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Esta novela nos adentra en el mundo de los druidas y los ritos de lasllamadas tribus bárbaras, en este caso los durotriges. El ejército romano,que no ceja en su empeño de conquistar Britania, se enfrenta a un crudoinvierno mientras espera el momento propicio para continuar su avance,pero el secuestro de la familia del general Aulo Plautio complica sus planes.El centurión Macro y Cato son enviados a tierras desconocidas, en compañíade un intérprete que se revelará muy poco útil, para intentar liberar a lossecuestrados, y ello les llevará a enfrentarse a las más sorprendentes yarriesgadas aventuras, sin otra ayuda que su ingenio (y la ingenuidad de losbárbaros).

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Simon ScarrowLas garras del águila

Serie Águila - 3

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Para Joseph y Nicholas:Gracias por la inspiradora demostración del manejo de la espada.

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Situación de las tribus Celtas durante la Invasión Romana de Britannia. Sur deBritannia.

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Organización de una legión romana

La segunda legión, al igual que todas las legiones romanas, constaba de unoscinco mil quinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochentahombres dirigida por un centurión, auxiliado por un optio, segundo en el mando.La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un cuartode las barracas, o una tienda si estaban en campaña. Seis centurias componíanuna cohorte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble. A cadalegión la acompañaba una unidad de caballería de ciento veinte hombres,distribuida en cuatro escuadrones que hacían las funciones de exploradores omensajeros. En orden descendente, éstos eran los rangos principales:

El legado era un hombre de ascendencia aristocrática. Solía tener unos treintaaños y dirigía la legión hasta un máximo de cinco años. Su propósito era hacersebuena fama a fin de mejorar su consiguiente carrera política.

El prefecto de campamento era un veterano de edad avanzada que había sidocenturión jefe de la legión y se encontraba en la cúspide de la carrera militar.Era una persona experta e íntegra y estaba al mando de la legión cuando ellegado se ausentaba o quedaba fuera de combate.

Seis tribunos eran oficiales no profesionales. Eran hombres jóvenes de unosveinte años que servían por primera vez al ejército para adquirir experiencia enel ámbito administrativo, antes de asumir el cargo de oficial subalterno en laadministración civil.

El tribuno superior, en cambio, estaba destinado a altos cargos políticos y alposible mando de una legión.

Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción de la legión.Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando y por su buenadisposición para luchar hasta la muerte. No es de extrañar, así, que el índice debajas entre éstos superara con mucho el índice de bajas en otros rangos. Elcenturión de mayor categoría dirigía la primera centuria de la primera cohorte,y solía ser una persona respetada y laureada.

Los cuatro decuriones de la legión tenían bajo su mando a los escuadrones decaballería y aspiraban a ascender a comandantes de las unidades auxiliares decaballería.

A cada centurión le ayudaba un optio, que desempeñaba la función deordenanza con servicios de mando menores. Los optios aspiraban a ocupar unavacante en el cargo de centurión.

Por debajo de los optios estaban los legionarios, hombres que se habíanalistado para un período de quince años. En principio, sólo se reclutabanciudadanos romanos, pero, cada vez más, se aceptaba a hombres de otraspoblaciones, y se les otorgaba la ciudadanía romana al unirse a las legiones.

Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la

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de los legionarios. Procedían de otras provincias romanas y aportaban al Imperiola caballería, la infantería ligera y otras técnicas especializadas. Se les concedíala ciudadanía romana una vez cumplidos veinticinco años de servicio.

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Capítulo I

El convulso tumulto del barco quedó paralizado un instante por un difusorelampagueo. A su alrededor, el espumoso embate del mar se apaciguó mientraslas bien delineadas sombras de los marineros y de las jarcias surcaban labrillantemente iluminada cubierta del trirreme. Luego la luz se desgajó y laoscuridad se apoderó una vez más de la embarcación. Unas bajas nubes negrasflotaban en el cielo y, provenientes del norte, se deslizaban sobre el gris oleaje.Todavía no había caído la noche, aunque los aterrorizados miembros de latripulación y del pasaje tenían la sensación de que ya hacía mucho que el solhabía abandonado el mundo. Sólo la débil mancha en un tono más claro de gris alo lejos, al oeste, señalaba su paso. El convoy se había dispersado completamentey el prefecto al mando de la escuadra de trirremes, recién puesta en el servicioactivo, soltó una maldición, enojado. Con una mano firmemente agarrada a unestay, el prefecto utilizó la otra mano para protegerse los ojos de las heladassalpicaduras mientras escudriñaba las efervescentes crestas de las olas que losrodeaban.

Únicamente eran visibles dos barcos de su escuadra, unas oscuras siluetas quese alzaban ante la vista mientras que su buque insignia se elevaba en lo alto deuna enorme ola. Las dos embarcaciones se encontraban a una gran distanciahacia el este y tras ellas iría el resto del convoy, diseminado en el océanoembravecido. Aún podrían llegar a la entrada del canal que conducía tierraadentro hasta Rutupiae. Pero para el buque insignia no había esperanzas dealcanzar la gran base de abastecimiento que equipaba y alimentaba al ejércitoromano. Más al interior las legiones se hallaban emplazadas sin peligro en suscuarteles de invierno de Camuloduno, a la espera de la renovación de lacampaña de conquista de Britania. A pesar de los enormes esfuerzos de loshombres que estaban a los remos, la embarcación era arrastrada lejos deRutupiae.

Al mirar por encima del oleaje hacia la oscura línea de la costa britana, elprefecto admitió con amargura que la tormenta lo había vencido y pasó la ordende que se subieran los remos. Mientras él consideraba sus opciones la tripulaciónse apresuró a izar una pequeña vela triangular en la proa para ayudar aestabilizar el barco. Desde que se había emprendido la invasión el veranoanterior, el prefecto había atravesado aquel tramo de mar montones de veces,pero nunca en tan terribles condiciones. A decir verdad, nunca había vistocambiar el tiempo con tanta rapidez. Aquella mañana, que tan lejana parecíaentonces, el cielo estaba despejado y un fresco viento del sur prometía unapronta travesía desde Gesoriaco. Normalmente ningún barco se hacía a la maren invierno, pero el ejército del general Plautio andaba escaso de provisiones. Laestrategia del jefe britano, Carataco, de arrasar todo lo que podía serle útil al

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enemigo significaba que las legiones dependían de un constante suministro degrano del continente que les permitiera pasar el invierno sin reducir las reservasnecesarias para continuar la campaña en primavera. Así pues, los convoy eshabían seguido cruzando el canal siempre que el tiempo lo permitía. Aquellamañana la pérfida naturaleza había engañado al prefecto y le había hecho dar laorden a sus embarcaciones cargadas de provisiones de zarpar rumbo aNoviomago[1] sin imaginarse que la tormenta iba a sorprenderlos.

Cuando había empezado a divisarse la costa de Britania por encima de lapicada superficie del mar, una oscura franja de nubes se había concentrado a lolargo del horizonte septentrional. Rápidamente la brisa se hizo más fuerte ycambió de dirección de forma brusca, y los hombres de la escuadra observaroncon creciente horror cómo los negros nubarrones se abalanzaban sobre elloscomo voraces bestias espumosas. La borrasca atacó de forma repentina y atrozal trirreme del prefecto, que iba a la cabeza del convoy. El viento ululante azotóla manga de la embarcación y la inclinó tanto que los miembros de la tripulaciónse habían visto obligados a abandonar sus funciones y a asirse allí donde pudieronpara evitar ser arrojados por la borda. Mientras el trirreme se enderezabapesadamente el prefecto echó un vistazo al resto del convoy. Algunos de lostransportes de fondo plano habían volcado por completo y cerca de los oscurosbultos de sus cascos unas diminutas figuras cabeceaban en el espumoso océano.Algunas de ellas agitaban los brazos de forma patética, como si en realidadcreyeran que las demás embarcaciones aún eran capaces de ir a rescatarlos. Laformación del convoy había quedado ya totalmente deshecha y cada uno de losbarcos luchaba por sobrevivir, sin tener en cuenta la difícil situación de todos losdemás.

Con el viento llegó la lluvia. Unos gélidos goterones que, como cuchillos,caían diagonalmente sobre el trirreme y azotaban la piel de los hombres con suimpacto. El frío entumecía los huesos y pronto hizo que los marineros sevolvieran lentos y torpes en su trabajo. Acurrucado bajo su capa impermeable,el prefecto comprendió que, a menos que la tormenta amainara pronto, elcapitán y sus hombres seguramente perderían el control de la embarcación. Y asu alrededor el mar rugía y desperdigaba los barcos en todas direcciones. Poruno de esos caprichos de la naturaleza los tres trirremes que encabezaban elconvoy sufrieron lo más violento de la tempestad, que rápidamente los alejó delos demás; el trirreme del prefecto fue el que quedó más aislado. Desde entoncesla tormenta había bramado durante toda la tarde y no daba señales de que fueraa remitir con la caída de la noche.

El prefecto repasó sus conocimientos sobre el litoral britano y recorrió lacosta mentalmente. Calculó que el mar ya los había arrastrado bastante lejos delcanal que llevaba a Rutupiae. Los escarpados acantilados de caliza cercanos alasentamiento de Dubris[2] eran visibles desde estribor y aún tendrían que luchar

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contra la tormenta unas cuantas horas más antes de poder intentar aproximarse auna distancia segura de la costa.

El capitán del barco avanzó hacia él tambaleándose por la agitada cubierta ylo saludó mientras se acercaba, manteniendo una mano firmemente asida alpasamano.

—¿Qué pasa? —gritó el prefecto.—¡La sentina! —exclamó el capitán con la voz ronca a causa del esfuerzo de

haberse pasado las últimas horas dando las órdenes a voz en grito para vencer elaullido del viento—. ¡Nos está entrando demasiada agua!

—¿Podemos achicarla?El capitán inclinó el oído hacia el prefecto. Tras coger aire, el prefecto se

llevó una mano a la boca para hacer bocina y bramó:—¿Podemos achicarla? —El capitán movió la cabeza en señal de negación—.

¿Y ahora qué?—¡Tenemos que navegar por delante de la tormenta! Es nuestra única

esperanza de mantenernos a flote. ¡Luego tendremos que encontrar un lugarseguro para atracar!

El prefecto asintió exageradamente con la cabeza para dar a entender quehabía comprendido. Pues muy bien. Tendrían que encontrar algún lugar dondevarar la embarcación. A unos cincuenta o sesenta kilómetros siguiendo la costalos acantilados daban paso a unas playas de guijarros. Siempre que el oleaje nofuera demasiado embravecido podían intentar embarrancar. Eso podría causarserios daños al trirreme, pero era mejor que la certeza de perder la embarcacióny con ella toda la tripulación y el pasaje. Al pensar en ello, el prefecto se acordóde la mujer y sus hijos pequeños que se hallaban resguardados debajo de él. Selos habían confiado a su cuidado y debía hacer cuanto estuviera en su mano parasalvarlos.

—¡Dé la orden, capitán! Me voy abajo.—¡Sí, señor! —El capitán saludó y regresó a la sección central del trirreme,

donde los marineros se apiñaban junto a la base del mástil. El prefecto se quedómirando un momento mientras el capitán bramaba sus órdenes y señalaba lavela recogida en la verga de lo alto del mástil. Nadie se movió. El capitán volvióa gritar la orden y luego le propinó una brutal patada al marinero que tenía máscerca. El hombre retrocedió acobardado, únicamente para recibir otro puntapié.Entonces dio un salto para agarrarse a las jarcias y empezó a ascender. Losdemás lo siguieron, aferrándose a los obenques mientras subían como podían porel oscilante flechaste y de ahí pasaban a la verga. Los helados pies desnudosapoy aban los dedos con fuerza mientras trepaban lentamente por encima de lacubierta. Sólo cuando todos los marineros estuvieron en posición pudierondeshacer los nudos y colocar un rizo[3] en la vela. Era toda la envergadura quese necesitaba para proporcionarle a la embarcación velocidad suficiente para ser

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gobernada con el timón y navegar por delante de la tormenta. Con cadarelámpago se perfilaba brevemente la silueta del mástil, la verga y los hombres,de un intenso color negro contra un resplandeciente cielo blanco. El prefectoobservó que con los rayos daba la impresión de que la lluvia se detenía en el airepor un instante. A pesar del terror que le oprimía el corazón, no podía evitaremocionarse ante aquel formidable despliegue de los poderes de Neptuno.

