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Clasico del escritor mexicano Vicente Riva Palacio

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Después de sus dos primerasnovelas Virgen y mártir, monja ycasada y Martín Garatuza, ambaspublicadas en 1868 y en las queVicente Riva Palacio habíadesarrollado asuntos nacionalesinspirados en informaciones queencontró en diversos procesos de laInquisición de la Nueva España, sevuelve inmediatamente hacia untema —la vida de los piratas— quela novela romántica ya habíatratado de modo excelente, primero,en El pirata (1822) de Walter Scott

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y, después, en El piloto (1823) delnorteamericano James FenimoreCooper. Es fácil suponer que,hombre tan culto como RivaPalacio, conocería ambos libros o,por lo menos, el de Scott; y que, alrevisar nuestra historia de la épocacolonial —en la que por entoncestrabajaba— tropezaría con la vida ylas aventuras de los piratas yfilibusteros ingleses, franceses yholandeses que, establecidos en lasAntillas mismas, se dedicaban asaquear los puertos de las colonias

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hispanoamericanas y a asaltar lasflotas españolas que llevaban aEuropa el oro y la plata deAmérica. Que la vida de esostemibles aventureros ofrecíamateria para una interesante novela,es reflexión que no podía escapar ala perspicacia literaria de nuestroautor.

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Vicente Riva Palacio

Los piratas delGolfo

ePub r1.0IbnKhaldun 04.08.15

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Título original: Los piratas del GolfoVicente Riva Palacio, 1869Prólogo: Antonio Castro Leal

Editor digital: IbnKhaldunePub base r1.2

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PRÓLOGO

DESPUÉS DE SUS dos primerasnovelas Virgen y mártir, monja ycasada y Martín Garatuza, ambaspublicadas en 1868 y en las queVicente Riva Palacio habíadesarrollado asuntos nacionalesinspirados en informaciones que

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encontró en diversos procesos de laInquisición de la Nueva España, sevuelve inmediatamente hacia untema —la vida de los piratas— quela novela romántica ya habíatratado de modo excelente, primero,en El pirata (1822) de Walter Scotty, después, en El piloto (1823) delnorteamericano James FenimoreCooper. Es fácil suponer que,hombre tan culto como RivaPalacio, conocería ambos libros o,por lo menos, el de Scott; y que, alrevisar nuestra historia de la época

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colonial —en la que por entoncestrabajaba— tropezaría con la vida ylas aventuras de los piratas yfilibusteros ingleses, franceses yholandeses que, establecidos en lasAntillas mismas, se dedicaban asaquear los puertos de las coloniashispanoamericanas y a asaltar lasflotas españolas que llevaban aEuropa el oro y la plata deAmérica. Que la vida de esostemibles aventureros ofrecíamateria para una interesante novela,es reflexión que no podía escapar a

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la perspicacia literaria de nuestroautor.

Riva Palacio tuvo, además, lasuerte de topar con una curiosarelación de un médico holandésque, de 1666 a 1672, convivió conlos bucaneros de Santo Domingo yde la isla de la Tortuga. De regresoa su patria Esquemelin, que éste erasu nombre, publicó un libro, en elcual describe los trabajos ycostumbres de esos aventureros, sustrajes y diversiones, la forma enque matan a toros y jabalíes, cómo

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asan o ahúman su carne y preparansus cueros, así como laparticipación que tenían, cuando setrataba de algún golpe importante,en las expediciones organizadas porel pirata inglés Sir Henry Morgan ysus colegas franceses. El libro estálleno de informaciones preciosas ypuede interesar, lo mismo al lectorcasual que busca entretenimiento,que al más serio investigador. Éste,por ejemplo, podrá encontrar ahíuna de las primeras formas dereglamentación de las prestaciones

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por «accidentes del trabajo». Eljefe pirata aseguraba a sus hombres,entre otras cosas, 100 escudos o unesclavo por la pérdida de un ojo;600 escudos o seis esclavos por lapérdida de los dos, y, después defijar la compensación por lapérdida de manos, brazos y piernas,se especifica: «200 escudos o 2esclavos por una llaga en el cuerpoque obligue a llevar una cánula».

Aunque no lo haya declaradoRiva Palacio en ninguna parte, nohay duda de que en el libro de

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Esquemelin encontró datos,personajes y sucesos que aprovechóen Los piratas del Golfo. No sólose sirvió de la narración holandesapara la pintura de la vida de losbucaneros o matadores de toros enSanto Domingo, la organización dela expedición de los filbusteros aPuertobello y a Panamá, las escenasde ataque y saqueo, las diferenciasy disputas entre los piratas inglesesy los franceses, sino que tomó dedicha narración personajes —entreellos el misterioso Brazo-de-Acero

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— y hasta incidentes, como el de lahermosa prisionera de Morgan, porquien éste parece volverse máshumano y a quien, al fin, ella logradesarmar y resistir; y la forma enque Pedro de Borica escapa a nadodel navío de los piratas paraprevenir a los de tierra del próximoataque. Toda la primera parte de lanovela de Riva Palacio, queempieza en Santo Domingo ycontiene la relación de los enredosy aventuras en las Antillas yPanamá, está narrada con soltura y

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habilidad, y entretiene y halaga laatención del lector; lo que se echaen ella de menos es la fuerza derealidad y de color en el ambientemarino, el que no se sienta enaquellas páginas, como en las deScott y de Fenimore Cooper, lapresencia del mar como un fondoimponente, vivo y dramático delcuadro.

En la segunda parte, nuestroautor lleva a sus personajes a lacapital de la Nueva España y radicaallí la acción. Reincorporado a un

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medio que conocía tan bien, muevecon mayor dominio y gusto a susfiguras, y teje y desteje con mayorsoltura sus enredos en ese mundonovohispano del siglo XVII, defuncionarios, grandes familias,dignatarios eclesiásticos,conventos, salones, nobles,escuderos y truhanes, que él mismohabía contribuido a ir poniendo enclaro con sus novelas anteriores.

ANTONIO CASTRO LEAL

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NOTA.—Juan Esquemeling, unasveces llamado Alejandro OliverioOexmelin, publicó su narración enholandés: De AmericaenscheZeerovers (Amsterdam, 1678); apoco la tradujo al castellano eldoctor Alonso de Buena Maisón, unmédico (¿judío español?) que vivíaen Amsterdam: Piratas de laAmérica, y luz a la defensa de lasIndias Occidentales… (Colonia,1681). Sobre el texto español sehicieron las versiones inglesa yfrancesa: The Bucaniers of

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America, or a true account of themost remarkable assaultscommitted of late years upon thecoasts of the West Indies…(Londres, 1684). Hay diversasediciones posteriores, la última ymás accesible es la publicada en lacolección «Broadway Travellers»(1928) con prólogo de AndrewLang. La primera edición de laversión francesa es de 1686: yoconozco una del siglo XVIII:Histoire des aventuriers flibustiersqui se sont signalés dans les

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Indes… Chez Benoit & JosephDuplaix. Lyon, 1774. 4 vols. 12.º:los dos primeros contienen la obrade Esquemelin y los dos últimosrelaciones de piraterías deRaveneau de Lussan y del capitánCharles Johnson. Vicente RivaPalacio pudo tener a la mano estaedición, o bien la traducciónespañola del Dr. Buena Maisón, dela que le sería fácil conseguir en sutiempo la edición de Madrid, 1793.

A. C. L.

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DATOS BIOGRÁFICOS

Vicente Riva Palacio y Guerreronació en la ciudad de México el 16de octubre de 1832; fue hijo de donMariano Riva Palacio, abogadoliberal a quien Maximilianoescogió como su defensor enQuerétaro, y nieto, por la líneamaterna, del general VicenteGuerrero. Estudió en el colegio deSan Gregorio y se recibió deabogado en 1854. Fue diputado en1856 y 1861. Al año siguiente,

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cuando la Guerra de Intervención,armó por su cuenta una guerrilla ytomó parte en varias accionesmilitares. En 1863 fue nombradogobernador del Estado de México yse estableció en Zitácuaro, plazaque al fin conservó contra el ataquede las fuerzas enemigas. En 1865fue nombrado gobernador delEstado de Michoacán, y a la muertedel general Arteaga quedó comogeneral en jefe del Ejército delCentro. Terminada la campaña deMichoacán entrega las tropas a su

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mando, y organiza una nuevabrigada con la que, después desitiar y tomar la ciudad de Toluca,participa en el sitio de Querétaro(1867). A la caída del imperio deMaximiliano vuelve a la ciudad deMéxico y renuncia al mando detropas y al gobierno de Michoacán.En 1874 publicó contra el gobiernode Sebastián Lerdo de Tejada sufamoso periódico satírico Elahuizote; en 1884 es encarceladopor atacar al gobierno delpresidente Manuel González. Fue

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Magistrado de la Suprema Corte deJusticia y Secretario de Fomento.En 1886 es nombrado Ministro deMéxico en Madrid, en donde fuemuy apreciado en los círculosoficiales y académicos. Murió enMadrid el 22 de noviembre de1896.

BIBLIOGRAFÍA

Borrascas de un sobretodo.Comedia en tres actos y en verso

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(en colaboración con Juan A.Mateos, México, 1861); Odiohereditario. Drama en cuatro actosy en verso (en colaboración conJuan A. Mateos, México, 1861);Calvario y Tabor. Novela históricay de constumbres (1.ª ed. Manuel C.de Villegas, México, 1868; 2.ª ed.corregida, Filomeno Mata, México,1883; 3.ª ed. J. Ballescá y Cía.Sucs., México, 1905; 4.ª ed. ManuelLeón Sánchez, México, 1923);Monja y casada, virgen y mártir.Historia de los tiempos de la

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Inquisición (1.ª ed. Manuel C.Villegas, México, 1868; 2.ª ed. «ElMundo», México, 1900; 3.ª ed. J.Ballescá y Cía. Sucs., México,1908; 4.ª ed. Manuel León Sánchez,México, s. f.; 5.ª ed. en esta«Colección», números 18 y 19);Martín Garatuza. Memorias de laInquisición (1.ª ed. Manuel C.Villegas, México, 1868; 2.ª ed. J.Ballescá y Cía. Sucs., México,1908; 3.ª ed. Manuel León Sánchez,México, 1924; 4.ª ed. en esta«Colección» números 20 y 21); Las

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dos emparedadas. Memorias de laInquisición (1.ª ed. Manuel C. deVillegas, México, 1869; 2.ª ed. J.Ballescá y Cía. Sucs., México,1909); La vuelta de los muertos.Novela histórica (Manuel C. deVillegas, México, 1870); Las lirashermanas. Obras dramáticas enverso (México, 1871, encolaboración con Juan A. Mateos,con quien escribió varias comediasque no han sido recogidas en libro);El libro rojo (México, 1871; encolaboración con Manuel Payno,

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Juan A. Mateos y Rafael Martínezde la Torre); Memorias de unimpostor, D. Guillen de Lamport,rey de México. Novela histórica(Manuel C. de Villegas, México,1872); Historia de laadministración de D. SebastiánLerdo de Tejada (México, 1875);Los ceros. Galería decontemporáneos (México, 1882);Páginas en verso (México, 1885)aumentadas en Mis versos (Madrid,1893); México a través de lossiglos (México, 1884-89; Riva

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Palacio dirigió la obra y escribió elvol. II «El Virreinato»); Cuentosdel General (1.ª ed. Madrid, 1896;2.ª ed. «Cultura», México, 1929,con un estudio de ManuelToussaint).

Los PIRATAS DEL GOLFO. Novelahistórica; 1.ª ed. (la única publicadaantes de la nuestra) Manuel C. deVillegas, editor. Imp. de la«Constitución Social». México,1869. 1 vol. 4.º, 608 págs. En

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nuestra edición hemos salvadoalgunos errores evidentes,modernizado la ortografía y variadoen algunos casos la puntuación.

A. C. L.

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Primeraparte

Juan Morgan

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I

BRAZO-DE-ACERO

CASI EN EL corazón de la rica ydilatada isla «Española», florecía amediados del siglo XVII lapintoresca aldea de San Juan de

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Goave, célebre entonces por laclase de habitantes que contenía.

La aldea de San Juan tenía elaspecto más encantador, rodeada dejardines, de florestas y de prados,en los que se apacentaban amillares las vacas y los torossalvajes.

Sus habitantes eran en logeneral o cazadores o desolladoresde bestias, que comerciaban sólocon los cueros y el sebo de losanimales, y presentaban la másconfusa mezcla de negros y blancos,

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mulatos y mestizos, españoles yfranceses, ingleses e indios; perotodos llevando la misma vida, todostratándose con la igualdad de loshijos de una misma raza, todostrabajando con afán por hacerse dealgunos puñados de dinero, quevenían a perder entre la multitud demujeres prostituídas que allí había,o sobre la carpeta de una mesa dejuego, o entre los vapores delaguardiente.

La vida de aquellos colonosera una extraña mezcla de asiduidad

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en el trabajo y prodigalidad en losvicios, de religiosa honradez en suscontratos y de relajación decostumbres en su vida, de franquezay fraternidad con los desgraciados,y avidez y codicia en el juego.

Los vicios y las virtudesllevados a la exaltación. Los viciosy las virtudes viviendo en losmismos pechos, realizado elensueño de la edad de oro en quelas ovejas y los lobos dormían bajola misma sombra, el milano y lapaloma descansaban en la misma

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rama, el tigre y el loro bebían en elmismo arroyo. Todo aquello era sinduda inexplicable para lacivilización del siglo XIX, en queapenas el ciudadano pacíficoduerme tranquilo, cuando está bajoel mismo techo que el gendarme.

En una especie de taberna quetenía por muestra un cuadrodetestable representando un toropintado con humo y un letrero quedecía: Al Toro Negro, alderredor deuna mesa de madera blanca, y sobrela cual se ostentaba un tarro con

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aguardiente y tres vasos,conversaban negligentemente treshombres, con los codos apoyadossobre la mesa, las gorras puestas, yfumando todos tres grandes pipasde madera toscamente labradas.

Aquellos tres hombres teníanel pelo y la barba sumamentecrecidos y espesos. Los tresparecían jóvenes, sólo que dos eranrubios, tenían el aspecto deingleses, con sus ojos claros yazules, y el otro con el pelo, labarba y los ojos negros, y su color

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trigueño, parecía pertenecer aalguna de las razas meridionales.

Sus trajes eran muy semejantesentre sí, pero casi sería imposibledescribirlos: calzones de cueroajustados a la pierna, polainas decuero también, fuertemente ceñidas,y una especie de gabán también decuero.

En la cintura una especie detalabarte, de donde pendía un largoy ancho cuchillo, y una gorratambién de cuero.

Éste era el extraño atavío de

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aquellos personajes, que parecíantener una gran pereza, y quehablaban en medio de una espesanube de humo de tabaco.

—Brazo-de-acero tiene razón—dijo uno de los ingleses—. Estavida es triste y se gana poco.

—Poco —agregó el otroinglés— sobre todo si se atiende aque tenemos que tratar con esosdiablos de gachupines, como él lesllama, y que vienen a comerciaraquí desde el pueblo de Aso.

—Yo me muero de fastidio —

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contestó lanzando una bocanada dehumo el que había sido llamadoBrazo-de-acero, que era el de labarba negra— casi, casi, extraño mitierra.

—¿Es por ventura tu tierra másbella que este país? —dijo uninglés.

—Sin duda, Ricardo —contestó Brazo-de-acero suspirando— México es una de las mejorestierras de la tierra.

—¿Entonces por qué ladejaste? —preguntó el otro inglés.

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—¡Ay! es una historia.—¿Por pobreza?—Soy allá tan rico como un

príncipe.Los dos ingleses se miraron

entre sí con aire de duda.—¿Entonces por amores?—Ya os lo diré más tarde.—¿Hicisteis muerte de hombre

español?—Ya os lo contaré. Entretanto,

aquí me fastidio.—¡Oh! eso dices tú que tienes

amor con la duquesa de Pisaflores.

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—Dejad de hablar de esapobre niña, que mil mujeres hay dequienes ocuparse en San Juan.

—Pero no tan bellas.—Ni tan interesantes; cien

cazadores se mueren de envidia alverte salir con ella camino a las«Palmas Hermanas», como que allíos pasareis ratos deliciosos: esebosquillo es un paraíso.

—Nada pasa allí de lo quevosotros podéis pensar. Quiero aJulia como si fuera mi hermana, ynada más: conque vámonos ya.

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—No, no, acabemos estaconversación. ¿Nada tienes tú,Antonio, con esa niña? —preguntócon seriedad Ricardo.

—No —contestó Brazo-de-acero—. Su padre era, como sabes,un francés amigo mío, que murió dela peste, y Julia y su madreencuentran en mí un protector, y nomás. Pero ¿por qué me preguntaseso?

—Lo pregunto —dijoflemáticamente Ricardo— porquesi tienes amores con ella, será

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prudente advertirte que hay un rivalque va navegando en tus aguas…

—¿Y quién se atrevería? —preguntó Brazo-de-acero con losojos brillantes y encendido el rostropor la ira.

—Algo tienes con ella: en fin,nada me importa; pero somosamigos y le lo advierto. El otro seestá a la capa, pero tiene buenaarboladura, y si logra una racha, tepasa por ojo.

—¿Pero quién es?—Cuídate, y además está

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seguro de que yo te cuidarétambién; somos amigos, y ya sabescómo…

Los dos jóvenes se apretaronlas manos con efusión, pero Brazo-de-acero quedó desde aquelmomento sombrío y preocupado;por el contrario, los claros ojos delinglés veían con todo el brillo quesuele comunicarles un corazóntranquilo.

El otro cazador seguíafumando tan indiferente como sinada hubiese oído.

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—Estás preocupado —dijoRicardo después de un largo rato desilencio—. Salgamos a ver si sehace en la tarde algún negocio, y sino, creo que será prudente irnosesta noche, aprovechando la luna, anuestros montes queridos, en dondetienes menos que sentir que aquí.

—Tienes razón —contestóBrazo-de-acero— salgamos, queeste aire me entristece. —Ysacudiendo su negra cabellera,como para disipar un pensamientoimportuno, se levantó, y los tres

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salieron de la taberna.Las calles de la aldea de San

Juan de Goave estaban llenas degente; habían llegado aquel díanuevos comerciantes del pueblo deAso, que era grande, y venían comode costumbre a comprar pieles, o acambiarlas por objetos de merceríay lencería con los cazadores ydesolladores de San Juan.

La larde estaba tibia y serena,soplaba una brisa agradable, y lasmujeres salían a ver lascuriosidades que en la plaza

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exponían al público los buhoneros ycomerciantes recién venidos.

Los tres cazadores entraronentre la muchedumbre y sedirigieron a una especie de tienda,en la que había una gran cantidad decueros de toro a la vista. Los dosingleses penetraron y comenzaron ahablar con el que parecía dueño dela casa, y Brazo-de-acero quedó enla puerta.

A este tiempo, muy cerca deallí, pasaban dos mujeres. La queiba por delante era ya como de

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cuarenta años, y la que le seguía erauna joven de dieciséis, blanca yrubia, con los ojos de un verde tanobscuro, que pudieran habersetomado por negros; delgada, esbeltay graciosa.

Las dos mujeres vestían casiiguales, trajes azules y delantal ysombrerito blanco; parecían serpobres, y a primera vista hubierapodido asegurarse que pertenecíana la colonia francesa de la islaEspañola.

La joven descubrió a Brazo-

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de-acero y se puso encendida, yprocurando que la mujer que ibapor delante no observase, se acercóal cazador.

—Antonio —dijo la joven—¿estás enojado?

—No, Julia —contestó elcazador, procurando dar a susemblante un aire amable.

—Sí, Antonio, tú tienes algo,dímelo.

—Necesito hablarte.—¿Cuándo?—Esta misma noche.

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—Está bien ¿adónde?—En las Palmas Hermanas.—Iré, Antonio, iré, pero no

estés enojado. Adiós.—Hasta la noche.Y la joven corrió a reunirse

con la anciana, que distraída, nohabía observado nada.

En cambio, había unobservador que no había perdido niuna sola palabra de aquel diálogo.

Era un hombre de cortaestatura, pero sumamente ancho delas espaldas, con el pecho

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levantado, la cabeza casi hundidaentre los hombros; el pelo, las cejasy la barba negras y pobladas, losojos pardos, pequeños,encapotados, pero brillantes comodos brasas.

Las manos pequeñas y gruesasde aquel hombre estaban cubiertasde vello como las de un mono.

No vestía el traje de cuero delos cazadores; pertenecía a losdesolladores de reses y parecía serrico, porque sobre su traje devellorí se ostentaban algunos

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botones de oro y una gruesa cadenadel mismo metal, y en su anchosombrero brillaba un joyel depiedras preciosas.

Era éste un rico desollador ycomerciante, español, llamadoPedro de Borica, y conocido en laaldea por el sobrenombre del«Oso-rico».

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II

PEDRO EL DESOLLADOR

PEDRO había llegado a la Españolaen uno de los navíos que hacían latravesía a Nueva España. Sinconocimientos y sin relaciones en la

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isla, determinó unirse a loscazadores y desolladores queentonces ocupaban la mayor partede aquel territorio.

Internóse en la isla y llegó aSan Juan de Goave; allí comenzó atrabajar, primero al servicio de unpaisano suyo, y luego, haciendo yanegocios por cuenta propia, hastaque ayudado por la fortuna, ymerced también a su asiduidad yresistencia para el trabajo, habíallegado a ser uno de los más ricosdel lugar.

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El Oso-rico, como le llamabanallí todos, nunca jugaba, porque eraavaro; se refería sólo que una vezse puso a echar las cartas con unamigo suyo, y perdió; al díasiguiente aquel amigo fueencontrado en una de las huertascon el corazón atravesado por unapuñalada.

Todos culparon a Pedro, peronadie le dijo nada: en aquella raracolonia nadie se metía a vengar másinjurias que las propias.

Pedro trataba a las mil mujeres

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de mala vida que habitaban entrelos cazadores; pero ellas huían desu amistad no más porque erabrusco y avaro.

El rico desollador vivía en unagran casa en la aldea de San Juan,pero sin familia, con una multitudde criados que le ayudaban a cuidarlos ganados, a matar y a encerrar, yvender los cueros.

La tarde en que comienzanuestra historia, Juan habíapermanecido largo rato parado enla plaza, dirigiendo a todos lados

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miradas inquietas con sus ojospequeños y chispeantes. CuandoJulia y su madre aparecieron en elmercado, el Oso-rico comenzó aseguirlas hasta que oyó laconversación de Julia con suamante.

Si alguien hubiera observadoen aquel momento el rostro deldesollador, hubiera podido notarque se ponía horriblemente pálido,y que sus dientes, pequeños yunidos entre sí como si fueran unacinta de marfil, rechinaban; pero

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nadie paró en esto la atención, enmedio del bullicio de los esclavosy de los comerciantes que iban yvenían por todas partes.

Julia y su madre siguieron sucamino, pero ya entonces Juan nolas seguía, sino que, apartandobruscamente a los que le impedíanel paso, se dirigió a la gran tabernadel Toro Negro, en donde el lectorhizo conocimiento con los primerospersonajes de esta historia. Lataberna estaba en aquellosmomentos casi sola; comenzaba a

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ponerse obscuro, y todo el mundoestaba en la plaza.

El desollador se sentó en unade las mesas más retiradas, y gritócomo hubiera podido hacerlo a untoro:

—¡Isaac, Isaac!Un viejo alto, delgado y

pálido, con un gran gorro en lamano, se presentó inmediatamente.

—Ven acá, perro judío —dijoel desollador tomándolo de unamano y haciéndole sentar a su lado—. Siéntate aquí, hijo de Moisés.

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—Convertido, convertido, sigustáis, señor —contestó el hombrehaciendo una reverencia y sinextrañar el trato que recibía—.Convertido, que aunque no hay aquíInquisición, siempre son buenas lascosas claras, como el rayo de laluz.

—¡Mal rayo te caiga! Déjatede hipocresías y contesta. ¿Me hasengañado?

—Que el Dios de mis padresme castigue si miento alguna vez.

—¿No me contaste que ese

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maldito cazador mexicano, Brazo-de-acero, no tenía amores conJulia?

—Que yo ignoraba semejantecosa os dije, y nunca que no existía,que entre ambas cosas va muchadiferencia.

—Perro judío, te he dedesollar como a un novillo.

—Que el Dios de David melibre de semejante tribulación; perosiempre no me haréis nada.

—¿Que no te haré nada? ¿Ypor qué lo crees así?

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—Mucho es lo que menecesitáis y mucho lo que os sirvopara que os arrojarais a semejantecosa.

—Eres un tuno. Vamos acuentas, pues sé a no dudarlo queJulia y el cazador se aman.

—Puede ser —dijohipócritamente el judío.

—¿Puede ser? ¡Sobre que yolo afirmo, perro miserable! —contestó con impaciencia eldesollador sacudiendo un puñetazosobre la mesa, que la hizo bailar.

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—Cuidado —exclamó conmucha sangre fría el judío—cuidado, que vais a romper unamesa, y están hechas de maderasexquisitas, que os costaría muchopagar.

El desollador lo miró condesprecio, empujó un poco la mesa,y luego continuó:

—¿Qué hacemos? Esosamores desbaratan mis planes. Juliano me querrá por marido, y ahoracomprendo por qué me hadespreciado siempre, por ese

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cazador. ¡Ah! estos malditoscazadores que nos tratan siemprecon tanto desprecio, que nos llamansiempre «carniceros», cuando elloscasi todos son ladrones. Y luegoque cuanta muchacha bonita hay enla aldea es para ellos, amén de lasque van a traerse a Santo Domingoy Nuestra Señora de Altagracia, y aAso, y a todas partes: como cargaracon todos la peste, la isla Españolasería un paraíso.

—¡Hum! —dijo taimadamenteIsaac.

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—Bien ¿y qué hago?Aconséjame, que bastante dinero tedoy para que me ayudes en misempresas.

—Robaos a Julia.—¡Buena es ésa! Para que si

el cazador lo sabe me ensarte en sulanza o me encasquille una bala enla frente como si fuera un torobravo. No, no soy tan tonto; piensaen otra cosa.

—Pero si vos tenéis unasfuerzas que os hacen capaz de matara un buey de una puñada; y luego

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echároslo al hombro, y luegodevorarlo, como cuentan de Milónde Crotona.

—No importa; pero no quierorencillas con los cazadores. Vamos:otro plan.

—¿Cómo sabéis que Julia yBrazo-de-acero se aman?

—Porque esta misma tardeacabo de oírlos darse una cita paraesta noche.

—¿Y dónde es la cita?—Fuera de la aldea, en las

Palmas Hermanas.

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—Bueno; pues oíd un plan:supongo que a ese lugar el cazadorbajará del bosque adonde duermecon sus amigos los ingleses, y Juliairá desde su casa ¿es verdad?

—Puede ser.—Y que terminada la cita, que

por fuerza tiene que terminar, él sevuelve a su cabaña y ella a sucasa…

—Debe ser.—Que ella irá sola y sola

volverá.—Ha de ser.

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—Entonces esperad quevuelva, atended si viene sola; osemboscáis, y al pasar la atrapáis,que de seguro que no os conocerá…y después venís a decirme sipersistís en hacerla vuestra mujer, opreferís dejársela al cazador.

—Entiendo —contestóriéndose el desollador— ¿y si meconoce?

—Procurad ir disfrazado; denoche y con un disfraz no será fácilque adivine: además, el susto…

—¿Y cómo me disfrazaré?

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—Tomad el traje de loscazadores, y ponéos además unantifaz de cuero y una capa.

—Excelente: si logro salirbien, creo que se me acabará elcapricho, o ella no tendrá dificultaden ser mi mujer; si me va mal,entonces ya pensaremos otra cosamejor.

—Está bien pensado.—Adiós, voy a prepararme.

¡Ah! si tienes por ahí un esclavo,envíale a mi casa, para mandarte elcuero de una becerrilla que tengo

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allá; estará bueno para tu pequeñoDaniel… no lo olvides.

Juan salió tan alegre con suplan, que casi no reparó en unhombre alto, envuelto en una capanegra, con un sombrero negrotambién, coronado por una plumade guacamaya, que estaba en lapuerta, y que entró a tiempo que élsalía.

El recién llegado se dirigió sinceremonia al judío, y con una vozimperativa, como el que está muyacostumbrado a mandar, le

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preguntó:—¿Quién es ese hombre?—Señor —contestó Isaac— le

llaman Juan-el-Oso-rico.—¿Es marino?—No, señor; desollador.—¡Bah! —contestó el recién

venido con un ademán de profundodespecho— creí que fuera unmarino. ¿Y de quién hablaba?

—De Julia, una joven de aquí.—Bien, ¿y qué Julia es esa?—Julia de Lafont.—¿Hija de Gustavo de Lafont?

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—Si, señor.—¿De ese valiente marino que

murió aquí de la peste?—Del mismo.—¡Miserable! Ya se cuidará el

carnicero de tocar un cabello de esajoven —dijo el recién venido comohablando consigo mismo, y luegocontinuó:

—¿Esta noche es la cita de quele hablaste?

—Sí, señor.—¿En las Palmas Hermanas?—Sí, señor, al sur…

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—No necesito explicaciones;toma.

—¿Qué me dais?—Una onza española.—Pero, señor ¿por qué?—Por tus noticias. Adiós.El judío, espantado de aquella

generosidad, se deshacía encumplimientos y en caravanas conaquel hombre, que sin volver amirarle siquiera, se salió de lataberna alzándose el embozo.

—¡Dios de Israel! —exclamaba el judío— ¡Dios de

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Abraham! este debe ser un duque;¡qué duque! un príncipe: más, más;quizá un monarca. ¡Una onza de oropor una noticia!

Y se metió a contar el lance asu mujer y a esconder su oro.

Cuando Juan el desolladorsalió de la taberna, comenzaba ya aoscurecer, y sin pérdida de tiempose dirigió a su casa, cuidando antesde pasar por la de Julia, que estabacasi a la orilla de la aldea, enmedio de un bosquecillo dearbustos cubiertos de flores.

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El Oso-rico rodeó, como unchacal que acecha su presa, portoda la barda del pequeño jardín.

Por las ventanas de la casa seobservaba luz, y en un punto en quela barda estaba más inmediata a lahabitación se puso a escuchar,porque oyó voces.

Julia hablaba en voz alta consu madre.

—Ahí está —dijo alegrementeJuan— ya nos veremos en la noche.

Y se puso en marcha para sucasa, saboreando el éxito de su

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plan, como se saborea el tigre queolfatea de lejos la sangre.

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III

EN LAS «PALMASHERMANAS»

ERA ya cerca de la media noche y laaldea de San Juan estaba en el más

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profundo silencio, que nointerrumpía sino de cuando encuando el canto de algún gallo, o elmugido de alguno de los torosencerrados en los corrales de losdesolladores.

La casita en que vivían Julia ysu madre estaba envuelta en esapenumbra que se derrama en latierra cuando la luna no alumbracon toda su plenitud. Todosindudablemente estaban entregadosal sueño, porque no se veía ni unaluz y no se sentía el más leve rumor

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en la habitación.Sin embargo, por la parte de

afuera de las tapias del jardín podíaobservarse un bulto que estabacomo en acecho; era un hombre, yun hombre que evidentemente seimpacientaba, porque pasaba unasveces a lo largo de las paredes, yotras se detenía procurandoobservar por encima de las tapiaslo que pasaba en el interior deljardín.

Largo rato permaneció aquelhombre en aquella monótona

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ocupación, y parecía ya próximo aabandonar su empresa cuando, enuna de las veces que se asomósobre la tapia, le pareció escucharun ruido ligero que salía de una delas puertas.

Contuvo la respiración, aplicóel oído, y procuró penetrar con sumirada entre esa confusa mezcla deluz y sombra que envolvía la casa, ya fuerza de mirar logró distinguiralgo.

Una de las puertas de lahabitación que caían al jardín se

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abrió poco a poco como con granprecaución, y por allí se deslizó unapersona que volvió a cerrar lapuerta con el mismo cuidado.

—Ella es —dijo el hombre dela tapia, dejando escapar el aliento,que había contenido en su pechodurante un rato—. ¡Es Julia!

La mujer salió al jardín ycomenzó a caminar por él contimidez; de repente se detuvo comoespantada: había sentido quealguien la seguía. Volvió el rostro, ya pocos pasos de ella y mirándola

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amorosamente estaba parado unhermoso lebrel blanco y negro, deesos que acostumbraban tener loscazadores de la isla Española.

—Vaya, Titán —dijo la jovenvolviendo en sí de su espanto—buen susto me habías dado: quédateaquí, que necesito que cuides lacasa mientras vuelvo.

El inteligente animal sedetuvo, y la joven siguió andandohasta llegar a una de las tapias deljardín que estaba literalmentecubierta de enredaderas; se acercó

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allí, comenzó a apartar los bejucos,y luego se inclinó como para pasar.

—Vamos —dijo entre sí elhombre de la tapia— he aquí unaentrada que yo no conocía; bueno essaberlo, ya nos aprovecharemos deella.

La joven había salido alcampo del otro lado de la tapia, yallí se detuvo a examinar concuriosidad por todos lados. Elhombre se dejó caer entre losmatorrales y permaneció sinmoverse, sin respirar siquiera. La

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joven pareció estar tranquila ysegura de que nadie la veía, ycubriéndose con un ancho abrigonegro, se puso a caminar tan ligeray tan serena como si se deslizarasobre la tierra.

El camino que eligió pasabacerca, muy cerca del lugar en que elhombre estaba oculto, y el traje dela joven rozó el rostro del hombre.Si el perro hubiera acompañado asu ama, indudablemente no hubieradejado de descubrirlo; pero comoJulia iba muy distraída y

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preocupada con lo que esperaba ycon lo que temía, nada advirtió, ysin vacilar un instante tomó elcamino que conducía a las PalmasHermanas, que era una vereditaangosta que serpeaba entre losárboles y las malezas del prado.

El hombre dejó alejarse a lajoven, y luego, levantándose, siguiótras ella. En aquella especie depersecución Julia no notabasiquiera que alguien venía tras ella,y se deslizaba entre un bosquecillode yupinas y de cazemitus, que se

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iba haciendo cada vez más espeso.El hombre la perdía de vista

algunas veces, porque la escasaclaridad de la luna penetrabaapenas entre el follaje, y entoncesse detenía hasta que un rayo de luz,que se deslizaba por donde eramenos espesa la bóveda de verdura,le hacía volver a distinguir lasombra de Julia, que seguíacaminando.

La joven llegó así hasta unagran plazoleta despojada de árbolesy que comenzó a atravesar sin

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detenerse, siguiendo el senderotrazado entre las yerbas, y que sedistinguía como una inmensaculebra que iba a esconderse en unbosquecillo que servía de fondo ala plazoleta, y sobre el cual selevantaban, erguidos y ondulantes,los penachos de dos gigantespalmeras.

—He aquí las PalmasHermanas —dijo el hombre— meparece prudente quedarme aquíesperando la vuelta de esaternerilla blanca: aquí la veré

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cuando salga del bosque; veré siviene sola y podré tomar misprovidencias. Pongámonos enacecho buscando una posturacómoda… porque me parece que escosa de esperar un rato largo…

Y se sentó en un tronco,procurando quedar ocultoenteramente.

Julia entretanto se habíainternado al bosque, y comenzabaya a buscar al cazador dandoligeros gritos.

De repente oyó un ruido como

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si se agitase violentamente lamaleza, y dos enormes lebreles,semejantes al que había quedado ensu casa, llegaron a sus plantasarrastrándose, moviendoalegremente la cola y dando esospequeños aullidos con que losperros demuestran el exceso de sualegría.

—Buenas noches, Tízoc,buenas noches, Maztla —decía lajoven acariciando alegremente lasenormes cabezas de los lebrelescon sus manitas blancas y pequeñas

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— ¿dónde está vuestro amo?La maleza se agitó de nuevo y

apareció entonces Brazo-de-acerocon el mismo traje que llevaba en lamañana, teniendo en su manoderecha un mosquete.

—¡Antonio! exclamó la joventendiéndole los brazos.

—Julia mía —dijo el cazadorestrechándola entre los suyos yestampando en su frente un beso queno escucharon ni las auras delbosque— Julia mía, pobrecita ¿hastenido miedo para llegar hasta

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aquí?—No, Antonio ¿cuándo tengo

yo miedo tratándose de verte?El cazador la miró con ternura

y volvió a estrecharla entre susbrazos.

—¿Y aquí conmigo no tienesmiedo a nada, alma mía?

—¿Y a qué podía yo temerestando contigo, Antonio? ¿No erestú mi amante, mi padre, mihermano? ¿Adónde más segura quea tu lado?

—¡Inocente!

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—Sí, Antonio; tú eres todopara mí. Ven, siéntate aquí, en estetronco, y óyeme; ahora que meacuerdas eso, te contaré.

Julia se sentó al lado delcazador y comenzó a hablarlejugando infantilmente con losnegros y rizados cabellos delmancebo. Aquél era un grupoartístico; la luna resbalaba sobre latostada frente de Brazo-de-acero,hiriendo sus ojos brillantes eiluminando el semblante encendidode la doncella, que le miraba

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arrobada y que estaba comosuspendida en sus brazos.

—Óyeme, Antonio, pero no terías de mí. Desde que yo era niñame enseñaba mi madre a rezar todaslas noches al ángel de mi guarda, yyo lo quería mucho. ¡Qué bonitosserán los ángeles! Me decía mibuena madre que el ángel era muybello, muy fuerte, que medefendería del demonio y de misenemigos, que combatía contra losque me querían hacer mal, y que losvencía. Entonces era niña y ya me

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figuraba yo cómo debía ser aquelángel, tan fuerte, tan gallardo, tanvaliente, y tenía yo confianza en él,y nunca sentía el miedo; pero ¿locreerás, Antonio? desde que teconocí, desde que me dijiste que mequerías, me parece que siempre merepresentaba yo al ángel de miguarda como eres tú, tan bello, tanvaliente, tan bueno, siemprecuidándome y siempre pensando enmí ¿es verdad?

—¡Julia! —exclamó elcazador, que la escuchaba con la

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sonrisa de la felicidad en loslabios, y contemplando aquellainocencia casi con adoración—Julia ¡qué buena y qué inocenteeres!

—¡Ah! —exclamó de repentela joven— ¿y qué me querías decir?

—Nada —contestó el cazador,avergonzado de haber desconfiadoun solo momento de aquel ángel—nada, no más decirte que te amocada día más.

—No, no era eso, no; túestabas triste ¿crees que no te

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conozco? Y bien ¿qué tenías? Dime,dime, o yo me voy a poner tristetambién.

—Óyeme, Julia ¿tú nuncatienes celos?

—¡Celos! ¿Y qué son celos?Yo oigo hablar de eso y no loentiendo.

—Es decir, temor deperderme, de que ame yo a otramujer, de que otra me ame.

—¡Ay! sí, temor de perderte,sí; y me entristezco mucho, mucho,porque allá en el pueblo nos

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cuentan que hay toros muy bravosen los montes, que se arrojan sobrelos cazadores y suelen matarlos.Cuando pienso en esto, tengo miedopor ti y rezo mucho a la Virgen. Quetú quieras a otra y que te quieran ati: si vieras qué gusto me da que lasmuchachas digan de ti cuandopasas: ¡qué hermoso es elmexicano!, ¡qué valiente Brazo-de-acero! Me pongo loca de gusto, ydigo dentro de mí: «Para eso que esmío y muy mío, y me quiere como alas niñas de sus ojos». ¿Es cierto?

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—Verdad, verdad, Julia ¿yotros hombres no te dicen amores?

—Sí, sí, muchos; me mandanflores y cartas y se me quedanmirando, y me suspiran ¡pobres! Yyo digo ¿en qué pueden compararseéstos con mi Antonio? Pero me dagusto que me llamen bella yhermosa, y todo eso porque yo locreo y estoy contenta, porqueentonces creo también que si a ellosles agrado, te agradaré a ti, que esmi único deseo.

—Eres adorable, adorable ¿y

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me quieres mucho?—Mucho, mucho, y me da

placer repetírtelo, y repetir a missolas, cuando estoy regando misflores o en los quehaceres de micasa, allá dentro de mí, como siestuvieras presente y me oyerasdecir cada momento: «Antonio, tequiero mucho; quiéreme mucho; yono puedo vivir sin ti ¿cuándoviviremos juntos?». Y todo esto meda mucho consuelo repetirlo, ycuando nada tengo que hacer voy asentarme en el jardín y estoy

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mirando esas montañas por dondeme figuro que andas. ¡Ah!, ¿teacuerdas el otro día que estuvisteen casa en el jardín?, ¿que el sueloestaba mojado? Sí ¿es verdad? Lahuella de uno de tus pies se quedóseñalada en la tierra, y yo estabacuidando aquella señal para que nose borrase: duró muchos días, hastaque el viento la fue haciendodesaparecer y me entristecí. ¡Quépies tan chiquitos tienes! parecen demujer…

La joven contemplaba al

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cazador y sonreía de felicidad.De repente los perros

levantaron sus hermosas cabezas ydieron muestras de inquietud. Julialo notó.

—¡Ay, Antonio! —exclamó—quién sabe lo que pasa; tus perrosestán inquietos.

—Nada temas, alma mía;habrán olfateado algún toro: sihubiera un peligro, ya los verías;estos animales conocen más que unhombre cuando hay necesidad deestar alerta.

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Los perros parecieroncomprender aquella alabanza y sellegaron al grupo de los jóvenesmoviendo las colas y apoyando lascabezas en los regazos de Julia y deBrazo-de-acero.

—¡Pobrecitos! —dijo la jovenacariciándolos— ¡cuánto losquiero! porque siempre teacompañan, porque te cuidan comome cuida a mí el Titán que tú meregalaste.

—Vale ese perro más que unesclavo…

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—Ya me voy —dijo derepente Julia.

—¡Tan pronto!—Sí; no vaya a despertarse mi

madre…—¡Pobre de la señora

Magdalena! Siento tener queengañarla.

—Es verdad, pero ella tiene laculpa; te quiere como a su hijo, ysin embargo, está encaprichada enque no me he de casar sino con unpaisano mío, con un francés, y yo tequiero a ti que eres indiano.

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—Con el tiempo llegará aconvencerse.

—Dios quiera, pero me pareceimposible. Adiós…

—Adiós, mi Julia, adiós; teacompañaré.

—No, no, vete; está eso tantranquilo, y es tan cerca y conozcotanto ese camino, que no vale lapena. Adiós, adiós.

Julia abrazó al cazador y seenderezó sobre la punta de suspiecesitos para alcanzarle la boca;dió y recibió un beso, se envolvió

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en su manto, y ligera como unagacela, desapareció entre un grupode guayacanes.

El cazador se quedó unmomento escuchando el ruido quehacían los vestidos de Julia entre lahojarasca, y luego, cuando todoquedó ya en silencio, lanzó unsuspiro, se terció en el hombro sumosquete y se perdió en el bosquepor el opuesto rumbo al que habíatomado la joven.

Julia atravesó el bosquecillo yllegó a la gran plazoleta, la cruzó

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distraída, y se internó en laarboleda que había en el ladoopuesto.

Pero había apenas penetradounos cuantos pasos, cuando sintióun gran ruido; volvió el rostro, y dela espesura se desprendió unhombre que la tomó violentamenteentre sus brazos.

Julia gritó, pero el terror lahabía enmudecido, y su gritoprodujo apenas el ruido que causauna rama al caer; quiso resistirse,pero aquel hombre la sujetaba como

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pudiera haberlo hecho con un niño,y la joven se estremeció de horror,porque lo primero que aquelhombre hizo fue imprimir un besoen su boca.

Julia huyó el rostro; pero elhombre besó entonces su cuello, yla seguía conduciendo a un lado delcamino, y la seguía besando. ¡Cómose arrepentía entonces Julia de nohaber admitido la compañía delcazador, de no haber llevadosiquiera al Titán! Él la hubieradefendido, y en aquel momento se

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encontraba sin amparo.Toda lucha fue inútil, y así

llegaron hasta un lugar apartado.—Aquí, gacela —dijo el

hombre— aquí, ven a decirme si mequieres; aquí vas a ser mía por tuvoluntad o por la fuerza.

—¡Infame! —exclamó Julia—.No, no, y mil veces no.

—¿Y quién te protegerá? —continuó el hombre oprimiéndolaentre sus brazos y procurandoacariciarla al mismo tiempo.

—¡Dios! —dijo con suprema

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angustia la joven.—¡Dios! —repitió una voz

grave y serena entre la maleza.El raptor alzó el rostro con

espanto, y Julia lanzó un grito deplacer. La maleza crujió bajo lospies de un individuo, y un hombrealto, embozado en una capa negra,se presentó en el lugar de la escena.

El raptor, que no era otro queel Oso-rico, tuvo un relámpago deaudacia, y tomando a Julia de lamano izquierda, la cubrió con sucuerpo, desnudando al mismo

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tiempo un enorme cuchillo con laderecha.

La luz de la luna hizo brillar elacero; pero el recién venidoimpasible siguió avanzando, y eldesollador retrocedió un pasoarrastrando a Julia, quecontemplaba aquello sincomprenderlo.

—Deja a esa niña —dijo eldesconocido con un aire resuelto demando.

El Oso-rico quiso luchar aún,y haciendo un esfuerzo de valor,

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contestó:—¿Y quién sois vos para

darme una orden, ni meteros en loque no os toca? Idos, y dejadme enpaz si en algo estimáis vuestra vida.

—¡Ah! no os vayáis, señor —exclamó Julia—. Protegedme.

—Calla —dijo el desolladoroprimiendo la mano de la joven.

—¡Ay! —exclamó Juliasintiendo el dolor de su brazo.

El desconocido no esperó más,y de un salto, como el de un tigre,cayó sobre el desollador, le arrancó

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el cuchillo de la mano y le hizorodar entre la yerba, pero todo estocon la rapidez de un pensamiento.

El Oso-rico se levantó casi enel mismo instante, y sin volversiquiera el rostro, echó a huir por elbosque, exclamando:

—¡Jesús me ampare! ¡Es eldemonio, el demonio!…

—Niña —dijo el desconocidodirigiéndose a Julia, que habíaquedado desmayada— niña, ven; tellevaré a tu casa.

Sin saber por qué, la joven

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tuvo confianza en aquel hombre, ysin darle las gracias por lo quehabía hecho por ella, le tomófamiliarmente del brazo.

El hombre miró a la luz de laluna el cuchillo que había quitadoal desollador, y luego con unademán de profundo desprecio, learrojó lejos de sí.

Caminaron los dos en silenciohasta llegar a la casa de Julia.

—Hasta aquí, y gracias, señor—dijo la joven.

—¿Aquí es tu casa, niña?

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—Sí, señor. Adiós.Julia se desprendió del

desconocido, que se quedó un ratoparado. De repente la joven volvió,y acercándose a él, le dijo concandor:

—¿Cómo os llamáis?El hombre vaciló un poco, y

luego como resolviéndose, le dijo:—Juan Morgan.—¿Juan Morgan?—Sí; pero guarda el secreto.

Adiós. —Y sin decir más se alejóde la joven.

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IV

LOS CAZADORES

BRAZO-de-acero caminaba seguidopor sus perros, trepando por unsendero escabroso, con tantafacilidad como si anduviera en un

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salón alfombrado; de cuando encuando se detenía, y quedabapensativo; pero no era la fatiga laque lo hacía pararse: era que supensamiento, ocupado enteramenteen el recuerdo de Julia, embargabaalgunas veces su voluntad.

De repente los perros lanzaronun aullido y dieron muestras deinquietud, pero el cazador iba tanpreocupado que no lo advirtió ysiguió su camino.

A poco, los perros volvieron adar muestras de inquietud; Brazo-

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de-acero lo notó.—¡Hola, Tízoc! ¡Hola!, ¿qué

pasa? ¿Qué tienes, buen mozo? —dijo inclinándose.

Los perros olfateaban y sevolvían al sur.

—Algo debe pasar —dijo elcazador— porque estos animales nose engañan nunca. —Y registró laceba de su mosquete—. ¡Quizáalguien que no es de loscompañeros, anda por aquíperdido! Veremos; al fin no tengosueño.

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Empuñó entonces su arma,silbó a los perros, y con acentocariñoso les dijo:

—Vamos, chiquillos; sus, sus,vamos.

Los perros saltaron entre lamaleza y comenzaron a correr,deteniéndose a cada paso yvolviendo la cabeza como para versi su amo los seguía.

Así caminaban entre elbosque, sin llevar al parecer unrumbo fijo y olfateando de cuandoen cuando al aire. Por fin, parecía

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que habían dado en la pista, porqueecharon a correr con másvelocidad, llevando las narices casipegadas a la tierra.

El cazador los perdió de vistaentre la espesa charamasca quecubría el suelo, y sólo a lo lejos oíael ruido que formaban al romper lamaleza.

Así los seguía. De repente oyólos ladridos furiosos que lanzabanlos dos lebreles.

—¡Están enojados! —exclamó, y preparando su mosquete

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se dirigió al rumbo en que ladrabanlos perros.

Llegó por fin a un pequeñoclaro en aquel bosque, y allícomprendió lo que pasaba.

Al pie de un grueso tronco deguayacán, un bizarro toro sedefendía de los ataques de Maztla yde Tízoc, que daban vueltas enderredor de él, procurando furiososatacarle por los costados; el torotenía el anca apoyada en el troncodel árbol, y presentaba a susadversarios su ancha frente armada

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de dos agudos y poderosos cuernos,tirándoles un bote siempre que losveía a su alcance, pero sinapartarse del árbol.

Los perros huían el golpe yvolvían de nuevo a la carga,redoblando sus ladridos como parallamar al cazador.

—¡Vaya una cosa rara! —dijoBrazo-de-acero— un toro que nohuye, que se empeña en cuidar unárbol como si fuera un centinela, yluego estos perros tenaces comonunca.

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Y dando una vuelta fue acolocarse casi en frente del toro, acorta distancia.

—Aquí está seguro —pensó—sólo que es preciso que esos perrosme lo dejen sosegar un momento. —Y luego gritó:

—Tízoc, Maztla, aquí —ylanzó un silbidillo muy conocidosin duda para los perros, porquevinieron inmediatamente a su lado.

El toro se vio libre de susenemigos pero no abandonó supuesto; al contrario, irguió la

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cabeza y miró con dos ojos comodos brasas al joven que estaba acorta distancia.

El cazador con una admirablesangre fría apoyó en su hombro laculata de su mosquete, alzó elcañón y permaneció como unsegundo inmóvil.

Brilló un relámpago rojo, elestampido del mosquete atronó elbosque perdiéndose entre lasselvas, y el toro dando un saltoterrible hacia adelante, cayó muertoa los pies de Brazo-de-acero: tenía

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una bala en medio de la frente.Como impulsados por un resorte,los dos perros se lanzaron sobre eltoro.

—Bendita sea MaríaSantísima que me ha librado de tangrave peligro —dijo una voz en loalto del árbol que servía defortaleza al toro.

El cazador alzó la vista ydescubrió entre el follaje a unhombre que hacía esfuerzos paradescender.

—¿Quién sois? ¿Qué ha

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pasado? —dijo Brazo-de-acero alhombre que bajaba del árbol.

—¿Quién soy? Un desgraciadoque por probar ajeno oficio estuvea punto de dejar de existir, si no hasido por vuestro oportuno auxilio.

El hombre tenía el traje de loscazadores y la cara cubierta aún enel antifaz de cuero.

—¿Pero vos sois cazador? —dijo Brazo-de-acero reparando ensu traje.

—No, Dios me libre: porcapricho me puse este vestido; pero

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juro a Nuestro Señor que no mevolverá a suceder.

—¿Y qué vais a hacer ahora?—Ahora me vuelvo a la aldea,

de donde nunca debiera habersalido, dándoos las gracias…

—Bien, id con Dios.—¿Queréis vender vuestro

toro? que vuestro es, pues lematasteis.

—Sí; ya sabéis el precio.—En tal caso, hacedle vuestra

señal, y yo enviaré mañana mismopor él.

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Brazo-de-acero sacó su puñaly cortó las orejas al toro muerto, yentregándolas al hombre del árbolle dijo:

—Aquí tenéis la propiedad dela res.

—Muy bien; vuestro dineromañana en la taberna del ToroNegro. ¿Cómo os llamáis?

—Me dicen Brazo-de-acero—contestó el joven.

El hombre se estremeció comosi le hubiera picado un escorpión.

—¿Qué os pasa? —dijo

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advirtiéndolo el joven.—Nada, nada; un dolor, quizá

a causa de la emoción y la humedadde la noche.

—Está bien —agregó el jovenvolviendo a cargar de nuevo sumosquete, y con la mayorindiferencia y marcialidad se lopuso al hombro, silbó a sus perros yse perdió en el bosque sin hablarmás.

El falso cazador se quedó unmomento inmóvil, con las orejasdel toro en la mano.

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—Vamos —exclamó— sipasan en el mundo cosas queparecen milagros: ¡quién diría queme ha salvado este mismo a quienpor poco le birlo la muchacha! ¡Oh,y si él lo hubiera sabido, de seguroque esa bala me la coloca a mí en lafrente, y a mí es a quien corta lasorejas: cuidado! Ea, vámonos: loque es por esta noche, escapó Juliamerced a ese demonio, que Diossabe de dónde salió; y yo escapégracias al novio de Julia… pero loque es la muchacha, más tarde, más

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temprano, mía ha de ser.Y apretando entre sus manos

las orejas del toro, echó a caminarpara la aldea, no sin volvercontinuamente el rostro por todaspartes, temiendo un nuevo encuentrocon fiera o con cazador.

La luz de la mañanablanqueaba ya el horizonte cuandoBrazo-de-acero llegó a la montaña.

En lo más áspero de la selvahabía varias cabañas fabricadascon hojas de palmera, que servíande guarida a los terribles

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cazadores, y estas cabañas seapoyaban en los gigantescos troncosde los cedros, de los palmeros o delos guayacanes.

Allí pasaban los cazadores suvida salvaje persiguiendo a lostoros o a los jabalíes, y de ahíbajaban a las aldeas y las ciudadesde la isla a contratar con losdesolladores, con los plantadores ocon los dueños de los navíos,carnes y pieles.

Los cazadores eran dueños yade casi toda la grande isla

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Española: valientes, aguerridos,conocedores diestros del terreno, nitemían a las fieras, ni a lastempestades, ni a la peste, ni a lastropas españolas que había en SantoDomingo y en Alta-Gracia.

De la gran isla Españolamenos de una tercera parte estabaen poder de los españoles, y elresto lo ocupaban los cazadores yplantadores, que no tenían entre síley y, si acaso, algunas vecesllegaban a obedecer las órdenes delos reyes de Francia.

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Brazo-de-acero llegó a sucabaña, que estaba amuebladacomo todas las otras: algunasgrandes pieles de buey, algunostroncos de árbol que servían deasientos y de mesa, y algunasarmas.

Contra todo lo que esperaba eljoven, encontró a una multitud decazadores reunidos y hablandoentre sí con gran calor, mientras quedevoraban, por decirlo así, sualimento cuotidiano, compuesto deun gran trozo de carne asada y de

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una especie de ensalada que hacíande los retoños tiernos de la palma.

Brazo-de-acero debía tener sinduda gran prestigio y ascendientesobre los cazadores, porque, alverle llegar, se levantaron arecibirle con muestras de cariño.

—A tiempo llegas —díjoleuno de los cazadores— y yaextrañábamos tu ausencia.

—He pasado la nochepaseando el bosque —contestó conindiferencia el mexicano.

—Hace poco —agregó otro

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cazador— que oímos un tiro, yRicardo sostenía que tú lo habíastirado, porque dice que conoceperfectamente el ruido de tumosquete.

—Y aún lo afirmo —dijoRicardo.

—Tienes razón —contestó eljoven— he matado allá abajo untorete; pero me extraña que hayáisestado despiertos a esas horas.

—Es que tenemos una grannovedad —dijo Ricardo.

—¡Novedad! ¿Y cuál es?

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—Anoche ha estado aquí connosotros Juan Morgan.

—¡Juan Morgan! —exclamóadmirado Brazo-de-acero.

—El mismo —contestóRicardo con el orgullo del que dauna buena noticia.

Para que se comprenda lacausa de aquella admiración y delefecto mágico que el nombre deJuan Morgan producía entreaquellos hombres de temple defierro, bueno será decir dospalabras acerca del que llevaba ese

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nombre, y que debe hacer un papelmuy importante en esta historia.

Juan Morgan había nacido enInglaterra en la provincia de Walis;su padre era un labrador rico ylleno de buenas cualidades; pero elhijo no tuvo inclinación por laagricultura y se lanzó a los mares enbusca de aventuras: entró encalidad de criado en un navío queiba para la isla Barbudos, y alllegar allí lo vendió su patrón.

Logró su libertad, pasó aJamaica y entró al servicio de los

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piratas que comenzaban entonces aatacar a los buques españoles.

Sus hazañas fabulosas devalor, su prodigalidad con losmarinos y la buena suerte quesiempre le había acompañado, bienpronto hicieron de Juan Morgan elhéroe popular de todos los piratas,cazadores y plantadores quehabitaban en las Antillas, y noesperaban todos sino que él losllamase para presentarse alservicio. Juan Morgan era más queel jefe de aquellos hombres, era su

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Mesías.Los plantadores, los piratas y

los cazadores no vivían como unossalvajes, separados de la sociedad,sin pensar en el porvenir; tenían,por el contrario, todos ellos un granpensamiento político, que nonecesitaba sino un jefe para tomarcuerpo. Aquellos hombresmeditaban apoderarse de lasAntillas y formar con todas aquellasislas un reino, una nación poderosaque fuera independiente de lascoronas de Francia, de España y de

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Inglaterra.Una tras otra las islas debían

ir cayendo bajo su dominación, ylas dos escogidas como principiode aquella empresa lo fueron laEspañola y la de la Tortuga.

La Española era grande y rica,y estaba casi toda en poder decazadores y plantadores; los piratasse encargaron de la de la Tortuga.

Como la Francia comprendíala preponderancia que le daba aEspaña la posesión de las islas delmar de las Antillas, procuró

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favorecer, aunque ocultamente, losdesignios de los piratas, y llegóhasta el caso de mandar a MonsieurLe Vasseur con un navío cargado desoldados para echar a los españolesde la Tortuga.

De este modo, todos aquelloshombres no esperaban más que unjefe para comenzar sus hostilidadescontra el comercio, la marina y loshabitantes españoles, y aquel jefe loveían en Juan Morgan.

He aquí por qué todos, inclusoel mismo Brazo-de-acero, que era

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mexicano, se exaltaban al oír hablarsiquiera del célebre pirata.

—¿Aquí estuvo? —preguntóotra vez Brazo-de-acero.

—Aquí mismo, y en ese lugaren que estás tú.

—Y decidme ¿qué dijo?—Eso es lo grave; vino a

anunciarnos que prepara una granasonada, que necesita víveres yhombres de marinería y dedesembarco.

—¡Soberbio! —exclamó elmexicano entusiasmado.

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—Que él promete un año ricoen acontecimientos, en aventuras, enpresas de mar y tierra; en fin, quemoverá el mundo.

—¡Magnífico! ¿Y vosotros quéle habéis dicho?

—Unos han ofrecido ayudarlepara los víveres que necesita, y losotros se han comprometido aseguirle.

—¿Y tú qué has dicho,Ricardo?

—¿Yo? Que le sigo.—Y yo también, y yo también

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—exclamó Brazo-de-acero—.¿Dónde le veremos otra vez?

—Mañana en la noche en SanJuan de Goave; pero es precisodisimular para que nada llegue aconocimiento del gobernadorespañol.

—¿Entonces?—Si quieres ser de la partida,

yo te instruiré de todo.—Sí.—Bien; pues al obscurecer

partimos para la aldea.Los cazadores siguieron

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conversando. Brazo-de-acero seentró a su cabaña, se tendió sobreun cuero, y acompañado de susperros se quedó dormido.

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V

LA SEÑORA MAGDALENA

LA ALDEA de San Juan de Goavetenía siempre una gran población,pero de esa que pudiera llamarseflotante, porque iba y venía y

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cambiaba a cada paso.San Juan era, por decirlo así,

la capital, el cuartel general de loscazadores, y allí, por esa razón,concurrían multitud de mujeresaventureras, que iban siempre alhusmo del dinero que con talprofusión derramaban aquelloshombres.

Había en San Juan, pues,multitud de jóvenes hermosas, peroninguna de ellas podía competir conJulia, que además de su belleza,contaba con su modestia y con una

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gran reputación de pureza que lahacía respetable.

Julia, como todas las mujereshonradas, sentía el desdén másprofundo hacia toda aquella coloniade mujeres perdidas que veía en sualrededor, y por eso sus relacionesse reducían a las familias honradasde la aldea, y por eso, disgustadaspor aquel aislamiento, que ellascalificaban de orgullo, lasmuchachas alegres habían bautizadoa Julia con el nombre de la«duquesa de Pisaflores».

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El padre de Julia, marinofrancés, había muerto de la pestepoco tiempo después de haberllegado a la isla Española con suhija y con su mujer, la señoraMagdalena, como la llamaban en laaldea.

La señora Magdalena, con elpequeño capital que dejó sumarido, había comprado una casitaen la aldea de San Juan, y sededicaba al comercio de pieles y ala educación de su hija, y en ambascosas había sido afortunada, porque

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Julia era un ángel y la pobrezanunca había asomado en su casa.

La señora Magdalena tendríacuarenta años, pero se conservabafresca como una mujer de treinta, yno faltaban algunos que la hacíanobjeto de sus amores. Pero hastaentonces ninguno podía gloriarse dehaber alcanzado ningún favor,aunque en verdad ninguno habíahablado de boda a la fresca viuda.

Uno de los personajes másimportantes en la aldea de San Juan,era sin duda Isaac, el patrón de la

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taberna del Toro Negro. Judío yamigo de los cristianos en todo loque podía producirle algunaventaja, Isaac era centro de milintrigas amorosas, depositario detodos los secretos de lasexpediciones piráticas, y ademásusurero, con cuyas cualidades eratan conocido como necesario.

La taberna de Isaac estabaconstruida a propósito, y con talescircunstancias, que al mismo tiempopodían tener lugar en ella la cita dedos amantes, una conspiración de

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piratas y una comida de cazadores,estando todos tan seguros y tanindependientes como si una cosapasara en la España y otra enJamaica o en la Tortuga.

Y sin embargo de todo, Isaactenía un gran prestigio con elgobernador español, porque lehabía hecho entender que era suagente, su espía y el hombrenecesario para ponerle al tanto detodos los proyectos de los piratas ycazadores que eran en aquel tiempola pesadilla de la corona de

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España.La mañana siguiente a la noche

en que Julia salió a ver a su amantea las Palmas Hermanas, la tabernade Isaac estaba casi sola, y él seentretenía en embotellar una mediabarrica de vino, al queprudentemente mezclaba ciertacantidad de agua.

Llamaron a la puerta delaposento en que él estaba y procuróocultar el agua, y luego gritó:

—Que pasen.Abrióse la puerta y se presentó

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Juan el desollador.—La paz del Señor venga con

vos —exclamó el judíohipócritamente al verle entrar.

—Buenos días, maese Isaac —dijo el Oso-rico sin quitarse elsombrero— ¿estás solo?

—Solo, para lo que gustéismandar —contestó el judío.

—Bien; deja eso, siéntate yhablaremos.

El judío cerró la cuba, arrimóun asiento al desollador y se sentótambién sobre un barril.

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—Estoy a vuestras órdenes —dijo.

—En primer lugar, te participoque el negocio de anoche salió mal.

—¿Salió mal? ¿No fue lamuchacha a la cita?

—Sí fue, pero pasó lo que note importa ni quiero contarte, peronada se consiguió. ¿Qué hago?

—¿Qué hacéis? No es tan fácildecíroslo; sobre todo ignorando loque pasó anoche.

—Pues eso no lo sabrás, perrojudío, curioso.

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—No señor, no tengocuriosidad; pero bueno sería saberpara poderos decir un plan que nose oponga con lo que os ha pasadoanoche.

—Bueno, bueno; di tu plan y tediré si se opone o no, y estamos delotro lado.

—Como gustéis. ¿Estáisdecidido a que esa muchacha seavuestra?

—Sí.—¿A costa de cualquier

sacrificio?

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—Sí, con tal que no sea cosade andar a cuchilladas con esosmalditos cazadores.

—Entiendo: voy a proponerosel único plan que encuentro; vos mediréis si os parece demasiadocostoso para haceros de lamuchacha.

—Veamos.—El grande obstáculo que

aquí tenéis para lograr vuestrosdeseos, es ese maldito cazadorBrazo-de-acero, de quien estáenamorada Julia ¿es verdad?

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—Sí, es verdad.—¿De manera que si lográis

estar en un lugar solo con ella sin suamparo y sin la señora Magdalena,todo saldría a medida de vuestrosdeseos?

—Exactamente, y eres unhombre sabio.

—Se trata, pues, de encontraresa oportunidad…

—Eso es, esa oportunidad.—Pues casaos con la señora

Magdalena.—¡Ave María Purísima! —

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exclamó el Oso-rico dando un salto— tú estás loco o quieres burlartede mí.

—Calma, señor, ni uno ni otro.La señora Magdalena ni es tan viejani es tan fea que le hicierais undesaire a no estar enamorado de lahija.

—Lo creo.—Os casáis con la señora

Magdalena, os vais de la isla, ostrasportáis a México, a Panamá, conlas dos, y en el camino, en lanavegación, la madre puede

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morirse, caer al mar, y vos quedáissolo con la chica y libre de todoslos cazadores del mundo, y sacáisademás la ventaja de haber sidodueño de la madre y de la hija… Laverdad, como a mí me gusta tanto laseñora Magdalena, quizá por esome hace ilusión este plan.

El desollador meditaba; sinduda le parecía la cosa digna deatención.

Por fin levantó la cabeza ydijo:

—Me parece muy bien, muy

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bien; la esposa que me has escogidono me disgusta, y así como así, a míme conviene salir de esta malditaisla y dejar estos demonios, con losque tiene uno la vida en un hilo: soyya bastante rico… pero… ¿creesque la señora Magdalena querrá?

—Depende eso del modo conque se maneje el negocio.

—¿Y cómo sería bueno hacer?Comenzaré a dirigirle miradastiernas y sospechosas, a suspirarcuando esté a su lado…

—Con eso no conseguiríais

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sino quedar en ridículo. A lasmujeres de esa edad y cuando setrata de matrimonio, no se lasconquista de esa manera; se reiríade vos como de un chiquillo.

—¿Pues cómo?—Abordadla de frente, por la

proa, sin andar con rodeos, sindarle caza; entrad a su habitación,suplicadle que hable con vos asolas, y decidle que a ella y a vosos conviene casaros y salir de laisla; ofrecedle vuestra mano, y casiestoy seguro de que acepta.

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—¿Pero si dice que no metiene amor?…

—En todo caso, aun cuando osdiga que os le tiene, no creáis quese casará con vos más que por suconveniencia, y siempre unmatrimonio a su edad, en suscircunstancias y con un hombrecomo vos, es cosa que leconvendrá, os lo aseguro.

—¿Y si salgo mal?—¡Oh! entonces ya veremos lo

que se piensa en ese caso; porahora valor y al abordaje.

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—Dices bien, mañana iré.—¿Y por qué no ahora mismo?—¿Ahora?—Sí ¿por qué no? Mientras

más pronto, mejor; la duda es unode los tizones del infierno.

—Dices bien; ahora mismovoy.

Y como haciendo un esfuerzode energía, el desollador se levantóy salió de la taberna.

La señora Magdalena cosíasentada en un taburete cerca de unapuerta que caía al jardín de la casa,

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y a su lado estaba Julia, cosiendotambién. Tenían entre las dos unaconversación que debíapreocuparlas, porque algunas vecesdejaban la costura y quedaban comodistraídas y sin hablar.

—Lo que más me atormenta —decía la señora Magdalena— esque el día menos pensado Dios mellama a sí y tú quedas tan joven yabandonada.

—No digáis eso, madre mía—contestaba Julia— tenéis buenasalud y sois joven aún; muchos años

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faltan para que llegue ese día tantemido.

—No lo creas, la muerte noviene sólo a los ancianos; puedomorir, y quizás en otra tierra notemería tanto por ti; pero en ésta ycon tal sociedad… ¡Oh! si yopudiera salir de aquí, moriríatranquila aun cuando tú quedarashuérfana…

—Madre mía, no os aflijáis…—Si al menos pudiera verte

casada, establecida ya.La joven se puso encendida.

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—Pero aquí ¿con quién? —continuó la señora Magdalena—uno que otro joven francés que hay,pertenecen también a estoscazadores, que me parecendetestables para maridos.

Julia se puso entonces pálida,y la madre lo hubiera advertido sino hubiera llamado su atención unhombre que atravesando el jardín sedirigía al lugar en que ellas estaban.

Era Juan el desollador que seacercaba, y las saludó cortésmente,aunque con algún embarazo.

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—Dispensadme —dijo a laseñora Magdalena— que me atrevaa venir así a vuestra casa, perodeseo hablaros de un asunto deimportancia…

—Decid, señor —contestó laseñora Magdalena.

—Desearía poderos hablar asolas.

La señora hizo una seña aJulia, y la joven se retiróinmediatamente.

—Podéis hablar —dijo laseñora.

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—Pues señora —comenzó adecir Juan tosiendo y revolviéndoseen su asiento— es el caso… que…la verdad es que no sé por dóndecomenzar.

—Hablad —dijo sonriéndosela señora Magdalena.

—Pues señora, yo soy hombrehonrado y trabajador.

—Es cierto.—Soy, en lo que cabe, rico.—Lo creo.—No soy joven, pero ni viejo.—Eso está a la vista.

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—Y deseo, es decir… meconviene… pues, necesito… quierocasarme, vaya.

—Muy buena resolución.—Ya lo creo, muy buena; pero

es… que la mujer… es decir… ladama que yo he escogido… en fin,la que me conviene sois vos… ya losolté…

La señora Magdalena esperabaque le pidiera a Julia, y en ese casohubiera contestado con una sonoracarcajada; pero quedó absorta alsaber que se trataba de ella.

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El Oso-rico daba vuelta a susombrero entre sus manos como elhombre que está fuera de su papel yde su carácter.

—¿Y hacéis eso conformalidad? —dijo la señoraMagdalena.

—Sí, señora, porque lo hepensado bien y creo que nosconviene a los dos.

—¿Nos conviene a los dos?¿Y cómo?

—Mirad, señora, ni vos ni yosomos ya jóvenes, y no estamos

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para esos amores de muchachos ¿esverdad?

—Es cierto.—Pues, y como yo no puedo

ya vivir solo, y vos necesitáis unhombre que cuide y mire por vos yvuestra hija, y yo… en fin, no estoytan despreciable… porque tengo unbuen capital… y soy trabajador, yvos que sois económica, y mujer deexperiencia… y que tenéis unacarita fresca y rosada como unamuchacha de quince…

La señora Magdalena se

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ruborizó, pero fue sin duda pororgullo.

—Digo —continuó eldesollador— nos convienecasarnos y salir de esta isla en laque el día menos pensado se armauna que sólo Dios sabe, con estasgentes… y que aquí no estamosbien… Conque ¿qué decís?

—Debéis suponer —contestóla señora Magdalena— que estacuestión no es de resolverse así nomás; necesito pensar, porquefrancamente, nunca había soñado en

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casarme por segunda vez: además,vosotros los españoles no meinspiráis mucha confianza paramaridos.

—Señora, ésa es unapreocupación, ya veréis; admitid miofrecimiento, y no tendréis de quéarrepentiros, porque muy prontoquedaréis satisfecha de que valgotanto yo para marido vuestro comoel mejor francés.

—Bien, lo pensaré, lo pensaré;ya vendréis a saber mi resolución.

—¿Esta noche?

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—No, no tan pronto; dentro detres días.

—¡Oh, señora! Es demasiado:pongámonos en un justo medio entrevuestra prudencia y la impacienciaque me devora; mañana sabrévuestra resolución, y espero queserá favorable.

—No lo sé yo misma; peropara que veáis que soycondescendiente, mañana venid.

—¿En la mañana?—No, en la tarde.—Sea como queréis. Hasta

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mañana en la tarde.—Hasta mañana.El desollador salió de la casa

diciendo:—En verdad que me va

gustando también la viuda; creo quesi no fuera porque esa muchacha mebaila todo el día en la imaginación,quedaba yo satisfecho: ¡cómosomos los hombres!

La señora Magdalena quedódistraída, y en toda la tarde nohabló una sola palabra. Julia laobservaba con inquietud y hacía mil

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esfuerzos por adivinar lo que aquelhombre había dicho a su madre, quela había puesto tan sombría. Habíaya obscurecido cuando la señoraMagdalena llamó a su hija y seencerró con ella en una estancia.

La joven temblaba figurándoselo que iba a pasar; quizá la señoraMagdalena sabía ya sus amores conBrazo-de-acero.

—Hija mía —dijo la señora—tengo que decirte una cosaimportante.

—¿Cuál es, madre mía?

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—Hija, tú comprendes quevivimos aquí solas, sin amparo, sinauxilio, en fin, sin un hombre ennuestra familia…

—Sí, señora.—Que aquí estamos rodeadas

de peligros, y sobre todo, tú queeres joven y bella…

Julia creía adivinar.—Es necesario, pues,

sucumbir a las circunstancias, espreciso que un hombre entre ennuestra familia con un título legal,para ser nuestro protector y

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sacarnos de esta isla.—¡Madre mía! —exclamó

Julia, creyendo que se trataba decasarla.

—Hija mía, Julia, es preciso;bien comprendo que tú lo sentirás,pero es necesario.

—¡Pero, señora! —Juliacomenzaba a llorar.

—No me atormentes, hija mía,que bastante sufro yo; pero nosconviene a las dos, y estoy resueltaa casarme…

—¡Ah! —exclamó la joven

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como si le quitaran un peso inmensodel corazón.

—¿Qué te parece?—Señora, sois dueña de

vuestra voluntad, y siempre estarécontenta cuando vos lo estéis.

—Lo he meditado bien, y veoque es la única esperanza que nosqueda para salir de aquí.

—¿Y quién es, señora, elhombre que merece vuestraconfianza?

—A ti, hija mía, nada teocultaré; ese hombre es el que has

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visto esta tarde aquí.—¡Juan!—El mismo, un hombre de

bien, aun cuando es algo rudo…¿No te agrada, hija mía?

—Con tal de que os quierabien y os haga feliz, madre mía, lequerré como si fuera mi padre.

—¡Dios te bendiga!La señora Magdalena besó la

frente de su hija, y se separó de sulado tranquila y satisfecha.

Aquella noche volvió a tenerla señora Magdalena sueños de

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novia.

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VI

EL ENGANCHE

PEDRO Juan de Borica eldesollador, salió tan alegre de lacasa de la viuda Lafont, que hubierapodido conocérsele de muy lejos su

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satisfacción.Para él era ya negocio

arreglado, y el plazo que le habíapedido la señora Magdalena, notenía más objeto que salvar lasapariencias.

Aquella tarde les refirió elproyecto de su boda a cuantosconocidos encontró, y, calculandoque a todos les había de parecer tanbuen negocio como a él, se gloriabade su conquista.

Por supuesto que no era así, ytodos reían de aquel matrimonio

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celebrado entre un hombre feo,tonto y cobarde, con una mujerviuda y vieja. Por supuesto que todaaquella tarde y la noche, el enlacede Juan con la señora Magdalenafue el platillo de conversación en laaldea.

Contra lo que tenían decostumbre los cazadores, aquellanoche había muchos de ellosreunidos en la taberna del ToroNegro; bebían y fumaban, yconversaban con tanto descansocomo si no hubiera una sola vaca en

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toda la isla Española.El judío Isaac estaba por

supuesto contentísimo; aquélla erapara él una gran cosecha; pero eraquizá en la aldea de los muy pocosque no se admiraban de aquellainusitada reunión de cazadores.

En uno de aquellos grupos seveía a Brazo-de-acero que hablaba,aunque un poco apartado de losdemás, con su amigo Ricardo: laconversación estaba muy animada.

—Veo que aún tienes ideasinexactas de la vida que nos ofrece

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Juan Morgan —decía el inglés—¿temes los peligros o laspenalidades?

—Ni una ni otra cosa —contestó Brazo-de-acero.

—¿Entonces qué puededetenerte para tomar parte connosotros en la expedición? ¿Te hacedaño el mar?

—No es eso; pero tengoobstáculos insuperables paraabandonar la isla.

—Dímelos.—Imposible.

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—Vamos ¿me permites queadivine?

—Sí.—Pero a condición de que si

es cierto me lo digas.—Convenido.—Óyeme: tú no quieres

abandonar la isla porque estásenamorado.

—¡Ricardo!—Lo convenido, ésta es la

verdad, y además, estás enamoradode Julia, de la bella francesita, dela duquesita de Pisaflores.

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—¡Qué demonio! es verdad —dijo el joven.

—Pero tú lo negabas: ahoracomprendo por qué te impresionótanto lo que te dije ayer acerca deloculto rival.

—En efecto, y ahora quieroque me lo expliques…

—Afortunadamente, tengo eneso buenas noticias que darte, y quetal vez influirán en tusdeterminaciones.

—Habla.—Pues bien ¿conoces tú a

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Pedro Juan de Borica?—Sí; Pedro el desollador,

Juan el Oso-rico, el español, esehombre que estuvo a punto de nacermico o toro.

—El mismo: pues hacealgunos días supe que rondaba conempeño la casa de tu Julia.

—¡Rayo de Dios! —exclamóBrazo-de-acero levantándose comoun tigre.

—Calma, calma, mi buenseñor —continuó tranquilamente elinglés—. Tú no debías llamarte

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Brazo-de-acero, sino Corazón dePólvora: siéntate, y oye la historia.

—Pero ese hombre es unmiserable, que se atreve a poner susojos donde los pongo yo.

—Me causarías lástima si esofuera cierto.

—¡Cómo!…—Escúchame y lo verás.Brazo-de-acero, en cuyo

corazón pasaban como ráfagas deviento estos accesos de ira, volvióa sentarse.

—Pues el Oso-rico hacía de

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centinela en la casa de Julia —continuó el inglés: Brazo-de-acerose agitó en su asiento conimpaciencia— y como allí la joven,y la bella, y la codiciada es tu Julia,todo el mundo pensó: «Julia es elobjeto de esos amores», y yotambién lo pensé; pero he aquí quese descorre el velo, y cae comorayo la noticia de que Pedro eldesollador, Juan el Oso-rico, secasa con la honorable señoraMagdalena, viuda de Lafont.

—¿Es verdad? —exclamó

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asombrado el mexicano—. ¿Noserá una calumnia, una burla?

—Todo el mundo lo sabe,menos tú que debieras ser elprimero en tener la noticia.

—Pero es imposible; Julia melo hubiera dicho.

—Quizá tampoco ella lo sabía.¿Cuándo le hablaste?

—Anoche.—La noticia es de hoy.—Estoy espantado.—Y hay además otra cosa que

te puede interesar.

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—Dime.—La boda debe celebrarse

muy pronto, y la feliz pareja,llevándose por supuesto a Julia, seretira de la isla para ir a radicarse aMéxico o a Guatemala.

—Eso no puede ser; Julia nopodía habérmelo ocultado.

—Te aseguro que es la verdad;y ausente Julia ¿para qué quierespermanecer aquí? ¿No te valdrámás ajustarte con Juan Morgan?

—En efecto —contestópreocupado Brazo-de-acero— pero

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debo cerciorarme…—Bien pensado, bien pensado;

procura averiguar bien la verdad, ysi las cosas pasan tal como tú medices ¡qué demonios! vente connosotros.

—Sí, sí; voy en busca de Juliapara que ella me diga.

—Ve y háblale; pero nopierdas tiempo, ni olvides que estanoche ha citado Morgan a los quequieran formar parte de laexpedición, para hacer un arreglo, yque Morgan parte mañana antes de

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amanecer.—Voy y vuelvo ¿pero si no te

encuentro aquí?—Isaac te dará el camino por

donde debes encontrarnos.—Adiós.Y el mexicano, componiéndose

el sombrero, salió de la taberna.—Sería una lástima —dijo

Ricardo— que ese Brazo-de-acerono fuera de los nuestros; esinteligente y valeroso.

—¿Y qué, se resiste? —preguntó uno de los cazadores.

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—Creo que ya no: teníaalgunas dificultades; pero ya estánvencidas, y juzgo que será de lapartida.

—Es una alhaja —dijo uncazador tomándose un vaso deaguardiente; y todos siguieronbebiendo y fumando sin hablar másdel asunto.

La noche estaba obscura, y eljoven cazador salió de la taberna yse dirigió a la casa de Julia, sinencontrar a ninguna persona en sucamino.

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Aun estaba despierta la familiade la señora Magdalena, porque lasventanas estaban abiertas y habíaluz por dentro.

Antonio dio un vueltaalrededor de las tapias del jardín, yllegó a un lugar en el que la tapiaera menos elevada, y había una granpiedra colocada allí, sin duda apropósito.

El joven se paró sobre lapiedra y dominó perfectamente eljardín: enfrente tenía una ventana dela casa; por allí también salía luz.

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Brazo-de-acero silbó de unamanera particular, imitando el cantode un tordo, y casi en el momento lasilueta de Julia se destacó en elcuadro luminoso de la ventana.

El cazador la conoció y volvióa silbar. Julia se retiró por unmomento de la ventana y volvióluego con una luz, que sopló yapagó allí mismo, quedandoobscura la pieza.

Esto en el lenguajeconvencional de aquellosenamorados, quería decir: «Mi

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madre aún no duerme; espera, yoiré a verte».

El cazador se retiró de latapia, y fue a sentarse cerca dellugar por donde hemos visto salir lanoche anterior a Julia. Pasó allímucho tiempo, pero sin darmuestras de impaciencia, sinmoverse siquiera.

Tenía la convicción de queJulia no podía salir, y por esto seresignaba.

Por fin sonó la yerba, yAntonio escuchó que le llamaban.

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—¡Chist, chist! Antonio.—Julia mía —contestó el

cazador llegando.—Un momento hablaremos,

porque mi madre está esta nochemuy inquieta, y tengo mil cosas quedecirte.

—¿Qué hay? —dijo Brazo-de-acero, disimulando que algo sabía.

—¿Qué hay? Cosas muygraves; esta tarde me ha dicho mimadre que está resuelta a casarse.

—¡Julia! ¿Y con quién?—Con un hombre muy

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repugnante, con Pedro Juan deBorica.

—¿Pero está loca la señoraMagdalena?

—No es eso lo peor, Antonio,sino que quieren que nos vayamosde la isla, y esto me mataría. —YJulia se puso a llorar.

—Julia mía, no llores —decíael cazador— tú eres muy buena, yno es posible que Dios te abandoneasí.

—Sin verte. ¡Oh Dios mío!¡Dios mío! ¡Qué desgracia!

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—Pero Julia ¿por qué ha sidoesto?

—No lo sé, no lo sé, ni sétampoco cómo no me puse a llorarcuando me lo anunció mi madre.

—¡Oh, Julia! Esta separaciónes imposible; no te irás…

—¿Y quién será capaz deimpedirlo? —dijo un voz detrás deJulia.

Julia lanzó un grito de espanto,porque había conocido la voz de laseñora Magdalena.

—Antonio —dijo gravemente

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la señora Lafont— habéis hechomal en alimentar esa pasión que yono consentía, porque no seréis elmarido de Julia nunca.

—¿Por qué, señora? —preguntó Antonio, tranquilizándoseal ver la calma de la señoraMagdalena.

—Porque las madresqueremos lo mejor para nuestrashijas, y yo no sé ni quién sois, nicuál es vuestra familia, ni cuálesvuestros antecedentes. Os hequerido como a un amigo; pero de

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eso a fiaros el porvenir de mi hija,hay una distancia inmensa: la vidaque lleváis no es tampoco paratranquilizarme. ¿Entendéis lo queesto quiere decir?

—Sí, señora —contestó elcazador.

—Julia, retírate a tu aposento—continuó con severidad la señoraMagdalena.

Julia vaciló un momento, miróa su madre con aire suplicante; peroal contemplar aquella fisonomíaadusta, inclinó la cabeza y se retiró

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llorando.—Señora —exclamó Brazo-

de-acero conteniendo apenas sussalvajes impulsos— ¡señora!

—¿Me amenazáis? Hacéisbien: a una mujer débil y desvalida,a una madre que con sus santosderechos os reclama la tranquilidadde su hija, bien podéis amenazarla,herirla; es una acción heroica devalor, digna de un cazador que llevapor nombre de guerra Brazo-de-acero.

—¡Señora! —volvió a decir el

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joven, no sabiendo ni qué contestar.—Os han tratado como a hijo

en una casa, y seducís a la hija deaquella familia, y en recompensa deun cariño noble y desinteresado,queréis sembrar la desolación y latristeza.

—Señora, cuando amo a Julia,es para hacerla mi mujer.

—¿Y qué nombre daríais a esapobre muchacha, cuando no osllaman más que Antonio Brazo-de-acero?

—Señora, soy tan noble y tan

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rico como un príncipe.—Decidme entonces vuestro

nombre, y explicadme por quéandáis aquí siguiendo esa vidaerrante y salvaje de los cazadores.

—Más adelante sabréis todoeso.

—En tal caso, más adelantepodéis aspirar a la mano de la hijade Gustavo Lafont; entretanto, si escierto que en algo apreciáis latranquilidad de Julia, retiraos.

—Pero, por Dios…—Lo he dicho —contestó la

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señora Magdalena, y se retiró sindecir una palabra más.

El cazador quedó un largo ratopensativo; después, como tomandouna resolución sacudió su rizadacabellera y exclamó:

—Está bien; más adelante. —Y se preparaba a partir, cuando deentre el follaje que cubría el muro,volvió a salir Julia.

—Antonio —dijo la jovenllorando— ¿no hay esperanza?

—Sí, Julia; tú serás mía.—Nunca contra la voluntad de

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mi madre.—Contaremos con ella.—¿Cuándo?—Muy pronto, si cuento con

que no me olvides.—Eso, jamás, jamás.—Entonces ten fe, que

seremos felices.—Adiós —dijo Julia—

bésame por la última vez.—Adiós —contestó el

cazador, poniendo sus labios en lafrente de la doncella.

—Adiós —repitió Julia

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besando la mano de Brazo-de-aceroy precipitándose al interior deljardín.

—Mía y muy pronto —exclamó el cazador, y tomó elcamino de la taberna del ToroNegro.

Cuando llegó allí, la tabernaestaba desierta y un candilmoribundo ardía apenas,suspendido del techo por una cortacadena de hierro, sucia y oxidada.

—¡Isaac, maese Isaac! —gritóel cazador.

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Rechinó una puerta y el judíoapareció en el despacho.

—¡Ah!, ¿sois vos? —dijo—.Ya iba a cerrar, cansado deesperaros.

—¿A dónde estánesperándome?

—Mirad —dijo el judíosaliendo a su puerta— ¿veis esegrupo de árboles que tenemosenfrente, aquí muy cerca?…

—Sí.—Pues a la derecha

encontraréis una senda; seguid,

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seguid, hasta llegar a una casaarruinada; allí encontraréis lo quebuscáis…

—Está bien —contestó elcazador— y siguió el rumbo que lehabía indicado el judío.

A pocos pasos de la casaestaba, en efecto, el grupo deárboles, y a la derecha un senderoque guiaba entre la yerba.

La luna alumbraba lo bastantepara no perder el camino, y además,el cazador conocía palmo a palmotodo aquel terreno.

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Siguió atravesando unapequeña sabana y volvió aencontrarse en un bosque; pero elsendero estaba siempre abierto:caminó aún un gran trecho, y derepente vio alzarse delante de sí lassombrías paredes de una casa.

—Aquí es —dijo—buscaremos la entrada.

Comenzó a dar vueltaalrededor de las tapias, cuando oyóque le llamaron por su nombre.

La voz del inglés le erademasiado familiar y la reconoció

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al momento.—Antonio ¿qué hay por fin?

—le preguntó el inglés conimpaciencia.

—Soy de los vuestros.—Venga esa mano; eres todo

un hombre. Ahora, vamos a ver aMorgan, que te espera conimpaciencia.

—¿Me conoce acaso?—Todos le han hablado de ti.—Vamos.Atravesaron primero por un

gran patio cubierto de yerba y de

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arbustos; luego por variashabitaciones, cuyos techos habíancaído y estaban sólo iluminadas porla luna, y llegaron por último a unapuerta por la cual salía la luz de unahoguera.

—¿Aquí? —dijo Brazo-de-acero.

—Más adelante.Entraron a una gran estancia

iluminada por una gran hoguera queardía en el centro, y alrededor de lacual había varios hombres asandograndes trozos de carne.

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Ninguno de aquellos hombresfijó su atención en los que entraban.

El inglés y Brazo-de-acerollegaron a otra puerta que estaba enel fondo de aquella estancia, y allíescucharon el rumor de muchasvoces.

—Aquí —dijo el inglés.Empujó la puerta, entró, y el

mexicano que le seguía se encontróen medio de una reunión numerosa yextraña.

En una estancia más reducidaque la anterior, enteramente

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desamueblada, estaban reunidos ungran número de cazadores, marinos,plantadores y desolladores.

Unos sentados sobre piedras,otros sobre sus capas, en el suelo,otros sobre troncos de árboles:tenían en el centro a Juan Morgan,que más bien estaba reclinado quesentado al pie de una de lascolumnas de madera que sosteníanel rústico techo.

Aquella escena estabaalumbrada por una gran cantidad detorcidas que habían sido colocadas

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en el suelo unas, y otras contra lasparedes.

La frente despejada y elardiente brillo de los ojos, hubierandenunciado a Morgan como el jefede aquella reunión, si no lo hubieradado a conocer el respeto y casi laadmiración con que los demás lecontemplaban.

Al entrar Brazo-de-acero,Morgan le saludó con una finura yuna distinción tal en sus modales,que a primera vista manifestabanque aquel hombre tenía una

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educación superior a cuantos lerodeaban.

Brazo-de-acero tomó asiento;Morgan hablaba, y todos leescuchaban en el más profundosilencio.

—Tengo —decía el terriblepirata— grandes proyectos, que conauxilio de vuestro valor, esperollevar muy pronto a cabo. Mansvelt,nuestro antiguo almirante, ya sabéisque ha dejado de existir; elgobernador de Tierra-firme, donJuan Pérez de Guzmán, ha

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conseguido sobre nosotros untriunfo en la isla de Santa Catalina;pero yo os prometo que repararétodos estos desastres; nuestrasserán todas esas islas que estánahora en poder de los españoles,nuestras serán sus ciudades y susaldeas de las costas; dueños yseñores seremos del mar de lasAntillas, y dueños y señores detodos esos mares que bañan lascostas de las Indias. Yo osrespondo: oro, mujeres, todo lotendréis, y lo tendréis en

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abundancia; pero necesito que mesigáis, que me ayudéis, contar convosotros como cuento con mi brazoy con mi corazón, mandar envosotros como mando en mi brazo yen mi espada, gobernaros ydirigiros como gobierno y dirijo minavío: ¿estáis conformes?

—¡Viva el almirante! —gritaron todos entusiasmados. Porun largo rato Morgan no pudodominar el confuso vocerío que seescuchaba en la estancia.

Por fin se calmó, y Morgan

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continuó diciendo:—Como sabéis, es costumbre

entre nosotros firmar una escrituracon nuestro convenio; cada uno devosotros tendrá que llevar las librasde pólvora y balas que juzguenecesarias; habránse de separar,ante todo, los sueldos delcarpintero del navío y del cirujano:en cuanto a los navíos, nadatendréis ahora que pagar, porquetengo lista ya una escuadrarespetable. El que pierda el brazoderecho en el combate, tendrá una

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recompensa de seiscientos pesos oseis esclavos; si es el izquierdo,quinientos pesos o cinco esclavos;por la pierna derecha, igual precio;por la izquierda, cuatrocientospesos o cuatro esclavos; por un ojo,cien pesos o un esclavo; cuyasrecompensas saldrán ante todo delas ganancias de la expedición: delresto, el capitán cinco porciones, ylo demás se dividirá con igualdadentre todos: éstas son las bases delcontrato; las escrituras estánhechas. ¡A firmar!

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Uno de los hombres queacompañaban a Morgan, sacó unosgrandes pergaminos y un tintero conalgunas plumas.

—Vos el primero —dijoMorgan a Antonio.

Brazo-de-acero tomó unapluma y firmó: el pirata se inclinópara ver lo que escribía, peroAntonio puso nada más: AntonioBrazo-de-acero.

Todos aquellos hombresfueron unos en pos de otrosponiendo sus firmas, o una cruz los

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que no sabían escribir, y otro poníael nombre por ellos.

Terminó aquella operación yMorgan volvió a hablar:

—Estáis ya solemnementecomprometidos, y ya sabéis cómose cumplen entre nosotros loscompromisos; dentro de quince díasun navío se avistará por el ladooccidental de la isla, por el cabodel Tiburón, y ese navío os recibiráa bordo a todos. La contraseña seráun gallardete amarillo izado en eltrinquete, y estas palabras que dirán

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o contestarán los de los botes quevengan a tierra: «Morgan, SantaCatalina», porque antes de un mesla isla de Santa Catalina seránuestra, y doce de nuestros mejoresnavíos se encontrarán en las aguasdel sur de la isla de Cuba, delantede los puertos de Santiago,Bayamo, Santa María, Trinidad,Sagua y cabo de Corrientes. Allí apresencia de los españoles, delantede la más rica de sus islas,celebraremos consejo paradeterminar cuál debe ser la primera

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posición atacada y tomada pornosotros ¿lo entendéis?

—Sí, —contestaron todos.—Pues yo, Juan Morgan, que

nunca he prometido nada en balde,os prometo haceros ricos ypoderosos.

—¡Viva el almirante!—Ahora retiraos, y mucho

secreto.Todos los que allí estaban

comenzaron a salir humildemente;aquel hombre ejercía sobre todosun ascendiente extraordinario, y una

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indicación suya era una orden quenadie se atrevía a contradecir.

Brazo-de-acero salía también;pero Morgan le hizo una señal paraque se detuviese.

Todos se retiraron, y el piratay el cazador quedaron solos en laestancia.

Morgan se sentó e hizo unaseñal al cazador para que hiciera lomismo.

Antonio obedeció y los dosquedaron un momento en silencio.

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VII

PLANES Y CONFIDENCIAS

—¿SOIS el célebre cazadormexicano, conocido con elrenombre de Brazo-de-acero? —dijo Morgan.

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—Sí —contestó el joven.—¿Antonio?—Así he firmado mi escritura.—¿Queréis decirme de dónde

os viene el ser llamado Brazo-de-acero?

—Señor —contestó elmexicano— salí ya casi hecho unhombre, y no un niño; en mi país loshombres juegan con los toros máspujantes, y con una pica losdominan o con un lazo losaprisionan; o con sólo un estoque yuna capa, los llaman y les dan la

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muerte: todos estos ejercicios, queson enteramente desconocidos a loscazadores de la isla y que yoconocía perfectamente, me valieronel nombre con que soy conocido.

—Bien; pero ni ese nombre niel de Antonio son vuestros, son devuestra familia.

El cazador miró al pirata confiereza, como disgustado deaquellas palabras; pero Morgancontinuó sin inmutarse:

—No sé cuál será en verdadvuestro nombre, pero no quiero

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tampoco saberlo por ahora: soisvaliente y tenéis una inteligenciaclara y un brazo firme, y esto esbastante para mí. ¿Aborrecéis ladominación española?

—¡Mucho! —dijo conexaltación Brazo-de-acero.

—¿Habéis comprendido misplanes?

—Creo haber comprendidoque se trata de quitar a España elpredominio de estos mares y laposesión de sus islas; que se tratade interrumpir su navegación y

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arruinar su marina.—Y eso ¿qué os parece?—Tan bueno, que no he

vacilado un momento en ser de losvuestros, sin que me guíe elmezquino interés del oro.

—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamócon alegría el pirata—. Hombrescomo vos son los que necesito.

—Temo que no seamosbastante fuertes para consumarnuestra empresa.

—¿Eso decís? Callad, joven,que el hombre de corazón no debe

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nunca desconfiar de su poder. Mivoluntad es de acero como vuestrobrazo, y yo os aseguro que todosucederá como os lo he prometido:antes de un año las Antillas seránnuestras; los navíos españolesllevarán nuestra gente y nuestrasbanderas, y sus costados vomitaránfuego sobre las armadas de losreyes de Castilla; nuestro nombresonará del uno al otro mundo, y seráescuchado con terror por losmarinos de todas las naciones, y lascostas de la Tierra-firme serán

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tributarias de nuestros soldados. Ytodo esto sucederá ¿lo entendéis?tengo fe de que ha de suceder; yentonces, cualquiera tierra que digayo «es mía», mía será; y trazaré unabarrera que ningún marino seráosado de traspasar en los mares,con sólo la estela de luz que dejenal cruzar mis naves sobre las aguasdel océano; y tendremos en dondequiera que rueden sus olas, el poderque tienen los reyes sobre lospueblos.

El cazador escuchaba con

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agitación el discurso de Morgan; elvalor, el miedo, el entusiasmo,todos los afectos y todas laspasiones se comunican cuando elque habla está poseído de ellas.

Los ojos del pirata brillabancon la fosforescencia de las olas; surostro se encendía, su voz tomaba eltimbre sonoro de la inspiración, yla fe se revelaba en todas suspalabras, en todas sus acciones;parecía tener delante realizado yaaquel soberbio cuadro que lerepresentaba su imaginación; creía

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ver los navíos españoles arriandosus banderas, creía escuchar elzafarrancho de combate, el ruido dela fusilería, el rugido de loscañones, los gritos de las chusmas;sentía en su rostro el calor delfuego o el soplo de los vientosterrales de las costas de México ode Tierra-firme. Morgan estabacompletamente trasportado a lasescenas que iba describiendo.

Brazo-de-acero le seguía en suentusiasmo y en su alucinación, ysus ojos brillaban también, y había

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llevado la mano al pomo de su grancuchillo de monte.

—¡Eso es!, ¡eso es! —exclamósin poderse contener—. Nuestrasserán las islas, nuestro el dominiode los mares; la bandera españolano cruzará ya por estas aguas, yMéxico será libre, libre, porqueentonces nosotros le arrancaremosde la corona de Carlos V y deFelipe II.

—Joven —dijo el pirata— lafe se enciende ya en vuestrocorazón.

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—Ansío el momento decomenzar la lucha, el instante deabordar, seguido de un grupo devalientes, uno de esos soberbiosnavíos de nuestros dominadores…

—¿Sois marino? ¿Sabéismanejar las armas?

—Soy marino, y sé manejartan bien el puñal o el hacha deabordaje como el mosquete decazador de toros.

—¿Queréis esperar la naveque venga a recoger a vuestroscompañeros, o preferís partir

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conmigo?—Partiría mejor con vos, si

tuviera tiempo de despedirme antesde la mujer que amo.

—¿Amáis?—¡Con todo mi corazón! ¡Con

delirio!—Ahora estoy más contento de

vos; corazón que ama con tantoardor, es corazón grande, porque escapaz de grandes pasiones, es capazde acciones heroicas. Si esa mujerno vive lejos de aquí, aún podéisdespediros, porque está

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amaneciendo ya, y yo no partiréhasta mañana antes de amanecer;tenéis, pues, a vuestra disposiciónun día y casi toda una noche.

—Es suficiente; partiré convos.

—Antes sabed qué nuestroviaje estará lleno de peligros;podemos caer en manos de losespañoles, podemos zozobrar,porque atravesaremos el mar en unacanoa.

—No importa, contadconmigo.

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—Entonces hasta mañana antesde amanecer. ¿Y adónde osencuentro?

—Buscadme en el cabo delTiburón.

—No faltaré.Y aquellos dos hombres se

estrecharon la mano con efusión ysalieron juntos de la casa.

Morgan se perdió entre unbosque de mangles y Brazo-de-acero tomó el camino de la aldea deSan Juan.

Comenzaba a amanecer; en

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aquella hora, el lugar en que sehabían reunido los conspiradoresera ya un desierto, sin que pudieraadivinarse que había habido allígente, más que por las columnitasde humo que se levantaban aún dealgunas hogueras convertidas enceniza y próximas a extinguirse.

Cuando el cazador llegó a laaldea, comenzaba ya a notarse elmovimiento de la población, quesalía del sueño; había abiertasalgunas casas, en donde brillaba laluz artificial, porque la del día aun

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no alumbraba bien.El judío Isaac estaba ya de

centinela en la puerta de su taberna.Brazo-de-acero pasó de frente

sin saludar al judío, y siguiócaminando tan distraído, quedurante un largo rato no observóque un perro le seguía a muy cortadistancia.

Casualmente se detuvo, y elanimal se detuvo también; entoncesAntonio lo miró y lo reconoció; erael Titán, el perro que él habíaregalado a Julia, pero que venía

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adornado con un hermoso collar.Seguramente aquello tenía

para el amante alguna significación,porque sus ojos brillaron de alegríay la nube que ofuscaba su frente sedisipó; y sin detenerse un momento,y sin hacer siquiera un cariño alperro, comenzó a caminarprecipitadamente, dirigiéndose auno de los bosquecillos querodeaban la aldea.

Llegó así basta lo más espeso,miró si alguien le observaba, yacercándose al perro le quitó el

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collar.Aquel collar tenía un secreto;

era una especie de bolsa, formadade la misma piel de que estabaforrado, pero hecha con taldisimulo que, a menos de conocerlacon anticipación, hubiera sido muydifícil encontrarla.

Allí había una cartita queBrazo-de-acero sacó y abrió conmucho cuidado; la carta era de Juliay decía:

Antonio:Somos muy desgraciados: ¿esperas como yo

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en Dios? A media noche ven, y espérame en eljardín.

Adiós.

JULIA.

Brazo-de-acero cortó una de esasprimorosas flores color de violetade que se viste el guayacán, y lapuso en el lugar en que estuvo lacarta; aquello era ya unacontestación. Volvió a colocar alTitán su collar, y le dijomostrándole el camino.

—Vamos; vete, vete.El inteligente animal agachó

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las orejas y partió corriendo; elcazador leyó todavía diez vecesaquella carta y la guardó. Atravesóen seguida la aldea, y una horadespués los cazadores le veíanllegar meditabundo y encerrarse ensu cabaña.

El amor, el patriotismo, laambición de gloria y las esperanzasdel porvenir, levantaban unatempestad en el corazón de aquelhombre, que se sentía capaz de todolo grande, y veía abierta para él unasenda de aventuras maravillosas en

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su enganche con Morgan; quecomprendía cuán feliz podía ser allado de Julia y la perdía; queconocía que iba a romper losúltimos vínculos que le unían con lasociedad, y alejarse así parasiempre de la mujer que amaba.

Por eso en todo el día no salióde su cabaña, y por eso se fingiódormido cada vez que alguno de loscazadores llegaba a hablarle.

El pasado y el porvenir, eltemor y la esperanza, sepresentaban en su imaginación con

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colores exagerados, como lessucede a todos los hombres cadavez que tienen que dar un gran pasoen su carrera.

Durmió un rato, y soñó queJulia y Morgan echaban suertessobre su corazón. Despertósobresaltado y volvió a la realidad.

Era que el pirata había ganadola partida.

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VIII

LA ÚLTIMA CITA

PEDRO Juan de Borica no faltó a lacasa de la señora Magdalena parasaber su resolución, que ya desdeantes comprendía que le sería

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favorable.Como todos los tontos, Pedro

Juan era presuntuoso, y como todoslos hombres que padecen estadebilidad, pensaba mucho en susatractivos personales, y creía queuna sortija, una cadena más, o unarica joya en el sombrero, son elmejor adorno de un pretendiente yel mejor anzuelo para una dama.

Estos hombres piensan que lasmujeres son como las aves, quecaen desvanecidas con la luz delsol que hiere sus ojos reflejándose

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en un espejo, y tienen a la parte másespiritual y más bella de lahumanidad, a la mujer, en el mismoconcepto en que ellos merecen quese les tenga.

La señora Magdalena esperabaya a Juan; la señora Magdalena noera una mujer vulgar que se dejaraseducir por el rico traje y lasalhajas del desollador; peroconseguir un marido rico y tonto alos cuarenta años de edad, es unatentación a la que muy pocas damasno sucumbirán.

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El matrimonio que eldesollador proponía a la madre deJulia, era para ella, que habíaperdido hasta la idea de lassegundas nupcias, una especie demilagro, un don maravilloso de laProvidencia; por eso esperabaimpaciente al español, no sin sentirvagos temores de que se hubieraarrepentido. Era natural, y nadiedejará de disculpar a la juiciosaviuda de Lafont.

Al mirar al desollador queentraba al jardín, la señora

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Magdalena, a pesar de sus cuarentaabriles, se puso encendida yprocuró tomar un aire interesante, ysu corazón latía con violencia: unamujer tiembla para decir que sí, ypermanece serena cuando estadecidida a decir no. Esto no arguyemucho en favor del sexo hermoso.

—Señora —dijo Juan despuésde saludar— vengo a saber misentencia —y agregó en su interior— es buena moza ¿cómo no mehabía fijado en ello? Sería porqueno era mía.

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—Caballero —contestó laseñora Magdalena bajando la vistay encendiéndose más— casi no bepensado…

—¿No habéis pensado,señora? ¿Tanto así me despreciáis?…

—¡Oh! despreciaros, no; porel contrario.

—Entonces ¿seréis mi esposa?—exclamó el desollador tomandouna de las manos, todavía bonitas,de la señora Magdalena.

—No sé qué deciros —

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contestó ella sin retirar su mano.¡Audacia! —pensó Juan, y

llevando a sus labios aquella mano,exclamó:

—Señora, no me hagáis sufrirmás… ¿Seréis mi esposa?

—Sí —contestó trémula laseñora Lafont, abandonando sumano a los apasionados besos delOso-rico.

En aquel momento Juan sehacía la ilusión de que amaba deveras a aquella mujer, y ella por suparte lo creía y comenzaba a sentir

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también ilusión por aquel hombre.Es que el amor es una

pendiente en la que basta creer quese desciende para descender sinremedio; es bastante creer que seama para amar de veras.

—Magdalena —dijo eldesollador tomando ya un lenguajemás franco— ¿cuándo queréis quese haga la boda?

