lucien febvre - los orígenes del espíritu moderno

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LOS ORÍGENES DEL ESPÍRITU MODERNO: LIBERTINAJE, NATURALISMO Y MECANICISMO 1 Lucien Febvre [Artículo escaneado de L. Febvre, Erasmo, la Contrarreforma y el espíritu moderno, Orbis, Barcelona, 1985, pp. 197-214] Es en el fondo el mismo tema, el mismo gran tema que tratan dos buenos libros, 2 enfocándolo cada uno desde diferentes aspectos, con métodos a la vez próximos y diferentes. Los autores de ambos libros, naturalmente, no tuvieron ningún contacto entre sí, y la aparición casi simultánea de sus libros fue sin duda una sorpresa para ambos, como también debió serlo la publicación, casi a un tiempo, de un tercero sobre un tema paralelo. 3 Buen ejemplo de la desorganización de la inves- tigación histórica y, a la vez, del vigor de la savia francesa. No todos los días tropieza un historiador con semejante carambola. Precisaremos los términos del problema sobre la marcha. Digamos simplemente, para empezar, que ambos libros nos ofrecen unos magníficos elementos ―de orden intelectual y filosófico, se entiende― para la solución de una cuestión importante y discutida: nada menos que la cuestión de los orígenes, si no del mundo, al menos del espíritu moderno. Se trata de un puente: en uno de sus extremos está el pensamiento de los hombres del siglo XVI ―sobre cuyas tendencias creo haber dado a posteriori una luz tal vez inesperada―, los hombres del bullicioso siglo de Erasmo, de Lutero, de Copérnico y también de Pomponazzi, de Lefèvre de Étaples, de Ignacio de Loyola, de Rabelais, de Esteban Dolet y, finalmente, de Juan Calvino. En el otro extremo (estamos tentados de decir: en el punto de llegada; pero en la historia no hay nunca puntos de llegada, sino sólo puntos de paso), en el 1 Artículo publicado en Mélanges d'histoire sociale, t. VI (1944). 2 Rene Pintard, Le Libertinage érudit dans la première moitié du XVII e siècle, t. 1, texto; t. II, notas, bibliografía, índice; París, Boivin, 1943, 2 vols. con la paginación seguida, XI + 765 páginas, in-8.° (tesis de París). Del mismo autor, La Mothe le Vayer, Gassendi, Guy Patin; étude de bibliographie et de critique, suivie de textes inédits de Guy Patin, París, Boivin, 1943, in-8.°, 93 páginas (tesis de París). Robert Lenoble, Mersenne ou la naissance du mécanisme, París, Vrin, 1943, LXIII + 633 páginas, in-8.° (tesis de París). 3 Lucien Febvre, Le Problème de l'incroyance au XVI e siècle: la réligion de Rabelais, París, Albin Michel, 1943, in-8.° (Collection «l'Evolution de l'humanité»). Del mismo autor, Origène et Despériers, ou l'Énigme du Cymbalum Mundi. Cf. en Annales, t. V, el estudio de Marcel Bataillon.

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Page 1: Lucien Febvre - Los Orígenes Del Espíritu Moderno

LOS ORÍGENES DEL ESPÍRITU MODERNO:LIBERTINAJE, NATURALISMO Y MECANICISMO1

Lucien Febvre

[Artículo escaneado de L. Febvre, Erasmo, la Contrarreforma y el espíritu moderno, Orbis, Barcelona, 1985, pp. 197-214]

Es en el fondo el mismo tema, el mismo gran tema que tratan dos buenos libros,2 enfocándolo cada uno desde diferentes aspectos, con métodos a la vez próximos y diferentes. Los autores de ambos libros, naturalmente, no tuvieron ningún contacto entre sí, y la aparición casi simultánea de sus libros fue sin duda una sorpresa para ambos, como también debió serlo la publicación, casi a un tiempo, de un tercero sobre un tema paralelo.3 Buen ejemplo de la desorganización de la investigación histórica y, a la vez, del vigor de la savia francesa. No todos los días tropieza un historiador con semejante carambola.

Precisaremos los términos del problema sobre la marcha. Digamos simplemente, para empezar, que ambos libros nos ofrecen unos magníficos elementos ―de orden intelectual y filosófico, se entiende― para la solución de una cuestión importante y discutida: nada menos que la cuestión de los orígenes, si no del mundo, al menos del espíritu moderno. Se trata de un puente: en uno de sus extremos está el pensamiento de los hombres del siglo XVI ―sobre cuyas tendencias creo haber dado a posteriori una luz tal vez inesperada―, los hombres del bullicioso siglo de Erasmo, de Lutero, de Copérnico y también de Pomponazzi, de Lefèvre de Étaples, de Ignacio de Loyola, de Rabelais, de Esteban Dolet y, finalmente, de Juan Calvino. En el otro extremo (estamos tentados de decir: en el punto de llegada; pero en la historia no hay nunca puntos de llegada, sino sólo puntos de paso), en el otro extremo están el orden y la regularidad: Descartes y el cartesianismo; Bérulle y el Oratorio; Arnauld y Port-Royal; Pascal. Una nueva filosofía, una nueva ciencia, nuevas formas de religión, todo un cambio radical de estilo.4

Un nuevo clima, casi un nuevo mundo; en todo caso, una sorprendente revolución en la forma de ser, de pensar, de creer.5

1 Artículo publicado en Mélanges d'histoire sociale, t. VI (1944).2 Rene Pintard, Le Libertinage érudit dans la première moitié du XVIIe siècle, t. 1, texto; t. II, notas, bibliografía, índice; París, Boivin, 1943, 2 vols. con la paginación seguida, XI + 765 páginas, in-8.° (tesis de París). Del mismo autor, La Mothe le Vayer, Gassendi, Guy Patin; étude de bibliographie et de critique, suivie de textes inédits de Guy Patin, París, Boivin, 1943, in-8.°, 93 páginas (tesis de París). Robert Lenoble, Mersenne ou la naissance du mécanisme, París, Vrin, 1943, LXIII + 633 páginas, in-8.° (tesis de París).3 Lucien Febvre, Le Problème de l'incroyance au XVIe siècle: la réligion de Rabelais, París, Albin Michel, 1943, in-8.° (Collection «l'Evolution de l'humanité»). Del mismo autor, Origène et Despériers, ou l'Énigme du Cymbalum Mundi. Cf. en Annales, t. V, el estudio de Marcel Bataillon.4 Sobre la noción de cambio de estilo y sus aplicaciones a la historia, cf. Lucien Febvre, «Ce qu'on peut trouver dans une série d'inventaires: de la Renaissance à la Contre-Réforme, changements de climat», en Annales d'histoire sociale, III, 1941, pp. 41-55.5 Naturalmente, cuando hablamos de espíritu moderno, pensamos en Descartes, y antes que él, en Galileo, Mersenne, Gassendi, Bérulle, Arnauld y Port-Royal, Pascal, Newton incluso. Pero aquí significa la apertura a nuevos aires: el modernismo no es una denominación imperecedera.

