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Los Cuadernos de Arte LOS ESTGOS DEL GUSTO Alberto Cardín Parece, pues, que en medio de toda la va- riedad y capricho del gusto, hay ciertos prin- cipios generales de aprobación, cuya in- fluencia puedan distinguir unos ojos cuida- dosos en todas las operaciones de la mente. HUME, La norma del gusto V isto desde la perspectiva ideal de una sociedad laica y dotada de dispositivos racionales, nada debería resultar más extraño que el sentido reverencial, las alabanzas ritualizadas, la disposición litúrgica y el consumo ostentoso que rodean el arte moder- no, dotándolo de un halo cuasi-religioso. El entramado económico que subtiende estas manistaciones no debe engañar sobre su su- puesto carácter puramente mercantil, pues es bien conocido el provechoso tráfico de reliquias que en siglos precedentes sumergió a las gran- des religiones de salvación en una fiebre espe- culadora de objetos nimios pero cargados de sentido (barbas y prepucios, astillas de objetos cotidianos, huellas y marcas improbables), por no hablar de las sociedades aniistas donde los amuletos de directa eficacia económica (para la producción de lluvia, descubrimientos de teso- ros, guarda de la salud, densa contra las fle- chas enemigas) alcanzaban alto prestigio (y has- ta cotización, allí donde empezaba a apuntar la economía de mercado). Podría incluso plantearse si las inversiones en obras de arte de las grandes firmas industriales y consorcios bancarios, habitualmente contabili- zado coo gastos de representación o incluido en el renglón de publicidad (y esto es puro Ve- blen), no rman más bien parte de una estrate- gia agonística, similar a la del potlach de los in- dios del NO. americano, donde el gasto ostento- so (conspicuo, dicen algunos con hórrido barba- rismo) está orientado tanto a conseguir presti- gio, obligando a la emulación al oponente, coo a apartar de su uso prono (quemándolos, en el caso kwakiutl, tesaurizándolos en el caso occi- dental de hoy) unos bienes, cuya nción cere- monial se hace primar sobre la económica, sen- cillamente porque se desconoce o se reniega de su empleo estrictamente racional (en rma de repar- to igualitario, o de inversión productiva) (1). Los misterios de la sobreapreciación, de ese «tichismo inaudito» de las artes plásticas ac- tuales, de que hablaba el recientemente crítico Robert Hughes (2), se aclaran en gran medida si se contempla el mercado del arte y el sistema 8 useístico occidental (estrechamente enlazados entre sí por toda una maraña de marchantes, ta- sadores, comisarios de ria y críticos de arte, en estrecha connivencia) coo una estructura para- religiosa, conflictiva y iéticaente organiza- da respecto del sistema religioso occidental. Esta estructura es el final resultado de un bi- secular tanteo de la conciencia occidental en pos de una trascendencia intraundana, que era a la vez reflexiva y crítica. Esta unión a la vez sen- sible y racional con la totalidad del mundo -una especie de religación secular, con la que suplir o sustituir la cada vez menos «sentida» religación trascendente-, la hallaron los ilustrados en la idea de arte, justificándola de diversas maneras, entre las que la Crica del Juicio de Kant parece haber sido la más exitosa (3). Frente a la religión sensible que oecían el catolicismo barroco y las sectas entusiastas pro- testantes, o ente a las angelologías alquímicas del XVIII, el arte aparecía para Kant (y en esto seguía a los empiristas y moralistas ingleses) co- o el ámbito donde lo sensible y lo inteligible consumaban su síntesis inmediata sin concepto, síntesis en la que los entes extraundanos que en Swendenborg y en Blake aseguran el enlace, no resultan necesarios (4). La validez apriori de esta síntesis, plasmada en la obra individual del artista, halla su nda- mento en la universalización que el placer expe- rimenta en lo bello, y encuentra su regla en el genio (para quien no rige la finalidad útil de las artes mecánicas). Pero, coo el genio ha de aco- modarse a las leyes del gusto para hacerse acep- table y comunicable, resulta de ello una especie de hoeostasis entre la educación moral del ge- nio y el carácter ejemplar-universal de su obra que, en cierto modo, resuelve de antemano la aporía del genio incomprendido o de la obra de arte incomunicable (5). La hoeostasis se rompe con el romanticis- mo, y la brecha entre gusto y genio se ahonda con las sucesivas vanguardias. Y, en la medida en que el arte va adquiriendo un carácter más «genial» y «protico», va recubriéndose de un aura cada vez más religiosa que, si en un mo- mento lo lleva a convertirse en verdadero susti- tuto de la religión (con los decadentistas, tal vez, en su punto extremo), en general se limita a mi- mar los modos, recursos, y hasta ciertas rmas de organización sacral. Más que un proceso de institucionalización eclesial, subsiguiente a una época de rmenta- ción protica (6), las artes plásticas actuales pa- recen vivir el estadio fluido y seigrupal de las sectas revivalistas y carismáticas americanas (por hablar de un ejemplo del Primer Mundo, desde luego paradigmático: pero podríamos ha- blar igualmente de «cultos cargo») con sus gran- des rias curativo-pentecostales, sus cadenas de televisión, sus circuitos (electrónicos y mecáni- cos) de recogida de ndos, y la impostura conti- nuamente revelada de sus predicadores.

