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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe, en unacto de locura, en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dosalumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal Como dice elinspector Rebus «no hay misterio» salvo el móvil. Interrogante que leconduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia.Rebus, que también ha servido en el Ejército, descubre que unainvestigación militar del caso entorpece la suya. Al excomando no lefaltaban amigos ni enemigos.Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechorque acosa a su colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras unincendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manostotalmente quemadas.
Ian RankinUna cuestiĂłn de sangre
Inspector Rebus - 14
En memoria del Departamento deInvestigaciĂłn Criminal de St Leonard.
Ita res accendent lumina rebus.ANĂ“NIMO
No se vislumbra el final.JAMES HUTTON, cientĂfico, 1785
PRIMER DĂŤA
Martes
1
—No hay misterio —dijo la sargento detective Siobhan Clarke—. Herdmanperdió la chaveta.
Estaba sentada junto a una cama del reciĂ©n inaugurado hospital Roy alInfirmary de Edimburgo, un gran edificio al sur de la ciudad, en una zonallamada Little France, construido sobre un solar muy caro, y del que yacomenzaban a registrarse quejas por falta de espacio para enfermos y de sitiopara aparcamiento. Siobhan habĂa logrado encontrar un hueco en un lugarprohibido, y fue lo primero que le comentĂł al inspector John Rebus al llegar.Rebus tenĂa las manos vendadas hasta las muñecas. Le sirviĂł un poco de aguatemplada y Ă©l ahuecĂł las manos para llevarse el vaso de plástico a la boca concuidado mientras ella le observaba.
—¿Has visto? No he tirado ni una gota —comentó bromeando.Pero al intentar dejarlo en la mesilla lo estropeó todo. Le resbaló entre las
manos y la base rozĂł el suelo. Siobhan lo cogiĂł al vuelo.—Buena parada —añadiĂł Rebus.—Bah, estaba vacĂo; no habrĂa caĂdo nada.A partir de aquel momento Siobhan sĂłlo dijo lo que los dos sabĂan no eran
más que banalidades eludiendo ciertas preguntas que ansiaba plantearle,explay ándose simplemente en pormenores sobre la masacre de SouthQueensferry.
Tres muertos. Un herido. Una tranquila ciudad costera al norte de Edimburgo.Un colegio de pago mixto para alumnos entre cinco y dieciocho años. Seiscientosmatriculados, ahora dos menos.
El tercer cadáver era el del asesino, que se habĂa volado los sesos. NingĂşnmisterio, como decĂa Siobhan.
Salvo el móvil.—Era como tú —añadió—. Quiero decir que era militar retirado. Creen que
el mĂłvil fue su resentimiento contra la sociedad.Rebus advirtiĂł que mantenĂa las manos con firmeza en los bolsillos de la
chaqueta, y se imaginĂł que en ese momento, inconscientemente, estarĂaapretando los puños.
—Los periĂłdicos dicen que tenĂa un negocio —comentĂł Ă©l.
—TenĂa una lancha motora. Llevaba a gente a hacer esquĂ acuático.—¿Y era un resentido?Ella se encogiĂł de hombros. Rebus sabĂa que estaba deseando tener una
oportunidad para meter la nariz, cualquier pretexto con tal de apartar su mente dela otra investigaciĂłn, interna y con ella de protagonista.
Siobhan miraba en ese momento a la pared por encima de la cabeza de Ă©lcomo si le interesara algo más que la pintura y el aparato de oxĂgeno.
—No me has preguntado quĂ© tal estoy —dijo Rebus.—¿CĂłmo te encuentras? —dijo ella volviendo la vista hacia Ă©l.—Estoy harto de estar aquĂ. Gracias por tu interĂ©s.—SĂłlo estás aquĂ desde ayer por la noche.—A mĂ me parece más.—¿QuĂ© han dicho los mĂ©dicos?—Hoy todavĂa no me ha visto nadie. Me da igual lo que me digan, esta tarde
me marcho.—¿Y despuĂ©s quĂ©?—¿QuĂ© quieres decir?—No puedes volver a la comisarĂa —añadiĂł observando fijamente las manos
vendadas—. ¿Cómo vas a conducir o escribir informes? ¿Y coger el teléfono?—Me las arreglaré —repuso Rebus mirando en derredor para eludir a su vez
los ojos de ella.Estaba rodeado de hombres de su edad con la misma palidez grisácea. Era
evidente que la dieta escocesa habĂa hecho estragos en ellos. Un tipo tosĂa por uncigarrillo. Otro parecĂa tener problemas respiratorios. Era la masa de carneprototipo del bebedor edimburguĂ©s. El hĂgado hinchado y exceso de peso. RebuslevantĂł el brazo para pasárselo por la mejilla izquierda y notĂł que la tenĂarasposa. Su barba tendrĂa el mismo color gris plateado que las paredes de la sala.
—Me las arreglarĂ© —repitiĂł rompiendo el silencio, mientras bajaba el brazoy se arrepentĂa de haberlo levantado. Los dedos echaban chispas de dolor—. ÂżTehan dicho algo? —preguntĂł.
—¿De qué?—Vamos, Siobhan…Ella le miró sin pestañear. Sacó las manos de los bolsillos y se inclinó hacia
delante.—Esta tarde tengo otra sesiĂłn.—¿Con quiĂ©n?—Con la jefa.Se referĂa a la comisaria jefe Gill Templer. Rebus asintiĂł con la cabeza,
alegrándose de que el asunto no hubiera llegado a las altas esferas.—¿Qué piensas decirle? —preguntó.—No hay nada que decir. Yo no tuve nada que ver con la muerte de
Fairstone. —Hizo una pausa, dejando en el aire otra pregunta implĂcita entreambos: « ÂżY tĂş?» . ParecĂa esperar que Ă©l dijera algo, pero Rebus callaba—.Preguntará por ti, cĂłmo has acabado aquà —añadiĂł.
—Porque me escaldĂ© —replicĂł Rebus—. Es absurdo, pero fue asĂ.—Ya sĂ© que eso fue lo que dij iste…—No, Siobhan, es lo que sucediĂł. Pregunta a los mĂ©dicos si no me crees —
añadiĂł mirando de nuevo alrededor—. Si es que consigues ver a alguno.—Seguro que estarán por ahĂ dando vueltas intentando aparcar.No tenĂa mucha gracia, pero Rebus sonriĂł. ComprendĂa que ella no iba a
insistir y su sonrisa era de gratitud.—¿Quién se encarga de lo de South Queensferry ? —preguntó para cambiar
de tema.—Creo que el inspector Hogan.—Bobby vale mucho. Si hay que atarlo rápido, lo hará.—De todos modos, está el circo de la prensa. Le han encargado a Grant Hood
las relaciones con los periodistas.—¿Se lo han llevado de St Leonard? —dijo Rebus pensativo—. Razón de más
para que yo vuelva.—Sobre todo si a mà me suspenden de servicio.—No lo harán, Siobhan. Como acabas de decir, no tuviste nada que ver con
Fairstone. Para mà fue un accidente. Y ahora que hay un caso más importante,quizás ese asunto muera de muerte natural, por asà decir.
—« Un accidente» —repitió Siobhan.Rebus asintió con la cabeza.—No te preocupes. A menos, claro, que de verdad te cargaras a ese cabrón.—John… —replicó ella en tono conminatorio.Él sonrió y consiguió esbozar un guiño.—Era una broma —añadió—. Sé de sobra a quién va a echarle la culpa Gill
de lo de Fairstone.—Murió en un incendio, John.—¿Y eso quiere decir que yo lo maté? —replicó Rebus levantando las manos
y girándolas a un lado y a otro—. Me escaldé en mi casa, Siobhan. Simplemente.Ella se levantó.—Si tú lo dices, John —replicó de pie junto a la cama mientras él bajaba las
manos, reprimiendo el fuerte dolor.En ese momento llegĂł una enfermera comentando algo sobre un cambio de
vendaje.—Me voy ya —dijo Siobhan—. Me horroriza pensar que hicieras semejante
tonterĂa por mà —añadiĂł para Rebus.Él comenzĂł a menear despacio la cabeza mientras ella le daba la espalda y
echaba a andar.
—¡No pierdas la fe, Siobhan! —añadió Rebus alzando la voz.—¿Es su hija? —preguntó la enfermera por entablar conversación.—Es una amiga; una compañera de trabajo.—¿Tienen algo que ver con la Iglesia?—¿Por qué lo pregunta? —replicó Rebus haciendo una mueca en cuanto ella
comenzó a arrancarle las vendas.—Como hablaba de la fe…—Es que en mi trabajo es fundamental. —Hizo una pausa—. ¿No es lo
mismo en el suy o?—¿En el mĂo? —replicĂł la enfermera sonriendo sin levantar la vista de lo que
hacĂa. Era baj ita, sin particular atractivo, y seria—. En el mĂo no puedopermitirme andar por ahĂ esperando a que la fe le cure a usted. ÂżCĂłmo se hizoesto? —inquiriĂł al ver las ampollas.
—Con agua hirviendo —contestó él sintiendo un lento reguero de sudor en lassienes. « Puedo controlar esta clase de dolor» , pensó. Sus problemas eran otros—. ¿No puede ponerme algo más ligero que un vendaje?
—¿Es que quiere irse y a?—Puedo coger una taza sin tirarla. —« O un teléfono» , pensó—. Además,
seguro que hay alguien en lista de espera que necesita la cama más que yo.—Un criterio muy cĂvico, sĂ, señor. Habrá que esperar a ver quĂ© dice el
mĂ©dico.—¿Me puede decir quĂ© mĂ©dico en concreto?—Oiga, tenga un poco de paciencia.Paciencia era lo Ăşnico para lo que no tenĂa tiempo.—A lo mejor viene alguien más a visitarle —añadiĂł la enfermera.Lo dudaba. Nadie excepto Siobhan sabĂa que estaba allĂ. HabĂa pedido a una
enfermera que la avisase, para que le dijese a Templer que estarĂa de baja porenfermedad dos dĂas a lo sumo. Y Siobhan habĂa acudido corriendo al hospital.Quizás Ă©l contaba con ello y por eso habĂa avisado a Siobhan en vez de a lacomisarĂa.
Eso la vĂspera por la noche. Por la mañana, como el dolor era insoportable,habĂa ido a su mĂ©dico de cabecera, pero le examinĂł un doctor interino, que leaconsejĂł que fuera al hospital. Fue a Urgencias en taxi y le fastidiĂł que, paracobrar, el taxista tuviera que sacarle el dinero del bolsillo de los pantalones.
—¿Se ha enterado usted del tiroteo en ese colegio? —comentó el hombre.—Probablemente alguna pistola de aire comprimido.Pero el hombre negó con la cabeza.—No, no, ha sido peor, según la radio.En Urgencias tuvo que esperar hasta que por fin le vendaron las manos, pues
las heridas no eran de gravedad como para ingresarle en la unidad de quemadosde Livingston. Sin embargo, como tenĂa bastante fiebre, optaron por hospitalizarle
y le trasladaron a Little France. En la ambulancia pensĂł que tal vez querĂantenerle en observaciĂłn por si sufrĂa un choque tĂ©rmico. O que temieran que fueseuno de esos individuos que se autolesionan. Pero nadie habĂa ido a interrogarle;quedaba la posibilidad de que le retuvieran hasta que algĂşn psiquiatra se ocuparade Ă©l.
PensĂł en Jane Burchill, la Ăşnica persona que podrĂa echarle de menos,aunque Ăşltimamente las cosas se habĂan enfriado. SĂłlo pasaban la noche juntoscada diez dĂas más o menos. Hablaban a menudo por telĂ©fono, y a veces se veĂanpara tomar cafĂ© por la tarde. Era una relaciĂłn que ya estaba pareciĂ©ndole unarutina. RecordĂł que hacĂa unos años habĂa salido con una enfermera unatemporada. No sabĂa si seguirĂa trabajando en Edimburgo; podĂa preguntarlo, elproblema era que no recordaba su nombre, algo que le sucedĂa a veces con otraspersonas. Bah, no era tan importante, simplemente parte del proceso deenvejecimiento. Aunque lo cierto era que, cuando acudĂa a los tribunales atestificar, cada vez tenĂa más necesidad de consultar sus apuntes. Diez años atrásno necesitaba notas ni verificaciones; actuaba muy seguro de sĂ mismo,circunstancia que impresionaba al jurado, segĂşn le comentaban los abogados.
—Ya está. —La enfermera se incorporĂł. Le habĂa puesto crema y gasa enlas manos y vendas nuevas—. ÂżSe siente mejor?
Rebus asintiĂł con la cabeza. SentĂa cierto frescor en la piel, pero sabĂa que nodurarĂa mucho.
—¿Tiene que tomar algĂşn otro analgĂ©sico?Era una pregunta retĂłrica. La enfermera mirĂł el gráfico clĂnico de los pies de
la cama. Rebus lo habĂa examinado al levantarse para ir al lavabo y comprobĂłque sĂłlo indicaba la temperatura y la medicaciĂłn. No habĂa ninguna anotaciĂłncrĂptica para entendidos. Ninguna menciĂłn de su historia sobre cĂłmo habĂaocurrido el accidente.
« Estaba preparando un baño caliente… y resbalĂ©.»El mĂ©dico habĂa reaccionado con una especie de carraspeo, lo cual le dio a
entender que estaba dispuesto a aceptar cualquier explicaciĂłn sin tener quecreĂ©rsela forzosamente. Era un hombre con exceso de trabajo y falta de sueño,su cometido no era indagar. Era un mĂ©dico, no un policĂa.
—¿Le doy paracetamol? —añadiĂł la enfermera.—¿No podrĂa traerme una cerveza para tragarlo?La mujer esgrimiĂł otra vez su sonrisa profesional. En los años que llevaba
trabajando en el Servicio Nacional de Salud, era la primera vez que oĂa algosemejante.
—VerĂ© quĂ© puede hacerse.—Es usted un ángel —dijo Rebus sorprendido de sĂ mismo.Era la clase de comentario que a Ă©l le parecĂa un estereotipo simplĂłn, propio
de un paciente. Como la enfermera y a se alejaba, pensĂł que quizá ni lo habrĂa
oĂdo. SerĂa tal vez por el ambiente hospitalario, pero, aun sin estar enfermo, teafectaba, lograba hacerte aflojar el ritmo, volverte sumiso: te institucionalizaba.Quizá fuese la influencia del color de las paredes, del peculiar murmullo. Y talvez contribuĂa a ello la calefacciĂłn. En St Leonard tenĂan un calabozo especialpara los « chalados» pintado de color rosa intenso, supuestamente paraapaciguarlos. ÂżNo utilizarĂan en los hospitales el mismo truco psicolĂłgico? AllĂ noles interesaba en absoluto que los pacientes se pusieran bordes y comenzaran agritar y a bajarse de la cama cada dos por tres. De ahĂ tantas mantas, bienremetidas para entorpecer sus movimientos. Quedaos ahĂ tranquilos… laalmohada bien mullida… disfrutad del calor y de la luz sin alborotar. PensĂł que siaquella situaciĂłn se prolongaba se olvidarĂa hasta de su nombre, le tendrĂa sincuidado todo lo demás, se olvidarĂa del trabajo y no habrĂa ya Fairstone ni locosque disparasen a los alumnos de un colegio…
Se volviĂł sobre un costado, apartando las sábanas con las piernas. Era unesfuerzo doble, como el de Houdini con una camisa de fuerza. El hombre de lacama de al lado habĂa abierto los ojos y le observaba. Rebus le hizo un guiño enel momento en que conseguĂa liberar los pies.
—Tú sigue cavando. Yo voy a dar un paseo para sacudirme la tierra en lapernera del pantalón —dijo al hombre.
El hombre no pareciĂł captar la ironĂa.
Siobhan habĂa vuelto a St Leonard y se estaba haciendo la remolona en lamáquina de bebidas. Un par de policĂas uniformados comĂan un bocadillo ypatatas fritas en una mesa de la cantina. Desde el pasillo donde estaba la máquinase veĂa el aparcamiento. Si fuera fumadora, tendrĂa una excusa para salir afuera,donde habĂa menos posibilidades de que Gill Templer diera con ella. Pero nofumaba. PodĂa camuflarse en el gimnasio mal ventilado al fondo del pasillo o irhasta los calabozos, pero nada impedirĂa que Templer acosara a su presa a travĂ©sdel sistema de altavoces internos, porque seguro que se enteraba de que habĂallegado a la comisarĂa. En St Leonard no habĂa manera de esconderse. ApretĂł elbotĂłn de las Coca-Colas mientras pensaba que los dos agentes de uniformehablarĂan de lo mismo que todo el mundo: de los tres muertos del colegio.
Por la mañana Siobhan habĂa hojeado los periĂłdicos. HabĂa unas fotos degrano grueso de las vĂctimas, los dos eran chicos, diecisiete años. Todos losperiodistas hablaban de « tragedia» , « terrible pĂ©rdida» , « conmociĂłn» y« carnicerĂa» y daban con la noticia abundante informaciĂłn sobre la pujanza dela cultura de las armas en Gran Bretaña, las deficiencias en seguridad escolar ydatos anteriores sobre asesinos que a continuaciĂłn se suicidaban. ObservĂł lasfotos del asesino. Por lo visto, la prensa sĂłlo habĂa podido procurarse tres fotos.Una de ellas era una instantánea muy borrosa en la que parecĂa más un fantasma
que un ser de carne y hueso; en otra aparecĂa vestido con un mono, y agarrabaun cabo para subir a bordo de una lancha, sonriente y mirando a la cámara.Siobhan pensĂł que serĂa una foto publicitaria de su negocio de esquĂ acuático.
La tercera era un retrato oficial de cuando el hombre hacĂa el servicio militar.Se llamaba Herdman: Lee Herdman, treinta y seis años, residente en SouthQueensferry y propietario de una lancha rápida. HabĂa tambiĂ©n fotos delalmacĂ©n donde tenĂa instalado el negocio. « A un kilĂłmetro escaso del escenariode la tragedia» , comentaba un periĂłdico.
Por su condiciĂłn de exmiembro de las Fuerzas Armadas, era muy posibleque tuviera fácil acceso a un arma. Fue hasta el colegio en coche, aparcĂł junto alos de los profesores sin preocuparse de cerrar la puerta, sin duda tenĂa prisa; lostestigos le vieron irrumpir en el edificio y, una vez dentro, fue directamente a lasala comĂşn donde en aquel momento habĂa tres personas. Dos de ellas estabanahora muertas y la tercera, herida. A continuaciĂłn se matĂł de un disparo en lasien. Eso era todo. Las crĂticas comenzaban a llover: ÂżCĂłmo era posible, por Diosbendito, que despuĂ©s de lo de Dunblane, cualquier desconocido pudiera entrar porlas buenas en un colegio? ÂżHabĂa dado señales Herdman de estar a punto deestallar? ÂżEra culpa de los mĂ©dicos o de los asistentes sociales? ÂżDel gobierno? Decualquiera. TenĂa que ser culpa de alguien. Era absurdo echársela a Herdman,que estaba muerto. HacĂa falta un chivo expiatorio. Siobhan estaba segura de queal dĂa siguiente saldrĂan a colaciĂłn los tĂłpicos habituales: la violencia en la culturaactual, el cine y la televisiĂłn, el estrĂ©s de la vida moderna, pero despuĂ©s volverĂala calma. Un dato le llamĂł la atenciĂłn: tras el endurecimiento de las leyes sobreposesiĂłn de armas en el Reino Unido, a raĂz de la matanza de Dunblane, lasagresiones con armas habĂan aumentado. Seguro que los grupos de presiĂłn afavor de las armas sabrĂan arrimar el agua a su molino.
Uno de los motivos por los que en St Leonard todos hablaban del suceso eraporque el padre del superviviente era miembro del Parlamento escocĂ©s y no undiputado cualquiera. Seis meses antes, Jack Bell habĂa sido protagonista de unincidente con la PolicĂa, que le habĂa detenido cuando paseaba en coche por lazona de prostituciĂłn de Leith. Los vecinos de aquel barrio se habĂan manifestadovarias veces exigiendo la intervenciĂłn policial y la PolicĂa habĂa respondido conuna redada nocturna en la que, entre otros, pescaron a Jack Bell.
Bell habĂa reivindicado su inocencia, alegando que Ă©l estaba allĂexclusivamente por « motivos de investigaciĂłn» ; su esposa lo habĂa corroborado,la may orĂa de su partido tambiĂ©n y la cĂşpula de la PolicĂa habĂa optado por darcarpetazo al asunto. Pero entretanto los periĂłdicos se habĂan cebado con Bell, y eldiputado habĂa acusado a la PolicĂa de actuar en connivencia con la « prensabasura» para acosarle por su activismo polĂtico.
El resentimiento de Bell fue enconándose de tal modo que llegó a efectuarvarias intervenciones en el Parlamento para denunciar la ineficacia de las
fuerzas policiales y reivindicar la necesidad de un cambio. Y ahora en losambientes policiales todos opinaban que causarĂan problemas.
A Bell lo habĂan detenido agentes de la comisarĂa de Leith, encargada,precisamente, del crimen del colegio Port Edgar.
Además, South Queensferry era de su jurisdicciĂłn.Y por si aquello era poco, una de las vĂctimas era hijo de un juez.Todo lo cual conducĂa al segundo motivo por el que se habĂa convertido el
tema del dĂa en St Leonard. Se sentĂan excluidos. Era un caso de la jurisdicciĂłnde Leith, y no les quedaba otra opciĂłn que aguardar pacientemente por sisolicitaban refuerzo de agentes. Pero Siobhan lo dudaba. El caso estaba claro,asesino y vĂctimas y acĂan en el depĂłsito. Aunque para que Gill Templer…
—¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!El imperioso graznido surgió de un altavoz en el techo justo encima de su
cabeza. Los dos agentes de la cantina se volvieron para mirarla y ella dio unsorbo a la lata procurando no inmutarse, pero sintiĂł un escalofrĂo por dentro queno tenĂa que ver con el frescor de la bebida.
—¡Sargento Clarke, preséntese en el despacho de Jefatura!Estaba delante de la puerta de cristal. Fuera, en el aparcamiento, su coche
ocupaba disciplinadamente el hueco que le correspondĂa. ÂżQuĂ© harĂa Rebus,marcharse o esconderse? No pudo contener una sonrisa al encontrar la respuesta:ni una cosa ni otra; seguramente subirĂa los escalones de dos en dos hasta eldespacho de la jefa convencido de que Ă©l tenĂa razĂłn y de que ella, dijera lo quedijera, estaba en un error.
TirĂł la lata y se dirigiĂł a la escalera.
—¿Sabe por quĂ© querĂa verla? —preguntĂł la comisaria Gill Templer.Estaba sentada a la mesa repleta de papeles con el trabajo del dĂa. Por su
cargo, Templer era responsable de la DivisiĂłn B, que comprendĂa tres comisarĂasdel sur de Edimburgo cuy a Jefatura estaba en St Leonard. Su trabajo no era tanarduo como otros, aunque la situaciĂłn cambiarĂa cuando finalmente trasladaranel Parlamento escocĂ©s a la nueva sede que estaban construy endo al pie deHoly rood Road. Templer dedicaba ya una desproporcionada cantidad de tiempoa reuniones relacionadas con las necesidades que se derivarĂan del nuevoParlamento, y Siobhan sabĂa cuánto lo detestaba. Nadie ingresaba en la PolicĂapor amor al papeleo. Sin embargo, el presupuesto y los gastos ocupaban cada vezmás la mayor parte del trabajo; los oficiales de las comisarĂas que resolvĂan loscasos de investigaciĂłn sin sobrepasar el presupuesto eran ejemplares raros, y losque economizaban dentro del presupuesto, seres de otro planeta.
Siobhan se daba cuenta de que a Templer aquello le pasaba factura.Ăšltimamente siempre tenĂa un aire de preocupaciĂłn y comenzaban a apuntarle
las canas. No lo habrĂa advertido o no tendrĂa tiempo para teñĂrselas. Empezaba aperder la batalla contra el tiempo, y Siobhan se preguntĂł quĂ© precio se verĂa ellaobligada a pagar para ascender en el escalafĂłn policial. Suponiendo que a partirde aquel dĂa siguiera teniendo una carrera en la PolicĂa.
Templer parecĂa preocupada mientras rebuscaba en un cajĂłn de su mesa.Finalmente se dio por vencida y lo cerrĂł para centrar su atenciĂłn en Siobhan. Almirarla, bajĂł la barbilla, lo cual tuvo el efecto de endurecer su mirada. Siobhanno pudo por menos de fijarse en que se le habĂan acentuado las arrugas en tornoal cuello y la boca y, al cambiar de postura en el sillĂłn y estirar la chaqueta bajolos senos, comprobĂł que tambiĂ©n habĂa engordado. Demasiada comida rápida oexceso de cenas oficiales con los jefazos. Siobhan, que aquella mañana habĂa idoal gimnasio a las seis, se sentĂł algo más recta en una silla e irguiĂł ligeramente lacabeza.
—Supongo que será por lo de Martin Fairstone —dijo anticipándose aTempler y dando el primer golpe del combate. Al ver que callaba, prosiguió—:Yo no tuve nada que ver…
—¿Dónde está John? —cortó tajante Templer.Siobhan tragó saliva.—No está en su casa —continuó Templer—. Envié a alguien para que lo
comprobara. Y segĂşn dice usted se ha tomado dos dĂas de baja por enfermedad.ÂżDĂłnde está, Siobhan?
—Yo no…—El caso es que hace dos dĂas vieron a Martin Fairstone en un bar. En lo que
no hay nada de extraordinario, salvo que quien le acompañaba guardaba unnotable parecido con el inspector Rebus y un par de horas después el tal Fairstoneperece achicharrado en la cocina de su casa. —Hizo una pausa—. Esosuponiendo que aún viviera cuando se inició el fuego.
—Señora, de verdad que yo no…—A John le gusta protegerte, ¿verdad, Siobhan? No hay nada malo en ello.
John tiene ese algo de caballero andante, Âża que sĂ? Siempre anda buscando algĂşndragĂłn con quien enfrentarse.
—Este caso no tiene nada que ver con el inspector Rebus, señora.—Entonces, ¿por qué se esconde?—A mà no me consta que se haya escondido.—¿Entonces lo has visto? —Una simple pregunta que Templer acompañó de
una sonrisa—. Me apostarĂa algo.—Se encuentra algo indispuesto para venir a comisarĂa —replicĂł Siobhan,
consciente de que su defensa iba perdiendo fuerza.—Si no puede venir aquĂ, estoy dispuesta a ir con usted a verle.Siobhan se vio desarmada.—Antes tendrĂ© que decĂrselo a Ă©l.
Templer negó con la cabeza.—Esto no es negociable, Siobhan. Por lo que me dijo, Fairstone la acosaba y
le puso un ojo morado.Siobhan se llevĂł involuntariamente la mano al pĂłmulo izquierdo. Casi no
quedaba marca. Apenas una sombra que podĂa disimular con maquillaje o alegarque se debĂa al cansancio, pero todavĂa se le notaba cuando se miraba en elespejo.
—Y ahora ha muerto —prosiguió Templer— en un incendio posiblementeprovocado. Asà que comprenderá que tengo que hablar con todos los que levieron aquella noche. —Otra pausa—. ¿Cuándo le vio por última vez, Siobhan?
—¿A quién, a Fairstone o a Rebus?—A los dos, y a que estamos.Siobhan no contestó y trató de agarrar con las manos los brazos de metal del
sillĂłn, pero no habĂa brazos. Era nuevo y más incĂłmodo que el viejo. En esemomento advirtiĂł que la poltrona de Templer era tambiĂ©n nueva y que estabaalzada unos centĂmetros más. Un truco para cobrar ventaja sobre las visitas… loque significaba que la gran jefa necesitaba tales artificios.
—Con todo respeto —dijo Siobhan haciendo una pausa—. Creo que no estoypreparada para contestar a eso, señora.
Se levantĂł sin estar segura de volver a sentarse si Gill Templer se lo mandaba.—Es muy lamentable, sargento Clarke —dijo Templer con voz frĂa,
prescindiendo del nombre de pila—. ÂżLe dirá a John que hemos hablado?—Lo que usted diga.—Espero que tengan coartadas coincidentes por si abrimos una investigaciĂłn.Siobhan asintiĂł con la cabeza a la amenaza. BastarĂa con una peticiĂłn de la
jefa para que aparecieran los de Expedientes con sus carteras llenas de preguntasy sospechas. La rĂşbrica completa de los de Expedientes era Servicio deExpedientes Disciplinarios.
—Gracias, señora —se limitó a decir antes de abrir la puerta y cerrarla alsalir.
HabĂa unos servicios en el pasillo; entrĂł y fue a sentarse en el cubĂculo uninstante para sacar del bolsillo una bolsa de papel y respirar dentro. La primeravez que habĂa sufrido un ataque de pánico temiĂł hallarse al borde de un parocardĂaco: el corazĂłn le latĂa con fuerza, no le respondĂan los pulmones y sentĂauna oleada de electricidad por todo el cuerpo. El mĂ©dico le recomendĂł tomarseunos dĂas de descanso. Ella habĂa acudido a la consulta pensando que iba a decirleque fuera al hospital a hacerse unas pruebas, pero el mĂ©dico le recomendĂł quecomprara un libro sobre su enfermedad; lo encontrĂł en una farmacia y vio queen el primer capĂtulo habĂa una relaciĂłn de los sĂntomas con consejos al respecto:reducir la cafeĂna y el alcohol, la sal y las grasas y, en caso de ataque, respirardentro de una bolsa de papel.
El mĂ©dico le dijo que tenĂa un poco alta la tensiĂłn y le sugiriĂł hacer ejercicio.HabĂa empezado a ir una hora antes a la comisarĂa para pasar por el gimnasio. SehabĂa propuesto tambiĂ©n ir a nadar a la piscina Commonwealth, que estaba muycerca.
—Soy cuidadosa con las comidas —le habĂa comentado al mĂ©dico.—Bien, prueba a hacer una lista a lo largo de una semana —añadiĂł Ă©l; pero
de momento no se habĂa molestado y seguĂa olvidándose el bañador.Demasiado fácil echarle la culpa a Fairstone.Fairstone habĂa comparecido ante el tribunal con dos cargos: allanamiento de
morada y agresiĂłn. Cuando escapaba despuĂ©s del robo, habĂa golpeado la cabezacontra la pared a una vecina que habĂa tratado de detenerle. Le habĂa propinadotal patada en la cara que le habĂa dejado marcada la suela de la zapatilladeportiva. Siobhan prestĂł declaraciĂłn como mejor supo, pero no habĂanencontrado la zapatilla ni en casa de Fairstone habĂa aparecido lo que habĂadesaparecido del piso. La vecina, por su parte, describiĂł al agresor, reconociĂł sufoto en las fichas policiales y lo identificĂł en una rueda de sospechosos, perosubsistĂan problemas que los de la FiscalĂa detectaron de inmediato: no existĂanpruebas en el escenario del delito y no se podĂa vincular a Fairstone con aquelloscargos salvo por el hecho de que era un ladrĂłn conocido convicto en otrasocasiones por agresiĂłn.
—HabrĂa estado bien encontrar la zapatilla —comentĂł el fiscal jeferascándose la barba al tiempo que preguntaba si no convendrĂa retirar los doscargos a cambio de un arreglo.
—¿Y que le den un cachete y se vaya a su casa como si nada? —habĂareplicado Siobhan.
En el juicio, el defensor arguyĂł ante Siobhan que la primera descripciĂłn delagresor que habĂa dado la vecina apenas correspondĂa con el aspecto fĂsico delimputado. La propia vĂctima tampoco contribuy Ăł mucho al aceptar que habĂauna sombra de duda, detalle que la defensa supo explotar al máximo. SiobhanincluyĂł en su testimonio cuantas insinuaciones fueron posibles para dar aentender que el acusado tenĂa antecedentes, pero finalmente el juez no tuvo másremedio que atender las protestas del defensor y amonestarla.
—Es el último aviso, sargento Clarke —le dijo—. Asà que, si no desea dejaren mal lugar a la Corona en este caso, le sugiero que a partir de ahora meditemás cuidadosamente sus respuestas.
Fairstone acababa de clavar la mirada, perfectamente consciente de lo queella pretendĂa, y despuĂ©s, tras el veredicto de inocencia, saliĂł del tribunal agrandes zancadas, como si tuviese muelles en los talones de sus zapatillasdeportivas nuevas, y la agarrĂł del hombro.
—Esto es una agresiĂłn —dijo ella, tratando de disimular lo furiosa y frustradaque se sentĂa.
—Gracias por ayudarme a quedar en libertad —replicĂł Ă©l—. Tal vez algĂşndĂa le devuelva el favor. Ahora voy al pub a celebrarlo. ÂżCuál es su venenofavorito?
—Desaparezca por la alcantarilla más cercana, ¿me oye?—Creo que me he enamorado —añadió él.Esbozó una amplia sonrisa en su rostro delgaducho mientras alguien le
llamaba a gritos. Era su novia, una rubia de bote vestida con ropa deportiva. Enuna mano sostenĂa un paquete de cigarrillos y en la otra un mĂłvil, pegado a laoreja. Ella le habĂa proporcionado la coartada para la hora en que se produjo laagresiĂłn junto con otros dos amigos.
—Creo que le reclaman.—Pero y o la quiero a usted, Siob.—¿Me quiere? —replicó Siobhan aguardando a que él asintiera con la cabeza
—. Entonces avĂseme la prĂłxima vez que vay a a pegar a una desconocida.—Deme su nĂşmero de telĂ©fono.—BĂşsquelo en el listĂn, en la secciĂłn « PolicĂa» .—¡Marty ! —gruñó la novia.—Nos veremos, Siob —añadiĂł Ă©l sin dejar de sonreĂr caminando de espaldas
unos pasos antes de darse la vuelta.Siobhan fue directamente a St Leonard para repasar el expediente de
Fairstone y una hora despuĂ©s le pasaron una llamada de la centralita. Era Ă©l, quela llamaba desde un bar. ColgĂł. Diez minutos más tarde volvĂa a insistir… y otravez diez minutos despuĂ©s.
Y al dĂa siguiente.Y toda la semana siguiente.Al principio no supo cĂłmo reaccionar. Dudaba de si era un error callar,
porque a Ă©l eso parecĂa más bien divertirle y animarle a insistir. RogĂł al cielo quese cansase, que encontrara otra cosa en quĂ© ocuparse. Entonces, un buen dĂa,apareciĂł por la comisarĂa, e intentĂł seguirla hasta casa. Ella se dio cuenta y lehizo caminar de un lado para otro mientras pedĂa ayuda por el mĂłvil. Un cochepatrulla le interpelĂł. Al dĂa siguiente volviĂł a verle al acecho, fuera delaparcamiento, en la parte trasera de la comisarĂa. Le esquivĂł saliendo a pie porla puerta principal y cogiĂł un autobĂşs.
Sin embargo, Fairstone no desistĂa. Siobhan comprendiĂł que lo queposiblemente habĂa empezado por ser una broma estaba convirtiĂ©ndose en unjuego más serio. AsĂ que decidiĂł mover una de sus mejores piezas. Rebus, detodos modos, ya se habĂa dado cuenta: las llamadas a las que ella no respondĂa,las veces que la sorprendĂa mirando por la ventana, su modo de mirar a un lado ya otro cuando salĂan de servicio. AsĂ que finalmente se lo contĂł y fueron los dos ahacer una visita al semiadosado de protecciĂłn oficial de Fairstone enGracemount.
La cosa habĂa empezado mal, y Siobhan comprendiĂł enseguida que su« carta» jugaba exclusivamente segĂşn sus propias reglas. Se produjo un forcejeoen el que cediĂł la pata de una mesita de centro. El chapeado de pino dejĂł aldescubierto el aglomerado. Siobhan se sintiĂł peor que nunca; dĂ©bil por haberembarcado a Rebus en aquello en vez de resolverlo sola; temblando y torturadaen lo más profundo de su ser por la idea de que, sabiendo de antemano lo quesucederĂa, dejĂł que sucediera. Era instigadora y cobarde.
En el camino de vuelta pararon a tomar una copa.—¿Tú crees que hará algo? —preguntó ella.—Fue culpa suya —contestó Rebus—. Si continúa acosándote ya sabe a qué
atenerse.—¿A desaparecer del mapa, te refieres?—Yo no hice más que defenderme, Siobhan. Tú lo viste —replicó él
mirándola a los ojos hasta que ella asintiĂł con la cabeza.Era cierto: Fairstone se habĂa abalanzado sobre Ă©l y Rebus le habĂa empujado
hacia la mesita con intenciĂłn de neutralizarle sobre ella, pero se habĂa roto la patay cayeron al suelo durante el forcejeo. Todo habĂa sucedido en un abrir y cerrarde ojos. Fairstone, con voz temblorosa de rabia, mascullaba que se largaranmientras Rebus le amenazaba con el dedo repitiĂ©ndole que « no se acercara a lasargento Clarke» .
—Lárguense los dos.—Se acabĂł, vámonos —habĂa dicho Siobhan dando a Rebus una palmadita en
el brazo.—No esté tan segura de que haya acabado bien —farfulló Fairstone echando
saliva por la comisura de los labios.—Más vale que sĂ, amigo, si no quiere que empecemos con los fuegos
artificiales —fue lo Ăşltimo que dijo Rebus.Siobhan quiso preguntarle quĂ© habĂa querido decir con eso, pero lo que hizo
fue invitarle a la Ăşltima copa. Aquella noche, en la cama, se quedĂł adormecidamirando fijamente el techo hasta que de pronto se despertĂł aterrorizada; se tirĂł alsuelo invadida por una oleada de adrenalina y saliĂł del dormitorio a gatas, con elconvencimiento de que morirĂa si se incorporaba. Superado el ataque, se puso depie apoy ándose en la pared del pasillo y volviĂł despacio a la cama, donde setumbĂł hecha un ovillo.
« Es más corriente de lo que cree» , le dirĂa el mĂ©dico más adelante, despuĂ©sdel segundo ataque.
Entretanto, Martin Fairstone habĂa presentado una denuncia de acoso queacabĂł retirando, pero no dejĂł de llamarla. Ella no le dijo nada a Rebus, preferĂano saber lo que significaba « fuegos artificiales» .
No habĂa nadie en el Departamento de InvestigaciĂłn Criminal. Los agentesestaban de servicio o prestando declaraciĂłn en los tribunales. A veces se perdĂanhoras esperando a testificar y luego el juicio se eternizaba, el caso se sobreseĂa oel acusado presentaba recurso; otras veces resultaba que alguien del juradoestaba en paradero desconocido o una persona crucial para el caso caĂa enferma.Pasaba el tiempo y al final pronunciaban veredicto de inocencia; pero inclusocuando era de culpabilidad, todo se reducĂa en muchas ocasiones a una multa o elacusado quedaba en libertad condicional. Las cárceles estaban llenas y cada vezse recurrĂa más a la pena de prisiĂłn como Ăşltimo recurso. Siobhan no creĂahaberse vuelto cĂnica, era puro realismo. Ăšltimamente habĂan llovido las crĂticas.Se decĂa que en Edimburgo habĂa más guardias de tráfico que policĂas, y cuandosucedĂa algo como lo de South Queensferry, la situaciĂłn se agravaba. Permisos,bajas por enfermedad, papeleo y tribunales… no habĂa horas suficientes en eldĂa; Siobhan era consciente de que tenĂa trabajo atrasado. Su actividad se habĂaresentido por culpa de Fairstone y no acababa de distanciarse del problema; sisonaba el telĂ©fono sentĂa escalofrĂos y un par de veces hasta fue a la ventanainstintivamente para ver si su coche estaba fuera. Era irracional pero no podĂaevitarlo. Y sabĂa, por supuesto, que no era un asunto del que pudiera hablar concualquiera sin parecer dĂ©bil.
SonĂł el telĂ©fono. Era el de la mesa de Rebus. Si no contestaba, la centralitapasarĂa la llamada a otra extensiĂłn. Se dirigiĂł a la mesa de Rebus deseando quedejase de sonar, pero no dejĂł de hacerlo hasta que cogiĂł el receptor.
—¿Diga?—¿QuiĂ©n habla? —dijo una voz de hombre enĂ©rgica y formal.—La sargento detective Clarke.—¿CĂłmo estás, Siob? Soy Bobby Hogan.Le habĂa dicho al inspector Hogan que no la llamara Siob. Mucha gente lo
preferĂa, para abreviar. Casi todo el mundo lo escribĂa mal. RecordĂł queFairstone la habĂa llamado Siob varias veces en un exceso de familiaridad. No legustaba que la llamaran asĂ y debĂa reprender a Hogan, pero no lo hizo.
—¿Mucho trabajo? —dijo.—¿Sabes que me encargo de lo de Port Edgar? —contestó él—. Bueno, qué
tonterĂa, claro que lo sabes.—SĂ, ya he visto que sale muy bien en la tele, Bobby.—Me encanta que me halaguen, Siob, pero la respuesta es « no» .—Yo ahora no tengo tanto trabajo —dijo ella sonriendo y mirando los
montones de papeles que lo desmentĂan.—Si necesito un par de manos extra te lo dirĂ©. ÂżNo está John ahĂ?—¿Don Simpático? Está de baja. ÂżPara quĂ© lo quiere?
—¿Está en su casa?—Yo podrĂa darle el recado —añadiĂł ella intrigada por el tono de
impaciencia en la voz de Hogan.—¿Sabes dĂłnde está?—SĂ.—¿DĂłnde?—No ha contestado a mi pregunta: Âżpara quĂ© lo quiere?Hogan suspirĂł profundamente.—Porque necesito un par de manos.—¿SĂłlo las suyas?—Eso parece.—QuĂ© decepciĂłn.—¿Cuánto puedes tardar en decĂrselo? —añadiĂł Hogan sin hacer caso del
comentario.—Puede que no se encuentre bien del todo para ayudarle.—Me sirve igual, a menos que estĂ© con respiraciĂłn asistida.Siobhan se recostĂł en la mesa de Rebus.—¿QuĂ© está pasando?—Dile que me llame, Âżde acuerdo?—¿Está en el colegio Port Edgar?—Que me llame al mĂłvil. AdiĂłs, Siob.—¡Un momento! —añadiĂł Siobhan mirando hacia la puerta.—¿CĂłmo dices? —mascullĂł Hogan.—Acaba de llegar. Se lo paso.TendiĂł el receptor a Rebus y al mirarle y ver lo desaliñado que venĂa pensĂł
que se habĂa emborrachado, pero enseguida lo comprendiĂł: se habĂa vestidocomo habĂa podido, traĂa la camisa remetida de mala manera y la corbatasimplemente colgada al cuello. En lugar de coger el receptor que ella le tendĂa, loque hizo Rebus fue agachar la cabeza y arrimar la oreja.
—Es Bobby Hogan —dijo Siobhan.—¿CĂłmo estás, Bobby ?—John, no se oy e bien…—AcĂ©rcamelo un poco —musitĂł Rebus mirando a Siobhan.Ella le arrimĂł el auricular a la mejilla y advirtiĂł que tenĂa el pelo sucio,
aplastado por delante y de punta por detrás.—¿Se oye ahora mejor, Bobby?—SĂ, ahora sĂ. John, tienes que hacerme un favor.Rebus notĂł que el auricular se movĂa y mirĂł a Siobhan, que dirigiĂł la vista
hacia la puerta. Él volvió la cabeza en esa dirección y vio que en el umbralestaba Gill Templer.
—¡A mi despacho! —exclamó—. ¡Inmediatamente!
Rebus se pasó la lengua por los labios.—Bobby, te llamo dentro de un momento. La jefa quiere hablar conmigo.Se incorporó, mientras la voz de Hogan sonaba cada vez más apagada y
mecánica. Templer le hacĂa señas para que la siguiera. Él se encogiĂł de hombrosmirando a Siobhan y se dirigiĂł a la puerta.
—Se ha marchado —dijo ella en el auricular.—¡Pues dile que vuelva!—Me parece que no va a poder. Oiga… ¿por qué no me dice de qué se trata?
A lo mejor y o podrĂa ayudarle.—Si no le importa dejo la puerta abierta —dijo Rebus.—Si quiere que se entere toda la comisarĂa, por mĂ no hay inconveniente.—Es que me cuesta un poco cerrar picaportes —dijo Rebus dejándose caer
en la silla de las visitas y levantando las manos para que las viera Templer, que alobservarlas cambiĂł radicalmente de actitud.
—¡Por Dios bendito, John! ¿Qué te ha ocurrido?—Me escaldé. No es tan grave como parece.—¿Te escaldaste? —repitió ella reclinándose en la poltrona y apretando los
dedos contra el borde de la mesa.—SĂ, eso es todo —dijo Rebus asintiendo con la cabeza.—¿A pesar de lo que yo creo?—A pesar de lo que creas. LlenĂ© el fregadero para lavar los platos y metĂ las
manos sin darme cuenta de que no habĂa echado el agua frĂa.—¿Cuánto tiempo exactamente?—Lo suficiente para escaldarme, por lo visto —respondiĂł Ă©l esbozando una
sonrisa y pensando que lo de los platos era una explicaciĂłn más verosĂmil que lade la bañera, a pesar de que Templer no parecĂa muy convencida.
Sonó el teléfono, pero Templer se limitó a levantar el receptor y colgar.—No eres el único con mala suerte. Martin Fairstone ha muerto en un
incendio.—Eso me ha dicho Siobhan.—¿Y?—Fue un accidente con una freidora. Cosas que pasan —añadió Rebus
encogiéndose de hombros.—Estuvo con él el domingo por la tarde.—¿Ah, s�—Hay testigos que os vieron juntos en un bar.—Me tropecé con él de casualidad —dijo Rebus encogiéndose de hombros.—¿Y saliste del bar con él?—No.—¿Fuiste con él a su casa?—¿Quién lo dice?
—John…—¿Quién dice que no ha sido un accidente? —dijo él alzando la voz.—Hay pendiente una investigación de los bomberos.—Que tengan suerte —replicó Rebus tratando inútilmente de cruzar los brazos
y optando por dejarlos caer otra vez.—Debe de dolerte —comentó Templer.—Es soportable.—¿Y fue el domingo por la noche?Rebus asintió con la cabeza.—Escucha, John… —añadió ella inclinándose hacia delante y apoyando los
codos en la mesa—. Sabes que circularán rumores. Siobhan dijo que Fairstone laacosaba. Él lo negĂł, y además denunciĂł que le habĂas amenazado.
—Pero retirĂł la denuncia.—Y ahora Siobhan me dice que Fairstone la agrediĂł. ÂżTĂş lo sabĂas?Rebus negĂł con la cabeza.—Ese incendio es una lamentable coincidencia.—Pero tienes mal aspecto, Âżno? —añadiĂł ella bajando la vista.—¿Desde cuándo tengo yo interĂ©s en tener buen aspecto? —replicĂł Rebus
mirándose parsimoniosamente.Muy a su pesar, Templer apenas pudo reprimir la sonrisa.—Sólo pretendo estar segura de que esto no tenga repercusiones.—Ten plena seguridad, Gill.—En ese caso, ¿te importa dejarlo oficialmente por escrito?El teléfono volvió a sonar.—¿Quiere que conteste yo? —dijo una voz.Era Siobhan desde la puerta de brazos cruzados. Templer la miró y cogió el
teléfono.—Comisaria Templer al habla.Siobhan cruzó una mirada con Rebus y le hizo un guiño mientras Gill Templer
escuchaba lo que le decĂan.—Ya… sĂ… sĂ, Âżpor quĂ© no? ÂżPuede decirme por quĂ© precisamente Ă©l?Rebus comprendiĂł. Era Bobby Hogan. Quizá no era Ă©l quien llamaba; a lo
mejor habĂa puenteado a Templer, habĂa hablado con el subdirector de la PolicĂapara que hiciera Ă©l directamente la peticiĂłn. Necesitaba que Rebus le hiciera unfavor. Hogan tenĂa ahora cierto poder, dimanante del prestigio que habĂaconseguido por el Ăşltimo caso en que habĂa intervenido. Se preguntaba quĂ© clasede favor querrĂa Bobby de Ă©l.
Templer colgó.—Preséntate en South Queensferry. Por lo visto, el inspector Hogan necesita
ayuda —dijo sin levantar la vista de la mesa.—Gracias —dijo Rebus.
—Lo de Fairstone no termina aquĂ, John; no lo olvides. En cuanto Hogantermine contigo, eres mĂo otra vez.
—Entendido.Templer mirĂł por encima de Ă©l a Siobhan, que seguĂa de pie en la puerta.—Mientras tanto, tal vez la sargento Clarke pueda aclarar algo…Rebus carraspeĂł.—Hay un problema.—¿Cuál?Rebus alzĂł de nuevo las manos y girĂł despacio las muñecas.—PodrĂ© dar la mano a Bobby Hogan, pero necesitarĂ© ayuda para todo lo
demás. Asà que si pudiera disponer durante cierto tiempo de la sargento Clarke…—añadió volviéndose a medias en la silla.
—Te conseguiré un conductor —replicó Templer.—Pero para tomar notas, hacer llamadas y contestar al teléfono… necesito
alguien del departamento y, ya que ella es la que está aquĂ… —Hizo una pausa—. Si me das permiso.
—Muy bien, idos los dos —contestó Templer fingiendo revisar unos papeles—. Te diré algo en cuanto haya alguna novedad sobre el incendio.
—Muy encomiable, jefa —dijo Rebus levantándose.Volvieron al Departamento de Investigación Criminal y Rebus le pidió a
Siobhan que le sacara del bolsillo de la chaqueta un frasquito de pastillas.—Esos cabrones las racionan como si fueran oro. Dame un vaso de agua, haz
el favor.Ella cogiĂł una botella de su mesa y le ayudĂł a tomarse dos pastillas. Rebus le
pidió otra y ella leyó la etiqueta.—Aquà dice « tomar dos cada cuatro horas» .—Por una más no pasa nada.—A este ritmo las terminarás enseguida.—Tengo una receta en el otro bolsillo. Pararemos en una farmacia por el
camino.—Gracias por pedirle a la jefa que te acompañara —dijo ella cerrando el
frasquito.—No hay de qué. ¿Quieres que hablemos de Fairstone? —añadió tras una
pausa.—No tengo mucho interés.—Muy bien.—Supongo que ninguno de los dos somos responsables de nada —añadió ella
clavando en Rebus la mirada.—Exacto —dijo él—. Con lo cual podemos concentrarnos en ayudar a Bobby
Hogan. Pero antes quiero pedirte una cosa.—¿Qué?
—¿PodrĂas anudarme bien la corbata? La enfermera no tenĂa ni idea.—Estaba esperando la oportunidad de echarte las manos a la garganta —dijo
ella sonriente.—Si sigues por ese camino te mando con la jefa.Pero no lo hizo, a pesar de que fue incapaz de anudarle la corbata incluso con
sus indicaciones. Al final le ayudó la dependienta de la farmacia, mientras elfarmacéutico buscaba el analgésico.
—Siempre se lo hacĂa a mi marido, que en paz descanse —comentĂł la mujer.En la acera, Rebus mirĂł la calle de arriba abajo.—Necesito un cigarrillo —dijo.—No esperes que y o te los encienda —replicĂł Siobhan cruzando los brazos.
Él la miró—. Lo digo en serio —añadió ella—. Es la mejor oportunidad que vas atener para dejar de fumar.
—Cómo disfrutas, ¿verdad? —replicó Rebus entrecerrando los ojos.—Estoy empezando —admitió ella abriéndole la portezuela con una
reverencia.
2
No habĂa un itinerario rápido para llegar a South Queensferry. Cruzaron el centrode Edimburgo y enfilaron Queensferry Road y sĂłlo aumentaron la velocidad alentrar en la A90. La ciudad adonde iban estaba acurrucada entre los dos puentes—el viario y el del ferrocarril— que cruzan el estuario de Forth.
—Hace siglos que no vengo por aquà —dijo Siobhan por romper el silenciodentro del coche.
Rebus no se molestĂł en contestar. Se sentĂa como si cuanto le rodeabaestuviera vendado, acolchado. DebĂa de ser por las pastillas. Dos meses atrás, unfin de semana, habĂa llevado a Jean a South Queensferry, donde comieron en unbar, dieron una vuelta por el paseo marĂtimo y vieron zarpar la lancha desalvamento sin urgencia, seguramente en un ejercicio de simulacro. LuegohabĂan ido en coche a Hopetoun House y con un cicerone visitaron la lujosaresidencia. SabĂa por los periĂłdicos que el colegio Port Edgar estaba cerca deHopetoun House y como recordaba haber pasado en coche por delante de laverja, aunque desde ella no se veĂa el edificio, dio indicaciones a Siobhan parallegar hasta Ă©l, pero acabaron metiĂ©ndose en un callejĂłn sin salida. Ella diomedia vuelta y encontrĂł Hopetoun Road sin necesidad de la ayuda del copiloto.Ya cerca del colegio tuvieron que sortear camionetas de equipos de televisiĂłn ycoches de periodistas.
—Atropella a todos los que puedas —dijo Rebus antes de que un agenteuniformado comprobara su placa de identificación y les abriera la puerta dehierro.
—Por el nombre de Port Edgar pensĂ© que estarĂa a la orilla del mar —comentĂł Siobhan al cruzar la entrada.
—Hay un puerto deportivo llamado Port Edgar. No debe de estar lejos —dijoRebus mirando hacia atrás cuando el coche superaba las curvas de una cuesta yse divisaba ya el agua de la que surgĂan mástiles como lanzas.
En ese momento, una arboleda volviĂł a ocultar la vista y cuando la volvierona tener delante de ellos vio el edificio del colegio.
Era una construcciĂłn de estilo escocĂ©s en sillerĂa gris rematada conbuhardillas y torreones. Una bandera con la cruz de San AndrĂ©s flameaba amedia asta. El aparcamiento estaba lleno de vehĂculos oficiales y en torno a una
caseta prefabricada se arremolinaba un grupo de gente. En aquella localidad nohabĂa más que una pequeña comisarĂa probablemente incapaz de hacer frente aaquel caso. Cuando los neumáticos del coche hicieron cruj ir la grava, variascabezas se volvieron para mirar y Rebus reconociĂł caras conocidas, pero nadiese tomĂł la molestia de sonreĂr o saludar. Cuando Siobhan parĂł el coche, elinspector intentĂł abrir la portezuela, pero tuvo que esperar a que ella bajara,diera la vuelta y le abriese.
—Gracias —dijo al apearse.Se les acercĂł un policĂa uniformado que Rebus conocĂa de Leith, un
australiano llamado Brendam Innes, y a quien nunca habĂa llegado a preguntarpor quĂ© habĂa venido a vivir a Escocia.
—Inspector Rebus —dijo Innes—, el inspector Hogan me ordenó que ledijera que está dentro del colegio.
Rebus asintió con la cabeza.—¿Tiene un cigarrillo? —preguntó.—No fumo.Rebus miró a su alrededor buscando otra posible alternativa.—Me dijo que fuera en cuanto llegara —añadió Innes, al tiempo que ambos
se daban la vuelta al oĂr un ruido procedente de la caseta.La puerta se abriĂł y un hombre bajĂł apresuradamente los tres peldaños. Iba
vestido como para un entierro: traje negro, camisa blanca y corbata negra.Rebus le reconoció por el pelo plateado peinado hacia atrás. Era el diputado delParlamento escocés Jack Bell, un hombre de cuarenta y tantos años, de mentóncuadrado y cara siempre bronceada. Era alto, ancho de hombros, y daba laimpresión de ser alguien decidido a salirse con la suya en todo momento.
—¡Tengo todo el derecho! —gritó—. ¡Todo el derecho del mundo! ¡Pero nodeberĂa extrañarme que ustedes me pongan toda clase de impedimentos!
Grant Hood, oficial de relaciones pĂşblicas del caso, habĂa aparecido en lapuerta.
—Tiene perfecto derecho a opinarlo, señor —dijo como única réplica.—¡No es una opinión sino un hecho absolutamente irrefutable! Hace seis
meses que se cubrieron de ridĂculo y no se les olvida, Âżverdad?—Perdone usted… —dijo Rebus acercándose a Ă©l.—¿SĂ? ÂżQuĂ© desea? —respondiĂł Bell volviĂ©ndose.—Se me ocurre si no podrĂa bajar un poco la voz… por respeto.—¡No me venga con ese numerito! —replicĂł Bell alzando un dedo
amenazador—. ¡Sepa que ese loco habrĂa podido matar a mi hijo!—Me consta, señor.—He venido en representaciĂłn de mis electores y me permito exigir que me
franqueen la entrada… —añadió Bell haciendo una pausa para respirar—. Porcierto, ¿usted quién es?
—El inspector Rebus.—En ese caso no me sirve de nada. Quiero ver a Hogan.—Comprenda usted que el inspector Hogan está más que ocupado en este
momento. Desea usted ver el aula, Âżverdad? —Bell asintiĂł con la cabeza,mirando a su alrededor como si buscase a alguien más Ăştil que Rebus—. ÂżPodrĂaexplicarme por quĂ©, señor?
—¿A usted qué le importa?Rebus se encogió de hombros.—Lo digo porque como voy a hablar ahora con el inspector Hogan —añadió
Rebus dándose la vuelta y echando a andar— pensĂ© que podrĂa darle algĂşnrecado de su parte.
—Espere —dijo Bell en tono algo más tranquilo—. Tal vez usted mismopodrĂa enseñarme…
—Será mejor que espere usted aquà —replicó Rebus negando con la cabeza—. Yo le informaré de lo que diga el inspector Hogan.
Bell asintió con la cabeza, pero no se mordió la lengua.—Esto es un escándalo. ¿Cómo es posible que cualquiera entre en un colegio
con un arma?—Es lo que tratamos de averiguar, señor —contestó Rebus mirando al
diputado de arriba abajo—. ÂżNo tendrĂa usted un cigarrillo?—¿CĂłmo?—Un cigarrillo.Bell negĂł con la cabeza y Rebus volviĂł a encaminarse hacia el colegio.—EstarĂ© esperando, inspector. ¡No pienso moverme de aquĂ!—Muy bien, señor. Yo dirĂa que es lo mejor que puede hacer.Delante de la fachada del colegio se extendĂa un cĂ©sped en leve pendiente
con campos de juego a un lado, en los que policĂas de uniforme estaban ocupadosexpulsando a unos intrusos que habĂan saltado la valla. Rebus pensĂł si serĂanperiodistas, pero lo más probable era que fuesen los tĂpicos morbosos que sepresentan en todos los escenarios de un crimen. En ese momento advirtiĂł quedetrás del colegio habĂa una construcciĂłn moderna que sobrevolĂł un helicĂłptero,pero no vio cámaras a bordo.
—Ha tenido gracia —dijo Siobhan dándole alcance.—Siempre es un placer conocer a un polĂtico —dijo Rebus—. Sobre todo a
uno que tiene en tanta estima a nuestra profesiĂłn.La entrada principal del colegio era una puerta doble de madera tallada y
cristaleras que daba paso a una zona de recepciĂłn con ventanas corredizas,antesala de una oficina, seguramente de la secretaria. AllĂ estaba la mujer,protegiĂ©ndose tras un gran pañuelo blanco, probablemente del policĂa que letomaba declaraciĂłn y que a Rebus le resultaba conocido, aunque no recordaba sunombre. Otra puerta doble —que habĂan dejado abierta— daba paso al colegio
propiamente dicho. En ella habĂa un letrero que decĂa: SE RUEGA A LASVISITAS PASAR POR SECRETARĂŤA y una flecha que señalaba hacia lasventanas corredizas.
Siobhan indicĂł un rincĂłn en el techo donde habĂa una cámara. Rebus asintiĂłcon la cabeza mientras cruzaban la doble puerta y enfilaban un largo pasillo conuna escalera a un lado y una vidriera de colores al fondo. El suelo de maderapulida cruj iĂł bajo sus pasos. En las paredes habĂa retratos de antiguos profesoresen traje de ceremonia, sentados en su despacho o cogiendo un libro de unaestanterĂa. Más adelante pasaron ante cuadros de honor de notables, rectores ycaĂdos en el servicio de la patria.
—No debiĂł de resultarle difĂcil entrar —comentĂł Siobhan pensativa. Suspalabras resonaron en el silencio y vieron asomar una cabeza por una puerta delpasillo.
—Sà que has tardado —tronó la voz del inspector Bobby Hogan—. Entra aechar un vistazo.
Era la sala de recreo del sexto curso. MedĂa unos seis metros por cuatro, y enuna de las paredes tenĂa ventanas altas que daban al exterior; habĂa unas diezsillas, una mesa con un ordenador y una vieja cadena de alta fidelidad con cedesy unos casetes en un rincĂłn desparramados, todos ellos en desorden. En algunasde las sillas habĂa revistas: FHM, Heat, M8, y una novela abierta boca abajo. Deunas perchas bajo las ventanas colgaban mochilas y chaquetas del uniformeescolar.
—PodĂ©is entrar —dijo Hogan—. Los de la CientĂfica y a lo han examinadomilĂmetro a milĂmetro.
Entraron en el aula. SĂ, los de la PolicĂa CientĂfica habĂan estado allĂ, porqueallĂ era donde habĂan ocurrido los hechos. HabĂa salpicaduras de sangre en unapared, un fino moteo de color rojo pálido. HabĂa gotas más grandes en el suelo, ylo que parecĂan resbalones donde los pies se habĂan resbalado tras pisar un par dechorros. Los puntos en que la PolicĂa CientĂfica habĂa recogido pruebas estabanseñalados con tiza blanca y cinta adhesiva amarilla.
—EntrĂł por una puerta lateral —dijo Hogan—. Era la hora de recreo y noestaba cerrada. Vino por el pasillo hasta aquĂ. Como hacĂa buen dĂa, la mayorĂade los chicos estaban afuera y sĂłlo encontrĂł a tres —añadiĂł Hogan señalandocon la cabeza hacia el lugar que habĂan ocupado las vĂctimas— que estabanescuchando mĂşsica y ley endo revistas.
ParecĂa hablar consigo mismo, como si esperara que repitiendo la historiaellos empezaran a contestar a sus interrogantes.
—¿Por qué aqu� —preguntó Siobhan.Hogan alzó la vista como si reparara en ella por primera vez.—Hola, Siob —dijo—. ¿Has venido a curiosear?—Ha venido a ayudarme —terció Rebus alzando las manos.
—Dios, John, ÂżquĂ© te ha sucedido?—Es una larga historia, Bobby. Lo que pregunta Siobhan es muy pertinente.—¿Te refieres al colegio en concreto?—No sĂłlo eso —respondiĂł Siobhan—. Ha dicho que la may orĂa de los chicos
estaban afuera. ÂżPor quĂ© no empezĂł a disparar sobre ellos?—Espero averiguarlo —dijo Hogan encogiĂ©ndose de hombros.—Bien, Âżen quĂ© podemos ayudarte, Bobby ? —preguntĂł Rebus.Él se habĂa quedado en el umbral, mientras Siobhan miraba los carteles de las
paredes. En uno de ellos, Eminem hacĂa un corte de mangas al pĂşblico y a sulado se veĂa un grupo de gente vestida con monos y máscaras de goma queparecĂan comparsas de una pelĂcula de terror de bajo presupuesto.
—HabĂa sido militar, John —dijo Hogan—. De las SAS más concretamente,y recordĂ© que tĂş una vez me dij iste que habĂas aspirado a ingresar en ese serviciode las Fuerzas AĂ©reas.
—De eso hace más de treinta años, Bobby.—Y por lo visto era un tipo solitario —prosiguiĂł Hogan sin escucharle.—¿Un solitario que alimentaba un rencor? —preguntĂł Siobhan.—QuiĂ©n sabe.—¿Es lo que quieres que yo indague? —dijo Rebus.Hogan le mirĂł.—Todos los amigos que tuviera serĂan como Ă©l: desechos de las Fuerzas
Armadas. Es posible que se sinceren con alguien que estuvo en su mismo bando.—De eso hace más de treinta años —repitió Rebus—. Y gracias por
asociarme con los desechos.—Bah, y a sabes a quĂ© me refiero… Será sĂłlo un par de dĂas, John. Es todo lo
que te pido.Rebus saliĂł al pasillo y mirĂł a su alrededor. Era un lugar tranquilo y apacible.
Y unos escasos instantes lo habĂan confirmado todo. Tanto el colegio como laciudad no volverĂan a ser los mismos. Todo aquel al que le hubiera afectado,quedarĂa marcado. La pobre secretaria que habĂan visto en la entrada quizánunca fuera capaz de prescindir de aquel pañuelo prestado; los familiaresenterrarĂan a los muertos sin poder borrar de sus mentes el terror que habĂansentido los suy os en el Ăşltimo instante.
—¿Qué me dices, John? —añadió Hogan—. ¿Me ayudarás?Algodón suave y calentito… te protege, amortigua… « Ningún misterio…
perdiĂł la chaveta» , en palabras de Siobhan.—Una pregunta, Bobby.Bobby Hogan tenĂa aspecto de cansado y perdido. Las investigaciones en
Leith solĂan ser asuntos de droga, navajazos, prostituciĂłn, casos que Ă©l sabĂaresolver, y Rebus tenĂa la impresiĂłn de que le habĂa llamado porque necesitabaun amigo a su lado.
—Tú dirás —dijo Hogan.—¿Tienes un cigarrillo?
HabĂa tanta gente en la caseta prefabricada que casi no podĂan moverse. HogancargĂł en brazos de Siobhan el papeleo acumulado sobre el caso, fotocopias aĂşncalientes reciĂ©n salidas de la oficina del colegio. Afuera, en el cĂ©sped, habĂa unasgaviotas argĂ©nteas curioseando. Rebus les lanzĂł la colilla y las aves corrieronhacia ella.
—PodrĂa denunciarte por crueldad —dijo Siobhan.—Lo mismo digo —replicĂł Rebus mirando el montĂłn de papeles. Vio que
Grant Hood ponĂa fin a una conversaciĂłn telefĂłnica y guardaba el telĂ©fono en elbolsillo—. ÂżDĂłnde ha ido nuestro amigo? —le preguntĂł Rebus.
—¿Te refieres a el Sucio Jack?Rebus sonriĂł por el epĂteto con que un periĂłdico sensacionalista habĂa
obsequiado en primera página a Jack Bell tras su detenciĂłn.—SĂ, a ese.Hood señalĂł con la cabeza hacia la entrada del recinto.—Uno de la televisiĂłn le ha sugerido hacer una toma ante la verja y ha salido
disparado.—Y eso que me dijo que no se moverĂa de aquĂ. ÂżSe comportan los de la
prensa?—¿Tú qué crees?Rebus respondió con una mueca. El teléfono de Hood sonó de nuevo. Se
volviĂł de lado para responder a la llamada. Rebus vio que Siobhan se agachaba arecoger unas hojas que se le habĂan caĂdo al abrir el maletero.
—¿Está todo? —preguntó Rebus.—De momento sà —contestó ella cerrando el maletero de golpe—. ¿Adónde
nos lo llevamos?Rebus mirĂł el cielo lleno de nubes densas, que se movĂa rápido.
Probablemente el viento era demasiado fuerte para que lloviera. Le pareciĂł oĂren la lejanĂa un golpeteo de aparejos contra los mástiles.
—PodrĂamos ir a un pub y sentarnos a una mesa. Junto al puente delferrocarril hay uno que se llama Boatman’s… —Ella le mirĂł fijamente—. EnEdimburgo es tradiciĂłn —añadiĂł Ă©l encogiĂ©ndose de hombros—. Antiguamentelos profesionales despachaban sus negocios en la taberna.
—Y hay que respetar las tradiciones.—Yo siempre he sido partidario de los viejos métodos.Siobhan, sin replicar, abrió la portezuela del conductor, se sentó al volante e
instintivamente cerrĂł y girĂł la llave de contacto pero de pronto, al recordar, seinclinĂł y estirĂł el brazo para abrirle a Rebus.
—Muy amable —dijo Ă©l sentándose sonriente.No conocĂa South Queensferry muy bien, pero sĂ los pubs. Él se habĂa criado
al otro lado del estuario y recordaba la vista desde North Queensferry y cĂłmolos dos puentes daban la impresiĂłn de separarse vistos desde el norte. El mismopolicĂa uniformado les franqueĂł el paso de la verja y vieron que Jack Bell estabafuera, delante de la puerta, hablando para la cámara.
—Obséquiales con un buen bocinazo —dijo Rebus, y Siobhan asà lo hizo.El periodista bajó el micrófono y se dio la vuelta enfurecido, el cámara se
puso los auriculares al cuello y Rebus saludĂł con la mano al diputado con unaespecie de sonrisa de disculpa, mientras los curiosos invadĂan la mitad de lacalzada para mirar dentro del coche.
—Me siento como una repugnante pieza de exposición —musitó Siobhan.Una caravana de coches circulaba despacio a su lado. Eran los curiosos que
acudĂan a ver el colegio, gente anodina con sus hijos y la cámara de vĂdeo.Cuando Siobhan iba a dejar atrás la modesta comisarĂa local, Rebus dijo quebajarĂa para desentumecer las piernas.
—Nos vemos en el pub.—¿Adónde vas?—Quiero captar la atmósfera del sitio. —Hizo una pausa—. Una pinta para
mĂ si llegas tĂş primero.MirĂł cĂłmo ella se alejaba incorporada a la caravana de coches, y se detuvo
a contemplar el puente viario del Forth con su zumbido de tráfico de coches ycamiones, un ruido parecido al oleaje, y vio en lo alto figuras diminutas acodadasa la barandilla mirando hacia abajo. SabĂa que en el lado opuesto, desde donde seveĂa mejor el colegio, habrĂa más. MeneĂł la cabeza y siguiĂł caminando.
Los comercios en South Queensferry se concentraban en una sola calle entreHigh Street y Hawes Inn, pero comenzaba a notarse el cambio. No hacĂa mucho,al cruzar la localidad en coche para tomar el puente de la carretera, Rebus habĂavisto un supermercado y un parque empresarial nuevos donde un gran anunciollamaba la atenciĂłn de la caravana de coches de vuelta del trabajo deEdimburgo: ÂżHARTO DE DESPLAZARSE A DIARIO AL TRABAJO?TRABAJE AQUĂŤ. La sugerencia era que la ciudad estaba llena a rebosar, eltráfico empeoraba cada vez más, y South Queensferry pretendĂa incorporarse almovimiento antiurbanita. Pero, en la calle mayor con sus tiendecitas, acerasestrechas y quioscos de informaciĂłn turĂstica, no habĂa indicio de ello. RebussabĂa algunas anĂ©cdotas locales: un incendio en la destilerĂa de VAT 69 queinundĂł las calles de whisky caliente y hubo gente que al beberlo acabĂł en elhospital; un mono que harto de las bromas pesadas de una ayudante de cocina lecortĂł el cuello; apariciones como la del legendario perro de Mowbray, y el BurryMan.
El Burry Man era una fiesta anual con ocasiĂłn de la cual adornaban las calles
con guirnaldas y banderines y organizaban una procesiĂłn que recorrĂa lalocalidad. TodavĂa faltaban meses para la fecha, pero Rebus se preguntaba siaquel año celebrarĂan el desfile.
PasĂł ante una torre con reloj con restos de coronas del dĂa de los caĂdos en lasdos guerras mundiales, que habĂan respetado los vándalos. La calle era tanestrecha que la calzada se ensanchaba en algunos puntos invadiendo la acerapara que los coches pudieran pasar. De vez en cuando atisbaba un trozo delestuario por detrás de las casas del lado izquierdo. Las de la acera opuestaformaban un bloque continuo con tiendas de una sola planta y terraza, y tras ellasse levantaba otra hilera de viviendas. Dos viejas cruzadas de brazos quecomentaban delante de una puerta los Ăşltimos rumores, le miraron de reojo alnotar que era forastero y fruncieron el ceño tomándole por uno de los curiososque habĂan acudido por lo del crimen.
ContinuĂł caminando y en una tienda de periĂłdicos vio a varias personas quecomentaban las noticias de la prensa. Por la acera contraria desfilĂł un equipo detelevisiĂłn, distinto del que habĂa en las puertas del colegio. El operador, cámaraen mano, cargaba el trĂpode al hombro, y el encargado del sonido llevaba elaparato en bandolera, los auriculares al cuello y el micrĂłfono j irafa enhiestocomo un rifle. Iban a la bĂşsqueda un buen decorado, capitaneados por una jovenrubia que miraba en todos los soportales para localizar el escenario ideal. RebuscreyĂł reconocerla de la televisiĂłn y pensĂł que debĂa de ser un equipo deGlasgow. Su reportaje arrancarĂa con: « Los habitantes de una pacĂfica localidadcostera, consternados, trataban de sobreponerse al horror que irrumpió… todos sehacen interrogantes que nadie puede esclarecer de momento…» . Bla, bla, bla. ÉlhabrĂa podido escribir el guiĂłn. Como la PolicĂa no daba informaciĂłn, losperiodistas no tenĂan otro recurso que acosar a los lugareños para obtener detallesbanales y sacarles el mayor jugo posible.
Les habĂa visto hacerlo en Lockerbie y estaba seguro de que en DunblanehabĂa sucedido otro tanto. Ahora le tocaba a South Queensferry. La calle giraba aun lado y desembocaba en el paseo marĂtimo. Se detuvo un instante y se dio lavuelta a mirar el centro de la ciudad, que quedaba oculto en su mayor parte porárboles, nuevos edificios y el arco que acababa de cruzar. Vio el rompeolas ypensĂł que era un lugar tan adecuado como otro cualquiera para encender elcigarrillo que le habĂa dado Bobby Hogan y que llevaba en la oreja; quisocogerlo pero se le escapĂł de la mano y cayĂł al suelo, donde una ráfaga de vientolo hizo rodar. Se agachĂł siguiendo su tray ectoria y, al hacerlo, estuvo a punto detropezar con unas piernas. El pitillo se habĂa detenido ante la puntera de un zapatonegro de tacĂłn de aguja. Las piernas que continuaban los zapatos estabanenfundadas en unas medias negras de redecilla con rotos. Rebus se enderezĂł. Erauna chica de entre trece y diecinueve años, de pelo negro teñido y que le caĂasobre el cráneo como paja al estilo sioux; su rostro era de un blanco cadavĂ©rico,
llevaba pintados de negro ojos y labios y vestĂa una cazadora de cuero negrosobre una especie de blusa de varias capas de gasa negra.
—¿Se ha cortado las venas? —preguntó al verle las manos vendadas.—Si pisas ese cigarrillo es muy probable que lo haga.La joven se agachó, lo recogió y se acercó a él para ponérselo en la boca.—Tengo un mechero en el bolsillo —dijo Rebus.Ella lo sacó y le dio fuego ahuecando hábilmente las manos en torno a la
llama y clavĂł la mirada en la de Ă©l, como valorando la reacciĂłn del hombre a sucercanĂa.
—Lo siento, pero es el Ăşnico que me queda —dijo Ă©l.Resultaba difĂcil fumar y hablar al mismo tiempo. Ella debiĂł comprenderlo
porque aguardó a que Rebus diera un par de caladas para quitarle el cigarrillo dela boca y llevárselo a la suy a. Él advirtió que bajo sus guantes negros de encajellevaba las uñas pintadas de negro.
—Yo no entiendo nada de moda —dijo—, pero me da la impresión de que novas de luto.
—No voy de luto, para nada —respondió ella abriendo la boca bastante paraenseñar unos dientecitos blancos.
—Pero vas al colegio Port Edgar. —Ella le mirĂł, sorprendida de que losupiera—. Si no, seguramente estarĂas en clase. SĂłlo los alumnos de Port Edgartienen el dĂa libre.
—¿Es usted periodista? —preguntĂł ella volviendo a ponerle el cigarrillo en laboca. SabĂa a pintalabios.
—Soy poli —dijo Rebus—. Del Departamento de InvestigaciĂłn Criminal. —La chica no pareciĂł impresionada—. ÂżConocĂas a esos dos chicos que hanmuerto?
—Sà —replicĂł ella. ParecĂa ofendida, no querĂa quedarse fuera.—Pero ya veo que te da igual.La chica captĂł la insinuaciĂłn al recordar sus propias palabras: « No voy de
luto, para nada» .—Si acaso, me dan envidia —respondiĂł clavando de nuevo los ojos en Ă©l.A Rebus le intrigaba enormemente el aspecto que tendrĂa sin maquillaje.
Probablemente serĂa bonita, y hasta parecerĂa frágil. Su rostro pintado era unamáscara para ocultarse.
—¿Envidia?—Han muerto, ¿no?Aguardó a que él asintiera con la cabeza y luego se encogió de hombros.
Rebus bajó la vista hacia el cigarrillo y ella se lo quitó y volvió a llevárselo a loslabios.
—¿Quieres morirte?—Siento simple curiosidad por saber qué se siente —dijo haciendo una O con
los labios y lanzando un aro de humo—. Usted habrá visto muertos.—Demasiados.—¿Cuántos? ¿Ha visto morir a alguien?—Tengo que irme —dijo Rebus decidido a no contestar, al tiempo que la
chica hacĂa el gesto de devolverle prácticamente una colilla, pero Ă©l negĂł con lacabeza—. Por cierto, ÂżcĂłmo te llamas?
—Teri.—¿Terry?La joven le deletreó el nombre.—Pero si quiere llámeme señorita Teri.Rebus sonrió.—Imagino que es un nombre inventado —replicó—. Tal vez nos veamos,
señorita Teri.—Puede verme siempre que le apetezca, señor investigador —dijo ella
dándose la vuelta y echando a caminar en dirección al centro, muy decididasobre sus tacones altos, atusándose el pelo hacia atrás y dirigiéndole un vaporososaludo con la mano enguantada, convencida de que él miraba y disfrutando deljuego.
Rebus sabĂa que la muchacha era una gĂłtica. HabĂa visto ejemplares enEdimburgo formando grupo delante de las tiendas de discos. En cierto momento,cualquiera con aspecto de pertenecer a aquella tribu tuvo prohibida la entrada alparque de Princess Street en virtud de un decreto municipal a raĂz de un parterrepisoteado y una papelera desparramada; la noticia le habĂa hecho sonreĂr. Ellinaje se remontaba hasta los punks y los teddy boys, quinceañeros que pasabansus ritos iniciáticos. Él tambiĂ©n habĂa sido un rebelde antes de alistarse en elEjĂ©rcito. Era demasiado joven para unirse a la primera oleada de teddy boys,pero más adelante habĂa lucido una cazadora usada de cuero y llevaba un peinede metal afilado en el bolsillo. No era una cazadora autĂ©ntica de motero. La cortĂłcon un cuchillo de cocina y le quedĂł deshilachada por abajo, con el forroasomando.
Un rebelde.La señorita Teri desapareció al doblar la curva de la calle y Rebus se
encaminó al Boatman’s, donde Siobhan le aguardaba ya en la mesa con lasbebidas.
—PensĂ© que iba a tener que tomarme tu cerveza —le reprochĂł ella.—Lo siento —replicĂł Ă©l, mientras cogĂa el vaso entre las manos y lo
levantaba.Siobhan habĂa encontrado una mesa en un rincĂłn y habĂa puesto encima los
dos montones de papeles junto con su limonada con soda y una bolsa decacahuetes.
—¿Qué tal tus manos? —preguntó.
—Me preocupa no poder volver a tocar más el piano.—Lamentable pérdida para la música popular.—Siobhan, ¿tú no escuchas heavy metal?—Si puedo evitarlo, no. —Hizo una pausa—. Quizás algo de Motor Head para
animarme.—Me referĂa a cosas actuales.Ella negĂł con la cabeza.—¿Crees que este es un buen sitio? —preguntĂł.Rebus mirĂł a su alrededor.—La gente no nos mira y no vamos a repasar fotos repugnantes de autopsias
ni nada por el estilo.—Pero hay fotos del escenario del crimen.—Déjalas de momento —dijo él dando otro sorbo de cerveza.—¿Seguro que puedes beber alcohol con esas pastillas que estás tomando?Rebus no contestó. En su lugar señaló con la cabeza uno de los montones de
papeles.—Bien —dijo—, ¿qué es lo que tenemos y cuánto tiempo podemos alargar
esta misiĂłn?—¿No tienes ganas de otra charla con la jefa? —preguntĂł ella sonriendo.—No me digas que tĂş sĂ…Siobhan pareciĂł reflexionar sobre ello un momento y luego se encogiĂł de
hombros.—¿Te alegra que Fairstone haya muerto? —preguntó Rebus.Ella le miró furiosa.—Era simple curiosidad —añadió Rebus, pensando en la señorita Teri.Intentó trabajosamente coger una de las hojas hasta que Siobhan se percató y
se la dio. Se sentaron uno al lado del otro sin percatarse de que la tarde avanzabaimplacable hacia el crepĂşsculo.
Siobhan fue a la barra a por otra ronda. El camarero intentó entablarconversación con el pretexto del montón de papeles, pero ella cambió de tema yacabaron hablando de escritores. Siobhan ignoraba la relación del Boatman’s conWalter Scott y Robert Louis Stevenson.
—No crea que está tomando algo en cualquier pub —dijo el camarero—. El Boatman’s está cargado de historia.
Era una frase que habrĂa repetido hasta la saciedad, y Siobhan se sintiĂł comouna turista. Estaba a quince kilĂłmetros del centro de la ciudad, y todo parecĂadistinto. No sĂłlo por el crimen del colegio, del que, por cierto, se dio cuenta derepente de que el camarero no habĂa dicho palabra. Los edimburgueses tendĂan aagruparse en las cercanĂas de la ciudad: Portobello, Musselburgh, Currie, SouthQueensferry, localidades consideradas « trozos» de la capital. Sin embargo, todasse resistĂan a perder su identidad, incluso Leith, tan directamente conectada al
centro por el horrible cordón umbilical de Leith Walk. Siobhan se preguntó porqué fuera de Edimburgo todo era distinto.
Algo habĂa atraĂdo a Lee Herdman allĂ. HabĂa nacido en Wishaw y se habĂaincorporado al EjĂ©rcito a los diecisiete años, habĂa servido en Irlanda del Norte yen el extranjero; a continuaciĂłn se habĂa enrolado en las SAS. Ocho años en elregimiento antes de su regreso a lo que Ă©l seguramente habrĂa llamado la « vidacivil» . AbandonĂł a su mujer y a sus dos hijos en Hereford, sede de las SAS, y sefue a vivir al norte. Los datos sobre su vida anterior eran deslavazados y no habĂainformaciĂłn sobre quĂ© habĂa sido de la esposa y los hijos ni por quĂ© los habĂadejado. VivĂa en South Queensferry desde hacĂa seis años. Y allĂ habĂa muerto ala edad de treinta y seis.
Siobhan mirĂł a Rebus que estaba enfrascado leyendo otra hoja. Él tambiĂ©nhabĂa estado en el EjĂ©rcito y Siobhan habĂa oĂdo rumores de que habĂa seguido elcurso de entrenamiento de las SAS. ÂżQuĂ© sabĂa ella de las SAS? Exclusivamentelo que habĂa leĂdo en el informe: Fuerzas AĂ©reas Especiales, base en Hereford.Lema: « El audaz vence» . Miembros seleccionados entre los mejores soldadosdel EjĂ©rcito. El regimiento habĂa sido creado durante la Segunda Guerra Mundialcomo unidad de reconocimiento de amplio radio de acciĂłn, pero debĂa su famaal secuestro de rehenes en la embajada de Irán en Londres en 1980 y a lacampaña de las islas Malvinas. Una nota a lápiz al pie de una página informabaque habĂa solicitado a los antiguos jefes de Herdman que aportaran cuantainformaciĂłn fuera posible. Siobhan se lo comentĂł a Rebus, quien se limitĂł a soltarun bufido, indicando que no creĂa que fueran a ser de mucha ayuda.
Poco despuĂ©s de su llegada a South Queensferry, Herdman habĂa abierto sunegocio de alquiler de la lancha para esquiadores acuáticos y actividadessimilares. Siobhan ignoraba el precio de una lancha rápida y escribiĂł una nota,una de las muchas que habĂa tomado en el bloc que tenĂa a mano.
—Se lo toman sin prisas, Âżeh? —dijo el camarero.Siobhan no se habĂa dado cuenta de que habĂa vuelto.—¿CĂłmo?El joven bajĂł la vista hacia las bebidas que Siobhan tenĂa delante.—Ah, pues sà —dijo ella intentando esbozar una sonrisa.—No se preocupe. A veces es mejor estar en un sueño.Siobhan asintiĂł al reconocer el significado del tĂ©rmino escocĂ©s que Ă©l habĂa
utilizado. Ella rara vez utilizaba palabras escocesas porque se le notaba el acentoinglĂ©s, aunque el hecho de pronunciarlas mal en ocasiones resultaba Ăştil en losinterrogatorios porque la gente, al pensar que era forastera, solĂa cometerdescuidos en las respuestas.
—He adivinado quiĂ©nes son —añadiĂł el camarero.Siobhan le observĂł: tendrĂa veintitantos años, era alto y ancho de espaldas,
tenĂa pelo negro corto y su rostro conservarĂa unos años aquellos pĂłmulos
marcados a pesar de la bebida, la comida y el tabaco.—¿Ah, s� —dijo ella apoy ándose en la barra.—De entrada pensé que eran periodistas, pero veo que ustedes no preguntan
nada.—¿Han venido periodistas por el bar? —preguntó Siobhan.Él puso los ojos en blanco.—Por eso, al verles trabajar con esos papeles —añadió él señalando con la
cabeza hacia la mesa—, me imaginĂ© que eran policĂas.—Muy listo.—¿Sabe que venĂa por aquĂ? Lee, quiero decir.—¿Le conocĂa?—Ah, sĂ, hablaba con Ă©l… lo de siempre, fĂştbol y todo eso.—¿MontĂł alguna vez en su lancha?El camarero asintiĂł con la cabeza.—Fue fantástico. Deslizarse a toda velocidad por debajo de los dos puentes
mirando hacia arriba —dijo ladeando la cabeza repitiendo el gesto para ella—.Lee era único para la velocidad.
—¿Cómo se llama usted, señor Camarero?—Rod McAllister —contestó él tendiéndole la mano.Siobhan se la estrechó. Estaba húmeda de fregar vasos.—Encantada de conocerle, Rod —dijo retirando la mano para meterla en el
bolsillo y sacar una tarjeta de visita—. Si se entera de algo que pueda sernosútil…
—De acuerdo. Muy bien —dijo él cogiéndola—. Usted se llama Sio…—Se pronuncia Shiben.—Dios, ¿y se escribe as�—Pero puede llamarme sargento detective Clarke.El hombre asintió con la cabeza, se guardó la tarjeta en el bolsillo de la
camisa y la miró con renovado interés.—¿Van a estar mucho por aqu�—Lo que haga falta. ¿Por qué?—Porque hacemos unas buenas asaduras de cordero con nabos y patatas
fritas para almorzar.—Lo tendrĂ© en cuenta —dijo ella cogiendo los vasos—. Hasta luego, Rod.—Hasta luego.Al llegar a la mesa posĂł la cerveza de Rebus junto al bloc abierto.—AquĂ tienes. Perdona por la demora, pero resulta que el camarero conocĂa
a Herdman. Y a lo mejor… —añadiĂł cuando se sentaba.Rebus no le prestaba atenciĂłn, no la escuchaba, seguĂa con los ojos fijos en la
hoja que tenĂa delante.—¿QuĂ© sucede? —preguntĂł Siobhan. Al mirar el papel comprobĂł que ya lo
habĂa leĂdo. Eran datos sobre la familia de una de las vĂctimas—. ÂżJohn? —exclamĂł.
Él levantĂł la vista despacio.—Creo que los conozco —dijo en voz baja.—¿A quiĂ©n? —preguntĂł ella cogiendo la hoja—. ÂżA los padres?Rebus asintiĂł con la cabeza.—¿De quĂ© los conoces?Rebus se llevĂł las manos a la cara.—Son familiares —dijo, y vio que ella no entendĂa—. De la familia, Siobhan.
Mi familia.
3
Era un semiadosado al final de un callejĂłn sin salida en una urbanizaciĂłnmoderna. Desde aquel punto de South Queensferry no se veĂan los puentes ni sepodĂa imaginar que hubiera calles antiguas a menos de medio kilĂłmetro. Cochesde ejecutivos medios, Rovers, BMW y Audis, ocupaban los caminos de entrada alas casas. No habĂa vallas de separaciĂłn, sĂłlo un amplio cĂ©sped que iba a dar asendas que a su vez iban a dar a más cĂ©sped. Siobhan habĂa aparcado junto albordillo. AguardĂł unos pasos detrás de Rebus, que se las arreglĂł para llamar altimbre. Les abriĂł una muchacha de aspecto aturdido, con el pelo sucio ydespeinado y ojos enrojecidos.
—¿Está tu padre o tu madre en casa?—No quieren hacer declaraciones —respondió ella haciendo ademán de
cerrar la puerta.—No somos periodistas —replicó Rebus mostrándole la identificación—. Soy
el inspector Rebus.La joven ley Ăł la credencial y despuĂ©s le mirĂł.—¿Rebus? —dijo.Él asintiĂł.—¿Te suena el nombre?—Creo que sĂ.De pronto apareciĂł un hombre detrás de ella que tendiĂł la mano a Rebus.—John, cuánto tiempo.Rebus hizo una inclinaciĂłn de cabeza a Allan Renshaw.—Al menos treinta años, Allan —dijo.Se miraron los dos un instante tratando de conciliar sus rostros con el
recuerdo.—Me llevaste al fĂştbol una vez —añadiĂł Renshaw.—A ver al Raith Rovers, Âżverdad? No recuerdo contra quiĂ©n jugaba.—En fin, será mejor que pases.—Allan, entiende que vengo en calidad de inspector.—Me dijeron que habĂas ingresado en la PolicĂa. Tiene gracia las vueltas que
da la vida.Mientras Rebus seguĂa a su primo por el pasillo Siobhan se presentĂł a la
joven, quien a su vez dijo que era Kate, la hermana de Derek.Siobhan recordĂł el nombre por la documentaciĂłn del caso.—¿Vas a la universidad, Kate?—A St Andrews. Estudio filologĂa inglesa.Siobhan no sabĂa quĂ© decir que no resultase trillado o forzado, de modo que la
siguiĂł por el pasillo, donde vio una mesa con cartas sin abrir, y pasaron al cuartode estar. HabĂa fotos por todas partes, no sĂłlo enmarcadas y adornando lasparedes o en estanterĂas, sino sobresaliendo de cajas de zapatos, esparcidas por elsuelo y encima de la mesa de centro.
—A lo mejor tĂş puedes ayudarme —le decĂa Allan Renshaw a Rebus—. Haycaras a las que soy incapaz de poner nombre —añadiĂł cogiendo unas fotos enblanco y negro.
En el sofá habĂa tambiĂ©n álbumes abiertos con fotos de dos niños en diversasedades: Kate y Derek. Empezaban desde el bautizo y llegaban hasta las devacaciones, fiestas de Navidad, excursiones y celebraciones. Siobhan sabĂa queKate tenĂa diecinueve años, dos más que su hermano, y que el padre trabajabade vendedor de coches en Seafield Road, en Edimburgo. Rebus le habĂaexplicado dos veces —una en el pub y otra por el camino— su relaciĂłn deparentesco: su madre tenĂa una hermana que se habĂa casado con un tal Renshaw.Allan Renshaw era el hijo de aquel matrimonio.
—¿No tienes contacto con ellos? —preguntĂł ella.—Nuestra familia no era asà —contestĂł Rebus.—Siento lo de Derek —decĂa en este momento Rebus, que, al no encontrar
sitio para sentarse, estaba junto a la chimenea.Allan Renshaw, que habĂa tomado asiento en el brazo del sofá, asintiĂł con la
cabeza y, al ver que su hija apartaba fotos para hacer sitio a las visitas, dijobruscamente:
—¡Esas aĂşn no las hemos revisado!—PensĂ© que… —respondiĂł la joven con los ojos llenos de lágrimas.—¿Y si tomáramos un tĂ© en la cocina? —terciĂł rápidamente Siobhan.HabĂa el sitio justo para los cuatro en la mesa; Siobhan llegĂł como pudo a la
cocina para poner el hervidor al fuego y coger las tazas y, aunque Kate seofreciĂł a ayudarla, ella la convenciĂł cariñosamente para que se sentara. Laventana de encima del fregadero daba a un jardĂn del tamaño de un pañuelorodeado de una valla con estacas. Un paño de cocina colgaba en solitario de untendedero giratorio y habĂa dos franjas de cĂ©sped segadas. La cortacĂ©spedreposaba en ese momento mientras la hierba crecĂa a su alrededor.
De repente se oyĂł un ruido en la trampilla de la gatera y entrĂł un gatazoblanco y negro que saltĂł sobre el regazo de Kate y mirĂł a los desconocidos.
—Este es Boecio —dijo Kate.—¿Un antiguo rey de Escocia? —preguntó Rebus.
—Esa era Boudicca —corrigió Siobhan.—Boecio fue un filósofo medieval —dijo Kate acariciándole la cabeza al
gato.A Rebus el dibujo de la cara le recordaba la máscara de Batman.—¿Es uno de tus héroes? —añadió Siobhan.—Fue torturado por sus creencias —dijo Kate— y después escribió un tratado
en el que explica por quĂ© sufren los hombres buenos… —espetĂł mirando a supadre, quien no parecĂa escuchar.
—¿Y por qué los malos prosperan? —insistió Siobhan.Kate asintió con la cabeza.—Interesante —comentó Rebus.Siobhan sirvió el té y se sentó. Rebus no tocó la taza, quizá por no mostrar sus
manos vendadas; Allan Renshaw, por el contrario, la cogió enseguida, pero nohizo ademán de llevársela a los labios.
—Me ha llamado Alice —dijo Renshaw—. ¿Te acuerdas de Alice? —Rebusasintió con la cabeza—. Es prima nuestra por parte de… Dios, ahora no meacuerdo.
—No tiene importancia, papá —dijo Kate con suavidad.—SĂ que la tiene, Kate —replicĂł Ă©l—. En un momento asĂ, lo Ăşnico que
cuenta es la familia.—¿No tenĂas una hermana, Allan? —preguntĂł Rebus.—TĂa Elspeth —contestĂł Kate—. Vive en Nueva Zelanda.—¿La habĂ©is avisado?Kate asintiĂł con la cabeza.—¿Y tu madre?—Antes vivĂa con nosotros —dijo Renshaw sin levantar la vista de la mesa.—Se marchĂł hace un año —dijo Kate—. Vive con… Ahora vive en Fife.Rebus asintiĂł con la cabeza, consciente de que Kate habĂa estado a punto de
decir: « Vive con un hombre» .—John, ¿cómo se llamaba aquel parque al que me llevaste? —preguntó
Renshaw—. Yo tendrĂa siete u ocho años. Papá y mamá me habĂan llevado aBowhill y tĂş dij iste que nosotros nos Ăbamos de paseo. ÂżTe acuerdas?
Rebus lo recordaba. Le habĂan dado permiso en el EjĂ©rcito y tenĂa ganas dedivertirse. Entonces tenĂa veinte años y aĂşn no habĂa hecho el cursillopreparatorio para las SAS. La casa se le caĂa encima, su padre no salĂa de surutina. AsĂ que habĂa salido con el pequeño Allan. Le comprĂł un refresco y unapelota barata. DespuĂ©s fueron al parque a jugar a la pelota. MirĂł a Renshaw.AndarĂa por los cuarenta. El pelo se le estaba volviendo gris y en la coronilla se lemarcaba una calva. TenĂa la cara flácida y sin afeitar. Si de pequeño estaba enlos huesos, habĂa engordado, sobre todo en la cintura. Rebus se esforzĂł en evocaralgĂşn vestigio de aquel niño que habĂa jugado con Ă©l a la pelota, el niño con quien
fue a Kirkcaldy para ver jugar al Raith contra un equipo que no recordaba. Elhombre que tenĂa ante Ă©l envejecĂa con rapidez: su mujer le habĂa dejado y suhijo habĂa muerto asesinado. EnvejecĂa rápidamente y hacĂa esfuerzos parapoder con todo.
—¿Viene alguien a echaros una mano? —preguntó Rebus, pensando enamigos o vecinos.
Kate asintiĂł con la cabeza y Ă©l se volviĂł hacia Renshaw.—Allan, y a sĂ© que ha sido un golpe duro, pero ÂżpodrĂa hacerte unas
preguntas?—¿QuĂ© se siente siendo policĂa, John? ÂżTienes que bregar todos los dĂas con
cosas asĂ?—No, todos los dĂas no.—Yo serĂa incapaz. Ya me cuesta lo mĂo vender coches. Ves a los clientes
marchar sonrientes al volante de su máquina flamante y luego, cuando vuelvenpara una revisiĂłn o una reparaciĂłn, compruebas que el coche no tiene aquelbrillo… y ellos y a no sonrĂen.
Rebus mirĂł a Kate y, al ver que se encogĂa de hombros, pensĂł que estabaacostumbrada a escuchar las divagaciones de su padre.
—Ese hombre que disparó a Derek… —dijo Rebus despacio—. Estamostratando de averiguar el motivo.
—Era un loco.—Pero Âżpor quĂ© fue a ese colegio precisamente? ÂżY ese dĂa en concreto?
¿Entiendes lo que quiero decir?—Me estás queriendo decir que lo vais a remover todo. Lo que queremos es
que nos dejĂ©is en paz.—Tenemos que averiguarlo, Allan.—¿Para quĂ©? —replicĂł Renshaw alzando la voz—. ÂżQuĂ© cambiarĂa? ÂżVais a
devolver la vida a Derek? Lo dudo. El malnacido que lo mató está muerto… Todolo demás me da igual.
—Papá, tómate el té —dijo Kate tocando el brazo de su padre, quien le cogióla mano y se la besó.
—Kate, ahora lo único que importa somos nosotros.—Acabas de decir que lo que cuenta es la familia. El inspector es familia
nuestra, ¿no es cierto?Renshaw miró a Rebus de nuevo, con los ojos llenos de lágrimas. Luego se
levantĂł y saliĂł de la cocina. Ellos continuaron sentados y le oy eron subir lasescaleras.
—Es mejor dejarle —dijo Kate, que parecĂa sentirse segura y cĂłmoda en supapel, enderezándose en la silla y juntando las manos—. Yo no creo que Derekconociera a ese hombre. Bueno, South Queensferry es un pueblo y es posible quele conociera de vista e incluso supiera quiĂ©n era, pero nada más.
Rebus asintió con la cabeza pero no dijo nada, con la esperanza de quecontinuara hablando. Era un recurso que también Siobhan dominaba.
—Herdman no fue a por ellos en concreto, ¿verdad? —preguntó Kateacariciando de nuevo a Boecio—. Fue cuestión de mala suerte.
—Aún no lo sabemos —replicó Rebus—. Fue la primera sala en la que entró,pero pasó por delante de otras para llegar a esa.
—Papá me ha dicho que el otro chico era hijo de un juez —dijo Katemirando a Rebus.
—¿No le conocĂas?—Mucho no —respondiĂł ella negando con la cabeza.—¿TĂş no fuiste al Port Edgar?—SĂ, pero Derek era dos años más pequeño que yo.—Creo que lo que Kate quiere decir —terciĂł Siobhan— es que todos los
compañeros de curso de Derek tenĂan dos años menos que ella y que casi no leinteresaban.
—Exactamente —apostillĂł la joven.—¿Y a Lee Herdman? ÂżLe conocĂas?Kate sostuvo la mirada de Rebus y asintiĂł lentamente.—SalĂ con Ă©l una vez. —Hizo una pausa—. Quiero decir que salĂ en su lancha.
Fuimos un grupo. CreĂamos que el esquĂ acuático serĂa maravilloso, pero resultĂłmuy duro y a mĂ me entrĂł pánico.
—¿QuĂ© quieres decir?—Pues que me vi allĂ sola con los esquĂs puestos y a Ă©l le dio por meterme
miedo levantando la lancha como una flecha hacia uno de los pilares del puenteen Inch Garvie Island. ¿Sabe cuál es?
—¿La que parece una fortaleza? —preguntĂł Siobhan.—Esa. Supongo que durante la guerra instalarĂan allĂ ametralladoras, cañones
o lo que fuese para defender la entrada al estuario.—¿Asà que Herdman intentó meterte miedo? —preguntó Rebus retomando el
hilo de la conversación.—Creo que era una especie de prueba, a ver si lo aguantaba. Nos pareció un
loco. —De pronto hizo una pausa reconsiderando lo que habĂa dicho y su cara,pálida de por sĂ, perdiĂł color—. Quiero decir, pero nunca pensĂ© que…
—Nadie lo pensaba, Kate —dijo Siobhan para tranquilizarla.La joven tardĂł unos segundos en sobreponerse.—Dicen que estuvo en el EjĂ©rcito y que incluso fue espĂa —añadiĂł. Rebus no
sabĂa adĂłnde irĂa a parar, pero asintiĂł con la cabeza, mientras ella miraba al gato,que ronroneaba plácidamente con los ojos cerrados—. Quizá le parezca unalocura lo que voy a decir…
—¿Qué, Kate? —preguntó Rebus.—Que lo primero que me vino a la cabeza cuando supe…
—¿QuĂ© fue?MirĂł a Rebus y a Siobhan sucesivamente.—No, es una tonterĂa.—Entonces soy tu hombre —dijo Rebus sonriĂ©ndole.Ella estuvo a punto de sonreĂr tambiĂ©n, pero respirĂł hondo.—Hace un año, Derek tuvo un accidente de coche. A Ă©l no le pasĂł nada, pero
al otro chico, al que conducĂa…—¿MuriĂł? —preguntĂł Siobhan, y la joven asintiĂł con la cabeza.—Ninguno de los dos tenĂa carnet y estaban borrachos. A Derek no dejĂł
nunca de remorderle la conciencia, aunque el caso no llegó a los tribunales…—¿Qué tiene eso que ver con los disparos del colegio? —preguntó Rebus.La joven se encogió de hombros.—Nada. Pero cuando me enteré… Cuando papá me llamó, me acordé de
pronto de algo que Derek me dijo unos meses despuĂ©s del accidente. Me contĂłque la familia del chico que habĂa muerto le odiaba, y la palabra que me vino ala mente al recordarlo fue « venganza» . —Kate se levantĂł con Boecio en brazosy lo dejĂł en la silla de al lado—. Voy a ver cĂłmo está papá. Enseguida vuelvo.
—¿Y tú, Kate, cómo te encuentras? —preguntó Siobhan levantándosetambién.
—Yo estoy bien. No se preocupe.—Siento lo de tu madre.—No lo sienta. Ella y papá discutĂan constantemente. Al menos eso hemos
ganado… —Y esbozando otra sonrisa forzada salió de la cocina.Rebus miró a Siobhan enarcando ligeramente las cejas, única indicación de
que no habĂa oĂdo nada de interĂ©s en los diez minutos anteriores. Fueron ambos alcuarto de estar. Ya habĂa oscurecido y Rebus encendiĂł una lámpara.
—¿Echo las cortinas? —preguntó ella.—¿Crees que las descorrerá alguien por la mañana?—Quizá no.—Pues déjalas asà —dijo Rebus encendiendo otra luz—. Esto está muy
oscuro —añadiĂł mirando unas cuantas fotos de rostros borrosos en parajes quereconocĂa.
Siobhan estudiaba los retratos de la familia que habĂa por el cuarto.—La madre ha sido eliminada de la historia —comentĂł.—Y algo más —añadiĂł Rebus como quien no quiere la cosa.—¿QuĂ©? —dijo Siobhan mirándole.Él moviĂł el brazo en direcciĂłn a una de las estanterĂas.—Quizá sean imaginaciones mĂas, pero me parece que hay más fotos de
Derek que de Kate.—¿Y qué conclusión sacas de ello? —dijo Siobhan comprobándolo con un
vistazo.
—No lo sĂ©.—A lo mejor en algunas fotos de Kate estaba tambiĂ©n su madre.—Pero ya sabes que a veces el benjamĂn se convierte en el hijo preferido de
los padres.—¿Hablas por experiencia?—Tengo un hermano más joven, si te refieres a eso.Siobhan reflexionĂł un instante.—¿Crees que debes decĂrselo?—¿A quiĂ©n?—A tu hermano.—¿Decirle que era la niña de los ojos de mis padres?—No, comunicarle la desgracia.—Para eso tendrĂa que averiguar dĂłnde está.—¿Ni siquiera sabes dĂłnde está tu hermano?—AsĂ son las cosas, Siobhan —contestĂł Rebus encogiĂ©ndose de hombros.Oy eron pasos en la escalera y Kate reapareciĂł en el cuarto.—Se ha quedado dormido —dijo—. Ăšltimamente duerme mucho.—Seguramente es lo mejor —dijo Siobhan, con ganas de morderse la lengua
por haber caĂdo en el tĂłpico.—Kate —interrumpiĂł Rebus—, vamos a irnos, pero quiero hacerte una
Ăşltima pregunta, si te parece bien.—No lo sabrĂ© si no me la hace.—¿PodrĂas decirnos cuándo y dĂłnde tuvo lugar exactamente el accidente de
Derek?