Por fin todos los marineros estuvieron en sus puestos. Afirmando sus robustaspiernas en cubierta, el capitán hizo bocina con las manos y levantó la cabeza endirección al mástil.

—¡Largad vela!Los entumecidos dedos empezaron a manipular frenéticamente las correas

de cuero. Algunos estaban más torpes que otros y la vela se aflojó del palo deforma irregular. Un súbito y penetrante sonido que atravesó las jarcias[4]anunció la renovación de la virulencia de la tormenta y el trirreme rehuyó sucólera. A uno de los marineros, que se encontraba más débil que sus compañeros,se le soltaron las manos y la oscuridad se lo tragó tan deprisa que ninguno de losque presenciaron lo ocurrido pudo distinguir por dónde había caído al agua. Peroel empeño de los marineros no cesó. El viento tiraba de las partes de la vela queestaban al descubierto y casi consiguió arrancársela de las manos a los marinerosantes de que pudieran anudar los rizos. En cuanto se hubo largado la vela, loshombres regresaron por la verga y con gran esfuerzo volvieron a bajar hastacubierta, sus rostros demacrados daban testimonio del frío y el agotamiento quesufrían.

El prefecto se abrió camino hacia la brazola[5] de la escotilla de popa ydescendió con cuidado por su interior oscuro como boca de lobo. La pequeñacabina parecía estar anormalmente tranquila en contraste con los gritos, el azotedel viento y la lluvia de cubierta. Un sonido quejumbroso hizo que se dirigierahacia la popa, allí donde los baos se curvaban y se unían, y el destello de unrelámpago que entró por la escotilla dejó ver a la mujer apretujada en la popa,con los brazos apretados alrededor de los hombros de dos pequeños. Temblaban,aferrados a su madre, y el menor de ellos, un niño de cinco años, llorabadesconsoladamente con el rostro mojado del rocío del mar, las lágrimas y losmocos. Su hermana, tres años may or que él, estaba sentada en silencio pero conunos ojos abiertos como platos a causa del miedo. La amura del trirreme selevantó bruscamente con una enorme ola y el prefecto se precipitó hacia suspasajeros. Extendió un brazo contra el casco y se fue de bruces hacia el ladocontrario. Tardó un momento en recobrar el aliento y la voz de la mujer surgiócalmada de la oscuridad.

—Saldremos de ésta, ¿no?Otro relámpago hizo visible el pánico grabado en los pálidos rostros de los

niños.

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El prefecto decidió que no tenía sentido mencionar que había decididointentar hacer encallar el trirreme. Era mejor ahorrarles más preocupaciones asus pasajeros.

—Por supuesto, mi señora. Estamos navegando por delante de la tormenta yen cuanto amaine volveremos a poner rumbo a la costa hacia Rutupiae.

—Entiendo —repuso la mujer cansinamente, y el prefecto se dio cuenta deque ella había intuido lo que se escondía tras su respuesta. Pues no había duda deque era una persona perspicaz que hacía honor a su noble familia y a su marido.Les dio un apretón a sus hijos para tranquilizarlos.

—¿Lo habéis oído queridos? Muy pronto podremos secarnos y entrar en calor.El prefecto recordó cómo temblaban y maldijo su falta de consideración.—Un momento, señora. —Sus dedos entumecidos toquetearon el cierre que

abrochaba su capa impermeable en la garganta. Soltó una palabrota por sutorpeza y entonces consiguió soltar el broche. Se sacó la capa de los hombros yse la tendió a la mujer en la oscuridad.

—Tenga, para usted y sus hijos, señora. Notó que le tomaba la capa de lasmanos.

—Gracias, prefecto, eres muy amable. Acurrucaos los dos bajo la capa.Cuando el prefecto alzó las rodillas del suelo y los rodeó con los brazos para

intentar crear un centro de calor que los reconfortara un poco, una mano le diounos suaves golpecitos en el hombro.

—¿Señora?—Eres Valerio Maxentio, ¿no es cierto?—Sí, mi señora.—Bien, Valerio. Cobíjate bajo la capa con nosotros. Antes de que te mueras

de frío.La despreocupación con la que la mujer había utilizado su nombre de pila

sorprendió momentáneamente al prefecto. Luego farfulló unas palabras deagradecimiento, se acercó y se colocó al lado de la mujer y se arrebujó en lacapa. El niño estaba sentado encogido entre ellos dos, tiritaba mucho y de vez encuando el cuerpo se le sacudía al estallar en sollozos.

—Tranquilo —le dijo el prefecto con dulzura—. No nos pasará nada. Ya loverás.

Una serie de relámpagos iluminaron la cabina y el prefecto y la mujer semiraron el uno al otro. La mirada de ella era inquisitiva y él negó con la cabeza.Un fresco torrente de agua plateada entró en la cabina por la escotilla. Lasgrandes vigas de madera del trirreme cruj ían a su alrededor puesto que laestructura de la embarcación se veía sometida a fuerzas que sus constructoresnunca habían imaginado. El prefecto sabía que las juntas de la nave noaguantarían aquella violencia mucho más y que al final el mar se la tragaría. Ytodos los esclavos encadenados a los remos, la tripulación y los pasajeros se

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ahogarían dentro de ella. No pudo soltar una maldición en voz baja. La mujeradivinó sus sentimientos.

—Valerio no es culpa tuya. No podías haber previsto esto.—Lo sé, señora, lo sé.—Aún podría ser que nos salváramos.—Sí, señora. Si usted lo dice.Durante toda la noche la tormenta arrastró el trirreme a lo largo de la costa.

En medio de las jarcias, el capitán soportaba el penetrante frío para buscar unlugar adecuado en el que intentar varar la embarcación. Todo el tiempo fueconsciente de que el barco que tenía bajo sus pies respondía cada vez peor antelas olas. Les habían quitado los grilletes a algunos esclavos para que ay udaran aachicar el agua bajo cubierta. Estaban sentados en fila y se pasaban los cubos demano en mano para vaciarlos por la borda. Pero aquello no era suficiente parasalvar el barco; simplemente retrasaba el momento inevitable en que unagigantesca ola se abatiría sobre el trirreme y lo hundiría.

Al capitán le llegó un lamento desesperado proveniente de los esclavos queaún seguían encadenados a sus bancos. El agua y a les llegaba a las rodillas ypara ellos no habría esperanza de salvación cuando el barco se fuera a pique.Otros tal vez sobrevivieran un tiempo, aferrados a los restos de la nave antes deque el frío acabara con ellos, pero, para los esclavos, la perspectiva de ahogarseera segura y el capitán comprendía muy bien su histerismo.

La lluvia pasó a ser aguanieve y luego nieve. Unos densos copos blancos searremolinaban en el viento y se iban posando en distintas capas sobre la túnicadel capitán. Estaba perdiendo la sensibilidad en las manos y se dio cuenta de quedebía regresar a cubierta antes de que el frío le impidiera agarrarse bien a lasjarcias. Pero en el preciso momento en que iniciaba el descenso divisó la oscuraprominencia de un cabo por encima de la proa. La nívea espuma batía contra losrecortados peñascos al pie del acantilado, apenas a media milla de distanciafrente a ellos.

El capitán descendió rápidamente hasta cubierta y se dirigió a toda prisa apopa, hacia el timonel.

—¡Ahí delante hay escollos! ¡Todo a la banda!El capitán se abalanzó sobre la manija de madera e hizo fuerza junto con el

timonel contra la presión del mar que barría la borda por encima del anchogobernalle. Poco a poco el trirreme respondió y el bauprés empezó a viraralejándose del cabo. Bajo el resplandor de los relámpagos vieron los oscuros yrelucientes dientes de las rocas que afloraban entre el rompiente oleaje. El rugidode su embate se oía incluso por encima del aullido del viento. Por un momento elbauprés se negó a girar más hacia mar abierto y al capitán lo invadió unsentimiento de negro y frío desespero. Entonces, un afortunado cambio en elviento hizo virar el bauprés y lo apartó de las rocas que ya estaban a unos treinta

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metros de la proa.—¡Eso es! ¡Mantenlo así! —le gritó al timonel.Con la pequeña envergadura de la vela mayor tirante bajo la fuerza del

viento, el trirreme avanzó por encima del mar embravecido. Más allá del cabo,el acantilado se ensanchaba y daba paso a una playa de guijarros detrás de lacual el terreno se elevaba y dejaba ver unos cuantos árboles raquíticos dispersos.Las olas batían la playa con un enorme flujo de espuma blanca.

—¡Allí! —Señaló el capitán—. Lo haremos encallar allí.—¿Con este oleaje? —gritó el timonel—. ¡Es una locura!—¡Es nuestra única posibilidad! ¡Ahora, a la caña del timón, conmigo!Con la pala del timón haciendo fuerza en dirección contraria, el trirreme fue

balanceándose hacia la costa. Por primera vez aquella noche el capitán sepermitió creer que aún podrían salir vivos de aquella tempestad. Hasta se rió dejúbilo por haber desafiado el peor de los ataques que Neptuno podía lanzar contraaquellos que se aventuraban a adentrarse en sus dominios. Pero con la seguridadde la costa casi al alcance, finalmente el mar los sometió a su fuerza. Unfortísimo oleaje surgió desde las negras profundidades del océano e impulsó altrirreme hacia arriba, cada vez más alto, hasta que el capitán se encontró con queestaba mirando por encima de la orilla. Entonces la cresta se deslizó por debajode ellos y el barco cayó como una piedra. Con una estrepitosa sacudida quederribó a toda la tripulación, la proa se estrelló contra la irregular esquirla de unaroca situada a cierta distancia del pie del cabo. El capitán recuperó rápidamenteel equilibrio y la firme cubierta bajo sus botas le indicó que el barco ya no estabaa flote.

La siguiente ola hizo girar al trirreme de forma que la popa quedó máspróxima a la playa. Un cruj ido desgarrador proveniente de la parte delanterahablaba de los estragos causados. Desde abajo llegaban los gritos y alaridos delos esclavos mientras el agua bajaba en cascada por toda la longitud del trirreme.En cuestión de momentos la embarcación se asentaría y las olas que siguieran laempujarían hacia las rocas con todo lo de a bordo.

—¿Qué ha pasado?El capitán se dio la vuelta y vio al prefecto Maxentio saliendo por la escotilla.

La oscura masa de tierra que había allí cerca y el refulgente color negro de laroca empapada fueron explicación suficiente. El prefecto le gritó a través de laescotilla a la pasajera que subiera a sus hijos a cubierta. Luego se volvió denuevo hacia el capitán.

—¡Debemos sacarlos de aquí! ¡Tienen que llegar a la orilla!Mientras la mujer y los niños se acurrucaban junto al pasamano de popa,

Valerio Maxentio y el capitán amarraron con gran esfuerzo varios pellejosinflados juntos. A su alrededor la tripulación se preparaba con cualquier cosa queencontraban que pudiera flotar. El griterío bajo cubierta se intensificó hasta

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convertirse en unos espeluznantes alaridos de abyecto terror mientras el trirremese asentaba hundiéndose más en el oscuro océano. Los chillidos cesaronsúbitamente. Un miembro de la tripulación que estaba en cubierta dio un grito yseñaló la escotilla de la cubierta principal. No muy por debajo de la rej illabrillaba el agua del mar. Lo único que evitaba que el barco se hundieradefinitivamente era la roca en la que la proa estaba encallada. Una ola grandepodría terminar con ellos.

—¡Por aquí! —les gritó Maxentio a la mujer y a los niños—. ¡Rápido!Mientras las primeras olas empezaban a romper sobre cubierta, el prefecto y

el capitán ataron a sus pasajeros a los odres. Al principio el niño protestó y seretorció muerto de miedo cuando Maxentio intentó ceñirle la cuerda a la cintura.

