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LOS PAISAJES DE DAVID DURÁN Miguel L. Navarro LíneasVanas.| Blog literario

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LOS PAISAJES DEDAVID DURÁN

Miguel L. Navarro

Líneas Vanas.| Blog literario

La inspiración, las ideas o el ingenio son las únicas armas de unartista para establecer su última línea de defensa contra laeternidad. ¿Pero son suyas por derecho propio o la herenciabiológica de un pasado remoto? ¿Fueron un regalo o todavía hayque pagar por ellas el precio de nuestra ignorancia? El protagonistay narrador del relato, Gonzalo, trata de dar sentido al repentinoaccidente sufrido por su amigo, David Durán, un reputado pintoranulado repentinamente por una crisis artística y de estilo que leha hecho víctima, no sólo de sus propios críticos, sino de algo másespantoso. Gonzalo y la hermana del pintor, Maria Dolores,intentarán desentrañar la realidad a la que David se esforzaba endar sentido, expresar o comprender a través de su nueva obra.

La novela corta "Los Paisajes de David Durán", terminada en2012, fue el primer intento por parte de su autor de afianzar unatemática, el horror cósmico, y aproximarse a un estilo literarioasentado en la ficción "weird" anglosajona (A. Blackwood, A.Machen, R. Chambers, H.P. Lovecraft). Por tanto, no aspira aculminar una obra, ni tampoco pretende aportar una visión frescay transformadora, sino comprender (y disfrutar, de paso) los viejostópicos del género.

Disponible en:

Líneas Vanas.| Blog literariohttp://lineasvanas.wordpress.com/

LOS PAISAJES DE DAVID DURÁN

Miguel L. Navarro

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AUTORÍA, EDICIÓN y PORTADA:Miguel L. Navarro Ligero

Edición: Julio 2014

¡Qué profundo es este misterio de lo Invisible! No lopodemos sondear con nuestros miserables sentidos [...]¡Ah! Si tuviéramos otros órganos que realizaran ennuestro provecho otros milagros, ¡cuántas cosaspodríamos descubrir a nuestro alrededor!

Guy de Maupassant. El Horla

[...] ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez que la energía yla materia son las barreras que el tiempo y el espacioimponen a nuestra percepción? Sabiendo, como yo sé,que el tiempo y el espacio son lo mismo y que sonengañosos porque ambos no son sino manifestacionesimperfectas de un ser superior, no tiene sentido buscaren el mundo visible ninguna explicación del misterio ydel terror del ser.

Frank Belknap Long. Los Perros de Tíndalos

El monstruo estaba ahí [...] y yo sabía que sólo unasuspensión de las leyes de la Naturaleza podría haberpermitido alguna vez a un hombre pintar una cosa comoaquella sin un modelo, sin un atisbo del inframundo quemortal alguno que no se haya vendido al Diablo viera.

Howard Phillips Lovecraft. El Modelo de Pickman

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La originalidad es la criatura más bella y más terrible quehabita en la mente creativa de un artista, perseguida yrepudiada por el mismo aventurero que desciende a lasprofundidades para fotografiar tiburones pero observatemeroso sus fauces. Y sí, alguien alabará la osadía deacercarse tanto a la fiera, pero sólo hasta que ésta te devore.Entonces te convertirás en un loco o en un ingenuo. Ojalá setratase sólo de una simple y conveniente metáfora sobre ladestrucción de una carrera. Porque ni siquiera la muerte libróal pintor David Durán de las duras críticas hacia sus últimasobras cargadas de excentricismo, y sólo los pocos queseguimos su carrera llegamos a atisbar en ellas un fondodistante precediendo la frontera más desgarradora que elintelecto humano puede imaginar: la de las ideas.

Tan delirante afirmación podría calificarse de exagerada, nome cabe duda. Yo lo habría hecho de haberme hallado en ellado cómodo de las críticas. Lo que no consiento es que aalgunas de las personas que defendemos el trabajo de Duránse nos considere atrapadas en una red de admiradores dedimensiones sectarias en torno a un vanidoso desquiciado deldrama cualquiera. En primer lugar, el pintor pasaba tantotiempo ajeno al resto de la sociedad que muy difícilmente

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podría haber aprendido la forma de ejercer una influencia realsobre un colectivo o de transmitir una idea elevada de símismo, al margen de albergarla o no. Por otra parte, nuestroaparente fanatismo no se acomodaba en la sombra que lavirtud ajena proyecta sobre un desierto de frustracionespropias. Diría, por el contrario, que reconocer el límite de laoriginalidad en aquel artista se encontraba más cerca de unlamento que de un halago. No puedo estar más convencido deello después de haber accedido a la culminación de su obra.Ésta jamás colgó de la pared de una sala de exposiciones, sinoque ocupó las páginas de un humilde cuaderno de dibujo alque muy pocos tuvimos acceso.

Es una lástima que la destrucción del cuaderno haya legadoa mis limitadas dotes literarias la difícil tarea de describir laimpronta física y mental de aquellos bocetos. Tal vez la meracapacidad de describir sea insuficiente. Por un giro de fortuna,el cuaderno podría haber caído en las emotivas manos de unpoeta desgarrando una página en blanco con desprendidacadencia o haber sido desplegado por la prodigiosaformulación de un matemático o un físico moviendo másdimensiones de las sensibles; quizás debiera haberse sometidoa la extravagante y maciza cadena de argumentaciones con lasque un filósofo une su tesis con su antítesis o, simplemente, alas dotes taxonómicas con las que el naturalista aprecia rasgosdiscernibles donde otros ojos sólo ven formas caóticas.

De hecho, un precedente inequívoco del nuevo ángulo quehabía tomado la creación de David Durán reside en la opiniónde unas pocas personas completamente ajenas al mundo delarte, las únicas prestas a pronunciar con sinceridad palabras deadmiración al contemplar su última colección expuesta: losPaisajes. Todavía recuerdo bien mi primer contacto directo conel nuevo trabajo, el día de su inauguración. Convencido de queiba a aprender más bien poco, había logrado zafarme del

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grupo habitual de críticos del pintor, que concatenabaninterminables monólogos acerca del desatinado y bruscocambio de estilo que había sufrido su obra. Mientrasdeambulaba por la sala, pude ver a un hombre explicando aquien parecía ser su hijo el origen del mar en la Tierra, altiempo que señalaba sin cesar uno de los óleos de David: unasuperficie negra con algunos trazos luminosos. Alaproximarme a éste, mis ojos pudieron distinguirgradualmente, como si realmente se hubieran ido adaptando aun cambio de luz real, un mar oscuro de basalto salpicado defisuras cuyo fulgor rasgaba la pintura misma; a lo lejos, porencima de un horizonte plomizo fundido directamente con elcielo, se adivinaban penachos de luz demoníaca intentandoabrirse paso entre masas opacas de nubes. El modo en queaquella luz difusa sonsacaba formas cada vez más caprichosasa la oscuridad evocaba algo muy distinto al paisaje volcánicoque cualquiera podría haber ojeado en una revista degeografía: me asomaba a una auténtica noche primitiva en losalbores del planeta Tierra. Compartí asimismo la sensaciónque pudo haber agitado la curiosidad del chico para haceremerger algunas preguntas sobre épocas pasadas, por lo quecomencé a hablar con quien, efectivamente, respondía como supadre. El hombre mostró al instante una actitud amable. Pudesaber que había obtenido la Licenciatura en Geología, quetrabajaba de profesor de ciencias naturales en un instituto desecundaria de la ciudad desde hacía cinco años y que habíasido su mujer quién le había convencido para ir a laexposición; sin embargo, en aquel instante demostraba unmayor interés por la obra de Durán que la mayoría de los quenos rodeaban, hasta tal punto que acabó conduciéndome através de la sala en una visita guiada bastante peculiar. Segúnél, aquellos paisajes, aunque ficticios, habían sido plasmadoscon detalles que, incluso, escaparían de la atención de undibujante especializado o serían imposibles de impregnar en

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una película fotográfica. Así, una montaña recién nacida en elapogeo de la orogenia alpina se alzaba sobre la tierra en carneviva. O un paraje semidesértico mostraba al mismo tiempomiles de tormentas otoñales en sus barrancos y cárcavas, asícomo en las toneladas de lodo que habían fluido hacia susllanuras. En un cuadro, el pintor evaporaba los mares y dejabaal descubierto una joven y desparramada montaña oscura queel geólogo comparó con una dorsal oceánica mientras un solinflamado hacía arder la atmósfera, con la misma facilidad conla que, en otro, alejaba la Tierra unas decenas de millones dekilómetros para transformar su superficie en un yermo helado.

—Son auténticos juegos mentales —observó el geólogo enun momento determinado—. No adivino la intención ni elconocimiento previo que poseía el autor para idear estospaisajes, pero no son una simple imagen: está claro querepresentan un proceso. Tal vez, en algunos casos, unamanipulación de los elementos reales —señaló al siguientecuadro: un yermo gris y estéril que, no obstante, parecía brillarcon una centelleante luz azul debajo de un cielo apagado—.Ese sol es diferente al nuestro. Tal vez esté más lejos, como enel otro cuadro… O puede ser una estrella azul, mucho máscaliente, lo que explicaría el aspecto desértico de ese paisaje.

—¿Y por qué una estrella azul es más caliente que el Sol,papá?

El hijo del geólogo no dejaba de hacer preguntas. Ahorasiento envidia de aquel muchacho: él tuvo la suerte de verse encompañía de alguien que tenía las respuestas adecuadas. Nopuedo decir lo mismo de mi experiencia o de la de mi añoradoamigo David durante estos últimos meses. No tuvimos a unpadre o a un mentor, físico o espiritual, que apaciguasenuestras inquietudes con la respuesta más cómoda. Seráporque en ese mundo al que nos asomamos no existen las

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respuestas cómodas, ni las almas que las inventen, ni losdioses que las encarnen. Me habría gustado hablar con él deello, por lo menos. Desmontar nuestras preocupaciones connuestras propias respuestas e inventar nuestros propios dioses.No obstante, aún habiéndonos enfrentado a la misma realidad,lo hicimos en momentos distintos e implicándonos de muydiferente manera.

La última vez que hablé con David acababa de mudarse acasa de su hermana, algo que ya había previsto cinco mesesatrás cuando rompió la relación con su novia en una situaciónverdaderamente precaria, pero que no sucedió hasta justodespués de la desastrosa exposición de sus Paisajes. Y, pese atodo, el pintor continuaba encerrado en su perfecto arquetipoartístico, lidiando con los problemas exteriores como si decuestiones íntimas y puramente emocionales se tratasen.Aquellos cinco meses habían dado a Durán la últimaoportunidad para recuperarse económicamente. Yo mismo leconseguí varias entrevistas de trabajo para impartir clases enalguna escuela. Incluso, dentro de la vía que tomó, podríahaber optado por contentar a sus admiradores pintando lo quese esperaba de él. Sus cuadros anteriores se habían vendido abuen precio. La gente adoraba sus escenas costumbristas, susestancias domésticas parcamente coloreadas con trazosamplios, sin ser más que sombras de las acciones queprotagonizan sus ocupantes y luces de las sensaciones quevibran en sus rostros y en sus gestos. Dos hombres riendo en lamesa de una cafetería. Un chico y una chica adolescentesdándose la mano con timidez. Una anciana mirando la calle através de una ventana. Sentimientos cotidianos ocupando elcentro del cuadro en el fondo de un vórtice de colores conforma de cocina, banco en un parque o sala de estar. ¿Quéprovocó aquel giro hacia el crudo hiperrealismo? ¿Qué leempujó a eliminar a los seres humanos de sus cuadros y

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obsesionarse por entidades de dimensiones geológicas? Davidjamás llegó a manifestar ninguna canalización práctica de suasombroso talento. Hechos como su ruptura con Ana, susdeudas o sus fracasos profesionales actuaban en su cabeza amodo de fuerzas motrices que guiaban sus obsesiones hacianuevos horizontes y estímulos con consecuenciasdesconocidas. Y, pese a ello, tal y como aseveró aquel profesor,sus paisajes exudaban racionalidad.

Más de una vez pregunté a David sobre qué le habíallevado a adoptar el paisaje como temática predilecta, muchoantes de la exposición. Él insistía en que no se trataba de lospaisajes, sino del modo en que se había aproximado a ellos.Pensé que podía referirse al mencionado cambio de estilo, perocualquier intento de sonsacar más explicaciones de aquellacabeza era frustrado por respuestas cada vez más oscuras, queen su momento no logré retener, pero quizás ahora hubiesencobrado más sentido. O tal vez no. La mente del pintor resultódurante esos cinco meses cada vez más inaccesible, al igualque lo fue la propia persona apenas hubo concluido laexposición. En una última llamada de teléfono, un arrepentidoDavid, muy diferente al siempre contumaz artista que hubieraconocido tras otros fracasos, me trasladó insistentemente suprofundo rechazo a la recién clausurada obra y su intención deresarcirse. Tal vez los hechos posteriores hayan cargado dematices el recuerdo de una conversación descolorida a travésde una la línea eléctrica, pero ahora juraría haber detectadocierto temblor en la voz del pintor, sintetizada hasta el ridículoen unas pocas frecuencias acústicas. Un temblor, una prosodiamonótona, una cadencia extenuada: algo que, más que en unacrítica propia a un trabajo por otra parte nada desdeñable, mehizo pensar en la aversión moral que es atraída por laconsecuencia material de un pecado.

Cuando colgué el teléfono, quedó en mí esa turbadora

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sensación de estar ignorando un asunto importante. Sinembargo, me permití vivir con ella un tiempo, pues el volumende trabajo que se había acumulado en la consultora meresultaba aún más abrumador por aquella época. Ajena a laspequeñas tragedias que acaecen en nuestras vidas, la ciudadcontinuaba creciendo, y todo un aparato social, político yeconómico aguardaba a que un pequeño equipo de técnicosinundara las oficinas con planos, memorias y cifras quejustificaran lo que, en el fondo, ya se había decidido en los másselectos gabinetes. Así que allí estaba yo, atrapado entreborradores obesos, tablas indigestadas de números y pliegosvomitados por el arcaico plóter que, como un ronroneanteanimal doméstico, me hacía compañía hasta altas horas de lanoche. En aquellos momentos, apenas lograba recordar elestímulo que me había animado a acabar la carrera deArquitectura superior diez años atrás o si se parecía al que mehabía llevado a dejar Bellas Artes previamente. Ambascarreras llamaron un día a distintas facetas de mi instintocreativo para acabar traicionándolas una por una al siguiente.Bellas Artes, impulsando mi exploración estética, me hizoperder el contacto con un mundo estructurado, cristalizado enlos laboratorios de ciencias de mi instituto. Necesitaba denuevo el calor de la realidad fundiendo y amoldando losargumentos que se formaban en mi cabeza. Arquitectura mepermitió equilibrar ese impulso creativo del que habíadisfrutado en mi primer año con el rigor técnico de un trabajohecho por una sociedad organizada y dirigido a una sociedadorganizada; la manipulación plástica aderezada por las manosde un cirujano con tiralíneas. Y entonces mi etapa deestudiante alcanzó por fin su tan esperado como temido final,para exponerse a los vaivenes del mercado de trabajo. Tardépoco en comprender que ese contacto con la realidad tampocoexistiría en mi carrera profesional y que la capacidadmanipuladora, si se la quiere llamar así, maniobraba en un

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ínfimo margen dejado por decisiones políticas. Allí acabé,frustrado, con los ojos enrojecidos por la luz parpadeante deuna pantalla verdosa, la piel palidecida bajo la fría luz de untubo fluorescente y salivando café barato en silencio.

Ese fue precisamente el escenario en el que recibí la llamadade María Dolores Durán, casi tres meses después de mi últimaconversación con el pintor. No esperaba una llamada a esashoras; no quería hablar con nadie; no temía las malas noticias,ni mucho menos aguardaba las buenas. Cualquiera habríapodido plantearla como una excusa para salir de aquellaoficina y demorar la responsabilidad un día más. Pero aldescolgar ya sabía que mi rutina nocturna se iba a vertransfigurada.

La voz átona que accedía indiscretamente a mi oído enmitad de la noche no lo hizo sin apelar a mi familiaridad.Brusca, directa, eficaz, pero con el timbre ahogado de quien hasubido diez pisos demasiado rápido, pronunció mi nombre depila como quien señala un despropósito:

—Gonzalo. Eres tú, ¿no? —asentí sin percibir la futilidaddel gesto, tras lo cual hice cierto ruido afirmativo con laboca—. Le ha pasado algo a mi hermano… Están de camino.Iré al hospital, pero necesito que vengas —la inflexibilidad dela voz y la cadena de mensajes sueltos, hasta entonces, sólohabían formado parte de un intento por mantenerse en pie,evitando resbalar con las lágrimas desparramadas por el suelo;sin embargo, dos cortos sollozos saturaron la línea tras elsilencio de la caída—. Lo siento. Lo siento muchísimo. Nosabía a quién llamar.

Decidí tenderle una mano, arriesgándome a sufrir el destinode quien intenta ayudar a alguien a levantarse en el hielo.

—Tranquilízate, María. Has hecho bien. Te lo agradezco.

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Ahora dime: ¿Qué ha pasado?

—Se ha caído. Sin más. No respira… —y ella sólo lo hacía amedias: expiraba, olvidándose de inspirar.

—¿Hace mucho?

—No. No lo sé… Me ha dado tiempo a avisar a laambulancia y a llamarte.

Debió ser por efecto de mi propio cansancio el quemantuviera la calma durante la conversación, rozando casi laindolencia.

—Vale. Escúchame: mantente junto a David todo el rato. Yovoy para allá. Si llego tarde, déjame al menos un mensaje en elteléfono para saber a qué hospital lo han llevado. ¿De acuerdo?—Esperé a que me devolviese alguna confirmación—. Salgoya. No te preocupes.

Frases cortas y estúpidas para momentos confusos. Esopensé al colgar y levantarme de la silla. Fue entonces, mientrasla sangre volvía a mis piernas con un cosquilleo intenso,cuando un relámpago de puro nervio me golpeó desde abajo,directamente a la boca del estómago. Tuve que apoyarme uninstante en la mesa y darme ánimos. Comprobé repetidasveces durante algo más de un minuto si llevaba las llaves delcoche en alguno de mis bolsillos, tras el cual olvidé incluso loque estaba buscando o si se podía realmente encontrar con losdedos. Salir al exterior me supuso un verdadero acto de fe, nosólo por la cuestión de las llaves, sino también por confiar enque, una vez saliese de allí y la noche se precipitase a mialrededor, dejarse arrastrar por la caída sería la única forma deno perder la cabeza. Bajé una planta hasta el portal y abrí lapuerta. Tomando una bocanada de un aire frío despojado delcalor del suelo y enranciado por la humedad de una tarde delluvia otoñal, me arrojé a la oscuridad de la calle e inicié un

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apresurado viaje hasta aquel lugar recordado por una partepragmática de mi cerebro en el cual, alguna vez, aparqué elcoche. Por suerte, no se encontraba demasiado lejos. La tibialuz anaranjada que las lámparas proyectaban sobre la aceracreaba la extraña ilusión de una ribera arenosa a las orillas deun río profundo, en el que no navegaba nadie y del que podíanemerger toda clase de criaturas en cualquier momento.

Una vez me hube puesto a merced de la corriente, naveguéabstraído por las arterias escleróticas que insuflaban vida a laciudad día tras día, tratando de mantener el rumbo hacia elcasco antiguo. Seguramente debí saltarme algún semáforo,sobrepasar el limite de velocidad o cerrarle el paso a algúnotro vehículo con preferencia; tampoco recuerdo si llevaba elcinturón. Ninguna bocina, ni sirena, ni voz en grito me increpóen el camino. Como en la madrugada de un martes cualquiera,la única criatura del río era yo; yo y mi monstruosa extensiónmecánica: un turismo de segunda mano de color azul oscuro.Prismáticos titanes anodinos de cinco plantas parecían losúnicos observadores de mi aventura aquella noche.

Diez minutos después de ponerme en movimiento, yainvadía la calma de las callejuelas por las que se accede alcasco antiguo de la ciudad, allá donde la nítida tramaortogonal de la ciudad moderna se quebraba en una red decalles cortas que desembocaban las unas en las otras; las acerasamplias cubiertas de losas eran gradualmente sustituidas poradoquinados que hacían vibrar los amortiguadores delvehículo ruidosamente; fachadas agrietadas de coloresapagados, puertas de madera maciza, y ventanas sucias conbarrotes quedaban expuestas a las luces del coche. La mayoríade las viviendas no se alzaban más de dos o tres plantas, todascon el mismo parecido que puede apreciar alguien al intentardistinguir a una persona de entre un grupo de mendigosharapientos. Otros vehículos dormían en la calle, y tuve que

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esquivarlos continuamente para maniobrar de una esquina aotra. No era la primera vez ni la segunda que visitaba la casade Maria Dolores Durán, pero el aspecto de aquella zona habíacambiado con el paso de los años y me resultó difícilorientarme. O tal vez me ocurriera lo mismo que con las llaves:quería buscar otro sitio o no encontrar nada.

Entonces oí la ambulancia. Debía estar circulando en algunacalle próxima. Detuve el coche en seco y abrí la ventanilla paralocalizar el sonido intermitente de la sirena. Se acercaba, deello no me cabía la menor duda, aunque desconocía si sedirigía a la casa de Durán o se alejaba ya de ella. Me aventuré arodar un par de calles más, rastreando continuamente su eco.

Finalmente, la sirena se detuvo, y me costó dos o tresminutos más dar con una calle más amplia que se abría a miderecha y que llevaba a la escena que más había temido a lolargo de la noche: dos sanitarios cargaban a un hombre encamilla hacia la parte de atrás de la ambulancia, perseguidospor una figura enjuta que se encorvaba continuamente, secubría la cara con las manos y apoyaba los pies con la torpezade un niño pequeño. No acerté a adivinar la identidad ni elestado del asistido. Lo que hizo que mi respiración sedetuviera al instante fue reconocer a María en la patética figuraque deambulaba perdida de un sitio a otro, hablando obalbuciendo de manera indistinta. Estacioné el coche a ciertadistancia y salí de él con rapidez, pues, dada la velocidad a laque se estaba moviendo todo, temía perder la oportunidad dehablar con ella. Antes de que pudiese llamar a alguien, losmédicos ya habían cerrado las puertas y sólo uno permanecíasobre la calzada, discutiendo algo con la hermana de Duránque quedó rápidamente decidido. La miraba exasperada deella coincidió por casualidad conmigo. Busqué el alivio en susojos, pero sólo vi rezumar más lágrimas y cierta expresión deincomodidad añadida a la lividez de sus pómulos, el cansancio

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de sus labios pesados y el valle oscuro y profundo que se abríabajo sus párpados, allí donde parecía yacer una noticia nefasta.

María Dolores alzó las manos y rodeó su propio cuelloparodiando a la angustia misma, gesto con el cual interpusosus codos al intento de estrecharla entre mis brazos. Ignoré ladeliberación y el propósito del movimiento, y le pregunté,observando al último sanitario subir a la ambulancia:

—¿Qué pasa, María?

—Lo han conseguido reanimar, pero su corazón apenas late—respondió ella, ladeándose respecto a mí—. Quería ir conellos, pero no había espacio…

—Vamos. Dime a qué hospital lo llevan.

Alcé el brazo para invitarla a que caminase en dirección alcoche, y lo dejé caer sobre sus hombros mientras laacompañaba, sin recibir ningún tipo de rechazo en estaocasión, aunque tampoco ningún gesto recíproco de consuelo.Las manos de María se deslizaron sobre su estrecho torso paraabrazarse los huesos, que acababan de descubrir la brisa fríade aquella trágica noche. Nos detuvimos para mirar porencima de nuestros hombros cuando la ambulancia se puso enmarcha, alejándose con su característico espectáculo de luces ysirenas intermitentes. El súbito silencio que dejó atrás cayósobre el callejón como un trueno anticipando una tormenta,que, no obstante ya había descargado sobre nuestras mejillas.El coche no nos serviría en ningún caso para refugiarnos.

El silencio se perpetuó durante el camino al hospital. MaríaDolores observaba con atención algo que se hallaba dentro ofuera del parabrisas empañado, en las luces de una avenidalanzando fogonazos a gran velocidad o en las minúsculasgotitas que se habían formado en las esquinas. Su abundantepelo ondulado, de un castaño apagado, me ocultaba sus ojos,

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pero yo sabía que aún lloraban por las frecuentes visitas que sumano realizaba a la cara y el corto sonido que emitía su nariztratando de contener un aluvión de mucosidad. No me atreví apronunciar palabra alguna. Cualquier imbecilidad podríahaber profanado la sagrada calma que nos envolvía sin uncometido útil, pues ningún mensaje que no nos hubiesereferido al estado de salud de David merecía la pena serexpresado. El silencio era el compañero más inteligente enmomentos como aquél.

Cuando llegamos al hospital universitario, la ambulancia yase encontraba estacionada en la puerta. María pudo reconoceral conductor junto a ella, dando paseos de un lado a otromientras sorbía ávidamente el humo de un cigarro. Al repararen nuestra presencia, lo arrojó a un lado y trató de disipar conun movimiento, en parte inútil, en parte cómico, la nube que sehabía formado a su alrededor. Antes de que yo tan siquierapudiese apagar el motor, se aproximó a nosotros con pasoligero. Ella clavó los dedos en mi brazo, de forma tan repentinaque tuve que dejar las llaves en el contacto durante unmomento. Pulsé el botón para abrir la ventanilla, consciente deque el hombre pretendía hablar con nosotros:

—Está ya dentro —anunció en un tono despreocupado, conel que podría haber expuesto tanto la verdad más cruda comola noticia menos trascendente del día—. No se ha despertado,pero ahora mismo comentaban que parece estable.