La Jefatura de la DivisiĂłn D era un venerable edificio en el centro de Leith. Notardaron mucho en llegar desde South Queensferry, pues habĂa más tráfico desalida que de entrada. Las oficinas del DIC estaban vacĂas y Rebus supuso quehabrĂan desplazado a todos los efectivos al colegio. EncontrĂł a una funcionarĂa yle preguntĂł dĂłnde estaba el archivo. Siobhan y a estaba tecleando en unordenador para ver si encontraba algo. Finalmente dieron con el archivador queles interesaba, pudriĂ©ndose entre otros muchos en un armario de almacenaje.Rebus dio las gracias a la empleada.
—Ha sido un placer ayudarles —dijo ella—. Esto ha estado todo el dĂa comouna tumba.
—Menos mal que los delincuentes no lo sabĂan —comentĂł Rebus con unguiño.
—Ya estamos bastante mal en nuestros mejores momentos —replicó ella conun resoplido aludiendo a la escasez de plantilla.
—Le debo una copa —añadió Rebus cuando ya se marchaba.
Siobhan vio que la mujer declinaba la invitaciĂłn con un gesto de la mano sinvolverse.
—Pero si no sabes ni cĂłmo se llama… —comentĂł Siobhan.—Ni pienso invitarla a una copa —dijo Rebus mientras ponĂa el archivador en
una mesa, se sentaba y hacĂa sitio para que ella pudiera arrimar una silla.—¿Sigues viendo a Jean? —preguntĂł Siobhan en el momento en que Ă©l abrĂa
el archivador, frunciendo el ceño al ver encima de la primera página una foto encolor del accidente.
El fuerte impacto habĂa expulsado al joven del asiento y la parte superior delcuerpo estaba tendida sobre el capĂł. Las demás fotos eran de la autopsia. Rebuslas puso debajo del archivador y comenzĂł a leer.
En el vehĂculo viajaban dos amigos: Derek Renshaw, de diecisĂ©is años yStuart Cotter, de diecisiete. Decidieron coger prestado un veloz Audi TT,propiedad del padre de Stuart que estaba en viaje de negocios y que aquellanoche regresaba en aviĂłn y volverĂa a casa en taxi. Decidieron ir a Edimburgo,tomaron una copa en un bar del paseo marĂtimo de Leith y se dirigieron aSalamander Street. Su plan era entrar en la AI para poner el coche a prueba,pero Salamander Street les pareciĂł una estupenda pista de competiciĂłn. SegĂşn loscálculos, el coche debiĂł alcanzar más de doscientos kilĂłmetros por hora cuandoStuart Cotter perdiĂł el control. Al intentar frenar en un semáforo, el Audi hizo untrompo y fue a estrellarse de frente contra un muro. Derek llevaba puesto elcinturĂłn de seguridad y salvĂł la vida, pero Stuart, a pesar del airbag, muriĂł en elacto.
—¿Tú recuerdas este accidente? —preguntó Rebus.Siobhan negó con la cabeza. Él tampoco lo recordaba. Quizás estuviera fuera
de la ciudad u ocupado con algĂşn caso, porque de haber visto el informe… Enrealidad, para Ă©l no eran novedad los casos de jĂłvenes que confunden la emociĂłncon la idiotez y la adultez con el riesgo. El apellido de Renshaw le habrĂa llamadola atenciĂłn, pero tambiĂ©n habĂa muchos Renshaw. BuscĂł el nombre del policĂaque se habĂa encargado del caso: sargento detective Calum McLeod. Rebus leconocĂa vagamente. Un buen policĂa. Eso significaba que el informe serĂaminucioso.
—Quiero que me digas una cosa —dijo Siobhan.—¿Qué?—¿Vamos a considerar en serio la tesis de que fue un asesinato por venganza?—No.—Quiero decir, ¿por qué esperar un año? Ni siquiera un año… trece meses.
ÂżPor quĂ© tanto tiempo?—SĂ, es absurdo.—Entonces no…—Siobhan, es un mĂłvil. Creo que ahora mismo es lo que Bobby Hogan
espera de nosotros. Le gustarĂa poder decir que Lee Herdman perdiĂł de pronto lachaveta y decidiĂł matar a dos alumnos de ese colegio. Lo que no quiere es que laprensa oriente el asunto hacia la teorĂa de una conspiraciĂłn u otra cualquiera quehiciera pensar que no hemos llevado a cabo una buena investigaciĂłn. —Rebussuspiró—. La venganza es el mĂłvil más viejo que hay. Si descartamos a lafamilia de Stuart Cotter, será un problema menos en que pensar.
Siobhan asintió con la cabeza.—El padre de Stuart es un hombre de negocios. Tiene un Audi TT.
Seguramente no tendrĂa problemas para pagar a alguien como Herdman.—Muy bien, pero Âżpor quĂ© matĂł al hijo del juez? ÂżY el otro muchacho
herido? Y además, ¿por qué se suicidó? Eso no es lo que hace un asesino a sueldo.Siobhan se encogió de hombros.—Tienes más experiencia en eso —dijo pasando hojas—. Aquà no dice a qué
clase de negocios se dedica el señor Cotter… Ah, sĂ: empresario. Eso dicen todos.—¿Cuál es su nombre de pila?Rebus tenĂa el bloc a mano pero era incapaz de sujetar el bolĂgrafo. Siobhan
lo cogió.—William Cotter —dijo ella anotándolo junto con la dirección—. Viven en
Dalmeny. ¿Dónde está eso?—Al lado de South Queensferry.—Long Rib House, Dalmeny. Sin nombre de calle; debe de ser una zona de
lujo.—A los empresarios no deben de irles mal las cosas. —Rebus analizó la
palabra—. No sĂ© si sabrĂa deletrearla. —SiguiĂł leyendo—. Su pareja se llamaCharlotte. Dirige dos salones de bronceado artificial en Edimburgo.
—Yo estaba pensando en ir a uno —dijo Siobhan.—Esta es tu oportunidad —añadiĂł Rebus, que habĂa llegado casi al final de la
página—. Tienen una hija llamada Teri, que en la Ă©poca del accidente tenĂacatorce años. Es decir, que ahora tiene quince —añadiĂł frunciendo el ceñopensativo y haciendo esfuerzos por pasar páginas.
—¿QuĂ© buscas?—Una foto de la familia.Tuvo suerte. El minucioso sargento McLeod habĂa incluido con el informe
recortes de prensa y un periĂłdico sensacionalista habĂa publicado una foto de lafamilia: papá y mamá en el sofá y detrás los dos vástagos a quienes sĂłlo se veĂala cara. Rebus estaba seguro de que era la misma chica. Teri: la señorita Teri.ÂżQuĂ© le habĂa dicho?
« Puede verme siempre que le apetezca.»¿QuĂ© demonios habrĂa querido decir?—No me vengas ahora con que es alguien que tambiĂ©n conoces —dijo
Siobhan al advertir su expresiĂłn.
—Me tropecĂ© con ella cuando iba al Boatman’s. Aunque ha cambiado algo.—MirĂł detenidamente aquel rostro resplandeciente sin maquillaje. TenĂa el pelode color castaño desvaĂdo en vez de negro azabache—. Ahora lleva el peloteñido, la cara empolvada y se pinta de negro los ojos y los labios y va todavestida de negro.
—O sea ¿que es una gótica? ¿Por eso me preguntaste si yo escuchaba heavymetal?
Rebus asintiĂł con la cabeza.—¿Crees que tendrá algo que ver con la muerte de su hermano?—PodrĂa ser. AĂşn hay otra cosa.—¿QuĂ©?—Un comentario que hizo a propĂłsito de que no lamentaba que hubieran
muerto.
Compraron comida para llevar en el Curry favorito de Rebus. Mientras se laenvolvĂan añadieron seis botellas de cerveza frĂa de una tienda de licores en lamisma calle.
—Caramba con el abstemio —comentó Siobhan levantando la bolsa delmostrador.
—No pienses que voy a compartirlas —dijo Rebus.—PodrĂa romperte el brazo.DespuĂ©s fueron al piso de Rebus en Marchmont y tuvieron la suerte de
encontrar sitio para aparcar. Subieron hasta el segundo piso. A duras penas Rebuslograba introducir la llave en el ojo de la cerradura.
—DĂ©jame a mà —dijo Siobhan.Dentro olĂa a cerrado; habĂa un aire viciado que se podĂa embotellar con la
etiqueta « perfume de soltero» . Una mezcla de comida rancia, alcohol y sudor.En la alfombra del cuarto de estar, los discos compactos desparramados por elsuelo formaban un reguero que iba desde el equipo de mĂşsica hasta el sillĂłnpredilecto de Rebus. Siobhan dejĂł la comida en la mesa y fue a la cocina a porplatos y cubiertos. No parecĂa haber sido utilizada desde hacĂa dĂas: habĂa dostazas en el fregadero, un paquete abierto de margarina mohosa en elescurreplatos. En la nevera habĂa un post-it con una lista de la compra:pan/leche/margarina/tocino/entr./ alsa/ deterg./bombillas, que empezaba aenroscarse. Siobhan se preguntĂł cuánto tiempo llevaba allĂ.
Cuando regresĂł al cuarto de estar, Rebus habĂa conseguido poner un cede queella le habĂa regalado: Violet Indiana.
—¿Te gusta? —preguntĂł Siobhan.Él se encogiĂł de hombros.—PensĂ© que te gustarĂa a ti —contestĂł, dándole a entender que no lo habĂa
escuchado.—Es mejor que esa música de dinosaurios que pones en el coche.—No olvides que tratas con un dinosaurio.Ella sonrió y comenzó a sacar los recipientes de la bolsa. Miró el aparato de
mĂşsica y vio que Rebus se mordĂa las vendas.—¿Tanta hambre tienes?—ComerĂ© mejor sin ellas —dijo Ă©l desenrollando la venda de gasa de una
mano y despuĂ©s de la otra.Siobhan advirtiĂł que lo hacĂa más despacio en los dedos y cuando dejĂł las
manos al descubierto vio que las tenĂa rojas y llenas de ampollas. Rebus probĂł aflexionar los dedos.
—¿Quieres unas pastillas? —sugirió Siobhan.Rebus asintió con la cabeza, se acercó a la mesa y se sentó. Ella abrió dos
botellas de cerveza y se pusieron a comer. Rebus no conseguĂa sujetar bien eltenedor pero a base de constancia lo logrĂł, no sin derramar salsa en la mesa,aunque sin mancharse la camisa. Comieron en silencio, salvo por algĂşncomentario sobre la comida. Cuando terminaron, Siobhan quitĂł los platos ylimpiĂł la mesa.
—Más vale que añadas bayetas a tu lista de la compra —dijo.—¿Qué lista de la compra? —replicó él sentándose en el sillón con una
segunda botella de cerveza apoy ada en el muslo—. ¿Miras a ver si hay crema?—¿Vamos a tomar postre?—Quiero decir crema antiséptica; en el cuarto de baño.Siobhan, sin rechistar, fue a mirar en el armarito y vio que la bañera estaba
llena hasta el borde. El agua estaba frĂa. VolviĂł al cuarto de estar con un tuboazul.
—« Para picaduras e infecciones» —ley ó en la etiqueta.—Servirá —dijo él cogiendo el tubo y aplicándose en las manos una gruesa
capa de crema blanca.Siobhan abriĂł una segunda botella de cerveza y se sentĂł en el brazo del sofá.—¿Quieres que vacĂe el agua? —preguntĂł.—¿QuĂ© agua?—El agua de la bañera. Se te olvidĂł quitar el tapĂłn. Supongo que es donde
dices que caĂste.Rebus la mirĂł.—¿Con quiĂ©n has estado?—Con un mĂ©dico del hospital, aunque parecĂa escĂ©ptico.—Vay a manera de preservar la confidencialidad del paciente —musitĂł
Rebus—. ¿Te dijo de paso que eran escaldaduras y no quemaduras? —Ellaarrugó la nariz—. Gracias por comprobar mi versión.
—Simplemente pensĂ© que no era muy verosĂmil que te ocurriera fregando
los platos. Y el agua de la bañera…—Ya la vaciaré yo luego —dijo él reclinándose y dando un sorbo de cerveza
—. Entretanto, ¿qué vamos a hacer respecto a Martin Fairstone?Siobhan se encogió de hombros y se sentó en el sofá.—¿Qué se supone que tenemos que hacer? Parece ser que ni tú ni yo lo
matamos.—Si hablas con un bombero lo primero que te dirá es que si quieres librarte
impunemente de alguien, basta con emborracharlo como una cuba y ponerdespués una freidora al fuego.
—¿Y quĂ©?—Que es algo que cualquier policĂa sabe tambiĂ©n.—Eso no significa que no fuera un accidente.—Somos policĂas, Siobhan: culpables hasta que se demuestre nuestra
inocencia. ¿Cuándo te puso Fairstone el ojo a la funerala?—¿Cómo sabes que fue él? —Por el gesto que hizo Rebus, ella comprendió
que le habĂa ofendido la pregunta. Suspiró—. El jueves, antes de morir.—¿QuĂ© pasĂł?—DebiĂł de seguirme. Yo estaba descargando bolsas de compra del coche y
acercándolas al portal. Al darme la vuelta, me lo encontrĂ© allĂ mismo,mordisqueando una manzana que habĂa cogido de una de las bolsas de la acera.SonreĂa desafiante. Me fui derecha a Ă©l… Estaba furiosa. HabĂa averiguadodĂłnde vivĂa y le di una bofetada… —SonriĂł al recordarlo—. La manzana saliĂłdisparada hasta la mitad de la calle.
—PodrĂa haberte denunciado por agresiĂłn.—No me denunciĂł. Me lanzĂł un derechazo que me alcanzĂł debajo del ojo.
Me caà hacia atrás y tropecé con el escalón. Caà de culo y él recogió la manzana,cruzó la calle y se fue.
—¿No diste parte?—No.—¿Se lo contaste a alguien?Ella negó con la cabeza y recordó que cuando Rebus le preguntó también
habĂa negado con la cabeza para no dar explicaciones, aun sabiendo que era inĂştildisimular con Ă©l.
—SĂłlo cuando supe que habĂa muerto fui a decĂrselo a la jefa —dijo.Se hizo un silencio y se llevaron las cervezas a los labios mirándose. Siobhan
dio un trago y se relamió.—Yo no le maté —dijo pausadamente Rebus.—Pero en tu caso sà presentó denuncia.—Y la retiró enseguida.—Bien, entonces ha sido un accidente.Él guardó silencio un momento. Luego dijo:
—Somos culpables hasta que no se demuestre lo contrario.—Por los culpables —añadiĂł Siobhan alzando la botella.Rebus se esforzĂł por sonreĂr.—¿Fue esa la Ăşltima vez que le viste? —preguntĂł.Ella asintiĂł con la cabeza.—¿Y tĂş? —preguntĂł a su vez.—¿No tenĂas miedo de que volviera? —insistiĂł Ă©l, y al ver su expresiĂłn,
añadió—: De acuerdo, « miedo» no, pero pensarĂas…—TomĂ© mis precauciones.—¿QuĂ© clase de precauciones?—Las de costumbre: vigilar que nadie me siguiera y procurar no entrar ni
salir de casa despuĂ©s del anochecer si no habĂa gente en la calle.Rebus apoyĂł la cabeza en el respaldo del sillĂłn. Se habĂa acabado el disco.—¿Quieres oĂr algo más? —preguntĂł.—Lo que quiero oĂr es que la Ăşltima vez que viste a Fairstone fue aquel dĂa del
forcejeo.—Te dirĂa una mentira.—Entonces Âżcuándo le viste por Ăşltima vez?Rebus ladeĂł la cabeza y la mirĂł.—La noche en que muriĂł. —Hizo una pausa—. Pero tĂş ya lo sabĂas, Âżno?—Me lo dijo Templer —contestĂł ella asintiendo con la cabeza.—SalĂ a tomar una copa. Me lo encontrĂ© en un pub y estuvimos hablando.—¿De mĂ?—Del ojo a la funerala. Él alegĂł que habĂa sido en defensa propia. —Rebus
hizo una pausa—. Y por lo que me has contado, a lo mejor era verdad.—¿En quĂ© pub te lo encontraste?—En uno de Gracemount —contestĂł Rebus encogiĂ©ndose de hombros.—¿Desde cuándo vas a beber tan lejos del Oxford?—Quizá querĂa hablar con Ă©l —respondiĂł Rebus mirándola.—¿Saliste a buscarle?—¡Vaya con la señorita fiscal! —exclamĂł Rebus con la cara encendida.—Seguro que en el pub todos se dieron cuenta de que eras policĂa —dijo ella
—. Por eso se ha enterado Templer.—¿No se llama a eso « coaccionar al testigo» ?—¡John, puedo defenderme sola!—Y te habrĂa dejado KO todas las veces que hubiera querido. Ese cabrĂłn
tenĂa antecedentes por agresiones brutales. TĂş has visto la ficha.—Pero eso a ti no te daba derecho a…—Ahora no estamos hablando de derechos —replicĂł Rebus al tiempo que se
levantaba y se acercaba a la mesa a coger otra cerveza—. ¿Quieres una?—No, tengo que conducir.
—Como quieras.—Exacto, John; como quiera yo, no lo que tú quieras.—No le maté, Siobhan. Lo único que hice fue… —Se arrepintió en cuanto
inició la frase.—¿Qué? —preguntó ella volviéndose hacia él en el sofá—. ¿Qué? —insistió.—Ir otra vez a su casa. —Siobhan le miró casi boquiabierta—. Él me invitó.—¿Te « invitó» ?Rebus asintió con la cabeza. El abridor le temblaba en la mano. Dejó que
Siobhan hiciera el trabajo y ella le devolvió la botella abierta.—A ese cabrón le gustaban los juegos, Siobhan. Dijo que fuéramos a tomar
una copa para enterrar el hacha de guerra.—¿El hacha de guerra?—Eso exactamente.—¿Y lo hicisteis?—Él tenĂa ganas de hablar… No de ti, empezĂł a hablar un poco de todo, de
sus condenas, de historias de la cárcel, de su infancia… La clásica infancia tristede un niño con un padre que le pega y una madre indiferente…
—¿Y le escuchaste?—Pensaba en cĂłmo me gustarĂa darle un puñetazo.—Pero no lo hiciste.Rebus negĂł con la cabeza.—Ya estaba muy pasado cuando le dejĂ©.—¿Le dejaste en la cocina?—En el cuarto de estar.—¿Entraste en la cocina?Rebus volviĂł a negar con la cabeza.—¿Se lo has contado todo a Templer?Rebus alzĂł la mano para pasársela por la frente, pero recordĂł que el escozor
serĂa insoportable.—Márchate, Siobhan.—Aquel dĂa tuve que separaros. Ahora me cuentas que volviste a su casa
para tomar una copa y charlar. ¿Piensas que voy a tragármelo?—No te pido que creas nada. Márchate.—Puedo… —dijo ella levantándose.—Ya sé que puedes defenderte sola —espetó Rebus, sintiéndose de pronto
harto.—Iba a decirte que si quieres puedo fregar los platos.—Déjalo. Los lavaré yo mañana. Vamos a descansar, ¿vale? —añadió
acercándose a la ventana y mirando a la calle silenciosa.—¿A qué hora quieres que te recoja?—A las ocho.
—Bien, a las ocho. —Siobhan hizo una pausa—. Alguien como FairstonedeberĂa de tener enemigos.
—No te quepa la menor duda.—A lo mejor alguien te vio con él y aguardó a que te marchases…—Hasta mañana, Siobhan.—Era un malnacido, John. Esperaba que tú lo dijeras. El mundo está mejor
sin Ă©l —añadiĂł con voz más grave.—No recuerdo haber dicho eso.—Lo habrás pensado, y no hace tanto —replicĂł ella camino del vestĂbulo—.
Hasta mañana.Rebus aguardĂł a oĂr el clic de la puerta al cerrarse, pero lo que escuchĂł fue
un tenue borboteo de agua. Dio un sorbo a la cerveza mirando por la ventana yno la vio salir a la calle. Al abrirse de nuevo la puerta del cuarto comprendió queera el ruido de la bañera llenándose.
—¿También vas a restregarme la espalda?—Eso supera mi sentido del deber —replicó ella mirándole—. Pero no te
vendrĂa mal mudarte; te ayudarĂ© a preparar la ropa.Él negĂł con la cabeza.—Me las arreglarĂ©.—De todas maneras esperarĂ© a que te hay as bañado… sĂłlo para estar segura
de que puedes salir de la bañera.—No te preocupes.—De todos modos, me quedarĂ©.Se acercĂł a Ă©l, le cogiĂł la cerveza que Ă©l sostenĂa sin firmeza y se la llevĂł a la
boca.—Comprueba que el agua esté tibia —dijo él.Siobhan asintió y dio un trago.—Hay algo que me intriga —añadió.—¿Qué?—¿Cómo te las arreglas en el váter?—Hago lo que un hombre tiene que hacer —contestó él entrecerrando los
ojos.—Creo que no necesito más detalles —replicó Siobhan devolviéndole la
botella a Rebus—. Voy a asegurarme de que el agua no esté demasiado caliente.
DespuĂ©s del baño, envuelto en el albornoz, la vio salir del portal y mirar aizquierda y a derecha antes de subir al coche, comprobando que no la seguĂan,aunque el ogro habĂa muerto. Pero Rebus sabĂa que habĂa muchos tipos comoMartin Fairstone. En el colegio se rĂen de ellos, son los alfeñiques que van detrásde las pandillas en las que hacen chistes a su costa. Pero poco a poco se
envalentonan y pasan a la violencia y al hurto, la Ăşnica vida que conocerán.Fairstone le habĂa contado su vida y Ă©l habĂa escuchado.
« ÂżNo cree que deberĂa ir al psiquiatra o algo asĂ? ÂżSabe?, lo que a uno leronda por la cabeza es lo que acaba siempre haciendo en la vida. ÂżLe parece unachorrada? Será porque estoy borracho. Hay más whisky si quiere. No tiene másque pedirlo. Yo no tengo costumbre de hacer de anfitriĂłn, Âżsabe? Me pongo acharlar y ya me da igual…»
Y más… mucho más, mientras Ă©l escuchaba dando sorbos de whisky,sintiĂ©ndose cargado, porque habĂa pasado antes por cuatro pubs buscando aFairstone. Una vez agotado el monĂłlogo, Rebus se habĂa inclinado en el sillĂłn.Ocupaban sendos sillones desfondados. Entre ambos habĂa una mesita apoyadaen un cajĂłn a falta de una pata, rota. Encima habĂa dos vasos, una botella y uncenicero lleno de colillas, y era la primera vez en media hora que Rebus seinclinaba para hablar:
—Marty, deja de una puta vez de hacer tonterĂas con la sargento Clarke,Âżvale? La verdad es que me importa una mierda, pero sĂ querĂa preguntarte unacosa.
—¿QuĂ©? —dijo Fairstone, con los ojos medio cerrados y sosteniendo elcigarrillo entre el pulgar y el Ăndice.
—Me han dicho que tú conoces a Johnson Pavo Real. ¿Qué puedes decirmede él?
Sin apartarse de la ventana, Rebus pensĂł en cuántas pastillas de analgĂ©sicoquedarĂan en el frasco y en dar una vuelta para tomar algo. Dio la espalda a laventana y fue al dormitorio, abriĂł el primer cajĂłn de la cĂłmoda, sacĂł corbatas ycalcetines y finalmente encontrĂł lo que buscaba: unos guantes de invierno decuero negro forrados de nailon. Estaban por estrenar.
SEGUNDO DĂŤA
Miércoles
4
HabĂa veces en que Rebus habrĂa jurado que olĂa el perfume de su esposa en lafrĂa almohada. Era imposible. Tras veinte años de separaciĂłn, ni siquiera habĂadormido o habĂa apoyado la cabeza en la almohada. Otros perfumes, otrasmujeres. SabĂa que era una fantasĂa, pura imaginaciĂłn. Lo que olĂa era suausencia.
—¿En qué piensas? —dijo Siobhan cambiando de carril en un intentodesesperado por adelantar lo que pudiese en medio del atasco de la hora puntamatinal.
—Estaba pensando en almohadas —contestĂł Rebus que sostenĂa entre lasmanos un vaso de cafĂ©.
Siobhan habĂa traĂdo para los dos.—QuĂ© bonitos guantes —comentĂł Siobhan, y desde luego no era la primera
vez—. Perfectos para esta época del año.—Te advierto que puedo cambiar de chófer.—¿Y quién te iba a traer el desayuno?Siobhan pisó a fondo el acelerador en el momento en que el semáforo
cambiaba de ámbar a rojo y Rebus sujetó el vaso a duras penas.—¿Qué es esa música? —preguntó mirando el reproductor de compactos del
coche.—Fatboy Slim. PensĂ© que servirĂa para despertarte.—¿Por quĂ© le dice a Jimmy Boy le que no se vaya de Estados Unidos?Siobhan sonriĂł.—Debes de haberlo entendido mal. Si quieres pongo algo más suave. ÂżQuĂ© te
parece Tempus?—Adelante, ¿por qué no? —replicó Rebus.
La vivienda de Lee Herdman era un apartamento de un solo dormitorio encimade un bar en la calle principal de South Queensferry. El portal estaba al final deun sombrĂo pasadizo con un techo abovedado de piedra. Un agente de policĂacustodiaba la puerta principal y comprobaba el nombre de los vecinos en unalista que sujetaba en la carpeta portapapeles. Era Brendan Innes.
—¿Cuántos turnos le hacen trabajar? —preguntó Rebus.—Quedo libre dentro de una hora —contestó Innes mirando el reloj .—¿Alguna novedad?—Sólo gente que iba a su trabajo.—¿Cuántas viviendas hay aparte de la de Herdman?—Dos más. En una vive un profesor con su novia y un mecánico de coches
en la otra.—¿Un profesor? —inquirió Siobhan.Innes negó con la cabeza.—No tiene nada que ver con Port Edgar. Da clases en una escuela de
primaria y la novia es dependienta.Rebus sabĂa que habrĂan interrogado a los vecinos. Las notas estarĂan en
alguna parte.—¿Ha hablado con todos los vecinos? —preguntĂł.—A medida que entraban y salĂan.—¿QuĂ© han dicho?Innes se encogiĂł de hombros.—Lo de siempre: que era un hombre bastante tranquilo y que parecĂa una
buena persona.—¿« Bastante» tranquilo, no tranquilo sin más?Innes asintiĂł con la cabeza.—Por lo visto algunas noches el señor Herdman recibĂa a amigos hasta altas
horas.—¿Tantas como para irritar a los vecinos?Innes volviĂł a encogerse de hombros y Rebus se volviĂł hacia Siobhan.—¿Tenemos una lista de sus amistades? —preguntĂł.Ella asintiĂł con la cabeza.—Aunque seguramente incompleta —dijo.—Querrán esto —dijo Innes tendiĂ©ndoles una llave que Siobhan cogiĂł.—¿Está muy revuelto el piso? —preguntĂł Rebus.—Los que hicieron el registro sabĂan que Ă©l no iba a volver —contestĂł Innes
con una sonrisa, bajando la vista para apuntar sus nombres en la lista.El portal era estrecho y en el buzĂłn no habĂa cartas. Subieron dos tramos de
escalones de piedra hasta el primer descansillo, en el que habĂa dos puertas; en elsegundo vieron sĂłlo una sin letrero con el nombre del inquilino. Siobhan abriĂł yentraron.
—Cuántas cerraduras —comentó Rebus observando los dos cerrojosinteriores—. A Herdman le preocupaba la seguridad.
No era posible saber el desorden existente antes del registro de los hombresde Hogan. Rebus se abriĂł paso entre la ropa, los periĂłdicos, los libros y losdiversos objetos que llenaban el suelo. La vivienda era la antigua buhardilla de la
casa y las habitaciones resultaban claustrofĂłbicas. Rebus tenĂa el techo a menosde medio metro de la cabeza. Las ventanas eran pequeñas y estaban sucias. SĂłlohabĂa un dormitorio: cama de matrimonio, armario y cĂłmoda. En el suelo untelevisor portátil en blanco y negro y a su lado una botella de Bell’s vacĂa. Lacocina tenĂa suelo de linĂłleo grasiento y la mesa plegable dejaba espacio justopara entrar. El cuartito de baño olĂa a humedad y los dos armarios del pasillohabĂan sido vaciados y reordenados a toda prisa por los hombres de Hogan. SĂłloquedaba el cuarto de estar, donde volviĂł Rebus.
—Acogedor, ¿no crees? —comentó Siobhan.—En jerga de agencias de alquiler, sà —dijo Rebus cogiendo un par de
compactos de Linkin Park y Sepultura—. Le gustaba el heavy metal —comentóvolviéndolos a dejar.
—Y tambiĂ©n las SAS —añadiĂł Siobhan tendiendo unos libros a Rebus.Eran historias del regimiento, libros sobre las guerras en las que habĂa
intervenido y relatos de supervivencia de sus comandos. Siobhan señalĂł con lacabeza un escritorio y Rebus vio lo que le señalaba: un álbum con más recortes.TambiĂ©n eran de asuntos militares. ArtĂculos enteros en los que se analizaba unaaparente pauta: soldados americanos de comportamiento heroico que asesinabana sus esposas. TambiĂ©n habĂa recortes sobre suicidios y desapariciones y unatitulada « Falta de espacio en el cementerio de las SAS» , que llamĂłparticularmente la atenciĂłn de Rebus. ConocĂa a hombres que habĂan sidoenterrados en una secciĂłn aparte del camposanto de la iglesia de St Martin, cercadel antiguo cuartel general del regimiento. Actualmente, se habĂa trasladado elcementerio a Credenhill, cerca del nuevo cuartel. El artĂculo hablaba de lamuerte de dos miembros de las SAS que habĂan perecido en « una operaciĂłn deentrenamiento en Omán» , lo que podĂa significar tanto un desastre como quehubieran sido asesinados durante una misiĂłn secreta.
Siobhan inspeccionĂł una bolsa de supermercado y Rebus oyĂł tintineo debotellas.
—Era un buen anfitriĂłn —comentĂł ella.—¿Vino o licores?—Tequila y vino tinto.—A juzgar por la botella vacĂa del dormitorio, a Herdman le iba el whisky.—Por eso digo que era un buen anfitriĂłn —replicĂł Siobhan sacando del
bolsillo un papel que desdobló—. AquĂ dice que los de la CientĂfica recogieronrestos de porros y de algo que parecĂa cocaĂna. Se incautaron tambiĂ©n delordenador y cogieron unas fotos del armario ropero.
—¿Qué clase de fotos?—Armas. Un poco fetichista, parece, ¿no? Tener esa clase de fotos en la
puerta del armario…—¿Qué clase de armas?
—No lo dice.—¿Cuál era la que él utilizó?Siobhan consultó el informe.—Una Brocock de aire comprimido. Para ser exactos, una Magnum ME38.—O sea, como un revólver.Siobhan asintió con la cabeza.—Se puede comprar en el comercio por algo más de cien libras. Accionada
por cilindro de gas.—¿La de Herdman estaba manipulada, verdad?—TenĂa la cámara revestida de acero para poder utilizar municiĂłn real del
veintidós. Otra opción es brocar el cañón para adaptarlo al calibre treinta y ocho.—¿Utilizó munición del veintidós? —Siobhan asintió de nuevo—. Alguien tuvo
que hacer el trabajo.—O Ă©l mismo. No me extrañarĂa que supiera.—En primer lugar, Âżsabemos de dĂłnde sacĂł el arma?—Supongo que, como exsoldado, tendrĂa sus contactos.—PodrĂa ser —dijo Rebus pensando en la dĂ©cada de 1960 y 1970, cuando
armas y explosivos procedentes de las bases del EjĂ©rcito circulaban por todaspartes, sobre todo en manos de las dos facciones de Irlanda del Norte. RecordĂłlos disturbios y que muchos soldados conservaban un « recuerdo» en algunaparte, algunos sabĂan dĂłnde se podĂan comprar y vender armas sin que nadiehiciera preguntas.
—Por cierto —dijo Siobhan—. TenĂa « armas» , en plural.—¿Llevaba más de una?Ella negĂł con la cabeza.—Se encontrĂł en un registro en el cobertizo de la lancha —añadiĂł
consultando el informe—. Un Mac 10.—Esa es una señora arma.—¿La conoces?—Un subfusil Ingram Mac 10… americano. Mil disparos por minuto. No se
compra en una tienda.—Los del laboratorio creen que en su dĂa lo habĂan desactivado, lo que quiere
decir exactamente que es posible hacerlo.—¿TambiĂ©n lo habĂa manipulado?—O lo comprĂł ya manipulado.—Gracias a Dios que no fue con esa al colegio. HabrĂa habido una matanza.Guardaron silencio pensativos y siguieron registrando.—Mira quĂ© interesante —dijo Siobhan enseñándole un libro—. Es la historia
de un soldado que se volvió loco e intentó matar a su novia. —Siobhan ley ó lasolapa—. Y después se mató arrojándose desde un avión… Por lo visto es unahistoria real.
De entre las páginas cayó una foto. Siobhan la recogió y le dio la vuelta paraque la viera Rebus.
—No me digas que es ella otra vez.Lo era: Teri Cotter, en una instantánea reciente. Estaba en la calle con otros
amigos en los márgenes del encuadre, tal vez en Edimburgo. ParecĂa estarsentada en la acera y llevaba casi el mismo atuendo que cuando fumĂł con Ă©l elcigarrillo a medias. En la imagen sacaba la lengua al fotĂłgrafo.
—Estaba contenta —comentó Siobhan.Rebus examinó la foto antes de darle la vuelta, pero el reverso estaba en
blanco.—Me dijo que conocĂa a los chicos asesinados, pero no pensĂ© que conociera
al asesino.—¿Y la teorĂa de Kate Renshaw de que Herdman podrĂa estar relacionado
con los Cotter?Rebus se encogiĂł de hombros.—ValdrĂa la pena mirar la cuenta bancaria de Herdman a ver si aparecen
ingresos sospechosos. —Oy ó cerrarse una puerta en el piso de abajo—. Havuelto uno de los vecinos. ¿Vamos a ver?
Siobhan asintiĂł y salieron del piso asegurándose de que quedaba bien cerrado.En el rellano inferior, Rebus arrimĂł primero el oĂdo a una puerta y luego a laotra. Siobhan llamĂł a la segunda con los nudillos y cuando abrieron ya tenĂapreparada la credencial.
—Soy la sargento Clarke y este es el inspector Rebus —dijo—. ¿Podemoshacerle unas preguntas?
La joven mirĂł primero a uno y luego a otro.—Ye hemos explicado a los otros policĂas lo que sabemos.—Lo cual le agradecemos, señorita —terciĂł Rebus, advirtiendo que ella
clavaba la mirada en los guantes—. Usted vive aquĂ, Âżverdad?—SĂ.—Tenemos entendido que se llevaba bien con el señor Herdman, a pesar de
que a veces era ruidoso.—SĂłlo cuando recibĂa amigos. Pero no tenĂa importancia; nosotros a veces
tambiĂ©n hacemos ruido.—¿TambiĂ©n le gusta el heavy metal?Ella arrugĂł la nariz.—Robbie es más de mi gusto —contestĂł.—Se refiere a Robbie Williams —dijo Siobhan.—Lo he escuchado alguna vez —replicĂł Rebus con desdĂ©n.—Menos mal que sĂłlo ponĂa ese tipo de mĂşsica en las fiestas.—¿La invitĂł a usted alguna vez?La joven negĂł con la cabeza.
—Enseña a la señorita… —dijo Rebus a Siobhan, pero se interrumpió, sonrióy preguntó—: Perdone, ¿cómo se llama?
—Hazel Sinclair.Rebus asintiĂł con la cabeza.—Sargento Clarke, Âżquiere enseñar a la señorita Sinclair…?Pero Siobhan ya habĂa sacado la foto, que mostrĂł a la joven.—Es la señorita Teri —dijo ella.—Ah, Âżla conoce?—Naturalmente. Parece reciĂ©n salida de La familia Adams. La veo muchas
veces por la calle principal.—¿Y por aquà la ha visto?—¿Por aqu� —La joven reflexionó y negó con la cabeza—. Yo siempre he
pensado que Ă©l era gay.—Herdman tenĂa hijos —dijo Siobhan recogiendo la foto.—Eso no quiere decir nada, Âżno cree? Hay muchos casados. Y Ă©l estuvo en el
EjĂ©rcito; allĂ seguro que hay muchos gays.Siobhan apenas contuvo una sonrisa y Rebus cambiĂł el peso de un pie a otro.—Además —añadiĂł Hazel Sinclair—, por la escalera sĂłlo subĂan y bajaban
gays. Jovencitos —añadiĂł tras una pausa efectista.—¿HabĂa alguno parecido a Robbie?La joven negĂł teatralmente con la cabeza.—ComerĂa en su culo como si fuera en mi mesa todos los dĂas.—Bueno, trataremos de no incluir eso en el informe —comentĂł Rebus sin
perder la compostura mientras ellas dos soltaban una carcajada.
En el coche, de camino al puerto deportivo Port Edgar, Rebus examinĂł unas fotosde Lee Herdman, en su may or parte fotocopias de periĂłdicos. Era un tipo alto ynervudo con pelo rizado gris y arrugas en la cara y en torno a los ojos. Un tipobronceado, o más bien curtido por la intemperie. MirĂł afuera y vio que las nubescubrĂan el cielo como una sábana sucia. Eran fotos tomadas al aire libre:Herdman trabajando en la lancha o zarpando rumbo al estuario. En una de ellassaludaba con la mano y con una gran sonrisa a alguien en tierra, como si fuese elhombre más feliz del mundo. Rebus no encontraba la gracia a navegar; a Ă©l leparecĂa que tenĂa bastante encanto contemplar barcos en la lejanĂa desde algĂşnpub del paseo marĂtimo.
—¿Has ido en barco alguna vez? —preguntĂł a Siobhan.—En transbordador, varias veces.—Me referĂa a ir en yate, a cazar la botavara y todo eso.—¿Eso es lo que se hace con la botavara? —replicĂł ella mirándole.—Y y o quĂ© diablos sĂ© —contestĂł Rebus alzando la vista.
Pasaban por debajo del puente y se atisbaba y a el pequeño puerto deportivoal final de una carretera estrecha, más allá de los enormes puntales de hormigĂłnque elevaban el puente hacia el cielo. Aquello sĂ que era objeto de admiraciĂłnpara Rebus; el ingenio, no la naturaleza. Se decĂa a menudo que los may oreslogros del hombre eran producto de su lucha contra la naturaleza: la naturalezaplantea los problemas y los seres humanos los resuelven.
—Ya estamos —dijo Siobhan cruzando una verja abierta.El pequeño puerto constaba de una serie de instalaciones, unas más
desvencijadas que otras, y tenĂa dos embarcaderos que se adentraban en elestuario del Forth. En uno de ellos vieron amarrados varias decenas de barcos.Cruzaron por delante de la oficina y de un edificio con el letrero de « Consignadel contramaestre» y aparcaron junto a la cafeterĂa.
—SegĂşn el informe, hay un club náutico, un taller de velas y otro paraarreglar aparatos de radar —dijo Siobhan mientras bajaba del coche y se dirigĂahacia la otra portezuela, pero Rebus se le anticipĂł y logrĂł abrirla.
—¿Has visto? —dijo—. TodavĂa no estoy para el desguace.Pero bajo los guantes sintiĂł punzadas en los dedos. Se estirĂł y mirĂł a su
alrededor. TenĂan el puente sobre sus cabezas y sin embargo el zumbido de loscoches no se oĂa tan fuerte como Ă©l esperaba, llegaba casi amortiguado por aquelotro ruido metálico procedente de los barcos. Tal vez de las botavaras…
—¿Quién es el propietario del puerto? —preguntó.—En el letrero de la entrada me ha parecido leer Servicio de Deportes,
Edimburgo.—O sea, que es del ayuntamiento. Lo que significa que técnicamente es tuy o
y mĂo.—TĂ©cnicamente —asintiĂł Siobhan. Examinaba con atenciĂłn un plano
dibujado a mano—. El cobertizo de Herdman queda a la derecha, despuĂ©s de losservicios —dijo señalando hacia un punto—. AllĂ, creo.
—Muy bien, allá voy —dijo Rebus señalando con la cabeza la cafeterĂa—.Pide cafĂ© para llevar, que no estĂ© muy caliente, y te reĂşnes conmigo.
—¿Que no escalde, quieres decir? —añadió ella dirigiéndose a la escalinata—. ¿Seguro que te las arreglas solo?
Rebus se quedó junto al coche mientras ella entraba. Se oyó un chirridocuando cerró la puerta. Él sacó tranquilamente del bolsillo cigarrillos yencendedor, abrió la cajetilla y cogió un pitillo con los dientes. Era mucho másfácil utilizar el encendedor que las cerillas, a resguardo del viento. Recostado enel coche, saboreó el humo hasta que Siobhan volvió.
—Ten —dijo tendiéndole el vaso de plástico lleno a medias—. Con muchaleche.
—Gracias —dijo Ă©l mirando el lĂquido gris claro.Echaron a andar y doblaron un par de esquinas sin ver un alma, a pesar de la
media docena de coches aparcados donde habĂan dejado el suy o.—Es allà —dijo ella señalando un lugar más cercano al puente.Rebus advirtiĂł que uno de los embarcaderos era un pantalán de madera con
amarres.—Debe de ser este —añadiĂł Siobhan tirando el vaso medio vacĂo en una
papelera.Rebus hizo lo mismo a pesar de que apenas habĂa dado dos sorbos al tibio
brebaje lechoso. Si aquello tenĂa cafeĂna Ă©l no lo habĂa notado. Gracias a Diosque tenĂa la nicotina.
El cobertizo hacĂa honor a su nombre, aunque era amplio. TendrĂa unos sietemetros de ancho y estaba construido con una mezcla de planchas de madera ymetal ondulado. Vieron dos cadenas en el suelo, prueba de que la PolicĂa habĂaentrado cortándolas con alicates. Las habĂan remplazado con cinta adhesiva azuly blanca, y habĂan colocado un anuncio oficial en la puerta prohibiendo laentrada. Un letrero escrito a mano rezaba: ESQUĂŤ Y LANCHA, PROP. L.HERDMAN.
—Un cartel con garra —comentĂł Rebus mientras Siobhan quitaba la cinta yabrĂa la puerta.
—Dice justamente lo que es —añadiĂł Siobhan.AllĂ era donde Herdman tenĂa su negocio, enseñaba a navegantes novatos y
daba sustos de muerte a los clientes de esquĂ acuático. Rebus vio una lanchaneumática de unos siete metros enganchada a un remolque que tenĂa las ruedasalgo desinfladas. HabĂa un par de fuera bordas tambiĂ©n enganchados aremolques con motores relucientes, y una moto acuática no menos nueva. Estabatodo excesivamente ordenado, como cuidado por alguien obsesionado por lalimpieza, y no faltaba un banco de trabajo con sus herramientas perfectamentecolocadas encima, colgadas en la pared. De no ser por un trapo manchado deaceite, prueba de que allĂ se efectuaban trabajos de mecánica, el visitantedesprevenido habrĂa pensado que aquel cobertizo era una dependencia museĂsticadel puerto deportivo.
—¿DĂłnde encontraron el arma? —preguntĂł Rebus cruzando la puerta.—En ese armarito, debajo del banco de trabajo.Rebus mirĂł y vio que en el suelo habĂa un candado limpiamente cortado. El
armario estaba abierto y dentro habĂa una serie de taladros y llaves para tuercas.—Supongo que no encontraremos gran cosa —dijo Siobhan.—Seguramente no —añadiĂł Rebus.Pero no por ello disminuĂa su interĂ©s y su curiosidad por ver lo que aquel
lugar podĂa revelarle sobre Lee Herdman; de momento, el detalle de queHerdman era un trabajador minucioso que lo dejaba todo limpio. A juzgar por supiso, no era tan detallista en su vida Ăntima pero, desde luego, profesionalmente,era concienzudo. Lo que encajaba con su pasado en el EjĂ©rcito, donde, por muy
descuidada que sea tu vida, no dejas que influya en el servicio. Rebus habĂaconocido militares cuyo matrimonio se estaba derrumbando y sin embargomantenĂan impecable su arma, quizá porque, como decĂa un sargento mayor,« el EjĂ©rcito es, con mucho, lo mejor» .
—¿TĂş quĂ© crees? —preguntĂł Siobhan.—Se dirĂa que esperaba una visita de inspecciĂłn del Ministerio de Higiene.—Me da la impresiĂłn de que las barcas valen más que su piso.—Ya lo creo.—Signo de doble personalidad.—¿Ah, sĂ?—Vida Ăntima caĂłtica y todo lo contrario en el trabajo. Un piso barato con
cuatro trastos y lanchas caras…—Cháchara de psiquiatra aficionada —restallĂł una voz a sus espaldas.ProcedĂa de una mujer robusta de unos cincuenta años peinada con moño y
con el pelo tan estirado hacia atrás que parecĂa una prolongaciĂłn del rostro.VestĂa traje sastre negro, zapatos negros sencillos, blusa color caqui y uncollarcito de perlas. Del hombro le colgaba una mochila de cuero. Laacompañaba un hombre alto y fornido que tendrĂa la mitad de sus años, con elpelo negro cortado a cepillo y que permaneciĂł quieto con los brazos caĂdos y lasmanos juntas. VestĂa traje oscuro, camisa blanca y corbata azul.
—Usted debe de ser el inspector Rebus —dijo la mujer adelantándoseenérgicamente dispuesta a darle la mano e imperturbable cuando Rebus nocorrespondió a su gesto. Bajó un poco la voz—. Me llamo Whiteread y este esSimms —dijo clavando la mirada en Rebus—. Por lo que me comentó elinspector Hogan, imagino que vienen del piso…
No entendieron lo que dijo a continuación porque entró bruscamente en elcobertizo esquivando a Rebus, y dio una vuelta alrededor de la lancha neumáticaexaminándola con ojos expertos.
« Tiene acento inglĂ©s» , pensĂł Rebus.—Yo soy la sargento Clarke —saltĂł Siobhan.Whiteread la mirĂł fijamente y le dirigiĂł una fugaz sonrisa.—SĂ, claro —dijo.Mientras, Simms habĂa entrado y repetido su nombre a guisa de presentaciĂłn
y, volviĂ©ndose hacia Siobhan, repitiĂł el proceso acompañándolo de un apretĂłn demanos. TenĂa tambiĂ©n acento inglĂ©s y voz inexpresiva, su cortesĂa era puraformalidad.
—¿Dónde encontraron el arma? —preguntó Whiteread y, al advertir en esemomento el candado cortado, asintió con la cabeza respondiendo a su propiapregunta, se acercó al armario y se acuclilló ágilmente, remangándose la faldapor encima de las rodillas.
—Subfusil Mac 10. Un modelo conocido porque se atasca mucho —dijo
levantándose y estirándose la falda.—Mejor que muchos equipos del Ejército —comentó Simms, que después de
presentarse se habĂa situado entre Rebus y Siobhan, muy estirado, con las piernaslevemente separadas y las manos juntas delante del cuerpo.
—¿Les importarĂa mostrarnos su identificaciĂłn? —dijo Rebus.—El inspector Hogan sabe que estamos aquà —contestĂł Whiteread
displicente.Estaba examinando el banco de trabajo. Rebus se acercĂł a ella lentamente.—Le he dicho que me muestre su identificaciĂłn —dijo.—Lo he oĂdo perfectamente —replicĂł ella, desviando su atenciĂłn hacia una
pequeña oficina situada en la parte posterior del cobertizo. Fue hasta el cuarto conRebus pegado a sus talones.
—Salga de aquà —dijo Ă©l—. Lárguese inmediatamente.Ella no respondiĂł. En la oficina habĂa tambiĂ©n un enorme candado que habĂa
sido forzado. La puerta estaba cerrada y precintada con cinta de la PolicĂa.—Además, su compañero ha utilizado la palabra « equipo» —insistiĂł Rebus
mientras ella desprecintaba la puerta y miraba en el interior de la oficina.Era un pequeño despacho con una mesa, una silla y un archivador y, en una
estanterĂa, un aparato que debĂa de ser una radio emisora y receptora. No se veĂaningĂşn ordenador, fotocopiadora ni fax. Los cajones de la mesa estaban abiertosy revueltos. Whiteread cogiĂł un montĂłn de papeles y comenzĂł a hojearlos.
—Ustedes son militares —dijo Rebus rompiendo el silencio—. Aunque vayande paisano se nota que son militares. Que yo sepa, en las SAS no hay mujeres;asà que ¿qué puede ser usted?
—Alguien que puede ayudar —replicó ella volviendo enérgicamente lacabeza hacia él.
—Ay udar, ¿en qué?—En un asunto como este —respondió ella volviendo a interesarse en los
papeles—. Para que no vuelva a suceder.Rebus la mirĂł. Siobhan y Simms seguĂan junto a la puerta.—Siobhan, llama a Bobby Hogan de mi parte. Quiero que me diga quĂ© sabe
de estos dos.—Sabe que hemos venido —dijo Whiteread sin levantar la cabeza—. Incluso
me dijo que tal vez nos encontrásemos con usted. ÂżCĂłmo sabĂa si no su nombre?—Llámale —repitiĂł Rebus a Siobhan, que tenĂa el mĂłvil en la mano.Whiteread volviĂł a meter los papeles en un cajĂłn y lo cerrĂł.—Usted no llegĂł a ingresar en el regimiento, Âżverdad, inspector Rebus? —dijo
Whiteread volviéndose despacio hacia él—. Por lo que me han dicho, no pudocon el entrenamiento.
—¿Por qué no va de uniforme? —replicó Rebus.—Porque a algunos les impresiona —contestó Whiteread.
—¿Sólo por eso? ¿No será que quieren evitar publicidad negativa? —dijoRebus con una sonrisa despectiva—. No está nada bien que uno de los suyoscometa una barbaridad, ¿verdad? Y lo que menos les interesa es que se sepa queperteneció al regimiento.
—Lo hecho, hecho está. Si podemos evitar que vuelva a ocurrir, tanto mejor—replicĂł ella. Hizo una pausa y se puso frente a Ă©l. Era treinta centĂmetros másbaja pero su igual por lo demás—. ÂżQuĂ© inconveniente ve en ello? —añadiĂłdevolviĂ©ndole la sonrisa. Si la de Rebus habĂa sido frĂa, la de ella fue de hielo—.Usted se vino abajo y no lo logrĂł. Aunque no tiene por quĂ© frustrarle, inspectorRebus.
A Rebus le pareció entender « frustrado» en vez de « frustrarle» . Quizá fuerasu acento o tal vez hubiera intentado un juego de palabras.
Siobhan habĂa establecido comunicaciĂłn pero Hogan tardaba en ponerse alhabla.
—DeberĂamos echar un vistazo a la lancha —dijo Whiteread a sucompañero, pasando entre Rebus y la puerta.
—Ahà hay una escalera —dijo Simms.Rebus trató de identificar su acento: Lancashire o Yorkshire quizás. Del de
Whiteread no estaba seguro; le parecĂa de los Home Counties del sur deInglaterra o algo asĂ, una especie de inglĂ©s genĂ©rico como el de los colegioselegantes. Además, tambiĂ©n advirtiĂł que Simms no parecĂa a gusto en su atuendoni en su papel. Quizás hubiera por medio un conflicto de clases o fuese la primeravez que se encontraba en una situaciĂłn como aquella.
—Por cierto, yo me llamo John —dijo Rebus dirigiĂ©ndose a Ă©l—. ÂżY usted?Simms mirĂł a Whiteread, quien exclamĂł:—¡Vamos, dĂselo!—Gav… Gavin.—¿Gav para los amigos y Gavin en la faena? —aventurĂł Rebus cogiendo el
telĂ©fono que le tendĂa Siobhan.—Bobby, Âżpor quĂ© demonios permites que dos payasos de las fuerzas
armadas de Su Majestad se entrometan en nuestro caso? —Hizo una pausa paraescuchar—. He usado la palabra con intención, Bobby, porque están metiendo lanariz en la lancha de Herdman. —Otra pausa—. No, no se trata de eso ni muchomenos… —Nueva pausa—. Bien, de acuerdo, Vamos para allá.
Devolvió el teléfono a Siobhan y vio que Simms sujetaba una escalera demano por la que trepaba Whiteread.
—Nos vamos —dijo en voz alta para que ella lo oyera—. Si no volvemos avernos… créame que será un placer.
AguardĂł a ver si ella decĂa algo, pero Whiteread y a habĂa subido a la lanchay no parecĂa prestarle el menor interĂ©s. Simms subiendo por la escalera y mirĂłhacia atrás.
—Me dan ganas de empujar la escalera y echar a correr —dijo Rebus aSiobhan.
—No creo que eso la detuviera, ¿no crees?—Probablemente tengas razón —dijo él—. Whiteread, una cosa más antes de
irnos —añadió alzando la voz—: ¡Gav le estaba mirando las bragas!Al volverse para salir dirigió un gesto de contrición a Siobhan encogiendo los
hombros, admitiendo que habĂa sido una gracia muy burda. Burda, pero merecĂala pena.
—Pero bueno, Bobby, ÂżquĂ© demonios pasa contigo? —dijo Rebus caminando poruno de los pasillos del colegio en direcciĂłn a lo que parecĂa una cámaraacorazada antigua con su rueda y sus engranajes. Estaba abierta, al igual que unapuerta de acero en el interior. Hogan miraba dentro—. Esos cabrones no tienenpor quĂ© entrometerse.
—John —dijo Hogan pausadamente—, creo que no conoces al director… —añadió señalando hacia la cámara, desde la cual un hombre de mediana edad lesmiraba en medio de un arsenal suficiente para iniciar una revolución—, el doctorFogg… —añadió a modo de presentación.
Fogg cruzĂł la puerta de la cámara. Era un hombre fornido con mirada deantiguo boxeador; tenĂa una oreja hinchada, una enorme nariz y una cicatriz enuna de las pobladas cejas.
—Eric Fogg —dijo estrechando la mano a Rebus.—Perdone usted mi vocabulario, soy el inspector John Rebus.—En un colegio se oyen cosas peores —replicó Fogg en un tono que indicaba
que habĂa repetido esa frase cientos de veces.Siobhan se habĂa acercado y estaba a punto de presentarse cuando vio el
contenido de la cámara.—¡Dios mĂo! —exclamĂł.—Eso he pensado yo —apostillĂł Rebus.—Le estaba diciendo al inspector Hogan —dijo Fogg— que en casi todos los
colegios privados hay algo similar.—Para las FMC, ¿verdad, doctor Fogg? —dijo Hogan.—Las fuerzas mixtas de cadetes —concedió Fogg asintiendo con la cabeza—
del EjĂ©rcito, la Marina y la AviaciĂłn. Desfilan todos los viernes. —Hizo unapausa—. Creo que un buen incentivo para los chicos es que ese dĂa cambian eluniforme del colegio.
—Por otro más paramilitar —comentó Rebus.—Hay armas automáticas, semiautomáticas y de diverso tipo —añadió
Hogan.—Probablemente disuadirĂan a un desvalijador.
—Le estaba diciendo al inspector Hogan —continuĂł Fogg— que si se activa elsistema de alarma del colegio, las Fuerzas de PolicĂa saben de inmediato que hande dirigirse en primer lugar a la armerĂa. Es un sistema de alerta que instalamoscuando el IRA y otros grupos robaban armas.
—¿No me dirá que tambiĂ©n guardan aquĂ la municiĂłn? —preguntĂł Siobhan.Fogg negĂł con la cabeza.—No, no hay municiĂłn en las instalaciones.—Pero Âżlas armas sĂ son reales? ÂżNo están desactivadas?—SĂ, son del todo reales —dijo el hombre mirando el interior de la cámara
con cierto gesto de disgusto.—¿No son de su agrado? —preguntó Rebus.—Mi opinión es que existe siempre cierto riesgo de que su empleo sobrepase
su utilidad en nuestro caso.—Una respuesta muy diplomática —comentó Rebus suscitando una sonrisa
en el director.—Pero Herdman no sacó de aquà el arma —dijo Siobhan.Hogan negó con la cabeza.—Ese es otro aspecto en el que espero que los investigadores militares puedan
ayudarnos. Siempre que no podáis vosotros —dijo mirando a Rebus.—Bobby, ten paciencia. Sólo llevamos aquà cinco minutos.—¿Usted da clase? —preguntó Siobhan a Fogg para evitar que los dos
inspectores se enzarzasen en una discusiĂłn.Fogg negĂł con la cabeza.—Las daba de RME: religiĂłn, moral y educaciĂłn.—Para infundir en los adolescentes sentido moral. Eso debe de ser difĂcil.—AĂşn no conozco a ningĂşn joven que haya iniciado una guerra —dijo el
hombre con voz que sonaba a falsa, otra respuesta preparada para una preguntafrecuente.
—Sólo porque no es corriente entregarles armas de fuego —comentó Rebusvolviendo a mirar aquella parafernalia bélica.
Fogg empezĂł a cerrar la puerta de la cámara.—¿No falta nada? —preguntĂł Rebus.Hogan negĂł con la cabeza.—Pero las dos vĂctimas pertenecĂan a las FMC —dijo.Rebus mirĂł a Fogg quien asintiĂł con la cabeza.—Anthony es un entusiasta… Derek, no tanto.Anthony Jarvies, el hijo de juez. Su padre, Roland Jarvies, era un magistrado
muy conocido en Escocia. Rebus habĂa declarado probablemente quince o veinteveces en casos en que lord Jarvies presidĂa el tribunal con una agudeza que unabogado calificĂł de « mirada taladradora» . Rebus no sabĂa muy bien quĂ© erauna mirada taladradora, pero se lo imaginaba.
—¿Alguien ha comprobado las cuentas del banco de Herdman? —preguntóSiobhan.
Hogan la mirĂł detenidamente.—Su contable ha cooperado mucho. El negocio no iba mal.—¿No hay ningĂşn ingreso que llame la atenciĂłn? —preguntĂł Rebus.—¿Por quĂ©? —replicĂł Hogan entrecerrando los ojos.Rebus mirĂł al director. No pretendĂa que Ă©l se diera cuenta, pero Fogg lo vio.—Si les parece, yo… —dijo el hombre.—No hemos terminado, doctor Fogg, si no le importa —dijo Hogan mirando
a Rebus—. Estoy seguro de que cuanto diga el inspector Rebus quedará entrenosotros.
—Naturalmente —dijo Fogg enfático.Terminó de cerrar la puerta y giró la rueda de la combinación.—El año pasado —prosiguió Rebus hablando con Hogan—, una de las
vĂctimas tuvo un accidente de tráfico. El conductor muriĂł. Nos preguntamos si hapasado demasiado tiempo para que persistiera un mĂłvil de venganza.
—No explica por qué Herdman se suicidó acto seguido.—Quizá fue una chapuza —dijo Siobhan cruzando los brazos—. Al ver que
habĂa alcanzado a otros dos chicos le entrĂł pánico.—Cuando hablas de un ingreso en la cuenta de Herdman, Âżte refieres a una
cantidad importante reciente?Rebus asintió.—Ordenaré que lo averigüen. Lo único que hemos averiguado por la cuenta
es que falta un ordenador.—¿Ah, sĂ?Siobhan preguntĂł si no lo habrĂa confiscado Hacienda.—PodrĂa ser —contestĂł Hogan—. El caso es que hay una factura y hemos
hablado con la tienda que se lo vendió. Un equipo de última generación.—¿Crees que se deshizo de él? —pregunto Rebus.—¿Por qué iba a hacerlo?Rebus se encogió de hombros.—¿Para ocultar algo? —sugirió Fogg, quien al ver cómo le miraban bajó la
vista—. Perdonen que me haya permitido…—No se disculpe usted —dijo Hogan—. Buena observación —añadió
frotándose los ojos y volviéndose otra vez hacia Rebus—. ¿Algo más?—Esos cabrones del Ejército —dijo Rebus, pero Hogan levantó la mano.—Tienes que aceptarlos.—Bobby, esos no han venido a aclarar nada. Si acaso, todo lo contrario.
Quieren ocultar el pasado de Herdman en las SAS, por eso van de paisano. Y esaWhiteread…
—Escucha, lamento que entorpezcan tu labor.
—O que nos pisoteen hasta enterrarnos —le interrumpió Rebus.—John, esta investigación nos supera, ¡tiene muchas derivaciones! —replicó
Hogan alzando la voz imperceptiblemente temblorosa—. ¡No necesito más putosproblemas!
—Bobby, modera tu lenguaje —dijo Rebus muy serio mirando de reojo aFogg.
Tal como esperaba, Hogan le echĂł en cara a su vez su modo de hablar dehacĂa un momento, y sonriĂł.
—Sigue investigando, Âżvale?—Estamos contigo, Bobby.Siobhan dio un paso hacia ellos dos.—Nos gustarĂa hacer una cosa —dijo sin hacer caso de la mirada de sorpresa
de Rebus, que revelaba que no sabĂa lo que ella traĂa entre manos—. Interrogar alsuperviviente.
—¿A James Bell? —replicó Hogan frunciendo el ceño—. ¿Para qué? —añadiómirando a Rebus, pero fue ella quien contestó.
—Porque es el único superviviente.—Le hemos interrogado más de diez veces. Está bajo los efectos de la
impresiĂłn. Y a saber quĂ© otros sufrirá.—Lo haremos con delicadeza —insistiĂł Siobhan sin alzar la voz.—TĂş sĂ, pero tĂş no eres lo que me preocupa —añadiĂł sin dejar de mirar a
Rebus.—Será interesante escuchar el relato de un testigo presencial —dijo él—. Que
nos explique cómo actuó Herdman y si dijo algo… Parece ser que nadie le vioaquella mañana; ni los vecinos ni los del puerto deportivo. Hay que llenarlagunas.
Hogan lanzĂł un suspiro.—Primero escuchad las cintas del interrogatorio y si despuĂ©s seguĂs creyendo
que conviene hablar con él, y a veremos…—Gracias, señor —dijo Siobhan para conferir cierta formalidad al momento.—He dicho « ya veremos» . No he prometido nada —añadió Hogan alzando
un dedo.—¿Se hará otra verificaciĂłn de las cuentas, por si acaso? —preguntĂł Rebus.Hogan asintiĂł con desgana.—¡Ah, aquĂ están ustedes! —bramĂł una voz.Era Jack Bell, que avanzaba por el pasillo.—¡Dios mĂo! —musitĂł Hogan, pero vio que Bell se dirigĂa al director.—Eric —exclamó—, ÂżcĂłmo es que no has denunciado pĂşblicamente la falta
de seguridad del colegio?—La seguridad del colegio es suficiente, Jack —replicó Fogg con un suspiro
que daba a entender que ya habĂa sostenido aquella discusiĂłn.
—Eso es una mierda, y tĂş lo sabes. Escucha, lo que intento es poner derelieve que la lecciĂłn de Dunblane no ha servido de nada. Hay falta de seguridaden los colegios de este paĂs —dijo esgrimiendo un dedo—. Y aparecen armas portodas partes —añadiĂł alzando otro dedo y haciendo una pausa efectista—. Esevidente que hay que hacer algo. ¡PodrĂa haber muerto mi hijo! —añadiĂłentrecerrando los ojos.
—Un colegio no es una fortaleza, Jack —replicó inútilmente el director.—En 1997 —prosiguió Bell arrollador—, después de la tragedia de Dunblane,
quedaron prohibidas las armas que excedieran del calibre veintidós, y suspropietarios legales las entregaron, pero ¿de qué ha servido? —añadió mirando asu alrededor sin obtener respuesta alguna—. Quienes no lo hicieron fueron losdelincuentes, y parece, además, que cada vez les resulta más fácil conseguir todoel armamento que fuera.
—Se ha equivocado de feligreses —comentó Rebus.Bell le miró impávido.—Es muy posible —replicó—. Porque —añadió levantando el dedo— ustedes
parecen totalmente incapaces de atajar de alguna manera el problema.—Un momento, señor… —terció Hogan.—Bobby, déjale que desbarre —le interrumpió Rebus—. A ver si caldea un
poco el edificio.—¿Cómo se atreve? —gruñó Bell—. ¿Cómo se permite hablarme de ese
modo?—Supongo que en mi condición de elector —replicó Rebus para recordarle lo
precario de su cargo.En el silencio que siguiĂł se oyĂł sonar el mĂłvil de Bell, quien hizo un gesto
despectivo en direcciĂłn a Rebus y se dio la vuelta para alejarse unos pasos por elpasillo a contestar la llamada.
—¿Diga? ¿Cómo? —añadió consultando el reloj—. ¿De la radio o de latelevisión? —Hizo una pausa para escuchar la respuesta—. ¿Una emisora local onacional? Sólo concedo entrevistas a emisoras nacionales —añadió alejándoseaún más del grupo que, más relajado, intercambió miradas y gestos.
—Bien —dijo el director—, creo que voy a…—¿Le importa a usted que hablemos en su despacho? —preguntó Hogan—.
Quedan un par de cosas… Volved al trabajo —añadió señalando con la cabeza aRebus y Siobhan.
—SĂ, señor —dijo Siobhan. De repente el pasillo estaba vacĂo, salvo por ella yRebus. InflĂł los carrillos y exhalĂł aire despacio diciendo—: Ese Bell es unnĂşmero.
—Está dispuesto a explotar el caso cuanto pueda —dijo Rebus asintiendo conla cabeza.
—Si no, no serĂa un polĂtico.
—Es instinto congĂ©nito en ellos, Âżno? Es curioso el rumbo que toman las cosas,cuando su carrera podrĂa haberse ido a pique despuĂ©s de su detenciĂłn en Leith.
—¿Crees que actúa asà por venganza?—Desde luego, si puede, nos hundirá; asà que no debemos darle pie.—Exactamente lo que tú has hecho replicándole de mala manera.—De vez en cuando hay que divertirse, Siobhan —contestó Rebus mirando al
pasillo vacĂo—. ÂżNo crees que a Bobby Hogan le sucede algo?—SĂ que me ha parecido agotado, la verdad. Por cierto, Âżno crees que
deberĂas decĂrselo?—¿QuĂ©?—Que los Renshaw son familia tuy a.Rebus la mirĂł fijamente.—Puede traer complicaciones. Y no creo que Bobby necesite más de
momento.—TĂş sabrás.—Exactamente. Y a los dos nos consta que nunca me equivoco.—Lo habĂa olvidado —apostillĂł Siobhan.—Me alegra recordártelo, sargento Clarke. Siempre a tu servicio.
5
La comisarĂa de South Queensferry era un cajĂłn de techo bajo de una solaplanta situada en una calle frente a una iglesia episcopaliana. En el exterior, unletrero anunciaba que la comisarĂa permanecĂa abierta al pĂşblico de nueve acinco entre semana a cargo de un « ayudante civil» . En otro cartel se añadĂaque, contrariamente a los rumores, en la localidad habĂa presencia policial lasveinticuatro horas del dĂa. Era en aquel recinto desangelado donde habĂaninterrogado a todos los testigos, salvo a James Bell.
—Qué acogedor, ¿no? —comentó Siobhan abriendo la puerta.Entraron en una reducida zona de espera donde un solitario agente
uniformado dejĂł la revista de motos que leĂa y se levantĂł de la silla.—Tranquilo —dijo Rebus al tiempo que Siobhan le enseñaba la identificaciĂłn
—. Necesitamos escuchar las cintas del interrogatorio de Bell.El agente asintió con la cabeza, abrió una puerta y les hizo pasar a un
cuartucho sin ventanas con una mesa y unas sillas destartaladas. En la paredhabĂa un calendario del año anterior alabeado que encomiaba los mĂ©ritos de uncomercio local y, encima de un archivador, un magnetĂłfono. El agente lo cogiĂł,lo puso en la mesa y lo enchufĂł. DespuĂ©s abriĂł el archivador y sacĂł una cintaguardada en una funda de plástico.
—Esta es la primera de seis —dijo—. Tendrán que firmar.Siobhan cumpliĂł el requisito.—¿No tienen ceniceros aquĂ? —preguntĂł Rebus.—No, señor. Está prohibido fumar.—No le he preguntado eso.—SĂ, señor —dijo el agente que procuraba no mirar los guantes de Rebus.—¿Tienen un hervidor?—No, señor. —El agente hizo una pausa—. Los vecinos nos traen a veces un
termo de café o un trozo de pastel.—¿Cabe la probabilidad de que suceda algo asà de aquà a diez minutos?—Yo creo que no.—Pues vaya a ver si nos consigue unos cafés y procuraré darle una buena
nota por la iniciativa.El agente se mostraba indeciso.
—No puedo salir de la comisarĂa.—Guardaremos el fuerte por usted, hijo —dijo Rebus quitándose la chaqueta
y colgándola del respaldo de una silla—. Yo lo tomo con leche —añadió.—Y yo también; sin azúcar —dijo Siobhan.El agente permaneció aún con ellos un instante mirando cómo se instalaban lo
mejor que podĂan y a continuaciĂłn saliĂł, cerrando la puerta.Rebus y Siobhan se miraron con sonrisa de complicidad. Siobhan tenĂa las
notas relativas a James Bell y Rebus comenzĂł a repasarlas mientras ella sacabala cinta y la introducĂa en el magnetĂłfono.
TenĂa dieciocho años, era hijo del diputado del Parlamento escocĂ©s Jack Belly de su esposa Felicity, que trabajaba en la administraciĂłn del teatro Traverse.VivĂan en Barnton; James pensaba ingresar en la universidad para estudiarPolĂticas y EconĂłmicas; era un « alumno capaz» , segĂşn el informe del colegio:« James es reservado y no siempre sociable, pero sabe ser encantador» . YpreferĂa el ajedrez a los deportes.
—Probablemente inmune al proselitismo de las FMC —musitĂł Rebus.Minutos despuĂ©s escuchaban la voz de James Bell.Los policĂas que efectuaban el interrogatorio se identificaron: inspector Hogan
y agente Hood. Muy astuto implicar a Grant Hood que, siendo el oficial derelaciones con la prensa para aquel caso, necesitaba conocer la versiĂłn delsuperviviente. Parte servirĂa como bocados para los periodistas a cuenta defavores; convenĂa tener a la prensa bien predispuesta y al mismo tiempomantenerla lo más controlada posible, y para alejarla de James Bell la harĂanpasar por Grant Hood.
La voz de Bobby Hogan mencionĂł la fecha y la hora, lunes por la tarde, y ellugar del interrogatorio: Urgencias del Royal Infirmary. Bell estaba herido en elhombro izquierdo. Era una herida limpia con entrada y salida sin tocar el hueso;la bala habĂa ido a alojarse en la pared.
—¿Te encuentras en condiciones de hablar, James?—Creo que sĂ… pero me duele mucho.—Claro, no lo dudo. A efectos de la grabaciĂłn eres James Elliot Bell,
Âżcorrecto?—SĂ.—¿Elliot? —preguntĂł Siobhan.—Es el apellido de soltera de la madre —contestĂł Rebus consultando las
notas.No habĂa mucho ruido de fondo; debĂa de ser una habitaciĂłn privada del
hospital. Se oyó un carraspeo de Grant Hood y el chirrido de una silla;probablemente porque Hood, micrófono en mano, la arrimaba a la cama lo másposible. Hogan y el muchacho se alternaban el micrófono, no siempre a tiempo,de forma que a veces una de las voces sonaba amortiguada.
—Jamie, ¿puedes contarnos qué sucedió?—Me llamo James, por favor. ¿Pueden darme agua?Ruido del micrófono rozando las sábanas y de agua vertiéndose en un vaso.—Gracias.Una pausa hasta que dejaron el vaso en la mesilla. Rebus se acordó de su
torpeza en el hospital al dejar caer el vaso que Siobhan habĂa recogido al vuelo.El lunes por la noche, igual que James Bell, Ă©l tambiĂ©n estaba hospitalizado.
—Estábamos en el descanso de media mañana. Tenemos veinte minutos yestábamos en la sala común.
—¿Era allĂ donde solĂas ir?—SĂ, mejor que fuera.—Pero no hacĂa mal dĂa…—Yo prefiero quedarme dentro. ÂżCree que podrĂ© tocar la guitarra cuando
salga de aquĂ?—No lo sĂ© —dijo Hogan—. ÂżPodĂas tocarla antes?—Ha estropeado el chiste a un paciente. DeberĂa darle vergĂĽenza.—Lo siento, James. Bien, Âżcuántos estabais en la sala?—Tres. Tony Jarvies, Derek Renshaw y yo.—¿Y quĂ© hacĂais?—TenĂamos puesta mĂşsica… y creo que Jarvies hacĂa unos deberes y Renshaw
leĂa el periĂłdico.—¿AsĂ os llamabais entre vosotros? ÂżPor los apellidos?—Casi siempre.—¿Erais amigos los tres?—Amigos, amigos, no.—Pero pasabais muchos ratos juntos en esa sala.—La sala la usan más de doce alumnos. —Pausa—. ÂżTrata de preguntarme si
fue a por nosotros deliberadamente?—Es algo que consideramos.—¿Por quĂ©?—Porque era el momento del recreo y habĂa muchos chicos fuera…—¿Y sin embargo entrĂł en el colegio y luego a la sala comĂşn antes de empezar
a disparar?—SerĂas un buen policĂa, James.—No es de las primeras confesiones en mi lista de opciones.—¿ConocĂas al asesino?—SĂ.—¿SabĂas quiĂ©n era?—SĂ, Lee Herdman. Muchos le conocĂamos. Algunos habĂamos ido a cursillos
de esquĂ acuático con Ă©l. Era un tĂo interesante.—¿Interesante?
—Por su pasado. A fin de cuentas estaba entrenado para matar.—¿Eso te dijo Ă©l?—SĂ, que habĂa estado en las Fuerzas Especiales.—¿ConocĂa Ă©l a Anthony y a Derek?—Es muy posible.—A ti sĂ te conocĂa.—HabĂamos coincidido socialmente.—En ese caso, tal vez te preguntes lo mismo que nosotros.—¿Se refiere a por quĂ© lo hizo?—SĂ.—He oĂdo que las personas que han tenido un pasado asĂ muchas veces no se
adaptan a la sociedad, Âżno es cierto? Les sucede algo que los empuja hasta elborde.
—¿Tienes idea de qué fue lo que impulsó a Lee Herdman hasta el borde?—No.Se hizo un largo silencio seguido del roce del micrófono en las sábanas y se
oy Ăł un murmullo, como si los dos policĂas intercambiaran impresiones. LuegosonĂł la voz de Hogan:
—Bien, James, cuĂ©ntanos… Estabais en la sala…—Yo acababa de poner un cedĂ©. Los tres tenĂamos gustos musicales distintos. Al
abrirse la puerta creo que ni me molestĂ© en volverme a mirar, oĂ una explosiĂłntremenda y Jarvies cayĂł al suelo. Yo estaba en cuclillas delante del equipo demĂşsica, me incorporĂ© y, al volverme, vi aquel pistolĂłn. Quiero decir, no estoydiciendo que fuera enorme, pero me lo pareciĂł al ver que apuntaba a Renshaw…Detrás del arma habĂa una persona, pero en realidad no la veĂa…
—¿Por el humo?—No… no recuerdo haber visto humo. No podĂa dejar de mirar al cañón…
Estaba paralizado. Oà la segunda explosión y Renshaw se desmoronó como unmuñeco y quedó hecho un ovillo en el suelo.
Rebus se percatĂł de que acababa de cerrar los ojos. No era la primera vezque imaginaba la escena.
—A continuaciĂłn me apuntĂł a mĂ.—¿Y entonces viste quiĂ©n era?—SĂ, supongo que sĂ.—¿Dijiste algo?—No lo sé… tal vez abriera la boca para decir algo. Creo que debĂ de hacer
algún movimiento, porque cuando sentà el tiro… bueno, a mà no me mató, ya ven.Fue como un empujón muy fuerte que me tiró hacia atrás.
—¿Y Ă©l no habĂa dicho nada hasta ese momento?—Ni palabra. Pero tenga en cuenta que los oĂdos me silbaban.—No me extraña, en una sala pequeña como esa. ÂżYa oyes bien?
—TodavĂa siento un zumbido, pero se me pasará.—¿AsĂ que Ă©l no dijo nada?—Yo no le oĂ decir nada. Estaba en el suelo, esperando a que me matara. Y en
ese momento sonĂł la cuarta detonaciĂłn y por un segundo… creĂ que era el tiro degracia para mĂ; pero al oĂr que un cuerpo se desplomaba, de algĂşn modo me dicuenta…
—¿Y quĂ© hiciste?—AbrĂ los ojos. Como los tenĂa a ras del suelo vi su cuerpo detrás de las patas
de la silla con el arma todavĂa en la mano. ComencĂ© a levantarme; el hombro ni losentĂa aunque sabĂa que sangraba, pero no podĂa apartar la vista del arma. Ya sĂ©que es absurdo, pero no hacĂa más que pensar en una de esas pelĂculas de terror,Âżme entiende?
La voz de Hood:—En las que parece que el malo ha muerto…—Y resucita; eso es. Y en ese momento vi que habĂa gente en la puerta; me
imagino que serĂan profesores. Debieron de quedarse horrorizados.—¿Y tĂş cĂłmo estás, James? ÂżQuĂ© tal de ánimo?—Si le digo la verdad, aĂşn no he asimilado el golpe. PerdĂłn por el juego de
palabras. Nos han ofrecido apoyo psicológico, supongo que eso ayudará.—Has tenido una experiencia terrible.—¿Verdad que s� Algo para contar a mis nietos, supongo.—Con qué frialdad habla —comentó Siobhan.Rebus asintió.—Te agradecemos mucho que hayas hablado con nosotros. ¿Te parece bien
que te dejemos un bloc y un bolĂgrafo? Seguramente volverás a evocar la escenauna y otra vez, y eso es positivo, es el modo de superarlo. Por eso quizá recuerdesalgo que te interese anotar. Escribir los detalles es otra manera de superar laexperiencia.
—SĂ, lo entiendo.—Y queremos hablar contigo otra vez.La voz de Hood:—Los periodistas tambiĂ©n querrán. TĂş verás si quieres hacer declaraciones,
pero si prefieres yo puedo hacer de intermediario.—No hablarĂ© con nadie hasta dentro de un dĂa o dos; pero no se preocupe, sĂ©
perfectamente cĂłmo son los periodistas.—Bien, gracias de nuevo, James. Creo que tus padres están esperando fuera.—Oiga, en este momento me encuentro bastante cansado. ÂżNo podrĂan
decirles que me he dormido?Era el final de la cinta. Siobhan aguardĂł unos segundos y apagĂł el
magnetófono.—Final del primer interrogatorio. ¿Quieres escuchar otra? —preguntó
señalando el archivador, pero Rebus negĂł con la cabeza.—De momento no, pero me gustarĂa hablar con el chico —dijo—. Ha dicho
que conocĂa a Herdman, y eso tiene su importancia.—TambiĂ©n ha dicho que no sabe por quĂ© Herdman lo hizo.—En cualquier caso…—Estaba muy sereno.—Tal vez por la impresiĂłn. Como dice Hood, tarda tiempo en superarse.Siobhan le mirĂł pensativa.—¿Por quĂ© crees que no querrĂa ver a sus padres?—¿Has olvidado quiĂ©n es su padre?—Ya, pero de todos modos… Cuando te sucede una cosa asĂ, tengas la edad
que tengas, tienes ganas de que te den cariño.—¿A ti te sucede? —replicĂł Rebus mirándola.—A la may orĂa de la gente… me refiero a la mayorĂa de la gente normal.Llamaron a la puerta. Se entreabriĂł y el agente asomĂł la cabeza.—No he podido conseguir los cafĂ©s —dijo.—Ya hemos acabado. Gracias, de todos modos.Entregaron la cinta al policĂa para que la guardara y salieron, parpadeando
deslumbrados por la luz del dĂa.—James no nos ha aclarado mucho, Âżverdad? —dijo Siobhan.—No —contestĂł Rebus que repasaba mentalmente la conversaciĂłn con la
esperanza de encontrar algo Ăştil.El Ăşnico rayo de luz era que el chico conocĂa a Herdman. ÂżY quĂ©? Mucha
gente de la localidad conocĂa a Lee Herdman.—¿Vamos a la calle principal a ver si encontramos un cafĂ©?—Yo sĂ© dĂłnde podemos tomar uno —dijo Rebus.—¿DĂłnde?—En el mismo sitio que ay er.
Allan Renshaw no se habĂa afeitado desde la vĂspera. Estaba solo en casa porqueKate habĂa ido a ver a unos amigos.
—No le conviene estar aquĂ encerrada conmigo —dijo mientras les hacĂapasar a la cocina.
El cuarto de estar estaba igual. Las fotos seguĂan esperando a que alguien lasmirase, las ordenase o las volviera a guardar en las cajas. Rebus vio más cartasde pĂ©same encima de la repisa de la chimenea. Renshaw cogiĂł un mando adistancia del brazo del sofá y apagĂł el televisor, en el que se veĂa un vĂdeo caserode la familia en vacaciones. Rebus decidiĂł no hacer comentarios. Renshaw tenĂael pelo alborotado y Rebus se preguntĂł si habrĂa dormido vestido. Renshaw sesentĂł desmadejado en una de las sillas de la cocina y dejĂł que Siobhan se
ocupara del hervidor. Boecio estaba tumbado en la encimera, pero cuando fue aacariciarle el gato saltĂł al suelo y cruzĂł corriendo el cuarto de estar.
Rebus se sentó enfrente de su primo.—Estaba preocupado por ti —dijo.—Lamento haberte dejado anoche con Kate.—No tienes por qué disculparte. ¿Qué tal duermes?—Duermo demasiado —contestó él con sonrisa desmay ada—. Supongo que
es el modo de evadirme.—¿CĂłmo van los preparativos del entierro?—TodavĂa no nos entregan el cadáver.—Lo harán pronto, Allan. Ya verás cĂłmo todo acaba pronto.Renshaw alzĂł la vista hacia Ă©l con los ojos enrojecidos.—¿Lo prometes, John? —preguntĂł, y aguardĂł a que Rebus asintiera con la
cabeza—. Entonces ¿cómo es que los periodistas no dejan de llamar por teléfonopara hablar conmigo? Es como si creyeran que esto no va a terminar enseguida.
—Todo lo contrario. Por eso te molestan. Ya verás cĂłmo dentro de un par dedĂas tienen otra cosa en quĂ© pensar. ÂżHay alguno en concreto a quien deseas queespante?
—Uno que habló con Kate no deja de fastidiarla.—¿Cómo se llama?—Kate lo apuntó no sé dónde… —contestó Renshaw mirando en derredor
como si el nombre estuviera a mano.—¿Junto al teléfono? —aventuró Rebus levantándose y yendo al pasillo.El aparato estaba en una repisa junto a la puerta de entrada. Lo descolgó y, al
no oĂr ningĂşn sonido, vio que estaba desconectado; lo habrĂa hecho Kate. Al ladohabĂa un bolĂgrafo, pero ningĂşn papel. MirĂł en la escalera y vio un cuaderno.HabĂa nombres en la primera página.
VolviĂł a la cocina y puso el cuaderno en la mesa.—Steve Holly —dijo.—Ese es —asintiĂł Renshaw.Siobhan, que estaba sirviendo el tĂ©, se detuvo y mirĂł a Rebus. ConocĂan al tal
Steve Holly, que trabajaba para un periĂłdico sensacionalista de Glasgow y y ahabĂa resultado muy molesto en otras ocasiones.
—Hablaré con él —dijo Rebus sacando del bolsillo el analgésico.Siobhan colocó las tazas y se sentó.—¿Te encuentras bien? —preguntó.—Sà —mintió Rebus.—John, ¿qué te ha pasado en las manos? —preguntó Renshaw, pero Rebus
meneó la cabeza.—Nada, Allan. ¿Qué tal está el té?—Bien —contestó su primo sin probarlo, y Rebus le miró pensando en la
grabación magnetofónica y en la serenidad de James Bell.—Derek no sufrió —dijo de forma pausada—. Seguramente ni se enteró.Renshaw asintió.—Si no me crees… pronto podrás preguntárselo a James Bell. Él te lo
confirmará.—Creo que no lo conozco —replicĂł Renshaw negando con la cabeza.—¿A James Bell?—Derek tenĂa muchos amigos, pero creo que ese no era amigo suy o.—Pero de Anthony Jarvies sĂ era amigo, Âżverdad? —preguntĂł Siobhan.—Ah, de Tony sĂ, venĂa mucho por casa. Se ayudaban en los deberes y
escuchaban música.—¿Qué clase de música? —preguntó Rebus.—Jazz sobre todo. Miles Davis, Coleman no-sé-cuántos… No recuerdo los
nombres. Derek decĂa que iba a comprarse un saxo tenor para aprender a tocarlocuando fuera a la universidad.
—Kate dijo que Derek no conocĂa al hombre que lo matĂł. ÂżTĂş lo conocĂas,Allan?
—Le habĂa visto en el pub. Era algo… solitario no es la palabra, pero estabasiempre con alguien. A veces desaparecĂa durante varios dĂas. Iba a hacermontañismo o senderismo. O a lo mejor se iba en esa lancha que tenĂa.
—Allan… te voy a pedir una cosa, pero si no te parece bien me lo dices.Renshaw le mirĂł.—¿QuĂ©?—¿PodrĂa echar un vistazo al cuarto de Derek?Renshaw encabezĂł la subida al primer piso seguido de ellos dos y les abriĂł la
puerta, pero Ă©l se quedĂł fuera.—No he tenido tiempo de… —dijo a modo de excusa.Era un cuarto pequeño que tenĂa las cortinas echadas.—¿Te importa que descorra las cortinas?Renshaw se encogiĂł de hombros, sin intenciĂłn de cruzar el umbral. Rebus
descorriĂł las cortinas y vio que la ventana daba al jardĂn trasero en el que el pañode cocina seguĂa tendido y la cortacĂ©sped en el mismo sitio. En las paredes habĂavarias fotos en blanco y negro de intĂ©rpretes de jazz y fotos arrancadas derevistas de jĂłvenes elegantes tumbadas. HabĂa estanterĂas con libros, un aparatode mĂşsica, un televisor de catorce pulgadas con vĂdeo. Encima de una mesahabĂa un portátil conectado a una impresora. Apenas quedaba sitio para laestrecha cama. Rebus mirĂł el lomo de algunos compactos: Ornette Coleman,Coltrane, John Zorn, Archie Shepp, Thelonious Monk. HabĂa tambiĂ©n mĂşsicaclásica. Un chándal, pantalones cortos y una raqueta de tenis en su fundaocupaban una silla.
—¿A Derek le gustaba el deporte? —preguntó Rebus.
—CorrĂa mucho y hacĂa cross.—¿Y con quiĂ©n jugaba al tenis?—Con Tony y con otros amigos. En eso no saliĂł a mĂ, desde luego.Renshaw bajĂł los ojos hacia su panza y Siobhan le dirigiĂł la sonrisa que
suponĂa que Ă©l esperaba. Ella sabĂa que, dijera lo que dijera, hablaba sinnaturalidad, lo que decĂa procedĂa de una pequeña parte de su mente, el restoestaba invadido por el horror.
—TambiĂ©n le gustaba disfrazarse —añadiĂł Rebus cogiendo una fotoenmarcada en la que se veĂa al muchacho con Anthony Jarvies en uniforme delas FMC.
Renshaw la miró desde la seguridad de la puerta.—Derek sólo se apuntó por Tony —dijo, y Rebus recordó que el director del
instituto habĂa dicho lo mismo.—¿Iban alguna vez juntos a navegar? —preguntĂł Siobhan.—Puede ser. Kate probĂł a hacer esquĂ acuático —añadiĂł Renshaw con voz
apagada, abriendo un poco más los ojos—. Fue en la lancha de ese malnacido deHerdman… con otros amigos. Si me lo encuentro…
—Está muerto, Allan —dijo Rebus alargando la mano para tocarle en elbrazo y en ese momento le vino el recuerdo de ellos dos jugando a la pelota en elparque de Bowhill; el pequeño Allan se habĂa rasguñado la rodilla y Ă©l le puso unahoja de acedera en la herida…
« TenĂa una familia, pero los dejĂ© marchar.» Separado, su hija en Inglaterra,y su hermano Dios sabĂa dĂłnde.
—Pues cuando lo entierren —añadió Renshaw—, pienso desenterrarlo yvolverlo a matar.
Rebus le dio un apretón en el brazo y vio que se le llenaban los ojos delágrimas.
—Vamos abajo —dijo llevándole hacia la escalera.CabĂan justo los dos en los escalones, uno al lado del otro: dos adultos
apoy ándose mutuamente.—Allan —dijo Rebus—, ÂżpodrĂa llevarme el portátil de Derek?—El portátil, Âżpara quĂ©? No sĂ©, John.—SĂłlo un par de dĂas —añadiĂł Rebus—. Te lo devolverĂ©.Renshaw parecĂa desconcertado por la peticiĂłn, como si le costara
entenderla.—Bueno… sĂ, si crees que…—Gracias, Allan —dijo Rebus volviendo la cabeza hacia Siobhan, que volviĂł
a subir la escalera.Rebus llevó a Renshaw al cuarto de estar y lo sentó en el sofá. Su primo cogió
un puñado de fotos.—Tengo que ordenar estas —dijo.
—¿Y tu trabajo? ÂżCuántos dĂas tienes de baja?—Me dijeron que esperara hasta despuĂ©s del entierro. Esta Ă©poca del año es
muy tranquila.—A lo mejor paso a verte. Ya va siendo hora de que cambie mi viejo coche
—dijo Rebus.—Te trataré bien, ya lo verás —dijo Renshaw mirándole.Siobhan apareció en la puerta con el portátil bajo el brazo y los cables
colgando.—Tenemos que irnos, Allan —dijo Rebus—. VolverĂ© otro dĂa.—Cuando quieras, John —contestĂł Renshaw haciendo un esfuerzo por
levantarse y tendiéndole la mano, pero de repente se abrazó a Rebus y le diopalmadas en la espalda.
Rebus correspondiĂł al gesto, no sin dejar de pensar si se notaba lo violentoque se sentĂa. Pero Siobhan miraba discretamente la puntera de sus zapatos comosi comprobara si necesitaba cepillarlos. Camino del coche, Rebus se dio cuentade que estaba sudando y tenĂa la camisa pegada al cuerpo.
—¿HacĂa calor dentro?—No mucho —contestĂł ella—. ÂżAĂşn tienes fiebre?—Por lo visto —dijo Ă©l enjugándose la frente con el reverso del guante.—¿Para quĂ© quieres el portátil?—Por ningĂşn motivo concreto —replicĂł Rebus mirándola—. Quizá para ver
si hay algo sobre el accidente. CĂłmo se sentĂa Derek y si alguien le habĂaculpado.
—¿Aparte de los padres, quieres decir?Rebus asintió.—Tal vez. No lo sé —añadió con un suspiro.—¿Qué?—Sólo quiero captar de algún modo cómo era ese chico —contestó pensando
en Allan, que quizás en aquellos momentos estaba de nuevo mirando el viejovĂdeo para recuperar a su hijo en color con sonido y movimiento.
Un simple sucedáneo restringido a la reducida pantalla del televisor.Siobhan asintió con la cabeza y se inclinó para dejar el portátil en el asiento
trasero del coche.—Lo entiendo —dijo.Pero Rebus no estaba tan seguro de que lo entendiera.—¿TĂş mantienes relaciĂłn con tus padres? —preguntĂł.—Les llamo cada dos semanas.Rebus sabĂa que vivĂan en el sur. En su caso, su madre habĂa muerto joven, y
a los treinta y tantos perdiĂł tambiĂ©n a su padre.—¿No echas de menos a veces un hermano o una hermana? —preguntĂł.—SĂ, puede que a veces —replicĂł ella haciendo una pausa—. A ti te habrá
sucedido también, ¿no?—¿Por qué lo dices?—No lo sé exactamente —dijo ella pensando—. Me da la impresión de que
en determinado momento decidiste que la familia era un peligro que podĂa hacermella en tu fortaleza.
—Como supongo que ya te has figurado, nunca he sido muy dado a besos yabrazos.
—Tal vez, pero acabas de dar un abrazo a tu primo.Rebus ocupó el asiento del pasajero y cerró la portezuela. El analgésico le
envolvĂa el cerebro en burbujas.—Arranca —dijo.—¿AdĂłnde vamos? —preguntĂł ella metiendo la llave de contacto.Rebus se acordĂł de algo.—Saca el mĂłvil y llama a la caseta prefabricada del colegio.Siobhan marcĂł el nĂşmero y le pasĂł el telĂ©fono. Cuando contestaron, Rebus
dijo que avisaran a Grant Hood.—Grant, soy John Rebus. Oye, necesito el nĂşmero de Steve Holly.—¿Por algĂşn motivo concreto?—Está acosando a la familia de una de las vĂctimas. QuerĂa darle un aviso.Hood carraspeĂł. Rebus recordĂł el mismo sonido en la cinta magnetofĂłnica y
se preguntĂł si se estaba convirtiendo en una costumbre en Ă©l. Rebus repitiĂł lascifras del telĂ©fono a medida que se las decĂa para que Siobhan fueraapuntándolas.
—Un momento, John. El jefe quiere hablar contigo —dijo Hood refiriéndosea Hogan.
—Bobby, ¿hay algo nuevo sobre las cuentas bancarias? —preguntó Rebus.—¿Cómo?—Las cuentas bancarias. Si hay algún ingreso importante. ¿Tengo que
recordarte de quiĂ©n?—Ahora olvĂdate de eso —replicĂł Hogan circunspecto.—¿QuĂ© sucede? —inquiriĂł Rebus.—Parece ser que lord Jarvies metiĂł en la cárcel a un viejo amigo de
Herdman.—¿Ah, s� ¿Cuándo?—El año pasado. Es un tal Robert Niles, ¿te suena de algo?—¿Robert Niles? —repitió Rebus frunciendo el ceño. Siobhan asintió e hizo un
gesto de cortar el cuello con la mano—. ¿El que degolló a su mujer?—El mismo —contestó Hogan—. Recurrió el veredicto de culpabilidad y la
sentencia de prisiĂłn perpetua del juez Jarvies. Bien, pues acabo de saber queHerdman visitĂł regularmente a Niles desde entonces.
—¿Eso fue hace… nueve o diez meses?
—Le encerraron en Barlinnie, pero se volvió loco, atacó a otro recluso yluego se quiso cortar las venas.
—¿Y dónde está ahora?—En el hospital psiquiátrico de Carbrae.—¿Crees que Herdman fue a por el hijo del juez? —preguntó Rebus
pensativo.—Cabe la posibilidad; venganza, ya sabes.SĂ, venganza. La palabra planeaba y a sobre los dos jĂłvenes muertos.—Voy a ir a verle —añadiĂł Hogan.—¿A Niles? ÂżSe puede hablar con Ă©l?—Parece que sĂ. ÂżQuieres acompañarme?—Bobby, es un honor. ÂżPor quĂ© yo?—Porque Niles es un ex SAS, John. Estuvo en el regimiento en la misma
Ă©poca que Herdman. Si alguien sabe lo que pensaba Herdman, es Ă©l.—¿Vamos a visitar a un asesino encerrado en un manicomio? QuĂ© suerte.—John, la oferta está en pie.—¿Cuándo vamos?—He pensado en mañana a primera hora. Son dos horas en coche.—Me apunto.—AsĂ me gusta. QuiĂ©n sabe, a lo mejor tĂş le sacas algo… empatĂa y esas
cosas.—¿Por qué?—Hombre, creo que al verte las manos se sentirá identificado con otro
sufridor.Rebus oy Ăł cĂłmo Hogan reĂa entre dientes y le pasĂł el telĂ©fono a Siobhan, que
cortĂł la comunicaciĂłn.—Lo he oĂdo casi todo —dijo, e inmediatamente el telĂ©fono volviĂł a sonar.Era Gill Templer.—¿CĂłmo es que Rebus no contesta nunca el telĂ©fono? —bramĂł Templer.—Creo que lo ha desconectado. No puede pulsar las teclas —respondiĂł
Siobhan mirándole.—Tiene gracia; a mà siempre me ha parecido que es lo que mejor se le da.Siobhan sonrió, « especialmente las suyas» , pensó.—¿Quiere hablar con él? —preguntó.—Quiero que volváis aquà los dos inmediatamente y sin excusas —dijo
Templer.—¿Qué ha sucedido?—Tenéis problemas. Eso es lo que ha sucedido. Y de los gordos… —dijo
Templer sin añadir nada más, aunque Siobhan se imaginĂł a quĂ© se referĂa.—¿La prensa?—Bingo. Alguien se ha enterado del caso, pero con algunos elementos
accesorios que quiero que John me aclare.—¿QuĂ© clase de elementos accesorios?—Le vieron salir del pub en compañĂa de Martin Fairstone e irse con Ă©l a su
casa. Y le vieron cuando salĂa de allĂ bastante más tarde, precisamente pocoantes de que se declarara el incendio. El periĂłdico que lo publica está dispuesto acontinuar la historia.
—Vamos para allá.—Aquà os espero.La comunicación se interrumpió y Siobhan arrancó.—Tenemos que volver a St Leonard —dijo, y le explicó a Rebus la
conversación.—¿Qué periódico es? —se limitó a preguntar él al cabo de un largo silencio.—No se lo pregunté.—Vuelve a llamarla.Siobhan le miró, pero marcó el número.—Dame el teléfono, no vayamos a tener un accidente —dijo Rebus
imperioso.CogiĂł el mĂłvil, se lo acercĂł al oĂdo y dijo que le pusieran con la jefa
suprema.—Soy John —dijo cuando Templer contestó a la llamada—. ¿Quién firma el
artĂculo?—Ese tal Steve Holly, un reportero más tozudo que un perro de presa.
6
—SabĂa que no sonarĂa bien —dijo Rebus a Templer—. Por eso no dije nada.Estaban en el despacho de Gill Templer en la comisarĂa de St Leonard. Ella,
sentada; Ă©l, de pie. Templer tenĂa en una mano un lápiz afilado que no cesaba demover, mirando la punta y tal vez sopesando la posibilidad de usarlo como arma.
—Me mentiste.—Solamente omità algunos detalles, Gill.—¿« Algunos detalles» ?—Irrelevantes.—¡Como el de ir a su casa!—A tomar una copa.—¿Con un delincuente que acosaba a tu mejor colega? ¿Que te denunció por
agresión?—Estuvimos charlando. No discutimos ni nada por el estilo —dijo Rebus
haciendo ademán de cruzar los brazos, pero sintió que aumentaba la presión enlas manos y volvió a dejarlos colgar—. Pregunta a los vecinos si oyeron aalguien alzar la voz. Te aseguro que no. No hicimos más que beber whisky en elcuarto de estar.
—¿En la cocina no?Rebus negó con la cabeza.—No entré para nada en la cocina.—¿A qué hora te fuiste?—Ni idea. Seguramente pasada la medianoche.—O sea, poco antes del incendio.—Mucho antes.Ella le miró.—Gill, cuando me marché él estaba como una cuba. Son cosas que pasan: le
entrarĂa hambre, puso la freidora al fuego y se durmiĂł. O quemarĂa el sofá conel cigarrillo.
Templer comprobó con la yema del dedo lo afilado que estaba el lápiz.—¿Me expongo a mucho? —preguntó Rebus por romper el silencio.—Depende de Steve Holly. Él pone la música y se supone que nosotros
tenemos que tomar medidas.
—¿Suspenderme del servicio, por ejemplo?—Lo he pensado.—SĂ, supongo que no puedo reprochártelo.—Muy generoso por tu parte, John. ÂżPor quĂ© fuiste a su casa?—Me invitĂł. Me imagino que le gustaba jugar. Es lo que hacĂa con Siobhan.
Yo le seguà el juego. Estuvimos bebiendo y él me contó sus batallitas… Supongoque disfrutaba a su manera.
—¿Y tĂş quĂ© pensabas ganar con ello?—No lo sĂ© muy bien… PensĂ© que asĂ dejarĂa de molestar a Siobhan.—¿Te pidiĂł ella ayuda?—No.—No, claro que no. Ella sabe defenderse sola.Rebus asintiĂł con la cabeza.—Entonces, Âżes simple coincidencia?—Fairstone era un desastre anunciado. Es una suerte que no causase la
muerte de alguien más.—¿Una suerte?—A mĂ no me va a quitar el sueño, Gill.—No, claro, supongo que eso serĂa mucho pedir.Rebus enderezĂł la espalda y se amparĂł en el silencio mientras Templer tuvo
un sobresalto al ver que se habĂa hecho sangre en la y ema del dedo con la puntadel lápiz.
—Es el último aviso, John —dijo bajando la mano para no hacer evidente ensu presencia aquel descuido.
—Muy bien, Gill.—Y cuando digo el último, es el último.—Entiendo. ¿Quieres que te traiga una tirita? —preguntó él con la mano en el
pomo de la puerta.—Quiero que te vayas.—¿Seguro que no quieres…?—¡Fuera!Rebus cerrĂł la puerta al salir y sintiĂł que volvĂan a responderle los mĂşsculos
de las piernas. Siobhan estaba a dos metros de la puerta del despacho y enarcóuna ceja. Él correspondió con un gesto torpe alzando ambos pulgares y ellameneó despacio la cabeza como diciendo « No sé cómo has podido salir con biende esta» .
Tampoco Ă©l lo sabĂa muy bien.—Te invito a algo —le dijo a Siobhan—. ÂżQuĂ© tal un cafĂ© en la cantina?—No eludas la cuestiĂłn.—Me ha dado un Ăşltimo aviso. Desde luego, no es el gol de la victoria en la
final de Hampden.
—¿SĂłlo un saque de banda en Easter Road?Rebus sonriĂł y sintiĂł dolor en la mandĂbula: la tensiĂłn sostenida exacerbada
por la sonrisa.Vieron que en la planta de abajo habĂa alboroto y mucha gente esperando
delante de los cuartos de interrogatorio a que fueran quedando libres; RebusreconociĂł caras del DIC de Leith, hombres de Hogan, y cogiĂł a un agente delcodo.
—¿Qué pasa?El interpelado le miró furioso pero cambió de expresión al reconocerle. Era
el agente Pettifer que apenas llevaba medio año en Homicidios y estabaendureciéndose a ojos vistas.
—Como en Leith ya no queda sitio —contestĂł Pettifer— los hemos traĂdoaquĂ para interrogarlos.
Rebus mirĂł a su alrededor y vio tipos de mala catadura, mal vestidos y depelo descuidado, una buena selecciĂłn del hampa de Edimburgo. Confidentes,heroinĂłmanos, descuideros, timadores, ladrones, matones y alcohĂłlicos. LacomisarĂa apestaba con aquella humanidad heterogĂ©nea y resonaban por doquiersus protestas airadas sazonadas con el acento de los bajos fondos. Protestaban portodo. ÂżY los abogados? ÂżNo habĂa nada de beber? Todos querĂan ir a mear. ÂżPorquĂ© los habĂan traĂdo allĂ? ÂżY los derechos humanos? Era indignante aquel paĂsfascista.
Los agentes de uniforme y de paisano intentaban mantener un sucedáneo deorden, anotaban nombres y datos y les designaban un cuarto o un banco paratomarles declaraciĂłn, sin hacer caso de sus protestas. Los más jĂłvenes, aĂşn nodomeñados por la ley, mantenĂan una actitud arrogante, y fumaban a pesar de losletreros de prohibiciĂłn. Rebus cogiĂł el pitillo a uno que llevaba una gorra debĂ©isbol a cuadros con la visera apuntando hacia arriba, y pensĂł que algunaráfaga del viento edimburguĂ©s harĂa salir la gorra volando como un frisbee.
—Yo no he hecho nada —dijo el joven moviendo un hombro—. Todos dicenlo mismo: yo no tengo nada que ver con los tiros, jefe, se lo juro. Páselo, ¿eh?Que lo disfrute —añadió con un guiño de serpiente refiriéndose al cigarrilloarrugado.
Rebus asintió con la cabeza y se alejó.—Bobby busca al posible proveedor de las armas y ha hecho una redada
entre lo mejorcito que hay —comentĂł Rebus a Siobhan.—Me pareciĂł ver alguna cara conocida.—SĂ, y no precisamente de un concurso de belleza —añadiĂł Rebus mirando a
los detenidos, todos hombres.Era fácil verles como escoria social y sentir cierta compasión. Eran personas
con un destino marcado, hombres criados en ambientes donde sĂłlo se respeta lacodicia y el miedo, con vidas predestinadas desde un principio.
Rebus estaba convencido de ello. HabĂa visto familias en las que los hijos sehabĂan descarriado creciendo indiferentes a cuanto no fuese las estrictas reglasde supervivencia en lo que a su entender era una jungla. Su insensibilidad era casigenĂ©tica; la crueldad hace gente cruel. Él habĂa conocido a los padres y a losabuelos de algunos de aquellos jĂłvenes delincuentes, que tambiĂ©n llevaban ladelincuencia en la sangre, y a quienes sĂłlo la edad curaba de su reincidencia. Loshechos eran asĂ, pero habĂa un problema: cuando Ă©l y sus colegas debĂanintervenir, el mal ya estaba hecho, y en muchos casos era irreversible. Por esoera tan escaso el margen para la compasiĂłn y sĂłlo cabĂa extirparlo.
