lutero y el protestantismo
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Verdadera Historia de Lutero y su Separación de la IglesiaTRANSCRIPT
LUTERO y el PROTESTANTISMO Punto el más doloroso de la Historia de la Iglesia: el desgarrón que sufrió con
la llamada “Reforma protestante”, a la que seguirá la “Contrarreforma
católica”.
No fue una reforma lo que trajo Lutero, sino una revolución de efectos
terribles e inacabables. ¿Quién fue Lutero? Un héroe nacional para los
alemanes, y para los católicos lo peor que ha producido el mundo. Hoy se
le mira con más benevolencia que antes al considerar sus antecedentes
dolorosos. Alemán sajón, Martín Luther nació en Eisleben el año 1483. “Mis
padres me trataron tan duramente, que me hice muy tímido”. Primera
observación psicológica que debe tenerse en cuenta. Religioso de la
benemérita Orden de San Agustín, parece que fue observante, piadoso,
casto. Muy bien formado en letras y ciencias, estaba preparado
doctrinalmente y dará prueba de ello durante toda su vida desbordante de
predicador y escritor. Durante su juventud, parece que le obsesionaba la
idea de un Dios riguroso. Atormentado por escrúpulos y tentaciones de
sensualidad, le preocupaba su salvación eterna, para la que no encontraba
solución. Hay que tener presente todo esto.
Ya sacerdote, y por asuntos de su Orden, en el año 1510 hizo un viaje a Roma
y paseó por Italia. De la Curia romana con el papa Julio II no se llevó buena
impresión, como todos, y sin embargo pudo observar en Italia el
florecimiento de la virtud cristiana, como lo demuestra este testimonio que
años más tarde dará en sus famosas Charlas de sobremesa, sobre la reforma
que habían metido los Oratorios del Divino Amor: “Después habló Lutero de
la hospitalidad de los italianos, de cómo estaban provistos sus hospitales, con
edificios de regia esplendidez, siempre a apunto con ricos alimentos y
bebidas; servidores diligentísimos, médicos muy competentes, camas bien
pintadas y vestidos limpísimos. Los asisten matronas honestísimas, todas bien
cubiertas, las cuales por días sirven calladamente a los pobres antes de
regresar a sus casas. Todo esto lo vi por Florencia”. No podía hablar tan mal
de la Iglesia Católica, a la cual había que reformar.
Profesor en Erkfurt y en Wittemberg, seguía con sus ideas obsesivas sobre el
pecado y la salvación, y encontrará la solución, a su manera y retorciendo
la doctrina de San Pablo en Romanos 1,17 y Gálatas 3,11, pues no mira,
además de los catálogos de los pecados, los otros de las obras buenas que
Pablo exige para la salvación, como en Gálatas 5. 19-24.
Entonces Lutero pone la salvación sólo en la fe sin las obras, porque el
hombre es pecador, lleva siempre consigo su pecado, y pecará
continuamente aunque no quiera.
La salvación está, según él, en que Dios no mira al hombre por dentro,
siempre pecador, sino por fuera: mira en él los méritos de Jesucristo que le
ha echado encima como vestido nuevo que lo adorna con la santidad de
Dios. Por eso, cuando más tarde traduzca la Biblia al alemán, eliminará la
Carta de Santiago, tratándolo de loco o poco menos, pues no tolerará esa
palabra crucial: “La fe sin las obras es una fe muerta” (2,17-26).
Estas ideas las exponía al principio con timidez y sin querer salirse de la
doctrina de la Iglesia, pero iban calando en bastantes alumnos.
