los caballeros de la noche

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[ El país ] L as ceremonias piadosas habían terminado, los capataces se habían marchado y las flores estaban marchitas. Esa noche, la noche del 24 de agosto de 1881, no quedaba nadie en el cementerio de la Recoleta, ni siquiera los fantasmas, cuando los Caba- lleros de la Noche se hicieron presentes con sierras, picos y palas. Traían todo lo necesario para llevarse –en poco tiempo  y sin hacer demasiado ruido– el c adáver de Inés Indart de Dorrego, la cuñada del coronel Manuel Dorrego, fallecida poco tiempo atrás. En los días siguientes, los salones de la haute société hablaban del robo con ho- rror al tiempo que alababan las primeras acciones del gobierno de Julio A. Roca,  y el 28 de agosto el diario La Nación llevaba el tema a su página 2: “Los caballeros de la noche– Durante el día de ayer, el Jefe de Policía, acompañado de su secretario, señor García Mérou, del  Asesor Dr. Pinedo y de algunos Comisa- rios, permanecieron contraídos especial- mente á tomar declaraciones y practicar indagaciones de todo género en el asunto referente al robo del ca dáver de la señora de Dorrego. Como se comprende, todo lo hecho reviste un carácter eminente- mente secreto, é incurriríamos en grave indiscreción si algo de ello hiciéramos público”. Resultaba curioso que la República  Argentina, cuya grandeza abrevaba en raíces de sangre, nunca hubiera cono- cido el robo de un cadáver. En cambio, había sabido de fusilamientos políticos a destajo, de mutilaciones de cadáveres de renombre, de profanaciones de tumbas célebres y del culto a los fa llecidos. Pero ¿qué más se le podía hacer a un muerto? Con una nota a la hija, doña Felisa Do- rrego de Miró, los Caballeros de la Noche habían pedido rescate para devolver el cuerpo de la Indart de Dorrego: “Estos restos están rodeados de respeto y volve- rán al lugar de donde han sido sacados, pero eso es bajo una condición, si Vds. quieren ser condescendientes con noso- tros. Sabemos que doña Inés de Dorrego al morir dejó a sus hijas queridas una fortuna colosal ( …) Que en represalia por su mala voluntad y abstención por nosotros, nos veríamos obligados a sacar de la caja donde reposan los restos vene- rados de su señora madre, y después de ultrajarlos y reducirlos a cenizas, tirarlos a los cuatro vientos, sin que nunca sepan ni dónde ni c ómo. Que indudablemen te la justa crítica de una ciudad y de una nación os cubriría de vergüenza y lodo, manchando para siempre vuestro nom-  bre ilustre. Hijas tan ricas, dirán, y tan desnaturalizadas. Que somos muchos  y poderosos, que nuestra asociación cuenta con hombres resueltos hasta la muerte”. Las palabras habían sido esco- gidas con maestría: hasta la muerte. La de los Dorrego parecía una casta de malditos. Manuel Dorrego, gobernador de la provincia de Buenos Aires, había sido fusilado en 1828 sin juicio ni excusa por su viejo amigo, el unitario Juan Lavalle. Y el propio Lavalle, caído en desgracia durante el la rgo gobierno de Juan Manuel de Rosas, había ten ido que huir en 1841 hacia el norte, luego de una serie de derrotas en el campo de batalla hasta que, de paso por Jujuy, encon tró la muerte en un disparo de t rabuco. Cuando sus hombres estaban listos para enterrarlo el enemigo volvió a atacar y tuvieron que huir, llevando el cadáver a cuestas, envuelto en un poncho. Marcha- ron hacia Bolivia, le quitaron las vísceras para evitar la putrefacción y finalmente depositaron esos tremebundos restos en la catedral de Potosí. Sólo con el exilio de Rosas los unitarios pudieron repatriar- los, casi 20 años más tarde. Dijo Charles Marx que la historia se repite, primero como tragedia, después como farsa. O primero tragedia, después como tragedia, siempre como tragedia: así ocurre en un país tan necrofílico como la Argentina. “La exhibición de los cadáveres ha t enido siempre la intención de amedrentar a los enemigos hacién- doles sentir el poder del ganador”, anota Claudio Negrete en su libro Necromanía, un ensayo fundamental sobre el tema. Pero si la exposición de los restos ultra-  jados marcó el pulso decimonónico, el ocultamiento y el retaceo fue la moda un siglo más tarde. No hace falta referirse a los 30 mil desaparecidos; con el derrote- ro del cuerpo de Eva Perón es suficiente. Es verdad, sin embargo, que esa histo- ria comenzó a la vieja usanza, con una exhibición: el embalsamamiento al modo soviético, la curiosidad de las masas morbosas y el segundo piso de la CGT convertido en un improvisado monu- mento mortuorio. Sin embargo, con la caída del gobierno peronista las tinieblas cubrieron las reliquias de Santa Evita y cuando el general Pedro E. Aramburu llegó al poder, envió a un comando de marinos a la CGT para secuestrar la momia –sin dejar pasar la oportunidad de mearla. Pero su ausencia trajo una maldición: el mayor Eduardo Arandía, custodio del cuerpo, asesinó una noche, confundién- dola por error, a su mujer embarazada.  Y el teniente coronel Carlos de Moori Koenig, guardián del secreto, enloqueció o se enamoró del cadáver –lo que es lo mismo. Luego, un periodista llamado Ladrones de cadáveres hubo siempre. Pero en nuestro país tuvieron un signo político: el primer caso fue el de la cuñada del coronel Dorrego. Luego siguieron los de Evita y Aramburu. La de los Dorrego parecía una casta maldita. Manuel Dorrego, gobernador de Buenos Aires, había sido fusilado en 1828 por su amigo Juan Lavalle. Los caballeros de la noche Escribe Javier Sinay 7 de diciembre de 2011 60 PDF compression, OCR, web optimization using a watermarked evaluation copy of CVISION PDFCompressor

