o es queestaba pensando en las vacaciones gratisque supuso hacer el estudio feng shui deaquel hotel de cinco estrellas en NusaDua?

* * *

Master Tran no tenía teléfono ni fax,de modo que Winnie Lim tuvo quecontactar con el agente del templo, untailandés que se dedicaba a laimportación-exportación y querespondía al disonante nombre dePorntip, para que informara al hombresanto de que Wong llegaría el martes dela semana siguiente para pasar allí undía y una noche, y que iría acompañadode un ayudante.

—No sabía que los templosnecesitaran los servicios de expertos enfeng shui —comentó Joyce.

—¿Y por qué no? También sonedificios.

—Sí, pero de otra índole muy... nosé, otra clase de... No quiero decir desuperstición, ya me entiende.

—Diferente abracadabra, ¿no? —dijo Wong, recordando la palabra queella había empleado en su primer ymemorable día en la oficina. Sonababien. Tendría que buscarla en eldiccionario...

—Digo yo, ¿por qué no rezan a Diosy tal, y dejan que él les resuelva losproblemas?

—Son monjes budistas. No creen enDios.

—Bueno, pues Alá o Buda, o laCalabaza Mágica o lo que sea queveneren.

Wong asintió con la cabeza. Nosabía cómo explicárselo a ella en inglés,pero ésta era precisamente la razón deque le disgustara hacer estudios fengshui en templos, iglesias u otros lugaressagrados. En esos lugares había tantasinfluencias invisibles que el trabajoresultaba infinitamente más complicado.Un altar venerado por millares de almasdurante décadas o siglos tenía sin dudauna gran cantidad de chi acumulado,pese a estar en el sitio menos apropiadosegún las enseñanzas del feng shui.

Otra dificultad era que los hombressantos de cualquier credo solíanconsiderarse muy adelantados en lasartes del espíritu, aunque muchos fueransumamente frívolos. Resultaba que, porregla general, se limitaban a alabarhipócritamente los consejos de maestrosde lo que ellos consideraban artesinferiores, como la geomancia. Eraverdad que Master Tran siempre habíamostrado un saludable respeto hacia elfeng shui, pero Wong temía la presenciade elementos hostiles o escépticos entreel personal del templo.

Había otra cosa. Dios, o Alá, oBuda, o... (¿cómo lo había dicho Joyce?

¿Calabaza Mágica? Tendría que buscareso también) podían estar efectivamenteallí. Una vez había hecho el estudio deuna iglesia antigua y había encontradouna presencia tremendamente poderosaque lo había dejado exhausto ydesorientado. Recordó las palabras deConfucio, citadas por Han Yu, el sabiode la dinastía Tang: «Rinde todos losrespetos a los seres espirituales peromantenlos a distancia.»

—Los templos son difíciles. Ygrandes, además. Y sólo tenemos un día.Será un encargo complicado. —Apoyóla yema de los dedos en sus sienes ycerró los ojos.

—Tranquilo —dijo Joyce—. Yo leayudaré. Una amiga mía se compró unacosa chulísima para guardar cedés enCiudad Ho Chi Minh (una especie decesta de colores fluorescentes) y quierover si consigo una igual. Sería divertidoalojarse en una monjería. Todo serántíos, ¿no? Cien tíos ataviados consábanas y yo. Fabuloso.

—¿Ha dicho monjería? —preguntóWong.

—Sí, monjería. Lugar donde vivenmonjes, o incluso monjas. No confundircon «monasterio», que es el término quedesigna el sitio de un zoológico dondetienen a las monas.

Wong lo anotó. Había que ver loextraños que eran ciertos idiomas.

Salir del aeropuerto de Ciudad HoChi Minh fue como entrar en el mayorhorno del mundo. Soplaba un poco debrisa, pero, más que refrescar la piel, elviento parecía escupirle calor.

—No me hará falta secador de pelo—dijo Joyce, y vio con asombro cómo auna niña pequeña se le derretía unhelado en las manos en cuestión desegundos. La joven se quitó la cazadoratejana, con cuidado de no rozar supendiente nuevo, comprado en SriLanka, del que colgaba una diminutaholografía de un Buda sentado.

Como es habitual a la salida de lamayoría de los aeropuertos de Asia, laincreíble masa de gente agolpada en lasinmediaciones hacía imposibledistinguir un grupo de otro. ¿Cómo ibana encontrar a la persona que buscaban?Pero segundos después un hombremenudo y moreno que parecía un pájaro,con una camisa floreada, se acercó aWong y le estrechó la mano con firmeza.

—C. F., hola, hola, bienvenido aVietnam. Hacía mucho tiempo que no loveía. ¿Siete u ocho años?

El geomántico saludó con unainclinación de cabeza y le presentó aJoyce. El regocijo de Porntip se

desvaneció como una pompa de jabón.—Oh, vaya, no, no, no —dijo,

retirando rápidamente la mano que habíaadelantado hacia la joven—. Lo sientopero... —Volvió a mirar a Wong—. Esuna mujer —protestó.

—Sí —confirmó Wong—. Unamujer.

—No es un hombre. Es una mujer.Joyce, molesta, se agarró la parte

delantera de la falda como ofreciéndosea levantarla.

—¿Quiere echar un vistazo paraasegurarse? —dijo.

—No hace falta —respondióPorntip.

—No es necesario —dijo Wong.En el coche, camino del templo,

Wong y Porntip hablaron acerca delproblema. Wong había olvidado —o nohabía caído en la cuenta— lo estrictoque era el templo con respecto a lasmujeres. El tailandés le explicó que casinunca se les permitía la entrada, y queninguna mujer tenía autorización parapernoctar allí.

—¿Ninguna mujer? ¿Nunca? —preguntó Wong.

—Una o dos veces al año hay un díade puertas abiertas, y entonces pueden irmujeres, pero sólo si hacen unacuantiosa donación o llevan regalos.

—¿Cuándo es eso?—En mayo. Por el cumpleaños del

Señor Buda. Vesak. También el día delDharma. Y el día del Sangha.

—Bueno —dijo Joyce—. Esperaréfuera hasta mayo.

—Imposible —dijo Wong—. Sóloestaremos aquí una noche.

Joyce lamentó, una vez más, laabsoluta carencia de ironía que padecíanlos asiáticos.

El conductor del destartalado Nissanera un sobrino de Porntip, un muchachode unos dieciséis años que no paraba defumar y que respondía al nombre de Bin.Había dejado su ventanilla bajada y la

temperatura del aire que entraba en elcoche variaba entre fresca y abrasadora,según la velocidad del vehículo. Trasunos cuarenta y cinco minutos, llegarona las afueras de la ciudad propiamentedicha y aminoraron la marcha. Porntipsubió la ventanilla y encendió unruidoso e ineficaz aire acondicionado.

El hombrecillo no había dirigido unasola palabra a Joyce y se negaba amirarla, pese a que cuando se volvíadesde el asiento del pasajero parahablar con Wong, su mirada se cruzabainevitablemente con la de ella.

—¿Por qué no pueden ir mujeres? —preguntó Wong.