Corté el ronroneo del motor una vez María Dolores huboliberado mi brazo. Mientras ella trataba inútilmente deconseguir más información del conductor, yo abría la puertapara tratar de llevar las mismas cuestiones al interior deledificio y contra un interlocutor que se dignara a mostrar unaactitud menos apática. Interrumpí la patética sucesión deinterrogantes frustrados, que sólo provocaban suspiros,

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monosílabos o que el cuello del fumador clandestinodesapareciese una y otra vez, para preguntarle si podía dejar elcoche allí aparcado. La respuesta fue infinitamente más largade lo que me hubiese importado en realidad, y tan sólopretendía dar tiempo a María para reunirse conmigo, antes deentrar al edificio.

En la recepción o en la sala de espera, las conversacionescon el personal no resultaron mucho más animosas. La voz delconserje de turno que había aceptado atendernos como quienrecibe la factura del agua, no distaba mucho en tesitura ycolorido del zumbido de los tubos fluorescentes del techo, esosque saturan los ojos y enfrían los espacios oficiales con su luzestroboscópica. Era la voz y la luz por la que se reconoce lapresencia de criaturas burocráticas en su inhóspito hábitatnatural. Al final de la experiencia de aquellas semanas,constataría lo irritante que resulta la forma de abordarcuestiones de vida o muerte en las charlas de hospital; el comola aparente virtud de la vida queda despedazada en medio decortas tertulias, rumores y chácharas sobre olores, vísceras,manchas de suero, sangre y heces, propias de una carnicería debarrio.

En cualquier caso, tardamos un buen rato en localizar almédico que se había hecho cargo del caso de David, quien,después de examinarle durante largo tiempo, se reunió connosotros en uno de los yermos y oscuros pasillos de la primeraplanta. A esas horas, la mitad de las luces del hospital seencontraban apagadas y, lejos de una iluminación homogénea,cada esquina demarcaba una frontera bien definida entre laeléctrica claridad y la pulverulenta sombra. Era el mismocontraste que ofrecerían las palabras del joven médico de ojoscansados y barba de dos días cuando nos habló:

—No ha vuelto a experimentar ninguna parada desde que

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lo subimos a la ambulancia hasta ahora. Su pulso es lento,aunque constante, y los niveles de saturación no han parecidocaer en ningún momento por debajo de lo normal. Nada queparezca indicar daños causados por la paradacardiorrespiratoria —y entonces sucedió la terrible pausa, laconsulta fortuita a un puñado de papeles que sostenía en lamano y la caída en la frecuencia de su voz—. Pero nodespierta. No responde a estímulos de ningún tipo. Seencuentra en un coma profundo, y, dado que todavía noadivinamos el por qué, no podemos realizar ningún tipo deprognosis. Tendremos que mantenerle ingresado y esperarpara saber más.

«Esperar para saber más». Me sentí un estúpido por llegara albergar la mínima esperanza de que todo se fuera a resolveraquella misma noche; de que recibiría el alba recluido en latranquilidad de mi propio apartamento; de que María medespediría con una de esas leves, selectas y exquisitas sonrisasque alguna vez aparecieron en su rostro en los instantes dondetodo lo que en su entorno se había desordenado volvía aencajar. La noche no resolvía nunca nada. La noche nofinalizaba las tareas que se acumulaban sobre una mesa deoficina, ni tampoco reafirmaban los vínculos personalesperdidos con el paso de los años. Los que vivían la nochetratando de solucionar la amalgama de problemas que el díahabía creado sólo aspiraban a revolverse en esa misma marañade entuertos transmutados, con los sentidos mermados por laoscuridad y ajenos a lo que las horas, minutos y segundoshabían significado cuando todo el mundo se encontrabadespierto. La noche era el tiempo de crear misterios. Deengendrar monstruos. El tiempo para observar el propiotiempo. De «esperar para saber más».

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2.

A la mañana siguiente, la imagen del sueño de DavidDurán constituía una sátira mordaz para mis párpadosentornados y mi mente entumecida. Apenas había tenido unpar de horas para regresar a casa, cerrar los ojos unosinstantes, cambiarme de ropa y regresar al trabajo, de donde,tras una mañana presentando excusas y dando explicacionessobre quehaceres no resueltos, tuve que escapar movido poruna recalcitrante conciencia. Aquella conciencia que veíasombras en las paredes, que se apenaba por la escena y quepinchaba a mis músculos para mantener su tensión. Cuandollegué a la habitación del hospital, sólo había recibido larespiración sosegada de David como saludo. Nadie más, nimédicos, ni enfermeros, ni su hermana se encontraban allí. Elrostro del pintor mantenía una expresión rígida, difícil decalificar de entre diversos estados que iban desde lameditación profunda hasta la mera parálisis muscular; o podíatratarse sólo del efecto que producían los brillos oleosos de supiel sobre las facciones angulosas, los ojos cerrados dandotodo el protagonismo a unas cejas alargadas y una narizdelgada y sobresaliente o las visibles arrugas sobre la frente,que, en otras ocasiones, habría resultado difícil de ver bajo unflejillo largo, ondulado y oscuro.

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Avancé vacilante hacia la cama. Algo me hacía pensar queperturbaría un momento profundamente delicado si meaproximaba de un modo más distendido. A cada paso sentía lanecesidad de pronunciar una palabra que excusara elsiguiente. Una palabra de condolencia, de perdón, desinceridad. No terminaba de entenderlo. Como tampocoentendía la función de las pesadas cortinas de plásticoobstruyendo el paso de la luz del día a través de la ventana.¿Qué molestia se pretendía evitar a una persona que dormíacontra su propia voluntad? Y, no obstante, el primer impulsofigurado por la lógica, aquel que me habría movido azarandear, abofetear y gritar rabiosamente al enfermo paraque reaccionase, no se llegó a materializar nunca. En su lugar,mis ojos cayeron confusos y enervados sobre la cama de Daviduna vez me hube situado junto al cabecero.

Miles de recuerdos inconexos se cruzaron entonces conotros tantos futuribles ociosos, lo que provocó que mi visión seemborronara todavía más y quedara suspendida como loestaba la bolsa de suero que goteaba a mi lado. De algunaforma, intentaba invocar a un David vivo delante de mis ojos,proveniente del pasado o recreado en el futuro: el David deemocionada calma que aguardaba la inauguración de unanueva exposición, el David que deliraba sobre hojas de papelen blanco, el David que intercambiaba el contenido alcohólicode algún vaso por lágrimas y angustias… Cualquiera deaquellos espíritus que nadaban y se sumergían cual delfines enla superficie de mi cabeza tenían más sentido que el sucio,maloliente e inservible hombre que reposaba frente a mí.

Una sensación de fatalidad me invadió de golpe: ¿Y siDavid Durán jamás volvía a tener sentido en el mundo? Y,aunque despertase, ¿sería mi mente capaz de insuflar unnuevo espíritu a aquel cuerpo exánime? Porque, conformepasaban los minutos en aquella habitación, más me convencía

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a mí mismo de hallarme frente a un difunto cuya muerte mipropia presencia hacía irreversible.

No sé si fue el repentino apremio por salir de la habitación oel gemido seco y agudo que rompió el aire a mis espaldas loque me hizo girar sobre los pies, pero cuando, a fin de cuentas,me encontré mirando a la puerta, allí estaba Maria DoloresDurán, con los ojos muy abiertos y aferrando con una mano unhálito ardiente que se enfriaba poco a poco en su garganta,compartiendo y alimentando la horrible fantasía que seacababa de formar en mi cabeza.

Si ella no se hubiese recompuesto para expirar de formaaliviada, y acto seguido, lanzarse a mis brazos, tal vez yohabría enloquecido en el acto. «No se siente reconfortada porquien soy, sino por lo que no soy y ella ha imaginado», me dijeen algún instante antes de que el calor de su cuerpo y lavibración de su voz y de la mía propia me devolviesen almundo.

—Yo… no quería —se separó de mí, aunque olvidando unamano sobre mi brazo—… Me he asustado. Lo siento, de veras.Estoy un poco cansada.

La llevé fuera de la habitación y, aún así, tuvieron quetranscurrir unos minutos antes de que recuperase porcompleto la calma. Caminamos juntos durante un rato por lospasillos, pasando por los mismos lugares y saludando a losmismos pacientes y enfermeros, quienes sí tendrían algún undestino en sus trayectos. Ante mi insistencia por romper elsilencio, el cual no sé si nos unía o nos separaba, ella sólo hacíagestos con la cabeza sin levantar la mirada de sus propios pies.No resultaba nada inusual en ella. María era una de esaspersonas que parecen tener siempre algo importante que decir,pero callan. Su cuello largo, visible bajo su pelo recogido, yproyectando a las alturas la delgadez extrema de todo un

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cuerpo enjuto, se doblaba abatido por el peso de una mentedemasiado densa como para transigir las banalidades delmundo exterior. Su rostro desmaquillado y sincero no sedesvivía por retorcerse en eternas sonrisas ni miradasseductoras, un defecto de superficialidad que resultabaencantador, a su manera; el encanto de una niña inocente queno siente necesidad alguna por agradar. Diez años antes, ennuestra época de estudiantes, ella se valió de esta imagen paravolverme completamente loco. Ahora, sólo quedaba una mujerde aspecto bastante vulgar y cuya compleja personalidadahuyentaba a los hombres que abandonan el crucigrama delperiódico para leer la sección de deportes.

Había querido dejar las cuestiones para más tarde y nodesbordar una cabeza ya colmada de ellas, pero la curiosidadcosquilleaba mi paladar y mis quejas continuas sobre la faltade sueño o el trabajo rozaban ya lo ofensivo, así que estornudéla pregunta:

—¿Qué dice el médico?

María se encogió de hombros.

—Nada nuevo. Nada revelador —abatí la cabeza ydenuncié la respuesta lacónica con un carraspeo; ella parecióhacerse eco del gesto, por lo que prosiguió con voz forzada—.Ahora mismo se encuentra estable y parece que no necesitaasistencia respiratoria. Le hicieron un escáner a primera hora.No han observado ningún trauma importante en la cabeza, niotros signos de que algún golpe pudiese haberlo dejadoinconsciente.

—¿Qué estaba haciendo en ese momento?

—Lo más lógico, habiendo ocurrido en su habitación a esashoras, debería haber sido dormir; pero con lo nervioso queanda últimamente, qué sé yo. Se queda despierto hasta muy

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tarde.

—¿Trabajando?

—Quiero pensar que sí —hizo una pausa prolongada,aunque no lo suficiente como para facilitar mi repentina fugade preguntas—. Sí, últimamente está pintando, y también andaocupado dibujando bocetos. ¿Recuerdas cómo estaba deobsesionado con lo de los Paisajes? —No me dio tiempo aasentir—. Pues algo parecido o peor.

—Si te digo la verdad, no he hablado mucho con Daviddesde que comenzó el trabajo de los Paisajes. Ni siquieratuvimos ocasión para charlar sobre lo de Ana. Pero ya sabes loobsesivo que ha sido siempre con la pintura: que le dé pordesaparecer unos meses encerrado en su habitación no es unanovedad, María.

Otra brecha de silencio se abrió entre los dos durante un parde minutos, tras los cuales le propuse salir al exterior y tomaruna bebida en la cafetería más cercana. Ella asintió, relajandolas comisuras de los labios en lo que, en términos relativosrespecto a su expresión precedente, podría haber constituidouna sonrisa. Sabía que quería huir de aquel templo de dolor yenfermedad tanto como yo.

Fuera, el día se había nublado otra vez, siguiendo latendencia de los días pasados. El aire era extrañamente cálidoy húmedo, como el aliento de un gigante que no quería irse adormir antes de que llegara el invierno. La amenaza de lluvianos empujó al interior de un pequeño bar al otro lado de laavenida, donde conversamos de forma más relajada. Maríaestuvo debatiendo consigo misma si llamar a su madre,utilizándome a mí a modo de espejo conversacional. Ella noquería preocuparla, dada su edad y su estado de salud. Supadre había muerto hacía ya cerca de siete años y no tenía más

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hermanos ni familiares cercanos a los que acudir. Dije que sí atodos sus argumentos para, instantes después, contradecirme asu favor. Y luego me dio las gracias, sin más, por primera vezdesde hacía horas, movida por una mezcla de vergüenza ygratitud. Así regresó el tan odiado silencio. Así regresaron laspreguntas.

¿Qué había causado el repentino colapso de David? ¿Unestado físico? ¿Un estado mental? ¿Una combinación deambos? Parecía más delgado y pálido que de costumbre, algoque me confirmó María al referirse a los malos hábitos que suhermano había adquirido a la hora de comer. Visitaba la cocinapocas veces, para encerrarse en su habitación con cenas oalmuerzos de un solo plato. Al menos una vez por semana, ellale preparaba una comida más profusa que acababaabandonada o racionada durante el resto del día o la noche. Elanálisis de sangre que le habían realizado aquella mañanamostraría signos de anemia incipiente, tal y como mecomunicaría ella más tarde a través del teléfono. Nada másque ayudase a esclarecer las causas del coma; ni siquiera unatentativa de diagnóstico plausible. Sin síntomas de parálisiscerebral, ni desorden metabólico alguno. Dos días después, laelectroencefalografía tampoco revelaría nada anormal: elcerebro de Durán se comportaba como el de una personadormida en la fase de sueño profundo.

—Tal vez esté simplemente cansado —le decía a María elviernes de esa misma semana, cuando regresé a visitarlos alhospital. Observábamos a David desde la puerta de lahabitación—. A la mejor ha decidido dormirse sin más,aguardando a que el sueño le aporte de nuevo ideas frescas,ideas brillantes, que le devuelvan el reconocimiento que tuvo.

Ella sacudió la cabeza y, segundos después, se enjugó losojos con su mano. Yo me sentí un idiota por hablar a la ligera y

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me marché antes de que la descomunal tensión que ataba milengua y mis brazos me partiese en dos.

El domingo, después de una semana en la que se habíansucedido nimbos amenazadores hora tras hora, el cieloamaneció por fin despejado. Un rayo de luz dorada medespertó aquella mañana con el cálido susurro de un buenaugurio, así que lo primero que hice fue llamar por teléfono aMaría Dolores y preguntarle por la salud de su hermano. Unavoz tan adormecida como la mía me respondió en el extremoopuesto de la línea. Sin entrar en preámbulos inútiles, mecomunicó que el estado de Durán no había cambiado. Ellahabía pasado la noche en su casa por primera vez desde elaccidente, por lo que me ofrecí a recogerla para ir juntos alhospital. Tras todo lo ocurrido durante los días anteriores, noera capaz de imaginar una forma diferente de sobrevivir a otrolargo y mortalmente aburrido domingo.

El que María aceptase sin reservas y, además, me invitase adesayunar en su casa, hizo cobrar a aquel haz de luz cálida quehabía desvelado mi sueño algún sentido portentoso. Decamino al casco antiguo de la ciudad, y sin saber de dóndeprocedía tan repentino arrebato de optimismo, logréconvencerme de que todo iba a salir bien. Supongo que setrataba de ese mecanismo de defensa que, frente a las tragediasque se suceden a lo largo de nuestra vida, evita que acabemosdegradándonos en una espiral interminable de rabia, odio yarrepentimiento, o pudriéndonos en el infinito y yermo parajede lo inexorable. Un faro de luz difusa que nos desorientasobre lo que es posible y probable en nuestras experiencias conel mundo real, porque, de lo contrario, no saldríamos denuestra casa o nos miraríamos desconfiadamente los unos a losotros en la distancia.

Porque anhelar, esperar y creer es humano. Lo más humano

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que atesoramos estas pobres criaturas perdidas en uninabarcable océano de irracionalidad y duda.

Llegué a casa de María Dolores con la sensación de catarsisque imbuye al creyente tras salir de una prolongada sesión deoración. Creo que mi cara mostraba algún tipo de sonrisa, ajuzgar por el reflejo de la misma en el rostro de ella cuandoabrió la puerta que daba a la calle.

—Estoy haciendo café —anunció tras recibirme con unbreve abrazo—. Te gustaba el café, ¿no?

Al atravesar el umbral, efectivamente, pude escuchar elgorgoteo de una cafetera puesta al fuego en la planta de arriba,donde, tal y como recordaba, se encontraban la cocina y elcomedor. Muy poco de aquel lugar había cambiado, al menos,nada que traicionase mis recuerdos más claros sobre el viejo ynuevo hogar de David Durán. La vivienda de tres plantas,comprada y restaurada veinte años atrás por su padre, siempreme había evocado a un torreón: un racimo de habitaciones dedimensiones reducidas dispuestas alrededor de una escalerade madera. La primera planta no era más que el opresivorellano de la escalera, con un pequeño trastero situado al otrolado de su origen. Al igual que el mar absorbe y muestra elmismo color del cielo, el sucio y corroído suelo ajedrezadoreflejaba el estado de la pintura amarillenta de las paredesconforme se accedía a cada uno de los tramos de escaleracomprendidos entre las tres plantas. No se contemplabadecoración alguna, como si se hubiese tratado del deslucidoespacio comunitario de un bloque de pisos antiguo.

En la segunda planta, el salón, que hacía esquina con unacocina ocupaba casi en su totalidad por el horno y elfrigorífico, resultaba un poco más acogedor, sensación a la quecontribuía en ese momento el olor a café recién hecho.También me resultaba confortablemente familiar el académico

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desorden visible en toda la habitación; montones de libros ypapeles se apilaban sobre la mesa principal o descansaban enlugares tan inusuales como la cima de la televisión o lasuperficie de una silla de madera. María apartó uno deaquellos montones para dejar libre un asiento distinto al queutilizaba habitualmente.

Mientras ella terminaba de servir el desayuno, y trassucesivas respuestas negativas a mi intención de ayudarle, mepuse a curiosear los títulos de algunos libros. La mayoría eramanuales de psicología clínica y volúmenes de revistasespecializadas. Hasta donde yo sabía, Maria Dolores llevabaya tres o cuatro años preparando oposiciones para acceder adistintos cuerpos técnicos sanitarios o de orientación,habiéndose presentado a varias pruebas sin mucho éxito.Cuando le pregunté sobre ello, confirmé que su vida laboral nohabía cambiado mucho.

—Ahora mismo me gano el pan como orientadora a tiempoparcial en un colegio concertado del extrarradio —dejó dostazas de café sobre la mesa y un plato de pastas caseras—. Mepermite reservar algo de tiempo para seguir estudiando yescribiendo algún artículo que otro. ¿Te apetecen unastostadas?

Sacudí la cabeza.

—¿No te has planteado volver a poner en alquiler una delas habitaciones de arriba? —le pregunté.

—¿Con David por aquí? No. Ahora mismo tiene ocupada laúnica que sobra con todos esos cuadros de paisajes, y otros quetrajo de su antigua casa —se sentó a la mesa y yo laacompañé—. ¿Sabes? Ayer llamó un hombre preguntando poruno de ellos. Un chiflado, seguramente. Astrólogo, dijo queera. Había visto una imagen del cuadro por Internet y le había

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entusiasmado. Me insistió mucho en venir personalmente aexaminarlo y yo lo envié a tomar viento. No estaba de humor.

Sonreí detrás del borde la taza de café.

—Los chiflados son los mejores clientes de un artista, María.Para un puñetero paisaje que habría conseguido vender…

Ella comenzó a juguetear con los bordes del tapete quecubría la mesa:

—Es que… prefiero que sea David quien negocie estascosas. Yo no tengo ni idea. De todas formas me dio su teléfono.Lo debo tener anotado… en el margen de alguno de esospapeles.

Su mirada dio a entender que «esos» comprendíacualquiera de las pilas de documentos que había en lahabitación.

—¿Y por qué se interesa un astrólogo por la pintura?—pensé en voz alta.

—¿Y por qué se interesa un astrólogo por la astrología? —seencogió de hombros—. Comenzó a hablar de constelaciones,eventos cósmicos y cosas así. ¿Recuerdas el cuadro del cielonocturno?

Asentí. Un imponente retrato del firmamento sobre unainmensa llanura desértica, donde la precisión con la queestaban pintados los objetos celestes permitía al cerebroinventar constelaciones o imaginar objetos desconocidos másallá de los visibles. Alguien durante la exposición, incluso,había creído identificar el bien conocido Carro de laconstelación de la Osa Mayor en el cúmulo de estrellas,provocando algunas risas. He de decir que, en aquel momento,después de haber conversado con el geólogo, me parecióbastante verosímil que Durán hubiese recurrido a un modelo

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real para dibujar en su cielo un mapa aproximado de lasconstelaciones. Ahora, el interés de aquel astrólogo, al margende sus conocimientos e interpretaciones supersticiosas de losmismos, acabó casi por convencerme del todo.

—Pues me comentó que le había interesado mucho ladisposición de las estrellas —prosiguió María—. Que separecía a la real, pero que permitía predecir algunos cambiosen el futuro de ciertos signos o qué sé yo.

—¿Cómo se llamaba ese hombre? —interrumpíinconscientemente, no sin provocar cierta perplejidad en miinterlocutora.

—Pues no sé… Creo que lo anoté también. Joder, Gonzalo:¿Tanto te interesa?

—Tengo curiosidad por saber qué estaba pensando Davidcuando decidió pintar aquellos paisajes —hice una pausapremeditada y tomé otro sorbo de café—. ¿Tú no?

No añadió nada. María era una buena estudiante y, antetodo, una persona profundamente reflexiva y con grancapacidad para discutir y resolver problemas. Pero le faltabaalgo. Era esa chispa espontánea; esa fuerza de atracciónirresistible hacia lo que no tiene una explicación sencilla ynatural; esa ingenuidad capaz de aglomerar conocimientosdeshilachados en hipótesis, y cuya ausencia pesaba dentro desu evidente falta de talento investigador. A pesar de laconfianza en ella que mostraba su hermano, yo,personalmente, nunca aposté por que terminara la tesisdoctoral. El tiempo me había dado la razón.

—Bueno, yo no tengo ese interés artístico que vosotros doscompartís desde jóvenes.

—No se trata de eso. No me confundas con uno de esos

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críticos frívolos y pedantes a los que tu hermano denominabaerróneamente «círculo de amigos»… —o «círculo de víboras»,solía decir yo abiertamente, un apelativo que inició y terminómuchas de mis discusiones más acaloradas con el pintor.

—Por Dios, Gonzalo, no. Nos conocemos desde hace años.

Proseguí, intentando controlar el tono de mi voz, el cual sehabía tensado de un modo que provocaba miradas reacias enMaría:

—David no se limitó a jugar con la temática o a hacerligeros ajustes en su estilo para reforzar algún elementoexpresivo: sus paisajes son algo completamente diferente, conuna impronta irreconocible y una motivación bien distinta a ladel resto de sus cuadros. Por eso fue descuartizado por lacrítica —algo atenazó mi pecho cuando me oí utilizar aquelsímil tan macabro; continué hablando para desviar la atencióndel mismo—. Un artista consagrado no puede permitirse saltoscualitativos tan importantes sin generar cierto rechazo. La obradebe mantener siempre una personalidad, es decir, una seriede elementos claves que permitan identificar la mano de suautor. Y lo de los paisajes constituye un cambio depersonalidad de la noche a la mañana. Otra mano. Otra cabezadetrás —busqué las pupilas de la hermana de Durán, yaguardé unos segundos hasta que capté toda su atención—.No puedo creerme que todo esto no te llame la atención.

—Lo único que me interesa es que David vuelva a despertardel coma —contestó con cierta severidad.

—¿Y si sus cambios de personalidad artística tienen que vercon su estado actual?

María entornó los ojos y se mordió el labio inferior,reforzando la mueca adusta que había mostrado en toda laconversación.

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—Los escáneres no han revelado hasta ahora ningún daño oactividad anómala en el cerebro que pudiese explicar, ademásdel coma, un cambio de comportamiento. Los he mirado yomisma, créeme.

—Y te creo. No hablo de pruebas médicas. Has estado cercade tres meses viviendo con él y eres la persona más capacitadaque conozco para reconocer cualquier cambio…

Ella sonrió socarronamente, con tanto descaro queinterrumpió mis palabras.

—¿Crees acaso que evalúo continuamente a mi hermano?¿Que soy una especie de detector de neurosis? Yo puedoaplicar una serie de técnicas de diagnóstico en sesionesdebidamente preparadas, explorando las preocupaciones delpaciente y formulando las preguntas precisas. Apenas veo aDavid diez minutos al día. Y mi intención no es convertir esoscinco minutos en un interrogatorio intensivo. Las personasescondemos y reprimimos preocupaciones todos los días, sinque ello altere visiblemente nuestra conducta.

—Y tenía preocupaciones, desde luego. La ruptura con Ana,su situación económica, su última exposición… ¿En qué estabatrabajando ahora?

María se encogió de hombros.

—Ya te lo dije el otro día: ha pintado algún que otro cuadro,aunque anda bastante más ocupado dibujando bocetos sobrecuadernos de dibujo. Cosas más abstractas.

Del realismo más crudo a la expresión abstracta, estilo conel cual David nunca había comulgado. Aquello tenía cada vezmenos sentido. La pregunta obvia abrió mis labios con supropia inercia, provocando sorpresa incluso en mí mismo:

—¿Puedo verlos?

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María consultó el reloj, sin poder disimular con ello unaexpresión disgustada. Era lógico. Me había excedido.

—Lo cierto es que me gustaría ir ya al hospital para vercómo andan las cosas —extendió su mano sobre la mesa parabuscar la mía—. Otro día, con más tiempo.

Tuve que rendirme. María Dolores Durán no solía recurrir agestos tan cercanos para expresarse, lo que me transmitía unasincera y desesperada súplica por refrenar mi indiscreción. Laurgencia era una excusa patética, desde luego, y más cuando, acada palabra mía, había atisbado destellos de angustia en surostro, como los relámpagos iluminan las nubes de tormentaen la noche más oscura. Así lo presentía: las preguntas no ibana acabar con un golpe gratuito de reloj.