—Cuando vos lo dispongáis—contestó con alguna timidez laseñora Lafont.

—En ese caso, cuanto más

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pronto es mejor, porque deseocuanto antes salir de aquí ¿osparece, hermosa mía?

Muchos años habían pasadosin que la señora Magdalena seoyera llamar «hermosa mía», yaquella frase cayó en su corazóncomo un baño de felicidad.

—Sí, cuanto más pronto mejor—contestó comenzando a animarse—. Saldremos de la isla; pero si osparece a vos, ante todo es fuerzasalir de esta aldea.

—Por supuesto;

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afortunadamente todo mi capitalpuede realizarse en un solo día,digo lo que aún tengo enmercancías; y esta vuestra casa,sobrarán personas que la comprenluego que sepan que está de venta, yen el momento nos vamos paraSanto Domingo, y ya en la ciudad,podremos con calma pensar elpunto a que debemos ir a radicarnospara vivir felices y tranquilos.

—Eso es muy bien pensado,muy bien pensado.

Y pensando en la vida dulce

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que les esperaba, y mezclando estosplanes con frases de amor que laseñora Magdalena oía con gusto yque Pedro Juan decía casi de buenafe, aquella conferencia se prolongópor más de una hora, hasta que eldesollador se despidió para ir apreparar el matrimonio y el viaje.

—Pues no estaría yodisgustado —decía él entre sí ycaminando para la casa— si tuvieranecesidad de vivir siempre con lamadre; está fresca la viuda y buenamoza, y además es amable, y tiene

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unas manitas… Vamos, si es la raza,la raza… me gustan las francesas…

Julia no había oído nada de loque la señora Magdalena habíahablado con Juan; pero locomprendió, porque le vio salir a élmuy alegre, componiéndose eljubón, y encontró a su madre con elrostro encendido y la sonrisa en loslabios.

Tal impresión y tan grata habíacausado a la señora Magdalenaaquel inesperado matrimonio, quecasi ni había reconvenido a Julia

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por sus amores con Brazo-de-acero: la madre, entregadacompletamente a su felicidad, habíaolvidado la conducta de su hija.

Julia temió al principio unatempestad doméstica; pero las horashabían pasado y la señoraMagdalena tenía para ella sonrisasy buen humor; la joven cobró ánimoy se atrevió por eso a dar una cita aBrazo-de-acero.

Llegó la noche, y Julia contabalos minutos con impaciencia; leparecía que la señora Magdalena

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tardaba demasiado en retirarse a suestancia; pero procuró disimular,hasta que por fin llegó la hora delsilencio.

Julia se cercioró ante todo deque su madre se había recogido, yluego se dirigió a la ventana de suestancia que caía al jardín, y sepuso a esperar.

Los vientos de la nochemecían las copas de los árboles conun rumor melancólico y dulce; laluna iluminaba débilmente loshorizontes, dando al firmamento un

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color verde y apacible, y el silenciode los bosques se interrumpía porel canto de algunas aves nocturnas opor el mugido de las vacas.

Julia esperó largo tiempo;pero en aquel tiempo suimaginación viajó por el pasado,exploró el porvenir desconocido, yse fijó con tristeza en el presente.

Estaba profundamentedistraída, cuando un rumor ligero enel jardín la hizo volver en sí.

A la luz de la luna reconocióel joven cazador que se acercaba.

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—Espérame —dijo Julia envoz baja.

El cazador se ocultó bajo lasombra de un árbol, y poco despuésvio llegar a Julia.

—Mi madre duermeprofundamente —dijo— pero creoque podemos hablar con mástranquilidad fuera del jardín.

Y sin esperar más respuesta,se dirigió a la salida que estaba enla tapia, oculta por la maleza y lasenredaderas: Brazo-de-acero laseguía sin hablar.

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Salieron al camino y seinternaron en un bosquecillo.

—Antonio —dijo Julia derepente deteniéndose— ¿es verdadque somos muy desgraciados?

—¡Sí, Julia mía, lo somos!…—¿Y qué piensas hacer tú

ahora?—Julia, si yo no te amara con

tanta pureza, si mi pasión noigualara a mi respeto, yo te diría:Julia, sígueme, huyamos, y serásmía en los bosques, y vivirás en micabaña, y serás la mujer del

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cazador, y nuestros días sedeslizarán llenos de encanto ydulcemente como las auras quepasan entre las flores. Pero no,amor mío, tengo aún más amor porti que tú; comprendo que entoncesseríamos felices, pero que tearrancaría yo de la sociedad, delmundo, adonde tú y yo debemosvolver algún día, adonde te llevarécon orgullo llamándote mi esposa;comprendo que si huyeras asíconmigo, si abandonaras así a tumadre, después de la dicha de los

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primeros días vendría para ti elremordimiento y el pesar y elhastío, y me dejarías de amar.

—¡Antonio! no digas eso.—Sí, ángel mío, te lo digo

porque es la verdad. Yo soycaballero, soy noble; si me mirasviviendo en la montaña, unido conlos cazadores, no es porque yo seaun aventurero sin nombre, sinfamilia, sin fortuna, no, Julia; enesta noche, que precede quizá a unalarga separación, quiero decirteesto: quién soy, algún día lo sabrás;

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por ahora, alma de mi vida, bástetesaber que no soy un hombre indignode tu amor.

—Quien quiera que seas,Antonio, noble o plebeyo, poderosoo miserable, marqués o cazador detoros, te amo y te amaré siemprepor ti, por ti no más; respetaré tusecreto, sin pretender saberlo,acataré tus determinacionescualesquiera que ellas sean, porquete adoro, porque no tengo másvoluntad que tu voluntad, másdeseos que tus deseos, más

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esperanzas que tus esperanzas:habla, di, manda, Antonio; tuya soy,y tú dispones de mi vida, de mihonra, de mi porvenir.

—¡Alma de ángel! —exclamóel cazador, estrechando a Julia entresus brazos— tu inocencia y tu amorson las murallas de tu virtud.Escúchame: mañana debemossepararnos; pero júrame que meserás fiel, y yo te respondo delporvenir, y yo te aseguro queseremos felices.

—¡Te lo juro! —dijo la joven

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con exaltación.—¿Sean cuales fueren las

peripecias de tu vida y de la mía?—Sí.—¿Aunque te ofrezcan un

brillante matrimonio?—Sí.—¿Aunque oigas decir de mí

cuanto malo hay sobre la tierra,aunque te digan que soy infiel a tuamor, que he muerto?

—¡Sí, sí! —exclamó Juliallorando.

—Julia, no olvides ese

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juramento que Dios recibe en estosbosques.

—¡Nunca! —dijo la joven,cada vez más exaltada.

Y aquellas dos almas ardientesse confundieron en un besoprolongado.

—Adiós, Antonio —dijo Juliaarrancándose de los brazos delcazador— adiós. ¿Volveré a vertepronto?

—No, Julia, mañana partiré.—¿Vas a partir? —exclamó

espantada la doncella— ¿y para

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dónde?, ¿para dónde?—No lo sé; voy a seguir mi

destino, voy en busca de la libertady de la venganza de mi país.

—Explícate, explícate, porDios; tus palabras envuelven paramí un misterio que me causa miedo.Antonio ¿a dónde vas?, ¿qué vas ahacer?

—Julia, mañana parto de lavilla con Morgan; soy ya de lossuyos.

—¡Dios mío! ¿Tú con Morgan,Antonio? ¿Tú, tan noble, tan bueno,

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tú partir con ese pirata, cuyo solonombre causa terror? ¿Tú piratatambién? ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a serde nosotros?

—Cálmate, ángel mío,cálmate…

—¿Calmarme, Antonio? ¿Perotú crees que yo no comprendo lospeligros inmensos que te esperan?¿Crees que yo no sé que va acomenzar para ti una vida deescenas y de combates terribles,espantosos? ¿Ignoro acaso,

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Antonio, que todos los piratas estánsentenciados a morir, y con unamuerte vergonzosa, con la muertede la horca? ¿Y quieres que mecalme cuando veo el rayo sobre tucabeza? Es imposible, imposible…

Julia, como loca, lloraba yalzaba los brazos al cielo.

—¡Julia! ¡Julia! —decía elcazador, espantado de aquelarranque de desesperación— ¡Julia,en nombre del cielo, por nuestroamor, te lo suplico; cálmate yescúchame!

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—¿Y qué puedes decirme quecalme mi aflicción? ¿Tú que vas aexponer tu vida, sin pensar que esavida es la mía, que la idea sola delpeligro que vas a correr será lacausa de mi muerte?…

—Es, Julia mía, porque túcrees que esos peligros son tangrandes y tan continuos comopiensa el vulgo: no, amor mío,todas son exageraciones de lafantasía. Óyeme ¿recuerdas cómo tepintaban la vida de los cazadores?¿Recuerdas que temblabas por mí a

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cada instante? Y bien ¿qué hasucedido, amor de mis amores? ¿Noestoy a tu lado vivo y tranquilo?¡Oh, Julia! no creas en esasleyendas, que no servirán más quepara hacerte desgraciada.

—Antonio, tú me engañas, túdices todo eso por darme valorpara calmarme, pero no lo crees asítú tampoco; la vida de loscazadores es azarosa, pero nopuede compararse con la de lospiratas; yo lo sé, Antonio, lo sé; y sitemblaba por ti cuando cazabas en

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las montañas ¿qué sentiré ahora quevas a vivir con los piratas, con eseMorgan, con ese hombre infame aquien detesto desde hoy porque havenido a comprometerte, porque havenido a arrebatarme la calma, lafelicidad, la vida?

—No pienses así, Julia,porque me despedazas el corazón;te amo más que a mi misma vida;nada hago, nada digo sin pensar enti; tú eres mi espíritu, mi aliento, miinspiración; por ti siento la sed dela gloria y de la ambición, por ti

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quiero vivir, por ti desprecio lospeligros, y sin ti, norte de miexistencia ¿qué puede halagarme nisobre la tierra ni en el cielo? ¿Quésoy sin tu amor? Arbol seco, fuenteagotada, hoguera que se apaga;máquina triste y miserable que searrastra penosamente sobre latierra, sin fe, sin esperanza, sinporvenir. Y cuando tanto te amo, ycuando no más en ti y en tu amorpienso ¿crees, Julia mía, quequisiera perder la vida, parasepararme eternamente de ti, para

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herir tu corazón?…A medida que Brazo-de-acero

hablaba, el rostro de Julia se ibaponiendo radiante, sus ojosbrillaban de placer, y aun el vientode la noche no oreaba las lágrimasque como brillantes temblaban entresus sedosas pestañas, y ya unasonrisa de inefable felicidadasomaba en su boca fresca ypurpurina.

—Antonio, amor mío —exclamó sin poderse contener—¡cuán feliz soy con que me ames

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así!, ¡cuán feliz soy! ¡Dios mío!¡Dios mío, mándame todas lasdesgracias de la tierra, pero no mequites este amor! ¡Antonio, ya nolloro, tú me amas, tú tienes nuestradicha en tus manos! ¡Adiós!, ¡adiós!Haz lo que quieras, pero ámame yseré feliz.

—¡Adiós! —exclamó elcazador.

Y la joven, ligera como unagacela, se desprendió de sus brazosy se entró al jardín.

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IX

LA PRIMERA EMPRESA

UN mes había pasado desde aquelladespedida de Julia y su amante, y enun mes todo había cambiado.

Pedro Juan de Borica el

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desollador se casó con la señoraMagdalena, y abandonaron la aldeade San Juan de Goave y se retirarona la ciudad de Santo Domingo aesperar una oportunidad paraembarcarse y pasar a la NuevaEspaña. La señora Magdalena habíallevado naturalmente consigo aJulia.

Pedro el desollador se retirabamuy rico de su comercio, la casa deJulia había sido vendida a másprecio, y todos calculaban que eldesollador llevaba un fuerte capital

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para emprender grandes negociosen México.

Al mismo tiempo se habíasabido la noticia de que un grannúmero de cazadores habíandesaparecido, y se aseguraba queestaban ya enganchados con lospiratas.

Esta noticia, que corrió veloz,alarmó a los gobernadoresespañoles de las islas del mar delas Antillas, y muy pronto sedespacharon cartas a la corte deEspaña anunciándole que el temible

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Juan Morgan preparaba alguna cosagrave e importante contra losintereses de la corona.

Un día, en las aguas que bañanlas costas del sur de la isla deCuba, confundiéndose casi en elhorizonte, se alcanzó a divisar unavela que avanzaba ganando tierra;aquella vela se acercaba y crecía,cuando otra apareció tras ella, yluego otra y otra y otra, hastacontarse doce, que como unaparvada de garzas blancas quevuelan sobre la superficie del mar,

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se allegaban cada momento más ymás a la tierra.

Era de tarde; el mar estabatranquilo y las olas venían, comolánguidas y perezosas, a chocar enlas rocas de la playa, agitándoseapenas aquel inmenso espejo deplata líquido y movedizo.

El viento era favorable, yaquellos navíos podían haberllegado hasta la costa, y aquellastripulaciones podían haberefectuado un desembarco sinobstáculo; pero no fue así, y a corta

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distancia, cuando el grito triste delhombre que echaba la sonda en laembarcación que venía por delanteanunció que podían echarse lasanclas, el bajel, como un caballorefrenado por su jinete, se detuvoestremeciéndose. Se oyó después elruido de las cadenas, el pito delcontramaestre, el golpe del ancla enlas aguas, y el navío quedóbalanceándose sin avanzar.

Las demás embarcacionesimitaron la maniobra de lasprimeras, y poco después toda

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aquella flota estaba anclada a lavista de la isla.

Un hombre contemplaba desdeel alcázar del primer navío todasaquellas maniobras, y lascontemplaba con cierta especie deindiferencia y desdén.

Cuando todos los navíosestuvieron anclados, aquel hombredio una orden, y una bandera y ungallardete fueron izadosinmediatamente en el palo mayor.Entonces de todos los demásbuques se botaron al agua las

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lanchas, se pusieron escalas, y detodos ellos bajaron algunos queparecían jefes, y se dirigieron afuerza de remos al buque que habíahecho la señal: casi todos llegaronal mismo tiempo, y todos subieron,dejando alrededor de aquel navíosus botes con sus marineros.

El hombre que había dado laseñal era Juan Morgan, el almirantede aquella armada de piratas, yllamaba a los capitanes de losnavíos para tener con ellos suprimer consejo, como se los había

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anunciado al engancharlos.Estaban en las aguas del sur de

la isla de Cuba; tenían una armadarespetable; iban a decidir de lasuerte del comercio y de la marinaespañola, a fijar el punto y el díapara el primer combate y la primeraempresa.

Juan Morgan cumplía supalabra.

La tarde era apacible y labrisa fresca agitaba la bandera y elgallardete izados en el navío delalmirante.

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Sobre la cubierta de aquelnavío, los piratas tenían su consejo,como hubieran podido celebrarlolos generales de un ejército en uncampamento la víspera de unabatalla.

—Una escuadra española —dijo gravemente Morgan— debellegar en estos días a la islaEspañola; lleva destino decustodiar las urcas y los navíos queel virrey de la Nueva España debeenviar cargados de reales; llevatambién encargo de proteger unas

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naves con ricos cargamentos queenvían a Veracruz los deMaracaibo; con la flota vienentambién algunos navíos de España,y es el almirante de ella don Alonsodel Campo y Espinosa. —Hallegado, pues, el momento de obrar,y voy a daros cuenta de mis planes.

Todos los piratas redoblaronsu atención.

—Nos presentaremos a lavista de la escuadra española yprocuraremos aprovechar la másligera oportunidad de apoderarnos

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de alguno de sus navíos, sinpresentarles nunca una batalla. Si lasuerte nos favorece, bien; sí, por elcontrario, nada conseguimos, aldirigirse los españoles a las costasde Yucatán o de Veracruz, nosotrosembestiremos a Panamá o aCartagena. Después ya veremos ¿osparece?

—Sí —contestaron todos lospiratas.

—Pero todo esto requiere otraespecie de organización: nuestraarmada se dividirá en dos partes; la

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una, que irá delante de las navesespañolas, distrayéndolas; y la otra,cuyo mando conservaré yo, irá atomar la isla de Santa Catalina, quedebe ser nuestra base deoperaciones para atacar lasciudades y pueblos de Tierra-firme.

Los capitanes hicieron unsigno de aprobación.

—¡Brodeli! —exclamóMorgan.

Un hombre de elevadaestatura, que estaba entre loscapitanes, se puso en pie.

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—Te nombro —dijo Morgan— vicealmirante y jefe de lasegunda flota; toma los navíos quequieras, haz lo que he dicho, ycuando hayas cumplido, vuelve a laisla de Santa Catalina, que será yanuestra. Esta noche te entregaré porescrito mis instrucciones, y antesque el sol se levante, si el viento esfavorable, toda la escuadra habrálevantado anclas ¿entendéis?

Todos se inclinaron.—Podéis retiraros.Los piratas se levantaron y

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comenzaron a descender a sus botesy a marchar a sus respectivosnavíos; entre aquellos hombreshabía ingleses, franceses, italianos;pero todos obedecían sin replicarlas órdenes del almirante quehabían elegido: entre aquelloshombres reinaba una subordinacióny una disciplina que hubiera podidoenvidiar la armada real de España.

Sólo el italiano que habíarespondido al nombre de Brodeli yque había sido nombradovicealmirante así, de una manera

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tan sencilla, permaneció en el navíode Morgan, como esperando nuevasórdenes.

—Escúchame —le dijo elalmirante— lo que te he encargadotiene, además del objeto de distraeral enemigo, el de conocer elnúmero y la clase de su tripulación;su armamento, sus pertrechos, susintenciones, si es posible, y elcarácter y la índole del almirante.

—Está bien —contestóBrodeli.

—He aquí cómo debes de

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manejarte para saberlo: la armadadebe tocar en la Española; uno delos nuestros, el más valiente, el demayor inteligencia, el de másconfianza, debe desembarcartambién en la isla y acudir al puertoadonde vaya a anclar la armada;allí averiguará cuanto pueda;después tomará servicio con elalmirante español, y servirá conactividad, a ganar, si le es posible,alguna confianza, y luego, cuandotenga ya suficientes noticias, queprocure volver a reunirse contigo o

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conmigo, es indiferente.—¿Pero esto, cómo le será

posible?—Él lo procurará; si muere,

será su destino; si lo consigue, es sudeber.

—¿Y quién será ese hombre?porque yo no creo que tengamos enla escuadra uno a propósito paratanto.

—Es porque aún no conoces lagente; yo te le daré.

Morgan se separó del italiano,desapareció por una escotilla, y

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volvió poco después, seguido deBrazo-de-acero.

—Aquí le tienes —dijo elalmirante.

Brodeli examinó por unmomento la figura interesante deAntonio, que estaba delante de élmirando distraídamente las olas quevenían de lejos a chocar en loscostados del buque.

—¿Sabrá algo de la maniobra?—dijo Brodeli—. Porque…

—Vale tanto como el mejorpiloto.

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—¿Está instruído de lo que vaa hacer?

—Sí, y además, tú teencargarás de decírselo.

—Perfectamente. ¿Partiráconmigo?

—En este momento.—¿Cómo se llama?—Antonio.—¿No más?—En el mar, no más.—Bien ¿y el pliego de

instrucciones?—Tómale —dijo Morgan,

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dando al italiano un gruesopergamino— nada falta aquí.

—¿Puedo retirarme?—Retírate, y hasta vemos en

las costas de Santa Catalina.—Seguidme —dijo Brodeli a

Antonio.El joven sin replicar, siguió al

italiano; al llegar a la escala, sintióque le tocaban el hombro; volvió elrostro, y era Morgan que le tendíala mano de despedida.

Antonio estrechó sin hablaraquella mano, y descendió al bote.

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Poco después llegaron alnavío que montaba Brodeli.

La noche tendió su mantonegro sobre los mares, y entre lassombras se oyeron ruidos y vocesde mando, y los silbidos de lospitos de la maniobra.

Cuando la aurora volvió abrillar, todos aquellos buqueshabían desaparecido, y apenas en elhorizonte se alcanzaban a veralgunas velas que se alejaban.

Iba a comenzar una época decombates, que debía costar muy

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caro a la monarquía española.

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X

SANTA MARÍA DE LAVICTORIA

COMO lo había anunciado Morgan,los habitantes de la isla Española

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vieron llegar a sus costas unapoderosa escuadra con la banderade Castilla, y convoyando algunosnavíos mercantes que llevabandestino a Nueva España.

La escuadra debía detenerseallí muy poco tiempo, porque segúnse susurraba, el almirante teníaorden de buscar aquellas aguas paraperseguir y ahuyentar a los piratasque hostilizaban a los buquesespañoles.

Algunos oficiales saltaron atierra, y la isla pareció animarse,

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porque hasta el interior llegó luegoluego la noticia de la llegada deaquellos navíos.

A la segunda tarde depermanecer la armada en las aguasde la Española, uno de los oficialesdel navío «Santa María de Gracia»caminaba con algunos de susamigos conversando alegremente,cuando se presentó delante de ellosun hombre, joven aún, y con el trajede la clase pobre.

—Perdóneme su señoría —dijo dirigiéndose al oficial— yo no

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sé cómo se entenderán esas cosasentre los señores, pero yo quisierairme en esos navíos.

—Irte ¿a dónde? —dijo eloficial, procurando comenzar unaconversación burlesca con aquelhombre.

—Adonde vayan; es decir,acomodado, enganchado.

—¿Sí? Pues fácil es comoentiendas tú algo de la maniobra.

—No quedaría disgustado suseñoría.

—¿Sabes los nombres de toda

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la cabullería de maniobra y sulaboreo?

—Sí, señor, y cuanto suseñoría mande; correr un montón,abarbetar, embragar, tomar un rizo,pasar una boza y aguantarla…

—Bien ¿y sabrás bogar?—Manejo el bichero como el

que mejor lo haga, y sé gobernaruna lancha tanto con timón comocon espadilla…

—¿Y qué más sabes?—Conozco bien la rosa de los

rumbos, y sé cuartear la aguja

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náutica como un timonel.El oficial comenzaba a mirar

con atención a aquel hombre.—¿Has sido marino? —le

preguntó.—No, señor.—Entonces ¿cómo sabes todo

eso?—Mi padre era español, rico,

y dueño de algunos navíos; vivimosen un puerto muchos años, y así secomprende cómo conozco lamaniobra.

—¿Y ahora? —preguntó el

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oficial, siguiendo sin querer lahistoria que le dejaba adivinaraquel hombre.

—Ahora, mi padre perdió sufortuna, murió pobre, yo quedé lomismo, y quiero ver si logrosiquiera ganar el pan para vivir.

—¿Y quieres tú pertenecer a lamarinería o a la gente de guerra dela armada?

—Me es igual; con tal de queme consiguierais una plaza, osviviría yo muy reconocido.

—¿Conoces también el

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ejercicio de los cañones?—Cuando era yo joven lo vi

practicar muchas veces; creo queme sería muy fácil recordarlo.

—Perfectamente; mañanatemprano espera en este mismolugar, que vendrán a buscarte.

—Sí, señor.El hombre se quitó del camino

y se inclinó con gran respeto alpasar el oficial, y éste, por su parte,siguió su paseo diciendoalegremente.

—Yo conozco mucho a la

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gente de mar, y este hombre es paranosotros una buena adquisición…

Aquella noche debió habersearreglado todo, porque a la mañanasiguiente una lancha tocaba elcostado del navío «Santa María dela Victoria», y el primero quetomaba la escala de cuerda parasubir, era el hombre que hemosvisto hablar con el oficial. Nuestroslectores habrán conocido sin dudaque aquel nuevo voluntario de laarmada española, no era otro queAntonio el cazador.

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El almirante dio por fin laorden para levantar las anclas alsiguiente día, y entonces comenzóen tierra y a bordo, sobre todo enlos navíos mercantes, una agitaciónextraordinaria.

La inseguridad en que seencontraban los habitantes de la islaEspañola por motivo de lasincursiones de los piratas, habíahecho que muchos de ellos noestuviesen esperando sino quehubiera un convoy bien custodiadopara trasladarse a otra parte, y

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aquella ocasión había llegado, ymuchas familias emigraban a laTierra Firme o a México.

Naturalmente esto producíagran movimiento, y las aguas delpuerto estaban sembradas de canoasy de botecillos que iban y venían entodas direcciones. La playa era unanfiteatro cubierto de espectadores,y sobre la cubierta de los navíos,los que iban a abandonar quizá parasiempre aquella tierra, lacontemplaban con melancólicaatención.

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Los navíos de guerra parecíancontemplar con todo el desdén deun veterano aquellas escenas defamilia, porque apenas se veíaalgún marinero que cruzara porellos, y sólo se distinguían a loscentinelas que, como una parte delmismo buque, parecían no parar ennada su atención.

Las olas, suaves algunas vecesy fuertes otras, venían a azotar loscostados de los buques, seresbalaban después por ellos comoríos de plata y de brillantes, y

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seguían su eterno movimiento haciala playa.

Poco a poco los navíoscomenzaron a desplegar su velamenblanco y majestuoso, y aquellaescuadra, que a lo lejos parecía unbosque de encinos en invierno, seconvirtió en una especie de ciudadcon altos y grandes edificios.

Sonó el cañonazo y,rompiendo las aguas, abrieron lasquillas un camino espumante sobreel mar, que quedaba aún señalandoel paso de los buques cuando éstos

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se alejaban ya.Soplaba el viento favorable,

henchíanse las lonas y lasembarcaciones se deslizabanoscilando graciosamente. Aquellapartida era de buen agüero para losmarinos.

El día se pasó en esamonotonía del mar; olas y cielosiempre iguales, las unas en eternomovimiento, el otro en inmovilidadeterna. La tierra iba desapareciendoentre brumas que envolvían elhorizonte como nubes de polvo, y el

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sol comenzaba ya a hundirse en eloccidente.

Las sombras de la nocheennegrecieron primero las olas,después el firmamento; luego la luzse extinguió, y el mar con susforforescencias interrumpía sólo decuando en cuando aquellauniformidad triste, aquel inmensocrespón negro tendido sobre eluniverso.

El navío almirante encendiótres faroles en la popa y uno en lagavia, y todos los demás navíos

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encendieron entonces un farol en lapopa.

—¿Qué señal tenemos? —preguntó Antonio a un marinero conquien había procurado intimarse.

—En esta escuadra, esa señalquiere decir que no hay peligro.

—¿Y pensáis que puedahaberle?

—¡Mil demonios! ¿De dóndesalís vos, que no habéis oído hablarde esos demonios de piratas queabundan por estos rumbos?

—He vivido en tierra, en la

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que no les temen.—¿No les temen? Mala racha

me hunda: ¿es dedique creéis queyo les temo?

—No tal; juro…—Así salieran todos ellos con

el mismo Morgan, que nuestra«Santa María de la Victoria» tienetantas bocas de bronce, que habíande recibir más consejos esosdemonios que su obra muerta habíade parecerse a mi camisa vieja.

—Ya lo creo…—Y luego que el capitán don

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Andrés Zavalociten es una fiera, asíle abordaran un navío como a míhacerme decir misa.

—¿Valiente?—Al zafarrancho de combate

se pone contento como con lamúsica: yo quisiera que seofreciera; por el alma de mi padreque os había de gustar.

—¿Y tendremos que caminarmucho tiempo por aquí?

—Es la verdad que yo no lo sébien; pero por lo que oímosnosotros, hasta acabar con los

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piratas y llevarle a S. M. lascabezas de todos esos perros, queDios confunda.

En este momento un relámpagoque parecía salir del seno del mar,brilló en el espacio, y luego seescuchó una detonación sonora yprolongada.

—¡Cañonazo! —exclamóBrazo-de-acero.

—Señal —contestó el otro.Y el capitán apareció

inmediatamente sobre cubierta, ytodos los marineros y los soldados

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se pusieron a escuchar conansiedad.

Pasaron algunos instantes, yluego sonaron tres cañonazosconsecutivos, y luego silencio.

—¿Qué indica? —preguntóAntonio muy bajo.

—Que se descubrenembarcaciones sospechosas.

—¿Y quién dio la señal?—Uno de los navíos cazadores

que va a la descubierta.El capitán permaneció inmóvil

sobre cubierta. En el navío

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almirante se apagó el farol de lagavia, y todos los demás navíos loimitaron, apagando también el farolque llevaban encendido en la popa.

—Puede que no haya nada, ylo sentiré —dijo el marinero— quelos únicos que podrían peligrarserían estos mercantes, porque unabala les arranca toda la cáscara.

Volvió a sonar un cañonazo,después de un intervalo otro, ytrascurrido un minuto cincoseguidos.

—Escuadra enemiga, y huye

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—dijo el marinero.Antonio comprendió ya lo que

era; la segunda escuadra deMorgan, mandada por elvicealmirante, comenzaba amaniobrar según las instruccionesque tenía; aquella alarma debía dedurar o convertirse en un combate.

Las señales de los cañonazosseguían, y el marinero explicaba aBrazo-de-acero su significado.

—El enemigo navega en popao largo.

—Piden permiso para

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continuar la caza.—El navío almirante contesta

concediendo.Así pasó más de una hora,

hasta que sonó una señal que hizolevantar el rostro al marinero comocon asombro; fue un cañonazo, yluego tres, y luego otros tres.

—¿Qué hay? —preguntóAntonio.

—Que el enemigo vira debordo.

—¿Creéis que quieracombate?

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—¿Pues para qué virar? Sóloque vengan a darse prisioneros.

—¿Otra señal?—Sí… ciñe a babor.El navío almirante disparó dos

cañonazos, y luego uno, y despuésdos.

—¡Ahora sí! —dijo elmarinero enderezándose.

—¿Qué es eso?—Formar una pronta línea de

combate.—¿Sin tocar zafarrancho?—Esta señal lo previene.

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En efecto, en aquel mismomomento se sintió en todos losnavíos un movimiento activísimo, yen todos ellos se escuchó el toquede zafarrancho.

Como corceles dirigidos pordiestros jinetes, todos los navíos semovieron a tomar su lugar en lalínea de combate, que se formósobre la columna de los que iban aSotavento, y muy pronto pudo, apesar de la obscuridad de la noche,comprenderse que la línea estaba yaformada y los navíos mercantes a

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retaguardia.Entonces comenzaron ya los

preparativos para el combate.

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XI

«EL ILUSTRE CÁNTABRO»

ENTRE los navíos mercantes quecaminaban al amparo de la realflota española, se contaba uno quemás parecía bogar por la fe de su

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capitán y por un prodigio, que porla disposición de su aparejo y laresistencia de su casco.

Llamábase pomposamente «ElIlustre Cántabro», y viejo y malservido, parecía arrastrarse sobrelas olas como una gaviota herida deuna ala, y apenas soltando todo suvelamen podía seguir la derrota desus protectores los navíos de la realarmada.

El capitán de aquel milagronáutico se llamaba don SimeónTorrentes, viejo marino, gruñón

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aunque taciturno, que decía cadajuramento que hacía temblar laarboladura, y que dirigía a latripulación con menos miramientosque un tratante de mulas en laNueva España a su mercancía.

Los marineros, cortados por elmismo molde, eran casi todosviejos, y habían visto crecer subarba y encanecer su pelo en losvaivenes de su buque; y si nopareciera una exageración, podríadecirse que hasta los grumetes de«El Ilustre Cántabro» peinaban

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canas.Este navío recibió como

pasajeros que se dirigían a laVeracruz, a tres personajesconocidos nuestros: a la señoraMagdalena; a Julia de Lafont, suhija, y a Pedro Juan de Borica, elex-desollador de la aldea de SanJuan de Goave.

Ningún pasajero más seatrevió a fiar su vida a la suerte quecorrieran las mal seguras tablas de«El Ilustre Cántabro», y bien poresto o por otras razones que no

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están a nuestro alcance, el malgenio de don Simeón Torrentes seexacerbó, y Pedro Juan, el Oso-rico, con todo y su nueva familia,fue secamente recibido a bordo.

—Mala facha tiene estehombre —dijo Pedro a la señoraMagdalena.

—Como todos los españoles—contestó ella indiferentemente.

—¡Magdalena! ¡Magdalena!—dijo Juan— ¿esto es lo pactado?Conviniste conmigo desde el día denuestra boda en que no volverías a

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hablar mal de los españoles.—Es cierto, y perdóname —

contestó ella— pero algunas vecesestas cosas las digo sin reflexionar.

Juan comenzó a sentir a pocolos síntomas del mareo, y determinódar un paseo sobre cubierta parabuscar el aire que soplabafavorable a la embarcación.

«El Ilustre Cántabro»,desplegando todas sus velas, searrastraba pesadamente sobre lasolas, con un movimientoverdaderamente infernal.

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El capitán fumaba un pipasobre cubierta cuando apareció poruna de las escotillas la cabeza deldesollador. El capitán lo vió yapartó los ojos con disgusto,lanzando entre dientes unamaldición. Era indudable que Juanmerecía todo el desagrado de donSimeón Torrentes.

Juan dió algunos pasos, y fuedespués a recargarse en la obramuerta, mirando tristemente elhorizonte. Don Simeón continuabatranquilamente fumando y lanzando

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al aire enormes bocanadas de humo,y dirigiendo de cuando en cuandorencorosas miradas a Juan, que nisiquiera le veía.

«El Ilustre Cántabro» parecíamás pesado en estos momentos, ylas nubes de humo que arrojaba lapipa del capitán flotaban sobre sucabeza un rato sin disiparse, y luegoen ligeras espirales se elevaban alcielo.

Era que el viento habíaaflojado y las velas comenzaban adeshincharse.

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—¡Mil rayos en la «santa-bárbara»! —gruñó el viejo capitán—. He aquí el viento que se nosva…

Y se puso a contemplar elhorizonte.

—Y sin razón, y sin razón —continuó—. Trágueme el agua sitodas las señales no son favorables;pero «El Ilustre Cántabro» está máspesado que si corriéramos el vientoen una mar de miel… Por vida deldemonio, esta mala facha depasajero tiene la culpa; él nos

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espanta el viento: pese a Dios quesi no se baja, esta noche se lo doyde cenar a los tiburones.

Juan, que buscaba fresco y airesobre cubierta, sólo encontró sol ycalma, y no sintió alivio, y entoncesvolvió a dirigirse a una escotilla ydesapareció.

Por una casualidad, en elmomento en que el capitán le perdíade vista, una ráfaga de viento frescoque venía rizando las olas, pasósobre «El Ilustre Cántabro»,haciendo tenderse sus lienzos y

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rechinar su vieja arboladura. DonSimeón Torrentes lanzó unaexclamación, no de gusto, sino deira.

—¡Por todas las tempestadesdel infierno! Ya está claro: esecondenado, que confunda Dios, esepasajero que más parece un oso queun cristiano, y a quien en mala horaadmití; ése, claro está, ése es el queespanta los vientos y el que en undescuido nos da un día fatal. Pero sise alborotan las aguas, lo juro porlos regaños de mi abuelo, que le

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encajo al mar hasta que lostiburones den cuenta de él.

El viento siguió soplandohasta la tarde, en que volvió aaflojar completamente, en elmomento en que Juan quiso llevar ala señora Magdalena sobrecubierta.

Entonces el capitán no estabaallí, y no pudo ver a Juan; perodebió notar el movimiento tardío de«El Ilustre Cántabro», porque apoco se apareció, dirigiendo unamirada inquieta a las velas que

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colgaban flojas e inmóviles: paseódespués la vista en su derredor, ydescubrió a Juan y a la señoraMagdalena.

Su furor no conoció ya límites,porque para él Juan era el que lehacía mal al viento, el que loespantaba; era, por consiguiente, elque causaba el retardo y el peligrocon los piratas, si andaban cerca,como se decía.

Don Simeón se dirigióprecipitadamente a Juan, quehablaba con la señora Magdalena,

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mirando al mar; llegó hasta dondeellos estaban sin que lo advirtiesen,y parándose detrás de ellos,exclamó, dando una tremendapatada que hubiera hundido lacubierta de otro buque menosacostumbrado a ellas que «ElIlustre Cántabro».

—¡Por vida de todos losdiablos y demonios del infierno!…

Juan y su mujer se volvieron averle espantados. El capitán,apretando los dientes y los puños,miraba al desollador moviendo al

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mismo tiempo la cabeza; PedroJuan hubiera retrocedido si lehubiera sido posible.

—¡Hum!… —decía donSimeón, procurando contenerse.

—¿Pues qué mandabais? —preguntó haciendo un esfuerzo Juan.

—¡Mirad! —le contestó elcapitán, tomándole de un brazo ymostrándole las velas casiinmóviles.

—¿Amenaza mal tiempo? —preguntó candorosamente Juan.

—Lo que amenaza es que os

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prohibo volver a poner un pie sobrecubierta mientras dure este viaje.

—¿A mí?—Sí, a vos; o por el alma de

todos los ahogados, os juro que osmando arrojar al mar si dejáis deobedecerme.

Juan palideció.—¿Y por qué? —preguntó con

energía la señora Magdalena.—¿Por qué? ¿Y preguntáis

eso, señora? ¡Con dos mil rayos!¿No estáis viendo que el aire aflojay se va en cuanto este hombre se

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aparece por aquí?—¡Pero eso es imposible!

¿Qué tiene que ver? —insistió laseñora Magdalena.

—Vos sois la que nada tenéisque ver, señora, porque asíentendéis vos de marina como yo dePapa. Éstas son cosas que noalcanzan las mujeres: idos a hacercalcetas por allá abajo, y llevaos aeste hombre, si tanto os interesa,porque os aseguro, por el día enque me coman los tiburones, que nome contengo y os mando arrojar al

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agua, si no lo hacen antes de por sílos marineros.

—¡Dios nos ampare! —exclamó Juan.

—Pero ésta es una injusticia—dijo la señora Magdalena.

—¡Qué sabéis vos! Injusticia ono, el navío no anda y puedeperderse, y yo soy responsable, yaquí sólo yo mando, y no más.

—Vámonos —dijo tristementeJuan, y tomando de la mano a laseñora Magdalena, volvieron abajar a su cámara.

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Julia pasaba triste y silenciosasus días; tenía fe en las promesas yen el amor de Antonio, y sinembargo, se había apoderado de sucorazón una profunda melancolía, yno hacía otra cosa que llorarcuando estaba sola, y pensar enBrazo-de-acero cuando estabadelante de otras personas. Losbosques de la isla Española, lasmontañas que recorrían loscazadores, las callecitas tristes dela aldea de San Juan de Goave,todo, todo era para aquella pobre

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Julia un recuerdo dulcísimo, peroun puñal para su corazón.

Todos han hablado de eso quese llama ausencia, mal unos, bienotros, perfectamente otros, y sinembargo, nadie comprende suamargura si no la siente o la hasentido alguna vez.

La ausencia de una personaamada, es indudablemente una delas especies más terribles de esemal que ha convenido en llamarsenostalgia. Es la contrariedad deldeseo con la fijeza de un recuerdo,

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la impotencia de la voluntad paraapagar la memoria o para dominaral corazón; es un mal que no tienemás que dos remedios, pero que soncasi un imposible: u olvidar o dejarde amar; esto es, recordar sinpasión, o dejar aquella pasión en elolvido: de esta lucha viene eldesaliento, la tristeza, la mismamuerte.

Julia se sentía desfallecerrecordando la isla Española, dondese había criado; creía que cuandovolviese a encontrar a Brazo-de-

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acero, en ninguna parte sería tanfeliz como en la aldea de San Juan.

La pobre niña no había vistomás que una faceta de ese brillanteque se llama la vida, y creía, comotodos los que comienzan a entrar enella, que sólo por un lado destella.

Julia había visto al mundo porel agujero de una llave, y aún no loentendía.

La señora Magdalena, en susegunda luna de miel, apenas hacíacaso de su hija; en cuanto a Juan,miraba a Julia cada día con más

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ilusión, saboreando en su interior eldía de su triunfo, que creía tanseguro como cercano.

El trato diario e íntimo nohabía hecho sino encender más ymás la pasión y el deseo en elpecho de Juan. Cuando un hombreconcibe un amor por una mujer yvive a su lado, si este amor no escorrespondido, si lo ignora lamisma que lo causa, entonces seconvierte en una pasión volcánica yen un tormento infernal; undescuido, una casualidad, una ligera

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falta de precaución, hacen entrevera aquel desgraciado tesoros, para élinfinitos, de gracia y de placeres,que por lo mismo que le parecenimposibles de obtener, son elincentivo más poderoso de aquellapasión.

Así había sucedido con PedroJuan, aunque él alimentaba laesperanza de que por fuerza, o degrado, aquella mujer debía ser suya,y en su cerebro comenzaba ya agerminar la idea de acortar el plazoy precipitar el desenlace.

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El Oso-rico luchaba con esepensamiento, que no lo dejabatranquilo un solo instante,aumentando así el malestar quesentía en «El Ilustre Cántabro»; poreso buscaba aire sobre cubierta,por eso sentía que se ahogaba en lacámara.

Cuando Pedro Juan y la señoraMagdalena volvieron al lado deJulia, ésta fingió dormir porque noturbasen sus meditaciones, porquepensaba en Antonio, que debía estarmuy lejos y expuesto sin duda a

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grandes peligros.El desollador, a pesar de que

nada se había atrevido a decir alcapitán, estaba furioso, y su mujerprocuraba calmarlo.

—¡Esto es inaudito —decíaJuan— prohibirle a uno que paga sudinero, sí, su dinero, para venircómodo, prohibirle que suba atomar el aire! ¡Infame sayón!

—Cálmate —contestaba laseñora Magdalena— cálmate, queésas son preocupaciones de losmarinos españoles…

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—Mira ¿volvemos a lo de losespañoles? ¿Tú no recuerdas que yotambién soy español?

—No, no lo digo pordesagradarte; tú eres mi marido, y¿qué podré yo decir contra ti? Perotú ves el trato tan brusco de eseespañol…

—¡Y toma con lo español! Esono lo hace por español, que lomismo diría cualquier francés…

—No, Juan, no; mis paisanosson otra cosa…

—¿Cuánto vamos apostando a

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que este sayón resulta francés?—Dejemos eso, hijo mío, que

sea cual fuere su nación, a mí me haindignado lo que ha hecho contigo;pero ten calma, al fin serán pocosdías.

—Sí, pocos días, quincecuando menos, o sabe Dios…

—Es cierto…—Si estos capitanes de los

navíos son unos tiranos que nostratan a los hombres de tierra comocarga, peor: como negros.

—¡Eso es infame!

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—¿Sí? pero lo que soy yo, nolo he de obedecer así no más, queno es el rey de España, y de subirtengo a la cubierta, mal que le pese,y si mucho me hace, hasta la cofa, ocomo se llame…

—¡Dios nos ampare!—Dentro de un momento

vuelvo.—Haz lo que quieras; pero

procura tener prudencia, y que no tevea, siquiera para evitar undisgusto.

—Bueno, bueno; ya veremos.

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Algo más calmado de ánimo,aunque más agitado por el mal demar, Pedro Juan procuró descansarun momento; se recostó y procuródormirse, pero le fue imposible. Lanoche había cerrado, y él noencontraba postura cómoda.

Levantóse violentamente ycomo con rabia, trepó la escalera yvolvió a encontrarse sobre cubierta;el viento fresco de la nocherefrescó su frente, y se sintió mejor.

No parecía por allí elfuribundo don Simeón, y las velas

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no se aflojaron.Así pasó largo tiempo sumido

en profundas meditaciones; acababade ver uno de los piecesitos deJulia, y aquel pie pasaba y repasabaante sus ojos, iluminado por unresplandor diabólico, y lo mirabaen el aire, en las sombras delfirmamento y en el negro fondo delocéano.

Sacudía la cabeza paraahuyentar aquella tentación; pero elpiececito se multiplicaba, y PedroJuan se lamía los labios como el

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lebrel que mira destasar una piezade caza.

En estos momentos, rompiendoel aire, llegó hasta los moradoresde «El Ilustre Cántabro» el ecosonoro del primer cañonazo de lasseñales de la escuadra.

Como era natural, casiinstintivamente, como una sombraevocada por un conjuro, apareció elterrible capitán seguido de variosmarinos.

Hablaban y juraban, sin poneratención en Juan, que escuchaba

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espantado aquella conversación,que se hacía más y más animada amedida que las señales eran másalarmantes y que se vierondesaparecer las luces de popa delos navíos.

«El Ilustre Cántabro» cubriótambién su farol.

—¡Por todo el infierno! —decía el capitán— esto se poneserio. ¡Mal rayo!… y quizá vamos atener combate, y «El IlustreCántabro» tendrá que mantenerse ala capa, porque no tiene ni una mala

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boca de fuego.Las señales seguían, y la

escuadra comenzaba a maniobrarformando la línea de combate.

El viento trajo hasta el capitánel toque de zafarrancho de combate.

—¡Doscientas mil centellas!¡Zafarrancho, zafarrancho decombate! ¡Ahora sí fue de veras!…

Y como un loco se dirigiócasualmente al lugar en que estabaPedro Juan escuchando.

—¡Ah! —exclamó al verle—sois vos, sois vos; con razón sucede

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todo esto, si estáis aquí; habíais dehacer de mal ojo: voy a mandarosarrojar al mar ahora mismo.

Y se volvió para llamar a unmarinero.

Pedro Juan comprendió quesería capaz en aquel momento dehacer lo que decía, y a pesar de sutorpeza, se escurrió por unaescotilla.

Cuando el capitán volvió elrostro a buscarle, habíadesaparecido, y quizá hubieraseguido en su persecución si los

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cañonazos de señal no hubieranllamado su atención.

—El enemigo ciñe a babor —exclamó— es necesario estar listo.

Y comenzó a disponer lamaniobra para el caso de peligro.

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XII

EL COMBATE Y LA TEMPESTAD

AL escuchar el almirante de laarmada la señal de que el enemigoviraba de bordo, y después queceñía a babor, comprendió que

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trataban los piratas de dar unataque, y como apenas conocía lasnaves con que ellos podían contar ysu número, determinó violentamenteprepararse, y dio orden de formaruna pronta línea de combate sobrela columna que marchaba asotavento.

Esta operación, según latáctica de marina, es semejante a loque los soldados llaman prontamaniobra. La vanguardia de laescuadra se pone en facha, y elcentro y la columna de barlovento

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arriban y se ponen también en fachahasta que llegue la de sotavento yquede establecida la línea; perocada embarcación, si la línea espronta, procura tomar un lugar, sinatender a que otros queden atrás, yabriéndoles paso para lacolocación si llegaren a tiempo.

Pero esta maniobra sólo seejecuta en momentos supremos, ycuando el peligro es inminente y noda el tiempo preciso paraestablecer otro orden en la línea decombate.

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El nombre que los piratashabían llegado a adquirir por sushazañas fabulosas de valor y dearrojo, hacía a los almirantes tomartoda clase de precauciones conaquellos hombres, que se habíanconvertido ya en una verdaderapotencia marítima.

El toque de zafarrancho seguíasonando, y los preparativos para elcombate se hacían con la mayorprecipitación. La tropa y loshombres de mar se habían divididoen grupos, y se había dado a cada

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uno su colocación. Diez artillerospara los cañones de 36, nueve paralos de 18, siete para los de 12. Elsegundo piloto con dos hombresestaba listo en la «santa bárbara».

El primero, en el alcázarrodeado de pilotines y meritoriospara atender al timón, banderas yfaroles; los grumetes y los criados,unos esperando en grupos pararetirar muertos y heridos, y otrosencartuchando en el pañol de lapólvora y conduciendo municioneshasta la boca de la escotilla; los

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contramaestres en el castillo y en elalcázar con sus gentes.

Entretanto, los hombresdestinados a dar o a rechazar elabordaje, formaban tres trozos,recibiendo con un silencio sombríoy aterrador, los unos, fusiles,pistolas, sables, granadas de mano,frascos de fuego; los otros, chuzos,arpeos, o chicotes de gancho yhachas.

Todo era movimiento, perotodo en silencio.

Se hacían parapetos, se zafaba,

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se destrincaba y se ponía en batallala artillería; se municionaban laschilleras y se formaban depósitosde balas, palanquetas y metralla.

Todo estaba listo; el plangeneral del combate arreglado, y encada punto, en el alcázar, en elcastillo, en toldilla y baterías,fijadas tarjetas de pergamino quecontenían la parte correspondiente alos que allí servían.

El comandante del «SantaMaría de la Victoria» pasaba suvisita de ordenanza, y luego el

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capellán, en medio del másreligioso silencio, bendijo aaquellos hombres que iban acombatir, y les dio la absolución.Acto continuo, los comandantes delos puntos levantaron la vozintimando la pena de muerte al quese portase con cobardía,abandonase su puesto odesobedeciese. Cerróse la escotilladel pañol de pólvora, y todosquedaron como estatuas,silenciosos e inmóviles, esperandoel momento del combate.

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Antonio había sido destinadoal castillo con el segundo capitán.Aunque Antonio era hombre de unvalor a toda prueba, sin embargo,aquellos preparativos no podíanmenos de emocionarle. Conocía elcarácter de hierro y la indomablevoluntad de los piratas,contemplaba el orden y la decisiónde los marinos españoles y veía suselementos, y por todo podía inferirque un abordaje dado porcualquiera de los dos, debía ser unacosa terrible.

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Con los ojos fijos en elhorizonte y procurando penetrar conla vista entre las sombras que leenvolvían, Brazo-de-aceroesperaba el momento en que sonarael primer cañonazo, seguro de queciego por el ardor del combate,arremetería quizá contra los mismossoldados de Morgan, suscompañeros, si un rayo de reflexióny de prudencia no venía en suayuda.

Los navíos de la armadaespañola habían puesto por

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contraseña una cruz hecha con dosbota-varas, que llevaba en cadaextremo un farol. Así se distinguíala línea de combate como unaconstelación en medio de la noche.Los cazadores no habían vuelto adar señal ninguna.

Antonio seguía observando, yde repente vio brillar un relámpago,sonó un cañonazo a corta distancia,y un proyectil pasó entre laarboladura del «Santa María de laVictoria», rompiendo la driza de labandera y causando algunas

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averías.Casi en el mismo instante el

navío se estremeció, y llamas, yhumo, y proyectiles, brotaron deuno de los costados. Era que losmarinos españoles contestaban alsaludo de los piratas.

Aquello parecía el principiode un gran combate naval: lospiratas contestaban el fuego de losespañoles, y casi toda la línea habíacomenzado ya a hacer fuego.

El día iba asomando entrenubes de humo, y a cada momento

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la claridad de la mañana eclipsabamás y más el rojizo resplandor delas bocas de fuego.

La caída bandera del «SantaMaría de la Victoria» había vueltoa izarse entre el estampido de loscañonazos.

La luz del día animaba a lostímidos: no hay peligro que espantemás que aquel que se siente en lodesconocido; nada hay máspavoroso que un combate en laobscuridad; nada hay más triste quela idea de recibir la muerte entre

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las sombras; es como morir lejos delos amigos y de la familia, dejar laluz sin haberle dado un eternoadiós.

Muchos que desafían la muertecuando el sol está sobre elhorizonte, tiemblan de encontrarlacuando la noche cubre la tierra consu manto: es el horror que siente elalma a todo lo que no es luz, a todolo que es desconocido; es latendencia del espíritu a la verdad ya la claridad, aun cuando en ellasvenga la muerte y el no ser; es que

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quiere ver, aunque vea que nada vaa ver; es que hasta la muerte laquiere recibir envuelta en la vidaque es la luz.

Había amanecido, pero el díaestaba siniestro; el mar estabatranquilo como si se hubieracongelado de repente: ni una ráfagade viento en la atmósfera, ni unanube en el firmamento; calma,calma repentina, mortal; nada semovía ni en el espacio ni en elfirmamento.

El sol con su aparente

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movimiento avanzaba, lanzando ensu luz torrentes de fuego. Colgabande los mástiles, lánguidos einmóviles, los estandartes, lasbanderas y los gallardetes. Lasvelas desfallecidas se embarrabanentre la jarcia, dibujándose enellas, como las venas en la piel deun gigante, los cables y las drisas.

El humo de los cañonesflotaba como una nube de algodónsujeta a los navíos sin desprendersede ellos, y apenas en tardas ypesadas espirales se disipaba de

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una manera casi insensible.Las dos armadas enemigas

habían quedado a tiro de cañón ycomo clavadas en el océano.

Aquello podía llamarseencallar en las olas; no eran losnavíos los que habían ido a darsobre un banco de arena; era el marque los había aprisionado, como elamigo que muere estrechando lamano de un amigo; la muerte enfríaaquella mano, la da su rigidez, yaquella mano ya no se abre, y laotra queda aprisionada.

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Pero las dos armadascomprendieron que existía paraellas un peligro mayor que el de uncombate con los hombres, la luchacon los elementos, porque aquélloseran presagios de una tempestad.Tras de la tempestad viene lacalma, dicen los poetas; pero losmarinos dejan decir a los poetas loque quieran, y saben que la calmaes anuncio de la tormenta.

La naturaleza se reconcentrapara entrar en esa que paranosotros, débiles y pequeños, es

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una lucha; llama a sus vientos, y asus aguas, y a su electricidad, comoel general que reconcentra susfuerzas para emprender el asalto:así se comprende esa calma.

El azul del cielo era oscuro yprofundo, el mar estaba verde ytrasparente, los horizontes sedesvanecían en una ligera tintanaranjada. Todas las miradassondeaban el espacio; el fuego delos cañones seguía comomaquinalmente.

En aquellos momentos, como

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por una común inspiración, comosiguiendo las órdenes de un soloalmirante, piratas y españolescomenzaron la maniobra másactiva. Velas, juanetes, rizos, todobajaba, todo se arriaba; parecía queel lienzo más pequeño entre laarboladura era una amenaza demuerte; parecía que las dosescuadras habían recibido ordenpara correr un temporal a paloseco.

Los últimos girones de lienzose recogían en los navíos, cuando

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una ráfaga de viento fresco y ligerocruzó como arrastrándose sobre lasuperficie de la mar. Como unagolondrina que vuela sobre un lagotocando el espejo de las aguas.

Aquello era un explorador, unheraldo de la tormenta.

Las aguas saludaron su venida,y el mar pareció hervir, y millonesde olas pequeñísimas y coronadasde espuma blanca y ligera saltaronpor todas partes, produciendo, másque un rugido, un murmullo, que fuepropagándose a lo lejos, hasta

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formar un terrible y sordo rumor.El horizonte comenzó, por

decirlo así, a condensarse: no erauna tempestad que avanzaba; era latormenta que se formaba allí, allímismo. Estamos acostumbrados aver que las tempestades vienen¿pero dónde se forman?, ¿cómo?

Terribles creaciones, a cuyosmisterios sólo asisten los hombresque viven en las montañas, o losque pasan su existencia en elocéano. El viento se adivinaba, seveía, se sentía llegar, porque había

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en la naturaleza un estremecimientode pavor.

¿Y qué se estremecía?No el mar tranquilo, no los

buques, no los hombres.¿Pues qué?Ese algo desconocido que se

comprende y no se explica; eseespíritu universal, eso que se llamanaturaleza, eso que nadie sabe loque es, pero que todo el mundoconcibe sin poderlo explicar, sinpoder siquiera designarlo con unnombre.

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Por fin llegó el viento, y lasjarcias lanzaron un gemido alsentirlo pasar, y todas las cuerdasse quejaban, silbaban, aullaban endiversos tonos, pero de una maneratan pavorosa, como si lloraran,como si sintieran, como sianunciaran el peligro y la muerte;era un concierto triste.

Donde quiera que había unacuerda o una hendidura entre lastablas, de allí salía un gemido.

¿Quién no ha oído gemir alviento? Y ¿quién ha oído en su vida

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otra cosa más triste y que máscomprima el corazón, que estosgemidos, que se prolongan como elgrito supremo de agonía de un serdébil y desgraciado?

La lucha con los elementos ibaa comenzar, y el combate entre loshombres había cesado. El solpalideció y se eclipsó, velado porun vapor amarillento, y luego aquelvapor, condensándose, tornóse ennubes, pero sombrías, pesadas, conformas caprichosas, con coloresdiversos, con perfiles más o menos

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luminosos, que las hacían aparecerseparadas unas de otras como unrebaño de ovejas gigantescas ycubiertas de cieno.

Allí, en aquel cielo, habíatodos los matices que entristecen,desde el color sepia hasta el colordel torbellino, que nadie define niimita. Se adivinaba en aquellasnubes encerrado un diluvio de agua,y el rayo con sus giros caprichosos,y todo próximo a desprendersesobre el océano, que levantaba susgigantes olas desafiando o

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enamorando a la tempestad.Aquella masa inmensa y

pesada de nubes, que casi no podíani flotar en la atmósfera, comenzabaya a arrastrarse sobre las olas; latempestad no se desprendía de lasalturas, bajaba al mar compacta yaterradora, y para moverla erapreciso el soplo gigantesco delhuracán, que movía y jugaba con lospoderosos navíos de guerra comohubiera podido hacerlo con la hojade un árbol.

Las dos escuadras estaban en

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medio de la tormenta; la obscuridadera completa, densas columnas devapor atravesaban entre las jarciasy los palos, impulsadasviolentamente por el huracán; todoestaba mojado, y sin embargo, nopasaba eso que se llama llover,pero las naves sufrían unainmersión en las nubes.

Relámpagos ardientes ycontinuados brillaban por todaspartes; pero no se sabía si el rayosubía o bajaba, ni se sabía más sinoque había una tempestad, y

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retumbaban las descargas de laelectricidad como si dos mundos seestuvieran batiendo con unaartillería fabulosa.

El mar tomaba su parte enaquel desorden de la naturaleza.Olas inmensas se levantaban ycorrían, y se chocaban y azotabanlos costados de los navíos, ypasaban sobre los puentes, y hacíangemir los aparejos y estremecer alas tripulaciones.

Casi se había perdido laesperanza.

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Todos los agujeros que dabanal mar se habían tapado; el timón ylas velas eran cosas inútiles; lamaniobra hubiera sido una fatuidad,y abandonados casi al destino, losnavíos, sin más defensa que supropia ligereza, saltaban entre lasolas, ora cubiertos de agua y deespuma, ora como el fantásticoremate de una ola inmensa,llevando a sus oficiales, y a susmarinos y a sus soldados, como unaporción de hormigas quesorprendidas por una corriente se

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aferran al trozo de una caña secaque flota en el río.

Los buques españoles y los delos piratas, sin orden ni concierto,sin precaución, pasaban unos entrelos otros sin conocerse, sin versealgunas veces, y casi rozándose.

Dios había mandado allí la pazcon el peligro.

«El Ilustre Cántabro»zozobraba, zozobraba. Habíanpicado ya los palos, y el viejocasco amenazaba, de un momento aotro, ron abrirse y depositar para

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siempre su carga en el seno delocéano.

El capitán ya no juraba. PedroJuan había llegado alembrutecimiento. La señoraMagdalena y Julia procurabanrezar.

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XIII

LA PRIMERA PRESA

AGITÁNDOSE unas vecesespantosamente y sosegándoseotras, aquella tempestad duró casiveinticuatro horas.

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A la mañana siguiente, el solque asomaba por el oriente,alumbró una mar tranquila y uncielo puro y trasparente; pero nomás. La escuadra había sidocompletamente dispersada, y cadanavío no podía descubrir en elancho y dilatado horizonte más quecielo y agua; ni una vela, ni unpuerto, nada, nada; agua y cielo, lasondas y el firmamento.

Uno de los navíos, sinembargo, pudo alcanzar algo más enlontananza; era el «Santa María de

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la Victoria», y su capitán,explorando el mar, distinguió enaquella inmensa extensión algo queflotaba, algo que no parecía unbuque, y que sin embargo, no podíaser otra cosa.

Aquel objeto estaba en la rutadel «Santa María»; el vientosoplaba fresco y favorable, y lasproporciones de aquello quecausaba la curiosidad de latripulación iban aumentando, hastapoderse distinguir perfectamente.

—Es un navío —gritó uno de

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los marineros.—Que ha perdido su

arboladura —contestó Antonio, quemiraba también.

—¿Habrá perecido la gente?—No; ya se mira mover algo

sobre cubierta…—Hacen señas…—Piden socorro.—Mirad; en una bota-vara

levantan una bandera…Estaban ya cerca de aquella

pobre embarcación.—¡Ah!, ¡ah! —dijo Antonio—

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un hombre sobre cubierta, con unabocina; va a hablar.

—¡Silencio! —dijo un oficial.El hombre de la bocina la

llevó a sus labios y gritó:—¡Socorro! ¡Socorro!—Ea, muchachos —dijo el

capitán— a botar las lanchas almar, a recoger esos hombres.

En un instante los botes seecharon a flote, y del navío quepedía socorro, también se botó unalancha; Antonio quedó en el «SantaMaría».

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Poco después, tres lanchascargadas de gente, volvían a tocarlos costados del buque de guerrasin haber dejado en el otro ni un serviviente. Todos fueron recibidos enel «Santa María», y como si sóloesto hubiera esperado, el viejo ydesarbolado casco comenzó ahundirse y a crujir, dio luegorápidamente dos vueltas, ydesapareció en el abismo, dejandono más sobre la superficie del marun gran espacio en que el aguahirvió arremolinándose.

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Después todo había terminado.Aquél había sido el trágico fin

de «El Ilustre Cántabro».Antonio Brazo-de-acero

ayudaba a recibir a bordo del«Santa María» a la tripulación delperdido buque. El capitán, elcontramaestre, el piloto, losmarineros, todos se habían salvado;pero entre aquella gente venían dosseñoras.

Antonio las miró comenzar asubir la escala y sintió que sucorazón daba un vuelco. Creyó

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reconocer a Julia y a la señoraMagdalena. Entonces su espíritudesfalleció considerando el peligroque habían corrido.

Julia subía la primera, yAntonio se adelantó a recibirla: lajoven llegaba preocupada aún y noalzó el rostro sino hasta que sintióque la tomaban de la cintura;reconoció a Brazo-de-acero y lanzóun grito que no podía saberse si erade espanto o de alegría.

Antonio procuró arrastrarviolentamente a Julia lejos de allí,

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mientras otro marinero recibía a laseñora Magdalena.

—Silencio, por Dios, Julia —le dijo por lo bajo Antonio.

—¿Qué sucede, hija mía? —dijo llegando precipitadamente laseñora Magdalena—. ¿Te hasucedido algo?

Brazo-de-acero se apartó condisimulo como para ir a recibir aotros náufragos.

—No, madre mía —contestóJulia aparentando tranquilizarse—la alegría de verme aquí me hizo

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lanzar un grito de júbilo.—¡Bendito sea Dios que nos

ha salvado! —dijo Pedro Juanllegando hasta donde estaban lasdos señoras.

Julia seguía inquieta con lavista a Brazo-de-acero, y su mentese perdía en un mar de conjeturas.Ella sabía que su amante se habíaenganchado con los piratas, con elmismo Juan Morgan. ¿Qué estabahaciendo allí? ¿Habría caídoprisionero en el combate?

¿Habría venido, como ella, a

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refugiarse al buque español porhaber perdido el suyo en latormenta? ¿Sería quizás aquel unnavío de los piratas, adonde sinsaber y obligados por la necesidad,habían venido solos a entregarse?

Julia no sabía qué pensar; peroesta última idea fue la que más leimpresionó; casi sin podersecontener preguntó a Juan:

—¿Qué navío es este?—De guerra español —

contestó con cierto orgullo denacionalidad el Oso-rico— pero

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voy a preguntar cómo se llama.Apartóse Juan con un oficial, y

luego volvió pavoneándose a decir:—Navío de guerra de S. M.

católica el rey de España (q. D. g.),llamado el «Santa María de laVictoria», por una especial quealcanzó contra los holandeses, concuarenta cañones por banda ydoscientos hombres de guerra,terror de holandeses y piratas yguarda del comercio de las Indiasoccidentales.

Pedro Juan se descubrió con

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fatuidad al dar esta pomposarelación, y la señora Magdalena lehizo una corta reverencia.

—Ya veréis, queridas —continuó el Oso-rico— que S. M.católica tiene tan soberbia marinacomo la cristiana soberanía del reyde Francia, y que las armas de lamonarquía española lucen conorgullo en estas zonas, llevadas portales bajeles.

El Oso-rico mostró a las dosmujeres la bandera amarilla yencarnada que flameaba con los

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frescos vientos de la mañana.Julia sintió crecer sus dudas, y

quiso, sin embargo, salir de ellas.—¿Y qué sucedería con los

piratas? —preguntó.—Esa misma duda tuve —

contestó Juan— y la mismapregunta hice a un oficial; pero mecontestó que apenas comenzaba elcañoneo, la tormenta dispersó lasescuadras, y no se sabe qué navíos,de una u otra, habrán perecido. Elúnico que han encontrado es elnuestro.

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Entonces Julia conoció queBrazo-de-acero no había sidorecogido por los españoles. ¿Quéhacía, pues, en aquel navío? ¿Lahabría engañado?

No; hubiera preferidocualquiera otra cosa a saber queAntonio se había burlado de ella.La duda la mataba, y determinóhablar, a cualquier costa, con suamante.

Antonio por su parte, nodeseaba otra cosa que hablar aJulia, y acechaba una oportunidad;

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pero era casi esperar un imposible.La severa disciplina de los buquesde guerra dejaba a Brazo-de-acerosin libertad, y la señora Magdalenay Pedro Juan, al verse en medio detantos soldados y marineros, no seseparaban de Julia un solo instante.

El celo del enamorado por unaparte, y el amor de la madre porotra, unidos a la disciplina,levantaban una muralla entre Brazo-de-acero y Julia.

Los ojos hablaban, pero losojos de los enamorados no tienen

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más que una sola frase:—¡Te adoro!Fuera de ahí nada saben y

cuando quieren decir algo, no dicenlo que desean, no más:

—Te amo.Es un vocabulario muy

reducido el de los ojos; en cambiohay palabras que valen por todo unidioma, y los ojos del hombre y dela mujer que se aman, tienen esafrase.

Toda diligencia era, pues,inútil, y los amantes se contentaron

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sólo con mirarse, procurandosiempre Antonio huir de Pedro Juany de la señora Magdalena, quepodían fácilmente haberlereconocido.

El navío «Santa María de laVictoria» estaba enteramenteseparado de la flota y casi perdidode rumbo; pero por lasinstrucciones del almirante, en casode temporal o dispersión, la isla deCuba debía ser el punto de reunión,caso de que no pudiese algún buqueincorporarse a la escuadra en la

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navegación.El capitán se dirigió al

Poniente; no conocía aquel mar ynecesitaba orientarse: los libros ylas noticias no dan nunca laseguridad y el acierto si no losacompaña la práctica.

El viento sopló favorable, y elnavío parecía volar; así se pasó lamañana. Por la tarde el viento seaflojó y los trapos comenzaron acolgarse. Aquello era un peligro;porque quizá los piratas andabancerca, y, separada aquella

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embarcación de la armada, corría elriesgo de caer prisionera.

El capitán contemplaba conansia febril la bandera, que apenasse movía, y el horizonte, quepermanecía puro.

Antonio comprendió lo quepasaba en aquel cerebro, y como sumisión era ganarse la confianza deljefe, se acercó a élrespetuosamente:

—Señor.—¿Qué se ofrece? —dijo con

orgullo el capitán.

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—¿Me da vuesa mercedpermiso de decir una cosa?

—Di y vete.—Señor, conozco este mar…—Bien ¿y qué?—Señor, el viento afloja, y

quizá por algunos días; anunciacalma.

—Ya lo veo ¿y qué con eso?—En este tiempo hay una

corriente por este rumbo que llevael rumbo a Cuba.

—¿Por qué rumbo?—Por el mismo que llevamos;

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procurando granjear hastaencontrarla, a su favor iremos bien.

—¿Podrías buscarla?—Sí, señor.—Vamos a la maniobra.La suerte parecía favorecer a

Brazo-de-acero; el navío caminabaapenas, y el astuto cazador tenía lavista fija en las movedizas aguas.Así permaneció una hora, y derepente exclamó:

—¡Ahí está!—¿A dónde? —preguntó el

capitán, que estaba a su lado.

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—¡Mirad, señor! —contestóAntonio, mostrándole un puntocercano en el mar.

—¡En efecto! —exclamó elcapitán— una corriente favorable.

Y era la verdad: en medio dela mar podían distinguir, unos ojosde marino, una superficie más tersay más llana, en donde el agua teníaun color azulado y claro. Era unacorriente; sus bordes o veriles semarcaban por una línea formada porun borbotón y que algunas vecesparecía hervir. El alga del golfo era

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abundante fuera de aquellos bordes,y escasa por dentro.

Todas las señales que teníanlos marinos para conocer unacorriente, estaban allí, y el navío laganó muy pronto. A favor de lacorriente el navío avanzaba conrapidez.

De repente se dio la señal detierra, y, al mismo tiempo, de unapequeña isleta que estaba ya a lavista, se desprendió una ligeraembarcación, mientras que algunasvelas se avistaron a lo lejos.

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—¿Qué isla es esa? —preguntó el capitán a Brazo-de-acero, de quien había llegado atener confianza—. ¿Será lasHormigas, o los Cayos de Morante?

—Señor, es la Navaza.—¿Y esas velas parecen

enemigas?—Son los piratas —dijo

Antonio.Aquellas palabras cayeron

como un rayo en medio de latripulación.

La situación era crítica; virar

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de bordo era imposible; aquelnavío tan pesado nada podía hacersi le daban caza los piratas;acercarse a la isla era imposiblesabiendo qué isla era aquélla: elcapitán conoció que sólo por lacosta del oeste podía fondear amedia milla; pero allí eldesembarco era muy difícil, porquela brisa levanta mucha marejada:además, hubiera sido vergonzosohuir un combate que la suerte hacíacasi inevitable.

Las velas se acercaban y

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crecían, y estaban ya a tiro decañón. En el «Santa María» todoestaba listo para el combate.

Antonio reconoció el buqueque montaba Brodeli: de allí sedesprendió un bote que llegó atocar los costados del buque deguerra español; dos vogas y unoficial era todo lo que pudodescubrirse en su interior; por esose le dejó acercar.

El oficial pirata hizo seña, ybajó la escala por la que él subióresueltamente.

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El capitán salió a su encuentro.—Brodeli, vicealmirante del

gran Morgan —dijo el pirata conaltivez— a ti, comandante de estebuque de guerra español, te intimarendición, y te propone que leentregues el navío y cuanto en él secontenga, garantizando tu libertad yvida y la de todos los tuyos.

—Contéstale a ese tu jefe —dijo con majestuosa calma elcapitán— que los marinos quesirven al rey mi señor, no saben quéquiere decir eso de rendirse; que

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los españoles no capitulamos conlos piratas, y que de nuestras vidasy libertad puede disponer a suantojo si llegamos a ser susprisioneros: su majestad nospermite morir en su servicio, peronunca perder la honra en el nuestro.Anda, y di lo que has oído.

El pirata sin saludar, girósobre sus talones, tomó la escala,descendió a su bote y volvió alnavío de Morgan.

Un momento después, unanubecilla de humo se levantó de una

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de las portas del buque pirata, y unabala vino a clavarse en uno de loscostados del «Santa María de laVictoria».

Era la señal para comenzar elcombate.

Los piratas estaban resueltos aapoderarse de la presa, y el española defenderla a costa de su vida.Aquello no fue lo que esperaba elcapitán del «Santa María de laVictoria», que fiaba en sus cañonesy en la pericia de sus artilleros, yque creía echar a pique o

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desarbolar en un momento losbuques de sus enemigos.

No se disipaba aún el humo dela primera andanada, y los piratasabordaban por la proa al navíoespañol.

Más que hombres, los piratasparecían una jauría de perrosrabiosos; armados casi todos dehachas y de puñales, subían por laproa y se arrojaban sobre losespañoles, que se defendíanbizarramente; la cubierta estabaregada de muertos, las puertas de

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las escotillas, hechas pedazos,chorreaban sangre, y el capitán conla cabeza hendida de un hachazo,yacía en el alcázar.

Los piratas eran dueños del«Santa María de la Victoria».Media hora de combate les habíadado el triunfo y la primera presa…

Brodeli, el vicealmirante deJuan Morgan, había sido el primeroen tomar parte en el abordaje, y conel pelo en desorden, cubierto desangre el traje, y llevando un anchosable en la mano derecha y una

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pistola en la izquierda, bajó a lacámara, seguido de un grupo de lossuyos.

Julia, la señora Magdalena yPedro Juan de Borica se habíanrefugiado allí. El desolladortemblaba, y las dos señoraslloraban y rezaban. Los piratasforzaron la entrada, y Brodeli seprecipitó sobre las dos mujeres.

Aquello era para él botín deguerra; las mujeres eran de quienlas tomaba, a menos que quisiesencederlas a la compañía. La belleza

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de Julia impresionó alvicealmirante, a pesar de laexcitación rabiosa en que seencontraba; era una presa que notenía obligación de dividir connadie.

Púsose en el cinto la pistola, ytendió su mano para tomar la deJulia, que le miraba absorta depavor, cuando un hombre seinterpuso violentamente entre elpirata y la joven, exclamando:

—¡Perdón, señor! pero estamujer me pertenece.

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Brodeli alzó admirado elrostro, procurando adivinar quiénera el atrevido que así se oponía asu voluntad; por el momento nopudo reconocerlo, y dio un pasoatrás levantando el sable.

—Cuidado, señor —dijo elhombre— no hagáis armas contramí, porque puede costaros muycaro.

—¿Pues quién eres? —preguntó el vicealmirante,sorprendido de aquella audacia yde aquella sangre fría.

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—Antonio Brazo-de-acero —contestó el hombre.

Brodeli bajó su arma y rechinólos dientes.

—¿Y por qué es tuya estamujer?

—Porque es la mía, que hiceembarcar en la Española; elalmirante me mandó venir en losbuques españoles, por eso ellaviene aquí: si no hubiera sido poresa orden, ella vendría en uno denuestros navíos.

—¿Pero a dónde llevas a esa

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mujer?—A Santa Catalina o a la

Tortuga, que deben ser en lo deadelante nuestra residencia, estoyen mi derecho, sirvo bien, no falto ami contrato, y tengo derecho de serrespetado ¿es cierto, compañeros?—agregó dirigiéndose a los demáspiratas, que miraban asombradosaquella escena inesperada.

—Es verdad, tiene razón —dijeron todos.

Brodeli se mordió los labioshasta hacerse sangre, y procuró

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disimular.—¿Y esa otra mujer? Supongo

que no será tuya también, ypodremos disponer de ella.

La señora Magdalena se pusopálida; temió que no le alcanzara ladefensa de Brazo-de-acero.

—Esa mujer —dijo Antoniocon gravedad— es la madre de lamía, como ese hombre es sumarido; estas tres personas son mifamilia, sagrada para todos misjefes y mis compañeros, y sihubiese alguno que se atreviese a

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faltarles en lo más pequeño, todoslos compañeros saldrían en sudefensa, y ese hombre moriría, auncuando fuese el mismo almirante.Así son nuestras leyes; la familia yla honra de uno de nosotros es la detodos, porque si hoy se hiciera unavileza conmigo y los demás lavieran cometer impasibles, mañanaellos serían víctimas, y todos losvínculos se romperían entrenosotros ¿es verdad, compañeros?

—Sí, sí —gritaron los piratas.Brodeli lanzó una especie de

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bufido de rabia, y salió seguido delos piratas.

En la cámara, Brazo-de-aceroquedó solo con Julia, la señoraMagdalena y Pedro Juan.

—Sois todo un hombre —dijoJuan estrechando la mano deAntonio.

—¡Gracias, gracias! —exclamó llorando la señoraMagdalena.

Julia, aprovechando unmomento en que no la observaban,puso sus labios sobre la mano de

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Brazo-de-acero, diciendo muy bajo:—Eres un ángel, Antonio… te

adoro.Antonio se estremeció de

placer.Entretanto se oían los gritos de

los prisioneros, la algazara de lospiratas y la voz del vicealmiranteque comenzaba a ordenar algo de lamaniobra.

—Oídme —dijo Antonio—antes de que vengan aquí otra vez espreciso hablar; aun no estamossalvados; quizá dentro de un

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momento, embriagados por eltriunfo y por el aguardiente quehayan encontrado en el navío, vengaa insistir en sus pretensiones elvicealmirante; pero yo os defenderéa costa de mi vida. Julia debe pasarpor mi mujer; el navío se dirigiráahora a Santa Catalina; es una islaque Morgan ha elegido para sucuartel general: llegando allí, con elfavor de Dios, espero poderproteger vuestra salida paraMéxico, adonde estaréis tranquilos.

—¿Y tú? —dijo

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imprudentemente Julia.—Yo —contestó Antonio— te

seguiré cuanto antes.La señora Magdalena estaba

tan acobardada, que no pusoatención en este diálogo entre Juliay Antonio.

—Júramelo —dijo Juliaprocurando que su madre no looyera.

—Te lo juro; ten confianza enmí —contestó el joven— y la manode la doncella estrechó conemoción la suya.

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El buque crujió y comenzó anavegar.

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XIV

PUERTO PRÍNCIPE

COMO un toro reprisionado yrodeado de lebreles, navegaba elnavío de guerra español rodeado delas embarcaciones de los piratas.

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Aquella hazaña habíaenorgullecido de tal manera a lossoldados de Juan Morgan, que notemían ya encontrarse con el restode la armada española.

Se dirigían en busca de lapequeña isla que llamaban de SantaCatalina, inmediata a la de Cuba,con objeto de unirse al almirante.

Al siguiente día del combate,se descubrieron en el horizonte unasvelas. Brodeli se disponía a lucharsi eran españoles de guerra, o a darcaza si eran mercantes; todo estaba

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ya listo, cuando se reconoció lapequeña armada que había quedadoal mando del almirante Morgan.

Muy pronto los navíosestuvieron cerca, y Morgan,instruido de lo que habíaacontecido, dio orden de seguir susaguas y dirigirse a Puerto Príncipe.

Entre aquellos hombres, losjefes daban la razón de todas susdisposiciones, y muy pronto hastalos simples marineros estuvieron altanto de que la villa de PuertoPríncipe había sido escogida por

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los jefes para dar un asalto,valiéndole esta preferencia laconsideración de que sus habitanteseran ricos porque no habríansufrido ningún saqueo.

Merced a la energía deAntonio y a las grandesconsideraciones que Morgan leguardaba, y a su ascendiente sobremuchos de los soldados que habíansido cazadores en la Española,Julia, Pedro Juan y la señoraMagdalena nada habían tenido quesufrir; seguían con Brazo-de-acero,

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que formaba parte de la tripulacióndel prisionero navío español.

Morgan había declaradoalmirante a este navío y lo mandabaen persona, de manera que lasituación de Julia y de su familiahabía mejorado notablemente. Sinembargo, Julia no había sido vistapor el almirante, que sabía sólo queiba en aquel navío la familia deAntonio; pero el vicealmiranteBrodeli guardaba en su pecho elrencor contra Brazo-de-acero, quele había arrebatado a la que él

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consideraba ya como su presa, ysólo esperaba un momentofavorable para perderlo.

Una imprudencia patriótica delOso-rico se la presentó.

Se avistaban ya las costas dePuerto Príncipe; entre los piratascomenzó la ansiedad, y losprisioneros españoles contaron conun poco de más libertad paracomunicarse entre sí y con latripulación.

Don Simeón Torrentes, elcapitán de «El Ilustre Cántabro» se

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encontraba entre ellos, y valido deldesorden que comenzaba a reinar enel navío de Morgan con lospreparativos del desembarque,logró llegar hasta donde estabaPedro Juan. Los dos sereconocieron, y la desgracia leshizo olvidar las antiguas querellas.

—El demonio nos persigue —dijo don Simeón.

—Sí —contestó Juan— y paracolmo de desgracias estos hombresdan sobre Puerto Príncipe y entran asaco, porque esas pobres gentes

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están desprevenidas.—Por el timón del diablo, que

si yo fuera más joven y másrobusto, me siento tan buen español,que sería capaz de echarme a nadopara ir a prevenir al gobernador;pero soy viejo, y no hay otro yo.

—Cuidado, paisano, quemucho decir es ese: si buen españolsois y amante al servicio de Dios yde su majestad, quizá lo sea yo más.

—¡Voto a tal! Que si yo tuvieravuestras fuerzas y vuestra edad, ycon esas franquicias de que vos

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gozáis, ya iría nadando hasta ganarla tierra. Pero vos ni sabréis nadar¿es cierto?

—Como un pez; y a no saber,probaría a llegar o ahogarme, quesoy tan buen español como el quemejor.

—¡Calle!, ¿seríais capaz deemprenderla?

—¿Y por qué no?—Pues yo os aseguraría que

con tal servicio hecho a S. M., mástardáis en hacerlo vos que el rey enenviaros la recompensa. ¿Sois

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noble?—No.—Pues noble os haría, que el

servicio lo vale, y quizá os den unescudo de armas con campo degules, y un pez de oro…

—S. M. sabrá lo que haceconmigo —dijo con fatuidad ypavoneándose Juan, que ya sesoñaba con lo que le decía el otro,noble y con escudo de armas—aunque en todo caso creo queconvendría mejor para esto, campode plata con roeles de oro.

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—¡Por el alma del diablo!¿Ignoráis que metal sobre metalsólo las casas reales? Vaya, S. M.sabrá lo que dispone, aunque tengopara mí que vos no acometéis laempresa.

—¿Creéis que será unseñalado servicio al rey nuestroseñor?

—De los primeros.—¿Y creéis que S. M. hará lo

que pensáis?—Ya lo creo.—Entonces, contadlo por

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seguro: iré.—Y seréis noble…Unos piratas se acercaban, y

don Simeón se separó de Juan.Pero la idea del capitán

Torrentes había impresionadoprofundamente al desollador; laempresa le parecía fácil; la costaestaba cerca, él era un buennadador, y eso de llamarse el señordon Pedro Juan de Borica, era paraél una gran ilusión.

Meditó y meditó, y cada vez lepareció la cosa más fácil y el

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premio más apetecible; nada quisodecir a la señora Magdalena, portemor de que se opusiese; procuróaligerar sus vestidos, y en elmomento en que comprendió quenadie le observaba, se arrojó almar.

El ruido de la caída llamó laatención de un marinero, que dio elgrito de:

—¡Hombre al agua!Multitud de marineros se

dispusieron a salvar al que creíanque había caído al mar por

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casualidad, y examinaban lasuperficie del agua, esperando quevolviese a salir el que se habíasumergido, para auxiliarlo.

Pero en vano. Pedro Juan eraun diestro nadador, y caminó debajodel agua largo tiempo, de modo quecuando volvió a la superficie paratomar aire, ya estaba lejos de losnavíos.

Uno de los piratas alcanzó averlo, y gritó:

—Allá va; es uno de losprisioneros que se escapa…

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Todos volvieron el rostro allugar que señalaba aquel hombre, ydistinguieron al fugitivo, quenadaba a brazo partido y que seencontraba ya muy cerca de lacosta.

—Echaremos un bote —dijouno.

—Es inútil —contestó unpirata— dentro de un instante estaráya ese hombre en la costa: lo queimporta es dar parte al almirante.

En efecto, avisaron a Morganlo ocurrido, y dio orden

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inmediatamente de pasar lista a losprisioneros.

Poco después, uno de susoficiales avisó que los prisionerosestaban todos, y sólo faltaba elmarido de la señora Magdalena, dela madre de Julia, que pasaba pormujer de Antonio.

En el momento en queavisaban esto a Morgan, Brodeli, elvicealmirante, se encontraba allí ylo escuchó todo.

—¿Qué pensáis de esto? —ledijo Morgan.

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—Pienso que hay aquí algo demás grave que la simple fuga de unprisionero.

—¿Por qué?—Ese hombre no venía en

calidad de tal, pasaba por parientede ese Brazo-de-acero, y quizá estémás enterado de lo que debiera denuestros planes.

—¿Pero qué importa?—Quizá dé parte de todo en la

villa.—Aun cuando así fuera

¿creéis que podrán resistirse?

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—Tal vez teniendo un anuncioanticipado se atrevan a hacerlo;pero lo que es más que seguro, esque los habitantes todos van aocultar sus bienes, y perdemos lomenos dos terceras partes del botín.

—Tenéis razón; ha sido ungran descuido.

—Quizá un gran delito.¿Creéis que ese hombre sólo porbuscar su libertad se ha fugado,cuando no venía en calidad deprisionero? ¿Y creéis también quesin tener otro gran interés habría

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abandonado a su mujer y a su hija,si es que la joven realmente lo es?Aquí se encierra un misterio, yquizá una traición.

Morgan quedó meditabundo,con la cabeza inclinada y los ojosclavados en el piso; Brodeli locontemplaba con curiosidad.

—¡Pero Antonio! —exclamóel almirante, y después de un rato—es incapaz de una traición;comprendo su carácter, y yo no meengaño al juzgar a los hombres…

—Tal vez Antonio ignore lo

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que iba a hacer el otro —contestóBrodeli, no queriendo cargar en elpunto en que sentía fuerte alalmirante—. Pero él ha sidoculpable, porque se opuso a que esehombre quedara preso con losdemás.

—¿Pero si es realmente de sufamilia?

—Entonces debe saber porqué se ha fugado.

—O no —contestó Morgan,procurando defender a Brazo-de-acero hasta el último

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atrincheramiento— o no; que razóntenía el otro para desconfiar deAntonio al verle con nosotros.

—En todo caso —dijoBrodeli, queriendo llevar lacuestión a otro terreno— por elbien de todos nosotros es precisohacer una averiguación pronta yenérgica, comenzando por esasmujeres; quizá ellas declarenademás de todo lo que respecta a lafuga, el verdadero vínculo que lasune con Antonio.

—¿Aún insistís en desconfiar

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de ese joven? Bien; haré laaveriguación a presencia vuestra, yquedaréis convencido.

—Ojalá.Morgan llamó a un oficial, e

hizo conducir a su presencia a laseñora Magdalena y a Julia.

Como la fuga de Pedro Juan sesabía ya por todos, las dos mujerescomprendieron el objeto de aquelllamamiento, y llegaron temblandoa la presencia del almirante.

—Vais a confesarme laverdad, señoras —dijo severamente

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Morgan— la verdad, porque de locontrario os hago colgar de unaantena ¿lo entendéis?

—Sí señor —contestó laseñora Magdalena.

—En primer lugar, señora¿vuestra hija es la mujer deAntonio?

La señora Magdalena pensóque si decía una mentira, el piratasería capaz de conocérsela en lacara, y contestó:

—La verdad, no, señor.Morgan, a su pesar, alzó el

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rostro para mirar a Brodeli, que locontemplaba con diabólica alegría.

—Os lo había dicho —exclamó éste.

—Bien; dad orden de quepongan preso a Brazo-de-aceroinmediatamente.

—¿Qué pensáis hacer? —exclamó Julia espantada.

—Ya lo veréis —contestóMorgan, dominado por la cólera dehaber sido engañado, y por lahumillación de tener que confesar aBrodeli su triunfo.

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—¡Señor!, ¡señor!, ¿qué vais ahacer con Antonio? —dijo Juliatemblando, por la severidad quemanifestaba el almirante.

—Señora, a castigarejemplarmente con la muerte al quese ha atrevido a engañar a sus jefes.

—¡Con la muerte!, ¡con lamuerte!, ¡Dios mío!, ¿pero qué hahecho Antonio? ¿Qué crimen hacometido, señor? No le matéis; oslo pido de rodillas ¿qué os hahecho?

—Ha impedido que se tome

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una presa —dijo Brodeli— que erabuena presa, y él es la causa de lafuga de un hombre que va sin duda adifundir la alarma en PuertoPríncipe.

—¿Pero cómo ha hecho eso,señor? —decía Julia de rodillas.

—Engañándonos; contandoque erais su mujer, cuando vuestramisma madre dice que es falso —dijo Morgan.

—¡Madre mía!, ¡madre mía!,¡mirad lo que habéis hecho!

—Sólo he dicho la verdad —

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contestó la señora Magdalena.—¿Lo oís, lo oís? —dijo

Morgan—. No hay duda, esehombre nos ha engañado, burlado, ymorirá.

—Pues bien, no morirá —exclamó Julia, levantándose conenergía.

—¿No morirá? —dijoMorgan.

—No morirá, o vos cometeréisuna injusticia, porque cuantoAntonio ha dicho es la verdad: ¡soysu mujer!

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—¡Julia! —exclamó la señoraMagdalena— ¡Julia!, ¿qué dices?

—La verdad, la verdad; soy sumujer.

—Bien ¿pero qué pruebasdaréis? Porque no podemos creervuestras palabras, cuando vuestramadre misma dice lo contrario.

—Tengo una gran prueba.—Dadla.—Un testigo que podrá

declarar, y su declaración mesalvará.

—¿Y quién es ese testigo?

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nombradle —dijo Morgan.—Vos —contestó Julia.—¿Yo? —exclamó Morgan

admirado.—Sí; vos, Juan Morgan el

almirante.Brodeli, la señora Magdalena

y los oficiales que presenciaronesta escena, mirabanalternativamente a los dosinterlocutores.

—¡Yo! —repitió Morgan.—Sí; oídme. Yo soy la mujer

de Antonio Brazo-de-acero, sin

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conocimiento y contra la voluntadde mi madre…

—¡Infeliz! —exclamó laseñora Magdalena.

—Dejadla que continúe —dijoMorgan.

—Cuando mi madre dormía,salía yo a ver a Antonio. Estábamosen la isla Española, Antonio eracazador: una noche regresaba yo dehaberle visto; la cita había sido enlas Palmas Hermanas. Al atravesarun bosquecillo, un hombre seapoderó de mí y me arrastró

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consigo; estaba yo perdida, porqueaquel hombre era muy fuerte; grité yllamé a Dios, y Dios me envió unsalvador, y el hombre que se habíaapoderado de mí, huyó; mi salvadorme acompañó hasta mi casa, y allíle pregunté: —¿Cómo os llamáis?—Juan Morgan —me contestó—pero silencio. —Y silencio guardéhasta hoy, por obedecer a miprotector, y ni a Antonio mismo hedicho nunca nada, porque yo séhasta dónde obliga la gratitud.¿Recordáis, señor, esta historia?

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Morgan había seguido coninterés la relación de la joven, ycuando ésta terminó, el pirata selevantó de su asiento y exclamó,tomando una mano de Julia:

—¡Es verdad!, ¡es verdad!Habéis guardado mi secreto, aunquepoco importaba; me habéisobedecido por gratitud; decís laverdad, que quien tal hace no puedementir. ¡Señora, a pesar de lo quevos decís, esta joven es la mujer deAntonio! Volved a su lado, y todosos respetarán.

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Los oficiales miraban congusto aquel desenlace, y sóloBrodeli estaba sombrío.

—¿Qué has hecho,desgraciada? —dijo la señoraMagdalena cuando salieron de allí—. Deshonrarte…

—¡Salvarle, madre mía, asícomo él nos salva! ¡Salvar a miesposo, que creo mi deber!

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XV

PUERTO PRÍNCIPE

(continúa)

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PEDRO Juan, llegó felizmente a laplaya, y en pie ya en tierra, exploróel horizonte para ver si en supersecución venía alguna lancha delos piratas; convencido de que nohabía peligro, quiso descansar unmomento para ponerse en marcha.

Aquel terreno era desconocidopara él, y no sabía qué caminopodría conducirle a la villa; perofirme en su resolución y con la ideade hacer un gran servicio al rey, selevantó y tomó sin vacilar el primersendero que se le presentó a la

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vista. La fortuna lo favoreció, ydespués de cuatro horas de caminose encontró en la villa.

Su aspecto, sus palabras, elriesgo próximo que iba anunciando,hizo que los habitantes de PuertoPríncipe lo vieran conextraordinaria atención, y pocodespués estaba ya en presencia delgobernador, refiriéndole cuantosabía acerca de la expedición ydesembarco de los piratas y delgran riesgo que corría la villa.

La más espantosa alarma

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produjeron las relaciones de PedroJuan; unos se apresuraban aesconder sus riquezas, y llevarlas alos montes inmediatos; otros sepreparaban a resistir, y otros quecreían que nada tenían que perder,resolvíanse a esperar contranquilidad la llegada de Morgan yde los suyos.

El gobernador despachó portodas partes correos pidiendoauxilio, y comenzó con increíbleactividad a levantar las milicias yhacer sus preparativos de defensa.

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Todos los caminos queconducían de la mar a la villafueron obstruidos completamentecon troncos de árboles y peñascos,y ya el gobernador a la cabeza desus tropas esperaba al enemigo,cuando llegó la noticia de que lospiratas efectuaban su desembarco.

Morgan había quedadoconvencido de la lealtad deAntonio, pero Brodeli no estabasatisfecho. La escena que habíapasado entre el almirante y Juliahabía llegado a noticia de Brazo-

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de-acero, que comprendió desdeluego que el vicealmirante teníacontra él un rencor profundo, y quela señora Magdalena estabatambién terriblemente indispuesta:él y Julia se encontraban, pues, enmedio de enemigos.

A pesar de todo, por lasmismas circunstancias la madre deJulia procuraba disimular fingiendouna gran conformidad con todo loacontecido, aparentando no tenermás anhelo que volver a reunirsecon Pedro Juan y encontrarse libre

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para partir a Nueva España.Había llegado el momento del

desembarco; botes y lanchascargadas de piratas sedesprendieron de los buques yllegaron a las playas.

—¿Dejáis en el navío a Brazo-de-acero? —preguntó Brodeli aMorgan.

—Sí —contestó el almirante.—Podía seros muy útil en

tierra; ha sido cazador, y podríamuy bien servir más a vos quemandáis el desembarque y vivís

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entre peligros, que a mí que andomandando la escuadra y en perfectatranquilidad.

Morgan no sabía u olvidaba elrencor que Brodeli guardaba aAntonio, y se dejó engañar por elvicealmirante.

—Tenéis razón —dijo— me lollevaré.

Y dio orden para que Brazo-de-acero se encargara del mando deuno de los pelotones dedesembarco.

Antonio, aunque ignorando

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todo esto, tuvo, sin embargo, untriste presentimiento al separarse deJulia, pero no comprendió laextensión del mal.

Brodeli quedaba al mando dela escuadra, Antonio iba a tierra;Julia quedaba enteramente a merceddel vicealmirante.

Ricardo, el antiguo cazador,era de los que quedaban en lacustodia de las naves, yprecisamente en el navío almirante;en él vio Antonio una esperanza.

—Ricardo —le dijo Antonio

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— voy a mandar uno de lospelotones de desembarco.

—Dichoso tú —contestó elinglés— vas a cambiar de vida, aentrar en combate, a teneremociones, mientras que yo seguiréaquí consumiéndome de fastidio yesperando noticias de tierra.

—Pero óyeme, Ricardo; dejoen la armada mi vida, la mitad demi alma; Julia se queda aquí…

—Comprendo tu sentimiento;pero confío en que a ti no tesucederá nada, y que tendrás la

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seguridad de que tu Julia no correaquí ningún peligro.

—Por el contrario, amigo mío,esa seguridad es la que no llevo;Julia corre aquí un peligro inmenso.

—¡Peligro!, ¿y por qué?—Óyeme: el vicealmirante

tiene respecto de ella perversasintenciones, lo he comprendido, y alverla sola, sin defensa, quizá quieraaprovecharse de la situación.

—¡Oh, eso no! ¿Por ventura noestamos aquí tus amigos? ¿Somostan débiles?…

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—Ricardo, ésa es mi únicaesperanza, mis amigos, y sobretodos tú, tú.

—Sí, yo que cuidaré de ellacomo de mi hermana.

—Sí, Ricardo ¿me prometescuidar de mi Julia?…

—Antonio, parte tranquilo,nada hay en el mundo que no sea yocapaz de hacer por esa niña; hastadar muerte a Brodeli si fuerenecesario: los ingleses que vienencon nosotros me apoyarán. Vetranquilo y nada temas por tu Julia;

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yo quedo aquí.—Gracias, gracias, me

vuelves la dicha —exclamó conefusión Brazo-de-acero estrechandola mano de su amigo— adiós,Ricardo; algún día te pagaré esteservicio. Adiós.

Y los dos amigos se separaron.Antonio desde su bote contemplabaa Ricardo, a Brodeli, a Julia y a laseñora Magdalena, que lo mirabanalejarse: tres distintos pensamientosagitaban aquellos cuatro cerebros.

—Te llevas mi alma —

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pensaba Julia.—He triunfado —decía

Brodeli.—Cumpliré lo que he ofrecido

—decía Ricardo.—Ojalá y encuentres la muerte

—pensaba la señora Magdalena.Y entretanto Antonio meditaba

y confiaba en Dios.Juan Morgan desembarcó el

primero, y poco después toda sutropa, que era en número bastantereducido.

Comenzaron a explorar los

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caminos, y resultó que todos ellosestaban obstruidos; los españoleshabían creído impedir así que lospiratas siguiesen adelante. Peroaquellos hombres no se deteníandelante de ningún obstáculo; lasdificultades no hacían sinoenardecer más sus ánimos yafirmarlos más en sus resoluciones.

Morgan organizó su gente enuna columna, y sin buscar camino ysin seguir más que el rumbo, seinternó en los bosques espesísimosque se interponían entre él y la

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villa.Terriblemente penosa era

aquella travesía: la maleza y losarbustos formaban una muralla, laslianas tejían inmensas y apretadasredes por todas partes, que eranecesario corlar a cada paso; losárboles estaban algunas veces tancerca unos de los otros, que apenasse podía cruzar entre ellos.Cascadas, torrentes, peñascos,todos eran obstáculos, dificultadesy peligros en aquella marcha; todoretardaba, todo amenazaba, y,

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además a cada momento seesperaba una emboscada o unsorpresa por parte de los enemigosde la villa.

Pero los piratas no hubierancejado aunque hubiera estado depor medio el infierno, y Morgan erade un carácter de hierro y conocíala gente que llevaba.

Los cazadores de la Española,acostumbrados a la vida salvaje delas montañas, hacían allí elprincipal papel; ellos eran, pordecirlo así, la descubierta y los

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zapadores de la columna, porqueellos exploraban el terreno yprocuraban con sus hachas deabordaje y sus anchos cuchillos demonte expeditar en lo posible elcamino.

Antonio mandaba estadescubierta, y en medio de todasaquellas penalidades, la imagen deJulia no se apartaba un solo instantede su pensamiento; algunas veces sela figuraba tranquila y pensando enél, y entonces trabajaba con furiosoardor; otras la veía luchando en los

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brazos de Brodeli, y el hacha caíade sus manos, y sacudía la cabezatemiendo volverse loco con estepensamiento.

Los celos y el amor luchabanen el corazón de Brazo-de-acero, ycada hora que pasaba era para él unsiglo.

La columna de los piratascaminó dos días entre los bosques,y al tercero, cuando el sol estaba enmitad del cielo, los exploradoresdieron un grito de alegría.

Habían llegado al límite del

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bosque; delante de ellos se extendíauna inmensa llanura, una gransabana, y a lo lejos se percibían yaalgunas habitaciones. La situaciónde la columna de los piratas habíacambiado, y se sentían cerca delobjeto de todos sus esfuerzos.

Comenzó la columna a salir ala sabana, y casi al mismo tiempose avistó a lo lejos una gallardatropa de caballería que venía sobreellos. Era el gobernador de la villaa la cabeza de un escuadrón, quecreía atemorizar a los piratas,

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ponerlos en fuga y destruirloscompletamente; pero no conocía laíndole ni el valor de aquelloshombres.

Morgan mandó desplegar susestandartes, formó su gente ensemicírculo, y al son del tambor yponiéndose al frente, comenzó aavanzar sobre el regimientoespañol, que por su parte seacercaba con bizarría.

Quizá en los tiemposmodernos, con los adelantos de latáctica, con el principio científico

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de que la caballería en los ejércitoses un inmenso proyectil, aquellaformación semicircular que habíadado Morgan a su tropa, no hubierapodido resistir la primera carga, node un escuadrón, pero ni de unacompañía.

Entonces se pensaba de otromodo, y las batallas, más que loscañones, las dan los cerebros.

Morgan y el gobernador dePuerto Príncipe avanzaban, yllegaron por fin a ponerse a tiro; seescuchó primero la detonación de

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una arma de fuego, luego otra yotra, hasta que el combate se hizogeneral.

Españoles y piratas peleabancon encarnizamiento; el combatehabía durado ya tres horas, y lasuerte estaba aún indecisa paraconceder la victoria.

El gobernador españolrecorría su línea, animaba a sussoldados, cargaba personalmentecuando los piratas cerrabandemasiado, y era, en fin, el alma yel valor de los suyos. Morgan, por

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su parte, hacía lo mismo; pero uno yotro ganaban y perdían terrenoalternativamente.

Antonio luchaba como un leóna la vista de los tercios españoles;había sentido encenderse su sangre,olvidó a Julia, y no pensaba másque en combatir; hacía prodigios devalor, y el almirante lo contemplabacon entusiasmo.

—Bien, Antonio, bien —dijouna de las veces que pasó a su lado— es preciso cargar, porque estosespañoles se baten como valientes.

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Si tuviéramos siquiera veintejinetes de mi tierra —contestóBrazo-de-acero— sería ésa yacuestión terminada.

Morgan no replicó, sonrió almexicano, y siguió reconociendo lalínea.

Brazo-de-acero, seguido dealgunos cazadores, se avanzódemasiado sobre los enemigos. Elgobernador de la villa lo notó, y ala cabeza de algunos jinetes searrojó sobre ellos; aquella carga nopodía evitarse, ni los cazadores

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podían huir; era preciso resistirla apie firme, sin más esperanza querechazarla o morir.

Antonio cargó su mosquete yesperó; sus compañeros le imitaron.

Entre una nube de polvo,haciendo un ruido semejante al deun huracán, se acercaban a escapelos jinetes españoles, y elgobernador por delanteanimándolos con sus gritos y suejemplo.

Antonio y los que leacompañaban apuntaron al grupo

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aquel; brilló un gran fogonazo,resonó la descarga, silbaron lasbalas, y el humo y el polvoocultaron por algún tiempo eldesenlace; pero la caballería siguióla carga, porque el polvo quelevantaba avanzó un poco.

Al disiparse aquella nube secomprendió lo que había pasado;Antonio había derribado muerto algobernador; muchos de los queacompañaban a éste habían caído;pero los caballos ya sin jinete,siguieron su carrera e hicieron

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rodar entre el polvo a Brazo-de-acero y a algunos de los piratas.

Los españoles que noperecieron se reconcentraron algrueso de su fuerza, llevando latriste noticia de la muerte delgobernador.

Sin embargo, los españoles nodesmayaron y continuó el combatecon el mismo encarnizamiento.

Brazo-de-acero se levantó, ycerca de allí vio al caballo delgobernador que cruzaba espantadoentre los piratas; salió a su

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encuentro, logró tomarlo de labrida, y montó sobre él con tantaligereza y gallardía, que arrancóentre los suyos un grito deentusiasmo.

Desde aquel momento,Antonio se creyó completamentefuerte y capaz de combatir; variospiratas que lograron tomar caballosde los que vagaban sin jinete, leimitaron, y muy pronto se encontróBrazo-de-acero a la cabeza de unapequeña tropa de caballería.

Era lo que había deseado, y el

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problema se iba a resolver en favorde Morgan.

Antonio comenzó aescaramucear con sus jinetes, lospiratas de infantería cerraron sobresus enemigos, y bien pronto seintrodujo el desorden entre los de lavilla. Morgan comprendió lo quepasaba, y caminó sobre ellos a pasoveloz, entre los gritos de triunfo delos suyos.

Los españoles emprendieronsu retirada, buscando el asilo delbosque; pero el bosque estaba

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lejos, y los piratas tenían sucaballería para perseguirlos, que seaumentaba a cada momento con loscaballos de los que caían muertos oheridos.

Cuatro horas había durado labatalla, después seguía la matanza;pocos alcanzaron a llegar a losbosques, y casi todos quedaronmuertos en el campo.

Morgan organizó su gente sinperder un instante; sus pérdidas,comparadas con las de losespañoles, habían sido muy

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pequeñas, y dio orden paradirigirse inmediatamente sobre lavilla.

La columna, compuesta ya decaballería, que iba al mando deBrazo-de-acero, y de infantería, sepuso en marcha, y pocas horasdespués llegaba a Puerto Príncipe.

Allí esperaba a los piratas unnuevo combate, aunque no tanreñido como el anterior, porqueantes de salir de allí el infortunadogobernador dejó la plazaguarnecida, y a pesar del mal éxito

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de la batalla, los defensores dellugar no quisieron rendirse sinhacer antes un último esfuerzo parasalvarse de los piratas.

Rindióse la guarnición, yalgunos vecinos intentarondefenderse dentro de sus casas,pero bien pronto tuvieron quesucumbir.

Hasta aquel momento, Antoniono había conocido verdaderamentela clase de hombres con quienes sehabía reunido. Creía que todo loque se decía de los piratas era una

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calumnia levantada por losespañoles; pero nada de lo quehabía oído contar pudo igualarse alo que entonces vio.

Apenas se vieron dueños de lavilla, comenzaron los piratas poraprisionar a los habitantes:hombres, mujeres, niños, ancianos,esclavos, todos, sin excepción,fueron encerrados en las iglesias, yya las casas solas, entregáronse a suplacer al pillaje.

Antonio miraba el saqueo delas habitaciones, y entrar y salir

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hombres cargados con los despojosde aquellos habitantes, y arreglar ydisponerlo todo para el embarque.

Brazo-de-acero sintió laindignación, y buscó al almirantepara saber lo que de él se podíaesperar.

Juan Morgan no tomaba parteen aquellos desórdenes, ydescansaba tranquilamente en lacasa que había sido del gobernador.El almirante, al ver entrar a Brazo-de-acero, comprendió sin duda loque había pasado en el corazón del

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joven cazador; estaba solo, y novaciló en hablarle.

—Podría apostar mi cabeza —dijo el almirante— a que adivino loque trae tan preocupado a mi nuevoamigo.

—Difícilmente, señor, y puedeser que yo mismo no me atreva adecíroslo.

—Haríais mal, y probaríaisque tenéis poco conocimiento delos hombres.

—Tal vez, señor.—Pues oídme: vos, joven,

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honrado, valiente, incapaz de unamala acción y dispuesto a todo lonoble y a todo lo grande, os habéishorrorizado al ver lo que hace lagente en la villa ¿no es verdad?

—Es cierto, señor —contestóAntonio, animado por el aire defranqueza y cordialidad de Morgan.

