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Los Cuadernos de Viaje LA GASTRONOMIA DEL «VIAJE DE TURQUIA»· José Ignacio Gracia Noriega D e las muchas sorpresas que encierra el enigmático « Viaje de Turquía» , una de las más llamativas es la constante cu- riosidad gastronómica de su oculto autor (sea éste Cristóbal de Villalón, Andrés Laguna -como quiere Bataillon- o persona desconocida). No sólo, hacia el final del libro, se dedica un largo capítulo a la comida turca (pp. 261-273 en la edi- ción de Austral), sino que, a lo largo de él apare- cen continuamente observaciones gastronómicas, bien reridas a Turquía (1), bien a otros países que recorre, a su pesar, Pedro de Urdemalas en su peregrinación. Pues como advierte a Juan de Voto a Dios y a Mátalas Callando cuando le reconocen, al comienzo del libro: «Aunque me veis en el hábito de aile peregrino, no es ésta mi pro- sión. » Sobre el libro y su autor (mejor dicho: su no- autor), da cumplida inrmación, en este mismo número, el prosor Santiago Melón, por lo que me eximo de repetirlo. No obstante, he de indicar que Cristóbal de Villalón debía ser hombre intere- sado por la gastronomía (y no sólo a causa de su apellido), pues en el segundo canto del Gallo de «El crótalon » leemos: «Pues, ¿qué si hlásemos de las bebidas, los vinos de extrañas provincias, adobados con cocimientos de diversidades de es- pecies, después de aquellas curiosas y artificiales bebidas de aloja y cerveza?». En cualquier caso, rerencias a la comida y a la bebida se encuentran en toda la literatura medie- val española y europea, y en las de épocas poste- riores: el Quijote es una novela que se desarrolla en ventas y mesones, lo mismo que «Tom Jones» de Henry Fielding. Tan sólo en el siglo XVIII, en los países bajo influencia neoclásica, parece como si los personajes literarios no comieran; omisión que remedia con creces la novela reista; y ahí tenemos, por poner un ejemplo, el rústico y abun- dante banquete de bodas en el capítulo IV de «Madame Bovary» de Gustave Flaubert. En los albores de la literatura española, Gon- 25 zalo de Berceo solicita, como recompensa de sus versos, «un vaso de bon vino » . Y en el «Poema de Mío Cid» , Mío Cid lleva a su mer y a sus hijas a una torre de Valencia para mostrarles el campo enemigo y cómo el guerrero se «gana su pan » ; episodio que ha impresionado vivamente a Arturo Uslar Pietri, quien ha encontrado en él rasgos de modeidad inexistentes en otras épocas. Pues el Cid no es un héroe a la manera de Arturo y los Caballeros de la Mesa (¿por qué empeñarán tantos en el gicismo «tabla» ?) Redonda, o su doblete ancés Carlomagno y los Pares que guerrean en el «florido mayo» , sino un soldado de rtuna, un mercenario. Por ello le concede tanta importancia al pan, mientras que otros héroes (Lancelot, Rol- dán) se alimentan de heroicidad y de aire. En un repaso, por breve que sea, de las reren- cias gastronómicas en la literatura española, es imprescindible citar el «Libro del Buen Amor»; y aunque el Arcipreste de Hita señale los males que produce beber vino «blanco e tinto » , o permita que Doña Cuaresma derrote a Don Camal y a su nutritivo ejército (que es derrota producida por la inexorabilidad del calendario), no hay libro en la Edad Media española donde las viandas sean mencionadas con tanto entusiasmo y placer: Desque te conOSfÍ, nunca te vi ayunar, AlmuerfaS de mañana, non pierdes la yantar' Syn mesura meriendas, mejor quieres fen, Sy tienes qué, ya quieres a la noche fahorrar. Con mucha vianda e vino crefe mucho la ema, Duermes con tu amiga, afógate postema, Lyévete el dyablo, en el infierno te quemas; Tú dizes al garfon que coma bien e non tema. Como en tomo a la comida se establece una etiqueta, don Enrique de Villena redactó su «Arte cisoria» ; y antes de llegar a las numerosísimas rerencias que podemos hlar en las novelas pi- carescas, tenemos a Lope de Rueda, donde es dícil encontrar un solo paso donde no haya men- ción de comida. Por lo demás, Lope de Rueda debía ser fino y exigente gourmand, porque sus personajes no sólo hablan de comida, sino que también hacen juicios sobr ella: Alameda.-A las sepulturas me envía. ¿Y comen allá, señor Diego Sánchez? Salcedo.-Sí; ¿por qué lo difes? Alameda.-¿Y qué comen?

