los señores de los siete tronos de carlos gonzález sosa. primeros capítulos

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La épica contienda entre los hombres y la furia sobrenatural y arrasadora de los dioses está por empezar.

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Los Señores de los Siete Tronos

VOLUMEN I:La Puerta

Carlos González Sosa

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LOS SEÑORES DE LOS SIETE TRONOS: LA PUERTACarlos González Sosa

Más allá de las montañas, en un mundo poblado por orcos, elfos, enanos yhumanos, y guardado por los Siete Dioses, vive Dorken, un hechicero, con sufamilia. Sin embargo, su plácida vida está a punto de verse alterada por acon-tecimientos que escapan a su control: los dioses ya no responden a los rezosde los humanos. No es la primera vez que las deidades ignoran a losOradores: así fue como empezó la aniquilación de la raza humana la últimavez.

Tras leer un viejo manuscrito, Dorken decide que la única forma de salvarsey salvar a los suyos es abrir la puerta al otro mundo y pedir clemencia a losdioses.

Lo que no imagina es que al abrir esa puerta estará, inadvertidamente, pro-vocando el principio del fin…

La guerra no ha hecho más que comenzar.

ACERCA DEL AUTORCarlos González Sosa nació en 1972 en Las Palmas de Gran Canaria.Descubrió su pasión por las letras desde muy joven; escribió su primeranovela a los doce años y ganó varios concursos de cuento corto. Tras viajarpor Europa aprendiendo idiomas, ingresó en la Facultad de Traducción eInterpretación de la isla donde nació y se especializó en inglés y alemán. Hasido traductor y profesor de inglés en Gran Canaria. Los Señores de los Siete

Tronos. La Puerta es su cuarta novela.

ACERCA DE SUS OBRAS ANTERIORES«Muchos alumnos de distintos centros lo leen en clase, en sus casas, y sonfieles seguidores de Meed, las tierras que imaginó Carlos González pararecrear la trilogía de su literatura fantástica, quimera que ha permitido a otrosiniciarse en la escribanía, impacto emocional ante una producción literariaque Carlos inició para experimentar el placer de juntar palabras y darles unsentido.»NICOLÁS GUERRA AGUIAR, CanariaS 7

«El caso es que los libros de Carlos González Sosa están en un estante muyespecial en mi casa (junto a los de Negrete y Tolkien) y Carlos mismo, ade-más de entre mis escritores favoritos, está entre mis amigos más aprecia-dos… Gracias, Carlos por escribir como escribes y por ser como eres.» WhoduTh.bLogSPoT.Com

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A Mari Carmen, la luz de mi vida.A mi hijo Óscar, la más maravillosa fuente de inspiración.

Les quiero.

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Preludio

Las ramas más bajas de los árboles arañaban sin cesar elcuerpo del joven humano, que corría presa de un terror de-mencial. Unos pasos por delante de él, el habilidoso elfoconseguía esquivar los brazos de aquellos robles milena-rios, y miraba hacia atrás, hacia su compañero de infor-tunio, con consternación: aquel muchacho no llegaría muylejos con semejante herida.

Como si hubiese leído sus pensamientos, el humanotropezó con una raíz descubierta y cayó al suelo. Sus ma-nos se hundieron en la húmeda hojarasca que cubría el le-cho del bosque.

—¡Vamos, levanta! ¡Hemos de seguir! ¡Están muycerca! —lo exhortó el elfo, volviendo sobre sus pasos paraayudarlo a ponerse en pie.

—No puedo —gimió el joven, exhausto, lanzándoleuna mirada de desesperación. Cómo envidiaba a aquel seragraciado por los dioses, que no mostraba la más mínimaseña de agotamiento. Él, sin embargo, por más que lo in-tentaba, no conseguía acallar el latir desbocado de su cora-zón—. Se acabó —musitó, bajando la mirada hacia supropia pierna. La sangre no dejaba de manar, empapando

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los jirones del pantalón, que persistían en pegarse a su pieldesgarrada.

El rastro que había dejado en su huida era imborrable.El elfo sintió un nudo en el estómago. A pesar de la ju-

ventud de aquel humano, su vida estaba ya condenada a unfinal atroz. Pero él… él tenía aún posibilidades de escapar.Conocía aquellos bosques como la palma de su mano y sussentidos eran excepcionales, incluso entre los de su raza.

Y el tiempo se le acababa.—Vamos. No te dejaré aquí —anunció, apartando aque-

llos pensamientos y agarrando el brazo del humano con unafuerza inesperada en un ser que a simple vista parecía débil.

El muchacho consiguió ponerse en pie y, con el brazo porencima del hombro del elfo, prosiguió su huida bajo la mi-rada oscura del robledal, cojeando y contrayendo el rostroen gestos de dolor.