Y luego estaban los tipos como Johnson Pavo Real, asĂ llamado por lascamisas que usaba, capaces de despejar de golpe al más borracho apenas verlas.Johnson era un hampĂłn de tres al cuarto con Ănfulas. Ganaba dinero y lo gastaba,y encargaba esas camisas a un sastre fino de la Ciudad Nueva. El tal Johnsongastaba a veces sombrero flexible y se habĂa dejado crecer un bigotito negro,pensando probablemente en Kid Creole. SabĂa que tenĂa una buena dentadura —detalle que le diferenciaba de sus iguales— y sonreĂa prĂłdigamente. Johnson eraun espectáculo.
A Rebus le constaba que rondarĂa los cuarenta, pero fácilmente, segĂşn estadode ánimo y vestimenta, aparentaba diez años menos. Johnson iba a todas partesacompañado de un retrasado llamado Demonio Bob que lucĂa una especie deuniforme consistente en gorra de bĂ©isbol, cazadora de motorista, vaqueros negroscon bolsas en las rodillas y zapatillas de deporte gigantescas. Sin contar lassortijas de oro, brazaletes con su nombre en ambas muñecas y cadenas a guisade collares. TenĂa un rostro ovalado granujiento y una boca casipermanentemente abierta que le daba aspecto de perpetua perplej idad. Algunoscomentaban que era hermano de Johnson, cosa que a Rebus le hacĂa pensar quesi era cierto, serĂa por algĂşn cruel experimento genĂ©tico. El Pavo Real alto y casielegante tenĂa a un bruto por adlátere.
En cuanto a lo de Demonio, era evidente que se trataba de un simple mote.En el momento en que Rebus los vio estaban separándolos. A Bob iba a
interrogarle un policĂa en la planta de arriba, donde habĂa ya espacio disponible,y de Johnson se hacĂa cargo el agente Pettifer en el cuarto de interrogatoriosnĂşmero 1. Rebus mirĂł a Siobhan y se abriĂł paso entre los detenidos.
—¿Le importa que esté yo presente? —preguntó con el consiguienteaturdimiento del joven agente, a quien sonrió para tranquilizarle.
—Señor Rebus. QuĂ© agradable sorpresa —dijo Johnson tendiendo una mano.Rebus le hizo caso. No querĂa que un delincuente como Johnson se enterara
de que Pettifer era nuevo en el cuerpo y al mismo tiempo tenĂa que convencer aljoven agente de que no albergaba ninguna torva intenciĂłn, de que no estaba allĂpara vigilarle. La Ăşnica manera de hacerlo era sonriĂ©ndole otra vez y es lo quehizo.
—Muy bien —dijo Pettifer decidiéndose.Entraron los tres al cuarto de interrogatorios al tiempo que Rebus alzaba el
Ăndice en direcciĂłn de Siobhan confiando en que comprendiera que querĂa que leesperase.
El cuarto nĂşmero 1 era pequeño y su atmĂłsfera viciada apestaba al olorcorporal de por lo menos seis sospechosos; las ventanas, situadas a bastante alturaen una de sus paredes, no se podĂan abrir. En una mesita habĂa una grabadora, unbotĂłn de alarma detrás y una cámara de vĂdeo en una repisa encima de lapuerta.
Pero aquel dĂa no grababan porque los interrogatorios eran informales, labuena voluntad era prioritaria. Pettifer sĂłlo iba provisto de un par de hojas enblanco y un bolĂgrafo; previamente habrĂa leĂdo el expediente de Johnson, perono lo tenĂa allĂ.
—Siéntese, por favor —dijo Pettifer.Johnson limpió el asiento con un pañuelo rojo antes de acomodarse con
morosa teatralidad.Pettifer se sentĂł enfrente de Ă©l y, al ver que no habĂa silla para Rebus, hizo
ademán de levantarse, pero Rebus negó con la cabeza.—Me quedaré de pie, si no le importa —dijo, recostándose en la pared con
los pies cruzados y las manos en los bolsillos de la chaqueta.Se habĂa situado de forma que Pettifer le viera y que Johnson tuviera que
volverse para hacerlo.—¿Está aquà como estrella invitada, señor Rebus? —dijo Johnson con una
sonrisita.—A ti se te da tratamiento de vip, Pavo Real.—El Pavo Real siempre viaja en primera, señor Rebus —replicó él
satisfecho, reclinándose en el respaldo con las manos cruzadas.Llevaba el pelo de color negro azabache peinado hacia atrás y se le rizaba en
la nuca. Aquel dĂa no chupaba el habitual bastoncillo de cĂłctel, sino que mascabachicle.
—Señor Johnson —comenzĂł a decir Pettifer—, supongo que sabe por quĂ©está aquĂ.
—Porque están interrogando a todos los tĂos sobre ese tiroteo. Ya le he dichoal otro poli, y no me cansarĂ© de repetirlo, que eso no es lo mĂo. Matar crĂos esuna maldad —añadiĂł meneando despacio la cabeza—. Saben que si pudiera lesay udarĂa, y me han traĂdo aquĂ con un falso pretexto.
—Anteriormente ha estado implicado en asuntos de armas de fuego, señorJohnson, y hemos pensado que quizá podrĂa estar al corriente de algo que hayasucedido. ÂżNo habrá oĂdo algo, un rumor quizá sobre alguien nuevo en elmercado?
Pettifer hablaba con seguridad aunque, en el fondo, podĂa ser simple fachada
y estar temblando por dentro como una hoja; pero daba buena impresiĂłn y esoera lo que contaba, pensĂł Rebus complacido.
—Johnson Pavo Real no es precisamente un soplĂłn, señorĂa. Pero en estecaso, le aseguro que si me entero de lo que sea se lo dirĂ© inmediatamente.Pierdan cuidado. Y, para su informaciĂłn, yo me dedico al negocio de armas deimitaciĂłn para coleccionistas, respetables caballeros de la industria y cargos porel estilo. Cuando las autoridades ilegalicen el negocio, pueden estar seguros deque Pavo Real cesará sus actividades.
—¿Nunca ha vendido a alguien armas de fuego ilegales?—Nunca.—¿Ni conoce a nadie que pueda venderlas?—Como le dije antes, no soy un soplón.—¿Y no conoce a alguien capaz de reactivar esas armas que usted vende a
coleccionistas?—Ni idea, señorĂa.Pettifer asintiĂł con la cabeza y mirĂł las hojas que seguĂan tan en blanco
como al principio, momento que aprovechĂł Johnson para volver la cabeza haciaRebus.
—¿Qué tal le sienta volver a segunda clase, señor Rebus?—Me gusta. El público suele tener costumbres más limpias.—Vaya, vaya… —replicó Johnson esbozando una sonrisa y levantando un
dedo—. No me gusta que funcionarios engreĂdos ensucien mi salĂłn vip.—Ya verás lo bien que vas a estar en Barlinnie, Pavo Real —replicĂł Rebus—.
O dicho de otro modo, ya verás cómo vuelves locos a los chicos. La eleganciasuele tener buena aceptación en la cárcel.
—Señor Rebus… —dijo Johnson agachando la cabeza y lanzando un suspiro—, las vendettas son muy feas. Pregunte a los italianos.
Pettifer se acomodĂł en la silla y sus pies rascaron el suelo.—Tal vez podrĂamos volver a la pregunta dĂłnde cree usted que Lee Herdman
se procuró las armas —dijo.—Actualmente casi todas son made in China, ¿no es cierto? —respondió
Johnson.—Me refiero —prosiguió Pettifer con leve tono de irritación— a quién
recurrirĂa una persona para hacerse con ellas.Johnson se encogiĂł exageradamente de hombros.—¿Por la culata y el gatillo? —Se rio de su propio chiste, carcajeándose en el
silencio de la sala. Luego se revolviĂł en la silla, intentando poner cara solemne—.La mayorĂa de los armeros operan en Glasgow. A esos tĂos es a quienes tendrĂanque preguntar.
—Ya lo están haciendo nuestros compañeros de allà —dijo Pettifer—. Pero,entretanto, ¿se le ocurre alguien en particular a quien debamos interrogar?
—A mà que me registren —contestó Johnson encogiéndose de hombros.—Agente Pettifer, no lo dude, hágalo —comentó Rebus yendo hacia la puerta
—. TĂłmele la palabra.Fuera no habĂa cesado el barullo y no habĂa rastro de Siobhan. Rebus pensĂł
que estarĂa en la cantina, pero en vez de ir a buscarla subiĂł a la primera planta ymirĂł en un par de cuartos de interrogatorio hasta dar con Demonio Bob, de quiense ocupaba en mangas de camisa el sargento George Silvers. En St Leonardllamaban a Hi-Ho Silvers. Era un viejo veterano que esperaba la jubilaciĂłn contanta ansia como un autoestopista a un camiĂłn. Silvers le saludĂł escuetamentecon una inclinaciĂłn de cabeza. TenĂa una lista con doce preguntas y pretendĂaplantearlas y que le contestaran, para que aquel ejemplar que tenĂa enfrentefuera devuelto a la calle. Bob vio que Rebus cogĂa una silla y se sentaba entreellos dos con la rodilla casi pegada a la suya, y se puso nervioso.
—Acabo de charlar con Pavo Real —dijo Rebus sin inmutarse por haberinterrumpido una de las preguntas de Silvers—. DeberĂa cambiar el nombre porel de Canario.
—¿Por quĂ© dice esto? —preguntĂł Bob con cara de bobo.—¿TĂş quĂ© crees?—No lo sĂ©.—¿QuĂ© hacen los canarios?—Vuelan… viven en los árboles.—Viven en la jaula de tu abuela, imbĂ©cil, y cantan.Bob reflexionĂł sobre aquello. A Rebus casi le pareciĂł oĂr sus atrofiados
mecanismos cerebrales. Era pura comedia en muchos malhechores que no erannada tontos, pero Bob o bien era Robert de Niro en plena aplicaciĂłn del mĂ©todo ono sabĂa actuar.
—¿Qué? —replicó y, al ver la mirada de Rebus, añadió—: ¿Qué es lo quecantan?
No, no era Robert de Niro.—Bob —añadió Rebus apoyando los codos en las rodillas e inclinándose hacia
el joven—, si sigues con Johnson vas a pasarte media vida entre rejas.—¿Y?—¿No te importa?Al decirlo comprendió que era una pregunta ociosa; lo corroboraba la mirada
de suficiencia de Silvers. Para aquel tipo, la cárcel no serĂa más que otra etapa deaturdimiento que no ejercerĂa sobre Ă©l el menor efecto.
—Johnson y yo somos socios.—Ah, claro, y seguro que te da el cincuenta por ciento. Vamos, Bob… —
añadió Rebus con una sonrisa de complicidad—. Te está atando la soga al cuello.Con una enorme sonrisa, cegándote con sus dientes perfectos. Te va a traicionar,y cuando la cosa se ponga fea, ¿quién va a pagar el pato? Para eso te tiene a su
lado. Tú eres el monigote que recibe la tarta en la cara en la comedia. ¡Lasarmas las compráis y vendéis los dos, por Dios bendito! ¿Crees que no ostenemos en el punto de mira?
—Son réplicas para coleccionistas —espetó Bob, como quien recuerda unalección y la repite de memoria.
—Ah, claro, todos quieren tener unos cuantos Glock 17 y Walther PPK deimitación para adornar su chimenea.
Rebus se incorporĂł. No sabĂa si iba a poder hacĂ©rselo entender a Bob. TenĂaque haber algo, un punto dĂ©bil. Pero aquel fulano era amorfo como una pastaaguada que por más que se amase no acaba de adquirir forma. Hizo un Ăşltimointento.
—Bob, un dĂa de estos un chaval va a sacar una de esas rĂ©plicas vuestras y lovan a tumbar de un tiro crey endo que es autĂ©ntica. Sucederá cualquier dĂa.
Se dio cuenta de que habĂa puesto cierta emociĂłn en sus palabras. Silvers leobservaba, empezando a preguntarse quĂ© se traĂa entre manos. Rebus le mirĂł, seencogiĂł de hombros y se levantĂł.
—Piénsalo, Bob; hazme ese favor —añadió tratando de mirarle a los ojos,pero el joven miraba a las luces del techo, boquiabierto, como si fueran fuegosartificiales.
—Yo nunca he ido al teatro —estaba diciĂ©ndole a Silvers cuando Rebus salĂa.
Siobhan, al ver que Rebus la dejaba plantada, habĂa ido al DIC. La sala estaballena de policĂas sentados a las mesas de sus colegas de St Leonard interrogando alos detenidos. Vio que habĂan apartado a un lado el monitor del ordenador de sumesa y que la bandeja de la correspondencia estaba en el suelo. El agente DavidHynds tomaba notas de lo que decĂa un joven con pupilas reducidas a puntas dealfiler.
—¿QuĂ© pasa con tu mesa? —preguntĂł Siobhan.—La sargento Wylie hizo valer su jerarquĂa —respondiĂł Hynds señalando
con la cabeza hacia Ellen Wy lie, que, sentada a la mesa y preparada para elsiguiente interrogatorio, alzĂł la vista al oĂr su nombre y sonriĂł.
Siobhan le devolviĂł la sonrisa. Wylie pertenecĂa a la comisarĂa del West Endy tenĂa su mismo rango, pero llevaba más años en el cuerpo, lo que las hacĂaposibles rivales en el escalafĂłn. OptĂł por meter en un cajĂłn la bandeja de lacorrespondencia, fastidiada por aquella invasiĂłn. La comisarĂa de cada cual eracomo un feudo particular, y no se sabĂa lo que los invasores podĂan llevarse.
Al coger la bandeja vio con el rabillo del ojo un sobre blanco que sobresalĂade un montĂłn de informes grapados. Lo cogiĂł y guardĂł la bandeja en el ĂşnicocajĂłn hondo de la mesa, lo cerrĂł y echĂł la llave. Hynds estaba mirándola.
—De aquà no necesitas nada, ¿verdad? —preguntó ella, y Hynds negó con la
cabeza, quizás esperando una explicación.Pero Siobhan se alejó y bajó a la máquina de refrescos. Allà estaba todo más
tranquilo; en el aparcamiento habĂa un par de policĂas de las otras comisarĂastomándose un descanso, fumando y contando chistes. No vio a Rebus, de modoque se quedĂł junto a la máquina y abriĂł la lata helada. NotĂł el azĂşcar en losdientes y acto seguido en el estĂłmago; mirĂł la lista de ingredientes del bote yrecordĂł que los libros sobre ataques de pánico recomendaban prescindir de lacafeĂna. Se habĂa propuesto hacer un hueco en sus preferencias al cafĂ©descafeinado y tambiĂ©n sabĂa que hacĂan refrescos sin cafeĂna; otra cosa queevitar era la sal, por la tensiĂłn y todo eso. El alcohol, tomado con moderaciĂłn, noera problema. Se preguntĂł si una botella de vino por la noche despuĂ©s del trabajopodĂa calificarse de « moderada» ; no estaba muy segura. La cuestiĂłn era que sibebĂa sĂłlo media botella, el vino se echaba a perder para el dĂa siguiente. TomĂłmentalmente nota de explorar la posibilidad de comprar medias botellas.
Se acordĂł del sobre y lo sacĂł del bolsillo. Estaba escrito a mano, más biengarabateado. Puso el bote encima de la máquina y comenzĂł a abrir el sobre, conun mal presentimiento. Vio que no era más que una hoja de papel. Menos mal: nicuchillas de afeitar ni vidrios. HabĂa tantos chalados capaces de… DesdoblĂł elpapel y vio escrito en torpes letras de molde: ESPERO VERLA DE NUEVO, ENEL INFIERNO, MARTY.
El nombre estaba subrayado. Se le acelerĂł el pulso. No le cabĂa duda de queMarty era Martin Fairstone. Pero Fairstone no era más que un simple montĂłn dehuesos y ceniza guardado en un laboratorio. ExaminĂł el sobre. La direcciĂłn y elcĂłdigo postal eran correctos. ÂżSerĂa alguna broma? ÂżDe quiĂ©n? ÂżQuiĂ©nes sabĂan lodel acoso de Fairstone? Rebus y Templer… Âżalguien más? RecordĂł que hacĂaunos meses le habĂan dejado un mensaje en el salvapantallas de su ordenador yque, por fuerza, tenĂa que ser alguien del DIC, uno de sus supuestos compañeros.Pero los mensajes habĂan cesado. A su lado trabajaban Davie Hy nds y GeorgeSilvers y muchas veces tambiĂ©n Grant Hood; otros agentes sĂłlo lo hacĂan de vezen cuando. Pero ella no le habĂa contado a nadie lo de Fairstone. Vamos a ver…cuando Fairstone habĂa ido a presentar la denuncia, Âżse habĂa registradoformalmente? No, creĂa que no. Pero en las comisarĂas hay mucho cotilleo y eradifĂcil guardar un secreto.
Se percatĂł de que estaba mirando a travĂ©s de la puerta de cristal y de queaquellos dos policĂas del aparcamiento la observaban intrigados al verla allĂinmĂłvil mirando hacia fuera como hipnotizada. ForzĂł una sonrisa y meneĂł lacabeza dando a entender que estaba ensimismada pensando en algo.
No sabĂa quĂ© hacer y, a falta de otra cosa, sacĂł el mĂłvil para simular quecomprobaba si habĂa mensajes, pero decidiĂł hacer una llamada y marcĂł unnĂşmero de memoria.
—Ray Duff al habla.
—Ray, Âżestás muy ocupado?SabĂa cuál iba a ser la respuesta: un suspiro prolongado. Duff era de la PolicĂa
CientĂfica y trabajaba en los laboratorios forenses de Howdenhall.—Pues aparte de analizar si todas las balas del colegio Port Edgar
corresponden a la misma pistola, examinar la configuraciĂłn de las salpicadurasde sangre y los restos de pĂłlvora, los ángulos balĂsticos, etcĂ©tera…
—AsĂ justificamos tu empleo. ÂżQuĂ© tal el MG?—Una maravilla. ÂżSigue en pie la oferta de dar un garbeo un fin de semana?La Ăşltima vez que habĂan hablado, Duff acababa de reconstruir un modelo
especial de 1973.—Tal vez cuando el tiempo mejore.—Tiene capota, ¿sabes?—Pero no es lo mismo, ¿no crees? Oye Ray, y a sé que estás a tope de trabajo
con la investigaciĂłn del colegio, pero Âżno podrĂas hacerme un pequeño favor?—Siobhan, sabes que voy a decir que no. Todo el mundo quiere esto resuelto
y sin cabos sueltos.—Ya lo sĂ©. Yo tambiĂ©n trabajo en el caso.—TĂş y toda la policĂa de Edimburgo. —Otro suspiro—. SĂłlo por curiosidad,
Âżde quĂ© se trata?—¿Entre nosotros?—Por supuesto.Siobhan mirĂł a su alrededor. Los dos policĂas de afuera ya no la miraban. A
unos siete metros de ella, en la cantina, habĂa agentes sentados a una mesacomiendo sándwiches y tomando tĂ©. Se volviĂł de espaldas de cara a la máquina.
—He recibido un anĂłnimo.—¿Con amenazas?—Más o menos.—Tienes que enseñárselo a alguien.—He pensado que lo veas tĂş por si llegas a alguna conclusiĂłn.—Siobhan, me referĂa a que debes dar parte a tu jefa. Es Gill Templer,
Âżverdad?—SĂ, pero en este momento no soy precisamente su alumna predilecta.
Además, está desbordada.—¿Y yo no?—SĂłlo un vistazo rápido, Ray. A lo mejor no es nada.—Pero en plan oficioso, Âżno es eso?—Exacto.—Pues es un error. Si es un caso de amenazas debes denunciarlo, Siob.Otra vez el diminutivo. Cada vez habĂa más gente que lo utilizaba; pero pensĂł
que no era el momento de decirle que no le gustaba que la llamara asĂ.—Ray, la cuestiĂłn es que lo firma un muerto.
Se hizo un silencio.—De acuerdo —dijo al fin Duff—. Te escucho.—¿Una casa de protecciĂłn en Gracemount, en que se incendiĂł una freidora?—Ah, sĂ, el señor Martin Fairstone. TambiĂ©n he intentado trabajar en ese
caso.—¿Has averiguado algo?—TodavĂa no, porque han dado prioridad a lo de Port Edgar y Fairstone ha
bajado puestos en la lista.Siobhan sonriĂł por la analogĂa con los Ă©xitos musicales de los que ellos
hablaban muchas veces y, efectivamente, oyĂł que añadĂa:—Por cierto, Siob, ÂżquiĂ©nes son los tres tops escoceses de rock y pop?—Ray …—Vamos, di. No vale pensar; los primeros que te vengan a la cabeza.—¿Rod Stewart, Big Country y Travis?—¿Y Lulu y Annie Lennox?—Ya sabes que yo no entiendo mucho, Ray.—Es curioso que citaras a Rod Stewart.—Cárgalo a la cuenta del inspector Rebus, que me prestĂł algunos de sus
primeros discos —respondió ella forzando un suspiro—. Bueno, ¿me vas a ayudaro no?
—¿Cuánto tardarás en enviármelo?—Lo tendrás ahĂ antes de una hora.—Bien, me quedarĂ© a hacer horas extra. ÂżNi eso te ablandará?—¿Te he dicho alguna vez que eres guapĂsimo, y muy listo?—SĂłlo cuando me pides un favor.—Eres un ángel, Ray. En cuanto sepas algo, dĂmelo.—Ven a dar una vuelta en coche alguna vez —añadiĂł Duff antes de que ella
colgara.Siobhan cruzó la cantina con el sobre hasta recepción.—¿Tiene ahà por casualidad una bolsa de pruebas? —preguntó al sargento de
guardia.—Puedo ir a por una arriba —dijo el hombre después de mirar en un par de
cajones.—¿No hay sobres de efectos personales?El sargento volvió a agacharse y sacó un sobre amarillo tamaño folio de
debajo del mostrador.—Muy bien —dijo Siobhan metiendo la carta en el sobre; escribió en él el
nombre de Duff y la palabra URGENTE, y su nombre en el dorso.VolviĂł a cruzar la cantina y saliĂł al aparcamiento; como ya habĂan vuelto a
entrar los dos fumadores no tendrĂa que dar ninguna explicaciĂłn por haber estadomirándolos abstraĂda. Vio que dos agentes subĂan a un coche patrulla.
—¡Eh, muchachos! —exclamĂł, y al acercarse vio que el copiloto era JohnMasĂłn, a quien en la comisarĂa apodaban Perry. ConducĂa Toni Jackson.
—Hola, Siobhan. Te echamos de menos el viernes —dijo la agente Jackson.Siobhan hizo un gesto de disculpa. Toni y otras agentes salĂan todos los viernes
de marcha y ella era la Ăşnica de mayor rango a quien aceptaban en la pandilla.—¿Me perdĂ algo bueno? —preguntĂł.—Lo pasamos en grande. El hĂgado todavĂa se está recuperando.MasĂłn la mirĂł intrigado.—¿QuĂ© hiciste?—Ya te gustarĂa saberlo —replicĂł ella con un guiño—. ÂżQuĂ© quieres, Siobhan,
que hagamos de carteros? —añadiĂł señalando el sobre con la barbilla.—¿PodrĂais llevar esto al laboratorio forense de Howdenhall? Entregadlo en
mano si es posible —añadiĂł indicando con el dedo el nombre de Duff.—Tenemos que ir a un par de sitios pero casi nos viene de paso.—Dije que lo recibirĂa antes de una hora.—Con Toni al volante no hay problema —comentĂł MasĂłn.—Siobhan —dijo Toni Jackson sin hacer caso a MasĂłn—, me han dicho que te
han relegado a chĂłfer.—SĂłlo por unos dĂas —dijo ella torciendo ligeramente el gesto.—¿QuĂ© le ha pasado a Rebus en las manos?—No lo sĂ©, Toni. ÂżQuĂ© se rumorea por ahĂ? —añadiĂł Siobhan mirando a
Jackson.—De todo… Desde que hubo un combate de boxeo hasta que fue culpa de
una sartén.—Una cosa no excluye a la otra necesariamente.—En el inspector Rebus no hay nada que excluya una cosa de otra —
comentó Toni Jackson sonriendo irónicamente y tendiendo la mano para coger elsobre—. Tienes tarjeta amarilla, Siobhan.
—Bueno, si querĂ©is irĂ© este viernes.—¿Prometido?—Lo juro por el DIC.—O sea, que ya veremos.—Ya sabes, Toni, que siempre surge algo.Toni Jackson mirĂł por encima del hombro de Siobhan.—Hablando del rey de Roma —dijo cogiendo el volante.Siobhan se dio la vuelta y vio a Rebus mirando desde la puerta. No sabĂa
cuánto tiempo harĂa que estaba allĂ y si la habrĂa visto entregando el sobre. Elmotor se encendiĂł y Siobhan se apartĂł mirando cĂłmo se alejaba el coche.Rebus, que acababa de abrir una cajetilla, sacĂł un cigarrillo con los dientes.
—Es sorprendente la capacidad de adaptación del ser humano —comentóSiobhan acercándose a él.
—Trato simplemente de ampliar mi repertorio —dijo Rebus—. Pienso probara tocar el piano con la nariz —añadió logrando encender el mechero al tercerintento e inhalando humo.
—Por cierto, gracias por dejarme al margen —dijo ella.—No se trataba de eso.—Quiero decir que…—Ya sĂ©. Ya sĂ© —la interrumpiĂł Ă©l—. SĂłlo querĂa oĂr quĂ© alegaba Johnson.—¿Johnson?—Johnson Pavo Real —contestĂł Rebus y, al ver que Siobhan le miraba
extrañada, añadió—: Ă©l se hace llamar asĂ.—¿Por quĂ©?—¿No te has fijado en cĂłmo viste?—Quiero decir que por quĂ© querĂas estar presente en el interrogatorio.—Porque es un fulano que me interesa.—¿Por algĂşn motivo en particular?Rebus se encogiĂł de hombros.—¿QuiĂ©n es ese Johnson? —añadiĂł Siobhan—. ÂżDeberĂa conocerle?—Es un malhechor de poca monta, pero a veces esos son los más peligrosos.
Vende armas de imitaciĂłn al mejor postor y puede que trafique con armasautĂ©nticas. Compra objetos robados, distribuye drogas blandas, algo de hachĂs…
—¿DĂłnde opera?Rebus pareciĂł pensarlo.—Por Burdiehouse.—¿Burdiehouse? —repitiĂł Siobhan, que conocĂa de sobra sus respuestas
evasivas.—En esa dirección —añadió él señalando con el cigarrillo sin quitárselo de la
boca.—Bueno, puedo buscarlo en los archivos —dijo ella mirándole a los ojos
hasta que Rebus parpadeó.—En Southhouse o Bourdiehouse; por ahà —añadió él expulsando humo por la
nariz como un toro acorralado.—Es decir, cerca de Gracemount.—Más o menos —replicĂł Ă©l encogiĂ©ndose de hombros.—O sea, que opera en el barrio en que vivĂa Fairstone… ÂżCabe la posibilidad
de que dos tipos como ellos no se conocieran?—A lo mejor se conocĂan.—John…—¿QuĂ© habĂa en ese sobre?En ese momento fue ella la que puso cara de pĂłquer.—No cambies de tema —replicĂł.—El tema está cerrado. ÂżQuĂ© habĂa en el sobre?
—Nada que deba preocupar a tu linda cabecita, inspector Rebus.—Ahora sà que me preocupa.—En serio que no era nada.Rebus hizo una pausa y asintió despacio con la cabeza.—Porque tú sabes defenderte sola, ¿verdad?—Exactamente.Rebus agachó la cabeza, dejó caer la colilla al suelo y la aplastó con el pie.—¿Sabes que mañana no te necesito? —dijo.Ella asintió con la cabeza.—Procuraré que las horas no se me hagan interminables —replicó.Rebus trató inútilmente de encontrar una réplica.—Bien, vamos a escaquearnos antes de que Gill Templer busque otro pretexto
y nos eche la bronca —dijo dirigiéndose al coche de ella.—Muy bien —dijo Siobhan—, y mientras yo conduzco tú me cuentas todo lo
que sepas sobre el señor Johnson. —Calló un momento—. Por cierto: ¿quiénesson los tres mejores cantantes escoceses de rock y pop?
—¿Por quĂ© lo dices?—Venga, nombra los tres primeros que se te ocurran.Rebus reflexionĂł un instante.—Nazaret, Alex Harvey, Deacon Blue.—¿Rod Stewart no?—No es escocĂ©s.—Pero te lo acepto si quieres.—Bueno, en ese caso lo citarĂa, pero probablemente despuĂ©s de Ian Stewart.
Aunque nombrarĂa antes a John Martyn, Jack Bruce, Ian Anderson… sin olvidara Donovan y la Incredible String Band, Lulu y Maggie Bell…
Siobhan entornó los ojos.—¿Estoy a tiempo de arrepentirme de haberte preguntado? —dijo.—Demasiado tarde —replicó Rebus subiendo al coche—. Otro es Frankie
Miller, Simple Minds en sus buenos tiempos y siempre tuve debilidad por Pallas.Siobhan permaneciĂł inmĂłvil con la mano en la portezuela sin abrirla mientras
Rebus, y a sentado, seguĂa recitando nombres sin parar.
—No es la clase de local al que yo voy a tomar una copa —musitó el doctorCurt.
Era un hombre alto y delgado —a sus espaldas se comentaba que tenĂaaspecto « fĂşnebre» —, de cincuenta y tantos años, con un rostro alargado y fofoy pronunciadas ojeras. A Rebus le recordaba un sabueso.
Un sabueso fĂşnebre.Lo que no dejaba de ser lĂłgico teniendo en cuenta que era uno de los
patĂłlogos más reputados de Edimburgo. A travĂ©s de su maestrĂa los cadáveresrevelaban sus historias, a veces revelaban secretos: suicidios que resultaban serasesinatos y huesos que no eran humanos. Curt habĂa ayudado a Rebus con suhabilidad e intuiciĂłn a resolver decenas de casos, y habrĂa sido una groserĂa porsu parte rehusar la invitaciĂłn del patĂłlogo cuando le llamĂł por telĂ©fono. Comoposdata habĂa añadido:
—Pero en un sitio tranquilo. Un lugar en el que podamos hablar sin que hayagente charlando.
Por eso Rebus le habĂa citado en su bar predilecto, el Oxford, escondido en uncallejĂłn detrás de George Street y lejos del despacho de Curt y de la comisarĂa.
Ocuparon una mesa de la parte de atrás, que estaba desierta. Era una tarde demitad de semana y en la barra no habĂa más que dos oficinistas a punto de irse yun cliente habitual que acababa de entrar. Rebus llevĂł las bebidas a la mesa: unapinta de cerveza para Ă©l y un gin-tonic para Curt.
—Slainte —dijo el patólogo alzando el vaso.—Salud, doctor —contestó Rebus levantando la jarra con las dos manos.—Da la impresión de que alza un cáliz —comentó el patólogo—. ¿No va a
explicarme qué es lo que le sucedió?—No.—Los rumores corren…—Por mà pueden correr los kilómetros que quieran. Lo que me intriga es su
llamada. ÂżEra para hablar de eso?DespuĂ©s de volver a casa, Rebus se habĂa dado un baño templado, habĂa
encargado un curry por telĂ©fono y puesto en el tocadiscos a Jackie Leven con susrománticas canciones sobre los hombres duros de Fife. ÂżCĂłmo se le habrĂaolvidado incluirlo en la lista para Siobhan? En ese momento habĂa telefoneado eldoctor Curt. « ÂżPodrĂamos hablar? ÂżEn algĂşn sitio? ÂżEsta tarde?» No habĂa dichode quĂ© y se habĂan citado en el Oxford a las siete y media.
—¿Qué tal le han ido las cosas últimamente, John? —preguntó el doctor Curtsaboreando su bebida.
Rebus le miró fijamente. Era el preámbulo obligado con algunos hombres decierta edad y clase. Acto seguido le ofreció un cigarrillo que el patólogo aceptó.
—Saque otro para mà —pidió Rebus; el doctor asà lo hizo y durante un ratofumaron ambos en silencio.
—De fábula, doctor, Âży a usted? ÂżSiente muy a menudo la necesidad dellamar a un policĂa por la noche para charlar en la oscura parte de atrás de unbar?
—Si no me equivoco, fue usted quien eligiĂł la parte de atrás.Rebus asintiĂł levemente con la cabeza.—QuĂ© impaciente es usted, John —añadiĂł el patĂłlogo sonriendo.—Si le digo la verdad —replicĂł Rebus encogiĂ©ndose de hombros—, podrĂa
estarme aquĂ toda la noche, pero me quedarĂa mucho más tranquilo si supieraquĂ© tiene que darme.
—Se trata de los restos de un tal Martin Fairstone.—Ah, ya —comentó Rebus removiéndose en la silla y cruzando las piernas.—Sabe de quién hablo, por supuesto —añadió Curt aspirando el cigarrillo de
tal manera que parecĂa que todo su rostro se retraĂa.HacĂa sĂłlo cinco años que fumaba, como si estuviera dispuesto a poner a
prueba su mortalidad.—Le conocĂa —dijo Rebus.—Ah, sĂ, por desgracia hay que hablar en pasado.—Desgracia, no tanta. Yo no le echo de menos.—Sea como fuere, el profesor Gates y yo… Bien, consideramos que hay
zonas borrosas.—¿Se refiere a huesos y cenizas?Curt negó despacio con la cabeza haciendo caso omiso de la guasa de Rebus.—Los forenses nos aclararán algunas cosas —replicó bajando la voz—. La
comisaria Templer ha insistido en que se realicen y creo que Gates hablará conella mañana.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?—Templer piensa que usted está implicado de alguna manera en el
homicidio.La Ăşltima palabra quedĂł flotando en el aire entre los dos. Rebus no necesitaba
repetirla. Curt, anticipándose a una posible objeción, añadió:—Presunto homicidio, creemos —dijo asintiendo despacio con la cabeza—.
Hay evidencia de que lo ataron a la silla. Tengo fotos —añadiĂł cogiendo unacartera que habĂa dejado a su lado en el suelo.
—Doctor, probablemente, no deberĂa enseñármelas —objetĂł Rebus.—Lo sĂ©, y no lo harĂa si pensara que existe la menor posibilidad de que usted
fuera culpable. Pero le conozco, John —añadiĂł mirándole.Rebus miraba la cartera.—No es la primera vez que la gente se equivoca respecto a mĂ.—Quizá —dijo el doctor.Puso el sobre marrĂłn en la mesa entre los dos, encima de los posavasos
hĂşmedos. Rebus lo cogiĂł y lo abriĂł. HabĂa dos docenas de fotos de la cocina conun fondo todavĂa humeante; Martin Fairstone era apenas reconocible, no parecĂaun ser humano, más bien un maniquĂ chamuscado y cubierto de ampollas. Estabatumbado boca abajo. Tras Ă©l habĂa una silla reducida a un par de paloscarbonizados y restos del asiento. Lo que llamĂł la atenciĂłn de Rebus fue lacocina. TenĂa la superficie casi intacta. La freidora estaba encima de uno de losquemadores. Si la limpiaran, podrĂa usarse… Costaba entender que una simplefreidora hubiera sobrevivido y un ser humano no.
—Lo que se observa aquĂ es cĂłmo la silla se cayĂł hacia delante, y con ella lavĂctima. Se dirĂa que cayĂł de rodillas, se dio de bruces contra el suelo y acabĂłtendido boca abajo. ÂżVe la posiciĂłn de los brazos? Están pegados a los costados.
Rebus lo veĂa, pero no estaba tan seguro de quĂ© se suponĂa que debĂa deducirde aquello.
—Hemos encontrado lo que parece restos de una cuerda… una cuerda deplástico de las de tender la ropa. El recubrimiento se derritió, pero el nailon eramuy resistente.
—En las cocinas suele haber cuerdas de tender —adujo Rebus haciendo deabogado del diablo, al comprender de pronto adĂłnde querĂa ir a parar el patĂłlogo.
—Cierto, pero el profesor Gates… Bueno, él lo ha puesto en manos de losexpertos del laboratorio.
—¿Porque piensa que Fairstone estaba atado a la silla?Curt asintió con la cabeza.—Hay otras fotos, en algunas… los primeros planos… se ven trozos de
cuerda.Rebus las examinĂł.—La secuencia de acontecimientos serĂa la siguiente: un hombre pierde el
conocimiento, lo atan a una silla. Vuelve en sĂ, se ve rodeado de llamas y sienteque el humo invade sus pulmones, se retuerce tratando de liberarse de lasataduras, pero se inicia el proceso de asfixia y el humo acaba con Ă©l antes de queel fuego queme la cuerda.
—En teorĂa —comentĂł Rebus.—SĂ, naturalmente —añadiĂł el patĂłlogo en voz baja.Rebus volviĂł a repasar las fotos.—¿AsĂ que estamos ante un asesinato?—O ante un homicidio intencionado. Me imagino que un abogado podrĂa
argumentar que el hecho de que lo ataran no fue la causa de la muerte y que sĂłlopretendĂan darle un aviso, digamos.
Rebus le miró.—Veo que le han dado vueltas —dijo.Curt volvió a levantar el vaso.—El profesor Gates hablará mañana con Gill Templer. Le enseñará estas
fotos. Pero habrá que esperar a la opinión de los forenses. Se rumorea que ustedestuvo en la casa.
—¿Se ha puesto en contacto con usted un periodista? —preguntĂł Rebus, y vioque Curt asentĂa—. ÂżQue se llama Steve Holly?
El patĂłlogo volviĂł a asentir y Rebus lanzĂł una maldiciĂłn en el preciso instanteen que llegaba Harry, el camarero, a retirar los vasos vacĂos. VenĂa silbando,signo evidente de que tenĂa algĂşn ligue y que seguramente pretendĂa presumir deello, pero el exabrupto de Rebus le indujo a irse sin más.
—¿Cómo va a…? —añadió Curt, incapaz de dar con las palabras adecuadas.—¿Cómo voy a defenderme? —sugirió Rebus. Luego sonrió con amargura—.
Es imposible, doctor. Yo estuve allà y todo el mundo lo sabe o no tardará ensaberlo.
Hizo ademán de morderse la uña, pero recordĂł que no podĂa. Le apetecĂa darun puñetazo en la mesa, pero tampoco podĂa.
—SĂłlo es evidencia circunstancial —dijo Curt—. O casi.EstirĂł la mano para coger una fotografĂa, un primer plano de la calavera con
la boca abierta. Rebus sintiĂł que la cerveza se le revolvĂa.—Mire, esto —dijo Curt señalando el cuello— parece piel, pero hay algo…
habĂa algo que le rodeaba la garganta. ÂżLlevaba el difunto corbata o algo asĂ?La pregunta era tan absurda que Rebus soltĂł una carcajada.—Era una vivienda de protecciĂłn oficial de Gracemount, doctor, no el club
fino de la Ciudad Nueva.Rebus fue a coger el vaso, pero se le quitaron las ganas de beber: no se le iba
de la cabeza la imagen de Fairstone con corbata. ¿Y por qué no con esmoquin yun criado ofreciéndole un habano…?
—Bien, en ese caso, si no llevaba nada en el cuello, algo similar a una corbatao un pañuelo —dijo Curt— empieza a parecer que era algĂşn tipo de mordaza. Talvez le embutieron un pañuelo en la boca atado por detrás. Pero debiĂł logrardesprenderse de Ă©l. Demasiado tarde para pedir auxilio, eso sĂ. Luego, resbalĂłpor el cuello, Âżlo ve?
De nuevo, Rebus lo vio.Y se vio a sà mismo tratando de librarse.Se vio cayendo…
7
A Siobhan se le ocurriĂł una idea.Como los ataques de pánico solĂan producirse cuando estaba dormida, tal vez
tenĂan que ver con el dormitorio. AsĂ que decidiĂł probar a dormir en el sofá. Eramuy cĂłmodo. Estaba tapada con el edredĂłn, el televisor al lado, cafĂ© y una bolsade patatas fritas. Aquella noche, sin darse cuenta, se levantĂł tres veces a mirarpor la ventana y, si veĂa moverse alguna sombra, escrutaba durante unos minutosel lugar donde creĂa haberla visto. Cuando Rebus llamĂł para contarle lo de laconversaciĂłn con el doctor Curt, ella le preguntĂł si habĂan identificadodefinitivamente el cadáver.
Él le preguntĂł quĂ© querĂa decir.—Me refiero a que como son restos carbonizados tendrán que identificarlos
por el ADN, Âżverdad? ÂżLo han hecho?—Siobhan…—Es lo que hacen, Âżno?—Ha muerto, Siobhan. OlvĂdate de Ă©l.Se mordiĂł el labio inferior; tenĂa menos sentido que nunca decirle lo del
anĂłnimo. Ya tenĂa bastante con lo suyo.La habĂa llamado para avisarla de que si al dĂa siguiente las cosas se ponĂan
feas Ă©l no iba a estar en la comisarĂa. Templer tendrĂa que buscarse a un sustituto.Siobhan decidiĂł hacer más cafĂ©; un descafeinado de sobre que le dejĂł en la
boca un sabor agrio. Se detuvo frente a la ventana y echĂł un vistazo a la calleantes de ir a la cocina. El mĂ©dico le habĂa pedido que hiciera una lista de lo quecomĂa una semana normal y trazĂł un cĂrculo en todo lo que en su opiniĂłncontribuĂa a producir los ataques. Siobhan tratĂł de borrar de su mente las patatasfritas… el problema era que le gustaban. TambiĂ©n el vino, los refrescos y lacomida rápida. AlegĂł ante el mĂ©dico que no fumaba y que hacĂa ejercicioregularmente.
—¿Libera estrĂ©s con el alcohol y la comida rápida?—Es mi manera de acabar la maldita jornada.—Lo que quizá deberĂa procurar, de entrada, es que no le afectara.—No irá a decirme que usted nunca ha fumado ni se ha tomado una copa…Por supuesto que no iba a negarlo. Los mĂ©dicos sufren más estrĂ©s que los
policĂas. Lo que sĂ habĂa hecho ella por propia iniciativa era procurar escucharmĂşsica tranquila: Lemon Jelly, Oldolar, Boards of Canadá. Algunos nofuncionaban. Aphex Twin y Autechre no le habĂan servido: eran poca cosa.
Poca cosa.PensĂł en Martin Fairstone y en su olor a tĂo y sus dientes descoloridos. Lo vio
al lado de su coche, acercándose a las bolsas de la compra, agrediĂ©ndola como sital cosa y seguro de sĂ mismo. Rebus tenĂa razĂłn: tenĂa que estar muerto. ElanĂłnimo era una broma de mal gusto, pero no acababa de dar con quiĂ©n habrĂapodido enviárselo. TenĂa que haber alguien, alguien que no recordara…
Al volver con el cafĂ© de la cocina volviĂł a pararse en la ventana. HabĂa lucesen los pisos de enfrente. Tiempo atrás una persona la habĂa espiado desde allĂ; unpolicĂa llamado Linford que seguĂa en el cuerpo, en Jefatura. Hubo un momentoen que pensĂł en mudarse, pero le gustaba aquel barrio, el piso, la zona; tenĂatiendas a mano y habĂa matrimonios jĂłvenes y gente soltera. PensĂł que, dehecho, casi todas las parejas eran más jĂłvenes que ella. Siempre le decĂan« Âżcuándo vas a echarte novio?» . Toni Jackson se lo preguntaba todos los viernescuando salĂan en grupo, le señalaba posibles candidatos en bares y discotecas, noadmitĂa que se negara a que se los presentase y los traĂa a la mesa mientras ellase quedaba con la cabeza apoyada en las manos.
Tal vez lo del novio fuese una soluciĂłn; asĂ espantarĂa a los moscones. Aunqueun perro tampoco estarĂa mal. Pero es que un perro… No, un perro no querĂa. Nitampoco un novio. Tuvo que cortar con Eric Bain una temporada cuando Ă©lempezĂł a hablar de que pasaran de la amistad « a la siguiente fase» . Lo echabade menos, cuando llegaba a casa por la noche, y compartĂan una pizza ycotilleos, escuchaban mĂşsica o jugaban con algĂşn juego de ordenador. VolverĂa ainvitarle pronto; a ver quĂ© tal resultaba. Pronto, pero no de momento.
Martin Fairstone habĂa muerto. Todo el mundo lo sabĂa. PensĂł quiĂ©n podrĂasaberlo si no era cierto: su novia quizá, o amigos o familiares. TendrĂa que vivircon alguien y ganar dinero para vivir. A lo mejor aquel Johnson Pavo Real loconocĂa. Rebus decĂa que era un imán para la informaciĂłn del barrio. Como notenĂa sueño pensĂł que tal vez le vendrĂa bien dar una vuelta en coche. PondrĂabuena mĂşsica. CogiĂł el telĂ©fono y llamĂł a la comisarĂa de Leith, pues sabĂa quepara el caso de Port Edgar no habĂa lĂmites de presupuesto y que por consiguientehabrĂa gente en el turno de noche haciendo horas extra y solicitĂł informaciĂłnsobre Johnson.
—Se trata de Johnson Pavo Real. No sé su nombre de pila. Le interrogaronesta mañana en St Leonard.
—¿Qué información quiere, sargento Clarke?—De momento, sólo su dirección.
Rebus habĂa cogido un taxi para no tener que conducir. Pero incluso asĂ tuvo quehacer un gran esfuerzo con el pulgar para abrir la portezuela y el dedo aĂşn lequemaba. Llevaba los bolsillos llenos de calderilla porque le costaba trabajojuntar monedas para pagar y lo hacĂa con billetes de los que se iba guardando elcambio.
AĂşn le daba vueltas la conversaciĂłn con el doctor Curt. Lo que le faltabaahora era una investigaciĂłn por asesinato, especialmente cuando Ă©l era elprincipal sospechoso. Siobhan le habĂa preguntado quiĂ©n era Johnson Pavo Real,pero Ă©l se las habĂa arreglado para darle sĂłlo respuestas vagas. Era Johnson elmotivo por el que se encontraba en ese momento ahĂ, llamando al timbre, y larazĂłn por la que aquella noche habĂa vuelto a casa de Fairstone.
Abrieron la puerta y la luz bañó su figura.—Ah, John, ¿eres tú? Pasa, hombre.Era una casa semiadosada en Alnwicknill Road, de construcción reciente.
Andy Callis vivĂa solo, pues su esposa habĂa muerto hacĂa un año de cáncer. En elvestĂbulo colgaba una foto enmarcada de su boda: Callis impasible con unosveinte kilos menos y Mary radiante con un halo de luz a su alrededor y flores enel pelo. Rebus asistiĂł al entierro y recordaba que Callis habĂa depositado unramillete sobre el ataĂşd. Rebus habĂa sido uno de los cinco que llevaron el fĂ©retroademás de Callis, quien mientras lo bajaban a la fosa no apartĂł los ojos delramillete.
HacĂa un año de eso. ParecĂa que Andy lo estaba superando, y ahora…—¿CĂłmo estás, Andy? —preguntĂł Rebus.TenĂa encendida la estufa elĂ©ctrica en el cuarto de estar. Frente al televisor
habĂa un sillĂłn de cuero con escabel a juego. Era un cuarto limpio y olĂa bien. EljardĂn estaba bien cuidado, los bordes limpios de malas hierbas. En la repisa de lachimenea habĂa otra foto de estudio de Mary con la misma sonrisa que la de laboda pero con alguna arruga en torno a los ojos y la cara más llena. Una mujerque entra en la madurez.
—Bien, John.Callis se sentó en el sillón moviéndose como un viejo pese a sus cuarenta y
pocos años y no tener una sola cana. El sillón cruj ió hasta que él acabó deacomodarse.
—SĂrvete de beber; ya sabes dĂłnde está.—TomarĂ© un trago.—¿No has venido en coche?—No, en taxi. —Rebus se acercĂł al botellero y levantĂł una botella hacia
Callis pero vio que negaba con la cabeza—. ¿Sigues tomando esas pastillas? —añadió.
—SĂ, y no puedo mezclarlas con alcohol.—Yo tambiĂ©n estoy tomando unas —dijo Rebus sirviĂ©ndose un whisky doble.—¿Es que hace frĂo en el cuarto? —preguntĂł Callis. Rebus negĂł con la cabeza
—. ¿Por qué no te quitas los guantes?—Me hice daño en las manos; por eso tomo pastillas —levantó el vaso—
aparte de otros analgĂ©sicos que no requieren receta. —CogiĂł el vaso y seacomodĂł en el sofá. En la televisiĂłn, sin sonido, habĂa una especie de concurso—.ÂżQuĂ© estás viendo?
—Sabe Dios.—Entonces ¿no te molesto?—No, en absoluto —respondió Callis sin dejar de mirar la pantalla—. A no ser
que hay as venido a insistir otra vez.Rebus negĂł con la cabeza.—No, y a no, Andy. Aunque la verdad es que no damos abasto.—¿Es por lo del colegio? —Vio con el rabillo del ojo que Rebus asentĂa con la
cabeza—. Qué cosa más horrible —añadió.—Se supone que tengo que averiguar por qué lo hizo.—¿Para qué? Si a la gente le dan… la oportunidad es normal que sucedan
esas cosas.Rebus reflexionó sobre la vacilación después de la palabra « dan» . Callis
habĂa estado a punto de decir « armas» . Y habĂa dicho « lo del colegio» , no los« disparos» . AĂşn no estaba fuera de peligro.
—¿Sigues y endo a la psiquiatra?—Para lo bien que me sienta… —replicĂł Callis despectivo.No era en realidad una psiquiatra ni Ă©l tenĂa que tumbarse en un sofá para
hablar de su madre, pero los dos la llamaban en broma la psiquiatra para hablarsobre el tema con may or distanciamiento.
—Por lo visto hay casos peores que el mĂo —añadiĂł Callis—. Hay tĂos queson incapaces de coger un bolĂgrafo o una botella de salsa. Porque todo lesrecuerda…
Se le quebró la voz.Rebus terminó mentalmente la frase: « a las armas» . Todo le recordaba las
armas.—Sucede algo muy raro cuando lo recuerdas —prosiguiĂł Callis—. SĂ, claro,
están hechas para dar miedo, ¿no es cierto? Y entonces alguien como yoreacciona y hay un problema.
—Es problema si te afecta para toda la vida, Andy. ¿Tienes algún problemacuando echas salsa a las patatas fritas?
—No, y a ves que no —respondió Callis palmeándose la barriga.Rebus sonrió, se reclinó hacia atrás y cogió el vaso de whisky en el brazo del
sofá. Se preguntaba si Callis era consciente del tic que tenĂa en el ojo izquierdo y
del leve temblor en la voz. HacĂa y a casi tres meses que habĂa cogido la baja porenfermedad. Hasta entonces habĂa sido oficial de patrulla con entrenamientoespecial en armas de fuego. En Lothian and Borders habĂa muy pocos agentes deaquel cuerpo especial insustituible y en Edimburgo sĂłlo contaban con un vehĂculode Respuesta Armada.
—¿Qué dice el médico?—John, qué más da lo que diga. No van a dejarme volver al cuerpo sin pasar
una serie de pruebas.—¿Temes no superarlas?—Lo que temo es superarlas —replicĂł Callis mirándole.Se quedaron un rato en silencio viendo la televisiĂłn. Rebus pensĂł que debĂa de
ser uno de esos programas tipo « Gran Hermano» en el que cada semanadisminuy en los participantes.
—Bueno, ÂżquĂ© tenĂ©is entre manos? —preguntĂł Callis.—Pues… —contestĂł Rebus pensativo—. No mucho.—¿Salvo eso del colegio?—SĂ, salvo eso. Los compañeros no dejan de preguntar por ti.Callis asintiĂł con la cabeza.—SĂ, las caras conocidas pasan por casa de vez en cuando —dijo.—¿AsĂ que no piensas volver? —preguntĂł Rebus inclinándose hacia delante.Callis le dirigiĂł una sonrisa cansina.—Sabes que no. Tengo eso que llaman estrĂ©s o algo asĂ. Incapacitado por…—Andy, Âżcuántos años hace…?—¿Que ingresĂ©? —dijo Callis pensativo frunciendo el ceño—. Unos quince…
Quince años y medio.—Un solo incidente en todos esos años ¿y ya te das por vencido? Ni siquiera
fue un « incidente» …—John, mĂrame, haz el favor. ÂżEs que no ves cĂłmo me tiemblan las manos?
—dijo levantándolas para que lo viera—. ¿Y esta vena que me palpita en el ojo?—añadió levantando una mano hacia ella—. No es que yo me dé por vencido, esmi cuerpo. Todo esto son signos de aviso. ¿Quieres que haga como que no lo noto?¿Sabes cuántos servicios hicimos el año pasado? Casi trescientos. Salimos deservicio con arma tres veces más que el año anterior.
—SĂ, desde luego, la situaciĂłn es cada vez más dura.—Quizá, pero y o no.—Ni tienes por quĂ© —dijo Rebus pensativo—. Pero podrĂas volver al servicio
sin armas. Hay muchos puestos por cubrir en los despachos.—Eso no es lo mĂo, John —respondiĂł Callis negando con la cabeza—. El
papeleo me deprime.—PodrĂas volver al servicio de patrulla a pie.Callis miraba al vacĂo sin escuchar.
—Lo que me subleva es que y o estoy en casa con mis sĂntomas y esos hijosde puta siguen ahĂ, llevando armas sin que les pase nada. ÂżEn quĂ© sistemavivimos, John? ÂżPara quĂ© demonios servimos si no podemos impedirlo? —añadiĂłvolviĂ©ndose hacia Rebus.
—Andy, estar aquà sentado gimoteando no sirve de nada —replicó Rebus convoz calmada.
En la mirada de su amigo habĂa tanta rabia como impotencia. Callis bajĂł laspiernas del escabel y se levantĂł.
—Voy a poner el hervidor. ÂżQuieres algo?En el televisor unos concursantes discutĂan sobre algo que tenĂan que hacer.
Rebus mirĂł el reloj .—No, Andy. TendrĂa que irme ya.—Te agradezco que vengas de vez en cuando, John, pero no te sientas
obligado.—Es un simple pretexto para gorrearte una copa, Andy. Ya verás cómo,
cuando haya vaciado tu bar, no vuelves a verme el pelo.Callis tratĂł de sonreĂr.—Pide un taxi por telĂ©fono si quieres —dijo.—Tengo el mĂłvil.Que podĂa utilizar, sĂłlo que pulsando las teclas con un bolĂgrafo.—¿De verdad que no quieres nada más?—Mañana tengo mucho que hacer —respondiĂł Rebus negando con la cabeza.—Yo tambiĂ©n —dijo Callis.Rebus asintiĂł con una inclinaciĂłn de cabeza. Sus conversaciones siempre
acababan con las mismas frases: « ÂżTienes mucho que hacer mañana, John?Siempre tengo mucho que hacer, Andy. SĂ, yo tambiĂ©n» . PensĂł en algo quedecirle sobre el crimen del colegio, sobre Johnson Pavo Real, pero juzgĂł queserĂa contraproducente. Ya hablarĂan más adelante con claridad y no jugando aaquella especie de ping-pong a que en la actualidad se resumĂan susconversaciones. AĂşn no.
—Me voy —dijo Rebus alzando la voz hacia a la cocina.—Espera a que llegue el taxi.—Quiero tomar un poco el aire, Andy.—Lo que tú quieres es fumar un cigarrillo.—No me explico cómo con esa intuición no te hicieron de la secreta —
comentó Rebus abriendo la puerta.—No quise —replicó Callis.
Una vez en el taxi, Rebus decidiĂł desviarse y le dijo al conductor que iban aGracemount, donde le indicĂł la direcciĂłn de la casa de Martin Fairstone. HabĂan
tapado las ventanas con planchas y candado en prevenciĂłn de vándalos. BastarĂacon que entrase un par de heroinĂłmanos para que la vivienda se convirtiera en unfumadero de crack. Por fuera no se veĂan las paredes chamuscadas. La cocinadonde se habĂa iniciado el incendio estaba en la parte de atrás. AllĂ seconcentrarĂan los daños. Los bomberos habĂan sacado unos muebles alabandonado jardincillo trasero: sillas, una mesa y una aspiradora rota que nadieiba a molestar en llevarse. Dijo al taxista que continuara. En una parada deautobĂşs habĂa un grupo de adolescentes. Rebus no creĂa que esperaran el autobĂşs.La marquesina era su guarida. Dos estaban subidos al techo y otros tresacechaban desde la oscuridad. El taxista se detuvo.
—¿Qué sucede? —preguntó Rebus.—Creo que tienen piedras. Si pasamos por delante nos acribillan.Rebus miró hacia la parada y vio que los dos de encima estaban quietos. No
vio que tuvieran nada en las manos.—Espere un momento —dijo bajándose del taxi.—¿Está loco, amigo? —exclamĂł el taxista volviendo la cabeza.—No; pero me volverĂa loco si se largara sin mà —le advirtiĂł Rebus.DejĂł la portezuela abierta y se acercĂł a la parada de autobĂşs. Tres cuerpos
salieron del escondite. Llevaban sudaderas con capuchas, que tenĂan puestas ybien apretadas para protegerse del frĂo. Las manos en los bolsillos. EspecĂmenesdelgados y fuertes, llevaban vaqueros que hacĂan bolsas en la culera y zapatillasde deporte.
Rebus no les prestĂł atenciĂłn, se dirigiĂł a los que estaban subidos a lamarquesina.
—Asà que coleccionando piedras, ¿eh? —les gritó—. Yo de pequeñocoleccionaba huevos de pájaro.
—¿QuĂ© coño dice?Rebus bajĂł la vista para mirar cara a cara al que parecĂa el lĂder. SĂ, aquel
tenĂa que ser el jefe, flanqueado por sus lugartenientes.—Yo te conozco —dijo Rebus.—¿Y quĂ©? —replicĂł el jovenzuelo mirándole.—Pues que a lo mejor te acuerdas de mĂ.—Le conozco de sobra —añadiĂł el joven emitiendo un sonido similar a un
gruñido de cerdo.—En ese caso ya sabes lo que te juegas.Uno de los que estaban subidos a la marquesina soltĂł una carcajada.—¿No ve que somos cinco, gilipollas? —dijo.—Muy bien, me alegro de que sepas contar hasta cinco.Aparecieron los faros de otro coche y Rebus oyĂł que el taxista ponĂa en
marcha el motor. MirĂł atrás pero el taxista sĂłlo arrimaba el coche al bordillo; elotro vehĂculo disminuyĂł la marcha y luego se alejĂł con un acelerĂłn nada
dispuesto a verse envuelto.—Ya entiendo: siendo cinco contra uno es muy posible que me sacudierais a
gusto. Pero eso es lo de menos. Lo importante es lo que vendrĂa despuĂ©s; porquede lo que podĂ©is estar seguros es de que no pararĂa hasta que os juzgaran,sentenciaran y os metieran entre rejas. Ah, Âżque sois menores? Muy bien, osmeten en un reformatorio guay. SĂ, claro. Pero antes os encerrarán en Saughton.En la galerĂa de adultos. Y eso, creedme, sĂ que os dará por culo. Por vuestroculo, para ser exactos.
—Este es nuestro territorio; usted no es de aquà —espetĂł uno de ellos.—Por eso me largo —dijo Rebus señalando hacia el taxi—. Con tu permiso…VolviĂł a clavar los ojos en el jefecillo. Se llamaba Rab Fisher. TenĂa quince
años, y Rebus sabĂa que su pandilla se llamaba Los Perdidos y que los habĂandetenido muchas veces pero que luego los ponĂan en libertad sin cargos. Suspadres perjuraban que habĂan hecho cuanto podĂan, que le « habĂa dado susbuenas palizas» las primeras veces que lo habĂan detenido, segĂşn el padre de RabFisher. « ÂżQuĂ© más puedo hacer?»
Realmente, a Rebus no se le ocurrĂa nada. De todos modos, era demasiadotarde. Era más fácil incluir en las estadĂsticas de delincuencia juvenil otrapandilla.
—¿Me das permiso, Rab?Rab Fisher le sostenĂa la mirada deleitándose con su efĂmero poder. Todos
estaban pendientes de que diera el visto bueno.—Un par de guantes no me vendrĂa mal —dijo finalmente.—Estos no —replicĂł Rebus.—Parecen calientes.Rebus negĂł despacio con la cabeza y comenzĂł a quitarse un guante
intentando reprimir el dolor. Le mostrĂł la mano llena de ampollas.—CĂłgelos si quieres, Rab, pero ya ves lo que habĂa dentro…—¡QuĂ© asco! —exclamĂł uno de los lugartenientes.—Por eso digo que no creo que te sirvan.Rebus volviĂł a ponerse el guante, les dio la espalda y fue hacia el taxi. SubiĂł
y cerrĂł la puerta.—ContinĂşe —ordenĂł al taxista.El taxi reanudĂł la marcha y Rebus mirĂł al frente fingiendo que no sabĂa que
los cinco clavaban los ojos en Ă©l. En el momento en que el taxista aceleraba seoyĂł un golpe en el techo y vieron caer medio ladrillo a la calzada.
—Un cañonazo de advertencia —dijo Rebus.—Qué fácil es decirlo, jefe. No es su puto taxi.En la calle principal se detuvieron en un semáforo en rojo. Vieron que en la
otra acera habĂa un coche parado y que el conductor examinaba un callejero a laluz del interior.
—Pobre desgraciado. No me gustarĂa perderme por estos pagos —comentĂłel taxista.
—De media vuelta —ordenó Rebus.—¿Qué?—Que dé media vuelta y pare delante de ese coche.—¿Por qué?—Porque lo digo y o —espetó Rebus.Por el aspaviento que el hombre hizo, Rebus comprendió que no era
precisamente el mejor servicio del dĂa. En cuanto el semáforo cambiĂł a verde,le dio al intermitente y girĂł para situarse junto al bordillo delante del cocheparado. Rebus y a tenĂa el dinero en la mano.
—QuĂ©dese con el cambio —dijo al bajar.—Bien que me lo he ganado, amigo.Rebus se acercĂł al coche aparcado, abriĂł la portezuela del pasajero y subiĂł.—QuĂ© noche tan agradable para pasear —le dijo a Siobhan Clarke.—¿Verdad que sĂ? —El callejero habĂa desaparecido bajo su asiento. Miraba
al taxista que se habĂa bajado a examinar el techo de su vehĂculo—. ÂżY quĂ© hacestĂş por aquĂ? —preguntĂł.
—Yo vengo de visitar a un amigo —contestó Rebus—. ¿Y tu excusa cuál es?—¿Necesito excusa?El taxista meneaba la cabeza, y lanzó una mirada hosca hacia Rebus antes de
a subir a su vehĂculo y de arrancar, girando en redondo hacia la seguridad delcentro.
—¿QuĂ© calle buscabas? —preguntĂł Rebus. Ella le mirĂł y Ă©l le sonrió—. Te hevisto mirando el callejero. A ver si lo adivino: Âżla calle en que vivĂa Fairstone?
Siobhan tardó un instante en contestar.—¿Cómo lo sabes?Rebus se encogió de hombros.—Digamos que intuición masculina —respondió.—Estoy impresionada —replicó ella enarcando una ceja—. ¿Es de allà de
donde vienes tú?—Fui a visitar a un amigo.—¿Cómo se llama?—Andy Callis.—No lo conozco.—Andy era un agente que está de baja por enfermedad.—Has dicho « era» … como si no le fueran a dar de alta.—Ahora soy yo el que está impresionado —dijo Rebus cambiando de postura
en el asiento—. Andy está acabado… mentalmente, quiero decir.—¿Del todo?Rebus se encogió de hombros.
—Espero que… Bah, dejémoslo.—¿Dónde vive?—En Alnwickhill —contestó él sin pensar.Miró a Siobhan al darse cuenta de que no era una pregunta inocente. Ella
sonreĂa.—Eso está cerca de Howdenhall, Âżverdad? —preguntĂł Siobhan metiendo la
mano debajo del asiento y sacando el plano—. Un poco lejos de aquĂ.—Cierto, pero es que di un rodeo al volver.—¿Para echar un vistazo a la casa de Fairstone?—SĂ.Siobhan, satisfecha, plegĂł el mapa.—Yo estoy bajo sospecha. Eso me da derecho a husmear. ÂżTĂş por quĂ© lo
haces?—Sólo pensaba… —replicó ella, incómoda por la inversión de papeles.—Pensabas ¿qué? —Levantó la mano enguantada—. Déjalo. No te molestes
en decir una mentira. Lo que yo creo es…—¿QuĂ©?—Que no buscabas la casa de Fairstone.—Ah.Rebus negĂł con la cabeza.—No, ibas a husmear. A ver si podĂas hacer una pequeña investigaciĂłn
personal, quizá localizar a amigos y a gente que le conocĂa… Tal vez alguiencomo Johnson Pavo Real. ÂżQuĂ© tal voy?
—¿Y por qué motivo iba a hacerlo?—Me da la impresión de que no estás convencida de que Fairstone hay a
muerto.—¿De nuevo intuición masculina?—Lo insinuaste cuando hablamos por teléfono.Siobhan se mordió el labio inferior.—¿Quieres contármelo? —añadió Rebus en voz baja.—He recibido un mensaje —contestó ella mirándose el regazo.—¿Qué clase de escrito?—Estaba firmado por « Marty » y me esperaba en el St Leonard’s.Rebus reflexionó un instante.—Entonces sé lo que hay que hacer.—¿Qué?—Anda, vamos al centro y te lo enseñaré.
Lo que le enseñó fue High Street y la Trattoria Gordon’s, donde abrĂan hasta tardey tenĂan cafĂ© fuerte y pasta.
Se sentaron en un reservado frente a frente en una mesita y pidieron dosexpresos dobles.
—El mĂo descafeinado —se acordĂł de pedir Siobhan.—¿Por quĂ© sin plomo? —preguntĂł Rebus.—Estoy intentando tomar menos cafĂ©.Rebus asintiĂł con la cabeza.—¿Vas a comer algo, o tambiĂ©n eso está verboten?—No tengo hambre.Rebus decidiĂł que Ă©l sĂ y pidiĂł una pizza de marisco, advirtiendo a Siobhan
que tendrĂa que ay udarle. En la parte de atrás de Gordon’s estaba el comedor ysĂłlo habĂa una mesa con gente bullanguera que ya habĂa cenado y tomabalicores. La zona en donde estaban ellos, cerca de la entrada, era para tomar algoo comer algo rápido.
—Bueno, repĂteme lo que decĂa el mensaje.Ella suspirĂł y se lo repitiĂł.—¿El matasellos era local?—SĂ.—¿Sello de primera o de segunda clase?—¿QuĂ© puede importar?Rebus se encogiĂł de hombros.—Para mĂ Fairstone era decididamente un segunda clase.La mirĂł. ParecĂa cansada y tensa a la vez, una mezcla potencialmente
peligrosa. Sin querer le vino a la mente la imagen de Andy Callis.—Quizá Ray Duff pueda aclararme algo —dijo Siobhan.—Si alguien puede, ese es Ray.Llegaron los cafés y Siobhan se llevó la taza a los labios.—Mañana te van a linchar, ¿no? —añadió.—Tal vez —contestó él—. Pero creo que tú debes mantenerte al margen. Eso
quiere decir que no hables con los conocidos de Fairstone. Si los de Quejas tesorprenden pensarán que estamos conchabados.
—¿TĂş crees que fue Fairstone el que muriĂł en el incendio?—No hay motivo para dudarlo.—Excepto por el mensaje.—No era su estilo, Siobhan. Él no habrĂa enviado una carta por correo; te
habrĂa acosado fĂsicamente como en otras ocasiones.Siobhan reflexionĂł un instante.—SĂ, claro —dijo al fin.Se hizo un silencio y los dos sorbieron el cafĂ© fuerte y amargo.—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntĂł Ă©l al fin.—Muy bien.—¿De verdad?
—¿Quieres que te lo ponga por escrito?—Quiero que estés bien de verdad.Los ojos de Siobhan se ensombrecieron, pero no dijo nada. Llegó la pizza y
Rebus la cortĂł en trozos, animándola a que comiera uno. VolviĂł a hacerse unsilencio mientras comĂan. Los bebedores de la mesa se levantaron y semarcharon sin dejar de reĂr hasta que estuvieron en la calle. El camarero que loshabĂa servido, al cerrar la puerta, alzĂł los ojos al cielo, contento de que el localrecuperase la calma.
—¿Todo bien por aqu�—Sà —contestó Rebus sin quitar los ojos de Siobhan.—Sà —dijo ella, sosteniéndole la mirada.
Siobhan le dijo que le llevaba a casa. Al subir al coche Rebus mirĂł el reloj . Lasonce en punto.
—Pon las noticias a ver si lo de Port Edgar sigue siendo la noticia principal —dijo.
Ella asintió con la cabeza y puso la radio.—« … donde esta noche se celebra una concentración con velas. Nuestra
enviada Janice Graham está allĂ.»« Esta noche los vecinos de South Queensferry harán oĂr sus voces. Se
entonarán himnos religiosos y presidirá el sacerdote de la localidad acompañadodel capellán del colegio. Aunque es muy posible que el fuerte viento que en estosmomentos sopla desde el estuario de Forth desluzca esta concentraciĂłn con velas.Pese a ello, comienza y a a congregarse un buen nĂşmero de personas entre lasque se encuentra el diputado Jack Bell. El señor Bell, cuyo hijo resultĂł herido enla tragedia, espera lograr apoyo para su campaña legislativa contra las armas defuego. Anteriormente el parlamentario habĂa manifestado…»
En un semáforo, Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada y ella asintiócon la cabeza; no necesitaban decirse nada. Al ponerse verde el disco luminoso,Siobhan avanzó hasta el cruce, arrimó el coche al bordillo para no entorpecer eltráfico y giró en redondo.
La concentraciĂłn estaba convocada ante las puertas del colegio. HabĂa algunasvelas cuya llama resistĂa el viento, pero casi todos los presentes, previsores,habĂan optado por traer antorchas. Siobhan aparcĂł en doble fila junto a unacamioneta de televisiĂłn. Los periodistas estaban en el terreno de la acciĂłn:cámaras, micrĂłfonos, focos. Pero por cada uno de ellos se contaban diezasistentes entre cantores y simples curiosos.
—Debe de haber cuatrocientas personas —comentó Siobhan.
Rebus asintiĂł con la cabeza. La carretera estaba llena de gente. A ciertadistancia se veĂan policĂas con las manos a la espalda como actitud de respeto.Rebus vio que un grupo de periodistas habĂa apartado a Jack Bell a un rincĂłn, y nodejaban de asentir con la cabeza y tomar notas, llenando página tras página conlo que decĂa.
—QuĂ© detalle —comentĂł Siobhan, y Rebus vio que se referĂa a que eldiputado llevaba un brazalete negro.
—SĂ, muy sutil, desde luego —comentĂł Rebus.En aquel momento Bell los vio, y no les quitĂł el ojo de encima mientras
seguĂa con sus declaraciones. Rebus comenzĂł a abrirse paso entre la multitudponiĂ©ndose de puntillas para ver lo que sucedĂa al otro lado de la verja. Elsacerdote era alto, joven y tenĂa buena voz. A su lado estaba una mujer muchomás baja de su misma edad, y Rebus se figurĂł que era la capellana del colegioPort Edgar. Alguien le tirĂł del brazo, mirĂł a la izquierda y vio a Kate Renshaw,bien abrigada, tapándose la boca con una bufanda rosa. Él asintiĂł con la cabeza yle sonriĂł. Cerca de ellos, un par de hombres que cantaban con entusiasmo perodesafinando, parecĂan reciĂ©n salidos de algĂşn mesĂłn del pueblo. Rebus notĂł elolor a cerveza y tabaco al tiempo que uno daba al otro un codazo en el costadopara que mirara hacia una cámara de televisiĂłn, y ambos enderezaron el torso ysiguieron cantando con todas sus ganas.
No estaba seguro de si serĂan de South Queensferry, pero lo más probable eraque fuesen forasteros con ganas de verse al dĂa siguiente en la televisiĂłn…
El canto terminĂł y la capellana iniciĂł un discurso, con una voz dĂ©bil queapenas dejaba oĂr el fuerte viento que soplaba desde la costa. Rebus mirĂł a Kateotra vez y le hizo señas para que fuera hasta la parte de atrás de la multitud. Ellale siguiĂł hasta donde estaba Siobhan. Un operador de televisiĂłn se habĂa subido ala tapia del colegio a filmar una panorámica de la concentraciĂłn, pero uno de lospolicĂas de uniforme le ordenĂł bajar.
—Hola, Kate —dijo Rebus.—Hola —dijo ella bajándose la bufanda.—¿No ha venido tu padre? —preguntó él, y la joven negó con la cabeza.—Apenas sale de casa —contestó envolviéndose el cuerpo con los brazos y
meciĂ©ndose sobre la punta de los pies, muerta de frĂo.—Cuánta gente —comentĂł Rebus mirando a la multitud.Kate asintiĂł con la cabeza.—Estoy sorprendida de que tanta gente me conozca y se acerque a darme el
pĂ©same por Derek.—Un acto como este moviliza a la gente —comentĂł Siobhan.—Si no… ÂżquĂ© dirĂa eso de nosotros? —Alguien más la saludó—. Perdonen,
tengo que irme… —Y se fue hacia el corrillo de periodistas.Era Bell quien le habĂa hecho una seña para que se acercara al grupo de
periodistas. Le pasĂł un brazo por los hombros y restallaron los fogonazos de losfotĂłgrafos situados junto a un seto tras ellos. La gente habĂa depositado ramilletes,mensajes escritos a mano y fotos de las vĂctimas.
—… y gracias al apoyo de personas como ella creo que tenemos unaoportunidad. Más que una oportunidad, porque hechos como este no puedentolerarse en lo que se pretende una sociedad civilizada. No queremos que vuelvaa repetirse y por eso damos este paso…
En cuanto Bell hizo una pausa para mostrar a los periodistas una carpetasujetapapeles, todos le asediaron a preguntas. Él mantuvo su mano protectorasobre el hombro de Kate y fue respondiendo. « ¿Protectora o propietaria?» ,pensó Rebus.
—Creo que esta petición es una buena idea… —dijo Kate.—Una excelente idea —le corrigió Bell.—… pero es sólo el principio. Lo verdaderamente necesario es que se actúe,
que las autoridades intervengan para impedir que las armas vayan a parar dondeno deben.
Al decir « autoridades» , Kate mirĂł hacia Rebus y Siobhan.—PermĂtanme que les dĂ© algunas cifras —volviĂł a terciar Bell enarbolando
la carpeta—: Los crĂmenes por armas de fuego van en aumento… Aunque nodigo nada nuevo, lo cierto es que las estadĂsticas no reflejan la realidad. SegĂşnquien proporciona los datos, el aumento anual de crĂmenes por armas de fuego esde un diez, de un veinte y hasta de un cuarenta por ciento. Cualquier aumento nosĂłlo constituye una mala noticia, no sĂłlo un lamentable baldĂłn para la PolicĂa ypara los Servicios de Inteligencia, sino lo que es más importante…
—Kate, quisiera preguntarle —metiĂł la cuchara un periodista—, ÂżcĂłmo creeque lograrán que el gobierno escuche la voz de las vĂctimas?
—No sĂ© si podremos lograrlo; quizás haya llegado el momento de prescindirtotalmente del gobierno y hacer un llamamiento directo a los que matan y hierencon esas armas, a los que las introducen en el paĂs…
Bell alzó aún más la voz.—Ya en 1996 el Ministerio del Interior reconoció que en el Reino Unido
entraban dos mil pistolas ilegalmente a la semana (a la « semana» )… muchas deellas por el túnel del Canal. Desde que entró en efecto la prohibición después deDunblane, las muertes por pistola han aumentado un cuarenta por ciento…
—Kate, ÂżquĂ© opina de…?Rebus se habĂa alejado y vuelto al coche de Siobhan. Cuando ella llegĂł hasta
él, estaba encendiendo un cigarrillo, o más bien intentando encenderlo. El vientoapagaba una y otra vez el encendedor.
—¿No vas a ay udarme? —preguntó.—No.—Gracias.
Pero Siobhan cediĂł y abriĂł su abrigo para cubrirle y permitirle encenderlo.Rebus le dio las gracias con una inclinaciĂłn de cabeza.
—¿Has visto bastante? —preguntĂł ella.—¿No te parece que somos peor que los morbosos?Siobhan reflexionĂł un instante y negĂł con la cabeza.—Nosotros somos parte interesada.—Es una forma de verlo.La multitud comenzaba a dispersarse; algunos se detenĂan a contemplar el
improvisado altar en el seto, pero el resto empezĂł a discurrir por delante deRebus y Siobhan. Las caras eran serias, resueltas, llorosas. PasĂł una mujerabrazada a sus dos hijos adolescentes que caminaban risueños sin entender lossollozos de la madre. Un anciano, apoyándose con firmeza en su bastĂłn,avanzaba con gran tesĂłn decidido a volver a su casa solo y rehusando tenaz laayuda de quienes se ofrecĂan.
HabĂa un grupo de quinceañeros con uniforme de Port Edgar. Rebus estabaseguro de que los habrĂan filmado decenas de cámaras desde su llegada. A laschicas se les habĂa corrido el rĂmel y ellos parecĂan fuera de lugar, casiarrepentidos de haber ido. Rebus escrutĂł el grupo buscando a la señorita Teri,pero no la vio entre ellos.
—¿No es ese tu amigo? —preguntĂł Siobhan señalando con la cabeza. RebusmirĂł hacia la multitud y vio inmediatamente a quiĂ©n se referĂa.
Johnson Pavo Real caminaba entre los que regresaban a casa, y a su lado,medio metro más abajo, iba Demonio Bob, quien se habĂa quitado la gorra debĂ©isbol durante el acto y mostraba la coronilla calva. En ese momento volvĂa aponĂ©rsela. Johnson se habĂa vestido para la ocasiĂłn: una camisa gris brillante, talvez de seda, debajo de una gabardina larga negra. Alrededor del cuello llevabauna corbata negra sujeta con un pasador de plata. Él tambiĂ©n se habĂa quitado elsombrero, de fieltro gris, que sujetaba entre las manos y hacĂa girar con losdedos.
Fue como si Johnson sintiera que le observaban. Al cruzar su mirada con la deRebus, él hizo una seña con el dedo para que fuera hacia ellos. Johnson dijo algoa su lugarteniente y ambos se apartaron de la multitud y se acercaron.
—Veo, señor Rebus, que ha venido a presentar sus respetos como buencaballero que usted sin duda se considera.
—Esa es mi explicación. ¿Y la tuya?—La misma, señor Rebus, la misma.Hizo una reverencia dirigida a Siobhan.—¿La señora es amiga o una colega suya?—Lo último —respondió Rebus.—Lo uno no quita lo otro, como suele decirse —añadió sonriendo a Siobhan
mientras se ponĂa el sombrero.
—¿Ves a aquel hombre? —dijo Rebus señalando con la cabeza hacia el lugaren que Bell concluĂa la entrevista—. Si le digo quiĂ©n eres y lo que haces, sellevará una alegrĂa.
—¿Quién, el señor Bell? Lo primero que hicimos al llegar fue firmar supetición, ¿verdad, pequeño? —dijo mirando a su acompañante, quien no parecióentender pero asintió con la cabeza de todas formas—. Ya ve que tengo laconciencia limpia.
—Eso no explica en absoluto quĂ© hacĂas aquĂ… a menos que esa concienciaque dices limpia se sintiera culpable.
—Eso ha sido un golpe bajo, si me permite decirlo —replicĂł Johnson con unguiño exagerado—. Da las buenas noches a estos amables policĂas —dijo dandouna palmada en el hombro de Demonio Bob.
—Buenas noches, amables policĂas.Con una sonrisa en su rostro rollizo, Johnson Pavo Real volviĂł a integrarse en
la muchedumbre y siguió caminando cabizbajo como sumido en cristianareflexión. Bob le fue a la zaga unos pasos más atrás como un perrillo que su amoha sacado de paseo.
—¿Qué conclusión sacas de esto? —preguntó Siobhan.Rebus meneó despacio la cabeza de un lado a otro.—Quizá tu comentario sobre la culpabilidad no estuvo muy atinado —añadió
ella.—Me encantarĂa tener un motivo para encerrar a ese cabrĂłn.Siobhan le dirigiĂł una mirada inquisitiva, pero Rebus observaba de nuevo a
Jack Bell que susurraba algo al oĂdo de Kate Renshaw. La joven asintiĂł con lacabeza y el diputado le dio un apretĂłn.
—¿Crees que esa chica tiene futuro en polĂtica? —musitĂł Siobhan.—Espero con toda mi alma que sea eso lo Ăşnico que la atrae —respondiĂł
Rebus aplastando sin contemplaciones la colilla con el zapato.
TERCER DĂŤA
Jueves
8
—¿No te parece que este paĂs es un asco? —dijo Bobby Hogan.A Rebus le pareciĂł que la pregunta no era justa. Iban por la M74, la carretera
más peligrosa de Escocia. Los camiones articulados y los remolques salpicabansin piedad al Passat de Hogan con nueve partes de grava por una de agua. Loslimpiaparabrisas, que funcionaban al máximo, no daban abasto, pese a lo cualHogan intentaba ir a más de ciento sesenta. Para alcanzarlos tendrĂa queadelantar a todos los camiones, los conductores de los vehĂculos pesados sedivertĂan jugando a una especie de pĂdola, y ponerse a la cola de los coches queintentaba pasar.
Edimburgo habĂa amanecido con un sol lechoso, pero Rebus sabĂa que no ibaa durar mucho. El cielo estaba demasiado cargado de neblina, borroso como lasbuenas intenciones de un bebedor. Hogan habĂa decidido que se encontrarĂan enSt Leonard, y cuando llegĂł, la mole de piedra del Arthur’s Seat estaba y a ocultaentre nubes. Ni David Copperfield habrĂa hecho el truco más rápido. Cuando elmacizo empezaba a desvanecerse, habĂa lluvia segura. HabĂa comenzado a caerantes de que llegaran a las afueras. Hogan puso los limpiaparabrisas enmovimiento intermitente y poco despuĂ©s, en continuo. En ese momento, ya en laM74 al sur de Glasgow pasaban a toda velocidad de un carril a otro como elCorrecaminos.
—Este tiempo, este tráfico… ¿cómo lo aguantamos? —añadió Hogan.—¿Penitencia? —sugirió Rebus.—¿Y qué hemos hecho para merecerla?—Como tú dices, Bobby, algo debe de impedirnos progresar.—Tal vez seamos sólo vagos.—No podemos cambiar el tiempo. Respecto al exceso de tráfico, me imagino
que se podrĂa hacer algo, pero ninguna medida da resultado, asĂ que Âżpara quĂ©molestarse?
—Eso es lo que pasa, nos importa un rábano —dijo Hogan alzando un dedo.—¿Crees que es un defecto?—Una virtud no creo que sea —replicĂł Hogan encogiĂ©ndose de hombros.—No, no creo.—Este paĂs se ha ido a la mierda, John. El trabajo está difĂcil, los polĂticos con
sus hocicos en el abrevadero, la juventud… Qué sé yo —añadió suspirandoprofundamente.
—¿Te ha puesto de mal humor el telediario de la mañana, Bobby?Hogan negĂł con la cabeza.—Lo pienso desde hace y a mucho tiempo.—Vale, gracias por invitarme al confesionario.—¿Sabes quĂ©, John? TĂş eres más cĂnico que yo.—No es verdad.—Dame un ejemplo.—Yo, por ejemplo, creo en la otra vida. Y lo que es más, creo que nosotros
dos no tardaremos en alcanzarla si sigues pisando tan a fondo el acelerador.Hogan sonrió por primera vez en la mañana y puso el intermitente para
cambiar al carril de menor velocidad.—¿Está mejor as� —preguntó.—Mejor —concedió Rebus.—¿Crees de verdad que hay algo después de la muerte? —preguntó Hogan un
instante despuĂ©s.Rebus reflexionĂł antes de contestar.—CreĂa que era un modo de hacer que fueras más despacio —dijo apretando
el botón del encendedor, lamentándolo de inmediato; Hogan advirtió su mueca dedolor.
—¿TodavĂa te duelen las manos?—Están mejorando.—CuĂ©ntame otra vez lo que pasĂł.Rebus negĂł despacio con la cabeza.—No; hablemos de Carbrae. ÂżCrees que vamos a obtener gran cosa de ese
Robert Niles?—Con un poco de suerte averiguaremos algo más que su nombre y su grado
—contestó Hogan acelerando otra vez para adelantar.El Hospital Especial de Carbrae estaba situado, según palabras de Hogan, en
« el sobaco sudoroso de Dios sabe dĂłnde» . Ninguno de los dos habĂa estado allĂ ya Hogan le habĂan dicho que tenĂan que tomar la A711 al oeste de Dumfries endirecciĂłn a Dalbeattie. Debieron de salirse del desvĂo, entre maldiciones deHogan a los camiones que llenaban el carril de marcha lenta impidiĂ©ndole leerlos indicadores, y tuvieron que seguir hasta Lockerbie para salir de la M74 ydesviarse allĂ en direcciĂłn oeste a Dumfries.
—John, ÂżtĂş estuviste en Lockerbie? —preguntĂł Hogan.—Un par de dĂas.—¿Recuerdas el follĂłn con los cadáveres que fueron dejando en la pista de
hielo? —Rebus lo recordaba: los muertos quedaron pegados al hielo y hubo quedescongelar la pista de patinaje—. Eso es lo que quiero decir cuando critico a
Escocia, John. Eso lo dice todo.Rebus no estaba de acuerdo. PensĂł que la serena dignidad de la gente de la
localidad tras la tragedia del vuelo 103 de Pan Am, decĂa mucho más de losescoceses. No podĂa dejar de preguntarse cĂłmo reaccionarĂa la poblaciĂłn deSouth Queensferry una vez que el triple circo de policĂa, periodistas y polĂticosbocazas se hubieran marchado. HabĂa visto un cuarto de hora del telediario de lamañana en la tele mientras tomaba un cafĂ©, pero no pudo por menos de quitar elsonido cuando apareciĂł Jack Bell enroscando el brazo alrededor de Kate, pálidacomo un espectro.
Hogan habĂa comprado varios periĂłdicos al salir de casa antes de reunirsecon Rebus y en algunos habĂa fotos de la concentraciĂłn con el sacerdotecantando y el diputado presentando su peticiĂłn.
« No puedo pegar ojo; tengo miedo de quiĂ©n más puede estar rondando porahĂ» , decĂa uno de los vecinos.
Miedo: la palabra clave. La mayorĂa de la gente pasarĂa su vida sin que lerozara el crimen, pero tenĂan miedo; un miedo real de algo al acecho. La funciĂłndel Cuerpo de PolicĂa era conjurar ese miedo, pero muchas veces la PolicĂaresultaba falible e impotente; sĂłlo aparecĂa despuĂ©s de los hechos para limpiar eldesastre en lugar de prevenirlo. Y a veces surgĂa alguien como Jack Bell yparecĂa que por fin se iba a hacer algo… Rebus conocĂa el vocabulario que semanejaba en los congresos de la PolicĂa: proactivo en vez de reactivo. UnperiĂłdico sensacionalista lo habĂa cogido al vuelo y apoyaba incondicionalmentela campaña de Jack Bell: « Si las fuerzas de la ley y el orden son incapaces deatajar este problema cada vez más grave, nos corresponde a nosotros comoindividuos o grupos organizados impedir que la ola de violencia que azota anuestra sociedad…» .
Era fácil redactar un editorial al hilo del discurso del diputado, pensó Rebus.Hogan miró el periódico.
—Ese Bell tiene una buena racha, Âżeh?—No le durará mucho.—Eso espero. Ese cabrĂłn mojigato me da náuseas.—¿Puedo citar sus palabras, inspector Hogan?—Los periodistas. Otra de las causas de que este paĂs sea un asco…
Pararon en Dumfries a tomar un cafĂ©. El sitio era una mezcla inhĂłspita deformica y mala iluminaciĂłn, pero dejĂł de importarles en cuanto les sirvieronunos buenos bocadillos de beicon. Hogan consultĂł el reloj y calculĂł que habĂanpasado casi dos horas en la carretera.
—Al menos está dejando de llover —comentó Rebus.—Saca las banderas —replicó Hogan.
Rebus decidiĂł cambiar de tema.—¿HabĂas estado antes aquĂ? —preguntĂł.—Seguro que he pasado por Dumfries, pero no lo recuerdo.—Yo estuve una vez. Con una caravana, en el estuario de Solway.—¿Cuándo? —preguntĂł Hogan chupando la mantequilla de los dedos.—Hace años… Sammie todavĂa usaba pañales —añadiĂł Rebus pensando en
su hija.—¿Sabes algo de ella?—Me llama de vez en cuando.—¿Sigue viviendo en Inglaterra? —Rebus asintió con la cabeza—. Suerte que
tiene. —Hogan abrió el panecillo y quitó una tira de grasa del beicon—. La dietaescocesa. Otra de las maldiciones.
—Por Dios, Bobby, Âżquieres que te lleve a Carbrae y te ingrese? PodrĂasinscribirte como señor Gruñón y actuar para un pĂşblico cautivo.
—Me refiero a que…—¿A qué te refieres? ¿A que tenemos mal tiempo y un asco de comida? ¿Por
quĂ© no le dices a Grant Hood que te organice una conferencia de prensa por todolo alto a ver quĂ© les parecen tus opiniones a todos los cabrones de este paĂs?
Hogan se concentró en el bocadillo, mascando despacio sin tragar.—A lo mejor hemos estado demasiado tiempo encerrados en el coche —
comentó finalmente.—Lo que llevas es demasiado tiempo con el caso de Port Edgar —replicó
Rebus.—Sólo llevamos…—Me da igual el tiempo que llevemos. No irás a decirme que duermes tus
horas, que te desconectas cuando llegas a casa, que delegas tareas y que graciasa que compartes con los demás…
—Entendido —dijo Hogan—. Pero a ti te he traĂdo, Âżno?—Menos mal, pero sospecho que antes has venido tĂş solo.—¿Y?—Y que no tenĂas a nadie con quien lamentarte —replicĂł Rebus mirándole—.
¿Te sientes mejor ahora que te has desahogado?—Quizá tengas razón —dijo Hogan sonriente.—Vay a, hombre, ¿hemos sentado un precedente?Acabaron los dos riendo. Hogan se empeñó en pagar la cuenta y Rebus dejó
la propina. Volvieron al coche y encontraron la carretera de Dalbeattie. QuincekilĂłmetros más adelante, un indicador a la derecha les dirigĂa hacia una pistaestrecha con hierba en el centro.
—No hay mucho tráfico —comentó Rebus.—Queda un poco a desmano para las visitas —añadió Hogan.Carbrae era una construcción de los progresistas años sesenta, un edificio en
forma de caja alargada con anexos aislados. No los vieron hasta que aparcaron,se identificaron en la garita de entrada y los fueron a buscar para acompañarlosentre los gruesos muros de hormigĂłn. HabĂa un perĂmetro exterior de alambre deespino de siete metros de altura con cámaras de seguridad a cada trecho. En lapuerta del edificio les entregaron un pase individual plastificado que se colgaronal cuello de una cinta roja. HabĂa letreros de advertencia para las visitasseñalando los objetos no autorizados: comida y bebida, periĂłdicos y revistas yobjetos punzantes. No se podĂa entregar nada a los pacientes sin previa consultacon los empleados. Estaban prohibidos los mĂłviles. « Cualquier cosa, porinofensiva que parezca, puede perturbar a los pacientes. ¡PREGUNTEN en casode duda!»
—¿Tú crees que podemos perturbar a Robert Niles? —preguntó Hoganmirando a Rebus.
—Nosotros no somos asĂ, Bobby —dijo Ă©l desconectando el mĂłvil.En ese momento entrĂł un ordenanza y entraron.Cruzaron un patio ajardinado con parterres de flores. Vieron caras en algunas
ventanas. Las ventanas no tenĂan reja. Rebus habĂa esperado que los ordenanzasserĂan forzudos, callados e irĂan discretamente vestidos con bata blanca ouniforme similar. Sin embargo, su guĂa, que dijo llamarse Billy, era bajo y jovial,vestĂa una camiseta corriente y vaqueros y calzaba zapatos de suela de goma. ARebus le asaltĂł el inquietante pensamiento de que los locos, tras apoderarse delcentro, habĂan encerrado a los vigilantes. Eso explicarĂa el semblante radiante deBilly. O quizás habĂa hecho una incursiĂłn a las existencias de la farmacia.
—La doctora Lesser les está esperando —dijo el guĂa.—¿Y Niles?—Hablarán con Ă©l en su presencia. No le gusta que entren extraños a su
habitación.—¿Ah, no?—Él es asà —añadió Billy encogiéndose de hombros, como queriendo decir
« todos tenemos nuestras manĂas» .PulsĂł unos nĂşmeros en un panel de la puerta y sonriĂł hacia una cámara
enfocada hacia Ă©l. La puerta se abriĂł y entraron en el hospital.OlĂa a… no exactamente medicinas. ÂżQuĂ© era? Rebus se dio cuenta
finalmente de que era el aroma de moquetas nuevas; concretamente la de colorazul que cubrĂa el pasillo por el que caminaban. OlĂa tambiĂ©n a reciĂ©n pintado;« verde manzana» , crey Ăł haber leĂdo Rebus en las latas de tamaño industrial.Las paredes estaban adornadas con láminas pegadas con Blu-tac. No habĂamarcos ni chinchetas. Reinaba el silencio. La alfombra amortiguaba sus pasos yno habĂa mĂşsica estridente ni gritos. Billy se detuvo ante una puerta al fondo delpasillo.
—¿Doctora Lesser?
La mujer estaba sentada a una mesa de despacho moderna. Les sonriĂł y lesmirĂł por encima de sus gafas de media luna.
—Por fin están aquà —dijo.—Perdone, llegamos un poco tarde —dijo Hogan disculpándose.—No es eso —replicĂł ella—. Es que muchos pasan de largo el desvĂo y nos
llaman diciendo que se han perdido.—Nosotros no.—Ya lo veo.Se habĂa levantado para estrecharles la mano. Hogan y Rebus se presentaron.—Gracias, Billy —dijo. Billy inclinĂł la cabeza a modo de saludo y se retirĂł
—. ÂżNo van a pasar? No muerdo —añadiĂł sonriendo otra vez.Rebus pensĂł si aquello serĂa parte del trabajo en Carbrae.TenĂa un despacho pequeño y agradable. HabĂa un sofá amarillo de dos
plazas, librerĂa y tocadiscos. No habĂa archivadores, y Rebus supuso que tendrĂana buen recaudo los expedientes de los internos. La doctora Lesser dijo que lallamasen Irene. TendrĂa veintitantos años o poco más de treinta, pelo castaño, pordebajo de los hombros. El color de sus ojos era igual al de las nubes que aprimera hora de la mañana habĂan velado el Arthur’s Seat.
—SiĂ©ntense, por favor —tenĂa acento inglĂ©s.Rebus pensĂł que de Liverpool.—Doctora Lesser… —comenzĂł a decir Hogan.—Irene, por favor.—Ah, sà —añadiĂł Hogan haciendo una pausa indeciso respecto a dirigirse a
ella por su nombre de pila. Si lo hacĂa, ella utilizarĂa el nombre de Ă©l, y parecerĂademasiado familiar—. ÂżComprende a quĂ© hemos venido?
La doctora asintiĂł con la cabeza. HabĂa arrimado una silla para sentarsefrente a ellos. Rebus advirtiĂł que el sofá les resultaba estrecho. Entre Hogan y Ă©lpesarĂan más de ciento cincuenta kilos.
—Y ustedes comprenderán —dijo Lesser— que Robert tiene derecho a nocontestar. Si empieza a ponerse nervioso, la entrevista se termina.Definitivamente.
Hogan asintió con la cabeza.—Usted estará presente, naturalmente —dijo.Ella levantó una ceja.—Naturalmente —repitió.Aunque era la respuesta que esperaban, les decepcionó.—Doctora —intervino Rebus—, tal vez pueda usted anticiparnos algo. ¿Qué
cabe esperar del señor Niles?—No me gusta antici…—¿Hay, por ejemplo, algo que no debamos mencionar? ¿Palabras clave?La doctora dirigió una mirada admirativa a Rebus.
—No hablará de lo que hizo con su esposa.—No es ese el objeto de nuestra visita.Lesser reflexionó un instante.—No sabe que su amigo ha muerto —añadió.—¿No sabe que Herdman ha muerto? —repitió Hogan.—En general, a los pacientes no les interesan las noticias.—¿Prefiere usted que eso siga siendo as� —añadió Rebus.—Supongo que no tendrán necesidad de explicarle cuál es su interés por el
señor Herdman.—Tiene razón, no hay motivo. Debemos procurar que no se nos vay a la
lengua, ¿eh, Bobby? —dijo Rebus mirando a Hogan.Hogan asintió con la cabeza y en ese momento oyeron llamar a la puerta que
seguĂa abierta. Los tres se levantaron. Un hombre fuerte y alto esperaba en elumbral. TenĂa cuello de toro y tatuajes en los brazos. Por un instante, Rebus pensó« este sĂ que debe de ser un vigilante» . Al ver la cara de Lesser comprendiĂł queel gigante era Robert Niles.
—Robert —dijo la doctora sonriente de nuevo, pero Rebus intuy Ăł que lamujer estaba pensando si Niles llevarĂa mucho tiempo en la puerta y quĂ© es loque habĂa oĂdo.
—Billy me ha dicho… —Su voz resonaba como un trueno.—SĂ, sĂ; adelante, entra.En cuanto Niles entrĂł, Hogan cerrĂł la puerta.—No, no —ordenĂł Lesser—. AquĂ siempre dejamos la puerta abierta.CabĂan dos interpretaciones: o no tenĂan nada que ocultar o era una manera
de prevenir una posible agresiĂłn de los reclusos.Lesser hizo un gesto a Niles para que sentase en la silla que ella habĂa
ocupado y a continuaciĂłn se sentĂł detrás de la mesa. Niles tomĂł asiento y los dospolicĂas hicieron lo propio, encajándose como pudieron en el estrecho sofá.
Niles les mirĂł con la cabeza gacha y mirada sombrĂa.—Robert, a estos señores les gustarĂa hacerte unas preguntas.—¿QuĂ© preguntas?Niles vestĂa una camiseta blanca impecable y pantalones de deporte grises.
Rebus trataba de apartar la vista de los tatuajes. Eran viejos, probablemente desus años en el EjĂ©rcito. Cuando Ă©l era soldado, al terminar el perĂodo deinstrucciĂłn fue el Ăşnico que no quiso celebrarlo haciĂ©ndose tatuajes durante elprimer permiso. Los de Niles incluĂan un cardo, un par de serpientes enroscadasy un puñal envuelto en una bandera. Rebus suponĂa que el puñal estarĂarelacionado con su Ă©poca en las SAS, a pesar de que en esa unidad no estabanbien vistos los adornos: los tatuajes, como las cicatrices, eran signos deidentificaciĂłn y en caso de captura podĂan agravar la situaciĂłn del soldado.
Hogan decidiĂł tomar la iniciativa.
—Queremos hacerle unas preguntas sobre su amigo Lee.—¿Lee?—Lee Herdman, que a veces viene a visitarle.—A veces, sĂ. —Niles vocalizĂł despacio las palabras, y Rebus se preguntĂł
cĂłmo serĂa de fuerte su medicaciĂłn.—¿Hace mucho que no le ve?—Hará unas semanas… creo —dijo Niles volviendo la cabeza hacia la
doctora Lesser, quien asintiĂł con la cabeza para disipar sus dudas.Probablemente el tiempo no contaba mucho en Carbrae.—¿De quĂ© hablan cuando viene a verle?—De los viejos tiempos.—¿De algo en concreto?—No… de los viejos tiempos. Entonces sĂ vivĂamos bien.—¿Opinaba Lee lo mismo? —preguntĂł Hogan aspirando aire al terminar, al
percatarse de que habĂa utilizado el pretĂ©rito para Herdman.—¿QuĂ© es lo que quieren? —dijo Niles con otra mirada hacia Lesser, que a
Rebus le recordó un animal amaestrado que pide instrucciones a su dueño—.¿Tengo que estar aqu�
—Robert, la puerta está abierta —dijo la doctora señalando con la manohacia ella—, ya lo sabes.
—Señor Niles —dijo Rebus inclinándose levemente—, Lee ha desaparecidoy queremos averiguar qué ha sucedido.
—¿Ha desaparecido?Rebus se encogiĂł de hombros.—Desde South Queensferry hasta aquĂ hay un viaje largo en coche. DebĂan
de ser muy amigos.—Servimos juntos en el EjĂ©rcito.Rebus asintiĂł con la cabeza.—En el regimiento de las SAS —dijo—. ÂżEn la misma compañĂa?—En el escuadrĂłn C.—Yo tambiĂ©n estuve a punto de ingresar —añadiĂł Rebus con una sonrisa—.
Era paracaidista… y solicité el ingreso.—¿Y qué pasó?Rebus trataba de no pensar en aquellos tiempos que tantos horrores evocaban
para él.—Me catearon en el entrenamiento.—¿Hasta dónde llegó?Era más fácil decir la verdad que mentir.—Aprobé todo menos la parte psicológica.Una gran sonrisa cruzó el rostro de Niles.—Le machacaron.
Rebus asintió con la cabeza.—Como un puto huevo, compañero.« Compañero» , lenguaje militar.—¿Cuándo fue eso?—A principios de los setenta.—Yo ingresé algo más tarde —dijo Niles recordando—. Tuvieron que
cambiar las pruebas. Antes eran mucho más duras.—A mà me tocó.—¿Le machacaron en las pruebas? ¿Qué le hicieron? —preguntó Niles
entrecerrando los ojos.Estaba más despierto ahora que sostenĂa una conversaciĂłn en la que alguien
contestaba a sus preguntas.—Me encerraron en un calabozo con ruidos constantes y la luz
permanentemente encendida. Se oĂan ruidos y gritos de otras celdas.Rebus era consciente de que todos estaban pendientes de Ă©l. Niles dio una
palmada.—¿Y el helicóptero? —preguntó. Cuando Rebus asintió, Niles dio otra
palmada y se volviĂł hacia la doctora—. Te tapaban la cabeza con un saco, tesubĂan a un helicĂłptero y te decĂan que si no confesabas te tiraban. ¡ElhelicĂłptero volaba a sĂłlo dos metros del suelo pero no lo sabĂamos! —Se volviĂłhacia Rebus—. Es una autĂ©ntica putada —añadiĂł tendiendo la mano al inspector.
—Ya lo creo —dijo Rebus tratando de abstraerse del agudo dolor que leprodujo el apretón de Niles.
—A mĂ me parece una barbarie —comentĂł la doctora, que habĂa palidecido.—O te rompes o te haces —replicĂł Niles.—A mĂ me rompiĂł —dijo Rebus—. Y usted, Robert, Âżse hizo?—Durante un tiempo, sà —respondiĂł Niles algo más calmado—. Pero cuando
sales de allĂ… es cuando te amasa.—¿Por quĂ©?—Por todo lo que has… —EnmudeciĂł como una estatua. ÂżSerĂa por efecto de
algĂşn medicamento? Vieron que la doctora les hacĂa un gesto para que no sepreocuparan. Era simplemente que el gigantĂłn pensaba—. Yo conocĂ a algunosparacaidistas —prosiguió—. Eran duros los cabrones.
—Yo estuve en la segunda compañĂa de infanterĂa ligera, en los paracaidistas—dijo Rebus.
—Entonces, sirvió en el Ulster.Rebus asintió con la cabeza.—Y en otras partes —añadió.Niles se tocó la aleta de la nariz y Rebus imaginó aquellos dedos empuñando
un puñal y cortando un cuello suave y blanco de mujer.—Punto en boca —dijo Niles.
Pero a Rebus la palabra que no se le iba de la cabeza era « cuello» .—La última vez que vio a Lee, ¿lo encontró normal? —le pregunto con tono
tranquilo—. ¿Sabe si le preocupaba algo?Niles negó con la cabeza.—Lee siempre pone al mal tiempo buena cara. Yo nunca sé si está
deprimido.—Pero ¿le consta que a veces está deprimido?—Estamos entrenados para que no se note. ¡Somos hombres!—Exacto —apostilló Rebus.—El Ejército no quiere lloricas. Los lloricas son incapaces de matar a un
desconocido o de lanzarle una granada. Tienes que ser capaz… te entrenanpara… —No le salĂan las palabras y retorciĂł las manos como para hacerlas salirretorciĂ©ndolas. MirĂł a Rebus y Hogan—. A veces… a veces no saben cĂłmodesconectarnos.
