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Los Cuadernos Inéditos CINCO IMITACIONES Rael Conte E 1 tiempo persigue al tiempo, o al menos pece perseguirlo a borbotones, sin la más mínima vergüenza. Tiempo desver- gonzado en busca de una presa que ya contiene previamente, desde mucho antes de em- pezar la cacería. En esta primavera versátil todo parece indicar que el tiempo que hace es el que no debiera, como si todo, mundo, espacio y hasta el tiempo mismo, vivieran a la espera de otro tiempo que no llega todavía, y en nción del cual -o de su llegada- traman existencias provisionales que lo convocan y conjuran a la vez. El mismo tiempo que hace llega repleto de inquietud e inseguridad, como justcándose, y luego se desparrama por todo el espacio y se yergue, se revuelve, reclama con erza y parece desesperarse llamando al que debiera estar aquí en su lugar. De ahí la variedad de las nubes, las lluvias repentinas, la infinita gama de los sonidos que se suceden como en una extraña y metereológica sinnía. El tiempo se contorsiona, multiplica sus cielos, juega con ellos, edifica innumerables viaciones climáticas, se convierte en una prolongada lla- mada insoportable. Pero el verdadero tiempo si- gue sin llegar, y a veces se escucha su risa indife- rente que nos llega de secretos escondrijos espa- ciales, como si estuviera allí -no se sabe bien dónde, ni el lugar de origen de esa risa- oculto y agazapado entre el silencioso rodar de las esras celestiales. La risa es lo que esperamos y no llega; la risa -obscena, cruel e inmóvil- es la mirada ciega de una naturaleza recóndita que después de tantos siglos persiste en no entregar nunca sus secretos. Maldad de la risa. Es el argumento definitivo, la misteriosa operación secreta que descarga sobre nosotros todos los insospechados humores de su involuntario suceder. La risa es el insulto, la men- tira que triun, la lscación total de la alegría. No tienen nada que ver la una con la otra: la risa es activa y apremiante, una cruel descarga de hu- mores vegetativos que circulan por el mundo como secretos ríos de lava destructora. La risa se compra y se vende, es objeto de especulación universal, apuntala sofismas sin cuento y engaña siempre porque suele revestir la máscara de la relajación y la inocencia. Por el contrario, la alegría es serenidad, quie- tud, melopea monódica y embalsada que sólo nace cuando el mal desaparece: ella es quien lo hace desaparecer. La risa aparenta conjurarlo, pero en realidad es la mor y más secreta de sus armas. La alegría reside en la serena contemplación del vacío, en la sutil degustación de la nada. No hay trampas, ni ardides subrepticios, ni oraciones, ni argumentos. La nada plena y redonda se despliega en la infinita llanura vacía y sideral de la alegría. 68 Pero el tiempo y el mundo parecen reír ahora, aunque esa operación alegre no es otra cosa que el rechazo de la otra risa convencional y sospechosa que siempre les amenaza. Esa risa es nerviosa y atolondrada, mientras las viejas amenazas van ca- yendo una tras otra en un perfecto y estratégico siste�a densivo, pues se precisa entretener el tiempo que lta para que el tiempo llegue. De ahí estas revoluciones diminutas, esas descargas va- cías y peristálticas, los prolongados lamentos noc- turnos que parecen salir en busca de sí mismos aparentando mayor crudeza cuanto más inseguros se extienden sobre el mundo. La risa se multiplica como los espejismos. Hay una carcajada esencial, aquella que baja de las alturas nevadas -donde nada hay, ni nadie- para mostrar la lsedad de ese discurso aparentemente n@ural que nos oga, lo cual constituye en verdad el colmo de la cruel- dad. Y luego las risas histéricas de este tiempo infeliz que viene a ser gratuitamente inmolado -el tiempo pasa ¿cabe mayor inmolación?- en el altar inderente del tiempo que debiera estar aquí. Todo es lso, pues: la lluvia no moja, el viento no enía, el sol no calienta y las nubes no hacen otra cosa que proseguir su discurso gratuito sobre un cielo carente de sentido ya. BLANCO Y NEGRO Oposición absota, conflicto, negación del ser por el ser. Ambos son colores, o más bien los simbolizan. Uno es su vacío total, y el otro la presencia unánime de todos. Algo en común: al final, ambos ciegan; la nieve y la noche devoran la mirada, la reducen a la nada. Ha sucedido durante un momento, como si se hubiera tratado de la excepción del día. Al atarde- cer. El sendero de los parques seguía huyendo hacia el norte, verde y esco, a la viva luz deli- cada de esta jornada transitoria. El horizonte se partía en tres: el telón enano de los edificios leja- nos, conndibles en la distancia como hormigue- ros que la mirada convierte en geométricos. Por encima, la gruesa línea espesa y gris de la sierra, donde apenas se veía ya la nieve que actualmente se nde silenciosa y sordamente. Y otro más por encima, una acumulación de nubes apelotonadas y horizontales, con el perfil superior destacado en relieve sobre el cielo. Nunca viste tan pura la línea de las nubes. Sus límites eran al principio oscuros, como si estuvieran teñidos por el gris sombrío de la sierra. Pero, al ascender, la sombra se ilumi- naba hasta llegar a la línea superior, insultante- mente blanca. Y arriba el cielo, azul pálido, pero consistente, que aclaraba el espacio y lo inundaba de escura. Eran tres horizontes recién lavados, sobrepuestos y distintos, en un sólo horizonte verdadero. Si cada color enmascara por sí solo, y todos uno a uno, el blanco y el negro van más lejos, pues simbolizan y corrompen al ser y lo transrman; el blanco lo transfigura y el negro lo desvanece,

