los olvidados de la esperanza, de ignacio torres

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Premio de Ópera prima Premios Michoacán de Literatura 2015

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GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Salvador Jara Guerrero

Gobernador de Michoacán

Marco antonio aGuilar cortéS

Secretario de Cultura

BiSMarck izquierdo rodríGuez

Secretario Técnico

irMa daza BanderaS

Secretaria Particular

María catalina Patricia díaz veGa

Delegada Administrativa

raúl olMoS torreS

Director de Promoción y Fomento Cultural

arGelia Martínez Gutiérrez

Directora de Vinculación e Integración Cultural

eréndira HerreJón rentería

Directora de Formación y Educación

JaiMe Bravo déctor

Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural

Héctor García Moreno

Director de Patrimonio, Protección y Conservaciónde Monumentos y Sitios Históricos

MiGuel SalMon del real

Director Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán

Héctor BorGeS PalacioS

Jefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura

CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

rafael tovar y de tereSa

Presidente

Saúl Juárez veGa

Secretario Cultural y Artístico

franciSco corneJo rodríGuez

Secretario Ejecutivo

ricardo cayuela Gally

Director General de Publicaciones

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Los olvidadosde la esperanza

Premio de Ópera prima

Ignacio Torres

Gobierno del Estado de MichoacánSecretaría de Cultura

Consejo Nacional para la Cultura y las Artes

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Primera edición, 2015

© Ignacio Torres

dr © Secretaría de Cultura de Michoacán

Colección:Premios Michoacán de Literatura 2015Categoría Ópera Prima

Jurados:Tania Castro Cambrón y Carolina López Herrejón

Coordinación editorial:Héctor Borges Palacios

Diseño de Colección:Jorge Arriola Padilla

Secretaría de Cultura de MichoacánIsidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,C.P. 58020, Morelia, MichoacánTels. (443) 322-89-00 www.cultura.michoacan.gob.mx

ISBN: 978-607-9461-14-0

Impreso y hecho en México

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Índice

Presentación: Las siete colinas de la virgen 7

Nos quedamos 13

Las seis viudas de don Josefo 25

La camisa roja 51

Esperanza de muerte 65

Por tragona 77

El perfecto chupadedos 97

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Las siete colinas de la virgen

Es de desear que los escritores jóvenes aprendan de los excepcionales maestros de la palabra justa, esto es, no decir ni más ni menos de lo que nos exige la gramática. ¿Quiénes son?: Gustave Flaubert y Joseph Conrrad: En Victoria, se lee: “El inmutable hombre de la historia es maravillosamente aceptable, tanto por su capacidad de resistencia como su poder de separa-ción. Parece que mi destino es demasiado misterioso para su entendimiento. Si la trompeta del juicio final sonase de repente en un día de trabajo, el mañana se-guiría tocando la sonata de Bethoveen y el zapatero remendón proseguiría hasta el fin su tranquila confian-za en los misterios del mundo. ¿Quiénes somos noso-tros para dejarnos atraer por la negativa música de un ángel, demasiado fuerte para nuestros oídos, dema-siado espantosa para nuestros errores?”

Y así debe de ser: la palabra acompañada de la mú-sica nos deja ver el lienzo de las notas como soporte en los huesos y las miradas del lenguaje. Antes que la estética y la matemática de la literatura y ésta, nos dijo Paul Valéry, es la extensión de ciertas variedades del

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lenguaje, es de esperar que Ignacio Torres busque lo poético en la pausa como en Julio Cortázar buscando las siete llaves de la casa del sueño o vagabundear en las siete colinas de Salinger desnudado por la mirada del lector.

En hora buena y que así sea.

Antonio Mendiola

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A Mando, siempre.

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Si no podemos amar viendo que la noche avanza, celebremos una alianza con ese sueño mentido.Un día acabará el olvido o acabará la esperanza

Tomado de la película Días de otoño (1962)

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Nos quedamos

Desde tiempos remotos es válida la sentencia de “la tercera es la vencida”. Por lo que Eustaquio Peña y Peña quien se consideraba un hombre de palabra como todos en su familia, la cumplió rigurosamente. “Te lo dije Esperanza y no pienso retractarme, vamos a ir por tu baúl y allá nos vamos a quedar, todos esta-mos cansados de no avanzar a causa de tus olvidos”. Esperanza, su esposa, no dijo nada, esperaba poder convencerlo de lo contrario.

Era la tercera vez que la caravana tenía que regresar al valle sin río en el que en mala hora, pensaban todos, se les había ocurrido acampar después de ocho días de caminar sin descanso. Apenas tres horas antes ha-bía iniciado la jornada y con sobresalto escucharon la señal de alto. “¿Y ahora qué?”, dijo una mujer arruga-da y de cabello cano mientras le jalaba la rienda a los bueyes de su carreta. Su marido, al doble de arrugado que ella, compartió su desazón pero le pidió pruden-cia. “No lo digas tan alto, nos puede oír el patrón”.

Una vez que todas las carretas se detuvieron y había regresado la avanzada de a caballo Eustaquio Peña y

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Peña, muy joven aún para ser llamado “don”, les dio la noticia: “Les voy a pedir que me dispensen pero vamos a tener que regresar otra vez al valle, mi mujer olvidó el baúl con las telas. Hay que dar media vuelta”. Nadie respondió nada, con paso lento y cansado volvieron a sus posiciones y monturas y emprendieron la marcha.

“Ya me estoy cansando”, dijo la mujer arrugada, “es la tercera vez que la señora olvida algo y tenemos que desandarnos todos hasta allá, ¿así cuando vamos a llegar?”. “Paciencia”, le respondió el esposo, “que para algo es la patrona. Ella puede olvidar todo lo que quiera”. La pareja de ancianos formaba parte de la ca-ravana que se dirigía al pueblo que estaba en la punta del Cerro Cabeza de Vaca, ese altísimo que se veía detrás de las Siete Colinas de la Virgen. En ese lejano lugar había nacido Esperanza Gonzaga hacía diecio-cho años, hija de un comerciante español que había recorrido todos esos parajes porque, junto con su ma-dre, acompañaba a su padre en esa vida casi nómada que los tenía unos meses aquí y otros tantos allá.

Don Fernando Gonzaga hacía negocios con los lu-gareños, enriquecía sus mercaderías con los produc-tos de esos lares y seguía su marcha con su esposa e hija. Vivían los tres en una carreta de madera que te-nía campanitas colgadas en las cuatro esquinas y dos ventanas redondas a cada lado. Fue por una de ellas que Eustaquio Peña y Peña vio a Esperanza y quedó prendado de ella al instante.

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“Señorita, ¿cuánto cuestan estos espejuelos?”, dijo él nervioso pero serio. Esperanza estaba distraída y al voltear hacia la voz que la inquiría sintió un vuelco en el corazón, ese joven tenía los ojos más negros que había visto en su vida. “Serán como dos pozos hondí-simos, negros, negros, pero con un brillo especial en el fondo”, recordó Esperanza que le había dicho una adi-vina en el pueblo que habían visitado hacía dos meses. “Éste es el hombre con el que me voy a casar”, dijo en voz baja. “¿Cuánto?”, preguntó Eustaquio, “¡Ay, perdone! Estaba distraída”, respondió ella, “cuestan dos reales”, y se atrevió a decir: “¿Son para usted? Se ve muy joven, no creo que los necesite”. “No, no son para mí, son para mi abuela”, señaló Eustaquio, buscó los dos reales y se los entregó. “Gracias”, dijo Espe-ranza. “Las que la adornan”, respondió Eustaquio y se fue a toda prisa.

Desde ese día Eustaquio iba a diario a la carreta del comerciante y después de llevarle a su abuela el sexto par de espejuelos ésta le dijo: “¿Si quiera ya le pre-guntaste su nombre? Soy vieja pero no tonta, tú estás enamorado, ¿es bonita la muchacha?”. Complacida, escuchó a su nieto responder emocionado que era la más bonita de todas. Lo que no le gustó tanto a doña Jacinta viuda de Peña y Peña era que se trataba de la hija de un comerciante que andaba de pueblo en pue-blo. “No te preocupes hijo, habla con ella, y si te acep-ta pídele que venga a cenar con sus padres dentro de

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tres días. Diles que los invito yo, ya veremos cómo arreglamos ese asunto”.

Tres jornadas después estaban los Gonzaga llaman-do a la puerta del caserón de los Peña y Peña. Según habían oído eran la familia de más raigambre en el pueblo, y también la que tenía más medios. “Si empa-rentamos nos irá muy bien, ¡qué suerte tener una hija tan maja!”, dijo don Fernando una y otra vez desde que había recibido la invitación para la cena. Un mozo los hizo pasar al salón, ahí estaban todos los Peña y Peña, doña Jacinta vestida de negro, con bastón en mano miró a Esperanza y se sintió tranquila, era bo-nita, como le había dicho su nieto pero además de cadera ancha, podría tener muchos hijos para conti-nuar su estirpe. Don Mariano y doña Joaquina vieron de arriba abajo a sus posibles futuros consuegros y se obligaron a esbozar una sonrisa. “¡Bienvenidos!”, dijo Eustaquio, avanzó hacia los invitados e hizo las presentaciones correspondientes. Se anunció la cena y pasaron al comedor.

Entre platillo y platillo todo fue silencios incómodos entre los padres de uno y otro y miraditas llenas de amor entre Eustaquio y Esperanza. Don Fernando ha-bía intentado entretener a sus —esperaba con todo el corazón— futuros consuegros con anécdotas de su vida casi nómada pero no les sacó ni un solo comenta-rio y mucho menos una sonrisa. Terminaron el postre y obligados por el ahínco de su hijo y la insistencia de

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la abuela, don Mariano y doña Joaquina pidieron en matrimonio la mano de Esperanza. “¡Sí!”, respondió don Fernando en un grito ahogado, se puso de pie, sonriente saludó a todos de mano y se volvió a sentar.

“Como comprenderán nosotros no podemos empa-rentar con alguien que no tiene una casa bien estableci-da…”, empezó a decir don Mariano pero lo interrumpió doña Jacinta, “no es que tengamos algo en contra de su profesión, es únicamente que nos gustaría que las familias que se van a unir por este matrimonio tengan una hacienda próspera y bien instituida. Por eso que-remos ofrecerles que la dote que tenían pensado darle a Esperanza se la queden para que pongan una bue-na expendeduría en el pueblo en el que nació su hija, ¿cómo nos dijo que se llama?”, “San Naborito”, res-pondió don Fernando. “Cierto, San Naborito. Si requie-ren de una ayuda económica adicional yo con gusto los puedo apoyar, sería muy bueno que cuando los nietos lleguen puedan ir a la casa de sus abuelos maternos a pasar una temporada”, finalizó doña Jacinta.

Dos meses después se celebró la boda. El pue-blo entero estuvo invitado a la ceremonia religiosa y poco más de la mitad asistió al banquete celebrado en la casa. A los papás de la novia solo les sirvieron una copa de vino porque temían que a don Fernan-do se le soltara la lengua y empezara a contar su vida errante. Unos invitados estaban divertidos con la cara que ponían don Mariano y doña Joaquina cuando sus

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consuegros se paraban a bailar. Otros veían cómo Fernando y Esperanza no se soltaban las manos y casi ni parpadeaban al verse. Él estaba deslumbrado por la belleza de su esposa y ella estaba encantada porque la profecía de la adivina se había cumplido.

Al día siguiente de la boda don Fernando y su es-posa fueron despachados —entre la urgencia de sus consuegros y los adioses de su hija— con rumbo a San Naborito y la encomienda de iniciar de inmediato la construcción de su casa y establecer su tienda.

Un año después aún no llegaba el hijo y los Peña y Peña empezaban a preocuparse. “La gente del pueblo ya empieza a murmurar”, dijo doña Joaquina; “se duda de la hombría de nuestro hijo”, añadió don Mariano, “no lo podemos permitir”. “Es una tontería, si lo único que hacen esos dos es pasear y pasear por el pue-blo con la misma cara de amor desde el día en que se casaron”, intentó tranquilizarlos doña Jacinta. “Madre, sabes que la gente solo ve lo que quiere”, rebatió don Mariano; “y lo que mejor le acomoda a sus habladu-rías”, terció doña Joaquina. Después de un rato de dis-cusión llegaron a una solución: enviarían a Eustaquio y a Esperanza de visita a San Naborito, por las cartas que llegaban mes a mes sabían que los papás de ésta ya tenían un caserón bien dispuesto y eran dueños de la principal mercadería del lugar. “Muy bien, que se va-yan, pero que se lleven criados y que los acompañen también los primos Darío y Cristóbal”.

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Una semana después todo estaba dispuesto para el viaje. Tres parejas de sirvientes los acompañaban, cada uno en su carreta. Llevaban además otros tres carretones llenos de baúles, enseres de viaje, ropa, te-las y hasta algunos muebles. “Vamos mujer, hay que empezar a caminar, que son veinticinco jornadas de viaje hasta San Naborito”, apuró Eustaquio a Espe-ranza, se despidieron de la familia y partieron. En un intento por avanzar más rápido los primeros ocho días caminaron casi día y noche, se detenían apenas por un par de horas para descansar durante la hora más fuerte del sol y avanzaban noche y madrugada para aprovechar el clima fresco.

Al amanecer de la novena jornada alcanzaron un va-lle y decidieron acampar ahí durante un día. Viajantes y animales estaban cansados y por temor a que éstos últimos no aguantaran el resto del viaje les soltaron las amarras y los dejaron pacer. Esperanza, quien ya había aprendido las maneras aristocráticas de doña Jacinta y doña Joaquina, se bajó de su carreta y orde-nó que descargaran todo el carretón en el que había muebles y telas. Personalmente dirigió las labores y en un par de horas estaba lista una tienda bien dispuesta y amueblada de la que no salió el resto del día. Ordenó a las criadas que prepararan algo de comer y se durmió.

Al día siguiente recogieron todo y retomaron la mar-cha. Al término de la siguiente jornada se escuchó un grito. “¡No está, no está mi camafeo!”. Era Esperanza

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asomada en su carreta buscando a Eustaquio. “¿Qué pasa?”, preguntó. “No está el camafeo que me regaló tu abuela, ya lo busqué en toda la carreta y los bultos que traigo aquí y nada, no está”, respondió Esperanza casi gritando, “hay que regresar al lugar donde acampamos para buscarlo”, añadió. “¿Regresar otra vez hasta allá? Mejor le voy a pedir a Darío y Cristóbal que vayan y lo traigan”. “Son hombres”, dijo exasperada Esperanza, “los hombres nunca encuentran nada, ¡vamos todos!” Ante la insistencia y los gritos que no dejaban de sonar y que lo avergonzaban frente a sus primos y servidum-bre Eustaquio aceptó, dio la orden de regresar al valle para buscar el camafeo de su esposa.

Desandaron el camino y luego de buscar durante seis horas entre el pasto, los arbustos y las flores del lugar, encontraron la joya de la patrona. Como perdie-ron casi todo el día decidieron quedarse ahí otra vez para cenar conejo, en el lugar había muchos y rápida-mente cazaron tres. Mientras Eustaquio, sus primos y los sirvientes buscaban a los animales, Esperanza y las criadas descargaron el carretón y montaron la tienda. A pesar de todo estaban alegres y abrieron una alforja de vino. Al día siguiente empacaron, cargaron el carre-tón y siguieron la marcha. Habían caminado dos jor-nadas cuando hubo otro alto repentino. “¡Mi anillo, no está mi anillo!”, gritó Esperanza; “¿Cuál anillo?”, pre-guntó Eustaquio; “el de matrimonio”, respondió ella en un tono de voz que denotaba su desilusión por lo poco

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que la entendía su marido; “¿pero cómo no te diste cuenta antes?, ¿que no sentiste que te hacía falta?”, la regañó Eustaquio; “¡No, no sentí! Si hubiera sentido no habría esperado hasta ahora. ¡Vamos al valle! Seguro que lo dejé por ahí cuando se te ocurrió la grandiosa idea de que ayudara a las criadas a preparar los cone-jos”, recriminó ella. Y partieron de regreso.