—Hace tiempo descubrieron que unmonje era un transexual —explicóPorntip—. Y lo echaron, bueno, laecharon, vaya. Creo que ésa fue laúltima vez que hubo una mujer en eltemplo. —Bajó la voz hasta un susurro—. Era una de esas criaturas... ya sabe,del tercer sexo.

—Ajá. En Singapur también hay. Losllamamos homo sapiens. Suelen ir a losclubes nocturnos, pero en Singapur casitodos son hombres que se hacenmujeres.

—Sí, pero a veces también haymujeres que se hacen hombres. Muypervertidas. —Porntip soltó la

proverbial risa tailandesa que implicavergüenza, más que humor—. Mujerescon mujeres —añadió, horripilado—.He leído cosas. Mujeres pervertidas.Con el pelo corto.

—En Singapur se las llamalibanesas —dijo el geomántico.

—Lesbianas —terció Joyce.—Lesbianesas, sí. ¿Y cuándo

ocurrió eso? Lo del monje transexual...—No sé. Hará cinco o seis años.Joyce, que aún estaba de morros,

comentó que en el templo no debían deestar al corriente de los actualmentereconocidos derechos de lostransexuales, travestidos o lo que fuere.

—No me parece muy religiosodiscriminar a una persona por sustendencias sexuales heterodoxas —dijo.

Wong le dedicó una mirada dereproche antes de responder.

—Recuerde, por favor, que estamosen Asia. Esa clase de personas no tienederechos de ninguna clase.

Veinte minutos después estaban en lacarretera, y una hora de plácido trayectopor las zonas rurales los llevó a laspuertas del vihara de St. Sanctus, en unapequeña aldea cerca de Tho, al sudestede Ciudad Ho Chi Minh.

Porntip les dijo que dejaran elequipaje en el coche mientras iba a

anunciar su llegada. Wong contestó avarias preguntas de Joyce acerca de laorganización. El vihara era más unconvento que un templo normal, dijo.Estaba cerrado al público y susmiembros vivían en completoaislamiento. Tampoco tenía que ver conel tipo de «reclutamiento» que a vecestoma el budismo en el sudeste de Asia,donde hombres jóvenes pasan un par deaños de vida monacal como parte de sueducación.

Con sólo mirarlo, Joyce se diocuenta de que se trataba de un templobudista zen de una escuela muy antigua.Era un recinto grande, parecido a un

centro penitenciario. Muros altos sinventanas de un tono rojizo enmarcabanuna gruesa puerta de madera conherrajes de hierro forjado. Uno entrabaallí para huir del mundo, y algunosmonjes, dijo Wong, no salían más que enataúd después de muertos. Ella sehorrorizó.

No hubo necesidad de llamar. Tanpronto se aproximaron, un pequeñoventanuco cuadrado, de unos veintecentímetros de lado, se abrió en lapuerta. Un par de ojos oscuros miraronmomentáneamente a Wong y luego, demanera intensa y penetrante, aMcQuinnie. No fue una mirada de

lujuria, sino de temor. El ventanuco secerró.

Durante un rato no pasó nada. Hacíamucho calor y el aire tenía un tactopegajoso. Joyce advirtió que el corazónle latía deprisa y que su ropa estabahúmeda. En comparación con la capital,los alrededores eran más que tranquilos.Bin, el muchacho, no dejaba de mirarla.Por alguna razón, a ella no le importó.

Seis minutos y treinta y tressegundos después, oyeron pasos otravez. El ventanuco se abrió con un ruidometálico. Una voz de hombre habló envietnamita y Porntip contestó.

Las complejas y acaloradas

negociaciones entre Porntip y la caraasomada a la puerta duraron variosminutos. El tailandés y el monje miraronvarias veces a Joyce. Evidentemente,Porntip trataba de conseguirautorización para que la joven entrara enel convento con el pretexto de que era laayudante de Wong. Por la cara que pusoal final de la discusión, supuso que nohabía habido suerte.

—Dice que nosotros y Bin podemosentrar, pero la niña no.

—No se referirá a mí, ¿eh? —dijoJoyce.

—Sí, a usted —dijo Porntip.—Soy una mujer de casi dieciocho

años —le espetó ella, la frenteconvertida en un mapa de arrugas—. Élsí que es un niño. —Señaló al menudo ydesgreñado sobrino del tailandés, queparecía mucho más joven que ella.

—Según la tradición de esta casa, laadolescencia en las mujeres dura hastalos veinticuatro años —dijo Porntip—.Los chicos se hacen adultos a los trece.Lo siento, ella es mujer y es niña. Nopodrá entrar.

—Menuda tontería —le espetóJoyce.

—¿Por qué no se va de compras? Auna hora en coche hay unas tiendas paraturistas que están muy bien —propuso

Porntip—. Si quiere, mi sobrino puedeservirle de guía.

Eso era mala idea por parte dePorntip, pensó Wong.

Si algo detestaba Joyce McQuinnieera que pensaran de ella que teníaadicción a comprar, sobre todo porqueera verdad.

—No he venido aquí para ir decompras —mintió.

—Y tampoco hay tiempo. ¿Ha traídoe l lo pan y los libros? —preguntóWong, tomándola del brazo y señalandoa lo lejos—. Yo hago la parte de dentroy usted la de fuera. Veo que aquí haymuchas, muchas influencias. Fíjese en

esos árboles. Y en esa cosa puntiaguda.Hay mucho que hacer, Joyce. Va a tenermás trabajo incluso que yo. Nosveremos aquí dentro de dos horas. ¿Deacuerdo?

—Bueno, de acuerdo —dijo ella, enparte ablandada porque alguien latomara en serio. Cogió la libreta queWong le tendió.

—Pídale al señor Porntip que laacompañe.

—No, gracias, prefiero estar sola.—Bin puede ayudarla. Hasta luego.Bin ladeó la cabeza y ofreció una

risa desdentada a Joyce.—¿Te gustan los cedés pirata? —

dijo—. Todo artistas originales, sólodos dólares USA. También software. Elúltimo Office de Windows. TombRaider III. Películas.

—¿Dónde? —preguntó Joyce.—Venga conmigo —dijo Bin.Wong cruzó la puerta y fue recibido

por un hombre corpulento con hábito. Elinterior del recinto era muy similar a losmodernos templos vietnamitas que habíavisto invadidos de turistas; la únicadiferencia era que las trampas paraturistas parecían más santas. Fluía porellas más dinero y había más motivaciónpara hacer que se adecuaran visualmentea las expectativas. En contraste, las

casas santas cerradas, como ésta, eranlimpias, tristes y bastante insulsas.

El hermano Wasuran, su guía, leexplicó que Master Tran había tenidoque ir a una reunión de una organizaciónbudista en Ciudad Ho Chi Minh, y queno volvería hasta la noche o el díasiguiente.

—No importa —dijo Wong—.Siempre es un placer estar en unamonjería como ésta.

El lugar, aun sin ser atractivo, sí erafuncional. Había un gran patio centralcon los objetos de veneración en unapequeña construcción situada en medio;compartía el espacio con un gran árbol

bo, que al parecer había crecido de unesqueje del árbol sagrado al pie del cualse había sentado Siddharta Gautama.Hacia el oeste había un huerto seco ypolvoriento, y al este y al norte hilerasde edificios bajos donde estaban lasceldas de los monjes. Un móduloescuela ocupaba el lado sur, junto a lasoficinas y la sala privada de los monjesde mayor rango. Todo era de un rojodesvaído.