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Pero ¿qué lazos unen a la Francia que lee y aprecia el Discurso del método, la Francia que se entrena en matemáticas y organiza experimentos de física en el Puy-de-Dôme, con la Francia que acoge en París a los carmelitas españoles, o se repliega sobre su conciencia cristiana en Port-Royal-des-Champs? Y, ante todo, ¿qué lazos unen a estos franceses diversos con los franceses que les han precedido? ¿Dónde buscar a los verdaderos antecesores de estos hombres ―Descartes, Pascal, Bérulle, etc.― que encarnan, para nosotros, una de las más profundas revoluciones de nuestra historia intelectual y espiritual? Sí, incluso Bérulle. Los que han leído, con la precisa atención, el gran libro, prodigiosamente rico, de Henri Bremond, esa sorprendente sección de historia espiritual cortada en el corazón de la antigua Francia, no lo dudan. Dos problemas, dos búsquedas. Una, la de la filiación; otra, la de la conexión. Lo que hay en juego es importante, pero las dificultades también lo son. Pues, desde hace tiempo, se enfrentan soluciones improvisadas, se contradicen los expertos. Valía la pena, en verdad, que dos historiadores consagrasen, durante años enteros, sus fuerzas y su capacidad a la tarea de replantear nuevamente el problema; a verificar escrupulosamente los datos; a resolver las antinomias y a aclarar los puntos más oscuros.

I

Descartes, Pascal, Bérulle... Pero, para formar una rosa hacen falta cuatro vientos, y ¿bastan acaso estos nombres famosos para explicar todo un siglo rico en acontecimientos?

El P. Garasse pondría, como acostumbra, el grito en el cielo. No olvidéis, diría, a los pedantes, esos apestosos pedantes que el abate Cotin llama los incrédulos, que Naudé más finamente llama los «desasnados» cuando califica, por ejemplo, a Cremonini de «hombre desasnado y curado de tonto» (fórmula stendhaliana que hubiera encantado a Beyle, por él y por los demás). Y, en opinión de los expertos, estos desasnados crecían por todas partes, pululaban en la Francia de Luis XIII. Pero ¡qué extraña mezcla!

Había, entre sus filas cargadas de anatemas, simples glotones, amigos del buen comer; fanfarrones viciosos e incrédulos, destinados a una piadosa muerte; y, junto a éstos, jóvenes insensatos, que describe Sarrasin,

Lindos muchachos, de rosadas mejillas y cabellos ensortijados, Llenos de encajes en puños y rodillas Y, sobre todo, llenos de fatuidad,

que «con cinco o seis páginas de Charron y Montaigne presumían de rebatir toda la teología». Y había, finalmente, libertinos por principio; y al decir esto pensamos, si no en Malherbe ―que (según cuenta Tallemant) quería «vivir como los demás, morir como los demás e ir donde fueran los demás», dando con ello una perfecta definición del conformismo―, al menos en Des Barreaux, que tuvo tan buen fin, después de haber escrito en sus Poésies (ed. Lachèvre, soneto 59);

Un sueño eterno seguirá a mi muerte; Entraré en la nada cuando salga de la vida...

o en Teófilo de Viau, héroe del proceso incoado por el P. Garasse, el P. Voisin y el procurador general Molé al Parnasse satyrique: también él

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moriría cristianamente en su nueva religión católica (se convirtió del protestantismo y demostró tanto celo que le llamaron Tartufo). Y en Naudé, en Cyrano, en Guy Patin... Curiosa galería con la que Teófilo Gautier escribiría sus Grotesques,6 «pobres glorias lisiadas, figuras gesticulantes, ilustraciones ridículas», entre las que coloca, en confuso tropel, a Villon (cierto), a Scalion de Virbluneau, cuyo nombre le había seducido, a Teófilo, a Saint-Amant, a Cyrano (hay derecho a pensar, sea dicho entre paréntesis, que la portada de su Voyageur de la Lune constituyó todo el equipaje erudito de Rostand partiendo a la conquista de una célebre nariz). Después de Gautier vino otro sablista de buenos temas, Perrens, escritor de otras tintas, que esbozó un somero y polvoriento cuadro de los Libertins.7

Entonces, estos libertinos, hatajo de originales, bohemios e inútiles, pintorescos como los mendigos de Callot, ¿qué tienen que ver con los orígenes del espíritu moderno?

Y, sin embargo, hacia ellos se dirige René Pintard con paso seguro; no para ofrecernos algunas «portadas» más o menos felices, sino para tratar seriamente, a fondo, una infinidad de serios problemas, para dilucidar la cuestión fundamental de su actitud frente a la religión, frente a la ciencia ―tal como la creaban Galileo, sus sucesores y sus émulos―, frente al pensamiento filosófico ―tal como lo formulaba, antes de Descartes, uno de los suyos, Gassendi. El primer gran mérito de René Pintard es haber visto claramente que esta tropa abigarrada de extravagantes, bohemios y marginados, poseedores de una de las claves de un mundo nuevo, merecía un estudio detenido y profundo.

El esfuerzo es considerable. Hay en un solo libro, dos y hasta tres partes (pues el estudio bibliográfico y crítico sobre diversos puntos muy discutidos de la vida y la obra de La Mothe le Vayer, Gassendi y Guy Patin que añade René Pintard a sus Libertins, no es en realidad sino un excursus inseparable de la gran obra). Un cuidado minucioso en los detalles, una irreprochable erudición, una escrupulosa atención por no descuidar nada de lo que pueda servir ―fuentes manuscritas y fuentes impresas, documentos de archivos y libros de segunda mano― para esclarecer el tema en toda su profundidad, una activa e ingeniosa caridad hacia sus colegas, es decir, un juego de índices y tablas lo más completo y preciso posible; un execrable sistema de referencias, es cierto,8 consistente en relegar las notas al tomo II, lo que les quita al menos la mitad de su utilidad ―quizá por exigencias del editor―, todo esto constituye la parte externa. Pero veamos ahora la interna.

¿Es posible que este libro de historia literaria, ¡oh prodigio!, esté escrito, lo que se llama escrito, con gusto, propiedad, talento, en buen francés, puro, correcto, y alguna cosa más? ¿Es posible que además, este libro de tupida trama, perfectamente comprensible, no contenga nada inútil, ni repetido, ni excesivo, ni lento? ¿Es posible que, si cuenta con cerca de un millar de páginas en total, sea porque el tema lo merece, y no porque el autor haya querido, como la rana de la fábula, convertirse en buey, o porque se haya dormido de vez en cuando, o porque no haya aprendido a corregirse, a podarse, a moderarse? Es, en verdad, un milagro... ¿Será éste el amanecer de nuevos tiempos (que fueron antiguos), o bien se nos demostrará una vez, una sola vez, esta verdad de orden experimental: que se puede ser sabio a placer, preciso en extremo, documentado al máximo, y al mismo tiempo preocupado por el lenguaje y el estilo? En todo caso, aceptemos lo que nos brindan con ánimo agradecido. Felicitémonos de que

6 París, 1853, in-12.°.7 Les Libertins au XVIIe siècle, 1896, in-8.°.8 Supongo que ya se habrá hecho constar, o se hará, por todas partes.

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este magnífico libro represente una tesis de la Sorbona. Ojalá venga a anunciar nuevos tiempos, y, devolviendo el gusto por la distinción y el talento a un jurado resignado a conceder la mención cum laude ―que a menudo se convierte en cum ironia― a todo lo que le ofrecen, retorne a sus miembros a una justa preocupación por la distinción y el estilo, en todos los sentidos de la palabra.

