los soldados no se ponen de rodillas

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L LOS  SO OLD A ADOS  NO  SE  P P O O N N E E N N  D D E E  R R O O D D I I L L L L A A S S  V V.  L i iubo v v t tsev v  Edición: Progreso, Moscú 1970.  Lengua: Castellano. Digitalización: Koba. Distribución: Lluita Comunista. (Partit Comunista del Poble de Catalunya)

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8/10/2019 Los Soldados No Se Ponen de Rodillas

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LLOOSS SSOOLLDDAADDOOSS NNOO SSEE 

PPOONNEENN DDEE R R OODDIILLLLAASS 

VV.. LLiiuubboovvttsseevv 

Edición: Progreso, Moscú 1970. Lengua: Castellano.Digitalización: Koba.Distribución: Lluita Comunista. (Partit Comunista del Poble de Catalunya)

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recubren sus despeinados cabellos… Y  aunque enestos arduos momentos Ereméiev no está como paradeleitarse en la contemplación de la belleza, lanza decuando en cuando una mirada de admiración a suayudante.

Otra vez los aullidos de los proyectiles que hielanel alma, el silbido penetrante de las balas, los

estallidos de las granadas que despedazan el cráneo.Y el acre humo de la pólvora, que provoca una tosdesgarradora y hace saltar las lágrimas. Quizá no seael humo sino el dolor de la pérdida el que exprimeesas lágrimas insólitas de los ojos de los soldados.Los compañeros sucumben y los defensores de lafortaleza son cada vez menos. Al grito de"¡Adelante!" cayó el teniente Poliakov, ayudante deKizhevátov, joven de hermosos dientes blancos. Letraspasó un casco de proyectil en el momento en quealzaba a los soldados para contraatacar. Ha sido lacuarta herida en los tres días de la guerra. La cuarta y

última... De pronto, Katiucha, el sueño que Grigorino ha besado ni una sola vez, se desploma exhalandoun ay. La bala fascista ha segado despiadadamenteuna belleza a punto de florecer... El soldado artilleroes el único que queda vivo al lado de su cañón.Apenas se mantiene en pie. Le quieren llevar alsótano para vendar sus heridas; pero él deniegaobstinadamente con la cabeza: "¡Dejadme en paz!¡No derrochéis en vano el tiempo ni las vendas! ¡Detodos modos, dentro de una hora estaré muerto!" De pronto aparece enfrente un parlamentario hitlerianocon guantes blancos y blanca bandera. Al encuentrodel oficial sale Kizhevátov con las manos plegadas ala espalda. "La resistencia es inútil. Nuestrasgloriosas tropas han ocupado ya la ciudad de Brest yavanzan hacia Minsk. No esperen ayuda de nadie.Les concedemos un plazo de dos horas para rendirlas armas". Y otra vez, al cabo de esta breve tregua,un fuego infernal, paredes que se derrumban, gritosde heridos.

Humo, humo, humo En los raros momentos decalma, desde la orilla opuesta del Bug llega una vozcentuplicada por el altoparlante. Al no llegar a un

acuerdo con los jefes, los fascistas hacen el intento deinfluir sobre los soldados rasos: "Se perdonará lavida sólo a aquellos que dejen de resistir y deponganlas armas. Toda la fortaleza será arrasada. Noquedará piedra sobre piedra. Si ustedes no quierenvivir, compadézcanse al menos de las mujeres y losniños".

"¿Que no queremos vivir? ¡Sí que queremos!¡Mucho! En realidad, no hemos vivido aún, pues lamayoría de nosotros no ha cumplido siquiera losveinte. ¡Y tú, fascista, dices que no queremos!Tendríamos que vivir todavía muchos años, pero no

de rodillas, ni con el yugo al cuello, ni tampoco conel estigma de traidor en el alma. ¿Cómo podremoscaminar por nuestra tierra con la cabeza erguida sitiramos las armas? Tú no comprenderás eso".

Grigori se seca las lágrimas, como si el hitlerianoque habla en el micrófono al otro lado del río pudieseverlas. "¡Que te has creído, Judas! -exclama elametrallador en su fuero interno, prosiguiendo suimaginaria disputa con la voz radiada-. No lloro porque me duela perder la vida. Claro que duele, porque es muy mía. No tengo más que una. Nadie me

dará otra a cambio de ella. Pero yo no lloro por eso.Deploro la muerte de mis compañeros, de Katiucha.Y además, el humo me irrita los ojos, provocalágrimas..."

Humo, humo, humo... Los ojos se cierran por sísolos. Nada puede contenerlos. Cinco días sindormir, casi en continuo combate. ¿Cuándo llegaránlos nuestros y echarán a los fascistas hasta más alládel Bug?

- ¡Ereméiev!¡Cuánto cuesta despegar del suelo ese cuerpo que

ha cobrado la pesadez del plomo! ¡Cuánto cuesta

volver la cabeza! Pero Kizhevátov, que está todoherido, anda...

- Oye, Grigori Teréntievich -la voz del jefe del puesto fronterizo se ha vuelto asombrosamentecariñosa y ese tratamiento es muy inhabitual-. Tendréque encomendarte una misión...

Por algo empleará ese tono. Grigori le mirasombrío y mueve negativamente la cabeza. ¡No puede irse de la fortaleza ni separarse de suscompañeros! ¿Por qué no mandan a otro? ¿No hadicho acaso el propio teniente que Erernéiev es elmejor ametrallador del puesto fronterizo? Por lotanto, él debe quedar allí.

Los ojos de Kizhevátov despiden chispas. Elhombre alza la voz:

- ¡Guardafronteras Ereméiev! Yo podríalimitarme a ordenárselo. Pero en este caso le hablocomo un comunista a un candidato a miembro del partido, porque se trata de una misión muy arriesgaday muy importante. Debemos ponernos en contactocon nuestras tropas.

El jefe del puesto fronterizo señala con la cabezahacia el Este, desde donde llega un cañoneo cada vez

más próximo, y, poniendo la mano en el hombro deEreméiev, añade:- Es preciso, Grigori Teréntievich, es preciso. Irás

de noche en compañía de Danílov, Te concedo treshoras de reposo...

¡Qué gusto tumbarse en un colchón del sótano ysaber que puedes dormir tres horas seguidas! ¡Cientoochenta minutos! Pero a Grigori no se le cierran losojos, y eso que hace tan sólo unos momentosanhelaba echar un sueñecito aunque fuera sentado.

En el Mujaviets se reflejan las estrellas. El agua

está tibia, muy tibia. ¡Qué gusto daría zambullirse enel riachuelo y quitarse el lodo y el hollín que se hanacumulado en estos cinco días! Daría gusto, desdeluego; pero es imposible. Hay que llegar a la orilla

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opuesta, al fuerte, sin producir una sola salpicadura,más silenciosos que los peces. Y desde allí, hacia elEste, donde retumban los cañones. Ahí está el fuerte,mudo, abandonado...

Al parecer, no hay nadie. Pueden seguiradelante...

De pronto, un golpe en la cabeza. Grigori cae a

tierra y rechaza maquinalmente con los pies alhitleriano que se ha inclinado sobre él. Danílov,tumbado entre los arbustos, pelea con otro. Ereméievse levanta de un tirón, pero dos que se abalanzansobre él por atrás, le derriban de nuevo. Un golpe,otro golpe... Los brazos se debilitan, los ojos no ven,falta aire, el corazón se agita locamente, como siquisiera horadar la caja torácica, oprimida por elenemigo...

IIEl grito que Ereméiev había proferido le despertó.

 No podía respirar. Un peso inexplicable le oprimía el

 pecho sin dejarle mover siquiera el brazo. El sueño se prolongaba en la realidad. Sólo que no era unfascista, sino la tierra desmoronada la que leagobiaba tanto. A su lado, entre sollozo y sollozo,respiraba anhelosamente Shájov.

Grigori probó a moverse y cambiar de postura,libró los brazos, cavó con las manos la tierra y,empujando a su compañero, gritó:

- ¡Ea, Vasil, despierta!- ¡Qué pasa? -inquirió éste, alelado.- Tú, que estás más cerca de la salida, lo pasas

 bien aún. Pero yo por poco me ahogo.Tendidos, con la cabeza fuera de la semiderruida

madriguera, fija la mirada en la oscuridad que precede al amanecer, los amigos hablaban en voz baja.

- Por suerte, no todo el techo se nos ha caídoencima. Si no, quedaríamos tirados para siempre enesta tumba.

- ¿Por qué habrá sucedido eso? Anoche lomiramos bien, como siempre, y no se desprendíanada de ninguna parte.

- ¿Por qué se derrumbarán las madrigueras?

En efecto, los escondrijos aquellos sedesmoronaban a menudo, sobre todo por las noches,cosa que no tenía explicación. ¡Cuántos muchachoshabían muerto ya de asfixia en ellos durante elsueño! A los extenuados prisioneros no lesalcanzaban las fuerzas para salir de allí. Venía aresultar como en la canción: "Hemos cavado nuestra propia tumba. Abierta está ya una fosa profunda".¿Qué podían hacer? No era por propia voluntad quese habían convertido en "moradores de las cavernas".Era preciso vivir en alguna parte. Eso les tenían sincuidado a los fascistas. Habían traído a los

 prisioneros a ese campo llano cercado poralambradas de púas. Se había construido deantemano todo lo necesario para la guardia: las barracas, el comedor, los depósitos y las torres de las

ametralladoras. Pero en el recinto cercado no habíamás edificios que el de la cocina. Mientras no hacíafrío, la cosa era pasable. Se podía dormir en el suelohasta sin taparse con el capote. Pero cuando empezóa llover y a helar por las noches, surgió forzosamentela necesidad de buscar algún refugio. ¿Dóndealbergarse en el campo? Optaron, pues, por cavar

madrigueras y esconderse bajo tierra. De a uno, de ados y hasta de a tres. Cavaban con lo que tenían amano: con la tapa de la marmita, con la cuchara y aveces, simplemente, con las manos.

En la oscuridad no se veía la alambrada; se laadivinaba. Los dos amigos no tenían ningún deseo dehablar. Al parecer, en el transcurso de las semanasque pasaran juntos habían hablado va de todo.Ambos habían servido en Brest sin llegar a conocersehasta caer en el cautiverio. No habían tenido laocasión de encontrarse antes de la guerra, puesEreméiev servía en la propia fortaleza que se alzaba

en la frontera, y Shájov, en la escuela de suboficiales.Por lo demás, podía ser que se hubiesen visto algunavez sin fijarse el uno en el otro. En cambio aquí seencontraron como hermanos. En el campo de prisioneros nadie vivía solo. Era duro. Se mantenían por grupos pequeños de contadas personas. Los unosse formaban según el lugar de procedencia:rostovianos, moscovitas, odesitas. Los otros segúnlas armas: guardafronteras, tanquistas, zapadores. Ytambién había grupos surgidos sobre la base de lasimpatía recíproca.

De buenas a primeras hubiera sido difícilencontrar a dos personas que contrastaran tanto entresí como Ereméiev y Shájov. Grigori era alto, dehombros estrechos, cuerpo flexible, rostro expresivoy brazos inquietos. Vasili, en cambio, era rechoncho,fornido, de facciones prominentes y lerdo. Más aúnse diferenciaban por el carácter. Ereméiev eraexpansivo, irascible e impaciente; no entendía niaceptaba las bromas dirigidas a él; su estado deánimo variaba diez veces al día. Pronto a tomardecisiones, podía hacer algo bajo la impresión delmomento y luego ya pensar en si había procedido

 bien o mal. Shájov, por el contrario, reflexionabamucho antes de emprender algo; erasorprendentemente cachazudo, parco en palabras yademanes, paciente y algo guasón. El mundo, a losojos de Grigori, no tenía medias tintas; en su percepción de la vida dominaban tan sólo dos colores-el blanco y el negro-, y la humanidad estaba divididaen dos clases: en "hombres" y "canallas". En cambioVasili no se apresuraba a clasificarlo todo porcategorías, comprendiendo que las cosas de la vidaeran mucho más complejas de lo que parecían a primera vista. Lo único que habían tenido de común

en el pasado, antes de servir en el ejército, era elhaber trabajado en la escuela, con los niños: Grigori,de maestro, y Vasili, de guía de pioneros.Simpatizaron al principio por proceder ambos de

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Brest, y, lo mismo el uno que el otro, por haber sidoguardafronteras. Luego surgió la noble amistad queune fuertemente a los hombres. Juntos habían cavadoaquella madriguera y, por falta de marmita, comíande un mismo casco. Se conocían tan bien como sillevaran manteniendo esa alianza durante más de unaño, pues en el campo de prisioneros todo estaba a la

vista. No obstante, había algo que Shájov ignoraba. Ni siquiera le había podido pasar por la mente queGrigori le envidiara terriblemente. ¿Qué se podíaenvidiar en tales circunstancias?

Días antes de comenzar la guerra, la escuela deguardafronteras donde servía Shájov había sidotrasladada a los bosques de Augustow con objeto deliquidar a una banda numerosa que había violado lafrontera. Acababan de aprehender a los saboteadorescuando estalló la guerra. Mas, ¿era acaso una guerracomo la que habían visto en las películas de cine?Aquella otra había sido una guerra hermosa, fácil,

victoriosa. En cambio ésta era muy distinta. En elcielo rugían los aviones alemanes. Las orugas de lostanques fascistas hollaban la tierra soviética. Loscombatientes rusos, apretando los dientes hasta eldolor, se replegaban hacia el Este, aferrándose a cadamontículo y regándolo profusamente con su propiasangre. Y allí donde, al parecer, debía estar laretaguardia, veíase el vivo resplandor de incendios yrepiqueteaban las armas automáticas de las tropas dedesembarco aéreo lanzadas por los hitlerianos. Losúltimos días de junio, todo julio y la mitad de agostose habían fundido en la memoria de Shajov como undía único, infinitamente largo, colmado de batallas,retiradas, contraataques, aullidos de cascotes demetralla y silbidos de balas. Una de ellas le habíaherido. Y luego, el cautiverio. ¿Qué había, pues, deenvidiar?

Pero Ereméiev, en su fuero interno, le envidiaba asu amigo, porque éste había estado casi dos mesescombatiendo -¡sesenta días en el campo de batalla!-,mientras que él no había participado en la lucha másque cinco días. La herida de Vasili también le producía envidia. Pues él -Grigori- había caído en las

garras de los fascistas sin estar herido ni contuso. Siuna bala o cascote de metralla le hubiese rozadosiquiera y él hubiese vertido algo de su propia sangre,habría sido otra cosa, hubiera tenido una justificación, no ante la gente, sino ante sí mismo.Eso era lo que, hacía más de un mes, mortificaba aGrigori. Al reproducir mentalmente cada instante deaquella agarrada nocturna, se le ocurría pensar que, a pesar de todo, Danílov y él hubieran podidoescabullirse, evitar la ignominia del cautiverio.Debían haberse defendido con las uñas y los dientes,aunque los hubiesen acribillado a balazos. Luchar

hasta el último aliento como aquel artillero que senegó a ser vendado e hizo fuego hasta que un proyectil fascista le liquidó juntamente con sucañón...

- Sabes, Vasil, yo he sido siempre afortunado -dijo Grigori, rompiendo el silencio, al tiempo queempujaba ligeramente con el hombro a sucompañero-. Todo me caía en las manos por sí solo. No sé por qué. Tuve suerte con las chicas. Acabé losestudios de la Normal con sobresalientes y sin mayoresfuerzo. Cuando empecé a dar clases en la escuela,

los chicos se encariñaron conmigo. Me obedecían.Hasta en la frontera, adonde fui a servir, meacompañó la fortuna. En el transcurso de dos añoslogré pescar a unos cuantos infractores. Y además,resulté el mejor del destacamento en el tiro con todaclase de armas. Fui el primero que recibió en nuestro puesto fronterizo la insignia de "Combatientedestacado del Ejército Rojo". El día veintiuno de junio tenía yo decenas de agradecimientos delmando. Kizhevátov me concedió en recompensacinco días de permiso, y el jefe del destacamentoañadió de su parte diez más. En total, quince sin

contar el camino. Hubiera debido salir el veintisietede junio. Tenía ya comprados los regalos para mis padres. Quedaba por recibir sólo el billete...

- ¿Por qué te jactas tanto? -le interrumpió Shájov.- Espera. Déjame que acabe. Y cuando menos lo

esperábamos estalló la guerra. ¡La de muertos yheridos que vi a mi alrededor! Yo, en cambio, ¡sin unsolo rasguño! Eso es también tener suerte. -Ereméievhabía recalcado esta palabra con amarga ironía-. Ycaí ileso en el cautiverio.

- ¿A qué viene todo eso?- A que, si quedamos vivos y volvemos a casa, me

 preguntarán: "ciudadano Ereméiev, ¿por qué caíste túen el cautiverio?" Si te lo preguntan a ti, te subirás la pernera del pantalón y enseñarás la cicatriz: "¿Veis,camaradas, lo que me pasó entonces?" Pero yo, ¿qué podré contestarles? Danílov se ha ido ya al otromundo, y es posible que tampoco Kizhevátov estéentre los vivos. Por no caer en manos de losalemanes, podía haberse pegado el último tiro. Porconsiguiente, no hay quien me justifique a mí. Adecir verdad, no es ese futuro interrogatorio o juicioel que me mortifica. Para eso hay que quedar vivo, lo

que difícilmente pueda ocurrir. Yo mismo me pregunto: "¿Por qué tú, maldito, has caído prisionero?" ¿Sabes qué sensación me embargócuando nos llevaron por el puente que atraviesa elBug? "Ahí está la fortaleza, como en la palma de lamano. En ella todo retumba y ruge. ¡La fortalezaresiste! ¿Por qué los muchachos no disparan contra el puente? Me hubieran matado a mí, que me he portado como un villano; pero también habríanmatado a la escolta. Kizhevátov confiaba en Danílovy en mí. Creía que llegaríamos a reunirnos con losnuestros. Pero nosotros marchábamos en dirección

contraria, vigilados por los alemanes. ¡Habíamosacabado de guerrear!"

Shájov permanecía mudo. Comprendía a suamigo. Sufría lo mismo que él. Las palabras no

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ayudarían. Era preciso hacer algo. Sí, ¿pero qué? Laúnica salida era la evasión. Mas él no servía para eso, pues a duras penas movía los pies. Grigori no se iríasin él. Y si hicieran el intento de fugarse, ¿hastadónde podrían llegar en tal estado de agotamiento yextenuación?

El cielo, al Este, cobró una tonalidad grisácea.

Cada vez más concisas fueron destacándose lassiluetas de las torres de ametralladoras y de los postes envueltos en la maraña de las alambradas. Loscompañeros, tumbados en el suelo, muy juntos,tapada la cabeza con el capote, meditaban en silenciosobre el pasado. No querían pensar en el porvenir. Lode ayer les daba vida hoy. Al cuerpo y al alma. Elmedio litro de mala sopa hecha de patatas podridasno sustentaba mucho, que digamos, la vida. Y si a pesar del hambre crónica vivían aún, era debido alrancho y a la salud de otros tiempos. Las células delcuerpo se secaban y morían, entregando su energía al

corazón y al cerebro. Los prisioneros estaban vivos porque el organismo se devoraba y consumía a símismo, manteniendo la chispa de la existencia acosta de los antiguos recursos. Su vida espiritual sedebía también y únicamente a las antiguasacumulaciones. Los hitlerianos se afanaban porimponer en su ambiente una ley, según la cualsobreviviría el más insolente, el que menosescrúpulos tuviera en la elección de los medios. Lossufrimientos serían más llevaderos si llegaran buenasnoticias del frente. Pero esas noticias no llegaban. Alcampo de prisioneros iban arribando más cautivos.Con preguntarles dónde se les había capturado, bastaba: no hada falta ningún parte de guerra. Enseguida se veía hasta dónde -¡hasta dónde!- habíanllegado los fascistas. Las tropas soviéticas sereplegaban. Aunque, la verdad, les pegaban duro alos invasores, iban replegándose. Habían retrocedidohasta Leningrado, hasta Moscú. Los hitlerianos sehabían apoderado de media Bielorrusia y mediaUcrania. Esas noticias no infundían ánimo ni brío.¿Confiar en la evasión? Muy pocos lograbanevadirse; la mayoría era capturada de nuevo. Grigori

se había escapado un par de veces en las primerassemanas de su cautiverio. Cuando tenía aún algunasfuerzas. Pero no logró ir lejos. Lo atraparon y le propinaron tan soberana paliza que, después de ella,no pudo estar tendido más que boca abajo duranteunos cuantos días. Luego quiso el destino que Shájovy él se conocieran. La idea de evadirse no le habíaabandonado; pero era preciso esperar a que la heridade Vasili restañase. Y es notorio que no hay nada peor que tener que esperar... Esperar inútilmentehasta que le arrojaran a uno como carroña a la fosacomún y le espolvoreasen por encima con cloruro de

cal. Así se quedaría mirando con ojos vidriosos alfrío sol...

De tales razonamientos deducía Ereméiev que el prisionero no tenía ni presente ni porvenir. Sólo

 pasado. Por eso hablaba de sí en pretérito como de unmuerto: fui, comí, anduve, amé... Todos sus pensamientos se remontaban a los días, meses y añosen que había andado libremente por su tierra natal ytrabajado con tal ardor que hasta el cielo sudaba.Entonces había reído con despreocupación, había bebido con sus amigos, había besado a su amada,

había lanzado al aire a su pequeñín para atraparlo alinstante con sus vigorosos brazos. Entonces habíavivido...

III

Habiendo entrado en calor, los dos amigos, sindarse cuenta, quedaron dormidos. Les despertó lahiriente luz del sol. Shájov, sin despegar aún los párpados, pensó que debía de hacer un buen día. Porconsiguiente, podrían dedicarse al aseo y luchar conlos piojos. En día lluvioso o frío costaba muchodesnudarse.

El campo de prisioneros se despertaba. De las

cuevas salían los hombres cubiertos de barro.Estiraban las entumecidas piernas. Un humillo ibarizándose sobre la cocina: estaban encendiendo lalumbre en el horno. Los prisioneros lanzaban haciaallá miradas tristes, ya que era preciso esperar aúntanto hasta el mediodía, hora de recibir la sopa. Ydespués de ingerir ese maloliente potaje y de tragardos o tres pedacitos de patata sin mondar, cuando nose había hecho sino abrir el apetito... otra vez aesperar hasta el día siguiente. ¡Veinticuatro horas!

Los hombres formaban pequeños grupos. Los másdespiertos se apresuraban a situarse cerca del lugarde la alambrada ante el cual se extendía un caminovecinal. Las aldeanas polacas que pasaban por allí lestiraban a veces algo de comer: una mazorca de maíz,un pedazo de pan o unas patatas cocidas. Eso era loque esperaban los prisioneros sentados cerca de laalambrada.

Al principio, Ereméiev iba también "a cazar",como se llamaba a eso en el campo. ¡Qué leimportaba que alguien le diese unos tortazos o lesacudiera la badana si después de todo podíaconseguir un pedazo más! No vendría mal ni a Vasili

ni a él, pues debían conservar las fuerzas para laevasión. Pero un día, al lanzarse Grigori a recogeruna patata, un jovenzuelo le llevó la delantera.Ereméiev no estaba dispuesto a ceder así porque sí loque consideraba muy suyo. Asió fuertemente del brazo al muchacho y se lo oprimió. La patata medioaplastada, cayó de la mano. Al levantarla, Grigorimiró a su rival. Sus ojos le asombraron. Si hubiesensido unos ojos iracundos, él habría metido el botín enel bolsillo y hubiera vuelto a su lugar a prepararse para la próxima agarrada. Pero éste,inesperadamente, tenía ojos de resignación, con

lágrimas a punto de saltar. Grigori, abochornado de pronto, se apresuró a desviar la mirada.Murmurando: "Toma, quédate con ella", puso la patata en la mano del muchacho y se alejó de la

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alambrada sin volver la cabeza. No apareció más porallí. En su memoria habían quedado grabados losojos de aquel muchacho...

Los amigos se acercaron a un grupito que habíaescogido un lugar al otro lado de la cocina. Aunqueel sol calentaba un poco, hacía fresco aún. Y lacocina les protegía del viento. Habiéndose quitado

las rotosas guerreras y la ropa interior -ennegrecida por el uso-, los prisioneros mataban a los parásitos,mientras conversaban. Todos se conocían allí. Tenían por superior de aquella comunidad a un tal Mijaíl Nikoláievich, un anciano de baja estatura. Aunqueera parco en palabras y no contaba casi nada de su propia vida, todos se daban cuenta de que él no habíasido un simple soldado de filas. Al contrario: un gran jefe o comisario. Una cicatriz encarnada le cruzaba lafrente. "Hace ya doce años que estropea mihermosura", había dicho Mijaíl Nikoláievich enrespuesta a la pregunta de Ereméiev. Y nada más.

Los compañeros calcularon, por consiguiente, que latenía desde el año 1929. ¿Qué había acaecido poraquel entonces? Los sucesos en el Ferrocarril delEste de China y los choques con los basmaches. Estoreforzó aún más la seguridad de que Mijaíl Nikoláievich había sido un jefe de guardafronteras.Además de él, estaban allí sentados Leonid Beltiukov-que había servido cerca de Rava-Rússkaia y caído prisionero, estando herido, a las pocas horas deestallar la guerra- y Antón Shulgá, el muchacho alque Grigori había devuelto la patata. Desde quesucediera eso junto a la alambrada, Antón buscaba lacompañía de Ereméiev, así como de los amigos ycamaradas de éste. Era tímido, callado, creía en Diosy tenía siempre una expresión de pavor en elsemblante. Hablaba mal en ruso, pues había pasadola vida en una aldehuela de la Ucrania Occidental.Poco después de que las tropas soviéticas hubieronliberado las regiones occidentales de Ucrania yBielorrusia, Antón fue enviado a Drogobich a uncursillo de tractoristas. Pero no le dio tiempo detrabajar con el tractor. Al terminar los estudios fuellamado a filas. Luego... la guerra, el cerco, el

cautiverio. En los grandes ojos pardos de Antón, ensu rostro, delicado como el de una mozuela, habíanquedado grabados el desconcierto y la resignación.Cierta vez le preguntó a Ereméiev:

- Dígame, buen hombre, ¿por qué me tienenencerrado aquí? Si yo no he combatido. No tuvetiempo de recibir un arma...

Shulgá le infundía a Grigori una vaga antipatíamezclada de compasión. ¡Fíjense qué habían hechode ese hombre los malditos  panis! ¿Por qué era tansumiso? ¿Por qué bisbiseaba esas largas letanías,invocando a la madre de Cristo? En realidad, había

vivido tan sólo un año y medio bajo el Podersoviético. Casi nada. En tanto que las costumbres deesclavo le habían sido inculcadas a lo largo de veinteaños. Shulgá trataba de arrimarse a Shájov, que era

más blando, más pacienzudo y más locuaz.Los amigos, sentados en el suelo, oyeron como

alguien decía:- Cocía, pues, mi madre el borsch  y ponía la

cazuela en la mesa… ¡Qué bien olía esa sopa!Los presentes le escuchaban con vivo interés,

conteniendo la respiración, como si el narrador

tejiera ante sus ojos la fina trama de un cuentohermoso e inverosímil, como si hablase de cosasirrealizables. El hambre había entorpecido a los prisioneros. A cada paso les acechaba la muerte porinanición. No se quería hablar de ella, porque estabacerca. En cambio, lo que llenaba su vida seencontraba lejos de allí, tras la alambrada, más alláde la línea del frente, al otro lado del malditoveintidós de junio...

- Muchachos, ¡basta ya de hablar de la comida! -exclamó Ereméiev-. No puedo más. Hablemos deotra cosa.

Mijaíl Nikoláievich, que había estado examinandocon aire criticón sus destrozadas botas,friccionándose al mismo tiempo el entumecido pie,alzó la cabeza, miró fijamente a Grigori, sonrió nadamás que con las comisuras de los labios y se puso denuevo a examinar su calzado.

Beltiukov interrumpió su relato para replicarásperamente:

- ¿Y de qué más quieres que hablemos? ¿De laguerra? Será peor aún. Ya no somos guerreros...

- ¡Sí, ya hemos acabado de guerrear! -dijosuspirando Grigori. Tan amarga verdad contenía esesuspiro, que todos quedaron con los ojos clavados enel suelo.

- Ahora podemos combatir sólo con los piojos.- Y aún queda por saber quién vencerá a quién -

intervino Shulgá.Ereméiev sacudió su camisa:- Mira cuantos son. ¡Imposible contarlos! ¡Prueba

a combatir con esos ayudantitos de Hitler! El führerhabrá sellado una alianza con ellos como con todaotra porquería, y les habrá incluido en la lista dedotación...

Mijaíl Nikoláievich esbozó una sonrisa:- Tienes razón, Grigori. Los fascistas son comolos piojos. No hay ninguna diferencia. Pero nosotroslos aplastaremos a todos, con las uñas. Así, así, así...

- ¡Ay, Mijaíl Nikoláievich! -exclamó, contrariado,Beltiukov, y las cejas, hirsutas, como dos espigas detrigo muy maduras, se juntaron-. A los piojos se loscombate con facilidad cuando hay sol. Pero a losalemanes no se los aplastará tan simplemente. Sonfuertes. Avanzan sin cesar y nadie les para.

- No obstante, los aplastaremos.- Por ahora son ellos los que nos aplastan a

nosotros, sin preguntarnos siquiera cómo nosllamamos... ¡Nosotros hemos acabado ya decombatir!

- ¡Los aplastaremos!

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- Mijaíl Nikoláievich, no quiero ofenderle a usted, pero acuérdese del refrán: "Nosotros también hemosarado..."

- Sí, nosotros también. Y, si quieres saber, yo nome considero fuera de filas aunque me encuentre enel cautiverio. ¡De todos modos, soy soldado!

Se produjo un silencio embarazoso, agobiante. De

no haber sido por la edad de Mijaíl Nikoláievich y elrespeto que le infundía, Beltiukov, como cualquierotro, le habría contestado en seguida: "Tú no teconsideras fuera de filas, pero otros te han excluidode ellas sin preguntártelo. Has sido un soldado, yahora eres un prisionero". Mas, Leonid no se atrevióa decir eso a un hombre de edad. Carraspeó y volvióa sondear con las uñas las costuras de su camisa.Mijaíl Nikoláievich estuvo observándole un ratolargo. Luego dijo en un tono de reproche que nohería:

- ¡Qué tonto eres, Leonid! Para luchar con los

 piojos, hay que darse maña. Y con los fascistas, másaún. A nosotros nos preparaban para una guerra fácil,espectacular. Nos decían: "Sabremos defendernos sinderramar mucha sangre. Asestaremos un golpedemoledor". Pero, en realidad, corren ríos desangre...

Y de nuevo, por centésima vez, surgió unadiscusión sobre los sucesos que se habíandesarrollado en los últimos meses. ¿A qué se debía elrepliegue? Ese era, sin duda, el tema más delicado.Lo de los primeros días tenía explicación, pues Hitlerhabía perpetrado la agresión de manera súbita. ¡Perohabía pasado ya tanto tiempo! En ese ínterin sehubiera podido acumular fuerzas y lanzarlas contra elenemigo para expulsarle del país. Al parecer,teníamos suficientes carros de combate, y aviones, y piezas de artillería, sin hablar ya de los soldados.¿Qué ocurría pues? La discusión parecía no tener fin.La apatía desaparecía como por encanto. Loshombres empezaban a acalorarse y a demostrar cadacual su razón, interrumpiéndose el uno al otro. YMijaíl Nikoláievich, con las réplicas que lanzaba detanto en tanto, no hacía sino avivar la disputa. Al ver

que el tema agitaba a los prisioneros, lo abordaba aveces con toda intención, evitando así que pensaranen la comida y la muerte.

Mucho antes de la hora del rancho se formaba unacola junto a la cocina. Beltiukov y Shulgá fueron aocupar lugar. Los demás continuaron la plática conMijaíl Nikoláievich. Fue entonces cuando Ereméievse atrevió a formular la pregunta que llevaba hacetiempo en la punta de la lengua. No sin ciertacortedad dijo:

- Mijaíl Nikoláievich, comprendo que es necio preguntárselo. Pero, si puede, dígame, ¿es usted

comunista? Mejor dicho, ¿ha sido miembro del partido?

El interpelado alzó hacia Grigori sus ojosfatigados, envueltos en una fina red de arruguitas.

- ¿Por qué dice usted: "ha sido"? Yo soy miembrodel partido.

- ¿Cómo es eso? Si no tiene el carnet de afiliado.- No lo tengo, es verdad. Lo he destrozado para

que no cayera en manos del enemigo. Pero no hedejado de ser comunista. No es el carnet, sino elcorazón el que liga los hombres a su partido...

- Conque, ¿Vasili y yo también podemosconsiderarnos candidatos? Pues nuestras tarjetas sehan perdido.

Mijaíl Nikoláievich asintió con la cabeza y mirócon interés a Ereméiev.

- ¿Por qué me lo pregunta?Shájov respondió por su amigo:- Es que hemos discutido. El se acusa a sí mismo,

y a mí también, de haber sido cobardes. Pues cuandolos alemanes dijeron que los comunistas, los jefes ylos judíos diesen un paso adelante, nosotros nosalimos de la fila. No confesamos que lo éramos. Por

conservar la vida, fingimos que no teníamos nadaque ver con el partido. Sabíamos que a loscomunistas los matarían los primeros, que no habríaclemencia para ellos. Algunos salieron, pero nosotrosnos hicimos los desentendidos. Y ahora Grigorisufre, como si hubiese renegado del partido. Yo ledigo que hemos hecho bien, pues, a lo mejor,serviremos todavía...

Grigori miraba fijamente a Mijaíl Nikoláievich. Aver, ¿qué diría? Este -la mirada puesta en lontananza,más allá de la alambrada- siguió friccionándose losentumecidos dedos de los pies sin decir nada. Alcabo de una pausa prolongada empezó a hablarlentamente, como razonando en voz alta:

- Salir de la fila y sacar el pecho afuera para quelo traspase una bala fascista; decir: "Aquí estoy.¡Mátenme! Los comunistas no le tienen miedo a lamuerte" es, claro está, una acción noble, sublime,heroica y... estúpida. Veréis por qué. Dime, Grigori,¿a quién le hace falta tu nobleza? ¿Al partido?, ¿al pueblo?, ¿al país? ¡Bah! ¿Obra en favor de nuestravictoria? ¡De ninguna manera! Yo no he conservadomi carnet del partido y eso que no me separé de él

durante veintitrés años. Cuando los fascistasllamaron a los comunistas, yo no me di por aludido yno salí de la fila. ¿Dirás que me porté como uncobarde?

Mijaíl Nikoláievich tenía clavados en Grigoriunos ojos horadantes, que no pestañeaban. Ereméievno resistió la mirada: desvió los ojos. Por su mente pasó el fugaz pensamiento de que un cobarde yaprovechador no podría tener ojos tan veraces nitanta seguridad en su razón.

- No, querido camarada, yo no me acobardé. Perocreo que no debemos descubrir al enemigo nuestra

 pertenencia al partido. Los fascistas no elogiaránnuestra valentía. Ellos fusilaron simplemente a losque dieron tres pasos adelante y dijeron sercomunistas. ¿A quién le favoreció eso? ¿A los miles

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de hombres no afiliados al partido que estaban en laformación? ¡No! La audacia de quienes salieron alencuentro de una muerte segura y absurda no enseñócasi nada a los demás.

- ¡Cómo es eso! -protestó Ereméiev-. Ellos dieronel ejemplo. No renegaron del partido. Dieron pruebade fidelidad al enfrentarse con la muerte.

- Tienes razón. Eso ha dejado, sin duda, unahuella en el alma de los hombres. Pero ha dadomucha menos utilidad que si en vez de proceder asíellos hubieran quedado vivos y, con su propioejemplo, hubiesen enseñado, día tras día y hora trashora, cómo hay que portarse en el cautiverio fascista:no dejarse abatir, sino luchar con el enemigo aquítambién y cultivar en los compañeros la firmeza y lafidelidad a la Patria. Si eres comunista de verdad,seguirás siéndolo en cualquier circunstancia. Guía ala gente y, con tu lucha, afirma las ideas leninistas. Ysi no hay otra salida, cuando el momento lo exija, da

la vida y educa con tu ejemplo, ¡conduce, llama! Asílo entiendo yo.

Ereméiev, firme en sus trece, no se mostraba deacuerdo.

- ¡Pero, Mijaíl Nikoláievich! ¡Qué lucha puedehaber aquí! Todo lo que usted ha dicho no son másque palabras bonitas. Cada quisque lucha aquí porconservar su propia existencia, y eso es todo. ¿Creeusted que entre aquellos que van a pescar algo junto ala alambrada no hay miembros del partido? Deseguro que sí. ¿Y qué? ¿Educan, conducen, llaman?¡Que se cree usted eso! Se meten también en lasrefriegas y se dan en la jeta el uno al otro por unamísera patata... "¡Luchar!" Usted dice: ¡luchar!,cuando estamos consumiéndonos poco a poco, y deun día a otro nos tirarán a la fosa. Todos estaremosallí -dijo, señalando hacia la zanja-. Es preferiblemorir de golpe, como un comunista, abatido por una bala fascista. ¡Sería más honesto!

- ¡Sin ataques de nervios, por favor! -Mijaíl Nikoláievich volvió a mirarle con ojos que pinchabany cortaban-. Tus palabras, Grigori, tienen algo deverdad, pero no todo. Tú te mortificas, acusas a los

demás, y ¿qué has hecho como candidato a miembrodel partido? ¿Cuánto tiempo llevas ya en elcautiverio?

- Más de cuatro meses. ¿Que qué he hecho yo? -Ereméiev se encogió de hombros-. ¿Qué podía hacer, pues? Intenté evadirme en dos ocasiones.

- Eso lo hiciste para ti. ¿Y para los demás, paratus compañeros? ¿Callas?

Grigori le espetó con rabia:- Y usted, ¿qué ha hecho?Shájov le dio un tirón de la manga. Ereméiev caía

ya en la cuenta de que había sido injusto, pues Mijaíl

 Nikoláievich con su ejemplo, sin gastar palabras, lesenseñaba a diario a ser firmes, conservar la dignidadhumana, tener conciencia y saber incluso bromearcuando la congoja arañaba el alma. En realidad,

Grigori había dejado de ir a "pescar algo", no tanto por su agarrada con Shulgá, sino por el gestodesaprobatorio con que, sin decirle nada, le recibíaMijaíl Nikoláievich. Pero esta vez Ereméiev seenfureció. Librando con brusquedad el brazo, barbotó:

- ¡Suelta la manga, no soy un crío! Vamos, pues,

¿qué ha hecho usted?- Casi nada. No hace ni dos meses que estoy

 prisionero. Creo que haré algo. Y tú también, si lodeseas. ¡Lo harás! -repitió, levantándose-. A ver, ¿noha llegado nuestro turno todavía?

IVCada vez menos asomaba el sol por detrás de las

nubes bajas y grises que cubrían el cielo. Desde lamañana hasta la noche y desde la noche hasta lamañana lloviznaba abrumadoramente. Y no habíadónde guarecerse de la lluvia. El agua penetraba enlas cuevas, y por más que la achicaban con cascos y

marmitas, ella volvía a formar charcos. El capoteempapado aplastaba los descarnados hombros comouna carga insoportable.

En uno de esos días grises y agobiantes, Mijaíl Nikoláievich asombró a sus compañeros al proponerles que fuesen "a pescar algo". Todos sabíanque él miraba con malos ojos las peleas surgidas junto a la alambrada por esas limosnas, y de pronto...

La guardia no ponía impedimentos a las dádivasde las aldeanas. Diríase más: aquello era para lossoldados un singular esparcimiento. Hasta apostarían,tal vez, quién de los prisioneros que se había lanzadoa coger el pedazo de pan saldría vencedor. A vecesles arrebataban a las campesinas las panochas demaíz, las patatas y los mendrugos para lanzarlos ellosmismos al otro lado de la alambrada y observar consonoras carcajadas cómo esos hombres famélicos,mortificados por el frío y la impaciente espera, seechaban unos sobre otros para atrapar la limosna. Noera rara la vez en que también los oficiales tomaban parte en esas diversiones.

Mijaíl Nikoláievich llevó a sus compañeros hastala alambrada, sin darles ninguna explicación. Se

sentaron en el húmedo suelo. Cerca de ellos, aderecha e izquierda, estaban sentados los otros,formando grupitos a lo largo de la cerca. Ante elcampo de los prisioneros pasaban aldeanas y carros.De cuando en cuando volaban por encima de laalambrada pedazos de pan, remolachas, maíz. Loscautivos se arrojaban sobre el botín, los soldados sedivertían. Todo marchaba como siempre.

Un sargento larguirucho y flaco, conocido entrelos prisioneros por el mote de el "Timón", le arrebatóa una mujeruca la cesta y se puso a tirar él mismo lasremolachas, tratando de hacer blanco en los

 prisioneros.Los soldados que no estaban de guardia, reunidos

a sus espaldas, relinchaban como una yeguada; tantoles divertía el espectáculo. El "Timón" cuidaba

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Los soldados no se ponen de rodillas 9

rigurosamente del orden y la justicia: la remolachadebía ser de aquel a quién había golpeado. Y si algúnotro prisionero se lanzaba a recogerla, el sargentoacometía a gritos al violador de la "justicia" y no sesosegaba mientras la hortaliza aquella no hubiera idoa parar a manos de su legítimo dueño.

Una remolacha golpeó con tal fuerza en el pecho

de Shulgá que el mozo se tambaleó.- ¡No la cojas! -dijo Mijaíl Nikoláievich en tono

autoritario.- ¿Cómo es eso? -balbuceó Antón, desconcertado.- ¡No la cojas!Shulgá, sin comprenderle, estiró el brazo hacia la

remolacha; pero Mijaíl Nikoláievich se le adelantó ytiró la hortaliza hacia la alambrada. El "Timón",asombrado de que nadie recogiera la dádiva, gritóalgo en alemán. Shulgá, presa de desconcierto,miraba tan pronto a la remolacha como al sargento ya los suyos. No sabía qué hacer. Nada comprendían

tampoco los demás. Uno de los más próximos quisocoger la remolacha, pero la voz imperativa de el"Timón" le hizo volver a su lugar. El sargento llamóde la garita de la guardia al intérprete y le dijo algo.Este, después de escucharle y de hacer una servilreverencia, gritó con una pronunciación polaca muyremarcada e hiriente falsete:

- El señor sargento te ordena a ti -su índiceseñalaba a Mijaíl Nikoláievich-, que levantes laremolacha que has arrojado con la punta de la bota yse la lleves de rodillas al mozo que ella golpeó.

Mijaíl Nikoláievich movió negativamente lacabeza. Antón, encogido de miedo, bisbiseaba algoen silencio. Ante tan inaudita osadía, el "Timón"quedó como petrificado. ¡No le habían obedecido!Desenfundó la pistola. Alguien del grupito vecinogritó:

- ¡Levántala, viejo! ¿Qué te cuesta?A Shájov se le oprimió el corazón. "Ahora mismo

detonará el disparo. ¿Por qué habrá hecho eso Mijaíl Nikoláievich? ¿Qué querrá demostrar? ¡El mismo hadicho que no quiere una muerte inútil! Y ésta, ¿quées? ¿Una muerte provechosa?"

El "Timón" alzó lentamente la pistola y apuntó.Mijaíl Nikoláievich, parado a unos pasos de allí, lemiraba fijamente a los ojos. Sabía que al alemán nole fallaría el tiro.

Pero el disparo no se produjo. El sargento,sonriendo de repente, guardó la pistola en la funda ygritó algo a un soldado que se encontraba detrás deél. Este corrió a la caseta de la guardia y trajo de allímedia hogaza. El "Timón" dijo algo al intérprete, yéste gritó de nuevo:

- El señor sargento dice que los alemanes sabenvalorar la bravura. Recibe un premio.

El pan cayó casi a los pies de Mijaíl Nikoláievich:el sargento tenía buena vista y mano segura. Mijaíl Nikoláievich, sin dejar de mirar fijamente al alemán,no se movió siquiera ni cambió de postura. Ereméiev,

 presintiendo acongojado la proximidad de unatragedia, imploró con voz enronquecida:

- Lleve eso, Mijaíl Nikoláievich.Sus ojos, en contra de su voluntad, miraban el pan

con avidez. ¡Llevaba ya tantos meses sin probarlo!Le parecía haber olvidado su sabor. No sólo élmiraba con ansia aquella media hogaza que yacía en

el suelo enlodado. Todos los prisioneros teníanclavados los ojos en ella. Alguien gritó conimpaciencia:

- ¡Llévatela, imbécil, antes que se humedezca deltodo!

- Mira, no saques de quicio a el "Timón". ¡Lolamentarás!

El intérprete no se contuvo tampoco:- ¡Ea, tú! ¿Por qué no llevas el pan? ¡Agáchate,

cógelo y dale las gracias al señor sargento por su bondad!

Fue entonces cuando Mijaíl Nikoláievich despegó

los labios:- ¡No lo cojo, porque no soy un cerdo, ni un perro,

ni un villano lamebotas como tú! ¡Soy persona! Y nohe aprendido a hacer reverencias ante los fascistas.

- ¡Tú eres un bolchevique, un comisario! -ahogóseen su grito el intérprete y empezó a contarle algo de prisa al sargento.

- ¡Sí, soy bolchevique, soy comisario, soycomunista! -Mijaíl Nikoláievich dijo esodirigiéndose, más que al intérprete, a los que lerodeaban-. Ustedes pueden matarme de hambre ocomo sea, pero no podrán estrangular nuestradignidad humana. No vamos a agarrarnos del cogoteel uno al otro por una mísera patata.

Los soldados corrían ya hacia el portón. Mijaíl Nikoláievich dijo con voz apagada, dirigiéndose a lossuyos:

- Vienen por mí... Es mi fin... Me apellidoSazónov. Soy comisario de batallón. Comunicádseloa mi esposa si sobrevivís y si, naturalmente, laencontráis viva a ella. Se quedó en Drogobich. Eso estodo, muchachos. Tengo ganas de vivir, pero...Adiós...

Y él mismo, con las manos plegadas a la espalda,fue al encuentro de los alemanes.- ¡Qué hombre! -suspiró admirado Ereméiev.- ¡Un hombre de verdad! -añadió Beltiukov,

acompañándole con los ojos, mientras unos gruesoslagrimones rodaban por sus mejillas.

Dos soldados condujeron a Sazónov hasta laterracilla de la caseta de la guardia, donde le esperabael "Timón". Y allí se desarrolló un sucesoinesperado. El sargento había alzado la mano paraasestar una bofetada al comisario. Pero en esemomento Mijaíl Nikoláievich se agachó un poco y,

como un muelle que se endereza, golpeóviolentamente con la cabeza en el vientre del alemán.El sargento abrió los brazos ridículamente y cayó dela terracilla. Sazónov se abalanzó a él y le asestó con

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saña unos cuantos puntapiés. Los soldados quedaron perplejos. Los prisioneros se agolparon ante laalambrada. La ametralladora de la torre tableteó de prisa y Sazónov se desplomó al lado del castigadosargento. De nuevo traqueteó la ametralladora,atragantándose en su trabilla. Las balas silbaron porencima de los prisioneros. Los hombres se tiraron al

suelo y se apartaron a rastras de la alambrada para ira refugiarse en sus cuevas.

Con su vida y su muerte, Sazónov había dado unalección casi a todos los prisioneros. La acción delcomisario les dejó pasmados. Durante unos cuantosdías no cesaron en el campo las disputas ni loscomentarios. Ereméiev, Shájov, Beltiukov y Shulgá, por haber conocido de cerca a Sazónov, se trocaronde pronto en el centro de la atención. Les formulabanmil preguntas. Pero, ¿qué podían decir ellos acercade ese hombre?, ¿qué sabían de él? Si no les habíadicho siquiera su nombre ni su grado militar hasta

 poco antes de morir. Hasta aquel entonces había sido para ellos, simplemente, Mijaíl Nikoláievich, un prisionero como otros, con la única diferencia de queguardaba consigo mismo y con los demás una actitudalgo más severa que ellos. Eso era todo.

A Ereméiev le requemaba el recuerdo de lo quehabía echado en cara a Sazónov: "¿Y usted, qué hahecho?" ¡Caramba! Podía ser que el reproche aquelhubiera empujado al comisario a hacer eso. Grigorise sintió culpable de la muerte de Sazónov. En vanotrataba Shájov de convencerle de que el comisariohabía procedido así, y sólo así, aunque aquellas palabras no habían sido pronunciadas. Pero Ereméievseguía afirmando con obstinación que era precisamente él, Grigori, quien se había referidoentonces a la "pesca", equiparando a ella la vida delos prisioneros, cuando cada uno pensaba sólo en su propio bien. Y en general, él estaba cansado dearrastrar tan mísera existencia y morir allílentamente. La herida de Vasili había cicatrizado casi por completo y era preciso evadirse cuanto antes.

- Pero, Grigori, yo no sirvo todavía para correr -Shájov sonrió tristemente-. Si me cuesta un esfuerzo

terrible llegar hasta la cocina...- ¡Te llevaré a cuestas!- ¿Con esas piernas que apenas te sostienen a ti?

Huye con Leonid; él es más fuerte que yo.- ¡Vete al cuerno!- No te acalores. ¿Recuerdas cómo Mijaíl

 Nikoláievich te dijo: "¡Sin ataques de nervios, porfavor!"? Bueno, pues... Y también te habló de laevasión. ¿Lo has olvidado?

- No -Ereméiev, sombrío, inclinada la cabeza contozudez, tenía los ojos clavados en el suelo-. Fue él justamente quien dijo que había que aprovechar toda

 posibilidad para librarse del cautiverio y llegar hastalos nuestros o unirse a los guerrilleros.

- ¿Y qué más dijo? ¿Callas? ¿Has aprendidoúnicamente lo que te conviene a ti? El subrayó

después que la evasión no era una finalidad en sí yque no tenía ningún sentido exponerse en balde.Huir, por ciertos motivos, es imposible. No temortifiques, pues, ni te hagas ilusiones. Trabaja conla gente como un comunista. Agrupa a los hombres,infúndeles ánimo; no permitas que se desalienten nise bestialicen. El dijo que hasta en el cautiverio se

 puede y se debe luchar con el enemigo. Tras laalambrada, uno puede seguir siendo un combatiente.

Sí, el comisario había dicho eso. Grigori habíadiscutido con él entonces, afirmando que no eransino palabras bonitas. Y Sazónov había demostradoque no eran simples palabras. ¿Acaso el desafíolanzado al sargento y todo lo que ocurriera acontinuación no habían dejado una huella imborrableen el alma de los prisioneros? ¡Y qué huella! Desdehacía unos días, los fascistas se veían privados de suhabitual distracción. Las aldeanas tiraban comida porencima de la alambrada; pero los prisioneros no

armaban más aquellas riñas que tanto divertían a lossoldados. Por cierto, alguien intentó resucitar loviejo; pero le recordaron las palabras del comisario.Ahora iban por turno a recoger las dádivas de lascampesinas, y en vez de pensar sólo en sí mismos, lorepartían entre los compañeros. El comisario leshabía devuelto la conciencia, la humanidad, elorgullo. ¿Era poco eso?

Y sin embargo, Grigori opinaba que la tarea principal del prisionero era evadirse del campo deconcentración. Llegar adonde estuvieran los propios,coger las armas en las manos y batir a los fascistas.Esa era la lucha verdadera...

Ereméiev constataba, no sin celos, que en losúltimos tiempos Shájov solía platicar largo y tendidocon Shulgá, y más que nada sobre la religión. Vasilise guaseaba de lo devoto que era el muchacho.Grigori, irritado por la paciencia de Shájov, le dijouna vez en presencia de Shulgá:

- ¿Por qué gastas tanta saliva? ¡Vamos! ¡Sostenertoda una controversia con ese gorrón! Machacas enhierro frío, cuando la cosa está más que clara.

- ¡Tú sí que eres un herrero audaz! -exclamó

 burlonamente Shájov, cuando Shulgá se huboretirado y ellos quedaron solos-. Quieres sacarle deun tirón lo que otros le metían en la cabeza a lo largode tantos años.

Grigori explotó:- ¡Que se vaya al diablo! ¿Crees tú que estoy aquí

 para reeducarle? ¿Me pagan por eso? Que viva comole dé la gana. ¿Y tú?, ¿por qué te ocupas de él?

Vasili tardó en responder.- ¿Te acuerdas de esa vez, cuando Lionka dijo:

"No somos ya guerreros"? Y tú añadiste entonces quehabíamos acabado de guerrear... Mijaíl Nikoláievich

no se mostró de acuerdo. Nos enseñó que aunqueestamos en el cautiverio, no dejamos por eso de sersoldados. Debemos combatir. No sólo contra loshitlerianos, sino por salvar a nuestra gente, a nuestros

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muchachos. Por eso hago el intento...- Que Dios te ayude como hubiera dicho Shulgá-.

Ereméiev estremeció airadamente los hombros yensombreció de súbito-. ¡Ay, Vasia, Vasia! ¿Será posible que nuestros caminos se separen? ¡Tu almaanhela también escapar de aquí y estar en libertad!Huyamos los tres. Acepto incluso que Antón venga

con nosotros. Que sea el cuarto.Shájov sacudió la cabeza y le enseñó la pierna

herida.

Capítulo II. Las raíces se descubren en la

tormenta.

I

¿Cuántos días llevaban ya viajando? Nadie podríadecirlo. Habían perdido la noción del tiempo. AGrigori se le antojaba que, desde el momento en quetras ellos se cerrara la pesada puerta del vagón demercancías y las ruedas comenzaran su golpeteo en

las junturas de los raíles, llevándose no se sabía adónde a los prisioneros, había pasado una eternidad.Después de lo sobrevivido los últimos meses en loscampos de concentración, a Ereméiev y a suscompañeros no les asombraba ya nada. Hasta lalibertad les parecía algo inventado, inexistente en larealidad.

La libertad…  Grigori no podía aún tocarse laespalda sin percibir dolor. Aquella vez, por haberintentado fugarse, les habían vapuleadotremendamente. Lo extraño era que les habían perdonado la vida. Los hitlerianos habían tenidorazones de sobra para mandarles derechitos al otromundo. Sí, pues, la evasión había fracasado... En uncomienzo, todo, al parecer, marchaba bien. Sasha Niekliúdov, oriundo de Buguruslán como Grigori,había hecho, con uno de los prisioneros, trueque de botas por unas tijeras de sastre. Eran cuatro los quese disponían a evadirse. Shulgá, por más que Vasilitratara de convencerle, se negó rotundamente a unirsea ellos. Dijo que tenía miedo y que eso sería unaviolación de la voluntad de Dios. Que si el amitoDios lo tenía allí, era porque así debía ser. Pero la

cosa, por lo visto, tenía una explicación más sencilla:Antón había logrado, por mediación de un paisanosuyo al que encontrara allí, colocarse de obrero en lacocina. A partir de entonces esquivaba el trato consus compañeros, aunque de vez en cuando les traíauna caldereta de mala sopa o unas patatas. En fin, lesalimentaba un poco. Y gracias por eso... Si no queríair con ellos, que no fuese... Nadie le obligaba... Denoche llegaron a hurtadillas hasta la cerca y se pusieron a cortar el alambre. Hicieron una gatera.Beltiukov iba el primero; Shájov, el segundo; en posde él, Grigori; y Niekliúdov, el último. Tal era la

suerte que le había tocado a cada uno. Mas Sashatuvo el infortunio de engancharse con el capote a una púa. ¡Ni para acá, ni para allá! Hasta ellos, que seencontraban ya a unos cincuenta metros del campo

de concentración, oyeron el retintín de laalambrada...

Jamás olvidarían cómo gritó asustado el centinelaal alumbrar con la linterna al yacente Niekliúdov, nicómo repiqueteó el arma automática... Ellos echarona correr. Pero ¿acaso podrían ir lejos? Al cabo de dosdías cayeron en manos de sus perseguidores y fueron

a parar al mismo lugar. Los fascistas se ensañaron delo lindo: les propinaron una paliza soberana. Dehaberles apresado en el acto, ellos, en suacaloramiento, les hubieran liquidado posiblemente.Pero el momento no era oportuno, pues estabantrasladando a los prisioneros a otro lugar. Losincrustaron en la formación general, comodiciéndoles: aún saldaremos las cuentas. ¡Que probasen a encontrar a los tres fugitivos entre losmiles de esqueletos tan parecidos los unos a losotros! ¿Y a santo de qué iban los fascistas a moverseahora y gastar balas? Si sabían que hoy o mañana,

todos la diñarían. No obstante, ellos habían quedado con vida,

aunque la de Deblin era la fortaleza de la muerte.Una bandera negra ondeaba sobre ella, advirtiendo atoda la comarca o a cuantos pasaran por allí que nose acercasen, pues una epidemia de tifus asolaba elcampo de concentración. En todo el invierno nohabía aparecido por allí ni un solo alemán. Que los prisioneros viviesen, padecieran y muriesen como lesdiera la gana. Los hitlerianos estaban allí sólo paravigilar que nadie saliera de aquella tumba. Tirabanlas patatas y los nabos helados desde lo alto de lamuralla. Lo mismo hacían con el pan: una hogaza para veinticinco hombres. Policías escogidos entrelos propios cautivos cuidaban del orden dentro delcampo. Médicos, también prisioneros, trataban decurar de alguna manera a los enfermos, pero, ¿qué podían hacer ellos sin los medicamentos necesariosni condiciones algo humanas? Morían a centenares.Hacia la primavera quedaron vivas unascuatrocientas o quinientas personas. Mas que ello,eran sombras, esqueletos recubiertos de piel seca ygris.

Ereméiev y Beltiukov habían tenido suerte, puesel mal les atacó en forma leve. Lo resistieron en pie. No estuvieron tumbados más que tres o cuatro días.Luego Leonid logró colocarse en el equipo deenterramiento, donde daban una escudillacomplementaria de mala sopa y una hogaza paradiez. El compartía con sus amigos aquella míseraración; pero eso aplazaba por poco tiempo la muerteque les acechaba. Luego la fortuna le sonrió aGrigori: fue aceptado en la cocina en lugar deShulgá, que había enfermado de tifus. Eso era yaalgo. Los amigos podían contar también con la ración

de Ereméiev, puesto que él comía en la cocina y, porañadidura, lograba traerles algo de allí. Shájov estuvogravemente enfermo; pero los compañeros learrancaron de las potentes garras de la muerte. En ese

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ínterin, Ereméiev se había conciliado bien que malcon Shulgá, aunque no dejaban de irritarle, comoantes, la resignación del mozo y las plegarias quedirigía al cielo hasta en estado delirante. Grigori ledecía mentalmente: "Cuando te recobres y te pongasen pie, yo te preguntaré quién te ha salvado: ¿elamito Dios o nosotros, los ateos que te hemos

atendido?"...A mediados del invierno, la comida mejoró algo.

Los alemanes empezaron a dar, para sazonar la bazofia, un poco de grasa rancia, afrecho y grano. Lahogaza se repartía ya entre quince personas. ¿Creenustedes que los hitlerianos se habían vuelto máshumanos? Nada de eso. Ellos seguían cometiendoatrocidades. Pero sus esperanzas de hacer una guerra-relámpago y lograr victorias fáciles se desvanecieroncomo una pompa de jabón. No pocos soldadosfascistas cayeron en Rusia, no pocas tumbasalemanas aparecieron en la tierra rusa. A Hitler le

hacían falta más y más regimientos y divisiones;necesitaba trabajadores que reemplazaran, en loscampos y en las fábricas, a los que habían tomado lasarmas en las manos. Y traquetearon las ruedas de lostrenes, llevando hacia el Este a los soldados reciénuniformados. A su encuentro, procedentes de todaslas regiones ocupadas de Rusia, Ucrania yBielorrusia, así como de los campos de prisionerosen trenes de mercancías con rejas de alambre de púasante las ventanillas, viajaban los esclavos llevados atrabajar a Alemania: mozos y mozas de las ciudadesy aldeas. Alemania necesitaba mano de obra...

En la primavera, los prisioneros supervivientes dela fortaleza de Deblin fueron formados en la plaza. Eloficial que pasó ante ellos con una fusta en las manosexpresó con una mueca el asco que le producía lafetidez emanante de las filas. No estaba seguro deque valía la pena llevar a alguna parte a esoscadáveres vivientes. Más sencillo hubiera sidofusilarlos allí mismo. Pero las órdenes eran órdenes.Y no se tomaría el trabajo de examinar o escoger alos más fuertes. ¡Ni que pensarlo! El no deseabasiquiera acercarse a ellos. Existía un método más

sencillo de seleccionar.Se ordenó a los prisioneros que corriesen. Unavuelta por la plaza, otra... A quienes no lo resistían,aminoraban la carrera o caían, les pegaban con palos,les golpeaban con las culatas de los fusiles y lesapartaban del círculo. De pronto Shájov dio un pasoen falso y cayó. Sus amigos quisieron ayudarle alevantarse, pero los espantaron al grito de: "¡Sigan,adelante!" Tampoco Shulgá resistió la prueba. Sedesplomó a tierra y se tapó la cabeza con las manos:con tal que no le matasen. Ereméiev corría como selo permitían las últimas fuerzas, tragando ávidamente

el aire con la boca muy abierta. Sentía que las fuerzasle abandonaban. Leonid no lo pasaba mejor. Peroellos corrían...

Después de la tercera vuelta, el alemán gritó:

"¡Basta!" Los que habían quedado en pie -unoscuarenta hombre- fueron apartados a un lado. Eloficial dijo algo con recia voz; por lo visto, que eran pocos, que hacían falta más. Volvió a darse la voz demando, y al grupo de los más vigorosos seincorporaron aquellos que habían dejado de correr ala segunda vuelta. El oficial, satisfecho, se frotó las

manos. Los prisioneros escogidos formaron filas.Bajo escolta, los condujeron a la estación, losmetieron en los vagones y se los llevaron de allí.

En la fortaleza, expuestos al gélido viento demarzo, quedaron los más débiles. Y entre ellos,Vasili Shájov y Shulgá. ¿Qué sería de esos hombres?¿A dónde los llevarían? "¡Ay, Vasili, Vasili! -pensóEreméiev con tristeza y dolor-. Después de habercompartido tantas penas, estamos separados.¿Volveremos a vernos alguna vez?"

...Tenía muchas ansias de beber. ¡Ansias! No eraésa la palabra más adecuada. Cada célula de su

cuerpo le pedía a gritos: ¡agua, agua, agua!...El efecto de la sed, al igual que el del hambre, se

manifiesta de diversas maneras en los seres humanos.Los unos la soportan con resignación, y al no ver otrasalida, se vuelven pasivos, flemáticos. Los otros seenfurecen y rabian contra todos y contra todo. Haytambién personas a quienes la sed mueve a la acción.Así eran Beltiukov y Ereméiev. Les exasperaba nosólo la sed, sino la idea de que el tren iballevándoselos cada vez más lejos de la Patria.Polonia, donde habían pasado aquellos meses de sucautiverio, era, a pesar de todo, un país eslavo. Quiense evadiera podría entenderse de algún modo con la población. Y además, tendría que andar menos parallegar hasta los suyos, lo que también era importante.Pero allí -en Alemania- no hallaría albergue enninguna casa; todo aquel con quien topara sería unenemigo. Por consiguiente, era preciso escaparsemientras no fuera tarde, mientras el tren marchase por tierra polaca.

¿Abrir un boquete en el suelo o en una pared delvagón? ¡Imposible! Eso no podía hacerse con lasmanos vacías ni con sus escasas fuerzas. Quedaba

sólo la ventanilla obstruida por una maraña dealambre y tapada por fuera hasta la mitad con una plancha. Era la única salida. Mas no lograronaprovecharse de ella, porque los prisioneros, agitados por la sed y el miedo, protestaron:

- ¡Os preocupáis sólo de vosotros!- ¿Por qué de nosotros? Nos iremos todos juntos...- ¿Juntos? ¿Y qué sacamos con ello? De todos

modos, no lograremos evadirnos, corriendo ademásel riesgo de ir a parar bajo las ruedas. Y si losalemanes se dan cuenta de que faltan el alambre y la plancha, eliminarán a tiros a los restantes. Vosotros

queréis vivir, ¿y nosotros qué? ¿Que sucumbamos?¿Que recibamos las balas por culpa vuestra? ¡Buscada otros idiotas!

Eso, al parecer, encerraba una verdad, pues

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Los soldados no se ponen de rodillas 13

quienes no pudiesen huir, lo pagarían con sus propiasvidas. El vagón no era un campo de concentracióndonde costaría hallar a quienes sabían que iba aemprenderse la evasión. Allí, todo estaba a la vista.¿Por qué, pues, los que quedaban debían sufrir porculpa de los fugitivos? Todo parecía lógico.

