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Page 1: Los contratos de protección

LOS CONTRATOS DE PROTECCIÓN

Por Carlos de Buen

Quizá algún lector piense, con toda razón, que al hablar de los “contratos de

protección” lo estoy invitando a reflexionar sobre el crecimiento de los

servicios de seguridad privada, ahora que sufrimos una nueva ola de violencia,

en la que los asesinatos de ciudadanos inocentes –meros “daños colaterales”

para las autoridades– se suman a todo tipo de secuestros, asaltos y ajustes de

cuentas entre narcotraficantes. Pero no me refiero a este tipo de contratos sino

a otros, de gran tradición en México, en el ámbito de los sindicatos y las

relaciones laborales.

Al menos eso creía yo, pues ahora sé que tales contratos sólo existen en la

perversa imaginación de quienes nos hemos inventado este cuento para atacar

a las impolutas autoridades federales, a los esforzados líderes sindicales de las

CTM y otras organizaciones similares y a los dignísimos abogados de la

Coparmex y demás asociaciones empresariales, que, desde luego, son

incapaces de negociar nada a espaldas de sus trabajadores. Debo ahora pedir

perdón a diestra y siniestra –o mejor dicho, a la pura diestra–, y me veo

obligado a explicar en qué consiste este mito, no tan genial como el del

desempleo y la pobreza, pero igualmente arraigado, para ver si podemos

superarlo de una vez por todas.

Se dice por ahí que algunos abogados patronales tienen la fea costumbre de

recomendar a sus clientes que firmen contratos colectivos de trabajo

simulados, con falsos líderes sindicales que a cambio de una gratificación

inicial y una módica cuota están dispuestos a suscribir esos documentos, que

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no hacen sino repetir las prestaciones que la Ley Federal del Trabajo (LFT) ya

contiene, como si se tratara de logros para los trabajadores. Se habla de que

incluyen cláusulas que obligan a pagar 15 días de aguinaldo y a dar un día de

descanso a la semana, entre otras “conquistas laborales”, además de la famosa

“cláusula de exclusión”, por la que la empresa sólo puede contratar a

trabajadores miembros del sindicato y debe separar a quienes renuncian o son

expulsados del mismo, con lo que el patrón se asegura que cualquier

trabajador revoltoso que se crea aquello de la libertad sindical, salga

inmediatamente de la empresa, para que los demás se dediquen a trabajar y no

pierdan más el tiempo pensando en huelgas, aumentos salariales y otras

ambiciones inconfesables, que son contrarias al progreso de nuestro país, al

empleo y al bienestar de todos los mexicanos. Y los más malosos todavía se

atreven a decir que buena parte de esas gratificaciones y cuotas van a parar a

manos de los abogados de las empresas... ¡Vaya perversidad!

Todo esto viene a cuento, ya que el año pasado se presentó una queja en

contra del gobierno mexicano ante la Organización Internacional del Trabajo,

por tolerar estas prácticas (caso 2694). Por fortuna, el gobierno ya aclaró que

no existen los “contratos de protección”, lo que confirmó la Coparmex, que

señaló que ni siquiera están contemplados en la LFT. Ante la contundencia de

los argumentos de uno y otro, sólo cabe el arrepentimiento.

No sé por qué me viene a la mente aquella vez que un cliente me pidió que

atendiera un juicio de titularidad de su contrato colectivo de trabajo. Me

sorprendió, ya que a pesar de que tenía un tiempo considerable asesorándolo,

no sabía que tuviera un contrato colectivo. Pues bien que lo tenía y

casualmente consignaba prestaciones como 15 días de aguinaldo y un día de

descanso a la semana, además de la indispensable “cláusula de exclusión”.

El sindicato que demandó la titularidad había hecho su tarea, ganándose la

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simpatía de algunos trabajadores que al igual que yo no sabían que tenían un

contrato colectivo, ni conocían a sus representantes. A sabiendas de que el

demandante no era peor que el demandado, me atreví a sugerir a mi cliente

que despachara al viejo, al que nada le debía, y se quedara con el nuevo, con

el que seguramente mantendría un trato similar, con la ventaja de que tenía el

apoyo de los trabajadores, lo que a fin de cuentas le sería útil. Ni tardo ni

perezoso y a la voz de “más vale malo por conocido, que bueno por conocer”,

desechó la propuesta. Por fortuna no desechó al abogado, lo que por cierto sí

me ocurrió en otro caso en el que tuve una osadía semejante.

El día de la audiencia, la Junta de Conciliación y Arbitraje nos asignó una sala

en la que reunió a los representantes de la empresa y a los del sindicato

demandante, con una comisión de trabajadores que lo apoyaban, para buscar

un arreglo conciliatorio. En un momento dado se ausentaron los directivos de

la empresa, el representante sindical y el funcionario conciliador, quedándome

solo con los trabajadores. Al poco rato regresaron para anunciar que

finalmente la empresa había accedido a tratar con el nuevo sindicato, lo que

obviamente dio gusto a los trabajadores. Después de decir tal cosa, el

representante del sindicato demandante les comunicó que con ello concluía su

participación y que a partir de ese momento se haría cargo de su

representación otra persona que con una dosis inigualable de cinismo les

presentó como si fuera miembro de su organización. Fue entonces cuando

conocieron a su viejo líder, sin saber que el nuevo los había traicionado por

unas cuantas monedas (o muchos billetes; en realidad no lo sé) y que se habían

quedado con el mismo sindicato y con el mismo contrato colectivo.

A los pocos días me invitó a comer el líder traidor para ofrecerme sus

servicios. Me mostró una larga lista de sindicatos de su propiedad, todos

debidamente registrados, que puso “a mis órdenes”. Me dijo que él “trabajaba

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al 50%” (lo que significa que “devolvía” a los abogados de las empresas la

mitad de todo lo que los patrones le pagaban). Cuando le respondía que yo

trabajaba al 100%, tuve que explicarle que esa sería su parte y no la mía. Claro

que nunca solicité sus valiosos servicios.

Por fortuna, ahora sé que todo fue un mal sueño y que no existen los

“contratos de protección”. ¡Qué alivio...!