—Ya veo algunos problemas —dijoWong, asomándose a una celda—. Loscuartos de dormir están situados al nortedel recinto. Se accede a ellos por unapuerta orientada al nordeste, pero las

camas apuntan al sur. No es una buenacombinación. El norte es bueno paradormitorios de casados. Bueno para elsexo, pero muy malo para monjes sinmujer. Creo que puedo arreglarlo. Habráque mover las camas, desde luego. Yquizá también la puerta de entrada. Y elcolor de la pintura no es bueno. Hay quecambiarlo todo.

El geomántico fue hacia el centro delpatio y miró de nuevo en derredor.Luego dio unos toquecitos a su lo pan ydijo:

—Y ese huerto en el oeste. Creo queantes no estaba allí, ¿verdad?

—Antes había un cobertizo para

carretas, pero se derruyó. Hace un parde años limpiamos el terreno y loconvertimos en huerto —dijo el hermanoWasuran, un hombre orondo de unoscuarenta años, voz áspera y frente deneandertal.

—Las plantas son seres vivos,poseen una clase de energía muyespecial. Deben colocarse con cuidado.Pueden hacer mucho bien, pero ahoraestán en el sudoeste, que es la direccióndel chi tierra. Habrá que hacer algunoscambios también ahí.

Estaba ya atareado escribiendo en sulibreta cuando se le ocurrió que no habíapreguntado si existía un asunto concreto

que resolver. En su carta, Master Transe mostraba preocupado por una«tendencia general a la calandria y lamorosidad», palabras éstas que él nocomprendió.

—¿Hay algún problema grave quedeba solucionar? —preguntó—. ¿Quéquería Master Tran que yo hiciera?

—Hay muchos problemas. No medio instrucciones concretas para usted.En líneas generales, existe ciertainfelicidad entre los hermanos. En dosocasiones hemos encontrado botellas delicor escondidas en rincones. Una vezhallamos una revista con fotos obscenasy textos sobre... relaciones hombre-

mujer y esas cosas. Tambiénencontramos una caja con dos milcigarrillos y una máquina de televisión,o como se llame, ¿una máquina devídeo? No pudimos averiguar cómohabía entrado en el vihara, porque loshermanos apenas entran y salen, ysiempre tenemos la puerta bien vigilada.

—Entiendo. Muchos problemas.—Todavía hay más. Ahora tenemos

ratas en el templo. No nos dejan dormir.Viven en el tejado y por la nochecorretean ruidosamente.

Wong fue tomando nota. Mientras lohacía, le dijo a Wasuran:

—La armonía es muy importante.

Hsun Tzu dijo: «Las estrellas giran; elsol y la luna brillan por turnos; lascuatro estaciones se suceden una trasotra; el yin y el yang tienen sus cambios;viento y lluvia están ampliamentedistribuidos; todas las cosas poseenarmonía y tienen su propia vida.»

—Es verdad.—¿Algún otro problema?—Sí. Creo que Master Tran estaba

preocupado porque tres hombrespidieron marcharse. Ya no quieren serhermanos, dicen que quieren casarse.Creemos que uno de ellos pudo ser elque entró la máquina de vídeo y larevista mala, pero ninguno lo ha

confesado.—¿Nombre?—¿De esos hermanos?—No. De la revista.—Se llamaba Australian Women's

Weekly. Traía muchas cosas sobre amory cosas conyugales. Repugnante.

C. F. Wong y Joyce McQuinniepasaron la tarde trabajando sentados auna mesa de un restaurante cercano. Unavez que Porntip los hubo presentadocomo asesores del vihara, el propietariose alegró de poder atraer buen karma asu establecimiento permitiéndolesutilizar el comedor entre las horas puntadel mediodía y la noche.

El encargo estaba resultando ser unbonito desafío. Joyce había compradounos discos, lo cual la puso de buenhumor, y luego había hecho el mapa dela zona que rodeaba el templo,descubriendo elementos importantes queera preciso tener en cuenta: el pozo deun pueblo al sur del templo, un taller deataúdes al nordeste, y una torre deelectricidad que casi miraba a la entradaprincipal, aunque quedaba lejos.

Wong describió minuciosamente a suayudante el interior del recinto. Dibujódiagramas para ilustrar la relación delos bloques entre sí, e intentó describirel estado de los edificios.

—No es excesivamente bonito, peroestá todo como los churros del oro.

—Los chorros.—Los chorros, los churros, ¿qué

más da? —protestó Wong.—Buena pregunta. En fin. ¿Qué más?A Joyce le intrigó especialmente

saber que alguien hubiera introducido unvídeo, cigarrillos y una revista en eltemplo.

—No hay ventanas a las que sepueda llegar desde el suelo, o sea quedebieron entrarlo escondido debajo delhábito. Lo de la revista lo entiendo, pero¿un vídeo? No debe de ser fácil meterseeso en los calzoncillos.

—Los monjes no llevancalzoncillos, me parece.

—Ni idea, y tampoco esperoaveriguarlo en este viaje.

Wong dibujó grandes eindescifrables mapas mostrando losobjetos que él consideraba elementosclave e inamovibles: el pozo, el árbolbo, los muros exteriores y edificiosprincipales del vihara.

Luego introdujo signos y símbolosvaliéndose de su lo pan. Sabía que aJoyce le fastidiaba que escribiera encaracteres chinos, pero era más o menosconsciente de que su inglés escrito podíaincurrir en errores embarazosos. A

continuación introdujo los signos deanimales correspondientes a cada puntocardinal, separados por treinta gradosde la brújula, empezando por el dragónen el norte hasta la serpiente en elnoroeste.

Tras consultar sus viejos libros,todos los cuales estaban en chino, ydibujar varios diagramas lo shu, Wongempezó a formular un plan. Joyce lo fuetraspasando al papel en inglés correcto,para entregarlo a la mañana siguiente alos guardianes del templo.

A las cuatro, la joven reveló que semoría de ganas de ir de compras. Paraentonces, se había hecho muy amiga del

sobrino de Porntip. Bin estabaanonadado por la presencia de Joyce,cosa que ella explotaba sin la menorvergüenza utilizándolo como guíaturístico personal.

—Bin me va a llevar de compras.Volveré dentro de unas horas. ¿Dóndevoy a dormir esta noche?

—Aquí, en casa de Porntip —dijoWong—. Yo vuelvo al templo. Deboverificar nuestros mapas. Y tengo quehablar con el hermano Wasuran.Dormiré allí. Por si regresa MasterTran, volveré por la mañana.Desayunamos juntos.

—¿A qué hora?

—A las siete; okay?—¡Las siete! Demasiado temprano.

¿No podría ser a las ocho o a las nueve?—Los monjes estarán de pie a las

cinco. Nuestro avión sale a las oncemenos diez. Tendríamos que estar en elaeropuerto a las nueve o nueve y media.