Sin embargo, Ereméiev, a diferencia de Leonid,

no podía conciliarse con esa lógica. La ira le revolvíae inflamaba el alma. Y no era para menos. ¡Pensarque la libertad estaba allí, al alcance de la mano, yera imposible conseguirla, no porque le cerrara el paso un fascista, sino los propios, el miedo de loscompañeros al castigo! Su propia conciencia no le permitiría escaparse, cuando otros tuvieran que pagarcon la vida por la libertad de él.

Se perdía un tiempo valiosísimo. Polonia ibaquedando atrás. Menos y menos factible ibahaciéndose el anhelo de evadirse. La locomotora,gritando de tanto en tanto con aguda voz de falsete,

iba llevándoselos cada vez más lejos...Un aire pesado e inmóvil envolvía el vagón. En él

se habían mezclado los olores de la letrina, de loscuerpos sucios y de los cadáveres endescomposición. Nadie sabía cuántos compañerosquedarían allí, cuántos habían muerto ni cuántoshabrían de morir aún por el camino. El vagón estabade bote en bote. No había modo de tenderse. Loshombres permanecían sentados con el mentón entrelas encogidas rodillas. A veces, ya en este rincón, yaen el otro, alguien se levantaba para desentumecer las piernas. Los que no se habían levantado ni una solavez eran ya cadáveres; habían muerto sentados, en lamisma pose. Durante las paradas largas, al oír al otrolado de la pared las voces de los soldados de laescolta, algunos prisioneros no podían contenerse de pegar puñetazos y patadas a la puerta, implorando agritos, hasta la ronquera, unas gotas de agua. Enrespuesta oían amenazas o carcajadas. Y nada más.

¡Qué cruel fuiste, Alemania, en la primavera delaño 1942!

II

Shájov casi no sintió el golpe que le asestara el

hitleriano cuando cayó, jadeante, al suelo de lafortaleza, apisonado por miles de pies. El corazónquería escapársele del pecho. Unos círculos oscurosdanzaban ante sus ojos. Le faltaba aire y le dolíamucho la dislocada pierna. A duras penas se puso agatas, hizo un esfuerzo sobrehumano para arrancardel suelo las manos e ir renqueando, sin enderezarse,adonde le indicaba el soldado. Todo le era yaindiferente...

Vio vagamente, como en sueños, que al grupo enque se encontraban sus compañeros se habíaordenado formar filas y que, después del recuento, se

lo había llevado al otro lado del portón. Pero esotampoco agitó a Vasili. Tenía embotados todos lossentidos. Su único deseo era tumbarse, estirar lalastimada pierna y permanecer tendido sin pensar en

nada. Un cansancio terrible se apoderó de él.Unos cuantos oficiales se acercaron a los

 prisioneros parados junto a la muralla. Uno de ellosse tapó la nariz con un pañuelo de nívea blancura ydijo entre dientes:

- ¿Qué hacemos con esta carroña? ¿Emplearla para abonar los campos?

- Mira -replicó otro-, mañana pasará el tren que vade Ostrow Mazowiecki. He estado allí. Ellos mandana cadáveres como éstos. Metamos a los de aquítambién. Los rusos son resistentes. Hasta éstostrabajarán un par de meses.

- ¿Estos esqueletos? ¡Si no merece la pena mandarcon esa carga un vagón a Alemania!

- No importa. ¡Que trabajen en pro de la granAlemania, de nuestra victoria! ¡Qué gracia! ¡Losrusos trabajan en aras del triunfo de nuestras armas.¡Ja, ja, ja!....

Al anochecer del día siguiente el grupo de

 prisioneros donde estaban Shájov y Shulgá fuemetido en unos vagones acoplados al tren queacababa de llegar. Las ruedas emprendieron suhabitual traqueteo, llevándose a los cautivos haciaOccidente. La fortaleza de Deblin, en cuyas fosashabían quedado más de un millar de hombressoviéticos, esperaba con fría tranquilidad la llegadade nuevas víctimas.

A unos cincuenta kilómetros al noroeste deMunich, donde el perezoso Amper mezcla sus aguascon las del raudo Isar, afluente del Danubio, se alzala pequeña e insignificante ciudad de Moosburgo. Nofigura en todos los mapas ni tampoco cada tren de pasajeros para allí. No obstante, esa pequeña ysilenciosa ciudad de provincias adquirió vastacelebridad en los años de la guerra, porque en unextremo de la misma se encontraba uno de los másgrandes campos de concentración de Baviera. Allá, al"Stalag   UP-A", como se denominaba en losdocumentos oficiales, venían de toda Europa trenesrepletos de prisioneros franceses y polacos, checos yyugoslavos, ingleses y holandeses, hindúes y negros.

En el invierno del año 1942 también comenzaron allegar rusos.El cautiverio era cautiverio, sobre todo el fascista.

Encontrarse tras la alambrada no tenía nada de grato,aunque le dieran a uno, una vez al mes, uno de esos paquetes de la Cruz Roja que contenía, entre otroscomestibles, una pastilla de chocolate, unos cuantosterrones de azúcar y un bote de leche condensada.¿Acaso podía eso suplir la libertad? Pero los rusos norecibían esos paquetes. En comparación con losdemás prisioneros, su situación era especial. Hasta enel campo de concentración general, una alambrada de

 púas les separaba de los prisioneros procedentes deotros ejércitos. Al parecer, los fascistas tenían susrazones para temer que los soviéticos ejercieran unadeterminada influencia política sobre los demás

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cautivos.A ese campo, que distribuía a los prisioneros por

todas las fábricas y obras del sur de Alemania, llegó precisamente el tren donde se encontraba Shájov. Porvez primera en muchos meses se ofreció a los prisioneros la posibilidad de bañarse debidamente;sus ropas fueron desinfectadas y ellos rapados al

cero. Alemania no deseaba que en su territorio se propagaran y proliferaran los piojos.

Días después de su llegada a Moosburgo, Vasilinotó algo extraño en Shulgá. Andaba más seguro,con la cabeza erguida, y en sus ojos no se reflejabaya tan torpe resignación como antes. Al hablar conShájov, lo hacía con aplomo. Se ausentaba de la barraca por mucho tiempo y, al regresar, le daba aVasili un pedacito de pan; cuando se le preguntabadónde lo había conseguido, él decía que era unobsequio de un paisano suyo al que había encontradoallí.

El enigma dejó de serlo al cabo de una semana.Shulgá, radiante de alegría, entró en la barraca, lehizo señas a Shájov para que saliera al patio, y unavez afuera, sacó del bolsillo y desplegó con cuidadoun brazalete blanco con la inscripción de Polizei.

- ¡Estás loco! -exclamó Shájov.Pero Antón no pensó siquiera justificarse. Su

rostro expresaba seguridad en la razón que le asistía.- No, Vasili -dijo-. Yo soy inteligente. ¡No ves,

acaso, que los alemanes derrotarán a Rusia en esteaño? No nos retendrán aquí mucho tiempo.Volveremos pronto a casa. Tenemos que quedarvivos, ¿comprendes?

Trató de demostrar con ardor que lo principal eraquedar vivos y regresar a casa. Los alemanes eranfuertes y vencerían de todos modos. Ya habíanderrotado a más de un ejército. ¡Cuántos soldados delas diversas naciones estaban allí prisioneros! AntesShulgá no había sabido ni comprendido eso, porquela política no le había interesado. Pero ahora lo veíacon sus propios ojos. Su paisano, que vivía en las barracas de los polacos, le había explicado algo,aunque a Antón no le había faltado inteligencia para

comprenderlo todo él mismo. Y si los alemanes nollegaran a apoderarse de toda Rusia (que erademasiado grande), serían, no obstante, los dueños deUcrania: eso era tan cierto como dos y dos soncuatro. Por consiguiente, tendrían que vivir bajo eldominio de los alemanes como en otros tiempos bajoel de los  panis. Si él les prestaba sus servicios allí, posiblemente cuando volviera le tomarían deguardián en alguna hacienda y le darían un terrenito.Era preciso mirar adelante y preocuparse del futuro.Aconsejó a Vasili que lo pensase, pues él podríainterceder para que le pusieran también de policía.

¿No eran, acaso, buenos amigos?A Shájov hasta se le cortó la respiración. Después

de haber hablado tanto con Shulgá, de habérseloexplicado todo, de haberle descrito las realizaciones

del Poder soviético y su lucha por el bien del hombretrabajador, ¡nada! ¡Todo se había venido abajo, comoun castillo de naipes, en el término de unos días!Dominado por el afán de poseer un terrenito, elmuchacho había tomado el camino de la traición. Sihubiera sido algo más leído y más desarrollado, sihubiese vivido tan siquiera tres o cuatro años bajo el

Poder soviético, no habría mordido tal vez elanzuelo... ¿Qué hacer? ¿Darle la espalda y dejarle plantado? No. El le diría todo lo que pensaba.

- ¡Tú eres un canalla, Shulgá! Si lo hubiesensabido Grigori y Leonid, no habrían querido por nadadel mundo cuidarte y salvarte de la muerte. ¡Tonto demí! Creí que tú eras un compañero. ¡Piensa en lo quehaces! ¡No ves que ahora tendrás que blandir el palo, pegar a prisioneros como tú y llevar denuncias a losfascistas!

- Eso no. ¡No pegaré a nadie! Cuidaré del orden, pero no haré uso del palo para nada, ¡no, no!

- ¡Mientes, Antón! ¡Lo emplearás! Puesto que tehas metido allí, estás perdido. No te contendrás.Harás lo que te manden...

Difícil era precisar si Shulgá no comprendía deveras a Shájov, considerando que no tenía nada de bochornoso el ser policía en el campo de los prisioneros; quizá fingiera eso y no quisiera atender arazones. Lo cierto era que a cada rato contemplabamuy ufano su brazalete. Sería posible que ese mozo paleto y zafio se sintiera halagado de que -¡por vez primera en la vida!- le obedecían otros, muchomayores que él. A Shájov le tenía franca simpatía deamigo y hasta cariño. Era, para él, el ser más próximo. Por eso incluso después de aquellaconversación Shulgá se afanaba por traerle a Vasilihoy un pedazo de pan, mañana una escudilla de bazofia y se disgustaba mucho cuando Shájov senegaba a aceptarlo.

Al cabo de un mes, los hitlerianos formaron unequipo de obreros y los destinaron a la fábrica delocomotoras " Krauss-Maffeil ", emplazada en unsuburbio de Munich. Shulgá fue a parar allá juntamente con otros policías del campo de los

 prisioneros. Gracias a él, Shájov fue alistado alequipo, aunque estaba aún débil y no servía paratrabajar.

En Munich-Allach, donde se encontraban lafábrica y el campo de los prisioneros, Shulgáconsiguió también para Vasili el puesto de superiorde los Stubendienst , los encargados de la limpieza enlas barracas. Al enterarse de ello por boca del propioAntón -el cual no había resistido a la tentación de jactarse de lo influyente que era en regir los destinosde los prisioneros-, Shájov montó en cólera. Sinocultar su irritación, le echó en cara a Shulgá:

- ¡Quién te ha pedido que hagas eso, pedazo deanimal!

Shulgá se desconcertó:- Yo creí que así sería mejor. No ves que apenas

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te queda vida y que no podrás trabajar en la fábrica...De nada le valieron a Shájov las blasfemias ni el

exigir que Shulgá fuese a gestionar la incorporaciónde aquél al equipo fabril. Shulgá seguía insistiendoen que Vasili se repusiese primero y recobrara lasfuerzas; luego pues, al cabo de uno o dos meses, iríaa la fábrica, si tanto lo deseaba. Pero ahora él, Antón,

no iría a hablar con el jefe...Así, pues, Shájov llegó a ser el superior de los

Stubendienst . Era un trabajo fácil. Por la mañana,cuando los prisioneros iban a la fábrica, losencargados de la limpieza debían barrer y fregar elsuelo de las barracas y hacerlo antes de que volviesenlos del turno de la noche. Y a la tarde, cuando éstosse iban al trabajo, hacer de nuevo la limpieza antesde que regresaran los del turno de la mañana. Encada barraca había dos Stubendienst   permanentes.Vasili tenía la obligación de controlar el trabajo delos mismos, así como recibir del depósito escobas y

trapos que él guardaba en un pequeño cuchitril de su barraca.

Al principio, el hombre sufría inmensamente yandaba con un humor de mil demonios. Le parecíaque, por voluntad de Shulgá, él había dado, si no un paso, un pasito por el camino de la alevosía; quehabía traicionado, si no a la Patria, a sí mismo. Ciertoera que allí todos ellos habían traicionado a su debercívico, aunque no fuera sino por haber caído prisioneros. Y además, todos trabajaban para losfascistas. No importaba cómo trabajaran; el hecho eraque trabajaban. Los muchachos, en la fábrica,armaban locomotoras y coches blindados. El y suequipo de la limpieza procuraban que las barracasestuviesen aseadas; que no se criaran piojos nimugre; los médicos de la enfermería del campocuraban a los prisioneros para que saliesen al trabajo;los cocineros y pinches preparaban la comida con el propósito de que los demás pudiesen vivir y trabajar para Hitler. Venía a resultar, pues, que entre él,Vasili, y Shulgá no había gran diferencia. Enresumidas cuentas, los dos trabajaban para bien delos alemanes. ¿Qué importancia tenía que Antón lo

hiciese por propia voluntad y Vasili en contra deella? Lo principal era el resultado, el hecho de que sehacía, y no la causa por la que se hacía. Shájov lestenía envidia a los que iban a la fábrica, pues allí se presentaba la ocasión de estropear algo. En cambiodonde él estaba, ¿qué podía estropear? ¿Decirles alos Stubendienst  que limpiasen mal y dejasen basuratirada por todas partes? Los fascistas, con ello, nosaldrían perjudicados...

Una circunstancia más abrumaba a Shájov. Comosuperior, él, por ley tácita de la administración, pertenecía a la parte privilegiada de los prisioneros,

la cual tenía para sí una barraca aparte. Y aunque esa barraca no estaba separada de las demás por vallas nialambradas de púas, y aunque se hallaba en lacercanía de las demás, tan iguales como ésta, allí se

alojaba la llamada "élite" del campo: los intérpretes,los policías, los cocineros, los pinches, los médicos yenfermeros. No había allí literas superpuestas de atres, sino de a dos, y la barraca tenía más luz, másespacio. Sus moradores se alimentaban mejor, nosólo porque los alemanes les daban una ración másgrande, sino también porque allí vivían los cocineros,

y a éstos, como era de suponer, cuando se iban de lacocina a dormir, siempre se les pegaba a las manosalgo de lo que no había ido a parar a la olla.

Shájov esquivaba a sus compañeros de barraca,trataba de no tomar parte en sus ágapes nocturnos. Le parecía que todos esos canallas glotones, que sellenaban la panza de lo que robaban a los prisioneros,vivían muy contentos, sin ningún deseo de liberarseni de luchar. El hombre se sentía muy solo. Más deuna vez había hecho el intento de ponerse encontacto con los prisioneros que trabajaban en lafábrica. Pero no lo lograba. Ellos le miraban con

desprecio y desconfianza, como si fuese un ajeno. Noles tenía rencor, puesto que, en realidad, él residía enaquella barraca y el policía superior del campo,Shulgá, le trataba de la manera más amistosa. Noobstante, él buscaba afanosamente, entre losochocientos prisioneros, uno que fuese para él tancercano como Ereméiev o Beltiukov.

IIILa maciza puerta chirrió al ser descorrida y los

hirientes rayos de luz de unas linternas de bolsilloirrumpieron en el vagón.

- ¡Afuera! ¡Rápido!Se oyeron gritos estentóreos como ladridos de

 perros. Pasando por encima de aquellos que nohabían llegado a la meta, Grigori y Leonid saltaron pesadamente y rodaron por el suelo. Sobre ellos setiraron otros, cayeron también y se apartaron arastras. Las piernas debilitadas no les sostenían ya.

Las "luciérnagas" de los soldados de la escolta seencendían y apagaban de continuo a lo largo delconvoy, y a la luz de las mismas brillabantenuemente las franjas de los raíles. Seguía cayendogente de los vagones. Era una noche tenebrosa, de

cielo encapotado, sin estrellas. Los soldados de laescolta subían a los vagones para sacar a puntapiés alos que quedaban dentro, y, luego de percatarse queya no se levantarían jamás, corrían las puertas.Después de registrar el tren, obligaron a los prisioneros a formar filas. Tardaron mucho en hacerel recuento hasta que, por fin, se pusieron en marcha.

Mas, no habían caminado un centenar de metroscuando el aullido desgarrador de una sirena rompió elsilencio nocturno, los azules tentáculos de losreflectores empezaron a palpar nerviosamente elcielo, los cañones antiaéreos ladraron y las

deslumbrantes arañas de los cohetes de iluminaciónse encendieron sobre el ferrocarril. Los prisioneros,guiados por el ciego instinto de conservación,huyeron a la desbandada. Unos se tiraron al suelo,

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otros se escondieron bajo los vagones. Los gritos defuria y pavor de la escolta, el seco repiqueteo de lasarmas automáticas; todo se fundió con el estrépito delos antiaéreos y las explosiones de las bombas.

Ereméiev y Beltiukov, que habían echado a corrertambién, fueron a refugiarse bajo un vagón parado enla vía contigua. Al principio no les había pasado por

la mente la idea de fugarse. Simplemente, por faltade costumbre, aquel súbito ataque les habíaatolondrado. Pero al darse cuenta de que se presentaba la ocasión de evadirse, ellos, sinconvenirlo, se arrastraron por las vías, debajo de losvagones, hasta meterse de prisa bajo una estacada.

- Para -murmuró jadeante Beltiukov-.Descansemos un poquito. No puedo más...

A Grigori también le temblaban las piernas.¡Valientes corredores!, hubiera dicho Vasili Shájov.El invierno pasado en la fortaleza y aquellos cincodías de viaje se hacían sentir. No obstante, era

 preciso alejarse de la estación...Reconcentrada toda la voluntad, el hombre se

incorporó y tirando de la manga a su compañero,dijo:

- Vamos.- Espera un minutito más... -suplicó éste.Avanzando a hurtadillas, pegándose al suelo

cuando en el cielo se encendía, suspenso de unminúsculo paracaídas, un vacilante haz de luz, ylanzándose a correr cuando éste se apagaba, salierona la ciudad. La calle estaba desierta, sin vida. Entrelas casas intactas se alzaban, aquí y allí, losescombros de los edificios destruidos. Las viviendasasoladas por los incendios miraban con sus vacíasoquedades a los fugitivos. Y aunque no eran de temersino las casas enteras, de donde a cada momento podía salir o asomarse algún alemán, los prófugosapretaban el paso involuntariamente a deslizarse anteaquellas ruinas, pues hasta entonces no habían vistonada semejante.

Cuando los ladridos de los antiaéreos y elestrépito de las explosiones empezaron a apagarse, loque pronosticaba el fin del ataque, ellos se

escondieron entre las ruinas. Grigori dijo que debíanmeterse en algún sótano. Beltiukov replicó que sialguien aparecía por allí, ellos no podrían escapar.Pero después se rindió. Al cabo de prolongadas búsquedas toparon con una brecha por la cualdescendieron a un sótano completamente oscuro, malaireado, oliente a carbón y a patatas viejas; su únicaventaja era que estaba seco. Los hombres setumbaron al suelo y, por vez primera en tantos días,desentumecieron con placer las piernas.

Aplacada la primera emoción, oyeron de nuevo laimperiosa voz de la sed. Empezaron a tantear a su

alrededor con la inexplicable esperanza de hallar ungrifo. Leonid topó con un caldero, que cayó armandoun ruido infernal.

- ¡Basta, Lionia! ¡Que vamos a despertar al

vecindario! Aguardemos a que amanezca.A la vaga luz matutina, que penetraba por la

misma grieta que les había servido de entrada,examinaron su albergue. El sótano estaba dividido enunos cuantos compartimentos. Había de todo -palas, briquetas de carbón, cajas con botellas vacías, unmontón de sacos, algunas patatas ya viejas con

 brotes- menos agua, lo que más necesitaban.Sentados en el suelo, hablaban en voz baja.

Discutían el plan de acción. A Grigori le parecía queno sería difícil abrirse paso hacia el Este. En la zonadel frente tendrían que obrar con tiento, pues loshitlerianos se mostraban allí más vigilantes. Peroaquí, en Alemania, sería más sencillo. ¿Acaso losalemanes revisarían cada tren de mercancías?¡Imposible! ¡Con tal de no ir a parar a un tren detropas! Porque allí -qué cabe- les pescarían enseguida. En cualquier otro tren podrían viajar sintemor: todos los hechos estaban a su disposición. Y a

aquellas alturas del año no hacía frío, lo que eraimportante también. Y como toda Alemania debía detener las luces camufladas, puesto que los aviones delos aliados les alteraban los nervios por las noches,las estaciones ferroviarias estarían sumidas en la penumbra y los conductores y mozos encargados delservicio de los vagones no subirían a los techos.¿Para qué? Así que los fugitivos podrían viajartranquilos toda la noche a condición de bajar yesconderse antes de la amanecida...

Tales eran las consideraciones que Grigori expusoa su compañero. Beltiukov, más sereno y comedido,opinó que aún quedaba por saber adónde iría el tren.Porque podría llevarles en dirección contraria.¿Cómo averiguarlo pues? Ereméiev no creyó que esofuera un gran problema, pues bastaría con fijarsehacia dónde miraba la locomotora. Leonid se dio porvencido y, lleno de ilusión, empezó también a fraguar planes.

El día parecía no tener fin. Y ellos, impacientes,ansiosos de acción debían permanecer en aquelsótano con las gargantas resecas.

Al oscurecer, salieron de su escondrijo y, tendidos

sobre los cascotes de los ladrillos, prestaron oído alos ruidos de la ciudad nocturna. En alguna partetintineaba un tranvía y bufaban unos automóviles.Desde la estación llegaban los pitidos de laslocomotoras, los chasquidos de los topes, el traqueteode las ruedas. Era aún pronto para ponerse encamino. Había que esperar a que la ciudad sedurmiese, para no tropezar con nadie en la calle.Convinieron en no ir hacia la estación sino endirección contraria, pues, por regla general, lasestaciones se hallan situadas cerca del centro de laciudad. Era preciso tomar el tren en alguna estación

suburbana. No cabía duda de que debía existir unaestación de mercancías o para la formación de trenes.Cerca de todas las grandes ciudades hay estacionesde ese tipo. Los fugitivos no dudaban de que aquélla

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era una gran ciudad. Puesto que por allí circulabantranvías, no podía ser pequeña.

Dejaron atrás, sin novedad, una encrucijada,otra... En torno, ni un alma viva. Siguieron por unacallejuela, que les infundió más confianza.Desembocaba en un río. ¡Por fin podrían saciar lased! Tumbados a la orilla, bebían, bebían, bebían...

El agua estaba fresca y limpia. ¡Qué placer!Miraron a su alrededor. El río era demasiado

ancho para cruzarlo a nado. Echaron a andar a lolargo de la orilla; en alguna parte debía de haber un puente. Efectivamente, lo hallaron. Escondidos a lasombra de los edificios, se pusieron a observar. Ellugar estaba desierto y silencioso. Nadie pasaba porallí.

Habían dejado atrás ya más de la mitad del puente, cuando una motocicleta con sidecar salióveloz a su encuentro. Pasó de largo, deslumbrándoles por un segundo con su titilante faro. Los fugitivos,

encogida la cabeza, se pegaron a la balaustrada.Luego apretaron el paso. Pero no habían tenidotiempo de dar un suspiro de alivio, cuando a susespaldas zumbó de nuevo un motor. Se acercaba atoda velocidad. Al instante oyeron el conocido Halt! 

 No había escapatoria. De debajo del puentellegaba el gélido aliento del río. Delante quedabanaún sus buenos treinta metros de puente ancho yrecto, y, más allá, una calle alumbrada por lamortecina luz azul de las farolas. Por ella iban ya conlas manos en alto. Y detrás, cual fiero sabueso, veníagruñendo a marcha lenta la motocicleta.

El policía que les había detenido -hombre joven,de mejillas arreboladas y nariz respingona- apenas si podía ocultar su júbilo. La felicidad irradiaba de todoél. Por lo visto, era la primera vez que había detenidoa alguien. Al informar al oficial de guardia, le sugirióque aquéllos no debían de ser prisioneros evadidos,sino saboteadores soviéticos. Pero el jefe, másinteligente y experto, comprendió perfectamente quecon la pesca de aquellos dos fugitivos, rotosos yextenuados, no habría de hacer carrera, puesto que se parecían tanto a los saboteadores como, digamos, él

al sultán de Turquía.Los prófugos pasaron la noche en la celda. A lamañana siguiente fueron sometidos a interrogatorio.El intérprete del campo de concentración más próximo les preguntó dónde habían estado y cuándose habían evadido. Los compañeros, de comúnacuerdo, aseguraban que al empezar el bombardeo,ellos habían echado a correr despavoridos, comotodos, a la desbandada y, extraviados, de miedo sehabían metido en un sótano. No habían tenido la másremota intención de fugarse. ¡Cómo iban a hacer esocuando apenas movían las piernas! Fíjense...

En la jefatura de la policía les trataron con bastante consideración, limitándose a asestarles unoscuantos guantazos. Por boca del intérprete supieronque se encontraban en Hamburgo.

¡Hamburgo! La ciudad que, en su conciencia, sehallaba indisolublemente ligada al nombre de ErnestoThaelmann, la ciudad que ellos habían llamadosiempre el Hamburgo Rojo... Ereméiev pensó congrima que habían hecho mal en abandonar tan prontosu refugio, que hubieran debido hacer el intento de ponerse en contacto con algún obrero. Le parecía que

cualquier trabajador al que se hubiesen dirigido leshabría ayudado al instante con ropa y comida y leshubiera enlazado con la organización clandestina delPartido Comunista. Grigori estaba seguro de que ellaexistía, ¡pues era la ciudad de Thaelmann!

Capítulo III. La chispa no es aun la llama.

IAlza el pico y golpea, alza el pico y golpea...

Dóblate y desdóblate, dóblate y desdóblate... Y así,de sol a sol, con un breve intervalo solamente para lacomida... Al cabo de una hora empieza a parecer que

el pico pesa cien kilos y al mediodía no siente uno yala cintura, como si fuese de otro. Cada golpe del picoa la piedra se refleja dolorosamente en todo elcuerpo... Pero uno pica que te pica con idiotizadoempeño el enorme pedrusco, haciendo milreverencias ante él, porque el centinela que estádetrás grita de continuo: "¡Venga, muévete, rápido!"¿Qué le cuesta al alemán decir eso? Si no tiene mástrabajo que andar de acá para allá con el fusil y gritar.El se alimenta bien. ¡Que pruebe él a manejar el picoun día o dos con lo que dan de comer en el campo deconcentración!

Alza el pico y golpea, alza el pico y golpea...Suele decirse: duro como la piedra… ¡Qué tontería!Miren cómo el pedrusco no aguanta los golpes, cómoserpean por él, ensanchándose cada vez más, las finasgrietas…  Ya se ha partido como una sandíamadura… Es él, Grigori, quien lo ha partido. El, alque se le va el alma del cuerpo... La piedra no resiste; pero los prisioneros continúan en pie y viven por másque les peguen…  ¿Quién es, pues, más duro y másfirme?...

Ereméiev y Beltiukov llevaban ya más de un mes

en un campo de concentración al extremo de Larvik, pequeña ciudad de Noruega. Picaban piedras en laorilla de un fiord. Cerca de allí rumoreaba el mar del Norte, tratando de pasar, impetuoso, por la estrechagarganta de un desfiladero. El mar que había cortadolos caminos de retorno a Rusia.

¿Habría acabado ya todo? No, aún había quien sedisponía a fugarse. Leonid lo había dicho la nocheanterior después de la retreta. Ya había tenido tiempode enterarse de ello y ponerse en contacto con losmuchachos. Les proponían hacer lo propio.

- Yo accedí por ti también -concluyó Leonid.

El mutismo de Grigori no pudo menos de alarmara su compañero.

- Conque, ¿vamos?- No. Has hecho mal en ponerte de acuerdo con

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ellos.Beltiukov se apartó asombrado hasta el extremo

del camastro.- ¡¿Qué te pasa?! No había dudado en absoluto de que Grigori se

aferraría con manos y pies a aquella propuesta.Puesto que cuando se trataba de evadirse, siempre

había sido el primero en prestarse a ello. Y derepente...

- Te han quitado las ganas -dijo, aludiendo a losmalos tratos de que habían sido objeto en Hamburgo,cuando les llevaron de la jefatura de la policía alcampo de concentración-. ¿Tienes miedo?

Ereméiev ya no era el mismo. Otro, al oír eso, sehubiera sulfurado y ofendido, le habría mandado alcuerno o agredido. Pero éste se limitó a sonreír contristeza y a mover los hombros.

- ¡Idiota! No comprendes nada. Trabajando en elequipo de los aguadores, te has convertido en caballo

y has dejado de reflexionar.- Por eso tú reflexionas mucho -bufó, ofendido,

Beltiukov y le dio la espalda.Sí, Grigori llevaba todos esos meses pensando

mucho y siempre en lo mismo. Empezó a pensar el propio día en que los sacaran de la bodega del barcoal arribar a Oslo. Uno de los soldados de la escolta,corpulento, entrado en años, gritaba en un rusomacarrónico a los prisioneros con sonrisa bonachona,de satisfacción, cuando pasaban ante él:

- ¡Daos prisa, rusos! ¡Habéis llegado a Oslo!¡Aquí no hay guerra ni bombardeos! ¡Magnífico! ¡Aver, moveos, rápido!

Por lo visto, habría estado ya en el Frente Orientaly se alegraba de que el destino le llevara a la pacífica Noruega.

La columna de los prisioneros, abúlica yandrajosa, rompió la marcha por las calles de laciudad que parecían lamidas, ¡tan limpias estaban!Una multitud de curiosos se congregó en las aceras.Las ventanas y los balcones estaban atestados degente. Quizás vieran a los rusos por primera vez.Hacia la columna volaron paquetitos con pan,

 pescado y cigarrillos. Y aunque la escolta trataba dedispersar a los noruegos, ellos no dejaron de expresarsu simpatía y condolencia a los prisioneros. Unmuchachito, casi un niño, tiró un hatillo desde unaventana del primer piso con tan mala fortuna quegolpeó a un oficial de la escolta. El militardesenfundó la pistola y, sin apuntar casi, hizo fuegocontra la ventana. El muchachito se estremecióextrañamente y se desplomó como un saco sobre laacera. La gente huyó despavorida.

Los prisioneros habían visto ya muchas muertesen los campos de batalla y en los de concentración.

Pero aquélla les indignó y consternó hondamente. Unrumor siniestro recorrió las filas. Grigori estuvo a punto de echarse sobre el malhechor y estrangularlecon sus propias manos. La rabia le sofocaba. De

súbito, viniendo de atrás, llegó a sus oídos una vozque decía:

- Hermanos, hoy es el Primero de Mayo... ¿Quiéniba a pensar, hace un año, que lo festejaríamos de talmanera?...

¡El Primero de Mayo!... Ereméiev adivinó de pronto la intención de los hitlerianos. Llevaban a los

 prisioneros por las calles de la capital noruega en esedía festivo para decir con ello: "Mirad, Rusia esmucho más grande que Noruega y su poblaciónmucho más numerosa. Pese a ello, cientos desoldados rusos marchan escoltados por una veintenade arios. Harapientos, vencidos, arrastran a duras penas los pies. Mirad, y que os sirva de lección y deaviso: someteos, si no queréis correr la mismasuerte..."

Leonid lo comprendió a media palabra. Ya volaba por las filas este mandato, transmitido de boca a bocaen un susurro: "¡Alzad la cabeza, muchachos!

¡Marchemos con valor para que los noruegos veanque no somos esclavos, sino soldados deinquebrantable espíritu! ¡Hoy es el Primero deMayo!"

La ira y el odio provocados con renovada fuerza por el asesinato del niño expulsaron el miedo y laresignación hasta de los corazones más blandengues.Las espaldas se enderezaron, las cabezas se irguierony un fulgor persistente relumbró en los ojos. Esoshombres desfallecidos que minutos antes no habían podido mover las piernas, tensaban las últimasfuerzas para marcar el paso como en un desfile.

La escolta, al notar un cambio en la conducta delos prisioneros, se intranquilizó y empezó aapremiarles: Schneller, schneller!, tratando deinterrumpir el ritmo conciso de la marcha. Yentonces del centro de la columna brotó una canción.Primero sonó tímida e insegura, pero en el acto,acogida por cientos de voces, cobró alas y seexpandió por la ciudad como un toque terrible dealarma revolucionaria:

Vientos malignos envuelven y hostigan.

Fuerzas tenebrosas nos oprimen sin piedad.¡Firmes en la lucha contra el enemigo! Nuevos destinos hemos de forjar...

El jefe de la escolta, furibundo, blandía la pistola, pero no se atrevía a apretar el gatillo, porque intuíaque, en aquel momento, los prisioneros estabandispuestos a todo y que era peligroso complicar lasituación. Y aunque les ordenó que corriesen y los dela escolta los apremiaron clavándoles en las espaldaslas puntas de los fusiles, el ritmo de la canciónrequería un paso firme y seguro, y la vieja

Varsoviana entonada por nuestros padres en su juventud, el himno de la lucha y de la ira, tronabasobre la columna al compás de la marcha.

Los prisioneros sabían que allí, en las calles de

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Oslo, eran ellos, los rusos, quienes representabanante otro pueblo a su lejana Patria Soviética, una patria que sufría y luchaba y que vencería sin falta. Yaunque los prisioneros tuviesen luego que expiarlasen el campo de concentración por aquellos momentosde triunfo sobre el fascismo, ellos no retrocederían nise someterían jamás. Aquel improvisado desfile del

Primero de Mayo fue para ellos una lección, una prueba de que el hombre indefenso es a veces másfuerte de espíritu que aquel que le ha privado de lalibertad… Cada desfilante sabía a ciencia cierta que,si se encontrase quien diera la voz de mando, los prisioneros se arrojarían sobre la escolta, la pisotearían, aunque luego se viniese abajo el mundo.

Al tener ya metidos a los prisioneros tras laalambrada de púas, los de la escolta se vengaron contoda saña. Repartieron a diestro y siniestro bofetones,remoquetes y culatazos. Todos los cautivos fueron privados por dos días de agua y alimento. Pero el

ánimo no decaía. No reaccionaban ya como antes alos golpes. Por algo se dice que las heridas de losvencedores se curan con más rapidez. En aquellosdías los prisioneros se sentían vencedores. Por muchoque rabiasen los fascistas, no podrían borrar de lamemoria de los noruegos ni del corazón de loscautivos aquel suceso inolvidable. ¿Qué había dichoel soldado de la escolta? Que en Oslo se estaba bien, pues no había bombardeos ni guerra. Quizá fueracierto lo de los bombardeos; pero de que había guerraentre noruegos y los hitlerianos era cosa evidente.Una guerra silenciosa, pero real. Los alemaneshabrían querido que los prisioneros pasaran por lascalles como esclavos; pero los rusos ofrecieron a losnoruegos otro ejemplo...

Ese caso precisamente dio mucho que pensar aEreméiev, le volvió más severo y exigente consigomismo y con los demás. Constató, apesadumbrado,que la marcha con la canción por las calles de Osloquedaba siendo, en realidad, el único desafío queellos, los prisioneros, habían lanzado a los fascistas.Claro está que nadie había olvidado aquel día niaquel triunfo. Lo tenían guardado en el fondo del

alma como el recuerdo más valioso de todo el tiempode su cautiverio, pero no como llamamiento a lalucha, a la acción. Les habían traído a Larvik ymetido tras la alambrada de púas, y otra vez estabanellos cumpliendo sumisamente cuanto querían ymandaban los alemanes. Unos, como Leonid,llevaban a cuestas barricas llenas de agua desde el ríohasta el campo. Otros, como él, picaban las piedras o pavimentaban con ellas los caminos y cubrían decasquijo las pistas de despegue de los aeródromos.Los hitlerianos les daban de comer para que no semuriesen de hambre y pudieran trabajar en beneficio

de la gran Alemania. Y ellos trabajaban. Por un pedazo de pan y una escudilla de mala sopa. En beneficio de los fascistas...

Al anochecer, cuando los prisioneros fueron

metidos en las barracas, Beltiukov volvió a acercarsea Grigori para decirle en voz baja:

- Oye, picapedrero, ¿no has cambiado de propósito?

- No, Leonid. Es inútil tratar de evadirse. Lo hecavilado mucho...

- ¡Lo has cavilado! -le remedó Leonid con

disgusto y, pegando la boca al oído de Ereméiev, se puso a explicarle con fervor su plan de fuga.

El equipo de los aguadores desarmaría a lossoldados de la escolta (eso debería ocurrir alanochecer, en el último viaje al río) y se iría a lasmontañas. Pero antes habría que proveerse de panseco, fósforos y sal. Permanecerían en las montañasunos cuantos días, mientras les alcanzaran las provisiones. Se contaba con que la pesca les proporcionaría un alimento complementario, pues enaquellos lugares abundaban los peces. Poco a pocoirían estableciendo contacto con los pescadores y

campesinos lugareños. Para más allá existían dosvariantes. Primera: ir hacia la frontera sueca. Sueciaera un país neutral, donde no había alemanes y através del cual podrían de alguna manera llegar areunirse con los propios. No se sabía aún cómo; allíse vería mejor. Lo Principal era llegar a Suecia. Lasegunda variante consistía en ir a Oslo y, con laayuda de los obreros del puerto, meterse en la bodegade un barco que fuera hacia el Este: a Tallin, a Riga,a Klaipeda, a Gdynia...

- ¡Ay, Leonid! -suspiró Grigori-. Son muy pocaslas probabilidades de éxito, sino ninguna. Primero, porque no entendemos ni jota de noruego. ¿Cómovamos a establecer contactos? ¿Con los dedos?Segundo...

- ¡Tercero, cuarto! -le interrumpió reciamenteBeltiukov-. Di que te has acobardado, que temes por … 

Le daba pena separarse de su compañero, peromás aún, de la ilusión de evadirse que, para él, era yauna cosa realizable.

- ¿Por mi pelleja, querrás decir tú? ¡Habla!- Vete al cuerno...

El hombre se echó cansinamente hacia atrasoAhora fue Grigori quien se acercó a él:- ¡Qué cambiado estás!- ¡Y tú también!- Es cierto. Como si hubiéramos cedido el carácter

el uno al otro...- Se ve que estás 'habituado al cautiverio. Te has

vuelto más tranquilo...- ¡Qué estúpido! -replicó Ereméiev sin ninguna

maldad-. Simplemente, pienso más. No quieroevadirme sin tener la seguridad de que no me pesquen. ¿Cuántas veces has caído prisionero?

- Una, y con ello me basta.- Cuenta mejor. Dos veces nos escapamos juntos;

y otras dos tentativas hice yo antes de conocerte.Pero cada vez fui a parar de nuevo tras la alambrada.

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Viene a resultar que caí prisionero cinco veces yotras tantas alcé las manos. Con sufrir una vez tal bochorno hubiera bastado para toda la vida. ¡Perofueron cinco! ¡No, no quiero que eso se repita! Deevadirse, habría que hacerlo hasta el fin. O recibir un balazo, o recobrar la libertad. Eso es, muchacho, loque pienso yo...

- ¡Menuda cuenta llevas tú! -bufó Beltiukov,aunque se notaba que los razonamientos de sucompañero, si no le habían convencido, le habíanllegado al menos a lo vivo.

- ¿Cuenta, dices? -Ereméiev, agitado, empezó arespirar anhelosamente-. Una cuenta bochornosa queme ha hecho reflexionar acerca de muchas cosas. Yrecordar a nuestro Mijaíl Nikoláievich, el comisario.Dime: ¿por qué un prisionero es a veces mucho másfuerte, valeroso y audaz que cien? ¿Por qué dejamosque nos lleven como una manada de borregos yhacemos lo que nos mandan? Mira, nuestro equipo

de más de doscientas personas va a picar piedrasescoltado por quince alemanes solamente. ¿Acaso no podríamos quitarlos de en medio? Si nos echáramossobre ellos, aunque las balas segaran a un mediocentenar de los nuestros, los estrangularíamos. Peronosotros marchamos sumisos, picamos las piedras,ayudamos a construir carreteras y aeródromos.

- Nadie quiere morir. ¡Quién va a echarse sobreun fusil automático! Y además falta la fe. ¿Y si túvas, y nadie te sigue ni te apoya?

- ¡Ahí está el mal! Y eso que el comisario fue alencuentro de la muerte y la recibió como un soldado para que nosotros tuviéramos fe los unos a los otros.¿Te acuerdas de cómo marchamos aquel día por lascalles de Oslo? Plenos de fe en que íbamos unidos por un mismo espíritu, un mismo corazón. ¿Y qué pasó después? Hicimos rabiar a los fascistas, y nadamás. Tras lanzarles el desafío, fuimos a escondernos,asustados, al matorral. Y otra vez hemos bajado lacerviz para que nos cuelguen el yugo. Mira, Leonid,el desafío no es aún la lucha; la chispa no es aún lallama. Hay que encenderla en el corazón de loshombres...

- ¿Qué propones, pues? -En la voz de Beltiukovsonaba aún una nota de agravio.- Por el momento, nada. Eso no puede resolverlo

una sola persona. Hay que formar un grupo de buenos muchachos y ver qué hacer, cómo avivar lachispa...

IIShájov tomó aliento y ofreció a Pokotilo un libro

muy manoseado.- Toma, Efrem. Continúa tú la lectura, que a mí se

me ha resecado ya la garganta.Pokotilo era un hombre de estatura baja y algo

endeble, parecido a un adolescente. Había ejercido elmagisterio en las cercanías de Kíev antes de laguerra. Tomó con cuidado el libro, como lo habíahecho otrora en la clase, y de nuevo se oyeron las

 palabras del sencillo cuento acerca de Malchish-Kibalchish que Natka había narrado a los chiquillosreunidos a su alrededor en la playa del mar Negro.Los prisioneros, sentados en las literas, escuchabancon no menos atención que aquellos pequeños personajes del relato de Gaidar  El secreto militar .Posiblemente hasta entonces ninguno de los

reunidos, a excepción de Shájov y Pokotilo, habíaconocido las obras de ese escritor. Antes de la guerrahabían sido ya demasiado mayores para leer librosdestinados a la infancia. Y después, los combates, elcerco, el cautiverio, los campos de concentración.Días antes, Iván Tólstikov había traído, escondida bajo la guerrera, la novela de Kaverin  Dos capitanes.Resolvieron leerla en voz alta, para no esperar hastaque cada uno lo hiciese por separado. La leían por lasnoches, a la mortecina luz de un candil, encaramadosa las literas de arriba después de pasar revista.Contentos de Sañka Grigóriev, enamorados de Katia

Tatárinova y odiando y detestando a Romashka, setragaron la novela en unos cuantos días. El lema deSañka "¡Luchar y buscar, hallar y no darse jamás porvencido!" tuvo especial resonancia en el corazón delos cautivos. La víspera, Iván había traído  El secreto

militar . Al principio no gustó, pues se veía a todasluces que estaba escrito para los niños. IvánDoroñkin llegó a guasearse de Tólstikov:

- Oye, tocayo, ¿andas rondando algún jardín de lainfancia?

- Yo no -replicó aquél-. Son los alemanes que hantraído niños a su país. De ahí los libros para niños.

Efectivamente, no pocos muchachos y muchachasde quince a dieciséis años trabajaban a la sazón en lafábrica " Krauss-Maffeil ". A la par que los mayoreshabían sido llevados de las ciudades y los pueblosocupados por los fascistas. El campo deconcentración de los Ostarbeiter   u "obrerosorientales", como los llamaban oficialmente loshitlerianos, se encontraba en la cercanía, al otro ladode la carretera. Estaba también cercado por unaalambrada de púas, pero no tan vigilado como el delos prisioneros de guerra. Los "obreros orientales" no

iban al trabajo bajo escolta de soldados, sino de policías. Los días de asueto les era permitidoausentarse del campo por unas cuantas horas. Podíandar un paseo por el bosque o por la ciudad; pero notenían el derecho de viajar en tranvía ni de entrar enun cine. No debían tampoco transitar por las aceras,sino por el arroyo, llevando cosido a la vestimenta untrozo de tela con la inscripción OST en grandescaracteres.

Era natural que aquellos chicuelos arrancados desu terruño, y en muchos casos de sus padres,hubieran llevado consigo, juntamente con sus

modestos bártulos, lo que más preciaran: su libro predilecto, fotos de los seres queridos. Tólstikovhabía llegado a relacionarse e intimar con algunos delos "orientales" que trabajaban en el mismo taller que

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él. A través de ellos conseguía los libros."...Los burguesotes se fueron, pero no tardaron en

regresar" -continuó leyendo Pokotilo."No, Gran Burguesote, Malchish-Kibalchish no

nos ha descubierto el Secreto Militar. Se ha mofadode nosotros.

"El poderoso Ejército Rojo tiene un gran secreto, -

dice él-, y ustedes no le vencerán jamás."Dice que goza también de una ayuda

incalculable, y por más gente que arrojen a la cárcel,ustedes no podrán encerrar a todos y no tendrántranquilidad ni en día claro, ni en noche oscura…"

Alguien empezó a toser. Le sisearon, y el hombre,tapándose la boca con la manga del capote,enmudeció.

"El Gran Burguesote frunció el ceño y dijo:"Burguesotes, aplicadle a ese cerrado Malchish-

Kibalchish el Tormento más terrible del mundo yarrancadle el Secreto Militar, porque sin ese

importante Secreto no tendremos paz ni sosiego."Los burguesotes se fueron, pero esta vez tardaron

mucho en volver."Venían moviendo la cabeza."¡Oh, Gran Burguesote, jefe nuestro, no hemos

logrado nada! -exclamaron ellos-. Malchish estaba pálido, pero no doblegó su orgullo: no ha descubiertoel Secreto Militar porque así es de firme su palabra.Y cuando nos íbamos, él se tiró al suelo, pegó el oídoa las pesadas y frías piedras del pavimento y -¿quieres creerlo, ¡oh! Gran Burguesote?- sonrió detal manera que a nosotros nos dieron escalofríos.Temimos que él oyera cómo por sendas ocultasmarchaba nuestra inevitable perdición...

"No era eso… ¡Era el Ejército Rojo que venía atodo galope! -exclamó el pequeño Karásikov conincontenible emoción..."

Tan súbito fue el paso del cuento al texto del autorque los oyentes no pudieron menos de estremecerse.A Doroñkin hasta le dio rabia:

- ¡Qué diablo! ¡Ha estropeado el cuento!- Pero si es un crío todavía -replicó con su voz

 profunda Nikolái Shevchenko-. Eres tú quien no sabe

dominarse.Roto el encanto de aquella ingenua narración,todos empezaron a moverse y a hablar. Algunosecharon mano a la petaca. Vasili, sentado junto aEfrem, quedó pensando en que el cuento aquelencerraba algo especial. Al leerlo cuatro años antes,cuando trabajaba con los pioneros de una escuela, lanovela le había gustado, pero el cuento que ellacontenía, no tanto. Siendo ya miembro del Komsomol  con cierta preparación política, le parecía cómico quea los capitalistas se los denominara burguesotes. Nohabía podido captar hasta entonces el hondo sentido

que la obra encerraba; sólo ahora lo comprendía deveras. ¡Qué importaba cómo se llamaran loscapitalistas! Todo resultaba mucho más complejo.Era un cuentito sabio, un verdadero llamamiento a

ellos, para que se mantuviesen firmes comoMalchish-Kibalchish, porque el Secreto Militar noresidía en los tanques ni en los aviones, sino en ellosmismos, los hombres, en su fuerza de espíritu...

IIILa lectura en voz alta fue el primer paso dado por

Shájov para acercarse a los prisioneros que

trabajaban en la fábrica. Poco a poco fue intimandocon los amigos de Pokotilo hasta llegar a pasar laslargas horas de la noche en compañía de ellos. ¡Dequé no habían hablado ya! De su pasada vida, de lossucesos que se desarrollaban en el frente, de loslibros leídos, de lo que ocurría en el campo deconcentración y en la fábrica. Al principio fueronseis: Efrem Pokotilo, Nikolái Shevchenko, SerguéiGlújov, Shájov y los dos Ivanes, Doroñkin yTólstikov. Este último, muchacho alegre, bien parecido, era el alma de la sociedad. Shájov, despuésde observarle, cayó en la cuenta de que Iván no era

tan simple ni tan cabeza loca como aparentaba. Habíacursado electrotecnia y poseía, además de buenamemoria, aptitudes extraordinarias para el dominiode otras lenguas. En el año y pico de su cautiveriohabía logrado asimilar con bastante fluidez elalemán; hablaba en francés con soltura, y como a sulado trabajaba un español, él aprendía con facilidadeste idioma también. Cabe añadir que su físico y sucarácter atraían a la gente y que él se granjeaba conextraordinaria rapidez la simpatía de todos. A travésde los extranjeros ocupados en la fábrica se enterabade la situación en los frentes.

De la misma naturaleza que Tólstikov era NikoláiKúritsin, que no tardó en trabar amistad con ellos.Aunque, la verdad, no poseía la capacidad de aquél para el dominio de las lenguas extranjeras, de todo él-figura alta y esbelta de deportista, faccionesacusadas, prominentes- emanaba una fuerza tanespiritual y una convicción tan firme que subyugabana cuantos le conocieran. No se sabe cómo, la voz de Nikolái llegó a ser, en su grupo, la decisiva. Shájov pensó más de una vez que tan comedido y parco en palabras como Kúritsin debía de haber sido en su

 juventud el comisario Mijaíl Nikoláievich.Los amigos habían formado una comuna: comíande la misma marmita y repartían por igual entre todoscuanto lograban conseguir, fuera eso un pedazo de pan o un cigarrillo. Vasili quiso trasladarse a la barraca donde residían los demás, pero Kúritsin ledisuadió, alegando que era preciso tener también porsi acaso, a una persona de confianza entre los"encumbrados". Y Shájov se quedó donde estaba,aunque la idea de tener que separarse cada noche desus amigos y regresar a su barraca le producía elefecto de una puñalada. Al notar que Vasili

desaparecía siempre al anochecer, Shulgá se habíamostrado al principio muy celoso: le hacía mil preguntas, torcía los labios, pero luego, apasionado por el juego a los naipes, dejó de curiosear: cada cual

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mataba el tiempo a su manera...Una de esas noches en que, sentados en una litera

de arriba, habían acabado de leer un libro, Kúritsinfrunció el ceño y dijo:

- Hoy he hablado con una chica. Se llama Lida.De haberlo dicho Iván, hubiera sido objeto de

guaseas, puesto que no había en la fábrica muchacha

a que él no conociera. Pero en este caso, todos leescucharon con atención.

- Me habló de su vida. Dice que la comida esmala, que les dan cosas podridas, imposibles detragar.

- ¿Ya nosotros nos alimentan mejor?- replicóShevchenko.- A los alemanes no se les pierde nada.Lo que debe ser tirado a la basura lo echan en nuestraolla.

- Nosotros, los prisioneros de guerra, somosharina de otro costal. No se trata de eso. El problemaestá en cómo ayudar a las muchachas.

Tólstikov quiso bromear:- Hay que crear una comisión plenipotenciaria

 para la inspección de la cocina...Pero Kúritsin le interrumpió:- ¡Lo digo en serio!- ¡Y yo también! -Tólstikov no cejaba-. ¿A qué

viene eso, eh? ¿Qué podemos hacer nosotros? Sólohablar por hablar...

- Un momento, muchachos -intervino Shájov-. ¿Ysi ellas hicieran... lo que en  El acorazado Potemkin?¿Os acordáis de cómo los marineros se negaron aaceptar una comida plagada de lombrices?

- ¡Que te crees tú eso! -replicó, incrédulo, SerguéiGlújov, estirando las sílabas-. ¡Cómo van a negarse acomer, si andan más hambrientas que los lobos! Pormalo que sea lo que reciben, es comida.

 No obstante, Kúritsin dijo:- Creo que es una buena idea. Vamos a hablar con

las muchachas y los muchachos y sugerirles eso.Conque tú, Iván, mañana...

Dos días después, a la caída de la tarde, cuandolos del turno de la mañana hubieron vuelto deltrabajo, se armó de pronto un escándalo en el campo

de concentración. Los policías empezaron a correr deacá para allá. El campo estaba como un hormiguerorevuelto. Casi todos los "obreros orientales" senegaron a cenar. Las ollas, llenas de bazofia, ibanenfriando. Ante la cocina no se formó esta vez lalarga "cola" de siempre con marmitas y escudillas.Los jefes del campo, no alarmados por el propiohecho de la negativa de los rusos a aceptar la comida(si no querían comer, ¡que se muriesen de hambre!),sino porque la noticia podía llegar a conocimiento delos superiores y éstos interpretarlo como tolerancia yliberalismo, resolvieron tomar las medidas más

rigurosas. Lanzaron contra los rebeldes a la policía yla guardia del campo. Muchachas y muchachosfueron llevados a palos a la cocina, donde se lesobligó a recibir la ración y a comérsela en el acto.

Hubo quien se resistió y botó la bazofia al suelo; perola mayoría se resignó y renunció al propósito de nocomer.

La noche siguiente fue triste. La conversación nocuajaba. Los compañeros andaban sombríos ycallados, tratando de no comentar los sucesos de lavíspera. Cada uno sufría en el fondo del alma aquel

fracaso. Por fin Shájov rompió el silencio para decirsin dirigirse concretamente a nadie:

- ¿Con qué es más fácil asestar un golpe: con el puño o con la mano abierta? Con el puño,naturalmente, pues así se pega más duro y se tiene laseguridad de no fracturarse los dedos. En cambionosotros hemos hecho el intento de cascar a losalemanes con la mano abierta, y no con la propia,sino con la ajena. De ahí que el resultado haya sidonulo. Debemos tener nuestro propio puño...

- ¿Por qué? ¿Piensas que ésos son ajenos? -inquirió Kúritsin, señalando con la cabeza en

dirección al campo de los "orientales"-. Son tansoviéticos como nosotros. Si pudiésemos doblarnuestros propios dedos y los de ellos en un solo puño...

- Eso podría hacerse si no tuviéramos por mediola alambrada -Pokotilo esbozó una irónica sonrisa-.Las púas no lo permiten.

- En la fábrica no hay ninguna alambrada. Es allídonde debemos empezar -insistió Nikolái.

- A propósito. Hoy he conversado con un jovencito de Simferópol -dijo Tólstikov-. Se llamaSavva. Un muchacho simpático, serio. Me hahablado de las atrocidades que cometieron ayer los policías en su campo. Y me ha dicho una cosa quemerece ser tomada en consideración: si en vez deobrar con tal precipitación, se hubiese preparado a lagente, ésta se habría mantenido más firme y no sehubiera arredrado al ver los palos...

- ¡Que te crees tú eso! -replicó Doroñkin,acompañándolo de un ademán y una mueca-. Si allíno hay más que niños y gente que no ha olido jamásla pólvora.

- Y tú, que la has olido, ¿no tragas acaso esa

 bazofia, metiendo en ella la cuchara con resignacióny dando además las gracias porque al menos tealimentan con eso? -Efrem, por lo común ecuánime ycalmoso, le miró esta vez con ojos chispeantes de ira-. La desgracia no está en que sean niños -su niñez seacabó al estallar la guerra-, sino en que cada uno vivesólo para sí. Vasili tiene razón al decir: como undedo. Les falta el dirigente, no hay colectividad. Esaes la causa...

- ¿Y nosotros qué? ¿La tenemos? -bufó,mosqueado, Doroñkin-. ¡No, no la tenemos!

- Es verdad. No la tenemos -terció Kúritsin-.

Vivimos desperdigados en pequeños grupos sin máslazos de unión que el lugar de procedencia. No estámal, que digamos, pero ya va siendo hora de que losgrupos se unan.

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Los soldados no se ponen de rodillas 23

- ¿Cómo hacer eso? -se le escapó a Glújov.Realmente, ¿cómo? Pues los grupos se formaban dediversas maneras, y no siempre -ni mucho menos- se basaban en la comunidad de ideas. Los unos seagrupaban en torno a algún bromista y jaranero,como había sucedido al principio en el grupo deShájov, cuyo centro organizador fue Tólstikov. A

otros les unía el lugar de procedencia, así como elsimple hecho de dormir en las literas contiguas otrabajar en un mismo taller y un mismo turno.

 No obstante, después de lo sucedido en el campode enfrente, Shájov, Kúritsin y sus amigos llegaron ala conclusión de que era preciso vincularseestrechamente, no sólo con los "obreros orientales",sino también, y sobre todo, con aquellos de losgrupos existentes dentro del campo de prisionerosque les eran más afines. Resolvieron que en lassemanas más próximas cada uno de ellos trataría deestablecer contacto con algún grupo y esclarecer qué

ambiente reinaba en él, qué les interesaba, de qué sehablaba. A Vasili le propusieron que aprovechase susituación, porque como responsable de losencargados de la limpieza tenía el derecho de entraren todas las barracas a cualquier hora del día, ytambién por estar alojado en la residencia de los"jefes".

- ¿Sabes, Vasia? -le dijo Kúritsin-. No creo quetodos los de tu barraca sean canallas. Tú, porejemplo, aunque vives allí, no te has vendido por unaescudilla más de bazofia... Tal vez haya otros comotú. Fíjate bien, sondea el terreno... Los policías y losintérpretes son unos mierdas, qué duda cabe; noandes con ellos. Pero a los médicos y a los cocinerossondéalos...

Shájov asintió con la cabeza.IVLa ladrante voz del jefe desgarró, como siempre,

el silencio de la mañana:- ¡Firmes! ¡De frente, mar!Con un pesado balanceo, la columna se puso en

marcha. Al otro lado del portón, el superior de laescolta -un bravo suboficial con elegante bigotito

rojizo- gritó de nuevo con la boca muy abierta.- ¡Mirar a la izquierda y acordarse bien! ¡Tenerlo bien presente!

Y, desaparecida por un instante la fiereza de sucara, rió satisfecho, atusándose el bigotito.

Los prisioneros, sombríos, volvieron sumisamentela cabeza hacia la izquierda. Llevaban ya el cuartodía haciendo eso. Cada mañana y cada noche, alregresar al campo. Sólo que al anochecer la voz demando era distinta: "¡Mirar a la derecha!" ¡Para quémirar si todo estaba ya visto!

Iba ya el cuarto día que junto al portón, sobre la

tierra enlodada, yacían siete cadáveres desfigurados.Siete prisioneros del equipo de aguadores que habíanhecho la tentativa de fugarse. El equipo constaba dediez hombres. A uno lo mataron en el acto. Nueve se

evadieron. Al cabo de dos días trajeron sietecadáveres y los tiraron junto al portón. Los alemanesandaban furibundos, pues, al parecer, los muchachoshabían ofrecido resistencia, disparando con bastante buena puntería un arma automática arrebatada a uncentinela. Fuera como fuese, faltaban cinco o seis delos soldados de la guardia. Estarían heridos o

muertos. Los cadáveres de los fugitivos yacíanacribillados por las bayonetas, con los rostrossangrientos, deformes. Los de la escolta se ensañabanen los vivos por el susto que se habían llevado.¡Pensar que en un país tan tranquilo como Noruegahabían perdido a unos cuantos compañeros y tenidoque permanecer pegados a tierra bajo el fuego deesos malditos rusos! Dos de los fugitivos habíandesaparecido sin dejar rastro.

Cada vez que, marchando en la columna hacia lacantera, Ereméiev pasaba ante aquellos cadáveres, pensaba involuntariamente: "¡Por suerte, entre ellos

no estamos Leonid ni yo!" Al cundir por el campo lanoticia de la fuga, Grigori lamentó no haberseevadido también. Y Beltiukov, que dos o tres díasantes del suceso había ido a parar a la enfermería conuna pierna lastimada, andaba como alma en pena.Pues, de no haber tropezado en una piedra y caído de bruces, habría podido escapar también. Ereméievtrataba de consolarle y convencerle de que aquélla nohabía sido la última ocasión de evadirse; pero elhombre no quería oír nada. Y sólo cuando al cabo dedos días trajeron los cadáveres, Leonid se horrorizó.Sabía, como todos los demás prisioneros, que alaprehender a los prófugos, los hitlerianos, por locomún, los molían a palos, pero no los mataban.Aquél era el primer caso. Por lo visto, los guardias sehabían enfurecido terriblemente.

Cada mañana, entre los prisioneros quemarchaban en columna, iban los dos amigos hacia elfiordo y cada noche regresaban al campo, arrastrandoa duras penas los pies. Quien los mirase -lo mismo aEreméiev que a Beltiukov o a cualquier otro- diríaque todos tenían la misma cara. Amenazados por lasarmas automáticas, marchaban cabizbajos, grises,

demacrados. Desmenuzaban con picos y martillos losgrandes pedruscos; cubrían de casquijo y apisonabanla pista del aeródromo. Diríase que no tenían ningúnotro deseo que el de recibir la ración de pan y de bazofia, ningún otro anhelo que el de descansar tansiquiera unos días. Más que hombres, eran sombras.

Pero aquello no era sino la primera impresión.Una impresión falsa. ¿Por qué marchaban con losojos clavados en el suelo? Porque la mirada podíarevelar el odio, la resolución, el desprecio a lamuerte. Y los de la escolta, sintiendo eso con unavaga intranquilidad, no quitaban el dedo del gatillo

de sus armas automáticas ni se acercaban a los prisioneros a una distancia menor de diez metros. Delos rusos podía esperarse todo.

Así pensaban los de la escolta. Así pensaban

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también los jefes del campo. Por eso llovían golpes yamenazas sobre los prisioneros. Por eso -paraescarmiento y atemorización- habían tirado junto al portón los cadáveres de los fugitivos. ¡El máximoamedrentamiento, la máxima crueldad!

Los hitlerianos no sospechaban siquiera que noera ya el miedo el que mantenía sumiso a los

 prisioneros. Uno puede acostumbrarse a todo, hasta ala idea de tener que morir pronto, y entonces lamuerte deja de asustar. Lo que contenía a los prisioneros, después de todo lo sufrido, era la idea deque, al separarse de la vida, había que ocasionar elmáximo perjuicio al odioso enemigo. ¡Oh, sihubiesen oído los alemanes de qué se había hablado,qué encendidas palabras se habían pronunciado porlas noches en las barracas!

Grigori estaba ya seguro -y Beltiukov no podíamenos de darle la razón- de que si los dos searrojaran con los picos sobre la escolta, la mitad de

los que trabajaban en la cantera seguirían su ejemplo.Y no porque los dos amigos fuesen personalidadesdestacadas entre los prisioneros. No; como elloshabía muchos. Simplemente, porque en el fondo delalma de cada prisionero bullía una fuerzaincontenible, la sed de lucha y de acción, dispuesta, ala más leve sacudida, a brotar pujante como la lavade un volcán. Los amigos temían esa sacudida, pues,según ellos, no merecía la pena gastar las fuerzas poralgo sin importancia. Si en vez de contenerse, selanzaran a la lucha y mataran a los de la escolta, ¿quéharían después? ¿Dónde se meterían los doscientoshombres? Si hubiesen actuado por allí losguerrilleros, habría sido otra cosa: los prisioneros sehubieran incorporado a ellos. Pero no se oía hablar deguerrilleros. Quitar de en medio a la escolta yliberarse por uno o dos días, no sería tan complicado.Pero luego, ¿qué hacer?, ¿a dónde ir?

Con el tiempo, Ereméiev y Beltiukov llegaron acobrar prestigio entre los prisioneros ocupados en lacantera; y sus palabras eran escuchadas, si no comoun mandato, al menos como una opinión y unconsejo dignos de ser tomados en consideración. De

suyo se entiende que ellos no eran los únicos en suespecie. Varias personas gozaban del mayor aprecioentre los de su equipo; por ejemplo: el teniente deartillería Serguéi Laptánov, el sargento de ingenierosVolodia Orlov, el viejo marino Alexéi Kalinin, al quelos fascistas habían arrancado a puñetazos casi todoslos dientes. Allí no se ganaba el prestigio con gradosni méritos militares de otros tiempos, ni tampoco conla edad, sino con las cualidades personales. Para elloera preciso ser justo y sincero, ducho y resuelto,sensato y audaz. Y aunque los prisioneros semantenían por grupos, planteaban sus problemas

litigiosos ante personas cuyo consejo merecía, a juicio de ellos, la más alta consideración.