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Los Cuadernos de Arte

LOS ESTRAGOS DEL

GUSTO

Alberto Cardín

Parece, pues, que en medio de toda la va­riedad y capricho del gusto, hay ciertos prin­cipios generales de aprobación, cuya in­fluencia puedan distinguir unos ojos cuida­dosos en todas las operaciones de la mente.

HUME, La norma del gusto

V isto desde la perspectiva ideal de una sociedad laica y dotada de dispositivos racionales, nada debería resultar más extraño que el sentido reverencial, las

alabanzas ritualizadas, la disposición litúrgica y el consumo ostentoso que rodean el arte moder­no, dotándolo de un halo cuasi-religioso.

El entramado económico que subtiende estas manifestaciones no debe engañar sobre su su­puesto carácter puramente mercantil, pues es bien conocido el provechoso tráfico de reliquias que en siglos precedentes sumergió a las gran­des religiones de salvación en una fiebre espe­culadora de objetos nimios pero cargados de sentido (barbas y prepucios, astillas de objetos cotidianos, huellas y marcas improbables), por no hablar de las sociedades anirnistas donde los amuletos de directa eficacia económica (para la producción de lluvia, descubrimientos de teso­ros, guarda de la salud, defensa contra las fle­chas enemigas) alcanzaban alto prestigio (y has­ta cotización, allí donde empezaba a apuntar la economía de mercado).

Podría incluso plantearse si las inversiones en obras de arte de las grandes firmas industriales y consorcios bancarios, habitualmente contabili­zado corno gastos de representación o incluido en el renglón de publicidad (y esto es puro Ve­blen), no forman más bien parte de una estrate­gia agonística, similar a la del potlach de los in­dios del NO. americano, donde el gasto ostento­so ( conspicuo, dicen algunos con hórrido barba­rismo) está orientado tanto a conseguir presti­gio, obligando a la emulación al oponente, corno a apartar de su uso profano ( quemándolos, en el caso kwakiutl, tesaurizándolos en el caso occi­dental de hoy) unos bienes, cuya función cere­monial se hace primar sobre la económica, sen­cillamente porque se desconoce o se reniega de su empleo estrictamente racional ( en forma de repar­to igualitario, o de inversión productiva) (1).