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Los Cuadernos de Viaje

LA GASTRONOMIA DEL «VIAJE DE TURQUIA»·

José Ignacio Gracia Noriega

De las muchas sorpresas que encierra el enigmático « Viaje de Turquía» , una de las más llamativas es la constante cu­riosidad gastronómica de su oculto autor

(sea éste Cristóbal de Villalón, Andrés Laguna -como quiere Bataillon- o persona desconocida).No sólo, hacia el final del libro, se dedica un largocapítulo a la comida turca (pp. 261-273 en la edi­ción de Austral), sino que, a lo largo de él apare­cen continuamente observaciones gastronómicas,bien referidas a Turquía (1), bien a otros paísesque recorre, a su pesar, Pedro de Urdemalas en superegrinación. Pues como advierte a Juan de Votoa Dios y a Mátalas Callando cuando le reconocen,al comienzo del libro: «Aunque me veis en elhábito de fraile peregrino, no es ésta mi profe­sión. »

Sobre el libro y su autor (mejor dicho: su no­autor), da cumplida información, en este mismo número, el profesor Santiago Melón, por lo que me eximo de repetirlo. No obstante, he de indicar que Cristóbal de Villalón debía ser hombre intere­sado por la gastronomía (y no sólo a causa de su apellido), pues en el segundo canto del Gallo de «El crótalon» leemos: «Pues, ¿qué si hablásemos de las bebidas, los vinos de extrañas provincias, adobados con cocimientos de diversidades de es­pecies, después de aquellas curiosas y artificiales bebidas de aloja y cerveza?».

En cualquier caso, referencias a la comida y a la bebida se encuentran en toda la literatura medie­val española y europea, y en las de épocas poste­riores: el Quijote es una novela que se desarrolla en ventas y mesones, lo mismo que «Tom Jones»

de Henry Fielding. Tan sólo en el siglo XVIII, en los países bajo influencia neoclásica, parece como si los personajes literarios no comieran; omisión que remedia con creces la novela realista; y ahí tenemos, por poner un ejemplo, el rústico y abun­dante banquete de bodas en el capítulo IV de «Madame Bovary» de Gustave Flaubert.

En los albores de la literatura española, Gon-

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zalo de Berceo solicita, como recompensa de sus versos, «un vaso de bon vino». Y en el «Poema de Mío Cid» , Mío Cid lleva a su mujer y a sus hijas a una torre de Valencia para mostrarles el campo enemigo y cómo el guerrero se «gana su pan» ; episodio que ha impresionado vivamente a Arturo U slar Pietri, quien ha encontrado en él rasgos de modernidad inexistentes en otras épocas. Pues el Cid no es un héroe a la manera de Arturo y los Caballeros de la Mesa (¿por qué empeñarán tantos en el galicismo «tabla»?) Redonda, o su doblete francés Carlomagno y los Pares que guerrean en el «florido mayo» , sino un soldado de fortuna, un mercenario. Por ello le concede tanta importancia al pan, mientras que otros héroes (Lancelot, Rol­dán) se alimentan de heroicidad y de aire.

En un repaso, por breve que sea, de las referen­cias gastronómicas en la literatura española, es imprescindible citar el «Libro del Buen Amor»; y aunque el Arcipreste de Hita señale los males que produce beber vino «blanco e tinto» , o permita que Doña Cuaresma derrote a Don Camal y a su nutritivo ejército (que es derrota producida por la inexorabilidad del calendario), no hay libro en la Edad Media española donde las viandas sean mencionadas con tanto entusiasmo y placer:

Desque te conOSfÍ, nunca te vi ayunar, AlmuerfaS de mañana, non pierdes la yantar' Syn mesura meriendas, mejor quieres fenar, Sy tienes qué, ya quieres a la noche fahorrar. Con mucha vianda e vino crefe mucho la frema, Duermes con tu amiga, afógate postema, Lyévete el dyablo, en el infierno te quemas; Tú dizes al garfon que coma bien e non tema.

