lo curro un cuartel familiar

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Lo Curro: un cuartel familiar Por Juan Cristobal Peña La casa de Lo Curro, en cierto modo, significó un reconocimiento. Un ascenso institucional para el matrimonio formado por el estadounidense Michael Townley Welsch y la chilena Mariana Callejas Honores. En septiembre de 1974, unos meses antes de mudarse a Lo Curro, la pareja viajó a Buenos Aires por encargo de la DINA y mató al ex comandante en jefe del Ejército chileno, general (r) Carlos Prats, y a su esposa Sofía Cuthbert con una poderosa carga explosiva instalada en el chasis del auto de la pareja. La acción, la primera en el extranjero del matrimonio de agentes, les valió el traslado a Lo Curro. «Una especie de pago o tranquilizante» por los servicios prestados, declarará Callejas a la justicia chilena a comienzos de los años noventa. La casa era enorme y tosca, una nave de concreto que parecía haber sido construida por etapas, sin seguir un patrón arquitectónico definido. Tres pisos, quinientos metros cuadrados construidos y cerca de cinco mil de terreno. A fines de los noventa fue demolida, pero quedó el peritaje fotográfico realizado en octubre de 1991 por encargo del juez

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Autor: Juan Cristóbal PeñaCrónica de un cuartel de la Dina

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Page 1: Lo Curro Un Cuartel Familiar

Lo Curro: un cuartel familiar

Por Juan Cristobal Peña

La casa de Lo Curro, en cierto modo, significó un reconocimiento. Un

ascenso institucional para el matrimonio formado por el

estadounidense Michael Townley Welsch y la chilena Mariana Callejas

Honores. En septiembre de 1974, unos meses antes de mudarse a Lo

Curro, la pareja viajó a Buenos Aires por encargo de la DINA y mató al

ex comandante en jefe del Ejército chileno, general (r) Carlos Prats, y

a su esposa Sofía Cuthbert con una poderosa carga explosiva

instalada en el chasis del auto de la pareja. La acción, la primera en el

extranjero del matrimonio de agentes, les valió el traslado a Lo Curro.

«Una especie de pago o tranquilizante» por los servicios prestados,

declarará Callejas a la justicia chilena a comienzos de los años

noventa.

La casa era enorme y tosca, una nave de concreto que parecía haber

sido construida por etapas, sin seguir un patrón arquitectónico

definido. Tres pisos, quinientos metros cuadrados construidos y cerca

de cinco mil de terreno. A fines de los noventa fue demolida, pero

quedó el peritaje fotográfico realizado en octubre de 1991 por encargo

del juez Adolfo Bañados, que instruyó el proceso por la muerte del ex

canciller Orlando Letelier.

En la planta inferior estaban las cocheras y piezas de servicio,

habitadas por un matrimonio que se ocupaba del aseo, el jardín y la

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cocina. Ocasionalmente dormían ahí también alguno de los dos

choferes, funcionarios del Ejército y la Armada, asignados por la DINA

al servicio de los dueños de casa. Además de participar de operativos

y oficiar de correos y estafetas, solían ir a buscar y a dejar a los niños

al colegio.

En la segunda planta, a la que se accedía por una escalera exterior de

concreto, estaba el taller de electrónica de Townley y la oficina de su

secretaria, una soldado primero de Ejército que respondía al apodo de

«Roxana». Su verdadero nombre es María Rosa Alejandra Damiani.

Tenía a cargo las cuentas y la administración del cuartel y, como

cualquier secretaria, cumplía horario de oficina.

La tercera planta se conectaba a la segunda por una escalera y estaba

reservada a la familia. Ahí dormían los dueños de casa y sus hijos:

Susan, Christopher y Brian. Los dos últimos son hijos del matrimonio

Townley Callejas. La primera había nacido de un primer matrimonio de

ella con otro norteamericano. La familia acostumbraba almorzar en el

comedor del tercer piso junto con Roxana y el tío Hermes, un químico

que pasaba buena parte del día encerrado en un laboratorio que

funcionaba en un cuarto exterior a la casa.

