link - el fantasma de la diferencia

28
Link, Daniel. Cómo se lee y otras intervenciones críticas (Buenos Aires, Norma, 2003) Segunda parte Tratado sobre géneros cfr. especialmente "El fantasma de la diferencia"

Upload: candela-canadas

Post on 04-Jul-2015

138 views

Category:

Documents


4 download

TRANSCRIPT

Page 1: Link - El Fantasma de La Diferencia

Link, Daniel. Cómo se lee y otras intervenciones críticas (Buenos Aires, Norma,

2003)

Segunda parte

Tratado sobre géneros

cfr. especialmente "El fantasma de la diferencia"

Page 2: Link - El Fantasma de La Diferencia

Género y cultura

Hace unos años, una de esas intolerables tardes de llovizna buscábamos, mis

hijos y yo, un lugar más o menos seco y más o menos divertido donde

meternos a rumiar, cada uno de nosotros, separadamente, nuestras desdichas

cotidianas. Fuimos, naturalmente, al centro de compras más cercano, eso que

ellos llaman shopping de manera no diré espontánea, pero sí indeliberada.

Buscábamos una película que resultara tolerable para nuestras respectivas

melancolías dominicales. Ardua tarea, pensaba, conciliar nuestras ya

indeclinables preferencias. Otra vez Jumanji no, rogaba yo al cielo.

Naturalmente: en la colección de carteleras cinematográficas que adornaban el

centro de compras con sus letreros de colores no había ni una sola película

que hubiéramos podido ver los tres, no digo con placer, pero al menos sin

irritación. Nos unía el sentirnos excluidos simultáneamente de la oferta

cinematográfica de ese rosario de salículas. Pero no fuimos capaces de

explotar ese sentimiento (familiar, siniestro) de pertenencia a algo que sólo

negativamente podía definirse.

En uno de esos desodorizados ambientes daban una película ganadora

en el festival de Cannes de ese año, firmada por Kusturica, un director alguna

vez yugoslavo y muy festejado en Berlín y otras capitales europeas del cine.

Comenté sólo eso, como quien habla para sí, como quien simplemente

constata un hecho, como quien dice “llueve”. Dije: “Acá dan Underground de

Kusturica”. Mis hijos comenzaron a interrogarme inmoderadamente sobre las

características de una película que, justo es decirlo, no tenía demasiadas

intenciones de conocer y sobre la cual no sabía mucho más que lo que los

carteles (multicolores) proclamaban. “No lo digo para que la veamos”, trataba

de callarlos yo. “De qué es la película”, decían, preguntaban, reclamaban.

“Qué sé yo.” Si verdaderamente no la había visto y nada había leído sobre ella

(las cosas no han mejorado demasiado con el tiempo: sigo ignorante de los

contenidos y las formas de esa película que, sin embargo, puedo prever

abominable). “Pero de qué es, de qué es.” Por fin comprendí: lo que se

pretendía que yo sentenciara era si, la película era de aventuras o de amor o

de ciencia ficción. La oscuridad del título no contribuía, para ellos, a la

dilucidación de una relación de pertenencia como esa. Impaciente (era el día,

Page 3: Link - El Fantasma de La Diferencia

era la llovizna) contesté: “No es de nada, es una película de Kusturica.

Kusturica es el director”. “Es todo lo que se puede decir”, dije.

Mi impaciencia, claro, chocó con otra impaciencia, que como resultaba

de la suma de dos conciencias igualmente impacientadas, devolvió mi

malhumor multiplicado como por un espejo de parque de diversiones:

monstruoso. “Toda película es de algo”, proclamó mi hija, sentenciosa como

sólo yo puedo serlo en mis peores momentos. “Si en una película hay peleas,

es de peleas, si hay explosiones es de acción”, razonó mi hijo. No menos

impaciente, pero sí algo más consciente del papel que debía cumplir, ensayé

una microclase a propósito de las diferencias entre el cine de género y el cine

de autor. Mi explicación, naturalmente, no terminaba de convencerlos porque

era mucha la irritación que habíamos puesto entre nosotros.

Por otro lado, se trataba de Kusturica, nada menos: fue mi pereza lo que

me llevó a una discusión, o a un intento de pedagogía semejante. ¿De qué

género se podría decir que son las películas de Kusturica, que apelan todo el

tiempo al arte? Grandes películas como Alien, o como Alphaville, o como

Metrópolis o como La ventana indiscreta participan, a su modo, de algún

género: son generosas, podríamos decir, con el espectador desprevenido, y

también con los niños. No apelan al arte como garantía, aun cuando terminen

en el vasto saco del séptimo arte. Pero a Kusturica, a diferencia de Hitchcock,

es imposible preverlo. Él es, y lo sabe, un autor. Y un “autor” como toda gran

personalidad es impredecible y hasta incomprensible. Después de todo el

modelo de las grandes personalidades es Dios, el más incomprensible de los

autores hasta ahora existentes.

De modo que mi batalla estaba perdida de antemano por razones

climáticas y psicológicas. No obstante intenté explicar que hay películas, el

“cine de autor”, que se reconocen por rasgos estilísticos y no por la

“pertenencia” a una clase más o menos abstracta o convencional. “¿Después

de todo, de qué es Quisiera ser grande?”, pregunté, orgulloso de mi hallazgo,

porque se trata de una película que los tres amábamos hasta la náusea. No es

de suspenso, ni de acción, ni de ciencia ficción, ni de amor. “¿De quién es

Quisiera ser grande?”, me preguntaron. No lo sabía. “Entonces no es de autor.”

“Es una comedia” (ellos), “Probablemente” (yo), “Entonces a lo mejor

Underground también es una comedia”, “Lo dudo: Kusturica carece de todo

Page 4: Link - El Fantasma de La Diferencia

sentido del humor”. Pero estaba perdido. Lo sabía entonces y lo sé ahora:

contra la lucidez irritada de mis hijos nada puedo. Sólo sentarme a escribir. Y

es en esa lucidez, irritada y naturalizadora de las cosas de la cultura, que mis

hijos tenían esa tarde, que hay que encontrar los fundamentos de este

apartado.

Mis hijos me regalaban, sin saberlo, una puesta en escena de algo que

desde hacía tiempo ocupaba mi cabeza: los géneros y su importancia en

relación con la producción cultural, la manera natural en que la gente se

acostumbra a manejar categorías nada naturales. El primer horizonte de

decisión que ellos reclamaban, esa tarde y siempre, es el género: “De qué es”,

“De qué genero es”, “A qué genero pertenece”. A veces a varios, a veces a

ninguno. Y para que esa explicación tuviera algún sentido, en fin, alguna

eficacia, yo debía remontarme a las solemnes categorías del arte y del juicio,

de la cultura y las funciones sociales de las producciones simbólicas. Así qué

gracia.

Lo cierto es que gran parte de la cultura del siglo XX, es decir de la

cultura que nos importa, se reconoce como producida en relación con modelos

genéricos más o menos estables y más o menos hegemónicos. En ese

sentido, los géneros funcionan como un sistema de orientaciones, expectativas

y convenciones que circulan entre la industria, el texto y el sujeto.

No vale la pena remontarse a los griegos. Los niños son impacientes y

reclaman explicaciones más al alcance de la mano. Y por otro lado, hasta los

niños saben que nuestro mundo, es decir nuestra cultura, nada tiene que ver

con la “cultura de los griegos”. Dado que la historia no es lineal, no se trata

sólo de una distancia temporal, sino de una discontinuidad: todo lo que sobre

el mundo sabemos y estamos acostumbrados a pensar, incluso los lenguajes

que utilizamos para comunicarnos, es bastante más moderno que la “cultura

de los griegos”. ¿Qué podrían pues decirnos a nosotros, que no somos ni

filósofos, ni historiadores, sobre nuestro presente, esos griegos?