Como en tomo a la comida se establece una etiqueta, don Enrique de Villena redactó su «Arte cisoria» ; y antes de llegar a las numerosísimas referencias que podemos hallar en las novelas pi­carescas, tenemos a Lope de Rueda, donde es difícil encontrar un solo paso donde no haya men­ción de comida. Por lo demás, Lope de Rueda debía ser fino y exigente gourmand, porque sus personajes no sólo hablan de comida, sino que también hacen juicios sobr� ella:

Alameda.-A las sepulturas me envía. ¿ Y comen allá, señor Diego Sánchez?

Salcedo.-Sí; ¿por qué lo difes? Alameda.-¿ Y qué comen?

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Salcedo.-Lechugas cocidas y raíces de malvas.

Alameda.-Bellaco manjar es ése, por cierto.

Otro comensal escogido es el hidalgo del «La­zarillo de Tormes», que le preguntaba a Lázaro si el pan que le iba a comer habría sido amasado por «manos blancas».

En el « Viaje de Turquía», la curiosidad gastro­nómica puede estar justificada por el exotismo de los platos mencionados y descritos. El profesor Melón nos ha demostrado que su autor era hom­bre observador, y de éste no puede caberle la menor duda a quien haya leído, siquiera superli­cialmente, el libro.

Urdemalas no viajaba con espíritu de turista ( que aunque sea ocupación moderna, tal especie la hubo siempre), sino con el pragmatismo de un viajero inglés del siglo XIX, que viaja por necesi­dad (para descubrir las fuentes del Nilo, encontrar a Livingstone, entrar en la ciudad prohibida de La Meca, o, sencillamente, para ganar una apuesta, como Phileas Fogg). También por necesidad, in­cluso a la fuerza, viaja Urdemalas. Por esta razón, observa más que mira. Pasa ante monumentos sin reparar en ellos, pero anota cuidadosamente los nombres y hasta el sabor de las viandas, el valor de las monedas y numerosas anécdotas que po­drían resultarle triviales a un viajero convencio­nal.

La cocina turca (incluyéndola dentro de las co­cinas de Levante) probablemente no resultara ab­solutamente exótica a un español de la primera mitad del siglo XVI. Carmen Iranzo, en su exce­lente introducción al «Libro de cozina» de Ru­perto de Nola, observa: «Abundan las salsas agri­dulces, hechas con zumo de uva verde, granada, vinagre y especies (nunca limón), el agua de azahar y el agua rosada o agua de rosas, que tanto quitó el sueño a Dionisio Pérez, para aromatizar algunos guisos, entre ellos el manjar blanco, que, al igual que infinidad de recetas, requiere abun­dante leche de almendras. ( ... ) Entre los ingre­dientes muy usados se cuenta gran cantidad de especias, muchas de ellas procedentes de Grecia, dato que podría significar que esta cocina es pre­colombina, pero no se puede asegurar».

Es normal, sin embargo, que un viajero en tie­rras extrañas, observador y curioso, recuerde las novedades que encuentra en esos países; por el