No obstante, me permití distraerme con un trozo deinformación bastante jugoso durante, al menos, unos días.María se ausentó unos minutos para cambiarse de ropa, loscuales dediqué a olisquear entre los montones de libros ypapeles sueltos esparcidos por el salón. Desconozco si fue unacto de pura suerte o asombrosa intuición, pero no tardé enencontrar una hoja doblada con un número de teléfono y unnombre anotados en sus márgenes: Gerardo Ruíz. Quiénpudiera responder detrás de aquel número me resultóentonces bastante menos interesante que el contenido impresode la hoja en sí. El papel no había sido extirpado de ningúnmaterial de estudio sobre psicología, sino de alguna obraliteraria. La estructura del texto era, en gran parte, un diálogoen el que dos personas discutían sobre las posibilidades de lasdrogas para expandir la conciencia humana, detallando,posteriormente, los potentes efectos de una antigua ymisteriosa droga utilizada hace milenos en Oriente. Uno de losprotagonistas se creía capaz de combinar un estado de trancecon sus conocimientos matemáticos para «conocer la cuarta

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dimensión», lo que le permitiría recorrer el continuo espacio­tiempo en un singular paseo post­relativista. Traté de localizaralguna página más del relato, sin éxito.

Al oír los pasos ligeros de María en las escaleras, doblé lahoja un par de veces más y la introduje en el bolsillo de michaqueta. En otras circunstancias, habría anotado el número deteléfono, pero la premura de la situación, junto con el interésque había despertado en mí el texto, me llevó a cometer aquelinofensivo escamoteo.

Más tarde, después de un corto almuerzo con MaríaDolores, mucho más distendido y, por ende, silencioso, meapresuré por regresar a casa para indagar sobre el contenidode la hoja de papel, que, hasta entonces, había notado pegadaa mi pierna como si de una lámina de acero se tratase. Enprimer lugar, no me resultó difícil localizar el origen del textoimpreso sobre la misma a través de Internet. Se trataba de uncuento del escritor estadounidense Frank Belknap Longtitulado Los Perros de Tíndalos. El relato, dentro de sus premisaspuramente de ciencia ficción, derivaba en una historia dehorror psicodélico en la que una raza de criaturas cósmicasacababa rastreando al aventurero astral.

A continuación, descolgué el teléfono y marqué el númerodel margen de la hoja, con la sensación de haberlo tomado dealguna página de anuncios clasificados. Vacilé en cuanto oí elprimer tono. ¿Qué quería de aquél supuesto astrólogo? ¿Cómome dirigiría a él? El segundo, el tercero, el cuarto tono cada vezformaban un eco más nítido que me devolvía la voz titubeantede algún estúpido en aquel espacio entre mi cabeza y elauricular. A punto de colgar el teléfono, un crujido al otro ladode la línea fue acompañado de una voz masculina, grave ytranquila, perteneciente a un hombre de mediana edad.Durante unos instantes, no supe qué decir, y, luego,

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simplemente pregunté por Gerardo Ruiz, recibiendo unarespuesta afirmativa.

—¿Llamó usted a David Durán esta semana? —no habíamejor forma de proceder en aquellas ocasiones que la másdirecta.

—A David… ¡Sí! ¿Es usted?

Le expliqué que hablaba con un amigo suyo y que David nose encontraba disponible aquella semana. Al margen de lainformación que María le hubiese facilitado previamente,entrar en más detalles me habría parecido bastante pocoapropiado.

—No sé si se lo habrá comentado la mujer que le pasó minúmero, pero la cuestión es que me gustaría, si es posible,examinar de cerca uno de los cuadros de la última exposiciónde Durán. Sólo para hacer algunas medidas y tomar algunasnotas.

—¿Con qué propósito?

—Interés personal. Vi alguna imagen del cuadro en la red y,aunque muy limitado por la resolución, me pareció identificaralgunas cosas curiosas —permanecí en silencio, intentandoque el vacío sustrajese algunos detalles—. Sin duda, la mujercon la que hablé —le recordé su nombre—, sí, María Dolores lehabrá dicho que soy astrólogo. Bueno… no le voy a interpretarsu horóscopo ni nada parecido —una risa nerviosa hizocrepitar la línea—. De hecho, me dedico más a investigar lasestrellas que los efectos de éstas sobre el ser humano. Siemprehe sido un aficionado a la astronomía y me encanta observar elcielo, algo que parece ya desarraigado de las creencias sobre elzodíaco. Llevo muchos años recopilando información sobre laevolución del firmamento. Creo que esta disciplina no puedeaspirar a encontrar la relación entre los cuerpos celestes y lo

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que hay aquí abajo, en la Tierra, prestando atención de formaexclusiva a ciclos solares o planetarios y a constelacionesarbitrarias…

—Y, sin embargo, esa fue la raíz de la que surgió su, comousted dice, «disciplina»: predecir eventos, como los cambios deestación, a través de la observación de determinados cicloscelestes —no pude contenerme más.

Me sorprendió otra risa y cierto tono de entusiasmo enGerardo.

—¡Bien! Veo que no es difícil captar su atención. Me gusta—se aclaró la voz—. Vale, iré al grano. ¿Se ha fijado bien en elCielo Nocturno pintado por Durán? ¿Ha podido distinguiralguna constelación conocida?

Rescaté de mi mente la imagen del cuadro en la exposición,rodeada de curiosos tratando de corroborar la afirmaciónrealizada por ese hombre que creía haber identificado parte dela Osa Mayor.

—Quizás… Puede ser…

—Bien. Es la mejor respuesta que podía darme. Verá, tengouna corazonada sobre ese cuadro: creo que puede ahorrarmebastante trabajo en mi investigación personal. Tal vez, incluso,me interese adquirirlo en algún momento… Pero no quieroadelantar acontecimientos. Por favor, dígame si sería posiblecitarme con el señor Durán para que me lo mostrase.

Insistí sobre la indisponibilidad de David, aludiendo a unviaje ficticio de duración indeterminada. Sin embargo, miinsaciable curiosidad no tardó en reemplazar al pintor por mídentro de los planes de aquel desconocido, consiguiendo queéste no volviese a preguntar más por él. Por supuesto, con elloacabaría citando a Gerardo en una casa que no era mía, para

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husmear en la propiedad de un amigo ausente. Cuando colguéel teléfono, la vergüenza llegó sin necesidad de seracompañada por nadie más que por mi propia concienciaofuscada.

Para mantener la verosimilitud del viaje de Durán, no dejéque transcurriera más de una semana antes de llamar a suhermana y concertar el encuentro con el astrólogo. Me habríagustado esperar más y darle un respiro a María Dolores. Sinembargo, no se opuso en ningún momento a la idea. De hecho,tan siquiera emitió algo parecido a una opinión, lo que me dejócon peor sabor de boca que una negativa o una discusiónabierta. Pensé que quizás ella también había comenzado ahacerse preguntas. Esa asunción me permitió dormir por lasnoches hasta el día en que nos citamos con Gerardo.

Decidí encontrarme con aquel particular personaje en lapuerta de la casa de María Dolores, acción con la cualintentaba posponer un inevitable choque a solas con ella. Fueun sábado por la tarde, bastante temprano, ya que queríapasarme por mi oficina después de la visita. Cuando llegué ala calle, vi a un hombre de mediana estatura, moreno y algorobusto, que se detenía en cada puerta comprobando elnúmero. Me aproximé a él. Debía tener entre cuarenta ocincuenta años y su pelo había sido vencido por la alopecia engran parte de la cabeza. Unas gafas de montura metálica y unacartera debajo de su brazo le aportaban cierto aire académico.Vestía con normalidad: camisa, una cazadora larga de colormarrón y unos pantalones de pana algo más oscuros. Alreparar en mí, se detuvo, se ajustó las gafas sobre su narizaplastada, entornó sus ojos menudos y pronunció mi nombreno sin cierto esfuerzo. Una vez nos estrechamos las manos,apenas mediamos palabra antes de situarnos frente a la puertacorrecta y pulsar el timbre. Creo que compartíamos ciertaexcitación en aquel mutuo silencio, que en mi caso, se

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mezclaba con la tensión de importunar a la hermana de David.

En aquella ocasión, no hubo abrazos ni sonrisas amables alentrar en la casa. La frialdad del recibimiento habría resultadoofensiva hasta para un vendedor de enciclopedias. Tras unabreve e incómoda presentación, que se prolongó el tiempojusto para llegar al tercer piso, María señaló una de lashabitaciones cerradas y nos pidió que mantuviésemos elorden. Acto seguido, giró sobre sus talones y regresó alcomedor, lo que me detuvo unos instantes en el umbral de laescalera tratando de interpretar en mi cabeza todos sus gestosmientras habíamos ascendido cada una de las tres plantas.

Me sentía frío. Sólo la respiración acelerada de miacompañante, como el aliento de un deseo transmutado encompromiso, me hizo recordar el motivo por el que nosencontrábamos allí. Me aproximé a la habitación, giré el pomoy empujé la puerta lentamente, sumergiéndola en la oscuridaddel interior y revolviéndola en una tempestad de sombras.

La criatura emergió de aquel silente oleaje desde el fondode la habitación, aplastando mi pecho con su presenciaasfixiante. Tenía incontables formas, todas ellas compuestas deretazos de luz y oscuridad que vibraban tenuemente en torno ados ojos más negros todavía. Al principio se manifestó comoun rostro visto desde dentro, una máscara, tal vez, cerniéndosesobre mi mirada y agudizando la sensación de ahogo queprovocaba aquella densa atmósfera de polvo y pintura. Perolos bordes de la figura no se resolvían, y su búsqueda,consciente o inconscientemente, creaba nuevasmonstruosidades en torno a ella que no tenían fin y envolvíantodo el habitáculo. Tardé un instante demasiado largo enpercibir que la figura no se movía, y, de hecho, tampoco sehabía movido más allá de mi imaginación. Busqué a tientas, yno sin cierta urgencia, un interruptor. La luz candente de la

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bombilla devolvió entonces a aquella guarida su forma dedormitorio y a la atrocidad geométrica arrancada de misfantasías, su forma bidimensional recluida en un lienzo puestosobre un caballete.

Creo que Gerardo no había visto nada, o, como yo, prefirióocultar el pánico absurdo a una imagen inánime, motivado porla vergüenza. En cualquier caso, permaneció callado, mientrasyo me acercaba a examinar aquella extraña creación artística.Una cama pequeña, una cómoda y una mesita de nocheconstituían los elementos que dotaban a la habitación sunaturaleza de dormitorio. El resto del espacio se encontrabaocupado por cuadros apilados sobre las paredes oamontonados sobre la propia cama, así que llegar a la posicióndel caballete hizo cobrar un valor añadido a mi propio interés.La pintura, observada a plena luz, tenía aún menos sentido. Elrostro que me pareció identificar al principio se habíadifuminado, y los ojos figurados en un juego visual ahoraparecían más dos cabezas correspondientes a dos siluetasvagamente antropomórficas, las cuales se destacaban por unmate algo más acentuado en algunas regiones sobre un fondoemborronado de manera intermitente con la lógica con la quelos nubarrones se disponen en un cielo blanco, pero con unaspecto más masivo y opaco. No había bordes, ni líneas, mas elmovimiento distraído de la mirada sobre su superficie creabacierta sensación de convergencia o divergencia alrededor depuntos inciertos.

El cuadro no presentaba firma ni fecha. Difícilmente podríahaber asegurado si había sido acabado o representaba algúnintento frustrado de su creador en los albores de una idea. Suubicación y los comentarios de María Dolores días antes sobreel nuevo giro estilístico de su hermano eran los únicos indiciosde su presunta autoría.

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—Bueno —oí la voz grave de Gerardo a mis espaldas—,¿dónde está el cuadro? Su amiga no parece demasiadocontenta por nuestra visita.

Volví la cabeza, asombrado por la capacidad del astrólogopara ignorar aquella aparición, una actitud que, duranteaquellos días en los que me hallaba turbado por el estado desalud de mi amigo, califiqué irracionalmente de indolente ydespreciable.

No respondí. Comencé a rebuscar entre los distintoscuadros, guiándome por la imagen traslúcida que se atisbabadebajo de sus cubiertas protectoras de plástico. No obstante,tuve que retirar parcialmente las mismas en ciertas ocasiones,volviendo a traer a mi mente alguna de las brillantes pinturasde Durán. Primero, destapé un retrato de una mujer joven,sosteniendo sensualmente su rostro con el codo apoyado sobrela mesa de un pequeño restaurante, mientras tomaba un café ydejaba que un cigarrillo se consumiese en un cenicero a sulado. David había aprovechado el humo del tabaco y el vahoque se elevaba de la taza para difuminar el fondo, unaestrategia propia de su estilo que permitía, en aquel caso,centrar la atención del observador en los destellos misteriososde un cabello color azabache, en unos labios carnosossutilmente pronunciados o en el sopor placentero de unos ojosentreabiertos.

—Su amigo tiene un gran talento —dijo Gerardo, en unjuicio más amable que experto. Debía haber captado algo demi reacción anterior.

Abandoné el montón de cuadros en el que había encontradoel retrato, así como algunas de las creaciones de David previasa su separación y que había traído consigo desde su antiguacasa, para probar suerte con los que descansaban sobre lacama. No había previsto revivir el impacto que me causaron

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los Paisajes de Durán el día de su exposición, y que ahora seveían magnificados por la ocasión de sostenerlos en mispropias manos. El peso de una mujer hermosa como la delretrato anterior era irrisorio si se comparaba con soportar losvastos trozos de realidad física y extensos segmentos dehistoria geológica que se hallaban encerrados en las fabulosaslíneas, colores y texturas de aquella colección. La sensación seasimilaba más al intento de mover un mural entero. El muralde un lugar sagrado, tal vez, recargado de representacionesalegóricas y de un contenido verdaderamente trascendente.

Una vez hube separado el primer cuadro de su envoltura, lodeposité en la cama y suspiré aliviado. Gerardo emitió unsilbido.

—¡Vaya! ¿En qué lugar se ha inspirado para pintar estepaisaje?

Me encogí de hombros. La pintura mostraba un desierto,nuevamente, pero el color de la tierra era de un grisáceo queme recordaba a las antiguas fotografías tomadas sobre lasuperficie de la Luna. Lo más llamativo, no obstante, era elcielo lechoso que ocupaba toda la escena. Las espectacularesdimensiones del paisaje mostrado hacían pensar más en unfenómeno óptico a gran escala provocado por una atmósferaextraña que en un evento meteorológico local, como una nieblao una calina; de hecho, un sol blanquecino brillaba nítidamenteen el horizonte, al borde de una inmensa cordillera que sedoblaba como la columna vertebral de un titán dormido.

Esa atmósfera extraña se repetía en varios de los paisajes,siendo especialmente sobrecogedora en dos de ellos: lasupuesta representación de un paisaje en el período hádico, taly como me la había descrito el geólogo que conocí durante laexposición, y un extraño paisaje resplandeciente en coloresverdosos, dentro del cual las distintas formas de relieve se

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intuían como sombras densas allá donde la luz decaía sobre unfondo completamente negro. El origen de esta iluminaciónfantasmagórica se encontraba en el propio aire, dibujando unaespecie de corrientes de luz. Conforme la vista ganabadistancia, un resplandor rojizo surgía de una región muchomás elevada y extensa, pero oscurecida por el efecto decontraluz del cual se deducía un emplazamiento más lejano oprofundo de la nueva fuente. En ninguno de los paisajesanteriores podría haberse adivinado el momento del día, o si elciclo día­noche tenía en ellos algún sentido.

El verdadero Cielo Nocturno de Durán apareció en uno delos lienzos apoyados sobre la pared del fondo. Cuando extrajeel cuadro de su envoltorio, Gerardo inspiró profundamente,habiendo contenido la respiración unos segundos. Luegosonrió.

—¡Aquí lo tenemos! Inconfundible —dijo mientras yo lodepositaba sobre la cómoda, de la cual sobresalía algo menosde la mitad. Allí era bastante accesible para la vista—. Mejorde lo que esperaba, he de decir —se inclinó sobre el cuadro,deslizando las gafas hacia la punta de su nariz y entornandolos párpados—. Veamos… Sí, este cielo tiene sentido. Es uncielo boreal: el Carro y la Osa Mayor, esto puede ser la OsaMenor… —echó mano a su cartera; de ella extrajo una carpetarepleta de anotaciones, un lápiz y un pliego de papelcebolla—. ¿Me permite?

No tuve más remedio que asentir ante aquel inesperadodespliegue.

—Tenga cuidado y no haga presión sobre el cuadro.

Colocó el papel sobre el óleo, que sólo pudo cubrirparcialmente. Le ayudé a mantenerlo anclado en todomomento, mientras él buscaba y marcaba con cruces y letras

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distintos puntos del dibujo.

—Dígame —inquirió en medio del proceso—, ¿su amigo esaficionado a la astronomía?

—Hasta donde yo sé, no.

David nunca había manifestado interés por rama de laciencia alguna. Su creación la protagonizaban personas,escenas cotidianas y pequeños dramas diarios con los que todoel mundo se sentía representado; ningún objeto en elladespertaba una atención racional u objetiva.

—La precisión con la que están pintada estas estrellas esasombrosa. Hace sencillo el identificar distintos objetos por sumagnitud aparente —apartó la mano y señaló uno de loscúmulos de puntos que había marcado—. ¿Ve? La Osa Mayor.Estas dos estrellas serían Dubhe, la más brillante, y Merak,algo menos llamativa, como puede comprobar. Ambas formanparte del Carro, la parte más fácil de ver para los ojos de uninexperto, aunque diferente, en cierto modo: la base de laconstelación es proporcionalmente más estrecha de lo que es...en la actualidad.

—¿A qué se refiere?

—Aguarde un minuto —marcó con su lápiz algunos puntosmás en la parte superior del dibujo. A continuación, levantó elpliego de papel y lo colocó a un lado. Tomó una pequeña reglade plástico del interior de su cartera—. Volvamos a Dubhe y aMerak. Si trazo una línea desde la segunda hacia la primera yla extiendo debería localizar la Estrella Polar, y, al mismotiempo, el extremo de la constelación de la Osa Menor. Es loprimero que hago al mirar al firmamento y lo primero que hiceal escrutar la imagen de este cuadro. Pero fíjese —cuandointentó ilustrar sus palabras, la línea dibujada atravesó el vacíohasta casi llegar al borde, dejando los últimos puntos

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marcados a su izquierda—: está muy desviada, como treintagrados o más del alineamiento original.

Trazó también dicho alineamiento para evidenciar el errorde Durán. Me sentía algo defraudado: aquello parecía nollevar a ningún sitio, más que a un esperable desliz por partedel pintor al proyectar el cielo sobre el lienzo.

—Me parece bastante lógico que, con los medios yconocimientos de los que disponía, David se equivocase.

Gerardo mantuvo una risa sorda y martilleante encerradaen su garganta.

—Sí, yo lo pensé igual que usted al principio —volvió acoger la regla y a unir puntos, esbozando, en este caso, algoparecido a la típica forma de cazo de la Osa Menor, perovuelta del revés respecto al mango—. Además, la Osa Menortiene una forma extraña, la cual me hizo dudar —abandonó elpliego de papel cebolla para coger la carpeta que habíaabandonado sobre la cómoda. Deslizó una hoja fuera de lamisma y la dispuso frente a mí—. Luego me acordé de esto—en la hoja se veía con mucha más nitidez un mapa apaisadodel firmamento, con las constelaciones delineadas, que habíasido obtenido a través de una impresión en negativo. Meseñaló la Osa Menor—. ¿Le suena de algo?

La constelación había sido trazada de una forma similar acomo se mostraba en el dibujo de Durán: la supuesta cazoletaestaba dirigida hacia el interior del arco imaginario del mango,no hacia el exterior, como debería ser. En ese caso, podíaadvertir la causa: una de las dos estrellas que formaban la basedel cazo se había desplazado por encima del segmentosuperior, convirtiendo la figura en una especie de reloj dearena, en donde ambas líneas se cruzaban. De igual forma, elastrólogo había destacado la alineación entre las dos estrellas

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del Carro y la Estrella Polar, y tampoco coincidían, formandoun ángulo de treinta o cuarenta grados en la misma direcciónque en el cuadro.

No tuve que pronunciar la pregunta obvia: ya la notabaadherida a mi cara, transfigurándola en una expresión quedivertía a Gerardo.

—No sé si usted sabrá que las estrellas no son entidadesinmóviles en el cielo: se ven sometidas a un movimientopropio causado por su desplazamiento en el espacio respectoal Sistema Solar. En la mayoría de los casos, se trata de unfenómeno imperceptible en el tiempo de vida de una persona,y que sólo salta a la luz si se comparan mapas suficientementeprecisos elaborados con siglos de diferencia. En ellos secomprueba como las constelaciones que hoy observamos, yque dieron origen a los signos del zodiaco y a la astrología, nosiempre han tenido la misma forma ni la tendrán en unmañana muy lejano. De ahí mi interés por conocer estoscambios a gran escala y compararlos con las creenciasastrológicas actuales: ¿cómo podemos plantearnos teoríassobre la influencia de los objetos celestes en nuestras vidas sidesconocemos su historia pasada y futura? La ciencia nointerpone baches, sino que nos ofrece ideas e instrumentosmuy estimulantes para que nosotros continuemosprofundizando.

»Hoy en día, los datos reunidos por los astrónomos sobreeste movimiento propio permiten reconstruir la posición de lasestrellas en el pasado o en el futuro —agitó el papel quesostenía entre las manos—. La imagen que le estoy mostrandocorresponde a una simulación de la apariencia que tendrá elcielo nocturno dentro de unos sesenta mil años. Dígame: ¿Lesigue pareciendo el fruto de un error lo que su amigo pintóaquí?

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3.

Las consecuencias de mi intromisión no tardaron envolverse contra mis dos mayores aspiraciones durante aquellosdías funestos: conocer el sentido de la última obra de Durán ypermanecer junto a María Dolores. Me había equivocado alllevar a Gerardo a su casa y continuaría equivocándome conmis actos posteriores. Supongo que obedeciendo a ese genuinoimpulso por saber más, en el fondo, trataba de desplazar unviejo interés romántico por la hermana de Durán que ahoraafloraba de forma despreciable y oportunista. Me engañabaasumiendo que ambos deseos eran incompatibles o que unoera menos improcedente que otro, pues ambos me llevaban adescargar cuestiones complicadas contra una mente dolida yvulnerable. No obstante, en la semana que siguió a la visita deGerardo, intenté dejarme guiar por el recóndito ímpetusentimental; así, irrumpí en su casa varias veces paraconversar con ella, con la intención de atender todas susnecesidades, y, de camino, obtener alguna retribución en unsentido o en otro. La respuesta fue un desagradable desplieguede evasivas, ironía y silencio. El silencio era lo peor de todo. Elsilencio que anunciaban unos ojos esquivos y crueles antes dedesgarrar mi estómago con su apático vaivén.

Entonces opté por venderme a la necesidad de

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conocimiento y, además, lo hice de la forma más taimadaposible, camuflándola con acciones decididamentedesprendidas y humanas. Al principio, mantuve a MaríaDolores al margen. Pero ella y su casa constituían el centro detodo aquel misterio en torno a la obra de Durán, por lo queacabaría regresando allí tarde o temprano.

En primer lugar, aposté por la segunda persona que mástiempo había pasado junto a David durante la elaboración desus Paisajes: su antigua novia. No destacaría a Ana Machadocomo una persona demasiado perceptiva, pero debía habernotado cambios en la actitud de su pareja que la llevaron asoportarlo algo menos de lo suficiente para que lo abandonaraen los meses previos a la exposición. Hasta entonces, ella habíasido poco más que una necesidad social del pintorconvenientemente resuelta desde el primer curso de carrera, yque le había proporcionado un punto de apoyo sobre elmundo real cuando su trabajo amenazaba con atraparlo deltodo. Sus pasiones jamás se habían cruzado: David se desvivíapara su arte y Ana vivía por mantener un incoherenteestereotipo alternativo e irreverente que, paradójicamente, lepermitiese encajar en su entorno; su relación con Durán no fuemás que un intento de consolidar ese estereotipo, que terminódesplomándose como todo lo que es sostenido de maneraartificial por voluntades volubles.

Por suerte para mí, Ana seguía respondiendo al mismonúmero de teléfono que yo tenía anotado desde mi único añoen Bellas Artes: el de casa de sus padres. Supuse que habíaregresado a vivir allí. Sobreponiéndome a sofocar la reacciónde sorpresa y desagrado que provoqué con mi llamada, leexpliqué lo que le había sucedido a su antigua pareja. Merefugié en lo natural que resultaba que ella, después de tantosaños conviviendo con David, mereciera conocer su estado, yme excusé por haberla informado de ello casi un mes después.

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Ella agradeció el gesto repetidas veces, aunque no manifestóen ningún momento la intención de visitarle, entiendo quemovida por una mezcla de temor y vergüenza que, al final dela conversación, trataría de justificar con palabras confusas.Antes de llegar a ese punto, y revolcándome morbosamente enmi aflicción, logré que su versión más decorosa aceptasereunirse conmigo al día siguiente.

Fue un encuentro extraño, inspirado por un pretextoigualmente insólito. Jamás me había visto a solas con aquellamujer. Es más: ni siquiera recuerdo haber mantenido algunaconversación de más de cinco minutos con ella, lo que no sehabía debido a la falta de oportunidades. La encontré de pie enla esquina de su calle, muy cerca del lugar donde vivía yo. Erauna mujer menuda, morena y con facciones duras que lehabrían aportado un aire insigne, atractivo a su manera, de nohaber soportado la distracción de un flequillo sucio aplastadosobre la frente, de las múltiples perforaciones de su orejaderecha o de una forma de vestir con la que homenajeaba y semofaba al mismo tiempo de todo el espectro electromagnéticovisible. El simple hecho de aproximarme a ella y flanquear sucara afilada con un par de besos me convertía en un insectotratando de alimentarse del néctar de una flor colorida. Susmejillas, empero, tenían un gusto salado.

—Siento mucho lo que le ha ocurrido a David. Sé que soismuy buenos amigos —dijo en un hilo de voz, frotándose lospómulos—. Yo… lo siento tanto, de veras. Tendría que…—«haber permanecido a su lado desde el primer momento»—.¿Qué le ha ocurrido?

—No lo sabemos —comenzamos a pasear lentamente, conrumbo incierto—. Se derrumbó en su habitación, a solas. Losmédicos no pueden explicar el origen del coma ni pronosticarcuándo saldrá de él.