Al conocerse más de cerca y trabar amistad,Laptánov, Ereméiev, Beltiukov y los demás

coincidieron en que la tarea principal era evitar unaexplosión espontánea entre los prisioneros. Cierto esque, al principio, el impetuoso e impaciente Orlovreplicó:

- Pero, hermanos, ¡qué es eso! ¿Vamos a agarrardel capote a quien no se contenga y se eche sobre unfritz? ¿No os parece que así prestaremos un servicio

a los alemanes?- No, Volodia -farfulló Kalinin con su desdentada

 boca, mientras se abrochaba y desabrochabamaquinalmente el chaquetón de marinero-. Hay quehablar con la gente, para que ella misma se aguante yacopie en el alma la ira para cuando sea preciso.

Beltiukov, arqueando sus pobladas cejas, metió baza:

- ¿Y por qué se dice que "la locura de losvalientes es la sabiduría de la vida"?

- No toda manifestación de valentía es provechosa-le atajó Kalinin-, y menos aún la que surge de la

desesperación. Nada fácil era la tarea que ellos se habían

marcado. Pues no todo prisionero llevado a ladesesperación podría comprenderles debidamente. Sia un hombre hambriento, agotado por el trabajo yenfurecido por los malos tratos tú le dijeras:"¡Aguanta, hermano, acopia en el alma la ira!", él, enel mejor de los casos, te diría que eres un cobarde yun traidor. El problema era complejo. Pero había queresolverlo para conservar a los hombres, las fuerzas yllegar a ver el momento ansiado.

Eso no era todo. Había tres categorías de prisioneros. Formaban parte de la primera quienes nose habían resignado a las humillaciones y, ansiososde lucha y acción, estaban dispuestos a todo. Cadauno de ellos había hecho ya dos o tres intentos deevadirse, más de una vez había ido a parar alcalabozo y llevaba en sus espaldas las huellas de las palizas. Era preciso unir a esos hombres ycontenerlos hasta cierto momento. La segundacategoría, la más numerosa, estaba integrada poraquellos que, aguantando con resignación todas las penurias del cautiverio, no reaccionaba a los palos ni

a las vejaciones. Eran pasivos e inertes. No cometíanvilezas, pero tampoco se rebelaban en el alma contrael orden de cosas reinante en el campo. Al caer entrelos de la primera categoría, empezaban poco a poco,después de ciertas vacilaciones, a despertar de suletargo. Era preciso apasionarles. Los más pusilánimes constituían la tercera categoría. Su únicoanhelo era quedar vivos a toda costa. Los unos se prestaban a servir de policías en el campo; los otros,al no conseguir puestecitos lucrativos, se convertíanen limosneros que por unas cucharadas de mala sopao una colilla ofrecían servicios a los representantes

de la autoridad, así como a los intérpretes ycocineros. Había que esquivarles, puesto que elcontacto con ellos no dejaba de ser arriesgado, yademás, era dudoso que se corrigieran.

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Rayaba el alba del nuevo año 1943. Lejos deLarvik, de donde salía el opaco sol invernal, desde elmar Báltico hasta el mar Negro, ante los muros deLeningrado, en los bosques de Bielorrusia, en lasestepas de Ucrania y a orillas mismas del padrecitoVolga se libraba una batalla interminable entre el día

y la noche, entre el pueblo soviético y el fascismo.Los cañones retumbaban; en el cielo se arqueaban lastrayectorias de los cohetes; las balas silbaban;tanques chocaban furiosamente con tanques; losmuertos quedaban tirados, los vivos se levantaban para lanzarse al contraataque. Sobre todo el País delos Soviets, de mar a mar, se extendía el acre humode la pólvora y de los incendios.

Entretanto aquí, en el pacífico y aseado Larvik,así como en muchos otros campos de concentración,hombres indomables sostenían una lucha invisible, pero dura y tenaz, por que en cada prisionero

triunfase el Hombre.

Capítulo IV. Fascista y alemán son conceptos

diferentes.

IUna mano de dedos cortos, cubierta de vello

rojizo, oprimió el brazo de Lida hasta producirledolor.

- ¡Vamos! -le dijo el contramaestre.La metió de un empujón en la oficina del jefe del

taller y gritó desde el umbral:- ¡Señor Kleinsorge, no sé ya qué hacer con esas

 burras! ¡Lo estropean todo! ¡La de veces que le hedicho a la mozuela que llene bien las cajas demoldeo! ¡Yo mismo se lo he enseñado!

- Tranquilícese, señor Schnautze. No merece la pena destrozar los nervios por culpa de esas burras,como usted las llama. Explique lo que ha pasado.

El contramaestre, sofocado por la indignación ysin soltar a Lida, como si temiera que se escapase,contó que ella, al igual que las otras obreras rusas,cometía muchas fallas en el moldeo de las piezasmetálicas.

Lida tenía el desconcierto dibujado en elsemblante. Comprendía perfectamente de qué setrataba, aunque de todo lo dicho atropelladamente por el contramaestre sólo distinguió una palabra,repetida una y otra vez: sabotaje.

Kleinsorge se plantó de un salto ante ella, empezóa gritar y a agitar su largo índice ante las propiasnarices de la muchacha. Luego le dijo alcontramaestre:

- Váyase, señor Schnautze. Yo mismo esclareceréel asunto...

Cuando el contramaestre hubo salido, el ingeniero

se dejó caer fatigado en el sillón y quedó mirandolargamente, con aire meditativo, a esa muchachadelgaducha y torpona.

Lida permanecía cabizbaja ante la mesa del

despacho. La mirada escrutadora del ingeniero lecausaba pavor y malestar. Conocía bastante bien aKleinsorge por haber servido en su casa durantecerca de dos meses. Un día la esposa le exigió queretirara de la casa a aquella chicuela "con mirada deloba" y trajese del campo a alguna viejecita callada,que no infundiera ningún temor. El ingeniero le hizo

caso y pasó a Lida a la sección de moldeo de sutaller. La muchacha conoció allí a Valia Usik, que lellevaba cinco años y era, como ella, oriunda deRostov. Al trabajar juntas en el mismo turno, sehicieron amigas.

La labor de moldeo era durísima. El aire fétido ysofocante de la tierra ardiente, respirado desde lamañana hasta la noche, las cajas que pasaban enhilera interminable para que se las llenara, el calor ylas corrientes, la pesada pala con la que hacían tantasreverencias durante la jornada que al fin no podíandesdoblar la espalda... Al principio, las chicas,

temiendo la reprimenda del contramaestre, seesforzaban por llenar como era debido las cajas demoldeo. Pero no lo lograban. Se descubrían muchasfallas. Los contramaestres iban a quejarse al jefe dela torpeza de las obreras. Kleinsorge replicaba queera necesario enseñarles. Y los contramaestres lesenseñaban. A fuerzas de amenazas y cogotazos, lalabor fue mejorando poco a poco. Ya no sedescubrían tantas fallas. Pero un día todo se vinoabajo: cada segundo molde estaba estropeado. ¿Aqué se debía eso?, pensaba el ingeniero.

Y se lo preguntó a la muchacha, hablandolentamente y buscando palabras que pudieran serentendidas por ella.

- El trabajo es muy duro. No alcanzan las fuerzas-repuso Lida con una mueca de dolor, al tiempo quese frotaba el brazo-. Y la comida es mala...

Kleinsorge lo sabía. Naturalmente, no era unafaena para chicuelas endebles que, por añadidura,andaban siempre medio hambrientas. Pero ¿nohabían trabajado acaso durante algunas semanas conun porcentaje mucho menor de fallas?

- Bueno. Irás al depósito de herramientas a

ayudarle a Albert. Pero si allí no puedes, ¡cúlpate a timisma!Lida había llegado ya al umbral, cuando de pronto

se volvió y dijo:- Señor ingeniero, coloque también a Valia en

alguna parte, porque le es duro...- ¡Vete, vete! ¡Eso no te atañe!Lida le había dicho al jefe del taller sólo parte de

la verdad. La labor en la sección de moldeo era, enefecto, excesivamente dura y, con tan malaalimentación no podía haber gran rendimiento. Peronadie le hubiera arrancado a ella, ni siquiera con

tenazas, lo principal: que las muchachas hacían fallascon toda intención. Haría dos semanas desde aqueldía de enero en que Iván Tólstikov se les acercó por primera vez. Tras cruzarse unas palabras y bromas

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que provocaron hilaridad, el hombre se volvió muyserio de repente y dijo:

- Chicas, no os matéis trabajando. Ahorrad lasfuerzas. No llenéis mucho las cajas. Dejad porososalgunos lugares. ¿Está claro?

- Más claro no puede estar - Valia esbozó unairónica sonrisa; una chispa de niña traviesa brilló en

sus ojazos negros-. Y si se dan cuenta, ¿qué va a pasar?

E hizo un expresivo ademán, pasándose la diestraembadurnada de tierra por la garganta, como si seciñese el dogal...

- Las pagarás todas juntas, guapina -una sonrisadescubrió los blancos dientes de Tólstikov-. Pero amí me parece que no lo advertirán. Decid que, contan mala comida, estáis débiles, que las fuerzas nodan para más... Bueno, damas de tréboles, me vuelvoa mi baraja. Ya es hora.

- ¿Por qué hemos de ser damas de tréboles si no

estamos aún casadas? Somos de oros.- No habéis salido de ese palo. Las de oro son las

rubias, mi ideal. Y vosotras sois morenas, de lo máscomún y corriente.

- ¡Vete a freír buñuelos! -profirió Valia conafectada ira, amenazándole con la pala.

- ¡Oh, no le envidio a tu futuro marido! -Tólstikov hizo chocar las palmas de las manos yluego de hacer un guiño a las chicas, se fue a susección del taller de fundición.

Las muchachas rompieron a reír. Los prisionerosde guerra ocupados en la fábrica les gustaban másque los muchachos residentes en el mismo campoque ellas. Eso se explicaba porque los prisioneroseran, en su mayoría, jóvenes, mientras que entre losobreros traídos de las zonas ocupadas predominabanmocosuelos no salidos aún de la adolescencia yhombres relativamente viejos que por uno u otromotivo no habían sido llamados a filas. Esto, por unlado. Y por otro, los prisioneros se portaban en lafábrica, lo mismo que en todas partes, con másdignidad y resolución que los demás. A ello cabeañadir que, a los ojos de las muchachas, les ceñía la

romántica aureola de héroes que habían vertido susangre defendiendo la Patria Soviética. Sus palabraseran escuchadas con atención y su opinión apreciadaen sumo grado. Durante las cortas pausas de lacomida o las largas horas nocturnas de los bombardeos aéreos, cuando los obreros eran metidosen los refugios, a Pokotilo, Tólstikov, Doroñkin,Kúritsin y otros prisioneros se les presentaba laocasión de conversar con los "obreros orientales". Dela amistad brotaba a veces el claro y puro sentimientodel primer amor, un amor penoso, oculto. Y tantomás ansiado era, por eso, cada breve encuentro en el

taller, cada mirada fugaz que se dirigían losenamorados cuando iban, escoltados, en diferentescolumnas.

Entre los "obreros orientales" de la fábrica

 Krauss-Maffeil   había cuatro o cinco de la mismaedad que la mayoría de los prisioneros. Uno de ellosera Savva Batovski, rechoncho, de cabello rubio,frente ancha y nariz respingona, y otro, Daniel Levin,mozo gallardo y apuesto con bigotito negro, parecidoa un montañés circasiano. Las chicas sospechaban,no sin razón, que ellos habían combatido en las filas

del ejército y que, posiblemente, se habían evadidodel cautiverio. Su opinión era muy tenida en cuenta.Los demás, a excepción de los viejos, eran, segúnLida, coetáneos y a juicio de sus amigas mayores,mocosuelos.

Albert resultó ser un anciano encorvado, derugoso semblante, que trajinaba de continuo en sudepósito. Ora clasificaba las herramientas en losanaqueles, ora limpiaba el polvo, sin cesar derezongar para sus barbas. Recibió a Lida con airegruñón; la midió, descontento, con una mirada penetrante de sus ojos seniles descoloridos, le metió

un trapo en la mano y le dio la espalda para retornar asus ocupaciones. La muchacha le cobró antipatíadesde el primer momento, comprendiendo que allítendría que derramar muchas lágrimas. Para colmo,la habían separado de Valia. Si estuviesen juntas, eltrabajo sería más llevadero...

IIUna voz proveniente del otro extremo de la

 barraca salmodiaba tristona:

 Año Nuevo. La vida ha cambiado. El campo está envuelto en punzante alambrada

Ojos severos vigilan a cada trecho. La muerte con la guadaña del hambre nos

acecha...

Lo cantaba con la música de un tango que en otrostiempos se había bailado tan alegremente con lacompañerita en el club de la fábrica...

- ¡Oye, amigo! ¡Acaba de una vez tu misa dedifuntos! -gritó Iván Tólstikov, sin poder contenersemás.

Pero el cantor, invisible a la mortecina luz de la

única bombilla, continuó su salmodia:- Y el Año Nuevo volverá a nosotros...- ¡Por amor de Dios! -imploró Iván-. ¡No me

desgarres el alma!- Déjale -intervino Shájov en tono conciliador,

dándole una palmadita al hombro-. No le escuches, sino te agrada... ¿Qué hay de nuevo?

- El español ha dicho que los nuestros están presionando terriblemente a los alemanes enStalingrado. Parece que han cercado a unos cuantos.Dice que a los fascistas les están pegando duro enÁfrica también.

- ¿Y el segundo frente?- Por el momento, están de preparativos.A continuación, pasaron a hablar de asuntos

concernientes al campo y a la fábrica. En los últimos

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meses se había logrado hacer bastante, y sobre todo,unir a la gente y crear, si cabe la expresión, unaopinión pública en el campo de los prisioneros. Elesmero en el trabajo independientemente de la causa por la que se hiciera, era ya vituperable. Los unos sehabían esmerado antes por miedo al castigo; los otros por su honestidad, por la costumbre del especialista

de hacerlo todo bien. No hubieran querido trabajarasí para los alemanes, pero su naturaleza sesobreponía. Fue preciso presionar sobre éstos yaquéllos.

Y eso dio efecto: aumentaron las fallas,disminuyó el ritmo de la labor. Los prisioneros,haciendo caso omiso de los gritos, las amenazas y loscogotazos, trabajaban mal, sin darse ninguna prisa.

El sabotaje había adoptado también otras formas.Los prisioneros se llevaban del taller todo cuantoestaba al alcance de la mano y que podía servir paramejorar sus condiciones de vida: pedazos de cobre y

de bronce, limas rotas, viejas correas de transmisión.Empleaban el metal para hacer petacas, polveras ycaprichosos estuches, y las correas, para confeccionarsandalias. Todo eso era luego objeto de trueque en eltaller. Los alemanes daban a cambio pan, cigarrillosy patatas. Los soldados de la escolta quisieron tomar parte en aquella ventajosa transacción. ¡Y no era paramenos! Los prisioneros ofrecían por media hogaza de pan seco magníficas pitilleras de bronce, dediferentes formas y ornamentos, que podían ser luegorevendidas a la población civil. Por eso los guardiashacían la vista gorda cuando los prisioneros quevolvían de la fábrica llevaban muy abultados los bolsillos del capote o el vientre. En la fabricación de pitilleras, polveras y mecheros fue invirtiéndose paulatinamente una gran cantidad de metales noferrosos.

Shájov y sus compañeros se esforzaron porincorporar el mayor número posible de prisioneros aesta producción, comprendiendo que con ello seobtenía doble resultado, pues se mejoraba laalimentación de éstos y se ocasionaba, en ciertamedida, perjuicio al enemigo. Tal vez fuesen

 pequeñeces... pero ¿acaso la bala, que es también pequeña, no arrebata la vida? Al poco tiempofuncionaban en el campo talleres clandestinos que, por encargo de alemanes emprendedores,transformaban las materias primas sustraídas a lafábrica en calzado y objetos de arte.

La enfermería empezó a contribuir en granmedida a la unificación de las fuerzas. Siendo elcampo adscrito a la fábrica Krauss-Maffeil  uno de losmás grandes de Munich, el puesto de sanidad delmismo atendía a los prisioneros de los equiposobreros de los alrededores. Kúritsin tenía razón: no

todos los moradores de la barraca de Shájov, nimucho menos, eran gente perdida. Luego de mirarlosmás de cerca, Vasili comprendió que se habíaequivocado al hacer extensivos a todos los demás el

desprecio y la animadversión que le merecía Shulgá.Entre ellos, por supuesto, no faltaban canallas; perotambién había buenos compañeros, tales como losmédicos Popov y Tremba o el practicanteKamoberdá. Entre los cocineros y pinches seencontraron igualmente muchachos bastantedecentes, aun no estropeados del todo.

Vasili no se apresuró a entregar la carta ni a exigirayuda y cooperación a sus compañeros de barraca.Estuvo sondeando largamente a cada uno yacercándoseles poco a poco, con mucho tiento.Tremba, hombre callado y sombrío, fue quien mástrabajo le dio. Siempre había observado a Shájov conuna mirada torva de sus ojuelos pequeños, profundamente asentados en las órbitas, como los delos osos, mientras fruncía sus pobladas cejas, sin pronunciar palabra. Pero un día abrió el pico:

- Oye, Vasili, ¿por qué me andas rondando comouna zorra a un puerco espín? Veo que tratas de

calarme, pero no puedes. Dime sin rodeos, ¿quéquieres?

Y Shájov se decidió a hablar:- ¿Qué piensas de esta vida, Alexandr?- ¿Quieres que me confiese? Tú mismo ves que

me esfuerzo por curar a los que están ya con un pieen la tumba.

- ¿Y para qué los curas? ¿Para que con su trabajo beneficien a los fascistas? -replicó Vasili en el mismotono que su interlocutor.

Al ver con cuánta inquina le miraba éste, Shájov pensó: ahora mismo se me echa encima y meestrangula. Pero Tremba le dio la espalda:

- Yo creía que tú tenías sesos en la cabeza, peroveo que tienes ahí sólo paja.

Y quiso irse. Vasili le puso la mano en el hombro:- Perdona. Ha sido una estupidez por mi parte

hablarte así. No te enojes. Te lo pregunto con todafranqueza: ¿quieres luchar contra los fascistas?

Tremba le miró con ojos escrutadores y carraspeó.-Lo estoy haciendo ya. Conservar en lo posible la

vida y la salud de nuestra gente soviética, ¿no esluchar acaso?

- Te hablo de otra lucha, de la verdadera...- ¿Y ésta qué es? ¿De juguete? -Tremba resollóindignado-. ¿Sabes tú que yo, con estas manos, he puesto en pie a gente que se moría ya? ¡La arrancabade la tumba! ¡Lucha primero como yo, y luego dirás!¿A qué otra lucha te refieres? Yo no estoy habituadoa manejar el fusil. ¡Mis armas son el bisturí y misconocimientos!

- Y el amor a la Patria -añadió bajito Vasili.Al oír estas palabras de su compañero, Tremba se

acercó hasta casi rozarle, le miró a los ojos y con sumanaza de oso le dio una palmada al hombro.

- Veo que tienes sesos. ¡Sí! Has dicho bien: elamor a la Patria, a los compatriotas, es también unarma. Sin eso, yo no hubiera podido manejar el bisturí, de nada me habrían servido mis

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conocimientos... ¿A qué te refieres, pues, al hablar dela lucha? Amigo mío, ¿qué pueden hacer sin armaslos prisioneros?

- Tú mismo acabas de reconocer que el amor estambién un arma. ¿No es así? Un arma invisible, perola más potente. Porque viviendo en el alma, no puedeser arrebatada, a menos que no sea juntamente con el

corazón. Todos la llevamos en el pecho...- No digas eso. Hay quienes la han arrojado de

allí. ¿Por qué debo decírtelo yo, si tú mismo, estandoaquí, lo ves?

- No me refiero a aquéllos. No entran en lacuenta...

- Basta de propaganda. Te he comprendido. ¿Quédebo hacer?

Al enterarse de lo que hacía falta, Tremba silbódecepcionado:

- ¿Y eso es todo?... ¡Vaya! Yo creía que se me pediría lo imposible. Han sido más las palabras...

- Eso es para comenzar, Luego Veremos -leaseguró Shájov.

Parecía poco lo que, a primera vista, se pedía a losmédicos. Debían eximir del trabajo a gente necesaria,retener a los enfermos en el hospital por más tiempode lo que el tratamiento requería; en fin, procurar quela enfermería estuviese siempre repleta y se redujeseen lo posible el número de prisioneros aptos para laactividad laboral. Se les había encomendado tambiénuna tarea algo más compleja: aprovechar la estanciaen la enfermería de los prisioneros llegados de otroscampos para, a través de ellos, ponerse en contactocon sus grupos y obtener una información sistemáticade lo que allí sucedía. No se podía confiar de todoslos pacientes sin excepción; era preciso procedersegún el proverbio que reza: "mide siete veces antesde cortar".

Gracias a la ayuda ofrecida por los cocineros y pinches, así como con las provisiones que seobtenían del trueque de los objetos fabricados en elcampo, se logró mejorar en cierto modo laalimentación de los enfermos y débiles para que pudiesen reponerse.

La policía del campo -integrada por prisioneros-,que hasta entonces había repartido a diestro ysiniestro puñetazos y puntapiés, se volvió más mansaal ver lo unida que se mostraba la gente. Cierto esque las blasfemias y amenazas continuabancerniéndose sobre las cabezas como nubarrones detormenta, pero la cosa no iba más allá. La policía nose atrevía ya a hacer uso de los puños.

Al mirar a sus compañeros, Shájov se acordabainvoluntariamente de cómo habían sido meses antes.Hombros caídos, ojos apagados, cabezas gachas:todo llevaba impreso la resignación, el abatimiento,

la humillación. Pero ya no eran así. En absoluto.Aunque su físico no había mejorado -la misma tezgrisácea sobre las mandíbulas, las mismas espaldasencorvadas y las costillas salientes como

empalizadas-, andaban más firmes y seguros, con lacabeza erguida, y en sus ojos no se leía el miedo ni lasumisión, sino un pensamiento vivo. ¡Ahí estaba ladefensa de la dignidad humana, acerca de la cualhabía hablado y en aras de la cual había aceptado lamuerte el comisario Mijaíl Sazónov! y en ello había puesto su granito de arena Shájov.

IIICon ruido se estrellan las olas invernales del mar

del Norte en el férreo revestimiento de la nave,inclinándola hacia acá y hacia allá. El hierro exhalafrío. Los compartimentos de la bodega están repletosde prisioneros. Hace ya dos días que el mar lossacude.

Kalinin y sus compañeros han logradoacomodarse cerca de la escala que va a cubierta.Aunque aquí hace mucha corriente y el aire húmedode arriba penetra y cala, no hay tanta oscuridad ni laatmósfera es tan sofocante como en el fondo de la

 bodega. Los prisioneros, tumbados sobre eltrepidante suelo, hablan en voz baja, preguntándose adónde les llevarán ahora los alemanes.

Días atrás les obligaron a formar filas, losllevaron a la estación, los metieron en los vagones ylos enviaron a Oslo. Nadie sabía a qué se debía tal precipitación ni por qué se los había retirado deLarvik. Tampoco los retuvieron por mucho tiempo enOslo: los metieron en la bodega del barco, y empezóla marejada.

¡Cuántos comentarios!, ¡cuántas conjeturas! Esteasegura que los ingleses han realizado undesembarco de tropas en Noruega; aquel dice que, al parecer, los nuestros han emprendido el avance desdela península de Kola y que los hitlerianos se llevan alos prisioneros para que no se subleven cuando lastropas inglesas o soviéticas se aproximen. Haytambién quienes creen que los guerrilleros noruegoshan empezado a actuar, y también quienes... en fin,cada cual piensa a su manera.

- Lo más curioso es que no hemos acabado en elaeródromo -dice pensativo Orlov, abordando ya eltema por enésima vez.

Grigori no tiene ganas de discutir.- No te rompas la cabeza, Volodia. Así comohemos trabajado en los últimos meses,necesitaríamos dos años más para acabarlo.

- Es verdad, pero...Cada cual tiene su ocupación. Kalinin, envuelto

en el capote marinero, duerme inhalandosonoramente el aire con la boca desdentada muyabierta. Pegado a su hombro, yace Beltiukov: éste nodesperdicia la ocasión de echar un sueñecito.Seriozha Laptánov jadea mientras trata de asegurarcon un alambre la suela desprendida. El esfuerzo le

obliga a sacar afuera la puntita de la lengua, igualitoque a los niños. Orlov, que no tolera lo vago eimpreciso, se devana la sesera preguntándose por quéles habrá sacado tan aprisa de Noruega y a dónde los

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Los soldados no se ponen de rodillas 29

llevarán. Grigori, medio adormecido y atento al ruidode las olas, evoca las últimas semanas...

En general, no había ocurrido nada extraordinario.Una sucesión continúa de días grises invernales, taniguales como las piedras del fiordo. El toque dediana, la lista, el jarro de aguachirle templada que, nose sabe por qué, se denominaba "café". La ida al

trabajo, la vuelta. Otra vez la lista. La escudilla desopa aguada y el pedazo de pan. El toque de silencio.Los parloteos en voz baja y a plena voz en las barracas. Y así, día tras día...

Sin embargo, aquellas semanas habían tenido algoimpreciso a primera vista, pero que decía bien a lasclaras que los prisioneros no eran ya los mismos. Los picos se alzaban con mucha más lentitud que antes ylas piedras tardaban mucho más en desmoronarse.Los prisioneros trabajaban con desgana, animándosemuy poquito sólo al oír la voz del centinela. Cabedecir que los guardas también se habían vuelto más

moderados en cuanto a reprimendas y castigos. Poralgo no dejaban de pronunciar con horror ydesconcierto la palabra "Stalingrado"...

Anochecía cuando retumbaron en la cubierta pasos de botas herradas y voces de mando comoladridos de perros. Los prisioneros se levantaron precipitadamente, pensando que había llegado el fin,que ahora mismo iban a ser pasados por las armas.Pero no, los hitlerianos no estaban como para eso, pues por Occidente habían aparecido aviones. Seapercibieron de ello demasiado tarde, cuando lostenían encima. Un surtidor de agua, y tras él otro, brotaron a poca distancia de la nave. Mientras losaviones viraban para atacarla de nuevo, los alemanesse recobraron de la sorpresa, y entonces comenzarona tabletear las ametralladoras y a ladrar losantiaéreos.

Una sombra humana se deslizó ante Ereméiev y,con agilidad felina, salvó la escala. Grigori quedó pasmado; pero en el acto se lanzó en pos delmuchacho. Era preciso atajarle, puesto que, en estadode sobresalto, el centinela que vigilaba junto a laescotilla podía matarle...

Grigori dio un traspié, rodó escaleras abajo, ycuando llegó por fin a la salida, el prisionero habíadesaparecido de la vista. La escotilla estaba abierta,como siempre. Ereméiev asomó con cuidado lacabeza y echó una mirada en torno. La cubiertaestaba atestada de camiones cubiertos, dispuestos endos filas, y entre ellos se alzaban pilas de cajas. Aldivisar a un hombre agazapado de bajo de un coche,Grigori, conteniendo la voz le llamó:

- ¡Eh, tú, ven acá!Pero el hombre se alejó más aún.- Mira que el bombardeo va a acabar ahora

mismo, y si el centinela vuelve, te liquidará de untiro. -Grigori paseó una mirada llena de alarma por lacubierta-. ¡Ven, rápido!

Sea por el sentido o por el tono con que lo había

dicho, sus palabras surtieron un efecto serenante al prisionero. El hombre salió de debajo del coche y yase venía hacia la escotilla cuando de pronto viróhacia las cajas y se inclinó sobre una de ellas, sobreotra… 

- Date prisa… -Ereméiev no se contuvo de soltarun taco.

El prisionero se metió de un salto por la escotilla.Traía muy abultados los bolsillos del capote.

- ¿Estás loco? -le espetó Grigori, arrastrándole dela manga para apartarlo de la entrada.

- ¡Como para no estarlo! ¿Quién quisiera diñarlaen este sótano? Como nos caiga una bomba encima,correremos la suerte de los gatitos ciegos. Así almenos he visto un poco el cielo antes de morir.

- ¿Y si el centinela hubiese estado en su puesto?- El susto me impidió pensarlo... Mira lo que les

he birlado a los alemanes. ¡Esto sí que es gloria!Y sacó de entre sus ropas unas cuantas latas de

conserva y dos botellas de vino.- Tienen las cajas llenas de estas delicias.

¿Echamos un trago?Ereméiev vaciló. No era tanto el vino como las

conservas las que le tentaban. Pero se sobrepuso y ledio la espalda.

- Yo solo no tomo.- Tomaremos los dos. ¿No soy persona acaso?- Tú no entras en la cuenta, porque no te conozco.

Me refiero a mis amigos. ¿Cómo te llamas?- Andréi Pivovárov... ¿Tienes muchos amigos?- Bastantes.- Esto no alcanza para todos, -Andréi volvió a

guardar las botellas y las conservas en los bolsillos yentre sus ropas-. Conque ¿no quieres?

- Vamos. Te los presentaré...Laptánov declaró categóricamente que no debían

 beber, pues la situación no lo permitía, y además, porfalta de costumbre, un trago bastaría para armar la deCristo es Dios y caer en manos de los alemanes.Kalinin permanecía a la expectativa: no decía ni sí nino. A Ereméiev le parecía que no sucedería nada sise bebían dos botellas entre seis personas. Beltiukov

le dio la razón, pero Orlov no. Andréi estaba queardía: pugnaba por levantarse e irse a su lugar con las botellas, rezongando que, de haberlo sabido, no sehabría liado con gente que sólo le hacía perder eltiempo.

Kalinin, clavados los ojos en el vino, suspiró:- ¡Ay, hermanos! ¡Qué ganas tengo de echar un

trago! ¡A qué mentir! Hace tiempo que no me ha pasado ni una gota por el garguero. ¿Qué ocurrirá sitomamos un poquito cada uno? ¿Eh? Por nuestrotriunfo, por la muerte del fascismo...

Grigori le coreó:

- Por que quedemos vivos y regresemos a nuestroshogares.

- ¡Yo no tomo! -Laptánov entornó los ojos yhendió el aire con el canto de la mano-. Para brindar

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 por eso, hay que repartir el vino entre todos los presentes, aunque no le toque más que una gota acada uno. Tomar nosotros solos, es una falta decamaradería.

- ¡No tomes si eres tan riguroso! -Andréidescorchó la botella y se la llevó a la boca-. ¡Anuestra salud!

Beltiukov le asió de la mano.- Espera. Así no sirve. El problema no está

resuelto aún.Andréi se enfureció.- ¡Iros todos al cuerno! A lo mejor dentro de cinco

minutos nos cae encima una bomba y vamos a pique.¡Suelta la botella! ¡No es tuya! ¡Yo la he traído!

- Tienes razón -Kalinin tomó la botella de manosde Beltiukov y la miró al trasluz-. Es tuya, sin duda.Y repartirla entre todos es imposible. Pues entonces,¡que no le toque nada a nadie!

Y estrelló la botella contra el suelo de hierro.

Andréi quiso salvar al menos la segunda botella, peroya era tarde. El vino se derramaba como un charcooscuro, proyectando reflejos sanguíneos opacos a laluz de la bamboleante lámpara.

- Llévate las conservas, cómetelas tú solo yconsuélate -dijo Grigori, tragándose la saliva.

Andréi, sin responderle, tenía los ojos clavados enel charquito; luego, poniéndose a gatas, quiso arrimarla boca a él. Pero Beltiukov le apartó de allí,asiéndole por el cuello del capote.

- ¡No seas cochino! ¡Cómo no te da vergüenza ponerte de rodillas ante ese aguapié alemán....

Andréi prorrumpió en sollozos. Nadie habíaesperado eso. Con la respiración entrecortada y loslabios trémulos, murmuraba:

- Arriesgué la vida... Podían haberme matado deun tiro... ¡Y vosotros tiráis esa delicia por el suelo!¿Por qué?... Da miedo pensar... que iremos a pique...Quería echar un trago antes de morir...

Todos percibieron un malestar, como si hubieranocasionado daño a un niño. - ¡Pero qué niño ni quéocho cuartos! ¡Tan grande y con esa pelambrera! ¡¿Aqué soltar los mocos?!

Laptánov posó la mano sobre el hombro deAndréi:- Oye, deja de chorrear. Mira que nos inundarás y

nos iremos a pique antes de que nos caiga encimauna bomba... ¿Oyes? ¿Cómo te llamas? Mira, pues,Andréi, quedo debiéndote dos botellas de vodka.Toma mi dirección de Nóvgorod. Si vienes a vermedespués de la guerra, te pagaré por lo de hoy. Pero noolvides la dirección... ¡Hermanos! ¡El bombardeo haterminado!...

Y otra vez Hamburgo, el mismo campo de donde,nueve meses antes, les enviaran a Noruega. Y al cabo

de unos cuantos días, otra vez en camino, otra vez losventanucos enrejados de los vagones de mercancíasrepletos de prisioneros. Las ruedas traquetean sincesar. La noche sucede al día, la mañana a la noche,

la tarde a la mañana; y la marcha no cesa. Una solavez al día se abren las puertas de los vagones enalguna estación para dar de comer a los prisioneros.Ya no les dejan morir de hambre ni de sed, porqueAlemania necesita sus brazos. El Frente Este requieremás y más divisiones. Alguien debe ocupar el lugarde los que se han ido al ejército. Alguien debe cavar

la tierra, picar la piedra y atender las máquinas...

Capítulo V. Nace la fraternidad.

I

La animadversión que el contramaestre la habíainfundido a Lida se disipó bien pronto. Al cabo deunos días ella comprendía ya que el vejete no eramalo ni gruñón. Su aspecto exterior y conductahabían sido bastante engañosos Albert no tragaba alos nazis. Cuando algún contramaestre entraba en eldepósito gritando con el brazo estirado haciaadelante:  Heil Hitler!  el viejo farfullaba algo en

respuesta, fingiendo estar ocupadísimo. Un día bajóla voz y, clavándose el índice en el pecho, le dijo aLida que él había sido comunista.

- ¿Usted ha sido... comunista? -se asombró ella,arqueando las cejas.

El entendió a su manera la perplejidad de lamuchacha.

- Sí, lo he sido. El partido no existe ya. Todosestán recluidos en las cárceles y en los campos deconcentración. Y quienes han logrado salvarse, seocultan. Cada cual vive para sí -concluyó Albert convoz tristona.

 No era eso lo que sorprendía a la comprensivaLida. En su mente no se asociaba el alto concepto de"comunista" con ese hombre ajetreado, de cararugosa. Según ella, los comunistas alemanes -todossin excepción- debían ser como Thaelmann:robustos, de hombros anchos y frente abombada.Pero éste... La muchacha se encogió de hombros condesconfianza.

Al ver eso, Albert se ofendió.- ¡Tú eres una tonta, una chica tonta! No

comprendes nada. Yo no tengo ahora contacto con el

 partido; pero detesto a Hitler y a los nazis. Y no soyel único. Muchos alemanes los odian. Tenernos unacanción secreta. Está prohibido cantarla. Se llama Los doce rezongones. Escucha.

Y con voz temblorosa, senil, se puso a cantar:

 Eran doce rezongones,raros por entonces.Uno dijo: 'Goebbels miente", y quedaron once. Eran once rezongones,mudos esta vez.

Uno razonó en silencio, y quedaron diez.

De las pocas palabras que la chica pudo

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Los soldados no se ponen de rodillas 31

comprender dedujo que la cancioncilla tenía unsentido mordaz y burlón. Los fascistas se llevaban alos rezongones, uno tras otro, y éstos iban siendocada vez menos.

Cuatro son los rezongones,

les fallan los pies.

Uno suspiró ante su hijo, y quedaron tres...

Albert enmudeció de pronto, compungió el rostrocon dolor y dijo apesadumbrado:

- Los nazis han pervertido a los jóvenes. Anuestros hijos. Los han convertido en fisgones. Peroel mío quedó siendo mío hasta el fin... Pereció hacecinco años en España. Posiblemente, segado por una bala alemana. Era también comunista, soldado de una brigada internacional...

Y siguió cantando:

 Eran tres los rezongones sin salud ni voz.Uno se rascó el cogote, y quedaron dos...

 Al rezongón que esto cantó por poco lo ahorcaron. En Dachau, adonde se le envió,los doce se encontraron.

- ¿Sabes lo que es Dachau? ¡Oh, el infierno! El primero de todos los campos de concentracióncreados en Alemania. El campo de la muerte. ¿Será posible que no hayas oído hablar de él? Si seencuentra a escasos cuarenta kilómetros de Munich.¡Oh!, allí hay muchos rezongones, muchos enemigosde los nazis. ¿Sabes cómo termina la canción?Escucha:

 Adolfo ha dicho: "¡Se acabó!¡No hay más rezongones!"

 Pero han quedado por doquier… ¡decenas de millones!

El viejo, fija la mirada en un rincón del depósito, permaneció un rato en silencio. Luego dijo, dando un puñetazo a la mesa:

- ¡Sí, decenas de millones! ¡Nosotros rezongamos,gruñimos, odiamos a los nazis y nos acordamos de laRepública Soviética de Baviera! Pero... -la tristeza sedibujó en su semblante, las arrugas se destacaron aúnmás-. Hacemos sólo eso: rezongar. Cada cual parasus adentros. Nadie se atreve a franquearse con losamigos. Somos como los dedos en un guante: cadacual en su lugar...

Lida constató con dolor cuán pequeña e impotenteera ella; pues en vez de sugerirle algo práctico, no podía sino escuchar y asentir con la cabeza. ¡Ay, si pudiera Albert conocer a Iván Tólstikov o a Nikolái

Kúritsin! Estos le dirían lo que era preciso hacer...A la primera ocasión, ella habló con Tólstikov. El

se aconsejó de sus amigos y al día siguiente le dijo aLida que, por el momento, no había ningunanecesidad de que él ni cualquier otro prisionerotrabasen amistad con el viejo, pues podía espantarle.Y, en general, era menester sondear al alemán. No

obstante debía utilizársele como fuente deinformación para saber qué sucedía en la ciudad y enlos frentes, cuál era el estado de ánimo de los obrerosy a quién de ellos se podía confiar.

Un día de febrero de 1943, Albert, agitado a másno poder, echó el cerrojo a la puerta del depósito y lehizo a Lida una seña, invitándola a acercarse alescritorio. Extrajo del bolsillo un papeluchoarrugado, lo alisó cuidadosamente con la mano ysonrió feliz:

- ¡Mira! Resulta que no nos limitamos a rezongar.¡Es una octavilla! ¡Y, según acabo de enterarme, no

es la primera! ¿Sabes dónde las difunden? ¡En laUniversidad! Veo que los nazis no han estropeado alos jóvenes. ¡Los estudiantes también detestan aHitler!

Albert anduvo el día entero radiante de alegría.Antes del fin del turno Lida se decidió a pedirle quele diera la octavilla por una sola noche. El viejo lamiró fijamente como si la viese por primera vez, yaunque sus labios delgados se dilataron en unairónica sonrisa, él le entregó la octavilla.

- ¡Ten cuidado! -le advirtió-. Si te la encuentran,todo habrá acabado. Para ti y para mí… 

La muchacha asintió con la cabeza y corrió en busca de Tólstikov. Le metió en la mano el arrugado papelucho y le explicó precipitadamente, en voz baja,lo que aquello era y de dónde procedía.

Al anochecer, Iván, sentado en una litera dearriba, leyó la octavilla a sus compañeros:

"¡Hermanos! En el pueblo alemán se notaefervescencia…  Ha llegado la hora de que nuestra juventud ajuste las cuentas a la más vil de las tiraníassoportadas por el pueblo alemán... Estudiantes: el pueblo alemán tiene puesta la mirada en nosotros.

Espera que acabemos en el año 1943 con el terrornacional-socialista, del mismo modo que en 1813 se puso fin a la tiranía napoleónica. En ambos casos, laluz llegó de Oriente: en otros tiempos, del Bereziná,y ahora de Stalingrado. Los caídos en la batalla deStalingrado nos llaman a la acción".

Al pie de la octavilla rezaba: "La Rosa Blanca".Se produjo un silencio prolongado. El hecho de

que en Alemania no todo, ni mucho menos, marcharadebidamente, puesto que hasta los estudiantes semanifestaban en contra del fascismo, fue para losamigos una nueva muy grata, sorprendente y en

cierto inverosímil. Si lo hubiesen hecho los obreros,habría sido muy natural; pero se trataba deestudiantes, de intelectuales...

Glújov sonrió con escepticismo:

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- Protestan contra Hitler, cuando los nuestros leshan sacudido la badana. A que antes no abrían el picoo gritaban  Heil Hitler!, cuando los alemanestriunfaban...

Shájov quiso objetar, pero no hallaba palabras. Laúltima frase de la octavilla le ponía, realmente, enguardia. ¿Y si no hubiera habido caídos? ¿Si los

fascistas hubiesen avanzado con todo éxito? ¿Cómohubieran reaccionado entonces? ¿No habrían dichonada? ¿Se habrían conciliado con los nazis?

- No se trata de eso, muchachos -dijo Kúritsin,mientras examinaba la octavilla-. Esas son, por asídecirlo, las causas, y a nosotros nos interesan lasconsecuencias, y los resultados. Lo más significativoes que entre los alemanes hay efervescencia, que aHitler deberá preocuparle ahora su propiaretaguardia. ¡Ay, si pudiéramos ponernos en contactocon esa Rosa Blanca!

- ¡Qué nombre más raro para una organización

clandestina! -comentó Glújov en tono burlón-.¡Exclusivo para las damas! ¡Hubieran podidollamarla también "Guisante de Olor!" ¿Por qué rosa blanca y no roja? La roja vendría más al caso...

- No busques la quinta pata al gato -le atajóPokotilo con su voz profunda-. Son simplesestudiantes, y no comunistas. La rosa blanca es, a mientender, algo así como símbolo de pureza, de no participación en los crímenes de los fascistas...

A la mañana siguiente Lida devolvió la octavilla aAlbert. Y el viejo, después de estudiar lo escrito,como si hubiera querido aprendérselo de memoria,escondió el papel bajo una tabla del suelo.

Al cabo de unos días, llegó más negro que unnubarrón de tormenta. Se desplomó en la silla comosi le flaquearan las piernas y dejó caer la cabezasobre los brazos. Lida, empavorecida, le puso lamano en el hombro.

- ¿Qué pasa, señor Albert?- ¡Se acabó! ¡"La Rosa Blanca" no existe más! -

Unos gruesos lagrimones rodaron por las rugosasmejillas del anciano-. Los nazis la han aplastado consus botazas... Y no me llames señor ”… 

Lida se fue corriendo al sector de fundición yllamó aparte a Tólstikov, el cual, después de escucharel incoherente relato de la muchacha, le encomendóalgo al español que trabajaba en pareja con él.

- Vamos allá, Lidita -dijo, abarcando con el brazolos hombros de ella-. Quiero hablar con tu viejo.Creo que ya chapurreas en alemán... -Y al entrar enel depósito, se presentó-: Soy la persona a quien Lidaha dado la octavilla. Señor …  perdone, camaradaAlbert... explíqueme, por favor, lo que ha sucedido.

El viejo le miró con desconfianza. La muchachase acercó al alemán.

- Es mi amigo. Le conoce a usted. No tengamiedo. Confíe en él.

- Yo no tengo miedo -contestó Albert en tonogruñón y les dio la espalda-. Si han sido jóvenes,

guapos, los que han perecido por esta causa sagrada,¿por qué debo yo, tan viejo, aferrarme a la vida?

Y, embargado por la emoción, empezó a contar.De su relato, largo y confuso, plagado de toda clasede digresiones que se remontaban al pasadorevolucionario de Albert, Tólstikov esclareció losiguiente:

Munich, a juicio del anciano, era a la sazón laciudad maldecida por millones de habitantes delOrbe. De sus cervecerías había salido la negra víboradel nacional-socialismo que, transformado con eltiempo en una boa gigantesca, había aprisionado atoda Alemania y emponzoñado a miles y miles dealemanes honestos. En Munich había iniciado susanguinaria campaña -primero por el país y luego portoda Europa el detestable soldado Schicklgruber,conocido en el presente por el nombre de Hitler. Yeso que Munich era la ciudad donde por vez primeraen Alemania había nacido el Poder soviético: la

República Soviética de Baviera. Y a pesar de su cortaexistencia, pues había sido estrangulada por losverdugos, la primavera del año 1919 no se borraría jamás de la memoria. Y no se había borrado. Poralgo, en los días más tétricos, cuando las hordashitlerianas avanzaban en el Frente Este, un grupo deestudiantes de la Universidad de Munich habíafundado "La Rosa Blanca". Los periódicos de ese díaanunciaban que los miembros de esa organizaciónhabían sido sentenciados a la pena capital yajusticiados.

Albert les contó lo que había leído en los diarios yoído de boca de sus compañeros. En toda la ciudadno se hacía sino hablar de ello. Resulta que "La RosaBlanca" no estaba integrada por estudiantessolamente. A ella se había incorporado hasta el profesor Kurt Hubert. Los hermanos Hans y SophieScholl encabezaban la organización. Su padre había pasado unos cuantos años en una cárcel fascista. YHans había sido soldado raso en el Frente Este. A suregreso a Munich después de ser herido, contódetalladamente lo que había visto en Rusia, habló dela crueldad de los hitlerianos y de la valentía de los

rusos, demostrando así que cuanto decía el serviciode propaganda de Goebbels acerca de la RusiaSoviética y de la vida en ese país era pura mentira.Hans y Sophie hallaron entre los estudiantes a genteque compartía sus ideas. Ya a fines de 1942empezaron a difundir octavillas manuscritas, en lasque decían la verdad acerca de la guerra y la UniónSoviética y estigmatizaban al fascismo. Lasoctavillas pasaban de mano en mano y eran halladasno sólo en Munich, sino hasta en Augsburgo,Stuttgart, Linz, Viena y Hamburgo. Hada tiempo quela Gestapo seguía las huellas de los miembros de esa

organización clandestina hasta que un día descubrió aWim Graf, a Alexander Schimfell y al profesor KurtHubert. Al detenerles hallaron en su poder lasoctavillas. Después de la derrota de los hitlerianos en

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Stalingrado, Sophie, Hans y su amigo ChristophProbst cometieron la imprudencia de dispersar en pleno día por la escalera de la Universidad deMunich cientos de octavillas exhortando a lucharcontra el fascismo. Los detuvieron en el acto, y alcabo de cuatro días todos los miembros del grupofueron ajusticiados...

Cuando el alemán hubo acabado su relato,Tólstikov dijo muy seguro:

- Camarada Albert, créame: se alzarán nuevosluchadores, ¡Sí, se alzarán! Es sólo el comienzo.

El viejo avanzó, impulsivo, hacia él y le tendió lamano, una mano descarnada, de dedos largos y finos.

- Sí, camarada. Le creo. ¡Ellos se alzarán! -yelevando el puño crispado a la altura de la sien,exclamó-: Rot Front!

IIContrastando con el lluvioso y cenagoso invierno

de Oslo y Hamburgo, Italia maravilló a los

 prisioneros con su tibio febrero, su cielo azul, sulujuriante vegetación y su sol esplendoroso. Diríaseque habían traído a los rusos a ese paraíso terrenalcon el expreso fin de darles calor y reblandecer susendurecidos corazones.

Después del baño, en el vasto campo dedeportación, tuvieron que cambiar de vestimenta. Lesdaba pena separarse de sus guerreras y capotes.Convertidos ya en harapos, con remiendo sobreremiendo, era, pese a todo, el uniforme soviético, conel cual habían ido al combate y experimentado tantas penurias y sufrimientos. Por él habían podidoreconocer en el acto, hasta desde lejos, a los propios.En cambio ahora debían ponerse lo que les daban, loque los hitlerianos habían cogido en los depósitos delos ejércitos derrotados: pantalones polacos yfranceses, guerreras serbias y belgas, capoteschecoslovacos. Solamente el calzado era alemán, deun tipo único: zuecos enormes que se caían a cada paso de los pies y producían callos sangrantes. Conellos no podrían andar mucho. En apariencia, a los prisioneros no les había quedado ya nada ruso.

Al cabo de unos días, los recién llegados fueron

distribuidos entre los equipos de trabajo. Los amigostrataban de mantenerse unidos a fin de ir a parar a unmismo equipo. Y lo lograron. Allá había sidoenviado también Andréi Pivovárov, el cual, despuésde lo sucedido en el barco, miraba con ciertaanimadversión a ese amistoso grupo y al propiotiempo trataba de arrimarse a él.

Helo ya al camión llevando velozmente adieciocho prisioneros y cuatro soldados por unaestrecha y hermosa carretera. A la derechacentelleaba el mar, de un azul densamente oscuro.

Un soldado de la escolta, hombre de baja estatura,

ya entrado en años, se prestó a ser el guía. Apretandoel fusil entre las rodillas, empezó a describir comoauténtico cicerone los pueblos que se alzaban en sucamino. A cada momento intercalaba palabras rusas

y exhortaba a los prisioneros a admirar losespléndidos paisajes; lo hacía con tanto afán como sise propusiera venderlos a toda costa y no hallaracomprador.

Su permanencia en el Frente Este debía de habersido muy prolongada, pues se jactaba con orgullo desus conocimientos de la geografía de Rusia y la

lengua rusa.- Contemplen por última vez el mar. Quedará a la

derecha, nosotros torceremos hacia la izquierda -continuó con amplios ademanes-. Y allí, a la orillaopuesta del río Tagliamento, está la ciudad deLatisana, famosa por su buen vino... ¡Ah, y ahí estáCerviniano del Friuli! -Miró con aire de vendedor asus oyentes, como si les dijera: ven qué palabras mesé-. A los italianos les gusta ponerles a los pueblosunos nombres largos y hermosos, difíciles de pronunciar. Este, por ejemplo, con uno tanaltisonante, es una simple aldea. Ahora torceremos

hacia el Norte. ¿Ven cómo las montañas seaproximan?... ¡Oh, en esas montañas pululan losguerrilleros! ¿Qué les pasará que no se están quietosen sus casas? Yo, que ellos, no hubiera salido pornada del mundo. Preferiría abrazar a mi esposa envez del fusil. ¿Verdad que es mejor?... Ya se veUdine. Estamos llegando...

De todo lo dicho por aquel soldado parlanchín,una sola noticia regocijó a los amigos: ¡en lasmontañas había guerrilleros! Sí, y éstas se hallaban aescasos tres o cuatro kilómetros de la ciudad, casilindando con la misma.

El camión paró a un kilómetro de Udine, tocandocon el radiador el portón de un terreno cercado poruna alambrada de púas. Desde lo alto de la carrocería podían verse unas cuantas barracas y más allá, unoscañones enfilados contra el cielo.

Los prisioneros fueron alojados en una pequeña barraca pegada a un depósito. Podían transitarlibremente, sin escolta, por el recinto donde estabaemplazada la batería antiaérea que protegía por el Noroeste la importante estación ferroviaria de Udine.Pero se sentían más molestos que en un campo de

concentración. Pues siendo pocos -en total,dieciocho- cada paso que daban era visto por losalemanes. No había manera de pasar desapercibidos.Tampoco podían salir al otro lado de la alambrada, pues se les destinaba únicamente a faenas interiores.Reinstalaban los blocaos y las trincheras de lasescuadras de las piezas, hormigonaban el lugar deemplazamiento de los cañones antiaéreos; cavabanun foso para construir un depósito subterráneo demuniciones, llevaban productos alimenticios delalmacén a la cocina, mondaban patatas, aseaban elcuartel y las casitas de los oficiales. En fin, podían

transitar por todas partes. Lo único que les estabaterminantemente prohibido era aproximarse a loscañones y al depósito provisional de municiones.

Otra vez Ereméiev parecía cambiado.

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- Oye, Grigori, ¿qué te pasa? ¿Te hasdescongelado? -le preguntaba riendo Beltiukov-. EnLarvik eras tan razonador; pero aquí, en el Sur, parece que has entrado en calor y de nuevo te picanlas plantas de los pies...

- No es para menos. Mira qué cerca están lasmontañas -respondía Grigori con impaciencia-. Allí

se alberguen los guerrilleros. Y nosotros nosencontramos aquí, tras un hilo de alambre, sin servigilados, pues lo que hay aquí no es guardia.Imagínate lo que le cuesta a uno aguantarse.

De que era preciso aguantar y esperar, locomprendían tanto Ereméiev como sus compañeros.Lanzarse a esas grandes montañas sin saber a cienciacierta dónde estaban los guerrilleros era lo mismoque buscar una aguja en un almiar. No podríanevadirse al azar, como lo habían hecho los otros enLarvik, pues serían aprehendidos bien pronto y pasados por las armas. Era menester, ante todo,

establecer contacto con los italianos.Ahí estaba el quid de la cuestión. Los prisioneros

no podían salir, y en el territorio de la batería nohabía ningún civil: únicamente soldados alemanes.

A los muchachos les pareció que, en todo el período de su cautiverio, no habían caído jamás enuna situación tan falsa ni tan compleja como aquélla.A decir verdad, no vivían mal allí. Recibíansuficiente comida; todo cuanto quedaba en la mesade los soldados iba a parar a la de los prisioneros yéstos se llevaban aun algo a hurtadillas de la cocina ala barraca. Con semejante rancho, no tardaron enreponerse. Los soldados les trataban bien. Es más:algunos les metían en la mano, disimuladamente, un pedazo de pan o unos cigarrillos. Cierto es que habíaque trabajar duro; era imposible remolonear,encontrándose a la vista de todos. Ellos estabanacostumbrados al trabajo. Cavar la tierra, mondar patatas, amasar cemento y limpiar el cuartel era másfácil que picar piedras. Y más aún con tan abundantecomida. Eso por un lado.

Pero, por otro, no les abandonaba la sensación deque ayudaban a las claras y servían al enemigo.

Cuando, en Noruega, les habían conducido por lascalles con el arma automática apuntada contra ellos yles habían alimentado con cosas podridas, dejándolesmedio hambrientos, los prisioneros se habían sentidomejor, aunque el cautiverio había sido másdeprimente.

Una circunstancia más alarmaba a los amigos, yera la placidez que se había apoderado de algunos desus nuevos camaradas. Andréi Pivovárov, porejemplo, no dejaba de regocijarse:

- ¡Qué suerte, hermanos! Ya no nos matarán elhambre ni las balas. ¡Así se puede vivir un año más o

dos!Lo único que perturbaba su calma era el pensar

que trabajaban con demasiada rapidez. Pues encuanto terminasen de hormigonar los cimientos y el

depósito de municiones, los alemanes no necesitaríantanta gente; cuatro o cinco hombres bastarían para elaseo de los edificios y las faenas auxiliares. Porconsiguiente, los demás serían enviados a un campocomún y de allí, Dios sabía adónde. Sin decirle nadaa nadie, Andréi tomó la secreta decisión de quedar atoda costa en la batería. El hombre comenzó a

mostrarse obsequioso con los alemanes, esmerándosemáximamente en el trabajo para que se fijaran en él.

Al principio, sus compañeros no hacían sino reírsede él, comentando que la buena alimentación le habíainfundido nuevos bríos. Pero luego notaron que conla hartura y las crecientes energías ibadesarrollándose la insensibilidad en el alma de los prisioneros, y unos pensamientos viles asomaban susculebrinas cabezuelas: "nos ha tocado el gordo de lalotería..." Lo notaban por sí mismos. Orlov, que eratan franco, confesó un día con pesar:

- Muchachos, a veces me digo: ojalá no nos

manden a ninguna otra parte y podamos vivir así doso tres meses más para acopiar energías... Pero no, loque debemos hacer cuanto antes es evadirnos...

- Mientras no nos hayamos vuelto demasiadogordos y habituado a esto -le apoyó Grigori.

Laptánov compungió el rostro como si hubiesetragado un limón.

- No dejéis que en vosotros se apague el odio. Norecuerdo ya dónde leí un cuento sobre un águila quehabía pasado la vida encerrada en una jaula y sehabía muerto de adiposidad del corazón. ¿Por qué?Al principio había forcejeado las barras de hierro para escapar; pero luego se resignó y empezó aengullir la carne que le traían los guardas. La cosallegó a gustarle ya que podía comer cuanto quisierasin hacer nada. El águila se olvidó del cielo y de lasmontañas que le habían visto nacer. No hacía sinomirar al comedero donde estaba la carne. Un día, elguarda -no sé si por olvido o por qué otra causa- dejóabierta la jaula. El águila salió de su encierro. En esose le acercó un gorrión. El águila fue a darle un picotazo, pero el pajarito se escapó a tiempo.Queriendo alcanzar al muy osado, el águila agitó las

alas, mas éstas no le sostenían. No las necesitaba ya para nada. ¿Por qué? Pues porque se había olvidadode las montañas, del cielo, de que había voladoalguna vez. Y el pajarito -pió, pió- se fue volando.Aun sin poder ir lejos, ¡volaba!

Serguéi no había leído ese cuento en ningún libro.Acababa de inventarlo. Tras una pausa, continuó:

- Yo no dejo de mortificarme. Me atormentan losrecuerdos. Sobre todo, el de un caso que se me grabóen la memoria para toda la vida. Fue el 17 deseptiembre. Abandonábamos la ciudad de Kíev. Talhabía sido la orden del mando. Las calles estaban

taponadas. Pasaban tanques, coches, soldados de lainfantería... Yo esperaba que se formara un espaciolibre en la columna para meterme en ella con mi batería. La gente, aglomerada en las aceras, lloraba,

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extendiendo los brazos hacia los soldados. Derepente noté que alguien me tiraba de la manga. Alvolverme vi a una niña de once o doce años, que conla carita anegada en llanto y la trencita suelta, me preguntaba: "¿Usted también se va con sus cañones ynos deja?" Le acaricié los cabellos. No podía hablar.¿Qué iba a decirle? ¿Que nosotros, los militares,

debíamos acatar las órdenes? No lo comprendería. Eneso se formó un espacio libre en la columna. Subí alcaballo y, montado ya, me incliné hacia la chicuela.Al fijarme en sus ojazos tuve la sensación de que yoera un infame. "No llores -le dije-. Volveremos pronto. Ya lo verás"... Y fuimos hacia el río paracruzarlo. Iba yo con los ojos clavados en las crines demi caballo, sin fuerzas para mirar a los ojos de lagente, que había salido a despedirnos, a nosotros, susdefensores...

Laptánov tomó aliento, tragó saliva para deshacerel nudo que se le había formado en la garganta y dio

unas ávidas chupadas al cigarrillo que acababa dearrebatar a su vecino.

- Cumplí la palabra dada. Regresé a Kíev más pronto de lo que hubiera podido imaginar. No había pasado un mes... Y otra vez nos miraban, parados enlas aceras, mujeres y niños, viejos y adolescentes.Buscaban entre los prisioneros a sus maridos, padrese hijos. ¡Con qué compasión nos miraban! Ynosotros, al igual que entonces cuandoabandonábamos la ciudad, marchábamos cabizbajos.¡Qué vergüenza nos daba! ¡Qué bochorno! Enseptiembre, la gente nos había mirado de otramanera. Con esperanza, diría yo. A pesar de todo,éramos combatientes. ¡Pero esta vez nos miraban concompasión! Creedme, al aproximarnos a la esquinadonde yo había hablado con la chicuela, traté deocultarme en el centro de la formación para que ellano me viese. Temí que me reconociera y mecompadeciera. ¡Ella había tenido fe en mí, habíaconfiado en que yo volvería pronto con los cañones yla libraría de los fascistas! Volví, pero sin loscañones, conducido, rotoso, hambriento, sin elcorreaje... Me clavaban el fusil en la espalda,

diciéndome: ¡eh, ruso, muévete!Laptánov apretó los dientes hasta hacerlos crujir.Habían pasado desde entonces casi dos años. En esetiempo había logrado cicatrizarse en el hombro eldesgarrón ocasionado por un cascote de metralla ytambién desaparecer las huellas de las palizas. Peroesta herida continuaba produciéndole un dolorinsoportable.

- Cálmate, Serguéi -dijo Kalinin, dándole unas palmaditas a la rodilla-, no te mortifiques...

Pero Laptánov exhaló un grito:- ¡No quiero calmarme! ¡No! Esa chicuela es para

mí la voz de mi conciencia. No dejo de oírla. Latengo ante mí. Me mira, y con sus ojazos me pregunta: ¿Cuándo volverás?, ¿no me has prometido,acaso, que será pronto?...

IIIMarzo no traía calor. Era tan lluvioso y fangoso

como febrero. A Vasili no le abandonaba lasensación de que todo -el aire la ropa, el colchón, los pulmones- todo estaba saturado de humedad. LosStubendienst   estaban extenuados de tanto barrer yfregar el suelo de las barracas. Ya no lo hacían dos

veces por día, sino casi a cada hora.Una noche, Kúritsin llamó aparte a Shájov y,

metiéndole en la mano Unos papeles, le dijo:- Oye, Vasia, esconde bien esto.- ¿Qué es?- Ya lo sabrás.Shájov se encogió de hombros. ¡Qué raro! ¿Por

qué no decía qué clase de papeles eran? CuandoTólstikov había traído la octavilla a la barraca, laleyeron en seguida.

Al notar el desconcierto de su compañero, Nikoláiexplicó:

- Mira, no podemos leerlo en presencia de todos.Primero debemos discutirlo entre nosotros. Yomismo no sé de qué se trata. Savva Batovski me lo hadado hoy, diciendo que nos han encomendado, a ti ya mí, la fundación de una organización en el campo.

- ¿Quién lo ha encomendado? Oye, Kolia, no temetas con los civiles. Acuérdate de cómo fracasó lahuelga del hambre. Y además, yo no conozco a eseSavva ni él me ha visto nunca a mí… 

- Yo le he hablado de ti. A los demás los ha vistoen la fábrica. Es un muchacho que vale. Se nota queen lo concerniente a la organización, no obra por propia cuenta, sino que está relacionado con alguien.Los civiles tienen más facilidades para hacer talescosas... En fin, esconde esto lo mejor que puedas...

Los papeles le quemaban el bolsillo a Vasili.Ardía en deseos de leerlos. Pero se contuvo. Losescondió bien en el rincón donde los mozos de lalimpieza guardaban sus trapos, escobas y demásenseres de su sencilla labor.

El sábado, después del mediodía, comenzó acambiar el tiempo. El viento dispersó las nubes y, porvez primera en tantos días, brilló el sol en el ocaso.

El domingo fue un día claro y templado. Los prisioneros se alegraron de poder calentarse al sol,con tanta más razón que los domingos no losllevaban a trabajar.

Por el campo se difundió la orden de poner a secaren el patio los colchones y objetos de uso personal.

Los prisioneros, diseminados por pequeñosgrupos, jugaban a las cartas y al dominó con barajasy fichas fabricadas por ellos mismos.

Vistos a distancia, los amigos estaban también plenamente enfrascados en el juego; pero a diferenciade los demás lo hacían en silencio, reconcentrados,

lanzando de cuando en cuando miradas a sualrededor.

Shájov leía en voz baja:"El cautiverio es terrible, pero no deja de ser

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también una guerra, y mientras se desarrolle la guerraen nuestra Patria, nosotros deberemos luchar aquí..."

- Es verdad -suspiró Pokotilo.- ¿No luchamos acaso? -Glújov, indignado, tiró

sus cartas al suelo-. Mientras ellos estabancomponiendo esto, nosotros desplegábamos yanuestras actividades.

- ¡Calla! -le atajó Kúritsin, frunciendo el ceño-. No estás en tu casa. Sigue leyendo, Vasili.

"Todos odiamos a los fascistas y al sanguinarioHitler. Ese reptil bárbaro y criminal no se contentacon los horrores que hemos sufrido en el cautiveriohitleriano. Ha dado a sus soldados la orden secreta deexterminar a todos los prisioneros de guerra en casode retirada de su ejército, pues son demasiado peligrosos en las regiones ocupadas y representaránuna potente fuerza militar en caso de que la guerra sedesplace al territorio de Alemania..."

- ¿Y cómo quieren que se llame esa organización?

- CFP.- ¿Qué significa eso? -inquirió Shevchenko,

echando el cuerpo hacia adelante.- Colaboración Fraterna de los Prisioneros de

Guerra.- No me gusta.- A mí tampoco -Tólstikov se apoyó en un codo-.

Yo lo descifraría así: Comunidad Firme de losPrisioneros de Guerra. Porque eso de colaboración nome suena...

- ¡Basta de discusiones! -Kúritsin cortó el aire conel canto de la mano-. Puedes descifrarlo como te plazca. No es el nombre lo que más importa.

- ¿Y si me gustara llamarla Combatividad Fiera delos Prisioneros de Guerra?

- ¡Cállate! -Nikolái empezaba ya a enojarse-.¡Continúa, Vasili!