El «tío Hermes», alias de Eugenio Berríos Sagredo, era sonriente y

querendón con los niños. Un encanto de persona, según lo retrató

Callejas en su autobiografía Siembra vientos (1995). Había llegado a

esa casa para experimentar con gases tóxicos que serían usados en

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la eliminación de opositores al régimen. Su producto estrella fue el gas

sarín, una suerte de pesticida letal que paraliza el sistema nervioso

casi inmediatamente después de ser respirado. En el laboratorio de Lo

Curro «Hermes» probaba los efectos del sarín en ratas y conejos, sin

preocuparse mayormente de guardar las apariencias.

En 1991, al ser llamado a testificar en el caso Letelier, el jardinero

José Eleazar Lagos Ruiz recordó que «muchas veces, mientras hacía

el aseo del jardín, me di cuenta [de] que al lado de afuera del

laboratorio había ratas y conejillos de Indias muertos, pero sin señales

de haber sufrido cortes u otras formas de violencia».

Viaje de trabajo

A principios de 1975, a poco de la mudanza a Lo Curro, los dueños de

casa emprendieron un segundo viaje de trabajo. Tenían la misión de

trasladarse a la capital mexicana para matar a un grupo de dirigentes

políticos chilenos que coincidirían en el DF. En esa lista se contaban

figuras como Carlos Altamirano, Volodia Teitelboim y Hortensia Bussi,

la viuda de Salvador Allende. Parte de lo más simbólico de la izquierda

chilena.

En Miami se unieron al cubano anticastrista Virgilio Paz, con quien

viajaron a México en una casa rodante. En su libro de memorias

Callejas dirá que en ese viaje de varias semanas, que resultó un

completo fiasco, se mantuvo al margen de las actividades de los

hombres. Más por aburrimiento que por temor. Dirá que mataba el

tiempo leyendo revistas y modelando animalitos con el explosivo

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plástico que portaban. Que su verdadero interés estaba en la

literatura, no en sus obligaciones de agente secreto.

En 1974, siendo ya parte de la DINA, Callejas participó del taller

literario que Enrique Lafourcade dio en uno de los locales de las

Torres de Tajamar. El taller tuvo corta vida y fue ella quien propuso a

sus compañeros seguir las actividades en su casa. Primero se reunían

en Providencia, donde vivía al momento de participar del crimen de

Prats. Después los invitó a la casa de Lo Curro.

En una entrevista de 2010 sostenida con este autor, el escritor

Gonzalo Contreras recordará que mientras Townley se lo pasaba

encerrado en su taller de electrónica «haciendo huevaditas con las

manos», los invitados al taller literario asistían en el tercer piso a «una

mise en scène preparada por la anfitriona». En ese grupo, del que

saldrán exponentes de la Nueva Narrativa Chilena como Carlos Iturra,

Carlos Franz y el propio Contreras, era ella quien más escribía y

llevaba la voz cantante. También era quien tenía más pedigrí literario,

pues a mediados de la década ganó el concurso de cuentos Rafael

Maluenda de El Mercurio con el relato «¿Conoció usted a Bobby

Ackerman?», un nostálgico y bello monólogo de un judío en Nueva

York.

En la visión de Callejas, su vida de agente era tediosa y, de cierto

modo, accidental. Una actividad mal remunerada, a la que se

comprometió más por curiosidad que por convicción.

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Esa imagen ausente y pasiva que la autora construye de sí misma,

asignándose un papel secundario en las actividades de la DINA, de

comparsa, vuelve a aparecer en su relato autobiográfico al momento

de hacerse cargo de la misión que emprendió en Europa en compañía

de su marido. En este tercer viaje, de mediados de 1975, que coincide

con el atentado que dejó gravemente heridos al líder de la Democracia

Cristiana Bernardo Leighton y a su esposa Ana María Fresno, ella se

mostrará como una esposa fiel, obligada a sacrificarse por las

obligaciones de su marido.

«Durante años fui capaz de imponer mi voluntad sobre la suya, sin que

él se diera cuenta. Pero en el caso de la DINA perdí», escribió.

La imagen es muy distinta de la que propone Manuel Fuentes

Wendling, jefe de propaganda de Patria y Libertad, que trató a la

pareja durante el gobierno de la Unidad Popular. «Era ella la que

empujaba a su esposo, la que lo instigaba, no al revés», dice hoy el ex

militante de la agrupación de ultraderecha. «Ella mandaba y el gringo

la seguía, siempre detrás. Yo notaba en ella una fascinación perversa

por la aventura, por la adrenalina, por querer ir siempre más allá. Pese

a ello siempre se ha empeñado en hacerse la inocente, en aparecer

como que no hizo nada, poco menos que como víctima».