—¡Ya basta! —le dijo su madre con brusquedad—. Estate quieto.El prefecto le dio las gracias con un movimiento de la cabeza y terminó de

atar al niño a los improvisados flotadores.—¿Y ahora qué? —preguntó.—Esperen junto a la popa. Cuando yo diga, salten. Luego agiten las piernas

con todas sus fuerzas para alcanzar la orilla.La mujer se detuvo para mirarlos a ambos.—¿Y vosotros?—Les seguiremos en cuanto podamos. —El prefecto sonrió—. Y ahora,

señora, si me hace el favor.Ella dejó que la condujeran al coronamiento de popa y con cuidado pasó al

otro lado de la barandilla, sujetando firmemente a sus hijos contra sus costados altiempo que reunía el coraje para saltar.

—¡Mamá! ¡No! —gritó el niño mientras miraba con ojos muy abiertos elproceloso mar a sus pies—. ¡Por favor, mami!

—No nos pasará nada, Elio. ¡Te lo prometo!—¡Señor! —chilló el capitán—. ¡Allí! ¡Mire allí!El prefecto se dio la vuelta y, a través de los copos de nieve de la tormenta vio

que se dirigía hacia ellos una ola monstruosa de cuy a cresta el terrible vientoarrancaba la blanca espuma. Sólo tuvo tiempo de volverse hacia la mujer yordenarle a gritos que saltara. Luego la ola se estrelló contra el trirreme y lolanzó contra los escollos. El agua arrastró a los miembros de la tripulación quehabía en la cubierta principal. Cuando Maxentio se echó hacia atrás por encimadel codaste de popa, vio por un último momento al capitán, aferrado a la rej illade la escotilla principal, con los ojos fijos en aquella destrucción que estaba apunto de sepultarlo. Una gélida oscuridad envolvió al prefecto y antes de quepudiera cerrar la boca el agua salada le llenó la garganta y la nariz. Notó quedaba vueltas y más vueltas mientras los pulmones le ardían por falta de aire. Enel preciso instante en que pensó que sin duda iba a morir llegó a sus oídos por unmomento el estruendo de la tormenta. Luego se desvaneció por un segundo antes

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de que su cabeza irrumpiera de nuevo en la superficie. El prefecto respiró condificultad al tiempo que pataleaba para no hundirse. El agitado océano lo levantóy vio que la playa no estaba muy lejos. No había ni rastro del trirreme. Ni de unsolo miembro de la tripulación. Ni siquiera de la mujer y los niños. El oleaje loacercó un poco más a las rocas y la perspectiva de quedar destrozado hizo que elprefecto reanudara sus esfuerzos para nadar hacia la orilla.

Varias veces tuvo la certeza de que los escollos lo reclamarían. Pero amedida que luchaba para llegar a la playa con sus últimas fuerzas, el caboempezó a protegerlo de las olas más poderosas. Al fin, exhausto y desesperado,notó que los pies rozaban los guijarros del fondo. Entonces la corriente de resacalo volvió a alejar de la costa y él clamó airado contra los dioses por negarle lasalvación en el último momento. Resuelto a no morir, no entonces, apretó losdientes y realizó un último y supremo esfuerzo para alcanzar la orilla. Entre labatiente espuma de otra ola, se arrastró con mucho dolor por encima de losguijarros y se preparó para resistir la resaca cuando la ola se retirara. Antes deque la siguiente ola pudiera romper contra la playa, Maxentio subió gateando porla empinada cuesta de guijarros y luego se tiró al suelo, completamente agotadoy respirando con dificultad.

A su alrededor la tormenta rugía y las frías ráfagas de nieve searremolinaban en el aire. Fue entonces cuando, una vez a salvo en tierra, elprefecto se dio cuenta de lo aterido que se le había quedado el cuerpo. Temblóintensamente mientras intentaba reunir la energía suficiente para moverse. Antesde que pudiera hacerlo se oy ó el repentino ruido de piedras al desperdigarse allícerca y alguien se sentó a su lado.

—¡Valerio Maxentio! ¿Estás bien?Se sorprendió de la fuerza de la mujer cuando ésta lo levantó y lo puso de

lado. Él asintió moviendo la cabeza.—¡Entonces vamos! —ordenó ella—. Antes de que te congeles.Se echó uno de los brazos del hombre alrededor del hombro y lo ay udó a

subir por la play a hacia una quebrada poco profunda bordeada por las negrassiluetas de unos árboles raquíticos. Allí, refugiados bajo un tronco caído, los dosniños estaban agazapados sobre la masa empapada que era la capa del prefecto.

—Poneos debajo. Todos.Ella se les unió y los cuatro se acurrucaron tan juntos como pudieron bajo los

húmedos pliegues, tiritando violentamente mientras la tormenta seguía rugiendoy la nieve empezaba a cuajar a su alrededor. Maxentio miró hacia el cabo, perono vio ningún indicio del trirreme. Era como si su buque insignia nunca hubieraexistido, tan absoluta había sido su destrucción. No parecía haber sobrevividonadie más. Nadie.

Un súbito ruido de guijarros llegó a sus oídos por encima del aullido delviento. Por un momento pensó que debía de haberlo imaginado. El sonido volvió

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a repetirse y en esa ocasión tuvo la certeza de haber oído también voces.—¡Hay más supervivientes! —le dijo a la mujer con una sonrisa al tiempo

que se ponía de rodillas con cuidado—. ¡Aquí! ¡Aquí! —gritó.Una figura oscura apareció por la esquina del claro de la quebrada. Luego

otra.—¡Aquí! —El prefecto agitó las manos—. ¡Estamos aquí!Las figuras se quedaron quietas unos instantes, luego una de ellas exclamó

algo, pero el significado de sus palabras se perdió en el viento. Levantó una lanzay les hizo una seña a otras figuras ocultas.

—¡Cállate, Valerio! —le ordenó la mujer.Pero era demasiado tarde. Los habían visto, y más hombres se unieron a los

dos primeros. Se acercaron cautelosamente a los temblorosos romanos. Graciasa la capa de nieve que cubría el suelo, poco a poco se pudieron distinguir susrasgos a medida que se aproximaban.

—Mami —susurró la niña—, ¿quiénes son?—¡Chitón, Julia!Cuando aquellas personas estaban a tan sólo unos pasos de distancia, un ray o

iluminó el cielo. Su pálido resplandor hizo brevemente visibles a aquellosindividuos. Por encima de sus capas de piel de corte rudimentario, unos cabellosde alborotadas puntas se agitaban al viento. Debajo, unos ojos furibundosbrillaban en unos rostros muy tatuados. Por un momento ni ellos ni los romanosse movieron o dijeron una sola palabra. Entonces, el niño no pudo aguantar másy un débil grito de terror rompió el aire.

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Capítulo II

—Estoy seguro de que era por aquí —farfulló el centurión Macro al tiempo quemiraba por un sombrío callejón que salía del muelle de Camuloduno—. ¿Algunaidea?

Los otros tres intercambiaron unas miradas y golpearon el suelo con los pies.Junto a Cato, el joven optio de Macro, había dos mujeres jóvenes, nativas de latribu de los Iceni[6], cálidamente envueltas en unas magníficas capas de inviernocon ribetes de piel. Habían sido educadas por unos padres que hacía tiempo quehabían previsto el día en que los césares extenderían los límites de su imperio yocuparían Britania. Desde pequeñas, las muchachas habían aprendido latín de unesclavo culto importado de la Galia. Como consecuencia de ello el latín quehablaban tenía un acento musical, un efecto que Cato encontraba muy agradableal oído.

—Oye, tú —protestó la chica de más edad—. Dij iste que nos llevarías a unataberna cómoda y acogedora. No voy a pasarme la noche andando arriba yabajo por las calles heladas hasta que tú encuentres exactamente la que buscas.Entraremos en la próxima que veamos, ¿de acuerdo? —Se volvió hacia su amigay Cato con una mirada feroz que exigía su aprobación. Ambos asintieron con lacabeza sin tardar.

—Tiene que ser por aquí —respondió rápidamente Macro—. Sí, ahora meacuerdo. Éste es el sitio.

—Será mejor que lo sea. Si no, nos vas a llevar a casa.—Está bien —Macro levantó una mano apaciguadora—. Vamos.Con el centurión en cabeza, el pequeño grupo avanzó con pasos que cruj ían

por el estrecho callejón, formado a ambos lados por las oscuras chozas y casasde los trinovantes vecinos del lugar. La nieve había seguido cayendo durante todoel día y sólo había cesado de nevar poco después de anochecer. Camuloduno y elpaisaje circundante estaban cubiertos por un grueso manto de un blancoreluciente y la may oría de la gente estaba dentro de las casas, arrimada a lahumeante lumbre. Sólo los más fuertes de entre los jóvenes lugareños sesumaron a los soldados en busca de antros donde poder pasar la nochedisfrutando de la bebida, los cantos estentóreos y, con un poco de suerte, algunapelea. Los soldados, provistos de bolsas repletas de monedas, se acercabanpaseando a la ciudad desde el amplio campamento que se extendía al otro ladode la puerta principal de Camuloduno. Cuatro legiones (más de veinte milhombres) esperaban el paso del invierno en unas burdas chozas de madera yturba, aguardando con impaciencia la llegada de la primavera para que asípudiera reanudarse la campaña para conquistar la isla.

Había sido un invierno especialmente riguroso y los legionarios, encerradosen su campamento y obligados a arreglárselas con una monótona dieta a base de

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cebada y guisos hechos con las verduras de la estación, estaban inquietos. Sobretodo desde que el general les había adelantado una parte de la donación que elEmperador Claudio entregó al ejército. Dicha bonificación se concedió paracelebrar la derrota del comandante britano, Carataco, y la caída de su capital enCamuloduno. Los habitantes de la ciudad, la mayoría de los cuales se dedicabana algún tipo de negocio, se habían recuperado rápidamente del golpe de esaderrota y habían aprovechado la oportunidad de desplumar a los legionariosacampados a sus puertas.

Se habían abierto varias tabernas para proporcionar a los legionarios todo unabanico de brebajes locales, así como de vino transportado en barco desde elcontinente por aquellos mercaderes dispuestos a arriesgar sus embarcaciones enlos mares invernales a cambio de unos precios elevados.

Los lugareños que no estaban sacando dinero de sus nuevos amos mirabancon desagrado a los extranjeros borrachos que salían de las tabernas y volvían acasa tambaleándose, cantando a voz en cuello y vomitando ruidosamente en lascalles. Al final, a los ancianos de la ciudad se les acabó la paciencia y enviaronuna comisión para que hablara con el general Plautio. Le pidieron con educaciónque, en interés de los recientes lazos de alianza que se habían forjado entre losromanos y los trinovantes, tal vez fuera mejor que a los legionarios no se lespermitiera más la entrada a la ciudad. Aunque comprendía la necesidad demantener una buena relación con los habitantes del lugar, el general sabíatambién que se exponía a un motín si les negaba a sus soldados un desfogue a lastensiones que siempre se generaban durante los largos meses que pasaban en loscuarteles de invierno. Por lo tanto, se llegó a un acuerdo y se racionó el númerode pases distribuidos a los soldados. Como consecuencia de ello, los soldadosestaban aún más decididos a correrse una juerga salvaje cada vez que se lespermitía ir a la ciudad.

—¡Hemos llegado! —exclamó Macro triunfalmente—. Ya os dije que eraaquí.

Se encontraban ante la pequeña puerta tachonada de un almacén construidoen piedra. Una ventana con postigos atravesaba la pared unos pocos pasoscallejón arriba. Un cálido resplandor roj izo rodeaba el borde de los postigos y seoía el alegre barullo de las vocingleras conversaciones en el interior.

—Al menos no hará frío —dijo la chica más joven en voz baja—. ¿Tú quécrees, Boadicea?

—Creo que más vale que sea como dices —replicó su prima, y llevó la manoal pestillo de la puerta—. Venga, entremos.

Horrorizado ante la perspectiva de que una mujer lo precediera al entrar enuna taberna, Macro se metió torpemente entre ella y la puerta.