—Tenéis razón; por eso nosalgo, por eso me encierro…

—Pero si tanto os disgusta¿por qué no impedirlo?

—Joven sois, y os falta muchaexperiencia todavía: ¿creéis que

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sería fácil impedir ese pillaje?¿Creéis que no sería yo la primeravíctima si tratara de contener a lossoldados? Y aun en el caso dealcanzar a reducirlos ¿suponéis queantes de veinticuatro horas noestaríamos vos y yo, si con vida,enteramente solos?

—Entonces ¿para qué dirigísesta expedición, sembrando portodas partes el terror, la desolación,la muerte?

—Escuchadme, Antonio; voy aabriros mi corazón, porque vos sólo

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sois capaz de comprenderme y deayudarme en esta empresa. Tengoaquí, aquí —y Morgan señalaba sufrente— un proyecto, un granproyecto, que todos adivinan, por elque todos anhelan, pero que nadie,sino yo, es capaz de llevar a cabo:la independencia de las IndiasOccidentales.

—¡La independencia!…—Sí; escuchadme sin

interrumpir mi relación. Yo heviajado por todas esas colonias quela Europa posee en tierra firme; yo

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he visto la tiranía y la esclavituddividirse a los habitantes; yo hevislumbrado para esos pueblos unaera de libertad, y tengo laconvicción de que yo puedo hacerque luzca ese día de emancipación.¿Cómo? Mirad: hay en el océanounas islas que son parecidas, quehan brotado en medio de las ondas,ya las conocéis. Cuba, la Española,Jamaica, en fin, todas esas, cuyoshabitantes y cuyas guarnicionestiemblan ahora al escuchar nuestronombre y se estremecen al ver una

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vela en el horizonte; pero bien,estas islas son la llave del mar, sonla muralla entre los dos mundos;formar de todas ellas una solanación, poderosa por sus riquezas ytemible por su marina, cortar lacomunicación entre Europa y suscolonias, destruir las armadas delos opresores, animar con esto a losoprimidos, y ayudarles yaconsejarles la insurrección que susdominadores no podrán sofocar ¿noes esto dar la libertad a mediomundo? ¿No es esto desencadenar

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cien naciones? Y para esto, espreciso comenzar de alguna manera,hoy como piratas, valiéndonos de lagente perdida, de los hombres queno van más que tras de la codicia.Es preciso hacernos grandes yrespetables por el terror, ya quesomos pequeños por nuestroselementos; pero mañana, mañana,yo os lo aseguro, estos navíospiratas serán ya escuadras armadas,tan moralizadas como las delmismo rey de España, y lasciudades y aldeas no temblarán de

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nosotros como de sus verdugos,sino que nos llamarán como a sussalvadores, y el viento agitarásobre nuestras embarcaciones unabandera nuestra, una banderahermosa de una nación nueva, perolibre, grande, poderosa; y los reyestratarán de igual a igual connosotros, y humillaremos susoberbia, y habrá un pueblo quetendrá, como Roma, un puñado debandidos y de piratas porascendientes, pero que conquistaronmedio mundo; y hará caer de

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rodillas a los que antes eran lostiranos de la humanidad. ¿Mecomprendéis, Antonio, mecomprendéis?

—¡Sí, sí os comprendo, señor,y os seguiré!

—Dejad a esos miserables quehagan su botín; ellos no piensansino en el día de hoy: reptiles quese arrastran sobre el cieno y que notienen para el firmamento ni unamirada; pero yo, de esa chusma, deesos hombres sin corazón y sininteligencia, de esa plaga de la

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sociedad, haré salir una nación, ylos que hoy me apellidan piratainfame, mañana me bendeciránlibertador, y más tarde me alzaránmonumentos y me erigirán estatuas.Si Dios, que ve y juzga misintenciones, me presta su amparo,antes de un año el mundo sabrá loque valgo y lo que soy capaz dehacer…

Brazo-de-acero escuchaba aMorgan con admiración; iba acontestarle cuando se escuchó en lacalle un gran rumor: el almirante y

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el cazador salieron a la ventana ydescubrieron a todos los inglesesque venían en la expedición, quedando gritos de furor conducían uncadáver.

Aquella comitiva, gritandojusticia unos y venganza otros, llegócon el cadáver basta la casa delalmirante.

El cadáver tenía el rostrocubierto con un paño; Morgan loapartó, y Antonio lanzó unaexclamación de espanto. Era elcadáver de Ricardo, del amigo de

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Brazo-de-acero, del que habíaquedado encargado por él deproteger a Julia.

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XVI

RICARDO Y BRODELI

JULIA se encerró en la cámara y noquiso volver sobre cubierta paranada; se sentía sola, enteramentesola, porque la señora Magdalena

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apenas le dirigía la palabra, yaprovechaba toda oportunidad paraalejarse de ella.

En el concepto de la señoraMagdalena, Julia había deshonradoa la familia declarándose esposa deBrazo-de-acero, que cuando másera un cazador de toros en laEspañola, y cuando menos unpirata.

Ricardo y Brodeli espiaban ala joven, aunque con diversasintenciones; Ricardo paraprotegerla, Brodeli para hacerla

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suya; pero la ventaja estaba departe de aquél, porque conocía a suenemigo, mientras éste ignoraba quehubiera en el navío otra personaque se interesara por Julia, fuera dela señora Magdalena.

Ante todo el inglés creyó queera necesario que la joven supieraque Antonio le había dejado unprotector, y ponerse de acuerdo conella. Aprovechando, pues, unmomento en que la señoraMagdalena había dejado sola a suhija, se acercó a hablarle.

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—Julia —dijo Ricardoacercándose.

La joven quizá no recordabahaberle visto, porque levantó elrostro con extrañeza.

—¿Qué queréis? —dijo.—Necesito hablaros un

momento.—Y bien, decid.—Seré breve, porque nos

observan: Antonio me ha encargadode custodiaros, de ayudaros ¿qué seos ofrece?

—Gracias; por ahora, nada

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absolutamente.—En todo caso, sabed que

tenéis aquí un amigo; tal vezAntonio os habrá hablado de mí;soy Ricardo.

—En efecto —contestó Juliacon más amabilidad y tendiéndoleuna mano— sé que sois suverdadero amigo.

—Contad, pues, con esaamistad, y adiós, porque me pareceque he visto a Brodeli que nosobserva: no os olvidéis, aquí estoy.

Y Ricardo estrechó la mano de

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Julia y se retiró.En efecto, a poco encontró al

vicealmirante, que le dijo con airede suma severidad:

—¿Podéis decirme el negocioque os llevaba cerca de esa joven?

—Una visita de simpleamistad.

—Está bien; pero espero queeso no se repetirá…

—¿No se repetirá? ¿Y porqué? ¿Falto en algo a nuestracontrata con eso?…

—No precisamente a la

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contrata, pero sí a las costumbresestablecidas entre nosotros, y a laprudencia…

—¿Cómo?—El marido de esa joven está

en expedición con el almirante, y nole parecería muy bien el saber queandáis en amistades con una mujerque es suya; esto podría traernosgrandes disgustos entre losnuestros…

—Pero si yo…—Además, entre nosotros se

respetan como sagradas las

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propiedades, y esa joven haquedado bajo la garantía de losjefes de su marido, que debencuidar del honor de sus soldadoscomo del suyo propio…

—Pero…—Dejadme concluir: si esto se

tolerase, ninguno saldría a campañacon tranquilidad dejando a sufamilia, porque temería que durantesu ausencia se burlaran de él…

—Es que yo no he tenido lamenor intención…

—No estoy yo aquí para juzgar

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de intenciones, sino de hechos; y osadvierto, bajo las penas másseveras, que no volváis a andarosen amistades con esa joven ¿loentendéis?

Ricardo comprendió cuántamaldad encerraban estasreconvenciones, y se mordió loslabios hasta hacerse sangre.

Brodeli tendía astutamente unlazo para separarle de Julia, paradejarla sin amparo, y esto con elhipócrita pretexto de cuidar elhonor de los soldados que andaban

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en campaña. Ricardo determinócallar y observar.

El vicealmirante rondaba todoel día alrededor de Julia; esperabauna oportunidad y ansiaba un mediopara apoderarse de ella.

La víspera misma del día enque los piratas tomaron la villa,Ricardo, que estaba siempre enacecho de Brodeli, oyó que éstehablaba con uno de los jefes; era elcapitán de un navío, propiedad delmismo Brodeli, y que se llamaba el«Cisne».

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Ricardo se ocultó de modo queno pudieran verle y que él pudieraoír cuanto hablaban.

—Tened todo dispueso —decía Brodeli— y aparejado paradarnos a la vela mañana mismo: noes posible seguir así al lado deMorgan, perdiendo tiempo cuandopodemos hacer por nosotros tanbuenos negocios, teniendonecesidad de partir nuestrasganancias con estos ingleses queDios confunda.

—Tenéis razón —contestaba

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el otro— cinco de los buques queforman esta armada son franceses, ynos seguirán; además, creo que ésteen que estamos es una presa hechapor nosotros y nos corresponde.

—Así debía ser; pero espreciso tener algunacondescendencia, y quiero que nosseparemos de Morgan y de losingleses, de amigos y sindesaveniencia alguna; ya listo todopara darnos a la vela, salto a tierra,le aviso de mi resolución y nosvamos.

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—Perfectamente.—Antes tengo que deciros:

mañana al amanecer llevaré alládos mujeres, bellas las dos; la másjoven es mía, cuidádmela yrespetadla; en cuanto a la otra,tomadla si os place o dadla en minombre a quien mejor os parezca.

—¿A qué hora las espero?—Antes de que amanezca

enviad por ellas a vuestro bote; yodaré aquí cuatro marineros deconfianza, porque quizá se resistan.

—Lo haré; mañana antes de

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amanecer.Esta conversación la habían

tenido en francés Brodeli y el otro;pero Ricardo comprendíaperfectamente ese idioma, y noperdió una sola palabra.

El plan de Brodeli estabaclaro, llevarse a Julia y separarsede Morgan con todos los navíosfranceses. Ricardo se puso ameditar un medio de salvar a Julia yde impedir la traición delvicealmirante.

La guardia que custodiaba los

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prisioneros españoles era deingleses. Ricardo habló con ellos;no tenían orden para impedir quelos prisioneros anduvieran a suvoluntad por todo el navío, y sólosu consigna era de vigilarlos paraque no tramasen una sublevación.Esto era cuanto Ricardo necesitabasaber.

Comenzó a estudiar el rostrode aquellos españoles, a ver cuálprestaba más confianza, y se fijóprecisamente en el viejo capitándon Simeón Torrentes.

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—Oídme, amigo —dijoacercándosele.

El capitán dio casi un bufido yvolvió el rostro a otro lado.

—Oídme —continuó Ricardo— ¿queréis huir?

—¡Hum! —dijo don Simeón—¿qué decís?

—Que si queréis huir de aquí;es decir, que si queréis vuestralibertad.

—¿Habláis de veras?—De veras.—Entonces ¡con mil rayos!,

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¿cómo preguntáis a un prisionero siquiere su libertad?

—Supongo que querréis; perolo que deseo saber es si tendréisvalor para arrostrar el peligro queos ha de hacer libre.

—Sí que le tendré. ¿Pero a míquién me asegura que vos obráisconmigo de buena fe, y que no esuna celada para asesinarme?

—¿Y qué interés podría yotener en vuestra muerte?

—No lo sé; pero vale másestar siempre prevenido.

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—Tened confianza en mí, queno tengo pruebas que daros de mibuena fe: si queréis, creedme; si no,al otro lado; nada le hace.

Don Simeón reflexionó unmomento, y luego exclamó:

—¡Con cien legiones dedemonios! decid, os creo; me fío devos: si me engañáis, Dios que os lodemande. ¿Qué hay que hacer?

—En primer lugar, escogedentre vuestros compañeros, otrostres, valientes y buenos bogas.

—¿Y luego?

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—Esta noche os daré cuatrotrajes semejantes a los nuestros,para que no os conozcan; esperáis aque os llame, tomáis por fuerza ados mujeres que vienen en estenavío, y las metéis a un bote quedebe venir por ellas; dejáis que sealeje un tanto el bote, entonces osarrojáis sobre los piratas francesesque van en él, los matáis, los echáisal mar, y libres y con el bote avuestra disposición, bogáis hasta laplaya, y Dios os ayude.

—Y en caso de que todo salga

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bien ¿qué hacemos de esas dosmujeres?

—Ésa es precisamente lacondición que os pongo: salvadlasde los piratas franceses, y ponedlasen tierra en lugar seguro.

—¿Y si no nos llamáis?—Entonces paciencia; señal

será de que se perdió el golpe.—Buscaré a mis compañeros.Ricardo se separó de don

Simeón, pensando cómo haría parasustituir a los cuatro españoles enel lugar de los cuatro marineros que

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debían trasbordar a Julia y a laseñora Magdalena.

Pasó la mayor parte de lanoche meditando, llevó los vestidosa don Simeón y a sus compañeros, yla idea que necesitaba no venía;pero una casualidad le sacó deaquella ansiedad.

La noche pasó, y se anunciabala mañana, cuando Brodeli sepresentó delante del inglés.

—Para que veas —le dijo—que creo en tu enmienda, te voy aconfiar una comisión.

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Ricardo tembló, creyendo quese trataba de separarle del navío, yenviarle a tierra.

—Busca cuatro marineros detoda confianza para que conduzcanal «Cisne» a esas dos señoras queestán siendo aquí objeto de cuestióny fuego de discordia.

Ricardo apenas daba fe a loque oía; ni en sueños le habíaocurrido que Brodeli le había deelegir para semejante comisión; yfingiendo indiferencia preguntó:

—¿Para cuándo han de estar

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listos esos hombres?—Ahora mismo; ve en su

busca.Ricardo, como para mostrar

subordinación, se levantóviolentamente y llegó donde estabanlos prisioneros.

—Arriba —dijo a donSimeón.

—¿Ya es hora? —preguntó elviejo.

—Sí ¿dónde están loscompañeros?

—Aquí.

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Levantáronse los cuatro ysiguieron a Ricardo.

—Los llevo de orden delvicealmirante a presentárselos —dijo el inglés a un oficial que loscustodiaba.

Cuando Ricardo llegó dondele esperaba Brodeli, el bote del«Cisne» estaba ya esperando.

—Aquí están —dijo el inglés,presentando en la obscuridad a sushombres.

—Baja con ellos —contestó elalmirante— y apodérate de las dos

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mujeres, y de grado o por fuerza lastraes aquí.

Ricardo, seguido por losespañoles, obedeció:

Julia y la señora Magdalenadormían vestidas, y despertaronespantadas con aquellos hombres.

—Seguidme, señoras —dijoRicardo.

—¿Pero a dónde?—Ya lo sabréis; seguidme.—¡Ricardo! —exclamó Julia

— ¿a dónde nos llevan?—No lo sé, señora; es orden

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del vicealmirante. —Y luegoacercándose a ella, le dijo muy bajo—: Id sin desconfianza, os lo ruego.

—¡Vamos, madre mía! —exclamó Julia.

—¡Vamos! —dijo la señoraMagdalena.

Ricardo se presentó, seguidode las señoras y de sus marineros.

—Aquí están —dijo a Brodeli.—¿Se han resistido?—Tanto, que creo que es

preciso irlas cuidando mucho,porque capaces son de arrojarse al

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mar, de desesperación.Julia miró espantada a

Ricardo; aquélla era una horriblementira.

—Bien; bajadlas: dos hombrespara cada mujer.

Dos marineros se apoderaronde la señora Magdalena, y dos deJulia.

Así las bajaron al bote, en elque no había sino dos remeros y unhombre que llevaba el timón.

—Ricardo bajó hasta dejarlasen el bote, y dijo al oído a don

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Simeón:—Todo está como os lo

prometí. ¡Valor!—Descuidad; todo saldrá

bien.El inglés volvió a subir, y el

bote se desprendió: a pesar de quela operación se había comenzado denoche, empezaba ya a brillar lamañana.

Ricardo estaba desesperado,porque ya desde el navío se podíadistinguir algo de lo que pasaba enel mar, y el vicealmirante no

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despegaba su vista del bote que sealejaba.

De repente Brodeli exclamó:—¿Qué es eso?, ¿qué pasa

allá? Parece que se baten en esebote.

En efecto, don Simeón y suscompañeros, armados de grandescuchillos, se habían lanzado sobrelos marineros del bote.

Los piratas resistieron unmomento; pero desprevenidos comoestaban, pronto sucumbieron, y unoen pos de otro, sus cadáveres

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fueron arrojados al mar.El combate duró un momento;

los españoles se apoderaron de losremos, y con toda la energía de ladesesperación comenzaron a bogar.

—¡Se sublevan y se roban elbote! —exclamó Brodeli, ciego defuror—. A botar al mar las lanchas¡fuego sobre ese bote que huye!,¡fuego!

Pero ni los botes estabandispuestos, ni la artillería lista, nilos fugitivos lejos de la playa; demanera que cuando quisieron

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perseguirlos, habían saltado a tierray perdídose en los bosques,dejando el bote salvador flotandoentre la marejada de la costa.

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XVII

LA SALVACIÓN

EL VICEALMIRANTE no conocióentonces límites en su furor, y pasópor su cerebro la idea, como unrelámpago, de que todo aquello era

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obra de Ricardo.Inmediatamente le hizo venir a

su presencia.—¡Qué marineros habéis

sacado para conducir a esasmujeres! —le preguntó ronco deira.

—Cuatro que me habéispedido.

—¿Quiénes eran ellos?—Ignoro sus nombres —

contestó desdeñosamente Ricardo.—¡Atad a ese infame! —gritó

Brodeli a los marineros que

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escuchaban.—¡Infeliz del que se atreva a

tocarme! —gritó Ricardo sacandosu cuchillo.

Los marineros, que en sumayor parte eran ingleses, y quedetestaban al vicealmirante,fingieron terror y no se movieron.

—¿No lo oís? —exclamóBrodeli—. Atadle, cobardes.

Nadie se movió.—¿Conque es decir que nadie

me obedece? ¿Es decir que osrebeláis por miedo? Bien,

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cobardes; lo que no os atrevéis ahacer todos juntos, lo haré yosolo…

Y diciendo esto, dio un pasopara acercarse al inglés.

—¡Brodeli! —gritó Ricardo—te lo advierto; si te pones al alcancede mi mano, eres hombre muerto.

—¿Seréis capaz?—Sí, lo seré contigo.—¡Soy el vicealmirante!—¡Eres un monstruo que

abusas de tu posición, que hasquerido seducir y robar la mujer de

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uno de nuestros hermanos ausente yque en estos momentos combate pornosotros, y yo no te lo hepermitido…!

—¿Es decir que confiesas quetú has sido el que protegió la fugade esas mujeres?

—Sí, yo fui…—Entonces, más terrible será

tu castigo.Y fingiendo retroceder,

Brodeli sacó una pistola, y antes deque Ricardo hubiera tenido tiempopara huir el cuerpo, disparó,

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atravesando con la bala el corazóndel joven inglés.

Ricardo lanzó un gemido,abrió los brazos dejando caer elcuchillo que tenía en la mano, y sucadáver rodó a los pies delvicealmirante.

Un grito de indignación partióde la boca de aquellos marinerosingleses que presenciaban laescena, y todos se arrojaron sobreel vicealmirante, gritando:

—¡Venganza!, ¡venganza!Brodeli desprendió de su cinto

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otra pistola y se puso en guardia;pero los ingleses estaban furiosos yseguían avanzando sobre él.

La gente que acompañaba aMorgan era, puede decirse, unareunión de hombres querepresentaba todos los países, todaslas naciones. Había entre ellositalianos, españoles, negros,americanos y hasta chinos; pero lamayor parte eran franceses eingleses.

Los ingleses reclutados por elalmirante, y los regularmente

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adictos a su persona, estabansiempre en rivalidad con losfranceses, que seguían a Brodeli, yvarias ocasiones había sidonecesario todo el gran prestigio deMorgan para contener losdesórdenes que de esa rivalidadhabían nacido.

Naturalmente, cuando elalmirante eligió para sí el «SantaMaría de la Victoria», lo tripulócon ingleses, y el vicealmirante seencontró allí rodeado de hombresque no le querían, y por eso, en los

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momentos del conflicto, no encontróni un solo defensor.

Brodeli comprendióperfectamente la situación en que seencontraba, y que sólo con un rasgode audacia podía salvar.

Retrocediendo, y amagandocon la pistola a los que leamenazaban, llegó hasta el puntoque creyó conveniente para su plan.Entonces descargó la pistola contrael que tenía más inmediato; losdemás retrocedieron por unmomento, y antes de que se disipara

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el humo de la descarga, y antes quelos ingleses le acometieran denuevo, se arrojó al mar, y procuró,a fuerza de brazo, ganar el costadode uno de los navíos que estabantripulados por franceses.

Llegó, en efecto, a uno deellos, bajaron la escala, y elvicealmirante subió, lanzandodesde allí un grito de desafío a losingleses.

A bordo del «Santa María»había vuelto a restablecerse lacalma; se levantó el cadáver de

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Ricardo y fue colocado en un bote,y acompañado por algunos de susamigos, que determinaron llevarlo atierra y conducirlo a presencia deMorgan, para pedir justicia ovenganza.

Ésta fue la razón por lo quellegaron hasta la villa y la casa enque se alojaba el almirante.

Morgan escuchó con serenidadla relación de aquel accidente yprometió hacer justicia, agregandoa los ingleses que toda la fuerzadebía embarcarse en aquella misma

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tarde.Brazo-de-acero quedó

consternado; había muerto Ricardopor servirle, por ser fiel a supromesa, por salvar a Julia; ¿pero adónde estaría Julia?, ¿qué habríasido de ella?

Perdida en los bosques, y encompañía de hombres que pocodebían conocer el terreno, corríapeligro de caer en manos de lospiratas otra vez, o de morir dehambre en las selvas.

Antonio pensó en salir a

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buscarla, y casi se lo dijo alalmirante, con quien comenzaba yaa tener confianza.

—Imposible es eso que vospretendéis —contestó Morgan.

—¿Por qué?—Porque vos no conocéis

estos terrenos, y porque dentro depocas horas debemos damos a lavela: unos de los nuestros que hansalido de la ciudad esta mañana, hahecho prisionero a un negro quetraía cartas para nuestrosprisioneros; en ellas les dicen que

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nada paguen por su rescate, quemañana mismo estará aquí unpoderoso auxilio, tal vez toda laarmada española, que nos buscapara vengar la presa del «SantaMaría» y rescatarle; no podemosperder ni un instante.

—¿Pero yo puedo dejar a Juliaasí, abandonada?

—¿Y qué remedio? ¿Osquedaréis solo? ¿Os expondréis aser ahorcado sin remedio, quizádelante de esa misma mujer quebuscáis?

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—¡Quizá moriré, pero yo nopuedo abandonar a Julia!

—¡Antonio!—Señor, si tenéis confianza en

mí, dejadme, que pronto osalcanzaré. ¿Cómo? Dios meiluminará; pero si no, hacedmeconducir preso a vuestro navío,porque yo voluntariamente nodejaré esta isla hasta saber queJulia está en salvo.

—Haced lo que os parezca,Antonio; pero yo os aconsejo queno permanezcáis aquí por más

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tiempo; mañana llegarán las tropasespañolas.

—Es inútil cuanto más digáis,señor; estoy resuelto a buscar aJulia, a encontrarla, y la buscaré yla encontraré…

—¡Sois libre!…Antonio procuró cambiar de

traje inmediatamente, y sin esperarmás, salió de la villa y tomó elrumbo que le indicaron que habíanseguido en el bosque los fugitivosespañoles y las señoras. Caminómucho tiempo sin encontrar a nadie

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por en medio de los bosquesdesiertos.

Por fin, comenzó a escuchar elruido del océano; estaba cerca deuna playa. Salió del bosque y seencontró en la orilla del mar.

Inmensos peñascos salían deentre las aguas, y se alzaban unasveces negros y erguidos, ydesaparecían otras entre inmensasolas, que levantaban crestas ypenachos de espuma blanquísima yluciente, como si derramaran sobrelos riscos, cascadas de perlas y de

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diamantes.Antonio conoció que estaba en

la playa opuesta a la que teníanocupada los piratas. Quizá allíhabía buscado Julia un refugio.

Había una senda estrecha porla arena; de un lado bosque espeso,de otra mar. Antonio siguióresueltamente aquel sendero.

Algunas veces el océanoretiraba sus olas, que ibanalejándose como un inmenso mantoque se arrastra; otras venía furiosala marejada a morir hasta el pie de

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los árboles. Brazo-de-acero sentíallegar las olas y se detenía; locubrían algunas hasta la cintura, seretiraban, y volvía a ponerse encamino.

El sendero se internaba en laselva, separándose de la playa;Antonio lo siguió, caminó entre elbosque un largo rato, volvió aescuchar los tumbos de la mar, miróadelante y se encontró con quehabía llegado a una gran ensenada.

Allí había gente. A lo lejosnavíos a la ancla, gente pacífica que

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miraba desde la playa, soldados engran número que desembarcaban.Por un movimiento instintivo,Antonio retrocedió y volvió aocultarse en el bosque; si hubierasido conocido, indudablemente lehubieran ahorcado.

Oculto permaneció entre losárboles, procurando observar;habían desembarcado muchastropas, y artillería, y pertrechos deguerra, y luego aquellas tropas seorganizaron y formaron en columna,y tomaron uno de los caminos y se

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pusieron en marcha.Era el auxilio que iba a batir a

los piratas; pero de seguro quecuando llegaran a la villa, yaMorgan y los suyos se habrían dadoa la vela.

La tarde iba expirando, elocéano se envolvía en sombras, elbosque estaba ya en la obscuridad,las olas se distinguían apenas porsus crestas espumosas, los árbolesse dibujaban vagamente en el azulobscuro del firmamento, los tumbosde la mar se hacían más solemnes, y

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de la selva se levantaban milrumores, mil cantos, silbidos deinsectos, cantos de aves, murmullosde ríos, crujidos de troncos y deramas, ruido monótono del vientoentre la fronda.

La noche sobre las aguas y lanoche sobre la tierra en el océano;silencio pavoroso, interrumpidosólo por el chocar de las aguascontra las rocas; en el bosque rumorconfuso, interrumpido de cuando encuando por causas que no alcanza nila ciencia misma.

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Antonio esperó, esperó; lasluces de los navíos se apagaron,pero en ellos velaba la tropa queallí había quedado; en la playaardían algunas lumbradas quefueron poco a poco extinguiéndose.

Reinó el mayor silencio entrelos habitantes de aquellaimprovisada colonia; sólo seescuchaban algunas veces losladridos de los perros quecontestaban al lejano grito dealguna fiera de las selvas.

Antonio se atrevió entonces a

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salir de su emboscada, y a la escasaluz de las estrellas comenzó acaminar.

Siempre recatándose, siempreprocurando marchar entre la malezay no separarse mucho del bosque,llegó hasta un punto en que lepareció oír el rumor de algunaspersonas que hablaban en voz baja;dio un paso más, y descubrió ungrupo de hombres que conversabansentados en el suelo. Todos teníanarmas, y debían ser sin dudaalgunos isleños emigrados de la

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villa, porque cerca de ellos habíaalgunas cajas, y algunas mujeresdormían en el suelo cerca de allí.

Antonio se ocultó y procuróescuchar, y a las primeras palabrasde aquella conversación,comprendió que había llegado altérmino de su viaje.

—Para que veais —decía unode aquellos hombres— cómo Diospremia en esta vida las buenasacciones; os encontráis libre, y sanoy salvo, y os reunís, cuando menoslo esperabais, con vuestra familia.

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—Mucho tengo que agradecera su Divina Majestad —contestóuna voz demasiado conocida paraAntonio.

—¿Y decís llamaros? —preguntó un tercero.

—Don Pedro Juan de Borica yLenguado —contestó el hombre dela voz conocida, que era nadamenos que el desollador, que yacreía tener segura su carta denobleza.

—¿Y pensáis quedaros connosotros?

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—De seguro que no —contestó Pedro Juan— si me esposible, al regreso de esta armadame embarco para la Nueva España.

—Haréis bien, porque ya enesta isla no es posible vivir contales cosas como en ella pasa.Además, estas dos señoras hanpadecido tanto, que necesitanmucho reposo, que aquí de segurono tendrán.

—¡Pobrecitas! —dijo PedroJuan— sólo Dios las pudo habersalvado de esos infames piratas.

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Su conversación giró entoncessobre la vida y costumbres deaquellos hombres, a los que pintabael desollador con los colores másespantosos que pudo encontrar en laescasa paleta de su imaginación.

Antonio estaba ya seguro deque Julia y la señora Magdalenaestaban con seguridad y reunidascon Pedro Juan, a quien él mirabacomo una Providencia paraaquellas dos mujeres.

Podía, pues, retirarsetranquilo; nada tenía que temer por

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su amada, ni nada tampoco podíahacer por ella; así se lo aconsejabala prudencia; pero Brazo-de-aceroestaba enamorado, y losenamorados casi nunca tienen quever con la prudencia; es una virtudque les estorba, y Antonio no estabaexento de esa regla: quiso partir,pero quiso antes que Julia supieraque estaba cerca de ella, que lacuidaba, que la seguía, y que seseparaba de ella cuando la mirabaya tranquila y fuera de riesgo.

Hablarle en aquellos

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momentos era imposible; escribirla¿cómo?

Antonio recordó suscostumbres de la isla Española;caminó, dando un rodeo, hastaquedar en la parte opuesta donde seencontraba al principio, y cercasiempre del grupo en que estabaJulia, y comenzó a silbar una de lascancioncillas con que avisaba a lajoven su presencia en la aldea deSan Juan.

Los hombres, como eranatural, no hicieron caso de

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aquello; pero Julia, que no dormía,se figuró al principio que soñaba, ylloró. Pero luego comprendió queno era sueño, y creyó que por unacasualidad había alguien quesilbara así para atormentarla conrecuerdos tristes, y procuró noescuchar.

Antonio varió de aire, yentonces Julia se incorporó,sintiendo que se volvía loca. —¡Antonio! —exclamaba— ¡Antonio!¡Imposible! ¿Cómo?

Brazo-de-acero seguía

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silbando; la señora Magdalenadormía, y Julia llegó a comprenderque su amante estaba cerca de ella.

Antonio, a la escasa luz de lamoribunda hoguera, vio la sombrade Julia que se incorporaba; nopodía seguramente reconocerla;pero supuso que ninguna otra mujerhubiera fijado su atención en lo queél tenía por contraseña con lajoven.

Los dos, pues, se habíanreconocido, los dos sabían queestaban muy cerca el uno de la otra,

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y los dos comenzaron luego ameditar una manera de hablarse.

Julia, miedosa y tímida, lacreyó imposible; Antonio, audaz yenamorado, la juzgó sencilla.

Comenzó a arrastrarse entre almaleza, que era más y más escasa amedida que se acercaba al lugar enque estaba la familia de Pedro Juan;además, la conversación de éstecontinuaba y era muy fácil que ladescubriera; pero él quería hablarlea Julia, y estaba resuelto aconseguirlo a toda costa.

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Por fortuna, los hombresestaban muy entretenidos, y laseñora Magdalena dormíatranquilamente.

Antonio logró por fin estarcerca de su amada.

—¡Antonio, por Dios! —ledijo la joven en voz tan baja queparecía un suspiro— ¿qué haces?,¡te van a descubrir!

—¡Julia! ¿Crees que podía yoabandonarte?

—¡Pero Antonio! estoy enseguridad. ¡Huye, aléjate de aquí!

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¡Sálvate, yo te lo ruego!—Ángel mío, no temas; me

alejaré; pero he querido hablarteantes, para que sepas que velo porti, que no te abandono…

—¿Piensas que lo he dudadonunca? ¡Ah!, ¿no te conozco? Pero¡aléjate, por Dios!, ¡por nuestroamor! ¡Tengo miedo, mucho miedopor ti! ¡Si llegaran a descubrirte,me moriría yo de pesar! ¡Hazlosiquiera por mí, aléjate, amor mío!…

—Bien, Julia, te obedezco,

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pero no me olvides ni un instante.—¡Nunca, nunca! ¡Tú eres mi

solo pensamiento!—¿Me amarás siempre?—¡Siempre!, ¡siempre!—¡Adiós! Ten fe en mis

promesas.—¡Adiós! ¡Fía tú en mis

juramentos!Julia tendió su mano, Brazo-

de-acero la atrajo suavemente ydepositó en ella un beso tancallado, que no lo escucharon ni lasbrisas del mar; y luego, con la

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misma precaución de antes,comenzó su retirada.

Julia escuchaba; el menorrumor, el ruido de la brisa entre layerba, la espantaban, y creía quehabían descubierto a Brazo-de-acero; los tumbos del mar que leimpedían oír, la impacientaban.

Así permaneció más de unahora, y entonces exclamó:

—¡Dios mío, quizá ya estaráen salvo!

Antonio, no sólo contento, sinoverdaderamente orgulloso, se retiró

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del lado de Julia, y a fuerza deastucia logró ganar, sin que nadie lesintiera, la orilla de los bosques.

Para el hombre que ama deveras, la aprobación de la mujerque adora es la más hermosa de lasvictorias, porque en ellareconcentra él todo su mundo, ynada le importa el desprecio en lasociedad entera si ella estácontenta.

Una mujer que es amada así,puede decir con orgullo: yo heinspirado esa acción grande; a mí

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me debe mi patria este héroe; a míme debe la humanidad ese libro,esa institución benéfica; yosostengo en la batalla ese corazón,en la ciencia ese cerebro, en lavirtud ese ánimo; porque esehombre lo hace todo por mí, por míno más.

Brazo-de-acero pensaba enesto, y estaba orgulloso con elorgullo de su Julia, y meditando enesto, se recostó al pie de un árbol yse quedó dormido.

La juventud y el cansancio

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reconcilian el sueño aun en mediodel mayor peligro. Antonio nireflexionó siquiera el lugar en quese encontraba.

Durmió mucho tiempo, ysoñaba con Julia; de repente sintióque le movían; abrió los ojos, ydespertó.

Una multitud de gente lerodeaba.

—Éste es de los piratas —decía uno.

—Sí, es pirata —repetíanotros.

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—Levántate —le dijo uno deellos, sacudiéndole fuertemente elbrazo.

Antonio se levantó.—Contesta ¿eres pirata?—Venía yo con ellos —dijo

Antonio con serenidad.—¿Entonces eres pirata?—Si lo fuera ¿estaría yo aquí

durmiendo con tal tranquilidad?El argumento debió parecer de

mucha fuerza a aquellos hombres,porque se miraron unos a los otros.

—¿Pues cómo venías con

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ellos? —insistió uno.—Cautivo desde la isla

Española.—Bueno sería preguntar a los

otros prisioneros —agregó untercero.

—Sí, sí —dijeron todos.—Es ya imposible —replicó

el que hacía de jefe— mirad que sehace a la vela el navío en que sevan.

Todos volvieron el rostro en ladirección que aquél les indicaba, yBrazo-de-acero vio un navío de

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guerra que comenzaba a deslizarsemajestuosamente sobre las aguas.Fijó su atención, y alcanzó adistinguir a Julia sobre la cubierta.

Antonio sintió que contra suvoluntad, un suspiro salía de lo máshondo de su pecho. Aquellaseparación iba quizás a ser eterna, yeste pensamiento le preocupó de talmanera, que se dejó atar sin hacerla menor resistencia.

Poco después, Brazo-de-acerocaminaba hacia la villa, custodiadopor un grupo de paisanos furiosos

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que le amenazaban a cada instantecon darle la muerte.

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Segundaparte

Los condes de Torre-Leal

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I

LA FAMILIA DEL CONDE

UNA de las habitaciones mássuntuosas entre las que habíanconstruído en México losconquistadores españoles y sus

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descendientes, era sin duda la queocupaban los condes de Torre-Leal.

Como todas, aquellaaristocrática residencia estabasituada en la calle real deIxtapalapa, que eligieron entretodas las de la ciudad los nuevosseñores para levantar aquellosedificios que se llamaban enMéxico modestamente casas, y quehubieran en otra parte podidoapellidarse palacios.

Los condes de Torre-Lealdescendían de una noble familia

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española, y a creer lo que decíanlos nobiliarios de la nueva colonia,sus antepasados habían resistido enuna torre una invasión de los moros,y guardado el dominio de unacomarca a don Alfonso elBatallador, o a alguno de los otrosreyes de la península ibérica, queconservaron y ensancharon susdominios merced a la grandezaheroica de sus corazones y al vigorde su brazo.

Sea de esto lo que fuere, loscondes ostentaban en el escudo de

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armas de su familia, como recuerdode aquella hazaña, en uno de loscuarteles, una torre de oro encampo azul, y llevaban el títuloantiquísimo, según ellos, de Torre-Leal.

Las crónicas o las tradicionesreferían que el primer conde quellegó a México, vino como soldadode Hernán Cortés en busca deaventuras, gustó de la tierra, y sequedó de colono el que habíavenido de conquistador; tomó«solar» entre los que repartió

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Cortés, edificó casa, tuvo familia, yquedóse su descendencia en laNueva España, siendo cada día másrica, más considerada y, al mismotiempo, más orgullosa.

En los años que vamos apresentar a la casa al lector, elconde era el anciano don CarlosRuiz de Mendilueta, y la condesadoña Guadalupe Salinas deSalamanca y Baus. El condecontaba ya sesenta inviernos,mientras doña Guadalupe teníaapenas veintidós primaveras.

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La razón de esta diferencia eraque don Carlos, viudo hacía yamuchos años, había pensadocontraer segundas nupcias, y se fijópara ello en una joven hermosa ycándida, pero pobre, que viocasualmente una mañana en unaiglesia. Aquella joven eraGuadalupe.

El conde la observó durante lamisa, la siguió a su casa, y seinformó con los vecinos de sunombre y calidad. Ocho díasdespués se presentó a pedirla en

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matrimonio. El conde era noble,rico, buen cristiano, tenía un geniobondadoso, y Guadalupe teníaquince años, era lo que puedellamarse una muchacha excelente:el matrimonio se arregló, y muypronto don Carlos llevó al altar a sujoven esposa, que se encendía derubor bajo las curiosas miradas dela multitud que asistía a laceremonia.

Don Carlos había tenido de suprimer matrimonio dos hijos; elmayor, Enrique, pasaba en la ciudad

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la plaza de un calavera, y la menor,llamada doña Consuelo, habíaprofesado en uno de los conventosde México.

Cuando don Carlos contrajosegundas nupcias, Enrique nomanifestó el menor disgusto; por elcontrario, conociendo que elaislamiento en que vivía su padrepodía serle dañoso, celebró aquellaboda como si hubiera sido la suya,y recibió a Guadalupe, si no con elrespeto de un hijo, porque su mismaedad se lo impedía, sí con el cariño

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de un hermano. El conde estuvo conesto contentísimo.

Un año después, Guadalupefue madre, y Enrique llevó al niño ala fuente del bautismo.

Guadalupe tenía un hermanode mucha mayor edad que ella;llamábase don Justo, y era unhombre sombrío, taciturno, místicoy avaro, según decía el vulgo.

Un mes hacía que el hijo deGuadalupe había sido bautizado,cuando don Justo se presentó en lacasa del conde con el objeto de

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felicitar a su hermana.Guadalupe estaba casualmente

sola, y su hermano se acercó a lacama, colocó allí un sitial y sesentó.

—¡Tienes un hermoso niño!¡Gracias a Dios! —dijo don Justo.

—Está muy hermoso ¿esverdad? —preguntó Guadalupe contodo el orgullo de una madre.

—Mucho; parece un ángel:Dios me perdone la comparación.

Guadalupe besó a su hijo, y lomiró y volvió a besarlo.

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—Dios te lo conserve,hermana, y lo haga un santo, y muyfeliz ¡pobrecito! —agregó don Justocon aire compungido— ¡qué lástimame da!

—¿Por qué? —preguntóespantada Guadalupe.

—¿Por qué? Vaya, bien locomprendes tú; no finjas.

—¡Ay, no! Dime, por Dios¿amenaza alguna desgracia a mihijo?

—¿No nos oirá nadie?—No.

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—Pues óyeme —dijo donJusto en voz muy baja— ¿qué no teparece desgracia que este angelitoque es nuestra sangre, no sea elheredero del condado de Torre-Leal, y vaya a ser un tristesegundón?

—Dios lo ha dispuesto así —contestó Guadalupe— además, elconde me quiere demasiado, y nodejará a su hijo en la miseria.

—No, no digo yo tanto; perosiempre… eso de que tú fueras lamadre del conde, y yo su tío…

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—Pero ésa es la fortuna delque nació antes que mi hijo.

—¿Y si se pudiera en estohacer alguna cosa?…

—¿Alguna cosa? —preguntócon extrañeza Guadalupe— ¿quéquiere decir eso?

—Pues… ya supondrás; todoel obstáculo para que tu hijo sea elconde, es ese calavera de donEnrique.

—¿El heredero legítimo?—Sí; pero si él faltara…—Entonces mi hijo sería el

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conde.—Y es fácil que muera.—¿Quién?—Don Enrique.—Ya lo creo; con esa vida de

disipación que lleva, espadachín yquién sabe qué más… muchaspesadumbres le da a su buen padre.

—Sería bueno ayudarle aldestino.

—¿Cómo?—Sí; procurar que

desaparezca el don Enrique.—¡Un crimen! ¡Dios mío, qué

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horror!—No, no precisamente un

crimen.—¿Pues qué?—Así, algo, un plan; no sé

cómo explicarte…—No, Justo, no me bables de

eso; Dios sabe lo que dispone, y meconformo con su voluntad.

—Piénsalo bien…—Eso no tiene ni qué pensar,

Justo…—La suerte de tu hijo…—Dios cuidará de él.

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—Vaya, eres una niña, nadaquieres hacer; pero al fin sobrinomío es, y yo veré lo que hago.

—Justo, no harás nada; te losuplico.

—Déjame obrar.—No, no quiero.—Eres una tonta, hermana.

Adiós.—Justo… Justo… —gritó

Guadalupe.Pero don Justo, sin detenerse

ni contestarle, había salido ya de laestancia.

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II

LAS PRIMERAS ASECHANZAS

DON Enrique era un joven a quienpocas mujeres podrían resistir; ricohasta la opulencia, dotado de unafigura arrogante, de un ingenio

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claro, heredero de un antiguo títulode nobleza, valiente hasta latemeridad, gran jinete, diestrísimoen el manejo de las armas y entodos los ejercicios corporales, contanta facilidad improvisaba unromance o unas seguidillas comomanejaba una lanza.

Por esto mismo, don Enriquese sentía dueño de toda la tierra quepisaba, y no había empresa a la queno acometiese, con tantaindiferencia en el peligro como enel triunfo; y sin embargo, don

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Enrique tenía el corazón más bienformado que el cuerpo; hubiera sidocapaz de arrojarse al fuego porsalvar a un desconocido, oarremeter contra cualquiera porquele veía maltratar a un niño; muchasveces le veían servir de diestro aalgún ciego para atravesar unabocacalle, formando el más notablecontraste su rico traje de seda yterciopelo, cubierto de oro, y surobusta juventud con los harapos yancianidad del mendigo.

Don Enrique era conocido y

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querido de todo el mundo.Pero el diablo le había tentado

por el lado del amor, y el diablo,que no debe tener mucha dificultadpara conocer el flanco débil de loshombres, se convenció de que poreste lado poco tenía que luchar conaquella alma para vencerla, ysopló, y don Enrique resultó másenamorado que un gallo.

Las muchachas, que teníanojos, como todas las hijas de Eva,para su perdición, no dejaban pasardesapercibidas las cualidades del

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doncel, y a pesar de la bienmerecida fama que gozaba devoluble, nunca cobraronexperiencia en cabeza ajena, yesperando cada una, cegada por suamor propio y fiada en sus gracias,fijar aquel corazón, fueron, una enpos de otra, muchas, galanteadas,amadas y olvidadas. Sólo que donEnrique tenía el talento desepararse de los amores de unadama, conservándola como suamiga.

En la época a que nos

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referimos, el heredero del conde deTorre-Leal bebía los vientos, comodice el vulgo, por la lindísima doñaAna de Castrejón, hija única de unespañol rico que había muerto hacíapocos años.

Doña Ana era una joven deesas que ahora se distinguen con elapodo de coquetas; vivía sola consu madre, gastaba con profusión eldinero, asistía a todos los bailes y atodas las diversiones, tenía un grancírculo de adoradores, y era en estode constancia y de fe con sus

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amantes, digna representante de donEnrique entre el bello sexo.

Ana y don Enrique seencontraron en el mundo, y cadauno de ellos comprendió al otro, yse respetaron como enemigospoderosos que no se atrevían amedir sus fuerzas: cada uno de ellosconoció que era aquélla, si seempeñaba, una lucha muy peligrosa,y durante mucho tiempo pasaronindiferentes uno al lado del otro,deseando cada uno que su enemigoemprendiera un ataque para

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vencerlo o para sujetarloenteramente.

Pero ninguno de los dos, pormás que lo deseaban, se atrevía atomar la iniciativa.

—Esta mujer —pensaba donEnrique— desea que yo la galantéepara burlarme y vengar a su sexo.¡Cuidado!

—Este hombre —pensabadoña Ana— quiere hacerme creerque no fija su atención en mí, parainteresar mi amor propio y hacermás fácil su conquista. ¡Cuidado!

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Y los jóvenes decían a donEnrique:

—¿Quieres explicarnos porqué tú, tan enamorado, no piensasjamás en galantear a la hermosísimadoña Ana?

—Yo mismo no lo sé —contestaba don Enrique.

Y las muchachas decían a doñaAna:

—¿Qué milagro es ese de queno hayas hecho caer a tus pies a donEnrique?

—Nunca he pensado en ello

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—contestaba Ana, y seguíahablando de otra cosa.

Así pasaban los días, y donEnrique y Ana se encontrabancontinuamente, fingiendo que ni semiraban, pero pensando siempre eluno en el otro, y haciendo ya unnegocio de orgullo aquel triunfo, enel que realmente poca parte debíatener el corazón.

Por fin, un día la suerte tuvoque decidirse, y en un baile los dosjóvenes se encontraron y tuvieronque hablarse, y aquella

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conversación se animó y seprolongó, y nadie quisointerrumpirlos, porque conocieronque había llegado la hora de lalucha, y todos tenían deseos desaber quién vencería.

—Ha ya algún tiempo —decíaAna— que os miro triste —y estoera falso, pero Ana creyó que asípodría emprenderse el combate.

—Señora —contestó donEnrique, conociendo la intención dela dama y aceptando el terreno enque se preparaba la batalla— quien

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tiene el corazón herido, mal puedemostrar alegría en el rostro.

—¿Estaréis apasionado? —dijo la joven, entrando audazmenteen materia.

—En la juventud, señora¿quién no lo está? —contestó donEnrique, esquivando el golpe.

—Puede ser que sea laenfermedad de la juventud; pero oyo no soy joven, o debo ser dedistinta naturaleza, porque ya nosiento aún esa enfermedad.

—Casi es imposible, señora.

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—Podéis creerme.—¡Vos, tan hermosa, tan

interesante, tan pretendida!…—¿Quizás poetizáis?—¡Señora, si la verdad es

poesía, poetizo!—Soñando.—Digo lo que siento y lo que

veo…—Esta noche estáis por demás

galante.—Esta noche digo lo que otras

muchas he pensado.—¿De veras?

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—Podría jurarlo.Doña Ana lanzó a Enrique una

mirada llena de fuego, que élcontestó con el mismo entusiasmo.

A partir desde aquellosmomentos, las relaciones amorosasentre ambos fueron haciéndose másestrechas y más públicas cada día.

Doña Ana no dejaba desonreír dulcemente a todos susotros apasionados, ni don Enriqueperdía ocasión de galantear a otrasdamas; pero en el fondo todoscomprendían que esto no era sino

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efecto de sus antiguas costumbres, yque o bien por amor o bien pororgullo, don Enrique y doña Ana seguardaban fidelidad.

La gente comenzaba a creerque al fin los dos se habían yafijado para siempre y que aquellopararía en un matrimonio.

La madre de doña Ana sellamaba doña Fernanda, y estabatan orgullosa de la beldad de su hijay de sus triunfos amorosos, quejamás entró en su cerebro la idea dereconvenirle. Doña Ana había

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llegado a ser el ama en su casa, ladueña absoluta de sus acciones, ysu madre no hacía sinoacompañarla a las tertulias y a lasdiversiones.

Los amores de don Enriquecon doña Ana causaron a doñaFernanda el mayor placer; casar asu hija con el heredero de Torre-Leal, hubiera sido para ella lasuprema felicidad, y aunque jamáshabía hablado con su hija de estaclase de asuntos, aquella ocasión lepareció indispensable tratar con

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ella el modo de realizar elmatrimonio, ayudando con suexperiencia a la hermosura y a laseducción de Ana.

Una noche que estaban solas lamadre y la hija, doña Fernandaquiso aprovechar la oportunidad.

—Hija mía —le dijo— quizáte parecerá extraño lo que voy adecirte, porque no me he mezcladojamás en tus asuntos; pero hay cosasen las que me parece muy prudentey de estrecha obligaciónaconsejarte.

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—¡Vaya un milagro, madre! ¡Ycuándo os acordáis de eso!, ¡ahoraque soy ya una mujer formal y quehe adquirido en el mundo tantaexperiencia!…

—Ni en la misma vejez, hijamía, es bastante la experienciaadquirida; escúchame. ¿Qué tal vasen tus amores con don Enrique?

Ana miró a su madre conextrañeza y como admirada deaquella intempestiva pregunta.

—No te admires —continuódoña Fernanda— eres mi hija,

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deseo ante todo tu bien, y te hagoesta pregunta porque creo que enesas relaciones debes tenermuchísimo cuidado.

—¿Creeis, madre mía, que soyuna niña a quien podrá burlar a suantojo Enrique?

—No; creo que tienesdemasiado mundo, y lo que temo noes que se burle de ti, sino que tú notengas bastante destreza paraobligarlo a casarse contigo.

—No he pensado en eso.—Ahí está precisamente el

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mal, y por eso he querido hablarte.—Pues hablemos, madre mía.—Ana, tú eres joven y bella, a

mi lado nada te falta, y el día queyo muera, serás lo que puedellamarse una persona rica; pero lasmujeres solas no están bien en lasociedad; las mujeres hemos nacidopara casarnos; es fuerza que tútengas un marido, y nadie puedeconvenirte mejor que el conde deTorre-Leal.

—Aun no es conde.—Pero lo será, y muy pronto;

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conque vamos a lo que importa.¿Jamás te ha hablado dematrimonio?

—Nunca; pero dice que mequiere mucho ¿no es bastante?

—He aquí cómo sois lasjóvenes; con palabras tiernas osdais por satisfechas…

—¿Pero qué he de hacer si élno me dice?

—Pues obligarle, obligarle.—¿Y cómo?—¿Le has dicho tú que le

amas?

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—Sí, madre mía.—Eso es, por eso son ellos tan

volubles; nada de dificultades, nadade lucha; como agua que va en elarroyo, todo se les viene a lasmanos a pedir de boca.

—¡Pero madre mía!…—Vaya, por eso hoy una niña

cuesta tal trabajo cuidarla. En mitiempo, hija mía, el sí se daba encambio de la palabra decasamiento; éramos muyprudentes…

—Vamos, madre mía, no me

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burléis así, que segura estoy de quemi abuelita os dijo a vos lo mismoque ahora me decís, y que ella looyó también de boca de su mismamadre…

—Será lo que tú quieras, perolo que te digo es la verdad.

—Bien, lo será; pero si yaalcanzó don Enrique micorrespondencia sin condiciones¿qué remedio me queda?

—Veremos, veremos; espreciso para exaltar su pasión,ponerle infinitas dificultades, que

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ya no vengan de ti, sea yo quien laspresente.

—¿Vos?—Yo, yo misma; dirasle que

me opongo a vuestros amoresporque llegué a saber que es unhombre de mala cabeza, y que te heamenazado con meterte de monjaantes que consentir en vuestromatrimonio.

—Pero si él nada me ha dichode matrimonio.

—Por eso soy yo la primeraque menciono tal cosa ¿entiendes?

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Esa palabra que tú pones en miboca, pero él oye de la tuya, abre uncamino nuevo a vuestras amorosasrelaciones.

—¿Y si por esto sedesalentase?

—No lo creas; tú no conoces alos hombres: quizá le produzca malefecto al principio; pero despuésserá más ardiente y apasionado. Yaquí en confianza te diré que donJusto, el hermano de doñaGuadalupe la condesa, me hareferido que don Enrique se muestra

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cansado…—¡Ay Dios, madre mía!…—Precisamente éste es el

resultado de la falta de obstáculos,y ésta es la que vamos a remediar:conque ten confianza en mí y haz loque te digo, y verás, verás.

—Bien, madre mía, lo haré.—Pues aprende bien la

lección: de hoy en adelante mepintarás a sus ojos como unenemigo terrible de vuestrosamores; me opondré a que lo veas,y llorarás, y le darás citas a

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deshora, cortas, llenas desobresalto y de zozobra; al llegar lesaludarás apenas, y luego huirás,diciendo: «¡Idos, idos, por Dios,don Enrique, viene mi madre!¡Somos perdidos!».

Ana lanzó una alegrecarcajada oyendo el relato deaquellas comedias que sepreparaban; jamás había tenidoamores de esa clase, y le parecíanmuy divertidos.

—Yo —continuó doñaFernanda— te privaré muchas

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veces de ir a bailes y paseos…—¡Ay madre mía, qué rigor!—Es fuerza hacerlo; de otro

modo nada creería, y no seaventajaba nada.

—¡Es lástima!—Algunas veces te encerraré,

y no le verás a él ni a ningún otro, yentonces le enviarás una esquelallena de quejas y de protestasamorosas.

—Pero si apenas sé poner minombre, y eso tan mal, que vosmisma no lo entendéis.

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—Eso nada importa. Yo no,porque no sé; pero un amigo deconfianza, el mismo don Justo, queme ha prometido ayudarme en todo,las escribirá, o nos valdremos delpadre Fray José del Carmelo.

—Mejor de don Justo, porquecon fray José me confieso, y mecausaría mucha pena.

—Bien, del que tú quieras, esono importa; hágase el bien, y noimporta quién.

—Perfectamente; me gusta, megusta.

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—¿Conque ya comprendes?—Sí, comprendo.—Pues adelante. Desde

mañana mismo comienzas, y medices cuanto te pase, y yo te aseguroque antes de cuatro meses, si Diosno dispone otra cosa y el viejecitoconde se va a gozar de su DivinaMajestad, tú eres la señora condesade Torre-Leal.

—Dios quiera, porque mehabéis hecho pensar en ello ydesear lo que no me habíaimaginado. Ya veréis, ya veréis si

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soy capaz de hacer todo eso que mehabéis dicho, y mucho más.

Doña Fernanda se retiró,orgullosa de la lección que habíadado a su hija y de la inteligenciade ésta.

Ana comenzó a soñarse desdeaquella noche la condesa de Torre-Leal y figurarse el blasón quepondría en la puerta de su carroza,y las armas bordadas en el pañuelo,y las libreas de sus lacayos, y todoaquel tren aristocrático y suntuosode la antigua nobleza.

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Ana había pensado antes en eltriunfo de tener por adorador aEnrique; desde esa noche quisotenerle por esposo.

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III

EL INDIANO

UNO de los hombres más notablesen México en aquella época, eradon Diego de Álvarez, conocido enla ciudad con el sobrenombre del

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Indiano. Mozo aún, rico, espléndidoy amigo de diversiones, don Diegoera uno de los jóvenes a la modaentonces.

Contaba el Indiano cuando mástreinta años, y su fisonomíarevelaba que pertenecía a razaindígena pura: esbelto, robusto, conel pelo negro y lacio, la tez cobriza,escaso bigote y sin barba,cualquiera le hubiera podidoseñalar como un legítimodescendiente de Motecuzoma.

Don Diego había llegado a

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México muy rico, pero sin sabernadie su procedencia; unos lecreían originario de las provinciasinternas, otros de Antequera, losotros de Zempoala o de lasmárgenes del Grijalva, y algunosaseguraban que había venido de laCuba o de la Española. Él por suparte jamás dio explicaciones, y suorigen quedó envuelto en elmisterio, formándose sobre élextrañas leyendas que aumentabansu prestigio entre las mujeres.

A pesar de esto y del poco

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aprecio que se hacía entonces a loscriollos, las riquezas de don Diegohicieron olvidar pronto cuanto de élse decía, y le dieron un lugarpreferente entre la buena sociedad,y sólo los virreyes, que no podíanaclarar sus dudas y que de tododesconfiaban, no se dieron porsatisfechos y siguieron con sumirada indagadora hasta lasacciones más insignificantes delIndiano.

Don Diego fue uno de los másardientes adoradores de doña Ana,

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y precisamente fue el que cayó desu gracia cuando el noble herederode los condes de Torre-Leal seapoderó del amor de la joven. Deaquí nació entre ellos una rivalidadque bien pronto, con el desdén de ladama para uno y el favor para elotro, se convirtió en un odioterrible que ambos alimentaban ensilencio, esperando un momentooportuno para satisfacerlo.

Don Enrique se había gloriadoun día públicamente de haberquitado la dama a su rival, y éste se

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pavoneaba con el orgullo de habersido el primer dueño de aquellahermosura. Estas palabrasimprudentes llevadas por amigosmás imprudentes aún, hicieron casiimposible toda reconciliación entreaquellos dos hombres.

Don Diego meditaba proyectosde venganza que don Enriquepresentía y procuraba prevenirviviendo en guardia.

Doña Ana con los sabiosconsejos de su madre comenzó acambiar de táctica con su amante;

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algunas veces se pasaban variosdías sin que éste pudiera hablarla, yllegó por fin a hacerle comprenderque había entre ellos obstáculoscasi insuperables.

Por supuesto que tales manejosno podían menos de dar el resultadoque se deseaba, y don Enriquecomenzando por un capricho susamoríos con Ana, llegó por estemedio a estar completamenteapasionado.

Cuando un hombre llega a estasituación, por clara que sea su

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inteligencia y grande la fuerza de suvoluntad, sigue como un niño lasmenores indicaciones de la mujerque ama, no comprende jamás quese engaña, se irrita contra el queintenta sacarle de aquellaesclavitud, y no vive sino paraaquella mujer, que es siempre paraél o la redención o el abismo.

Los viejos y los hombres quese llaman de mundo, songeneralmente los que se encuentranmás expuestos a padecer estaterrible enfermedad de corazón, y

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don Enrique y don Diego habíanllegado a padecerlasimultáneamente por la mismamujer.

La pérdida repentina del amorde doña Ana en el uno, y losobstáculos imprevistos en la pasióndel otro, habían inflamado aquellosdos corazones jóvenes y ardientes.

Don Enrique se sentía capazde cualquier sacrificio por Ana,pero la idea de casarse con ella leparecía un sacrilegio. Por nada enel mundo hubiera prescindido de

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aquella mujer; pero las ideas denobleza que le habían infundidodesde su niñez, le hacían ver comoimposible una boda con una mujerque, además de ser hija de uncomerciante que no era ni aunhidalgo de aldea, gozaba de no muybuena reputación en la corte por losconstantes galanteos de que habíasido objeto, y que, según opinióngeneral, había recibido con buenavoluntad.

Acercábase el día de SanHipólito, y la ciudad de México

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disponía magníficas fiestas paracelebrar el 13 de agosto la entradade Hernán Cortés a Tenoxtitlán y lacaída del imperio de los aztecas.

Las damas preparaban galas yjoyas, los donceles soberbiascabalgatas; se adornaban ya conanticipación las fachadas de lascasas; en las calles por donde debíapasar la comitiva que sacaba entriunfo el pendón del conquistador,levantábanse tablados para decirloas y para contemplar el paseo, yhasta los templos comenzaban a

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disponerse para celebrar aquel díade gloria para los españoles y deluto y tristeza «para los criollos».

Según decía el vulgo, jamás sehabía visto un lujo semejante; elcabildo y las autoridades quefuncionaban en aquel año queríaneclipsar a todos sus antecesores ymostrar su lealtad y adhesión aS. M. con músicas y cabalgatas,luces y saraos, y toros y cañas, yloas y gangarillas.

Era ya la víspera del díagrande, y la animación en la ciudad

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era extraordinaria; por todas partesse veían sastres y talabarteros, ybordadores y tiradores de oro, ylacayos y esclavos, ir y venir,llevando con gran cuidado loza dechina, riquísimas faldas bordadas,gregüescos y ropillas de terciopelo,monturas y sillas recamadas de oroy plata, plumas, flores, joyas,costuras de brocado, en fin, objetosde fabulosos precios que apenaspodía adivinarse el uso que se iba ahacer de ellos.

En los balcones de las casas

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había elegantes cortinajes dedamasco, de burato, bordados desedas de colores, y se habíancolocado allí en aparadores hechosa propósito, vajillas de plata, deoro y de porcelana del Japón, floresy plantas raras y exquisitas enfantásticos tibores de China,formando todo aquello una mina deriquezas capaz de ser el precio deun reino.

Don Enrique paseaba conalgunos de sus amigos, divirtiendosu ánimo con estos preparativos, y

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alimentando su esperanza de ver alsiguiente día a doña Ana, y delograr en el bullicio de las fiestasuna oportunidad para hablarla.

Pasaba por la Plaza, frente a lacapilla que se llamaba de losTalabarteros, por pertenecer a sugremio los encargados de cuidar ysostener su culto, cuando advirtióque un negrillo le seguía y le hacíaseñales de quererle hablar.

El joven vaciló un momento,dudando si a él se dirigía elnegrillo; pero distrájose luego con

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la gente y no pensó más en él.Llegaron así a la esquina de la callede Tacuba, el joven mirando a losbalcones y el negrillo siguiéndolesin poder alcanzarle por la multitudde gente que entre ellos seinterponía.

Por fin, don Enrique se detuvoun momento; el negro se aprovechó,llegó a su lado y le tirodiscretamente del ferreruelo. Volvióel joven la cabeza, y entonces elnegrillo le enseñó una esquela,llevando al mismo tiempo un dedo a

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sus labios para indicarle silencio.Había cerca el zaguán de una

casa; don Enrique se dirigió a él yentró seguido del negrito. Losamigos, que comprendieron que setrataba de alguna aventura amorosa,quedaron afuera cubriendo laentrada, y don Enrique,considerándose seguro porque nopodían verle los que pasaban por lacalle, abrió la esquela y púsose aleerla. Decía la carta:

Amor mío:Mañana esperaba yo verte y hablarte, pero

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es imposible; soy muy desgraciada: mi madresabe que te preparas a salir capitaneando una delas cabalgatas, y no me dejará salir a la calle enel día, ni asistir en la noche al sarao.

Si me amas, si quieres que tenga yo lainefable dicha de hablarte y de estrecharsiquiera tu mano, a las doce de la noche demañana te espero en la reja del piso bajo, en micasa. ¿Vendrás? Creo que si, porque no querrásque muera yo de pena un día en que todos gozantanto.

Tuya hasta la muerte.

ANA.

—¿Te dijo algo tu señora depalabra? —preguntó Enrique alnegrito, después que hubo leído la

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carta.—Mi señor, mi amita que besa

las manos de mi señor, y que usía esmuy su dueño; que ahí dice quemañana no dejarán salir a mi amitaporque no vea a mi señor; pero quelo espera a las doce de la noche enlas rejas de un cuarto bajo que da ala calle, a esa hora que dormirá yami ama grande.

—Bien ¿y crees tú que podráestar allí?

—Mi señor, sí, porque es elcuarto de Faciquía, la nanita que fue

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de mi amita, y que sabe los asuntosde mi señor tan bien como yo, yFaciquía cuidará si baja el amagrande.

—Pues dile a tu amita que nole escribí porque me diste la cartaen la calle; pero que antes faltaríael sol en nacer mañana, que yo en ira la cita.

Don Enrique sacó de una ricalimosnera una moneda de oro queentregó al negrillo, y le dijo condulzura:

—Vete, y no olvides lo que te

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digo.—No, mi señor —contestó el

negro, besando la moneda ysaliendo a la calle.

Don Enrique guardócuidadosamente la esquela, y saliódespués, seguido de sus amigos.

Aquella escena había tenido untestigo, que si nada había oído, casilo había adivinado todo. El Indianoestaba casualmente en una casa queestaba en frente del zagúan en quedon Enrique se había entrado con elnegrillo, y por la altura en que se

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encontraba, podía dominar muybien el espectáculo, y ver porencima de las cabezas de los quecerraban la entrada.

Conoció desde luego a surival, y la agitación que sintió en elalma, le hizo comprender que allíse trataba de doña Ana.

Aquella carta, aquel negritoque hablaba a don Enrique con tantomisterio, la alegría que se pintabaen el rostro del heredero de loscondes de Torre-Leal, el dinero quedaba el emisario, y el cuidado con

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que guardaba el billete, todo le hizosospechar de lo que se trataba; asíes que luego que vio salir al negro,tomó su sombrero, y mirando antesel rumbo que tomaba, se precipitó ala calle en su seguimiento.

El negro caminaba de prisa;pero el odio y los celos dabanánimo al Indiano que iba en supersecución, y al llegar a la PlazaMayor logró alcanzarle.

El negro sintió que le tocabanpor detrás, volvió a ver quién era, yquedó admirado al encontrarse con

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un caballero tan ricamente vestido.—¿Eres esclavo de mi señora

doña Ana?…—Sí, mi señor —dijo el

negrito, sin dejarle concluir— soyesclavo de mi señora doña Ana,para servir a vuestra señoría.

—¿Quieres que te haga yo unnegro muy rico?

—Como quiera mi señor —contestó el negro, más admirado.

—Pero me vas a decir unacosa.

—Sí, mi señor.

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—¿Qué viniste a hacer, y quédijiste a ese caballero con quienacabas de hablar?

—Mi señor, yo no he habladocon ningún caballero —contestóhipócritamente el negrillo.

—Vamos, no mientas. ¿Cómote llamas?

—Juaniquillo me dice miamita.

—Bueno, Juaniquillo ¿qué ledecías a ese caballero con quienhablabas en la calle de Tacuba?

—Mi señor, ése es un secreto

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de mi amita.—Cuéntamele.—¡Ay, mi señor, imposible!

¡Me pegaría mi amita!—Pero si no lo sabe, y yo te

doy un regalo.—Sí lo sabe, sí lo sabe, y me

pega.—Vamos, no seas tonto; dime,

mira, esto te doy —y el Indianoenseñaba al negrillo unahermosísima cadena de oro quetraía al cuello.

Juaniquillo lanzó una mirada

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ardiente a la cadena, y extendió sumano instintivamente.

—Tuya será —dijo el Indianoretirándose— pero dime lo que tepregunto.

El negrillo reflexionó unmomento, y luego dijo:

—Se lo diría a mi señor; peroel pobre de Juaniquillo tendría quehuir con los cimarrones.

—No, entonces no; yo quieroque continúes en la casa, para queme sigas dando razón siempre quete pregunte.

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—¿Y siempre me dará mi amocadenas de oro? —preguntó elnegro con alegría.

—Cadenas y otras cosasmejores.

—¡Ah! bueno, mi señor.—¿Te conviene?…—Sí; le gusta a Juaniquillo

muchas cosas ricas y buenas.—Dime ¿qué viniste a decir?—Que mi amita le envió papel

a don Enrique, y que lo esperamañana a las doce de la noche.

—¿En dónde?

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—En la casa, en las rejas delcuarto de Faciquía, la nana negritade mi amita.

—¿Y él qué dijo?—Que iría, mi señor.—Bien, toma la cadena, y

pasado mañana me buscas por aquíen el día; pero pones muchocuidado de cuanto se diga en lacasa.

—Sí, mi amo.—¿Puedes oír lo que allí

hablan?—¿Mi amita y mi ama grande?

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—Sí.—Por supuesto.—Todo necesito saberlo

pasado mañana.—Lo sabrá mi amo.—Vete, pues.El Indiano desprendió de su

cuello una riquísima cadena, y lapuso en manos del negro.

Juaniquillo la miró, y luegoguardándola en el seno, apretó acorrer para su casa.

El Indiano se quedómirándole, y cuando el negro torció

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por la calle de Ixtapalapa, él sedirigió para la de Tacuba, y entró enla casa de donde le hemos vistosalir.

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IV

MARINA

LA CASA en que entró don Diego enla calle de Tacuba, era grande ysuntuosa; había en el patio muchosesclavos y lacayos que se

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descubrieron respetuosamente alver al Indiano. Don Diego subiólentamente la escalera y penetró enlas habitaciones, hasta llegar a unahermosísima sala.

Los muebles, los tapices ytodos los adornos eran de un gustoexquisito; pero se notaba a primeravista que las costumbres españolasestaban todavía en lucha allí con lasde los naturales del país.

Los adornos eran, en logeneral, ricos penachos deexquisitas plumas de todos colores;

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los tapices eran de algodónbordados y recamados de oro y deplumas, y a los pies de los estradoshabía tendidas enormes pieles detigres, de leones y de osos, queconservaban las cabezas de lasfieras y que tenían las garras de oroy de plata.

Había allí algunas mesascargadas de figurillas, también deplata y de oro, y de jarrones delJapón, y de flores lindísimas queperfumaban el ambiente.

La sala estaba enteramente

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desierta cuando entró en ella donDiego; pero casi al mismo tiempose abrió una de las puertas yapareció una mujer. Aquella mujerera joven, y nadie entonces hubieravacilado en reconocerla como unamexicana de sangre pura.

Sus ojos eran negros yardientes, su pelo azuleaba como elala de un cuervo, sus labios rojos ysumamente delgados dejabanentrever unos dientes blancos,iguales, y con un esmalte tanbrillante como el del marfil. El

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color de su rostro no era cobrizocomo el de don Diego; era lo quepuede llamarse una trigueña delcolor del trigo.

Vestía una túnica azul bordadade negro, sin mangas ni justillo, yceñida al cuerpo por una gruesacadena de oro que, dando algunasvueltas a su cintura, dejaba colgarsus dos puntas por delante. Llevabaen sus desnudos brazos ricaspulseras de oro, y sujetaba su negrocabello una especie de diademamuy angosta y de oro también.

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El Indiano al verla entrar, selevantó y se dirigió a su encuentro.

—Don Diego —exclamó lajoven— estaba triste porque creíaque no volvías.

—¿Estabas triste, doñaMarina?

—¿Estarán alegres las florescuando se oculta el sol?

—Pero el sol, señora, vuelvesiempre porque sabe que le esperanlas flores, y brilla sólo porquebrilla por ellas.

—¿Es verdad?

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—Señora, cuando no hay unaflor en el invierno, el sol seentristece, y se cubre con sus nubesporque no hay flores.

—No, don Diego; mueren lasrosas porque el sol se cubre.

—Doña Marina ¿por qué tardómi dicha hoy, y no te vi temprano?

—Cuando salí en tu buscahabías partido. ¿Te cansó elesperarme?

—Salí para volver muy prontoy repetirte mi amor.

Doña Marina tomó a don

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Diego de la mano y lo atrajo condulzura hasta sentarlo a su lado.

—Don Diego —dijo,mirándole con ternura— ¿por qué teempeñas en permanecer aquí? Esteaire es fatal para nosotros: el árbolque crece en las selvas, languidececon el ambiente de las ciudades; laflor de los campos muere en losjardines: vámonos, señor; volvamosa nuestras selvas y a nuestrascampiñas, allí, donde me decíascosas tan bellas, a la luz de la luna;allí donde el viento iba cantando

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nuestros amores; allí donde elarroyo repetía nuestros besos. Aquítodo lo que nos rodea es triste,sombrío; aquí ni flores, ni árboles,ni arroyos; hombres y mujeres quenos observan con curiosidad; aquílos rostros, y las armas, y las fiestasde los conquistadores: ¿por qué seempeña mi amor en vivir en estacárcel?

—Tienes razón, doña Marina;es preciso huir de este ambienteemponzoñado: aquí las mujeres noaman con el corazón sino con la

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cabeza; la mano que estrecha lanuestra, busca sólo probar nuestrapujanza para combatir con nosotros;aquí se respira el aliento de laesclavitud. Sí, nos iremos; pero mástarde, más tarde.

—¿Por qué más tarde, señor?¿Es porque ya no me amas comoantes? ¿Es porque mis ojos ya noson bellos para ti, ni dulce mialiento, ni grata mi voz, ni bello mirostro?

—Doña Marina, no digas eso;cada día te amo más, porque te

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comparo con las otras mujeres, y sialguna de ellas ha podido alucinar ami alma un momento, su hermosurase ha eclipsado a tu solo recuerdo,como palidecen las estrellas alnacer el sol.

—¡Oh, ésa sería para mí lasuprema felicidad! Te adoro, donDiego, y soy tuya, tuya desde queéramos niños; tú me amabastambién, pero quisiste venir aMéxico, y yo callé y lloré; lloréporque temía perderte; pero luegodije para mí: sí, que vaya, que vaya;

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creerá que hay en el mundo unamujer que ame como yo sé amar;que vaya, que conozca cuántoengaño, cuánto doblez encierran ensu pecho todas esas damas cuyashistorias nos refieren aquí losviajeros; que las ame, que le haganpadecer, y entonces volverá susojos a mí, y me encontrará digna deél, y guardando su amor, comoguarda su perfume el capullo de larosa. Esto dije, y me consolé, donDiego; y como se cierran las florescuando el sol se oculta, para abrir

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su cáliz puro con la aurora; llegó lanoche de la ausencia, y mi alma secerró esperando la mañana de tuamor, y esperé, y esperé, y con losvientos que venían te enviaba misbesos y mis suspiros, y a los queiban les preguntaba por ti, y tuimagen estaba allí, y la buscaba enlas sombras de nuestros bosques yal margen de nuestros arroyos. Lossoles pasaban, y moría una luna ynacía otra, y en vano te esperaba;los árboles perdían sus hojas, yluego volvían a vestirse, y cuando

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veía yo sus tiernos brotes, decía:«Antes que caigan esas hojas estaráaquí». Los vientos fríos arrastrabanaquellas hojas secas entre elbosque, y yo lloraba porque tú noestabas allí.

Dos lágrimas rodaron por lasmejillas de la joven. Don Diego laestrechó contra su pecho y besó sufrente.

—Por fin, me decidí; sentía lamuerte que se acercaba, y no temíamorir, sino morir lejos de ti y sinverte: emprendí mi viaje, y después

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de muchos días llego a tu lado, enesta ciudad en que todo me asombray me da miedo: ¡ay don Diego!, ¿ycómo te encuentro? triste, sombrío.Apagado el brillo de alegría de tusojos con las huellas delpadecimiento impresas en tu rostro,señor; tú has sido desgraciado aquí;por eso odio a estas mujeres; noporque me han robado algunos díastu amor, sino porque no han sabidocomprenderte; porque tímidas oengañosas palomas, no han podidoseguir en su vuelo al águila de

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nuestros bosques.—¡Doña Marina!, ¡qué

criminal soy! porque jamás debíhaber puesto mis ojos sino en ti, tannoble, tan bella, tan digna; pero elcielo se ha encargado de lavenganza: yo no comprendí ni tuamor ni la grandeza de tu alma, yestas mujeres, señora, no me hancomprendido, ni han medido laaltura de mis pensamientos.

—Don Diego, me horrorizanesas mujeres, porque yo conozco tucorazón, y comprendo lo que te

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habrán hecho sufrir; pero, amormío, vuelve a mí, vuelve; te adorocomo siempre; pura está para ti mialma; el fuego de mi pasión havivido inextinguible en mi pecho, ysólo tiemblo ante la idea de que noseas ya para mí lo que eras antes.

—¡Marina! ¡Marina! el fríodel infortunio ha tostado mi frente,ha apagado el ardor en mis miradas,pero aun está virgen mi corazón;porque estas mujeres que han reídode mí, que han querido jugar conmis sentimientos, no son capaces de

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amar, y por eso no pueden inspiraruna verdadera pasión, una pasiónardiente, pura, como la que hesentido siempre por ti, y que seocultaba avergonzada alencontrarse entre los placeres deesto que se llama sociedad.

—¿Pues por qué no nosvamos?

—Doña Marina, prontoregresaremos a nuestra patria; peroantes necesito algunos días…

—¿Y para qué?—¡Para vengarme!

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—¿Vengarte?, ¿y de quién?—De un hombre que me ha

burlado, de una mujer que me hadespreciado.

En las pupilas de la jovenbrilló rápidamente un relámpago defuror.

—¿Amas acaso a esa mujer?—preguntó con voz sorda.

—No la amo, la odio.—¿Entonces la amaste?—Tampoco; creí llegar a

amarla, y me despreció.—¿Y ese hombre?

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—Es su amante.—¿Tienes celos?—Te he dicho que no amo a

esa mujer.—¿Me lo juras?—¡Te lo juro!—¿Por la sombra de nuestros

padres?—¡Por la sombra de nuestros

padres!—¿Tardará mucho tu

venganza?—Tal vez no.—Te ayudaré si quieres; pero

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partamos pronto.—Partiremos el mismo día.—¿Cómo se llama esa mujer?—Doña Ana de Castrejón.—¿Y su amante?—Don Enrique Ruiz de

Mendilueta.—Te ayudaré si me crees útil.—Quizá serás el instrumento

que Dios me envía.Doña Marina se arrojó en los

brazos del Indiano, y con unaespecie de furor unió su boca a ladel joven en un ardiente y

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prolongado beso.La tarde expiraba, y en la

penumbra que envolvió la estanciabrillaban como dos estrellas losojos de doña Marina.

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V

EL PENDÓN

EL 13 de agosto de 1521, despuésde setenta y cinco días de asedio,cayó en poder de los españoles lacapital del poderoso imperio

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mexicano, y Hernán Cortés realizóla conquista de un inmenso,poblado y rico territorio, coronandoel éxito más favorable la empresamás atrevida, y quizá la menosmeditada, pero sin duda la máshábil y valerosamente ejecutada decuantas registra la historia desdelos fabulosos tiempos de lossemidioses.

Guatimotzín, que defendía conel valor y la constancia de un héroela capital de su imperio, quisosalvarse de la cautividad para

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seguir la guerra, y por dondedespués se fundó el convento delCarmen, salió en una canoa,seguido de su familia, de algunosnobles, y de los reyes de Tacuba yAculhuacán; pero fue alcanzado yhecho prisionero por el bergantínque mandaba García de Holguín.

El desgraciado monarca sólopidió la muerte como única graciaal vencedor.

Estos sucesos celebraban cadaaño con gran pompa el cabildo y laciudad de México, y a uno de esos

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aniversarios varaos a asistir ennuestra historia.

Mientras que el Indianohablaba con doña Marina,comenzaban las ceremonias yfestividades de la víspera delpaseo, es decir, era la tarde del 12de agosto.

Don Enrique guardó la cartaque acabara de recibir de manosdel negrillo, y profundamentepreocupado, se dirigió por lascalles de Tacuba, dando vuelta a laizquierda, hasta desembocar en las

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del nuevo monasterio de SanFrancisco.

Toda la calle, desde la puertadel palacio de los Virreyes hasta laesquina de San Francisco, y desdeallí hasta la de San Hipólito, estabacompletamente llena de gente queesperaba el Pendón de Cortés, quese iba a depositar aquel día a laúltima de estas iglesias, parapasearlo en triunfo a la mañanasiguiente y llevarlo a las casasconsistoriales.

Por todas las calles que debía

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recorrer la procesión había arcos,enramadas, cortinas y adornos enlas puertas, en las ventanas y en lasazoteas.

Don Enrique iba de tal manerapreocupado, que nada advertía, ninada llamaba su atención.

Los miembros de la noblefamilia de Torre-Leal tenían casiuna obligación de formar parte dela comitiva que acompañaba alalférez real, que conducía, seguidodel virrey, de la audiencia, delayuntamiento y de las

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corporaciones, el Pendón, y donEnrique estaba dispuesto aconcurrir, pero la carta que acababade leer le había contrariado de talmanera, que no pensó siquiera enasistir a la solemnidad. Confundidoentre el gentío miró pasar laprocesión, y casi maquinalmentecaminó con la multitud, que formóuna cauda inmensa a la comitiva.

Llegaron a la iglesia de SanHipólito, en donde se depositaba elPendón, por ser este santo patrón deMéxico, en razón de haberse

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tomado la ciudad en su día; secantaron allí unas vísperassolemnes, y luego se disolvióaquella muchedumbre, en medio yade la obscuridad de la noche.

Don Enrique distraídamentehabíase quedado separado de susamigos, y así regresaba por lascalles de San Francisco, cuando unavieja le detuvo misteriosamente.

—¿Sois el caballero donEnrique Ruiz de Mendilueta? —lepreguntó.

—El mismo, señora —

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contestó don Enrique.—Tomad.—¿Qué me dais?—Ya lo veréis, una esquela.—¿De parte de quién?—Las letras lo dirán. Adiós.—Oíd; decidme…—Nada más tengo que agregar,

adiós.Y la vieja se perdió entre la

gente.Don Enrique pudo ser

conocido por la vieja, merced a lamultitud de faroles y hachas de cera

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y de brea que había en las ventanas,balcones y azoteas, con motivo dela solemnidad; pero para leer laesquela, aquélla no era luzsuficiente, y tuvo necesidad deacercarse a una de las hogueras queardían en medio de la calle.

La esquela no tenía en el sobreni armas, ni cifras, ni nadaabsolutamente que indicara de lapersona que la dirigía.

Don Enrique la abrió y leyó:

Don Enrique:Si el amor propio no me engaña, creo que

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soy bella, noble y discreta; podréis juzgar enparte de estas cualidades mañana cuando paséiscon la cabalgata por la calle de Tacuba; mi casaqueda entonces para vos del lado de vuestrocorazón.

Si me encontráis bella, quizá se realice lo quees hoy para mí una ilusión encantadora.

No quiero deciros más.

Y la carta no llevaba firma. DonEnrique la leyó varias veces,queriendo adivinar algo más de loque decían aquellos pocosrenglones, y no entendía más sinoque una dama deseaba que la viese;pero no contenía ni siquiera una

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declaración formal de amor.Don Enrique se quedó

pensando, con la esquela en lamano, qué podría ser aquello, y sidebía tomarlo seriamente o por unaburla.

Por más humilde que sea unhombre, una carta así de una mujer,y sobre todo, de una damadesconocida, le causa un ciertomovimiento de orgullo, que lepreocupa y que difícilmente puedecontener.

—Iré a ver a esa dama —dijo

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don Enrique, guardándose laesquela—. Será bella, y sobre todo,disipará esta aventura extraña esasombría nube de tristeza que hacaído sobre mi frente con la cartade Ana.

Y embozándose en suferreruelo, se dirigióapresuradamente para su casa.

Amaneció el 13 de agosto, díade San Hipólito, y desde muytemprano reinó en la ciudad lamayor animación. En esta mañana,la comitiva que conducía el Pendón

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debía pasar por las calles deTacuba, dar vuelta por enfrente delas casas del marqués del Valle, quehoy se llama calle delEmpedradillo, y luego a las casasconsistoriales.

Por todas aquellas calles seveían, como en las de SanFrancisco, arcos y cortinas,desplegándose un fausto y unaostentación de riqueza que en estostiempos parecerían fabulosos. Losarcos estaban formados demantones y pañolones chinos, de

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bordados de seda de vivísimoscolores; las cortinas de losbalcones eran de brocado, y lucíanen inmensos aparadores las vajillasde oro y de plata.

La gente se agrupaba en lasaceras y llegaba casi hasta la mitadde la calle, y multitud de damashermosísimas lucían en losbalcones sus galas, sus alhajas y labelleza de sus rostros.

Sobre un soberbio potro negrocomo la noche, con los ojosardientes y que piafaba de orgullo,

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con toda esa altivez que siente unjinete que oprime los lomos de unbuen caballo, se presentó frente aSan Hipólito, seguido de unaespléndida cabalgata, en la quetodos montaban caballos negros,don Enrique Ruiz de Mendilueta.

La silla y la brida del joveneran de las que se llamaban decorte, adornadas de oro. Toda lacuadrilla que le seguía vestía trajesemejante al suyo, calzones deescudero y ropilla color de violeta,acuchilladas de blanco, medias

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calzas de venado con espuelas deoro, sombrero de anchas alas conpluma blanca, y talabarte bordadocon espada de corte.

Al mismo tiempo que donEnrique llegaba a San Hipólito,desembocaba por otro lado otracuadrilla que montaba caballosblancos, y vestía trajes encarnadoscon acuchillados blancos, y plumasrojas en el sombrero.

A la cabeza de esta cuadrillacaminaba el Indiano sobre unfogosísimo caballo, blanco también,

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que llevaba la montura cubierta conuna gran piel de tigre: todos los quele seguían llevaban pielessemejantes en sus monturas.

Las dos cuadrillas secolocaron una al lado de otra, y loscapitanes se hicieron con la cabezaun saludo tan ligero, que no habríapodido conocerse sin la oscilaciónde las plumas; pero pudo advertirseque los dos caballos que montabanlos jefes se movieron con violencia,lo que probaba que habían sentidoalguna contracción nerviosa en el

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brazo que regía las bridas, y que lasespuelas de los jinetes habíantocado sus flancos.

Organizóse la marcha de laprocesión; todos iban a caballo. Elalférez real tomó en sus manos elPendón del conquistador,colocáronse a sus lados el virrey,los oidores, los alcaldes y todas lasautoridades y funcionarios, ysiguieron los gremios y lascorporaciones.

Había llegado el momento deque tomaran su colocación las

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cuadrillas de los jóvenescaballeros. El lugar de preferenciaentonces, como en todos los casossemejantes, era el más inmediato alas primeras autoridades; de maneraque la mayor distinción era irdelante, como en otras veces lo esir atrás.

Así lo comprendieron sin dudalas dos cuadrillas, porque apenasacabaron de pasar lascorporaciones, cuando las dos selanzaron violentamente, sinconsideración de ninguna especie, a

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ocupar el lugar. Como era natural,hubo un punto en el que ambas seencontraron, y como ninguna deellas quería ceder, resultó unchoque semejante al de un combateo de un torneo.

De uno y otro lado rodaron portierra algunos jinetes y cayeronalgunos caballos; los que quedaronfirmes sobre los estribos más seindignaron, y metiendo mano a losestoques, arremetieron los unoscontra los otros, conociéndose losenemigos por los colores de los

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otros caballos, de las ropas y de lasplumas.

Como es de suponerse, donDiego y don Enrique se buscaroninmediatamente; además del antiguorencor que ardía en sus pechos, secreían en obligación de pelear cadauno de ellos con el capitán de lacabalgata enemiga; pero el tumultoera tan grande y tan densa la nubede polvo que se levantaba, que casiles fue imposible el hallarse.

Crecían el tumulto y los gritosde combatientes y espectadores,

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encendíase más y más la refriega,brillaban entre el polvo y a la luzdel sol de la mañana los aceros, yalzaban un pavoroso rumor laspisadas de tantos caballos enmovimiento.

Huían los pacíficos por todaslas calles; la comitiva se detuvo, yse escucharon aquellas palabrasterribles que en todo caso surtían unefecto prodigioso:

—¡Ténganse a Su Majestad!¡Ténganse a la justicia! ¡Favor alrey! ¡Favor a la justicia!

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El virrey mismo en persona, yseguido de muchos caballeros,alcaldes, alabarderos y gentes dejusticia, llegó al lugar del combate.

—¡Ténganse al rey!—¡Aquí está Su Excelencia!—¡Favor a Su Majestad!Gritaban alguaciles y

caballeros, y repetía la gente quehabía permanecido contemplando lalucha.

Apenas se oyeron estas voces,como por encanto todos loscaballos quedaron sin moverse, y

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todos los estoques se bajaron, ytodas las lenguas enmudecieron, yel polvo se disipó, y pudo verse loque había pasado.

Entretanto, a los gritos de«favor al rey, favor a la justicia»,una multitud de gente armada sehabía reunido enderredor delvirrey.

Afortunadamente pocas y muyleves habían sido las heridas que deaquel lance resultaron. Armadostodos aquellos caballeros conespadines cortos, apenas habían

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podido tocarse, y sólo algunossacaron rasgadas las ropillas, y enel cuerpo piquetes de tan pocaconsideración, que era difícildistinguir las pequeñas manchas desangre que aparecían en uno queotro justillo.

El virrey, después dereconvenir acremente aquella falta,en vista de que no había desgraciaque lamentar, en consideración aque todo se había producido por laexaltación en honra de S. M., yatendiendo a la grandeza del día,

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perdonó aquel desorden, y paracortarlo definitivamente sin ofensade nadie, acordó que marchasen lasdos cuadrillas mezcladas,caminando ambos a dos por delantelos belicosos capitanes.

Aparentemente todo quedótranquilo, y don Enrique y elIndiano, cediéndose con la mayorurbanidad el lado de la espada, sepusieron en marcha, devorando suscorazones el rencor y el deseo de lavenganza. Por lo demás, como entreel resto de las cuadrillas no existían

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los mismos antecedentes, muypronto reinó entre los caballeros lamayor cordialidad y alegría,alentados por la fingida amistad queparecía unir a los capitanes.

En los acontecimientos de lamañana don Enrique olvidó por unmomento la carta de la damadesconocida que había recibido lavíspera; pero al llegar cerca de lacalle de Tacuba se acordó, ydeterminó fijar su atención,esperando reconocer entre lamultitud de señoras que estaban en

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los balcones y ventanas, por algunaseña a la que le había escrito.

Comenzó, pues, a examinar atodas, recordando que la esqueladecía que en una casa del lado desu corazón. Iba ya terminando lacalle, y nada podía descubrir que lediera la más pequeña luz.

Por fin sus ojos se detuvieronen unos balcones riquísimamenteadornados y en donde no había másque una sola mujer; pero aquellamujer era muy bella, vestía denegro, y en su traje y en su tocado, y

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en sus manos y en su garganta y ensus brazos, brillaban como solessoberbios diamantes.

Aquella mujer tenía algo defantástico, parecía la virgen de lanoche de alguna leyenda india; yaquella mujer que la gente toda separaba a contemplar admirada, eradoña Marina.

Era doña Marina, que mirabacon indiferencia pasar a toda lacomitiva.

—¡Si ésta fuera! —exclamó ensu interior don Enrique, fascinado

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de aquella hermosura.Doña Marina, al ver al joven,

hizo un movimiento que no seocultó a la penetración de éste, ydejó escapar una flor que teníaentre sus dedos.

—¡Es ella! —pensó el joven, ylanzó su caballo hacia el pie de losbalcones, para recoger la flor, quele entregó uno del pueblo que lahabía alzado.

Don Diego le mirósonriéndose, y luego alzó el rostropara ver a la dama, y una mirada de

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inteligencia cruzó entre los dos.Don Enrique colocó la flor en

su pecho, y volvió a ocupar su lugaral lado del Indiano.

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VI

LOS PLANES DE DON JUSTO

MIENTRAS esto pasaba, don Justo nopodía sosegar, meditando un planpara hacer que desapareciera donEnrique, a fin de que quedase como

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heredero del título y de las riquezasde los condes de Torre-Leal el hijode su hermana.

Don Justo miraba mucho en elporvenir; el conde era viejo y podíatardar mucho en morir; faltando donEnrique, su sobrino sería elheredero, y entoncesindudablemente don Justo seríallamado a la administración detodos aquellos bienes por su mismahermana Guadalupe, y esto era paraél como fijar un clavo de oro en larueda de la fortuna.

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Esto era muy sencillo; la únicadificultad que se le presentaba, eraencontrar un medio a propósito paradeshacerse del heredero legítimo.

El carácter de don Enriquepodía presentar una ocasiónoportuna, porque era amigo degalanteos y de aventuras, y en estaclase de vida un hombre está muypropenso a morir de una estocada oa caer bajo el puñal de un asesino;pero en compensación el joven eratan diestro en el manejo de lasarmas, que pocos camorristas se

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atrevían a emprenderla con él; y sucarácter franco, generoso y jovial,hacía, por otra parte, que fuese enlo general muy querido.

Don Justo se desvelabapensando en esto, y averiguandopor todas partes quién era enemigode don Enrique.

Cuando un hombre se fija enun pensamiento, cuando pretende atoda costa conseguir algo, cuandotiene la suficiente fuerza devoluntad para perseverar día condía y sin interrupción en el plan que

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se ha propuesto, es difícil que nologre su objeto.

Una mañana don Justo sedespertó contento; había, a sujuicio, encontrado, si no todo, partede lo que apetecía.

La hermana de don Enrique eramonja profesa del convento deJesús María, y con la abadesa deaquel convento don Justo habíatenido «en el siglo» grande amistad,y la conservaba todavía.

Allí creyó aquel hombreprudente comenzar.

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Vistióse precipitadamente, sedesayunó de prisa como el que noquiere perder un instante, y salió ala calle, dirigiéndose con rapidez alconvento de Jesús María.

Preguntó por la abadesa ysolicitó el hablarla; pero la abadesasin duda estaba ocupada o teníapocas ganas de hablar con donJusto, y no hubo más remedio queaguardar hasta el día siguiente, quepor ser el 13 de agosto, día de lagran fiesta del Pendón, supuso conmotivo don Justo, que habría muy

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poca gente que fuera a ver a lasmonjas.

No se perdió aquella tarde,porque don Justo averiguó en ellaque, por motivo de los amores dedon Enrique con doña Ana, donDiego, el Indiano, era un enemigomortal y poderoso del heredero delconde de Torre-Leal.

—¡Oh! —pensaba don Justo—decididamente me protege lafortuna: con este auxilio y con elplan que pienso poner en elconvento, el triunfo es mío o soy el

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hombre más torpe de la tierra.Mañana a las once hablaré con laabadesa, y en la tarde buscaré alIndiano, que agradecerá mi buenavoluntad para ayudarle contra suenemigo…

Y don Justo se retiró a su casatemprano, después de haber hechola visita de costumbre a su hermanaGuadalupe, callándole por supuestotodos sus planes.

A la mañana siguiente salió desu casa hasta cerca de las once, y yapara ir al convento y en la calle,

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comenzó a saber por sus conocidosla noticia del terrible escándalo quehabían dado en la calle de SanHipólito las dos cuadrillas dejinetes capitaneadas por donEnrique y el Indiano.

Como sucede siempre en estoscasos, las noticias al pasar de unaboca a la otra aumentan, y el que larefiere, por darle más interés abultao agrega, y siempre creciendo ysiempre desfigurándose, aquellanoticia vuela con una rapidezmaravillosa, y se difunde por todas

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partes.Cuando don Justo la recibió,

se contaban ya por docenas losmuertos y los heridos, y se referíanpormenores de estocadas,mandobles dados por los capitanes,y se agregaba que era cosapremeditada, porque los jinetesiban armados de «punta en blanco»,y se daba la causal de aquelencuentro en los amores de doñaAna con los dos capitanes.

En el fondo el vulgo habíadado con el verdadero motivo; pero

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era más porque lo inventaba queporque lo comprendía.

A cada persona que le daba unnuevo dato de aquel lance, donJusto se frotaba las manos y se ibadiciendo en su interior:

—¡Soberbio, magnífico,admirable! Esto marcha mejor de loque yo esperaba; todo se redondeade la manera más milagrosa; yluego los dos negocios a la vez sepreparan perfectamente, lo delconvento y lo del Indiano… ya notemo perder en balde mi tiempo. —

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Y pensando en esto, llegó hastaJesús María.

La fortuna parecía sonreírle,porque antes de media hora estabaya hablando con la madre abadesa.

—Quisiera yo —decía donJusto— poner en conocimiento desu reverencia cosas que pasan en elmundo y que no son muyconvenientes para el convento.

—¡Válgame mi Dios y Señor!—contestó la abadesa espantada—¿pues qué hay, hermanito? ¿Si habráalgo contra esta pobre comunidad?

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—Aún no, madrecita; perofácil me parece que suceda.

—¡Madre y señora mía delAmparo! ¿Acaso nosotras, humildessiervas de Jesús, María y José,habremos dado un motivo? ¿Oestamos siendo, Dios no lo permita,causa de algún escándalo en elmundo?

—Perdóneme su reverenciaque por cariño a su respetablecomunidad y por honor de mimadrecita su digna abadesa, meatreva yo a darle este mal rato, que

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Dios nuestro Señor me perdone, yme lo aplique para descargo de misculpas por lo que me hace padecer.

—Amén.—Pero me veo en precisa

necesidad de dar a su reverenciaparte de esto, que puede ser motivode escándalo para su respetablecomunidad y para el mundo, que enesto no distingue, como dicen loslibros santos, la mies de la cizaña.

—Habla, hermanito, que metienes perpleja con ese preámbulo,y pido a Dios me dé fortaleza para

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escucharle, si tan grave y dolorosoes para su sierva lo que tiene quecomunicarme. Deus in adjutoriummeum intende.

—Domine ad adjuvandum mefestina.

—Pues diga por Dios,hermano.

—Voy con ello, madrecita,aunque casi no sé por dóndecomenzar. Su reverencia tiene enesta sagrada comunidad unahermana que es hija del señorconde de Torre-Leal.

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—Y muy virtuosa, y muy santa,y muy ejemplar religiosa.

—Tanto peor.—¿Cómo tanto peor, hermano?—Tanto peor digo a su

reverencia, madrecita, por lo que sureverencia oirá después. Comosabrá su reverencia, el señor condecasó en segundas nupcias con mihermana doña Guadalupe.

—Sí, una de nuestras santasbienhechoras, a quien Dios dé saludy bienes por muchos años.

—Por eso me interesa a mí

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también el negocio que hay de lafamilia.

—Verdad es.—Pues tiene el señor conde un

hijo heredero de su título yriquezas, por desgracia suya y demi familia, y sobre todo, de estasanta comunidad.

—¿Cómo así?—Así mismo; porque ha de

saber su reverencia que este joven,como dejado de la mano de suDivina Majestad, escandaliza todala tierra con su vida relajada y

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costumbres públicamentedepravadas; y en lugar de ser honrade su linaje y apoyo de la vejez demi señor el conde, no se ocupa sinode mancebías y fiestas profanas, sindar nada de su tiempo a Dios y albuen nombre de su casa; todo estocon perjuicio de su familia y condesdoro y mengua de estacomunidad, en donde todo el mundosabe que tiene una hermana de sumisma sangre y estirpe.

—¡Ave María Santísima, y quécosas!

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—El mal es más grave de loque parece; pero no se mienta alhermano sin hablar de la hermana, yde ella nada se dice que norecuerde a las santas religiosas deesta comunidad; y como losdesmanes y escándalos delmancebo son cuotidianos y grandes,no pasa un día de Dios en que estasanta casa no ande en lenguas, tantomás ligeras y fáciles de mover,como son poco cautos los que lasejercitan en difamar bien sentadashonras y bien arraigadas virtudes.

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—¡Jesús nos acompañe! ¡Quécosas, qué cosas! ¿Y qué remediotendría este mal?

—Preciso y urgente serábuscarle, y calculo que después deconsultarlo con quien deba y mássepa, bueno sería fijarse en acudir aS. E. el virrey, que representa aquíla majestad y poder de nuestrocatólico monarca (q. m. a. g.), paraque él como patrono y defensor dela Iglesia y de su honra, se dignetomar providencia que no está ennuestras manos el dictar.

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—Oportuno me parece elconsejo, y mucho, hermanito, loagradezco; cuidaré de consultarlo anuestros padres capellanes para queellos lo hagan, si así lo juzganconveniente, con el señorarzobispo.

—Eso es lo que debe hacer sureverencia; que luego ayudaréla yoen lo que me sea posible parasalvar la honra de su convento.

—Gracias, hermanito.—A Dios son debidas.Separáronse los dos

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interlocutores, él enteramentesatisfecho del giro que tomaba elasunto, y ella escandalizada de loque había sabido, y temerosa de queaquello siguiera adelante conmengua del respeto y obedienciaque debía inspirar su comunidad.

—Ahora —pensó don Justo—ya que por aquí la semilla parecehaber caído en buen terreno, por lacandidez de la madre abadesa,necesario será que veamos a esedon Diego, que siendo tan enemigode don Enrique, fuerza es que me

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sirva de auxiliar poderoso, si nopara arrostrar de frente esaenemistad y causar la caídaperpetua de don Enrique, sí almenos para proporcionarme losmedios de que los escándalos delseñorito se repitan con mayorfrecuencia y con mayorsolemnidad… Esto es hecho.

Las ceremonias habían yaconcluido, el Pendón estabadepositado en las casas delayuntamiento, y como eran ya lasdos de la tarde, todo el mundo se

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había retirado a su casa, porqueentonces aquella era la hora precisade comer.

Don Justo creyó prudentehacer lo mismo, porque además deque era hombre, y sujeto pordesgracia como todos a talnecesidad, a la hora de la comidaen aquellos tiempos felices, nopodía emprenderse nada.

A las dos de la tarde, todas laspuertas de las casas se cerraban conllave, y durante el tiempo de lacomida y aún el de la siesta que

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dormían casi todas las personas quegozaban de alguna proporción, loszaguanes de las casas no se abrían anadie ni para nada; porconsecuencia, se hubiera tenido poruna imperdonable falta deurbanidad llamar en una casa a esashoras, aun siendo persona deconfianza, y no siéndolo, además deser inoportuno, se corría el peligrode que el portero, apoyado en suconsigna y en su costumbre, hubieradejado al imprudente en la calle.

Nada de esto ignoraba nuestro

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hombre, y así es que siguiendo lageneral costumbre, se puso a comera puerta cerrada, y después se entrótranquilamente a dormir la siesta,guardando para la tarde la visitaque pensaba hacer a don Diego elIndiano.

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VII

EL GRAN ESCÁNDALO

DOÑA Ana de Castrejón habíaseguido al pie de la letra losconsejos que recibió de su madre, yprocuraba por cuantos medios

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estaban a su alcance, desesperar adon Enrique y exaltar su pasión másy más.

De eso provenía la esquelaque le había enviado la víspera deldía de San Hipólito, y todo se hacíade acuerdo con doña Fernanda, quedirigía todas aquellas operaciones.

Doña Ana no se privó delplacer de divertirse con lascabalgatas el día de la fiesta delPendón, no más que cuidó bien deque su novio no supiera dónde iba aver desfilar la comitiva, y procuró

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ocultarse cuando él pasó.Pero todo en el mundo está

admirablemente compensado,porque en aquellos momentos elenamorado caballero pensaba másque en doña Ana en la dama que lehabía enviado el billete misterioso,y después de que la conoció, o quecreyó conocerla, más que en la citaque tenía pendiente para aquellamisma noche, se ocupó el galán enaveriguar quién era aquella mujertan misteriosa y de una tan rarabelleza.

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Cuando la comitiva sedisolvió, doña Ana volvió a su casaen una carroza cerrada, a prepararla comedia que tenía dispuesta paraaquella misma noche, y don Enriquetornó a pasar por la calle de Tacubaen busca de doña Marina; pero losbatientes de las ventanas estabancerrados, y nadie aparecía por allí.Determinó esperar, confiado en queuna mujer que se había atrevido aescribirle, debía indudablementeprocurar o expeditar los mediospara ponerse en comunicación con

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él.La noche se acercó, y doña

Ana tuvo que sacrificar aquellanoche sus deseos y sus placeres asus proyectos, y en vez de losbrillantes adornos y losprovocativos atavíos del sarao,púsose un traje oscuro y humilde;necesitaba representar el papel devíctima, y era preciso comenzar porel vestido.

—Espero —decía doñaFernanda— que esta noche hagasalgo de provecho, y decidirás a ese

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hombre a pedir tu mano.—Tan ardiente es su amor, que

no dudo alcanzar el triunfo, que talestá para él la situación, que laúnica esperanza que le resta es elmatrimonio —contestó doña Ana.

—Procura también que no sólopor amor, sino por amor propio ypor orgullo de caballero,comprometa su palabra.

—¿Y si él llegara aproponerme esta noche la fuga?

Doña Fernanda no contestóinmediatamente a la pregunta, sino

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que se puso a reflexionar durante unlargo rato.

—Tal vez sería convenienteque aceptaras, porque esto daríalugar a un escándalo, cuyareparación debería ser elmatrimonio.

—¿Pero si se resiste después?—Fácil será obligarle por

justicia.—¿Y debo seguirle muy lejos?—No; me avisas en el

momento, y voy tras de ti, y vuelvoa traerte a la casa, después de haber

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hecho constar el rapto por algunaspersonas que me acompañen…

—Me parece muy bien.—Lo que importa es que

procures por cuantos medios te seaposible exaltar su amor, que santo ybueno es esto, porque el fin que tehas propuesto es lícito y honesto.

La madre y la hija siguieronhablando hasta muy avanzada lanoche, y como el corazón de una yotra se interesaban muy poco enaquel amor de cálculo, una y otracomenzaron a sentir cansancio.

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—¿Qué hora es? —preguntódoña Ana con negligencia.

—Apenas las diez y media —contestó doña Fernanda con todaslas señales del fastidio, mirandouna magnífica muestra que habíasobre una mesa.

—Todavía hora y media deespera.

—Y lo que siga después.—¡Qué contentas estarán las

que hayan ido al sarao!—Dicen que se preparaba

espléndido.

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—Casi casi me arrepiento deno haber ido por esperar a estepobre de mi futuro; ahora bailaríayo, en lugar de estar aquíconsumiéndome de tedio… no lovolveré a hacer…

—Siempre serás niña, Ana.¿Qué importa un baile más o menoscuando se trata de tu porvenir?Saraos hay muchos, y maridos comodon Enrique son muy escasos: ya tepreguntaré qué ha sido de esearrepentimiento el día que te llamenla señora condesa y que puedas

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divertirte a toda tu satisfacción.Doña Ana se sonrió, y las dos

volvieron a quedar en silencio. Decuando en cuando aquel silencio seinterrumpía por las alegres vocesde algún grupo de paseantes queatravesaban cantando por la calle, yentonces doña Ana preguntaba:

—¿Qué hora es?Doña Fernanda alzaba el

rostro, y con los ojos entrecerradospor el sueño o porque la luz leparecía demasiado fuerte,contestaba:

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—Las once.—¡Qué noche tan larga! —

decía doña Ana, y volvía la hija ameditar, y a dormitar la madre.

Por fin, a una de las preguntasdoña Fernanda contestó:

—Van a dar las doce.—¡Bendito sea Dios! Voyme

para el cuarto de Faciquía a esperara don Enrique.