Tanto los sirvientes como Darío y Cristóbal, los pri-mos de Eustaquio, no se entusiasmaron con la idea de volver al valle, pero como iban de mera comparsa tu-vieron que acatar la orden. “¿Otra vez?”, dijo la mujer arrugada, que era la más vieja de las tres sirvientas de la caravana, torció la boca y se quedó en silencio. Lle-garon a donde habían acampado, empezaron a buscar y después de seis horas encontraron la sortija. Nadie tuvo ánimos para salir a cazar, estaban cansados así que todos se durmieron en cuanto terminaron de ins-talar la tienda de la patrona. Al amanecer recogieron todo y antes de empezar la marcha Eustaquio dijo: “¿Segura que llevas todo? Fíjate bien, porque si tene-mos que regresar otra vez te juro que nos quedamos aquí a vivir”; “sí mi cielo, va todo”, respondió Esperan-za con mucha dulzura y subió a su carreta. Avanzaron.

Tenía poco que había iniciado la segunda jornada desde que retomaron el camino por tercera vez cuando hubo otro drama: Esperanza no encontraba su pequeño baúl de ébano en el que llevaba sus alhajas y los ense-res de costura. “No podemos seguir, ¡tú sabes cuánto

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cuestan esas joyas!”, gritó a su marido. Eustaquio, ya sin ganas de volver a discutir le respondió: “Vamos a ir por tu baúl y allá nos vamos a quedar, todos estamos cansados de no avanzar a causa de tus olvidos”. Des-andaron el camino y a las cuatro horas encontraron el baúl, con su contenido intacto, detrás de un arbusto. Las criadas empezaron a instalar la tienda y Eustaquio dio orden a los criados y pidió a sus primos que busca-ran entre sus cosas algo que les sirviera de herramien-tas para cortar algunos árboles de la loma que estaba en el fondo del valle y empezaran a preparar la mam-postería de la que sería su casa.

Al ver que lo de “la tercera es la vencida” iba en se-rio, Esperanza preparó un plan: esa noche se esforza-ría en sus deberes como esposa y con eso esperaba convencer a su marido de que al día siguiente reanu-daran la marcha a San Naborito. Puso tanto ahínco a sus obligaciones maritales que Eustaquio se convenció de que deberían seguir hacia el pueblo de sus suegros pero quiso que se quedaran en el valle unos dos o tres días para aprovechar que su esposa estaba dispuesta a complacerlo en todo.

Al séptimo día de que sus patrones retozaban sin descanso, la sirvienta más vieja de la caravana estaba decidida a hacer lo posible para que se quedaran ahí, estaba harta de andar y desandar el mismo trayecto. En la noche, cuando Eustaquio y Esperanza salieron de su tienda para cenar, la mujer se le acercó a su patrona

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y le dijo: “Señora, le pusimos tomillo y clavos de olor al conejo, no debería comer tanto porque esas hierbas les hacen daño a las mujeres que están preñadas como usted”. “¿Preñada?”, respondió Esperanza; “¿Y usted cómo sabe?”, preguntó Eustaquio azorado. “Es que yo veo en los ojos de la gente, patrón”. “¿Por qué no me habías dicho antes?”, dijo Esperanza casi a gritos, asidua a las artes adivinatorias se fue a su tienda con la sirvienta para que le hiciera una consulta mística a profundidad.

Salieron después de un rato y confirmaron la noticia, Esperanza estaba de encargo. “No nos podemos mo-ver de aquí”, anunció ella a todos, “Eustolia dice que presiente que va a ser un parto complicado y que debo estar tranquila los nueves meses”. Eustaquio estaba feliz, abrió otra alforja de vino y lo compartió hasta con los criados, brindó con sus primos Darío y Cristóbal y les pidió que redoblaran esfuerzos para tener lista la casa cuanto antes. La fiesta siguió hasta la madrugada entre vino, risas y palmadas en la espalda al orgulloso futuro padre.

Poco antes del alba el marido de Eustolia, la criada, la despertó. “¿Y tú cómo sabes que la patrona está de encargo?, ¿qué es ese cuento de que lees los ojos de la gente?”. “¡Ay viejo, pos eso, es puro cuento. Pero si no está preñada pronto va a estar, ya han retozado varios días y yo le recomendé que no le negara sus favores al patrón. Le dije también que su hijo tenía que nacer

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en este valle para que fuera grande y poderoso. Me creyó todito la taruga. Si hasta se emocionó cuando le dije que gracias a ella se fundaría una nueva villa. Que le quiere poner Villa Esperanza…”, respondió Eustolia mientras empezaba a desempacar todo lo que traía en su carreta.

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Las seis viudas de don Josefo

De don Josefo Peña y Peña ya solo queda el recuerdo y su cadáver que de tan disputado por todas las viudas que le resultaron, terminó hecho cachitos.

Los Peña y Peña siempre fueron una familia impor-tante, se dice que ellos fundaron la villa que con el paso de los años se convirtió en Ciudad Esperanza, llamada así por doña Esperanza de Peña y Peña, tatarabuela de don Josefo quien parecía estar destinado a ser el último descendiente de su larga dinastía. Su esposa no le había podido dar hijos así que cuando don Josefo murió mu-cha gente se preguntaba qué pasaría con su hacienda.

En el velorio de don Josefo no se escatimó en pom-pa y ceremonia. Había cuatro enormes cirios custo-diando cada esquina de su féretro y cientos de velas y veladoras encendidas cuyos fulgores hacían juego con el llanto constante y a ratos escandaloso de los dolien-tes importantes que acompañaban al notable difunto.

A media mañana los rezos y letanías que dirigía un grupo de monjas fueron interrumpidos por la llega-da intempestiva de seis mujeres que dijeron ser las viudas del difunto. Los murmullos discretos de la

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concurrencia se convirtieron en ruidosas discusiones cuando los presentes —apasionados tanto o más que cuando presenciaban la lucha entre San Miguel Arcán-gel y Luzbel en la pastorela de diciembre— conocie-ron las historias de las recién llegadas.

Las mujeres arribaron cada una con nutrida prole que de cuando en cuando preguntaba, “¿a qué hora despierta mi papá?”. Las ahora viudas, pálidas, vesti-das por entero de negro entre encajes, sedas y velos, tenían la firme intención de salir de ahí con el cuer-po de su difunto marido para darle cristiana sepultura. Cada una por su lado.

Don Domingo Hernández, amigo, abogado y alba-cea de la fortuna del disputado muertito, acalló —o al menos intentó hacerlo— a los dolientes devenidos en público, y pidió a las seis viudas sentarse tres a un lado del féretro y tres al otro.

—Señoras, entendemos su molestia, si a nosotros esta situación nos tomó por sorpresa ya me puedo imaginar a ustedes; pero les pido que entiendan por favor, la única que hubiera podido considerarse viuda era doña Julieta Villa de Peña y Peña que, lamentable-mente, ya murió. Para nosotros don Josefo era viudo. Además ninguna de ustedes puede reclamar el cuerpo dado que no hubo vínculo legal.

—Sí que lo hubo —se levantó una de las mujeres.Al lado derecho del féretro, a la altura de los pies del

hombre al que tanto amó —según dijo al abalanzarse

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llorando sobre la caja apenas entró—, se puso a bus-car en su bolsa, negra también. Parecía que arañaba hasta el fondo del pequeño bulto que traía entre las manos hasta que finalmente encontró lo que buscaba. Blandió en alto un arrugado y amarillento papel y lo mostró a todos los presentes.

—El acta de mi matrimonio con Josefo —anunció de manera dramática y asintió levemente al escuchar los “¡ah!” de los presentes.

—Puede ser falsa, señora —señaló don Domingo, y se apresuró en añadir suavizando al máximo el tono de voz—, por supuesto que no dudo de usted, sino de mi compadre que tal vez acudió a los servicios de un juez falso.

—No me irá decir que cree que esta acta podría ser falsa también —dijo otra de las mujeres poniéndose de pie.

Estaba del lado izquierdo a la altura de la parte me-dia del féretro. Había sido más práctica sobre el lugar para guardar el preciado documento: lo sacó del seno izquierdo. La concurrencia dijo, en ese caso, repetidos “¡oh!” que luego se convirtieron en un barullo cuando las otras cuatro viudas sacaron cada una su acta de matrimonio.

A simple vista los documentos parecían legítimos. Don Josefo Peña y Peña, se leía claramente en todos, había sido el contrayente y firmaba al calce con esa rúbrica angulosa e inconfundible.

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—Permítanme, señoras, que mi colega, el licenciado Guízar, analice estos documentos. Les reitero, no dudo de su palabra sino de la de mi compadre que, lamenta-blemente, ya no puede aclararnos esta penosa situación.

El licenciado Guízar era un hombre chaparro, re-gordete con lentes redondos, un bigote como de te-jaban y unas manos pequeñas y sin callo alguno que sudaban profusamente. Antes de tomar las seis actas sacó un pañuelo de lino blanco y se las restregó con fuerza. Una vez que comprobó y recomprobó que sus manos estaban secas, rodeó el ataúd de su difunto, y al parecer sinvergüenza amigo, para que cada una de las mujeres le entregara el documento que validaba su unión con don Josefo. Al estar frente a las pálidas viu-das hizo una reverencia y musitó un pésame bajando la mirada. “Estaré en el despacho", dijo con las manos llenas de actas matrimoniales puestas sobre el pecho, se dio la media vuelta y se perdió detrás de unas pesa-das cortinas de terciopelo verde.

—Siéntense señoras, tendremos que esperar —dijo don Domingo.

—Usted está vivo y puede darse el lujo de perder el tiempo, mi difunto Josefo no, quiero que mis hijos se despidan de un cadáver decente, que se pueda exhibir, y no de uno verde y maloliente. La viuda soy yo y me lo voy a llevar —respondió una de ellas.

Las otras cinco mujeres siguieron de pie y aunque como damas que se consideraban no estaba bien visto

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que alzaran la voz, se permitieron reclamar a voz en pe-cho lo que creían única y enteramente suyo: El cadáver de don Josefo.

—¿Cuántos hijos tuvo con Josefo? —le preguntó una señora ya entrada en años que resultó ser doña Ramona del Valle, tía del difunto.

—Tres hermosos niños —respondió la aludida quien al enterarse con quién hablaba se presentó como Ma-ría Alcázar viuda de Peña y Peña, y le dijo “tía” a doña Ramona en un tono por demás cariñoso.

—Yo tengo cuatro.—Yo, cinco.—Yo, seis.—Yo, siete.—Yo, dos y el que viene —dijo la mujer sentada en

la cabecera derecha del féretro al poner suavemente la mano izquierda sobre la barriga.

—La que tiene más hijos es la verdadera viuda —se-ñaló categórica doña Ramona—. Julietita, que en paz descanse, nunca pudo procrear, pobrecilla. La prole más grande es la que debe quedarse con el apellido y la fortuna.

Las mujeres con menos hijos se ofendieron pero, conscientes de que la que hablaba era una "pariente" con la que no se podían enfrentar abiertamente, se limitaron a asentir cuando otros de los presentes re-chazaron la idea de doña Ramona. "La más joven es la viuda", dijo uno, "la que se haya casado primero", gritó

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otro, "la que haya bautizado ya a todos sus hijos", se-ñaló un tercero, y así, entre el griterío, se sucedieron muchas otras opciones para dirimir el asunto y seguir con el velorio. Don Domingo alzó la voz y pidió silencio a todos.

—Señores, señoras —dijo en tono grave—, estas seis damas están sufriendo, perdieron al padre de sus hijos y ahora están en esta penosa situación, les pido un poco de respeto.

—¿Pero cómo fue posible que no se dieran cuenta de todas las esposas que tenía don Josefo? —pre-guntó un sacerdote santiguándose, era fray Bernar-do Gutiérrez, confesor agustino del difunto que se había quedado mudo ante la llegada de las viudas y sus nutridas proles. Calvo y enjuto, sus ojos hundi-dos sólo habían visto a don Josefo una vez ante el altar y había sido del brazo de la difunta doña Julieta cuando se casaron en la Basílica de Fátima—. Como bien deben saber a la Santa Madre Iglesia Católica le importa poco el matrimonio civil, la unión ante Dios es la verdadera. ¿Alguna de ustedes se casó por la Iglesia con don Josefo?

Ninguna de las mujeres dijo nada. Se sentaron ca-lladamente y bajaron la mirada. Se hizo un silencio expectante que se convirtió en tensión cuando María Alcázar se puso de pie.

—Comprendo lo que dice padre, pero no se me puede juzgar mal por haber amado tanto a Josefo. Yo

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lo quise sin preguntas ni reservas, le di todo —dijo an-tes de que le ganara el sollozo.

Don Domingo le acercó un pañuelo discretamente y luego de unos momentos y de limpiarse la nariz rui-dosamente, María Alcázar continuó: Había conocido a don Josefo en una tienda de dulces y chocolates en el centro de Ciudad Esperanza. Ella esperaba un gran pe-dido que había hecho, esa noche celebraban el cum-pleaños 55 de su madre y estaban dando los últimos detalles al festejo. "¿Ha probado ya el chocolate que les acaba de llegar de Suiza?", escuchó que alguien le dijo, ella contestó que no de manera distraída porque pensó que le había hablado un dependiente de la tien-da. "Le doy del mío si quiere". Esa frase la hizo voltear para encarar a su interlocutor, estaba entre ofendida y sorprendida, ¡quién se creía ese...! No era un depen-diente. Delante suyo, recordó embelesada, estaba un hombre como de un metro ochenta de estatura, forni-do, de cabello lacio, negro y engominado que vestía un elegante traje gris que le sonrió y extendió la mano izquierda con un trozo de chocolate suizo entre el pul-gar y el dedo índice. “No puedo aceptarlo", respondió María con timidez pero no bajó la mirada. La sirvienta que la acompañaba le dijo algo pero la mandó callar y le ordenó que la esperara afuera.

“¡Era encantador!”, recordó María. El buen mozo que le ofrecía el chocolate se presentó con una reve-rencia: “Josefo Peña, a sus pies señorita. Permítame

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comprarle una caja del chocolate suizo que le decía, es divinamente dulce, como su mirada”. María se sonrojó y entre risitas nerviosas y miraditas de lado aceptó el regalo del apuesto hombre quien luego le dijo: “Tengo dos vicios en la vida, el chocolate y escuchar al coro de las monjas de la Iglesia del Carmen, ¿le gustaría acom-pañarme mañana?”. Al día siguiente, evocó la viuda entre suspiros, tuvieron su primera y única cita.

—Me enamoró con su dulzura y la de los chocolates que me regalaba, padre —dijo María con el pañuelo en la mano—, después de que nos vimos en la Iglesia del Carmen todos los días llegaba una caja a la casa y mi padre, temiendo que yo engordara y le fuera difí-cil encontrarme marido, mandó decir a Josefo, con el mensajero que llevaba las golosinas, que se presenta-ra al día siguiente. Mi padre le preguntó si tenía algo que ver con los Peña y Peña y le respondió que era pariente lejano, Peña sólo por parte de padre. Fue así que en menos de un mes ya estaba casada con él. Nos dijo que era ateo, algo que me sorprendió porque le encantaba oír cantar a las monjas, pero me dijo que era por mera apreciación artística y aunque intenté convencerlo sólo hubo matrimonio civil. Tampoco tu-vimos viaje de bodas.

Eso último lo dijo con la misma desilusión de hacía cuatro años cuando don Josefo se lo anunció.

—Luego de la fiesta en casa de mis papás me llevó a su finca en Santa Catarina y ahí he vivido. Me enteré

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hoy temprano de su muerte porque la criada vino a la ciudad a hacer la compra de la semana y oyó los chismes. Claro que no estaba segura si era el mismo Josefo pero ya me di cuenta de que sí es —apenas alcanzó a terminar la frase y empezó a sollozar.

