lo que queda de la republica

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LO QUE QUEDA DE LA REPÚBLICA JULIÁN CASANOVA (autor de República y guerra civil) No resulta fácil explicarlo, recordarlo en los medios de comunicación, llevarlo a las aulas para que los jóvenes lo aprendan. Pero España fue durante cinco años una República parlamentaria y constitucional. “Una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y justicia”, proclamaba el artículo primero de su Constitución, aprobada el 9 de diciembre de 1931, tan solo siete meses después de que cayera la Monarquía de Alfonso XIII. Esa Constitución, que decía que la República era “un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de las Regiones”, declaraba también la no confesionalidad del Estado, eliminaba la financiación estatal del clero e introducía el matrimonio civil y el divorcio. Su artículo 36, tras acalorados debates, otorgó el voto a las mujeres, algo que sólo estaban haciendo en esos años los parlamentos democráticos de las naciones más avanzadas. Constitución, elecciones libres, sufragio universal masculino y femenino, gobiernos responsables ante los parlamentos. En eso consistía la democracia entonces. No era fácil conseguirla y menos consolidarla, porque todas las repúblicas europeas que nacieron en aquellos turbulentos años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, desde Alemania a Grecia, pasando por Portugal, España o Austria, acabaron acosadas por fuerzas reaccionarias y derribadas por regímenes fascistas o autoritarios. Nunca en la historia de España se había asistido a un período tan intenso y acelerado de cambio y conflicto, de avances democráticos y conquistas

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Professor Julian Casanova on the Spanish Republic

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LO QUE QUEDA DE LA REPÚBLICA

JULIÁN CASANOVA

(autor de República y guerra civil)

No resulta fácil explicarlo, recordarlo en los medios de comunicación,

llevarlo a las aulas para que los jóvenes lo aprendan. Pero España fue

durante cinco años una República parlamentaria y constitucional. “Una

República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en

régimen de libertad y justicia”, proclamaba el artículo primero de su

Constitución, aprobada el 9 de diciembre de 1931, tan solo siete meses

después de que cayera la Monarquía de Alfonso XIII.

Esa Constitución, que decía que la República era “un Estado integral,

compatible con la autonomía de los Municipios y de las Regiones”,

declaraba también la no confesionalidad del Estado, eliminaba la

financiación estatal del clero e introducía el matrimonio civil y el divorcio.

Su artículo 36, tras acalorados debates, otorgó el voto a las mujeres, algo

que sólo estaban haciendo en esos años los parlamentos democráticos de

las naciones más avanzadas.

Constitución, elecciones libres, sufragio universal masculino y femenino,

gobiernos responsables ante los parlamentos. En eso consistía la democracia

entonces. No era fácil conseguirla y menos consolidarla, porque todas las

repúblicas europeas que nacieron en aquellos turbulentos años que

siguieron a la Primera Guerra Mundial, desde Alemania a Grecia, pasando

por Portugal, España o Austria, acabaron acosadas por fuerzas reaccionarias

y derribadas por regímenes fascistas o autoritarios.

Nunca en la historia de España se había asistido a un período tan intenso y

acelerado de cambio y conflicto, de avances democráticos y conquistas

sociales. En los dos primeros años de la República se acometió la

organización del ejército, la separación de la Iglesia y del Estado y se

tomaron medidas radicales y profundas sobre la distribución de la

propiedad de la tierra, los salarios de las clases trabajadoras, la protección

laboral y la educación pública.

Pero esa legislación republicana situó en primer plano algunas de las

tensiones germinadas durante las dos décadas anteriores con la

industrialización, el crecimiento urbano y los conflictos de clase. Se abrió

así un abismo entre varios mundos culturales antagónicos, entre católicos

practicantes y anticlericales convencidos, amos y trabajadores, Iglesia y

Estado, orden y revolución.

Como consecuencia de esos antagonismos, la República encontró enormes

dificultades para consolidarse y tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos

desde arriba y desde abajo. Los primeros desafíos fuertes, y los que más se

vieron porque solían acabar en enfrentamientos con las fuerzas de orden

público, llegaron desde abajo, desde la protestas sociales, y después

insurrecciones, de anarquistas y socialistas. El golpe de muerte, el que la

derribó por las armas, nació, sin embargo, desde arriba y desde dentro,

desde el mismo seno de sus fuerzas armadas y desde los poderosos grupos

de orden que nunca toleraron lo mucho que la República tenía de

democracia social y de soberanía parlamentaria.

España comenzó los años treinta con una República y acabó la década

sumida en una dictadura derechista y autoritaria. El discurso del orden, de

la patria y de la religión, se impuso al de la democracia, la República y la

revolución. La larga dictadura de Franco, que mató, encarceló, torturó y

humilló hasta el final, durante cuatro décadas, a los vencidos, resistentes y

disidentes, culpó a la República y a sus principales protagonistas de haber

causado la guerra, manchó su memoria y con ese recuerdo negativo

crecieron millones de españoles en las escuelas nacionales y católicas. Nada

hizo la transición a la democracia por recuperar su lado más positivo, el de

sus leyes, reformas, sueños y esperanzas, metiendo en un mismo saco a la

República, la guerra y la dictadura, un pasado trágico que convenía olvidar.

La distancia entre la democracia actual y la que podía promover la

República hace más de setenta años es abismal. El respeto a la ley y a los

resultados electorales, la defensa de la libertad de expresión y asociación y

de los derechos civiles, forman parte hoy de nuestra cultura cívica. Las dos

burocracias que tanto pesaban en la historia de España, la armada y la

eclesiástica, el ejército y la Iglesia católica, que asesinaron a la República y

dominaron durante la dictadura, están hoy subordinadas al Estado y al

poder civil que emerge de los ciudadanos, aunque la Iglesia se resista a

abandonar algunos de los enormes privilegios que la victoria en la guerra y

los servicios prestados a Franco le concedieron. El analfabetismo, los

latifundios, los fascismos y los sueños revolucionarios desaparecieron,

sustituidos por la defensa de una sociedad civil democrática y por la cultura

de la paz. El capitalismo ha vencido y el consumo, el coche y la casa en

propiedad han obrado el milagro de que hasta los más pobres parezcan

ricos. No es una República, pero esta democracia ha sido un logro de

muchos y conviene cuidarla y mejorarla.

En los últimos años ha salido a la luz la memoria de los vencidos en la

guerra, de las víctimas del franquismo. Pero nadie desde los poderes de la

democracia actual se atreve a defender a la República. Casi nadie recuerda a

sus grandes dirigentes, muertos la mayoría de ellos en el exilio, a quienes

presidieron sus instituciones, hicieron sus leyes y dieron el voto a todos los

ciudadanos. Y sin embargo, todavía están con nosotros los nombres de las

calles, monumentos, símbolos y ritos del franquismo. Es el momento de

cambiar eso, de devolver la dignidad a quienes defendieron la democracia y

la libertad con la palabra y la ley. Hasta que un golpe de Estado les obligó

a hacerlo por las armas.

Julián Casanova