Poco después llegaron a un pequeño claro, donde tuvie-ron que detenerse. Era evidente que ninguno de ellos logra-ría escapar si continuaban avanzando a aquel ritmo.

Recostado contra un tronco nudoso que se elevaba hacialas alturas, el herido jadeaba y volvía a apretar el torniqueteque le había aplicado su compañero. El elfo permaneció enpie, mirando atrás, hacia el sector del bosque que habían re-corrido ya, aquel por donde, sin duda, pronto apareceríansus perseguidores. Su magnífico arco permanecía a la es-palda, y el carcaj estaba aún lleno. Pero el elfo sabía que susflechas no serían suficiente contra aquellas criaturas.

—Están muy cerca —apuntó, con la cabeza gacha y losojos rasgados clavados entre los árboles, en una concentra-ción absoluta, en la más pura simbiosis con el bosque que lorodeaba.

El joven lo miró con una mueca de angustia. Temblabade pavor, extenuado.

—No podemos escapar de ellos —sollozó—. Nunca losdejaremos atrás. Llevamos dos días y dos noches corriendo,y siempre están ahí, pisándonos los talones.

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la puerta

El habitante del bosque entornó los párpados con pesar.Debía continuar. Con todo el dolor de su alma, descansó susojos, silenciosos pero expresivos, en aquel humano.

—¡No, Leigel, por favor! —rogó el chico, consciente deldestino que le esperaba—. No quiero… —Temía inclusopronunciar aquella palabra: «morir» sonaría tan terrible allí,en medio de la noche, en algún punto remoto de la floresta,lejos de los ojos del mundo—. Espera un poco. Espera a queme duerma… No… me dejes solo —le pidió, prorrum-piendo en un amargo llanto.

El elfo no pudo negarse.Sus caminos se habían encontrado dos días antes. El hu-

mano se adentraba en aquel bosque, gritando enloquecido.Aquellas criaturas infernales, surgidas de la oscuridad, ha-bían matado a su familia. Dejaba tras de sí una granja mal-dita, desierta, salpicada de manchas carmesí. Él había esca-pado, pero había sido marcado, y su rastro de sangre sería elolor que las guiaría hasta encontrarlo.

Aun cuando sabía que aquello podría significar su con-dena, el elfo se sentó a su lado, sobre una piedra abrigada porun grueso manto de liquen.

—He de… he de avisar a los míos —musitó, incapaz decruzar la mirada con la de su compañero.

—¿Por qué nos persiguen? ¿Por qué no se van? ¡Maldi-tos sean todos ellos!—clamó el humano, alzando la vista ha-cia un cielo alto, callado, distante.

—Vosotros los trajisteis aquí. Tu padre no me escuchó:abrió… la Puerta. Los humanos siempre habéis sido dema-siado… —Por respeto a la memoria de su amigo, no llegó aacabar la frase—. Hechicero insensato…

—¡Ya es tarde para lamentarnos! —lo atajó el mucha-cho—. No importa ya quién haya sido el culpable. —Trasuna breve pausa, añadió—: Mi padre solo trataba de ayudara la humanidad. Sabía que nuestro final estaba cerca y úni-camente quiso… —Las palabras se le atragantaron—.¡Maldita sea, vosotros no tenéis nada que temer! ¡Somos

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los humanos los que corremos peligro! —gritó, enfurecido.Entonces algo lo obligó a callar.

Una brisa gélida acarició el bosque, haciéndolo vibrar.Luego todo quedó en silencio. El elfo aguzó sus sentidos.Pudo oír una gota de rocío que se deslizaba desde unahoja y caía al suelo mullido. Pudo oír cómo se despren-día de la rama que la había visto nacer y se balanceaba ensu descenso. Pudo oír el lento serpenteo de los gusanosque acudían desde las profundidades a la llamada de lasangre.

Pudo oír decenas de garras que, al avanzar, clavaban en latierra sus uñas retorcidas… muy cerca.

—Ya están aquí…El muchacho se encogió sobre sí mismo, mientras

trataba de percibir aquello que los oídos de Leigel cap-taban.

—Todavía hay esperanza para algunos —le recordó elelfo con pesar.

El humano frunció el semblante en un rictus de dolor.Luego, aún vencido por el cansancio, clavó sus iris marronesen aquel ser esbelto.

—Tienes razón. Ya no puedes hacer nada más por mí.Te… te agradezco todos tus esfuerzos. Sí, ve y avisa almundo. Avisa a los de mi raza, por favor. Diles que el finalse acerca, que la Puerta está abierta, que corran, que co-rran lo más lejos posible. Tal vez así puedan ganar unosdías a la muerte… Diles que mi padre trató de ayudarles—Un acceso de tos interrumpió las agoreras palabras delmuchacho.