El soldado Townley

Callejas era diez años mayor que Townley. Se habían conocido en

1961 en Santiago y al poco tiempo se casaron, contra la oposición de

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la familia de él. Su padre era gerente de la Ford en Chile y agente de

la CIA. De ahí que el director de la DINA, general Manuel Contreras,

no se haya cansado de repetir que Townley cometió las atrocidades

por encargo de la agencia estadounidense.

Lo que está comprobado es que la inquietud por la política comenzó

con Callejas. Antes él se interesaba por los motores y los botes.

Según Fuentes Wendling, durante la Unidad Popular fue ella quien

vinculó a su marido a Patria y Libertad. Y quien tuvo que ver con la

muerte de un obrero que custodiaba una antena que interfería las

transmisiones de Canal 13 en Concepción. Por esta acción Townley

tuvo que abandonar el país de manera ilegal y solo pudo retornar tras

el golpe de Estado. Poco después ingresaba a la DINA junto a su

esposa. A él lo llamaron Andrés Wilson. A ella, Ana Luisa Pizarro.

En una de sus tantas declaraciones a la justicia chilena, Mariana

Callejas dirá que «Michael sentía mucha lealtad para con el Gobierno

chileno». Sin embargo, aparentemente, esa lealtad no era

correspondida. Ni económica ni simbólicamente.

«Roxana», la secretaria, definió al norteamericano como «un

mercenario, pero muy mal remunerado». Le habían prometido un

grado militar que nunca llegó. Tampoco consiguió que le prestaran el

Club Militar para que Susan, la hija de su esposa, se casara ahí.

Según Callejas, él se empeñaba en ser reconocido como un oficial

más, aun cuando «al coronel Contreras no le gustaba que Michael

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fuera al cuartel general (…) Michael iba por cuanto sentía bien estar

entre camaradas».

En su afán de pertenencia, de congraciarse con sus superiores, en

1975 tuvo la ocurrencia de raptar a un sacerdote y dos secretarias del

grupo Fluxá-Yaconi, que en ese entonces atravesaban por problemas

económicos y eran buscados por la justicia. Los tres llegaron a la casa

de Lo Curro y permanecieron dos o tres días detenidos en la segunda

planta. «Roxana», la secretaria de Townley, dirá a la justicia que a las

mujeres «yo misma las atendí, las tranquilicé y les dije que no iban a

tener ningún problema». Las mujeres y el cura permanecían

vendados, sometidos a duros interrogatorios.

Del secuestro también se enteró José Lagos, el jardinero que residía

en la casa. Según le contó al ministro Adolfo Bañados, al constatar la

presencia de las dos mujeres, que no habían comido ni sabían dónde

se encontraban, se apiadó de ellas y fue a buscarles sándwiches y

vasos de leche. «En el momento en que me disponía a pasárselos a

través de un boquete que había, me sorprendió Andrés Wilson

(Townley) y me reprendió severamente».

Más tarde, al hacer la denuncia y entregar datos sobre el lugar en que

habían sido secuestradas, las dos mujeres recordarán haber

escuchado voces de niños.

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Montaje mediático

No es claro si esa noche de julio de 1976, cuando el diplomático

español Carmelo Soria fue llevado a la fuerza a Lo Curro, había niños

presentes en la casa. De lo que sí hay pruebas es que en algún

momento de esa noche, ante los fuertes gritos provenientes de la

cochera, Michael Townley tuvo que bajar a pedir silencio. Así lo relató

él mismo en la entrevista televisiva que dio en 1993 al programa

televisivo Informe Especial.

Por ese relato, y por el testimonio del agente José Ríos San Martín, se

sabe que Soria fue golpeado duramente en uno de los garages de la

casa. Como suponían que el español tenía vínculos con el Partido

Comunista chileno, querían saber nombres y acerca de flujos de

dinero. Querían eso y, sobre todo, matarlo.

El operativo fue dirigido por el capitán de Ejército Guillermo Salinas

Torres. Asistía permanentemente a Lo Curro, casi a diario, y era

conocido como «Freddy». También era de los que se sentaba a

almorzar en la mesa familiar. Bajo el mando de Salinas, Soria fue

torturado y rociado con alcohol y obligado a beberlo en grandes dosis.