—Esto, permíteme, por favor. —Sonrió, tratando de fingir buenos modales.Abrió la puerta y agachó la cabeza bajo el marco. Su pequeño grupo lo siguió. La

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cálida atmósfera viciada, cargada de humo, envolvió a los recién llegados y elresplandor de la lumbre y de varias lámparas de sebo parecía extremamentebrillante comparado con la oscuridad del callejón. Unas cuantas cabezas sevolvieron para inspeccionar a los que acababan de llegar y Cato vio que muchosde los clientes eran legionarios fuera de servicio, vestidos con gruesas túnicas ycapas militares de color rojo.

—¡Vuelve a poner la madera en el agujero —gritó alguien— antes de que senos congelen las pelotas!

—¡Cuida tu lenguaje! —le respondió Macro con enojo—. ¡Hay damaspresentes!

Hubo todo un coro de abucheos por parte de los demás clientes.—¡Ya lo sabemos! —exclamó riendo un legionario cercano a la vez que le

tocaba el culo a una camarera que pasaba con un montón de jarras vacías. Ellasoltó un grito y se dio la vuelta rápidamente para dejar caer una hiriente bofetadaantes de largarse al mostrador situado en el extremo más alejado de la taberna.El legionario se frotó la colorada mejilla y volvió a reírse.

—¿Y tú recomiendas este lugar? —preguntó Boadicea entre dientes.—Dale una oportunidad. Yo me lo pasé fenomenal la otra noche. Tiene

ambiente, ¿no te parece?—No hay duda de que lo tiene —dijo Cato—. Me pregunto cuánto rato pasará

antes de que empiece una bronca.Su centurión le lanzó una mirada sombría antes de volverse hacia las dos

mujeres.—¿Qué vais a tomar, señoras?—Asiento —contestó Boadicea de manera cortante—. Un asiento sería ideal,

por ahora.Macro se encogió de hombros.—Encárgate de ello, Cato. Busca un lugar tranquilo. Yo traeré las bebidas.Mientras Macro se abría camino entre la multitud hacia la barra, Cato echó

un vistazo a su alrededor y vio que el único sitio que quedaba libre era unadesvencijada mesa de caballetes flanqueada por dos bancos justo al lado de lapuerta por la que acababan de entrar. Echó hacia atrás el extremo de uno de losbancos e inclinó la cabeza.

—Aquí tenéis, señoras.Boadicea torció el gesto ante aquella pieza de mobiliario tan toscamente

tallada que le ofrecían, y tal vez se hubiera negado a sentarse si su prima no sehubiera apresurado a darle un suave empujón. La mujer más joven se llamabaNessa, una Iceni de cabellos castaños, ojos azules y mejillas redondas. Cato eraperfectamente consciente de que su centurión y Boadicea habían procurado queella los acompañara para distraerlo mientras la pareja de más edad continuabacon su peculiar relación.

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Macro y Boadicea se habían conocido poco después de la caída deCamuloduno. Dado que los Iceni eran en teoría neutrales en la guerra entreRoma y la confederación de tribus que oponían resistencia a los invasores,Boadicea sentía más curiosidad que hostilidad hacia los hombres provenientes delgran imperio situado al otro lado del mar. Los ancianos de la ciudad se habíanapresurado a congraciarse con sus nuevos gobernantes y sobre el campamentoromano llovieron las invitaciones a fiestas. Hasta se solicitaba la asistencia decenturiones subalternos como Macro. En la primera de aquellas noches habíaconocido a Boadicea. Al principio su carácter directo lo había horrorizado; losceltas parecían tener una actitud desagradablemente igualitaria hacia el bellosexo. Al encontrarse al lado de un centurión que a su vez se hallaba junto a unbarril de la cerveza más fuerte de todas con las que se había topado, Boadicea loacribilló a preguntas sobre Roma sin perder ni un minuto. En un primer momentosu abierto acercamiento llevó a Macro a considerarla otra más de las mujeres derostro caballuno que formaban may oría dentro de la clase alta britana. Pero pocoa poco, a medida que soportaba su interrogatorio, puso cada vez menos interés enla cerveza a regañadientes primero y más de buen grado después —mientrasque, con astucia, la muchacha lo hacía entrar en una discusión más expansiva—,Macro habló con ella como nunca antes lo había hecho con una mujer.

Hacia el final de la noche supo que quería volver a ver a aquella alegre Iceniy, con voz entrecortada, le pidió que volvieran a encontrarse. Ella aceptó conmucho gusto y lo invitó a una fiesta que daban sus familiares la noche siguiente.Macro fue el primer invitado que hizo acto de presencia y se quedó de pie enincómodo silencio junto al banquete de carnes frías y cerveza tibia hasta quellegó Boadicea. Luego vio con horror que ella lo igualaba con una copa tras otra.Antes de que se diera cuenta, ella ya le había pasado el brazo por los hombroscon un palmetazo y lo apretaba firmemente contra sí. Al echar un vistazo a sualrededor, Macro observó el mismo desparpajo en las otras mujeres celtas yestaba tratando de resignarse a las extrañas costumbres de aquella nueva culturacuando Boadicea le plantó un beso borracho en los labios.

Momentáneamente asustado, Macro intentó zafarse de su fuerte abrazo, perola muchacha, por error, había interpretado sus contorsiones como muestra de suardor y se limitó a agarrarlo con más fuerza. De manera que Macro cedió, ledevolvió el beso, y en las ebrias alas de la pasión se habían dejado caer bajo unamesa en un rincón oscuro y se habían pasado el resto de la noche manoseándose.Tan sólo los debilitantes efectos secundarios de la cerveza impidieron laconsumación de su atracción mutua. Boadicea se portó como era debido y noexageró la importancia del asunto.

Desde aquel momento siguieron viéndose casi a diario y a veces Macroinvitaba a Cato a que los acompañara, sobre todo por un sentimiento de lástimapor el chico, que recientemente había visto morir a su primer amor a manos de

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un aristócrata romano traidor. Debido a la contagiosa sociabilidad de Boadicea,Cato, callado y tímido al principio, lentamente se había ido mostrando menosreservado y ahora los dos podían pasarse horas conversando. Macro tuvo lasensación de ir quedando excluido poco a poco. A pesar de que Boadiceaafirmaba mantener relaciones únicamente con personas adultas, Macro noestaba convencido de ello. De ahí la presencia de Nessa, a sugerencia de Macro.Una chica a la que Cato pudiera dedicarse mientras él seguía cortejando aBoadicea.

—¿Tu centurión frecuenta a menudo lugares como éste? —preguntóBoadicea.

—No siempre son tan agradables. —Cato sonrió—. Deberías sentirte honrada.A Nessa se le escapó el tono irónico y resopló con indignación ante la

sugerencia de que cualquier persona sensata tuviera que considerar un privilegioque la llevaran a un antro como aquél. Los otros dos pusieron los ojos en blanco.

—¿Cómo te las arreglaste para que te dieran permiso para salir? —lepreguntó Cato a Boadicea—. Creí que a tu tío le iba a dar un ataque la noche quetuvimos que llevarte a casa.

—Estuvo a punto. El pobre y a no ha sido el mismo desde entonces y sóloaccedió a dejarnos salir y pasar la noche en casa de unos primos lejanos siemprey cuando nos acompañara alguien.

Cato frunció el ceño.—¿Y dónde está la escolta?—No lo sé. La perdimos entre el gentío cerca de las puertas de la ciudad.—¿A propósito?—Claro. ¿Por quién me tomas?—No me atrevería a decirlo.—Muy sensato por tu parte.—¡Probablemente Prasutago se estará meando encima de preocupación! —

Nessa soltó una risita—. Podéis apostar que nos estará buscando en todas lastabernas que se le vengan a la cabeza.

—Con lo cual estamos bastante seguras, puesto que a mi querido pariente, porcierto, no se le ocurrirá pensar en este lugar. Dudo que nunca se hay a aventuradoa entrar en los callejones de detrás del muelle. Estaremos bien.

—¡Si nos encuentra —Nessa abrió unos ojos como platos— se pondrá comoloco! Recuerda lo que le hizo a ese muchacho de los atrebates que intentó flirtearcon nosotras. ¡Pensé que Prasutago iba a matarle!

—Lo habría hecho si yo no me lo hubiera llevado a rastras.Cato cambió de posición nerviosamente.—¿Este pariente vuestro es un tipo grandote?—¡Enorme! —Nessa se rió—. ¡Si! « Enorme» es la palabra adecuada.—Con un cerebro inversamente proporcional a su físico —añadió Boadicea

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—. De modo que ni se te ocurra intentar razonar con él si entra aquí. Tú echa acorrer.

—Entiendo.Macro volvió del mostrador con los brazos en alto para mantener la jarra y

las copas por encima de la multitud. Las depositó en la rugosa superficie de lamesa y cortésmente llenó de vino tinto hasta el borde todas las tazas de cerámica.

—¡Vino! —exclamó Boadicea—. Sabes cómo mimar a una dama, centurión.—Se ha terminado la cerveza —explicó Macro—. Esto es lo único que les

queda, y no es que sea barato precisamente. Así que apurad las copas ydisfrutad.

—Mientras podamos, señor.—¿Eh? ¿Qué pasa, chico?—Estas señoritas están aquí sólo porque se escabulleron de un pariente

bastante corpulento que probablemente ahora mismo las esté buscando, y no demuy buen humor.

—No me sorprende, en una noche como ésta. —Macro se encogió dehombros—. De todos modos, hemos tenido suerte. Tenemos fuego, bebida ybuena compañía. ¿Qué más se puede pedir?

—Un asiento junto a la lumbre —repuso Boadicea.—Venga, brindemos. —El centurión alzó su taza—. ¡Por nosotros! —Macro

se llevó el vaso a los labios, se bebió el vino de un solo trago y volvió a bajar lataza de golpe—. ¡Ahhhh! ¡Esto sí que sienta bien! ¿Quién quiere más?

—Un momento. —Boadicea siguió su ejemplo y apuró su copa.Cato conocía sus limitaciones respecto al vino y dijo que no con la cabeza.—Como quieras, muchacho, pero el vino funciona igual de bien que un golpe

en la cabeza para ayudarte a olvidar los problemas.—Si usted lo dice, señor.—Sí que lo digo. Especialmente si tienes que dar malas noticias. —Macro

miró hacia el otro lado de la mesa, a Boadicea.—¿De qué noticias hablas? —preguntó ella con acritud.—Van a mandar a la legión al sur.—¿Cuándo?—Dentro de tres días.—No había oído nada al respecto —dijo Cato—. ¿Qué pasa?—Supongo que el general quiere utilizar la segunda legión para cortarle

cualquier ruta de escape a Carataco al sur del Támesis. Las otras tres legionespueden despejar el terreno al norte del río.

—¿El Támesis? —Boadicea puso mala cara—. Eso está muy lejos. ¿Ycuándo va a volver tu legión?

Macro estaba a punto de ofrecer una respuesta fácil y tranquilizadora cuandovio la apenada expresión del rostro de Boadicea. Se dio cuenta de que la manera

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más adecuada de actuar en esa situación era ser sincero. Era mucho mejor queBoadicea supiera la verdad en aquel momento y no que luego estuviera resentidacon él.

—No lo sé. Tal vez dentro de unas cuantas campañas mas, tal vez nunca. Tododepende de cuánto tiempo siga luchando Carataco. Si logramos aplastarlorápidamente, la provincia se puede colonizar enseguida. El caso es que esecabrón artero no deja de asaltar nuestras líneas de abastecimiento y mientrastanto trata de negociar con otras tribus para que se unan a él y nos oponganresistencia.

—No puedes culparlo por luchar bien.—Puedo hacerlo si eso nos obliga a estar separados. —Macro le tomó la

mano y le dio un apretón cariñoso—. Así que esperemos que sea lo bastanteinteligente como para darse cuenta de que nunca podrá ganar. Entonces, cuandola provincia se haya pacificado, conseguiré un permiso y vendré a buscarte.