—Vale, okay, a las siete. ¡Jo! —Volvió toda su atención a Bin, le dedicóuna sonrisa cautivadora y le pasó unbrazo por los hombros con todanaturalidad—. Necesito un estuche paracedés, de ésos en forma de cesta. Para eldiscman, ¿sabes? Hay uno donde cabenseis compactos, pero mi amiga Melissame ha dicho que hay otro en el que

caben doce cedés y además llevabolsillo para los auriculares.

Bin, herido de amor, asintió con lacabeza y la llevó hacia el coche.

Eran las ocho, empezaba aanochecer, y el vihara de St. Sanctusestaba en silencio, con la salvedad deunos ruiditos que Wong sabía quedebían de ser las ratas. Intentóacomodarse en su habitación, tan austeray poco atractiva como un calabozo. Lasensación de satisfacción emocionalcompensaba en parte la incomodidadfísica. Haciendo ciertos cambiosrelativamente pequeños, y modificandoel uso de varios bloques, Wong estaba

convencido de que podría aportarsustanciales mejoras al feng shui deltemplo. Estaba seguro de que se notaríanenseguida, y de que esto le supondríafelicidad en el otro mundo, ya que nodinero contante.

Colocó su quinqué encima de lamesita y ladeó un poco la cama, deforma que la cabecera apuntara al norte.

Mientras se instalaba para la noche,meditó sobre su relación de amor-odiocon los lugares santos. ¿Cómo no iban aintrigar a un maestro feng shui sitios quehabían sido consagrados durante siglos ainfluencias invisibles? Pero realizarcambios en centros religiosos había sido

hasta ahora una tarea ardua. Daría alencargado una lista de cambiosnecesarios, y ellos efectuarían algunosen el momento y prometerían cambiar elresto cuando él se marchase. Peroprobablemente no volverían a invitarlopara que hiciera una inspección y unaceremonia de sal o de clausura. Lodejarían con la idea de que nodesecharían sus instrucciones, de quesus cambios serían puestos en práctica.En el misticismo hay muchas envidias,se dijo. En cuanto uno demuestra sutalento para ordenar las influenciasinvisibles de la vida, otros que afirmantener igual destreza en el mismo campo

empiezan rápidamente a hacer gala delos peores celos profesionales. Contodo, Master Tran lo había invitado avenir. ¿Qué se le iba a hacer? Se sentíaen paz consigo mismo. Había hecho biensu trabajo. Estaba en una casa deespiritualidad. Y le iba bien estar entremonjes, lejos de influencias negativastales como empresarios, mujeres ydemás.

Wong había previsto que los monjesno cenarían, de modo que se habíadedicado a hacer acopio de cosas parapicar, y no había protestado al tener queirse a la cama sin comida ni bebida.También se había agenciado un paquete

de una golosina británica que descubrióestando en Hong Kong: galletas Hob-nob recubiertas de chocolate.

Estuvo un rato despierto, tumbado enla más completa oscuridad, incapaz dedormir. Al principio no fue conscientede que su mente no se relajaba como decostumbre antes de conciliar el sueño.Fue al cabo de una hora agitándose en ladura cama cuando se dio cuenta de queno conseguía dormir.

¿Qué lo mantenía despierto? Lahabitación estaba a oscuras, pues nohabía luz artificial en ninguna parte delvihara, y pocas farolas en las carreterascercanas. Además, apenas se oía el

menor ruido. Le pareció que frente a suventanuco algún grillo zumbaba en unárbol, y por dos veces oyó ulular a unbúho. Unas horas antes había oídoruiditos en su cuarto, como si alguienrascara, y supuso que serían las ratas delas que se había quejado el hermanoWasuran. Pero ahora, incluso las ratasparecían haberse ido a dormir. Mientrasse concentraba en el casi absolutosilencio, tuvo más o menos concienciadel sonido de una música grabada, peroparecía venir de muy lejos, sin duda delexterior y probablemente del pueblocercano. Abrió más los ojos y reparó enun ligero fulgor de luna que se colaba

por la persiana, reflejándose en loscantos del escaso mobiliario de lahabitación. Notó el estómago vacío, ypensó en levantarse para comer unagalleta. Pero no iba a ser fácil encontrarel paquete. Se preguntó de maneradistraída si había cerrado la cremallerade su bolsa y si las cosas de picarestarían a salvo de las ratas. Con estaidea en la cabeza, Wong cayó en unsueño inquieto.

Despertó de pronto al oír un ruidofuerte en el techo. Otra rata. ¡Pero éstaparecía enorme! Hubo un momento desilencio, y luego otro ruido, como sirascaran. Oyó crujir las tablas de

madera. Levantó la vista y viohorrorizado cómo los tablones secombaban bajo el peso del animal, o delos animales, en el techo. De repente,una tabla se movió lateralmente y unacara en sombras apareció en la negrura.

Wong se encogió de miedo.—¡Sorpresa! —dijo la voz de Joyce.

Momentos después, la joven asomaba lacara a la penumbra—. No se quede ahíparado. Busque algo para que puedabajar. ¡Esa silla! No, la mesa. ¿Puedemover esa mesa?

—¿Qué está haciendo ahí? —leespetó Wong.

—Ayúdeme a bajar y se lo diré.

Wong puso el quinqué encima de lasilla y, con un gruñido, levantó la mesade forma que sus patas no arañaran elsuelo. La colocó con el máximo sigilodebajo de la abertura.

—Ya está. Okay? —dijo en unsusurro nervioso.

—Sí, perfecto. ¡Ay! Perdón, me heclavado una astilla. Oiga, muévala unpoco a la derecha. Así.

Con sorprendente agilidad, Joyce sedescolgó por el pequeño agujero hastatocar la mesa, que se volcó, tirándola aella al suelo.

—¡Mierda! —exclamó Joyce—. Mehe dado en el culo. Ay. Jolín.

—¿Le duele?Joyce dio un respingo, se frotó el

trasero y se levantó despacio.—No, no, estoy bien, sólo que mi

orgullo y eso...Wong miró nerviosamente hacia la

pequeña ventana. Sería una catástrofe sialguno de los hermanos pensaba quehabía dejado entrar a escondidas a lajoven. Su feminidad perturbaría elambiente. Quizá tendrían que salir todoshuyendo. Peor aún, ella estaba en sucuarto y era de noche. Supondrían que lahabía hecho entrar por motivosindecentes. Si esto llegaba a oídos deEast Trade, quizá no le pagarían la

prima anual. Por suerte la cortina estabaechada y todo parecía estar tan en calmacomo antes.

Entonces oyeron que alguien llamabaa la puerta. Wong se quedó sinrespiración.

—¿S... sí? —dijo, procurandoparecer despreocupado.

—¿Se encuentra bien? —Era la vozáspera del hermano Wasuran—. He oídoun ruido, ¿se ha caído usted?

Wong hizo gestos frenéticos a Joycepara que se escondiera debajo de lacama, pero ella saltó sobre la silla. Elgeomántico se quedó de piedra. ¿Quépretendía hacer? ¿Pensaba subir otra vez

al techo? Entonces se dio cuenta de queestaba poniendo la tabla otra vez en susitio. Una vez hecho esto, se bajó de lasilla, la apartó y se metió bajo la cama.