Los misterios de la sobreapreciación, de ese «fetichismo inaudito» de las artes plásticas ac­tuales, de que hablaba el recientemente crítico Robert Hughes (2), se aclaran en gran medida si se contempla el mercado del arte y el sistema

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rnuseístico occidental ( estrechamente enlazados entre sí por toda una maraña de marchantes, ta­sadores, comisarios de feria y críticos de arte, en estrecha connivencia) corno una estructura para­religiosa, conflictiva y rnirnéticarnente organiza­da respecto del sistema religioso occidental.

Esta estructura es el final resultado de un bi­secular tanteo de la conciencia occidental en pos de una trascendencia intrarnundana, que fuera a la vez reflexiva y crítica. Esta unión a la vez sen­sible y racional con la totalidad del mundo -una especie de religación secular, con la que suplir o sustituir la cada vez menos «sentida» religación trascendente-, la hallaron los ilustrados en la idea de arte, justificándola de diversas maneras, entre las que la Crítica del Juicio de Kant parece haber sido la más exitosa (3).

Frente a la religión sensible que ofrecían el catolicismo barroco y las sectas entusiastas pro­testantes, o frente a las angelologías alquímicas del XVIII, el arte aparecía para Kant (y en esto seguía a los empiristas y moralistas ingleses) co­rno el ámbito donde lo sensible y lo inteligible consumaban su síntesis inmediata sin concepto, síntesis en la que los entes extrarnundanos que en Swendenborg y en Blake aseguran el enlace, no resultan necesarios ( 4).

La validez apriori de esta síntesis, plasmada en la obra individual del artista, halla su funda­mento en la universalización que el placer expe­rimenta en lo bello, y encuentra su regla en el genio (para quien no rige la finalidad útil de las artes mecánicas). Pero, corno el genio ha de aco­modarse a las leyes del gusto para hacerse acep­table y comunicable, resulta de ello una especie de horneostasis entre la educación moral del ge­nio y el carácter ejemplar-universal de su obra que, en cierto modo, resuelve de antemano la aporía del genio incomprendido o de la obra de arte incomunicable (5).

La horneostasis se rompe con el romanticis­mo, y la brecha entre gusto y genio se ahonda con las sucesivas vanguardias. Y, en la medida en que el arte va adquiriendo un carácter más «genial» y «profético», va recubriéndose de un aura cada vez más religiosa que, si en un mo­mento lo lleva a convertirse en verdadero susti­tuto de la religión (con los decadentistas, tal vez, en su punto extremo), en general se limita a mi­mar los modos, recursos, y hasta ciertas formas de organización sacral.

Más que un proceso de institucionalización eclesial, subsiguiente a una época de fermenta­ción profética (6), las artes plásticas actuales pa­recen vivir el estadio fluido y sernigrupal de las sectas revivalistas y carismáticas americanas (por hablar de un ejemplo del Primer Mundo, desde luego paradigmático: pero podríamos ha­blar igualmente de «cultos cargo») con sus gran­des ferias curativo-pentecostales, sus cadenas de televisión, sus circuitos (electrónicos y mecáni­cos) de recogida de fondos, y la impostura conti­nuamente revelada de sus predicadores.

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Anselm Kiefer, «Paleta», 1981.

Sin la existencia de un poder dogmático f é­rreamente organizado, o una estructura referen­cial que defina con claridad, como ocurre en la Iglesia Católica, el grado convencional de virtud atribuible a los herercas y a los heresiarcas, lo cierto es que el sistema crítico-museístico-ga­lerístico que domina el mercado mundial del ar­te establece de manera muy eficaz, no sólo la co­tización (que sería un puro efecto de mercado), si­no también el prestigio y la calidad de cada pintor. Es el mismo sistema que preside la jerarquía de los evangelists en la zona más marcadamente reli­giosa de los USA, el llamado Bible Belt.

Este paralelo nos permite tal vez entrever un sistema de trascendentalización de fondo calvi­nista, en el que la sublimación resulta insepara­ble de un refuerzo narcisista material ( el triunfo

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mundano como signo de predestinación), y en el que a la vez el conformismo más brutal se adorna con todo tipo de extravagancias, destina­das a la mera remoción del hastío.