Estaba en estas sus ideas y preocupaciones doctrinales, cuando ocurrió lo
de las Indulgencias. El Papa León X confirmó lo que había hecho su
antecesor Julio II y concedió Indulgencias, hasta la plenaria con las debidas
condiciones. Era el año 1517 cuando el 31 de Octubre clavó Lutero sus 95
tesis o afirmaciones escritas sobre las Indulgencias en la puerta de la
catedral de Wittemberg. No todas eran heréticas, pero muchas, sí. Llevadas
sus afirmaciones a Roma, Lutero manifiesta respeto al Papa, pero asegura
su resolución de permanecer firme en sus ideas. El Papa procedió con
delicadeza. Primero aconsejó al Padre Staupitz, superior de Lutero, que
examinara y corrigiera, pero, ¡nada!, porque Staupitz era ya de los adictos a
Lutero. En Junio de 1518 se le manda a Lutero presentarse en Roma, pero el
elector de Sajonia obtiene que el proceso se celebre en Ausburgo, bajo el
delegado pontificio cardenal Cayetano, el teólogo de más nombre que
entonces había en la Iglesia. Acorralado, pero con orgullo inconcebible, y
a pesar de los plazos que le iba dando el Papa, Lutero se manifestó ya
abiertamente contra la Iglesia “cueva de asesinos, madriguera de
malvados, peor que todas las guaridas de criminales”, aunque ya antes
había escrito a la nación alemana: “Ahorcamos justamente a los ladrones;
damos muerte a los bandidos. ¿Por qué, pues, hemos de dejar en libertad al
avaro de Roma que es el mayor de los ladrones y bandidos que hayan
existido ni existirán jamás sobre la tierra?”. Ante lo inútil de todos los esfuerzos,
llegó por fin la excomunión de Lutero el 3 de Enero de 1521.
Madurarán aquellas sus ideas de Erfurt y Wittemberg, y la doctrina de Lutero
quedará bien clara: La salvación es segura, porque se fundamenta sólo en
la bondad de Dios, que nos aplica los merecimientos de Jesucristo sin
ninguna obra buena nuestra. Este pensamiento de Lutero no se manifiesta
en ninguna parte como en esta carta al más querido de sus discípulos
Melanchton, del 1 de Agosto de 1521: “Sé pecador y peca fuertemente,
con tal que seas más fuerte en la fe y te goces en Jesús. Hay que pecar,
mientras estamos aquí. Porque el pecado no nos apartará de Jesús, aunque
forniquemos y matemos miles y miles de veces en un solo día” (G. Villoslada,
Martín Lutero, BAC, II, p. 20).
Estas palabras son célebres. De aquí vendrán todos los demás errores,
porque el cristiano ya no hará nada por su salvación, asegurada con la sola
fe sin ninguna obra buena. Muchos errores no nacerán de Lutero, que
mantenía muchos puntos fieles de la doctrina católica, pero sus amigos y sus
propios adversarios le obligarán a sacar las últimas consecuencias: caerá
todo el culto; serán destruidas las imágenes; ni Santos, ni tan siquiera María,
sobre la que Lutero había escrito bellezas; se acabará la Misa; se irán
anulando todos los Sacramentos, de los que no quedarán más que el
Bautismo y la Ultima Cena, pero ésta como recuerdo ceremonial, negada
la realidad de la Eucaristía, pues, según Lutero, Cristo está en el pan (la
impanación), pero no es Cristo, porque el pan no se cambia en el Cuerpo
de Cristo, no existe la transubstanciación. Como el Bautismo lo recibieron
todos de niños sin fe propia, debían rebautizarse todos los alemanes, como
lo exigían los Anabaptistas. Y otros, con Karlstadt a la cabeza, empezaron a
establecer el nuevo orden con verdadera revolución, eliminando toda
jerarquía y mando de unos sobre otros.
Cabe mencionar aquí la famosa Dieta de Espira en 1529. Los príncipes
católicos y el emperador Carlos V se mostraron resueltos a hacer algo serio,
aunque ya era tarde. Mantuvieron firmes las disposiciones dictadas
anteriormente en la importante Dieta de Worms contra los rebeldes
luteranos, en espera sobre todo de un Concilio universal que convocara el
Papa, pero varios príncipes, ya pasados a la causa de Lutero, protestaron
contra ellas, y de ahí vino la palabra protestantes que quedará para
siempre.
Obligado Lutero a manifestar claramente su doctrina con aquellas disputas
suyas y de los suyos con Eck, Cayetano y demás, al fin se podían resumir en
estos dos puntos fundamentales: 1°. La única fuente de revelación es la
Biblia, interpretada por cada uno según su libre albedrío o inspiración. 2°. De
nada sirve la tradición y enseñanza de los Santos Padres, de los Concilios, de
la Iglesia ni, desde luego, la del Papa.