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hecho de encontrarlas allí, ya son novedades. Un siglo antes de este « Viaje de Turquía», Enrique III, rey de Castilla y León, envía una embajada de 1403 a 1406 a Tamurbeque, también conocido por Tamburlán, Tamurbec, Tamurlán, Timur-Bec o Tamerlán, que la recibiría en la legendaria ciudad de Samarcanda; la crónica de este viaje o ;<Gran Tamorlán», se atribuye a Ruy González de Cla­vijo, caballero y poeta madrileño. Este libro, junto con el « Viaje de Turquía», son los dos grandes viajes a Oriente españoles, por lo menos hasta el viaje de Ali Bey, agente de Godoy (2). Mas el «Gran Tamorlán» relata; el « Viaje de Turquía» describe; el caballero Ruy González de Clavijo no hace precisiones culinarias; mientras esperaban carneros que cocieron y adobaron, y un caballo que asaron. Hicieron arroz "de muchas maneras y les ofrecieron mucha fruta, y todo eso les dio de comer». De Samarcanda dice: «Por la ciudad hay muchas plazas en que se vende carne cocida y adobada de muchas maneras; gallinas y aves cu­riosamente preparadas; también pan y fruta muy limpios. Estas plazas están abiertas de día y de noche, vendiendo toda suerte de cosas. También hay muchas carnicerías de carne, gallinas, perdi­ces, y se hallan faisanes lo mismo de día que de noche». De Constantinopla (que los turcos llaman Estanboly o Estombol) y la ciudad comercial de Pera ( «Constantinopla está así como Sevilla, y la ciudad de Pera, como Triana, y el puerto y los navíos, en medio») no deja constancia gastronó­mica; «otro día, miércoles, catorce de noviembre (de 1403) ( ... ) a hora de tercia fueron a par de una torre que está en tierra de Grecia, junto al, mar, que llaman Trapea (Therapia), tomaron allí puerto, que se habían de abastecer de agua, y comieron». No indica qué comieron. Tan sólo ha­blando de eclesiásticos Ruy González cie Clavijo especifica su dieta; así, en la iglesia armenia, «los sábados comen carne, y la víspera de Pascua Ma­yor y la Cuaresma ayunan bien, y no comen pes­cado que tenga sangre. Los más de ellos no toman aceite ni otras grasas para ayunar todos en común de esta manera. Toman pescado y no beben vino, y comen cuantas veces quieren en el día. Tam­bién, desde la Pascua Mayor hasta Pentecostés, comen carne todos los días, así el viernes como toda la semana». El cristianismo ( con el pan y el vino, la carne, el cordero) tiene una innegable importancia en gastronomía.

Las vagas notici�s gastronómicas proporciona-

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das por Ruy González de Clavijo contrastan con las precisas descripciones del autor del « Viaje de Turquía». Desde un punto de vista gastronómico, podemos distinguir tres aspectos en este viaje: 1) anécdotas culinarias; 2) usos y costumbres en la cocina y en la mesa; 3) descripciones de cocinas levantinas -la turca, fundamentalmente, pero también la griega y la italiana.

La comida es preocupación constante tanto. de Pedro de Urdemalas como de sus interlocutores; así, Juan le pregunta (p. 55; cito por la edición de Solalinde, en Austral, 1942): «Y esos malaventu­rados, ¿cómo viven con tanto trabajo y tan poca comida?», refiriéndose a los galeotes.

Para Urderríalas, la profesión de cocinero no está reñida con la condición de caballero, y así leemos (p. 61):

Pedro.-... Hicimos un caballero cocinero que lo hacía lindamente.

Mata.-¿Dónde lo había deprendido, siendo caballero?

Pedro.-Había sido paje, y como son golo­sos, nunca salen de la cocina.

Y tampoco, como ahora, la medicina con la comida: «Siempre en el dar de comer asado y biscochos y tomar muchos jarabes y letuarios apropiados a la enfermedad continuábamos nues­tra cura».

La cocina turca tiene sus particularidades, den­tro de un contexto general y geográficamente más amplio. Conoció momentos de gran esplendor cor­tesano, y en las cocinas del Serrallo del Gran Palacio Imperial, actualmente el Museo Histórico de Estambul, llegaron a reunirse mil doscientos cocineros en tiempos de Ibrahim I, un sultán afi­cionado al vino y a las mujeres. En Estambul, las tabernas estaban protegidas por jenízaros, los pa­nes pesaban dos «okkas» (dos kilos y medio), y eran vecinos el «Tavuk Pazari» (mercado de po­llos), el «Balik Pazari» (mercado de pescados) y el «Avrat Pazari» (mercado de mujeres»). Bajo Sü­leyman (1494-1566), también conocido por el Magnífico, el Legislador y, generalmente, por el Gran Turco, el imperio otomano alcanza su má­ximo esplendor; es natural que a este esplendor contribuyera su cocina. Néstor Luján, en un ar­tículo entusiasta y no exento de lirismo, enumera: «A aquellas cocinas afluían las delicadezas de todo el Imperio Otomano. Venían la mantequilla