Por ejemplo, la palabra que designa uno de los géneros en los que me

detendré más adelante, “melodrama”, tiene una evidente raíz griega. Quiere

decir “drama cantado”, y si tuviéramos que rastrear algo parecido al drama

cantado en la “cultura de la antigüedad” (por otro lado es bien cierto que “la

antigüedad” no tiene idea de cultura, sino de civilización), ¡voilà! : eso es la

Page 5: Link - El Fantasma de La Diferencia

tragedia clásica, ¿o no? Lo cierto es que el melodrama, nuestro melodrama, no

era conocido por los griegos. Desde el punto de vista estrictamente histórico el

melodrama es un género cuyo origen hay que buscar en el siglo XVIII: es un

género de la modernidad y habría que pensar, pues, que (de un modo o de

otro) encarna sus ideales. En esas discontinuidades (que hacen la historia)

fundábamos, esa tarde de lluvia en el centro de compras, nuestra renuencia a

re–caer en los griegos.

Toda nuestra cultura comienza en el siglo XVIII y es sólo a partir del siglo XVIII

que podemos reconocer nuestra vida cotidiana, nuestra imaginación y nuestra

desesperanza, como nuestras. Y es por eso que definimos el género, los

géneros, en relación con la industria, el texto y el sujeto, tres categorías que

sólo pueden entenderse en el contexto de nuestra modernidad.

Entendamos “texto” como cualquier enunciado en cualquier soporte, con

una homogeneidad más o menos reconocible de acuerdo con patrones

culturales heredados o adquiridos: una canción, una película, un video son

textos en el mismo sentido en que una novela lo es, al menos respecto de

nuestras intenciones en este tratado.

Hay pues, “textos”, y esos textos existen en relación con la industria de

la cultura. La industria de la cultura es un gigantesco dispositivo para generar,

precisamente, textos, artefactos culturales cuyo sentido se completará en el

momento de la lectura. La cultura industrial, podríamos decir, es el contexto de

cualquier tipo de textualidad en la que se piense: desde las formas más

experimentales hasta las formas más obedientes de la regla, la ley, la

previsión.

Hay ciertas tradiciones, en particular ciertas tradiciones literarias

(después de todo, la literatura es el arte con mayor tradición teórica y

preceptiva) que nos han acostumbrado a pensar en términos de “ruptura”: el

arte aparecería allí donde algo (una expectativa, un horizonte de lectura, una

convención de género) se rompe. Sobre todo en los momentos más clásicos

del siglo XX, sucede que la literatura se levanta en contra de modelos

puramente reproductivistas de las estéticas genéricas para proponer una

"transgresión" generalizada respecto de todo aquello que sostendría, por lo

menos en hipótesis, a un género.

Page 6: Link - El Fantasma de La Diferencia

Estamos acostumbrados, pues, a pensar los géneros, por un lado, y el

arte, por el otro. Todo los aparatos escolares, podría decirse, se manejan con

comodidad con ideas (más o menos heredadas, más o menos originales)

sobre el arte. Pero es poco lo que se reflexiona, en esos contextos

institucionales, sobre los géneros como instituciones de la cultura y del arte.

Tal vez porque se supone, a partir de la lucidez de cualquier niño o

joven promedio (mis hijos) que, de los géneros, se sabe todo, y del arte, por el

contrario, nada. También contra una ingenuidad semejante es que estas

páginas sobre géneros en general, pero sobre todo sobre algunos géneros en

particular, fueron escritas.

Hay que decirlo al principio, hay que detenerse unos minutos en ciertas

fórmulas, ciertos preciosismos, ciertas precisiones: la cultura de masas es la

cultura industrialmente producida, la cultura de masas es la forma discursiva

de una cierta forma de dominación, la cultura de masas funciona sobre la base

de la repetición.

Estos enunciados “problemáticos” merecen, seguramente, una

consideración más detenida. Para que haya “género” (es decir: para que haya

cultura industrial) debe haber repetición o, lo que es lo mismo: para que haya

“clase” (la clase como colección, hay que recordarlo, se opone a la serie) debe

haber una cierta recurrencia de ciertas formas que permitan la generalización.

Es lógico pues, que toda estética de géneros corresponda a un momento de

repetición.

Ahora bien (hay que decirlo, hay que detenerse, es necesario), porque

la cultura industrial funciona en y por los géneros es que los géneros funcionan

como patrones de reconocimiento cultural, en principio, y modelos de

identidad, en última instancia. Los géneros organizan la experiencia (y, por

eso, los géneros producen diferencias puras. Las regularidades del género

son, ya, un efecto de lectura). Los géneros, en la cultura industrial, organizan

la experiencia de las masas, su “vida cotidiana”. La complicidad entre género,

texto y cultura, pues, garantiza la legibilidad de la vida. Cada género vendría a

explicar una parcela de la vida, a garantizar una lectura de esa parcela, a

organizar la experiencia (de las muchedumbres) en relación con un tópico o

aspecto de la vida. El amor es un naufragio: lo que hace, por ejemplo, el

melodrama es, sencillamente, organizar la experiencia del amor, la desdicha, la

Page 7: Link - El Fantasma de La Diferencia

pena, el abandono. Lo que hace el melodrama es contar literalmente y explotar

hasta la exasperación los comportamientos culturalmente asociados al amor.

Pero si se introduce la variable dinero en ese universo, todo puede

complicarse policialmente, porque aparece (puede aparecer) el delito: un taxi

boy que exaspera hasta el crimen a quien lo ama y lo mantiene.

De todos los géneros de la cultura, el más variable históricamente sería

la literatura infantil y el más irrecuperable sería el melodrama, porque en la

fuerza del abismo que abre en los sujetos parece caber todo salvo la duda. La

seriedad (mortal) del amor vuelve obsceno al género. Al mismo tiempo el

melodrama sobrevive precisamente por la capacidad que el amor tiene para

opacarlo todo: la guerra, el hambre, la enfermedad y el infortunio, todo puede

leerse como una forma del amor o de su falta. ¿Es Edipo rey el primer policial

o el primer melodrama? Es la historia de un crimen y de su resolución, pero es

también la historia de una falta (es la historia, también, y precisamente por eso,

de la paranoia de sentido).

Lo que expondré a continuación, pues, no es tanto una historia del

género (de los géneros)1, sino una analítica y una crítica de algunas de sus

formas contemporáneas de aparición).

1 Hay muchísima bibliografía sobre género y géneros, como puede suponerse: glosas más o menos astutas de Aristóteles o Lukács o Bajtín o Adorno. Nos abstendremos de mencionar cualquiera de esas glosas porque, invariablemente, la última es siempre la mejor. Me abstendré también de recomendar las recopilaciones (incompletas, luego de cinco años) incluidas en la colección “Cuadernillos de género” (publicada por editorial La Marca, de Buenos Aires), para cuyos volúmenes varios de los textos que siguen funcionaron como prólogos.

Page 8: Link - El Fantasma de La Diferencia

(...)

2.3 El fantasma de la diferencia

La ciencia ficción tiene un privilegio (ningún analista del relato podrá dejar de

reconocerlo) que comparte con muy pocos otros géneros: puede definirse

limpia y definitivamente a partir de una serie de rasgos formales y temáticos

que la aíslan de (y a la vez la relacionan con) otros conjuntos más o menos

parecidos. Como género, la ciencia ficción es un relato del futuro puesto en

pasado (a diferencia de la utopía, que habla del futuro pero en presente, y de

la futurología o el discurso profético, que ponen el futuro en futuro).