Además del llamamiento a la unión y a lafundación de la confraternidad, había una octavilla enla que se exponía el programa de la CFP. Según él,en vez de trabajar productivamente en las fábricas deguerra y otras partes, los cautivos del fascismodebían realizar una labor de sabotaje que minase el

 poderío económico-militar de la Alemania hitleriana.Más adelante se subrayaba que en contra de la política nazi, que atizaba el odio racial, era precisoestablecer vínculos estrechos entre los prisioneros delas diversas nacionalidades, consolidar lacamaradería y la confianza mutua, prestar toda laayuda posible a los heridos y enfermos, a los quetramaban la evasión de las cárceles y los campos deconcentración, así como a los que se negaban atrabajar y perpetraban actos de sabotaje. Había en el programa un párrafo donde se exhortaba a castigardespiadadamente a los traidores: "Hay que luchar

contra ellos por todos los medios, sin exceptuar laeliminación por sentencia del tribunal. La vista de lacausa debe correr a cargo de los propios prisioneros".Los autores del programa conceptuaban como una de

las tareas más importantes de la CFP el "ayudar a lostrabajadores de Alemania a organizar unainsurrección armada para liquidar el régimenhitleriano".

Al escuchar el llamamiento, Glújov, Shevchenkoy algunos más se encogieron de hombros y en susrostros se dibujó al principio una sonrisa irónica. El

 propio Shájov, que leía el documento, no pudomenos de sentir que todo cuanto se pedía de ellos eraya realizado en el campo. Bueno, si no todo, muchode ello. Se efectuaba sabotaje, se ayudaba a losenfermos y débiles. Y también se hacía un poco de propaganda antifascista.

Pero cuanto más profundizaba él en el programa,más graves iban poniéndose los semblantes de suscompañeros: las sonrisas se borraron y en los ojos sereflejó un creciente interés. El programa pasmaba porsu claridad, su magnitud y por los grandes objetivosque planteaba ante los prisioneros. Se veía que no

eran nada tontos quienes habían redactado esedocumento. Pese a ello, el párrafo donde se hablabade ayudar a los trabajadores alemanes a organizaruna insurrección antifascista volvió a provocarrisillas.

- ¡No quieren poco ellos! -comentó Shevchenko-.Los alemanes no se sublevan por nada del mundo.

- ¿Y "La Rosa Blanca"? -apuntó Kúritsin.- ¿A qué hablar de la rosa? Si se marchitó antes de

florecer.- No llegaron a hacer nada más que las octavillas -

corroboró Glújov.Se entabló una discusión acalorada: ¿podrían los

alemanes organizar una sublevación o no tendrían elsuficiente valor para llevar a cabo ese cometido? Lamayoría estaba dispuesta a pensar que los alemanesno se rebelarían, pues eran un pueblo excesivamentedisciplinado y, para colmo, desconfiaban el uno delotro, tenían miedo. Y la Gestapo sabía trabajar...

- ¡Ea, muchachos, a jugar a las cartas! -dijo con premura Pokotilo-. Por ahí anda Antón.

Del lado de las barracas venía Shulgá con lasmanos a las espaldas. Se detenía ante cada grupo

hasta acercarse a éste. Luego de observar cómo jugaban exclamó con sorna:- ¡Eso no es un juego! ¿Al "burro" juegan sólo los

tontos y los viejos. ¿Echamos una partida a los"puntos"?

Aunque en el cautiverio había aprendido ya bastante bien el ruso, se empeñaba últimamente enhablar sólo en su lengua materna, afirmando queUcrania era un país "independiente" y que losucranianos no seguirían el mismo camino que losrusos. Shájov le tenía ya por caso perdido: no podríahacerle cambiar de opinión.

- ¿Jugamos? -repitió Antón, poniéndose encuclillas.

"¡Qué demonio te habrá traído!", bufó Pokotilo para su coleto y, empleando con toda intención un

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ruso perfecto, dijo:- ¿Cómo vamos a jugar contigo si tenemos vacíos

los bolsillos? Tú no jugarás por el solo afán deentretenerte.

- Oye, ¿a qué nombre respondes?- Eso se dice de los perros, y no de las personas.- ¡Así se dice en ucraniano! -replicó Shulgá con

un gesto de obstinación-. ¿Por qué no hablas en tulengua materna? ¿No eres ucraniano acaso? ¿La hasolvidado?

- No, no la he olvidado. Ni ellos tampoco -Efremseñaló con la cabeza hacia Shevchenko, Zaporozhetsy Sávchenko, que estaban sentados junto a él-. Perono queremos hablar en el mismo idioma que tú, porque tú lo has emporcado.

Shulgá pegó un salto, como si una víbora lehubiese mordido. Quiso pegar a Pokotilo, pero alencontrarse con las duras miradas de suscompañeros, giró bruscamente sobre los talones y

siguió adelante, blasfemando entre dientes.- ¡Eh, tú! -gritó Tólstikov en pos de él bajo las

risas de sus amigos-. ¡No digas palabrotas, porqueDios te va a castigar!

Kúritsin les interrumpió:- La sesión continúa. Debemos organizar en el

campo un comité de la CFP, designar a los jefes delas barracas, crear grupos de cinco o diez muchachosde confianza y distribuir entre nosotros las tareas.¿Qué proponéis vosotros?

- ¿No pareceremos unos impostores? -Tólstikoventornó los ojos-. Como nadie nos ha elegido paradirigir el comité, viene a resultar que nosotrosmismos nos hemos nombrado.

Shájov se incorporó, y poniendo la mano sobre elhombro de su amigo, dijo:

- ¿Qué quieres, Iván? ¿Que convoquemos unaasamblea general, elijamos una presidencia ydiscutamos la cuestión? ¿Quieres que se propongancandidatos y se proceda a una votación secreta?

- Déjate de bromas. Lo he dicho sin pensar...Distribuyeron los cargos con bastante rapidez y

sin discusiones. A Shájov le tocó la dirección de la

labor política entre los prisioneros; a Tólstikov, lalabor entre los extranjeros; a Shevchenko, laorganización de las fugas; a Sávchenko yZaporozhets, la del sabotaje; a Kúritsin, la direccióngeneral del comité y el contacto con el centro de laCFP. Pokotilo, Glújov y Doroñkin fueron nombrados jefes de las barracas. Dos de ellos debían trasladarsea vivir a otras barracas para formar allí un grupoactivo.

Doroñkin, levantándose del suelo, expresó laopinión general:

- No está mal ideado. Se ve que es obra de

muchachos inteligentes. Quisiera conocerlos.Por aquel entonces, ni Shájov, ni Kúritsin, ni

tampoco Batovski -el que había entregado a Nikoláiel llamamiento y el programa de la CFP- hubieran

 podido decir quiénes eran los autores de esosdocumentos, quién había sido el primero en proponerla fundación de una organización clandestina. No losabían. Sólo al cabo de unos meses Shájov y algunosde sus compañeros tuvieron la ocasión de conocer alos organizadores de la CFP.

...En la zona urbana que llevaba el nombre de

Munich-Perlach se encontraba el campo de losoficiales soviéticos prisioneros. Aquella nocheempezó a acudir gente a la barraca número diez. Noeran muchos. En total, siete o diez personas. Pasabanal fondo de la barraca e iban a sentarse a una mesadonde humeaba el té en una gran marmita y habíaunas cuantas finísimas rebanadas de aquel sucedáneoque se llamaba "pan".

Román Petrushel era el "anfitrión". Ese día -9 demarzo de 1943- festejaba su "cumpleaños". Tal era laexplicación convenida para el caso de que algúnalemán o policía apareciera de repente en la barraca.

Cuando los convidados estuvieron reunidos, elcomandante Karl Kárlovich Ozolin se puso en pie.Era letón. En el año 1918, siendo todavía unadolescente, había ingresado en la Unión de laJuventud Obrera; luego había empuñado las armas para defender el Poder soviético, llegando a ser, conel tiempo, comunista y piloto militar. Habíacombatido desde los primeros momentos de laguerra. Al atacar a las tropas alemanas en lasinmediaciones de Perekop, su avión había sidoderribado, y él, lesionado en la cabeza y en un brazo,había caído en el cautiverio. Aunque había pasadocasi toda la vida entre rusos, Ozolin conservaba elacento letón.

- Aquí tenemos en borrador el programa y elllamamiento. Examinémoslos, camaradas...

 No eran jovencitos ni cabezas locas, sino hombresavezados y fogueados en los combates los que,reunidos en torno a la mesa, se pusieron a estudiarserenamente y a sopesar cada palabra. Pues sabían por propia experiencia que una palabra podría movera un hombre a realizar una hazaña y otra dejarleindiferente.

Cada uno de los presentes se había enfrentadomás de una vez con la muerte ya antes de esa guerra.El teniente coronel Mijaíl Shijert había actuado en laguerra civil y el comandante Mijaíl Kondenko,combatido en España. Pero también en esa guerra leshabía tocado participar en más de una lid contra losfascistas.

Hasta las tantas de aquella noche de marzoestuvieron discutiendo los documentos de laorganización combativa de los prisioneros.

Y al cabo de algunos días, esos papeles fueronenviados a otros campos de concentración.

 Nacía la fraternidad.

Capítulo VI. Las alas se fortalecen al volar.

I

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Grigori y sus amigos llevaban ya más de un mesestudiando por las noches el italiano. SerguéiLaptánov trajo una guía de la conversación paraalemanes que él había robado al asear el cuartel. Dijoque la había hallado tirada debajo de una mesilla denoche. El teniente fue precisamente quien insistía enque sus compañeros estudiaran el idioma.

Y cada noche, arrojados sobre las literas, balanceándose como péndulos al compás de las palabras, repetían sin cesar unas frases hermosas. Laguía, destinada a los militares que se encontraban enun país de aliados y amigos, no contenía, por cierto,la palabra "guerrilleros". Su vocabulario podía servirmás bien para tratar con los mozos de restorán ycomerciantes o piropear a las muchachas que parasostener una conversación importante. Pese a ello,ofrecía algunos conocimientos útiles.

Por el lado de las montañas, los campos y huertosse extendían hasta casi tocar la alambrada de púas

que circundaba la batería. A últimos de marzoaparecieron por allí hombres con palas y azadones.Se pusieron a recoger el follaje de las hortalizas delaño anterior y a cavar la tierra. Uno de ellos, alto ymoreno, amontonando las hojas con el rastrillo, seacercó a la alambrada. Grigori, en cuclillas junto a su barraca, estaba fumando un cigarrillo. Acababa deasear el cuartel.

El italiano gritó algo y, haciendo un guiño al prisionero, le dio a entender con ademanes quetambién deseaba echar un pitillo. Ereméiev sacó del bolsillo un puñado de tabaco, lo envolvió en un papelucho y lo arrojó por encima de la alambrada. Elitaliano se lo agradeció con una reverencia y unasonrisa que descubrió sus blancos dientes.

Una idea descabellada pasó por la mente deGrigori: "¿Y si arriesgo?" Como a propósito, las palabras necesarias en italiano se le habían ido de lamemoria. Ereméiev le indicó repetidas veces queesperara y se metió de prisa en la barraca. El hombreal otro lado de la alambrada se encogió de hombros,sin poder explicarse qué había emocionado tanto alruso ni qué había querido decir.

Grigori sacó de su escondrijo unos cuantos paquetes de tabaco y un atadijo de calcetines de lana,sustraídos del depósito. Salió corriendo de la barraca,enseñó lo que traía al italiano, y luego de mirar a unlado y a otro, arrojó el hatillo por encima de laalambrada.

- Entrégaselo a los guerrilleros. ¿Comprendes? Alos gue-rri-lle-ros -repitió silabeando y, para ser másgráfico, hizo como que llevaba un saco a cuestas-.Allá, a las montañas...

Extraña fue, sin embargo, la reacción del italiano.Su sonrisa se borró al instante. El hombre movió la

cabeza, le dio la espalda a Grigori y, rastrillando,echó a andar hacia el extremo opuesto de huerto sinvolver la cabeza ni una sola vez. No tocó siquiera elhatillo.

Grigori quedó estupefacto. Todo se venía abajo. No había logrado establecer contacto con el italiano, pues éste se había asustado, evidentemente, nada másoír la palabra "guerrilleros". "¡Que animal! -profirióEreméiev en su fuero interno-. Lo menos que podríahacer es recoger el hatillo. Ahí está a la vista detodos, ¡Y no hay manera de recuperarlo!"

Lo más desagradable de aquel suceso era que elhatillo quedaba tirado junto a la alambrada. Bastaríaque algún soldado pasase por allí para que sedescubriera de inmediato el hurto perpetrado en eldepósito y el hecho de que los prisioneros creabancon determinados fines reservas de pan seco ytabaco. Y por el hilo se sacaría el ovillo...

Al anochecer, Grigori refirió a los compañeros sufracasado intento de entablar relaciones con elitaliano. Sus amigos se alarmaron, pues la cosa olía aun escándalo fenomenal, que redundaría, sin duda, ensu traslado a otro campo. La noche pasó en una

continua zozobra.En cuanto el soldado quitó el candado de la puerta

de la barraca (porque los encerraban de noche),Grigori corrió hacia la alambrada. Con gran alivioconstató que donde la víspera había quedado elhatillo se alzaba ahora un montón de hojarasca.¡Gracias a Dios! ¡El hombre lo había tapado!...

El italiano aparecía en el campo cada tarde, contoda puntualidad, primero para rastrillar y luego paraazadonar. No miraba hacia la batería y al ver a los prisioneros no les sonreía ni les saludaba siquiera. Alcabo de una semana no quedó del montón dehojarasca más que un puñado de ceniza, y entonces - por vez primera- el italiano saludó a los prisioneros yles gritó: Chao!  Los muchachos no acabaron decomprender si el hombre estaba relacionado con losguerrilleros o si había recogido el hatillo paraapropiárselo. Grigori continuó saludándole, pero novolvió a hablarle de lo que más le interesaba. ¡Quiénsabía si era él precisamente quien les enlazaría conlos guerrilleros! A juicio de los prisioneros, elitaliano tenía todas las trazas de hombre laborioso:"¡Mirad cómo se afana! Seguramente viene acá

después del trabajo. Debe de vivir apretado, cuandono puede desdoblar el espinazo en toda la tarde ytiene que cavar su huertecito hasta hacerse callos enlas manos. Es dudoso que simpatice con losfascistas..." Pero tampoco podía echarse una ojeadaal fondo de su alma. ¡Gracias, al menos, que no loshabía denunciado! Por cierto, él tenía un motivoegoísta para callar, puesto que le había caído delcielo tanto tabaco y medio centenar de calcetines...

En fin, los prisioneros dieron por caso perdido alvecino y resolvieron buscar otras vías.

II

El Comité llevaba actuando ya más de dossemanas. Con renovada fuerza se alzó una nuevaoleada de sabotaje. Los dos Dmitris ponían en ellotodo su empeño; hasta era preciso contenerles de

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Los soldados no se ponen de rodillas 39

cuando en cuando para que los actos organizados porellos no tuviesen un carácter tan manifiesto. Eso podía poner en guardia a la Gestapo. El Comitédecidió por eso aplazar el incendio de la sección demoldeo y del depósito de productos acabados hasta el próximo bombardeo. Si durante el ataque aéreo caíatan siquiera una bomba incendiaria al recinto de la

fábrica, se podría prender fuego a los lugaresmencionados. Por el momento los cautivos debían proseguir sus pequeñas actividades subversivas:cortar las correas de transmisión, inutilizar lasmáquinas-herramienta, echar arena en loslubrificantes y, en el turno de la noche, confeccionaranillos, boquillas, pulseras y pitilleras paracambiarlos por productos alimenticios.

Fecunda era también la labor de Tólstikov, quehabía logrado establecer un contacto aún másestrecho con los españoles, franceses y alemanes, y lade Shevchenko que preparaba la evasión de dos

grupos.En cambio a Shájov le costaba mucho llevar a

cabo su tarea. Era bastante compleja y difícil. ¡Quiénse atrevería a realizar labor política, cuando hasta las paredes de las barracas tenían oídos y por decir hastaen voz baja una sola palabra de la verdad se podía ira parar a la Gestapo! Era sobre todo trabajoso lucharcontra  Klich  y  Nóvoie Vremia, que los alemanestraían en abundancia a los campos. De haber sidounos periodicuchos primitivos, que se manifestaran plenamente en favor de los fascistas, no habríacostado mucho demostrar qué fines perseguían. Mas, por lo que se veía, no eran tontos quienes, bajo ladirección de la Gestapo, editaban aquellas hojas enBerlín. Los diarios decían a veces verdades, peroaderezadas con gotitas de veneno; también decíansemiverdades y mentiras bien camufladas, con plenaapariencia de hechos reales. Y todo eso, servido unasveces con sutileza, otras de manera algo burda, teníasiempre algún objetivo lejano.

Los prisioneros leían de buen grado aquellosdiarios, no sólo porque les interesaran las novedadesde la prensa, sino también porque no existía ningún

otro material de lectura. Día tras día,imperceptiblemente,  Klich  y  Nóvoie Vremia  ibanvertiendo en su alma gotas de escepticismo eincredulidad.

Shájov y sus compañeros se rompían la cabeza pensando en cómo neutralizar la influencia de esos periodicuchos y qué hacer para que nadie los tocara.

Un día él se acercó a un grupo de prisioneros que,sentados en corro, leían en voz alta el  Klich. Seacomodó junto a ellos y, sin prestar atención a lalectura, quedó abismado en sus propios pensamientos.

- ¡Eso está muy bien dicho! -exclamó un hombre picado de viruelas que se encontraba junto a Vasili-.A ver, léelo otra vez.

Shájov se estremeció: ¿a qué se refería él?

Era un lector mediocre el que tenía en sus manosel periódico, pues lo hacía a modo de trabalenguas,sin observar el ritmo de la poesía.

- ¡Ni que estuvieras leyendo el Salterio! -comentó,frunciendo el ceño, el hombre picado de viruelas-. Aver, déjame a mí.

La poesía encerraba la idea de que el pueblo ruso,

magno, inteligente y poderoso, merecía una vidamejor. Todos los reveses y las dificultades del período de anteguerra habían sido aprovechados para presentar las cosas de manera asaz convincente.

- ¿Acaso no es verdad lo que dice aquí? -Elhombre picado de viruelas agitó en alto el periódico-.¡Todo es muy cierto!

Shájov experimentó el incoercible deseo de darleun sopapo e insultarle. Le quemaba el disgusto de no poder hacerlo. Sería inútil. Faltó poco para que, alcomprender su impotencia, prorrumpiera en alaridos.¿Por qué le habían encomendado esa labor? No se

sentía capaz de realizarla. Si estuviese allí Sazónov...- ¿Tienes hijos? -le preguntó al hombre picado de

viruelas.- ¿Qué te importa?- ¿Estudian?, ¿no es así? ¿Y quién paga a los

maestros? ¿Te curaban los médicos? ¿Y quién les pagaba? El Estado soviético te aliviaba la existencia,te ayudaba en todo... ¿Qué eran los aldeanos de ayer?Unos seres míseros e ignorantes, que andaban conlaptis

1 y se morían de hambre porque el cereal no lesalcanzaba hasta la cosecha siguiente. Y ahora no te pondrías los laptis aunque te obligasen; ahora quierescalzar botas. Y no tragarías en casa pan sinmantequilla. Dime, pues, ¿no había mejorado tusituación?, ¿no daba más gusto vivir? De seguro queibas al club, cuando había baile. Si hubieras vividomal, no te habrías divertido.

- Anda, continúa la lección -silabeó burlonamenteel hombre picado de viruelas-, no ves que soy tanignorante, tan inconsciente...

Vasili estalló:- Si fueras consciente, no soltarías tanto a la sin

hueso. ¿Por qué denigras al Poder soviético? ¡¿Por

qué elogias los versitos fascistas?!- No te desgañites, no soy sordo. Ni elogio losversitos ni denigro el poder. Lo he defendido enSmolensk, en Orsha y en Viazma.

- Aunque usas bigote, eres un bobo.- ¡No más bobo que tú! -replicó el hombre picado

de viruelas-. Tú también representas el poder: vivesen una barraca especial, adonde no nos dejan entrar.Cuando nosotros vamos a la fábrica, tú te arrimas a lacocina a robar el mejor pedazo. Por lo que se ve, allítú no vivías mal, y aquí vives mejor que nosotros.Pero nosotros no nos vendemos, no somos amigos de

los policías. Así que... ¡largo de aquí, propagandista!¡No te necesitamos!

1 Especie de abarcas. (N. del trad.) 

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Shájov pensó con grima una vez más que hubierasido mejor trasladarse a otra barraca e ir con todos ala fábrica. Porque entonces nadie le habría echado encara tales cosas y él hubiera podido franquearse máscon los prisioneros. Ellos no le habrían temido nimirado con tales ojos. Shájov no podía dirigir unaréplica a nadie, ni siquiera al hombre picado de

viruelas, puesto que, en efecto, la administración delcampo le había colocado en una situación privilegiada, alojándole en la barraca especial.

Pese a ello, el Comité resolvió que Shájovcontinuara donde estaba. No le quedó, pues, másremedio que someterse. Antes hubiera podido insistiren que le destinasen a trabajar a la fábrica. Pero ya noera dueño de sí mismo.

Tampoco dieron resultado patente los otrosintentos de impedir la lectura y la discusión de los periódicos mencionados. Vasili y sus amigos probaron valerse de las burlas. Se acercaban, por

ejemplo, al que leía en voz alta y, luego de escucharun rato, le interrumpían de súbito:

- ¡Oye, amigo, arranca un pedazo de ese papel,que quiero liar un pitillo!

El que le acompañaba -pues, por lo común, veníanen pareja- empezaba a disuadirle:

- ¿Para qué lo quieres, Vasili? Si no sirve. Elcontenido es mierda pura y el papel está satinado, seinflama y no tiene ningún sabor.

- Es verdad -aceptaba Shájov con fingidadesazón-. ¿Y para qué sirve entonces? Ni siquiera para el retrete, porque raspa...

- Para allá puede que sirva, si se lo arruga como esdebido.

- Sí, puede que sólo para eso sirva...Esos diálogos provocaban a veces hilaridad y el

 periódico quedaba relegado a un segundo plano. Perono todos se mostraban dispuestos a ajarlo deinmediato; primero, decían, había que leerlo y luegoemplearlo para otros fines.

Estaba claro que la palabra impresa debía sercombatida con la palabra impresa; había que proporcionar a los prisioneros otro material de

lectura. Todos querían leer, porque eran personasinstruidas, habituadas a la lectura, yeso precisamenteles faltaba. Si hubieran tenido otra cosa, habríandejado de leer esos periodicuchos.

Shájov lo comprendía perfectamente. Mas, ¡quése podía hacer en un campo de prisioneros, donde -nohablemos ya de imprimir o escribir a máquina- hastacopiar a mano algo era sumamente expuesto! ¿Pedirayuda a los "obreros orientales"? Ellos tenían máslibertad y más posibilidades.

Shájov habló al respecto con sus compañeros. ElComité aprobó la idea de editar octavillas y una

revista manuscrita. Resolvieron difundir entre los prisioneros los partes de la Oficina Soviética deInformación. Tólstikov se prestó a averiguar a travésde los alemanes el contenido de los mismos y a él

 precisamente se encomendó dar a conocer los partesa los extranjeros. La copia de las octavillasdestinadas a los prisioneros de guerra corría a cargode las muchachas del campo de los "civiles". AShájov le encargaron la edición de la revista. Eldebía, en los días próximos, ingeniárselas para ir a lafábrica con los obreros de la cocina que llevaban la

comida en termos. Tólstikov o Kúritsin le pondríanen contacto con las muchachas que deberían ayudarleen lo sucesivo.

- Camaradas -Kúritsin se puso en pie-, id pensando en el nombre de la revista y el contenido desu primer número. Todas las propuestas... a Vasili.

Tólstikov, fiel a su genio, no despreció la ocasión para gastar una broma:

- ¿Y el honorario?- Lo obtendrás -dijo Shájov riendo-. Como caiga

nuestra revista en manos de los alemanes, cada unode nosotros tendrá asegurados sus cincuenta

calientes.- ¡Cómo mínimo! Si no el dogal -corroboró, muy

serio, Pokotilo.- Las condiciones no son de las mejores, que

digamos -Iván se frotó la nuca-. Prefiero colaborargratuitamente y ceder mi honorario a Shulgá...

IIIEl techo, bajo y abovedado, casi tocaba la cabeza.

A esa hora había poca gente en la cervecería y eldueño no encendía la luz eléctrica. La escasa claridadque penetraba por las semiciegas ventanillas no podíadisipar la penumbra reinante en el sótano. Pero a KarlZimmet no le hacía falta mucha luz. Sentado ante sumesita en un rincón apartado de la taberna, sorbíadespaciosamente su cerveza, mientras, entornandolos ojos, daba curso libre a sus pensamientos.

Ese día -14 abril de 1943- cumplía cuarenta yocho años. No siempre alegra esa fecha. Sólo en lainfancia ardemos en deseos de ver cumplidos lossiete, los diez, los doce... y de mucho antes nos preguntamos, soñadores, qué nos regalarán nuestros padres. En la adolescencia apremiamos también altiempo, añorando llegar a ser, cuanto antes, personas

mayores. Mas cuando rebasamos los cuarenta, ya nonos alegran los cumpleaños. Cada día de esos vaacercándonos más y más a la vejez. ¿De quéalegrarnos, pues? En esa fecha, haciendo un balancede la vida, nos remontamos involuntariamente al pretérito, a los días de nuestra lejana juventud.

Karl se sentía triste. ¡Cuarenta y ocho años!¡Quién lo diría! Las sienes ya pródigamente plateadas, el rostro surcado de arrugas, las piernas sinla flexibilidad de antes. Pensar que ayer aún...

Zimmet se dejó llevar por los recuerdos. No había sido comunista, pero había tenido

siempre en el alma devoción a la Revolución deOctubre y al pueblo soviético, la admiración nacidaen las lejanas jornadas del dieciocho. A través de lasescuetas noticias de la prensa había observado con

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satisfacción cómo la joven República de los Sovietsiba creciendo y cobrando fuerzas. Cuando Hitlerlanzó contra ella sus divisiones, Karl comprendió quehabía llegado la hora de luchar resueltamente contrael nacional-socialismo. Mas, ¿cómo hacerlo"?¿Quién se asociaría a él"? Sus antiguos compañeros,militantes del Partido Comunista, estaban recluidos

en las cárceles y en los campos de concentración.Muchos de ellos no existían ya, y los que habíanquedado vivos se encontraban en la clandestinidad.Zimmet comenzó a actuar solo, por su cuenta yriesgo, sin atreverse a confiar a nadie sus planes. Yaen junio de 1941 había redactado una octavilla, en laque se decía que Hess había huido a Inglaterra porencargo de Hitler para llegar a un entendimiento conlos ingleses y asegurarle a Alemania una retaguardiatranquila en la guerra contra la Unión Soviética. Másadelante subrayaba que el fascismo no podría triunfaren esa guerra.

Redactar el texto fue más sencillo que publicarlo.Empeñado en hallar a una persona de confianza aquien pudiera encomendar esa tarea, Zimmet estuvodándole muchas vueltas a la memoria, hastaacordarse, por fin, de Rupert Huber al que habíallegado a conocer en el partido radical-cristiano delos obreros y campesinos. Huber, dueño de una pequeña imprenta, odiaba como él a los nazis. Alenterarse del asunto, vaciló primero; pero luego sedejó convencer. Al cabo de una semana tenían yaimpresas ciento cincuenta octavillas. El propioZimmet comenzó a difundirlas, fijándolas a losmuros de las casas, dejándolas en los tranvías,tirándolas por las calles. Pero constató con dolor queaquello daba poco resultado: sus compatriotas,embriagados por las victorias de las tropas hitlerianasen el Este, se mostraban ciegos y sordos frente a todamanifestación de la verdad. Y luchar él solo eraabsurdo.

 No obstante, Zimmet continuó redactandooctavillas y Huber imprimiéndolas. A Karl le parecíaun crimen permanecer ocioso en momentos de taltensión.

A comienzos del año 1942 oyó por radio el Llamamiento de los líderes políticos y sociales de Alemania al pueblo alemán. Wilhelm Pieck, WalterUlbricht, Johannes Becher, Willi Bredel y otrosluchadores exhortaban a su pueblo a unirse a ellos enla lid contra el fascismo y el régimen hitleriano. AKarl le impresionaron en especial estas apasionadas palabras: "La derrota de Hitler es inevitable, pero ¡ayde Alemania si él va a ser derrotado sin la participación de nuestro pueblo! Todo alemán que nosea cobarde, ni lansquenete hitleriano, ni pancistaindiferente, deberá hallar las fuerzas y el valor

necesarios para servir de ejemplo en la lucha contraHitler por la salvación de Alemania".

Zimmet, que no era cobarde ni pancista, odiabatodo lo vinculado al nombre de Hitler. Comprendía

que no era nada fácil servir de ejemplo. Millones decompatriotas vivían idiotizados por la propagandanazi; en ese país, envuelto en las redes de la Gestapo,los adversarios del régimen hitleriano no osaban, nisiquiera en voz baja, expresar su opinión; miles ymiles de auténticos enemigos del fascismo habíansido ajusticiados o arrojados a las cárceles y a los

campos de concentración; sólo quedaban en libertadaisladas personas que no tenían ningún contacto entresí ni con organización alguna. Estaba claro quehacían cuanto les permitían sus fuerzas y posibilidades y que buscaban a tientas compañerosde lucha. Pero era muy difícil lograrlo.

Karl, ansioso de tener partidarios, restablecía susviejas relaciones y entablaba nuevas. Con el oído pegado al receptor captaba con avidez los partes delteatro de operaciones militares transmitidos por laemisora londinense.

Así transcurrió casi todo el año 1942, a finales del

cual cayó en manos de Karl una octavilla escrita amáquina y firmada por "La Rosa Blanca". Zimmet sealegró mucho, pues -por vez primera en tantos años-sentía que no estaba solo. Se lanzó a la búsqueda deesa gente para ponerse en contacto con ella; pero laGestapo le llevó la delantera. El día de la ejecuciónde los estudiantes fue otro día aciago en la vida deKarl, que añadió unas cuantas hebras plateadas a suscabellos.

Cierto es que sus largas búsquedas dieron algunosresultados. Ya en enero halló a Hans y EmmaGutzelmann, con quienes había colaborado en el partido radical-cristiano. Aunque Emma habíarebasado los cuarenta y le llevaba unos seis años a sumarido, entre ellos reinaba la amistad. Su único hijo,soldado raso, estaba sirviendo en Italia. Hans eraelectricista de una fábrica de maquinaria, y Emma,tenedor de libros de la de grasas nutritivas deSaumweber.

De buenas a primeras -al cabo de tan prolongadaseparación- no supieron de qué hablar. ¿De política?Era peligroso, pues en esos años muchos habíancambiado. Pero, por más vueltas que daban en torno

a los sucesos de la guerra y por más que seempeñaban en limitarse a recordar sólo eventos del pasado, el presente salía a relucir a cada instantecomo la lezna escondida en un saco. Y, cuando seesclareció que los tres continuaban manteniendo lamisma actitud negativa de antes frente al fascismo,de sus labios se escapó un suspiro de alivio. Ya podían hablar con entera franqueza.

- ¿Qué os parece si fortaleciéramos el espíriturevolucionario traído a Munich por los obrerosextranjeros, y en particular por los prisionerossoviéticos? ¿Verdad que no estaría mal? -preguntó

Zimmet.Emma, entretenida en la preparación del café, no

dijo nada. Pero Hans replicó:- ¿Cómo te representas eso? No es nada fácil.

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Karl le ofreció las octavillas. Y Hans,repasándolas, leyó los encabezamientos:"¡Alemanes!", ¡"Hasta los más bonzos dudan yaabiertamente de la victoria", "En el día delcumpleaños de Adolfo Hitler".

Hans devolvió las octavillas a Zimmet:- Vaya, vaya, es interesante... ¿De dónde lo has

sacado?Guiado por el vehemente deseo de que su

compañero admitiera la existencia de toda unaorganización antifascista, Karl no confesó que élmismo había escrito las octavillas:

- No puedo decírtelo por el momento. Más tarde,quizá. Quédate con las octavillas, utilízalas...

- No hace falta -replicó Emma-. Señor Zimmet,usted sabe perfectamente en qué tiempos vivimos. No quiera Dios que ocurra algo. De todos modosestamos dispuestos a ayudarle.

- Está bien -aceptó Karl-. ¿Tienen ustedes alguna

 posibilidad de ponerse en contacto con los rusos?- Conocemos a uno de los "obreros orientales" -

repuso Emma-. Se llama Vasili. Trabaja en nuestrafábrica. Vino aquí dos veces a ayudarle a Hans atechar el cobertizo. Le ofrecí café y él escuchó laradio... de Moscú -añadió ella tras un momento devacilación-. Pero hace ya lo menos tres semanas queno lo veo en la fábrica. ¿Estará enfermo?

- Avíseme cuando aparezca por allí. Noscitaremos. ¿Cree usted que es persona de confianza?

La mujer se encogió de hombros. ¿Cómo podíasaberlo? Mas el lanzarse hacia el receptor y buscarcon tal afán la onda de Moscú, ¿no significaba yaalgo?...

Paulatinamente la casa de los Gutzelmann fuetransformándose en el centro de una nacienteorganización. En realidad, ésta no existía aún. El primero en hablar de ella fue Georg Jahres, unajustador de la fábrica Krauss-Maffeil  al que Zimmethabía conocido en casa de los Gutzelmann. Al principio comentaron la situación política y militarde Alemania, coincidiendo en que el avance de lastropas soviéticas por el Este y el de las anglo-

americanas en África, así como los incesantesataques de la aviación a las ciudades alemanas habíandespejado bastante las mentes de sus compatriotas.La derrota sufrida a orillas del Volga había obligadoa los alemanes a pensar en muchas cosas. Era elmomento más propicio para manifestarse e influirsobre el curso de los sucesos. Uno de los medios máseficientes era, a juicio de Zimmet, la publicación deoctavillas. Jahres objetó que las octavillas eran sólouna parte de lo que debía hacerse. Había llegado lahora de agrupar las fuerzas obreras. Y para eso hacíafalta una organización.

- ¡Justo! -exclamó Zimmet-. Hace tiempo quevengo pensando en eso.

Al cabo de algunos días volvieron a reunirse,trayendo ya elaborados los proyectos del programa y

el estatuto. Por el momento eran sólo cuatro, pero sellamaron "frente": Frente Popular AntifascistaAlemán.

Y ahora, en la semioscura taberna, festejando sucumpleaños en la soledad, Zimmet constataba que,de hecho, el frente no existía aún; había una presidencia integrada por cuatro personas. Eso,

expresado en el lenguaje militar, significaba quehabía generales, pero no soldados. No eran un frenteni una organización, sino tan sólo gérmenes de lamisma. ¡Oh, qué falta hacían hombres de verdad!Jahres tenía razón: las octavillas, por sí solas, no bastaban para hacer muchas cosas. No eran todavía lalucha. Había que organizar y levantar a las masas,enlazarse con los obreros extranjeros, sobre todo conlos rusos, y entonces podrían asestar un golpecontundente al nazismo allí, en Munich, y en otrasciudades del Sur de Alemania.

Zimmet pagó de prisa y salió de la taberna. Estaba

ansioso de acción.IV- ¿Qué es el trudodién?2 ¿Cuanto pagan por él?Grigori maldijo en su fuero interno a ese

suboficial tan curioso y locuaz. Siempre que él iba aasear su cuarto, le encontraba allí como si hubiesevenido ex profeso del Estado Mayor. Y en vez deacabar la limpieza en quince minutos, tenía que estarallí dos horas, porque el otro no le soltaba. Queríasaberlo todo: cómo había vivido Grigori en Rusia, aqué se había dedicado, cuáles habían sido las normasvigentes en ese país, sus costumbres y tradiciones.Tenía que contárselo todo con profusión de detalles,como si aquél se propusiera publicar un manual.

El suboficial -escribiente u oficinista de la planamayor de la batería- era joven, elegante y muycurioso. Al saber que Grigori era mordvino ykoljosiano (éste no había querido revelar suverdadera profesión, puesto que un maestrodespertaría más interés y tendría que responder másque un campesino), el suboficial ordenó que viniese aasear el cuarto diariamente, después de la comida.Una vez, Grigori se sintió indispuesto y en lugar de

él se presentó otro. El suboficial no le dejó entrar,exigiendo que viniese Ereméiev. Los compañeros seasombraron y dijeron en tono de broma: "Eloficialillo se ha enamorado de ti". Pero Grigori lesrechazaba de mal talante. Ir al cuarto del alemán era para él cosa en sumo grado desagradable, aunque elsuboficial le daba cigarrillos y pan, y un día le obligóa tomar un vasito de ron. En ese cuarto, Grigori teníala constante sensación de andar sobre un alambre,como un equilibrista, pues debía estar siempre alerta,hacerse el simplote que no se interesaba en absoluto por los asuntos militares, sonreír y dar las gracias por

2  Unidad de medida del trabajo de los koljosianos,teniendo en cuenta la norma diaria del trabajo y lacalidad del mismo. 

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Los soldados no se ponen de rodillas 43

las limosnas. Notaba que el alemán jugaba conastucia, persiguiendo algún fin. ¿Qué querría de él?Eso quedaba siendo un enigma, que le obligaba a poner en tensión los nervios cuando se encontraba en presencia del suboficial.

Poco después de haber fracasado Grigori en suintento de ponerse en contacto con los guerrilleros a

través del hortelano, el suboficial le dijo:- Igori -así le llamaba-, ¿quieres ir a la ciudad?El corazón le dio un brinco. ¡Ah, ahí estaba el

quid!... Sin dejar de pasar el trapo por el suelo,Grigori articuló con desgana:

- ¿Y qué voy a hacer yo allí?- ¡Cómo! ¿No te gustaría ver cómo viven los

italianos?- ¿Para qué? -siguió Grigori en el mismo tono-.

Viven como todos. No se diferencian en nada de losdemás. ¡Vaya una cosa!

- Eres un mujik perezoso. Cuando regreses a tu

hogar y te pregunten dónde has estado y qué hasvisto, no sabrás qué responder... A ver, déjalo todo.Irás conmigo.

Al pasar ante el centinela que custodiaba el portón, el suboficial le susurró algo al oído. Elsoldado sonrió comprensivo. Al llegar a un extremode la ciudad, el alemán le metió a Grigori un billeteen la mano, diciéndole:

- Aquí tienes cinco marcos. Vete a esa taberna.¿Ves el rótulo? Pide una botella de vino y aguardaallí hasta que yo venga. Volveré dentro de un par dehoras y te esperaré en esta esquina. Tengo una cita,¿comprendes?

Y se alejó de allí con sonoros pasos.Grigori se estremeció. ¡Estaba libre! Podía

meterse en cualquier portal, permanecer agazapadoen algún desván hasta que anocheciese, y... ¡a lasmontañas que se alzaban a dos pasos de allí! ¡Allíestaban los guerrilleros! Pero en el acto se sintióabochornado por haber tenido tal alegría y tales pensamientos. ¡Cómo iba él a marcharse solo y dejarabandonados en la batería a sus amigos!... Noobstante, era preciso hacer algo sin pérdida de

tiempo. ¡Por fin se presentaba la ocasión de ponerseen contacto con los italianos! Naturalmente, era preciso obrar con prudencia. El hecho de que elsuboficial se hubiera mostrado tan generoso no sedebía a una mera casualidad. Por lo visto, queríaaprovecharle como cebo. A lo mejor, algún enlace delos guerrilleros, al ver al ruso, mordería el anzuelo,y... por el hilo se sacaría el ovillo. ¿Habríaemprendido el alemán esa aventura por propiainiciativa o en cumplimiento de una orden de laGestapo? Por algo no había dejado de interrogarle ysondearle. Había creído que tenía ante sí a un

campesino mordvino zafio que no entendería nada.Era preciso observar mucho cuidado, tanto en el tratocon el suboficial como con la gente de la taberna.Allí, seguramente, no faltarían "pescadores"...

Guiado por tales pensamientos, Ereméievdescendió a la taberna. El local estaba envuelto en elhumo azulado del tabaco. En las mesas había botellasaltas cubiertas de mimbre. Barullo, algarabía, golpesde dados, voces, carcajadas; todo ensordeció derepente a Grigori. Tras permanecer un momento en elumbral, recorriendo con la mirada el recinto, echó a

andar vacilante en busca de sitio. Halló una mesadesocupada cerca del mostrador. Al instante lesirvieron una botella de vino y un vaso, aunque nohabía pedido nada. "Puesto que la botella estádescorchada, hay que beber", dijo para su coleto.

El vino, ácido y áspero, le produjo de inmediatoun efecto embriagador. Había perdido la costumbrede beber. Durante un rato quedó inmóvil, observandoal público. Luego sorbió unos tragos más y apartó desí resueltamente el vaso. Debía conservar despejadala cabeza.

El tiempo pasaba. Grigori no sabía qué hacer. ¿Ir

a sentarse a otra mesa al lado de alguien? ¿Y despuésqué? ¿Entablar conversación, poniendo en juegotodas las palabras aprendidas? Mas, ¿cómo abordarlo principal, lo que tanto le interesaba? ¿Decir:"Póngame en contacto con los guerrilleros"? ¿Y siresultaba lo que con el hortelano o algo peor? Puesallí podía estar sentado un agente de la Gestapo. O,simplemente, un fascista.

Grigori maldecía su torpeza e impotencia. Ahíestaban los italianos. Podría apostar la cabeza a quedos o tres de los presentes estaban relacionados conlos guerrilleros. Pero, ¿cómo distinguirlos de losdemás? El tiempo pasaba volando...

Grigori se disponía ya a irse cuando a su mesa seacercó tambaleándose un mocetón alto y fornido conel mono embadurnado de cal. Ofreciéndole su vaso,dijo algo en italiano. Grigori abrió los brazos congesto de impotencia, y, hallando con dificultad las palabras necesarias, dijo en una mezcla de italiano yalemán:

- Hable, por favor, más lentamente. Nocomprendo...

El mozo preguntó en alemán:

- ¿Qué te pasa,  Kamerad ? ¿Por qué estás tan soloy tan triste? ¿Dónde tienes a la gachí? ¿En Servia, enChecoslovaquia o en Polonia?

Grigori esbozó una irónica sonrisa. ¡Vaya! No parecía ruso, le tomaban por serbio o checo:

- Se quedó en Rusia.El desconocido miró fijamente a Grigori y le

 preguntó en ruso:- ¿Y tú te has escapado?Ereméiev quedó atónito. ¡Lo que menos esperaba

era encontrarse allí con un ruso! ¿Y si no lo era?Pues hablaba con acento extranjero, pero no alemán,

más bien como los ucranianos occidentales, comoShulgá. ¿Sería de aquellos que habían emigrado enotros tiempos? No parecía serlo por la edad.Seguramente sus padres habían huido de Rusia,

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llevándoselo a él cuando era todavía muy pequeño.Por lo demás, ¿a quién no contrataban los alemanesde entre la gente de la más baja estofa? La cosa ibade mal en peor. Primero, el suboficial, y ahora éste...Bueno, jugarían al gato y al ratón...

- Soy del campo de concentración. Un suboficialme ordenó que le acompañase para llevarle algunas

cosas a su señorita. Le daba reparo ir cargado. Sequedó con la señorita. Y en esos casos, comocomprenderá, el tercero está de más. Me dio cincomarcos y me mandó que le esperara para regresar juntos al campo. Y tú, ¿quién eres?

- ¿A qué se debe la generosidad de tu suboficial? -Los ojos del mozo taladraban, escrutadores, aGrigori.

- ¿Cómo quieres que lo sepa? -Ereméiev, ya mástranquilo, iba entrando en su papel-. No me daexplicaciones. Me ordena, y yo cumplo la orden.

- ¡Qué obediente! -comentó con sarcasmo el

desconocido-. Se ve que estás bien amaestrado.- ¡Vete... sabes adónde! ¿Quién eres tú para

hablarme así?El mozo optó por dejar sin respuesta la pregunta:- Bueno -dijo en tono conciliador-, no te engalles.

¿Piensas evadirte o qué?Comprendiendo que no tenía nada que perder,

Grigori se dijo: "¡Sea lo que sea!" En fin de cuentas,si sucedía algo, nadie más que él sufriría lasconsecuencias. ¿Y si el mozo aquel era justamente la persona a quien él buscaba? Sin embargo, Grigori nose apresuró a descubrir sus intenciones. Por si acaso,se hizo el tonto:

- Quisiera fugarme, pero, ¿a dónde ir?- A las montañas, con los guerrilleros.Grigori, con un ademán de impotencia y franca

desazón, objetó:- ¡Cualquiera los encuentra allí! Es lo mismo que

 buscar el viento en el campo.- ¿Y si te enseño el camino?El Ereméiev de ayer se hubiera abalanzado a él

con un jubiloso "¡Vamos!" Pero el de hoy sabía yacontenerse. Movió la cabeza con fingida

desconfianza:- Hablas por hablar. .. Dime primero quién eres.- Si vas a saber mucho, envejecerás antes de

tiempo... Llámame Kiril o Kirchó... ¿En quéquedamos? ¿Quieres que te enseñe el camino?

- Tengo que pensarlo y consultarlo con misamigos.

- Bueno, consúltalo. ¿Tienes muchos amigos?- Bastantes -repuso Grigori por no concretar.Kiril, sonriendo anchamente, le dio unas palmadas

al hombro:- Eres cauto... ¿Cómo te llamas?... ¿No temes,

Grigori, que yo te denuncie? ¿Y si yo trabajo paraellos y me dedico especialmente a la caza de sujetoscomo tú?

Eso sacó de quicio a Ereméiev.

- ¡Oye, tú! -dijo, poniéndose en pie-. Ya estoycurado de espanto. ¿Comprendes? Bueno, tengo queirme. El suboficial debe de estar esperándome ya.

- No lo tomes a mal. La cosa es seria. Puedecostarte la vida. Y tú te pones a hablar de la evasióny de los guerrilleros con el primero que se te cruza enel camino. A ese paso puedes caer en la trampa y

arrastrar allá a tus amigos... No le cuentes nada alsuboficial ni vuelvas a aparecer por aquí. En cuanto ala evasión, lo pensaremos y te avisaremos. Quédateaquí unos minutos más. ¡Hasta pronto, Grigori!

Luego de saludar con la cabeza al tabernero, elmozo salió de prisa. Grigori sonrió comprensivo: erala conspiración.

Apenas Ereméiev hubo llegado a la esquina,apareció el suboficial cargado de bultos y paquetes.

- ¿Hace mucho que me esperas, Igori? -preguntó,escudriñándole desconfiado.

- Sí, lo menos una media hora -mintió Ereméiev-.

Pero no en la esquina, sino en ese portal. Me dabamiedo de que me detuvieran.

Le abrumaba la sensación de que el alemán habíaestado acechándole y vigilándole desde algúnescondrijo.

El suboficial le entregó los paquetes y echaron aandar en dirección a la batería. Otra vez comenzó aacosarle a preguntas: si le había gustado la taberna,qué había visto allí. ..

Ereméiev se hizo el tonto:- ¡Bah! No merecía la pena haber ido allá. El vino

era una porquería, posca pura. En mi tierra, hasta lacerveza es más espirituosa. Aunque me bebí toda una botella no sentí el menor efecto en la testa. Y lositalianos…  ¡qué alborotadores son! Diez personashacían más ruido que una aldea entera. En mi tierra,cuando los mordvinos beben, se están muy serios,conversando plácidamente, sin alzar la voz. Encambio éstos gritan y gesticulan como los monos.

- ¡Tienes razón, mujik! -el suboficial rompió areír-. Los italianos son verdaderos monos. En cambiolas chicas, hay que reconocerlo, son una delicia, muyentendidas en el arte del amor. ¡Saben unas cosas!

Pero eso mientras son jóvenes. Luego se conviertenen brujas gordinflonas. -Y cesando de reír, bajó de pronto la voz-: Dentro de unos días irás de nuevoconmigo a la ciudad. Debes conocer sin falta a losguerrilleros...

- ¡Pero qué dice usted, señor suboficial! ¿Es una broma? -Ereméiev retrocedió asustado-. ¿Para quélos necesito yo? ¿Acaso hay guerrilleros en estaciudad?

- Sí -repuso disgustado el suboficial-, los hay entodas partes. Creo que aquí todos son guerrilleros.Sólo fingen ser neutrales... Debes ponerte en contacto

con ellos, y tú y yo nos iremos a las montañas.- ¡Cómo! -Grigori se mostró horrorizado-, ¿a qué

vamos a ir allá?- ¿Qué te pasa? ¿.No quieres la libertad?

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- ¡La libertad! Si caigo en manos de losguerrilleros me obligarán a combatir. Y en elcombate pueden matarme. Ya lo sé; casi me morí demiedo en la guerra.

- ¿Prefieres quedarte en el campo, tras laalambrada?

- Por supuesto. Allí, gracias a Dios, me dan de

comer y estoy bajo techo. ¿Qué más quiero?- ¿Y no sabes tú, pedazo de alcornoque, que en

cuanto las tropas anglo-americanas desembarquen enItalia, nosotros tendremos que fusilaros a todosvosotros? -dijo el militar en tono de amenaza-. A esova la cosa. ¿Te rascas la nuca? ¡Ah! Decide, pues,qué te conviene más: ir con los guerrilleros o recibiraquí, en el campo, un balazo en la frente. Puede queen las montañas quedes con vida; pero aquí...despídete de ella.

Y aflojando el paso, procedió a inculcar su plan aese "pedazo de alcornoque". Los asuntos de los

alemanes iban de mal en peor. Les presionaban enRusia y en África; de un momento a otro tendríalugar un desembarco de tropas en Italia. El, OttoGotzke, no era comunista ni capitalista. La política leimportaba un bledo. El quería vivir. Y si Ereméiev serelacionara con los guerrilleros y los dos llegaran alas montañas, el ruso debería confirmar allí ante los jefes de los sediciosos que Gotzke se había portado bien con los prisioneros y que, siendo enemigo de laguerra y de Hitler, le había sugerido a Grigori la ideade evadirse. Otto podría ser útil a los guerrilleros, pues trabajaba en la plana mayor: él les proporcionaría algunos documentos y les contaríamuchas cosas. No quería luchar contra los alemanes,no; pero tampoco estar en ningún combate. Que leayudaran solamente a trasladarse a Suiza. Allíesperaría el fin de la guerra...

Grigori le escuchaba con una sonrisa aflorada alas comisuras de los labios. Por suerte, anochecía ya.¡Qué astuto el alemán! ¡Cualquiera adivinaría de buenas a primeras cuánta verdad y cuánta mentiracontenían sus palabras! Aunque él pensaba de verasevadirse de allí, no correría ningún peligro al confiar

sus planes al prisionero. Ya podía el ruso irse de lalengua, nadie se lo creería. Siempre confiarían másen el suboficial. Y éste escurriría el bulto so pretextode que había querido descubrir los vínculos de losguerrilleros...

- Mira, Igori, no le digas nada a nadie -advirtió aunos pasos del portón-. Si te preguntan, diles quehemos ido de compras.

Está claro que, al llegar a la barraca, Ereméievrefirió lo sucedido a sus amigos. Las opinionesdivergieron. A quicio de Laptánov y Orlov, elsuboficial era a todas luces un provocador. Pero

Kalinin, Beltiukov y Pável Podobri, un fornidomarino que se había incorporado al grupo, estabandispuestos a creer que él planeaba realmente unaevasión. Las ratas son las primeras en abandonar el

 barco averiado, aunque éste se mantenga aún a flote.Las palabras de Kiril fueron como un tenue rayito deluz en la oscuridad. Mas, ¿cuándo idearían algo parasacarles de allí?

Al día siguiente, mientras aseaba el cuartel,Grigori advirtió que un soldado jovenzuelo, casi unniño, se volvía a cada rato para mirarle fijamente. ¿A

qué se debería eso? Parecía ser el mismo que lavíspera había custodiado el portón.

Ereméiev salió a la terracilla con el balde paraechar el agua sucia. En pos de él se asomósigilosamente el jovenzuelo y, arrojando furtivasmiradas a los lados, dijo con premura:

- ¡Ten cuidado, ruso! El suboficial es malo. ¡Muyzorro!

Para ser más gráfico, se puso a husmear como un perro que sigue el rastro de alguien, y se llevó lamano a la oreja como para oír mejor. Luego pegó elíndice a los labios, hizo un guiño y retornó al cuartel.

El sábado por la tarde, el suboficial volvió a llevara Ereméiev a la ciudad. En la misma esquina le diodinero y se fue.

Grigori, sentado en la taberna frente a su botellade vino, miraba a la gente con la esperanza de ver aKiril. Pero no le vio.

Al pasar ante él en dirección al mostrador, unmozo alto y guapo enganchó con el pie una silla y lahizo caer ruidosamente. El muchacho se inclinó,sonriendo confuso y mientras levantaba la silla, preguntó en un alemán chapurreado:

- ¿Te llamas Grigori?Ereméiev asintió con la cabeza.El mozo le echó en cara en un rápido susurro:- ¿A qué has venido? Kirchó te ha dicho que no

aparezcas por aquí. Vete y espera a la personaencargada de avisarte.

Grigori no le entendió. Quiso preguntar, pero elmozo le había dado ya la espalda y chanceaba con eltabernero. Tras permanecer unos minutos más ycerciorarse de que nadie le miraba, Ereméiev selevantó dejando el dinero debajo del vaso. Pero nohabía llegado a la puerta, cuando el dueño de la

cantina le dio alcance y, ofreciéndole la vuelta, gritóen italiano, atronando el recinto:- El señor debe de ser el conde de Monte Cristo

disfrazado, porque es tan generoso: paga por una botella de vino el triple de lo que cuesta.

Y mientras la gente reía, él añadió bajito, esta vezen alemán:

- Espera, camarada. Ya te dirán cuándo...Esperar en aquella silenciosa calleja era, en el

mejor de los casos, una insensatez. Grigori se metióen el primer portal, desde donde podía observar laentrada de la taberna y la esquina donde habría de

encontrarse con el suboficial. Los minutos searrastraban con una lentitud abrumadora. Grigorilanzaba impacientes miradas a la puerta de lataberna, por donde, según le parecía a él, debía de

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aparecer la persona que le diría cuándo y cómo podrían verse, qué sería preciso hacer.

El tiempo pasaba. La puerta de la taberna se abríay cerraba con ruido. La gente entraba y salía, peronadie se acercaba a Grigori. Entonces él tomó ladeterminación de salir de su escondrijo y permanecera la vista de todos. Eso tampoco dio resultado. El

hombre se puso nervioso, porque el suboficial debíaregresar de un momento a otro y el enlace noaparecía...

Gotzke notó en seguida la inquietud y elabatimiento del prisionero.

- ¿Qué te pasa? -preguntó.- Nada -repuso Ereméiev, sombrío-. Tengo

miedo...- ¿Has hablado con alguien?- ¿Cómo podía yo hablar, si allí no había más que

italianos de toda ralea? Paliqueaban en esa jerga queyo no entiendo. Me ofrecieron vino. Pero a mí no me

gusta, porque me produce flato...El suboficial no ocultó su desazón:- ¿Por qué no les hablaste en alemán y no les

dijiste que eres un prisionero ruso? Muchos de elloshan aprendido a hablar en nuestro idioma y lodominan tan bien como tú.

- Yo intenté hacerlo; pero me recibieron conrisotadas, y al chocar los vasos sólo gritaban: Chavo,chavo! 

- Chao!  -bufó Gotzke, corrigiéndole-. Es comodecir: ¡Salud!

- Temí pronunciar la palabra "guerrilleros". ¿Y sime agarraban y me llevaban a la policía?

- No te hubieran agarrado. Todos los de aquí selas entienden con los guerrilleros…  Bueno, lointentaremos la semana que viene...

Aquella noche, en la barraca, los compañeros se pasaron un rato largo descifrando las palabras:"espera, te avisaremos". ¿Significaban que Ereméievtenía que haber esperado al enlace junto a la taberna?En tal caso, ¿cómo entender la advertencia de que élno debía aparecer por allí? ¿Dónde, pues, esperar?¿O esas palabras iban dirigidas a todos sus

compañeros: "Esperad y preparaos; nosotros ostenemos presentes y os ayudaremos"?...A los dos o tres días, el italiano que había

sembrado patatas en el huerto hizo señas a Grigori para que se acercase a la alambrada.

-Esta noche vendrán. Aquí -dijo indicando a lacerca-. Estad preparados...

Ereméiev no cabía en sí de júbilo. ¡Por fin!Hubiera querido darle un abrazo al italiano, pero elhombre estaba al otro lado de la alambrada y, comosi no hubiese ocurrido nada, mullía afanosamente latierra con el azadón.

Aquella noche se acostaron vestidos. En la barraca reinaba un silencio embarazoso. Permanecíanatentos a cada ruido. Los alemanes no apostabancentinela a la puerta, sino que la cerraban por fuera

con candado. Una reja de alambre de púas recubríalas ventanas, pero los prisioneros se aseguraron lasalida, dejándola sujeta, sólo para aparentar, con unoscuantos clavos.

La medianoche se aproximaba, y los guerrillerosno aparecían. En vano los observadores asomados alas ventanas aguzaban el oído y escudriñaban en la

oscuridad. Todo estaba sumido en el silencio.De pronto aullaron las sirenas de la estación. En el

cielo, a gran altura, zumbaron motores. Losantiaéreos repiquetearon. Ya antes Udine había sidoobjeto de bombardeos, durante los cuales,aprovechando la confusión reinante, los cautivoshubieran podido evadirse. Pero esa incursión aérearesultaba del todo inoportuna. Los guerrilleros podrían aplazar la operación. Y los prisioneros, preparados ya para la evasión, no querían postergarla. Tras deliberar el asunto, resolvierontomar la iniciativa y salir al encuentro de los

guerrilleros.Habiendo escapado por las ventanas, los

 prisioneros, avanzando a rastras, pegados a la tierra ysalvando la distancia a cortas carreritas, llegaronhasta la alambrada. No disponían de tijeras, pues nohabían tenido dónde cogerlas; y además habíanconfiado en la ayuda de los guerrilleros. Pero no podían esperar más. Se quitaron las guerreras y loscapotes, envolvieron las manos en pedazos de paño y procedieron a abrir un paso en la alambrada. Al cabode unos minutos estaba hecho. Los fugitivos salieron por él y se arrastraron por el patatal, seguros de quetoparían, de un momento a otro, con los guerrilleros.Pero éstos no aparecían. ¿Qué hacer? ¿Permanecertendidos allí hasta que acabase el bombardeo? Era peligroso e insensato. Ya que estaban al otro lado dela alambrada, debían irse. Pero los guerrilleros podrían pasar de largo sin verles...

Estos pensamientos abrumaban a Grigori. Por sísolo venía a resultar que él era el cabecilla, elorganizador de la fuga. Pues había transmitido a lagente las palabras de Kiril y del vecino italiano.Todos le miraban ahora ansiosos de saber qué diría y

adónde les llevaría. Pero él, tendido en el blando ymullido suelo, no sabía qué hacer: no se le ocurríanada. ¡Si al menos supieran por dónde debíanaparecer los guerrilleros! Si no, ¡cómo buscarlos enla oscuridad! Pero el tiempo apremiaba. ¡Hala, a lasmontañas!...

Poniéndose en pie, ordenó bajito:- ¡Dispersaos! Id en cadena y no perdáis de vista

el uno al otro.La templada noche meridional se los tragó.

Capitulo VII. Las cuentas comunes.

IShulgá estaba preocupado. Hacía ya unos días que

andaba de mal humor. Ni siquiera jugaba a las cartas,de las que antes no había podido prescindir ni una

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sola tarde. Lúgubres pensamientos embargaban todosu ser. El jefe político del campo le había llamadodías antes para darle a entender sin ambages que laadministración estaba muy descontenta de él y de losdemás policías. No cabía duda de que entre los prisioneros había agitadores y bullangueros bolcheviques. ¿Cómo explicar, si no, hechos como el

fracaso de la campaña de alistamiento de los prisioneros al ejército del general Vlásov, la evasiónde dos cautivos a los que, dicho sea de paso, nohabían podido encontrar, el número creciente defallas en la fábrica, la disminución del rendimientodel trabajo y el empeoramiento de la calidad de la producción, el incendio del depósito y la destruccióncompleta por el fuego de la sección de moldeo? Aunsuponiendo que el siniestro hubiera sido provocado por una bomba incendiaria, y la evasión perpetradasin la ayuda de otros prisioneros, los actos desabotaje y la propaganda antivlasovista no podían ser

fenómenos casuales. Si el señor Shulgá le tenía algúnapego a la vida y no deseaba ir a reunirse con susantepasados, que cumpliese su obligación ydescubriera a los alborotadores. Se le garantizaba, por supuesto, la ayuda necesaria...

¡Descubrir a los alborotadores! ¡Qué pronto sedice eso! Nadie llevaba escrito en la frente lo que pensaba. Todos miraban como lobos.

Antón comenzó a rabiar contra los prisioneros. Enel fondo, no era un hombre vil, ni ruin, ni vengativo.Se distinguía más bien por su carácter suave y benigno. Su único deseo era que no le tocaran a él,que le dejasen en paz; su única ambición, volver acasa y recibir un terreno... no importaba de manos dequién: de los alemanes o del Poder soviético. Perodespués de la conversación sostenida con elrepresentante de la Gestapo, Shulgá comprendió quela vida apacible había acabado. Si él no hacía nada, elalemán cumpliría la amenaza. Y Antón empezó amirar con creciente odio a los prisioneros, por culpade los cuales ponía en juego su propia vida. ¡Otrosenturbiaban el agua, y él debía pagar el pato!

Una tarde, Shulgá le dijo en tono irritado a

Shájov:- Los alemanes son tontos. Primero nos abofetean,nos matan de hambre, se burlan de nosotros, y luegoquieren que los prisioneros les aprecien y no serebelen. Ellos mismos han cometido el yerro, y ahorase arrancan los pelos...

- Después de todo, Antón, tú no has comprendidonada -dijo Vasili rompiendo a reír-. ¿Crees que siellos alimentaran a los prisioneros con embutidoshasta la hartura y que si el comandante le estrecharala mano a cada uno por las mañanas, preguntándolecómo ha descansado, la gente les tendría afecto a los

fascistas?- ¡Claro!El hombre no dudaba de que el buen trato y la

 buena comida hubieran dispuesto a los prisioneros en

favor de los hitlerianos.Shulgá y sus policías andaban husmeando por las

 barracas. Y aunque el tiempo pasaba, ellos sehallaban tan distantes de la meta como el día en queel jefe político del campo le encomendara a Antón latarea de descubrir a los alborotadores. El miedomezclado con la irritación contra los prisioneros, por

culpa de los cuales se veían privados de la paz y elsosiego, les impulsaba más y más a echarsefuriosamente con palos sobre aquéllos. Antes nohubieran osado pegar a nadie, se habían limitado alos gritos. Pero ahora hacían uso de los puños y delas porras de goma. Tomaban el ejemplo del nuevo jefe de la policía del campo, un sargentoachaparrado, al que los prisioneros habían puesto elmote de "Waschen", porque desde el primermomento, siendo un ferviente defensor de lalimpieza, propinaba bofetadas y puntapiés a quienes,según él, no se habían lavado bien la cara y las

manos al regresar del trabajo. Y puesto que almandarlos al lavabo no hacía sino rugir una palabra:"Waschen!", ésta le quedó de apodo. "Waschen" seensañaba tanto con los cautivos como un año ymedio antes los alemanes en los campos deconcentración de Ostrow Mazowiecki y en lafortaleza de Deblin. Viéndole a él, los demás policíasse animaron.

El Comité decidió poner fin a ello. No podíantocar por el momento a "Waschen": pero a los policías había que darles una buena lección. En lacasa de baños vapulearon de lo lindo a Shulgá y aotro, advirtiéndoles que si osaban alzar la manocontra alguien lo pagarían con la vida.

Shulgá, que después de aquel baño tuvo queguardar cama un par de días, se quejó a Shájov,diciéndole que se encontraba entre la espada y la pared. Si desobedecía a "Waschen", las pasaría mal,y si le obedecía, también, pues sería liquidado por los propios.

Vasili se alegró del mal ajeno:- ¿Y qué te dije yo en Moosburgo? ¿No

asegurabas tú que jamás blandirías la porra ni

tocarías a nadie?- Sí, pero entonces todos eran mansos -gimióAntón-. ¿Cómo podía yo saber que las cosastomarían tal cariz?

- Yo te lo dije, pero tú no me creíste. Te loadvertí, no me hiciste caso. Bien merecido lo tienes.Dime, ¿quién es más fuerte: los alemanes o nosotros?Incluso aquí tras la alambrada. Tú, Antón, les temesahora más a los prisioneros que a los alemanes. ¿Noes así? Pues ten presente que todo camino, largo ocorto, comienza por el primer paso. Tú has tomadoun mal camino, has dado un paso falso. La felonía en

lo grande se inicia por lo pequeño. ¿Recuerdas cómoen Ostrow Mazowiecki te lanzabas a atrapar la patatay apartabas a los demás a empujones para comértelatú solo? Por allí comenzó la cosa…  ¡Ay, Antón,

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Antón! No hablo ya de mí... ¡Cuánto empeño han puesto en ti Mijaíl, Grigori, Lionia! Pero tú...