—¿Cree que ese es también el caso de Lee?Niles le miró fijamente.—Ha hecho algo, ¿verdad?Hogan se mordió la lengua y miró a la doctora en busca de ayuda, pero y a
era demasiado tarde. Niles comenzó a levantarse despacio de la silla.—Me voy —dijo yendo hacia la puerta.Hogan abrió la boca para decir algo pero Rebus le tocó en el brazo para
contenerlo, sabiendo que probablemente estuviera a punto de lanzar una granadaen la sala: « Su amigo se ha suicidado llevándose a unos colegiales pordelante» … La doctora Lesser se levantĂł y se acercĂł a la puerta, para asegurarsede que Niles se habĂa marchado realmente. Una vez que lo hubo comprobado sesentĂł en la silla vacĂa.
—Es muy despierto —comentó Rebus.—¿Despierto?—Quiero decir que conserva bastante el control. ¿Es por la medicación?—La medicación desempeña su papel —dijo la doctora cruzando las piernas
enfundadas en el pantalĂłn.Rebus advirtiĂł que no llevaba ninguna joy a, ni pendientes, ni pulseras ni
collar.—Cuando se « cure» … Âżvolverá a la cárcel?—La gente piensa que ingresar aquĂ es una suerte. Pero no es asĂ, crĂ©anme.—No me referĂa a eso. Lo decĂa por…—Si no recuerdo mal —terciĂł Hogan—, Niles no llegĂł a explicar el motivo
por el que degolló a su esposa. ¿Se ha sincerado en ese sentido con usted, doctora?Ella le miró sin pestañear.—Eso no tiene nada que ver con su visita.—Es cierto. Era simple curiosidad —añadió Hogan encogiéndose de
hombros.La doctora se volvió hacia Rebus.—Tal vez sea una especie de lavado de cerebro —dijo.—¿A qué se refiere? —inquirió Hogan.Fue Rebus quien le contestó:—La doctora está de acuerdo con Niles: piensa que el Ejército entrena a
hombres para matar y luego no los desconecta antes de su vuelta a la vida civil.—Hay muchas evidencias documentadas sobre eso —añadió Lesser con una
leve palmada de ambas manos en los muslos para indicarles que habĂa concluidola visita.
Rebus se levantĂł a la vez que ella, pero Hogan se mostrĂł reacio.—Doctora, hemos venido desde muy lejos —dijo.—No creo que vayan a obtener nada de Robert. Hoy no.—No sĂ© si nos será posible volver.—Eso es decisiĂłn suya, por supuesto.Hogan se puso finalmente en pie.—¿Con quĂ© frecuencia ve a Niles? —preguntĂł.—Todos los dĂas.—Me refiero cara a cara.—¿Por quĂ© lo pregunta?—Quizá cuando lo vea la prĂłxima vez, pueda preguntarle sobre su amigo
Lee.—Quizás.—Y si le dice algo…—Eso quedará entre él y yo.Hogan asintió con la cabeza.—La confidencialidad sobre el paciente —dijo—. Lo que sucede es que hay
unos padres que han perdido a sus hijos. Tampoco estarĂa mal que por primeravez pensara usted en las vĂctimas. —El tono de Hogan se habĂa endurecido. Rebustiraba de Ă©l hacia la puerta.
—Disculpe a mi colega —dijo a la doctora—. Comprenda que un caso comoeste influye en el ánimo.
—SĂ… naturalmente —replicĂł ella suavizando levemente la expresiĂłn—. Siesperan un momento, llamarĂ© a Billy.
—Creo que podremos encontrar la salida —dijo Rebus, pero nada más salir alpasillo vieron que Billy venĂa hacia ellos—. Gracias por su ayuda, doctora.Bobby —añadió—, da las gracias a la amable doctora.
—Gracias, doctora —atinó a gruñir Hogan soltándose de Rebus y echando aandar por el pasillo.
Rebus se disponĂa a seguirle cuando oyĂł que la doctora le llamaba y se dio lavuelta.
—Inspector Rebus, quizá deberĂa hablar con alguien. Me refiero a unpsicĂłlogo.
—Hace treinta años que dejĂ© el EjĂ©rcito, doctora Lesser.—SĂ, es mucho tiempo soportando una carga —dijo ella asintiendo con la
cabeza-PiĂ©nselo, Âżsabe?Rebus asintiĂł con la cabeza, mientras seguĂa caminando hacia atrás. La
saludĂł con la mano. Se volviĂł y se alejĂł por el pasillo sintiendo su miradaclavada en Ă©l. Hogan, ofuscado, caminaba unos pasos delante de Billy y RebusllegĂł a la altura del ordenanza.
—Ha sido una visita Ăştil —dijo sabiendo que Hogan lo oirĂa.—Me alegro.—El viaje ha valido la pena.Billy asintiĂł con la cabeza satisfecho de que a alguien más le hubiera ido bien
aquel dĂa.—Billy —dijo Rebus poniĂ©ndole la mano en el hombro—, Âżel libro de visitas
está aquà o en la entrada?El joven le miró desconcertado.—¿No oyó lo que dijo la doctora?Rebus insistió.—Es para comprobar la fecha de las visitas de Lee Herdman.—El libro está en la entrada.—Pues allà le echaremos un vistazo —añadió Rebus desarmándole con una
sonrisa irresistible—. ÂżNo podrĂamos tomar un cafĂ© de paso?En la dependencia de control habĂa un hervidor y en cuanto el vigilante se
dispuso a prepararles dos cafĂ©s de sobre, el ordenanza les dejĂł.—¿TĂş crees que irá a decĂrselo a Lesser? —preguntĂł Hogan en voz baja.—Hay que actuar lo más rápido posible.No fue fácil porque el vigilante entablĂł conversaciĂłn con ellos preguntándoles
cĂłmo era el trabajo en el DIC. Probablemente el hombre estaba aburrido deestar solo todo el dĂa en su garita, con una baterĂa de cámaras de circuito cerradoy unos cuantos coches que controlar cada hora. Hogan se encargĂł de tenerleentretenido contándole anĂ©cdotas, la may or parte de las cuales Rebus sospechabaque eran inventadas. El registro de visitas era un anticuado libro de contabilidadcon sus respectivas columnas para la fecha, la hora, el nombre y la direcciĂłn delvisitante y la persona visitada. La Ăşltima estaba a su vez dividida en dos espaciospara la firma del paciente y del mĂ©dico. Rebus comenzĂł a comprobar nombresde visitantes y recorriĂł rápidamente con el dedo tres páginas hasta dar con el deLee Herdman. Casi exactamente hacĂa un mes; asĂ que el cálculo de Niles no eratan inexacto. Un mes antes, otra visita. Rebus lo apuntĂł en su bloc sin apenaspoder apretar el bolĂgrafo. Por lo menos no volvĂan a Edimburgo en blanco.
Hizo una pausa para dar un sorbo a la taza desconchada con dibujo de flores
y el cafĂ© le supo a una de esas mezclas de oferta de supermercado con profusiĂłnde achicoria. Su padre solĂa comprar aquel tipo de cafĂ© por ahorrar unospeniques. Una vez, cuando Ă©l era adolescente, se le ocurriĂł llevar a casa otro máscaro, pero su padre no lo habĂa querido.
—Está bueno el café —le dijo al vigilante, que pareció complacido.—Ya vamos acabando —dijo Hogan, harto de contar historias.Rebus asintió con la cabeza, pero volvió a echar un último vistazo al libro, esta
vez no a la columna de visitantes sino a la de pacientes visitados.—Viene compañĂa —le previno Hogan señalándole la pantalla de uno de los
monitores que encuadraba a Billy y a la doctora Lesser saliendo del hospital ycaminando por el jardĂn.
Rebus volviĂł a mirar el libro y vio el nombre R. Niles otra vez. R. Niles/dra.Lesser: otro visitante que no era Lee Herdman.
« ¡CĂłmo no se nos ocurrirĂa preguntarle!» A Rebus le entraban ganas deabofetearse.
—LarguĂ©monos de aquĂ, John —dijo Hogan dejando la taza.Pero Rebus no se movĂa. Le mirĂł fijamente y Ă©l le hizo un guiño. En ese
momento se abrió la puerta y la doctora irrumpió.—¿Quién les ha dado permiso para consultar informes confidenciales? —
espetĂł.—Olvidamos preguntarle si Niles habĂa tenido otras visitas —respondiĂł Rebus
imperturbable. Señaló la página con el dedo—. Ese Douglas Brimson, ¿quién es?—Eso a usted no le importa.—¿Ah, no? —replicó Rebus anotando el nombre en su bloc.—¿Qué hace?Rebus cerró el bloc y lo guardó en el bolsillo dirigiendo a Hogan un gesto con
la cabeza para indicarle que podĂan marcharse.—Gracias de nuevo, doctora —dijo Hogan dispuesto a salir de la garita.Ella, sin hacerle caso, mirĂł furiosa a Rebus.—DarĂ© parte de esto —dijo.Él se encogiĂł de hombros.—De todos modos, me suspenderán del servicio activo antes de que acabe el
dĂa. Gracias otra vez por su colaboraciĂłn.Se deslizĂł entre ella y la puerta y siguiĂł a Hogan.—Me siento mejor —dijo Billy—. Ha sido de chiripa, pero es un tanto.—Un tanto de chiripa siempre viene bien —concediĂł Rebus.Hogan se detuvo junto al Passat y buscĂł el mando en el bolsillo.—¿Douglas Brimson? —preguntĂł.—Otro de los visitantes de Niles —contestĂł Rebus—. Vive en Turnhouse.—¿En Turnhouse? ÂżEl aeropuerto? —preguntĂł Hogan.Rebus asintiĂł.
—Pero ¿qué puede haber all�—¿Aparte del aeropuerto, quieres decir? —Rebus se encogió de hombros—.
Quizá valga la pena averiguarlo —añadiĂł en el momento en que se oĂa el sonidosordo de la apertura centralizada del mando a distancia.
—¿QuĂ© es eso de que esperas que te suspendan de servicio?—Algo tenĂa que decir.—¿Y se te ocurriĂł eso?—Por Dios, Bobby, pensaba que habĂamos dejado atrás a la psicĂłloga.—Si hay algo que yo deba saber, John…—No hay nada.—He sido yo quien te ha metido en esta investigaciĂłn y puedo echarte
cuando quiera. No lo olvides.—Qué bien se te da dar ánimos a la gente, Bobby —dijo Rebus cerrando la
portezuela.Iba a ser un largo viaje.
9
ALÉGRAME EL DĂŤA (C. O. D. Y.).Siobhan volviĂł a mirar la nota. Era la misma caligrafĂa que la del dĂa anterior,
estaba segura. Era correo normal, pero habĂa llegado en un dĂa. La direcciĂłn deSt Leonard era exacta, hasta el cĂłdigo postal. Esta vez no habĂa ningĂşn nombre,pero no hacĂa falta, Âżverdad? Precisamente era lo que pretendĂa el autor.
ÂżLo de « AlĂ©grame el dĂa» serĂa una referencia a Harry el Sucio de ClintEastwood? ÂżA quiĂ©n conocĂa que se llamara Harry? A nadie. No estaba segura deque tuviera que desentrañar el significado de C. O. D. Y., pero de prontocomprendiĂł lo que querĂa decir: Come On, Die Young[1]; lo sabĂa porque era eltĂtulo de un disco de Mogwai que habĂa comprado no hacĂa mucho. Un temasobre pandilleros grafiteros americanos o algo asĂ. Aparte de ella, Âża quiĂ©nconocĂa que le gustara Mogwai? Ella le habĂa prestado a Rebus dos cedĂ©s hacĂados meses pero, aparte de eso, nadie en la comisarĂa conocĂa sus gustosmusicales. Grant Hood habĂa ido a su piso algunas veces… y Eric Bain tambiĂ©n.Quizá no tenĂa por quĂ© significar nada, o era otra cosa menos obvia. SuponĂa quela may orĂa de los seguidores del grupo era gente más joven que ella,adolescentes o veinteañeros. Y probablemente varones. Mogwai hacĂa mĂşsicainstrumental y mezclaba guitarras con ruidos estridentes. En aquel momento norecordaba si Rebus le habĂa devuelto los cedĂ©s. ÂżSerĂa uno de ellos Come On, DieYoung?
Sin darse cuenta se habĂa apartado de su mesa para acercarse a la ventana ymirar hacia St Leonard’s Lane. En el DIC no quedaba nadie; habĂan concluido y alos interrogatorios relacionados con el caso de Port Edgar. HabĂa que hacer lastranscripciones y la recopilaciĂłn, introducir todos los datos en el sistemainformático y comprobar si la tecnologĂa lograba establecer conexiones quehubieran escapado a la capacidad de los mortales.
El autor de la carta querĂa que le hiciera feliz. ÂżA Ă©l? VolviĂł a examinar laescritura. Tal vez un perito pudiera determinar si era una caligrafĂa masculina ofemenina. Sospechaba que el autor habĂa desfigurado su modo de escribir y poreso era una letra tan garabateada. VolviĂł a su mesa y llamĂł a Ray Duff.
—Ray, soy Siobhan. ÂżPuedes decirme algo?—Buenos dĂas, sargento Clarke. ÂżNo te dije que te llamarĂa en cuanto
encontrara algo, si lo encontraba?—O sea ¿que no has descubierto nada?—O sea, que estoy de trabajo hasta el cuello. O sea, que no he tenido tiempo
de hacer nada respecto a tu carta, por lo que sĂłlo puedo presentarte mis disculpasy alegar que soy un simple ser humano.
—Perdona, Ray —dijo ella con un suspiro pellizcándose el puente de la nariz.—¿Has recibido otra?—SĂ.—¿Una ayer y otra hoy ?—Exacto.—¿Me la vas a enviar?—Creo que me quedarĂ© con esta, Ray.—Te llamarĂ© en cuanto tenga algo.—Ya lo sĂ©. Perdona que te haya molestado.—Siobhan, habla con alguien.—Ya lo he hecho. AdiĂłs, Ray.CortĂł la comunicaciĂłn y llamĂł a Rebus al mĂłvil, pero no contestaba. No se
molestĂł en dejarle un mensaje. DoblĂł el papel, volviĂł a meterlo en el sobre y selo guardĂł en el bolsillo. TenĂa encima de su mesa el portátil de un adolescentemuerto: su tarea de aquel dĂa. El ordenador guardaba más de cien archivos;algunos serĂan programas, pero la mayorĂa eran documentos creados por DerekRenshaw. Ya habĂa examinado algunos —correspondencia y deberes del colegio—, pero no habĂa nada sobre el accidente de coche en el que habĂa muerto suamigo. ParecĂa estar diseñando una fanzine de jazz. HabĂa páginas maquetadas yfotos escaneadas, algunas bajadas de la Red. Derek tenĂa mucho entusiasmo,pero redactar no era su fuerte: « Miles fue un innovador, desde luego, pero luegofue más bien un cazatalentos que dio oportunidades a muchos noveles pensandoen que algo se le pegarĂa…» . Esperaba que Miles hubiera sido capaz de quitarselo que se le habĂa pegado, pensĂł Siobhan. Se sentĂł ante el portátil y lo contemplĂłtratando de concentrarse. No paraba de darle vueltas en la cabeza a la palabra C. O. D. Y.; quizá fuese una pista… que conducĂa a alguien con ese apellido. NocreĂa conocer a nadie que se apellidara Cody, pero por un instante tuvo la ideaabsurda de que Fairstone estaba vivo y que el cadáver calcinado era el de un talCody. DesechĂł aquella idea, inspirĂł hondo y decidiĂł ponerse a trabajar.
Y se dio contra una pared. No podĂa entrar en el correo electrĂłnico de DerekRenshaw sin la contraseña. CogiĂł el telĂ©fono y llamĂł a South Queensferry,agradecida de que contestara la hermana en vez del padre.
—Kate, soy Siobhan Clarke.—SĂ.—Tengo aquĂ el ordenador de Derek.—Me lo ha dicho mi padre.
—El caso es que se me olvidó preguntar la contraseña.—¿Para qué la necesita?—Para ver los últimos mensajes en la bandeja de entrada del correo
electrónico.—¿Por qué?La joven replicaba en tono exasperado, como con ganas de interrumpir la
conversaciĂłn.—Porque es nuestro trabajo, Kate. —Se hizo un silencio—. ÂżKate?—¿QuĂ©?—Pensaba que me habĂas colgado.—Ah… de acuerdo.Se cortĂł la comunicaciĂłn. Kate Renshaw acababa de colgar. Siobhan lanzĂł
una maldiciĂłn para sus adentros y decidiĂł intentarlo más tarde o decirle a Rebusque lo hiciera Ă©l. Al fin y al cabo, era de la familia. Por otra parte, tenĂa lacarpeta con los mensajes antiguos de Derek y para eso no necesitaba contraseña.DescubriĂł que el joven habĂa guardado los mensajes de cuatro años. Esperabaque hubiera sido cuidadoso y hubiese limpiado toda la basura. Llevaba cincominutos revisándolos y ya estaba aburrida de encontrar Ăşltimos resultadosdeportivos y crĂłnicas de partidos de rugby cuando sonĂł el telĂ©fono. Era KateRenshaw.
—Lo siento mucho —dijo la voz.—No te preocupes. No pasa nada.—Sà que pasa. Usted sólo intentaba hacer su trabajo.—Eso no significa que a ti tenga que gustarte. Si te digo la verdad, a mà hay
veces que tampoco me gusta.—La contraseña es Miles.Naturalmente. No habrĂa tardado ni cinco minutos en deducirlo.—Gracias, Kate.—A Derek le gustaba mucho conectarse. Al principio papá se quejaba de las
facturas de telĂ©fono.—Supongo que Derek y tĂş estarĂais bastante unidos, Âżno?—Pues sĂ.—No todos los chicos revelan la contraseña a su hermana.Se oyĂł un resoplido, como una risita sarcástica.—Es que la adivinĂ©; la acertĂ© a la tercera. Él tenĂa que adivinar la mĂa y y o la
suya.—¿Y te la adivinĂł?—Estuvo varios dĂas dándome la lata, cada poco venĂa con nuevas ideas.Siobhan apoyĂł el codo en su propio ordenador y dejĂł descansar la cabeza en
el puño. A lo mejor se prolongaba la conversación, porque Kate necesitabahablar de sus recuerdos de Derek.
—¿TenĂais los mismos gustos musicales?—QuĂ© va. La mĂşsica que a Ă©l le gustaba es esa de mirarse el ombligo. Él se
pasaba horas en su cuarto, y si entrabas te lo encontraba con las piernas cruzadasen la cama y la cabeza en las nubes. IntentĂ© llevarlo a alguna discoteca, pero medijo que le deprimĂan. —Otro sonido despectivo—. Bueno, cada cual tiene susgustos. ÂżSabe que una vez le dieron una paliza?
—¿Dónde?—En el centro, y creo que fue cuando empezó a no salir mucho de casa.
Fueron unos chicos con quienes se tropezó a los que no les gustó su acento« pijo» . Hay muchos de esos, ¿sabe? Dicen que somos esnobs y que nuestrospadres son unos ricachos de mierda que nos pagan el colegio. Lo que sucede esque ellos son de barrios pobres y casi todos acaban en el paro y ahà empieza todo.
—¿Qué es lo que empieza?—La agresividad. Recuerdo que en mi último curso en Port Edgar recibimos
una carta « recomendándonos» no ir de uniforme por la ciudad si no Ăbamos enuna excursiĂłn del colegio. —LanzĂł un profundo suspiro—. Mis padres se privaronde todo para que nosotros pudiĂ©ramos ir a un colegio de pago y, mire por dĂłnde,quizá fue eso el motivo de su ruptura.
—No lo creo, Kate.—Muchas de sus peleas eran por cuestiones de dinero.—De todos modos…Se hizo un silencio.—He estado buscando en internet, mirando cosas.—¿QuĂ© clase de cosas?—De todo… para intentar figurarme por quĂ© lo hizo.—¿Te refieres a Lee Herdman?—Hay un libro escrito por un americano; un psiquiatra o algo asĂ. ÂżSabe cĂłmo
se titula?—¿CĂłmo?—Los hombres malos hacen lo que los buenos sueñan. ÂżCree que es cierto?—TendrĂa que leer el libro.—Creo que lo que dice es que todos llevamos dentro el potencial de… bueno,
y a sabe…—No, de eso no sĂ© nada —replicĂł Siobhan, que no habĂa dejado de pensar en
Derek Renshaw.Lo de la paliza tampoco aparecĂa en los archivos del ordenador. TenĂa muchos
secretos.—Kate, Âżpuedo preguntarte una cosa?—¿QuĂ©?—Derek no estaba deprimido ni nada asĂ, Âżverdad? Quiero decir que le
gustaba el deporte, los partidos…
—SĂ, pero cuando volvĂa a casa…—¿PreferĂa meterse en su cuarto? —preguntĂł Siobhan.—SĂ, a oĂr jazz y a navegar.—¿TenĂa algunos sitios concretos preferidos?—Entraba en un par de chats.—¿Sobre deportes y jazz?—Ha dado en el clavo. —Hizo una pausa—. ÂżRecuerda aquello que le dije
sobre los padres de Stuart Cotter?Stuart Cotter era la vĂctima del accidente de coche.—Sà —contestĂł Siobhan.—¿PensĂł usted que estaba loca? —añadiĂł Kate en tono más suave.—No te preocupes; lo investigaremos.—Escuche, lo dije por decir. En realidad, no creo que los padres de Stuart
fueran capaces de una cosa asĂ.—Comprendo, Kate. —VolviĂł a hacerse un largo silencio—. ÂżMe has vuelto a
colgar?—No.—¿Quieres hablar de alguna otra cosa?—No, usted tiene trabajo.—Pero puedes llamar cuando quieras, Kate. En cualquier momento que
tengas ganas de hablar.—Gracias, Siobhan. Es muy amable.—Adiós, Kate.Siobhan cortó la comunicación y volvió a centrarse en la pantalla. Palpó con
la palma de la mano el bolsillo de la chaqueta y tocĂł el sobre.C. O. D. Y.De pronto no le pareciĂł tan importante.Se puso a trabajar de nuevo; enchufĂł el portátil a una lĂnea telefĂłnica y utilizĂł
la contraseña de Derek para acceder a un montĂłn de mensajes nuevos, basura ensu mayor parte o resultados deportivos. HabĂa algunos firmados con nombres quereconociĂł por los antiguos archivos. Amigos de todo el mundo que compartĂansus gustos y que Derek probablemente conocĂa Ăşnicamente a travĂ©s de la red.Amigos que no sabĂan que Ă©l habĂa muerto.
EnderezĂł la espalda y sintiĂł cruj ir las vĂ©rtebras. TenĂa el cuello rĂgido y vio,al mirar el reloj , que y a pasaba de la hora del almuerzo. Aunque no tenĂahambre, debĂa tomar algo. Lo que verdaderamente le apetecĂa era un espressodoble, quizá con chocolate. La combinaciĂłn de azĂşcar y cafeĂna que hace que elmundo siga en marcha.
« No pienso ceder a la tentaciĂłn» , pensĂł. IrĂa al Cobertizo de Máquinas,donde servĂan comidas orgánicas e infusiones. CogiĂł un libro de bolsillo y elmĂłvil del bolso, que guardĂł en el cajĂłn inferior de la mesa.
CerrĂł con llave. Nunca se toman bastantes precauciones en una comisarĂa. Ellibro era una crĂtica sobre la mĂşsica rock escrito por una poeta novel, y hacĂatiempo que querĂa terminar de leerlo. Cuando ella salĂa del DIC entraba Hi-HoSilvers.
—George, me voy a almorzar —dijo.—¿Te importa que te acompañe? —preguntĂł Ă©l mirando la oficina vacĂa.—Lo siento, George, pero tengo una cita —dijo, mintiendo alegremente—.
Además, alguien tiene que vigilar el fuerte.BajĂł la escalera y saliĂł de la comisarĂa por la puerta principal para dar la
vuelta hacia St Leonard’s Lane. Iba mirando la pantalla del mĂłvil por si habĂamensajes cuando sintiĂł una pesada mano en el hombro y una voz profunda quegraznaba: « Hola» . GirĂł sobre sus talones, dejando caer el libro y el mĂłvil, yagarrĂł con fuerza una muñeca retorciĂ©ndola hacia abajo para obligar al agresora caer de rodillas.
—¡La puta que me…! —exclamĂł el hombre casi sin respiraciĂłn.Siobhan sĂłlo le veĂa la parte superior de la cabeza. Pelo corto peinado con
algunos mechones en punta; vestĂa un traje marengo y era un tipo fuerte pero noalto.
No era Martin Fairstone.—¿Quién es usted? —le preguntó entre dientes, sin soltarle la muñeca pegada
a la espalda.Oy Ăł que se abrĂan y cerraban las portezuelas de algunos coches y vio que un
hombre y una mujer se acercaban corriendo.—SĂłlo querĂa hablar con usted. Soy periodista. Me llamo Holly… Steve Holly
—farfulló el desconocido.Siobhan le soltó y Holly se sujetó el brazo dolorido mientras se levantaba.—¿Qué sucede? —preguntó la mujer.Siobhan vio que era Whiteread, la investigadora del Ejército, acompañada de
Simms, quien le sonreĂa complacido por su rapidez de reflejos.—Nada —respondiĂł ella.—Pues no lo parece —replicĂł Whiteread mirando fijamente a Steve Holly.—Es periodista —añadiĂł Siobhan.—De haberlo sabido, habrĂamos tardado un poco más en intervenir —
comentó Simms.—Gracias —musitó Holly restregándose el codo y mirando a Whiteread y a
Simms—. A ustedes les conozco; les he visto antes, delante del piso de LeeHerdman, si no me equivoco. CreĂa que conocĂa a todos los polis de St Leonard—añadiĂł irguiĂ©ndose y tendiendo una mano a Simms, tomándole por el superior—. Me llamo Steve Holly.
Simms miró a Whiteread y Holly, dándose cuenta de su error, desplazórápidamente la mano hacia la mujer y repitió su nombre, pero Whiteread no le
hizo el menor caso.—¿Trata siempre al cuarto poder de esta manera, sargento Clarke? —
preguntĂł.—A veces les hago una llave de cabeza.—Muy buena idea, la versatilidad en el ataque —concediĂł Whiteread.—AsĂ se desconcierta al enemigo —añadiĂł Simms.—Me da la impresiĂłn de que se están cachondeando —dijo Holly.Siobhan se agachĂł a recoger el libro y el mĂłvil, y mirĂł si se habĂa roto.—¿QuĂ© es lo que querĂa? —preguntĂł al periodista.—Hacerle un par de preguntas.—¿Sobre quĂ©, exactamente?—¿Seguro que no desea hablar en privado, sargento Clarke? —añadiĂł
mirando a la pareja de la policĂa militar.—En cualquier caso, no tengo nada que decirle —añadiĂł Siobhan.—¿CĂłmo lo sabe antes de escucharme?—Porque sĂ© que va a preguntarme algo sobre Martin Fairstone.—Ah, vay a —dijo Holly enarcando una ceja—. Bueno, tal vez fuese mi
primera intención, pero ahora también me intriga por qué está tan nerviosa y porqué no quiere hablar de Fairstone.
« Estoy nerviosa por culpa de Fairstone» , sintiĂł ganas de gritar Siobhan, perolo que hizo fue lanzar un bufido para cortar la conversaciĂłn. Ya no podĂa ir alCobertizo de Máquinas porque Holly irĂa tras ella y se sentarĂa a su mesa.
—Me vuelvo a la comisarĂa —dijo.—Vigile que nadie le ponga la mano en el hombro —comentĂł Holly—. Y
presente mis excusas al inspector Rebus.Siobhan no pensaba morder el anzuelo. Se dirigiĂł a la puerta y se encontrĂł
con Whiteread bloqueándole el paso.—¿Podemos hablar?—Es mi hora del almuerzo.—No me importarĂa comer algo a mĂ tambiĂ©n —dijo Whiteread mirando a
su compañero, que asintió con la cabeza.Siobhan suspiró.—Muy bien, pasen —dijo empujando la puerta giratoria, seguida por la
mujer.Simms se detuvo un instante para dirigirse al periodista.—¿Trabaja en un periódico? —preguntó. Holly asintió con la cabeza y Simms
sonrió—. Una vez maté a un hombre con un periódico —añadió antes de cruzarla puerta de St Leonard.
No quedaba mucho que comer en la cantina. Whiteread y Siobhan pidieron
sendos sándwiches y Simms un plato de patatas fritas y judĂas.—¿QuĂ© quiso decir ese periodista de Rebus? —preguntĂł Whiteread
removiendo el azúcar del té.—No tiene importancia —contestó Siobhan.—¿Lo dice de verdad?—Escuche…—No somos el enemigo, Siobhan. Me consta que lo más probable es que no le
inspiren confianza sus propios compañeros de otras comisarĂas, y menos unosdesconocidos como nosotros. Pero estamos en el mismo bando.
—No tengo ningún problema con eso; pero lo que acaba de pasar no tienenada que ver con Port Edgar, Lee Herdman ni las SAS.
Whiteread la mirĂł, luego se encogiĂł de hombros aceptando la explicaciĂłn.—Bien, Âżde quĂ© querĂa hablar? —añadiĂł Siobhan.—En realidad, era con el inspector Rebus con quien querĂamos hablar.—Rebus no está aquĂ.—Eso nos dijeron en South Queensberry.—¿Y asĂ y todo han venido?Whiteread mirĂł minuciosamente el contenido del bocadillo.—Es evidente.—¿Él no estaba… pero sabĂan que yo sĂ?Whiteread sonriĂł.—Rebus intentĂł ingresar en las SAS pero no aprobĂł.—Si usted lo dice…—¿Alguna vez le ha contado lo que sucediĂł?Siobhan optĂł por no responder, y no tener que admitir que Rebus no le habĂa
contado aquel episodio de su vida. Whiteread interpretĂł su silencio como unarespuesta afirmativa.
—Se rajó, abandonó el Ejército con una depresión nerviosa y estuvo viviendoun tiempo en una playa al norte de Escocia.
—En Fife —añadió Simms con la boca llena de patatas fritas.—¿Cómo saben todo esto? Se supone que sobre quien tienen que indagar es
sobre Herdman.Whiteread asintiĂł con la cabeza.—Ya, pero sucede que a Herdman no lo tenĂamos en el punto de mira.—¿En el punto de mira?—Como psicĂłpata en potencia —dijo Simms.Whiteread le mirĂł furiosa y Ă©l deglutiĂł el bocado y siguiĂł comiendo.—PsicĂłpata no es el tĂ©rmino exacto —dijo ella corrigiĂ©ndole tras una breve
pausa.—¿Y a John sĂ le tenĂan en el punto de mira? —inquiriĂł Siobhan.—Sà —respondiĂł Whiteread—. La crisis nerviosa y despuĂ©s, al ingresar en la
PolicĂa, su nombre aparecĂa muchas veces en los periĂłdicos.« Y ahora volverá a aparecer» , pensĂł Siobhan.—Sigo sin entender quĂ© tiene esto que ver con la investigaciĂłn —dijo
procurando parecer tranquila.—Pensamos que quizás el inspector Rebus ve el caso desde cierta perspectiva
que puede sernos útil —añadió Whiteread—. No cabe duda de que el inspectorHogan, por ejemplo, piensa igual. Ha pedido a Rebus que vaya con él a Carbrae,¿no es cierto?, a ver a Robert Niles.
—Otro fallo espectacular del Ejército —añadió Siobhan sin poder contenerse.Whiteread encajó el comentario, dejó el bocadillo empezado en el plato y
cogió la taza de té. El móvil de Siobhan sonó. Miró la pantalla. Era Rebus.—Perdonen —dijo levantándose y alejándose hasta la máquina de refrescos
—. ÂżQuĂ© tal te ha ido? —preguntĂł arrimando el micrĂłfono a la mejilla.—Tenemos un nombre. ÂżPodrĂas comprobarlo en los archivos?—A ver, dime.—Brimson —contestĂł Rebus deletreándolo—. Nombre de pila Douglas.
DirecciĂłn, Turnhouse.—¿El aeropuerto?—Eso parece. Brimson hacĂa visitas a Niles.—Y no vive lejos de South Queensferry, asĂ que podrĂa ser que conociera a
Lee Herdman —dijo Siobhan mirando en dirección a la mesa donde charlabanWhiteread y Simms—. Están aquà tus amigos del Ejército —comentó—.¿Quieres que les dé el nombre de Brimson por si también es un antiguo militar?
—No, por Dios. ¿Te están oyendo?—Estoy en la cantina almorzando con ellos. No te preocupes, no nos oy en.—¿Qué hacen all�—Whiteread está comiendo un bocadillo y Simms engullendo un plato de
patatas fritas con judĂas. —Hizo una pausa—. Pero a quien están friendo deverdad es a mĂ.
—¿Tengo que reĂrme?—Perdona. Un intento malo. ÂżHas hablado y a con Templer?—No. ÂżDe quĂ© humor está?—He conseguido no verla en toda la mañana.—Seguramente habrá hablado con los patĂłlogos antes de echarme al aceite
hirviendo.—¿Quién hace ahora chistes de mal gusto?—Ojalá fuese un chiste.—¿Cuándo vuelves?—Hoy, no. No puedo; Bobby quiere hablar con el juez.—¿Por qué?—Para aclarar un par de puntos.
—¿Y eso te llevará el resto del dĂa?—TĂş tienes ahĂ trabajo de sobra sin mĂ. Mientras tanto, no le digas nada a la
Horrible Pareja.Siobhan mirĂł a la Horrible Pareja. HabĂan dejado de hablar para terminar de
comer. Los dos la miraron.—TambiĂ©n ha estado fisgando Steve Holly —dijo Siobhan.—Supongo que le diste una patada en los huevos y le echaste.—Pues… poco faltĂł.—Volveremos a hablar más tarde.—AquĂ estarĂ©.—¿No has encontrado nada en el ordenador?—De momento nada.—Insiste.OyĂł una serie de armoniosos pitidos y comprendiĂł que Rebus habĂa colgado.
Volvió a la mesa esbozando una sonrisa.—Tengo que irme —dijo.—Podemos llevarla —dijo Whiteread.—Quiero decir que tengo que volver arriba.—¿Han terminado y a en South Queensferry? —preguntó la investigadora
militar.—Nos quedan cosas que acabar.—¿Cosas?—Detalles previos a los hechos.—Papeleo, ¿verdad? —terció Simms comprensivo; pero la expresión de
Whiteread daba a entender que no se lo creĂa.—Les acompaño hasta la salida —añadiĂł Siobhan.—Hace tiempo que siento curiosidad por ver las oficinas de un DIC… —
insinuó Whiteread.—Se las enseñaré en otra ocasión cuando no estemos tan agobiados de
trabajo —replicó Siobhan.Whiteread no tuvo más remedio que aceptar la negativa, pero Siobhan vio
que probablemente le gustaba menos que un concierto de Mogwai.
10
Lord Jarvies era un hombre de casi sesenta años. Durante el viaje de vuelta aEdimburgo, Bobby Hogan puso a Rebus al dĂa de los datos de la familia:divorciado de su primera mujer, se habĂa vuelto a casar. Anthony era el hijoĂşnico del segundo matrimonio. VivĂan en Murray field.
—Por allà hay muchos buenos colegios —comentó Rebus pensando en ladistancia entre Murray field y South Queensferry.
Pero Orlando Jarvies era antiguo alumno de Port Edgar, y de joven inclusohabĂa jugado en el equipo de rugby de exalumnos del colegio.
—¿De qué jugaba? —preguntó Rebus.—John, lo que yo sé de rugby cabe en un papel de fumar —contestó Hogan.Hogan esperaba encontrar al juez en su casa, abatido y de luto. Sin embargo,
tras un par de llamadas, supo que Jarvies habĂa vuelto a sus obligaciones, demodo que podrĂan encontrarle en el juzgado de Chambers Street enfrente delmuseo donde trabajaba Jean Burchill. Rebus pensĂł en llamarla —era una buenaocasiĂłn para tomar un cafĂ© juntos—, pero desechĂł la idea. VerĂa los guantes.Mejor esperar a tener las manos curadas. AĂşn sentĂa el apretĂłn de Robert Niles.
—¿Has declarado alguna vez ante Jarvies? —preguntĂł Hogan mientrasaparcaba sobre la lĂnea amarilla frente al edificio del antiguo ambulatorio dentalde Edimburgo, transformado ahora en bar discoteca.
—Una cuantas. ¿Y tú?—Un par de veces.—¿Le has dado algún motivo para que se acuerde de ti?—Ahora lo veremos —dijo Hogan colocando por dentro del parabrisas la
cartulina de SERVICIO DE POLICĂŤA.—¿No crees que serĂa más barato arriesgarnos a una multa?—¿Por quĂ©?—Reflexiona, Bobby.Hogan frunciĂł el ceño pero asintiĂł con la cabeza. No todos los que salieran
del juzgado tendrĂan razones para adorar a la policĂa. El importe de una multaeran treinta libras, y siempre podĂa anularse con un poco de mano izquierda,mientras que una ralladura resultarĂa mucho más cara. QuitĂł la tarjeta.
El juzgado era un edificio moderno, pero comenzaba a acusar el tránsito de
sus visitantes por los escupitajos secos en los cristales de las ventanas y laspintadas en las paredes. El juez estaba en el vestidor y allĂ condujeron a Hogan yRebus. El bedel les obsequiĂł con una leve reverencia antes de retirarse.
Jarvies acababa de quitarse la toga y vestĂa un traje de raya diplomática conreloj de cadena incluido. LucĂa una corbata color burdeos de nudo perfecto y susgruesos zapatos de cuero negro relucĂan como espejos. TenĂa un rostro tambiĂ©nreluciente, con visibles venillas rojas en ambas mejillas. Vieron en una mesalarga indumentaria de otros jueces: togas, cuellos blancos y pelucas grises, cadauna de las prendas con el nombre de su propietario.
—SiĂ©ntense si encuentran silla —dijo Jarvies—. Les atendrĂ© aquĂ mismo —añadiĂł alzando la vista, con la boca caĂda y levemente abierta, gesto habitualcuando presidĂa el tribunal.
La primera vez que Rebus declarĂł ante Jarvies le habĂa desconcertado aquelgesto peculiar y habĂa pensado que el magistrado estaba constantemente a puntode interrumpirle.
—Me veo obligado a recibirles aquà porque tengo otra cita —añadió el juez.—Muy bien, señor —dijo Hogan.—La verdad es —añadió Rebus— que con lo que ha sucedido nos sorprende
verle aquĂ.—No hay que dejar a esa canalla que nos venza, Âżverdad? —replicĂł el juez
como si fuera una frase habitual en su boca—. Bien, ¿en qué puedo servirles?Rebus y Hogan cruzaron una mirada como si les pareciera insólito que aquel
hombre acabara de perder a su hijo.—Se trata de Lee Herdman —dijo Hogan—. Parece ser que era un amigo de
Robert Niles.—¿Niles? —repitiĂł el juez alzando la vista—. Ah, sĂ, lo recuerdo… el que
apuñaló a su esposa, ¿no es as�—Le cortó el cuello —precisó Rebus—. Fue a la cárcel, pero ahora está en
Carbrae.—Lo que deseamos saber —prosiguió Hogan— es si alguna vez tuvo usted
motivos para temer represalias.Jarvies se levantĂł despacio, sacĂł el reloj del bolsillo y lo abriĂł para mirar la
hora.—Creo que lo entiendo —dijo—. Buscan un móvil. ¿No es suficiente el hecho
de que Herdman sufriese un desequilibrio mental?—Tal vez esa sea nuestra conclusiĂłn definitiva —respondiĂł Hogan.El juez se mirĂł en el espejo de cuerpo entero que habĂa en el cuarto. Rebus
notĂł un leve aroma que al fin identificĂł. OlĂa a tienda de ropa para caballero, untipo de establecimientos que Ă©l conocĂa porque de niño habĂa acompañado a supadre cuando iba a tomarse medidas para algĂşn traje. Jarvies se colocĂł un solocabello desplazado. Aparte de las sienes canosas, tenĂa el resto del pelo color
castaño; tal vez demasiado castaño, pensĂł Rebus sospechando que se lo teñĂa. NoparecĂa que el juez hubiera cambiado su peinado con raya a la izquierdaperfectamente marcada desde sus tiempos de colegial.
—Señor, ¿y Robert Niles…? —insistió Hogan.—Nunca he recibido amenazas relacionadas con él, inspector Hogan. Ni
habĂa oĂdo el nombre de Herdman hasta despuĂ©s de los hechos —dijo volviendola cabeza y apartando la mirada del espejo—. ÂżEs lo que querĂan saber?
—SĂ, señor.—Si Herdman se proponĂa matar a Anthony, Âżpor quĂ© disparar contra los
otros? ÂżY por quĂ© esperar tanto tiempo despuĂ©s de la sentencia?—SĂ, señor.—No siempre existe un mĂłvil…De pronto sonĂł el mĂłvil de Rebus, fuera de lugar, una distracciĂłn moderna.
Sonrió, se disculpó y salió al pasillo alfombrado de rojo.—Rebus —dijo.—Acabo de tener dos reuniones muy interesantes —dijo Templer tratando de
contener su genio.—¿Ah, sĂ?—El examen forense que ha llevado a cabo la CientĂfica en la cocina de
Fairstone muestra que probablemente fue atado y amordazado. Eso lo convierteen un asesinato.
—O en que alguien intentĂł darle un buen susto.—No parece sorprenderte.—Últimamente pocas cosas me sorprenden.—Ya lo sabĂas, Âżverdad? —Rebus guardĂł silencio; no era cuestiĂłn de causarle
problemas al doctor Curt—. Bien, supongo que te imaginas perfectamente conquién ha sido la segunda entrevista.
—Con Carswell —dijo Rebus.Colin Carswell era el subdirector de la PolicĂa.—Exacto.—Y debo considerarme suspendido de servicio activo y pendiente de
investigaciĂłn.—AsĂ es.—Muy bien. ÂżEs todo lo que tenĂas que decirme?—Tienes que presentarte en Jefatura para una entrevista preliminar.—¿Con los de Expedientes?—Algo asĂ, incluso podrĂa tomar cartas en el asunto la UDP.La Unidad de DeontologĂa Profesional.—Ya, el brazo paramilitar de Expedientes.—John… —oyĂł que decĂa ella con un tono mezcla de advertencia y
exasperaciĂłn.
—Estoy deseando hablar con ellos —replicó Rebus cortando la llamada.Hogan salió del vestidor, después de dar las gracias al juez por su tiempo.
Tras cerrar la puerta, dijo en voz baja:—Parece que lo lleva bien.—Más bien se lo guarda, dirĂa yo —dijo Rebus ajustando el paso con Hogan
—. Por cierto, tengo noticias.—¿QuĂ©?—Me han suspendido de servicio activo. Y me apostarĂa a que Carswell está
en estos momentos tratando de localizarte para decĂrtelo.Hogan se detuvo y se volviĂł hacia Rebus.—Tal como predij iste tĂş en Carbrae.—Fui a la casa de un tipo. Esa misma noche muriĂł en un incendio. —Hogan
bajó la vista hacia los guantes de Rebus—. No tiene nada que ver con esto,Bobby. Es pura coincidencia.
—Entonces, ÂżquĂ© problema hay ?—Ese fulano acosaba a Siobhan.—¿Y?—Y por lo visto lo ataron a una silla antes de declararse el incendio.Hogan inflĂł los carrillos.—¿Hay testigos?—SegĂşn parece, me vieron entrar en la casa con Ă©l.El mĂłvil de Hogan sonĂł con una sintonĂa distinta a la del de Rebus y, al mirar
la pantalla con el número de quien llamaba, torció el gesto.—¿Es Carswell? —preguntó Rebus.—Jefatura.—Entonces es él seguro.Hogan asintió con la cabeza y guardó el teléfono en el bolsillo.—No sirve de nada dar largas al asunto —comentó Rebus.Pero Bobby Hogan negó con la cabeza.—Sirve, y mucho, John. Además, seguramente te apartarán del caso, pero
Port Edgar no es realmente un caso normal, Âżno? Nadie va a comparecer ante lostribunales. SĂłlo son pesquisas oficiales.
—SĂ, claro —replicĂł Rebus con una sonrisa irĂłnica.Hogan le dio unas palmadas en el brazo.—No te preocupes, John. El tĂo Bobby cuida de ti…—Gracias, tĂo Bobby —dijo Rebus.—… mientras la mierda no empiece a salpicar.
Cuando Gill Templer volviĂł a St Leonard, Siobhan y a habĂa localizado a DouglasBrimson. No le costĂł mucho porque Brimson figuraba en el listĂn telefĂłnico con
dos direcciones y dos números de teléfono, el de su casa y el del negocio.Templer cruzó el pasillo y entró en su despacho cerrando de un portazo. GeorgeSilvers levantó la vista de la mesa.
—Parece que ha desenterrado el hacha de guerra —comentĂł Silversguardándose el bolĂgrafo y preparándose para escaquearse.
Siobhan habĂa intentado hablar con Rebus, pero su telĂ©fono comunicaba.Seguramente guardándose del tomahawk de la jefa.
DespuĂ©s de que Silvers se fuera, Siobhan se vio sola en el DIC. El inspectorjefe Pry de estaba allĂ, en algĂşn sitio, igual que el agente Hy nds. Los dos habĂanlogrado volverse invisibles. MirĂł la pantalla del portátil de Derek Renshaw, másque harta de revisar sus inofensivos documentos.
Estaba convencida de que Derek era un buen chico, pero tambiĂ©n aburrido.Una persona que conocĂa de antemano su futuro: tres o cuatro años en launiversidad estudiando EconĂłmicas e Informática, y luego un empleo en unaoficina, quizá de contable. Un sueldo que le permitiera comprarse un ático convistas al mar, un coche rápido y el mejor aparato de mĂşsica del mercado.
Aquel futuro se habĂa congelado, reducido a meras palabras en una pantalla yretazos de recuerdos. Se estremeciĂł al pensarlo. CĂłmo cambia todo en uninstante… Se tapĂł la cara con las manos y se restregĂł los ojos pensando sĂłlo enuna cosa: no querĂa estar allĂ cuando Gill Templer hiciera su apariciĂłn detrás deaquella puerta. Algo en su interior le decĂa que esta plantarĂa cara a la jefa, eincluso irĂa más allá. No estaba dispuesta a hacer de chivo expiatorio. MirĂł eltelĂ©fono y el bloc con los datos sobre Brimson. Decidida, cerrĂł el portátil, loguardĂł en el bolso y cogiĂł el mĂłvil y el bloc.
Fue a pie.Un Ăşnico desvĂo, una parada rápida en casa, donde encontrĂł el cede Come On
Die Young. Lo puso al subir al coche y lo escuchó con atención por si encontrabaalguna pista. No está fácil, porque en su may or parte era instrumental.
La casa de Brimson resultĂł ser un chalet moderno en una carretera estrechaque discurrĂa entre el aeropuerto y el antiguo hospital de Gogarburn. Al bajar delcoche oy Ăł a lo lejos los golpes de los trabajos de demoliciĂłn: estaba derribandoel hospital. Por lo que sabĂa, el solar lo habĂa adquirido un banco para construir enĂ©l su nueva sede. El chalet estaba detrás de un seto alto con una verja de hierropintada de verde. EmpujĂł la puerta y cruzĂł un sendero de grava rosada quecruj iĂł bajo sus pasos. TocĂł el timbre y mirĂł por las ventanas de uno y otro lado.La primera daba al cuarto de estar y la otra, a un dormitorio. La cama estabahecha, y no parecĂa que se usara mucho el cuarto de estar. En un sofá azul habĂarevistas con fotos de aeroplanos en la portada. El jardĂn delantero estaba casi todoenlosado, con excepciĂłn de un par de parterres con rosales que aĂşn no habĂanflorecido. Un sendero unĂa la casa con el garaje. HabĂa otra puerta que se abriĂłcuando girĂł la manilla y que daba paso al jardĂn de atrás. Era una gran parcela
de cĂ©sped inclinada al fondo de la cual se extendĂan unos cuantos acres de tierrasde labranza. El invernadero de estructura de madera debĂa de ser un añadido másreciente. La puerta estaba cerrada con llave. MirĂł por otras ventanas y vio lacocina, blanca y espaciosa, y otro dormitorio. No habĂa indicios de vida familiar,juguetes en el jardĂn ni nada que indicara la mano de una mujer. De todosmodos, estaba todo impecable. Al volver por el sendero reparĂł en otra ventanaen la parte de atrás del garaje. Dentro vio un Jaguar deportivo. Perodecididamente su dueño no estaba en casa.
VolviĂł a su coche, fue al aeropuerto y se detuvo en la terminal. Un agente deseguridad le indicĂł que no podĂa dejar allĂ el coche, pero la dejĂł pasar al ver suidentificaciĂłn de policĂa. El edificio estaba lleno de viajeros, habĂa largas colas alparecer de viajes concertados para algĂşn destino con playa, y gente vestida contraje con maletas rodando hacia la escalera mecánica. Siobhan mirĂł losindicadores, vio el letrero de InformaciĂłn y se acercĂł al mostrador. PreguntĂł porel señor Brimson. La empleada tecleĂł con celeridad en el ordenador y tras mirarla pantalla negĂł reiteradamente con la cabeza.
—Ese nombre no figura —dijo.Siobhan se lo deletreó y la mujer volvió a teclearlo. Acto seguido hizo una
llamada telefĂłnica y lo deletreĂł a su vez: B-r-i-m-s-o-n, y con una mueca dedesconcierto volviĂł a negar con la cabeza.
—¿Seguro que trabaja aquĂ? —preguntĂł.Siobhan le mostrĂł la direcciĂłn copiada del listĂn telefĂłnico y la mujer sonriĂł.—AhĂ dice « aerĂłdromo» ; no el aeropuerto, cariño —dijo, y a continuaciĂłn
le explicĂł cĂłmo llegar allĂ.Siobhan dio las gracias ruborizada por su error. El aerĂłdromo era una pista
anexa a la del aeropuerto y se llegaba a Ă©l bordeando la mitad de su perĂmetro.En el aerĂłdromo habĂa avionetas y, segĂşn el cartel de la puerta, una escuela devuelo. En el letrero se indicaba el nĂşmero de telĂ©fono, el que ella habĂa copiadodel listĂn. La gran puerta de hierro estaba cerrada con un candado, pero habĂa untelĂ©fono antiguo de comunicaciĂłn interna en un cajetĂn de madera sobre unposte. Siobhan lo descolgĂł y oyĂł sonar el timbre de llamada.
—¿Diga? —contestĂł una voz de hombre.—Busco al señor Brimson.—Pues aquĂ lo tiene, encanto. ÂżQuĂ© desea?—Señor Brimson, soy la sargento Clarke de la policĂa de Lothian and Borders.
ÂżPodrĂa hablar un momento con usted?Se hizo un breve silencio.—Un momento, irĂ© a abrirle la puerta.Iba a dar las gracias, pero Ă©l habĂa cortado. Desde la puerta se veĂan hangares
y un par de aeroplanos, uno con una sola hĂ©lice en el morro y el otro con dos enel extremo de las alas; ambos parecĂan biplazas. HabĂa tambiĂ©n dos edificios de
poca altura prefabricados, y vio que de uno de ellos salĂa un hombre que subiĂł deun salto a un viejo Land Rover descubierto. Un aviĂłn que aterrizaba en elaeropuerto cubriĂł con su estruendo el ruido del motor del Land Rover, quearrancĂł bruscamente y recorriĂł a toda velocidad los cien metros que leseparaban de la verja. El hombre se bajĂł de un brinco y Siobhan vio que era alto,musculoso y de tez bronceada —probablemente tendrĂa poco más de cincuentaaños—, y una sonrisa a guisa de presentaciĂłn cruzĂł su rostro surcado de arrugas.Llevaba una camisa de manga corta de color verde oliva, del mismo color que elLand Rover, que dejaba ver sus brazos velludos y canosos, como su abundantepelo, que posiblemente habĂa sido rubio en su juventud. Llevaba la camisa metidadentro de los pantalones grises de loneta, y dejaba ver una panza incipiente.
—Tengo que tener cerrado —dijo sacando un manojo de llaves queacompañaban a la de contacto del Land Rover— por motivos de seguridad.
Siobhan asintiĂł con la cabeza. Encontraba algo inmediatamente agradable enaquel hombre. Quizá la sensaciĂłn de energĂa y seguridad que infundĂa o lamanera de balancear los hombros caminando hacia la puerta. Y esa escueta ycautivadora sonrisa.
Pero en el momento de abrirle la puerta Siobhan advirtiĂł que su expresiĂłn sehabĂa vuelto más seria.
—Imagino que será Lee el motivo de su visita —dijo con gravedad—. TenĂaque suceder tarde o temprano. Puede aparcar delante de la oficina —añadiĂłindicándoselo con un gesto—. Enseguida estoy con usted.
Al pasar junto a Ă©l en el coche, Siobhan no pudo evitar preguntarse por quĂ©habĂa dicho aquello: « TenĂa que suceder tarde o temprano» .
Sentada ya frente a Ă©l en la oficina, se lo preguntĂł.—Me refiero a que supuse que querrĂan hablar conmigo.—¿Por quĂ©?—Porque imaginĂ© que querrĂan averiguar por quĂ© hizo eso.—¿Y?—Y hablarĂan con sus amigos para ver si podĂan ayudarles.—¿Era usted amigo de Lee Herdman?—Sà —contestĂł frunciendo el ceño—. ÂżNo está aquĂ por esa visita?—De un modo indirecto, sĂ. Hemos averiguado que usted y el señor Herdman
acudĂan a Carbrae.Brimson asintiĂł despacio con la cabeza.—Muy inteligente —comentĂł.SonĂł el clic del hervidor al alcanzar el punto de ebulliciĂłn y Brimson se
levantĂł ágilmente de la silla, sirviĂł agua en dos tazas con cafĂ© de sobre y letendiĂł una a Siobhan. Era una oficina pequeña en la que no cabĂan más que lamesa y dos sillas, comunicada con una antesala con algunas sillas más y un parde archivadores. Adornaban las paredes unos carteles de diversos tipos de aviĂłn.
—¿Es usted instructor de vuelo, señor Brimson? —preguntó Siobhan al cogerla taza.
—Por favor, llámeme Doug —replicó Brimson sentándose.En la ventana a sus espaldas surgió una figura que golpeó los cristales con los
nudillos. Brimson se volvió, saludó con la mano y el recién llegado devolvió elsaludo.
—Es Charlie, que va a dar una vuelta —dijo Brimson—. Trabaja en un bancoy dice que me cambiarĂa a gusto su profesiĂłn para poder estar más tiempo en elaire.
—¿Los aviones, los alquila usted?Brimson tardó un instante en entender la pregunta.—No, no —dijo finalmente—. Charlie vuela con su propio avión, pero lo tiene
en el aerĂłdromo.—Pero el aerĂłdromo es suy o.Brimson asintiĂł con la cabeza.—Bueno, la pista me la alquila el aeropuerto. Pero sĂ, todo esto es mĂo —
añadiĂł abriendo los brazos y sonriendo de nuevo.—¿Cuánto tiempo hacĂa que conocĂa a Lee Herdman?Brimson bajĂł los brazos y dejĂł de sonreĂr.—Bastantes años.—¿Puede ser más preciso?—Casi desde que vino a vivir aquĂ.—¿Unos seis años, entonces?—Si usted lo dice. —Hizo una pausa—. Perdone, he olvidado su nombre.—Sargento Clarke. ÂżEran amigos Ăntimos?—¿Íntimos? —repitiĂł Brimson encogiĂ©ndose de hombros—. Lee no establecĂa
realmente « intimidad» con nadie. Quiero decir, sĂ, Ă©ramos amigos y nosveĂamos, etcĂ©tera.
—¿Pero?Brimson frunciĂł el ceño, pensativo.—Yo nunca lleguĂ© a saber quĂ© es lo que tenĂa aquà —añadiĂł tocándose la
cabeza con el Ăndice.—¿QuĂ© pensĂł cuando se enterĂł de los hechos?Brimson se encogiĂł de hombros.—No me lo podĂa creer.—¿SabĂa que Herdman tenĂa una pistola?—No.—Sin embargo, le gustaban las armas.—Es cierto… pero a mĂ nunca me enseñó ninguna.—¿Nunca hablaron de armas?—Nunca.
—¿De qué hablaban?—De aviones, de barcos, del Ejército… Yo servà siete años en la RAF.—¿De piloto?Brimson negó con la cabeza.—En aquella época casi no volaba. Era el especialista en electricidad,
mantenĂa los aparatos en el aire. ÂżHa volado alguna vez? —añadiĂł inclinándosesobre la mesa.
—Sólo en vacaciones.Brimson esbozó una sonrisa.—Me refiero a volar en un aparato como el de Charlie —dijo señalando con
el pulgar hacia la ventana, a travĂ©s de la cual se veĂa una avioneta rodando por lapista.
—Bastante tengo con el coche.—Un aviĂłn es más fácil, crĂ©ame.—Ah, entonces, Âżtodas esas esferas y palancas son para impresionar?Brimson se echĂł a reĂr.—PodrĂamos volar ahora mismo, ÂżquĂ© le parece?—Señor Brimson…—Doug.—Señor Brimson, en este momento no tengo tiempo para clases de vuelo.—¿Y mañana?—Lo pensarĂ© —respondiĂł Siobhan sin poder contener una sonrisa al pensar
que volando a mil pies sobre Edimburgo estarĂa a salvo de Gill Templer.—Le encantará, se lo prometo.—Ya veremos.—Pero estará fuera de servicio, Âżno? Es decir, que podrá permitirse
llamarme Doug. —Aguardó a que ella asintiera con la cabeza—. ¿Y cómo mepermitiré llamarla y o, sargento Clarke?
—Siobhan.—¿Es un nombre irlandés?—Gaélico.—Su acento no…—No he venido aquà para hablar de mi acento.Brimson levantó las manos en gesto de conciliación.—¿Por qué no se presentó usted? —preguntó ella, pero Brimson no pareció
entenderlo—. DespuĂ©s del suceso hubo amigos del señor Herdman que nosllamaron por si querĂamos hablar con ellos.
—¿Ah, sĂ? ÂżPor quĂ©?—Por un sinfĂn de razones.Brimson reflexionĂł un instante.—Yo no lo considerĂ© necesario, Siobhan —dijo.
—Dejemos los nombres de pila de momento, ¿de acuerdo?Él inclinó la cabeza hacia un lado a modo de disculpa. En ese momento se
oyeron de repente ruidos de parásitos y voces transistorizadas.—La torre de control —dijo él agachándose para bajar el volumen de la
radio—. Es Charlie pidiendo un hueco. —Consultó el reloj—. A esta hora nohabrá problema.
Siobhan oyĂł una voz que advertĂa al piloto que fuera con cuidado con unhelicĂłptero que sobrevolaba el centro de la ciudad.
—Roger, control.Brimson bajĂł aĂşn más el volumen.—Me gustarĂa volver en otro momento con un colega para que hable con
usted —dijo Siobhan—. ¿Le parece bien?Brimson se encogió de hombros.—Ya ve lo poco ocupado que estoy. Sólo hay movimiento los fines de
semana.—Ojalá pudiera yo decir lo mismo.—No me diga que no está ocupada los fines de semana. Una mujer guapa
como usted…—Me referĂa…Él se echĂł a reĂr de nuevo.—Lo decĂa en broma. Aunque veo que no lleva alianza —añadiĂł señalando
con la cabeza la mano izquierda de ella—. ÂżCree que yo estarĂa a la altura delDIC?
—Yo también me he fijado en que no lleva usted anillo.—Soy soltero y sin compromiso. Mis amigos dicen que es porque tengo la
cabeza en las nubes y allà no hay muchos bares para solteros —añadió señalandohacia arriba.
Siobhan sonriĂł y se dio cuenta de que estaba disfrutando de la conversaciĂłn.Mala señal. SabĂa que tenĂa que hacerle ciertas preguntas pero no acababa decentrarse.
—Entonces, hasta mañana quizá —dijo levantándose.—¿Para su primera lección de vuelo?—Para que hable con mi colega —replicó ella negando con la cabeza.—Pero ¿vendrá usted también?—Si puedo.Brimson pareció conforme y dio la vuelta a la mesa con la mano tendida.—Encantado de conocerla, Siobhan.—Encantada, señor… —titubeó al ver que él levantaba un dedo—.
Encantada, Doug.—La acompaño —añadió él.—No hace falta —replicó ella abriendo la puerta y deseando que entre
ambos hubiera un poco más de distancia de la que él dejaba.—¿En serio? Ah, entonces se le da bien abrir candados, ¿eh?—Bastante bien —replicó ella recordando el de la puerta y siguiendo a Doug
Brimson en el momento en que el aparato de Charlie llegaba al final de la pista ysus ruedas se despegaban del suelo.
—¿Te ha localizado y a Gill? —preguntó Siobhan por el móvil en el camino devuelta a Edimburgo.
—Positivo —contestĂł Rebus—. Pero no me he escondido.—Vale, Âży en quĂ© ha quedado la cosa?—Estoy suspendido de servicio activo, pero Bobby no lo ve asĂ. Quiere que
continĂşe ay udándole.—Lo que significa que sigues necesitándome, Âżno?—Creo que ya puedo conducir si no hay más remedio.—Pero no tienes por qué…Rebus se echĂł a reĂr.—Lo decĂa en broma, Siobhan. Sigue de chĂłfer, si quieres.—Estupendo, porque acabo de localizar a Brimson.—Estoy impresionado. ÂżQuiĂ©n es?—Tiene una escuela de vuelo en Turnhouse. —Hizo una pausa—. Fui a verle.
SĂ, y a sĂ© que habrĂa debido decĂrtelo, pero tu telĂ©fono comunicaba.—Ha ido a ver a Brimson —oyĂł que Rebus le decĂa a Hogan, que musitĂł algo
en respuesta—. Bobby dice que habrĂas debido pedir permiso antes —añadiĂłRebus para Siobhan.
—¿Son exactamente esas sus palabras?—En realidad, ha puesto los ojos en blanco y ha proferido ciertas palabrotas.
He preferido darte mi versión.—Gracias por no ofender mi candidez de doncella.—Bueno, ¿qué le has sacado?—Que era amigo de Herdman porque tienen un pasado en común, el Ejército
y la RAF.—¿Y de quĂ© conoce a Robert Niles?Siobhan se mordiĂł el labio inferior.—Se me olvidĂł preguntárselo, pero dije que volverĂamos.—SĂ, claro, habrá que volver. ÂżQuĂ© te ha dicho en concreto?—Que no sabĂa que Herdman tuviera armas ni se imagina por quĂ© hizo eso en
el colegio. ¿Y qué tal la visita a Niles?—No ha servido para nada.—¿Y ahora qué hacemos?—Nos veremos en Port Edgar. Tenemos que hablar largo y tendido con la
señorita Teri. —Se hizo un silencio y Siobhan creyĂł que habĂa perdido lacobertura, pero oyĂł que Rebus añadĂa—: ÂżHay algĂşn mensaje más de nuestroamigo?
Se referĂa a las cartas, pero en presencia de Hogan no querĂa ser especĂfico.—Esta mañana me ha llegado otro.—¿Ah, sĂ?—Muy parecido al primero.—¿Lo has enviado a Howdenhall?—No lo he creĂdo necesario.—Bien. Quiero echarle un vistazo cuando nos veamos. ÂżCuánto tardarás?—Quince minutos. ÂżApuestas algo?—Cinco libras a que llegamos antes.—Hecho —dijo Siobhan pisando el acelerador.Unos instantes despuĂ©s se percatĂł de que no sabĂa desde dĂłnde hablaba
Rebus.Y tal como se imaginaba, se lo encontró esperándola en el aparcamiento del
colegio Port Edgar recostado en el Passat de Hogan con los brazos cruzados.—Has hecho trampa —dijo bajándose del coche.—Tienes que ser cauta. Me debes cinco libras.—Ni hablar.—Aceptaste la apuesta, Siobhan. Una dama siempre paga.Ella negó con la cabeza y metió la mano en el bolsillo.—Por cierto, aquà está la carta —añadió sacando el sobre. Rebus tendió la
mano—. Pero leerla cuesta cinco libras.Él la miró.—¿Por el privilegio de darte mi opinión de experto? —preguntó con el brazo
estirado sin que ella le entregara el sobre—. De acuerdo, trato hecho —añadió alfin vencido por la curiosidad.
La leyĂł varias veces en el coche mientras ella conducĂa.—Cinco libras tiradas —dijo al fin—. ÂżQuiĂ©n es Cody?—Creo que significa Come On, Die Young, una canciĂłn sobre pandilleros
americanos.—¿Cómo lo sabes?—Está en un disco de Mogwai. Te presté dos.—Puede ser un nombre. Buffalo Bill, por ejemplo.—¿Qué relación existe?—No lo sé —contestó Rebus doblando la nota, examinando los pliegues y
mirando dentro del sobre.—Vaya Sherlock Holmes que estás hecho —comentó Siobhan.—¿Qué más quieres que haga?—Admitir tu derrota —replicó ella tendiendo la mano.
Rebus metiĂł la nota en el sobre y se lo devolviĂł.—AlĂ©grame el dĂa… ÂżSerá una referencia a Harry el Sucio?—Eso creo —concediĂł Siobhan.—Harry el Sucio era policĂa.—¿TĂş crees que es alguien del cuerpo? —preguntĂł ella mirándole.—No me digas que no lo has pensado.—SĂ que lo he pensado —respondiĂł Siobhan finalmente.—Pero tendrĂa que ser alguien que sepa que estás relacionada con Fairstone.—SĂ.—Lo que reduce las posibilidades a dos personas: Templer y y o. —Hizo una
pausa—. Y supongo que últimamente a ella no le has prestado discos.Siobhan se encogió de hombros sin apartar la vista de la carretera.
PermaneciĂł callada un rato, igual que Rebus, que comprobĂł en su bloc unadirecciĂłn, se inclinĂł en el asiento y dijo:
—Es aquĂ.Long Rib House era una edificaciĂłn estrecha enjalbegada con aspecto de
antiguo establo de caballos. Constaba de una planta baja y otra abuhardilladacuyas ventanas sobresalĂan de la pendiente del tejado. Se accedĂa a ella a travĂ©sde una gran puerta de madera que se abriĂł cuando Siobhan la empujĂł. VolviĂł asubir al coche y lo introdujo unos metros en el camino de acceso de grava. En elmomento en que cerraba el portĂłn se abriĂł la puerta de la casa y apareciĂł unhombre. Rebus bajĂł del coche y se presentĂł.
—Y usted debe de ser el señor Cotter —aventuró.—William Cotter —contestó el padre de la señorita Teri.Era un hombre de poco más de cuarenta años con el pelo rapado a la moda.
EstrechĂł la mano que Siobhan le tendĂa, pero no pareciĂł molestarle que Rebusmantuviera las suyas enguantadas pegadas a los costados.
—Pasen —dijo.Entraron en un vestĂbulo largo alfombrado y decorado con cuadros y un
antiguo reloj de pared. HabĂa puertas cerradas a derecha e izquierda. Cotter lescondujo al fondo y les hizo pasar a una zona de estar con cocina anexa, queparecĂa ser de construcciĂłn posterior, en la que habĂa puertas cristaleras quedaban a un patio, tras el cual se veĂa un amplio jardĂn trasero que limitaba conotra ampliaciĂłn reciente de madera pero con mĂşltiples ventanas que permitĂanver lo que habĂa dentro.
—Piscina cubierta. Debe de ser cómodo —musitó Rebus.—Se usa más que si uno tiene que salir de casa —comentó risueño Cotter—.
Bien, ¿en qué puedo ayudarles?Rebus miró a Siobhan, que inspeccionaba aquel cuarto con sofá de cuero
color crema en forma de L, tocadiscos Bang amp; Olufsser y televisor depantalla plana con el sonido desconectado. Estaba viendo las cotizaciones de
bolsa.—Con quien querĂamos hablar es con Teri —dijo Rebus.—No se habrá metido en ningĂşn lĂo, Âżverdad?—En absoluto, señor Cotter. Se trata Ăşnicamente de ciertas preguntas de
seguimiento sobre el caso de Port Edgar.Cotter entrecerrĂł los ojos.—¿No podrĂa ayudarles yo? —preguntĂł con ánimo de obtener más
explicaciones.Rebus habĂa decidido sentarse en el sofá. Delante de Ă©l habĂa una mesita de
centro con periĂłdicos abiertos por las páginas de economĂa, un mĂłvil, unas gafasde media luna, una taza vacĂa, un bolĂgrafo y un bloc tamaño folio.
—¿Se dedica usted a los negocios, señor Cotter?—En efecto.—¿Le importa si le pregunto de quĂ© clase de negocios?—Negocios de capital-riesgo. —Hizo una pausa—. ÂżSabe lo que es? —añadiĂł.—¿Inversiones en cotizaciones en alza? —terciĂł Siobhan mirando al jardĂn.—Más o menos. Me dedico a asuntos de propiedad y trabajo con gente que
tiene proyectos.Rebus miró morosamente a su alrededor.—Evidentemente no le va mal. —Hizo una pausa para que surtiera efecto el
elogio—. ¿Está Teri en casa?—No lo sé —contestó Cotter. Al ver la expresión de Rebus sonrió
disculpándose—. Con Teri nunca se sabe. A veces está más callada que unatumba, llamo a su puerta y no contesta —añadió encogiéndose de hombros.
—A diferencia de la mayorĂa de los jĂłvenes.Cotter asintiĂł con la cabeza.—SĂ, esa es la impresiĂłn que me dio cuando la conocà —añadiĂł Rebus.—Ah, Âżha hablado ya con ella? —preguntĂł Cotter. Rebus asintiĂł con la cabeza
—. ÂżY la ha visto con todas sus galas?—Me imagino que al colegio no irá vestida asĂ.Cotter negĂł con la cabeza.—No les permiten llevar ni piercings en la nariz. El doctor Fogg es muy
estricto en ese sentido.—¿No podrĂamos llamar a su cuarto a ver si está? —preguntĂł Siobhan
volviĂ©ndose hacia Cotter.—SĂ, Âżpor quĂ© no? —contestĂł Ă©l.Le siguieron por el pasillo hasta un tramo corto de escalera que desembocaba
en otro largo pasillo estrecho sin puertas de transición, pero con habitaciones a loslados. También estaban las puertas cerradas.
—¿Estás ahĂ, Teri, cariño? —dijo Cotter al salvar el Ăşltimo escalĂłn.PareciĂł avergonzarse al pronunciar lo de « cariño» , y Rebus pensĂł que su
hija le tenĂa prohibido llamarla con ese apelativo. Ante la Ăşltima puerta CotterarrimĂł el oĂdo antes de llamar suavemente con los nudillos.
—A lo mejor está dormida —dijo en voz baja.—¿Me permite? —preguntó Rebus, y sin aguardar la respuesta hizo girar el
pomo y abriĂł.El cuarto estaba a oscuras y con las cortinas de gasa negra echadas. Cotter
encendiĂł la luz y vieron velas por todas partes: velas negras derretidas en sumayorĂa. HabĂa carteles y láminas en las paredes, y Rebus reconociĂł algunas de H. R. Giger, a quien Ă©l conocĂa como diseñador por la portada de un disco deELP. El escenario era una especie de infierno de acero inoxidable. El resto de lasimágenes eran tambiĂ©n composiciones macabras.
—Ah, los adolescentes… —fue el comentario del padre.HabĂa libros de Poppy Z. Rite y de Ann Rice. Otro titulado Las puertas de
Jano cuy o autor era Ian Brady, el Asesino del Páramo. Abundaban los cedĂ©s degrupos estridentes. Las sábanas de la cama eran negras, igual que el relucienteedredĂłn. Las paredes eran de color carne y el techo estaba dividido en cuatrocuadrados, dos negros y dos rojos. Siobhan se acercĂł a una mesita en la quehabĂa un ordenador, que le pareciĂł de gran calidad, con pantalla plana, DVD,escáner y cámara conectada a la Red.
—Me imagino que no los hacen negros —dijo pensativa.—Si no, Teri lo tendrĂa —apostillĂł Cotter.—Yo a su edad —dijo Rebus— los Ăşnicos gĂłticos que conocĂa eran los pubs.Cotter se echĂł a reĂr.—Es verdad, los Gothenburgs. ÂżEran pubs comunales, verdad?Rebus asintiĂł con la cabeza.—A menos que se haya escondido debajo de la cama, creo que no está.
¿Tiene usted idea de dónde podemos encontrarla?—Si quiere, la llamo al móvil…—¿No será este? —preguntó Siobhan cogiendo un pequeño aparato negro
reluciente.—SĂ, ese es —contestĂł Cotter.—No es muy propio de una jovencita dejarse el mĂłvil en casa —comentĂł
Siobhan pensativa.—Ya, pero es que su madre a veces… —añadió Cotter balanceando los
hombros algo violento.—Su madre, ¿qué?, señor —insistió Rebus.—Su madre la controla bastante, ¿no es eso? —terció Siobhan.Cotter asintió con la cabeza aliviado por no haber tenido que decirlo él.—Si no tienen prisa, pueden esperar hasta que vuelva —añadió el hombre.—Será mejor que acabemos cuanto antes, señor Cotter —dijo Rebus.—Ah.
—Ya sabe usted eso de que el tiempo es oro; supongo que estará de acuerdo.Cotter asintió con la cabeza.—Bien, en ese caso, vayan a ver si la encuentran en Cockburn Street. A veces
se reĂşne allĂ con sus amigos.—PodrĂamos haberlo pensado —dijo Rebus mirando a Siobhan, que hizo un
gesto de asentimiento con la boca.Cockburn Street era una calle que serpenteaba entre la Royal Mile y la
estaciĂłn Waverley y siempre habĂa gozado de mala fama. DĂ©cadas atrás habĂasido centro de reuniĂłn de hippies y mendigos, mercadillo de camisetas dealgodĂłn con dibujos desteñidos y papel de fumar. Rebus iba por entonces a unabuena tienda de discos de segunda mano totalmente ajeno a los puestos de ropa.Ahora, las nuevas culturas alternativas eran el centro de atracciĂłn del lugar, quebien merecĂa un paseo para quienes sintieran curiosidad por los macabros y loscolocados.
Mientras cruzaban el pasillo, Rebus advirtiĂł que en una puerta habĂa unapequeña placa de porcelana que rezaba: CUARTO DE STUART, y se detuvo anteella.
—¿Su hijo?Cotter asintió despacio con la cabeza.—Charlotte, mi mujer… desde el accidente, la conserva tal como estaba —
dijo.—No hay de qué avergonzarse, señor —comentó Siobhan al ver su
embarazo.—No, claro.—DĂgame una cosa —añadiĂł Rebus—. ÂżEsta fase gĂłtica de Teri empezĂł
antes o despuĂ©s de que muriera su hermano?—Poco despuĂ©s —contestĂł Cotter mirándole.—¿Estaban muy unidos? —añadiĂł Rebus.—Creo que sĂ. Pero no entiendo quĂ© tiene eso que ver…Rebus se encogiĂł de hombros.—Era simple curiosidad —dijo—. Perdone; es deformaciĂłn profesional.Cotter pareciĂł aceptar la explicaciĂłn y comenzĂł a bajar la escalera.
—Yo compro allà cedés —dijo Siobhan y a en el coche camino de CockburnStreet.
—Yo tambiĂ©n —dijo Rebus.Y tambiĂ©n habĂa visto a menudo a los gĂłticos, que ocupaban casi toda la
acera y se sentaban en la escalinata lateral del antiguo edificio del Scotsman, sepasaban cigarrillos e intercambiaban información sobre los nuevos gruposmusicales. Comenzaban a reunirse después de las horas de clase, algunos después
de quitarse el uniforme y ataviados con el negro de rigor, maquillados y conbaratijas llamativas, todos ellos esperando integrarse en el grupo y distinguirse ala vez. El problema era que en los tiempos actuales costaba más llamar laatenciĂłn. Años atrás se conseguĂa llevando el pelo largo. DespuĂ©s llegĂł el glam ya continuaciĂłn, su hijo bastardo, el punk. Rebus recordaba un sábado de antañoen que yendo a comprar discos, al tomar la cuesta de Cockburn Street, se cruzĂłcon sus primeros punks: desgarbados y despreciativos, crestas y cadenas. Unamujer de mediana edad que caminaba detrás de Ă©l sin poder contenerse lesreprendiĂł: « ÂżEs que no podĂ©is ir como seres humanos?» , para regocijo de lospunks, probablemente.
—PodrĂamos aparcar al final de la calle y subir —dijo Siobhan ya cerca deCockburn Street.
—Es mejor aparcar arriba y bajar —replicĂł Rebus.Tuvieron suerte porque salĂa un coche de un hueco en el momento en que
ellos llegaban y dejaron el suy o en la misma Cockburn Street, a pocos metros deun grupo de gĂłticos.
—Bingo —dijo Rebus al ver a la señorita Teri en animada conversación condos amigos.
—Tendrás que bajar tĂş antes —dijo Siobhan.Rebus mirĂł y vio que a ella le impedĂan hacerlo unas bolsas de basura
amontonadas en la acera. Se apeĂł y sujetĂł la portezuela para que Siobhan pasaraa su asiento y saliera. En ese momento, notĂł que corrĂa gente por la acera yadvirtiĂł que cogĂan una bolsa de basura. LevantĂł la vista y vio cinco jĂłvenes quepasaban a la carrera junto al coche, con parkas con capucha y gorras de bĂ©isbol.Uno de ellos lanzĂł hacia el grupo de gĂłticos la bolsa de basura, que reventĂłesparciendo su contenido. Se oyeron gritos y chillidos. Hubo intercambio depuntapiĂ©s y puñetazos. Uno de los gĂłticos cay Ăł de bruces por la escalinata y otroechĂł a correr haciendo regates y saliĂł a la calzada donde un taxi estuvo a puntode atropellarle. Los peatones se detenĂan alarmados dando voces. Y loscomerciantes se asomaban a la puerta de sus establecimientos. Alguien gritĂł quellamaran a la policĂa.
La reyerta se generalizĂł y los jĂłvenes, dándose empujones, chocaban contralos escaparates y se agarraban del cuello. Eran cinco agresores contra docegĂłticos, pero los pendencieros eran fuertes y brutales. Siobhan echĂł a correr paracontener a uno de ellos y Rebus vio que la señorita Teri se ponĂa a salvo dentro deuna tienda y cerraba la puerta. Como era de cristal, su perseguidor mirĂłalrededor buscando algĂşn proyectil para lanzarlo. Rebus aspirĂł aire y gritĂł:
—¡Rab Fisher! ¡Rab, ven aquĂ! —El interpelado se detuvo y mirĂł a Rebus,que alzĂł su mano enguantada—. ÂżTe acuerdas de mĂ, Rab?
Rab Fisher torció el gesto. Otro de los pandilleros reconoció a Rebus, gritó« ¡Polis!» y los Perdidos se juntaron en medio de la calzada con el pecho
palpitante y jadeantes.—¿Qué, muchachos, estáis haciendo méritos para ese viajecito a Saughton?
—dijo Rebus en voz alta dando un paso hacia el grupo.Cuatro echaron a correr cuesta abajo. Rab Fisher, haciéndose el valentón,
antes de seguir a sus compañeros daba una patada en la puerta de cristal. Siobhanay udĂł a levantarse a una pareja de gĂłticos que comprobaban si tenĂan heridas.No habĂa habido navajas ni proyectiles, lo que habĂa recibido una paliza era elorgullo. Rebus se acercĂł a la puerta de cristal y vio en el interior la señorita Terijunto a una señora con bata blanca de mĂ©dico o farmacĂ©utica. Al advertir en ellocal una serie de cabinas resplandecientes, comprendiĂł que se trataba de unsalĂłn de bronceado que le pareciĂł reciĂ©n instalado. La mujer acariciĂł el pelo aTeri y esta se apartĂł huraña. Rebus entrĂł en el establecimiento.
—Teri, Âżte acuerdas de mĂ? —dijo.La joven le mirĂł y asintiĂł con la cabeza.—SĂ, es el policĂa del otro dĂa.Rebus tendiĂł la mano a la mujer.—Usted debe de ser la madre de Teri. Soy el inspector Rebus.—Charlotte Cotter —dijo la mujer estrechándole la mano.TendrĂa cerca de treinta y tantos años, una espesa melena ondulada de color
rubio ceniza y un rostro ligeramente bronceado, casi brillante. Rebus no acababade encontrar parecido fĂsico entre ambas y, de no haber sabido el parentesco,casi habrĂa pensado que eran más o menos de la misma edad, no hermanas sinoprimas quizás. La madre era unos tres centĂmetros más baja que la hija, másdelgada y de aspecto distinguido. Rebus supo en ese momento quiĂ©n de los CotterhacĂa más uso de la piscina cubierta.
—¿Qué ha sido ese jaleo? —preguntó Rebus a Teri.—Nada —contestó la jovencita encogiéndose de hombros.—¿Os molesta mucho esa gente?—No dejan de molestarles —terció la madre para indignación de su hija—.
Les insultan y a veces suceden cosas peores.—Tú qué sabes —protestó Teri.—Lo veo.—¿Es que has abierto este negocio para vigilarme? —añadió la joven
jugueteando con la cadena de oro que llevaba al cuello.Rebus advirtió que la adornaba un diamante.—Teri —replicó la madre con un suspiro—, lo que quiero decir…—Me voy —musitó la hija.—Un momento —dijo Rebus—. ¿Podemos hablar antes?—¡No voy a presentar denuncia!—¿No ve usted qué tozuda es? —dijo Charlotte Cotter exasperada—.
Inspector, oĂ que llamaba a voces por su nombre a uno de esos gamberros. ÂżLos
conoce usted? ÂżNo podrĂa detenerlos?—No creo que sirviera de nada, señora Cotter.—Pero Âżno ha visto lo que han hecho?Rebus asintiĂł con la cabeza.—Y les he dado un aviso. Creo que con eso bastará. Bien, el caso es que no
pasaba por aquĂ por casualidad; querĂa hablar con Teri.—¿Ah, sĂ?—Pues venga conmigo —dijo Teri agarrando a Rebus del brazo—. Perdona,
mamá, voy a colaborar con la policĂa en la investigaciĂłn.—Teri, espera…Pero fue inĂştil; Charlotte Cotter vio cĂłmo su hija arrastraba al inspector a la
calle hacia el grupo en el que ya se iban calmando los ánimos. Se enseñabanunos a otros las contusiones. Un muchacho olĂa las solapas de su gabardina negray arrugaba la nariz pensando que iba a tener que darle un buen lavado. HabĂanrecogido la basura esparcida de la bolsa, y Rebus pensĂł que serĂa principalmenteobra de Siobhan que en aquel momento miraba buscando alguien que la ayudaraa meterla en otra nueva que habĂa traĂdo un tendero.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Teri.Sonrieron y asintieron con la cabeza, y a Rebus le pareció que disfrutaban.
Otra vez vĂctimas, y felices por su suerte. Igual que en la escena de los punks yaquella mujer mayor, habĂan llamado la atenciĂłn y ahora era un grupo con máscosas que compartir y batallitas que contar. Otros chicos con uniforme de colegioque volvĂan a casa se habĂan parado a escucharles. Rebus llevĂł a Teri calle arribahasta el primer pub que encontrĂł.
—¡No servimos a gente como ella! —espetĂł la mujer de la barra.—SĂ si viene conmigo —replicĂł Rebus.—Pero es menor —insistiĂł la mujer.—Tomará un refresco. ÂżDe quĂ© lo quieres? —añadiĂł volviĂ©ndose hacia Teri.—De vodka y tĂłnica.Rebus sonriĂł.—SĂrvale una Coca-Cola y a mĂ un Laphroaig con muy poca agua.PagĂł las consumiciones, capaz ya de manejar calderilla y sacar billetes del
bolsillo.—¿Qué tal las manos? —preguntó Teri Cotter.—Bien —contestó él—. Pero lleva tú las bebidas a la mesa.Mientras encontraban una y se acomodaban, varios clientes les miraron
indiscretamente. El recibimiento pareció halagar a Teri, que le dirigió un beso auno de ellos que respondió con un aspaviento de desdén y apartó la vista.
—Si me montas aquĂ un jaleo, te dejo sola —dijo Rebus.—SĂ© defenderme.—SĂ, ya te he visto refugiarte en las faldas de mamá en cuanto aparecieron
los Perdidos.Ella le miró furiosa.—Por cierto que es una buena estrategia —añadió Rebus—. Hay que
defender lo de más valor, como se dice. ¿Es cierto lo que afirma tu madre de queestos incidentes son frecuentes?
—No tanto como ella cree.—¿Y, a pesar de ello, seguĂs viniendo a Cockburn Street?—¿Por quĂ© no Ăbamos a volver?Rebus se encogiĂł de hombros.—Por nada, claro, un poco de masoquismo no hace mal a nadie.Ella le mirĂł, sonriĂł y bajo la vista al vaso.—Salud —dijo Rebus alzando el suy o.—Esa cita no es exacta —dijo ella—. Lo de más valor es la discreciĂłn.
Shakespeare, Enrique IV, acto primero.—No se puede decir que tú y tus amigos seáis precisamente discretos.—Yo procuro no serlo.—Y lo haces muy bien. Cuando te mencioné a los Perdidos no me pareció
que te sorprendieras. ÂżLos conoces?La joven volviĂł a bajar la vista y el pelo cubriĂł parte de su rostro mientras
acariciaba el vaso con los dedos con las uñas pintadas de negro. TenĂa manos ymuñecas finas.
—¿Tiene un cigarrillo? —dijo.—Enciende dos —dijo Rebus sacando la cajetilla del bolsillo.Ella le puso en la boca el pitillo encendido.—La gente hará comentarios —dijo expulsando el humo.—Lo dudo, señorita Teri —replicó Rebus.Vio abrirse la puerta y Siobhan entró. Al verle levantó las manos y señaló con
la cabeza a los servicios para decirle que iba a lavárselas.—Te gusta ser una inadaptada, ¿verdad? —preguntó Rebus.Ella asintió con la cabeza.—¿Y por eso te gustaba Lee Herdman, porque él también era un inadaptado?
—Ella le miró—. Encontramos una foto tuya en su piso. De lo cual deduzco quele conocĂas.
—Le conocĂa. ÂżMe enseña la foto?Rebus sacĂł del bolsillo la bolsita de plástico transparente que protegĂa la foto.—¿DĂłnde está hecha? —preguntĂł.—AquĂ mismo —contestĂł ella señalando hacia la calle.—Le conocĂas muy bien, Âżverdad?—Es que le gustábamos. Me refiero a los gĂłticos. Aunque nunca entendĂ por
qué.—Él daba bastantes fiestas, ¿verdad? —añadió Rebus, recordando los discos
del piso de Herdman, entre los que habĂa mĂşsica de baile gĂłtica.Teri asintiĂł con la cabeza, conteniendo las lágrimas.—SĂ, algunos solĂamos ir a su piso —contestó—. ÂżDĂłnde la encontrĂł? —
preguntĂł cogiendo la foto de la mesa.—Dentro de un libro que estaba leyendo.—¿Cuál?—¿Por quĂ© quieres saberlo?—Por nada —respondiĂł ella encogiĂ©ndose de hombros.—Era una biografĂa, creo. Un soldado que acabĂł haciendo lo mismo que Ă©l.—¿Cree que es una pista?—¿Una pista?—Que explique por quĂ© se matĂł.—Tal vez. ÂżConociste alguna vez a algĂşn amigo suyo?—No creo que tuviera muchos amigos.—¿A Doug Brimson? —preguntĂł Siobhan, que se sentĂł con ellos.—SĂ, le conozco —respondiĂł Teri con un temblor de labios.—No lo dices con mucho entusiasmo —comentĂł Rebus.—Y que lo diga.—¿QuĂ© pasa con Ă©l? —preguntĂł Siobhan intrigada y algo picada, como
advirtió Rebus.Teri se encogió de hombros.—Los dos chicos que murieron —preguntó Rebus—, ¿los viste en alguna de
sus fiestas?—Imposible.—¿QuĂ© quieres decir? —preguntĂł Ă©l.—Que tenĂan otro estilo —respondiĂł ella mirándole—. Les gustaba el jazz, el
rugby y eso de los cadetes —añadiĂł como si fuera una explicaciĂłn definitiva.—¿Hablaba Lee alguna vez de sus años en el EjĂ©rcito?—No mucho.—¿Pero le preguntaste? —Ella asintiĂł despacio con la cabeza—. ÂżY sabĂas
que le gustaban las armas?—SabĂa que tenĂa fotos… —respondiĂł ella, pero inmediatamente se mordiĂł el
labio.—En el armario, detrás de la puerta —añadió Siobhan—. Un detalle que no
todo el mundo conoce, Teri.—¡Eso no significa nada! —replicó la joven alzando la voz.Jugueteaba otra vez con la cadenita.—No estamos en un juicio, Teri —terció Rebus—. Simplemente tratamos de
averiguar quĂ© le impulsĂł a hacer lo que hizo.—¿CĂłmo voy a saberlo yo?—Porque tĂş le conocĂas y no hay mucha gente que le conociera.
—Él nunca me contaba nada —replicĂł Teri negando con la cabeza—. Él eraasĂ, tenĂa secretos, pero jamás pensĂ© que…
—¿No?La joven mirĂł a Rebus sin decir palabra.—Teri, Âżno te enseñó nunca un arma?—No.—¿Ni te insinuĂł que tenĂa una?La joven negĂł con la cabeza.—Dices que nunca se sinceraba contigo… Âży lo contrario?—¿CĂłmo lo contrario?—¿Te preguntaba cosas a ti? Tal vez tĂş le hablaste de tu familia…—Puede.—Teri —añadiĂł Rebus inclinándose sobre la mesa—, sentimos lo de tu
hermano.—Tal vez le contaste a Lee Herdman lo del accidente —insistió Siobhan,
inclinándose tambiĂ©n.—O alguno de tus amigos —añadiĂł Rebus.Teri se sentĂa arrinconada. No habĂa escapatoria a sus miradas y sus
preguntas. DejĂł la foto en la mesa y centrĂł en ella su atenciĂłn.—Esta no la hizo Lee —dijo como si tratara de cambiar de tema.—¿Hay alguien más con quien deberĂamos hablar, Teri? —preguntĂł Rebus—.
¿Otras personas que fueran a los guateques?—No quiero seguir contestando.—¿Por qué no? —inquirió Siobhan frunciendo el ceño como si realmente le
sorprendiera.—Porque no.—Si nos dices nombres de otras personas con quienes podamos hablar, te
librarás de nosotros… —añadió Rebus.Teri Cotter permaneció un instante sentada y luego se puso de pronto de pie,
se subiĂł al asiento y, pisando en la mesa, saltĂł al suelo haciendo ondear las gasasnegras de su falda. LlegĂł hasta la puerta sin volver la cabeza, la abriĂł y saliĂłcerrando con un portazo. Rebus mirĂł a Siobhan y sonriĂł sin ganas.
—Tiene su estilo, la chica —comentó.—La hemos asustado —dijo Siobhan— en cuanto mencionamos la muerte de
su hermano.—Quizá porque le querĂa mucho —replicĂł Rebus—. No estás otra vez con la
teorĂa del asesinato, Âżverdad?—De todos modos —dijo Siobhan—, hay algo que…La puerta se abriĂł de nuevo y Teri Cotter se acercĂł rápido a la mesa, se
apoyĂł en ella con las manos y arrimĂł el rostro al de sus inquisidores.—James Bell —espetĂł entre dientes—. ÂżNo querĂan nombres? Pues ahĂ tienen
uno.—¿Iba a las fiestas de Herdman? —preguntó Rebus.Teri Cotter asintió con la cabeza y luego se volvió a marchar. Los clientes
habituales la miraron salir, menearon la cabeza y volvieron a centrarse en susconsumiciones.
—En esa cinta del interrogatorio que escuchamos —dijo Rebus—, ¿qué es loque dijo James Bell de Herdman?
—Que lo conocĂa de hacer esquĂ acuático o algo asĂ.—Ya, pero me refiero al modo de expresarlo; creo que dijo « Coincidimos
socialmente» o algo asĂ.Siobhan asintiĂł con la cabeza.—TendrĂamos que haberlo anotarlo —dijo.—Tenemos que hablar con Ă©l.Siobhan asintiĂł otra vez con la cabeza sin levantar la mirada de la mesa.
Luego mirĂł debajo.—¿Has perdido algo? —preguntĂł Rebus.—Yo no, tĂş sĂ.Rebus mirĂł la mesa y comprendiĂł: Teri Cotter les habĂa quitado la fotografĂa.—¿Crees que volviĂł para eso? —preguntĂł Siobhan.Rebus se encogiĂł de hombros.—Me imagino que considera esa foto propiedad suya… un recuerdo del
hombre que ha perdido.—¿Crees que eran amantes?—Cosas más raras se han visto.—En ese caso…Pero Rebus negó con la cabeza.—¿Servirse de sus ardides de mujer para inducir a Herdman al asesinato? Por
favor, Siobhan…—Cosas más raras se han visto —repitiĂł ella.—Hablando de eso, Âżvas a invitarme? —dijo Ă©l alzando su vaso vacĂo.—De eso nada —replicĂł ella levantándose.Rebus la siguiĂł mohĂno fuera del bar. Siobhan estaba junto al coche, parecĂa
paralizada por algo. Rebus no veĂa nada digno de particular en los alrededores.Los gĂłticos continuaban hablando en grupos, con excepciĂłn de Teri. TampocohabĂa rastro de los Perdidos. Los turistas se paraban para hacerse fotos.
—¿Qué pasa? —preguntó.Ella señaló con la cabeza un coche aparcado en la acera de enfrente.—Creo que es el Land Rover de Brimson —contestó.—¿Estás segura?—Vi uno igual cuando fui a Turnhouse —añadió ella mirando la calle de
arriba abajo.
No se veĂa a Brimson por ninguna parte.—Está mucho más viejo que mi Saab —comentĂł Rebus.—SĂ, pero tĂş no tienes un Jaguar en el garaje de tu casa.—¿Tiene un Jaguar y usa ese Land Rover para el arrastre?—SĂ, desde luego es ilustrativo… los niños y sus juguetes —dijo ella mirando
otra vez la calle—. ¿Dónde estará?—A lo mejor te está acosando —añadió Rebus, pero al ver la cara que ella
ponĂa se disculpĂł encogiĂ©ndose de hombros.Siobhan volviĂł a mirar el coche intrigada y convencida de que era el de
Brimson. SerĂa pura coincidencia, pensĂł.Coincidencia.De todos modos, anotĂł la matrĂcula.
11
Aquella noche Siobhan se acomodĂł en el sofá tratando de encontrar algointeresante en la tele. Dos presentadoras bien vestidas le decĂan a su vĂctima lomal que le sentaba la ropa que llevaba; en otro canal limpiaban y ordenaban unacasa, y no le quedĂł más opciĂłn que una deprimente serie cĂłmica o undocumental sobre sapos de cañaveral.
Lo tenĂa bien merecido por no haber pasado por el videoclub. No tenĂamuchas pelĂculas y ya las habĂa visto tantas veces que se sabĂa los diálogos dememoria y lo que pasaba en cada escena. PondrĂa mĂşsica o la televisiĂłn sinsonido para inventarse los diálogos de la aburrida serie. Incluso de los sapos.Acababa de hojear una revista, luego habĂa ido a por un libro que tambiĂ©n habĂadesechado y se habĂa puesto a comer patatas fritas y chocolatinas compradascuando habĂa parado a poner gasolina. TenĂa en la mesa de la cocina un resto dechow mein que podĂa calentar en el microondas. Lo malo es que se le habĂaacabado el vino y no tenĂa más que envases vacĂos en la cola del reciclaje.Ginebra tenĂa, pero no con quĂ© combinarla, salvo Coca-Cola light, y no estaba tandesesperada.
De momento.PodĂa llamar a alguna amiga, pero no le serĂa buena compañĂa. TenĂa en el
contestador un mensaje de su amiga Caroline invitándola a una copa. Caroline,rubia y menuda, siempre llamaba la atenciĂłn cuando salĂan juntas. SiobhandecidiĂł no contestar a su invitaciĂłn de momento. Estaba muy cansada y lainvestigaciĂłn bullĂa sin parar en su cerebro. Se hizo un cafĂ© y apenas dio un sorbocomprendiĂł que lo habĂa preparado sin hervir el agua. Acto seguido dedicĂł dosminutos a buscar azĂşcar hasta que recordĂł que no tomaba azĂşcar en el cafĂ©desde jovencita.
—Demencia senil —farfulló—. « Y hablar sola, otro sĂntoma.»El chocolate y las patatas fritas estaban excluidos de su dieta por los ataques
de pánico. TambiĂ©n la sal, las grasas y el azĂşcar. No sentĂa el pulso acelerado,pero sabĂa que tenĂa que calmarse de alguna manera, relajarse y desconectarseantes de acostarse. HabĂa estado mirando por la ventana las casas de enfrente ycontemplando con la nariz pegada al cristal cĂłmo discurrĂa el tráfico dos pisosmás abajo. La calle estaba tranquila; tranquila y oscura, sĂłlo se veĂa la acera
iluminada por la luz anaranjada de las farolas. No habĂa ningĂşn ogro ni nada quetemer.
RecordĂł que hacĂa mucho tiempo, cuando aĂşn tomaba azĂşcar con el cafĂ©,durante un tiempo tuvo miedo a la oscuridad. A los trece o catorce años,demasiado mayor para confesárselo a sus padres. Gastaba el dinero que le dabanen comprar pilas para la linterna que mantenĂa encendida toda la noche bajo lassábanas, con la respiraciĂłn contenida por si entraba alguien en el cuarto. Laspocas veces en que sus padres la sorprendieron, pensaron que se quedaba hastatarde ley endo. Nunca sabĂa quĂ© era mejor, si dejar la puerta abierta para poderechar a correr o cerrarla para que no entraran intrusos. Cada dĂa miraba dos otres veces debajo de la cama, un espacio reducido donde guardaba los discos. Locurioso es que no tenĂa pesadillas. Y si alguna vez las tenĂa volvĂa a sumirse en unsueño profundo y reparador. Nunca sufrĂa ataques de pánico y al final acababapor olvidarse del objeto de su miedo. Poco despuĂ©s guardĂł la linterna en un cajĂłny el dinero que invertĂa en baterĂas comenzĂł a gastarlo en cosmĂ©ticos.
No recordaba cĂłmo habĂa sido el proceso: ÂżHabĂa empezado ella a fijarse enlos chicos o los chicos en ella?
—Prehistoria, mujer —musitĂł.No habĂa ogros fuera, ni tampoco galantes caballeros, por deslustrados que
fuesen. Se acercĂł a la mesa y mirĂł las notas sobre la investigaciĂłn. Todo lo quele habĂan entregado el primer dĂa estaba apilado en desorden: datos, informes dela autopsia y de la PolicĂa CientĂfica, fotos del escenario del crimen y de loschicos. ExaminĂł sus rostros. Derek Renshaw y Anthony Jarvies. Los dos eranguapos, pero un poco insulsos. Los ojos de Jarvies, de pobladas pestañas,destellaban una inteligencia altanera, mientras que Renshaw no parecĂa tanpagado de sĂ mismo, tal vez fuera por cierto complejo social al lado de Jarvies.Seguro que Allan Renshaw se sentĂa ufano de que su retoño fuese amigo del hijode un juez. En los padres constituye una motivaciĂłn enviar a los hijos a colegiosde pago para que se codeen con gente de alcurnia que pueda serles Ăştil en elfuturo. Ella conocĂa a compañeros del cuerpo, y no con sueldo del DIC, quehacĂan sacrificios por matricular a sus hijos en colegios que a ellos les habĂanestado vedados. SĂ, cuestiones de clase. PensĂł en Lee Herdman, que habĂa estadoen el EjĂ©rcito, en las SAS, sometido a las Ăłrdenes de oficiales que habĂan ido a loscolegios correctos y que hablaban correctamente. ÂżSerĂa tan simple laexplicaciĂłn? ÂżPodrĂa haber motivado su estallido de locura el simple rencor declase hacia la Ă©lite?
« No hay misterio» , le habĂa dicho a Rebus, pero en ese momento se echĂł areĂr. Si no habĂa misterio, Âżde quĂ© se preocupaba? ÂżPor quĂ© se afanaba de aquelmodo? ÂżQuĂ© le impedĂa olvidarse de todo y descansar?
—A la mierda —musitó sentándose a la mesa, apartando los papeles yacercando el portátil de Derek Renshaw.
Lo enchufĂł a la lĂnea telefĂłnica y lo encendiĂł. TenĂa que repasar mensajesdel correo electrĂłnico y se quedarĂa levantada hasta tarde si era preciso paraterminar el trabajo. Además, habĂa muchos archivos que mirar. El trabajo lacalmarĂa; la calmarĂa porque era trabajo.
DecidiĂł tomar un descafeinado sin olvidarse de enchufar el hervidor y sellevĂł al cuarto de estar la taza caliente. EntrĂł en el correo con la contraseña« Miles» , pero los nuevos mensajes eran basura: anuncios de seguros o de Viagradirigidos a una persona que ignoraban que habĂa muerto. TambiĂ©n habĂa otrosmensajes de gente que habĂa notado la ausencia de Derek en los chats y foros.Siobhan tuvo una idea. ArrastrĂł la flecha hasta la parte superior de la pantallapara seleccionar « Favoritos» . ApareciĂł una lista de sitios y cĂłdigos dedirecciones que Derek utilizaba habitualmente. AllĂ estaban los sitios de charla yforos. Amazon, BBC… HabĂa una direcciĂłn que a Siobhan no le sonaba y laseleccionĂł; la conexiĂłn fue rápida:
¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD!Las letras eran de color rojo mortecino y cobraron intensidad. El fondo de la
pantalla era negro. MoviĂł el cursor hasta la primera letra e hizo doble clic. Estavez la conexiĂłn fue algo más lenta, y en la pantalla apareciĂł el interior bastanteborroso de una habitaciĂłn. Siobhan probĂł a manipular el contraste de pantalla,pero la deficiencia era de la imagen y no pudo mejorarla. DistinguĂa una cama ydetrás una ventana con cortinas. MoviĂł el cursor por la pantalla pero no encontrĂłninguna señal oculta para pulsar. No habĂa nada más. Se reclinĂł en la silla con losbrazos cruzados pensando en quĂ© podrĂa significar aquello, quĂ© interĂ©s tendrĂaaquella imagen para Derek Renshaw. Quizá fuera su cuarto. Tal vez la« oscuridad» era otra faceta de su carácter. En ese momento la pantalla cambiĂłde repente y fue inundada por una extraña luz amarilla. ÂżSerĂa una interferencia?Siobhan se inclinĂł y agarrĂł el borde de la mesa. Ahora lo entendĂa: eran los farosde un coche que proy ectaban su luz por detrás de las cortinas. Lo que veĂa no erauna foto fija.
Una webcam, susurrĂł. Lo que veĂa era la transmisiĂłn en tiempo real de undormitorio. Lo que era más: sabĂa de quiĂ©n era el dormitorio. El fulgor amarillole habĂa bastado para reconocerlo. Se levantĂł, encontrĂł el mĂłvil y llamĂł.
Siobhan enchufĂł el ordenador portátil y lo reinicializĂł. Lo habĂan colocado en unasilla porque el cable no llegaba desde la mesa hasta la conexiĂłn del telĂ©fono fijode Rebus.
—Es todo muy misterioso —dijo ella cogiendo de una bandeja una de lastazas de cafĂ© que habĂan preparado.
OlĂa a vinagre; probablemente Ă©l habĂa cenado pescado. PensĂł en el chowmien que habĂa dejado en su casa y se dio cuenta de que no eran tan distintos:
comida para llevar, nadie en casa esperándoles. Vio que Rebus habĂa bebidocerveza porque en el suelo, junto a una silla, habĂa una botella vacĂa de Deuchar.HabĂa escuchado mĂşsica: la antologĂa de Hawkind que ella le habĂa regalado parasu cumpleaños. A lo mejor lo habĂa puesto para que ella viera que no lo habĂaolvidado.
—Ya falta poco —dijo Siobhan.Rebus habĂa apagado el tocadiscos y se restregaba los ojos con las manos
enrojecidas, sin guantes. Eran casi las diez. Cuando ella le llamĂł estaba dormidoen el sillĂłn, decidido a pasar allĂ la noche. Era más sencillo que desvestirse,desatarse los cordones de los zapatos, desabrocharse… No se habĂa molestado enarreglarse; ella le conocĂa de sobra. Sin embargo, sĂ habĂa cerrado la puerta de lacocina para que no viera el fregadero lleno de platos. Si los veĂa, se ofrecerĂa alimpiar y no iba a consentirlo.
—Ahora sólo hay que conectarse.Rebus acercó una silla para sentarse. Siobhan estaba arrodillada en el suelo
delante del portátil, que desplazĂł ligeramente para que Ă©l viese la pantalla. RebusasintiĂł con la cabeza para darle a entender que lo veĂa bien.
¡BIENVENIDO A MI OSCURIDAD!—¿Es el club de fans de Alice Cooper?—Ahora verás.—¿O es la Organización Nacional de Ciegos?—Si percibes una leve sonrisa por mi parte, tienes permiso para sacudirme
con la bandeja en la cabeza —dijo ella inclinándose levemente hacia atrás—.Ahà está… mira.