—¿Esperas que la provincia se calme así de rápido? —Boadicea montó encólera—. ¡Por Lud! ¿Cuándo aprenderéis los romanos? Carataco sólo está alfrente de las tribus que se encuentran bajo el dominio de los catuvelanios existenmuchas otras tribus, la mayoría de ellas demasiado orgullosas para dejarseconducir a la batalla por otro jefe, y sin duda demasiado orgullosas parasometerse mansamente al Imperio romano. Mira el caso de nuestra propia tribu.—Boadicea hizo un gesto hacia Nessa y hacia ella—. Los Iceni. No conozco aningún guerrero a quien se le haya ocurrido convertirse en súbdito de vuestroEmperador Claudio. Cierto es que habéis intentado buscar el apoyo de nuestrosjefes con promesas de alianza y de una parte del botín que se obtenga de aquellastribus a las que Roma derrote en el campo de batalla. Pero os lo advierto, en elmomento en que tratéis de convertiros en nuestros amos y señores, Roma pagaráun alto precio con la sangre de sus legiones…

Su voz se había hecho bastante estridente y por un instante sus ojosrefulgieron desafiantes en dirección al otro lado de la mesa. Los clientes de losbancos vecinos se volvieron a mirar y la conversación se acalló unos brevesinstantes. Luego las cabezas volvieron a girarse y el volumen volvió aincrementarse paulatinamente. Boadicea se sirvió otra taza de vino y se la bebiótoda antes de proseguir, en voz más baja.

—Esto también es válido para la mayoría de las demás tribus: Créeme.Macro se la quedó mirando fijamente y asintió lentamente con la cabeza a la

vez que volvía a cogerle la mano y la sostenía con delicadeza en la suy a.—Lo siento. No era mi intención ofender a tu gente. En serio. No sé

expresarme demasiado bien.Los labios de Boadicea se alzaron en una sonrisa.—No importa, lo compensas de otras maneras.Macro se volvió a mirar a Cato.

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—¿Crees que podrías llevarte a esta muchacha al mostrador un rato? Midama y yo tenemos que hablar.

—Sí, señor. —Cato, consciente de lo que era necesario hacer en aquellasituación, se levantó rápidamente del banco y le ofreció el brazo a Nessa. Lajoven miró a su prima, quien le hizo un leve gesto con la cabeza.

—Está bien. —Nessa esbozó una sonrisa burlona—. Ten cuidado, Boadicea,ya sabes cómo son estos soldados.

—¡Sa! ¡Sé cuidarme sola!Cato no lo dudaba. Había llegado a conocer a Boadicea bastante bien durante

los meses de invierno y comprendía perfectamente a su centurión. Condujo aNessa a través de la multitud de bebedores hacia el mostrador. El camarero, unviejo galo a juzgar por su acento, había prescindido de las modas romanas delcontinente y vestía una túnica muy estampada sobre cuyos hombrosdescansaban sus trenzas. Estaba enjuagando unas tazas en una tina de agua suciay levantó la vista cuando Cato golpeó el mostrador con una moneda. Al tiempoque se secaba las manos en el delantal, se acercó arrastrando los pies y arqueólas cejas.

—Dos vasos de vino caliente —pidió Cato antes de tener en cuenta a Nessa—.¿De acuerdo?

Ella dijo que sí con la cabeza y el camarero cogió dos tazas y se dirigió a unabollado caldero de bronce que estaba apoy ado en una rej illa ennegrecidaencima de unas brasas que resplandecían débilmente. El vapor salía del interiorformando volutas y, incluso desde donde estaba, Cato percibió el aroma de lasespecias por encima de la cerveza y de los agrios olores a humanidadsubyacentes. Cato, alto y delgado, miró por encima del hombro a su compañeraIceni mientras ella observaba con avidez cómo el galo hundía un cucharón en elcaldero para agitar la mezcla. Cato frunció el ceño. Sabía que debía tratar deentablar conversación, pero eso nunca se le había dado bien, pues siempre temíaque lo que dijera sonara poco sincero o simplemente estúpido. Además, no teníaganas. No es que Nessa no fuera atractiva (sobre su personalidad sólo podíahacer conjeturas), era tan sólo que aún lloraba la muerte de Lavinia.

La pasión que había sentido por Lavinia corría por sus venas como el fuego,incluso después de que ella lo hubiese traicionado y se hubiera metido corriendoen la cama de ese cabrón de Vitelio. Antes de que Cato pudiera aprender adespreciarla, Vitelio había involucrado a Lavinia en un complot para matar alEmperador y la había asesinado a sangre fría para no dejar rastro. A Cato le vinoa la cabeza una imagen de la oscura cabellera de Lavinia cubriéndose con lasangre que manaba de su garganta cortada y le entraron ganas de vomitar. Laechaba de menos más que nunca.

Toda la pasión que le quedaba le servía para alimentar un violento odio haciael tribuno Vitelio, un odio tan profundo que no había venganza que pudiera

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considerarse demasiado terrible. Pero Vitelio había regresado a Roma con elEmperador después de haber salido como un héroe de su frustrado intento deasesinato. En cuanto se vio claro que los guardaespaldas del Emperador iban asalvar a su amo, Vitelio había caído sobre el asesino y había acabado con él.Ahora el Emperador consideraba al tribuno como su salvador, para quien ningúnhonor o recompensa podían constituir suficiente muestra de gratitud. Con lamirada perdida en un segundo plano, la expresión de Cato se endureció hastaconvertirse en un implacable rostro de labios apretados que asustó a sucompañera.

—¿Qué diablos te pasa?—¿Eh? Lo siento. Estaba pensando.—No creo que quiera saber en qué.—No tenía nada que ver contigo.—Eso espero. Mira, y a viene el vino.El galo volvió al mostrador con dos tazas humeantes cuyo intenso aroma

excitó incluso el paladar de Cato. El galo tomó la moneda que Cato le había dadoy se dirigió de nuevo hacia su tina de enjuagar.

—¡Eh! —exclamó Cato—. ¿Qué hay de mi cambio?—No hay cambio —farfulló el galo por encima del hombro—. Es lo que

vale. El vino escasea, por culpa de las tormentas.—Aún así…—¿No te gustan mis precios? Pues te vas a la mierda y te buscas otro lugar en

el que beber.Cato notó que se ponía lívido y que apretaba los puños de ira. Abrió la boca

para gritar y a duras penas consiguió evitar ponerse hecho una furia y paliar eldeseo de hacer pedazos a ese hombre. Cuando recuperó el dominio de sí mismose sintió horrorizado ante semejante suspensión del raciocinio del que él seenorgullecía. Se avergonzó y echó un vistazo a su alrededor para ver si alguienhabía notado lo cerca que había estado de hacer el ridículo. Sólo una personaestaba mirando en su dirección, un fornido galo apoy ado en el otro extremo delmostrador. Miraba a Cato con detenimiento y había llevado una mano hacia elmango de una daga que le colgaba del cinturón dentro de una vaina forrada demetal. Sin duda era el matón a sueldo del viejo galo. Cruzó una mirada con eloptio y levantó la mano para hacerle un gesto admonitorio con el dedo,esbozando una leve sonrisa de desprecio al tiempo que advertía al joven que secomportara.

—Cato, hay sitio junto al fuego. Vamos. —Nessa lo empujó suavemente paraalejarse del mostrador y dirigirse hacia la chimenea de ladrillos donde unostroncos recién puestos silbaban y crepitaban. Cato se resistió a su contacto uninstante pero luego cedió. Se abrieron paso entre la clientela con cuidado de noderramar el vino caliente y se sentaron en dos taburetes bajos junto a otro

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puñado de personas que buscaban el calor del fuego.—¿A qué venía todo eso? —preguntó Nessa—. Tenías un aspecto que daba

miedo, ahí en el mostrador.—¿Ah, sí? —Cato se encogió de hombros y a continuación sorbió

cuidadosamente el contenido de su taza humeante.—Sí. Creí que ibas a echártele encima.—Iba a hacerlo.—¿Por qué? Boadicea me dijo que eras un tipo tranquilo.—Lo soy.—Entonces, ¿por qué?—¡Es una cuestión personal! —replicó Cato con brusquedad. Rápidamente se

ablandó—. Lo lamento, no quería decirlo así. Es que no quiero hablar de ello.—Entiendo. Pues hablemos de otra cosa.—¿De qué?—No sé. Piensa tú en algo. Lo que te parezca.—De acuerdo, dime, ese primo de Boadicea, Prasutago, ¿de verdad es tan

peligroso como parece?—Peor. No es simplemente un guerrero. —Cato se percató de la asustada

expresión de su rostro—. Tiene otros poderes.—¿Qué clase de poderes?—No… no puedo decirlo.—¿Boadicea y tú vais a correr algún peligro cuando él os encuentre de

nuevo?Nessa lo negó con un movimiento de cabeza al tiempo que tomaba unos

sorbos de su taza y derramaba unas cuantas gotas de vino en la delantera de sucapa, donde por un momento brillaron con el reflejo de la luz del hogar antes decalar en el tej ido.

—Oh, no, se pondrá colorado y gritará un poco, pero no pasará de ahí. Encuanto Boadicea le mire cariñosamente se pondrá de lado y esperará que le hagacosquillas en la tripa.

—Entonces, ¿ella le gusta?—Tú lo has dicho. Le gusta demasiado.Nessa estiró el cuello para mirar a su amiga que, al otro lado de la estancia,

estaba inclinada sobre la mesa y acunaba la mejilla de Macro en la palma de lamano. Se volvió de nuevo hacia Cato y le susurró en tono confidencial, como siBoadicea pudiera oírla de algún modo.

—Entre nosotros, he oído que Prasutago está completamente enamorado deella. Va a escoltarnos hasta nuestro pueblo en cuanto llegue la primavera. No mesorprendería que aprovechara la ocasión para pedirle permiso al padre deBoadicea para casarse con ella.

—¿Y ella qué siente por él?

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—Bueno, aceptará, por supuesto.—¿En serio? ¿Por qué?—No ocurre todos los días que a una chica le pida en matrimonio el próximo

gobernador de los Iceni.Cato asintió con un lento movimiento de cabeza. Boadicea no era la primera

mujer que había conocido que anteponía el ascenso social a la propia satisfacciónemocional. Cato decidió que no le diría nada de todo eso a su centurión. SiBoadicea iba a plantar a Macro para casarse con otro, se lo podía contar ellamisma.

—Es una pena. Ella se merece algo mejor.—Por supuesto que sí. Por eso tiene un lío con tu centurión. No me extraña

que quiera divertirse todo lo posible, mientras pueda. Dudo que Prasutago le dédemasiada libertad cuando estén casados.

A sus espaldas sonó un repentino estrépito. Cato y Nessa se dieron la vuelta yvieron que la puerta de la taberna se había abierto de una patada. En ellaapareció uno de los hombres más corpulentos que Cato había visto nunca. Cuandoel hombre se enderezó, con bastante torpeza, su cabeza topó con el techo de paja.Con una furiosa maldición en su lengua materna, agachó la testa y avanzó hastaun punto donde pudiera ponerse derecho y desde allí miró detenidamente a losclientes. Medía más de metro ochenta y su anchura iba en concordancia a sualtura. Los prominentes músculos bajo la vellosa piel de sus antebrazos hicieronque Cato tragara saliva cuando, con una angustiosa sensación de indefectibilidad,supuso quién era el recién llegado.

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Capítulo III

—¡Vay a por Dios! —Nessa se estremeció—. ¡Ahora sí que estamos arreglados!Mientras Prasutago fulminaba con la mirada a los clientes, éstos guardaron

silencio e intentaron evitar que sus ojos se encontraran a la vez que procurabanno perderlo de vista. Cato miró más allá del gigante Iceni. En el rincón junto a lapuerta, Boadicea y Macro se encontraban fuera de la línea de visión del reciénllegado, y rápidamente ella le aconsejó a Macro que se metiera debajo delbanco. Él dijo que no con la cabeza. Ella señaló hacia abajo con el dedoinsistentemente, pero el centurión no iba a dejarse convencer. Pasó la pierna porencima del banco, dispuesto a enfrentarse al hombre que acababa de llegar.Boadicea apuró su taza a toda prisa, se metió ella debajo del banco y se apretócontra la pared lo más lejos posible de Prasutago. Al hacerlo le dio un golpe a lamesa y la taza se cayó por el borde y se rompió en pedazos contra el suelo depiedra.