El problema es que, si desde el punto de vista organizativo, comercial y para-religioso, el en­tramado del arte moderno funciona a las mil maravillas, desde el punto de vista del arte en sí, es decir, desde el punto de vista del <�uicio de gusto» y del «arte bello» kantianos, todo pafece sumido en una tremenda confusión. Y no deja de ser curioso que, en tales condiciones, prolife­ren las ediciones y comentarios de la Crítica del juicio, sin que en ninguno de dichos comenta­rios, más allá de la perífrasis técnica y casi pura­mente formal, se plantee el problema de si aún son posibles los juicios estéticos apriori.

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Suprimida la referencia del gusto (que, según Kant, disciplina al genio y «si bien le corta mu­cho las alas y lo hace decente y pulido, al mismo tiempo, le da dirección, indicándole por dónde y hasta dónde debe extenderse para permanecer conforme a un fin» (7), la posibilidad de juicios con pretensiones de universalidad en el campo del arte no va más allá de la pretensión de au­toafirmación (universal, en tanto que la catego­ría de individuo es uno de los trascendentales de nuestra cultura) que cada artista pueda tener.

Desde el punto de vista de la obra en sí (si esa fantasía estructuralista puede tener alguna enti­dad, en pleno dominio de la «estética de la re­cepción») resulta hoy muy difícil poder distin­guir por su «calidad» lo que separa al artista ca­llejero (con frecuencia tremendamente académi­co) del artista inspirado que termina en la mo­derna galería de arte, o del genio de museo, sal­vo por aquellas características puramente exter­nas, de otorgamiento institucional, que hacen que, por ejemplo, en el campo eclesial, Juan Pa­blo II sea un líder religioso reconocido (hablo de carisma, no de derechos jurídicos adquiridos), y Clemente el del Palmar, un impostor.

Nada más demostrativo, al efecto, que el esca­lonamiento estético que, en una entrevista re­ciente, presentificaba Nazario (8), al ser compa­rada su trayectoria con la de Barceló o la de Ma­riscal, vitalmente intersectadas en varios mo­mentos: la diferencia resulta ser no tanto de ob­jeto o de formato, cuanto del lugar donde la obra se expone y de los circuitos por donde el artista discurre y es reconocido. Una vez situado en estos lugares, el moderno plástico se vuelve incomparable, incluso respecto de aquellos a los que ha plagiado, como es el caso de Barceló con Kiefer, a quien no solamente se le ocurrieron antes las bóvedas sombrías, los estantes, las bi­bliotecas, las marinas con libros, y las adheren­cias «significativas» de materiales perecederos, sino que además sabe dibujo y perspectiva.

Lo curioso es que los críticos preocupados por la degradada (aunque comercialmente espléndi­da) situación del arte moderno, en vez de fo­mentar los criterios de evaluación racional que pudieran llevar a distinguir el grano de la paja, parecen optar más bien por una resurrección de ciertos valores ideales o concepciones mesiáni­co-tribales del artista, que objetivan, sí, determi­nadas formas ejemplares, pero a costa de su­brayar aún más el papel sacral del arte, aunque sólo sea retrotrayéndolo a determinadas concep­ciones simbolistas (mallarmeanas) que parecían olvidadas (9).

Así, el crítico J. L. Brea proclamaba hace no mucho la necesidad de «restaurar el orden de la recepción aurática de la obra de arte» (10). Y Su­zi Gablik, en su sintomático libro ¿Ha muerto el arte moderno? (11), se pregunta -siguiendo al moralista Maclntyre- si no será llegado el mo­mento de reinstaurar las viejas virtudes de «la sinceridad, el valor y la moderación», como for-

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ma de devolver al arte moderno los criterios ob­jetivos de que hoy carece. Y pone como posibles ejemplos de esta renovación a Kiefer, «que in­tenta restaurar el antiguo carácter terapéutico del arte» (12), y a Beuys, que pretende «devol­ver al artista su función de chamán, figura místi­ca, sacerdotal y política de las culturas prehistó­ricas» (13).