"Pobre mujer, la engañó vilmente", se escuchó decir a alguien en un susurro.

—Engañadas todas —reclamó otra de las viudas.—¿Cómo te llamas hija? —preguntó Fray Bernardo.—Soy Sofía Arias, vi–u–da —dijo, remarcando la

palabra— de Peña y Peña padre, el acta de matrimo-nio, pero más que eso, los cuatro hermosos hijos que tuvimos con mi difunto Josefo, son la prueba.

—Hija, ¿pero cómo no te diste cuenta de que don Josefo tenía otra… bueno, otras familias?

—Desde que nos casamos me llevó a vivir a su finca de Santa Úrsula. Ya sé que está cerca de la ciudad pero yo nunca venía, mi padre nunca estuvo convencido de mi matrimonio y me pidió que no frecuentara su casa.

Hacía cinco años, narró Sofía a la concurrencia que se había vuelto a quedar silenciosa, coincidieron en el zócalo de la ciudad en varias ocasiones. Él la veía pero no decía nada. Una y otra vez se encontraban y aunque sus miradas eran insistentes seguía en silen-cio, hasta se agachaba, recordó, para no sostenerle la mirada. Ella, como señorita bien educada, no hacía nada, se limitaba a pasar todos los días a la misma hora y voltear discretamente hacia la derecha. En el

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centro del zócalo estaba un asta sin bandera rodeada de cuatro bancas, don Josefo estaba siempre con la pierna derecha sobre la que daba al norte y la mano izquierda en la cintura. A ella le parecía una postura seductora que disfrutaba ver todos los días pero que la desconcertaba dada la actitud tímida de ese hombre. Pasó por el mismo lugar durante tres semanas sin que le dijera nada.

—Llegó el día en que me desesperé y me detuve frente a él para preguntarle qué quería, me sonrió y bajando la mirada me dijo: “Acompañarla, ¿puedo?”. Respiré aliviada porque al hablarle yo primero bien hu-biera podido tomarme por una descastada y, sin pen-sarlo, acepté su propuesta —Sofía aceptó que, aun-que a don Josefo no le había molestado su actitud, no fue la de una señorita decente—. Sabía que no me co-rrespondía dar el primer paso pero lo hice porque ya no encontraba qué inventar para salir de la casa todos los días a la misma hora y pasar por el zócalo.

El primer día que vio a don Josefo, dijo, pasó por casualidad y al día siguiente pidió permiso para dar un paseo, luego quiso ir a la iglesia, después les anunció que iría a visitar a su prima Cuquita y así siguió diaria-mente inventando cosas.

—El día que finalmente hablamos yo sólo pensaba dar una vuelta en el zócalo y regresar a mi casa pero para que no pensara mal le pedí que me acompañara a la modista, pacientemente esperó a que me tomaran

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medidas para un vestido que no sabía si mi papá me iba a permitir encargar y luego, siempre silencioso, me llevó hasta mi casa.

A los tres días, continuó la viuda, le llegó un paque-te, el niño que lo llevaba dijo que tenía que esperar una respuesta y se plantó en la puerta. “¿Qué es hija?”, preguntó la madre de Sofía como distraída pero supo al verlo que ese era un típico envoltorio de una pieza de ropa. Lo abrieron y ambas quedaron deslumbradas. Un vestido blanquísimo, de seda y con ricos bordados las miraba desde el fondo del paquete. Sofía lo sacó con cuidado y con manos temblorosas se lo midió por encima del cuerpo. Era de sus medidas exactas. “Mira”, casi gritó la madre y tomó una nota que esta-ba hasta abajo. “¿Te quieres casar conmigo?”, leyó la señora en voz alta y cayó desmayada. Sofía se limitó a decir “Sí”, como en un trance, y luego de unos segun-dos se dio cuenta de que su madre estaba en el suelo. Se apresuró a ayudarla a levantarse y le dijo que iría a dar su respuesta.

—Como era de esperarse mi padre se enojó cuando le contamos lo que pasó y aunque se opuso yo ya me había decidido. Entre mi madre y yo lo convencimos. El día de la boda mi padre me llamó aparte antes de firmar el acta y me dijo: “Fíjate en el dedo, se le ve la marca de una argolla matrimonial”, yo le respondí que eran figuraciones suyas y me casé. Josefo, quien nos dijo que era Peña sólo por parte de madre, llevó al juez

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y me aclaró que aunque creía firmemente en Dios y la Santa Iglesia Católica no estaba bautizado y por lo tanto no se sentía digno de entrar a un templo para bautizarse primero y casarse después. Le daba pena.

“Ella se lo buscó, apenas lo conocía y se casó con él”, murmuró alguien. “¡Shhh!”, se escuchó en el otro extremo del salón pero lejos de volver el silencio el lu-gar se llenó otra vez de barullo. Unos alegaban a favor de María, la novia de los chocolates y otros en pro de Sofía, que se había animado a dar el primer paso.

—No me importa si piensan mal de mí —dijo Sofía Arias— no me arrepiento de haberme casado con este hombre maravilloso —tocó el ataúd y se dejó caer en la silla que estaba a la izquierda del ataúd, a la altura de los pies del difunto.

—De hombre maravilloso nada, a mí me pegó más de una vez —dijo la viuda que estaba sentada en la cabecera izquierda del féretro.

—Esta mujer miente —se apresuró a decir doña Ra-mona del Valle, se puso de pie y con un ademán de gran dignidad se dirigió hacia la puerta—, no me que-daré a escuchar semejante infamia —dio media vuelta y salió.

—No es infamia, es la verdad —antes de continuar dijo que se llamaba Ana Morales y que tenía siete hijos —yo lo quise mucho, lo sigo queriendo, y aunque me trató mal quiero que mis hijos tengan un buen recuerdo de su padre y una tumba a donde ir a llevarle flores.

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—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó don Domingo en voz baja y con una expresión grave.

—Nos casamos hace ocho años en su finca de Santa Ana. Yo era huérfana y un día mi tío, don Roberto Mo-rales, me anunció que alguien había pedido mi mano. Yo había quedado bajo su tutela y además era mi al-bacea, no dudé que haría lo mejor para mí así que acepté lo que decidió y preparé mis cosas.

Al tercer día don Josefo pasó por Ana Morales a su casa. Según ella misma narró a la silenciosa concu-rrencia, subieron al coche que los llevaría a la finca y su casi marido le dijo: “Vamos a ser muy felices, mandé nombrar en tu honor la finca en la que ahora vivirás”, le tomó la mano y luego le dio un beso en la mejilla. El tío de Ana no acudió a la boda así que prácticamente estuvieron solos con el juez, cuando éste se retiró don Josefo le dijo a su esposa: “Ahora no podremos ha-cer viaje de bodas pero pronto haremos uno. Iremos a Roma si quieres y ahí le pediremos al Papa que nos case por la iglesia”.

—A mí me hizo mucha ilusión —prosiguió Ana— yo nunca había salido del país y en ese momento le creí. Claro está que el viaje nunca llegó. Las ausencias de Josefo se hicieron más constantes y un día sin decir nada me dio tres golpes en la espalda con su fuete. Yo estaba acostada en mi cama y el dolor me despertó. “Perdóname”, me dijo, “Es por tu bien, una señorita que ha vivido sin padres como tú, necesita una mano

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firme que la guíe y no permita que se vaya por el mal camino”.

Los presentes tenían cara de espanto pero nadie dijo nada. Ana recalcó que la situación se había re-petido en varias ocasiones durante los ocho años de matrimonio pero que a pesar de eso había sido feliz.

—Josefo me dio las comodidades a las que yo esta-ba habituada así que terminé por acostumbrarme tam-bién a los golpes que de cuando en cuando me daba.

“¡Es intolerable!”, dijo alguien; “¡Pobre mujer!”, gritó una señora antes de ponerse a llorar; “¡era un mons-truo!”, se escuchó decir a un hombre joven. Ana asin-tió a cada uno de los dichos y se sentó calladamente. Extendió la mano izquierda y la dejó sobre la lustrosa madera del ataúd.

De repente varios de los presentes se levantaron e hicieron ademán de irse. “Por favor señores, el velo-rio aún no termina”, señaló en tono tranquilizador don Domingo pero nadie le hizo caso. Del salón salieron 20 personas con la cabeza en alto sin mirar el ataúd. “Yo creí que conocía a mi compadre pero me equivoqué”, dijo un hombre canoso al cruzar la puerta.

—No crean lo que dijo esa mujer —gritó la viuda que estaba sentada en la parte media, del lado derecho del féretro— ¿Cómo puede ensuciar la memoria de mi Jo-sefo de esa manera?

—Solo dije la verdad señora, lo que yo viví.—Entonces diré ahora lo que viví yo —hizo un ade-

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mán para pedir silencio a don Domingo que se había levantado y siguió—. Soy la viuda de Josefo, Matilde del Río viuda de Peña y Peña. Mi difunto marido era maravilloso, cantaba como los ángeles y tocaba el violín de una manera excepcional.

—¿Don Josefo cantaba? —preguntó extrañado fray Bernardo.

—¿El violín? —dijo don Domingo rascándose la cabeza.

—Sí señores, fue gracias a la música que nos cono-cimos. Madame Marie fue mi profesora de piano y un día ella organizó un recital para mostrar los avances de todos sus alumnos. A unos los acompañaban sus padres pero para los que no habíamos avanzado tanto en las lecciones era una clase como otra así que no le dijimos a nadie.

Matilde fue solista, según siguió contando a la mer-mada concurrencia, del Concierto para piano no. 24 en do menor, de Mozart. Mientras sus compañeros to-caban las primeras notas del allegro, ella estaba senta-da frente al piano, moviéndose un poco nerviosa y con las manos sobre el regazo, esperando su turno. Volvió la mirada hacia la puerta de la academia de Madame Marie y lo vio entrar. Alto, fornido, guapo. Perdió toda concentración y también el momento en el que debía empezar a tocar. La profesora francesa, un poco mo-lesta, hizo sonar tres veces su bastón en el suelo y le pidió a Matilde que iniciara.

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—Como pude empecé a tocar pero las manos me temblaban. Sentía la mirada de aquel hombre, de mi Josefo y estaba totalmente intimidada. No sé cómo lo hice pero terminé mi participación y me fui hacia atrás del improvisado escenario.

Ahí la estaba esperando don Josefo. “Me fascinó su manera de tocar”, recordó Matilde que le había dicho.

—Yo creí que se estaba burlando pero insistió en lo mismo. Me propuso ir por un bizcocho para seguir charlando y hablar de música. Como madame Marie estaba enojada conmigo acepté su propuesta. Luego del bizcocho me acompañó a mi casa. Al día siguiente empezaron a llegarme partituras de Mozart, de Bach y de Chopin. Intentaba tocarlas pero no me salía muy bien. Los criados se la pasaban con pedazos de mi-gajón en las orejas y mi madre, cansada de dar órde-nes sin que le hicieran caso, aceptó la propuesta de un maestro de piano que le mandó una nota ofreciéndose a darme clases a domicilio.

El maestro era Josefo. Cuando Matilde del Rio lo vio entrar a su casa por primera vez sintió, según dijo, que se le doblaban las piernas. El guapo profesor eligió una pieza de Chopin para la primera lección, a trompicones los dedos de la alumna se movieron sobre las teclas y luego de una hora de practicar y practicar, terminó la clase. “Si usted así lo desea vendré mañana”, recordó Matilde que le dijo Josefo.

—Por supuesto acepté. El pretexto de las clases

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duró poco, en menos de un mes ya había pedido per-miso a mi mamá para visitarme como pretendiente y antes de dos meses estábamos casados. Mi madre es viuda y consideró una bendición del cielo que práctica-mente de la nada llegara alguien interesado en casar-se conmigo. “Nada de poner condiciones”, me dijo mi madre cuando finalmente le pidió mi mano. Firmamos ante el juez y me llevó a vivir a su finca en San Benito ahí era nuestro nido de amor y música, así le gustaba decirle a él a la casa. A cada uno de nuestros hijos les compuso una canción, los cinco alumbramientos estu-vieron acompañados por su violín.

“Qué hermoso”, dijo alguien suspirando; fray Ber-nardo movía las manos como dirigiendo una orquesta y don Domingo, embelesado como todos los presen-tes —exceptuando a las otras viudas—, se puso de pie, se acercó a Matilde del Rio y la abrazó.

—Si era tan feliz contigo, ¿por qué se casó tantas otras veces? No lo entiendo

—Era un sinvergüenza, por eso —dijo la mujer sen-tada del lado izquierdo del ataúd, a la par de Matilde. Sacó del seno izquierdo un pañuelo y se secó una lá-grima— ahora entiendo todas sus ausencias y la frial-dad conmigo y sus hijos.

La mujer dijo llamarse Rosario Mendieta viuda de Peña y Peña, madre de seis y residente en la finca ubi-cada en San Martín. Señaló que era la segunda viudez que pesaba sobre ella, se sonó la nariz y continuó.

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Aunque no tuvo hijos de su primer matrimonio pen-só que no estaba para poner condiciones cuando don Josefo le había pedido matrimonio luego de frecuen-tarla un par de veces a instancias de un amigo que los había presentado en la fiesta de la parroquia de San Francisco. “Firmé el acta y me fui a vivir a donde me llevó mi marido. Hice lo que tenía que hacer”.

—Los niños llegaron rápido, y aunque tuvimos va-rios a ninguno lo quiso y yo creo que ni a mí. Entre viaje y viaje o me embarazaba o me felicitaba por el parto. Un beso en la frente para mí, otro para el niño y era todo. Seguramente se la pasaba entre su casa aquí en la ciudad, la finca en San Martín y todas las otras que tenía en los pueblos cercanos donde vivió con es-tas —dijo con énfasis— señoras. Pese a todo nunca nos ha faltado lo necesario para vivir cómodamente y estoy agradecida por eso. Quiero llevarme el cuerpo y enterrarlo en la huerta de la casa.

“Pobres de sus hijos, siempre ignorados”, se escu-chó que dijo una mujer entre la concurrencia; “¿acaso alguien conoció cabalmente a este hombre?”, pregun-tó, a todos y a nadie, otra de las presentes. “Yo me voy de aquí, don Josefo no sólo engañó a esas muje-res sino a todos nosotros”, dijo sor Teresa, la madre superiora del convento de las Julianas al que tanto había apoyado el difunto. “Vámonos hermanas”, se levantó y salió seguida por cinco monjas vestidas de hábito azul marino. Todas bajaron la mirada al pasar

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junto al ataúd.—¡Reverenda! ¡No se vaya!, ¿quién va a dirigir el ro-

sario? —gritó don Domingo pero las religiosas no le hicieron caso.

—Dios santo, es como si este hombre de repente se hubiera convertido en muchos… debió de estar poseí-do —se animó a decir fray Bernardino luego de santi-guarse, algo que también hicieron todos los presentes.

—No diga esas cosas padre —reconvino don Do-mingo, pero por las dudas también se persignó—. Ya hasta tengo miedo de preguntarle a usted —dijo diri-giéndose a la viuda embarazada y con dos hijos que estaba sentada en la cabecera derecha del féretro.

—No tenga miedo señor, no creo que su amigo haya estado poseído —dijo la mujer y se puso de pie—. No les voy a contar otra larga historia como todas las… señoras aquí presentes. Yo ayudaba a mi padre en su tienda de telas y encajes y fue ahí donde conocí a Jo-sefo. Fue algunas veces, siempre con la intención de enamorarme. Me decía cosas muy bonitas. En una de esas ocasiones me preguntó si me quería casar con él y le dije que sí. Al día siguiente llegó con el juez y ahí, con algunos clientes como testigos, firmamos el acta.

Antonia Treviño viuda de Peña y Peña dijo llamarse y luego reveló algo que dejó a todos con la boca abierta: “Desde antes de casarme yo sabía que Josefo tenía otras cinco esposas además de doña Julieta”.