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de la Molavia, los corzos de Transilvania, los fai­sanes y los gallos salvajes de la Cólquida, los volátines de Brusa, las cerezas de Chipre, los dáti­les y las peras de Egipto, los pavos de Gallípoli. Traían la miel de la Besarabia, que era dulce y espesa como la aman los paladares turcos, los aceites de la áspera Creta, el café, azucaradísimo, de Arabia». Detengámonos en la miel. En el libro de Ruperto de Nola abunda como ingrediente de numerosas recetas, incluso «en platos en que hoy a nadie se le ocurriría poner», como anota, sensa­tamente, Carmen Iranzo. En el siglo XVI, los alimentos azucarados eran habituales en la cuenca del Mediterráneo; Ruperto de Nola, que fue coci­nero del rey Fernando de Nápoles (¿qué· Fer­nando? Probablemente Fernando III, es decir, Fernando V de Castilla, el Católico), sin duda estaba al tanto de la cocina oriental, pues no le empalaga el dulce, ya que en ocasiones reco­mienda echar azúcar y canela, en el momento de servirlos, a diversos platos, incluso de carne.

Aunque el Conde de los Andes dijera que hay que ser turco para estimar la cocina turca, el autor del « Viaje de Turquía» no muestra extrañeza ante ella. «No dejé, con todo esto, de meter bastimento para si no pudiese salir aquellos dos días, de una calabaza de vino que siempre tenía, y queso y pan, pasas y almendras» (p. 119).

La pregunta «¿Qué comen?, ¿de qué se mantie­nen?», se repite a lo largo del libro (pp. 55, 147, 171). Y Urdemalas refiere usos, costumbres y anécdotas: «Metiéronle en un ataud de ciprés, y tomáronle entre cuatro bajaes, con toda la pompa que aquí harían al Papa, que no creo que era menor señor, y lleváronle a una mezquita que su hermano tenía hecha, que se llama Escutar, una legua de Constantinopla, y para la vuelta había muchos sacrificios de carneros, y mucho arroz y carne guisado, para dar por amor de Dios a cuan­tos lo quisiesen. Otro día que le habían enterrado yo salí a la cocina, a requerir si había qué comer, muy del hipócrita, puesto el pañizuelo en los ojos, mojado, con lo cual moví a grandísima lástima a todos cuantos me vieron y decíanse unos a otros: '¡Oh, cuitado, mezquino <leste cristiano que ha perdido a su padre!'. En la cocina me dieron un capón asado. Envolvile en una torta, sin quererle comer allí, por fingir más soledad y dolor, y fuíme a la cámara, harto regocijado dentro» (p. 119).

En Lemnos, como en Grecia, beben «aguar­diente a comer ( ... ), que lo llaman 'raqui', como

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acá vino blanco». Y pregunta Juan de Voto a Dios: «¿No los abrasa los hígados y la boca?». «No -responde sosegadamente Pedro- porque lo tienen en costumbre».

Las noticias proporcionadas por Urdemalas a veces son «adobadas» con pintorescas compara­ciones:

Mata.-¿ Tan gente bebedora es la griega? Pedro.-Como los alemanes y más. Salvo

que en esto difieren, que los alemanes bebe­rán pocas veces, y un cangilón cada vez; mas los griegos, aunque beben mucho, comen muy poco y beben tras cada bocado con pequeñita taza.

( . . . ) Mata.-¿Parleros son al comer, como viz­

caínos? Pedro.-Con mucha más crianza, que esos

parlan siempre a troche moche y ninguno ca­lla, sino todos hablan; mas los griegos, en hablando uno, todos callan, y le están escu­chando con tanta atención que temían por muy mala crianza comer entre tanto (p. 160);

De la riqueza y variedad de Italia ofrece ejem­plos gastronómicos, y admirándose de los muchos ejércitos que mantiene Italia, al serle forzada por Juan de Voto a Dios la comparación con España, reconoce que ésta es mísera tierra y que « si seis meses anduviesen cincuenta mil hombres dentro la solarían, que no quedase en ella hanega de pan ni cántaro de vino». En cambio, en Italia, hay melocotones, melones y moscateles, «y unas manzanas que llaman perazas, y esto creed que vale harto barato»; y «vino griego, y de la mon­taña de Soma, y latino, y brusco, lágrima y ras­pada»; y aunque hay poca volatería, si no es co­dornices, tórtolas y otros pájaros, las gallinas, ca­pones y pollos son «harto barato». También hay camero, «pero en toqa Italia no hay camero bueno, sino en el sabor como acá carne de cabra; lo que en su lugar allá se come es ternera, que hay mucha y en buen precio y bonísima». De pescados dice que «hartos hay, aunque no de los de Es­paña, como son congrios, salmones, pescados se­dales; destos no se pueden haber y son muy esti­mados si alguno los envía desde acá de presente». También hay en Italia el Papa, a quien describe gastronómicamente: «Es de hechura de una cebo­lla y los pies como cántaro» (pp. 179, 180 y 181).