Respecto del Papa, es inimaginable lo que de él escribió Lutero, pues le tenía
un odio visceral. No hay historiador respetuoso que se atreva a estampar las
palabras obscenas y repugnantes que usa en varios de sus escritos, sobre
todo en libros expresos sobre el Papa, y en especial las expresiones con que
ilustra los dibujos y caricaturas que esparció por todas partes sobre ese asno
y ese cerdo que vivía en Roma… Sencillamente, inexplicable. Y hay que
tener en cuenta que la literatura alemana se nutre de Lutero como en
nuestra lengua lo hacemos con Cervantes o San Juan de la Cruz. De aquí el
mal que hizo con tales escritos.
Y vino lo que tenía que venir. El atormentado Lutero por sus pasiones, para
las que no encontraba solución doctrinal, se declaró contra el celibato, y se
dedicó a predicarlo entre los suyos, haciendo toda una campaña entre
sacerdotes y monjes para que se casaran, como lo hizo Karlstadt entre los
primeros. Sin embargo, Lutero se resistía a buscar mujer, llevado quizá por sus
escrúpulos. Hasta que sacó a doce monjas cistercienses de Nimbschen, a
las que hizo casar, quedándose él con Catalina Bora en Junio de 1525, de
la que tuvo varios hijos y con la que vivió, ¿felizmente?, hasta su muerte. Lo
contamos con facilidad, pero no todos los suyos estuvieron conformes con
él por esta campaña deshonesta contra el celibato, por ejemplo
Melanchton, aunque al fin le hicieron caso y terminaron casándose todos.
Es un imposible seguir en pocas páginas toda la trayectoria del
protestantismo desde la rebelión de Lutero en 1517 hasta que murió en la
noche del 18 de Febrero de 1546, con mente plenamente lúcida, en la
misma Eisleben donde había nacido. Le rodeaban los suyos y varios amigos,
que quisieron saber sus últimas intenciones. Respondió con un “Sí” seguro a
la pregunta del Dr. Jonás y del maestro Coellio: “Reverendo Padre, ¿quiere
morir constante en la doctrina y en el Cristo que ha predicado?”. Ese “Sí” fue
su última palabra. Expiraba al cabo de un cuarto de hora. Había dicho
anteriormente: “Yo muero en odio del malvado que se alzó por encima de
Dios”. El “malvado” era el Papa, entonces Paulo III, que hacía dos meses
había inaugurado el Concilio de Trento. Y en Esmalcalda, diez años antes,
había dictado, dicen que como epitafio para su sepulcro, aquellas célebres
palabras en latín: “Pestis eram vivus, moriens ero mors tua, papa”: Papa, en
vida fui tu peste, al morir seré tu muerte. (García Villoslada, Martín Lutero,
BAC, II, págs. 575 y 479). El Papa sigue vivo, y Lutero continúa excomulgado
de la Iglesia…
No hubiera sido tan grave lo de Lutero si hubiera quedado circunscrito a
Alemania, pero arrastró en pos de sí a varias naciones europeas y la Iglesia
quedó desgarrada para siempre.
HASTA EL CONCILIO DE TRENTO
Resumiendo este apartado para hablar de Lutero y del “caos” que formalizó
en la Iglesia, me atrevo a decir como mi profesor de H. de la Iglesia del
Seminario: “No hay mal que por bien no venga” y lo menciono porque a lo
largo de la historia de la Iglesia, uno de los motivos para que se avance
doctrinalmente y se profundice en los misterios ha sido gracias a las múltiples
herejías y controversias anticatólicas surgidas y con Lutero no fue la
excepción, y se convirtió en un empujón para que se diese el Concilio
ecuménico de Trento que tanto bien hizo a la Iglesia (Contrareforma). Se
había producido el gran estallido en la Iglesia que clamaba por una reforma
de las costumbres. ¿Qué se hace ahora, metidos ya en la catástrofe?
Hay que aceptar los hechos consumados. En 1517 se rebela Lutero, que en
1521 es excomulgado. El incendio se propagó con rapidez inusitada por
toda Europa, de modo que para 1555 se hallaban deslindados los campos
protestante y católico. Se ha calculado que la Europa de aquellos días
contaba con unos sesenta millones de habitantes, y antes de acabar la
década de los cincuenta ya se habían pasado a la herejía o al cisma unos
veinte millones de personas. Quizá no tantos; pero no serían muchos menos.