Pablo Capanna, muy tempranamente, y Umberto Eco, hace muy poco,

intentaron explicar el género a partir de postulados lógicos. Se trataría, en la

perspectiva de Capanna, de un tipo de narración que nace a partir de enunciados

contrafácticos (algo que, por otro lado, el propio Wells había marcado). La

intervención de Eco, más minuciosa que la de Capanna, no hace sino reforzar la

endeblez de ese modelo que, en efecto, bien puede ser una descripción de toda

literatura no mimética, en principio, o de todos los textos (si descartamos la

presunción "realista" de la literatura).

La definición que aquí proponemos funciona de modo literal respecto de

la literatura de ciencia ficción, pero también puede aplicarse (cierto que menos

estrictamente) al cine de ciencia ficción. En las películas del género, cuyo tema

es también el futuro (por definición, pero también por mero inventario) las

formas del relato corresponden a un pasado en relación con ese futuro. Alien

(1979), pongamos por caso, es una película futurista, salvo en lo que se refiere

a las formas en que esa historia es contada, que remiten a los modelos del

relato clásico, codificado por el cine de los años cuarenta. El punto de vista

narrativo, por lo tanto, corresponde al pasado, con lo que se reproduce la

misma distancia que aquí hipotetizamos en relación con la literatura de ciencia

ficción. Los dos únicos ejemplos en los cuales (podría decirse) hay un punto de

vista que tiene que ver con el futuro son Metrópolis (1926) y Alphaville (1966),

excepcionales precisamente porque marcan, respectivamente, el momento

previo a la constitución del Modelo de Representación Institucional y el

momento de ruptura de ese mismo modelo. El complicado trabajo de

enunciación de la ciencia ficción en el cine, por el contrario, se detiene siempre

Page 9: Link - El Fantasma de La Diferencia

(o habitualmente) dentro de los límites del Modelo de Representación

Institucional.

La ciencia ficción, pues, cuenta el futuro en pasado: esta definición es

precisa, económica y reversible: todo lo que la ciencia ficción tematiza debe

ser pensado en relación con alguna forma de futuro: las realidades

alternativas, aun cuando se postulen a partir de (en contra de) un pasado

"históricamente verdadero", son reenvíos hacia un futuro, un futuro (del

pasado) alternativo.

Algunos investigadores (Darko Suvin, por ejemplo) han intentado

resolver el parentesco estrecho entre la ciencia ficción y la utopía postulando

que la segunda no sería sino la variedad sociopolítica de la ciencia ficción,

postulación mediante la que se anticipa, de paso, la emergencia del género.

Pero esta solución post ex facto, arbitraria y cómoda, puede leerse en sentido

contrario. Así, la ciencia ficción (históricamente posterior a la utopía) no sería

sino la despolitización (la estetización, si se prefiere) de la utopía.

Otros teóricos (Northop Fry, Raymond Williams) han insistido en la

ciencia ficción como tecnologización de la utopía (partiendo, naturalmente, del

modelo baconiano). Discutiremos más la relación de la ciencia ficción con el

discurso científico–tecnológico. En todo caso, esta hipótesis es coherente con

lo que venimos diciendo, sobre todo si consideramos los aspectos formales

(antes que los temáticos) del género: el futuro puesto en pasado supone la

tecnificación del relato, con problemas específicos para la cohesión y la

coherencia ficcional (sobre los que volveremos más adelante) que afectan

centralmente al género: la construcción de la voz narrativa y el parte de

información, que serían los dos puntos ciegos de la ciencia ficción y las

razones que explican la endeblez de sus tramas (en relación con esto, ver las

observaciones de Foucault sobre la obra de Verne).

Esa despolitización y esa estetización son las que fundamentan el

pasaje del presente discursivo de la utopía (hegemónico en Moro y

Campanella, inestable en Bacon) al pasado discursivo de la ciencia ficción. Si

hemos de creerle a los narratólogos, las formas de pasado que funcionan

como soporte del relato establecen una distancia de presunta objetivación

entre la materia narrada y el sujeto de enunciación, distancia que a su vez

fundamenta el desdoblamiento del sujeto de enunciación. Relato del futuro

Page 10: Link - El Fantasma de La Diferencia

puesto en pasado, la ciencia ficción, por sus mismos mecanismos narrativos

(diferentes de los de la utopía) establece una distancia entre el futuro y el

pasado, y en esa distancia se funda la autonomización, la estetización y la

despolitización.

El otro conjunto de textos en relación con el cual suelen plantearse los

problemas de especificidad de la ciencia ficción es el que participa de las

características de la literatura fantástica: allí, se sabe, suceden

acontecimientos, se describen personajes y se manejan hipótesis parecidos,

en todos los casos, a los acontecimientos, personajes e hipótesis de la ciencia

ficción. Es cierto, además, que la fantástica está puesta (en tanto relato), en

pasado, y que el tiempo representado en esos relatos muchas veces es

ambiguo. Y es cierto, también, que la fantástica es otro de los contextos

genéticos del género. La solución más clásica en relación con estos problemas

es célebre y ha sido tomada muchas veces como rasgo distintivo de la ciencia

ficción y de su mímesis característica: habría una garantía científica, externa al

género (y a toda la literatura, pero no a la cultura), a partir de la cual funcionan

los mecanismos de verosimilización específicos de la ciencia ficción. A

diferencia de la fantástica, se ha dicho, la literatura de ciencia ficción plantea

tramas, acontecimientos y personajes más o menos compatibles con algún tipo

de desarrollo científico–tecnológico.

Muchos comentadores del género (Michel Butor, Martin Gardner, Yuli

Kagarlitski) han discutido el valor de esta garantía precisamente porque,

siendo específica del género, es la que lo vuelve más endeble que cualquier

otro tipo de ficción. En efecto, la garantía científica supone un tipo de

validación epistemológica desconocida, antes del género, en la historia de la

literatura.

Naturalmente, ha habido momentos de la historia literaria que

propusieron una validación semejante: se trata del realismo, y de la psicología

que, en alguna de sus formas, venían a legitimar personalidades del relato,

complicados acontecimientos e ideas inconcebibles: a partir de los abismos del

alma o del deseo, se postulaba, todo era posible. Tal vez por eso (por el hastío

de la psicología y del realismo) algunos escritores como Borges y Bioy

Casares manifestaron un entusiasmo precursor por ciertos rasgos de la ciencia

ficción, entre los que hay que destacar su radical antipsicologismo. Los

Page 11: Link - El Fantasma de La Diferencia

detractores del género han leído este antipsicologismo como una cierta falta de

densidad de los personajes, quienes aparecerían como meras figuras,

caprichosas pero más o menos estables: el héroe sin contradicciones (rasgo

previo a la constitución de la novela moderna), el científico loco o perverso, el

extraterrestre sin sentimientos, la máquina amenazadora. Es verdad: la ciencia

ficción postula un tipo de personaje que debe ser leído como una pura

superficie y que tiene una relación de absoluta subordinación respecto de la

lógica narrativa del género. Es esa falta de densidad la que algunos

comentadores han reivindicado, en la ciencia ficción reciente, como una

ideología antihumanitarista y, aun, antihumana.

Someter el universo representado por la ficción a otras leyes que su

propia coherencia interna, a “leyes científicas”, no hace sino exasperar la

discusión (ciertamente banal) sobre la participación o no del género en el

universo de la literatura y de la estética. Pero además, así, la ciencia ficción

tiene un carácter tan evanescente como la literatura fantástica (tal como

Todorov la imagina, al menos2), y pierde su propia especificidad. Un solo

descubrimiento científico, un solo desarrollo tecnológico, pueden desmoronar

un relato, o una novela, o una obra. Sometida a la extraña lógica del progreso

tecnológico, la ficción científica envejece. Sucedió con Verne, sucedió con

Edgar Rice Burroughs, sucedió incluso con Bradbury. ¡Cuánto más viejos e

inverosímiles resultan hoy los relatos de Verne que los de su contemporáneo

Wells! Precisamente porque Verne, que escribió al pie de los descubrimientos

científicos y técnicos de su época, consideraba los libros de Wells como

fantasías insustanciales e inverosímiles. Paradójicamente, hoy reconocemos el

género en la obra del segundo mientras que la del primero nos parece un

conjunto de fantasías encantadoras, es cierto, pero pueriles e inverosímiles.