—¿Y por qué aceptaste entonces hija? —preguntó

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fray Bernardo poniéndose de pie.—Verá usted padre, mi mamá, que en gloria esté

—se santiguó— siempre me dijo que me casara con alguien que fuera hombre entre los hombres, así que dígame ¿quién va a ser más hombre que uno con seis esposas?

Los varones ahí presentes coincidieron con esa idea y asintieron con vehemencia; algunas de las mujeres también estaban de acuerdo pero otras no tanto y ahí empezó el barullo otra vez. “Es cosa de hombres”, sentenció un señor peinándose el bigote con la mano derecha; “así son ellos”, declaró una mujer sudorosa, de unos 40 años de edad, mientras cruzaba los bra-zos; por el contrario otras de las presentes acusaron de desfachatez a todos los hombres y empezaron a gritar que don Josefo era un cochino, sinvergüenza y mal cristiano. La concurrencia del velorio sufrió otra desbandada y quedaron únicamente las seis viudas, don Domingo, Fray Bernardo y unas quince personas entre hombres y mujeres que estaban más emociona-dos que indignados con la situación.

Rosario Mendieta, Ana Morales, Sofía Arias, María Alcázar y Matilde del Río no se inmutaron por la gente que se fue y apenas miraron a los que se quedaron. Todas ellas, al igual que Antonia Treviño, estaban con-vencidas de tener el derecho de sepultar como mejor les conviniera a su marido y sin importar lo que pasara, no se irían de esa casa sin lograr su cometido.

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—¿Y cómo se enteró de que Josefo ya estaba casa-do? —preguntó Sofía Arias.

—Muy fácil, le pedí a uno de los empleados de mi padre que lo siguiera. El pobre chamaco volvió casi una semana después. Me dijo que el día que empezó a seguirlo había entrado a una casa aquí en Ciudad Esperanza, ésta en la que estamos ahora, y al día si-guiente empezó su recorrido por sus fincas en Santa Catarina, Santa Úrsula, Santa Ana, San Benito y San Martín, todos los pueblitos cercanos excepto uno, el de San Juan, que es a donde me llevó a vivir a mí —dijo y se sentó cuidadosamente. Tenía la mano derecha en la panza de seis meses de embarazo y la izquierda en la cintura.

—Ahora entiendo porqué me pidió que asignara una sobrada pensión vitalicia para cada una de sus fincas —dijo don Domingo como hablando para sí mismo.

Los presentes estaban murmurando pero guarda-ron silencio súbitamente. Las seis viudas se levantaron al mismo tiempo al ver que el licenciado Guízar salía del despacho. Fray Bernardo y don Domingo se acer-caron presurosamente al hombre regordete que con expresión grave los veía desde detrás de las gruesas gafas y traía las seis actas de matrimonio a la altura del pecho. Los tres hombres murmuraron algo entre ellos, asintieron brevemente y el licenciado dio dos pasos al frente.

—Señoras, lamento no poder ser de mayor utilidad

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para resolver este embrollo. Durante todo este tiem-po estuve examinando estos documentos y lo único que puedo decirles es que todos son legales. No en-contré ningún indicio de que alguna o algunas de las actas sean una falsificación. Lo que procede ahora es corroborar la existencia de los jueces que firmaron y solicitar al excelentísimo magistrado que…

—No tenemos tiempo para eso señor —respondió Sofía, avanzó hasta el licenciado Guízar y le arrebató las actas. Se quedó con la suya y repartió las demás—. Esto se tiene que resolver ya, el cuerpo se va a des-componer y yo quiero un velorio y un entierro dignos.

Las otras viudas asintieron en silencio.—Señoras, como albacea de don Josefo debo de-

cirles que esta situación no será de fácil resolución, está también la cuestión de legitimar el apellido de to-dos sus hijos para que se registren como herederos de los Peña y Peña y sus nombres queden asentados en el árbol genealógico de la familia. Además tenemos que ver cómo se dividirá la fortuna entre todos ellos —al decir esto último señaló con la mano izquierda hacia el amplio ventanal que daba al jardín,ahí esta-ban los 27 hijos de don Josefo Peña y Peña, se les veía animados, sin saber con quiénes jugaban desde hacía un buen rato.

—El apellido no me importa —dijo Antonia Trevi-ño—, yo lo que quiero es el cuerpo.

—Pienso igual —convino Sofía Arias.

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—Y por el dinero no se preocupe —añadió Ana Mo-rales— se lo puede quedar usted si quiere, con lo que recibimos mensualmente nos basta.

—Estoy de acuerdo con estas señoras, yo quiero el cuerpo de mi marido.

—Pero señora Matilde —empezó a decir don Domingo.

—Nada de lo que nos diga importará —lo interrum-pió María Alcázar— ya quedó muy claro a qué vinimos.

—Algo tenemos que hacer para solucionar este asunto, el calor está arreciando—añadió Rosario Mendieta.

—Señoras, no les puedo dar el cuerpo a todas —reconvino don Domingo, y luego un destello de luz le cruzó la mirada— a menos que —dio media vuelta para guiñarle el ojo a fray Bernardo y dijo en tono so-lemne— hagamos lo que Salomón, hay que dividir el cadáver.

Don Domingo guardó silencio y encaró a las viudas. Con ese argumento creyó que las disuadiría y podrían hacer el entierro a las seis de la tarde, tal y como esta-ba programado, en el lugar que tenían reservado junto a la tumba de doña Julieta Villa.

—Muy bien —dijo Ana Morales— pero deme la pier-na izquierda, que es con la que a veces me pateaba.

—Yo quiero el brazo derecho —pidió Matilde del Río— con ese tocaba el violín.

—Para mí la cabeza —ordenó Rosario Mendieta—

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me quedará el consuelo de recordar su rostro cuando me besaba en la frente cada que paría a uno de sus hijos.

—A mí deme la pierna derecha —se apresuró a de-cir Sofía Arias y puso la mano sobre el ataúd— esa era la que subía a la banca cuando nos conocímos en el zócalo.

—Yo quiero la mano izquierda —dijo María Alcá-zar— con esa me ofreció el chocolate cuando nos conocimos.

—A mí ya no me dejaron escoger —señaló Antonia Treviño—, deme lo que quedó del brazo izquierdo.

—Pero señoras, ¿se dan cuenta de lo que me están pidiendo? —casi gritó don Domingo.

—¡Sería un pecado! ¡Una aberración! —alzó la voz fray Bernardo.

Los pocos presentes que quedaban estuvieron de acuerdo con el padre y decidieron que era momento de irse. Las simpatías que aún sentían por algunas de las viudas desaparecieron por completo al escucharlas pedir partes del cuerpo del padre de sus hijos como si ordenaran costillas al carnicero.

—La idea fue suya señor —dijo María Alcázar.—Voy por un cuchillo —dijo Antonia Treviño y se

encaminó a la puerta— ¿dónde estará la cocina?Entre Matilde del Río y Rosario Mendieta corrieron

las cortinas del ventanal que daba al jardín mientras Sofía Arias y Ana Morales levantaron la tapa del ataúd.

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—Señoras esto es una insensatez —dijo don Domin-go— pero si es la única manera de resolver el proble-ma lo vamos a hacer así, solo que hay un detalle, cada una pidió lo que quiere del difunto y dejaron el tronco del cuerpo, ¿qué hago con esa parte de don Josefo?

—Entiérrelo donde quiera, eso ya será problema suyo —le respondió Antonia Treviño, estaba en la puerta del salón. Había encontrado la cocina y traía entre las manos un enorme cuchillo.

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La camisa roja

Ya me queda poco tiempo. Después de que eso que me acecha me cubra por completo no sé qué pasara, por eso escribo esto. Me llamo Samuel García y estoy preso. Esta celda fría y oscura desespera a cualquiera y lo lleva a la locura, aunque llevo poco tiempo aquí ya lo he visto. Pero en mí es más fuerte la necesidad de explicarme y tratar de entender lo que ha pasado. Quizá lo logre algún día alguien con más suerte y pru-dencia que yo.

Hasta hace un mes yo era muy conocido en Ciu-dad Esperanza donde nací hace treinta y dos años. Podríamos decir que era el mejor sastre. Mis diseños, pero sobre todo mis telas, fueron lo que me dio fama y prestigio. Aun en mi situación puedo ufanarme de ha-ber puesto de moda que tanto hombres como mujeres usaran camisa. Mi especialidad.

Mi negocio empezó modestamente. Vivía cerca de la Basílica de Fátima, adapté la sala de mi casa y colgué un letrero en la puerta: “Sastre”. Para mi buena suerte la calle era muy concurrida y no tardaron en hacerme mis primeros pedidos. Arreglos sencillos generalmente.

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Una bastilla. Un botón. Remendar el puño de un saco. Nada que me dejara mucho dinero. Cada que alguien entraba a mi negocio le ofrecía confeccionarle alguna prenda. “¿Un pantalón señor?, ¿Una camisa?, también le puedo hacer una falda señorita”, dije varias veces sin encontrar respuestas favorables.

El desánimo estaba por apoderarse de mí. La es-trechez económica también llegó a mi casa. Ese único patrimonio que me dejaron mis padres al morir. Como hijo único y con parientes distantes e indiferentes a su partida, nadie objetó que me quedara ahí. Pero no po-día comerme los muebles o los tapetes. Dinero no me habían dejado. Por eso fue que me decidí por la sas-trería pensando en que sería un buen negocio. Había decidido que si la situación no cambiaba vendería la casa y me iría de la ciudad. Ojalá lo hubiera hecho. No estaría hoy aquí. Encarcelado y a punto de ser consu-mido pero ese rojo enemigo del que, sin saber, tam-bién fui cómplice.

Todo, lo bueno y lo malo, empezó cuando al ofre-cerle a un joven la confección de una camisa, me respondió: “Los diseños que tiene en su libro de pro-puestas son interesantes, pero francamente no me gustan las telas. Son muy ordinarias. Consiga algunas de mejor calidad y de otros colores y tal vez le encar-gue un par de prendas”. Por fin alguien me daba una respuesta diferente al tan escuchado “No”, y con ello una esperanza.

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Muchas horas después de la partida de ese posible cliente seguía pensando en lo que me había dicho. Te-nía buena pinta. Se veía bien vestido por lo que no puse en duda su juicio y gusto acerca de las telas. Con la idea de renovar mi desdeñada oferta me afané en visitar a todos los textileros de la ciudad pero no hubo nada que me pareciera digno del gusto de ese joven. Abatido y pensando en cuánto pediría al vender mi casa caminé lentamente por la avenida principal de la ciudad. Empezaba a caer la tarde y decidí sentarme en una de las bancas que había en la acera. “Voy a extra-ñar estas tardes frescas”, pensé al dejarme caer con las manos sobre los muslos y la cabeza gacha. Luego de un rato alcé la mirada y en ese momento, justo en ese momento, empezó a gestarse mi desgracia. En un letrero leí: Funerales La Luz Eterna y con letras más pe-queñas señalaba que vendían solo ataúdes italianos. “Ojalá hubiera una tienda de telas italianas”, pensé, “esas sí que gustarían”.

Impulsado por una curiosidad que ahora veo como malsana, crucé la calle y entré en la funeraria. Quería ver cómo eran las telas del interior de los ataúdes. Un dependiente arrugado y enjuto me atendió con ele-gancia parsimoniosa. Insistía en los materiales exter-nos: la caoba, el crucifijo de plata… pero nada de eso me interesaba. Luego de su ensayado discurso le pedí que abriera los ataúdes. Algo extrañado accedió y yo sin poder contenerme empecé a abrir todos los otros

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que tenía en exhibición. No lo podía creer. Linos, Cre-pés, Tafetas, Sedas y hasta delicados Chiffones ante mi vista.

No pude contener mi emoción. Tampoco es que me haya esforzado en hacerlo. Caminé de un lado a otro observando el que para mí era el mejor de los mues-trarios de telas que había visto en mi vida. El gesto de extrañeza del hombre aportó aún más arrugas a su rostro. Acostumbrado a tener clientela nunca entusias-ta y casi siempre llorosa, mi actitud lo ofendió un poco. “Bueno joven, cuando tenga a algún difunto por ente-rrar no dude en regresar por aquí”, dicho eso me tomó del brazo y me llevó hacia afuera.

Yo ya no le puse atención pero sí tenía algo en claro: necesitaba esas telas para mi negocio. Por su reacción intuí que el empleado fúnebre no accedería a vendér-melas y decidí acudir al segundo proveedor posible.

El encargado del panteón, Emmanuel Larios, me re-cibió con una sonrisa. Fue el único que me acompañó cuando enterré a mi padres y podría decirse que éra-mos amigos. Con frecuencia iba al camposanto y él me recibía en la modesta construcción que, junto al crematorio, le servía de casa.

Ese día yo estaba ansioso, apenas me saludó le planteé mi idea. Sin darle oportunidad a que dijera nada, le conté de un tirón sobre mi poca clientela en la sastrería, las telas que a nadie gustaban y que los forros de los ataúdes italianos eran la solución a mis

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problemas. “A ti llegan muchos de esos aquí, tú me puedes dar el material que necesito para salvar mi ne-gocio”, le dije. Una vez que terminé mi acelerado rela-to me quedé esperando su respuesta. Yo jadeaba y él estaba con la boca abierta. “Estás loco”, fue su única respuesta y se dio media vuelta. Se encerró en el cre-matorio y por más que toqué y toqué no abrió ni dijo nada más.

De camino a casa me di cuenta de lo descabellado de la idea y me sentí aún más abatido. Al llegar vi que tenía las manos rojas y supuse que era por el óxido de la puerta del crematorio que había estado golpeando. Por más que me lavé el color no desapareció.

Desperté sobresaltado. Eran las tres de la mañana y alguien había llamado a mi puerta. Cuando reaccioné vi que el sueño me había vencido intentando limpiar mis manos. Estaba acostado de lado en el suelo del baño. Antes de abrir me asomé por la ventana y vi a Emmanuel frente a mi casa. Traía gabardina, sombrero y pequeño bulto entre las manos.

“Hola Emmanuel, ¿qué pasa? Perdona si te hice pa-sar un mal rato en la tarde”, le empecé a decir y abrup-tamente me interrumpió. “Cállate, no sé por qué hago esto. Toma”, dijo y extendió sus manos con el paquete de papel estraza. Cuando lo tomé añadió: “Mañana te traigo más”. Dio media vuelta y se perdió en la pe-numbra. Cerré la puerta. El paquete no pesaba mucho. Lo puse en mi mesa de trabajo y lo abrí con cuidado.

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Era un trozo de lino blanco con fibras doradas apenas visibles. Igual al que había visto en uno de los ataúdes que exhibían en la funeraria.

No lo podía creer. Sin pensar en nada más tomé mis cintas y patrones para armar uno de mis, hasta entonces, desdeñados diseños de camisa. Luego de un rato recordé mis manos manchadas de rojo y temí haber arruinado la especial tela. Nada. Blanco y do-rado refulgieron sin mácula alguna. En unas horas la prenda estuvo terminada y la puse en el maniquí junto a la ventana.

Desperté algo tarde. Me desperecé sin prisa en la cama y recordé la visita de Emmanuel Larios durante la madrugada. ¿Lo había soñado? Bajé corriendo y vi que la camisa estaba ahí. También me di cuenta de que mucha gente se paraba frente a la ventana para verla. Me apresuré a vestirme y salí para invitar a los curiosos a que pasaran a verla.

Terminé el día con seis pedidos. Cuatro caballeros y dos damas fueron mis primeros clientes de verdad. Ese día yo estaba tan feliz que, si hubiera podido, a cada uno de ellos los habría abrazado con fuerza. Ahora los recuerdo con remordimiento y tristeza. Pobres de ellos. Pobre de mí.