- ¿Qué debo hacer, Vasili? ¡Enséñame! -La voz deShulgá denotaba pavor y súplica.

- ¡Hazte persona! Tú no puedes ya renunciar a tuempleo. Pero al llevar puesto el brazalete de policíatrata al menos de no ser una fiera, sino un ayudante y

compañero nuestro...La lección fue provechosa: los policías se

amansaron. Al tratar de dispersar a una multitud de prisioneros, gritaban y gesticulaban con redobladaenergía, pero no tocaban a nadie. En cambio"Waschen" le tomó gusto a la cosa. Repartía a diestray siniestra bofetadas, torniscones, cogotazos y puntapiés, afanándose de tal manera, que la víctimadebía ser trasladada en estado de desmayo a laenfermería. El sargento alemán era un especialista enasestar golpes al vientre, al estómago, y al cuello,entre el mentón y la clavícula. Los médicos se

indignaban. Tremba decía que estaba dispuesto aestrangular con sus propias manos a ese sádico. En laenfermería había ya no menos de veinte víctimas de"Waschen".

El Comité de la CFP decidió tomar la medida másextrema: exigir el despido del sargento y organizaruna huelga de hambre, así como la renuncia altrabajo. Sería una manifestación arriesgada, pues losalemanes podrían interpretarla como una francarebelión. Y aún era pronto para rebelarse, además deque la acción debía ser aprobada por el ConsejoCentral de la CFP.

Al anochecer, antes del fin de la jornada, Kúritsintrocó su vestimenta por la de un "oriental" y seincorporó a las filas de los obreros civiles. No era la primera vez que lo hacía. Arriesgaba poco, pues seríadudoso que los soldados de la escolta advirtieran su presencia en una columna formada por trescientas ocuatrocientas personas. Y menos aún porque tanto los"orientales" como los civiles iban igualmenteembadurnados de tierra y hollín. Sólo sediferenciaban por el atuendo. En el campo, Nikolái buscó a Savva y le contó lo que pasaba. Este quedó

 pensativo.- Ven -dijo por fin-. Te presentaré a una persona.Allí hablaremos...

En una de las barracas, un mozo apuesto, garrido,de mirada franca y alegre, se levantó de la litera parair a su encuentro. Aunque llevaba puestos unachaqueta sencilla, raída, que le quedaba estrecha enlos hombros y un pantalón fulero que se abombabaen las rodillas, Kúritsin advirtió en seguida su portemilitar. El apretón de manos fue enérgico y seguro.

- ¿Conque tú eres Kúritsin? He oído hablar de ti yde tus compañeros. Obráis con audacia… Me llamo

Iván. Iván Korbukov. Mucho gusto...Después de escuchar a Nikolái, dijo cortando el

aire con el canto de la mano:- ¡Bien, muchachos! Aunque el momento no es

muy apropiado para llevar a cabo esta acción, creoque hay motivos de sobra para darles un pequeñosusto a los fritzes. Vosotros, Savva, apoyad a loscompañeros... ¡No, tú no me has comprendido!Vosotros no debéis emprender ninguna acción, pues podría despertar sospechas. Y además, vuestrocampo no está preparado para ello. Me refiero a otra

cosa. Cuando los prisioneros de guerra se nieguen asalir al trabajo, vosotros allí, en la fábrica,explicadles a los alemanes honestos, a los franceses yespañoles, a qué se debe ello. Cread la opinión pública... Y vosotros, Nikolái, actuad. Os lo autorizoen nombre del Consejo... ¡Pero no exageréis la nota!Dominaos. No os dejéis provocar. Evitad las peleas...

Aquella noche Kúritsin conversó largamente conél. Iván Korbukov le hizo muchas preguntas sobre lasituación reinante en el campo, el estado de ánimo delos prisioneros y la labor efectuada. Aunque era una persona comunicativa, no habló casi nada de sí

mismo; sólo dijo que había sido primer teniente delservicio técnico, y que después de caer prisionero yevadirse, se encontraba en una situación declandestinidad. Y nada más. Kúritsin supo por bocade Batovski este pequeño detalle de la biografía deIván: que era uno de los primeros constructores de laciudad de Komsomolsk del Amur, adonde había idosiendo muy joven aún y respondiendo a la llamadadel Komsomol...

Dos días después, el campo de los prisioneros setransformó en una colmena revuelta. Aunque hacíatiempo que el gong había sonado llamando a recibirel café y el pan, nadie salía de las barracas. La gente permanecía tumbada en las literas como si no hubieseoído nada. El jefe de la cocina corrió alarmado a darcuenta de ello al comandante. Este ordenó a lossoldados y a los policías que echasen de las barracasa los prisioneros, les obligaran a formar filas y losllevasen al trabajo en ayunas. Pero por más que seafanaban los alemanes, no lograban desalojar a los prisioneros. Cuando después de vaciar un edificio,los soldados se dirigían al siguiente, los prisionerosquitaban de en medio a los policías y volvían a

meterse en su barraca y tumbarse en las literas. Elcomandante, enfurecido, pidió refuerzos y mandótraer a los perros. Los fieros mastines y los soldadosde los "SS" enviados a ese fin no anduvieron conmiramientos y, al fin y a la postre, lograron reunir alos prisioneros en la plaza.

Ante la formación, custodiada con armasautomáticas y perros, se presentó el comandanteacompañado de oficiales y un intérprete. Llevaba enlas manos un papel.

- Oigan, señores camaradas -empezó con relativatranquilidad y hasta con un dejo de ironía-, ustedes

han osado expresar su descontento respecto a la personalidad y actividades del sargento Strumf.Lamento mucho tener que ocasionarles un disgusto austedes, pero a mí, personalmente, él me agrada y

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estimo que cumple excelentemente con susobligaciones...

La tranquilidad iba abandonándole. Gritaba ya,quebrándosele la voz en chillidos. Blandía el puñoque oprimía el papel. El intérprete reproducía no sólosus palabras. Hablaba con el mismo enardecimientoque su amo. Al principio había adoptado, como éste,

un tono algo burlón, pero luego su rostro se inflamó,los ojos se le inyectaron en sangre, y él se pusotambién a gritar.

- En este papelucho fijado a la pared de la cocina,vosotros, perros sarnosos, habéis osado presentaralgunas demandas. ¡Da risa pensar que os vengáiscon demandas! ¡Cochinos! ¡No sabéis, acaso, que porsolo decir "¡exigimos!" yo puedo fusilaros a todos,hasta el último. ¡Vosotros no podéis más que pedirsumisamente! El sargento Strumf quedará en su puesto y yo gestionaré ante el mando para que se lecondecore por su esmero y lealtad. Vosotros iréis

ahora mismo al trabajo. Y en castigo por lo sucedidoos quedaréis sin comida durante dos días. ¡Todos!¡Pero ya averiguaré quiénes son los promotores!¡Con mis propias manos los ahorcaré aquí, en eltravesaño del portón! Y ahora, -¡izquierda, mar!

A Shájov se le oprimió el corazón. ¿Será posibleque todo hubiera fracasado, que las filas delanteras se pusiesen en marcha? No, no debían, pues allí seencontraban Kúritsin, Tólstikov, Pokotilo,Shevchenko, Zaporozhets y otros muchachos deconfianza...

La columna no se movió, como si hubiese echadoraíces en la tierra. Los alemanes separaron unascuantas filas delanteras y las empujaron con lasarmas automáticas hacia el portón. De repente, los prisioneros -Shájov advirtió entre ellos los capotes deTólstikov y Pokotilo-, como obedeciendo a una vozde mando, se sentaron en el suelo. Y aunque lostrataron a culatazos y puntapiés, ellos quedaronsentados. Siguiendo su ejemplo, toda la columna sedejó caer al suelo.

Un oficial de los "SS" le dijo algo al comandante.Le habría exhortado a que tomase medidas más

rigurosas; pero éste movió negativamente la cabeza.Su rostro palideció. Estaba muy alarmado. Hacía yados horas que los prisioneros debían haberse puesto atrabajar. Los del turno de la noche no habían vueltoaún de la fábrica. ¡Quién iba a conducirles si todoslos soldados, a excepción de los que custodiaban elrecinto de la fábrica, se encontraban en la plaza! Y bien que los de aquel turno no habían regresado, queallí se encontraba sólo la mitad de los cautivos.

Un coche ligero paró ante el portón. De él se apeóun alemán enjuto, vestido de paisano. El comandantese apartó desdeñosamente del oficial de los "SS" para

ir al encuentro del recién llegado.- Un pequeño contratiempo, señor Kleinsorge -

explicó tras responder al tradicional  Heil Hitler!-.Ahora mismo lo arreglaremos.

- Señor comandante, a mí no me interesan susasuntos -replicó Kleinsorge con sequedad-. Hevenido por encargo del director de la fábrica paraexpresarle una protesta. -Y mirando el reloj añadió-:Hace ya tres horas y diecisiete minutos que por culpade usted los talleres están parados.

- ¿.Tres horas? ¿Cómo? Si el turno de la noche

debía trabajar hasta las siete y treinta y ahora sonsólo las nueve y media.

- Sepa usted que los prisioneros interrumpieron eltrabajo a las seis y cuarto.

- ¿Y por que sus contramaestres no les hanobligado a que continuaran la labor?

- Señor comandante, nuestros contramaestres noson policías ni tienen la obligación de resolver losasuntos interiores del campo. A usted le pagan poreso. Los prisioneros han declarado que no trabajaránmientras usted no despida a un sargento que lesmaltrata. Repito: eso no nos interesa en absoluto,

 pero la empresa sufre pérdidas. El director me haautorizado para que le notifique a usted que nosotrosreclamaremos a través del juzgado unaindemnización. A propósito, el señor directortelefoneará a Berlín y pedirá que los prisionerosocupados en nuestra fábrica sean puestos bajo lavigilancia de un oficial, para que no vuelvan ainterrumpir el trabajo.

Dicho esto, se despidió y se fue. El comandanteacompañó con una mirada de aturdimiento al cocheque se alejaba. Lo de la indemnización le tenía sincuidado, pues no le afectaría el bolsillo. Pero lo de laconversación telefónica con Berlín era peor. ¡Nofuera a ser que le destituyeran de su cargo y lemandasen al frente! A los que estaban allí, en el patio, sabría ajustarles las cuentas. Fusilaría a cincode ellos ante la formación. Y lograría, al fin y a la postre, llevarlos a la fábrica. Pero ellos no trabajaríanallí. Y sería imposible poner a un soldado junto acada uno. No quedaba más remedio que despedir aStrumf. Por culpa de ese majadero había surgidotodos los contratiempos. Que fuese con esos bríos aotro lugar. Y mientras no fuese tarde, había que

arreglar el asunto con el director de la fábrica. ¡Aldiablo el amor propio! ¡La tranquilidad valía más!¡Ay, esos rusos! Si supiese quiénes eran loscabecillas...

Se paró de nuevo ante los prisioneros y volvió ahablarles, esta vez con fingida benevolencia:

- Señores-camaradas, ya está bien. Basta dealborotar. Es hora de ir a la fábrica. Sus compañerosno han dormido en toda la noche. Están fatigados yhambrientos. Esperan el relevo. Y ustedes no quierenir allá. Les prometo que el sargento Strumf serátrasladado a otro lugar. Vayan al trabajo.

El oficial de los "SS" midió al comandante conuna mirada despectiva y, luego de saludar con un brusco ademán, dio la voz de mando a sus soldados ysalió por el portón sin volver la cabeza ni una sola

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vez.La columna de los prisioneros fue extendiéndose

lentamente por el camino que conducía a la fábrica.Al mirar en pos de sus compañeros, Shájovexperimentó una alegría inmensa. No, no eranesclavos mudos los que marchaban custodiados porla escolta; eran luchadores que habían logrado un

triunfo más. Su silencio era una terrible advertencia para el enemigo.

Y eso que más de un prisionero se había opuesto aesa acción, opinando que sería inútil armar gresca, porque los peces grandes se comen a los pequeños.Resultó, sin embargo, que ni las armas automáticas,ni los perros-policía, ni las porras habían sidocapaces de quebrantar la valentía, que hasta el másflojo se vuelve fuerte al sentirse respaldado por unavigorosa colectividad.

IIKarl Zimmet buscaba la posibilidad de ponerse en

contacto con los prisioneros rusos y los "obrerosorientales"; éstos, a su vez, trataban de encontrarentre los alemanes a antifascistas que fuesen susaliados en la lucha contra el Reich hitleriano. Yendolos unos al encuentro de los otros, alemanes y rusosvagaban en la densa oscuridad de la noche queenvolvía a Alemania, como abriendo un túnel demontañas de desconfianza, frialdad e incomprensión.

Durante su primera entrevista, Korbukov yZimmet tardaron mucho en ir al grano. Se tanteaban.Karl recordó un episodio de su juventud, Iván refiriócómo la gente joven había construido una ciudad enla taiga, a orillas del Amur. El primero enfranquearse fue el alemán. Sacó del bolsillo unasoctavillas y se las ofreció a su interlocutor. Korbukovles echó una ojeada y, al devolverlas, dio una palmada a la mesa:

- ¡Magnífico! Ha comenzado el deshielo... Nosotros también podemos jactarnos de que no permanecemos de brazos cruzados... ¿Cómo marchanlos asuntos de su organización?

Zimmet sonrió. Con que el ruso iba directamenteal grano, dejando a un lado la diplomacia. Bien

hecho.- En cuanto a la organización, estamos dando los primeros pasos...

Y describió la situación. Korbukov frunció elceño.

- Eso es poco, camarada Karl, muy poco. Se lodigo con entera franqueza. Hay que atraer a la gente.Por tratarse del comienzo, eso también es algo.Hábleme de las personas con quienes usted estárelacionado. Comencemos por los dueños de la casa.¿Quiénes son?

Zimmet dijo cuanto sabía acerca de aquel

matrimonio. Un hecho de su pasado interesó enespecial a Korbukov: una hermana de Emma, casadacon un médico soviético, había dado clases dealemán en un instituto leningradense. Los

Gutzelmann habían realizado en el año 1931 un viajea la Unión Soviética para visitar a Leningrado,Moscú y Crimea.

- Se cartearon de vez en cuando hasta el añocuarenta. Luego la correspondencia se interrumpió.Según cuentan ellos, Elsa dejó de contestar. Ah, por poco se me olvida. Emma estuvo recluida en la cárcel

durante un año y diez meses.- ¿Cuándo? ¿Por qué?- Me parece que la encarcelaron a comienzos del

treinta y cuatro. Trabajaba en la oficina del banqueroKlopfer. Y ya sabe usted qué política aplicaban losnazis respecto a los judíos. Emma, que es una persona franca, dijo, si mal no recuerdo, que algunoshebreos eran mejores que los arios. La acusaron demalversación...

- Comprendo. ¿Y Jahres?- Conozco pocos detalles de su vida. Sólo sé que

es un verdadero comunista... Huber es el dueño de la

imprenta. Al trabajar juntos en el partido acomienzos de la década del treinta, nos hicimos muyamigos. El editaba a la sazón el diario  DasSchaffende Volk . No es comunista ni muy audaz, pero odia sinceramente al nazismo. Las octavillas sonobra suya. Y si en estos tiempos uno se juega la vida,eso significa algo. Hay más gente. No he nombrado atodos. ¿Y ustedes? ¿Son muchos?

- Cientos de hombres fuertes, valerosos yorganizados. Les faltan sólo las armas. Pero tambiénlas tendrán. Sobre todo si aunamos nuestrosesfuerzos y comenzamos a actuar mancomunados.Creo que podremos ayudarles a atraer más alemanesa la organización.

- ¡¿Ustedes?!- Sí, nosotros. Tenemos ya muchos amigos

alemanes en las fábricas, en empresas tanimportantes de Munich corno la  Krauss-Maffeil , laBMW, la  Dornier , la  Pettler , la  Kalibr , la  Lunz e

hijos y otras. Por el momento no tienen organización.Simplemente, ayudan con lo que pueden. Si ingresanen la FAA, la lucha será más eficaz, a condición,claro está, de que no tire cada cual por su lado. ¿Me

comprende, Karl?- ¡Naturalmente!III- Muchacos, ¿dónde está Andréi?Tras de explorar con la mirada en torno suyo, los

compañeros quedaron desconcertados. ¿Qué podíanresponder a la pregunta de Ereméiev? No estabancomo para llevar a nadie de la mano. Habían vagadoen la oscuridad durante más de dos horas hasta toparde manera muy casual con los guerrilleros. El jefe delgrupo resultó ser el mismo joven italiano que habíadejado caer la silla aquella vez en la taberna. El

muchacho explicó, turbado, que el retraso se debía ala alarma aérea. Habían querido esperar hasta queterminase, pues durante el estado de alarma, nadiedormía en la batería, por todas partes andaban

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Los soldados no se ponen de rodillas 51

soldados y los reflectores ardían. ¿Para quéexponerse inútilmente? Se habían propuesto liberar alos prisioneros con todo sigilo, sin tiroteos nimuertos. Y estaba más que bien que los muchachosse habían escapado por sí solos...

Al escuchar al italiano, Grigori se irritó contra él.¿Por qué no había enviado a un enlace para que se

acercara a la alambrada y les previniese acerca de lademora? En esas dos horas que ellos habían estadoesperando cómodamente, en campo abierto, él habíaagotado sus nervios y los muchachos también. Si nohubiesen topado con ellos por casualidad, ¿cuántotiempo habrían vagado aún? Y quién sabe si hubieranescapado a la persecución.

El no dudaba de que eso tendría lugar. Por lamañana los alemanes descubrirían la evasión. Si setratase de dos o tres hombres, no darían importanciaal suceso; pero eran dieciocho...

¿Dónde estaría Andréi? ¿Se habría extraviado en

la oscuridad, cuando erraban por aquellas malditascolinas? ¿Por qué los otros estaban allí y nadie másse había extraviado? ¿Y sí...? ¡No, imposible! ¡Cómoiba él a regresar a la barraca! Si hasta un niño de pecho se hubiera dado cuenta de que regresar era lamuerte segura. ¿Y si no había salido del todo?

- Muchachos, ¿quién ha visto a Andréi ya al otrolado de la alambrada?

- Estuvo junto a mí -recordó Orlov-. Y aun renegóde que los guerrilleros nos habían engañado al novenir, ¡y prueba a ver cómo encontrarlos ahora!

- Conque...Grigori no terminó la frase. Las palabras

sobraban. De suyo se comprendía que habiendo pensado que los fugitivos obraban con precipitación,que no encontrarían de noche a los guerrilleros, y a lamañana, los alemanes, pisando las huellas frescas, selanzarían en su persecución, Andréi se separó de suscompañeros. Los perros seguirían el rastro dediecisiete hombres sin descubrir el de uno.¡Villano!...

El grupo echó a andar por las pedregosas sendas,internándose más y más en las montañas. Grigori

oprimía en el bolsillo el mango de la pistola. Losguerrilleros, al encontrarse con ellos, les habían provisto de un fusil automático, una carabina y dos pistolas. Mario, el jefe del grupo, había dichoturbado:

- Aquí no tenemos más armas, Grigori. En eldestacamento habrá para todos.

Y aunque tan sólo cuatro de los diecisiete ibanarmados, los restantes ya no se sentían prisioneros,sino soldados, combatientes.

Habían dejado ya atrás algunos kilómetros,cuando hicieron un alto en el camino para descansar.

Los rusos compartieron su tabaco con losguerrilleros. Beltiukov se acercó a Ereméiev y, bajando la cabeza con aire de culpabilidad, dijo:

- He perdido la pistola. La tenía metida detrás del

cinturón. No se cómo ha sucedido eso...- ¡Dónde tienes los ojos! -le acometió Grigori,

 pero quedó cortado, porque no hallaba palabras paraexpresar debidamente su indignación.

- No me digas nada -le interrumpió Leonid-. Todoestá claro. Me quedaré aquí hasta el amanecer. Y noseguiré adelante mientras no la encuentre. No quiero

que el bochorno caiga sobre todos. ¿Qué pensarán denosotros los italianos? He perdido un arma que ellos,a lo mejor, acaban de adquirir luchando a brazo partido.

Mario, que no entendía el ruso, preguntó a Grigoria qué se debía el nerviosismo de su compañero.Ereméiev quiso primero eludir la respuesta, peroluego comprendió que, tarde o temprano, la pérdidasería descubierta. Para asombro de los rusos, elitaliano, en vez de consternarse, rompió a reír comoun niño.

- ¡Bah! En el destacamento hay más. Cuando

salgamos para cumplir una tarea, les quitaremos a losalemanes otras diez pistolas... Bueno, ¡sigamosadelante!

- No, Grigori -replicó Beltiukov, inclinando lacabeza con obstinación-. Yo me quedo aquí a buscarel arma.

Ereméiev, que conocía bien a su amigo y sabíaque él no daría su brazo a torcer, hizo, no obstante,un nuevo intento de disuadirle. No podía ordenar, pues nadie le había nombrado jefe. Y como no logróconvencerle, pensó que tal vez Mario pudiese influirsobre él. ¿No respondía acaso el italiano por quetodos ellos fuesen llevados al destacamento?

Pero Mario era, al parecer, un hombre de espírituvariable. El, que acababa de reírse del motivo de laagitación, se puso muy serio al enterarse de laobstinación del ruso en quedarse allí mientras noencontrara el arma perdida y dijo con gransolemnidad:

- ¡Muy justo! ¡No debemos dejar el arma alenemigo! Gianni, quédate aquí con el ruso y buscadla pistola. Os esperaremos en el hayal frente aGemone. ¡Hasta luego!...

El grupo se puso en marcha.IVEl viejo Albert parecía vivir su segunda juventud.

Después de hablar con Tólstikov, se animó; sus ojosdescoloridos cobraron un brillo juvenil. Tenía eldeseo de hacer algo provechoso. Lida le oíamurmurar a veces:

- ¡Cuántos años perdidos en vano! ¡Cuántos años! No dejaba de exigir que Lida hablase con sus

amigos, para que le encomendaran a él alguna tarea.La muchacha se lo dijo a Tólstikov, y éste,frotándose las manos de satisfacción, exclamó

sonriente:- ¡Le ha tocado en lo vivo al viejo! Dile que te

comunique a diario las novedades del frente. Esa esla primera tarea. Y la segunda: procura que en el

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depósito no siempre se encuentren las herramientasnecesarias.

Albert cumplía de buena gana y con senil pedantería la primera tarea. Cada mañana sacaba del bolsillo una hoja de papel donde -por razonesconspirativas o para que los rusos lo entendieranmejor- llevaba claramente trazados con letras de

imprenta los nombres de las ciudades liberadas porlas tropas soviéticas. En cuanto a la segunda tarea,Lida se vio precisada a convencerle. Según él, eltrabajo era trabajo y sus antipatías políticas no teníannada que ver con el cumplimiento abnegado de susobligaciones. Pese a ello, la muchacha logró persuadirle. Los contramaestres empezaron acomentar que Albert, por lo visto, chocheaba ya y noservía, puesto que se pasaba a veces hora u hora ymedia buscando en el depósito las herramientassolicitadas y, entretanto, el trabajo en el taller nomarchaba.

Shájov había aparecido ya varias veces en lafábrica aprovechando cada ocasión para penetrar enlos talleres juntamente con los obreros de la cocina.Era ya amigo de Lida y Valia Usik, que trabajaba a lasazón de listera. Por encargo de él, las dos copiabanlos materiales destinados a la revista La luchacontinúa, así como las octavillas y proclamas. Vasiliconoció también a otros "obreros orientales". Y unachica, llamada Tania, le esperaba siempre conimpaciencia, no sólo para recibir una nueva tarea.Poca alegría da, naturalmente, ver al ser querido enun taller lleno de ruidos y hollín, sin poder, nodigamos ya abrazarse, sino ni siquiera decirse algo o permanecer juntos en silencio unos pocos minutos. No obstante, hasta aquellos encuentros pasajeros enla fábrica eran momentos de dicha para Tania yVasili. Los domingos, cuando los "orientales" podíansalir del campo, Tania se acercaba a la alambrada trasla cual se encontraban los prisioneros y hablaba conShájov en el idioma de los enamorados, idioma demiradas y ademanes, comprensible únicamente paraellos.

Un día, al aparecer Vasili en el taller de fundición,

Kleinsorge le llamó a su despacho. Ya allí, le ofrecióasiento, y sacando de la gaveta una octavilla, la pusoante él.

- ¿Esto es obra suya?Shájov se mostró extrañado e indignado.- ¡Suya! -dijo con aplomo el alemán-. La encontré

 por casualidad en el depósito de Albert. El noadvirtió siquiera que yo me la había llevado. Y usted,cada vez que aparece en mi taller, no deja de entraren el depósito.

- ¡Pero, señor ingeniero, qué dice usted! En eldepósito trabaja una muchacha que a mí me gusta.

Por eso voy allá...- ¿De veras? -Kleinsorge le echó una mirada

inquisidora-. Bueno, eso no me interesa: es un asunto privado. Pero le aconsejo que tenga más cuidado en...

el amor. No pierda la cabeza... Convengamos en queyo no sé ni le he dicho nada...

Rompió la octavilla, guardó los pedazos en el bolsillo y, sin decir palabra, le indicó con la cabezaque se fuera. Al llegar al umbral, Shájov se volvió. Elingeniero permanecía meditabundo, cabizbajo. En lasolapa izquierda de su chaqueta brillaba la insignia

de miembro del partido nacional-socialista. En elgran retrato que colgaba a sus espaldas se erizaba,rapaz, el bigotito de Hitler.

"¡Qué raro! -pensó Vasili, mientras iba por eltaller-. ¡Un fascista que se anda con ceremonias! Haroto la octavilla, una prueba material, por así decirlo,y en vez de llamar a la Gestapo, me ha dejado ir conDios... Aquí hay gato encerrado. Debo prevenir aLida y a Albert".

El viejo no se inmutó al recibir la noticia. Segúnél, Kleinsorge era un hombre probo, aunque estabaafiliado al partido nazi. Albert le conocía desde

mucho antes. Pues había sido el ingeniero quienaquella vez, al saber por qué los prisioneros no salíanal trabajo, fue al despacho del director a quejarse deque se infringía el horario. En fin, había irritado a sus jefes, enfrentándolos con el comandante del campo.¿Y si no lo había hecho por razones de humanidad,sino por puro practicismo? Todo podía ser. Pese aello, Kleinsorge no guardaba ninguna semejanza conlos demás nazis...

V

Kúritsin salió por el portón en compañía deBatovski, Levin y otros "obreros orientales". Novolvía la cabeza hacia la izquierda, donde seencontraba, a pocos metros de allí, el campo de los prisioneros. Bastaría que algún soldado o policía lereconociese para que se armase el escándalo y todose viniera abajo.

La tarde anterior, un sábado, había vuelto a trocarsu vestimenta por la de un muchacho del campo delos civiles y se había metido en la columna de los"orientales". En caso de ser descubierto el engaño, lomismo el uno que el otro deberían explicar que Nikolái quería pasar el domingo con su amada, y el

"obrero oriental" se había prestado a ayudarle por dosraciones de pan.Aquel día los cuatro salieron con el aparente

 propósito de dar un paseo por el bosque. Al lado deKúritsin marchaba Danil Levin, mozo apuesto, delargas piernas, Savva tenía un andar firme, encambio, Iván Savutin se balanceaba como un marino por la vacilante cubierta de un barco. De los cuatro,sólo Batovski estaba enterado de lo que iba adiscutirse. Pues era miembro del Consejo de la CFPde Munich. Los demás sabían únicamente que en el bosque iba a celebrarse una reunión.

En los bosques próximos a las grandes ciudades,sobre todo en Alemania, no era nada fácil escoger unlugar apropiado para ocultarse a los ojos ajenos. Ymenos aún en domingo. Pero los organizadores de la

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Los soldados no se ponen de rodillas 53

reunión hallaron, pese a todo, un barranquitoapartado, escondido entre espesos matorrales. Luegode apostar a observadores, los invitados formaron uncorro estrecho para hablar en voz baja.

- Todos sabemos que Hitler, ese reptil sanguinarioy verdugo de los pueblos, comenzó su ignominiosacarrera en Munich, ciudad que ha sido y continúa

siendo un centro político importante de Alemania -dijo Korbukov-. La tarea consistirá en apoderarnosde Munich, tomar en nuestras manos Berlín,Hamburgo y otras ciudades y paralizar al enemigocuando el Ejército Rojo se acerque a las fronteras deAlemania, o -en caso de que eso suceda antes-cuando los aliados realicen un desembarco enEuropa...

Korbukov trazó en rasgos generales un programaconcreto de acción. Según él, era preciso proceder deinmediato a la formación de grupos de combate de laCFP en los campos de prisioneros, escogiendo a ese

fin a los más fuertes y firmes. A la señal establecida,ellos deberían echarse sobre la guardia del campo,desarmarla, apoderarse de las baterías antiaéreas que protegían la ciudad y transformarlas en puntos deapoyo de la insurrección de Munich. Las tropasangloamericanas habían desembarcado ya en Sicilia,y no estaba excluida la posibilidad de que en brevecomenzasen las operaciones en Italia o Francia. Poreso no podía aplazarse por más tiempo la creación delos grupos de combate. En cuanto a armamentos, eramenester tomar ahora todas las medidas necesarias para procurárselos. Los equipos de prisioneros quetrabajaban en el ferrocarril podrían hacer algo en estesentido, pues por allí pasaban no pocos trenescargados de materiales de guerra. Los antifascistasalemanes con los que se había establecido contactoles ayudarían posiblemente. No eran de despreciartampoco las armas de fabricación casera. Se podía ydebía confeccionar en las fábricas, sobre todo en elturno de la noche, navajas y rompecabezas necesarios para los combates cuerpo a cuerpo que habrían detener lugar indudablemente.

- Está claro, camaradas, que si nos alzarnos

nosotros solos, no tardaremos en sufrir la derrota -dijo, en conclusión, Korbukov-. Pero no estamossolos. Eso es muy cierto. No puedo deciros todo -ycreo que no os enojaréis por eso, puesto que así es preciso-, pero quiero que sepáis que el enlace con loscampos de prisioneros de Karlsruhe, Augsburgo yStuttgart está ya establecido. Tenemos amigos enDachau y en Austria. Como veis, nuestras fuerzasaumentan -el hombre guiñó picaronamente un ojo.

- Yo quisiera añadir unas palabras a lo que hadicho Iván -manifestó un hombre barbudo,incorporándose un poco para apoyarse en un codo.

- ¿Quién es? -preguntó Kúritsin a Savva, tumbado junto a éste.

- El doctor Plajotniuk, profesor de Botánica -contestó bajito el interpelado.

Plajotniuk proseguía:- La recaudación de las cuotas va mal. Hay pocos

ingresos. De los campos de prisioneros no llegaabsolutamente nada. Los "obreros orientales" lasrecogen con suma irregularidad. Y eso quenecesitamos recursos para desplegar la lucha...

Kúritsin no pudo contenerse:

- ¿De dónde vamos a sacar el dinero? Podemosllenar un saco con los marcos del campo, pero esos papeluchos no sirven para comprar nada. No nos danmarcos verdaderos.

- Un momento, camarada. No sé de dónde eres...¿Acaso no podéis conseguir marcos a través de losalemanes? ¿No fabricáis, acaso, algunos objetos y loscambiáis por pan y tabaco? Vended, pues, parte deellos por marcos. A alemanes de confianza, claroestá... A propósito, ¿habéis recibido ya los carnets?

- No -dijo tajantemente Nikolái-, no los hemosrecibido ni nos disponemos a recibirlos. ¿Para qué?

- ¿Cómo es eso? -preguntó perplejo el barbudo-.¿De qué equipo sois? ¿Del veintinueve veinte? ¿Dela  Krauss? Vuestros vecinos, los civiles, los hanrecibido ya. ¿Por qué os negáis a recibirlos?

- Porque no queremos sufrir un fiasco. Preferimostenerlo todo guardado en la cabeza. A ella no hayquien la registre. Ni hacemos tampoco ningunaslistas...

Plajotniuk dirigió una mirada interrogante aKorbukov. Este, sumido en sus pensamientos, se pasó la mano por la frente; luego dijo en tonocategórico:

- Nikolái tiene razón. Las condiciones en que seencuentran los prisioneros de guerra no les permitenguardar carnets. Y, en general, lo de los carnets me parece absurdo. Nos hemos dejado llevar por losalemanes, que, con su puntualidad, se han provistohasta de los sellos. Te cobran la cuota y pegan elsello al carnet como si no existiese ninguna Gestapo.Y han hecho los carnets para nosotros también...

- ¿Qué hacer ahora? ¡No vamos a recoger los quehemos entregado ya!

- Claro que no. Pero advertid a todos que los

guarden en lugar seguro. Y que no se entreguencarnets a nadie más. Bueno, camaradas, si no quedanmás cuestiones por examinar, despidámonos. Pero osruego que no dejéis de cobrar las cuotas. Eso te atañea ti también, Nikolái...

VI

El alba les sorprendió en la vertiente de unamontaña densamente poblada de hayas. Abajo, acuatro kilómetros de allí, se veían los tejados de una pequeña ciudad. Mario destacó la patrulla devigilancia y mandó a los restantes a descansar.Después de una marcha nocturna tan penosa por las

sendas de las montañas, llevando, por añadidura, los pies metidos en zuecos, los rusos estaban extenuadoshasta sentir temblores en las rodillas. Se tumbaron alsuelo y quedaron dormidos instantáneamente.

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Grigori se despertó después del mediodía. El solse infiltraba por el espeso follaje, vertiendo una luztranquila sobre los guerrilleros, que dormían en elsuelo alfombrado de hojarasca del año anterior.Ereméiev se incorporó un poco para hacer elrecuento: eran veintitrés. Dos vigilaban. Porconsiguiente, Leonid y Gianni no les habían

alcanzado aún.La suerte de su amigo, que tanto le había

 preocupado toda la noche, volvió a inquietarle conrenovada fuerza. Quería y apreciaba a Beltiukov másque a ningún otro; juntos habían pasado casi los dosaños de su cautiverio. Grigori denostabaterriblemente contra Leonid, aunque comprendía que,en su lugar, él hubiera procedido, sin duda, de lamisma manera.

Debía de ser más fácil hacerlo y exponerse unomismo que permanecer en la incertidumbre, esperaral amigo y sufrir por lo que pudiera sucederle a él. En

tales circunstancias, es propio de los mortalesexagerar las dificultades y los obstáculos que se alzanen el camino de los seres queridos.

Mario sacó de su mochila un pedazo de carnecocida y luego de cortarlo en finas lonjas, lo repartióentre los presentes. Sonrió conturbado y abrió los brazos como queriendo decir: no hay nada más. Lacarne era dura, fibrosa y algo salada.

Anochecía ya cuando, por fin, aparecieronBeltiukov y el italiano. Leonid venía radiante dealegría. Bajo su cinturón relucía el acero pavonadode la pistola.

Siguieron su ruta hacia el Norte en la oscuridad.Yendo en pos de Ereméiev, Leonid le refería en voz baja cómo, al despuntar el alba, Gianni y él habíantenido que remover todas las piedras para hallar elarma. Se habían apartado ya a unos dos kilómetrosdel lugar cuando oyeron de pronto ladridos de perrosy voces en alemán. Gianni se encaramó con agilidadfelina a la cumbre de una roca y le ayudó a Leonid ahacer lo propio. Veían nítidamente a los alemanes.Eran, sobre poco más o menos, unos treinta hombres.Corrieron allí abajo de un lado a otro, hicieron unos

cuantos disparos al aire con sus armas automáticas yse retiraron. Les daba miedo trepar a las montañas.Gianni y Leonid, tendidos sobre el peñón, estabanmás muertos que vivos. ¡No era para menos! ¡Cómo podrían rechazar con un fusil automático y una pistola el embate de una banda tan numerosa! Si losalemanes hubiesen emprendido el ascenso, ellos nohabrían entregado la vida así porque sí. Leonid notenía ningún deseo de morir. ¡Perder la vida cuandoacababa de escapar del campo y no había podido aúngozar de la libertad! También le daba lástima deGianni. ¿Por qué debía éste perecer? ¿Porque Leonid

había sido un papamoscas? Felizmente, todo acabó bien. Gianni era un buen muchacho...

A la medianoche hicieron un alto en el camino para descansar, y al amanecer reanudaron la marcha.

En aquellos lugares, los guerrilleros eran ya los amosy señores. Por allí se podía andar de día. Al principio,los italianos, ágiles, acostumbrados a las montañas,apremiaban a los rusos; pero luego Mario aligeró el paso a fin de que sus nuevos compañeros no agotaranlas fuerzas.

Al anochecer del segundo día llegaron a la base

de los guerrilleros. El jefe, hombre de edad -elcansancio dibujado en el rostro, donde se destacabanunas cejas negras muy pobladas-, dijo al estrecharleslas manos a los rusos:

- Gracias; camaradas, por el tabaco y loscalcetines. Los hemos recibido. Ha sido nuestra primera aportación.

Los italianos reunidos en torno a ellos rieron bonachonamente.

Pero Laptánov objetó con cierta brusquedad:- No ha sido ninguna aportación, sino lo robado a

escondidas. Estamos en deuda ante vosotros.

- ¡Perfectamente! -el jefe volvió, a recorrer con lamirada a los recién llegados-. Y ahora, descansad...

Los diecisiete estaban seguros de que, si nomañana, pasado mañana el mando les encomendaríauna misión. Ansiaban empuñar las armas. Eldestacamento constaba en total de unos trescientoshombres, de los cuales, a lo sumo cincuenta seencontraban constantemente en el campo. Los demásse ausentaban por tres o cuatro días y a veces hasta por una semana y media. Mientras los grupos, encumplimiento de sus tareas, iban y venían, los rusos permanecían ociosos en el campo como los enfermosy heridos.

Entre los muchachos aumentaba el descontento, pues no se habían evadido del cautiverio para estarsede brazos cruzados. Por encargo de los compañeros,Laptánov, Beltiukov, Ereméiev y Kalinin fueron ahablar con el jefe del destacamento. Lozzi -así sellamaba él- les escuchó y, moviendo la cabeza,repuso:

- Vosotros no os habéis repuesto aún ni estáishabituados a nuestras montañas. Esto no es unallanura. No tenemos motocicletas ni autos. Sólo

 podemos confiar en las piernas... ¡Y hay que ver lossaltos que nos toca dar! Vosotros habéis tardado dosdías en venir desde Udine, mientras nosotroscubrimos ese trayecto en menos de una jornada.

- Camarada Lozzi -objetó Kalinin-, si seguimosasí, no nos acostumbraremos a las montañas. Aquellavez llevábamos puestos los zuecos. Con ellos no se puede andar mucho...

- ¡El ocio nos mata!- ¡Llevamos ya dos años sin hacer nada!Beltiukov añadió en ruso:- ¡Líbranos de nuestras vacaciones, jefe!

¡Lánzanos al combate!Lo dijo en tono tan categórico que Lozzi, aún sin

comprender ni una palabra, prorrumpió en carcajadasy dijo:

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Los soldados no se ponen de rodillas 55

- Bueno, camaradas, ¡hágase vuestra voluntad!Los rusos fueron distribuidos entre los grupos de

italianos, yendo a corresponder dos o tres a cada unode ellos. Eso, naturalmente, no había sido su anhelo, pues querían estar juntos en la lucha. Perocomprendían que la decisión del jefe era másacertada, pues los italianos tenían ya experiencia en

la guerra de guerrillas, conocían el lugar y estabanrelacionados con la población. Y además, el contacto permanente con los compañeros del grupo les permitiría a los rusos aprender más pronto el idioma.

Grigori, Leonid y Pável Podobri fueron a parar algrupo de Mario. A este muchacho le confiaban,según la expresión de Lozzi, las operaciones más"delicadas" en la propia ciudad de Udine y en los pueblos de sus alrededores. Se llamaban "delicadas" porque debían hacerse sin ruido y requerían no pocaastucia, audacia y destreza. El grupo manteníarelaciones con el centro clandestino que operaba en

la ciudad, recogía datos de información y traía deUdine explosivos y municiones, así como víveres delas aldeas.

Ereméiev y sus compañeros rabiaban porque enlos dos meses de estancia entre los guerrilleros nohabían tenido la ocasión de efectuar ni un solodisparo ni tampoco ver a un alemán. Mario no se losllevaba consigo a la ciudad ni a las aldeas,motivándolo con que cualquier transeúnte, aldivisarles, podría determinar en el acto sunacionalidad. Y los transeúntes no eran todosiguales...

 Nuestros amigos se veían obligados a pasar lashoras muertas tendidos en los matorrales o en lasrocas cercanas a los pueblos a fin de proteger, encaso de necesidad, la retirada de Mario y suscompañeros. Pero como el mozo era diestro y prudente, ellos no habían tenido que echar mano a lasarmas ni una sola vez.

Grigori dijo, irritado, que se les utilizabaúnicamente como fuerza de tracción, para llevar acuestas los pesados sacos de víveres o municiones, yque no se les dejaba participar en la lucha verdadera.

Otros, siendo rusos como ellos, habían combatido yamás de una vez.Pável, tartamudeando (a causa de una contusión),

le hizo eco:- ¡Y e-e-eso se lla-a-a-rna co-o-ombatir!Leonid, el más sereno, aunque en el fondo del

alma sufría también, trató de hacer entrar en razón asus compañeros, diciéndoles que hasta en el frente notodos manejaban las armas. Alguien debía cocinar,alguien debía herrar a los caballos, alguien debíaformalizar los documentos en la plana mayor...

VII

El jefe del campo no se olvidaba de la amarga píldora que le hicieran tragar los rusos. Se había vistoobligado a enviar al sargento "Waschen" a otrocampo. También había logrado liquidar su conflicto

con la administración de la fábrica. Pero el recuerdodel día en que ni él ni sus soldados habían estado encondiciones de quebrantar la resistencia de los prisioneros rusos le sustraía la paz al comandante. Yno sólo a él.

Su ayudante llamó de nuevo a Shulgá. Laadvertencia fue breve y concisa: una de dos... Antón

comprendió que, para salvar la pelleja, era precisorenunciar a la política de neutralidad. No podía más permanecer al margen de la invisible lucha entre loshitlerianos y los prisioneros.

Al cabo de algunos días apareció en el campo unalemán delgaducho, de naricilla puntiaguda. Dijo aShulgá que era estudiante y que deseaba practicar elruso. Ladino y ubicuo, andaba por el campo desde lamañana hasta la noche, entrometiéndose en lasconversaciones y fijándose detenidamente en cada persona. A quien más lata daba era a los que estabanocupados dentro del campo: a los cocineros,

encargados de la limpieza, médicos y enfermeros.Podría parecer que quería saberlo todo: de dóndeeran, en qué barraca se alojaban, con quién y cómo pasaban los ratos de ocio. Las hazañas realizadas enel campo de batalla y las peripecias sufridas en elcautiverio no le interesaban en absoluto.

A las dos semanas, los prisioneros estaban yahabituados a ver a ese ser endeble con cara de ratón yojos miopes muy arrimados el uno al otro y observarel cómico regocijo con que acogía cada palabranueva, cada dicho o refrán. No abordaba los temas dela guerra, remarcando que era ajeno a la política:como filólogo, se interesaba única y exclusivamente por el folklore ruso. Decía llamarse Johann, o sea,Vania en ruso. Por este nombre le conocían los prisioneros. Se reían de su extravagancia y del afáncon que coleccionaba los refranes. Los soldados de laguardia le trataban sin miramientos: a la mañana lerecibían con befas y a la noche le echaban del campo,gritándole: "¡Eh, tú, estudiante, vete a dormir!"

Al aparecer Vania, el Comité de la CFP se pusoen guardia y ordenó que los jefes de los gruposhablaran con los cinco miembros de los mismos

acerca de la necesidad de avivar en los prisioneros elespíritu de vigilancia. Pero los días pasaban, y elestudiante continuaba dedicado a sus investigacionescientíficas, sin interesarse más que por lo folklórico.Al parecer, había decidido matar el tiempo de susvacaciones en la colección de refranes.

El ayudante del jefe del campo volvió a llamar aShulgá. Esta vez se quedó mirándole fijamente ensilencio. Y Antón, firme ante él y anegado en fríosudor, presentía la proximidad de una desgracia. El prolongado mutismo del oficial le auguraba un peligro mortal.

- ¿Por qué te pegaron aquella vez? -dijo por finentre dientes el alemán, al tiempo que aplastaba elcigarrillo en el cenicero.

- No sé -balbuceó Antón, preguntándose

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febrilmente quién podía haberle informado acerca delcaso. Pues los apaleados habían convenido entre síque callarían como los peces. Ni siquiera suscompañeros de barraca se habían enterado de ello.

- ¿Por qué no me informaste al respecto?- Consideré que fue una cosa sin importancia, una

simple pelea.

- Tú no eres nadie para considerar. Tu obligaciónes informar acerca de todo. Y nosotros veremos si esuna simple pelea o un acto político. ¿Quién te pegó?

Shulgá quedó turbado. En su alma luchaban elmiedo a los alemanes con el miedo a los prisioneros.En todo caso, al alemán, que se encontraba al otrolado de la alambrada y tenía arma, no le pasaría nada; pero a él, que vivía en la barraca, cerca de los prisioneros...

- ¿Has oído lo que te pregunto? ¡¿O te has tragadola lengua?!

- En la sala de baño no había luz y no pude

fijarme...- Veo que quieres encubrir a los delincuentes -el

oficial se levantó lentamente-. Tendré que refrescartela memoria...

Y llevó la mano hacia la funda de la pistola.Shulgá se apresuró a decir:- Sí, recuerdo. Pero no a todos… debido al vapor

y a la oscuridad.El miedo al alemán había vencido: el oficial con

la pistola estaba a tres pasos de él, mientras los prisioneros se encontraban allá lejos, al otro lado dela alambrada.

- Conque Pokotilo y Shevchenko -apuntaba elalemán-. Ucranianos, como tú... ¿Por qué se echaronsobre ti tus paisanos?

- ¡Qué paisanos ni qué ocho cuartos! Ellos son dela Ucrania Soviética, y yo de la Occidental. Metienen inquina porque yo quiero una Ucraniaindependiente y ellos una bolchevique para estar pegados a los rusos...

- ¡Aah!... ¿Y quiénes son sus amigos? ¿Con quiénse franquean más?

- Medio campo está con ellos. A quienquiera que

usted nombre, es su amigo...- Comprendo... Y tú, ¿tienes amigos?- ¡Qué va! Con el único que tuve me peleé.- ¿Quién es?- Vasili Shájov, el superior de los Stubendienst .- ¿Por qué os peleasteis?- Cuando me hice policía... -empezó Shulgá, y se

 paró en seco. Vasili no debía ir a parar a la lista. Pesea todo, había sido su amigo, le había ayudado tanto.Era preciso buscar una escapatoria.

- ¡A ver, cuéntamelo detalladamente!Antón inició su relato, tratando de justificar a

Shájov.- El no quería que yo me alistara de policía,

 porque, según él, era expuesto, los propios podríanmatarme, si yo les pegaba. Me lo había prevenido ya

en Moosburgo. Pero yo no le hice caso… Discutíamos mucho. El no cree en Dios. Y como sereía de que yo rezaba, nos peleábamos. Tambiénchocamos en la cuestión de los koljosianos... Por esorompimos las relaciones... Pero le aseguro, señoroficial, que él es un hombre pacífico ycomplaciente...

- Veremos. Puedes retirarte... ¡Un momento!Debo castigarte, porque tú no me has informadoacerca de la paliza. Serás, por el momento... unsimple policía. Dame el brazalete. Dile a tu ayudanteque se presente. ¡Media vuelta, mar!

El soldado Hans (al que Shájov conocía ya, lomismo que al resto de la guardia) le hizo señas paraque se acercara a la alambrada.

- Oye, Basil, mañana irás conmigo a Moosburgo.Lleva contigo cigarrillos que allí se está mal detabaco.

- ¿A Moosburgo? -preguntó Shájov-. ¿Por qué?

- No sé. Lo ha ordenado el jefe del campo...¿.Tienes un par de pitilleras? Puedo darte por ellasuna hogaza de pan y un paquete de margarina.

- Sí tengo. Ahora mismo te las traigo... ¿Iremossólo nosotros dos?

- No, irán dos rusos más de los vuestros. A ver,trae las pitilleras. ¿Y no tienes pendientes, boquillaso pulseras?

- Voy a ver -Vasili quería saber con más exactitudquién iría con ellos y por qué se los enviaba aMoosburgo-. ¿Qué me darás por ello?... A propósito,¿quién de los nuestros irá?

- No tengo cigarrillos. Si quieres, podré dartealgunos marcos... ¿Que quién irá? He leído la orden, pero no recuerdo los apellidos... ¡A ver, date prisa!

Shájov escondió en lugar seguro el pan, lamargarina y los ocho marcos que a cambio de una pitillera, dos anillos y una boquilla le había dado elguardia. La incertidumbre le torturaba. Debía ir sintardanza a la fábrica a ver a los compañeros. Hizo elintento de colarse en las filas de los obreros de lacocina, como solía hacerlo siempre, pero elsuboficial le echó de la formación. Antes había sido

más tolerante. Semejante cambio no auguraba nada bueno.Vasili se apresuró a pedirle en voz baja a uno de

los prisioneros:- Busca a Tania y dile que se acerque esta noche a

la alambrada. Quiero despedirme de ella. Díselo sinfalta.

Estaba seguro de que Tania lo entenderíadebidamente. Puesto que si Vasili la llamaba paradespedirse, era porque algo había sucedido. Hastaentonces no la había llamado nunca, ya que no habíatenido que ir a ninguna parte.

La noticia alarmó, en efecto, a Tania. Alenterarse, por conducto de ella, de que Shájov lallamaba para despedirse, Kúritsin y Tólstikov nosupieron cómo interpretarlo. Pero tenían la certeza de

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que Vasili no habría dado ninguna señal así porquesí. Al cabo de media hora ya lo sabía Batovski.¿Sería el fracaso?, se preguntaban todos con zozobra.

A la noche, Tania llegó corriendo a la alambrada.- Vasili, ¿qué pasa? -preguntó, sofocada.- Me envían a Moosburgo. No se por qué ni para

qué. ¿Se lo has dicho a los muchachos?

- Sí.La muchacha miraba ansiosamente a su amado.

Por sus mejillas rodaban lágrimas.- No está mal la damita -comentó a espaldas de

Shájov un policía que pasaba por allí-. Yo tambiénhablaría con ella de mis sentimientos. Pero no através de la alambrada, sino más cerca...

A Vasili le acometió el deseo de propinarle un bofetón, pero se contuvo, diciéndose: "El perro ladray la caravana pasa". Sólo faltaba eso: armar camorrasin acabar de decirle lo que era preciso a Tania.

 Nunca le había parecido ella tan suya, tan querida,

tan cercana y lejana a la vez. La muchacha estabacasi pegada al alambre. El ligero airecillo zarandeabasus cabellos de color castaño oscuro y agitaba lafalda de su viejo vestidito de percal, que le quedabaya corto. Sus ojazos, también castaños, mirabanacongojados, aunque ella se esforzaba por sonreírcon labios trémulos, abultados como los de los niños.Quería parecer valiente, pese al terror que le infundíael pensar en la posible suerte de Vasili y en la suya propia... Shájov sentía el vehemente deseo de tomaren brazos a esa chicuela delgaducha y algo torpe,apretarla contra su pecho y decirle algo que ella nohabía oído hasta entonces. Pero eso podía sólosusurrarse al oído, y no gritar a voz en cuello. Pordesgracia, la alambrada y el centinela que amenazabacon el índice desde su torre no permitían dar un pasohacia Tania...

Entretanto ella, saltando de un tema a otro,hablaba con premura:

- ¡Lo que me ha costado escapar de allí! Savva meayudó. Le dio algo al policía... ¿Y cómo voy a viviryo ahora, sin ti?... Escríbeme, por lo menos... ¡Oh,qué idiota soy! Ya sé que no os lo permiten...

¿Recuerdas mi dirección de Rostov?... Mira, elsoldado está gritando otra vez...Hacia la alambrada venían Batovski, Valia, Lida y

Korbukov con el cual Shájov había conversado yaunas cuantas veces. Simulaban darse un paseo porallí. Abarcando con el brazo los hombros de lasmuchachas, se acercaron a Tania. Korbukov saludó:

- ¡Hola, Vasili!... ¿No sabes por qué te envían?Shájov movió negativamente la cabeza.- Lleva allá sin falta el llamamiento y el

 programa. Todavía no hemos logrado establecercontacto con Moosburgo. Y eso es muy importante.

¿Comprendes? Hay que crear allí también unaorganización. ¡Salud!

Las dos parejas siguieron adelante, como si nohubieran sostenido ningún intercambio verbal. Y

Shájov, otra vez a solas con Tania, escuchaba susatropelladas palabras y le contestaba de idénticamanera, pensando ya al mismo tiempo en cómocumplir mejor la tarea de llevar a Moosburgo losdocumentos de la CFP.

VIIIMediaba el verano cuando a oídos de los

guerrilleros llegó la noticia de que las tropas anglo-norteamericanas habían efectuado un desembarco enSicilia. Y luego otra, más sorprendente aún: a raíz deun golpe de Estado, Mussolini estaba detenido y el poder había pasado a manos del conde y mariscalPietro Badoglio. Pero no había cesado aún ladiscusión acerca de lo que eso significaba para Italia,cuando se recibió una nueva noticia: que se habíafirmado un armisticio con los países de la coaliciónantihitleriana. Y una más: que Hitler había trasladadoa Italia unas cuantas divisiones, dándoles la orden deocupar el país, y que Mussolini, liberado de la cárcel

 por los alemanes, había fundado, con ayuda de las bayonetas de los "SS", una república al Norte deItalia.

. La atmósfera en el país se caldeaba. El puebloiba alzándose con creciente resolución a la luchacontra el odioso régimen fascista. Los alemanes, quede aliados de Italia se habían convertido en susocupantes, campaban por sus respetos como enterritorio arrebatado a un enemigo. A fin de lucharcontra las fuerzas de la Resistencia, promulgaron unaserie de leyes prohibitorias que restringían la libertadde tránsito. Las ciudades y aldeas se vieron invadidas por los "SS". Las redadas y ejecuciones se sucedíanunas a otras. Miles de italianos fueron arrojados a loscampos de concentración y cárceles de Alemania.

Muchos campesinos, obreros, estudiantes ysoldados que habían desertado del ejército italiano sealistaban al destacamento de Lozzi, completando sincesar sus filas. La situación requería una mayorintensificación de las actividades guerrilleras. Loscombatientes de Lozzi, que habían operado en losalrededores de Udine, ensancharon su zona deacción. Algunos grupos se trasladaron a los Alpes

Cárnicos y hasta a los Dolomíticos. Donde másinquietaron a los hitlerianos fue en el ferrocarril queiba de Munich e Innsbruck a Bolzano y Piave diCadore. Eran arterias muy importantes, unas de las principales vías de comunicación entre Alemania,Austria e Italia. Por ellas pasaban en torrentecontinuo trenes con toda clase de cargas, municionesy tropas. Los alemanes las custodiaban celosamente. No obstante, ya aquí, ya allá, los guerrillerosdesmontaban los raíles y provocaban voladuras de puentes y descarrilamientos de trenes. En una de esasoperaciones Mario pereció y Pável Podobri resultó

herido. Ereméiev fue elegido jefe del grupo.Sus quejas de que los rusos no luchaban sino que

sólo figuraban formalmente en las listas de losguerrilleros, le parecían ya risibles, puesto que en la

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segunda mitad del verano no dejaron de combatir.Casi día por medio había tiroteos con los alemanes yasaltos audaces a los puestos de vigilancia de loshitlerianos. Era ya una guerra verdadera.

Su grupo, al igual que el resto del destacamento,se había encontrado en más de un trance difícil. Másde una vez habían caído bajo el fuego de las armas

automáticas y de los morteros. ¡Bastaba recordar loscuatro días de combate en el desfiladero junto alMuro de las Cabras! Los hitlerianos, enfurecidos,lanzaron contra los guerrilleros la artillería, lostanques, la aviación. No escatimaron bombas ni proyectiles. Podría decirse que removieron lasmontañas. Los tanques, por cierto, no lograron hacercasi nada, pues no habían sido creados para andar poresas alturas. En cambio la aviación se ensañóterriblemente.

Pese a ello, en cuanto los alemanes se lanzaban alataque, las pendientes de las montañas cobraban

vida: las ametralladoras tableteaban hastaatragantarse, detonaban disparos de fusiles,explotaban sordamente bombas de mano y sobre lascabezas de los hitlerianos caían piedras. Losguerrilleros, replegándose en combate, lograronromper el cerco y escapar. Las pérdidas fueronconsiderables: entre muertos y heridos, casi la mitaddel destacamento. Cierto es que también muchoshitlerianos cayeron segados por las balas de losguerrilleros. Estos se llevaron incluso algunostrofeos: municiones, armas y víveres. Lo que más lesalegró fue la sal. Por falta de ella, habían tenido quealimentarse durante semanas enteras con una sopasosa, y a muchos de ellos se les movían ya los dientesy les sangraban las encías.

La comida era mala, tan mala posiblemente comoen Larvik. Los prisioneros, en los campos, habíanrecibido al menos, una vez al día, además de laración de pan, media marmita de sopa de nabos,caliente y debidamente sazonada. En cambio losguerrilleros no siempre lograban cocer una sopaaguada y a veces se pasaban el día sin probar unamiga de pan. Se alimentaban con cualquier cosa, con

lo que les daban los campesinos. Sólo ahoracomprendió Grigori por qué había alegrado tanto alos italianos el tabaco que él les enviara, pues,frecuentemente, tenían que fumar musgo y hojas.

El hambre no le inquietaba mucho a Grigori:estaba habituado a tener que apretarse el cinturón. Lo principal era que combatía y pegaba duro a losfascistas. Pero una circunstancia le privaba delsosiego. Al encabezar el grupo, notó bien pronto queel cargo de jefe no era sólo honorable, sino tambiénfatigoso, pues imponía muchas obligaciones. Era precisamente él, Ereméiev, quien a partir de entonces

debía procurar que los veintitrés hombres recibieranuna alimentación adecuada; que al cumplirse la tarease evitaran, en lo posible, las pérdidas; que el aldeanoCarlo no se fuera a su casa so pretexto de tener que

cosechar; que el esloveno Lucezar no se peleara conGianni, declarando que los italianos habían perseguido y oprimido siempre a los yugoslavos, yque sólo ahora, cuando los rusos batían a losalemanes en el Este, ellos se habían levantado contrasu duce. En fin, muchas preocupaciones, grandes y pequeñas, ignoradas hasta entonces, llenaron la vida

de Ereméiev.La gente del destacamento era muy heterogénea.

El uno se había alistado porque la conciencia leobligaba a luchar contra el fascismo; el otro se habíahecho guerrillero porque su vecino, un camisa negra,le había arrebatado parte de su terreno; el de más alláse había ido a las montañas por haberse peleado conla policía o por la única razón de no haber queridosepararse de su amigo. Había allí escolares yestudiantes de ayer, que buscaban lo romántico de lavida; había también campesinos y antiguos prisioneros de guerra, soldados desertores, obreros e

intelectuales. Lozzi era un maestro comunista, yRomano, su sustituto, un pequeño comerciante quehabía militado antes en el partido de Mussolini. Peroel odio a los hitlerianos unía a todos. Ninguno deellos podía hablar tranquilamente de los alemanes.Para los italianos, serbios, eslovenos y rusos, todoalemán era un enemigo que no merecía ser tratadocon piedad ni condescendencia.

 No obstante, muchos motivos suscitabancontinuas querellas entre los combatientes. Como lositalianos eran tan apasionados y no sabían hablartranquilamente, las conversaciones más comunes le parecían a Grigori altercados rayanos en peleas. Alcomentar las noticias y opinar sobre este o aquel problema, los guerrilleros gesticulaban mucho,interrumpiéndose el uno al otro y alzando la vozhasta gritar. Gianni, obrero ferroviario, eracomunista. Alberto era un monárquico que tenía feciega en las buenas intenciones del rey VíctorManuel al que Mussolini había engañado sinescrúpulos. El tercero era un católico fervoroso; elcuarto, socialista moderado; el quinto y el sexto noreconocían ninguna política, calificándola de

ocupación de gentes ociosas que no regaban con elsudor de la frente su pedregoso terreno ni sabían loque era hacerse callos en las manos con el azadón.Algunos combatientes del grupo de Ereméiev erananalfabetos, no habían tomado jamás en sus manosun lápiz y tenían una idea muy vaga de lo quesucedía en el mundo y ocupaba el cerebro y el almade la humanidad; sus intereses no pasaban los límitesde su patria chica. Ellos podían declarar de repenteque tenían que ausentarse por unas semanas paraatender los quehaceres domésticos; y no se debíaretenerles, porque, como decía Lozzi, no se podía

obligar a nadie a luchar en contra de su voluntad;cada cual tenía el derecho de proceder a su librealbedrío, ya que no era soldado, sino guerrillero.

Los rusos, deseosos de fortalecer un poco la

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disciplina en el destacamento, hicieron el intento deinfluir sobre Lozzi. Pero él frunciendo el ceño,replicó categóricamente:

- ¡Ay, camaradas, si se pudiera! En nuestro paístodo es muy complicado. ¿Aceptaríais en vuestrodestacamento a antiguos fascistas? No. Pues nosotroslos aceptamos. Romano no es el único. ¿Por qué?,

 preguntaréis. Porque no podemos desechar a unhombre que ha roto con el partido de Mussolini yquiere ir con nosotros. Está claro que le sometemos a prueba, pero no le desechamos. Porque Mussolini haengañado a miles de personas honestas, que ahoracomienzan a ver claro; y es nuestro deber revelarlesla verdad. La gente acude a nosotros por su propiavoluntad, y no por movilización. Es la conciencia laque les mueve a luchar. Por eso no podemos obligara nadie a que se quede en el destacamento por mástiempo de lo que él desee...

- No se debe retener a nadie por la fuerza -dijo

Laptánov con un enérgico ademán- ni tampoco hacerla vista gorda.

Ereméiev le apoyó:- Hay que convencer y educar. ..Lozzi arqueó las cejas y se echó a reír:- ¡Qué graciosos! ¿Y aun me diréis que ponga de

educadores a los comunistas y designe a comisarios,como en el Ejército Rojo? ¿No sabéis acaso que eso puede producir divergencias en el destacamento?Romano y otros empezarían a gritar que ellos hanvenido aquí a luchar contra los alemanes, por unaItalia libre, y no por los comunistas. ¿Qué une en el presente a los comunistas, católicos, monárquicos,socialistas, etc.? El odio a Hitler que ha ocupadonuestra patria. Sólo eso nos une a todos. Mientras batamos al enemigo, serán comunes las cuentas, laira, los anhelos. Pero cuando termine la guerra, cadacual tirará por su lado. Así es, muchachos...

- Pese a ello, haremos el intento de educar a lagente -dijo Grigori con obstinación-. Puede queentonces, después de la guerra, os sea más fácil avosotros, los comunistas, ¿eh?

Lozzi movió dubitativamente su cabeza poblada

de rizosos cabellos.

Capítulo VIII. ¡Que estalle más fuerte la

tormenta!

IHacía ya algunos días que Shájov, Pokotilo y

Shevchenko vivían en la barraca núm. 39 del campode concentración VII-A de Moosburgo. No era una barraca corriente. Los alemanes la llamabanSonderblock , o sea, bloque especial, pero los prisioneros alojados en ella la denominaban"correccional". Al lado había otra igual que ésta, y

las dos estaban cercadas por una alambrada de púas yaisladas del resto del campo. Un policía, apostado ala cancela, cuidaba de que nadie saliera de aquellazona. Únicamente los cocineros que traían la comida

tenían acceso a las correccionales.La barraca estaba dividida en dos locales. El más

grande estaba destinado a los castigados por haberemprendido los preparativos de una fuga o porhaberse negado a trabajar y obedecer a los policías.En el local más pequeño, llamado calabozo, seencontraban los sospechosos de sabotaje y

 propaganda antifascista, así como los prófugoscapturados. Pero los alemanes no se atenían siemprea esa clasificación.

Shájov, Pokotilo y Shevchenko fueron a aparar allocal común, donde había ya algunos rusos. Cerca deellos dormían prisioneros franceses y polacos.