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Los Cuadernos Inéditos

CINCO IMITACIONES

Rafael Conte

E1 tiempo persigue al tiempo, o al menos parece perseguirlo a borbotones, sin la más mínima vergüenza. Tiempo desver­gonzado en busca de una presa que ya

contiene previamente, desde mucho antes de em­pezar la cacería. En esta primavera versátil todo parece indicar que el tiempo que hace es el que no debiera, como si todo, mundo, espacio y hasta el tiempo mismo, vivieran a la espera de otro tiempo que no llega todavía, y en función del cual -o de su llegada- traman existencias provisionales que lo convocan y conjuran a la vez. El mismo tiempo que hace llega repleto de inquietud e inseguridad, como justificándose, y luego se desparrama por todo el espacio y se yergue, se revuelve, reclama con fuerza y parece desesperarse llamando al que debiera estar aquí en su lugar. De ahí la variedad de las nubes, las lluvias repentinas, la infinita gama de los sonidos que se suceden como en una extraña y metereológica sinfonía.

El tiempo se contorsiona, multiplica sus cielos, juega con ellos, edifica innumerables variaciones climáticas, se convierte en una prolongada lla­mada insoportable. Pero el verdadero tiempo si­gue sin llegar, y a veces se escucha su risa indife­rente que nos llega de secretos escondrijos espa­ciales, como si estuviera allí -no se sabe bien dónde, ni el lugar de origen de esa risa- oculto y agazapado entre el silencioso rodar de las esferas celestiales. La risa es lo que esperamos y no llega; la risa -obscena, cruel e inmóvil- es la mirada ciega de una naturaleza recóndita que después de tantos siglos persiste en no entregar nunca sus secretos.

Maldad de la risa. Es el argumento definitivo, la misteriosa operación secreta que descarga sobre nosotros todos los insospechados humores de su involuntario suceder. La risa es el insulto, la men­tira que triunfa, la falsificación total de la alegría. No tienen nada que ver la una con la otra: la risa es activa y apremiante, una cruel descarga de hu­mores vegetativos que circulan por el mundo como secretos ríos de lava destructora. La risa se compra y se vende, es objeto de especulación universal, apuntala sofismas sin cuento y engaña siempre porque suele revestir la máscara de la relajación y la inocencia.

Por el contrario, la alegría es serenidad, quie­tud, melopea monódica y embalsada que sólo nace cuando el mal desaparece: ella es quien lo hace desaparecer. La risa aparenta conjurarlo, pero en realidad es la mejor y más secreta de sus armas. La alegría reside en la serena contemplación del vacío, en la sutil degustación de la nada. No hay trampas, ni ardides subrepticios, ni oraciones, ni argumentos. La nada plena y redonda se despliega en la infinita llanura vacía y sideral de la alegría.