Trece días después de esa jornada triunfal el joven elegante, ese que sin saberlo le había dado solución a mis problemas, llegó a mi negocio. Se había corrido la voz de la excepcional tela de la camisa y, me dijo, quiso

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venir a comprobar la veracidad de lo que se decía. “Es muy bonita la tela. ¿Es italiana?”, me preguntó luego de un rato de observar la prenda. “Soy un hombre de palabra”, señaló con severidad y me encargó dos ca-misas. A esas alturas ya tenía un buen muestrario de telas con lo que me había llevado Emmanuel Larios. Mi elegante cliente se decidió por Chiffón beige y Seda blanca. Cuando me dispuse a tomarle medidas me de-tuvo y señaló el rojo de mis manos. “No quiero que me vaya a manchar”, dijo. Le aseguré que no tenía de qué preocuparse y puse un dedo sobre el pedazo de seda en el muestrario. Al ver que la nívea tela no había sufri-do ningún detrimento me dejó continuar.

Luego de su visita los pedidos incrementaron. Tal fue la popularidad de mi tienda que tuve que modi-ficar la puerta para hacerla más amplia y contratar a un dependiente. El joven se encargaba de recibir a la clientela y ofrecía alguna bebida mientras esperaban a que yo los atendiera. Como se comprenderá, solo yo podía confeccionar las prendas. “Son pedidos espe-ciales”, empezó a nombrarlos Raúl, mi ayudante.

Los meses pasaron y junto con mi fama se acrecen-tó mi fortuna. Sin embargo no me decidía a ponerme uno de mis diseños, aunque no tenía problema algu-no por usar la tela de los ataúdes como materia prima algo me decía que yo no debía usarla. Pese a esa in-tuición finalmente me hice una camisa de seda blan-ca, me la puse y un escalofrío me recorrió la espalda,

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pensé en quitármela pero la sensación desagradable duró solo unos instantes. Me observé en el espejo y con satisfacción vi lo bien que me quedaba. Desde ese día se convirtió en parte de mi atuendo diario para re-cibir a la numerosa clientela. También la lucía en mis escasas salidas y notaba que la gente siempre hacía comentarios sobre ella o simplemente la miraban. De cuello alto, manga larga y puños anchos, la camisa que yo usaba se convirtió en mi obra maestra.

Una noche llegó Emmanuel Larios a mi casa, eran las tres de la mañana, la hora en la que siempre me llevaba la tela para los pedidos especiales. Ese día no hubo paquete envuelto en papel estraza. Me dio un montón de recortes de periódicos y una frase seca: “Ya no te voy a surtir”.

Estaba tan enfrascado en la fama y la fortuna que no me enteré de la desgracia. Como si de una plaga se tratara, mis clientes habían empezado a morir uno por uno, en el orden exacto en el que les había confeccio-nado sus camisas. Las fechas de las notas periodísti-cas y el libro en el que anotaba todos los pedidos me permitieron hacer la conexión.

En todos los casos ocurrió así: trece días después de que yo les había entregado su camisa mis clientes habían fallecido con ella puesta. Nadie sabía la causa de muerte. Invariablemente las prendas presentaban una mancha de sangre en el centro del pecho pero ninguno de los cuerpos tenía heridas.

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Lo peculiar en todos los casos era la expresión de su rostro: Terror. Los ojos desorbitados y junto a la boca muy abierta, como en un grito silencioso, una mancha roja de óxido.

Estuve despierto toda esa noche. Leyendo y rele-yendo los recortes periodísticos. ¿Qué había pasado?, ¿tenía yo la culpa?

Al día siguiente todavía cavilaba sobre lo que esta-ba pasándole a mis, ahora difuntos, clientes, cuando llegó Raúl. Me vio parado al centro de la tienda y lue-go de saludar avanzó rumbo a la cocina. “Ya está el café”, me dijo unos momentos después y lo escuché servirme una taza. Cuando me volteé y extendí el bra-zo derecho para tomarla me preguntó extrañado: “¿Y esa mancha roja?”.

Rápidamente acerqué la mano a mis ojos y vi que el puño de mi camisa estaba cubierto de un rojo intenso. Parecía mojado. Toqué la mancha y comprobé que, cualquier cosa que hubiera provocado la mácula, ya se había secado.

“¿Le traigo un trapo? No vaya a chorrear”, me dijo Raúl. “¡Está seco!”, le grité y subí a mi habitación. Me cambié de ropa y bajé a atender a la clientela. “Más pedidos especiales”, dijo Raúl en tono despreocupado cuando me dio el libro de anotaciones y la cinta.

El día transcurrió normal. Mucho trabajo. Muchos halagos a mis diseños pero yo temía que mi fortuna se viera amenazada. Hice un cálculo mental y con la

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tela que me quedaba apenas alcanzaría a hacer otras cinco camisas.

En cuanto acabó la jornada le pedí a Raúl que se fue-ra. “¿No quiere que le ayude a ordenar un poco?”, me preguntó con el ceño fruncido. “¿Mañana lo harás?”, le respondí exasperado y le cerré la puerta en la cara.

Subí a mi habitación y me reencontré con mi camisa. Al ver nuevamente la manga derecha cubierta de rojo, como si estuviera empapada de sangre, sentí miedo. ¡Dios mío! La tomé y me apresuré a lavarla. Por más ja-bón que usaba la mancha ahí seguía. No disminuía ni su tamaño ni su intensidad. Decidí dejar eso para después y apenas oscureció me dirigí al cementerio. Me fui di-recto a la casucha de Emmanuel Larios y entré sin tocar.

—Qué haces aquí —me preguntó sobresaltado. Se levantó del catre que le servía de cama y se hizo hacia atrás como un animal amenazado.

—Necesito que me ayudes. Por favor, necesito más tela. No puedo dejar de hacer mis camisas. No quiero ser pobre otra vez —le dije y avancé hacia él.

—No. ¿Qué no entiendes que algo malo está pasan-do? No pienso abrir ni una tumba más para darte tela.

—Por favor. Necesito material para hacer otras cin-co camisas. Sólo eso. Te juro que voy a cerrar la tienda.

—Lo único que puedo hacer es decirte cuáles son las tumbas más recientes y si quieres tú saca el mate-rial—, me dijo. Estaba abriendo y cerrando los puños frenéticamente.

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—Está bien —accedí—, préstame una pala.Uno a uno fui abriendo los sepulcros. Con cada pa-

lada me sentí más y más cansado pero no me detuve. Saqué los cuerpos rígidos de los ataúdes, corté la tela y sin mucha ceremonia los volví a enterrar. El tiempo apremiaba. Hubo un momento en el que envidié la sere-nidad en los rostros de esos difuntos. Ahora sé que aun-que muy pronto moriré nunca la voy a experimentar.

La quinta sepultura fue la que más trabajo me dio. Al abrir la tapa del ataúd me asusté y caí sentado. Desde el fondo del cajón me veía, con expresión de terror, el joven elegante que me había dado la idea de con-seguir otras telas. Sus ojos estaban desorbitados. La boca abierta como si gritara. Las manos encogidas sobre el pecho como cubriéndose de algo. Entre sus dedos retorcidos pude ver la mancha roja sobre su pe-cho. No pude más. Me levanté con dificultad y cuando iba a cerrar la tapa una de las manos del difunto me tomó por la muñeca. “Viene por ti”, me dijo sin mover la boca. Grité con todas mis fuerzas, logré zafarme de esa mano convertida en garra y salí corriendo, lo últi-mo que recuerdo fue que vi la reja entreabierta de la entrada principal del panteón.

Desperté en mi cama, no sabía qué hora era. Es-taba tumbado bocabajo cuando escuché que alguien tocaba. “Debe ser Raúl”, pensé. Me apresuré a bajar y le abrí. “Ya se manchó más”, me dijo en lugar de saludarme. Me di cuenta de que traía puesta mi camisa

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de seda. Con horror vi que la mancha roja ya estaba también en la manga izquierda a la altura del codo.

Subí corriendo a mi habitación. Me arranqué la ca-misa y la aventé lo más lejos que pude. Estaba muy nervioso pero me obligué a bajar. Los clientes llegaron como todos los días pero no podía concentrarme. A más de uno piqué con los alfileres cuando le estaba haciendo pruebas.

Al final del día me fui directo a la cama. Estaba muy cansado pero sobre todo asustado. Vi la camisa des-garrada en un rincón de mi cuarto. Esa prenda que tanta atención había llamado era ahora un tétrico re-cordatorio del origen de mi fama y fortuna. Me acosté y, abatido por el cansancio, me dormí al poco tiempo.

A media noche alguien llamó a la puerta. Era Em-manuel Larios con un paquete entre las manos. “Ol-vidaste esto ayer”, me dijo en cuanto le abrí. Lo dejó a mis pies y se fue. Lo tomé, entré de prisa a la casa. Dejé la tela en mi mesa de trabajo y al alzar la vista vi mi reflejo en el espejo con marco de caoba que había comprado con mis primeras ganancias. Traía puesta mi camisa de seda.

A pesar del miedo que sentí observé la prenda con detenimiento. La mancha roja ya ocupaba las dos mangas completas y se había extendido también hacia la espalda. Parecía que me abrazaba. Sentí un escalo-frío. “Viene por ti”, recordé el mensaje que me habían dado en el cementerio.

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Por más que intenté no pude quitarme la camisa. Lu-ché y luché contra la prenda pero parecía tener vida propia. En cuanto terminaba de desabotonarla se abo-tonaba sola en menos de un segundo, luego quise ras-garla por el frente o botar los botones de sus costuras pero algo o alguien hacía fuerza en sentido contrario a mis manos. Jalé una manga y la otra para ver si po-día descocerlas y zafarme de la prenda que parecía palpitar entre más luchaba. Nada. Rendido, me dormí debajo de mi mesa de trabajo.

Al día siguiente Raúl me dijo: “Debería quitarse esa camisa, la mancha se ve muy fea y los clientes se pue-den asustar, ¿con qué me dijo que se manchó?”. Mur-muré algo como respuesta y fui a mi habitación para poner otra camisa encima antes de que llegaran los parroquianos. Cuando empecé a atender al primero me di cuenta de que la mancha se estaba pasando de una prenda a otra. Como si mi camisa de seda san-grara profusamente. Mi susto no fue mayor que el del joven a quien le tomaba medidas. Salió corriendo y detrás de él todos los que esperaban. Vieron eso que parecía sangre y pensaron que lo había atacado.

La policía no tardó en llegar. Dijeron que nadie me había acusado pero que de cualquier manera se que-rían enterar qué era lo que había pasado. Mi nervio-sismo no ayudó y decidieron traerme a la cárcel. De eso hace un mes. Al día siguiente de que me encerra-ron se dieron cuenta de que todos los muertos de la

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mancha roja habían sido mis clientes. “Se va a tener que quedar aquí mientras pasan las averiguaciones”, me informaron.

Día a día la mancha roja de mi camisa ha ido cre-ciendo. Cubriéndolo todo. Devorándolo todo, diría yo. “Viene por mí”, me repito sin cesar. Noche a noche sé que me vigila. Que está esperando agazapado en alguna esquina de la celda. Relamiéndose. Con los ojos clavados en mí.

Creo que esta noche es la definitiva. De la blancura de mi camisa ya no queda nada.

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Esperanza de muerte

Brígido López había imaginado muchas veces cómo sería la visita de La Muerte. En su pensamiento idealizó tanto ese momento que cuando por fin llegó no se dio cuenta de quién llamaba a su puerta.

Tenía sesenta y cinco años de edad y desde los treinta y tres, noche a noche había barajado todas las opciones posibles sobre esa cita que sabía —desde niño sus padres se lo habían inculcado— era inevitable.

Era costumbre familiar que al alcanzar las tres déca-das de vida se empezara la confección de la mortaja. Esa prenda final era hecha con sumo cuidado, profu-sión de detalles y hasta lujo, y para los López resulta-ba mucho más importante que el ropón bautismal o el atuendo nupcial.

Al día siguiente de su cumpleaños treinta Brígido fue a una tienda de textiles y pidió una suave seda color beige, varios rollos de hilo dorado y hasta algu-nas lentejuelas de un blanco nacarado para bordar, como le habían enseñado, el traje con el que se iría a la tumba.

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“Créeme hijo mío, cuando La Muerte vaya a visi-tarte tú lo sentirás y será momento de que te pongas tu mortaja, con ella puesta debes estar listo junto a la puerta de tu casa, abrir al primer llamado y entregar-te”, le dijo una vez su madre.

Luego de tres años doña Ramira Núñez de López había terminado por fin de bordar su mortaja. Era blanca por completo. Flores, palomas y enredaderas estaban presentes en la nívea tela y servían de ador-nado marco para la frase “Señor, Dios mío, a ti entre-go mi alma”, que podía leerse en el pecho.

Los ojos le brillaban, mostró a sus hijos y a su mari-do la abigarrada confección y luego de unos minutos, durante los que todos la admiraron, subió a su habita-ción para quitársela.

“Acuérdense hijos”, dijo el padre, don Mónico Ló-pez, mientras la esposa estaba ausente, “esta prenda debe probarse al terminar de bordarla y se usa única-mente cuando sepan que La Muerte va a llegar a llamar a su puerta”. Los niños, Úrsulo y Paolo, unos gemelos de cinco años y Brígido de siete, asintieron sin decir palabra y luego, obedientes al llamado de su madre, se dirigieron a la mesa para cenar.

Veintitrés años después Brígido estaba por iniciar la confección de su mortaja, sus padres estaban muertos y él había decidido honrar su memoria y la tradición familiar que durante generaciones se había cumplido con celo. No pensaba hacer lo que sus hermanos.

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Los gemelos decidieron que no iban a esperar a cumplir treinta años, por más que se esforzaron en las clases de bordado que les daba su madre todas las noches, nunca aprendieron a hacer flores, grecas y mucho menos palomas con soltura. Las alas les que-daban disparejas, los tallos chuecos y no eran capaces de bordar una línea recta. “Fíjense cómo lo hace su hermano”, les decía doña Ramira hasta el cansancio mientras Brígido, concentrado, pasaba aguja e hilo de un lado a otro de la tela en la que practicaban.

Ante tal panorama y seguros de lo humillados que se sentirían por presentarse ante la Muerte con una mor-taja pobremente confeccionada y terriblemente bor-dada, Úrsulo y Paolo pidieron celebrar su cumpleaños dieciséis con una gran fiesta. Ellos mismos cocinaron un pastel al que además de levadura y chocolate le pu-sieron veneno y se comieron enormes trozos antes de que llegaran sus amigos a felicitarlos. Don Mónico y doña Ramira quedaron devastados. Sus hijos peque-ños habían desafiado a La Muerte y a las costumbres familiares. Hicieron un servicio fúnebre discreto y con un llanto silencioso los enterraron.

Al llegar a casa don Mónico y Brígido se fueron a la sala, cada uno eligió un sillón y se dejó caer. Ambos soltaron un suspiro con unos segundos de diferencia entre sí y cerraron los ojos.

“Voy a mi habitación”, dijo doña Ramira. Subió con rapidez la amplia escalera que, con una suave curva,

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conectaba los dos pisos de la casa que ahora le pa-recía enorme y vacía. Escalón tras escalón se obligó a no voltear a la izquierda, ahí estaban los retratos de todos los antepasados familiares que, sentía, le recri-minaban no haber inculcado en sus hijos la tradición que durante generaciones se había mantenido. Ya en su cuarto se despojó del vestido negro que llevaba, con paso firme se dirigió al enorme ropero que estaba frente a la cama y sacó su lujosa mortaja blanca. Los bordados daban la impresión de que se trataba de una túnica tejida en una pieza, sin costuras visibles, como la que, según la Biblia, había usado Jesús. Pensó en eso al pasar sus dedos sobre el mensaje que ahora se leía en su pecho: “Señor, Dios mío, a ti entrego mi alma”. Escuchó el timbre. Sin sobresaltarse salió a toda prisa de su habitación y bajó la escalera. Vio de reojo a su hijo y a su esposo al pasar por la sala, luego se dirigió hacia la puerta, abrió y se entregó a su visitante.