Si hemos de conservar la garantía científica para delimitar la ciencia

ficción (y parece pertinente hacerlo) deberíamos decir que la ciencia ficción

construye un universo más o menos compatible con la lógica de la ciencia,

pero cuyos desarrollos científicos y tecnológicos son necesariamente

imposibles fuera del universo literario. Es necesario, en la lógica del género,

que ninguno de los acontecimientos narrados se cumpla, que ninguno de los

2 Otras definiciones (Barrenechea, Rabkin, Bessière) han desechado el carácter evanescente de lo fantástico.

Page 12: Link - El Fantasma de La Diferencia

personajes o figuras exista y que ninguna de las invenciones se realice en

cualquier otro universo posible que no sea el textual. De otro modo, el género

se desmorona precisamente porque el futuro deja de serlo: las novelas de

Verne se leen como novelas de aventuras, los cuentos de Bradbury se leen

como poemas en prosa, 1984 de Orwell se lee (después de 1984) como una

distopía. La inquietante pregunta que nos formulamos ante cada pesadilla de

la ciencia ficción sobre el futuro, sobre nuestro futuro, sobre el futuro del

mundo, se contesta de acuerdo con el tipo de argumentos que el filósofo

Peirce analizó bajo el nombre de ¡Bah, bah! La garantía científica, así

postulada, aísla al género del continuo de la literatura fantástica. La ciencia

ficción, a diferencia de la fantástica, sería un género poscientífico, con todo lo

que eso implica en cuanto a ideología y lógica discursiva.

Pero todavía hay otro rasgo, particularmente productivo en relación con

las variedades góticas de la fantástica, que muchas veces se superponen con

las variedades de la ciencia ficción, particularmente en lo que se refiere a la

invención de monstruos, un rasgo que en los últimos años ha sido examinado

políticamente y al que volveremos a referirnos más abajo. La solución, en este

caso, también es sencilla: el monstruo gótico (digamos: Drácula, los zombies,

los demonios, las ánimas en pena, etc.) aparece en un campo simbólico cuyo

nombre es la Muerte o, mejor: en un campo simbólico cuyo eje de organización

es la Muerte. Por el contrario, los monstruos de la ciencia ficción (androides,

replicantes, ciborgs, máquinas, alienígenas, marcianos) aparecen en un

contexto simbólico estructurado alrededor de la idea de Vida. Mientras la

literatura gótica interroga la muerte, la ciencia ficción se pregunta por la vida y

sus posibilidades: ¿En qué formas y bajo qué regímenes, con qué

organización y con cuáles diferencias, en relación con qué historias y con

cuáles sueños es posible la vida?

Sólo un texto, tal vez, se resista a esta distribución: se pregunta, a la

vez, cómo es la muerte y qué es la vida, cuáles son las condiciones de

posibilidad de un ser vivo, cuáles los riesgos de la producción (industrial) de

vida. Se trata de Frankenstein, naturalmente, que por muchas razones

participa a la vez de la ciencia ficción y de lo gótico, de la fantástica y de la

novela de tesis. Y se trata, también, de un texto que en más de un sentido

tematiza las razones y las pasiones de las diferencias. Frankenstein participa

Page 13: Link - El Fantasma de La Diferencia

de la constitución del género y, por lo tanto, los rasgos que hemos postulado

aparecen allí como hipotéticos e inestables. Lo que debería, no obstante,

quedar claro, es que Frankenstein inaugura una serie de textos que tematizan

la fantasía de la vida: máquinas operando, movimiento infinito, organismos

inorgánicos e identidades no humanas constituyen el repertorio temático de la

ciencia ficción de todos los tiempos y aquello que permite interrogar, de algún

modo, el tratamiento de las diferencias en el interior del género.

La ciencia ficción, entonces, sería un tipo de relato que pone en pasado

el futuro, despolitiza a la utopía, el género que la precede (y esa

despolitización es una de sus condiciones de posibilidad), utiliza a la ciencia

como tensor (es decir: como garantía discursiva de esa tensión temporal) y

constituye su campo simbólico alrededor de la vida. Como señalamos al

principio, pocos otros géneros pueden definirse tan limpiamente como éste:

tanto la producción como el consumo de la ciencia ficción son prácticas muy

fuertemente ritualizadas, lo que en cierto modo vuelve los textos que participan

del género interesantes para el análisis ideológico: todo lo que la ciencia

ficción dice y hace parece referirse a su propio campo de acción, sus propios

límites, su interioridad (esta característica del género, que constituye su propia

escena institucional, ha sido comentada, desde otra perspectiva, por Thomas

Disch, uno de los mejores escritores de ciencia ficción de la “nueva ola”).

Poco de lo que la ciencia ficción hace y dice tendría relación con sus

mismas condiciones de existencia o con las tradiciones que habitualmente

modelan las literaturas nacionales o con las preocupaciones que definen una

episteme o época o clima de ideas.

Y sin embargo, la ciencia ficción, cada vez más, parece interpelarnos

porque, cada vez más, nuestra propia imagen y la imagen que tenemos de

nuestro futuro parecen coincidir con la imagen de los hombres y la imagen del

futuro de los hombres que habitan el universo ficcional del género. No

exactamente como en el caso del policial, sino de manera algo más perversa y

algo menos crítica, la ficción del género se nos impone como nuestra realidad

(The Matrix) y sus hipótesis de desarrollo como las hipótesis de desarrollo de

nuestra vida real. Un examen de la lógica de la otredad que rige en el universo

de la ciencia ficción, por lo tanto, podría informar sobre el modo (imaginario) en

Page 14: Link - El Fantasma de La Diferencia

el que pretendemos resolver las diferencias actuales que nos atraviesan y nos

constituyen.

Hay una fascinación por lo "otro" y por los "otros" en la ciencia ficción,

desde sus comienzos y desde antes de sus comienzos. Tal vez la fascinación

por lo otro (potenciada por la literatura moderna de viajeros3 y por la sátira, dos

géneros ciertamente contiguos al que nos ocupa) sea lo que explique

históricamente la constitución del género. Se trata de otros tiempos y otros

mundos; se trata, sobre todo, de otras formas de constitución de subjetividades

(es decir: de otras formas de vida). Un análisis pormenorizado del repertorio de

formas que la ciencia ficción ha inventado en su historia excedería el objetivo

de estas páginas: alienígenas de todo origen, monstruos de morfología

incomprensible o aberrante, mutantes imprevisibles de la raza humana, pero

sobre todo marcianos, ocupan uno de los polos de organización de la vida: se

trata, en este caso, de la vida natural, en una abigarrada diferencia.

Roland Barthes, en una mitología memorable, ha demostrado que

detrás del mito marciano se esconden todos los prejuicios sobre la diferencia;

que lo otro, aun en su otredad, sólo es percibido como confirmación de lo

mismo. Debo hacerle, sin embargo, una objeción: pese a los esfuerzos

clericales, el mundo de la ciencia ficción es un mundo en el que Dios, como

personaje, tiene dificultades para colocarse respecto del sistema actancial

canónico de la ciencia ficción (por lo demás, es cierto que la vida

extraplanetaria se presenta como el "reflejo", más o menos distorsionado, de la

vida planetaria: “pequeñoburguesa”, como le gustaba decir a Barthes).