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Pero el tiempo y el mundo parecen reír ahora, aunque esa operación alegre no es otra cosa que el rechazo de la otra risa convencional y sospechosa que siempre les amenaza. Esa risa es nerviosa y atolondrada, mientras las viejas amenazas van ca­yendo una tras otra en un perfecto y estratégico siste�a defensivo, pues se precisa entretener el tiempo que falta para que el tiempo llegue. De ahí estas revoluciones diminutas, esas descargas va­cías y peristálticas, los prolongados lamentos noc­turnos que parecen salir en busca de sí mismos aparentando mayor crudeza cuanto más inseguros se extienden sobre el mundo. La risa se multiplica como los espejismos. Hay una carcajada esencial, aquella que baja de las alturas nevadas -donde nada hay, ni nadie- para mostrar la falsedad de ese discurso aparentemente natural que nos ahoga, lo cual constituye en verdad el colmo de la cruel­dad. Y luego las risas histéricas de este tiempo infeliz que viene a ser gratuitamente inmolado -el tiempo pasa ¿cabe mayor inmolación?- en el altar indiferente del tiempo que debiera estar aquí.

Todo es falso, pues: la lluvia no moja, el viento no enfría, el sol no calienta y las nubes no hacen otra cosa que proseguir su discurso gratuito sobre un cielo carente de sentido ya.

BLANCO Y NEGRO

Oposición absoluta, conflicto, negación del ser por el ser. Ambos son colores, o más bien los simbolizan. Uno es su vacío total, y el otro la presencia unánime de todos. Algo en común: al final, ambos ciegan; la nieve y la noche devoran la mirada, la reducen a la nada.

Ha sucedido durante un momento, como si se hubiera tratado de la excepción del día. Al atarde­cer. El sendero de los parques seguía huyendo hacia el norte, verde y fresco, a la viva luz deli­cada de esta jornada transitoria. El horizonte se partía en tres: el telón enano de los edificios leja­nos, confundibles en la distancia como hormigue­ros que la mirada convierte en geométricos. Por encima, la gruesa línea espesa y gris de la sierra, donde apenas se veía ya la nieve que actualmente se funde silenciosa y sordamente. Y otro más por encima, una acumulación de nubes apelotonadas y horizontales, con el perfil superior destacado en relieve sobre el cielo. Nunca viste tan pura la línea de las nubes. Sus límites eran al principio oscuros, como si estuvieran teñidos por el gris sombrío de la sierra. Pero, al ascender, la sombra se ilumi­naba hasta llegar a la línea superior, insultante­mente blanca. Y arriba el cielo, azul pálido, pero consistente, que aclaraba el espacio y lo inundaba de frescura. Eran tres horizontes recién lavados, sobrepuestos y distintos, en un sólo horizonte verdadero.

Si cada color enmascara por sí solo, y todos uno a uno, el blanco y el negro van más lejos, pues simbolizan y corrompen al ser y lo transforman; el blanco lo transfigura y el negro lo desvanece,

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Los Cuadernos Inéditos

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aunque siga siendo el mismo por · debajo de la imposible mirada. Cielo e infierno, inocencia y corrupción: da igual: al final ambos se dan la mano en nuestra mutua ceguera.

Pero se necesitan, se persiguen, más tenaz­mente cuanto más parecen combatirse: a veces se enfrentan en monstruosos estallidos de luz. Otras, parecen esquivarse, jugar al escondite, huir el uno del otro trazando inaudibles regueros luminosos. Del combate a la huida, siempre uno da razón y cuenta del otro y al revés. Ninguno de los dos existiría sin su contrario.

Y abajo, por lo tanto, los símbolos que todo lo confunden. No sólo el paraíso necesita del in-

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fiemo para seguir siéndolo -y viceversa- sino que existe una más profunda o inquietante unidad en­tre ellos. Al final -y el final solamente suele mos­trar aquello que ya existía en el principio- el pa­raíso es el infierno y al revés. Maniqueo traspa­sado: la verdad sólo se abre paso a través de la mentira, pues al fin y al cabo lo es de verdad, esa mentira.

Pero el blanco inquieta, azuza, molesta y desa­sosiega. El negro sólo aniquila, esto es, calma para siempre, o como si así fuera a ser. Lo negro es la quietud, la serenidad necesaria e inevitable. El blanco aspira, atrae, es un imán implacable. Ambos engañan; sólo el modo difiere: y la escri­tura no es más que modo, no se olvide.