—Procura antes refrescarte —dijo la madre— que tienes queatravesar el patio, y la noche estáfría.

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Doña Ana se levantó y fue amirarse en una pequeña luna quehabía en uno de los ángulos de laestancia; estudió, sin duda, algunasmiradas y algunas sonrisas, yhubiera quizá permanecido allí mástiempo si doña Fernanda no hubieradicho:

—Las doce.—Me voy —exclamó doña

Ana, y salió precipitadamente,cubriéndose con un manto de lananegra.

Doña Ana descendió

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ligeramente la escalera y se entró auno de los aposentos del piso bajo.

Allí cosía a la luz de un candiluna negra anciana, con la cabezaenvuelta en un pañuelo de lanaencarnado y amarillo.

—Faciquía —dijo doña Anaal entrar.

—¡Niña! —exclamó la negra,levantando la cabeza.

—Nana, apaga el candil ysalte, que es ya la hora.

La negra se levantó e iba aapagar el candil.

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—Espera, espera —exclamóla joven— quiero llegar a laventana para abrirla, porque aobscuras no daré con ella nunca.

La negra esperó hasta que lajoven llegó a la ventana, sopló alcandil y salió cerrando tras sí lapuerta.

Entonces doña Ana abrió conprecaución los batientes de laventana, que estaba guardada poruna gruesa reja, y mirócuriosamente para la calle; cerca deallí había un hombre embozado; por

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lo demás, todo estaba enteramentedesierto, aunque brillaba hermosala claridad de la luna.

La casa de doña Fernanda y dedoña Ana formaba la esquina deaquella cuadra, por el frente lacalle real de Ixtapalapa, y por unode los costados un ancho callejón,para donde caían las ventanas porla que debían hablar y habíanhablado ya otras veces don Enriquey la joven.

Cuando el hombre embozadonotó que la ventana se abría, se

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llegó a ella con mucha cautela ypoco a poco.

—Don Enrique —dijo doñaAna.

—Ángel mío —contestó eljoven.

—Acércate, mi bien ¡quémiedo tengo!

—¿Miedo? ¿Y de qué, vida demi vida? ¿Quién hay que pudieraofenderte estando yo a tu lado?

—¡Ay, don Enrique! quienpuede tardar nuestra dicha estálibre de los golpes de tu espada.

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—¿Tu madre, Ana? Pero ¿porqué me odia? ¿Acaso no ama ella alos que te aman a ti? ¿No soybastante noble y bastante digno parallamarte mía?

—Don Enrique, no digas eso,tú tan caballero, no; tu nobleza estan alta como la de un rey, y muydichosa debe ser la mujer quepueda llevar tu nombre y llamartesuyo; pero…

—¿Qué? Amor mío, habla, note detengas…

—Don Enrique, mi madre ha

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dado oídos a tus enemigos, y creeque no me amas, que pretendes sóloburlarte de su hija.

—¿Cree que no te amo,señora? ¿Lo cree, cuando quizáhasta que te conocí supe lo que eraamar? Pero ¿qué me importa queella no crea en mi amor si lo creestú? Tú, para quien sólo quiero serdigno y bueno. Dime, Ana ¿creesque te amo?

—Si no lo creyera así, habríamuerto.

—Y tú ¿me amas?

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—Más cada día, más…Y a través de la reja la joven

asomó el rostro, don Enrique seacercó, y aquellas dos bocas seunieron en un beso que parecía sereterno.

—¡Ana! —exclamórepentinamente con terribleviolencia el joven, dando vuelo a lapasión que sentía en aquel momento— ¡Ana!, ¿dices que me amas?

—Más de lo que tú puedescreer.

—¿Serás capaz de hacer

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cuanto te diga?—Sí, aunque me mandaras

darme la muerte.—¡Alma de mi alma! Pues

bien, Ana, huye conmigo.—¡Huir! —contestó la joven,

fingiendo un gran espanto queestaba muy lejos de sentir, pues ibacasi preparada para aquellaproposición—. ¡Huir!, ¿y a dónde?

—Conmigo, en mis brazos y ami lado.

—Don Enrique ¿me amas, yme propones la fuga, el escándalo,

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la deshonra?—No, Ana, no es la deshonra;

a mi lado te espera el amor, lafelicidad, y entonces tu madre nopodrá oponerse y tendrá queconsentir en nuestro amor, y serásmuy pronto la condesa de Torre-Leal. Ana ¿te negarás a seguirme?

—¡Oh!, ¡eres todo uncaballero, y te adoro, don Enrique!Te seguiré hasta el fin del mundo.

—¡Me das la felicidad!—¿Y cuándo quieres que salga

de aquí?

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—En este momento.—¿Tan pronto?—Un siglo es para mí cada

momento que retardas mi ventura,amor de mis amores; ven, no tardes.

—Bien; voy, voy, espérame —dijo doña Ana retirándose.

—¿En el zaguán de la casa? —preguntó don Enrique, poseído yade este temblor nervioso queacomete a los hombres en losmomentos de una grande excitación.

—No, ahí mismo.—¡No tardes, ángel mío!

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—Pronto estaré a tu lado;¡mira cuánto te amo!

La ventana se cerró, donEnrique se embozó en su capa y sepuso a esperar.

Doña Ana salióprecipitadamente, subió la escaleray se dirigió a la estancia de doñaFernanda.

—¿Qué pasa? —exclamó éstaal verla entrar.

—Llegó el momento, madremía.

—¿Te propuso la fuga o el

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matrimonio?—Las dos cosas.—¿Cuál primero?—La fuga —contestó

sonriéndose doña Ana.Doña Fernanda se sonrió

también, y contestó:—No es tonto, pero yo

tampoco; estamos prevenidas.—Vamos, madre, no se

fastidie.—¡Niña, poco conoces

todavía a los hombres! El másimpaciente aguarda un día contento,

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por una muchacha que le guste.—Pero vamos.—Parece que a ti también te

corre prisa, sin pensar en queapenas te dejaré andar con él una odos calles.

—Como gustéis; perodespachemos.

—Es preciso avisar a donJusto, que escribió la carta y que sequedó aquí esta noche paraayudarnos.

—Id a avisarle mientras medispongo.

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Doña Fernanda salió, yentretanto Ana volvió al tocador acomponerse más. Quería aparecermuy bella a los ojos de su amante.La madre volvió seguida de donJusto.

—Estamos listos —dijo.—Vamos —contestó doña

Ana.Y los tres bajaron al patio.—Tú saldrás sola —decía

doña Fernanda mientras llegaban ala puerta— te dejamos partir, yluego salimos en tu busca y te

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rescatamos.—¿Solos?—No, con los lacayos que

están ya dispuestos —repitió donJusto, mostrando en el fondo delpatio a varios lacayos con faroles yhachas.

—¿Sabéis, madre, quecomienzo a tener vergüenza de quetantas personas se enteren delnegocio?

—¡Vaya, qué tonta! Mañana losabrá todo México. ¿Qué importaque hoy lo vean unos cuantos?

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—Pero todo México no meverá a mí, y éstos van apresenciar…

—Si tienes miedo, aún estiempo.

—No… —replicó doña Ana,abriendo el zaguán resueltamente ysaliendo.

Don Justo cerró por dentro.En aquel instante se oyó un

grito de doña Ana, y un ruidosemejante al que produce una lucha.

—¿Oís? —dijo espantadadoña Fernanda— salgamos.

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—No tengáis cuidado ¿queréisque ella no finja sorpresa yresistencia?

Callaron ambos, y por allí nose escuchó ya nada; iban a salir,cuando en la calle se escuchó elruido de espadas.

—¡Salgamos!, ¡salgamos!¡Quién sabe lo que pasa! —dijodoña Fernanda.

—Ahora sí lo creo prudente—contestó don Justo abriendo; ylos dos, seguidos de muchoslacayos, salieron a la calle.

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Cerca de la esquina, unhombre, con el estoque en la mano,se defendía de tres o cuatro que leatacaban vigorosamente; aquelhombre perdía terreno y se batía enretirada. Iba casi a sucumbir,cuando aparecieron don Justo, doñaFernanda y los lacayos.

Los que atacaban huyeron, ydoña Fernanda y don Justoreconocieron en el que habíansalvado, a don Enrique.

—¿Y mi hija? —preguntóespantada la madre de doña Ana.

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—No lo sé, señora —contestódon Enrique.

—¿No lo sabéis? —dijoimprudentemente doña Fernanda—¿no lo sabéis, cuando salió de micasa para huir con vos?

—Por mi honor os lo juro —contestó el joven, sin reparar en queaquella mujer decía lo que debíaignorar— díjome que la esperara ala vuelta, y en su lugar hanaparecido cuatro asesinos.

—¿Pues en dónde está mi hija?Don Justo ¡mi hija!, ¡buscadla!,

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¡buscadla! ¡Aquel grito, aquellalucha!… ¡Oh, yo os decía bien,debíamos haber salido!

—¡Pronto corred por esascalles! ¡Buscad a la señorita! —dijo don Justo a los lacayos—. Novolváis sin traer razón.

Los lacayos se dispersaroncorriendo en todas direcciones yhaciendo cundir el escándalo portoda la ciudad.

Doña Fernanda, desesperada,volvió a entrar a su casa, sostenidapor don Justo; y don Enrique, sin

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saber qué pensar de aquello, seembozó en su ferreruelo y se echó acaminar a la aventura, esperandoencontrar la llave de aquel misterio.

Cerca del amanecer regresaronlos lacayos unos en pos de otros;ninguno había podido averiguarnada. En cambio la noticia de lafuga de doña Ana y del escándaloque había ocasionado, se esparcióinstantáneamente y sin sabersequién la había llevado, en el saraoque para celebrar la fiesta delPendón daba el ayuntamiento, y en

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el que se hallaba reunida la gentemás noble y principal de la ciudad.

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VIII

RETROCEDIENDO

VAMOS a encontrar la explicacióndel extraño rapto de doña Ana,retrocediendo solamente algunashoras.

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Don Justo levantóse de dormirla siesta, a las cuatro de la tarde deldía de San Hipólito; vistióse congran cuidado y salió a la calle enbusca, ante todo, del Indiano, enquien esperaba encontrar unauxiliar poderosísimo.

Era el Indiano muy conocidoen México por sus riquezas y por suespléndido lujo, y cosa fácil fuepara don Justo encontrar suhabitación. En la prolongación delas calles de Ixtapalapa y endirección al santuario de la Virgen

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de Guadalupe, a la derecha delpalacio de los Virreyes, tenía donDiego una magnífica casa.

Don Justo se presentó allí,preguntó a un lacayo por su señor, ysupo que allí se encontrabadisponiéndose para salir a la callea paseo.

En efecto, un palafrenero teníadel ronzal a un soberbio potro degran alzada, bayo-lobo, con la crin,la cola y los cabos negros yricamente enjaezado, que levantabainquieto la cabeza, y relinchaba y

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rascaba el suelo con las manos,tascando el freno como ansioso porsalir a ostentar su brío y suhermosura.

Don Justo subió las escaleras,y al llegar al corredor de la casa, seencontró con el Indiano que sedisponía ya a bajar.

—Dios guarde a su señoríamuchos años —dijo don Justo.

—Para serviros —contestódon Diego.

—Tengo que hablar con vos uninstante acerca de negocio grave, si

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tenéis a bien escucharme.—A fe que será una honra para

mí: pasad.—Honra es la que de vos

recibo.El Indiano condujo a don Justo

a una estancia pequeña, perotapizada y amueblada con exquisitogusto.

—Hacedme la gracia desentaros —dijo mostrándole uno delos sitiales, que eran de sándalo conbrocados de oro.

—Después que vos; que no

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debo sentarme estando en piepersona tan distinguida.

—Ambos a dos.Sentáronse, y don Justo, casi

sin saber por dónde principiar laconversación, dijo tímidamente:

—Caballero, sin dudaextrañaréis esta visita cuandoapenas tengo la honra de serconocido hasta hoy por vos.

—Esa honra es para mí.Levantáronse un poco los dos

de sus asientos, y se saludaronceremoniosamente. Don Justo

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continuó:—Pero hay ocasiones en que

dos personas están identificadaspor intereses sin conocerse, y eneste caso, la reunión de esaspersonas es una cosa muyprovechosa para ambos ¿no osparece?

—Perfectamente —contestóclon Diego, y pensó—: ¿en quevendremos a parar?

—Soy para serviros, puestoque no sabéis mi nombre, don JustoSalinas de Salamanca y Baus…

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—Muy señor mío —contestóel Indiano, y los dos volvieron alevantarse de sus asientos a hacerseotra reverencia.

—No conozco su nombre —pensó don Diego.

—Hermano —continuó donJusto— de doña Guadalupe Salinasde Salamanca y Baus, condesa deTorre-Leal y esposa del conde donCarlos Ruiz de Mendilueta, padrede don Enrique.

Otra reverencia.—¿Venís acaso de parte de

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don Enrique? —preguntó donDiego, inmutándose un tanto al oírel nombre de su enemigo.

—Dios me libre; pero sí vengoa hablaros de negocio que le atañe.

—¿En qué puedo seros útil?—A mí no precisamente; pero

si yo os pudiera servir de algo…—No veo…—Hablaremos con franqueza,

si me lo permitís…—Seguramente.—Bien, voy a ello. Vos sois, a

lo que asegura la gente, enemigo

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jurado de don Enrique Ruiz deMendilueta.

—No, poca cosa, disgustosque nunca faltan entre loshombres…

—Permitidme; hay entrevosotros algo más que disgustos;hay casi un odio profundo.

—¿Él os ha dicho?—No, no en mis días; no le

trato.—¿Entonces, cómo podéis

decir?…—Porque todos lo aseguran.

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—Quizá todos se engañen.—Permitidme; yo creo que no;

el pueblo lo dice, y ya sabéis, voxpopuli vox Dei.

—Y sin embargo, el pueblo seengaña.

—Don Diego, desconfiáis demí porque mi hermana es la mujerdel conde, y quiero probaros quehacéis mal, y que quizá con nadiedebéis tener más confianza queconmigo.

—Pero…—Vengo a proponeros una

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alianza: vos aborrecéis a donEnrique, y yo también; a vos osestorba, a mí también: vamos porcaminos distintos, pero el obstáculoes el mismo; los dos necesitamosdeshacernos de ese hombre:unámonos. Yo vengo a ofrecermecomo vuestro para ayudaros envuestros planes.

Cuando don Justo acabó dehablar, miró satisfecho a suinterlocutor; pero don Diego sehabía levantado del sitial, pálido,con los ojos centellantes de furor,

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cerrados los puños y apretados losdientes.

Don Justo se espantó al verleasí, y se levantó también de suasiento. El Indiano dio un pasohacia adelante, y luego con la vozronca por la ira, y como haciendoun gran esfuerzo para contener sufuror, exclamó:

—¡Vive el cielo, caballero,que si no viera el lugar en queestamos y lo sagrado que es aquípara mí vuestra persona, osenseñaría a tratarme como quien

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soy!… ¿De dónde os ha ocurrido avos venir a proponerme planes devenganza contra mis enemigos, yofrecerme auxilio que jamás os hedemandado? Brazo fuerte y corazónsin miedo debo al cielo para tomarla, demanda de mis injurias sobremí, sin buscar en ajenas fuerzas loque por sólo mi aliento puedoacometer. Hacedme, caballero, lagracia de retiraros antes de que,cegado por el furor, cometa undesmán con vuestra persona… y ossuplico y os aconsejo por vuestro

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propio bien, que jamás volváis amezclaros en asuntos que no osconciernen, y sobre todo, en losmíos…

Don Justo, sin esperar el fin deaquella tempestad, salió de laestancia y bajó precipitadamente laescalera, murmurando entre dientes:

—Estúpido, villano, malnacido…

Poco después bajó don Diegocon muestras aún de mal humor, ydiciendo a sus solas:

—¡Infame! ¡Un plan contra uno

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de su familia!… y luego…proponerme eso a mí… a mí…¡Malvado!, ¡no sé cómo he podidocontenerme!… yo me vengaré dedon Enrique y de doña Ana; peroeso seré yo, yo solo, o con losmíos… pero este… ¡infame!

Y sin ver siquiera alpalafrenero, saltó sobre el caballo,que se encabritaba, y salió a lacalle. El potro debió conocer quesu jinete no estaba esa tarde parachanzas, y tomó sosegadamente sugarboso trote.

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Los pajes montaron a caballo ysiguieron silenciosamente a suseñor. También ellos conocieronque había habido una grantempestad.

A poco andar, don Diego sereunió con un grupo de jóvenes queiban a caballo también por la Plazamayor, y se encaminaron hacia laAlameda, pasando por las calles deSan Francisco.

Poco a poco la nube dedisgusto que pesaba sobre la frentedel Indiano fue disipándose con la

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alegre charla de sus festivoscompañeros.

Al llegar a la Alameda donDiego hizo una seña a uno deaquellos jóvenes, y ambos seadelantaron un poco y pudieronhablar sin que los demás losescuchasen.

—¿Está todo dispuesto para elnegocio de esta noche, Estrada? —preguntó el Indiano.

—Como tú lo deseas —contestó el joven a quien llamabadon Diego, Estrada.

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—¿Y cómo?—Vas a oír mi plan. He ido a

reconocer con ardid la casa, yfácilmente, mientras los dosamantes hablen, podremos yo y losque me acompañan escuchar desdela esquina y sin ser vistos, laconversación, y en llegando unmomento oportuno, salimos y searma un escandalazo que nos oiránlos sordos. ¿Es bastante?

—Bastante; pero no hay quedormirse.

—¡Bah! yo estaré en el sarao

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hasta que llegue la hora, y mishombres irán a esconderse en unacasuca que hay cerca de la de doñaAna. Allí están reunidos y seguros,y yo iré por ellos cuando convenga.

—¿Cuántos son?—Seis, y de toda confianza;

valientes como leones y calladoscomo peces.

—Por supuesto que sabré elresultado…

—Inmediatamente, que yovolveré al sarao.

—No hay que causar gran

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daño a don Enrique.—Nada de eso, lo convenido;

desarmarle y dejarle atado a la rejahasta que amanezca y lo vea lagente.

—Eso es.Otros jóvenes se reunieron en

este momento a don Diego y aEstrada, y la conversación sesuspendió porque ya se habíandicho lo bastante.

Toda la tarde se pasó enrecorrer las calles, y al obscurecer,cada uno se dirigió a su casa para

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prepararse para el sarao.—Mucho cuidado —dijo don

Diego a Estrada.—Ten confianza —contestó el

otro.A las diez de la noche, una

magnífica concurrencia llenaba lossalones de la casa del marqués delValle, descendiente de HernánCortés, y en la que el ayuntamientodaba un soberbio baile.

Era un mar de joyas y deblondas y de brocados y de flores;al través de cuyas ondas se

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descubrían rostros hechiceros, ojosde fuego, bocas encantadoras.Alegre murmullo de voces juvenilesse alzaba entre los dulces acordesde las músicas, y se escuchabancomo un lejano acompañamiento elruido de las vajillas de plata y decristal.

Sin rival reinaba en aquellafiesta el Indiano; su gallardapostura, su traje riquísimo, sussoberbias joyas con que ibaadornado, y sobre todo, la ausenciade su competidor don Enrique Ruiz

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de Mendilueta, le hacían el objetode ardientes miradas y de furtivasconversaciones.

Faltando allí doña Ana, todosse explicaban la ausencia de donEnrique; pero ¿por qué la dama noasistía? Nadie podía saberlo, ytodos se preguntaban.

A las once y cuarto el Indianomiró una magnífica muestra cubiertade brillantes, y dijo a Estrada, queiba a su lado:

—Creo que ya es hora.Estrada le apretó la mano y

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salió furtivamente del salón.Desde aquel instante el

Indiano no volvió a bailar; estabainquieto, y con disimulo procurabaacercarse a las ventanas, desdedonde se descubría la Plaza Mayory la entrada a las calles deIxtapalapa.

Así transcurrió más de unahora.

En uno de aquellos momentosen que don Diego miraba a la calle,sintió que le tocaban la espalda;volvió el rostro, y se encontró con

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Estrada.—¿Qué hubo? —preguntó el

Indiano.—Necesito hablarte —

contestó el otro— vamos afuera.Los dos salieron, y

atravesando el corredor entraron auna estancia que estaba sola.

—Dime —exclamó el Indiano.—Pues hay cosa más grave; he

cometido una locura, pero no mearrepiento.

—¿Has muerto a don Enrique?—No.

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—¿Qué hay, pues?—Atiende: desde la esquina

escuchaba la conversación,esperando el momento; pero he aquíque oigo que la dama iba a escaparcon el galán.

—¡Ingrata!—El plan era que él esperara

en donde estaba, y ella saldría porel zaguán; aquí fue el lance. Dejé adon Enrique haciendo el centinela,vigilado por cuatro de los míos, yyo con otros dos me planté cerca dela puerta: esperamos un poco, sonó

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la llave, salió la dama y el zaguánvolvió a cerrarse.

—Entonces…—Nos arrojamos sobre doña

Ana, que pudo apenas dar un grito;la envolvieron mis hombres en suscapas, cargaron con ella y, guiadospor mí, en un instante la trasladé ami casa sin que nadie nos viera, yallí la tienes a tu disposición.

—¡Qué locura!…—Locura o no, ya está hecho:

si te conviene, allí la tienes; si no,déjamela a mí, que bien me gusta y

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mucho me hizo penar en otrotiempo.

—¿Y si te descubren?—¡Qué! Mi casa es sola, yo y

mis lacayos; mis hombres eran deconfianza, y en todo caso, pagaríayo cuando más con la cabeza, y bienvale tan real moza salir un pocoantes de este valle de lágrimas.

—¿Y don Enrique?—Se quedó entretenido

acuchillándose con mis cuatrosayones.

—¿Qué sucedería por fin?

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—Nada; porque al llegar aquí,uno de ellos me esperaba, y mecontó que había salido gente enauxilio del galán, de la misma casade la novia; los míos huyeron yestán todos en salvo.

—Muy bien; ahora vámonosde aquí para no hacernossospechosos, y es preciso divulgaren el salón que doña Ana ha huidode su casa sin saberse con quién;procura que todos noten que no hasfaltado al sarao; es una precaución.

—¿Y qué dispones de la

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tórtola prisionera?—Tuya es, ganada por ti, botín

de guerra; has de ella lo quequieras, yo no la amo.

—Estoy de enhorabuena; yaquisiera yo estar en mi casa.

—No; se necesita muchaprudencia: retírate del baile hastacerca del amanecer.

Los dos jóvenes volvieron alsalón, y media hora después todo elmundo hablaba de la fuga de doñaAna.

Estrada metía bulla por diez, y

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bailaba, y se hacía notable por sugrande alegría.

Doña Ana entretanto, sincomprender lo que le había pasado,se encontraba encerrada en unaestancia de una casa que le eradesconocida enteramente.

Don Enrique pensaba que doñaAna le había dispuesto aquellacelada. Doña Ana pensaba queaquel rapto había sido preparadopor don Enrique.

Ninguno de los dos se acordódel Indiano.

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IX

POR LA RAZÓN O POR LAFUERZA

LA CASA de don Cristóbal deEstrada, el amigo de don Diego,estaba situada a la espalda del

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monasterio de San Francisco. Noera Estrada un hombre muy rico,pero tenía recursos para pasar enMéxico la vida con todacomodidad. Sin padres, sinparientes cercanos, don Cristóbalgastaba las rentas que le producíasu capital, sin ocuparse de otra cosaque de galanteos y saraos.

Sin ser lo que puede llamarseun joven, estaba aún en todo elvigor de su edad, y las muchachasveían en él un «partido» mediano; apesar de todo, don Cristóbal jamás

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había tomado parte en ninguno deaquellos escándalos quediariamente se daban en la capitalde la colonia, y todo esto lotranquilizaba y lo hacía pensar queno sería sobre él sobre quienrecayese la sospecha del rapto dedoña Ana.

Animado con estospensamientos y fija su imaginaciónen doña Ana, Estrada miraba conansiedad a los balcones, esperandoque las luces de la auroracomenzaran a derramarse por el

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cielo.Exaltado su ánimo en el sarao,

y pensando que tenía en su casa,prisionera y a su disposición, unamujer que eclipsaría a todas lashermosuras allí reunidas con sólopresentarse, Estrada vio llegar eldía, y su corazón comenzó apalpitar con más violencia.

Los últimos gruposabandonaron el salón; Estrada saliócon ellos a la calle, despidiéndoseen el momento en que encontró unaoportunidad, y se encaminó

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velozmente a su casa. Llamó a lapuerta, que permanecía aún cerrada;la abrieron, y se lanzó a la escalera,sacando de la bolsa de sus calzonesuna llave. Doña Ana, fatigada porel esfuerzo de sus mismospensamientos, habíase quedadodormida en un sitial; el ruido de unapuerta que se abría la despertó.

Triste la claridad de la mañanapenetraba en el aposento por unaventana cerrada con fuertes rejas.

Doña Ana dirigió la vistahacia la puerta, esperando ver

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entrar a don Enrique, ydisponiéndose a recibirle conenojo, verdadero o fingido, según leconviniera.

Pero fue don Cristóbal el queapareció, y doña Ana quedóabismada en un mar de conjeturas.

—Dios os guarde, bellaseñora —dijo Estrada.

Doña Ana no contestó.—Habladme, hermosa —

continuó Estrada— supongo quehabréis descansado muy poco; laestancia no era digna de vos; pero

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¿qué queréis? no estaba yopreparado para recibiros comomerecéis; más adelante será otracosa.

—Caballero —dijo conaltivez doña Ana— ¿queréisexplicarme lo que significa todoesto? ¿En dónde me encuentro?

—Nada más sencillo; en micasa, en la casa de vuestro servidor,don Cristóbal de Estrada, y a partirdesde hoy, en vuestra misma casa.

—¿Don Enrique me ha hechoconducir aquí?…

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—Perdonad; don Enrique nadatiene que ver en esto.

—Entonces ¿me explicaréiseste misterio?

—Con mucho gusto, supuestoque ya nada se pierde: anoche os heencontrado saliendo de vuestracasa, sin duda para huir con donEnrique, y dije para mí: Dios medepara esta buena presa; si dellevársela tienen los moros, que sela lleven los cristianos: y carguécon vos, y aquí estáis a mi lado y enmi poder.

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—¡Pero esto es indigno de uncaballero!

—Doña Ana, quiero apelar avuestra memoria. Os vi, os amé, medisteis esperanzas; aún más, poralgunos días me hicisteis creer,como a otros mil, que me amabais;a poco otro hombre llamó vuestraatención, y fui olvidado. En vanorogué, lloré, supliqué; en vano pasélos días y las noches rondandovuestra casa; nada, había yo muertopara vos: ¿es esto digno de unadama?

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—¡Don Cristóbal!, ¡tomáis unavenganza infame!

—Señora, os juro que en todoesto, parte ninguna tiene lavenganza; os encontré a mi paso, y¿qué queríais que hubiera hecho?Era preciso ser de mármol para noaprovechar la ocasión. Os tengo enmi poder. ¿Creéis que el hombreque tiene en su poder a una damatan hermosa como vos, puededejarla así, con tanta facilidad?¿Qué tiene que ver con esto lavenganza? Lo mismo hubiera hecho

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aun cuando nada hubiera mediadoentre nosotros.

—¿Es decir que estáis resueltoa no dejarme salir de aquí?

—Eso será según vuestrocomportamiento.

—¿Cómo se entiende?—Muy fácilmente ¿consentís

en ser mía? Entonces libre sois deentrar y salir…

—¡Don Cristóbal!—¿Para qué he de engañaros?

Mi resolución es que habéis de sermía, por la razón o por la fuerza.

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—¡Nunca!—Oídme, y sed razonable:

¿me habéis dicho una vez que meamabais?

—Os engañé.—No; entonces me amabais.—Bien ¿y qué?—Que no os será tan penoso

pertenecerme.—¿Después de lo que habéis

hecho conmigo?—Culpad en eso al destino y

no a mí.—¿Pero podéis suponer que

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pueda yo consentir en ser la damade un hombre?

—¿Qué otra cosa ibais a sercon don Enrique?

—Su esposa.Estrada lanzó una alegre

carcajada.—¿Y para eso huíais con él?

Vamos, sois una niña; su damaseríais, y si así os agrada, podéisaún serlo, que bien vale la pena unamujer como vos de olvidar algo delpasado.

—Nada conseguiréis de mí.

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—Pensadlo bien; estáis en mipoder, nadie podrá auxiliarosaunque os busquen por todas partes,que estoy bien libre, aun de lassospechas; he tomado misprecauciones: conformaos, quesabéis que os amo; podéis ser feliza mi lado; vuestra resistencia esinútil, y al fin os dará el mismoresultado… ¿Queréis que os pidadesayuno? Dispensadme, pero mehabía olvidado con laconversación.

—¡Nada quiero! —dijo doña

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Ana.—Vamos ¿pensáis moriros de

hambre como las princesas de loscuentos?

Doña Ana, a pesar de suenojo, se sonrió; aquel hombre nole parecía un mal mozo.

Otra mujer, en aquellasituación, se hubiera desesperado;doña Ana, acostumbrada a losgalanteos atrevidos de los jóvenesde la ciudad, y habiendo oídocontar tantas aventuras amorosas asus amigas, no encontraba aquello

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tan trágico como una jovencillainocente y cándida lo hubieraencontrado.

La verdad es que doña Anacomenzaba sin disgusto a resignarsecon su situación, y lo único que lainquietaba era lo que sucedería condon Enrique.

Estrada comprendía lo quepasaba en el corazón de la dama, yconoció que ganaba terreno con eltrascurso del tiempo, que laempresa no era ni muy difícil nimuy larga, y que podía llegar por la

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casualidad a lo que no habríallegado con la constancia y el amor.

—Doña Ana —dijo— voy amandar que os dispongan undesayuno y que os preparen otrahabitación mejor, porque estáis aquíincómoda y necesitáis descansar; lanoche ha sido para vos muyangustiosa.

Doña Ana le miró sincontestar; pero en aquella mirada yano había rencor; quizá —pensabaella— con la dulzura consiga milibertad.

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Don Cristóbal salió, y a pocodos esclavas negras sirvieron adoña Ana el desayuno.

Varias veces aprovechó ahablarlas, pero no obtuvocontestación; o eran mudas, o teníanseveras prohibiciones que acatar.

Trascurrió una hora, y donCristóbal volvió.

—Señora —la dijo— vuestraestancia está dispuesta, tened labondad de seguirme.

Doña Ana esperaba ganar sulibertad con aquel cambio, y siguió

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a don Cristóbal sin resistencia.Atravesaron varias

habitaciones, subieron una escalera;después cruzaron por un pasillo ypenetraron en una estancia.

—Aquí podéis reposar untanto —dijo Estrada.

Doña Ana recorrió con sumirada aquel aposento; tenía en elfondo una ventana, pero alta, ycerrada también por fuertes rejas.

Estrada comprendió supensamiento.

—Es inútil que busquéis

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salida, si yo no os la proporciono—dijo— esa ventana cae a lastapias elevadísimas del convento, ylos frailes no han de venir por vos,ni vos tendríais tan mal gusto decambiarme por uno de ellos.Descansad, y no penséis sino en loque os dicho; mía, por la razón opor la fuerza; no tengo más que unapalabra.

—Váisme agradando porvuestra audacia, y casi me parecéisun hombre digno de ser amado.

—Dios lo haga, por evitaros

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disgustos y por hacerme feliz.Descansad.

Y don Cristóbal salió,cerrando con llave la macizapuerta.

—¡Dios dispondrá! —exclamódoña Ana, y se arrojó vestida sobreel lecho que había en el aposento.

A poco rato dormíatranquilamente.

Exquisitas diligencias sehicieron por doña Fernanda parasaber el paradero de doña Ana, ycomo no dieron resultado de

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ninguna especie, aquella señora sefijó en que don Enrique era elraptor, en que la aventura de losembozados era todo comedia, y enque el joven, maliciando la red quese le tendía, había ganado por lamano, como decía el vulgo.

Por su parte don Enrique hizoalgunas averiguaciones, yconvencido de que nada llegaría asaber, se figuró que el rapto habíasido una intriga, y la cita una celadapara asesinarlo, y creyó que en estoestaba de acuerdo doña Ana y el

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Indiano. Determinó olvidar aaquella mujer y esperar en elporvenir la solución de aquelenigma.

Fácilmente se resignaba donEnrique; pero su alma comenzabaya a preocuparse con la misteriosabeldad de la calle de Tacuba.

Con objeto de disipar susnegros pensamientos, y con elinterés de ver de nuevo a la dama,don Enrique pasó varias veces porla calle en que la había visto porvez primera, se detuvo enfrente de

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la casa, y procuró averiguar con losvecinos su nombre y calidad.

Lo más que logró alcanzar, fueque aquella mujer había llegadohacía poco tiempo de fuera, sinsaberse de dónde, que parecía sermuy rica, que casi todos sus criadoseran indígenas que no hablaban elcastellano, por lo cual nada sepodía saber por ellos, y finalmente,que la tal dama llevaba una vida tanmisteriosa, que los vecinos sólohabían podido juzgar de su bellezael día de San Hipólito, que la

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habían visto en el balcón de sucasa.

Don Enrique se desesperaba, ylos días pasaban y la belladesconocida parecía haberseevaporado.

Doña Ana no había vuelto aaparecer en la sociedad, y poco apoco se olvidó el asunto del rapto,y ya nadie hablaba de él.

En cambio, la casa de donCristóbal de Estrada habíacambiado en su modo de ser; no eraya la habitación del hombre solo, se

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conocía que aquella casacomenzaba a tener su vida defamilia; no más que la señora deallí no se dejaba ver más que de lasesclavas de gran confianza.

Doña Ana no estaba yaprisionera, y Estrada se habíaretirado de los bailes y de lospaseos; sus amigos decían que sehabía metido a buen vivir.

Sólo el Indiano conocía elsecreto de aquellastrasformaciones.

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X

LAS PRETENSIONES DE UNAMONJA

AUNQUE don Enrique no fueraculpable del rapto de doña Ana, sunombre andaba mezclado de tan

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diversos modos en lasconversaciones que se siguieron alescándalo, que nadie había enMéxico que no lo culpara, cuandomenos, de ser la causa de aquelacontecimiento.

Su fama de seductor con lasmuchachas, creció al par de laindignación de los padres y de loshombres juiciosos, y llegó éste a talgrado de exaltación, que comenzó apublicarse contra él una especie decruzada, para que no se le recibieseen las casas, y se le vigilase como a

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un malhechor.Natural era que aquellas voces

llegaran hasta el convento de JesúsMaría, y que don Justo quisieraaprovechar la disposición de ánimoen que tales especies pondrían a laabadesa.

Esperó algunos días conobjeto de que su presencia en elconvento fuese deseada y una tardesolicitó hablar a la abadesa, y loconsiguió sin dificultad.

—¡Ay, hermanito! —dijo laabadesa en cuanto le vio— Dios

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Nuestro Señor me le envía, que yaestábamos determinadas a enviarleun atento.

—Madrecita, perdone vuestrareverencia si no había vuelto poracá; pero estaba yo muy ocupado enla casa de mi hermana la condesa,porque su esposo el señor conde hapasado muy malos días.

—¿Está enfermo nuestrobenefactor?

—Pero del alma, madrecita,del alma.

—¿Cómo así?

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—Sí; figúrese su reverenciaque ha tenido en la familiadisgustos de esos que nunca faltancon don Enrique, que Dios nodispone que sea bueno.

—Sea por Dios, hermanito.¡Pobre señor conde! Ya hemossabido sus cuitas, y mucho hemosrogado a Dios Nuestro Señor por élen nuestras oraciones, aunqueindignas y pecadoras.

—Inconsolable está, él, tanbueno, tan virtuoso, tan respetable.¡Oh! porque eso sí, es un hombre

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ejemplar por su caridad; y su hijo,Dios me lo perdone, que es unjoven tan disipado, tan escandaloso.

—Eso sobre todo, hermanito¡el escándalo!, ¡el escándalo! quees peor que el pecado.

—María Santísima ayude alseñor conde; vea su reverenciacómo en este mundo a nadie le faltasu cruz, y comparada la nuestra conlas del prójimo, debemos dargracias a Dios porque nos envía lamás ligera.

—¡Bendito sea para siempre

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tan gran Señor!—Amén.—¿Y qué ha pensado el señor

conde hacer con su hijo? No creáis,hermanito, que es un espíritu decuriosidad lo que me mueve a haceresta pregunta, no, el Señor medefienda, sino porque con losescándalos de ese joven, que Diossea servido de llevar por buencamino, cada día padece más elcrédito de esta comunidad, de laque soy indigna abadesa.

—El señor conde no puede

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hacer en este caso nada, porque suautoridad no es bastante paraimpedir el mal.

—¿Pues quién sería capaz decortarle?

—Creo, madrecita, que sóloS. E. el señor virrey.

—Eso mismo han creídonuestros padres capellanes; peroellos no quieren tomar parte activaen pedirlo.

—Fácil es conseguir lo que sedesea, de otra manera.

—Precisamente para tal cosa

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os esperaba, hermanito ¿qué creeisque debiera hacerse?

—En primer lugar, que sureverencia ponga un ocurso al señorvirrey, previas las correspondienteslicencias de los prelados, en el cualocurso se queje de los males quesufre esta santa comunidad con todolo acaecido, y lo mucho que suhonra pierde con los talesescándalos que día a día se dan enesta corte por una persona que tieneaquí una hermana.

—Entiendo, entiendo.

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—En segundo lugar, que eldicho ocurso me sea entregado porsu reverencia, a fin de que yo lolleve al señor virrey.

—Muy bien.—En tercer lugar, que su

reverencia consiga que el señorarzobispo recomiende el pronto ybuen despacho de la solicitud oqueja.

—¿Y después?—Después S. E. hará lo

demás.—¿Y qué pensáis que hará?

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—Pues supongo que podrádesterrar de estos reinos al quetanto escandaliza, o le remitirá porsus culpas a España, bajo partidade registro.

—¿Y no habrá algún temor deque se derrame sangre?

—Ninguno.—En tal caso, haré lo que

decís, hermanito, que nuestrocapellán dice que por su ministerioprohibido le está tomar parte ennegocio de justicia en el que puedahaber derramamiento de sangre

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humana.—Pues su reverencia puede

proceder con toda confianza, quenada habrá de lo que se temen lospadres capellanes.

—¡Gracias a Dios! Entoncesdentro de tres días tendréis envuestro poder el dicho escrito. Osespero dentro de tres díasprecisamente.

—No faltaré.Despidióse don Justo, y la

monja procedió a su negocio,enviando a llamar a los padres

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capellanes.

Gobernaba por estos tiempos laNueva España don Sebastián deToledo, marqués de Mancera, quehabía tomado posesión delvirreinato el 15 de octubre de 1664,y que había traído consigo a suesposa doña Leonor de Carreto.

Un día el virrey convino enrecibir a don Justo: habían pasadoya cinco desde la últimaconversación de éste con la monja.

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Don Justo se presentó con lamayor humildad.

El marqués de Mancera,hombre inteligente y sagaz, como lellaman los cronistas de aquellostiempos, permitió a don Justo quetomara asiento, procurando estudiarsu fisonomía y adivinar qué clasede hombre era aquél.

—Perdóneme S. E. —dijo donJusto— negocio tan delicado meobliga a distraerle de sus altas ycomplicadas atenciones, que no hevacilado en insistir, quizá con

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demasiada obstinación, hastaalcanzarlo.

—Podéis decirme cuál esvuestro negocio —contestó elvirrey— que para dirigir y gobernarestos reinos me ha enviado S. M.,honrándome con la representaciónde su sagrada persona y autoridad.

—Comenzaré, para nomolestar a S. E. Es el caso que hayen esta ciudad una persona muyrespetable (sin ofender al señorvirrey) que se llama el conde deTorre-Leal.

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—Le conozco bastante.—Pues este señor conde tiene

dos hijos, varón el uno y señora laotra. El varón, que es el mayor deentrambos, tiene relajadascostumbres y perversasinclinaciones que lo arrastran acausar día con día gravísimos ytrascendentales escándalos.

—¿Cómo se llama ese joven?—Don Enrique Ruiz de

Mendilueta.—¡Ah! —exclamó el virrey,

recordando el lance del día de San

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Hipólito.—Don Enrique —continuó don

Justo sin darse por entendido de laexclamación del marqués, ni de loque ella quería decir— tiene unahermana, hija de su mismo padre, yde la que he hablado ya a V. E., yque es monja profesa en uno de losconventos de esta noble y lealciudad.

—Entiendo.—Los escándalos de don

Enrique turban la tranquilidad de suhermana y de aquellas otras santas

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religiosas, y como es público ynotorio que la hermana está enaquel convento, toda aquellarespetable comunidad se halla tristey conturbada, sin esperar elremedio de tantos males y de otrosque pueden seguirse, más que enV. E., que representa en estos reinosla alta majestad del soberano.

—Y bien ¿qué puedo hacer?—Señor Excelentísimo,

humildemente presento a S. E. estasolicitud, en la que se pide por lasseñoras religiosas el remedio de

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tantos males y de escándalos tanperjudiciales a la cristiandad.

El virrey tomó el escrito, quele presentó don Justo poniéndose depie y haciendo una estudiadacaravana. Leyóle detenidamente, yluego dijo:

—Aquí no se me indica elpaso que pretenden que yo dé.

—Supusieron las madres queesto no se ocultaría a la sabiapenetración de S. E., ni sería dignodel respeto, que a V. E. se debe, elindicarlo.

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—Pues no alcanzo… ¿quizáamonestando al conde de Torre-Leal para que reprimiera a su hijodentro de los límites del deber,usando de la paterna autoridad?

—S. E. no sabrá que esto nodará resultado; pertenezco yo a lacasa del señor conde, y puedoasegurar a V. E. que todo lo que seintentara por este camino seríainútil, porque el señor conde hahecho por su parte los mayoresesfuerzos, y no se ha ocurrido amolestar a V. E. hasta que ya no se

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encontró otro remedio en lohumano.

—Llamaré en tal caso a esejoven y le amonestaré,conminándole con penas severas sino procura la enmienda.

—No me toca a mí contradecira S. E.; pero usando de la bondadque lo distingue, me permitiré haceruna observación, si S. E. me dapara ello su venia.

—Hablad, que bien es delreino y de la religión dar en estouna acertada providencia.

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—Como V. E. no ha tratadonunca a ese mancebo, supone, porsu propio recto corazón, quesurtirán en él todo el deseado efectolos consejos y admoniciones de sussuperiores; pero en ánimo tanendurecido nada se alcanzaría, sinoexaltar más sus pasiones y hacerleenemigo irreconciliable delconvenio, de donde supondríafundadamente que era originada laqueja, siendo entonces mayores losmales, sin que para estorbarlosvaler pudiera la muy alta autoridad

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y respeto de V. E.; porque hombrees don Enrique capaz de sacar elestoque y andar a cuchilladasdelante de V. E. mismo; tanto así leciegan sus costumbres y malasinclinaciones.

Intencionalmente había dichoesto don Justo para provocar en elvirrey el recuerdo de losacontecimientos de San Hipólito, yel tiro estaba tan bien dirigido, queno pudo menos de hacer todo elefecto que se esperaba de él.

Púsose a reflexionar el virrey,

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y luego dijo:—Ciertamente tenéis razón, y

me confirmo en ello por cosas queyo me sé, y por acontecimientos queyo mismo he presenciado, y en losque quizá debería haber obrado deotra manera de como lo hice; peroeso ya pasó. Decidme ¿hay algunanueva queja contra ese joven?

—Sí, excelentísimo señor, eldía de San Hipólito…

—Eso ya lo sabía yo ¿anduvoa cuchilladas a la hora de salir elPendón?

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—No señor, es otra cosa;después de ese escándalo y en lamisma noche del día 13, donEnrique ha cometido el rapto de unajoven perteneciente a una de lasfamilias más ricas de esta ciudad,en cuyo rapto no faltaron golpes,estocadas y escándalo, y es lo peorque niega ser el autor del atentado,cuando yo mismo presencié que lamadre de la joven salió en busca desu hija pocos momentos después deque ella había salido, y todavíaencontró en la calle a don Enrique,

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que batiéndose con unosdesconocidos…

—¿Y la joven, pareció?—No, señor excelentísimo;

temeroso sin duda de que loobliguen a la justa y merecidareparación, don Enrique la oculta, ya lo que supone la desgraciadamadre de la víctima, el raptordespués de saciar en ella sus torpespasiones, la ha enviado fuera de laciudad.

—Pero ése es un infame quemerece un ejemplar castigo.

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—La prueba sería tan difícilante los tribunales, que el culpablese burlaría de todo, porque bien hasabido tomar sus precauciones.

—Ese joven debe ser unmonstruo.

—Hay otras mil cosas queV. E. no sabe, y serían muy largasde contar.

—¿Pero qué remedio?—Señor, que V. E. le destierre

de estos reinos, o que le envíe aEspaña bajo segura partida deregistro.

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—Eso es muy grave.—Es verdad, señor; pero para

el hombre cuyos hechos comienzaaún a conocer S. E., no es sinoquizá menos de lo que merece.

—Puede suceder.—Y además, que las madres

están pendientes, para sutranquilidad, de lo que V. E.determine en este asunto.

—¡Ah! y había yo olvidadoque tenemos pendiente además lasolicitud de las monjitas en estenegocio. Bien; podéis retiraros, que

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en esta misma noche resolveré.—¿Y qué diré a las

madrecitas?—Podéis asegurarles que

quedarán contentas, y muy pronto.—Doy a V. E. las más debidas

gracias en nombre de las señorasreligiosas, que otra cosa noesperaban de la magnanimidad deS. E.

—Cuidad de que nadie seentere de todo esto, porque quizásabido por el joven, provoquenuevas dificultades o estorbe el

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golpe que prepara la justicia.—S. E. puede confiar en

nuestra discreción.Don Justo se retiró, haciendo

al marqués mil cortesías yreverencias.

—Esto marcha bien —exclamó, al encontrarse en la calle— con una recomendacióncualquiera y un escandalito, porpequeño que sea, que dé mi señordon Enrique, muy pronto lo vamos aver en camino para la Veracruz.

El virrey quedóse

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reflexionando, y volvió a leer elescrito de las monjas.

—Esto es claro —dijo— esejoven no tiene remedio; las monjasestán en su derecho, porque nuncapuede ser justo que su honor y subuen nombre se perjudiquen por lasmalas acciones de ese hombre… yluego el rapto… y el escándalo enmi misma presencia en el día deSan Hipólito… y tantas cosas… no,ese joven es una plaga, es precisotomar con él una providenciaenérgica… Estoy decidido… estoy

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decidido.Y levantándose violentamente,

se dirigió al aposento en que estabasu secretaría.

La suerte de don Enriquevacilaba.

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XI

EL ÚLTIMO ESCÁNDALO

PRECISAMENTE en la mañana del díaen que don Justo presentó la quejade las monjas al virrey, un lacayodejó en la casa de don Enrique una

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esquela cuidadosamente cerrada ysellada.

El joven llegó a la hora de lacomida, y recibió aquella carta;estaba concebida en estos términos:

Don Enrique:Esta noche doy en mi casa un sarao a mis

amigos: venid, haceos anunciar, y cuando osparezca oportuno, podéis acercaros a mí yhablarme.

Sabéis ya mi casa en la calle de Tacuba.

La carta no tenía firma ninguna,pero don Enrique conoció la letra;era la misma de la primera esquela.

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Aquella aventura tanmisteriosa, aquella dama tan bella,y cuyo nombre no había podido élsaber, que era recién llegada aMéxico, y que, sin embargo de eso,tenía ya amigos y daba saraos, todoexaltaba de tal manera laimaginación de don Enrique, que novaciló un momento en tomar suresolución, y determinó concurriraquella noche a la cita de laencantadora desconocida.

Pero en medio de todo,aquellas cartas no podía él

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calificarlas de amorosas; había enellas algo de reservado, demisterioso; parecían estar escritascon demasiado estudio; ninguna deellas podía comprometer a la damaque las había escrito; parecían másbien las cartas de una reina queconcede un momento de audiencia.

Cuando don Enrique pensabaen esto, sentía un extrañopresentimiento; pero despuésrecordaba los brillantes ojos de ladesconocida, su negra cabellerasembrada de brillantes, su traje,

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negro también, cubierto dedeslumbrantes joyas, y le parecíatodo aquello tan fantástico, tanideal, que hubo momentos en que secreyó loco.

Llegó la noche, y la casa dedoña Marina se iluminó como porencanto, y apareció engalanada contanta riqueza y tanta magnificencia,pero al mismo tiempo con un gustotan extraño, que no parecía sino queallí se preparaba una fiesta dehadas.

Una tupida alfombra de plumas

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de encendidos colores cubría elpavimento desde la puerta de lacalle hasta los corredores de lacasa; bosques de plantas aromáticasy de flores se extendían de uno yotro lado, y entre aquellaimprovisada selva esparcían suardiente claridad multitud de bujías;pájaros de todas clases, cantoresorgullosos de las montañas,lanzaban al viento sus trinos,engañados por aquella luz, queellos tomaban por la del día.

Regia y extraña pompa se

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desplegaba en todos los aposentosde la casa; muebles de maderasexquisitas y desconocidas queexhalaban suavísimo perfume,llamaban por todas partes laatención con sus formascaprichosas; ricos brocadoseuropeos fantásticos, telas de sedabordadas en la China, y curiososlienzos con delicadas laborestejidos por los indígenas, formabanla tapicería, y el oro y la plata y laporcelana del Japón se mezclabanen las vajillas.

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Aquél era el sarao másespléndido de que se hacía menciónen México, y se tenía por cosasegura que el virrey marqués deMancera, y su esposa doña Leonor,asistirían a él.

La invitación se había hechoen nombre de la señora doñaMarina de Alvarado, hija delcacique don Hernando de Alvarado,convertido a la fe católica, y uno delos más ricos señores deTehuantepec.

Doña Marina, para invitar al

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virrey, hizo presentar en palaciotodos los documentos queacreditaban su nobleza ydescendencia del rico señor deTehuantepec. El virrey, examinadosque fueron aquellos títulos, no tuvoinconveniente en aceptar, yprometió asistir en compañía de suesposa.

Aun no comenzaban a llegarlos convidados; los mayordomos,los lacayos, los reposteros y losesclavos entraban y salían congrande agitación por los salones,

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afanados con los últimospreparativos.

Doña Marina y el Indianoconversaban en uno de losaposentos. Doña Marina vestía untraje blanco sin adornos, pero tanfino, tan flotante, por decirlo asíque parecía envuelta en una nube;ceñía su cintura una faja de sedaroja sembrada de brillantes; en susbrazos, descubiertos hasta elhombro, y en su cuello y en sucabeza, llevaba también pulseras,collar y diadema rojos con estrellas

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de brillantes.Aquella mujer así, parecía una

de esas encantadoras de los cuentosárabes.

El Indiano llevaba los coloresde doña Marina; era su traje blancode seda con acuchillados rojos, ypor únicas piedras, diamantes; nadade oro ni de otro metal; había hechoun estudio para llevar los mismoscolores y con el mismo adorno quela dama.

—Señor —decía doña Marina— no sé qué pretendes ni cuáles

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serán tus pensamientos; pero teobedezco y te sigo como lasnubecillas siguen el camino delviento.

—Nada temas, Marina; prontoverás el resultado de todo.

—¿Temer yo cuando se tratade obedecerte? No; tú eres mi viday mi voluntad; tú mandas, señor¿pues qué es amar? Así te amo, quetu alma es la mía ¿puede querer tualma lo que tu alma no quiere?¿Estás contento?

—Siempre lo estoy cuando tú

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lo estás, luz de mi alma. ¿Sabes sirecibió la carta don Enrique?

—Si la recibió. ¡Oh! tú nosabes, señor, lo que yo sientocuando pienso que un hombre queno eres tú, cree que puedo amarle,que puedo pensar en él; esta ideame destroza el corazón.

—Amor mío ¿oyes esospájaros que cantan con la luz de lasbujías? Piensan que es el sol,Marina, y ese engaño pueda ofenderal sol, puede causarle celos. Dejaque ese hombre crea que la luz de

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una hoguera es el resplandor deldía; nuestro amor y nuestra dichason tan puros y tan firmes, queninguna tempestad puede turbarla.

—¡Oh, señor! así, así quieroque me hables siempre, y que memandes cuanto quieras. ¿Qué haré siviene ese hombre?

—Procura no mirarle mucho,pero también preséntale unaoportunidad para que llegue hasta tiy te hable; alienta su audacia con tusilencio: lo demás corre de micuenta. Pero si llego y te pregunto

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lo que él te ha dicho, refiéremelo enalta voz, delante de todos ymanifestando extrañeza: di cuantoél te haya dicho ¿me entiendes, vidamía?

—¡Oh! mi alma te comprendesiempre.

En estos momentoscomenzaron a llegar losconvidados. Damas y caballerosinvadían los salones, y las músicaspreludiaban ya dulcemente algunaspiezas; sólo se esperaba al virrey ya su esposa para comenzar el sarao.

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Había hombres apostadosdesde la puerta del palacio paraque a todo escape llegaran aanunciar la llegada de susexcelencias, y todo el mundoaguardaba aquel momento conimpaciencia.

Por fin, llegó el anunciodeseado: los concurrentes todos sepusieron en agitación, y doñaMarina, apoyada en el brazo delIndiano, descendió a esperar a losvirreyes hasta el pie de la escalera.

Desde la puerta de la calle

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hasta donde esperaban el Indiano yla joven, había tendidos en dosalas, lacayos españoles vestidoscon elegancia a la europea, yalternando con indígenas, quellevaban los vistosos trajes deplumas que usaban en los tiemposde Moctezuma. Los lacayos teníanen sus manos gruesos y blancoscirios encendidos, y los indígenasalumbraban con hachones deresinas aromáticas, cuyo humo eraun delicado perfume.

Dos niñas vestidas con los

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antiguos trajes aztecas, y dos niñoscon los trajes españoles de laépoca, caminaban delante del virreyy de su esposa en cuanto penetraronen la casa, regando a su paso hojasde rosa y de amapolas. Las músicassonaban por todas partes y de lasazoteas de la casa se lanzabanmillares de cohetes.

El virrey estaba encantado, lomismo que su esposa doña Leonor,con aquel esplendor y aquellasmuestras de regocijo.

La virreina se apresuró a

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encontrar a doña Marina y laestrechó entre sus brazos, y elvirrey tendió su mano primero adon Diego y después a la joven.

—Señora —de dijo doñaMarina— mi corazón quisierahaberte recibido como mereces, porti y por la grandeza que representasen esta tierra, porque eres aquí lapersona de nuestro monarca;perdóname, señor, si no hago paraque encuentres agradable mi casa,más que esto, que no es todavíadigno de ti.

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El marqués de Mancera,acostumbrado al lenguaje de lascortes europeas, se hallabaembarazado para contestar aquellalocución, que le parecía de lostiempos de los patriarcas; lavirreina sentía la misma extrañeza;pero el marqués, hombre de agudoingenio, comprendió que debíacontestar en los mismos términos:

—Niña —le dijo— elmonarca mira tus intenciones yagradece la voluntad; tu casa esmagnífica, y tal fiesta es digna de un

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monarca.—Señora —dijo Marina

dirigiéndose a la virreina— esteque ves aquí —y señaló a donDiego— va a ser mi marido anteDios, porque somos cristianos él yyo; y concédeme, señora, la graciade rogar a tu noble esposo que él ytú sean los padrinos en estematrimonio.

Aquella petición, hecha contanta franqueza y tanta sencillez,agradó a doña Leonor, que buscó enlos ojos del marqués la respuesta

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afirmativa.—Niña —contestó el virrey—

mi esposa y yo seremos lospadrinos de tu boda, y en recuerdode esto te declaro, que S. M. el reynuestro señor (q. D. g.) me haconcedido autorización para haceren su nombre dos visitas a laspersonas que en este reino juzgueyo dignas de tan alta merced, ydeclaro que una de dichas visitas esla presente, que recibirás como sila misma majestad del rey de lasEspañas hubiera con su sagrada

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persona entrado en esta casa.—¡Viva S. M.! —gritaron los

que habían escuchado aquello, yeste grito se repitió por todos losaposentos y por la calle.

El virrey ofreció su mano adoña Marina para subir la escalera,y el Indiano la suya a doña Leonor,y en esta forma estas dos parejasrompieron el baile, como se decíaen aquellos tiempos.

Una hora había trascurridodespués de aquellas escenas,cuando se anunció al señor don

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Enrique Ruiz de Mendilueta.Don Enrique penetró en el

salón en que se encontraban losvirreyes, y los saludó con grancortesanía.

—¿Éste es el joven de que mehablaste? —preguntó doña Leonor asu marido.

—Éste, y en verdad que es unalástima; ¡tan gallardo y de tan buenafigura! —contestó el virrey.

—Quizá lo hayan calumniado.—Ojalá. A primera vista me

ha simpatizado, y por mi fe que me

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alegro de no haber dictado hoy laprovidencia que pedían las madres:esta noche procuraré observarle.

—Tal vez no sea tan malocomo lo pintan.

Si don Enrique no hubieraestado tan preocupado buscandocon la vista a doña Marina, quizáhubiera podido notar que el virrey ysu esposa hablaban en voz baja y lemiraban; pero nada advirtió.

Durante largo tiempo donEnrique tío despegó sus ojos dedoña Marina, la cual apenas

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parecía notarlo, rodeada de damasy de galanes, a quienes encantaba ellenguaje pintoresco y sencillo de lajoven.

Hubo un momento en quelevantándose todos a bailar, dejaronsola a doña Marina. Don Enriquepensó que había llegado elmomento de hablarle, quisoaprovecharle y se sentó a su lado.

—¿Estás contento, señor? —preguntóle la joven.

Don Enrique, que no estabaacostumbrado a aquella manera de

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hablar, y que ignoraba que asíhablaba doña Marina a todo elmundo, por ser la costumbre de supaís, tomó aquello por un supremoacto de confianza, y animado por él,contestó:

—¿Cómo no estar contento a tulado, señora, cuando mi únicoanhelo era este momento, parahablarte y escuchar tu voz, paradecirte, señora, que te amo?

En aquellos instantes donDiego entró como casualmente en elsalón con un grupo de damas y

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caballeros. Don Enrique,preocupado, no lo advirtió.

—¿Me amas, y apenas meconoces? —dijo doña Marina.

—A ti, señora, basta conocertepara amarte, y creo que tú meamarás también ¿es verdad queserás mía?

—Tuya ¿y cómo?—Amándome como te amo yo,

viviendo conmigo y a mi lado,viviendo sólo por mí y para mí.

—¿Pero por qué crees quepuedo hacer eso?

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—Lo creo, señora, por tus doscartas; lo creo por el botón de rosaque dejaste caer para mí el día deSan Hipólito.

—¿Yo?—Sí, tú; no me lo niegues,

porque yo te amo ya.En este instante el Indiano se

acercó a ellos; doña Marina selevantó como espantada, y donEnrique miró cerca de sí a suenemigo.

—¡Caballero! —dijo elIndiano en voz alta para que todos

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pudieran oirle— ¿qué decíais a estadama?

—¿A vos qué os atañe? —contestó don Enrique con altivez.

—Doña Marina ¿qué te decíaese hombre?

—Me hablaba de cosas de queyo no tenía noticia —contestóinocentemente la joven—. Me decíaque me amaba, que yo le amaba,que había recibido cartas mías, yque yo debía ser suya, por el botónde rosa que dejé caer para ti el díade San Hipólito, y que él, que venía

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a tu lado, se apresuró a recoger.Una sospecha terrible cruzó

por el alma de don Enrique: ¿habríasido víctima de alguna intriga?

La música había cesado, elbaile se había suspendido, y detodos los salones venía la gente,atraída por el interés de aquellaescena.

—¿Lo oís, caballero? —dijoel Indiano—. Habéis venido agalantear a esta dama abusando deque os ha abierto las puertas de sucasa; y esta dama, caballero, es mi

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futura esposa, en cuyo matrimonioel señor virrey acaba deconcederme la honra inmensa de sermi padrino.

Don Enrique estaba comoanonadado; un rayo caído a sus piesno le hubiera hecho un efecto tanterrible; conocía que en todoaquello se ocultaba una tramainfame, pero no podía ver conclaridad en aquella espantosasituación.

—Creo, por consecuencia,caballero —continuó el Indiano—

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que me concederéis que estoy en miperfecto derecho para suplicarosque os retiréis de una casa en dondehabéis cometido tan grave falta.

—¡Oh! —exclamó donEnrique, pálido y con la frenteinundada de sudor— es preciso,caballero, que me expliquéis…

—Es preciso que os retiréis,don Enrique Ruiz de Mendilueta —dijo una voz serena detrás de donEnrique.

Volvió éste la cara, y seencontró con la adusta fisonomía

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del marqués de Mancera.—Obedezco a S. E. —dijo

don Enrique— y mañanaarreglaremos esto, señor donDiego.

—Como gustéis.Don Enrique atravesó en

medio de la asombradaconcurrencia.

—¿Lo has visto? —dijo elvirrey a su esposa.

—No tiene más remedio —contestó doña Leonor.

Y restablecida la calma,

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continuó el sarao tan alegre como sinada hubiera pasado.

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XII

LA VOLUNTAD DE UN VIRREY

EL escándalo provocado por donEnrique tan inocentemente, nointerrumpió, sino por muy pocotiempo la alegría del sarao; los

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amigos, más íntimos del jovendejaron para el siguiente día laexplicación de aquel misterio y lasolución de aquel lance, y seentregaron por aquella noche alplacer de la danza, dando treguas asu indignación, a su dolor y a susamistosos sentimientos.

El virrey quedó profundamentepreocupado; había ya formado suresolución, y nada hubiera yapodido entonces hacerle retroceder.Meditaba el modo de llevarla acabo, huyendo por su parte el

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escándalo, y procurando quecuando llegase a noticia del públicoestuviera ya ejecutada laprovidencia, para evitarse losnecesarios compromisos que letraerían las súplicas y los llantos dela familia.

La virreina doña Leonorconocía a fondo el carácter de sumarido, y comprendió, por elobstinado fruncimiento de suentrecejo, que había tomado enaquel negocio una resolución firme,y por esto cuidó mucho de no

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hablarle sobre ello absolutamentenada.

Llegó la hora de retirarse; elvirrey y su esposa se levantaron,repitiendo su promesa al Indiano ya doña Marina, que losacompañaron hasta la puerta de lacalle, atravesando en medio de lasdos filas de lacayos quealumbraban. Montaron los virreyesen su carroza, partieron loscaballos, y toda la concurrencia delsarao comenzó a retirarse.

La claridad de la mañana

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comenzaba a esparcirse por lascalles de la ciudad, y lasgolondrinas cantaban alegres sobrelos techos de las casas, y don Diegoy doña Marina habían quedadosolos en aquellos salones, pocotiempo antes tan concurridos.

—¿Señor —dijo doña Marina— te he obedecido? ¿Estáscontento?

—Sí, Marina.—Ahora yo soy la que deseo

pedirte una gracia.—Habla, hermosa mía, tus

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deseos son órdenes de mí: dime quéquieres; mi alma se inclina ante tuvoluntad, como ante el soplo de losvientos las hojas del palmero.

—Señor ¿quieres decirle a tuMarina qué piensas hacer ahora conese hombre? ¿A qué fin ha sido todoesto?

—Doña Marina —respondiócon imperturbable calma el Indiano— ahora voy a matar a ese hombrede una estocada.

—¡Pobre de él! Porque cuandotú dices «ese hombre morirá», es

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seguro que ese hombre muere.Hasta hoy nadie puedevanagloriarse de haber desviado desu pecho una sola de tus estocadas;pero no te enojes, alma de mi alma,si yo te pregunto: ¿con qué objetohas hecho en esta noche talescosas?

—Marina mía, tú no conoces aesta sociedad. Si yo hubiera matadoa ese hombre antes de ponerle en lahorrible situación en que le pusedelante de todos, le hubierancompadecido; si él me hubiera

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muerto a mí, le hubieran ensalzado.Ahora, por el contrario,escarnecido, despreciado,reportando la fea nota de malcaballero, y teniendo de mi parte lajusticia y la opinión, si yo le mato,«razón tuvo», dirán todos, y si élme mata a mí, no gozará de gloriaen su triunfo, mi venganza saldrá demi misma tumba, y todos huirán deél como de un infame.

—¡Dios mío! ¿Y crees queserá capaz de matarte?

—Tal vez; yo tengo confianza

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en mi brazo; pero quizá hayallegado mi hora fatal: sólo Diosconoce el arcano del porvenir.

—Ahora comienzo aarrepentirme de lo que te heayudado a hacer con ese hombre.

—No te arrepientas, Marinamía, porque ese duelo de todasmaneras se habría efectuado, y tú nohas hecho sino justificarme ante elmundo si le mato, o ayudar a sucastigo si muero.

Marina inclinó el rostro, y doslágrimas rodaron por sus mejillas y

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fueron a confundirse con losbrillantes de su riquísimo collar.

—Marina —exclamó donDiego besando la frente de la joven— las mujeres de tu raza no lloran,para no acobardar a un hombrecuando va a entrar en combate. ¿Elaire de México hizo ya débil tucorazón?

—Ante la idea sola deperderte, mi corazón gime y seentristece. ¿Dónde encontraréfortaleza si tú me faltas?

—Tu amor será mi defensa.

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Adiós.La joven volvió a llorar; pero

el Indiano depositó en cada uno deaquellos dos hermosos ojos un besoapasionado, y tomando su sombreroy su capa salió precipitadamente dela casa.

Don Enrique salió del saraocomo un loco; la vergüenza, lacólera, el despecho, se agitaban ensu corazón. Comprendía que habíasido víctima de una intriga,preparada sin duda por el Indiano, yel deseo de venganza hacía hervir

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su corazón.Vagaba por las sombrías y

desiertas calles de la ciudad, con elsombrero en la mano y esperandocalmar el fuego que devoraba sucerebro con el frío viento de lanoche; anhelaba encontrar a alguiencon quien trabar una pendencia,para morir o saciar la sed de sangreque le inflamaba; pero todas lascalles estaban desiertas, y anduvo,y anduvo toda la noche, y la luz dela mañana le sorprendió fuera ya delas últimas casas de la ciudad.

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Entonces, rendido decansancio, abrasado por la fiebre,volvió a su casa y se metió en lacama. Había formado también suresolución: matar al Indiano omorir; vengarse o perecer en lademanda.

Cerró los ojos y quedó comoprivado en su lecho.

En todo aquel día no pudo nilevantar siquiera la cabeza, ni abrirlos ojos; sentía un dolor espantosoen el cráneo, una sed insaciable,una postración y un cansancio como

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jamás había sentido.Sus ideas en desorden le

llevaban unas veces al sarao, otrasa la cabalgata del día de SanHipólito, otras a las rejas de la casade doña Ana, y todos los personajesque habían tenido intervención enestas escenas pasaban ante sus ojosen confuso tropel; y sin embargo, entodos sus semblantes notaba unasonrisa de desprecio.

Don Enrique vivía en la mismacasa que su padre, el viejo condede Torre-Leal; pero don Enrique

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tenía allí su habitaciónindependiente, con puerta para lacalle, con el objeto de que acualquiera hora del día o de lanoche pudiera salir, a caballo o ensu carruaje, sin turbar ni inquietaral resto de la familia.

Don Enrique al caer la tardedeliraba; pero se opusoformalmente a que le dieran avisode su enfermedad a su padre, por nodisgustarle, y esperó encontrarsemás aliviado al siguiente día.

Eran las doce de la noche; la

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ciudad estaba en el mayor silenciocuando se abrió una de las grandespuertas del palacio y salió por ellaun coche de camino tirado por seismulas y escoltado por varioshombres de a caballo, entre loscuales, a la luz de las hachas quetenían algunos lacayos, pudodistinguirse a un oficial dealabarderos.

El coche salió a la plaza ytomó la dirección de las calles deIxtapalapa.

El oficial de alabarderos iba

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por delante y se detuvo frente a lacasa de don Enrique. Iba sin dudamuy bien instruido, porque sedirigió a la entrada principal de lacasa del conde de Torre-Leal, sinoante la particular de la habitaciónde don Enrique, y llamó. El cochese había detenido también, y cuatrohombres echaron pie a tierra y seacercaron al oficial, que se habíatambién apeado de su caballo.

Despiertos los criados por laenfermedad de su señor, se hicieronesperar muy poco para abrir.

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—¿Quién va? —preguntó unopor dentro.

—Oficial de los realesejércitos de S. M., con recado deS. E. el señor virrey para donEnrique Ruiz de Mendilueta. Abrid.

El portero, espantado conaquella relación, abrióinmediatamente. El oficial, seguidode los hombres que leacompañaban, penetró a la casa.

—Alumbra y guía —dijo a unlacayo— ¿dónde está tu señor?

—En la cama enfermo —

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contestó el lacayo.—Pues guíame allá y

anunciale mi llegada.Hablaba aquel hombre con tal

imperio, que el lacayo no se atrevíani a replicar, y tomando un candil,lo condujo hasta cerca de la piezaen que se hallaba don Enrique.

—Espéreme su señoría, quevoy a anunciarle —dijo.

—No tardes.Don Enrique dormitaba.—Señor —dijo el lacayo.—¿Qué hay? —contestó el

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joven abriendo con dificultad losojos.

—Un oficial desea ver a usía,de parte del señor virrey.

—Dile que estoy enfermo.—Se le ha dicho e insiste.Don Enrique hizo un gesto de

profundo disgusto y contestó:—Que pase.El lacayo salió y volvió a

entrar a poco seguido del oficial,que examinaba curiosamente lahabitación a la escasa y vacilanteluz de una lamparilla que servía de

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veladora al enfermo.—¿Don Enrique Ruiz de

Mendilueta? —dijo.—Yo soy —contestó el joven.—Traigo orden expresa de

S. E. el señor virrey para que mesigáis.

—Es imposible, estoyenfermo.

—Es la voluntad de S. E., ytraigo esa orden y debo cumplirlasin excusa.

—Pero S. E. no sabrá queestoy enfermo.

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—Todo está previsto, y ésa esla voluntad de S. E.

—Pero esto es horrible; no iré.—Me ponéis en duro

compromiso, porque ésa es lavoluntad del virrey, y tengo ordende ejecutarla, de grado vuestro opor fuerza.

—Pues usad de la fuerza —exclamó furioso don Enrique.

—Tened prudencia; traigogente en mi compañía, y no creoque queráis comprometer la casa devuestro anciano padre haciendo

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armas contra el rey y la justicia.Los lacayos estaban

espantados. Don Enrique habíatomado ya la espada y saltado dellecho; pero después reflexionó, ydijo con resignación:

—Os seguiré; permitid que mevista.

—Dueño sois de ello.—¿Avisaré al señor conde? —

dijo uno de los criados.—No —replicó don Enrique

— no quiero que tenga ese disgusto.—Y tanto más —agregó el

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oficial— cuanto que no tengo ordenpara permitirlo.

Don Enrique calló y se vistióapresuradamente.

—Estoy a vuestras órdenes.—Pues seguidme.Bajaron las escaleras

alumbrados por los lacayos,salieron a la calle, y uno de loshombres que allí esperaban abrió laportezuela del coche.

—Pasad —dijo el oficial adon Enrique.

—¿A dónde me lleváis? —

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preguntó el joven.—No hay orden para

decíroslo.—Pero…—Es la voluntad de S. E.Don Enrique entró al coche y

tomó asiento; el oficial entrótambién y se colocó a su lado. Laportezuela se cerró, y las mulasarrastrando al carruaje echaron acaminar.

Los criados lloraban en lapuerta de la casa mirando partir asu amo.

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Don Enrique se recostó en unode los ángulos del carruaje ycomenzó a delirar: creía estarsoñando.

El oficial escuchaba aqueldelirio en profundo silencio.

Así salieron de la ciudad porel lado de Ixtapalapa.

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XIII

EL JEJÉN

EN LA misma noche en que pasabanlos acontecimientos que acabamosde referir, en una especie de fondatriste, inmunda y mal alumbrada,

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que había en uno de los callejonesque desembocaban a la plaza de losEstudiantes o de la Universidad,cerca de las once, cenabanalegremente cuatro hombres.

Rodeados estaban de una viejay angosta mesa que a cada momentovacilaba; en medio de ella ardía unvelón de amarillento sebo,colocado en un sucio y rotocandelero de barro, y cada uno delos comensales tenía delante de síun gran plato de tortillasenchiladas, y bebía a su turno de un

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inmenso jarro de pulque que estabaen constante circulación de una aotra mano.

Aquellos cuatro hombresvestían pobremente viejas y usadasropillas de bayeta oscura casitodos, y sólo uno, que parecía ser eljefe, la llevaba de terciopelo, perotan raída, que podía asegurarse quedespués de dos o tres dueños habíavenido a poder del últimoposeedor, y prestado sus serviciospor largos años y en rudascampañas, porque apenas él hubiera

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podido decir cuál había sido elcolor primitivo.

El que llevaba esta ropilla eraun mozo de pequeña estatura, enjutode carnes, escasa barba, negracomo el ébano, pero con unos ojostan brillantes y tan vivos, quellamaban la atención.

La conversación se animaba, yel pulque hacía a cada momentomás comunicativos a aquelloshombres.

—¿Conque es decir que porahora vosotros no contáis ni con

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dinero ni con esperanzas detenerlo? —dijo el de la ropilla deterciopelo.

—Así es la mano, Lucas —contestó uno de los otros, llevandoel cántaro a la boca.

—Siempre os ha de suceder lomismo —dijo el de la ropilla, aquien los otros llamaban Lucas.

—¿Por qué?—Porque en verdad, sois

flojos y os falta audacia.—Lo que nos falta es una

empresa buena…

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—¡Bah! si quisierais exponeralgo, empresas sobran.

—No las veo.—Sobran.—Pero ¿a dónde?—Yo sé de varias, y a mí

nunca me falta el dinero.—Ya; pero no todos somos

como Lucas el Jején, hijos de labuena suerte.

—Porque yo trabajo, meingenio.

—Pues ayúdanos.—Vosotros sois los que debéis

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ayudarme, que negocios tengo paralos que necesito compañeros…

—Aquí estamos.—¿Seréis capaces?—Sí, sí.—Pues escuchadme; acercaos.Aquellos hombres reunieron

casi sus cabezas para oír mejor, y elJején tomó la palabra.

—Hay en la ciudad uncaballero que me ofrece una buenaganancia, con ciertas condiciones;la empresa es arriesgada, pero lacreo segura, sobre todo contando

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con vosotros que sois hombres devalor.

—Veamos, veamos —dijerontodos, y el grupo de las cabezas sehizo más compacto.

—Se trata de atacar unapartida de las tropas del rey…

—¡Hum! —dijo uno.—Eso es grave… —agregó

otro.—Negocio cuando menos de

garrote —añadió el tercero.—En efecto —continuó el

Jején— es cosa que puede costar el

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pescuezo; pero si tenéis miedo,nada se ha perdido, tan amigoscomo antes; lo haré con otros.

—No, no ¿quién habla demiedo? Yo no lo conozco.

—Ni yo.—Ni yo.—En tal caso, adelante

¿cuento con vosotros?—Sí —dijeron todos.—Es el caso que…Iba a continuar el Jején,

cuando un muchacho que servía enla fonda se acercó a él y le dijo:

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—Busca un señor a su merced.—¿En dónde está?—En la calle espera; me dijo

nada más que era el de marras.—Dile que voy en el instante

—y luego agregó, dirigiéndose asus compañeros— vuelvo, notardaré mucho.

Tomó su sombrero y salió.—¿Qué empresa será esta del

Jején? —dijo uno de los trescuando Lucas se retiró.

—Ha de ser difícil, cuando élno la emprende solo.

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—Yo lo sigo sea cual fuere; elJején es muy hábil.

—Yo también le acompaño,salga lo que saliere.

Y los tres siguieron bebiendopulque mientras volvía el Jején.

Había éste salido a la calle yencontrádose allí con el personajeque lo esperaba, que era unaespecie de fantasma envuelto en unalarga capa negra, cuyo embozo lesubía hasta los ojos, cubierto con ungran sombrero negro de anchas alasy calado hasta las cejas.

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—Lucas —dijo aquel hombre.—¿Sois vos, don Justo? —

preguntó el Jején.—Silencio, y no me nombres

aquí ¿están listos los compañeros?—Dentro de media hora.—¿Son seguros?—No los llevaría si no lo

fuesen.—Bien; dentro de una hora te

espero en el puente de laAudiencia: cuida de no faltar y dellevarlos.

—Sí, señor.

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—Toma. El hombre sacó lamano por debajo de la capa yentregó al Jején una bolsa llena dedinero.

—Gracias.—No faltes.El embozado se alejó, y Lucas

volvió a entrar a la fonda y se sentóa la mesa.

—Pues como decía yo, espreciso atacar a unos soldados delrey que llevan un prisionero.

—¿Y libertar al prisionero?—No; menor es el riesgo:

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atacar a los soldados, hacerlos huiry despachar al prisionero.

El Jején acompañó estasúltimas palabras con un sublimemovimiento, que consistió en pasarsu mano cerrada y figurando quetenía un cuchillo, alderredor de sucuello.

—¿Y luego? —preguntó unode aquellos hombres.

—Luego, a nuestras casas. ¿Osparece difícil?

—No ¿pero cuántos soldadosserán?

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—Cuando más seis, y lostomamos de sorpresa.

—Estoy conforme.—Y yo.—Y yo.En este momento sonaron las

ocho, y los cuatro se pusieron depie, se santiguaron, y murmurarondevotamente una oración por lasAnimas del Purgatorio, adondeestaban tratando de enviar unrefuerzo.

—¿Y eso cuándo será? —preguntó uno de ellos cuando acabó

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de rezar la plegaria.—Esta misma noche; de

manera que para mañana yadespachamos y estamos ricos —contestó el Jején.

—¿Cuánto dan?—Me pasan doscientos pesos

para cada uno de vosotros.—¿Vamos a pie?—No, el patrón me dará

caballos; vosotros no tenéis quetraer más que vuestras armas.

—Bien ¿y qué tales caballosserán?

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—Buenos; los he reconocidoyo, y sabéis que lo entiendo.Además de los doscientos pesos,los caballos se os regalan.

—¡Soberbio!—Conque id a traer vuestras

armas; aquí os aguardo. A las nueveen punto saldremos de aquí.

—Vamos.Y aquellos tres hombres

salieron de la fonda y se dirigiócada uno por su lado; el Jején sevolvió a sentar a la mesa, y gritó:

—¡Paulita, Paulita!

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La fonda estaba enteramentesola, y cuando Lucas gritó abrióseuna puerta que había en el fondo ysalió una muchacha como de veinteaños, morena, bonita, graciosa yvivaracha: vestía un zagalejoencarnado, no llevaba justillo niarmador, sino sólo la camisa fina yblanquísima que dibujaba sus bellasformas. En su garganta torneada ymórbida lucía una sarta de gruesoscorales, y la corta falda delzagalejo permitía mirar dos piespequeños, sin medias y calzados

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con unos ajustados zapatos de seda.—¿Qué quieres? —dijo

aquella muchacha, acercándose conmucha zalamería al Jején.

—Ven acá, mi perla; estoysolo y necesito aguardar aquí a unosamigos. Siéntate aquí a hacermecompañía; platicaremos mientras.

La muchacha se sentó al ladode Lucas y atizó la luz.

—¿Y qué empresa traes entremanos esta noche?

—Una muy grande, que nopueden saber las mujeres, prenda

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mía —contestó el Jején tomándolecariñosamente la barba.

Paulita hizo un dengue comode disgusto, y apartó la cara.

—Vamos ¿estás enojadaconmigo, buena moza?

—Sí —contestó dengosamentePaulita.

—¿Y por qué, dime preciosa?—Porque ya tú no tienes

confianza de mí.—¿Cómo no he de tener, si sé

que tú eres mujer de pecho, y másseguro está un secreto contigo que

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con un hombre?—Por eso no me cuentas lo

que vas a hacer esta noche.—Ya te lo contaré después.—Después lo sabré sin que me

digas nada; por eso quiero yo más aFarfala, porque ése sí no tienesecretos para mí.

—Oye, Paulita, yo te dirécuanto quieras, pero por Dios queno vuelvas a mentar a ese malnacido.

—Mal nacido o no, pero él síme quiere más, y yo a él.

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—Mira, mira, conozco quetodo eso lo dices por vermeenojado; pero más vale que lo dejesen paz.

—¿Y tú te enojas?—Y mucho.—¿Celos?—Puede ser.—¿Es decir que me quieres

mucho?—Más que a mi vida.—¡Engañador! —dijo

graciosamente Paulita, levantandoel rostro del Jején con una mano, y

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plantó en su boca un sabroso beso,que él tuvo cuidado de pagar alrecibirlo.

—Vamos, Paulita, eres muyzalamera, y a ti nada se te puedenegar. Oye la historia de esta noche.

La muchacha se acomodó bienen su asiento para escuchar,apoyando el rostro sobre la manoizquierda, cuyo brazo descansabasobre la mesa, y jugando en suderecha con los rizados cabellosdel Jején.

Paulita estaba seductora en

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aquella postura.—¡Qué linda eres! —exclamó

Lucas.—Vamos a la historia.—Pues óyeme: se trata

solamente de salir esta mismanoche al camino de Cuernavaca,por donde deben ir seis hombresdel rey con un prisionero, derrotar aesos seis hombres, quitarles elprisionero y matarlo allí mismo.

—¿Y después?—Nada más.—¿Y cuánto pagan?

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—Para mí quinientos pesoscomo jefe, y doscientos para cadauno de los otros.

—¿Cuántos sois vosotros?—Cuatro.—Entonces ni peligro hay.—Pero son seis.—Sí, pero soldados; eso lo

haría yo.—Es verdad; el riesgo no es

muy grande.—Ya lo creo ¿y cómo se llama

el preso que debe morir?—No lo sé.

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—No mientas —dijo Paulita,tirándole suavemente de una oreja.

—¡Curiosa!—Ya sabes que no me gusta

quedarme en ayunas de nada ¿cómose llama el preso?

—¿Y serás capaz de salirtecon la tuya?

—Es seguro. Vamos ¿cómo sellama? —insistió Paulita, tirándoleentonces del bigote.

—Se llama… ¿pero por qué loquieres saber?

—Anda, dímelo, o te hablo de

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Farfala.—No, no me hables de él; te lo

diré.—Dímelo, retrechero.—Se trata de don Enrique Ruiz

de Mendilueta.—¡Jesús le ampare! —

exclamó Paulita, poniéndose páliday levantándose de su asiento—.¿Don Enrique, el hijo del conde deTorre-Leal?

—El mismo ¿pero qué te pasa?¿Por qué te pones pálida? ¿Por quéte espantas?

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—No, Lucas, no; tú no haráseso si me quieres bien.

—Pero Paulita ¿qué tienes quever con ese hombre? ¿Será tuamante?

—Lucas, ese hombre no es miamante, pero le amo, le respetocomo mi padre mismo. Yo noquiero, no quiero; tú no le matarás.

Y la muchacha apoyó sucabeza en el seno de Lucas ycomenzó a llorar.

—Paulita, jamás te he visto así¿qué misterio es este? Explícamelo,

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porque comienzo a pensar cosashorribles —dijo Lucas.

—Aquí no hay misterio, aquínada hay de malo que pueda excitartus sospechas. Lucas, esta historiaes mi historia; si yo te la contara,amarías a don Enrique como le amoyo, le respetarías como yo lerespeto. Lucas, estoy segura de quelloras si escuchas esa historia.

—Cuéntamela, cuéntamela,Paulita, y no te aflijas —contestó elJején, acariciando la negracabellera de la muchacha.

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—Sí, Lucas, te la contaréporque me quieres ¿es verdad?

—Eres mi único cariño en latierra, y cuando tenga dinero memeteré a buen vivir y me casarécontigo.

—Pues voy a contártela paraque hagas cuanto puedas por donEnrique, para que su persona seasagrada para ti. Escúchame¿tardarán aún tus compañeros?

—Si no han de volver hastalas nueve.

—Pues óyeme con atención.

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El Jején se dispuso a escuchar,y Paulita, limpiándose sus grandesojos negros con la vuelta de sudelantal, comenzó su historia deesta manera.

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XIV

LA HISTORIA DE PAULITA

—MI PADRE era un honrado albañilque ganaba penosamente la vida;tenía dos hijas, yo, que era lamayor, y otra niña que contaba

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cuatro años menos. Con muchísimapobreza, pero mi padre sostenía asu familia, y quería mucho a sumujer y sus dos hijitas. Jamástomaba pulque ni se emborrachaba.Los domingos por las tardes nosalía de casa, contándome cuentos ojugando con mi hermanita.

»Mi padre era el marido queenvidiaban todas nuestras vecinas.Siempre estaba formando proyectospara cuando yo creciera y paracuando Dios le abriera camino pararemediar nuestras necesidades, que

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en verdad eran muchas.»Tenía yo siete años y tres mi

hermanita, cuando un sábado en lanoche mi padre vino más alegre quelo de costumbre, y dijo a mi madre:

»—Ángela, mañana te llevocon tus niñas a las fiestas deCoyoacán.

»—¿Cómo así? —preguntó mimadre—. Hijita, ven acá, me dijo;tu padre nos lleva mañana a lasfiestas de Coyoacán.

»Yo no había salido nunca demi casa, ni sabía cómo eran las

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fiestas; mi madre llevaba muchotiempo también de estar encerrada,y las dos nos pusimos tan contentas,tan contentas, que mi padre seenterneció, se le llenaron los ojosde lágrimas y atrayendo nuestrasdos cabezas con sus brazos, nos dioun beso a cada una, exclamando:

»—¡Pobrecitas!»Yo no había visto nunca

llorar a mi padre, y me afectémucho, y casi llorando le pregunté:

»—¿Por qué lloras, padre?»—De gusto —me contestó

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sonriendo y con las lágrimas en losojos— de gusto, Paulita, porque osveo tan contentas.

»Mi madre lo acarició,diciéndole:

»—¿Qué más quieres, Pablo?Somos muy pobres, pero estamoscontentos; no llores ni de gusto,porque me entristezco. Voy a traertea la otra niña para que te calmescompletamente.

»Mi madre se levantó y tomó ami hermanita, que dormía en unrincón del cuarto, y se la llevó a mi

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padre, que la tomó en sus brazos,pudiendo apenas verla, porque elllanto nublaba aún sus ojos.

»No te enfades, Lucas, porquete refiero tantos pormenores de esanoche; pero están vivos en mimemoria aquellos recuerdos y aúnme hacen llorar».

Paulita limpió sus ojos; Lucasestaba a punto de llorar.

La muchacha continuó:«Mi padre, haciéndose

gracioso y queriendo dar a mimadre una sorpresa, sacó de su

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seno un pañuelo y lo desenvolvió asu vista; había allí algunas monedasde plata y una moneda de oro.

»—¿De dónde? —preguntó mimadre con una sonrisa de alegría.

»—Eso quisieras saber,picarona —contestó mi padreentregándole todo el dinero.

»Yo no había visto nunca unamoneda de oro, y la tomé admiradaentre mis manos.

»—Bueno, esto es de tu jornal—dijo mi madre contando lasmonedas de plata— ¿pero ésta?

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»—Ésa me la envió Dios paravosotras. Óyeme: después de quesalí de mi trabajo, me volvía paraacá muy cansado, y comencé aencontrar gente que se iba paraCoyoacán, en donde dicen que vana estar muy bonitas las fiestas delsanto patrono, y pensaba yo entremí —“qué lástima que esté yo tanpobre, porque no puedo llevar apasear a mi pobre Ángela y a mishijitas, que nunca han visto nada”, yme entristecí.

»—¡Qué buen Pablo! —dijo

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mi madre contemplándolocariñosamente.

»Yo me estreché contra mipadre, que tenía a mi hermanita ensus rodillas y la dejaba jugar consus escapularios.

»—Pues venía muy triste,cuando oigo que gritan: “Atájenlo”,“atájenlo”. Alzo la cara, y cerca yade mí venía suelto un hermosocaballo muy bien enjaezado y muylindo: casi no tuve más que alargarel brazo y tomarlo por la brida; elmaldito se resistía, pero yo firme,

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basta que llegó su dueño, que era unseñor muy principal, que metiómano a la bolsa de sus calzones, yme dio esta moneda ¿qué tal? Diosme la mandó para que os deis undía de gusto en Coyoacán ycompres frutas y dulces para lasniñas…

»Estaba yo tan contenta, queno me hubiera cambiado por lavirreina.

»Desde aquel momento hastaque nos acostamos y nos dormimos,no se habló de otra cosa más que

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del paseo del día siguiente. Cansé apreguntas a mi padre y a mi madre,y le conté y le expliqué a mihermanita lo que íbamos a hacer,causando con todo esto el placerque puedes figurarte a mis pobrespadres, que estaban casi orgullososde haber podido proporcionarmedía tan feliz.

»Me dormí por fin, y soñécosas tan bonitas como nunca hevisto en la vida.

»—Mañana, levantarsetemprano —había dicho mi padre.

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»Excusada recomendación;más de tres veces me desperté en lanoche, preguntando:

»—¿Ya me levanto?, ¿ya melevanto?

»—Aún es de noche, todavíano —contestaba mi madre, y volvíayo a dormirme.

En una de aquellas veces, mipadre preguntó:

»—¿Qué dice Paulita?»—Que si ya se levanta.»—¡Pobrecita! —dijo mi

padre riéndose, pero con cierta

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ternura— ¡qué alborotada está!Pero al fin me dormí tan

profundamente, que mi madre hubode despertarme.

Salimos de México a pie porsupuesto, pero alegrísimos: yo reía,corría, llevaba de la mano a mihermanita algunos ratos quecaminaba por su pie. Mi padre ibaencantado con mi alegría y con lasatisfacción que brillaba en elsemblante de mi pobre madre.

»—¡Ay, Lucas! qué bueno erami padre.

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»Llegamos a Coyoacán; mecompraron cuanto llamó miatención en la plaza, frutas, dulces,juguetes, flores; aquél era para míel día más feliz de mi vida.

»Llegó el momento en quesalía la procesión, y mi padre nosllevó al cementerio para que laviéramos mejor.

»Comencé a espantarme, lomismo que mi hermanita, porque loscohetes volaban en todasdirecciones.

»—Vámonos de aquí —dijo

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mi padre— no vayan a quemar aestas niñas.

»—Vámonos —dijo mi madre;e íbamos ya a retirarnos, cuandouna gran bomba despedida de unarueda que quemaban cerca denosotros, vino a reventar junto a mí.

Las chispas me ofendieron yquise correr; pero casi al mismotiempo oí que mi padre lanzó ungrito; volví a mirarle; se habíacubierto el rostro con las manos,vacilaba queriendo caer, y entre susdedos brotaba sangre.

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»Mi madre dio también ungrito y se apresuró a prestarleayuda, y le sentó en el suelo; toda lagente se agrupó enderredor nuestro.

»—¿Qué te ha sucedido,Pablo? Pablo, respóndeme —decíaangustiada mi madre.

»—Le reventó la bomba en lacara —decían algunos.

»—Un médico, un confesor —gritaban las mujeres, y de todaspartes llegaba la gente corriendopara ver lo que había sucedido.

»Yo creía soñar; aquella

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mañana tan alegre, tan feliz, mipadre tan contento, tan satisfecho, yde repente mirarlo en tierra sinconocimiento, cubierto de sangre, ya mi madre angustiada, loca; tantasgentes, tantas caras pálidas ydesconocidas, los gritos de“médico”, “confesor”, todo erahorrible, espantoso; me parece quelo estoy viendo.

»Mi padre volvió en sí dandogemidos tan dolorosos, que mepartían el corazón.

»—Aquí está el médico —dijo

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un hombre abriéndose paso entre elconcurso y arrodillándose junto ami padre.

»—Amigo, quitaos las manosdel rostro.

»Mi padre no obedecía, yseguía gimiendo.

»—Señora —dijo el médico ami madre— apartadle las manospara ver la herida.

»El círculo de los curiosos seestrechó entonces tanto, que lleguéa quedar casi sobre el cuerpo de mipadre. Se le apartaron las manos

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del rostro; mi madre lanzó un grito,y los demás una exclamación deespanto: yo no pude ni gritar.Aquello no era rostro, era una masahorrible, confusa, de sangre y decarne.

»El médico le examinócuidadosamente, y luego con muchoaplomo, pero con muy poca lástimade él y de nosotras, queesperábamos temblando suresolución, exclamó:

»—La cosa no es de muerte,pero indudablemente se quedará

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ciego para siempre.»Sentí helarse mi corazón.»—¡Ciego! —exclamó mi

padre, batiendo el aire con lasmanos— ¡ciego para siempre! Diosmío, Dios mío ¿y quién mantendrá ami mujer y a mis hijitas, Dios mío?…

»Era tan tierno, tandesgarrador el acento de mi padre,que creo que todo el mundo lloraba.

»—Ángela, Paulita —gemía elinfeliz— ¿a dónde estáis, a dónde?

»—Aquí a tu lado, Pablo, a tu

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lado —contestó mi madre llorando.»—¿Y mis hijitas?»—Aquí están; tiéntalas.»Mi padre nos buscaba con

sus manos y nos acariciaba a lastres.

»—Ángela, Paulita, Lucía, yano os veré nunca, nunca, hijitasmías. ¡Ciego!, ¡ciego! ¿En quépodré trabajar, con qué osmantendré?

»—Cálmate, cálmate, Pablo.¿Te duele mucho?

»—¡Oh! mucho, mucho; pero

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no es nada lo que padezco de laherida, comparado con lo que sientemi corazón. ¡Ciego!, ¡ciego!, ¿quéserá de vosotras? ¡Ay! nunca osvolveré a ver…

»La gente ya no lloraba,aullaba de dolor con aquellaescena.

»Afortunadamente llegó elseñor cura; le hizo traer unaescalera en donde acostaron a mipadre para conducirle al curato, yde allí a nuestra casa. Aún tengopresentes las palabras de dulce

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consuelo que el señor cura dirigía ami padre para calmarlo.

»Una calentura terrible seapoderó de mi pobre padre; aquellanoche la pasamos a su lado yllorando amargamente, en una delas piezas del curato. Mi padredeliraba; pero en su delirio suúnico pensamiento era su mujer ysus hijas; nos llamaba siempre,creyéndonos lejos, y estábamos a sulado.

»Al día siguiente muytemprano le hicimos conducir a

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México en una camilla.»¡Qué diferencia de aquel

camino al del día anterior! ¡Cuántohabía variado nuestra suerte! De lasuma felicidad a la más espantosadesgracia».

Paulita se inclinó sobre lamesa y lloró; el Jején quiso hacersefuerte y volvió el rostro a otro lado,pero limpiaba con disimulo doslágrimas que corrían por susmejillas.

—Vamos, Paulita —gritaba—¡qué cosas tan tristes cuentas esta

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noche!—La verdad, Lucas, la verdad;

y ya verás, ya verás.

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XV

LA HISTORIA DE PAULITA

(concluye)

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—MI PADRE —continuó Paulita—estuvo enfermo tres meses; lamiseria llegó a nuestra casa; losprimeros días muchas personascaritativas nos ayudaban. Pero, ¡ay!,Lucas, la caridad, por desgracia, secansa pronto, y la curación de mipobre padre era muy larga.

»Sanó por fin, pero estabacompletamente ciego: no tenía ojos.

»Habíamos vendido cuantoteníamos, y no hubo más remedio;el pobre ciego se decidió a salir ala calle a pedir limosna para

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mantenernos, y entretanto mi madrecosía para ayudarle.

»Yo le servía de diestro;salíamos muy temprano y le llevabayo a las puertas de las iglesias; alas doce volvíamos a nuestra casa,comíamos cuando había qué, y en latarde tornábamos a salir yregresábamos a las nueve, porqueel toque de ánimas es muy apropósito para conmover a loscristianos. Mi padre consiguióaprender algunas relaciones, y asíse pasaba la vida.

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»Tenía yo doce años, y lamiseria había hecho espantososestragos en mi casa: mi madreestaba tan pálida y tan extenuada,que parecía una vieja; mi hermanita,que tenía ocho, tan enferma, que yano se levantaba nunca de la cama;sólo mi padre y yo teníamosfortaleza para trabajar, si es que eratrabajo pedir limosna.

»Por aquel tiempo, muchasnoches, en una de las calles denuestro tránsito, había yo observadoque un joven hablaba con una dama

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que le esperaba en la reja de laventana de una casa; pasábamoscerca algunas veces, y como no secuidaban de nosotros, había yoescuchado palabras tan dulces, quea pesar de mi corta edad, meimpresionaban; otras veces el jovenllevaba allí músicos que tocabanpiezas muy bonitas: entonces nosdeteníamos a escuchar.

»—¡Ah! —exclamaba mipadre— si yo tuviera la habilidadde tocar un instrumento, nopasaríamos tantos trabajos.

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»Y yo pensaba:»—¡Ah!, ¡si yo fuera bonita y

rica, por mí vendrían estosmúsicos, y mi padrecito estaría muycontento!

»Porque yo era muy niña ypensaba que los padres teníanmucho gusto cuando les llevabanmúsica a sus hijas.

»—Vámonos —decía mipadre.

Nos retirábamos, y muy lejosaún, oíamos la música, y yo ibapensando:

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»—¡Qué felices serán losricos!

»Una noche cayó un aguaceroterrible; las calles se anegaron, ycon mil trabajos, en medio de laobscuridad, caminaba yoconduciendo a mi padre,empapadas completamente nuestropobres ropas, y tropezando yresbalando a cada momento. Paracolmo de desgracias, aquella tardela limosna había sido muy escasa, yunas tortas de pan que compramoscon todo el producto de la tarde, se

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habían echado a perder con el agua.Ibamos, pues, con las manos vacías.

Mi padre caminaba muy triste,y yo estaba a punto de llorar.

Como no podía verse el piso,tanto por la obscuridad de la nochecomo porque estaba cubierto deagua, no pudimos evitar un agujeroque había en la calle; mi padremetió en él un pie, vaciló y cayó,arrastrándome en su caída.

»Yo me levanté violentamentepara ayudarle; le tomé de lasmanos, hizo un esfuerzo y se

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enderezó un poco, y volvió a caerdando un quejido. Tenía quebradoun pie.

»—¡Imposible! —exclamó—¡imposible, hijita! no puedolevantarme; me he quebrado un pie.

»Me espanté mucho, peroprocuré calmarlo.

»—No, padre, puede que no;haga usted un esfuerzo.

»—Hijita no puedo; tiéntameel pie.

»Me incliné y toqué el pie demi padre, y esto sólo me bastó para

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conocer que decía la verdad.»Entonces no me ocurrió otra

cosa más que ponerme a llorar,abrazarlo y cubrirlo de besos.

»Me acarició y sintió mislágrimas.

»—Vamos, tontita —me dijocon una ternura inmensa— nollores, no te aflijas; si no me duele.¿No ves que me estoy riendo?

»Y procuraba reírse; yo no loveía, pero lo adivinaba.

»—Esto es cualquier cosa,continuó; ya verás como me paro, y

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poco a poco nos vamos a nuestracasita; allí me curará tu madre, ymuy pronto estoy tan bueno comoantes.

»¡Pobrecito! Yo seguíallorando, y él me decía:

»—No llores, no llores, mialma; si yo hubiera sabido que ibasa llorar, no te digo nada. Vaya, yo tecreía más valiente… Vamos,ayúdame; ahora verás como melevanto.

»Se apoyó en mí, y haciendoun esfuerzo, que sólo su amor de

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padre podía darle, se puso en pie;pero quiso dar un paso, y ya nopudo sostenerse, dio un gemido ycayó otra vez.

»—No puedo, no puedo —dijocon desesperación— ¿y qué hacer?Tú no puedes ayudarme ¿cómo vasa estar aquí hasta que amanezca? Yluego con esta noche tan horrible.

»Yo no hacía más que llorar yacariciarlo.

»—¿Sabes, hijita? —me dijo— vete a la casa; dile a tu madreque yo me quedé en la casa de unos

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señores muy caritativos; duermeesta noche, y mañana temprano quehabrá ya gente que te ayude, nosvamos los dos. Yo me arrimaréarrastrándome hasta la pared, y allíduermo también; si soy muyfuerte…

»—¿Pues qué ha sucedidoaquí? —dijo cerca de nosotros unavoz que yo reconocí ser la deljoven enamorado, porque yo latenía muy presente, y porqueestábamos en la calle de la dama.

»—Señor caballero —

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contestó mi padre— soy un pobreciego que pasa por aquí todas lasnoches; estaba el piso muy malo,caí, y me he quebrado un pie y nopuedo llegar a mi casa.

»—¿Está muy lejos tu casa,niña? —me preguntó el joven.

»—No mucho, señor —lecontesté.

»El joven reflexionó. Habíapasado la tormenta y la lunacomenzaba a alumbrar. Yo pude veral joven, que tenía una capa negra yvenía muy ricamente vestido.

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»—Ponte en pie —le dijo a mipadre.

»—¿Cómo, señor? —dijo mipadre—. Tengo un pie quebradocompletamente.

»—¿Pero puedes sostenertesobre el que está bueno, aunque seaun momento?

»—Probaré, señor caballero.»—Apóyate en mí —dijo el

joven, tomando de los brazos a mipadre.

»Mi padre se puso en pie, sintocar el suelo con el que tenía roto.

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»—Permanece así un momento—dijo el joven, y quitándose lacapa y el sombrero, me los entregó,diciéndome—: Lleva eso; pero nolos vayas a mojar.

»Tomé la capa y el sombrero,sin comprender al pronto lo que éliba a hacer, cuando lo vi acercarsea mi padre y ponerse de espaldasdelante de él.

»—Cruza tus brazos sobre micuello —le dijo.

»Mi padre obedeció, él letomó de las piernas y le levantó,

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llevándole a la espalda como unfardo.

»—Vamos, niña, guía —dijo.Obedecí sin vacilar, espantada

de lo que estaba pasando. Asícaminamos sin hablar una palabra,y llegamos a mi casa.

»Mi madre lloró sin consueloal ver a mi padre en aquel estado;el joven nos ayudó a ponerlo en sucama, y entonces noté que su ricotraje se había manchado de lodopor todas partes.

»—Señor —le dijo mi madre

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— ¡qué haré para mostraros migratitud! Somos miserables, peronuestro corazón os pertenece, señor,y allá arriba está el único que tienesuficiente poder para premiaracción semejante.

»—Señora, dejemos eso —dijo el joven— me voy porquetengo un negocio; pero mañana almedio día vendré a ver al enfermo.Llamen un médico temprano que locure; tiene ya fiebre ese hombre; sime necesitan, temprano mandad abuscarme a la calle de Ixtapalapa;

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me llamo Enrique Ruiz deMendilueta…».

—¡Don Enrique! —exclamó elJején, que había escuchado sinpestañear la historia de Paulita.

—El mismo.—¡Voto a tal! Pues no sabía yo

que fuera tan bueno con los pobres.—Pues aún hay más —

continuó la muchacha.»Salióse de mi casa don

Enrique, y al componer a mi padrela cama, encontramos debajo delpetate que le servía de lecho,

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algunas monedas de oro que noshabía dejado allí con disimulo.

»Al día siguiente volvió, y nosvisitaba cada cinco, cada ocho días,mientras que mi padre estuvoenfermo.

»Desde la noche que condujo ami padre a nuestra casa, donEnrique tomó a mi familia bajo suprotección y nada nos faltaba, peroya no era tiempo; mi madre y mihermana murieron poco tiempodespués, y mi padre y yo, contandocon tan buen protector, nos

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mudamos a esta misma casa.»Hace dos años tenía yo ya

dieciséis, don Enrique contaba diezmás que yo, y ni nos habíaabandonado ni nos dejaba de visitarcon alguna frecuencia.

»Yo sentía que cuando élllegaba se apoderaba de mí unaalegría extraña, que estaba tristecuando no le veía, que lo soñabamuchas noches; en fin, comprendíque me había enamorado de él,aunque él jamás me había dichonada.

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»Debí sin duda, por la pasiónque me causaba y por miinexperiencia, de dárselo a conocer,y un día me llamó a solas y me dijo:

»—Óyeme, Paulita, quiero queme hables la verdad.

»—Sí, señor —le contesté,encendida de rubor.

»—Pero sin engañarme paranada.

»—No, señor.»—Paulita ¿tú estás

enamorada de mí?»Era lo menos que yo me

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esperaba semejante pregunta, y creíque iba a caer privada del susto queme causó.

»—Vamos, Paulita, dime.»—Sí, señor —le contesté—

mucho, muchísimo.»—Paulita —me dijo con

dulzura— óyeme: yo tengo en eso laculpa por imprudente; debí conocerque este resultado tendrían misvisitas; pero aún es tiempo deremediar el mal. Tú eres bonita, meagradas mucho, y me enamoraría yode ti con tanta más facilidad, cuanto

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que soy bien enamorado; pero noconseguiría yo más que perderte,porque tú ves que no puedocasarme contigo: separémonos. Conotra mujer quizá no tendría yo estosescrúpulos, pero tú eres otra cosa;yo no te abandonaré, pero no meverás más; así conviene por ti, pormí y por ese pobre ciego, a quien leharía yo pagar con su honra mispocos favores.

»No tuve qué contestar. DonEnrique salió y yo lloré muchosdías: conté aquella escena a mi

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padre, que lo bendijo y me consoló.»Un año después murió mi

padre, y puse yo esta fondita paramantenerme de mi trabajo, y conella, gracias a Dios, vivo sinpobreza y feliz, sin haber hasta hoysucumbido a la seducción deninguno de vosotros los que meenamoráis, y a quienes acaricio ytrato bien, pero no más, Jején, nomás».

—¿Y nunca has vuelto a ver adon Enrique?

—¡Jamás! Supo la muerte de

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mi padre y me envió dinero ybuenos consejos.

—¡Qué cosa!—¿Tengo razón en quererlo y

respetarlo como a mi padre?—¡Voto va! Y mucho; y desde

hoy te quiero más yo a ti y a él.—¿Le salvarás?—¡Te lo juro! ¡Primero me

matan!…En este momento los

compañeros del Jején entraron a lafonda.

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XVI

LAS CONSECUENCIAS DE LAHISTORIA DE PAULITA

—¿ES la hora? —preguntó el Jejéna uno de los que entraban.