—No pasa nada. Todo va bien. Sólose ha roto la mesa. No se preocupe.

—Oh, deje que se la arregle. Voy aentrar.

La puerta no tenía cerradura, demodo que Wong no podía hacer nada.Tras comprobar que su ayudante noestuviera visible, fue a abrir la puerta yel hermano Wasuran entró en el cuarto.

—Oh, la mesa se ha roto, cuánto losiento —dijo.

—No, soy yo el que lo siente —dijo

Wong—. Mis brazos son fuertes, quizáhe apretado demasiado.

El hermano Wasuran miró conperplejidad las esqueléticasextremidades del geomántico y dijo:

—No importa. Le traeré una mesanueva. Lo siento mucho.

Wong contuvo el aliento hasta que elorondo monje estuvo fuera de lahabitación. Pasaron cinco minutos dereloj hasta que el hombre regresó conotra mesa. En ese tiempo, Joyceaprovechó para sacar la cabeza yrespirar un poco, desapareciendo denuevo cuando oyeron que el hermanoWasuran se acercaba por el pasillo.

Luego, el monje se quedó a charlar unostres o cuatro minutos antes de dar lasbuenas noches. Una vez con la puertacerrada, Wong disfrutó de treintasegundos de paz perfecta, hasta que oyóque Joyce salía de su escondite.

—¡Uf! La de polvo que hay ahídebajo. Tenía miedo de estornudar. Sehabría descubierto el pastel. Unaquinceañera debajo de la cama. Y enuna monjería. ¡Qué gracia!

—No lo encuentro gracioso —susurró Wong, muy serio—. Haga elfavor de bajar la voz. ¿Qué hace aquí?Tiene que marcharse, no puede estaraquí. No se permiten mujeres. Es la

norma.—Oiga, jefe, tranqui. Debería darme

las gracias. Acabo de resolver elmisterio. ¿No quiere saber cómo heentrado?

Había sólo una silla, de modo queJoyce hizo sentar a su jefe y se quedó depie a un lado, señalando susdescubrimientos sobre el mapa deWong.

—Mire. ¿Ve esta parte de aquí? Mehe pasado horas buscando una aberturaen la pared. En la parte delantera es deyeso, pero en este lado y detrás es unasimple valla. He probado todas lastablas, todas las estacas, todos los

ladrillos, y no había manera de pasar.Pero luego me he dado cuenta de quealgunos ladrillos estaban como hundidosen el muro, ¿sabe lo que quiero decir?El sitio justo para meter la punta del pie.Total, he empezado a trepar. Había máshuequecitos en los ladrillos superiores,hechos ex profeso para que alguienpueda escalar.

—Es muy peligroso. ¿La ha vistoalguien?

—Qué va. He tenido mucho cuidado.Bin me hacía de vigilante. Resulta quees un chaval muy guay. Bueno, como leiba diciendo, esto era en la parte deatrás, donde apenas hay tráfico ni nada.

Se estaba haciendo de noche. A unaaltura de tres metros los ladrillos seconvierten en una cerca de madera. Lahe empujado un poco y se ha abierto sinmás. Era una entrada secreta. Quéemocionante. Y la he encontrado yosolita.

—Por favor, no levante la voz.—Sí, sí, perdone, ya la bajo. Bueno,

escuche. Esto le gustará. La cerca da ala parte de arriba de esa cosa que hay enel patio. ¿Qué es, una especie de garaje?

Wong miró la zona sombreada delmapa.

—Es un altar. Dentro hay unpequeño Buda de oro.

—Ah, bueno. Total, he estado unratito subida al tejado. El edificio estáaislado de los demás, de modo que nosabía qué hacer. Era divertido, ¿no?,estar dentro del templo sin que nadie losupiera, o sea que allí estaba yo, bocaabajo, mirándolos a todos. Algunos delos más jóvenes están buenísimos. A lomejor podría usted presentarme a unoalto que... No, vale, okay. Lo he visto austed entrar en su cuarto. Ha sido muydivertido.

—Podía habernos metido en un lío alos dos. No debería haberlo hecho.

—Vamos, no se me cabree. Le digoque es un gran descubrimiento. ¿No lo

entiende? He averiguado cómo entra ysale la gente, y cómo meten cosas decontrabando. Algunas ramas de eseárbol grande llegan al tejado del garaje,altar, o lo que sea, donde yo estaba. Alcaer la noche he trepado al árbol... noveas, eso sí que ha sido difícil. Hacíacomo siglos que no me subía a un árbol.Bueno, en fin, he ido reptando por unarama gruesa y... ¿pero por qué pone esacara de susto?

—No es un árbol cualquiera. Es elbo, crecido del árbol sagrado dondeBuda tuvo su... su...

—Iluminación.—Sí, iluminación. No debe trepar a

él.—Vale. Ya veo que no valora mis

dotes de mujer gata. ¿Por qué no escuchay se queda calladito? Al árbol no le hehecho nada. Soy amante de la naturaleza.Peso cincuenta y cuatro kilos... Bien, lasramas llegaban al tejado de esa cosa quele digo. El tejado hace pendiente, peropuedes meterte en una especie de desvány luego dejarte resbalar. Como he vistoque usted estaba en la primerahabitación, no me ha sido difícilarrastrarme por el hueco y llegar hastaaquí. La última parte del trayecto sí quedaba miedo (rollo Indiana Jones, sabe)porque estaba todo medio oscuro y tal.

Pero, al mismo tiempo, todo el rato teníala sensación de que estaba bienorganizado. Quiero decir, alguien habíatomado esa ruta muchas veces, de modoque sabía que no me iba a quedaratascada, que habría un camino delantede mí. Sólo me preocupaba que alguienpudiera oírme. Ah, y por el camino heperdido el pendiente, ya sabe, elholograma de Buda. Diez libras mecostó. A ver si puedo encontrarlomañana.

—Yo la he oído. Pensaba que erauna rata.

—¡Ees! ¿Hay ratas aquí?—Sí, hay muchas ratas en el

edificio. Me lo dijo el hermanoWasuran.

—Jope, menos mal que no lo sabíacuando estaba ahí arriba.

Se hizo el silencio. No fue difícildetectar un sonido de movimiento, comosi toda una familia de ratas huyera enestampida por el techo hacia lahabitación contigua.

—Más vale que se marche.—¿No piensa darme las gracias por

el descubrimiento?, ¿por haber resueltoel misterio?

—Gracias. Se lo contaremos mañanaa Master Tran. Ahora váyase.

Otra rata correteó sobre sus cabezas.

La joven se estremeció.—Oiga, yo no me subo ahí arriba si

está lleno de ratas. Además, estáoscurísimo. Han apagado todas las lucesy eso. Me quedo.

—¿Y dónde va a dormir?—Soy una joven e inocente

doncella. Necesito descansar. Yo voy adormir en esa cama. Creo que lapregunta es, ¿dónde va a dormir usted?