Hay que buscar las causas de esta inusitada defección. Y partimos de un
principio ─expresado muchas veces─ de que la Iglesia como tal no había
fallado a Jesucristo, pues el pueblo se mantenía cristiano, con muchos
santos en su seno, pero hay que admitir también que las costumbres se
habían relajado grandemente a partir del destierro de Aviñón, del Cisma de
Occidente, y, sobre todo, desde el advenimiento del Humanismo, que junto
con el florecimiento de las letras clásicas, introdujo la paganización social
manifestada en muchas formas del Renacimiento. Los siglos XIV y XV no
fueron nada buenos.
Una vez encendida la mecha por Lutero, sus doctrinas hallaron fácil
aceptación en muchos ambientes. ¿Cómo se explica una difusión tan
rápida? Ser protestante resultaba muy fácil, pues sus exigencias para la vida
“cristiana” (¿?) eran mínimas:
- Cree en la Biblia, interpretada por ti mismo, y déjate de enseñanzas y de
mandamientos de la Iglesia; no sometas tus pecados al poder que la Iglesia
se atribuye, pues te basta confesarlos a Dios confiando sólo en Él, que te los
perdona por los méritos de Jesucristo; y, menos, te sujetes al Papa ni a
nadie… Imposible doctrina más sencilla y libre.
- Suprimida la Jerarquía de la Iglesia, sujétate sólo al príncipe, pues él tiene
potestad sobre la religión, conforme a este principio: “cuius regio, eius et
religio” = la religión es la de aquel que manda en un país. Y los príncipes se
agarraron a este dicho. Imponían su fe ─ahora adulterada─, en el propio
territorio y no había más remedio que aceptarla. Sin el concurso de los
príncipes y las autoridades civiles, la reforma protestante, aunque hubiese
sido tan dura como el arrianismo no hubiera pasado de una herejía más que
al fin, aunque duradera, habría sido vencida por la Iglesia.
- Fuera eclesiásticos, corrompidos todos. Y los que se reformen, que se casen,
dejando su celibato… Lo malo es que lo hicieron muchos, incitados por
Lutero, siguiendo a Zuinglio y al amparo del rey adúltero y lujurioso Enrique
VIII.
Siempre se ha indicado como causa especial la corrupción del clero,
empezando por los Papas, y de ahí el grito clásico durante dos siglos:
¡Reforma de la cabeza y de los miembros! Había suficiente razón para
pedirlo y exigirlo. Los obispos vivían más como príncipes que como pastores;
los sacerdotes del alto clero provenían de familias nobles, y su vida era
cómoda y relajada; y los sacerdotes del clero inferior, o los asalariados de
los que poseían el beneficio y lo dejaban encargado a esos curas pobres,
se debatían en la pobreza, en la ignorancia, en la inmoralidad… Aunque
había monasterios dignos y ya reformados con anticipación, los monjes de
otros monasterios, con sus abades al frente, habían caído también en gran
relajación y no eran ningún ejemplo de vida religiosa.
Estos son hechos evidentes y ante los cuales ningún historiador cierra los ojos.
Es también interesante dar un vistazo a los Papas de estos días, varios de los
cuales no fueron modelos de moralidad al menos siendo cardenales, y
después de Papas llevaron una vida, si no de pecado, sí principesca y poco
edificante. Digamos una palabra sólo de los Papas que gobernaron la Iglesia
una vez iniciada la revolución luterana.
León X (1513-1521), aunque de conducta personal íntegra, no se durmió
ciertamente del todo y fue quien excomulgó a Lutero. Actuó, pero no con
la prontitud que debiera, pues el Papa seguía tan alegre con sus cacerías,
banquetes, diversiones, trato con los humanistas y favoritismo con sus
familiares.