Y en un momento, cuando consideró que el detenido había dado todo

lo que podía dar, que no era mucho, Salinas apoyó la cabeza de Soria

en unos escalones y lo desnucó con un golpe de karate.

Aunque no está acreditado judicialmente, se cree que también fue

expuesto a gas sarín.

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Entonces comenzó el despliegue de un burdo montaje al que la prensa

chilena contribuyó notoriamente.

El cuerpo de Soria y su auto fueron conducidos al sector de La

Pirámide, en las faldas del cerro San Cristóbal. Ya había sido forzado

a beber alcohol y alguien se encargó de escribir en letras de molde

una carta en que la víctima era informada de que su esposa le era

infiel. La carta fue introducida en uno de los bolsillos de su chaqueta y

el auto desbarrancado, para simular un accidente de tránsito.

El lunes 19 de julio, cinco días después de que Soria fuera raptado, los

diarios nacionales dieron cuenta del «accidente». El Mercurio incluso

precipitó una conclusión: «El cadáver no presenta lesiones atribuibles

a terceros».

En El diario de Agustín, un libro de investigación periodística, se da

cuenta del papel cómplice o solícito de la prensa chilena en casos de

violaciones a los derechos humanos. En el capítulo dedicado a Soria,

el libro repara en la visión más crítica y distante de la versión oficial

que asumió La Tercera en relación con los diarios de la cadena de El

Mercurio. Mientras el primero tituló «EXTRAÑA MUERTE DE

FUNCIONARIO INTERNACIONAL, ¿CRIMEN O ACCIDENTE?», el

segundo destacó con cierta asepsia: «INVESTIGAN MUERTE DE

FUNCIONARIO DE LA ONU».

Al día siguiente, citando a Relaciones Públicas de la Policía de

Investigaciones,El Mercurio reforzó la versión oficial, asegurando que

«el caso no se está investigando como homicidio». La Segunda se

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sumó a esta versión al informar que «no hay antecedentes para

estimar que se trate de un crimen». Si bien también se hizo eco de la

hipótesis de un accidente, La Tercera al menos dio cuenta de

amenazas de las que había sido objeto el diplomático en los días

previos a su muerte.

El martes 27, una semana después de la primera cobertura, El

Mercurio aseguró que «se descarta homicidio o suicidio» y adelantó un

dato fundamental en que se funda el montaje: «El examen de autopsia

confirmará el hecho de que Carmelo Soria ingirió alcohol en la tarde

del miércoles 14». Al día siguiente, dando cuenta de una conferencia

de prensa del director de Investigaciones, general Ernesto Baeza,

tituló: «ESPAÑOL CARMELO SORIA MURIÓ POR ACCIDENTE.

INVESTIGACIONES DIO SU VEREDICTO». La nota es fecunda en

antecedentes ficticios: «Soria fue objeto de un chantaje emocional.

Llamadas anónimas y misivas le decían que alguien se había

inmiscuido en su felicidad conyugal».

El seguimiento de prensa que hace de este caso El diario de

Agustín es minucioso, además de agudo. El libro repara en que las

semanas siguientes al crimen, al menos en las páginas de El Mercurio,

el nombre del diplomático español «se perdió bajo el manto de la

información oficial luego del “veredicto” de la Policía de

Investigaciones».

Solo un par de años después, El Mercurio informó que la jueza a cargo

de la investigación había estableciado la muerte de Carmelo Soria

como un «homicidio por terceros no habidos».

Vista y oído

En Lo Curro nadie tuvo dudas de lo que había ocurrido con Carmelo

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Soria. El gásfiter Martín Melián González, que durante varios meses

realizó trabajos en esa casa, testificó haber «escuchado versiones de

un señor que llegó una tarde y le aplicaron algo que yo no sé y

empezó a tiritar y se murió (….). Por noticias aparecidas en el diario, al

parecer sobre un señor Soria que lo habían botado cerca de un canal

del cerro San Cristóbal, yo concluí que podía ser la misma persona

que había muerto en la casa de Lo Curro».