Tanto los viejos moradores de la barraca como losrecién llegados comenzaron a sondearse mutuamente.Shájov y sus compañeros tenían decidido no hablar, por el momento, de la CFP. ¡Quién sabía a quiénhabían metido allí los alemanes! Se decía que en elcalabozo había hasta antiguos policías...

Los amigos se fijaron especialmente en dos rusos.Uno de ellos era joven, robusto, de miradainteligente. Todos le llamaban "Contramaestre". Al preguntarle Efrem si era cierto que había servido enla marina, el muchacho rompió a reír.

- ¡Qué va! Soy de la infantería... Me han bautizado así porque llevo puesta esta camiseta demarino. Me llamo Rostislav, o simplemente Slavka.

Era el más joven de todos. No tenía aún veintiúnaños. Pero su mirada, su modo de andar y de hablardenotaban firmeza y madurez.

El otro aparentaba más de los cuarenta. Era unhombre delgado que se mostraba siempre sereno ycomedido, andaba des apresuradamente y hablabacon dignidad. A Shájov le gustó que él no ocultase sugrado militar. Al estrechar por primera vez la mano alos recién llegados les dijo:

- Soy el comandante Mijaíl Petrov.Y miró fijamente a cada uno con sus ojos

escrutadores, hondamente asentados en las órbitas.Bajo esa mirada le acometía a uno el involuntariodeseo de plantarse "firme".

Al principio, los viejos moradores de la barraca

hicieron mil preguntas a los recién llegados: dóndehabían combatido, cómo habían caído prisioneros, enqué campos de concentración habían estado, por quéhabían ido a parar a la "correccional". A Pokotilo yShevchenko les fue más fácil responder a esta última pregunta: según ellos, se los tenía por sospechosos dehaber realizado sabotaje. En cambio Shájov no podíasino encoger los hombros, pues él mismo ignoraba lacausa. En efecto, no sabía explicar por qué habíansido trasladados allá sólo tres de los miembros delComité.

Petrov cambió una mirada con Slavka Vechtómov

y dijo en tono calmoso y burlón:- Pobrecito, no sabe por qué le han metido aquí.

¿Qué has sido en el campo? ¿El superior de losStubendienst ? ¡Ah! ¿Puede que no hayas complacido

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a algún alemán o que a alguno de los "chacales" lehaya gustado tu puestecito? ¡Ay, hermano, hascometido un yerro! Hubieras debido servir mejor,esmerarte, lamerles las botas a los fritzes. Entonceshabrías conservado ese puesto lucrativo...

El comandante le dio la espalda a Shájov convisible desprecio y animadversión. Vasili sintió el

irresistible deseo de decir a voz en cuello que él nohabía tratado de ganarse los favores de nadie, sinoque había luchado: sus compañeros podíanconfirmarlo. Pero optó por callar; se tragó la píldora, porque no conocía aún a esa gente ni tenía el derechode revelar quién era. Sus amigos tampoco podíanayudarle. Cierto es que Pokotilo dijo con una voz quese quebraba:

- No hay que apresurarse nunca a hacerdeducciones. La prisa hace falta sólo para cazar las pulgas. A las personas se las juzga por sus acciones,y no por lo que digan de sí mismas...

Petrov miró algo extrañado a Pokotilo y seencogió de hombros. Se le habían ido, en apariencia,las ganas de continuar la plática. Pero el sondeo nocesó. Después de las pullas de Petrov, Shájov nometía baza en las conversaciones; se manteníaapartado, comprendiendo que los rusos ya no sefranquearían con él. Nunca, desde que se hallaba enel cautiverio, había experimentado tanto dolor.

El comandante no era locuaz, ¿o se contenía?Resultó ser colega de Pokotilo, pues, al igual que él,había ejercido el magisterio durante cinco años.Luego actuó en las operaciones militares contra losguardias blancos finlandeses. La guerra le sorprendióen Besarabia, al frente de un batallón. Se replegabaen combate por Ucrania, cuando fue herido. Despuésdel hospital mandó un regimiento en las batallas deJárkov y Vorochilovgrado. Y helo ya un año en elcautiverio. Había pasado por más de un campo deconcentración, por la cárcel de Járkov, por los"cuarteles de Pilsudski" en Vladímir-Volinski;también había estado en la penitenciaria de Nuremberg y en el campo de Munich-Perlach. En la"correccional" se encontraba ya por segunda vez: la

 primera había ido a parar al calabozo por sospecharseque él había realizado labor de agitación entre losobreros de una fábrica de grafito; la segunda, porsabotaje en los talleres de reparación de automóvilesOppel-Blitz . Hacía tan sólo unos días que le habíantraído a Moosburgo. Petrov manifestaba claramenteque no estaba dispuesto a trabajar para los alemanesni se lo aconsejaba a nadie.

Slavka el "Contramaestre" era más comunicativo,tal vez porque llevara ya mucho tiempo encerrado enla "correccional': Conocía a Mijaíl Ivánovich Petrovdesde tiempos de su primera reclusión en el

calabozo, y, por falta de experiencia, consideraba queal Sonderblock  no iban a arrojar a una mala persona.Se prestaba de buen grado a referir a los novicios sustribulaciones. Había sufrido muchas penurias. Su

 padre había sido en Manchuria maestro de unaescuela para niños soviéticos y después, empleadodel consulado soviético. La familia regresó a laURSS en el año 1934. Slavka cursó la escuelasecundaria, y en 1940, a la edad de diecisiete años,abandonó los estudios en el Instituto Politécnico deLeningrado para alistarse voluntario al ejército.

Sirvió primero en el Extremo Oriente y luego en laUcrania Occidental. En julio de 1941, siendosargento de infantería y jefe de una sección deexploradores, fue herido en las inmediaciones deBrody e internado en un hospital. Y allí, postrado enel lecho, fue capturado por los alemanes.

- Lo que vino luego, no ofrece ningún interés -Vechtómov sonrió confuso-. Me arrastraron, como atodos, por diversos campos de concentración. Padecíde hambre y frío, faltó poco para que la diñara enLodz. En agosto del año pasado me trajeron acá;después me llevaron a Munich, donde trabajé en un

aeródromo de la aviación civil. En marzo mi amigoVasia Doroféiev y yo nos escapamos. Tras andar dossemanas hacia el Este llegamos casi hasta Yesenice,que está en Yugoslavia, y allí nos prendieron. Íbamosa cruzar un puente cuando los italianos nos cogieron por el gañote y nos metieron en la cárcel. Daba penahaber sido atrapados a dos pasos de la base de losguerrilleros... Y, claro, nos dieron una buena tunda, para que nos sirviera de escarmiento. Pasé de unacárcel a otra, hasta que me metieron aquí, en elcalabozo. En mayo logré colocarme en un equipo deobreros de la fábrica de grúas de Moosburgo.Después de estudiar la situación, quise huir, pero me pescaron de nuevo. Después de acosarme con perros,me trajeron a esta barraca. Y aquí me tenéis. Peroadondequiera que me manden, yo me escaparé detodos modos. ¡No me tendrán metido tras laalambrada!

A los dos o tres días los novicios fueronsometidos a interrogatorio. Regresaron a la barracaapaleados, con cardenales en el rostro, arrastrando aduras penas los pies. Se tumbaron en las literas, sin pronunciar palabra.

- Conozco la labor -dijo Slavka, sentándose allado de Shevchenko-. Aquí hay especialistas en hacer picadillo. ¿De qué se os acusa?

 Nikolái le describió a grandes rasgos la huelgaorganizada por los prisioneros en señal de protestacontra "Waschen". Los alemanes consideraban queesos tres habían sido los jefes y provocadores delmotín.

- ¿Y Vasili... también?- Sí.- ¿Pero es cierto que vosotros estabais metidos en

el lío, o, como suele decirse, "me han casado en mi

ausencia"?Shevchenko hizo un indefinido ademán y dijo

evasivamente:- No hay humo sin fuego.

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- Aquí, en el correccional, hay muchachosvalientes: Konoválov, Yurpolski, Uvárov,Artamóntsev y otros. Podríamos atraerlos a esa labor.

- ¿Y Platónov? -le interrumpió Vechtómóv-. ¡Esun águila!

- Sí, un águila. Pero yo no se lo confiaría. Grishaes demasiado expansivo, no sabe contenerse. Por

cualquier cosa se mete a pelear. ¿No habéis visto aúnsu exposición de cuadros? -preguntó dirigiéndose alos compañeros-. ¡Ya la veréis! No sale del calabozo,le pegan despiadadamente, y él se vuelve aún másfiero. Es, sin duda, un muchacho audaz. Cayó prisionero en las inmediaciones de Sebastopol,siendo teniente de navío. El brazo izquierdo, desdeque se lo hirieron, le ha quedado casi inmóvil. Hace poco tuvo esta ocurrencia: se tatuó en el pecho elretrato de Lenin y empezó a andar por el campo conla guerrera desabrochada. Y, naturalmente, fue a parar de nuevo acá, al calabozo... Es muy intrépido.

Se prestará a realizar cualquier misión. Pero no sabedominarse. Creo que por el momento debemosabstenernos de incorporarlo a la organización. Hayque ir encauzando su ira hacia lo que sea necesario.¿A quién más podríamos llamar ahora?

Shájov intercaló:- No tiene ningún sentido crear una organización

sólo aquí. Es preciso que abarque todo el campo.¿Cómo hacerlo?

- Eso es posible. En las barracas corrientes haytambién hombres de confianza. Por ejemplo:Boichenko, Shaliko, Serov, Víjoriev y otros... Pero amí me parece que no debemos limitarnos a los rusos.Es preciso que con nosotros colaboren los franceses,los polacos, los serbios, los checos... En fin, todos.

- ¿Y los ingleses también? -preguntó Vechtómoven tono desafiante-. Mira qué jetas tienen. Reciben paquetes por correo. Se pasan el día entero jugandoal fútbol. Esto es para ellos una casa de reposo. ¿Asanto de qué van a luchar?

- Y los ingleses, y los americanos "también" -replicó calmoso el comandante, remarcando estaúltima palabra-. Ellos también ven en los fascistas a

sus enemigos.IIAl enviar a Moosburgo a esos tres prisioneros

sospechosos, el jefe del campo anejo a la fábrica Krauss-Maffeil   creía haberse desembarazado de loscabecillas que enturbiaban las aguas. Lo mismoopinaba su ayudante.

Pero tanto el uno como el otro notaban que laresistencia de los rusos no estaba quebrantada y que, posiblemente, los que habían sido deportados nofueran los principales perturbadores del orden. Los prisioneros continuaban manteniéndose unidos. Ya se

habían dado algunos casos de evasión, sin podersetampoco esta vez capturar a los fugitivos. En lafábrica no cesaba el sabotaje.

Después del traslado de Shájov y sus compañeros

a Moosburgo algunos miembros del Comité opinaronque habría que interrumpir por algún tiempo lasactividades para que los alemanes no pudiesen caersobre el rastro y descubrir toda la organización.Kúritsin, no obstante, insistió con calor en que secontinuara e intensificase la lucha. Había que hacerlo para que los alemanes no viesen justificada su

sospecha de que los tres deportados tenían algo quever con la huelga y el sabotaje. Si la luchacontinuaba, los hitlerianos comprenderían que nohabían apresado a quienes hubieran debido.

Cierto es que se decidió reforzar la vigilancia yobservar más cautela. Por alguna razón, después de ladeportación de Shájov y sus compañeros. "Vania"había dejado de aparecer por allí. Aquello, sin duda,había sido obra suya. No se habían llevado a treshombres cualesquiera, sino a activistas de la CFP.Mas, cosa extraña: ¿por qué no se habían llevado alos demás? Puesto que juntamente con Shájov no

habrían debido deportar a Pokotilo y Shevchenko,sino a Kúritsin y Tólstikov, hombres más influyentesque aquéllos. Eso no tenía explicación. Loscompañeros ignoraban que la administración delcampo había atrapado a esos tres de manera casual,sin sospechar nada acerca de la existencia de unaorganización. Simplemente, al conversar con el"estudiante Vania”, a algún prisionero se le habríaido de la lengua lo de la paliza propinada a Shulgá enla casa de baños. De ahí había salido el hilo...

Como no habían habido más detenciones, losmiembros del Comité se tranquilizaron y la lucha dela CFP continuó. La fabricación de toda clase dechucherías destinadas al cambio por productosalimenticios fue reducida considerablemente. En elturno de la noche se hacían cuchillos, rompecabezas, porras y tijeras para cortar alambre de púas. Estasarmas eran traídas al campo con precaución, entre las prendas, y guardadas en escondrijos, hasta elmomento oportuno.

IIIZimmet podía ya no turbarse en presencia de

Korbukov. Después de las primeras entrevistas con el

ruso, le había quedado por mucho tiempo unasensación de malestar. ¡No era para menos! ¡Haberse jactado como un chiquillo de que existía el FrentePopular Antifascista Alemán, cuando toda laorganización estaba integrada por contadas personas!

El podía ya mirar sin reparo a los ojos de Iván. Enesos meses se habían obtenido algunos resultados. Laorganización contaba ya con muchos afiliados. ¿Quéimportaba que algunos de ellos actuaran porseparado, sin sospechar que este o aquel obreroocupado en la máquina contigua era tambiénmiembro de la misma asociación? Lo requerían las

leyes de la conspiración. La gente, unida por gruposde a tres o de a cinco, conocía únicamente a sudirigente... El incremento de las filas de laorganización y su consolidación no se debía a

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Zimmet solamente. Mucho habían hecho también losGutzelmann y Jahres. Los rusos habían aportadoigualmente su óbolo. Eran ellos los que habían puesto a Jahres en contacto con antifascistas firmesde entre los alemanes que, como él, trabajaban en la" Krauss-Maffeil ". Allí existía ya un grupo vigoroso.Hasta Kleinsorge, el jefe de un taller, resultó ser

enemigo de los nazis, aunque estaba afiliado al partido hitleriano.

En fin, las cosas iban viento en popa. Ya teníanarmas. Los rusos se las habían ingeniado para montardos emisoras. ¡Qué valientes eran! Si hubiesen tenidoa muchachos como ésos en aquellos memorables díasde abril del año diecinueve, ¡nadie hubiera podidoestrangular la República!

Sonó el timbre. Zimmet abrió la puerta. En elumbral apareció Hans. Al pasar al cuarto exclamónervioso:

- ¡Karl, no se puede así! Debes decirle a Iván que

la conspiración es la base de todas las bases...- ¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?Se esclareció que, ese día, Korbukov había

llevado a un checo a la casa de los Gutzelmann y selos había presentado diciéndole que ellos tambiéneran antifascistas. Hans y Emma quedaron perplejos.¡Contarle eso a un hombre al que veían por primeravez!... Iván había dicho, además, que Hans avisara aZimmet de que al día siguiente, a las cinco de latarde, él vendría a verle en compañía del forastero.

- Pierde cuidado, Hans. Iván es un hombre muy prudente. Por lo visto, ha averiguado todo cuantorespecta a ese checo...

En efecto, Korbukov había sondeado a fondo a sunuevo conocido. Se encontraron en una piscina.Entablaron conversación. Karel Svatopluk Mervarthablaba en ruso con soltura. Según le explicó a Iván,había nacido en Petrogrado en el año dieciocho. Su padre era a la sazón un teniente del 1er regimientochecoslovaco del ejército ruso. Karel contaba dosaños de edad cuando sus familiares regresaron aPraga. Su padre, como antiguo legionario, recibióuna pensión y un estanco de tabaco. A instancias de

él, que simpatizaba con Rusia, Karel fue a estudiar aun liceo ruso y luego, a la Facultad de Química de laUniversidad de Praga. No logró terminar susestudios, porque el país fue ocupado por losalemanes. Después de los disturbios estudiantiles enlos que Karel había participado activamente, él se vioobligado a abandonar la Universidad al cuarto año deestudios y colocarse de telegrafista en el ferrocarril.A comienzos del año cuarenta y tres le destinaron encalidad de auxiliar de laboratorio a la fábricametalúrgica Leischner, en Munich. Allí tuvo pococuidado al hablar de política con los checos y los

alemanes y, para no caer en las garras de la Gestapo,tuvo que ocultarse. Hacía tiempo que deseabaingresar en la Legión Checoslovaca formada enInglaterra. Al fallar en su intento de cruzar la frontera

suiza, regresó a Munich. Y helo ya varios díasviviendo como las avecicas de Dios: sin trabajo y sinhogar. Por suerte, tenía amigos que le daban comiday albergue...

Para Korbukov, aquello no fue suficiente. Através de personas de confianza que trabajaban en lafábrica obtuvo informes sobre Mervart. Lo que Karel

había dicho de sí se vio confirmado. Y sólo despuésde eso Iván se decidió a atraerle a la organización y presentarle a los Gutzelmann y a Zimmet.

Al enterarse de la existencia del grupoclandestino, Mervart dijo que él hubiera preferido,naturalmente, batir a los nazis en el campo de batallacomo soldado de la Legión Checoslovaca oguerrillero; pero ya que eso era imposible por elmomento, estaba dispuesto a luchar allí.

Después de trabar conocimiento con Mervart,Zimmet dijo, entre otras cosas, que a partir deentonces sería mucho más fácil establecer el contacto

entre los rusos y los alemanes. Korbukov y suscompañeros dominaban bastante bien el alemán, perono tanto como para hablar sobre pormenores de la política. En cambio, Karl, conocía perfectamente losdos idiomas.

La segunda vez que se encontraron, Zimmet nodespreció la ocasión para utilizar a Mervart comointérprete. Jahres, los Gutzelmann y él acosaron a preguntas a Korbukov y a Plajotniuk. Querían saberdetalles de la vida de los koljoses, y también cuálhabía sido la actitud de los soviéticos frente a lossucesos acaecidos en los últimos años.

IVEl verano transcurrió en constantes colisiones con

los hitlerianos, en combates, asaltos a las víasferroviarias y rupturas de las redes tendidas por lasfuerzas punitivas. Quedaban atrás cientos dekilómetros andados por las montañas. ¡Dónde nohabrían estado los guerrilleros en aquellos meses! Enlos Alpes del Tirol del Sur, en los Dolomíticos, en losde Trento y en los Julianos. Los vientos de lasnevadas cumbres y el acariciante sol de los valles, losaltísimos puertos y los hondos desfiladeros, los

sombríos abetales y las orcas agrestes, todo habíaalternado como en un caleidoscopio. De cuando encuando llegaban noticias de que los norteamericanoshabían realizado un desembarco de tropas en Nápolesy libraban combates en el Sur de Italia. También secomentaba que los hitlerianos estaban pasando las deCaín en el Frente Oriental.

Los guerrilleros habían sufrido muchas pérdidasdurante aquel verano. En los combates habían perecido Kalinin y Orlov. Laptánov estaba herido.De los diecisiete rusos alistados al destacamento enabril, sólo dos -Ereméiev y Beltiukov- habían

quedado ilesos. Pável Podobri, herido en una de esasagarradas, se había reincorporado ya a las filas.

El destacamento se trasladó desde la espesura delos Alpes a la zona de Udine, donde había estado

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antes. Ello se debía a dos causas. Primera: muchosguerrilleros no deseaban alejarse del pueblo natal, para visitar de vez en cuando a sus familiares.Segunda: el clima de allí era más suave, lo que teníamucha importancia para los guerrilleros ligeramentevestidos y no habituados a los vientos y al frío de lasregiones alpinas. Habrían de pasar el otoño y el

invierno en los alrededores de Udine.Pero la gente perecía no sólo en los campos de

 batalla. También sucumbían algunos de los quetrabajaban en la clandestinidad. Al ingresar en eldestacamento, Ereméiev esperaba ver entre otros elsemblante conocido de Kiril, o Kirchó como habíadicho aquella vez en la taberna. Pero los días pasabansin que Kirchó apareciese. Un día, Grigori le preguntó a Lozzi dónde estaba aquel muchacho. El jefe del destacamento pegó el índice a los labios:

- ¡Chitón! El no suele ir a las montañas; está allíabajo.

- Comprendo -Grigori lo remarcó con unmovimiento afirmativo de la cabeza.

Y al regresar en otoño al viejo lugar, Lozzi le dijocon dolor que Kirchó y unos cuantos compañerosmás del comité clandestino de Udine habían caído enmanos de la Gestapo.

- Kirchó era un buen búlgaro, un verdaderocomunista, un valiente...

A fines de octubre, Ereméiev y sus compañerosfueron a ver al jefe para hacerle la propuestasiguiente: ellos se prestaban a efectuar un raid en laciudad, arrebatarles a los alemanes víveres ymuniciones e izar una bandera roja en la roca quedescollaba sobre Udine, para, así, rendir homenaje ala Revolución de Octubre en su vigésimo sextoaniversario.

La idea le gustó a Lozzi. Pero, guiado una vezmás por el deseo de conservar la unidad en eldestacamento, dijo que, en honor a la justicia, habríaque izar también la bandera italiana. Los rusos semostraron de acuerdo.

Dos grupos se pusieron en camino: el deEreméiev y el de Roberto, un italiano ya entrado en

años.Puntualizando sobre la marcha los detalles de laacción, llegaron a la conclusión de que la bateríaantiaérea sería el lugar más apropiado para proveersede víveres y municiones, pues estaba algo apartadode la ciudad y Grigori conocía allí cada piedra. A ellose sumaba la circunstancia de que los depósitos noeran vigilados con extrema rigurosidad. Y, porúltimo, podía ser que allí estuvieran sufriendo comoellos en otros tiempos, prisioneros a los que podríanarrancar del cautiverio. Roberto le dio la razón,ofreciéndole parte de sus combatientes para apoyarle;

los restantes irían con él a izar las banderas en la rocay minar los accesos a la misma.

Escondido con su grupo en un refugio, Ereméievse pasó el día entero observando la batería. A través

de los gemelos de campaña, estaba a la vista comosobre la palma de la mano. Al parecer, en aquellosmeses no se había operado ningún cambio. La mismaalambrada, las mismas barracas... Pero no se veía aningún prisionero, y en lugar del foso abierto para laconstrucción del depósito subterráneo de municiones,se extendía, a poca altura del suelo, una plataforma

lisa de grisáceo hormigón. Conque, a pesar de todo,habían construido el depósito... Los puestos devigilancia se encontraban donde antes: uno junto aldepósito y el otro junto a la entrada. Y uno más, junto a los cañones, pero ése no era de contar, puesestaba lejos...

La noche avanzaba con rapidez. Desde Udinellegó, amortiguado, el repique de las campanas de latorre del Ayuntamiento, anunciando la hora. Diezcampanadas... Era pronto aún... Once... Había queesperar otro poco... Doce... ¡Manos a la obra!...

El sabía que cada dos horas había relevo de

centinelas. Por consiguiente, éstos acababan demontar la guardia. Los guerrilleros tenían que hacerlotodo en menos de ciento veinte minutos sin efectuarni un solo disparo.

Grigori le dio mentalmente las gracias a Mario por haberles enseñado, a él y a los demás rusos, adominarse y obrar con suma cautela, sin hacer ruido.

Habiendo dejado a unos cuantos guerrilleros en lalinde del conocido huerto, a fin de que pudieran, encaso de necesidad, proteger con las armas la retiradadel grupo, Ereméiev y los demás avanzaron a rastrashacia la batería. Ante todo, abrieron un paso anchoen la alambrada, valiéndose para ello de pinzascortantes. Una abertura estrecha no servía, porque encaso de alarma y bajo el fuego del enemigo, no todoslograrían escurrirse.

- Con tal que no haya bombardeo como aquellavez -dijo bajito Leonid.

Grigori le apretó la mano: ¡chitón! A él mismo leinquietaba ese pensamiento.

Fue el primero en meterse por la brecha, pues, asu entender, el jefe debía enfrentarse con lo másdifícil y peligroso. Precisamente él y su ayudante,

Beltiukov, debían quitar de en medio, sin dilación, alos centinelas que custodiaban el depósito y laentrada. Eso sería ya la mitad de la tarea y la garantíadel éxito.

¡Ah!, ahí estaba el centinela... Un salto, un golpecon la culata de la pistola a la cabeza, mientras la otramano le tapaba fuertemente los labios al alemán...Leonid le metió de prisa un trapo en la boca, lomaniató y, para estar más seguro, le asestó otro golpeen la sien.

Quitar al soldado que vigilaba a la entrada fue unatarea más difícil, pues encima del portón se

columpiaba una bombilla azul... Los guerrilleros, pegados a la tierra y tratando de fundirse con ella, searrastraron a lo largo de la cerca hacia el portón... Yaestaban a dos pasos de él... ¡Maldita bombilla!...

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¡Cómo estorbaba! El centinela encendió un cigarrillo.Y ese instante fue fatal para él. Deslumbrado por laluz del mechero, no vio cómo dos sombras se leecharon encima. El cigarrillo cayó de sus labios. Noalcanzó a proferir ni un ay. Se desplomó al suelo,abatido por Beltiukov.

Ereméiev se inclinó sobre él. Estaba exánime. No

obstante, por si acaso (como no había tiempo paracomprobar si respiraba aún o no), le amordazaron,ataron y apartaron de la entrada. Ya tenían las manoslibres.

El asalto del depósito de víveres fue fácil. Seencontraba en una barraca grande de madera.Grigori, Leonid y Pável conocían cada rincón ysabían dónde se encontraba cada cosa. Más de unavez había llevado de allí a la cocina patatas, harina,grano y azúcar. No costaba nada penetrar por lasventanas tapadas con hojas de madera contrachapada.Pero el depósito de municiones era distinto. Ellos

mismos habían cavado el foso y en su presenciahabían comenzado las labores de hormigonado. Eraimposible abrir los candados ni quitar las puertas. Sí, podrían quitarlas empleando un par de bombas demano. Pero, ¿para qué hacer ruido? Debían retirarsesin hacer ni un solo disparo.

Examinaron por fuera el depósito de municiones. No había manera de penetrar en él. Las puertas erande acero y por los diminutos respiraderos sólo podría pasar un gato.

Mientras Grigori se preguntaba qué hacer con lasmuniciones, los guerrilleros comandados porBeltiukov y Pável sacaban del depósito de provisiones sacos llenos de sal, tabaco, harina,azúcar, jabón y los llevaban al otro lado de laalambrada, donde les aguardaba el grupo de protección.

Ereméiev llamó aparte a Beltiukov:- Oye, Leonid, ¿cómo vamos a dejarles tantas

reservas a los fritzes? Da rabia...- Podemos prenderle fuego a la barraca. Pero ¿qué

hacer con eso? -Leonid señaló con la cabeza hacia eltecho redondo y aplanado de hormigón del depósito

de municiones, que como una galleta gris afloraba atierra en la cercanía-. No se me ocurre nada.- Los proyectiles tienen más importancia que la

comida. ¿Arrojamos un par de bombas de mano porel respiradero?

- No te dará tiempo para apartarte de ahí. Serámejor que eches estopa ardiendo. Deja que lo hagayo. Vete. Tú respondes del grupo...

- ¡Cállate! Y date prisa. Me acuerdo de que en eldepósito viejo había trapos para limpiar los cañones.Ve allá y búscalos. ¡Rápido!

Leonid regresó al cabo de unos minutos con un

montón de trapos. Al cogerlos Grigori notó queestaban húmedos.

- ¿Y no había secos? -preguntó irritado.- Pero si los he empapado intencionadamente en

alcohol. Allí había un tonel lleno. ¡Ojalá pudiéramosllevárnoslo! Te aseguro que Lanka nos colmaría de besos...

- ¡Cállate! Vete con los nuestros y esperadme, Atodos los que lleven cargas, mándales que se vayan.Y tú quédate con los que tengan las manos libres.Quizás debáis proteger mi retirada. Pero no abráis

fuego sin necesidad. Será mejor que nos vayamos ensilencio.

Beltiukov asintió con la cabeza, le estrechó ladiestra a Grigori y se esfumó en la oscuridad.Ereméiev se pegó a la pared de la barraca. Tenía queesperar hasta que los guerrilleros que portaban lascargas se hubieran alejado a un kilómetro o kilómetroy medio de allí. ¿Por dónde empezar?, se preguntabaél. Lógicamente, por el depósito de municiones. Eramuy expuesto. La explosión podía producirse antesde que él se apartara de allí. Y entonces... ¡adiósvida! No tenía sentido comenzar por la barraca.

Porque como era de madera seca, se inflamaríainstantáneamente. Y entonces él no podría acercarsea la mole de hormigón ni escapar de allí...

En lontananza resonaron dos campanadas. ¿Qué?,¿eran ya las dos? ¡Diantre, él no tenía reloj!... Pero sieran las dos debería darse prisa, pues ahora mismotendría lugar el relevo de la guardia...

Tras meter un trapo ardiendo por el respiradero,corrió hacia la barraca y penetró en ella por laventana. Sería mejor incendiarla por dentro. Le daríatiempo para retirarse. ¿Dónde estaban los trapos y eltonel del alcohol?... ¡Ah, allí estaban!

La azulada lengüecita de la llama lamió lostrapos, subió a la pared y empezó a danzar por lastablas. Grigori, lastimándose las manos en la ásperamadera, saltó pesadamente a tierra y se lanzó hacia laalambrada. El instinto de conservación le apremiaba:"¡Vete de aquí, rápido!"

De pronto dio traspiés y cayó. Al levantarse oyóun gemido. Había tropezado con un hombre. ¿Quiénera? No había tiempo para pensar ni perderse enconjeturas. La imaginación pintaba el cuadrosiguiente: la estopa ardiendo había caído sobre una

caja de municiones. Ya ardían las tablas. Ya se habíacalentado al rojo la ojiva de un proyectil. De unmomento a otro... Era mejor no pensar en lo que podría ocurrir de un momento a otro.

Grigori cargó con el hombre y, jadeando, siguióadelante a toda prisa para escapar a lo que suimaginación pintaba. En algún rincón de lasubconsciencia surgió de golpe, para desaparecer alinstante, la idea de que había que haberencomendado esa tarea a otro. Entonces no hubierandejado a un compañero a merced del enemigo.

Se olvidó por completo de que no había sonado

ningún disparo y que, por consiguiente, no podíahaber heridos. Cierto era que aun acordándose deello, no habría dejado de llevar su carga, pues más deuna vez se había dado ya el caso de que los

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guerrilleros perdían el conocimiento a causa de ladebilidad, del hambre o de alguna vieja herida que sehabía hecho sentir repentinamente.

Perseguido por el miedo, Grigori se desvió delcamino y se alejó del grupo de protección quecontinuaba esperándole. Se desplomó exhausto. Lefaltaba aire. Al mirar atrás vio un rojo resplandor

sobre el emplazamiento de la batería y las diminutasfiguras de los alemanes que corrían ajetreadosalrededor de la barraca ardiendo. Pero el depósito demuniciones no explotaba. ¿Habría fracasado latentativa de volarlo?

Grigori arrojó una furtiva mirada al herido.¿Quién había perdido el conocimiento? Quedóatónito al percatarse de que no era ningún guerrillero,sino el centinela alemán al que habían derribado junto al depósito. Tenía los ojos cerrados y la caraanegada en sangre. No obstante, a los tenues reflejosdel incendio Grigori reconoció en él al soldado

 jovencito que, en cierta ocasión, le había advertido deque el suboficial Gotzke era un zorro astuto.

Sin comprender por qué lo hacía, Ereméiev volvióa cargar con el hombre y siguió adelante hacia ellugar convenido.

Mientras se arrastraba, no dejaba de preguntarse:"¿Se producirá la explosión o no?" Era lo único quele inquietaba en aquel momento. Ya había perdido laesperanza cuando notó de pronto que la tierra seestremecía debajo de él. Al instante, una columna defuego se elevó al cielo y un estruendo ensordecedorse expandió por la comarca, desgarrando el silenciode la noche.

VQuien observara a Vechtómov sin conocerle, se

resistiría a creer que el corazón de aquel mozuelocalmoso y bonachón podría dar cabida a tanta ira ytanto odio. El, que hablaba con cierta cordialidad dealgunos alemanes probos que se le habían cruzado ensu camino, se enfurecía de tal manera al ver a los prisioneros lacayos de los hitlerianos que daba miedomirarle en aquellos momentos.

- ¡Hay que estrangular a esos reptiles! -repetía,

sofocado por la furia.Por eso se aferró con las dos manos al punto del programa de la CFP donde se indicaba que los prisioneros debían organizar tribunales para lucharcontra los traidores. Y aunque los demás no loconsideraban como una tarea de primer orden, éllogró que el tribunal fuese instituido. Al principio lenombraron presidente del mismo; pero luego, al verque en algunos casos él no había obrado conobjetividad, que el odio le cegaba, resolvierondesignarle al cargo de fiscal. Pues la misión deltribunal, según lo entendían Petrov y otros

compañeros, no consistía únicamente en darle sumerecido al traidor, sino también en enseñar a todoslas causas de la alevosía. Vechtómov se mosqueó al principio; pero luego se apaciguó. Hasta resultaba

mejor ser fiscal, pues así podría no contener la ira.Con envidiable tesón buscaba entre los recluidos enel calabozo y las barracas correccionales a ex policías, stárostas, jefes de equipo y otros, lo que noera nada fácil hacer, ya que estaba privado de la posibilidad de llevar las investigaciones en ampliaescala, solicitar la colaboración de prisioneros de los

campos de tipo corriente y organizar careos paradesenmascarar a los traidores.

Cabe decir, que después de las derrotas sufridas por los fascistas en la región del Volga y el arco deKursk, muchos perjuros que se habían ganado losfavores de los alemanes y ensañado con suscompatriotas, comprendieron que no era de esperarya nada de Hitler y que la situación cambiabaradicalmente. Los más perspicaces empezaron arenunciar, bajo toda clase de pretextos, a sus cargos ytrataban de evadirse para luego, al ir a parar a otrocampo de concentración bajo otro nombre y apellido,

fundirse con la masa de los prisioneros o de losciviles caídos en el cautiverio.

El Comité de la CFP creado en Moosburgocomprendía que esos renegados eran capaces detraicionar de nuevo a sus compañeros. Era sobre todomuy grande el peligro de su infiltración en laorganización clandestina.

Un único síntoma les diferenciaba del resto de los prisioneros: eran más gordos que los demás. Peroeste indicio podía ser engañoso, pues en las barracascorreccionales se encontraban asimismo evadidos delas granjas rurales, fábricas de azúcar molinos, dondehabían trabajado. Ellos también tenían buen aspecto.¿Cómo saber, pues, quién de ellos había sido policíay quién trabajador? ¡No lo llevaban escrito en lafrente!

Pero Vechtómov tenía un olfato especial. Tras dehablar una u otra vez con el sujeto que le parecíasospechoso, pedir referencias acerca de él a susvecinos y observarle, Slavka le identificaba sinequivocarse. Shájov y Pokotilo se preguntaban,extrañados, cómo lograba él descubrir a los traidores.

- Todos ellos guardan entre sí un parecido

asombroso -explicaba él-. Los tengo ante mis ojos.Cuando recuerdo cómo esos reptiles se ensañaban enmis compañeros, me parece que calo hasta el fondo acada uno de esos que andan entre nosotros...

Vechtómov no se daba descanso en la búsquedade los felones. Por intermedio de Iván Yurpolski,limpiador del calabozo, uno de los pocos que teníanlibre acceso a las barracas correccionales, éltransmitía al campo común las señas personales delos sospechosos. Al que conociera a algún policía ointérprete, le pedían que se acercara de día a laalambrada y le enseñaban disimuladamente al

sospechoso. Si el testigo reconocía al traidor,comunicaba a través de Yurpolski cuanto sabíaacerca de él. Y entonces se reunía el tribunal. Luegode acorralar en el semioscuro cuarto de aseo al

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 policía en cuestión, le sometían a interrogatorio.Aunque había presidente -en los últimos tiempos loera Petrov-, casi todos participaban en la vista de lacausa. Cuando el acusado negaba su culpabilidad yquería escurrir el bulto, Vechtómov, utilizando losdatos que había logrado recoger, le ponía entre laespada y la pared. Los policías y otros traidores, por

regla general cobardes, desembuchaban, aunquetrataban de demostrar que eran personas de buencorazón y que no habían maltratado a los prisioneros.Eso lo habían hecho otros. Después delinterrogatorio, se pronunciaba la sentencia, adoptada por todos. El castigo dependía de la gravedad deldelito. Los más miserables eran condenados amuerte. A los alemanes se les explicaba que el prisionero había sido castigado por haberle robado el pan a un compañero.

Dos grupos de la CFP actuaban ya en el Stalag :uno en el campo correccional, adonde llegaba gente

de continuo para completar luego los equipos deobreros, y el otro en el campo común. Cada grupodifundía entre los prisioneros las ideas de la CFP.Pronto tuvieron adeptos en la cocina y en la oficinade trabajo encargada de distribuir a los cautivos entrelas empresas. A través de Evgueni Serov, empleadode la misma, que a la par del comandanteMáslennikov dirigía el grupo del campo común, selogró que decenas de prisioneros; afiliados a la CFPfuesen destinados a los diversos equipos de trabajodel Sur de Alemania.

Los emisarios de la CFP agrupaban en torno aellos a activistas enérgicos que efectuaban labor desabotaje, organizaban evasiones, hacían propagandaantihitleriana y antivlasovista, juzgaban a lostraidores y establecían contactos con los obreros y prisioneros de otros países. Sólo en los campos deconcentración de Baviera se registraron en 1943 másde veinte mil evasiones. A los vlasovistas les dabamiedo entrar en los campos de los rusos, pues éstosles apedreaban y no les dejaban hablar. Después delos golpes fulminantes asestados por el EjércitoSoviético en el Este, los alemanes que custodiaban

los campos de concentración de Alemania también sevolvieron más mansos. Algunos de ellos trataron deaprender ciertas palabras en ruso, preguntando conzozobra si era cierto que los bolcheviques noadmitían prisioneros, sino que fusilaban en el acto alos capturados. Los rusos les explicaban que eso lohabía inventado Goebbels y que los soviéticos eranmuy humanos.

La situación de Alemania fue haciéndose cada vezmás alarmante. La atmósfera se caldeaba. Entre losobreros e intelectuales alemanes crecía eldescontento. La Gestapo andaba husmeando por el

 país para caer sobre el rastro de las organizacionesclandestinas de la Resistencia. A fin de luchar contrala CFP, acerca de cuya existencia -pese a todas las precauciones- los alemanes se habían enterado, fue

instituida una sección especial de la policía secreta.Los campos de los "obreros orientales" y de los prisioneros de guerra se vieron invadidos por provocadores y agentes de la misma. Los metían enlos equipos de trabajo, exigiéndoles que se infiltrasenen la organización. Pero los prisioneros estaban sobreaviso y no se franqueaban con cualquiera.

El castigo de los ex policías, que después de las barracas correccionales, había comenzado a practicarse también en las demás barracas del Stalag ,no pudo menos de poner en guardia a la Gestapo.Con tanta más razón que en cosa de dos o tres mesesse había descubierto en los Sonderblock   a unostreinta traidores y provocadores.

Una noche, dos oficiales de la Gestapo y elsargento Moroz, vlasovista del destacamento de laguardia, irrumpieron en la barraca núm. 39 ymandaron formar filas. Los oficiales pasaron ensilencio ante la formación, fijándose detenidamente

en cada rostro. Moroz, con el fusil automáticoterciado, vigilaba a la entrada.

El oficial más viejo dijo con voz chillona yáspera:

- Aquí se descubren ya ladrones en demasía. Ytodos -no se sabe por qué- han sido intérpretes y policías.

Pasó una vez más ante la formación y se paró antelos franceses.

- Señores, ustedes que son gente civilizada,¿cómo pueden tolerar tan bárbaros ensañamientos?...Les advierto que si el linchamiento vuelve arepetirse, aunque sea una sola vez, todos seránfusilados. En primer lugar, los rusos y luego, losserbios, los polacos y los franceses, o tal vez todos juntos.

- ¡Mientes, canalla! -rugió alguien-. ¡No nosfusilarás a todos! ¡Y si nos matas, otros selevantarán!

Los de la Gestapo corrieron hacia allá.- ¿Quién lo ha dicho? ¡¿Quién?!Los prisioneros callaban sombríos. En la fila de

atrás, Shájov y Vechtómov asían de los brazos a

Platónov, que temblaba de furia. La luz de la linternase deslizó por los semblantes.Una sonrisa burlona torció la boca del oficial.- ¡Te ocultas a espaldas de otros! ¡Puerco!

¡Quieres que otros paguen el pato! ¡Tú sabes hacerlosólo a la chita callando!

Platónov pugnaba por decir algo y salir de laformación. Los compañeros le contenían a duras penas.

- ¡Ya os atraparé, a ti y a tus compinches! -dijo eloficial en tono amenazador y giró sobre los talones-.¡Todos a dormir!

Shájov discurrió para sus adentros que elcomandante Petrov había tenido razón al opinar que, por el momento, no se debía incorporar a Platónov ala organización. Más que hombre, ¡era pólvora!

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V. Liubovtsev68

VI-¡Grigori! -Beltiukov, de puro gozo, le dio una

dolorosa palmada al hombro-. ¡Qué diablejo! Yocreía ya que tú... Nos cansamos de esperarte. Comono aparecías después de que ardió la barraca, penséque algo te había sucedido. No podíamos volver ya ala batería. Te dimos por muerto... ¿Cómo hemos

 podido perdernos de vista? ¿Quién es éste? ¿Para quélo has traído?

- No sé -Grigori abrió anchamente los brazos-. De buenas a primeras creí que era nuestro. No me diotiempo para pensar. .. Y luego vi que era un alemán.Pero le reconocí. Es el mismo que aquella vez me puso sobre aviso. ¿Recuerdas?

- Bueno. ¿Y qué hacemos con él?Ereméiev se encogió de hombros. Sabía que entre

los guerrilleros era ley irrevocable no hacer prisioneros. En las montañas no había campos deconcentración ni hombres para custodiar a los

cautivos ni tampoco víveres para alimentarlos. Losenemigos capturados debían ser pasados por lasarmas; tal era la cruel necesidad de la guerra deguerrillas. Pero Ereméiev sabía también que a él nose le movería la lengua para ordenar que fusilasen almuchacho. El no permitiría que le mataran. Erasoldado, y no verdugo. En el campo de batallahubiera podido liquidar sin vacilación a éste o a otro.Pero en aquel momento... El chico, por añadidura, noera ningún enemigo, sino hasta en cierto modo unsimpatizante de los rusos. Pues su advertencia acercadel suboficial le hubiera podido costar caro… Y sinembargo, ¿por qué Grigori le había llevado a cuestashasta allí? Al ver que no era de los propios, hubiera podido dejarle tirado. Y ahora, ¡a devanarse lossesos!

Llamó aparte a Leonid y a Pável y les expuso susdudas. Podobri se enfureció y sacando la pistola dedebajo del cinturón, gritó:

- ¡V-v-vaya u-un p-p-problema! ¡L-liquidarle... ya-asunto co-concluido!

Ereméiev le asió de la mano.- Espera, Pável, yo no he terminado... Matar a una

o dos docenas de fascistas es una acción loable.Cuando ellos van armados. Pero éste no lleva armas.Y además, no es un fascista. Ni es nuestro, claro está,ni es fascista. Siempre tendremos tiempo paraliquidarle. Lo más difícil -¡y más importante!- eshacer de él una persona. Pues según van las cosas, el pueblo de Alemania llegará al poder. ¿Comprendes?¡¿Quién creará la nueva Alemania si liquidamos atodos los que, como éste simpatizan con nosotros?!

Acababa de concebir esa idea. Y se aferró a ella,convencido de que tal era precisamente la razón quele impedía fusilar al prisionero. Beltiukov, a su lado,

mordisqueaba en silencio una hierbecita. No decía nisí ni no. Podobri objetaba acusando a Grigori de blandura y mentecatez intelectual; dijo que en él sehabía despertado a destiempo el antiguo maestro, que

en la guerra era preciso guerrear y no dedicarse a lareeducación del enemigo y que el único idiomaconvincente para los alemanes era el de las armas.

- ¿Eso es todo lo que querías decir? -Leonidescupió la hierbecita-. Creo que Grigori tiene razón,aunque sé que la cosa nos acarreará muchoscontratiempos.

- Eso es a lo que yo iba. Por mí, que viva. Pero novaya a resultar como suele decirse: éramos pocos y parió la abuela. Oye, Grigori, si no quieres que estamuerte pese sobre tu conciencia, suéltale. Deja queregrese a la batería. Eso servirá también de propaganda en favor nuestro. Dirán que somoshumanos, porque lo hemos soltado cuandohubiéramos podido liquidarle...

Los amigos se acercaron al cautivo. Leonid leiluminó con la lámpara de bolsillo. El soldado habíavuelto en sí. Estaba sentado en una pose incómoda -encorvado, con la cabeza encogida-, porque tenía las

manos atadas a las espaldas. Un chorrito de sangre lecorría desde la frente hacia la barbilla. El miedo sehabía petrificado en su semblante.

Ereméiev le desató las manos y ordenó a Pávelque le pusiera un ligero vendaje en la cabeza. Encuclillas ante el alemán, le preguntó:

- ¿Cómo te llamas?El soldado apenas pudo despegar los labios:- Woldemar Gutzelmann.- ¿Es un nombre alemán?- No. Creo que es francés. No sé.- No tiene importancia... ¿Puedes andar? A ver,

haz la prueba.El alemán se levantó, dio unos pasos inseguros y

se tambaleó. Beltiukov le apoyó y le ayudó asentarse.

- Hum, estás flojillo para andar -comentó Grigori-. Bueno, descansa hasta mañana. Y luego irásdespacito a la batería. No está lejos. En total, a unostres kilómetros de aquí. Lo principal es bajar a lacarretera. Allí te recogerán.

El soldado meneó la cabeza. En sus ojos brillaronlágrimas.

- Imposible. Si no me fusilan ustedes, mefusilarán allí. No creerán que los guerrilleros me hansoltado. Dirán que yo les he ayudado. Si yo hubieseestado, maniatado, en el recinto de la batería, quizáme hubieran creído. Pero, de todos modos, mehabrían enviado a una compañía de castigo. Hubierandicho que yo había dormido en mi puesto...

- Si hubieses quedado allí, hace tiempo quehabrías estado en el cielo... Porque el depósito...kabut!  -Y Ereméiev, para ser más gráfico, echó lasmanos hacia arriba e imitó el estrépito de unaexplosión.

Leonid le dio la razón al alemán:- Claro que él no puede volver allá. Viene a

resultar como en la canción: aquí plomo y allí plomo... En resumidas cuentas, no hay salvación.

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Los soldados no se ponen de rodillas 69

 Kaput! -  Kaput!  -murmuró el prisionero con los labios

solamente y quedó cabizbajo.Grizori, acordándose del suboficial, le preguntó a

Woldemar si deseaba pasar a Suiza para esperar allíel fin de la guerra.

- ¡Pura fantasía! -el alemán sonrió tristemente-.

¡Andar trescientos kilómetros por montañasdesconocidas, solo, sin mapa ni brújula ni provisiones! Si no me pescan los gendarmes y no mefusilan como desertor, me liquidarán vuestrosguerrilleros...

- Hay que tomar alguna decisión -dijo Grigori,levantándose.

- Ya que las cosas están así, que se venga connosotros -Leonid se sacudió el polvo del pantalón-.Debemos preparar a nuestros muchachos para quenos apoyen. Porque ellos no tragan a los alemanes.Hay que hablar con cada uno y decirle que este

soldado es un antifascista, que nos ha ayudadocuando nos encontrábamos aún en el campo.¡Vamos!

Roberto y sus combatientes llegaron dos horasdespués. Venían emocionados porque habían logradoizar las banderas y minar los accesos. ¡Qué explosiónmás potente se había producido en la batería! ¡Unespectáculo grandioso!

Luego de distribuir las cargas entre los dosgrupos, rompieron la marcha hacia la base deldestacamento. Todos estaban de buen humor. ¡Y noera para menos! ¡Cuántos sinsabores habíanocasionado a los alemanes sin perder ellos ni un solohombre! Y además, percibían a sus espaldas elagradable peso de las mochilas llenas. Ya teníanvíveres y tabaco para todo un mes.

Y sólo Grigori y sus compañeros se sentíanabrumados. La perspectiva de tener que hablar con elmando del destacamento acerca del prisioneroempañaba la alegría de haber cumplido con éxito lamisión. Grizori volvía a cada momento la miradahacia el soldado, al que por turno apoyaban suscombatientes. Había logrado convencer a los suyos.

Ellos accedían a perdonarle la vida al alemán acondición de que el jefe y sus compañerosrespondiesen de él. Pero, ¿qué sucedería en eldestacamento?

VIIEl valor manifestado por los soviéticos en el

cautiverio fascista les granjeó las simpatías de losdemás prisioneros. Los serbios, los checos, losfranceses, los polacos y representantes de otrasnacionalidades que recibían en los campos deconcentración paquetes de la Cruz Roja trataban dealiviar en lo posible la dura situación de los rusos,

compartiendo con ellos los víveres y el tabaco ycomunicándoles las noticias llegadas del teatro de laguerra.

La CFP fue planteándose tareas de más vasto

alcance. Quería aunar los esfuerzos de todos los prisioneros de guerra y ponerlos en pie de luchacontra el fascismo.

Donde las condiciones lo permitían, se crearongrupos de la CFP integrados por extranjeros. Lossoviéticos mantenían estrechas relaciones con los prisioneros progresistas, procurando a través de ellos

ejercer influencia sobre los demás compatriotas.Esa labor se realizaba también en Moosburgo.

Petrov y Shájov establecieron enlace con elcomunista Branko y el doctor Kičič, los cualesgozaban de prestigio entre los prisioneros serbios.Vladímir Bondariets se puso en contacto con los polacos Crzybowski y Wrólewski. Por encargo delComité de la CFP, Ilyá Fedkó penetró en la zona delos hindúes y organizó allí una colecta de víveres para los prisioneros debilitados.

Los vínculos internacionales fueronfortaleciéndose cada vez más en ese campo de

concentración, uno de los más grandes de Baviera, loque permitió llevar a cabo con éxito, en el transcursode algunos meses, un vasto programa de acción:incorporar a los equipos de obreros, a través de laoficina de trabajo, a miembros de la CFP con tareasconcretas: abastecer de víveres por algún tiempo alos prisioneros que se preparaban para la evasión;averiguar las últimas noticias de los frentes; obtenerayuda para los enfermos y débiles, así como esconderen la zona de los prisioneros extranjeros a los rusosque corrían el peligro de ser duramente castigados.

...Un día, el comandante Petrov reunió a suscompañeros en el cuarto de aseo.

- Me ha venido la idea de celebrar el vigésimosexto aniversario de la revolución. ¿Qué os parece? -dijo, frotándose por costumbre la frente.

- Aquí es posible -repuso Shájov-. Pero en elcampo común, no sé. No podemos confiar en todos.

- Lo pensaremos. Los muchachos de allí verán laforma de hacerlo. Naturalmente, aún hay miserablescapaces de denunciar a los oradores...

- ¿Qué le parece Mijaíl Ivánovich, si quitamos las bombillas? Para quedar en la oscuridad... -propuso

Vechtómov.- ¡Estupendo!A avanzadas horas del 6 de noviembre, en la

sección común del Sonderblock   núm. 39 nadie pensaba ir a dormir. No había habido necesidad dequitar las bombillas, pues allí todos eran gente deconfianza. Ciento cincuenta hombres -franceses,serbios, polacos y rusos-, sentados en las literas,escuchaban el informe de Petrov. El hablaba pausadamente, porque su discurso era traducido.Cierto es que los serbios y los polacos lo entendíancasi todo sin ayuda del intérprete; sólo de cuando en

cuando alguno de los que dominaban el ruso puntualizaban éste o el otro pasaje del informe. Un polaco lo vertía al francés.

Las palabras de Petrov caían pesadamente en el

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silencio de la barraca:- Cada uno de nosotros tiene patria. Llámela cada

cual a su manera, en su idioma... Pero esa patria gimehoy bajo la férula de Hitler, padece bajo el yugo delos invasores; nuestras madres, mujeres e hijos seahogan en un mar de lágrimas; la tierra gime bajo las botas fascistas. En Rusia y en Francia, en Polonia y

en Servia, nuestros hermanos libran una luchaencarnizada contra los alemanes. Nosotros sufrimosen el cautiverio. ¿Significa eso que ya no somoscombatientes y que debemos esperar, resignados, eldesenlace de la lid? ¡No y no! Cada cual debe hallarel lugar que le corresponde en esta patriótica lucha.¿Cómo puede llamarse hijo el que ha abandonado asu madre en un momento crítico? ¡Sólo un infame puede hacer eso!

Petrov espero que los intérpretes terminasen detraducir lo que había dicho. Alguien le ofreció uncigarrillo encendido. Ello rechazó ceñudo.

- Hace veintiséis años que, en esta misma fecha,respondiendo al llamamiento de Lenin, los soldados,marinos y guardias rojos se lanzaron al asalto delPalacio de Invierno, el último baluarte de la burguesía. La revolución triunfó. Pero su banderaestá teñida no sólo por la sangre de los rusos,ucranianos, bielorrusos y otros pueblos de Rusia.También hay en ella gotas de la hirviente sangre delos ingleses y franceses, alemanes y polacos. Por esarevolución, por el primer país de los trabajadorescombatieron la francesa Jeanne Laboure y el serbioOleko Dundic, el checo Jaroslav Hašek y le húngaroMáté Zalka. Combatieron no sólo en las filas delEjército Rojo, sino también en su patria, negándose acargar las armas que los capitalistas enviaban a losguardias blancos e invasores. Luchemos puestambién nosotros, aquí, tras la alambrada, hombrocon hombro contra el fascismo. Ese será nuestroaporte a la guerra contra el enemigo común. Alluchar en los campos contra los hitlerianos,lucharemos así cada uno por su patria y todos juntos por la liberación de la humanidad, por la justicia y la paz en la tierra. ¡Que nuestra unión y nuestra

solidaridad sean una arma terrible en esta lucha!Se oyeron aplausos. Petrov alzó la mano:- Cuidado, compañeros. No conviene llamar la

atención...Después del comandante intervinieron con breves

discursos representantes de los franceses, serbios y polacos. Tenían los rostros inflamados y los ojos queardían. Al observarles, Shájov se admiraba de la belleza especial que parecía irradiar de ellos. Tenía lasensación de que le crecían alas. De que bastaríaagitarlas para remontarse a alturas cada vezmayores...

Uno de los franceses saltó de su asiento y,arrancándose la boina, entonó una canción. Todos aun mismo tiempo le hicieron eco. Por la semioscura barraca se expandió con creciente sonoridad  La

 Internacional , cantada en cuatro idiomas. No todossabían la letra del himno, pero la melodía si.

A la puerta asomó la cabeza de uno de los rusosque vigilaba a la entrada:

- ¡Silencio! Que el policía junto a la cancela miraya inquieto hacia acá.

Petrov hizo un ademán, como diciéndole:

"¡Déjanos en paz! No estropees la canción. ¡Aldiablo el policía!"

A continuación cantaron La Marsellesa, Katiucha y otras canciones.

Los franceses hicieron un pequeño obsequio a losrusos: tres galletas y unos cuantos cigarrillos a cadauno. El carirredondo Jean, aquel que había entonado La Internacional , dijo:

- Camaradas, a falta de champaña, que es lo quecorresponde tomar ahora, aceptad nuestro modestoagasajo. ¡Pero quedamos debiéndoos la champaña! -concluyó, guiñando un ojo alegremente.

VIIILas pobladas cejas de Lozzi comenzaron a

temblar y se arquearon en un gesto de perplejidad aloír él lo que Grigori pedía. No le dejó acabar. Con unrotundo "¡No!" le dio la espalda, dando a entender asíque no deseaba tratar sobre este tema. Pero Grigorino cejó en su intento. Se plantó de nuevo ante él,recalcando que eso lo deseaba todo su grupo. Lozzirugió otra vez: "¡No! ¡Al prisionero hay quefusilarlo!" Grigori puso en juego la última carta:

- Entonces, camarada Lozzi, Leonid, yo y losdemás compañeros rusos nos veremos obligados airnos del destacamento.

- ¿A dónde?- A la brigada de guerrilleros rusos que opera en

Yugoslavia. No está lejos. En total, a unoscuatrocientos kilómetros de aquí.

- ¡Váyanse allá con su alemán! -gritó exasperadoLozzi-. ¡Veremos cómo le recibirán!

Grigori se volvió bruscamente. No había queridoexacerbar las pasiones. En realidad, hacía poco quese habían enterado acerca de la existencia de dicha brigada y no habían tenido aún tiempo para tomar

alguna decisión. Pero ya que se trataba de defenderlos principios...- Oye, Grigori -le retuvo Lozzi-, hablemos con

calma. Si no, tú gritas, yo grito, y cada cual se oyesólo a sí mismo. Siéntate. Mira, además de infringirla regla y asumir una gran responsabilidad, vosotrosos echáis sobre los hombros una carga bien pesada.Pues no podréis dejar de vigilar al alemán ni de día nide noche. Cuando vayáis a cumplir una misióntendréis que llevarlo con vosotros. Pues nadiequedará aquí a vigilarle. También habrá que darle decomer. ¿Se lo merece?

- Naturalmente. Todo ser algo humano se lomerece.

- ¡Qué gente más rara sois vosotros, los rusos!...Aunque tú eres comunista y yo lo soy también, no

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Los soldados no se ponen de rodillas 71

 podemos entendernos. Y si yo no puedo entenderte,menos aún podrá Romano. Los hitlerianos nos hancausado mucho menos daño que a vosotros. No hanincendiado nuestras aldeas ni arrasado nuestrasciudades. Y sin embargo, nosotros, los italianos, lesodiamos por todo lo que han perpetrado en Italia...En cambio tú y tus compañeros, que por culpa de los

fascistas habéis padecido tanto en los campos deconcentración, ¡os mostráis tan generosos con ellos!

- Máximo Gorki dijo: "Si el enemigo no deponelas armas, hay que matarlo". No sé si me heexpresado bien en italiano. Y éste, aun teniendo unarma en las manos, no ha sido un enemigo. ¿Por qué, pues, debemos matarlo?

- Temo, Grigori, que tu humanismo redunde enuna desgracia. -Al cabo de una pausa Lozzi se diouna palmada en las rodillas y dijo-: ¡Tened cuidado!

Su rostro sombrío se dilató de pronto en unaancha sonrisa.

El ex soldado de la batería antiaérea WoldemarGutzelmann era ya el vigésimo cuarto combatientedel grupo de Ereméiev. ¿Combatiente? No tanto.Sería difícil precisar qué era en realidad. ¿Prisionero?En parte, sí. Eso se notaba sobre todo en los primerostiempos, cuando muchos guerrilleros le miraban condesconfianza y no le quitaban el ojo de encima.¿Compañero? Sí, los rusos le trataban como a uncompañero. El comía de la misma marmita que ellos,dormía a su lado bajo un mismo capote, iba por lasmismas sendas que ellos, empapado por la lluvia yazotado por vientos gélidos que calaban hasta loshuesos, e igual que ellos, sufría accesos de una tosdesgarradora al fumar tabaco mezclado conhojarasca. Pero los italianos y los yugoslavostardaron mucho en admitirle en su ambiente yreconocerle como compañero. Las miradas y eltratamiento de que era objeto le hacía sentir decontinuo que él era tolerado únicamente porsatisfacer a los rusos y que, si no le tenían comorehén, en el mejor de los casos le consideraban comosoldado internado del enemigo.

Los rusos preguntaron en seguida a Woldemar

qué había sucedido en la batería después de suevasión. El les contó que la fuga se descubrió a lamañana del día siguiente. E inmediatamente se procedió a la persecución de los evadidos con ayudade los perros. El también había tomado parte en lamisma. Pero no se habían alejado más que a unos pocos kilómetros del lugar, cuando volvieron sobrelo andado: no osaron ir más allá. Capturaron a unsolo hombre que, inexplicablemente, en vez demarchar hacia el Norte, iba hacia el Este. Le pegaronduro y lo llevaron a la Gestapo. Woldemar oyó decirluego que el hombre aquel, al igual que los demás

 prisioneros, había mantenido contacto con un italianocuyo huerto se encontraba al lado mismo de la batería. Al hortelano lo habían detenido también.

Grigori cambió una mirada con sus compañeros.

Conque Andréi, en la Gestapo, había delatado alitaliano. ¡Miserable! Capturado por su cobardía,había causado la perdición a un buen hombre... Ellostenían la culpa. Mas ¿quién podía saber que Andréihabría de portarse así? De haberlo sabido, nohubieran hablado tanto en su presencia...

- ¿Y el suboficial Gotzke? -inquirió Ereméiev.

- Se lo llevaron también a la Gestapo. Dicen quequería huir a Suiza. Pero después lo soltaron. Y ahoraestá en la comandancia de Udine.

- Va ascendiendo, pues. ¿Como escurrió el bulto?El alemán se encogió de hombros:- No sé... Me parece que ya antes había mantenido

relaciones con la Gestapo. Siempre rondaba a lossoldados y platicaba con ellos sobre política... Pero,¿para qué necesitan los soldados la política? Pensaren ella aún pueden; pero hablar. ¡Dios libre y guarde!

Woldemar era oriundo de Munich. Sus padresresidían aún allí. En 1931, a la edad de siete años,

había ido con ellos a Leningrado a visitar a una tía, lahermana mayor de su madre. La ciudad a orillas del Neva no le había gustado, porque allí hacía frío yllovía. Pero conservaba un recuerdo indeleble de losdías pasados en Crimea. Sobre todo de la semanavivida en Artek. ¡Oh, aquello había sido un sueño!...

- ¿Cómo fue a parar tu tía a Leningrado? - preguntó Beltiukov-. ¿Como emigrada?

- No. Ella estaba casada con un médico ruso quehabía caído prisionero en la primera guerra mundial.Al estallar la revolución en Alemania, ellos setrasladaron a Rusia… 

- ¿Qué opinión tienen tus padres acerca de loscomunistas?

- No sé... Pero odian a los nazis. Recuerdo quemamá estuvo en la cárcel cerca de dos años. Yocontaba diez cuando se la llevaron.

- ¿Por qué?- Los chiquillos de nuestra calle me llamaban "el

hijo de la ladrona", "el defensor de los judíos" y mehacían objeto de befas. Yo lloraba... Al preguntarle ami padre si eso era cierto, él repuso: "Ellos son hijosde fascistas. Repiten lo que dicen sus padres. Pero tú,

Wol (así me llamaba él), debes enorgullecerte de tumamá. Ella no temió echarles en cara a los nazis laverdad". Estas palabras han quedado grabadas en mimemoria...

- ¿Y acaso los fascistas han fusilado a pocoscomunistas y a otras personas honradas deAlemania? -dijo Grigori, poniendo la mano sobre unarodilla del alemán-. ¿Lo sabes?

- Algo de eso sé. Pero no me atañe, porque escosa de la política y se debe a la diferencia de ideas.Yo no sustento ninguna idea. No represento nada.Soy joven. No he alcanzado aún gozar de la vida.

Simplemente, no quiero la guerra, no quiero matar anadie ni que nadie me mate a mí. ¿Será posible que lahumanidad no esté en condiciones de vivir pacíficamente en esta tierra inabarcable y que a toda

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costa deba hacer uso de las armas?- ¡Qué gracioso eres, Woldemar! Esa es

 precisamente la idea que nos empuja a luchar. Túdices que la tierra es inabarcable. Sí, y en ella haylugar para todos. ¿Por qué, pues, Hitler se haapoderado de tantos países y quiere convertir enesclavos a tantos seres humanos? ¿Necesitas tú la

tierra de Francia o de Rusia? ¿Necesitas esclavos?- ¿Para qué?- La avidez no deja en paz a Hitler ni a sus

secuaces. Más que seres humanos, son fieras y hasta peores que ellas. ¡Caníbales! Para que no hayaguerra, ni injusticia, ni esclavización, ni matanzas,nosotros disparamos contra los fascistas.¿Comprendes? ¡Como se dispara contra los perrosrabiosos!

- Tienes razón, Grigori -suspiró el alemán-. Pero,¿cómo podrías tú distinguir desde lejos a un fascistade un simple soldado como yo? Muchos de los que

llevan puesto el uniforme no desean la guerra ni hanquerido abandonar sus hogares para meterse en lastrincheras. Ellos tampoco representan nada. Hanrecibido la notificación, y ya están en los cuarteles.Se les ordena que abran fuego, y ellos aprietan elgatillo. ¿Qué pueden hacer? Si no disparan, le mataráel enemigo o le fusilarán los propios, como a untraidor. Nadie quiere morir. Esa es la cuestión,Grigori...

- ¡Ay, Volodka, Volodka! -Ereméiev le había"bautizado" ya al estilo ruso-. Tienes los sesostorcidos. Habrá que enderezártelos.