Leigel tragó saliva.—¿Quieres…? —Inspiró hondo—. ¿Quieres que…?—No —El joven contraía sus facciones—. No, que lo ha-

gan ellos. Estoy seguro de que será una muerte rápida. Tie-nen muchas vidas que segar.

El elfo asintió levemente con la cabeza.—Adiós… —Sus ojos se humedecieron, e incapaz de

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la puerta

contemplar por más tiempo al condenado, se dio la vuelta.Permaneció inmóvil unos instantes. Los sonidos se acerca-ban, y un frío sobrenatural llegaba con ellos.

—Vamos, vete —lo exhortó el herido—. Tienes… tienesque hacerlo.

El elfo apretó los párpados y dos lágrimas rodaron porsus mejillas en la oscuridad de la noche, robando un tenuedestello a la luz de la luna menguante. Luego se perdió en-tre la vegetación, sin hacer el más mínimo ruido, sin dejar lamás leve huella, como si nunca hubiese estado allí.

—No —susurró el muchacho para sí, ahora que su com-pañero ya no podía oírlo—, no me dejes aquí. Tengo miedo.Están muy cerca… Por favor, no me dejes aquí…

El bosque quedó en silencio. En la bóveda oscura, la lunaproyectaba una luz pálida, mortecina, hasta que las nubessaltaron sobre ella, como alimañas, y la engulleron, y la no-che se tornó tan negra como la túnica de La Muerte.

El humano no conseguía dejar de temblar. Sus ojos an-gustiados titilaban mientras escudriñaban cada rincón delbosque. La niebla que ascendía desde la tierra húmeda bai-laba al son de una brisa furtiva que lograba colarse entre lavegetación.

Entonces comenzó a oírlo. Aquel sonido que el elfo habíapercibido mucho antes llegó ahora con una nitidez siniestraa sus oídos. Pisadas, respiraciones entecas, jadeos.

—Por los Siete Dioses —gimió, encogiéndose aún más yarrimándose al tronco del árbol en el que se apoyaba, sinpercibir siquiera el olor que le llegaba de sus propios excre-mentos.

Un frío espectral lo hizo estremecer.A su espalda, innumerables ojos rojos comenzaron a

centellear entre las sombras. Él no podía verlos. Los sentíaen la piel, pero no los veía. Tal vez fuese mejor así: la visiónlo habría hecho enloquecer.

Las copas de los árboles se mecieron con el viento. Laluna escapó de sus custodios, y su brillo proyectó unas som-

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bras grotescas que rodearon al humano, allá abajo, en la so-ledad del bosque.

Instantes después, un grito demencial desgarró la noche,haciendo alzar el vuelo a las pocas aves que no habían huidoya de aquel robledal réprobo.

En la distancia, el elfo se detuvo y, sin mirar atrás, cerrólos ojos unos instantes.

—Ha acabado tu dolor. Que encuentres luz en tu ca-mino. Viaja en paz, Íhlion, hijo de Dorken.

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Indicios

Unos meses antes

Dorken paseaba cabizbajo por los jardines del Templo delSilencio. A su lado, Tihél, el Orador más longevo del sagradosantuario, arqueaba los labios en un rictus de preocupación.

Las numerosas florecillas blancas de las Acacias Gigantesque poblaban aquellos vergeles llovían sobre los dos pasean-tes en un suave vaivén, como copos de nieve, mecidas por labrisa fresca del amanecer.

—No lo entiendo —susurró Dorken, consciente de quebajo ningún concepto podía alterar el silencio de aquel lugar,por muy apremiante que fuese el asunto.

El Orador meneó la cabeza.—No… tiene explicación. Hemos enviado heraldos a to-

das las tierras que figuran en nuestros mapas, y… —apesa-dumbrado, agrió el gesto— lo que nos cuentan siemprecoincide. —Dorken escrutó el rostro del anciano, intrigado,y este continuó en voz muy baja—: Los dioses ya no res-ponden a los rezos de los humanos, en ningún lugar, en nin-guna región de nuestro mundo.

El hechicero se estremeció.En aquel momento, las primeras gotas de lluvia moja-

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ron el empedrado por el que avanzaban, rodeados de ár-boles. Ambos apretaron el paso hasta llegar a los soporta-les que cercaban el templo, a salvo de la lluvia, que se vol-vía ya casi torrencial.

Antes de continuar avanzando por los sacros pasillosde mármol, el Orador bajó la vista hacia los pies del he-chicero, y este, avergonzado, se descalzó inmediatamentepara evitar que el sonido de sus pasos perturbase las acti-vidades del recinto.