Más explícita fue «Roxana», la secretaria. Ante la justicia recordó que

el día en que secuestraron a Soria la obligaron a retirarse temprano. Y

a la mañana del día siguiente, cuando llegó a trabajar, al encontrarse

en el comedor familiar con varias botellas de alcohol vacías, Townley

le contó que la noche anterior había ocurrido un operativo en la casa.

«Por operativo entendí inmediatamente que se trataba de la

eliminación de una persona», declaró la secretaria. También declaró

haber escuchado comentar a los dueños de casa que «la operación

había sido un éxito».

Para quienes vivían en esa casa o la frecuentaban, los horrores

estaban a la vista y a la orden del día. José Lagos, el jardinero, vio y

escuchó muchas cosas. Al igual que su esposa, encargada de la

cocina. Pero lo que vio un día en una de las cocheras, un gran charco

de sangre, resultó decisivo para que se convenciera de que debían

abandonar la residencia. Ya habían visto y oído demasiado. Ratas y

conejos muertos sin signo de haber sido violentados. Pasos

apresurados subiendo o bajando las escaleras de madrugada. Gritos,

golpes, charcos de sangre. Además, por uno de los choferes se

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enteraron de que todas las conversaciones que tenían en la cochera

eran grabadas por el dueño de casa.

Un año después de abandonar Lo Curro, cuando creía estar a salvo, el

jardinero fue abordado en la calle por tres civiles que lo subieron a un

auto, lo vendaron y llevaron a un sitio sombrío y de paredes frías.

Permaneció cinco días en un lugar que jamás pudo identificar. En su

declaración a la justicia por el caso Letelier dijo que «durante la

detención me preguntaban sobre si recordaba mi trabajo en Lo Curro y

si a alguien le había contado lo que había visto en ese lugar. Yo a

nadie le conté lo que vi».

Años de soledad

Lo que ocurrió en Lo Curro comenzó a revelarse en marzo de 1978,

cuando El Mercurio publicó las fotos de Michael Townley Welsch y

Armando Fernández Larios, los dos principales implicados en el

crimen de Orlando Letelier y su secretaria, Ronnie Moffitt, ocurrido en

septiembre de 1976. Solo tres meses después del asesinato de Soria.

La nota estaba basada en una información de The Washington Post,

que daba cuenta de las últimas novedades de la investigación judicial

del caso Letelier, y, aunque en el artículo de El Mercurio se los

identificaba como Juan Williams Rose y Alejandro Romeral Jarano, los

nombres falsos que usaron en los documentos con que entraron a

Estados Unidos, no pasaron más que unos días antes de que se

supiera quiénes aparecían verdaderamente en esas fotografías.

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El 8 de abril de 1978, Michael Tonwley fue expulsado de Chile y en

Estados Unidos logró negociar dos condenas de diez años cada una,

de las cuales cumplió menos de la mitad de cárcel efectiva. El acuerdo

estableció que no podía ser juzgado por ningún otro crimen que no

fuera el de Letelier.

Gracias a la colaboración prestada por su esposo, Callejas también

consiguió impunidad en Estados Unidos. Y para asegurarse de que su

vida y la de sus hijos no corrieran peligro en Chile, confió a terceros

información comprometedora para el régimen.

Las señales de resguardo también fueron literarias. Larga noche, un

libro de cuentos autoeditado que incluye relatos de torturas y

asesinatos políticos, contiene mensajes en clave. El más explícito está

en el relato «Parque pequeño y alegre», sobre un sujeto al que se le

encomienda instalar una bomba. «Un baleo es un baleo, la gente está

acostumbrada. Tiene que ser algo grandioso, para que aprendan los

otros como él, los enemigos», reflexiona el protagonista.

A contar de 1978, entonces, la condición de agente de la DINA de

Mariana Callejas quedó al descubierto. Pero ella siguió viviendo en Lo

Curro. Sus hijos crecieron y dejaron la casa. También la abandonó la

mayoría de sus antiguos compañeros de taller literario. En 1985,

cuando el periodista Óscar Sepúlveda, de La Segunda, llegó a

entrevistarla, ella la dijo que la suya era «una soledad compartida con

cosas lindas, como almendros y aromos que florecen en medio del

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invierno». Al periodista le sorprendió el estado de abandono en que se

encontraba la casa. Vidrios quebrados, resquebrajamiento de

escalones y paredes. La maleza y las ramas crecían a su antojo.

Los conejos, apuntó el periodista, corrían libremente por el jardín.