La noche transcurrió en un estado degran inquietud. Al principio, Wong nopodía dormir de lo furioso que estaba.Al cabo de un par de horas, se quedóadormilado y empezó a agitarse sobreuna manta en el suelo. Recordó sus años

de adolescencia, cuando dormía sobre elsuelo de tablas de la tienda de especiasque su tío tenía en Guangzhou. A medidaque avanzaba la noche, las caderasempezaron a dolerle de lo lindo. Joyce,relativamente cómoda en la cama, habíatomado varias cervezas con Bin yroncaba plácidamente. Las ratas sepasaron la noche correteando comolocas de una punta a otra del bloquedormitorio, como si hubieran organizadounas carreras. Al fin Wong consiguiódormirse, no sin que su sueño se vierainvadido de extrañas imágenes de suvida.

Revivió el día en que,

profundamente dormido en la tienda deespecias, se había dado la vuelta bajo elsaco de arroz, y éste, al volcarse, lohabía golpeado con la fuerza de una rocay lo había sepultado después bajo unaavalancha de duros granos blancos.

En el sueño, él era un muchacho ycorría en busca de su tío. Pero, al abrirla puerta, en vez de una escena nocturnaen Guangzhou, se encontraba a plena luzdel día. Estaba en Singapur, en lo altodel OUB Centre, y había trepado a unsaliente del tejado, sesenta y cuatroplantas más arriba del suelo.

Ahora era ya adulto y estabahaciendo una lectura feng shui. El señor

Pun, director de East Trade Industries,le estaba gritando desde una ventana deun edificio vecino: «Dese prisa, C. F.,tiene que estar listo antes de queabramos al público, dentro de cincominutos.»

—Es que no encuentro mi lo pan —contestaba Wong, en precario equilibriosobre el antepecho mientras buscabafrenéticamente en su maletín—. Estoestá lleno de ratas.

Luego se colaba en el edificio porotra ventana y de pronto estaba en HongKong, en una oficina donde había unaristra de monedas colgantes, justo en lamaléfica posición mortal de las cinco

maldiciones amarillas.La habitación tenía cuatro puertas,

pero ¿cuál era? Probaba la primera,estaba cerrada con llave. La segundaabría a un ensordecedor concierto derock, y la solista que se desgañitaba enel escenario era Joyce McQuinnie.

Cerraba la puerta y abría la tercera.Al otro lado había una gran estatua deplata de un dragón con un papel rojo enla boca, de donde goteaba un líquidorojo a un tien-yuer benefactor hecho decerámica rosada. ¿Qué significadotenía?

Empezaba a buscar nuevamente su lopan. ¿Cómo iba a saber qué significaba

sin conocer la orientación? ¿Estaba en eleste, en la dirección de la flor delciruelo?

Entonces veía a Winnie Lim detrásde él, haciéndose la manicura, y ella seechaba a reír. «Madame Fu al teléfono.Quiere que vaya ahora mismo», decía.En ese momento entraba el señor Punmirándose impaciente el reloj. Se poníaa hablar con Winnie. El geomántico nopodía oír de qué estaban hablando. «No.No. Puedo hacerlo», les decía.

Y ellos hablaban cada vez más ymás alto.

Se despertó, parpadeando en lapálida luz del alba, preguntándose dónde

estaba. No reconocía la habitación. Nosabía por qué estaba en el suelo ni porqué había una cama al lado. ¿Se habríacaído durmiendo? ¿Por qué había unadocena de rostros en la puerta? ¿Eraparte del sueño?

Pero, al ver los hábitos grises,volvió en sí. Su cabeza cayó hacia atrás,sobre la prenda arrollada que habíautilizado como almohadón. Oh, no.Estaba en el templo budista. Debían deser las cinco de la mañana. Hora delevantarse. Pero ¿por qué lo miraban losmonjes con aquellas caras de espanto?De repente, se acordó de la joven y seincorporó tímidamente. Allí estaba

Joyce, dormida como un tronco, con elvestido arrugado enseñandoindecentemente sus rodillas.

—No, no —les dijo Wong—. Puedoexplicárselo. En serio.

Master Tran regresó al vihara a lassiete, y para entonces Wong yMcQuinnie habían escapado a casa dePorntip para ducharse y desayunar.

El geomántico, sumido en el silenciopor los humillantes sucesos de lamañana, se tomó su té verde lanzandomiradas asesinas a su ayudante. Estabantomando el desayuno en la galería.Wong estaba demasiado enfadado parahablar, pero se decía para sus adentros

que la temporada de la joven en suoficina tocaba a su fin. Llegarían esedía, miércoles, a Singapur, y Joyce seríadespedida de C. F. Wong & Associates.Después de eso, probablemente novolvería a verla más.

Joyce estaba hablando por el móvilcon una amiga. Mientras la escuchaba,Wong pensó que la única cosa que iba aechar de menos de ella sería suparticular empleo de la lengua inglesa.Cuando hablaba con gente de su mismaedad y cultura, su lenguaje eracompletamente distinto del que aparecíaen los libros de texto del geomántico,probablemente lo que él necesitaba

aprender para escribir libros popularesen ese idioma. Mo baan faat. De buenase iba a librar. Sería muy feliz si nuncavolvía a conocer a una occidental.

Todavía rabioso, la miró tratando desintonizar con su conversación, a fin dever hasta qué punto había captado algode sus giros lingüísticos en las últimasdiez semanas.

—Sintetizo. En el local musical TheExploding Blowfish. Música grunge.Grunge pasado por technojungle con unpoquito de rap. Bueno, total, estamos enLippy's, y él: «¿Sí?» Y yo: «Sí.» Y él:«Lárgate de aquí.» Y yo: «Vale, tío.»

No, pensó. Se podían entender

palabras sueltas, pero todas juntasformaban un código indescifrable. Detodos modos, eran tonterías, seguro.

Bin entró en la habitación y se quedómirando extasiado a su exótica princesaextranjera. Ella lo saludó con el brazopero sin considerar que su presenciajustificara poner fin a su conversacióntelefónica. Ya había hecho sus compras.

El geomántico reparó en que eljoven tenía una expresión nueva. Ya noera el pretendiente soñador, sino elamante herido pero todavía fiel. Sinduda, la noticia de la supuestaindiscreción del geomántico habíallegado a sus oídos. El adolescente

tensó los labios al mirar al chino, sumalvado usurpador.

—Señorita Joyce, estoy listo parallevarla al templo y después alaeropuerto —dijo Bin, y luego miródesdeñosamente a Wong—. Y a éltambién.

Porntip llamó entonces algeomántico. Tenía una llamadatelefónica.

—Es para usted. Creo que es su jefe.Wong entró y se puso firme al coger

el teléfono. Pero era Winnie Lim, quellamaba desde su oficina en Wai-WaiMansions.

—¿C. F.? Soy Winnie. Ha llamado

el señor Pun. Dice que está muy contentocon usted. Su amigo le ha dado uncontrato muy importante. Favor confavor se paga. O sea, que todo haacabado bien.

—No entiendo. Explíquemelo otravez.

—El señor Pun. Su amigo. El papáde Joyce. Le ha dado un buen contrato.El papá de Joyce le ha dado a Pun unbuen contrato. El señor Queeny está muycontento porque usted ayuda a su hijacon su proyecto. Y ahora el señor Puntambién es muy feliz. Quiere que vayausted a América.