No ha encontrado René Pintard mucha ayuda para su viaje entre sus predecesores. Es cierto que, entre 1909 y 1924, un intrépido y erudito bibliógrafo, Frédéric Lachèvre, con el mejor de los ánimos, acumuló una admirable masa de documentos sobre Le libertinage au XVIIe siècle. Teófilo de Viau, sus discípulos y sucesores como Claude Le Petit, Claude de Chouvigny y Jean Dehénault, Cyrano y sus propios sucesores, desfilan por las páginas de los once gruesos volúmenes, atiborrados de títulos y hechos, que publicó sucesivamente. Pero si su documentación era preciosa, su interpretación era paradójica. Frédéric Lachèvre perseguía a los libertinos con odio feroz y personal, les maldecía, les ridiculizaba y les denigraba a placer. Y al cerrar uno de esos gruesos libros, se tenía la penosa sensación de no saber nada de lo que a uno le hubiera gustado saber, aunque, eso sí, se conocían, gracias a una encarnizada labor, esas miles de precisiones minúsculas que no son ciertamente de despreciar (sin ellas no hay conclusiones válidas), pero que sólo son útiles en manos de un verdadero historiador.

René Pintard lo es. Y, en primer lugar, ha descombrado, podado, clasificado y ordenado. A los hombres, entendámonos, a los hombres vivos y no a abstracciones. Ateísmo, deísmo, epicureismo, escepticismo son bellas etiquetas para un botamen. Pero aquí no se trata de farmacopeas. René Pintard se enfrenta con individuos, les mira a la cara y, como están enmascarados, les pide sus papeles. Poco a poco, de registro en registro, reconstituye los lazos, descubre las relaciones y encuentra afectos más o menos ocultos. Todo un trabajo de policía intelectual, o, si se prefiere (la imagen es demasiado fea), de cartografía espiritual. Su labor es difícil; de capítulo en capítulo nos damos cuenta de ello, y nos alegramos: ¡qué complicado es todo! ¡Cuántas corrientes y contracorrientes! ¡Por fin tenemos un libro de historia intelectual que no es, que no se dice sencillo! Y no es sólo a causa de la exuberancia de hombres y obras. La dificultad es mayor: nunca se tiene la seguridad de ver la verdadera cara de estos hombres, de estas obras. Ahora es un libro que no se sabe exactamente a quién atribuir. Luego será un escrito que testimonia en favor de opiniones que el mismo autor, en otro escrito, contradice formalmente. En todas partes, pensamientos de sentido oscuro e intenciones turbias...

Pero al fin, tras largos esfuerzos, se hace la luz: una luz relativa. Un grupo surge de la noche. Ya en 1630, en el París de la época, a ciertas horas, diez o doce eruditos se reúnen para dar filosóficos paseos. Son todos personas honorables ―médicos, abogados, eclesiásticos, magistrados―, virtuosos, formales y fieles cumplidores de sus deberes cristianos.9 El propio intendente del Jardín Real es uno de ellos, y el secretario de Estado del Cardenal de Metz y, a veces, de pasada, el señor de Digne en persona. Y, sin embargo, un erudito descubre ―y publica―, a finales del siglo XIX, las Memorias de uno de los paseantes.10 Confidencias escabrosas, obscenidades, inmoralidades, impiedades: helos aquí convictos, estos

9 Le libertinage, p. 125.10 J.-J. Bouchard, Les Confessions, ed. Bonneau, París, 1881. Nueva edición Gallimard, 1930.

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dignos personajes, al menos de complicidad tácita, de aquiescencia a las peores aventuras, de participación en las bromas menos inocentes. ¿Cómo fiarnos luego de las apariencias?...

No son todos libertinos consumados, enemigos de Cristo. Tomemos a los cuatro amigos que forman el centro de la reunión: Diodati; ginebrino de origen, actualmente abogado en el Parlamento de París, La Mothe le Vayer, Naudé, Gassendi. Es cierto que el primero se contenta con ver y escuchar, que el último está lejos de ser un ateo. Pero ambos «han consentido en compartir con La Mothe y Naudé, en la más familiar y franca de las amistades, lo que éstos tenían de menos cristiano; y esto podía escandalizar a las almas piadosas y perjudicar al cristianismo de su tiempo».11

Verdaderamente forman un grupo, animado por un espíritu colectivo que a veces supera a su espíritu individual. Tienen sus instituciones, sus reuniones, sus círculos, sus países de elección fuera de Francia: la Italia paduana y romana, y durante algún tiempo colonizan la Suecia de Cristina, la de la falda demasiado corta y la lengua demasiado larga... No es un hecho sabido que esto sea así, que todos estos hombres, de perfil bien trazado, hayan puesto tantas cosas en común. Es, en todo caso, un hecho que aprender, que establecer lenta, difícil, minuciosamente. René Pintard lo ha comprendido. En este sentido ha ido creando el tema a medida que lo estudiaba.

Lo ha creado y luego lo ha hecho vivir. Estamos en la Padua de Naudé,12

una Padua muerta, estirando sus conventos y palacios a lo largo de las calles, sin conseguir llenar el vasto circuito de su recinto; con sus pórticos, donde se puede uno pasear en todo tiempo «sin inmundicias», como dirá Montaigne, con su escuela, sus anfiteatros, sus estudiantes. Nada sucede digno de ser contado, pero ¡cómo revive todo y se reanima! Vamos ahora a la Roma de Naudé,13 que es también la de Campanella y Bouchard, con su foro y sus ruinas, la animación de sus barrios populares, lo pintoresco de su ghetto, las intrigas de su corte pontificia. Y aquí están los personajes, enmascarados o desenmascarados.

No hay más dificultad que la elección. Croquis de hombres que se perfilan un momento en la pantalla y luego se ocultan. Como por ejemplo ese viajero lionés, Baltasar de Monconys,14 que gira en torno a Gassendi y que nos ha dejado un curioso Diario de sus viajes «en el que los sabios encontrarán un número infinito de novedades». Ha recorrido Francia, España, Portugal, Italia, Egipto, Siria y Turquía, ha discutido con los hombres más sabios de cada lugar, se ha esforzado por descubrir las supercherías, por denunciar las charlatanerías, por «curarse de las preocupaciones del vulgo», como bien dice su hijo en la advertencia al lector (p. 1): encantado y escandalizado a la vez el día en que en Loudun, visitando a la superiora del famoso convento de ursulinas poseídas, ésta le muestra, impresos en su mano, los caracteres que el demonio había marcado en su mano cuando la exorcizaban. Estaban claramente dibujadas, de color rojo sangre. Pero Monconys, desconfiado, observa que palidecen poco a poco, a medida que la entrevista se prolonga y finalmente, por medio de un ligero arañazo, se lleva triunfalmente, con la punta de su uña, «parte del trazo de la M». Con eso me di por contento, añade simplemente. Monconys, filósofo antes que

11 Le libertinage, p. 177.12 Ibíd., p. 168.13 P. 256.14 P. 405. Sobre Monconys, véase supra: De la apreciación a la precisión (p. 157).

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incrédulo, lleva consigo, a todas partes, al tiempo que su horror por las supercherías, su misticismo lionés.