Prasutago sacó rápidamente una daga de debajo de su capa y se dio la vuelta,listo para abalanzarse sobre cualquier enemigo que se acercara sigilosamente pordetrás. Ponderó el físico bajo y fornido de Macro cuando el centurión se puso enpie y luego el guerrero Iceni soltó una sonora carcajada.

—¿De qué te ríes? —gruñó Macro.Nessa apretó el brazo a Cato y profirió un grito ahogado.—¡Tu amigo es idiota!—No —susurró Cato—. Es tu pariente quien está en peligro. Está como una

cuba y ha cabreado a Macro. Será mejor que tenga cuidado.Prasutago le dio unas fuertes palmadas en el hombro al centurión y dijo algo

conciliador en su idioma. El cuchillo volvió a desaparecer bajo su capa.—¡No me toques! —bramó Macro—. Puede que seas un bastardo enorme,

pero y o he tumbado a hombres más duros que tú.El guerrero no le hizo caso y se volvió hacia los demás clientes para reanudar

la búsqueda de sus díscolas parientas. Nessa se había puesto en pie para vermejor el enfrentamiento y fue demasiado lenta cuando se agachó de nuevo paraque no la viera.

—¡Ahhh! —rugió el gigante, que empezó a abrirse camino apartandobruscamente de un empujón a cualquiera que encontrara a su paso—. ¡Nessa!

Antes de que pudiera plantearse la sensatez de su acción, Cato se situó entreellos dos con la mano levantada para impedir que el guerrero se acercara.

—¡Déjala en paz! —Le tembló la voz al darse cuenta de la estupidez de suacto.

Prasutago lo echó a un lado de un manotazo, agarró a Nessa por los hombrosy, fiel a la descripción que ella había hecho del individuo, empezó a gritarle. Catose levantó del suelo y se abalanzó sobre el britano. Prasutago apenas se movió.

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Un instante después, una mano fuerte se estampó contra un lado de la cabeza deCato y el mundo del optio se inundó de blancos destellos antes de que cay eracomo una piedra, inconsciente.

Junto a la puerta, Macro se soliviantó.—¡Eso ha estado muy fuera de lugar, majo! —Se abrió paso a empujones

entre la multitud y fue hacia la chimenea. A sus espaldas, Boadicea salió comopudo de debajo del banco.

—¡Macro! ¡Detente! Te matará.—Dejemos que el cabrón lo intente.—¡Detente! ¡Te lo ruego! —Corrió tras él y trató de agarrarlo de los

hombros.—¡Suéltame, mujer!—¡Macro, por favor!Prasutago se dio cuenta del alboroto que había tras él e hizo una pausa en su

dura recriminación a Nessa para echar un vistazo por encima del hombro.Inmediatamente empujó a Nessa a un lado y giró su enorme cuerpo al tiempoque a voz en cuello profería un torrente de palabras en el que se mezclaban lacólera y el alivio. Macro se detuvo a una corta distancia del gigante y miró entorno buscando algo que pudiera utilizar como arma para equilibrar las cosas.Agarró una muleta que había tirada en el suelo junto al inconsciente miembro deuna tribu y la sujetó como si fuera un cuadrante de agrimensor. Pero antes deque pudiera hacer ademán de acercarse a Prasutago, un estrepitoso golpe en laparte de atrás de la cabeza lo dejó fuera de combate: Boadicea lo habíaderribado con una jarra de barro. Aturdido y marcado, Macro trató de ponersede rodillas.

—¡No te levantes! —dijo Boadicea entre dientes—. Quédate ahí y no temuevas si sabes lo que te conviene.

Ella avanzó hacia su primo, con los ojos brillantes y la boca apretada por laindignación. Prasutago continuó gritando y agitando sus enormes brazos.Boadicea se puso frente a él y le cruzó la cara de un bofetón, una y otra vez,hasta que dejó de hablar y los brazos le colgaron sin fuerza.

—¡Na, Boadicea! —protestó—. ¡Na!Ella volvió a golpearlo una vez más y con un dedo apuntó a su rostro,

desafiándolo a que dijera una palabra más. Él tenía la mirada encendida y losdientes apretados, pero no pronunció un solo sonido. Los demás clientesesperaban en fascinado silencio el desarrollo de aquel enfrentamiento entre elguerrero descomunal y la altanera mujer que tan descaradamente lo habíadesafiado. Finalmente Boadicea bajó el dedo. Prasutago asintió con la cabeza yle habló en voz baja, con un imperceptible gesto hacia la puerta. Boadicea llamóa Nessa y luego se dirigió la primera hacia la calle. Prasutago se detuvo unmomento y recorrió a la clientela con una mirada fulminante a ver si alguien se

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atrevía a reírse de él. Luego le propinó una patada en el costado al aporreadooptio y abandonó precipitadamente la taberna, apresurándose a ir tras lasmujeres que tenía a su cargo antes de que pudieran salir corriendo otra vez.

Todas y cada una de las personas que bebían en el establecimiento sequedaron mirando la puerta abierta por si volvía el guerrero. Mientras sereanudaba la conversación con un murmullo, el viejo galo le hizo una señal conla cabeza a su matón a sueldo y el hombre se dirigió tranquilamente hacia lapuerta y la cerró. Luego, con actitud despreocupada, se acercó a Macro.

—¿Estás bien, amigo?—He estado mejor. —Macro se frotó la cabeza y se estremeció de dolor—.

¡Mierda! Esto duele.—No me sorprende. Es toda una mujer.—¡Oh, sí!—Aunque os salvó el pellejo. A ti y al chico.—¡Cato! —Macro se dirigió a toda prisa junto a su optio, que estaba apoy ado

en un codo y sacudía la cabeza—. ¿Sigues con nosotros?—No estoy muy seguro, señor. Es como si se me hubiera caído una casa

encima.—¡Más o menos! —se rió el matón a sueldo—. Ese tal Prasutago es un poco

bruto.Cato levantó la vista.—¡No me digas! —El galo levantó a Cato del suelo y le sacudió la paja de la

túnica.—Y ahora, si no les importa, caballeros, me gustaría que ambos abandonaran

el local enseguida.—¿Por qué? —preguntó Macro.—Porque lo digo yo, joder —respondió el matón a sueldo con una sonrisa.

Luego cedió un poco—. Uno no se mete con un guerrero Iceni de alto rango.Especialmente si está borracho. No quiero ni pensar lo que ocurrirá con elnegocio de mi amo si Prasutago vuelve con unos cuantos amigos y os encuentraa vosotros dos aún aquí.

—¿Crees que volverá? —preguntó Cato al tiempo que miraba hacia la puerta,nervioso.

—En cuanto descubra algún tipo de conexión entre sus amigas y vosotros dos.De modo que será mejor que os marchéis, ¿vale?

—Está bien. Vamos, Cato. Busquemos otro lugar donde tomar una copa.Enfundándose la capa sobre los hombros y arrebujándose bien bajo ella,

Macro y Cato agacharon la cabeza al pasar bajo el dintel y salieron a la calle. Elhaz de luz naranja que caía inclinado sobre la nieve del callejón se cortóbruscamente cuando la puerta se cerró con firmeza tras ellos. No había ni rastrode Prasutago ni de las dos mujeres, aparte de las atolondradas huellas en la nieve

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que se dirigían callejón arriba.—¿Y ahora qué? —preguntó Cato.—Conozco otro lugar. No es tan agradable como éste. Pero da igual.—No es tan agradable…—¿Quieres tomar una copa o no?—Sí, señor.—Entonces cierra el pico y sígueme.Detrás del ejército romano habían venido mercaderes de artículos de lujo y

vicios para satisfacer todos los gustos. Los proxenetas fenicios habían llegado yhabían montado sus burdeles ambulantes en la zona más lúgubre de Camuloduno.Se compraban destartalados graneros y almacenes a bajo precio y se pintabande colores chillones con representaciones gráficas de lo que se ofrecía en elinterior, junto con los precios. Los más ambiciosos entre los proxenetas tambiénvendían bebidas alcohólicas a un precio inflado a los hombres que esperaban suturno. Esto llevó a un aumento del número de pequeñas tabernas, todas ellascompitiendo para atraer a la clientela.

Y luego también estaban los habituales curanderos y magos que garantizabanla cura de cualquier enfermedad, desde la sífilis a la impotencia, y los buhonerosque ofrecían una ilimitada variedad de artículos (espadas que nunca sedesafilaban, amuletos que desviaban las flechas, pares de dados que por arte demagia siempre daban VI, preservativos hechos de las más finas paredesestomacales de cabrito). Cato estaba demasiado familiarizado con esa clase decachivaches y porquerías; los distritos menos recomendables de Roma estabanatestados de comerciantes de ese tipo que ofrecían un abanico aún más ampliode placeres carnales y remedios milagrosos.

Macro condujo a Cato a un edificio bajo de madera situado en una calle pocoiluminada donde un hilo de desperdicios humanos corría por el centro delestrecho camino; una desagradable veta oscura en la nieve pisoteada. Dentro, elaire estaba cargado con el hedor a perfume barato destinado a que los clientes nopensaran en los aún menos agradables aromas que penetraban en sus fosasnasales. Los dos legionarios cruzaron la entrada y pasaron a una habitaciónoscura con el suelo de listones. Había varias mesas y bancos dispuestos sin ordenni concierto y un mostrador que descansaba sobre dos barriles. El propietario ydos de sus fulanas estaban sentados con unas aburridas expresiones de haberlovisto todo que no acababan de cuadrar con la decoración de la pared, la cualmostraba unos chabacanos dibujos de risueños hombres y mujeres ocupados enunos experimentos anatómicos de endiablada complej idad.

Sólo había dos mesas ocupadas por un puñado de legionarios que habíanacudido a beber algo inmediatamente después de regresar de patrulla. Llevabanesas nuevas corazas laminadas y se apiñaban alrededor de una gran jarra devino. En la esquina más alejada había un grupo de oficiales subalternos de la

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segunda legión. Uno de ellos levantó la vista para mirar a los recién llegados y almomento una amplia sonrisa se le dibujó en la cara.

—¡Macro, muchacho! —bramó, un poco demasiado fuerte, y el trío delmostrador alzó la mirada con irritación—. Ven aquí y comparte con nosotros estebrebaje.

Mientras los demás se apretujaban para dejar sitio, Macro hizo laspresentaciones.

—Muchachos, éste es mi optio. Cato, esta pandilla de patanes borrachos devino son la flor y nata del cuerpo de oficiales de la legión. Con un poco más deluz quizá reconocerías una o dos caras. Te presento a Quinto, Balbo, Escipión,Fabio y Parnesio.

Los soldados lo miraron con ojos nublados y saludaron con un movimiento decabeza. Estaba claro que y a habían bebido mucho.

—Son buena gente —dijo Macro efusivamente—. Serví con ellos antes deque todos fueran ascendidos a centuriones. Es la primera vez que tenemos laoportunidad de reunirnos desde que me ascendieron a mí. Algún día, si es quevives lo suficiente, estoy seguro de que te unirás a nosotros como centurión,¿verdad, muchachos?

Mientras los demás manifestaban su asentimiento a voz en cuello, Cato hizo loposible para no mostrarse demasiado horrorizado ante la idea y se sirvió unacopa. Resultó ser otra variedad del áspero vino importado de la Galia y Cato seestremeció cuando el agrio líquido le quemó la garganta.

—Es de los que se suben a la cabeza, ¿eh? —Balbo sonrió—. Es de ésos que tereaniman antes de un cuerpo a cuerpo con las putas.

Cato no tenía ninguna intención de acercarse tanto, si es que se podía juzgar laprofesión por las mujeres del mostrador. Además, la única mujer que tenía en lacabeza era Lavinia, y de momento la mejor manera de apartarla de su menteera bebiendo.

Tras varias copas de vino le pareció que los ojos le estaban dando vueltascontinuamente, y cuando los cerraba era peor. Le hacía falta algo en lo quecentrar la vista y dirigió su mirada tambaleante hacia el grupo de legionarios dela otra mesa y la coraza laminada que llevaban.

