los coches de hora

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1 Un coche de hora no es un coche cualquiera, es algo único, isleño, som- nolientamente tropical. Amarillos como el sol, viejos, grandes, lentos, traqueteantes... pero seguros para llegar siempre a buen puerto. Inverosímiles en las estrechísimas, empinadas y sinuosas carreteras. Siempre envueltos en una nube de polvo -reminiscencia de diligencia- porque el asfalto no se ha derrochado por las carreteras de la Isla. Se concentran y salen de la “estación de los coches de hora”, que es una verdadera est a- ción, pero sin ferrocarril. Con su pequeño bar, su puesto de periódicos, su retrete maloliente, su reloj y la fila de rostros inexpresivos en espera. Los coches de hora tienen unos conductores que podían superar a un Fangio, no por la ve- locidad a que conducen, desde luego, pero sí con la seguridad con que lo hacen, pues habría que ver a uno de esos ases del volante en pista, conducir estos destartalados artefactos por la carretera de Mogán a la Aldea de San Nicolás,…. Los cobradores de los coches de hora deberían ganar triple sueldo: Por cobrar, por hacer de carteros, por llevar y traer recados, por hacer de enlaces entre los distintos puntos del ca- mino, amén de hacer la vista gorda cuando se llevan perros, gallinas y hasta cabras; de bajar a los niños a hacer pipí cada vez que se les antoja, y de ayudar a las señoras gordas y feas a ba- jar del coche con la misma galantería como si se tratara de la auténtica princesa Guayarmina... En fin, debieran cobrar triple o cuádruple sueldo simplemente por simpáticos, por ese sa- ber “caer bien” a todo el mundo. Lo más emocionante del coche de hora son las salidas, desde el momento en que el cobra- dor grita, mitad en imperativo mitad en interrogativo: ¿¡Vámonos!?... Pero ¡quiá!, no nos vamos ni mucho menos. El coche maniobra hacia atrás, hacía adelante, sale a la calle atascada de coches de hora que llegan y salen; vuelve a maniobrar, atrás, adelante... un verdadero desatraque. Podría escalonarse en el tiempo, la salida de los coches de hora, sería más práctico, pero no resultaría tan bonito, perdería la salida la mitad de su emoción, si la cosa se resolviese en unos minutos. No habría tiempo para despedirse ocho veces de los familiares a los que se va a ver mañana o dentro de unas horas, y nos quitaría esa ilusión que nos va dando la ambienta- ción de ir muy lejos, como de preparativo de un largo viaje. Están bien estas lentas arrancadas. En ellas nadie puede creerse que la Isla tiene solamente unos treinta kilómetros de radio, con esta engañosa sensación de verdadera despedida, de en- gorrosos preparativos, como para ir lejísimos que crea la lenta partida. Cuando al fin el coche de hora, después de haber parado varias veces, antes de salir de la ciudad, para hacer recados de una punta a otra de la calle de Triana, enfila la carretera, uno podría suspirar aliviado: ¡Al fin en camino!, pero vana ilusión, la dura realidad es que el co- che de hora pasa más tiempo parado que andando... coche de hora... ¡de horas!.

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Relato del viaje en coche de hora,

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Page 1: Los coches de hora

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Un coche de hora no es un coche

cualquiera, es algo único, isleño, som-

nolientamente tropical.

Amarillos como el sol, viejos,

grandes, lentos, traqueteantes... pero

seguros para llegar siempre a buen

puerto.

Inverosímiles en las estrechísimas,

empinadas y sinuosas carreteras.

Siempre envueltos en una nube de

polvo -reminiscencia de diligencia- porque el asfalto no se ha derrochado por las carreteras de

la Isla.

Se concentran y salen de la “estación de los coches de hora”, que es una verdadera esta-

ción, pero sin ferrocarril. Con su pequeño bar, su puesto de periódicos, su retrete maloliente,

su reloj y la fila de rostros inexpresivos en espera.

Los coches de hora tienen unos conductores que podían superar a un Fangio, no por la ve-

locidad a que conducen, desde luego, pero sí con la seguridad con que lo hacen, pues habría

que ver a uno de esos ases del volante en pista, conducir estos destartalados artefactos por la

carretera de Mogán a la Aldea de San Nicolás,….

Los cobradores de los coches de hora deberían ganar triple sueldo: Por cobrar, por hacer

de carteros, por llevar y traer recados, por hacer de enlaces entre los distintos puntos del ca-

mino, amén de hacer la vista gorda cuando se llevan perros, gallinas y hasta cabras; de bajar a

los niños a hacer pipí cada vez que se les antoja, y de ayudar a las señoras gordas y feas a ba-

jar del coche con la misma galantería como si se tratara de la auténtica princesa Guayarmina...

En fin, debieran cobrar triple o cuádruple sueldo simplemente por simpáticos, por ese sa-

ber “caer bien” a todo el mundo.

Lo más emocionante del coche de hora son las salidas, desde el momento en que el cobra-

dor grita, mitad en imperativo mitad en interrogativo: ¿¡Vámonos!?... Pero ¡quiá!, no nos

vamos ni mucho menos. El coche maniobra hacia atrás, hacía adelante, sale a la calle atascada

de coches de hora que llegan y salen; vuelve a maniobrar, atrás, adelante... un verdadero

desatraque.