Desde luego, como ya dijimos, el capítulo más

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extenso es el dedicado a la cocina turca, de la que ofrece noticias muy completas que incluye hasta un «arte cisoria»; así sabemos que el pan son unas tortas llamadas «pitas», a las que dan tres cuchi­lladas en la botillería antes de llevarlas a la mesa.

Los turcos en el siglo XVI comían mucha fruta, «pero no a las comidas, ni de principio ni postre»; y en la mesa «la sal es impertinente, porque tienen tan buenos cocineros, que a todo lo que guisan dan tan buen temple, que ni tiene más ni menos sal que la que tiene menester». Con un paladar realmente moderno, Pedro de Urdemalas encuen­tra justificada la ausencia de sal. No confunda esto a quienes a partir de este dato pretendan incluir al « Viaje de Turquía» entre los precursores de la dietética; lo que sucede es que en España se abusa de la sal y de la grasa,. y las comidas ni grasientas ni saladas ofrecen mucho más cabal­mente los sabores naturales. Algunos años más tarde, el caballero Luis Zapata de Chávez atacaría la obesidad, aunque tampoco por razones dietéti­cas, sino alegando que los gordos montan mal a caballo y se desenvuelven en los bailes con poca donosura.

Tampoco los turcos beben vino «ni agua cuando comen, sino, como los bueyes, se van después de comer a la fuente o donde tienen el agua».

Algunos platos mencionados en el « Viaje de Turquía, eran conocidos en la España de su tiempo, cómo el «manjar blanco», del que habla Ruperto de N ola, y que requiere abundante leche de almendras. El equivalente turco es «una fruta de sartén a la manera de buñuelos lleno dello, salvo que no lo hacen tan duro como nosotros, sino que queda tan líquido que se coma con cu­char, y por comer ellos todas las cosas ansí líqui­das no tienen tanta sed como los señores d'Es­paña, que por solamente beber más comen asado, y los potajes llenos despecies que asa las entrañas, y por esto, si miráis en ello, viven poco».

Otras especialidades de la cocina turca conocida por Pedro de Urdemalas han llegado hasta noso­tros en tiempos más recientes y perviven en la actualidad. Así, los sorbetes, «que son aguas con­feccionadas de cocimientos de guindas y albarico­ques pasados como ciruelas pasas, y ciruelas pa­sas, agua con azúcar o con miel, y éstas cada día las hacían, porque no .se corrompiesen». ¡ Quién lo diría! Y aún habrá quien piense que los sorbetes son una contribución de la «nouvelle cuisine» a la cocina cristiana de Occidente.

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Otra sorpresa nos la depara el caviar (3). «Ca­biari» es «una mixtura que hacen en la mar Negra de los sesos de los pescados grandes y de la gro­sura, y gástase en todo Levante para comer, tanto como acá aceite y más. Es de manera de un jabón si habéis visto ralo: ( ... ) Con un áspero comerá toda una casa dello. Los griegos son los que lo comen; sabe con ello muy bien el beber, a manera de sardina arencada fiambre y puesta entre pan. En la mar el mejor mantenimiento que pueden llevar es éste, porque se . puede comer todos los días sin fuego».

Si con un áspero podía comer una familia (y sugiero que consulten la equivalencia de esta mo­neda en el artículo adjunto del profesor Melón), y era habitual llevarlo a la mar, como hoy la mar­mita, hemos de reconocer que el «cabiari» ascen­dió socialmente demasiado a partir del siglo XIX. ·

Y finalmente, el «yagurt». Poco a poco se va introduciendo entre nosotros, avalado por dietis­tas, jóvenes mamás de pantalones tejanos y ejecu­tivos todo terreno. Urdemalas anota que los tur­cos toman muy poca leche dulce, «pero agra co­men. tanta que no se hartan. ( ... ) Esta que acá tenéis por vinagrada estiman ellos en más que nuestras más dulces natas, y llámanla yagurt; cuá­jase con la mesma como .cuajo, y la primera es cuajada de leche de higos o con levadura». Y el atinado gastrónomo que habla por boca de Pedro de Urdemalas describe el sabor del yogurt como poco menos agrio que zumo de limones, «y có­mense las manos tras ella en todo Levante».