—Sigo sin entender, Orador. Sí, es algo… inusitado,pero… pero ¿qué tiene todo esto que ver conmigo? ¿Por quéme habéis hecho llamar? Yo he entregado mi vida a la ma-gia, a la hechicería, no al culto.

Tihél se detuvo y se acercó a la balaustrada que se pro-longaba entre columna y columna a lo largo de todo el co-rredor. Su mentón tembló ligeramente —un tic dema-siado habitual en él— antes de que contestase a suinterlocutor.

—No sé a quién acudir. Estoy… —apretó las mandíbu-las— estoy asustado.

—¿Asustado vos? —Dorken sonrió—. Como nigro-mante he conocido criaturas que helarían la sangre del másosado de los guerreros, pero vos, en vuestra sabiduría, ha-béis lidiado con las más abyectas aberraciones. Os conozcodesde hace… ¿diez, quince años?, y jamás he visto temor envuestros ojos.

El Orador se giró hacia él. Y a Dorken se le cortó la res-piración.

El anciano estaba pálido, como el Errante de la Guadaña.Sus ojos se hundían en las cuencas como en arenas movedi-zas, rodeados por numerosos pliegues de piel flácida y enne-grecida. Sus cejas, enarcadas, delataban su consternación,su… miedo.

—¿Qué está sucediendo, Tihél? —preguntó el mago,turbado.

El Orador tragó saliva.

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la puerta

—Creo que los dioses están… creo que están hastiadosde la humanidad.

—¿Queréis decir que nos han abandonado?—No. Mucho me temo que no se trata solo de eso.El hechicero frunció el ceño.—No os entiendo.Tihél demoró unos segundos su respuesta. A los ojos de

Dorken, su rostro parecía aún más avejentado.—Ven, Dorken, te mostraré algo —dijo el Orador,

echando nuevamente a andar.

El Templo del Silencio era mucho más grande de lo quesugería su estructura exterior. En eras pasadas había sido co-nocido como el Templo de las Mil Puertas, apelativo que sehabía granjeado por la infinidad de habitaciones construidaspara el recogimiento de los Oradores y sus discípulos. La so-briedad era la nota predominante del recinto, combinada conla omnipresencia de la penumbra. La luz, según las creenciasde los Oradores, distraía la mente, la alejaba del sosiego, dela armonía, del equilibrio.

Tihél condujo al hechicero por un corredor largo y an-gosto, sin ventanas, iluminado tan solo por el fulgor cálidode unas pocas antorchas. A los lados del pasillo había nu-merosas puertas pequeñas que daban a otros corredores ya habitaciones de diversos usos. Al fondo, dos hojas de ma-dera que doblaban la altura de Dorken delimitaban el finaldel corredor.

El Orador se detuvo ante ellas y giró levemente la ca-beza para observar de soslayo a su acompañante, mien-tras sacaba una llave de plata que le colgaba del cuello, es-condida bajo la túnica color espliego que vestía. Conocíaa aquel hechicero desde hacía muchos años y confiaba enél, pero estaba a punto de abrirle las puertas a un recintoprohibido para aquellos no versados en la adoración a losdioses, desde que fuera construido, mucho tiempo atrás.

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La puerta cedió sin emitir protesta alguna.—En este Templo hay diez Oradores, incluyéndome a

mí —aclaró Tihél, volviéndose hacia el hechicero—, y dos-cientos discípulos. Siempre ha sido así en nuestra Orden, ysiempre lo será. Por lo tanto, solo diez discípulos consegui-rán ser Oradores. Los demás habrán de dejar sus hábitos ybuscar un nuevo camino, tras toda una vida de dedicaciónabsoluta. La mayoría de ellos termina pidiendo limosna a lapuerta de las iglesias —confesó—. Cada Orador posee unallave como esta —se la mostró y la guardó nuevamente bajosu hábito—. Nunca habrá más de diez Oradores, por lo quenunca habrá más de diez llaves. Solo a los Oradores les estápermitido entrar en la Biblioteca… de los Enigmas. Los dis-cípulos deben saciar su sed de conocimientos en la BibliotecaPrincipal.

Tihél hizo una pausa, tratando de encontrar las palabrasadecuadas.

—Conozco bien el riesgo que corréis, Tihél. Y sé lo afor-tunado que soy al poder pisar este santuario del conoci-miento.

El Orador sonrió con una mezcolanza de tristeza ytemor.

—No, Dorken, no… no conoces el riesgo que corro.Tampoco deberías sentirte afortunado. Si no estás preparadopara recibir la información que encierran los escritos que es-tás a punto de contemplar, tal vez… tal vez todos tengamosque arrepentirnos; incluido tú.