La habitaciĂłn ya no estaba a oscuras. HabĂa velas encendidas: velas negras.—El cuarto de Teri Cotter —dijo Rebus.Siobhan asintiĂł con la cabeza y Ă©l mirĂł fijamente el parpadeo de las llamas.—¿Es una pelĂcula?—Es en directo, que yo sepa.—¿Y cĂłmo es posible?—En el ordenador de ella habĂa una cámara. De ahĂ llega la imagen. La
primera vez que entré en la página, el cuarto estaba a oscuras. Ahora debe deestar en casa.
—¿Y quĂ© interĂ©s tiene esto? —preguntĂł Rebus.—Hay gente a quien le gusta. Algunos hasta pagan por ver cosas asĂ.—¿Y nosotros vamos a verlo gratis?—Eso parece.—¿Crees que lo desenchufa cuando vuelve a casa?—¿QuĂ© gracia tendrĂa, entonces?—¿Lo tiene enchufado constantemente?—Tal vez lo descubramos ahora mismo —contestĂł Siobhan encogiĂ©ndose de
hombros.Teri Cotter acababa de entrar en el encuadre; sus movimientos eran nerviosos
y la cámara transmitĂa una serie de imágenes fijas con pausas intermedias.—¿No hay sonido? —preguntĂł Rebus.Siobhan no lo creĂa, pero probĂł subiendo el volumen.—No hay sonido —dijo.Teri se sentĂł en la cama con las piernas cruzadas. VestĂa igual que cuando
habĂa estado con ellos. ParecĂa mirar hacia la cámara. Se tumbĂł boca abajo y seestirĂł en la cama apoyando la barbilla en las manos, y colocándose directamentedelante del objetivo.
—Es como una pelĂcula muda antigua —comentĂł Rebus, sin que Siobhancomprendiera si lo decĂa por la calidad de la pelĂcula o por la falta de sonido—.ÂżY nosotros quĂ© pintamos en esto?
—Somos su público.—¿Sabe ella que la ven?Siobhan negó con la cabeza.—Lo más probable es que no se pueda saber si hay alguien mirando,
suponiendo que mire alguien.—¿Derek Renshaw solĂa mirarla?—SĂ.—¿Crees que ella lo sabe?Siobhan se encogiĂł de hombros y dio un sorbo al cafĂ© amargo. No era
descafeinado e iba a quitarle el sueño, pero no le importaba.—Bien, ¿tú qué crees? —preguntó Rebus.—No es tan raro que las jovencitas sean exhibicionistas. —Hizo una pausa—.
Aunque desde luego, es la primera vez que veo una cosa parecida.—Me pregunto quién más lo sabrá.—Sus padres, no creo. ¿Crees que debemos preguntarle a ella?Rebus reflexionó un instante.—¿Cómo se entra ah� —preguntó señalando la pantalla.—En la Red hay una lista de páginas. Basta con que ella cuelgue un enlace o
alguna descripción.—Echemos un vistazo.Siobhan salió de la página de Teri y comenzó a probar en los buscadores,
tecleando « Señorita» y « Teri» . Aparecieron páginas y más páginas de enlaces,la may orĂa de sitios porno con los nombres de Terry, Terri y Teri.
—Podemos tardar un poco —comentó ella.—¿Y esto es lo que y o me he perdido por no tener módem? —dijo Rebus.—Aquà encuentras la vida en todas sus facetas, sólo que algunas son algo
deprimentes.—Lo ideal después de una jornada en el tajo.
Siobhan sonriĂł de modo imperceptible y Ă©l estirĂł aparatosamente el brazohasta la bandeja de las tazas.
—Creo que y a está —dijo Siobhan dos minutos después.Rebus miró unas palabras que ella señalaba con el dedo.«Sseñorita Teri: visita mi página personal, 100% no pornográfica (¡lo siento,
chicos!).»—« Sseñorita» , ¿por qué? —preguntó Rebus.—Tal vez porque las otras posibilidades ortográficas estaban cubiertas. Mi
direcciĂłn de correo electrĂłnico es « 66Siobhan» .—¿Porque habĂa otras sesenta y cinco Siobhans antes que tĂş?Ella asintiĂł con la cabeza.—Y eso que creĂa que tenĂa un nombre raro —comentĂł haciendo clic en el
vĂnculo.La página de Teri Cotter comenzĂł a cargarse. Se vio su foto con todas sus
galas gĂłticas y con el rostro enmarcado entre las manos con las palmas haciaafuera.
—Se ha dibujado una estrella de cinco puntas —comentĂł Siobhan.Rebus comprobĂł que en ambas palmas tenĂa una estrella dentro de un cĂrculo.
No aparecieron más fotos, sino un texto explicativo sobre los gustos de Teri, elcolegio al que iba y una invitaciĂłn: « Puedes adorarme en Cockburn Street, casitodos los sábados por las tardes» . HabĂa tambiĂ©n la opciĂłn de enviarle unmensaje con un comentario para su libro de visitas o recurrir a diversos enlaces,casi todos ellos para entrar en otros sitios gĂłticos, uno de los cuales se llamaba« Entrada a la oscuridad» .
—Eso es lo de la cámara conectada —dijo Siobhan, y probó en el enlacepara cerciorarse.
En la pantalla volviĂł a aparecer en letras rojas ¡BIENVENIDO A MIOSCURIDAD! Con un segundo clic entraron en el dormitorio de la joven. HabĂacambiado de postura y ahora la vieron reclinada en la cabecera de la cama conlas rodillas flexionadas juntas, sobre las que escribĂa en un cuaderno de hojassueltas.
—Debe de estar haciendo los deberes —comentó Siobhan.—A lo mejor es su libro de brebajes —dijo Rebus—. Los que entren en su
página saben su edad, a qué colegio va y qué aspecto tiene.—Y dónde encontrarla los sábados por la tarde —añadió Siobhan asintiendo
con la cabeza.—Es un pasatiempo peligroso —musitó Rebus.Era una presa potencial para los cazadores.—A lo mejor por eso le gusta.Rebus volvió a restregarse los ojos. Se acordaba de la primera vez que la
habĂa visto, del comentario que le hizo sobre sentir envidia de Derek y Anthony y
de la frase con la que se despidiĂł: « Puede verme cuando le apetezca» . AhoraentendĂa lo que habĂa querido decir.
—¿Tienes bastante? —preguntĂł Siobhan dando unos golpecitos en la pantalla.Rebus asintiĂł.—¿Primera impresiĂłn, sargento Clarke?—Bien… « si» era amante de Herdman, y « si» Ă©l era celoso…—Eso sĂłlo tiene sentido si Anthony Jarvies conocĂa la página.—Jarvies y Derek eran muy amigos; ÂżquĂ© posibilidades hay de que Derek no
le dejara entrar en ella?—Muy cierto. Habrá que comprobarlo.—¿Hablando otra vez con Teri?Rebus asintiĂł despacio con la cabeza.—¿Se puede entrar en el libro de visitas?Pudieron, pero no encontraron nada de particular. Ni habĂa comentarios
evidentes de Derek Renshaw ni de Anthony Jarvies; sĂłlo palabrerĂas de una seriede admiradores de la Sseñorita Teri, del extranjero en su mayor parte a juzgarpor la redacciĂłn del inglĂ©s. Rebus mirĂł a Siobhan mientras desenchufaba elportátil.
—¿Comprobaste aquella matrĂcula? —preguntĂł.Ella asintiĂł con la cabeza.—Fue lo Ăşltimo que hice antes de irme a casa. Era Brimson.—Cada vez más, más curiosa…—¿QuĂ© tal te apañas? —añadiĂł Siobhan mientras cerraba el ordenador—.
Para vestirte y desvestirte, me refiero.—Bien.—¿No dormirás vestido?—No —replicĂł Ă©l tratando de infundir al monosĂlabo cierto tono de
indignaciĂłn.—Entonces, ÂżpodrĂ© verte mañana con camisa limpia?—Deja de cuidarme como una madre.—PodrĂa prepararte la bañera —añadiĂł ella sonriendo.—Puedo hacerlo yo —replicĂł Ă©l aguardando a que ella le mirara—. Te lo
juro.—¿Y que te mueras si es mentira?La mención de la muerte recordó a Rebus su primer encuentro con Teri
Cotter… cuando le preguntĂł detalles sobre los muertos que habĂa visto, intrigadapor el hecho de la muerte. Y ahora resultaba que tenĂa una página en la Red queera una invitaciĂłn para mentes enfermas.
—Hay algo que quiero enseñarte —dijo Siobhan rebuscando en el bolso. Sacóun libro y le mostró la portada: I’m a Man, de Ruth Padel—. Es sobre músicarock —añadió abriéndolo por una página marcada—. Escucha esto: « Los sueños
heroicos comienzan en el dormitorio del adolescente» .—¿En qué sentido?—La autora habla sobre el modo en que los adolescentes se valen de la
mĂşsica rock como instrumento de rebeliĂłn. Quizá lo que hace Teri Cotter esvalerse de su dormitorio. Y hay algo más —añadiĂł buscando otra página—. « …La pistola es sĂmbolo de la sexualidad masculina.» Para mĂ tiene sentido —dijomirándole.
—¿Quieres decir que Herdman estaba celoso?—¿Tú nunca has estado celoso? ¿No te has dejado llevar por la ira?—Tal vez un par de veces —respondió Rebus tras pensarlo.—Kate me habló de un libro titulado Los hombres malos hacen lo que los
buenos sueñan. Quizá Herdman se dejó llevar demasiado lejos por la ira —añadió llevándose la mano a la boca para contener un bostezo.
—Ve a acostarte —dijo Rebus—. Mañana tendrás tiempo de sobra para tusaficiones psicoanalĂticas.
Siobhan desenchufĂł el portátil y recogiĂł los cables. Rebus la despidiĂł ydespuĂ©s se acercĂł a la ventana a comprobar que subĂa segura al coche. Derepente, una figura de hombre se acercĂł a la ventanilla. EchĂł a correr escaleraabajo saltando los escalones de dos en dos y empujĂł enardecido la puerta de lacalle. El hombre hablaba a voces para hacerse entender por encima del ruido delmotor y arrimaba algo contra el parabrisas: un periĂłdico. Rebus le agarrĂł delhombro sintiendo un intenso dolor en los dedos. Al darle la vuelta reconociĂł sucara.
Era el periodista Steve Holly. ComprendiĂł que el periĂłdico serĂa un ejemplarde la ediciĂłn de la mañana.
—Precisamente el hombre a quien yo querĂa ver —dijo Holly zafándose deRebus y sonriendo de oreja a oreja—. Es interesante comprobar cĂłmo se visitael personal del DIC —añadiĂł volviĂ©ndose hacia Siobhan, que habĂa parado elmotor y se bajaba del coche—. Habrá quien piense que es un poco tarde paracharlar.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Rebus.—Sus comentarios —respondió Holly enarbolando el periódico y
mostrándole los titulares en la primera página: EL MISTERIO DEL POLICĂŤA ENLA CASA INCENDIADA—. De momento no vamos a dar ningĂşn nombre.QuerĂamos saber si le interesaba dar su versiĂłn de los hechos. Tengo entendidoque está suspendido de servicio activo y sometido a una investigaciĂłn interna —añadiĂł Holly, que habĂa doblado el periĂłdico y sacado una minigrabadora delbolsillo—. Eso no tiene buena pinta —dijo mirando las manos descubiertas deRebus—. Las quemaduras tardan en curarse, Âżverdad?
—John… —dijo Siobhan para advertirle que no perdiera la cabeza.Rebus apuntó con un dedo enrojecido al periodista.
—Apártese de los Renshaw. Si no los deja en paz, se las verá conmigo,¿entendido?
—Entonces concĂ©dame una entrevista.—Ni hablar.Holly bajĂł la vista hacia el periĂłdico que sujetaba en la otra mano.—¿QuĂ© le parece el titular: « PolicĂa huy e del escenario del crimen» , por
ejemplo?—A mis abogados les parecerá bien cuando presente una querella contra
usted.—Mi periódico está siempre dispuesto al juego, limpio, inspector Rebus.—Entonces tiene un problema —replicó Rebus tapando la grabadora con la
mano— porque yo nunca juego limpio —añadió furioso enseñando los dientes aHolly.
El periodista apretó un botón para interrumpir la grabación.—Es interesante saber con quién nos la jugamos.—Deje en paz a mi familia, Holly. Hablo en serio.—Estoy seguro, con su estilo triste y torpe. Dulces sueños, inspector Rebus —
añadiĂł con una leve inclinaciĂłn para Siobhan antes de largarse.—Hijo de puta —musitĂł Rebus entre dientes.—Yo no me preocuparĂa. Su periĂłdico sĂłlo lo lee un cuarto de la poblaciĂłn —
dijo Siobhan.SubiĂł al coche y dio marcha atrás para salir del hueco de aparcamiento.Le saludĂł con la mano y arrancĂł. Holly habĂa doblado la esquina en
direcciĂłn a Marchmont Road. Rebus subiĂł a su piso y buscĂł las llaves del coche.Se volviĂł a poner los guantes. CerrĂł con doble vuelta de llave y saliĂł.
La calle estaba tranquila y no se veĂa rastro de Steve Holly. Pero no lebuscaba. SubiĂł a su Saab e intentĂł coger el volante, y probĂł girarlo. Se vio capazde conducir. PasĂł por Marchmont Road y Melvilla Drive en direcciĂłn al Arthur’sSeat. No se molestĂł en poner mĂşsica, se dedicĂł a pensar en los acontecimientos,evocando conversaciones y escenas.
Irene Lesser: « Quizá deberĂa hablar con alguien… Es mucho tiemposoportando una carga» .
Siobhan, leyĂ©ndole las citas de aquel libro.Kate: « Los malos…» .Boecio: Los hombres buenos sufren.No se consideraba malo, pero sabĂa que probablemente tampoco era bueno.I’m A Man (Soy un hombre) era el tĂtulo de un antiguo blues.Robert Niles habĂa abandonado las SAS sin que le desconectaran
previamente. Lee Herdmand tambiĂ©n se habĂa ido con aquella « carga» . PensĂłque si entendĂa a Herdman tal vez se entendiera mejor a sĂ mismo.
Easter Road estaba tranquila, los bares seguĂan abiertos y comenzaba a
formarse cola en la tienda de patatas fritas. Se dirigiĂł a la comisarĂa de Leith. Eldolor durante el trayecto fue soportable; la piel debĂa de haberse endurecido,como despuĂ©s de las quemaduras de sol. HabĂa un hueco junto a la acera a unoscincuenta metros de la entrada y aparcĂł en Ă©l. BajĂł, cerrĂł el coche y vio que, enla acera opuesta, habĂa un equipo de televisiĂłn, seguramente para filmar con lacomisarĂa de fondo el informativo que elaboraban. Y en ese momento Rebus vioquiĂ©n: era Jack Bell. Bell girĂł la cabeza, le reconociĂł y le apuntĂł con el Ăndiceantes de volverse de nuevo hacia la cámara. Rebus oyĂł que decĂa:
—… mientras policĂas como ese lo Ăşnico que hacen son labores de limpiezasin ofrecer soluciones preventivas viables…
—Corten —dijo el director—. Perdone, Jack —añadiĂł señalando con lacabeza a Rebus, que habĂa cruzado la calle y estaba a espaldas de Bell.
—¿Qué sucede aqu� —preguntó Rebus.—Estamos haciendo un reportaje sobre violencia y sociedad —replicó
tajante Bell, molesto por la interrupciĂłn.—PensĂ© que era un vĂdeo de autoayuda —dijo Rebus con sorna.—¿QuĂ©?—Una guĂa para buscar prostitutas en coche o algo asĂ. Ahora la may orĂa de
ellas se dedica a esa modalidad —añadió Rebus señalando con la cabeza haciaSalamander Street.
—¡CĂłmo se atreve! —farfullĂł el diputado para, acto seguido, volverse haciael director—. Vea usted una actitud que ilustra perfectamente el problema delque hablábamos. La PolicĂa muestra en la actualidad una actitud mezquina ymalintencionada.
—A diferencia de usted, claro —añadiĂł Rebus, advirtiendo que Bell tenĂa enla mano una fotografĂa que esgrimiĂł ante sus narices.
—Este es Thomas Hamilton —dijo—. De quien nadie pensaba que tuvieranada de particular y resultĂł ser la encarnaciĂłn del mal el dĂa que entrĂł en elcolegio de Dunblane.
—¿Y cĂłmo habrĂa podido prevenir eso la PolicĂa? —preguntĂł Rebus cruzandolos brazos.
Antes de que Bell contestara, el director preguntĂł a Rebus:—¿HabĂa en casa de Herdman vĂdeos, revistas o pelĂculas violentas?—No hay indicios de que estuviera interesado por ese tipo de cosas. Pero,
aunque lo estuviera, ÂżquĂ©?El director se encogiĂł de hombros desistiendo de plantear más preguntas.—Jack, tal vez podrĂa tener una breve entrevista con… perdone, no he
captado su nombre —añadió sonriendo a Rebus.—Me llamo Que te den por culo —replicó Rebus sonriente mientras cruzaba
la calle y entraba en la comisarĂa.—¡Es una vergĂĽenza! —gritĂł Bell desde la otra acera—. ¡Una autĂ©ntica
vergüenza! ¡No voy a consentir…!—¿Qué, haciendo amigos otra vez? —comentó el sargento de guardia del
mostrador.—Por lo visto es un don que tengo —replicó Rebus subiendo la escalera hacia
el DIC.Como habĂa presupuesto para horas extra en el caso Herdman, vio agentes
trabajando a aquellas horas. EscribĂan informes, charlaban y tomaban algocaliente. ReconociĂł a Mark Pettifer y se acercĂł a Ă©l.
—Necesito una cosa, Mark.—¿Qué?—Que me presten un portátil.—Pensaba que los de su generación usaban pluma y pergamino —dijo
Pettifer sonriendo.—Y otra cosa —añadió Rebus haciendo caso omiso del sarcasmo—. Que
tenga conexión a internet.—Creo que se lo podré conseguir.—Mientras lo buscas… —añadió Rebus inclinándose hacia él y bajando la
voz—. ¿Recuerdas cuando detuvieron a Jack Bell por deambular en busca deprostitutas? Fueron compañeros tuyos, ¿verdad?
Pettifer asintiĂł despacio con la cabeza.—Me imagino que no habrá papeles…—No creo. Al final no hubo cargos contra Ă©l, Âżno?Rebus reflexionĂł un instante.—¿Y quiĂ©nes pararon el coche? ÂżNo podrĂa hablar con ellos?—¿De quĂ© se trata? —preguntĂł Pettifer.—Digamos que… soy parte interesada —contestĂł Rebus.El joven agente que habĂa detenido a Bell habĂa sido destinado a la comisarĂa
de Torphichen Street. Finalmente, Rebus consiguiĂł un nĂşmero de mĂłvil y sunombre: Harry Chambers.
—Perdone que le moleste —dijo Rebus sin presentarse.—No es molestia. En este momento vuelvo a casa del pub.—¿Lo ha pasado bien?—Hemos celebrado un torneo de billar y he entrado en las semifinales.—Enhorabuena. Le llamo en relación con Jack Bell.—¿Qué le ha pasado a ese grasiento hijo de puta?—Que no para de darnos la lata en el caso de Port Edgar.Era la verdad, aunque no toda, y Rebus no consideró necesario explicarle sus
deseos de librar a Kate del influjo del diputado.—Pues a ver si le patean el culo, es lo único para lo que vale —comentó
Chambers.—¿Denoto cierta animadversión por su parte, Harry?
—DespuĂ©s del aquel incidente de las putas moviĂł los hilos para intentar queme descendieran. Menudo cuento tenĂa el tĂo; primero alegĂł que volvĂa a casadesde no sĂ© dĂłnde, y como no pudo justificarlo, dijo que estaba « investigando»sobre la necesidad de una zona de tolerancia. SĂ, claro. La puta que hablaba conĂ©l me dijo que ya habĂan acordado un precio.
—¿Sabe si era la primera vez que iba por all�—No lo sé. Lo único que sé (y trato de ser lo más objetivo posible) es que es
un repugnante cabrón, fullero y vengativo. ¿Por qué ese Herdman no nos habráhecho el favor de pegarle un tiro a él en vez de a esos dos pobres chicos…?
En casa, Rebus procurĂł seguir las instrucciones de Pettifer para inicializar elordenador. No era el Ăşltimo modelo, tal como habĂa comentado Pettifer: « Si vadespacio, Ă©chele una palada de carbĂłn» . Le habĂa preguntado cuántos años tenĂael ordenador y el agente le contestĂł que dos pero que estaba ya casi obsoleto.
Rebus decidiĂł que habĂa que cuidar un aparato tan venerable y limpiĂł lapantalla y el teclado con un paño hĂşmedo. Era un superviviente, igual que Ă©l.
—Muy bien, veterano; a ver de lo que eres capaz —musitó.Al cabo de unos minutos de frustración llamó a Pettifer y por fin lo localizó
en el mĂłvil, en el coche, camino de casa. Más instrucciones… Rebus no colgĂłhasta que consiguiĂł lo que querĂa.
—Gracias, Mark —dijo antes de colgar.Luego arrimó el sillón para poder estar más cómodo.Estaba sentado con las piernas y los brazos cruzados y la cabeza levemente
ladeada.VeĂa a Teri Cotter durmiendo.
CUARTO DĂŤA
Viernes
12
—Has dormido vestido —dijo Siobhan cuando le recogió por la mañana.Rebus no contestó. En el asiento del pasajero vio un ejemplar del periódico
sensacionalista que Steve Holly habĂa esgrimido la noche anterior.EL MISTERIO DEL POLICĂŤA EN LA CASA INCENDIADA.—Es un artĂculo sin sustancia —dijo Siobhan para tranquilizarle.En efecto, habĂa muchas conjeturas y muy pocos hechos. Rebus, de todos
modos, no habĂa contestado a las llamadas a las siete, siete y cuarto y siete ymedia, porque sabĂa que probablemente serĂan del Servicio de ExpedientesDisciplinarios intentando concertar una entrevista para abrirle expediente. HojeĂłel diario mojando la punta del dedo del guante.
—En St Leonard no cesan los rumores —añadiĂł Siobhan—. Se dice queFairstone estaba amordazado y atado a una silla y todos saben que tĂş estuvisteallĂ.
—¿He dicho yo que no? —Ella le miró—. Yo le dejé con vida, adormecido enel sofá.
Rebus pasĂł más páginas y se fijĂł en la noticia de un perro que se habĂatragado un anillo de bodas, Ăşnico rayo de luz en un periĂłdico lleno de titularessiniestros: puñaladas en pubs, famosos abandonados por su amante, mareasnegras y tornados en Estados Unidos.
—Qué curioso que un presentador de televisión merezca más espacio que undesastre ecológico —comentó doblando el periódico y tirándolo en el asiento deatrás por encima del hombro—. Bueno, ¿adónde vamos?
—He pensado tener un cara a cara con James Bell.—Estupendo —comentó Rebus.En su bolsillo comenzó a sonar el móvil, pero no lo tocó.—¿Es tu club de admiradoras? —dijo Siobhan.—No puedo evitar la popularidad. ¿Cómo sabes lo que se dice en St Leonard?—Pasé por allà antes de venir a buscarte.—Masoquista.—Es que fui al gimnasio.—¿Gimnasio? ¿Eso qué es?Ella sonrió. Su teléfono sonó y miró a Rebus. Él se encogió de hombros y
Siobhan mirĂł el nĂşmero en la pantalla.—Bobby Hogan —dijo al tiempo que respondĂa. Rebus oyĂł que decĂa—:
Estamos en camino… Âżpor quĂ©, quĂ© ha sucedido? SĂ, está aquà —añadiĂł mirandoa Rebus—, pero creo que su telĂ©fono se ha quedado sin baterĂa… Bien, se lo dirĂ©.
—Ya es hora de que te compres un artilugio de manos libres —comentóRebus en cuanto terminó de hablar.
—¿Tan mal conduzco?—No, lo digo para poder escuchar yo.—Dice Bobby que los de Expedientes andan buscándote.—No me digas.—Y que le han dicho que haga circular el aviso porque tú no contestas al
telĂ©fono.—Creo que no tengo baterĂa. ÂżQuĂ© más te ha dicho?—Que nos reunamos con Ă©l en el puerto deportivo.—A lo mejor quiere invitarnos a un crucero.—Será eso. Ah, y que gracias por nuestra diligencia y buen trabajo.—No te sorprenda que el patrĂłn del crucero sea uno de Expedientes.
—¿Has visto el periódico? —preguntó Bobby Hogan mientras se encaminaban alembarcadero.
—Lo he visto —contestĂł Rebus—. Y Siobhan me ha transmitido tu aviso. Peroninguna de las dos cosas explica por quĂ© estamos aquĂ.
—Me ha llamado Jack Bell y dice que piensa presentar una queja oficial —dijo Hogan mirándole—. No sĂ© quĂ© es lo que le hiciste, pero sea lo que sea, sigueasĂ.
—Bobby, si es una orden la cumplirĂ© complacido.Rebus vio que habĂan acordonado la entrada a una rampa de madera que
conducĂa a los amarres de yates y lanchas neumáticas. Junto al cartel de « SĂłloamarres» habĂa tres policĂas de uniforme. Hogan levantĂł la cinta para pasar ydescendieron por la rampa.
—Ha aparecido algo que debĂamos haber encontrado nosotros —dijofrunciendo el ceño—. Asumo la responsabilidad, naturalmente.
—Naturalmente.—Por lo visto, Herdman tenĂa otra embarcaciĂłn más grande para navegaciĂłn
de altura.—¿Un yate? —aventuró Siobhan.Hogan asintió con la cabeza. Caminaban por delante de una serie de
embarcaciones ancladas que se balanceaban y hacĂan con el aparejo aquel ruidopeculiar. Las gaviotas planeaban por encima de sus cabezas, el viento soplaba confuerza y una ola salpicaba de vez en cuando.
—Era demasiado grande para guardarlo en el cobertizo, y, desde luego, loutilizaba, si no lo habrĂa tenido en tierra —dijo Hogan señalando el muelle, dondehabĂa una hilera de barcos sobre soportes, protegidos de las salpicaduras desalitre.
—¿Y…? —preguntĂł Rebus.—AhĂ tienes.Rebus vio un grupo de gente y dos agentes que Ă©l conocĂa del Departamento
de Aduanas y comprendiĂł. Examinaban algo que habĂa encima un trozo deplástico doblado que sujetaban con el zapato por los extremos para que no volara.
—Cuanto antes nos lo llevemos, mejor —dijo un agente, ante la protesta deotro que dijo que la CientĂfica deberĂa echar antes un vistazo.
Rebus se situó detrás de uno de los que estaban en cuclillas y vio de qué setrataba.
—Éxtasis —dijo Hogan metiendo las manos en los bolsillos—. Habrá unas milpastillas, las suficientes para animar unas cuantas fiestas nocturnasmultitudinarias. —Estaban empaquetas en una docena de bolsas de plástico azultransparente como las que se utilizan para los productos congelados. Hogan seechĂł unas cuantas en la palma de la mano—. Entre ocho y diez mil libras alprecio de venta en la calle. —Las pastillas desprendĂan un polvillo verdoso ytenĂan la mitad de tamaño que los analgĂ©sicos que tomaba Rebus—. Hay tambiĂ©nalgo de cocaĂna —prosiguiĂł Hogan—, sĂłlo unas mil libras; quizá para consumopersonal.
—En el piso encontraron restos, Âżverdad? —terciĂł Siobhan.—SĂ.—¿Y esto dĂłnde lo han descubierto? —preguntĂł Rebus.—En un armario debajo de la cubierta —contestĂł Hogan—. No estaba muy
disimulado.—¿QuiĂ©n lo ha descubierto?—Nosotros.Rebus se volviĂł al oĂr aquella voz. Era Whiteread, que bajaba por la pasarela
seguida de un ufano Simms. Ella hizo como si se sacudiera polvo de las manos.—En el resto del yate no parece haber nada, pero quizá deseen ustedes echar
un vistazo.—No se preocupe; lo haremos —dijo Hogan asintiendo con la cabeza.Rebus estaba frente a los dos investigadores militares, y Whiteread cruzó con
él una mirada.—La veo muy contenta —dijo él—. ¿Es porque han encontrado las drogas o
porque se han marcado un tanto con nosotros?—Inspector Rebus, de haber hecho ustedes bien su trabajo… —replicó ella.—No acabo de entender cómo lo han descubierto.Whiteread torció el gesto.
—Herdman tenĂa en la oficina cierta documentaciĂłn que nos sirviĂł paraorientarnos hacia el director del puerto.
—¿Han registrado el barco —preguntĂł Rebus mirando el y ate que parecĂabastante usado— a su manera o segĂşn el procedimiento oficial? —La sonrisaestuvo a punto de borrarse del rostro de Whiteread, pero Rebus se volviĂł haciaHogan—. Es cuestiĂłn de jurisdicciĂłn, Bobby. ÂżNo crees que habrĂan debidoconsultarte antes del registro? No me fĂo nada de ellos —añadiĂł señalando con lacabeza a los investigadores militares.
—¿Con qué derecho dice eso? —dijo Simms con sonrisa fingida mirando aRebus de arriba abajo—. No está usted para hablar. No es a nosotros a quienestán investigando…
—¡Basta, Gavin! —dijo Whiteread entre dientes.El joven enmudeció y fue como si todo el puerto quedara en silencio.—Eso no nos va a ay udar —dijo Bobby Hogan—. Que se lleven eso para
analizarlo…—Yo sà que sé quién necesita que lo analicen —farfulló Simms.—… y mientras vamos a colaborar para determinar en qué medida afecta
esto a la investigación. ¿Le parece? —añadió mirando a Whiteread, quien asintiócon la cabeza con aparente satisfacción, aunque miró desafiante a Rebus. Este lesostuvo la mirada y vio confirmados sus recelos.
« No confĂo en usted.»Terminaron formando una caravana de coches camino del colegio Port
Edgar. HabĂa ya menos curiosos y nuevos equipos de noticias ante la verja, perono vieron policĂas de uniforme patrullando para disuadir a los que querĂan entraren el recinto. La cabina prefabricada ya no daba para más y habĂan instaladootro espacio para la investigaciĂłn en un aula del colegio. Las clases no sereanudarĂan hasta dentro de unos dĂas, pero la sala del crimen seguirĂa cerrada.La PolicĂa se habĂa acomodado en los pupitres de un aula donde se daban clasesde geografĂa. En las paredes habĂa mapas, gráficos de precipitaciones, fotos detribus, murciĂ©lagos e iglĂşes. Algunos agentes estaban de pie, con las piernasseparadas y los brazos cruzados. Bobby Hogan se situĂł delante de la pizarra juntoa la cual habĂa un panel con el rĂłtulo de « Deberes» entre signos de admiraciĂłn.
—Parece una indirecta para nosotros —comentĂł Bobby Hogan dándole unosgolpecitos—. Gracias a los amigos de las Fuerzas Armadas —dijo señalandohacia Whiteread y Simms, que se habĂan quedado en la puerta—, el caso ha dadoun vuelco. Un yate de navegaciĂłn de altura y un cargamento de droga. ÂżA quĂ©nos enfrentamos?
—A un caso de contrabando, señor —dijo una voz.—Permita que añada el dato —el que habĂa tomado la palabra estaba al
fondo del aula y era del Servicio de Aduanas— de que la may orĂa del Ă©xtasis queentra en el Reino Unido procede de Holanda.
—En ese caso habrá que echar un vistazo a los libros de navegación deHerdman para ver sus singladuras —dijo Hogan.
—Claro, pero los libros son fáciles de falsificar —replicó el de Aduanas.—Y habrá que hablar con la División de Drogas para que nos informen sobre
el tráfico de éxtasis.—¿Seguro que es éxtasis, señor? —preguntó uno con voz chillona.—Desde luego pastillas para el mareo no son.Se oy eron unas risas forzadas.—Señor, ¿quiere esto decir que se hará cargo del caso la División de Drogas?—No se lo puedo confirmar. Ahora lo que tenemos que hacer es centrarnos
en cuanto hay amos descubierto hasta este momento —dijo Hogan mirando a lospresentes para asegurarse de que le prestaban atención. El único que no lemiraba era John Rebus, que observaba con el ceño fruncido a la pareja de lapuerta—. También tendremos que peinar minuciosamente el y ate paraasegurarnos de que no ha quedado nada por descubrir. —Hogan vio queWhiteread y Simms intercambiaban una mirada—. ¿Alguna pregunta?
Hubo algunas pero las contestĂł rápido: un agente querĂa saber cuánto costabaun y ate como el de Herdman, y por el director del puerto sabĂan que unaembarcaciĂłn de doce metros y seis camarotes como aquella no valĂa menos desesenta mil libras, y eso de segunda mano.
—La pensión no le llegaba para tanto —comentó Whiteread.—Estamos comprobando varias cuentas bancarias y otros activos de
Herdman —dijo Hogan, volviendo a mirar hacia Rebus.—¿Podemos intervenir en el registro del y ate? —preguntó Whiteread.Hogan no encontró motivo para negarse y se encogió de hombros. Al término
de la reunión vio que Rebus estaba a su lado.—Bobby, alguien pudo haber puesto esa droga en el y ate —dijo casi en un
susurro.—¿Para quĂ©? —contestĂł Hogan mirándole.—No lo sĂ©, pero no me fĂo…—SĂ, eso y a lo has dejado bien claro.—Con esto de la droga, el caso toma otro sesgo. Eso da pie a que Whiteread y
su epĂgono sigan husmeando.—A mĂ no me da esa impresiĂłn.—No olvides que yo conozco bien a los militares.—¿No será que quieres saldar viejas cuentas? —replicĂł Hogan tratando de no
alzar la voz.—No es eso.—¿QuĂ©, entonces?—Si un individuo que ha entrado en el EjĂ©rcito se mete en un lĂo, quienes
menos se dejan ver son los militares, porque no quieren publicidad. —Iban por el
pasillo y no habĂa ni rastro de los dos investigadores del EjĂ©rcito—. Y sobre todoporque no les interesa que les salpique el escándalo. Se mantienen al margen.
—¿Y qué?—Que la Horrible Pareja no se despega de este caso, asà que tiene que haber
algo más.—¿Algo más de quĂ©? —replicĂł Hogan que, pese a sus esfuerzos, habĂa alzado
la voz haciendo que algunos se volvieran a mirarles—. Herdman, de algunaforma, compró ese y ate.
Rebus se encogió de hombros.—Hazme un favor, Bobby. Consigue el expediente militar de Herdman. —
Hogan le miró—. Me apostarĂa algo a que Whiteread tiene una copia. PĂdesela;dile que es por curiosidad. A lo mejor te la deja.
—¡Por Dios, John!—¿No quieres saber el motivo que impulsó a Herdman a hacer lo que hizo? Si
no me equivoco, me llamaste para averiguar eso —dijo Rebus mirando a sualrededor para asegurarse de que no habĂa nadie cerca que pudiera oĂrles—. Laprimera vez que vi a esos dos los encontrĂ© rebuscando en el cobertizo deHerdman, despuĂ©s fisgando en el yate y ahora los tenemos otra vez aquĂ. Escomo si buscaran algo.
—¿QuĂ©?—No lo sĂ© —respondiĂł Rebus meneando la cabeza.—John… el Servicio de Expedientes Disciplinarios.—¿Y quĂ©?—¿No podrĂas procurar…? No sé…—¿Crees que lo llevo algo lejos?—Estás sometido a un gran estrĂ©s.—Bobby, o crees que estoy a la altura del caso o no lo crees —replicĂł Rebus
cruzando los brazos—. Di sà o no.En ese momento volvió a sonar el móvil de Rebus.—¿No contestas? —preguntó Hogan, y Rebus negó con la cabeza.—De acuerdo —dijo Bobby Hogan con un suspiro—. Hablaré con
Whiteread.—No le digas que te lo he insinuado yo ni te muestres muy interesado por el
expediente. Dile simplemente que tienes curiosidad.—Simple curiosidad —repitió Hogan.Rebus le hizo un guiño y se alejó. Siobhan le esperaba en la puerta del
colegio.—¿Vamos a hablar con James Bell? —le preguntĂł.Rebus asintiĂł con la cabeza.—Pero primero, veamos si eres tan buen detective, sargento Clarke.—Los dos sabemos que sĂ.
—Muy bien, listilla. Eres militar, con grado superior, y te envĂan desdeHereford a Edimburgo una semana aproximadamente. ÂżDĂłnde te alojas?
Siobhan reflexionĂł al respecto mientras llegaban al coche. Al poner la llavede contacto mirĂł a Rebus.
—¿En el cuartel Redford? O en el castillo; allà también hay guarnición, ¿no?Rebus asintió; eran respuestas bastante aceptables, pero no las consideraba
acertadas.—¿A ti te parece que Whiteread es de las que prescinden de comodidades?
Además, seguro que quiere estar cerca de la acción.—Es cierto; en ese caso, en un hotel.—Eso creo yo —dijo Rebus asintiendo con la cabeza—. Un hotel o una
habitaciĂłn con derecho a desay uno —añadiĂł mordiĂ©ndose el labio inferior.—En el Boatman’s hay dos habitaciones de alquiler, Âżno es cierto?Él asintiĂł despacio con la cabeza.—SĂ, empecemos por allĂ.—¿Puedo preguntar por quĂ©?Rebus negĂł con la cabeza.—Cuanto menos sepas, mejor. Te lo juro.—¿No crees que ya tienes bastantes lĂos?—Creo que puedo meterme en alguno más —replicĂł Ă©l con un guiño para
transmitir confianza que a Siobhan no le pareció conveniente.El Boatman’s estaba aún cerrado, pero el camarero reconoció a Siobhan y les
abrió.—Se llama Rod, ¿verdad? —dijo Siobhan, y Rod McAllister asintió con la
cabeza-Le presento a mi colega, el inspector Rebus.—Hola —saludĂł McAllister.—Rod conocĂa a Lee Herdman —dijo Siobhan para poner en antecedentes a
Rebus.—¿Le vendió alguna vez éxtasis? —preguntó Rebus.—¿Cómo dice?Rebus se limitó a menear la cabeza. Una vez en el interior del bar aspiró con
fuerza; se notaba el olor de la noche anterior a cerveza y tabaco a pesar delambientador. McAllister, que tenĂa sobre el mostrador un montĂłn de papeles yfacturas, se metiĂł la mano bajo la camiseta para rascarse el pecho. Era unacamiseta vieja y desteñida con las costuras rotas en una hombrera.
—¿Le gusta Hawkwind? —preguntĂł Siobhan, y McAllister bajĂł la vista alestampado de la camiseta en la que aĂşn se apreciaba deslucida la portada de InSearch of Space—. No queremos entretenerle —añadiĂł ella—. SĂłlo querĂamossaber si se aloja aquĂ una pareja.
Rebus añadió los nombres y McAllister, sin apartar la vista de Siobhan, dijoque no con la cabeza sin mirarle a él.
—¿Dónde más en la localidad alquilan habitaciones? —preguntó Siobhan.McAllister se restregó la barba incipiente, y Rebus recordó que su propio
afeitado de aquella mañana dejaba mucho que desear.—Hay varios sitios —dijo McAllister—. Me dijo usted que vendrĂa alguien a
hablar conmigo sobre Lee.—¿Eso dije?—No ha venido nadie.—¿Tiene alguna idea de por qué lo hizo? —preguntó Rebus sin preámbulos, y
McAllister negó con la cabeza—. Pues sigamos con las direcciones, ¿de acuerdo?—¿Qué direcciones?—Direcciones de habitaciones de alquiler y hoteles.McAllister asintió con la cabeza y Siobhan sacó el bloc para apuntarlas a
medida que Ă©l se las daba. Al llegar a la sexta dijo que no sabĂa más.—Aunque no digo que no las haya.—Tenemos de sobra para empezar —dijo Rebus—. Le dejamos con su
trabajo, señor McAllister.—Pues sĂ, gracias —dijo McAllister dirigiendo una leve reverencia a Siobhan
y abriĂ©ndole la puerta.—Esto puede llevarnos todo el dĂa —dijo ella en la calle mirando la lista.—Si queremos, sà —replicĂł Rebus—. Me parece que te ha salido un
admirador.Ella mirĂł hacia la cristalera del bar y vio que McAllister se apartaba
rápidamente.—No te quejes… imagĂnate que no tienes que pagar una sola bebida en tu
vida…—Algo que siempre has anhelado.—Qué golpe tan bajo; y o siempre pago mi parte.—Si tú lo dices —comentó Siobhan agitando el bloc delante de la cara de
Rebus—. Escucha, hay una manera más fácil y asĂ ganamos tiempo.—A ver.—Preguntarle a Bobby Hogan, que seguramente sabrá dĂłnde se alojan.Rebus negĂł con la cabeza.—Es mejor no mezclar en esto a Bobby Hogan.—¿Por quĂ© será que me huelo que hay gato encerrado?—Vamos al coche y allĂ empiezas a hacer las llamadas.Siobhan se sentĂł y se volviĂł hacia Rebus.—¿De dĂłnde sacarĂa el dinero para un yate de sesenta mil libras?—De las drogas, evidentemente.—¿TĂş crees?—Creo que es lo que se supone que debemos pensar. Nada de lo que hemos
averiguado sobre Lee Herdman nos induce a creer que fuera un narcotraficante
importante.—Salvo su magnético atractivo con adolescentes aburridos.—¿No te enseñaron en el colegio una cosa?—¿Cuál?—A no precipitarte en las conclusiones.—Ah, se me olvidaba que ese es tu terreno.—Otro golpe bajo. Ten cuidado o intervendrá el árbitro.—Tú sabes algo, ¿verdad? —dijo ella mirándole.—No te lo diré hasta que no hagas las llamadas —replicó Rebus sosteniéndole
la mirada.
13
Tuvieron suerte: la tercera direcciĂłn era un hotel de las afueras con vistas alpuente. Un fuerte viento barrĂa el aparcamiento vacĂo donde dos tristestelescopios aguardaban la llegada de turistas. Rebus probĂł a mirar por uno deellos pero no logrĂł ver nada.
—Funcionan con monedas —dijo Siobhan señalando la ranura, pero Rebus,sin darle may or importancia, se dirigió a recepción.
—Tú espera aquà —dijo él.—¿Y me pierdo la función? —replicó ella siguiéndole y procurando disimular
lo preocupada que estaba.Rebus estaba tomando analgĂ©sicos… y no buscándose lĂos. Una combinaciĂłn
peligrosa. Aunque no era la primera vez que veĂa a Rebus actuar saltándose lasnormas, siempre habĂa mantenido el control. Pero con las manos abrasadas yenrojecidas y el Departamento de Reclamaciones a punto de abrirle expedientepor posible homicidio…
HabĂa alguien detrás del mostrador de recepciĂłn.—Buenos dĂas —dijo una mujer risueña.Rebus ya habĂa sacado la identificaciĂłn.—PolicĂa de Lothian and Borders —dijo—. ÂżSe aloja aquĂ una mujer llamada
Whiteread?La mujer tecleó frente a un ordenador.—Efectivamente.—Tengo que entrar en su habitación —añadió Rebus inclinándose sobre el
mostrador.—No creo… —protestĂł la recepcionista aturdida.—Si usted no es la encargada, Âżpuedo hablar con quien corresponda?—No sĂ© si…—Quizá podrĂa evitarse la molestia dándonos la llave.La mujer se puso aĂşn más nerviosa.—IrĂ© a buscar a mi jefe.—Bien, vay a —dijo Rebus impaciente cruzando las manos a la espalda.La mujer cogiĂł el telĂ©fono y marcĂł dos nĂşmeros sucesivos sin localizar a
quien buscaba.
SonĂł el ascensor, se abrieron las puertas y saliĂł una empleada de la limpiezacon un cubo y un aerosol. La recepcionista colgĂł.
—Voy a buscarlo —dijo.Rebus lanzó un suspiro, miró el reloj y, cuando vio que la recepcionista
cruzaba unas puertas de vaivén, volvió a inclinarse sobre el mostrador y dio lavuelta al monitor del ordenador para ver la pantalla.
—Habitación 212 —dijo—. ¿Tú te quedas aqu�Siobhan negó con la cabeza y le siguió al ascensor. Rebus pulsó el botón del
segundo piso y la puerta se cerró con un ruido seco y áspero.—¿Y si vuelve Whiteread? —dijo Siobhan.—Está ocupada con el registro del yate —respondió Rebus mirándola y
sonriendo.SonĂł una campanita cuando se abrieron las puertas del ascensor.Tal como Rebus suponĂa, el personal de limpieza estaba aĂşn trabajando en
aquella. HabĂa un par de carritos en el pasillo con sábanas y toallas. Llevabapreparado el pretexto de que habĂa olvidado algo y no querĂa bajar a por la llavea la recepciĂłn, y si no daba resultado, probarĂa con cinco o diez libras. Pero tuvosuerte porque la habitaciĂłn 212 estaba abierta y, dentro, una mujer limpiaba elcuarto de baño.
—No se preocupe, siga usted, sĂłlo he vuelto a recoger una cosa que habĂaolvidado —dijo Rebus asomando la cabeza por la puerta.
EscaneĂł la habitaciĂłn. La cama estaba hecha. Encima del tocador habĂaalgunos objetos personales y algunas prendas colgadas en el armario. La maletade Whiteread estaba vacĂa.
—Seguramente lo lleva todo con ella y lo tendrá en el coche —musitóSiobhan.
Rebus, sin hacer caso del comentario, mirĂł debajo de la cama, registrĂł laropa de los cajones de la cĂłmoda y abriĂł el cajĂłn de la mesilla, donde estaba latĂpica Biblia de bolsillo de los hoteles.
Igual que Rocky Raccoon[2]. Se incorporĂł. AllĂ no estaba. En el cuarto debaño tampoco habĂa visto nada al asomar la cabeza. Pero llamĂł otra puerta suatenciĂłn, una puerta de comunicaciĂłn. GirĂł el pomo para abrirla y se encontrĂłcon una segunda puerta sin pomo entreabierta. La empujĂł y se encontrĂł en lahabitaciĂłn contigua. HabĂa ropa encima de la cama y de dos sillas, revistas en lamesilla y, por la boca de una bolsa de deportes de nailon negro, asomabancorbatas y calcetines.
—Esta es la habitaciĂłn de Simms —comentĂł.En el tocador habĂa un sobre marrĂłn. Rebus le dio la vuelta y leyĂł
CONFIDENCIAL Y PERSONAL, LEE HERDMAN. A Simms no se le habĂaocurrido otra medida de seguridad que ponerlo boca abajo para que no se viera.
—¿Vas a leerlo aqu� —preguntó Siobhan.
Rebus negĂł con la cabeza: el expediente tenĂa unas cuarenta o cincuentahojas.
—¿TĂş crees que la recepcionista nos lo fotocopiarĂa?—Tengo otra idea —replicĂł ella cogiendo el sobre—. En la recepciĂłn he visto
un letrero que indicaba una sala para negocios. Seguro que allĂ hayfotocopiadora.
—Bien, vamos.Siobhan negĂł con la cabeza.—Uno de los dos tiene que quedarse aquĂ, no vaya a irse la mujer de la
limpieza y nos cierre con llave.Rebus vio que tenĂa razĂłn y asintiĂł con la cabeza. Mientras Siobhan bajaba
con el expediente, Ă©l se entregĂł a una inspecciĂłn somera del cuarto de Simms.Las revistas eran tĂpicamente masculinas: FHM, Loaded, CQ; no habĂa nadadebajo de la almohada ni del colchĂłn. Toda la ropa estaba esparcida por lahabitaciĂłn, salvo un par de camisas y de trajes colgados en el armario. Aquellaspuertas de comunicaciĂłn… no sabĂa si darle o no una interpretaciĂłn concreta. Lade la habitaciĂłn de Whiteread estaba cerrada y Simms no podĂa entrar, pero Ă©lhabĂa dejado la suya entreabierta. ÂżUna invitaciĂłn? En el cuarto de baño vio pastadentĂfrica y un cepillo de dientes elĂ©ctrico de pilas; Simms habĂa traĂdo su propiochampĂş anticaspa además de una maquinilla de doble hoja y un tubo de espumade afeitar. VolviĂł al dormitorio y examinĂł con may or detenimiento la bolsa dedeportes negra: cinco pares de calcetines y de calzoncillos; dos camisas en elarmario y otras dos en las sillas: cinco en total, una semana de trabajo. SimmshabĂa hecho equipaje para una semana fuera de casa. Rebus reflexionĂł. Unantiguo militar pierde la cabeza y organiza una matanza y el EjĂ©rcito envĂa a dosde sus investigadores para impedir la vinculaciĂłn del asesino con su pasado. ÂżPorquĂ© dos investigadores? ÂżY por quĂ© una semana entera en el escenario delcrimen? ÂżA quiĂ©n serĂa lĂłgico enviar? A psicĂłlogos, tal vez, para determinar elestado mental del asesino. Ni Whiteread ni Simms le parecĂan particularmenteexpertos en psicologĂa ni interesados por el estado mental de Herdman.
Buscaban algo, o a alguien que buscaba algo, estaba convencido.Oy Ăł que llamaban suavemente a la puerta, mirĂł por la mirilla y era Siobhan.
AbriĂł y ella volviĂł a dejar el expediente en el tocador.—¿Has dejado en orden las páginas? —preguntĂł Rebus.—En perfecto orden. —TenĂa bajo el brazo un sobre acolchado con las
fotocopias—. ¿Nos vamos?Rebus asintió con la cabeza y la siguió hacia la puerta de comunicación, pero
se detuvo y retrocediĂł hasta el tocador: el sobre estaba boca arriba. Le dio lavuelta. EchĂł un Ăşltimo vistazo al cuarto y saliĂł.
Al pasar frente a la recepcionista le dirigieron una sonrisa sin decir nada.—¿Crees que se lo dirá a Whiteread? —preguntó Siobhan.—Lo dudo —respondió Rebus.Se encogió escéptico de hombros, porque aunque se lo dijera, Whiteread no
podĂa hacer nada.En su cuarto no guardaba nada y no podĂa echar nada de menos. Mientras
Siobhan conducĂa el coche por la A90 en direcciĂłn a Barnton, Rebus empezĂł aleer el expediente. Casi todo era paja e informes de los tribunales calificadorespara los ascensos. HabĂa comentarios a lápiz en el margen sobre las debilidades yvirtudes de Herdman. Se dudaba de su capacidad fĂsica, pero su carrera militarera ejemplar: servicios en Irlanda del Norte, las Malvinas, Oriente Medio;maniobras en el Reino Unido, Arabia SaudĂ, Finlandia y Alemania. PasĂł unapágina y se encontrĂł con un folio en blanco con la indicaciĂłn SUPRIMIDO PORĂ“RDENES SUPERIORES con una firma, un sello y la fecha de cuatro dĂas antes.El dĂa de los disparos. PasĂł a la página siguiente y empezĂł a leer las vicisitudesde los Ăşltimos meses de Herdman en el EjĂ©rcito. Se adjuntaba fotocopia de lacomunicaciĂłn a sus superiores de su decisiĂłn de no reengancharse. HabĂanintentado inĂştilmente convencerle de que se quedara. La Ăşltima parte delexpediente se reducĂa a la documentaciĂłn burocrática de su situaciĂłn de retiro.
—FĂjate en esto —dijo Rebus enseñándole la página de SUPRIMIDO PORĂ“RDENES SUPERIORES.
—¿Qué significa? —preguntó Siobhan.—Que han eliminado datos que tendrán guardados bajo llave en el cuartel
general de las SAS.—¿Información delicada no accesible a Whiteread y a Simms?—Tal vez —respondió Rebus no muy convencido, pasando página y ley endo
los párrafos finales.Siete meses antes de que Herdman abandonara las SAS habĂa formado parte
de un « equipo de rescate» en Jura. En la primera lectura de la página, Rebus alver la palabra « Jura» , supuso que se referĂa a unas maniobras. Jura: pequeñaisla en la costa oeste de Escocia. Aislada, sĂłlo una carretera y tenĂa algunasmontañas. Completamente salvaje. Rebus habĂa hecho allĂ maniobras cuandoservĂa en el EjĂ©rcito: marchas interminables a travĂ©s de pantanos, alternadas conescaladas. Recordaba la cadena montañosa y el transbordador que comunicabacon Islay, donde les habĂan llevado a visitar una destilerĂa al final de lasmaniobras.
Pero Herdman no habĂa estado allĂ de maniobras, sino formando parte de un« equipo de rescate» . ÂżRescate de quĂ©, exactamente?
—¿Has sacado algo en limpio? —preguntó Siobhan frenando de golpe al
llegar al final del carril doble.Delante de ellos habĂa una caravana que venĂa de la glorieta de Barnton.—No estoy seguro —contestĂł Rebus.Tampoco estaba seguro del papel que desempeñaba Siobhan en aquel
pequeño subterfugio suyo. TendrĂa que haberle dicho que se quedara en lahabitaciĂłn de Simms. AsĂ el empleado de la sala de negocios recordarĂa su caray no la de ella, y serĂa la de Ă©l la descripciĂłn que dieran a Whiteread si ellaempezaba a husmear.
—Entonces, ¿ha valido la pena? —insistió Siobhan.Él se encogió de hombros, cada vez más pensativo, mientras ella giraba a la
izquierda en la glorieta para aparcar el coche en un camino de entrada.—¿DĂłnde estamos? —preguntĂł.—En casa de James Bell —contestĂł Siobhan—. ÂżNo recuerdas que Ăbamos a
hablar con Ă©l?Rebus asintiĂł con la cabeza.Era un chalet moderno con ventanas pequeñas y muros con el tĂpico
revestimiento escocés de guijarros. Siobhan llamó al timbre y esperó. Una mujerde cincuenta años, menuda, bien conservada, de penetrantes ojos azules y con elpelo recogido atrás con un lazo de terciopelo negro, les abrió la puerta.
—¿Señora Bell? Soy la sargento Clarke; le presento al inspector Rebus.ÂżPodrĂamos hablar con James?
Felicity Bell examinĂł sus identificaciones y retrocediĂł un paso para dejarlesentrar.
—Jack no está —dijo con voz desmayada.—Es con su hijo con quien queremos hablar —dijo Siobhan bajando la voz
por temor a asustar a aquella criatura pequeña de aspecto oprimido.—De todos modos… —añadió la señora Bell mirando desalentada a un lado y
a otro.Les invitĂł a pasar al cuarto de estar. Buscando un pretexto para calmarla,
Rebus cogiĂł una foto enmarcada del alfĂ©izar de la ventana.—¿Son sus tres hijos, señora Bell? —preguntĂł.La mujer, al ver que habĂa cogido la foto, se la quitĂł de la mano y volviĂł a
ponerla con todo cuidado en el sitio exacto donde estaba.—James es el pequeño —dijo—. Los otros están casados y… han volado —
añadió con un gesto de la mano.—La muerte de esos alumnos le habrá causado una terrible impresión —
comentó Siobhan.—Ha sido horrible, horrible —dijo la mujer, de nuevo con cara de angustia.—Usted trabaja en el Traverse, ¿verdad? —preguntó Rebus.—Sà —contestó ella sin sorprenderse de que él supiera ese detalle—. Estamos
preparando una obra y en realidad… deberĂa estar allĂ, pero debo quedarme en
casa, compréndanlo.—¿Qué obra están montando?—Una versión de El viento en los sauces… ¿Tienen hijos pequeños?Siobhan negó con la cabeza y Rebus dijo que su hija ya era mayor.—Nunca se es may or, nunca se es mayor —comentó Felicity Bell con su voz
trĂ©mula.—Supongo que está usted aquĂ para cuidar de James —dijo Rebus.—SĂ.—Entonces, Âżestá en su cuarto?—SĂ, arriba.—¿Cree que podrĂamos hablarle unos minutos?—Pues no sé… —contestĂł la señora Bell, que se habĂa llevado la mano a la
muñeca al decir Rebus « minutos» y que ahora consultaba el reloj—. Dios mĂo,es casi la hora del almuerzo —añadiĂł echando a andar, probablemente endirecciĂłn a la cocina, y deteniĂ©ndose al recordar que tenĂa visita—. Tal vezdeberĂa llamar a Jack.
—Quizá sà —dijo Siobhan, que miraba una foto del diputado con cara deeuforia en la noche de su elecciĂłn—. Nos encantarĂa hablar con Ă©l.
La esposa del diputado levantó la vista y la clavó en Siobhan frunciendo elceño.
—¿De qué quieren hablarle? —preguntó con su acento de clase alta deEdimburgo.
—Con quien queremos hablar es con James —terció Rebus avanzando unpaso—. Está en su cuarto, ¿verdad? —Aguardó a que ella asintiera con la cabeza—. Y supongo que es en el piso de arriba. —La mujer volvió a asentir—.Haremos lo siguiente —añadió poniendo la mano en el brazo huesudo de lamujer—: Usted prepara la comida y nosotros subimos. Es lo más fácil, ¿no cree?
La señora Bell pareció pensárselo y finalmente esbozó una sonrisa encantada.—Es lo que voy a hacer —dijo retirándose a la entrada.Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada. Aquella mujer no estaba bien
de la cabeza. Subieron la escalera y buscaron la puerta del cuarto de James;vieron pegatinas de la infancia raspadas y sustituidas por otras más actuales deconciertos, casi todos en ciudades inglesas: Foo Fighters en Manchester,Rammstein en Londres, Puddle of Mudd en Newcastle. Rebus llamĂł con losnudillos pero nadie contestĂł. GirĂł el pomo y abriĂł. James Bell estaba sentado enuna cama de sábanas blancas y edredĂłn nĂveo en un cuarto de paredestotalmente blancas sin adornos y enmoquetado de verde claro con algunasalfombrillas. HabĂa estanterĂas llenas de libros, un ordenador, un tocadiscos, untelevisor y discos compactos dispersos. James vestĂa una camiseta negra y estabasentado con las rodillas levantadas, en las que apoyaba una revista. Pasabapáginas con una mano, y tenĂa la otra cruzada sobre el pecho. Su pelo era corto y
negro, su tez, pálida con un lunar en la mejilla. No se veĂa en aquella habitaciĂłnmuchos indicios de rebeldĂa juvenil. Rebus, en su adolescencia, tenĂa un cuartoque era poco menos que una serie de escondrijos: revistas de tĂas escondidasdebajo de la alfombra (no servĂa el colchĂłn porque de vez en cuando le daban lavuelta), cigarrillos y cerillas detrás de una pata del armario y una navaja debajodel jersey de invierno en el Ăşltimo cajĂłn de la cĂłmoda. TenĂa la impresiĂłn deque si allĂ miraba en los cajones no encontrarĂa más que ropa y bajo la alfombra,nada.
Se oĂa mĂşsica por los auriculares que tenĂa puestos el muchacho, que no habĂalevantado la vista de la revista. Rebus supuso que pensarĂa que era su madrequien habĂa abierto la puerta y fingĂa no tener en cuenta su presencia. El parecidofĂsico entre padre e hijo era llamativo. Rebus se inclinĂł levemente, ladeĂł lacabeza, y finalmente James Bell levantĂł la vista sorprendido. Se quitĂł losauriculares y apagĂł la mĂşsica.
—Perdona que te interrumpamos —dijo Rebus—. Tu madre nos ha dicho quesubiéramos.
—¿QuiĂ©nes son ustedes?—Somos policĂas, James. ÂżPuedes dedicarnos unos minutos? —añadiĂł Rebus
acercándose a la cama con cuidado de no tropezar con el botellĂłn de agua quehabĂa en el suelo.
—¿Qué sucede?Rebus cogió de encima de la cama la revista y vio que era sobre
coleccionismo de armas.—Curioso tema —comentĂł.—Estoy buscando el modelo con que me disparĂł.Siobhan cogiĂł la revista de las manos de Rebus.—Es comprensible —dijo—. ÂżQuieres conocer sus caracterĂsticas?—Casi no me dio tiempo a ver el arma.—¿Estás seguro, James? —preguntĂł Rebus—. Lee Herdman coleccionaba
revistas de armas. —SeñalĂł con la cabeza la revista que hojeaba Siobhan—. ÂżNoserĂa suy a?
—¿CĂłmo?—¿No te la prestĂł Ă©l? Nos hemos enterado de que le conocĂas más de lo que
habĂas dicho.—Yo nunca dije que no le conocĂa.—« Socialmente» , segĂşn tus palabras exactas, James. Las oĂ en la grabaciĂłn
del interrogatorio. Por lo que dices, da la impresiĂłn de que lo hubieses visto en unpub o en un quiosco. —Rebus hizo una pausa—. Pero lo cierto es que Ă©l te contĂłque habĂa servido en las SAS, y eso es algo más que un simple comentario, Âżnocrees? Tal vez hablaseis de ello en una de sus fiestas. —Otra pausa—. TĂş ibas asus fiestas, Âżverdad?
—A algunas. Era un tipo interesante —replicĂł el joven mirando furioso aRebus—. Seguramente tambiĂ©n lo dije. Ya se lo he dicho todo a la PolicĂa, lesexpliquĂ© de quĂ© conocĂa a Lee, que iba a sus fiestas… que una vez me enseñó elarma…
—¿Te la enseñó? —replicĂł Rebus entrecerrando los ojos.—Dios, Âżes que no ha escuchado las cintas?Rebus no pudo evitar mirar a Siobhan. « Las» cintas. Y ellos sĂłlo se habĂan
tomado la molestia de escuchar una.—¿QuĂ© arma te enseñó?—La metralleta que guardaba en el cobertizo del puerto.—¿Crees que era autĂ©ntica? —preguntĂł Siobhan.—ParecĂa.—¿HabĂa alguien más cuando te la enseñó?James negĂł con la cabeza.—¿Y nunca viste la otra, la pistola?—No, hasta que me disparĂł con ella —contestĂł mirándose el hombro herido.—A ti y a otros dos —añadiĂł Rebus—. ÂżEs cierto que no conocĂa a Anthony
Jarvies ni a Derek Renshaw?—No, que yo sepa.—Pero a ti te dejó con vida. ¿Crees que fue por pura suerte, James?El joven se llevó la mano al hombro herido.—Lo he estado pensado —dijo en voz baja—. Quizá me reconociera en el
Ăşltimo momento…Siobhan carraspeĂł.—¿Y no te has peguntado quĂ© le indujo a hacer eso?James asintiĂł despacio con la cabeza sin decir nada.—Puede que viera en ti —prosiguiĂł Siobhan— algo que no veĂa en los otros.—Los otros eran activistas de la FMC, no sĂ© si eso tendrá algo que ver —
aventurĂł el joven.—¿QuĂ© quieres decir?—Bueno… Lee pasĂł la mitad de su vida en el EjĂ©rcito hasta que le echaron.—¿Te lo dijo Ă©l? —preguntĂł Rebus.El joven asintiĂł otra vez con la cabeza.—Quizás estaba resentido. He dicho que Ă©l no conocĂa a Renshaw y a Jarvies,
pero eso no quiere decir que no los hubiera visto por ahĂ, quizá de uniforme. Talvez fuese una especie de… Âżmecanismo desencadenante? —añadiĂł alzando lavista—. Bien, vale, ya sĂ© eso de que hay que dejar la psicologĂa a los psicĂłlogos.
—No, no; es una buena observaciĂłn —dijo Siobhan, que, aunque no lo creĂaasĂ, pensĂł que era conveniente hacer un comentario elogioso para el joven.
—James, la cuestión es —añadió Rebus— que si supiéramos por qué a ti tedejó con vida, tal vez lográsemos entender por qué mató a los otros. ¿Entiendes?
El joven reflexionó un instante.—Ya, pero, en definitiva, ¿qué importancia tiene eso?—Nosotros creemos que la tiene —replicó Rebus irguiéndose—. ¿A quién
más viste en esas fiestas, James?—¿Me pide nombres?—SĂ, claro.—Nunca iba la misma gente.—¿Iba Teri Cotter? —preguntĂł Rebus.—SĂ, algunas veces y siempre venĂa con amigos gĂłticos.—TĂş no eres gĂłtico, James, Âżverdad? —preguntĂł Siobhan.—¿Lo parezco acaso? —replicĂł Ă©l con una carcajada.—Por la mĂşsica que escuchas… —añadiĂł Siobhan encogiĂ©ndose de hombros.—Es sĂłlo rock.Siobhan levantĂł el reproductor conectado a los auriculares.—Un MP3 —comentĂł admirada—. ÂżY a Douglas Brimson, le viste alguna
vez en las fiestas?—¿Ese que es piloto? —Siobhan asintiĂł con la cabeza—. SĂ, hablĂ© con Ă©l una
vez. —Hizo una pausa—. En realidad no eran « fiestas» organizadas. Sólo eragente que iba al piso a tomar una copa…
—¿Y drogas? —preguntĂł Rebus como sin darle importancia.—SĂ, a veces —confesĂł James.—¿Speed, coca? ÂżAlgo de Ă©xtasis?El joven hizo un gesto despectivo.—Un par de porros compartidos y gracias.—¿Nada de drogas duras?—No.Llamaron a la puerta. Era la señora Bell, que mirĂł a sus dos visitantes como si
no se acordara de ellos.—¡Oh! —exclamó aturdida, antes de añadir—: James, he preparado unos
sándwiches. ¿Qué quieres beber?—No tengo hambre.—Pues ya es hora de almorzar.—Mamá, ¿es que quieres que vomite?—No… no, desde luego que no.—Cuando tenga hambre te lo diré —añadió con voz de enfado. No porque lo
estuviera, pensó Rebus, sino porque su presencia le incomodaba—. Pero tomaréuna taza de café con poca leche.
—Muy bien —dijo la madre—. ¿Quieren ustedes…? —añadió dirigiéndose aRebus.
—No, señora Bell, y a nos vamos. Gracias de todos modos.La mujer asintió con la cabeza y permaneció un instante en el cuarto como si
hubiera olvidado a quĂ© habĂa ido; luego se dio la vuelta y saliĂł silenciosamente.—¿Tu madre se encuentra bien? —preguntĂł Rebus.—¿Está ciego? —respondiĂł el joven cambiando de postura—. Bueno, no les
extrañe. Toda una vida con mi padre…—¿No te llevas bien con tu padre?—No mucho.—¿Sabes que piensa presentar una petición de ley?El joven torció el gesto.—Para lo que va a servir… —Guardó silencio un instante—. ¿Fue Teri Cotter?—¿Qué?—Si fue ella quien les dijo que y o iba al piso de Lee. —Los dos callaron—.
La creo muy capaz —añadió volviendo a cambiar de postura intentando ponersecómodo.
—¿Quieres que te ay ude? —dijo Siobhan.El joven negó con la cabeza.—Creo que tendré que tomar más analgésicos —dijo.Siobhan vio que estaban al otro lado de la cama encima de un tablero de
ajedrez y le dio dos pastillas que el joven se tomó con un poco de agua.—Una última pregunta, James —dijo Rebus—. Luego te dejaremos tranquilo.—¿Qué?—¿Te importa que te coja dos pastillas? Es que se me han acabado.
Siobhan tenĂa media botella de Irn-Bru sin burbujas en el coche y Rebus se tomĂłlas pastillas con dos tragos de refresco.
—Ten cuidado de que no se convierta en un hábito —dijo ella.—¿QuĂ© te ha parecido? —preguntĂł Ă©l para cambiar de tema.—PodrĂa haber algo. Esa agrupaciĂłn de cadetes, los chicos que se pasean
vestidos de uniforme militar.—Por otra parte, ha dicho que a Herdman le expulsaron del Ejército, cosa
que no es verdad segĂşn el expediente.—¿Y quĂ©?—Que habrá que averiguar si Herdman le mintiĂł o si se lo ha inventado Ă©l.—¿FantasĂa de adolescente?—Falta le hace con un cuarto como el suyo.—Desde luego… limpio sĂ estaba —añadiĂł Siobhan arrancando el motor—.
¿Sabes eso que se dice de quien afirma mucho sobre algo?—¿Quieres decir que finge que Teri no le gusta porque en realidad le gusta?
—Siobhan asintiĂł con la cabeza—. ÂżCrees que sabe lo de su página en la Red?—No lo sĂ© —añadiĂł Siobhan terminando la maniobra de giro.—TendrĂamos que habĂ©rselo preguntado.
—¿Qué es eso? —exclamó Siobhan mirando por el parabrisas.Un coche patrulla con las luces azules parpadeantes bloqueaba la salida a la
calle. En cuanto Siobhan frenĂł, se abriĂł la portezuela trasera y se apeĂł unhombre de traje gris. Era alto, con una calva brillante y párpados caĂdos. Sedetuvo con las piernas separadas y las manos cruzadas.
—Tranquila —dijo Rebus—. Es mi cita de las doce.—¿Qué cita?—La que no acabé de concertar —añadió Rebus abriendo la portezuela y
bajando del coche. Se apoyó otra vez en la ventanilla—: con mi verdugoparticular.
14
El calvo se llamaba Mullen y era de la Unidad de DeontologĂa del Servicio deExpedientes. Visto de cerca, su piel tenĂa un leve aspecto escamoso, no muydistinto al de sus propias manos escaldadas, pensĂł Rebus. Con toda probabilidadsus prolongados lĂłbulos le habrĂan valido en el colegio el apodo de Dumbo o algoparecido, pero lo que más fascinĂł a Rebus fueron aquellas uñas rayanas en laperfecciĂłn, rosadas, relucientes, totalmente planas y con la cutĂcula blancaprecisa. Durante la entrevista de una hora estuvo tentado más de una vez depreguntarle si se hacĂa la manicura.
Pero en realidad lo que hizo fue preguntarle si podĂa beber algo. Notaba en laboca el regusto del analgĂ©sico de James Bell. Las pastillas habĂan hecho efecto,desde luego, mejor que las miserables pastillas que le habĂan recetado a Ă©l. Rebusse sentĂa en armonĂa con el mundo. No le importaba que el subdirector ColinCarswell, bien peinado y oliendo a colonia, estuviera presente en la entrevista.Carswell no le podĂa ver ni en pintura, y Rebus no se lo reprochaba. Demasiadahistoria entre ellos dos. La entrevista se desarrollaba en un despacho de Jefatura,en Fettes Avenue, y en aquel momento era Carswell quien atacaba.
—¿Cómo diablos se le ocurrió anoche hacer eso?—¿Anoche, señor?—Jack Bell y el director de un equipo de televisión. Exigen disculpas, y tiene
que darlas personalmente —añadió apuntándole con el dedo.—¿Por qué no me pide también que me baje los pantalones y les ponga el
culo?El rostro de Carswell se congestionó.—Bien, inspector Rebus —interrumpió Mullen—, volvamos a la cuestión de
qué pensó que iba a ganar al ir de noche a casa de un conocido delincuente atomar una copa.
—PensĂ© que tomarĂa una copa gratis.Carswell, que habĂa cruzado docenas de veces brazos y piernas durante la
entrevista, expulsĂł aire lentamente.—Sospecho habĂa otra razĂłn para su visita.Rebus se encogiĂł de hombros. Como allĂ no se podĂa fumar, se entretenĂa
manoseando la cajetilla vacĂa, abriĂ©ndola y cerrándola y dándole golpecitos
encima de la mesa con el Ăşnico propĂłsito de fastidiar a Carswell.—¿A quĂ© hora saliĂł de casa de Fairstone?—Poco antes de que se declarara el incendio.—¿No puede concretar más?Rebus negĂł con la cabeza.—HabĂa bebido —contestĂł.HabĂa bebido, y más de lo debido, bastante más; y desde entonces se
reprimĂa como expiaciĂłn.—¿AsĂ que, poco despuĂ©s de su partida —prosiguiĂł Mullen—, llegĂł alguien, a
quien no vieron los vecinos, que amordazó y ató al señor Fairstone y luego pusouna freidora al fuego y se marchó?
—No necesariamente —objetĂł Rebus—. La freidora podrĂa haber estado yapuesta al fuego.
—¿Acaso dijo el señor Fairstone que iba freĂr patatas?—Puede que mencionara que tenĂa ganas de comer algo… No estoy seguro
—dijo Rebus enderezándose en la silla y notando que le cruj Ăan las vĂ©rtebras—.Escuche, señor Mullen, me consta que dispone de bastante evidenciacircunstancial —añadiĂł dando unos golpecitos en el sobre marrĂłn casi tanvoluminoso como el del cuarto de Simms— indicativa de que fui y o la Ăşltimapersona que vio a Martin Fairstone con vida. —Hizo una pausa—. Pero eso estodo lo que demuestra, Âżestá de acuerdo? Y yo no niego el hecho —espetĂłrecostándose en la silla.
—Aparte del asesino —dijo Mullen en voz tan baja como si hablara consigomismo—. Lo que habrĂa debido decir es: « Fui la Ăşltima persona que lo vio convida aparte del asesino» —replicĂł alzando sus pesados párpados.
—Es lo que quise decir.—Pero no es lo que ha dicho, inspector Rebus.—En ese caso discĂşlpeme. No me encuentro del todo…—¿Ha tomado algĂşn medicamento?—SĂ, analgĂ©sicos —contestĂł Rebus levantando las manos para recordárselo a
Mullen.—¿Y cuándo tomĂł la Ăşltima dosis?—Un minuto antes de verle a usted. Tal vez habrĂa debido decĂrselo… —
añadió Rebus abriendo mucho los ojos.—¡Naturalmente! —exclamó Mullen golpeando la mesa con las palmas de
las manos.Ya no hablaba para su chaleco. Se levantĂł tan bruscamente, que la silla cayĂł
al suelo. Carswell se puso también en pie.—No sé por qué…Mullen se inclinó sobre la mesa para desconectar la grabadora.—No se puede interrogar a nadie que esté bajo los efectos de un
medicamento —añadiĂł mirando al subdirector—. CreĂ que todo el mundo losabĂa.
Carswell musitó una especie de disculpa por haberlo olvidado. Mullen mirófurioso a Rebus y este le hizo un guiño.
—Volveremos a hablar, inspector.—¿Cuándo me hayan suprimido la medicación? —dijo Rebus con cara de
inocente.—Deme el nombre de su médico para que yo le consulte previamente —dijo
Mullen abriendo el expediente y preparando el bolĂgrafo sobre una página enblanco.
—La cura me la hicieron en el hospital Infirmary, pero no recuerdo elnombre del médico —dijo Rebus risueño.
—Bien, tendré que averiguarlo —replicó Mullen cerrando la carpeta.—Mientras tanto —terció Carswell—, supongo que no tendré que repetirle
que presente disculpas tal como le dije y que continĂşa usted suspendido deservicio.
—No, señor —dijo Rebus.—Cuestión que nos lleva a la pregunta —añadió Mullen despacio— de por
quĂ© le encontrĂ© en compañĂa de una colega en casa de Jack Bell.—La sargento Clarke simplemente me llevaba en su coche, pero tuvo que
parar en casa de Bell para hablar con el hijo —alegó Rebus encogiéndose dehombros, mientras Carswell expulsaba más aire.
—Llegaremos al fondo de este asunto, Rebus. Puede estar seguro.—No lo dudo, señor. —Rebus fue el último en levantarse—. Lo dejo en sus
manos. Que disfruten cuando lleguen al fondo.Tal como esperaba, Siobhan estaba fuera en el coche.—QuĂ© sincronizaciĂłn —comentĂł ella, que habĂa llenado el asiento trasero de
bolsas de compra—. Estuve esperando diez minutos a ver si se lo decĂas alprincipio.
—¿Y despuĂ©s te fuiste a comprar?—SĂ, al supermercado del final de la calle. Te iba a preguntar si te apetece
venir a cenar a casa esta noche.—Esperemos a ver cĂłmo se desarrolla el resto de la jornada.Siobhan asintiĂł con la cabeza.—Bueno, Âżcuándo surgiĂł la pregunta sobre la medicaciĂłn?—Hace unos cinco minutos.—SĂ que tardaste.—QuerĂa saber si tenĂan algo nuevo.—¿Lo tienen?Rebus negĂł con la cabeza.—No, no creo que respecto a ti abriguen sospechas —dijo.
—¿Sospechas de m� ¿Por qué?—Porque era a ti a quien acosaba Fairstone y porque todos los polis conocen
el viejo truco de la freidora —dijo él encogiéndose de hombros.—Si sigues por ese camino, la cena queda anulada —comentó ella saliendo
del aparcamiento—. ÂżLa prĂłxima parada es Turnhouse? —preguntĂł.—¿Piensas que deberĂa coger el primer aviĂłn que salga del paĂs?—Vamos a hablar con Doug Brimson.Rebus negĂł con la cabeza.—Habla tĂş con Ă©l. A mĂ dĂ©jame donde te parezca.—¿DĂłnde? —preguntĂł ella mirándole.—DĂ©jame en George Street, por ejemplo.—Sospechosamente en los aledaños del Oxford —comentĂł ella sin dejar de
mirarle.—No lo habĂa pensado, pero y a que lo dices…—No mezcles alcohol con analgĂ©sicos, John.—Hace ya una hora y media que me tomĂ© la pastilla. Además, Âżno sabes que
estoy suspendido del servicio? Puedo portarme mal.
Rebus esperaba a Steve Holly en el salĂłn de atrás del Oxford.Era uno de los pubs más pequeños de Edimburgo, tenĂa dos salones de tamaño
similar al del cuarto de estar de una casa corriente. El primero solĂa animarlo lasimple presencia de tres o cuatro amigos y en el de atrás habĂa mesas y sillas.Rebus se sentĂł en el rincĂłn del fondo lejos de la ventana. Las paredesconservaban el mismo color ictericia de cuando Ă©l habĂa ido por primera vez allocal hacĂa treinta años. El interior austero y anticuado ejercĂa cierta intimidaciĂłnsobre los clientes ocasionales, pero no creĂa que fuera asĂ con el periodista. LehabĂa llamado a la delegaciĂłn del tabloide en Edimburgo que distaba apenas diezminutos del bar a pie. El mensaje habĂa sido escueto: « Quiero hablarle. Ahoramismo, en el Bar Oxford» y sabĂa que acudirĂa porque le habrĂa intrigado.AcudirĂa por la historia que habĂa desvelado. VendrĂa porque era su trabajo.
OyĂł abrir y cerrarse la puerta. No le preocupaban los clientes de las otrasmesas. Los del salĂłn de atrás no comentarĂan nada si oĂan algo de laconversaciĂłn. LevantĂł lo que quedaba de la pinta. PodĂa agarrar mejor las cosas,era capaz de levantar un vaso con la mano y flexionar la muñeca sin que lehiciera tanto daño. No tomarĂa whisky, seguirĂa el buen consejo de Siobhan y leharĂa caso por una vez. Además, tendrĂa que aplicarse con cinco sentidos a lo quedijera, porque Steve Holly no iba a morder tan fácilmente el anzuelo.
OyĂł pasos en la escalerilla y una sombra precediĂł la entrada del periodista,quien, despuĂ©s de escrutar las mesas en la penumbra del atardecer, se dirigiĂłhacia Ă©l. Holly traĂa en la mano un vaso que parecĂa de gaseosa, tal vez con su
buena porciĂłn de vodka. Le saludĂł con una inclinaciĂłn de cabeza y aguardĂł hastaque Rebus se sentase. Lo hizo mirando a derecha e izquierda, no muy conformecon quedar de espaldas a los otros clientes.
—No van a atizarle ningún golpe a traición —dijo Rebus.—Supongo que debo darle la enhorabuena. Me he enterado que le está
tocando las narices a Jack Bell —dijo Holly.—Y y o he visto que su periódico apoy a su campaña.Holly torció el gesto.—Eso no quiere decir que no sea un gilipollas. Cuando le sorprendieron con
esa prostituta deberĂan haber continuado con la investigaciĂłn. Mejor aĂşn: habrĂandebido llamar a mi periĂłdico y hubiĂ©ramos ido a hacerle unas fotos in fraganti.ÂżConoce a su esposa? —Rebus asintiĂł con la cabeza—. Está chalada y tiene losnervios deshechos.
—Pero ella salió en su defensa.—Claro, como buena esposa de diputado —replicó Holly despectivo—. Bien
—añadió—, ¿a qué debo el honor? ¿Ha decidido darme su versión?—Necesito un favor —dijo Rebus poniendo las manos enguantadas encima
de la mesa.—¿Un favor? —Rebus asintió con la cabeza—. ¿A cambio de qué
exactamente?—A cambio de un compromiso de relaciĂłn especial.—Eso significa… —dijo Holly llevándose el vaso a los labios.—Que tendrá la primicia de lo que averigĂĽe en el caso Herdman.Holly lanzĂł un bufido y tuvo que limpiarse el lĂquido que le habĂa salpicado la
barbilla.—Que y o sepa, usted está suspendido del servicio activo.—Eso no me impide estar al tanto de lo que se cuece.—¿Y quĂ© podrĂa usted decirme en concreto del caso Herdman que y o no sea
capaz de averiguar a través de una docena de fuentes?—Depende del favor. Se trata de algo que sólo sé y o.Holly saboreó un instante la bebida antes de tragarla y pasarse la lengua por
los labios.—¿Quiere despistarme, Rebus? Le tengo cogido por los huevos en el caso
Marty Fairstone. ÂżY ahora me pide un favor? —añadiĂł conteniendo fingidamentela risa—. Lo que deberĂa suplicarme es que no le arranque las gĂłnadas.
—¿Cree que tiene agallas para hacerlo? —replicĂł Rebus deslizando el vasovacĂo hacia el periodista—. Una pinta de IPA cuando pueda.
Holly le mirĂł, le dirigiĂł una media sonrisa, se levantĂł y se abriĂł paso entrelas sillas.
Rebus cogiĂł el vaso de gaseosa y lo oliĂł: vodka, sin duda. LogrĂł encender uncigarrillo y habĂa fumado la mitad cuando regresĂł Holly.
—Vaya jeta que me ha puesto el barman.—Tal vez no le ha gustado lo que ha dicho de mà —dijo Rebus.—Pues quéjese a la Comisión Deontológica de la Prensa. —Holly le alargó la
pinta. HabĂa pedido otro vaso de vodka y tĂłnica—. Pero no creo que lo haga —añadiĂł.
—Porque usted no merece ni el esfuerzo.—¿Y es usted el que quiere pedirme un favor?—Que por cierto ni se ha molestado en preguntar cuál es.—Bien, le escucho —dijo Holly abriendo los brazos.—Se trata de cierta operación de rescate —dijo Rebus marcando las palabras
— que tuvo lugar en la isla de Jura en junio del noventa y cinco. Necesito saberen qué consistió.
—¿Un salvamento? —dijo Holly frunciendo el ceño movido por su instinto—.¿De un petrolero o algo as�
Rebus negó con la cabeza.—Una operación en tierra. Llegaron a las SAS.—¿Herdman?—Es posible que interviniera.Holly se mordió el labio inferior como si tratara de quitarse un anzuelo y
Rebus comprendiĂł que lo habĂa enganchado.—¿Y eso quĂ© tiene que ver con lo demás?—No lo sabremos hasta que echemos un vistazo.—Y si acepto, ÂżquĂ© gano yo?—Como he dicho, la primicia de lo que averigĂĽemos. —Rebus hizo una pausa
—. Tal vez yo tenga acceso al expediente militar de Herdman.—¿Hay algún dato goloso? —preguntó Holly enarcando levemente las cejas.—En este momento —contestó Rebus encogiéndose de hombros— no puedo
revelarle nada.Le largaba sedal siendo totalmente consciente de que en el expediente no
habĂa nada interesante para los lectores de tabloides. Pero Steve Holly no podĂasaberlo.
—Bueno, creo que podemos echar un vistazo —dijo Holly levantándose—.Cuanto antes mejor.
Rebus mirĂł el vaso de cerveza con tres cuartos del contenido. Holly no habĂaempezado su segundo vodka.
—¿QuĂ© prisa hay? —dijo.—No pensará que he venido aquĂ a pasar el dĂa con usted —respondiĂł Holly
—. No me gusta usted, Rebus, ni desde luego confĂo en usted —añadió—. No seofenda.
—No me ofende —dijo Rebus levantándose y siguiéndole.—Por cierto —añadió Holly—, hay algo que me intriga.
—¿Qué?—Un tipo con quien hablé me dijo que era capaz de matar a alguien con un
periĂłdico. ÂżHa oĂdo eso alguna vez?Rebus asintiĂł.—Es mejor con una revista, pero puede hacerse con un periĂłdico.Holly le mirĂł.—¿AsĂ que sabe cĂłmo se hace? Por asfixia Âżo cĂłmo?Rebus negĂł con la cabeza.—Se enrolla el periĂłdico lo más fuerte posible y se golpea en la garganta.
Con bastante fuerza se rompe la tráquea.—¿Lo aprendiĂł en el EjĂ©rcito? —preguntĂł Holly sin dejar de mirarle.Rebus asintiĂł con la cabeza.—Igual que el tipo con quien hablĂł.—Era un tĂo que estaba en la puerta de St Leonard con una mujer muy
antipática.—Se llama Whiteread, y él, Simms.—¿Investigadores militares?Holly asintió con la cabeza sin esperar la respuesta. Todo encajaba. Rebus
hizo esfuerzos por no sonreĂr ya que azuzar a Holly contra Whiteread y Simmsera el ojo principal de su plan.
Al salir del pub Rebus esperaba que fueran a pie a la delegaciĂłn delperiĂłdico, pero Holly doblĂł hacia la izquierda en vez de a la derecha, y apuntĂłcon el mando de apertura centralizada en direcciĂłn a los coches aparcados juntoal bordillo.
—¿Ha venido en coche? —preguntó Rebus al ver el parpadeo de un Audi TTplateado.
—Para eso tenemos las piernas —contestó Holly —. Vamos, suba.Rebus se deslizó en el reducido espacio delantero, recordando que un Audi TT
era el coche que conducĂa el hermano de Teri Cotter la noche del accidentemortal, cuando Derek Renshaw ocupaba el asiento del copiloto, el que Ă©l acababade ocupar… recordĂł las fotos del choque… el cuerpo destrozado de Stuart Cottermientras Holly metiĂł la mano bajo el asiento y sacĂł un portátil negro extraplano.Lo puso sobre las rodillas para abrirlo y empezĂł a teclear con el mĂłvil en la otramano.
—Conexión de infrarrojos —dijo— para entrar rápido en internet.—¿Y para qué entra en internet? —preguntó Rebus tratando de desechar el
súbito recuerdo de su guardia nocturna en la página de la señorita Teri,avergonzado de haber cedido a la tentación de entrar en su mundo.
—Porque es donde está la mayor parte de los archivos de mi periódico.Ahora tecleo la contraseña… —Holly aporreó seis teclas que Rebus no pudodistinguir—. No fisgue, Rebus. Aquà hay de todo: recortes, historias que no se
publicaron, archivos…—¿Incluida la lista de los policĂas a quienes unta a cambio de informaciĂłn?—¿Cree que soy tonto?—No lo sĂ©. ÂżLo es?—La gente que habla conmigo sabe que y o sĂ© guardar un secreto. Esos
nombres se irán conmigo a la tumba.Holly volvió a centrar la atención en la pantalla. Rebus estaba seguro de que
aquel aparato era el Ăşltimo modelo. La conexiĂłn habĂa sido rápida y veĂa pasarlas páginas en un abrir y cerrar de ojos. El que Pettifer le habĂa prestado a Ă©l era,tal como habĂa dicho, un portátil de la era de la caldera de vapor.
—Búsqueda… —dijo Holly hablando solo—. Selecciono mes y año; palabrasclave: Jura y rescate… a ver lo que nos da Brainiac.
PulsĂł una Ăşltima tecla, se reclinĂł en el asiento y se volviĂł hacia Rebus paracomprobar la admiraciĂłn que habĂa causado en Ă©l. Rebus, que no salĂa de suasombro, esperaba con toda su alma que no se le notara.
La pantalla habĂa vuelto a cambiar.—Diecisiete artĂculos —dijo Holly—. Joder, sĂ, me acuerdo de esto —añadiĂł
ladeando la pantalla hacia Rebus para que lo viera.Y Rebus lo recordĂł tambiĂ©n de pronto; recordaba el accidente, pero no sabĂa
que se habĂa producido en la isla de Jura. Un helicĂłptero del EjĂ©rcito se habĂaestrellado con seis jefazos a bordo. Todos muertos, incluido el piloto. En sumomento se especulĂł con la posibilidad de que lo hubieran derribado. HubojĂşbilo en algunos barrios de Irlanda del Norte porque en principio se atribuy Ăł elatentado a un grupo republicano. Pero al final se determinĂł que la causa habĂasido error del piloto.
—No se menciona a las SAS —comentĂł Holly.SĂ habĂa una vaga menciĂłn de un « grupo de rescate» enviado para localizar
los restos del aparato y, por supuesto, los cadáveres. Les encomendaron recogertodo lo que quedara del aparato para analizarlo, asà como los cadáveres parapracticarles la autopsia antes de enterrarlos. Se abrió una comisión deinvestigación que tardó mucho en establecer sus conclusiones.
—A la familia del piloto no le gustó nada eso de « error del piloto» —añadióHolly recordando el final de la investigación.
—Vuelva atrás —dijo Rebus fastidiado porque el periodista fuese más rápidoque él leyendo. Holly lo hizo y la pantalla cambió rápidamente.
—¿AsĂ que Herdman formĂł parte del equipo de rescate? —preguntĂł elperiodista—. Tiene sentido que el EjĂ©rcito envĂe a sus propios… ÂżQuĂ© es lo quetratan de averiguar? —añadiĂł volviĂ©ndose hacia Rebus.
Rebus, decidido a no desvelarle demasiado, contestĂł que no lo sabĂa a cienciacierta.
—Entonces, estoy perdiendo el tiempo —dijo Holly pulsando otro botón y
apagando la pantalla. Acto seguido, giró en el asiento para mirar de frente aRebus—. ¿Y qué tiene que ver que Herdman estuviera en Jura? ¿Qué relaciónhay con lo que sucedió en ese colegio? ¿Lo están enfocando desde la perspectivadel trauma de estrés?
—No lo sé muy bien —repitió Rebus mirando al periodista—. Gracias, detodos modos —añadió abriendo la portezuela y levantándose a pulso del asientobajo.
—¿Eso es todo? —espetó Holly—. ¿Yo acepto y usted no suelta prenda?—Mi información es más interesante, amigo.—No me necesitaba para esto —añadió mirando el portátil—. Con media
hora en un buscador se habrĂa enterado de lo mismo que yo.Rebus asintiĂł con la cabeza.—O podrĂa haber preguntado a Whiteread y a Simms, pero no creo que
hubieran sido tan amables.—¿Por qué no? —replicó Holly perplejo.Anzuelo mordido. Rebus le hizo un guiño, cerró la portezuela y volvió al
Oxford, donde Harry, el barman, estaba a punto de tirar su cerveza al fregadero.—No te molestes, Harry —dijo Rebus estirando el brazo.Oyó el rugido del motor del Audi, el arranque intempestivo de Holly. No le
preocupaba. TenĂa lo que necesitaba.Un helicĂłptero que se estrella con seis oficiales de alto rango a bordo. Un
asunto que estimularĂa el apetito de dos investigadores del EjĂ©rcito. Pero ademáshabĂa leĂdo con atenciĂłn que algunos habitantes de la isla ayudaron en labĂşsqueda, lugareños que conocĂan bien las montañas. HabĂa incluso unaentrevista con un tal Rory Mollison que describĂa el lugar del accidente. RebusapurĂł la cerveza de pie en la barra mirando la televisiĂłn sin verla. SĂłlo captabaun calidoscopio. Su mente vagaba por otros derroteros, cruzaba tierras, mares yvolaba sobre montañas. ÂżPor quĂ© enviarĂan a la SAS a recoger cadáveres? La islade Jura no era un terreno tan abruptamente montañoso, desde luego sin punto decomparaciĂłn con las elevaciones de los Grampians. ÂżPor quĂ© habrĂan enviadoaquel equipo de especialistas?
Sin dejar de sobrevolar páramos y cañadas, ensenadas y vertiginososacantilados, buscó el móvil en el bolsillo, se quitó el guante con los dientes, marcóel número con la uña del pulgar y aguardó a que respondiera Siobhan.
—¿DĂłnde estás? —preguntĂł.—Eso no importa. ÂżQuĂ© demonios hacĂas hablando con Steve Holly?Rebus parpadeĂł sorprendido, fue rápido a la puerta, la abriĂł y allĂ estaba ella.
Guardó el teléfono en el bolsillo y, como en una imagen simétrica, ella hizo lomismo.
—Me estás siguiendo —dijo él fingiendo tono de horror.—Porque necesitas que te sigan.
—¿DĂłnde estabas? —inquiriĂł Ă©l volviendo a ponerse el guante.Siobhan señalĂł con la cabeza hacia North Castle Street.—Tengo el coche aparcado en la esquina. Bien, volviendo a mi pregunta…—Eso no importa. Bueno, por lo menos no has vuelto al aerĂłdromo.—No, todavĂa no.—Estupendo, porque quiero que hables con Ă©l.—¿Con Brimson? —AguardĂł a que Ă©l asintiera—. ÂżY luego tĂş me dirás quĂ©
hacĂas con Steve Holly?Rebus la mirĂł y volviĂł a asentir con la cabeza.—¿Y será tomando una copa a la que me invitarás?Rebus la fulminĂł con la mirada y ella volviĂł a sacar el mĂłvil y lo esgrimiĂł
delante de la cara de él.—De acuerdo —gruñó Rebus—. Llámale.Siobhan buscó en la B y marcó el número.—¿Qué quieres que le diga exactamente?—Se trata de una ofensiva de seducción: dile que necesitas que te haga un
gran favor. En realidad, más de uno… pero para empezar pregúntale si hay unapista de aterrizaje en la isla de Jura.
Cuando Rebus llegĂł al colegio Port Edgar vio que Bobby Hogan discutĂa con JackBell. Bell no estaba solo, lo acompañaba el mismo equipo de filmaciĂłn. Agarrabadel brazo a Kate Renshaw.
—Tenemos todo el derecho a ver el lugar en donde mataron a nuestros seresqueridos —decĂa el diputado.
—Con todo respeto, señor, sepa que esa sala es el escenario de un crimen ynadie puede entrar sin motivo justificado.
—Somos familiares, creo que nadie tendrá un motivo más justificado.—Viene usted con una familia muy numerosa —replicó Hogan señalando al
equipo.El director del equipo que advirtiĂł la entrada de Rebus le propinĂł un golpecito
en el hombro a Bell, quien se volviĂł hacia Ă©l con una sonrisa frĂa.—¿Ha venido a disculparse? —preguntĂł.Rebus no le hizo caso.—Kate —dijo poniĂ©ndose delante de ella—, no entres ahĂ. No te hará ningĂşn
bien.—La gente necesita saber —replicó ella en voz baja sin mirarle a la cara,
mientras Bell asentĂa con la cabeza.—Quizá, pero lo que no necesita son ardides publicitarios. Lo degradan todo;
Kate, tienes que darte cuenta.Bell volviĂł a encararse con Hogan.
—Insisto en que saquen de aquà a este hombre.—¿Insiste usted? —replicó Hogan.—Ya está expedientado por haber hecho comentarios insultantes sobre este
equipo de informadores y sobre mĂ.—Y muchos más que me guardo.—John… —intervino Hogan mirándole para apaciguarle—. Lo siento, señor
Bell, pero no puedo autorizarles a filmar en el aula.—¿Y si entramos sin cámara, sólo con sonido? —insistió el director.Hogan negó con la cabeza.—He dicho que no —contestó cruzando los brazos y poniendo fin a la
conversaciĂłn.Rebus no apartaba la vista de Kate, intentando que ella le mirase, pero la
joven parecĂa contemplar fascinada algo a lo lejos. Quizá las gaviotas en elcampo de deportes o la porterĂa de rugby.
HabĂan vaciado la sala comĂşn y no habĂa sillas, tocadiscos ni revistas. En lapuerta estaba el director, el doctor Fogg, vestido con un sobrio traje marengo,camisa blanca y corbata negra. TenĂa unas marcadas ojeras y caspa en el pelo.NotĂł que Rebus estaba detrás de Ă©l y se dio la vuelta con una sonrisa insĂpida.
—Intento determinar el mejor uso posible de esta dependencia —dijo—.Dice la capellana que podrĂamos transformarla en capilla, un lugar donde losalumnos puedan recogerse.
—Es una idea —dijo Rebus.El director le dejó paso para que entrara. La sangre de la moqueta y de las
paredes se habĂa secado, pero Rebus procurĂł no pisar las manchas.—TambiĂ©n pueden dejarla cerrada unos años hasta que reciban una nueva
generación de alumnos, pintarla otra vez y cambiar la moqueta.—No se pueden hacer previsiones a tan largo plazo —replicó Fogg esbozando
otra sonrisa—. Bueno, le dejo con su… sus —añadió con una leve reverenciaantes de encaminarse a su despacho.
Rebus mirĂł el dibujo de las salpicaduras de sangre en la pared junto al lugarque habĂa ocupado Derek. Derek, un miembro de su familia desaparecido parasiempre.
IntentĂł imaginarse a Lee Herdman despertándose la mañana de los hechos ycogiendo la pistola. ÂżQuĂ© habĂa sucedido? ÂżQuĂ© habĂa cambiado en su vida?Cuando se despertĂł aquel dĂa, Âżdanzaban demonios alrededor de su cama que lesedujeron con sus voces? ÂżQuĂ© habĂa roto el encanto de su amistad con losadolescentes? A la mierda, chicos, voy a mataros… HabĂa ido en coche alcolegio. Se habĂa bajado apresuradamente sin molestarse en aparcarlo ni cerrarla portezuela y habĂa entrado rápidamente en el edificio sin que lo captasen las
cámaras. CruzĂł el pasillo, llegĂł a aquella sala y disparĂł, seguramente primero enla cabeza a Anthony Jarvies. En el EjĂ©rcito enseñan a disparar al centro delpecho porque es mejor blanco y suele ser mortal, pero Herdman habĂa optadopor la cabeza. ÂżPor quĂ©? Aquel primer disparo eliminaba el factor sorpresa.Quizá Derek hiciera un movimiento y por eso recibiĂł el balazo en la cara. Alagacharse, a James Bell el disparo le alcanzĂł en el hombro y habĂa cerrado confuerza los ojos al ver que Herdman volvĂa la pistola contra sĂ mismo.
El tercer disparo en la cabeza, esa vez en su propia sien.—¿Por qué, Herdman? Sólo queremos saber eso —musitó Rebus.Fue a la puerta, gritó y entró de nuevo en el cuarto adelantando la mano
derecha enguantada como si esgrimiera una pistola. Se moviĂł en posiciĂłn de tirodescribiendo un arco, pensando que los de la CientĂfica habrĂan hecho igual que Ă©lpero delante de sus ordenadores. Era la manera de reconstruir la escena, decalcular los ángulos de tiro e impacto y la posiciĂłn del asesino en el momento delos disparos. La mĂnima prueba contribuĂa al relato. Se detuvo aquĂ, se volviĂł,avanzó… Si comparamos el ángulo de trayectoria de la bala con la mancha desangre en la pared…
LlegarĂan a reconstruir los movimientos efectuados por Herdman y la acciĂłncompleta en los gráficos con sus cálculos de balĂstica. Y nada de eso les servirĂapara despejar el interrogante del mĂłvil.
—No dispares —dijo una voz desde la puerta.Era Bobby Hogan, que estaba en posición de manos arriba y acompañado de
dos personajes que Rebus conocĂa: Claverhouse y Ormiston. Claverhouse, alto ydesgarbado, era inspector, y Ormiston, bajo y fornido y siempre resfriado, erasargento. Los dos trabajaban en la DivisiĂłn de Estupefacientes y tenĂan unarelaciĂłn estrecha con el subdirector Colin Carswell. De hecho, en un dĂa de malaleche, Rebus les habrĂa denominado los sicarios de Carswell. Se percatĂł de quetenĂa estirado el brazo con la mano a modo de pistola y lo bajĂł.
—He oĂdo que este año se lleva el estilo fascista —dijo Claverhouseseñalando los guantes de Rebus.
—Que en ti es moda permanente —replicó Rebus.—Vamos, muchachos —terció Hogan.Ormiston miró la mancha de sangre de la moqueta y la pisó con la punta del
zapato.—¿Qué habéis venido a husmear? —preguntó Rebus mirando a Ormiston, que
se restregaba la nariz con el reverso de la mano.—Drogas —contestó Claverhouse, quien con la chaqueta totalmente
abotonada parecĂa un maniquĂ de escaparate.—Parece que Ormie ha probado la mercancĂa.Hogan agachĂł la cabeza para disimular la sonrisa y Claverhouse se volviĂł
hacia Ă©l.
—CreĂa que el inspector Rebus estaba suspendido del servicio.—Las noticias vuelan —comentĂł Rebus.—SĂ, sobre todo las malas —añadiĂł Ormiston.—¿QuerĂ©is que os deje sin recreo a los tres? —terciĂł Hogan poniĂ©ndose
firme para que se callaran—. Contestando a su pregunta, inspector Claverhouse,John interviene en el caso a tĂtulo de asesor por su experiencia en el EjĂ©rcito. Noestá realmente de « servicio» …
—Entonces sigue como siempre —musitĂł Ormiston.—Dijo la sartĂ©n al cazo —replicĂł Rebus.—Tarjeta amarilla —dijo Hogan levantando la mano—. ¡Y si seguĂs asĂ con
esa mierda os echo de aquĂ, lo digo en serio!Claverhouse no replicĂł, pero un resplandor de ira recorriĂł sus ojos mientras
Ormiston casi pegaba la nariz a las manchas de sangre de la pared.—Bien —añadió Hogan rompiendo el silencio que siguió—. ¿Qué han
averiguado?Claverhouse tomĂł la palabra.—Han analizado lo que encontrasteis en el barco. CocaĂna y Ă©xtasis. La
cocaĂna es de un alto grado de pureza. Es posible que pensaran cortarla.—¿Crack? —preguntĂł Hogan.Claverhouse asintiĂł.—Últimamente se está afianzando el consumo en algunos sitios. Los puertos
pesqueros del norte y algunos barrios aquĂ y en Glasgow. Mil libras de una buenacalidad se convierten en diez mil una vez cortadas.
—TambiĂ©n circula mucho hachĂs —añadiĂł Ormiston.Claverhouse le fulminĂł con la mirada por arrebatarle el protagonismo.—Ormy tiene razĂłn, circula mucho hachĂs por la calle.—¿Y el Ă©xtasis? —preguntĂł Hogan.Claverhouse asintiĂł con la cabeza.—Pensábamos que llegaba de Manchester, pero tal vez nos equivocásemos.—Por los libros de Herdman —dijo Hogan— sabemos que estuvo viajando
por Europa. ParecĂa recalar en Rotterdam.—En Holanda hay muchos laboratorios de Ă©xtasis —dijo Ormiston sin darle
importancia ni dejar de mirar la pared con las manos en los bolsillos ybalanceándose sobre los talones como quien contempla una exposiciĂłn decuadros—. Y tambiĂ©n hay mucha cocaĂna —añadiĂł.
—¿Y los de Aduanas no sospecharon de tanto viaje a Rotterdam? —preguntóRebus.
Claverhouse se encogió de hombros.—Los pobres no dan abasto; no pueden controlar a todos los que vienen de
Europa y menos en estos tiempos de fronteras abiertas.—En resumen, que Herdman se os escurrió entre las manos.
Claverhouse miró a Rebus.—Como los de Aduanas, nosotros también dependemos de la información de
Inteligencia.—Que no abunda mucho por aquà —replicó Rebus mirando sucesivamente a
Ormiston y a Claverhouse—. Bobby, ¿han comprobado las cuentas de Herdman?Hogan asintió con la cabeza.—No aparecen grandes ingresos ni retirada de fondos.—Los traficantes no utilizan bancos —dijo Claverhouse—. Por eso tienen que
lavar el dinero. Ese negocio de la lancha de Herdman resultarĂa ideal.—¿QuĂ© se sabe de la autopsia de Herdman? —preguntĂł Rebus a Hogan—.
¿Hay evidencias de que fuera drogadicto?—Los análisis de sangre son negativos —contestó Hogan.—Los traficantes no siempre son drogadictos —dijo Claverhouse—. A los
más importantes sólo les interesa la pasta. Hace seis meses abortamos unaoperación de ciento treinta mil pastillas de éxtasis con un valor de venta en lacalle de millón y medio de libras: cuarenta y cuatro kilos. Y cuatro kilos de opioprocedentes de Irán. Fue una incautación de Aduanas basada en datos deInteligencia —añadió mirando a Rebus.
—¿Y quĂ© cantidad ha aparecido en el barco de Herdman? —preguntĂł Ă©l—.Una gota de agua en el ocĂ©ano, si me perdonan la expresiĂłn. —HabĂa empezadoa encender un cigarrillo, y, al ver que Hogan miraba a un lado y otro, dijo—: Noestamos en una iglesia, Bobby.
No pensaba que a Derek y a Anthony les importara que fumase y le traĂa sincuidado lo que pensara Herdman.