Podría escalonarse en el tiempo, la salida de los coches de hora, sería más práctico, pero

no resultaría tan bonito, perdería la salida la mitad de su emoción, si la cosa se resolviese en

unos minutos. No habría tiempo para despedirse ocho veces de los familiares a los que se va a

ver mañana o dentro de unas horas, y nos quitaría esa ilusión que nos va dando la ambienta-

ción de ir muy lejos, como de preparativo de un largo viaje.

Están bien estas lentas arrancadas. En ellas nadie puede creerse que la Isla tiene solamente

unos treinta kilómetros de radio, con esta engañosa sensación de verdadera despedida, de en-

gorrosos preparativos, como para ir lejísimos que crea la lenta partida.

Cuando al fin el coche de hora, después de haber parado varias veces, antes de salir de la

ciudad, para hacer recados de una punta a otra de la calle de Triana, enfila la carretera, uno

podría suspirar aliviado: ¡Al fin en camino!, pero vana ilusión, la dura realidad es que el co-

che de hora pasa más tiempo parado que andando... coche de hora... ¡de horas!.

Page 2: Los coches de hora

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Parada de coches de hora; Fondo FEDAC

Las paradas podrían dividirse según sus categorías: en paradas de ocasión, las que se van

presentando al paso: el campesino que sale a la carretera y para el coche para darle al conduc-

tor una carta para su tía la del otro pueblo; la de la madre que entrega al hijo todo emperejila-

do y de corbata, con muchas recomendaciones al cobrador, para que éste se lo entregue, cua-

tro aldeas más lejos, al pariente que saldrá a la carretera a buscarlo.

El chiquillo, todo libertad, va estallando aprisionado en el traje nuevo. Se queda plantado

en mitad del pasillo cohibido, asustado... hasta que se le viene encima lo peor, el ofrecimiento

de algún alma femenina caritativamente maternal, que se empeña en sentárselo encima o entre

su voluminoso trasero y el de su vecina, así, como si al chico, recién planchado, pudiese tra-

társele como relleno de un bocadillo.

Y aún quedan las paradas para ir recogiendo las lecheras, que parecen haberse plantado

solas a lo largo de la carretera.

Paradas profesionales, obligadas, hay varias. Dos muy importantes: en Telde y en el Cruce

de Sardina.

Al llegar a Telde -a unos 15 kilómetros de Las Palmas- parece como si se llegase, saliendo

de Vigo a Medina del Campo. Los viajeros se levantan, se estiran, se sacuden el polvo de la

tercera parte del camino y se bajan... a lo que se bajan siempre las gentes en ruta, a ingerir y a

evacuar liquidas, a comprar algún periódico, a dar unos cuantos pisotones a los pasajeros que

se quedan sentados.

En Telde el coche de hora tiene un cómplice, una especie de parásito que le sale en uno de

sus costados: el carrillo de los helados.

Page 3: Los coches de hora

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La estancia prolongadísima hace mal pensar en que el coche de hora debe tener una comi-

sión de un tanto por ciento en las ganancias del vendedor de helados.

Desde Telde en adelante empieza un complicado intercambio de pasajeros de unos coches

a otros, que si no fueran siempre abarrotados, harían pensar que eran viajeros de “clac”, para

hacer bulto y dar categoría de grandes rutas turísticas a las carreteras isleñas.

Son generosos en paradas los coches de hora, no ahorran ni una. Dan siempre beligerancia

al peatón. Los que están sentados pueden esperar porque están cómodos. Desde ese punto de

vista, es razonable parar tres veces en 50 m. para que los que esperan de pie no tengan que

recorrer 15 m. para ponerse de acuerdo esperando todos en el mismo sitio y haciendo así parar

sólo una vez en cada calle del pueblo.

Desde los coches de hora puede estudiarse minuciosamente la Isla. -¿Quién añoraba las

tartanas?- Pueden estudiarse los tipos humanos, la fauna, la Hora y hasta los estratos del te-

rreno.

En el coche de hora no valen impaciencias, hay que subir a él con espíritu sereno, reposa-

do, a la expectativa. Cuando se pone uno a tono con el coche de hora, compenetrándose con

su sabor, cuando se va gozando desde él, entusiásticamente del trozo de Isla que recorre,

cuando se atiende a las conversaciones que en él se desarrollan, se va viviendo uno de los más

característicos aspectos de la vida isleña, y entonces se siente lástima de los que pretenden

conocer la Isla a cien kilómetros por hora, de punto a punto, ignorando que la vida de los pue-

blos se desarrolla a lo largo y a lo ancho de sus caminos.

Si se quiere conocer lo isleño, en vez de visitar la Casa de Colón, que al fin era un foraste-

ro, gánese el tiempo, perdiéndolo en el trayecto más largo que haga en la Isla un coche de

hora.

MERCEDES G. DE LINARES Gran Canaria

MUJERES EN LA ISLA

Revista mensual femenina – literaria nº 76

Abril de 1961