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No son pocas las lsificaciones de una grosera mediocridad. lQué ingenuo ha podido llegar a conndir se- mejantes borrones de flores y asnos volantes con un Chagall o aquellos jeroglíficos con un Magritte? De cara a los ingenuos es necesario que la correspondiente autoridad certifique la autenticidad. El comprador de un cuadro lso, indignado por haberse dejado engañar, o se calla o corre a quejarse a quien se lo vendió. Pero la astucia del marchante nunca llegará a discutir la opinión de sus colegas sino que insistirá en el certificado del experto. Por una sencilla razón. Porque el certificado firmado por el experto más prestigioso no garantiza absolutamente na- da. Representa una opinión y quien la firma no contrae ninguna responsabilidad financiera. Si surgen problemas, el experto puede mantener su opinión o por el contrario lamentarlo, reco- nocer su equivocación de buena . Al no haber participado legalmente en la venta del cuadro nada tiene que reembolsar. Sólo en venta públi- ca el experto contrae su parte de responsabili- dad, como uno de los implicados en un acto co- mercial. Según la Ley, tasadores y expertos son conjuntamente responsables en ese caso. El marchante que vende la lsificación tam- bién obra de buena . De haber ctura, eso su- pone automáticamente una garantía que en Francia dura treinta años. Si el comprador prue- ba que ha sido engañado, puede entonces exigir su reembolso, pero sin ctura sólo puede recu- rrir ante el Comité prosional de galerías de ar- te, que designará a un grupo de expertos, tres en principio, «de reconocida competencia e integri- dad». Procedimiento largo y complejo que nun- 90 ca obliga al marchante al reembolso, puesto que actúa de buena ... FALSO HIPPIE, MARCHANTE VERDADERO Magnate del petróleo y coleccionista, el teja- no Algur Meadows compró entre 1964 y 1966 obras de prestigiosos maestros contemporáneos por unos dos millones de dólares. Certificados por conocidos expertos. Pero examinada la co- lección por expertos americanos, cuarenta y cua- tro telas resultaron lsas. Habían sido compra- das a un tal Legras, entre ellas quince Du, nueve Derain, siete Modigliani, dos Bonnard, cinco Vlaminck, etc. Fernand Legras procedía del ballet del mar- qués de Cuevas, antes de dedicarse al comercio del arte, en el que ya había protagonizado más de un asunto dudoso. Había sido denunciado por la viuda del pintor Marquet, al resultar lsa una tela de su marido que él había vendido y en relación con una venta en Pontoise tenía pen- dientes cuatro embargos. Millonario, veinticinco años, Legras vendía cuadros en Estados Unidos, Alemania, Japón y en casi todo el mundo. lFal- sificaciones? iQué horror! Meadows viaja a París donde un célebre mar- chante declara haber sido el primero en dudar de la autenticidad de los cuadros durante una partida de golf en Palm Beach, Calirnia. Los representantes del Comité prosional de gale- rías de arte confirman el diagnóstico. Y uno de los expertos que había firmado los certificados de autenticidad declara: «Llevo veinticuatro años examinando un promedio de veinte mil cuadros al año. Lo que supone unas doscientas cincuenta mil decisiones. Cualquiera puede equivocarse.» Meadows lleva el asunto a los tribunales y Le- gras es detenido en Suiza, pero no tarda en eva- dirse y desaparecer. Via algunos años de un la- do para otro y tras no pocas aventuras vuelve a ser detenido en Brasilia, extraditado y acusado de «estas, lsificaciones y audes en materia artística». Intenta suicidarse, se restablece rápi- damente y contraataca. Como ciudadano americano declara incompe- tente a la justicia ancesa y asegura, habiendo sido él mismo engañado, haberle propuesto a Meadows la compra de los cuadros en cuestión, a lo que el magnate se había negado. Alega no haber recibido ningún tipo de queja de sus clientes anteriores, incluido el gobierno japonés, y se pregunta por qué nadie rechaza a los exper- tos que declararon su error. La respuesta vuelve a ser su «buena ». Armado de abogados, Legras desaa a la jus- ticia. Hasta que el «escándalo del siglo», como se le llamó entonces, pone al descubierto toda una amplia red internacional de lsificaciones, descrita por Roger Peyrefitte en su libro sobre Legras bleaux de chasse. El acusado se declara víctima de las intrigas de marchantes envidio-