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8/3/2019 Los Caballeros de La Noche

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[ El país ]

Las ceremonias piadosas habíanterminado, los capataces sehabían marchado y las flores

estaban marchitas. Esa noche, la nochedel 24 de agosto de 1881, no quedabanadie en el cementerio de la Recoleta, nisiquiera los fantasmas, cuando los Caba-

lleros de la Noche se hicieron presentescon sierras, picos y palas. Traían todo lonecesario para llevarse –en poco tiempo

 y sin hacer demasiado ruido– el cadáverde Inés Indart de Dorrego, la cuñada delcoronel Manuel Dorrego, fallecida pocotiempo atrás.En los días siguientes, los salones de lahaute société hablaban del robo con ho-rror al tiempo que alababan las primerasacciones del gobierno de Julio A. Roca,

 y el 28 de agosto el diario La Nación llevaba el tema a su página 2: “Loscaballeros de la noche– Durante el día

de ayer, el Jefe de Policía, acompañadode su secretario, señor García Mérou, del Asesor Dr. Pinedo y de algunos Comisa-rios, permanecieron contraídos especial-mente á tomar declaraciones y practicarindagaciones de todo género en el asuntoreferente al robo del cadáver de la señorade Dorrego. Como se comprende, todolo hecho reviste un carácter eminente-mente secreto, é incurriríamos en graveindiscreción si algo de ello hiciéramospúblico”.Resultaba curioso que la República

 Argentina, cuya grandeza abrevaba enraíces de sangre, nunca hubiera cono-

cido el robo de un cadáver. En cambio,había sabido de fusilamientos políticos adestajo, de mutilaciones de cadáveres derenombre, de profanaciones de tumbascélebres y del culto a los fallecidos. Pero¿qué más se le podía hacer a un muerto?Con una nota a la hija, doña Felisa Do-rrego de Miró, los Caballeros de la Nochehabían pedido rescate para devolver elcuerpo de la Indart de Dorrego: “Estos

restos están rodeados de respeto y volve-rán al lugar de donde han sido sacados,pero eso es bajo una condición, si Vds.quieren ser condescendientes con noso-tros. Sabemos que doña Inés de Dorregoal morir dejó a sus hijas queridas unafortuna colosal (…) Que en represalia

por su mala voluntad y abstención pornosotros, nos veríamos obligados a sacarde la caja donde reposan los restos vene-rados de su señora madre, y después deultrajarlos y reducirlos a cenizas, tirarlosa los cuatro vientos, sin que nunca sepanni dónde ni cómo. Que indudablementela justa crítica de una ciudad y de unanación os cubriría de vergüenza y lodo,manchando para siempre vuestro nom-

 bre ilustre. Hijas tan ricas, dirán, y tan

desnaturalizadas. Que somos muchos y poderosos, que nuestra asociacióncuenta con hombres resueltos hasta lamuerte”. Las palabras habían sido esco-gidas con maestría: hasta la muerte.La de los Dorrego parecía una casta demalditos. Manuel Dorrego, gobernadorde la provincia de Buenos Aires, habíasido fusilado en 1828 sin juicio ni excusapor su viejo amigo, el unitario Juan

Lavalle. Y el propio Lavalle, caído endesgracia durante el largo gobierno deJuan Manuel de Rosas, había tenido quehuir en 1841 hacia el norte, luego de unaserie de derrotas en el campo de batallahasta que, de paso por Jujuy, encontróla muerte en un disparo de trabuco.Cuando sus hombres estaban listos paraenterrarlo el enemigo volvió a atacar y tuvieron que huir, llevando el cadáver a

cuestas, envuelto en un poncho. Marcha-ron hacia Bolivia, le quitaron las vísceraspara evitar la putrefacción y finalmentedepositaron esos tremebundos restos enla catedral de Potosí. Sólo con el exilio deRosas los unitarios pudieron repatriar-los, casi 20 años más tarde.