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—Sí —contestó el otro.—Vamos, pues.—Vamos —contestaron los

otros.El Jején se levantó, tomó su

sombrero y dijo a los demás:Esperadme afuera un momento.

Los hombres salieron.—Paulita —le dijo entonces

Lucas, tomando cariñosamente lamano de la joven— voy a hacer porese hombre lo que podría en igualcaso hacer por un hermano mío.

—¿Qué cosa? —preguntó la

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joven con interés.—Voy a salvarle la vida y a

darle la libertad. Don Enrique vaprisionero y nosotros llevamosencargo de matarle; le amenazan,pues, dos peligros, y de ambos lesalvaré.

—¡Lucas, eres todo unhombre!

—Paulita, no le mataremos, yademás le sacaremos de las manosde los soldados del rey: lo que esejoven ha hecho por tu padre y por ti,le da el derecho de ser respetado

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por todos los hombres que hemossabido lo que es la miseria.

—¡Oh, y cómo voy a quererte!—Óyeme, Paulita: si logro

salvarle, aquí le traigo.—¿Aquí? —exclamó Paulita

poniéndose pálida.—¿Tienes acaso miedo de la

justicia?—No; pero… volver a verle, y

en mi casa, sería mucha felicidad;quizá te daría celos.

—Paulita, yo soy un hombremalo; he robado, he asesinado ¡voto

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al demonio! pero sé lo que esquerer y lo que es agradecer. ¡Quédiablo! le traeré aquí, y si osenamoráis y os queréis de nuevo,Dios os bendiga como vos mebendeciréis. Vaya, alguna vez haréalgo bueno por tanto mal como hehecho, y quizá Dios me lo recibiráen cuenta. Hasta luego.

Y embozándose en su capapara ocultar mejor su emoción, elJején salió apresuradamente de lafonda.

Paulita quedó sola

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enteramente, y entonces, alzandosus ojos al cielo y juntando susmanos sobre el pecho, exclamó conun acento que partía del fondo de sucorazón:

—¡Gracias, Dios mío!…Todavía le amo…

El Jején, seguido de sus trescompañeros, atravesó las calles queconducían al puente de laAudiencia, sin que ninguno de ellospronunciase una sola palabra.

Al llegar cerca del puente seadelantó, y dejó a los otros, en

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espera de su vuelta, parados a cortadistancia.

Un hombre esperaba tambiénen el puente.

—Jején —dijo aquel hombre,que era don Justo.

—Señor —contestó el Jején.—¿Estás listo?—Sí, señor.—¿Tus compañeros?—Adelante esperan.—Vamos por los caballos;

llámalos.Jején silbó de un modo

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particular, y los hombres seaproximaron.

—¿Todos vienen armados? —preguntó don Justo.

—A su satisfacción —contestóLucas.

—Vamos.Y don Justo echó a andar,

seguido de los cuatro ladrones.Tomaron por la calle de

Tacuba y siguieron adelante,caminando sin parar hasta salir caside la ciudad.

Allí se levantaba una especie

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de granja, triste y arruinada,cercada de árboles que sedibujaban vagamente entre lassombras en el obscuro firmamento.Se acercaron hasta la puerta sin quenada indicara que había allíhabitantes; ni una luz, ni un ladridode perro, ni el canto de un gallo, niuna voz humana; nada, nada.

Don Justo buscó en el suelouna piedra, aplicó tres golpesfuertes en la puerta, y esperó. Pasólargo rato, nadie abrió, y entoncesvolvió a golpear, pero no fue sólo

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por tres veces, sino que continuóhasta que adentro se escuchó la vozde una mujer que gritaba:

—Allá voy, allá voy.—¡Bendito sea Dios! —dijo

don Justo cuando la mujer que habíagritado abrió la puerta— creí quese habían muerto o estaban sordos.

—No, señor; el hombre estápor allá adentro disponiendo loscaballos, porque ya dijo que erahora. Pasen sus señorías.

Don Justo y los hombresentraron, y la mujer volvió a cerrar

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la puerta.—Por aquí —les dijo, y

comenzó a guiar alumbrando con unvelón de sebo que llevaba en lamano.

Penetraron primero a un patiorodeado de toscos y bajos arcosformados de ladrillo; el piso estabacubierto de montones de tierra, endonde nacían los granos que caíanallí, sin duda, del alimento de lasbestias.

Las paredes estaban ahumadas,los techos viniéndose abajo, y la

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yerba crecía en las cornisas.Atravesaron un pasillo angosto

y sombrío; el viento, que corría porallí produciendo una especie degemido triste, apagó el velón de lamujer.

—Quedamos bien —dijo conenfado don Justo.

—Síganme sus señorías —contestó la mujer— ya no haycuidado.

Los hombres, siguiendo a lamujer y tropezando a cada paso,llegaron por fin hasta un gran

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corralón, en el que a la incierta luzde las estrellas divisaron algunosbultos.

—Manuel, Manuel —gritó lamujer.

—¿Qué hay? —preguntó a lolejos una voz.

—Aquí están ya los señores.—Voy.A pocos momentos, un hombre

alto y en calzón blanco y camisa,sin más ropa y sin sombrero, sellegó al grupo.

—Buenas noches, Manuel.

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—Buenas noches, señor —contestó el hombre.

—¿Están los caballos listos?—Sí, señor.—Tráelos aquí.El hombre se apartó, y volvió

a poco trayendo de la brida doscaballos.

—Éste es —dijo señalandouno— el del señor jefe.

El Jején, sin hacerse llamar, seapoderó del caballo y saltóligeramente sobre él.

—Bueno —exclamó

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haciéndolo mover—. Bueno; estoya gusto.

—Y yo también —dijo otro delos hombres que había montado.

Lo mismo respondieron losotros.

—Pues en marcha, y que Diosos guíe —dijo don Justo—. Yasabes adónde, Jején; un coche.

—Sí, señor ¿por dónde se salede esta casa?

—Por aquí —dijo Manuel, ycondujo a los de a caballo hasta unagran puerta que abrió y que daba al

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campo.—Ahora —agregó— por esta

calzada derecho hasta Chapultepec;de ahí ya sabréis por dónde osconviene iros.

—Adiós —dijo el Jején, ypicó su caballo.

—Adiós —contestó elhombre; dejó pasar a loscompañeros de Lucas, y cerró lagran puerta.

Rodaba pesadamente por la calzada

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de Ixtapalapa el coche que conducíaa don Enrique prisionero.

El oficial velaba, pero donEnrique, devorado por la fiebre,dormitaba en uno de los ángulos delcarruaje. Los soldados de la escoltadormitaban también sobre suscaballos.

Llegaron a un grupo deárboles, y repentinamente cuatrohombres se desprendieron delbosquecillo y se lanzaron sobre ladesprevenida escolta, que echó ahuir perseguida por tres de aquellos

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hombres. Los cocherosabandonaron a las mulas y huyerontambién a pie. El otro hombre, queera el Jején, se dirigió al carruajeen los momentos en que el oficialbajaba de él con la espada en lamano.

—¿Sois don Enrique? —preguntó el Jején.

—Soy un oficial de S. M. —contestó el otro.

El Jején se precipitó sobre él,y antes de que pudiera defenderseel oficial, le hendió el cráneo de un

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sablazo.A este tiempo llegaron de

vuelta los que habían ido enpersecución de la escolta.

—Acabad con ése —dijo elJején señalando al oficial, y sedirigió al carruaje.

—¡Don Enrique, don Enrique!—exclamó.

—¿Qué me queréis? —contestó con voz lánguida elenfermo.

—Salid pronto; venid, estáislibre.

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La voz de libertad anima hastaa un moribundo. Don Enrique hizoun esfuerzo y salió del carruaje; loscompañeros del Jején se habíanacercado.

—Montad en este caballo —dijo Lucas, mostrándole uno que lossuyos le habían quitado a los de laescolta.

Don Enrique obedeció.—Ahora seguidnos.Y todos al galope

desaparecieron, dejando comohuella de la aventura un coche

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abandonado y un cadáver.

* * *

Desde entonces no se volvió asaber lo que había sido de donEnrique Ruiz de Mendilueta. Elvirrey y don Justo le creyeronmuerto; el viejo conde de Torre-Leal le lloró, pero siemprealimentando la esperanza devolverle a ver, no quiso declararheredero del título al hijo de doñaGuadalupe.

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Por aquel tiempo celebróse laboda de don Diego y de doñaMarina, y ambos desaparecieron deMéxico.

Para escribir este libro hemostenido que retroceder algunos años;así era preciso, y volvemos ya atomar el hilo de nuestra historia.

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Terceraparte

Brazo-de-acero

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I

JUAN DARIÉN

EL AUXILIO que la armada españolaenvió a Puerto Príncipe, llegódemasiado tarde; los piratas habíandesocupado ya la villa, llevándose

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cuanto pudieron; pero antes dedarse a la vela Morgan puso enlibertad a cuantos prisionerosespañoles tenía.

Tal conducta impresionó tanfavorablemente al jefe que mandabalas fuerzas auxiliares, que cuando lepresentaron a Brazo-de-acero, semostró con él muy complacido.

Algunos marineros del «SantaMaría de la Victoria» declararonhaberle visto al servicio de S. M.,desde la isla Española, y agregaronque podía ser muy bien que Antonio

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se hubiera escapado como lohicieron otros.

El jefe se dio por satisfecho, yAntonio fue puesto en libertad.

Morgan y los suyos se habíandirigido a Jamaica con el objeto derepartir allí el botín, y Brazo-de-acero comprendió que era precisodirigirse allá para reunirse conellos. Pero ¿cómo?

Ningún navío se hubieraatrevido a hacerse al mar; tangrande era el terror que esparcíanpor todas partes aquellos piratas.

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Brazo-de-acero no sabía quéhacer; porque a pesar de que se lehabía concedido la libertad, todosdesconfiaban de él, y le veían concierto temor, y le señalaban pordonde quiera que iba. Aquellasituación era para élverdaderamente aflictiva.

Caminaba pensativo por unade las callejuelas menosconcurridas de la villa, cuandosintió que le tocaban en el hombro.Volvió el rostro y se encontró conun hombre gordo, vestido de paño

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gris, con un ancho sombrero, sinarmas, y con todo el aspecto de unrico, honrado y pacíficocomerciante.

—Dispensadme —dijo elhombre— deseo hablaros.

—Estoy a vuestras órdenes —contestó Antonio, creyendo quecuando menos se trataba de ponerlepreso.

—Ante todo supongo que puesen la mañana de hoy os han traídopreso y aquí no tenéis ni amigos niconocidos, no habéis pasado

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bocado.—No, ciertamente.—Pues hacedme el gusto de

venir a comer conmigo.—Pero, caballero, si no me

conocéis.—No importa ¿acaso el

cristiano para ayudar a sushermanos necesita saber cómo sellaman?

—En verdad que no.—Perfectamente. Además, hay

otra razón; por vuestro aspectoparecéisme indiano.

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—Soy de México.—Ya lo veis; yo soy de

Campeche, y he aquí otra razón demás para que tenga yo gusto y deseode partir con vos mi pan, que nopuedo llamar pobre, porquerealmente no lo es.

Brazo-de-acero miraba conasombro a aquel personaje que sele aparecía como una Providencia.

—Conque venid —dijo eldesconocido— y tomandofamiliarmente del brazo a Antonio,le condujo a una casa que estaba

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muy cerca de allí.Llegaron a una estancia en

donde estaba preparada una mesacomo para dos personas.

—Sentaos —dijo eldesconocido quitándose elsombrero— sentaos, comeremos;que bien lo necesita vuestro cuerpo.

Antonio obedeció sin replicar;el rostro franco y el aire bonachónde su nuevo amigo le infundíanconfianza.

Comenzaron a servir lacomida dos hombres, a quienes el

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desconocido dirigía la palabra enun idioma que Antonio nocomprendía. El convite era dignode un duque: vinos, frutas,legumbres, carnes y pescadosexquisitos, y servido todo en unarica vajilla de plata.

Pero allí no había indicio deque ninguna mujer hubiera en lacasa; aquello llamó la atención deBrazo-de-acero, aunque se cuidómuy bien de decir nada.

El anfitrión iba haciéndosemás expansivo y la conversación

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más animada.—Vamos —dijo el

desconocido— creo que no tendréisya desconfianza de mí, puesto queveis que soy un hombre incapaz dehacer mal a nadie ¿es verdad?

—Tal creo —contestóAntonio.

—Decidme ¿vos pertenecéis ala gente de Morgan, y sois uno delos jefes de su confianza?

—No, señor —contestósonriéndose Brazo-de-acero— esacreencia pudo serme fatal.

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—Pero yo no soy ni gente dejusticia ni de tropa; tened confianzaen mí, quizá no os pesará.

—Me inspiráis demasiadaconfianza, y para probároslo, osdiré que es cierto; soy de la gentede Morgan, y estoy desesperadoporque no puedo ir a reunirme conél.

—Pues, caballero —dijocambiando de tono el desconocido— confianza por confianza,escuchadme.

Habían sufrido el rostro y el

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aire de aquel hombre unatransformación tan repentina, queAntonio le miraba asombrado; noera ya el sencillo comerciante queBrazo-de-acero había creídoencontrar, no; era un hombre llenode fuego y de energía, sus ojoschispeaban al hablar y se erguía concierto aire de altivez.

—Yo también soy pirata —continuó— me llamo Juan Darién,porque mis primeras aventuraspasaron en el golfo de Darién; soyde Campeche; llegué a esta isla en

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busca de Juan Morgan parareunirme con él y comprometerlo aemprender algo por la tierra firme;pero al llegar aquí, Juan Morganhabía partido ya. Mi navío estáoculto en una ensenada no distantede aquí; uno de mis antiguosmarineros que se encontraba aquípor casualidad, me contó vuestrallegada y me dijo quién erais,porque os vio desembarcar con losde Morgan: he aquí explicado todo.Es necesario partir de aquí, ypronto.

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Antonio escuchaba espantadoaquella relación.

—Esta misma noche espreciso darnos a la vela —continuóJuan Darién— quiera Dios o noquiera; felizmente el tiempo esfavorable, ningún navío de losespañoles se atreverá a salir enmuchos días, y pronto nosreuniremos con Morgan ¿estáisconforme?

—Me parece que tenéis razón.—En tal caso, prudente será

que salgamos de la villa al pardear

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la tarde, porque más temprano omás noche nos haríamossospechosos.

—¿Conocéis el terreno?—Como si me hubiera criado

en él.—Perfectamente.—Y decidme ¿creeis que

Morgan consienta en ir a la tierrafirme?

—Creo que sí, si esto leofrece ventajas.

—¡Cómo si le ofrece! Puerto-Belo, Gibraltar, Maracaibo y otras

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mil villas y ciudades serán nuestras;los navíos que conducen el ricocargamento del cacao, nuestrosserán también, y cada uno denosotros tendrá dentro de poco unafortuna que envidiaría un rey.

—Entonces, creo que Morganaceptará.

—¿Me ayudaréis aconvencerle?

—Haré cuanto esté de miparte.

—Muy bien; haremos lospreparativos del viaje.

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Juan Darién llamó a losesclavos y les dio algunas órdenesen lengua desconocida, y luegodirigiéndose a Antonio, le dijo:

—Tomad vuestro sombrero, yvamos emprendiendo el caminopara llegar a tiempo.

Antonio se puso su sombrero,y Juan Darién con una admirablefacilidad, volvió a tomar el airecandoroso con que había engañadoa Brazo-de-acero, y los dossalieron a la calle.

Brazo-de-acero, conducido

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por Juan Darién, salió de la villasin obstáculo de ninguna clase. Unavez en el campo, el pirata deCampeche volvió a recobrar su aireresuelto y la energía y viveza de susmovimientos.

—¿Está muy lejos el lugar enque os aguarda vuestraembarcación? —preguntó Antonio.

—Por el camino que todossaben, se necesitarían para llegarhasta allá lo menos ocho horas;pero yo conozco muy bien el país, yen dos llegaremos: yo no tengo

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necesidad de hacer ningún rodeo.En efecto, Juan Darién

atravesaba montes y barrancas yvalles con tanta seguridad como sifuera por un camino carretero. Apoco más de dos horas de camino,comenzaron a escucharse ya lostumbos del mar, y a poco Brazo-de-acero y su conductor se encontraronen una playa.

La mar estaba tranquila,comenzaba a soplar dulcemente elterral, y muy cerca de la orilla semecía en las ondas una ligera y

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graciosa embarcación.—Hemos llegado —dijo Juan

Darién.—¿Y vuestros esclavos? —

preguntó Brazo-de-acero.—Poco deben tardar; pero

para nosotros será mejor esperarlosa bordo.

Juan Darién reunió entoncesalgunas yerbas secas, sacó de labolsa un pedernal, un eslabón, unamecha y una pajuela de azufre.Encendió la mecha, ardió lapajuela, y Darién la introdujo entre

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el montón de yerbas secas. En elmomento se levantó una gran llamaque tardó poco en extinguirse.

—Ahora —dijo el pirata—poco tardará el bote.

En efecto, poco después seescuchó en el silencio de la nocheel acompasado golpear de losremos y el rumor de una barca querompía las aguas.

—Ahí están —dijo JuanDarién.

El bote tocó la playa.—Vamos —exclamó el pirata

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levantándose, y de un brinco entróal barco.

Antonio le siguió, y los bogas,entonando un canto monótono ymelancólico, comenzaron a remar.

Casi tocaban ya el costado delnavío, cuando en la playa brillóotra llama.

—¡Mirad! —exclamó Juan—¿no os dije que no tardarían? Hélosahí. Y tomando la escala, subió alnavío, seguido de Brazo-de-acero.El bote regresó a la playa.

Una hora después, el viento

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inflando las velas de la ligeraembarcación de Juan Darién, laimpelía rumbo a Jamaica.

Brazo-de-acero dormíaentonces tranquilamente.

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II

JUAN MORGAN Y JUANDARIÉN

LA «VENUS» se llamaba laembarcación de Juan Darién, que

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resbalaba ligera sobre el océano,merced al viento favorable y enbusca de la armada de Morgan.

Cerca del amanecer, Brazo-de-acero se levantó en busca delcapitán, y le encontró fumandotranquilamente.

—¿Creeis —preguntó Juan—que encontraremos a Morgan y a lossuyos en Jamaica?

—En Jamaica realmente no —contestó Brazo-de-acero— que porel tiempo trascurrido supongo queaún no estarán allí; tratábase de

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repartir el botín, y si él era tal quealcanzase a pagar las deudascontraídas con los ingleses deJamaica, entonces sí irían; pero sino, no.

—En tal caso ¿estarán en laisla de Navaza o en los cayos deMorante?

—Así me parece. ¿Conocéisesta derrota?

—El Freri entre la Española yCuba y Jamaica, le conozco como amis manos. Por eso creo mejordirigirnos a Navaza, porque los

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cayos de Morante son cuatro islitaspequeñas que se levantan, cuandomás, siete pies sobre la superficiede la mar; en tres de ellas hay algode bosque, pero el fondeadero esallí peligroso; hay que cuidar delPlacer Blanco y Arrecife, que seextiende como a dos millas; hayfondo de arena con tres y media yhasta cuatro brazas, pero haytambién allí mancha de coral, y esmenester buscar con el escandallositio limpio antes de dar fondo.

—¿Conocéis bien estos

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mares?—¡Ya lo creo! En una galera

del rey de España he andado muchopor aquí.

—¿Voluntariamente?—Sí; a rechina motones me

sacaron de mi tierra, y a palo secome hicieron correr el temporal.

—Supuesto lo que decís,Morgan habrá fondeado en Navaza.

—Tal vez; ésa es una islitapequeña, pero sus costas son muylimpias, se puede fondear a cuartode milla y con catorce brazas sobre

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arena, y sin más peligro que lamarejada tan alta que levanta allí elviento fresco.

—Pues allá vamos.—Iremos, que con los ojos

cerrados llegaría yo.El viento siguió favorable y la

«Venus» parecía volar.

En la pequeña isla de Navazahabían fondeado los buques de lospiratas, para hacer con máscomodidad la división del botín

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adquirido en la última expedición.La buena fe entre aquellos

hombres era admirable. Ningunohubiera sido capaz de esconder niuna moneda de cobre; todo iba alfondo común, y todo se repartíasegún las estipulaciones de lasescrituras.

Pero la empresa no habíaproducido grandes resultados; aquelprimer golpe no dio más queveinticinco mil pesos, cantidadmiserable para hombres ávidos deriquezas y que creían encontrar

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montes de oro a sus primeros pasos.Aquella suma no alcanzaba ni parapagar las deudas contraídas enJamaica, y de las que había habladoBrazo-de-acero a Juan Darién.

Además, había allí una cosamuy grave; los franceses queríandejar a Morgan, y por másinstancias y promesas de éste, noquerían seguir en su compañía. Losingleses comenzaron entonces adesmayar. Morgan estabadesesperado.

El número de sus soldados y

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de sus embarcaciones habíadisminuido hasta ser casi la mitadde los que tenía, y en cuanto a ladecisión de sus pocas tropas, noestaba tampoco muy satisfecho.

Sentóse en una roca a meditar;el porvenir era luminoso, suesfuerzo era grande, y sin embargo,nada podía hacer; no había allí unsolo hombre que lo comprendiese.Entonces pensó en su joven amigo,en Antonio Brazo-de-acero.

¿Qué sería de él? Quizá habíaperecido a manos de los soldados

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españoles. Sumido en estasprofundas meditaciones, le encontróun oficial que traía la noticia de quese divisaba una vela. Morgan selevantó violentamente.

La embarcación avanzaba conrapidez.

—Ése debe ser amigo —exclamó Morgan— ningún buqueespañol, y menos de ese porte, sehabría arriesgado a lanzarse a losmares sabiendo que Juan Morgannavega por aquí; apenas una armadapasaría cerca de nosotros sin temor.

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Dejad que llegue ese navío, que elcorazón me dice que trae buenasnuevas.

Aún tardó mucho en llegar a lacosta aquella embarcación, y alhacerlo se presentó con tal gracia ytal confianza, que los que esperabany los que llegaban se sintieronamigos.

El bote se desprendió deaquella embarcación, y doshombres llegaron en él a la orilla.Juan Morgan corrió a su encuentrocon alegría, porque en uno de

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aquellos hombres había reconocidoa su amigo Brazo-de-acero.

Brazo-de-acero presentó aMorgan a Juan Darién, y le refiriócuanto con él le había pasado.

—Vuestro nombre —dijoMorgan— me era ya muy conocido.¿Quién no ha oído hablar delintrépido capitán que tieneaterrorizadas a las guarnicionesespañolas de Tierra Firme?

—Desgraciadamente —contestó Juan Darién— mis fuerzasno son ya suficientes para acometer

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las empresas que se presentan; poreso vengo en vuestra busca: tenéishombres, tenéis bajeles. ¿A quépermanecer en este golfo, en el quepobre presa serán para vuestro bríolos despojos de las Antillas?Marchemos a la Tierra Firme; lascostas es verdad que están un tantopobres y despobladas; pero hayciudades que, aunque másinternadas, caerán al empuje denuestros bravos. Yo conozcoaquellas sondas; yo os guiaré, yomarcharé siempre a vuestras

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órdenes; y allí, en el continente,tengo hombres adictos a nuestracausa, que saldrán de sus hogares yse armarán para seguirnos y paraauxiliarnos: todo nos es favorable,marchemos.

—Juan Darién —contestótristemente Morgan— ¿no sabéisque muchos de mis soldados me hanabandonado, llevándose gran partede los bajeles?

—¿Y esos que están ahí a laancla?

—Eso es todo lo que nos resta.

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—¿Y os parece poco? ¡Oh!vos no conocéis aquellos terrenos yaquellos rumbos; yo mecomprometo a entregaros, con sóloesta armada, las principales villas yciudades. ¿Os falta el ánimo? ¿Nosois el hombre que yo habíapensado?

—¿Que si me falta el ánimo,preguntáis? ¡Ah! vos sois el que noconocéis a Juan Morgan. Iré, iré, ymoriremos en las costas de laTierra Firme, o triunfaremos aúncuando se opongan todas las

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escuadras del rey de España.—¡Cuánto me place oíros

hablar así!—Juan Darién, tomad mi mano

en señal de alianza y en prueba delo que os prometo; mañana mismo,esta misma noche, en este momento,si sopla favorable el viento, nosharemos a la vela en busca de esastierras en que vos esperáisencontrar tantos tesoros y de dondeme ofrecéis la fortuna para losmíos.

—¿De veras?

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—Mirad si lo sé cumplir.Juan Morgan se levantó, y

tocando un agudo silbato de oro quependiente de una cadena llevaba alcuello, hizo venir a su lado a varioshombres, a los cuales dio en vozbaja algunas órdenes.

En el mismo momento cundiópor todo el campo donde estabanlos piratas, una grande agitación.Reinaba la alegría, el gozo sepintaba en todos los semblantes, yse conocía que todos recibían lanoticia de que se iban a dar a la

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vela, con el mayor placer.Muchos habían reconocido a

Brazo-de-acero y lo juzgaban lacausa de aquella grata disposición.

Los botes iban y venían a losnavíos conduciendo algunos objetosque los marineros habían bajado atierra; en el interior de los navíos laagitación era mayor; todo sepreparaba y se disponía, porquehabía orden de aprovechar elprimer viento favorable.

Juan Morgan, Juan Darién yBrazo-de-acero contemplaban aquel

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bullicio sentados a la orilla delmar; el bote con sus bogas estabacerca de ellos, esperando elmomento de la partida paraconducirlos a bordo.

Todo estaba dispuesto, nohabía ya ni un marinero en la tierrani una lancha en el agua; los navíosesperando sólo el soplo de losvientos para tender sus velas delona sobre el agua.

Aquél era un espectáculohermoso.

—¿Con eso —dijo Juan

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Darién— temeríais fracasar ennuestra empresa?

—¡Nada temo! —contestóJuan Morgan— y no espero más quela llegada del viento.

—Pues la mar comienza aponerse gruesa.

—Señal de buen viento en estasonda la gruesa marejada —dijoJuan Morgan, poniéndose en pie ydirigiéndose al bote, que se mecíaen las olas que llegaban a la playa.

Juan Darién y Antonio lesiguieron y entraron con él al bote.

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Darién y Antonio se sentaron,Morgan permaneció de pie, hizouna señal con la mano y los bogasempuñaron los remos y se miraronentre sí.

Luego, como impulsados poruna máquina, todos los remospenetraron al agua y se sintió elesfuerzo simultáneo, y el bote,como lanzado por un resorte, surcólas ondas, dejando una profundaestela.

Pocos momentos después, laarmada de Juan Morgan se daba a

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la vela.

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III

PORTOBELO

UNA de las plazas más fuertes quetenía sin duda el rey de España entodos sus dominios del nuevocontinente, a excepción de la

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Habana y de Cartagena, era laciudad de Portobelo.

En la Costa Rica, a catorceleguas del golfo de Darién y a ochode la serranía conocida por el«Nombre de Dios», Portobeloestaba defendido por dos castillos,en los que se encontraba siempreuna guarnición compuesta de 300soldados y sobre 400 mercaderesarmados para su seguridad ycustodia.

Generalmente loscomerciantes, aunque tenían en

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Portobelo sus almacenes, noconcurrían a la ciudad sino cuandollegaban los galeones de España, ypreferían vivir en Panamá por suclima sano y su aire puro.

Sin embargo, vivía enPortobelo un riquísimo propietariollamado don Diego de Álvarez, consu esposa doña Marina, y unapreciosa niña, fruto de aquel felizmatrimonio, a la que, por recuerdode la esposa del virrey de México,marqués de Mancera, habían puestoLeonor.

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Doña Marina no había perdidosu deslumbradora belleza; y lafrescura de su tez y el brillo de susnegros ojos la hubieran podidohacer pasar por una virgen tanfácilmente como por una madrejoven.

Don Diego era tan galante yapuesto como cuando nuestroslectores le conocieron en México; yen Portobelo como en la capital deNueva España, a nadie cedía enlujo y esplendor.

Poco tiempo después de la

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llegada de don Diego y de doñaMarina a Portobelo, había llegadoallí un amigo del primero, donCristóbal de Estrada, quesiguiéndolo y en busca de un abrigocontra la rencorosa persecución dedoña Fernanda, llevaba lejos de supatria a la hermosa doña Ana.

Muy cerca está aún la historiade estos amantes, para que nuestroslectores hayan podido olvidarla.

Doña Marina conocía a donCristóbal, pero ignoraba que trajeraconsigo a doña Ana, y ésta, por su

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parte, no sabía que se encontrabacerca del Indiano, porque Estradase había cuidado bien decontárselo.

Doña Ana seguía en su vida deaislamiento y de soledad; peroaquella vida comenzaba a cansarla.Su imaginación ardiente y suespíritu inquieto no la permitíanechar en olvido aquellos tiempos enque jugaba con el corazón de ciengalanes; y si por un momento seengañó a sí misma creyendo que ibaa encontrar la felicidad en el hogar,

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pronto conoció que se habíaequivocado.

Quiso recobrar su antigualibertad poco a poco, para noalarmar a Estrada, en cuyo poder seencontraba, y comenzó con unapaciencia y una habilidad propiassólo de las mujeres, a romper aquelmétodo de vida.

Estrada lo comprendió, pero ladejó hacer. Doña Ana no eraconocida en la ciudad y podía pasarmuy bien por su mujer, y doñaFernanda ignoraba hasta el lugar en

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que ellos habían ido a buscarrefugio.

Doña Ana salía ya por lastardes a paseo, buscando el frescoaliento de las brisas del mar,acompañada generalmente por dosesclavos que conducían una sillapara que descansara la señora en ellugar que le parecía más apropósito.

Nada hay que haga soñar mása las imaginaciones ardientes, quela vista del mar y los paisajes delas costas: el alma se separa allí

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del cuerpo, la vida real desaparecey una vida fantástica y romancescadesenvuelve sus brillantes cuadrosante el espíritu, a presencia de lagrandeza del océano, de la grandezade la materia. El hombre ve tanpequeña su parte material, que nosiente más que el espíritu, elespíritu, ante el cual no hay másgrandeza que la de Dios.

Doña Ana gustaba de ir ameditar y a soñar a la orilla delocéano, y buscaba siempre la playamás solitaria, los lugares en que las

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olas bravias chocaban en loserguidos y negros peñascos,rugiendo y amenazando a la tierracon su furor y su eterna constancia.

Una tarde, la joven se habíaalejado distraída y sin advertir quela marea subía a toda prisa, yhubiera seguido caminando si unode los esclavos no se hubieraatrevido a hablarla.

—Mi señora —dijo elesclavo.

—¿Qué quieres? —preguntócon altivez doña Ana.

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—Mi señora, la marea sube,sube, y corta el camino de la vuelta.

Doña Ana volvió el rostro; lasondas ganaban visiblementeterreno.

Había atravesado la joven unalarga distancia por una playa dearena que se tendía al pie de unamuralla inaccesible de rocas; lasondas llegaban ya al pie deaquellos rocas, y muy pronto seestrellarían furiosas contra ellas,sin dejar la menor esperanza desalvación.

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Doña Ana miró adelante, y eraimposible avanzar: ningún recursoquedaba sino aprovechar el tiempoy volver rápidamente por el mismocamino, antes que la alta marea lohiciera imposible.

Los esclavos comenzaban atemblar de miedo, y doña Anasintió un movimiento de pavor en sucorazón. Pero comprendió que erafuerza sobreponerse a todo, ycomenzó a caminar con cuantavelocidad le fue posible, seguida delos esclavos.

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Las ondas venían ya a mojarsus pequeños pies, y no podíacaminar más aprisa, y aun para salirdel peligro tenía que atravesar unagran distancia.

Cada ola que llegaba era unanuncio de muerte, porque cada olaque llegaba era más alta que laanterior. El agua al principio seretiraba dejando sólo mojada laarena; pero poco a poco fuequedando en vez de arena húmeda,agua que subía de nivel, agua quellegaba ya a la cintura de la joven, y

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olas que la cubrían completamentealgunas veces.

La muerte era ya inevitable;pero ni una mujer ni un niño muerensin luchar por la vida. Doña Anahacía inauditos esfuerzos poravanzar, aferrándose a las erizadasrocas para no ser arrastrada por lasolas: sus manos sangraban y elaliento le faltaba algunas veces.

En aquella angustia mortal,sintió que el terreno se ibaelevando a medida que caminaba, yse creyó salvada; era un eminencia

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que las mismas rocas formaban enla orilla del mar, y que venía a sercomo un pequeño escalón al pie deaquellas peñas tajadas como a pico.

Doña Ana subió aquel escalón,no sin maltratar su cuerpo, seguidade los dos aterrorizados esclavos, yrespiró. Aquélla no era una granaltura, ni de allí se podía subir más;pero allí el agua no bañaba más quesus pies, y quizá el mar no subiríamás.

La tarde estaba hermosa, y elsol se reflejaba a lo lejos sobre la

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movediza superficie del océano,mientras en la playa se dibujabanlas sombras de las montañas.

La marea subía, subíaimplacable; el mar quería aquellasvíctimas.

Volvieron las ondas a tocar adoña Ana; ella comprendió que suúltima hora había llegado, cruzó susmanos y comenzó a orar conresignación.

Los esclavos gritaban comounos desesperados.

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IV

ENTRE LAS OLAS

LA ESCUADRILLA de Morgan,dirigida por Juan Darién, habíallegado hasta el puerto de Naos, ypasádose de allí a otro puertecillo

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más cercano a Portobelo, que seconocía con el nombre de PuertoPontin.

Allí se dispusieron para salvaren lanchas la distancia que por marlos separaba de la ciudad,desembarcar durante la noche en unparaje llamado «Estera», y de allíacercarse a las fronteras ysorprenderlas, cuidando antes deponer cerco a la ciudad. Éste era elplan propuesto por Juan Darién yaprobado por Morgan.

—Para tener más seguro el

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éxito —dijo Juan Darién—ocúrreme una cosa.

—Decid —contestó Morgan.—Que alguno de los nuestros

se introduzca en la ciudad antes quela noticia de nuestra llegada circuleallí; él nos avisará si algo seprepara contra nosotros, y en elcaso de una resistencia obstinada,podrá atacar a nuestros enemigosdentro de sus mismosatrincheramientos.

—Muy bien pensado —contestó Morgan— pero hacer

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entrar a la ciudad un gran númerode nuestros soldados, seríapeligroso, porque fácilmente seríandescubiertos.

—No, a fe mía, que sólo unose necesita que penetre, con tal deque sea hombre de valor, que yo ledaré persona que ponga a susórdenes en el momento tropa tanbuena como la que vos podéisconducir. Dadme el jefe, que yo delos míos no le puedo escoger,porque todos a cual más sondesconocidos en Portobelo.

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—El jefe, tal como vospudierais desearlo, aquí está —dijoMorgan mostrándole a Brazo-de-acero.

—En efecto; tal es este joven,que pudiera decirse que estállamado a propósito para estaempresa. ¿Tendréis, Brazo-de-acero, valor para acometerla?

Antonio se sonriódesdeñosamente.

—Preguntas hacéis —dijoMorgan— que hombres como elmexicano tomaría por insulto a no

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venir de un amigo. Dad lasinstrucciones, que él sabrácumplirlas.

—Perdonadme, mi jovenpaisano —dijo Juan Darién—perdonad mi indiscreción, yescuchad: yo os daré dos de mismarineros que os lleven en un botehasta un lugar de la playa que ellosconocen; una vez allí, en laextensión corta que alcanzarávuestra vista —porque están muycerca los bosques— veréis unacasita; encaminaos a ella y

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preguntad por José el pescador; élse os presentará. Es un viejo, alto,enjuto de rostro, con la barbapoblada y muy cana; decidle, y nolo olvidéis: «¿Podré tomar unrizo?». Y él os contestará: «¿Yenjuncar también?». Entoncesdecidle nuestros planes. Él osintroducirá a la ciudad, osproporcionará lugar seguro paraesperar, os dará las noticiasnecesarias, y pondrá lista a la genteque necesitéis para el caso de unataque. ¿Necesitáis algo más?

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—Nada. ¿A qué hora debopartir?

—La tarde avanza; debéisllegar a la casa de José antes de quefalte la luz, porque al anochecersaldremos de aquí nosotros.

—En tal caso, que venga elbote.

—Juan Darién se apartó unoscuantos pasos, dio una orden a unode sus oficiales, y no tardó enpresentarse un bote angosto ypequeño con dos bogas.

—Hélo aquí —dijo Juan

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Darién.—Pues adiós —exclamó

Brazo-de-acero estrechando lamano de Morgan, mientras que elpirata campechano daba susórdenes a los remeros.

Antonio saltó al bote y losremos azotaron el agua.

Durante la travesía, Brazo-de-acero permaneció en silencio y sinponer atención a lo que hablabanlos marineros, hasta que elloslevantaron insensiblemente la voz.

Era que hablaban sobre algo

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que los preocupaba.—Vaya —decía uno— y son

tres.—Tres —contestaba el otro—

y parece mujer la de enmedio.—Sí que es mujer; pero ésos a

no ser buzos se ahogarán, y estanoche se los cenan los tiburones.

—¿Qué hay? —preguntóBrazo-de-acero.

—Tres personas que están alláentre las peñas, y que la marea tienede cubrir más alto que donde ellasestán —contestó un marinero sin

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dejar de remar.—Y hay una mujer —agregó el

otro.—¿Y no tienen modo de huir

de allí? —preguntó Brazo-de-acero.

—Ninguno. Yo conozco muybien esas rocas: una vez mesorprendió allí la marea, y sólo anado y con mucho trabajo salí; yame ahogaba yo: le puse milagro deconcha a Nuestra Señora del BuenViaje.

—¿Entonces esos infelices van

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a ahogarse? —dijo Antonio.—De seguro, y muy pronto; ya

les llega la mar a la cintura.El bote iba poco distante de la

costa.—Gritan —dijo uno de los

bogas.En efecto, se oían a lo lejos

gritos terribles.—¡Vamos a auxiliarlos! —

exclamó con entusiasmo Antonio.Los dos marineros alzaron el

rostro para mirarlo, como sihubiera dicho una blasfemia

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enorme. Brazo-de-acero lo advirtió.—¿Por qué me veis así? —

dijo—. ¿Acaso no quisierais salvara esas pobres gentes?

—Querer sí —contestó uno—pero es imposible.

—¡Imposible! ¿Por qué?—La mar nos rompería las

narices contra las rocas antes deque hubiéramos conseguido algo.

—Pues probemos —dijoBrazo-de-acero.

—Por nosotros es igual —dijocon indiferencia un marinero—

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nadamos como unos pargos yconocemos la sonda como a nuestrosombrero.

Y sin más objecionesdirigieron la proa hacia dondeestaban aquellos tres desgraciados,que, como es de suponerse, eranDoña Ana y sus dos esclavos.

La marea subía, y el botecaminaba a la costa con facilidad;los salvadores estaban ya cerca.Doña Ana esperaba conresignación, y los esclavos nodejaban de gritar.

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—Aprovechad esa ola queviene —dijo Antonio a los bogas—sobre ella es preciso enfilar; esoshombres detendrán el choque delbote. Ea, hombres, disponeos arecibir el bote; aferrad bien, que nochoque contra las rocas. Allávamos ¡firmes!

Aquella rara maniobra seejecutó tal como la había mandadoBrazo-de-acero; la ola llegó,levantando el bote, y después loarrastró sobre la cresta. Losesclavos se prepararon a recibirlo

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para evitar el choque, y se apoyaroncontra las rocas.

Cuando el bote llegó, los dosnegros casi se lanzaron a recibirlo,y los marineros tendieron los remospara apoyarlos también en lasrocas, como hacen los picadorespara aguardar el bote de un toro.

Sin embargo, a pesar de todosestos esfuerzos, el choque fueviolentísimo, y uno de losmarineros cayó dentro del bote;pero la desesperación triunfó sobrelos elementos, y el bote quedó

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como amarrado en la costa.—No hay que perder tiempo

—exclamó Antonio— antes de queotra ola venga y nos arrastre,entrad, señora.

Doña Ana tendió sus brazos, yAntonio, ayudado por los negros, lametió en el pequeño bote, y losnegros entraron también, y todos sepusieron a esperar la ola quellegaba y cuya retirada debíanaprovechar.

Llegó la ola, el sacudimientofue también terrible, la espuma

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cubrió a aquellas seis cabezas, ycuando reventó y volvió aquellamasa de agua a retirarse de la costa,ya llevaba en sus espaldas a los queacababan de escapar de la muerte.

—¡Nos hemos salvado! —exclamó Brazo-de-acero.

Doña Ana levantó el rostro amirar a Antonio; sus ojos seabrieron con espanto, y gritó sinpoder contenerse:

—¡Dios mío! ¡Don EnriqueRuiz de Mendilueta!

—¡Cielos! —dijo Brazo-de-

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acero reconociéndola— ¡Doña Anade Castrejón!

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V

UNA CHISPA ENTRE LASCENIZAS

BRAZO-DE-ACERO o don EnriqueRuiz de Mendilueta, como lellamaremos en lo de adelante,

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puesto que ya sabemos suverdadero nombre, abrió losbrazos, y doña Ana se arrojóllorando en ellos.

Ni una sombra, ni un recuerdo,ni un reflejo siquiera de las antiguassospechas cruzó por aquellas dosalmas, que no sintieron sino elplacer de haberse encontrado otravez, y en momentos tan supremos,sobre la tierra.

Era natural; cualquiera quehaya estado lejos de su patria algúntiempo, comprende cuán grande es

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el placer que se siente al encontraren apartadas regiones, no sólo unamigo o un pariente, sino un simpleconocido, un hombre de quien no sesabe más sino que es uncompatriota. Entonces toda ofensaanterior, aun cuando exista, seolvida, y sería necesario un odioterrible y un motivo muy poderosopara no arrojarse en los brazos deaquel hombre, sintiendo por él laternura de un hermano.

Don Enrique y Doña Ana, queen un tiempo habían tenido amores,

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que se habían dejado de verrepentinamente de una manera tanextraña, cuando sus ilusionesestaban vivas y ardientes, y quehabían vivido los dos en unaespecie de retraimiento de lasociedad, sintieron animarse enaquellos momentos sus corazones.Sería preciso no ser hombre parano comprender esto.

Doña Ana y don Enriquepermanecieron abrazados sinhablarse por algunos instantes. Paralos marineros y para los esclavos,

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aquella escena nada tenía deinteresante; dos conocidos que seabrazaban después de una largaausencia.

Los marineros seguíanbogando con indiferencia, losesclavos aun no volvían en sí de suespanto, y se hablaban en voz bajasin cuidarse de su señora.

El bote tocaba la playa.—Hemos llegado —dijo uno

de los bogas.Don Enrique salió, ofreciendo

su mano a doña Ana, que hizo lo

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mismo, y los esclavos la siguieron.Don Enrique miró en derredor,

y muy cerca se levantaba la cabañade José.

—¿Nos vamos? —dijo unboga.

—Esperad —contestó donEnrique, y luego dirigiéndose adoña Ana, le dijo—: Doña Ana,desearía hablaros.

La joven se adelantó, y ambosse apartaron del grupo queformaban marineros y esclavos.

—Señora —le dijo don

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Enrique— no es este el momento deentrar en explicaciones de sabervos cómo me encuentro aquí, ni depreguntaros cómo habéis venido. Elplacer de haberos visto, doña Ana,es tan grande para mi corazón, quevos lo comprenderéis sin que milengua os lo revele.

—Don Enrique, Dios meguardaba la inefable dicha deencontraros en el momento en quedebíais salvarme la vida, para queyo viera en vos, no al amante aquien ofendí en otro tiempo, sino al

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ángel salvador de mi existencia. Sino guardara para vos otro afecto enmi corazón, os hablaría de mieterno agradecimiento…

—Doña Ana, no habléis deeso; sólo Dios sabe lo que será denosotros mañana. Oídme, señora¿pensáis penetrar en la ciudad?

—Sí, volver a mi casa, quepor desgracia no puedo ofreceros,por razones que después sabréis;pero decidme adónde queréis queos busque mañana, y os buscaré, oslo juro, aunque sea en medio de los

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bosques…—Señora, mañana quién sabe

lo que será de nosotros…—¿Qué queréis decir? Ese

tono, esas palabras, me espantan.—Silencio, doña Ana. Voy a

hablaros con franqueza: no meconviene que nadie sepa que estoyaquí, ni lo que ha pasado entrenosotros…

—Y por mi parte, si queréisque os guarde ese secreto, os juroque nadie lo sabrá…

—Lo creo; pero ¿y esos

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esclavos? ¿Estáis segura de sudiscreción?

—No; esos esclavos,impresionados por el peligro quehan corrido, lo referirán a todo elmundo, y todo el mundo sabría en laciudad antes de cuatro horas cuantoha pasado…

—Eso sería fatal para mí…—Entonces ¿qué queréis que

haga? Ordenad, yo estoy pronta adar por vos la vida misma…

—Señora, perdonadme siinsisto: ¿haríais por mí el sacrificio

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de no volver esta noche a laciudad?…

—Lo haré, si vos queréis…—Y los esclavos, quedándose

a vuestro lado ¿creeis que no vayana dar aviso de lo que pasa?

—No os respondo de ello.—Entonces el sacrificio será

mayor, porque tendréis queprescindir de su compañía, y osvolveréis en tal caso sola a laciudad, o permaneceréis sola fuerade ella, porque yo necesitodeshacerme de esos hombres.

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—¿Matarlos? —exclamóespantada doña Ana.

—No, señora —contestó donEnrique con una sonrisa— eso seríaun crimen inútil.

—Entonces haced lo que osparezca.

—Perdonadme, señora, perono puede ser de otra manera.

Don Enrique llamó a uno delos marineros y le habló en vozbaja.

—Está muy bien —contestó elmarinero; habló a su compañero un

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momento, también en voz baja, yluego dijo dirigiéndose a losesclavos:

—Vamos, buenos mozos, albote.

Los esclavos se miraron entresí con espanto, y miraron luego adoña Ana, que volvió el rostro paraotro lado.

El marinero sin esperar más,empujó bruscamente a los negroshacia el bote; el otro marinero, queestaba ya adentro, los cogió de losbrazos sin ceremonia, y los dos se

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apoderaron de sus remos, y el botellevando a los dos esclavosprisioneros, se alejó de la playa enque quedaban don Enrique y doñaAna.

Doña Ana, que no sabía lo quepasaba en el corazón del joven,esperaba, al ver desaparecer a losesclavos, que don Enrique searrojaría a sus pies; pero él estabademasiado preocupado en laempresa que allí le llevaba, ypasado el primer momento deexcitación, sus pensamientos se

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volvieron al rumbo de la peligrosamisión que traía.

El amor propio de aquellamujer comenzó a resentirse.

—¿Y bien? —exclamó, comoqueriendo decir—: ¿ahora, quéqueréis que yo haga?

—Doña Ana ¿preferís entrar ala ciudad o permanecer fuera deella? —preguntó el joven.

—Os he dicho que haré lo quevos dispongáis; vos sois, pues, elque debe resolver esta cuestión.

—Señora, yo no deseo sino

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que se haga lo que os sea más grato.—Lo más grato para mí será

obedeceros, don Enrique; porque¿qué podré negaros cuando os debola vida?

—Por Dios, doña Ana, norecordéis eso. Venid, seguidme;vamos a esa cabaña que sedescubre desde aquí.

Don Enrique tomando la manode doña Ana, se dirigió a la cabañade José el pescador.

Pero no había dicho ni unapalabra de amor, ni había

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estrechado con alguna violencia lamano de la joven.

—Creí —pensaba doña Ana—que me retenía por amor, y es quizásólo por algún negocio ¡quién sabe!Tal vez aún no se atreva a abrirmesu corazón: veremos lo que hace;larga es la noche, comienzan a caerlas sombras…

Habían llegado a la cabaña deJosé; era una pobre choza formadade troncos de árboles y de hojas depalma; enfrente a la puerta había untronco seco del que pendían algunas

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redes y unas velas pequeñas que seoreaban.

—¡Ah de la casa! —dijo donEnrique sin soltar la mano de doñaAna, que le seguía silenciosa.

—¿Qué se ofrece? —dijosaliendo del interior un hombrealto, seco, con barba cana y larga,correspondiendo perfectamente consu persona a las señas que habíadado Juan Darién.

—¿Sois José el pescador? —dijo don Enrique.

—El mismo, para servir a

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Dios y a sus señorías —contestó elhombre quitándose un viejosombrero.

—¿Podré tomar un rizo? —dijo don Enrique.

El pescador se lo quedómirando, y luego contestó congrandes muestras de respeto:

—Y en juncar también. ¿Quéme ordena su señoría?

—Muchas cosas tenemos quetratar, y muy importantes; pero antetodo quisiera saber si hay por aquícerca una casa cómoda, segura y

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digna de que esta señora puedapasar allí la noche con tranquilidad.

José el pescador miró a doñaAna; luego meditó por un momentoy contestó:

—Aquí muy cerca hay unacasa de campo en la cual estátambién mi familia, una mujer yagrande y dos niñas; los dueños de lacasa están en la ciudad; pero allíhay comodidades, y si su señoríagusta, podemos ir para alláinmediatamente.

—Pues vamos, porque tengo

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con vos un asunto muy importante, yno hay que perder un momento.

El pescador, sin cuidar de loque dejaba en la cabaña, sin volversiquiera el rostro, echó a andar poruna vereda que se internaba en elbosque.

—¿Está lejos? —preguntó donEnrique— porque comienza aobscurecer, y esta señora no estáacostumbrada a caminar así.

—Dentro de un instanteestamos allá.

El pescador guiaba, y don

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Enrique, siempre llevando de lamano a la joven, lo seguía; perotodos iban silenciosos, parecía queiban huyendo.

El joven pensaba en lo quedebía hacer en la noche y a lamañana siguiente, y a su pesar seolvidaba de doña Ana, y sólo decuando en cuando le decía:

—¿Os habéis cansado,señora?

—No —contestaba ella, yvolvían a callar.

—¡Oh! —pensaba ella— todo

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esto es muy extraño. Don Enrique,tan galán, tan amoroso… ¿quépensará?, ¿qué querrá hacer de mí?… ¿Se quiere deshacer de mipersona como de los esclavos?…Imposible; me habría enviado conellos en el bote… Me guardó aquí,no me dejó entrar en la ciudad… esporque quiere tenerme a su lado…porque me ama… Quizá al llegar ala quinta se arroje a mis pies…¡Ah! sí, sí ¡qué felices vamos a ser!Nos iremos de aquí, lejos, muylejos ¡es tan triste este país!

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Los ladridos de los perros lesanunciaron que llegaban ya a lacasa de campo y que habían sidosentidos.

El pescador comenzó a silbar,y rompiendo la yerba llegaronfestejosos a recibirlo tres perrospequeños.

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VI

EL DESPECHO

LA CASA de campo se presentó a lavista de los viajeros al volver unode los recodos del camino; la nochehabía cerrado, pero era una de esas

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noches claras en que los edificiosse dibujan como una sombra en laoscuridad.

En algunas de las ventanashabía luz, y se advirtió que alguiense asomaba por una de ellas.

El pescador volvió a silbar.—¿Eres tú, José? —preguntó

desde la ventana una mujer.—Yo soy, Úrsula —contestó el

pescador.La cabeza de la mujer

desapareció de la ventana, y una delas puertas de la casa se abrió.

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—Úrsula —dijo José—vienen aquí conmigo un caballero yuna dama; es preciso que preparescamas y que cuanto antes les sirvanalgo que cenar. Supongo, señor, queno os vendrá mal un trago deaguardiente; le tengo exquisito, ynosotros los hombres de marnecesitamos calentar un poco elestómago. Mira, Úrsula, lleva a estaseñora por allá adentro, susvestidos están empapados; ymándanos a este caballero y a mí elfrasco y un par de copas.

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—Venid, señora —dijo Úrsulaa doña Ana— efectivamentenecesitáis cambiar de traje; el aguadel mar es muy pesada. Vamos.

Doña Ana vaciló y miró a donEnrique, como esperando que él ledijera algo.

—Esta señora tiene razón —dijo Enrique— es necesario quecambiéis ese traje.

Doña Ana se puso encendida.Si don Enrique hubiera puesto másatención en ella, habría conocidoque estaba profundamente

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disgustada; pero el joven pensabasólo en que el tiempo volaba, enque nada había hecho aún, y en quequizá en aquel momento Morgan yJuan Darién se ponían en marchapara atacar la ciudad.

Doña Ana, sin hablar una solapalabra, se levantó y siguió aÚrsula. José y don Enriquequedaron solos.

—Señor, estoy a vuestrasórdenes ¿qué tenéis que decirme?—dijo José.

—Escuchad, porque el tiempo

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corre: esta noche deben atacar aPortobelo las tropas de JuanMorgan, con las que vienen JuanDarién y los suyos…

—¡Dios mío! —exclamó concierta alegría el pescador—. ¿Escierto? Juan Morgan, el mentadoJuan Morgan, el célebre pirata¿viene? ¿Está tan cerca? ¿Viene conJuan Darién, con mi antiguo jefe?¿Estáis cierto?…

—Tan cierto estoy; que vengocomisionado por ellos para entrarde acuerdo con vos a la ciudad,

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para informarme de todo, y paraque en caso necesario, si losespañoles se resisten más de lo quese espera, los ataquemos por laespalda…

—Sí; eso es, eso es —gritó elpescador— yo os daré gente…

—Silencio —dijo don Enrique— pueden oirnos.

—Nadie hay aquí más que mimujer.

—Y esa dama…—¡Cómo!, ¿pues no es

vuestra…?

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—Nada; es una dama dePortobelo.

—¿Pues cómo venía con vos?—Ya os contaré eso otro día;

por ahora considerad que en estemomento mismo quizá se ponga enmarcha la gente.

—¿A qué hora piensan atacar?—A la madrugada.—¿Y cómo vienen, por qué

caminos?—Yo no conozco esta costa;

pero la expedición viene en barcosa desembarcar a un lugar cercano

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de la ciudad, que se llama laEstera…

—Entonces aquí…—¿Aquí?—Sí, esta ensenada se llama la

Estera y no creo que tarden mucho;no hay que perder tiempo.

—Pues marchemos.—Esperad; tomaremos una

copa antes de marchar.En este momento entraba

Úrsula con una botella y dos copas.—Disimulad mi pregunta —

dijo Enrique a Úrsula mientras que

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José llenaba las copas— ¿ladama…?

—Está en la habitación quesigue.

—Bien, os la recomiendo.—Perded cuidado, que estará

como en su casa.—Por el buen éxito —dijo el

pescador presentando una copa adon Enrique.

—Por el buen éxito —contestóel joven; y los dos vaciaron suscopas.

—Ahora, en marcha, señor

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don Enrique. ¡Ah! Úrsula,enciérrate bien: si esta noche llegapor aquí por mar mucha gentearmada, pregunta por Juan Darién, ydile que ésta es la casa de José elpescador.

—¿Juan Darién…?—Silencio; haz lo que te digo,

y adiós. Cuida a esa dama.—Adiós —contestó la mujer.José salió seguido de don

Enrique, y tomaron uno de lossenderos que conducía a la ciudad.

Úrsula salió a dejarlos hasta la

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puerta; cuando ellos se alejaroncerró perfectamente, y agregó porvía de seguridad a la puerta un grantrozo de viga.

Desde la ventana por donde sehabía asomado Úrsula a recibir a sumarido, doña Ana observaba losmovimientos de don Enrique, y levio desaparecer entre las sombrasde la noche.

Entonces se retiró y dijo convoz ronca:

—Se va, y sin verme siquiera;es decir me ha traído aquí no

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porque me ame, no siquiera porquele cause yo una ilusión pasajera, no,en fin, para gozar de mi belleza,sino prisionera, para impedir queyo cuente en la ciudad que le hevisto, para que no estorbe el planque trae y que comienzo aentrever… ¡Oh! más me valierahaber perecido esta tarde. Estehombre por quien he tenido siempretan grande ilusión, me mira conindiferencia, me desprecia; nolevanto en su pecho ni un solodeseo; me tiene en sus manos a su

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disposición, y ni una palabra, ni unbeso… ¡Oh! esto es espantoso; nibonita, ni mujer siquiera le heparecido… Y yo que le sigo,creyendo que su amor habíarevivido; y me aprisiona, y semarcha así… ¡Miserable! Él me lapagará, y de una manera muycruel… ¿Me habré puesto tan fea?

Úrsula entraba en estemomento.

—¿Conque ya sabéis, señora—dijo— que esta noche tendremosseguramente visitas por estos

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campos?—Sí —contestó Ana

procurando disimular— he oídoalgo: Juan Darién.

—¿Conocéis a Juan Darién?—No ¿quién es?—¡Vaya! seréis la única que

no le ha oído nombrar. Juan Dariénes uno de los más célebres piratas¿no os ha hablado de él vuestroamante? ¿O qué es vuestro esecaballero?

Doña Ana se encendió, notanto por la vergüenza de que

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Úrsula creyese que don Enrique erasu amante, sino porque losrecuerdos de la conducta del jovenpara con ella se agruparon a sumente.

Iba ya a contestar que ningúnvínculo la unía con don Enrique,cuando reflexionó que tal vez paraaveriguar la verdad le conveníafingir.

—Es mi esposo —dijo.—Será ¿y vuestro esposo no

os ha hablado nunca de JuanDarién?

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—Nunca.—No os lo creo, porque él

viene con ellos, a lo que parece, yvos llegáis con él ¿cómo esposible?

—Hemos estado separadosmucho tiempo, y hasta esta tardenos hemos vuelto a reunir.

—¿Y ya os había dicho queesta noche llegan aquí los piratas?

—¿Los piratas?, ¿aquí? —preguntó sobresaltada doña Ana.

—Pues, así me lo indicó José,que si por mar llegaban esta noche

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muchos hombres de armas,preguntara yo por Juan Darién y ledijera que ésta es la casa de José elpescador.

—¿Pero qué vienen a haceraquí esos hombres?

—¡Toma! Sin duda a tomar laciudad.

—¿A tomarla? ¿Y para qué?—Para hacerse de dinero y de

muchachas, que todo eso les falta.—Pero, ¡Dios mío!, ¿vos que

aún sois joven no tenéis miedo?—No; aquí ni por vos ni por

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mí hay que temer. Yo soy la mujerde José, y vuestro marido es deellos también, y eso sí, se respetanmucho unos a los otros: ya veréisgente alegre y bien dispuesta.

—¿Pero estáis segura de quevendrán?

—¡Pues no! Y algo de eso sefueron a arreglar nuestros pobresmaridos, y sin cenar. Buen chascose van a llevar en la ciudad ¡cuántasricotas amanecerán mañana mujeresde piratas!

—¿Conque esta noche?

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—Ya veréis, ya veréis. Vamosa cenar.

—Vamos —dijo doña Ana, ypensó: es preciso huir de aquí yavisar en la ciudad; así me vengarédel desprecio de don Enrique.

Y siguió a Úrsula al comedor.La cena fue ligera, y Úrsula

mostró a doña Ana el aposento quele había dedicado.

—Mirad —le dijo— estaventana da al campo, y por aquípodréis verlos cuando lleguen.

—¿Por dónde llegarán?

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—Por aquí enfrente ¿no veis elmar?

—Sí ¿y por dónde queda laciudad?

—Aquí luego, a la derecha.—Está bien.—Ahora descansad; yo os

avisaré si oigo algo.Úrsula se retiró, y doña Ana

cerró la puerta, y se quedóescuchando hasta que estuvo ciertade que estaba ya lejos. La ventanaestaba poco distante del suelo, ydoña Ana decidida a todo.

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Ató una a la otra las dossábanas de su lecho; en uno de losextremos hizo un nudo; colgó lassábanas por la ventana, cerró unode los batientes sobre ellas,haciendo que el nudo quedase demanera que impidiese correr lassábanas, y saliendo fuera de laventana, comenzó a descender.

Casi tocaba ya la tierra,cuando sintió que la tomaban de lacintura; dio un grito y se soltó de laimprovisada escala, pero no cayó:dos brazos robustos la sostuvieron,

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y conoció que alguien se la llevaba.Quiso volver a gritar; pero una

mano ancha le tapó la boca.Entonces se arrepintió de lo

que había hecho, y se creyó ya enpoder de los piratas.

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VII

EL ASALTO

DOÑA ANA sintió que caminaba unlargo trecho; pero la persona que lallevaba debía ser un Hércules,porque no mostraba fatiga.

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Por fin, oyó voces, la soltaroncuidadosamente en tierra, y seencontró casi en la orilla del mar,rodeada de hombres a quienes nopodía distinguir en la obscuridad dela noche; pero eran muchos, y todosarmados.

—Señor —dijo el hombre quela había conducido, dirigiéndose aotro que pareció a la joven que erael jefe— esta mujer la he tomadoprisionera descolgándose de laventana de la casa de campo.

—¿La conoces?

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—Aún no le he visto el rostro;pero temí que nos hubiera sentido yfuera a dar aviso.

—Bien; déjala aquí y vuelve acontinuar explorando.

El hombre se retiró, y doñaAna quedó a presencia del queparecía ser el jefe.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó el hombre con arrogancia.

—Doña Ana de Castrejón.—¿A dónde ibais?—Venía yo en busca vuestra.Algunos otros hombres se

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habían acercado a escuchar eldiálogo.

—¿En nuestra busca? —preguntó el que interrogaba a doñaAna—. ¿Sabíais acaso queveníamos? ¿Sabéis quiénes somos?

—Todo lo sé; sois piratas,debéis atacar esta noche aPortobelo; entre vosotros debevenir Juan Darién, y habéis enviadopor delante a un hombre.

—Pero ¿cómo sabéis todoeso?

—Lo sé porque el hombre de

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quien os habéis confiado os havendido, os traiciona.

—¿Nos traiciona? —exclamaron a un tiempo variasvoces.

—Sí, y por eso os buscaba,para preveniros el peligro. ¿Cómose llama entre vosotros esehombre?

—Antonio Brazo-de-acero.—Pues su nombre verdadero

yo le conozco; ese hombre se llamaEnrique Ruiz de Mendilueta.

—¿Sabéis, señora, que lo que

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decís es grave?—Tan grave, que supongo que

a esta hora toda la ciudad está enalarma, y se preparan sin duda paraveniros a atacar. Creo que debíaisretiraros sin intentar nada, porquesería ya en vano; por hoy se haperdido la oportunidad.

—¿Pero Antonio o Enrique,como vos le decís?

—¿Es verdad eso?—Estará con el gobernador.—Si dudáis de mí, quizá

pronto tendréis que arrepentiros.

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—Llevad a esta señora abordo de una lancha —dijo elhombre— y tenedla allí hasta queyo dé otra orden.

Dos hombres se apoderaron dedoña Ana, a la que aún no habíanvisto bien el rostro, y la condujerona una lancha; el que la habíainterrogado se quedó allí, rodeadode otros tres o cuatro.

—¿Y bien, Juan Darién, quédecís de esto?

—Yo espero que vos; queconocéis más a Brazo-de-acero, me

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deis vuestra opinión, señor Morgan.—Pues yo creo que Antonio es

incapaz de una traición.—Pero si eso es así ¿esta

mujer cómo sabía nuestra llegadaaquí y nuestros planes?

—¡Por mi vida que todo esome confunde!

—Y a mí también.—¿Creéis que debemos

desistir? Porque de una o de otramanera, hemos sido descubiertos, yquizá estén prevenidos losespañoles.

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—Preciso sería tener másseguridad.

—Entonces no hay que vacilar;acerquémonos, que siempre pararetirarse será tiempo.

—¿Así lo ordenáis?—Sí.—Llevaré alguna gente y

marcharé a la descubierta; vos meseguiréis con todo el grueso denuestra fuerza.

—En el momento, a movernos;no hay que perder un instante.

Juan Morgan y Juan Darién se

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separaron, y los piratas comenzarona organizarse para marchar.

Poco después, entre lassombras de los manglares, podíansedistinguir algunos bultos queavanzaban, unas veces caminandocomo hombres, otras arrastrándosecomo reptiles, escurriéndose,embarrándose en los troncos de losárboles, pero siempre ganandoterreno y sin causar el más leverumor; ni las piedras rodaban bajosus pies, ni la maleza seca crujía.Parecían unas sombras

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impalpables. De repente una deaquellas sombras se detenía, ytodas las demás le imitaban,escuchaban seguramente los ruidosvagos y lejanos que llegaban entrelos vientos de la noche; pero nadadebía alarmarlos, porquecontinuaban su camino.

Detrás de ellos, a cortadistancia, marchaba también otragran masa negra y silenciosa; éstaparecía una serpiente que searrastraba pausadamente, pero quetampoco se oía ni el rozar de su

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cuerpo sobre la arena. Era lacolumna de los piratas mandaba porJuan Morgan, que seguía a sudescubierta.

De repente aquella columna sedetuvo; era que la negra silueta deuno de los castillos que defendíanla plaza se había levantado delantede ellos como un fantasma.

Juan Darién estaba cerca deaquel castillo; un centinela sepaseaba tranquilamente fuera de lamuralla. Juan Darién llamó a dos delos suyos, y con una voz tan baja

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que apenas podían oírle, les dijo:—Es preciso apoderamos de

ese hombre: seguidme y procuradtaparle la boca.

El centinela se paseaba. JuanDarién y los suyos se acercaron a élarrastrándose.

Cuando el centinela veníahacia ellos, se dejaban caer ypermanecían sin movimiento;cuando él daba la vuelta, searrastraban procurando ganarterreno.

Era una empresa de astucia y

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de paciencia; pero el centinela nadasintió.

Por fin, llegaron a estar tancerca, que si el hombre hubieradado un solo paso más, hubieratropezado con ellos; pero llegóhasta donde había llegado antes ydio media vuelta.

Juan Darién se levantó con unaligereza asombrosa, se arrojó sobreel descuidado centinela y leaprisionó entre sus brazos. Loshombres que le acompañabanllegaron casi al mismo tiempo, y

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uno le cubrió la boca con la mano yel otro le levantó de los pies.

Así, antes que pudiera dar ungrito, y menos hacer uso de la arma,fue arrebatado de su puesto yconducido lejos de allí. Todoaquello se había ejecutado con elmás profundo silencio.

Morgan esperaba a la cabezade los suyos, cuando vio llegar aDarién con el prisionero.

—Un centinela prisionero —dijo Juan Darién— éste podráninformarnos de lo que pasa en la

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ciudad y en los castillos.—Habla —dijo Morgan—

contesta la verdad, o ten por seguroque te haré matar si me engañas.

El soldado estaba maniatado.—¿Qué se sabe en la ciudad

de nuestra llegada? —preguntóMorgan.

—Nada, señor, nada —contestó temblando el soldado.

—¿No hay alarma?—No, señor, todo está

tranquilo.—Mira que no me engañes.

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—Os lo juro.—Bien, te va la vida si

mientes. ¿Qué gente de armas hayen la plaza?

—Serán cuatrocientossoldados, y otros tantos mercaderesarmados; pero esos están en sucasa.

—¿Y bocas de fuego?—Ésas sí son muchas; pero

todas están en los dos castillosgrandes y en el chico.

Morgan se levantó, ordenó a lacolumna ponerse en marcha, y se

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puso a la cabeza de ella.El primero de los castillos

estaba a un cuarto de legua dellugar en que se habían detenido lospiratas, y la columna llegó allí alamanecer.

En aquellos tiempos la guerratenía indudablemente un aspectomás caballeresco. En nuestros días,hemos visto las escuadras de lasnaciones que se tienen por máscivilizadas, invadir un país sinprevia declaración de guerra;hemos visto a los ejércitos de

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Francia sitiar y atacar plazas sinhacer antes una intimación. Lospiratas eran más caballeros.

Al amanecer, el castillo estabacompletamente circunvalado ynadie podía salir de allí; peroMorgan envió a uno de sus oficialesa intimar rendición, amenazando ala guarnición española con pasar atodos a cuchillo. Los españoles senegaron a entrar en tratados con lospiratas, y rompieron sobre ellos unfuego vivísimo de cañón.

La ciudad no sintió hasta

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entonces lo que pasaba, y comenzóen ella la alarma. Unos huían a losbosques, otros se preparaban a ladefensa, otros arrojaban a los pozossus riquezas para salvarlas, y lasmujeres lloraban, y todo eraconfusión y desorden.

Los del castillo se defendíanbizarramente; pero los piratasatacaban con un valor increíble.Juan Morgan y Juan Darién,armados con hachas de abordaje, searrojaron a la puerta como dosleones; los demás los siguieron en

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medio de una granizada de balas.La puerta cedió bajo los

tremendos golpes de los dosaventureros, y como un torrente defuego, los piratas se precipitaron enel interior.

Pocos momentos después laguarnición estaba rendida.

—Algo se ha hecho —dijoJuan Morgan— pero aún quedamucho por hacer para tomar laciudad.

—¿Queréis que avance sobreella? —preguntó Juan Darién.

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—No; encargaos aquí dedestruir esta fortaleza, y yo seguirécon las otras.

Morgan salió seguido de lossuyos, y se dirigió a la ciudad.

Quedaban por conquistar uncastillo grande y uno más pequeño;en el grande se había encerrado elgobernador español con el resto dela guarnición, y el pequeño habíaquedado al mando de don Diego deÁlvarez y estaba defendido portodos los comerciantes, que habíanllevado allí a sus familias; doña

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Marina y Leonor su hija, estabantambién allí.

Morgan penetró a la ciudadentre el fuego de cañón que lehacían del castillo ocupado por elgobernador; pero como si nohubiera riesgo de ninguna clase, lospiratas entraron a saco en todas lascasas, y se dirigieron a losmonasterios y sacaron de allíprisioneros a todos los frailes y lasmonjas.

En este momento se escuchóuna espantosa detonación. Juan

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Darién había encerrado en elcastillo que estaba en su poder atodos los prisioneros españoles yhabía puesto fuego al pañol de lapólvora.

Desde las almenas de sufortaleza, el gobernador habíapresenciado aquella espantosacatástrofe, y comprendió la suerteque le aguardaba.

No tardó en comenzar elataque contra él; los piratasacometían con valor, pero eranrechazados; la muerte diezmaba sus

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columnas, sin disminuir el valor yla rabia de los que sobrevivían.Arrojábanse los más decididossobre las puertas para abatirlas conlas hachas; pero morían en laempresa, porque aquellas puertasno cedían. Morgan comenzaba adesesperar.

—¡Fuego a esas puertas! —gritó Juan Darién.

Y como si ya hubieran estadopreparados para recibir aquellaorden, se vieron por todas partespiratas que procuraban acercarse al

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castillo con vigas encendidas y concuantas materias inflamables podíanencontrar a la mano.

Unos morían y otrosretrocedían espantados; pero nocedían en su empeño. Largo ratoduró esta porfía, hasta que derepente los piratas lanzaron un gritode entusiasmo; una llama que crecíarápidamente, levantaba sus lenguasrojas y movedizas en una de laspuertas, que pocos momentosdespués cayó reducida a cenizas.

La caída de aquella puerta

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abría la entrada a los piratas, queciegos de furor se arrojaban porella. Pero los defensores estabandecididos a morir combatiendo;apenas los primeros hombres deMorgan penetraron en el castillo,cuando vino sobre ellos unaverdadera lluvia de granadas demano, de frascos llenos de pólvora,y hasta de saquillos llenos tambiénde pólvora, que se incendiaban alcaer en el fuego, causando portodas parles la muerte y el espanto.

Los jefes animaban con la voz

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y con el ejemplo; los piratashicieron un esfuerzo; pero todo fueinútil, y tuvieron que retroceder.

La victoria se declaraba porlos soldados del rey, la esperanzacomenzaba a animarlos, y ladesesperación se apoderaba delcorazón de Morgan y de JuanDarién.

Retiráronse los piratas fueradel alcance de los tiros del castillo,cuya entrada fue vuelta a cerrarinmediatamente.

—Esto es horrible —dijo Juan

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Morgan atusando su largo bigote—estos hombres se resisten más de loque yo esperaba; mucha gente noshan muerto, y la que queda estádesalentada.

—Así lo comprendo —replicóJuan Darién— pero esta defensaobstinada me hace recordar lo quenos contó anoche esa mujer, quevuestro enviado ha hecho traición.

—Y retirarnos sería perdernos—continuó Morgan sin hacer casode lo que Juan Darién le indicabarespecto de Brazo-de-acero—

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retirarnos sería perdernos, porqueéstos, alentados, saldrían sobrenosotros, y tenemos tantos heridos,y los navíos están lejos.

—No hay que pensar enretirada, porque si comosuponemos, los españoles estáninstruidos de nuestro número, sualiento será mayor. ¡Ah, Brazo-de-acero, si yo te llegara a tener entremis manos!

—¿Creéis en eso aún?—¿No he de creer? ¿Pues

acaso, según las instrucciones que

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le dimos, no era ya tiempo de queestuviera en combate?

—Quizá no tarde.—No lo creo.—Pues mirad —gritó Morgan

con alegría, mostrando con la manoel otro castillo.

En el más pequeño de los trescastillos se escuchaban gritos detriunfo, y una bandera inglesaondeaba sobre sus almenas.

—¿Qué podrá ser eso? —dijoJuan Darién.

—¡Brazo-de-acero! —

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exclamó Morgan con alegría—.Brazo-de-acero, que desmiente consus hechos las calumnias de esamujer.

—Almirante, os pido milperdones por haber desconfiado devuestro protegido.

—Las cosas se habían rodeadode tal modo que yo mismo llegué avacilar. En fin, no hay por ahoraque ocuparnos de eso, sino sólo derendir a estos perros que seresisten.

—Es preciso dar un asalto

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formal.—Mandad que preparen

escalas, pero grandes, de talmanera, que puedan subir por ellashasta tres hombres de frente; buscaden el pueblo quienes vengan aprestarnos ayuda por bien o porfuerza, para arrimar esas escalas ala muralla; pero todo condiligencia. Es apenas medio día; alanochecer debemos ser dueños deese castillo.

—Seréis obedecido —dijoJuan Darién; y seguido de algunos

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de los suyos penetró en la ciudad.

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VIII

DOS ANTIGUOS RIVALES

JOSÉ el pescador había ocultado adon Enrique en una casa que estabamuy cerca del pequeño castilloocupado por los comerciantes de la

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ciudad.Durante toda la noche José no

había descansado un solo momento.La casa en que estaba don Enriqueera muy grande, pero se hallabacasi abandonada, pues era deaquellas que sólo ocupaban loscomerciantes de Panamá cuandopor motivo de la llegada aPortobelo de los galeones deEspaña, tenían necesidad detrasladar su domicilio.

Aquella casa, cuando donEnrique llegó, estaba al cargo de

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una familia pobre, que cuidaba desu conservación y que habitaba enla portería; pero aquella familia,apenas se presentó José el pescadory habló con ella un momento,cuando abrió todas las estancias ysalones.

—Cuidad de que no se vea luz—dijo José— la puerta de la calleabierta, pero todas las ventanasperfectamente cerradas: prontoestaré de vuelta.

Don Enrique entró a unaestancia, sentóse en un sitial y

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comenzó a meditar. Pensaba endoña Ana, en Morgan, en lospiratas, en sus recuerdos deinfancia. ¡Él, un rico heredero, unode los jóvenes más nobles deMéxico, reducido por milcircunstancias que él mismo nosabía explicarse, a huir de su patriay vivir entre los piratas!

Su memoria le trajo con unacruel fidelidad cuanto le habíaacontecido la noche del sarao en lacasa de doña Marina; y aquelrecuerdo encendió su sangre,

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aquella intriga negra y horriblehabía sido sin duda la causa de lapersecución que le había declaradoel virrey, y sin poderse contener,exclamó:

—¡Ah, si yo pudiera volver aMéxico por dos horas no más!…Ese hombre se reirá de mí… y yosoy impotente para castigarle, y heperdido por él patria, nombre,familia, todo, todo; hasta miporvenir, porque aunque yo hayaprometido a Julia una época deventura ¿podré cumplirle esta

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promesa? ¿Podré alguna vezpresentarme en México?…

Y don Enrique inclinó lacabeza y olvidó el presente paraperderse en un mar de recuerdos yde esperanzas.

—Aquí estamos —dijorepentinamente una voz.

Don Enrique se levantósobresaltado, y vio delante de sí aJosé el pescador seguido de otrosdos hombres de mala catadura.

—¿Qué hay por la ciudad? —preguntó don Enrique.

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—Nada, absolutamente nada;todo está tranquilo, nadie piensa enlos piratas, nadie se figura queestén cerca; creo que el golpe esseguro.

—¿Y qué se ha adelantado?—Mucho: estos dos que veis

aquí son hombres de toda confianzaque deben colocarse desde estemomento en la puerta parareconocer a todos los nuestros quevayan llegando, y para no permitirla salida a ninguno. Poco a pocoirán llegando los hombres a quienes

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he podido dar aviso, y se ospresentarán; no tenéis que pedirlescontraseña ni debéis desconfiar deellos, porque cuando lleguen hastavos estarán ya reconocidos poréstos, y sólo os verán para que osconozcan y vos los podáis conocertambién; después ya sabréis a quéhora y en qué momento los hacéissalir. Yo me voy.

—¿Por qué?—Voy a recoger a los demás

amigos…—Pues cuidad de colocar a

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los que deben estar a la entrada.—Lo haré —dijo José, y

volvió a salir.Casi desde este instante

comenzaron a llegar hombresarmados que se presentaban a donEnrique. Había entre ellos de todaslas naciones, y vestían todos lostrajes conocidos en aquellasociedad. Don Enrique creyó estarpasando una revista a las tropas deMorgan, y no se admiró de quefuesen aliados de los que venían aatacar.

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La casa estaba llena; había allímás de trescientos hombres, ycomenzaba ya a amanecer cuandovolvió José el pescador.

—¿Qué habrá sucedido? —preguntó a don Enrique—. El día vaaclarando, la noche ha pasado, ynuestros amigos no parecen: seríapara nosotros un horriblecompromiso; quizá a muchos noscostaría inútilmente la vida.

—Espero que no tardarán;quién sabe qué obstáculo habránencontrado en su camino.

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—Pero es que ya los hombresse impacientan, murmuran; quierensalir de aquí antes que puedan servistos por la gente con la luz de lamañana.

—Que esperen.—No es posible; si no hay

nada en la noche ¿cómo salen deaquí estos hombres? ¿Cómoatraviesan la ciudad de día yarmados? Quizá esto sólo bastaríapara que los prendieran.

En este instante, dos hombresde los que se habían reunido en la

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casa se presentaron delante de donEnrique y de José sin ceremoniaalguna.

—¿Qué queréis? —dijo donEnrique, suponiendo a lo quevenían.

—Queremos —contestó conaltanería uno de ellos— saber si setrata de burlarse de nosotros, ytodos los compañeros, que no sonhombres para andarse con chanzas,nos envían para arreglar estenegocio.

—¿Y bien? —dijo don

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Enrique.—Y bien —continuó el

hombre—: que se nos ha sacado denuestras casas con engaño,prometiéndonos y contándonos queesta noche Morgan y Juan Dariénestarían aquí y atacarían por fuerala ciudad, mientras que nosotros lesayudábamos por el interior. Hemosdejado a nuestras familias y hemospasado toda la noche en espera; lanoche se acaba, y necesitamossaber antes que salga la luz lo quepase aquí, porque si llega el día no

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podremos sin peligro inminentesalir de aquí.

—Pues ya lo veis —contestódon Enrique— yo espero también yestoy en la misma incertidumbreque vosotros.

—Es decir —replicó unhombre de aquéllos— que sin teneruna plena seguridad nos habéiscomprometido; es decir, que habéisjugado con nosotros, que nos habéisengañado.

—¿Cómo se entiende? —exclamó don Enrique, levantándose

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pálido de furor y con su grancuchillo en la mano.

—Se entiende así —contestóel hombre, desnudando también unpuñal, acción que imitó también sucompañero— se entiende así, quetú has jugado con nosotros, que noshas engañado, que nos hascomprometido; pero que te vamos acastigar en nombre de todos, paraque no te acontezca jamás hacerotro tanto con nadie.

—¿Os atreveréis? —exclamóJosé el pescador.

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—Sí tal; y agradece tú, José elpescador, agradece a que eres tanbuen amigo y a que tú también hassido engañado, que si no, por ticomenzaba el castigo: es cosadecidida por todos.

—Pues para tocar a estehombre, primero me mataréis a mí—dijo el pescador con resolución,desnudando su cuchillo yponiéndose al lado de don Enrique.

Los otros dieron, ya con granvacilación, un paso adelante.

—Vamos, vamos, quietos —

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dijo el pescador— ya me conocéisa mí todos vosotros, ya sabéis quesolo basto para cinco; no mepongáis en el duro trance deenviaros por mi mano a la otravida.

—Mira, José —replicó uno delos hombres— ya sabemos lo que túvales; quítate de en medio, déjanoscastigar a ése; es cosa resueltamatarlo porque nos ha engañado, ycueste lo que cueste. Retírate, José.

—Nunca.—¿No?

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—No.—Pues por tu culpa morirás

también —exclamó uno de loshombres, y abrió la puerta, pordonde se precipitaron comorabiosos todos los que pudieroncaber en la estancia; pero sin gritar,en silencio, como sombras que nohacían ruido.

Don Enrique y el pescador sehabían refugiado en uno de losángulos de la estancia, yformándose una trinchera con lossitiales esperaban el ataque, del que

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ni pensaban siquiera salir con vida.—Por última vez, José ¿nos

dejas libres para castigar a esehombre sin atravesarte en nuestrocamino?

—¡No! —contestóresueltamente José.

—Pues concluyamos, que yaestá amaneciendo —dijo una voz; ytodos se disponían a arrojarse conel puñal en la mano sobre donEnrique y José, que esperabanpálidos pero serenos la seguramuerte, cuando a lo lejos se

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escuchó el estampido de uncañonazo, y las paredes de la casase estremecieron.

Don Enrique y el pescadorconocieron que se habían salvado;un minuto más que hubiera tardadoel ataque, eran hombres muertos.

Todo el mundo había quedadoinmóvil; los fuegos se continuabancada vez más nutridos, y nadie seatrevía a hablar una palabra. Secomprendía que había un ataqueformal sobre uno de los castillos.

—¿Os había yo engañado,

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miserables? —gritó don Enrique.Nadie se atrevió a contestar.—Respondedme: os llamo

para una gran empresa ¿y me pagáiscon quererme asesinar?… No mevaldré ya de vosotros para estaacción.

—Señor —dijo José elpescador— los amigos estánarrepentidos de su ligereza, estoycierto de ello; yo los conozco:perdonadles, llevadles a pelear, yveréis cómo allí hacen olvidar lasfaltas con su valor.

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Don Enrique fingió una granindignación; pero en el fondo estabacontento de haber escapado de taninminente peligro, y deseandollevar a aquellos hombres alcombate.

—Bien —exclamó—olvidemos lo que ha pasado, ydispongámonos a tomar parte en lafunción. Oíd cómo se baten; espreciso escoger el momentooportuno para salir.

—Sí —agregó José— en estemomento aún están en la ciudad las

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tropas que manda el gobernador enpersona, que son en númerosuperiores a nosotros, y nossacrificarían inútilmente. Voy yomismo a aprovechar la alarma y eldesorden que debe haber, yobservando los movimientos de lastropas, vendré a daros avisooportuno para que podáis salir enayuda de nuestros amigos.

Y José salió violentamente a lacalle. Don Enrique comenzó aalistar y a animar a su gente.

La puerta de la casa

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permanecía cerrada; pero al travésde ella se escuchaban las pisadasde los que pasaban corriendo a pieo a caballo, y palabras y frases queeran por sí solas una historia.

—Ya casi están derrotados —decían unos al pasar— y otros:«Sigue terrible el asalto»; «ya van asalir los refuerzos»; «se va la tropacon el gobernador»; «yo ya escondítodo»; «me voy al monte».

Y otras mil cosas queindicaban la alarma y confusión quereinaba en la ciudad.

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De repente se escuchó unhorrible estallido, y la casa secimbró hasta los cimientos, yalgunos batientes de las ventanas seabrieron con violencia.

Llamaron fuertemente a lapuerta; era José el pescador.

—¡Es el momento! —exclamó,jadeando de fatiga y de emoción—¡es el momento! Salgamos, JuanDarién ha volado con todo yprisioneros uno de los castillosgrandes, después de que lo tomaron,y Morgan está en el otro castillo, en

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donde se ha refugiado elgobernador con toda su tropa.Vamos a atacar el castillo chico queocupan los mercaderes armados, yen donde han encerrado la mayorparte de sus riquezas.

—¡Al asalto! —gritó donEnrique.

—¡Al asalto! —contestarontodos, formando con las voces unaespecie de trueno que se escuchómuy lejos.

Y don Enrique salió de lacasa, seguido de aquella multitud,

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que blandía sus armas y que gritaba,ansiosa de sangre y de botín.Algunas familias que corrían por lacalle, huyeron despavoridas al vera aquellos hombres.

Se escuchaban a lo lejos lasdescargas repetidas de los cañonesy de la mosquetería; el cielo estabanegro del humo de la pólvora y delos incendios y del polvo quelevantara al volar el castillo, yfuera del ruido del combate, laciudad estaba desierta y silenciosa;pavor causaban sus calles solitarias

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y las puertas abiertas de susabandonadas habitaciones.

La tropa de don Enrique sepresentó delante del castillo queocupaban los comerciantes, y fuerecibida con una descarga que pusoa muchos fuera de combate; perolos asaltantes cargaron con tantovigor, que podía asegurarse que eltriunfo no era ni dudoso.

En un momento seimprovisaron escalas y arietes, y secomenzó en toda forma el asalto;las puertas cayeron al golpe de las

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hachas, y parte de los sitiadorespenetraron por allí, en el mismomomento en que don Enrique, a lacabeza de los más atrevidos,saltaba el primero sobre la muralla.

Los defensores, atacados portodas partes, se rindieron, y en elúltimo grupo de los que deponíanlas armas el jefe quedó tambiénprisionero.

Don Enrique se dirigió a aquelgrupo en busca del jefe, que por suparte salió a su encuentro; los dosse reconocieron y se miraron.

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—¡Don Enrique Ruiz deMendilueta! —exclamó el Indiano,que era el jefe de los vencidos.

—¡Don Diego de Álvarez! —gritó don Enrique.

En este momento José elpescador izaba en las almenas delcastillo una bandera inglesa.

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IX

VENGANZA

LA TURBA vencedora gritaba y seapoderaba de cuanto contenía elcastillo; dinero, mercancías, armas,mujeres, todo era arrebatado y todo

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se sacaba de allí inmediatamente,porque aquellos hombres temíanque a su turno los piratas losdespojasen del botín.

Por todas partes se escuchabael ruido de las hachas con que serompían las puertas y las cajas, losgritos de alegría de los queencontraban una buena presa, losgemidos de los moribundos y losayes de angustia y de terror de lasdamas que, arrebatadas del seno desus espantadas familias, salían delcastillo en brazos de sus raptores.

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Aquélla era una escenaespantosa, y los que no sededicaban al saqueo o que estabanya satisfechos, amenazaban con lamuerte a los prisioneros, y calmadasu sed de oro, buscaban saciar sused de sangre.

El Indiano y sus compañerosde desgracia esperaban la muerte,oyendo aquel espantoso tumulto yconsiderando la suerte quecorrerían sus infelices familias.

Cuando vieron aproximarse adon Enrique, creyeron que había

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llegado para ellos el supremoinstante. Don Enrique y el Indianose reconocieron, y permanecieronen silencio contemplándose por unmomento.

Don Diego fue el primero enromper aquel silencio.

—Don Enrique —dijo con unatranquilidad que nada tenía deafectada— sé que para mí no hayesperanza; estoy en vuestro poder,podéis vengaros, y estáis en vuestroderecho; nada pido para mí; pero sihay en vuestro corazón algún rasgo

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de generosidad, una gracia os pideel hombre que va a partir de estemundo, una gracia sola: que vuestroacero, después de romper micorazón, abra también el pecho demi esposa Marina y de mi hijaLeonor, antes que sean el juguete yel escarnio de los hombres que osacompañan: prometedme eso nadamás, y moriré tranquilo; que ellasmueran también, pero que no lasdeshonren…

—Don Diego —contestó donEnrique con una calma terrible—

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estáis en mi poder, y en mi poderestán vuestra esposa y vuestra hija;por vos, por la que hoy es vuestraesposa, he perdido cuanto unhombre puede tener sobre la tierra:familia, patria, riquezas, honores,porvenir, nombre, todo, todo. Porvos he tenido que vivir en lasmontañas como un bandido; por voshe llegado a ser pirata, a seguir estacarrera que no tiene más porvenirque el patíbulo y la deshonra. DonDiego, me debéis una venganzaterrible; vuestra muerte no satisfaría

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tantos pesares, tantos rencores; vidapor vida ¿pero y mi honra, y minombre, y mi patria, y mi porvenir?Apenas verter vuestra sangre yentregar a vuestra mujer a las torpescaricias de mis soldados, y educara vuestra hija para el vicio y laprostitución, apenas serviría para eldigno castigo de cuantas injurias herecibido de vos.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó el Indiano con la másprofunda amargura— ¡Dios mío,esto es espantoso!

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—¡Don Diego de Álvarez! —exclamó don Enrique— yo os tengode matar con mi espada y con mimano, porque me debéis unareparación; pero esto lo haré comoquien soy, como caballero. DonDiego, libre estáis desde estemomento; buscad a vuestra esposa ya vuestra hija; yo os daré algunoshombres para que os las entreguen,rescatándolas de grado o porfuerza; pero no me agradezcáisnada, nada, don Diego, porque osaborrezco con todas las fuerzas de

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mi corazón. Id don Diego, y no ospongo más condición sino la de quedentro de seis meses, es decir, elseis de agosto de este año, meesperaréis en México, a las doce dela noche, enfrente de la misma casaen la que recibí de vosotros tanatroz injuria.

Don Diego quiso contestar.—José —dijo don Enrique

dirigiéndose al pescador— yahabéis escuchado; llevaos a esecaballero; que le sean restituidas suesposa y su hija, y todos tres,

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custodiados debidamente, salgan dela ciudad por donde quieran, hastaquedar fuera de peligro.

Don Enrique dio la vuelta y seretiró, dejando asombrado alIndiano.

—¡Oh! —exclamó el Indiano— grandeza por grandeza, veremoscuál es mejor; yo me vengaré comoél.

Y seguido del pescador y dealgunos hombres, se dirigió enbusca de doña Marina.

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Entretanto, en el castillo quedefendía el gobernador de la plaza,pasaba una cosa horrible.

Juan Darién había encontradolas escalas que quería Morgan, yllegaba con ellas al campo de lossitiadores. Pero traía también lagente que las había de arrimar a lamuralla. Eran todos los frailes y lasmonjas que habían podido encontraren la ciudad.

Las monjas lloraban; sus velosy tocas habían sido arrancados, ylos piratas reían de las que eran

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feas y viejas, y se permitíanespantosas chanzas y brutalescaricias con las jóvenes y bonitas.

—Esta gente colocará lasescalas —dijo Juan Darién.

—Bueno —contestó Morgan—manos a la obra.

—Mejor que nos den algunasde ésas —dijo un pirata, señalandoa las monjas.

Morgan, por toda contestación,preparó su pistola y descargó el tirosobre el osado que hablaba así ensu presencia.

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El hombre huyó el golpe y seocultó entre sus compañeros.

—¡A las escalas! —dijo JuanDarién.

Los frailes y las monjasvacilaron; pero el pirata descargóun furioso golpe con un leño sobreuna de las religiosas, que cayó,lanzando un grito.

—¡A las escalas pronto! —repitió con voz de trueno.

Todos aquellos infelicescorrieron y levantaron las escalas.

—Ahora, seguidme —dijo

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Juan Darién.Y aquellos desgraciados,

cargando las grandes escalas,comenzaron a caminar, siguiendo aJuan Darién.

Los defensores del castillo sehorrorizaron al ver avanzar sobreellos aquella comitiva de monjas yfrailes, conduciendo las escalas delos sitiadores.

—¡Fuego! —gritó elgobernador.

Ningún soldado se atrevía aobedecer.

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—¡Compasión!, ¡compasión!—gritaban los desgraciados queconducían las escalas—.¡Compasión! En nombre del cielo,no tiréis; mirad que venimos por lafuerza; mirad que somos gentespacíficas, que vienen aquí ministrosy esposas del Señor.

—¡Adelante, adelante! —gritaban los piratas, y avanzaban.

Los asaltantes estaban ya casial pie del castillo; las monjaslloraban, los frailes pedíanmisericordia.

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—¡Fuego! —repitió con vozfirme el gobernador. Los soldadosespañoles comprendieron elpeligro, y apuntaron al grupo yluego volvieron los rostros.

Una cinta de fuego rodeó lafortaleza, retumbó la descarga, elhumo envolvió las almenas, ymultitud de víctimas rodaron portierra.

Aquella descarga había sidofatal para los asaltantes, frailes ymonjas, heridos revolcándose en susangre y dando lastimosos gemidos,

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otros queriendo huir, y los piratasferoces y encarnizados,obligándolos a permanecer y acontinuar en su tarea.

Las descargas se sucedían; eraaquello un asalto en forma: lasescalas se colocaron contra losmuros, y comenzaron a subir porellas como unos rabiosos lospiratas. Entonces la batalla se libróentre las almenas, y en los patios, yen las estancias del castillo.

Como un león el gobernadorespañol se defendía y luchaba,

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rechazando a sus enemigos yperdiendo y ganando terreno. Elvalor faltó a algunos de sussoldados, y él les dio la muerte.

Por fin, rodeado de enemigosque respetaban y admiraban suesfuerzo heroico, dio por unmomento tregua al combate.

Juan Morgan llegaba en aquelmomento.

—¿Pides cuartel? —preguntóel pirata.

—¡Nunca! —contestó elgobernador— antes morir como

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soldado y con honor, que vivircomo un cobarde.

Y sin esperar más, se lanzófurioso sobre Morgan y sobre todoslos que le rodeaban. Pero era uncombate temerario; cien espadas sedirigieron contra su pecho, y notardó en caer acribillado deheridas.

El triunfo era completo; lospiratas, dueños de la ciudad, seentregaron al saqueo. Morgan yJuan Darién escogieron para sualojamiento una gran casa, y aún no

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se disipaba el humo del combate, yya sentados a la mesa comíantranquilamente.

Estaba anocheciendo, y elcombate había comenzado aldespuntar la aurora. En doce horashabía cambiado totalmente la suertede aquella infortunada ciudad.

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X

EL REGALO

LA CIUDAD presentaba un cuadroaterrador; las calles oscuras, laspuertas de las casas rotas,fragmentos de muebles por todas

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partes, y por todas partes tambiéngrupos de piratas o de hombresperdidos de la población encompleto estado de embriaguez,cantando coplas indecentes yllevando en sus brazos jóveneshermosas de las principalesfamilias de la ciudad, que habíantomado como parte de botín, parasaciar sus brutales apetitos, y estoquizá pasando aquellasdesgraciadas sobre los cadáveres yla sangre de sus padres y de sushermanos.

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Aquélla era una espantosa ysangrienta bacanal.

Un grupo de aquellos soldadosllevando a varias jóvenes, entre lasque se veían también algunasreligiosas de las que habíansalvado en el asalto, llegó a una delas casas abandonadas.

Los piratas llevaban casi todosgrandes hachones de cera que sehabían sacado de una iglesia.

—Esta casa está buena parapasar la noche —dijo uno— ¿osparece?

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—¡Sí, sí, a la casa! —gritarontodos.

—Estas hermosas no puedenandar en la calle; están cansadas.

—Sí —agregó otro—tendremos una noche de príncipes.¿No te parece, hermosa mía? —dijo, dirigiéndose a la joven quetraía.

La infeliz no contestó; y todala turba invadió la casa,registrándolo y examinándolo todo.

Aquélla era una habitaciónmagnífica y soberbiamente

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amueblada. Por todos los aposentosse veían las luces que llevaban lospiratas, que recorrían las estanciasbuscando algo que les convinierallevarse, y un lugar para pasar lanoche.

De repente, uno de ellos quehabía penetrado en un sótano, salióde allí gritando a sus compañeros, ycasi arrastrando a una mujer.

En un momento todos sereunieron y rodearon a aquelladesgraciada. Era doña Marina.

—¡Mirad qué mujer tan

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hermosa! —exclamó—. ¿Quién laquiere?

—Yo tengo la mía y estoycontento —contestó uno.

—Y yo, y yo —repitieron losotros.

—Pues será lástima que tanlinda moza se quede sin uno denosotros.

—Es cierto.—¿Pues qué hacemos? Que

busquen a uno de los nuestros…—Todos tienen ya.—Entonces ¿sabéis lo que me

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ocurre?—¿Qué? —dijeron todos.—Que estas señoras que nos

acompañan, la vistan como unareina, y mañana se la regalemos alalmirante.

—Bien pensado ¿pero si tieneya alguna dama?

—Mañana nos agradeceráésta.

—Bueno ¿pero mientras quéhacer con ella?

—Encerrarla y tenerla ocultatoda la noche.

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El Indiano, acompañado de José elpescador, había ido en busca dedoña Marina y de su hija. Enaquella terrible confusión le eracasi imposible reconocer a todaslas infelices mujeres que estaban yaen poder de los asaltantes.

Entonces comprendió donDiego todo el horror de aquellasituación; apenas hubo mujer jovende la que no se apoderasen:lloraban, se desesperaban,suplicaban de rodillas; peroaquellos hombres eran inflexibles.

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Apenas con el prestigio queentre todos disfrutaba José elpescador, pudo proceder don Diegoa la averiguación, y sus pesquisasresultaron inútiles.

Después de tres horas depresenciar aquel horrorosoespectáculo, don Diego sedesengañó de que doña Marina noestaba en el castillo, y perdida yatoda esperanza, salió de él.

Una infeliz anciana, herida deun brazo, estaba sentada en lapuerta de una casa y reconoció al

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Indiano.—¡Qué día! ¡Qué día! —

exclamó aquella desgraciada—. Lacólera de Dios ha descargado sobrenosotros.

El infortunio vuelve a loshombres comunicativos y hacedesaparecer todas las diferenciassociales. Don Diego y aquellaanciana se miraron como doshermanos en medio de aquel caos.

—Señora —dijo el Indiano—¿quién tan infortunado como yo?¡He perdido a mi hija y a mi

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esposa!—Yo he perdido también el

único hijo que tenía; me lo hanasesinado esos hombres. ¿Vuestraesposa ha muerto también?

—¡Más valiera! La heperdido, y quizá en este momentosirva de escarnio a esos tigres.

—¿No está en el castillo?—No, señora.—Pues quizá haya escapado:

yo estaba herida desde el principiodel combate, y he permanecidoaquí; cuando el castillo se rindió,

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un gran grupo de mujeres, entre lasque iban algunos niños, salió poruna puerta y ganó el bosque; nadielas perseguía y deben ya estar ensalvo: tal vez vuestra hija y vuestraesposa hayan tenido esa dicha.

—¿Y además de esas mujeres,a ninguna habéis visto salir?

—Ninguna ha salido, os loaseguro, y está en el castillo o entrelas que se salvaron.

—En el castillo no está.—Entonces buscadla en los

bosques.

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—¿Qué rumbo decís quetomaron?

—Por ahí derecho —dijo laanciana señalando un bosque muypoblado de árboles que estabacerca.

—Entonces voy en su busca.—Dios os guíe.—¿Queréis que os lleve?—¡Oh! gracias; espero recoger

siquiera el cadáver de mi hijo, parapoder morir a su lado: conozco queya se agota mi vida.

—Entonces adiós, y Dios os

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consuele.—Que Dios os guarde.Don Diego echó a andar

siguiendo la dirección que le habíaindicado la anciana. Comenzaba aencumbrar cuando oyó el fuegonutrido de cañón en el fuerte quedefendía aún el gobernador.

Volvió el rostro, la banderaespañola flameaba coronando lasalmenas; nubes de humo se alzabanlentas sobre la fortaleza, y al pie delas murallas se distinguía a losasaltantes moverse con una infernal

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actividad.Don Diego pensó en el

gobernador, en los soldados y enlas familias refugiadas allí; lanzó unsuspiro, y exclamó:

—¡Están perdidos sinremedio! —y volvió a continuar sucamino.

Poco a poco se fue internandoen el bosque y alejándose de laciudad; poco a poco fueronhaciéndose más remotos los ecos delos cañonazos, hasta que dejaron depercibirse completamente.

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La selva era espesísima, nohabía allí senda ni vereda deninguna especie, y el Indianovacilaba a cada paso sobre elrumbo que debía seguir, y se afligíapensando que quizá se apartaba delque seguían las fugitivas, y que enmedio de aquel bosque morirían dehambre aquellas mujeres, sinamparo y sin guía.

Maquinalmente atravesabacolinas y bosques. Iba ya a morir latarde, cuando oyó que le llamaronpor su nombre. Se detuvo, buscó

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con la vista y vio a una mujer que lellamaba, y se dirigió a encontrarla.

Era una de las principalesdamas de la ciudad; pero su trajeestaba completamente destrozado,su cabello lleno de polvo, su rostromaltratado por las espinas y lasramas de los árboles.

—Gracias a Dios, señor, quehabéis salvado —dijo la dama—¿adónde está doña Marina?

—Señora, lo ignoro —contestó don Diego— la busco hacemucho tiempo sin haber tenido

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noticia de ella ni de mi hija.—¡Dios mío!, ¿pues qué habrá

sido de ella?—¿Vos no la visteis, señora?—Sí; cuando esos hombres

asaltaron el castillo, nosotrasencontramos modo de abrir unapuerta que daba al campo, yhuimos. Doña Marina y vuestra hijavenían con nosotras; llegamos albosque, pero ella no quiso pasar deallí; me entregó a su hija, y a pesarde mis instancias, volvióse abuscaros.

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—¿Es decir que mi hija estáaquí?

—Yo la tengo; todas hemosllegado juntas hasta este lugar quenos ha parecido seguro, y de dondenos ha sido imposible pasar, porqueel cansancio, el hambre y la fatiganos han rendido.

—¿Y nada habéis comido?—Nada; mujeres solas ¿qué

queríais que hiciéramos? Es verdadque hemos encontrado en el bosquealgunos toros ¿pero cómo hacer?

Don Diego se puso a

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reflexionar.—¡Dios mío! —exclamaba—

¿qué haré? Mi hija aquí, próxima amorir de hambre con todas estasdesgraciadas. Marina perdida en laciudad por mí… Dios mío,inspírame… ¿Abandonar a mi hija?¡Imposible! ¿Abandonar a Marina?,¡menos!… ¡Llevarme a esa criatura,exponerla otra vez a una muertesegura, sin tener en el camino conque alimentarla, cuando me puedoextraviar entre los bosques! ¡Diosmío, Dios mío!…

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El Indiano inclinó la cabezasobre el pecho y dejó caer losbrazos con abatimiento.

—Oídme —dijo la dama—¿tenéis armas?

—Ninguna —contestó donDiego— ¿qué intentáis? —Cerca deaquí hemos oído bramar unos toros;matad uno, así tendremos alimento;yo me encargaré de la niña, y vosiréis en busca de doña Marina.

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XI

LA CAZA DEL TORO

DON DIEGO no contestó, pero siguióa la dama, que se internó entre laarboleda. A corta distancia seencontraron en una especie de

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campamento de amazonas. Unamultitud de mujeres de todas clasesse había reunido allí buscando unrefugio para salvarse de los piratas;pero en aquellos rostros se pintabael hambre, la desesperación.

Don Diego fue recibido comoun salvador; todas le hablaban,todas le preguntaban por sus hijos,por sus hermanos, por sus esposos,y el Indiano no podía satisfaceraquellas preguntas, y eldesconsuelo más grande reinó entreaquellas desgraciadas.

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—Señoras —dijo la dama quehabía conducido a don Diego—este caballero busca a su esposadoña Marina, pero su hija está aquíy ya entre sus brazos. Yo le hepropuesto encargarme de esa niñamientras él va en busca de doñaMarina; pero le he suplicado queantes nos ayude a cazar un toro,porque de lo contrario moriremostodas de hambre…

—¡Sí, sí! —exclamaron todas.—Bien; el caso es que don

Diego no tiene armas de ninguna

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clase, y las necesita…—¡Yo tengo un puñal! —gritó

una joven—. Un puñal que he traídopara darme la muerte antes que caeren poder de los piratas.

—Ese puñal nos dará ahora lavida; dádmelo acá paraentregárselo a don Diego.

La joven se adelantó ypresentó a don Diego un rico puñalguarnecido de plata.

—¿Os basta con eso? —preguntó al Indiano.

—Me basta para lograr la

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empresa o morir en la demanda.—Anochece ya —dijo una

dama— puede comenzar la cacería,y vos diréis lo que debemos hacer.

—Poca cosa —contestó elIndiano— caminaremos por elbosque a tal distancia unos de otrosque sea imposible extraviarnos;vosotras serviréis de ojeadores, ytan pronto como alguna descubrauna res, me avisará: lo demás correde mi cuenta.

—Muy bien.—Pues en marcha.

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—En marcha —contestarontodas.

Aquella turba comenzó amoverse, y en medio de ella donDiego con el puñal en la mano yseguido de la dama que se habíaconstituído madre de la pequeñaLeonor, a la que llevaba entre susbrazos.

Caminaron en silencio algúntiempo sin escucharse más ruidoque la maleza que crujía bajo lospies de aquella gente.

El Indiano meditaba un plan

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para atacar al toro en caso deencontrarlo.

Si el toro venía sobre él,entonces había esperanza dematarlo; pero si huía ¿cómo ir en supersecución? ¿Cómo darle alcance?

Pensaba en esto, cuando sintióque le locaban por la espalda.

Era una de aquellas mujeres.—Hemos encontrado la res —

dijo la mujer.—¿En dónde?—Cerca de aquí; varias

señoras están allí inmediatas para

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cuidar de sus movimientos: es unsoberbio toro…

—Vamos —dijo el Indiano, ysiguió a la mujer.

Cerca de allí se formaba en elbosque una pequeña plazoletarodeada de árboles, y allí, a laescasa luz del crepúsculo, lasdamas mostraron al Indiano unhermoso toro que comía de la yerbade aquel pradito.