Adriano VI (1522-1523), holandés, un verdadero santo. Con tan breve
pontificado no pudo hacer casi nada, aunque tomara en serio la reforma
de la Iglesia, y trató de salvar en lo posible la situación actuando con
comprensión y clemencia a los insurgentes luteranos. Sin miedos, confesaba
que los males actuales se debían a castigo de Dios: “Nos consta que, incluso
cerca de esta santa cátedra, hace muchos años, tuvieron lugar muchas
acciones in-dignas, abusos de las cosas eclesiásticas y excesos, y que todo
esto ha ido empeorando. Así, no es de maravillar que la enfermedad de la
cabeza haya pasado a los miembros, del Papa a los prelados. Nosotros
todos nos hemos alejado del recto camino y, desde largo tiempo atrás, no
ha habido uno que haya obrado como debía”. Valiente este Papa tan
humilde…
Clemente VI (1523-1534). Íntegro en su conducta, piadoso, bien
intencionado, pero ha merecido un juicio muy severo de los historiadores por
su indecisión y política, siempre mecida entre estas palabras que lo definen
bien: “Por lo demás…, después…, pero…, si…, quizá…, no obstante…”. En
sus días, 1526, se realizó el “saco de Roma”, la acción más horrorosa que se
conoce padecida por la Ciudad Eterna. El aventurero Frundsberg, y, muerto
él, el condestable de Borbón, lanzaron por toda Italia, hasta Roma, un
ejército de 13.000 lansquenetes alemanes, luteranos todos, con algunos
italianos e incluso españoles de Carlos V, que buscaban como objetivo
Roma, dispuestos al saqueo si no se les pagaban todas las soldadas
retrasadas. En Mayo llegaron a su destino. El Papa Clemente, aun previendo
todo el horror que se echaba encima, no huyó y se mantuvo valiente en su
puesto. Lo que ocurrió en la ciudad no se puede describir: saqueo total,
destrucción sistemática, robo de todo lo que tenía valor, asesinatos y
violaciones sin cuento, sacrilegios con lo más sagrado, desfiles macabros por
todas las calles, diversiones escandalosas de aquellos salvajes… Dice la
auto-rizada Historia de los Papas: “Los cronistas de la época se extienden en
pormenores horripilantes que hacen estremecer de pavor. Y no hay que
tacharles de exagerados, porque todo lo que refieren desgraciadamente
está documentado, incluso las acciones nefandas, que sólo el referirlas
causaría escándalo”. Y trae un juicio de aquellos mismos días: “En Roma se
cometían sin rebozo toda clase de pecados: sodomía, simonía, idolatría,
hipocresía, engaño; así, pues, podemos muy bien creer que esto no ha
sucedido al caso, sino por juicio de Dios”. Tres días duró el saqueo, hasta que
el jefe de aquella chusma, el francés Filiberto de Orange sucesor de Borbón,
instalado en el Vaticano, dio la orden de cesar en el vandalismo. Los
luteranos lansquenetes marcharon llevándose cada uno un rico botín.
Carlos V deploró aquella salvajada, debida en parte a las desavenencias
políticas del Papa Clemente V con el rey. Roma se recuperó poco a poco y
vendrá un Papa que será providencial.
Paulo III (1534-1549). Ligero en su juventud, con hijos naturales, aunque una
vez sacerdote y cardenal, de conducta edificante. Y de Papa, la mancha
de todos, el malhadado nepotismo, pues favoreció grandemente a los
suyos. Pero, por lo demás, gran Papa en todo sentido. Suya es la gloria de
haber recibido a Ignacio de Loyola con sus compañeros y haber aprobado
la naciente Compañía de Jesús. ¡Con ella sí que empezaba la verdadera
reforma de la Iglesia! Lo veremos más adelante. Y dejándonos de tantas
otras cosas de su pontificado, se determinó a decretar y comenzar en 1545
el Concilio de Trento, acontecimiento trascendental en toda la Historia de
la Iglesia.
Julio III (1550-1555). Este Papa, intachable, piadoso y humilde, sí que tomó en
serio la reforma de la Iglesia, comenzando por el Papa, los cardenales y
obispos. Empezó por la reforma del Cónclave: los cardenales al elegir Papa
debían guiarse únicamente por la voluntad de Dios y dejarse de miras
humanas, políticas o por intereses familiares. El Concilio de Trento seguía en
su segunda etapa, y Julio III lo alentaba de modo insospechado.
Paulo IV (1555-1559). Dejamos al encantador Papa Marcelo II pues, elegido
unánime-mente en Abril de 1535 según las normas dictadas por Julio III,
moría a los veinte días. Le siguió Pulo IV, el famoso cardenal Caraffa. Muy
ejemplar, santo. Pero, no atinó. Auténtico odio a los españoles, se hubo de
enfrentar con un Felipe II para ir a favor de los franceses, y de ahí se derivaron
sus actos políticos que echaron a perder su pontificado, sin conseguir lo que
él quería para su Italia. Como Papa, fracaso total. Aunque no manifestaba
ninguna simpatía por la Compañía, pero ante la muerte llamó para
confesarse al Padre Laínez, sucesor de San Ignacio, y le dijo humilde: “¡Cuán
miserablemente me han engañado la carne y la sangre! Mis parientes me
precipitaron en aquella guerra de la que nacieron tan gran número de
pecados en la Iglesia de Dios. ¡Desde los tiempos de San Pedro no ha habido
en la Iglesia pontificado tan infeliz como el mío! ¡Mucho me arrepiento de
cuanto ha sucedido! Rogad por mí”. Acabó sin gloria alguna; pero ante
Dios, muerte muy edificante.