Y he aquí, cogido al vuelo, esbozado en escorzo, un Descartes tan ajeno al mundo de los eruditos como a la misma erudición, un Descartes indiferente al humanismo de los humanistas, un Descartes que, en el universo de las letras francesas, se asemeja, como dice primorosamente René Picard, «a un insular cuyo arrecife está bien guardado; sólo se tolera a un mensajero en sus dominios: Mersenne, que cada semana le sirve de enlace con el continente».15 Más fácil resulta esbozar al obsceno, alerta e inteligente Bouchard. Pero en él no hay ningún misterio: está dispuesto a contarnos sobre sí mismo mucho más de lo que se le pide. Y he aquí, finalmente, a Gassendi. Su retrato no es serio y afectado, un Hyacinthe Rigaud con peluca, sino una serie de instantáneas. En primer lugar, el Gassendi enclenque de la página 152, con sus hombros estrechos, sus mejillas hundidas, su barba descuidada, quizá tímido en el fondo y miedoso en la vida; pero, pluma en mano, de un ardor, una pasión y una vehemencia súbitas. Y tan temerario, precisamente, que se duda en creerle sincero «en gran medida» cuando habla de sus sentimientos cristianos. ¿Desdoblamiento? ¿Espíritu pagano en un alma cristiana? ¿Corazón humilde, animado por una inteligencia ávida e indócil? Mutilamos, destrozamos al minimizar así un retrato infinitamente rico en matices, que tanto nos esclarecen sus contactos con otros modelos, especialmente La Mothe le Vayer. Pero la rueda gira, y aquí tenemos, 250 páginas adelante, a Gassendi envejecido por su mala salud. Luego viene su muerte: «Cuando comulgaba, La Poterie admiraba su piedad; Guy Patin alababa la prudencia de este acto cumplido more majorum. Así continúa, hasta su último instante, en torno a él, en él quizá, el eterno diálogo de su vida... Enigmático representante de una generación complicada...»16

Sí, muy complicada; mucho más de lo que parece cuando se lee el excelente libro de René Pintard. Pues ha tenido el mérito ―digo bien, el mérito― de no introducir en el debate grandes aparatos, de difícil manejo, que casi siempre causan accidentes al imprudente que se cree hecho para utilizarlos sin precaución. La complicación de estos hombres, libertinos o libertinizantes, es, sigue siendo, ante todo, de orden intelectual. Es ésa la complicación, la clase de complicación a la que era sensible Sainte-Beuve: la complicación de un aficionado al estudio de las almas y la de un aficionado a la literatura. Pero en 1940, «literatura» ha cobrado para el crítico otro sentido que en 1860, y la historia literaria tiene otras exigencias, otras curiosidades, otros horizontes. Sin embargo, muy sensatamente, René Pintard no se dejó arrastrar hacia la historia filosófica, ni hacia la historia social. Ya señalé en otra ocasión, a propósito de un libro por otra parte rebosante de ardor y entusiasmo, de saber y curiosidad, los inconvenientes de una improvisación en estos asuntos.17 El autor del Libertinage érudit se ha dado cuenta de ello instintivamente. Ha permanecido sólidamente asentado sobre su terreno, sobre su suelo natal y particular. Es un acierto. Pero señalemos también, sin el menor ánimo de crítica, que hay un aspecto de la cuestión, un importantísimo aspecto que su excelente libro no enfoca.

15 P. 204.16 P. 418.17 Se trataba del libro de Bouchard (M.), De l'Humanisme à l'Encyclopédie: l'Esprit public en Bourgogne sous l'Ancien Régime. París, 1930, in-8.°, libro por otra parte muy informativo. Cf. mi reseña, bajo el título de Histoire sociale ou histoire littéraire? en la Revue de synthèse, III, 1932, pp. 39-51.

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No hay nada tan complicado, nada tan accidentado como la sociedad de entonces, la de la Francia posterior a las guerras de religión, la Francia de Richelieu que mañana será la Francia de Mazarino y de la (o de las) Frondas.18 Un libro como el de Normand, por simplemente descriptivo que sea, nos da ya una idea. Otro estudio posterior, el de Magne, descriptivo también, abunda en documentos vividos sobre la vida social de esta época turbulenta en que tantos nuevos ricos se instalan en la vida y manifiestan, inmediatamente, la necesidad de un orden absoluto. Hace algunos años se publicó un libro del que al parecer René Pintard no ha tenido conocimiento. Ni tampoco el abate Lenoble: ni uno ni otro le citan. Libro inteligente de un hombre de ideas vigorosas, agudo y penetrante, que, tras conocer el materialismo histórico, no se quedó en él, sino que buscó más allá. Como señalé en su día en los Annales d'histoire économique et sociale, es el libro de Franz Borkenau, escrito en alemán y publicado en París, titulado De la représentation féodale à la représentation bourgeoise du monde, con este característico subtítulo: Études sur l'histoire de la philosophie pendant la période de la manufacture.19 Naturalmente, el autor no intenta poner, uno enfrente de otro, dos tipos de fenómenos: aquí el pensamiento, allí la economía, y, por un juego de manos, decretar que el pensamiento es producto de la economía. Su esfuerzo, por el contrario, tiende a distinguir los dos campos y a mostrar los puntos que les unen.

Una de las tesis que sostiene es la de que el pensamiento moderno, lejos de ser «un producto» del capitalismo y de la burguesía, es, por el contrario, una resultante de sus contradicciones o de sus desavenencias. Escaso o nulo pensamiento filosófico independiente hubo en los países en que dominó el calvinismo, esa forma específicamente burguesa de concebir la religión. En estos países «el capitalismo, siendo ya un hecho, dejó de ser un problema». Es en las clases intermedias y medias, es en esa clase constituida a caballo de la burguesía comerciante, detentadora de capitales, por una parte, y de la nobleza, detentadora del señorío, por otra, donde hay que buscar la conciencia de estas contradicciones y la apremiante preocupación por resolverlas. Y Borkenau insiste en el papel que desempeñó en todas las revoluciones de ideas de la época en Francia, la nobleza de capa, esa gentry francesa que une, al peso que le da su dinero, el que debería, cada vez más, a sus ennoblecimientos y sus señoríos. Clase media, clase intermedia, clase-puente que, a causa de su propia composición, monopoliza más o menos, junto a la dirección de los asuntos políticos, la de los asuntos espirituales de la Francia de la época...

Interesante punto de vista que habría ciertamente que revisar, verificar, depurar de lo que tiene de apriorístico en la boca y la pluma de su autor: tentadora propuesta para un historiador de la sociedad francesa si... Si un sistema absurdo y criminal de educación no nos impidiese formar, en la Universidad, historiadores sociales...20

En todo caso, hay un hecho cierto. Estos estudios de historia social no podrían ser el resultado de brillantes improvisaciones. Serían precisos años enteros de estudio, de un estudio que, necesariamente, no se centraría

18 Abro el libro Le XVIIe siècle, de la colección Clio, de Préclin y Tapié, y leo (Aviso al lector, p. IX): «En este libro falta un capítulo sobre la vida social en el siglo XVII... Omisión provocada por la actual insuficiencia de los trabajos sobre el tema.»19 Der Uerbergang vom feudalen zum bürgerlichen Weltbild, París, Alean, 1934, in-8.° Cf., sobre la discusión, L. Febvre, «Foudations économiques, superstructure philosophique, une synthèse», Annales, t. VI, pp. 369 y ss.20 En cuanto a los resultados, véase supra, pág. 204, nota 2.