Y sin embargo, tanto él como sus compañeros percibían en las palabras de Woldemar cierta verdad,que ellos no podían dejar de tomar en consideración,a pesar de la resistencia. Las pláticas con él lescolocaban a menudo en situación embarazosa, puesno siempre hallaban argumentos convincentes. Denada les valían las consignas ni las verdades que, a juicio de ellos, eran asequibles hasta a un niño de pecho. Querían que Woldemar se transformase detestigo de la lucha contra el fascismo en participantede la misma.

IXPor algo preocupaba a la Gestapo la situaciónreinante en los campos de los prisioneros y de los"obreros orientales". Múltiples indicios -la expresióndel semblante, el porte, la manera de andar, deconducirse, de mirar, etc.- denotaban que los cautivosno eran ya como antes, en el otoño del cuarenta ydos. Eran y no eran los mismos. En los actuales habíamucho menos desconcierto, menos resignación. Eso podía ser atribuido, claro está, a los fracasos sufridos por las armas alemanas en el Este; pero loshitlerianos comprendían que había algo más. Al

estudiar los informes semanales de sus agentessecretos y representantes oficiales acerca de laconducta de los prisioneros, los jefes de la Gestapode Munich veían que en los campos de concentración

operaba la mano experta de alguien. En camposdistanciados entre sí por muchas decenas dekilómetros, así como en los equipos de obreros quetrabajaban en distintas empresas se observaba elmismo cuadro: sabotaje, policías castigados, negativaa escuchar a los propagandistas vlasovistas yevasiones, a lo que cabe añadir que los fugitivos, por

regla general, mantenían contacto con la poblacióncivil y se disolvían sin dejar huella entre los "obrerosorientales". Difícilmente podría admitirse que todasesas coincidencias fuesen casuales. Aún másalarmaban a la Gestapo los casos de secuestro dearmas en el ferrocarril. Si hubiesen desaparecido unao dos pistolas, la cosa no hubiera tenido importancia.¡Pero a los soldados que iban al frente les robabanfusiles y armas automáticas! Y en el trayecto deMunich-Rosenheim, por un boquete abierto en eltecho de un vagón se habían sacado unas cuantasametralladoras ligeras nuevecitas, sin montar.

Los sabuesos de la Gestapo husmeabanfebrilmente por todo el Sur de Alemania. A la másleve sospecha y aún sin motivo alguno se procedía alas detenciones. Los hitlerianos aplicaban las torturasy se valían de la astucia para hallar el camino alcentro de la organización. Tenían ya noticia sobre laexistencia de una red muy ramificada de laclandestina Comunidad Fraternal de los Prisionerosde Guerra; en sus manos habían caído algunosdocumentos de la CFP, y entre ellos su programa. Ainstancias de la Gestapo, en otoño de 1943 loscampos de prisioneros rusos que menos confianzainspiraban fueron reorganizados. Empezó, comodecían en tono de broma los cautivos, la granmigración de los pueblos. Muchos de los prisionerosrusos que habían trabajado en la " Krauss-Maffeil "fueron trasladados a otra empresa; su lugar fueocupado por italianos internados que, en realidad,eran tan prisioneros de guerra como ellos. A loscautivos se los barajaba como las cartas. La Gestapoquería así romper los vínculos establecidos y apagarlas llamas de la lucha que ardían ya en el interior deAlemania.

Las medidas adoptadas por la Gestapo creabanrealmente diversos obstáculos para las actividades prácticas de la CFP. Fue preciso restablecer cuantoantes todos los lazos rotos por el desplazamiento delos prisioneros. Urgía porque hacia mediados delotoño la organización había estado ya preparada parauna insurrección armada.

El Consejo de la CFP de Munich no sólo habíaestablecido hacia entonces todos los vínculosnecesarios y creado grupos de combate en la propiaciudad y sus alrededores. También había contribuidoal nacimiento y consolidación de organizaciones

similares en otras ciudades del Sur de Alemania y deAustria. Por encargo de Korbukov, Mervart había idoen ese ínterin tres veces a Viena, donde, a través deun conocido suyo, de nacionalidad checa, se había

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Los soldados no se ponen de rodillas 73

 puesto en contacto con los prisioneros soviéticos, leshabía entregado una serie de documentos de la CFP yrelacionado con austríacos progresistas.Aprovechando los falsos certificados delicenciamiento que les suministraban Emma y otrosantifascistas, los representantes del Consejoenlazaban también con otras ciudades.

Korbukov, sus compañeros, toda la organizaciónde la CFP se preguntaban con impaciencia cuándo, por fin, las tropas anglo-norteamericanas iniciaríanlas operaciones militares en Europa. En tal caso elsudoeste de Alemania habría de ser la retaguardiamás próxima al Frente Occidental hitleriano. Yhubiera llegado el momento más oportuno para lainsurrección.

Pero las semanas pasaban, transformándose enmeses, y los aliados no se apresuraban a abrir elsegundo frente, no lograban salvar el canal de LaMancha. En el Sur de Italia permanecían también

inactivos, sin hacer los esfuerzos que de ellos seesperaban. El Ejército Soviético se encontraba aúnlejos de las fronteras de Alemania. En talescircunstancias hubiera sido prematuro y muyexpuesto emprender una insurrección armada, pues podría llevar a la derrota a esa organización creadacon tanto esfuerzo.

Se decidió continuar la labor y la lucha contra loshitlerianos, pero duplicar y triplicar a la vez lavigilancia y la cautela, así como renunciar a los actosde manifiesto sabotaje. Lo importante era conservarla potencia combativa de la organización para elmomento decisivo en que se pudiera asestar un golpea la espalda del odioso régimen hitleriano.

La Gestapo notó en seguida que la resistencia delos prisioneros había disminuido. Muchos altos jefesde la policía secreta se frotaban las manos consatisfacción, creyendo que las medidas adoptadashabían destruido los medios de enlace y que laorganización se había disgregado. Pero tambiénhabían en la Gestapo hombres inteligentes quecomprendían que aquello no era el fin de la lucha,sino la calma temporal que precede a la tormenta. Y

esa tormenta, que iba aproximándose con fuerza cadavez mayor, se percibía en todo. Faltaba saber quiénse adelantaría a quién.

La sección especial de la Gestapo, instituida acomienzos del otoño de 1943 para luchar contra laCFP, trataba de ganar tiempo...

Capítulo IX. Cuando los verdugos son

impotentes.

ICuatro pasos de la pared a la puerta. Media

vuelta. Cuatro pasos de la puerta a la pared. Otra

media vuelta. Y de nuevo hacia la puerta. Ocho pasosredoblados hacían dieciséis, luego treinta y dos,sesenta y cuatro... ¿Cuánto habría andado durante eldía? Shájov contó una vez hasta veintitrés mil y...

dejó de contar. La longitud del paso sería de setentacentímetros. Por consiguiente, en el transcurso de undía había recorrido cerca de quince kilómetros. Si nohubiera llevado ya pronto dos meses andando de acá para allá por ese saco de piedra como una fieraenjaulada, él habría dejado atrás casi novecientoskilómetros y estaría ya lejos del requetemaldito

Moosburgo. Mas, por mucho que él anduviera poraquella celda parecida a un armario puesto decostado, no podría salir de allí.

Vasili se sentaba a veces a descansar unosminutos en el estrecho camastro para luego reanudarla caminata de la pared a la puerta y viceversa. Secansaba terriblemente durante el día, pero ¿qué otrasalida le quedaba, si a la media hora de permanecerinmóvil comenzaba a tiritar? De noche también seveía precisado a saltar a menudo de su lecho y hacergimnasia para entrar en calor.

Cuatro pasos de la pared a la puerta. Media vuelta

hacia la izquierda. Cuatro pasos de la puerta a la pared. Media vuelta...

Vasili andaba lenta y pesadamente. No tenía porqué apresurarse. Hablaba consigo mismo en voz alta.Recitaba poesías. De lo contrario, hubiera perdido eldon de la palabra. Su propia voz le parecía ajena,desconocida. ¡Cuántas semanas llevaba ya sincontemplar un rostro humano agradable! Sólo a lossoldados que le traían de comer una vez al día. Laterrible soledad le agobiaba tanto, que a veceshubiera querido aullar como un lobo.

En esos dos meses había sido sometido ainterrogatorio una sola vez. Un coronel barrigudo,sentado ante la mesa del escritorio, le habíaescudriñado con una mirada tenaz de sus abotargadosojos y preguntado a quemarropa:

- ¿Qué cargo desempeñabas en la CFP?A Vasili se le oprimió el corazón: eso significaba

el fracaso. Con el asombro dibujado en el semblante,replicó:

- Señor oficial, yo no he sido más que el superiorde los Stubendienst  en la Krauss-Maffeill .

Al coronel se le inflamó el rostro:

- ¡No te hagas el tonto! ¡Te pregunto acerca de laCFP!- ¿Es una fábrica?- ¡Ay, él no lo sabe!... ¡A ver, refrescadle la

memoria!...Cuando le hicieron recobrar el conocimiento

echándole un jarro de agua fría, el juez de instrucciónsonrió siniestramente con sus labios abultados.

- ¿Qué? ¿Te has acordado?- Señor oficial... - Vasili se pasó la lengua por los

aflojados dientes y se limpió la sangre con la manga-,explíqueme a qué se refiere usted, para que yo sepa

al menos por qué se me maltrata. Le juro que jamáshe oído hablar de esa CFP. No ve que yo trabajaba enel campo y no iba a la fábrica. ¿Puede que ese taller oesa empresa tenga también otro nombre?

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- ¡Imbécil! -El coronel asestó un puñetazo a lamesa-. ¡Al calabozo! ¡Y que no se comunique connadie!...

Cuatro pasos de la pared a la puerta. Mediavuelta. Cuatro pasos de la puerta a la pared...

Dos meses en el calabozo. Sesenta días. Por lotanto, debían de estar, aproximadamente, a fines de

marzo de 1944. Sí, pues le habían traído allá en los primeros días de febrero.

Poco después de que celebraran el aniversario deOctubre, el grupo de prisioneros de la barraca núm.39 fue destinado al equipo correccional que seencontraba en la pequeña ciudad de Pfarrkirchen.Una barraca solitaria circundada por una múltiplealambrada de púas. Una penosísima jornada de docehoras, metidos hasta las rodillas y hasta el pecho enlas frías aguas del Rott. Vagonetas de tonelada ymedia cargadas de grava. Pesados picos y palas.Apremiantes "¡Rápido, más rápido!" Apaleamientos,

 befas. Y el mísero rancho de los recluidos, reducido ala mitad de lo que se recibía en los campos comunes.Todo ello, en tales circunstancias, era una lentaagonía.

Los cautivos resolvieron evadirse. Dieciocholograron romper la alambrada y huir. Divididos engrupos de a tres se dispersaron en varias direcciones.Los unos tomaron el camino hacia el Oeste, para ponerse en contacto con el Consejo de la CFP deMunich e incorporarse a las filas de los luchadores.Los otros fueron hacia Linz y Viena con la esperanzade hallar asilo en Austria.

Shájov, Pokotilo y Shevchenko, atormentados porel frío y el hambre, anduvieron una semana entera por los bosques en dirección a Munich. Tuvieron quedar muchas vueltas y rodeos, pues todas las víasestaban cerradas y la policía y la población localtenían la misión de capturar a los "bandidosfugitivos". Los amigos fueron aprehendidos a mitaddel camino. Les apalearon más de una vez hasta privarles del conocimiento. Tras permanecer dossemanas en el calabozo fueron devueltos al equipocorreccional de donde habían huido. Se hizo eso con

el evidente propósito de que la enfurecida guardiaacabara con ellos. Y, efectivamente, allí se lescastigaba casi a diario.

Pero los malos tratos no quebrantaron su voluntadde luchar. Hasta allí, entre los recluidos de lacorreccional, trataron de desplegar las actividades dela CFP. Por las tardes reunían a los compañeros paraestudiar algunos problemas y opinar acerca de loslibros leídos. Organizaron un pequeño coro. Aunqueel equipo de la correccional estaba aislado del restodel mundo, los prisioneros podían darse cuenta de lasituación en el frente. No recibían los partes de

guerra, pero de sus conversaciones con el capataz,miembro del partido nacional-socialista, deducíanque, si él no manifestaba especial entusiasmo alhablar de la posible victoria de los alemanes en esa

guerra y se cansaba ya de esperarla, los asuntos delos hitlerianos no debían de marchar bien. Cerca dellugar donde trabajaban los prisioneros había uncementerio. Un día, Shájov quedó extrañado al verun entierro original. Un grupo de mujeres pasóllorando en dirección al camposanto. Llevaban ungran retrato. Lo metieron en una fosa, lo cubrieron de

tierra y clavaron en el promontorio una cruz. Vasili le preguntó al capataz por qué hacían eso.

- Es un entierro simbólico -masculló el alemán-.El hijo cayó en el Frente Este y, durante la retirada,no tuvieron tiempo de sepultarle...

En el acto, los prisioneros hicieron la siguientededucción: cuando en una ciudad tan pequeña comoPfarrkirchen tenían lugar frecuentes "entierrossimbólicos", ¡qué habría de suceder en las grandesciudades! Si los hitlerianos no tenían tiempo para darsepultura a sus muertos y los dejaban tirados en elcampo de batalla, debía de ser porque los soviéticos

les presionaban fuertemente.Por mediación de los compañeros del equipo de

los "obreros orientales", traídos a Pfarrkirchen afinales del año, se logró establecer contacto con elcentro de Munich.

Y a comienzos de febrero, tres prisioneros, entreellos Shájov, fueron enviados inesperadamente aMoosburgo. A partir de entonces él se sentía comoexpulsado de la vida: ni una sola noticia penetraba através de las húmedas paredes de aquel saco de piedra.

Cuatro pasos de la pared a la puerta. Mediavuelta. Cuatro pasos...

IILa Gestapo se apresuraba a contrarrestar la

inminente tempestad. Mientras la CFP aguardaba laaproximación del teatro de la guerra, la activación delas tropas anglo-norteamericanas en Italia y laapertura del segundo frente, la policía secreta no permanecía con los brazos cruzados. Parecía que peinaba con una lendrera los campos deconcentración para sacar de allí a todos lossospechosos y a cuantos de una u otra manera se

habían destacado de los demás prisioneros de guerray "obreros orientales". Los sabuesos hitlerianos noahondaban en las sutilezas sicológicas; ellos prendíana todo aquel que se portaba con dignidad, que no bajaba los ojos con temor ni doblaba sumisamente laespalda.

A fines de noviembre de 1943, la Gestapodescubrió en el campo núm. 25 de los "obrerosorientales", situado en la Hoffmannstrasse, un lugarde reuniones clandestinas de la CFP. Por allícomenzó una serie de detenciones masivas. La cazade los conspiradores se prolongó hasta mayo del

cuarenta y cuatro. Cientos de prisioneros rusos yciviles llenaron las cárceles de Munich.Interrogatorios, torturas, interrogatorios...

Casi todos los miembros del Consejo de la CFP

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Los soldados no se ponen de rodillas 75

de Munich, encabezado por Korbukov, fuerondetenidos. La Gestapo dio también con la huella de laorganización antifascista clandestina de los alemanes.Zimmet, Hans y Emma Gutzelmann, Rupert Huber,Karel Mervart, Kleinsorge y otros fueron arrojados ala cárcel. Al enterarse del fracaso, Georg Jahres sesuicidó en el momento en que los representantes de

la Gestapo venían a detenerle.Todo eso acaeció en enero de 1944.III- ¡Ea, ruso, sal de allí con tus bártulos!La recia voz del suboficial y el estrépito de la

 puerta al abrirse despertaron a Shájov. El hombresaltó del camastro.

- ¡Recoge tus bártulos y sal de allí!¡Qué bártulos ni qué ocho cuartos! No había nada

que recoger... Vasili salió al pasillo. El centinela ledio un empujón a la espalda con el cañón de su armaautomática.

En la barraca de control, donde por regla generalsolían reunir a los prisioneros destinados a losequipos, Shájov vio a un grupo de hombres alineadosa lo largo de la pared. Entre ellos se encontrabanShevchenko y Pokotilo. Vasili se alegró, pues pese atodo estarían otra vez juntos. Se dieron un apretón demanos.

- ¡A formar de a dos!Los contaron, confrontaron sus números con los

de la lista y les esposaron.Al ver tanta escolta -un soldado para cada dos

 prisioneros-, los lugareños debían de tomarles porcriminales rematados. Mientras esperaban el trensuburbano, trataban de mantenerse lejos de los prisioneros y, al mirarles con recelo, agradecerían posiblemente a Dios porque esos rusos terribles ibana viajar en un vagón aparte bajo la vigilancia deveinte aguerridos soldados y oficiales.

En Munich hicieron trasbordo. Y una hora mástarde, los prisioneros se apeaban en una pequeñaestación. En el frontón de la misma estaba escrito concaracteres góticos: Dachau. Conque se les llevaba aun campo de concentración.

Por las calles pasaba a cada rato gente convestimenta de color gris-azulado a rayas y escoltada por soldados de los "SS". Ahí estaba la torre con el portón de hierro sobre el cual desplegaba sus alas unáguila con una svástica en las garras. El "SS"larguirucho que había abierto el portón les gritó algo.Los prisioneros quedaron inmóviles sincomprenderle. El alemán se plantó de un salto anteellos y, de un manotazo, le abatió el gorro al primero;luego, al segundo, al tercero...

- ¡Ante el águila y los "SS" hay que andar con lacabeza descubierta! ¡Ya os enseñaremos a respetar a

los arios! A ver, repetidlo bajo mi mando.Estuvo adiestrando a los prisioneros lo menos

quince minutos sin dejar de repartir golpes entrequienes, a su parecer, no cumplían debidamente sus

órdenes. Por fin se reblandeció:- Bueno, por ser la primera vez, basta. Y ahora, ¡a

 bañarse!De aquel primer encuentro con el "SS" Shájov y

sus compañeros dedujeron lo que les esperaba allí. El baño confirmó que aquello no había sido nada frentea lo que habría de venir. El "SS" encargado del aseo

era también, al parecer, un "amante de las bromas".Cuando los prisioneros se hubieron desnudado, unoshombres con vestimenta a rayas les raparon,dejándoles sendas franjas de pelo corto de la anchurade la máquina desde la frente hasta la nuca.

- Es el camino de Moscú a Berlín -dijo riendo el"SS" y les mandó que se colocaran bajo la ducha.

Abrió el grifo del agua fría. Los hombres seapartaron de un salto. Pero él les obligó a puntapiés acolocarse de nuevo bajo la ducha helada. Luego cerróde prisa el grifo del agua fría y abrió el de la caliente,que estaba casi hirviendo. Los prisioneros volvieron

a echarse hacia las paredes y el "SS" a meterlos bajola ducha.

Cuando él se cansó de hacer eso, los prisionerosrecibieron vestimenta a rayas: pantalones, chaquetasy boinas. Las chaquetas llevaban pintada en laespalda una "R" mayúscula.

Los condujeron a una de las barracas que sealzaban a lo largo de la calle principal del campo.

- Este es el bloque núm. 27 -dijo el tercer "SS"que les acompañaba-. Vosotros debéis recordar bienel número, porque está prohibido dormir en otro bloque. ¡Vamos a disparar!

Se dio media vuelta y se fue. E inmediatamente alos novatos se acercaron los viejos moradores de la barraca. Entre ellos habían rusos, franceses eitalianos. El bloque núm. 27 era como un sectordonde se ponía a la gente en cuarentena.

Uno de los rusos preguntó si entre los reciénllegados había paisanos suyos y dijo acongojado:

- A comienzos de febrero trajeron aquí a treinta pilotos de los nuestros. Y hace poco los fusilaron atodos. Os han dado las ropas de ellos. ¿Veis? ¿Aquíestán los agujeritos zurcidos.

Vasili se estremeció. Con esa chaqueta habíaandado ayer un aviador desconocido. Y ya no estabaentre los vivos. Mañana o pasado mañana -¡quiénsabe!- tomarían la de Vasili, cuando estuvieramuerto, y luego de quitar las manchas de sangre,lavarla y zurcirla, se la pondrían a otro que tambiénhabría de usarla poco...

- No moriremos antes de la hora señalada -comentó con una triste sonrisa el comandanteKrasitski, palpando el agujero burdamente zurcidosobre el bolsillo del pecho-. Si vamos a pensar en lamuerte, el alma fenecerá antes de que nos fusilen... A

ver, muchachos, explicad lo que es Dachau. Como sedice en mi terruño: ¿con qué se come eso?...

Shájov había trabado conocimiento con él, asícomo con el teniente coronel Shijert y otros oficiales

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del campo de Munich-Perlach al ser trasladadoshacia allá.

- Con el tiempo vosotros mismos llegaréis asaberlo -repuso aquel que buscaba a paisanos entrelos recién llegados.

- Sácanos de la ignorancia -insistió Krasitski-. Novaya a ser que dentro de un par de días nos manden

al otro mundo, como a los aviadores, sin quelleguemos a conocer el punto de partida...

- Bueno. Pero el cuento será tétrico.Shájov sabía ya desde mucho antes que el campo

de concentración de Dachau no era ningún rincón del paraíso. A sus oídos habían llegado algunas noticiassobre ese lugar horrendo situado a cincuentakilómetros de Munich. Y ahora él mismo seencontraba allí.

El campo de concentración había sido organizado por los hitlerianos en el año 1934. Era el primero delos diez campos de exterminio en masa que luego se

multiplicaron para envolver en una densa red no sóloa Alemania, sino también a Austria, Polonia,Bielorrusia y Ucrania. En Dachau precisamente nacióla canción  Los soldados del pantano, pues el campofue construido realmente, en un pantano, dondesucumbieron los primeros recluidos.

- Aquí están representadas, creo yo, todas lasnacionalidades del mundo -siguió contando el viejomorador de la barraca-. ¡Hay hasta negros! ¿Veis esachimenea? Es el crematorio. Humea día y noche, sincesar. Incineran a los muertos. -El hombre echó unarecelosa mirada a su alrededor y añadió, bajando lavoz-: Dicen que arrojan al horno hasta a gente medioviva... El ser humano no tiene aquí ningún valor.Cuántos miles se han esfumado ya por esa chimenea. Nadie los ha contado...

En el umbral apareció un hombre alto y fornidocon cara de valiente, ligeramente picada de viruelas. No aparentaba más de los treinta, aunque tenía elcabello completamente cano. Un mechón de nívea blancura caía sobre sus ojos. Una camiseta demarinero ceñía su robusto pecho. No llevaba puesto,como los otros, un traje a rayas, sino pantalón negro

muy acampanado y chaqueta de marino. Al verloaparecer, los viejos moradores de la barraca selevantaron respetuosamente. El les saludó con lacabeza y se acercó a los recién llegados.

- ¡Salud, muchachos! Soy Nikolái Jrizanto, unmarino de la flota del mar Negro que se encuentratemporalmente en tierra debido a la borrasca. Hequerido desamarrar, pero no me dejan salir del puerto. Y vosotros, ¿de dónde venís?

- De Moosburgo -contestó Shijert, paseando unamirada reprobatoria por la vestimenta y el tupé deJrizanto.

Los otros recibieron también a Nokilái con ojossombríos. Un hombre que andaba por el campo deconcentración con ese atuendo, sin que le raparancomo a los demás, sería sin duda un lacayo de los

hitlerianos. Asombraba también su voz potente y briosa, su desenvoltura y su sonrisa, como si al otrolado de la pared no humease la chimenea delcrematorio.

- ¿Por qué os han traído aquí?- siguió indagandoJrizanto.

Krasitski repuso cáustico:

- Si tanto te interesa, pregúntaselo a los alemanes.Ellos no nos han informado al respecto.

- ¡Ah, comprendo! -la sonrisa se borró delsemblante de Nikolái-. Me tomáis por un pendejo.¿Acaso tengo cara de miserable?

Todos callaban. Jrizanto torció el gesto, hizo unademán de desesperanza y, andando pesadamente,salió de la barraca.

- ¿Quién es ese tipo? -preguntó Krasitski,volviéndose hacia los viejos moradores de la barraca.

- ¡Jrizanto!- Ya sabemos que se llama así. Pero ¿por qué le

dejan usar ese tupé y ese traje de lechuguino? ¿Hacede policía o qué?

- ¡No! ¡Es Jrizanto! ¡El que resucitó entre losmuertos!

Y los recién llegados oyeron la historia siguiente:Los médicos nazis realizaban en Dachau diversosexperimentos con los recluidos. Un grupo demonstruos enfundados en batas blancas efectuaba"investigaciones científicas" en diversas ramas de lamedicina militar. A hombres sanos se les inoculabael tifus abdominal y exantemático, el paludismo, la peste bubónica y el cólera, para luego someterles anuevos métodos curativos y estudiar el efecto denuevas drogas. Médicos y estudiantes de las escuelasespeciales de "SS" hacían prácticas de cirugía,operando a gente sana. "Hombres de ciencia"llevaban a cabo toda clase de experimentos.Escogían, por ejemplo, a veinte o veinticinco presosde los más robustos y los colocaban en una cámaraespecial donde se podía subir o bajar repentinamentela presión atmosférica. Lo hacían para establecercómo se reflejaban en el organismo humano lasgrandes alturas y los descensos rápidos en

 paracaídas. Había también un laboratorio donde, porencargo de las fuerzas aéreas, el médico "SS"Rascher y su esposa procedían al enfriamiento de susvíctimas en el agua. Al mariscal Hermann Goering, jefe de la aviación hitleriana, le interesaban losmétodos de reanimación de los pilotos cuyos aviones,al ser derribados, caían en el mar. Los Raschermetían a los recluidos en un baño muy frío y lostenían allí hasta que éstos perdían el conocimiento.Los más vigorosos resistían de veintiocho a treinta yseis horas. Los criminales galenos les sustraíansangre y les medían la temperatura periódicamente.

Cuando ésta bajaba hasta veinticinco o veintiséisgrados, las víctimas eran sacadas del agua y se procedía a su reanimación con ayuda de lámparas decuarzo, agua caliente y electroterapia. A ese bárbaro

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experimento habían sido sometidos cientos de presos.La mayoría de ellos había perecido. Sobrevivíancontadas personas, las cuales después de "resucitar"quedaban inválidas o perdían el juicio. NikoláiJrizanto había resistido dos veces aquella pruebaúnicamente porque tenía una salud férrea. Los "SS"le valoraban como una prueba palmaria de la eficacia

del "método" elaborado por los esposos Rascher, pues a pesar de haberle bajado la temperatura hasta19 grados, el ruso estaba vivito y coleando. Como Nikolái, había también otros dos: un yugoslavo y un polaco. Por eso Jrizanto gozaba de pequeños privilegios como el de vestirse y peinarse a su antojoy ocupar el puesto de ayudante del capo en la cocina.Al tener prestigio y ciertas posibilidades, trataba deayudar a los rusos y enviar a sus barracas uno o doscalderos más de sopa.

- ¡Qué feo ha resultado eso! -dijo Shijert despuésde oír la historia de Jrizanto-. El hombre venía con la

mejor intención, y nosotros le echamos encima un jarro de agua fría...

Krasitski no le dejó acabar:- El, como todos los titanes, no debe de ser

rencoroso. Comprenderá...IVLa vida apacible abrumaba a Grigori. "Esto no es

una guerra. ¡Es una casa de descanso! -discurría condesazón en su fuero interno-. Sólo hay escasez devíveres. Si no... El aire de montaña es purísimo; elagua, cristalina. No tenemos casi nada que hacer. Decuando en cuando, quizá un par de veces al mes,abandonamos la base por dos o tres días, lescosquilleamos los nervios a los fascistas y... de vueltaa las montañas, a tumbarnos a la bartola. ¡En veranoy otoño era otra cosa!"

En invierno se redujeron algo las actividades delos guerrilleros. Muchos de ellos se fueron a susrespectivas casas a descansar. Y con razón, puestoque el destacamento contaba ya con más deochocientos hombres y era un problema alimentar atodos en las montañas. En invierno quedaron en la base menos de la mitad: aquellos que, como los

rusos, no tenían adónde ir y los que corrían peligro al presentarse en sus casas. A fin de abastecerse devíveres y municiones, los guerrilleros asaltaban devez en cuando las pequeñas guarniciones alemanasdislocadas en los pueblos. A eso se limitaban, enrealidad, sus actividades invernales. Todos esperabancon impaciencia los primeros aires templados,cuando en los puertos de las montañas se derretiría lanieve y se podría actuar con más energía.

Ereméiev y sus compañeros, cansados de esperar,asediaban de continuo a Lozzi, pidiéndole que lesdejara ir al ferrocarril transalpino.

- Los alemanes andan ahora muy tranquilos ydespreocupados porque hace tiempo que no sientennuestra presencia -argüía Laptánov-. Comprende,Lozzi, que es el momento más apropiado para

cosquillearles los nervios.- ¡No pidáis eso, muchachos! -decía Lozzi

tajantemente-. Vosotros no tenéis idea de lo quesignifica recorrer en invierno ciento cincuenta odoscientos kilómetros por los Alpes. ¡Y otros tantos para volver! Si llegarais incluso al ferrocarril ehicierais algo, el camino de regreso sería insuperable.

¡No os dejaré ir!- ¡Pero Lozzi, acuérdate de Suvórov! -dijo

Grigori-. ¡El pasó con todo un ejército por el SanGotardo! Si nuestros abuelos pudieron, ¡por qué nohemos de poder nosotros!

Lozzi arqueó las cejas, señal segura de que estabaa punto de soltar la carcajada o de montar en cólera.

- ¡Para eso fue Suvórov! Vosotros no soismariscales de campo...

Al fin y a la postre, se dio por vencido y accedióque emprendiesen la marcha, nombrando jefe delgrupo a Laptánov y a Ereméiev, su ayudante. El

grupo se formó exclusivamente de voluntarios. Lointegraron, además de los rusos, Lucezar, Gianni, doscompañeros de éste y Woldernar.

En esos meses, el alemán había cobrado granapego a Grigori y a sus amigos. Los demásguerrilleros parecían haberse acostumbrado a él, ohabían comprendido tal vez que no todos losalemanes eran fascistas: no se notaba ya ningúnaislamiento. Woldemar, o Volodka, como a iniciativade Ereméiev empezaron a llamarle, resultó ser unmuchacho simpático y valiente. Más de una vezhabía acompañado a los guerrilleros en lasoperaciones, sin querer, no obstante, empuñar lasarmas. Se prestaba a llevar a cuestas sacos pesadoscon trofeos o a distraer la atención de los centinelas para que los guerrilleros pudiesen acercarsedesapercibidamente y atacarles por la espalda. Perodisparar y hacer que se vertiese sangre alemana, ¡esono!

Los rusos se pasaron muchas horas departiendocon Volodka. Le hablaron de la vida en la UniónSoviética, de las atrocidades cometidas por losfascistas con los prisioneros de guerra y la población

de las zonas ocupadas. Por sí solo vino a resultar queaquellas conversaciones se salieron del marco de lasconversaciones corrientes para transformarse enclases de educación política, no sólo del alemán, sinode todo el grupo. En los meses invernales habíatiempo libre de sobra, y las charlas alrededor de lahoguera, comenzadas por los recuerdos personales delos guerrilleros, desembocaban en una discusión delos problemas de actualidad y en anhelos del futuroen un mundo de paz.

- ¡Qué bien vamos a vivir! -exclamó Beltiukovabriendo anchamente los brazos como si quisiera

abarcar el Universo-. Figúrate, Volodka, tú,ciudadano de la República Socialista Alemana,vienes a visitarme a Sarátov. ¡Tenemos unos lugaresmaravillosos! Tomamos un yate y nos vamos con las

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cañas de pescar a una isla. Encendemos una hogueracomo ésta y cocemos una sopa de pescado. No faltala botellita de vino. Y allí, al amor de la lumbre,recordamos los Alpes. Entretanto, las olas del Volgalamen la playa con un dulce murmullo. El ruiseñordesgrana sus trinos en los matorrales. Huele a henode los prados. ¡Y nada de guerras! Tu serás entonces

ingeniero o médico...- ¡Qué dices! -el alemán sonrió tímidamente-. ¿De

dónde voy a sacar yo el dinero para estudiar?- Alemania será una república socialista, y tú,

además de estudiar gratuitamente, cobrarás unestipendio.

El alemán meneó la cabeza con desconfianza.Tampoco Lucezar y los italianos daban muchocrédito a las palabras de los rusos. Eso de que nohabía paro forzoso y de que se curaba e instruíagratuitamente parecía un cuento hermoso.

Aquellas conversaciones se llevaban en una

mezcla de lenguas, aunque el alemán -idioma delenemigo común- solía ser a menudo el mediofundamental de comunicación.

El grupo de voluntarios emprendió la marchahacia el ferrocarril alpino de Brenner. Si el camino sehubiese extendido en línea recta, no habría sido muylargo: de ochenta a cien kilómetros. Pero nadie había preparado ese camino para los guerrilleros. Nitampoco podrían salvar por vía aérea esa distancia.Había que darle un rodeo a cada peña, escalar cadamontaña y descender de ella, cruzar a vado muchosriachuelos que no se helaban, dormir sobre un suelohúmedo y también sobre la nieve y comer carne decaballo y nabos sin sal. A veces tenían que avanzarmetidos en la nieve hasta las rodillas, si no hasta lacintura, y pasar por estrechos escalones. Al sexto díade la marcha los guerrilleros divisaron la heladacumbre del Marmolata; pero sabían que seencontraba aún muy lejos. Al fin del octavo díacruzaron el Piave. Ya estaban cerca de la meta.Debían sólo seguir por un desfiladero y escoger ellugar para el sabotaje. Por aquella región, un poco

más al noroeste, ellos habían andado ya el veranoanterior.Tras mandar a cuatro combatientes a explorar los

accesos a la vía férrea, Laptánov y Grigori fueron aescoger el lugar más vulnerable.

Iban por la vertiente de una montaña. Abajo, adoscientos metros de allí, pasaban de cuando encuando, traqueteando pesadamente, trenes con lasluces apagadas. Más abajo aún se deslizaban por lacarretera automóviles con los faros camuflados.

- Oye -Serguéi se inclinó hacia Grigori-, ¿qué te parece si matamos dos pájaros de un tiro:

estropeamos la vía férrea y cortamos el tránsito por lacarretera?

- Será difícil hacerlo. ¿Ves cómo pasan los cochesuno tras otro? ¡Cómo vas a sembrar minas!... Si

 pudiéramos hacer que el tren descarrilado cayesesobre la carretera y la obstruyera...

- Eso puede hacerse sólo en una curva muy pronunciada. Sigamos adelante...

La oscuridad impedía hallar el lugar másapropiado para la ejecución de sus planes.Resolvieron aplazarlo hasta la noche siguiente. El

grupo se dividió en dos partes: la primera debíaseguir por el lado occidental del desfiladero, y lasegunda por el opuesto, para reunirse al anochecerdel otro día.

Grigori y los hombres puestos bajo su mandotomaron la ladera occidental. Tras andar unos cuatrokilómetros se echaron a descansar. El cierzo, quetraía de las cumbres punzantes copos de nieve, calabahasta los huesos. No podía encender lumbre.Acurrucados en un montón, pegados de espaldas eluno al otro, se pasaron la noche tiritando. Alamanecer reanudaron la marcha. De cuando en

cuando, reptando como culebras entre las piedras, seaproximaban al desfiladero para observar muy abajoel camino. En aquel momento estaba casi vacío.Raras veces se oía el traqueteo de ruedas, repetido eintensificado por el eco.

Sólo después del mediodía Grigori divisó por finlo que ellos andaban buscando. El desfiladero, por elfondo del cual corría un río, tomaba allí la direcciónnoroeste, mientras la carretera y la vía férrea torcían bruscamente hacia el noreste para internarse en untúnel. En ninguna otra parte hubieran encontrado losguerrilleros un lugar más apropiado que aquél para laconsecución de sus fines. Cerca del túnel se alzabauna barraca, y ante el negro boquete, adonde semetían las dos vías, saltaba a la vista la caseta rayadadel centinela. Entre el túnel y la curva del caminomediaba una distancia aproximada de setecientosmetros.

El grupo llegó a reunirse a la anochecida. Grigoriardía en deseos de asaltar la barraca de la guardia, pero Laptánov le atajó:

- ¡Sería el suicidio! Allí habrá, por lo menos,cuarenta hombres, y nosotros somos once. ¡Mucho

ruido y pocas nueces! Si pudiésemos volar el túnel,¡eso sí que sería espléndido! ¡Qué lástima! No nosalcanzan los explosivos...

Durante el día no pasaron más que un tren de pasajeros y unos cuantos de mercancías. Losalemanes se sentían allí, al parecer, bastantetranquilos, pues el automotorraíl de patrullaje contres soldados y un guardavía había sido visto sólo dosveces.

- Oye, -le dijo Beltiukov- ¡qué te parece si nosquedamos aquí una nochecita y un día más, por durosque sean, y hacemos las cosas de modo que a los

hitlerianos les quede un buen recuerdo?- ¿Qué propones?- ¡Al diablo la curva del camino! Volemos un tren

en el túnel. Le meteremos un taponcito tan compacto

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que los alemanes tardarán lo menos dos semanas ensacarlo. Porque una obstrucción del camino es pocacosa: puede ser liquidada en un par de días.

- Lo de la voladura no está mal -dijo Laptánovtras una larga pausa-. Pero a quien encienda la mechano le dará tiempo de salir del túnel...

Eso apaciguó un poco los bríos de Leonid. En

efecto, uno de ellos debería ir al encuentro de lamuerte. No tenía ningún sentido volar el tren a laentrada misma del túnel, puesto que los hitlerianosquitarían rápidamente el tapón. Era preciso que laexplosión se produjese a unos cien metros delcomienzo, y además que tuviese la potencia necesaria para obstruir debidamente el túnel. Pero como lamecha era corta, quien la encendiese no escaparía deallí. No obstante esa idea quitaba el sosiego a losguerrilleros. Les martilleaba de continuo el cerebro. No podían deshacerse de ella. "En realidad, pensabaGrigori, siendo la primera operación de este año,

habría que comenzarla con una explosión tan osada ysignificante. Es preciso asestarles a los fascistas ungolpe sensible en el plexo solar. Están más tranquilos porque los guerrilleros no les han tocado en todo elinvierno. No debe dejarse de aprovechar la ocasión".Mas, ¿quién se atrevería a encender la mecha? El,Grigori, ¿se prestaría a cumplir esa misión? De sóloimaginar el negro boquete del túnel, el traqueteo -cada vez más patente- de las ruedas y a sí mismollevando el fósforo encendido a la mecha, el hombresintió malestar. ¡Brr! Eso era peor que entonces en elemplazamiento de la batería, cuando había prendidofuego al depósito... Allí había tenido tiempo deescapar, pero aquí... Encender la mecha no era nadacomplicado; lo importante era hacerlo a tiempo, paraque la explosión se produjese bajo las ruedas de lalocomotora, ni un minuto antes ni después. Para esohabía que tener los nervios bien apretados en un puño...

- Bueno -dijo Laptánov-, dejémoslo para mañana.Puede que se nos ocurra algo mejor...

Tras apostar a los centinelas, los guerrilleros setumbaron a descansar. Pasó una noche más, larga,

interminable. La gente estaba transida de frío.Hablaban con voces enronquecidas, acatarradas,tosían.

De día vigilaron la barraca y la carretera.Por la mañana habían hallado ya la solución.

Podrían prescindir de la mecha, empleando en lugarde ellas los cebos de las granadas. Únicamentedebían calcularlo todo con suma precisión, para nofallar.

Durante el día elaboraron el plan de la operación.Decidieron no tocar el cable telefónico que iba de lagarita del centinela a la barraca; no fuera a ser que el

teléfono estuviese mudo cuando alguien quisiera ponerse en comunicación con el centinela. Era preciso, pues, capturar vivo al soldado, atarle y que,amenazado por una pistola, respondiese a las

llamadas telefónicas. Para que no se fuera de lalengua, Woldemar le controlaría. Dos de losguerrilleros irían al túnel a colocar el explosivo. Losdemás deberían permanecer en un refugio y apuntarcontra la barraca a fin de asegurar, en caso de alarma,la retirada de los ocupados en la preparación delsabotaje. El relevo de centinelas tenía lugar cada

cuatro horas, y en ese tiempo podría hacerse todo sin prisa. Lo único que faltaba por saber y de lo quedebía tenerse noción a toda costa, era si el centinelase comunicaba con la estación más próxima.

Al ver apuntados a la cara los cañones de losfusiles automáticos, el centinela -un soldado de bajaestatura y entrado en años- lanzó un ay y,empavorecido, levantó las manos. Después de atarle,Grigori dijo en voz baja a Beltiukov:

- ¡Adelante!Leonid se metió con Lucezar en el túnel. En la

garita quedaron tres: Grigori, Woldemar y elcentinela atado.

- Volodka -dijo Grigori en alemán-, habla con él.Ya sabes lo que debes averiguar...

Gutzelmann, ceñudo, asintió con la cabeza.- No tema usted -dijo al centinela-. Si se queda

neutral y cumple nuestras órdenes, usted quedarávivo.

- ¿Y qué debo hacer?- Conducirse como si nada hubiera sucedido. ¿Le

telefonean a usted con frecuencia desde el cuartel?- No. Sólo para avisarme cuando debe pasar algún

tren...- ¿Y viene alguien aquí por la noche a controlar

cómo cumple usted sus obligaciones?- No.- ¿Dice usted la verdad? Le advierto que si hay

alarma, usted recibirá el primer balazo de losguerrilleros. Y yo no tengo ningún deseo de que esosuceda...

- Lo que le digo es muy cierto. Yo tampoco tengoganas de morir.

- Cuando suene el timbre del teléfono, yo le

 pondré al habla. Pero usted debe contestar comosiempre, para no despertar ninguna sospecha. ¿Meentiende?

- Trataré de hacerlo.- ¿Pasan por aquí de noche trenes de pasajeros?- No.- Cuando debe pasar un tren, ¿le comunican a

usted si va con soldados o con mercancías?- No. Sólo me dicen el número.- Y el automotorraíl de patrullaje, ¿circula de

noche?- En otoño circulaba. Pero ahora muy de cuando

en cuando. Y siempre se me avisa.- ¿De dónde suele salir?- Por lo común, de Carbonina, una estación

situada al otro lado del túnel y a seis kilómetros de

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El juez de instrucción agitaba ante los ojos deZimmet las octavillas firmadas por el Frente PopularAntifascista Alemán, exigiéndole que dijera quién,además de los detenidos, militaba en esaorganización. Karl explicaba que hasta el año 1943había actuado solo, tratando, no obstante, de crear laimpresión de que existía toda una asociación. Sí, él

había recurrido al engaño y al chantaje paraconseguir que Huber imprimiese las octavillas.¿Hans y Emma Gutzelmann? Les había embaucado yamedrentado también, sabiendo que Emma, en ciertaocasión, había obrado con imprudencia al permitirlea un ruso escuchar la emisora de Moscú. ¿Qué habíaquerido lograr con la octavilla titulada "Noviembrede 1918 se repetirá"? Esa guerra, al igual que la primera mundial, no podría acabar felizmente paraAlemania. Estallaría una revolución. Y él, aunque noera comunista, creía que era necesario ayudarle al pueblo alemán a abrir los ojos, derribar el régimen

nazista e instaurar la paz, llegar a un común acuerdocon todos los trabajadores del mundo. ¿Huber? Eraun pobre diablo. Después de embaucarle, Zimmet ledaba a veces dos o tres libras de grasa de cerdo por laedición de las octavillas. ¿Dónde conseguía la grasa?El había tenido la posibilidad de proporcionárselo.¿En qué invertía el dinero obtenido de la recaudaciónde las cuotas? N o merecía la pena de hablar de losmíseros trescientos marcos que él lograba recoger.¡Cómo no habría de tener la futura organización sus propios recursos!... ¿Que el servicio de investigaciónhabía hallado unos cuantos centenares de carnets en blanco? Naturalmente, creyendo que con el tiempo laorganización crecería, él le encargó a Huber queimprimiese un gran número de carnets. ¿Por qué loshabía de color rojo y de tonalidad gris clara? Loscarnets rojos eran para los miembros activos, para los probados, y los grises para los candidatos.

Los de la Gestapo no eran tan simplotes como para no darse cuenta de que el acusado trataba dedesorientarles y llevarles por una vía falsa. Y aunquelos demás conspiradores confirmaban lasdeclaraciones de Zimmet, los jueces de instrucción

tenían la certeza de que aquélla era una versión preparada de antemano.Como en los cuatro meses que se prolongaban ya

los interrogatorios no se había logrado recoger sinoescasos datos acerca del Frente Popular Antifascista,la Gestapo resolvió llevar las investigaciones por otroconducto. De los materiales de las pesquisas y de losdocumentos capturados se sabía que el FPA estabarelacionado con la CFP. ¿Podrían descubrirsealgunos grupos del mismo a través de los prisionerosde guerra?

VI

Shájov llevaba ya una semana y pico recluido enDachau. Los primeros días le perseguía el pensamiento de que todos ellos estaban condenados asalir, si no hoy mañana, en forma de espesas

 bocanadas de humo negro por la chimenea delcrematorio. Pero la naturaleza humana es así:mientras uno vive, no puede pensar de continuo en lamuerte. La vida tomaba lo suyo. El estómago pedíaalimento, los brazos trabajo y la mente buscaba unasalida a la situación.

En la plaza del campo, donde dos veces al día se

 pasaba lista, los amigos se encontraron con algunosconocidos de Munich: Korbukov, Batovski, YákovVarlámov y otros. Habían sido traídos a Dachau unosdías antes. "Las cosas van mal -dedujo Shájov-. Todoel Consejo de la CFP ha sido capturado..."

- Sí -confirmó Savva con voz trémula-, ha sido elfracaso, el fracaso más completo. Se los han llevadoa todos...

- No debíamos habernos fiado de los aliados. Leshemos esperado en vano -comentó Korbukov con undejo de amargura-. De haberlo sabido, hubiéramosalzado a la gente y armado una buena... Antes que

morir aquí, tras la alambrada, preferiríamos caer en lalucha...

- Después de la pelea no hay por qué blandir los puños... -sentenció Batovski, pero Iván leinterrumpió:

- Lo lamentable es justamente que la cosa no llegóa la pelea. Pero, ya veremos. Quizá tengamos lasuerte de no morir como los borregos...

Cada día llegaban grupos de presos. Los novatoseran alojados en el bloque de la cuarentena. Una vezapareció Tólstikov por allí.

- ¿A ti también te han pescado? -exclamóShevchenko, corriendo emocionado a su encuentro.

- ¿De qué te alegras? -replicó Iván con irónicasonrisa-. Podría creerse que no nos hemos encontradoen un campo de concentración, sino en un balneario.

- Pese a todo, estamos juntos de nuevo. ¡Cuántotiempo sin vernos!

- Yo preferiría no ver aquí a ninguno de vosotros.Hubiera sido mejor que estuvierais en libertad o enun campo corriente. Bueno, ¿cómo estáis?

- Habla tú primero. ¿Cómo están los nuestras?Hace ya nueve meses que nos llevaron de la

"Krauss".- Ya no queda allí ninguno de ellos. Sólo quedanlos "orientales". Nos desparramaron por los diversoscampos. Yo he estado hasta hace poco muy cerca deaquí; luego me arrojaron al Sonderblock   deMoosburgo y de allí a Dachau. Kúritsin se evadió. ADoroñkin se lo llevaron a otro campo con una partede los nuestros. En fin, nos han dispersado en todasdirecciones como a los botes en una tempestad.¡Pero, hermanos, no os podéis imaginar con quienesme encontré en Moosburgo! Puros comandantes ytenientes coroneles. Yo era el único sargentito entre

ellos. Y me tuteaba con todos. ¡Qué gente másadmirable! En su mayoría eran de Sebastopol,veteranos que ya en la guerra civil habían sacudidode lo lindo a las tropas de Wrángel y Denikin y que

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en esta contienda han realizado también proezas.¡Verdaderos águilas!

- ¿Y todos pertenecían a la CFP?- Sí... La que hubiéramos podido armar con ayuda

de ellos si...A ese "si" desembocaban muchas conversaciones.

¡De qué valían los razonamientos acerca de lo que se

hubiera hecho o podido hacer, si...! Cada cual poníaen esa palabra toda su desazón por haber dejadoescapar la posibilidad de mostrarles a los hitlerianoscómo los rusos luchaban y morían con las armas enlas manos allí, en Alemania. Ese "si" era como una barrera invisible en la que se estrellaba todaconversación acerca del pasado.

A comienzos de mayo, todos los rusos que habíanllegado juntamente con Shájov fueron trasladados al bloque núm. 16, y días después, gracias a NikoláiJrizanto -el cual resultó ser uno de los dirigentes delComité clandestino de ayuda mutua de los presos de

Dachau-, Vasili y sus compañeros fueron alistados al"equipo de los toneleros". Su obligación era llevar lostoneles de sopa a las barracas. Diez o doce personasse uncían a dos grandes carros conocidos entre ellos por los nombres de "Katiucha" y "Andriucha":cargados con los toneles de la bazofia, iban de lacocina a los bloques y de los bloques a la cocina.Shájov, Tólstikov, Pokotilo y Shevchenko fueron a parar a un mismo "atelaje". A su lado, con las correassobre el pecho, marchaban el teniente coronel Shijert,los comandantes Krasitski, Petrov, Grómov y otros.Jrizanto, el encargado del reparto de la sopa,despachaba sistemáticamente más toneles de loestablecido, indicando a qué bloques llevarlos. Noescapaba a su atención ningún preso debilitado.

La Gestapo continuaba "limpiando" de elementosindeseables los campos de los prisioneros de guerra yde los "obreros orientales". A Dachau arribaban másy más grupos. Y nuestros amigos iban diariamente al bloque de la cuarentena a ver si entre los reciénllegados había algún conocido. Un día Shájov divisóentre la muchedumbre a Vechtómov.

- ¡Contramaestre!

Slavka se le acercó. En el medio año de suseparación había adelgazado visiblemente. Lacamiseta a rayas le colgaba como en una percha. Perosu mirada conservaba la firmeza y el ardor de antes.Luego de informarse sobre la suerte corrida por suscompañeros, Vechtómov les contó su historia. Sehabía fugado con otros del equipo correccional dePfarrkirchen. Después de dividirse en grupos, Slavka,Víctor Egorski e Iván Popov tomaron el caminohacia Austria. Al tercer día fueron capturados en unaredada policíaca. Como era de suponer, los apalearon brutalmente. Una noche, el jefe de la guardia llevó a

Vechtómov a un campo y le ordenó que echara acorrer; tenía el visible propósito de liquidarle a balazos. Pero Slavka se tiró al suelo y dijo que nodaría un paso; si el jefe deseaba, que lo matara ahí

mismo. Le mantuvieron durante algunos díascompletamente desnudo e incomunicado. Y otra vezle apalearon. Lo llevaron a Moosburgo y lo arrojaronal calabozo. En enero lo enviaron en un equipocorreccional a las canteras de Eichstätt. Para notrabajar, se fracturó los dedos de la mano izquierda.Lo devolvieron a Moosburgo e internaron en la

enfermería. De allí huyó al campo común y estuvoescondido entre los polacos durante dos meses. Enabril fue descubierto por un suboficial cojo y volvió a parar al calabozo. Y de allí a Dachau. Eso era todo.

Los amigos quedaron pensativos. ¿Qué hacer?Slavka estaba muy extenuado. Había que buscarlealgún trabajo dentro del campo, pues fuera de él noresistiría ni una semana. Lo consultaron con Jrizanto,el cual no viendo la posibilidad de colocarle en lacocina ni en el "equipo de los toneleros", prometióhablar al respecto con sus compañeros. Quizáshallaran alguna solución. Y, en efecto, al cabo de

unos días Vechtómov obtuvo trabajo en la casa de baños.

En mayo, durante un bombardeo aéreo quedódestruido el edificio de la Gestapo de Munich. Lasección especial de la policía secreta, dedicada ainvestigar el asunto de la CFP, se trasladó a Dachau.Y diariamente, desde la mañana hasta la noche, los"SS" sacaban del campo a prisioneros rusos parallevarlos a una barraca de madera. El primerinterrogado fue el coronel Tarásov.

Shájov, que hasta entonces sólo le había conocidode oídas, llegó a comprender en esos días por qué precisamente Mijaíl Ivánovich era uno de losdirigentes de la CFP y por qué precisamente él habíaencabezado el levantamiento en Moosburgo, uno delos campos de concentración más grandes del Sur deAlemania. De ese hombre recio y robusto con la cara poblada de espesa barba negra emanaba una fuerzaespiritual extraordinaria. Se portaba con excepcionaldignidad y sangre fría. El valor y la serenidad no leabandonaban nunca. Veterano de la guerra civil,había estado al frente de una escuela de artillería, yen tiempos de la guerra de Finlandia había sido uno

de los primeros en entrar en Víborg. La unidad a sumando había protegido la evacuación de las tropassoviéticas de Sebastopol. Y allí, herido, le habíancapturado los fascistas...

Tarásov regresó del interrogatorio al cabo dealgunas horas. A consecuencia de los golpesrecibidos apenas podía mantenerse en pie.Escupiendo sangre, dijo a sus compañeros quétrataban de averiguar los de la Gestapo. Según él,éstos andaban aún a ciegas, sin disponer de datos nide pruebas suficientes que confirmaran la pertenenciaa la CFP de muchos de los prisioneros allí reunidos.

Querían saber a toda costa quiénes eran los dirigentesde la misma y cómo estaban relacionados con loscampos y los antifascistas alemanes. Porconsiguiente, era preciso desorientar al servicio de

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investigaciones. Quien tuviera la posibilidad, querechazase toda acusación y declarara no haber oídonunca nada acerca de la CFP. A juicio de Tarásov,los hitlerianos tratarían de romper ante todo laresistencia de los oficiales superiores, viendo en ellosa los jefes de la organización.

Dos días después, el coronel fue llevado

nuevamente al otro lado del portón. Cuando élregresó a la barraca, Shájov advirtió que tenía la barba chamuscada, un ojo totalmente hinchado yhablaba con dificultad porque le faltaban algunosdientes.

- No importa -dijo trabajosamente MijaílIvánovich-, no importa... Las hemos pasado másnegras también... y aún será peor. Debemos estar preparados para eso...

Tarásov tenía razón. Los de la Gestapo empezaron por los oficiales de más elevado rango. Luegosometieron a interrogatorio a los comandantes

Ozolin, Krasitski y Kondenko, a los tenientescoroneles Shijert y Shelest, al intendente Korbukov ya otros. Los oficiales dieron prueba de excepcionalvalentía y firmeza. Al capitán Grigori Platónovtambién lo llevaron allá, aunque antes de ir a parar alcampo de concentración él no había sabido nadaacerca de la existencia de la organizaciónclandestina.

- Conque me teníais apartado, lo hacíais todo amis espaldas, ¿eh? ¿Temíais que yo os denunciara? -reconvino con amargura a Shájov y a otros conocidosde tiempos del Sonderblock .

Pero ellos, tratando de justificarse, replicaban:- No te lo decíamos, Grigori, porque no sabes

dominarte. Acuérdate de lo del tatuaje o de como lesgritaste a los gestapistas: "¡No nos fusilaréis atodos!". En un momento de arrebato, tú, sin querer,hubieras podido estropearlo todo.

Platónov comenzó a exasperarse:- ¿En un momento de arrebato? ¡Si yo estoy que

ardo todo el tiempo! ¡El odio me anuda la garganta!En fin, vosotros sabéis mejor por qué habéis procedido así. Posiblemente hayáis hecho bien en no

decírmelo. Pero me duele...La Gestapo se ocupó después de los restantes.Shájov fue llevado allá más de una vez. Ateniéndosea las instrucciones de Tarásov, continuó asegurando,como en Moosburgo, que no sabía nada acerca de laCFP y que en el campo anejo a la " Krauss-Maffeill "no había existido tal organización. Al menos él nohabía oído hablar de la misma. Y además, él habíatrabajado permanentemente en el campo, sin ir a lafábrica.

Durante el segundo interrogatorio, Shájov divisóuna cara conocida junto a la del juez de instrucción.

¿Quién era aquel tipo enjuto, de nariz puntiaguda yojos muy juntos, de pájaro? ¡Ah! ¡Era Vania!

- ¿Me reconoces? -el gestapista entornó los ojos-.Conozcámonos más de cerca. A ver, amigo, cuéntalo

todo...Esos ojos inmóviles y opacos como dos botones

de plomo adquirieron inesperadamente una mirada punzante que se clavó en la cara de Vasili sin querersoltarle.

Shajóv se encogió de hombros:- Pero si yo no he trabajado en la fábrica. No sé

nada...- ¡Deja de hacer el tonto! -chilló "Vania" y,

abalanzándose al preso, le embistió con el huesudo puño en el ojo-. ¡Habla!

La paliza no fue muy dura. Podía decirse que elinterrogatorio en la Gestapo no había sido tan brutalcomo el castigo que sufrieran al ser capturadosdespués de su huida del equipo correccional. Por lovisto, aquí se le pegaba más para atemorizarle que para desatarle la lengua, pues las declaraciones deShájov parecían convincentes.

Igual de leve fue, relativamente, la suerte corrida

 por sus amigos, los cuales no cesaban de asegurarcon obstinación que no sabían nada. Shájov,Pokotilo, Tólstikov y Shevchenko fueron sometidos areiterados cacheos con los oficiales. Puesta la miradaen los rostros ensangrentados de Korbukov y deBatovski, los compañeros meneaban la cabeza: no,no los hemos visto, no los conocemos. ¿Quéimportaba que Batovski hubiera trabajado en lamisma fábrica que ellos? No había sido el único;ellos habían visto allí a cientos de rusos. Eraimposible conocer a todos, y además, estabarigurosamente prohibido apartarse del lugar detrabajo. ¿Y Korbukov? Lo veían por primera vez.¿Que si era posible que no le hubiesen visto enDachau? Como allí había miles de rusos, ¿quién podía acordarse de cado uno? Posiblemente lohubieran visto, pero no le conocían...

En uno de esos días en que Vasili, de pie ante la pared y con las manos enlazadas en la nuca (eso eralo establecido) esperaba ser llamado al gabinete del juez de instrucción, por la ventana entreabiertallegaron a sus oídos estos gritos:

- ¡Os aborrezco! ¡Por más que os ensañéis en

nosotros, no evitaréis vuestro pronto fin! La tierraarde bajo vuestros pies...El chasquido de un golpe y el ruido de un cuerpo

al caer dejaron truncada la frase. En el momento enque Vasili era conducido al interior del gabinete, secruzó con un "SS" fornido que arrastraba por las piernas a un hombre. La cabeza de la víctima se bamboleaba sin vida. Shájov le reconoció: era AlexéiKirilenko, uno de aquellos que no había conocidoantes de ir a parar a Dachau. Aparentaba ser una persona muy blanda e inteligente irreprochablementeamable y correcta hasta en el ambiente del campo de

concentración. Trataba de "usted" a cuantos lerodeaban, lo que pareció al principio una gravedadafectada y antinatural. Se decía que antes de la guerraKirilenko había tocado la trompeta en una orquesta,

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mas no se sabía exactamente en cuál: si en la delGran Teatro o en la de Jazz de Knushevitski. EnDachau también había tomado parte en los conciertosdominicales ofrecidos por un grupo de aficionados. Yahora, ese hombre delicado había hallado en símismo las fuerzas necesarias para echarles en cara alos verdugos toda la verdad, su desbordante odio...

Vasili sabía que Kirilenka había sido miembro de laCFP en uno de los campos de los "obrerosorientales"; sabía también que los que no eranoficiales superiores habían recibido la indicación denegar su pertenencia a la misma, pues laorganización no había sido derrotada hasta el fin, era preciso conservar a la gente, no perder en lo posibleel dominio de sí mismo ni descubrir ante losalemanes sus sentimientos verdaderos. Pero Alexéino lo había resistido...

Faltó poco para que Shájov siguiese su ejemplo.Ya que de todos modos les esperaba la muerte, era

 preferible morir como un combatiente y no -según laexpresión de Iván Korbukov- como un borrego. Nohacer el títere ni el tonto ni tampoco renegar de laCFP. Morir como el comisario Sazónov. Pero el propio Sazónov había dicho: se puede morir cuandoeso obra en bien de la causa... En bien de la causa...¿Y qué se ganaría con que él echase en cara algestapista lo mismo que Kirilenko?

Shájov bajó la mirada para que el juez deinstrucción no viera lo mucho que él le aborrecía y se preparó para hacer el mismo papel que en losinterrogatorios anteriores...

VIILa marcha al ferrocarril les costó caro a los

guerrilleros. En el camino de regreso, SerguéiLaptánov, que iba delante, cayó a un precipicio desdeun estrecho escalón recubierto de hielo y se mató. Nohabían alcanzado sus compañeros a reponerse deaquella desgracia, cuando un nuevo suceso vino asumarse a aquél: un alud dejó enterrados bajo lanieve a Lucezar y a un italiano llamado Luigi quehabía ido a explorar el terreno. Al cabo de dos díasde incesantes búsquedas, los compañeros lograron

desenterrar a este último, pero ya estaba muerto: sehabía asfixiado. A Lucezar no lo hallaron: el hombrequedó tirado bajo el compacto manto de la nieve.Sólo al décimo sexto día de haber realizado el acto desabotaje regresaron ellos a la base del destacamento.En el último trayecto -de unos cuantos kilómetros-,más que andar, avanzaban a rastras, sin fuerzas.Estaban helados, flacos y ennegrecidos por losvientos, el hambre y el sol. El éxito de la operaciónrealizada no les alegraba ya. Grigori comprendía, porsupuesto, que ninguna victoria se obtiene sinsacrificio. Antes habían sufrido igualmente la pérdida

de compañeros; los perderían también en lo sucesivo.Y podía ser que una bala le segara a él. Pero lo másdoloroso era que el propio acto de sabotaje habíatranscurrido sin un solo disparo y que una absurda

casualidad les había arrebatado a tres compañeros. ¡Yqué compañeros! Hasta Luigi, que en nada se habíadestacado de los demás, le parecía ahora a Ereméievun excelente luchador. Y Lucezar, ese lerdo quesiempre se había guaseado de Gianni, también... Perolo más doloroso era la muerte de Serguéi. ¡Cuántosmomentos de la vida ligados a su recuerdo! ¡Cuánto

le había apreciado Grigori! El, que había soñado conregresar a Kíev, buscar a aquella niña y decirle:"¿Ves? ¡He venido, como te lo prometí!", él novolvería ni diría nada más. Yacía en la tierra fría yendurecida por las heladas, en algún lugar de losAlpes Cánicos, a miles de kilómetros de su región de Nóvgorod y del lago Ilmen, y ni siquiera ellos, susamigos, podrían hallar su tumba en aquel caóticoamontonamiento de las rocas. No se alzaba sobre ellaun obelisco coronado de una estrella, sino un cantorodado con una inscripción burdamente hecha concuchillo.

Lozzi les recibió con aire sombrío. Todo él parecía decir: "Yo estaba en contra. Yo me oponía.Pero vosotros os salisteis con la vuestra. Y aquítenéis el resultado. Aun queda por saber si el sabotajeha sido eficaz. Vosotros mismos habéis quedadofuera de combate. Tendréis que dedicar un par desemanas a restablecer las fuerzas y la salud"...

Pero no dijo eso en voz alta. Después de escucharel informe de Ereméiev y de hacer algunas preguntas,les ordenó que descansaran. Grigori hubiera preferido que Lozzi descargara sobre él toda su ira yle tratase con aspereza.

A la vuelta de unos días, Lozzi se personó en elrefugio de Grigori. Sentado en el camastro, estuvo unrato largo dándole chupadas a su corta pipa ytosiendo. Grigori adivinó que algo serio le traía.Lozzi despegó por fin los labios:

- ¡Bravo, muchachos! Acabo de recibir uninforme. ¿Sabes cuántos días estuvieron los alemanesarreglando el túnel? ¡Trece! Lo taponasteis bien. Fueun tren de tropa... No te aflijas, Grigori, así es lavida. Los hitlerianos las han pagado bien caras por la pérdida de nuestros tres compañeros…  ¡Descansa,

amigo! Te agradezco por la lección que me has dado.Conque también en invierno se puede guerrear en losAlpes. Lo tendremos en cuenta...

- ¿Has oído, Volodka? -dijo animado Grigori,volviéndose hacia Gutzelmann, el cual yacía a sulado-. Nuestros esfuerzos no han sido inútiles.Hemos aniquilado un tren de tropa...

Y quedó cortado. Un rictus de dolor compungió elrostro del alemán.

- ¿Qué te pasa?Al principio, Woldemar no quiso hablar, pero

luego le contó cuánto había sufrido en ese tiempo.