Don Diego, dando un rodeo,comenzó a acercarse al animal,procurando no ser sentido por él. El

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toro no maliciaba siquiera lapresencia de un enemigo en unbosque en donde quizá había vividosiempre sin que nadie osaseatacarlo.

El Indiano estaba ya muycerca, cuando el toro alzó la cabezay lo miró, pero sin tratar de huir ysólo poniéndose como en actitud dedefensa.

Don Diego quiso aprovecharaquel momento, y se lanzó sobre él;pero el animal inclinó su frente yopuso al ataque de su adversario

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dos cuernos largos y agudos comodos estoques, y a su vez tirótambién un golpe que esquivó elIndiano aferrándose a uno de loscuernos del animal, con la mano yel brazo erguidos, y descargando almismo tiempo sobre él con ladiestra una verdadera lluvia depuñaladas.

Pero don Diego comprendióque la lucha era desigual: el torotenía una pujanza terrible, y elhombre no podía al mismo tiempoatacar y defenderse, librarse de los

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golpes y contener a la fiera siquería huir.

El animal herido quiso dejar elcombate, y el Indiano se resolvió adetenerlo a todo trance; dejóle elhierro clavado en uno de susflancos, y con los dos brazos seafirmó en los cuernos.

Luchaba el toro pordesprenderse del hombre, y elhombre se adhería al animal paraaprisionarlo; pero el animal ganabaterreno y arrastraba al hombre haciala selva, al principio lentamente, y

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poco después con más y másrapidez.

Don Diego, cansado, pensóque no tenía más remedio que soltarsu presa, e iba ya a desprenderse,cuando el toro vaciló.

Como un enjambre de avispas,así habían caído sobre él todas lasmujeres; unas le jalaban, otras legolpeaban con piedras, otras lepinchaban con palos, otras con fajasprocuraban atarle los pies; elIndiano aprovechó los instantes,sacó el puñal que aun llevaba

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clavado el toro, y le dio la muerte.Aquellas damas, entre las

cuales había algunas que la vísperahubieran despreciado las másexquisitas viandas, lanzaron ungrito de alegría al ver caer alanimal y al pensar que habíasiquiera carne para comer.

A fuerza de trabajodestrozaron al toro; brillaron luegocomo por encanto algunas hogueras,y todas aquellas infelicescomenzaron a devorar con ansiatrozos de carne mal cocida y sin

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preparación de ninguna especie.—Señoras —dijo don Diego

— os he cumplido mi palabra; voyahora en busca de mi esposa;cuidad de mi hija.

Y dando un tierno beso en lafrente a Leonor, se perdió entre losbosques.

La noche estaba obscura, y donDiego no conocía por allí caminoalguno. Comenzó a caminar a laventura; pero a cada momento se lepresentaban obstáculosinsuperables; ya una caudalosa

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vertiente, ya un barranco, ya unacadena de peñascos.

La constancia no leabandonaba, aunque sentía que lasfuerzas le faltaban; las horasvolaban para él con una rapidezespantosa; cada momento queperdía se le figuraba que era elinstante terrible en que doña Marinasucumbía a la fuerza de los piratas;y entonces una sombríadesesperación se apoderaba de sualma, y si las sospechas se hubierantornado en realidades en aquel

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instante, se hubiera dado él mismola muerte.

Toda la noche caminó, caminó,y sin nada que le indicara el rumboque debía seguir, sin ningunaesperanza de que se aproximaba altérmino de su viaje.

Cuando comenzó a lucir lamañana, don Diego no podía ya darun paso; sus pies estabanhorriblemente maltratados, susmiembros se negaban ya asostenerle, y fatigado, jadeante,desesperado y con las fauces secas,

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se dejó caer al pie de un árbol, paraesperar allí la muerte.

Las naves de Morgan habíanquedado en el puerto de Naos alcuidado de algunos hombres detoda confianza, que tenían orden dehacerse a la vela al día siguiente alde la partida de la expedición, paraanclar en Portobelo.

Así lo ejecutaron, y cuando laescuadrilla llegó frente a la ciudad,aún se escuchaban las detonaciones

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de la artillería del fuerte en que sedefendía el gobernador español.

Aquella noche, después deltriunfo, muchos marineros saltarona tierra, y doña Ana de Castrejón,que estaba prisionera en el navíoalmirante, quedó allí bajo lavigilancia de los pocos soldadosque cuidaban del buque.

Brazo-de-acero, como ledecían los piratas a don Enrique,había sido recibido por Morgan yJuan Darién con grandes muestrasde estimación, y por no herir su

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amor propio, ninguno de ellos sehabía atrevido a decirle una solapalabra de cuanto contra él leshabía contado doña Ana.

En la misma noche seorganizaron algunas partidas quesalieron a recorrer los bosquesinmediatos, con objeto deaprehender a los fugitivos, y Brazo-de-acero fue nombrado por JuanMorgan gobernador de aquellaplaza.

Eran ya las primeras horas dela mañana del siguiente día, y

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Morgan descansaba en sualojamiento, cuando oyó un rumoren la calle, la puerta de su casa seabrió y penetraron por ella unaporción de piratas conduciendo enuna silla de manos a doña Marina,regiamente vestida y ataviada.

—¿Qué es esto? —dijo elalmirante.

—Señor —contestó el quellevaba la voz entre todos aquelloshombres— os traemos a la máshermosa de cuantas damas se hanencontrado en la ciudad, y que

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hemos querido nosotros destinarla anuestro jefe como una muestra decariño.

Morgan estaba absorto con labelleza de doña Marina:acostumbrado a la hermosura de lasmujeres del Norte, el almirantesentía en los ojos dulces y negrosde Marina, una extraña fascinación;el color de la piel, suave y sedosa,sus negros cabellos, todo lealucinaba, todo le encendía.

—¡Oh! —exclamó— mehacéis un obsequio digno de

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vosotros, y esta mujer no será paramí el juguete de una hora, sino quela guardaré a mi lado como laesposa que me dan mis valientes, ycomo un recuerdo de su cariño.Dentro de pocos momentoscomenzarán los preparativos parahacernos a la vela, y esta señorapor lo mismo no puede permaneceraquí; hacerla llevar a bordo comola habéis conducido hasta aquí, entriunfo, y volved a disponeros parael viaje.

—¡Viva el almirante! —gritó

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uno.—¡Viva! —repitieron todos, y

aquella comitiva volvió a salir dela casa de Morgan y se dirigió alpuerto.

Doña Marina ni hablaba ni seresistía; estaba como una insensata.

Los marineros desataron unbote, y cuatro de ellos saltaron a élconduciendo la silla en que iba lajoven.

—Al «Almirante» —dijo unode ellos a los que remaban.

—Aguarda —exclamó otro—:

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hay que observar una cosa.—¿Qué?—Yo soy de la tripulación del

«Almirante», y anoche salí a tierra.—Bien ¿eso qué importa?—Mucho; que en el

«Almirante» tiene el jefe otra dama,que es muy bella también, y que laenvió allí desde la misma nocheque se dirigió para Portobelo.

—¿Y crees tú que ése seráinconveniente?

—Puede que eso no leconvenga a él.

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—Algo nos hubiera dicho.—Tal vez por distracción…

además, nos encargó que latrajéramos a bordo, pero no dijoque al navío que él monta.

—Lo mismo da: por sí o porno, que vaya entonces a la «Venus»del campechano; ya el almirantesabrá después lo que dispone.

—Bien pensado.Y el bote, al impulso de los

remos, llegó hasta el navío quehabían indicado los marineros.

Doña Marina fue izada en la

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misma silla de manos, y quedócomo un depósito sagrado a lasórdenes del almirante.

Los bogas volvieron a laplaza, y poco después comenzó elmovimiento del embarque de lastropas de los piratas y del botín.

En estos momentoscomenzaban a llegar las partidas depiratas que habían salido aexpedicionar.

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XII

LAS DOS SOLEDADES

ENTRE las partidas que llegaron a laplaza a presentarse a don Enrique,una sola traía prisioneros. Éstoseran, una mujer de la clase más

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ínfima del pueblo, y a la que donEnrique mandó poner en libertad, yun hombre a quien hizo traer a supresencia.

Los soldados condujeron aaquel hombre al alojamiento de donEnrique:

—¡Don Diego! —exclamó eljoven— ¿otra vez prisionero?

—¡Sí, don Enrique! —contestódon Diego— ¡soy muy desgraciado!

—¿Pues qué os pasa?—Me fue imposible encontrar

a doña Marina; en vano la he

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buscado lodo el día y toda la noche;no sé qué ha sido de ella: elcansancio me rindió, y he vuelto acaer prisionero. ¡Mandadme matar!

—Don Diego —replicó eljoven— os he dado mi palabra deque quedaríais libre y que osdevolvería a vuestra esposa, y os locumpliré.

Don Enrique se levantó yllamó a José el pescador, quesiempre le acompañaba.

—José —le dijo— muchos delos vuestros son de la ciudad, y

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muchos quizá conocen a la esposade don Diego; hacedme favor deinformaros si alguno la ha visto.

José salió inmediatamente.—Tengo la esperanza —dijo

don Enrique— de que este hombrenos va a traer pronto buenasnoticias.

—¡Dios lo haga! —murmuróel Indiano.

La agitación del embarqueseguía en el puerto; habíantrasportado ya el botín a las naves ycomenzaban a salir los botes

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cargados de gente.La hora de la partida se

acercaba, José no volvía y donDiego era presa de una ansiedadmortal.

Por fin, José se presentó.—¿Qué hay? —preguntaron a

un tiempo don Enrique y el Indiano.—Pues ya he averiguado el

paradero de la señora.—¿Y adónde está?—Anoche fue encontrada por

unos marineros, y al verla tanhermosa, la ataviaron ricamente, y

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en una silla de manos y seguidos deuna gran multitud, se la hanregalado esta mañana al almiranteMorgan.

—¡Dios mío! —gritó elIndiano— ¡qué horror!

—¿Y qué hizo Morgan? —preguntó don Enrique.

—Contestó que admitía elregalo y tomaba por suya a aquelladama, y la hizo conducirinmediatamente a bordo de subuque.

—¡Entonces no hay remedio!

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—exclamó con desesperación elIndiano—. ¡Está perdida parasiempre!

—¡Oh, aún hay esperanza! —dijo don Enrique— esperadmeaquí, y yo veré al almirante: os hedado mi palabra y la cumpliré.

Y tomando con precipitaciónsu sombrero, salió, dejando a donDiego en lucha entre el temor y laesperanza.

Morgan estaba en la playamirando embarcarse a los piratas.

Enamorado de la belleza de

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doña Marina, había preguntado porella, y sus marinos, con la rudafranqueza que les caracterizaba, lerefirieron que la habían embarcadoen la «Venus», por temor de que nose encontrase con la otra dama queestaba en el navío «Almirante».Morgan se rio de la discreción desus soldados.

Don Enrique ocurrió a buscara Morgan en su alojamiento; peroya no le encontró, y se dirigió a laplaya.

—Y bien, amigo mío —le dijo

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el almirante— ¿estáis ya listo paraembarcaros?

—Para cuando vos queráismandarme; pero vengo antes apediros una gracia.

—¿Qué podré yo negar al másvaliente de mis oficiales?… —contestó el pirata—. Hablad.

—Señor, vengo a pediros lalibertad de una dama que tenéis envuestro navío.

Don Enrique creía que doñaMarina estaba en el «Almirante»,Morgan, recordando que la dama

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que estaba en él era doña Ana, yque doña Ana había hablado de donEnrique, supuso que por ella seinteresaba.

—¿Vos pedís la libertad de esadama?

—Sí, señor; os lo suplico.—¿Sabéis que esa dama os

conoce y sabe vuestro verdaderonombre?

—Sí, señor —contestó donEnrique, sin reflexionar cómo habíasabido esto el almirante— laconocí en México.

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—¿Y sabéis que esa dama esenemiga vuestra?

—¿Cómo lo habéisaveriguado?

—Eso yo sólo lo sé; pero ¿vosla conocíais por vuestra enemiga?

—¡Oh! sí, señor, desdeMéxico lo es, y por lo mismoquiero vengarme de ella haciéndoleun servicio.

—¿Entonces la amáis, o lahabéis amado alguna vez?

—La amé en otro tiempo.—¿Y os pagó mal?

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—Muy mal.—Es extraño que seáis tan

generoso; yo os lo apruebo; peroantes decidme ¿por qué no laconserváis ahora para vos?

—Quiero ser bueno con ella,por lo mismo que ella no lo fueconmigo.

—Bien; os concedo sulibertad.

—Gracias, señor, gracias.—Pero que no sea hasta que

todos estemos embarcados: vosiréis con Juan Darién a la «Venus»,

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y disponed que cuando se tire elcañonazo para levantar anclas, unbote con remeros del país vaya al«Almirante» a recibir a esa dama.

—Gracias, señor.Don Enrique volvió ligero

adonde le esperaba el Indiano.—Don Diego —le dijo—

preparad un bote con cuatroremeros, y al sonar el cañonazo,enviadlo al navío «Almirante» yentregarán a vuestra esposa.

—Iré yo mismo.—No; temo que os conozcan

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como el jefe que defendía elcastillo pequeño, y todo sedescomponga; esperad mejor en laplaya.

—¿Y cumplirá el almirante?—Respondo con mi vida.—Adiós; voy a embarcarme.

No olvidéis mi cita.—No.Y don Enrique volvió a salir y

se encaminó a la playa, en donde leesperaba ya Juan Darién paraembarcarse.

Don Enrique saltó al bote en

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compañía del campechano.—Habéis —le dijo éste—

llevado a efecto una gran acción,según me ha contado el almirante.

—¿Qué acción? —preguntódon Enrique, no creyendo que loque había hecho por doña Marinallamase tanto la atención deaquellos hombres.

—¡Vaya! Conseguir la libertadde esa dama, que además dehaberos hecho en otro tiempo no séqué averías, no se ha contentadocon ello, y sigue dándoos caza.

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—¿Qué queríais que hiciese?Estaba en desgracia.

—Quizá aun no sabéis lomejor.

—¿Qué cosa?—Díjonos que habíais entrado

a la ciudad dando al gobernadoraviso de nuestra llegada.

—¿Y vosotros?…—Ya; el almirante se rio de la

noticia, que conocía bien vuestraarboladura; yo seguí a la capa lasaguas de la capitana.

—¿Pero esa dama dijo de mí

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tal cosa?—Y aseguró que vuestro

nombre era…—¿Cómo?—Don Enrique Ruiz de

Mendilueta.Don Enrique palideció; sentía

cierta especie de rubor de que elnoble apellido de sus antepasadosfuese conocido entre aquellasgentes.

—¿Y es cierto? —preguntóJuan Darién.

—Secretos míos son esos que

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nadie tiene derecho de inquirir, amenos de que esté muy cansado yade la vida; para vos y para todossoy aquí Antonio el cazador,conocido con el sobrenombre deBrazo-de-acero, sobrenombre queno en vano llevo, y que seríapeligroso probar si lo merezco.

Don Enrique habíapronunciado aquellas palabras conuna entonación tan firme, que no sepodían tomar de otra manera quecomo una amenaza terrible saliendode aquella boca. Juan Darién lo

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comprendió y se puso encendido.—Razón tenéis —dijo— entre

nosotros los secretos deben sersagrados, y ni la indiscreción esperdonable; una imprudencia puedecostar cuando menos un avería en elaparejo. Tenéis razón; dejemos esasonda, y la proa a otro rumbo: seacabó, no me guardéis rencor.

—Nunca; os quiero porvaliente y por franco.

Don Enrique tendió su mano, yJuan Darién la estrechó con efusión.

Tocaban en este momento el

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costado de la «Venus», la escalaestaba lista y los dos subieronligeramente por ella. Parecía que nose esperaba más que esto para darla señal, porque casi en el mismoinstante una nubecilla blanca sedesprendió del navío «Almirante» ycorrió un largo trecho sobre lasuperficie del mar, y se escuchó ladetonación del cañonazo.

—¿Bajáis a tomar conmigouna copa por el buen viaje? —dijoJuan Darién.

—Pronto os sigo; espero aquí

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ver algo que me interesa.—¡Ah! el rescate de vuestra

protegida. Os aguardo abajo; tenéisun corazón como una perla.

Juan Darién se separó de allí,y don Enrique se quedó mirando ala playa.

Apenas sonó el cañonazo, unalancha con seis vigorosos remerosse desprendió del puerto, y como sivolara sobre las aguas, atravesóhasta llegar al navío «Almirante».Llegó apenas allí, bajó la escala ydescendió por ella una dama, que

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fue recibida por los bogas conmuestras de gran respeto.

La lancha, con la mismaligereza volvió al puerto, adonde sedistinguía un hombre que esperaba,rodeado de algunas mujeres.

La escuadra de Morgan recibíaen sus velas un viento favorable, ycomenzaba a deslizarse ligera en elocéano.

Don Enrique se alejaba, perono cesaba de mirar a la playa. Allípasaba una escena que le parecióextraordinaria. La lancha había

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llegado, la dama había saltado atierra, el hombre, con los brazosabiertos había salido a suencuentro; pero cuando don Enriquecreía que iban a estrecharse en untierno abrazo, vio que el hombreretrocedió, la dama se dirigió a lasdemás mujeres que había en laplaya, y luego cayó comodesmayada.

El hombre corrió hacia el marcomo para precipitarse en sus olas,y los bogas que habían conducido lalancha le detuvieron: comenzó

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entonces una lucha, cuyo fin nopudo ya alcanzar don Enrique; lasvelas de un navío se interpusieron.

Cuando pudo volver a mirarestaba muy lejos.

—¿Qué había sucedido? ¿Quésignificaba todo aquello?

Don Enrique se perdía en unmar de conjeturas y permanecíaabsorto, cuando oyó la voz delpirata campechano que le decía:

—Antonio, creo que ya nadaveis de la tierra; vamos, que osespero para tomar por el buen

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viaje.Don Enrique, meditabundo,

siguió a Juan Darién.—Veo —le dijo éste— que

aún estáis conmovido; habéis quizáhecho mal en soltar esa dama. ¡Quédemonio! un hombre como vosmerece que le quieran las mujeres;mala racha me sople si yo envuestro caso no hago lo que elalmirante.

—¿Qué ha hecho?—Traerse una gacela de tierra

que vale más que la «Venus» con

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todo y el botín de Portobelo; realmoza, con unos ojos como dossoles, y vamos…

—No sabía yo.—Pues aquí viene; como que

fue un regalo de los marineros de laarmada.

—¿Cómo? —preguntóespantado don Enrique,presintiendo algo de terrible.

—Sí ¿no oísteis hablar de ladama que los marineros regalaronal almirante?

—Sí; pero es la misma que ha

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vuelto al puerto.—¿Habéis perdido la brújula?

Esa dama que fue al puerto, es laque tomamos prisionera la noche dedesembarco en la estera, y que tanmal nos habló de vos.

—¿Doña Ana?—No sé cómo se llamará;

pero no es la del almirante.—¿Y ésa?—Aquí está; venid a verla.Juan Darién condujo a don

Enrique, que le seguía como unloco, sin comprender lo que le

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pasaba, y le puso delante de unadama que estaba cerca de allí en unsitial, pero a quien no había visto,fija como estaba su atención en otraparte.

—¡Doña Marina! —exclamódon Enrique.

—¡Don Enrique! —gritó ladama reconociéndole.

—Buen viento —dijo JuanDarién—: este vigía conoce todaslas banderas del enemigo.

Y dejando a don Enrique conla dama, se retiró silbando un aire

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de su patria.

El Indiano esperaba con una febrilimpaciencia el momento en que laarmada de los piratas se diera a lavela. Presenció los últimosaprestos, y miró embarcarse en losbotes a los últimos soldados. Teníaya preparada una lancha parabotarla al mar en el instante en quesonaron el cañonazo que le habíaindicado don Enrique.

Por fin, todo estaba listo en los

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navíos, y la señal deseada sonó enel «Almirante». El Indiano viodeslizarse sobre las ondas aquellalancha que iba con su esperanzapara tornar con su felicidad y consu honra.

Algunas damas de la ciudadabandonadas por los piratasrodeaban a don Diego, queanhelante seguía con sus miradastodos los movimientos de aquellalancha, temiendo a cada instante verdisipadas sus ilusiones o queMorgan faltase a su palabra, y que

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un cañonazo disparado por el navíoechase a pique a los que iban pordoña Marina; todo lo esperaba delos piratas.

Las damas que acompañaban adon Diego participaban de laterrible ansiedad, y nadie se atrevíaa hablar sino para sí.

—¡Ya llegan! —dijo elIndiano.

—Baja la escala —gritó unamujer.

—Ya está allí —dijeron todos,al ver que descendía del buque una

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mujer.La lancha tornó a la playa, y

don Diego quería volar a suencuentro.

Atracó por fin, y la dama saltó,con la cabeza cubierta por un velo.Don Diego se arrojó a su encuentrocon los brazos abiertos, y lanzandoun grito de desesperaciónretrocedió. Había reconocido adoña Ana.

—¡No es ella! —exclamaba—¡no es ella! ¡Ah!, ¡me han engañado!¡Me han burlado!, ¡infames!

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—¿Y doña Marina? —preguntó una dama a la espantadadoña Ana.

—Creo que va en otro navío—contestó.

—¡Es preferible la muerte! —exclamó don Diego, y se lanzó a laplaya.

Los bogas de la lanchacomprendieron su intención, y antesque hubiera llegado a la orilla, sehabían apoderado de él.

—¡Dejadme!, ¡dejadme morir!—aullaba el Indiano—. ¡Mi esposa!

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¡Marina! ¡Favorita de un pirata!¡Oh!, ¡dejadme morir, o seréis taninfames como ellos!

Y don Diego luchaba con losque trataban de contenerle.

Entretanto, doña Ana se habíadirigido a una de las damas, y lehabía preguntado:

—¿Sabéis de don Cristóbal deEstrada?

—Murió en el combate —contestaron.

Doña Ana lanzó un grito ycayó desmayada en la arena…

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Don Diego se había calmadocon los esfuerzos de los marinerosy las reflexiones de las damas, ypermanecía sombrío y silencioso.

Doña Ana volvió en sí, miró alIndiano un momento, y luegoarrodillándose a sus pies, exclamó:

—¡Soy sola ya en el mundo!¡Sed mi padre, mi amparo, mihermano! ¡Vivid para vuestra hija!¡Vivid para vengaros!

Don Diego la contempló unmomento, y luego exclamó:

—¡Viviré, y nos vengaremos!

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XIII

A BORDO

DOÑA MARINA no era ya aquellamujer sencilla que hemos conocidoen la capital de Nueva España, quehablaba ese idioma poético y

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bíblico de los habitantes del NuevoMundo. Era ya una dama con todosesos requisitos nimios de lacivilización europea.

Cuando don Enrique reconocióa la mujer del Indiano, un torrentede ideas horribles brotó de sucerebro. Don Diego creería que élle había engañado, que en todoaquello había una infamemistificación de la que él era elautor, que le creerían capaz dehaberse vengado de una manera tanvil, y su conducta, de que él mismo

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estaba tan satisfecho, se pintaríacon negros y vergonzosos rasgos.

—Don Enrique —dijo doñaMarina, que fue la primera quepudo hablar— ¿esto es obra devuestra venganza?

—Señora —contestó éltrémulo— Dios me libre de haberpensado jamás en una venganza tanindigna.

—Entonces ¿cómo meexplicáis vuestra presencia entreestos hombres, mi prisión aquí, esealgo que yo no puedo explicar, pero

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que siento?—Señora, puede ser que las

apariencias os hagan creer que yotengo parte en cuanto os haacontecido; pero os juro por Diosque todo ha pasado contra mivoluntad, y que vos contaréissiempre con mi apoyo.

—¿Para qué lo necesito?Muerto don Diego, perdida mihija…

—Os engañáis, señora; donDiego vive y está al lado de vuestrahija…

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—¿Vive don Diego? ¿Vive mihija? —exclamó la damalevantándose—. ¡Ah!, ¡repetídmelopor favor, no me engañéis, no meengañéis!

—Don Diego vive; he habladocon él; sé por él que vuestra hijaestá viva…

—¡Ah! entonces ¿por quéhabéis sido tan cruel de no decirledónde yo estaba?

—Señora, es el destino quenos ha perseguido y nos ha burlado.Yo prometí a vuestro esposo

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conseguir vuestra libertad, volverosa sus brazos; yo conseguí la ordende Morgan para enviaros; pero poruna horrible desgracia, que aún noalcanzo bien a comprender, otradama que estaba prisionera en elnavío almirante, ha tomado, señora,vuestro lugar, y ha sido puesta enlibertad.

—¡Dios mío! ¿Y quésucedería?

—Señora, desde el navío hepodido contemplar la escena quetuvo lugar entre esa mujer y vuestro

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esposo en la playa: él se adelantó arecibirla creyendo que erais vos…

—¡Desgraciado!…—Pero ¿comprenderéis,

señora, lo terrible de mi situación?Vuestro esposo creerá, y con razón,porque las apariencias mecondenan, que le he engañado, quele he burlado, cuando a costa de misangre os hubiera rescatado…

—¿No sois ya enemigo de donDiego?

—Señora ¿creeis que injuriascomo las que be recibido de don

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Diego, pueden olvidarse, doñaMarina? ¿Por quién he perdido mipatria, mi nombre, todo, todo? Porél, por él, por la espantosa burla deque fui objeto el día del sarao conque obsequiabais al marqués deMancera.

—Don Enrique, es muy cruelde vuestra parte hacerme en estosmomentos semejantes reproches.

—Señora, no son reproches, ymal caballero fuera yo si talhiciera; tengo con vuestro esposopendiente una terrible deuda, pero

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que no la cobraré sino en el terrenodel honor. Entretanto, y mientras ladesgracia pese sobre vos y sobreél, señora, contaréis ambos con miapoyo y con mi esfuerzo.Felizmente Dios me pone a vuestrolado para defenderos y sosteneros,y lo haré, lo haré a costa de mivida.

—Gracias; tenéis un corazónde oro.

—No, señora; cumplo con miconciencia.

—Oídme ¿sabéis cómo he

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venido aquí y para qué?—Sí, señora.—Pues bien; estoy en poder de

Morgan, que pretende hacerme suquerida, que quiere tomarme comoun instrumento de sus placeres; yohe leído en sus ojos sus terriblesdeseos, y ese hombre debe ser tanimpetuoso en sus pasiones, que serácapaz de todo por satisfacerlas.Cuando yo fui entregada a Morgannada temía, y esperaba conresolución el momento supremo; yocreía muerto a don Diego, perdida

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para siempre a Leonor, y antes queser de ese hombre, estaba yoresuelta a morir: mirad.

Y doña Marina sacó de debajode su cotilla un puñal pequeño ycon la empuñadura y la vaina deoro.

—Este puñal —continuó doñaMarina— está envenenado con eljugo de esas plantas que sóloconocen los indígenas de nuestropaís, y la herida esinstantáneamente mortal; peroentonces quería morir porque nada

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esperaba sobre la tierra; ahoraquiero vivir, vivir para mi bija ypara mi esposo. ¿Es verdad quedebo vivir?

—Sí, señora, vivid.—Sí; pero necesito sostener

una lucha espantosa, diaria, detodas las horas, de todos losinstantes; resistir al terror, altormento, a la fuerza, a laseducción, quizá hasta los mismosvenenos…

—¡Es cierto! ¡Se os preparandías crueles!

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—No los temo si puedo contarcon vuestro apoyo.

—Contad con él, señora, auncuando me costara la vida.

—Entonces yo sabré resistir,porque sé que hay quien mecompadezca siquiera, quien mecomprenda, quien pueda algún día,si muero, referir a don Diego, y ami hija cuanto be hecho por ellos.

—Pero, señora, tened valor.—¿Creeis que desmaye y

sucumba?—No, jamás; pero temo que en

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un rapto de desesperación, hagáisuso contra vos de esa arma terrible.

—Tenéis razón —contestódoña Marina, y lanzó al mar elpuñal.

—¿Qué hacéis? —dijo donEnrique.

—Con esa arma en mis manosquizá no hubiera podidocontenerme, yo no podía responderde mí, y tal vez, ciega por el dolor,habría acabado con mi existencia; yno quiero, no quiero morir;resistiré, me siento con fuerzas para

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ello, y si sucumbo, no será por elsuicidio, sino por la violencia demi mal.

—Doña Marina, confiad en laProvidencia, que ella os daráfuerzas, y después fiad en mí; yo ossostendré en esa lucha.

—¡Dios es testigo de vuestrapromesa!

—Que sabré cumplir.Juan Darién llegó entonces a

interrumpir la conversación.—A fe de marino —dijo—

que conocéis a cuantas damas se

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han encontrado en esta tierra, yparece que todas tienen con vosnegocios importantes, según lo quecon ellas departís.

—Esta dama —dijo donEnrique— es la esposa de un granamigo mío, y me intereso por susuerte.

—Es verdad —agregó doñaMarina, que tenía un aire máscalmado después de laconversación que había tenido condon Enrique— el señor es amigo demi esposo.

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—Deseo conseguir la libertadde esta dama —dijo don Enrique—y cuento para ello con vuestraamistad.

—Podéis hacerlo, aunque meparece cosa muy difícil; el corazóndel almirante ha encallado en esosnegros ojos, y será trabajo degigantes ponerlo a flote.

—Lo emprenderemos ¿esverdad? —dijo Enrique.

—Yo estoy listo paraayudaros; pero si el almirante sepone en facha y nos echa la primera

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andanada, nos echa a pique, deseguro…

—Quizá ya ni recuerde,supuesto que no ha enviado por estadama.

—No lo penséis, que segúnentiendo, pronto vendrá por ella.

—Dios nos ayudará, y cuentocon vos.

La armada debía acercarse ala costa a recibir allí una gruesasuma que el gobernador de Panamáenviaba a Morgan.

Explicaremos por qué el

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gobernador español enviaba tributoal pirata.

Tan luego como Morgan seapoderó de la ciudad, envió dosprisioneros con la comisión debuscarle cien mil reales de a ocho,con la advertencia de que si no sele entregaban, reduciría a cenizas laciudad.

El presidente o gobernador dePanamá, que había sabido la venidade los piratas, había avanzado confuerzas, contando con que notomarían la plaza, y él llegaría

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como un auxilio, sólo paraperseguirlos y acabarlos; perobastó una partida de Morgan, queencontró en un desfiladero, paracontenerlo.

El gobernador, furioso,amenazó al pirata con una guerrasin cuartel; el pirata se rio de susamenazas e insistió en el envío delos cien mil reales, que tomaron,según el lenguaje de aquellostiempos, el nombre de «tributo deguerra».

Cuotizaron a los comerciantes

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y propietarios, y convínose enentregar la suma a Morgan. Ésta erala razón de por qué la armada teníaque tocar en uno de los puntoscercanos de la costa.

El viento sopló favorable, y yaen la tarde de aquel día llegaron losnavíos al punto señalado, y ancló laescuadra en una ensenada, ysaltaron a tierra en un bote loscomisionados por el almirante pararecibir el tributo de guerra.

A esa misma hora, Morganmismo en otro bote, vino a bordo de

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la «Venus» a recoger a suprisionera.

Doña Marina estaba resignada;iba a emprender con el pirata unalucha terrible de astucia y deenergía; necesitaba para triunfar, nosólo de la resolución del queresiste, sino de la sagacidad del queacomete.

Necesitaba, para evitar elúltimo trance, adquirir un dominiosobre el corazón de aquel hombre, ypara adquirir ese dominio erapreciso inspirarle no un amor

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carnal, no un provocativo deseo deplacer, sino un amor profundo,espiritual, un amor de esos queelevan el alma en vez de arrastrarlaentre el cieno, un amor verdadero.

¿Podría conseguirlo? Sucorazón le decía que sí; su razónquizá la hacía dudar, porque noconocía ni la vida anterior ni lossentimientos del pirata. Se tratabade purificar una alma para obligarlaal sacrificio, de encender tanto unapasión, que llegara hasta el sublimede la abnegación; se iba a jugar, a

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despedazar el alma y el corazón deun hombre, para hacerlo digno deejecutar una acción generosa; sebuscaba la virtud comenzando porla idea del pecado.

Aquélla era una empresaaventurada, era un caminopeligrosísimo, pero quizá el único.Dominar el torrente precipitando sucurso: he aquí el plan.

—El almirante viene hacia acá—dijo don Enrique a doña Marina— ¿qué ordenáis, señora? ¿Queréisque yo le hable?

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—No, don Enrique —contestótranquilamente doña Marina—dejadme hacer; tengo un plan.Cualquiera cosa que veáis no osengañéis, no sospechéis de mí ¿looís? No juzguéis, por lasapariencias; pero no meabandonéis, vigilad: si algúnsecreto llega hasta vos de lo quecontra mí se trame, avisadme, perono más; cuando yo crea necesariavuestra ayuda os llamaré; mientrastanto, afectad respecto de mi suertela más completa indiferencia ¿lo

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oís? Pero sobre todo, os lo repito,no os dejéis guiar por lasapariencias, ni juzguéis por ellas demí.

Morgan estaba ya en la«Venus», y conducido por JuanDarién se dirigía en busca deMarina.

La joven se había desprendidode los adornos que le colocaran lasdamas de los marineros, y habíaprocurado dar a su traje el mayoraire de sencillez y de modestia.

—Dios os guarde, hermosa —

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le dijo Morgan tendiéndole la mano— en vuestra busca vengo parallevaros al navío en que debéisreinar.

—Señor —contestó doñaMarina— en donde vos estéis noseré sino vuestra esclava;prisionera soy, botín de guerra, ypodéis disponer de mí y arrojarmeal mar si os place como una cargaaveriada, que yo no tengo másvoluntad que la vuestra.

Morgan escuchaba conadmiración este discurso; la belleza

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de doña Marina le fascinaba, yaquellas palabras dichas con unaire tan dulce y tan tierno,revelaban un corazón inocente, y almismo tiempo una tristeresignación.

En aquel momento, el piratasintió por aquella mujer lo que nohabía sentido nunca por ningunaotra; sintió una especie de respeto:de seguro que en aquel momento nose hubiera atrevido a tocarla, comono se atrevía a ordenarle que lesiguiera.

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Es un fenómeno curioso que seobserva muy comúnmente, que loshombres más terribles, aquélloscuyo corazón no tiembla ante elpeligro, cuya constancia y energíano se doblegan ante el infortunio yante la misma muerte, son los quecon más facilidad se dejan alucinary dominar por el amor; y semejantesa un niño, en aquellos momentos, sutimidez los hace débiles a presenciade los débiles.

Doña Marina comprendió loque pasaba en el alma del pirata, y

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no quiso, abusando de su triunfo,provocar en él una reacción tantomás peligrosa cuanto más sumisoestaba el almirante en aquellosmomentos. Así, antes que esperarque él lo dijese, se adelantó a supensamiento.

—Mandad, señor —le dijo—estoy pronta a seguiros comovuestra esclava.

—Venid, señora —contestóMorgan— seguidme, pero no comomi esclava, sino como señora ydueña de mi albedrío.

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Los demás piratas se habíanalejado respetuosamente para dejara Morgan que hablase librementecon la dama; cuando la vieronponerse en pie y al almiranteofrecerle la mano, todos seacercaron.

Morgan, llevando a doñaMarina con muestras de granrespeto, llegó hasta la escala y laayudó a pasar al bote.

Don Enrique procurabaobservar todo sin hacersesospechoso. Cuando la lancha

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partió, don Enrique la siguió con lavista.

—¡Ah! —exclamó— es unarcano profundo el corazón de lamujer.

Doña Marina, al subir albuque «Almirante», alzó los ojos alcielo y dijo en su interior:

—¡Dios mío, protégeme comohasta aquí!

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XIV

EN LUCHA…

MORGAN estaba fuertementeimpresionado; cada palabra, cadamovimiento de doña Marina, leparecían un encanto, desde aquellos

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momentos no pensó sino en ella, yse creyó feliz con tenerla en supoder.

El pirata no podía ni figurarsesiquiera que aquella mujer tuvierala más leve esperanza de resistirsola, sin amparo de ningunaespecie, en el mismo navío endonde sus deseos eran una leysuprema que nadie se hubieraatrevido a desobedecer, y con unhombre dotado de una voluntad tanfirme y de un carácter tan resuelto,que hacía palidecer bajo su mirada

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a los más audaces aventureros.Indudablemente que lo menos

en que pensó Morgan fue enencontrar resistencia en aquellamujer. Pero precisamente esa ideaera la que había encontrado doñaMarina como el ancla de salvación.

Morgan y Marina llegaron alnavío «Almirante».

La tarde era apacible; lasbrisas frescas cruzaban sobre elmar llevando a la abrasada costa sualiento consolador. Detrás de lasmontañas se había ya hundido el

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sol, dejando en las nubes queflotaban en el occidente, el reflejode sus rayos en los encendidoscolores que las matizaban.

Morgan se sintió poeta cuandose sintió enamorado. El hombre delmar, que jamás había visto en elcíelo, en el sol y en las nubes, másque el anuncio de la tempestad o laesperanza de buen viento,contempló aquella tarde el celaje ylas montañas que se dibujaban en elhorizonte, con una belleza quenunca les había encontrado.

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El pirata estaba a lado de doñaMarina, y sin embargo, no seatrevía a hablarla; por fin, hizo unesfuerzo, venció aquella timidez,que tan nueva era para él, y ledirigió la palabra. Doña Marina lehabía observado en silencio.

—Señora —dijo Morgan—¿queréis decirme, queréisexplicarme lo que me pasa? Soispara mí la más hermosa de cuantasmujeres he encontrado en mi vida;mi corazón se ha encendido alencontraros; vuestros ojos me

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atraen y me deslumbran; al tocarvuestra mano todo mi cuerpo se haestremecido de una manera extraña:el cielo, la costa, los mares, la luz,todo me parece más bello desdeque estáis a mi lado. Quierohablaros, y apenas me atrevo; ardoen deseo de acariciaros, de tenerosentre mis brazos, y estoy más tímidoque un ciervo en presencia deláguila. Decidme, señora ¿cómo seexplica esto? Yo sé que vosotras lasmujeres, de las Indias tenéis filtros,y venenos, y amuletos, y hechizos,

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con los que domináis a loshombres; yo sé que por mediosmaravillosos domináis la voluntad,mandáis el corazón, infundís lapasión, dais la muerte con el amor.Decidme, señora ¿habéis usadoconmigo de algún hechizo? ¿Porqué os amo ya tan pronto, y por quéos respeto? ¿Por qué siento haciavos lo que no he sentido porninguna otra mujer?

—Señor, las mujeres de mipatria se hacen amar de loshombres por el brillo de sus ojos,

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por el fuego de sus miradas, y,sobre todo, por la grandeza delamor que sienten ellas mismas;nosotras amamos, señor, como seama en las selvas, como ama unanaturaleza virgen y vigorosa;porque también los hombres denuestra tierra aman como no amanlos hombres de todos los países;por eso gozan en sus amores lo mássublime del placer; porque esperan,señor, hasta que el alma estéverdaderamente apasionada; porqueno confunden, señor, el deseo con el

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amor: porque allí el alma seconfunde con el alma, y no paraolvidarse ni para sentir el hastío delpasajero anhelo satisfecho, sinopara formar un lazo eterno,indisoluble, que se estrecha más ymás cada día. No hay hechizos, nohay amuletos; no hay más que amor,y no más amor.

—Señora —contestó Morgan— hermosas mujeres de todos lospaíses han llegado a mi bajel y mehan dado su amor, y nunca hesentido por ellas lo que por vos. Si

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es verdad, si no tenéis esoshechizos que nos cuentan ¿qué debopensar, señora?

—Almirante —exclamó derepente la dama— ¿creéis en Dios?

Morgan quedó comosorprendido de aquella pregunta tanintempestiva, y a su parecer tanextraña a la conversación.

—Respondedme —insistiódoña Marina— ¿creéis en Dios?

—¿En Dios?—Sí, en Dios, en Dios; en ese

Dios que tiende sobre nuestras

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cabezas ese cielo, alumbrado por elsol o sembrado de estrellas; en eseDios que calma o levanta lastempestades en los mares; en eseDios que penetra con su mirada enel seno profundo de la tierra y en elsecreto recinto de nuestro corazón.¿Creeis en Dios?

—¡Oh! y quién que ha vividocomo yo en los mares, quién que hasentido el aliento de las tormentas yel eterno vaivén de las ondas¿puede dejar de creer en Dios?Creo, creo, señora ¿pero por qué

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me preguntáis eso?—Os lo pregunto porque Dios

es el solo capaz de haberosinspirado por mí ese respeto, yaque sentís en vuestro corazón esapasión de que me habláis, porqueÉl, que mira mi aislamiento y midesgracia, siembra en vuestra almala semilla de mi salvación.

—¿Quiere decir, señora queno me amaréis nunca? ¿Quiere decirque nunca seréis mía por vuestravoluntad?

—Quiere decir, señor, que vos

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seréis feliz consiguiendo mi amorcon vuestro amor, y noarrastrándome a vuestros pies comouna esclava comprada en elmercado; quiere decir, que veréisen mí a la mujer cuyo corazón ycuyo cariño debéis conquistar conla ternura, no el instrumento vil deun placer momentáneo; quiere decir,que me elevaréis hasta hacer que osame y no me degradéis hastaolvidar que soy una dama; quieredecir, en fin, que sentiréis por lavez primera ese deleite espiritual

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que no habéis conocido hasta ahora,el amor puro que todo lo purifica,en vez del mundanal goce que todolo ensucia y lo corrompe.

—¿Y me amaréis así?—Puede ser; vuestro corazón

es grande y noble, vuestras hazañasvuelan por todas partes en alas dela fama: si vos llegaseis a amarme amí como yo deseo, señor, osadoraría.

—Sería para mí la supremafelicidad —exclamó Morganpasando un brazo en derredor del

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cuello de doña Marina yprocurando atraerla para darle unbeso.

—¿Tan pronto? —dijo la damaretirándose con modestia—. ¿Tanpronto queréis que ya os ame?, ¿queconsienta por amor y por cariño enser vuestra? ¡Oh! esperad, esperadalgún tiempo; ganad primero elcorazón, encended la pasión en elalma; yo os aseguro que los gocesque os esperan, compensarán elpequeño sacrificio que os exijo.

—Pero, señora, si mi alma se

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abrasa, si mi corazón quiere romperel pecho, si mi cerebro arde, si unminuto es para mí un siglo depenas…

—Entonces, ordenad; soyvuestra esclava, vuestra prisionera;a todo estoy resignada; pero noesperéis encontrar en mí a la mujeramable que recibe y devuelvaembriagada de placer vuestrascaricias; no esperéis hallar unaalma que se confunda con lavuestra; no esperéis escuchar demis labios esas palabras dulces,

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esas frases que encantan; noesperéis que os llame «amor mío»,«mi bien», no: resignada estoy alsacrificio, pero encontraréis, señor,a la víctima que gime, que suspira,que pide la venganza del cielocontra su verdugo; encontraréis a ladama ofendida, humillada,envilecida, que os aborrecerá desdelo íntimo de su corazón, que osmaldecirá con todas las fuerzas desu alma, que os despreciará porquehabéis abusado de vuestra fuerza…Elegid, señor; sois vos el amo y yo

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la esclava.—Señora —exclamó Morgan

levantándose— no sois la esclava;yo no puedo resistir a esas palabrasque jamás había oído: me mostráisel cielo, no quiero cerrarme laspuertas. Esperaré, y lucharé paraalcanzar. ¿Me llegaréis a amar?

—Esperad, señor, si queréis ala dama y no a la esclava.

En este momento loscomisionados que volvían de lacosta, llegaban en el bote y tocabanel costado del «Almirante».

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—Señora —dijo Morgan— osdejo, y espero ganar vuestrocorazón.

—Dios lo quiera, porque mesiento capaz de amaros con toda mialma.

Doña Marina tendiómajestuosamente su mano y elpirata besó con respeto la punta deaquellos lindos dedos y se apartóconmovido.

—¡Gracias, Dios mío! —dijodoña Marina alzando sus ojos alcielo— ¡gracias otra vez! ¡Tú sólo

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no me abandonas!Las naves se dieron a la vela

llevando el rico «tributo de guerra»que habían pagado los desgraciadoshabitantes de Portobelo, y sedirigieron a Jamaica, tocando antesen la isla de Cuba.

Morgan estaba cada día másapasionado de doña Marina, y cadadía la dama sostenía una nuevalucha con el pirata. Aquel hombre,acostumbrado a no encontrar jamásobstáculo, nada había conseguidodel amor de la indiana: algunas

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veces raptos de furor le acometían,y se encontraba capaz de todo, y seirritaba del papel que la joven lehacía representar; pero una frase,una mirada, una caricia cuando másde doña Marina, calmaban aquelrebelde corazón.

Morgan era un león prisioneroen una red de seda.

Afortunadamente para Marina,la llegada de los navíos a Cuba y aJamaica, la repartición del botínentre todos los que habían tomadoparte en la expedición, el pago de

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lo que adeudaban los piratas a loscomerciantes ingleses de Jamaica, ylos preparativos para una nuevaempresa, cuyo objeto era la toma ysaqueo de la ciudad de Maracaibo,ocupaban de tal manera laimaginación del almirante, queapenas tenía tiempo que dedicar asus amores.

Cuando alguna de aquellasgraves ocupaciones permitía aMorgan visitar a doña Marina, aquien, no había permitido salir delnavío almirante, la dama le recibía

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con tanto cariño, con tanta ternura,mostraba tan honda tristeza por laspenas del almirante, que éste sesentía desarmado.

Doña Marina y Morganpasaban entonces largos ratosconversando; la joven le refería susinfortunios, le hablaba de su patria,de su niñez, con tanto sentimiento,que el pirata no podía menos deconmoverse, y la acariciaba con unaire verdaderamente paternal.

Casi se había acostumbrado elalmirante a ver en aquella joven una

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hija.Un día, al despedirse Morgan,

doña Marina tomó la mano delpirata, la besó con respeto, y le dijoconmovida.

—¡Adiós, padre mío!Morgan se volvió

rápidamente, y miró los ojos dedoña Marina húmedos por el llanto.

—¿Vuestro padre? —exclamó—. ¿Me llamáis vuestro padre?

—¡Oh! sí, señor; perdonadmesi os ofendo: sois tan bondadoso,tan tierno, tan noble con esta pobre

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mujer, que miro en vos mi amparo,mi padre, mi Providencia; todo,señor, todo ¿os ofendéis?

—¡Nunca, hija mía! —contestóconmovido el almirante— ¡nunca!Yo no sé lo que me pasa con vos; osamé al conoceros, y quise gozarvuestra hermosura, como he gozadola de tantas mujeres; me hablasteis,y nació en mi alma otro sentimiento,desconocido para mí, y quise ganarvuestro corazón. Los días hanpasado, tuve lástima de vuestradebilidad y de vuestro aislamiento;

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os tuve lástima, señora, porqueconocí que me teníais miedo, y unaternura infinita sucedió en micorazón al fuego devorador que leabrasaba: aún no dejo de amaros,aún mi carne se rebela contra miespíritu; pero ya me encuentrofuerte para respetaros; me habéisllamado padre y estoy desarmado.Doña Marina, seréis mi hija, así oslo prometo. ¡Tórtola que buscaabrigo bajo las alas del águila, tú loencontrarás! Me siento capaz por tide ser noble y generoso; pero cuida

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de tus palabras, de tus acciones,porque si vuelve a encenderse estefuego, seré incapaz de contenerme,lo conozco, y entonces, ¡ay de ti!

Doña Marina dio un grito dejúbilo, y cayó a los pies delalmirante, besando su mano yexclamando con todo el corazón:

—¡Padre mío! ¡Padre mío!

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XV

LOS CELOS DEL LEÓN

DESDE aquel día la suerte de doñaMarina fue más dulce, susrelaciones con Morgan másestrechas, y llegó a sentir por él un

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verdadero cariño.Doña Marina entonces refirió

a Morgan que tenía una hija quehabía quedado en Portobelo, y quesu marido lloraba su ausencia enaquel mismo sitio, esperando quizá,o quizá creyéndola perdida parasiempre.

—¿Y quieres mucho a esaniña? —preguntaba Morgan.

—Señor —contestó Marina—apenas con mi amor vaisconociendo lo que se quiere a unahija, y sin embargo, ya

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comprenderéis lo que es ese santovínculo. ¡Ah! si vierais a miLeonor, que yo espero que la veréisalgún día, ¡oh, qué bonita, quégraciosa! me parece que la estoymirando aquí a nuestro lado; osllamará, porque yo se lo enseñaré,os llamará abuelito, porque voshabéis sido mi verdadero padre; sesentará en vuestras rodillas, jugarácon el puño de vuestra espada, conla cadena de vuestro reloj; os tiraráde los bigotes y de la barba. Yaveréis: yo querré quitarla para que

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no os impaciente, y vos me reñiréisa mí, porque esto ha de parar en queconsintáis más a esa muchachita quea mí, me reñiréis y la dejaréis hacercuanto quiera… y os reiréis de susgracias y de su inocencia.

El pirata se sonreía conternura; se estaba desarrollando asu vista un cuadro que no habíallegado a entrever nunca, un placerque no había estado jamás a sualcance. Morgan no era un viejo;pero su alma combatida por esasfuriosas tempestades de las

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pasiones, necesitaba ya de losgoces de la edad madura.

No tenía familia, y gozaba alsoñársela improvisada; suimaginación le presentaba vivasaquellas escenas que le pintabadoña Marina.

—¿Y tú crees que me querrámucho esa niña?

—Os lo aseguro; os querráquizá más que a sus padres, como asu abuelito consentidor; y reirá, ysonará las manecitas de contentocuando os oiga esos gruñidos de

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viejo marino con los que hacéistemblar a vuestros soldados, y conlos que no conseguiréis sino poneralegre a vuestra nietecita. Decidlemi nietecita —dijo alegrementeMarina, tirando de la barbacariñosamente al pirata, comopodía haberlo hecho con su mismopadre.

Morgan besó aquella torneadamano y contestó:

—Bien, mi nietecita. Vamos, túhas hecho conmigo cuanto hasquerido: comenzamos porque te

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quise hacer mi querida, y hemosparado en que me has hecho tupadre y abuelo de tu hija, y quehaces conmigo cuanto quieres.

—Pero confesad que estáiscontento y que os he proporcionadogoces que no conocíais.

—Puede ser, hija mía.—Escuchadme: supongamos

que al salir de Portobelo hubiera yoconsentido en ser querida vuestra¿qué hubierais conseguido? Unamujer más en el mundo, una mujercomo tantas otras que han sido el

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instrumento de vuestros placeres;una mujer a quien hubieraisolvidado, despreciado, después dehaber satisfecho vuestros pasajerosdeseos. Y ahora ¿os acordaríais demí? ¿No estaría mi nombreconfundido con el de tantas otrasmujeres? ¿No se unirían mismaldiciones y mi llanto a tantasotras maldiciones que deben pesarya sobre vuestra cabeza, a losllantos que deben pesar en vuestrocorazón? Ahora encontraríais envuestra alma el mismo vacío, la

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misma indiferencia; me habríaisabandonado en Cuba o en Jamaica;sería yo una mujer perdida, perdidapara siempre, sin más recurso quela prostitución, sin más amparo quepretender de uno de vuestrosoficiales que me tomara por suquerida, y si la muerte no mesorprendía en la juventud, pasar mivejez mendigando un pan que llevara la boca, y mi hija no conocería asu pobre madre, y ella osmaldeciría también. ¿Es cierto?

—Es cierto —contestó con

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aire sombrío el pirata, porquepensaba en tantas mujeres a quieneshabía hecho sufrir aquella mismasuerte.

—En cambio de todo eso,ahora os amo, os bendigo; sois mipadre, mi salvador; mi bija serávuestra hija; vuestro corazón estálleno de un afecto purísimo, de unaternura desconocida; sentís el goce,el bienestar, la felicidad queproporciona al alma una acciónbuena y que no se compra en elmundo ni con todos los tesoros de

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la tierra. ¿Tengo razón? ¿Estáiscontento de lo que habéis hecho?

—Sí, hija mía, sí.—Una querida menos, señor,

que os parecía hermosa antes de servuestra, porque después os hubieracausado hastío, y en cambio unahija, una familia.

—¡Es cierto, es cierto! —contestó Morgan conmovido.

Morgan había llegado ya aconsentir en ser padre adoptivo dedoña Marina.

Durante aquel tiempo, don

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Enrique había visto pocas veces ysólo de lejos a la dama; pero sabíaque estaba alegre y satisfecha, yademás, ella no había reclamado suapoyo ni su protección, y el jovensupuso o que el pirata habríadesistido de sus amores, o que ellaera feliz con ellos.

Los preparativos de la marchade los piratas habían terminado, yla escuadra estaba ya en momentosde darse a la vela. El almirantehabía confiado el mando de uno delos navíos a don Enrique; Juan

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Darién tenía entonces el papel devicealmirante.

Una mañana, la del mismo díaen que la escuadra iba a levaranclas, don Enrique tuvo necesidadde pasar al navío «Almirante» enbusca de Morgan. El pirata noestaba allí, y sólo doña Marinacontemplaba el horizonte sobrecubierta.

Don Enrique se dirigió a ella.—¡Oh! Don Enrique —dijo la

dama— casi deseaba yo vuestrallegada.

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—Es para mí una gran dichallegar cuando deseabais verme ¿ossoy útil en algo?

—Era nada más para contarosque he triunfado, que soy feliz.

—¿Sois feliz, señora?—Sí; el almirante tiene una

alma grande y noble; no sólo me harespetado, don Enrique, sino quecreo muy fácil que si llegamos a laTierra Firme, me vuelva al lado demi esposo y de mi hija.

—Señora, habéis conseguidouna cosa maravillosa. Yo os doy el

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parabién; mi honor en esto estabacomprometido, y sólo siento nohaber podido ayudaros en nada.

—Mucho me habéis servido;la idea de que había cerca de míalguien que se interesaba por misuerte, me daba valor.

—En todo caso, ya sabéis,señora, que mi promesa subsiste yque os he dado mi palabra.

—Cuento con eso, y en pruebade ello os diré para vuestrogobierno: tenemos que caminar endistintos navíos ¿es cierto?

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—Sí, señora.—¿Cuál montáis vos?—Mando el «Valeroso», aquel

que veis desde aquí: procuradconocerlo; es un navío quitado porlos nuestros a los españoles; unleón coronado tiene en la proa.

—No lo olvidaré; pues bien,oídme: cuando durante lanavegación estemos a distanciacapaz de vernos, si extiendo unpañuelo blanco, es porque mi suertecorre próspera; si uno rojo, esporque estoy en peligro; si negro, el

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peligro es inminente.—Por mi parte no lo olvidaré

yo tampoco, y procuraré caminar demanera que no me falten todos losdías noticias vuestras: yo agitarétambién un lienzo blanco en señalde que os veo y de que comprendolo que me decís.

—Perfectamente: ahora idos,que el almirante se acerca.

En efecto, Morgan seacercaba. Don Enrique se retiró;pero ya el pirata había observadoque sostenía una conversación

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animada con doña Marina.La chispa de los celos brota

con extraordinaria facilidad en elcorazón de los hombres que hanpasado ya de la juventud;desconfían de su propio valor,temen que la mujer a quien amanencuentre mejor a los que son másjóvenes, y se miran siempre débilesen presencia de cualquier enemigo;nunca están seguros de susconquistas, porque las creendebidas al interés o al temor, ysueñan que ellos son el objeto

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aparente de una pasión que la mujeramada consagra en secreto a otrohombre más feliz.

Morgan sintió como si unavíbora le hubiera mordido en elcorazón; vaciló, y sin embargo,logró reprimirse; y sin dar aconocer lo que pasaba en su alma,se dirigió a don Enrique con lasonrisa en los labios.

—Hola, mi nuevo capitán¿estáis ya listo?

—Enteramente —contestó donEnrique— mi navío no tendrá nada

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que envidiar.—¿Es decir que estáis

contento?—Más de lo que os podéis

suponer.Cuando un hombre está

preocupado, cuando una idea se haapoderado de su cerebro, todocuanto oye decir le parece que serefiere a esa idea.

Las palabras de don Enrique,«más de lo que os podéis suponer»,le parecían a Morgan sospechosas.

—Yo me alegro —contestó

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distraído— ya sabéis cuánto os hequerido.

—Lo sé; como que sois casimi padre.

—¡Cómo! —exclamó con airesombrío el pirata, uniendo las ideasque estas palabras hicieron nacer ensu alma, con los recuerdos de lasconversaciones con doña Marina.

—Es decir, señor, que os debofavores de padre.

—No hay que hablar de eso —contestó Morgan reportándose.

—Dispensadme si os molesto;

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pero mi gratitud me hace hablar así:me voy, señor, porque pronto nosdaremos a la vela.

—Sí, id.Don Enrique se retiraba, pero

repentinamente le llamó elalmirante. Le había ocurrido ver elsemblante del joven y el de doñaMarina cuando ambos se hablasendelante de él.

—Señor —dijo don Enriquevolviendo.

—Deseo presentaros con esadama, si es que no la conocéis

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desde antes.—Creía yo haberos dicho que

la había tratado ya en México.—Se conocen —dijo

interiormente Morgan— meengañan —y luego agregó en vozalta—: No lo recuerdo; entonces,con más razón despedios de ella,porque yo la quiero más que a unahija.

Y los dos se acercaron a doñaMarina. Ni la dama ni don Enriquesospechaban lo que estaba pasandoen aquellos momentos en el alma

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del almirante.—Señora —dijo Morgan—

este joven, que ha sido vuestroconocido en México, deseadespedirse de vos.

Doña Marina inclinóceremoniosamente la cabeza, y donEnrique murmuró con la mayorcortesía:

—Señora, estoy a vuestrospies —y luego dirigiéndose alpirata, le tendió la mano y le dijo—: Señor, adiós.

—Adiós, Antonio —contestó

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Morgan, estrechando la mano dedon Enrique.

El joven se retiró y comenzó adescender al bote, diciendo entresí:

—¡Qué triste está hoy elalmirante! Quizá tendrá malasnoticias.

Entretanto, Morgan pensaba:—¡Cómo disimulan! Es una

ficción muy grande; es unadespedida muy fría para dosantiguos conocidos: quierenengañarme; pero yo los vigilaré; a

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mí no me engañarán; soy un viejolobo marino… ¡Ay de vosotros!

Y se puso a dar sus órdenespara que la escuadra se diese a lavela, porque el viento soplabafavorable.

Durante la primera noche de latravesía nada observó Morgan, apesar de que no perdía de vista uninstante a doña Marina. La jovenestaba más alegre, máscomunicativa, y la nube que habíaobscurecido por un momento laalegría del pirata, comenzaba a

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disiparse.Llegó por fin a creer que se

había engañado, se acusó a símismo de ligereza, y procuró, comopor una especie de remordimiento,estar más amable que de costumbrecon Marina.

En la tarde del siguiente día alde la partida, el «Valeroso», sinduda por las maniobras quemandaba el capitán, navegaba muycerca del navío «Almirante»; lastripulaciones estaban casi al habla,y como el viento era fresco y el

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cielo estaba puro, se podíandistinguir los que iban en uno y enotro navío.

Morgan meditaba, fumando unenorme tabaco, y contemplaba aMarina, que estaba a corta distanciade él. La joven iba tambiénmeditabunda y no había visto aMorgan.

De repente, el almirante vioque Marina alzaba el rostro ymiraba fijamente para el rumbo quetraía el «Valeroso»; una sospechavolvió a herirle, y procuró

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ocultarse para ver sin ser visto.Doña Marina volvió el rostro

para ver si alguien la observaba, secreyó sola, y agitó en su mano unpañuelo blanco por un instante.Morgan entonces dirigió su ardientemirada al «Valeroso»; un hombreagitó allí también un pañueloblanco, y el pirata conoció a donEnrique: estaban de acuerdo;aquélla era indudablemente unaseñal, un saludo cuando menos.

Un relámpago de sangre y defuego cruzó ante los ojos del

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almirante; sus oídos zumbaroncomo si sobre él pasase un huracán;vaciló, y tuvo que contenerse parano caer.

Lo primero que le ocurrió, fuellevar la mano a la empuñadura desu cuchillo, y lanzarse sobre doñaMarina y asesinarla sin piedad, yarrojar al agua su cadáver, y romperlos fuegos sobre el «Valeroso» yecharlo a pique, y no dejar que sesalvase de allí nadie, y luego volarel navío «Almirante», pegandofuego al pañol de la pólvora.

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Morgan en aquel instante eraun tigre rabioso, capaz de cometerel más espantoso de los crímenes;pero la naturaleza no vino en ayudadel espíritu; la conmoción habíasido para su cuerpo tan terrible, queno la pudo resistir, y pasado elprimer acceso, se sintió desfallecer,se anubló su vista, pasó algodesconocido para él en su cerebro,inclinó la cabeza y lloró.

Aquel corazón de diamantecedió a la debilidad humana, sintiómás grande su desgracia que su

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fuerza, más profunda su amarguraque su ira, más agudo su dolor quesu deseo de venganza, y lloró,porque el llanto es el últimorecurso del alma, es el únicodesahogo en la suprema alegría y enla suprema felicidad; para elhombre más enérgico, en ciertosinstantes, si no pudiera llorar,moriría o perdería la razón.

Durante un largo rato, laslágrimas del almirante corrieron,quemando sus toscas mejillas, y entodo ese tiempo nada pensó, porque

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era el vacío lo que dejaba en sucorazón y en su cerebro aquellailusión al desvanecerse.

Por fin, alzó fieramente lacabeza, limpió sus ojos, ysacudiendo su melena como un leónque siente un enemigo, exclamó conuna especie de rugido salvaje:

—¡Infame!… ¡Y yo que creía!… ¡Me ha engañado!… ¡ha jugadocon mi corazón!… ¡Yo la tratarécomo a todas, como a todas!… ¡Oh!y lo que son mis soldados, nosabrán nada, nada; sería una

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diversión para ellos…Y luego, procurando dar a su

semblante un aire tranquilo, seacercó adonde estaba doña Marina.

La joven, distraída,contemplaba el choque de las olascontra los costados del navío.

—Marina —dijo suavementeel pirata.

—¡Padre mío! —contestó ladama sin mostrar sobresalto deninguna especie— ¿qué me queréis?

—Tengo que hablarte.—Pues hablemos.

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—¿Sabes —dijo el pirata,mirándola amorosamente— sabesque no me creo ya con fuerzasuficiente para cumplirte mipalabra?

—¿Cuál palabra?—La de tratarle como a mi

hija.—¡Dios mío!, ¿y por qué? —

exclamó la joven, palideciendo anteel aspecto extraño del almirante.

—¿Por qué? —dijo Morgan,acentuando mucho el tono de la vozy con los ojos brillantes—. Porque

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tu belleza me provoca más y máscada día, porque no puedocontenerme, porque tengo celos.

—¡Celos!, ¿y de quién?—De nadie, de todos, del

porvenir; tengo celos de que algúndía, esa hermosura que es mía, queme pertenece, que tengo en mismanos a mi disposición para gozarde ella cuando quiera, sea de otro,de otro, en vez de ser mía, yentonces sienta haberla perdido,cuando ya no tenga remedio, cuandoen brazos de otro hombre le

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prodigues tus caricias, y os burléisquizá de mi necedad.

—Pero señor ¿quéconseguiríais si aun no tenéis miamor?…

—Marina, para nada necesitoese amor si tú eres mía, si puedohacer de ti lo que quiera; poco meimporta que sea porque me ames oporque me temas; poco me importaque tú seas mía por tu voluntad ocontra ella; lo que necesito es queseas mía, que mañana cuando salgasde mi navío, no te burles de mí; que

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mañana cuando te abandone, ya seaporque estoy hastiado de ti, que nome quede ese deseo que me devoray que sería para mí un martirio ¿looyes? Es mi voluntad, y mi voluntadse cumplirá, porque no estoyacostumbrado a encontrarresistencia, y ¡ay de ti si intentasresistirte!

El pirata hablaba como fuerade sí; la cólera, el amor, el deseo,los celos, todas las pasiones, todossus instintos combatían en sucorazón, y se retrataban en su

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semblante y se adivinaban en laentonación de su voz y en lacreciente agitación de su pecho.

—Señor —contestó Marinatemblando— ¿esos goces del almay ese amor espiritual?…

—No me hables de eso, no mehables de eso, porque apenas hecomenzado a conocer ese amor, yhe sentido que es un infierno; que esla lucha del cuerpo con el espíritu;que es la hiel de la desesperación yde la duda en el presente, en elpasado, en el porvenir; no, ese

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amor es un fuego lento que calcinalos huesos, que seca el corazón; no,no, no te oiré, porque es un engaño,un hechizo, un filtro que envenena;yo siento un fuego ya que devoramis entrañas, y necesito apagarlocon el placer; necesito que seasmía, que seas mía como han sidotantas mujeres, para calmar estafiebre que tú misma me hascausado.

—Señor, ¡por Dios!—¿Lo oyes? Tú serás mía de

hoy en adelante; toda consideración

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se acabó. Serás… mi queridamientras yo quiera ¿lo oyes?

—¡Nunca! —exclamó conenergía salvaje doña Marina—¡nunca!

—¿Nunca, víbora? ¿Nunca? Esdecir ¿crees que después de que mehas herido el corazón con tu dientevenenoso, lograrás escapar de mimano?

—Sí; antes morir que consentiren ser tuya un instante.

—Lo veremos; yo te haré deáguila altanera, tornarte en blanda

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paloma; yo te obligaré, soberbiaindiana, a venir a mis plantas parapedirme por gracia mi amor y miscaricias. Sí, porque tanto sufrirás,que mi amor será para ti como elparaíso; y luego, cuando esté yohastiado de tu belleza, cuando otramujer me parezca más hermosa,entonces te arrojaré en la primeracosta que encontremos a nuestropaso, para que llores allí la culpade haberme engañado y resistido.

—¡Antes morir, miserable! —exclamó doña Marina irguiendo

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soberbiamente su hermosa cabeza ycon los ojos brillantes por la cólera—. Antes morir; porque si tú hasconvertido en instrumentos de vilesplaceres a otras damas, es porquehan sido cobardes y han tenidomiedo de la muerte: mira, infame,cómo me libro para siempre de tuodiosa presencia…

Y doña Marina, furiosa, hizoun impulso para lanzarse al mar;pero antes que hubiera podidolograr su intento, la vigorosa manodel pirata la había detenido.

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Comenzó entonces una luchaterrible, en la que apenas podía elalmirante contener a la dama; tantovigor así había comunicado ladesesperación a los delicadosmiembros de aquella mujer.

Morgan gritó y dos marinerosllegaron en su auxilio y sujetaron ala joven.

—Atadla y encerradla en unabodega —dijo furioso el almirante,y dos minutos después aquellaorden estaba ejecutada.

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XVI

LA PRUEBA

DESDE aquel día Morgan comenzó ausar con doña Marina una crueldadinfinita. Encerrada en una de lasinmundas bodegas del navío, sin

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ver más que al marinero que dejabauna pequeña ración de pan y unpoco de agua, sin respirar el airelibre, sin ver casi la luz, la infelizjoven sufría horriblemente.

Aquella bodega estaba llenade enormes ratas, que venían aarrebatarle casi de la mano sumiserable alimento, que roían susvestidos, que llegaban hasta mordersus mismos dedos.

Doña Marina no podía nidormir; aquellos repugnantesanimales la atacaban en el momento

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en que entraba en quietud, ypasaban sobre su rostro, causándoleuna impresión espantosa con suspatas frías y desnudas. La atmósferapesada y nauseabunda que larodeaba, era también para ella untremendo martirio.

Y sin embargo, así permanecióocho días sin que Morganapareciese por aquella mazmorra,peor mil veces que cualquiercalabozo de la tierra.

Una tarde, el almirante creyóque era ya tiempo de ver a aquella

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desgraciada; supuso que su energíahabía cedido a tanto sufrimiento, ybajó a buscarla.

En aquellos pocos días laIndiana había quedado casidesnuda; tenía la cabeza cubierta depolvo, estaba pálida y extenuada, ysu mirada era hosca como la de unloco, o como la de una persona queha pasado muchos días en laobscuridad.

El pirata sintió por ella unaespecie de compasión al entrar conuna lámpara en la mano en aquella

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bodega; doña Marina, por pudor ypor miedo, procuró ocultarse.

—Creo que habrás yaconocido —dijo Morgan— losmalos resultados que te ha traído tuconducta ¿es verdad?

Doña Marina no contestó.—Habla —continuó Morgan—

habla ¿estás arrepentida? ¿Quieressalir de aquí?

El mismo silencio por parte dela joven.

—No tengas miedo, acércate;no quiero ya hacerte mi querida;

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porque has perdido tu belleza enocho días; quizá ahora como antes,si te encontrara, no me dignara yomirarte; pero necesito que seas míasiquiera un día; ésta es para mí, nocuestión de placer, sino de amorpropio, de orgullo; porque no dirástú ni nadie sobre la tierra, queMorgan el pirata se ha empeñado enuna cosa sin haberla podidoconseguir. Piénsalo bien, Marina,consiente en ser mía un día, no másun día, y estás libre, y te llenaré deriquezas; de lo contrario, sufrirás

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aunque mueras, y con tu cadáver sesepultará el secreto de mi derrota,en las aguas del mar. Marina¿quieres ser mía?

—¡Nunca, monstruo! Sal, salde aquí; déjame morir, pero morircon el placer de no verte; morir conel orgullo de que no he sido ni serétuya; morir maldiciéndote, ydejando en tu corazón el disgusto deno haberme poseído.

—¡Marina! ¡Marina! Notientes mi corazón, no enciendas micólera.

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—¿Tu cólera? ¿Qué meimporta a mí tu cólera? Ladesprecio. ¿Crees que temo lamuerte? Te engañas, pirata, vilrobador de mujeres, incendiario,excomulgado, infame: mátame,mátame, te desafío. No soy yo unode esos cobardes que te siguen, quetiemblan y palidecen de tu enojo,porque no saben mirar de frente a lamuerte, no; yo no sólo te desprecio,sino que te provoco ¿lo oyes? ¡Teprovoco, miserable!

El almirante desnudó su puñal

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y se lanzó sobre Marina, que seadelantó a recibirle, presentándolesu pecho desnudo; pero haciendo unesfuerzo sobre sí mismo, se contuvoy retrocedió.

—¿Lo ves?, ¿lo ves? —exclamó doña Marina como fuerade sí— tiemblas y no te atreves aherir, porque no te temo y porque túno sabes sino matar cobardes comotú… ¡Hiere, hiere, miserable!…Eres un perro, y te desprecio.

El pirata dio un rugido, y comosi se hubiera sentido incapaz de

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contenerse por más tiemposiguiendo allí, dio violentamente lavuelta y salió de la bodega,estremeciéndose sin saber por qué,al oír la estridente carcajada quelanzó la joven al verle huir.

El pirata salió sombrío ysilencioso; aquella escena le habíaafectado espantosamente.

En el mismo día, dos hombresentraron a la bodega en que estabadoña Marina, y la sacaron de allísin decir una palabra, y latrasportaron a una cámara.

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Morgan pensó que aquellacárcel acabaría con la víctima antesde que él pudiera satisfacer susdeseos, y el pirata no quería lamuerte de la joven, quería saciar enella un capricho, y luego arrojarlade su lado, sin importarle que fueraa los brazos de su familia o alfondo de los mares: una veztriunfante de aquella tenazresistencia, todo era para élindiferente.

Marina, por su parte, despuésde pasar uno de aquellos accesos

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de furor, en los que no sólo notemía, sino que deseaba la muerte,se decidió a vivir y a luchar a brazopartido con su destino; tenía una fegrande en el porvenir, y sobre todo,contaba con su resolución deencontrar la muerte en el últimotrance.

La muerte era para ella unrecurso, aunque extremo, perocompletamente seguro. Por la manodel pirata, provocando su ira oarrojándose al mar, podía morircuando ya no tuviera esperanzas de

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salvar su honor; pero entretantolucharía, lucharía, porque estabaresuelta a vivir por su hija, porqueno se sentía cobarde para la lucha,porque no temía sucumbir por elvalor.

Al desprenderse Morgan deJamaica llevaba el poderosoauxilio de un navío inglés armadocon treinta y seis bocas de fuego,que el gobernador de la isla lehabía proporcionado, para reforzar

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su armada y ponerlo con másfacilidad en estado de atacar lasposesiones españolas de la CostaFirme.

El capitán de aquel navío eraun gran amigo de Morgan, y sellamaba Binkes, de origen holandés.Binkes había conocido a Morgandesde su niñez, y el almirante teníaen él esa confianza que le faltabacon los subordinados; y como eranatural en la situación del pirata,necesitaba de una persona a quienconfiar sus penas.

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Morgan refirió a su amigocuanto le había pasado con doñaMarina.

—¿Y tú amas a esa mujer? —preguntó Binkes.

—Creo que no la amo, peroquisiera vengarme de ella; sobretodo, no quiero que se burle de mí.

—¿Y no has encontrado mediode reducirla?

—¡Imposible! Tiene unavoluntad indomable.

—Si tú me la entregaras, ladomaría.

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—Pero…—Supuesto que no la amas y

que hasta ahora nada has podidoconseguir, pásame la prenda yveremos…

—Pero se reirá de mí; creeráque ha vencido.

—Escúchame, Morgan: noconozco a esa mujer; pero quisierayo quitarla de tu lado; temo queinfluya tanto en tu espíritu, quepierdas esa energía, ese valorindomable.

—No sería difícil, porque

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estoy profundamente afectado.—Lo creo muy bien; pero me

temo que no sea ése el remedio.—¿Pues cuál?—Hacerla mía.—Entonces por la fuerza.—Me parece que es llegado el

caso.—Mañana, después de la

comida, iremos a ver a tu rebeldeprisionera, y serás dueño de ella.

—¿Crees que lo conseguiré?—De mi cuenta corre; alienta

y ten fe en mí.

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Morgan se sentía alegre consólo aquella conversación, y esperócon ansia la venida del díasiguiente. El que encuentra grandesobstáculos para una empresa,espera siempre auxilios misteriososo desconocidos, y el pirata pensabaya que su amigo tendría algún rarosecreto para rendir la virtud de unamujer.

A la mañana siguiente, elbuque inglés estaba lujosamenteempavesado; se preparaba unalmuerzo en honor de la resolución

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tomada por los jefes para atacar laciudad de Maracaibo.

Doña Marina gemía sola y sinesperanza, encerrada en una cámaraen el navío «Almirante».

Don Enrique había llegado asaber los crueles tormentos quesufría la joven, y pensaba sólo enlos medios de libertarla. Aquel díadeterminó aprovechar los momentosen que Morgan estuviese en elconvite dado en el navío inglés,para hablar con ella.

En efecto, comenzó aquel

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convite, y los piratas se entregarona una loca alegría, olvidándose detodo, y hasta Morgan mismo dejó depensar en doña Marina alencontrarse en medio de suscompatriotas.

Don Enrique aprovechó elmomento y entró el navío«Almirante». Pocos hombresestaban en él de guardia, y los unosdormían y los otros miraban lo quepasaba en la cubierta del navíoinglés, sin ocuparse de lo queacontecía en el suyo.

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Don Enrique abordó al«Almirante» por el opuesto lado ycubriéndose de los ingleses con elmismo casco del navío. El joven noencontró obstáculo, y llegó hasta lacerrada puerta que guardaba a doñaMarina; allí llamó.

—Doña Marina, doña Marina—gritó al través de la madera.

—¿Quién sois? —contestó ladama con voz lánguida.

—Un amigo, un amigo quedesea hablaros; acercaos.

—¡Ah!, ¿sois vos, don

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Enrique?—Yo soy, señora, que vengo

inquieto por vuestra suerte.—Don Enrique, mi situación

es espantosa; ese hombre metiraniza de una manera horrible, yquiere por fuerza que yo sea suya.

—¿Pero qué ha motivadosemejante cambio en su conducta?

—Creo que tiene celos.—¡Celos!, ¿y de quién,

señora?—De vos.—¿De mí?

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—Sí, de vos; porque desde eldía en que os vio hablar conmigo,su conducta ha sidoincomprensible: él, antes tan bueno,tan cariñoso, ahora es déspota,cruel.

—¿Y no tenéis esperanza?—Sólo en la muerte.—No os desalentéis; yo tengo

otra esperanza menos espantosa.—Hablad ¿en qué esperáis?—En la fuga.—¡En la fuga! ¿Y cómo?—Mirad, señora: yo buscaré

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la oportunidad y os haré pasar a minavío, y nos daremos a la vela; yaunque todos los buques de Morgannos den caza, no lograránalcanzarnos; tengo fe en la ligerezadel «Valeroso».

—¡Dios os escuche!—El que os ha escuchado soy

yo —exclamó una voz robustadetrás de don Enrique.

El joven volvió el rostro, y vioparado cerca de sí a Binkes, elamigo de Morgan, a quienacompañaban cuatro marineros.

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—¡Estamos perdidos! —exclamó en su interior Enrique.

—Vamos —dijo Binkes— tú,mal oficial, tratas de robarle ladama a tu almirante; esta tardeestarás colgado de una antena,divirtiendo a la tripulación. Atadle.

Antes de que don Enriquehubiera podido hacer un solomovimiento de defensa, los cuatromarineros ingleses le habíansujetado y le ataban con una cuerdalos brazos.

—Ahora izad, y llevémosle a

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su amo para que le haga justicia.Los marineros cargaron con

don Enrique, y precedidos deBinkes, salieron del «Almirante»,descendiendo a su bote, en mediode la admiración de los marinerosdel navío, que los dejaban obrar,conociendo el cariño que Morganprofesaba a su amigos.

Doña Marina escuchó conterror aquella escena, y al retirarselos aprehensores y el prisionero,cayó de rodillas, confiando a Diossu suerte y la de don Enrique.

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Veamos ahora por qué habíaido Binkes a bordo del«Almirante».

Casi al concluir la comida, laalegría de los convidados rayaba enlocura; se decían entusiastas brindisque se celebraban con cañonazos.Binkes se acercó a Morgan y ledijo:

—Para completar la alegría,voy yo mismo a traer a tuprisionera, para que aquí en mediode nosotros caiga entre tus brazos yse cante tu triunfo.

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Y sin esperar respuesta delalmirante, hizo botar una lancha yse dirigió al navío «Almirante».

Ya hemos visto allí lo que, pordesgracia de Marina y de donEnrique, llegó a escuchar.

Tornaba la lancha al buqueinglés, conduciendo al prisionerodon Enrique y a Binkes y suscompañeros, que estabancompletamente borrachos. El jovenhabía comprendido que habíallegado para él la última hora.Morgan, cuyo carácter impetuoso

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conocía, le mandaría ahorcarinmediatamente.

La barca tocó el costado delbuque inglés, y Binkes, seguido desus marineros, tomó la escala ysubió, dejando a don Enrique en lalancha al cuidado de un solomarinero.

—Hacedme un favor —dijodon Enrique a aquel hombre.

—¿Cuál? —preguntósecamente el inglés.

—Desatad mis manos.—No, porque os arrojaréis al

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mar.—Os doy mi palabra de

marino de no moverme de vuestrolado; pero estas cuerdas medespedazan las carnes.

—¿Ofrecéis vuestra palabra?—La empeño.El inglés comenzó a desatar a

don Enrique y le dejó perfectamentelibre.

—Gracias —dijo el joven,sentándose a su lado.

Entretanto, Binkes habíallegado hasta la popa, en donde

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Morgan, con algunos compañeros,estaba aún empeñado en susbrindis, a los que respondíasiempre un cañonazo.

—¿Viene ya Marina? —preguntó el almirante.

—Todavía no; pero voy aprepararos una sorpresa a ti y aella.

—¿Qué sorpresa?—Dejaría de serlo si te la

comunicara. Seguidme —dijo a losmarineros, y se dirigió a la proa.

—Preparadme aquí una buena

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horca para colgar a ese tunante —dijo a los que le seguían, y loshombres se preparaban aobedecerle.

Morgan, en la popa, habíalevantado su vaso lleno y gritaba:

—¡Por la sorpresa delalmirante y de su amada!

El cañón respondió a subrindis; pero instantáneamente unahorrible detonación hizo estremecery saltar al buque inglés.

Los navíos ingleses tenían elpañol de la pólvora en la proa; el

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último cañonazo había despedidouna chispa que había comunicado elfuego a las chilleras, y éstas alpañol de la pólvora, y todoinstantáneamente, y el navío inglésfue envuelto por la parte de la proaen un remolino de llamas.

Binkes había perecido enaquella catástrofe, lo mismo quetodos los que le seguían y cuantosestaban por la parte de proa, y sóloMorgan y treinta ingleses seescaparon en la popa, lanzándose almar.

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Pasado el primer momento deestupor, todos los navíos botaronsus lanchas para salvar a los quenadaban, y don Enrique, ayudadodel marinero inglés, fue el primeroque recibió a muchos de aquellosdesgraciados.

—Fío en vuestro secreto sobrelo que ha pasado en el navío«Almirante» —dijo don Enrique almarinero inglés.

—Dios no quiere que se sepa—contestó el otro— porque hacallado a los que debían contarlo;

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yo acataré la voluntad de Dios y nodiré nada.

—¿Palabra de marino?—Os la doy.Y Morgan volvió a su navío,

sin penetrar cuál era la sorpresaque le preparaba su infortunadoamigo.

Doña Marina, que nada sabía,temblaba a cada ruido queescuchaba, y creía ver entrar alfurioso almirante.

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XVII

EL BRULOTE

EL SINIESTRO acontecimiento delnavío inglés causó en el ánimo delalmirante y de todos los suyos tanpenosa impresión, que sólo en él

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pensaron durante muchos días, ydoña Marina alcanzó una tregua ensus padecimientos.

Morgan se dirigió con suarmada a la Tierra Firme, y parecióno pensar en la joven, que seguíaprisionera en el navío «Almirante».

Las naves de Morgan llegarona un punto de la costa en donde sepudo efectuar un desembarcooculto, y los piratas se dirigieron aMaracaibo. Las naves quedaroncustodiadas por pocos hombres, y aellos encomendada también la

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custodia de la desgraciada Marina.El almirante tenía un carácter

impetuosísimo; pero tal número deempresas era el que acometía, quesu cerebro, combatido porencontradas ideas, le hacía pasarmuchas veces por un hombrevoluble, sin que él lo fuera enefecto; pero lo que en Morganpodía notarse era que llamaban mássu atención, que la absorbíancompletamente las aventuraspeligrosas, los ataques y loscombates, y que cuando se ocupaba

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de una de estas empresas, olvidabasus amores y sus amistades, y hastasu misma persona. Después deltriunfo, después de pasado elpeligro, sufría su corazón unaespecie de reacción que le hacíapensar con más entusiasmo en susplaceres y en sus deseos.

Ésta era la razón de por quéabandonaba repentinamente a doñaMarina, en los momentos en que talvez estaba más exaltado por suresistencia.

Don Enrique comprendía

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perfectamente el carácter delalmirante, y creyó que aquéllos eranlos momentos que se debíanaprovechar para la fuga de doñaMarina; pero Morgan le eligió paramandar parte de las fuerzas dedesembarco, y el joven seavergonzó de pensar siquiera en lafuga la víspera de un combate.

Parecía que algún demoniofamiliar protegía los proyectos deMorgan. Maracaibo cayó en poderde los piratas a pesar de la heroicaresistencia de los soldados

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españoles que la guarnecían, y laciudad fue saqueada por las tropasdel almirante, y sus desgraciadoshabitantes perseguidos por todaspartes.

Nada fueron los delitoscometidos en Portobelo por lospiratas, comparados con los hechosespantosos de aquellos hombres enMaracaibo y sus alrededores. Paradescubrir los tesoros ocultos porlos comerciantes, se usaba de losmás horrorosos tormentos con todoslos que habían caído prisioneros.

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Un testigo presencial deaquellas escenas espantosas, diceasí, hablando de estos sucesos:

«Entre las crueldades queusaron entonces, fue una el darlestratos de cuerda, y al msmo tiempomuchos golpes con palos y otrosinstrumentos; a otros quemaban concuerdas caladas encendidas entrelos dedos; a otros agarrotabancuerdas alderredor de la cabeza,hasta que les hacían reventar losojos; de modo que ejecutaron contraaquellos inocentes toda suerte de

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inhumanidades, jamás hastaentonces imaginadas».

Morían multitud de aquellosinfelices entre los más rudostormentos porque nada tenían queconfesar, y otros hacían falsasdenuncias, que averiguadas, lescostaban también la vida. La ciudadera un campo de maldición. Hastaentonces no comprendióverdaderamente don Enrique lo queeran los piratas; hasta entonces nocomprendió la razón del odio quecontra ellos manifestaba todo el

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mundo civilizado.Don Enrique no los había visto

sino al través de las fantásticasrelaciones de sus hazañas, yconfundiendo su valor con sugenerosidad, había creído quecuanto malo se decía de ellos eraefecto del odio de los gobiernosespañoles, que no habían podidoacabar con ellos; pero las terriblesescenas que presenció enMaracaibo le hicieron conocer queno podía continuar al lado deaquellos hombres.

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Formó, pues, la irrevocableresolución de separarse, pero no sinarrebatarles a doña Marina, a laque no podía dejar en manos de susverdugos. Determinó, pues, esperaruna oportunidad.

Los piratas, caminando unasveces por tierra y otras en susnavíos, llevaron el espanto, ladesolación y el pillaje hasta laaldea de Gibraltar.

Nada se resistía ya a su furor ya su arrojo, y en cada villa exigíanel «tributo de quema», que les

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producía cantidades fabulosas.En medio de aquella carrera

de triunfo y de pillaje, Morganrecibió la noticia de que una flotillaespañola esperaba a sus navíos enel lugar llamado la ensenada delLagón, por donde precisamentetenían que pasar los piratas parasalir a la alta mar.

Morgan comprendió el peligroque corrían sus pequeñasembarcaciones en un encuentro conlos navíos españoles de alto bordo;pero inspirado por su audacia, en

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vez de pensar en la fuga, envió auno de los prisioneros españolesque tenía consigo, demandando alalmirante de la flota enemiga«tributo de quema» por la ciudad deMaracaibo.

La historia nos ha conservadola respuesta que se dio a tan audazpetición, y que dice así:

Don Alonso del Campo y Espinosa, almirante dela flota de España, a Morgan, caudillo de piratas:

Habiendo entendido por nuestros amigos ycircunvecinos, las nuevas de que habéis osadoemprender el hacer hostilidades en las tierras,ciudades, villas y lugares pertenecientes a la

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dominación de S. M. Católica, mi señor: yo hevenido aquí, según mi obligación, cerca delcastillo que vos habéis tomado del poder de unpartido, de cobardes y poltrones, al cual hehecho asestar y poner en orden la artillería, quevos había desechado por tierra. Mi intención esdisputaros la salida del Lagón, y seguiros portodas partes a fin de mostraros mi deber. Noobstante, si queréis rendir con humildad todo loque habéis tomado, los esclavos y otrosprisioneros, os dejaré benignamente salir, con talque os retiréis a vuestro país, más en caso quequeráis oponeros a esta mi proposición, osaseguro que haré venir barcas de Caracas, y enellas pondré mis tropas, que enviaré aMaracaibo para haceros perecer a todos por losfilos de la espada. Veis aquí mi última resolución.Sed prudentes en no abusar de mi bondad coningratitud. Yo tengo conmigo buenos soldados

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que no anhelan sino es a tomar venganza de vosy de vuestra gente, y de las crueldades y pícarasacciones que habéis cometido contra la naciónespañola de la América.

Fecho en mi Real navío «La Magdalena»,que está al áncora en la entrada del Lagón deMaracaibo, en 24 de abril de 1669 años.

DON ALONSO DEL CAMPO Y ESPINOSA.

Morgan recibió esta carta y la leyóa los suyos en el mercado deMaracaibo, consultándoles siconvendría más rendir cuantohabían tomado y salir libres, oemprender un combate tan desigual.

Un inmenso clamor respondió

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a sus palabras, y los piratas juraronque preferían mil veces morir aceder nada de lo que habíanadquirido. Restablecida unmomento la calma, Juan Dariéntomó la palabra y dijo al almirante:

—No veo, señor, tandesesperada nuestra situación parasalir venciendo a los navíosespañoles.

—Explicaos —contestóMorgan.

—Yo respondo de destruir elmayor de esos buques con sólo

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doce hombres resueltos que meacompañen ¿los encontraré?

—¡Sí, sí! —gritaron muchos.—Pues bien; he aquí mi plan:

construiremos un brulote o navío defuego, valiéndonos para esto delque tomamos en la ribera deGibraltar.

—Fácil será hacer el brulote—contestó Morgan— pero másfácil aún que sea conocido de losenemigos y no le dejen acercarse.

—En efecto —continuó JuanDarién— pero ocúrreme para esto

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una astucia que será sencilla deponerse en práctica.

—¿Y cuál es?—La manera de que el brulote

no sea conocido por tal de losenemigos, es esta: pondremos de unlado y otro trozos de madera consombreros y monteras encima paraengañar a la vista desde lejos,figurando que son hombres. Lomismo haremos en las portiñolasque sirven a la artillería, quellevarán unos cañones fingidos. Elestandarte será de guerra,

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desplegado al modo de quienconvida al combate.

—¡Comprendo!, ¡comprendo!—exclamó el almirante—. ¡A laobra!, ¡a la obra!

Desde aquel momento, JuanDarién se puso en movimiento, ymuy pronto estuvo dispuesto elbrulote. Trasladaremos aquí cuantodice cerca de aquel trabajo unhistoriador sencillo y testigo ocularde aquel lance:

Hicieron primeramente guardar y atarbien a todos los prisioneros y esclavos;

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después recogieron toda la pez y azufreque se pudo hallar en la villa paraaprestar el brulote susodicho, ydispusieron otras invenciones de pólvora yazufre, como hojas de palma bienembarradas en alquitrán; dispusierondescubrir las pipas de la artillería: debajode cada una había seis cartuchos depólvora; aserraron la mitad de las obrasmuertas del navío, a fin de que la pólvorahiciese mejor su operación; fabricaronnuevas portiñolas, donde pusieron enlugar de artillería tamboriles de negros; enlos bordes plantaron piezas de maderaque cada una representaba un hombrecon sombrero o montera, bien armado demosquete, espadas y charpas.

Preparado así el brulote, dio

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Morgan la orden para embarcartodo el botín, y de salir al encuentrode los españoles.

Don Enrique creyó que erallegado el caso de aprovechar lascircunstancias para salvar a Marinay retirarse él de la compañía deaquellos hombres.

El orden de la marcha de lospiratas, arreglado por Morgan, erael siguiente: Por delante de laarmada, el brulote con bandera deguerra desplegada; luego el«Valeroso», que mandaba don

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Enrique; dos grandes barcas adondeiban todas las riquezas del botín,las mujeres y los prisioneros, yluego los demás navíos.

Don Enrique, luego queescuchó aquellos preparativos selanzó en un bote al navío«Almirante» y exigió, en nombre deMorgan, que se le entregase a ladama prisionera, porque todas lasmujeres debían ir en una mismabarca.

Como todos sabían lo que sepreparaba y conocían la gran

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confianza que el almirantedepositaba en el joven, novacilaron en entregar a doñaMarina.

—¿Adónde me lleváis? —preguntó la joven.

—Silencio, señora —le dijodon Enrique— creo que os voy ahacer libre.

Doña Marina siguió a donEnrique, y en medio de la confusióndel embarque, nadie notó que unamujer había llegado a bordo del«Valeroso» y que se ocultaba en una

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cámara.Morgan, terriblemente

preocupado, no se dignó, al llegar asu navío, preguntar por doñaMarina, y los navíos echaron anavegar.

Cerraba ya la noche, cuandolas dos escuadras se avistaron. Losgrandes navíos españoles estabananclados a la entrada del Lagón y aun lado del castillo, Los piratasanclaron también allí, fuera no másde tiro de cañón.

Durante la noche reinó la

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mayor agitación, y Morgan tuvo quedictar tantas órdenes para elcombate del siguiente día, que suimaginación no se ocupó de laprisionera.

Por fin, un cañonazo anuncióla llegada del día; los pirataslevantaron las anclas y embistieroncontra las naves españolas, lascuales por su parte hicieron lomismo.

Bien pronto el brulote cerrócontra el navío real llamado «LaMagdalena», que era el que

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montaba el almirante, y se acostósobre él. El almirante españolcomprendió entonces lo que aquellosignificaba y quiso salvarse; peroera ya tarde. Juan Darién habíapegado fuego al brulote, yarrojándose al agua con suscompañeros, ganó a nado una de lasbarcas de los piratas.

El real «La Magdalena» seenvolvió en un manto de llamas,después saltó al impulso de lapólvora que contenía la santa-bárbara, y luego se sumergió no

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quedando de él más que algunastablas humeantes que flotaban sobrelas olas.

Los del otro navío, mirandoesto, huyeron hacia el castillo; peroperseguidos muy de cerca por lospiratas, le echaron a pique ybuscaron salvarse ganando a nadola playa.

El tercer navío cayó en poderde los piratas.

La flotilla española habíaacabado.

Los piratas se entretenían en

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saquear el navío prisionero y enmatar o aprisionar a los españolesque nadaban, y nadie pensaba enotra cosa más que en el gran triunfoque acababan de adquirir.

Don Enrique conoció quehabía llegado el momento, y lospiratas vieron con admiración queel «Valeroso» a toda vela pasabapor la entrada del Lagón y selanzaba a alta mar.

Morgan comprendió lo quehabía pasado, porque en vano buscóa doña Marina; pero él sabía que el

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«Valeroso» era el más velero, y nopensó siquiera en darle caza.

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Cuartaparte

El hijo del conde

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I

LA DAMA MISTERIOSA

GOBERNABA aún el marqués deMancera en la Nueva España, en1669, y aquel gobierno era notablepor su prudencia. La colonia estaba

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tranquila, y sólo turbado el reposode sus moradores por las noticiasque día a día llegaban de los robosy crueldades de los piratas.

Los navíos de guerraespañoles eran ya impotentes paragarantizar al comercio de lasAméricas el envío de mercancías ocaudales, y llegaba ya la audacia delos piratas hasta vender en elmismo puerto de Vera-Cruz lasmercancías.

Sucedía muchas veces quellegaban navíos de aquellos

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hombres, mandados por capitanesque no habían sido conocidos en loscombates con los españoles, yaunque al navío se le poníanguardias, se permitía el comerciode los efectos que traían.

En la capital de Nueva Españael renombre que tenían los piratasde audaces y de crueles, superabalos límites de todo lo posible.Muchas familias de las costashabían llegado a refugiarse aMéxico para vivir con mástranquilidad, y ellas traían leyendas

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fabulosas del valor de aquelloshombres, a los que se les suponíaaun una figura distinta de los demáshombres.

Entre las personas que habíanllegado a la ciudad, se contaba adon Diego de Álvarez, el Indiano,que según se sabía, con una hijasuya muy pequeña había logradoescapar en Portobelo de lasmatanzas de los piratas.

Don Diego había perdido allía su esposa doña Marina, muerta,según él decía, por uno de aquellos

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hombres que había pretendidoburlarse de ella.

El Indiano no era ya aqueljoven apuesto, galanteador, audaz yque gustaba de ostentar suopulencia, como en otro tiempo;estaba triste, taciturno, vivía conpoco lujo y no visitaba sino alvirrey, que era su padrino dematrimonio, y al arzobispo deMéxico, con quien cultivaba grandeamistad.

Las jóvenes que habíanconocido en otro tiempo a don

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Diego, extrañaban su conducta, yaun algunas procuraban atraerleotra vez a la sociedad; pero todofue en vano, porque don Diego eraya casi un misántropo.

Sin embargo, hubieran podidoobservar que el Indiano, además delas visitas del virrey y delarzobispo, solía algunas nochesentrar a una casa que estaba cercadel monasterio de Jesús María, y enla que habitaba una dama misteriosaque causaba la curiosidad de losvecinos de la calle, sin que jamás

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hubieran podido averiguar quiénera ella.

Los balcones y las ventanas dela casa que habitaba aquella dama,no se habían abierto jamás; lapuerta que daba a la calle estabaconstantemente cerrada, y si seabría era para dar paso a unaesclava negra y vieja que jamáscruzaba una palabra con nadie.

La casa estaba precisamenteenfrente de la iglesia de JesúsMaría, y los vecinos madrugadoreslo único que pudieron notar fue que

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casi al amanecer salía de la casauna dama cubierta con un espesovelo negro, que atravesaba la calle,entraba a la iglesia, oía la primermisa, y volvía después a encerrarsehasta el día siguiente a la mismahora.

Aquellos misteriosimpenetrables desesperaban a losvecinos, y no perdonaban medio deaveriguar algo. Un día la puertaestaba entreabierta, y un muchachose atrevió a entrar; pero a pocosalió espantado, diciendo que

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parecía una casa abandonada.Ninguna visita llegaba allí

durante el día, y sólo algunasnoches, que siempre eran las de losviernes, un bulto negro llegaba a lapuerta a las once en punto, y sin quetocara le abrían, y nadie le veíasalir, de lo que inferían todos, comoera muy natural, que aquel bultonegro era una alma que andaba enpenas, y creció el terror queinspiraba aquella misteriosamorada, y al pasar delante de ellase santiguaban las devotas.

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Era un viernes en la noche; lasonce comenzaban a sonar, cuandopor el rumbo de la Plaza Mayordesembocó en la calle de JesúsMaría un hombre embozado en unacapa negra, cubierto con unsombrero negro también, sin plumani toquilla. Aquel hombre caminabalentamente y llegó hasta la puerta dela casa de la dama misteriosa antesque acabaran de sonar lascampanadas de las once.

La puerta se abrió dando pasoal hombre y volvió a cerrarse

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inmediatamente. Una esclava con uncandil alumbraba en el interior, ycondujo al hombre por una estrechaescalera hasta una estanciamodestamente amueblada yalumbrada por dos bujías de cera.

Una dama esperaba allí lavisita de aquel hombre; era joven yhermosa, y su traje tenía más deprovocativo que de honesto.

La esclava dejó hasta la puertaal nocturno visitador y se retiró.

—Dios os guarde, señora —dijo el hombre.

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—Él os traiga en hora feliz,don Diego —contestó la dama conuna sonrisa encantadora.

Don Diego, pues era el Indianoaquel hombre, puso su sombrero enun sitial y se sentó, taciturno, enotro. La dama le contempló largotiempo en silencio, y luegoacercándose a él, le tomó una manoy le dijo estrechándola contra suseno:

—Siempre tan triste, señor,siempre tan triste…

—¿Qué queréis, doña Ana?

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Hay en el fondo de mi vida unrecuerdo tan doloroso y tansombrío, que me es imposiblearrancarle de mi corazón.

—¿Y nada será capaz dedevolveros la felicidad?

—¡Ay! creo que nada.—¿Ni el corazón de una mujer

que os amase hasta el delirio?El Indiano volvió el rostro y

miró con tristeza a doña Ana, y ellabajó los ojos y se puso encendida.

—Doña Ana —dijolánguidamente el Indiano— ¿creeis

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que un corazón despedazado por eldolor como el mío, sea capaz deamar?

—Es quizá, señor, el únicoremedio que os queda para curaresa herida mortal; es el únicobálsamo para vuestro intenso dolor.

—Doña Ana, vos me habéisdicho eso varias veces; comprendoque eso que me decís equivale auna confesión de vuestro amor;quizá sería yo capaz de amaros;pero el recuerdo de Marina seinterpone entre nosotros, y ese amor

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no se atreve ni aun a nacer… Quizáaún vive Marina…

—Viva o muerta, no existepara vos: si ha tenido un corazóndigno, debe haber muerto antes quesucumbir a los amores de lospiratas; si ha consentido por temoren ser la querida de uno de esoshombres ¿no está muerta para vos?¿No preferiríais verla mejor en elsepulcro, que presentarse otra vezdelante de vos manchada por lascaricias de Morgan, o de donEnrique, o…?

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—Silencio, doña Ana —exclamó el Indiano— silencio; nohabléis de eso; para todos, paratodos, doña Marina ha dejado deexistir, porque yo no soportaría lavida si el mundo supiera que mimujer es ahora la querida de unpirata.

—Tenéis razón, don Diego;este debe ser un secretoimpenetrable que sólo debemosconocer los dos; pero entrenosotros podemos hablar de él,porque eso es hablar de vuestra

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suerte, de la mía, de vuestrosdolores y de mis esperanzas.

—¿Pero no comprendéis quehablando de él se avivan misdolores, y quizá se alejan esas quevos llamáis vuestras esperanzas?

—No, don Diego, porque asíos acostumbraréis a ver en mí lamujer que os ama, que comprendevuestro corazón, y así llegaréis aamarme como yo lo deseo, porqueyo he llegado a amaros. O decidme¿creeis que no soy bastante hermosapara fijar vuestras miradas?

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Y doña Ana, con disimulo,procuró mostrar parte de sushombros y turgente cuello alIndiano.

Don Diego la miróembelesado; aquellas formas,aquella hermosura, aquel aire dulcey provocativo, y aquellos ojosardientes y húmedos por la ilusión,y aquellos labios entreabiertosdejando ver dos hileras de dientesde marfil y adivinar unas encíasnacaradas y frescas, hubieran hechovacilar la virtud de un hombre

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menos joven y menos fogoso que elIndiano.

—Doña Ana —contestóconmovido y pasando uno de susbrazos alderredor del cuello de lajoven— no sólo me parecéishermosa, sino encantadora, ya os lohe dicho otra vez; al veros seenciende mi sangre, y mis ojos mepiden miradas de ternura paravuestras miradas, y mis brazosquieren estrechar vuestro seno, y miboca ansía un beso para vuestraboca.

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—¿Pues por qué vuestros ojosno responden a mis miradas, porqué no siento vuestro abrazo, porqué vuestro beso no viene a mislabios a recibir el mío? ¿Son acasode mármol? ¿Me engañáis alreferirme lo que sentís? ¿Lo que noacobarda a una infeliz mujer, puedehacer retroceder a un hombre comovos, don Diego? Os amo, soyvuestra ¿por qué tanto desvío?

—Doña Ana, no puedoresistir, y voy a abriros mi corazón,voy a deciros lo que siento, voy

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delante de vos como delante deDios, a mostrar mi alma sin doblezy sin engaño; si en esta relaciónescucháis algo que os disguste,perdonadme, doña Ana, porque vosme obligáis, porque sois el ángeltentador a cuyos halagos no me esposible resistir.

—Hablad, señor, hablad;abridme vuestro pecho; esto osservirá de consuelo.

Y doña Ana se acercó a donDiego, y su rostro estaba tan cercadel rostro del Indiano, que su

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aliento se confundía con el suyo.Uno de los brazos del jovenrodeaba el cuello de la dama, y ellatenía la otra mano de don Diegoentre las suyas y la estrechaba conentusiasmo.

Doña Ana en aquel momentoestaba irresistible; su pecho selevantaba como agitado por lafatiga, y sus grandes y negros ojosclavados en los del Indiano, lofascinaban como la mirada de laserpiente fascina al colibrí.

—Doña Ana —dijo con

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pasión el Indiano— os amé alconoceros con todas las fuerzas demi alma, vos lo sabéis; por eso odiéa don Enrique, porque me arrebatóvuestro amor; por eso fui su mortalenemigo. Cuando don Cristóbal deEstrada os robó, no ansié ni veros,por temor de que esa vista me fuerafatal, por temor de que una solapalabra de vuestros labios mehiciera caer a vuestros pies, o morirde desesperación. Yo no sabía quéclase de relaciones os unían con mirival, yo no sabía si le amabais de

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veras, o si era sólo un capricho y eldeseo de un buen matrimonio lo queos hacía preferirle a mí; y en unmomento de despecho y por unmovimiento de mi orgullo herido, ypor no hacer testigo a don Cristóbalo de mi debilidad o de mivergüenza, no quise veros, doñaAna, y renuncié hasta la esperanzade vuestro amor. ¿Comprendéisesto, señora, lo comprendéis?

—Sí, señor, lo comprendo;seguid, seguid.

—Podría haberos pedido en

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matrimonio; pero, señora, yo amabaa Marina, y tenía empeñada con ellami palabra; quizá vos noalcanzaréis cómo se puede amar ados mujeres a un mismo tiempo,quizá no os lo podré explicar, peroera ello la verdad. Amaba yo aMarina y os amaba también a vos;pero ¡qué amores tan diferentes, yal mismo tiempo tan profundos!Amaba a Marina con un amor dulce,tranquilo, exento de temores y depadecimientos, con un amor comola corriente de un arroyo entre las

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flores del valle, como la superficiede un lago entre las juncias y lascañas cimbradoras. A vos, señora,os amé con delirio, con pasión, confrenesí, con un amor tempestuoso,con un amor de fuego, con un amorcomparable al torrente que sedespeña furioso entre las quiebrasde las montañas, semejante alencrespado mar que estrella susolas hirvientes contra las rocas; avuestro lado creía amaros más avos, y al lado de Marina vuestrorecuerdo desaparecía enteramente;

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pero cuando estaba solo, cuando laimagen de Marina y la vuestravenían a mi alma, cuando estos dosamores que el infierno habíareunido en mi corazón para mitormento, llegaban a luchar en miseno, ¡oh, doña Ana!, entonces yomismo no podré explicaros lo quesentía; la idea de perder a alguna deesas mujeres me hacía estremecer, yla convicción de que era precisounirme a una de las dos y olvidar ala otra, me desesperaba. La suertevino a desatar ese nudo; fuisteis de

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don Cristóbal de Estrada, y yo meenlacé con Marina: la lucha de mialma cesó, pero un dolor lento ytenaz destrozaba mi corazón; ossoñaba en los brazos de otrohombre, os creía feliz, y estafelicidad me hacía mal, porquecreía que me habríais olvidado. Siyo hubiera sabido que eraisdesgraciada, mi pena hubiera sidotambién menor, porque quizá asípensaríais en mí; ¡pero vos enbrazos de otro hombre!… En fin, yaveis en qué ha parado todo.

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¿Comprendéis, doña Ana,comprendéis?