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únicamente en el problema del libertinaje, cualquiera que haya sido su importancia. Congratulémonos, pues, de que René Pintard no haya caído en la tentación de abordarlo y tratarlo, necesariamente, de un modo somero. Por el contrario, ha rematado su libro con un excelente capítulo sobre una grave cuestión: la de la Politique des érudits libertins.

Avanzan poco a poco, prudente, sigilosamente. Mientras sus países atraviesan crisis tras crisis, ¿cómo reaccionan estos «independientes», estos audaces, estos burladores de leyes, ante esos disturbios, esos desórdenes, esos desequilibrios? De la forma más lamentable...

Ahora desfilan ante nosotros. Guy Patin se indigna, exclama, denuncia e insulta a Mazarino; pero, por lo demás, «ni reforma, ni revolución»; el Esculapio parisino no va más lejos. Le Vayer, sí: es escéptico; no existe para él ninguna ciencia de la conducta humana, sólo dudas e irresoluciones; es el reino del azar. ¿Qué hacer entonces? Hundirse en el silencio, en el descanso, en la paz. Ya que vivimos en Francia, bajo la monarquía del poderoso cardenal-ministro, estemos con la monarquía y con el cardenal-ministro. Con un régimen conocido, sabemos lo que nos espera; no nos lancemos hacia lo desconocido. ¿Y Naudé? Lo mismo: «Ante todo, mi tranquilidad. No quiero jaleos, ni intervenciones multitudinarias. Acomodémonos a lo que hay.» Es el punto de partida; luego vendrán las variaciones, pero todas ellas llevan a demostrar el absolutismo del amo. «Tratar siempre de ser el más fuerte», es la máxima fundamental. Todos piensan igual: «Estos hombres, forzados desde su juventud a guardar para sí lo que piensan, no pueden oponer sus preferencias particulares a los intereses colectivos. Para estas orgullosas mentes, los demás mortales no son personas que respetar, sino un rebaño que guiar. No hay, por tanto, para ellos ninguna razón para anteponer la satisfacción de las conciencias al interés por el orden, la filosofía a la política, la verdad a la utilidad.»21

Y, con la misma lucidez con que lo ve y lo dice, nos lleva Pintard al profundo meollo de su libro: «Si la razón de Estado,22 de la que pretenden ser los más fieles servidores, comporta como primer artículo el deber de servir a las creencias para servirse de ellas, resulta inevitable que, afiliados ya al absolutismo político, se vean llevados por sus reflexiones al tradicionalismo y al conformismo religioso.» El mismo Naudé, el más peligroso quizá de todos a este respecto, Naudé, «convencido de la fatalidad de las revoluciones universales», que «prevé incluso el declive de la religión imperante», no por ello teme menos la llegada de tales acontecimientos. Es locura querer precipitarlos. Vayamos a misa; no confiemos nuestros verdaderos sentimientos sino a algunos amigos de ideas semejantes; no facilitemos al vulgo nada que pueda debilitar su sentido del respeto; no le enseñemos sino aquello que, limitadamente, pueda agudizar ciertas inteligencias perspicaces, sin excitar las pasiones, las temibles pasiones del vulgo.23

En el fondo, este esfuerzo ―a veces, a despecho de tanta prudencia, este valeroso esfuerzo de los eruditos libertinos― no deja de ser un gran fracaso, un aborto.

Han vivido; y ya es bastante haber vivido, y escrito, bajo Richelieu y Mazarino. Pero todos han quedado profundamente señalados después de pasar por la prueba del escepticismo. «Su recurso a la razón no les impedía hablar mal de ella. Su racionalismo, por vigoroso, por ingenioso que fuese

21 Le libertinage, p. 563.22 Ibíd.23 P. 564.

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en un Naudé, no era apenas sino una reacción instintiva de sus espíritus, contrariada por un pirronismo doctrinal.» Eran, ante todo, humanistas, los últimos de los humanistas, lastrados por un enorme cúmulo de erudición libresca, penetrados por lo demás del sentimiento de que la mina de la antigüedad no estaba aún agotada... «Murieron, concluye René Pintard, con la apariencia de vencidos, a la retaguardia del Renacimiento.»

Pero entonces, si esto es cierto, si un estudio tan detenido, tan inteli-gente, tan profundo, de este grupo de libertinos eruditos termina por un atestado de derrota tan manifiesto, ¿por qué escribiría yo al comienzo de este artículo que el libro de René Pintard era de tanta importancia para el conocimiento de las fuentes y los orígenes, si no del mundo, al menos del espíritu que se llama, tradicionalmente, moderno? Por razones evidentes que a su vez va a ayudarnos a dilucidar el libro del abate Lenoble.

II

Libro rico en detalles y repleto también de indicaciones, textos y datos nuevos. Pero dos tesis sobre todo llaman en él la atención, dos tesis, por otra parte, estrechamente relacionadas. Una se refiere a Descartes, a su lugar en su siglo y en la filosofía de la época, a las relaciones de su filosofía con el mecanicismo que propugna y defiende Mersenne. La otra plantea el problema que anima, en última instancia, el libro de René Pintard: el problema de los verdaderos orígenes del espíritu moderno. Aquí, en este estudio que trata esencialmente de confrontar las conclusiones de Lenoble con las investigaciones de R. Pintard, se nos perdonará que no nos de-tengamos en lo que concierne al primero de los dos problemas, que, natu-ralmente, retendrá especialmente la atención de los historiadores de la filosofía. Hemos de señalar que no es que la solución propuesta por Lenoble, tras un profundo examen de las dificultades, no sea de singular importancia para el conocimiento de los orígenes del espíritu moderno, sino que hay que limitarse. Tratemos de demostrar brevemente por qué, en qué completan, amplían y permiten caracterizar estas conclusiones el libertinaje erudito de comienzos del siglo XVII.

Los clientes de René Pintard aparecen a menudo como precursores del «mundo moderno». ¡Pobre mundo moderno, cuántos padres le han buscado! Los historiadores, se entiende, y no aquellos en los que saludan a los autores del más poderoso, del más perfecto de los espíritus, puesto que es al suyo propio. Tras Rabelais, tras Dolet, tras Despériers, tras los personajes de Henri Busson en su primer libro, vienen ―precediendo, anunciando, preparando y encuadrando a Descartes― los libertinos eruditos, los que profesan, a decir de algunos, el culto a Fisis, la madre de fecundo seno. Así piensa Blanchet, autor de un notable libro sobre Campanella; y Charbonnel, el historiador de los naturalistas italianos; y Busson, que prolonga hasta el siglo XVII sus profundos estudios consagrados, en un principio, al siglo XVI y a su «racionalismo». Según todos estos grupos, al aparecer Descartes encuentra ante él grupos de hombres enfrentados en dos campos hostiles: a un lado los que permanecen fieles a la tradición escolástica y admiten el milagro y lo sobrenatural, y al otro los que, rechazando estas creencias, ven en la naturaleza la única fuente de la ciencia y de la moral. Puesto que se aparta de los primeros, Descartes procede de los segundos.