- ¿Comprendes? -dijo en voz baja, sofocado por laemoción-. Cuando regresábamos y al llegar ya a la base yo trataba de hacerme a la idea de que en aqueltren no había viajado gente. No digo ya nadie, sino

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casi nadie. De que en él sólo iban cargas. Y me lotenía ya creído, porque me había obligado a creerlo...Pero ahora veo que en aquellos vagones viajabanalemanes tan jóvenes y sanos como yo. Dormían,soñaban con las chicas que habían quedado en elterruño…  Ellos no iban a la guerra por su propiavoluntad; los llevaban... Y ahora, no están... De eso

tengo la culpa yo, porque hubiera podido evitarlo… Pero no pude. ¡Qué pena! ¡Qué dolor!... No sé quéhacer... Me pesa... ¡La de días que llevotorturándome!

Ereméiev movió la cabeza comprensivamente y pasó la mano por el hombro de su compañero. ¿Qué podía decirle en aquellos momentos en que todo setrastrocaba en su alma? Lo que por costumbre habíasido inconmovible, se venía abajo. Y era precisodecidir dónde estar: a éste o al otro lado de las barricadas. No se podía permanecer al margen de lalucha.

- ¿Has oído hablar alguna vez sobre la guerra civillibrada en Rusia?

Woldemar se encogió de hombros: ¿qué tenía quever eso con él?

- En aquella guerra sucedía a veces que el padreluchaba contra el hijo y el hermano contra elhermano. Era un parentesco mucho más cercano queel de simples compatriotas. Escucha lo que te voy acontar...

 No recordaba ya los nombres de los protagonistasni todos los giros argumentales de los relatos deShólojov leídos en otros tiempos; pero lo principal lehabía quedado grabado para siempre en la memoria yel corazón. Al estallar la guerra civil él era un niño decorta edad. En la adolescencia había envidiadoterriblemente a los intrépidos defensores de Podersoviético y leído con avidez los libros que relatabansus hazañas. Un día cayó en sus manos  La Estepa Azul   en modesta encuadernación. Admirado de los personajes de esta obra de Shólojov, la releyó unascuantas veces.

Y ahora transmitía a su manera el asunto de lamisma, añadiendo o inventando algunos detalles

escapados a la memoria y reuniendo en un tododiversas historias. Refirió cómo el cosaco rojo Fiodórfusiló a su mujer que acababa de dar a luz a un hijo.La fusiló, porque ella había traicionado a larevolución. Y no le dejó amamantar al niño nisiquiera una sola vez, porque no quería que el pequeño ingiriese leche envenenada por la alevosía.Refirió cómo un chaval que cuidaba los melonaresescondió en su choza a su hermano -un combatienterojo herido-; cómo les sorprendió en la cabaña su padre, que servía a los guardias blancos, y cómo esemuchachito dócil, queriendo salvar a su hermano

 para que triunfara la nueva vida y la gran causa por laque éste luchaba, mató a su propio padre; loshermanos se incorporaron a los rojos. Refirió cómoun padre y dos hijos se alzaron en defensa de la

revolución, y el tercer hijo, que había pasado alcampo de los enemigos, no se apiadó de su padre nide sus hermanos al encontrarse cara a cara conellos...

Al contar eso, Grigori quería que Woldemarcomprendiese lo trágico y natural de esa escisión, suconvicción de que era necesario determinar al lado de

quién se estaba en la lucha. Le costaba mucho hacereso, pues no dominaba suficientemente el idiomaalemán.

 No obstante, Woldemar, al oír su emocionadavoz, le comprendía.

- Sé que muy recientemente aún alemanesantifascistas lucharon al lado de los republicanos enEspaña -continuó Ereméiev-. ¡Y cómo luchaban!Contra Franco, que gozaba de la ayuda de Hitler y deMussolini. ¡Alemanes luchaban contra alemanes! Nadie les había llamado a España, nadie les habíaenviado la notificación de reclutamiento ni obligado

a empuñar las armas para ir al combate y perecer.Pero ellos fueron allá voluntarios, combatieron y perecieron en aras del triunfo de la justicia y lalibertad de los españoles. Podría uno preguntarse:¿qué tenían que ver ellos con los españoles? Sabíanque era preciso ofrecer resistencia al fascismo, que lalibertad no se consigue a fuerza de pedirla, sino quese la conquista con las armas en las manos. Esosalemanes eran muchachos honrados, luchadores,antifascistas. Y no estaban solos. Estoy seguro de quetambién ahora hay en Alemania no pocos muchachoscomo ellos, que emprenden algunas actividades a pesar del terror de la Gestapo. Algunos de losnuestros que cayeron prisioneros después me mí mehan contado que a veces los proyectiles fascistas noexplotaban porque venían ya estropeados de lafábrica. Volodka, tú debes resolver al lado de quiénte pones. No puedes permanecer al margen de lalucha.

- Ya lo he resuelto -dijo Woldemar con una tristesonrisa-. Cierto es que al principio eso no dependíade mí. Tú debes comprender...

- Comprendo -le interrumpió Grigori-. Por eso no

te apremio. Piénsalo bien y resuelve tú mismo. Tú puedes, claro está, quedar limpito y, formalmente, nomancharte las manos con la sangre de tuscompatriotas ni disparar contra ellos. Pero ¿cómo tesentirás cuando te pregunten luego cómo hascontribuido a la derrota del fascismo y al nacimientode una nueva Alemania y tú no tengas casi nadaconcreto que responder'? Te lo preguntarás a timismo y tus hijos te lo preguntarán.... Perdona mi brusquedad, Volodka. Por algo se dice: "No se puederezar simultáneamente a dos dioses". Una de dos: aéste o a aquél. Y démoslo por acabado.

VIII- ¡Vasia! -exclamó Vechtómov al divisar a

Shájov-. ¡Salud!- ¡Salud!

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Los soldados no se ponen de rodillas 87

- Demos una vuelta...Quien deseaba hablar con un compañero sin

despertar sospechas, no debía aislarse, sino, por elcontrario, estar a la vista de todos. Tal era loreglamentado en Dachau. Por las tardes, cientos de presos se paseaban de a dos o tres, tomados del brazo, por las calles del campo de concentración o

formando círculos en la plaza donde solían pasarrevista y conversar en voz baja.

Vasili barruntaba que Slavka el "Contramaestre"ardía en deseos de comunicarle alguna novedad. Asífue.

- ¡Los aliados han efectuado un desembarco detropas en Francia!

- ¡Qué me dices!- Es verdad. Yo mismo lo he oído por radio...- ¿Un receptor de radio aquí? ¿Cómo es eso?- Sí, tenemos uno en la sección de desinfección.

Los alemanes mismos lo han construido a espaldas

de los "SS". Yo he escuchado hoy la emisiónlondinense. ¡Ya tenemos el segundo frente!

-¡Magnífico! Ahora sí que Hitler se irá pronto aldiablo... ¡Ay, qué les costaba haber abierto elsegundo frente unos meses antes!

- Yo trataré de comunicarte diariamente los partesde guerra, y tú difúndelos. No estaría mal hacerlo através de octavillas, pero aquí es peligroso jugar contales cosas.

Vechtómov le contó a Vasili que entre los quetrabajaban en la casa de baños había muchosverdaderos antifascistas. En el transcurso de unascuantas semanas él había logrado intimarespecialmente con dos alemanes -Karl Saltan yLudwig Renz-, ex combatientes de la brigadainternacional. Después de luchar contra el ejército deFranco y de retirarse en combate hasta más allá delos Pirineos, fueron internados en Francia y luegoentregados, juntamente con otros republicanos, por elrenegado Petain a los hitlerianos. Entre los recluidosque trabajaban en la casa de baños y en la cámara dedesinfección había también españoles, con los queSlavka había trabado amistad. El, al igual que

Tólstikov, había hallado rápidamente un idiomacomún con decenas de personas del más diversoorigen: alemanes, españoles, italianos, belgas...Vechtómov logró en contadas semanas granjearsetambién la confianza de un grupo de periodistasserbios y del círculo de los sacerdotes polacos. El yTólstikov poseían al parecer el don innato dereconocer a las personas inteligentes y conquistar sussimpatías. A Vasili le costaba mucho más conseguireso; se sentía en su elemento sólo entre los rusos. Es posible que aquello se debiera a la diferencia decaracteres: Shájov era mucho más reservado y menos

locuaz que Slavka o Iván; tenía que habituarse a la persona antes de intimar con ella.

Al campo de concentración iba llegando más ymás gente. ¡La de veces que la Gestapo había hecho

 pasar por su cedazo a los prisioneros de guerra! Y sellevaba a aquellos que, si bien no habían pertenecidoa la CFP, se distinguían de los demás, al entender delos hitlerianos, por su carácter rebelde y gozaban deautoridad entre los recluidos. Así habían sidollevados de uno de los campos Nikolái Kúritsin y deotro el comandante Petrov.

Tólstikov, abrazando a su amigo, dijo:- Conque ya ves, Nikolái, nuestro comité de la

 Krauss  está reunido. Falta sólo Doroñkin,Zaporozhets y Glújov.

- No los necesitamos aquí.Shájov y Pokotilo estrecharon largamente la

diestra de Mijaíl Ivánovich Petrov. El primero le preguntó si los fascistas, al llevárselo, sabían que élera comandante y activista de la CFP.

- Creo que no. Yo figuro ahora bajo otro nombrey corno soldado raso. En invierno, cuando meenviaron del campo común de Moosburgo al equipo

de obreros, los muchachos de la oficina de trabajo me pusieron otro número, el de uno que había muerto.De modo que el comandante Mijaíl Petrov ha dejadode existir y ante vosotros está Nikita Jliábintsev.Habíamos trabajado con suma precaución, procurando no dejar ningún rastro, cuando en mayome arrestaron, no sé por qué, y me enviaron de nuevoa Moosburgo. Después de permanecer un mes y picoen nuestro Sonderblock  he sido trasladado acá.

Los amigos le contaron a Petrov cuanto sabían. LaGestapo continuaba dando vueltas como un perro quequiere atrapar su propia cola. A juzgar por todo, lainvestigación no daba un paso adelante. Los oficialessometidos como antes a interrogatorio no decían esta boca es mía. Petrov no debía confesar que pertenecíaa la CFP. Y si estaba allí como soldado raso, mejor para él. El no sabía nada acerca de la CFP. Lo mismodebía tener en cuenta Kúritsin.

- Tampoco yo llevo el mismo apellido de antes -dijo riendo Nikolái-. No soy ya Kúritsin, sinoTsiplionkin… Después de que yo me escapé y ellosme atraparon, fui trasladado al Stalag . Cuando me preguntaron cómo me llamaba, se me ocurrió decir:

Tsiplionkin. Así lo anotaron. Una advertencia,muchachos: vosotros no me conocéis ni yo osconozco. ¿Está claro?

Los compañeros asintieron con la cabeza.IXPor más que los hitlerianos trataban de sembrar el

antagonismo nacional, no lo lograban. El sentimientode solidaridad era más fuerte. Todos los antifascistascomprendían que la Gestapo se proponía debilitar,mediante la escisión, el espíritu de compañerismo delos recluidos. Pero el comité clandestino de ayudamutua hacía todo lo posible para fortalecer la unión.

Alemanes, franceses, belgas, rusos, serbios,españoles y representantes de otras nacionalidadesactuaban de mancomún.

Excepción de ello fue el pequeño puñado de los

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"verdes", o sea, de los delincuentes, algunos de loscuales desempeñaban altos cargos en laadministración interior del campo. Por su ferocidadse distinguía especialmente el "tío Volodia". Corríanrumores de que él descendía de una familiaaristocrática georgiana y que, habiendo huido alextranjero después de la revolución, llegó a ser

ladrón de fama mundial. Siendo superior del campo, podía permitirse muchas cosas. Y como odiaba todolo soviético, al sólo oír mencionar la palabra "ruso"montaba en cólera. Cierto es que descargaba tambiénsu furia sobre los ucranianos, los gitanos, los bashkires y los georgianos, pues todos ellos eransoviéticos, a su entender, rusos. El torturar a losniños y adolescentes -cuyo número, en Dachau, eramás que elevado- constituía la ocupación predilectadel "tío Volodia". Experimentaba un placer especialal maltratarles. Los chicos le temían más que a los"SS", y al verle andar por el campo, se apresuraban a

esconderse.Los compañeros del Comité Internacional de los

Presos Políticos, acerca de cuya existencia el "tíoVolodia" no sabía nada, se las ingeniaron paraadvertirle que dejara de portarse así y de maltratar alos presos, si no deseaba un buen día marcharse alotro mundo. El superior del campo se amansó un poco, aunque de vez en cuando hacía de las suyas...

A través de Tólstikov y de Vechtómov, Shájovconoció e intimó con los alemanes Walter Leitner,Karl Reder, y Adolf Probst, el checo Frantisek Blaga,el holandés Nico Rost y otros antifascistas. El profesor Blaga era uno de los dirigentes del ComitéInternacional de los Presos Políticos del campo deconcentración; Karl era el más antiguo de loscautivos de Dachau (quedaban ya pocos de ésos):llevaba ya diez años allí; Adolf y Walter habíanluchado en España. El periodista Nico Rost, segúnllegó a enterarse Vasili, era una especie de cronistadel campo de concentración. Ayudado por suscompañeros, los cuales le habían conseguido trabajoen la enfermería, llevaba un diario.Clandestinamente, por supuesto. Porque si los "SS"

se enteraban de ello, a Nico y sus amigos lesesperaría la muerte.Una vez, a mediados del verano, Nikolái Jrizanto

y Karl Reder buscaron a Shájov y le refirieron unsuceso acaecido poco antes en el  Kabel-Kommando.Este equipo, integrado por alemanes, franceses yalgunos rusos, se dedicaba a montar instrumentos deradio y electricidad para aviones. Después delcontrol, dichos instrumentos eran empaquetados yenviados a la fábrica. Durante el proceso de embalajelos presos los estropeaban, haciéndolos inservibles.Llegó un momento en que se descubrió el sabotaje y

la Gestapo arrestó a todo el equipo. Comenzaron losinterrogatorios y las torturas. Uno de los rusos, parasalvar a los restantes, cargó con la culpa, declarandoque sólo él, a espaldas de sus compañeros, había

 perpetrado el sabotaje. Se llamaba Nikolái. Estabaencerrado en un sótano de donde era imposibleescapar. Le amenazaba la muerte. Era precisoaveriguar por lo menos su apellido y sus señas. Seorganizaría un encuentro de Shájov con esemuchacho. El llevaría al sótano el caldero de lacomida. Jrizanto, entretanto, distraería al "SS", y Karl

acompañaría a Vasili. De suyo se comprende que era peligroso entablar conversación con los presos en elsótano, pues uno mismo podría ir a parar allí. Peroera necesario.

- ¿Por qué me lo dices? -replicó Vasili conenérgico ademán-. ¿Acaso no comprendo que elhombre se lo merece? Sacrifica su vida para salvar alos compañeros.

Con el termo de la bazofia echó a andar en pos deJrizanto y Karl. El calabozo estaba cerca: más allá dela cocina y apartado de las barracas.

La maciza puerta de hierro rechinó para dejar

 pasar a Shájov y a Reder. A la mortecina luz de las bombillas eléctricas ese sepulcro de los vivos con suaire viciado y olor a moho y humedad parecía mástenebroso aún. Hubiera sido mejor la oscuridadcompleta.

- Quién es Nikolái?- preguntó bajito Vasili.Se oyó un gemido. Alguien repuso con voz

enronquecida:- Yo...- ¿Cómo te apellidas, amigo? ¿De dónde eres?- Chubukov... Soy de Sérpujov...Shájov se lanzó hacia el rincón de donde provenía

la voz, e inclinándose, abrazó a Nikolái. El hombregimió de nuevo:

- Cuidado... No me queda ni un hueso sano...- Yo también soy de Sérpujov. Vivía a dos pasos

de la fábrica de tejidos. ¿Y tú?- En la calle Sitsenabivnaia. ¿Sabes dónde está?- ¡Cómo no lo vaya saber! ¡Está muy cerca de la

nuestra!- Ahí tengo a mi madre, a mi mujer y a dos

 pequeñuelos. Si logras salir de aquí, visítalos ycuéntales cómo fui al encuentro de la muerte...

El hombre enmudeció. Shájov le abrazó de nuevo.Karl tosió para avisarle que ya era hora de retirarse.Vasili le estrechó la mano a Nikolái y se encaminóhacia la salida.

- ¡Adiós, amigo! -murmuró en la penumbra delsótano. Tenía anudada la garganta.

- Es paisano mío -dijo con dificultad, cuando lostres volvían hacia la cocina-. De Sérpujov... una pequeña ciudad de los alrededores de Moscú...

El alemán posó las manos en los hombros deShájov, le atrajo hacia sí y dijo con una voz quebrada por la emoción:

- Una pequeña ciudad... ¡Pero qué hombre másgrande salió de ella!

 Nikolái Chubukov fue ahorcado al día siguienteentre las barracas y la enfermería. Allí estuvo

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Los soldados no se ponen de rodillas 89

colgado durante dos días. Los recluidos se quitabanlos gorros al pasar.

XAprovechándose de que los "SS" no entraban por

las noches en la enfermería, Nico Rost ponía ordenen su diario. Sacó del colchón las hojas sueltas parareunirlas cronológicamente y leer una vez más,

detenidamente aquellos renglones escritos de prisacon lápiz.

6 de julio. Nikolái, el ruso que trae la comida a losenfermos, ha aprendido ya bastante bien el alemán.Cuando le pregunté hoy si sabía algo acerca dePushkin, él se puso a hablar en seguida conadmiración acerca de la literatura rusa. Luego estuvolo menos una hora describiéndonos la vida en unacolonia correccional rusa. Habiendo perpetrado unhurto, llevaba ya tres meses recluido allí, cuando losalemanes le tomaron prisionero y le trasladaron aDachau.

En el momento en que él estaba contando eso, K.se acercó a hacernos compañía y dijo que Nikoláidebía de sentirse contento de encontrarse aquí, puesallí, en la colonia rusa, las habría pasado seguramentemucho peor...

 Nikolái saltó como mordido por una serpiente:"¿Peor que aquí? ¡Mentira! Allí no hay alambradas. Ni custodia. Ni pegan ni fusilan. Nadie se evade deallí. Todos estudian. De allí dejan salir. En cambiolos alemanes son unos bandidos. ¡Hitler es un bandido!"

K. quedó estupefacto, y yo me reí de buena gana...Pues Nikolái y sus amigos hacen justamente locontrario de lo que de ellos esperaban los hitlerianosal meter a cientos de muchachos rusos de las coloniascorreccionales en nuestros campos de concentración.Ellos hacen propaganda de su patria y hasta de suscolonias correccionales.

26 de julio. He conversado largamente con los doschiquitos rusos que habitan entre nosotros. Laconversación ha sido dificultosa, porque ellos nodominan aún el alemán.

El jefe de los sanitarios los trasladó, por suerte, al

 puesto de sanidad, aunque ellos no estaban enfermos:aquí están fuera de peligro, porque el georgianoresponsable del campo no puede ya tratarles contanta fiereza como antes. Vasili tiene once años, Piotrtrece. Hace ya dos años que se encuentran aquí. Sonde Vorochilovgrado. Sus padres han sido fusilados por los hitlerianos. Los dos chicos duermen ahora juntos en una cama, ayudan un poco a servir lacomida, a lavar las fajas o a cortar las gasas devendar. Por las mañanas juegan a menudo al marro oal escondite entre los ataúdes y los cadáveres sacadosde las barracas y colocados en la calle ante la

enfermería para que el equipo del crematorio venga arecoger su horripilante carga diaria.

Al preguntarle a Vasili si deseaba ir conmigo aHolanda después de la guerra, él movió los hombros

con desdén y dijo clara y tajantemente: "¿A Holanda?¡No! ¡A la Unión Soviética!" Lo dijo como siHolanda fuese un lugar agreste, un rincón perdido;está firmemente convencido de que su patria es lomejor del mundo.

¡Tienes razón, amigo Vasili! Regresa únicamentea Vorochilovgrado. Puedes enorgullecerte de tus

compatriotas y de la Unión Soviética, que es capazde darte mucho más que cualquier otro país delmundo. Y cuando sea posible, yo iré a verte.

7 de agosto. Hoy, a primeras horas de la mañana,los de la sección política se llevaron de nuevo a unenfermo. Esta vez ha sido un joven ruso del cuartelIV, bloque 3. Como siempre: "¡A interrogatorio!" Deesos "interrogatorios" nadie ha regresado aún convida.

El "SS" estaba plantado ante el cuarto de registrocon objeto de recibir al preso. Al volverse él haciaotro lado, yo me metí en la barraca y reconocí

inmediatamente al ruso. El muchacho -de veintidósaños sobre poco más a menos- llevaba ya cuatromeses internado aquí. Tenía escayolada la piernaderecha y un tumor en el sobaco. Me acordé de unaconversación sostenida con él unas semanas antes. Nolrenius acababa de dar un concierto deviolonchelo para los enfermos y se disponía aguardar el instrumento, cuando el muchacho le pidióque tocase algo de Chaikovski. El músico accedió.

El joven ruso se lo agradeció mucho y nosotrosquedamos aún hablando largamente con él. Asíllegamos a saber que él conoce bien no sólo lamúsica rusa, sino, en la misma medida, la francesacontemporánea...

Tendido en la camilla, llamó al sanitario para pedirle que repartiese entre sus paisanos lo poco queél tenía: una navaja confeccionada por él mismo en lafábrica Messerschmitt, un cinturón y un pedacito de pan. Sus paisanos yacían a cierta distancia de él, y élsabía con toda certeza lo que le esperaba.

Cuando le sacaron de la barraca, él hizo un gestosignificativo, pasándose la mano alrededor delcuello... Yo, que me encontraba junto a la puerta, le

estreché fuertemente la mano. Una sonrisa desatisfacción se deslizó por su semblante. Sus ojos brillaron...

Inclinado sobre la última página del diario, el periodista meditaba. Sólo allí, en el campo deconcentración, había llegado a conocer hasta el fin la bajeza e inhumanidad del fascismo, así como lagrandeza de espíritu de aquellos que, encontrándoselejos de Dachau, en la clandestinidad y en losdestacamentos de los guerrilleros, había luchadocontra los hitlerianos y continuaban la lucha en esecampo, de aquellos que, al morir, quedaban siendo

fieles a sus ideales y a su Patria.XIA fines de agosto se dio por acabado el

expediente de la causa incoada contra la CFP. Los

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funcionarios de la Gestapo comprendieron que denada les valdrían las torturas: no lograrían arrancarlesla verdad a los acusados. Tras separar del resto de los presos a los oficiales comprometidos en el asunto dela CFP, los encerraron en una barraca rodeada poruna alambrada y apostaron a ella una guardia.

Todos comprendían que sus compañeros estaban

condenados a morir; pero no podían hacer nada parasalvarles. El acceso a la barraca estaba rigurosamente prohibido. El "equipo de los toneleros" debía dejar junto al portón los toneles de la sopa y el pan. Losmiembros de la CFP que habían quedado en elcampo común no podían siquiera averiguar losnombres de los oficiales a los que no conocían. Aello hay que añadir que muchos vivían en el campode concentración bajo otro apellido o únicamenteconocidos por el nombre.

El domingo 2 de diciembre la orquesta de los presos debía ofrecer dos conciertos: uno para los

"SS" y otro para los compañeros. Pero la víspera eldirector de la misma, un italiano, notificó alcomandante del campo a través de su jefe que laorquesta no podría tocar, porque faltaba el virtuosotrompeta ruso; sin él, no resultaría nada. Elcomandante dispuso que Kirilenko fuese puesto enlibertad por el día de domingo a fin de que pudiesetomar parte en el concierto.

Alexéi sabía que sería posiblemente la última vezque iba a tocar. Sus compañeros de la orquesta locomprendían también. Por eso procuraron que elconcierto para los "SS" fuese corto y que no seinterpretaran piezas con solos de trompeta. Encambio después de la comida tocaron para losrecluidos hasta la noche. La inmensa plaza estabaabarrotada de hombres con chaquetas a rayas.Permanecieron en pie, inmóviles, durante variashoras bajo los rayos abrasadores del sol. Kirilenkotocaba casi todo el tiempo; la orquesta no hacía sinoacompañarle.  La canción del mercader indio, deSadkó; el solo de trompeta de  El lago de los cisnes,de  Iván Susanin, de  El príncipe Igor , Vasto es mi país querido... Alexéi ponía en esas melodías todo su

amor a la música, a la vida, a la Patria Soviética. Sehabía olvidado de las ametralladoras de romoshocicos que atalayaban la plaza desde las torres y delos sombríos "SS" que le observaban ceñudos.Tampoco pensaba en que al día siguiente él noestaría ya entre los vivos. En aquel momento sesentía enteramente transportado al mundo de lamúsica, al mundo de los sonidos deleitantes, dondeno había lugar para los verdugos vestidos conuniformes negros ni para la muerte. De su trompetasalían para remontarse al cielo melodías jubilosas ytristes, solemnes y melancólicas; pero su voz

argéntea cantaba un himno a la vida que triunfaba a pesar de todo y frente a la cual los hitlerianos nada podían hacer.

Un "SS" venía ya desde el portón. Había que

terminar el concierto porque se acercaba la hora de larevista nocturna. Y entonces Kirilenko arrimó latrompeta a los labios y por la plaza se expandió lasevera, agitada y exhortante melodía de  La guerra sagrada:

¡En pie, país inmenso,

 En pie a la lid mortalContra el fascismo fiero, La horda criminal!

Al principio sonó quedamente; pero luego fuetronando cada vez más potente y amenazadora. Nadiemás que los rusos conocían la letra. Pero todos leshicieron coro.

El "SS" se abría paso hacia la orquesta aempujones y puñetazos. Desde el portón acudían yaotros en su ayuda. Mas, hasta que el "SS" se leacercó, Alexéi alcanzó a tonar toda la canción. Luego

de dar un beso a la trompeta, se la entregó concuidado al director italiano. El soldado le derribó alsuelo y se puso a pisotearle. Los "SS" dispersaron alos presos, obligándoles a meterse en sus respectivas barracas. Alexéi, molido a golpes, fue arrastrado al bloque donde se hallaban reunidos los oficiales...

Dos días después -el 4 de septiembre- cuando losrecluidos habían sido llevados ya al trabajo, por elcampo de concentración corrió el rumor de que los"SS" llevaban al crematorio a todos los comunistascon el propósito de fusilarlos; de que el primer grupose encontraba ya en camino; de que todo el campoestaba rodeado por una doble guardia, y elexterminio se prolongaría durante unos cuantos días.

La noticia de la liquidación planificada de loscomunistas provocó inmediatamente el pánico entrelos demás presos. Estaba claro que los hitlerianos nose contentarían con ello: después de los comunistasexterminarían a los restantes. Puesto que los fascistassufrían reveses en todos los frentes, era dudoso quedejaran con vida a los cautivos, que sabíandemasiado acerca de sus fechorías. Aún estaba frescaen la memoria la acongojante noticia de la muerte de

Ernesto Thaelmann, el cual, según la versión oficial,había sucumbido durante un bombardeo enBuchenwald. Esta noticia, como una heridasangrante, no dejaba en paz a nadie. ¡Oh, cómoansiaban vengarse en aquellos verdugos!

Karl Reder trabajaba en un taller del campo deconcentración junto al cual pasaba el camino queconducía al crematorio. El hombre se asomó: elcamino estaba desierto. Los compañeros en tornodiscutían acerca de lo que debían hacer. Todosllegaron a la conclusión de que era imposible dejarsematar como el ganado: había que ofrecer resistencia.

Decidieron armarse de martillos, hachas y barras,alzar una barricada y luchar hasta lo último.

Pero antes debían averiguar si era verdad que los"SS" habían emprendido preparativos para el

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exterminio de los presos. ¿Quién osaría, pues,realizar la exploración?

- Yo -declaró Karl, dando un paso adelante-.Como hojalatero me veo precisado a ir al campo conmás frecuencia que otros. Y si no regreso dentro demedia hora, será porque me han atrapado. Y entoncesdeberéis ofrecer resistencia...

Karl salió del taller con la caja de instrumentos alhombro. En apariencia, iba despreocupadamente,aunque estaba todo tenso, dispuesto en todomomento a golpear con la caja al "SS" que quisieradetenerle. Al pasar por el portón observó de soslayoque allí no había ninguna guardia reforzada. Junto allocal de registro, ante la plaza, Reder vio a un gruponumeroso de presos y en torno a ellos, a los "SS"armados. ¡Rusos! Entre la multitud se destacó unacara conocida: Kirilenko...

Karl pasó tan cerca de allí, que uno de los "SS"tuvo que gritarle y amenazarle con el arma

automática. Reder se deslizó de prisa hacia la partetrasera de la barraca y tropezó con Shájov. Pálido,mordiéndose el labio inferior, observaba de cuandoen cuando por detrás de la esquina. Sus puños secrispaban y se aflojaban como si estrujase algo.

El alemán no le dijo ni una palabra. Simplemente,se paró a su lado. Shájov le agarró del brazo, másarriba del codo, y se lo oprimió. Por las mejillas deReder rodaron lágrimas...

Vasili le susurró sordamente al oído:- No llores, Karl, no llores. Mira cómo mueren los

soviéticos.Tras formar de a cuatro a los oficiales soviéticos,

los "SS" los rodearon y se los llevaron en dirección alcrematorio. Los hombres marchaban pesadamente, yaquellos que no podían andar solos, iban apoyados ensus compañeros. Vasili vio por última vez la barbaencanecida de Tarásov, la cabeza orgullosamenteerguida de Iván Korbukov, la chaqueta desabrochadade Grigori Platónov, el cual hasta en aquellosterribles momentos había descubierto con airedesafiante ante los fascistas el retrato de Lenintatuado en su pecho. Allí estaba también Savva

Batovski; sostenía con la mano izquierda el brazoderecho fracturado por los gestapistas. Shijert,Shelest, Kondenko... Vasili iba contándolos para susadentros. Tres, cinco, ocho, doce, dieciocho,veintitrés. Veintitrés multiplicados por cuatro.¿Cuántos eran? Noventa y dos personas, noventa ydos camaradas... Y los que por el momento habíanquedado con vida no conocían las señas ni losapellidos de más de la mitad de los oficiales quemarchaban hacia el lugar de su ejecución... ¿Sería posible que esos héroes quedaran desconocidos?... No. El mismo día de su liberación -ese día

amanecería para alguno de ellos- sería precisoapoderarse de los archivos de la Gestapo... Allídebían de estar registrados todos... Contando, porsupuesto, con que ellos habían dicho sus verdaderos

nombres...Los "SS" vociferaban, golpeaban a los prisioneros

con las culatas de los fusiles, les apremiaban yandaban ajetreados en torno a ellos. Pero los rusossiguieron caminando sin prisa, tranquilos, condignidad.

- ¿Sabes? -dijo Karl-, los "SS" parecen una jauría

de perros que ladran alrededor de un oso. Gritan y semueven tanto porque les tienen miedo...

Alguien de la columna que marchaba hacia elcrematorio entonó  La Internacional . Los demáscondenados a muerte hicieron lo propio. Y pormucho que se enfureció la escolta, no pudo impedirque la columna entrase en el recinto del crematoriocantando ese himno.

Karl se despidió de Shájov:- Debo irme. Mis compañeros me están

esperando...Vasili no repuso nada.

Aquellos sordos disparos taladraban sus oídos.Reclinado en la esquina de la barraca, rompió a lloraramargamente, estremeciéndose...

Aquel día no trabajó nadie. Fue corno una mudamanifestación de duelo por el trágico fin de aquellosvalerosos hombres soviéticos. Los "SS" quevigilaban a los recluidos en los equipos de trabajo lonotaron también. Pero ninguno de ellos tomó algunamedida contra los presos: ni gritó ni golpeó, comosolían hacerlo de ordinario. Se daban cuenta, al parecer, de que sólo faltaba la chispa para que se produjese la explosión...

XIIAlgunos meses después -en enero de 1945- en el

 patio del crematorio del campo de concentración deDachau fueron ejecutados los activistas del FrentePopular Antifascista Alemán: Hans Gutzelmann,Rupert Huber y el checo Karel Svatopluk Mervart.En todo el período de su reclusión en las mazmorrasde la Gestapo, ninguna tortura había podidoobligarles a traicionar a sus compañeros de lucha.Prefirieron la muerte.

Karl Zimmet, mutilado durante los

interrogatorios, se encontraba internado en el hospitalde la cárcel. Los gestapistas abrigaban aún laesperanza de desatarle la lengua a ese obstinado jefede la organización clandestina que debía conocer, sinduda, a los conspiradores todavía no capturados.

Emma Gutzelmann, que había logrado escapar dela cárcel destruida en un bombardeo, se pasó dosmeses escondida en casa de unos amigos y pereció bajo los escombros de la misma durante un ataque dela aviación a Munich.

El ingeniero Kleinsorge falleció en la Gestapo aconsecuencia de las torturas. Murió sin denunciar a

ninguno de sus compañeros.Los demás complicados en el asunto del FPA

fueron condenados a largos plazos de prisión.

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V. Liubovtsev92

Capítulo X. Los vivos luchan.

I

La primavera, el verano y el otoño de 1944transcurrieron en incesantes combates, marchas ychoques con las fuerzas punitivas, así como enosados asaltos a las guarniciones alemanas. Las filasde los guerrilleros menguaban. No pocas tumbas

cavadas a la ligera quedaron perdidas en lasvertientes de los Alpes. Otros luchadores venían acompletar las filas, pero el recuerdo de loscompañeros caídos pervivía en el corazón de losveteranos. Fue sobre todo muy honda la pena deGrigori cuando una bala fascista hirió mortalmente aWoldemar. Eso acaeció cerca de Villa Santina, en elmomento en que dos grupos de guerrilleros queregresaban de una acción toparon con una emboscadade los hitlerianos. Los guerrilleros eran pocos.Extenuados por la larga marcha y rendidos por elcansancio, fueron cogidos de sorpresa. Era preciso

evitar el choque. Grigori y unos cuantoscombatientes armados de una ametralladora ligera seagazaparon en la falda de una montaña a fin de proteger la retirada de sus compañeros. Semantuvieron durante una hora y media sin darles alos "SS" la posibilidad de alzar la cabeza. Woldemarestaba tendido tras una peña a cierta distancia deEreméiev. Empuñaba la misma carabina que habíanarrebatado en invierno al centinela junto al túnel.Disparaba metódicamente, como en un centro deinstrucción.

Al abrigo de las sombras vespertinas lograrondeshacerse de los hitlerianos, los cuales, temiendocaer en una trampa, no se atrevieron a perseguirles.Sólo entonces advirtió Grigori que Woldemar andabamedio encorvado y se tambaleaba.

- ¿Qué te pasa? -le preguntó, acercándose a él.- Nada -murmuró el alemán, aunque su rostro

 blanqueaba en la oscuridad como una mascarilla deyeso-. Nada. Una herida sin importancia.

Ereméiev abarcó con el brazo sus hombros paraapoyarle. Woldemar empezó a caer sobre él con unaflaccidez repentina. Se detuvieron para poner el

vendaje. La herida era grave: todo el costadoderecho, algo más abajo de la tetilla, estabaensangrentado. Era imposible explicarse cómoWoldemar, con esa herida, había podido andar aúncerca de una hora. Sobre una camilla improvisadacon dos fusiles y capotes llevaron por turno al herido por aquellas empinadas sendas. Con semejante cargano se podía andar de prisa y menos aún en laoscuridad. Pero los guerrilleros se apresuraban.Tenían fe en que Lanka, su simpática Lanka, esa bosníaca de ojos negros que hacía suspirar a muchosde ellos, sabría curar y salvar a Woldemar.

Alcanzaron a los suyos. Aunque todos estabanterriblemente extenuados de marchar tantos días,decidieron no descansar, sino tratar de llegar cuantoantes a la base. El alemán yacía mudo, sin emitir un

solo gemido. Cada vez que hacían un alto en elcamino, Grigori, lleno de zozobra, pegaba el oído asu pecho para cerciorarse de que respiraba aún.Rayaba el alba cuando Woldemar abrió los ojos, y alver a Grigori a su lado, esbozó una leve sonrisa. Conlos labios resecos, dijo trabajosamente:

- Estaba pensando...

Grigori se inclinó hacia él:- Calla, calla, Volodka. Piensa, pero no hables.El alemán cerró dócilmente los ojos y enmudeció.

Pero al cabo de unos minutos sus labios se movieronde nuevo. Ereméiev se inclinó otra vez sobre elherido, tratando de captar lo que él bisbiseaba.Arrimó a sus labios la cantimplora. El alemán tomóun trago y miró a sus compañeros con ojosempañados por el dolor:

- Dime, ¿he expiado con mi sangre tan siquierauna partícula de la culpa?

- ¡Calla, Volodka! ¡Tú no has tenido ninguna

culpa! ¡Y no debes hablar!El alemán hizo un esfuerzo para incorporarse y,

mordiéndose el labio, replicó:- Dímelo, sin falta. Puede que dentro de un

minuto ya esté muerto. ¿He expiado tan siquiera unagota de la culpa de mi pueblo frente a vosotros, losrusos? Dímelo sinceramente...

A Grigori se le anudó la garganta y se le oprimióel corazón.

- Tú sabes perfectamente que nosotros no hemosacusado a vuestro pueblo. No luchamos contra él,sino contra los fascistas.

- El pueblo tiene también la culpa, porque se hasometido a Hitler y le ha seguido. O no ha protestadoni luchado contra los nazis. Como yo, como mi padrey muchos, muchísimos más... Dime, ¿he expiado unagota de la culpa de mi pueblo?

Ereméiev comprendía que el alemán no setranquilizaría mientras no recibiese la respuesta: esole inquietaba en aquel momento no menos que eldolor de la herida.

- Sí, camarada Gutzelmann -dijo con mássolemnidad de la que lo requerían las circunstancias-,

tú has luchado contra los hitlerianos como un héroe,como un auténtico antifascista. ¡Y lucharás todavía!¡Más de una vez iremos aún juntos a cumplir tareas!¡Ya verás como Lanka te cura!

El alemán sonrió tristemente y cerró los ojos. Eltambién quería creer eso. ¡Quería vivir!

Pero su agonía fue larga y penosa. Por desgracia,Lanka no pudo hacer nada: el muchacho había perdido demasiada sangre, y el hospital de losguerrilleros no reunía las condiciones necesarias paraoperar a heridos de tal gravedad. Por vez primera entantos años. Grigori lloró a lágrima viva, como un

chiquillo. Nunca había penado tanto, ni siquiera al perecer Serzuéi Laptánov. Woldemar no había sido para él un simple alemán, sino un ser querido, casi unhijo a pesar de la poca diferencia de edad -le llevaba

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Los soldados no se ponen de rodillas 93

tan sólo seis años-; en él había colocado una partículade su propio corazón. Le había querido hasta más quea un hijo, más que a un amigo. Pues Ereméiev y suscompañeros habían hecho que Woldemar setransformase de espectador de la lucha en verdaderoluchador. Y el muchacho moría ante los ojos deGrigori sin que éste pudiera ofrecerle alguna ayuda...

Un día de otoño, Lozzi mandó llamar a Grigori,BeItiukov y PáveI. Estaba taciturno.

- Hemos recibido la orden de trasladar la basehacia Occidente, en dirección a Milán. Vosotros, losrusos, ¿iréis con nosotros? Os lo pregunto, porque mehabéis pedido en más de una ocasión que os deje ir ala brigada rusa que opera en Yugoslavia. Yo no puedo reteneros por la fuerza. Ahora, cuando nosmarchamos hacia el Oeste, se os ofrece la posibilidadde elegir. Resolvedlo vosotros mismos...

Hablaba con sequedad, sin mirarles. Y eso teníaexplicación. Pues separarse de los rusos era para él

tan doloroso como una puñalada. Llevaban ya un añoy medio luchando juntos, y en ese tiempo les habíatomado gran afecto a esos muchachos. Pero él notenía ningún derecho de llevárselos en aquelmomento, a cientos de kilómetros más haciaOccidente. Notaba que ellos dirigían sus miradashacia Yugoslavia, hacia el Este. Querían acercarse ala Patria y encontrarse cuanto antes entre los propios.Hasta les era más grato ir al combate en compañía delos rusos, en aquella brigada especial de guerrilleros.Y sin embargo, no quería dejarles ir...

Los muchachos salieron de allí muy agitados.Aunque el destacamento contaba a la sazón concuarenta rusos, sólo tres eran veteranos del mismo, pues se habían incorporado a él dieciocho mesesantes. Del primer grupo sólo quedaban tres: losrestantes yacían en las tumbas. Y esos tres gozabande prestigio, su opinión era muy tenida en cuenta.¿Qué decidirían ellos?

Reunieron a sus compañeros y les contaron lo quehabía dicho Lozzi. La opción era voluntaria. El quequisiera, podría quedarse en el destacamento. Perolos tres habían resuelto ir a Yugoslavia a incorporarse

a la brigada rusa. ¿Quién deseaba ir con ellos?Todos.Gianni se mostró muy afligido. Se había

encariñado mucho con los rusos.- ¡Venid con nosotros, camaradas! -insistió él-.

Atraparemos al gordo Mussolini y armaremos un jaleo tremendo...

- Déjales que se vayan, Gianni -le interrumpióLozzi-. Temo que lleguemos tarde. Por algo se dantanta prisa los norteamericanos... Bueno, muchachos,démonos un abrazo... ¡Batid a los fascistas allí comolo habéis hecho aquí!

- Gracias, ¡y que vosotros también tengáis muchoséxitos! Llevaremos una cuenta común...

Diez días después, el pequeño grupo de rusos seincorporó a la brigada. La disciplina que en ella

reinaba asombró de inmediato a los recién llegados.En todo se percibía un régimen militar especial, propio de las unidades del ejército regular. Aunquelos jefes de las secciones eran elegidos por los propios combatientes en las asambleas y por votaciónabierta, la gente se subordinaba a ellosincondicionalmente. Los jefes de las compañías y de

los batallones eran nombrados por el mando de la brigada, pero, al hacerlo, no siempre se tomaba enconsideración el grado militar. Por eso podía verse aveces a un teniente o a un capitán al frente de unasección, mientras un sargento o incluso un soldadode filas mandaba una compañía.

El jefe de la brigada, Anatoli Diáchenko, unmarino robusto de baja estatura, miró a los reciénllegados con sus ojos vivos como el azogue, yaunque quedó contento, al parecer, de constatar quese trataba de gente avezada y experta, que tantonecesitaba, les hizo la advertencia siguiente:

- ¡Nada de anarquismos! ¿Está claro? Allí, enItalia, os habéis acostumbrado a obrar cada cual a sulibre albedrío. Pero aquí, olvidaos de ello. Somos unaunidad regular del Ejército Soviético que combate enla retaguardia del enemigo. Tenedlo bien presente.¿Habéis prestado juramento?... ¿Cómo que cuándo?Cuando os llamaron a filas. El cautiverio no eximedel juramento... ni a mí, ni a vosotros, ni a los demás.¿Está claro?

Los recién llegados fueron incorporados encalidad de sección a la tercera compañía. Ese mismodía se celebró una reunión en la que Grigori fueelegido jefe y Leonid su ayudante. A Pável Podobrile tocó encabezar un pelotón.

Y continuó la vida guerrillera, plena dedificultades. Combates, retiradas, rupturas, asaltos,tiroteos. Lo mismo que en Italia. Sólo que aquí lasmontañas eran menos elevadas y el enemigo másdiverso. El destacamento de Lozzi había tenido que batir casi siempre a los "SS" y rara vez a los camisasnegras de Mussolini. En cambio, en Yugoslavia, losguerrilleros tenían que vérselas tanto con losalemanes como con los chetnikis, los ustaches y los

vlasovistas. En cuanto a víveres, experimentaban lasmismas penurias que en Italia.Pero en la brigada, los combatientes debían no

sólo luchar, sino también perfeccionarse. En eldestacamento de Lozzi cada cual había podidodisponer a su antojo de los ratos de ocio. Laasistencia a las clases políticas organizadas porEreméiev no había sido obligatoria. Si no teinteresan, quédate tumbado a la bartolacontemplando el cielo o durmiendo a pierna suelta.Lo de limpiar el arma había dependido de laconciencia de cada uno... En cambio, en la brigada

todo era distinto. En los intervalos entre los combateshabía instrucción y clases políticas; la asistencia a lasmismas era obligatoria. Las armas debían brillarcomo el cristal.

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A comienzos de enero de 1945, casi en presenciade Vasili sucumbió su viejo amigo NikoláiShevchenko. Se había metido con un ruso en unrincón oscuro de la galería para fumar un cigarrilloadquirido a fuerza de mucho buscar. Shájov, que nofumaba, se había sentado a descansar en un lugarapartado, aprovechando la ausencia de aquel que les

arreaba de continuo. Y estaba dormitando cuando ungrito le despertó.

El capo y un "SS" salidos inesperadamente de unagalería cogieron de sorpresa a los fumadores. El primero arremetió a puñetazos al compañero deShevchenko. El "SS", parado a cierta distancia, leobservaba, azuzándole con voz chillona. Vasili viocómo Nikolái tajó el aire con el pico. El capo  sedesplomó tras lanzar un corto grito. Shevchenkoavanzó hacia el "SS". Este retrocedió y desenfundó la pistola. Detonó un disparo, otro, y dos más. Elalemán, terriblemente asustado, continuó

descerrajando tiros a los presos ya muertos hastavaciar el peine de la pistola.

Así, queriendo defender a un compañero, Nikoláisucumbió. Pero antes de morir descrismó a una fiera.La pérdida acongojó por largo tiempo a Shájov.Siempre le faltaba Shevchenko, ese hombre tan bueno, tan optimista y dicharachero, Pero no en vanohabía ido él al encuentro de la muerte, porquedespués de ese suceso los capos dejaron de tratar contanta fiereza a los recluidos.

Los piojos pululaban en las barracas en cantidadesastronómicas. En pleno invierno, llegó un jefe deMauthausen y dispuso que se procediera a ladesinfección de la ropa y de los locales como medida preventiva contra el tifo. Un día de enero se ordenó alos presos que se desnudaran, dejasen la ropa ysalieran al patio. Las barracas fueron cerradas yllenadas de gas. Los hombres, desnudos, estuvieron"desinfectándose" durante más de dos horas a laintemperie: unos caían, otros se helaban. Después deeso, la pulmonía llevó a muchos a la tumba.

Por aquel entonces Shájov y otros enfermosfueron enviados a "curarse" a Mauthausen e

internados en el lazareto. Los médicos rusos,franceses, polacos y checos de entre los recluidos seesforzaban por conservar, si no la salud, al menos lavida de sus pacientes. Las posibilidades eran,naturalmente, mínimas, y el mando del campovigilaba con severidad de que los presos no permaneciesen mucho tiempo en la enfermería. Unmédico de los "SS" recorría sistemáticamente la sala.Y a los enfermos que, según él, estaban demasiadodébiles se los llevaban inmediatamente al crematorio.Hombres aún vivos eran metidos en los rumorososhornos e incinerados. Los médicos trataban de

ocultar a los ojos de aquel "SS" con bata blanca a losque por lo menos estaban en condiciones de moverseun poco. Les daban de comer lo que habíacorrespondido a los muertos. Al tratar de

restablecerles la salud se jugaban su propia vida; perono podían proceder de otra manera.

Pese al régimen terrorífico reinante, en el campode concentración actuaba una organizaciónclandestina de la Resistencia. Secretamente secreaban grupos combativos de a cinco, que en elmomento decisivo debían impedir el exterminio de

los recluidos por los "SS". Se había elaborado un plan de insurrección armada, según el cual los gruposde combate deberían ocupar las torres donde estabanemplazadas las ametralladoras, desarmar la guardia yliberar el campo cuando las tropas soviéticas o de losaliados se aproximasen. Los presos comprendían quelos hitlerianos tratarían de aniquilarlos a todos ellos, por eso debían estar preparados para ofrecerresistencia y librar la última batalla.

A comienzos de febrero los moradores del bloquenúm. 20 se rebelaron. Dicho bloque, que colindabacon el calabozo, era un lugar macabro. Cada día se

traían allá a decenas de personas, pero nadie habíavisto jamás salir de allí a nadie. Se sacaba a la genteen camillas. Y de allí se iba únicamente alcrematorio. La comida era repartida según se lesantojara a los "SS". Podían privar de ella a losrecluidos durante uno, dos o más días. Su diversión predilecta era observar cómo los hombres andaban agatas para lamer del suelo la sopa vertida por los dela guardia. De allí llevaban al crematorio diariamentede cien a ciento cincuenta cadáveres. El bloque núm.20, por sus dimensiones, no se diferenciaba de losdemás: debía dar cabida a doscientas personas. Peroen él alojaban hasta quinientos presos. Los que iban a parar allá quedaban privados de los auxilios médicosmás elementales, y muchos perecían a manos decriminales escogidos con ese fin. Los moradores delmismo eran, en lo fundamental, soviéticos:intelectuales, militares, aviadores, paracaidistas yaquellos de los que se sospechaba la complicidad enactividades clandestinas contra el fascismo.

Sabiendo lo que les esperaba, los moradores del bloque núm. 20 no quisieron morir pasivamente. Se prepararon para la insurrección y la evasión. Era casi

imposible llevar a cabo ese cometido, pues la barracaestaba circundada por un muro de mampostería sobreel cual había una alambrada de púas traspasada porcorriente eléctrica de alta tensión. En las esquinas sealzaban torres con nidos de ametralladoras. Aunvenciendo ese obstáculo, habría luego que salir delcampo y abrirse paso a través de una múltiplealambrada por la que también pasaba corriente.

Pese a ello, los cautivos resolvieron hacer elintento de evadirse. Al frente de los insurrectos secolocaron los coroneles Isúpov y Chubchenkov, elteniente coronel Nikolái Vlásov, el comandante

Leónov y otros oficiales. La insurrección debíallevarse a efecto a fines de enero. Pero un día antesde la fecha señalada casi todos los dirigentes de laoperación fueron fusilados por los hitlerianos. Hubo

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que postergar la evasión.La noche del 2 al 3 de febrero trajo no pocas

inquietudes a los presos de Mauthausen. De súbito seapagó la luz en las barracas. Ráfagas deametralladora cortaron el silencio. Los "SS"empezaron a correr de acá para allá por el campo. Se prohibió a los presos salir de las barracas. Ora

cesaban los disparos, ora detonaban con renovadafuerza. La gente comentaba en voz baja que, al parecer, había comenzado el exterminio en masa.Todo el mundo pasó la noche en vela. Los cautivosdel fascismo estaban plenamente decididos adefender su vida y rechazar a los hitlerianos.

A la mañana siguiente se supo lo dellevantamiento del bloque núm. 20. Tras aniquilar alos celadores y a los soldados de la guardia, losmoradores del mismo emprendieron la fuga. Seescaparon unos cuantos centenares.

Aquel día nadie salió a trabajar. Los "SS" se

llevaron de las barracas los instrumentoscontraincendios: hachas, bicheros y hasta extintores,los cuales, según había llegado a verse, podían servircomo armas en manos de hombres valientes, pues losfugitivos habían cegado al centinela de la torre conun chorro de espuma. Junto al portón se alzó unmontón de cadáveres helados. En los díassubsiguientes fueron trayendo al campo a decenas defugitivos capturados. No se les podía reconocer: tandesfigurados estaban por las palizas y torturas. Vivosy muertos eran arrojados a los hornos del crematorio.De los setecientos fugitivos sólo sesenta y doslograron escapar a la persecución.

Después del levantamiento, el bloque núm. 20 fueliquidado y el resto de sus moradores pasado por lasarmas.

Aquella aventurada evasión produjo unaconmoción general. Conque, pese a todo, se podíaescapar del campo de la muerte. Sólo era precisoactuar conjuntamente, muy unidos y en forma bienestudiada.

Pero los "SS", con el presentimiento de que noquedaban sino contadas semanas de su poder,

continuaban cometiendo atrocidades. Queríanliquidar cuanto antes a todos los rebeldes y testigosde sus crímenes. Fusilaban y ahorcaban a losrecluidos, los metían vivos en los hornos delcrematorio y los mataban de hambre. En uno de esosdías cundió por el campo la horripilante noticia deque la noche anterior los "SS" y sus secuaces de losllamados "bomberos", maleantes que cumplíancondenas, habían ajusticiado a un grupo numeroso deoficiales soviéticos.

La ira y el odio colmaron los corazones. Shájovestaba furibundo. Le parecía que si las miradas

 pudiesen matar, hacía tiempo que todos aquellosmonstruos estarían muertos. Y una envidia terrible lequemaba el pecho al pensar en Tólstikov, que lehabía hallado en la enfermería. Iván, miembro de un

grupo de choque, tenía ya escondida una pistola y podía andar por el campo. En cambio Vasili debía permanecer en la enfermería, al margen de la próxima lid, porque apenas movía las piernas... Perosi él no estaba en condiciones de empuñar una pistolae ir al combate como los soldados, ¡su arma sería la palabra!

IIIAbril, el mes de las flores, tocaba a su fin. Pero en

el fragor de los incesantes combates, los guerrillerosno percibían aquel desborde primaveral. Sólo en los pocos intervalos entre los ataques algún combatiente, paseando la mirada por las grises y pétreas colinas deIstria, suspiraba:

- En nuestro Kubán deben de haber acabado lasiembra. De seguro que los trigales verdean ya entoda su anchura. ¡Qué diferencia! Aquí hay sólotristeza. Lo único que consuela es la cercanía delmar. Nosotros también lo teníamos cerca, y no era

 peor que aquí. ¡Aquello era hermoso!- Sí -corroboraba otro-, a estas alturas del año era

mucho más hermoso que esto. Dígase lo que se diga,no hay otro país como Rusia.

El tercero, no se sabe por qué, olfateaba unaviscosa hojita de parra y la frotaba entre los dedos.Ahora, cuando se veía que la guerra estaba a puntode terminar, una súbita nostalgia se apoderó de todos.¡Tres años de espera, de sufrimiento! Había queasestar cuanto antes el golpe de gracia al enemigo yregresar a casa.

Pero el enemigo ofrecía resistencia. Cuanto másse aproximaba su fin, cuanto más se acercaban losguerrilleros a Trieste, apretando a los hitlerianos a lacosta, tanto más desesperada era la resistencia. Aveces los combates por la posesión de una cotadesconocida se prolongaban hasta dos días seguidos.La absurda resistencia de los fascistas, que retardabael fin de la guerra y el retorno a la Patria, enardecíaaún más a los combatientes. Apretando los dientes,caían para levantarse de nuevo bajo el fuego de lasarmas y lanzarse al combate cuerpo a cuerpo.

Ya flameaba al viento de mayo la bandera roja

sobre el Reichstag; los generales hitlerianos, muertosde miedo, habían firmado ya el acto de lacapitulación completa; los fuegos artificialesdibujaban ya en el cielo de las capitales europeas sustrayectorias como cuellos de cisnes, acompañados delas triunfales salvas de los cañones; ya al cabo demuchos años la gente arrancaba de sus ventanas lasnegras cortinas de camuflaje, mientras aquí, en lacosta del Adriático, los combatientes, segados por las balas o por los cascos de metralla, se ahogaban en su propia sangre, y los guerrilleros, bajo las explosionesde las bombas y las ráfagas de las ametralladoras, se

levantaban una y otra vez al ataque a la bayoneta.En el último combate, Ereméiev perdió de golpe a

dos íntimos amigos: a Leonid Beltiukov y a PávelPodobri. Más de sesenta hombres de su compañía

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Los soldados no se ponen de rodillas 97

 perecieron entonces. ¡Con qué furia se lanzaban alcombate cuerpo a cuerpo aquellos que se habíansalvado de las bayonetas! Aunque caían, volvían a ponerse en pie para arremeter de nuevo contra loshitlerianos. Los rostros de los "SS", desencajados porun miedo cerval, sus manos alzadas implorandoclemencia, el ronco "¡aaa!" salido de las resecas

gargantas de los guerrilleros en vez del "¡hurra!",todo, en la percepción de Ereméiev, se fundió en unminuto largo, muy largo...

Grigori tiró el arma automática, demasiado ligera para tan encarnizada lid, y, empuñando la bayoneta, pinchaba, disparaba y repartía culatazos a diestro ysiniestro. En sus oídos sonaban las últimas palabrasde Leonid: "¡Lucha, Grigori! ¡Yo ya estoy muerto!"

A poca altura de su cabeza pasó silbando unagranada de mortero. O un proyectil. Ereméiev selanzó hacia donde se habían atrincherado loshitlerianos.

- ¡Adelante, muchachos!A poca distancia de allí se produjo una explosión

ensordecedora. La ola expansiva levantó a Grigori ylo tiró con violencia al suelo.

Ante el caído pasaron corriendo sus camaradas.Los guerrilleros emprendían el ataque para desalojaral enemigo de Trieste y arrojar al mar a los restos dela chusma fascista. Por el caluroso cielo azul, sobrela ciudad, se expandía, ya sonoro, ya apagado, através del estruendo del combate, el potente"¡Hurraaa!" ruso.

EpilogoEn las ciudades, los carteros pasan completamente

desapercibidos. Rara vez molestan a alguien con susllamadas. Meten las cartas en el buzón para fundirsede inmediato con el torrente de los peatones.Ladeado el cuerpo bajo el peso de la barrigudacartera, van presurosos de casa en casa, subiendohasta el último piso. Siempre andan atareados.

Al cartero de la aldea le gusta conversar. El nometerá de prisa los diarios y cartas en el buzón parallegar cuanto antes a la casa siguiente. El llamará a la

 puerta para entregar personalmente lacorrespondencia y cambiar una que otra palabra conlos dueños de la casa. De vez en cuando se sentará ala mesa para tomar un vaso de té y comentar lasúltimas noticias. Tras despedirse de ellos con elafecto propio de un familiar, echará a andar hacia lacasa siguiente por el lodo otoñal o el caminitoapisonado en la espesa capa de nieve.Independientemente de su edad, el cartero de la aldeaes una persona seria que conoce a toda la vecindad lomismo que todos le conocen a él.

El cartero estima a Vasili Shájov. Y con razón.

¡La de cartas que el hombre recibe! Lo menos diez por día. La mayoría de ellas provienen del extranjero.¡Y qué variedad de sellos! Habrá que visitarle sinfalta para conversar con él sobre diversas cosas.

Aunque en el pueblo de Vérjneie Shájlovo el maestroVasili Mijáilovich no es el único intelectual -tambiénhay médicos y técnicos-, nadie recibe tantas misivascomo él.

El cartero llama a la puerta, le entregarespetuosamente un montón de cartas, se sienta congravedad en la silla que le han ofrecido y después de

conversar sin prisa, se despide y se va.¡Ay, cartero, cartero! Si supieras que cada

llamada tuya no es un simple golpe a la puerta, sinoal corazón...

Vasili no se apresura a rasgar el sobre. Fija lamirada en el matasellos, trata de adivinar quién le haescrito.

Esta carta llegada de Praga es de Frantisek Blaga.Stuttgart... De Walter Leitner.París... Un grueso paquete de Valley, el secretario

general de la Organización Nacional de los Presos deMauthausen.

Heidenheim, RFA... Adolf Probst.Viena... Karl Reder.Amsterdam... Nico Rost.Munich... Karl Zimmet.Volgogrado... Slava Vechtómov.Istra, región de Moscú... Mijaíl Petrov.Moscú… Pável Sekretta.Moscú… Daniel Levin.Rostov del Don... Lida Bokariova.Kizil Kia... Grigori Ereméiev.Mientras Vasili va mirando los sobres, en su

memoria surgen, como arrancados a la oscuridad porel foco de un reflector, cuadros del pasado.

El levantamiento en Mauthausen... El transporte blindado norteamericano... El tiroteo con los "SS"...La dicha inverosímil e indescriptible de laliberación... Seres grises, esqueléticos, izando la bandera roja sobre el campo de concentración... Elhospital de Linz, el hospital de Viena y muchos otroshospitales...

La búsqueda de los amigos. Las primeras cartas ylas primeras respuestas... Los amigos trabajabanabnegadamente en diversos puntos del país. La mitad

de la patria transformada en ruinas... Ojos tristes deviudas y madres que alentaban aún la esperanza devolver a ver a sus seres queridos... Niños sin hogar...Huérfanos que habían perdido a sus padres en laguerra... El Comité de Distrito del Partido, y esa pregunta planteada a rajatabla: "¿Quiere ustedtrabajar en una casa de niños? Es una de las tareasmás importantes del momento..." El cargo de directorde orfelinato privaba del sueño, porque en esostiempos duros se experimentaba la escasez de todo, ya los chicos había que darles de comer, vestirlos einstruirles...

Vasili ha hallado a Grigori Ereméiev. Ejerce elmagisterio, lo mismo que Efrem, como MijaílIvánovich, o él. Su campo de acción es también uncampo de batalla donde se forja el porvenir de la

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humanidad. Nikolái Kúritsin ha respondido también. Está

enfermo. Habrá que ayudarle en alguna forma.Slavka el "Contramaestre" es geólogo. Se dedica a

la búsqueda de petróleo.Casi todos ellos tienen hijos mayores, algunos de

los cuales están terminando ya sus estudios. ¡Cómo

vuela el tiempo! ¡Cuán desapercibidamente pasan unaño, dos, tres, diez...!

A Shájov le parece que está viejo, muy viejo, yque ha vivido más de una vida. En realidad, es así.Una fue la de antes de la guerra; otra, la de los cuatroaños de la contienda en la que se acumuló tanto que aalgunos les hubiera bastado hasta el fin de sus días; latercera es la que vive en la actualidad.

Pero esas tres vidas están fuertemente ligadasentre sí. Separar la una de la otra es tan sólo posibleen un cuestionario, donde se hallan concisamentedelimitados el pretérito y el presente.

El tiempo implacable borra de la tierra y cubre dehierba las huellas de las explosiones y de lastrincheras. Los años atenúan el dolor de la pérdida delos seres queridos. Cada vez molestan menos lasviejas heridas que nos hacen recordar el pasado. Perono se olvidarán jamás los tormentos sufridos en elcautiverio hitleriano ni los compañeros caídos en lalucha por la liberación de la Patria Soviética y eltriunfo de la paz y la justicia.

Fríos están los hornos de los crematorios deDachau y de Mauthausen. Un silencio de museoenvuelve esos campos de la muerte. Hace tiempo queno quedan ya ni las cenizas del führer, suicidado conveneno para ratones, ni de sus cómplices más próximos, ahorcados en Nuremberg. No obstante, porla tierra de Bonn andan miles de hitlerianosescapados al castigo que vociferan acerca deldesquite y que, soñando con arrasar todo el planeta,hacen lo posible e imposible por obtener la bombaatómica. Y ellos no están solos. Los criminales deguerra de ayer van del brazo con sus contrarios deayer: los generales ingleses, franceses ynorteamericanos. Monstruos que jamás podrán lavar

con botas herradas la dignidad humanareconoceremos la "letra" de los gestapistas de ayer,que se han puesto al servicio de nuevos amos. Elloshablan en el idioma común de los verdugos yestranguladores de la libertad. Son fieras, fascistas...

 Nuestros hijos -piensa Vasili- conocen la guerrasólo a través de los libros, las películas

cinematográficas y los relatos de las personasmayores. Ellos no han oído nunca los aullidos de los bombarderos que hielan la sangre en las venas, nohan visto las deslumbrantes explosiones de las bombas, los edificios reducidos a escombros ycenizas, las mujeres, los niños y los ancianosasesinados; a ellos no les ha perseguido día y nocheel olor a carne quemada proveniente del crematorioni los rostros demacrados de sus compañeros,esqueletos vivos que, al morir, no han inclinado lacabeza ante los verdugos, dejándoles pasmados porsu fuerza de espíritu y valentía. Nuestros hijos son

mucho más felices que nosotros, pues por las nochesno les atormentan las horribles pesadillas del pasado,en su alma no han quedado dolorosos recuerdos, laira no sacude tan vigorosamente su corazón cuandoleen en los diarios que el que ayer fue ayudante del jefe de Mauthausen o médico "SS" de Dachau, nohabiendo cumplido ni la mitad de su corta condena,ha sido puesto en libertad y destinado a un alto cargoen Bonn.

Ojalá que nuestros hijos no lleguen a percibir jamás ese dolor ni ese odio. Que nunca quemen sucorazón las cenizas de amigos arrojados al horno delcrematorio. Que las salvas y los fuegos artificiales,en los días solemnes, les traigan sólo alegría y no elrecuerdo de las terribles jornadas de lucha ni elreflejo de aquella gran guerra que atronó toda latierra.

Vasili evoca un diálogo sostenido con su hijita,nacida algunos años después de su regreso a la patria.Al mirar en el televisor una película sobre la guerra,la niña, aferrándose a su brazo, le preguntó con voztrémula:

- Papá, ¿por qué esos hombres corren, caen,