Don Mónico murió un año después, un día, igual que su esposa, subió a su habitación, se puso su mortaja y sin pronunciar una sola palabra acudió al llamado de La Muerte.

Brígido quedó huérfano a los diecinueve años y no tardaron en llegarle propuestas de compra para su casa, no tanto por la construcción sino por lo grande del terreno. El caserón, en pleno centro de Ciudad Es-peranza, era la opción idónea para hacer una torre de departamentos, símbolo de modernidad en aquellos

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años, por lo que siete inmobiliarias se estaban desvi-viendo por convencerlo de hacer la transacción. Por más que se elevaban las ofertas ninguna parecía llenar las expectativas del joven Brígido, al menos eso pen-saban los abogados que constantemente visitaban la casa, incluso le habían pedido autorización para que unos ingenieros tomaran medidas pero él se negó.

Tres años después las negociaciones parecían no tener fin. A pesar de todo, las inmobiliarias no se da-ban por vencidas y, aunque de manera más espacia-da, seguían llamando a la puerta de Brígido. Llegaban con cordiales sonrisas y mejores propuestas, de eso estaban convencidos, pero nada, no conseguían ce-rrar el trato.

Al final no fue el dinero lo que hizo que Brígido se decidiera a vender, hasta ese momento había dado negativas porque temía que, al mudarse, La Muerte no pudiera encontrarlo para llevárselo como había hecho ya con varias generaciones de su familia. Una de las inmobiliarias autorizó a su abogado para que además de la fuerte cantidad económica —casi el doble de lo que habían prometido en un principio— ofreciera al jo-ven quedarse con dos departamentos de los que iban a construir.

La solución se había alcanzado. Brígido aceptó con una condición más: Mientras duraran los trabajos de construcción debían hospedarlo en un hotel cercano, no quería cambiar de rumbo. Así se hizo.

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El edificio de departamentos tardó tres años en estar listo pero valió la pena la espera, quedó tan elegante que a la lujosa inauguración asistió hasta el alcalde de Ciudad Esperanza. Brígido fue el primero en mudarse, ocupó uno de los departamentos y el otro lo rentó. La herencia que le habían dejado sus papás, el dinero por la venta de la casa y la renta que recibía cada mes le permitieron llevar una vida tranquila y sin presiones, pero solitaria.

Cuando celebró su cumpleaños treinta fue a cenar a un restaurante de comida Italiana que habían abierto a dos cuadras de su departamento, era raro que se ale-jara más allá de esa distancia. Un risotto di mare fue lo único que cenó y luego de una copa de vino, regresó al edificio. Al día siguiente tendría que ir a comprar los materiales para su mortaja.

Puntada tras puntada y lentejuela tras lentejuela, flores y enredaderas de pequeñas hojas tomaron for-ma sobre la fina tela que había comprado. Durante el día veía películas o leía y dedicaba las noches a su afanosa labor de bordado. No tenía prisa. Con enor-me paciencia vio cómo menguaban sus materiales y cómo una mortaja primorosa, mucho más que la de su madre, iba tomando forma. El mensaje que eligió para bordar sobre su pecho fue sencillo: “Recíbeme señor”.

Tres años después estuvo terminada, como no tenía a nadie a quien mostrársela se vio en el espejo con la prenda puesta y luego de aprobar sus terminados se la quitó con cuidado y la guardó en el clóset.

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Concluida su preparación mortuoria lo único que le quedó por hacer fue leer, ver películas y hacer dieta, no podía permitirse subir de peso, no quería ni imagi-narse si quiera no entrar en la mortaja cuando llegara el momento. Tenía 33 años de edad y decidió nunca más volver a comer risotto di mare y se hizo devoto de las ensaladas.

Liberado de las largas horas nocturnas que le consu-mía el bordado, noche a noche se imaginó cómo sería la llegada de La Muerte. ¿Sería de día?, ¿de noche?, ¿a la hora de la comida?, ¿tocaría una o dos veces? ¿Se asomaría por la ventana? ¡No!, cómo se iba a asomar por la ventana si él vivía en el tercer piso del edificio, ¡qué idea más tonta! Siempre la imaginaba elegante y altísima, vestida de negro y con la guadaña en la mano. Se estremecía de emoción al tener esos pensamientos.

Durante treinta y dos años una rutina aún mayor que la que había vivido mientras bordaba la mortaja, se apoderó de la existencia de Brígido: cada fin de se-mana bajaba a revisar el panel de los timbres y se ase-guraba de que su nombre estuviera claramente escrito para que La Muerte no se confundiera cuando llegara por él; y cada noche soñaba con su esperada visitante. “¿Cuándo llegará?”, dijo en voz alta cada noche duran-te treinta y dos años.

Los únicos sobresaltos que tuvo durante ese tiempo fueron cuando por error compraba mayonesa regular en lugar de mayonesa light y tenía que ir a cambiarla.

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Una vez, dos días después de haber cumplido cincuenta y dos años, pasó algo que desilusionó mucho a Brígido, el timbre sonó a las siete de la noche, hora inusual, y con el corazón desbocado corrió a toda prisa a poner-se la mortaja, dio acceso a quien estaba tocando y se puso junto a la puerta. Momentos después escuchó que llamaron, abrió, extendió los brazos y cerró los ojos. “Señor”, escuchó que alguien le decía, “vengo a surtir-le el gas que pidió, disculpe que venga a esta hora pero se me había traspapelado su orden, ¿cuánto le voy a cargar?”. Brígido, desconcertado, abrió los ojos, vio al joven que estaba de pie frente a él, luego bajó la mirada y vio la mortaja, ¡qué vergüenza y qué error!, ¡sólo la muerte la debería haber visto! “Llene el tanque”, dijo por fin Brígido mientras corría hacia su habitación para cambiarse. Al día siguiente, a primera hora, llamó a la compañía de gas y a la de agua para pedir que informa-ran a sus repartidores que cuando acudieran a su domi-cilio deberían tocar el timbre tres veces seguidas para identificarlos al instante.

Pasaron otros trece años y un miércoles a las once de la mañana el timbre sonó dos veces. No eran los del agua o los del gas. Brígido se asomó por la ven-tana y vio a un hombre que se veía bajo y regordete, parecía que estaba vestido de manera impráctica y se movía con dificultad, como si no pudiera doblar codos ni rodillas. Dio dos pasos hacia atrás, para ha-cerse más visible e intentó agitar la mano para pedirle

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que le abriera. Brígido decidió ignorar a ese sujeto. Tal vez era un predicador de esas religiones extrañas o alguien que se había equivocado de apartamento. El timbre sonó una y otra vez. Fastidiado por el ruido Brígido le dio acceso al hombre ese. Luego de unos minutos escuchó tres golpes discretos en la puerta. Abrió y cuando iba a preguntar “¿qué desea?”, notó que quien estaba frente a él no era un hombre gordo. No tenía nariz, labios, ni ojos, de hecho no tenía carne en el rostro pero a pesar de eso estaba sudando.

“Tienes que ayudarme”, le dijo la cadavérica visitan-te a Brígido y se abrió paso. Avanzó con dificultad al interior del departamento. Se balanceaba de izquierda a derecha y viceversa. Caminaba sin doblar las rodillas.

—¿Eres La Muerte? —preguntó Brígido desconcertado.—Claro que soy La Muerte, ¡cierra la puerta! —dijo

bufando.—Esto no puede estar pasando, te he esperado du-

rante treinta y dos años años y llegas así, sudando y sin la guadaña en la mano —recriminó Brígido y azotó la puerta.

—No tienes nada que reprocharme, has tenido una vida larga y sencilla, algo de lo que no gozaron tus pa-dres ni tus hermanos, pero no he venido a eso sino a que me ayudes.

Brígido ya no la escuchó, “esto no es lo que yo había soñado”, dijo y se fue corriendo a la habitación. La Muer-te lo siguió como pudo, moviéndose dificultosamente

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con ese atuendo grueso, adornado y dorado que llevaba puesto, como un vestido rígido. La imagen idílica de la túnica negra y la guadaña que Brígido tenía había sido terrible y bruscamente destruida.

“Tanta ilusión que tenía con este momento”, dijo Brígido una y otra vez, estaba a medio desnudar, su cuerpo enjuto y arrugado se estremeció al ver entrar a La Muerte.

—Esto no debería ser así. Yo debía esperarte en la puerta con la mortaja puesta, tal y como lo han hecho todos mis familiares, tal como hicieron mis padres.

—De eso vine a hablarte. No estoy aquí porque sea tu hora sino porque esto de las mortajas debe dete-nerse, mira cómo me tienen tus parientes. Hace unas horas me llevé a tu prima Maura y sinceramente ya no puedo más.

—¿Qué? Las mortajas son para recibirte dignamente y llegar a Dios bien presentados. Qué bueno que Mau-ra siguió la tradición. Anda, estoy listo —dijo Brígido con su mortaja puesta y abrió los brazos.

—¡No! Lo que quiero es que me ayudes a quitarme todas estas que traigo encima. Cada vez que he veni-do por alguno de tus familiares la regla dicta que les quite la mortaja y me la ponga yo. Francamente ya no aguanto, me la paso sudando y no puedo ni caminar.

—La tradición debe seguir —respondió Brígido, vehemente.

La Muerte no dijo nada. Intentó rodear a ese viejo

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vestido de beige que lo encaraba pero no pudo mo-verse, apenas dio un saltito y quedó en el mismo lugar.

—Te propongo algo, tú me ayudas a quitarme to-das estas mortajas y yo te llevo conmigo como tanto quieres.

—¿Y qué va a pasar con mis parientes si te las qui-tas? —preguntó Brígido de manera apresurada— ¿qué va a pasar con mis papás?

—Nada —dijo La Muerte en tono molesto— a ellos ya los entregué.

Con un dejo de duda Brígido aceptó la propuesta, “pero yo no me voy a quitar mi mortaja”, insistió antes de empezar a quitar todas las prendas que La Muerte traía puestas.

Una, dos, tres, cuuatrooo, cinc-oo… en voz alta las contó La Muerte, unas con más dificultad que otras fueron saliendo de su esquelético cuerpo, liberando sus articulaciones… veintitrés, veinticuatro, veintinco, veintiséis… En total traía trescientas diez mortajas con las que el mismo número de López —entre bisabuelos, abuelos, tíos y padres de Brígido— la habían recibido.

Finalmente La Muerte podía moverse libremente y otra vez estaba a la vista su eterno y clásico atuendo negro.

—Bien, ahora llévame —dijo Brígido.—Déjame descansar un poco, me siento entumido

—respondió La Muerte moviéndose discretamente ha-cia la ventana— tráeme un vaso con agua, por favor.

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Brígido hizo ademán de dar media vuelta para ir a la cocina pero se detuvo cuando con el rabillo del ojo vio que La Muerte se dirigía rápidamente hacia la ventana como intentando salir. “¡No!”, gritó Brígido, “¡No te puedes ir sin mí!” y se abalanzó sobre su visitante. La Muerte ya estaba encaramada sobre la ventana y con el impulso que llevaba Brígido ambos se precipitaron. Volaron los tres pisos que los separaban del suelo.

Unos minutos después los paramédicos encontra-ron a Brígido malherido sobre la banqueta y junto a él un montón de huesos que nadie supo explicar a quién pertenecían. Camino al hospital, seminconsciente, no dejó de murmurar: “No me puedo alejar de mi casa, me están esperando… yo ya me iba…”.

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Por tragona

No importa cuántos rosarios me recen, yo sé que de esta noche no paso. Me voy a morir por tragona, lo acepto, aunque en mi defensa diré que la traía atrasa-da, años y años esperando para poder echarme una conchita de chocolate y ahora que tuve la oportunidad no iba a desaprovecharla.

Las que rezan son mis hermanas, así me dijeron que las llamara desde el día que entré al convento. Ya van por el cuarto rosario de la tarde y como por la veinteava vez que dicen que fue mi culpa que esté con la panza así de inflada. Ya las viera en mi situación. Desde niña supe que la vida era canija y pensé que viviendo entre monjas todo iba a ser más fácil pero no, mucho rezo, mucha le-tanía pero todas bien fijadas y mezquinas con la comida.

Llegué al convento de las Julianas hace cinco años y durante todo ese tiempo estuve buscando la mane-ra de encerrarme en la cocina para echarme todas las conchas de chocolate que tuviera en frente, un antojo que tenía desde niña y que finalmente me pude cum-plir, lástima que no voy a vivir para contarla, ¡tanto tra-bajo que me costó!

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Mi familia fue de poco dinero y muchos hijos. Yo era la octava de ocho vástagos y pronto me di cuenta de que si no me quería morir de hambre me tenía que poner muy abusada. Hasta los dieciséis años de edad nunca estrené nada, heredera eterna de la ropa gas-tada de mis hermanos me había tocado vestir panta-lones, camisas y cachuchas. Vestido únicamente los domingos y sólo para ir a la iglesia. Era uno rosa, lleno de holanes, que mi mamá había recibido en una de las limpiezas de ropero que hacía la dueña de la casota en la que era sirvienta.

Íbamos a misa todos juntos. “Los hermanos de la mano”, nos decía mi mamá. Aunque vestía pobremen-te le tomaba el brazo a mi papá con mucha dignidad, así como había visto que lo hacía su patrona y enca-bezaba la marcha de los Lugo a la casa del Señor. Pe-dro, Pablo, Mateo, Lucas, Juan, Santiago, Tomás y yo, María Magdalena, avanzábamos lentamente detrás de nuestros padres. También detrás de ellos nos sentába-mos en el templo. Los ocho ocupábamos una banca completa así que se pasaban a la inmediata de adelan-te. Nada más llegar mi mamá sacaba el misal y caía de rodillas para rezar y rezar sin importarle mucho lo que dijera el sacerdote desde el púlpito. Era mi papá el que volvía la cabeza cuando mis hermanos o yo hacíamos ruido o nos poníamos a platicar. Nunca llegó a voltear completamente, con que mirara por encima del hom-bro era suficiente para que nos quedáramos en silencio.

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Una hora después la misa había terminado y podía-mos ir en paz. Todas las otras familias aprovechaban la calma del domingo y se quedaban un rato en la plaza frente a la Iglesia del Carmen que, según decían, era muy antigua y yo creo que sí porque olía a viejito, es-taba oscura y el púlpito rechinaba como rata pateada cuando el padre se subía para dar el sermón. Aunque la iglesia y la plaza no estaban de lujo, globeros, pana-deros y heladeros hacían su lucha y desfilaban de un lado a otro satisfaciendo los antojos de todos menos los de nosotros.

“No hay dinero”, decía mi mamá —otra vez del bra-zo de mi papá— sin voltear a vernos antes de salir del templo. Nosotros íbamos como tenía que ser, atrás de ellos, en fila y tomados de la mano. Pedro, Pablo, Ma-teo, Lucas, Juan, Santiago, Tomás y yo avanzábamos lentamente, volteando a todos lados, siguiendo con la mirada a los coloridos globos y saboreándonos las nieves de limón y las conchas de chocolate que otros niños disfrutaban. ¡Qué envidia me daban! Yo en la vida me había comido uno de esos panes y parecía que nunca lo haría.

Al llegar a la casa teníamos que ir directo a lavarnos las manos para luego sentarnos a la mesa y comer en familia. Aunque eso de comer era un decir, al menos para mí. La comida, así como la ropa, también pasa-ba de mano en mano. Mi mamá servía tres porciones, una para ella, otra para mi papá y una, un poco más

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abundante, para nosotros. El plato de los hermanos, como lo llamaba mi papá, empezaba a circular de iz-quierda a derecha. El jefe de la casa —como le decía mi mamá aunque mi papá no diera un quinto para el gasto— estaba en la cabecera de la mesa y luego de bendecir los alimentos se lo pasaba a Pedro, éste a Pablo, luego le tocaba a Mateo, Lucas era el siguiente, mamá se lo pasaba a Juan que casi se lo arrebataba, Santiago se relamía antes de poder darle unas cucha-radas a los mermados frijoles y Tomás esperaba con ansia a que fuera su turno. Yo era la más chica y por lo tanto me tocaba al final. Lo único que me quedaba era lamer el plato y revisar bien la mesa para buscar alguna migaja que se les hubiera caído a mis herma-nos. Casi nunca encontré nada.