Sea; pero ¿se han planteado el problema de qué es lo que verdade-ramente marca, en el campo de las ideas filosóficas, el nacimiento de la

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civilización moderna? Sea, pero si tras haberse planteado esta cuestión, responden, como León Brunschvicg, que este nacimiento está marcado, indiscutiblemente, por «la distinción de la naturaleza material de la espiritual», por la distinción del pensamiento de las cosas, hija a un tiempo del descubrimiento del principio de la inercia y del Cogito cartesiano, si atribuyen valor de criterio a la clara aprehensión, a partir de estos dos descubrimientos de la noción de ciencia ―una ciencia que pueda, inequívocamente, llamarse ciencia o, como pronto se llamará, la Ciencia― y de la noción de alma, de un alma que pueda, inequívocamente, llamarse alma, entonces lo que deben percibir en primer lugar, sin prejuicios, sin ideas ni sistemas preconcebidos, es la forma o, para ser más exactos, las formas de comportarse, frente a los problemas planteados, de los hombres que pensaban y reflexionaban en la época en que se revelaban estos dos grandes descubrimientos.

Desde la perspectiva del espíritu, hay dos grupos en juego: los esco-lásticos y los cartesianos. Desde la perspectiva de las cosas, hay al menos tres: los escolásticos, los naturalistas y los mecanicistas. Y, entre los escolásticos, hay que contar a los aristotélicos a lo Pomponazzi, que no deben meterse en el mismo saco que los aristotélicos de filiación tomista. En cuanto a los naturalistas, Lenoble, coincidiendo ―sin conocerlas― con las conclusiones a las que yo he llegado, precisa no sólo que forman un grupo aparte, sino también que no son ni los predecesores, ni los aliados de los mecanicistas en su lucha contra los escolásticos, como generalmente se dice. Y por una sencilla razón: Puesto que han sufrido por sus ideas, tiende a verse en ellos, a partir del siglo XVIII, a unos apóstoles de la libertad de conciencia. Pero veámosles de cerca, como he hecho yo con Rabelais y sus contemporáneos; veamos esos ataques dirigidos por Bruno contra el protestantismo en cuanto religión individualista; recordemos tantos sueños teocráticos de Campanella, y pronto nos sentiremos decepcionados. Y suscribiremos sin dificultad la constatación de Lenoble de que si Campanella hubiera podido realizar su Ciudad del sol, «nunca espíritus tan poco conformistas como Charron o Gassendi hubieran gozado de la libertad de la que se beneficiaron en la Iglesia del siglo XVII». Pero, sobre todo, ¿por qué merecen estos naturalistas ser llamados «racionalistas»? Ésta es la cuestión. Hemos puesto el dedo en la llaga.

La respuesta de Lenoble es muy clara: «Lo que impresiona ante todo en estos innovadores es su prodigiosa credulidad, ya sean aristotélicos como Pomponazzi o Cremonini, o antiaristotélicos como Bruno o Campanella. Se enfrentan con una multitud de hechos sobre los que ejercitan a granel sus reflexiones. Hechos que encuentran en los viejos autores, hechos que encuentran en sus contemporáneos, historias de animales profetas, de estatuas que transpiran, de ejércitos que combaten en las nubes, de erisipelas curadas por encanto, de objetos movidos a distancia por palabras mágicas. Se enfrentan con estos hechos disparatados y no saben qué decir, ni qué hacer, para interpretarlos racionalmente. Pues no hay nada más difícil de interpretar, de criticar, de utilizar, que un hecho cuando no se poseen ni el marco para encuadrarlo, ni las reglas para medirlo. Por eso los admiten todos. No tienen medios de rechazarlos, y además ¿por qué habrían de hacerlo? Estos «racionalistas» como les llama Busson, nunca han salido de la física cualitativa; la naturaleza es sólo, para ellos, una caja de sorpresas. Sueños platonizantes, o vagamente estoicos, sobre el alma del mundo, alejandrinismo, averroísmo, se mezclan en un abracadabrante

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sincretismo en el que siempre reaparece esta idea: «la naturaleza tiene un alma». Es decir, la confusión de la que había, ante todo, que desprenderse.24

Los escolásticos, sin duda, sólo estaban sumidos a medias en tal con-fusión. Su teología presentaba a un Dios distinto de las cosas; su antro-pología a un hombre independiente de las circunstancias naturales, a un hombre libre de decidir su destino. Pero toda su física les mantenía fijos en ella, esa física cualitativa que R. Lenoble define «como el centro geométrico de la confusión». Los naturalistas se entregaban a ella con deleite. Dicen algunos que, al negar a Dios el poder de obrar milagros, eliminaban lo maravilloso. Ilusiones: no se cambia nada si, al mismo tiempo que niegan el milagro, continúan rechazando la idea de ley natural; no se cambia nada si continúan reverenciando el alma del mundo, esa fuerza medio física, medio psíquica cuyas invenciones, burlescas o siniestras, son imposibles de prever.

Pero, se nos alegará, al integrar lo maravilloso en la naturaleza, ¿no permitían acaso estudiarlo de un modo positivo y, por tanto, eliminarlo? No; pues lo maravilloso sólo cederá ante un método capaz de ofrecer una definición del fenómeno. La física matemática brindará este método, pero los naturalistas sólo conocen de las matemáticas los mitos del ocultismo pitagórico y las especulaciones literarias de los cabalistas. «No se puede dar de la naturaleza una definición natural cuando se empieza por admitir que posee una conciencia.» La fórmula lo dice todo, o casi todo, pues habría que añadir que, por una inevitable fuerza de retroceso, «una vez planteado este postulado, no se puede elevar al hombre a la dignidad de caña pensante. Su alma es una parte de la conciencia universal, como las cosas son la otra parte. Permanece por tanto sometido a las fuerzas ocultas de un cosmos, al prestigio de los astros y de los elementos». Por eso las únicas investigaciones «científicas» salidas del postulado naturalista se llaman astrología, alquimia, magia y cábala, ciencias «curiosas» y vacías que «todavía a comienzos del siglo XVII acometen con vigoroso ímpetu á la moral tradicional y a la ciencia verdadera».

Nos encontramos así con tres respuestas que los hombres de finales del siglo XVI y principios del XVII dan a la pregunta que, por hipótesis, puede permitirnos resolver el problema de los orígenes filosóficos del mundo moderno: «¿Hay que distinguir entre naturaleza y conciencia?» Los naturalistas no admiten la distinción. Los escolásticos, en cuanto teólogos, están dispuestos a aceptarla, pero en cuanto físicos la rechazan. Y los mecanicistas (no digamos los cartesianos, si el mecanicismo se diferencia del cartesianismo como asegura Lenoble) la aceptan sin equívocos y la propagan.

Pero hay alguien que permite seguir este esquema y comprender verdaderamente, por primera vez, su evolución intelectual. ¿Descartes? No: el P. Mersenne.