Estas apreciaciones demuestran mejor que nada el profundo fracaso del proyecto moderno, tal como fue esbozado por los ilustrados, y tam­bién que la posmodernidad es un movimiento más amplio que el lerdo «todo vale» de los ac­tuales carroñeros culturales (gacetilleros, filóso­fos de pega, figurativos neo-reciclados, y ex-abs­tractos liquidacionistas): abarca desde la vuelta descarada a lo más folclóricamente devocional de la fe (14), hasta el intento de revivir viejos va­lores tradicionales como fórmula de recomposi­ción social. Todo ello en aras de un relativismo mal entendido, del que la antropología no tiene la menor culpa (15).

Plantear la recuperación del «aura» benjami­niana en un mundo dominado por el mid-cult, o la reconsagración del artista como profeta, cha­mán, o terapeuta, en un universo saturado de signos equívocos (16), supone un utopismo ar­caizante tan cargado de buenas intenciones co­mo de mala inteligencia crítica. Pero aún, contra lo que parecen pensar los críticos «auráticos», ayuda a apuntalar, con más sutiles argumentos, el fundamento mismo de la fetichización del ar­te actual, cuya comercialización reposa, paradó­jicamente (17), en la sobrevaloración del carác­ter demiúrgico del artista, es decir, en una teoría del genio nacida de la crítica de la sociedad bur­guesa -i del filisteísmo «pompier»!-, y fácilmen­te recuperada por ésta, en su actual «Tercera Ola» (18).

La firma, la «semiurgia del arte contemporá­neo», como señaló Baudrillard en uno de sus trabajos aún no mancillados por esa misma se­miurgia (19), señala el gesto por el cual la obra de arte acumula el valor diferencial de la inspira­ción del genio. Rubrica la individualización es­tilística (el famoso «le style c'estl' homme» de Buffon) del objeto, pero es a través de ello valor añadido en el universo de la producción indivi­dualizada, de la reproducción limitada (iüjo! que el texto de Benjamin sobre la «reproducción mecánica» hace referencia a una industria aún de producción masiva), del design, en definitiva.

De hecho, el objeto en sí mismo, por grande que fuera el valor intelectual y artesanal a él in­corporados, no cuenta en sí, sino por la firma que lo autor-iza. Es, no el valor-trabajo que constituye al objeto, sino el valor de cambio de la vida del artista, autentificada por su firma (o incluso la vida impostora del falsificador, cuan­do se convierte en verdadera «vida de artista», como en el caso de Elmir D'Hory), lo que hace reconocible, y por tanto vendible ( o, lo que es lo mismo, aceptable) la obra de arte hoy. Con lo

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Los Cuadernos de Arte

Joseph Beuys, 1973.

que, como puede verse, la situación difiere poco de la del comercio de reliquias medievales, bu­distas o musulmanas, de que hablábamos al principio.

Esta es, sin duda, una de las características concomitantes de la actual estética de la recep­ción, que ha acabado imponiéndose -a pesar de su inicial carácter rupturista (20)- por su perfec­ta adecuación a las actuales condiciones del go­ce estético ( caracterizado, al parecer, más por la reconstrucción social narcisista tanto del autor como del contemplador, que por la liberación asocial de las pulsiones por parte del artista, y la manifestación de la obra como interrogación): frente al primado del objeto, concebido como texto-enigma, y la importancia fundamental concedida a lo técnico-formal por el estructura-

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lismo, la crítica recepcionista prima las condicio­nes sociales de lectura, sin prestar demasiada importancia al análisis retórico de las constric­ciones formales del objeto, sometidas (como en la estética marxista) a un tratamiento intuicio­nista, en la que las formas se reconocen «a gran­des rasgos», pero no se formalizan.