Alguna vez reclamé que me tocara casi nada de co-mer. Mi papá guardó silencio y me miró con severi-dad, mi mamá en cambio, se me acercó lentamente, se puso la mano derecha sobre el corazón y luego en mi hombro izquierdo. “Hija”, me dijo con dulzura, “eres mujer, estos sacrificios nos tocan a nosotras. Los hombres deben estar fuertes y bien alimentados para traer el sustento a la casa, nosotras podemos y debe-mos aguantarnos. Toma esto como una lección y un aprendizaje para cuando te cases y tengas tus hijos. Entonces lo entenderás”. Le dije: “Sí mamá”, y me juré que no me casaría ni tendría hijos. Estaba chica y mal comida pero no era pendeja, mi mamá me dijo que los

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hombres tenían que comer bien para ir a trabajar pero era ella la que mantenía la casa con lo que le pagaban en la casota en la que era sirvienta mientras que mi papá se quedaba sentado todo el día en un taller de bi-cicletas al que iban sus amigos pero sólo para platicar.

Por suerte las vecinas se compadecían de mí y entre tortillas duras y manzanas medio marchitas me libré de morir de hambre.

Pasaron los años y, aunque mal comida, me conver-tí en una muchacha bonita, al menos eso me decían en la escuela. Mis compañeras se burlaban de mí porque iba con un uniforme de hombre que había heredado de mi hermano Pedro y que ya había pasado por to-dos mis hermanos. Pero los muchachos no se fijaban en eso, mi cara y las incipientes formas de mujer que se adivinaban bajo la camisa blanca y el pantalón azul marino eran lo que les llamaba la atención. ¡Calentu-rientos! Pronto me vi rodeada de amables compañeros que me sonreían con su cara llena de barros y espini-llas y que me acompañaban a mi casa con el pretexto de cargar mis libros. Fernando y José eran los más in-sistentes y, en su afán de conseguir algo más, siempre se guardaban algo de dinero y cada tercer día les al-canzaba para comprarme una nieve o unos churros. A cada uno por su lado les había pedido que ahorraran lo más que pudieran para que me compraran una concha de chocolate, en esas andaban y yo estaba feliz, ¡por fin me iba a dar el gusto!

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Pero claro, nunca falta el prietito en el arroz. Un día iba caminando muy tranquila con Fernando a mi lado, faltaba todavía un poco para llegar a mi casa y de re-pente me dijo: “Oye, María…”, se detuvo, yo di unos pasos más y como noté que se había quedado atrás me paré también. “Ven, te quiero decir algo”, abrazó mis libros con el brazo izquierdo y el derecho lo ex-tendió hacia mí para llamarme. “¿Qué traes?”, le res-pondí y caminé hacia él, en eso aventó mis libros al suelo y me jaló con las dos manos hacia él. Me tenía agarrada de la cintura y se hizo para atrás, como para recargarse en el tronco de un árbol grandote. Estaba respirando muy agitado y empezó a mover sus manos hacia arriba como buscando mis chiches y luego quiso besarme. No voy a negar que luego del susto inicial medio me empezó a gustar la cosa… esto sí me da pena decirlo pero bueno, a un paso de la muerte no creo que importe mucho… se me mojó un poquito allá abajo, ya me estaba poniendo así como dicen, flojita y cooperando, pero en eso me acordé de que en la clase de Ciencias naturales nos habían enseñado unos dibujitos para explicarnos cómo funcionaba el aparato reproductor femenino y masculino, y ahí clarito decía que antes de que nacieran los chamacos el papá y la mamá se tenían que hacer cariñitos y fue ahí donde me volvió el miedo, ni loca quería tener un chiquillo, no quería tener luego otros siete, así como mi mamá, y trabajar con ella de sirvienta pero Dios es grande y por

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puro instinto le pegué a Fernando en su… aparato re-productor y que me escapo. Me fui corriendo a la casa y aunque llegué toda roja y medio despeinada ninguno de mis hermanos y mucho menos mis papás se dieron cuenta de que no tenía los libros de la escuela conmi-go, como ya nadie los iba a heredar no les importaba.

Al día siguiente, Fernando se acercó a mi lugar en el salón y sin decir nada puso mis libros sobre la butaca. Los tomos de matemáticas, español y geografía ya no estaban fregados como antes, me los entregó encua-dernados y cubiertos con tapas de color rosa. “Perdó-name”, me dijo, y aunque tenía los ojos llorosos no le respondí nada, tomé los libros y me cambié de butaca.

En el receso me buscó otra vez. “Perdóname María Magdalena, es que eres muy bonita, te quiero y no me pude aguantar las ganas de…”.

—Ya no confío en ti— le respondí.—Eres muy bonita —insistió— y además te llamas

como la pecadora más famosa de la Biblia, me lo dijo mi abuela, yo creí que tú también…

—¿Que yo también qué? —le dije casi gritando al muy cabrón— la pecadora era ella, no yo, además se alcanzó a arrepentir, ¿no te dijo eso tu abuela?

—Yo también estoy arrepentido, ¿me perdonas?Ya ni le dije nada, estaba muy enojada y mejor me

fui. Desde ese día todo cambió. Fernando se la pasaba todo el tiempo pidiéndome que lo perdonara y José, como supo que me había enojado con Fernando creyó

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que tenía más posibilidades y andaba detrás de mí a todas horas para ofrecerse a acompañarme. A pesar de que ya me tenía enfadada de tanto muele y mue-le un día casi me convence, llegó con una concha de chocolate, me dijo: “Mira, ya te la compré, es de las mejores de la ciudad, de las que hacen unas monjitas, te la doy si me dejas acompañarte hasta tu casa y si me acompañas al cine mañana en la tarde”. La verdad es que yo tenía la boca echa agua y le dije que sí, ya tenía la concha en la mano, ya le iba a dar una mordida cuando llegó Fernando corriendo y de un manazo me la tiró. “¡Si serás tarugo!”, le grité. “Yo te voy a com-prar todas las conchas que quieras, no le hagas caso a éste”, me dijo y le empezó a echar pleito a José. La verdad es que yo iba a levantar la concha del suelo, pensé que de un soplido o dos le podría tirar la tie-rra que se le había pegado pero no alcancé, apenas me iba a agachar cuando Fernando y José la pisaron. Estaba tan enojada y triste que me fui corriendo y ya hasta después de un rato me di cuenta de que estaba perdida. Caminé un poco más, una, dos, tres cuadras, vuelta a la izquierda, otras cinco cuadras y vuelta a la izquierda otra vez. A lo lejos vi una iglesia y pensé en entrar, mínimo tendría donde sentarme y con suerte le podría robar un trago de agua a la pila bautismal.

Entré. El templo se sentía fresco. Olía a incienso de copal y la iluminación era difusa y llena de colores por los vitrales en los que estaban cruces y santos que me

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veían como diciendo “no te vayas a echar un buche de agua bendita” pero no me importó, tenía mucha sed, me asomé a la pila bautismal y estaba vacía. “Me siento un rato y me voy”, pensé. Justo iba rumbo a una banca cuando escuché un murmullo, paré bien la oreja y pude identificar que provenía de algún lugar en la pared que estaba a mi derecha. Sabía que no debería darle la espalda al altar, al menos eso me habían en-señado en el catecismo, pero me ganó la curiosidad. Avancé poco a poco esperando encontrarme con al-guna aparición milagrosa, algún santo o alguna hostia con sangre… pegué el oído a la puerta del confesio-nario pero todo estaba en silencio. Di dos pasos más y distinguí un boquete en la pared que estaba tapado con una reja metálica pintada de negro. Ahí detrás es-taba una monja con un hábito azul marino, una corona de flores y una vela encendida.

—Buenas tardes hija —me dijo interrumpiendo sus rezos.

—Perdón madre, no quería distraerla de sus oracio-nes, escuché un murmullo y quise ver de qué se trata-ba. ¿Esas flores en la cabeza también son parte de su hábito?

—No hija, no. Obligatoriamente se usan nada más cuando nos consagramos, pero a mí me gusta seguir-las usando, me traen muy bonitos recuerdos…

La monja debió ver en mi cara que no le estaba en-tendiendo nada y me explicó que era de la orden de las

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Julianas, la más antigua de Ciudad Esperanza, luego me dijo que llevaban una vida de contemplación en el convento al que pertenecía esa iglesia, que estaba ahí detrás de la reja porque no podían salir a la calle salvo en ocasiones muy especiales y que su congregación era famosa por preparar las conchas de chocolate más exquisitas, mismas que vendían para ayudar a unos pobres ancianos de un asilo que estaba ahí cerca.

—¿Ustedes son las monjitas de las conchas? —le pregunté emocionada y casi gritando— Toda la vida me he querido comer una, la gente que las ha probado dice que son las mejores.

—Así es hija —respondió la monja entre risas— no es por nada pero tenemos muy buena mano para las conchas y para el rompope también.

—Espero algún día poder comerme una de las con-chas que hacen ustedes —le dije.

—Si se lo pides a Dios con mucha fe, seguro que ese deseo se te cumplirá

“¿Y cómo es el convento?”, le pregunté. Me dijo que había jardines, un comedor grandote, una capilla inte-rior, las celdas y la cocina. Cuando mencionó esa pa-labra me llegó el olor a las conchas y hasta hambre me dio. Luego me explicó que celda es el nombre que se le da a las habitaciones en las que duermen las monjas, como ésta en la que estoy ahora a punto de estirar la pata. Me dijo también que cada hermana tenía su pro-pia celda además de un par de hábitos azules. “¿Y son

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hábitos nuevos?”, le pregunté, yo me había imaginado que las monjas que engordaban o se morían les here-daban su ropa a las otras pero no, al parecer sólo en mi casa la vida funcionaba así.

La verdad es que estaba intrigada, conchas de cho-colate y ropa nueva, ese convento me sonaba a que era el cielo, así que le pregunté a sor Clarita —así me dijo que se llamaba— quién podía entrar al conven-to para hacerse monja y me dio la respuesta que me cambió la vida, aunque no para bien como había pen-sado: “Cualquier mujer de dieciséis años o más que quiera casarse con Dios nuestro señor”. Yo cumpliría dieciséis dentro de dos semanas así que estaba jus-to en la edad pero… ¿casarme con el Señor?, le dije a sor Clarita que me explicara cómo estaba eso, “así se le llama a la consagración”, me respondió entre ri-sas, “así como los sacerdotes al ordenarse tienen un compromiso con la Santa Madre Iglesia Católica, así lo tenemos nosotras con Dios nuestro señor al consa-grarnos como monjas”.

Le dije a sor Clarita que yo quería ser una monja Ju-liana —ya me veía yo estrenando mis hábitos y echán-dome una que otra conchita de chocolate— y me res-pondió: “Dentro de dos semanas, cuando cumplas los dieciséis, ven con tus papás para que platiquen con la Madre superiora y te quedes”.

Un par de semanas después ahí estábamos. Mi mamá había tenido que pedir permiso a su patrona

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para salir por una hora y mi papá, sin problema algu-no, había cerrado su solitario taller de bicicletas. La Madre superiora nos recibió y les explicó que no ten-drían que pagar nada, el único requisito era que yo quisiera quedarme a vivir una vida de contemplación. Luego me dijo que la oración sería algo fundamental en mi vida y mi labor de mucha ayuda para la Santa Madre Iglesia Católica. Yo la verdad no quise pregun-tar de qué se trataba eso de la contemplación, en lo único que pensaba era en los hábitos por estrenar, en comer conchas de chocolate y en librarme de esas hu-medades que hacían que los niños vinieran al mundo. Mis padres se quedaron callados un rato, se vieron de reojo, luego me voltearon a ver a mí, después a la Ma-dre superiora y por fin dijeron que sí, que aceptaban que me quedara. Sería una boca menos qué alimentar, seguro pensaron en eso porque nunca los volví a ver. Los acompañé hasta la puerta del convento para des-pedirme de ellos, me dieron un abrazo a medias y se fueron para no volver.

La hermana Clarita me llevó a mi celda. Apenas en-tré vi los hábitos sobre la cama y avancé casi corriendo hasta ellos. La tela gruesa, azul marino, se sentía resis-tente y olía a nueva. “Vístete, te espero en la capilla, hermana María”, me dijo y se fue. Por primera vez en dieciséis años de vida estaba estrenando algo. Sentí la pesadez del hábito sobre mi cuerpo y me sentí feliz, un sentimiento que se prolongó cuando vi los huaraches

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de cuero café que estaban junto a la cama. Me los puse y hasta más alta me sentí.

Ya en la capilla, la hermana Clarita me entregó un misal y un rosario y me dijo que me enseñaría a rezar, le pregunté si podía ponerme su corona de flores pero me respondió que no y hasta se hizo para atrás, “ten-drás que esperar a consagrarte para tener la tuya”, me dijo. Ahí estábamos las dos, hincadas, rezando, con velas entre las manos. Llevábamos tantas Aves Marías y Padres nuestros, unos tras otros sin parar, que per-dí la cuenta. Me enseñó también algunas jaculatorias. “Santa Juliana es el camino hacia el Señor”, dijo alzan-do la voz y yo la imité. “Por ti, oh Señor, somos, esta-mos y trabajamos”, la hermana Clarita alzó las manos y yo hice lo mismo. Más Padres nuestros, más Aves Marías. Luego de estar en la capilla cuatro horas te-nía las rodillas entumidas y me hormigueaban las dos piernas, ya no podía más. “Hermana”, le dije, “yo creo que me voy a ir a mi celda para seguir rezando otro rato”. “No hermana María”, me respondió, “ahora te-nemos que seguir con el trabajo diario, ya tendrás más tiempo de rezar mañana”, se puso de pie, y me apuró: “Anda, tenemos muchas cosas por hacer”.

Luego me informaron que era una novicia y que ten-drían que pasar nueve meses para que pudiera con-sagrarme y ponerme mi corona de flores. “Tus tareas serán sencillas hermana María”, dijo la hermana Clarita, “rezar y atender las necesidades de los ancianitos del

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asilo”. Y ese día empecé. Cuatro horas diarias rezando en la capilla y luego de eso esperar a que por otro bo-quete en la pared del convento me pasaran las sábanas deshilachadas que había que remendar, también entre mis obligaciones estaba hacer dobladillos, coser boto-nes y arreglar cierres de la ropa que usaban los viejitos.

Día a día, semana a semana y mes tras mes, final-mente llegó el momento esperado: mi consagración. Todas las hermanas me hablaron de ese paso como lo más sublime que habían vivido. “Eres la mismísima esposa del Señor, imagínate”, me dijo una con los ojos llorosos; otra, con voz temblorosa, recordó: “Sentí un calor en el corazón y luego un gran regocijo”; la hermana Clarita había sido tan feliz ese día que has-ta guardó su corona de flores, “nadie sabe que aún la tengo”, me confesó un día mientras la escondía en un oscuro rincón de la capilla luego de rezar. Todas sus historias me emocionaban pero la verdad sentía más entusiasmo porque yo pensaba que al ser monja con-sagrada podría entrar a la cocina y comer tantas con-chas de chocolate como quisiera pero no, estaba muy equivocada… El primer día en el convento llegué hasta la puerta de ese lugar lleno de tantos aromas que me hacían agua la boca pero me tuve que conformar con respirar profundamente varias veces. “Las novicias no pueden entrar”, me dijo la hermana cocinera.

Un día antes de mi consagración la hermana Clari-ta me ayudó a armar mi corona con unas ramas que

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cortamos de uno de los árboles del jardín, “las flores se las ponemos mañana”, me dijo, “tienen que estar frescas”.