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Pierre Cabanne

Lo falso no existe, sólo hay falsificado­res. El mercado de las falsificacionessuele ser paralelo, cuando no comple­mentario, al mercado internacional del

arte, siendo a veces las mismas personas las que se mueven en ambos terrenos, directamente re­lacionadas, o a través de intermediarios con ...

lCon quién? El dueño de un cuadro se pre-senta ante un marchante para enseñárselo.

-Señor mío, su cuadro es falso -le asegura.-iPero si tengo el certificado de un experto!-Su certificado también es falso.-l Va usted a decirme que el marchante a

quien se lo compré también es falso? -Pues eso mismo.Los falsificadores no sólo cuentan con el des­

conocimiento que de las reglas del mercado del arte tienen sus «clientes», también dan por sabi­da su ignorancia del arte mismo. No son pocas las falsificaciones de una grosera mediocridad. lQué ingenuo ha podido llegar a confundir se­mejantes borrones de flores y asnos volantes con un Chagall o aquellos jeroglíficos con un Magritte? De cara a los ingenuos es necesario que la correspondiente autoridad certifique la autenticidad. El comprador de un cuadro falso, indignado por haberse dejado engañar, o se calla o corre a quejarse a quien se lo vendió. Pero laastucia del marchante nunca llegará a discutir laopinión de sus colegas sino que insistirá en elcertificado del experto. Por una sencilla razón.

Porque el certificado firmado por el experto más prestigioso no garantiza absolutamente na­da. Representa una opinión y quien la firma no contrae ninguna responsabilidad financiera. Si surgen problemas, el experto puede mantener su opinión o por el contrario lamentarlo, reco­nocer su equivocación de buena fe. Al no haber participado legalmente en la venta del cuadro nada tiene que reembolsar. Sólo en venta públi­ca el experto contrae su parte de responsabili­dad, como uno de los implicados en un acto co­mercial. Según la Ley, tasadores y expertos son conjuntamente responsables en ese caso.

El marchante que vende la falsificación tam­bién obra de buena fe. De haber factura, eso su­pone automáticamente una garantía que en Francia dura treinta años. Si el comprador prue­ba que ha sido engañado, puede entonces exigir su reembolso, pero sin factura sólo puede recu­rrir ante el Comité profesional de galerías de ar­te, que designará a un grupo de expertos, tres en principio, «de reconocida competencia e integri­dad». Procedimiento largo y complejo que nun-

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ca obliga al marchante al reembolso, puesto que actúa de buena fe ...

FALSO HIPPIE, MARCHANTE VERDADERO

Magnate del petróleo y coleccionista, el teja­no Algur Meadows compró entre 1964 y 1966 obras de prestigiosos maestros contemporáneos por unos dos millones de dólares. Certificados por conocidos expertos. Pero examinada la co­lección por expertos americanos, cuarenta y cua­tro telas resultaron falsas. Habían sido compra­das a un tal Legras, entre ellas quince Dufy, nueve Derain, siete Modigliani, dos Bonnard, cinco Vlaminck, etc.

Fernand Legras procedía del ballet del mar­qués de Cuevas, antes de dedicarse al comercio del arte, en el que ya había protagonizado más de un asunto dudoso. Había sido denunciado por la viuda del pintor Marquet, al resultar falsa una tela de su marido que él había vendido y en relación con una venta en Pontoise tenía pen­dientes cuatro embargos. Millonario, veinticinco años, Legras vendía cuadros en Estados Unidos, Alemania, Japón y en casi todo el mundo. lFal­sificaciones? i Qué horror!

Meadows viaja a París donde un célebre mar­chante declara haber sido el primero en dudar de la autenticidad de los cuadros durante una partida de golf en Palm Beach, California. Los representantes del Comité profesional de gale­rías de arte confirman el diagnóstico. Y uno de los expertos que había firmado los certificados de autenticidad declara: «Llevo veinticuatro años examinando un promedio de veinte mil cuadros al año. Lo que supone unas doscientas cincuenta mil decisiones. Cualquiera puede equivocarse.»