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Gran parte de la conversación posterior se cebó delemergente sentimiento de culpa patente en Ana, queacompañaba a mis continuas aclaraciones sobre lo incierto deldiagnóstico de Durán. Y, en un momento determinado, tomóla dirección que había estado esperando, justo hacia el lugardonde la irracionalidad crea ilusiones sobre la causa y elefecto. Yo había estado allí antes, arrancándome la piel a tiraspor no haber socorrido a un amigo en los momentos deangustia que sucedieron a su separación o a la exposición delos Paisajes.

—Me siento una estúpida, Gonzalo. No debería haberleignorado tanto tiempo… —sorbió con fuerza por la nariz—pero él se lo buscaba. No me contaba nada sobre su vida.Estaba obsesionado por encontrar nuevos estímulos. Nuevasideas. Decía sentirse falto de inspiración en sus últimostrabajos. Los sentimientos románticos le empezaban a aburrir—levantó la cabeza por primera vez y se golpeó el costado conuna mano—. ¡Yo le empezaba a aburrir! Un par de días vinocolocado a casa y se puso a garabatear en un cuaderno. Joder…estaba colgadísimo. Nosotros fumábamos de vez en cuando encasa, pero jamás lo había visto tan ido.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Como medio año antes de romper conmigo. Llevaba unoo dos semanas con una supuesta idea atascada en la cabeza. Lahabía soñado y le había impresionado mucho, pero no eracapaz de recordarla. Se pasó días enteros durmiendo en elsofá, encerrado en su habitación, fumando marihuana o, enalgunos casos, creo que cosas más fuertes.

Siempre había interpretado la obsesión de David como unamezcla de adicción al trabajo y perfeccionismo extremo, perojamás le habría creído capaz de montar numeritos bohemiospropios de los encuentros de estudiantes de primer año.

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—¿Fue antes o después de comenzar a trabajar en losPaisajes?

Ana suspiró.

—Sinceramente, no lo sé. Llegó un punto en el que no teníani idea de lo que hacía. Yo le preguntaba una y otra vez. Y élme evitaba, hasta tal punto que solía marcharse a trabajar acasa de su hermana. En nuestros últimos meses, pasaba mástiempo con Lola que conmigo —me detuve en seco y ella,rápidamente, se adelantó para colocarse frente a mí—. ¿Loentiendes, Gonzalo? No podía seguir así. Sobre todo, cuandocomenzó a dormir fuera de casa. ¡Sin motivo! Llegué a pensarque se acostaba con otra mujer, y llamé a Lola varias vecespara confirmar que se estaba quedando con ella, trabajandohasta tarde, según parece—vaciló unos segundos—. Aunquepodría haberme engañando también.

Nunca habría acusado ni a David ni a María Dolores dementir, pero admito que ciertas personas pueden permitirseocultar información sin provocar recelo camuflándose en suapariencia circunspecta. El espacio del que había dispuestoDavid para trabajar en su antiguo piso, era, sin lugar a duda,mucho mayor que cualquier habitación que pudiese haberlefacilitado María. Ana tenía razones para sospechar de laactitud de Durán. Y yo, por cautela, me negaba a creer queMaría hubiese simplemente pasado por alto en nuestrasúltimas conversaciones el hecho de que su hermano prefirieraalejarse de su propia casa y de su pareja para pintar.

Confirmé lo incómodo que le resultaba a María hablar sobreello aquella misma noche, a través del teléfono.

—Pensé que lo sabías, Gonzalo —mi rotundidad habíademolido su voz firme, quebrándola en argumentos que ellaintentaba recoger—. Él… tal vez necesitase cambiar de entorno

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para estimular nuevas ideas. Puede que hablar con alguien…Aparte de que ya conoces a Ana: no daba un respiro aDavid….

—Es decir: tu hermano se instala para trabajar en tu casauna temporada y no te da una sola explicación —dejé que elsilencio aportara su opinión—. Siento haberme vuelto taninsistente con esto, María. Os tengo muchísimo aprecio a losdos, y sé que no es justo hacerte pasar por esto. Pero entiendeque hay trozos de la vida de David en los últimos meses queno me cuadran, y temo pensar que tú, que has estado a su ladotanto tiempo y te preocupas por él, me ocultes algo.

Me mordí el labio y apoyé la espalda en la pared. Hastaentonces, había estado dando paseos por todo mi apartamentocon el teléfono inalámbrico en la mano.

—Asumes que entender a David es fácil —comenzó ahablar aceleradamente—. Él quería trabajar aquí, en casa, nohay más. ¡Es mi hermano, maldita sea! Hasta me hacía ilusiónque pasásemos tiempo juntos, como en nuestra etapa deestudiantes —tomó aire—. Por otro lado, ¿qué es lo que temes,Gonzalo? ¿Que se haya vuelto loco de remate? Tú mismodijiste que era difícil discernir entre un comportamientoirregular y su rutina.

—¿Y tomar drogas forma parte de su rutina? —Arriesguécon otra vaga conjetura para interrumpir de nuevo laverborrea en la que se ahogaba mi interlocutora y que, como elresto de la conversación telefónica, había empezado ahastiarme.

—¿Te lo ha dicho Ana? —Respondí afirmativamente—.Cierto es que se excedió durante un tiempo, pero lo dejó alcomenzar a trabajar en los Paisajes. Me confesó haber probadoun opiáceo muy potente. En parte, le vino bien venirse aquí,

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pues conseguí que desechase la idea de consumir drogas parapotenciar su creatividad. Entró en razón rápidamente, y porese motivo no me he preocupado más.

—¿Y después, tras mudarse a tu casa? ¿Has visto el cuadroque hay puesto sobre el caballete en la habitación que estáutilizando de almacén?

Se produjo otra pausa, durante la que oí cierta agitación alotro lado de la línea, como si María se hubiese cambiado elauricular de un lado a otro o apoyado momentáneamente elmismo sobre su hombro.

—Sí. Debió pintarlo tras alguno de aquellos éxtasis…

Y, sin embargo, un cuadro al descubierto sobre un caballetesólo puede hacer pensar en una creación reciente,especialmente si había regresado a una técnica abstracta, y, conello, a métodos radicales para estimular su genio interno. Suhermana acabó por admitir aquella posibilidad, más influidapor la premura que por la convicción.

Al día siguiente, María me devolvió la llamada,invitándome a cenar a su casa. Explicó que se sentía realmenteconmovida por mi preocupación y que, en el fondo,comprendía mi actitud, pues era imposible no hacersepreguntas sobre la situación de David en los meses pasados.Ella misma se sobreponía continuamente a ello. Añadió unadisculpa por su actitud durante los días anteriores, seguida deun agradecimiento por aquel exceso de atención.

Todo aquello sólo se amontonaría sobre el arrepentimientocausado por mi próxima insolencia.

La cena transcurrió con normalidad y, de hecho, todavía larecuerdo como uno de los momentos más entrañables en casade los Durán. Sustituimos las palabras milimetradas y los

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interrogatorios de días pasados por una espontánea yagradable sucesión de anécdotas alrededor de aquel lugarcuando David vivía todavía allí, que nos llevaron a reviviralgunos episodios de nuestra época universitaria. Llegué aolvidar por momentos todas las consideraciones que habíameditado durante el camino para intentar que María Doloresse sincerase conmigo. De hecho, carecían ya de importancia.Mi cabeza se sacudió gran parte de las tensiones que laatenazaban; mi pecho pareció ensancharse por primera vezdespués de semanas enteras retraído. Los ojos que anteshabían huido de mi atención ahora clamaban por ellainsistentemente. Es el efecto que cobran los recuerdos reciéndesenterrados: resulta inevitable mancharse con ellos. Y Maríay yo habíamos estado muy unidos en los años queconcentraban gran parte de aquellas historias. Parahomenajearlos, acabamos sentados el uno junto al otro en elsofá bebiendo algunas botellas de cerveza que encontramos enel fondo del refrigerador.

En un momento determinado, y sin previo aviso, ella posóla mano sobre mi muñeca y, haciendo ademán deincorporarse, se inclinó hacia mí.

—Ahora vuelvo. Tengo una cosa para ti.

Su rostro se acercó tanto que su aliento, aún agriado por labebida, me atrapó como una corriente de aire y arrastrócaprichosamente mis labios hacia los suyos. Éstos se curvaron,no supe distinguir si a causa de una sonrisa o de una mueca defastidio. Su otra mano se posó en mi pecho con rigidez,preparada para volver a abrir un abismo entre nosotros. Sinembargo, sus dedos se relajaron y ascendieron tímidamentehasta encontrar mi cuello. Para entonces, su boca ya no seconcentraba en manifestar ninguna posible reacción y medevolvía un breve e impreciso beso de despedida, antes de

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dejarme solo en el sofá con la mirada hundida en una de lasbotellas de cerveza.

Me sorprende como, después del embeleso provocado poraquel tierno instante, pude interpretar los movimientos deMaría con el oído. Había entrado a la cocina y abierto uno delos cajones bajo la encimera sin provocar el repiqueteoestridente de la cubertería. Tardó un momento en cerrarlo.Acto seguido, abandonó y descendió las escaleras. Una vezhubo llegado abajo, una cerradura violentada protestó variasveces. Al cesar su quejido, momento en el cual yo ya habíavolcado toda mi atención en lo que sucedía, oí el lamento deuna puerta demasiado vieja para ejercer de centinela, queconcluyó con el chasquido de un interruptor. Creí percibircierto ajetreo durante cerca de un minutos. Luego, la cadenade sonidos se repitió a la inversa, finalizando con el regreso deMaría. En sus manos llevaba un cuaderno de dibujo.

—Toma. Creo que, después de todo, te mereces echarle unvistazo —se sentó a mi lado y me tendió el cuaderno—. Pero teequivocas si piensas que esto responderá a muchas de laspreguntas que tienes dentro de esa cabeza tan dura.

Debí haberlo interpretado como una advertencia en lugarde como un comentario simpático. Al deslizar la cubierta decartón, un indigesto entramado de trazas curvilíneas,perfectamente delineadas a lápiz, trastocó todas misexpectativas de encajar la evolución pictórica de Durán enalguna lógica. Si aquello pretendía ser el boceto de un cuadro,la precisión del dibujo había sido cuidada de formainnecesaria. Pasé rápidamente de una página a otra, esperandohallar algo diferente, pero, para mi desilusión, comprobé queel mismo patrón se repetía en todos los bocetos: cruces caóticosde líneas y más líneas, sin principio ni fin, que se extendíansobre radios de distinta magnitud cuyo centro siempre parecía

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hallarse muy lejos del borde del papel. Con la actitud de unniño que curiosea un manual de cálculo diferencial, me detuveen uno de ellos para intentar apreciar contrastes o formassutiles en los espacios encerrados entre las líneas. Girélevemente el dibujo, hacia la izquierda y hacia la derecha, loalejé y lo acerqué a mi cara, entorné los ojos y, en el momentoen el que el silencio opresivo, la falta de luz y el alcohol seconfabularon con aquel disparate geométrico para provocarmeun incisivo dolor de cabeza, aparté la mirada del cuaderno.Comprendí entonces, a través de su expresión austera, queMaría no había dejado de observarme ni un solo instante. Melimité a suspirar y sacudir la cabeza. Con mis capacidades pararazonar y emitir vocablos todavía enredadas, tal vezmascullara algo incomprensible o simplemente estúpido.

Ella me hizo reparar en una pequeña marca que se repetíaen todas las páginas, formada por trazos cortos de menorintensidad y con un principio y un final visible. No se parecíanen nada a la firma de Durán y, de hecho, su forma variabaapreciablemente de un dibujo a otro. Me sorprendió que Maríase hubiese percatado de aquel detalle. Resultaba algoimprobable de notar en una ojeada desinteresada al cuaderno.No obstante, preferí prorrogar la duda para, simplemente,acoger con agrado su repentina complacencia. En cambio, lepregunté si guardaba algún otro dibujo o documento que nospudiese aportar pistas sobre la intención que subyacía encreaciones como la criatura abstracta encerrada en eldormitorio de la planta de arriba o las abigarradas formashiperbólicas retenidas en el cuaderno.

—No —respondió fríamente al suelo. En efecto, MaríaDolores Durán carecía de actitudes para mentir. Sus manosinquietas, sus mejillas enrojecidas y sus ojos huidizos hablabancon mayor elocuencia—. Yo… Creo que es tarde ya —habríaquerido arrancarle el reloj de la muñeca en aquel mismo

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instante—. Será mejor irse a la cama. Quédate a dormir, si notienes ganas de volver a casa ahora.

Las personas inteligentes con dificultades para mentirsuelen aprender a distraer la atención de la verdad. Y yo supehacerme el distraído. Es más: anhelé con todo mi corazónhaber perpetuado la distracción durante días, semanas omeses. Y de pronto, cuando realmente creí rozar el salto a unmar de terciopelo, la mentira desmereció todo esfuerzo porparte de la persona a la que jamás aprendería a amar ni aodiar. Me hallé sentado solo al borde la cama de la habitaciónde mi mejor y virtualmente muerto amigo, junto con lassábanas, la almohada y la manta que ella había arrojado a milado antes de despedirse con un insustancial beso en la mejilla.La triste luz anaranjada de una lamparilla de noche resultabademasiado débil para sostener el peso de una realidad negraque flotaba sobre mi existencia. Las paredes, el techo y el sueloya se arqueaban bajo su amenaza y transmitían el terriblepresagio al aire a través de susurros que se escapaban por losdesconchones de pintura y los desniveles y grietas en lasbaldosas de terrazo. Su aliento era la esencia agria de lahumedad incipiente mezclándose con el olor a librosdecrépitos que veían amarillear sus páginas en las estanteríasconforme pasaban los días. Me levanté para observarme en elespejo rectangular que colgaba de la pared al otro lado de lospies de la cama, con el miedo de quien se asoma a mirarse enel profundo lago del neurótico Narciso. Desde su superficiefría, un hombre vulgar, deshecho, de barba hirsuta, con el pelorevuelto y sucio y la camisa a medio desabotonar regresaba deun pasado inmediato para compararse a los recuerdos que yoguardaba desde hacía diez años.

Curiosamente, una vez hube terminado de vestir la camapara la ocasión y me dispuse a hacer lo mismo conmigo,encontré todos los botones de mi camisa abrochados otra vez.

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Regresé delante del espejo y repetí el proceso dejándome llevarpor un bucle perverso que todavía persiste en mi memoria. Enél, caminaba constantemente por la habitación, de un lado aotro, pasando siempre por el mismo punto con una u otra ideaen la cabeza.

Y luego me acosté, derrumbando el endeble pilar que habíasostenido todas mis ensoñaciones más turbias. La vigilianocturna se me hizo eterna. Mi espalda se resintió sobre todasy cada una las protuberancias que deformaban el tibio colchón,como la de aquél que se queda dormido largo tiempo sobre elcostado de un reptil pegajoso y enorme que no deja demoverse. Mis párpados comenzaron a sudar bajo el esfuerzode mantenerse cerrados. A su reverso se había adherido esaoscuridad impregnada de tintes sutiles, fluorescencias, formasevocadoras que, poco a poco, se volvían perfectamentereconocibles en el escenario de diferentes recuerdos, temores ydeseos. Suelo recordar la mayoría de mis sueños y mispesadillas, por lo que puedo afirmar con cierta rotundidad quela sensación de haber despertado repetidas veces aquellanoche no se debía al hecho de haberlas sufrido. Ni siquiera meatrevería a decir que llegase a dormirme en algún momento.Físicamente podía palpar en el aire y en la luz que se filtrabadesde la calle el mismo horror que impregna la piel y cristalizalos músculos cuando se emerge de las partes más tenebrosasdel subconsciente. Una experiencia parecida a salir del aguahelada en un día de nieve.

Relajé mis doloridos párpados y abrí los ojos, plenamenteconsciente de las dos acciones. No percibí ningún cambio derealidades, ni interfase alguna entre sueño y desvelo. Auntratando de despejar por completo mi mente depresentimientos, un vacío constante continuaba sometiéndolay hacía bullir el límite entre lo consciente y lo inconsciente. Elmiedo empujaba esa frontera desde muy dentro. Pero las

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fuerzas intangibles que permitían que se elevase seencontraban indudablemente allí fuera. Entonces no pudeevitar pensar en David, atrapado con sus obsesioneshambrientas en aquella misma jaula. Moviéndose de un rincóna otro para evitarlas. Rindiéndose a los demonios queatenazaban su cordura, antes de desplomarse por el cansancioacumulado tras noches y noches de vigilia ininterrumpida. Mepregunté por cuál sería la naturaleza de esa fuerza benévolaque, como parte de una inteligencia primordial, estratifica lamente humana y mantiene los horrores bajo la línea deflotación de nuestro pensamiento consciente. ¿Qué ocurriría sidesapareciese sin más, dejándonos a merced de nuestraspropias pesadillas? ¿Ése era el estado en el que se encontrabaDavid en ese mismo instante: una pesadilla perpetua? Y,mientras tanto, yo intentaba egoístamente aprovecharme de lafragilidad emocional de su hermana ¿Qué impedía que a míme sucediese lo mismo? ¿Qué moral en este universodeterminaba que no lo mereciera?

Me incorporé de improviso y presioné el interruptor de lalamparilla a mi lado. Permanecí alerta un buen rato,recorriendo cada recoveco del dormitorio con mi miradanerviosa. Todavía tengo la certeza de que cualquier cosainimaginable podría haber ocurrido durante aquellos largosminutos. Por suerte, la idea que trasformaría mis temores encuriosidad morbosa no tardó en aparecer sobre mi mente. Fuecuando, tratando de distraerme de aquellos espantososauspicios, recordaba los últimos momentos con María antes deirnos a dormir. El lugar del que había recuperado el cuadernode dibujo me pareció singular: un trastero, allí donde sólo seguardan objetos voluminosos o que se quieren mantener fueradel alcance de la vista. Ambas funciones resultabaninteresantes, pues sugerían alguna otra creación estrambóticadigna de ser olvidada o una gran cantidad de material

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recientemente recopilado junto al cuaderno y almacenado paraliberar espacio en la habitación del pintor.

Tardé en decidirme a abandonar el dormitorio y, auncuando ya me había arriesgado a perturbar la inmaterial calmade una casa dormida en plena noche, titubeé en el umbral de lapuerta, contemplando como mi sombra se proyectaba sobre eldescansillo y el insondable hueco de la escalera. No obstante,suspiré con cierto alivio tras perder de vista la habitación, unavez hube recorrido varios peldaños con paso discreto,midiendo cada uno de ellos con los talones. Al llegar abajo,advertí que la puerta del dormitorio de María, en el extremoopuesto al comedor, se hallaba entreabierta. Consciente de quemi presencia sería advertida en cualquier caso, renuncié acualquier intento de desplazarme en silencio y entré en lacocina a servirme un vaso de agua del grifo del fregadero.Mientras bebía, registré los cajones inferiores de la encimera,dando con una llave torpemente escondida entre variossalvamanteles. Abandoné el vaso, apagué la luz y aguardéunos segundos a que mi vista volviera a adaptarse a laoscuridad. Una respiración lenta y cadenciosa alcanzó misoídos. Aunque sería más difícil inventar una excusa para miirrupción en el trastero, saber que María continuaba dormidame empujó a dar término a aquella desfachatez. Tan sóloestuve a punto de abandonar la operación delante de la puertadel trastero, tras de que la cerradura hubiera mordisqueado yescupido ruidosamente la llave que repetidas veces introduje atientas. Justo cuando relajé la mano dispuesto a extraerla, lallave encajó y pude girarla con un movimiento fortuito.Mantuve la puerta entornada y palpé la pared hasta dar conun interruptor.

La luz me reveló un habitáculo de apenas cuatro o cincometros cuadrados colmado de obesas cajas de cartón, lascuales se amontonaban en las esquinas u ocupaban

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completamente la superficie. Adentrarse en el trastero habríasido similar a resolver uno de esos rompecabezas iterativos enlos que hay que desplazar una pieza a un espacio vacíoadyacente por cada paso. Por fortuna, María me habíafacilitado el trabajo, pues había una caja abierta de par en parcolocada junto a la entrada. En su interior identifiqué uncuaderno de dibujo similar al que ella me había mostrado. Éstedescansaba sobre múltiples documentos almacenados envertical, de tal forma que podría recorrerlos con los dedoscomo si de un fichero se tratase.

En primer lugar, los bocetos a lápiz de este nuevo cuadernose acomodaron a mi entendimiento con mucha mayornaturalidad que los del anterior. Sin embargo, el estilo con elque habían sido plasmados seguía siendo peculiar: en laprimera página sólo se mostraba una silueta que recordaba alas ondulaciones de un valle en el horizonte, representada conun único trazo continuo y zigzagueante; en las páginassiguientes se observaban réplicas del mismo dibujo, a las quese superponían sucesivamente patrones estriados similares endiferentes direcciones. Poco a poco, y capa tras capa de trazosen apariencia aleatorios, se construía de una manera orgánicay sutil un valle, el cual había ido adquiriendo detalles ytexturas cada vez más evidentes. Al final, acabé por reconoceruno de los Paisajes de Durán. El proceso se reiniciaba hacia lamitad del cuaderno, culminando decenas de páginas despuésen otro paisaje. Había ocupado varios de los cuadernos quehallé en la caja con ejercicios similares, que, por desgracia, nome detendría a examinar con más calma. Tampoco mearrepiento de ello, pues, en tal caso, habría obviado la piezamás valiosa de información allí escondida.

Antes de realizar el hallazgo definitivo, revisé otras pruebasde la casi fanática exploración estilística de Durán. Una de lasmás destacables se encontraba en una hoja manuscrita con

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pulso despreocupado, a juzgar por la fluidez extrema de sucaligrafía. El haber compartido apuntes de clase durante unaño con David me permitió reconocer a su autor e interpretaralgunos fragmentos, donde otros sólo habrían visto líneasnada distintas a las del último cuaderno de dibujo:

«[…] ojos raídos y deformes buscando sobre llanurasinfinitas a entidades sin color ni forma que devoran ideascuando llega la noche y regresan a sus guaridas secretas alamanecer. […] Me pregunto por el paradero de mis cuadrosfuturos en tanto estos atrapan formas y colores que no existenno se ven no quieren ser revelados y atormentan mi concienciacon cada paso inútil pincelada sin óleo ni destino cierto niaugurios capaces de aportar clarividencia a los monstruosterribles que pueblan mi imaginario como parte de un mundohostil extraño desgarrador perverso lleno de sombrascongeladas al que temo y odio con la misma fuerza que amo ylucho desesperadamente […]»

Dudo estar transcribiendo correctamente algunas de estaspalabras sin sentido. La escritura de Durán, carente de unamatriz conceptual o sintáctica lógica, resultaba imposible dedescifrar en la mayor parte del texto. En algún momentodurante su primera lectura culpé a mi cansancio de laapariencia absurda del mensaje. Luego comprendí e, incluso,sentí cierto alivio al comprobar qué había podido inspirarla.Entre otros papeles garrapateados con el mismo desenfadoliterario, encontré impresas una serie de instrucciones para lapráctica de la escritura automática, posiblemente sacadas de laobra Los Campos Magnéticos, de Breton y Soupault. Cadenas deideas engarzadas las unas con las otras que, detonadas sobreuna primera palabra y sin proyección visible ni pausainterpuesta por comas o paréntesis, componían estosextravagantes ejercicios de automatismo surrealista.

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El sinsentido tenía algo de sentido, al fin y al cabo. Medeshice momentáneamente de la hoja de papel para continuarrebuscando en la caja. Pobre de mí. Mi entendimiento,acomodado en la idea de que David había desarrollado uninterés por las concepciones surrealistas, habría de ofuscarseotra vez con el siguiente descubrimiento: un manual deaparatoso contenido matemático con el título Introducción a laGeometría No Euclidiana. Para mi sorpresa, en su interiorencontré anotaciones de Durán efectuadas en el margen desofisticados desarrollos teóricos. Si albergaban alguna relacióncon ellos, sólo lo podría haber determinado un experto. Encualquier caso, David, pese a su escasa formación científica otécnica, había intentado leer y comprender aquel libro. Quépartido pudiera haberle sacado al mismo, era difícil deadivinar. Si bien es cierto que el carácter trasgresor de lasteorías físicas modernas que proponen modelos de realidadalternativos a la experiencia sensible fascinaron a muchosautores surrealistas, me pregunto cuántos de ellos habrían sidorealmente capaces de estudiar a fondo un texto formal y, porende, tan poco estimulante como aquél.

Entonces sobrevino el hallazgo del objeto que me permitiríadirigir las preguntas directamente al interior de la cabeza deDavid, sin enfrentarme al mutismo de su hermana ni a lasespontáneas distracciones que mi mente creaba alrededor desu feminidad. Apareció ante mí como un vulgar cuaderno deanotaciones, en el que habría esperado más bocetos,observaciones sobre las descabelladas lecturas del pintor ofragmentos de escritura automática. Al abrirlo por la mitad,encontré una combinación de todos los elementos anteriores,donde primaba un texto mucho más inteligible y organizado,aunque no por ello menos misterioso y sin cierta obsesión porla geometría:

«[…] Con ellos, y ayudado con alambres [refiriéndose a los

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bastidores de un nuevo lienzo] he intentado crear la curvaturaperfecta para componer la figura que busco. Si bien la soluciónes adecuada para unos pocos palmos de la obra final,necesitaría crear una estructura enorme (diría que de unasdecenas de metros) para incluirlo todo. Es imposible alcanzarla precisión que el trabajo requiere con materiales tan toscos.Tengo que buscar otra forma cuanto antes».

Los esquemas asociados mostraban distintos modelos paraextender un lienzo de tal forma que ofreciera una superficiecurva. Retrocedí algunas páginas para localizar el inicio deaquellas anotaciones. A diferencia de los otros textos, dichoinicio existía y, lo que es más importante, estaba acompañadode una fecha y una introducción contextualizada propia deuna entrada de diario. Me dirigí a la primera página y descubríla fecha en la que había dado comienzo aquel registro: el 10 dejunio del año anterior. Luego busqué en el extremo contrario yhallé un escrito del pintor con referencia al día 24 de octubrede ese mismo año.