Cayó la noche después, como más después lle­gará el día. La caída vertiginosa de la noche es la ascensión implacable del día. Seguimos manipu­lando sin cesar, hasta el punto de que nos atreve­mos a modelar el tiempo a nuestra escasa y dimi­nuta semejanza y medida. Cada cual se conforma como quiere. Y, en medio de la oscuridad, te parecía estar mirando hacia adentro, que es la única manera de mirar.

DULCE ABRIL

Puede no ser el mes más cruel. Este parece desperezarse de un invierno recientemente aban­donado y que empieza ya a olvidar. Yace tran­quilo sobre un mundo quieto y esponjoso, sin pen­sar en nada más, con esos leves estremecimientos que apenas llegan a la superficie, pues el calor está naciendo en su interior y ya proyecta sus presagios. El tiempo no es nunca cruel ni bonda­doso: es mudo, y en sus mejores momentos sólo llega a servir de caja de resonancia.

Puede albergar las palabras y ello resulta ser el mejor de los consuelos. La palabra mantiene al tiempo, lo encarna, y hasta en ocasiones lo de­senmascara. ¿Cuál es la palabra de abril? Lluvia dulce y sol tierno, perfiles endiabladamente amis­tosos. Todo se reduce a su ser, como si quisiera volver a nacer. Abril suaviza el mundo, como en un inocente alumbramiento, lo da a luz con la dulce suavidad de su iluminación recién nacida. El mundo nace en abril.

El año empieza en abril, pese a todas las con­venciones. El invierno se levanta de golpe, se agita en sus últimas convulsiones, antes de que el tiempo lo expulse definitivamente de su seno. Abril es el parto, el nacimiento, el suma y sigue de los años incesantemente repetidos y que nunca son el mismo. Es una añagaza del tiempo que siempre habla a través de mil silencios. Abril es irremediable, se instala con mayor potencia que ningún otro de los meses, irrumpe como si fuera a romper la baraja, proclamando de antemano que todo va a cambiar, aún cuando no sepamos, ni podamos saber, que el cambio puede no llegar, o que tal vez llegó ya sin haberlo sabido. Es cu­rioso: al ocurrir se le denomina suceder, como si

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sólo la suces10n fuera una garantía para que el hecho acontezca en realidad. También aquí ataca abril, que es un sucesor que no lo parece, porque rompe la correa de los meses anteriores, se com­place en interrumpir la corriente transmisora, emite en nuevas frecuencias, y cuando nos damos cuenta la cosa ya no tiene remedio. Abril es un suceso, que no un sucesor, sucede sin suceder, impone el hecho sin herencias ni legados, y nos comunica -y con cuánto vigor- la imagen convicta del cambio que no llegará jamás a cumplirse del todo.

Dulce cambio imaginado, como si el frío o el calor pudieran dejar de ser lo que son -tempera­tura- para alcanzar una diferenciación inexistente. Es un clamor armonioso, una canción de cuna vacía en la que el mundo se mece recordando sus falsas infancias, como si algún día pudieran llegar a ser verdad.

Nubes blancas, pálidas montañas lejanas, todo parece querer confundirse infructuosamente: la montaña parece nube y al revés, no lo parece pues se afirma en sus límites, que hoy son más delica­dos que nunca: y la nube parece montaña, o, mejor dicho, quiere parecerse a ella como en una canción de amor abstracto. Lo mismo ocurre en­tre el calor y el frío: en un principio tuvieron el mismo origen, el punto cero de la temperatura, y siempre tendrán el mismo final, pues aniquilan, hielan y queman al mismo tiempo. Y, por favor, nada de unidad en los contrarios: los contrarios siempre ocultan su verdadera identidad fundamen­tal. No hay más contrarios que los permanente­mente imaginados.

Abril es para siempre el principio y el final, encierra en su dulce seno, delicadamente tenso, todas las hipótesis que el año ha desgranado y que todavía desgranará después. Es una conmovedora señal que todo lo resume, el hueco inmenso que abriga nuestras ilusiones antes de que se vayan convirtiendo inexorablemente en pesadillas.