Meadows lleva el asunto a los tribunales y Le­gras es detenido en Suiza, pero no tarda en eva­dirse y desaparecer. Viaja algunos años de un la­do para otro y tras no pocas aventuras vuelve a ser detenido en Brasilia, extraditado y acusado de «estafas, falsificaciones y fraudes en materia artística». Intenta suicidarse, se restablece rápi­damente y contraataca.

Como ciudadano americano declara incompe­tente a la justicia francesa y asegura, habiendo sido él mismo engañado, haberle propuesto a Meadows la compra de los cuadros en cuestión, a lo que el magnate se había negado. Alega no haber recibido ningún tipo de queja de sus clientes anteriores, incluido el gobierno japonés, y se pregunta por qué nadie rechaza a los exper­tos que declararon su error. La respuesta vuelve a ser su «buena fe».

Armado de abogados, Legras desafía a la jus­ticia. Hasta que el «escándalo del siglo», como se le llamó entonces, pone al descubierto toda una amplia red internacional de falsificaciones, descrita por Roger Peyrefitte en su libro sobre Legras Tableaux de chasse. El acusado se declara víctima de las intrigas de marchantes envidio-

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CUADROS FALSIFICADOS POR VAN

MEEGEREN

«El lavatorio de pies» (tela, 115 X 95 cm., adquirido por el Rijks Museum en 1943), firma falsa.

«La bendición de Jacob» (tela, 125 X 115 cm.; 1941/42; adqui­rida en 1942 por W. Van der Vorm); firma falsa.

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«La Ultima Cena» (tela, 174 X 244 cms.; 1940141; adquirida en 1941 por Van Beuningen); firma falsa.

«Jesús entre los doctores» (tela, 157 X 202 cms.; realizada en 1945 en Amsterdam adquirida por un particular en 1950); sin firma.

«Cristo y la adúltera» (tela, 96 X 88 cms.; 1940141; adquirida por Goering en 1942); firma falsa.

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sos, de la falta de rigor o ignorancia de los ex­pertos y de la debilidad de las viudas y herede­ros de los pintores.

lQuién había pintado las falsificaciones vendi­das? Un curioso personaje, tan discreto y miste­rioso como Legros excéntrico y exhibicionista, hace su aparición en el caso. Vestido de hippie de lujo, con enormes cigarros siempre, más una flota de trece vehículos, entre ellos un Lincoln Continental blindado, se trataba de Elmir de Hory, el protagonista de la novela de Clifford Ir­ving Fake y de la película de Orson W elles Ques­tion Mark. Fue quien vendió a Legros las falsifi­caciones -entre otros cuadros auténticos- com­pradas por Meadows. Desde Ibiza, donde había conocido a su cliente, Elmir de Hory se defien­de: no se considera un falsificador sino un «in­térprete» extremadamente hábil que lo mismo pinta un Picasso que un Matisse, un Derain que un Modigliani, sin olvidarse nunca de firmar sus «interpretaciones» con su nombre. Ya que la ley no impide a nadie copiar la obra de un maestro pero sí su firma. Así que alguien cambió la firma de Elmir por la del artista «interpretado». Se ha­bló de un tal Raoul Lessard, amigo y secretario de Legros.

El «escándalo del siglo» duró más de quince años de proceso e informes periciales. Legros contaba con que el tiempo sería su mejor aliado. «Seis jueces de instrucción ya, y nunca he deja­do de comparecer», decía, cada vez más desani­mado. Otro tanto Meadows, por su parte. En di­ciembre de 1976 la justicia francesa tramitó la extradición de Elmir de Hory, que se suicidó po­co después. En 1983 un cáncer acabó con Legros a los cincuenta y dos años.

DE BUENA FE

Nadie sabrá nunca quién fue el falsificador de los cuadros de Meadows, muerto también, y de otros vendidos por Legros y declarados igual­mente falsos. En el mismo caso se encuentran muchos otros cuadros dudosos que circulan por el mundo, por ejemplo los tres Mondrian que el Centro Pompidou estuvo a punto de comprar en julio de 1978. Los tres contaban con certificados de conocidos y respetados expertos, con el res­paldo de galerías, marchantes, viudas y here­deros.