En el otro polo, se trata de la vida artificial: robots, androides,

replicantes y ciborgs. Alrededor de estas figuras, entre estos dos polos, toda

una ecología y una teoría de la subjetividad que ya han alcanzado estatuto

teórico dentro de ciertas corrientes anarquistas o contestatarias.

La más fabulosa invención aparece en Cita con Rama, de Arthur Clarke,

quien describe unos seres que comparten características de ambos polos: se

trata, por un lado de seres artificialmente creados por los ramanes (así se

denomina a los creadores de Rama, esa nave gigantesca), pero cuya

morfología está tan adecuada a una (y sólo una) función que es imposible

pensar en cualquier tipo de proyección antropomórfica (o ramanomórfica, para

3 Ver, más abajo, “Tánger, ruina de la modernidad”.

Page 15: Link - El Fantasma de La Diferencia

ser precisos). Naturalmente, esos seres son denominados analógicamente con

nombres de animales. Clarke resuelve así los tópicos de pesadillas

antihumanas postuladas tradicionalmente por la ciencia ficción: máquinas que

se autonomizan y, enloquecidas, pretenden destruir al hombre o

clones/réplicas del hombre que, aun en su humanidad, devuelven una imagen

siniestra del punto de partida. Los biots de Clarke rompen con toda la ecología

que habitualmente domina la ciencia ficción, y de ahí el interés de esa

invención.

Pero detengámonos en la más nueva y la más inquietante de estas

figuras: el ciborg. Se trata no ya de una nueva figura sino de una figura que

condensa figuras previas, una verdadera interfaz discursiva que tematiza la

interfaz hombre–máquina bajo el signo de una creciente fascinación. Este tipo

de conexiones maquínicas (que Deleuze y Guattari habrían llamado

agenciamientos maquínicos) reenvía a viejas preguntas formuladas ahora en

un contexto hipertecnologizado: ¿cuál es el estado de la discusión sobre la

naturaleza de las cosas?, o bien ¿cómo conecta la naturaleza con el co(n)texto

tecnológico?, o bien ¿qué hay de natural en el hombre? Son algunas de las

preguntas (románticas, es cierto, si pensamos en Schiller y Goethe) que el

ciborg obliga a plantearse nuevamente. Bien mirado, se trata de un tema de

identidad que muchos teóricos han analizado ya detenidamente para proponer

modelos diferenciales, tanto de los espacios de constitución de subjetividades

(ecologías del yo) como de los contenidos mismos del rasgo "humanidad".

El primer modelo es ya bastante conocido y fue propuesto por Donna

Haraway en el contexto de una serie de enunciados panfletarios (entre los que

se cuenta el "Manifiesto cyborg", publicado en 1985 en la Socialist Review)4.

Donna Haraway propone considerar la naturaleza como un espacio oposicional

o diferencial determinado por cuatro categorías entre las cuales se definen

ciertas luchas globales o locales acerca de los sentidos de lo natural, y entre

las cuales ocurren determinadas "corporizaciones" de la naturaleza. El lema

"Todos somos ciborgs" del "Manifiesto cyborg" se repite aquí en la postulación

de "otros inapropiados" como figura marginal respecto de la oposición clásica 4 Cfr. también Donna Haraway, “The Actors are Cyborg, Nature is Coyote, and the Geography is Elsewhere: Postcript to ‘Ciborgs at Large’, en Constance Penley and Adrew Ross (editors), Technoculture, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1991; y también la contribución de Haraway para Cultural Studies (eds. Lawrence Grossberg, Cary Nelson y Paula A. Treichler), New York/London, Routledge, 1992.

Page 16: Link - El Fantasma de La Diferencia

natural/ artificial planteada más arriba y respecto, aun, del triángulo

humanos–máquinas–animales, también tradicional. La ecología propuesta es

la siguiente:

A: Espacio Real o Tierra B: Espacio Exterior o

Extraterrestre

No B: Espacio Interior o Cuerpo No A: Espacio Virtual o

Mundo de la Ciencia Ficción: el

Ciborg

Lo que debería resultar sorprendente, en este modelo, es que "Todos

somos ciborgs" bien puede leerse como todos somos personajes de la ciencia

ficción o, si se prefiere, como la ciencia ficción constituye al menos uno de los

vectores de nuestro real, espacio en el que nuestra subjetividad se construye.

El otro modelo en el que quisiera detenerme un instante examina

críticamente la noción de humanidad a partir de una crítica de la película Alien,

todo un tratado de la subjetividad y de la diferencia, en la perspectiva de

James Kavanagh, quien propone una semiosis muy coherente con la de

Donna Haraway5.

En Alien, se recordará, dice Kavanagh, se postula "lo humano" como

una categoría diferencial y relacional, cuyos polos constitutivos serían los

siguientes, desempeñados por los personajes que en cada caso se indican:

5 “Feminism, Humanism and Science in Alien”, en Annette Kuhn (ed.), Alien Zone. Cultural Theory and Contemporary Science Fiction Cinema, Londres/ Nueva York, Verso, 1992.

Page 17: Link - El Fantasma de La Diferencia

Humano: Ripley Antihumano: Alien (ET)

No antihumano: Gato (Animal) No Humano: Ash

(Ciborg)

A partir de este modelo, Kavanagh examina las contradicciones

ideológicas del film, particularmente en lo que se refiere a los rasgos de

"humanidad" con que se caracteriza a Ripley (y en los que no me detendré

aquí).

En ambos casos se trata de modelos de subjetividad diferenciales y

relacionales, formulados a partir de una matriz temática tomada de la ciencia

ficción actual y en relación con los cuales se postula toda una política de las

identidades. Hay un lugar desestabilizante, dice Donna Haraway, y ese lugar

es el de los monstruos de la ciencia ficción: otros inapropiados que se

reagrupan en clases menores, simios, ciborgs y mujeres, posiciones a partir

de los cuales "reinventar la naturaleza" y responder a las desigualdades. Como

antes señalábamos, el futuro de la ciencia ficción (un mero contenido ficcional)

parece equivaler a nuestro propio futuro.

Ahora bien, dado que la ciencia ficción es, como se ha dicho, literatura

para varones, podría postularse que la identidad (sexuada) del varón se lee

hoy en el juego semiótico establecido (en un contexto ecológico fuertemente

crítico) entre la humanidad del hombre y la no humanidad del hombre: la

distancia que va de Ripley (que casualmente no es un hombre) a Ash (que es,

necesariamente, un ciborg).

Tenemos, pues, agenciamientos maquínicos que desestabilizan los

modelos clásicos de la subjetividad: el ciborg establece una conexión entre

algo del orden de lo humano, es decir de lo natural, y algo del orden de lo

maquínico. Esa conexión puede establecerse de diferentes maneras: lo

humano de Robocop es su cerebro y parte de su cara (todo en el orden de la

interioridad), lo humano de Terminator es sólo su piel, su aliento y su olor (en el

orden de la superficialidad). La interfaz hombre–máquina es leída como

Page 18: Link - El Fantasma de La Diferencia

potenciación y deshumanización, en todos los casos. Pero esa potenciación y

deshumanización afecta también todas las fuerzas del hombre como ser

sexuado: la paternidad y el placer sexual fundamentalmente.

Esos superhombres están conectados directamente con una máquina,

lo que los excusa, o los excluye, o les impide (según se prefiera) la paternidad

y el sexo. Vistos como puras potencias destructivas, los más célebres ciborgs

son un mero efecto de programación (en la bella Babel 17, de Samuel Delany, se

trata de un efecto de programación lingüística, porque lo que se crea no es

exactamente un ciborg sino un clon o una variedad poshumana producida por

aceleración genética).