¡Qué felicidad, dios, tanto más grandiosa cuanto que no tiene razón de ser, ni base, ni sustento! Si el mayor dolor proviene de no conocer su razón, esta misma ignorancia debería por lo tanto multi­plicar siempre la felicidad hasta el infinito. Todo está así bien, frágilmente colocado en su debido y falso lugar, y ya podemos volver a empezar a respirar de nuevo. Abril no existe, dulce abril.

UN RECUERDO

La niebla sigue en ti, agazapada detrás de tus recuerdos, y en ocasiones vuelven a tu mente sus imágenes como el olor a ceniza fría arrastra el de la hoguera apagada. Las ciudades han expulsado a la niebla de su seno como si barrieran de un esco­bazo toda suerte de pesadillas. A veces, pocas, vuelve sin embargo, como por sorpresa, y la ciu­dad amanece sin amanecer, como quien empieza a perder la vista: a quedarse ciego. Todo parece vacilar, tiemblan los perfiles, los objetos pierden gran parte de su ilusoria solidez, las casas se tam-

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balean, los árboles se disuelven y todos los cami­nos se esfuman a lo lejos como si condujeran a la nada, o a algún lugar maravilloso y secreto. Cuando al fin se levanta, todo el mundo respira aliviado, pensando que la pesadilla -o su ame­naza- ha terminado, pero sin saber que es preci­samente ahora cuando en realidad comienza.

La niebla es la metáfora del mundo, la imagen misma del conocimiento y la lucidez. Cuando eras niño -o casi cuando empezabas a dejar de serlo­la niebla te exaltaba, te conmovía hasta una espe­cie de júbilo oscuro y misterioso. Solía ser, en aquella ciudad del norte -el norte siempre ha guiado tus pasos- una niebla espesa, como un gas pesado y grave, que se abatía sobre el mundo de manera totalmente seria y universal, hasta el punto que parecía ahogarlo y cobijarlo en su seno al mismo tiempo. Tras el temor y la extrañeza iniciales, el mundo se atrevía a respirar otra vez, y atónito descubría que podía seguir haciéndolo in­terminablemente. No era entonces un respiro: era un gigantesco suspiro de alivio lo que surgía de sus entrañas amedrentadas, y todo volvía a empe­zar de nuevo, pero esta vez en medio de una oscura alegría inevitable. Daban ganas de reír, de romper a carcajadas por seguir sobreviviendo a aquellos sustos imprevistos, ostentosos, mecáni­cos y finalmente absurdos.

El mundo fluía en tu interior y tu soledad crecía como una palmera en el desierto. Inmenso orgullo de la soledad altiva, segura de sí misma, inevita­ble. La niebla borraba a un tiempo tu mundo y toda falsa compañía, te dejaba a solas contigo mismo, y la ilusión de toda certeza se desvanecía en aquel aire espeso y abstracto, opaco como una noche blanca. No hay nada como la niebla para tocar la certeza de la incertidumbre. Embozado en tus gruesas prendas de lana, con los ojos helados y la parte delantera del pasamontañas cuajada con el rocío de tu propio aliento, hundías las manos en las profundidades de tus inagotables bolsillos y te sumergías en las quietas olas de niebla recorriendo calles, paseos, esquinas repentina y maravillosa­mente peligrosas, parques y jardines vacilantes y dudosos, que extraían el sentido del misterio pre­cisamente de su misma vacilación e incertidum­bre. El mundo se convertía en puro goce ambiguo -y por lo tanto más goce- en una extraña jubila­ción tanto más explosiva cuanto más inseguros sevolvían sus habituales perfiles. Desaparecía todala rígida y dogmática seguridad del artificio, todaconvención se reblandecía, y el mundo regresabaa las hipótesis y oscilaciones de su misteriosoorigen. Tu seguridad nacía desolada de tu propiointerior como una planta inexorable erguida frentea la inseguridad del mundo de las falsas segurida­des. La soledad hacía lo más. Bienvenida la nieblaen el recuerdo.

LA MUSICA

En el principio fue la música, esa vibración del mundo. Nada puede existir sin ella, es la prueba

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esencial de lo real. La mus1ca da razón del mundo, le otorga el definitivo testimonio de su existir. Llegan los sonidos sucediéndose indefini­damente como en una larga procesión del tiempo. Se dice que la música es tiempo, que es el arte del tiempo, pero en realidad todo resulta ser al revés: es el tiempo el que desemboca inexorablemente en la infinita combinación de los sonidos.