No se trata de dirigir contra Descartes una extraña campaña denigratoria. Hay en el prefacio al libro de R. Lenoble un simpático pasaje al respecto. En términos emocionantes en su sobriedad y por su sobriedad, proclama alegremente el provecho y la dignidad que constituye para un

24 Como bien dice Lenoble (p. 85): «El mejor medio que tenemos para prepararnos a comprender el pensamiento científico de la sociedad en que vivió Mersenne al menos los diez primeros años de su vida, sería releer los excelentes trabajos de Piaget sobre la representación del mundo en el niño, o los de Lévy-Brühl sobre la representación primitiva.» Me alegra encontrar esta coincidencia con el Problème de l'incroyance, p. 473: me afirma en mis propias conclusiones.

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verdadero historiador vivir en la intimidad de hombres como los que durante tanto tiempo él ha frecuentado. Estos «benditos hombres», dice, usando un nombre fraternal y respetuoso a la vez, más envidiable, después de todo, que cualquier título académico, que cualquier apelación honorífica... Estas anotaciones, sea dicho entre paréntesis, no dejan de tener un significado, pues definen, permiten definir, a un grupo de hombres, en el que me complace pensar que tengo un pequeño hueco: el de los críticos de buena fe. Dicho esto, Lenoble no pretende creer en los nacimientos al estilo de Minerva, es decir, en el surgimiento repentino de doctrinas que brotan por generación espontánea del cerebro de un solo hombre. Y lo expresa muy bien (p. 3): «Cuando se llega al siglo XVII a través de Descartes, uno se imagina a menudo que los innovadores de menor importancia no han hecho sino esbozar, o deformar torpemente, la doctrina del filósofo... De ahí viene la costumbre adquirida de identificar cartesianismo y pensamiento moderno, y de juzgar en función de Descartes a pensadores tan originales, de hecho, como Mersenne, Beeckman, Gassendi, Roberval o Hobbes, algunos de los cuales esperan todavía un historiador digno de ellos. Pero cuando, por el contrario, se llega al siglo XVII partiendo de la filosofía del siglo XVI, se ven brotar, antes de Descartes, o junto a él, las múltiples corrientes que formarían el pensamiento moderno. Todas tienen un carácter común, el mecanicismo; pero no todas pasan por Descartes.»

El estudio de Mersenne y de su obra es, a este particular, de lo más significativo. Mersenne, del que René Pintard nos ofrece, por su parte, un croquis tan vivo en su Libertinisme (p. 348); Mersenne, al que el abate Lenoble no elogia excesivamente, al que presenta «aplastado por la vecindad de Galileo, Descartes, Pascal», no es, sin embargo, «un planeta que gravita en torno al astro cartesiano y recibe de él toda su luz» (p. 3). De hecho, Mersenne sólo ha seguido a Descartes «en los puntos en que su doctrina le parecía confirmar, fundándolos en bases más firmes que el aristotelismo, los valores esenciales de la escolástica: la distinción entre la naturaleza y el alma, la trascendencia divina, la libertad humana, una física que expulsa a lo maravilloso del curso natural de las cosas». El resto del cartesianismo, por mucho que diga Baillet, novelando a su manera esta historia, «le es completamente indiferente, e incluso lo rechaza» (p. 10). Mersenne no ha partido de Descartes; ha partido de una viva oposición al naturalismo, que combate con todas sus fuerzas «porque a la vez daña a la religión y a la doctrina de la libertad, y porque no propone a los sabios sino quimeras». Por eso clama fervientemente por un nuevo Aristóteles que acabe de una vez para siempre con la confusión progresivamente creciente de la naturaleza y el alma, con esos «espíritus» que circulan por la sangre y se insinúan a través de ésta en los cerebros: física que incluye el panpsiquismo enemigo.

¿Un nuevo Aristóteles? ¿No sirve Descartes? Sí y no. «En el fondo, para Mersenne, el nuevo Aristóteles no es Descartes, sino un ente de razón y, precisamente, el mecanicismo.» Mersenne no espera a Descartes para formular sus reglas. Ya en 1634 encontramos en Mersenne la esencia del Discurso del método. Entonces, ¿debemos desmontar la estatua de Descartes y, en el pedestal vacío, erigir la del mínimo: «A Mersenne, su pregonero, el Mundo Moderno agradecido»? ¡En absoluto! Mersenne llegó a sus conclusiones por su esfuerzo personal, sin duda; pero también porque estas conclusiones «flotaban en el aire». La filosofía moderna, en otros términos, no nace de una fuente de Vaucluse, se llame ésta Descartes o Mersenne. Nace de cien ríos y cien corrientes que fluyen por un suelo

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propicio. Quien quiera levantar el mapa de estos ríos, puede dirigirse al secretario general de la Europa erudita, es decir a Mersenne, al sabio al que se consultaba sobre todo lo relacionado con el alma humana, al sabio que trazaba el camino a seguir.

El libro del abate Lenoble nos muestra un nuevo aspecto de un vasto panorama de la historia intelectual y, al mismo tiempo, de la historia es-piritual y religiosa. De este libro surge una imagen nueva del cartesianismo y de su fundador.

Cuando Descartes interviene, cuando se inserta en la historia del pensamiento y la investigación franceses de comienzos del siglo XVII, ya, en 1625, un hombre como Mersenne ha vislumbrado en el instrumento matemático el medio de racionalizar la naturaleza. Ya en 1634 (tres años antes del Discurso de 1637), el mismo Mersenne está en disposición de formular las reglas de un nuevo método: rechazo del principio de autoridad, recurso necesario a la experimentación, gusto por la ciencia y el progreso y, sobre todo, matematización de la naturaleza y deseo de hacer del mundo entero una especie de enorme reloj sin intenciones propias y sin alma. Ya aparece, clara y sin tacha, la teoría simbólica de los animales-máquinas. Ya ha empezado a nacer un verdadero tesoro de experiencias.

El mecanicismo es un hecho. Se ha fundado la ciencia positiva sin Descartes. Se podría, constata M. Lenoble asombrado, «escribir la historia del nacimiento del mecanicismo sin mencionar a Descartes». Pero Descartes toma entre manos el trabajo ya realizado. Con su asombrosa claridad de espíritu, con su vigoroso pensamiento, plantea los problemas, dirige las discusiones, concluye. Presta un inmenso servicio al joven equipo de experimentadores: el de resumir en unas cuantas fórmulas sencillas, que nunca ellos hubieran encontrado, los resultados de sus experiencias. Da forma a una materia que otros antes que él han recogido.

Y eso no es todo. Descartes es algo más: un clarividente. Ve en seguida lo que Mersenne, afianzado en la apacible posesión de su robusta fe, de su fe sin inquietudes, no es capaz de ver. Aunque no es sentimental, no por ello deja de seguir «firmemente apegado a los valores esenciales del espiritualismo». Rechaza una filosofía que se redujera por completo a la ciencia de los fenómenos. Mientras que Mersenne se divierte sin más en llevar a cabo sus experimentos, mientras que el mínimo, sin darle mayor importancia, traba una indefectible amistad con Hobbes, Descartes se da pronto cuenta de que la nueva física no puede casar con la vieja metafísica de Aristóteles. Pero es preciso que la nueva física tenga también su metafísica. Por cien razones diversas, algunos de los experimentadores no quieren ver esta necesidad; pero Descartes insiste en ella. En medio de una oposición unánime, entre las protestas de Hobbes y Gassendi, de Roberval y de Bouilliau ―todos aquellos que no sienten hacia la metafísica sino indife-rencia o desconfianza hostil―, Descartes emprende la tarea de injertar la nueva física en una metafísica de su invención; edifica, contra la voluntad de sus compañeros de equipo, «todo lo que hay de cartesiano en el cartesianismo», todo lo que excede a la pura física mecanicista.