Lo cierto es que son muchos los críticos (re­cepcionistas, a leur insu) que, en los últimos tiempos, y desde que el análisis psicoanalítico­pulsional ( el gesto, la mancha, el goteo, el trazo, el soporte, y todos aquellos estilemas críticos que puso de moda Peinture) del expresionismo abstracto dejó de estar de moda, han venido ba­sando sus comentarios en la remisión del posabstracto y el neofigurativo a rasgos y formas reconocibles de la historia de la pintura (21). Pe-

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Los Cuadernos de Arte

ro esta remisión, aparte de ser impresionista y no estar explicitada como método, no se preten­de tanto una búsqueda de resonancias, que ex­pliquen la obra actual por su concatenación his­tórico-formal (al modo de un rastreo mnémico), cuanto una justificación azarosa, puramente ver­bal (retórica en el peor sentido de la palabra), que intenta otorgar nuevo valor añadido (o des­pojarlo de cualquier valor, cuando no hay remi­sión posible: así empieza a tirarse hoy por la borda el abstracto) al objeto mediante su cone­xión prestigiosa con determinados maestros del pasado.

Vemos aquí manifestarse en todo su esplen­dor la concepción posmoderna de la historia, concebida como desván de formas muertas, del que van extrayéndose y recombinándose retazos con una intención puramente ornamental. La pietas de que hablaba Vattimo (22) no existe: sólo un implacable afán de saquear para llenar decorados, más bien impío, y sobre todo osado (con la osadía del bárbaro). El gusto en tales condiciones sólo puede ser una fuga hacia ade­lante, en el que el atrevimiento aparece como un valor en sí, ya que al parecer de lo eque se trata es de probar la protección de la fortuna que, como se sabe, auda-ces semper iuvat.

NOTAS

(1) Me limito aquí a seguir a Veblen casi al pie de la le­tra. Cfr. Teoría de la clase ociosa, México, FCE, 1971, caps. 2, 3 y 4. Por cierto que el traductor mexicano de esta edi­ción traduce conspicuous consumption como «consumo os­tensible», lo que es casi peor que la muy extendida versión de «consumo conspicuo».

(2) Apud C. David & J. Baumier, «les toiles étoiles», Lenouve/ observateur, 20-26.11.87.

(3) Se trata de una lectura ex post de las relaciones entrearte y religión, hecha a partir de la experiencia romántica. De hecho, para los ilustrados ingleses, cuya problemática recoge y «constituye» Kant en La crítica del juicio se trata sobre todo de dar cuenta de las características de lo «subli­me» (Burke, Home, Shaftesbury) o de dar cuenta de las va­riaciones del gusto, y las relaciones entre nove/ty y facility (Hume), o entre wit y mimesis (Dr. Johnson).

( 4) Dentro del mismo espíritu de la lectura ex post de lanota anterior, intento establecer un (creo que verosímil) «hilo conductor» entre la temprana crítica que Kant hace del sistema de Swedenborg, tan relacionado con la estética de Blake (Cfr. Los sueños de un visionario, Madrid, Alianza, 1988) y la Crítica del juicio.

(5) El «cuarto momento» del juicio de gusto, donde lacondición de necesidad del juicio estético viene referida a la existencia de un sensus communis, viene se orienta precisa­mente a resolver esta aporía ( cfr. Crítica del juicio, México, Ed. Nacional, 1973, pp. 223-30). , ( 6) Tal es la teoría de la cristalización de toda religión

que Durkheim expone en Les formes e/ementaires de la vie religieuse (Paris, PUF, 1977, pp. 300 y ss.).

(7) Crítica del juicio, cit., pp. 382-83.(8) Entrevista de T. Puig & J. Rivas, Ajoblanco n.º 5, fe­

brero, 1988.