A las muchas curiosas noticias de todo tipo, a su estimulante erasmismo, a su sentido tan exacto del ritmo narrativo, de la aventura y del humor, une el autor del « Viaje de Turquía» el ser un atento y lúcido gourmand, cuyas múltiples obser­vaciones resultan útiles, en su mayor parte, a es­tas alturas. Desde luego, quien pone a hablar a Urdemalas (sea Villalón, Laguna o Don Anónimo, que según Francisco Fierro es autor de obra muy extensa) es hombre aficionado al buen yantar, y con conocimiento, pues distingue las viandas, las compara con otras, critica a éstas, elogia a aqué­llas, y, en general, precisa calidades y sabores. Si el «Libro de cozina» de Ruperto de Nola es el primer recetario y a la vez libro de gastronomía, el « Viaje de Turquía» contiene los primeros textos españoles de crítica gastronómica. Ambos libros coinciden en mucho, aunque Nola exija leche de cabra para el «manjar blanco». Mas no merece la

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pena entrar en detalles. El avisado viajero que fue el autor de « Viaje de Turquía» entendía que la cocina era una forma de cultura que ayu- edaba a comprender un país; era, por tanto, un espíritu moderno.

NOTAS

(1) Turquía y el turco no tenían buena prensa en la litera-tura española de esta época; así Aldana:

Cuatro, en nuestro favor, cosas había en aquel siglo, en esto venturoso: que el scítico Mahoma no corría , · sobre el cristiano mar tan poderoso.

Cristóbal Cuevas, en su edición de «Fray Luis de León y la Escuela Salmantina» (Tauros, 1982) indica que el poeta «llama 'scítico' a Mahoma por ser el profeta que acataban los turcos­scitas-como musulmanes». Y en la misma nota recuerda el viejo valor adjetival de esta palabra: « Y porque los Scitas son gente fiera y cruel, tómase por cosa cruel» (Santaella, Vocabu­larium).

(2) No incluimos aquí la excelente «Expedición de los cata­lanes y aragoneses contra turcos y griegos» de Francisco de Moneada, por no ser el resultado de un viaje de su autor, sino de su buen oficio como historiador, con ecos de los cronistas clásicos.

(3) Sobre la difusión del caviar en España nos informa JuanValera, quien, en sus «Cartas desde Rusia», refiere una co­mida en Palacio en carta fecha en Berlín el 26 de noviembre de 1856, en la que, justamente malhumorado, indica:

Pero más se asombró el cortesano que estaba a mi lado en la mesa cuando, al servirnos el caviar, quiso expli­carme lo que aquello era, como manjar para mi descono­cido, y yo le dije que en España se comía y se sabía lo que era el caviar por lo menos desde el siglo XVII o fines del XVIII, y que Cervantes habla del caviar en el «Don Quijote», sin explicar lo que sea, prueba de que todos los españoles debían conocerle entonces. En efecto, Ricote y Sancho Panza almuerzan caviar cuando se encuentran una mañana muy cerca de la Insula Barataria.

Aunque nos pese, es preciso hacerle una rectificación a Valera, por lo demás de escasa importancia y debida, sin duda, a que no tendría a mano un ejemplar del «Quijote», porque Cervantes, en el capítulo LIV, explica lo que es el caviar. «Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavia! y es hecho de huevos de pescado, gran despertador de la colambre». Es decir que, en tierra de cristianos, era inevitable que el caviar fuera acompañado de vino en abundancia.

Asimismo Fran,¡:ois Rebelais habla de «caviat» o huevos de esturión en el capítulo LX de «Pantagruel».

Todo esto indica que, si bien no muy divulgado, el caviar era un plato que no resultaba insólito en la Europa del siglo XVI.

En su libro «Las recetas de Pickwick» (libro hermoso y culto, con vocación cosmopolita, aunque catalán), Néstor Lu­ján advierte: «(Caviar), contra lo que muchos creen, no viene del ruso, sino del turco. En ruso a las huevas de esturión se las llama 'ikra'. Caviar viene del turco antiguo, 'jawiar', en turco moderno se escribe 'havyar'».