Lo que la ciencia ficción primitiva (chauvinista, pueril y muscular, como

se ha señalado tantas veces) viene a decir es que el hombre (como ser

sexuado) es una pura entidad relacional, constituido en un contexto ecológico

(natural–tecnológico) fuertemente crítico, que el hombre (como ser sexuado)

depende de una dinámica (la dialéctica humano/ no humano) que excede por

completo la instancia de división sexual, y que la sexualidad del varón sólo

puede leerse en términos de agenciamiento maquínico, ambos en relación de

mutua presuposición, cuya consecuencia más radical es un cuerpo

inadecuado a una conciencia.

¿No es esto, que la ciencia ficción cuenta en pasado, como un

argumento autónomo y despolitizado (salvo que leamos la melancolía que

predomina actualmente en el género como una "manifestación política"), como

la ontología misma de la vida; no es esto, precisamente esto, lo que constituía

las viejas utopías de los movimientos feministas y de la causa gay? El hombre

(como ser sexuado) ya no es más una categoría absoluta en relación con la

cual medir otras sexualidades. El hombre, el cuerpo del hombre, la identidad

del hombre, desestabilizada desde la invención del ciborg. Todo esto sucede

dentro de los límites de la ciencia ficción, en su interior puramente literario o

cinematográfico, en última instancia genérico. Algunas mujeres y algunos

hombres han sometido estas premisas a un análisis crítico y fundamentado en

lo que en ellas puede leerse: determinados modos de acción político–crítica y,

aun, de militancia.

Lo que habría que discutir, sin embargo, es si la ciencia ficción da para

tanto. Si en la ciencia ficción, o en cualquier otro género, pueden encontrarse

Page 19: Link - El Fantasma de La Diferencia

las claves que nos permitan superar nuestras desdichas, imaginar nuestro

futuro y defender nuestro presente. Una respuesta afirmativa a una pregunta

semejante sería alentadora: significaría que la literatura (como conjunto de

procedimientos y relaciones formales) tiene, todavía, algún tipo de eficacia en

relación con la cultura, que sus conclusiones no son sólo ficcionales sino que

afectan nuestra propia manera de imaginarnos, que en sus temas y en sus

intrigas encontramos parte de nuestros temas y de nuestra manera de mirar

las cosas de este mundo. Que, además de matrices de percepción, los

géneros son maneras de garantizar la legibilidad de la vida (de organizar la

experiencia) y, como tales, espacio y objeto de un debate político.

Históricamente, la ciencia ficción se relaciona con la sátira y con la

utopía por su evidente obsesión para criticar el presente y proponer modos

alternativos (es decir, potencialmente revolucionarios) de la realidad.

Naturalmente, el género sólo puede entenderse como la versión descafeinada

(es decir, adecuada al público que masivamente tiene: adolescentes

masculinos) de la sátira o de la utopía.

Pero si el género es interesante (más allá del placer que puede provocar

cada uno de sus ejemplares: Pórtico de Frederic Pohl o La intersección de

Einstein de Samuel Delany, o Campo de concentración de Thomas Disch,

según los gustos) es precisamente por el modo en que plantea las preguntas

que cada momento de la imaginación (o del presente) se hace.

Durante la década del cincuenta la ciencia ficción desarrolla la lógica

política de la guerra fría, durante los sesenta el género se vuelve libertario

(vanguardista), se escolariza durante los años ochenta y en los noventa

prácticamente desaparece, o mejor dicho: comienza a coincidir con la realidad,

se hace realista: es el pasaje de las fantasías ciberpunks (Gibson y compañía)

al Criptonomicón de Neal Stephenson.

Las últimas peripecias de la ciencia ficción coinciden, pues, con su

momento de escolarización, la década del ochenta, obsesionada por la

creación de culturas. Considerada como una máquina productora de

subculturas, la década del ochenta encuentra en la ciencia ficción un motor

privilegiado. Desde siempre, el género se organizó (y eso lo aislaba de otros

géneros) alrededor de una pregunta por los regímenes de la vida. Los

monstruos de la ciencia ficción (androides, replicantes, ciborgs, máquinas,

Page 20: Link - El Fantasma de La Diferencia

alienígenas, marcianos) aparecen, como hemos dicho, en un contexto

simbólico estructurado alrededor de la idea de vida (y su antepasado clásico

es el golem). Mientras la literatura gótica interroga a la muerte, la ciencia

ficción se pregunta por la vida y sus posibilidades “Todos somos cyborgs”,

decía Donna Haraway para acentuar, a partir de la conexión máquina–hombre

que supone la figura del cyborg, la idea de que la naturaleza ha desaparecido

ya por completo y que toda ecología es, hoy, una ecología de culturas

tecnológicas. Pero el ciborg (Terminator, Robocop) es todavía una construcción

demasiado “amenazante” y pone en crisis de manera demasiado radical la

identidad del hombre como varón (el ciborg, Terminator o Robocop, está

excluido de la paternidad, de la sexualidad, de la familia) como para poder

funcionar como imagen aceptable del varón en el interior de un universo

cultural. Es la vanguardia cultural de los ochenta la que hace del ciborg (y de

los monstruos) su emblema.

Hay otra figura igualmente protagónica, en los años ochenta: el

cableado, el tipo que vive conectado a una computadora, cuyo antecedente

más obvio es el quemado de la cultura de las drogas. Postulada como

adicción, la cultura de la computadora inmediatamente evoca una ética del uso

(del uso de la droga, del uso de la tecnología): después de todo, hubo mucha

moral en los años ochenta.

Muchas banalidades se han escrito acerca de la transformación de la

subjetividad en la era de Internet. Es que la tecnología amenaza las ideas

corrientes de "humanidad" al proponer conexiones entre el hombre (como ser

sexuado) y la máquina radicalmente nuevas. De las diversas modalidades de

comunicación a través de la red, Sexo, afeto e era tecnológica. Um estudo de

chats na internet 6 privilegia el análisis de los intercambios a través de canales

de chats, en los que la gente reclama con desesperación amor y/o sexo.

Resultado de una investigación universitaria dirigida por Sérgio Dayrell Porto,

el libro presenta análisis de conversaciones específicas e hipótesis generales

de cómo se transforman las subjetividades a partir de una interacción personal

tan intensa como ficcional. Entre los datos que suministra la investigación,

conviene destacar que los internautas brasileños son preponderantemente

hombres (72%), solteros (68%), tienen entre veinte y treinta años (42%) y

6 Brasilia, Editora Universidade de Brasilia, 1999.

Page 21: Link - El Fantasma de La Diferencia

pueden comunicarse en otra lengua que la materna (95%), especialmente el

inglés (89%). Los datos coinciden grosso modo con otras investigaciones en

América Latina y los Estados Unidos y sirven precisamente para poner límites

a las teorizaciones caprichosas y abstractas. Cuando se habla de

"subjetividad" hay que entender que se trata de una subjetividad de clase:

varones adultos, solteros y con acceso fluido a las formas internacionales de la

cultura industrial.

En lo que se refiere al sexo, la mayoría de los artículos incluidos en

Sexo, afeto e era tecnológica insisten en descalificar el lenguaje y la

imaginación que domina los intercambios: se trata, señalan los autores, de un

imaginario que recurre a la más baja pornografía como fuente de

prácticamente todos los enunciados. Salvo el caso de vecinos de la misma

ciudad, los usuarios de los diferentes canales saben que pueden "actuar"

desde el más completo anonimato, o construir una identidad completamente

ficcional (el cibersexo no es sino una forma hipersofisticada e interactiva de la

masturbación). Más complicado de teorizar (y por lo tanto, más interesante) es

el uso de Internet como un peldaño hacia el conocimiento (afectivo y/o sexual)

real entre personas (muchos matrimonios y muchas aventuras se cocinaron al

calor de la red). En este sentido, lo que hay que señalar es que Internet pone

en contacto personas que, de otro modo, jamás se conocerían. Y es ese Angst

tan típico de los varones solteros de nuestro tiempo (la humanidad del varón),

según el cual el amor y el deseo deben estar en alguna parte, lo que sostiene

esta "era tecnológica" a cuyo nacimiento asistimos y en relación con cuyos

desórdenes la ciencia ficción impone (impuso) un poco de sentido.