El rostro solemne del hechicero dejó claro al anciano quecomprendía la seriedad de sus advertencias.

—Quizá tengáis razón, Orador. Quizá no sea yo la per-sona indicada…

—Eres el mago más ilustrado que conozco. Todos te con-sideran un erudito. Y aun así, eres capaz de rechazar unaoferta por la que muchos otros matarían. Tu humildad meconsuela y reafirma mi elección: he acudido a la personaadecuada.

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la puerta

Dorken tragó saliva.—Vamos, entremos —sugirió el Orador, cediendo el

paso al hechicero para cerrar la puerta tras él. Iban a pasarmuchas horas en aquel lugar; días, tal vez.

Decenas, cientos de anaqueles repletos de volúmenesatestaban las paredes de la biblioteca. En el centro había unamesa de mármol que los Oradores utilizaban para consultas.El recinto no era grande, pero todo estaba tan condensado,los libros estaban tan aglutinados, y los estantes eran tantos,que poco se podía distinguir de las paredes estucadas que ha-bía tras las obras.

Dorken se paseó ante aquellos volúmenes, tan viejos,muchos de ellos, como la propia memoria de los pueblos.Sus ojos, titilantes como estrellas, acariciaban las palabrasque se leían en sus lomos: La Caída del Primer Ángel; LaMuerte del Alma; Oraciones Prohibidas; Contactos con elVerbo Negro…; un sinfín de títulos que encogían el corazóndel hechicero.

Mientras tanto, el Orador se movía con pasos seguros deacá para allá y recopilaba documentos que iba depositandosobre la mesa. Hasta que, por un momento, se detuvo, y ob-servó el absorto deambular de Dorken. Su rostro se ensom-breció al pensar en que aquel mago ni siquiera imaginaba loque estaba a punto de descubrir.

—Dorken, por favor —lo llamó con voz grave. El hechi-cero se sobresaltó: el Orador había dejado de hablar en su-surros. Al fin y al cabo, ¿a quién podían perturbar en aque-lla cámara sellada?—. Acércate.

Había seis libros sobre la mesa, además de un mapa des-plegado y algunos pergaminos enrollados y sujetos con tirasde cuero.

Dorken echó un vistazo al mapa. Lo había visto ya antesen algunas ocasiones y lo reconoció al instante.

—Las Tierras Conocidas —los ojos del hechicero reco-rrieron el perfil de aquellos territorios mientras pronun-ciaba esas palabras—, según Tolof.

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Tolof había sido un célebre cartógrafo, tan minucioso ensu trabajo que solía detallar en la mayoría de los mapas quetrazaba los pequeños pueblos, los enclaves donde había acae-cido algún hecho insólito y hasta los caminos menos transi-tados. Por supuesto, en un mapa que abarcaba tan vastos te-rritorios —dos continentes unidos por una angosta lenguade tierra, y un tercero situado muchas millas al sur de losanteriores—, los caminos secundarios no podían ser señala-dos. Además, muchos de los senderos principales habíancambiado su trazado desde aquellos lejanos años en que To-lof aún vivía.

—Creo que no ha vuelto a haber un cartógrafo como él.A pesar del paso de los años, sus mapas siguen siendo losmás fieles —opinó el Orador.

—Estoy de acuerdo. Pero en ellos no están reflejadas lasnuevas tierras que se han descubierto desde entonces.

—Tenemos muy vagos conocimientos de esas tierras.Solo sabemos que están más allá de los Montes de los Espe-jos, y plagadas de orcos. No podemos fiarnos de los mapasque las recogen.

—¿Qué me decís de los caminos que se han abiertodesde la muerte de Tolof? ¿Y de las nuevas ciudades? ¿Y delcambio del curso del Río Manso?

—La orografía de los territorios: eso es lo único que im-porta —le rebatió Tihél—. Los caminos cambian con el pasode los años, o los oculta la maleza, y cualquier lugareñopuede indicarte cómo encontrarlos.

Dorken permaneció en silencio. No acostumbraba a dis-cutir sobre asuntos que no mereciesen su esfuerzo; y menosaún con un hombre con tan extensos conocimientos.

Tihél pareció adivinar sus pensamientos.—Tienes razón, viejo amigo, nos estamos desviando del

asunto que nos ha traído aquí —musitó.—¿Qué queréis mostrarme, Orador? —preguntó el he-

chicero, consciente de que Tihél no sabía cómo abordar elasunto.