Los responsables del museo de Arte moderno que, sin tomarse demasiadas precauciones, los creyeron auténticos, no eran ignorantes ni sin­vergüenzas. Michel Seuphor, especialista en Mondrian y amigo del pintor, que defendió apa­sionadamente su autenticidad, tampoco. lCómo se explica que el gran marchante Jacques Du­bourg, especialista en Nicolas de Stael y tam­bién amigo suyo, comprase una acuarela de este artista cuyo autor, Jean-Pierre Shekroun, se dio luego a conocer y fue detenido? Todos actuaban de buena fe. El tráfico de falsificaciones termi­nan siempre en estas tres palabras.

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David Stein, después de ganar una fortuna vendiendo a coleccionistas y marchantes ameri­canos obras de Picasso, Chagall, Miró, Cocteau y Matisse, fue finalmente detenido, al entrar Chagall por casualidad en su galería de Nueva York. Y a encarcelado, la administración peniten­ciaria le permitió exponer sus falsificaciones en la galería Wright Hepburn de Londres. Se vendieron todas, con la firma de Stein, treinta o cuarenta veces más baratas que sus modelos. «Telas de maestros a buen precio», bromeaban los críti­cos. En realidad no se engañaba del todo la bue­na fe de los clientes: David Stein tenía talento.

Como el famoso falsificador holandés Van Meegeren, que también consiguió burlar a nota­bles expertos, entre ellos al ilustrísimo doctor Bredius, especialista en Rembrandt y Vermeer universalmente reconocido, que atribuyó al maestro de Delft un Encuentro en Emaús que Meegeren había pintado con esmero. Años de juicios, polémicas y apasionadas discusiones no llegaron a aclarar por completo el caso Van Meegeren, autor de otras obras de Vermeer, Frans Hals, Pieter de Hoog y Gerard Terboch, aunque tal vez no del Encuentro en Emaús, com­prado en quinientos cincuenta mil florines por el Estado holandés, ni puede que de una Ultima Cena por la que el gran coleccionista Van Beu­ningen pagó un millón seiscientos mil florines. En opinión del pintor y experto belga Jean De­coen, ninguna de las dos obras era de Van Mee­geren, sino de pintores antiguos; para Van Beu­ningen se trataba de auténticos Vermeer; según el experto Paul Coremans, director del laborato­rio de los museos reales belgas, falsificaciones. Van Meegeren se creyó un genio a la altura de Vermeer, lo hizo creer a los demás y se hizo mundialmente famoso.

Como Elmir de Hory, Shekroun o David Stein, Van Meegeren era un artista fracasado, incapaz de hacerse un nombre mediante sus propias obras, aunque maestro en vengarse bri­llantemente de expertos y marchantes. En últi­mo término las falsificaciones son un arma muy eficaz contra la ignorancia y la indiferencia, hie­ren pero afortunadamente no matan; ningún ex­perto ni marchante ha sido amonestado por sus respectivos colegios profesionales, ni se les ha prohibido seguir ejerciendo su trabajo por in­competencia o falta de honradez.

MAGRIITE, CHIRICO Y LOS DEMAS

«Lo difícil no es ser falsificador sino dejar de serlo una vez encontrado un estilo propio», se­gún el experto Robert Lebel. No es sencillo pero Magritte lo consiguió. Uno de sus amigos, el es­critor Marcel Marien, cuenta en sus memorias, La radeau de la méduse, que entre 1942 y 1946 vendió «unas cuantas obras de Picasso, Braque y Chirico, todas pintadas por Magritte», con el fin de «hacer hervir la olla». Ante las airadas protes­tas de la viuda de Magritte, que hizo prohibir el

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Van Meegeren durante el proceso en Amsterdam en 1947. Al fondo una de las imitaciones de Vermeer: La bendición de Jacob.

libro en Bélgica, Marien precisó haber vendidoun Bosque de Max Ernst, pintado por Magritte,por mediación del marchante Camille Goemans.El cuadro se incluyó después en el catálogo de laretrospectiva Max Ernst de la galería Tate en 1961y en el album The essentiel Max Ernst, de 1972.Los célebres y nada inocentes juegos surrealis­tas sobre ilusión y realidad no andaban lejos.