La campaña publicitaria de una gran compañía proveedora de servicios

de Internet insistía en las ventajas cualitativas del servicio de conexión por

cable poniendo el acento en la diversión y la rentabilidad sexual del servicio. El

cable de la conexión, en uno de los spots publicitarios, se transformaba en una

montaña rusa. En el otro, en un pene erecto.

Dejemos de lado lo burdo de una imaginación capaz de parir

pensamientos semejantes (es la imaginación de los expertos en

mercadotecnia, esa lacra del siglo pasado). Retengamos su verdad: Internet,

en principio una red universitaria (y que a los universitarios les sirve, y mucho,

de ahí que las humanidades hayan establecido rápidamente una conexión

Page 22: Link - El Fantasma de La Diferencia

maquínica con la tecnología), se transformó –en la década del noventa–,

también en una red para hacer negocios (bancarios, sobre todo). Lo que hay

que demostrar ahora es la utilidad para el ciudadano corriente de contar con

un acceso a Internet.

Justo es decir que al ciudadano corriente (el que no utiliza

profesionalmente Internet), la red no tiene nada que ofrecerle (salvo

indirectamente: tarjetas de crédito internacionales, pasajes, libros y discos, por

ejemplo). Por eso, lo que se promociona es una versión vicaria (por no decir

masturbatoria) del placer (vía chat, por ejemplo). Internet es hoy una incógnita:

frente a las cacareadas teorías sobre las ciberculturas, hasta el presente no

queda demostrado que el ciudadano corriente deba acceder a esa nueva

tecnología y formar un agenciamiento con la máquina (con lo cual, su

rentabilidad como proyecto se desmorona, etc.), porque lo que ésta tiene para

ofrecerle es muy poco. Por alguna razón o por otra, las ciberculturas sólo se

discuten en las Universidades y los medios.

Este carácter ambiguo de la tecnología es tal vez su mayor atractivo.

Mientras los fabricantes de tecnología aseguran la eficacia del producto (y

mientras los publicitarios encuentran dificultades para promocionarla), los

usuarios no hacen sino comprobar su vacío de sustancia (Internet es una pura

forma). La campaña de IBM incluía, en uno de sus spots, el siguiente diálogo

“de negocios”:

–Tenemos que poner Internet.

–¿Para qué?

–No sé.

Nadie sabe (salvo los usuarios profesionales, y por razones muy

puntuales) para qué sirve Internet en su forma actual.

La edición original de Mirrorshades, una antología ciberpunk (1986), el

último avatar del género antes de su descomposición, precisamente, apareció

en el universo de la ciencia ficción como una centella en la noche. Ésa era la

dirección del género. En algún sentido, Bruce Sterling pretendía reproducir el

suceso de Visiones peligrosas, la antología de Harlan Ellison que, en la década

del sesenta, torció los rumbos del género tal y como treinta años antes había

sido codificado por John W. Campbell y las publicaciones pulp.

Page 23: Link - El Fantasma de La Diferencia

Pero si Visiones peligrosas revolucionó el género no fue sencillamente

por la renovación de sus mecanismos formales (en ese sentido se trató de una

operación módica) sino porque incorporó a la ciencia ficción toda la cultura de

los años sesenta.

La gran dificultad que Bruce Sterling encontraría para imponer una idea

nueva de la ciencia ficción fue precisamente el carácter conservador de la

cultura de los años ochenta. ¿Qué sentido tendría verla reproducida –o llevada

más lejos por la vía de la imaginación– en el universo paralelo de la literatura?

Por eso, se puede seguir reconociendo en Visiones peligrosas el último

sacudón en el mundito de la ciencia ficción. Mirrorshades, leída en

retrospectiva, sólo sorprende por la escasa audacia de su imaginación y su

conservadurismo ideológico.

Un químico multimillonario pone en riesgo la vida de su hija adolescente

(en realidad, se trata de su propio clon, con el sexo cambiado). Porque ella

está enamorada, el multimillonario trata de que la carrera de su novio fracase,

invitándolo a tomar una droga experimental la noche en que el joven planea

dar un vuelco a su carrera. El chico finge tomarla. Padre e hija –ambos han

tomado la droga– quedan al borde de la muerte. Se recuperan. El químico

dona a su hija toda su fortuna y decide someterse a uno de esas suspensiones

animadas de la vida durante cien años, abrumado por el peso de su culpa.

Debidamente aderezada con referencias al universo del rock, al universo de la

droga y al universo de la alta tecnología, esta historia (típica de la imaginación

de los ochenta) es “Solsticio” de James Patrick Kelly, una de las historias

incluidas en Mirrorshades.

Mirrorshades tematiza obsesivamente ciertas subculturas, sólo que elige

mal dónde fijar la mirada: droga, rock y alta tecnología eran también

subculturas de los años sesenta que la ciencia ficción (en realidad, la literatura)

ya había incorporado y cuyo escaso poder para organizar el género (o

cualquier literatura) ya había quedado demostrado.

Ya en el tercer milenio, sólo se puede observar con nostalgia esa

operación propuesta por el ciberpunk, algo así como la vanguardia anarquista

de las ciberculturas, un universo en el cual el hacker (con su mitológica

capacidad para “navegar” libremente en la red) es el héroe indiscutible. Como

héroe de una mitología, el hacker debía ser estetizado y alejado de la imagen

Page 24: Link - El Fantasma de La Diferencia

de nerd que inmediatamente le cabía a cualquier persona que organizara su

vida alrededor de la computación: el hacker, como figura histórica, era ya un

ciborg.

Incluso una película como la impecable Armas de guerra (1983),

obligada a crear un protagonista agradable, conservó la psicología del nerd:

Matthew Broderick desempeña a un nerd agradable (un chico que puede

aspirar al amor de una chica linda), pero nerd al fin. En algún sentido, la cultura

americana de los ochenta es la venganza de los nerds. De allí el tratamiento

obsesivo de los monstruos en el cine de ciencia ficción de la época. De allí,

también, la reivindicación hecha por los años ochenta del film Freaks (1932).

La cultura ciberpunk, de la que Bruce Sterling, el compilador de

Mirrorshades, no fue su ideólogo sino su propagandista, transforma al hacker

en héroe (en un sentido muy diferente a la heroificación del hacker en el

contexto de los debates sobre nuevas tecnologías, tal como fue presentado en

la primera parte de este libro): rock, drogas, alta tecnología, tatuajes, ropa de

cuero y chicas lindas.

La estética será pueril, de acuerdo, pero es la estética de las

subculturas que Mirrorshades evoca, destinada a encandilar a todo

adolescente varón más o menos inseguro de sí (es decir: del look con el cual

presentarse ante el mundo). Lo que Sterling no tuvo en cuenta es que en las

ciberculturas (por el tipo de héroe que construyen), el libro tiene un papel

completamente marginal. ¿Cómo iba alguien a pensar que podía haber un

público de masas para una literatura que funcionara dentro de una cultura que,

precisamente, niega al libro?

La cultura ciberpunk, la cibercultura en general, quedó claro durante los

noventa, funciona mucho mejor en formato revista que en formato libro porque

sus consumidores (adolescentes varones, en su gran mayoría) consumen más

revistas que libros.