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la puerta

—Fíjate en estos puntos, señalados con tinta ocre. Sonlos lugares a los que enviamos a nuestros heraldos —indicóTihél—. Hemos cubierto prácticamente todas las tierras ac-cesibles. Dos emisarios han llegado hasta el norte, al Templode Tekra, y al sur, al Templo de la despoblada Costa de losCrepúsculos, unas tierras que ya solo habitan los miembrosde nuestra Iglesia.

Dorken guardaba silencio mientras paseaba sus dilatadaspupilas entre los puntos señalados por el Orador.

—Como te he dicho, en todos ellos hemos obtenido elmismo resultado, invariable: los dioses no responden a lasplegarias de los Oradores.

Tihél se enderezó y extrajo uno de los tomos que habíasobre la mesa.

—¿Cuánto tiempo hace que no responden a vuestros re-zos? —indagó Dorken.

—Demasiado —contestó el Orador, mirándolo fija-mente a los ojos, cincelado su semblante en un repentinogesto de acritud—, demasiado tiempo. No hay señales, Dor-ken. Ninguna. Las nubes ya no nos revelan nada; el vientono nos susurra; ninguno de nosotros ha vuelto a soñar; nooímos nada en nuestras oraciones. Es… es como si hablára-mos solos en una habitación vacía: el hilo espiritual… se haroto, por completo, como si nunca hubiese existido, como sisiempre hubiésemos estado totalmente solos en estemundo.

—Antes… antes habéis dicho que no creéis que nos ha-yan abandonado sin más. ¿Pensáis que… hay algo más?

—Dorken —continuó el Orador, agravando más aún suexpresión—, los dioses han roto el Vínculo tan solo con loshumanos: ninguna otra raza ha perdido el contacto, ningunaha sufrido este… abandono.

—Proseguid —lo alentó el hechicero, que intuía que ha-bía algo mucho más importante.

El Orador acarició un instante el volumen que había co-gido de la mesa y lo abrió. Mientras hojeaba las apergami-

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nadas páginas, le sobrevino un ataque de tos que lo hizo de-tenerse unos instantes. Luego continuó, hasta hallar lo quebuscaba.

—Aquí está —anunció, sin levantar la mirada haciaDorken—: «Primavera del año 667 tras la Era de la Gran Sá-bana de Arena…»

—¿La Era de la Gran Sábana de Arena? —preguntó ex-trañado el mago—. Jamás he oído hablar de…

El Orador clavó entonces las pupilas en el hechicero yañadió:

—Hace tres mil trescientos veintiséis años.Su oyente frunció el entrecejo.—Según los Escritos Arcaicos, hace tres mil años… aún

no había sido creado el primer hombre —protestó—. O almenos no había llegado a estas tierras.

—Los Escritos Arcaicos datan de muchos siglos después.Los Copistas nunca encontraron información del periodo detiempo del que te hablo. Este… este manuscrito cayó en ma-nos de nuestra Orden después de la muerte de los últimosCopistas.

—Tihél… —musitó el hechicero—. ¿Significa eso que…?—Sí, Dorken, la humanidad es mucho más antigua de lo

que siempre se ha creído.—¿Y por qué habéis mantenido el manuscrito oculto?

—inquirió Dorken, mostrando cierto recelo.—En esta biblioteca hay muchos libros que el mundo no

conoce, libros que harían tambalear los cimientos de nues-tras creencias, libros que podrían llevarnos a la ostentaciónde un poder inimaginable…, o a nuestra propia destrucción.Por eso, nuestra Orden optó por guardarlos en la oscuridad,bajo mantas de polvo.

Dorken asintió, ansioso por que el Orador continuase le-yendo aquella joya del conocimiento.

—«Los dioses siguen sin respondernos. Hoy he enviadoa mi hijo a la Ciudad Sagrada. Presiento que algo terrible vaa ocurrir.»

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la puerta

Tihél hizo una pequeña pausa para estudiar el semblantedel hechicero, cuyos ojos se abrían de par en par. Casi podíaoír el latir de su corazón, que palpitaba con fuerza bajo sutúnica. No pudo sentir la agitación que tenía lugar en lamente de Dorken, pero sí la adivinaba: difícilmente alguienque acababa de descubrir tan escalofriantes acontecimientospodía permanecer inmutable.

—Entonces…, ya había sucedido antes —No era unapregunta, sino una afirmación, lo que el hechicero habíapronunciado.

—Ahí es a donde quiero ir a parar, viejo amigo. Escucha—el Orador pasó algunas páginas y continuó leyendo—:«Otoño del año 667: Ya no nos cabe la menor duda, los dio-ses nos han abandonado. Mi hijo ha vuelto de la Ciudad Sa-grada. Traía consigo el Mal de la Piel, como todos los que lo-graron regresar. Y, sin embargo, ha aguantado con vidahasta poder cumplir su encomienda y entregarme un men-saje del Prócer, la máxima autoridad de aquella ciudad. Hoylo he enterrado. No hay mayor dolor para un padre que ca-var la tumba de su propio hijo.