—¡Oh, sí, don Diego! —exclamó doña Ana con una sonrisade felicidad— comprendo, porquemi corazón ha sentido también esalucha; os amaba yo, y por orgullo,por amor propio, por rendir a mispies a un hombre que se habíamostrado siempre desdeñosoconmigo, correspondí al amor dedon Enrique; mi madre alentó estaelección, porque ansiaba por unbrillante matrimonio para su hija; la

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audacia de don Cristóbal deEstrada se opuso a este proyecto, yyo, abandonada ya por vos y sin laesperanza de ser la esposa de donEnrique, que no me hubiera nuncaadmitido por su mujer después delo que había pasado con donCristóbal, consentí en ser la damade aquel hombre, a quien seguí alejanas tierras, viviendo en laapariencia tranquila, pero con elcorazón triste, devorado porrecuerdos penosos, morando cercade vos, que causabais en mi alma

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tantas ilusiones, pero sin veros;vuestra imagen me seguía, y yotenía que mostrar alegría y quefingirme feliz… Volví a ver a donEnrique; por un momento se inflamóde nuevo mi amor; pero bien prontosu desvío tornó en odio aquellailusión de un momento, y aquelhombre me pareció aborrecible…Os encontré, vivimos bajo unmismo techo, viajamos unidos, y…os amo, os amo ahora más quenunca, porque en esas terriblesperipecias de mi vida no había

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llegado aún a amar a nadie, porqueyo sentía que era capaz de amar, yno había amado nunca, porque micorazón necesita fijarse en unobjeto, y se ha fijado en vos, señor,en vos, a quien amo, como vos mehabéis dicho, con pasión, condelirio, con frenesí…

—Doña Ana, el recuerdo deMarina se interpone entrenosotros…

—Don Diego, nada seinterpone entre nosotros, porquehay amores que no consienten

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obstáculos. Marina no existe paravos; o la deshonra o la muerte lahan separado para siempre devuestro camino, no existe; no, nohay para vos ni para mí nada másque nuestro amor…

—Sí, nuestro amor, doña Ana;pero el día que este amor sedescubra ¿estaré tranquilo si elmundo dice que habéis sido laquerida de don Cristóbal deEstrada?

—No, nadie lo dirá, porquenadie lo sabe, porque yo sostendré

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que por vos fui robada de la casade mi madre, que consentí en servuestra dama, aunque erais elesposo de doña Marina…

—¿Diréis eso? —exclamó donDiego.

—Sí, por vos todo; ladeshonra, todo, todo por vos,porque os amo; sea yo vuestra, donDiego, y caiga sobre mí la cóleradel cielo, porque os adoro.

Y en su entusiasmo acercó surostro al del Indiano y depositó ensus labios un beso que hizo

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estremecer al joven hasta lo íntimode su corazón.

—¡Doña Ana! —exclamó donDiego levantándose como loco—¡aún no es tiempo!

Y sin esperar más, salióprecipitadamente de la estancia.

—¡Don Diego! ¡Don Diego! —gimió la joven, mirando que elIndiano no volvía. Inclinó la cabezay sus lágrimas cayeron sobre sudesnudo seno.

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II

ENTRE ANTIGUOS CONOCIDOS

EL viejo conde de Torre-Leal habíamuerto, dejando dispuesto en sutestamento que se conservase poralgunos años el título y la herencia

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de la familia a su hijo mayor donEnrique, acerca de cuya suerte nadase sabía; y en el caso de que éste novolviese a parecer, entrase aldominio de aquellos bienes y algoce del título, su hijo menorhabido en su matrimonio con doñaGuadalupe, la hermana de donJusto. Entretanto, doña Guadalupetenía la administración delcondado, y su hermano don Justohabía logrado el objeto de todas susansias.

Por este tiempo llegó a

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radicarse en México una familiarica procedente de la isla Española,que se componía de don Pedro Juande Borica, su esposa la señoraMagdalena, y Julia.

La belleza de Julia, a quienllamaban la «francesita», habíatrastornado los cerebros de losjóvenes más distinguidos de laciudad, y la joven había recibidomil declaraciones amorosas, lasque ninguno pudiera decir que habíaalcanzado siquiera una esperanza.Julia, siempre triste y siempre

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preocupada, escuchaba todosaquellos homenajes sin fijarsesiquiera en ellos.

Don Pedro Juan de Boricatuvo necesidad de visitar a donJusto para negocios de comercio;hicieron amistades, y don Justoentró como un buen amigo en lacasa de la señora Magdalena.

Don Justo era viudo, estaba enuna buena posición, y creyó que lajoven Julia le convenía, y casi casique había venido directamenteconsignada para él, como los

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cargamentos de ultramar.Ante todo pensó que era

necesario dirigirse a Borica comojefe de la familia, para obtener suconsentimiento. Un día que donJusto se encontró a solas conBorica, quiso probar fortuna, quetenía como por segura, y le dijo:

—Amigo don Pedro Juan,tenéis una hija como una perlita.

—No está fea la muchacha —contestó con indiferencia don PedroJuan— es entenada mía.

—No sólo, sino que es muy

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bella y tiene brillantes cualidades, alo que he podido notar.

—Sí.—Pues debe ser muy feliz el

hombre que la tenga por esposa.—Ya…—¿Creeis una cosa?—¿Qué?—Que esa niña me hace

pensar en segundas nupcias.—¿De veras?—Si vos no me negarais

vuestro consentimiento, meatrevería yo a pretenderla.

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—Aún no pensamos en darleestado —contestó Pedro Juan,poniéndose pálido.

—Ya creo que es tiempo, ysobre todo tratándose de un buenpartido.

—Ya os digo que aún nopensamos en ello.

—Hacedme favor deescucharme.

—Creo que es inútil trataracerca de eso; además, que seríanecesario contar con la voluntad deella y con la de Magdalena, porque,

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como sabéis, es hija de su primermatrimonio.

—Bueno, bueno; para todo espreciso contar antes con vuestroconsentimiento, y si me lo dais, yaveremos de convencer a la señoradoña Magdalena, y luego ganar elcorazón de la niña.

—Os repito, señor don Justo,que no pensamos aún en eso…

—Y yo a mi vez os repitotambién que alguna vez se ha depensar.

—Pero no será hoy —dijo

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bruscamente el ex-desollador.Don Justo comprendió que

incomodaba, y determinó buscarotro camino. Quizá la señoraMagdalena sea más tratable —dijopara sí— yo le hablaré.

Y varió de conversación conPedro Juan.

Como era natural, don Justotuvo pronto oportunidad deencontrarse a solas con la madre deJulia, y aprovechó la ocasión.

—Señora —la dijo— debe sermucha la inquietud de las madres

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por el porvenir de los hijos, y sobretodo si son mujeres.

—Es el cuidado que no dejasosiego en los últimos días de lavida —contestó la señoraMagdalena.

—Pero afortunadamente aúnno estáis en esa situación.

—¿Por qué?—Aún no estáis en edad

avanzada, señora. Gozáis de unasalud envidiable y podéis esperartranquilamente; quizá muy pocasmadres tengan la esperanza que vos,

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de ver establecidas perfectamente asus hijas.

—¡Dios lo permita!—¿Y por qué no, señora? Julia

es una joven hermosa, de bellascualidades, que realzan más con labrillante educación que le habéisdado; Julia merece mucho.

—Gracias; le hacéisdemasiado favor.

—No, señora, más merece: unhombre honrado, juicioso, rico,sería muy feliz pudiendo llamaresposa suya a Julia.

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—¡Oh! esos partidos estánmuy escasos.

Desde aquel tiempo era yacostumbre quejarse de la escasez delos hombres útiles para la sagradacoyunda, y a pesar de esto, losmatrimonios, lo mismo que ahora,eran la fruta de todos los días; perolas mujeres solteras hablan siemprede que los hombres de su tiempo noson buenos para maridos, ni afectosal matrimonio, con el solo objeto dehacer creer al público con ladebida anticipación, que si no se

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casan, no es por falta de cónyuge,sino de voluntad. En esto, elpúblico finge creer; pero apuestadoble a sencillo que el primerpostor se lleva la prenda a la menorindicación.

Medio mundo vive engañandoal otro medio la mitad de su vida, yla otra mitad vive siendo engañado;es una gran cuenta de falsedadesque se liquida en cada generación,sin arrojar más deficiente que esoque se llama la historia, que elengaño de herencia que reciben los

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hombres de sus antepasados; es queellos se empeñan en creer y enhacer creer a los que vienen trasellos, en el tiempo, que es el cuerpode la verdad.

La novela siquiera es juegolimpio, mentira clara, franca; es lamujer que se da colorete, pero quese lo cuenta a cuantos la miran, yque nunca riñe a nadie porque lediga que aquel bello color es unaficción.

Don Justo pensó todo esto, ono llegó hasta meditar en la historia

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y en la novela, comenzando suraciocinio como nosotros, por losmatrimonios; pero creyó prudenteengañar a la madre para conseguiralgo de ella.

—¡Ah, señora! —exclamó—un partido ventajoso sería cosa muyfácil que lo encontrara Julia,porque, además de sus bellascualidades, tiene otro atractivogrande.

—¿Cuál, señor don Justo?—Su familia, señora, su

familia.

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—¿Su familia?—¡Oh! sí, señora. Una de las

cosas que más nos hacen pensar alos hombres cuando queremos unirnuestra suerte a la de una dama, esla familia con la que vamos aemparentar, sus cualidades, elejemplo que pueda recibir nuestrafutura y demás; ya os podéis figurar.

—Sí, señor.—Vuestra hija tiene aún esa

ventaja, que vos, y no hay en elloadulación, vos sois una de laspersonas más apreciables que he

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conocido.—Pero…—Nada, señora; yo me

encontraría dichoso con pertenecera vuestra familia.

—Es mucho honor paranosotros, señor.

—No, señora; yo seríacompletamente feliz si mepermitierais aspirar a la mano devuestra hija.

—Pero, señor don Justo, siapenas la habéis tratado…

—Señora, es lo bastante; soy

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libre, soy rico, no soy viejo; podéisen México informaros de miconducta y mis antecedentes.Decidme, señora ¿no soy digno deaspirar a la mano de Julia?

—Si he de hablaros confranqueza, sin contrariar la voluntadde mi hija me sería muy grato quetuviera un esposo como vos. ¿Soisespañol?

—No, señora, he nacido enMéxico.

—Mejor…—¿Cómo mejor?

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—Cada uno en el mundo tienesus ideas, y no me preguntéis el porqué de las mías; básteos saber queme agrada más que seáis mexicano.

—Entonces ¿quiere decir,señora, que cuento con vuestroconsentimiento para esta boda?

—Se entiende, contando con lavoluntad de mi hija.

—Por supuesto.—¿Habéis hablado con mi

marido de esto?Don Justo se puso encendido y

vaciló para contestar; pero le

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pareció más prudente decir laverdad.

—Sí, señora —contestó.—¿Y qué os dijo?—Me dijo —contestó don

Justo vacilando otra vez— medijo… la verdad, recibió miproposición con mucho disgusto.

—Lo comprendo así… perono tengáis pena; aquí el únicoconsentimiento que se necesita,después de obtenido el de Julia, esel mío; contad con él, y ademásharé de mi parte cuanto sea

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necesario para ayudaros en vuestrosproyectos de boda, siempre queJulia esté conforme, que es la únicacondición.

—Gracias, señora, gracias; noesperaba yo tanta bondad…

—Cuanto hagáis respecto devuestros proyectos en lo sucesivo,procurad que no lo sepa don PedroJuan de Borica; ya os podéissuponer que los hombres tienen suscaprichos que es preciso respetaren bien de la paz doméstica.

—Sí, señora; callaré como si

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nada me hubierais dicho.—Fío en vuestra discreción.Pedro Juan se presentó en este

momento en la estancia y la señoraMagdalena, con esa sangre fría quecaracteriza a las mujeres paradisimular y para improvisarsituaciones, continuó unaconversación que no había tenidoprincipio; de manera que el ex-desollador nada comprendió.

—¿Esos tibores de Chinadecís que llegaron en la última naode Filipinas? Porque yo desearía

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comprar unos grandes para elcorredor de esta casa; los tiboressirviendo de tiesto para naranjos,me agradan muchísimo.

—Pero hija —dijo Pedro Juan— tienes ya una multitud, me pareceun gasto superfluo.

—Serán los últimos, te loprometo —contestó la señoraMagdalena.

—Sea como quieras —dijoBorica.

Y siguieron los tres hablandode los primores que había traído la

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nao de Filipinas.

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III

NUBES TEMPESTUOSAS

PEDRO Juan de Borica recibió condisgusto profundo la indicación dedon Justo para contraer matrimoniocon Julia, porque Pedro Juan tenía

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fija siempre en su imaginación laidea de hacer suya a Julia, y hastaentonces nada había podidoconseguir.

Sin embargo, esto no dependíade que Pedro Juan hubiese pecadopor timidez; había declarado ya suamor a la doncella, y habíarecibido, como era natural, unterrible desengaño. Pero él nunca sehabía desanimado; la constancia leparecía un medio seguro para lograrel objeto que anhelaba, y no pasabaun solo día en que no hiciera alguna

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indicación a la joven, indicaciónmás o menos atrevida, según sepresentaba la oportunidad.

Julia vivía en un verdaderomartirio; odiaba ya profundamente aaquel hombre y le temía; pero pormás que meditaba, no le era posiblesalir de aquella triste situación.

¿Decirle lo que pasaba a laseñora Magdalena? ¿Quejarse conella? Imposible. Julia erademasiado buena hija para causarla desgracia de su madre, y calló.

Pero temía encontrarse a solas

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con Pedro Juan, temía comer a sulado. La pobre joven pensaba enfiltros, y en hechizos, y enbebedizos, de esos de que tanto sehablaba en aquellos tiempos, y que,según decían, los vendían las brujasa precio de oro, y bastaban por sísolos a rendir la virtud más firme.Julia en todo temía que Pedro Juanle diera algo de hechicería, porqueél, en uno de sus raptos de furor,llegó a amenazarla con hacer uso demalas artes.

Sin embargo, los días pasaban

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y Pedro Juan no usaba de las malasartes, no más seguía molestando ala joven.

La señora Magdalena habíallegado ya a maliciar algo, y paraestar más segura llamó a Julia yprocuró, con disimulo hacerlaconfesar, sin excitar en ellasospechas terribles, si no era ciertolo que pensaba, y sin descubrir suscelos, si por desgracia había entodo ello un fondo de verdad.

Julia comprendió que su madresospechaba algo, y procuró

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desvanecer aquellas sospechas, sinconseguir más con aquella conductaque hacer más desgraciada a laseñora Magdalena, porque la pobremujer llegó a suponerse que si suhija no correspondía al amor dePedro Juan, por lo menos loescuchaba con agrado.

Desde aquel día el corazón dela señora Magdalena fue el campode una terrible lucha de pasiones;los celos, el amor de su hija,algunas veces la ira, otras latristeza y el decaimiento más

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profundo, la desesperación, laesperanza. El corazón de aquellainfeliz mujer se volvió el infierno:estaba celosa de su hija.

La señora Magdalena sevolvió suspicaz y maliciosa,siempre procurando vigilar a Julia,siempre procurando saber en dóndeestaba Pedro Juan, siempretemblando de que estuvieran juntos,y sin poder hablar, y sin poderlesdecir una palabra, porque aún notenía completa seguridad, aún nopasaba todo aquello de celos y de

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sospechas.Sólo Pedro Juan, el único

culpable, estaba tranquilo,esperando con paciencia la llegadade lo que él llamaba «su día»,poniendo todos los medios paraconseguir su objeto, y sincomprender la tempestad que seformaba dentro de su misma casa,sin sentir el ojo vigilante de laseñora Magdalena, sin ver que lahija y la madre se iban separandoinsensiblemente.

Pedro Juan, al saber la

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pretensión de don Justo, determinóprecipitar los acontecimientos parahacerse dueño de Julia. La señoraMagdalena vio en la petición dedon Justo un modo de salvar lasituación. Así pues, don Justo vinoa ser la chispa que encendió elreguero de pólvora.

En la tarde de aquel mismodía, la señora Magdalena llamó a suhija y se encerró con ella en suestancia mientras que Pedro Juanhabía salido.

—Julia —la dijo—

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necesitamos hablar ahora de unnegocio muy grave y que afecta tuporvenir.

—Os escucho, madre mía —contestó Julia.

—Julia, tú estás ya en edad detomar estado; yo soy tu madre y tuúnico amparo sobre la tierra, ysiento, a pesar de mi aparenterobustez, que mi vida se agota…

—¡Oh, madre mía! por Dios,no me digáis eso…

—¿Por qué no te lo he dedecir? Yo declino en la vida;

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dejarte abandonada sería para mí elmayor tormento en la última hora;sin parientes, sin amigos ¿qué seríade ti?…

—Madre mía, aún hay tiempode pensar en eso.

—Nunca se puede tener segurala existencia, y nadie puededisponer con seguridad del día demañana, y menos a mi edad ycuando se siente que la existenciase agota. Julia tú debes casarte, ypronto.

—¿Casarme, y pronto, madre

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mía? ¿Por qué?—Ya te he dado mis razones,

además de otras que me reservo yque no son por cierto las menosimportantes. Esta tarde ha venidoaquí un caballero de la ciudad apedirme tu mano; es noble, rico,honrado.

—Pero, madre mía, si yo noquiero casarme…

—No siempre se hace en elmundo lo que más agrada, sino loque conviene más a la honra y a lasalud del alma.

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—Madre mía —dijo Julia,espantada del tono de aquellaspalabras— ¿qué queréis darme aentender?

—Yo me entiendo, y quizá, pordesgracia, tú también mecomprendes. Julia, es preciso que tecases.

—Señora, por Dios, noalcanzo el sentido de vuestraspalabras, que debe ser horrible;pero yo no quiero casarme.

—¿Y quieres decirme porqué? —exclamó levantándose la

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señora Magdalena pálida de furor,porque la idea de que Julia teníaamores con Pedro Juan se presentóentonces con más fuerza a su alma.

—Madre, ya lo sabéis —exclamó temblando Julia— ya losabéis, y no podría ocultároslo;porque amo a otro hombre.

—Lo conozco demasiado —gritó la señora Magdalena tomandoconvulsivamente a Julia de unamano— lo sé, lo he adivinado,porque eres una mala mujer y unahija infame.

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—¡Madre! —gritó Juliaaterrada.

—No me digas madre, porqueyo no soy tu madre, porque yo nopude haber dado el ser a una mujercomo tú, porque si tú fueras mi hijano te hubieras atrevido a tantoconmigo; no eres mi hija…

—¡Señora, señora —exclamaba Julia llorando yarrastrándose de rodillas a los piesde la señora Magdalena— porDios, explicaos!

—Dejadme, señora, dejadme,

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mujer; no, tú no eres mi hija, porquesi lo fueras, no te hubieras atrevidoa mantener infames y criminalesamores con el marido de tu mismamadre.

—¡Jesús me ampare! —exclamó Julia soltando el vestidode la señora Magdalena, que teníaasido, y levantándose como loca.

—¡Miserable!, ¡miserable! Túno eres mi hija, y si lo eres, yo temaldigo.

—¡Jesús! —gritó Julia, y cayódesplomada, rebotando en el piso

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su hermosa cabeza.En este momento se abrió la

puerta y se presentó Pedro Juan,pálido y convulso.

—¡Villano! —le dijo la señoraMagdalena mostrándole el cuerpoinmóvil de Julia— ¡he ahí vuestraobra! ¡Yo os desprecio!

Y salió del aposento comoarrebatada por un torbellino.

Pedro Juan quedó como unaestatua de mármol, inmóvil,contemplando a Julia desmayada ysin atreverse a socorrerla. Largo

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tiempo se pasó así, hasta que Julialanzó un suspiro y se incorporó,paseando por todas partes sumirada vaga, y llevándose despuéslas manos a la cabeza.

—¡Dios mío! —exclamó lajoven como hablando consigomisma—. ¿He soñado? ¿Qué hasido de mí? ¿En dónde estoy? ¿Quéha pasado? Yo hablaba con mimadre… y luego se enojó… ¿Y porqué?… dizque yo tenía… ¡oh, no,Dios mío, qué sospecha tan cruel!… Y luego me maldijo… ¡ah!…

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Y Julia lanzó un grito, porquesus miradas acababan de encontrara Pedro Juan, que la contemplabainmóvil.

—¡Ah! —dijo levantándose—¿sois vos, que os gozáis en midesgracia? ¡Ah, por vos mi madresospecha de mí, por vos medesconoce, por vos, por vuestracausa, estoy maldita, maldita,maldita!…

Y la joven como loca repetía:«¡Maldita!, ¡maldita!».

—¡Ah! pero vos no lo

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consentiréis —continuó conexaltación— yo os lo ruego, os lopido de rodillas.

—¿Pero qué queréis que haga?—dijo conmovido Pedro Juan.

—Os lo suplico —continuóJulia arrodillada delante de él— oslo ruego por Dios, por la memoriade vuestra madre; id, id, decidletodo, confesadle la verdad;contadle que yo jamás he oídovuestros galanteos, que no os heamado nunca, que os detesto… Id,id, por Dios, por Dios, mirad que la

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maldición de mi madre quema mifrente, me está matando… ¿No loveis?

—¿Pero no comprendéis que amí no me creerá?…

—¡Ah, señor! convencedla,vuestra verdad la convencerá. ¿Porqué no os movéis? ¿Por qué? ¡Ah,Dios mío! Mirad, os lo pido porDios ¿no tenéis corazón? ¿No decísque me amabais? ¿Por qué noqueréis salvarme? Convenced a mimadre, convencedla, y mi gratitudserá eterna, y seré vuestra

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esclava… ¿Y qué más queréis?…—Voy a probarlo, Julia; pero

en estos momentos nadaconseguiremos. ¿Por qué no esperara que se calme?

—Porque no puedo sufrir estamancha y esta maldición, porque mevolvería loca…

La puerta se abrió y un lacayopenetró en la estancia.

—¿Qué quieres aquí? —preguntó indignado de aquelatrevimiento Pedro Juan.

—Perdóneme usía; la señora

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me manda entregarle esta esquelaen el momento.

Pedro Juan recibió la esquela,y dijo al criado:

—Retírate.El lacayo salió. Pedro Juan

abrió la carta, y Julia escuchó sulectura con los ojos saliéndosele desus órbitas. Decía la carta:

Señor:No puedo permanecer bajo el mismo techo

que mi esposo y la mujer que me ha ofendido; osabandono a los dos a vuestros remordimientos.

MAGDALENA.

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—Esto es imposible —exclamóPedro Juan lanzándose fuera de laestancia.

—¡Oh! —exclamó Julia— yosoy, aunque inocente, la causa detodo, yo la maldecida, yo la que nodebo permanecer aquí.

Y saliendo de la estancia, bajóprecipitadamente la escalera y llegóhasta la mitad de la calle.

Comenzaba ya a obscurecer.

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IV

LA MALDECIDA

JULIA, como una loca, comenzó aatravesar calles desconocidas paraella; miraba con asombro, a cuantosla encontraban, y pasaba

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esquivando su rostro de cualquieraluz.

¿Adónde iba? No lo sabía ellamisma; pero caminaba sindescansar.

La noche avanzaba, las callesiban quedando desiertas, y Julia,extenuada de fatiga y de sed, sedejó caer cerca de una puerta en uncallejón triste, obscuro; hubieraquerido dormir, morir, desmayarse,en fin, perder por un momento lamemoria, la conciencia de susituación; pero no podía.

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Tenía deseo de andar, decorrer, pero no podía ya dar un solopaso, y se resignó a permanecerallí.

Procuraba encontrar en sumente alguna idea que la iluminarapara hallar un amigo, un refugio, yno encontraba ni un nombreconocido que viniera en su ayudapara alentarla.

Serían las diez de la noche,cuando oyó los pasos de un hombreque venía por el callejón. La joventuvo miedo y procuró envolverse,

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por decirlo así, en la obscuridad dela calle.

El hombre se acercaba e ibaya a llegar adonde estaba la joven,cuando se detuvo y llamó a lapuerta inmediata. Le esperaban allísin duda, porque una voz femenilpreguntó desde adentroinmediatamente:

—¿Quién va?—Yo, hija —contestó el

hombre.La puerta se abrió, dejando

salir una ráfaga de luz; el hombre

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que llegaba penetró, y todo volvió aquedar en silencio.

Julia volvió a entregarselibremente a sus tristesmeditaciones. Así pasó una hora, yla joven volvió a escuchar quehabía ruido en aquella puerta.

—Vuelven a salir —pensó lajoven—. ¡Dios quiera que no mevean!

En efecto, la puerta volvió aabrirse, y el mismo hombre,acompañado de una mujer que teníaun candil en la mano, volvió a salir.

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—Retírate, Paulita —decía elhombre— puede hacerte mal el fríode la noche.

—Déjame que te alumbre —contestaba la mujer— siquieramientras sales de este callejón.

—Bueno; pues hasta luego.—Dios te lleve con bien.El hombre dio un paso, y

repentinamente lanzó unaexclamación; a la luz del candil quetraía la mujer había visto a Julia.

—¿Qué te sucede? —exclamóla mujer, adelantándose con el

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candil hasta donde estaba elhombre.

—Mira, Paulita —contestó elhombre mostrándole a Julia, que losmiraba con terror.

—¡Una mujer abandonada! —exclamó Paulita, acercándose a lajoven—. ¿Señora, qué es esto?,¿qué hacéis aquí?

Julia nada contestaba.—¡Ay, pobrecita joven! —dijo

Paulita—. Arrímate, Jején; mira,creo que está ida; no contesta, nohabla; y es bonita…

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—Señora, niña —dijo el Jején— ¿cómo os llamáis?, ¿qué estáishaciendo aquí? Paulita, esta jovendebe ser rica; mira sus zarcillos, lasaya.

—¿La haremos entrar en casa?—preguntó Paulita.

—¿Y si es loca? —contestó elJején.

Paulita retrocedió espantadacon esta observación.

—¡Ay! —exclamó Julia— ¡nosoy loca, señora! ¡No soy más queuna mujer desgraciada! ¡Soy una

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maldecida!—¡Ave María Santísima! —

exclamaron a un tiempo Paulita y elJején, retrocediendo ysantiguándose con devoción.

—Sí, llevo sobre mí lamaldición de mi madre; pero Dioses testigo de que no la he merecido,de que soy inocente.

Y Julia se cubrió el rostro consus manos y comenzó a llorar conamargura.

Paulita no pudo resistir; lacompasión triunfó en su corazón, y

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se acercó a Julia.—No lloréis aquí —le dijo

con tono cariñoso— entrad, entrada nuestra casa; vamos, levantaos,entrad; la noche está muy fría yalguien podrá pasar. Entrad,levantaos.

Y procuraba ponerla de pie.Julia, vencida por aquella dulzura,quiso levantarse, pero estaba tanfatigada que casi le era imposible.

—Jején, Jején —gritó Paulita— ven, ayúdame; haremos entrar aesta señora en casa; casi está

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desmayada.El Jején se acercó, y a pesar

de su pequeña estatura, levantó aJulia entre sus robustos brazos.

—Alumbra, Paulita —dijo—esta señora se ha desmayado.

En efecto, Julia había perdidoel conocimiento. Paulita abrió lapuerta, y el Jején entró en la casa ydepositó su carga en una cama quehabía en la estancia inmediata.

—¿Quieres que te acompañe?—preguntó el Jején a Paulita.

—No; ve a tu negocio, pero

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procura no tardar mucho.El Jején salió y Paulita cerró

por dentro la puerta. Julia volvió ensí dando un suspiro.

—¿Os sentís mejor? —dijoPaulita, acercándose a la cama.

—¡Oh sí! ¡Cuánto favor osdebo! ¡Soy tan desgraciada, tandesgraciada!… —y la joven volvióa llorar amargamente.

—Calmaos, señora —le decíaPaulita acariciándola— calmaos; yaestáis aquí en un lugar tranquilo, sintemores, sin zozobra; calmaos. Yo

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no os diré que me comuniquéisvuestras penas, porque no tengomérito para ello; pero yo procuraréconsolaros…

—¡Dios mío! Vos tenéis,señora, derecho de saber quién soy,quién es esta infeliz a quien habéisrecibido en vuestra casa; vos tenéisderecho a preguntármelo y aarrojarme de aquí si os causohorror.

—¿Arrojaros? ¿Por qué?¡Dios nos libre de una mala acción!No, señora, aquí nadie me manda

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más que mi marido, que es esehombre que os ha tomado en brazospara conduciros aquí, y él está muycontento siempre con lo que yohago… No, aquí estáis bien, y nadieos preguntará ni siquiera cómo osllamáis…

—Tenéis una alma muygenerosa, y voy a confiaros mispenas; oíd.

—Señora, mirad que nada ospregunto, que nada quiero saber…

—No importa; no os loreferiré por vos, por saciar vuestra

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curiosidad, sino por mí, porencontrar una persona en el mundoa quien confiar mis desgracias, poraliviar a mi alma del inmenso pesoque la oprime; y creo que noencontraré un corazón más dignoque el vuestro para depositar misecreto.

—En tal caso, hablad, señora,que yo guardaré vuestro secreto yprocuraré consolar a vuestrocorazón.

Julia se había incorporado enel lecho; Paulita estaba sentada en

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el mismo lecho a su lado.Aquellos dos rostros, de una

hermosura tan diferente, casi setocaban; la caridad había formadoentre aquellas dos almas un vínculode oro.

Julia lloró un momento; luegoenjugó repentinamente sus lágrimas,y como haciendo un esfuerzoviolento, comenzó su relación.Paulita la escuchaba conmovida.

Julia le refirió todas susdesgracias, sin ocultarle ni susamores con Brazo-de-acero, ni las

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seducciones de Pedro Juan, ni lamisma maldición de la señoraMagdalena; pero todo con tantaexpresión, con tanta verdad, ymuchas cosas entre llantos ysuspiros, que Paulita no pudomenos de enternecerse.

—¡Oh, sois inocente ydesgraciada, señora! —le dijo alterminar aquella relación—. Y yosoy dichosa con haberos ofrecidomi pobre casa.

Paulita atrajo la hermosacabeza de Julia y la besó en la

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frente.—Habéis sido para mí un

ángel —contestó Julia— ¿qué seríade mí, abandonada, sin amparo, sinabrigo, sin esperanza? ¡Oh, sois miprovidencia! Os debo una gratitudeterna.

—No hay que decir más, estáisfatigada. ¿Queréis tomar algo?

—No, me siento mejor.En este momento llamaron a la

puerta; Julia se estremeció, yPaulita, que la tenía abrazada, loadvirtió.

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—No tembléis —la dijo— esJején, es mi marido —ydesprendiéndose de los brazos dela joven, corrió a la puerta y abrióviolentamente.

El Jején penetró en lahabitación, pero no venía solo; unhombre embozado hasta los ojos ycubierto con un gran sombrero, leseguía.

El Jején, sin contestar aPaulita, se dirigió, seguido delembozado, hasta la estancia en quese encontraba Julia, y dijo

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mostrándosela:—Ahí la tenéis ¿es ella?—¡Es ella! —exclamó el

hombre, dejando caer su embozo yquitándose el sombrero.

—¡Don Justo! —exclamó lajoven reconociéndole.

—Yo soy —contestó don Justo— yo, que he sido la causa, aunqueinocente, de cuanto ha pasado hoyen vuestra casa, supe lo ocurrido.Este hombre es para mí de granconfianza, y lo envié a llamar estanoche para que procurara averiguar

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qué había sido de vos: la suerte meha favorecido, porque al hablarledel servicio que yo quería que mehiciera buscándoos, me dijo quecasualmente había dado asilo en sucasa a una joven; creí que pudieraisser vos, y no he vacilado en venir aconvencerme por mí mismo. Diosme ayuda, porque tengo al fin ladicha de encontraros y ofreceros,como lo hago, cuanto necesitéispara salir de tan horrible situación.

Paulita, que estaba detrás dedon Justo, hizo un dengue como de

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burla, y el Jején, sonriéndose, lereconvino con una mirada y unligero fruncimiento de entrecejo.

—Gracias, señor —contestóJulia— gracias; en nada debéisculparos de cuanto ha pasado, ycreed que yo misma lo ignoraba:por lo demás, señor, en estosmomentos aún no sé qué resolucióndebo tomar; estoy incapaz demoverme, de pensar, de todo, y simis protectores me lo permitieran,yo les pediría el favor depermanecer aquí siquiera dos días.

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—Por supuesto, por supuesto—dijo con viveza Paulita,adelantándose como para defendera Julia— no dos días, dos años: yoestoy muy contenta, nada nosfaltará, porque yo haré trabajar alJején ¿es verdad? Y él lo hará conmucho gusto ¿es verdad, Jején?

—Sí, señora —dijo Jején—nada os faltará y aquí estaréissegura.

—En tal caso —dijo don Justo— nada hay que agregar; sinembargo, pasado mañana volveré a

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veros para que me deis vuestrasórdenes, si algo se os ofrece.Adiós, Julia, hasta pasado mañana.Si algo queréis antes, no tenéis sinoavisarle al Jején, y él me lo dirá.

—Gracias, señor, gracias —contestó Julia estrechándole lamano.

—Adiós.—¡Ah! Un favor quisiera

pediros —dijo Julia.—Hablad ¿qué no haré por

serviros?—Desearía que se guardara el

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más profundo secreto acerca dellugar en que me encuentro; que nimi madre, ni don Pedro Juan, sepande mí.

—Os lo prometo; nosotroscuatro nada más lo sabremos sobrela tierra.

—¡Ah, sois muy bueno, señor!Don Justo se retiró y el Jején

le acompañó hasta la puerta; Paulitay Julia quedaron solas.

—¡Qué hombre tan bueno! —exclamó Julia.

—Para nada —contestó

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Paulita.—¡Cómo!…—No os fiéis de él, os lo

aconsejo.—Pero…—Silencio; ahí vuelve el Jején

y le quiere mucho.El Jején cerró la puerta y

volvió adonde estaba Julia.—Creo que has hecho mal en

traer aquí a ese pájaro —dijoPaulita.

—¿Por qué, Paulita? —preguntó el Jején.

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—Ya sabes que no le quiero.—Él mostraba mucho interés

por la señora, y yo creí que la hacíaa ella un servicio en esto ¿hay algúnantecedente malo?

—No —dijo Julia.—¿Pues entonces?…—Es una corazonada —

contestó Paulita.—Ya le pondremos en cintura

si se propasa —agregó el Jején—por ahora a descansar.

Y la feliz pareja salió a dormiral otro cuarto, cediendo a Julia el

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lecho conyugal.

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V

LA TRANSACCIÓN

CUANDO Pedro Juan leyó el billetede despedida de la señoraMagdalena, se lanzó a buscarlapara impedirle que abandonara la

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casa, y llegó tan oportunamente, queen aquel momento la señoraMagdalena salía de su estancia.

—¡Magdalena! —exclamóPedro Juan— ¿adónde vas?

—Dejo para siempre esta casa—contestó con altivez la señoraMagdalena.

—Pero ¿piensas lo que vas ahacer? A dar un escándalo, aconvertir a toda la familia en lafábula de la ciudad.

—Todo lo he pensado, ysuceda lo que Dios quiera, esta

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casa no la habitaré más.—¡Magdalena, por Dios!—Dejadme salir.—Escúchame una palabra.—Nada escucho.—Magdalena, ten prudencia,

mira…—Déjame libre el paso.—Óyeme…—¡No! —exclamó la señora

Magdalena con resolución, y sedirigió a la escalera.

—Haz lo que quieras,Magdalena; pero mañana serás la

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víctima de tus remordimientos¡madre injusta y desnaturalizada!

—¿Injusta dices? —preguntó,volviéndose violentamente laseñora Magdalena—. ¿Injustadices? ¿Injusta, desnaturalizada?

—¡Sí! —contestó Pedro Juan— ¡injusta!

—¿Y te atreves a repetirlo,cuando he recibido de Julia laofensa más terrible que se le puedehacer a una madre? ¿Y aún mellamas injusta porque heabandonado a tu cómplice?

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—Sí, Magdalena, injusta, unay mil veces injusta; Julia esinocente…

—¿Inocente?—¡Inocente!, ¡inocente! ¡Lo

juro por la salvación de mi alma!¡Inocente, Magdalena!

—¿Pero su turbación, sudesmayo?

—Magdalena, ha llegado elmomento de decir la verdad; yo soyel culpable, yo, que quise seducirsu inocencia…

—¿Pero ella?

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—Ella jamás escuchó mispalabras, jamás me mostró sinoesquivez y hasta odio; el amor dehija, el deseo sin duda de evitarteun disgusto, le hizo guardarsilencio, y tú premias su ternura conuna sospecha que la infama…

—¿Pero eso es cierto, PedroJuan? ¿No me engañas?

—¡Te lo juro, Magdalena, porlo más sagrado que haya en latierra! ¿No distingues el acento dela verdad en mis palabras?

—¡Ah, sí, sí! ¡El corazón me

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dice también que es verdad, que túno mientes; que Julia, que mi hija esinocente, y yo la he injuriado, y yole he dado mi maldición!

—¿Tu maldición?—¡Sí! ¡Ah! ¡Soy muy mala,

muy injusta! ¡Debo buscarla,pedirle que me perdone!… ¡Julia!¡Julia!

Y la señora Magdalena corrióa la habitación de Julia, gritandocon pasión:

—¡Julia! ¡Julia, hija mía!Pero ya Julia estaba muy lejos.

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—¡Julia! —repetía la señoraMagdalena recorriendo toda la casa—. ¿Dónde está Julia? ¿Dónde estámi hija?

—Señora —contestó un lacayo— hace un gran rato que salió a lacalle.

—¡Dios mío! ¡Qué culpablesoy! —exclamó la señoraMagdalena cayendo en un sitial.

En el momento dispuso PedroJuan que todos los lacayos salieranen busca de la joven, y él mismotomó su sombrero y su capa y salió

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por las calles de la ciudad, dejandoa la señora Magdalena entregada ala más terrible desesperación.

Uno de los lacayos contó a donJusto la desaparición de Julia, y poreso él la encontró por unaverdadera casualidad; pero era yauna hora muy avanzada de la noche:además, no conocía elarrepentimiento de la señoraMagdalena, y Julia misma le habíaencargado el secreto, y él se cuidómuy bien de avisar a la familia endónde ella estaba.

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Por otra parte, Julia,abandonada en la casa de Paulita,era una conquista más fácil paradon Justo, que en su casa y al ladode Pedro Juan.

Don Justo, satisfecho, se retiróa su casa, sin pensar siquiera en darparte de su fortuna a nadie.

En la habitación de PedroJuan, por el contrario, los lacayossalían y entraban llevando noticiasa cual más alarmantes ydesconsoladoras. Quién asegurabaque unos viajeros habían

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encontrado a una joven, que sesuponía ser Julia, en el camino deCoyoacán. Quién decía que unalguacil había visto a una jovenarrojarse en uno de los canales.Quién suponía que Julia se habíarefugiado en un convento.

La señora Magdalena, con unaresolución y un estoicismoadmirables, quería saber todasestas noticias y estos comentarios, yel corazón de la pobre madrelloraba sangre. Ella era la únicaculpable, ella la causa de la

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pérdida de su hija, ella, que sehabía dejado precipitar por suscelos, sin respetar ni los vínculosmás sagrados.

Toda la noche se pasó enaquella horrible incertidumbre, todala noche veló y oró la señoraMagdalena, y durante toda la nochePedro Juan recorrió las calles de laciudad en todas direcciones,acompañado de lacayos conhachones y farolillos, preguntando atodas las rondas, interrogando atodos los transeúntes y molestando

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a cuantos vecinos podía.Luciendo ya la mañana, el ex-

desollador volvió a su casafatigado, triste, y más que todo,desesperado; nada había podidoaveriguar, nada podía decir a laseñora Magdalena para calmarla.La desgraciada madre lloró, ypensó volverse loca. Pedro Juan,rendido por el cansancio, se sentóen su sitial a su lado, y a pocosmomentos dormía.

Así trascurrió toda la mañana;la señora Magdalena se encerró en

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su aposento y no quiso comer;Pedro Juan almorzó con apetito yvolvió en seguida a entregarse a susinútiles pesquisas.

Volvió a obscurecer, y nadaaún se había podido averiguar delparadero de la joven.

Tocaban la plegaria de lasánimas en las iglesias, cuando unlacayo avisó a la señora Magdalenaque una joven deseaba hablarla.

—Dile que no puedo recibir anadie, que tengo un gran cuidado defamilia —contestó.

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—Se lo he hecho presente —replicó el lacayo— pero insiste ydice que es un negocio que interesamucho a usía.

—Pues dile que entre —dijola señora Magdalena.

La señora Magdalena pasó auna estancia inmediata, en donde laesperaba ya una mujer enlutadacubierta con un espeso velo.

La señora Magdalena saludóceremoniosamente a la tapada y leofreció asiento.

—Pues señora —dijo la

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tapada— me tomo la licencia dehablarle a usía sin ceremonia,porque el asunto que traigo esimportante.

—Podéis decir —contestó laseñora Magdalena.

—Señora, la hija de usía estáen mi casa…

—¿Mi hija? ¿Julia?—Precisamente, señora, está

en mi casa, y yo y mi marido somosunos pobres; pero allí ni estorba ninada le faltará mientras él y yotengamos vida y salud para

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trabajar…—Pero…—Permítame usía que termine

mi relación; yo a la señorita Julia laquiero ya como a las niñas de misojos, porque es un ángel, y estaríamuy contenta con que viviesesiempre conmigo; pero está tantriste, llora tanto, que esta nochedije para mí: «Yo me voy a ver aesa madre tan cruel…».

—Señora ¿qué estáisdiciendo?

—Señora, usía me perdone;

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pero yo no entiendo cómo son susseñorías los que tienen dinero:entre nosotros los pobres, los hijosse van porque necesitan ir aprocurarse qué comer, porque eltrabajo del padre no da paramuchos hijos; pero nosotros lospobres no somos capaces de echara una hija, y luego tan bonita, a lascuatro esquinas, expuesta a que enun mal rato se perdiera…

—Vos no sabéis…—¡Bah! todo lo sé, y bien, que

ella me lo ha contado; que usía dio

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y tomó en que su marido teníaamores con la señorita, y sin másaveriguación, a la calle con ella.

—Yo no la he despedido de micasa; muchas lágrimas me hacostado su desaparición.

—Sí, ya lo creo; usía no ladijo vete, pero la echó unamaldición ¡Ave María purísima!¡Cómo son usías! que maldicen asus hijos así no más, como si notuvieran ánima que salvar. Entrenosotros los pobres, con un palo enla mano manejamos a un hijo; pero

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eso de maldecirlo, Dios nosampare, porque un hijo maldecidose sala, y si la maldición es injusta,también el padre. ¿Cómo no piensansus usías en eso?

Aquella conversación dePaulita era una lección tan severapara la señora Magdalena, que nose atrevía ni a levantar el rostro.Aquellas palabras estaban hiriendosu corazón, y los remordimientoscomenzaban a atormentarla.

—Pero yo me estoy metiendoen lo que no me importa —continuó

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Paulita— yo, sin avisarle a esaseñorita, he venido a ver a usía areferirle lo que pasa, para que usíadetermine, porque yo no puedoverla padecer así, y usía no tendrácorazón para eso tampoco.

—¡Oh, no! Que venga, quevenga, que la recibiré con losbrazos abiertos.

—¡Vamos, señora! ¿Y seráposible que venga ella, cuando hasalido de aquí hasta con unamaldición? Y luego ¡qué madrinatrae! A mí, que no soy nada; como

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si fuera ella una limosnera, onecesitara venir a pedir perdón,porque no ha faltado, y la trató usíacon tanta injusticia.

La señora Magdalena se sintióavergonzada con aquella reflexión.

—Ahora, yo no sé si ellaestará conforme en volver a su casa¿no tiene acaso dignidad? ¿No estáexpuesta a que mañana le vuelva apasar lo mismo?

—Pues entonces —dijovencida la señora Magdalena—¿qué os parece que debo hacer?

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—Creo que lo mejor será queyo le cuente esta plática, y si la veoque se docilita, enviaré a mi maridopara que pueda usía ir por ella, quees lo que debe ser.

—¿Dónde vivís?—Yo enviaré a mi marido, y él

os conducirá; vivo muy cerca de laPlaza Mayor: déme usía algunacosa que como seña pueda traerosmi marido.

—Tomad —dijo la señoraMagdalena, sacando de uno de susdedos una rica tumbaga de oro.

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—No, eso no; no se vaya aperder y crea usía que me la hetomado.

—Pero esta tumbaga la conoceJulia, y será la prueba de quehabéis hablado conmigo.

—No se necesita; Julia meconoce demasiado ya para dudar demí; déme usía un pañuelo.

—Aquí está —contestó laseñora Magdalena— pero hacedmefavor de aceptar esta tumbaga,siquiera por los favores que habéishecho a Julia.

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—¿Qué favores?—Recogerla, tenerla en

vuestra casa.—¡Ah! si es por eso, guarde

usía su tumbaga, que antes es ciertoque yo tenía una fonda; pero mecasé, yo tengo ya con qué vivir,gracias a un hombre muy caballeroque está ahora en desgracia, y ya nivendo comida ni alquilo casa.Conque Dios guarde a usía.

La señora Magdalena era unabuena mujer, pero no tenía ese tactodelicado que se necesita para tratar

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a las gentes de corazón, y aquellanoche había salido derrotada en suconferencia con Paulita.

La muchacha se levantó y sedirigió a la puerta.

—¡Ah, perdonadme!, ¿cómo osllamáis? —preguntó la señoraMagdalena.

—Paulita me llaman, y estoycasada con el Jején.

—¿Es apellido eso de Jején?—No, señora —dijo

sonriéndose Paulita— así le llamanporque es pequeño de cuerpo.

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Al oír la señora Magdalenaque el marido de aquella mujertenía un sobrenombre, hizo un gestode desagrado, sin recordar quizáque al suyo le llamaban en laEspañola el «Oso-rico».

Paulita advirtió aquel gesto, yvolviéndose hacia la señoraMagdalena, le dijo:

—Mire usía, señora; miprotector una vez que estuvoenfermo, me contó que los reyestambién solían tener sobrenombres¿por qué es malo que un pobre lo

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tenga, cuando hasta los reyes lo hantenido?

La señora Magdalena semordió los labios y contestó:

—No; si yo nada he dicho.—Es verdad. Dios guarde a

usía —y esta vez salió Paulita a lacalle, adonde el Jején la esperabasentado en la acera de enfrente.

—¿Qué arreglaste? —preguntóJején.

—Todo, y muy bien.—Cuéntame.—No, hasta la casa y delante

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de Julia.—¿Se pondrá contenta?—Mucho, si quiere volver a su

casa.—Lo dudo.—Ella sabrá lo que hace.Y Paulita y su marido

conversando alegremente sedirigieron para su casa, en dondeJulia los esperaba con impaciencia.

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VI

EL PROYECTO DE BODA

JULIA se había quedado sola en lacasa de Paulita, esperando que éstavolviese con su marido. Paulitahabía procurado ocultar a la joven

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el objeto de su salida, temerosa desalir mal en su empresa; pero comoJulia tenía miedo de quedar sola,Paulita le encargó cerrar la puertapor dentro, y que no abriera si nollamaban de una manera particularconvenida entre ellas.

Poco antes de regresar Paulitaa su casa, dos hombres, embozadoshasta los ojos, llegaron hasta lapuerta de la casa y llamaron; perocomo no eran los toquesconvenidos, Julia se cuidó muy biende abrir.

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Uno de aquellos hombresrepitió los golpes a la puerta, nadiecontestó tampoco, y entonces seentabló entre ellos el siguientediálogo:

—¿Estás seguro —preguntóuno de ellos— que ésta es la casa?

—Tan seguro, como que ayeren la mañana estuve aquí con elJején.

—Pero no abren, y tú me hasdicho que Paulita no sale por lasnoches.

—Es cierto, y aún hay luz

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adentro; mire usía.Uno de los hombres aplicó el

ojo a la cerradura de la puerta.—En efecto —exclamó— hay

luz; quizá se haya dormido esamuchacha: llamaremos más fuerte.

Y volvieron a llamar con másfuerza.

—Tal vez habrán salido.—Puede ser; pero cuando

dejaron luz, es porque no tardaránen volver.

—Volveremos más tarde.—Como usía lo disponga.

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—Y los dos hombres sealejaron por donde habían venido.

Pocos momentos después sepresentó Paulita con su marido yllamaron. Julia les abrió almomento.

—¡Albricias, hermosa,albricias! —dijo Paulita abrazandoa Julia.

—¿Albricias?, ¿de qué? —preguntó la joven.

—¡Albricias! ¿Sabéis dedónde vengo en este momento?

—Imposible, si vos no me lo

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decís.—De vuestra casa.—¿De mi casa?—Sí; he visto a la señora, y

está muy arrepentida de lo que hizocon vos, y desea veros.

—¿Pero qué le habéis dicho?…

—Muchas cosas buenas, sobretodo para vos, y si queréis, no tengosino enviar al Jején con estepañuelo, y vuestra madre vendráaquí por vos.

—Paulita, ¡cuánto os

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agradezco lo que habéis hecho!Pero siento rubor de volver a micasa, en donde mi madre hadesconfiado tan horriblemente demí…

—Se lo dije, y por eso no vinoconmigo; es preciso contar convuestra entera voluntad.

—¡Oh, si yo tuviera adóndeirme!…

—Ingrata sois; ésta es vuestracasa…

—Paulita, lo creo; peroconsiderad que es imposible para

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mí permanecer en esta situación.—Lo comprendo.—¿Qué haré?Os voy a decir quizá una

necedad ¿por qué no aceptáis elmatrimonio que os propone vuestramadre?

—¡Dios me libre!—¿Por qué? Habladme con

franqueza.—Paulita, ya sabéis que amo a

otro hombre.—Lo sé; pero ese amor es un

imposible; ese hombre es un pirata,

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y debéis comprender que no puedepisar ninguno de los dominios delrey de España. Vos no podéis irlo abuscar a los mares ¿en dónde nicómo llegaréis a encontrarle?Además ¿os atreveríais a casaroscon un hombre así? Ya sabéis loque se cuenta de ellos, que se robanen todas partes a las mujeres, quelas asesinan luego que lesfastidian…

—Pero Antonio es muy bueno.—Todos los hombres son muy

buenos cuando los queremos y

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cuando nos pretenden; luego losllegamos a conocer, y nosarrepentimos de no haberlosconocido antes. ¿Ese hombre, Julia,podrá ser distinto de los otrospiratas? Si lo fuera, ya se habríaseparado de ellos.

—¡Si yo le amo mucho!—En eso está el mal, en que le

amáis; cuando es un amorimposible, es lo mismo queenamorarse de una estrella, y éstasson las cosas que de jóvenesguardamos en la cabeza, y que

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después nos pesan.—Yo no creo imposible

volverle a ver.—¿Estáis loca, Julia?

¿Esperáis que un pirata se atreva avenir a México? Al pisar el puertole ahorcarían. ¿Esperáis volver vosa la Española? Aun cuando asífuese, no lo veríais, porque sólo decasualidad se ven a esos hombres, yademás, que no veo mucha facilidadde que vos salgáis ya de la NuevaEspaña. Oíd mis consejos, olvidadese amor como un sueño, olvidadlo;

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aceptad el matrimonio que se osofrece, para salir de la casa devuestra madre y ser dueña de lavuestra: os aseguro que a nadiereferiréis vuestros soñados amorescon el pirata, que no os haga burla;como si yo me enamorara del GranSultán.

—Pero ¿y él, que tanto meama?

—Julia, Julia, sois una niña.¿Pensáis que ese hombre se acuerdede vos? ¡Ni sabrá adónde os llevóla suerte! De seguro que no será

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como sois, tan candoroso, y no hade estar guardando fidelidad a unimposible, porque esto lo sabe élmejor, que es imposible; ellostienen mujeres en todas partes, encada pueblo, en cada aldea; lasprincipales muchachas son paraellos: resignaos, que no será élquien piense ya en Julia, porquepara él ha muerto.

—Paulita, ¡cuánto mal mehacen vuestras palabras!

—Lo siento; pero os amocomo a mi hermana, y quiero

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curaros esa locura, y por eso yporque salgáis de la casa en que tanmal os han tratado, os aconsejo queaceptéis ese matrimonio. Alprincipio será para vos un inmensosacrificio, porque en todas partesveréis a vuestro pirata, y osparecerá que se os aparece a cadamomento; pero al año ya me daréislas gracias y os reiréis de esta queahora soñáis pasión. ¿Conquequeréis que mande llamar a vuestramadre?

Julia reflexionó, y luego

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contestó con resolución:—Que venga.—Anda, Jején, hijo mío —dijo

Paulita— lleva este pañuelo a laseñora de la casa en dondeestuvimos, y dile que su hija laespera.

El Jején salióprecipitadamente.

—Ahora que estamos solas —dijo Paulita— os contaré, paravuestro consuelo: yo también amécon mi primer amor a un hombre, aun hombre que fue también un

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imposible para mí; y no porqueestuviera en tierras remotas, niporque me fuera imposible volver averle, sino porque era noble,porque era un conde, y yo era unapobre muchacha. Yo hubiera sido,no su mujer, su dama, y él locomprendió, y él me hizocomprender a mí el abismo que nosseparaba, y él me contuvo en micaída, y le escuché y me casé con elJején. El corazón se me hacíapedazos; pero ahora comprendo quehice bien; sería yo quizá una mujer

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perdida: aún le amo, aún meestremezco al hablar de él; pero medomino, y sigo viviendo tranquila,porque era imposible que yo fuerala esposa de don Enrique Ruiz deMendilueta.

—¿Así se llamaba?—Sí; Enrique Ruiz de

Mendilueta se llama, Julia, porqueaún no ha muerto; nadie sabe dóndeestá, pero creo que vive.

—¿Habéis padecido mucho?—Mucho; pero conocí la

razón. Amar un imposible es una

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locura, creedme. Julia, os lo digocon experiencia, y vos no podéisser ni la dama siquiera de esehombre, porque no creo que volváisa verle.

Julia se cubrió el rostro ycomenzó a llorar. Paulita se acercóa ella y comenzó a acariciarla.

—¡Cuánto siento lo que oshago padecer con mis consejos! —la dijo—. Pero según me habéiscontado, no tenéis una amigaverdadera, ni persona alguna que osaconseje; no podéis estar ya

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tranquila en vuestra casa, los celoshan envenenado el corazón devuestra madre, que estaráconstantemente desconfiando devos. Por otra parte ¿creeis que esevuestro perseguidor, ese don PedroJuan, prescinda de sus antiguaspretensiones?

—Después de lo que hapasado, creo que sí.

—Os engañáis; al encontrarsea vuestro lado otra vez, al ver queha pasado ya la tormenta, poco apoco irá cobrando confianza, y muy

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pronto, con vuestra presencia en sucasa, volverá a encenderse supasión y volverá a solicitar vuestroamor, hasta que haya otra tormentamás terrible que la anterior.

—Por eso no quiero volver ami casa.

—¿Pues adónde iréis? ¿Tenéisvocación de monja?

—¡Oh! no, no.—Entonces en cualquier parte

estaréis mal y expuesta siempre a lapersecución de ese hombre, y a queel día que vuestra madre sepa algo,

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crea que para tener más libertadhabéis dejado su casa.

—¡Dios mío!, ¿qué haré?—Julia ¿no tenéis más que el

amor de vuestro pirata que osimpida casaros con el hombre queos propone vuestra madre?

—Nada más; perdido su amor,para mí todo es indiferente sobre latierra.

—Pues lo que es su amor,dadlo ya por perdido…

—Eso es espantoso…—Pero es la verdad; tened

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resolución y arrojad esas locuras devuestro pensamiento, o amadlo,pero que esto no os impida orarcomo todos los cristianos, y nosoñando en imposibles: aprended amí…

—Vos no amaríais sin duda aese hombre.

—¿Que no le amaría?, ¿que nole amaría? Julia, le amo aún contodas las fuerzas de mi alma; le amoaún, a pesar de que para mí es yasólo un recuerdo; le amo, le amo, ysu amor está en mi corazón como en

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un santuario, y lo conservo comouna religión, a pesar de losobstáculos invencibles que nosseparan. Y yo tuve y tendré quizánecesidad de luchar, de luchar yvencerme, porque yo le veía, y lehablaba, y se sentaba a mi lado, yestrechaba mi mano, y lo que esmás, comprendía que yo le amaba; yle veré otra vez, mi alma lopresiente, y, Julia, yo os lo aseguro,sabré vencerme. Conque decidmeahora vos ¿en qué son comparableslos tormentos de vuestra soñada

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pasión, con este combate diario ydoloroso, en el que no hubiera yotenido necesidad más que de deciruna sola palabra para ser, si no laesposa, al menos la querida de esehombre adorado por mí? Julia,amad a vuestro pirata cuantoqueráis, pero no sacrifiquéis a eseamor de niña vuestro porvenir y latranquilidad de vuestra madre.

En este momento se oyó en lacalle el ruido de una carroza, yllamaron a la puerta.

—Ahí están —dijo Paulita, y

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se dirigió a abrir.Julia se puso lívida; la puerta

se abrió, y el Jején, seguido de laseñora Magdalena, penetró en laestancia.

La madre y la hija seprecipitaron la una en los brazos dela otra, y sin poder articularpalabra, comenzaron a llorar.

Jején llamó a Paulita aparte yle dijo:

—¿A quién crees que heencontrado esta noche, al ir para lacasa de esa señorona?

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—¿A quién? —preguntóPaulita.

—A don Enrique en persona.—¡Jesús! —exclamó Paulita

poniéndose trémula.—No te espantes y vayan a

maliciar algo; viene oculto y conriesgo de la vida.

—¿Pero qué te dijo? —preguntó la joven, pudiéndoseapenas tener en pie.

—Que me necesita, no sé paraqué; que mañana a las once de lanoche me espera enfrente de

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Catedral.—¿Y no más?—No más.—¿Te preguntó por mí?—No.Paulita ahogó un suspiro y

sintió que su corazón se hinchabade dolor.

—¡Oh! —pensó la joven— ¡siJulia sintiera esto!

Julia y la señora Magdalenahablaban ya entre sí.

—Vamos, hija mía —decía lamadre limpiándose los ojos—

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vamos, ya no llores; sígueme,volvamos a nuestra casa, yperdóname tantas imprudencias; túno sabes lo que son los celos, yDios te libre, hija mía, de saberlonunca. Vamos a casa —y la tomó deuna mano para llevarla consigo.

Julia humildemente se levantó.—Adiós, Paulita —dijo Julia

abrazándola.—Adiós —contestó Paulita—

y encontrando en aquella despedidaun pretexto para dar salida al llantoque la sofocaba, se puso a gemir.

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—Paulita —dijo Julia— nodejéis de ir mañana por casa, osespero…

—No —contestó Paulita—mañana iré; aún tengo que seguircon vos una conversaciónpendiente.

Julia y la señora Magdalenamontaron en la carroza que lasesperaba rodeada de lacayos a pieque llevaban luces, y se dirigieronpara la casa.

Al penetrar otra vez Julia enaquella mansión, de la que había

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salido de una manera tan triste,sintió que todas las reflexiones dePaulita tomaron mayor fuerza; se lefiguró que alguien se las repetía ensu interior, y comprendió que lapobre muchacha tenía razón.

La señora Magdalena se ibaponiendo sombría y dirigía paratodas partes miradas inquietas.

Julia conoció lo que pasaba enaquel corazón, y una resoluciónrepentina y enérgica nació en elsuyo; le pareció digno de ellasacrificarse por la felicidad de su

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madre, y dijo sin vacilar a la señoraMagdalena:

—Madre mía ¿de quiéndecíais que pretendía ser mimarido?

—De don Justo, el hermano dela condesa de Torre-Leal —contestó admirada la señoraMagdalena.

—Madre mía, decidle que leautorizo para que pida mi mano;pero ha de ser pronto, muy pronto.

—Gracias, hija mía, gracias.¡Dios te bendiga! —exclamó la

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señora Magdalena anegada enllanto y cayendo en los brazos de suhija.

—¡Por vos, madre mía! —murmuró Julia.

Y las dos quedaron ensilencio.

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VII

EL 6 DE AGOSTO

ERAN las once de la noche del día 6de agosto de 1669, y llamaba a lacasa de doña Ana un hombreembozado. Era don Diego, que

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volvía a ver a la dama por primeravez desde la escena que hanpresenciado entre ambos nuestroslectores.

Doña Ana estaba triste; elIndiano había escapado casi deentre sus brazos, confesándole quela amaba, y sin embargo, no volvió;doña Ana le esperaba todas lasnoches, y las noches pasaban y donDiego no parecía: la dama sentíauna inquietud mortal.

—Habrá prescindido de miamor —pensaba— ¿qué hago

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entonces en esta soledad?… No, no,vendrá; le espero, le espero.

En este momento llamaron alzaguán.

—¡Él es! —exclamó doñaAna, y se arregló el traje y eltocado como si ya don Diegoestuviera muy cerca.

Doña Ana oyó los pasos dealguien que subía la escalera, quese aproximaba por el corredor, y lapuerta se abrió.

—¡Don Diego! —exclamó lajoven saliendo a su encuentro.

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—¡Doña Ana! —dijo elIndiano.

—Temía que no volvieseismás.

—Doña Ana, no os engañáis;había tomado mi resolución: noquería ya veros.

—¡Ingrato!—Sí, porque tenía

remordimientos con vuestro amor;pero he pensado tanto en vos, en loque me habéis dicho, siento tantriste, tan inmensa mi soledad, queme decidí a venir para deciros…

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—¿Qué?, ¿qué?—Que os amo, que quiero, que

necesito que seáis mía…—¡Don Diego! —exclamó

doña Ana precipitándose en susbrazos— ¡cuán feliz me hacéis!

—Sí, doña Ana, porque yo losoy también. He comprendido querealmente Marina no existe ya paramí; yo estoy solo sobre la tierracomo vos lo estáis; soy joven aún,necesito amar; vos me amáis, y soisdigna de que os ame, porque osdebo una reparación, y esto es lo

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que me ha decidido.—¡Reparación! ¿Y de qué, don

Diego?—¿De qué, Ana? De que yo

soy la causa de todas vuestrasdesgracias, de que yo aconsejé aEstrada todo lo que hizo con vos eldía de vuestro rapto, de que esamisma noche, antes que él oshubiera visto, os hubiera hablado,vino a mí, me ofreció que si yoquería seríais mía y no de él, y yo,cegado, desprecié aquella ocasión.Yo he sido malo para los dos.

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—Pero no hay que hablar deeso si me creeis digna de vos aún.

—Digna sois, Ana, porque sivos habéis tenido amores con donCristóbal de Estrada, si habéis sidosu querida, yo he tenido la culpa yme arrepiento. Y ahora que Dios mepone en situación de reparar midelito, lo haré, y vos, Ana, seréismi esposa.

—¡Oh —exclamó conmovidadoña Ana— ésa es demasiadafelicidad! Porque yo no merezcotanto: ¡volver así tan alta a vuestro

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aprecio, es para mí la mayor de lasdichas!

—Ana, os amo, sois buena, yoos haré feliz; consolaréis misoledad, seréis la madre de mipobre hija, y nos iremos a vivirlejos de aquí, adonde nadie nosconozca. Felizmente aun soy joveny rico, y podemos aún pasar unavida tranquila.

—¡Don Diego! ¡Sois un ángel!—Preparad vuestros equipajes

para mañana mismo; quiero quesalgamos de la ciudad en la tarde.

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—¡Oh!, ¡qué felicidad!, ¡quéfelicidad!

—Mañana, a las dos de latarde, vendré aquí en mi carrozapor vos.

—¡Dios mío, se me va a hacereterna la noche! Éste es el día másfeliz de mi vida. ¿En qué fechaestamos? Porque quiero grabarla entodas partes.

—No recuerdo.—Yo sí, ya recuerdo, estamos

a seis de agosto.—¿A seis de agosto? —dijo

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sobresaltado el Indiano, recordandola cita con don Enrique.

—Sí, a seis de agosto. ¿Qué ossucede?

—Nada —contestó el Indianosacando una soberbia muestraguarnecida de piedras preciosas, ydiciendo para sí—: Los tres cuartospara las doce.

—¿Por qué os habéis puestosombrío? ¿Esta fecha os trae algúnrecuerdo penoso?

—Sí, Ana, y me voy por esoinmediatamente.

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—Pero explicadme, donDiego.

—No tengo ya tiempo, serámañana. Adiós, mi hermosa dama—dijo dándole un beso.

—Adiós, amor mío —contestódoña Ana.

El Indiano salió apresurado, yella quedó diciendo:

—¡Qué extraño misterio! peroeste hombre es ya mío…

El Indiano se dirigió a lainmediata calle, que era el lugardesignado por don Enrique; pero

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don Diego no creía en aquella cita.Además, don Enrique era para élculpable por haberle engañado,enviando a doña Ana en lugar dedoña Marina: quizá estaría muylejos de México; pero don Diegosentía necesidad de buscarle.

Las doce sonaban cuandodesembocó en la calle de Tacuba yse dirigió al frente de la casa quehabía habitado doña Marina; porlos balcones se advertía luz, cosaextraña en aquella hora.

Don Diego se paró frente a la

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casa, y de la puerta de ella sedestacó un hombre.

—¿Quién va? —dijo elIndiano.

—Quien os ha citado para estelugar.

—¡Don Enrique!—El mismo, don Diego.

Sabéis que no acostumbro faltarjamás a mi palabra.

—Lo sé, y sin embargo, unavez por todas me habéis engañadovilmente.

—Tened la lengua, o vive Dios

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que tendréis que arrepentiros.—Sea en buena hora —dijo

don Diego tirando de su estoque—defendeos, y Dios decidirá.

—Aún no llega el momento —contestó con calma don Enrique ysin sacar su espada— pero prontovendrá: por ahora, tened la bondadde seguirme.

—¿Adónde?—¿Tenéis miedo?—Jamás; guiad.Don Enrique dio media vuelta

y se encontró frente al zaguán de la

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casa; le abrió y penetró al patio,seguido del Indiano. Don Enriquesubió apresuradamente lasescaleras, y el Indiano le seguía decerca.

Aquella casa despertaba en elánimo de don Diego tristísimos ydolorosos recuerdos; parecíale vera doña Marina, hermosa con laanimación que comunicaba a susemblante el goce de los primerosamores; recordaba los días felicesque había pasado allí a su lado. Ycon estos recuerdos se unían las

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punzantes memorias de losacontecimientos de Portobelo, laconsideración de lo que sería dedoña Marina en aquellos momentos,y una especie de remordimiento porsus amores con doña Ana y por laresolución que había tomado dellevársela consigo al día siguiente.

Todas estas ideas nacían en sucerebro simultáneamente, y luegopensaba adónde le conducía donEnrique; quizá para hacer máscompleta su venganza, pretendíahacerle morir en el mismo lugar en

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que había recibido la injuria.Don Diego era un valiente;

pero hay pensamientos terribles ypresentimientos negros, que caensobre el corazón más ardiente comouna gota de agua helada, y quehacen estremecer al hombre másaudaz.

El Indiano, al llegar cerca dela puerta del salón principal, vacilóun momento y llevó instintivamentesu mano a la empuñadura de sudaga.

Don Enrique ni aun le miraba;

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abrió con violencia la puerta y seprecipitó en el salón; el Indiano lesiguió; pero apenas penetró allí,lanzó un grito y quedó comoclavado en el sitio.

Aquel salón estaba regiamenteadornado e iluminadoprofusamente, y en un sitial, cercade una mesa, estaba sentada doñaMarina.

Al entrar don Enrique, la jovenlevantó el rostro, y al ver a donDiego quiso ponerse en pie; perolas fuerzas le faltaron, y pudo

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apenas pronunciar palabrasinarticuladas y tenderle los brazos.

—Don Diego —dijosolemnemente don Enrique— ahítenéis a vuestra esposa, tan pura ytan digna como el día que dejasteisde verla; a sus virtudes y a subelleza reúne hoy un nuevo encanto,la corona del martirio: su alma hasalido triunfante de la prueba. Dios,su firmeza y mi fortuna, os vuelvenhoy a doña Marina; podéisarrojaros en sus brazos, porque esdigna de respeto y de admiración.

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—¡Marina! —gritó el Indianorecibiendo en sus brazos a la joven,que se precipitó en ellos trémula ysilenciosa—. Marina ¿es posible?¿Vuelvo a verte? ¿Te tengo en mipecho? Háblame, háblame, porqueme parece que sueño.

—Don Diego —exclamóMarina— no soñáis; Dios nosvuelve la felicidad.

Don Enrique iba a salir de laestancia para dejarlos solos,cuando doña Marina,desprendiéndose de su esposo,

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tomó a don Enrique de una mano yle detuvo.

—Don Diego —dijo— he aquíal hombre a quien, después de Dios,debemos nuestra felicidad y nuestrahonra; él ha sido mi refugio y miamparo en medio de los peligros, élha fortalecido mi constancia, él haestado a punto de morir porservirme, y él, en fin, es el que meha libertado con un rasgo deaudacia inaudito, atravesando consu navío en medio de la armada delterrible Morgan.

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—Marina, tú no sabes aún loque ese hombre vale; él me havencido en el castillo de Portobelo,y me ha dado la libertad y la vida;yo le culpaba porque los piratas tearrebataban cuando él me habíaprometido volverte a mis brazos;pero entonces aun no comprendía lagrandeza de su alma. Caballero donEnrique Ruiz de Mendilueta, señorconde de Torre-Leal ¿queréishonrarnos con vuestra amistad, yaque habéis sido nuestro ángelsalvador?

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—Señor don Diego deÁlvarez, yo no soy ni caballero, niconde; no soy sino el mexicanoproscrito y miserable; no soy sinoel hombre que no tiene ni patria, ninombre, ni familia; no soy más queel pirata Brazo-de-acero, que hevenido hasta aquí para cumplir conuna cita que yo mismo os habíadado para esta noche y entregaros avuestra esposa. Al daros esa citame animaba el deseo de vengar envos sangrientas injurias; hoy ya nome atrevería; la satisfacción de

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haber hecho felices a mis enemigos,llena de tal manera mi corazón, quese apagan para siempre misantiguos rencores…

—¿Y no queréis nuestraamistad? —dijo doña Marina.

—Señora, no quiero que micorazón críe vínculos que nopueden existir.

—¿Y por qué no? —dijo elIndiano.

—Porque voy a partir estamisma noche.

—¿Y adónde?

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—No lo sé; a ocultar misdesgracias en un país remoto, a huirde la persecución de los virreyes:un hombre de toda mi confianzadebe esperarme a las doce de lanoche frente a Catedral; con él voya arreglar mi viaje, y mañana allucir la aurora, me alumbrará muylejos de aquí.

—Don Enrique —exclamó elIndiano— por mí habéis perdidopatria, nombre, riquezas, porvenir,todo, todo, y os habéis vengado deuna manera terrible para mí. Don

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Enrique, hacedme completamentefeliz, permitiéndome que os vuelvacuanto os he arrebatado.

—Es imposible; eso se perdiópara siempre…

—¡Oh! hacedme el últimoservicio, no me dejéis entregado amis remordimientos; yo conseguirélo que os ofrezco.

—¿Y cómo? —preguntótristemente el joven.

—No lo sé, no os lo puedodecir en este momento; pero tengofe en que lo conseguiré.

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—No lo creáis.—Mirad, no os pido mucho

tiempo; ocho días, don Enrique,ocho días ¿qué son para vos ochodías? Ocho días que estaréis ocultoen mi casa; si pasado este tiemponada consigo, os doy mi palabra decaballero de que os lo diré confranqueza y estaréis en libertad departir.

—Don Diego…—Sí, acceded a mi súplica, y

pensad que es vuestro porvenir,vuestra felicidad, lo que os ofrezco

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como una muestra débil de migratitud, como un homenaje alhombre que me venció en valor y engenerosidad.

—Acceded —dijo doñaMarina.

—Sea como vos queréis —exclamó con resignación donEnrique, y el Indiano y su esposa leenlazaron entre sus brazos.

De los ojos de don Enrique sehabía desprendido una lágrima.

—Ahora —dijo el Indiano a suesposa— vamos a ver a nuestra

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hija.—¡Vamos! —exclamó con

alegría doña Marina—. Venid, donEnrique.

Y los tres, con el corazón llenode alegría, salieron a la calle y seencaminaron para la casa de donDiego.

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VIII

LA ALEGRÍA DE DON JUSTO

EL JEJÉN llegó a las doce de lanoche frente a Catedral, como se lohabía prevenido don Enrique, y sepuso a esperar; pero don Enrique no

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volvió a pensar ya en él.La hora pasaba, el frío de la

mañana hacía tiritar al Jején, quepermanecía firme en su puesto,hasta que los rayos del solcomenzaron a dorar las torres de laciudad.

—Ya no viene don Enrique —dijo para sí el Jején— vamos adescansar, que si él me necesitasabrá buscarme.

Y se dirigió a su casa.Paulita le esperaba con

impaciencia; la noticia de que don

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Enrique estaba en México traía tanturbado su corazón, que no le eraposible no sólo dormir, pero ni aúnrecostarse.

Como la joven sabía que donEnrique había citado al Jején paralas doce de la noche, esperaba ellasaber lo que pensaba hacer eljoven, y a cada instante desde quesu marido había salido, le parecíaoír pasos, y que alguien se acercabay que llamaban a la puerta. Paulita,a pesar de la gran resolución de quehabía hecho gala con Julia, estaba

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enamorada y no podía dominarse.Por fin, llegó su marido.—¿Aún no te has acostado,

Paulita? —le preguntó.—¿Qué sucedió? —preguntó

la joven sin contestar a la preguntadel Jején.

—Nada; que don Enrique nofue, y que me he pasado la nochecomo un gallo.

—¿Por qué faltaría?—No lo sé; quién sabe qué le

sucedería.—¿Y ahora qué sucede?

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—Pues que yo no sé dónde élestá para verlo, y espero esta nocheque él venga a buscarme a mí.Entretanto, voy a dormir un poco, ycreo que harás lo mismo tú ¿no esverdad?

—No tengo sueño, y ademásvoy a visitar a Julia…

—¡Mucho cariño le hascobrado!

—¡Es tan buena y tandesgraciada!

—Anda, pues.Y Jején se acostó, y a poco

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roncaba como un bienaventurado.Paulita se vistió con más cuidadoque de costumbre para salir a lacalle; don Enrique no se apartabade su imaginación, y le parecía queiba a encontrarle en la calle, o queiba a ser vista por él, y por estoponía tanto cuidado en sus ropas yen su tocado.

Paulita estaba encantadora, ycon la conciencia de que iba muyhermosa, salió a la calle y sedirigió a la casa de Julia.

Apenas serían las ocho de la

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mañana, pero todo el mundo estabaya en pie en aquella casa. Julia nohabía salido de su habitación, y laseñora Magdalena había enviadotemprano una esquela a don Justo.

Casi al mismo tiempo sepresentaron en la casa Paulita y donJusto, preguntando el uno por laseñora Magdalena, y la otra por laseñorita Julia. Paulita fueconducida hasta la estancia queocupaba su amiga, llamódiscretamente a la puerta y penetró.

Julia estaba muy pálida, y sus

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ojos, rodeados de un círculoazulado, indicaban que habíapasado una noche terrible. Al ver aPaulita se levantó y se dirigió a suencuentro.

—Buenos días, Julia ¿cómo ossentís? Ya veis que llego quizádemasiado temprano a visitaros;pero estaba yo tan inquieta…

—Paulita, me dais con esto unverdadero placer; soy tandesgraciada, y no tengo más amigaque vos…

—¿Y cómo seguís? ¿Qué ha

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dicho vuestra madre? ¿Qué habéispensado?

—Paulita, vuestrasreflexiones, vuestros consejos,alguna tristeza mal disimulada quenoté en el semblante de mi madre,su inquietud, el recuerdo de cuantome había pasado, y el temor de lavida que me esperaba, me hanhecho tomar una resolucióndolorosa pero firme.

—¿Y cuál es esa resolución?—Estoy decidida a casarme

con el esposo que me ofreció mi

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madre…—¡Oh, bendito sea Dios!

¡Bendito sea Dios! Esto es lo que sellama obrar con prudencia… Yaveréis, ya os acordaréis de mí.

—Sí, estoy resuelta; así se lohe dicho a mi misma madre, y no hepuesto más que una condición…

—¿Qué condición?—Que ese matrimonio se haga

inmediatamente.—¡Dios mío! Pues tenéis más

resolución que la que yo ossuponía…

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—¿Qué podía yo esperar?¿Para qué había de pasar días devacilación? ¿Por qué detener esemomento, que si es para mí un gransacrificio, es la tranquilidad parami pobre madre? Yo no puedo yaser feliz; que lo sea ella: yo soy unobstáculo para su dicha. Yo quitaréese obstáculo casándome con elhombre que me pretende…

—¿Y quién es ese hombre?¿Lo sabéis ya?

—Sí; es el hermano de lacondesa de Torre-Leal, ese don

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Justo que me fue a buscar a vuestracasa.

Paulita hizo un gesto dedisgusto.

—¿Sabéis algo malo de él? —preguntó Julia.

—No; no le quiero yo porqueera enemigo de don Enrique.

—¡Ah! ¿Del hombre a quienamábais?

—A quien amo, Julia, a quienamo, y que por desgracia mía hallegado a México.

—¿Cuándo?

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—No lo sé; pero al salir vosanoche, mi marido me dijo que lehabía hablado.

—¿Y estáis impresionada?—Julia, no podéis comprender

lo que pasa ahora en mi corazón;estoy alegre, y una tristeza profundame asalta repentinamente; deseoverle, y temo el encontrarle; sientoremordimientos por ese amor, conel que me parece que le falto a miesposo, y al mismo tiempo no mearrepiento de haberle amado; estoyorgullosa porque no sucumbí a su

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amor, y maldigo mi debilidad queme hizo detenerme antes de sersuya; porque ese hombre, Julia, tannoble, tan generoso, tan valiente,merece que una mujer se sacrifiquepor él; porque ese hombre mereceque una mujer esté más orgullosa deser su dama que si fuera la esposade un monarca.

—¿Tanto le amáis?—¡Ah, Julia, siento que me

vuelvo loca! En toda la noche no hepodido dormir, y he venido a verostan temprano para quejarme con

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vos, para llorar con vos, para quetengáis lástima de mí… ¡Oh!, ¿paraqué ha venido a México esehombre?

—¿Y se ha casado ya? —preguntó Julia.

—¿Casado? —repitió Paulitaalzando la cabeza con un aire deespanto y al mismo tiempo de furor—. ¡Oh, esa prueba sí no laresistiría yo, porque no comprendoque pudiera amar a otra mujer!…

—Pero vos sois casada sinembargo…

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—Lo soy, y no quisiera yo queél lo fuera… ¿Pero qué derechotengo yo para esperar exigir nadade él?

Y Paulita se puso a lloraramargamente.

—Calmaos, calmaos —ledecía Julia acariciándola— ¿endónde está esa indomableresolución de que me hablabaisanoche?

—Yo la tenía, la tenía, Julia;pero al saber que estaba aquí, la heperdido. ¡Pobre de mí!, ¡pobre de

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mí!—Y bien, Paulita, si el hombre

que yo amo apareciese de repenteante mis ojos ¿qué sería de mí?

—Julia, eso es imposible; esehombre no puede pisar la Américasino en son de guerra.

—Pero es que el vuestro se haaparecido.

—Julia, no suceden siemprelas cosas lo mismo; don Enrique havuelto a México porque nació aquí,porque no ha cometido ningúncrimen contra el rey, al paso que el

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vuestro no podría pasar ni deVeracruz.

Llamaron en este momento a lapuerta.

—¿Quién va? —dijo Julia.—Señorita —contestó desde

afuera una esclava— el ama quiereque su merced vaya a verla.

—Dila que voy —dijo Julia, yluego dirigiéndose a Paulita agregó—: Seguramente mi madre va acomunicarme la resolución de donJusto: no os vayáis, esperadme;necesito que me animéis.

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—Julia, no perdáis vuestraresolución.

—Nada temáis, estoy firme yserena ¿no me veis?

Julia se levantó y saliómajestuosamente de la estancia,dejando admirada a Paulita con suenergía.

En tanto que las dos jóveneshabían tenido la conversaciónanterior, había pasado en elgabinete de la señora Magdalenauna escena importante.

Don Justo llegó a la casa,

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como hemos visto, en los mismosmomentos que Paulita, y se dirigióal aposento de la señoraMagdalena. Se hizo anunciar y fuerecibido sin obstáculo.

—Señora —dijo don Justo—he recibido una esquela vuestrallamándome, y me he apresurado avenir para ofrecerme a vuestrasórdenes.

—Don Justo, os lo agradezco¿sabéis ya lo acontecido con mihija?

—Sí, señora, y os aseguro que

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me ha causado profundo disgusto,no sólo por haber sido yo la causainvoluntaria de todo, sino por laspenas que ha sufrido Julia, a quienamo y respeto con todo micorazón…

—Gracias.—Yo tuve la fortuna de saber a

tiempo lo ocurrido, y de sabertambién el lugar en que ella sehabía refugiado, para ir a ofrecerlemis débiles servicios.

—No sabía yo…—Nada he querido deciros

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hasta que estuvierais más calmada,para pediros el perdón de Julia yhacerla volver a vuestro lado.

—Gracias; pero ya Julia estáaquí.

—¡Oh, cuánto me alegro!—Está aquí, y consiente en ser

esposa vuestra si vos estáis resueltoa llevar adelante vuestraspretensiones.

Don Justo se levantó de suasiento como un niño a quien leofrecen un juguete; estaba pálido dealegría.

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—¡Dios mío! ¡Qué gusto! —exclamó— ¡qué placer! ¿Cómo no,señora? ¡Me hacéis feliz, me hacéisfeliz! ¡Julia mi esposa, mi esposa!¡Oh!, ¿y cuándo? ¿Cuándo tendrálugar esa boda?

—Es la única condición queJulia os pone.

—¿Que se retarde?—No; que se haga

inmediatamente.—Pues esa condición me hace

feliz, feliz.—¿Admitiréis?

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—¿Quién lo duda? Hoymismo, mañana mismo, cuandoquiera ella.

—Le preguntaremos.—Sí, esta semana es para mí

la semana de la alegría; ¡sisupierais!

—¿Qué?—Que dentro de tres días se

cumple el plazo señalado por elconde de Torre-Leal para esperar lavuelta de su hijo mayor, a quientodos creen muerto; si ese día no sepresenta, como no se presentará,

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porque yo sé que está gozando deDios, mi sobrino, el hijo de mihermana, el hijo del segundomatrimonio del conde, entrará algoce de la herencia, y ya podéiscomprender cuánta será por eso mialegría; es hijo de mi hermana, yademás yo soy su tutor.

—Entonces, para ese día, siqueréis, fijaremos el matrimonio.

—Si Julia quiere, si estácontenta con eso, dentro de tres díasnos uniremos para siempre. ¡Oh,qué contento estoy!

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Y don Justo se frotaba conalegría las manos.

—¿Queréis que llame a Julia?—preguntó la señora Magdalena.

—Si os parece bien…—María —gritó la señora

Magdalena.—Señora —dijo una esclava.—¿Está levantada la señorita

Julia?—Sí, mi ama.—Dile que venga un momento.La esclava salió a llevar el

recado a Julia, y don Justo, que no

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podía moderar su alegría, comenzóa pasearse apresuradamente delantede la señora Magdalena.

A decir verdad, la señoraMagdalena estaba tan alegre comoél de aquella boda; era unatentación menos para Pedro Juan, yuna garantía más para latranquilidad de su matrimonio.

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IX

FIRMEZA Y ENERGÍA

JULIA se presentó delante de laseñora Magdalena y de don Justoque la esperaban, pálida, peroserena; su voz no temblaba, aunque

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sus ojos daban muestras de llanto.—¿Me habéis enviado a

llamar, madre mía? —preguntó lajoven.

—Sí, hija mía; siéntate yescúchame.

Julia obedeció sin replicar.—Ayer —continuó la señora

Magdalena— me has manifestado tuvoluntad de recibir como esposo alseñor don Justo, que está presente,y que había pedido tu mano.

—Es cierto, madre mía.—Bien; y recuerdo igualmente

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que la única condición que pusiste,fue la de que este matrimonio severificara cuanto antes.

—Es verdad.—¿Y estás dispuesta aún a

llevar a efecto este enlace?—Lo estoy.—Es que el señor desea que

se verifique dentro de tres días…—Él puede disponerlo para el

día en que le parezca másconveniente.

—Entonces, hija mía, creo quedebes hablar con él a solas un

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momento.—No hay necesidad —dijo la

joven.—No la habrá, pero lo creo

prudente, y os dejo en libertad;puesto que vais a casaros, no osfaltará algo que hablar.

Y sin esperar contestación, laseñora Magdalena salió, dejandosolos a don Justo y a Julia.

La posición de don Justo nopodía ser más embarazosa para unhombre de tan poco trato desociedad; sabía ya que aquella

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joven iba a ser su mujer, y sinembargo, no se atrevía ni a dirigirlela palabra. Don Justo creía aquellocomo un inmenso triunfo, como larealidad de una ilusión que no seatrevía a tocar por temor de verladeshecha.

Julia, por su parte, como nadatenía que decir a aquel hombre,callaba y no le dirigía ni unamirada.

Por fin, él haciendo unesfuerzo inaudito, se atrevió aromper el silencio; pero como

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todos los tontos, fue tan torpe en elmodo de principiar suconversación, que más le valierahaberse callado.

—Conque es decir, Julia, quedeseáis casaros conmigo —dijo.

—No he dicho tanto —contestó la joven— estoy resignadaa llamaros mi marido.

—Entonces —dijo él concierta especie de fatuidad— vos meamáis.

—Don Justo, creo que notodavía.

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—Entonces ¿cómo os vais acasar conmigo? Porque si os vais acasar conmigo es porque me amáis;eso no lo podéis negar.

—Caballero, ya quepromovéis esta conversación, queyo hubiera deseado evitar, voy ahablaros francamente, voy a deciroslo que pasa en mi corazón, voy aexplicaros con verdad mi conducta;si aun así insistís en casarosconmigo, yo no tendréinconveniente ninguno.

—Hablad, Julia, con entera

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libertad.—Ante todo debo advertiros,

señor, que no os amo…—Dolorosa advertencia para

mí.—Pero necesaria: no os amo

¿lo oís? No os amo; esto no quieredecir que os aborrezco, que seáisantipático para mí, que me causéisrepugnancia…

—Entonces…—Entonces, me sois

completamente indiferente.—¡Jesús!

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—No os admiréis; yo tal vezen lo sucesivo con el trascurso deltiempo, con vuestra conducta noble,con vuestro trato amable, convuestro cariño y vuestrasconsideraciones, quizá os llegue aquerer como a un buen marido; peroahora no os miro como a mi novio.

—¡Julia!—¡La verdad! Y yo quiero que

la escuchéis entera de mi boca,porque jamás he engañado a nadie.

—Pero si vos no me amáis, mitranquilidad está perdida.

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—Eso no, don Justo; una damasoy que sabe lo que debe a sunombre, a su honra, y sobre todo, asu religión. Podéis, señor,descansar tranquilo; vuestro honorestá en mis manos tan seguro comoen una caja de oro, y si llegara elcaso de que siendo vuestra esposasintiera nacer un amor extraño enmi corazón, antes que dejarlosiquiera adivinar, me ahogaría yocon mis propias manos.

Julia, esos sentimientos sondignos de una dama como vos; así

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os amo, así estoy conforme. ¿Quédigo conforme? Así estoy contentode ser vuestro esposo.

—Aún hay más, señor; con lafranqueza que os he dicho que no osamo y que hallaréis en mí lafidelidad más pura, os advierto queyo aborrezco esas tiranascostumbres de los países españoles,por las que el marido y la mujer seconstituyen a su vez espías del quedebe ser su amigo y no suprisionero, y jamás me resignaré atener por esposo a un hombre que,

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receloso e imprudente, quiera por sícuidar una honra que ha guardadoen el corazón de una mujer digna.¿Lo entendéis?

—Estáis en la razón, Julia.—Bien, don Justo; ahora

decidme ¿insistís en ser mi marido,sin olvidar nada de esto?

—Más que nunca.—Entonces, disponed el día en

que debe verificarse esa boda; peroos suplico que hasta ese día nadame digáis, ni me consultéis, ni auntengáis la pretensión de hablarme.

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Voy a dar un paso muy importanteen mi vida, y quiero estar sola,libre, encerrarme, llorar, rezar, y siel dolor de mis desgracias no mehace morir o me vuelve loca, el díade la ceremonia estaré a vuestrolado para daros la mano de esposa.

—Pero, Julia ¿qué penas osatormentan?

—Ésos son los secretos de micorazón. ¿He preguntado yo acasolos vuestros? ¿He tratado de sabervuestros antecedentes o vuestravida? Aprended a respetarme como

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yo os respeto a vos.Don Justo quedó como

abrumado con aquella salida.—Adiós, don Justo —continuó

la joven— hasta el día de nuestraboda.

—Adiós, Julia —contestó donJusto.

La joven salió y don Justoquedó por un momento pensativo;de repente, como volviendo en sí,exclamó:

—¡Mejor! Todas estas cosasme hacen quererla más y más; ésta

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es una mujer que no es como todaslas mujeres: me conviene y meagrada; muy pronto será mía.

Y saliendo también de lapieza, se dirigió en busca de laseñora Magdalena.

—¿Qué tal? —le dijo ésta.—Perfectamente —contestó

don Justo— Julia es la mujer queme conviene, porque a mi edad, yano estamos los hombres paraaventuras de romances, ni parahistorias de libros de caballerías.

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Paulita esperaba con ansia la vueltade Julia, pero sin dejar de pensarpor esto en don Enrique.

La pobre muchacha estaba ensu hora de padecimiento.

Julia entró de improviso y searrojó en sus brazos.

—¿Qué ha pasado? —preguntóPaulita con interés.

—¡Está consumado misacrificio! ¡Soy la esposa de esehombre!

—¿Le aborrecéis?—No; pero no le amo.

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—¡Cuánto os compadezco!Pero al fin viviréis, si no feliz, almenos tranquila, y sobre todo,habréis hecho feliz a vuestra madre.

—Mi conciencia está tranquilaa costa de mi corazón, Paulita; nohablemos ya de eso, mi resoluciónestá tomada ya.

—Hacéis muy bien, Julia. ¿Ypara cuándo se ha fijado el día dela boda?

—Para dentro de tres días,según pude entender; ese día sevence un plazo que le interesa a don

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Justo. ¡Dios sabe! Yo le he dichoque no le amo, y le he prevenidoque hasta el mismo día de la bodano me vea ni me hable; quiero estarsola estos tres días. Y decidme¿estáis ya más calmada?…

—¡Ojalá! Esta idea no meabandona ¿qué haré?

—Tened resolución y energía,y venceréis. ¿Vos no habéis dado elconsejo? Seguidle.

Paulita se despidió a poco, yJulia se encerró en su aposento.Aquellas dos almas desgraciadas

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procuraban ayudarse y sostenerse launa a la otra, y cada una sentía lamuerte y procuraba dar su vida.

Don Justo y la señoraMagdalena comenzaron a hacer losarreglos del matrimonio.

Pedro Juan veía todo aquellocon malos ojos; pero procurabamostrarse indiferente, y aunaparentando que nada comprendíade lo que pasaba en la casa.

Los deseos de Julia fueronobsequiados; nada se le consultó, yse dispuso de ella y de su suerte

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como si ella no tuviera voluntadpropia.

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X

EL PAGO DE UNA DEUDA

DON Enrique y doña Marina,siguiendo al Indiano, llegaron hastala casa que habitaba éste. DoñaMarina se precipitó a la alcoba en

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que dormía su hijita, y se entregó atodos los trasportes de la felicidad.

Don Diego hizo preparar unahabitación para que don Enriquepudiera vivir en ella los días quehabía prometido permanecer enMéxico.

A la mañana siguiente, donDiego se dirigió a Palacio en buscadel virrey marqués de Mancera.

Don Diego gozaba de granfavor con el marqués, a quienquería entrañablemente, no sólo porlos favores que de él había

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recibido, sino porque el marqués,hombre de claro talento y de buenainstrucción, se sabía hacer amableen su gobierno, por lo que suscontemporáneos lo calificaban deastuto y de sagaz.

El virrey recibía a don Diegoa cualquiera hora, y gustaba dehablar a solas y largamente con él.

Aquella mañana, el virreyestaba de muy buen humor; habíarecibido buenas noticias de lostercios que se formaban en lascostas para resistir las invasiones

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de los piratas, y éste era enaquellos días su pensamientodominante.

El Indiano, que conocía sucarácter, comprendió que laoportunidad no podía ser mejor.

—Bien venido sea elcaballero don Diego de Álvarez, miahijado —dijo el virrey.

—Siempre será bien venido sise le ofrece una oportunidad de serútil en algo a V. E. —contestó elIndiano.

—¿Y qué se dice de nuevo por

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esa noble y leal ciudad?—Señor, el pueblo vive

tranquilo, confiando en el paternalgobierno de V. E.

—¿Sí, eh? Pues a fe que yo noolvido los intereses de S. M. ni losde sus fieles súbditos losamericanos; anoche he recibidocartas muy satisfactorias que meanuncian el buen estado queguardan las milicias que estoyformando.

—Felicito a V. E. con todo micorazón.

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—Ya verán esos señorespiratas cómo en la Nueva Españano ponen los pies impunemente.

—Ya lo creo, señor; y a esepropósito me atrevería a suplicar aV. E. que me diera su permiso paracontarle una nueva que me tienelleno de alegría.

—Ahijado, tendré mucho gustoen oírla, siendo cosa que tanto oscontenta.

—Señor, he encontrado a miesposa.

—¡Cómo así! ¿A doña

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Marina? ¿A mi noble ahijada?—Sí, señor.—¡Oh, y cuánto me alegro!

¡Qué gusto va a tener la virreina!¿Pero no me habíais dicho que eraya muerta por mano de los piratasen Portobelo?

—Así lo dije a V. E., y así locreía yo también; pero felizmentelogró salvar, y está ya aquí.

—¡Aquí, en México! Vamos,contadme eso, que debe ser unaaventura maravillosa, porque creoque mujer que cae en manos de esos

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hombres, no sale ya de su podersino muerta o deshonrada, que es lomismo.

—Dios quiso favorecer a doñaMarina, valiéndose para esto de unhombre a quien los piratas habíanlogrado seducir para que losacompañase, y que había logradocaptarse el cariño del terribleMorgan, jefe de todos esoshombres, y de cuyo cariño se havalido para evitar mil males, y halogrado volverme a mi esposa.

—Pero referidme las cosas

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¿cómo han pasado?—Doña Marina cayó en poder

de los piratas; Morgan se enamoróde ella y la envió a su navío; yotambién caí prisionero: ese hombre,que ha sido nuestro ángel salvador,me dio la libertad y me prometiórescatar a Marina. El tiempo pasó,los piratas dejaron a Portobelo, yyo creí a mi esposa muerta odeshonrada, que al buen decir deV. E., viene a ser lo mismo. Elpirata quiso hacer a doña Marina suquerida, y ella resistió con energía

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unas veces y otras con astucias. Porfin, Morgan, desesperado deobtener su amor, la hizo encerrar enuna bodega de su navío; el hombreque la salvó la vigilaba muy decerca, aprovechó un momento enque Morgan saltó en tierra, e hizoentonces trasbordar a Marina a sunavío, y como se empeñó uncombate, él largó sus velas y logróescapar de los piratas; pero todoeso con tanto peligro, con tantaaudacia, teniendo que fingir y quedisimular tanto, que perdóneme

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V. E. si le digo que pocos hombresserían capaces de tanto.

—Es decir, que ese pirata estáen México.

—Sí, señor; él mismo hatraído a mi esposa.

—¿Y no ha temido venir aquí?—Confiaba seguramente en

que su buena acción sería su egida.—¡Extraño proceder! Ese

hombre tiene algo que no es común.—Señor, ese hombre es un

hombre de un gran corazón.—¿Y cómo se llama?

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—Permítame V. E. que antesde decirle su nombre, pida para élun completo indulto.

—¡Indulto! ¿Acaso él losolicita? Yo cumplo como caballeroy como noble no persiguiéndole, noevitándole que vuelva libremente,porque así lo merece y porque estarelación se la habéis hecho alcaballero y no al virrey ¿peroindultarlo cuando no lo solicita,cuando no sabemos qué crímeneshabrá cometido?

—Señor, el indulto no lo pide

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él, lo pido yo; yo soy el que digo aV. E.: «Hay un hombre a quienterribles circunstancias arrancaronde su patria, y le arrojaron enmedio de los piratas; ese hombre noha cometido ningún crimen, hasalvado el honor de una damanoble, ahijada vuestra. ¡Señor, yoos pido el perdón para esehombre!».

—Bien, yo os lo otorgaré. ¿Ysu nombre?

—Don Enrique Ruiz deMendilueta, conde de Torre-Leal.

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—¡Don Enrique! —exclamó elvirrey— ¡Don Enrique, el mismo aquien yo desterré con motivo delescándalo en vuestra casa!

—El mismo, señor, el mismo.—Pues ¿y por qué corrió la

noticia de su muerte?—No lo sé, señor; pero es el

mismo.—Don Diego, ese hombre es

muy malo; yo le desterré de estosreinos por su escandalosaconducta… vos recordaréis.

—Señor, perdonadme; pero en

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aquel escándalo yo sólo he sido elculpable, y sería faltar a misdeberes como caballero y comohombre agradecido, negarlo a V. E.

—¿Vos, don Diego? ¿Vos elculpable, cuando vi vuestroprudente comportamiento?

—¡Oh, señor! Por favor, no meavergoncéis obligándome areferiros todos los pormenores dela escena que tuvo allí lugar,preparada por mí para perder a donEnrique precipitándole; pero erainocente, y yo sólo el culpable. ¡Lo

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juro, señor, por mi honra!—Bien, os creo; pero ésa no

era la única acusación contra donEnrique. Doña Ana ¿recordáis? fuerobada por el mismo don Enrique.

—Señor, doña Ana fue robadapor don Cristóbal de Estrada, quemurió en Portobelo defendiendouno de los castillos de su majestad;pero en ese rapto don Enrique estambién inocente. Doña Ana estáaquí en México, y si V. E. quiere,ella misma podrá declararlo.

—¿Entonces todos esos malos

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informes que dia a día recibí contradon Enrique, no fueron más quecalumnias de sus enemigos?

—¿Podré saber de S. E. quiénle daba esos informes?

—No tengo inconveniente,porque ese joven me vainteresando, y creo que pararé enarrepentirme de lo que hice contraél, don Diego, porque, ¡ay!, los quemandamos estamos más expuestosque nadie al error, porque todos seempeñan en ocultarnos la verdad.

—Desgraciadamente, señor.

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—Pues bien; esos informes losrecibí de parte de las monjas, pormedio de un cierto pariente deldifunto conde, o más bien dicho, desu segunda mujer; un don Justo.

—¡Ah, señor! Ya comprendo,ya comprendo, y yo explicaré aV. E.

—¿Cómo? ¿Ya sabíais?—Sí, señor; en el tiempo en

que era yo enemigo de don Enrique,ese hombre, ese don Justo, se haintroducido en mi casa paraproponerme que hiciéramos causa

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común para perder a don Enrique,que le estorbaba, no sé en qué, ni dequé medios quería valerse, porquele arrojé con indignación de micasa; pero él tenía ese perversodesignio. Quizá por eso se empeñóen calumniarle y ponerle en mal conV. E.

—Puede que tengáis razón,don Diego.

—Sí, señor, porque un hombrecomo don Enrique no es capaz deacciones que deshonren a uncaballero; él era enemigo mío, él

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sabía o creía saber que la causa desu persecución y su destierro era laescena que pasó en mi casa; élconocía que esa escena erapreparada por mí, y que yo era laúnica causa de que hubiera perdidosu nombre, su patria, su familia, suporvenir; y ese hombre, en vez devengarse, me salva la vida, y salvala vida y el honor de mi esposa.

—Noble acción, don Diego;pero vos no cedéis en nobleza, ypor eso me intereso más en susuerte. ¿Qué razón creeis que haya

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tenido ese don Justo para calumniara don Enrique?

—No le alcanzo; quizá algoacerca de los intereses del conde,padre de don Enrique, porque élera, según entiendo, pariente de lasegunda mujer; pero si V. E. quiere,yo averiguaré lo que haya en esto.

—Sí, me haréis en esto unbien; deseo hacer completareparación de los perjuicios quecausé a ese joven por mi ciegacredulidad: un hombre de bien debesiempre ser justiciero.

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—¿Y en cuanto al indulto?—Decidme ¿sólo vos y

vuestra esposa sabéis que ese jovenestaba entre los piratas?

—Hay, señor, otra persona quelo sabe.

—¿Y quién es ella?—Doña Ana, esa joven de

cuyo rapto se acusaba a donEnrique, y que fue también salvadapor él de las garras de los piratas.

—¿Creeis que guardará elsecreto?

—Sí, señor.

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—Porque en tal caso, nonecesitaría el indulto, le bastaríapresentarse, y yo le levantaría eldestierro y sería bastante.

—¿Y podría así recobrar eltítulo y el caudal de su padre?

—No sé si su padre ledesheredaría; vos podéis tambiéninformaros de eso, y yo os ayudaréen lo que sea necesario; vos y yodebemos a don Enrique unareparación.

—Gracias, señor; yo meinformaré de todo, yo daré a V. E.

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noticia de todo, y por mano de V. E.volverá don Enrique a ser feliz ydigno vasallo de S. M. y servidorde V. E.

—Perfectamente.—¿Quiere V. E. hablar a don

Enrique?—No; mejor sería esperar

hasta que estéis bien informado detodo enteramente, y pueda yo saberlo que hago en su favor.

—Mañana mismo lo sabráV. E.

—Mejor es mientras más

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pronto.—Me retiro con el permiso de

V. E.—Id, y que Dios os ilumine en

vuestras investigaciones.El Indiano salió con el corazón

henchido de alegría y de esperanza.El virrey quedó meditabundo,

exclamando:—¡Qué fácil es errar!, ¡qué

fácil!

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XI

EL HILO DE ARIADNA

EL INDIANO volvió a su casadecidido a emprender con todoardor la empresa que le habíaconfiado el virrey; pero necesitaba

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encontrar el extremo del hilo parapenetrar en el laberinto. Lo primeroque le ocurrió naturalmente, fuedirigirse a don Enrique, suponiendoque él sabría algo.

Don Enrique esperabaimpaciente el término que habíaseñalado don Diego para poderretirarse de México. La vida que eljoven iba a llevar durante aquellosdías, no podía ser más triste;encerrado, oculto, sin máscompañía que los tristes recuerdosdel pasado y las negras nubes del

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porvenir, don Enrique teníamomentos en que creía volverseloco o faltar a la palabra que habíadado al Indiano.

Algunas veces, doña Marina,que era tan feliz, venía a hacerlecompañía; pero aquella mismafelicidad hacía recordar a donEnrique su desgracia.

El mismo día de laconversación del Indiano con elvirrey, don Enrique estaba muytriste; apenas llevaba algunas horasde encierro, y ya no podía soportar

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el fastidio y la tristeza.Don Diego entró a verlo, y

abordó la cuestión sin ceremonia ysin embarazo.

—Perdonadme la franqueza —le dijo— ¿recordáis haber tenido enla época de vuestra prisión algunosenemigos personales?

—Ciertamente no, al menosque yo los conociera —contestódon Enrique procurando reunir susrecuerdos.

—¿Con un don Justo no teníaismotivos de rencilla?

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—No; don Justo es el hermanode la mujer de mi padre, que en pazdescanse, y con él no tuve nuncadisgusto de ninguna clase.

—¿Sabíais ya que vuestropadre ha muerto?

—Sí; un hombre a quien deboun gran servicio, y queprecisamente es muy amigo de esedon Justo por quien me preguntáis,me dio noticia de la muerte de mipadre. ¡Pobre padre mío, mecreería muerto!

—¿Decís que ese hombre os

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hizo un favor, y es el de todas lasconfianzas de don Justo?

—Sí; oídme: una noche, lasgentes del virrey llegaron a mi casa;yo estaba enfermo, tenía fiebre, yapenas, como entre sueños,recuerdo esto. Me hicieron vestir yentrar en una carroza que ibarodeada de soldados; yo sabíaapenas lo que me pasaba, iba comodurmiendo: no sé cuánto tiempocaminé en aquel carruaje; derepente oí tiros y rumor de combateque duró muy poco, la puerta de la

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carroza se abrió y un hombre mehizo salir, me montó en un caballo ygalopamos. Ya yo no supe en dóndepasó aquella escena, que para mítenía algo de fantástica, porqueperdí enteramente el sentido.Cuando volví en mí me encontré enuna casa de Popotla, y me asistíauna joven, hija de un ciego a quienyo había querido mucho y que sellamaba Paulita. Por ella supe quehabía yo estado veinte días en losbordes del sepulcro, que el virreyme perseguía por un escándalo que

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yo había dado en vuestra casa y queera necesario huir, y no más. Yorecordé la escena que tuvo lugar enel baile, y perdonadme, os culpé deaquella mala acción. No había másremedio que huir, porque medijeron que tenía yo poderososenemigos de gran valía con elvirrey; pensé que se trataba de vosy os juré un odio eterno. Por Paulitasupe que un hombre que la amabaera el que me había librado de loshombres del virrey. Conocí a esehombre, y él me sacó de la ciudad y

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me llevó hasta Veracruz. Durante elcamino le pregunté quién le habíadicho que me salvara, y jamás melo quiso decir. Llegado a Veracruzme embarqué en una barca que ibapara la Española, en donde vivícomo cazador hasta que me uní aJuan Morgan.

—¿Y ese hombre que os salvó,decís que es el hombre de confianzade don Justo?

—Al menos así me lo aseguróél mismo.

—¿Y ahora dónde está?

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—Casó con esa misma Paulita,y podéis encontrarle en el callejónque desemboca a la plazuela de losEstudiantes: allí vive. Preguntadpor él, es conocido con el nombredel «Jején».

—¿Y es hombre de enteraconfianza para vos?

—Mayor confianza tengo en lalealtad de Paulita, que en el Jején,aunque me ha servido, le conozcomenos.

—¿Es decir que a ella podréhablarle con franqueza?

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—Sí ¿pero qué intentáis?—Dejadme, yo tengo mis

proyectos.—Pero decidme al menos…—No; ya tengo el hilo y creo

que todo se conseguirá. Adiós, notardo.