El caso Chirico es todavía más sorprendente.Los falsificadores no resistieron la tentación deemular la característica torpeza del pintor a lahora de repetir sus propias obras del períodometafísico. Chirico luchó con fuerza contra laconsiguiente inflación de falsificaciones, aunqueno siempre pudo distinguir, a su avanzada edad,y en su terminología, los «buenos» de los «ma­los». Había demasiados.

En 1975, en París, Roland Dumas, siendo en­tonces abogado, denunció a uno de los más ex­traordinarios falsarios del siglo: Daniel Plud­winski. Bajo varias identidades y pasaportes,Pludwinski dirigía en Milán toda una fábrica defalsificaciones, realizadas por un equipo especia­lizado y vendidas a la alta sociedad italiana a tra­vés de misteriosos marchantes. No se trataba deun artesano de estudio como Shekroun o Stein,sino de un industrial provisto de material muy sofisticado: instrumentos ópticos, proyectores

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que reproducían en su tamaño los cuadros sobreuna tela virgen, etc. Las falsificaciones se solíanperpetrar a partir de cuadros auténticos, de losque éstas eran, según Pludwinski, sus variantes.En su poder se descubrieron ochenta Chiricosde todos sus períodos, con los debidos certifica­dos de autenticidad. Algunos incluso antes de ser pintados, sólo con la firma del pintor que ibaa ser copiado: la «central» de Pludwinski conta­ba con falsificadores de firmas de desconcertan­te habilidad.

Lo cierto es que la mayoría de las veces loscompradores de cuadros no toman las debidasprecauciones. La primera consiste en exigir delmarchante, con la factura, una descripción claray precisa de la obra adquirida. La segunda reco­mienda no creer que es un buen negocio com­prar un cuadro sin intermediarios de confianzapor menos valor del reconocido. Y la tercera re­quiere conocer la obra del pintor en cuestión,pues los falsificadores cuentan casi siempre conla ignorancia de sus víctimas. Recientemente sehan dado casos de falsificaciones detestables, deuna mediocridad flagrante. No todo el mundo esVan Meegeren.

Y hay casos en los que el auténtico suscitatantas dudas como el falso. ¿E1 pestillo delLouvre es de Fragonard, como asegura PierreRosenberg, conservador del museo, o copia deloriginal perdido, como sostiene el conocidomarchante Daniel Wildenstein? En 1972 elLouvre compró un retrato de Watteau, el de sumarchante y amigo Jean de Jullienne. Pero hansurgido dudas. Acaso no se trata de Jullienne y se le cambia el título por el de Retrato de gentil­hombre. lSerá un Watteau auténtico, ahora que hasta su Gil/es se ha puesto en duda, como suDiana en el baño, también del Louvre? En el ca­so de W atteau, de unos cuarenta cuadros prácti­camente seguros -hace medio siglo se le atri­buían doscientos y trescientos-, sólo uno lo esabsolutamente: El embarco para Citera delLouvre. Toda esa obra polémica, les falsa?. En1969, en pleno año Rembrandt, el profesorHorst Gerson lanzó la bomba de que ciento se­tenta de las seiscientas obras conocidas delmaestro de Leyden eran de dudosa autenticidad,originales de otros pintores o bien copias de ta­ller. Incluida David tañendo el arpa ante Saúl,uno de los más bellos Rembrandt del mundo.

Así pues, falsas atribuciones, antes que falsifi­caciones. lCuál es la diferencia? La falsificaciónes voluntariamente fraudulenta: un cuadro de Xque Y hace pasar por obra de Z sin que lo sea.En el error de atribución, uno o varios Y, insufi­cientemente informados o que aún no poseendatos que expertos e historiadores descubriránmás tarde, atribuyen la obra a Z.

El fraude es condenable y el error excusable.Pero en todos los casos, quienes engañan, se en­gañan y son engañados tienen algo en �común: siempre habrá en alguna parte �alguien de buena fe. �