—Tal vez fuese para consumo privado —aventurĂł Claverhouse.—Pero Ă©l no consumĂa —replicĂł Rebus expulsando el humo por la nariz en
direcciĂłn de Claverhouse.—A lo mejor tenĂa amigos que sĂ. Tengo entendido que daba muchas fiestas.—De los que hemos interrogado, ninguno ha dicho que ofreciera cocaĂna o
éxtasis.—Como si fueran a decirlo —comentó Claverhouse despectivo—. Lo que me
sorprende es que no hayáis logrado encontrar a nadie que conociera a ese cabrón—añadió mirando la mancha de sangre de la moqueta.
Ormiston volviĂł a restregarse la nariz y lanzĂł un estentĂłreo estornudo con elque rociĂł la pared.
—Ormy, cabrĂłn, quĂ© poca sensibilidad —dijo Rebus entre dientes.—Él no tira ceniza al suelo —gruñó Claverhouse.—Es que el humo me irrita la nariz —alegĂł Ormiston, a quien se habĂa
acercado Rebus.—¡El muerto era familiar mĂo! —exclamĂł señalando a la salpicadura de
sangre.
—Ha sido sin querer.—¿QuĂ© has dicho, John? —inquiriĂł Hogan con voz sorda.—Nada —contestĂł Rebus inĂştilmente. Hogan se le habĂa acercado con las
manos en los bolsillos exigiendo una explicaciĂłn—. Allan Renshaw es primo mĂo—añadiĂł.
—¿Y no te pareciĂł que y o debĂa haber estado al corriente de ese detalle? —inquiriĂł Hogan congestionado de indignaciĂłn.
—Pues no, realmente, Bobby, no.Por encima del hombro de Hogan, Rebus vio que una sonrisa surcaba el
rostro alargado de Claverhouse.Hogan sacó las manos de los bolsillos y, con los puños apretados, se las puso a
la espalda. Rebus imaginĂł dĂłnde habrĂa querido dirigirlos.—No cambia nada, Bobby —arguyó—. Como tĂş bien has dicho, estoy aquĂ
como un simple asesor. Ningún abogado podrá usarme eso como tecnicismo.—Ese cabrón era contrabandista de droga —interrumpió Claverhouse— y
tenĂa que tener socios que deberĂamos detener. Pero si quienquiera que seaconsigue un buen abogado…
—Claverhouse —dijo Rebus hastiado—, haznos un favor y ¡cierra el pico! —añadió gritando.
Claverhouse dio un paso hacia Ă©l sin que Rebus se inmutara, pero Hogan seinterpuso pese a que sabĂa que de poco podĂa servir.
Ormiston se mantuvo a la expectativa. De ningún modo iba a intervenir, amenos que las cosas se pusieran feas para su compañero.
—Inspector Rebus, le llaman al teléfono —dijo una voz desde la puerta. EraSiobhan—. Es urgente. Creo que son los de Expedientes.
Claverhouse retrocediĂł para dejar paso a Rebus. Incluso hizo un ademánirĂłnico con el brazo, indicando « usted primero» . VolvĂa a sonreĂr. Hogan le soltĂły Rebus fue hacia la puerta. Rebus mirĂł la mano de Bobby Hogan que le asĂa dela chaqueta.
—¿Prefieres contestar fuera? —sugirió Siobhan.Rebus asintió con la cabeza y alargó la mano para coger el móvil, pero ella
echĂł a andar hasta salir del colegio. MirĂł a los dos lados, vio que no habĂa nadie yle dio el telĂ©fono.
—Haz como que hablas —dijo.Rebus se acercĂł el aparato al oĂdo. No se oĂa nada.—¿No me llama nadie? —preguntĂł.Siobhan negĂł con la cabeza.—PensĂ© que era el momento de rescatarte —dijo ella.Él sonriĂł sin apartar el telĂ©fono del oĂdo.—Bobby se ha enterado de lo de los Renshaw —dijo.—Lo sĂ©. Lo oĂ.
—¿Otra vez estabas espiándome?—No habĂa nada interesante en el aula de geografĂa —contestĂł ella cerca de
la caseta prefabricada—. ¿Qué hacemos ahora?—No lo sé, pero será mejor que nos vayamos de aquà para dar tiempo a
Bobby a serenarse —dijo él volviendo la cabeza hacia el colegio.Desde la puerta tres siluetas les observaban.—¿Y a que Claverhouse y Ormiston vuelvan a su madriguera?—Me lees el pensamiento. A ver, ¿qué estoy pensando ahora? —añadió tras
una pausa.—Que podĂamos tomar algo.—Es extraordinario.—Y tambiĂ©n estás pensando en invitarme como agradecimiento por haberte
salvado.—Respuesta equivocada, pero, en fin, como solĂa decir Meat Loaf, dos de tres
no está mal —dijo Rebus devolviéndole el móvil antes de subir al coche.
15
—Asà que si no han aparecido sumas de dinero en los extractos bancarios deHerdman, podemos descartarlo como asesino a sueldo —dijo Siobhan.
—A menos que convirtiera el dinero en drogas —replicó Rebus por llevarle lacontraria.
Estaban en el Boatman’s tomando una copa rodeados de la clientela de Ăşltimahora de la tarde. Oficinistas y trabajadores que habĂan terminado la Ăşltimajornada. Al ver a Rod McAllister otra vez detrás de la barra, Rebus le preguntĂł enbroma si era parte de la decoraciĂłn.
—La camarera tiene el dĂa libre —dijo McAllister sin sonreĂr.—Usted da empaque al local —comentĂł Rebus recogiendo el cambio.Luego se sentĂł, con media pinta y lo que quedaba de un whisky, mientras
Siobhan bebĂa un combinado de color llamativo de zumo de lima y soda.—¿De verdad crees que han sido Whiteread y Simms quienes han puesto las
drogas?Rebus se encogiĂł de hombros.—No me extrañarĂan muchas cosas de gente como Whiteread.—¿Basándote en quĂ©? —Él la miró—. Lo digo porque tĂş nunca has sido muy
explĂcito sobre tus años en el EjĂ©rcito.—No fueron los más felices de mi vida —dijo Ă©l—. Vi a tĂos destrozados por
el sistema. Yo mismo a duras penas conservĂ© la integridad mental. Cuando salĂsufrĂ una crisis nerviosa. —Rebus se guardĂł otra vez los recuerdos. RecurriĂł a losestereotipos de rigor: lo hecho, hecho está… hay que olvidar el pasado…—. UntĂo, un compañero con quien tenĂa amistad, se desmoronĂł durante elentrenamiento y le plantaron en la calle sin desconcentrarle… —Su voz volviĂł aapagarse.
—¿Y qué pasó?—Que me echó a mà la culpa y quiso vengarse. Eso fue antes de que tú
nacieras, Siobhan.—¿Por eso entiendes que Herdman perdiera la cabeza?—Puede.—Pero no estás convencido, ¿verdad?—Generalmente hay signos de aviso. Herdman no era el arquetipo de
individuo solitario. En casa no tenĂa ningĂşn arsenal, sĂłlo una pistola… —Hizo unapausa—. Nos vendrĂa bien saber cuándo la consiguiĂł.
—¿La pistola?—AsĂ sabrĂamos si la comprĂł con un determinado propĂłsito.—Es muy posible que si hacĂa contrabando de droga sintiera cierta necesidad
de protecciĂłn. Tal vez eso explique que tuviera un Mac IO en el cobertizo delpuerto.
Siobhan mirĂł a una joven rubia que acababa de entrar en el bar y se dirigĂa ala barra. McAllister debĂa de conocerla porque comenzĂł a servirle un Bacardicon coca cola y sin hielo antes de que ella pidiera nada.
—¿En los interrogatorios no han averiguado nada? —preguntĂł Rebus.Siobhan negĂł con la cabeza. Rebus se referĂa a la gente del hampa e
intermediarios de armas de fuego.—La Brocock no era un último modelo. Creemos que la trajo cuando se vino
a vivir aquĂ. En cuanto al fusil, a saber.Mientras Rebus reflexionaba, Siobhan vio cĂłmo Rod McAllister apoyaba los
codos en la barra y entablaba animada conversaciĂłn con la rubia, una rubia queella conocĂa de algo. Nunca le habĂa visto tan contento. Ladeaba la cabeza,mirándola, mientras la mujer fumaba y expulsaba el humo hacia el techo.
—Hazme un favor —dijo Rebus de pronto—. Llama tú a Bobby Hogan.—¿Por qué?—Porque seguramente en este momento no querrá hablar conmigo.—¿Y para qué tengo que llamarle? —preguntó Siobhan sacando el móvil del
bolsillo.—Para preguntarle si Whiteread le dejó ver el expediente militar de
Herdman. Probablemente te dirá que no, en cuy o caso lo habrá pedidodirectamente al Ejército, y quiero saber si ha llegado.
Siobhan asintió con la cabeza, comenzó a marcar y habló con Hogan.—Inspector Hogan, soy Siobhan Clarke… —Escuchó y miró a Rebus—. No,
no sĂ© por qué… Creo que le convocaron en Fettes —añadiĂł abriendo los ojos y laboca con gesto inquisitivo mirando a Rebus, que aprobĂł con una inclinaciĂłn decabeza—. Le llamaba para saber si le habĂa pedido a Whiteread el expediente deHerdman. —EscuchĂł la respuesta de Hogan—. John lo mencionĂł y querĂaverificarlo… —VolviĂł a escuchar apretando los párpados—. No, no está aquĂescuchando. —VolviĂł a abrir los ojos y Rebus le hizo un guiño para decirle que loestaba haciendo bien—. Mmm… mmm… —Escuchaba a Hogan—. No pareceque estĂ© cooperando tanto como pensábamos… SĂ, apuesta a que se lo dijo. —Sonrisa—. ÂżY quĂ© le dijo a ella? —SiguiĂł escuchando—. ÂżY siguiĂł su consejo? ÂżYquĂ© le dijeron en el cuartel general de Hereford? Ah, Âżno permiten consultar esosdocumentos? SĂ, y a sabe que a veces se pone insoportable —comentĂł Siobhanmirando otra vez a Rebus. Hogan, pensĂł, estarĂa explicándole que le habrĂa dicho
todo aquello a Ă©l personalmente si no hubiera provocado la escena en el colegio—. No tenĂa ni idea de que fuera familia suy a. —Siobhan hizo una O con la boca—. No, no me constaba y a eso me atendrĂ©. —Le guiñó el ojo a Rebus, quien lehizo señal de que cortara, pero ella comenzaba a divertirse—. Seguro que tieneusted buenas anĂ©cdotas sobre Ă©l. SĂ, claro que lo es. —Una carcajada—. No, no;tiene usted toda la razĂłn. Dios, menos mal que no está aquĂ… —Rebus hizoamago de arrebatarle el mĂłvil pero ella girĂł y se puso de espaldas a Ă©l—. ÂżEnserio? No, eso no… SĂ, sĂ, me gustarĂa. Bueno, tal vez… sĂ, despuĂ©s de que todoesto hay a… con mucho gusto. AdiĂłs, Bobby.
CortĂł la comunicaciĂłn sonriente y dio un sorbo a su bebida.—Creo que he captado lo esencial —musitĂł Rebus.—Dice que le llame « Bobby» y que soy muy buena policĂa.—Dios…—Y me ha invitado a cenar cuando termine el caso.—Hogan está casado.—No.—Vale, le dejĂł su mujer. De todos modos, podrĂa ser tu padre —dijo Rebus
tras una pausa—. ÂżQuĂ© te ha dicho de mĂ?—Nada.—Te reĂste cuando lo decĂa.—Era para provocarte.Rebus la mirĂł enfurecido.—¿Yo pago las copas y tĂş provocando? ÂżCrees que es justo?—Yo te ofrecĂ una cena.—¿Y quĂ©?—Bobby conoce un buen restaurante en Leith.—Será algĂşn chiringuito de kebab.—Pide otra ronda —dijo ella dándole una palmada en el brazo.—¿DespuĂ©s de lo que he tenido que aguantar? —replicĂł Ă©l negando con la
cabeza—. Te toca —dijo recostándose en el asiento.—Si te pones asĂ… —dijo Siobhan levantándose.De todos modos querĂa ver de cerca la cara de la mujer. La rubia estaba a
punto de irse, agachĂł la cabeza para guardar los cigarrillos en el bolso y Siobhanno pudo verle bien la cara.
—Hasta luego —dijo la mujer.—Hasta luego —contestó McAllister, que limpiaba la barra con una bayeta.
DejĂł de sonreĂr al ver que Siobhan se acercaba—. ÂżLo mismo de antes? —dijo.Ella asintiĂł con la cabeza.—¿Era amiga suya? —preguntĂł.—De alguna manera —contestĂł McAllister dándose la vuelta para servir el
whisky de Rebus.
—Creo que la conozco de algo.—¿Ah, sĂ? —replicĂł Ă©l poniĂ©ndole la bebida delante—. ÂżMedia pinta tambiĂ©n?Ella asintiĂł con la cabeza.—Y otro zumo de lima con…—Con soda. Lo recuerdo. El whisky solo y la lima con hielo.En el extremo de la barra pedĂan dos cervezas, un ron y un zumo de grosella.
McAllister marcĂł en la máquina registradora el importe de las bebidas deSiobhan, le dio el cambio y comenzĂł a servir las cervezas dándole a entender queno tenĂa tiempo para cháchara. Siobhan aguantĂł en la barra un instante, peropensĂł que no valĂa la pena. Estaba a medio camino de la mesa cuando, alrecordarlo, se le derramĂł un poco de la cerveza de Rebus en el suelo de maderadel sobresalto.
—¡Cuidado! —dijo Ă©l.Siobhan dejĂł los vasos en la mesa y fue a mirar por la ventana. Pero no habĂa
rastro de la rubia.—Ya sé de qué la conozco —dijo.—¿A quién?—A la mujer que acaba de marcharse. Tienes que haberla visto.—¿Esa de la melena rubia con camiseta rosa ajustada, cazadora de cuero,
pantalones ceñidos y zapatos de tacón tipo peligro público? —preguntó Rebusdando un trago a la cerveza—. No puedo decir que no me fijara.
—¿Y no la has reconocido?—¿Por qué iba a reconocerla?—En fin, según la primera página del periódico, sólo abrasaste vivo a su
novio.Siobhan se sentĂł, cogiĂł el vaso y comprobĂł quĂ© efecto causaban sus palabras.—¿Esa era la novia de Fairstone? —preguntĂł Rebus entrecerrando los ojos.Siobhan asintiĂł con la cabeza.—SĂłlo la vi el dĂa que Ă©l saliĂł libre de cargos —dijo.—¿Estás segura de que era ella? —insistiĂł Rebus mirando hacia la barra.—Bastante segura, y más al oĂrla hablar. Estoy segura de que es la que vi
fuera del juzgado.—¿Sólo esa vez?Siobhan volvió a asentir con la cabeza.—Yo no la interrogué respecto a la coartada que alegó para su novio.
Tampoco compareció en la vista en la que y o testifiqué.—¿Cómo se llama?Siobhan amusgó los ojos.—Raquel no-sé-cuántos.—¿Y dónde vive?Siobhan se encogió de hombros.
—Supongo que no muy lejos de su novio —dijo.—O sea, que este no es precisamente el bar al que suele venir.—No.—Porque está exactamente a más de quince kilĂłmetros de su barrio.—Más o menos —dijo Siobhan, que seguĂa mirando por los cristales sin tocar
la bebida.—¿Has recibido alguna carta más?Siobhan negĂł con la cabeza.—¿Crees que te estará siguiendo?—Constantemente, no. Lo habrĂa notado —contestĂł Siobhan mirando a la
barra, donde McAllister habĂa cesado con su febril actividad y en aquel momentofregaba vasos—. Por supuesto, puede que no viniera a verme a mĂ.
Rebus pidiĂł a Siobhan que le llevase a casa de Allan Renshaw y que no leesperase. Le dijo que fuera a casa. Él cogerĂa un taxi o pedirĂa un coche patrulla.
—No sé cuánto voy a estar. Es una visita familiar, no de servicio.Ella asintió con la cabeza y arrancó. Rebus tocó el timbre, pero nadie abrió.
MirĂł por la ventana y vio las cajas de fotos esparcidas por el suelo del cuarto deestar, pero no habĂa nadie. ProbĂł el pomo de la puerta. Estaba abierta.
—¡Allan! ¡Kate!Cerró la puerta y oyó un zumbido en el piso de arriba. Volvió a gritar
« ¡Allan! ¡Kate!» , y subiĂł con cautela la escalera. En el rellano habĂa unaescalerilla de metal que llegaba hasta una trampilla en el techo. Rebus ascendiĂłdespacio, peldaño a peldaño.
—¿Allan?En la buhardilla, el zumbido era más fuerte. Asomó la cabeza por la trampilla
y vio a su primo sentado en el suelo con las piernas cruzadas y un mandoelĂ©ctrico en la mano, imitando el ruido que hacĂa el coche de carreras a lo largodel circuito en forma de ocho.
—Siempre le dejaba ganar —dijo Allan Renshaw para hacer ver que sehabĂa percatado de la presencia de Rebus—. Esto se lo regalamos unasnavidades.
Rebus vio la caja abierta de la que sobresalĂan tramos de circuito. HabĂacajones y maletas abiertos. Vio vestidos de mujer, ropa de niño y un montĂłn deviejos discos de vinilo; revistas con fotos, en la portada de estrellas de televisiĂłnde las que ni se acordaba; platos y adornos sin su envoltorio, algunos quizá regalode boda y relegados al olvido por los cambios de moda; un cochecito de niñoplegado, en espera de nuevas generaciones. Rebus, y a casi arriba, se acodĂł en elborde de la trampilla. Allan Renshaw habĂa abierto un espacio en medio de aqueldesorden para poner en marcha el juguete y seguĂa con la vista las evoluciones
del coche rojo de plástico en el circuito sin fin.—A mà nunca me atrajeron los coches de juguete —comentó Rebus—. Ni los
trenes.—Los coches son otra cosa. Sientes la ilusión de la velocidad… y puedes
echar carreras con quien sea. Además… —Renshaw apretó con fuerza el botónde aceleración— si tomas una curva muy rápido y te estrellas… —El coche sesalió del circuito, pero él lo cogió, volvió a meterlo en la pista y lo puso de nuevoen marcha—. ¿No ves? —añadió mirando a Rebus.
—SĂ, la carrera sigue —dijo Ă©l.—No pasa nada. No se rompe. Igual que antes —sentenciĂł Renshaw
asintiendo con la cabeza.—Pero es una ilusión —insinuó Rebus.—Una ilusión reconfortante —concedió su primo haciendo una pausa—.
ÂżTenĂa yo coches de carrera cuando era niño? No me acuerdo.Rebus se encogiĂł de hombros.—Yo, desde luego, no. Si este juguete existĂa entonces, serĂa muy caro.—Cuánto dinero nos hemos gastado con nuestros hijos, Âżverdad, John? —
añadiĂł Renshaw con una leve sonrisa—. Siempre deseando lo mejor para ellos, ylo hacĂamos con placer.
—A ti debiĂł costarte lo tuyo enviar a los dos a Port Edgar.—SĂ, no era barato. TĂş sĂłlo tienes tu niña, Âżverdad?—Ya es mayor, Allan.—Kate tambiĂ©n se hace mayor, pronto empezará a vivir su vida.—Y tiene la cabeza sobre los hombros —dijo Rebus mirando el coche que
volvió a salirse del circuito, cay endo a su lado. Estiró el brazo y lo puso en la pista—. Ese accidente que tuvo Derek —añadió— no fue culpa suya, ¿verdad?
Renshaw negĂł con la cabeza.—Stuart era un loco. Suerte tuvimos de que a Derek no le pasara nada.VolviĂł a poner el coche en marcha. Rebus vio que en la caja habĂa un coche
azul y, al lado del zapato de su primo, otro control.—Qué, ¿echamos una carrera? —propuso, saliendo de la trampilla y
cogiĂ©ndolo.—¿Por quĂ© no? —dijo Renshaw, colocando el otro coche en la lĂnea de salida.Los dos coches se lanzaron camino de la primera curva y el de Rebus se saliĂł
de la pista; Ă©l avanzĂł a gatas para recogerlo y volviĂł a ponerlo justo en elmomento en que el de su primo le adelantaba.
—Tú tienes más práctica que y o —dijo sentándose.Por la trampilla entraban ráfagas de aire caliente, la única calefacción de la
buhardilla. Rebus sabĂa que si se ponĂa de pie darĂa con la cabeza en el techo.—¿Cuánto tiempo llevas aquĂ arriba? —preguntĂł, y Renshaw se pasĂł la mano
por la barba crecida.
—Desde temprano —contestĂł.—¿DĂłnde está Kate?—Ha salido a ay udar a ese diputado.—La puerta no está cerrada con llave.—¿Ah, no?—PodrĂa entrar cualquiera —añadiĂł Rebus, que esperĂł a que el coche de
Renshaw se pusiera a su altura para reanudar la carrera.—¿Sabes lo que pensĂ© anoche? —dijo Renshaw—. Creo que fue anoche…—¿QuĂ©?—PensĂ© en tu padre. Le querĂa mucho. A mĂ siempre me hacĂa trucos. ÂżTe
acuerdas?—¿Te sacaba peniques de las orejas?—Y luego los hacĂa desaparecer. DecĂa que lo habĂa aprendido en el EjĂ©rcito.—Es probable.—Estuvo en Oriente Medio, Âżverdad?Rebus asintiĂł con la cabeza. Su padre no hablaba mucho de sus hazañas en la
guerra; casi todo lo que contaba eran anĂ©cdotas de chirigotas. Pero hacia el finalde su vida sĂ habĂa contado algunos detalles de los horrores que habĂa vivido.
« No eran soldados profesionales, John, sino reclutas conscriptos, trabajadoresprocedentes de bancos, tiendas, fábricas. Y la guerra los cambiĂł; nos cambiĂł atodos. No podĂa ser de otro modo.»
—Y pensando en tu padre —prosiguiĂł Renshaw— acabĂ© pensando en ti. ÂżTeacuerdas del dĂa que me llevaste al parque?
—¿Aquel dĂa que jugamos a la pelota?Renshaw asintiĂł con la cabeza con una media sonrisa.—¿Te acuerdas?—Seguro que no tan bien como tĂş.—SĂ, yo lo recuerdo muy bien. Estábamos jugando a la pelota cuando
llegaron unos amigos tuyos y tú me dejaste solo para hablar con ellos. —Renshaw hizo una pausa; los coches volvieron a cruzarse—. ¿Lo recuerdas?
—No —contestó Rebus imaginándose que era posible, pues siempre que ibade permiso se encontraba con amigos con quienes charlar.
—Luego volvimos a casa. Bueno, más bien tĂş y tus amigos, porque yo ibadetrás con la pelota que tĂş habĂas comprado. Y a continuaciĂłn viene lo que nuncaolvidarĂ©.
—¿Qué? —preguntó Rebus concentrado en la carrera.—Lo que sucedió cuando llegamos a la altura del pub. ¿Te acuerdas del pub
de la esquina?—¿El del hotel Bowhill?—Ese. Llegamos allà y entonces tú te volviste hacia mà y me dij iste que
esperara fuera. Lo dij iste con una voz distinta, más distante, como si no quisieras
que tus amigos supieran que Ă©ramos amigos.—¿Estás seguro, Allan?—Ah, claro que sĂ. Porque vosotros tres entrasteis y y o me quedĂ© sentado en
el bordillo, esperando allĂ con la pelota en la mano. TĂş saliste al cabo de un rato,sĂłlo para darme una bolsa de patatas fritas, y volviste a entrar. DespuĂ©s llegaronunos chicos, me quitaron la pelota de una patada y se fueron corriendo con ellariĂ©ndose y pasándosela uno a otro. Entonces me echĂ© a llorar, pero tĂş seguĂasdentro, y y o, como sabĂa que no podĂa entrar, me levantĂ© y me marchĂ© solo acasa. Me perdĂ y tuve que preguntar el camino. —Los coches se acercaban alpunto de cruce pero llegaron al mismo tiempo, chocaron y se salieron de la pistacay endo boca arriba. Ni Rebus ni su primo se movieron en el silencio que siguió—. TĂş volviste a casa despuĂ©s —prosiguiĂł Renshaw— y nadie te dijo nadaporque y o no lo habĂa contado. ÂżSabes lo que más rabia me dio? Que no mepreguntases quĂ© habĂa sido de la pelota, y yo sabĂa que no lo preguntarĂas porqueya ni te acordabas. Para ti era algo sin importancia. —Renshaw hizo una pausa—. Y yo volvĂ a ser un niño más, pero no tu amigo.
—Por Dios, Allan… —Rebus trataba de recordar, pero no lo conseguĂa. Seacordaba de un dĂa de sol y fĂştbol, pero nada más—. Lo siento —dijo al fin.
A Renshaw le corrĂan lágrimas por las mejillas.—Yo era de tu familia, John, y tĂş me trataste como a un extraño.—Allan, crĂ©eme que no…—¡Vete! —gritĂł Renshaw conteniendo las lágrimas—. ¡Fuera de mi casa
inmediatamente! —añadiĂł levantándose bruscamente.Rebus tambiĂ©n se habĂa levantado y los dos estaban frente a frente con la
cabeza cómicamente agachada para no golpearse en las vigas.—Escucha, Allan, si puedo…Pero Renshaw le agarró del hombro intentando llevarle hacia la trampilla.—De acuerdo, de acuerdo —dijo Rebus, quien, al tratar de zafarse con un
gesto brusco, hizo tambalearse a su primo. Renshaw perdiĂł pie y fue a caer a latrampilla, pero Rebus le sujetĂł del brazo a costa de un agudo dolor en la piel de lamano.
—¿Te encuentras bien? —le preguntĂł.—¿No me has oĂdo? —replicĂł Renshaw señalando la escalerilla.—Muy bien, Allan. Ya hablaremos otro dĂa, Âżde acuerdo? Para eso vengo
aquĂ, para hablar contigo y conocerte.—Tuviste la oportunidad de conocerme —replicĂł Renshaw con frialdad.Rebus, que descendĂa ya por la escalerilla, mirĂł hacia arriba, pero no vio a su
primo.—¿No vas a bajar, Allan?En vez de obtener respuesta volviĂł a oĂr el zumbido del coche rojo que
reiniciaba la carrera. AgachĂł la cabeza y siguiĂł bajando. No sabĂa quĂ© hacer. Se
preguntaba si convendrĂa dejar a Renshaw allĂ arriba. Fue al cuarto de estar yluego a la cocina. Fuera la cortacĂ©sped continuaba en el mismo sitio. En la mesahabĂa hojas de papel impresas con ordenador de la peticiĂłn de control de armasde fuego para may or seguridad en los colegios; eran pliegos de firmas concasillas en blanco. Lo mismo habĂa sucedido despuĂ©s de Dunblane: mayorseveridad en las ley es y reglamentos, y Âżcuál habĂa sido el resultado? Unaumento ilegal de armas. Rebus sabĂa que en Edimburgo habĂa sitios en que sepodĂa conseguir un arma en menos de una hora. Y en Glasgow, en diez minutos.Se podĂa alquilar un arma por un dĂa como si fuese un vĂdeo, y si se entregabansin usar te devolvĂan el dinero. Era una simple transacciĂłn comercial no muydiferente de las actividades de Johnson Pavo Real. Le vino la idea de firmar lapeticiĂłn, pero sabĂa que era un gesto inĂştil. Vio recortes de periĂłdico y fotocopiasde artĂculos sobre el tema de los efectos de la violencia recogida por los mediosde comunicaciĂłn, con la consiguiente reacciĂłn refleja, tal como la afirmaciĂłn deque un vĂdeo de terror puede influir en que dos chicos maten a un niño pequeño…MirĂł a su alrededor para ver si Kate habĂa dejado un nĂşmero de contacto. QuerĂahablarle de su padre y comentarle que quizá la necesitaba más que Jack Bell. Sedetuvo a los pies de la escalera unos minutos escuchando los ruidos de labuhardilla antes de buscar en el listĂn telefĂłnico el nĂşmero para llamar a un taxi.
—Estará ahà dentro de diez minutos —dijo la voz del teléfono. Una vozfemenina.
Fue suficiente para convencerle de que habĂa otro mundo.
Siobhan, de pie en medio del cuarto de estar, mirĂł a su alrededor. Fue hasta laventana y corriĂł las cortinas para impedir que entrara la luz del crepĂşsculo.CogiĂł del suelo una taza y un plato con restos de tostada, lo Ăşltimo que habĂacomido en casa, y mirĂł si habĂa mensajes en el telĂ©fono. Era viernes, lo quesignificaba que Toni Jackson y las otras agentes estarĂan esperándola, pero notenĂa ganas de salir con las chicas a tontear y echar el ojo borroso por la bebida alos guapos del pub. LavĂł el plato y la taza en menos de un minuto y los puso en elescurridor. MirĂł en la nevera; lo que habĂa comprado con intenciĂłn de invitar aRebus seguĂa allĂ y dentro de poco vencerĂa la fecha de caducidad. La cerrĂł yfue al dormitorio, estirĂł el edredĂłn y comprobĂł que tendrĂa que lavarlo aquel finde semana. Luego fue al cuarto de baño, se mirĂł en el espejo y volviĂł al cuartode estar para abrir la correspondencia: dos facturas y una tarjeta postal de unaamiga del colegio a quien no habĂa visto hacĂa un año a pesar de que vivĂa enEdimburgo. Estaba pasando cuatro dĂas de vacaciones en Roma, o sea, queprobablemente y a habrĂa vuelto, a juzgar por la fecha de correos. Roma: nuncahabĂa estado.
«Fui a la agencia de viajes a ver quĂ© vuelos tenĂan de un dĂa para otro. Lo
estoy pasando muy bien, hace frĂo, cafĂ©s, visitas culturales cuando me apetece. Unabrazo. Jackie.»
DejĂł la postal en la repisa de la chimenea y tratĂł de recordar cuándo habĂatenido sus Ăşltimas vacaciones. ÂżHabĂa sido la semana con sus padres o aquel finde semana en DublĂn? No, habĂa sido una despedida de soltera de una agente queahora esperaba su primer hijo. MirĂł al techo; el vecino de arriba hacĂa ruido,aunque no creĂa que fuera a posta. La verdad es que caminaba como un elefante.Se lo habĂa encontrado en la calle al llegar a casa, quejándose de que habĂatenido que recoger el coche en el depĂłsito municipal.
—Veinte minutos lo habĂa dejado en una lĂnea amarilla, sĂłlo veinte minutos…Cuando volvĂ se lo habĂa llevado la grĂşa y he tenido que pagar ciento treintalibras, Âżse imagina? Estuve a punto de decirles que casi costaba más que el coche.TendrĂa usted que hacer algo —habĂa dicho levantando el dedo.
DecĂa eso porque ella era policĂa y la gente pensaba que los policĂas meneanhilos, solucionan problemas, cambian cosas.
« TendrĂa que hacer algo.» Y ahora le oĂa dando vueltas como una fieraenjaulada en el cuarto de estar. Trabajaba de contable en una empresa deseguros de George Street. No era más alto que ella, llevaba gafas de cristalespequeños rectangulares y compartĂa el piso con un hombre, pero le habĂa dichoque no era gay, informaciĂłn que Siobhan le habĂa agradecido.
SeguĂan oyĂ©ndose los fuertes pasos. Siobhan se preguntĂł si aquel ir y venirtendrĂa algĂşn propĂłsito. ÂżEstaba abriendo y cerrando cajones buscando quizás elmando a distancia? ÂżO sĂłlo se movĂa por moverse? Si era asĂ, ÂżquĂ© significaba supropia quietud, escuchando impávida aquel ajetreo? TenĂa una postal encima dela chimenea, una taza y un plato en el escurridor; una ventana con las cortinascorridas y con una barra horizontal que nunca se molestaba en poner. SĂ, allĂestaba segura. En su nido. Ahogándose.
—A la mierda —musitĂł volviĂ©ndose, firmemente decidida a salir.En St Leonard no habĂa nadie. Su intenciĂłn era quemar su frustraciĂłn en el
gimnasio, pero lo que hizo fue comprar un refresco en la máquina de bebidas, selo llevĂł al DIC y mirĂł si tenĂa mensajes en la mesa. HabĂa otra carta de sumisterioso admirador:
ÂżES QUE TE EXCITAN LOS GUANTES DE CUERO NEGRO?Se referirĂa a Rebus, dedujo. HabĂa una nota para que llamara a Ray Duff,
pero simplemente le dijo que habĂa examinado la primera carta.—Malas noticias.—¿No hay huellas? —preguntĂł Siobhan.—Más limpio que una patena. —Siobhan lanzĂł un suspiro—. Siento no poder
ayudarte. ¿Te apetece una copa en compensación?—Quizá más tarde.—Muy bien. Seguramente estaré aquà una o dos horas más.
Se referĂa al laboratorio de la PolicĂa CientĂfica de Howdenhall.—¿Sigues trabajando en el caso de Port Edgar?—Estoy comparando tipos de sangre para ver quiĂ©n es el de quiĂ©n en las
manchas.Siobhan estaba sentada en el borde de la mesa y sujetaba el teléfono entre la
mejilla y el hombro para seguir mirando papeles de la bandeja de entrada, en sumayorĂa casos de hacĂa semanas de cuy os nombres ni se acordaba.
—Pues no te entretengo —dijo.—¿Tienes mucho trabajo, Siobhan? Pareces cansada.—Ya sabes como es esto, Ray. A ver si nos tomamos esa copa.—SĂ, creo que los dos la necesitamos.—AdiĂłs, Ray —dijo ella sonriendo.—CuĂdate, Siob.ColgĂł. Otra vez la llamaban Siob, sĂłlo procuraba establecer cierta intimidad
usando el diminutivo. Sin embargo, habĂa advertido que nadie hacĂa lo mismo conRebus, nunca le llamaban Jock, Johnny, Jo-Jo o JR. A Ă©l le miraban, leescuchaban, y comprendĂan que no le iba bien un diminutivo. Él era John Rebus.Inspector Rebus. Para sus amigos Ăntimos, John. Y esas personas a ella la veĂancomo « Siob» . ÂżPor quĂ©? ÂżPor ser mujer? ÂżNo tenĂa ella la seriedad de Rebus, esaactitud temible? ÂżO es que simplemente pretendĂan ganarse su afecto? ÂżO al usarcon ella un diminutivo parecĂa más vulnerable, menos estricta, menosamenazadora para ellos?
La verdad era que en aquel momento sentĂa menos entereza que nunca. Vioque entraba en el departamento otro policĂa al que llamaban por un mote, elsargento George « Hi-Ho» Silvers, quien mirĂł como si buscase a alguien. Alverla le pareciĂł inmediatamente haber dado con la persona que se ajustaba a susnecesidades.
—¿Estás ocupada? —preguntĂł.—¿TĂş quĂ© crees?—¿Te apetece dar una vuelta en coche?—George, sabes que no eres mi tipo.Él replicĂł con un gesto de desdĂ©n.—Ha aparecido un hombre muerto.—¿DĂłnde?—En Gracemount, en una vĂa de tren abandonada. Por lo visto cayĂł desde el
puente peatonal.—¿AsĂ que es un accidente?Como el de la freidora de Fairstone: otro accidente en Gracemount.Silvers levantĂł los hombros hasta donde le permitĂa la ajustada chaqueta que
tres años antes le venĂa ancha.—Parece ser que alguien le perseguĂa —dijo.
—¿Le perseguĂan?Silvers volviĂł a encogerse de hombros.—Eso es todo lo que sĂ©. Ya lo veremos allĂ.Siobhan asintiĂł con la cabeza.—¿A quĂ© esperamos? —dijo.Fueron en el coche de Silvers y Ă©l le preguntĂł sobre el caso de South
Queensferry, sobre Rebus y sobre la casa incendiada, pero Siobhan le contestĂłcon monosĂlabos. Él acabĂł por entenderlo, puso la radio y comenzĂł a silbar paraacompañar una melodĂa clásica de jazz, posiblemente la mĂşsica que a Ă©l menosle gustaba.
—George, ÂżtĂş escuchas a Mogwai?—No lo conozco. ÂżPor quĂ© lo dices?—No, por nada.No habĂa donde aparcar cerca de la vĂa del tren y Silvers dejĂł el coche junto
al bordillo detrás de un coche patrulla. HabĂa una parada de autobĂşs y una zonade hierba. La cruzaron hasta llegar a una valla baja, casi cubierta de cardos yzarzas. De la cera salĂa una escalera que ascendĂa al paso peatonal, al que sehabĂan asomado vecinos de las viviendas cercanas. Un policĂa uniformado lespreguntaba si habĂan visto u oĂdo algo.
—¿CĂłmo demonios vamos a bajar ahĂ? —gruñó Silvers.Siobhan señalĂł el extremo de la valla donde habĂan improvisado unos
escalones con cajones de leche, bloques de cemento y colchones viejosdoblados. Al llegar allĂ, Silvers echĂł un vistazo y dijo que Ă©l no subĂa. De modoque Siobhan trepĂł como pudo, se deslizĂł por la pendiente y avanzĂł afirmando suspasos en el suelo blando, sintiendo el pinchazo de las ortigas en los tobillos yenganchándose los pantalones en el brezo. HabĂa ya varias personas junto alcadáver, tendido boca abajo sobre un raĂl. ReconociĂł caras de la comisarĂa deCraigmillar y al patĂłlogo, el doctor Curt. A verla, le dirigiĂł una sonrisa a modo desaludo.
—Menos mal que era una vĂa muerta. Al menos está entero —comentĂł.Siobhan mirĂł el cadáver desmadejado. TenĂa una trenca abierta que dejaba
ver una camisa de cuadros amplia, pantalones de pana marrĂłn y zapatosmarrones de suela gruesa de goma.
—Recibimos un par de llamadas —le dijo a Siobhan uno de los policĂas deCraigmillar— diciĂ©ndonos que le habĂan visto vagar por estas calles.
—Algo que no debe de ser tan extraño en esta zona.—SĂ, parecĂa buscar a alguien y llevaba una mano en el bolsillo, como si
fuese armado.—¿Está armado?El policĂa negĂł con la cabeza.—Tal vez tirara el arma al verse perseguido. Pandilleros del barrio, por lo que
parece.Siobhan mirĂł al cadáver y al puente, y viceversa.—¿Cree que le alcanzaron?El policĂa se encogiĂł de hombros.—Bien, Âżsabemos quiĂ©n es?—Gracias a la tarjeta de alquiler de vĂdeos que llevaba en el bolsillo. Se
apellida Callis, A. Callis. Están verificándolo en el listĂn telefĂłnico y si noaparece, conseguiremos su direcciĂłn en el videoclub.
—¿Callis? —repitió Siobhan frunciendo el ceño tratando de recordar de qué lesonaba aquel apellido… De pronto se acordó.
—Andy Callis —dijo casi en un susurro.El policĂa les oyĂł.—¿Lo conoce?Ella negĂł con la cabeza.—Pero sĂ© de alguien que probablemente lo conoce. Si es quien yo pienso,
vive en Alnwickhall —añadió ella sacando el móvil—. Ah, otra cosa… Si es quiencreo, es de los nuestros.
—¿Es poli?Siobhan asintió. El agente de Craigmillar aspiró aire entre dientes y miró
fijamente a los curiosos del puente con otros ojos.
16
No estaba en casa.Rebus habĂa estado mirando casi una hora el cuarto de la señorita Teri.
Oscuridad, oscuridad, oscuridad. Como sus recuerdos. Ni siquiera recordaba conquĂ© amigos se habĂa encontrado en el parque el dĂa de marras. Sin embargo,Allan Renshaw recordaba una escena de hacĂa más de treinta años que habĂapermanecido indeleble en su memoria. Era curioso que las cosas imposibles deolvidar fueran las que no se quieren recordar. Jugadas del cerebro, que trae a lamemoria antiguos olores y sensaciones. Se preguntaba si tal vez Allan estabaenfadado con Ă©l por el simple hecho de que era un rencor posible; porque ÂżquĂ©sentido tenĂa estar enfadado con Lee Herdman? Herdman no estaba allĂ paracastigarle, mientras que Rebus habĂa reaparecido en la vida de su primo como apropĂłsito para convertirse en objeto de su rencor.
En el portátil apareciĂł el salvapantallas y de la oscuridad surgieron unasestrellitas mĂłviles. Dio a la tecla de entrar y volviĂł a ver el dormitorio de TeriCotter. ÂżQuĂ© miraba? ÂżEra curiosidad de mirĂłn? Siempre le habĂa gustado lavigilancia por la simple satisfacciĂłn de indagar en las vidas ajenas, pero sepreguntaba quĂ© placer obtenĂa Teri exhibiĂ©ndose gratuitamente en aquella páginaa las miradas ajenas. Ni existĂa una interacciĂłn, ni el que la observaba podĂaestablecer contacto con ella ni ella comunicarse con quien la viera. ÂżCuál era laexplicaciĂłn? ÂżAnsia de exhibicionismo? Tal vez igual que hacĂa en CockburnStreet, para que la contemplaran y a veces le agredieran. Aunque habĂareprochado a su madre que la vigilara, habĂa corrido a refugiarse en su negociocuando les atacaron los Perdidos. No acababa de hacerse una idea clara deaquella relaciĂłn; claro que su propia hija habĂa vivido con su madre en Londresdurante la adolescencia y para Ă©l era un misterio. A veces su exesposa le llamabapara quejarse de la « actitud» o el « humor» de Samantha, se desahogaba con Ă©ly luego colgaba.
SonĂł el telĂ©fono.Era su mĂłvil. Lo tenĂa enchufado para recargarlo. Lo cogiĂł.—Diga.—Te he estado llamando al telĂ©fono fijo —era la voz de Siobhan— pero
comunicaba.
Rebus mirĂł al portátil que ocupaba la lĂnea telefĂłnica.—¿QuĂ© sucede? —dijo.—Se trata de ese amigo tuyo a quien fuiste a visitar el dĂa que nos
encontramos…Por los ruidos, Rebus pensĂł que le llamaba con el mĂłvil desde la calle.—¿Andy? —preguntó—. ÂżAndy Callis?—¿Puedes describĂrmelo?Rebus se quedĂł paralizado.—¿QuĂ© ha sucedido?—Escucha, a lo mejor no es Ă©l.—¿DĂłnde estás?—DescrĂbemelo; asĂ no tendrás que venir aquĂ inĂştilmente.Rebus cerrĂł los ojos con fuerza y vio a Andy Callis en su cuarto de estar con
las piernas encima de la mesa frente al televisor.—Tiene cuarenta y pico años, pelo castaño oscuro, casi un metro ochenta de
estatura y pesará unos setenta y seis kilos.Siobhan guardĂł silencio un instante.—Quizá será mejor que vengas —dijo.Rebus empezĂł a mirar dĂłnde tenĂa la chaqueta, pero vio el brillo de la
pantalla del ordenador y lo desconectó.—¿Dónde estás? —preguntó.—¿Cómo vas a venir?—Eso no importa —respondió buscando las llaves del coche—. Dame la
direcciĂłn.
Siobhan, al lado de la acera, le vio echar el freno de mano y bajar del vehĂculo.—¿QuĂ© tal las manos? —preguntĂł.—Bastante bien antes de coger el coche.—¿Has tomado el analgĂ©sico?Rebus negĂł con la cabeza.—No me hace falta —respondiĂł mirando el lugar.A unos cien metros estaba la parada de autobĂşs donde se habĂa detenido el
taxi el dĂa que vio a los Perdidos. Echaron a andar hacia el puente.—Estuvo rondando un par de horas por esta zona —dijo Siobhan—. Dos o tres
personas aseguran que le vieron.—¿Y no hicimos nada?—No habĂa ningĂşn coche patrulla disponible.—Si hubiera acudido alguno, quizá no habrĂa muerto —replicĂł Rebus tajante.Ella asintiĂł despacio con la cabeza.—Una vecina oyĂł voces y cree que le perseguĂa una pandilla.
—¿Vio a alguien?Siobhan negĂł con la cabeza. HabĂan llegado al puente, del que los curiosos
comenzaban a alejarse. HabĂan tapado ya el cadáver con una manta, y lo habĂancolocado en una camilla, a la que habĂan atado una cuerda para subirla por elterraplĂ©n. Un furgĂłn funerario aguardaba aparcado junto a la valla donde Silverscharlaba con el conductor fumando un cigarrillo.
—Hemos comprobado en el listĂn telefĂłnico todos los apellidados Callis y noaparece —les dijo a Rebus y a Siobhan.
—No figura —contestĂł Rebus—. Lo mismo que tĂş y y o, George.—¿Estás seguro de que es el mismo Callis? —insistiĂł Silvers.Se oyeron unos gritos abajo en la vĂa y el conductor tirĂł el cigarrillo para
agarrar con fuerza la cuerda. Silvers siguiĂł fumando sin ay udarle hasta que elhombre se lo pidiĂł. Rebus mantuvo las manos en los bolsillos: le ardĂan.
—¡Tirad! —gritaron desde abajo, y en pocos minutos la camilla habĂa pasadopor encima de la valla.
Rebus se acercĂł y le destapĂł el rostro. Lo mirĂł y observĂł la expresiĂłn de pazde Callis.
—SĂ, es Ă©l —dijo apartándose para que lo metieran en la furgoneta. Ayudadopor el policĂa de Craigmillar, el doctor Curt llegĂł a lo alto del terraplĂ©n. Jadeante,superĂł a duras penas los improvisados escalones de cajas y cuando se acercĂłotro policĂa a ayudarle farfullĂł sin aliento que no hacĂa falta.
—Es Ă©l, segĂşn el inspector Rebus —les dijo Silvers.—¿Andy Callis? ÂżEl de la Patrulla de Respuesta Armada? —preguntĂł alguien.Rebus asintiĂł con la cabeza.—¿Hay testigos? —inquiriĂł un policĂa de Craigmillar.—Los vecinos oy eron voces pero nadie ha visto nada —contestĂł un agente.—¿Es un suicidio? —preguntĂł otro.—O trataba de huir —añadiĂł Siobhan, advirtiendo que Rebus no decĂa nada, a
pesar de que Ă©l conocĂa mejor que nadie a Callis.Quizá, precisamente…Vieron cĂłmo la furgoneta de la funeraria avanzaba dando tumbos sobre el
terreno desigual para salir a la carretera. Silvers le preguntĂł a Siobhan si volvĂa aSt Leonard, ella mirĂł a Rebus y negĂł con la cabeza.
—Me llevará John —dijo.—Como quieras. De todos modos, creo que del caso va a encargarse
Craigmillar.Ella asintiĂł con la cabeza, esperando a que Silvers se fuese. Cuando estuvo a
solas con Rebus dijo:—¿Te encuentras bien?—No puedo dejar de pensar en ese coche patrulla que no llegó.—¿Y? —Rebus la miró—. Hay algo más, ¿no?
Finalmente él asintió con la cabeza.—¿Me lo dices? —añadió ella.Rebus continuó asintiendo con la cabeza y cuando echó a andar Siobhan le
siguiĂł hacia el puente y cruzaron por la hierba hasta donde tenĂa el Saab. NohabĂa cerrado. AbriĂł la portezuela pero cambiĂł de idea y le pasĂł a Siobhan lasllaves.
—Conduce tĂş; yo no sĂ© si podrĂ© —dijo.—¿AdĂłnde vamos?—A dar una vuelta, a ver si hay suerte y acabamos en el PaĂs de Nunca
Jamás.Ella tardó un instante en establecer la relación.—¿Los Perdidos? —preguntó.Él asintió con la cabeza y dio la vuelta al coche para ocupar el otro asiento.—¿Y mientras me cuentas la historia?Se lo contó.Resultaba que Andy Callis y su compañero de patrulla recibieron una
llamada para que acudieran a una discoteca de Market Street, detrás de laestaciĂłn de Waverley. Era un local muy concurrido en el que la gente hacĂa colapara entrar. Un cliente que estaba en la cola les habĂa llamado para denunciarque habĂa un individuo con una pistola. Dio una descripciĂłn vaga: menos deveinte años, parka verde, acompañado de otros tres. No estaba haciendo colapara entrar a la discoteca, sĂłlo pasaba por allĂ y, en un momento dado, habĂaabierto la parka para enseñar el arma que llevaba en la cintura.
—Cuando Andy llegĂł al lugar —añadiĂł Rebus— no habĂa rastro de Ă©l. HabĂaseguido hacia New Street. Andy y su compañero fueron hasta allĂ. Llamaron aJefatura y les dieron autorizaciĂłn para quitar el seguro de sus armas… que tenĂanpreparadas. Llevaban puesto el chaleco antibalas. Los de refuerzos estaban listos,por si acaso. ÂżConoces el lugar en que el tren pasa por encima de New Street?
—¿En Calton Road?Rebus asintiĂł con la cabeza.—SĂ, esas arcadas de piedra. Es un puente con poca iluminaciĂłn. No llegan
las luces de la calle.Siobhan se volviĂł para asentir con la cabeza; sabĂa que era un lugar lĂłbrego.—AllĂ hay muchos rincones y recodos —prosiguiĂł Rebus— y al compañero
de Andy le pareció ver algo en la oscuridad. Detuvieron el coche y bajaron.Vieron a cuatro chicos, probablemente los mismos de la discoteca. Se metieron acierta distancia, les preguntaron si llevaban armas de fuego. Les ordenaron dejaren el suelo cuanto tuvieran encima. Tal como Andy me explicó, eran comosombras que no dejaban de moverse… —Recostó la cabeza en el reposacabezasy cerró los ojos—. Y no supo muy bien si lo que vio era una sombra o alguien decarne y hueso. Estaba cogiendo la linterna del cinturón cuando le pareció ver un
movimiento, el gesto de un brazo estirado apuntando con algo. Y él levantó elarma sin seguro…
—¿Y qué sucedió?—Algo cay ó al suelo: una pistola. Una réplica, como se comprobó después.
Pero ya era demasiado tarde.—¿HabĂa disparado?Rebus asintiĂł con la cabeza.—No le dio a nadie. DisparĂł al suelo. Fue un incidente que no habrĂa tenido
mayores consecuencias.—Pero no quedĂł asĂ.—No. —Rebus hizo una pausa—. Se abriĂł una investigaciĂłn como se hace
siempre cuando se dispara un arma. El compañero declarĂł a favor de Andy,pero Ă©l sabĂa que lo hacĂa sin convicciĂłn. EmpezĂł a dudar de sĂ mismo.
—¿Y el chico de la pistola?—Eran cuatro y ninguno que la llevara. Tres vestĂan parkas y el cliente de la
cola de la discoteca no identificó al de la pistola.—¿Eran los Perdidos?Rebus asintió con la cabeza.—Asà los llamaban en el vecindario. Son los que viste en Cockburn Street. Su
jefecillo, que se llama Rab Fisher, acabó ante los tribunales por llevar una pistolafalsa, pero se dio carpetazo al caso y entretanto Andy no paró de darle vueltas ala cabeza, tratando de discernir si verdaderamente…
—¿Y este es el territorio de los Perdidos? —preguntó Siobhan mirando por laventanilla.
Rebus asintiĂł y ella guardĂł silencio pensativa, antes de preguntar:—¿De dĂłnde procedĂa el arma?—Supongo que de Johnson Pavo Real.—¿Por eso quisiste hablar con Ă©l cuando le trajeron a St Leonard?Rebus asintiĂł con la cabeza.—¿Y ahora quieres hablar con los Perdidos?—Pero deben de haberse ido a dormir —dijo Ă©l volviendo la cabeza para
mirar por la ventanilla.—¿Tú crees que Callis vino aquà expresamente?—Tal vez.—¿Para encararse con ellos?—Esos pandilleros salieron impunes del asunto, Siobhan, y eso a Andy le
atormentaba.Siobhan reflexionĂł un instante.—¿Por quĂ© no informamos de todo esto en Craigmillar?—Ya se lo dirĂ©. —NotĂł que ella le miraba—. Te lo juro.—Pudo ser un accidente. Esa vĂa muerta le parecerĂa un buen lugar para
darles esquinazo.—Quizás.—Nadie vio nada.—Vamos, suéltalo —dijo él volviéndose hacia ella.Siobhan lanzó un suspiro.—Es que veo que te obcecas de tal manera en defender las causas de los
demás…—¿Hago eso?—A veces sĂ.—Bueno, pues siento que te moleste.—No me molesta, pero a veces…Pero se tragĂł lo que iba a decir.—¿A veces, quĂ©? —insistiĂł Rebus.Ella negĂł con la cabeza, expulsĂł aire, enderezĂł la espalda y moviĂł el cuello.—Gracias a Dios que ya es fin de semana. ÂżTienes algĂşn plan? —preguntĂł.—A lo mejor voy a hacer montañismo… o a levantar pesas al gimnasio.—¿Es un rastro de sarcasmo?—SĂłlo un rastro —replicĂł Rebus, que acababa de ver algo—. Ve más
despacio —añadió al tiempo que miraba por la ventanilla trasera—. Da marchaatrás.
Siobhan hizo lo que le decĂa y entraron en una calle de casas bajas donde, enmedio de la calzada, habĂa un carrito de supermercado abandonado. Rebus mirĂłhacia un callejĂłn entre dos casas. Era uno… no, eran dos. SĂłlo siluetas, tanpegadas una a otra que parecĂa una sola persona. Y en ese momento comprendiĂłde quĂ© se trataba.
—Es el clásico polvo en la oscuridad —dijo Siobhan—. ÂżQuiĂ©n dijo que elromanticismo habĂa muerto?
Un rostro se volviĂł hacia el coche al oĂr el rumor del ralentĂ y una vozmasculina exclamĂł:
—¿QuĂ©, tĂo, te gusta? Mejor que lo que te dan en casa, Âża que sĂ?—Arranca —dijo Rebus.Siobhan arrancĂł.Acabaron en St Leonard porque Siobhan, sin más explicaciones, dijo que
tenĂa allĂ el coche. Rebus dijo que Ă©l podĂa conducir hasta su casa. Arden Streetestaba a cinco minutos. Pero cuando aparcĂł delante del edificio, las manos leardĂan. Se puso más crema en el cuarto de baño y tomĂł un par de analgĂ©sicoscon la esperanza de dormir unas horas. Un whisky le ayudarĂa; se sirviĂł unabuena medida y se sentĂł en el cuarto de estar. El portátil se habĂa apagado y nose molestĂł en encenderlo. TenĂa en la mesa datos sobre las SAS junto con lacopia del expediente de Herdman, y se quedĂł allĂ mirándolo.
« ÂżQuĂ©, tĂo, te gusta?»
« Mejor que lo que te dan en casa.»« ¿Te gusta…?»
Q UINTO DĂŤA
Lunes
17
La vista era magnĂfica.Siobhan iba sentada delante junto al piloto. Rebus, encajado detrás, con un
asiento vacĂo al lado. El ruido de las hĂ©lices era ensordecedor.—PodrĂamos haber venido con el aviĂłn de empresas —dijo Doug Brimson—,
pero resulta muy caro y a lo mejor era demasiado grande para la PA.PA: pista de aterrizaje; un tĂ©rmino que Rebus no habĂa oĂdo desde que se
habĂa licenciado en el EjĂ©rcito.—¿De empresas? —preguntĂł Siobhan.—Es un aparato de siete plazas que alquilo a empresas para reuniones de
directivos; que más bien se pueden llamar « cuchipandas» . Incluyo champánfrĂo, copas de cristal…
—No debe de estar mal.—Lamento que hoy no tengamos más que un termo de té —añadió riendo, y
se volviĂł a mirar a Rebus—. Este fin de semana volĂ© a DublĂn para llevar a unosbanqueros a un partido de rugby, y me pagaron la estancia.
—Vaya suerte.—Y hace unas semanas estuve en Amsterdam con un grupo de hombres de
negocios que fueron a una despedida de soltero.Rebus pensĂł en su fin de semana. Cuando Siobhan le recogiĂł, le habĂa
preguntado quĂ© habĂa hecho.—Poca cosa —respondiĂł Ă©l—. ÂżY tĂş?—Lo mismo.—QuĂ© gracia, los de la comisarĂa de Leith me dijeron que estuviste por allĂ.—QuĂ© gracia, lo mismo me dijeron de ti.—¿Disfruta del vuelo? —preguntĂł Brimson.—De momento sà —contestĂł Rebus.A decir verdad, no le fascinaba la altura. De todos modos, habĂa contemplado
con asombro Edimburgo a vista de pájaro, y comprobado perplejo cĂłmoempequeñecĂan moles como la del castillo y Calton Hill. Se distinguĂaperfectamente la elevaciĂłn volcánica del Arthur’s Seat, pero los edificiosaparecĂan como una masa grisácea indefinida. Aun asĂ, el tratado geomĂ©trico dela Ciudad Nueva era impresionante. Luego sobrevolaron el estuario del Forth y
dejaron atrás South Queensferry y los dos puentes. Rebus trató de localizar elcolegio de Port Edgar. Primero vio Hopetoun House y con ese referente logrósituar a unos seiscientos metros el edificio del colegio y hasta pudo ver la cabinaprefabricada. En ese momento volaban en dirección oeste siguiendo la M8 haciaGlasgow.
Siobhan preguntĂł a Brimson si trabajaba mucho con empresarios.—Depende de la economĂa. Con sinceridad, a una empresa le resulta más
barato enviar a cuatro o cinco ejecutivos a una reuniĂłn en un aviĂłn privado queen una lĂnea comercial en clase de negocios.
—Señor Brimson, me ha comentado Siobhan que estuvo usted en el EjĂ©rcito—dijo Rebus inclinándose hacia delante cuanto le permitĂa el cinturĂłn deseguridad.
—SĂ, en la RAF —contestĂł Brimson sonriente—. ÂżY usted, inspector? ÂżSirviĂłtambiĂ©n en el EjĂ©rcito?
Rebus asintió con la cabeza.—Incluso hice el entrenamiento de las SAS, pero no aprobé —dijo.—Pocos los consiguen.—Y muchos de los que lo logran acaban mal.—¿Se refiere a Lee? —dijo Brimson mirándole.—Y a Robert Niles. ¿Cómo le conoció?—A través de Lee. Él me dijo que visitaba a Robert. En una ocasión le
preguntĂ© si podĂa acompañarle.—¿Y despuĂ©s empezĂł a ir por su cuenta? —preguntĂł Rebus pensando en el
libro de visitas.—SĂ. Es un tipo interesante y nos llevamos bien. ÂżLe apetece encargarse de
los mandos mientras hablo con su colega? —añadió mirando a Siobhan.—Me temo que…—Bien, quizás en otra ocasión. Ya verá cómo le gusta —le dijo al tiempo que
le guiñaba el ojo—. ¿No opina usted que el Ejército se preocupa poco de susviejos chicos? —preguntó a Rebus.
—No sĂ© quĂ© decirle. Ahora cuentan con apoyo psicolĂłgico cuando vuelven ala vida civil. En mis tiempos no habĂa eso.
—Se dan muchos casos de fracasos matrimoniales y de crisis depresivas.Hay más excombatientes de las Malvinas que se han suicidado que muertos encombate. Muchos sin techo han sido militares.
—Por otra parte —dijo Rebus—, el tema de las SAS hoy es un gran negocio.Puede uno vender una historia a un editor u obtener un empleo deguardaespaldas. Según tengo entendido, hay muchas plazas vacantes en todos losescuadrones de las SAS. Muchos se van, y la tasa de suicidios es inferior a lamedia.
Brimson no parecĂa escuchar.
—Hace unos años… un tipo saltĂł de un aviĂłn; no sĂ© si usted se enterarĂa.TenĂa la QGM.
—La Cruz al Valor de la Reina —aclarĂł Rebus a Siobhan.—HabĂa intentado apuñalar a su exesposa porque sospechaba que querĂa
matarle. SufriĂł una depresiĂłn y como no aguantaba más usĂł la caĂda libre, conperdĂłn.
—Son cosas que ocurren —dijo Rebus, recordando el libro del piso deHerdman, del que se habĂa caĂdo la foto de Teri.
—Ah, sĂ, desde luego —prosiguiĂł Brimson—. El capellán de las SAS queestuvo en el asedio a la embajada iranĂ acabĂł suicidándose, y otro antiguomiembro de las SAS matĂł a su novia con un arma que guardaba desde la guerradel Golfo.
—¿Y a Herdman le sucedió algo parecido? —preguntó Siobhan.—Parece que sà —contestó Brimson.—Pero ¿por qué eligió ese colegio? —añadió Rebus—. Usted fue a alguna de
sus fiestas, Âżverdad, señor Brimson?—SĂ, daba fiestas estupendas.—Siempre con gente muy joven.—¿Es un comentario o una pregunta? —dijo Brimson volviĂ©ndose.—¿Vio alguna vez drogas?Brimson parecĂa concentrado en el panel de instrumentos.—Tal vez algo de hachĂs —contestĂł finalmente.—¿Nada más?—Que yo viera, no.—SĂ, claro, no es lo mismo. ÂżHabĂa oĂdo algĂşn rumor de que Lee Herdman
traficase?—No.—¿O que introdujese droga?—¿No necesitaré un abogado? —dijo Brimson mirando a Siobhan.—Creo que el inspector sólo pretende charlar —respondió ella con una
sonrisa. Se volviĂł hacia Rebus—. ÂżVerdad?Le lanzĂł una mirada para que no presionara tanto.—SĂ, es por hablar de algo —contestĂł Ă©l, tratando de no pensar en las horas de
sueño perdido, en el dolor de las manos y en la muerte de Andy Callis yconcentrándose en contemplar por la ventanilla el cambiante paisaje.
Pronto llegarĂan a Glasgow y sobrevolarĂan el estuario del Clyde, la isla deBute y Kinty re.
—¿Asà que nunca se le ocurrió relacionar a Lee Herdman con drogas? —preguntó.
—Yo nunca le vi con nada más fuerte que un porro.—Eso no responde exactamente a mi pregunta. ÂżQuĂ© pensarĂa si le dijera que
han encontrado droga en uno de los barcos de Herdman?—Le dirĂa que a mĂ no me concierne. Lee era amigo mĂo, inspector. No
piense que voy a seguir el juego que usted se traiga.—Mis colegas creen que introducĂa cocaĂna y Ă©xtasis —añadiĂł Rebus.—No es de mi incumbencia lo que piensen sus colegas —musitĂł Brimson, y
guardó silencio.—La semana pasada vi su coche en Cockburn Street —dijo Siobhan para
cambiar de tema—. Precisamente despuĂ©s de ir a verle a Turnhouse.—Seguramente estarĂa en el banco.—No eran horas de banco.—¿En Cockburn Street? —preguntĂł Brimson pensativo, y a continuaciĂłn
asintiĂł con la cabeza—. SĂ, unos amigos mĂos tienen una tienda por allĂ. Creo quefui a verles.
—¿Qué tienda es?Él la miró.—En realidad no es una tienda, sino un salón de bronceado.—¿Propiedad de Charlotte Cotter? —Brimson la miró perplejo—.
Interrogamos a su hija, es alumna del colegio.—Exacto —añadiĂł Brimson. HabĂa llevado todo el rato puestos los
auriculares, uno de ellos separado del oĂdo. Se lo colocĂł bien y acercĂł elmicrĂłfono a la boca—. Adelante, torre —dijo, y a continuaciĂłn escuchĂł lasinstrucciones de la torre de control del aeropuerto de Glasgow para evitar lacolisiĂłn con un vuelo que estaba a punto de llegar.
Rebus mirĂł la nuca de Brimson, pensando en que Teri Cotter no habĂamencionado que era amigo de sus padres y que a Ă©l no le habĂa parecido quefuera santo de su devociĂłn.
El Cessna se inclinĂł bruscamente y Rebus procurĂł no agarrarse con excesivafuerza a los brazos del asiento. Un minuto más tarde sobrevolaban Greenock y acontinuaciĂłn el breve estrecho de mar que los separaba de Dunoon. El paisaje sehacĂa cada vez más agreste, con bosques y pocas casas. Sobrevolaron el lagoFy ne y enseguida se vieron sobre el estrecho de Jura.
En ese momento el viento azotó al avión.—No he estado nunca aquà —dijo Brimson—. Miré anoche en el mapa y sólo
hay una carretera en la parte este. La mitad de la isla son bosques y algunospicos elevados.
—¿Y la pista de aterrizaje? —preguntó Siobhan.—Ahora la verá —contestó él volviéndose de nuevo hacia Rebus—. ¿Lee
alguna vez poesĂa, inspector?—¿Tengo y o aspecto de leer poesĂa?—Francamente, no. A mĂ me gusta mucho Yeats y anoche leĂ un poema
suy o: « Sé que encontraré mi destino entre nubes en el cielo; no odio a quienes
combato ni amo a quienes protejo» . ¿No es lo más triste que puede haber? —añadió mirando a Siobhan.
—¿Cree que Lee se sentĂa asĂ? —preguntĂł ella.Brimson se encogiĂł de hombros.—Eso es lo que pensaba ese desgraciado que se tirĂł del aviĂłn. —Hizo una
pausa—. ¿Sabe cómo se titula el poema? Un aviador irlandés prevé su muerte. Yaestamos sobrevolando la isla de Jura —añadió mirando el panel de instrumentos.
Siobhan mirĂł a tierra en el momento en que el aviĂłn describĂa un cĂrculocerrado que le permitiĂł ver de nuevo la costa y una carretera paralela. A medidaque el aparato descendĂa, Brimson parecĂa buscar algo en la carretera, algunamarca, tal vez.
—No entiendo dónde vamos a aterrizar —comentó Siobhan cuando vio a unhombre que agitaba los brazos en dirección a ellos.
Brimson volviĂł a elevar el aparato y describiĂł otro cĂrculo.—¿Hay tráfico? —preguntĂł mientras sobrevolaban de nuevo la carretera a
baja altura. Siobhan pensĂł que hablaba por el micro con alguna torre de control,pero comprendiĂł que se lo preguntaba a ella, y se referĂa a « tráfico» de cochesen la cinta de asfalto.
—No lo dirá en serio —replicĂł volviĂ©ndose para ver si tambiĂ©n Rebus estabaperplejo, pero Ă©l parecĂa concentrado en hacer aterrizar al aparato mediante elpoder de la voluntad.
Oyeron el impacto sordo de las ruedas en el asfalto y la avioneta rebotĂłvarias veces como si quisiera volver a elevarse. Brimson apretaba los dientespero sonreĂa. Se volviĂł hacia Siobhan con gesto de triunfo y rodĂł despacio por lacarretera hasta el lugar donde el hombre no dejaba de mover los brazos paraguiarle hacia una salida que daba a un campo de rastrojos. Avanzaronbamboleándose sobre las rodadas hasta que Brimson parĂł los motores y se quitĂłlos auriculares.
Junto al campo habĂa una casa y una mujer con un niño en brazos que lesmiraba. Siobhan abriĂł la portezuela, se desabrochĂł el cinturĂłn de seguridad ysaltĂł a tierra. TenĂa la sensaciĂłn de que vibraba y comprendiĂł que era su cuerpo,aĂşn estremecido por el vuelo.
—Es la primera vez que aterrizo en una carretera —dijo Brimson sonriente alhombre.
—SĂłlo se puede en la carretera o en este campo —replicĂł el hombre con unacento cerrado. Era alto y musculoso, tenĂa el pelo rizado de color castaño ymejillas sonrosadas—. Me llamo Rory Mollison —añadiĂł dando la mano aBrimson, que le presentĂł a Siobhan. Rebus estaba encendiendo un cigarrillo, y envez de darle la mano le dirigiĂł una inclinaciĂłn de cabeza—. AsĂ que encontraronla carretera.
—Ya ve que sà —dijo Siobhan.
—Me imaginĂ© que lo conseguirĂan —dijo Mollison—. Los de las SASaterrizaron en helicĂłptero, y fue el piloto quien me dijo que la carretera podĂaservir de pista. Ya han visto que no hay baches.
—No le engañó —añadiĂł Brimson.Mollison habĂa servido de guĂa local al equipo de rescate. Cuando Siobhan le
pidiĂł a Brimson el favor de que les llevara en aviĂłn a la isla, Ă©l preguntĂł si sabĂadĂłnde se podĂa aterrizar y fue Rebus quien facilitĂł el nombre de Mollison.
Siobhan saludó con la mano a la mujer, que también le respondió con granentusiasmo.
—Es mi esposa Mary con nuestra pequeña Seona —dijo Mollison—.¿Quieren tomar algo? —añadió.
Rebus consultó ostensiblemente el reloj .—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo—. ¿Estará bien hasta que
volvamos? —añadió dirigiéndose a Brimson.—¿Qué quiere decir?—Será cuestión de algunas horas…—Un momento. Yo les acompaño. Supongo que el señor Mollison no querrá
que me quede aquĂ como alma en pena. Además, no pueden dejarme solodespuĂ©s de haberles traĂdo.
Rebus miró a Siobhan y aceptó encogiéndose de hombros.—Pasen dentro a cambiarse, si quieren —dijo Mollison.Siobhan cogió su mochila y asintió con la cabeza.—¿Cambiarnos? —comentó Rebus.—Para ponerse las botas de montaña —añadió Mollison mirándole de arriba
abajo—. ÂżNo ha traĂdo otra ropa?Rebus se encogiĂł de hombros. Siobhan abriĂł la mochila y le enseñó unas
botas de excursiĂłn, un chubasquero y una cantimplora.—Eres una autĂ©ntica Mary Poppins —comentĂł Rebus.—Yo le prestarĂ© unas —dijo Mollison conduciĂ©ndoles a la casa.—¿AsĂ que no es usted guĂa profesional? —preguntĂł Siobhan.Mollison negĂł con la cabeza.—Pero conozco la isla como la palma de la mano —dijo—. En estos veinte
años me la he recorrido de arriba abajo.Fueron hasta donde fue posible en el Land Rover de Mollison siguiendo las
rodadas en el pegajoso barro entre tremendas sacudidas. O bien Mollison era unconductor excelente o era un loco. A veces rodaban a toda velocidad por unterreno cubierto de musgo y por tramos en que tenĂa que reducir de marcha parasalvar relieves rocosos y arroy os. Sin embargo, llegĂł un momento en que tuvoque rendirse. HabĂa que poner pie en tierra.
Rebus llevaba unas botas de escalar muy usadas y el cuero, impecablementeendurecido, le hacĂa imposible caminar flexionando bien el pie. Se habĂa puesto
unos pantalones impermeables manchados de barro seco y un viejo chubasquerode plástico. Sin el ruido del motor, avanzaban en medio del silencio de lanaturaleza.
—¿Viste la primera pelĂcula de Rambo? —preguntĂł Siobhan en un susurro.Rebus pensĂł que no esperaba respuesta y se volviĂł hacia Brimson.—¿Por quĂ© dejĂł la RAF? —preguntĂł.—Por aburrimiento, supongo. Estaba harto de acatar Ăłrdenes de gente por la
que no sentĂa ningĂşn respeto.—¿Y Lee? ÂżLe dijo por quĂ© dejĂł las SAS?Brimson se encogiĂł de hombros. Caminaba con la vista en el suelo mirando
las raĂces y los charcos.—Supongo que por el mismo motivo —contestĂł.—¿Pero nunca lo dijo?—No.—¿Y de quĂ© hablaban ustedes?—De muchas cosas —respondiĂł Brimson mirándole.—¿Se llevaba bien con Ă©l? ÂżNo discutĂan?—SĂ, de polĂtica un par de veces… del rumbo que tomaba el mundo. Pero no
hubo nada que me hiciera pensar que fuera a descarrilar. Si hubiera advertidoalgĂşn indicio, le habrĂa ayudado.
La palabra « descarrilar» le hizo pensar en las vĂas del tren y en el cadáverde Andy Callis, y pensĂł si las visitas que Ă©l le habĂa hecho habrĂan sido positivas omás bien un doloroso acicate para que su amigo recordase su ruina profesional.Y pensĂł tambiĂ©n que Siobhan habĂa estado a punto de decir algo en el coche lanoche anterior. Tal vez algo relacionado con el motivo que le impulsaba aentrometerse en la vida de los demás, a veces con resultados adversos.
—¿Hay que caminar mucho? —preguntó Brimson a Mollison.—Una hora de ida y otra de vuelta más o menos —contestó el hombre, que
llevaba un zurrón al hombro. Miró a sus compañeros, deteniéndose en Rebus—.Bueno, puede que hora y media —añadió.
Rebus le habĂa explicado a Brimson en la casa parte de la historia, y lepreguntĂł si Herdman le habĂa hablado alguna vez de la misiĂłn. Pero Brimson dijoque no.
—Aunque recuerdo haberlo leĂdo en los periĂłdicos. Dijeron que el IRA habĂaderribado el helicĂłptero.
Cuando iniciaron la ascensiĂłn, Mollison comentĂł:—A mĂ me dijeron que buscaban pruebas de que habĂa sido un disparo de
misil.—¿No mostraron interĂ©s en encontrar los cadáveres? —preguntĂł Siobhan.Sus botas, si no nuevas, parecĂan poco usadas. Se habĂa puesto calcetines
gruesos y habĂa remetido en ellos los bajos del pantalĂłn.
—Oh, sĂ, creo que tambiĂ©n; pero les interesaba más averiguar por quĂ© sehabĂa estrellado el helicĂłptero.
—¿Cuántos vinieron? —preguntĂł Rebus.—Seis.—¿Y fueron directamente a su casa?—Creo que hablaron con alguien de Rescates y les informarĂan que el Ăşnico
guĂa que iban a encontrar era yo. —Hizo una pausa—. No hay nadie más. Mehicieron firmar el Acta de Secretos Oficiales —añadiĂł tras otra pausa.
—¿Antes o después? —preguntó Rebus mirándole.Mollison se rascó detrás de la oreja.—Al principio. Me dijeron que era el procedimiento habitual. ¿Significa eso
que no se lo puedo decir a usted? —añadió mirando a Rebus.—No lo sé… ¿Encontraron algo que usted crea que debe mantenerse secreto?Mollison reflexionó un instante antes de negar con la cabeza.—Pues, en ese caso, puede hablar sin reparos —dijo Rebus—.
Probablemente era una simple formalidad. —Mollison reanudó la marcha yRebus trató de no perder el paso a pesar de las malditas botas—. ¿Ha venidoalguien más desde entonces? —preguntó.
—Muchos excursionistas en verano.—Me refiero a alguien del Ejército.Mollison volvió a rascarse la oreja.—A mediados del año pasado, o quizás haga más tiempo…, vino una mujer
que se hacĂa pasar por turista.—Pero no daba el pego —aventurĂł Rebus, pasando a describirle a Whiteread.—La ha descrito que ni pintada —dijo Mollison, y Rebus y Siobhan
intercambiaron una mirada.—Quizá yo no lo entienda —dijo Brimson parándose para recuperar el
aliento—, pero ¿qué tiene esto que ver con lo que hizo Lee?—A lo mejor nada —concedió Rebus—. De todos modos, nos sentará bien
hacer ejercicio.A medida que la ascensiĂłn progresaba continuaron en silencio para no
derrochar energĂas. Finalmente salieron del bosque y en la pendiente que seextendĂa ante su vista ya sĂłlo habĂa arbolillos y algunas peñas que despuntabanentre hierbas, brezos y helechos. A partir de allĂ era imposible caminar y habrĂaque escalar. Rebus estirĂł el cuello para otear la lejana cumbre.
—No se preocupe —dijo Mollison señalando el pico—, no tenemos que subir.El helicĂłptero chocĂł a mitad de la pared y cayĂł por aquà —añadiĂł señalando conel brazo la zona donde se encontraban—. Era un helicĂłptero grande; me pareciĂłque tenĂa varias hĂ©lices.
—Era un Chinook —les explicó Rebus—. Tiene los dos rotores, uno en elmorro y otro en la cola. Debieron de quedar muchos restos —dijo mirando a
Mollison.—Muchos. Pero los cadáveres… los cadáveres estaban despedazados. Uno lo
encontramos colgado en un saliente cien metros más arriba; lo bajamos otro yyo. Trajeron al equipo de rescate para llevarse los restos. Y antes vino alguien aexaminarlo todo. No encontró nada.
—¿Por si habĂa sido un misil?Mollison asintiĂł con la cabeza y señalĂł hacia una arboleda.—Los papeles volaron por toda la zona y anduvieron buscándolos por el
bosque. Las ramas de los árboles estaban llenas de hojas de papel. ¿Creerá ustedque tuvieron que trepar para recogerlos?
—¿Dieron alguna explicación?Mollison volvió a asentir.—Oficialmente no, pero en una ocasión en que pararon para tomar una
cerveza, y lo hacĂan a menudo, oĂ lo que decĂan. El helicĂłptero iba al Ulster, concomandantes y coroneles a bordo. Llevaban documentos que no querĂan quecay eran en manos de los terroristas. Eso quizás explique que vinieran armados.
—¿Armados?—El equipo de rescate vino con rifles. A mà me pareció algo extraño.—¿Vio usted alguno de esos documentos? —preguntó Rebus.Mollison asintió.—Pero no leà nada. Los estrujaba y se los entregaba a ellos.—Lástima —comentó Rebus acompañando sus palabras de una irónica
sonrisa.—Esto es precioso —dijo Siobhan de pronto, protegiéndose los ojos del sol.—¿Verdad que s� —añadió Mollison sonriente.—Y hablando de tomar algo… —interrumpió Brimson—. ¿Dónde está esa
cantimplora de té?Siobhan abrió la mochila y le tendió la cantimplora, que fue pasando de mano
en mano. SabĂa como sabe siempre el tĂ© en un recipiente de plástico. RebuscaminĂł por la zona hasta el pie de la pendiente.
—¿Hubo algo que le pareciera extraño? —preguntĂł a Mollison.—¿Extraño?—Respecto a la misiĂłn, los miembros del equipo o lo que hacĂan. —Mollison
negĂł con la cabeza—. ÂżHablĂł con todos?—SĂłlo estuvimos aquĂ dos dĂas.—¿ConociĂł a Lee Herdman? —añadiĂł Rebus mostrándole una foto que habĂa
traĂdo consigo.—¿Este es el que ha matado a los colegiales? —preguntĂł Mollison,
aguardando a que Rebus le dijera que sĂ con la cabeza, tras lo cual volviĂł a mirarla foto—. SĂ, lo recuerdo. Era un hombre agradable… tranquilo. No me pareciĂłque estuviera muy integrado en el equipo.
—¿A qué se refiere?—A él lo que más le gustaba era internarse en el bosque para recoger restos y
trozos de papel. Briznas de cosas. Los otros se reĂan de Ă©l y en dos o tresocasiones tuvieron que llamarle a la hora del tĂ©.
—Quizá pensara que no valĂa la pena apresurarse —terciĂł Brimson oliendo eltĂ©.
—No irá a decirme que no sé hacer té —dijo Siobhan, ante lo cual Brimsonalzó los brazos en señal de conciliación.
—¿Cuánto tiempo estuvieron aquĂ? —preguntĂł Rebus.—Dos dĂas. La escuadrilla de rescate llegĂł al segundo dĂa, y tardaron una
semana más en llevárselo todo.—¿Habló mucho con ellos?Mollison se encogió de hombros.—Eran gente simpática, pero muy metida en su tarea.Rebus asintió con la cabeza y se dirigió al bosque. No estaba lejos, pero le
sorprendiĂł la rapidez con que se adueñaba de uno la sensaciĂłn de encontraresolo, aislado de las caras aĂşn visibles y de las voces. ÂżCĂłmo se llamaba el álbumde Brian Eno? Another Green World, otro mundo verde. Primero habĂan visto unpaisaje desde el aire, pero en aquel momento se hallaba inmerso en otro mundotambiĂ©n extraño y vibrante. Lee Herdman habĂa entrado en aquel bosque y eracasi como si no hubiese vuelto a salir. Fue su Ăşltima operaciĂłn antes de dejar lasSAS. ÂżHabĂa descubierto Herdman algo en aquella espesura? ÂżHabĂa encontradoalgo?
Le asaltĂł de pronto una idea: las SAS no se dejan nunca. Por encima desentimientos y actos cotidianos, uno conservaba siempre una marca indeleble.Tienes experiencias poco comunes. Te das cuenta de que hay otros mundos yotras realidades. En el regimiento te entrenan para que veas la vida como una detantas misiones, una misiĂłn llena de posibles trampas y asesinos. Se preguntĂł enquĂ© medida se habĂa realmente distanciado Ă©l de sus experiencias en losparacaidistas y de la preparaciĂłn para el ingreso en las SAS.
ÂżHabĂa estado en caĂda libre desde entonces?ÂżHabĂa Lee Herdman, como aquel piloto del poema, vaticinado su propia
muerte?Se agachĂł, pasĂł una mano por el suelo cubierto de ramitas, hojas, musgo y
flores silvestres, y vio mentalmente el helicĂłptero estrellándose contra las rocas,por averĂa o error del piloto. Se lo figurĂł como una bola de fuego en el cielo, conlas hĂ©lices retorcidas, inmĂłviles. DebiĂł de caer como una piedra, los cadáveressaldrĂan despedidos por efecto de la colisiĂłn desplomándose sobre el duro suelocon un golpe sordo. El mismo ruido que habrĂa hecho el cuerpo de Andy Callis alcaer en aquella vĂa muerta. La explosiĂłn diseminarĂa los trozos del aparato, debordes requemados como papeles o hechos trizas, y harĂa volar los documentos
secretos que encomendaron recuperar a las SAS. Y Lee Herdman, con mayortesĂłn que nadie, se habĂa internado en aquel bosque una y otra vez. RecordĂł loque habĂa comentado Teri Corten « Él era asĂ, tenĂa secretos» . PensĂł en elordenador desaparecido, el que Herdman habĂa comprado para su negocio.ÂżDĂłnde estaba? ÂżQuiĂ©n lo tenĂa? ÂżQuĂ© secretos encerraba?
—¿Te encuentras bien?Era la voz de Siobhan. Estaba a su lado con la taza llena de nuevo. Se levantĂł.—Muy bien —dijo.—Te he estado llamando.—No te he oĂdo —dijo Ă©l cogiendo la taza que le tendĂa.—¿Percibiendo a Lee Herdman? —preguntĂł ella.—PodrĂa ser —contestĂł Ă©l dando un sorbo de tĂ©.—¿TĂş crees que aquĂ vamos a encontrar algo?Rebus se encogiĂł de hombros.—Tal vez nos baste con ver el lugar.—TĂş piensas que Ă©l sĂ encontrĂł algo, Âżverdad? —Le mirĂł a los ojos—. Crees
que cogió algo y el Ejército quiere recobrarlo. —Ya no era una pregunta, sinouna afirmación.
Rebus asintiĂł con la cabeza.—¿Y eso de quĂ© forma nos concierne? —preguntĂł Siobhan.—Quizá porque no nos gusta esa pareja de policĂas militares —respondiĂł
Rebus—. O porque, sea lo que fuere, ellos no lo han encontrado, lo que significaque puede encontrarlo un tercero. O quizá ya dio con ello alguien la semanapasada.
—¿Y eso fue lo que desquiciĂł a Herdman?Rebus volviĂł a encogerse de hombros y le devolviĂł la taza vacĂa.—Te gusta Brimson, Âżverdad? —dijo.Ella no se inmutĂł, pero no pudo sostenerle la mirada.—Me parece bien —añadiĂł Ă©l con una sonrisa, pero Siobhan interpretĂł mal el
tono y le mirĂł furiosa.—Oh, asĂ que me das permiso.Rebus levantĂł las manos en señal de conciliaciĂłn.—SĂłlo pretendĂa decir… —OptĂł por no añadir nada para no estropearlo y
comentó—: Oye, este té está muy fuerte.Tras lo cual echó a andar hacia la pared rocosa.—Al menos me he tomado la molestia de traerlo —musitó Siobhan vertiendo
los restos de la taza.
En el vuelo de regreso, Rebus, en el asiento de atrás, no abrió la boca a pesar deque Siobhan se ofreció a que cambiaran de sitio. Mantuvo la cara pegada al
cristal, como si estuviera extasiado por las vistas, mientras ella charlaba conBrimson, que le enseñó cĂłmo se manejaban los mandos y consiguiĂł queaceptara que le diera una lecciĂłn de vuelo. Era como si hubieran olvidado a LeeHerdman, y Rebus no tuvo más remedio que admitir que quizá tuvieran razĂłn.Casi todos los habitantes de South Queensferry, incluidas las familias de lasvĂctimas, ansiaban volver a la normalidad. El pasado era el pasado. No se podĂacambiar, ni volver atrás. HabĂa que olvidar algĂşn dĂa…
Rebus cerrĂł los ojos deslumbrado por el sol que bañó tibiamente su rostro. SepercatĂł de que estaba agotado y a punto de dormirse, y se dijo que no tenĂaimportancia sucumbir a un sueño reparador. Minutos despuĂ©s se despertĂłsobresaltado. HabĂa soñado que estaba solo en una ciudad desconocida, vestidocon un viejo pijama a rayas, descalzo y sin dinero, y buscaba a alguien que lesocorriera, tratando al mismo tiempo de pasar inadvertido. Al mirar por loscristales en el interior de un cafĂ©, vio un hombre que escondĂa una pistola en suregazo debajo de la mesa. Él no podĂa entrar en el local sin dinero y permaneciĂłafuera mirándose las manos apoyadas en los cristales y procurando no alterarse.
ParpadeĂł y aclarĂł su visiĂłn y comprobĂł que ya sobrevolaban el estuario delForth. Brimson seguĂa hablando.
—A veces pienso en el daño que podrĂan hacer aquĂ unos terroristas con algoincluso tan pequeño como un Cessna, en el puerto, en el trasbordador, en lospuentes o en el aeropuerto.
—SĂ, no les faltarĂa dĂłnde elegir —comentĂł Siobhan.—Ah, inspector, vuelve con nosotros. Lamento que nuestra compañĂa le haya
resultado aburrida —dijo Brimson cruzando una sonrisa con Siobhan, por lo queRebus intuyĂł que no le habĂan echado de menos.
Fue un aterrizaje suave, y Brimson acercĂł la avioneta hasta el lugar en queSiobhan habĂa aparcado el coche. Rebus saltĂł a tierra y estrechĂł la mano alpiloto.
—Gracias por haberme dejado acompañarles —dijo Brimson.—Soy yo el que debo darle las gracias. Pásenos la factura del combustible y
de sus servicios.Brimson se encogiĂł de hombros y se volviĂł para dar la mano a Siohban, a
quien se la estrechó algo más de lo estrictamente necesario al tiempo que alzabaun dedo de la otra.
—Recuerde que la espero.—Lo prometido es deuda, Doug —dijo ella sonriente—. Ahora mismo, no sé
si va a parecerle abuso por mi parte…—Adelante, diga.—¿No podrĂa echar un vistazo al aviĂłn de los ejecutivos? Es pura curiosidad,
por ver cĂłmo vive esa gente.Él la mirĂł un instante antes de sonreĂr.
—Por supuesto. Está en el hangar —añadió iniciando la marcha—. ¿Nosacompaña, inspector?
—Yo les espero aquà —dijo Rebus.Una vez a solas consiguió encender un cigarrillo resguardándose detrás del
Cessna. Volvieron los dos al cabo de cinco minutos y Brimson se puso serio al verel pitillo casi consumido.
—Está terminantemente prohibido fumar —dijo—. Por el riesgo de incendio,compréndalo.
Rebus se encogiĂł de hombros a modo de disculpa, tirĂł la colilla y la aplastĂłcon el zapato. SiguiĂł a Siobhan al coche y vio que Brimson subĂa al Land Roverpara dirigirse a la verja a abrirles.
—Es un tĂo agradable —dijo.—SĂ, es agradable —añadiĂł ella.—¿De verdad lo crees?—¿TĂş, no? —replicĂł Siobhan mirándole.—Tengo la impresiĂłn de que es un coleccionista —respondiĂł Ă©l encogiĂ©ndose
de hombros.—¿De qué?Rebus reflexionó un instante.—De ejemplares curiosos, de tipos como Herdman y Niles.—No olvides que es también amigo de los Cotter —añadió Siobhan, que
empezaba a ponerse de uñas.—Oye, no pretendo…—Me estás advirtiendo, Âżno es eso?Rebus guardĂł silencio.—¿No es eso? —repitiĂł ella.—SĂłlo querĂa prevenirte para que no te deslumbre ese lujo de aviones
particulares para ejecutivos. Por cierto, ¿qué tal estaba?Ella le miró furiosa pero se aplacó.—Era más bien pequeño, pero con asientos de cuero. Durante los vuelos
sirven champán y comidas calientes.—No te hagas ilusiones.Ella torciĂł la boca y le preguntĂł adĂłnde querĂa ir. Rebus dijo que a la
comisarĂa de Craigmillar. El agente que les recibiĂł se llamaba Blake y hacĂamenos de un año que habĂa dejado el uniforme, pero a Rebus no le importĂł, asĂse mostrarĂa más predispuesto a ayudarle. Le dijo lo que sabĂa sobre Andy Callisy los Perdidos y Blake le escuchĂł muy atento, interrumpiĂ©ndole de vez encuando para plantear alguna pregunta y hacer anotaciones en un bloc tamañofolio. Siobhan estuvo presente, con los brazos cruzados y mirando a la pared casitodo el rato. A Rebus le pareciĂł que pensaba en vuelos en aviĂłn.
Concluida la conversaciĂłn, Rebus preguntĂł si habĂa algĂşn avance en la
investigación, pero Blake negó con la cabeza.—No aparece ningún testigo. El doctor Curt va a hacer la autopsia esta tarde
—añadió consultando el reloj—. Seguramente me acercaré. Si quiere venir…Rebus negó con la cabeza. No deseaba ver a su amigo abierto en la mesa de
disecciĂłn.—¿Va a traer aquĂ a Rab Fisher? —preguntĂł.—No se preocupe —contestĂł Blake—. Le interrogarĂ©.—No espere mucha cooperaciĂłn por su parte —comentĂł Rebus.—HablarĂ© con Ă©l.Por el tono, Rebus comprendiĂł que el joven policĂa parecĂa dispuesto a
apretar bien las tuercas al pandillero.—A nadie le gusta que le digan cómo hacer su trabajo —añadió con una
sonrisa.—Al menos hasta después de haberlo hecho mal —replicó Blake poniéndose
en pie.Rebus se levantĂł tambiĂ©n y se dieron la mano.—Es un joven simpático —comentĂł Rebus camino del coche.—Bastante creĂdo —replicĂł Siobhan—. Piensa que nunca va a hacer algo
mal.—Ya escarmentará.—Eso espero. De verdad.
18
HabĂan previsto volver al piso de Siobhan para que ella preparase la cenaprometida. Iban tranquilamente hacia casa, cuando cerca del cruce de LeithStreet con Cork Place, al ponerse rojo el semáforo, Rebus se volviĂł hacia ella.
—¿Tomamos antes una copa? —dijo.—¿Y luego conduzco yo?—Puedes coger un taxi para volver a casa y recoger el coche por la mañana.Siobhan, indecisa, miró la luz roja y cuando se puso verde dio al intermitente
para cambiar de carril y tomar Queen Street.—Supongo que vamos al Oxford para honrarlo con nuestra presencia —
comentó él.—¿Dónde, si no, satisfacer las exigencias del señor?—Escucha; tomamos una copa allà y tú eliges después otro bar.—De acuerdo.Tomaron la primera copa en la barra llena de humo del Oxford, atestado de
una bulliciosa clientela despuĂ©s del trabajo. En el canal Discovery ofrecĂan unreportaje sobre el Antiguo Egipto. Siobhan observĂł a los clientes habituales, másinteresantes que lo que pudiera ofrecer la televisiĂłn, y advirtiĂł que Harry elbarman sonreĂa.
—Parece extrañamente contento —comentĂł a Rebus.—Sospecho que está enamorado —contestĂł Rebus, que bebĂa despacio la
cerveza para que le durase, puesto que Siobhan no habĂa insinuado nada de tomaruna segunda allĂ. Ella casi habĂa acabado la media sidra que habĂa pedido—.ÂżQuieres otra media? —le preguntĂł.
—Dijiste una copa.—Asà me acompañas —replicó él levantando el vaso para que viera que le
quedaba bastante, pero ella negĂł con la cabeza.—Te veo las intenciones —dijo.Rebus puso cara de inocente aunque sabĂa que no iba a engañarla.Llegaron unos cuantos clientes habituales más que se abrieron paso entre la
gente. En una mesa del salĂłn de atrás habĂa tres mujeres, pero en la barraSiobhan era la Ăşnica. ArrugĂł la nariz por los empellones y el aumento del tono delas voces, se llevĂł el vaso a los labios y apurĂł la sidra.
—Vámonos —dijo.—¿AdĂłnde? —preguntĂł Rebus mohĂno, pero ella no quiso decĂrselo—. Tengo
la chaqueta en la percha —añadiĂł Ă©l, que se la habĂa quitado como recursopsicolĂłgico para que viera que allĂ se encontraba muy a gusto.
—Pues cógela —replicó ella.Rebus se puso la chaqueta y apuró de un trago el resto de cerveza antes de
seguirla.—Aire fresco —dijo ella respirando hondo.TenĂa el coche en North Castle Street, pero lo dejaron atrás y siguieron en
direcciĂłn a George Street. Frente a ellos se veĂa el castillo iluminado bajo el cielonegro. Doblaron a la izquierda y Rebus sintiĂł en sus piernas las agujetas tras laexcursiĂłn a la isla de Jura.
—Hoy no me quita nadie un buen baño —dijo.—Seguro que es el único ejercicio que has hecho en todo el año —comentó
Siobhan sonriente.—En toda la década —apostilló él.Unos pasos más adelante, Siobhan se detuvo para descender unos escalones.
HabĂa elegido un bar que estaba por debajo del nivel de la calle y que era tiendaen la planta superior; un local chic con luz discreta y mĂşsica.
—¿HabĂas estado aquĂ alguna vez? —preguntĂł ella.—¿TĂş quĂ© crees? —respondiĂł Ă©l a punto de dirigirse a la barra, pero Siobhan
le señaló un reservado libre.—Sirven en las mesas —dijo mientras se sentaban.Inmediatamente acudió una camarera. Siobhan pidió una ginebra con tónica
y Rebus un Laphroaig. Cuando se lo trajeron, alzĂł el vaso y lo mirĂł pocosatisfecho con la medida. Siobhan agitĂł su combinado y estrujĂł la rodaja de limacontra los cubitos de hielo.
—¿Dejo la cuenta abierta? —preguntĂł la camarera.—SĂ, por favor —contestĂł Siobhan y, cuando la mujer se alejĂł, preguntó—:
¿Estamos cerca de averiguar por qué Herdman mató a esos chicos?Rebus se encogió de hombros.—Creo que sólo lo sabremos cuando lo descubramos.—¿Y hasta entonces, todo lo demás…?—Es potencialmente útil —añadió Rebus, consciente de que no era la
conclusiĂłn que ella buscaba.Se llevĂł el vaso a los labios, pero lo tenĂa ya vacĂo. No se veĂa a la camarera
por ninguna parte y detrás de la barra habĂa un solo camarero preparando uncĂłctel.
—El viernes, en esa vĂa muerta —dijo Siobhan— Silvers me dijo una cosa. —Hizo una pausa—. Que el caso Herdman iba a traspasarse a la DivisiĂłn deDrogas y delitos mayores.
—Es lĂłgico —musitĂł Rebus, pensando en que si ponĂan el caso en manos deClaverhouse y de Ormiston, ellos estaban de más—. ÂżNo habĂa un grupo llamadoDMC, o era la compañĂa de discos de Elton John?
—Run DMC —contestó Siobhan asintiendo con la cabeza—. Un grupo de rapsi no me equivoco.
—Rap con mayúsculas, seguro.—Sin comparación con los Rolling Stones, claro.—No te metas con los Stones, sargento Clarke. Nada de la música que tú
escuchas hoy existirĂa sin ellos.—Una opiniĂłn con la que te habrás enzarzado en no pocas discusiones —
añadiĂł ella removiendo de nuevo la bebida.Rebus mirĂł otra vez sin lograr ver a la camarera.—Voy a por otro whisky —dijo saliendo del reservado.Ojalá Siobhan no hubiese mencionado lo del viernes, porque Ă©l se habĂa
pasado todo el fin de semana pensando en Andy Callis, y no dejaba de darlevueltas en la cabeza a una secuencia de acontecimientos —resquicios diminutosde tiempo y espacio— que podrĂan haberle salvado la vida. Claro que,probablemente, tambiĂ©n se habrĂa podido salvar a Lee Herdman… y evitar queRobert Niles matara a su esposa…
Y, en su caso, evitar que se escaldara las manos.Todo se reducĂa a una contingencia nimia, una coincidencia imprevisible
capaz de cambiar totalmente el curso de los acontecimientos. Le constaba queexistĂa una argumentaciĂłn cientĂfica, algo relacionado con el aleteo de unamariposa en la selva… Tal vez si Ă©l aleteaba con las manos acabarĂaconsiguiendo el whisky. El barman vertiĂł en una copa una mezcla de color rosadoy saliĂł de la barra a servirla en una mesa. Era una barra doble que dividĂa en dospartes el local. MirĂł a la penumbra y no vio muchos clientes en la parte de atrás,idĂ©ntica a la delantera, con los mismos reservados, asientos mullidos e igualdecorado y clientela. Rebus sabĂa que Ă©l sacaba treinta años de diferencia a todoaquello. HabĂa un joven tumbado en uno de los asientos con los brazos estiradoshacia atrás y las piernas cruzadas, engreĂdo y cĂłmodo, para llamar la atenciĂłnde todo el mundo.
De todo el mundo… menos de él. En ese momento se acercó el barman paraatenderle, pero él negó con la cabeza, rebasó la barra y el espacio divisorio ypasó a la parte trasera del local plantándose delante de Johnson Pavo Real.
—Señor Rebus —dijo Johnson bajando los brazos y mirando a derecha eizquierda como comprobando si Rebus venĂa con refuerzos—. El atildado policĂa,inconfundible. ÂżBuscaba a un servidor?
—No precisamente —contestó Rebus ocupando el otro asiento frente a él.En aquella penumbra, la camisa hawaiana que llevaba el joven quedaba un
tanto deslucida. Se acercĂł otra camarera y Rebus pidiĂł un whisky doble.
—PĂłngalo en la cuenta de mi amigo —añadiĂł señalando a Johnson.Pavo Real se encogiĂł de hombros magnánimo y pidiĂł otro Merlot.—¿AsĂ que es pura y simple coincidencia? —preguntĂł.—¿DĂłnde está tu chucho? —dijo Rebus mirando a su alrededor.—Ese pequeño demonio no tiene clase para un local de esta categorĂa.—¿Lo tienes fuera atado?—Lo suelto de vez en cuando —respondiĂł Johnson sonriente.—Ya sabes que por eso ponen multa.—Él sĂłlo muerde cuando y o se lo ordeno —dijo Johnson apurando el resto
del vino en el momento en que la camarera volvĂa con el whisky y dejaba uncuenco con galletitas entre los dos vasos—. Salud —añadiĂł Johnson, alzando elvaso de Merlot.
Rebus no correspondiĂł al brindis.—En realidad, sĂ estaba pensando en ti —dijo.—SerĂan buenos pensamientos, sin duda.—Pues, la verdad, no. Si realmente pudieses leer mi pensamiento —añadiĂł
Rebus inclinándose sobre la mesa y bajando la voz—, te habrĂas cagado demiedo. —Vio que Johnson prestaba más atenciĂłn—. ÂżSabes quiĂ©n muriĂł elviernes? Andy Callis. Te acuerdas de Ă©l, Âżverdad?
—Me temo que no.—Era el agente de respuesta armada que detuvo a tu amigo Rab Fisher.—Rab no es amigo mĂo, sĂłlo un conocido.—Lo bastante conocido para que le vendieras la pistola.—Una rĂ©plica, si me permite que se lo recuerde. No hay acusaciĂłn que me
obligue a contestar, y me ofende que piense lo contrario —repuso Johnsoncogiendo un puñado de galletitas, metiéndoselas en la boca una a una y dejandocaer migajas al hablar.
—Ya, pero Fisher andaba por ahà asustando a la gente y casi lo matan.—No hay acusación que me obligue a contestar —repitió Johnson.—Y mi amigo se convirtió en un manojo de nervios y ahora ha muerto. Tú le
vendiste una pistola a uno y el otro ha acabado cadáver.—Era una réplica perfectamente legal —alegó Johnson, que haciendo gala de
no escuchar fue a coger otro puñado de galletitas, pero Rebus le dio un manotazoy desparramó el contenido del cuenco.
—Tú —añadió Rebus agarrándole con fuerza por la muñeca— tienes de legallo que todos los cabrones que me he cruzado en mi carrera.
—Y usted está limpio de pecado, ¿no es eso? —replicó Johnson tratando desoltarse—. ¡Todo el mundo sabe de lo que es capaz, Rebus!
—¿De quĂ© soy capaz?—De cualquier cosa con tal de implicarme a mĂ. SĂ© que ha intentado
incriminarme diciendo por ahĂ que reactivo armas desactivadas.
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó Rebus soltándole.—¡Todos! —espetó Johnson con restos de saliva y de galletitas en la barbilla
—. ¡Hay que estar sordo para no haberlo oĂdo!Era cierto. Rebus habĂa sacado antenas a la calle porque querĂa cargarse a
Johnson; querĂa « algo» como desagravio por la baja de Callis en el cuerpo. Y,aunque la gente lo habĂa negado diciendo que vendĂa « rĂ©plicas» , « trofeos» y« armas desactivadas» , Ă©l no habĂa dejado de insistir en sus sondeos. Y habĂallegado a oĂdos de Johnson.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó.—¿Cómo?—¿Desde cuándo?Johnson se limitó a coger el vaso, mirándole con ojos brillantes, esperando
que Rebus se lo tirara de un manotazo. Rebus levantĂł el suyo y lo apurĂł de untrago.
—Quiero que sepas una cosa —añadió mirándole—. Puedo conservar elrencor toda la vida. Tendrás ocasión de comprobarlo.
—¿A pesar de que no haya hecho nada?—Ah, sĂ, por supuesto que has hecho « algo» ; estoy seguro —dijo
levantándose—. Lo que sucede es que todavĂa no he averiguado quĂ© —añadiĂłcon un guiño antes de darle la espalda.
Oyó que empujaba la mesa, se volvió y vio a Johnson de pie apretando lospuños y exclamando:
—¡Vamos a ajustar cuentas ahora mismo!—Prefiero esperar a plantearlo ante los tribunales, si no te importa —replicó
Rebus metiendo las manos en los bolsillos.—¡No! ¡Me tiene y a harto!—MagnĂfico —añadiĂł Rebus.En ese momento vio que Siobhan avanzaba hasta el final de la barra y lo
miraba fijamente, perpleja, al comprobar que no estaba en los servicios. Sus ojoslo decĂan todo: « No puedo dejarte solo ni cinco minutos» .
—¿Qué sucede aqu�Era la voz de un portero con cuello de toro vestido con traje negro y polo
también negro; llevaba un auricular con micrófono y su cabeza rapada brillabaapenas bajo aquella luz tenue.
—Era una pequeña discusión —dijo Rebus—. A lo mejor usted nos saca dedudas. ¿Cuál era la antigua discográfica de Elton John?
El portero le miró perplejo, pero el barman levantó una mano. Rebus le hizoseña con la barbilla.
—DJM —dijo el barman.—¡Eso es! —exclamó Rebus chasqueando los dedos—. Tómese una copa —
añadió dirigiéndose a la otra parte del local—. Y cárguela a la cuenta de ese
cabrón —espetó señalando a Johnson Pavo Real.
—Nunca hablas mucho de cuando estuviste en el EjĂ©rcito —dijo Siobhan, quesalĂa de la cocina con dos platos.
Rebus estaba y a provisto de una bandeja, cuchillo y tenedor. HabĂa diversoscondimentos junto a Ă©l en el suelo. CogiĂł el plato de chuleta de cerdo a la parrillacon patatas y mazorca de maĂz y dio las gracias a Siobhan con una inclinaciĂłn decabeza.
—Tiene muy buen aspecto. Por la cocinera —añadiĂł alzando el vaso de vino.—Las patatas las he hecho en el microondas y el maĂz lo tenĂa en la nevera.—No desveles tus secretos —dijo Ă©l llevándose un dedo a los labios.—Algo que tĂş sĂ te tomas muy a pecho —replicĂł ella soplando sobre un trozo
de cerdo ensartado en el tenedor—. ÂżTe repito la pregunta?—Siobhan, no era una pregunta.Ella reflexionĂł un instante y comprendiĂł que tenĂa razĂłn.—Bueno, es igual —replicĂł.—¿Quieres que conteste? —Mientras aguardaba a que ella asintiera, dio un
sorbo de vino y comprobó que era tinto chileno de tres libras la botella—. ¿Tienesinconveniente en que coma algo primero?
—¿No puedes comer y hablar al mismo tiempo?—Mi madre me decĂa que era de mala educaciĂłn.—¿Siempre hacĂas caso a tus padres?—Siempre.—¿Y seguĂas sus consejos como si se tratara del Evangelio? —Rebus asintiĂł
con la cabeza masticando una piel de patata—. Entonces, ¿cómo es que estamoscomiendo y hablando?