—¿Qué? ¿Yo a...? ¿Y para qué?

—El señor Pun tiene mucho trabajopara usted en América. Un negocio muyimportante con el papá de Joyce.

—No me gusta ir a América.—Pero si nunca ha estado...—He visto películas. En América

siempre hay coches de policía queexplotan. Muy peligroso.

—Es dinero en abundancia. El señorPun está de muy buen humor. Oiga,llámelo ahora mismo, okay? Es unnegocio de los buenos, creo.

—¿Cómo de bueno?—Llámelo usted.—Cuando vuelva. Esta tarde.A las 7.40 de la mañana, Joyce

estaba sentada en la galería de la casade Porntip examinando y volviendo aexaminar sus compras del día anterior.Había comprado seis compactos y ochovídeos. Sabía que eran copias pirata,pero las vendían a un precio irresistible.Tranquilizó su conciencia diciéndose así misma que los pondría unas cuantasveces, vería cuáles le gustaban más yluego compraría copias legales de losmejores.

Cierta combinación de factores —una ligera brisa, un pájaro cantando a lolejos, el sonido de una puerta de cocheal cerrarse— le hizo alzar los ojos. Lavista que se extendía ante ella frente al

balcón era muy hermosa: palmerasmeciéndose suavemente como sihicieran la ola. El cielo no habíaperdido su rosado matinal, y había unsinfín de pequeñísimas nubes en lo másalto de la bóveda celeste: un cieloaborregado, habría dicho su madre. Seoía el resuello de un autobús subiendouna cuesta. Ladró un perro, y el vientoque arreciaba confirió una curiosaresonancia a su voz. Entonces oyó algo asu espalda.

La criada de Porntip le traía unabebida de un amarillo subido. La mujer,cuya cara parecía derretida por un lado,no hablaba inglés, de modo que Joyce no

supo qué le estaba ofreciendo. Dio lasgracias con una inclinación de cabeza yse llevó la bebida a los labios. La mujerse quedó a mirar, de modo que Joycetuvo que tomar un sorbo. Eraextrañamente dulce pero a la vezsabroso y denso. Juntó y separó loslabios, tratando de identificar lossabores. Había algo de zumo de piña,pensó, y también sal. Mucha sal.Decidió que era repugnante... y luegovació el vasito. Repugnante, sí, pero deun modo bastante agradable. La mujerdesapareció casi de inmediato en lassombras, volviendo segundos despuéspara servirle otra vez de una jarra que

no parecía muy limpia.Joyce le dio las gracias con una

sonrisa. Miró el líquido dulce-salado yempezó a darse cuenta de lo mucho quehabía cambiado en estas semanas. Habíacomido y bebido toda clase de cosasextrañas. Había conocido a mucha gente,a cuál más rara. ¡Y había ayudado aresolver crímenes! Había vistocadáveres. Había estado en Malasia,Hong Kong y Vietnam. Y habíadescubierto un pasadizo secreto en unmonasterio budista.

También había aprendido algo defeng shui. Sabía que un acantilado juntoa un lago o el mar en el oeste era una

«estrella montaña cayendo en agua».Sabía que un semicírculo de montañasera una ruta envolvente, la guarida de undragón. Sabía que el Ku Chien era unade las Cuatro Casas del Oeste. Sabíaque la parte numérica del feng shui sebasaba en las marcas del caparazón deuna tortuga, vistas varios miles de añosatrás. Sabía que el chi tierra daña el chiagua, y que entre ambos había que ponerchi metal. Sabía que tierra-metal-aguaera el ciclo de control del CieloPosterior. Sabía que cada cosa tenía susitio apropiado. Sabía que eraimportante disponer correctamente hastalas cosas más nimias, porque sólo así

los objetos grandes encontrarían su lugarcorrecto. Sabía que las cosas teníanefectos invisibles sobre otras cosas.Sabía que la armonía duradera sólopodía fluir a una comunidad cuando todoestaba en su lugar correcto.

Uno de los vídeos se le escapó de lamano, pero no se agachó para cogerlo.Tomó otro sorbito del bebedizo dulce-salado. Todavía era repugnante.

El sol ya estaba alto a eso de lasnueve. Wong se encontraba en la oficinade Master Tran. El monje era un hombreviejo pero vivaz. Su cabeza era lisa ylampiña como correspondía a su edadavanzada, pero no la llevaba afeitada

como sus colegas de monasterio. Su pielestaba tostada por el sol, y sus manosdeformes tenían unos gruesos nudillosparecidos a nueces. Wong le habló desus modificaciones con el máximodetalle que su tiempo les permitía. Eljefe del templo lo escuchóeducadamente, mirando de vez encuando las notas que el geomántico lehabía entregado. Luego hizo algunaspreguntas, que fueron lo bastanteinteligentes como para demostrarle aWong que el hombre se tomaba la cosaen serio.

Finalmente, Master Tran dejó a unlado los papeles y dijo:

—Merci bien. Ha hecho un buentrabajo, y le estoy muy agradecido. ¿Nopuedo convencerlo de que se quede acomer?

—Imposible. Tenemos que tomar unavión. —Wong se miró los pies—.Master Tran, hay otra cosa que quierodecirle. Esta mañana ha habido unpequeño problema.

—Entiendo —dijo el anciano—. Lohan pescado en flagrante.

—No. Yo estaba en mi dormitoriocon mi ayudante. Es una mujer.

—A eso me refería.—Ah. Sí. Déjeme que le explique.

Hemos descubierto una ruta de entrada

para material de contrabando en elvihara. Una especie de abertura en lapared. Un túnel en la techumbre. Hemarcado la ruta en este mapa. Vea.Usted decidirá qué hacer al respecto. —El geomántico sacó otro diagrama y lopuso sobre la mesa—. Se puede tapar.Así no habrá nadie que entre cosas queno debe. Y por ahí se escapa también laenergía. Esa ruta actúa como puerta enel nordeste. No es un buen sitio. El chidel nordeste es frío. Energía negativa.Se comporta de manera impredecible.

—Todo es impredecible, C. F. Sialgo he aprendido en la vida, es eso.

Wong lo miró a los ojos.

—Debo explicarle lo de anoche. Elmotivo de que la chica estuviera en micuarto. Ella estaba comprobando la ruta.Esta ruta de la que le hablo. No pudovolver atrás. Estaba demasiado oscuro.No le gustan las ratas. Tienen ustedesmuchas ratas ahí. No es por otra cosaque ella estaba en mi habitación. Yodormí en el suelo. Tengo testigos.

—Desde luego que los tiene. Nohace falta que me cuente todo esto. En unmonasterio los rumores corren muchomás aprisa que entre mujeres en unmercado. Nada de esto importa. —Elanciano monje sonrió.

—Pero el túnel secreto... Es un

descubrimiento importante, ¿no?—Para serle franco, C. F., no. Hace

años que lo sabemos. Yo mismo hehecho entrar y salir a monjes jóvenescuando necesitaba alguna cosa urgente,lo que fuera. El año pasado hice que metrajeran una estupenda botella deTaylor's mil novecientos setenta y cinco.Por motivos de salud, claro está.¿Quiere usted un trago?... No, deacuerdo.