Pío IV (1559-1565). Bueno y ejemplarísimo, aunque antes de ser cardenal
había cometido serios disparates en su conducta moral. Ya Papa, con un
prudente nepotismo, esta vez atinó al colmar de cargos y con el
cardenalato a ese su sobrino que será el gran San Carlos Borromeo,
arzobispo de Milán. Pío IV fue el Papa que clausuró felizmente en 1563 el
Con-cilio de Trento, una de las gracias mayores dispensadas por Dios a su
Iglesia.
Estamos a las puertas de la transformación radical de la Iglesia. Desde Trento
hasta nuestros días, y sin interrupción, nos esperan unos siglos de santidad y
de expansión muy grandes, a pesar también de las tremendas luchas en
que se va a ver envuelta la Iglesia, ata-cada siempre por enemigos
poderosos, pero siempre también victoriosa con la fuerza de Jesucristo. El
Pontificado, sobre todo, ya no se va a ver inficionado por las miserias de
Papas que nos dieron harta pena. Todos van a ser ejemplares vivos de la
espiritualidad a la que aspiran los fieles cristianos. Y hay que contar, desde
ahora, con la Compañía de Jesús.
De todo lo que se trató en el Concilio nos vamos a fijar sólo en cuatro puntos
principales: doctrinalmente, sobre lo más delicado y enseñado y difundido
por los protestantes, y disciplinarmente lo que se había de reformar en la
Iglesia.
1. Ante todo, se empezó por la Sagrada Escritura. Como los protestantes
utilizaban la Biblia para todo, se hicieron con ella como una propiedad
exclusiva: la traducían libremente, suprimían los libros que no les interesaba,
cambiaban el sentido de los textos... El Concilio fue clarísimo: La Biblia,
íntegra, consta de TODOS los libros y partes que contiene la Antigua Vulgata
latina; no es interpretada por el libre albedrío de cada uno, y en cualquier
caso dudoso se hace según el sentido que le ha dado siempre la Iglesia
Católica… Con ello, venía a decir que además de la Biblia había que contar
con la Tradición de la Iglesia como fuente de la Revelación.
2. Otro punto fue el del pecado original: Cómo se transmite, lo herida que
dejó a la naturaleza humana, cómo se perdona, cómo quedamos aún
después del bautismo: heridos y debilitados, sí; pero pecadores obligados,
no. Ya nadie podría decir lo de Lutero: “peca fuertemente” porque el
pecado es inevitable. Ese pecado original es de todos, pero el Con-cilio, sin
definirlo, se cuidó muy bien de decir que no era intención suya el incluir a la
Virgen en ese “todos”, con lo cual insinuaba claramente la Inmaculada
Concepción de María.
3. De ahí se pasó con toda naturalidad al punto clave del Concilio: la
justificación. Sabemos bien lo de los protestantes a partir de Lutero: el
hombre se justifica sólo por la FE sin las OBRAS buenas, que no sirven para
nada. Además, la Gracia no se adhiere al hombre transformando todo su
ser, sino que sólo se le imputa, es decir, Dios no cambia al pecador, sino que,
permaneciendo pecador el hombre, Dios no mira sino los méritos de
Jesucristo, que Dios le echa encima como un vestido. Esto era el error
fundamental de Lutero. Y el Concilio, después de amplios estudios y de
muchas discusiones, que duraron meses, fue clarísimo: a) la gracia primera
viene de Dios sin merecerla el hombre de ninguna manera; es gratuita del
todo; aunque el hombre puede rechazarla, porque es libre. b) Pero el
hombre, debe colaborar con esa gracia gratuita de Dios; si lo hace, queda
justificado o santificado. c) La Gracia que entonces Dios le da, por los
méritos de Jesucristo y por obra del Espíritu Santo, se le infunde y lo invade
del todo, interna y externamente, además de que le mete también las tres
virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. El pecador se ha
convertido en justo, en santo. d) Si peca después, pierde toda esa Gracia,
pero le permanece la fe en raíz, y, si colabora a la acción de Dios que le
ofrece el perdón, recobra de nuevo esa Gracia santificante, sobre todo
─dirá más adelante el Concilio─ con el sacramento del perdón que Dios
dejó a su Iglesia.