»Las noticias que me manda el Prócer confirman mis te-mores».

Tihél cogió entonces, con un cuidado exquisito, una cartadoblada que se hallaba entre aquellas páginas y la leyó.

Querido Doqrini:

Las divinidades se han vuelto contra nosotros. Extrañas en-fermedades exterminan las poblaciones de las grandes ciuda-des; una lluvia torrencial e incesante hace que los ríos se des-borden y aneguen los campos, y el hambre devasta las zonasrurales. Los Montes del Letargo han despertado, y escupenlenguas de lava que cambian día a día el rostro de nuestromundo, calcinándolo, hiriéndolo. El fin de los días de los hu-manos está cerca.

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Tihél dejó la carta en su ubicación original y pasó unanueva página del libro, volviendo a pasear la mirada entrelos escritos.

—«Invierno del año 667: un jinete ha llegado a caballo,venciendo la tempestad de nieve que nos castiga desde fina-les del otoño. Ha traído inquietantes nuevas del Prócer».

El Orador hizo una pequeña pausa y tomó en sus manosun nuevo pergamino que había entre aquellas páginas. Congesto solemne, lo leyó:

Mi querido Doqrini:

Hoy los dioses me han hablado para darme terribles noticias:la humanidad está condenada. Hemos sido demasiado codicio-sos. Hemos amasado demasiado poder. Creo que nos temen, ypor ello nos condenan.

Como bien sabemos, el mayor poder de los hombres lo osten-tan los magos. He ordenado destruir todos los libros de hechice-ría; te recomiendo encarecidamente que hagas tú lo mismo enlos vastos territorios que rodean tus templos —es más, te loexijo…

El anciano se enderezó.—Te ahorraré un poco de tiempo: el Prócer de la Ciu-

dad Sagrada no solo ordenó quemar todo lo que tuvieraque ver con lo arcano; también mandó perseguir a los he-chiceros y a las brujas. Cientos de ellos pasaron por lassalas de tortura; los que tuvieron suerte acabaron prontoen la hoguera. Las escuelas fueron destruidas y las ciuda-des abandonadas. Se prohibieron los libros, las funcionesde teatro o cualquier otra representación pública. Las ha-chas de los verdugos no conocieron descanso durante losmeses que siguieron a aquella revelación. El miedo seapoderó de los hombres. Nadie osaba levantar la cabezapor temor a los dioses… y a la Iglesia (en aquellos años laIglesia ostentaba mucho poder). En todo el mundo cono-

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la puerta

cido comenzaron a alzarse majestuosos templos de ado-ración. —El Orador detuvo un instante su discurso, ex-trañamente ausente—. Pero nada consiguió aplacar la irade los Siete Dioses.

»El Prócer consiguió mandar una última carta:

Mi querido Doqrini:

Mucho me temo que los dioses no nos han perdonado, a pe-sar de todos nuestros esfuerzos. La Ciudad Sagrada está conde-nada. Terribles criaturas han llegado a estas tierras, surgidas dela oscuridad. Sanguinarias, inclementes, letales: son los Siervosde los Siete. Nacen de la noche. No hay donde esconderse. Huidlo más lejos que podáis, alejaos de sus ojos, fluctuantes como as-cuas. Tratad de escapar, vosotros que aún podéis.

Esta es, con toda certeza, la última carta que podré mandaros.Que la luz guíe vuestros pasos. Rezad, si encontráis algún diosque os escuche.

Todo ha sido culpa nuestra.

El Orador detuvo la lectura y centró su atención en elmapa que había desplegado sobre la mesa.

—El templo del Prócer estaba exactamente… aquí —dijo,señalado un punto del mapa marcado con el dibujo de unavela. Y levantó la mirada hacia el hechicero. Dorken tragósaliva, estremecido—. Sí, el mismo lugar en el que nos ha-llamos ahora —le confirmó Tihél.

—Entonces, la Ciudad Sagrada…—Se levantaba justo ahí fuera. Ahora la llamamos…

Výliareth.—No es posible. Esta ciudad no es tan antigua —pro-

testó el hechicero—. Debe… debe de haber algún error.—Las casas, Dorken, las casas no son tan antiguas. Pero

las murallas de Výliareth… ¿quién ha podido datar su cons-trucción?, ¿quién conoce al artífice? Nadie; siempre ha sidoun gran misterio.