El Indiano, sin esperar más,salió del aposento de don Enrique,tomó su sombrero y se dirigió enbusca de Paulita, repitiendo:

—Ya tengo un hilo…Aquel día, Paulita había ido a

la casa de Julia, y el Indiano no la

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pudo encontrar. En la noche volvióen su busca y la encontró. Paulita nosabía qué pensar de la desapariciónde don Enrique; en vano el Jején lehabía buscado, en vano le habíaesperado aquella noche. El Jejéndijo a Paulita:

—Está obscureciendo, me voya andar calles en busca de donEnrique; quién sabe lo que será deél.

La muchacha se había quedadomuy triste esperando su vuelta, y sehabía puesto a coser para distraerse

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un poco.Llamaron a la puerta; Paulita

abrió y el Indiano se presentó:—Señora —dijo don Diego—

dispensadme ¿sois por venturaPaulita?

—La misma, caballero; peroyo no tengo el honor de conoceros.

—No importa. Paulita, tengocon vos un negocio de qué tratar;permitidme que entre y hablaremos.

—Pero caballero, ni tengonegocio ninguno con vos, ni estábien que deje entrar así a mi casa a

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esta hora a un desconocido; soymujer casada y honrada.

—Nada tenéis que temer demí.

—¿Cómo puedo saberlo?—Mirad, vengo a hablaros de

un negocio de don Enrique Ruiz deMendilueta.

—¿De don Enrique? —dijoconmovida Paulita— ¿pero cómome probáis eso?

—Diciéndoos que se encuentraen México, cosa que sólo sus másíntimos amigos podrán saber.

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—Tenéis razón: entrad.—Gracias a Dios —dijo el

Indiano entrando y tomando asiento.—¿Y bien? —dijo Paulita.—Pues, Paulita, deseamos

saber, esto es, don Enrique y yo, laverdad de cuanto sepáis acerca detodo lo que hizo vuestro maridopara salvarle.

—Si don Enrique os envía, nonecesitáis que yo os lo diga, que éllo sabe bien.

—Es verdad; pero hay cosasque ignora y desea y necesita saber.

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—¿Cuáles son ellas?—¿Quién envió a vuestro

marido a salvarle?—Yo.—¿Vos?—Sí, yo.—¿Y cómo sabíais el riesgo

que corría?—¿Cómo lo sabía?… ¿Y cómo

os llamáis vos?—¿Yo?—Sí, vos, para saber a quién

voy a confiarle este secreto.—Yo me llamo don Diego de

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Álvarez.—¿Ése a quien llaman el

Indiano?—Sí, Paulita ¿me conocéis?—Os conozco, y por lo mismo

nada os diré.—¿Por qué?—Claro; porque debéis ser

enemigo de don Enrique y nopodéis venir de parte suya.

—¿Yo, enemigo de donEnrique? ¿De dónde lo inferís?

—¡Oh! yo tengo muy buenamemoria, y nunca olvido de que por

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causa vuestra iban a desterrar a donEnrique.

—Eso ya pasó, y ahora somosmuy buenos amigos.

—Lo dudo.—¿Os convenceréis si os

traigo una carta de él?—Entonces sí —dijo Paulita

con alegría.—¿Y me referiréis todo?—Todo, todo; pero ha de ser

una carta escrita a mí.—Voy por ella.—Id, y sabréis cuanto queráis.

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—¿Vuestro marido estaráaquí?

—¿Queréis que esté o que no?—Quisiera hablar a solas con

vos.—Bien; no estará aquí.El Indiano volvió

precipitadamente a su casa a traerla carta de don Enrique paraPaulita, y siempre pensando en elcamino:

—Éste es el hilo.Paulita quedó sola, pero

alegre.

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—¡Dios mío! —decía— ¡quégusto! ¡Una carta suya y para mí,para mí; nunca he tenido semejantesatisfacción! ¿Y voy a tener unacarta de don Enrique? ¿Que meescriba a mí? Me parece un sueño¡ojalá que vuelva pronto el Indiano!

Y a cada momento se ponía aescuchar por si oía los pasos dedon Diego que volvía.

Doña Ana había esperadodurante toda la mañana la llegadadel Indiano, que según lo quehabían acordado, debía llevarla

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aquel mismo día fuera de la ciudad.La mañana pasó, y la

impaciencia de doña Ana fuesiendo cada vez mayor. En la tardeno podía ya resistir; no sólo nohabía aparecido por allí don Diego,pero no le había enviado ni unrecado. La joven tenía ya preparadosu equipaje, y estaba dispuesta parala marcha.

Mil encontradas ideas y a cualmás absurdas, se chocaban en lamente de doña Ana para explicaraquella ausencia. Unas veces creía

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que don Diego la habíaabandonado, que la olvidaba,perseguido por el recuerdo deMarina. Otras pensaba que elIndiano había reflexionado, y lacreería indigna de su amor, por todolo que sabía de sus amores con donEnrique y con don Cristóbal deEstrada. Otras, en fin, se figurabaque alguna desgracia le habíaacontecido a don Diego y le habíaimpedido acudir a aquella citasolemne.

En todo pensaba aquella

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desgraciada, menos en la verdaderacausa de la falta del Indiano,porque no podía ni remotamentefigurarse que doña Marina estabaya en México.

Por fin, llegó la noche, y doñaAna no pudo ya contener suimpaciencia; tomó su velo, secubrió perfectamente para no serconocida, y se dirigió a la casa dedon Diego para salir de aquellahorrible duda.

Llegó allí precisamente en losmomentos en que el Indiano había

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salido y estaba en la casa dePaulita.

Doña Ana llamó a la puerta ypreguntó por don Diego de Álvarez.

—Su señoría no está en casa—contestó el portero.

—¿Volverá pronto? —preguntó doña Ana.

—Lo ignoro.—¿Podré subir a esperarle?—Sí, señora.Doña Ana subió la escalera y

se dirigió a una puerta en donde violuz.

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En aquellos tiempos no seusaban timbres ni campanas paraanunciar a los que llegaban, y doñaAna se acercó sin ser sentida hastauna de aquellas puertas; miró haciaadentro y retrocedió, como si unfantasma se hubiera levantadorepentinamente delante de ella. Enun sitial, cerca de una mesa sobre laque ardían dos bujías de cera, cuyaluz bañaba de lleno su rostro,estaba doña Marina, teniendo en suregazo a su pequeña Leonor. Enaquella posición doña Ana pudo

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reconocerla inmediatamente, y poreso retrocedió aterrada.

En el primer momento de suasombro no supo qué hacer, yvolvió a mirar; entonces cerca dedoña Marina descubrió a donEnrique. Esto le hizo comprender loque pasaba. Don Enrique habíatraído a doña Marina, el Indiano lahabía recibido, y doña Ana estabaolvidada. Es decir, don Enriquehabía destruido de un golpe toda lafelicidad de doña Ana. Doña Anavolvía a quedar abandonada para

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siempre.Reflexionó un momento, y

comprendió que debía retirarse sinser vista, y así comenzó a hacerlo,cuando sintió que alguien seacercaba por el lado de la escalera.Afortunadamente para ella elcorredor estaba obscuro, y pudoocultarse detrás de unos tiboreschinos que tenían unos grandesarbustos de naranjos.

El que llegaba era el Indiano,que pasó tan precipitadamente a sulado que no la vio.

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Doña Ana procuró oír lo quedecía; la puerta estaba abierta y elIndiano hablaba en voz alta.

—Don Enrique —dijo donDiego— hacedme la gracia deescribir una carta para la personaque yo os diga.

—Con mucho gusto —contestódon Enrique.

—Ahí tenéis recado deescribir; yo os dictaré.

Hubo un rato de silencio, yluego dijo don Enrique:

—Estoy dispuesto; decid.

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Don Diego dictó la siguientecarta, de la que no perdió doña Anani una palabra.

Paulita:Te ruego en nombre del cariño que te

profeso, que refieras a don Diego de Álvarez,amigo mío y portador de ésta, todo cuanto sepasacerca de mi destierro por orden del virrey, y demi salvación en aquella vez.

El objeto de esta revelación es reclamar losderechos que tengo al nombre y a la herencia demi padre.

Paulita, siempre te querrá

ENRIQUE RUIZ DE MENDILUETA.

—Perfectamente; cerradla, porque

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me voy en el acto a ver a Paulitaque me espera.

—¿La encontrasteis?—Fácilmente; vuestras señas

fueron exactas: en el callejón quedesemboca de la plazuela de losEstudiantes, la única casa.

Doña Ana no esperó más; bajóapresuradamente la escalera, salióa la calle, y fue a sentarse en laobscuridad cerca de la casa cuyasseñas acababa de adquirir.

—¡Oh, don Enrique! —pensaba doña Ana— tú me quitas

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de un golpe mi felicidad; pero yo teimpediré lograr tus planes, a menosque consientas en casarte conmigo.Hombre por hombre: me quitas unmarido, debes darme otro, o mevengaré cruelmente.

Poco después de haber llegadoallí, doña Ana oyó los pasos de donDiego que se acercaba, la viollamar a la casa de Paulita y entrar;después se cerró la puerta pordentro.

—Ahora a observar —exclamó doña Ana— ya tengo yo el

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hilo de este negocio.Y con mucha precaución se

acercó a la puerta, aplicó un ojo ala cerradura y después el oído.

Paulita leía la carta de donEnrique con una emoción que nopodía disimular.

Después, doña Ana oyó quehablaba la joven. Era que refería alIndiano toda la historia de lasalvación de don Enrique,comenzando desde que el Jején lehabía descubierto que iba por ordende don Justo a sorprender a la

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escolta que lo custodiaba, paraasesinarle.

—¡Ya tengo el hilo! —exclamó doña Ana, y procuró noperder una palabra de lo que sehablaba en el interior.

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XII

PROYECTOS DE ALIANZA

PAULITA refirió a don Diego cuantosabía, esto es, que el Jején debíaasesinar a don Enrique, y que ainstancias de ella le había salvado;

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que don Justo le creía muerto,porque así se lo había hecho creerel Jején, y que ese don Justo vivía eiba precisamente a casarse con unajoven que estaba recién llegada a laNueva España.

El Indiano comenzó a ver enesto algo de la verdad; pero nocomprendía aún la verdadera causade la persecución de don Justocontra don Enrique; y así es quedeterminó ir en persona al siguientedía a hablar con don Justo,valiéndose de algún arbitrio para

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aclarar la verdad.Doña Ana escuchó hasta el fin

aquella conversación, y luego,cuando conoció que don Diego seretiraba, se deslizó en laobscuridad, y volvió a su casa conel corazón combatido por la ira, laenvidia y los celos.

A la mañana siguiente, elvirrey recibió una carta anónima,concebida en estos términos:

Señor:Uno de los piratas que han cometido tan

espantosos crímenes en las islas y costas del

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Nuevo Mundo, está en México. Este hombre erauno de los principales y más infames; vive en lacasa de don Diego de Álvarez: si V. E. quiereapoderarse de él para darle el condigno castigo,puede V. E. enviar a la justicia a esa casa yencontrarán al hombre.

El virrey leyó varias veces estacarta, y envió inmediatamente abuscar a don Diego.

En el momento en que elIndiano salía para ir a visitar a donJusto, llegó el recado del virrey, yel Indiano, sin perder un momento,se encaminó a Palacio.

—Mal va vuestro negocio —

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dijo el virrey.—¿Por qué lo dice V. E.? —

preguntó el Indiano.—Leed —contestó el virrey,

entregándole el anónimo.Don Diego leyó también varias

veces aquel papel.—Y bien, don Diego ¿qué os

parece? —preguntó el virrey.—No alcanzo a comprender

quién será el autor de esta denuncia.—La letra parece de mujer.—En efecto, señor; pero no me

ocurre quién pueda ser ella.

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—¿No me habíais dicho queuna dama estaba en México queconocía este secreto?

—Sí, señor; pero esa damaignora la presencia en esta ciudadde don Enrique.

—¿Sabéis de otra mujer que losepa?

—¡Ah! —exclamó don Diego,pensando en Paulita— ya mesospecho quién puede ser.

—¿Y quién?—Una muchacha llamada

Paulita, mujer de un llamado Jején,

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que fue el que batió a los soldadosde S. E. la noche que desapareciódon Enrique.

—¿Cómo es eso?—Sí, señor; es el principio de

esa triste historia de don Enrique,que aún no acabo de comprender,pero de la que tengo grandesnoticias.

—¿Queréis referírmela?—Aunque había yo pensado

callar a V. E. la parte que podíaperjudicar al marido de Paulita, laacción que ésta ha cometido

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denunciando a su protector, meliberta de mi compromiso deconciencia, y lo referiré todo, sinocultar ni una palabra a V. E.

—Ya os escucho.Don Diego tomó asiento al

lado del virrey, y le refirió cuantohabía escuchado la anterior nochede la boca de la joven.

—¿Sabéis que es un malvadoese don Justo? —dijo el virreycuando hubo acabado de escucharaquella relación.

—Sí, señor; ahora lo único

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que me resta, es saber el objeto queese hombre llevaba al atacar así adon Enrique de una manera tanencarnizada.

—¿Y cómo creeis saberlo?—Hablando al mismo don

Justo.—Nada os dirá.—Es claro, señor, si le

pregunto directamente; pero lo haréde manera que él no lo comprenda,y aseguro a V. E. que todo se sabrá.

—¿Y respecto de la personaque puso el anónimo?

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—Prometo tambiénaveriguarlo, si V. E. me permitellevar ése.

—No hay inconveniente.—Y será necesario, supuesto

que ya se sabe todo, que V. E.,usando de las facultades que tienepor nuestro soberano (q. D. g.), déun indulto pleno a don Enrique,llegado que sea el momento.

—Estoy conforme.—Entonces, con permiso de

V. E. —dijo el Indiano guardándoseel anónimo en el pecho— voy a

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continuar en mis investigaciones.—Dios os guíe.El Indiano salió de Palacio, y

vaciló entre ir directamente avisitar a don Justo o pasar por lacasa de Paulita, cuya conducta letenía horriblemente indignado.

Se decidió por este últimoextremo, y atravesando la plaza delas Escuelas o de los Estudiantes,se internó en el callejón en quevivía el Jején.

La puerta de la casa estabaabierta, y Paulita, con un zagalejo

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encarnado, sin cotilla ni armador,con sólo su camisa blanca como unanieve, y los hombros y el cuellodescubiertos, se entregaba a sustareas caseras cantando alegrementecomo un gorrión a la madrugada.

—Buenos días, señor —dijoPaulita al ver al Indiano, ydirigiéndose a su encuentro.

—Buenos días —contestó consequedad don Diego.

—¿Se ha adelantado algo enfavor de don Enrique? —continuóPaulita sin advertir la seriedad de

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don Diego.—Más de lo que vos podéis

suponer.—¡Oh, qué gusto!—Señora ¿sabéis escribir?—Un poco ¿por qué queréis

saberlo?—Ya os lo diré. ¿Me decíais

anoche que le debíais a don Enriquegrandes favores?

—Sí, señor, de esos que jamásse olvidan.

—¿Y qué diríais de unapersona que quisiera perder para

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siempre a su benefactor, y llevarlequizá hasta la horca?

—Diría yo que esa personaera ¡infame!

—Entonces ¿cómo os habéisatrevido a escribir esta cartadenunciando al virrey la llegada devuestro protector?

—¡Esta carta!, ¡esta carta! —exclamó Paulita espantada ytomando el anónimo que lepresentaba don Diego— ¡esta carta!¡Si yo no he escrito esto!

—Leed y contestadme ¿es

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verdad que sois infame?Paulita leyó con asombro

aquel papel; una idea siniestracruzó por su mente, que fue paraella más que una sorpresa: donEnrique, el hombre a quien ellaamaba, había sido pirata, y aquelpirata debía ser sin duda el amantemisterioso de Julia.

—Contestad —decía elIndiano, furioso, tomando laalteración que notaba en el rostrode la joven, por una confesión de sudelito— confesad.

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—¡Dios mío! —exclamabaPaulita sin atender al Indiano—. ¡Éldebe ser!, ¡él debe ser! ¡Dios mío!Hasta hoy no sé lo que son celos.

—¿Qué estáis diciendo? ¿Dequé celos habláis?

—¿Y a vos, qué os importanmis secretos? —contestó furiosa lajoven—. ¿Por qué pretendéissaberlos?

—¿Por qué? Porque esta cartaha perdido a don Enrique, porquequizá le cueste la vida.

—¡La vida! —exclamó Paulita

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como fuera de sí— ¡la vida! ¡Puesque muera antes que ser de otra,porque no podría yo sufrir que fuerade otra, y yo misma le mataría!

—¡Desgraciada!, ¿qué dices?—¡Dejadme!, ¡dejadme! ¡No

me habléis! ¡No quiero hablar convos!

Y Paulita, sin poder yacontenerse, tomó un mantón y selanzó a la calle.

Don Diego salió también y seencaminó a la casa de don Justo. Enaquella casa el Indiano encontró un

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gran movimiento; pintores,albañiles, tapiceros, todos enactividad, y todos con ahincotrabajando por toda la casa.

—Los preparativos de la boda—pensó don Diego, y se dirigió auno de los lacayos.

—¿El señor don Justo?—En su aposento.—Anunciadle a don Diego de

Álvarez.El lacayo entró, y volvió a

salir diciendo al Indiano:—Que pase su señoría.

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Don Justo recibió con muchasceremonias a don Diego.

—Ya esperaba yo vuestravisita.

—¿La esperabais?—Sí tal; anoche recibí vuestra

carta, y aunque era anónima, aloiros anunciar en mi casa, conocíque era vuestra. Miradla, aquí está.

Don Justo alargó al Indianouna carta.

El primer movimiento de donDiego fue rechazar aquella cartaprotestando que no era suya; pero

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como un relámpago, le hirió la ideade que aquel anónimo podía tenerrelación con el que había recibidoel virrey; y, en efecto, no hizo másque fijarle la vista, y comprendióque la letra era de la misma mano.El anónimo decía:

Señor don Justo:Una persona de quien tal vez os habéis

olvidado, pero a quien tratabais últimamente conmotivo de un negocio de don Enrique Ruiz deMendilueta, os suplica la esperéis mañana antesdel medio día, en vuestra casa, para tratar deuna alianza que desea formar con vos en estenegocio, y que os puede convenir.

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—Ya veis como yo no necesitomucho para comprender —dijo donJusto cuando el Indiano concluyó sulectura.

—En efecto —contestó elIndiano distraído.

—Pues hablemos, porque yono puedo perder ya mucho tiempo;mañana es el día fijado para miboda, y ya veréis…

—Yo venía… —dijo donDiego, no sabiendo por dóndecomenzar.

—Bien —continuó con

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fatuidad don Justo— veníais abuscar mi alianza como yo busquéla vuestra; pero, amigo y señor, lostiempos han cambiado; entoncesvivía don Enrique, heredero delconde, y yo os necesitaba paradeshacerme de él. Hoy don Enriqueno existe, mañana vence el plazoseñalado por el difunto conde paraque el hijo de mi hermana, de quiensoy tutor, entre en el goce de títulosy bienes del condado de Torre-Leal,por falta del hijo primogénito: yapodéis suponer que ahora no quiero

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hacer alianza con nadie porque paranada la necesito, y tanto más, cuantoque recuerdo que vos me habéisarrojado de vuestra casa; conqueasí…

El Indiano se iba a lanzarsobre don Justo al oír estaconfesión y este insulto; pero unlacayo se presentó en este momento,y dijo a don Justo en voz alta:

—Señor, la persona que pusoa usía un anónimo anoche, deseaver a usía.

—¿Pues no fuisteis vos? —

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preguntó admirado don Justo.—No os he dicho yo tal cosa,

ni yo venía a eso.—Entonces, perdonadme; pero

me equivoqué. ¿Quién es esapersona?

—Una mujer.—Paulita —pensó don Diego.—Dile que no puedo recibir,

que estoy ocupado.—Me retiro —dijo

precipitadamente el Indiano,deseando salir antes de que aquellapersona se ausentase.

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—¿Por qué? —preguntó donJusto.

—Ya lo comprenderéis.Y tomando su sombrero salió

sin detenerse. En el momento desalir, percibió al lacayo quehablaba con la mujer que se habíahecho anunciar.

Don Diego conoció en elmomento que no era Paulita; su aire,su traje, todo era diferente. Lamujer aquélla, venía enteramentecubierta con un velo negro yespeso; salió de la casa mostrando

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gran disgusto, y don Diego se pusoa seguirla.

Por el rumbo que llevaba, elIndiano comenzó a sospechar; perocuando llegaron a la calle de JesúsMaría y la mujer llamó a la puertade la casa de doña Ana, el Indianono tuvo ya duda ninguna.

La puerta se abrió, la mujerpenetró a la casa, y antes quehubieran vuelto a cerrar, don Diegoestaba también adentro. Al ruidoque hizo él al entrar, la dama, quese había levantado el velo, volvió

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el rostro y lanzó una exclamación.El Indiano se precipitó sobre

ella como un tigre, y la tomó de unamano.

—Mirad —dijo, mostrándoleel anónimo que había recibido elvirrey.

—¡Jesús! —exclamó doñaAna, volviendo el rostro para nomirarle.

—¡Doña Ana! —exclamó elIndiano— ¡sois una infame! ¡Habéisdenunciado a don Enrique con elvirrey; habéis pretendido formar

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alianza con don Justo para perder adon Enrique: sois una víboravenenosa, y os desprecio! ¡Jamásdigáis que me habéis conocido! ¡Osdetesto!

Y arrojando lejos de sí a doñaAna, salió precipitadamente de lacasa.

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XIII

LA VÍSPERA DE LA BODA

PAULITA salió de su casa comoloca; jamás había sabido lo queeran los celos: ella se conformabacon que don Enrique no la amara;

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pero pensar que él amara a otra,esto era para ella un tormentoespantoso.

Además, sabía que Juliaamaba con delirio a ese pirata queella, en su instinto de mujer,personificaba en don Enrique; y laidea de que otra mujer estuvieseapasionada de él, era el últimogolpe a su corazón.

Su primera intención, al salirde su casa, fue dirigirse a la deJulia, hablarla, y descubrir si enefecto aquel pirata era el mismo

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don Enrique. Con este pensamientocomenzó a subir la escalera; perorepentinamente le ocurrió una idea.

Si Julia llegaba a saber quedon Enrique estaba en México, senegaría resueltamente a casarse, yentonces era más fácil que se unieracon su amante: una vez casadaJulia, don Enrique, si la amaba,tendría que huir lejos de ella, yquién sabe…

Aquel matrimonio fue paraPaulita una esperanza; determinó nohablar nada a Julia, y para evitar

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todo peligro, volvió a salirse de lacasa. En el momento de llegar alzaguán, Paulita vio a su marido, queen el fondo del patio hablaba conmucho calor con Pedro Juan deBorica. ¿De qué estarían tratando?

Paulita se fijó poco en ello,preocupada como estaba, y sevolvió a su casa. El Jején nopareció por allí en toda la tarde.

El Indiano sabía ya lo bastantepara poder hablar con el virrey, ycreía haber descubierto el móvil detodas las acusaciones de don Justo.

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Nada dijo a don Enrique, y enaquella noche fue a visitar al virrey.

—Supongo —dijo el marquésde Mancera— que habréis yaadelantado mucho en vuestraspesquisas.

—Puedo ya dar a V. E. noticiasde todo.

—Eso es mucho.—Dios me ha favorecido

mirando mi buena intención, y darécuenta a V. E. de cuanto he sabido,con lo cual V. E. puede dictar yauna medida muy acertada.

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—Veamos.—En primer lugar, diré a V. E.

que la carta anónima esprecisamente de la dama que sabíael secreto de don Enrique, y a quienél había salvado.

—Pero esa mujer es unainfame.

—Así se lo he dicho.—¿Ella os lo confesó?—Casi; al menos no se atrevió

a negarlo.—Por esa parte sabéis lo

bastante. Y respecto a don Justo

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¿qué hay?—Don Justo me ha dejado

entender en su conversación esto: elconde de Torre-Leal tenía un hijode su primer matrimonio que debíaheredar título y bienes; el condecontrajo segundas nupcias con lahermana de don Justo, y de aquelenlace resultó un niño que no podíaheredar sino a falta de don Enrique.El interés de don Justo estaba, pues,en que el mayorazgo desapareciesecompletamente, para que,heredando el condado el hijo de su

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hermana, él fuese nombrado tutordel niño y administrador de losbienes.

—¡Qué negra trama!—Sin duda su plan fue

conseguir a fuerza de calumnias unaorden de destierro contra donEnrique, y contratar gente para quesaliera en el camino y leasesinasen; consiguió la orden,aprestó la gente, y la fortuna fue queen vez de asesinarle aquelloshombres, respetaron su vida; y heaquí por qué el desgraciado joven

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tuvo que huir a tierras lejanas, quevivir de cazador, y luego queagregarse con los piratas.

—¡Historia bien triste!¡Diabólico plan!

—Al que yo contribuí sinquerer, señor, porque yo confieso aV. E. que sólo buscaba un modo detener un duelo a muerte con donEnrique, haciendo que la justiciaestuviese de mi parte, para que siyo salía vencedor, no serperseguido.

—Y yo también contribuí por

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haber dado oído a las calumnias deese hombre.

—Felizmente tiene V. E. en sumano el medio de reparar esadesgracia.

—Y lo haré.—Mañana, señor, va a casarse

don Justo, y mañana cumple elplazo señalado por el difunto condepara que don Enrique pierda elderecho al título y herencia, si no sepresenta.

—Viviendo él, este plazo denada importaría; pero será muy

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hermoso que se presente en elmismo día a reclamar su lugar entrelos condes de Torre-Leal.

—¡Oh! sería una cosasorprendente.

—Pues lo haremos; ya veréis.¿En dónde está don Enrique?

—En mi casa, señor.—Venid con él a las doce de

esta noche; ya habré firmado elindulto, y desde ese momentoquedará libre para reclamar suherencia.

—¡Oh! V. E. va a hacer la

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felicidad de don Enrique.—Bien, a las doce os espero.Don Diego salió radiante de

felicidad; pero quería para saborearmás el placer de hacer un bien,preparar a don Enrique unasorpresa, y por lo mismo cuidó deno decirle nada absolutamente, ysólo le suplicó que a las doce de lanoche estuviese listo paraacompañarle. Don Enrique nopreguntó adónde; dieron las doce,don Diego tomó su sombrero y sucapa, se ciñó su espada, y dijo a

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don Enrique, que le había imitado:—Tened la bondad de

seguirme.Y mudo e indiferente don

Enrique, le siguió sin vacilar hastala puerta de Palacio.

Penetraron en aquel grande ytriste edificio que servía dehabitación a los virreyes de NuevaEspaña; atravesaron grandes patiosy largos corredores obscuros, endonde sólo de cuando en cuando sedivisaba algún triste farolillo, acuya escasa luz hacía centinela un

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alabardero, y escuchando sólo eleco de sus pisadas, que resonabanpavorosamente, llegaron hasta lahabitación de su excelencia.

Había allí algo de másmovimiento; se veían luces en losaposentos, y esclavas y lacayoscruzaban por allí; se escuchabanvoces y risas y conversaciones.

Parecía que allí se habíarefugiado la vida del antiguopalacio de Moctecuzoma.

El virrey esperaba a donDiego y a don Enrique.

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—Excelentísimo señor —dijoel Indiano— aquí tiene V. E. aljoven conde de Torre-Leal.

—Bien venido seáis, jovencaballero —dijo el virrey—sentaos y departid conmigo un rato,que muchas cosas quiero saber y osquiero decir.

—Estoy a las órdenes de V. E.—Ante todo ¿sabéis ya que

mañana expira el término quevuestro padre, que de Dios goce,fijó para que su título y bienespasasen por falta vuestra a la

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cabeza de su segundo hijo?—Señor, ignoraba yo

completamente esa resolución.—¿Tanto así habéis

abandonado vuestros derechos?—Señor, proscrito por orden

de V. E., sin esperanza de volver ala Nueva España, con la seguridadde ser ajusticiado si llegaban aencontrarme, porque pesaba sobremí el ataque de las fuerzas del rey,en el que ciertamente no habíatomado parte, estaba ya resignado apasar una existencia triste y

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obscura, viviendo en un paísdesconocido.

—Don Enrique —contestó elvirrey— todo eso ha pasado, yo hetenido mucha parte en vuestrasdesgracias, y quiero tenerla envuestra rehabilitación. En nombrede su majestad os entrego el indultoque necesitáis por el tiempo queanduvisteis en compañía de lospiratas.

—Gracias, señor.—Ahora, estáis expedito para

reclamar vuestro título y los bienes

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que os pertenecen por la muerte devuestro padre. El hombre que osusurpa estos bienes, es el mismoque os calumnió.

Don Enrique dirigió unamirada como interrogando a donDiego; el virrey la comprendió.

—Ese hombre —continuó—se llama don Justo.

—¿Don Justo?—Sí, el hermano de la segunda

mujer de vuestro padre; mañanamismo os presentaréis delante deél, como una evocación, en

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momentos muy solemnes, quizá alacabar de celebrarse la ceremoniade su matrimonio.

—¿Se casa? —exclamó donEnrique, olvidando que la políticaceremoniosa de aquellos tiemposprohibía dirigir preguntas al virrey.

—Sí, y don Diego os referirácon quién.

—Con una hermosa joven —dijo don Diego— que está reciénvenida a esta ciudad: ignoro elnombre de su padre, y sólo sé queestaban radicados en la isla

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Española, que ella es francesa deorigen, y que se llama Julia.

—¡Julia! —exclamó donEnrique, olvidándose de que estabaen presencia del virrey— ¡Julia!¡Dios mío! ¡Esto es imposible!

—¿Cómo? —preguntó elvirrey—. ¿Conocéis a esa joven?

—¡Oh! sí, señor; perdone V. E.que quizá me haya atrevido a hablardemasiado alto; pero esa joven,señor, es la mujer con quien yopensaba unirme tan pronto como meencontrara libre, pobre o rico,

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noble o desconocido.—¿Y ella lo sabía? ¿Sabía

quién erais vos?—No, señor, no conocía ni mi

nombre; pero sabía que yo laamaba, que debíamos unimos, y ellame juró también amor.

—Entonces, os ha olvidado.—No lo creo; Julia es muy

buena. Aquí, señor, hay algúnmisterio que no alcanzo acomprender; pero Julia no puedeunirse a otro por su voluntad.

—Entonces, será preciso

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impedir ese matrimonio —dijo donDiego.

—¿Y cómo creeis esoposible? —preguntó el virrey.

—Si esa joven ama a donEnrique, bastará que don Enrique sepresente para que ella se niegue aunirse con don Justo, y lo demás,señor, es muy sencillo.

—Bien me parece; pero nodebéis perder un momento: la nocheavanza, y quizá muy tempranotendrá lugar la ceremonia.

—Pedimos entonces permiso a

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V. E. para retiramos.—Podéis hacerlo. Don

Enrique, en este pergamino tenéisvuestro completo indulto: venid adecirme cómo os vaya en vuestrosnegocios.

—Gracias, señor —contestódon Enrique inclinándoserespetuosamente delante del virrey,y tomando el pergamino.

Los dos jóvenes salieron depalacio.

—Amigo mío —dijo donEnrique— os debo mucho, mucho;

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pero aun hay necesidad de que nome abandonéis: yo necesito impediresa unión. Si Julia llega a casarsecon don Justo, no sé lo que será demí.

—Don Enrique, nada vale loque por vos he hecho, porque osdebo a mi vez honra y felicidad;disponed de mí a vuestra voluntad.

—¿Sabéis adónde vive Julia?—Lo ignoro completamente.—¿Quién podrá darnos noticia

de esto?—Sólo conozco una persona

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que lo sepa.—¿Quién?—Esa joven que se llama

Paulita.—¿Paulita?—Sí, porque ella fue la que

me contó que don Justo se casaba.—Entonces, vamos a buscarla.—Vamos.Don Enrique, con una

agitación febril, se dirigió a la casade Paulita. La puerta estabacerrada. Don Enrique llamó, ynadie contestó. Esperó un momento,

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y volvió a llamar, y redobló susgolpes, y nadie contestaba.

—Indudablemente no están encasa —dijo el Indiano.

—¿Pues qué haremos?—Esperar; no hay otro

remedio.—¿Esperar, don Diego? Y el

tiempo vuela ¿y si no vuelven? ¿Siamanece? ¿Si no tenemos quien nosenseñe la casa de Julia, y se celebrael matrimonio?

—¿Pues qué pensáis?Don Enrique se puso a

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meditar, y luego exclamótristemente:

—No queda más recurso queesperar; quizá vuelvan.

—Esperaremos.Los dos quedaron de pie

delante de la puerta. Don Enriquedevorado por la más terribleansiedad, y don Diego triste ypensativo.

La mañana estaba cercana ynadie parecía, y don Enrique estabaa punto de volverse loco, según laimpaciencia que manifestaba.

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De repente se oyeron pasos enel callejón; era un hombre.

—Los dos jóvenes seprecipitaron a su encuentro, el quellegaba quiso huir; pero ellos seapoderaron de él.

—¡El Jején! —exclamó donEnrique reconociéndole—.¡Estamos salvados!

—Yo soy, don Enrique —dijoel Jején reponiéndose de lasorpresa.

—¿Adónde vive Julia? —preguntó don Enrique— ¿lo sabes?

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—Sí, señor.—Llévame para allá.—Es imposible.—¿Imposible? ¿Por qué?—Señor, la justicia me

persigue, y necesito huir.—Pues dinos la calle, su casa.—¿Para qué, señor?—Jején, necesito impedir al

matrimonio de Julia, y para estonecesito verla esta noche.

—Bien; pero en ese caso estadtranquilo, porque ese matrimonio nose verificará.

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—¡No se verificará! ¿Cómo losabes?

—Porque la señorita Julia noestá ya en su casa, ha huido estanoche.

—¿Ha huido?—Más bien dicho, yo me la he

sacado de orden de don Pedro Juan,que quiere también evitar la boda.

—¿Y en dónde está?—Señor, como supe que me

perseguía la justicia, la he dejadoen poder de Paulita, en la calle delmonasterio de Santo Domingo, en

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una casa que hace esquina; podéisbuscarla y allí la encontraréis.

—Pero esa casa ¿de quién es?—Preguntad si vive allí don

Pedro Juan de Borica.—¿Suya es la casa?—No; pero él la alquiló para

esto. Allí está Paulita.—¡Desgraciado de ti si nos

engañas!—¡Lo juro por Dios!—Vete. Y vos, don Diego ¿me

acompañaréis?—Vamos.

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Y los dos se dirigieronapresuradamente a la calle delmonasterio de Santo Domingo.

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XIV

UN RAPTO

PEDRO Juan de Borica habíaprocurado en vano calmar supasión, luchar contra ese torrente deamor que sentía en su pecho por la

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hija de la señora Magdalena,olvidarla y buscar la paz y lafelicidad en el hogar doméstico.

Los primeros días después delas escenas violentas que tuvieronlugar entre la señora Magdalena ysu hija, Pedro Juan se sintió tanprofundamente disgustado, quecreyó que había llegado el momentode su curación.

Se guardó de ver a Julia, dehablarla y hasta de preguntar porella; pero la noticia de la boda dedon Justo vino de nuevo a encender

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la pasión del ex-desollador. PedroJuan sintió el fuego de los celos,pero de los celos sin derecho, sinrazón, de celos que podían llamarsemás bien despecho.

Imposible le parecía que Juliafuese de otro; él se había yaacostumbrado a vivir en sucompañía, a verla, a oírla hablar atodas horas, a decirle ternezas, quesi bien ella escuchaba condesagrado, pero las escuchaba, yesto era para Pedro Juan unconsuelo y una esperanza; quizá el

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día menos pensado Julia sedulcificaría.

Pero verla en poder de otro,separada de él para siempre, estoera perder hasta la esperanza, y elex-desollador no se conformabacon eso. El momento de la boda seacercaba, y Pedro Juan,desesperado y ciego, determinóhacer un esfuerzo e impedir aquelmatrimonio a toda costa.

Un rapto fue la primera ideaque vino a su mente; un rapto que élcomprendía que se iba a intentar

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contra la voluntad de Julia, y que nodaría otro resultado que apartarlade su casa, porque le importabaesto; quería más bien verla morirque presenciar aquel matrimonio.

Pedro Juan necesitaba de uncómplice para llevar a efecto suresolución, y él conocía en Méxicoa muy pocas personas: púsose ameditar, y de las frecuentes visitasde Paulita le vino la idea de valersedel Jején.

No sabía Pedro Juan qué clasede hombre sería el Jején, pero se

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decidió a hablarle, y le envió allamar la víspera de la boda deJulia.

—Supongo —le dijo el ex-desollador— que vos en estosmomentos no tenéis ocupaciónlucrativa ¿es verdad?

—En efecto —contestó elJején— las cosas andan muy mal enMéxico, es mucha la pobreza; ojaláque su señoría me proporcionaraalgún quehacer.

—No me sería muy difícil;pero desearía saber de qué sois

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capaz.El Jején, como todos los

pillos, era malicioso, y comprendióque lo que deseaba Pedro Juan eraoírle discurrir, para ver si debía ono tener confianza, y así, contestó:

—Mire su señoría, yo soycapaz de hacer cuanto se me ordeney encargarme de cuanta empresa seme encargue, con tal que sea bienpagada y no tenga que ver con cosade leer ni escribir, porque eso no loentiendo.

—Arrojado debéis ser para

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decir semejante cosa.—No hay hombre más

arrojado que el que se decide a serarrojado, y ya verá su señoría, sime ocupa, cómo soy capaz de todo.

—¿De todo?—De todo.—Mucho decir es ese.—Lo que se puede cumplir.—¿Y si se tratase de atacar

soldados del rey?—No sería la primera vez,

contestó con arrogancia el Jején.Pedro Juan le miró con

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curiosidad, pero también con airede duda.

—¿No lo cree su señoría? —preguntó amostazándose el Jején.

—Sí ¿y serías capaz deayudarme a sacar de su casa a unadama?

—¿De ayudar a su señoría nomás, o de encargarme yo desacarla?

—De una o de otra cosa.—Con diferencia no más en el

precio del servicio, estoy a lasórdenes de su señoría.

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—¿Y si es necesario usar dealguna astucia, de algún ardid?

—Yo le encontraría.—Veo que confiáis demasiado.—En difíciles trances héme

encontrado para temer ahora.—Perfectamente ¿es decir que

cuento con vos?—De todos modos.—Bien, escuchad: la dama de

que se trata es Julia, la joven queestuvo en vuestra casa.

—Sí, señor —contestó Jejénsin mostrar admiración.

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—Pero no contamos con suvoluntad; de manera que es precisosacarla de aquí con engaño o porfuerza, y sin que lo advierta laseñora Magdalena. ¿Cómo pensáisque debe hacerse?

El Jején permaneció un ratopensativo.

—El aposento que ocupa esadama ¿tiene balcón o ventana parala calle? —preguntó al fin.

—Tiene un balcón.—¿Y ella duerme sola?—Sola.

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—Bien ¿podrá conseguir suseñoría que se mezclen unos polvosque daré, al alimento que tomecerca de la hora de acostarse?

—Fácilmente; yo mismo losmezclaré en el vino que ella toma.

—¿Y podemos llegar a suaposento en la noche sin sersentidos?

—También, porque tiene unapuerta que da al corredor, y aunqueella la cierra con llave, yo con laesperanza de entrar por allí algunavez, me he proporcionado una llave

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igual.—Entonces os respondo del

éxito. Oigame su señoría: estanoche vendré, trayendo unos polvosque daré a su señoría; con esospolvos ella se dormirá como siestuviese muerta; entonces suseñoría irá por mí, que me habréquedado oculto en alguna parte,descolgamos a esa señora por elbalcón, y su señoría me dirá adóndese la llevo.

—Tengo ya una casapreparada en la esquina de la calle

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de Santo Domingo.—Bueno, todo está en

corriente. Voy por los polvos. ¿Ycuánto me ofrece su señoría poreste trabajo?

—Mil duros.—Convenido; voyme.—¿Esta noche venís?—A las diez en punto.El Jején se caló su sombrero, y

se fue en busca de una semibruja deesas que abundaban en aquellostiempos, a comprarle «polvos de nosentir», que eran narcóticos más o

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menos eficaces, que aquellasmujeres vendían sin escrúpulo deninguna clase, aunque sí a muy buenprecio.

Aquella noche, a las diez, elJején llamó al zaguán y preguntópor el señor don Pedro Juan.

Como el ex-desolladoresperaba con impaciencia, no sehabía retirado del almacén queestaba en los bajos de la casa, ysalió luego al encuentro del Jején.

—¿Sois vos? —dijo en vozbaja.

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—Sí, señor.—¿Adónde están los polvos?—Tómelos su señoría —y

Pedro Juan recibió un paquete queguardó cuidadosamente.

—Ahora venid conmigo —dijo.

El Jején le siguió; atravesaronel patio principal, y en el segundollegaron a una escalera secreta, pordonde subieron hasta un aposento,en el que había una cama y algunassillas.

Sobre una mesa ardía una

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bujía de sebo.—Aquí tenéis vuestro

escondite —dijo Pedro Juan—permaneced aquí encerrado pordentro; nadie os verá, y yo vendrépor vos cuando sea tiempo.¿Queréis cenar algo?

—Doy las gracias a suseñoría; no tengo apetito.

—Si queréis recostaros unpoco, ahí tenéis cama; pero no osvayáis a dormir cuando yo llame…

—No hay cuidado —contestósonriéndose el Jején.

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—Pues hasta más ver.Pedro Juan salió cerrando la

puerta, y el Jején por dentro torcióla llave.

Aquella noche, Pedro Juancenó con la familia ocupando elcentro de la mesa, y teniendo a suderecha a la señora Magdalena y asu izquierda a Julia. Durante toda lacena, Pedro Juan mostró la mayortranquilidad; Julia estabapreocupada y la señora Magdalenamuy alegre.

—Ésta será la última noche

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que pasará Julia a nuestro lado —dijo Pedro Juan a su mujer—. Losiento, pero estoy tranquilo por susuerte, porque creo que va a serrecibida en los brazos de un hombreque la ama, aunque Julia se hayamostrado indiferente a su cariño.

Estas palabras encerraban undoble sentido que sólo el Jején, sihubiera estado presente, hubieracomprendido.

—En efecto —contestó laseñora Magdalena— mañana serála boda, si Dios quiere.

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—Yo —continuó Pedro Juan—para tomar la última sopa con Julia,he encontrado en la bodega unmagnífico vino español, que sinduda por su origen no será delagrado de mi Magdalena.

—Te engañas —contestó laseñora Magdalena sonriéndose—dos cosas me agradan de España…

—Los vinos —agregó PedroJuan— y…

—Mi marido —dijo conzalamería la señora Magdalena.

—Pues el marido va por los

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vinos —exclamó alegremente el ex-desollador levantándose de suasiento y saliendo del comedor.

En aquellos momentos laseñora Magdalena era muy feliz. Seacercó un poco a Julia, y dándoleun beso en la frente, le dijoconmovida:

—¿Lo ves, hija mía? Me hacesmuy dichosa.

Julia besó también a su madre,y luego limpió furtivamente unalágrima que corría por sus mejillas.¡Cuán cara le costaba aquella

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alegría!Pedro Juan volvió con una

botella destapada en la manoizquierda y una copa llena en laderecha.

—¡Soberbio está el vinillo! —exclamó—. Os he faltadoadelantándome a probarlo, pero nohe tomado ni una copa: ¡lacortesía!, ¡ha sido no más lacortesía! Tomad, Julia, aquí estávuestra copa llena; dame la tuyapara tomar yo en ella, Magdalena…Ahora toma la mía y te serviré…

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perfectamente… Ahora los tres abeber por la dicha que espero paraJulia.

Y los tres apuraron sus copas.—En efecto, es magnífico —

dijo la señora Magdalena— ¿qué teparece, hija mía?

—Muy bueno —contestó Juliareprimiendo un ligero movimientode disgusto.

La cena continuó alegre, y lasobremesa se prolongó hasta queJulia levantándose de su asiento,dijo:

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—Madre mía, me retiro.—¿Estás enferma?—No; pero siento mucho

sueño. Buenas noches.—Dios te bendiga.Julia se retiró a su aposento.—¿Qué, estará enferma? —

dijo con interés Pedro Juan.—No —contestó sonriéndose

la señora Magdalena— creo que elvino estaba demasiado fuerte parasu cabeza; y yo también necesitoretirarme.

—Yo voy nada más a arreglar

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unas cuentas, porque siempre serápreciso dar a Julia algún dote; eshonor nuestro.

—¡Qué bueno eres, PedroJuan! —contestó la señoraMagdalena—. Ve y no te desvelesmucho.

La señora Magdalena se retirótambién, y Pedro Juan se bajó alalmacén para hacer tiempo.

Julia entró a su aposento, sintiendoun desfallecimiento, un sueño, una

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cosa tan extraña y tan irresistible,pero al mismo tiempo tanagradable, que no cuidó ni de cerrarla puerta, ni pensó en desnudarse;se arrojó en su lecho vestida,comenzaron a cerrarse sus ojos, ypor fin, se quedó dormidaprofundamente.

Algún tiempo después lapuerta se abrió cautelosamente, ydos hombres penetraron en elaposento, cerrando por dentro conla llave.

—¿No despertará? —dijo muy

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bajo Pedro Juan.—Sólo dándole a oler vinagre

—contestó el Jején.—¿Y ahora?—Ahora, abrimos el balcón,

por esta cuerda me bajo, y con lamisma atáis a esa dama y ladescolgáis como un fardo.

—Puede lastimarse.—No; atadla con una sábana, y

de la sábana aseguráis la cuerda; elbalcón está bajo y yo la recibo.

—Bien.—¿Os espero abajo?

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—No; llevadla adonde sabéis.Yo iré allá mañana: es precisodisipar toda sospecha.

El Jején bajó por la cuerda, ypoco después el fornido Pedro Juandescolgaba, como si hubiera sidoun fardo, a Julia insensible. Jején larecibió entre sus brazos y echó acaminar con ella.

Pedro Juan quitó la cuerda ysalió, cerrando por fuera lahabitación de Julia.

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XV

LAS DOS RIVALES

EL JEJÉN condujo a Julia hasta lacasa de la calle del monasterio deSanto Domingo. Durante el camino,el viento fresco de la noche y el

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movimiento comenzaron a hacervolver en sí a la joven, de maneraque al llegar a la casa estabacompletamente despierta.

Contra lo que esperaba elJején, la casa estaba abierta, perono encontró en ella más que a unamujer encargada por Pedro Juan decuidarla; pero Paulita aun no habíallegado.

El Jején, fatigado, depositó sucarga en una pieza interior queestaba dispuesta ya para recibir aJulia.

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La joven se sentó en el lecho ymiró espantada a su alrededor; tanextraño era todo aquello, que leparecía estar soñando. Por fin, susmiradas se fijaron en el Jején, y lereconoció.

—¿Qué es esto? —exclamó—.¿En dónde estoy? ¿Es vuestra casa?¿He soñado que había vuelto allado de mi madre, que me iba acasar?

El Jején no contestaba.—¡Por Dios! Explicadme lo

que me ha pasado —continuó Julia

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— porque siento que me vuelvoloca. ¿Adónde está Paulita?

A esta pregunta él creyó quepodía ya contestar.

—Pronto vendrá, señora,pronto vendrá.

—¿Pero yo he estado enferma?¿He soñado? No puedo coordinarbien mis ideas, siento la cabezamuy pesada.

—Señora, aún no estáis buena;creo que aun debéis dormir un pocomás mientras viene Paulita.

Julia no sabía cuál era la

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realidad; aunque había despertado,el narcótico obraba aún sobre sucerebro; su voluntad depensamiento no estaba aúnexpedita; pensaba, pero sin tener laenergía suficiente para encaminarsus reflexiones al través de lasperipecias de aquella noche.

Los acontecimientos del díaanterior los veía como al través deun sueño; pero estaban muy clarospara ser sólo un sueño, y muyconfusos para ser una realidad.

Sentía la cabeza pesada y con

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un dolor vago que la abrumaba;creyó que había tenido fiebre: noquiso fatigar su imaginación, y conesa humildad infantil de losenfermos, exclamó:

—Decís bien; dormiré aúnmientras viene Paulita; estoy muydébil.

Y reclinóse en el lecho,comenzó a hacer esfuerzos pordormirse nuevamente.

El Jején salió del aposento, yen la pieza siguiente encontró aPaulita que llegaba.

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—Paulita —le dijo— ¡cómohas tardado!

—¡Ay!, ¡ni sabes la malanoticia que traigo!

—¿Qué hay, pues?—Que en el momento en que

me disponía para venirme, hanllegado a la casa soldados y gentesde justicia buscándote.

—¿A mí, Paulita? ¿Y por qué?—No sé qué decían de falta a

las tropas del rey: yo les dije queno estabas en México, registraron lacasa, y al fin se han ido

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prometiendo y jurando que te han deaprehender.

—Sabiendo que me buscan losdesafío a que lo consigan.

—¿Y qué piensas hacer?—¿Yo? Pues primero

ocultarme unos días, y luegoveremos.

—¿Y por qué querías que yoviniese?

—Para este negocio —contestó el Jején, señalando lapieza en que estaba Julia— heganado esta noche un buen pico con

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el que podemos vivir un año, si unaño duro en el escondite.

—¿Pues qué hay? —exclamóPaulita queriendo entrar.

—Espérate, voy a decirte loque hay y lo que debes hacer,porque en este momento me voy aesconder ¿entiendes? Con losalguaciles poco y bueno. Ahí estáuna muchacha que me saqué de sucasa por encargo de un caballero,contra la voluntad de ella; pero ledimos polvos de dormir, y así me latraje; él vendrá mañana temprano;

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tú cuida de que no se vaya a salir yespera mañana al sujeto.

—¿Pero ella quién es y cómose llama?

—A todos los conoces, y yaverás qué sorpresa llevas.

—Pero dime…—El que mandó sacarme a la

moza, es don Pedro Juan de Borica,el marido de la señora tu conocida.

—¿Y ella quién es?—Ya lo verás; ya me voy.

Mañana en la noche te buscaré encasa, y si no estás, vendré aquí. Me

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voy, que no quiero tener que vercon los golillas.

El Jején salióapresuradamente, y Paulita entró aver quién era la joven.

Julia estaba acostada y tenía elrostro vuelto hacia la pared; Paulitase acercó a ella, y como el aposentoestaba bastante ilumindo, laconoció al momento.

—¡Julia! —exclamó Paulita.—¿Paulita? —contestó Julia

incorporándose.—Julia ¿cómo es esto? ¿Qué

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hacéis aquí tan tranquila?—Eso es lo que yo no

comprendo ¿pues qué no estoy aúnen vuestra casa?

—No, Julia.—¿Pues en dónde estoy? ¿Qué

casa es ésta? ¿Cómo he venidoaquí?

—Yo no sé de quién es estacasa; pero habéis venido aquí paraun delito que yo no permitiré que seconsume, aunque mi mismo maridotenga parte en él.

—¿Cómo? ¿Qué decís?

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Explicaos.—Julia, anoche os han dado a

beber unos polvos que os han hechodormir un sueño como la muerte, yaprovechándose de vuestrasituación, os han sacado de vuestracasa para traeros aquí.

—¿Pero quién, Paulita?—Don Pedro Juan, el marido

de vuestra madre.—¡Dios mío! ¡Qué infamia! ¿Y

por qué?—Vos debéis comprender,

porque él está enamorado de vos, y

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así impide vuestro matrimonio y ostiene en su mano.

—¡Infame!, ¡infame! Pero yono consentiré: yo quiero que mellevéis inmediatamente a mi casa,porque quiero casarme mañana,porque creo que es el único mediode libertarme de las persecucionesde ese monstruo. Casada yo,perdería para siempre su esperanza.

Paulita pensó en aquelmomento en don Enrique; casadaJulia, también él perdería parasiempre su esperanza, y aquel

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pensamiento la iluminó en lo que leconvenía hacer.

—Decís bien —exclamó—volveréis a vuestra casa. Levantaos,y yo os conduciré.

Julia se levantó vacilando.—Animo —dijo Paulita—

mañana a esta hora estaréis unidapara siempre a don Justo.

Entonces Julia fue la quepensó en don Enrique, o más biendicho, en Brazo-de-acero, que erael nombre con que le conocía.

—Paulita —dijo— es inmenso

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ese sacrificio; voy a separarmepara siempre del hombre que amo,voy a olvidarle sin que él me hayadado motivo alguno para semejanteingratitud. Paulita, si mañana esehombre se presentara delante de mí,yo me moriría de vergüenza y dedolor, porque ese hombre no sólome ama, sino que salvó mi vida ymi honor ¿y paga con una ingratitudun corazón bien formado?

Estas palabras hicieronestremecer a Paulita; eran unreproche por lo que ella meditaba;

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le pareció que oía la voz de suspadres que le decían «ingrata», y nopudo contenerse: Paulita estabaformada para el bien.

—Oíd —exclamórepentinamente— ¿ese pirata de queme habéis hablado era mexicano?

—Sí ¿pero a qué viene esapregunta?

—¿Y era en su país noble yrico?

—Él dijo a mi madre que erarico y noble como un monarca.

—¡Dios mío! ¡Julia, creo que

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ese hombre ha llegado a México!—¿Qué decís? —gritó Julia

mirándola espantada.—Sí, creo que está aquí… y

que es nada menos que el mismodon Enrique Ruiz de Mendilueta, dequien os he hablado.

—¡Misericordia, Dios mío!¿El hombre de quien estáisapasionada?

—El mismo.—Paulita, Dios no lo

permitirá, porque sería yo capaz deaborreceros.

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—Julia, ¿y creeis que no tengayo también razón de odiaros cuandovos me arrebatáis al hombre queamé antes de que os conociera?

—Pero vos prescindisteis desu amor casándoos con otro.

—Porque yo no podía aspirara la gloria de ser suya.

—Entonces debisteis desacrificarle vuestra vida y adorarlesiempre y no ser de otro.

—Julia, ¿y vos no vais acasaros ya?

—Por salvar la felicidad de

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mi madre; pero harto desgraciadasoy.

—Y yo también, y yo también.Las dos quedaron en profundo

silencio; en aquellos dos corazonesluchaban los celos, la desconfianza,el odio, el amor.

Cada una de aquellas dosmujeres no sabía qué hacer con laotra. Julia admiraba la generosidadde Paulita al haberle dicho que suamante estaba en México. Paulitapensaba que con esto hacía unservicio a don Enrique.

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De repente preguntó Paulita:—¿Qué pensáis hacer?Julia, sin contestar, la miró con

desconfianza.—Respondedme, Julia, porque

vos no comprendéis todavía lo quesoy capaz de hacer.

Julia tomó estas palabrascomo una amenaza, y contestóirguiéndose y con un tono como dedesafío:

—Y bien ¿qué sois capaz dehacer?

—Julia —contestó Paulita

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pálida y con la voz trémula— Julia,soy capaz de todo lo bueno y detodo lo malo: en este momento Diosme tenga de su mano.

Julia se sonrió con altivez.—¡Oh! por la salud de vuestra

madre os suplico que no os burléisde mí; me siento capaz de mataros,porque me ahogan los celos, o dematarme yo por no estorbar la dichade don Enrique y por nopresenciarla.

—Haced lo que mejor osplazca.

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Paulita, pálida y con el rostrodesencajado como el de una loca,sacó de debajo de su cotilla unpuñal que brilló con un resplandorsiniestro. Julia dio un grito.

Paulita se detuvo, y como si sehubiera efectuado un cambio rápidoen su alma, lanzó el puñal lejos desí y tomó convulsivamente a Juliade una mano, exclamando:

—¡Seguidme!—¿Y adónde? —preguntó

Julia.—Os he dicho que soy capaz

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de todo lo bueno y de todo lo malo;en un momento de furor pensé enmataros; ahora voy a llevaros a lacasa de don Enrique a entregaros aél.

—Una dama como yo —dijocon altivez Julia— no va jamás a lacasa de un hombre con quien tieneamores, y menos a la mitad de lanoche.

—¿Es decir que vos que leamáis desconfiáis de él? ¿Le creeiscapaz de faltar a una dama? ¡Oh,vos no le amáis o no le conocéis!

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Don Enrique es todo un caballero, ytan pura quedaría a su lado vuestrahonra, como al lado de vuestramisma madre. Julia, vos nocomprendéis la grandeza de sualma, no sois digna de amarle; yo ledebo mi honra porque él la harespetado, porque yo se la hubierasacrificado contenta ¿lo oís?Porque yo sí le amo como merece,porque para mí no habíaconsideraciones sociales, ni altivezde dama, ni miramientos de honor,nada, nada; por él, todo, hasta la

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muerte; por él, todo, hasta mi honra.—¡Paulita, me atormentáis con

ese amor!—Que vos no comprendéis:

mirad qué amor tan grande será, quesacrifico a ese amor su amormismo, porque ya lo veis, no vaciloen llevaros a su misma presencia.

—Paulita, sois muy generosa.—¿Me seguiréis?—¡Vamos! —exclamó Julia,

sintiendo desaparecer su timidezante aquella salvaje energía.

Y las dos salieron de la casa.

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De repente, Julia se detuvo ydijo con vacilación a Paulita:

—¿Y si no es él?Paulita entonces vaciló a su

vez.—¿Y si no es él? —repitió.—Sí ¿quién nos asegura que

sea el mismo? ¿Sé yo acaso cómose llama el hombre de quien os hehablado? ¿Sabéis vos cómo sellamaba entre los cazadores elhombre de quien me habláis?

—En efecto, tenéis razón;sería hasta ridículo que os

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presentarais con un hombredesconocido ¿qué pensaría entoncesdon Enrique de vos y de mí?

—Paulita, acompañadme a micasa.

—Vamos.Pocos momentos después, en

la casa de la señora Magdalena seoían terribles golpes dados en lapuerta de la calle.

El primero que los escuchó fuePedro Juan, que no había podidodormir por la agitación de lo queacababa de pasar. El ex-desollador

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pensó que aquello tenía relacióncon lo que había hecho en la noche;quiso ser el primero en informarse,saltó de la cama y bajó a abrir antesque el portero pudiera hacerlo.

—¿Y qué diréis a vuestramadre? —preguntó Paulita a Julia—. ¿Le descubriréis el crimen de sumarido?

—Dios me iluminará para nodarle este golpe.

La puerta se abrió en estemomento, y Julia se entró diciendoa Paulita:

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—Hasta mañana.—Adiós —contestó Paulita.Pedro Juan había bajado a

abrir trayendo un candil, y Julia lereconoció inmediatamente.

—¡Sois un infame! —exclamóla joven.

—¡Por Dios, no medescubráis! —contestó temblandoPedro Juan.

—No soy capaz de matar a mimadre; contadle que otra personallamó ¿nadie sabe que estaba fuera?

—Nadie.

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—Pues cuidad vos de que nolo sepa.

Y Julia subió ligeramente laescalera y se dirigió a su cuarto;pero estaba cerrado.

La señora Magdalena salió desu aposento preguntando:

—¿Qué pasa?—No lo sé, madre mía —

contestó Julia— yo también salí aver qué pasaba.

—¿Aún estáis vestida?—Rezaba yo, madre mía.Pedro Juan subía en estos

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momentos.—¿Qué fue? —le preguntó la

señora Magdalena.—Una mujer borracha que se

empeñaba en entrar.—¿Se ha ido?—Sí.—Pues voime a mi cama —y

la señora Magdalena se retiró.—¿La llave de aquí? —dijo

Julia.—Aquí está —contestó Pedro

Juan entregándosela.Julia entró a su aposento y se

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encerró por dentro.

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XVI

EL RASTRO PERDIDO

EL INDIANO y don Enrique sedirigieron a la casa que les habíaindicado el Jején, en busca de Julia;pero cuando llegaron a ella, Julia y

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Paulita habían partido, y la mujerque cuidaba de la casa no pudodarles noticia del rumbo que habíantomado.

La mañana avanzabarápidamente, y comenzaron adibujarse sobre un cielo pálido lascúpulas y los campanarios de lasiglesias; comenzaban a escucharselas campanas que llamaban a laprimera misa, y algunas personasandaban ya en la calle.

—¿Qué haremos? —preguntódon Enrique al Indiano.

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—Verdaderamente no sé quédebemos hacer; es ya de día, y nosé adonde puedan haberse llevado aJulia.

—Al Jején es casi imposibleencontrarle.

—Y es seguro que Paulita novolverá a su casa; entretanto, eltiempo vuela.

—Afortunadamente la boda nopuede verificarse por el rapto deJulia.

—Es verdad; pero quién sabequé será de ella.

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—Me ocurre una idea.—Decid.—¿Recordáis a doña Ana?—Sí.—Esa mujer, no sé por qué

razón, se ha declarado enemigavuestra, y como es capaz de todo,me temo que esté mezclada en estaintriga.

—¿Creeis?—¡Oh! sí lo creo ¿queréis que

vayamos a su casa?—Si vos lo juzgáis

conveniente…

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—Es la única parte en que meespero tener alguna noticia.

Pues vamos.Embozáronse los dos y se

encaminaron a la casa de doña Ana.Era ya día claro cuando

llegaron a ella; don Diego llamó, ypocos momentos después se abrióla puerta.

Los dos amigos penetraron a lacasa sin ceremonia.

—¿Buscan sus señorías a miama? —preguntó la esclava quehabía salido a abrir.

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—Sí —contestó don Diego.—Pues mi ama no está en

casa.—¡Cómo! ¿No está?—No señores; ha salido antes

de amanecer.—¿Iría quizá a misa?—No, señor, porque tomó por

el centro de la ciudad.Don Enrique y don Diego se

miraron, y en aquella mirada sepintaba el desaliento.

—¿Quiere decir que estamosperdidos? —preguntó don Enrique.

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—Aún no —contestó donDiego después de reflexionar unpoco— hagamos el último esfuerzo:vamos a la casa de D. Justo. DoñaAna estaba en proyectos de alianzacon ese hombre, y quizá el raptohaya sido una cosa dispuesta paraatraerle…

—Pero ¿con qué motivo?—No lo alcanzo; pero los

proyectos de las gentes malas sontan difíciles de comprender, que aundespués de descubiertos, no se sabeel motivo que los impulsó a obrar.

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—Pues vamos a la casa de donJusto.

Y los dos, animados por unanueva esperanza, emprendieron elcamino de la casa de don Justo.

Llegaron allá, y la casapresentaba un triste aspecto desoledad; no se escuchaba en ellaruido de ninguna clase; ni lacayos,ni esclavos, ni palafreneros, nadieaparecía por el ancho y desiertopatio; sólo un portero de birretetomaba sol sentado en un taburete.

—¿El señor don Justo? —

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preguntó don Enrique.El viejo alzó el rostro como

admirado de semejante pregunta.—Supongo que sus señorías

no son amigos de mi amo.—¿Por qué?—Porque ignoran que hoy es

el día en que mi amo se casa, y quequizá en este momento se estaráverificando la ceremonia: yo nopude asistir por estas reumas quehace diez años, desde el tiempo delseñor virrey, que en paz descanse…

—Bien ¿pero don Justo se fue

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a su boda?—¡Bonito mi amo para no

haber ido! Que es puntual sumerced como un reloj; yo leconozco mucho; hace como treintaaños que le sirvo; aún no se casabala niña Guadalupita con el señorconde, que en paz descanse, y quela verdad yo apenas conocí al señorconde, porque su excelencia novenía acá, y yo por estas reumas…

—¿Decís que se estará yacelebrando la ceremonia?

—Con el favor de Dios sí,

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porque mi amo temprano se levantó,como que estaba su merced con elalboroto, que dicen que lamuchacha es más bonita que undoblón de a ocho y más limpia quetacita de China.

—¿Pero la novia estaba yadispuesta?

—Por supuesto, que tempranomandó mi amo preguntar a la casade la novia que si ya podía ir; porseñas de que fue Colás, un mulaticocomo una pólvora, que lo quieremucho mi amo, porque van a ver

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sus señorías lo que le pasó.—¿Y qué le contestaron?—¿A quién?—A don Justo de la casa de la

novia.—Allá vamos, que no soy

arcabuz; con tiento y no mueran deansia sus mercedes, que poco apoco se anda lejos; vamos a qué fueel mulatico Colás con recado delamo a preguntar a la casa de lanovia si ya estaba dispuesta, paraque mi amo se fuera para serdichoso; y el Colás es como la

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jonda de Pilatos, como que yo loeduqué y lo crié, como si dijeransus señorías mis mesmos pechos.

Don Enrique y don Diegomorían de impaciencia por saberqué habían contestado de la casa deJulia; pero comprendieron queinterrumpir al viejo era prolongarmás su charla y le dejaron hablar.

—El amo llamó a Colás, quehoy tiene una librea que parece unveinticuatro de Sevilla, y le dijo:«Colás, te pones en un vuelo en lacasa de mi señora doña

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Magdalena», que así se llama lamadre de la novia, y me dicen quees de allá de donde fue la guerradel turco ¿cómo se llama?

—Lepanto —contestó elIndiano furioso.

—Sea por Dios, que de porallá será; y le dijo el amo a Colás;pregúntale a esa señora si ya podréir a la casa y si ya está tododispuesto…

—¿Y qué vino a decir Colás?—preguntó don Enrique.

—Pues el muchacho, que es

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listo ¡saz! corre que te corre, y enun decir Jesús ya estaba de vuelta;casualmente el amo estaba aquídelante, por más señas que tieneuna ropilla color de violeta, yColás le dijo: «Que dice la señoraMagdalena que cómo está usía, quebesa a usía sus manos, que es usíasu amo y señor, que por allá está yatodo dispuesto, y nada más a usía seespera para el matrimonio, y que…pero calle ¡qué demonio dehombres!, ¿pues no se van,dejándome como quien dice, la

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palabra en la boca?…».En efecto, don Enrique y el

Indiano no hicieron más que oír lacontestación que habían dado en lacasa de Julia, cuando mirándoseentre sí, dieron la vuelta y salieronde la casa de don Justo.

—Éste es un misterio que noalcanzo a comprender —dijo donEnrique.

—Yo menos —contestó elIndiano— si Julia no estaba anocheen la casa de su familia ¿cómo esque hoy en la mañana ya está

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dispuesta para la ceremonia?—Quizá no sea ella la que se

salió de su casa.—Puede haber en esto un

error; y lo peor es que quizá en estemomento se esté celebrando elmatrimonio y lleguemos demasiadotarde.

—Apretemos el paso.Y los dos comenzaron a

caminar con la mayor rapidez hastallegar a la casa de Julia.

Allí creían encontrar granmovimiento, carrozas, pajes,

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lacayos, pero no había nada de esto;la casa estaba cerrada, sólo en unpostigo abierto del zaguán se veía auna mujer que mostraba ser unacriada.

—Señora —la preguntó donDiego— ¿ya ha pasado laceremonia?

—No sé, señor —contestó lacriada.

—¿No sabéis?, ¿pero no soisde la casa?

—Sí, señor; pero elmatrimonio, si de eso me queréis

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hablar, no es ahora aquí en la casa.—¿Pues en dónde?—En casa de la señora

condesa viuda de Torre-Leal, quees la madrina.

—¿Y ya se han ido para allá?—Sí, señores; el novio iba en

el coche con la señorita Julia y laseñora grande y el amo.

—¿Y qué tiempo hace que sehan ido?

—Media hora; puede que siusías se van para allá alcancenaunque sea la velación, porque el

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casamiento ya ha de haber pasado.—Volemos, aún puede ser

tiempo —dijo el Indiano.Y dando el ejemplo, echó a

andar con mucha velocidad.Don Enrique le seguía

cabizbajo. En aquel momento,cuando su intención era la dedirigirse a la casa de su padre,donde él había nacido, donde habíapasado los primeros años de suvida, donde había llegado a lajuventud, entonces sintió que todossus recuerdos llegaban como en

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tropel, y pensó en su padre anciano,que había muerto sin el consuelo dever a su hijo, pensó en lasdesgracias que habían caído sobresu cabeza, y, como era natural,pensó también en el Indiano, queera culpable de casi todos aquellosacontecimientos.

Y sin embargo, el generosocomportamiento de don Diego vinocomo un rocío benéfico atranquilizar el corazón de donEnrique…

Y adelantándose un poco,

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llegó hasta el Indiano y enlazó subrazo.

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XVIII

HERMANO Y HERMANA

—JUSTO —decía doña Guadalupe— yo no aprobé jamás esos planesque tú formaste para deshacerte dedon Enrique.

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—Yo pensaba en tu hijo, quees mi sobrino; esas riquezas y esetítulo suyas son.

—¡Oh! no hay que engañarse,Justo, no son suyos; es unausurpación la que vamos a hacer, yDios nos lo tomará en cuenta.

—Eres demasiado escrupulosapara ser madre…

—No, por el contrario, esosescrúpulos, como tú los llamas, sonprecisamente los que debo tener.Soy madre, hermano mío, pero soycristiana; amo a mi hijo, pero le

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amo demasiado para querer queenriquezca a costa de un crimen; lasriquezas mal adquiridas son unamaldición para el que las posee…

—Todas esas son razones depredicador, Guadalupe, que no meharán variar ni en un ápice delcamino que me he trazado paraalcanzar la felicidad de tu hijo;además, soy su tutor y tengo laprecisa obligación de cuidar de suporvenir.

—Pero es con perjuicio de suconciencia…

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Cuando llegó a la casa de éste,a pesar de que apenas lucía lamañana, todos estaban ya en pie, yse observaba una grande animación.Doña Ana atravesó en medio de laservidumbre sin detenerse,procurando tomar el aire de unapersona de gran confianza en lacasa, para que nadie la interrogase.

Subió la escalera, y llegandoal corredor se encontró casualmentecon don Justo, que salía de uno delos aposentos.

Doña Ana le dirigió

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inmediatamente la palabra.—Caballero —le dijo—

quisiera hablar con vos unmomento.

Don Justo vaciló paracontestar, y quizá se hubiera negadoa escucharla; pero alcanzó a ver larica basquiña de doña Ana, ydescubrió una mano fina y bella yun pie pequeño y cubierto con uncalzado de seda bordado de oro, yentonces le pareció que aquellasolicitud era de escucharse.

Si las mujeres conocieran sus

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intereses y comprendieran que lahermosura adivinada vale más quela conocida, y que el misteriovuelve bellas hasta a las que no loson, sin duda que la primera de susmodas sería la del antifaz, y no sehubieran acabado aquellasencantadoras aventuras de las«tapadas» de los dichosos yromancescos tiempos de Felipe II.

Pero ahora, una mujer vista atoda luz, de un golpe, en medio deuna calle, puede gustarnos, pero nonos interesa, porque el corazón, por

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más que prediquen los apóstolesdel materialismo, busca siempre lomisterioso y lo novelesco.

Quizá debajo de un velo seoculte el rostro de una fea, y ellatenga el sentimiento de ver huir algalán que la ha perseguido, tanluego como la conozca; pero encambio, ni ese tiempo hubieragozado de sus homenajes si él lahubiera visto desde el primermomento como se ven hoy a todaslas mujeres.

Don Justo, que era hombre,

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sintió todo esto, y hubiera juradoque la mujer que tenía delante de sí,era una dama bella y principal.

—Señora —contestó— si elnegocio de que queréis hablarme esimportante, y más que todo corto,tendré mucho placer en oiros.

—Ya juzgaréis —contestódoña Ana.

—Entonces hacedme la graciade pasar.

Don Justo guió a doña Ana auna de las estancias de la casa, queestaba soberbiamente puesta.

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Doña Ana se sentó en un sitialy dijo a don Justo:

—¿Estamos enteramentesolos?

—Sí, señora.—¿Tenéis la bondad de

cerrar?Don Justo cerró la puerta,

pensando adónde irían a parartantas precauciones.

—Don Justo ¿me conocéis? —dijo doña Ana levantándose el velo.

Don Justo retrocedió,exclamando:

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—¡Doña Ana!—Veo que no os olvidáis de

vuestros amigos.—¡Oh, imposible! —contestó

don Justo, a quien doña Ana lepareció más hermosa que nunca, yque a pesar de estar tan cerca delmatrimonio, no le disgustó aquelencuentro—. ¡Imposible, doña Ana!¡Estáis más bella! Pero quien os havisto una sola vez, no puedeolvidaros nunca.

—Dejad de galanterías, quevais a casaros, y escuchadme.

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—Hablad.—Ayer estuve aquí y no

conseguí veros.—¡Que lo siento!—Os buscaba para deciros

que está en México don EnriqueRuiz de Mendilueta.

Don Justo dio un salto en suasiento como si le hubiera caído deltecho un escorpión.

—¿Don Enrique? —exclamó.¿Estáis soñando? Si ha muerto.

—Os engañáis. Don Enriquevive, está aquí y yo le he visto.

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—¿Le habéis visto?—Sí.—¿Es decir que vino con vos?—No, no es decir eso; es decir

que os cuidéis, porque don Enriqueestá aquí y reclamará el título y laherencia de su padre.

—Entonces soy perdido —dijo con profundo desaliento donJusto.

—Tal vez no.—¿Qué decís?—Digo que quizá habrá un

medio para impedir esa pérdida que

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vos creeis tan segura.—¿Pues qué hacéis que no me

dais ese medio?—Necesito que hagamos antes

un contrato; todo tiene en estemundo su precio y sus condiciones.

—Decidme las vuestras ¿quéqueréis? ¿Oro? Yo os daré…

—No vengo a venderos misecreto…

—¿En tal caso?—Yo quiero vengarme de don

Enrique y de don Diego de Álvarez.—¿Y de qué manera?

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—Eso os toca pensarlo a vos yayudarme en mis proyectos; noexijo más.

—Pero no me ocurre depronto.

—Meditadlo; un medio seguro,aunque sea tardío.

—Os lo prometo.—Jurádmelo.—Por Dios, por su Madre

Santísima y por todos los santos delcielo ¡os lo juro! —dijo consolemnidad don Justo, haciendo conla mano derecha la señal de la cruz

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y llevándosela a sus labios.—Bien; ahora oíd el medio

que tengo para libertaros de donEnrique, y que puede también servirpara mi venganza.

—Os escucho.—Conozco un terrible secreto

de la vida de don Enrique, quepuede servir no sólo para impedirlereclamar la herencia de su padre,sino hasta para llevarle al patíbulo.

—¿Qué secreto es ese?—¿Sabéis lo que ha sido don

Enrique en el tiempo que ha faltado

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de la Nueva España?—No.—Pirata.—¡Ave María Purísima! —

exclamó don Justo con espanto.—Sí, pirata, pirata. Yo le vi en

el asalto y saqueo de Portobelo: élacompañaba al feroz Morgan; él erael jefe de confianza entre aquellosexcomulgados; él ha enriquecidocon el botín de las ciudades ypueblos de S. M.; él ha manchado elhonor de cien familias nobles; él haincendiado los templos y las casas.

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¿Creeis que un hombre así puedaser conde de Torre-Leal? ¿Y creeisque os salvo revelándoos estesecreto?

—Sí, sí. ¿Y seréis capaz dedeclarar esto ante la justicia?

—Y ante el rey mismo si esnecesario.

—Entonces yo os enviaré abuscar cuando llegue el caso…

—No, es preciso que desdehoy me toméis bajo vuestraprotección, o no diré nada, porqueme harán matar. Don Enrique

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conoce mi casa, sabe que poseo esesecreto, comprende que estoyaislada en el mundo, y antes de quepueda yo declarar contra él, mehará morir, estoy segura de ello.

—Quizá tenéis razón.—Yo soy el único obstáculo

que encuentra en su camino, y mehará desaparecer.

—Me ocurre una idea.—¿Cuál?—Hoy debe celebrarse mi

matrimonio en la casa de mihermana Guadalupe, la condesa

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viuda de Torre-Leal, que debe serla madrina; allí pasaremos el día yhasta la noche no volveremos a estacasa: os llevaré a la de mi hermana,y después vendréis a vivir aquí.¿Os parece bien?

—Sí.—¿Mi hermana os conoce?—No creo que me conozca.—Entonces es mejor; venid.—¿Qué queréis que haga yo?

—preguntó doña Ana.—Os dejaré en la casa de la

condesa, allí esperaréis, y tan

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pronto como se presente esehombre, le echaréis en cara suconducta, le acusaréis de que fuevuestro raptor.

—Pero eso no es cierto.—Es verdad ¿pero hay quien

pueda decir lo contrario?—No.—Entonces estáis segura de

que por más que procuredesmentiros, no lo alcanzará alograr.

—Comprendo.—Pues seguidme, que el

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tiempo vuela.—Don Justo ofreció la mano a

doña Ana y la llevó hasta el estribode una carroza, que tirada por dossoberbias mulas les esperaba al piede la escalera.

Don Justo y doña Anamontaron, la carroza partióligeramente, y atravesando al trotede las mulas varias calles de laciudad, llegó a detenerse delante dela espléndida morada de los condesde Torre-Leal. En aquella casahabía también grande animación; se

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conocía desde luego que todos sepreparaban para una fiesta.

Don Justo atravesó en mediode la servidumbre que llenaba lospatios, llevando a doña Ana, queiba cubierta cuidadosamente con suvelo. Los lacayos y los palafrenerossaludaban humildemente,figurándose en su interior queaquella tal vez sería la novia.

La pareja subió las escaleras yentró a uno de los aposentos queestaba solo.

—Juliana —dijo don Justo a

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una esclava— di a la señoracondesa que necesito hablarla.¿Está sola?

—No, señor, está con unaseñora.

—Bien; llámala.Un momento después se abrió

una puerta, y se presentó la condesaviuda de Torre-Leal. Era una mujerde media edad, extraordinariamentepálida, pero que revelaba dulzura ybondad en todas sus facciones y entodas sus palabras.

Vestía un rico traje de

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terciopelo negro, adornado deencajes negros también, y su tocadoestaba formado de cintas deterciopelo y de encajes negros,sujetos entre sí por una magníficajoya de brillantes. Llevaba unoslargos pendientes, un ancho collar yun peto de brillantes.

—Buenos días, Guadalupe,madrina —dijo con una sonrisa deorgullo don Justo— ¿cómo hasamanecido?

—Algo mejor —contestó lacondesa inclinando ligeramente la

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cabeza a doña Ana, que también sehabía puesto de pie.

—Guadalupe, vengo asuplicarte que des hospitalidad porel día de hoy siquiera a esta dama.

—Con mucho gusto —contestóla condesa.

—Es una persona a quien tú yyo debemos un especial favor, delque te hablaré.

—¿Un especial favor?—Sí, ya lo sabrás.

Descubrios, señora —dijo donJusto dirigiéndose a doña Ana—

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estaréis mejor.Doña Ana se descubrió,

haciendo una caravana a lacondesa, que contestó con dulzura,diciéndole:

—Señora, tengo mucho gustoen poderos ofrecer mi casa y cuantovalgo, bastándome saber que mihermano os recomienda.

—Gracias, señora condesa —contestó doña Ana.

—Quisiera —agregó don Justo— que la hicieras entrar, porquetengo que hablarle. ¿Hay

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inconveniente en que pase a lasotras piezas?

—Ninguno, tanto más cuantoque servirá para acompañar a unaamiga mía que está ahí esperando lahora de la ceremonia.

—Perfectamente.—Juliana —dijo la condesa a

la esclava que esperaba en lapuerta.

—Mi ama —contestó laesclava.

—Lleva a esta dama a la sala.Y vos, señora, consideraos desde

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este momento como en vuestra casa.—Señora condesa, por vuestra

mucha bondad.Doña Ana se levantó y siguió a

la esclava, que la condujo al travésde varias habitaciones hasta la salade la casa, que estaba preparadapara recibir a las personas quedebían de asistir al casamiento dedon Justo.

Doña Ana se había quitado elvelo y marchaba distraídaexaminando los muebles y lastapicerías de las habitaciones que

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iba atravesando. Al llegar a la sala,advirtió que una mujer anciana,pero vestida con elegancia, estabasentada en el estrado.

La joven se dirigió a ella parasaludarla, la anciana volvió elrostro, y las dos lanzaron a unmismo tiempo un grito.

—¡Ana! —exclamó la anciana.—¡Mi madre! —gritó doña

Ana.Y después de un momento de

vacilación, se arrojaron llorando launa en brazos de la otra.

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La esclava que habíaconducido a doña Ana se detuvocon admiración, y luego,comprendiendo sin duda que nadatenía que hacer allí, y figurándoseque era una escena preparada deantemano por la condesa, se salió,dejando entregadas a sus emocionesa la madre y a la hija.

Entretanto, la condesa y donJusto habían comenzado unaconversación muy animada.

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XVII

HIJA Y MADRE

DOÑA Ana conoció que estabaperdida; el Indiano habíadescubierto, sin saber ella cómo, lacarta anónima que había escrito al

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marqués de Mancera denunciando adon Enrique como pirata; ademásde esto, doña Marina estaba ya enMéxico. Doña Ana, pues, habíaperdido la esperanza de ser laesposa o la dama de don Diego.

Entonces pensó en vengarse,en perder a don Enrique y a donDiego, a toda costa, a todo riesgo.

En aquel corazón voluble eimpresionable, los afectos y laspasiones cambiaban a cadamomento, pero siempre vehementes,siempre intensos, como en esas

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playas de arena movedizas, cadaola que viene deja al retirarse unanueva forma en aquella arena, queparece ser duradera, y que, sinembargo, al llegar una nueva ola,cambia enteramente.

Doña Ana meditó toda lanoche, y antes de que amaneciera elsiguiente día, se atavió ricamente,se envolvió en un grueso manto, secubrió el rostro con un tupido velo,y salió a la calle en busca de donJusto.

—¿De su conciencia? Y ¿qué

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conciencia puede tener de lo queestá pasando ese niño? La mía serála que responda de eso, y yo estoymuy tranquilo respecto aconciencia: ¡ojalá que así loestuviera por lo que toca a donEnrique!

—¿Es decir que no estásseguro de su muerte?

—Seguro… no mucho… Estadama que he traído me dice quevive y que está en México.

—¡Vive! ¡Dios mío! ¡Diosmío, gracias! —exclamó con una

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verdadera alegría doña Guadalupe.—¿Cómo es eso? —dijo don

Justo— ¿te alegras de que esehombre viva, cuando de unmomento a otro puede presentarse yarrebatar a tu hijo su fortuna y suporvenir?

—Justo, el porvenir y lafortuna de mi hijo están seguros conlo que el conde nos señaló a mí y aél, sin necesidad de usurpar a nadielo suyo. No, me alegro, me alegrode que don Enrique viva, porque micorazón no podía soportar la idea

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de que mi pobre hijo cargara,aunque inocente, con la sangre de suhermano. Ese título, esas riquezasestaban manchadas con la sangre dedon Enrique, y mi hijo hubiera sidomuy desgraciado con poseerlas.Dios no quiere a los que pormedios reprobados se hacenpoderosos.

—¿Y si don Enrique sepresentara, tú serías capaz deentregarle todo, todo, con perjuiciode tu propio hijo?

—Sí, Justo, sí; y no sería un

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perjuicio, sino un honor y una buenaacción, que Dios premiaría a mihijo.

—Vamos, Guadalupe, estásloca, loca de atar. ¿Conque tú seríascapaz de todo eso?

—Sí, una y mil veces.—Afortunadamente yo vivo y

estoy aquí para impedirlo, y loimpediré mal que te pese ¿lo oyes?Yo soy el tutor de ese niño, y no hede permitir que con tus escrúpulosle hagas perder esa herencia, que essuya porque es de su padre y

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porque se la ha sabido ganar.—¡Justo, por Dios!—No, Guadalupe, te prevengo

que me dejes obrar. Don Enrique sepresentará, estoy seguro; pero teprevengo otra vez que no meinterrumpas en mis operaciones:don Enrique que se presentará;pero, ¡pobre de él!, yo le confundiréy huirá avergonzado, o sucumbirá.

—Pero ésa es una accióninfame; es el hermano de mi hijo.

—Bien; dejemos eso para otrodía, que se hace tarde, y voy a traer

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a Julia y a su familia para laceremonia. Ya veremos. Adiós; terecomiendo a la dama…

Don Justo se levantó sinesperar respuesta y salió de laestancia.

Doña Guadalupe inclinó lacabeza y quedó pensativa un largorato; por fin, levantándose tambiénde su asiento, exclamó conresolución:

—¡No, una y mil veces! Mihijo no es pobre; pero aunque lofuera, no quiero para él riqueza ni

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títulos adquiridos por medio de lainfamia: no, yo hablaré a esa damaque ha traído mi hermano… yveremos…

La señora Magdalena, que no habíapodido volver a reconciliar elsueño después que oyó llamar alzaguán; se levantó muy temprano yse dirigió a la habitación de Julia.La joven estaba aún despierta yvestida; rezaba, lloraba y meditaba.

¿Sería ese joven de quien le

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había hablado Paulita, el mismoAntonio Brazo-de-acero? Si era él¿cómo iba Julia a casarse con donJusto? Si no era ¿qué razón habíapara negarse a esa boda, cuando talvez el cazador la había olvidadopara siempre? En este caso, ¿iba asacrificar el reposo de la señoraMagdalena a una quimera?

Estos pensamientos luchabanen el cerebro de Julia y destrozabansu corazón; aquella incertidumbreera peor para ella que la másterrible realidad.

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Rezaba pidiendo a Dios que lailuminara, que le diera laresolución que había perdido en suúltima conversación con Paulita. Derepente oyó llamar a su puerta; erala señora Magdalena: había llegadopara Julia la suprema hora.

—Hija mía ¿no te hasacostado? —dijo la señoraMagdalena.

—No, madre mía —contestóJulia.

—¿Pues qué hacías?—Pedir a Dios valor y

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resignación.—¡Julia!—No hagáis caso de lo que

digo, madre mía…—Bien; vamos a que te vistas,

porque don Justo no debe tardar.Julia no contestó; la señora

Magdalena llamó a las camaristas,y comenzóse la operación de vestira Julia su traje de boda.

Habían pasado para la joventantas cosas durante aquella noche,que ella sentía que comenzaba aextraviarse su razón y a confundirse

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sus ideas.Había comenzado la noche y

ella estaba tranquila en su casa yresignada en su sacrificio,considerando como imposiblevolver a ver a Brazo-de-acero.Después, sin saber cómo, seencontró en una casa extraña enpoder de Paulita, y aquella Paulitano era la joven dulce y caritativaque conocía; era una especie defiera que quería matarla, y entoncesotro mundo se abría ante sus ojos, yBrazo-de-acero tomaba el nombre

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de don Enrique, y se le anunciabapor medio de Paulita, que aparecíacomo su rival.

Repentinamente la generosidadbrotaba en el corazón de aquellamujer del pueblo, que la volvía atraer a su casa, y como si todo nohubiera sido más de un sueño,entraba en su aposento sin que sumisma madre hubiera percibido suausencia, y rayaba apenas la auroracuando ya la vestían el traje deboda.

Todo aquello era para

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trastornar el cerebro mejororganizado, y Julia se encontróricamente ataviada, casi sincomprender lo que le pasaba.Instintivamente obedecía y dejabaque hiciesen con ella cuanto mejorles pareciese.

Llegó don Justo, y la señoraMagdalena le esperaba ya, tambiénvestida con su traje de ceremonia, yPedro Juan de Borica, lujosamentepuesto, no se hizo esperar muchotiempo.

El ex-desollador estaba pálido

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y tenía los ojos inyectados. Llegócon desconfianza; pero cuando viola sonrisa amable de su mujer,conoció que Julia había guardado elsecreto y se animó. Los cuatromontaron en una carroza que loscondujo a la casa de doñaGuadalupe.

La condesa salió a recibirlas ylas hizo entrar a uno de los salonesmientras llegaba el sacerdote quedebía dar la bendición a los noviosen el oratorio de su misma casa.

Doña Ana se había retirado al

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interior de la casa, para no ser vistay poder hablar libremente con sumadre.

Doña Ana le contó cuanto lehabía pasado.

—¿Conque quiere decir, hijamía, que has sido tú el juguete dedon Enrique y del Indiano?

—¿Qué queríais que hiciese,madre mía? —contestó doña Ana—. Sin amparo, sin apoyo deninguna clase, me he vistodespreciada de don Enrique,primero, y después de don Diego.

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Muerto don Cristóbal de Estrada,me encontré sola, sola sobre elmundo, y en un país remoto; donDiego me ofreció su protección,que no vacilé en aceptar, y él fuepara mí tan generoso que llegué aamarle. Si no me hubiera ofrecidosu mano, si no me hubiera hechoconsentir en llamarle mi esposo,quizá el golpe no hubiera sido paramí tan terrible; pero el mismo díaen que debíamos partir, ese mismodía, señora, mi mala suerte, y mejordicho, ese don Enrique que ha sido

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la causa de todas mis desgracias,trajeron a México a doña Marina, lamujer del Indiano, y todos misplanes vinieron por tierra. Quisevengarme y denuncié a don Enriquecon el virrey; pero yo no sé cómodon Diego lo supo, y he perdidoahora hasta su amistad.

—¿Y qué piensas hacer?—Vengarme —contestó con

una voz ronca doña Ana—vengarme, perseguir a don Enriquehasta obligarlo a pedir mi perdón ya unirse conmigo.

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—Me parece imposible.—Ya lo veréis; tengo armas

terribles contra él.—Dios te ilumine y te saque

con bien.—Me siento fuerte, madre mía,

y no desmayaré.En este momento entró la

condesa.—¿Vosotras no asistís a la

ceremonia? —preguntó.—Quisiera permanecer oculta

—dijo doña Ana— y quizá hayaentre los concurrentes alguien que

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me conozca.—Si queréis, os podré colocar

en la sacristía, de manera quepodáis ver todo sin ser vista pornadie; conoceréis a la novia, que eshermosa y viene ricamente vestida ycon mucho gusto ¿os parece bien?

—Sí, señora condesa. ¿Ya esla hora?

—Todavía no; el padre estácitado para las nueve y son apenaslas ocho; yo tendré cuidado dedaros aviso: entretanto,dispensadme si no os acompaño,

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porque tengo que cumplimentar amuchas personas.

—Señora condesa, sentiría yocausaros la menor molestia.

—Y supongo que ya quehabéis tenido la dicha de encontrara vuestra madre; después de tantosaños de ausencia, tendréis muchascosas que deciros.

—Muchas, señora condesa.—Entonces os dejo en

libertad.—Como gustéis.La condesa volvió a salir y

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doña Ana quedó sola con su madre.Entretanto, Julia era el objeto

de todas las miradas y de todas lasconversaciones.

Poco a poco la gran sala habíaido llenándose de convidados, quedeseaban conocer a la novia; damasy caballeros de la nobleza principalde México, a quienes había invitadola condesa para presenciar elmatrimonio de su hermano.

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XIX

LA BODA

DON ENRIQUE y don Diego llegarona la casa de la condesa de Torre-Leal y comenzaron a rondar porallí, no sabiendo si entrar

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resueltamente o valerse de algúnardid.

De repente, don Enriquealcanzó a distinguir entre el grupode lacayos que había en la puerta,uno de los antiguos servidores de sucasa, llamado Pablo.

—Me ocurre una idea —dijo adon Diego.

—¿Cuál es?—¿Miráis a aquel viejo que

está cerca de la puerta?—Sí le veo.—Pues bien, ése es uno de los

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viejos criados de mi padre; puedodeciros que me ha criado: llamadle,fácilmente me reconocerá, y podrávalernos de mucho.

—¿Fiáis en él?—Sí; mas para proceder con

cautela, bueno será explorar antessu ánimo; llamadle, y no me daré aconocer hasta estar bien seguro desu adhesión.

El Indiano se apartó de donEnrique y se llegó al viejo criado.

—Dispensadme, amigo —ledijo— ¿podríais hablar dos

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palabras con un caballero que osaguarda aquí a la vuelta de la casa?

—¿A mí? —dijo Pablo condesconfianza.

—Sí, a vos; creo que no tenéisque temer, porque es de día y novamos muy lejos.

El viejo vaciló un poco, yluego dijo:

—Vamos.El Indiano le condujo hasta

donde estaba don Enrique, que sehabía calado el sombrero hasta lascejas y se había embozado

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cuidadosamente.—Aquí le tenéis —dijo el

Indiano.—Para serviros —añadió el

viejo, mirando cuidadosamente adon Enrique de arriba a abajo.

—Si no me equivoco, vos soisPablo, el antiguo servidor de lacasa del conde de Torre-Leal.

—Para serviros —volvió adecir el viejo.

—¿Hoy tienen una fiesta en lacasa de la condesa? —dijo donEnrique.

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—Sí, señor; se casa elhermano de mi señora.

—Y hoy también vence elplazo señalado para esperar a donEnrique, el hijo mayor del conde¿es cierto?

—Así se dice entre laservidumbre —contestó conmarcadas muestras de disgustoPablo.

—Y vos ¿conocisteis a donEnrique?

—¿Que si le conocí? —exclamó Pablo queriendo casi

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llorar— ¿que si le conocí? Yo letraje en mis brazos cuando era niño;yo le quería como a mi hijo… ¡Oh,Dios me lo perdone! pero donEnrique valía más que todos esosque tienen ahora sus bienes y suherencia.

—¿Y qué fue de don Enrique?—Si yo supiera dónde anda

¿creéis que no hubiera ido ya abuscarle?

—¿Y le conoceríais sillegarais a encontrarle?

—Al instante.

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—¿Estáis seguro?—Como de que hay sol.—¡Miradme entonces! —

exclamó el joven dejando caer elembozo que cubría su rostro.

El asombro, la ternura, elplacer, se pintaron en el francorostro del anciano, y después de unmomento de vacilación, se arrojósin ningún miramiento al cuello dedon Enrique, llorando y gritando:

—¡Niño!… ¡Señorito!… ¡Vossois!… ¡Ah!, ¡qué gusto, qué gusto!… ¡Niño… qué gusto!…

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—Vamos, viejo —decía donEnrique enternecido también—vamos, modera tu alegría, porquepueden pasar gentes que nos vean.Oyeme, que tengo que hablartemucho.

—¡Pero si no creo mi dicha…señorito!… —repetía el viejo.

—Bien; cálmate y escúchame,porque el tiempo vuela.

—¿Qué manda mi señor? Derodillas le serviré.

—Óyeme: necesito entrar a lacasa sin que me vean, y permanecer

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en una pieza oculto hasta que meconvenga presentarme.

—Eso es muy fácil, señorito;en vuestra antigua habitación; ya osacordaréis.

—Sí ¿quién vive ahora allí?—Nadie, señorito, nadie;

vuestro padre mandó quepermaneciera tal como vos ladejasteis, hasta el día de hoy quedebe, o mejor dicho, que debíapasar todo a nuevo dueño, y yo hetenido cuidado de ir todos los díasa limpiar los muebles, y los trajes y

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las armas, como si vos estuvieseispresente.

—¡Qué bueno eres!—De modo que si queréis en

este momento vestiros vuestrosmagníficos trajes, están listos; sólolos caballos están ya viejos, comoyo; pero eso sí, nadie los hamontado.

—Vamos —dijo don Enrique,entusiasmado con aquella relación.

Iré yo antes para abriros lapuerta de la calle, con eso nadie osmira entrar.

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—Está bien… ¡Ah!, ¿a quéhoras será el casamiento?

—Hasta las nueve ha de venirel capellán.

—Pues anda, ve a abrir.El viejo, con un ligereza

impropia de su edad, llegó a la casay corrió a abrir las puertas de lahabitación de don Enrique.

Al acercarse el joven a suantigua morada, su corazón latíacon violencia y estaba pálido. ElIndiano le seguía silencioso. Pablolos esperaba en el zaguán. Don

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Enrique y el Indiano entraron sinque nadie los mirase entrar.

Todas las habitaciones estabanen el mismo estado que cuando donEnrique se separó; la más exquisitadelicadeza se notaba en el cuidadode cuanto allí había. Los muebles,las armas, los trajes, todo habíasido respetado y cuidado.

Don Enrique sintió que sucorazón se oprimía, y procuródistraerse.

—Estamos ya en la casa —dijo al Indiano—. Ahora ¿cómo

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pensáis que debemos presentarnos?—Me ocurre ir a dar parte al

virrey, y si él llevase sugenerosidad hasta venir a servirosde padrino en este lance…

—Lo creo imposible.—No tanto; probaremos. El

matrimonio no podrá verificarsehasta las nueve; entretanto puedo ira palacio y baldar con suexcelencia ¿os parece?

—Con tal de que volváis antesde las nueve.

—Es seguro.

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—Entonces estoy conforme.—¡Ah! si no tenéis

inconveniente, os encargo quevistáis el mejor y más rico de todosvuestros trajes.

—¿Y para qué?—Tengo un proyecto, y

desearía que me dieseis gusto enesto.

—Haré lo que me decís.—Entonces vuelvo pronto;

encargad que me abran cuandollame a la puerta.

—Descuidad, que Pablo no se

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separará ya de mí.—Nunca, nunca —dijo el

viejo con entusiasmo.El Indiano salió, y don Enrique

comenzó a vestirse.El Indiano se dirigió a palacio;

el marqués de Mancera, conforme asu costumbre, estaba ya levantado.En la antesala el Indiano encontró aPaulita.

—¡Paulita! —exclamó al verla— ¿qué hacéis aquí?

—Busco a su excelencia parapedirle el indulto de mi marido.

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—¿Aún no le has hablado?—No.—Yo prometo ayudarte;

ruégale a Dios que me saque conbien de una empresa que tengo, y yote prometo el indulto de tu marido.

—¡Dios lo haga! —contestó lajoven.

Don Diego entró a lahabitación del virrey.

—¿Qué se hace? —dijoalegremente el marqués de Manceraa su ahijado.

—Señor, vuelvo a molestar la

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atención de V. E. con el mismonegocio de siempre…

—¿Con don Enrique?—Sí, señor.—¿Y cómo va eso?—Señor, hemos avanzado

mucho; la plaza enemiga estácompletamente sitiada, y nuestroejército, es decir, don Enrique, estáya dentro de la misma casa, aunqueoculto.

—¡Oh, eso es soberbio! —dijoriéndose el virrey.

—Pero dentro de dos horas

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cuando más, debemos dar el asalto,porque he pensado que don Enriquese presente en el momento decelebrarse el matrimonio.

—Eso es.—Pero quisiéramos un favor

tan grande de V. E., que casi no nosatrevemos ni a esperarlo.

—¿Y cuál es? Porque yasabéis que os he prometido ayudara ese joven hasta el último extremo.

—Señor, es una cosa como decomedia. Tengo el proyecto de queen el momento de celebrarse la

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boda se presente don Enriquereclamando su título y su novia, ycomo es seguro que ni uno ni otrose pueden negar, él será el que secase en lugar de su enemigo, contodos los preparativos que elmismo don Justo había hecho parasí.

—Eso será muy gracioso.—Y deseábamos que V. E.

fuera el padrino de don Enrique.—Pero al verme entrar sin ser

convidado, se alarmarán don Justoy su familia, y ya no hay lugar a la

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sorpresa.—Todo eso está prevenido,

porque V. E. puede entrar a lashabitaciones del nuevo conde deTorre-Leal sin ser visto, y entoncesla escena será completa…

El virrey se levantóprecipitadamente y se entró a lapieza contigua, dejando al Indianosin comprender lo que iba a resultarde allí.

Pasaron así cosa de veinteminutos, después de los cuales elmarqués de Mancera volvió a salir.

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Se había vestido ricamente; en sucuello lucían las ricas insignias dealgunas condecoraciones, y tenía untraje de ceremonia. Llevaba en lamano derecha un gran sombreronegro con toquilla del mismo color,y en el brazo izquierdo una largacapa oscura.

—Estoy dispuesto, ahijado —exclamó alegremente— ayudadme aponer la capa.

El Indiano tomó la capa y lacolocó en los hombros del virrey;éste se caló el sombrero y los dos

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salieron de la estancia.—Creo —dijo el virrey— que

vamos a tener una escena bellísima;si la hubiéramos preparado conmucha anticipación no hubierasalido mejor.

Pasaron por la antesala endonde esperaba Paulita.

—Señora —le dijo el virrey—si queréis hablarme, volved mástarde, que en este momento tengo unnegocio importante.

Paulita se inclinó con respeto,y el Indiano, quedándose un poco

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atrás, le dijo a la joven:—Id a esperar a la casa de la

condesa de Torre-Leal; peroguardad secreto de todo esto, y yoos respondo.

—Muy bien —contestóPaulita.

—¿Qué decíais a esa joven?—preguntó el virrey.

—Me tomé la libertad dedecirle que dentro de dos horas yole respondo del favor que solicitade V. E.

—¿Y qué favor es ése?

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—Ya lo sabrá V. E. dentro dedos horas a lo más, que lo habrá yaconcedido.

—Mucho fiáis.—De la bondad de V. E.

porque me es conocida.El virrey y el Indiano,

embozados hasta los ojos, llegaron,sin ser conocidos de nadie, hasta lapuerta de la casa de don Enrique;llamaron, y el viejo Pablo, queesperaba, abrió al momento.

El Indiano condujo al virreyhasta la estancia en que esperaba

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don Enrique.El joven estaba ya en traje de

corte, y al ver al virrey se levantó ysalió a su encuentro, haciendoademán de besarle la mano.

El virrey le tendió los brazoscon benevolencia, diciéndole:

—Don Enrique, vais a ser miahijado, y quiero daros el abrazo depadre.

Y diciendo esto, le abrazócariñosamente.

—Ahora bien —continuó elvirrey— la hora se acerca, y yo

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necesito instruiros de cuanto debéishacer: escuchadme con atención yno olvidéis ni una palabra.

—V. E. puede estar seguro deque nada olvidaré.

El virrey tomó asiento e hizosentar a su lado a don Diego y a donEnrique y comenzó a dar susdisposiciones.

Llenaban los nobles convidados elhermoso oratorio de la casa de lacondesa de Torre-Leal.

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Los novios habían entrado a lasacristía, de donde debían salirpara celebrar el matrimonio.

En medio de aquel lucidoconcurso inquietaban algo a losconcurrentes tres hombres que sehabían colocado en uno de losángulos de la capilla y cerca delaltar. Aquellos tres hombrespermanecían embozados a pesar deestar dentro de la iglesia, ycomenzaban a hacerse sospechosos,cuando aparecieron los novios yabsorbieron toda su atención.

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Don Justo estaba radiante;Julia pálida y triste.

Comenzó la ceremonia y llegóel momento en que el sacerdote sedirigió a Julia.

—Julia de Lafont ¿recibís poresposo y compañero al señor donJusto Salinas de Salamanca y Baus?

La joven vacilaba.—No —contestó una voz

enérgica desde uno de los ángulos.Todos volvieron el rostro, y

Julia lanzó un grito; uno de aquellostres desconocidos tiró su capa y se

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adelantó al altar con gallardía.—Yo soy el esposo de esta

dama; yo, don Enrique Ruiz deMendilueta, conde de Torre-Leal.

Don Justo retrocedió como sihubiese visto un espectro.

Pero entonces, de la sacristíasalió una mujer diciendo:

—Tú no puedes ser su esposo,ni conde de Torre-Leal, porque túeres un pirata, y yo te he visto conellos.

Era doña Ana. Entonces donEnrique palideció y volvió el rostro

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como buscando amparo.Otro de los embozados tiró su

capa y se adelantó hasta colocarseal lado de don Enrique, y dijomajestuosamente:

—Y yo, don Antonio Sebastiánde Toledo, marqués de Mancera yvirrey de esta Nueva España por lagracia del rey nuestro señor, digoque esa mujer miente, y que elnoble conde de Torre-Leal ha idopor mi orden y en servicio de S. M.ha vivido entre los piratas.

Todos estaban asombrados.

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—Conde —dijo el virrey—dad la mano a vuestra esposa; yoseré el padrino, y mi señora lacondesa la madrina.

—Con mucho gusto —contestódoña Guadalupe.

—En cuanto a vos, don Justo,mañana dispondréis vuestro viajepara Filipinas.

—¿Y mi esposo? —dijoPaulita, que había penetrado hastacerca del virrey— el que atacó a latropa por salvar a don Enrique.

—Está indultado —contestó el

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virrey—. Puede continuar laceremonia.

Al día siguiente don Justo salíadesterrado para Filipinas, y doñaAna entraba para siempre a unconvento.

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Table of Contents

Los piratas del GolfoPrólogoPrimera parte. Juan Morgan

I. Brazo-de-aceroII. Pedro el desolladorIII. En las «PalmasHermanas»IV. Los cazadoresV. La señora MagdalenaVI. El engancheVII. Planes y confidencias

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VIII. La última citaIX. La primera empresaX. Santa María de laVictoriaXI. «El Ilustre Cántabro»XII. El combate y latempestadXIII. La primera presaXIV. Puerto PríncipeXV. Puerto Príncipe(continúa)XVI. Ricardo y BrodeliXVII. La salvación

Segunda parte. Los condes de

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Torre-LealI. La familia del condeII. Las primerasasechanzasIII. El IndianoIV. MarinaV. El PendónVI. Los planes de donJustoVII. El gran escándaloVIII. RetrocediendoIX. Por la razón o por lafuerzaX. Las pretensiones de

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una monjaXI. El último escándaloXII. La voluntad de unvirreyXIII. El JejénXIV. La historia dePaulitaXV. La historia de Paulita(concluye)XVI. Las consecuenciasde la historia de Paulita

Tercera parte. Brazo-de-aceroI. Juan DariénII. Juan Morgan y Juan

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DariénIII. PortobeloIV. Entre las olasV. Una chispa entre lascenizasVI. El despechoVII. El asaltoVIII. Dos antiguos rivalesIX. VenganzaX. El regaloXI. La caza del toroXII. Las dos soledadesXIII. A bordoXIV. En lucha…

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XV. Los celos del leónXVI. La pruebaXVII. El brulote

Cuarta parte. El hijo del condeI. La dama misteriosaII. Entre antiguosconocidosIII. Nubes tempestuosasIV. La maldecidaV. La transacciónVI. El proyecto de bodaVII. El 6 de agostoVIII. La alegría de donJusto

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IX. Firmeza y energíaX. El pago de una deudaXI. El hilo de AriadnaXII. Proyectos de alianzaXIII. La víspera de labodaXIV. Un raptoXV. Las dos rivalesXVI. El rastro perdidoXVIII. Hermano yhermanaXVII. Hija y madreXIX. La boda