Tocó a Macro con el dedo.—¿Esa cosa sirve de algo, señor?—¿Cosa? ¿Qué cosa?—Ese equipo que llevan. En vez de la cota de malla.—Eso, muchacho, es la nueva armadura con la que se equipa a las legiones.Parnesio levantó la cabeza que tenía apoyada sobre los brazos cruzados y

gritó como si estuviera en un desfile:—¡Coraza laminada para uso de los legionarios! ¡Entérate de una puta vez,

hijo!

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—No le hagas caso —le susurró Macro a Cato—. Trabaja en la oficina delintendente.

—Me lo he imaginado.—¡Eh! ¡Vosotros! —exclamó Macro dirigiéndose a los de la otra mesa—.

Acercaos. Aquí el optio quiere ver vuestra armadura nueva.Los legionarios intercambiaron unas miradas. Finalmente, uno de ellos

respondió:—No puedes decirnos lo que tenemos que hacer. Estamos fuera de servicio.—Me importa una mierda. Levantad el culo y venid aquí —gritó Macro—. Y

quiero decir ¡AHORA!Primero uno, luego los otros, se levantaron dócilmente de la mesa y se

acercaron. Se quedaron de pie junto a la mesa mientras los oficiales examinabansu equipo con cierta curiosidad.

—¿Qué tal va? —preguntó Macro al tiempo que se levantaba del banco parainspeccionarla más detenidamente.

—Bastante bien, señor —respondió el primero que se había levantado de suasiento—. Es más ligera que la cota de malla. Y es más resistente. Está hechacon esas tiras más sólidas.

—Parece una mierda. ¿Cómo os podéis mover con eso encima?—Es articulada, señor. Se adapta a tus movimientos.—No me digas. —Macro tiró de la armadura y luego levantó la capa de la

espalda—. Se abrocha con estas hebillas, por lo que veo.—Sí, señor.—¿Es fácil de poner?—Sí, señor.—¿Es cara?—Más barata que la malla.—¿Cómo es que las únicas legiones que la tienen son las vigésimas? No es que

combatáis mucho que digamos.Los oficiales se rieron y el legionario echó chispas ante aquel desprecio.

Logró apenas recuperar la calma suficiente para responder:—No lo sé, señor. No soy más que un soldado raso.—Deja de llamarle « señor» —dijo entre dientes otro de los legionarios—.

Ahora no tenemos que hacerlo.—No puedo evitarlo.—¡No lo hagas! —exclamó el legionario resueltamente—. Si no, ¿qué sentido

tiene estar fuera de servicio?—¡Tú! —Macro le clavó el dedo en el pecho a ese hombre—. ¡Cierra el

pico! Hablarás cuando te lo digan y no antes. ¿Me has entendido?—Lo he entendido —repuso el soldado con firmeza—. Pero no voy a

obedecer órdenes.

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—¡Lo harás, maldita sea! —Macro le pegó un puñetazo en el estómago ylanzó una furiosa maldición cuando el puño chocó con la armadura. Con la otramano le propinó una bofetada en la cara al soldado que lo mandó tambaleándosecontra sus compañeros. La fuerza del golpe hizo girar en redondo a Macro, quecay ó encima del soldado al que había pegado y estalló de risa.

—Muy bien, muchachos, el rango no cuenta. ¡Peleemos!Todos los oficiales, excepto Cato, se pusieron de pie dando bandazos y se

abalanzaron sobre los legionarios que, al igual que Cato, se quedaron mirandoatónitos… hasta que se asestaron los primeros golpes. Entonces, recuperados desu ebria sorpresa, los legionarios se defendieron y el bar se inundó con el sonidode mesas y bancos haciéndose pedazos. El camarero se apresuró a sacar a susmujeres de la estancia.

—¡Vamos, Cato! —gritó Macro desde debajo de un legionario—. ¡Al ataque!Tambaleándose, Cato se puso en pie, apuntó al legionario más próximo y

lanzó un puñetazo con toda la fuerza de la que fue capaz. Falló completamente yle dio a la pared, con lo que se hizo un buen rasguño en los nudillos. Lo intentó denuevo y esta vez el golpe acabó en un lado de la cabeza de un soldado con unadolorosa sensación vibrante. Cato fue consciente de un puño que volaba hacia sucara y por segunda vez aquella noche el mundo se tiñó de blanco. Con un gruñidose puso de rodillas, encorvado, y sacudió la cabeza para tratar de aclarársela.Cuando recuperó la visión, Cato vio a un legionario de pie por encima de él quesostenía en alto un taburete. Instintivamente empujó la cabeza hacia delante y laestrelló contra la entrepierna de aquel hombre. El legionario se dobló en dos acausa del impacto y cayó de lado hecho un ovillo, con un aullido de dolor y lasmanos entre las piernas.

—¡Buen movimiento, hijo! —bramó Macro.El golpe en la sesera y el exceso de vino consumido hicieron que a Cato le

diera vueltas la cabeza de una forma horrible. Intentó ponerse en pie y no loconsiguió, pero entre los gritos y el estrépito del mobiliario percibió el distantesonido de unos pasos.

—¡La policía militar! —gritó alguien—. ¡Salgamos de aquí!La pelea se paró repentinamente y tuvo lugar una alocada rebatiña por llegar

a la parte trasera del bar. Se abrió la puerta principal y apareció un pelotón desoldados con capas negras. Macro tiró de Cato para que se levantara y lo empujóen dirección a la pequeña puerta trasera por la que se precipitaban los demáscamorristas. En medio de un torbellino de imágenes, Cato se encontró en la callecorriendo torpemente detrás de Macro. El centurión se separó del grupo principaly bajó serpenteando por un callejón. El ruido de la persecución ya se habíadesvanecido cuando Cato se dio cuenta de que le había perdido la pista a Macro.Se detuvo y se apoyó contra una pared de madera mientras trataba de recuperarel aliento. A su alrededor todo daba vueltas de forma mareante y estaba

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desesperado por vomitar, pero por su garganta no le subía nada más que bilis.—¡Macro! —llamó—. ¡Macro!A no mucha distancia alguien gritó y el sonido del zarandeo de las armaduras

se intensificó.—¡Mierda! ¿Qué he hecho?Una mano lo agarró del brazo y tiró de él hacia un lado, a través de una

puerta y en la oscuridad de un edificio. Algo le golpeó con fuerza en el estómagoy Cato cay ó de rodillas, con la respiración entrecortada. Fuera, los pasoscruj ieron sobre la nieve y luego se desvanecieron.

—Perdona —dijo Macro al tiempo que lo ayudaba a levantarse—. Peronecesitaba que te callaras un momento. No quería hacerte daño. ¿Estás bien?

—¡N-no! —respondió Cato jadeando—. ¡Tengo ganas de vomitar!—Déjalo para más tarde. Tenemos cosas mejores que hacer. Ven aquí.Empujó a Cato a través de una puerta y lo hizo entrar a una habitación

pequeña iluminada por una sola lámpara. Había dos mujeres sentadas en un parde camas de aspecto desastrado que sonrieron cuando Macro apareció en elvano.

—Cato, éstas son Broann y Deneb. Diles hola a las chicas.—Hola, chicas —masculló Cato—. ¿Quiénes son?—En realidad no lo sé. Acabo de conocerlas. Resulta que las chicas están

libres en este momento. Broann es mía. Tú te quedas con Deneb. Que te lo pasesbien.

Macro se acercó a Broann, que sonrió con una estudiada ternura, un efectoque la ausencia de varios de sus dientes delanteros estropeaba un poco. Con unguiño hacia Cato, Macro se retiró con Broann tras una cortina hecha j irones.

El optio se volvió a mirar a Deneb y vio a una mujer cuy o rostro estaba tancubierto de maquillaje que era imposible adivinar su edad. Unas pocas arrugasen las comisuras de los labios insinuaban una madurez que en años debía de sercasi el doble que la de su cliente. Ella sonrió, lo tomó de las manos y lo atrajohacia su cama. Mientras Cato se arrodillaba entre sus piernas, Deneb se llevó unamano a su holgada cástula[7] de seda y lo abrió a lo largo de todo el cuerpo,dejando al descubierto un par de pechos de pezones marrón oscuro y una rala ehirsuta maraña de vello pubiano. Cato la miró de arriba abajo un momento. Ellale hizo señas para que se acercara más. Cuando él se inclinó hacia sus labiospintados de púrpura, el vino le ganó la batalla y cayó de bruces, inconsciente.

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Capítulo IV

El general Plautio tenía un aspecto envejecido y muy cansado, reflexionóVespasiano mientras miraba a su comandante estampar su anillo de sello en unaserie de documentos que le había entregado un administrativo del cuartel. Elfuerte olor del humo que echaba el lacre le irritaba la nariz y Vespasiano sereclinó en su asiento. El hecho de que él y Plautio se reunieran a aquellas altashoras de una noche de invierno era algo típico del ejército romano. Mientras queotros ejércitos pasarían el invierno ablandándose en sus alojamientos, lossoldados de Roma se mantenían en forma haciendo ejercicio de forma habitualy sus oficiales se cercioraban de que se llevaran a cabo los detalladospreparativos para la reanudación de las operaciones en primavera.

La campaña anterior había terminado bastante bien. Las legiones de Plautiohabían desembarcado en una costa hostil y se habían abierto camino a la fuerzapor las tierras de los cantii, cruzando el Medway y el Támesis antes de tomarCamuloduno, la capital de la tribu de los catuvelanios, que estaban al frente de laconfederación que se oponía a Roma.

A pesar del considerable talento del comandante enemigo, Carataco, laslegiones habían aplastado a las fuerzas britanas en dos batallas tremendamentereñidas. Por desgracia Carataco no había caído en sus manos e incluso enaquellos momentos el jefe britano estaba haciendo sus propios preparativos paracontinuar oponiéndose al intento de Roma de añadir Britania a su vasto imperio.

A pesar de las duras condiciones del invierno en aquel clima norteño, Plautiohabía mantenido activa a su caballería y le había mandado realizar largasmarchas adentrándose en el corazón de la isla con órdenes estrictas de observary no entablar combate con el enemigo. No obstante, algunas patrullas se habíantopado con emboscadas de las que sólo unos pocos habían salido con vida parainformar de su suerte. Otras patrullas habían desaparecido por completo.Semejantes pérdidas eran un asunto de bastante gravedad para un ejército queya de por sí contaba con insuficiente caballería, pero la necesidad de obtenerinformación sobre Carataco y sus fuerzas era apremiante. Por lo que el generalPlautio y los miembros de su Estado May or pudieron descubrir, Carataco sehabía retirado al valle del Támesis con lo que quedaba de su ejército. Allí el reyde los catuvelanios había establecido una serie de pequeñas bases avanzadasdesde las cuales los destacamentos de cuadrigas y de caballería ligera realizabanincursiones en el territorio ocupado por los romanos. Interceptaron unas cuantascolumnas de suministros y se llevaron la comida y el equipo dejando atrásúnicamente los restos humeantes de las carretas y los cadáveres masacrados delas tropas de escolta. Los britanos habían conseguido incluso saquear un fuerteque vigilaba el paso por el Medway y quemar el pontón allí erigido.

Dichas incursiones tendrían un mínimo impacto en la capacidad de las

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legiones para emprender la campaña que se preparaba, pero habían levantado lamoral de los britanos, cosa que sí era motivo de preocupación en el cuartelgeneral. Muchas de las tribus que con tanto entusiasmo habían aceptado untratado con Roma el otoño anterior estaban enfriando entonces su relación. Ungran número de sus guerreros se había unido a Carataco, asqueados por laprontitud con la que sus líderes se habían sometido a Roma. En la primavera,Plautio y sus legiones iban a enfrentarse a un fresco ejército britano.

Su experiencia del año anterior le había enseñado a Carataco muchas cosassobre los puntos fuertes y débiles del ejército romano. Había sido testigo de laférrea dureza de las legiones y ya no volvería a lanzar a sus valientes guerrerosde cabeza contra una pared de escudos que no tenía ninguna posibilidad deromper. La táctica relámpago que estaba empleando entonces constituía unpreocupante indicio sobre la forma que tomaría el conflicto que se avecinaba.Puede que las legiones fueran las dueñas del campo de batalla, pero su lentitudles facilitaría las cosas a los britanos a la hora de circundarlas y eludirlas, yalegremente causar luego estragos en sus líneas de suministros. Los britanos yano iban a cometer la idiotez de quedarse quietos y combatir contra las legiones.En lugar de eso esquivarían todos los golpes e irían mermando los flancos y laretaguardia de las fuerzas romanas.