Los rezos y jaculatorias sonaron desde las seis de la mañana, dos horas después salí de mi celda ata-viada con mi hábito recién lavado y almidonado y con la corona de flores puesta. Rosas y margaritas recién cortadas adornaban mi cabeza. En una mano llevaba una vela encendida y en la otra una vara de nardo, así como estaba pintada Santa Juliana en el cuadro que tenía la Madre superiora en su oficina. Entré a la capilla interior del convento, las hermanas estaban a los lados del pasillo central y en el altar me esperaban el padre Jacinto y la Madre superiora, me hinqué frente a ellos y al unísono me preguntaron: “¿Quieres casarte con el Señor?”. Se hizo un silencio expectante. Una vez que dije “sí,” se volvió a escuchar el murmullo de los rezos. La Madre superiora alzó la voz y dijo que mi boda con el Señor me obligaba a ser diligente y dócil, como toda buena esposa, y que además tenía que trabajar en pro de nuestra Santa Madre Iglesia Católica. Confieso que sí me emocioné, la verdad, pero también es cierto que lo que más quería era que acabara la ceremonia para correr a la cocina a hincarle el diente a una concha de chocolate o mínimo lamer la cuchara con la que se ba-tía la masa.

Una hora después por fin salimos de la capilla y cuando iba a ese lugar que yo consideraba el paraíso,

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la hermana Clarita me detuvo. “Ahora que eres una monja consagrada tu compromiso con el convento aumenta y también tus labores”, me dijo, “después de la comida tienes que ir al despacho de la Madre supe-riora para que te explique”. Me tomó del brazo y nos fuimos al comedor. Pensé que por ser día de fiesta habría un menú especial pero no, la comida fue la de todos los días, sopa de verduras y un guiso sencillo de pollo. Lo único diferente fue que al terminar de comer brindamos con una copita de rompope, otro de los productos del convento. “Por la hermana María”, dijo la Madre superiora y luego me hizo una seña para que la siguiera.

Salí muy confundida de su despacho, yo había pensado que al consagrarme iba a gozar de más pri-vilegios pero no fue así. La labor en pro de la Santa Madre Iglesia Católica que habían mencionado duran-te mi consagración consistía —además de las cuatro horas diarias de rezos y mis trabajos de costura para los ancianos del asilo— en fregar pisos, limpiar venta-nas, pulir copones y quitar la cera de los candelabros además de cuidar el huerto y los jardines. Lo único di-ferente fue que ya podía entrar a la cocina pero sólo para batir la leche del rompope y hacer la masa para las conchas siempre bajo la vigilancia de la hermana cocinera que, ¡ah, qué ojos tiene! Un día yo estaba así muy tranquilita batiéndole a la masa, para un lado y para otro, como me habían enseñado, y así como que

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no quiere la cosa moví la mano derecha despacito, despacito para meter el dedo al platón del chocolate con el que se adornan las conchas pero ¡zaz! me dio un cucharazo que me dejó la mano adolorida toda la semana. Me sobé la mano y pensé “ésta me las va a pagar” y empecé a vigilarla todos los días. Me aprendí de memoria sus horarios, a qué hora entraba y salía de su celda, cuándo le tocaba ir a rezar, si se salía o no a la huerta para ir por las verduras para la comida… meses y meses con los ojos puestos en ella hasta que por fin antier en la noche la pude burlar.

La hermana cocinera adelanta el trabajo todos los martes y jueves. Esos días se está en la cocina hasta casi las once de la noche para dejar algunas conchas ya hechas y otras a medio hacer, porque tiene pe-didos grandes por entregar miércoles y viernes, así que el lunes pasado dije: “de mañana no pasas”. Me esperé detrás de un pilar a que saliera de la cocina y antes de que le fuera a poner el candado a la puerta de la cocina ¡traz! Que le pego con el misal en la nuca, cayó desmayada, me dio un poco de pena pero la verdad es que era más grande mi antojo de conchas. La dejé ahí tirada, me encerré en la cocina y llegué al cielo. Concha tras concha me empecé a comer todas las que ya estaban horneadas, los platones llenos de azúcar, las cazuelas con el chocolate derretido y final-mente toda una hilera de conchitas que vi muy chiqui-tas pero pensé, “pan es pan” y que me las empiezo a

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comer. Iba por la última cuando oí mucho ruido afuera de la cocina.

“¡Abra hermana María!, ¿qué está pasando?”, escu-ché que gritaban. Vieron a la hermana cocinera des-mayada y pensaron que se habían entrado a robar. Como yo era la única que no estaba ahí se imaginaron que me tenían de rehén. “¡Déjenla en paz, no le hagan daño!”, dijo la Madre superiora, se puso histérica y de un empujón abrió la puerta. Me encontró con una con-cha a medio comer y el hábito manchado de harina, chocolate y azúcar. “¡Glotona!”, me gritó, “¡ha come-tido el gran pecado de la gula!”, dijo y me señaló con un dedo acusador. Todas las hermanas se santiguaron y empezaron a rezar y a verme casi como si yo fuera el anticristo. “¡Yo sabía!”, gritó la hermana cocinera y del esfuerzo hasta se volvió a marear, cayó sentada en suelo y las hermanas la empezaron a abanicar con sus hábitos. De castigo la Madre superiora me mandó directo a la capilla. “Va rezar toda la noche. Espere ahí al padre Jacinto para que mañana muy temprano se confiese con él”. Sin decir nada hice lo que me dijo. Llegué a la capilla, empecé a rezar y cuando iba por el tercer misterio del primer rosario escuché ruidos en mi panza, seguí rezando pero conforme avanzaba más mal me sentía. Un Ave María, un retortijón, un Padre nuestro, el impulso de eructar pero no podía. Ya para las seis de la mañana no pude más y me tiré al suelo, con la panza pa’ arriba, como cucaracha muerta. El

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padre Jacinto llegó dos horas después y como pudo me ayudó a sentarme pero yo ya no podía más, esta-ba a la mitad de inflada de como estoy ahora. Después vino el doctor y dio el diagnóstico luego de palparme la panza: “Tiene pegado un pedazo de masa mal coci-da”. Recetó que me tomara unas cucharadas de aceite de oliva pero advirtió, “si no eructa pronto se le puede reventar una tripa, tiene un empacho muy severo”.

Hace horas que me dieron otras tres cucharadas de aceite y nada. Si llego a eructar yo creo que no se me va a salir el empacho sino el alma para ir a entregár-sela al señor. ¡Y todo por tragona! El único consuelo que me queda es que me cumplí el gusto, ojalá que San Pedro valore el esfuerzo que hice y me deje entrar al cielo.

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El perfecto chupadedos

Yo era el mejor chupadedos de Ciudad Esperanza, ¡que tiempos aquellos! Tenía treinta años de edad y mis ser-vicios eran requeridos en los mejores restaurantes, en los más elegantes… pero de eso ya solo queda el re-cuerdo.

Mi esposa me dice que ya deje de estar dándole vueltas a lo mismo pero la verdad es que no entiendo cómo en cosa de veinticinco años esta ciudad cambió tanto. Es una ciudad vieja y, claro está, tenía que cre-cer, pero no veo porqué ese desarrollo que tanto pre-sumen los políticos tenía que meterse con mi forma de vida, qué digo forma de vida, ¡con mi vocación!

Mi abuelo y luego mi papá se dedicaron también al honroso oficio de chupadedos. Para los jovencitos ig-norantes que puedan llegar a leer esto que escribo an-tes de irme al otro mundo, explicaré en qué consistía el trabajo al que mi familia se dedicó durante generacio-nes: chupadedos. Sí, así de simple. Los restaurantes elegantes de esa época, obviamente la mejor, de la ciudad contaban con personal que se dedicaba a lim-piar los dedos de los comensales.

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Es un hecho científicamente comprobado que lim-piarse la mano con servilletas de lino puede producir grandes enfermedades. El famoso doctor Gustavo de la Peña y Peña, el que fundó hace muchísimos años la clínica que aún está en el barrio de Santa Catarina, realizó un estudio que arrojó como resultado que los restos de comida que se acumulaban en el trozo de tela generan de manera inmediata bacterias que re-sultaban peligrosísimas de tener en el regazo o en la propia mesa.

Dado lo anterior fue que surgió el oficio de chupa-dedos en 1895 y mi abuelo se dedicó a ello. Él tuvo el privilegio de sentar las bases de esta gran profesión y hasta publicó un libro El manual del perfecto chupade-dos. Prestancia, arrojo y elegancia. Si a alguien le intere-sa puedo decirles que se puede conseguir en la librería de viejo que está a dos cuadras de la Basílica de Fátima.

En el magnífico tomo de mi abuelo están las reglas básicas para el perfecto chupadedos como: mantener-se bien hidratado para que no falte la saliva; tener los labios siempre bien humectados y suaves; nunca usar los dientes para no lastimar el dedo del cliente y por supuesto estar siempre erguido y bien presentado al lado del comensal que te hayan asignado. El manual incluye otras minucias del oficio que no detallaré aquí por falta de tiempo y espacio.

Mi papá continuó con la tradición familiar y entró a trabajar al lado de mi abuelo en el famoso restaurante

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francés La colombe blessée. Su labor en conjunto fue tan apreciada que pronto los ascendieron a capitanes de chupadedos. Esos eran buenos tiempos, llegaron a tener hasta a cien personas a su cargo.

Obviamente un lugar de tanta distinción obligaba a observar la etiqueta de manera rigurosa. Los clientes eran conducidos hasta su lugar; por supuesto que a las damas se les movía la silla y al sentarse se les acerca-ba para que se acomodaran mejor; los cubiertos y cris-talería debían estar perfectamente dispuestos y lue-go de que los comensales ordenaban lo que querían comer les eran presentados sus chupadedos quienes, vestidos de elegante traje negro y corbatín azul mari-no, esperaban al lado hasta que llegaran los platillos.

Lo cierto es que en esa época, y más en lugares como La colombe blessée, la gente sabía comer con propiedad, usaban los cubiertos con naturalidad —tal y como ahora mis nietos manejan esos celulares a los que se la pasan picoteando con el dedo índice— y era poco frecuente que se ensuciaran las manos pero cuando eso pasaba ahí estaban mi abuelo, mi padre y todo su per-sonal para limpiar con delicadeza a los comensales.

Las damas se quitaban los guantes antes de comer, claro está, y cuando requerían la atención de los chu-padedos movían con gracia la mano hacia un lado, la etiqueta indicaba que la palma debía ir hacia abajo; caso contrario el de los caballeros que debían exten-derla pero con la palma hacia arriba.

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Mi abuelo y mi padre llegaron a atender a gente de la realeza. En 1923, cuando mi padre tenía veinte años de edad y mi abuelo cincuenta y cinco, vino a Ciudad Esperanza la reina Martha Alexandria de Mirosnatvia y les tocó atenderla a ella y a su marido, el rey consorte Nicolás, quienes según las crónicas de los periódicos de la época —tengo todavía los recortes que guar-daron— salieron muy satisfechos por el servicio que les bridaron en La colombe blessée y aunque al princi-pio se extrañaron por la existencia de los chupadedos quedaron encantados con la idea.

"La reina Martha Alexandria”, dice en la crónica pu-blicada por uno de los periódicos, “pidió a su Ministro de Educación, Cultura y Etiqueta, el distinguido conde Andrés Pertgïnon, que se informara de todo lo refe-rente al noble oficio de los chupadedos quienes con prestancia demostraron a los excelentísimos invitados lo mejor de Ciudad Esperanza”.

¡Qué tiempos aquellos! No me canso de decirlo. Sie-te años después de ese gran momento para la carre-ra de mi abuelo y mi padre nací yo y desde pequeño me fueron instruyendo en las minucias del oficio que, como ya dije, se convirtió en mi vocación.

Cuando cumplí quince años me regalaron mi copia de El manual del perfecto chupadedos. Prestancia, arro-jo y elegancia y pronto me puse a practicar todo lo que ahí señalaba mi abuelo. Mi madre organizaba semanal-mente reuniones con sus amigas y yo me encargaba de

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ser su chupadedos, así estuve años y años de práctica hasta mi debut oficial en La colombe blessée cuando tenía treinta años de edad.

¡Qué década la de 1960, yo me sentía soñado! Mi abuelo tenía noventa y dos años pero hacía apenas dos que se había jubilado, mi padre tenía cincuenta y siete y estaba en su mejor momento así que hizo dupla conmigo y mantuvimos en alto el nombre y el prestigio de la familia.

Fueron diez años gloriosos a pesar de que mi abue-lo murió en 1962. Lo malo empezó en los setenta. A la gente ya no le interesaba tanto ir a buenos luga-res para comer y se contentaban con acudir a esos restaurancetes que imitaban a las fuentes de sodas de Estados Unidos.

La década fue difícil. Poco a poco vimos cómo la clientela empezó a mermar en La colombe blessée. Paulatinamente, la gerencia despidió a los chupadedos que tenían menos tiempo y luego a los que no eran tan buenos. Al final quedamos mi padre, otros seis chupa-dedos y yo.

En 1985 fue que sucedió la gran tragedia: inventaron las servilletas de papel. Un científico de la Universidad Nacional publicó un estudio que validaba la añeja in-vestigación del doctor Gustavo de la Peña y Peña pero que señalaba también que el papel tenía otras cualida-des que lo hacían el material idóneo para limpiarse los dedos al comer y así evitar enfermedades.

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El nuevo invento pronto se popularizó y un año des-pués nos quedamos sin trabajo. Los dueños del restau-rante, fieles a sus principios y a la etiqueta, se negaron a proporcionar servilletas de papel a los comensales que prefirieron irse a otros lugares. La colombe bles-sée finalmente cerró sus puertas y con ello se acabó tanto la vida de mi padre como la mía. Él tenía ochenta y tres años de edad y apenas un mes después del final del restaurante, falleció. Yo, a los cincuenta y seis años de edad, me quedé huérfano de padre —mi madre ha-bía muerto hacía diez años—, y de trabajo.

Pero como ya dije, ser chupadedos es mi vocación y no podía contenerme cuando veía a alguien con las manos sucias al comer. Tuve que trabajar después como simple mesero pero de todos los restaurantes en los que trabajé —unos treinta y cinco en quince años— me corrieron de muy mala manera cuando le llegué a chupar los dedos a algún comensal que pasaba de un plato a otro sin inmutarse por todo lo que traía embarrado.

En otra época la gente me hubiera agradecido pero ya no, me gritaban y me acusaban de ser un perver-tido. Lo peor llegó un día en el parque. Había una enorme fiesta infantil y varios de los niños estaban co-miendo sin que sus papás les prodigaran el mínimo de atención así que me les acerqué y para evitar que se mancharan sus ropitas empecé a limpiarles los dedos como mejor sabía hacer: chupándolos.

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Casi acabo en la cárcel. Una de las madres me vio y empezó a gritar que era un cochino, un pervertido, un viejo raro que quería hacerle cochinadas a sus hijos. En cosa de minutos unos jóvenes que estaban por ahí me tiraron al suelo y ahí me tuvieron hasta que llegó la policía. Mi esposa tuvo que ir a la comisaría a expli-carles el porqué de mi comportamiento y como dio la misma versión que yo había gritado, entre empujones y golpes de los gendarmes, le creyeron y me dejaron salir previo pago de una multa.

Desde ese día me prohibió salir de la casa para evi-tar más problemas. Por más que le dije que vivir mi vocación no debería ser uno no me entendió y está siempre vigilante. De eso hace ya cinco años y prefiero matarme yo que morirme aquí de aburrimiento.

Mi mujer salió hace unos minutos así que voy a aprovechar, me voy a embarrar los dedos con veneno para ratas y después me los voy a chupar.

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Se terminó de imprimir en agosto de 2015

en los talleres gráficos de Siete Cyan

ubicados en Oriente 2, No. 70

Cd. Industrial

Morelia, Michoacán, México

La edición consta de 1,000 ejemplares

y estuvo al cuidado del autor,

Viridiana Guzmán y Martha Montaño.

En portada: “Memento mori” Grabado en madera de Alexander Mair. 1605.

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