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(9) Estas concepciones aparecen esbozadas, con un cier­to aire sibilino en Quant au livre (Oeuvres Completes, La Pleyade, 1945, pp. 369 y ss.), y fueron reelaboradas desde el psicoanálisis y la teoría althusseriana del sujeto por la época media del grupo Tel-Quel (Sobre todo por Sollers en La es­critura y la experiencia del límite y Kristeva en La révolution du langage poétique).

(10) Fietta Jarque, «Los críticos lnuevos ejecutivos delarte?», El País, 16.12.87.

(11) Madrid. H. Blume, 1987.(12) S. Gablik, cit., p. 116.

(13) S. Gablik, cit., p. 118.

(14) El ejemplo más representativo de esta postura es elteólogo baptista americano Harvey Cox, quien tras haber defendido la idea del Deus absconditus como un signo de li­bertad en la religión secularizada, durante los años 70, alaba ahora la religiosidad popular (el culto de Guadalupe, p.e.) en su último libro La religión en la ciudad secular. Hacia una teología posmoderna, Madrid, Sal Terrae, 1986.

(15) El más claro síntoma de este intento de inculpar ala antropología es el muy jaleado libro de Alain Finkielk­raut, La derrota del pensamiento (Barcelona, Anagrama, 1987).

(16) No es que en las sociedades llamadas «primitivas»los signos tengan un carácter denotativo, sino que en ellas el «círculo hermenéutico» es una realidad viva (y no un postulado, o un esfuerzo asintótico, como en realidad lo presentan los actuales hermeneutas), mientras que en las sociedades complejas, y en su máximo grado en la moderna sociedad occidental, lo que predomina es la fisión sígnica, la constante creación, ruptura y recreación de signos que conviven entre sí en una relación de continua y conflictiva traducibilidad.

(17) El carácter «místico» de la mercancía es consustan­cial a su alienación del productor, y su inclusión en un com­plejo y desigual proceso de reapropiación social, como Marx ya señaló en su día. Lo curioso es que los críticos de arte marxista (los de los años 70 -la estética marxista ha desaparecido sencillamente en nuestros días), si bien exten­dieron de manera mecánica el análisis clásico del fetichis­mo de las mercancías a la obra de arte considerada como mercancía, no analizaron nunca el plus mercantil que supo­ne la inclusión, como valor de cambio, de la labor demiúrgi­ca del artista. Y ello tal vez porque algunos de los pintores que empezaron a entrar en este juego (Picasso, p.e.) eran hombres de izquierda.

(18) Quiero hacer referencia a la producción y el consu­mo diferenciados, y hasta personalizados, que según Toller caracterizan a la época actual del capitalismo, a la llamada sociedad posindustrial.

(19) Cfr. «El gestual y la firma: semiurgia del arte con­temporáneo», en la Crítica de la economía política del signo, México, S. XXI, 1974.

(20) La propuesta de la hoy triunfante «estética de la re­cepción» encuentra, como se sabe, su manifiesto en el tra­bajo de su cabeza de fila, H. R. Jauss, «La obra historia de la literatura como provocación de la ciencia literaria» ( en La literatura como provocación, Barcelona, Península, 1976). La idea subyacente a la propuesta de Jauss, según la cual el tex­to en sí (principal objeto del análisis estructuralista) es lo que menos importa, siendo considerado sólo una ocasión para el despertar, recrear o activar determinadas actitudes o tradiciones, ha convertido al recepcionismo en la fórmula estética más adecuada para esta época de fuerte ocasionalis­ta, en la que azar subjetivo y coincidencia se identifican, en un común interés por borrar las huellas del objeto.

(21) La mejor muestra de este estilo crítico son losartículos y catálogos de Victoria Combalía, de lo que es mo­delo su catálogo a la exposición de Broto, Maeght, 1984.

(22) Cfr. «Dialética, diferencia, pensamiento débil»,Cuadernos del Norte, n.º 36, mayo, 1986, p. 52.