Rebus deglutiĂł con otro sorbo de vino.—Vale, me rindo. Contestando a la pregunta que no planteaste, dirĂ© que sĂ.Siobhan permaneciĂł a la expectativa pero Ă©l continuĂł comiendo.—SĂ, ÂżquĂ©?—Que sĂ es cierto que hablo poco de cuando estuve en el EjĂ©rcito.Siobhan expulsĂł aire con displicencia.—Hablas menos que un muerto del depĂłsito de cadáveres. Perdona, me he
pasado —añadió cerrando brevemente los ojos.—No te preocupes —dijo él.Pero Rebus comenzó a masticar más despacio. En aquel momento, en el
depĂłsito habĂa dos muertos suyos: un familiar y un excolega. QuĂ© extraño que selos imaginara en mesas ady acentes en sus respectivos nichos refrigerados deldepĂłsito.
—Lo que sucede con mi época del Ejército es que llevo años tratando de
olvidarla.—¿Por qué?—Por muchas razones. En primer lugar porque nunca debà firmar el
reenganche. Cuando quise darme cuenta estaba en el Ulster apuntando con unrifle a crĂos armados con cĂłcteles Molotov, para acabar tratando de ingresar enlas SAS y con problemas psicolĂłgicos —añadiĂł alzando los hombros—. Eso estodo, más o menos.
—¿Y por quĂ© ingresaste en la PolicĂa?Rebus se llevĂł el vaso a la altura de la boca.—¿QuiĂ©n iba a darme trabajo? —dijo apartando la bandeja e inclinándose
para servir más vino. Levantó la botella hacia Siobhan pero ella negó con lacabeza—. Ahora sabes por qué no me asignan nunca tareas con reclutas.
Siobhan mirĂł el plato apartado con la may or parte de la chuleta.—¿Te has vuelto vegetariano? —preguntĂł.Rebus se palmeĂł el estĂłmago.—Está buenĂsimo, pero es que no tengo mucha hambre.Siobhan se quedĂł un instante pensativa.—Es por la carne, Âżverdad? Te duelen las manos al cortarla.—No, es que estoy lleno —replicĂł Ă©l negando con la cabeza, pero Siobhan
comprendiĂł que no querĂa admitirlo, y siguiĂł comiendo mientras Ă©l bebĂa vino.—Creo que te pareces a Lee Herdman —dijo ella al cabo de un rato.—Es el cumplido más equĂvoco que me han hecho en mi vida.—La gente creĂa conocerle, pero realmente no le conocĂan porque ocultaba
muchas cosas.—Y yo soy igual, ¿no es eso?Siobhan asintió con la cabeza y le sostuvo la mirada.—¿Por qué fuiste a casa de Martin Fairstone? Tengo la impresión de que no
era por mĂ.—¿Tienes « la impresiĂłn» ? —repitiĂł Ă©l bajando la vista hacia el vino, donde
se vio difusamente reflejado en rojo—. Yo sabĂa que te habĂa puesto el ojo a lafunerala.
—Lo que te daba un pretexto para hablar con él; pero ¿era realmente ese elmotivo?
—Fue porque Fairstone y Johnson eran amigos y yo necesitaba algún dato encontra de Johnson.
—¿Te lo dio?Rebus negĂł con la cabeza.—Fairstone y Pavo Real estaban peleados y no se veĂan desde hacĂa unas
semanas.—¿Por quĂ© se habĂan peleado?—No me lo dijo claramente, pero me da la impresiĂłn de que fue por culpa
de una mujer.—¿Tiene novia ese Johnson?—Una cada dĂa de la semana.—A lo mejor fue por culpa de la novia de Fairstone.—La rubia del Boatman’s —dijo Ă©l asintiendo con la cabeza—. ÂżCĂłmo se
llama?—Rachel.—¿Hay alguna razón que explique por qué el viernes estaba en South
Queensferry?Siobhan negó con la cabeza.—Sin embargo, Johnson apareció por allà la noche de la concentración.—¿Simple coincidencia?—¿Qué, si no? —dijo Rebus irónico, levantándose con la botella en la mano
—. Ayúdame a acabarlo —añadió acercándose a ella, llenándole el vaso yapurando el suyo—. ¿De verdad crees que soy como Lee Herdman? —preguntóyendo hacia la ventana.
—Lo que creo es que tanto en tu caso como en el suyo el pasado pesa.Rebus se volvió hacia ella y enarcó una ceja dispuesto a la réplica, pero lo
que hizo fue sonreĂr y mirar por la ventana.—Y quizás eres tambiĂ©n un poco como Doug Brimson —continuĂł ella—.
ÂżRecuerdas lo que me dij iste de Ă©l?—¿QuĂ©?—Que coleccionaba gente.—¿Y es lo que yo hago?—Eso explicarĂa de algĂşn modo tu interĂ©s por Andy Callis y que te fastidie
ver a Kate con Jack Bell.Rebus se volvió despacio hacia ella con los brazos cruzados.—O sea, ¿que tú eres uno de mis ejemplares?—No lo sé. ¿Tú qué crees?—Te considero demasiado segura de ti misma.—Más te vale —añadió ella con una leve sonrisa.Al llamar al taxi dio la dirección de Arden Street como destino, pero fue sólo
para que lo oy era Siobhan. Luego le dijo al conductor que habĂa cambiado deidea y que pararĂan un momento en la comisarĂa de Leith camino de SouthQueensferry. Al final del viaje, pidiĂł un recibo con la vaga idea de cargarlo agastos de investigaciĂłn, aunque tendrĂa que darse prisa porque no pensaba queClaverhouse estuviese muy predispuesto a dar su conformidad a un viaje en taxide veinticinco libras.
CruzĂł la oscura arcada y abriĂł la puerta. Ya no habĂa un policĂa de guardiapara comprobar quiĂ©n iba y venĂa al piso de Lee Herdman. SubiĂł las escalerasescuchando los ruidos de los otros dos pisos. Le pareciĂł oĂr un televisor y, desde
luego, olĂa a cena. Una protesta de su estĂłmago le recordĂł que tal vez habrĂadebido comer un poco más de chuleta pese al dolor de las manos. SacĂł la llavedel piso de Herdman que habĂa recogido en la comisarĂa de Leith; era una copianueva y reluciente y le costĂł un poco abrir. Una vez dentro, cerrĂł la puerta yencendiĂł la luz del pasillo. HacĂa frĂo. No habĂan desconectado la corrienteelĂ©ctrica pero estaba cortada la calefacciĂłn central. HabĂan avisado a la viuda deHerdman por si querĂa venir a vaciar el piso, pero ella habĂa dicho que no. « ÂżQuĂ©va a tener ese malnacido que pueda valerme a mĂ?»
Buena pregunta; por eso estaba Ă©l allĂ. Porque seguro que Lee Herdman tenĂa« algo» . Algo que buscaban otras personas. MirĂł la puerta por dentro: doscerrojos, arriba y abajo, y dos cerraduras embutidas además de la normal. Lascerraduras detendrĂan a los ladrones, pero los cerrojos eran para cuandoHerdman estaba en casa. ÂżDe quĂ© tendrĂa miedo? CruzĂł los brazos y retrocediĂłunos pasos. Si traficaba con drogas, la respuesta era obvia. Durante su carrera sehabĂa tropezado con muchos traficantes que solĂan habitar en viviendas protegidaso en bloques de pisos y todos tenĂan puertas blindadas mucho más recias que lade Herdman. Le daba la impresiĂłn de que las medidas de seguridad de Herdmaneran en cierto modo provisionales, simples expedientes para ganar tiempo,tiempo para deshacerse de lo que tuviera Rebus; pero no lo creĂa.
AllĂ no habĂa nada que evidenciara que en el piso se hubieran manipuladodrogas. Además, Herdman disponĂa de otros escondrijos: el cobertizo del barco ylos propios barcos. No necesitaba usar el piso como almacĂ©n. ÂżPor quĂ©, entonces?Se dio la vuelta, entrĂł en el cuarto de estar y buscĂł el interruptor.
ÂżQuĂ© serĂa?IntentĂł situarse en el papel de Herdman, pero pensĂł que no hacĂa falta, a
tenor de lo que habĂa dicho Siobhan: « Creo que eres muy parecido a Herdman» .CerrĂł los ojos y se imaginĂł que aquel cuarto era el suyo, su territorio, susdominios. Vamos a ver… Si entrara alguien, un intruso… Lo oirĂa porqueintentarĂan forzar las cerraduras, pero no podrĂan con los cerrojos. No,necesitarĂan derribar la puerta, y eso le darĂa tiempo a Herdman para coger lapistola de donde la tuviera guardada. En el cobertizo del barco escondĂa el Mac10 por si alguien se acercaba por allĂ, pero la Brocock la tenĂa allĂ mismo, en elarmario con la puerta decorada por dentro con fotos de armas: su santuario. Lapistola era un factor de ventaja, porque Ă©l no esperaba que los intrusos fuesenarmados, simplemente vendrĂan a interrogarle y quizás a intentar llevárselo, perolos disuadirĂa con la pistola.
Ahora sabĂa lo que esperaba Herdman. Tal vez no a Whiteread y a Simms,pero sĂ a alguien por el estilo. Gente con intenciĂłn de llevárselo para interrogarle,preguntarle datos sobre la isla de Jura, el accidente del helicĂłptero, losdocumentos en las ramas de los árboles. ÂżSobre algo que Herdman habĂa cogidoen el lugar del accidente? ÂżSe lo habrĂa robado uno de los chicos muertos? ÂżEn
una de sus fiestas? No, aquellos colegiales no le conocĂan ni acudĂan a sus fiestas.SĂłlo James Bell, el superviviente. Rebus se sentĂł en el sillĂłn de Herdman.ÂżDispararĂa a los otros dos para asustar a James? ÂżPara que James hablara? No,no, en ese caso, Âżpara quĂ© iba a suicidarse? Aquel James Bell…, tanautosuficiente y en apariencia imperturbable…, que hojeaba revistas paralocalizar el modelo del arma con que le habĂan herido, era tambiĂ©n un ejemplarinteresante.
Se restregĂł la frente suavemente con la mano enguantada. TenĂa la respuestaen la punta de la lengua. Se levantĂł, fue a la cocina y abriĂł la nevera. HabĂa unpaquete de queso sin abrir, lonchas de beicon y un estuche de huevos. « No puedocomer nada de un difunto» , pensĂł. PasĂł al dormitorio sin molestarse enencender la luz; entraba suficiente por la puerta.
ÂżQuiĂ©n era Lee Herdman? Un hombre que habĂa abandonado carrera yfamilia para venir al norte y montar una empresa. Un hombre que vivĂa en unpiso pequeño a la orilla del mar, con barcos que le servĂan de medios de escapeen caso necesario. Un hombre sin amigos Ăntimos. Brimson era el Ăşnico amigomás o menos de su edad. Le encantaban, por el contrario, los adolescentes:porque ellos no le ocultaban nada, porque sabĂa que podĂa hablarles y quedespertarĂa su admiraciĂłn. Pero no eran chicos corrientes; tenĂan que ser raros,estar cortados por su mismo patrĂłn… PensĂł que tambiĂ©n Brimson tenĂa unaempresa individual y pocas relaciones, si es que las tenĂa. Los dos habĂan estadoen el EjĂ©rcito.
De pronto oy Ăł unos golpecitos. Se quedĂł paralizado y tratĂł de localizar dedĂłnde procedĂan. ÂżDel piso de abajo? No: llamaban a la puerta. CruzĂł el pasillo,mirĂł por la mirilla, reconociĂł al visitante y abriĂł.
—Buenas noches, James —dijo—. Me alegro de que ya puedas levantarte.James Bell tardó un instante en reconocerlo. Le saludó con una inclinación de
cabeza y señalĂł el interior.—He visto luz y pensĂ© que habrĂa alguien.—¿Quieres pasar? —añadiĂł Rebus, abriendo del todo la puerta.—¿No molesto?—No hay nadie.—Es que pensĂ© que estarĂan haciendo un registro.—No, ni mucho menos —respondiĂł Rebus invitándole a entrar con un
movimiento de la cabeza.James Bell entrĂł en el piso. SeguĂa con el brazo en cabestrillo y se lo sujetaba
con la mano derecha; llevaba el largo abrigo negro de lana modelo Crombieechado por los hombros y abierto para que se viera el forro carmesĂ.
—¿Qué te trae por aqu� —preguntó Rebus.—Nada. Estaba dando un paseo.—Muy lejos de tu casa.
James le miró.—Usted que ha visto mi casa quizá lo comprenda.Rebus asintió con la cabeza y cerró la puerta.—Ya. ¿Por poner un poco de distancia con tu madre?—Exacto —contestó el muchacho mirando el pasillo como si fuera la
primera vez que lo veĂa—. Y con mi padre.—Tu padre siempre tan ocupado, Âżverdad?—Ya lo creo.—Me parece que no lleguĂ© a preguntarte…—¿QuĂ©?—¿Cuántas veces viniste aquĂ?James levantĂł el hombro derecho.—No muchas.—Bien, aĂşn no has dicho por quĂ© has venido hoy —añadiĂł Rebus, que le
precedĂa hacia el cuarto de estar.—Yo creo que sĂ.—No has sido muy explĂcito.—Bueno, supongo que South Queensferry es tan buen sitio como cualquier
otro para pasear.—Pero no habrás venido a pie desde Barnton.James Bell negĂł con la cabeza.—EmpecĂ© a coger autobuses sin pensar y uno de ellos me trajo aquĂ. Y como
vi luz…—¿Te intrigĂł quiĂ©n estarĂa en el piso? ÂżA quiĂ©n esperabas encontrar?—A la PolicĂa, supongo. ÂżA quiĂ©n, si no? —añadiĂł mirando por el cuarto—. En
realidad, es que hay algo…—¿QuĂ©?—Un libro que le prestĂ© a Lee, y pensĂ© si podrĂa recuperarlo antes de que se
lo llevaran todo.—Has hecho muy bien.—La maldita herida duele, no se crea —añadió el muchacho llevándose la
mano al hombro.—Supongo.—Perdone, pero no recuerdo su nombre —dijo James Bell sonriendo.—Rebus, inspector Rebus.El muchacho asintiĂł con la cabeza.—Es verdad; mi padre hablĂł de usted.—A una luz muy favorable, me imagino.Resultaba difĂcil sostener la mirada del joven sin ver en ella la imagen del
padre.—Él no ve más que incompetencia por todas partes, parientes y amigos
incluidos.Rebus se sentó en el brazo del sofá y señaló con la cabeza una silla, pero
James Bell prefirió permanecer de pie.—¿Encontraste la pistola? —preguntó Rebus al joven, que pareció sorprendido
por la pregunta—. El dĂa que fui a tu casa buscabas en una revista de armas elmodelo de la Brocock —añadiĂł.
—Ah, sà —dijo el joven asintiendo levemente con la cabeza—. Los periódicoshan publicado fotos. Mi padre los guarda todos, cree que puede lanzar unacampaña.
—No parece que tú lo apruebes.La mirada del muchacho se endureció.—Quizá porque…—¿Por qué?—Porque y o ahora soy útil para él, no por lo que soy, sino por lo que sucedió
—contestĂł llevándose otra vez la mano al hombro.—No se puede confiar en los polĂticos —comentĂł Rebus.—Lee me dijo en una ocasiĂłn: « Si prohĂben las armas, los Ăşnicos que tendrán
acceso a ellas serán los delincuentes» —añadió el muchacho sonriendo alrecordarlo.
—Parece que Ă©l era un delincuente. TenĂa al menos dos armas ilegales. ÂżTedijo alguna vez por quĂ© necesitaba una pistola?
—Yo sĂłlo pensĂ© que le interesaban las armas… por su pasado y todo eso.—¿Nunca pensaste que las tenĂa por si se viera en apuros?—¿En quĂ© clase de apuros?—No lo sĂ© —respondiĂł Rebus.—¿Quiere decir que tenĂa enemigos?—¿No se te ha ocurrido pensar en el porquĂ© de tantas cerraduras en la puerta?James cruzĂł el pasillo y mirĂł la puerta.—Eso tambiĂ©n debe de ser por su pasado. Cuando iba al pub, por ejemplo, se
sentaba en un rincĂłn desde el que se viera la puerta.Rebus sonriĂł pensando que Ă©l hacĂa lo mismo.—¿Para ver quiĂ©n entraba? —preguntĂł.—Eso me dijo.—Parece que tenĂais mucha amistad.—SĂ, tanta como para que me pegara un tiro —replicĂł mirándose el hombro.—¿TĂş le robaste algo, James?—¿Yo? ÂżPor quĂ©? —inquiriĂł el muchacho frunciendo el ceño.Rebus se encogiĂł de hombros.—¿Lo hiciste?—No.—¿Te mencionĂł alguna vez Lee que echara algo en falta?
El joven negĂł con la cabeza.—No sĂ© adĂłnde quiere ir a parar, la verdad.—Lo digo por esa paranoia que tenĂa; por saber hasta quĂ© extremo…—Yo no he dicho que fuera paranoico.—No, pero esas cerraduras, el hecho de sentarse en un rincĂłn en los pubs…—Son simples medidas de precauciĂłn, Âżno cree?—Puede. —Rebus hizo una pausa—. TĂş le apreciabas, Âżverdad?—Probablemente más que Ă©l a mĂ.Rebus recordĂł la vez anterior que habĂa hablado con el muchacho y lo que
habĂa dicho Siobhan.—¿Y Teri Cotter? —preguntĂł.—¿QuĂ© pasa con ella? —respondiĂł el muchacho dando unos pasos como para
dominar su inquietud.—Pensamos que Herdman y Teri eran pareja.—¿Y quĂ©?—¿Lo sabĂas?James Bell, al tratar de encogerse hombros, hizo una mueca de dolor.—Te olvidaste de la herida, Âżeh? —comentĂł Rebus—. Ahora recuerdo que
tenĂas un ordenador en tu cuarto. ÂżEntrabas en la página de Teri?—No sabĂa que tuviera una página.Rebus asintiĂł despacio con la cabeza.—¿No te hablĂł de ello nunca Derek Renshaw?—¿Derek?Rebus continuaba asintiendo con la cabeza.—Por lo visto, Derek era uno de sus admiradores. TĂş solĂas estar en la sala
comĂşn con Ă©l y con Tony Jarvies, y tal vez hablarĂais del tema.James Bell negĂł despacio con la cabeza con gesto reflexivo.—Que yo recuerde, no —dijo.—Bueno, no importa —añadiĂł Rebus levantándose—. ÂżPuedo echarte una
mano para buscar ese libro?—¿QuĂ© libro?—El que has venido a buscar.—Ah, es verdad —dijo el muchacho sonriendo por su despiste—. SĂ, claro.
Estupendo. —Miró en el cuarto en desorden y se acercó a la mesa—. Eh, mire.Aquà está —dijo levantando un libro en rústica para que lo viera Rebus.
—¿De quĂ© trata?—De un soldado que se vuelve loco.—¿Y que intenta matar a su mujer y luego se tira de un aviĂłn?—¿Lo ha leĂdo?Rebus asintiĂł con la cabeza mientras el muchacho hojeaba rápidamente las
páginas y se golpeaba con él el muslo.
—Bueno ya lo he recuperado —dijo.—¿Hay algo más que quieras coger? —preguntó Rebus enseñándole un disco
compacto—. Seguramente acabará en un contenedor de basura.—¿Ah, s�—Parece que a su esposa no le interesa nada de lo suy o.—Es una pena.Rebus continuaba ofreciéndole el compacto, pero el muchacho negó con la
cabeza.—No, no estarĂa bien.Rebus asintiĂł y recordĂł su propia reticencia al mirar en la nevera.—Bien, inspector, le dejo —añadiĂł James Bell, metiĂ©ndose el libro debajo del
brazo y, al tender la mano a Rebus, se le cayĂł el abrigo al suelo.Rebus lo recogiĂł y volviĂł a ponĂ©rselo sobre los hombros.—Gracias. Me marcho —dijo el muchacho.—Muy bien, James. Buena suerte.Rebus aguardĂł en el vestĂbulo con la barbilla apoyada en su mano
enguantada, hasta que oyĂł abrir y cerrarse la puerta de la calle. James Bell, tanlejos de su casa… atraĂdo por una luz en el piso de un hombre muerto… SeguĂaintrigándole a quiĂ©n esperarĂa encontrar allĂ el joven. OyĂł pasos suaves bajandolos escalones de piedra. Fue hasta la mesa y revolviĂł los libros; eran todos detemática militar, pero de lo que no le cabĂa duda era de cuál habĂa ido a buscar elmuchacho: el mismo que habĂa cogido Siobhan en la primera visita al piso, aquelque guardaba entre sus páginas la foto de Teri Cotter.
SEXTO DĂŤA
Martes
19
El martes por la mañana, Rebus saliĂł de su casa, fue hasta el final de MarchmontRoad y cruzĂł los Meadows, la zona de cĂ©sped cercana a la universidad. A su ladopasaban estudiantes camino de las clases, algunos en rechinantes bicicletas yotros a pie, adormilados. Estaba nublado y el color del cielo mimetizaba el gris dela pizarra de los tejados. Fue hacia el puente Jorge IV. ConocĂa el reglamento dela Biblioteca Nacional: el vigilante le dejaba pasar, pero luego tenĂa que subir laescalinata y convencer a la bibliotecaria de guardia de que necesitabadesesperadamente hacer una consulta urgentĂsima y tenĂa que ser en esabiblioteca. MostrĂł su carnĂ© de identificaciĂłn, dijo lo que deseaba y le indicaronque fuera a la sala de microfilmes, formato en el que actualmente archivaban losperiĂłdicos antiguos. Años atrás, cuando investigaba algĂşn caso, se sentaba en lasala de lectura y un empleado le traĂa a la mesa, en un carrito, el cargamento deperiĂłdicos. Ahora la operaciĂłn consistĂa en encender una pantalla e introducir elrollo de pelĂcula en la máquina.
No tenĂa en mente ninguna fecha concreta y decidiĂł empezar por un mesantes del accidente del helicĂłptero y dejar desfilar por la pantalla los sucesoscotidianos. En cuanto llegĂł al dĂa del accidente, rápidamente se hizo una buenaidea del suceso. La noticia ocupaba la primera página del Scotsman con fotos dedos de las vĂctimas, el general de brigada Stuart Phillips y el comandante KevinSpark. Como Phillips era escocĂ©s, el diario publicaba al dĂa siguiente unadetallada cronolĂłgica que a Rebus le aportĂł datos sobre la personalidadprofesional y humana del general. VerificĂł las notas que habĂa tomado, rebobinĂłla pelĂcula y metiĂł otro rollo con noticias de las dos semanas anteriores paracotejarlo con sus anotaciones sobre el alto el fuego del IRA en Irlanda del Nortey el papel desempeñado en las negociaciones por el general de brigada StuartPhillips. HabĂa habido contactos preliminares para examinar la problemática delrecelo que suscitarĂa en los grupos paramilitares de ambos bandos y en losgrupĂşsculos escisionistas… Rebus comenzĂł a darse golpecitos en los dientes conel bolĂgrafo hasta percatarse de que otro lector cerca de Ă©l le miraba con el ceñofruncido. MusitĂł un « perdĂłn» y centrĂł su atenciĂłn en otras noticias delperiĂłdico: cumbres mundiales, guerras en el extranjero, crĂłnicas de fĂştbol… Lapiel de una granada en la que se veĂa la cara de Cristo, un gato perdido y
recuperado por sus dueños a pesar de haberse mudado de casa…La foto del gato le recordó a Boecio. Volvió al mostrador y preguntó por el
departamento de enciclopedias. BuscĂł Boecio y se enterĂł de que era un filĂłsoforomano, traductor y polĂtico que, acusado de traiciĂłn, escribiĂł en la cárcelmientras esperaba su ejecuciĂłn Sobre la consolaciĂłn de la filosofĂa, tratado en elque argumentaba que todo es cambiante y no hay nada que tenga ningĂşn gradode certidumbre… salvo la virtud. Rebus pensĂł si aquel libro le ayudarĂa acomprender el destino de Derek Renshaw y su repercusiĂłn sobre sus másallegados. TenĂa sus dudas. En este mundo, los culpables suelen quedar impunes ylas vĂctimas es como si no contaran. A la gente buena siempre le ocurren cosasmalas y viceversa. Si era Dios quien habĂa planificado asĂ las cosas, el cabronazotenĂa un tremendo sentido del humor. Resultaba más sencillo pensar que no habĂaningĂşn plan y que era puro azar lo que habĂa llevado a Lee Herdman a aquelcolegio.
Pero le quemaba la duda de que tampoco fuese asĂ.DecidiĂł acercarse al puente Jorge IV a tomar un cafĂ© y fumar un cigarrillo.
HabĂa llamado a Siobhan a primera hora para decirle que estarĂa ocupado y queno se verĂan. A ella no pareciĂł importarle, ni siquiera le habĂa preguntado adĂłndetenĂa que ir. Era como si quisiera distanciarse de Ă©l, y no se lo reprochaba.Siempre habĂa sido un imán para los problemas y, cerca de Ă©l, ella arriesgaba elfuturo de su carrera. De todos modos, pensĂł que habĂa otros motivos. Quizá leconsideraba realmente un coleccionista, que establecĂa relaciones Ăşltimas deamistad con ciertas personas, por cariño o por interĂ©s… demasiado Ăntimas aveces. PensĂł en la página de internet de la señorita Teri y en la ilusiĂłn queproducĂa en sus virtuales visitantes. Una relaciĂłn unilateral en la que podĂan verlaa ella sin que ella viese a los demás. ÂżEra Teri Cotter otro tipo de « ejemplar» ?
Sentado en la cafeterĂa Elephant House con un buen cafĂ© con leche, sacĂł elmĂłvil. HabĂa fumado un cigarrillo en la calle antes de entrar en el local, en esosdĂas nunca se sabĂa si dejaban fumar o no. MarcĂł con el pulgar el nĂşmero delmĂłvil de Bobby Hogan.
—¿Se han hecho ya cargo del caso esos gorilas, Bobby? —preguntĂł.Hogan sabĂa que se referĂa a Claverhouse y Ormiston.—No del todo —contestĂł.—¿Andan por ahĂ?—Están intimando con tu novia.Rebus tardĂł un instante en captarlo.—¿Con Whiteread? —aventurĂł.—Exacto.—Seguro que Claverhouse disfrutará escuchando lo que le cuenta de mĂ.—Ahora me explico por quĂ© está tan sonriente.—¿CĂłmo crees que anda mi estatus de persona non grata?
—No me han dicho nada. Por cierto, ¿dónde estás? ¿Es una cafetera lo queoigo como ruido de fondo?
—Estoy en la pausa de media mañana, excelencia. Indagando sobre la épocade Herdman en las SAS.
—¿Sabes que tengo la sensaciĂłn de que hemos fracasado irremisiblemente?—No te preocupes, Bobby. Ya imaginaba que no nos entregarĂan el
expediente por las buenas.—¿CĂłmo te las vas a arreglar para examinarlo?—Digamos que de un modo lateral.—¿Puedes ser más explĂcito?—No, hasta que no haya encontrado algo Ăştil.—John… están cambiando los parámetros de la investigaciĂłn.—¿En cristiano, Bob?—Que ya no parece tener tanta importancia el « mĂłvil» .—¿Resulta mucho más interesante el enfoque de las drogas? —aventurĂł
Rebus—. ¿Me estás dando puerta, Bobby?—Sabes que no es mi estilo, John. Lo que digo es que creo que el caso se me
va de las manos.—¿Y Claverhouse dirige mi club de admiradores?—Ni siquiera está en la lista de correo.Rebus calló, pensativo. Hogan rompió el silencio.—Tal como están las cosas, a lo mejor me voy a tomar café contigo.—¿Te están marginando?—El último del banquillo.Rebus sonrió pensando en el cuadro. Claverhouse de arbitro; Ormiston y
Whiteread de jueces de lĂnea…—¿Alguna noticia más? —dijo.—El barco de Herdman donde se encontrĂł la droga, parece ser que lo
comprĂł pagándolo casi todo en metálico, en dĂłlares concretamente, la divisainternacional del narcotráfico. El año pasado hizo bastantes viajes a Amsterdamy tratĂł de ocultar la mayorĂa.
—Interesante, ¿no?—Claverhouse piensa que quizás haya algo de negocio pornográfico también.—Ese hombre tiene la mente podrida.—Tal vez tenga razón, mucho porno duro proviene de lugares como
Rotterdam. En fin, que nuestro amigo Herdman debĂa de ser una joya.—¿Por quĂ© lo dice? —preguntĂł Rebus amusgando los ojos.—¿Recuerdas que nos llevamos su ordenador? —Rebus recordaba que y a no
estaba en el piso de Herdman cuando él fue la primera vez—. Los cerebros deHowdenhall han logrado descubrir algunos de los sitios de internet que visitaba ymuchos de ellos eran para mirones.
—¿De voy eurs?—Exacto. Al señor Herdman le gustaba mirar. Y además muchos de ellos
están registrados en Holanda. Él pagaba la subscripción todos los meses contarjeta de crédito.
Rebus mirĂł por los cristales. Empezaba a llover, una llovizna oblicua. Lagente caminaba deprisa con la cabeza agachada.
—¿TĂş sabes de algĂşn traficante de pornografĂa que pague por mirar?—Es la primera vez que lo oigo.—No es ninguna pista, crĂ©eme. —Rebus hizo una pausa y entrecerrĂł los ojos
—. ÂżHas entrado en esos sitios?—En acto de servicio para examinar las pruebas.—DescrĂbemelos.—¿Te da morbo?—Para eso tengo a Frank Zappa. Vamos, compláceme, Bobby.—Sale una chica sentada en la cama con medias, liguero, etcĂ©tera, y tĂş
tecleas lo que quieres que haga.—¿Sabemos lo que le gustaba a Herdman que hicieran?—No. Por lo visto, los técnicos de Howdenhall no llegan a tanto.—Bobby, ¿tienes una lista de esos sitios? —Rebus oyó una especie de risita
entre dientes apagada—. Sólo estoy aventurando una conjetura, pero ¿hay porcasualidad alguno titulado Señorita Teri o Entrada a la Oscuridad?
Se hizo un silencio al otro lado de la lĂnea.—¿CĂłmo lo sabes?—Fui adivino en una vida anterior.—No, en serio, John. ÂżCĂłmo lo sabes?—Ya sabĂa que me lo ibas a preguntar. —Rebus accediĂł a no dejar en vilo a
Bobby —. La señorita Teri es Teri Cotter, una alumna de Port Edgar.—¿Que se dedica al porno?—No, Bobby, su página no es pornográfica —replicĂł Rebus sin darse cuenta.—¿La has visto?—SĂ, la chica tiene en su habitaciĂłn una cámara conectada a internet —
admitiĂł Rebus—. Funciona las veinticuatro horas al parecer —añadiĂł con unamueca, dándose cuenta de que habĂa hablado demasiado otra vez.
—¿Y cuánto tiempo has estado mirando para comprobarlo?—No estoy seguro de que tenga nada que ver con…—Tengo que decĂrselo a Claverhouse —interrumpiĂł Hogan.—Ni se te ocurra.—John, si Herdman estaba obsesionado con esa chica…—Si vas a interrogarla quiero acompañarte.—No creo que tú…—¡Bobby, la pista te la he dado y o! —exclamĂł mirando a su alrededor
consciente de haber levantado la voz. Estaba sentado a la barra al lado de laventana. Vio que dos mujeres, dos oficinistas en su rato de descanso, desviaban lamirada. ÂżHabrĂan estado escuchando?—. Tengo que estar presente, Bobby, porfavor, promĂ©temelo.
La voz de Hogan se suavizó.—De acuerdo, prometido por lo que me toca. Lo que no sé es si Claverhouse
estará de acuerdo.—¿Seguro que tienes que decĂrselo?—¿QuĂ© quieres decir?—Bobby, podrĂamos ir nosotros dos a hablar con ella…—No es mi manera de trabajar, John —replicĂł Hogan con voz firme de
nuevo.—SĂ, claro, Bobby. —Rebus tuvo una idea—. ÂżEstá ahĂ Siobhan?—Yo creĂa que estaba contigo.—No importa. ÂżMe dirás el resultado del interrogatorio?—De acuerdo —contestĂł Hogan con un suspiro.—Gracias, Bobby. Te debo una.Rebus colgĂł y saliĂł del bar sin tomarse el resto del cafĂ©. En la calle encendiĂł
otro cigarrillo. Las oficinistas cuchicheaban cubriĂ©ndose la boca con las manoscomo para evitar que ley era en sus labios lo que decĂan. ExpulsĂł humo hacia loscristales y volviĂł a la biblioteca.
Siobhan fue a St Leonard temprano, hizo ejercicio en el gimnasio y luego sedirigiĂł al DIC. HabĂa un gran armario practicable donde guardaban losarchivadores de casos antiguos. Cuando examinaba los lomos marrones de lascarpetas de cartĂłn vio que faltaba una y en su lugar habĂa una hoja de papel. Erael de Martin Fairstone, y lo habĂan retirado por orden superior. Firmado: GillTempler.
Era lĂłgico. La muerte de Fairstone no habĂa sido accidental y se iniciarĂan laspesquisas por homicidio, relacionadas con una investigaciĂłn interna. TemplerhabĂa retirado el expediente para entregárselo a quien correspondiera. CerrĂł,echĂł la llave y saliĂł al pasillo para escuchar detrás de la puerta. SĂłlo se oĂa elsonido sordo de un telĂ©fono. MirĂł a un lado y a otro del pasillo y vio que en elDIC habĂa dos compañeros: Davie Hynds y Hi-Ho Silvers. Hy nds era aĂşndemasiado nuevo para que le intrigase lo que hacĂa, pero si Silvers la veĂa…
RespirĂł hondo, llamĂł a la puerta y aguardĂł antes de hacer girar el pomo.EntrĂł, cerrĂł y se acercĂł de puntillas a la mesa de la jefa. No habĂa nada
encima y los cajones eran muy pequeños. MirĂł el archivador metálico verde.—De perdidos al rĂo —musitĂł abriendo el primero de ellos.Estaba vacĂo. Los otros tres sĂ estaban llenos de papeles, pero no encontrĂł lo
que buscaba. ExpulsĂł aire con ganas y mirĂł a su alrededor. ÂżQuĂ© broma eraaquella? AllĂ no habĂa escondrijos, era un despacho absolutamente utilitario. Huboun tiempo en que Templer tenĂa un par de macetas en el alfĂ©izar, pero ya noestaban; se le habrĂan muerto las plantas o habĂa decidido tirarlas. El antecesor deTempler tenĂa el escritorio lleno de fotos de su numerosa familia, peroactualmente no habĂa nada que delatara que lo ocupaba una mujer. Segura deque no habĂa dejado nada por inspeccionar, Siobhan abriĂł la puerta y se encontrĂłcon un hombre con el ceño fruncido.
—Precisamente a quien querĂa ver —dijo.—EntrĂ© a… —alegĂł ella mirando al interior del despacho mientras pensaba
en una explicaciĂłn convincente para acabar la frase.—La comisaria Templer se encuentra en una reuniĂłn.—SĂ, claro, es lo que he pensado —añadiĂł Siobhan recuperando el aplomo y
cerrando la puerta.—Por cierto, me llamo… —dijo el hombre.—Mullen —espetó ella estirándose para estar algo más a la altura de él.—Ah, claro —dijo Mullen con un sonrisita—. Era usted la que iba al volante
del coche el dĂa que conseguĂ parar al inspector Rebus.—¿Y ahora quiere interrogarme sobre Martin Fairstone? —aventurĂł Siobhan.—Exacto. —Hizo una pausa—. Siempre que pueda dedicarme unos minutos.Siobhan se encogiĂł de hombros sonriente, como si fuera lo más agradable del
mundo.—SĂgame, por favor —dijo Mullen.Al pasar por delante de la puerta abierta del DIC, Siobhan mirĂł de reojo y vio
que Silvers y Hynds se arrimaban uno a otro y estiraban sus corbatas por encimade la cabeza con el cuello doblado como ahorcados. Lo Ăşltimo que vieron delobjeto de su mofa fue un dedo amenazador antes de que despareciera pasilloadelante. Siobhan siguiĂł al oficial de Expedientes escaleras abajo y antes dellegar a la zona de recepciĂłn, este abriĂł el cuarto de interrogatorios nĂşmero uno.
—Supongo que tendrĂa un motivo fundamentado para entrar en el despachode la comisaria Templer —dijo Mullen mientras se quitaba la chaqueta y ladejaba en el respaldo de una de las sillas.
Siobhan se sentĂł en la otra, al otro lado de la mesa rayada y con manchas debolĂgrafo. Mullen se agachĂł y cogiĂł del suelo una caja de cartĂłn.
—SĂ, por supuesto —contestĂł ella viendo cĂłmo abrĂa la tapa del archivador.Encima de todo habĂa una foto de Martin Fairstone hecha poco despuĂ©s de su
detención. Mullen la cogió y se la mostró. Siobhan no pudo evitar fijarse enaquellas uñas impecables.
—¿Cree que este hombre merecĂa morir?—No tengo una opiniĂłn formada —respondiĂł Siobhan.—Esto es sĂłlo entre usted y yo, Âżcomprende? —añadiĂł Mullen bajando la
foto de manera que por encima de ella apareció la mitad de su cara—. Novamos a grabar nada ni hay testigos. Todo muy discreto e informal.
—¿Por eso se ha quitado la chaqueta? ÂżPara que sea más informal?Mullen no replicĂł.—Se lo preguntarĂ© otra vez, sargento Clarke. ÂżMerecĂa este hombre morir?—Si me pregunta si yo querĂa que muriese, la respuesta es « no» . He
conocido miserables mucho peores que Martin Fairstone.—¿CĂłmo lo clasificarĂa, entonces? ÂżComo molestia menor?—No me preocuparĂa en clasificarlo.—Tuvo una muerte horrible, Âżsabe? Se despertĂł en pleno incendio, medio
asfixiado por el humo, tratando de desatarse de la silla… A mĂ no me gustarĂaacabar asĂ.
—Supongo que no.Se miraron a la cara y Siobhan comprendió que en cualquier momento él se
levantarĂa y comenzarĂa a pasear por el cuarto tratando de ponerla nerviosa. Sele anticipĂł y, apartando la silla de la mesa, fue a hasta el fondo con los brazoscruzados, obligándole a volverse.
—Parece que está haciendo usted una buena carrera, sargento Clarke —dijoMullen—. Inspectora dentro de cinco años, tal vez inspectora jefe antes de loscuarenta… tiene diez años por delante para estar a la altura de la comisariaTempler. —Hizo una pausa efectista—. Un buen futuro si sabe evitar escollos.
—Espero tener un buen radar.—Deseo por su bien que asà sea. El inspector Rebus, por el contrario… no
parece tenerlo muy afinado, ¿no cree?—No tengo una opinión formada.—Pues y a es hora de que la tenga. Con la carrera que tiene usted por delante,
debe elegir con cuidado sus amistades.Siobhan cruzĂł despacio hasta el otro lado del cuarto y se volviĂł al llegar a la
puerta.—Seguro que hay muchos sospechosos en libertad que deseaban la muerte de
Fairstone —dijo.—Esperemos que en la investigación se descubran muchos —replicó Mullen
encogiéndose de hombros—. Pero entretanto…—Entretanto, ¿quiere dar un repaso al inspector Rebus?Mullen la miró un instante.—¿Por qué no se sienta?—¿Le pongo nervioso? —replicó ella inclinándose y apoyando los nudillos en
el borde de la mesa.—¿Eso es lo que intentaba? Yo empezaba a pensar…Siobhan le sostuvo la mirada.—DĂgame —añadiĂł Ă©l pausadamente—, cuando supo que el inspector Rebus
habĂa estado en casa de Martin Fairstone la noche en que muriĂł, ÂżquĂ© fue loprimero que pensĂł?
Siobhan respondió encogiéndose levemente de hombros.—Una hipótesis es que alguien pudo querer dar un susto a Fairstone —dijo él
entonando la voz— y saliĂł mal. Tal vez el inspector Rebus intentĂł volver a la casapara salvarle… Nos llamĂł una doctora, una psicĂłloga llamada Irene Lesser, quehace poco tratĂł con el inspector Rebus por otro asunto. Resulta que esa doctoratenĂa intenciĂłn de presentar una reclamaciĂłn, algo relacionado con la violaciĂłnde la confidencialidad de los pacientes. DespuĂ©s de su queja, expresĂł su opiniĂłnde que el inspector Rebus es un « obsesionado» . ÂżDirĂa usted que estabaobsesionado, sargento Clarke? —añadiĂł Mullen inclinándose hacia ella.
—A veces se enfrasca excesivamente en las investigaciones —dijo Siobhan—. No sé si es lo mismo.
—Me parece que la interpretación de la doctora Lesser es que le cuesta viviren la realidad… que arrastra una furia acumulada de años.
—No entiendo qué tiene eso que ver con Martin Fairstone.—¿No? —replicó Mullen sonriendo con arrepentimiento—. ¿Considera al
inspector Rebus amigo suyo, alguien con quien comparte su tiempo fuera deltrabajo?
—SĂ.—¿Cuánto tiempo?—Parte de mi tiempo.—¿Es la clase de amigo a quien habla de sus problemas?—Puede ser.—¿Y Martin Fairstone no era un problema?—No.—Para usted desde luego que no. —Mullen callĂł un instante y se recostĂł en la
silla—. Sargento Clarke, ¿ha sentido alguna vez necesidad de proteger al inspectorRebus?
—No.—Pero ha hecho de conductor para Ă©l mientras se le curaban las manos.—No es lo mismo.—¿Le ha ofrecido una explicaciĂłn creĂble de cĂłmo se las quemĂł?—Las metiĂł en agua muy caliente.—He especificado « creĂble» .—Yo la considero creĂble.—¿No cree que es muy propio de Ă©l, al verla con un ojo tumefacto,
establecer conclusiones y ajustar las cuentas a Fairstone?—Estuvieron juntos en un pub, pero no he oĂdo decir a nadie que se pelearan.—Quizás en pĂşblico no. Pero cuando el inspector Rebus le indujo a que le
invitase a su casa… donde nadie les viera…
Siobhan negĂł con la cabeza.—No ocurriĂł nada asĂ.—Me encantarĂa tener tanta confianza como usted, sargento Clarke.—¿SustituirĂa su engreĂda arrogancia?Mullen la mirĂł inquisitivo, sonriĂł y guardĂł la foto en el archivador.—Creo que es todo por ahora. —Siobhan no hizo ademán de irse—. A menos
que usted tenga algo que decir —añadiĂł Mullen con un destello en los ojos.—En realidad, sĂ. AhĂ tiene usted el motivo por el que entrĂ© en el despacho de
la comisaria Templer —añadió señalando con la cabeza el archivador.—¿Ah, s� —dijo Mullen interesado.—Pero no tiene nada que ver con Fairstone, sino con el caso de Port Edgar.
Vieron a la novia de Fairstone —dijo pensando que no comprometĂa nadarevelándolo—; fue vista en South Queensferry, y el inspector Hogan —tragĂłsaliva antes de dejar caer una pequeña mentira— quiere interrogarla, pero y o norecordaba la direcciĂłn.
—¿Y está aqu� —dijo Mullen dando una palmadita en el archivador ypensándolo un instante antes de abrirlo y empujarlo hacia ella—. No veoinconveniente.
La rubia se llamaba Rachel Fox y trabajaba en un supermercado al final de LeithWalk. Siobhan llegĂł hasta allĂ en coche, pasando por delante de los pocosugerentes bares, tiendas de artĂculos de segunda mano y locales de tatuaje. Aella Leith le parecĂa estar siempre a punto de experimentar alguna especie derenacimiento. Cuando transformaron los antiguos almacenes en apartamentostipo « loft» , o abrieron una sala de cine o trajeron el histĂłrico yate de la reinapara que lo visitaran los turistas, se hablĂł de « rejuvenecimiento» . Sin embargo,para ella el lugar no habĂa cambiado nada; era el Leith de siempre, con sushabitantes de siempre. No sentĂa aprehensiĂłn cuando estaba allĂ, ni siquiera enplena noche y habĂa que llamar a la puerta de burdeles o antros de droga. Pero sĂque reconocĂa que era un lugar sin espĂritu, donde una sonrisa te revelaba comoforastero. No habĂa sitio en el aparcamiento del supermercado. Dio una vuelta yfinalmente vio a una mujer que cargaba bolsas de compra en el maletero.AguardĂł con el motor al ralentĂ. La mujer reñĂa a gritos a un niño de cinco años,lloroso y con mocos colgando, cuy os hombros subĂan y bajaban al compás de lossollozos. VestĂa una chaqueta deportiva plateada Le Coq Sportif y dos tallas másgrande que la suya y acolchada, por lo que parecĂa no tener manos. La madre sepuso furiosa al verle limpiarse la nariz con la manga y comenzĂł a zarandearlo.Siobhan arrimĂł instintivamente la mano a la puerta del coche sin llegar a abrir,pues sabĂa que con su intervenciĂłn podĂa agravar la situaciĂłn de la criatura,aquella mujer no iba a reconocer sus malas maneras por el reproche que le
hiciera una desconocida. Vio que cerraba el maletero y empujaba al niño dentrodel coche y que, al dar la vuelta para sentarse al volante, la miraba a ellaencogiĂ©ndose de hombros como reclamando comprensiĂłn. Siobhan la fulminĂłcon la mirada, pero no dejĂł de pensar en la futilidad de su indignaciĂłn mientrasaparcaba, cogĂa un carrito y entraba en el supermercado.
ÂżA quĂ© habĂa ido allĂ, en definitiva? ÂżPor Fairstone, por las notas, o porqueRachel Fox habĂa estado en el Boatman’s? Quizá por las tres cosas. Fox trabajabade ayudante de caja; Siobhan mirĂł la baterĂa de cajas y la localizĂł enseguida.VestĂa el uniforme azul de las empleadas, tenĂa recogida la melena en una colaalta y le caĂan dos tirabuzones sobre las orejas. En aquel momento mirabainexpresiva al vacĂo mientras pasaba los artĂculos por el lector de cĂłdigo debarras. Sobre la caja colgaba un letrero que decĂa: « Máximo nueve artĂculos» .Siobhan entrĂł en el primer pasillo, pero no vio nada que le hiciera falta; no querĂaaguardar cola en la pescaderĂa ni en la carnicerĂa por si Rachel Fox se tomaba undescanso o se marchaba antes de la hora. EchĂł en el carrito dos chocolatinas,rollos de papel de cocina y una lata de caldo Scotch. Cuatro artĂculos. Al doblar alfondo del pasillo mirĂł si Fox seguĂa en la caja. SeguĂa allĂ, con tres pensionistasesperando turno para pagar. Siobhan añadiĂł un frasco de salsa de tomate. Unamujer en silla de ruedas elĂ©ctrica pasĂł rauda a su lado para meter prisa almarido y gritarle que no olvidase la pasta dentĂfrica y los pepinillos.
La mueca que hizo el hombre le recordĂł a Siobhan que ella habĂa olvidado lospepinillos y tendrĂa que volver atrás.
Los clientes se movĂan despacio, como si pretendieran demorarse más de loestrictamente necesario. Seguramente muchos acabarĂan por entrar en lacafeterĂa a tomar un trozo de tarta, saboreándola despacio entre sorbos de tĂ©,antes de irse a casa y pasar la tarde viendo programas de cocina.
Un paquete de pasta. Seis artĂculos.Ya sĂłlo quedaba un pensionista en la caja rápida, y Siobhan se colocĂł detrás
del hombre, que saludó a Fox. Esta le respondió con un desmayado y seco« buenas» para disuadirle de charlar.
—QuĂ© buen dĂa hace —dijo el hombre, que debĂa de ir sin dentadura postiza ajuzgar por su modo de hablar y cĂłmo le asomaba la lengua entre los labios.
Fox asintiĂł con la cabeza y siguiĂł pasando los artĂculos de compra con lamayor rapidez posible. Al mirar la cinta transportadora, dos cosas llamaron laatenciĂłn de Siobhan. La primera era que el hombre llevaba doce artĂculos y lasegunda, que tambiĂ©n ella habrĂa debido comprar huevos.
—Ocho ochenta —dijo Fox.El hombre sacó despacio el dinero del bolsillo y comenzó a contar las
monedas. Frunció el ceño y las contó otra vez. Rachel Fox tendió la mano y cogióel dinero.
—Faltan cincuenta peniques —dijo.
—¿CĂłmo?—Le faltan cincuenta peniques. Tendrá que dejar algĂşn artĂculo.—Tenga —dijo Siobhan aportando la moneda que faltaba.El hombre la mirĂł, sonriĂł desdentado, le hizo una breve reverencia y se
dirigiĂł a la salida con su bolsa.Rachel Fox comenzĂł a pasar los artĂculos de la nueva clienta.—Estará usted pensando que pobre hombre —comentĂł sin levantar la vista—,
pero suele usar el mismo truco una vez a la semana.—Pues qué tonta he sido —dijo Siobhan—. Bueno, por lo menos no se ha
puesto a contar otra vez todas las monedas.Fox levantĂł la vista, luego mirĂł la cinta transportadora y volviĂł a mirar a
Siobhan.—Yo la conozco de algo —dijo.—Rachel, ¿me ha estado enviando cartas?—¿Cómo sabe mi nombre? —replicó Fox con la mano sobre el paquete de
pasta.—En primer lugar lo pone en su insignia.Pero en ese momento Rachel se acordó. La miró con cara de odio con los
ojos entrecerrados.—Usted es esa poli que pretendĂa encerrar a Marty.—TestifiquĂ© en la vista —concediĂł Siobhan.—SĂ, lo recuerdo… Y un colega suyo le prendiĂł fuego.—No se crea todo lo que cuentan los tabloides, Rachel.—Usted le buscĂł problemas a Marty.—No.—Me hablĂł de usted… me dijo que le tenĂa manĂa.—Puedo asegurarle que no es cierto.—¿Y entonces por quĂ© está muerto?HabĂa pasado el Ăşltimo artĂculo y Siobhan le tendiĂł un billete de diez libras. La
cajera del puesto más cercano habĂa interrumpido su actividad y, junto con suclienta, estaba escuchando.
—Rachel, ¿podemos hablar a solas? —dijo Siobhan mirando a su alrededor—.¿En algún sitio menos concurrido?
A Rachel Fox se le saltaron las lágrimas. Siobhan se acordĂł de pronto del niñoque habĂa visto en el aparcamiento y pensĂł que en ciertos aspectos nunca noshacemos mayores. Emocionalmente, nunca crecemos.
—Rachel… —añadió.Pero Rachel Fox abrió la caja para darle el cambio negando despacio con la
cabeza.—No tengo nada que decirles.—¿Y esas notas que he estado recibiendo, Rachel? ¿Qué me dice de eso?
—No sé de qué me habla.Siobhan oyó el ruido de un motor y comprendió que la mujer de la silla de
ruedas estaba detrás de ella. El marido llevaba en el carrito exactamente nueveartĂculos. Siobhan se volviĂł y vio que la mujer venĂa con otra cesta y otros nueveartĂculos. La miraba con la cara encendida, deseosa de que se fuera.
—La vi en el Boatman’s —dijo Siobhan—. ÂżQuĂ© hacĂa allĂ?—¿DĂłnde?—En el Boatman’s… South Queensferry.Fox le entregĂł el cambio con el ticket.—Es donde trabaja Rod —dijo con un bufido.—Es… un amigo suyo, Âżverdad?—Es mi hermano —respondiĂł Rachel Fox y, cuando levantĂł la vista, Siobhan
vio que en lugar de lágrimas echaba fuego por los ojos—. ¿Es que van a matarlea él también? ¿Eh? ¿Es eso?
—Davie, será mejor que vayamos a otra caja —dijo la mujer de la silla deruedas a su marido.
ComenzĂł a dar marcha atrás en el momento en que Siobhan cogĂa su bolsa yse dirigĂa a la salida seguida por la voz de Rachel Fox:
—¡Puta asesina! ÂżQuĂ© te he hecho yo? ¡Asesina! ¡Asesina!Siobhan tirĂł las bolsas en el asiento del pasajero y se sentĂł al volante.—¡So guarra! —gritĂł Rachel Fox yendo hacia el coche—. ¡No tienes ni un tĂo
que se te acerque!Siobhan encendió el motor y salió del hueco en marcha atrás al tiempo que
Rachel Fox lanzaba una patada contra el faro. Como llevaba zapatillas deportivas,el pie rebotĂł en el cristal. Siobhan estirĂł el cuello para asegurarse de que noatropellaba a nadie y cuando enderezĂł el volante vio que Rachel Fox empujabacon todas sus fuerzas una fila de carritos empotrados. ArrancĂł y pisĂł elacelerador mientras oĂa el traqueteo de los carritos, que pasaron rozando elcoche. MirĂł por el retrovisor y vio que habĂan quedado atravesados en la calle yque el primero de la fila habĂa ido a estrellarse contra un Volkswagen Escarabajoaparcado en la otra acera.
Rachel Fox continuaba gruñendo y agitando los puños. Finalmente dirigió undedo amenazador hacia el coche que se alejaba y se pasó ese mismo dedo por lagarganta asintiendo despacio con la cabeza.
—De acuerdo, Rachel —musitó Siobhan saliendo del aparcamiento.
20
Bobby Hogan habĂa tenido que poner en juego todo su poder de persuasiĂłn y seasegurarĂa de que Rebus no lo olvidara. La mirada que le dirigiĂł fue elocuente:« Primero, me debes un favor; segundo, no jodas la marrana» .
Estaban en un despacho de la « Casa grande» , la Jefatura de la PolicĂa deLothian and Borders en Fettes Avenue, sede la DivisiĂłn de Narcotráfico, por loque Rebus estaba allĂ a disgusto. No sabĂa realmente cĂłmo Hogan habĂaconvencido a Claverhouse para que le dejara asistir al interrogatorio; lo cierto esque allĂ se encontraban ahora. TambiĂ©n asistĂa Ormiston, que resoplaba por lanariz y cerraba los ojos con fuerza cada vez que parpadeaba. Teri Cotter habĂaacudido con su padre y completaba la escena una agente de uniforme.
—¿Seguro que quieres que esté presente tu padre? —preguntó Claverhouse sinrodeos.
Teri le mirĂł. Llevaba todos sus atavĂos de gĂłtica y unas botas hasta la rodillacon mĂşltiples hebillas relucientes.
—Tal como lo plantea —dijo el señor Cotter—, quizás habrĂa sido mejor quehubiera venido con mi abogado.
Claverhouse se encogió de hombros.—Lo he preguntado simplemente porque no quiero que su hija se sienta
violenta en su presencia —dijo mirando a la muchacha.—¿Violenta? —repitió el señor Cotter mirando a su hija, por lo que no pudo
ver el ademán que hacĂa Claverhouse fingiendo teclear ante una pantalla; Teri sĂque lo vio y comprendiĂł al instante.
—Papá, quizá sea mejor que esperes fuera —dijo.—Verdaderamente, no sé…—Papá —dijo ella poniéndole la mano en el brazo—. No te preocupes. Luego
te lo explico. De verdad —añadió taladrándole con la mirada.—Bueno, no sé… —protestó Cotter mirando a su alrededor.—No se preocupe, señor —dijo Claverhouse para tranquilizarle, recostándose
en la silla y cruzando las piernas—. No se alarme, se trata simplemente deciertos datos que queremos verificar con Teri. El sargento Ormiston leacompañará a la cantina —añadió señalando con la cabeza a Ormiston— ymientras usted toma algo habremos terminado.
Ormiston puso mala cara y mirĂł a Rebus y a Hogan como si preguntara a sucompañero por quĂ© no podĂa ir uno de los dos. Cotter mirĂł otra vez a su hija.
—No acaba de convencerme dejarte aquĂ sola —protestĂł de nuevo pero yadándose por vencido, y Rebus pensĂł si se atreverĂa alguna vez a oponerse a sumujer o a su hija.
Era un hombre feliz en su mundo de cifras y movimientos de bolsa, datos queconsideraba previsibles y controlables. Tal vez el accidente de coche y la pĂ©rdidadel hijo le habĂan hecho perder la confianza en sĂ mismo, al verse como un servulnerable frente al azar y la adversidad. Se levantĂł y Ormiston, que aguardabaen la puerta, le siguiĂł. Rebus pensĂł de pronto en Allan Renshaw y en las secuelasque deja en un padre la pĂ©rdida de un hijo.
Claverhouse dirigiĂł una sonrisa de oreja a oreja a Teri Cotter, quiencorrespondiĂł cruzando los brazos a la defensiva.
—Teri, sabes de qué se trata, ¿verdad?—¿Ah, s�—Esto sà que sabes lo que significa, ¿no? —añadió Claverhouse repitiendo el
movimiento de dedos sobre el teclado.—¿Por qué no me lo explica?—Significa que tienes una página en internet: Señorita Teri. Significa que la
gente puede observar tu dormitorio a cualquier hora del dĂa o de la noche. Elinspector Rebus aquĂ presente es uno de tus admiradores —añadiĂł Claverhouseseñalándole con la cabeza—. Y Lee Herdman era otro. —Hizo una pausamirándola fijamente—. No parece sorprenderte.
La muchacha se encogió de hombros.—Por lo visto, el señor Herdman era un gran voyeur —añadió Claverhouse
fijando brevemente la vista en Rebus, como si se preguntara si podĂa clasificarletambiĂ©n como tal—. Le gustaba entrar en muchos sitios, casi todos de pago contarjeta de crĂ©dito.
—¿Y quĂ©?—TĂş, sin embargo, te ofreces gratis.—¡Lo mĂo no es igual que esos sitios que dice! —exclamĂł enfurecida.—Entonces ÂżquĂ© clase de sitio es el tuyo?Teri Cotter estuvo a punto de responder, pero se contuvo.—¿Te gusta que te miren? —dijo Claverhouse—. A Herdman le gustaba
mirar. Parece que los dos os complementabais.—Me follĂł unas cuantas veces, si se refiere a eso —dijo ella frĂamente.—Yo no habrĂa utilizado esas palabras.—Teri —terciĂł Rebus—, hay un ordenador que comprĂł Lee y que no
encontramos… ¿No será el que tienes en tu dormitorio?—Puede.—¿Lo compró para ti y te lo instaló él?
—Si usted lo dice…—¿Y te enseñó a diseñar la página y a instalar la cámara?—¿Por quĂ© me lo pregunta si ya lo saben? —replicĂł ella irascible.—¿Tus padres no preguntaron nada?—Yo tengo mi dinero —replicĂł ella mirándole.—¿Pensaron que lo habĂas comprado tĂş? ÂżNo sabĂan nada de lo tuyo con Lee?La muchacha le dirigiĂł una mirada que hacĂa ver lo estĂşpidas que eran sus
preguntas.—Le gustaba observarte —añadiĂł Claverhouse—. QuerĂa saber dĂłnde
estabas y lo que hacĂas. ÂżPor eso colgaste ese sitio en la Red?Teri Cotter negĂł con la cabeza.—Entrada a la Oscuridad es para todo el que quiera mirar —dijo.—¿Fue idea de Ă©l o tuya? —preguntĂł Hogan.Ella se encogiĂł de hombros.—¿Se supone que soy Caperucita Roja? ÂżY Lee el lobo malvado? —LanzĂł un
suspiro—. Lee me regalĂł el ordenador y me dijo que quizá podrĂamos estar encontacto a travĂ©s de la cámara. Pero Entrada a la Oscuridad fue idea mĂa,exclusivamente mĂa —añadiĂł señalándose con el dedo entre los senos; la puntillanegra dejaba ver un trozo de piel sobre el que reposaba la cadenita de oro con eldiamante, con el que se puso a juguetear.
—¿Eso te lo regaló él también? —preguntó Rebus.La muchacha bajó la vista a la cadenita, asintió con la cabeza y cruzó otra
vez los brazos.—Teri —añadiĂł Rebus despacio—, ÂżsabĂas quiĂ©n más accedĂa a tu sitio?Ella negĂł con la cabeza.—El anonimato forma parte de la gracia del juego —respondiĂł.—Tu página no es anĂłnima, hay muchos datos que explican quiĂ©n eres.Teri reflexionĂł un instante y se encogiĂł de hombros.—¿Lo sabĂa alguien más del colegio? —preguntĂł Rebus.La muchacha volviĂł a encogerse de hombros.—Te dirĂ© alguien que sĂ lo sabĂa: Derek Renshaw.Teri Cotter abriĂł los ojos y la boca, sorprendida.—Probablemente Derek se lo dirĂa a su buen amigo Anthony Jarvies —
añadió Rebus.Claverhouse se enderezó en la silla y levantó una mano.—Un momento —dijo mirando a Hogan, que se encogió de hombros, y luego
a Rebus—. Esto es nuevo para mĂ.—Derek Renshaw tenĂa guardada en su ordenador la direcciĂłn del sitio de
Teri —dijo Rebus.—¿Y el otro chico tambiĂ©n lo sabĂa? ÂżEl que matĂł Herdman?Rebus se encogiĂł de hombros.
—He dicho probablemente —contestĂł.Claverhouse se puso en pie y se restregĂł el mentĂłn.—Teri, ÂżLee Herdman era del tipo celoso? —preguntĂł.—No lo sĂ©.—Pero lo del sitio lo sabĂa… Se lo dij iste, por supuesto —añadiĂł Claverhouse
de pie junto a ella.—Sà —contestó Teri Cotter.—¿Y a él qué le pareció? Me refiero al hecho de que cualquiera pudiera verte
en tu dormitorio a cualquier hora de la noche.—¿Cree en que los matĂł por eso? —dijo Teri casi en un susurro.Claverhouse se inclinĂł con el rostro casi pegado al de ella.—¿A ti quĂ© te parece, Teri? ÂżLo crees posible?No esperĂł la respuesta, girĂł sobre sus talones y dio una palmada.Rebus sabĂa quĂ© estaba pensando: que Ă©l, el inspector Charlie Claverhouse,
acababa de desentrañar el misterio el primer dĂa que se hacĂa cargo del caso. Yy a estaba deseando lanzar al vuelo las campanas de su triunfo para que seenteraran los jefes. Se acercĂł a la puerta, la abriĂł y le decepcionĂł ver que nohabĂa nadie en el pasillo. Rebus aprovechĂł la ocasiĂłn para levantarse de la silla ysentarse en la de Claverhouse. Teri se miraba el regazo y jugueteaba de nuevocon la cadenita.
—Teri —dijo Rebus en voz queda para llamar su atenciĂłn. La muchacha lemirĂł y, al advertir, a pesar del rĂmel, que tenĂa los ojos hĂşmedos, añadió—: ÂżTeencuentras bien? —Ella asintiĂł despacio con la cabeza—. ÂżSeguro? ÂżQuieres quete traiga algo?
—Estoy bien.Rebus asintiĂł con la cabeza tratando de convencerse. Hogan tambiĂ©n se habĂa
cambiado de sitio y estaba al lado de Claverhouse en la puerta poniĂ©ndole unamano en el hombro para calmar su excitaciĂłn. Rebus no oĂa lo que decĂan, ni leimportaba.
—No puedo creerme que ese cabrón me mirara.—¿Quién, Lee?—Derek Renshaw —replicó ella furiosa—. ¡Él mató a mi hermano! —añadió
alzando la voz.Rebus bajó aún más la suy a.—Por lo que yo sé, iba en el coche con tu hermano, pero eso no significa que
tuviera la culpa del accidente. —De pronto cruzĂł por su mente la imagen delpadre de Derek: un niño abandonado en el bordillo de la acera, aferrado a unapelota reciĂ©n comprada como si en ello le fuera la vida mientras el mundodiscurre vertiginoso ante Ă©l—. ÂżTĂş crees realmente que Lee entrarĂa en uncolegio y matarĂa a dos personas porque estaba celoso?
Teri Cotter reflexionĂł un instante y negĂł con la cabeza.
—Yo tampoco —dijo Rebus. Ella le miró—. En primer lugar —prosiguiĂł Ă©l—, ÂżcĂłmo iba a saberlo? Tampoco parece que conociera a las vĂctimas, asĂ que,ÂżcĂłmo iba a elegirlos precisamente a ellos? —AguardĂł a ver el efecto quecausaba en ella el razonamiento—. Matarlos por una cosa asĂ es un pocoexagerado, Âżno crees? Y en un lugar pĂşblico… TendrĂa que haber estado loco decelos. Completamente trastornado.
—Entonces… ÂżquĂ© sucediĂł? —preguntĂł ella.Rebus mirĂł a la puerta. Ormiston habĂa regresado de la cafeterĂa y
Claverhouse le abrazaba. Probablemente le habrĂa levantado en brazos decontento de haber podido. Rebus captĂł un entusiasta « lo hemos resuelto» seguidode un cauteloso susurro de Hogan.
—No estoy seguro todavĂa —dijo Rebus en respuesta a la pregunta de Teri—.Los celos son un buen mĂłvil, por eso le has dado ese alegrĂłn al inspectorClaverhouse.
—Usted no le traga, Âżverdad?—No te preocupes, es un sentimiento totalmente recĂproco.—Cuando se metiĂł en Entrada a la Oscuridad… —BajĂł de nuevo los ojos—.
ÂżMe vio haciendo algo?Rebus negĂł con la cabeza.—El cuarto estaba vacĂo —contestĂł sin querer confesar que la habĂa visto
durmiendo—. ÂżTe importa que te haga una pregunta? —añadiĂł mirando hacia lapuerta para asegurarse de que no le oĂan—. Doug Brimson dice que es amigo detus padres, pero a mĂ me da la impresiĂłn de que no es santo de tu devociĂłn…
Una expresiĂłn de desazĂłn cruzĂł el rostro de la joven.—Mamá está liada con Ă©l —contestĂł displicente.—¿Estás segura? —Ella asintiĂł con la cabeza—. ÂżLo sabe tu padre?—Más vale que no lo sepa, Âżno cree? —respondiĂł mirándole horrorizada.Rebus reflexionĂł un instante.—SĂ, claro —dijo—. ÂżTĂş cĂłmo te enteraste?—IntuiciĂłn de mujer —respondiĂł ella sin asomo de ironĂa.Rebus se recostĂł en la silla pensando en Teri, Lee Herdman y Entrada a la
Oscuridad, preguntándose si no tendrĂa algo que ver con un intento de recuperar ala madre.
—Teri, ¿seguro que no puedes saber de alguna forma quién te miraba a travésdel ordenador? ¿Ningún chico del colegio te insinuó…?
Ella negó con la cabeza.—Yo recibo mensajes en el libro de huéspedes, pero nunca de nadie
conocido.—Y en esos mensajes, ¿hay alguno que sea… espontáneo?—Son los que me gustan. —Ladeó levemente la cabeza tratando de encarnar
el personaje de la señorita Teri, pero no habĂa nada que hacer, Rebus la habĂa
calado como Teri Cotter a secas y no se dejaba impresionar. El inspectorenderezó el cuello y la espalda—. ¿Sabes a quién vi anoche? —añadió en tonoamistoso.
—¿A quién?—A James Bell.—¿Y? —replicó ella mirándose el esmalte negro de las uñas.—Pues que se me ocurrió… ¿recuerdas aquella foto tuya que nos birlaste en
el pub de Cockburn Street?—Era mĂa.—No digo que no lo fuera. Creo recordar que cuando la cogiste me dij iste
que James se dejaba ver por las fiestas de Lee.—¿Él lo niega?—Al contrario, por lo visto ellos dos se conocĂan bastante bien. ÂżTĂş quĂ©
piensas?Los tres policĂas, Claverhouse, Hogan y Ormiston, volvieron a entrar.
Ormiston daba palmaditas en la espalda a Claverhouse.—Apreciaba a Lee —contestĂł Teri Cotter—. De eso no hay duda.—¿Era un aprecio mutuo?La muchacha entrecerrĂł los ojos.—James Bell… Ă©l le podrĂa haber señalado a Lee, a Renshaw y a Jarvies,
Âżverdad? —dijo.—Eso no explicarĂa que Lee le disparara a Ă©l tambiĂ©n. El caso es que… —
SabĂa que le quedaban segundos antes de que le vetaran en el interrogatorio—.Esa foto tuya que tĂş dices que te la hicieron en Cockburn Street… Lo que mepregunto es quiĂ©n la hizo.
Teri Cotter consideró un instante el porqué de la pregunta. Claverhouse estabadelante de ellos dos chasqueando los dedos para darle a entender a Rebus quedejara libre la silla, y Rebus continuó mirando cara a cara a la muchachamientras se levantaba.
—¿James Bell? —preguntó—. ¿Fue él?Teri Cotter asintió con la cabeza sin encontrar inconveniente en decirlo.—¿Iba a verte a Cockburn Street?—Estaba haciéndonos fotos a todos para un trabajo del colegio…—¿De qué se trata? —preguntó Claverhouse sentándose sonriente en la silla.—Me estaba preguntando cosas sobre James Bell —respondió Teri.—¿Ah, s� ¿Qué pasa con él?—Nada —contestó ella guiñándole el ojo a Rebus, que se apartó a un lado.Claverhouse hizo un gesto brusco y se volvió en la silla hacia él, pero Rebus
simplemente se encogiĂł de hombros sonriendo. Cuando Claverhouse se volviĂłotra vez hacia la muchacha, Ă©l hizo un gesto. Teri comprendiĂł que le daba lasgracias. Rebus sabĂa muy bien lo que Claverhouse habrĂa hecho con la
información: James Bell presta un libro a Lee Herdman sin darse cuenta de quedentro hay una foto de Teri como señal. Herdman la encuentra, siente celos, unmóvil para herir al chico, pues no es algo tan grave como para matarle y,además, James era amigo suyo…
Con semejante conclusiĂłn, Claverhouse darĂa por cerrado el caso e irĂadirectamente al despacho del subdirector a por su medalla al mĂ©rito. No quedarĂanadie en la caseta prefabricada ni dentro del colegio de Port Edgar y todos losagentes volverĂan al servicio rutinario.
Y Ă©l, Rebus, estarĂa de nuevo suspendido del servicio.Pero nada de eso cuadraba realmente. Ahora estaba seguro. Y sabĂa que
tenĂa algo ante sus narices. En ese momento mirĂł a Teri Cotter, que seguĂajugueteando con la cadena, y supo lo que era. La pornografĂa y las drogas noeran la Ăşnica industria de Rotterdam.
Rebus localizó a Siobhan en el coche.—¿Dónde estás? —preguntó.—En la A90 camino de South Queensferry. ¿Y tú?—Delante de un semáforo en Queensferry Road.—¿Conduciendo y hablando por teléfono? Sà que debes de tener curadas las
manos.—Más o menos. ¿Dónde has estado?—Hablando con la novia de Fairstone.—¿Algún resultado?—En cierto modo. ¿Y tú?—He estado presente en un interrogatorio de Teri Cotter. Claverhouse se cree
que ha descubierto el móvil.—¿Ah, s�—Piensa que Herdman estaba celoso porque los dos chicos visitaban el sitio
de Teri.—¿Y casualmente James Bell se interpuso?—Seguro que es como Claverhouse lo verá.—¿Qué hacemos ahora?—Con esto queda todo cerrado.—¿Y Whiteread y Simms?—Tienes razón. No van a conformarse —dijo Rebus viendo que el semáforo
cambiaba a verde.—Ni querrán irse con las manos vacĂas.—Exacto. —Rebus pensĂł un instante sosteniendo el telĂ©fono entre el hombro
y la mandĂbula mientras cambiaba de marcha y añadió—: ÂżA quĂ© vas aQueensferry?
—El barman del Boatman’s es hermano de Fox.—¿QuĂ© Fox?—La novia de Fairstone.—Lo que explica por quĂ© ella iba a ese bar.—SĂ.—¿Has hablado con ella?—Intercambiamos unos cumplidos.—¿Dijo algo sobre Johnson Pavo Real y si su pelea con Fairstone tenĂa algo
que ver con ella?—Se me olvidĂł preguntarle.—¿Se te olvidó…?—El asunto se complicĂł y pensĂ© que era mejor interrogar a su hermano.—¿Crees que Ă©l sabrá si ella tenĂa relaciones con Pavo Real?—No lo sabrĂ© hasta que no se lo pregunte.—¿Quieres que nos encontremos? Yo tenĂa pensado ir al puerto deportivo.—¿Quieres ir primero allĂ?—Luego podemos concluir la jornada con una copa bien merecida.—Bien, nos vemos en el puerto.Siobhan cortĂł y tomĂł la Ăşltima salida antes del puente del Forth. Cuando
después de descender hacia South Queensferry doblaba a la izquierda en ShoreRoad, volvió a sonar su teléfono.
—¿Has cambiado de plan? —preguntĂł por el micrĂłfono.—No hasta que no tengamos un plan que cambiar. La llamo por eso.ReconociĂł la voz de Doug Brimson.—Perdone; creĂ que era otra persona. ÂżQuĂ© quiere?—Pensaba en si estarĂa lista para usar el cielo otra vez.—Tal vez —contestĂł Siobhan sonriendo mentalmente.—Estupendo. ÂżQuĂ© le parece mañana?Ella reflexionĂł un instante.—SĂ, podrĂa escaparme una hora.—¿Por la tarde, antes de que se ponga el sol?—De acuerdo.—¿Y esta vez cogerá los mandos?—Es posible que me deje convencer.—MagnĂfico. ÂżQuĂ© le parece a las diecisĂ©is horas?—Suena a las cuatro de la tarde.Él se echĂł a reĂr.—Nos vemos, Siobhan.—AdiĂłs, Doug.DejĂł el mĂłvil en el asiento del pasajero y mirĂł al cielo a travĂ©s del
parabrisas imaginándose en un avión; imaginándose… presa de un ataque de
pánico. No, no creĂa que le entrara el pánico. Además, llevarĂa a Doug Brimson asu lado. No habĂa por quĂ© preocuparse.
AparcĂł delante de la cafeterĂa del puerto deportivo, entrĂł y saliĂł con unachocolatina. Estaba desenvolviĂ©ndola cuando llegĂł Rebus en el Saab. PasĂł pordelante de ella y lo dejĂł al fondo del aparcamiento a cincuenta metros delcobertizo de Herdman. Cuando ella llegĂł a su altura, Ă©l cerraba la portezuela.
—Bien, ¿qué hacemos aqu� —preguntó Siobhan deglutiendo el último trozode chocolatina.
—¿Aparte de destruirnos la dentadura? —replicó él—. Quiero echar un últimovistazo al cobertizo.
—¿Por quĂ©?—Porque sĂ.Las puertas estaban cerradas pero no con llave. Rebus las abriĂł y vio, en
cuclillas sobre la lancha neumática, a Simms, que levantĂł la vista mientras Rebusseñalaba con la cabeza la palanca que tenĂa en la mano.
—¿Qué hace, destrozar el chiringuito? —dijo.—Nunca se sabe lo que se puede encontrar —respondió Simms—. En ese
aspecto, nosotros decididamente les hemos ganado la partida.Whiteread, al oĂr voces, saliĂł de la oficina con un montĂłn de papeles en la
mano.—De pronto hay prisas, ¿verdad? —dijo Rebus acercándose a ella—.
Claverhouse está a punto de cerrar el caso y no debe de hacerles mucha gracia,¿eh?
Whiteread esbozĂł una leve sonrisa despectiva. Rebus, pensando quĂ© podrĂahacer para desconcertarla, tuvo una idea.
—Supongo que fue usted quien nos echĂł encima al periodista —dijo ella—.QuerĂa saber datos sobre el helicĂłptero que se estrellĂł en Jura, lo que me hizopensar…
—Vamos, dĂgalo —dijo Rebus provocador.—Esta mañana he tenido una charla muy interesante —añadiĂł ella
pausadamente— con un tal Douglas Brimson. Por lo visto, los tres hicieron unpequeño viaje juntos —espetó ella mirando a Siobhan.
—No me diga —replicó Rebus deteniéndose.Pero ella siguió caminando y se le acercó hasta pegar prácticamente la cara
a la de él.—Les llevó a la isla y luego fueron al lugar del accidente —añadió sin dejar
de mirarle a la cara para observar un signo de debilidad. Rebus dirigiĂł unamirada a Siobhan. « ¡Ese cabrĂłn no tenĂa por quĂ© decĂrselo!» Ella se ruborizĂł.
—¿Ah, sĂ? —fue todo cuanto se le ocurriĂł como rĂ©plica a Rebus.Whiteread se puso de puntillas, la cara a la misma altura que la de Rebus.—La cuestiĂłn es, inspector Rebus, cĂłmo sabĂa usted eso.
—¿Qué?—El único medio de saberlo es tener acceso a documentación confidencial.—¿Ah, s� —replicó Rebus viendo que Simms bajaba de la lancha con la
palanca en la mano. Se encogió de hombros—. Bien, si esa documentación deque habla es confidencial, es imposible que y o la haya visto, ¿no le parece?
—No sin un allanamiento… sin mencionar que lo han fotocopiado —añadióWhiteread mirando ahora a Siobhan e inclinando inquisitivamente la cabeza—.¿Ha tomado mucho el sol, sargento Clarke? Veo sus mejillas tan encendidas… —Siobhan no dijo nada—. ¿Le ha comido la lengua el gato?
Simms sonreĂa con cara de satisfacciĂłn viendo la turbaciĂłn de Siobhan.—Me han dicho que tiene usted miedo a la oscuridad —dijo Rebus mirándole.—¿CĂłmo? —inquiriĂł Simms con el ceño fruncido.—Lo que explicarĂa que deje la puerta del dormitorio abierta —añadiĂł Rebus
con un guiño antes de volverse hacia Whiteread—. No creo que vay a con esto aninguna parte. A menos que desee que cuantos intervienen en el caso se enterende por qué han venido aquà en realidad.
—SegĂşn tengo entendido, usted está suspendido del servicio activo y quizá notarde en enfrentarse a una acusaciĂłn de homicidio —dijo Whiteread clavando enĂ©l una mirada de odio—. A lo que se suma que la psicĂłloga de Carbrae dice queexaminĂł unos documentos privados sin permiso. —Hizo una pausa—. Me da laimpresiĂłn de que ya está con el agua al cuello, Rebus. No creo que le interesebuscarse más problemas de los que tiene. Y, no obstante, se presenta aquĂdispuesto a provocar un enfrentamiento. DĂ©jeme que le diga una cosa a ver si laentiende —añadiĂł acercándole la boca al oĂdo—: No tiene salvaciĂłn.
Se apartĂł de Ă©l despacio, calibrando su reacciĂłn. Rebus alzĂł la manoenguantada. Ella frunciĂł el ceño insegura del significado del ademán, y deinmediato vio lo que sostenĂa entre el pulgar y el anular. Lo vio destellar y brillara la luz.
Era un diamante.—¿Qué diablos…? —masculló Simms.Rebus cerró el puño sobre el diamante.—Quien lo encuentra se lo queda —dijo dándose la vuelta y caminando hacia
la salida seguido de Siobhan, que aguardĂł a estar fuera para hablar.—¿QuĂ© ha sido ese numerito?—Una operaciĂłn de sondeo.—Pero Âżde quĂ© se trata? ÂżDe dĂłnde has sacado ese diamante?—De un amigo que tiene una joy erĂa en Queensferry Street —respondiĂł
Rebus sonriendo.—¿Y?—Le convencà para que me lo prestara —añadió él guardándose el diamante
en el bolsillo—. Pero esos dos no lo saben.
—Pero a mà vas a explicármelo, ¿verdad?Rebus asintió despacio con la cabeza.—En cuanto averigüe lo que he recogido con el anzuelo.—John… —añadió ella medio suplicante y medio agresiva.—¿Vamos a tomar esa copa? —preguntó Rebus.Ella no contestó, pero no dejó de mirarle camino del coche y siguió con los
ojos clavados en Ă©l mientras abrĂa la portezuela, subĂa al Saab, ponĂa el motor enmarcha y bajaba el cristal de la ventanilla.
—Nos vemos en el Boatman’s —dijo Ă©l arrancando.Siobhan se quedĂł allĂ, Ă©l apenas la saludĂł con la mano. Maldiciendo para sus
adentros, fue hacia su coche.
21
Rebus estaba sentado en el bar a una mesa junto a la cristalera, leyendo unmensaje de texto de Steve Holly.
« ¿Qué tiene para m� Si no colabora haré una segunda entrega de lafreidora.»
Indeciso entre responder o no, finalmente comenzó a teclear:« Accidente isla de jura herdman cogió algo que ejército quiere recuperar
pregunte otra vez a whiteread.»No estaba muy seguro de si Holly lo entenderĂa porque Ă©l no habĂa aprendido
a poner mayĂşsculas ni puntos en los mensajes, pero aquello le mantendrĂaentretenido, y si acababa enfrentándose otra vez a Whiteread y Simms, muchomejor. AsĂ se sentirĂan acosados. CogiĂł la media pinta y brindĂł para sĂ mismo enel preciso instante en que entraba Siobhan. AĂşn no habĂa decidido si decirle lo quele habĂa contado Teri sobre su madre y Brimson. TemĂa que si lo hacĂa, Brimsonse darĂa cuenta al verla, por su manera de hablarle y de rehuir su mirada. No, noquerĂa que sucediera eso porque no harĂa bien a nadie en aquel momento.Siobhan dejĂł el bolso en la mesa y mirĂł a la barra, donde una mujer que nohabĂa visto nunca servĂa unas cervezas.
—No te preocupes —dijo Rebus—, le he preguntado y me ha dicho queMcAllister entra de turno dentro de unos minutos.
—Entonces nos da tiempo a que me pongas al corriente —dijo ella quitándoseel abrigo.
Rebus se levantó.—Primero te traeré algo. ¿Qué quieres?—Lima con soda.—¿No prefieres algo más fuerte?—Algunos tenemos que conducir —replicó ella mirando con el ceño fruncido
su cerveza medio vacĂa.—No te preocupes, no voy a tomar más —dijo Ă©l y endo a la barra y
volviendo con dos vasos, uno de lima y soda para ella y otro de coca cola para él—. ¿No ves? Cuando quiero, puedo ser serio y virtuoso —añadió.
—Mucho mejor que conducir borracho —comentó ella quitando la paj ita delvaso y dejándola en el cenicero antes de echarse hacia atrás en la silla con las
manos apoy adas en los muslos—. Bueno, por mà puedes empezar.En ese momento se abrió la puerta.—Hablando del rey de Roma —dijo Rebus al ver entrar a McAllister, quien
se percatĂł de que le miraban y dirigiĂł la vista hacia ellos, circunstancia queRebus aprovechĂł para saludarle con una inclinaciĂłn de cabeza.
McAllister abrió la cremallera de su desgastada cazadora de cuero, se quitó elpañuelo negro que llevaba al cuello y lo guardó en un bolsillo.
—Tengo que empezar a trabajar —dijo al ver que Rebus daba unaspalmaditas en una silla.
—Es un minuto nada más —replicó Rebus sonriente—. A Susie no leimportará —añadió señalando con la cabeza a la mujer de la barra.
McAllister, un tanto indeciso, acabĂł por sentarse con los codos apoyados ensus piernas delgadas y las manos bajo la barbilla. Rebus le imitĂł.
—¿Es por algo relacionado con Herdman? —preguntó.—No exactamente —contestó Rebus, y miró a Siobhan.—Luego hablaremos de eso —dijo ella—, pero ahora lo que nos interesa es
su hermana.McAllister miró sucesivamente a los dos.—¿Cuál de ellas?—Rachel Fox. Es curioso que tengan distinto apellido.—No es asà —replicó McAllister mirando de nuevo a uno y a otro, sin saber a
quién responder. Siobhan chasqueó los dedos y el barman dirigió hacia ellos suatención entrecerrando levemente los ojos—. Es que ella cambió de apellidohace cierto tiempo cuando intentó trabajar de modelo —añadió—. ¿Qué tieneella que ver con ustedes?
—¿No lo sabe?Él se encogió de hombros.—¿Conoce a Marty Fairstone? —añadió Siobhan—. No me diga que ella no se
lo presentĂł.—SĂ, conocĂa a Marty. Se me revolvieron las tripas cuando me enterĂ© de su
muerte.—¿Y a un tal Johnson? —preguntó Rebus—, apodado Pavo Real… amigo de
Marty.—SĂ.—¿Le conoce personalmente?McAllister reflexionĂł un instante.—No estoy seguro —dijo finalmente.—Pensamos —comenzĂł a decir Siobhan ladeando la cabeza para llamar de
nuevo su atenciĂłn— que Johnson y Rachel habĂan empezado una relaciĂłn.—¿Ah, sĂ? —dijo McAllister enarcando una ceja—. Primera noticia.—¿Ella nunca le hablĂł de Ă©l?
—No.—Los han visto por South Queensferry.—Últimamente se ha visto a mucha gente por aquĂ. Ustedes dos, por ejemplo
—replicĂł Ă©l recostándose en el asiento, enderezando la espalda y mirando elreloj de encima de la barra—. No me gustarĂa que Susie se enfadase.
—Se rumorea que Fairstone y Johnson se enemistaron, tal vez por lo deRachel.
—¿Ah, s�—Si encuentra extrañas las preguntas, señor McAllister —dijo Rebus—,
dĂgalo.Siobhan mirĂł la camiseta de McAllister, bien visible ahora que no estaba
inclinado. TenĂa estampada la portada de un disco que ella conocĂa.—Es admirador de Mogwai, Âżeh, Rod?—De todos los grupos que toquen fuerte —contestĂł Ă©l mirándose la camiseta.—Ese es su disco Rock Action, Âżverdad?—Exacto.McAllister se levantĂł y mirĂł hacia la barra, pero Siobhan cruzĂł una mirada
con Rebus y asintió levemente con la cabeza.—Rod —dijo—, ¿recuerda que la primera vez que vine al bar le di mi tarjeta?McAllister asintió con la cabeza sin dejar de alejarse de la mesa, pero
Siobhan se levantĂł para seguirle y alzĂł la voz.—En esa tarjeta ponĂa la direcciĂłn de St Leonard, Âżno es cierto, Rod? Y al
leer mi nombre supo quiĂ©n era porque Marty se lo habĂa dicho, Âżverdad?… oquizá Rachel. Rod, Âżrecuerda el disco de Mogwai anterior a Rock Action?
McAllister levantĂł la trampilla del mostrador para entrar en la barra y la dejĂłcaer de golpe una vez dentro. La camarera le mirĂł mientras Siobhan volvĂa alevantarla.
—No está permitido… —dijo la camarera.Pero Siobhan no la escuchaba. Sin percatarse de que Rebus se habĂa
levantado de la mesa para acercarse, agarró a McAllister de la manga de lacazadora. Él intentó zafarse, pero le obligó a volverse hacia ella.
—¿Recuerda el tĂtulo, Rod? Era Come On, Die Young. C. O. D. Y., Rod. Lafirma de su segunda nota.
—¡Déjeme en paz! —gritó él.—Si tienen algo que discutir, háganlo fuera —terció Susie.—Rod, enviar amenazas de ese tipo es un delito grave.—¡Suélteme, zorra! —replicó él deshaciéndose de ella de un tirón y dándole
una bofetada que la lanzĂł contra un estante del que salieron volando unas botellas.Rebus entrĂł en la barra, agarrĂł a McAllister del pelo y le aplastĂł con fuerza
la cara contra el escurridor. McAllister agitĂł los brazos farfullando sonidosininteligibles, pero Rebus no le soltĂł.
—¿Llevas esposas? —preguntó a Siobhan.Ella se incorporó entre cruj idos de los trozos de vidrio del suelo y echó a
correr hacia el bolso para vaciarlo en la mesa y coger las esposas. McAllister leatizĂł un par de patadas en las espinillas con los tacones de sus botas vaqueras,pero ella, tras apretarle bien las esposas para may or seguridad, se apartĂł de Ă©l,medio mareada, sin saber si era por efecto de los golpes, de la adrenalina o de lasemanaciones alcohĂłlicas de las botellas rotas.
—Llama a comisarĂa —dijo Rebus—. Una noche en el calabozo no le vendrámal a este cabrĂłn.
—Oiga, no puede hacer eso —protestó Susie—. ¿Quién va a hacer su turno?—No es problema nuestro —respondió Rebus forzando una sonrisa de buena
voluntad.
Llevaron a McAllister a St Leonard y le encerraron en el Ăşnico calabozo libre.Rebus preguntĂł a Siobhan si presentaban cargos formalmente, y ella se encogiĂłde hombros.
—No creo que vaya a seguir enviándome notas.La mejilla estaba enrojecida por el golpe, pero no tenĂa aspecto de que fuera
a quedarle un moratón.En el aparcamiento se separaron.—¿Qué era lo del diamante? —preguntó ella, pero Rebus se limitó a decirle
adiĂłs con la mano mientras se alejaba en el coche.Fue a Arden Street sin hacer caso del sonido de llamada del mĂłvil. SerĂa
Siobhan para repetirle la pregunta. No encontrĂł sitio para aparcar y pensĂł que,de todos modos, estaba demasiado excitado para acostarse. SiguiĂł calle adelantey cruzĂł el sur de Edimburgo hasta llegar a Gracemount y a la parada de autobĂşsdonde se habĂa enfrentado a los Perdidos pocos dĂas antes, aunque que ya leparecĂan una eternidad. ÂżCuándo habĂa sido?, Âżla noche del miĂ©rcoles? No habĂanadie bajo la marquesina, pero aparcĂł junto al bordillo, bajĂł el cristal de laventanilla tres centĂmetros y fumĂł un cigarrillo. No sabĂa quĂ© iba a hacer conRab Fisher si daba con Ă©l; lo que sĂ querĂa es que le contestara a ciertas preguntasrelacionadas con la muerte de Andy Callis. El incidente del bar le habĂaestimulado. Se mirĂł las manos. TodavĂa le escocĂan del forcejeo con McAllister,pero no era, despuĂ©s de todo, una sensaciĂłn desagradable.
Pasaron varios autobuses sin detenerse. EncendiĂł el motor y se dirigiĂł hacialos bloques de viviendas, donde recorriĂł las calles metiĂ©ndose en ocasiones encallejones sin salida que le obligaron a dar marcha atrás. Vio a unos crĂosjugando al fĂştbol en un parque raquĂtico medio a oscuras y a otros con monopatĂnen un pasadizo. Era su territorio y su hora del dĂa. PodrĂa preguntarles por losPerdidos, pero sabĂa que aquellos chavales aprendĂan las reglas desde muy
pequeños y no darĂan el chivatazo, y menos cuando su mayor aspiraciĂłn en lavida era pertenecer a la pandilla local. VolviĂł a aparcar delante de un bloque demediana altura y encendiĂł otro cigarrillo. TenĂa que encontrar pronto una tiendapara no quedarse sin tabaco. O ir a algĂşn pub a ver si encontraba cigarrillosbaratos de reventa. Puso la radio con la idea de captar algo decente, pero nosintonizĂł más que rap y mĂşsica dance. En el casete tenĂa una cinta de RoryGallagher: Jinx, pero no le apetecĂa oĂrla. Crey Ăł recordar que una de lascanciones era The Devil Made Me Do It [El diablo me indujo a ello]. Malaexcusa para los tiempos actuales, aunque muchos otros habĂan ocupado el puestode Pedro Botero. Hoy no habĂa crĂmenes inexplicables, con tantos cientĂficos ypsicĂłlogos que hablaban de herencia congĂ©nita y maltrato infantil, lesionescerebrales y presiĂłn ejercida por los demás. Siempre habĂa una causa…,siempre, al parecer, un pretexto.
ÂżPor quĂ© habĂa muerto Andy Callis?ÂżY por quĂ© habĂa entrado en esa aula Lee Herdman?Rebus fumĂł el cigarrillo en silencio, sacĂł el diamante, lo mirĂł y volviĂł a
guardárselo al oĂr un ruido; era un niño que llevaba a otro en volandas en uncarrito de supermercado. Le miraron los dos como si fuera un bicho raro. Quizálo fuera. Minutos despuĂ©s los tenĂa allĂ otra vez. Rebus bajĂł del todo el cristal de laventanilla.
—¿Busca algo, señor? —preguntó el que empujaba el carrito, un niño de unosnueve años, quizá diez, con la cabeza rapada y pómulos prominentes.
—He quedado con Rab Fisher —contestó Rebus mirando el reloj—, pero elcabrón no aparece.
Los niños se mostraban recelosos, aunque no tanto como lo harĂan al cabo deun par de años.
—Yo le he visto hace poco —dijo el que iba montado en el carrito, y Rebusdecidió abreviar.
—Es que le debo dinero —dijo— y pensĂ© que andarĂa por aquà —añadiĂłmirando a un lado y a otro como si esperara ver aparecer a Fisher.
—Nosotros podrĂamos dárselo —dijo el conductor del carrito.—¿Tengo cara de gilipollas? —replicĂł Rebus sonriendo.—Como quiera —dijo el chico encogiĂ©ndose de hombros.—Vay a a ver dos calles más allá —añadiĂł el pasajero señalando hacia la
derecha-Le echamos una carrera.Rebus puso el motor en marcha, pero optĂł por ir despacio. Ya llamaba
suficientemente la atención como para circular con un carrito de supermercadosiguiéndole a toda velocidad.
—A ver si encontráis cigarrillos —dijo sacando del bolsillo un billete de cincolibras—. Los más baratos que hay a, y quedaos con el cambio.
El billete le volĂł de la mano.
—¿Por quĂ© lleva guantes, señor?—Para no dejar huellas —contestĂł Rebus con un guiño, pisando el acelerador.Dos calles más adelante no habĂa nadie. LlegĂł a un cruce, mirĂł a derecha e
izquierda y vio un coche aparcado junto al bordillo y un grupo inclinado sobre Ă©l.Rebus se detuvo ante un indicador de ceda el paso pensando que estaban forzandoel coche, pero en ese momento se dio cuenta de que el grupo simplementehablaba con el conductor. Eran cuatro, más la cabeza de dentro del vehĂculo.ParecĂan los Perdidos, y Rab Fisher era el que hablaba. Se oĂa un ralentĂ muyfuerte. Trucado o sin tubo de escape. Rebus sospechĂł que lo primero. Era uncoche modificado con una luz de frenos descomunal y alerĂłn acoplado alparachoques. El conductor llevaba una gorra de bĂ©isbol. A Rebus le habrĂagustado que fuera una agresiĂłn, un atraco, algo que le diera pie a intervenir. Perono era el caso. Oy Ăł que reĂan, seguramente de alguna anĂ©cdota.
Uno de ellos mirĂł hacia donde Ă©l estaba y Rebus se percatĂł de que llevabademasiado tiempo parado en el cruce. EntrĂł en la bocacalle y aparcĂł deespaldas a aquel coche a unos cincuenta metros, fingiendo mirar los bloques deviviendas como si hubiera ido a recoger a un amigo. Para rematar la farsa diodos bocinazos. Los Perdidos volvieron la cabeza un instante y siguieron a lo suyo.Rebus se acercĂł el mĂłvil al oĂdo fingiendo que llamaba su amigo sin dejar demirar por el retrovisor.
VeĂa a Rab Fisher gesticular contando su historia al conductor, alguien a quientrataba de impresionar. Se oĂa mĂşsica, los acordes sordos de un bajo. TenĂan laradio sintonizada precisamente en la emisora que Ă©l habĂa desechado. PensĂłcuánto tiempo podrĂa seguir allĂ disimulando. ÂżY si los del carrito volvĂanrealmente con el tabaco?
En ese momento Fisher se enderezaba para apartarse de la portezuela, que seabriĂł. El conductor bajĂł del coche.
Nada menos que Demonio Bob. Bob con coche propio, dándoselas deimportante y de duro, contoneándose hacia el maletero para abrirlo y enseñarlesalgo que la pandilla se puso a mirar en semicĂrculo tapándole la visiĂłn.
Demonio Bob, el secuaz de Pavo Real. No estaba allĂ actuando de segundĂłn,pues; aunque lejos de ser una lumbrera, estaba muy por encima en el escalafĂłnde un pipiolo como Fisher.
No hacĂa teatro…Rebus recordĂł el interrogatorio en St Leonard el dĂa de la redada. Bob habĂa
dicho que nunca habĂa ido al teatro en tono de decepciĂłn. Bob, aquel niño grande,apenas adulto, a quien Pavo Real llevaba a su lado, tratándole casi como a unperro; una mascota que le hacĂa gracias.
Y Rebus recordĂł de pronto otro rostro, otra escena: la madre de James Bell yEl viento en los sauces.
« Nunca se es demasiado mayor —le habĂa dicho levantando el dedo—.
Nunca demasiado may or.»Lanzó una última mirada de supuesto aburrimiento por la ventanilla y arrancó
a toda velocidad como cabreado porque no hubiera aparecido su amigo. GirĂł enel siguiente cruce, aminorĂł la marcha y llamĂł por el mĂłvil. ApuntĂł el nĂşmeroque le daban, hizo una segunda llamada y dio una vuelta sin ver rastro del carritoni de las cinco libras, aunque y a se habĂa hecho a la idea. Se encontrĂł con otroceda el paso a cien metros del coche de Bob. AguardĂł y vio que cerraba elmaletero de golpe y que los Perdidos volvĂan a la acera y Ă©l subĂa al coche. Alquitar el freno de mano sonĂł una bocina con la melodĂa de Dixie. Los neumáticoschirriaron y se levantĂł una nube de humo. Iba a setenta cuando pasĂł al lado deRebus. Dixie tronĂł otra vez. Rebus le siguiĂł.
Se sentĂa sereno, decidido. DecidiĂł que era el momento de fumar el Ăşltimocigarrillo que le quedaba y quizá tambiĂ©n de escuchar unos minutos a RoryGallagher. RecordĂł que le habĂa visto en los años setenta en el Usher Hall, ante unpĂşblico vestido con camisas a cuadros y vaqueros desteñidos. Rory tocĂł SinnerBoy, Ym Movin’On… Eso era lo que Ă©l tenĂa a la vista: un pecador. Y esperabacoger a otros dos.
Rebus por fin logró lo que deseaba. Tras saltarse dos semáforos en ámbar,Bob por fin se detuvo ante uno en rojo. Rebus le adelantó, paró delanteimpidiéndole el paso y se bajó en el momento en que sonaba Dixie y Bob seapeaba con cara de pocos amigos. Rebus alzó las manos en gesto conciliador.
—Buenas, Bo-Bo —dijo—. ÂżTe acuerdas de mĂ?Bob le recordaba perfectamente.—Me llamo Bob —replicĂł.—SĂ, claro.El semáforo se puso verde y Rebus hizo una seña a los coches para que
pasaran a su lado.—¿A qué viene esto? —preguntó Bob mientras Rebus examinaba el coche
como un posible comprador—. Yo no he hecho nada.Rebus se acercó al maletero y le dio unos golpecitos con los nudillos.—¿Quieres enseñarme lo que llevas? —dijo.—¿Tiene orden de registro? —replicó Bob alzando la barbilla.—¿Tú crees que yo me ando con formalismos? —La visera de la gorra de
béisbol tapaba la cara de Bob y Rebus se agachó para mirarle—. Piénsalo —añadió tras una pausa—. Pero, en realidad, lo que quiero es que vengas conmigoa un sitio —dijo incorporándose.
—Yo no he hecho nada —repitió Bob.—No te preocupes, en St Leonard tenemos los calabozos llenos.—¿Adónde vamos?—Invito yo —dijo Rebus señalando con la cabeza el Saab—. Voy a dejarlo
aparcado junto al bordillo; tĂş arrĂmate detrás. ÂżEntendido? Y no quiero verte con
el móvil en la mano.—Yo no…—Lo he entendido —le interrumpió Rebus—. Ahora sà que vas a hacer algo,
y te gustará. Te lo prometo —añadió levantando un dedo y volviendo a su cochepara cerrarlo.
Demonio Bob aparcó detrás obedientemente y aguardó a que Rebus subieseal asiento del pasajero y le mandara arrancar.
—¿Adónde vamos?—A la mansión de Señor Sapo —contestó Rebus señalando al frente.
22
Se habĂan perdido la primera parte, pero tenĂan entradas reservadas en la taquillay entraron en el segundo acto. Formaban el pĂşblico familias, muchos jubilados y,sin duda, un viaje escolar, porque habĂa muchos niños con chándal azul. Rebus yBob ocuparon sus asientos al fondo de la sala.
—No es una comedia —dijo Rebus—, pero es lo siguiente mejor.Comenzaron a apagarse las luces para que diese inicio el segundo acto. Rebus
habĂa leĂdo El viento en los sauces cuando era niño, pero no recordaba elargumento. A Bob no parecĂa importarle. Cualquier reparo por su parte se disipĂłrápidamente en cuanto los focos iluminaron el escenario y aparecieron losactores. Señor Sapo estaba en la cárcel al comenzar la acciĂłn.
—Incriminado por la PolicĂa, seguro —musitĂł Rebus, pero Bob no escuchaba.Demonio Bob aplaudĂa y abucheaba con los chicos del pĂşblico y al llegar el
punto culminante de la trama —cuando Señor Sapo y sus amigos ponĂan en fugaa las comadrejas— se levantĂł del asiento dando gritos y animándoles. LuegobajĂł la vista hacia Rebus sentado y le sonriĂł de oreja a oreja.
—Ya te dije que no es una comedia pero tiene su moraleja —comentĂł Rebusmientras las luces se encendĂan y los colegiales comenzaban a abandonar la sala.
—¿Y todo esto es por lo que yo dije el otro dĂa? —preguntĂł Bob, que,finalizada la funciĂłn, volvĂa a recobrar parte de su recelo.
Rebus se encogiĂł de hombros.—Quizá sea porque a mĂ no me pareces una comadreja sin remedio —dijo.En el vestĂbulo, Bob se detuvo y mirĂł a su alrededor como reacio a
marcharse.—Puedes volver cualquier otro dĂa —dijo Rebus—. No hace falta que sea en
una ocasión señalada.Bob asintió con la cabeza y salió con Rebus a la calle, muy concurrida a
aquella hora. Bob tenĂa ya preparadas las llaves del coche, pero Rebus serestregĂł las manos enguantadas.
—¿QuĂ© tal una bolsa de patatas fritas para rematar la velada? —dijo.—Invito y o. Usted pagĂł las entradas —se apresurĂł a decir Bob tajante.—Bueno, en ese caso, que sea tambiĂ©n pescado —añadiĂł Rebus.En el quiosco de patatas fritas y pescado no habĂa gente porque aĂşn no habĂan
cerrado los pubs. Fueron con los envoltorios calientes al coche y se sentaron acomer llenando de vaho el cristal de las ventanillas. De pronto Bob estuvo a puntode soltar la risa con la boca llena.
—Señor Sapo era gilipollas, ¿verdad?—Pues en realidad me ha recordado a tu amigo Pavo Real —replicó Rebus,
que se habĂa quitado los guantes para no mancharlos de grasa, sabiendo que Bobno le verĂa las manos en la oscuridad del coche.
HabĂan comprado unas latas de zumo y Bob sorbiĂł ruidosamente de la suyasin comentar nada, por lo que Rebus insistiĂł:
—Te vi antes con Rab Fisher. ÂżTĂş quĂ© piensas de Ă©l?Bob masticĂł pensativo.—Rab es buen tĂo —dijo.Rebus asintiĂł con la cabeza.—Es lo mismo que cree Pavo Real, Âżno?—Y yo quĂ© sĂ©.—¿Es que no te lo ha dicho?Bob se centrĂł en la comida y Rebus comprendiĂł que habĂa tocado el punto
dĂ©bil que buscaba.—SĂ, eso es —prosiguió—. Rab cada vez se gana más la confianza de Pavo
Real. La verdad es que ha tenido suerte. ÂżTe acuerdas de cuando le trincamos porlo de la pistola rĂ©plica? No hubo juicio y fue como si Rab nos la hubiera pegado—añadiĂł Rebus asintiendo con la cabeza tratando de no pensar en Andy Callis—.Pero no fue asĂ; simplemente tuvo suerte. Cuando tienes suerte, la gente se fija enti y empieza a pensar que eres más listo que otros. —Hizo una pausa para que suspalabras calaran en Bob—. Pero te dirĂ© una cosa, Bob, da igual que las armassean reales o no. Las rĂ©plicas son muy buenas y nosotros no podemosdiferenciarlas. Lo que significa que más tarde o más temprano algĂşn chavalacabará muerto. Y su sangre os salpicará las manos.
Bob, que en ese momento se chupaba el kétchup de los dedos, se quedóparalizado. Rebus lanzó un suspiro y se recostó en el asiento.
—Tal como van las cosas —añadió con voz queda—, Rab y Pavo Real iránentablando cada vez más amistad.
—Rab es buen tĂo —repitiĂł Bob, pero esa vez sus palabras sonaron huecas.—Un ángel —asintiĂł Rebus—. ÂżCompra todo lo que le vendĂ©is?Bob le mirĂł y Rebus se contuvo.—De acuerdo, de acuerdo, no es asunto mĂo. HarĂ© como si no supiera que
tienes una pistola o algo envuelto dentro del maletero.La cara de Bob se puso tensa.—Lo digo en serio, hijo —dijo Rebus poniendo cierto énfasis en la palabra
« hijo» , pensando en quĂ© clase de padre habrĂa conocido el muchacho—.Conmigo puedes sincerarte —añadiĂł cogiendo una patata y llevándosela a la
boca con cara de satisfacción—. ¿Hay algo mejor que el pescado con patatasfritas?