Descartes es «un accidente metafísico en la historia del mecanicismo»; la fórmula es sugestiva, expresiva y nueva. ¿Fundada también? No es de mi incumbencia asegurarlo, y supongo que los especialistas lo discutirán. Carezco de los diez o quince años de profundos estudios sobre el cartesianismo que califican para entrar en tal debate. Lo único que puedo decir como historiador es esto: en la historia hay, tal vez, fuentes; pero, en todo caso, hay muchas más corrientes subterráneas que fuentes. Antes de

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decir «fuente», exploremos el terreno, busquemos las pendientes, descendamos a las simas, usemos colorantes para determinar con exactitud el curso subterráneo de las aguas. Es una de nuestras principales misiones.

Y para nosotros no hay duda alguna de que la corriente racionalista no es una fuente que surge bruscamente en el umbral del siglo XVII; de que el mecanicismo no brota súbitamente de las fuentes de Mersenne o de las de Descartes; de que en realidad prolonga no ya esas corrientes de aguas turbias llamadas nacionalismos, sino la gran corriente nacida en Aristóteles, que llega hasta Mersenne y sus compañeros por intermedio de los clientes de Duhem. ¿Por qué? Las casi quinientas páginas de un reciente libro nos dispensan sin duda de explicarlo más detalladamente.

Y tampoco podría serme indiferente, a mí como historiador, a mí en cuanto historiador, que, de Mersenne, de Gassendi, de Hobbes, la corriente empirista se bifurque hacia Hume, hacia Locke, y, desde allí hasta los enciclopedistas; que reaparezca un día en el umbral del siglo XVIII después de haber desaparecido bajo tierra a mitad del XVII; que en el siglo XVIII sea preciso hablar, no ya de fuente, sino de reaparición de una corriente subterránea. Esto me hace comprender, me ayuda a comprender, treinta años de historia subterránea.

Pero si bien es cierto ―es el propio Lenoble quien nos lo indica―, si bien es cierto que no se puede leer el libro de Paul Hazard sobre La Crise de la consciencie européenne «sin quedar impresionado, en cada página, ante la analogía que se manifiesta entre ambas épocas», la de Mersenne y la de Fontenelle; si entonces como ahora vemos cómo una muchedumbre de hombres se desprenden de sus preocupaciones dogmáticas y se entregan con total entusiasmo a una ciencia que acaba por triunfar, se plantea un problema: ¿por qué la corriente que circulaba libremente por su cauce hacia 1630-1640, se hace invisible entre 1660 y 1670 para reaparecer hacia 1690-1700? Todo da la impresión de que la corriente empirista fuera detenida por algún tiempo: ¿por qué?, ¿cómo?, ¿por quién?

Lenoble responde: por el propio Descartes, genio mucho más metafísico y religioso de lo que antaño se ha querido reconocer; que, brindando a los filósofos algo cuya necesidad sentían ―una concepción general de la vida, una metafísica dogmática y cristiana―, levantó un primer dique para represar la corriente. Y por Pascal también, del que Lenoble nos ofrece, en unas líneas demasiado breves, demasiado condensadas, una interpretación sobre la que debería volver; por Pascal, autor también de una metafísica que no desdice de la nueva física, artesano de la renovación cristiana en la que trabaja, en pos de San Francisco de Sales, Bérulle, Olier y los jansenistas.

Descartes y Pascal construyen con su genio dos presas, dos diques que no durarán. El siglo XVIII repudiará, a la vez, el espíritu cristiano y el cartesianismo. Pascal apenas hará escuela; Descartes, por el contrario, gozará de tal prestigio que, tras haber sido tratado en su época ―él y su metafísica― de molesto por los experimentadores, se convertirá, para la siguiente generación, en el jefe, el iniciador, el responsable único de todo un pensamiento que se apartaba del suyo en puntos decisivos. «Y ni Hume, ni los enciclopedistas se darán cuenta de que en realidad no hacen sino traducir el primer mecanicismo». ¿Y en cuanto a Mersenne? «Si el ingenioso mínimo, concluye Lenoble (p. 615), en el declive de la metafísica externa, cuya utilidad no había sabido comprender, hubiese podido ver el triunfo de la ciencia de su amigo Gassendi con las nuevas corrientes empiristas, y el de la moral de su amigo Hobbes con la política de Federico II, se hubiera

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comparado a sí mismo, confuso, al aprendiz de brujo que no sabe cómo paliar las consecuencias de su imprudencia.»

Esta visión de conjunto posee una amplitud, una coherencia y una agudeza que explica a los hombres y su diversidad de juicios mucho mejor que una lógica abstracta, dándonos una explicación nueva, un esquema que no es sólo seductor sino también justo y coherente de un siglo de historia intelectual de capital importancia.

Es curioso releer ―cuando se acaba de cerrar, tras una ávida lectura que nos deja la mente repleta de preguntas y problemas, el libro de Lenoble― algunas de las páginas tan vivas, tan ingeniosas, tan finamente matizadas que Pintard consagra al retorno de los libertinos. ¿El mismo tema, decía yo al principio? No del todo.

Lenoble, como filósofo, se plantea ante todo un problema de historia de la filosofía. No adopta, ciertamente, un tono de especialista, sino el de un hombre que domina ampliamente su especialidad y que, por encima de la historia propiamente dicha de la filosofía, quiere aprehender la historia general de las ideas. Este hombre no olvida a los individuos; se interesa por ellos, encuentra las palabras justas, precisas, matizadas, para caracterizarles. Pero a fin de cuentas son, ante todo, problemas de conjunto lo que lega a sus lectores, con soluciones cuidadosamente sopesadas. Hay materia para rehacer todo un siglo. Hay materia para pensar.

R. Pintard, historiador de la literatura por profesión, aficionado al estudio de las almas por naturaleza y por temperamento, se preocupa ante todo por las actitudes psicológicas, religiosas y morales. No es que se desinterese de las doctrinas, como lo prueba su notable capítulo sobre Gassendi, pero se ciñe especialmente a los individuos. No se cansa de verles vivir. Nos brinda de ellos imágenes asombrosamente precisas, curiosas y vivas.

Así los dos autores nos ofrecen dos visiones distintas de una misma época. No siempre se corresponden exactamente; en todo caso, no se oponen; y a menudo se confirman. De haber existido ciertos contactos previos entre los dos autores, de haber intercambiado sus manuscritos, el acuerdo hubiera podido ser, sin duda, si no total, al menos casi perfecto. Con ello el lector hubiera perdido mucho; ¿hubiera ganado la historia? Indiscutiblemente; sobre todo si al historiador de las actitudes mentales y psicológicas se hubiera sumado un verdadero historiador para reconstituir una cierta atmósfera general de época, para recrear un cierto ambiente, para definir un clima político y social, estético y humano, para establecer, finalmente, que lo que más difiere de una época a otra, del pasado al presente, lo más difícil en todo caso de comprender y explicar no son tanto los problemas de ideas como las cuestiones de aptitudes personales, no son tanto los pensamientos como los hombres, su estructura, su talante humano.