Claros estos principios, somos santos no porque Dios es santo, sino porque el
Dios santo nos hace santos a nosotros. Este decreto dogmático sobre la
justificación, punto culminante del Concilio, fue promulgado el 13 de Enero
de 1547. Una doctrina de tanta trascendencia, que el más famoso teólogo
e historiador protestante y racionalista moderno, Harnack, ha podido afirmar
honestamente: “Se puede dudar si la reforma protestante se hubiera podido
desarrollar si este decreto hubiese sido promulgado en el anterior Concilio
de Letrán”. Efectivamente, Lutero no hubiese tenido dónde agarrarse sobre
la teoría de la justificación, raíz y base de todos sus errores.
4. De todo lo tratado sobre los Sacramentos, digamos sólo acerca de la
Eucaristía que el Concilio acabó para siempre cuando determinó lo de la
transubstanciación, con la famosa definición dogmática: Si alguno dijere
que Jesucristo no está verdadera, real y substancial-mente en el Santísimo
Sacramento con su Cuerpo y Sangre, junto con el alma y divinidad, como la
Iglesia lo expresa apropiadamente con la palabra transubstanciación, sea
anatema, excomulgado, maldito…
Debido a la brevedad, sólo hemos podido traer estos cuatro puntos
fundamentales de la parte doctrinal del Concilio, aunque fueron muchos
más. A partir de entonces, la Iglesia, ante cualquier error, se remite de la
manera más segura a Trento, fundamentado en todo sobre la Biblia y la
Tradición, por más que fuera de la Iglesia Católica se multipliquen los errores
al tomar la Biblia e interpretarla cada uno según su propio parecer.
Y hemos de ser también muy breves en lo referente a la reforma de las
costumbres, porque los decretos del Concilio fueron inexorables. Esta vez se
tomaba en serio la reforma de la cabeza y de los miembros. La Curia papal
fue la primera en ser examinada y avisada. Los obispos hubieron de aceptar
la obligada residencia en sus diócesis, al quedar del todo prohibido poseer
más de un obispado. Los mismos cardenales se vieron sujetos a normas que
antes no aceptaban por nada. De la misma manera y proporcionalmente,
todos los de-más eclesiásticos en sus cargos y deberes. Se instituyeron los
Seminarios para la formación de los futuros sacerdotes, llamados por eso
después Seminarios conciliares. Muy en particular se tuvo la reforma de la
predicación al pueblo, tan malparada anteriormente. Y por-que no hubo
más tiempo, se dejó al cuidado de los Papas que siguieran la impresión
actualizada de la Biblia, del Misal, del Breviario o manual del rezo de los
sacerdotes, y del Cate-cismo Romano. Todo se cumplió después
fidelísimamente.
¿Queremos saber lo que fue en definitiva el Concilio de Trento? Se lo
preguntamos a autores no católicos, pero autorizadísimos historiadores
protestantes alemanes.
Ranke: “Con fuerzas rejuvenecidas y aunadas, el catolicismo se enfrentó con
el mundo protestante”. Y Henne am Rhyn, dice lealmente: “La Iglesia del
Papa quedó fortalecida y purificada; se convirtió en lo que sigue siendo hoy
todavía: un edificio sólido, imponente, intangible, inmutable”. Y los dos
escribían en el siglo XIX, cuando a la Iglesia Católica se le denigraba por
todos y sin piedad.
Nosotros, con serenidad y mirando al Cielo, reconocemos que Trento ha sido
una de las mayores gracias que Dios ha concedido a su Iglesia en muchos
siglos. A partir de él, la tan traída y llevada reforma durante años y años se
convirtió en una espléndida realidad, que ya no ha tenido que ser repetida,
como lo veremos en todas las lecciones siguientes.
P.D. Los datos de los papas que he puesto no han sido puesto para
escandalizar, sino más bien para ser coherentes y veraces con la historia, la
edad media conserva tristemente el hecho de que la Iglesia fue gobernada
por papas que llevaban una vida moral desordenada (aunque no todos
fueron así), sin embargo en materia de fe y costumbres eclesiales no
cometieron ningún error.