—Las patatas están cruj ientes.—Casi como hechas en casa.Bob asintió con la cabeza.—Pavo Real hace las mejores patatas que yo conozco, con los bordes
cruj ientes.—AsĂ que Pavo Real cocina, Âżeh?—La Ăşltima vez nos tuvimos que ir antes de que terminara…Mientras Bob seguĂa engullendo patatas, Rebus mirĂł fijamente. CogiĂł su lata
de zumo y la levantĂł por hacer algo. Le latĂa el corazĂłn con tal fuerza que leparecĂa que le oprimĂa la tráquea. CarraspeĂł.
—En la cocina de Marty, Âżverdad? —aventurĂł tratando de mantener la vozneutra. Vio que Bob asentĂa con la cabeza y rebañaba trozos del rebozado de losbordes del envase—. CreĂ que estaban enemistados por culpa de Rachel.
—SĂ, pero cuando Pavo Real recibiĂł aquella llamada… —añadiĂł Bob,dejando de masticar de pronto con cara de terror al darse cuenta de que noestaba charlando con un amigo.
—¿Qué llamada? —preguntó Rebus, dejando que la voz reflejara su tensión.Bob negó con la cabeza. Rebus abrió la portezuela de su lado y quitó las llaves
del tablero de instrumentos, bajĂł del coche tirando las patatas por el suelo, y fuea abrir el maletero.
—¡No! —exclamó Bob a su lado—. ¡Me dijo que no iba a…! Joder, ¡me lodijo!
Rebus apartĂł la rueda de repuesto y debajo apareciĂł la pistola que no estabaenvuelta: una Walther PPK.
—Es una réplica —tartamudeó Bob.Rebus la sopesó y la examinó detenidamente.—No, no es una réplica —replicó entre dientes—. Tú lo sabes y yo lo sé, y
eso significa que vas a ir a la cárcel, Bob. Tu próxima función de teatro serádentro de cinco años. Espero que te guste —añadió con la pistola en una mano yla otra en el hombro del joven—. ¿Qué llamada? —insistió.
—No lo sé —contestó Bob resoplando y temblando—. Uno que le llamódesde un pub… Luego cogimos el coche.
—Uno que le llamó desde un pub para decirle ¿qué?—Pavo Real no me lo contó —respondió Bob negando insistentemente con la
cabeza.—¿No?Bob seguĂa moviendo la cabeza de un lado a otro con los ojos llenos de
lágrimas. Rebus se mordiĂł el labio inferior y mirĂł a su alrededor. No habĂa nadiemirando; por Lothian Road sĂłlo circulaban autobuses y taxis y a varios metros de
ellos. En la puerta de una discoteca habĂa un gorila. Rebus no veĂa en realidad. Sumente giraba a toda velocidad.
PodrĂa haber sido cualquiera de los clientes del pub, que al verle hablar tantotiempo con Fairstone pensase que a Pavo Real podĂa interesarle. Pavo Real, quehabĂa sido amigo de Fairstone. Luego tuvieron la pelea por Rachel Fox. ÂżY, y quĂ©más? ÂżEstaba Pavo Real preocupado porque Marty Fairstone se habĂa convertidoen un confidente? ÂżPorque sabĂa algo que a Rebus le interesaba?
Pero ¿qué?—Bob —añadió Rebus con voz sosegada—. Está bien, Bob. No te preocupes.
No hay por quĂ© preocuparse. SĂłlo necesito saber quĂ© querĂa Johnson de Marty.Bob volviĂł a negar con la cabeza, esa vez con menos fuerza, como si
empezara a resignarse.—Me matarĂa —dijo con voz queda—. Lo harĂa —añadiĂł mirando a Rebus a
los ojos.—En ese caso, tengo que ayudarte, Bob. Debes dejar que yo sea tu amigo.
Porque asà será Pavo Real quien vaya a la cárcel y no tú. A ti no te pasará nada.El joven siguió en silencio como si se lo pensara, y Rebus se preguntó qué
harĂa un abogado defensor medianamente competente ante un tribunal con unindividuo como aquel. CuestionarĂa su capacidad e inteligencia y lo impugnarĂacomo testigo.
Pero Bob era su Ăşnica posibilidad.
Volvieron en silencio hasta el coche de Rebus. Bob dejĂł el suy o aparcado en unabocacalle y subiĂł al del inspector.
—Será mejor que esta noche te quedes en mi casa —dijo Rebus—. AsĂestarás más seguro —añadiĂł, pensando que « seguro» era un buen eufemismo—. Mañana hablaremos, Âżde acuerdo? —« Hablar» : otro eufemismo.
Bob asintiĂł con la cabeza sin decir nada y Rebus encontrĂł un hueco paraaparcar al final de Arden Street y condujo a Bob hasta la puerta de su casa. Alabrir le sorprendiĂł que no funcionara la luz de la escalera. Se dio cuentademasiado tarde de lo que eso podĂa significar, cuando y a unas manos leagarraban de las solapas y le lanzaban contra la pared. El agresor tratĂł de darleun rodillazo en la ingle, pero Rebus le esquivĂł con un giro de cadera y recibiĂł elgolpe en el muslo. LanzĂł un cabezazo que alcanzĂł al agresor en el pĂłmulo ysintiĂł su mano en el cuello buscando la carĂłtida. Si se la presionaba comenzarĂa aperder el conocimiento. CerrĂł los puños y empezĂł a golpearle en los riñones,pero la cazadora de cuero del atacante amortiguaba los puñetazos.
—Hay otro —dijo una voz de mujer.—¿Qué? —respondió el agresor con acento inglés.—¡Que está con alguien!
Rebus notĂł que cesaba la presiĂłn en el cuello y su agresor se apartaba. El hazde luz de una linterna iluminĂł de pronto la puerta entreabierta por la que asomabaBob boquiabierto.
—¡Mierda! —mascullĂł Simms.Whiteread, que sostenĂa la linterna, enfocĂł el rostro de Rebus.—Lo siento, Gavin pone a veces demasiado celo —dijo.—Se acepta la disculpa —replicĂł Rebus recobrando el ritmo de la respiraciĂłn
al tiempo que lanzaba un puñetazo, pero Simms lo esquivó ágilmente y se puso enguardia con los puños alzados.
—Muchachos, muchachos —dijo Whiteread—. Se acabó el juego.—¡Bob, al piso! —ordenó Rebus comenzando a subir la escalera.—Tenemos que hablar —dijo Whiteread pausadamente, como si no hubiese
ocurrido nada.Bob pasó por delante de ella para seguir a Rebus.—¡Tenemos que hablar! —repitió ella ladeando la cabeza hacia arriba para
mirar a Rebus, que y a estaba en el descansillo.—Bien —respondió él—, pero primero vuelvan a encender la luz.Abrió la puerta del piso e hizo pasar a Bob y le mostró dónde estaban la
cocina, el baño y la cama preparada del cuarto de invitados que rara vez usaba.PalpĂł el radiador y estaba frĂo; se agachĂł y conectĂł el termostato.
—Enseguida se calienta —dijo.—¿QuĂ© es lo que ocurrĂa en la entrada? —preguntĂł el joven curioso, pero sin
darle importancia; una despreocupaciĂłn producto de su costumbre de no meterseen asuntos ajenos.
—Nada que deba preocuparte —contestó Rebus que, al levantarse, sintióacelerarse el pulso en las sienes y se apoy ó en la pared—. Será mejor queesperes aquà mientras hablo con esos dos. ¿Quieres un libro o algo?
—¿Un libro?—Para leer.—Nunca se me ha dado la lectura —dijo Bob sentándose en el borde de la
cama.Rebus oy Ăł que se cerraba la puerta, lo que querĂa decir que Whiteread y
Simms acababan de entrar.—Bien, espera aquĂ, Âżde acuerdo?El joven asintiĂł con la cabeza y mirĂł el cuarto como si fuera un calabozo, un
encierro más que un refugio.—¿No hay tele? —preguntó.Rebus salió del cuarto sin contestar e hizo una seña con la cabeza a los dos
policĂas militares para que le siguieran al cuarto de estar.TenĂa encima de la mesa las fotocopias del expediente de Herdman, pero no
le importaba que las vieran. Se sirviĂł un vaso de whisky sin invitarles y lo apurĂł
de un trago acercándose a la ventana para observar en los cristales el reflejo desus movimientos.
—¿Dónde encontró el diamante? —preguntó Whiteread.—Ah, ¿de eso se trataba, verdad? —dijo Rebus sonriendo para sà mismo—.
Por lo que Herdman adoptaba tantas precauciones… porque sabĂa que algĂşn dĂavendrĂan a buscarlo.
—¿Lo encontrĂł en Jura? —aventurĂł Simms, tranquilo y sin inmutarse.Rebus negĂł con la cabeza.—Ha sido un simple truco. SabĂa que si les enseñaba un diamante acabarĂan
sacando conclusiones, como acaban de hacer —añadiĂł alzando el vaso vacĂohacia Simms—. Brindo por ello.
—Nosotros no hemos afirmado nada —dijo Whiteread entrecerrando losojos.
—Han venido aquĂ sin pĂ©rdida de tiempo y no necesito más. Además, ustedestuvo en la isla el año pasado tratando de hacerse pasar por turista —añadiĂłRebus sirviĂ©ndose otro whisky, dando un sorbo y pensando que aquel tenĂa quedurarle—. Aquellos oficiales de alto grado que iban a negociar un cese dehostilidades en Irlanda del Norte… era lĂłgico que hubiera un precio. HabĂa quepagar a los paramilitares. Esos son chicos codiciosos, no iban a quedarse sintajada. Por eso el gobierno pensĂł en comprarlos con diamantes. Pero elcargamento desapareciĂł en el accidente del helicĂłptero y las SAS enviaron unamisiĂłn. Armada hasta los dientes por si los terroristas iban tambiĂ©n a buscarlo. —Hizo una pausa—. ÂżVoy bien?
Whiteread parecĂa una estatua, y Simms, sentado en el brazo del sofá, cogiĂłun ejemplar atrasado del suplemento dominical para hacer un rollo con Ă©l. Rebusle señalĂł con el dedo.
—¿Piensa aplastarme la tráquea, Simms? No olvide que ahĂ hay un testigo.—QuĂ© más quisiera —replicĂł Simms con voz frĂa y ojos de fuego.Rebus centrĂł su atenciĂłn en Whiteread, que se habĂa acercado a la mesa y
tenĂa la mano sobre el expediente de Herdman.—¿No puede frenar el celo de su mono?—Estaba usted contándonos una historia sobre diamantes —dijo ella sin
apartar su atención de los papeles.—Nunca creà a Herdman traficante de drogas —prosiguió Rebus—.
ÂżPusieron ustedes ese alijo en su barco? —Ella negĂł despacio con la cabeza—.Bien, pues alguien lo hizo —añadiĂł Rebus reflexionando un instante y dando otrotrago—. Pero esos viajes por el mar del Norte… Rotterdam es un buen lugarpara vender diamantes. Lo que creo es que encontrĂł los diamantes pero se locallĂł. O bien se los llevĂł en el primer momento o bien los escondiĂł y volviĂł mástarde a por ellos, despuĂ©s de su repentina decisiĂłn de no reengancharse. Ahorabien, el EjĂ©rcito se preguntarĂa quĂ© habĂa sido de los diamantes y de la noche a la
mañana Herdman se hace notar. Dispone de dinero y monta un negocio debarcos… pero no se puede demostrar nada. —Hizo otra pausa para dar otro trago—. ÂżSaben si queda mucho, o lo ha gastado todo? —Rebus pensĂł en los barcospagados al contado en dĂłlares, la moneda del mercado de diamantes, y en el quele habĂa regalado a Teri Cotter, que habĂa sido la clave que Ă©l buscaba. Hizo unapausa, Whiteread no contestaba—. En cuyo caso —añadió— su misiĂłn aquĂconsistĂa en limitar los daños y en asegurarse de que no quedase ningĂşn indicioque al aparecer pudiera destapar el asunto. Todos los gobiernos dicen lo mismo:no negociamos con terroristas. Tal vez no, pero en una ocasiĂłn intentamoscomprarlos. ÂżNo resultarĂa una historia jugosa para la prensa? —preguntĂłmirándola por encima del borde del vaso—. Es eso más o menos, Âżno?
—¿Y el diamante? —inquirió Whiteread.—Me lo prestó un amigo.Ella permaneció callada casi un minuto mientras Rebus se regocijaba
esperando el momento oportuno, diciĂ©ndose que si no hubiera vuelto a casaacompañado de Bob… SĂ, decididamente, las cosas no le habrĂan salido tan bien.AĂşn sentĂa en la garganta los dedos de Simms y más al tragar el whisky.
—¿Ha vuelto a ponerse en contacto con ustedes Steve Holly? —dijorompiendo el silencio—. Lo digo porque si a mà me sucede algo, él lo sabráinmediatamente.
—¿Cree que eso garantiza su integridad?—¡Calla, Gavin! —espetó Whiteread; tras lo cual se cruzó despacio de brazos
—. ÂżQuĂ© piensa hacer? —preguntĂł.Rebus se encogiĂł de hombros.—Si le digo la verdad, el asunto no es cosa mĂa. No tengo por quĂ© hacer nada
a condiciĂłn de que no suelte de la cadena a su mono aquĂ presente.Simms se puso en pie y metiĂł la mano en la chaqueta, pero Whiteread girĂł
sobre sus talones y le dio un manotazo en el brazo. Rebus se quedĂł maravilladode la rapidez de la mujer.
—Lo único que quiero es que ustedes dos se hayan ido mañana a primerahora —dijo marcando las palabras—. Si no, tendré que pensar en hablar con miamigo del cuarto poder.
—¿Cómo podemos confiar en usted?Rebus volvió a encogerse de hombros.—No creo que a ninguno nos interese que la prensa publique esta historia —
dijo dejando el vaso—. Bien, si hemos acabado, tengo un huĂ©sped que atender.—¿QuiĂ©n es? —preguntĂł Whiteread mirando hacia la puerta.—Pierda cuidado, ese es de los que no hablan.Ella asintiĂł despacio con la cabeza y se volviĂł para irse.—DĂgame una cosa, Whiteread. —Ella se detuvo y se volviĂł hacia Ă©l—. ÂżPor
qué cree que Herdman hizo eso?
—Porque era codicioso.—Me refiero a lo del colegio.—A mà qué me importa —respondió ella con una mirada encendida.Sin más palabras salió del cuarto de estar. Simms continuaba mirando a
Rebus, que le dijo adiós con la mano antes de volverse a acercar a la ventana.Simms sacó la pistola automática de la chaqueta, le apuntó a la nuca, lanzó unsuave silbido entre los dientes y volvió a guardar el arma en la funda.
—Genial —dijo casi en un susurro—, sin que se espere cuándo ni dónde, serámi cara lo último que vea.
—Vay a gracia —replicó Rebus con un suspiro, sin molestarse en darse lavuelta—, desperdiciar mis últimos instantes en este mundo viendo la cara de unperfecto gilipollas.
Oy Ăł los pasos alejándose en el vestĂbulo y un portazo. Fue al vestĂbulo aasegurarse de que se habĂan marchado y vio a Bob en el umbral de la cocina.
—Me he hecho una taza de tĂ©. Por cierto, no le queda leche.—He dado el dĂa libre a los criados. Anda, trata de dormir, que nos queda un
dĂa largo por delante.Bob asintiĂł con la cabeza, fue al cuarto y cerrĂł la puerta. Rebus se sirviĂł un
tercer whisky —el Ăşltimo—, se sentĂł derrengado en su sillĂłn y vio que el rolloque habĂa hecho Simms con la revista iba abriĂ©ndose despacio en el sofá. PensĂłen Lee Herdman, tentado por los diamantes, cĂłmo los entregarĂa y saldrĂa luegodel bosque como si tal cosa. Tal vez se sintiĂł culpable despuĂ©s, presa del temor,sabiendo que nunca se disiparĂan las sospechas. Era muy posible que, en sumomento, hubiera tenido que dar explicaciones, someterse a interrogatorios,incluso quizá con Whiteread. Por muchos años que pasaran, el EjĂ©rcito noolvidarĂa el asunto porque no podĂan quedar cabos sueltos, sobre todo en algocomo aquello, que podĂa convertirse en algo que les explotara en las manos.Herdman habrĂa vivido bajo la presiĂłn de aquel miedo, tendrĂa pocos amigos…los jovencitos eran distintos, ellos no podĂan ser agentes secretos. Y, por lo visto,tampoco Doug Brimson importaba… Tantas cerraduras para conjurar peligros.No era de extrañar que estallara. Pero Âżpor quĂ© de aquel modo? Rebus noacababa de entender que hubiera sido sĂłlo por celos.
James Bell le hace una foto a la señorita Teri en Cockburn Street…Derek Renshaw y Anthony Jarvies entran en su página web…Teri Cotter, su curiosidad por la muerte y amante de un exmilitar…Renshaw y Jarvies, amigos Ăntimos; distintos de Teri, distintos de James Bell;
aficionados al jazz, no al heavy metal; desfilaban en el colegio con sus uniformesmilitares, eran aficionados al deporte. No como Teri Cotter.
Ni como James Bell.Y pensándolo bien, aparte de sus años en el EjĂ©rcito, ÂżquĂ© tenĂan en comĂşn
Herdman y Doug Brimson? Para empezar, que los dos conocĂan a Teri Cotter.
Teri estaba con Herdman y su madre se veĂa con Brimson. Rebus pensĂł que eraun extraño baile, como esos en que se intercambian las parejas constantemente.HundiĂł la cara entre las manos, para no ver la luz, sintiĂł el olor de cuero de losguantes mezclado con los vapores del whisky y los personajes del bailecomenzaron a danzar en su cabeza. ParpadeĂł, abriĂł los ojos y lo vio todoborroso. El papel de las paredes fue precisándose poco a poco, pero Ă©l veĂamanchas de sangre, sangre en el aula.
Dos disparos mortales y un herido.No: tres disparos mortales.—No.Se dio cuenta de que hablaba solo. Dos disparos mortales, un herido. Luego
otro disparo mortal.En el suelo y en las paredes, salpicaduras de sangre.Sangre por todos lados. Una sangre con historia propia…Se sirvió el cuarto whisky sin pensar y sólo se dio cuenta al llevarse el vaso a
los labios. VolviĂł a verterlo con cuidado en la botella y puso el tapĂłn. Y con unesfuerzo de voluntad dejĂł la botella en la repisa de la chimenea.
Sangre con historias que contar.Cogió el teléfono. No pensaba que hubiera nadie en el laboratorio de la
PolicĂa CientĂfica a aquella hora de la noche, pero marcĂł el nĂşmero. Nunca sesabe; habĂa gente con sus propias obsesiones, sus misterios que desentrañar. Noporque los casos lo requirieran, ni por simple orgullo profesional, sino por gusto,por estĂmulo personal.
Individuos a quienes, igual que a Ă©l, les costaba distanciarse. No sabĂa si erabueno o malo, pero era asĂ. Al otro extremo sonaba el telĂ©fono, pero nadiecontestaba.
—Pandilla de vagos —musitó, y en ese momento advirtió que Bob asomabala cabeza por la puerta.
—PerdĂłn —dijo el joven pasando al cuarto de estar. Se habĂa quitado lacazadora y su camiseta gris de manga corta dejaba ver unos brazos fofos sinvello—. No consigo dormir.
—SiĂ©ntate si quieres —dijo Rebus señalando con la cabeza el sofá. El jovense sentĂł pero no parecĂa cĂłmodo—. AhĂ está la tele si te apetece.
Bob asintiĂł con la cabeza pero no dejaba de mirar en derredor. Vio la librerĂay se acercĂł a mirar.
—A lo mejor…—Adelante, coge el que quieras.—La funciĂłn que hemos visto… Âżno dijo que estaba basada en un libro?Rebus se volviĂł para asentir con la cabeza.—Pero no lo tengo —dijo, escuchando al otro lado de la lĂnea el sonido de su
llamada otros quince segundos antes de cortar la comunicaciĂłn.
—Siento haberle interrumpido —dijo Bob, que no habĂa tocado un solo libro ylos miraba como ejemplares raros de museo.
—No me has interrumpido —dijo Rebus levantándose—. Oy e, espera unmomento —añadió dirigiéndose al pasillo para abrir un armario.
HabĂa montones de cajas de cartĂłn. CogiĂł una y vio que eran cosas decuando su hija era pequeña, muñecas y cajas de lápices de colores, tarjetaspostales y piedras recogidas en paseos a la orilla del mar. PensĂł en AllanRenshaw y en cĂłmo se habĂan roto los vĂnculos entre los dos. Allan con sus cajasde fotos y su colecciĂłn de recuerdos en la buhardilla. DejĂł la caja a un lado ycogiĂł otra de debajo. ContenĂa libros, tambiĂ©n de Sammy, infantiles, novelas enrĂşstica con las cubiertas garabateadas y ajadas y algunos libros de tapa dura. SĂ,allĂ estaba, forrado de plástico verde y, en el lomo amarillo, un dibujo de SeñorSapo al que habĂan añadido una casilla de diálogo para escribir en ella « Pii, pii,pii» . No sabĂa si era letra de su hija. PensĂł de nuevo en su primo Allan tratandode recordar nombres de rostros en viejas fotografĂas.
VolviĂł a colocar las cajas, cerrĂł el armario y fue al cuarto de estar con ellibro.
—Aquà tienes —dijo tendiéndoselo al joven—. Asà sabrás lo que te perdiste enel primer acto.
Bob puso cara de satisfacciĂłn, aunque cogiĂł el libro con recelo como si nosupiera quĂ© hacer con Ă©l. DespuĂ©s se retirĂł a su cuarto. Rebus se quedĂł de piedelante de la ventana mirando a la oscuridad pensando si tambiĂ©n, como en lafunciĂłn, se habĂa perdido Ă©l algo al principio del caso.
SÉPTIMO DÍA
Miércoles
23
LucĂa el sol cuando Rebus se despertĂł. MirĂł el reloj , rodĂł fuera de la cama, selevantĂł y se vistiĂł. LlenĂł el hervidor, lo enchufĂł y se lavĂł la cara antes de darseuna pasada con la maquinilla elĂ©ctrica. Fue a escuchar a la puerta del cuarto deBob y no oy Ăł nada. LlamĂł con los nudillos, aguardĂł, se encogiĂł de hombros yfue al cuarto de estar a llamar al laboratorio de la CientĂfica. No contestaban.
—Pandilla de gandules… —Eso le hizo pensar en Bob y esta vez llamó másfuerte a la puerta del cuarto de invitados y la entreabrió—. Ya es hora delevantarse —exclamó.
Pero vio que las cortinas de la ventana estaban descorridas y la cama vacĂa.MascullĂł una maldiciĂłn y entrĂł, pero allĂ no habĂa dĂłnde esconderse. Sobre laalmohada estaba El viento en los sauces. ApretĂł la palma de la mano contra elcolchĂłn y le pareciĂł notar cierto calor. En el vestĂbulo vio que la puerta estabaentreabierta.
—HabrĂa tenido que cerrar con llave —musitĂł cerrándola.Se pondrĂa la chaqueta y los zapatos y saldrĂa otra vez a la caza, porque
estaba seguro de que lo primero que harĂa Bob serĂa ir a por su coche y, si no eratonto, tomar la carretera del sur para irse de Escocia. Rebus dudaba que tuvierapasaporte. Ahora se arrepentĂa de no haber apuntado la matrĂcula del coche.PodrĂa averiguarla, pero le llevarĂa tiempo.
—Un momento —se dijo.VolviĂł al dormitorio, cogiĂł el libro y vio que el joven habĂa utilizado la guarda
para marcar la página. ÂżPor quĂ© habrĂa hecho eso…? Fue al vestĂbulo, abriĂł lapuerta, saliĂł al descansillo y oyĂł pasos subiendo la escalera.
—No le habré despertado, ¿verdad? —dijo Bob mostrándole una bolsa decompra—. Traigo leche y unas bolsitas de té; y cuatro panecillos y un paquete desalchichas.
—Muy buena idea —dijo Rebus tratando de que no se le notara elnerviosismo.
Cuando terminaron de desayunar fueron a St Leonard en el coche de Rebus, queactuaba como si se tratara de un trámite sin importancia. Al mismo tiempo no
ocultĂł al joven que iban a pasar la mayor parte del dĂa en un cuarto deinterrogatorios con grabadora de sonido y de vĂdeo.
—¿Quieres un zumo o algo antes de empezar? —le preguntĂł. Bob habĂacomprado un tabloide, que tenĂa abierto encima de la mesa, y leĂa moviendo loslabios. NegĂł con la cabeza—. Bien, vuelvo enseguida —añadiĂł Rebus abriendo lapuerta y cerrándola con llave al salir.
Subió al DIC y vio que Siobhan estaba en su mesa.—¿Tienes mucho que hacer?—Esta tarde doy mi primera lección de vuelo —contestó ella levantando la
mirada del ordenador.—¿Obsequio de Doug Brimson? —Rebus le examinó la cara mientras hablaba
con ella. Ella asintió con la cabeza—. ¿Cómo te encuentras?—No me ha quedado ninguna marca.—¿Han soltado ya a McAllister?Siobhan miró el reloj que estaba encima de la puerta.—Será mejor que lo haga yo antes que nada.—¿No vas a denunciarle?—¿Tú crees que debo hacerlo?Rebus negó con la cabeza.—Pero antes de dejar que se largue, quizá debieras hacerle algunas
preguntas.—¿Sobre qué? —replicó ella recostándose en el respaldo de la silla.—Yo tengo a Demonio Bob abajo. Dice que fue Johnson quien puso la
freidora al fuego.—¿Ha dicho por quĂ©? —preguntĂł ella abriendo un poco los ojos.—Tal como lo veo, pensarĂa que Fairstone iba a delatarle. Se habĂan peleado
y luego alguien debiĂł de llamar a Johnson y decirle que Fairstone estabatomando una copa amigablemente conmigo.
—¿Y lo matĂł simplemente por eso?—DebĂa de haber un motivo para preocuparse —replicĂł Rebus encogiĂ©ndose
de hombros.—¿Pero no sabes cuál?—AĂşn no. A lo mejor sĂłlo pretendĂa asustar a Fairstone.—¿Y crees que ese Bob es el eslabĂłn que falta?—Creo que conseguirĂ© que hable.—¿Y dĂłnde encaja McAllister en tu hipĂłtesis?—No lo sabremos hasta que tĂş pongas en práctica con Ă©l tus estupendas dotes
detectivescas.Siobhan deslizó el ratón por la esterilla para guardar el archivo.—Veré qué puedo hacer. ¿Quieres estar presente?Rebus negó con la cabeza.
—Tengo que volver al cuarto de interrogatorios.—¿Para tener esa conversaciĂłn con el adlátere de Johnson? ÂżEs oficial?—Digamos que oficial-oficiosa.—En ese caso deberĂa estar presente alguien más —dijo ella mirándole—.
Cumple el reglamento por una vez en tu vida.Rebus sabĂa que tenĂa razĂłn.—Si quieres, espero a que tĂş termines con el barman —dijo.—Muy amable por tu parte —replicĂł Siobhan mirando alrededor. Vio que
Davie Hynds hablaba por teléfono y anotaba algo—. Davie es tu nombre. Es unpoco más flexible que George Silvers.
Rebus mirĂł hacia la mesa de Hynds, que habĂa acabado de hablar portelĂ©fono y colgaba ya mientras anotaba algo. El joven agente notĂł que lemiraban y levantĂł la vista enarcando una ceja. Rebus le hizo una seña con eldedo para que se acercara. No conocĂa bien a Hy nds y casi no habĂa trabajadocon Ă©l, pero se fiaba de la opiniĂłn de Siobhan.
—Davie —dijo poniĂ©ndole una mano cordial en el hombro—, ven conmigo,haz el favor. TendrĂ© que ponerte en antecedentes sobre el tĂo que vamos ainterrogar. —Hizo una pausa—. Mejor tráete el bloc de notas.
Transcurridos veinte minutos, cuando Bob aĂşn estaba declarando sobre losprolegĂłmenos del caso, llamaron a la puerta. Rebus abriĂł y vio que era unaagente de uniforme.
—¿Qué sucede? —preguntó.—Tiene una llamada —contestó ella señalando hacia recepción.—Ahora estoy ocupado.—Es el inspector Hogan. Dice que es urgente y que la saque de donde esté, a
no ser que sea una triple operación de bypass.Rebus no pudo reprimir una sonrisa.—¿Es lo que ha dicho? —preguntó.—Con esas mismas palabras —respondió la agente.Rebus asomó la cabeza al cuarto de interrogatorios para decirle a Hy nds que
no tardarĂa. Hynds desconectĂł los aparatos.—Bob, Âżquieres que te traiga algo? —añadiĂł Rebus.—Me parece que lo que tendrĂa que traerme es a mi abogado, señor Rebus.—SerĂa el mismo de Pavo Real, Âżverdad? —replicĂł Rebus mirándole.—Bueno —dijo Bob pensándolo—, a lo mejor ahora mismo no.—Ahora mismo no —repitiĂł Rebus antes de cerrar la puerta.Le dijo a la agente que no hacĂa falta que le acompañase a recepciĂłn y, tras
cruzar la planta, entrĂł en la sala de comunicaciones. CogiĂł el auricular queestaba encima de la mesa.
—¿Diga?—Por Dios, John, Âżte tenĂan en cuarentena o quĂ©?Bobby Hogan no parecĂa estar de muy buen humor. Rebus mirĂł los monitores
que tenĂa delante. En ellos se veĂan media docena de lugares exteriores einteriores de la comisarĂa. La imagen parpadeaba cada treinta segundosaproximadamente, al cambiar el enfoque de las nuevas cámaras.
—¿QuĂ© quieres, Bobby ?—Los de la CientĂfica y a tienen los resultados del análisis de los disparos.—¿Ah, sĂ? —dijo Rebus torciendo el gesto por haberse olvidado de llamar de
nuevo.—Voy ahora para allá y me he acordado de que St Leonard me pilla de
camino.—Han descubierto algo, ¿verdad, Bobby?—Dicen que es un asunto un poco complicado —contestó Hogan. Se calló un
instante—. Lo sabĂas, Âżverdad?—No exactamente. Tiene que ver con los disparos, Âżverdad? —añadiĂł Rebus
mientras veĂa en una pantalla a la comisara Gill Templer, que entraba en eledificio con un portafolios y un maletĂn abultado colgado.
—Exacto. Hay ciertas… anomalĂas.—Buena palabra; anomalĂas. Engloba una multitud de faltas.—¿Te apetece venir conmigo?—¿QuĂ© dice Claverhouse?Se hizo un silencio.—Claverhouse no sabe nada —respondiĂł Hogan—. Me lo han comunicado
directamente a mĂ.—¿Por quĂ© no se lo has dicho, Bobby ?Se hizo otro silencio.—No lo sĂ©.—¿Por la perniciosa influencia de cierto colega tuyo?—Tal vez.Rebus sonriĂł.—RecĂłgeme cuando quieras, Bobby. Aparte de lo que nos digan en el
laboratorio, tengo algunas preguntas que hacerles.Abrió la puerta del cuarto de interrogatorios e hizo una seña a Hynds para que
saliera al pasillo.—Será un minuto, Bob —dijo.CerrĂł la puerta y se puso delante de Hy nds con los brazos cruzados.—Tengo que ir a Howdenhall. Ă“rdenes superiores.—¿Quiere que lo meta en el calabozo hasta que usted…?Rebus le interrumpiĂł negando con la cabeza.—Quiero que continĂşes tĂş. Ya no falta mucho. Si se pone difĂcil, me llamas al
móvil.—Pero…—Davie —dijo Rebus poniéndole una mano en el hombro—, lo estás
haciendo bien y sabrás seguir sin mĂ.—Pero tiene que haber otro policĂa presente —protestĂł Hy nds.Rebus le mirĂł.—Davie, Âżte ha estado aleccionando Siobhan? —dijo frunciendo los labios
pensativo—. Tienes razón —añadió asintiendo con la cabeza—. Pregunta a lacomisaria Templer si quiere intervenir en el interrogatorio.
A Hynds le subieron las cejas hasta la lĂnea del pelo.—La jefa no…—SĂ, sĂ querrá. Si le dices que es por el caso Fairstone, ya verás cĂłmo accede
encantada.—Pero antes tendré que ponerle en antecedentes.La mano que descansaba sobre el hombro de Hynds le dio unas palmaditas.—Pues hazlo —dijo Rebus.—Pero, señor…Rebus meneó despacio la cabeza.—Es tu oportunidad de demostrar de qué eres capaz, Davie. Todo lo que has
aprendido trabajando con Siobhan —añadió Rebus apartando la mano delhombro de Hynds y cerrando el puño—. Es hora de ponerlo en práctica.
Hynds asintió con la cabeza irguiendo ligeramente el torso.—Buen chico —añadió Rebus, dando media vuelta para marcharse; pero se
detuvo—. Ah, una cosa, Davie.—¿SĂ?—Dile a la comisaria Templer que sea maternal.—¿Maternal?—TĂş dĂselo —insistiĂł Rebus y endo hacia la salida.
—No me vengas ahora con el XJK. Cualquier modelo de Porsche deja atrás a losJaguar.
—Pero a mà el Jaguar me parece más bonito —replicó Hogan, haciendo queRay Duff levantase la vista de su trabajo—. Es más clásico.
—Antiguo, querrás decir —replicó Duff, que seleccionaba una serie de fotosde la escena del crimen y las situaba en los espacios disponibles de la pared.Estaban en una habitación semejante a un laboratorio escolar descuidado, concuatro bancos de trabajo independientes en el centro. Las fotos mostraban elcuarto del colegio Port Edgar desde todos los ángulos posibles, y se centraban enlas manchas de sangre en las paredes y el suelo y la posición de los cadáveres.
—Soy un tradicionalista, si quieres —replicó Hogan cruzando los brazos con
la esperanza de poner fin a una de tantas discusiones con Ray Duff.—Muy bien. Dime los cinco mejores coches ingleses.—Ray, los coches no son mi fuerte.—A mà me gusta mi Saab —terció Rebus respondiendo con un guiño al gesto
de desdén de Hogan.Duff lanzó una especie de gorjeo.—No me vengas ahora con los coches suecos…—De acuerdo, ¿y si nos centramos en lo de Port Edgar? —dijo Rebus,
pensando en Doug Brimson, otro enamorado de los Jaguar.Duff miró a su alrededor buscando el portátil. Lo enchufó en uno de los
bancos de trabajo y, al tiempo que lo inicializaba, les hizo un ademán para que seacercaran.
—Mientras esperamos —dijo—, ÂżquĂ© tal está Siobhan?—Muy bien —contestĂł Rebus—. Ese problemilla…—¿QuĂ©?—Ya está resuelto.—¿QuĂ© problemilla? —preguntĂł Hogan, pero Rebus no le hizo caso.—Esta tarde va a dar una clase de vuelo.—¿Ah, sĂ? —dijo Duff enarcando una ceja—. Eso no es nada barato.—Creo que le saldrá gratis; cortesĂa de un tĂo que tiene un aerĂłdromo y un
Jaguar.—¿Brimson? —aventuró Hogan, y Rebus asintió con la cabeza.—Frente a eso, mi propuesta de un paseo en el MG palidece —masculló
Duff.—TĂş no puedes competir con ese tipo. Hasta tiene un aviĂłn para ejecutivos.Duff lanzĂł un silbido.—Estará podrido de dinero. Un aviĂłn asĂ cuesta millones.—SĂ, ya —dijo Rebus en tono despectivo.—Lo digo en serio —añadiĂł Duff—. Y eso de segunda mano.—¿Te refieres a millones de libras? —preguntĂł Hogan. Duff asintiĂł con la
cabeza—. Los negocios deben de irle bien, Âżeh?SĂ, pensĂł Rebus, tanto que Brimson podĂa permitirse el lujo de tomarse un dĂa
libre para volar a Jura.—Bien, aquà está —dijo Duff para que centraran la atención en el portátil—.
Básicamente aquĂ lo tenemos todo —añadiĂł deslizando ufano el dedo por el bordede la pantalla—. En el programa de simulaciĂłn podemos… muestra latray ectoria lĂłgica cuando se produce un disparo desde cualquier distancia ycualquier ángulo sobre la cabeza o el cuerpo. —PulsĂł otras teclas y Rebus oyĂł elzumbido del motor del cedĂ©. En la pantalla aparecieron unos gráficos, y unafigura esquelĂ©tica contra una pared—. ÂżVeis esto? El sujeto está a veintecentĂmetros de la pared y le disparan una bala desde una distancia de dos
metros… entrada, salida. ¡Pum!—ApareciĂł una lĂnea que penetraba en el cráneo y volvĂa a salir en forma de
puntos finos. Duff pulsĂł sobre la tecla de pantalla para ampliar el impactomarcado con un recuadro en la pared.
—Es una foto magnĂfica —comentĂł con una sonrisa.—Ray —dijo Hogan—, por si no lo sabes, el inspector Rebus perdiĂł a un
familiar en esa habitaciĂłn.A Duff se le borrĂł la sonrisa del rostro.—No pretendĂa burlarme de…—SerĂa preferible ir al grano —intervino Rebus, serio no por reproche a Duff,
que ignoraba su parentesco con el muerto, sino por acabar cuanto antes.Duff metiĂł las manos en los bolsillos de la bata blanca y se volviĂł hacia las
fotografĂas.—Ahora tenemos que examinarlo en las fotos —dijo mirando a Rebus.—Muy bien —respondiĂł Ă©l asintiendo con la cabeza—. Acabemos, Âżde
acuerdo?Duff no hablaba ya con la misma animaciĂłn.—La primera vĂctima, Anthony Jarvies, era la que quedaba más prĂłxima a la
puerta. Hermand entra en la sala y apunta a quien tiene más cerca por puralĂłgica. SegĂşn las pruebas, la distancia entre ambos era poco menos de dosmetros. Realmente no existe ángulo de tiro. Herdman tenĂa casi la mismaestatura que la vĂctima, asĂ que la bala le atraviesa el cráneo en trayectorialateral; las salpicaduras de sangre son aproximadamente como cabe esperar.Luego, Herdman se da la vuelta porque su segunda vĂctima está más lejos, quizása unos tres metros, distancia que Ă©l debiĂł de reducir antes de efectuar el disparo,pero probablemente no mucho. Esta vez la bala penetra en el cráneo de arribaabajo, lo que significa que quizá Derek Renshaw tratĂł de huir agachándose. ÂżMesiguen? —añadiĂł mirándolos. Rebus y Hogan asintieron con la cabeza y los tresfijaron la vista en la pared—. Las manchas de sangre del suelo son explicables;todo encaja —apostillĂł Duff con una pausa.
—¿Hasta ahora? —preguntó Rebus, y Duff asintió con la cabeza.—Disponemos de muchos datos sobre armas de fuego; la clase de daño que
causan en el cuerpo humano y sobre cualquier material en el que impacten…—¿Y James Bell resulta problemático?Duff asintiĂł con la cabeza.—Un poco, sĂ.Hogan mirĂł sucesivamente a Duff y a Rebus.—¿Por quĂ©?—SegĂşn la declaraciĂłn de Bell, el disparo le alcanzĂł cuando se movĂa. En el
momento de tirarse al suelo, en concreto, y a eso atribuĂa Ă©l que no le matara.AñadiĂł que Herdman estaba a unos tres metros y medio cuando disparĂł —
agregĂł Duff acercándose al ordenador para proyectar una simulaciĂłntridimensional del cuarto y señalar las respectivas posiciones del pistolero y elalumno—. TambiĂ©n en este caso la vĂctima es de la misma estatura queHerdman, pero aquĂ el ángulo de tiro es de abajo arriba —puntualizĂł Duffhaciendo una pausa para que lo asimilaran—. Como si el que disparĂł estuviese encuclillas —añadiĂł haciendo una flexiĂłn y apuntando con una pistola imaginaria.A continuaciĂłn se incorporĂł y se acercĂł a otro de los bancos de trabajo, dondeenchufĂł una caja de luz que les permitiĂł ver una radiografĂa que mostraba latrayectoria de la bala en el hombro de James Bell—. Esta es la herida de entradapor delante y esta, la de salida por atrás. Se ve perfectamente —insistiĂłseñalándola con el dedo.
—Asà que Herdman estaba en cuclillas —dijo Bobby Hogan encogiéndose dehombros.
—Me da la impresiĂłn de que Ray no ha terminado —comentĂł Rebus en vozbaja, pensando que, en definitiva, no tenĂa muchas preguntas que plantearle.
Duff mirĂł a Rebus y volviĂł a las fotografĂas.—No hay salpicadura de sangre —dijo trazando con el dedo un cĂrculo en la
zona de la pared. Levantó una mano—. En realidad no es del todo cierto. Hayrastros de sangre, pero tan difuminados que apenas son perceptibles.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Hogan.—Que James Bell no estaba donde dice en el momento en que le dispararon.
Estaba más lejos, es decir, más próximo a Herdman.—¿Y a pesar de eso, la trayectoria es de abajo arriba? —preguntó Rebus.Duff asintió con la cabeza y abrió un cajón del que sacó una bolsa de plástico
transparente con bordes marrones; una bolsa de pruebas en la que habĂa unacamisa blanca manchada de sangre con el orificio de entrada de la bala en lahombrera claramente visible.
—Es la camisa de James Bell —dijo Duff—. Y en ella se aprecia algo más.—Chamusquina de pólvora —dijo Rebus pausadamente.Hogan se volvió hacia él.—¿Tú cómo lo sabes? —dijo entre dientes.Rebus se encogió de hombros.—Bobby, ya sabes que no tengo vida social. Lo único que sé hacer es
sentarme a pensar.Hogan le mirĂł furioso para darle a entender que no era la clase de respuesta
que esperaba.—El inspector Rebus ha dado en el clavo —añadió Duff recuperando la
atenciĂłn de los dos—. En los cadáveres de las dos primeras vĂctimas,lĂłgicamente no existen restos de pĂłlvora. Les dispararon desde cierta distancia.SĂłlo quedan restos de pĂłlvora quemada cuando el arma está cerca de la piel o dela ropa de la vĂctima.
—¿Herdman tenĂa tambiĂ©n restos de pĂłlvora? —preguntĂł Rebus.—Los que corresponden al disparo de una pistola pegada a la sien —contestĂł
Duff.Rebus se acercĂł a mirar despacio las fotos. No le decĂan nada, lo que, en
cierto modo, era precisamente el quid de la cuestiĂłn. HabĂa que penetrar bajo lasuperficie para vislumbrar la verdad.
—No acabo de entenderlo —dijo Hogan rascándose la coronilla.—Es complicado —concediĂł Duff—. Es difĂcil encajar la declaraciĂłn de la
vĂctima con las pruebas.—Depende de cĂłmo se mire, Ray, Âżverdad?Duff clavĂł la mirada en Rebus y asintiĂł con la cabeza.—Todo tiene siempre una explicaciĂłn —dijo.—Bien, trata de explicármelo —dijo Hogan apoy ando la palma de las manos
en el banco de trabajo—. De todas maneras, hoy no tengo otra cosa que hacer.—Es cuestión de mirarlo de otro modo, Bobby —dijo Rebus—. James Bell
recibiĂł un disparo a quemarropa.—SĂ, de alguien tan alto como un enanito de jardĂn —añadiĂł Hogan con
desdén.Rebus meneó la cabeza.—Sólo significa que no pudo ser Herdman.Hogan abrió los ojos de par en par.—Espera un momento…—¿Es correcto, Ray?—Esa es la conclusión, desde luego —contestó Duff restregándose el mentón.—¿Que no pudo ser Herdman? —repitió Hogan mirando a Rebus—. ¿Quieres
decir que habĂa alguien más? ÂżUn cĂłmplice?Rebus negĂł con la cabeza.—Lo que digo es que es posible, incluso probable, que Herdman sĂłlo matase
a una persona en esa sala.—¿Ah, sĂ; a quiĂ©n? —replicĂł Hogan entrecerrando los ojos.Rebus se volviĂł hacia Ray Duff para que fuera Ă©l quien contestase.—A sĂ mismo —respondiĂł Duff, como si fuese la explicaciĂłn más natural del
mundo.
24
Rebus y Hogan se quedaron sentados y en silencio unos minutos en el coche conel motor al ralentĂ. Rebus fumaba con la ventanilla del asiento del pasajeroabierta mientras Hogan tamborileaba con los dedos en el volante.
—¿CĂłmo lo hacemos? —preguntĂł Hogan, y Rebus no se hizo de rogar.—Ya conoces mi tĂ©cnica preferida, Bobby —contestĂł.—¿La del elefante que entra en una cacharrerĂa? —aventurĂł Hogan.Rebus asintiĂł despacio con la cabeza, acabĂł el cigarrillo y tirĂł la colilla a la
calle.—Siempre me ha ido bastante bien.—Pero esto es distinto, John. Jack Bell es diputado.—Jack Bell es un payaso.—No le subestimes.—¿Es que ahora te rajas, Bobby? —replicó Rebus volviéndose hacia su
colega.—No, pero creo…—¿Que tenemos que cubrirnos el culo?—John, al contrario que tú, yo nunca he sido partidario de irrumpir en una
cacharrerĂa.Rebus mirĂł por el parabrisas.—Yo voy a entrar de todos modos, Bobby. Lo sabes. O vienes conmigo o te
quedas, tĂş verás. Puedes llamar a Claverhouse y a Ormiston y que se apunten eltanto, pero yo quiero oĂr lo que dice. ÂżEn serio que no te tienta? —añadiĂł mirandoa Hogan con ojos relucientes.
Bobby Hogan se pasó la lengua por los labios en sentido contrario a las agujasdel reloj y luego al revés, y sus dedos se aferraron al volante.
—Al diablo —dijo—. ¿Qué pueden importar entre amigos unos cuantoscacharros rotos?
Fue Kate Renshaw quien les abrió la puerta de casa de Barnton.—Hola, Kate —dijo Rebus con cara de palo—, ¿cómo está tu padre?—Está bien.
—¿No crees que deberĂas pasar algo más de tiempo con Ă©l?Les habĂa franqueado la entrada despuĂ©s de que Hogan hubiese telefoneado
para avisar que irĂan.—AquĂ hago algo Ăştil —replicĂł Kate.—¿Apoyando la carrera polĂtica de un putero?Los ojos de la joven echaban fuego, pero Rebus hizo caso omiso. A la
derecha, a través de unas puertas de cristal, vio el comedor con la mesa llena defolletos de la campaña de Jack Bell, quien en ese momento bajaba por laescalera frotándose las manos como si acabara de lavárselas.
—Señores —dijo sin intentar ser amable—, espero que su visita sea breve.—Nosotros tambiĂ©n —replicĂł Hogan.—¿Está en casa la señora Bell? —preguntĂł Rebus mirando alrededor.—Ha salido a hacer una visita. ÂżHay algo en particular que…?—SĂłlo querĂa decirle que anoche vi El viento en los sauces. Es una obra
extraordinaria.El diputado enarcĂł una ceja.—Se lo dirĂ©.—¿Ha avisado a su hijo de que venĂamos? —preguntĂł Hogan.Bell asintiĂł con la cabeza.—Está viendo la televisiĂłn —contestĂł señalando hacia el cuarto de estar.Sin que se lo dijera, Hogan se acercĂł a la puerta y la abriĂł. James Bell estaba
tumbado en el sofá color crema, sin zapatos, y la cabeza apoyada en el brazosano.
—James, ha llegado la policĂa —dijo el padre.—Ya lo veo —contestĂł el joven poniendo los pies en la alfombra.—Hola, James —dijo Hogan—. Creo que conoces al inspector…James asintiĂł con la cabeza.—¿Te importa que nos sentemos? —preguntĂł Hogan mirando al hijo y
sentándose en un sillón sin aguardar a que el padre les invitara a hacerlo.Mientras, Rebus se acomodó junto a la chimenea. Jack Bell tomó asiento al
lado de su retoño y le puso la mano en la rodilla, pero el joven se la apartó. Acontinuación se agachó, cogió un vaso de agua del suelo y dio un sorbo.
—Bueno, quisiera saber qué es lo que sucede —dijo impaciente Jack Bell ensu papel de hombre ocupado que tiene cosas importantes que hacer.
Sonó el móvil de Rebus, que musitó una disculpa mientras lo sacaba delbolsillo y miraba de quién era la llamada. Volvió a excusarse, se levantó y salióde la habitación.
—¿Gill? —dijo—. ÂżQuĂ© tal te ha ido con Bob?—Ya que lo preguntas, es un pozo de sorpresas.—Por ejemplo, que no sabĂa que la freidora iba a incendiarse —dijo Rebus
observando que Kate no estaba en el comedor.
—Exacto.—¿Y qué más?—Parece haberla tomado con Rab Fisher, sin darse cuenta de cómo implica
eso a su amigo Pavo Real.—¿En qué? —dijo Rebus entornando los ojos.—Resulta que Fisher iba por las colas de las discotecas presumiendo delante
de la gente de su pistola.—¿Y?—Y vendĂa droga.—¿Droga?—Por cuenta de tu amigo Johnson.—Pavo Real trapicheĂł con hachĂs en una Ă©poca, pero no tanto como para
tener un ayudante.—Bob aĂşn no lo ha soltado, pero creo que estamos hablando de crack.—Dios mĂo… ÂżquiĂ©n le suministraba?—Me pareciĂł obvio —respondiĂł ella con una risita—. Tu otro amigo, el de los
barcos.—No creo —replicĂł Rebus.—¿No se encontrĂł cocaĂna en su barco?—SĂ, pero de todos modos…—Pues entonces será otro —añadiĂł ella con un suspiro—. En cualquier caso,
no está mal para empezar, Âżno crees?—Debe de ser el toque de mujer.—SĂ, ese chico necesita alguien que le cuide. Gracias por el consejo, John.—¿Significa eso que estoy fuera de peligro?—Significa que le voy a decir a Mullen que venga y oiga lo que hemos
grabado.—Pero ¿y a no creerás que maté a Marty Fairstone?—Digamos que empiezo a dudarlo.—Gracias por apoyarme, jefa. Si descubres algo más me lo dices, ¿de
acuerdo?—Lo intentaré. ¿En qué andas metido ahora? ¿En otra cosa que pueda
preocuparme?—Quizá… mira el cielo sobre Barnton por si ves fuegos artificiales —dijo
Rebus cortando; desconectó el aparato y volvió a la habitación.—Le aseguro que le entretendremos lo menos posible —dijo Hogan, y miró a
Rebus—. Ahora lo dejo en manos de mi colega.Rebus fingió pensarse la pregunta y a continuación miró a James Bell.—James, ¿por qué lo hiciste?—¿Qué?—Oiga, debo protestar por ese tono… —terció Jack Bell inclinándose hacia
delante.—Lo siento, señor. A veces me pongo algo nervioso cuando alguien me
miente. No sĂłlo a mĂ, sino a todos los investigadores, a sus padres, a la prensa… a« todos» . —James le miraba fijamente y Rebus cruzĂł los brazos—. Mira, James,estamos empezando a reconstruir lo que realmente sucediĂł en el aula y tenemosque decirte algo: cuando se dispara una pistola quedan siempre restos en la piel.Pueden durar semanas por mucho que te laves y frotes. Y en los puños de lacamisa tambiĂ©n. ÂżRecuerdas que tenemos la camisa que llevabas puesta?
—¿QuĂ© demonios está diciendo? —gruñó Jack Bell rojo de cĂłlera—. ÂżCreeque les voy a consentir que entren en mi casa para acusar a un adolescente dedieciocho años de…? ÂżEs asĂ como trabaja hoy la PolicĂa?
—Papá…—Es por perjudicarme a mĂ, Âżverdad? Intentan perjudicarme utilizando a mi
hijo. Sólo porque cometieron un grave error que casi me cuesta el cargo, mimatrimonio…
—Papá… —repitió el joven en tono más alto.—Y ahora, aprovechando esta horrible tragedia, ustedes…—No es una represalia, señor —dijo Hogan.—A pesar de que el agente de Leith que le detuvo asegura que le sorprendió
con las manos en la masa —añadió Rebus sin poder contenerse.—John… —advirtió Hogan.—¿Lo ve? —La voz de Jack Bell temblaba de ira—. ¿Ve cómo es y será
siempre? Es un caso perdido. De una arrogancia sin igual, de una…James Bell se levantó de pronto.—¿Quieres dejar de decir gilipolleces por una vez en tu vida? ¿Quieres
callarte de una puta vez?Se hizo un silencio y sus palabras quedaron flotando en el aire como un eco.
James Bell volvió a sentarse con parsimonia.—Quizá si dejásemos hablar a James —dijo Hogan con voz pausada mirando
al diputado, que, estupefacto, no apartaba la vista de un hijo que Ă©l nunca habĂapensado que existiera, una persona que se manifestaba ante Ă©l por primera vez ensu vida.
—A mà no puedes hablarme asà —dijo con voz apenas audible.—Pues acabo de hacerlo —replicó el hijo, quien, mirando a Rebus, añadió—:
Acabemos de una vez.Rebus se humedeció los labios.—James, de momento probablemente lo único que podemos demostrar es
que recibiste un disparo a quemarropa (contrariamente a la versiĂłn que nos hasdado) y que, a juzgar por el ángulo de tiro, te disparaste tĂş mismo. Sin embargo,has confesado que conocĂas la existencia de al menos una de las armas deHerdman, y por eso creo que tĂş cogiste la Brocock para matar a Anthony Jarvies
y a Derek Renshaw.—Eran unos gilipollas.—¿Y eso es una razĂłn?—James —intervino el padre—. No quiero que sigas declarando.—TenĂan que morir —añadiĂł el hijo sin hacerle caso.Jack Bell se quedĂł boquiabierto y mudo mientras su hijo daba vueltas sin
cesar al vaso de agua.—¿Por quĂ© tenĂan que morir? —preguntĂł Rebus con voz tranquila.—Ya lo he dicho —contestĂł el muchacho encogiĂ©ndose de hombros.—Porque no te gustaban —aventurĂł Rebus—. ÂżSĂłlo por eso?—Muchos chicos como y o han matado por menos. ÂżO es que no ven los
telediarios? Estados Unidos, Alemania, Yemen… A veces basta con que no tegusten los lunes.
—AyĂşdame a entenderlo, James. Ya sĂ© que tenĂais distintos gustosmusicales…
—No sĂłlo en mĂşsica: en todo.—¿VeĂais la vida de forma distinta? —aventurĂł Hogan.—Tal vez en cierto modo querĂas impresionar a Teri Cotter —añadiĂł Rebus.—No la meta en esto —replicĂł James lanzándole una mirada iracunda.—Es difĂcil no hacerlo, James. Al fin y al cabo, Teri te dijo que le
obsesionaba la muerte, ¿no es cierto? —El muchacho guardó silencio—. Yo creoque te obnubilaste un poco con ella.
—¿Usted qué sabe? —replicó desdeñoso el adolescente.—En primer lugar estuviste en Cockburn Street haciéndole fotos.—Yo hago muchas fotos.—Pero la suya la guardabas en ese libro que le prestaste a Lee Herdman. No
te gustaba que se acostase con ella, Âżverdad? Ni te gustĂł que Jarvies y Renshaw tedijeran que habĂan entrado en su página y la habĂan visto en su dormitorio. —Rebus hizo una pausa—. ÂżQuĂ© tal voy? —añadiĂł.
—Es muy listo, inspector.Rebus negó con la cabeza.—No; hay muchas cosas que no sé, James. Y espero que tú puedas llenar las
lagunas.—No tienes por qué decir nada, James —gruñó el padre—. Eres menor y
hay leyes que te protegen. Has sufrido un trauma y ningĂşn tribunal… —MirĂł alos policĂas—. ÂżNo deberĂa hablar en presencia de un abogado?
—No lo necesito —espetó el muchacho.—Tienes que aceptarlo —replicó el padre horrorizado.—Tú y a no pintas nada, papá —añadió el hijo—. ¿No te das cuenta? Ahora
soy yo el protagonista. Soy y o quien te va a hacer salir en la primera página delos periódicos, pero por los peores motivos. Y por si no lo sabes, no soy menor:
tengo dieciocho años. Tengo edad para votar, y para muchas cosas —añadiócomo si esperase la réplica del padre, pero al no producirse, se volvió haciaRebus—. ¿Qué es lo que quiere saber?
—¿Tengo razĂłn respecto a Teri?—Yo sabĂa que se acostaba con Lee.—Cuando le prestaste el libro, Âżdejaste deliberadamente en Ă©l la foto?—Supongo.—¿Esperando que la viese y que reaccionase? —preguntĂł Rebus; el joven se
encogió de hombros—. Tal vez te bastaba con que se enterara de que a ti tambiénte gustaba. —Rebus hizo una pausa—. Pero ¿por qué ese libro concretamente?
James le mirĂł.—Porque Lee querĂa leerlo. ConocĂa la historia de aquel hombre que se habĂa
tirado de un avión. Él no era… —añadió sin encontrar las palabras adecuadas.Lanzó un suspiro—. Tiene que pensar que era un hombre muy desgraciado.
—¿Desgraciado en quĂ© sentido?James encontrĂł la palabra:—Obsesionado —dijo—. Esa era la impresiĂłn que daba. Obsesionado.Se hizo un silencio que rompiĂł Rebus.—¿Cogiste la pistola en el piso de Lee?—Eso es.—¿Él no lo sabĂa?James Bell negĂł con la cabeza.—¿TĂş sabĂas que tenĂa una Brocock? —preguntĂł Hogan sin levantar la voz.El muchacho asintiĂł con la cabeza.—¿Y por quĂ© se presentĂł en el colegio? —inquiriĂł Rebus.—Le dejĂ© una nota, pero no esperaba que la leyera tan pronto.—¿Cuál era entonces tu plan, James?—Entrar en la sala comĂşn, donde solĂan estar ellos dos solos, y matarlos.—¿A sangre frĂa?—Exacto.—¿A dos chicos que no te habĂan hecho nada?—Dos menos en este mundo —replicĂł el adolescente encogiĂ©ndose de
hombros—. Total… en comparación con los tifones, huracanes, terremotos,hambrunas…
—¿Por eso lo hiciste, porque daba igual?James Bell reflexionĂł un instante.—Tal vez —contestĂł.Rebus mirĂł la alfombra intentando dominar la ira que le invadĂa. « Un
familiar de mi misma sangre…»—Todo sucedió muy rápido —añadió James Bell—. Me sorprendió lo
tranquilo que estaba. Pum, pum: dos cadáveres… En el momento en que
disparaba sobre el segundo entrĂł Lee y me mirĂł fijamente. Yo tambiĂ©n a Ă©l.Estábamos los dos desconcertados —añadiĂł sonriendo al recordarlo—. Luego, Ă©lestirĂł el brazo con la mano abierta para que le entregara la pistola y yo se la di.—DejĂł de sonreĂr—. Lo que menos me imaginaba era que el gilipollas iba adisparársela en la sien.
—¿Por qué crees que lo hizo?James Bell negó lentamente con la cabeza.—He intentado dar una explicación… ¿Usted qué cree? —añadió implorante,
como si necesitara saberlo.Rebus tenĂa varias hipĂłtesis: porque era el dueño de la pistola y se sentĂa
responsable, porque el incidente atraerĂa a equipos de investigadoresprofesionales, incluidos los del EjĂ©rcito… y porque era una soluciĂłn.
Porque ya no vivĂa obsesionado.—Y despuĂ©s tĂş cogiste la pistola y te disparaste en el hombro —dijo Rebus
enfatizando las palabras—. ÂżY luego volviste a colocársela en la mano?—SĂ. En la otra mano llevaba la nota que yo le habĂa dejado, y se la quitĂ©.—¿Y las huellas dactilares?—LimpiĂ© la pistola con la camisa, como en las pelĂculas.—Pero cuando llegaste allĂ para matarlos, deberĂas ir decidido a que todos lo
supieran. ¿Por qué cambiaste de idea?El muchacho se encogió de hombros.—Porque surgió la oportunidad. ¿Sabemos en realidad por qué hacemos las
cosas cuando nos arrastra un impulso? A veces nos dejamos llevar por losinstintos. Los malos pensamientos… —añadió volviéndose hacia su padre.
Y en ese momento su padre se lanzó sobre él para agarrarle del cuello y losdos cayeron del sofá rodando por el suelo.
—¡Maldito cabrón! —gritó Jack Bell—. ¿Sabes lo que has hecho? ¡Esto es miruina! ¡Has destrozado mi carrera!
Rebus y Hogan los separaron; el padre continuó rezongando y profiriendomaldiciones mientras el hijo, más bien sereno, observaba atento aquella iraincoherente como si fuese algo que deseara conservar como un valioso recuerdo.Se abrió la puerta y apareció Kate. A Rebus le asaltó el deseo de obligar a JamesBell a arrodillarse ante ella para que la pidiera perdón. La joven contempló laescena.
—¿Jack…? —dijo a media voz.Jack Bell, a quien Rebus sujetaba con fuerza por detrás, la miró como si fuera
una extraña.—Vete, Kate —dijo el diputado—. Márchate a tu casa.—No entiendo…James Bell, sin oponer resistencia a Hogan, que le agarraba, miró hacia la
puerta y luego hacia donde estaban su padre y Rebus. En su cara se esbozĂł
lentamente una sonrisa.—¿Se lo decĂs vosotros o se lo digo y o…?
25
—No puedo creerlo —volviĂł a decir Siobhan.La llamada de Rebus se habĂa prolongado durante todo el trayecto desde la
comisarĂa al ya cercano aerĂłdromo.—A mĂ tambiĂ©n me cuesta creerlo.Iba por la A8 en direcciĂłn oeste. MirĂł el retrovisor y puso el intermitente
para adelantar a un taxi en el que viajaba un hombre de negocios que leĂatranquilamente el periĂłdico antes de coger el aviĂłn. Siobhan sintiĂł ganas de pararen el arcĂ©n, salir del coche y gritar para desahogar la confusiĂłn de sentimientosque la embargaban. ÂżEra por la excitaciĂłn de que se hubiera resuelto el caso?Dos en realidad: el caso Herdman y el homicidio de Fairstone. ÂżO era por lafrustraciĂłn de no haber estado presente?
—¿Y no habrá matado también a Herdman? —preguntó ella.—¿Quién, el joven maestro Bell?Oy ó a Rebus haciendo un aparte y repitiendo la pregunta a Hogan.—Deja la nota sabiendo que Herdman va a seguirle —añadió ella—, mata a
los tres y luego se dispara.—Es una hipĂłtesis —dijo Rebus—. ÂżQuĂ© es ese ruido?—Mi telĂ©fono, que necesita una recarga —dijo ella tomando el desvĂo al
aeropuerto con el taxi aún visible en el retrovisor—. Puedo anular mi lección devuelo.
—¿Para qué? Aquà no hay nada que hacer.—¿Vais a ir a Queensferry?—Ya estamos. Bobby está cruzando la verja del colegio —volvió a apartarse
del telĂ©fono para decir algo a Hogan.A Siobhan le pareciĂł que le decĂa que querĂa estar presente cuando explicara
la resolución del caso a Claverhouse y a Ormiston, porque captó el comentariode « y sobre todo que la hipótesis de las drogas no sirve para nada» .
—¿Quién puso las drogas en el barco? —preguntó Siobhan.—¿Cómo dices, Siobhan?Ella repitió la pregunta.—¿Crees que lo hizo Whiteread para mantener abierta la investigación? —
añadió.
—Ni siquiera estoy seguro de que tenga poder para hacer algo asĂ. Ya sĂłloquedan por liquidar detalles de poca monta. Han salido coches patrulla paradetener a Rab Fisher y a Johnson Pavo Real y ahora Bobby va a dar la noticia aClaverhouse.
—Me gustarĂa estar ahĂ.—ReĂşnete más tarde con nosotros. Iremos al pub.—Al Boatman’s no, Âżverdad?—He pensado en ir al de al lado, para cambiar.—Yo acabarĂ© dentro de una hora más o menos.—No tengas prisa. Supongo que no iremos a otro sitio. Si te apetece, tráete a
Brimson.—¿Le cuento lo de James Bell?—Tú verás. Los periódicos no tardarán en publicarlo.—¿Lo dices por Steve Holly?—Creo que le debo eso al cabrón. Al menos no le daré a Claverhouse el
placer de dar la noticia. —Hizo una pausa—. ¿Conseguiste meterle miedo a RodMcAllister?
—Sigue insistiendo en que él no escribió las cartas.—Basta con que tú lo sepas, y que él sepa que lo sabes. ¿Preparada para tu
clase de vuelo?—Irá bien.—Tal vez deberĂa alertar a control aĂ©reo.Oy Ăł que Hogan decĂa algo y que Rebus contenĂa la risa.—¿QuĂ© dice? —preguntĂł ella.—Bobby cree que más bien deberĂamos avisar a los guardacostas.—Dile que le he puesto en la lista negra.Oy Ăł cĂłmo Rebus se lo decĂa a Hogan.—Okay, Siobhan, hemos llegado al aparcamiento y vamos a darle la noticia a
Claverhouse.—¿Mantendrás la calma por una vez?—No te preocupes; estaré tranquilo, sereno y sosegado.—¿De verdad?—En cuanto le haya restregado la mierda por las narices.Siobhan sonrió y cortó. Decidió desconectar el móvil también. A cinco mil
pies de altitud no iba a hacer llamadas. MirĂł el reloj del tablero de instrumentos yvio que llegaba con tiempo. Supuso que a Doug Brimson no le importarĂa.
IntentĂł ordenar en su mente cuanto acababa de oĂr: Lee Herdman no habĂamatado a los dos chicos y John Rebus no habĂa prendido fuego a la casa deFairstone.
SentĂa mala conciencia por haber sospechado de Rebus, pero la culpa era deĂ©l, por ser siempre tan misterioso. Igual que Herdman con su doble vida y sus
temores. La prensa tendrĂa que morder el polvo y centrar sus tiros en el blancomás fácil: Jack Bell. Lo que casi era un final feliz.
LlegĂł a la puerta del aerĂłdromo en el momento en que otro coche se disponĂaa salir. Brimson se bajĂł del asiento del pasajero y le dirigiĂł una sonrisa cautelosamientras abrĂa el candado y la puerta. Siobhan esperĂł a que saliera el coche, quecruzĂł la puerta a toda velocidad, con un hombre al volante con cara de pocosamigos. Brimson le hizo seña de que entrase y ella cruzĂł la verja y aguardĂł aque Ă©l cerrara la puerta. Brimson abriĂł la portezuela y subiĂł al coche.
—No te esperaba tan pronto —comentó.—Lo siento —dijo Siobhan arrancando despacio y mirando hacia adelante—.
¿Quién era tu visitante?—Alguien interesado en lecciones de vuelo —contestó Brimson con una
mueca.—No me pareció el prototipo de alumno.—¿Lo dices por la camisa? —replicó Brimson riendo—. Muy llamativa,
Âżverdad?—Un poco, sĂ.Llegaron a la oficina. Siobhan echĂł el freno de mano y Brimson se bajĂł del
coche. Ella se quedó sentada observándole mientras él daba la vuelta al cochepara abrirle la portezuela, como si ella estuviera esperándolo. Evitaba mirarla ala cara.
—Hay que rellenar un formulario —dijo él señalando la oficina— para eldescargo de responsabilidad… esas cosas —añadió adelantándose a abrir lapuerta.
—¿Cómo se llamaba ese cliente? —preguntó ella entrando detrás de él.—Jackson o Jobson… creo —contestó él sentándose en la silla del despacho y
revolviendo papeles.Siobhan permaneciĂł de pie.—Estará escrito en algĂşn formulario —dijo.—¿CĂłmo?—Si vino a inscribirse para tomar lecciones, supongo que tendrás sus datos.—Ah, sĂ… estarán por aquà —dijo Ă©l moviendo hojas—. Va siendo hora de
que coja una secretaria —añadiĂł forzando una sonrisa.—Se llama Johnson Pavo Real —dijo Siobhan pausadamente.—¿Ah, sĂ?—Y no ha venido para dar clases de vuelo. ÂżQuerĂa que le sacaras de Escocia
en avión?—¿Lo conoces?—Sé que le busca la justicia por ser culpable de la muerte de un delincuente
de poca monta que se llamaba Martin Fairstone. A Johnson le habrá entradopánico al ver que no aparece su lugarteniente y probablemente sabe que lo
hemos detenido.—Todo lo cual es nuevo para mĂ.—Pero sabes quiĂ©n es Johnson… y lo que es.—No, y a te he dicho que querĂa lecciones de vuelo.Las manos de Brimson removĂan papeles con may or velocidad.—Te contarĂ© un secreto —añadiĂł Siobhan—. Hemos resuelto el caso de Port
Edgar. Lee Herdman no matĂł a esos dos chicos; fue el hijo del diputado.—¿QuĂ©? —dijo Brimson, a quien parecĂa costarle asimilar la noticia.—Los matĂł James Bell, y luego se disparĂł, despuĂ©s de que Lee Herdman se
suicidara.—¿En serio?—Doug, ¿buscas algo en concreto o es que pretendes excavar el tablero de la
mesa?Él levantĂł la vista y sonriĂł.—Te estaba diciendo que Lee no matĂł a esos chicos.—SĂ, claro.—Lo que significa que la Ăşnica incĂłgnita por resolver es la de las drogas que
encontramos en su barco. Supongo que sabrás que tenĂa un y ate amarrado en elpuerto deportivo.
Brimson era incapaz de sostenerle la mirada.—¿Por qué iba y o a saberlo?—¿Y por qué no?—Escucha, Siobhan —añadió Brimson consultando aparatosamente el reloj
—. Dejemos el papeleo. Vamos a perder nuestro espacio…Siobhan hizo caso omiso del comentario.—Debe de ser un buen y ate, porque Herdman viajaba a Europa, pero ahora
sabemos que vendĂa diamantes.—¿Y al mismo tiempo compraba drogas?Siobhan negĂł con la cabeza.—TĂş sabĂas lo del yate y probablemente que viajaba al continente —añadiĂł
avanzando un paso hacia la mesa—. Era en esos vuelos de ejecutivos, ¿verdad,Doug? En esos viajecitos a Europa para llevar a hombres de negocios acongresos y a pasarlo bien. Asà es como traes las drogas.
—Todo se está yendo a la mierda —exclamó Brimson, casi con una calmaexcesiva. Se recostó en la silla, se ajustó el pelo y miró al techo—. Le dije a eseimbécil que no viniera aquà nunca.
—¿Te refieres a Pavo Real?Brimson asintiĂł despacio con la cabeza.—¿Por quĂ© pusiste las drogas en el barco? —preguntĂł ella.—¿Por quĂ© no? —respondiĂł Ă©l riendo—. Lee estaba muerto. Eso centrarĂa en
Ă©l la atenciĂłn.
—¿Disipando las sospechas sobre ti? —dijo ella sentándose—. La verdad esque no sospechábamos de ti.
—Charlotte creĂa que sĂ. Andabais husmeando por todas partes, hablando conTeri, viniendo a hablar conmigo…
—¿Charlotte Cotter está implicada?Brimson la miró como si fuera idiota.—Es un negocio de dinero en mano y hay que lavarlo.—¿A través de los salones de bronceado?Siobhan asintió con la cabeza. Claro, Brimson y la madre de Teri eran socios.—Lee no era tan santo, ¿sabes? —añadió Brimson—. Él fue quien me
presentĂł a Johnson.—¿Lee conocĂa a Johnson? ÂżLe facilitĂł Ă©l las armas?—Te lo iba a decir, pero no sabĂa cĂłmo.—¿QuĂ©?—Johnson tenĂa armas desactivadas y necesitaba a alguien que les instalase el
percutor o lo que fuera.—¿Y Lee Herdman se encargaba de eso?Siobhan pensó en el taller tan bien provisto del cobertizo del puerto. Era una
tarea fácil si se disponĂa de las herramientas y se sabĂa cĂłmo hacerlo.Brimson permaneciĂł impasible un instante.—TodavĂa tenemos tiempo de ir a volar —dijo—. Es una lástima perder el
turno de despegue.—No he traĂdo el pasaporte —replicĂł ella estirando el brazo hacia el telĂ©fono
—. Tengo que hacer una llamada, Doug.—Lo tenĂa todo apalabrado con la torre de control, Âżsabes? Pensaba enseñarte
tantas cosas…Siobhan se habĂa puesto en pie para descolgar el telĂ©fono.—Tal vez en otra ocasiĂłn.Pero los dos sabĂan que no habrĂa otra ocasiĂłn. Brimson la miraba con las
palmas de las manos apoy adas en la mesa. Siobhan se llevĂł el receptor al oĂdo ycomenzĂł a marcar el nĂşmero.
—Lo siento, Doug —dijo.—Yo también, Siobhan, créeme, lo siento en el alma —añadió cogiendo
impulso y saltando por encima de la mesa tirando los papeles.Siobhan soltó el teléfono y dio un paso atrás, tropezó con la silla y cayó al
suelo con las manos abiertas para amortiguar el golpe.Doug Brimson, sofocado, se le echĂł encima impidiĂ©ndole respirar.—Vamos a volar, Siobhan, vamos a volar… —repetĂa sujetándola por las
muñecas.
26
—¿Estás contento, Bobby? —preguntó Rebus.—Loco de contento —contestó Hogan.Entraron en el bar del muelle de South Queensferry. La reunión en el colegio
no habrĂa podido ser más oportuna pues interrumpieron la exposiciĂłn que estabahaciendo Claverhouse al subdirector ColĂn Carswell. Hogan respirĂł hondo antesde intervenir y aseverar que todo lo que decĂa Carswell era pura filfa antes deexplicar por quĂ©.
Al final de la reunión, Claverhouse salió del cuarto sin decir palabra y fue sucolega Ormiston quien dio a Hogan la mano en reconocimiento de su mérito.
—Lo que no quiere decir que otros lo reconozcan, Bobby —comentó Rebusdando una palmadita en el hombro a Ormiston para hacerle ver que apreciaba sugesto, e incluso le invitó a tomar una copa con ellos, pero Ormiston rehusó.
—Creo que me habéis asignado una misión de consuelo —dijo.De modo que estaban ellos dos solos en aquel bar. Mientras aguardaban a que
les sirvieran, Hogan comenzĂł a desanimarse un poco. Generalmente, al resolversatisfactoriamente un caso, se reunĂan todos en la sala de Homicidios, donde lesllevaban unas cajas de cerveza, acompañadas en ocasiones de una botella dechampán obsequio de los jefazos, y whisky para los más tradicionales. En aquelbar, ellos dos solos, no era lo mismo. El antiguo equipo se habĂa dispersado…
—¿QuĂ© vas a tomar? —preguntĂł Hogan tratando de mostrarse animoso.—Creo que un Laphroaig, Bobby.—La medida que sirven aquĂ no es muy generosa —dijo Hogan, que habĂa
echado una ojeada de experto al botellero—. Lo pedirĂ© doble.—¿Y decidimos ahora mismo quiĂ©n conduce?—CreĂ que habĂas dicho que iba a venir Siobhan —replicĂł Hogan torciendo el
gesto.—Eso es una crueldad, Bobby —comentó Rebus haciendo una pausa—. Una
crueldad, pero razonable.El camarero se acercĂł a ellos y Hogan pidiĂł el whisky para Rebus y una
pinta de cerveza para él.—Y dos puros —añadió volviéndose hacia Rebus, observándole y apoyando
el codo en la barra—. John, después de haber resuelto un caso como este me da
por pensar que serĂa el momento apropiado de dejar el cuerpo.—Por Dios, Bobby, estás en tu mejor momento.Hogan lanzĂł un resoplido.—Hace cinco años te habrĂa dicho que sà —dijo sacando unos billetes del
bolsillo y cogiendo uno de diez libras—, pero ahora ya tengo bastante.—¿Qué es lo que ha cambiado?Hogan se encogió de hombros.—Un adolescente que mata a dos compañeros sin ningún motivo es algo que
no acabo de entender… Vivimos en un mundo distinto al que conocimos, John.—Por eso somos más necesarios que nunca.Hogan volvió a lanzar un bufido.—¿De verdad lo crees? ¿Tú crees de verdad que te quiere alguien?—He dicho « necesarios» , no queridos.—¿Y quién nos necesita? ¿Personas como Carswell porque le dejamos en
buen lugar? O Claverhouse, Âżpara que no meta más la pata de lo que lo hace?—Pues eso para empezar —replicĂł Rebus sonriente.TenĂa ya el whisky delante y echĂł un poco de agua para rebajarlo. Llegaron
los dos puros y Hogan quitĂł el envoltorio del suyo.—Seguimos sin saberlo, Âżno es cierto? —dijo.—¿QuĂ©?—Por quĂ© se suicidĂł Herdman.—¿Pensabas que Ăbamos a averiguarlo? Cuando me llamaste, mi impresiĂłn
fue que lo hacĂas porque te asustaba tanto adolescente; porque necesitabas otrodinosaurio a tu lado.
—John, tú no eres un dinosaurio —dijo Hogan alzando su vaso y chocándolocon el de Rebus—. Por nosotros dos.
—Y por Jack Bell, sin cuya intervenciĂłn el hijo podrĂa haberse dado cuentade que podĂa optar por callarse y quedar impune.
—Cierto —dijo Hogan con una amplia sonrisa—. Familias, ¿eh, John? —añadió balanceando la cabeza.
—Familias —repitió Rebus llevándose el vaso a los labios.Cuando sonó su móvil, Hogan le dijo que no contestase, pero Rebus miró la
pantallita por si era Siobhan. No era ella. IndicĂł a Hogan que salĂa afuera dondeestaba más tranquilo. HabĂa un patio abierto delante, una zona asfaltada conalgunas mesas, para tomar el fresco. Rebus se acercĂł el aparato al oĂdo.
—¿Gill? —dijo.—Me dij iste que te tuviera al corriente.—¿Sigue cantando el joven Bob?—Casi estoy deseando que termine —dijo Gill Templer con un suspiro—. Nos
ha explicado su infancia, que abusaban de Ă©l en la escuela, que se hacĂa pis en lacama… Habla un poco del presente pero vuelve constantemente al pasado y no
sé si lo que dice sucedió hace una semana o hace diez años. Ahora nos pide ellibro de El viento en los sauces.
Rebus sonrió.—Lo tengo en casa. Se lo llevaré.Rebus oyó a lo lejos el motor de una avioneta y miró hacia lo alto con la
mano libre a modo de visera. El aparato sobrevolaba el puente del estuario yestaba demasiado lejos para distinguir si era el mismo en el que habĂan ido ellos aJura. Le pareciĂł del mismo tamaño, volaba pesarosamente cruzando el cielo.
—¿Qué sabes de salones de bronceado? —preguntó Gill Templer.—¿Por qué?—Porque no cesa de mencionarlos. Y una conexión con Johnson y las
drogas…Rebus seguĂa mirando la avioneta, de pronto descendiĂł en picado, para
inmediatamente estabilizarse y balancear las alas. Si Siobhan iba a bordo, noolvidarĂa su primera lecciĂłn.
—Sólo sé que la madre de Teri Cotter tiene varios salones de esos —dijoRebus.
—¿No serán una tapadera?—No creo. Vamos a ver, Âżde dĂłnde iba ella a sacar…?No acabĂł la frase. Ahora recordaba que Brimson tenĂa aparcado el coche en
Cockburn Street, donde la madre de Teri tenĂa uno de aquellos salones y que lamuchacha le habĂa dicho que su madre estaba liada con Brimson. Doug Brimsonera amigo de Lee Herdman y tenĂa aviones. ÂżDe dĂłnde demonios sacaba eldinero para comprarlos? Millones, habĂa comentado Ray Duff. Le habĂa parecidosospechoso en determinado momento, pero James Bell le habĂa desviado suatenciĂłn. Millones… SĂ, era un dinero que se puede ganar con unos cuantosnegocios legales, y decenas de ilegales.
RecordĂł lo que habĂa dicho Brimson volviendo de la isla de Jura al sobrevolarel estuario del Forth: « Muchas veces pienso en el desastre que podrĂa causarincluso un aparato tan pequeño como un Cessna en el puerto, en el transbordador,en los puentes y en el aeropuerto» . DejĂł caer la mano y mirĂł a contraluzguiñando los ojos.
—¡Dios mĂo! —musitĂł.—John, Âżme escuchas?Cuando Gill hizo la pregunta ya no escuchaba.EntrĂł corriendo en el bar y arrastrĂł a Hogan.—Tenemos que ir al aerĂłdromo.—¿A quĂ©?—¡Deprisa!Hogan abriĂł el coche, pero Rebus le apartĂł a un lado y se puso al volante.—¡Conduzco yo!
Hogan no rechistĂł. Rebus saliĂł del aparcamiento a todo gas, pero acto seguidodio un frenazo y mirĂł por la ventanilla.
—Dios mĂo, no… —mascullĂł bajando del coche y parándose en medio de lacalzada mirando al cielo.
El aviĂłn habĂa caĂdo en picado, pero luego se estabilizĂł.—¿QuĂ© sucede? —vociferĂł Hogan desde el coche.Rebus volviĂł a sentarse al volante y arrancĂł sin dejar de mirar el aviĂłn, que
en aquel momento sobrevolaba el puente del ferrocarril para acto seguidodescribir un amplio cĂrculo y a cerca del litoral de Fife y enfilar de nuevo hacialos puentes.
—Ese aviĂłn está en apuros —comentĂł Hogan.Rebus volviĂł a detener el coche para mirar.—Es Brimson —dijo entre dientes—. Y Siobhan va con Ă©l.—¡Se va a estrellar contra el puente!Saltaron los dos del coche. No eran los Ăşnicos: habĂa otros automĂłviles
parados y sus conductores miraban hacia arriba, mientras los peatones señalabancon el dedo haciendo comentarios. El ruido del motor de la avioneta se hizo másintenso y discordante.
—¡Dios mĂo! —dijo Hogan en un susurro al ver que pasaba por debajo delpuente del ferrocarril a escasos metros de la superficie del agua.
VolviĂł a tomar altura, casi en vertical, se estabilizĂł y de nuevo se dejĂł caeren picado para pasar por debajo del tramo central del puente viario.
—¿Qué hace, dar el espectáculo o aterrorizarla? —comentó Hogan.Rebus meneó la cabeza. Estaba pensando en Lee Herdman y su costumbre
de asustar a los adolescentes que practicaban esquĂ acuático.—Fue Brimson quien puso las drogas en el barco. Él trae la droga al paĂs en su
avión, Bobby, y me da la impresión de que Siobhan lo ha descubierto.—¿Y qué demonios hace él ahora?—Quizá pretende asustarla. Deseo con toda mi alma que sea eso.Pensó en Lee Herdman acercándose el cañón a la sien y en el antiguo
miembro de las SAS que se habĂa arrojado desde un aviĂłn.—¿Llevan paracaĂdas? ÂżPodrá ella lanzarse? —preguntĂł Hogan.Rebus, sin contestar, apretĂł los dientes.En aquel momento la avioneta, muy prĂłxima al puente, rizĂł el rizo pero, al
rozar con un ala uno de los cables de suspensión, comenzó a caer en espiral.Rebus dio automáticamente un paso al frente y gritó « ¡No!» , alargando la
palabra durante el tiempo que tardó la avioneta en precipitarse al agua.—¡La puta hostia! —masculló Hogan mientras Rebus escrutaba el lugar del
impacto donde, entre humo, se vieron restos del aparato que no tardaron encomenzar a hundirse.
—¡Hay que ir allĂ! —gritĂł Rebus.
—¿Cómo?—No lo sé… ¡en un barco! ¡En Port Edgar tienen!Volvieron a subir al coche y Rebus dio media vuelta haciendo chirriar los
neumáticos; cuando llegaban al astillero oy eron el ulular de una sirena y vieronembarcaciones que zarpaban hacia el lugar de la tragedia. Rebus aparcĂł yecharon a correr por el muelle y, al pasar por delante del cobertizo de Herdman,Rebus, de reojo, advirtiĂł junto a Ă©l algo que se movĂa y una ráfaga de color, perono era momento de detenerse a ver de quĂ© se trataba. Mostraron susidentificaciones a un hombre que estaba a punto de soltar el amarre de unalancha rápida.
—Necesitamos que alguien nos lleve.El hombre, un cincuentĂłn calvo y de barba canosa, los mirĂł de arriba abajo.—No pueden subir sin chaleco salvavidas —protestĂł.—SĂ podemos. Ahora llĂ©venos allĂ. —Rebus hizo una pausa—. Por favor.El hombre volviĂł a mirarle y asintiĂł con la cabeza. Saltaron los dos a bordo,
sujetándose bien mientras el hombre aceleraba la lancha para salir del puerto. YahabĂa otras barcas junto a la mancha de aceite y en aquel momento llegaba lalancha de salvamento de South Queensferry. Rebus escrutĂł la superficieconsciente de que era un gesto fĂştil.
—Tal vez no eran ellos —dijo Hogan—. Quizá Siobhan no fue al aeródromo.Rebus asintió con la cabeza deseando que su amigo se callase. Los restos
comenzaban a esparcirse por efecto del oleaje y del movimiento de lasembarcaciones.
—Bobby, hay que pedir buceadores, hombres rana, lo que sea.—Lo harán, John. Eso no es cosa nuestra. —Rebus advirtió que Hogan le
apretaba el brazo—. Dios, y yo hice el comentario estúpido del guardacostas…—No es culpa tuy a, Bobby.—Aquà no tenemos nada que hacer —comentó Hogan pensativo.Rebus no tuvo más remedio que admitirlo. Pidieron al patrón que volviera a
llevarlos a tierra y el hombre arrancó el motor de la lancha.—Ha sido un accidente horroroso —gritó el hombre por encima del estruendo
del fueraborda.—Horroroso —repitió Hogan. Rebus no apartaba la vista de la superficie
picada del agua—. ¿Vamos al aeródromo? —preguntó Hogan al saltar al muelle.Rebus asintió con la cabeza y echó a andar a zancadas hacia el Passat, pero
se detuvo ante el cobertizo de Herdman y mirĂł en otro más pequeño al lado,frente al cual habĂa aparcado un viejo BMW negro deslustrado que no reconociĂł.ÂżEra allĂ donde habĂa visto la ráfaga de color? MirĂł al cobertizo y vio que tenĂa lapuerta cerrada. ÂżEstaba abierta cuando ellos llegaron? ÂżHabĂa visto aquel coloridofugaz a travĂ©s de ella? Se acercĂł a la puerta y empujĂł, pero no cedĂa porquealguien a su vez apretaba por detrás. Rebus retrocediĂł para tomar impulso, lanzĂł
una patada con todas sus ganas y la empujĂł con el hombro. La puerta se abriĂł degolpe y el hombre cayĂł de bruces al suelo.
Llevaba una camisa de manga corta con estampado de palmeras y volviĂł lacara para mirar a Rebus.
—¡Mierda! —mascullĂł Hogan mirando una manta que habĂa en el suelo llenade armamento.
Vieron dos taquillas abiertas llenas que revelaban sus secretos: pistolas,revĂłlveres y metralletas.
—¿Vas a desencadenar una guerra, Pavo Real? —preguntó Rebus.Johnson, en respuesta, gateó hacia la pistola más cercana, pero Rebus avanzó
un paso y le descargó un puntapié en pleno rostro, volviendo a tumbarle en elsuelo inconsciente y con los miembros extendidos. Hogan le miró moviendo lacabeza con gesto de asombro.
—¿CĂłmo diablos se nos escaparĂa esto? —dijo.—Tal vez porque lo tenĂamos delante de nuestras narices, Bobby, como todo
lo demás en este maldito caso.—Pero ¿qué relación existe?—Sugiero que se lo preguntes a tu amigo aquà presente en cuanto se despierte
—dijo Rebus dándose la vuelta para marcharse.—¿AdĂłnde vas?—Al aerĂłdromo. TĂş quĂ©date aquĂ y llama a comisarĂa.—John… Âżpara quĂ©?Rebus se detuvo. SabĂa que lo que Hogan querĂa decirle era que para quĂ© iba
a ir al aerĂłdromo, pero no se le ocurrĂa otra cosa. MarcĂł el nĂşmero de Siobhanen el mĂłvil y el contestador le dijo que el abonado no estaba disponible y querepitiera la llamada más tarde. VolviĂł a marcarlo y obtuvo la misma respuesta.TirĂł el pequeño aparato plateado al suelo y lo pisoteĂł con todas sus ganas con eltacĂłn.
Cuando llegĂł ante la verja del aerĂłdromo ya oscurecĂa.BajĂł del coche y llamĂł por el telĂ©fono de comunicaciĂłn interna que habĂa en
el exterior, pero no contestaba nadie. A travĂ©s de la verja vio el coche de Siobhanaparcado delante de una oficina que tenĂa la puerta abierta, como si alguienhubiera salido precipitadamente.
O forcejeando… sin preocuparse de cerrar al salir.Empujó la puerta de hierro con el hombro. La cadena traqueteaba pero no
cedĂa. RetrocediĂł un paso y comenzĂł a darle patadas; luego volviĂł a empujarcon el hombro, a propinarle puñetazos y, finalmente, cerrĂł los ojos y apoy Ăł enella la cabeza.
—Siobhan… —musitó con voz temblorosa.
SabĂa que sin unos alicates no habĂa nada que hacer. PodĂa llamar a un cochepatrulla para que los trajeran, pero no tenĂa con quĂ©.
Brimson… ahora lo sabĂa. SabĂa que traficaba con drogas y era Ă©l quien lashabĂa puesto en el barco de su amigo muerto. Ignoraba el mĂłvil, pero loaveriguarĂa. Siobhan habĂa llegado a descubrir la verdad y por ello habĂa muerto.Tal vez habĂa sostenido un forcejeo con Ă©l, lo que explicarĂa aquel vuelo errático.AbriĂł los ojos, borrosos por las lágrimas.
MirĂł a travĂ©s de la verja.ParpadeĂł para enfocar la visiĂłn.Porque habĂa alguien a la puerta… Una silueta, con una mano en la cabeza y
la otra en el estómago. Parpadeó de nuevo para asegurarse.—¡Siobhan! —gritó, y ella levantó una mano y la agitó.Rebus se subió a la verja y repitió su nombre a gritos. Ella volvió a entrar en
la oficina.Se le quebrĂł la voz. ÂżVeĂa visiones? No. Siobhan reapareciĂł, subiĂł a su coche
y llegĂł hasta la verja. Al aproximarse, Rebus vio que efectivamente era ella yestaba bien. FrenĂł y se bajĂł del coche.
—Brimson es el que introduce las drogas… conchabado con Johnson y lamadre de Teri —dijo al tiempo que buscaba en el manojo de llaves del piloto ladel candado de la puerta.
—Lo sabemos —dijo Rebus, pero ella no escuchaba.—HuyĂł y debiĂł de dejarme sin sentido… RecobrĂ© el conocimiento al oĂr el
ruido del teléfono —añadió accionando el candado y soltando la cadena.La puerta se abrió y Rebus levantó a pulso a Siobhan del suelo en un fuerte
abrazo.—Ay, ay, ay —dijo ella para que aflojase el apretón—. Tengo contusiones —
añadió mirándole a los ojos. Rebus, sin poder contenerse, le plantó un beso en loslabios, con los ojos cerrados. Ella los mantuvo abiertos de par en par. Sedesprendió del abrazo y retrocedió un paso para recobrar la respiración—. No esque me sienta abrumada, pero ¿a cuento de qué viene esto?
27
En esa ocasiĂłn fue Rebus quien acudiĂł a visitar a Siobhan al hospital. Estabaingresada con contusiones y tendrĂa que pasar allĂ la noche.
—Esto es absurdo. De verdad que me encuentro bien —protestĂł ella.—Haz lo que te han dicho, jovencita.—SĂ, claro, mira quiĂ©n habla.Como para corroborar sus palabras, en aquel momento, la misma enfermera
que habĂa cambiado el vendaje de Rebus pasĂł con un carrito.Rebus acercĂł una silla y se sentĂł a la cabecera.—¿No me has traĂdo nada? —preguntĂł Siobhan.Rebus se encogiĂł de hombros.—No he tenido ni un minuto. Ya sabes cĂłmo es.—¿QuĂ© ha declarado Johnson?—No se muestra muy elocuente, lo cual le perjudicará. Por lo que ha
averiguado Gill Templer, Herdman no querĂa tener armas en su cobertizo yJohnson alquilĂł el de al lado para almacenarlas y que Herdman las activara allĂ,pero con el suicidio de Herdman las cosas se complicaron y Johnson no podĂaacercarse a trasladarlas.
—¿Y luego le entró miedo?—Miedo, o tal vez quisiera coger alguna para su propia protección por si
acaso.—Gracias a Dios que no llegó a hacerlo —comentó Siobhan cerrando los
ojos.Guardaron silencio unos minutos.—¿Y Brimson? —preguntĂł ella.—¿QuĂ© pasa con Brimson?—Esa decisiĂłn suya de acabar asĂ…—Yo creo que al final se adueñó de Ă©l el pánico.Siobhan abriĂł los ojos.—O vio claramente que no habĂa nadie más a quien implicar.Rebus se encogiĂł de hombros.—Sea lo que fuere, es una muerte más en las estadĂsticas de suicidios, y el
Ejército tendrá que asumirla.
—A lo mejor alegan que fue un accidente.—Tal vez lo fuese. Quizá lo Ăşnico que pretendĂa era rizar el rizo y se estrellĂł
por un fallo.—Prefiero mi versiĂłn.—Pues mantenla.—¿Y James Bell?—¿QuĂ©?—¿Crees que llegaremos a entender por quĂ© lo hizo?Rebus volviĂł a encogerse de hombros.—Lo Ăşnico que sĂ© es que la prensa va a pasarlo en grande con el padre.—¿Y con eso te basta?—De momento sĂ.—James y Lee Herdman… no acabo de entenderlo.Rebus reflexionĂł un instante.—Tal vez James vio que habĂa encontrado un hĂ©roe, una persona distinta a su
padre, alguien por quien valĂa la pena hacer cualquier cosa.—¿Incluso matar? —añadiĂł ella.Rebus sonriĂł, se levantĂł y le dio una palmadita en el brazo.—¿Ya te vas?Él se encogiĂł de hombros.—Tengo mucho que hacer. Ahora tenemos un policĂa menos.—¿No puedes dejarlo para mañana?—La justicia nunca duerme, Siobhan. Lo que no quiere decir que tĂş no lo
hagas. ¿Quieres algo antes de que me vaya?—Pues quizá la sensación de haber logrado algo.—No creo que las máquinas expendedoras tengan de eso, pero veré qué
puedo hacer.
HabĂa vuelto a hacerlo.AcabĂł bebiendo demasiado… y al volver a casa tirĂł la chaqueta en el
vestĂbulo y se derrumbĂł en la taza del váter apoy ando la cabeza en las manos.Era la Ăşltima vez… La Ăşltima vez habĂa sido la noche de Martin Fairstone,
cuando habĂa estado en diversos pubs buscando a su presa, más los whiskies quese tomĂł en casa de Fairstone antes de volver a la suya en taxi. Al llegar a ArdenStreet, el conductor tuvo que despertarle. Apestaba a tabaco y, con idea dequitarse el olor, se preparĂł un baño abriendo el grifo del agua caliente pensandoen echar despuĂ©s la frĂa. Se sentĂł en la taza medio desvestido, con la cabeza enlas manos y los ojos cerrados.
SintiĂł en la oscuridad cĂłmo se movĂa el mundo sobre su eje, venciĂ©ndole a Ă©lhacia delante y cayĂł de rodillas, se dio un cabezazo contra el borde de la bañera
y se levantĂł con las manos ardiendo, dentro de la bañera, escaldadas.Escaldadas.No habĂa ningĂşn misterio.Puede sucederle a cualquiera.ÂżNo es cierto?Pero esta noche no. Se levantĂł, recobrĂł el equilibrio, consiguiĂł llegar al
cuarto de estar, se dejĂł caer en el sillĂłn y lo acercĂł a la ventana empujando conlos pies. Era una noche tranquila y habĂa luces en los pisos de enfrente. Parejasdescansando, echando un ojo a los niños. Solteros esperando una pizza o viendoun vĂdeo que acababan de alquilar. Estudiantes matando una noche más en lospubs, preocupados por la proximidad de los exámenes.
Seguro que casi ninguno se enfrentarĂa a misterios. TendrĂan temores, sĂ;dudas; algunos incluso sentirĂan remordimiento por pequeños errores y faltas,pero no eran asuntos que pudieran ser motivo de preocupaciĂłn para Rebus y suscolegas. Aquella noche no. PalpĂł con los dedos el suelo en busca del telĂ©fono yse lo puso en el regazo pensando en llamar a Allan Renshaw. TenĂa que decirlealgunas cosas.
HabĂa estado pensando en eso de las familias; no sĂłlo por la suya, sino engeneral por las relacionadas con el caso. Lee Herdman, que habĂa abandonado ala suya; James y Jack Bell, exclusivamente unidos por el vĂnculo de la sangre;Teri Cotter y su madre. Y en su mismo caso, Ă©l, que sustituĂa a su familia porcolegas como Siobhan y Andy Callis para establecer lazos muchas veces másfuertes que los de la sangre.
MirĂł el aparato y pensĂł que era un poco tarde para llamar a su primo. SeencogiĂł de hombros y musitĂł un « mañana» mientras sonreĂa recordando laescena en el aerĂłdromo al levantar a Siobhan en brazos.
DecidiĂł arriesgarse a llegar hasta la cama. TenĂa el portátil en reserva depantalla y, sin molestarse en dar al botĂłn, lo desenchufĂł de la red. Ya lodevolverĂa al dĂa siguiente a la comisarĂa.
Se detuvo en el pasillo y entrĂł en el cuarto de invitados para coger El vientoen los sauces. Lo pondrĂa al lado del ordenador para no olvidarlo y al dĂasiguiente se lo regalarĂa a Bob.
Mañana, si Dios y el diablo querĂan.
EPĂŤLOGO
Jack Bell no escatimĂł gastos en preparar la defensa de su hijo. Aunque su hijo noparecĂa haberse enterado. Se mantenĂa en sus trece, resuelto a declararseculpable ante el tribunal.
No obstante, Bell contratĂł a uno de los mejores abogados de Escocia, unletrado residente en Glasgow que cobraba los desplazamientos a Edimburgo enconsonancia con sus honorarios. Impecablemente vestido con un traje de rayadiplomática y corbata color burdeos, el letrado fumaba en pipa en los lugares enque estaba permitido y la sostenĂa en la mano izquierda en las demás ocasiones.
En ese momento estaba sentado frente a Jack Bell, con las piernas cruzadaspor encima de la rodilla, mirando a la pared justo por detrás de la cabeza deldiputado. Bell, acostumbrado a sus modales, sabĂa que aquello no significaba nimucho menos que el abogado estuviera distraĂdo, sino que reflexionaba sobre loque estaban tratando.
—Tenemos caso —dijo el abogado—. Y bueno, creo yo.—¿Ah, s�—Sà —añadió el letrado examinando su pipa como buscándole defectos—.
Verá, el quid de la cuestiĂłn está en que el inspector Rebus es pariente de DerekRenshaw, primo del padre, concretamente. Y, en consecuencia, no habrĂa debidoocuparse del caso.
—¿Por ser juez y parte? —aventurĂł Jack Bell.—Tan claro como el agua. No puede existir relaciĂłn consanguĂnea con una de
las vĂctimas si se interviene en las pesquisas interrogando a presuntossospechosos. Quizás usted no lo sepa, pero el inspector Rebus tenĂa pendiente unainvestigaciĂłn interna en el momento de los acontecimientos de Port Edgar —añadiĂł el abogado centrando la atenciĂłn en la cazoleta de la pipa y mirando elinterior—, a la que quizá siguiera una eventual apertura de expedientedisciplinario por implicaciĂłn en un caso de homicidio.
—Tanto mejor.—No dio ningĂşn resultado, pero en cualquier caso la PolicĂa de Lothian and
Borders es sorprendente. Creo que es la primera vez que me consta que unpolicĂa suspendido de servicio activo participa sin restricciĂłn alguna en laspesquisas de una investigaciĂłn.
—¿Eso es una irregularidad?—Desde luego no es corriente. Lo que cuestiona gravemente en gran parte la
validez de los cargos de la fiscalĂa. —El letrado hizo una pausa y se puso de talmodo la pipa entre los dientes que pareciĂł que su boca esbozaba una sonrisa—.Existen igualmente posibles objeciones y detalles tĂ©cnicos que podrĂan obligar alfiscal a ceder en una simple vista indagatoria.
—Es decir, Âżque el caso se desestimarĂa?—Es muy factible. Yo dirĂa que contamos con muchas posibilidades. —Hizo
una pausa efectista—. Pero eso siempre que James se declare inocente.Jack Bell asintió con la cabeza y por primera vez los dos hombres se miraron
a los ojos antes de volverse hacia James, que estaba sentado al otro lado de lamesa.
—¿QuĂ© dices, James? —preguntĂł el letrado.El adolescente reflexionĂł mientras sostenĂa implacable la mirada del padre
como si aquello fuera lo que alimentara su hambre insaciable de odio.
IAN RANKIN (Cardenden, Escocia, 1960). Ian Rankin naciĂł en abril de 1960, enel pueblo escocĂ©s de Cardenden. AllĂ cursĂł sus primeros estudios, que más tardeampliĂł en la universidad de Edimburgo. EmpezĂł a escribir a muy tempranaedad. De niño, confeccionaba sus propios cĂłmics, influenciado por todo tipo depublicaciones, desde The Beano a The Fantastic Four. De haber poseĂdo dotesartĂsticas, quizá habrĂa cultivado esa tray ectoria. Sin embargo, a los doce añosinventĂł un grupo de mĂşsica pop imaginario y se dedicĂł a elaborar las letras desus canciones. De haber poseĂdo dotes musicales, quizá se habrĂa lanzado alestrellato roquero. Sin embargo, las letras de las canciones se convirtieron enpoemas y cuando comenzĂł sus estudios universitarios, su poesĂa habĂa ganado yadiversos premios.
En la universidad, se alejĂł de la poesĂa para dedicarse al relato breve. TambiĂ©ncon este gĂ©nero obtuvo varios premios literarios, y uno de esos relatos fuecreciendo y creciendo hasta transformarse en su primera novela. Ian RankinescribiĂł sus tres primeras novelas cuando supuestamente estudiaba paralicenciarse en Literatura Inglesa. La tercera de ellas, Knots and Crosses, fue laque dio vida al Inspector Rebus.
Durante su carrera universitaria y despuĂ©s de concluirla, desempeñó diferentesempleos: trabajĂł en una granja de pollos, en investigaciĂłn de alcohol (sĂ, enserio), como porquerizo, recolector de uva, recaudador de impuestos… Inclusohizo realidad uno de sus sueños uniĂ©ndose a una efĂmera banda punk, llamada The
Dancing Pigs [« Los cerdos bailarines» ] (« Fife’s Second Greatest PunkEnsemble» [El Segundo Mejor Grupo Punk de Fife]).
En 1986, cuando la beca universitaria expiró, Ian Rankin se casó con MirandaHarvey, quien iba un curso por delante de él en la universidad, y se trasladó aLondres, donde Miranda trabajaba como funcionaria. Ian aceptó un empleocomo ayudante en el National Folktale Centre y más tarde se pasó al periodismo.Empezó a trabajar como ayudante editorial para la prestigiosa revista mensualHi-Fi Review, de ámbito nacional, y pronto ascendió a editor. Probablemente sólosea una coincidencia, pero seis meses después de que dimitiera, la revistaquebró…
Mientras tanto, Ă©l seguĂa escribiendo novelas. El primer libro protagonizado por elinspector Rebus pretendĂa ser una historia independiente, y experimentĂł con otrosgĂ©neros (el terror, el espionaje, etc.) hasta que alguien le preguntĂł quĂ© habĂa sidodel inspector Rebus. DecidiĂł entonces resucitar a su detective y crear una nuevay exitosa aventura para Ă©l, y otra…, y otra más…
En 1988 fue elegido Hawthornden Fellow [miembro de la sociedadHawthornden]. Posteriormente ganó el Chandler-Fulbright Award en su edición1991-1992, uno de los premios de ficción detectivesca más prestigiosos delmundo (fundado por el legado de Ray mond Chandler). El premio le llevó aEstados Unidos en 1992, donde durante seis meses condujo 20.000 millas [unos32.000 km] desde Seattle hasta Nantucket (pasando por San Francisco, Las Vegas,New Orleans y Nueva York) en una autocaravana Volkswagen de 1969.
En la actualidad, reparte su tiempo entre Edimburgo, Londres y Francia, estácasado y tiene dos hijos.
Notas
[1] Come on, Die Young: Vamos, muere joven. (N. del T.) <<
[2] Referencia a la canciĂłn de los Beatles. (N. del T.) <<