El sonido es anterior al espacio, surge en el momento mismo del nacimiento: lo alberga todo, lo recoge todo, otorga la fe de vida y la constancia exterior de todo lo que acontece. Hasta el silencio es música al final, pues la ausencia de sonido suena siempre sin cesar.

El fragor de la montaña, el rumor de los bos­ques, el susurro de los ríos, la sorda sinfonía de la lluvia monocorde: el silencio de los espacios mu­dos, del opaco y luminoso desierto, de las galerías sonoras. Todo desemboca en la final precisión de una frase musical. La música es el orden secreto del universo. Todo se reduce a ella, hasta el pen­samiento o la palabra. Es la expresión inexpre­sada, el lenguaje por excelencia, la comunicación a su pesar, tanto más intensa cuanto más involun­taria se concibe.

No tiene más principio ni final que los de su propio mundo que parece alumbrar para testificar un desenlace que nunca llegará. Cada uno de sus momentos refleja toda la historia, hace vibrar el presente que deja de serlo, entre el recuerdo y el ensueño a los que también concede su debida existencia.

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Sólo la música mide el tiempo, lo controla, le otorga su duración y hasta es capaz de aniquilarlo en un instante para así manifestarlo para siempre: le otorga su densidad, puede hacerlo más rápido o más lento a su real capricho, concentrarlo todo entero en una sola de sus notas o desarticularlo indefinidamente. La música es la abolición del calendario, la desaparición de los días y las horas, el triunfo universal del instante en el que sólo es posible la manifestación del verdadero tiempo. El metrónomo es la muleta de ese conocimiento, obedece al lenguaje universal de los sonidos, es el microscopio a través del cual nos hacemos la per­tinaz ilusión de poder controlar ese mundo so­noro, que en realidad resulta ser nuestro implaca­ble controlador final.

¿ Cómo no advertir, por fin, las teclas de aquella colina escarpada, el violín de nuestra tristeza, las cuerdas del arpa que vibran en una agonía? La música es sucesión inmóvil, persistente, que suena entera en cada uno <;le sus gestos y movi­mientos, en cada pequeña frase de Vinteuil, como si el sonido estuviera a un tiempo quieto y móvil en una carrera imposible, pues cada uno de sus pasos parece integrar la plenitud del recorrido en­tero.

Exaltación de la música como la única droga posible. Es la medicina del dolor, la adivinación en la que al fin y al cabo reside la ilusión de conocer. La única manera de sentir el mundo, como si fuera una metáfora para pensarlo. La inmóvil sucesión de los sonidos en la más pura

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expresión_ del tiempo. La pesadilla de una gloriaque desciende sobre el mundo en la geometría tenaz de una fascinante sintaxis sonora.

EL ECLIPSE O TODO ES NOVELA

El sentido se interpone entre la palabra y tú, como la luna se ha colocado hoy delante del sol. Hubo un eclipse anular -el anillo estaba defor­mado, y sólo fue perfecto en algún otro lugar lejano- pero pronto llegaron las nubes que todo lo borraron a su precipitado y ni siquiera borrascoso paso. Y así se eclipsó el eclipse.

El sol sigue sin afirmarse todavía, llega como de puntillas, atraviesa a golpes esos jirones de nubes que se resisten a partir, que persisten con desma­yada inercia desgarrada sobre un firmamento in­deciso, predispuesto siempre a los sobresaltos de la luz. A veces, endurece sus rayos como si qui­siera disimular su radical inseguridad, golpea con fuerza sorprendente, pero al momento siguiente los retrae como el caracol sus célebres cuernos, mostrando así que la sorpresa era más bien suya, antes de sorprenderse a su vez lanzándolos con tan imprevista como despavorida intensidad sobre ese mundo que no se los esperaba. Y así llegó el eclipse, o su conato, en un atardecer revuelto, de luz confusa y alternativa, que pudiste contemplar en el jardín escolar antes de que el día llegara a terminar_. Pero antes terminó el eclipse propia­mente dicho, cuando las nubes se impusieron de­finitivamente antes de la llegada inevitable y apre­surada de las sombras nocturnas, que así borraron toda imperfección. A través del humo en el cristal -cuánta barrera, dios- o del reflejo en un venta­nal, viste la sombra circular y opaca que avanzabatanteando y no sin cierta velocidad sobre la metá­lica y ardiente superficie del disdo solar. Ni si­quiera así lograste mantener tu mirada fija en laluz del sol, que pese al recorte sufrido brillabacomo nunca y te hacía llorar. Eran lágrimas me­cánicas, una simple secreción vegetativa destinadaa salvaguardar tus ojos del ardor, una defensaautomática para que puedas seguir viendo des­pués.