El día del accidente.

Allí abajo, en medio de la noche, me sobrecogió uninusitado e impertinente estado de euforia. Cerré la libreta y laguardé debajo de mi brazo, receloso de que cualquier datorevelador pudiera salir volando de ella. La falta de tiempopara decidir había tomado una decisión por sí misma. Devolvíla sagrada oscuridad a aquel espacio profanado, cerré lapuerta y me apresuré a volver a la habitación de Durán,guardando previamente la llave en su escondite.

Cuando salía de la cocina, me quedé petrificado.

Una voz susurrante con un timbre escalofriantementepróximo al de María acababa de increparme a mis espaldas:

—No lo toques… Déjalo…

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Giré sobre mis talones. La orden procedía de algún puntodel interior del comedor inalcanzable para mi vista desde eldescansillo. Mantuve el diario oculto y avancé con paso tímidohacia su origen.

—¿María —musité—, te he despertado?

Recibí la respuesta más temida: el silencio. María debíahaberse percatado de mi prolongada excursión nocturna. Pudefigurarme la expresión represiva que en cualquier momento sesolidificaría en la penumbra; sin embargo, mis ojos erantodavía incapaces de recrear la forma de los objetos dentro delcomedor. Continué avanzando hacia ella, a un paso queparecía cada vez más lento en comparación al ritmo aceleradode mis palpitaciones.

—Déjalo.

Me detuve en seco. Lo que en un principio habíainterpretado como una orden, ahora tiraba de mis oídos con lafuerza de una triste súplica. De inmediato, pude discernirentre el roce de mi propio aliento atascado en el interior de mitráquea y un hasta entonces imperceptible jadeo frenético. Unsúbito sollozo, demasiado evidente para ser confundido conotro sonido, acabó por hundirme en mis propios sudores fríos.Quise llamar a María y asegurarme de que se encontraba asalvo, pero la oscuridad del lugar se tragó mi voz. Llegué almarco de la puerta y me incliné para introducir la cabeza en lahabitación. En ese momento, el llanto de la pobre mujer erainconfundible, y pude ubicarlo con vaga precisión en el sofá.De allí sobresalían unos pies abrigados con unos calcetinesblancos que los hacían perfectamente visibles. Me adentrétímidamente con los ojos fijos en aquel punto e, ignorando demanera consciente las sombras que envolvían y daban vidapropia a los objetos que me rodeaban, me deslicé hasta elrespaldo del sofá y miré por encima de él.

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El cuerpo de María, congelado en el camino de adoptar unaprimigenia pose fetal, temblaba sobre una manta que se habíaenroscado sobre sus enclenques piernas. Mi presencia nointerrumpió los perezosos gimoteos que se abrían paso através de sus labios laxos. En sus párpados caídos se apreciaba,sin la necesidad de recurrir a ninguna luz, una pulsación tanrápida como el aleteo de una polilla atrapada.

—Déjalo. ¡Déjalo en paz, por Dios! —Repitió, con la claridadde un enérgico delirio.

Quise haberla hecho despertar de la pesadilla que hablabacon ella, pero me contuve. De lo contrario, me habríaarriesgado a liberar a tal abominable creación inconsciente desu esencia simbólica y abstracta, lo que, durante el tiempo quemarcaba la caída libre entre lo etéreo y lo terreno, habríaexpuesto a María Dolores a la sustanciación de un horrorinsoportable, semejante a escapar de un lugar tenebroso ysentirse acompañado por un polizón abyecto en el viaje deregreso.

Con todo mi pesar, reculé hacia la escalera, acarreandoconmigo la desazón de los últimos fragmentos de aquelangustioso soliloquio:

—Yo no te he llamado. ¡Aléjate de él, Gonzalo! ¡Aléjate!

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4.

«10 de junio de 2005. Es curioso esto de escribir un diariojusto cuando uno se despierta, y no antes de irse a dormir. Y,pese a ello, me gusta. Ha sido un buen consejo. A fin decuenta, mi mundo en la vigilia es bastante menos interesanteque el onírico, si es ahí hacia donde me dirijo con estas nuevasexperiencias. Me gusta pensar que la nebulosa que contemploen cada descenso es, de algún modo, real; ello me permiteconvencerme de que puedo interactuar físicamente con ella yextraer nuevas ideas, al igual que lo haría un minero con supico y con su pala. Temo, no obstante, sentirme incapaz deescribirlas. Tendremos que probar otra vez con la escrituraautomática, aprovechando mi adormecimiento para sacar aflote esa amalgama de ideas desmigajadas y ver si entre ellasencuentro la que busco. ¿Alguna vez has soñado algo que, aldespertar, te deje con una impresión maravillosa, inquietante,divertida o inspiradora, pero al mismo tiempo, se desvanezca?Es terrible. El mismo genio travieso que te proporcionó la idea,la retira».

»Confío en que las ideas no desaparezcan sin más y quetodo esto tenga algún sentido.

»El sueño de hoy ha sido, por lo pronto, muy interesante.

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Lo he percibido con una proximidad poco habitual. Apreciabatodos los colores y las figuras de la casa de los abuelos en elpueblo de una forma muy plástica. Aunque estoy seguro deque había más cosas. Quizás en la luz. En el cielo. En dospersonajes que desaparecían y reaparecían en el callejón quesube a la iglesia. Recuerdo haberlos seguido en un momentodeterminado, pero escapaban de ese mundo. Les prestaré másatención a partir de ahora, si es que regresan algún día. Mepreguntaste que quién creo que son. Y, ¿sabes? La verdad esque no importa tanto el quienes sean como a dónde se dirigíancuando escaparon de mi vista. No siento afinidad alguna haciaellos, ni creo que ellos guarden alguna relación entre sí.

«15 de junio de 2005. Veo que la escritura automática va acostar más de lo que pensaba. Es difícil hasta sostener el lápizcuando me dejo caer en tal estado de relajación, y sólo trazogarabatos erráticos. Algunos fragmentos previos al sueño sítenían su gracia, como “desfloran los pinceles entre las espigasde un horadado invierno en casa” o “mujer no huyas mujer dedientes de león”. Ahora me resultan un poco ridículos, peroahí quedan».

»He visto a los dos personajes durante un segundo. Ana meacompañaba en ese instante, preguntándome incesantementesobre mis próximos movimientos, por lo que no podía ser ella.Lo extraño es que todo, el paisaje, la atmósfera, el paso deltiempo, se manifiesta con bastante nitidez. Todo excepto ellos.Son la ausencia de todo y el principio de nada. Tal vezsimbolicen la idea que persigo, pero no quiero volvermepretencioso respecto a su papel en mis sueños. Mejor quecontinuemos y me mente determinará si deben seguirapareciendo o no. Mientras tanto, no debería discriminar otroselementos; por ejemplo, hoy ha sido una de las pocas vecesque he visto a Ana en el sueño: ¿qué significará? Anda untanto mosqueada últimamente por mis escapadas, pero es que,

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atendiendo a las circunstancias, necesito trabajar aquí contigo.Si supiera lo que estoy haciendo, pensaría que se me ha ido lacabeza. En cierto modo, creo que ya lo teme.

«20 de junio de 2005. Lo admito: llevabas razón. Me hasproporcionado un medio indudablemente más potente paraexpandir mi capacidad creativa. He perdido el tiempo con lamarihuana y los opiáceos, pues estos no me dieron laclarividencia asombrosa con la que he experimentado el sueñode hoy. No te he hablado de él al despertar porque queríaponerme a dibujar sin perder tiempo. ¿Recuerdas ese borróncon el que dices que empecé a tachar lo que había escrito justoantes de abrir los ojos? Creo que pretendía bosquejar algo. Hasido un acto inconsciente. Lo que me lleva a pensar: ¿No es acaso estúpido que intente usar palabras, siendo el espacio, loscolores y las formas mi medio natural de expresión? Laescritura me encadena a cadáveres esqueléticos de aquello que,en un mundo de múltiples dimensiones sensibles, fueron ideasvivas y radiantes. Por tanto, he de renunciar a ese rancioconceptualismo como origen de la obra. Porque, aunque losestimulantes mensajes que se crean durante la escrituraautomática sean tan vagos o extraños que atenten contra suesencia racional, siguen siendo procesados por los mismosmecanismos conscientes, apáticos y ajenos a la intensidadespacial sobre la que se desparrama la creación de un artista.¿Y para qué calentarme con el agua de la cazuela si puedotocar directamente las llamas?»

»Quiero repetir mañana mismo. Hay algo detrás de eseboceto. ¿El lugar de procedencia de esos enigmáticospersonajes, tal vez? ¿Mi anhelada idea perdida?

«21 de junio de 2005. Ayer tuve un buen presentimiento yhoy lo he corroborado. ¿Has escuchado alguna vez el eco deuna habitación enorme en plena noche, ese sonido sutil sobre

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el que confluyen millares de murmullos inaudibles? ¿Loescuchaste anoche? ¿Eras tú? Tal vez procediese de la calle. Ode mi imaginación. Era grave y contundente como el siseoemitido por un aparato fonador descomunal. Me dejó casi sinrespiración, y luego desperté con una acusada sensación devértigo».

»En cualquier caso, mereció la pena insistir hasta tan tarde.Esa visión, ese gran angular de la realidad, fue fantástico. Nosabría explicarte cómo llegué a construirlo dentro de micabeza. Tampoco adivino su procedencia. No se trataba de unrecuerdo propio, sino que, por el contrario, diría que entretejíamillones de recuerdos latentes en el tiempo y revelados degolpe. ¿Viste cómo llegué a dibujar las ondas sobre elcuaderno? ¡Fue en pleno trance! El dibujo es muy sugerente yes probable que trabaje sobre él. ¿Qué te parece? ¿Una ola?¿Un valle en la distancia? No sé explicar lo que vi, pese a quelo haya circunscrito a una “visión” al principio del párrafo.Prefiero destacar la idea del “gran angular”: un destelloilusorio que, a diferencia de las imágenes que parpadean en lasensoñaciones cotidianas, se extendía mucho más allá dellimitado enfoque con el que nuestros ojos de predador acotanla información que recibimos, aunque sin perder por elloprofundidad. De hecho, la idea de la distancia sólo se palpabacomo un espejismo conectado de alguna forma al frenesí de mimovimiento de un escenario a otro del sueño, y no por laóptica natural.

»Suena descabellado, lo sé. Sólo intento poner en palabraslo que experimenté anoche. Palabras vanas, viciadas, podridaspor tópicos modernos e identidades prostituidas una y otravez. No te preocupes: seguiré escribiendo el diario. Sólo quieroque comprendas la dificultad de hacer esto sin parecer queestoy loco.

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«24 de junio de 2005. Tras el primer intento de hoy temí queno volviera a repetirse jamás la experiencia del martes. Peroahora, por la noche, no sólo he conseguido recuperar lasmismas perspectivas, sino que también he asimilado uncontorno mucho más completo. Siempre he trabajado mejor aestas horas. Resulta más fácil retraerse y poner atención a loque tu cabeza puede decirte. O quizás sea la propia noche laque me habla. Porque todo ha empezado con el mismomurmullo de la vez anterior. ¿En serio no lo has oído esta vez?Creo que todavía tenía los ojos abiertos. De hecho, recuerdohaber estado viéndote mientras ocurría».

»Los bocetos de hoy son muy parecidos a los del martes enforma y en tamaño. No obstante, creo que he superpuestosobre ellos varios de esos trazos frenéticos, añadiendo másdetalles. Ahora sí me atrevería a decir que mis manos tratande dibujar una especie de valle remoto. No me preguntes porqué lo de “remoto”. Sólo sé que es así. No he visto un paisajesimilar en mi vida y no creo que me base en ningún recuerdopara ser capaz de reproducir el mismo perfil dos veces. Quizáshaya memorizado de manera inconsciente el primer boceto;aunque, ahora que lo miro, me sorprende la precisión de laréplica.

»Voy a hacer un pequeño experimento: dejaré de lado elcuaderno unos días y, después, repetiremos la sesiónprocurando no mirar los bocetos previos.

«3 de julio de 2005. ¿Qué te parece? Una semana después ymi subconsciente ha sido capaz de reconstruir el mismoboceto, además, con muchísimos más matices que la vezanterior. Las únicas modificaciones evidentes las heintroducido después, tachando algunas partes con el mismotrazo continuo y serpenteante. Me está gustando mucho estatécnica iterativa de añadir o solapar elementos, pues, en cierta

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manera, me permite transmitir esa idea de proceso quesubyace a estos nuevos sueños, y no la de una imagen estática.Es como aplicar el dibujo dinámico y gestual, con el que sepuede captar al instante los movimientos de una persona, aalgo, a priori, tan pasivo como un paisaje. Me pregunto si serécapaz de trabajar igual los colores. Esto me va a pedir un óleoy muchas horas, desde luego. Pero me he decidido aterminarlo. Me resulta interesante, y, desde luego, mucho másatractivo manejar la historia de este paisaje que la de unapersona. Porque hay tantos lugares en él por explorar, tantosrecovecos, tantos milenios...»

»Empiezo a convencerme de que las personas somosbastante más simples que la realidad material que nos rodea,desde lo más recóndito del universo hasta los más intrincadostejidos de nuestro propio cuerpo. ¿Acaso el mero hecho depensar nos hace más complejos? Siempre pensamos lo mismo,decimos lo mismo, recurrimos a las mismas figuras parareconfortarnos o hallar consuelo y a los mismos tópicos paraensalzarnos. Somos más sofisticados que un ordenador peronos damos el uso de una calculadora. Hay un universo enterorevelándonos maravillas y nosotros nos encerramos en unahabitación sin querer saber nada de él, manejando nada másque cuatro o cinco botones para interactuar con el exterior…

»Se hace tarde y empiezo a desvariar. Mejor lo dejo ahora,que estoy a tiempo.

«8 de julio de 2005. Tengo que parar ya de componer elboceto y comenzar a pintar el cuadro, porque veo que nuncavoy a estar satisfecho con el resultado final. De hecho, yaempiezo a emborronar el dibujo y a tapar algunos de losdetalles de la semana pasada. Por otro lado, he empezado acaptar vagamente algunos colores durante el letargo de estanoche, aunque se desvanecían hacia el rojo y, luego, volvían a

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su acromatismo habitual. Ayer me insistías sobre extendermeun poco más en la descripción del paisaje, pero no puedo. Porlo general, no hay colores, ni texturas, ni elementosrepresentativos. No existe la luz. Sólo formas en la oscuridad,que puedo trasmitir con mis manos. En rigor, no estoyreproduciendo nada visualmente hablando. Lo que ves en elcuaderno es la primera y única imagen existente, procedentede “algo” que no sé explicar. Piensa en mí como en unteléfono, que puede recibir un mensaje en forma de unimpulso eléctrico y traducirlo al sonido articulado de una voz,pero sin necesidad de asimilar dicho mensaje o demostrarinterés por su origen.

»¿Dices que puedo aplicarme las mismas técnicas derelajación sin tu ayuda? Bueno, eso sería un alivio para ti y unasuerte para mí, pues me permitiría trabajar más rápido. Estoyimpaciente por aprender.

«19 de julio de 2005. ¿Qué te parece? ¿Soy o no un buenalumno? No han pasado ni dos semanas y he sido capaz dealcanzar el mismo estado de letargo durante un tiempo similaral de tus sesiones. De todas formas, aquel susurro exterior quete comentaba me ayuda a sumirme en mi mente. Sigopensando que eres tú la que lo produce. La próxima vez,déjame solo. No creo que necesite supervisión mucho mástiempo, y tú tienes cosas que hacer. Te mantendré al corrientede todos los detalles por aquí».

«20 de julio de 2005. Ya ves que no he podido esperarme.Has dejado a un niño solo con el juguete más fantástico de latienda. En primer lugar, he podido disociar tu presencia de lafuente del sonido. No sé de donde procede, si del exterior o demi interior, pero es extraordinario. Creo que ya estoy encondiciones de ponerme a pintar. Además, me he dado cuentade que obtengo una vaga ilusión de los colores cuando me

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precipito hacia el sueño o cuando salgo de él, pero nuncadentro o mientras estoy dibujando. Como comprenderás, nopuedo aplicar técnicas al óleo en un estado de trance sinestropear todo el trabajo que he realizado hasta ahora. Así queveré lo que hago con ellos. Lo bueno es que, a diferencia deotros componentes más fundamentales como las formas, laslíneas o las texturas, sí consigo recordar débilmente esaprogresión de colores al despertar. Quizás la técnica de laveladura me sirva para simular el efecto sobre el óleo, perotendría que ser capaz de estudiar sus tonos, matices y brilloscon mayor profundidad».

»¿Existe alguna forma de poder concentrarme en esaspartes transitorias del sueño?

«4 de agosto de 2005. Perdona por no haber escrito antes,pero, como habrás comprobado, me he volcadocompletamente en acabar el paisaje que tenía entre manos.Lamento también tenerte todo el día sometida a ese corrosivoolor a aguarrás. Ya se me había olvidado el por qué llevabatiempo sin pintar un óleo. Sin embargo, estoy muy contentocon el resultado. Todavía tengo que sacarle mayor partido a laveladura, viendo que dependo de ella para transmitir lamisma sensación de luz estratificada».

»No quiero abrumarte con demasiados detalles. Sobre loque realmente te interesa, creo que he conseguido controlar latécnica muy bien. A veces me cuesta dejar la mente en blanco,puesto que al estar trabajando constantemente en el cuadro nopuedo desprenderme de cierta obsesión por él. Luego mesorprende el murmullo y me hunde por completo en ese marde superficie brillante e intensa, pero profundidades negras ysugerentes. Allí he tenido poco que hacer ya, salvo incorporaralgún matiz que se me hubiera pasado.

»En cualquier caso, tengo la sensación de que esto no va a

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quedarse en un solo paisaje. Mi subconsciente atisba unhorizonte mucho más amplio que, a lo mejor, se abrirá cuandofinalice el cuadro.

«19 de agosto de 2005. Creo que el descanso que merecomendaste ha dado sus frutos. Esta noche me sorprendígarabateando una nueva colección de formas, completamentedistintas a las del paisaje árido anterior. Por primera vez, herepetido dos veces el proceso, perfilando en sólo una nocheotro paisaje mucho más exótico y singular. No heexperimentado nada nuevo. Tal vez, ahora me veo más capazde anticiparme a lo que va a ocurrir, lo que me aporta unafalsa sensación de control. Es algo similar a esos momentos delos sueños en los que sabes que estás dormido, pero no puedeshacer nada para evitarlo» […]

«9 de septiembre de 2005. Han sido otras tres semanas detrabajo intenso, así que me disculpo de nuevo por no escribir.¿Qué te parece el nuevo paisaje? Es pavoroso. Lejano. Muylejano. Extinto, diría yo. Los penachos de humo, las rocasnegras, las luces en mil tonos de rojo… He aprendido bastantemientras lo componía. El manejo del color, por ejemplo, hasido más natural y acorde con la experiencia del trance, y todogracias a haber conseguido prolongar esa fase crepuscular enla que los colores se despliegan y se mueven conmigo. Ellotambién me ha permitido escuchar mejor el murmullo. Porprimera vez, he creído distinguir tonos de voz y fragmentosarticulados, pero tampoco les he prestado demasiada atención.Cuando los comparo con murmullos, no me refiero a queefectivamente lo sean: sólo se le parecen en intensidad ytextura. Tan siquiera adquieren un timbre humano, pues sondemasiado graves, y resultan demasiado indefinidos paraapreciarse un claro intento de vocalización».

«11 de noviembre de 2005. Sabiéndote ocupada durante esta

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época, me he tomado la libertad de hacer un receso en eldiario. No te iba a contar nada que no supieras ya, de todasformas. He acabado un tercer cuadro y me siento capaz deabordar otro en breve, tras tomarme unas cortas vacaciones.Ya he hablado con Joaquín sobre la posibilidad de exponer unacolección completa. Mañana vendrá a ver los tres paisajes. Lohe notado algo escéptico por teléfono, pero creo que cambiaráde parecer».

»No te preocupes. Mi cabeza está todavía en su sitio [...]

«4 de enero de 2006. Bueno, este nuevo cuadro me hacostado lo suyo y no sé si me he excedido con esa extraña luzgrisácea y difusa. Tuve un par de discusiones intensas con Anadurante las Navidades y he perdido la templanza que mepermitía evadirme de la realidad consciente. Voy a pasar unassemanas con ella para ver si todo se soluciona, ahora que llevoel trabajo bastante avanzado».

»Como ya te adelantaba de manera confusa en las últimasentradas de diario, he percibido con más fuerza la sensación delibre albedrío incluso en los momentos más profundos deltrance. Y lo siento: esos elementos simbólicos que buscas nohan vuelto a aparecer más. En serio, hago un esfuerzo porsintetizarlos en mi cabeza, pero no hay manera. Lospersonajes, los lugares, las caras de las primeras sesiones seperdieron. Mis sueños vulgares, esos de los que nunca hablo,recogen mis preocupaciones más cotidianas con el desinteréshabitual que me provocan al despertar y no tienen nada quever con estas experiencias. Si hubiera algo significativo enellos, lo habría hecho notar aquí.

«5 de febrero de 2006. Las cosas no han ido tan bien comoyo pensaba. Ana quería que nos fuésemos de viaje y compréun par de billetes con destino a Barcelona para pasar unosdías. El tren salía muy temprano y lo perdimos por mi culpa.

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Me quedé profundamente dormido después de una nocheterrible. He hecho del horario nocturno una costumbremalsana y ahora no puedo conciliar el sueño hasta el alba.Además de que, por primera vez, estoy teniendo sueños conlas vivencias subliminales de los últimos meses. Sí, justo lo quetemías. Para intentar remediarlo, hice el mismo ejercicio dedibujo automático en casa la noche siguiente, pero Ana meinterrumpió, yo tuve un despertar brusco y, así, ambosperdimos los estribos».

»Se ha ido de casa. Llevo ya casi tres semanas sin hablar conella.

»Creo que te dejaré descansar una temporada y volveré atraer mis cosas al apartamento. No te preocupes: te pasaré eldiario de vez en cuando para que valores mi evolución.¿Debería preocuparme por esos sueños? No son frecuentes niduraderos. Tampoco me resultan desagradables, pues ya estoyhabituado a ellos, pero me causan una gran excitación y, unavez me desvelo en la cama, no puedo volver a dormirme.Además, ¿no has tenido nunca esa sensación de que alguien tevigila justo antes de despertarte? Aquella noche me estremeciócon la fuerza de un presentimiento.

»Mañana, en cuento recoja mis trastos y me reinstale aquí,comenzaré a trabajar otra vez. Tal vez necesite volver acanalizar mis ensoñaciones a través de la práctica.

«10 de febrero de 2006. Regresar a mi extraña rutina detrabajo nocturno me ha proporcionado cierto alivio. No haacabado la semana y ya veo nuevos bocetos creciendo en micuaderno. Hay algo peculiar en ellos. El primer día, pensé quemi mano no respondía, y sólo se había limitado a posarsedormida sobre el papel dejando trazos cortos y rectilíneos omarcas punzantes. La caída hacia el letargo había sidopasmosamente rápida. Me sentí desorientado un buen rato,

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más de lo normal. Y luego noté que caminaba. Sí, caminaba. Ycomenzaba a correr. Y volaba hasta tan alto que la propia ideade altura perdía su sentido. Como siempre, no hubo visiones.Tampoco colores, esta vez, excepto un azul oscuro y sucio. Nofue hasta ayer cuando reparé en la magnitud de lo que habíaestado dibujando. Para entonces, una malla irregular ycentenares de puntos se habían combinado con los ya bienconocidos trazos serpenteantes, que volvían a generar algúntipo de paisaje. Creo que los puntos no son accidentales yocupan su lugar en el cielo de este nuevo páramo. Las líneas,con un entramado más regular, constituirían alguna especie dereferencia, como la cuadrícula de un mapa deforme. Algo quetal vez mi subconsciente esté empleando para orientarse».

«18 de febrero de 2006. Este boceto parece no tener fin. Latierra ha tomado un perfil bastante convincente, desde luego:una especie de meseta o llanura desértica. Pero cada vez se vemás empequeñecida por un cielo en el que no dejan deaparecer nuevos trazos y objetos que cambian por completo laperspectiva de todo. Me cuesta más moverme por estos nuevosespacios. He pasado de bucear en una piscina de agua ahacerlo en otra de barro. O puede que esté intentandomoverme de verdad por primera vez. Es realmente frustranteintentar explicarlo con palabras. ¡Palabras! Hay muchísimasmás estrellas en el firmamento que palabras en nuestro idioma.Habría que inventar un lenguaje muy diferente para darcoherencia a este diario» […]

«29 de abril de 2006. Algo ha cambiado. Estoy a punto decomenzar a pintar el noveno paisaje. Van ya más de uncentenar de bocetos individuales, y, con ellos, un centenar denoches en las que he horadado la estructura de la conscienciapara observar lo que se oculta debajo. Sin embargo, ésta es laprimera vez que me he asustado de verdad. En realidad, todoiba sucediendo como siempre: el murmullo cavernoso, la

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caída, la oscuridad y el frenético recorrido a través de eseespacio ciego y contorneado que mis manos imitan sin que medé cuenta. Pero, en un momento determinado, encontré unaespecie de hueco en el sueño a través del cual pude echar unvistazo a lo que ocurría en mi apartamento. Entonces vi aalguien más allí…o aquí… junto a mí. No hablo en sentidofigurado: esta vez sí que lo vi, como si se tratase de unaproyección de mis propios ojos: una silueta oscura formándosebajo la luz débil de la lamparilla que suelo instalar para crearel ambiente adecuado. ¡Y no podía regresar! ¡No había formaalguna de revertirlo todo! Aun observando la escena como siocurriese a mi lado, me sentía completamente ajeno a ella. Enotro país. En la otra vertiente de una frontera artificiosa,hábilmente situada para mantenerme lejos. Si esa presenciahubiese amenazado mi vida no podría haber hecho nada paraevitar una catástrofe. Por suerte, al regresar a la realidad nohabía nadie conmigo. Acabo de registrar el apartamento hastael último rincón para cerciorarme de que sólo se trataba de unaalucinación».