Y sin embargo, hay un resto heroico en la literatura ciberpunk en su

impulso para representar lo irrepresentable: los flujos de información en una

red informática y las operaciones subjetivas que se realizan en relación con

esos flujos de información. El cine, cada vez que intentó representar la

temática, fracasó en los diseños más burdos. La versión cinematográfica de

uno de esos cableados, representada por Keanu Reeves en Johnny Mnemonic

Page 25: Link - El Fantasma de La Diferencia

(1995) es patética precisamente porque el objeto –en última instancia: el

pensamiento y la memoria– es más adecuado a la ficción libresca que a la

audiovisual. Más exitosa fue su segunda incursión en el género, The Matrix,

donde todo se resuelve en un juego de escenografías realistas y ropa de

diseño (que, por supuesto, hoy puede comprarse en las tiendas de los centros

de compras por ese nombre: el sobretodo The Matrix, etc.).

De modo que es interesante la lectura de Mirrorshades más allá del

escaso interés de sus ficciones. En el modo en que fue construida la literatura

ciberpunk se encuentran las razones de su fracaso. La ciencia ficción de la

década del sesenta era libertaria, Mirrorshades es completamente escéptica

sobre la libertad: literatura paranoica y dark que acertó, tal vez, en este punto:

la tecnología no es interesante salvo para quien hace de ella su herramienta.

Haber comprobado en la vida cotidiana esta verdad es probablemente la

mayor dificultad para leer los relatos futuristas de Mirrorshades, que decían

precisamente eso: para que la tecnología tenga algún glamour hay que

inventar héroes tan freaks como estos. Y bien sabemos que ninguna cultura

(me refiero, claro, a las culturas realmente existentes) tiene lugar para tantos

freaks (donde mejor se articula el debate de la diferencia alrededor del freak es

en la serie X-Men).

Una de las paradojas más interesantes de la ciencia ficción es su

incapacidad para despegarse del presente: postulada la ficción como un relato

del futuro, inscripta la instancia narrativa en un como si del futuro absoluto (o

de la realidad alternativa, que para el caso es lo mismo), la especulación no

llega nunca más allá que el conjunto de problemas imaginarios (ideológicos)

que constituyen el presente de cada texto. Así, la ciencia ficción americana

clásica es un conjunto de relatos alrededor de los terrores más típicos de los

adolescentes varones: el éxito o el fracaso, el estar lejos de casa, encontrar el

amor: ¿Qué es actuar como un hombre? ¿Cuáles son las consecuencias de

los actos de los hombres?

Ésas parecen ser las preguntas más habituales en la ciencia ficción: la

humanidad del macho. Y así, el repertorio de personajes estables es un

conjunto de categorías necesarias para definir, de manera más o menos

sistemática, esa humanidad esquiva, esa identidad problemática: la mujer,

claro, el principal pozo de todos los terrores, mutando y mutando a través de la

Page 26: Link - El Fantasma de La Diferencia

historia del género hasta llegar a la teniente Ripley de la saga Alien: la primera

heroína espacial que no se limita, como el personaje de Galaxy Quest (1999) a

repetir lo que dice la computadora, pero también los robots y androides

(conexiones maquínicas que acentúan o limitan, en todo caso, que interrogan)

la potencia del hombre y su capacidad de generación. La paternidad es una

temática que abrasa como un fuego la mayoría de los textos emblemáticos de

la ficción especulativa (Robocop, Terminator).

Desde los comienzos del género, la idea de otro lo domina. Alrededor

del hombre, como ser sexuado, están los otros: mujeres, androides, animales.

Y, por supuesto, alienígenas. O, para decirlo rápidamente, marcianos.

Marte recibió la atención de Edgard Rice Borrouhgs, inventor de mitos

sobre la masculinidad, quien no solo entregó a la posteridad el más célebre

macho autista (Tarzán de los monos) sino también las primeras Crónicas

marcianas. Después está Bradbury, con su Marte lírico, crepuscular e inexacto.

Y, ahora, el Marte colonizado de Kim Stanley Robinson y de las películas que,

a razón de tres por año, vemos por cable (es que Marte ha vuelto a ocupar un

sitial de privilegio en la estrategia expansionista de los Estados Unidos).

Cada vez, en el universo pueril del género, lo otro tiene un sentido

acotado por la historia: hasta los sesenta, la ciencia ficción americana es

básicamente parte del aparato de defensa y las novelas no hacen sino repetir

la Guerra Fría en otros escenarios: democracia (norteamericana) contra

totalitarismos de diversa apariencia pero siempre sospechosamente

"comunitaristas" (inteligencias colectivas). Un momento culminante de la

apología de la guerra que representa esta tendencia es la novela neofascista

de Heinlein, Tropas del espacio, llevada a la pantalla como Invasión (1997) por

Paul Verhoeven.

Después de los sesenta, el panorama se enriquece con perspectivas un

poco menos estúpidas (y sobre todo más libertarias), y allí aparecen los

grandes nombres del género, aquellos que lo llevan a otra parte y encuentran

un público menos masturbatorio aunque siempre masculino (al menos

estadísticamente): Philip Dick, Thomas Disch, Arthur Clark, Frederik Pohl, Jack

Vance. Y después, el ciberpunk de los ochenta: Ian Gibson y compañía.

La trilogía sobre Marte pergeñada por Kim Stanley Robinson con ayuda

de la NASA es minuciosa: Marte rojo (584 págs.), Marte verde (660 págs.) y

Page 27: Link - El Fantasma de La Diferencia

Marte azul (736 págs.) son una aplicación monumental de todas las ciencias

(incluso las ciencias sociales y las humanidades) a la colonización marciana.

A comienzos del tercer milenio, cien científicos inteligentísimos son

enviados a colonizar Marte. Lo hacen, pero a su manera. La sociedad

resultante de ese proceso (los verdaderos “marcianos” no serán sino terrícolas

mutantes) se rebela contra la autoridad de "Terra" y las compañías

multinacionales (Metanacs, en el libro). Una revolución triunfa y un gobierno

marciano nace. La política es compleja (si bien los diferentes momentos están

calcados de la historia terrícola): hay Rojos (ecosaboteadores que quieren que

el planeta quede lo más parecido a su propia naturaleza) y hay Verdes

(partidarios de la "terraformación" sin contemplaciones). La Tierra sucumbe,

mientras tanto, a la superpoblación y a las catástrofes “naturales” (los hielos

polares se derriten). La tensión interplanetaria crece. Todo el sistema solar va

siendo colonizado, lentamente. Hacia el final, un asteroide–nave parte a

colonizar planetas de otros sistemas estelares. Los Primeros Cien van

muriendo: los tratamientos gerontológicos que reciben les permiten alcanzar

edades fabulosas que superan con creces los dos siglos, pero no todos los

aguantan. Hay otra Revolución, los pocos Primeros Cien que quedan

descubren una cura para la degradación de la memoria, "en Marte, en Marte,

en Marte".

Robinson quiere que su construcción marciana sea científica (como

Verne, con su viaje a la Luna). La terraformación, hay que admitirlo, es

bastante verosímil. Tediosa, pero verosímil. Los momentos descriptivos que la

novela consagra a Marte (y son muchos) están bien logrados y suscitan la

atención casi siempre. Pero no es por esto que conviene leer esta trilogía

abrumadora. Es porque allí están representados los terrores de hoy: la

explosión demográfica, las políticas migratorias y la vejez, todo aquello que

puede acabar con "la humanidad": un manual de biopolítica actual.

¿No son esos los "problemas" (agotamiento de recursos naturales,

vejez, políticas migratorias) los que hoy (al comienzo de un milenio azotado por

guerras de imprevisibles resultados) ponen en crisis las nociones de

humanidad y exigen, ya, respuestas ontológicas y políticas? No es que esta

saga (tensada hacia el futuro porque, después de todo, se trata de la ciencia

ficción, pero melancólica, porque alcanza al género en un momento de

Page 28: Link - El Fantasma de La Diferencia

disolución) brinde respuestas, pero al menos plantea las preguntas biopolíticas

que importan en el año 2001.