Dijo Charles Marx que la historia serepite, primero como tragedia, despuéscomo farsa. O primero tragedia, despuéscomo tragedia, siempre como tragedia:así ocurre en un país tan necrofílicocomo la Argentina. “La exhibición de loscadáveres ha tenido siempre la intenciónde amedrentar a los enemigos hacién-doles sentir el poder del ganador”, anotaClaudio Negrete en su libro Necromanía,un ensayo fundamental sobre el tema.Pero si la exposición de los restos ultra-

 jados marcó el pulso decimonónico, elocultamiento y el retaceo fue la moda un

siglo más tarde. No hace falta referirse alos 30 mil desaparecidos; con el derrote-ro del cuerpo de Eva Perón es suficiente.Es verdad, sin embargo, que esa histo-ria comenzó a la vieja usanza, con unaexhibición: el embalsamamiento al modosoviético, la curiosidad de las masasmorbosas y el segundo piso de la CGTconvertido en un improvisado monu-mento mortuorio. Sin embargo, con lacaída del gobierno peronista las tinieblascubrieron las reliquias de Santa Evita y cuando el general Pedro E. Aramburullegó al poder, envió a un comando demarinos a la CGT para secuestrar la

momia –sin dejar pasar la oportunidadde mearla.Pero su ausencia trajo una maldición: elmayor Eduardo Arandía, custodio delcuerpo, asesinó una noche, confundién-dola por error, a su mujer embarazada.

 Y el teniente coronel Carlos de MooriKoenig, guardián del secreto, enloquecióo se enamoró del cadáver –lo que es lomismo. Luego, un periodista llamado

Ladrones de cadáveres hubo siempre. Pero en nuestro país tuvieron un signo político: el primer

caso fue el de la cuñada del coronel Dorrego. Luego siguieron los de Evita y Aramburu.

La de los Dorrego parecía una castamaldita. Manuel Dorrego, gobernadorde Buenos Aires, había sido fusiladoen 1828 por su amigo Juan Lavalle.

Los caballeros de la noche

Escribe Javier Sinay

7 de diciembre de 201160

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8/3/2019 Los Caballeros de La Noche

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Rodolfo Walsh se le acercó buscando“una muerta, un lugar en el mapa”. “Esamujer estaba desnuda en el ataúd y pare-cía una virgen. La piel se le había vueltotransparente. Se veían las metástasisdel cáncer, como esos dibujitos que unohace en una ventanilla mojada”, le dijo elcoronel. “Hay que escribirlo, publicarlo”,le pidió Walsh. “Algún día”. “¡Ahora!Piense. París Match. Life. Cinco mildólares. Diez mil. Lo que quiera.” El pe-riodista se obsesionaba… pero era inútil.“¿Dónde, coronel, dónde?”. El otro bebía

 whisky, en penumbras. “Es mía –dicesimplemente–. Esa mujer es mía.” Walsh

no pudo resolver el enigma, pero en 1965escribió un cuento, un enorme cuento,quizás el más grande de la literaturaargentina, y lo tituló “Esa mujer”. (Elcadáver de Evita aparecería nueve añosmás tarde. Para entonces, el cuerpo ase-sinado de Aramburu –secuestrado de sunicho, a su vez, por Montoneros– habríade servir de oscura moneda de cambio).Cien años atrás, la clave del asuntoestaba en el cementerio de la Recoleta.

Los Caballeros de la Noche no buscabanpoder sino dinero y habían pedido cincomillones de pesos como rescate por losrestos de doña Inés Indart de Dorrego.Pero no esperaban que la policía encon-trara el féretro escondido en otra bóveda.La entrega del dinero se pautó a orillasdel arroyo Maldonado y allí fuerondetenidos los Caballeros. El jefe, a fin decuentas, era un noble belga que se había

 volcado a la mala vida y que había llega-do a Buenos Aires huyendo de Bruselas,de Marsella, de Burdeos, de Liverpool,de Nueva York… Se llamaba AlphonseKerchowen de Pegnaranda y no fuecondenado más que por las amenazas:

 violar sepulturas y profanar cadáveres noera todavía ningún delito.

El teniente coronel Carlos de MooriKoenig, guardián del secreto,enloqueció o se enamoró del cadáverde Evita, lo que es lo mismo.

617 de diciembre de 2011

 [email protected]

montaje Renata SanZ Fugant