»Supongo que es normal, ¿no? Han sido muchas semanasde trabajo casi ininterrumpido. Ya me va tocando tomarmeotro descanso y aclarar un poco las ideas. Joaquín halocalizado a un galerista que estaría dispuesto a exponer laobra para el mes de julio, así que aún me queda tiempo.

«13 de mayo de 2006. No puedo detenerme ahora que estoytan cerca de los diez cuadros. Lo siento. Sé que tengo quetomar precauciones respecto a estas vivencias y el girodesconcertante que están experimentando. Ayer me llegué aver a mí mismo tumbado en la cama junto a Ana, con los ojoscompletamente abiertos y clavados en el techo. No sé cómo,pero estoy convencido de que me hallaba en la noche previa anuestra pelea. Recuerdo haberme sentido observado entonces,justo en los momentos en los que me desvelaba tras otro

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intento de conciliar el sueño. A continuación, emergí de nuevocon el mismo murmullo cautivador de siempre y, tras cesaréste de golpe en un océano de colores, volví a viajar a través delas infinitas dimensiones que ensamblan las formas de mispaisajes. Bueno, me culpas de ser demasiado metafórico a lahora de expresarme en estos escritos. Supongo que tú cuentascon un lenguaje mucho más rico para describir lo que sucedeen la mente humana. Yo soy un artista. Sólo puedo describirlos mismos fenómenos por sus efectos sensibles o, en este caso,mediante identidades, paralelismos y hasta recurriendo asinestesias. Porque lo que me pides es oler un color o acariciaruna melodía».

»Quiero que entiendas que no hay sentidos ni sentimientoshumanos que se puedan comparar con la esencia de estossueños. Nada reconocible. No dejan impronta alguna en elalma por la que pueda despertarme lleno de alegría, tristeza,paz, sumido en la soledad o trastocado por la frustración, elodio o la rabia. Absolutamente nada […]

«17 de enero de 2006. [Párrafo parcialmente tachado] Anaduerme a mi lado hundiendo la almohada en la nochedescomunal que me vigila desde algún punto más allá de loslímites físicos de mi habitación, cerrada y guardada por la pielde la realidad, va a atraparme, se me acaba el tiempo y alguienno me impide volver con su lápiz inflexible y su prosa atroz yprimitiva que quiere dividir la realidad en lo espontáneo y lodivino [el texto se interrumpe, e inmediatamente da paso a lasiguiente entrada]».

«17 de mayo de 2006. ¿Me he puesto a escribir antes dedespertar? ¿Por qué me hallo tendido sobre la mesa, con ellápiz en la mano y el diario abierto? ¿Y esta entrada con fechaen enero? Hoy he tardado más de lo habitual en concentrarme,pues me llegaban continuamente imágenes de esa última

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noche con Ana. Ya me ha sucedido en varias ocasiones, creoque cuando me detengo más de lo debido en ese límite quemarca la caída hacia el subconsciente. Es ahí, justo al llegar a lasuperficie del agua, donde puedo estudiar los colores que serefractan para incorporarlos al cuadro, aunque también dondela tormenta descarga con mayor virulencia.

»No me gustaría dejarlo ahora, pero tampoco quieroañadirme más preocupaciones. Se me acumulan los pagos delapartamento y me veo forzado a exponer la obra cuanto antes.Joaquín me insiste en que estoy haciendo un sobreesfuerzo;que con los tres primeros paisajes podríamos haber probado larespuesta de la gente frente a este cambio de estilo. Gonzaloopina lo mismo. Anteayer me comentó que le parecía bastantearriesgado y trató de disuadirme otra vez para que aceptasealgunas ofertas de trabajo en escuelas de arte o colegiosprivados.

»De todas formas, es el asunto de Ana el que me estáafectando por encima de todo, incluso más que hace tresmeses. El recuerdo de los últimos momentos con ella tiñe misensoñaciones constantemente, sirviendo de trasfondo a estasnuevas vivencias. Lo que necesito es concentrarme otra vez enmi trabajo [...]

«2 de junio de 2006. Se acabó. No me quedan fuerzas paracontinuar. Cuando creía que el décimo óleo no me supondríaningún problema, lo he estropeado del todo. ¡Qué torpeza!¡Maldito imbécil! Ayer por la noche me quedé trabajando hastalas cinco de la mañana, momento tras el que recuerdo habermeido a la cama. Pero, al parecer, no fue así: justo ahora, aldespertar, he descubierto dos líneas espesas de pintura negraque cortan el lienzo de arriba a abajo. Trato de limpiarlas,pero... creo que esto no es una capa de pintura adicional, sinoparte de la de abajo que se ha ennegrecido. De hecho, parece

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quemada. ¿Se me ocurriría acercar fuego al cuadro? ¿Acasointenté destruirlo en sueños? ¿Por qué esa última opción meparece tan plausible? No sé por qué, pero antes de levantarmede la cama no podía dejar de revolcarme entre las sábanasjunto con una de esas inquietudes que se adhieren firmementeal pecho y que suelen suceder a un acto impúdico: ¿hago bienpintando estos cuadros? No me refiero al “bien” de lacorrección técnica o al “bien” del beneficio pragmático, sino alde la rectitud moral, espiritual y humana. El bien divino. Elbien de lo que es bello y armonioso. El bien de una ley natural,desconocida por mi intelecto de simio, pero que puedevulnerarse de igual forma y atrayendo las mismasconsecuencias».

»No me lo explico. Aunque está decidido: no habrá máspaisajes.

«21 de agosto de 2006. Necesito ordenar otra vez mispensamientos sobre un medio físico, tangible y simplificadohasta rozar el absurdo. El consejo que Lola me dio hace más deun año de escribir este diario vuelve a serme útil. Sin embargo,ahora lo necesito como instrumento para comunicarme con mivieja personalidad consciente, racional y práctica, en unlenguaje desconocido para los que escuchan indiscretamente, yno como un mero registro de actividades en pos del frívolointerés científico de mi hermana. Ella me ha apoyado muchoestos meses, y ahora que me he quedado sin apartamento, másque nunca. Pero sería incapaz de comprender a lo que meenfrento. No quiero que lo vea. Sé que le haría daño. Norecurriré más a ella por su juicio profesional, pues por encimade ello, se trata de mi hermana y la quiero. Me niego aexponerla a los horrores que ahora, después de mesesembebido en la malsana tarea de dar forma a estos pedazosfatuamente desgajados de una realidad mayor, flotan en laatmósfera como la polvareda que levantaría la construcción

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más descomunal e intrincada surgida de la mente de uningeniero atlante».

»He perdido un año de mi vida dedicándolo al contrabandode un producto incomestible incluso para el más voraz de losintelectos, y que, aun en la eventualidad de que realmentepudiera ser comprendido, repugnaría de una forma profunday elemental, a niveles equiparables a los que explican larepulsión entre partículas subatómicas. La capacidad depercepción de la mente humana, tanto de lo que sucede dentrocomo fuera de ella, ha sido convenientemente aforada parasalvaguardar todo un constructo de razonamientos que nospermiten vivir con comodidad. Rebasar el límite constituye uncrimen. Y el crimen, en nuestra sociedad, en la física y en eluniverso entero, es perseguido y castigado. El orden,consustancial a la naturaleza que nos rodea, surge delautocontrol. El autocontrol es el resultado del premio y elcastigo. Y el premio y el castigo son ideas vinculadas desdetiempos ancestrales a nuestros miedos, a nuestros deseos, anuestros padres y, en última instancia, a nuestros dioses.

»Pues alguien me vigila. Alguien me persigue. Alguienquiere castigarme por quebrantar las reglas de lo conocido o lodesconocido. Lo presiento. Si el genio que personifica lacreatividad es un pequeño demonio travieso artífice de lasideas más sensuales, atrayentes u obscenas, debe existirnecesariamente un ángel que lo reprenda.

«29 de agosto de 2006. El bochorno de las noches máscalurosas de agosto las hace interminables. El aire se hacargado del sudor de la tierra durante los últimos momentosdel día y en él confluyen todos los fluidos, vapores y oloresorgánicos. Hace horas que renuncié al sueño y espero a quedentro de poco la brisa fresca de la mañana depure laatmósfera enrarecida. Ayer tuve la terrible idea cerrar los ojos

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mientras respiraba de ese caldo de cultivo para pesadillas. Alabrirlos hacia mi interior, me vi en medio de uno de losdesiertos que he pintado en mis cuadros, bajo un cielo cubiertode estrellas. El primer contacto fue agradable, pues el aire fríoalivió mi piel pesada y húmeda. Y luego, paradójicamente,extrañé el calor de una realidad que me parecía tan lejanacomo el mismo sol que originalmente lo había irradiado. Elcielo era espectacular. Cúmulos de estrellas brillabanintensamente en la noche, empequeñeciendo una Luna queencontré extraña. Porque, de hecho, yo no había pintadoninguna luna».

»Caminé largo tiempo por el páramo sin vida, no sé si conun destino cierto o por el simple hecho de repeler el frío.Entonces encontré otro elemento inédito en mi reciente obra:una plataforma metálica circular de diez o quince metros delargo, que se elevaba unos pocos centímetros sobre el suelo ycuyo interior se hundía formando una especie de bóvedainvertida. Al asomarme, pude advertir que la superficie dedicha bóveda se encontraba perfectamente bruñida, creandouna copia en miniatura del cielo. Me topé con mi reflejo en elotro lado y, cuando me agaché para observarlo con másdetalle, mi mano cruzó una lámina de agua en la superficie dela bóveda que hasta ese momento no había sido capaz dedetectar. La ondulación perturbó mi reflejo, hasta tal puntoque llegó a duplicarlo.

»Incluso cuando el movimiento hubo cesado, dos siluetascontinuaban escudriñando la superficie del agua, una puestaen cuclillas y otra en pie, robusta y sin rostro. Me sobresalté, diun paso atrás y choqué con lo que debía ser el único cuerpobípedo que coexistía conmigo en ese desierto: una pesadacriatura de piel tibia y pegajosa. Ello me hizo perder elequilibrio al instante y caer al interior de la bóveda, sin llegar acomprobar la identidad del ser que me había sorprendido.

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»La caída al centro se prolongó más de lo normal. Y luegosupe que jamás llegaría a un centro. La oscuridad consumiótodas las estrellas del cielo y, entonces, experimenté lasmismas sensaciones que movieron mis manos en la concepciónde los bocetos que habían inspirado los paisajes.Seguidamente, todo se desenvolvió de la misma forma en laque otras veces había despertado de mis momentos de trance.¡Pero qué frío hacía, incluso varios minutos después de abrirlos ojos!

»Hoy, justo antes de sentarme a escribir, he hallado unasfinas marcas en forma de línea curva sobre la pintura de lapared, justo encima del cabecero de la cama. Tal vez las hiciesecon la uña al final del sueño de la noche pasada, ya que tengoraspaduras debajo de los dedos índice y corazón de mi manoderecha. Mi mano añora las herramientas de dibujo. Quizás,puesto que me paso ya las noches en vela, deba volver apintar.

«5 de septiembre de 2006. Estas últimas noches he dejado delado los cuadernos de bocetos y los trances hipnóticos parapelearme directamente con un lienzo en blanco, acompañadode mi juego de pinceles y mi caja de pinturas acrílicas.Revisando las primeras páginas del diario, rememoré ese viejosueño en el que dos personas desaparecían de mi vista calleabajo, en el pueblo. Ello me llevó a tratar de imaginar el tipo devínculo que unía a las dos figuras oscuras. Entre las diversasopciones, elegí a un padre y a un hijo charlando durante unpaseo relajado. He trabajado la idea y estoy a punto deculminarla. Habría acabado el cuadro hoy si no se me hubiesegastado el color negro. Es extraño: juraría que estaba llenohace unos días».

«7 de septiembre de 2006. Bueno, me alegra saber quetodavía puedo recurrir a mi imaginación para dar forma a

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nuevas ideas. Ayer me fui a la cama relativamente tempranodespués de dar los últimos retoques al cuadro y he dormidosin sobresaltos. Esta mañana me he levantado de muy buenhumor y quería reflejarlo aquí, mientras Lola hace eldesayuno. Tengo ganas de mostrárselo. Desde que no le pasoel diario, parece bastante preocupada. Saber que heabandonado las prácticas de los últimos meses para pintar conmi habitual estilo le reconfortará».

«No doy crédito a la escena que he vivido esta mañana.Justo después de desayunar, subí con Lola al dormitorio paramostrarle el cuadro que había terminado la noche anterior. Yase mostró recelosa mientras le hablaba de él, algo lógico, porotra parte. Lo que no pude prever en ningún caso fue la muecade asombro que transformaría su rostro al contemplar mireciente creación y que le obligó a tapar su boca paraenmascarar una reacción tan histriónica. Sonreí, orgulloso,pero luego recapacité: mi hermana nunca ha sido una personaimpresionable, y mucho menos teatral. Examiné de nuevo sucara y fue entonces cuando detecté las lágrimas que seacumulaban en el borde inferior de sus párpados. Al retirar lasmanos, sus labios se juntaron mostrando su severidadhabitual, aunque temblando de manera imperceptible. Tragósaliva, retrocedió y huyó rápidamente de cualquier palabraque pudiera haber sido pronunciada por ella o por mí».

»Aún no entiendo qué ha podido ver en el cuadro. Hepasado toda la tarde contemplándolo sin detectar nada fuerade lo normal. Es una escena sosegada. Un prisma de coloresmelancólicos cuyas aristas convergen en dos personajes: unhombre de edad avanzada con la mano extendida, moviéndolaal ritmo de sus anécdotas y sus pasos, y un joven de miradacomplaciente que, embaucado por la voz paternal, ha olvidadolas manos en los bolsillos.

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»Tal vez la figura de espaldas le haya recordado a papá.Inconscientemente, he puesto mucho de él en la imagen. Serámejor que guarde el cuadro y nos olvidemos de lo ocurridoesta mañana. Creo que Lola se encuentra bastante sensible.Nunca habla de lo que le pasa por la cabeza. O puede queúltimamente sea yo el que no escuche. O el que no comprendelo que escucha.

«9 de septiembre de 2006. Ayer volví a meter la cabeza enlas llamas. Llevo meses añorando el hálito interior de eseirreverente demonio oculto, y cada intento de volver a atraerloha sido más frustrante aún. No aguantaba más. Quería tocarde nuevo la fuente, atisbar el origen, rememorar un Génesisbíblico, donde fuerzas divinas crean la realidad de formacompletamente arbitraria y caprichosa. Un fuego que levantauna brisa extática. Afflatus, la denominaron los Clásicos:“inspiración”. El aliento de los dioses. El momento en el quenace una idea es tan emocionante como misterioso, aunquenosotros nos dejemos embaucar sólo por la primera sensación.Por eso no somos capaces de ver la realidad que la precede, delmismo modo que tampoco somos capaces de recordar laeternidad que anticipó nuestro propio nacimiento. Nacemoscon cada idea para quedar inmediatamente huérfanos de suspadres celestiales».

»Y son las firmas de estos ancestros las que llenan ahora unnuevo cuaderno. Éstas no son erráticas, imprecisas, tentativas,como las trazadas por la mano de un mortal, sino curvas eimbuidas de la sagrada perfección con la que se definen losmovimientos del cosmos. Mi pulso, por sí solo, no me habríapermitido dibujar aquello. No sin ayuda de unos instrumentosde los que carezco. Algo ha sostenido mi mano con firmeza.

«12 de septiembre de 2006. Más páginas. Más líneas. Larealidad se estría y se retuerce. Cada vez que me esfuerzo en

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recrear la belleza, la alegría, la angustia o la tristeza, el espacioen blanco se satura de curvas justo delante de mi cara. Larapidez con la que he llegado a inducirme estos estados detrance es asombrosa, y basta tan sólo con privar a los ojos de laluz y a la mente del dictado de los sentidos. Mis labiossusurran. Mis ojos se empañan. Las manos surcan el papel conla insistencia de una oración y el dolor de una penitenciadisipándose en cada “amén”».

»He acabado otros dos bocetos. Me siento un poco mejor.Nadie comprendería esto, pero sé que alguien ahí arriba lo estáviendo y se siente orgulloso de mí por reparar errores pasados.

«22 de septiembre de 2006. He terminado los bocetos. Estanoche mi mano se detuvo de golpe y mi alma suspiró aliviada.Sin embargo, ahora tengo que crear la obra. Porque todos losdibujos anteriores constituyen el marco de la auténticacreación. Ayer conseguí algunos manuales que puedenayudarme a recomponer estas líneas en un único lienzo. Losestudiaré a fondo. He observado que hay diversas marcas,trazos más cortos, que, a veces, se repiten. ¿Podrían ser unaclave para combinarlos?» [El diario se interrumpe, dando pasoa varias páginas de anotaciones disparatadas, esquemas ydesarrollos teóricos formales con contenido matemático].

«13 de octubre de 2006. Cada vez me cuesta más escribir.Hay un mensaje mucho más concluyente en cualquiera de lascurvas e intersecciones de mis bocetos que en la convenidasimbología de los códigos alfabéticos con los que nosexpresamos. No puedo pensar con claridad. Cada uno de losdos lenguajes media comunicaciones frenéticas mientrasduermo, sin que emisores o receptores de diferente tipolleguen a mezclarse. Ocurre durante una fase mucho mássuperficial del sueño, en la que mis recuerdos semiconscientesse alternan con parpadeos de una realidad más rotunda. Con

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el paso de los días, he detectado un patrón reconocible en estosdestellos, y hasta he llegado a interpretarlo como una voz.Desconozco lo que dice exactamente, pero, en cierta manera,noto impaciencia en su expresión. Debo darme prisa» […]

«15 de octubre de 2006. Todo era más sencillo. Mucho mássencillo. Ni grandes estructuras, ni lienzos curvos, ni esferas. Ypensar que yo mismo me he dado las pistas en las entradas delos últimos días... No hay tiempo. Tengo que trabajar. Estoyconvencido de que esta idea es la definitiva.» [Interrupción deltexto; las páginas siguientes han sido arrancadas y separadasdel diario]

«22 de octubre de 2006 [la fecha anterior ha sido tachada].¿De dónde viene esta entrada del 15 de octubre? No recuerdohaberla escrito. Pensé que hoy estábamos a día 14… ¡Resultaque es 22! Veo que algunas hojas han desaparecido, puestodavía se conservan algunos fragmentos rotos. En ellas debíanotar una idea magnífica para componer la obra sobre la quehe estado trabajando las últimas semanas y de la que ahora nome acuerdo. Tal vez mi memoria no pueda desvincularse yadel destino de este diario. O existe la posibilidad de quequisiera ocultarme algo a mí mismo».

»Todo esto se me está yendo de las manos. Mi entorno hacambiado. Esta mañana, cuando abrí los ojos, había algoanómalo en la luz que entraba por la ventana, como siestuviera siendo filtrada o dispersada por un elemento extrañoen el aire. Los muebles de la habitación habían sidodesplazados de forma precipitada, dispuestos con la intenciónde volver a ser colocados en su lugar. El suelo se encontrabasucio, con restos de yeso cerca de la pared, justo en el lugarque debería haber ocupado la mesita de noche. Asimismo, unacapa sucia de limaduras de madera crujía bajo mis pies y seadhería a la suela de los zapatos, los cuales se habían

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manchado con algún tipo de sustancia pegajosa parecida encolor y viscosidad al pegamento de contacto recién aplicado.También me resultó llamativo encontrar una serie de marcasaparatosas en la pared hechas con lápiz. Éstas acotaban variospuntos de referencia señalados con números o letras. Uno deellos coincidía con un pequeño agujero, dentro del cual habíasido insertado un taco de plástico.

»Más tarde, bajé al comedor para desayunar con Lola yhacerle algunas preguntas que, de forma indirecta y sindespertar una desmerecida preocupación en ella, me aportaranpistas sobre mi actividad en los últimos días. Sin embargo, noestaba allí. Me dejó una nota, en la que anunciaba haber salidoa la calle a hacer algunos recados y que regresaría después dela hora de comer. Aproveché ese tiempo para limpiar yordenar el dormitorio.

«Lola no ha vuelto hasta esta noche. Me la acabo deencontrar subiendo por la escalera y me he percatadoinmediatamente de que sus ojos rehuían de los míos por cadapregunta de cortesía. Al parecer ha estado trabajando todo eldía en la biblioteca. No lo encuentro inusual, desde luego, perola manera en la que lo ha dicho me implica en algún sentidoque desconozco. Tenía cierta prisa por encerrarse en suhabitación. Por un instante, se ha detenido a observarme conun gesto nervioso, diría que reticente a cuestionarme sobrealgo que, no obstante, deseara saber».

»Basta de pensar por hoy. Hay un dolor oculto dentro de micabeza, que, por algún motivo, no puedo sentir y, por tanto,describir como tal.

«23 de octubre de 2006. El sueño de anoche… Dios santo, nome veo capaz de escribir sobre él. Es más: tampoco sé si debohacerlo. Las cosas ocurren allí debajo de una manera muydiferente a como se me mostraban en sueños. He llegado a

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comprender el modo en que funcionan pero, para ello, miinconsciente ha tenido que reorganizarse y adquirir unainteligencia propia. Esta inteligencia es muy superior a la mía,pues se halla adaptada a ese medio hostil donde sólo habitanlas pesadillas. Desconozco cuánto tiempo lleva ahí. Quizás sealojó en el momento en el que perdí la memoria. Puede quedesde que empecé a dibujar los bocetos o, incluso, los paisajes.Tal vez haya convivido siempre con mi mente. Sin embargo,no ha sido hasta esta misma noche cuando he podido mirar através de sus ojos».

»El universo de los ángeles y los demonios no existe. En talcaso, sólo existen demonios y una realidad que ha sido veladaintencionadamente. Esa verdad deificada por el filósofo, elcientífico o el ateo; difuminada, embellecida o engalanada porel artista. Nadie creería que es muchísimo más perniciosa quelos propios demonios que la vigilan.

»Porque sí, esos demonios existen. He vivido en el sueño deuno de ellos, construido a base de recuerdos inconexos demundos y tiempos distantes, sucedidos o por suceder. Eltiempo carece de sentido para ellos. En algún punto de suhistoria, han descubierto como abstraerse de ese pensamientolineal al que nosotros nos encontramos atados. Así, interpretantodo nuestro universo como un simple mapa. Yo mismo lo herecorrido, dando saltos de un lado a otro y tomandocoordenadas sueltas que acabaron dando forma a mis paisajes.¿Cómo? No lo tengo claro. Los seres pensantes seríamoscapaces de tales logros si nuestra capacidad de abstraccióntrascendiera esa dualidad entre lo consciente y lo inconsciente;sin embargo, convertidos en meros canales para transmitirinformación, sólo captamos un ruido que nos satura de ideasarrobadoras. La respiración de una musa universal.

»Una técnica de distracción para salvaguardar los secretos

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de los que nos utilizan para comunicarse se torna, pues, en laesencia de la creatividad humana y la razón de existir de lasartes. Pero el ruido también tiene su propia organización y, devez en cuando, puede revelar parte de lo que enmascara. Talvez, solapándose con otro ruido que revele tonos concretos oprovocando resonancias al interactuar con otros medios detransmisión. En cualquier caso, un tercer elemento, a parte deesos demonios y mi mente estimulada por el trance, tuvo quepermitir que esas localizaciones escapasen de su formaencubierta y, con ello, pusieran en peligro algún plandesconocido, formulado en alguna guerra más allá de nuestroconocimiento. Si el conflicto fundamenta gran parte de lossucesos de nuestro mundo, ¿por qué no iba a ser relevante aotros niveles de existencia?

»Por desgracia, un trasfondo bélico sugiere que alguienreaccionará irremisiblemente a la agresión. Mi posición sevuelve entonces vulnerable. No sé cuando ocurrirá, si ya haocurrido o si es demasiado tarde para evitarlo. Estoy muertode miedo.

«24 de octubre de 2006. La amenaza ha llegado. Corrijo:lleva aquí mucho tiempo. Me gustaría escapar de mi cabezapara huir de su persecución. Está ganando todas las batallasdentro de mi mente con facilidad, devorando cada trozo oasimilándolo en su complicada estructura. Pronto no podréescribir. Los colores se multiplican. Los sonidos se estiran o secontraen. Mi imagen en el espejo es monstruosa y patética y hetenido que taparla para no enloquecer… Tiene que haber unasolución».

»Está cayendo la noche y, sin haberme ido a la cama, todo loque me rodea tiene la apariencia irreal de un sueño, pero conla sensación diferida y superficial de un recuerdo. Casi nopuedo escribir…»

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«Esto no es sueño. ¡Es un recuerdo, sin ninguna duda! Perono es mío… No es tan siquiera humano. Demasiado tarde paraavisar a Lola. Dudo que dentro de diez o de quince minutospueda llegar a articular una palabra en un lenguajecomprensible. Espero ser yo el único que sucumba al ataque yno arrastre con ello toda nuestra existencia: ese delicado velosobre un océano de incertidumbre. En tal caso, ¡que el Hombreme perdone! Yo ya no puedo hacerlo. Porque no puedoarrepentirme. Porque mi mente ya no funciona de ese modo».

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5.

La llamada de María Dolores Durán no se hizo esperar másde dos días. Era cuestión de horas que advirtiese el robo deldiario. En el instante que descolgué el teléfono, no temía sureacción más que a lo que sucedería cuando aplastase contrasu cara una amalgama confusa de reproches arrebujadosdurante ese tiempo en mi garganta. Su voz descendió por elauricular y raspó mi oído con el roce de una piedra. El mensajefue conciso. Las especulaciones sólo habrían valido paracalentar el aparato e inflar la factura minuto a minuto.

—Necesito que vengas. Tenemos que hablar. Y no es por serindiscreta, pero, por favor, devuélveme el diario de mihermano.