Wong necesitó unos segundos paraasimilar la información.

—¿Sabía lo del túnel? El hermanoWasuran dijo que alguien había entradotabaco y un vídeo en el templo. Y que

algunos monjes querían marcharse. Estoes un problema, ¿verdad?

—Digamos que sí —respondióMaster Tran. Cruzó las manos sobre elabdomen—. Es cierto, pero tiene ustedque entender cómo funciona la vida aquídentro. No tiene nada que ver con lasprisas y el bullicio de Singapur. Aquítodo sucede un poco más despacio. Sí,descubrimos lo del tabaco, eso fue, si norecuerdo mal, en mil novecientosochenta y ocho. ¿Y el vídeo? De esohará cinco o seis años, a mediados delos noventa. No fue un gran problema, enrealidad. Ya sabe usted que no tenemostelevisión ni electricidad, y, que yo

sepa, estos aparatos necesitanconectarse. Llevamos una vida muytranquila, es lógico que esa clase deincidentes sea motivo de comentariosentre los hermanos.

—Bien, entrar cosas de contrabandono es un problema grande. Pero es unproblema de feng shui. Cambia el flujodel chi.

—No me cabe duda, y en ese sentidoes importante que ustedes descubrieranla ruta y que conste en el informe.

—¿Por qué me invitó a venir? ¿Cuálera el problema que quería solucionar?

—Había uno en particular, pero deíndole más general. Y ese problema ya

lo ha solucionado. Gracias.—El don del feng shui me viene del

Cielo. Me complace compartirlo conusted.

Master Tran se acercó a un aparadory sacó una botella de oporto.

—No le importa que me sirva yo,¿verdad? C. F., usted nos ha ayudado encosas de las que quizá no es consciente.Por ejemplo, el hecho de que vinieraacompañado por su atractiva novia...

—Ayudante.—Perdón, su ayudante ha causado un

interesante efecto en los hermanos. Y enabsoluto negativo. Según me cuenta elhermano Wasuran, se trata de una

persona curiosa. Charló con ella antesde que fueran a desayunar a casa dePorntip. Siempre es interesante ver lascosas desde el punto de vista de otrapersona, sobre todo si se trata de unapersona muy diferente de uno mismo.Eso amplía los horizontes. Lo cual cobramayor importancia en el caso de algo tancerrado como este monasterio, dondeapenas salimos ni nos relacionamos.

—Mi ayudante provisional —puntualizó Wong. Las palabras de Tranle recordaron la parte 73 de su diario, sufilosofía acerca del tamaño del mundode una persona. Sólo cuando conoces aalguien que no encaja en tu mundo tienes

la oportunidad de ensanchar sus límites.Debía reconocer que los puntos de vistaterriblemente diferentes de sucolaboradora habían resultado más omenos útiles en unas cuantas ocasiones.Se dieron momentos complicados, perotenía que admitir que el impacto de lajoven no había sido del todo negativo enciertos casos. Lo de anoche era unejemplo típico. Lo puso en el peor delos aprietos, pero al mismo tiempo habíaresuelto uno de los problemas de fengshui del monasterio al descubrir el túnelsecreto. Su lectura habría sidocatastróficamente incompleta si ella nohubiera dado con la vía que abría el

recinto de forma extraoficial hacia elnordeste.

Master Tran volvió a la mesa.—Le estamos muy agradecidos por

su estudio del feng shui. Trataremos deponer en práctica cuantas sugerenciasnos sea posible. Estoy convencido deque tendrán un efecto beneficioso parael templo. Pero le diré lo que más nos haayudado de su visita.

El anciano miró por la ventana de lahabitación a los hombres que en esemomento atravesaban el patio caminodel árbol bo para celebrar un ritual.

—Esto es un templo budista zen.Nuestro trabajo tiene que ver con la paz

interior del alma así como con la pazexterior del cuerpo. Hace cosa de unaño me di cuenta de que seexperimentaba cierta pérdida de fe, undesencanto generalizado. Algunoshermanos empezaban a mostrarcuriosidad por la vida en el exterior, elmundo moderno, las mujeres. Esto esnatural. Es lógico que se sintieranintrigados por su visita en compañía deuna joven. —Tran se apartó de laventana y volvió a sentarse—. Cuandolo han visto esta mañana después dehaber pasado la noche con una mujeroccidental, se quedaron sorprendidos.Parecía usted muy cansado. «A un paso

de la muerte», en palabras del hermanoWasuran. Lo han visto falto de energía, yse han quedado con una impresión muynegativa de los placeres de la vida libre,una vida compartida con el sexoopuesto, en el mundo exterior.

—Anoche no pude dormir mucho.—Es lo que ellos imaginaban.—No, quiero decir que no dormí

mucho porque estaba muy incómodo enel suelo. No porque... No por ningúnotro motivo.

—No importa cuál sea la verdad. Loque importa es el efecto de la verdad.Esto es un principio zen: si una no-verdad tiene el efecto de la verdad,

entonces es posible que contenga unaverdad a su manera. Es posible. Pasaralo que pasase, el resultado es que loshermanos han quedado pasmados ante elefecto arrollador de lo que imaginabanuna conducta pecaminosa. No quierenser como usted y perder su energía vital,morir jóvenes.

—Anoche apenas dormí, y soy unhombre mayor. Nací hace cincuenta yseis años.

—Qué interesante. Bueno, noimporta. Para serle franco, esta mañanales he dicho a los hermanos que teníausted veintisiete.

—Entiendo —dijo Wong.

Realmente, los asuntos del zen eranmisteriosos e insondables.

Guardó sus papeles en el maletín. Sealegraba de que hubieran servido dealgo al anciano, aunque todavía no veíaclaro de qué manera lo habían ayudado.En cualquier caso, el problema estabaresuelto, que era lo principal. Mañanasería un nuevo día y un nuevo reto. Derepente, frunció el entrecejo: a menosque lo enviaran a América, lo cual seríasin duda el final de su vida tal como laconocía. Decidió en aquel momento quese negaría a ir. Que el señor Pun sequedara con su anticipo, si así lo quería.Miró por la ventana y se percató de la

gran actividad que animaba el patio.—¿Qué están haciendo los

hermanos? —preguntó.—Se han reunido todos delante del

árbol. Anoche hubo un pequeño milagro.—¿Un milagro?—El mayor de todos ellos estaba

anoche orando frente al altar del este yuna pequeña pero perfecta imagen delBuda cayó en sus manos desde el cielo.Es un objeto pequeño, pero en verdadmaravilloso. Igual que una fotografíadiminuta, pero también como unapequeña puerta redonda al Nirvana. Loshermanos lo están venerando.

—Comprendo.

El bocinazo de un coche en elexterior del recinto le recordó que Joycey Bin aguardaban frente a la entrada enel Nissan de Porntip, preparados para iral aeropuerto. El sol había ascendidohasta la altura de los muros del templo yempezaba a iluminar la oficina, su luzmoteada por las hojas del árbol bo.

Notas del traductor

[1] Wong confunde el booty de másarriba con boot. Así, entiende «agita labota» cuando en realidad es «agita elculo».