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—¿Y el Templo?—Diría que también pertenece a aquel periodo. Su pie-

dra está tan ennegrecida como la de las murallas. Parecenhaber sido castigadas por algún incendio.

El hechicero, que se había levantado para estudiar elmapa, volvió a sentarse, confuso, desconcertado, mientrasTihél continuaba hablando.

—Según la información de que disponemos —apuntó,apoyando su mano en la pila de libros que había sobre lamadera—, aquí, en Výliareth, comenzó todo, y el mal fueextendiendo sus tentáculos hacia el norte. —El Orador hizouna breve pausa que impregnó de fuerza sus siguientes pa-labras—. Hasta que los dioses se saciaron.

El eco de la voz de Tihél pareció flotar en la densa at-mósfera de la biblioteca, incapaz de encontrar una salida.

—Acabaron… con el hombre —susurró Dorken para sí.—¿Quién sabe? Tal vez dejasen algún reducto para que

volviésemos a comenzar desde nuestras cenizas. Tal vez noquedase nadie, y el hastío de las divinidades, o su vanidad,les indujesen a volver a dar vida a nuestra raza. Carecemosde información sobre eso.

—A ver si lo he entendido —trató de recapitular el he-chicero—: los dioses castigaron al hombre porque se es-taba convirtiendo en un ser demasiado poderoso y lo ex-terminaron. De algún modo, volvimos a poblar el mundo.Y ahora, después de más de tres mil años, la… amenaza serepite.

—Volvemos a ser poderosos, Dorken, probablementemucho más que entonces. Nuestros hechiceros son los mástemibles de todas las razas. A lo largo y ancho de las TierrasConocidas poseemos ejércitos devastadores. Nuestros cono-cimientos han llegado a extremos que poco tiempo atrás pa-recían utopías. —El Orador clavó una mirada indescifrableen el mago—. El poder de los hombres es… inconmensura-ble, incomparable con el de ninguna otra raza. Pero lo queprobablemente más asusta a los dioses es que la humanidad

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la puerta

está ahora unificada bajo tan solo cinco coronas: Tekra, Bàri-loth, Luhton, Výliareth y Hurm-maet. Nuestras guerras in-testinas han cesado y, como resultado, ya no nos destruimosa nosotros mismos. Si nada cambia el curso de la historia, sinada detiene este ritmo de desarrollo, nuestro poder, Dor-ken, no dejará de crecer.

—¿Estáis sugiriendo que hagamos lo que ordenó el Pró-cer en aquel entonces?

Tihél sonrió con indolencia, como si las energías lo hu-biesen abandonado.

—No, claro que no. Si la Iglesia decidiese hoy acabarcon vosotros, los hechiceros, tendríamos que quemar elmundo, y aun así no sé si lo conseguiríamos —señaló, sa-cudiendo la cabeza—. Además, tendríamos que acusarnosentre nosotros de manejar artes oscuras: no hay Oradorque no las domine. No, Dorken, nuestros conocimientos,nuestra cultura, nuestra… —el Orador trató de encontrarla palabra adecuada— civilización no puede, ni debe, serdestruida. Hay que evitarlo a toda costa. —Por un mo-mento se hundió entre sus hombros—. Si pudiésemos co-nocer cuáles son sus planes, si pudiésemos llegar hastaellos, entonces, tal vez…

El anciano dejó la frase en el aire denso que los rodeaba,pensativo. Luego, introdujo las manos en las bocamangasde su túnica y dedicó al hechicero una leve reverencia.

—He de acudir a las oraciones —Al ver la expresión deincredulidad de Dorken, añadió—: Tenemos que seguir in-tentándolo; quizá logremos que nos escuchen. —Su interlo-cutor no alteró el semblante—. Puedes permanecer aquí eltiempo que desees.

Los pasos de Tihél casi no se oían en aquel santuario delconocimiento. Antes de que alcanzase la puerta, Dorken seatrevió a alzar la voz.

—¡Orador! —El anciano se detuvo, sin girarse—. Sigosin entender por qué habéis acudido a mí.

Tihél se encogió de hombros.

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—Eres mi amigo —respondió antes de salir. No queríaque el hechicero viese sus ojos humedecerse, que leyese lainquietud en el temblor de sus manos, que descubriese las lí-neas del pesar y la culpabilidad en su rostro. Una vez fuera,dirigió la mirada al suelo y añadió para sí—: Y el mejor he-chicero que conozco…

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© Carlos González Sosa, 2014

Primera edición en este formato: octubre de 2014

© de esta edición: Roca Editorial de Libros, S. L.Av. Marquès de l’Argentera 17, pral.08003 [email protected]

© del mapa: Carles Javierre / Infographics

ISBN: 978-84-9918-899-7

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