Colgó. Me quedé allí sentado, acariciándome la mejillacomo si ello hubiera podido aliviar la marca del latigazosarcástico que la hermana de Durán acababa de lanzar sobreella. Suspiré y arrojé con desgana el teléfono inalámbrico sobreun sillón de mi comedor. Luego me quedé mirando el diario,que se hallaba abierto junto a mí encima de la mesa de café.Había tenido que leer las últimas entradas una y otra vez paraintentar comprender la locura a la que se enfrentó Durán losdías que precedieron a su accidente. He de decir que la versión

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que he transcrito aquí es fruto de un examen posterior muchomás concienzudo, pues durante la primera lectura no fui capazde interpretar muchas palabras o frases enteras. Especialmenteen las entradas de los últimos días existen líneascompletamente indescifrables. Se aprecia también un cambioen la grafía, que alterna la habitual línea estilizada concaracteres más gruesos y separados entre sí.

Y María. Su presencia es constante en todo el relato. Susintervenciones resultan decisivas, desde el origen del propiodiario hasta lo que hay más allá: los trances de Durán y lasrepetidas consultas. Su mentira se había desnudado. Ella seinmiscuyó en los delirios creativos de su hermano, leproporcionó ciertos medios que le llevaron a la locura ycomprendió demasiado tarde que no iba a poder hacer nadapara remediarlo. Entonces sí decidió ignorar a David. Unapsicóloga torpe y estúpida, que, seguramente, acabaría pordesenvolverse bien en la función pública para la que se estabapreparando, sin ser más que otra estudiante mediocre de otrade las titulaciones superiores que dejan a la mitad de susegresados en paro. ¿Qué había hecho yo mal al llevarme eldiario? ¡Se lo había quitado a una insensata!

De no haber transformado la culpabilidad en rabia, mehabría quedado allí sentado toda la tarde. Pero María tenía queconocer mi opinión. Por lo que cogí la cazadora y, con el diarioen la mano, caminé hasta su casa. Durante el paseo, proyectésobre mi cabeza múltiples escenarios de una mismaconversación, unos más violentos, otros más conciliadores yotros simplemente ridículos, ingenuos y caprichosos. Sueleocurrir que, al final de todo, estos ejercicios de la imaginaciónno sirven para nada, salvo como mero entretenimiento mental.En aquel caso, también me permitieron soslayar mis auténticaspreocupaciones, mucho más difíciles de resolver sin unaversión completa de los hechos a los que se refería David en su

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diario; de lo contrario, mi mente ociosa habría acabado tarde otemprano exponiéndose al interrogante mayúsculo: ¿Cuántohabía de locura en el testimonio del pintor? ¿Cuánto delantiguo David, la persona juiciosa que yo conocía, habíaescrito aquellas líneas angustiosas y extraviadas?

El primer choque fue violento. Tras abrir la puerta, los ojosde María cayeron directamente sobre el diario, mientras suslabios emitían un saludo hosco apenas audible. Le tendí elcuaderno y ella lo arrancó de mi mano. Justo cuando medispuse a pronunciar una disculpa cínica, sacudió la cabeza ycerró la puerta de golpe, derrumbando con ello todos mistriviales pronósticos. Aquello me hizo explotar. Aporreé lapuerta y grité para que la abriera otra vez. No había oído pasosen el interior, por lo que sabía que ella continuaba allí detrás.Volvió a aparecer, en esta ocasión sosteniendo una miradaconmigo que no supe interpretar, pues se desenvolvía entre eldesconcierto, la rabia y la culpa. «Sabes lo que has hecho»,pensé.

—No quiero que vuelvas por aquí, Gonzalo. Por un tiempo,al menos. Hasta que David…

—David no va a recuperarse —no sé por qué dije aquello.Tal vez fue un intento inconsciente por llamar la atención, enun clima que me desfavorecía a la hora de tomar las riendas dela conversación. Señalé el diario—. Supongo que los has leído,¿no? O eso dice ahí.

Ella asintió.

—Una parte, sí…

—¿Y por qué me mentiste?

—¿Sobre qué?

El peso de mis cejas ocluía mi vista poco a poco. Estuve a

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punto de tropezar con el escalón al precipitarme hacia delantey exclamar:

—¿Sobre qué? ¡No te hagas la estúpida, María! Porque no loeres. Sabes perfectamente de lo que te estoy hablando. Es más:lo sabes desde hace mucho tiempo y no has querido compartirabsolutamente nada…

—¿Tenía alguna obligación de hacerlo? ¿Ayudaría eseconocimiento a sanar a mi hermano? —Su tono de vozcomenzaba a competir con el mío. Colocó el diario frente a micara— ¿Cómo crees que me sentiría contando lo que hay aquídentro? Dímelo tú, Gonzalo. Dime qué conclusiones sacas deesto.

—Que tu hermano tenía un problema al que diste alas y queluego ignoraste sin más.

Su rostro se encendió, iluminando dos lagrimones quecorrieron sobre su rubicunda superficie.

—Mi hermano tenía un problema con las drogas. Yo leayudé a explorar sus obsesiones por otras vías menosperjudiciales.

—Hasta ahí lo entiendo. ¿Pero luego qué?

No hubo contestación inmediata. María me invitó a pasar alinterior, un indicio de que la respuesta no iba a resultarsencilla.

Recorrer el interior de la casa de los hermanos Durándespués de lo sucedido en los últimos días supuso unaexperiencia muy diferente. Los techos eran más altos, lasescaleras más empinadas, las habitaciones más estrechas ydistanciadas entre sí. Viscosidades oscuras rezumaban de cadaesquina por cada intento de formar un recuerdo en mi cabeza,involucrando a cualquier objeto presente al margen de su

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tamaño o apariencia. El eco de los pasos en las escalerasregresaba a mis oídos como el sonido producido por los piesde un extraño. Entrar en el comedor y acomodarnos alrededorde la mesa no me tranquilizó. Todavía recordaba la voz deMaría sorprendiéndome en la puerta y llamándome desde suspesadillas.

—Gonzalo, espero que entiendas mi comportamiento en losúltimos meses como el de una persona preocupada; no loasocies en ningún momento a una actitud indolente o, incluso,manipuladora por mi parte —aguardó a que mostrase algúnsigno de condescendencia—. Bien. No sería capaz de poner enriesgo la cordura o la vida de mi hermano bajo ningunacircunstancia.

»Hace más de un año, David comenzó a interesarse por elefecto de determinadas drogas sedantes y alucinógenas. Mepreguntaba con bastante frecuencia sobre tal o cual sustanciacuyo nombre acaba de localizar en Internet, y sobre su uso enpsicoterapia. No tardé en olerme lo que pretendía hacer. Hablécon él seriamente y me confesó haber probado varias drogasen un intento de estimular su mente para ahondar sobre ciertaidea que una noche había aparecido en sus sueños ydesaparecido de su memoria por la mañana. Con lo testarudoque es David, puedes imaginarte mi posición: no iba a poderconvencerle de abandonar su insana búsqueda introspectiva.Y, a juzgar por el problema al que trataba de enfrentarse, unaexperiencia psicodélica no le ayudaría a revelar esa ideaoculta. Me preocupaba mucho que se obcecase en proseguirpor esa vía.

»¿Recuerdas el curso sobre hipnoterapia al que asistí enBurdeos hace tres años? El hipnotismo, muy lejos de la imagenmitificada que tiene todo el mundo en la cabeza, es una técnicacon bastante tradición en terapia psicológica, y que va dirigida

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a incrementar la receptividad al tratamiento en algunospacientes. El estado de intensa concentración que producepuede potenciar también los mecanismos creativos ligados alpensamiento inconsciente. Así que le planteé a David laposibilidad de someterlo a varias sesiones de hipnosis para verqué tal respondía. Al mismo tiempo, le sugerí que anotase susreflexiones durante los instantes de relajación y me permitieseecharles un vistazo de vez en cuando. De esta manera, él seliberaría de ese pernicioso bucle obsesivo que forman lasreflexiones no compartidas y yo tendría algunas referenciaspara orientar las diferentes sesiones.

»Todo marchó bien durante los primeros intentos. Mihermano mostraba tal capacidad de concentración que no meextraña en absoluto el que asimilase con tanta rapidez algunasde las técnicas de auto­hipnosis que le enseñaría semanas mástarde. Además, supo combinar éstas con algunos métodos deescritura y dibujo automático, una iniciativa peculiar, perointeresante, y que me permitió examinar un material bastantesugerente.

»Luego, a partir de la noche en la que comenzó a dibujar losbocetos de los paisajes, me resultó prácticamente imposibleinterpretar sus textos y sus dibujos. Las sensaciones queintentaba describir parecían completamente inverosímiles, aunrecordadas en el entorno de una ensoñación. Los dibujos…eran demasiado precisos para tratarse de simples garabatostrazados por una mano dormida. Llegué a pensar que metomaba el pelo. Pero el tiempo me hizo ver que su estado derelajación era real. En cualquier caso, la hipnosis había dadosus frutos: David atrapó nuevas ideas, desconozco si parecidasa aquella idea originaria, y su trabajo lo mantuvo ocupado yde buen humor durante los meses posteriores.

—¿No te preocupaba nada?

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—¿Al principio? No. Lo importante era que habíadesechado por completo la idea de las drogas y, además, podíamantener cierto control sobre sus actividades —titubeó unossegundos—. Quizás encontrara extraña la apariciónsistemática de esas voces, o «murmullos», como él las llamaba.Bajo hipnosis, una persona puede ser sugestionada con másfacilidad por estímulos externos. Examiné el registro dealgunas sesiones que había guardado en la grabadora desonido y no detecté nada anormal: ningún ruido ambiente, nialteración del tono de voz por mi parte. Hay un silencioabsoluto de alrededor de un minuto en la noche del 20 dejunio, como si el micro hubiese fallado en ese espacio detiempo. Supongo que se le estaban acabando las pilas.Curiosamente, coincide con un momento en el que larespiración de David se acelera levemente y yo le pido que serelaje.

»También releí una y otra vez esas reflexiones sobre losimple que resulta el ser humano y lo limitado de su lenguajeverbal. Tampoco es la primera vez que había escuchado aDavid hablar de las cualidades de lo plástico frente a loconceptual. Tú lo sabrás mejor que yo, me imagino. Así que nome parecieron palabras ajenas a su personalidad y,perfectamente, las habría compartido conmigo en cualquierotra circunstancia.

»Después de Navidad, le recomendé en varias ocasionesque abandonase la auto­hipnosis durante un tiempo. Algunaspreocupaciones que rondaban de nuevo por su cabeza lejugaban malas pasadas. Noté cierta confusión entre suspropios sueños y los pensamientos profundos y de esenciaabstracta que acudían a su mente durante las experienciashipnóticas. Lo bueno es que, cuando yo comenzaba ya a temerque sufriese brotes psicóticos, él mismo percibió la amenaza ydecidió tomarse un descanso. De nuevo, su comportamiento

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era tan consecuente como el de una persona mentalmentesana.

»Durante mayo y junio perdí cierto contacto con él. Lollamé un par de veces para preguntarle por sus avances y, decamino, pedirle el diario. No se molestó en ocultar su desidiafrente a mi intento de proseguir con nuestro contacto habitual.Es la respuesta lógica de cualquier persona sometida a untrabajo prolongado y estresante cuando los plazos seaproximan, así que decidí no presionarle. A mediados dejunio, me invitó a su casa para contarme que había acabado sutrabajo. Evitó hablar del diario todo lo posible. Queríadescansar de aquello un tiempo. Y lo cierto es que lo encontréfatigado. Un poco descontento a la hora de hablar de susnuevos cuadros, pero nada más. Supongo que la ilusión con laque inició aquella obra había quedado muy atrás, junto con laselevadas expectativas que depositó en las técnicas que leenseñé.

»Y ahí quedó todo. Cuando se mudó a casa, olvidamos eltema de los Paisajes, las sesiones de hipnotismo, los sueños y eldiario.

—Parece que no quedó todo ahí, María —pronuncié convoz severa—. Ahora no hagas como si no hubieses leído elresto del diario.

Agachó la cabeza e intentó en vano tragar la saliva que yase había evaporado de su paladar.

—Ahí termina todo lo que me encantaría limitarme a saber.Por supuesto que he leído el resto, y lo hice en las mismascircunstancias que tú: después del accidente, conociendo eldesenlace de todo esto. Previamente, ya había descubierto queDavid no había abandonado el diario. Lo vi abierto y con unlápiz separando las páginas encima del escritorio de su

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habitación, justo la mañana en la que me llamó paramostrarme el horrible cuadro… —sus ojos se cerraron.Contuvo la respiración—. El cuadro. Dios mío, qué contentoestaba mi hermano con él… —apoyó el codo sobre la mesa ydejó caer su cara sobre la palma abierta de la mano; pronto, suhabla quebrantada me hizo ver en aquel gesto el intento deocultar un llanto—. Me había hablado de éste como de unregreso a su viejo estilo. Un desahogo para su mente. Y luegoleí lo que había escrito y… Él estaba convencido de estarpintando dos hombres... ¿Qué es eso que hay dibujado ahíarriba, Gonzalo? —Señaló el techo, y, al mismo tiempo, elsuelo que nos separaba de la habitación de los cuadros—. Tú loviste… tal vez te suene a alguna otra obra abstracta o…

Me incliné hacia María y encerré su mano con mis dedosdesprovistos del calor que aquella habitación había absorbidohacía ya un buen rato. Fue un movimiento tan sutil como tocarun globo hinchado con la afilada punta de un témpanodiminuto. Ella se derrumbó sobre la mesa y, aferrada a lamanga de mi camisa, la empapó con sus lágrimas largotiempo. No añadí nada. Me limité a observar en silencio losbucles castaños de su cabello desparramados sobre mi brazo.De vez en cuando, sus labios le susurraban algunas frasessueltas entre sollozos:

—No puedo… No puedo hablar de ello… Es una locura…Lo siento mucho, Gonzalo…

Entonces vi claro lo que estaba sucediendo. Desde la lecturadel diario, ya albergaba la terrible sospecha de que lasobrecogedora nebulosa oscura que descansaba sobre uncaballete en la habitación de la tercera planta y la pintura delpadre y el hijo sobre la que había escrito el pintor eran ysiempre habían sido el mismo cuadro. María me lo acababa deconfirmar. Sin embargo, algo todavía peor que la desquiciada

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ambigüedad implantada por David sobre nuestra percepciónde los hechos flotaba en las lágrimas no lloradas y en laspalabras enmudecidas. Un suceso relacionado de algunamanera con la contemplación de ese corrompido lienzo y quehabía podido desafiar a una de las mentes más cabales queconocía. Porque la mujer que gimoteaba sobre mi brazo no separecía en absoluto a la hermana de Durán: era una personadestrozada, que clamaba por la compañía de alguien para noverse sola encerrada en el vívido escenario de sus peoresmiedos. De ahí que me hubiese invitado a dormir la noche enla que descubrí el diario y a partir de la cual yo habíaconfundido pretextos e inventado manipulaciones.

Mi paciencia se habría llevado una recompensa si al relatoque vino a continuación se le pudiera atribuir ese nombre.Cuando María se recompuso, sus ojos oscuros luchaban poremerger del lodazal que sus lágrimas habían formadoalrededor. Su piel había palidecido y únicamente las marcasdejadas por los pliegues de mi camisa le añadían algún tinte.Trató de recogerse varias veces el pelo con la mano. Noobstante, se hallaba concentrada todavía en arrancar una vozronca de su garganta:

—La mayoría de la gente vive en la cómoda posición de nohaber tenido que enfrentarse a ciertas experiencias fuera de lacomún. Le basta con imaginarlas, frivolizar sobre ellas,mofarse o sentir una atracción morbosa —hablabapausadamente, reajustando el tono de voz para evitarfricciones con su garganta devastada. Se me hizo difícil nointerrumpirla—. Hasta ahora, yo había pertenecido a esecolectivo, disponiendo además de herramientas que mepermitían disipar las especulaciones con explicacionescontundentes. Ya no podría asegurar lo mismo. Y soy másconsciente que nadie de la capacidad de sugestión de la mente.El cómo ésta puede inventar personalidades y realidades con

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los mismos materiales de los que están hechos nuestros deseosy nuestros temores más profundos. La imagen que tenemosdel mundo es eso, al fin y al cabo: una fotografía en colorextraída de un negativo que ocultamos en nuestrosubconsciente a salvo de ser velado por la luz. Mientras que lafotografía puede ser procesada y retocada a gusto de su autor,el negativo procede directamente del crudo contacto con larealidad.

»Por supuesto que la salud mental de mi hermano seencontraba entre mis miedos, y cierto es que, después de ver elúltimo cuadro, mi cabeza trató de defenderse de ello. En lasúltimas semanas, David había vuelto a una actividad frenética.Se quedaba despierto todas las noches. Hacía ruidoconstantemente, a veces revolviendo cosas en el trastero,moviendo los muebles, e, incluso, me pareció oír que rascabaalgo en su habitación. Y hablaba solo. Cada vez con másfrecuencia. Tres días antes de su desmayo, se pasó una tardeentera encerrado en su cuarto. Hacia la medianoche, yo estabatodavía ahí tumbada viendo la televisión cuando, de pronto,saltó el diferencial de la luz y nos quedamos completamente aoscuras. Bajé a restablecer la corriente y luego subí aldormitorio de David para ver si todo estaba en orden. Meextrañaba que el apagón no le hubiese hecho salir a la escalera.No advertí luz en el interior, pero sí que escuché un murmulloque, sin duda, procedía de allí, quizás de una radio o algosimilar. Me dispuse a llamar, aunque me contuve en el últimoinstante pensando que mi hermano podía haberse acostado.Así que abrí la puerta con suavidad.

»Ahora desearía haber anunciado mi entrada. El murmullocontinuó llegando a mis oídos aún después de haberentornado la puerta, pero se desdobló en dos voces claramentedistinguibles y con una nitidez superior a la ofrecida porcualquier medio electrónico. Una de ellas pertenecía a mi

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hermano. La otra tenía más de ruido que de voz, como si unabestia de grandes dimensiones imitase el gorjeo de un niñopequeño. Antes de asomarme todavía más, me alarmó laestructura de diálogo sobre la que se organizaba aquellasucesión de sonidos ininteligibles. Conforme seguíaempujando la puerta, mis ojos descubrían más formas dentrode una habitación que, en ese preciso instante, me parecíacompletamente ajena a esta casa. Vi la mesita de noche, elcabecero de la cama y, acto seguido, a mi hermano tumbadoboca arriba sobre el colchón, completamente inmóvil. Prontoasocié el sonido de su voz con la imagen, en parte real, enparte imaginada, de sus labios moviéndose en la oscuridad.Sin embargo, el origen del otro ruido, aunque próximo,todavía me resultaba desconcertante.

»A punto de abandonar la escena y comprobar si el gorjeoprocedía de la calle, un objeto retuvo mi mirada en el interiorde la habitación: el espejo.

»Sabía que algo de lo que estaba viendo allí dentrocontribuía a que extrañara el dormitorio, como si le faltase, o,por el contrario, le sobrase una pared. Comprendí que setrataba del espejo. David lo había cambiado a la pared deenfrente, colocándolo justo donde debería haberse hallado lamesita de noche. El sonido extraño se acentuó precisamente enel instante que fui consciente de lo irreal que resultaba elreflejo de su superficie. No aguantaba más. Quería averiguar laprocedencia de aquella voz gutural. Abrí la puerta de par enpar, dejando pasar la luz tenue que se filtraba desde laescalera.

»Pero la luz no llegó a la pared del fondo ni al techo. Sequedó atrapada sobre una etérea película más alta que lapropia casa y se extinguió al instante emitiendo débilesfluorescencias. En medio del halo efímero, tras ser fugazmente

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proyectada contra esa lámina invisible, quedó al descubiertouna silueta negra que extendía sus brazos hacia David. Antesde que todo volviera a oscurecerse por completo, antes de quemis pies tropezaran con un suelo que, en ese instante, creí otemí inexistente, y antes de que mi garganta prorrumpiese engritos, la figura negra se movió.

»Salí corriendo escaleras abajo, entré en el comedor y meencerré allí durante toda la noche, con las dos lámparasencendidas y rezando porque no volviera a irse la corriente.Acurrucada en el sofá, conté cada minuto de la noche, y tansiquiera cuando llegó la luz del alba, conseguí conciliar elsueño.

»No pasó nada más. Creí oír algunos ruidos aislados lashoras que siguieron a aquel encuentro espectral, pero miimaginación se encontraba lo suficientemente excitada comopara haberlos inventado. Al llegar la mañana, yo seguíamuerta de miedo. Tuve que hacer un esfuerzo terrible porsobreponerme a aquel horror y atribuirlo a una pesadilla quehabía asaltado mi cabeza en algún momento de la noche queno recordaba y que, tras hacerme despertar, me puso en alertahasta el amanecer. No sé. Tenía bastante más sentido que loque vi allí dentro. En cualquier caso, de no haber recurrido aese truco, no habría podido subir de nuevo y echar un brevevistazo dentro de la habitación. La puerta estaba otra vezcerrada. La entreabrí y sentí un relativo alivio. Mi hermano,arropado dentro de la cama, dormía plácidamente. Además,no había ningún espejo al lado de la mesita de noche, lo queme indujo a pensar que había sido mi cabeza la que lo habíacambiado de lugar, como suele suceder incluso en aquellossueños que parecen más verosímiles.

»No obstante, preferí ausentarme de la casa todo el día.Necesitaba olvidar lo ocurrido. Cuando regresé, me agradó

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volver a ver a David de pie, junto a la puerta de suhabitación… Aunque no me atreví a hablar con él. No le conténada. Es más: evité la planta de arriba la mayor parte deltiempo… hasta que, al tercer día, oí un golpe sordo en el techoy corrí para ver lo que había sucedido. Por suerte, aquella vezsí que había luz dentro de la habitación de mi hermano, laúnica razón por la que me aventuré a entrar allí. Así loencontré tendido en el suelo, sin pulso ni respiración. Noquiero imaginarme lo que habría pasado si mi cobardía mehubiese retenido.

»He meditado sobre esos tres días continuamente, Gonzalo.Ninguna de las preguntas que me has formulado en losúltimos dos meses es nueva para mí. Sabiendo esto, ¿habríasesperado una contestación? Antes de que todo se complicase,yo misma preconcebí una serie de hipótesis sobre las queorientar un artículo científico en el que quería dejar constanciade la nueva experiencia creativa de David. Obviamente, éstasquedaron a años luz del auténtico desarrollo de losacontecimientos, de tal forma que dejé de lado la idea depublicar el experimento y me preocupé por afrontar mi propiarespuesta a las nuevas rutinas de mi hermano. Al final,estreché el cerco sobre mi propia cabeza, lidiando con ella paramantenerme sana. Y el diario… bueno… uno puederacionalizar todas las fantasías, miedos y alucinaciones quepadece, como las que yo sufrí aquella noche. Sin embargo, untrauma siempre es un hecho: mi hermano describía en laentrada de la mañana siguiente los síntomas del síndrome deestrés postraumático que siguen a un shock, destacando laamnesia anterógrada.

La cabeza de María se había ido inclinando de formagradual, como la de una niña tímida cuyo ánimo se marchitapor cada frase pronunciada forzosamente en un hilo de voz ysu temor a no ser tomada en serio pesa cada vez más. Si algo

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había de real en su historia era el desasosiego, el pavor queacabó por envolvernos a los dos aquella tarde. ¿A quédebíamos tener miedo? Cuando una persona u objetomaterializan el horror, resulta sencillo huir de él, aislarlo,combatirlo o destruirlo. Sin embargo, todos los elementostangibles implicados en los sucesos de los últimos meses, loscuadros, el diario, María y David, sólo habían sido testigos oemisarios de esa atrocidad auténtica que se escondía en algúnpunto ciego de nuestro entendimiento. Incluso yo mismo, demanera inconsciente, me había convertido al menos una vez enla silueta negra que amenazó la vida Durán, el día que suhermana me descubrió velando su descanso en la oscurahabitación del hospital. Probablemente, también la noche queaparecí en sus pesadillas encarnando el mismo peligro.

El ser humano es una criatura moral y, como tal, necesita dela culpa y los culpables para afrontar sus problemas. Su peordemonio no es aquél que posee las intenciones más abyectasrespecto al mundo que le rodea, sino la propia inexistencia deuna voluntad. Que las peores desgracias sucedan sin ningúnmotivo. Mi mente ya se había afanado en acusar a María una yotra vez. Mas aquella mujer desecha que abrigué en mis brazosel resto de la tarde no podía tener más culpa que yo o que elpropio David. Por tanto, frustrado de nuevo ese instintoinquisidor, mis pensamientos ociosos se centraron en buscarotro culpable material. Creer o no el relato de los Durán ya notenía importancia. Tan siquiera recuerdo el grado deconvicción que albergaba en aquel preciso momento cuandodecidí abordar la siguiente tarea.

David mencionaba en las últimas entradas de su diario laposibilidad de componer sus últimos bocetos en una únicaobra. ¿Lo habría conseguido? ¿Y si no la había destruido ytodavía existía, escondida en algún lugar de la casa? Porque talvez esa nueva creación no resultara tan inofensiva como los

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paisajes. Quizás en ella se hallaba la respuesta a todo lo quehabía acontecido en los tres días que precedieron a suaccidente. Tenía que encontrarla.

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6.

Aquella noche me quedé de nuevo en casa de María. No mehicieron falta excusas relacionadas con el alcohol, el cansancioo las nubes de tormenta que habían ocultado el atardecer yque, justo en el momento en el que tuve que tomar la decisión,comenzaron a descargar sobre la ciudad. Quería estar con ella.Me necesitaba a su lado y tenía la obligación de permanecerallí hasta reparar el daño que yo mismo había provocadohundiendo mis uñas en una aparatosa herida. No volvería amolestarla con más preguntas o suposiciones, y menos ahoraque éstas habían cobrado la fuerza de una obsesión. Mebastaba con tener un objetivo en mente: encontrar la últimaobra de David. Lo que su dormitorio o el resto de la casa nopudiesen contarme, quedaría en secreto para siempre.