Lo mismo te sucede con la palabra. Cuando s�rg� desnuda, pura, desprovista de su engañoso significado, luce con una luz tan dura que no tie­nes más remedio que cerrar los ojos de tu mente, que empieza ya a lagrimear, deslumbrada ante la cercanía de la revelación y la ceguera. Y así el eclipse es tu metáfora. Te ves obligado siempre a pedir auxilio al sentido, te aferras a él y lo colocas entre la palabra terrible y tu mente a la defensiva aterrorizada como si la propia muerte te siguiera'. La sombra del sentido va recortando el sol de la palabra, atempera su fuego y su luz, modera su fulgor mortal y la domestica a duras penas, o al menos te permite utilizarla sin riesgos excesivos. Sin embargo, una extraña sensación, como la de una posible e incipiente parálisis, te suele embar­gar hasta el punto de abandonar la tarea. Temes

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que el sentido se te escape, que de repente se desprendan las escamas del sol de la palabra y que e�a luz universal cuya existencia sospechas, a tra­ves de todos los presagios, se apodere de tu dubi­tativa e indecisa mirada para definitivamente su­primirla. De ahí que el final que el tiempo te ha mo_strado hoy sea siempre este final: el eclipse dele�hpse. Llegan siempre, tan dóciles como impre­vistas, las nubes negras de la confusión para echarte una mano en el seno de esa lucha desi­gual. En ocasiones piensas -imaginas o sospe­c�as- que l'.1s nubes llegan porque así lo dispu­siste, al conJuro de tus propias órdenes, que ya no recuerdas haber dado. La confusión te alivia, la indecisión te socorre, el caos constituye la salva­ción final, que sólo llega cuando olvidas el necesa­rio combate insoportable.

Durante algunos momentos, el temblor de las hojas de los árboles impávidos aparecía dorado y esperanzador, en el seno mismo del atardecer del eclipse; pero pronto volvió a ser verde, un verde que giró de su claridad vegetal hacia un pardo sombrío y agonizante, que pronto cayó en la mi­nuciosa y ligera deriva de una noche demasiado desenvuelta. Durante el eclipse se levantaron bruscas ráfagas de diminuto viento enloquecido, como ramas desprendidas del universal árbol del aire, que pronto se calmaron de repente al carecer de retaguardia. No se trataba de una avanzadilla sino de los restos erráticos, desorganizados ; hasta extraviados de un ejército en derrota, que nunca pudo llegar a estar presente.

Sólo la ficción te salvará. Recuérdalo. Con ella lograrás el cara a cara con el sol de la palabra, que así será luz sin hoguera, claridad sin terror trans­p_arencia sin ceguera. La falsedad salva;á parasiempre a la palabra disfrazada de sí misma la limpiará, la purificará de sus máscaras y adhe;en­cias extrañas, será al final el alambique del que se extrae su verdadero y definitivo concentrado: de ser la palabra, sin más, fresca, jugosa y desnuda, apta para poder así imaginar al mundo libremente sin someterse a él, representándolo en su verda: dera dignidad y sentido. Todo es novela en el mundo del verbo, ficción autónoma y libre inde­pendiente de las habituales manipulacion�s del otr? mundo miserable. Ya. no hay nubes, ni echpse, ni duele el sol en las acostumbradas y mend�ces ceremonias del verano, el tiempo y el espac10 se abren como naranjas maduras, y el aire fresco de la ficción desnuda pone en marcha los pulmones del mundo. Todo parece respirar de una vez, el pensamiento se despereza tras la larga siesta enfermiza del sentido, y se dispone a re".estir c�alquier s_ignificado. _Sólo así

c. podras segmr tu trabaJo, esto es, imaginar tu vida hasta vivirla de verdad.

(Fragmentos de la obra «Robinson o la imitación del libro», de próxima aparición en la editorial Trieste).