Sucedió que las respuestas acudieron demasiado rápido, enun tiempo tan breve que no tendría espacio para preparar unareacción o incluso plantearme la conveniencia de lo quefinalmente hice. En la noche no hay lugar para la planificación.Es el entorno de los instintos, las fobias y la ansiedad. Losproblemas pierden sus dimensiones reales, engordan, seatiborran de una racionalidad desprovista de luz que se hallademasiado ocupada en vigilar los peligros que acechan en elexterior. Sólo cabe el «actúa y pregunta por el porqué al día

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siguiente».

Después de cenar, María se había quedado dormida en miregazo mientras mirábamos sin ningún interés las imágenesque se sucedían en la televisión del comedor. Los tonospurpúreos o verdosos que se deprendían de las esquinas de lapantalla me obligaron a desviar la vista en varias ocasiones.Con los ojos dolidos y los oídos cansados de ese pitido alborde del ultrasonido que emiten las televisiones viejas,encontré un momento propicio para apartar la cabeza de lamujer suavemente, levantarme y subir al dormitorio de David.Quería comprobar algo sobre lo que no había dejado de pensartoda la noche.

María destacó con especial ímpetu en su narración un objetoal que David también había aludido en la última entrada deldiario e incluso yo mismo había contemplado no sin ciertorecelo: el espejo rectangular de metro y medio de alto quecolgaba de la pared en la habitación del pintor. Los reflejosdevueltos tuvieron en los tres casos algo insólito o extraño,aunque fuera el simple hecho de haber llamado la atención delos que, en determinados momentos de inquietud, noshallamos cerca de él. Además, Durán lo había cambiado deposición por algún motivo antes de perder la memoria y, enese mismo lugar, había observado posteriormente una serie demarcas hechas a lápiz que describió como «aparatosas» y queseñalaban con precisión un punto de anclaje en la pared.

Mentiría si dijera que no me costó regresar a la habitaciónde David. Era la primera vez que subía a la tercera plantaplenamente consciente de las experiencias que habíancambiado la vida de los ocupantes de la casa. Aquel miedo sefundía con un recuerdo muy lejano, del que sólo captaba unolor familiar. El olor al hogar de mis padres. No había vuelto asentir la aversión a las dependencias más privadas y sombrías

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de una casa desde que de niño me enviaban a coger algo de losdormitorios, los cuales se hallaba en el otro extremo de unpasillo enorme. Yo lo atravesaba a paso rápido, con la vistaclavada al frente y evitando mirar dentro de las habitacionesabiertas. Sólo habiendo completado la hazaña, y en laseguridad que me proporcionaban la luz y la compañía de mispadres, era capaz de mirar atrás y comprender lo estúpido dela carrera.

Resultó que treinta años después la noche acabaría pordemostrarme lo prudente de aquella reacción infantil. El tipode respuesta generada por otro tipo de inteligencia, másprofunda, más primitiva, que ignoramos en el anhelo deexpandir nuestro conocimiento y controlar el entorno que nosrodea. La voz lacónica que grita «ataca», «huye» o«escóndete», todos ellos mensajes sencillos, pero no por esomenos perspicaces.

La habitación de Durán se encontraba tal y como la habíadejado la última vez que dormí allí, tres días atrás. María no sehabía molestado tan siquiera en cambiar las sábanas. Enrealidad, dudo que hubiese entrado allí desde entonces. Loprimero que hice tras encender la luz fue aproximarme alespejo y detenerme frente a él. Para mi desilusión, el objetoque mis vaticinios habían pervertido sólo me devolvió mipropia mirada. Examiné minuciosamente el marco metálico deapenas dos centímetros de ancho, completamente pulido. Nocontento con ello, lo descolgué y lo deposité boca abajo sobrela cama, dejando al descubierto un dorso de madera sin nadafuera de lo común en su superficie. Me senté en el filo delcolchón y observé la pared desnuda el tiempo suficiente paraverle un lado ridículo a todo aquello.

Me levanté, devolví el espejo a su sitio y me dirigí a laubicación que le había dado David la noche en la que María se

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había asomado al interior. Las marcas a lápiz habíandesaparecido, pero el agujero continuaba allí. ¿Por qué seesforzó en trasladarlo a esa pared? ¿Qué tenía de especial elnuevo emplazamiento? Giré la cabeza y recorrí la habitacióncon la mirada en busca de cualquier sugerencia que la nuevaperspectiva pudiera aportarme. Otro acto risible. Miré al suelo,tal vez por el azoramiento o por haber recordado un pasaje deldiario de Durán refiriéndose a lo cambiado que habíaencontrado su entorno al despertarse. Concretamente,describía un suelo cubierto de virutas de madera y manchas deuna sustancia adhesiva en la suela de su zapato, sugiriendohaber estado trabajando en algún tipo de manualidad. Variosdías antes, también plasmó algunos conceptos inusuales paraconstruir un bastidor que dotase al lienzo de una superficiecurva de grandes dimensiones. No obstante, él mismo rechazóesas ideas posteriormente para volcarse en una alternativa dela cual no dejó constancia en las páginas remanentes del diario.¿Pero, y en las páginas que faltaban?

Rebusqué por toda la habitación, procurando siempremantener el orden o el desorden preestablecido. La opción debajar de nuevo al trastero me pareció de mal gusto, así queescogí la frustración de no hallar lo que buscaba allí dentro.Husmear en el dormitorio de María no sólo habría sido menosapropiado, sino que también habría vuelto a situar a lahermana de Durán en el banquillo de los acusados. Mi respetohacia ella se convertía pues en mi mayor limitación.

Lo único que me quedaba era el espejo. Siempre ha habidoalgo sobrenatural en los espejos, algo que ha fascinado al serhumano y engendrado todo tipo de supersticiones. Tal vez losugerente de sus propiedades reflectoras, devolviéndonos unarealidad invertida. Puede que la mera posibilidad deobservarnos y ser conscientes de nosotros mismos. Untestimonio externo de nuestra existencia. Recapacité sobre el

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papel que podría haber jugado aquel objeto. En esencia, unespejo sólo puede hacer una cosa: reflejar una imagen. Portanto, debía existir algo que, en consonancia con él, completarala obra. Un cuadro colgado en la pared opuesta. El cuadro.

No tenía sentido. Según el diario de Durán, la elaboraciónde los bocetos fue posterior al nacimiento de la monstruosaabstracción que él percibía como una escena cotidiana. Nadiedibujaba los bocetos después de pintar el cuadro. No entiendocomo, a pesar de la imposibilidad física, de la incoherenciatemporal que ello implicaba, me hallé minutos después en lahabitación de al lado levantando del caballete aquel lienzo yarrastrándolo de vuelta a la de David. Durante el camino,contuve la respiración para no aspirar su aliento acrílico yevité mirarlo a la cara, pues sabía que si lo hacía se acabaríaresbalando de mis manos. Regresé a por el caballete y, una vezdentro, cerré la puerta. Lleno de expectación, he de confesar,planté el cuadro delante del espejo y me di la vuelta.

Como cabía esperar, no sucedió nada. Busqué variasinclinaciones y cambié la distancia, pero se continuabapercibiendo la misma deformidad pictórica, inmune a losefectos de la simetría o a los aparentes cambios de escala. Mehabía llevado una decepción un tanto extraña, pues, por otraparte, nunca había existido una expectativa concreta sobre laque decepcionarse. Así que volví a la habitación invadida porlas creaciones de Durán y examiné los cuadrosconcienzudamente, tratando de revelar alguna otra obrainédita. Al cabo de media hora, consulté el reloj de mi muñeca:era casi la una de la madrugada. Allí sólo perdería másilusiones entre el polvo y envolturas de plástico, así que decidívolver al comedor.

Una mirada caprichosa hacia la cómoda me permitió verque se encontraba algo separada de la pared y ligeramente

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torcida. Cuando me asomé detrás, el corazón me punzó elpecho. Un objeto con la forma de un lienzo cubierto con unatela azul descansaba apoyado de canto sobre la pared. Meincliné y retiré la cobertura parcialmente, para dejar aldescubierto un marco de madera de unos treinta centímetrosde ancho, demasiado grande para la pintura que encuadraba.Sin embargo, no fue el tamaño lo que me sorprendió: sobre lasuperficie plana de la madera habían sido grabadas yposteriormente marcadas con pintura blanca una maraña delíneas curvas que se entrecruzaban de un modo bastantefamiliar. Deslicé la obra fuera de su escondrijo, reparando porprimera vez en su elevado peso, y terminé de apartar la tela.

Las líneas curvas, tan precisas como las dibujadas en losbocetos, cruzaban el marco desde su borde exterior hasta suborde interior, a partir del cual no convergían en ningunafigura central, como me habría gustado pensar. El espacio en elque yo había esperado un lienzo se encontraba ocupado porotro enigmático espejo. David debía haber realizado unacomposición de sus bosquejos en el marco. Bastante mássencillo que las complicadas figuras y fórmulas queinterrumpían el relato del diario. ¿Con qué motivo? No mecostó imaginarlo. La pieza encajaba prácticamente sola en elpeculiar puzle que trataba de resolver aquella noche.

Alcé el espejo en peso y lo llevé a la habitación del pintor,deteniéndome con frecuencia para que mis nudillos dolidosrecuperasen su color original. Una vez me hube recluido denuevo allí dentro, retiré la mesilla de noche y atornillé al tacode plástico encajado en el agujero de la pared una de lasalcayatas de la caja que recordaba haber visto mientrasrebuscaba en los cajones. Respiré profundamente y, por últimavez, sostuve el espejo en alto para colgarlo por el cáncamo.Luego, muy despacio, lo solté y di un paso atrás con las manostodavía extendidas, corrigiendo la inclinación dos o tres veces.

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En el momento que mi cuerpo dejó de eclipsar el espejo que sehallaba a mis espaldas, se abrió el esperado túnel óptico. Lailusión atravesó la pared de la habitación, desembocando enotras estancias idénticas en las cuales una persona parecida amí imitaba mis movimientos. Sonreí. Era divertido. El juego delos espejos opuestos. Me dispuse en medio de la habitación ymiré en ambos sentidos, moviendo las manos para ver comomis hermanos especulares bailaban conmigo. Tardé enapreciarlo, pero había un elemento llamativo por el quesustituí lo ameno de aquel conjunto de imágenes anidadashasta el infinito por la pura fascinación.

Porque había logrado lo que quería: encontrar la últimaobra de David Durán. Las hipérbolas grabadas en el marco, yque en el cuaderno no hallaban punto de fuga posible, ahoraescapaban por el interior de la imagen, convergiendo hacia elcentro del reflejo. En realidad, lo hacían de forma discontinua,saltando de un borde a borde, y era el cerebro el que lascompletaba, creando toda una hipnótica espiral. Cuandoconseguí seguir la trayectoria de varias de las líneas hastadonde la luz se difuminaba al fondo del túnel, otro nuevoefecto óptico se instaló en mi cabeza. Si bien unas líneas seproyectaban hacia la lejanía con el resto del juego visual, otrasparecían cerrarse en círculos que, por instantes, se superponíanal resto de la imagen, abstrayéndose de ella. Cada parpadeome ofreció otra nueva figura plana, a veces más lejana o aveces más próxima, hasta un punto en el que llegué a ignorarel reflejo de la habitación y sólo fui consciente de la progresiónde líneas convergentes en contraste con esos nuevosespejismos. En una fracción de segundo, algunas de estasfiguras se manifestaron con una proximidad aterradora.Cuando lo hacían, ya no aparecían completamenteindependientes al resto, sino que ahora crecían sobre las raícesdel primer tronco de líneas, al igual que si se observase desde

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arriba el abigarrado árbol que alguien sembró en las peorespesadillas de un geómetra.

El límite ortogonal ofrecido por la forma del espejo habíadesaparecido de repente. La imagen se volvió turbia. Lasensación de mareo me golpeó la frente y me obligó a cerrarlos ojos, tras lo cual perdí el equilibrio y caí sobre mis rodillascon la cabeza laxa. Deglutí una copiosa porción de un alimentoinvisible tratando de empujar de nuevo hacia el estómago losreflujos ácidos de la cena. Acto seguido, abrí la boca paraexpulsar el aire que se apretujaba en los pulmones y volví aabrir los ojos. Agradecí al suelo no haber vomitado.

Tras un largo rato, la habitación dejó de bambolearse. Alincorporarme, desde la calma, vi otra vez la entradacuadrangular del túnel de cuyo interior acaba de huir. Desviérápidamente la mirada, apagué la luz y salí del dormitorio,convenciéndome a mí mismo de que el agotamientoacumulado después de una tarde bastante intensa y repleta deestímulos me había jugado una mala pasada. Necesitabadescansar. Un sueño reparador y la luz del día siguienteinspirarían mi juicio con el fin de determinar si la obra queacababa de contemplar era una genialidad o una completalocura.

Descendí las escaleras, notando como la turbacióndesaparecía poco a poco. Así que me senté otra vez en el sofá,ahora ocupado al completo por María, quien continuabadormida a luz de la lámpara y la televisión. Levanté suspiernas y las coloqué sobre las mías. Ella se removió emitiendoun quejido, y, por un instante, temí que se despertase. Mealivió comprobar que su respiración regresaba a una cadenciaparsimoniosa. La música susurrante que devolvió el equilibrioa mi consciencia y la acomodó en un placentero sueño.

Más tarde, cuando desperté, sabía que algo no estaba en su

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sitio. Tal vez una ventana abierta violentamente. Puede que eleco extinto de un grito. El aire frío levantado por alguien quedesaparece en la oscuridad. Me encontraba solo, con la cabezaechada hacia atrás y el calor arrebatado de golpe por unvendaval silencioso. Ni la televisión, ni la lámpara dabanseñales de vida. María debía haberse marchado a suhabitación, apagándolo todo a su paso. Quizás se hubiesedesvelado de otra de sus pesadillas, descubriendo otra vez enmí a una perversa figura. Me pregunté si habría huido delcomedor, o, incluso, de la casa. Una puerta abierta creandouna gélida corriente explicaba que el vello de mi brazo sehubiese erizado. Me levanté y, sin perder tiempo, busqué elinterruptor que resucitaría la lámpara.

No había corriente eléctrica.

La cascada de silogismos se precipitó sobre un enorme lagode aguas negras. Toda mi masa muscular se contrajo en unespasmo, quedando completamente petrificada y a merced deun cerebro que se alimentaba de su progresiva atrofia. Intentépalparme una mano para comprobar si todavía podía sentirla.La acaricié. Froté los dedos con fuerza. «Calma. Puede quehaya sido la tormenta». A medio desvelo, había escuchado elsonido de la lluvia en la calle, pero en ese instante la calmareinaba tanto dentro como fuera de la casa. Cierto olor ahumedad venía de la calle. O eso quise creer yo. La verdad esque, a diferencia del suelo mojado, aquel olor sí producíacierto escozor en la nariz, al igual que el cloro.

Entonces oí un golpe sordo contra el suelo de la planta dearriba que hizo saltar mi corazón. Se repitió una vez. Y otra. Yotra más. Con el ritmo que movería los pasos de una marchalenta desacompasada. Otro golpe. Una película de lágrimascubrió mis ojos. El escozor me obligó a entornarlos. «María.¿Dónde estas?», grité hacia mis entrañas sin emitir un solo

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ruido. Avancé titubeando hasta la puerta del comedor. Sudormitorio se encontraba abierto. Me deslicé hasta él y eché unvistazo al interior, tras intentar varias veces enjugarme lospárpados con los puños, y a la vez que pronunciaba su nombreen susurros. No hubo contestación. La cama estaba todavíahecha. Mis temores se confirmaban: no se encontraba allí.Había subido a la tercera planta.

Llegué al pie de la escalera. El olor acre bajaba por ellacomo un torrente, arrastrado por la misma brisa fría que mehabía despertado en el comedor. Me sumergí en él. Luché porganarle terreno, escalón por escalón. Mis oídos no habían sidocapaces de captar otro golpe aparte del de mis sienesbombeando el miedo por todas mis arterias y venas. Maldijedentro de mi cabeza. «¿Por qué te he dejado sola?» «¿Por quéno descolgué el espejo antes de regresar al comedor?» Cadapregunta exprimida por el arrepentimiento elevaba misrodillas un poco más. Y luego, la inteligencia del niño que noquería atravesar el pasillo de su casa me contradijo. «Huye».«No tienes nada que perder». «Lo que haya ocurrido se verácomo un accidente». Mi memoria se unió pronto al escándalo,vociferando fragmentos sueltos del diario de David Durán y elrelato de María. «La silueta negra extendiendo sus brazos».«No sé si ocurrirá, si ha ocurrido o si es demasiado tarde paraevitarlo». «Los demonios existen».

Puede que los demonios existan, pero no los ángelessalvadores. Porque cuando llegué arriba ya era demasiadotarde. La puerta entreabierta de la habitación de Durán y la luzde la noche penetrando a través de la ventana dejaban adivinarun cuerpo que yacía inmóvil entre cristales rotos.

Me abalancé hacia el dormitorio, decidido con toda mi fe ydeterminación a encarar al agresor. Un acto de heroísmovengativo igualmente desperdiciado: allí dentro ya no

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quedaba nadie más que María, tumbada boca arriba sobre elsuelo con los brazos y parte del torso empapados en unasangre oscura. Me agaché junto a ella. Palpé su cuello yencontré pulso. Apreté mis labios contra su frente. Quisedesintegrarme para darle todo el calor que quedaba en micuerpo y que aquella fría corriente de aire no se había llevadotodavía.

«El aire». Al principio, había asociado los cristalesquebrados a una ventana rota, y ésta, a su vez, a la irrupciónde un intruso. Sin embargo, el cristal de la ventana estabaintacto, bien lejos del lugar donde reposaba María. En cambio,ahora podía ver claramente que el espejo de la pared situada alos pies de la cama se había hecho añicos y los pocos pedazosque quedaban unidos al marco mostraban manchas de sangre.Me entró un escalofrío al notar como la brisa se habíaconcentrado en mi nuca. Ya no se asemejaba a una brisa. Lasensación que dejaba sobre la piel no era la provocada por elefecto de la evaporación del sudor, sino por una especie detensión electrostática aplicada sobre cada poro y cada pelo. Caíen la cuenta de que el otro espejo seguía a mis espaldas.

No lo pensé dos veces. Abandonando momentáneamente aMaría, me incorporé y anduve decididamente hacia el espejode Durán para aferrarlo con mis manos. La superficie de cristalse encontraba tan oscura como la propia habitación,interrumpida por la todavía más sombría silueta que misbrazos en cruz dibujaban sobre ella. Fue un instante. Laduración de un parpadeo. El tiempo que tarda un impulsonervioso en ser almacenado o borrado para la eternidad; encaer a un lado o al otro de la línea que separa las alucinacionesde los hechos. Mi propia figura se desdobló, como lo habríahecho de hallarse entre dos espejos opuestos muy próximos.

Pero allí sólo había un espejo.

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Luego comprendí horrorizado que lo que había a misespaldas no guardaba ningún parecido conmigo. Tiré delespejo, di un paso hacia atrás dispuesto a arrojarlo al suelo… Ytoqué aquello. Noté el roce en mi espalda de una piel dura,coriácea o escamosa, que no supe determinar bien a través deuna parte tan poco sensitiva del cuerpo, pero que, incluso através de la ropa, me causó una profunda repugnancia. Unadescarga eléctrica en la columna vertebral. Reaccioné girandosobre mis talones e intentando empujar la carga quesoportaban mis brazos contra lo que quiera que fuese aencontrar de pie junto a mí.

Fue un ataque al vacío. El espejo cayó boca abajo al suelo yoí como el cristal se rompía con gran estrépito. Faltó muy pocopara que alcanzase la cabeza de María. Miré a mi alrededorcon vehemencia, me di la vuelta una y otra vez, con lasensación de que la amenaza se encontraba siempre detrás.Mas la brisa fría había cesado.

Así que tomé a María entre mis brazos y abandoné eldormitorio. Sus manos continuaban sangrando. Desconocía sila caída le había provocado alguna lesión más. Pero erapreciso salir de allí cuanto antes. Al tiempo que atravesaba lapuerta, me pareció ver algo completamente fuera de lo comúnen el interior, aunque no me atreví a volver la mirada. Noaceptaría más riesgos.

Aún no comprendo como fui capaz de llevarla a la plantainferior sin tropezar en medio de la oscuridad. Podríahabernos matado bajando las escaleras a la velocidad que lohice. Una vez en el comedor, la deposité en el sofá y meapresuré a cortar las hemorragias de sus brazos enrollandoalrededor todos los retazos de tela que encontré, lo que incluyómi propia camisa. Seguidamente, me dirigí al teléfono ymarqué el número de emergencias. Por suerte, el apagón sólo

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había afectado a la línea eléctrica.

No podía hacer nada más. Sólo quedarme junto a ella yesperar, comprobando de forma insistente y con los ojos llenosde lágrimas que su corazón no se hubiera detenido.

No lo hizo. El equipo de la ambulancia la llevó al hospitalcon vida. El tiempo que tardó en despertar se me hizo eterno.Hasta ese momento, tuve que dar muchísimas explicaciones alos médicos. Supongo que mi rostro demacrado, el pelo sucio,las manchas de sangre por toda la piel y la ropa, y la chaquetadel uniforme que me había proporcionado el personal deemergencias para ponerme por encima de la camiseta interiorcontribuyeron a insuflar lástima en las almas benevolentes queme exculparon de lo sucedido. No hubo llamadas a la policía.Yo no estaba en la habitación en el momento del accidente yella, simplemente, no recordaba nada de lo sucedido desdeque se quedó dormida en el sofá junto a mí. ¿Por qué la habíaabandonado? Con toda seguridad, mi regreso al salón fue loque la despertó, empujándola a adentrarse en la noche. Mipropia psiquis me juzgaba con mayor severidad.

Y los espejos. ¿Por qué no escondí de nuevo el espejo deDurán? El propio David había tomado esa precaución,seguramente cuando, en algún punto de la noche que recibióla visita de aquella entidad extraña, decidió que nadie másdebía contemplar aquel horror. ¿O puede que lo hubieseinterpretado mal? ¿Y si su intención no había sido poner aMaría o a sí mismo a salvo? El pintor había perdido lamemoria de lo sucedido en los días previos a la visita de laentidad vagabunda, incluido todo recuerdo sobre el espejo.Ello sugería que el acto de ocultarlo, o bien fue anterior alshock, o bien fue cometido de forma inconsciente al margendel mismo. ¿Y si no hubo ninguna experiencia traumática yDavid, simplemente, permaneció dormido mientras se

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encontraba cerca de aquella presencia siniestra? Si algo habíaocupado la cabeza de Durán, ¿por qué no iba a poder borrar aconveniencia trozos de su memoria? Al igual que un virusaprovecha la maquinaria enzimática de la célula que infectapara su propio bien, esa inteligencia que David describiópodría haberse valido del mismo mecanismo por el quenuestra mente destruye ciertos recuerdos indeseados. Unacriatura que no quería abandonar el mundo una vez instaladoen él.

¿Cuándo llegó a este mundo? En su narración frenética, elpintor había planteado dos posibilidades: o bien, fue invocadapor su última obra, que construyó interpretando las señalesque recibía en sus experiencias subconscientes, o bien siemprehabía estado allí, y su creación artística había sido ideada conel propósito de expulsarla de nuestra realidad. Él mismosugirió que plasmar aquellos bocetos, ya fueran códigos,planos o referencias espaciales, le aliviaba. Y yo lo habíadestruido todo. Rompí los espejos y, no contento con ello,también quemaría los cuadernos de dibujo, sin saber realmentelo que hacía. Había corregido un error con otro error, tal ycomo le había sucedido a David al intentar preguntarse por elorigen de sus creaciones con más creaciones.

Durante años, las mismas preguntas surgieron una y otravez. Querría haberlas discutido con mi amigo, meses después,a una distancia segura de los hechos que acaecieron a finalesde aquel aciago otoño. Pero él falleció al llegar el invierno. Sinmás. Sin una razón. En parte, me alivia pensar que su muertehaya arrastrado con él la horrible pesadilla que moraba en susubconsciente. Sin embargo, tengo mis dudas al respecto. Miaccidental invocación del ser extraño tal vez hubiesedesencadenado algún proceso, provocando que éste fueseexpulsado de la mente de David, quien, al fin ajeno a suinfluencia, pudo marcharse en paz. Pero ese ente también

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podía seguir atrapado en nuestra realidad, camuflado encualquier otra forma, cuanto de energía, fragmento deinformación codificada o impulso nervioso. María jamás seinteresó por compartir tales preocupaciones. Se recluyó en supropia isla consciente, a salvo del bravo oleaje que golpeabasus costas. Acabaría mudándose de ciudad. Otro ser queridoque desaparecía de mi vida para siempre sin dar explicaciones.

No me habría obsesionado tanto por aquellas cuestiones si,justo después del accidente de María, me hubiera limitado avolver a mi apartamento y olvidarme del asunto. En cambio,opté por regresar a la casa del centro de la ciudad a la mañanasiguiente. La razón, como siempre, no tenía sentido.Sencillamente, algo no había quedado en orden.

Los recuerdos hervían dentro de la casa. Los mueblesdesplazados. Las pisadas de barro de los médicos queaccedieron al interior. Las copiosas manchas de sangreesparcidas por todo el camino entre el comedor y el dormitoriode David. La tenaz lucha con los escalones. El hálito contenidofrente a la puerta de la habitación donde la realidad se habíatergiversado de alguna forma. Y los espejos rotos. Sinembargo, lo que no recordaba era haber traído a aquel cuartode los horrores un objeto que, en ese momento, me observabadesde la cama. Me aproximé con cautela y, una vez encima deél, viví un momento de consternación similar o, incluso, peorque la contemplación de los espejos alineados en un túnel dedimensiones irreales o mi breve contacto con la obscenidadvenida de otro mundo.

¿Qué clase de perversidades existen en el universo, capacesde alojarse en la mente humana para revelar u ocultar a suantojo las verdades y las mentiras más terribles de nuestrarealidad? ¿Qué perpetran ahí fuera? ¿Qué impediría que nosreemplazasen por otros seres pensantes, destruyéndonos en el

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camino?

Lo que tenía frente a mis ojos no era otra cosa más que unbello cuadro dibujado en acrílico plasmando la tranquilacharla entre un padre y un hijo.

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