¿Cómo podían hacer frente las legiones a semejante táctica?, se preguntóVespasiano. Localizar con exactitud y destruir a Carataco y a sus hombres seríacomo tratar de hundir un corcho a martillazos. Sonrió con amargura ante aquelsímil; era una comparación demasiado exacta para que sirviera de consuelo.

—¡Ya está! —El general Plautio apretó su anillo sobre el último documento.El administrativo lo cogió rápidamente de la mesa y se lo metió debajo del brazocon todos los demás—. Prepáralos para que se envíen enseguida. El correo tieneque tomar el primer barco que salga con la marea de la mañana.

—Sí, señor. ¿Eso va a ser todo por esta noche, señor?—Sí. En cuanto estén listos los despachos, puedes mandar a tus ayudantes de

vuelta a los barracones.—Gracias, señor.El administrativo saludó y se apresuró a salir de la oficina antes de que el

general cambiara de opinión. La puerta se cerró y Plautio y el comandante de lasegunda legión se quedaron solos en la estancia.

—¿Vino? —ofreció Plautio.—Con mucho gusto, señor.El general Plautio se alzó de la silla con rigidez y estiró los brazos mientras se

acercaba a una jarra dorada colocada en un soporte sobre la delicada llama deuna lámpara de aceite. Unas finas volutas de vapor salieron en ondulaciones de lajarra cuando Plautio levantó el asa de madera y sirvió dos generosas raciones enunas copas de plata. Regresó a su escritorio y las puso allí encima, sonriendo con

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satisfacción mientras rodeaba su copa caliente con las manos.—No creo que alguna vez llegue a amar esta isla, Vespasiano. Es húmeda y

cenagosa la mayor parte del año, con veranos cortos y crudos inviernos. No esun clima apropiado para hombres civilizados. Por mucho que me guste la vidamilitar, preferiría estar en casa.

Vespasiano esbozó una sonrisa y asintió con un movimiento de cabeza.—No hay nada como estar en casa, señor.—Estoy decidido a hacer de ésta mi última campaña —continuó diciendo el

general con un tono más sombrío—. Me estoy haciendo demasiado viejo paraeste tipo de vida. Ya es hora de que una nueva generación de generales tome elrelevo. Lo único que yo quiero es retirarme a mi finca cerca de Pompey a ypasar el resto de mis días saboreando la vista de la bahía mirando a Capri.

Vespasiano dudaba que al Emperador Claudio le entusiasmara la idea deprescindir de los servicios de un general con tanta experiencia, pero calló paraque Plautio disfrutara de su ensueño.

—Por lo que dice parece un lugar tranquilo, señor.—¿Tranquilo? —El general frunció el ceño—. Ya ni siquiera estoy seguro de

saber lo que significa esa palabra. Llevo demasiado tiempo en la brecha. Paraser sincero, no estoy completamente seguro de si podría soportar estar retirado.Tal vez sólo sea este lugar. Apenas hace unos meses que estoy aquí y y a estoyharto. Y ése maldito Carataco no para de ponerme a prueba a cada paso. Deverdad que pensaba que lo habíamos vencido de una vez por todas en la últimabatalla.

Vespasiano movió la cabeza afirmativamente. Eso era lo que todos habíanpensado. Aunque el combate había estado a punto de perderse gracias a laestúpida táctica del Emperador, finalmente las legiones arrollaron y aplastaron alos guerreros nativos. Carataco, junto con los restos de sus mejores tropas, habíahuido del campo de batalla. En circunstancias normales los bárbaros habríanaceptado su derrota y habrían reclamado la paz. Pero esos malditos britanos no.A ellos les parecía mucho mejor seguir luchando, que los masacraran y quearrasaran sus tierras en vez de ser pragmáticos y llegar a un acuerdo con Roma.Los más hostiles de todos eran los Druidas.

Habían atrapado con vida a un puñado de ellos tras la última batalla y enaquellos momentos se hallaban retenidos en unos barracones especiales muyvigilados. Vespasiano se estremeció con repugnancia al recordar su visita a losDruidas.

Había cinco de ellos, ataviados con unas vestiduras oscuras y con unosamuletos hechos con cabellos retorcidos en las muñecas. Llevaban el pelo llenode nudos peinado hacia atrás y endurecido con cal; el hedor que éste desprendíaofendió el olfato del legado mientras los observaba con curiosidad desde el otrolado de los barrotes de madera. Todos ellos tenían una luna creciente tatuada en

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la frente. Uno de los Druidas se hallaba separado de los demás, un hombre alto ydelgado con un rostro demacrado y una larga barba blanca. Sorprendentemente,sus cejas eran un cúmulo de gruesos pelos negros bajo los que brillaban unos ojososcuros en unas hundidas cuencas. No habló en presencia de Vespasiano, selimitó a fulminar con la mirada al romano, con los brazos cruzados y los piesligeramente separados. Durante un rato Vespasiano se contentó con observar alos demás Druidas, que conversaban en un bajo y hosco tono de voz, antes devolver a dirigir la mirada hacia su líder, que seguía con los ojos clavados en él.Los delgados labios del druida se habían separado en una sonrisa, lo que revelóunos agudos dientes amarillos que daban la sensación de haber sido afilados. Unaáspera y seca risotada acalló a sus seguidores, que dejaron de rezongar y sevolvieron para mirar a Vespasiano.

Uno a uno se fueron sumando a esa risa socarrona. Vespasiano lo soportódurante un rato, luego se dio la vuelta furiosamente y se alejó del barracón.

Esos britanos eran unos idiotas pueriles, decidió Vespasiano al acordarse delcomportamiento de los líderes tribales que se habían presentado ante Claudiopara dar su palabra de buena voluntad tras la derrota de Carataco. Arrogantes yestúpidos, demasiado indulgentes y pagados de sí mismos. La vacuidad de suspalabras de amistad y a se estaba haciendo evidente y se iba a derramar muchamás sangre suy a, así como de las legiones, antes de que aquella isla fueraconquistada.

Un desperdicio inútil. Como siempre, los que más sufrirían serían los nativosque se hallaban en lo más bajo de aquella sociedad bárbara. Vespasiano dudabaque les afectara demasiado que la clase guerrera que los gobernaba fueraerradicada y sustituida por Roma. Lo único que querían era una cosecha decenteque les permitiera pasar el próximo invierno. Ése era el límite de su ambición, ymientras sus caciques se resistían a Roma, su precaria existencia quedaríamaltrecha por la oleada de guerra que se extendía por el lugar. Vespasiano, queprovenía de una familia elevada a la aristocracia desde hacía muy poco tiempo,era consciente de la realidad de aquellos que vivían allí donde a los ricos ypoderosos no les alcanzaba la vista, y le costaba muy poco identificarse con sudifícil situación. No es que eso le sirviera de mucho; lo consideraba como unaprueba más de su poca idoneidad para la posición social que ocupaba. Envidiabacalladamente la automática asunción de superioridad tan manifiesta en la actitudy comportamiento de aquellos que descendían de las antiguas familias de laaristocracia.

Sin embargo, eran aquellas mismas cualidades las que casi habían tenidocomo consecuencia la destrucción de Claudio y de su ejército. Más que tomarnota de la habilidad con la que Carataco había resistido a Roma hasta entonces, elEmperador había considerado al comandante britano poco más que un salvaje,con unos conocimientos sobre táctica de lo más rudimentarios y ninguno sobre

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estrategia. Tan lamentable menosprecio por su enemigo había resultado ser casifatal. Si Carataco hubiese estado al mando de un ejército más disciplinado, seríaotro el Emperador que estaría gobernando Roma entonces.

Quizás el mundo estaría mejor sin aquellos aristócratas que se pasaban la vidaacicalándose, pensó Vespasiano, y rápidamente descartó la idea pordescabellada.

Como había conocido las limitaciones de lanzar un ejército falto deentrenamiento contra las disciplinadas tropas de las legiones, Carataco habíareorganizado sus fuerzas en pequeñas columnas volantes con órdenes estrictas deconformarse con pequeñas victorias obtenidas al más bajo precio posible. De esemodo tal vez Roma se convenciera de que los britanos eran demasiadoproblemáticos para ocuparse de ellos y abandonara la isla. Pero Carataco nocontaba con la tenacidad de las legiones. No importaba el tiempo que tardaran,no importaba las vidas que costara, Britania sería incorporada al Imperio porqueel Emperador así lo había ordenado. Ésa era la simple realidad de las cosas,Mientras Claudio viviera.

Plautio volvió a llenarse la copa y se quedó mirando el vino condimentadocon especias.

—Debemos ocuparnos de Carataco. La cuestión es, ¿cómo? Él no searriesgará a otra batalla campal, no importa cuántos hombres más hayareclutado. Y nosotros no podemos rodearlo y adentrarnos en el corazón de la isla.Nos habría chupado la sangre antes de que terminara la próxima campaña.Debemos acabar con Carataco para poder establecer la provincia. Ése es nuestroobjetivo inmediato. —Plautio levantó la vista y Vespasiano movió la cabeza enseñal de asentimiento.

El general cogió un gran rollo de vitela que había a un lado del escritorio ydesplegó cuidadosamente el mapa entre el legado y él. Muchas de lasanotaciones hechas con tinta negra eran recientes, puesto que se habían idoañadiendo a lo largo del invierno a medida que las patrullas de caballeríasuministraban cada vez más información sobre la disposición del terreno.Vespasiano quedó impresionado por lo detallado del mapa, y así lo expresó.

—Es bueno, ¿verdad? —inquirió el general con una sonrisa de satisfacción—.Se están preparando unas copias para ti y los demás legados. Espero quenotifiques enseguida a mi cuartel general cualquier detalle significativo adicionalcon que te encuentres.

—Sí, señor —dijo Vespasiano antes de caer en la cuenta de todas lasimplicaciones de aquella orden—. Entiendo que la segunda actuaráindependientemente del resto del ejército una vez hay amos vuelto a cruzar elTámesis, ¿no?

—Claro. Por eso voy a hacer que te pongas en marcha lo antes posible.Quiero que tú y tu legión estéis en posición para caer sobre Carataco en cuanto

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empiece la campaña.—¿Cuáles son las órdenes?El general Plautio sonrió de nuevo.—Creí que agradecerías la oportunidad de demostrarme de lo que sois

capaces tú y tus hombres. Muy bien, me gusta ver que tienes interés. —Con undedo señaló al sur del estuario del Támesis—. Calleva[8]. Permaneceréis allíhasta la primavera. He asignado a tus órdenes a algunos elementos de la flota delcanal. Se unirán a vosotros a principios de verano. Los utilizarás para no quedartesin suministros durante la campaña y para rastrear el río y dejarlo libre deenemigos. Y mientras tú le impides a Carataco el paso hacia la parte sur de laisla, yo lo obligaré a salir del valle del Támesis y a dirigirse al norte del río. Afinales de año deberíamos haber hecho avanzar el frente y formado una líneaque se extienda desde la costa oeste hasta los pantanosos terrenos de los Iceni.Para tal fin llevaré a la decimocuarta, novena y vigésima legiones al norte delTámesis y avanzaré por el valle. La may oría de las columnas asaltantes hanvenido por esa dirección. Mientras tanto, tú volverás a cruzar el río con lasegunda y subirás siguiendo la orilla sur. Tienes que fortificar todos los puentesque encuentres a tu paso. Eso significará penetrar en el territorio de losdurotriges[9], pero de todas formas íbamos a tener que enfrentarnos a ellos enalgún momento. Los informes de los servicios de inteligencia dicen que poseenunos cuantos poblados fortificados, algunos de los cuales tendrás que tomar, ytomarlos rápidamente. ¿Crees que podrás hacerlo?

Vespasiano consideró las posibilidades.—No debería acarrear muchos problemas, siempre que disponga de

suficiente artillería. Más de la que tengo ahora.Plautio sonrió.—Es lo que dicen todos mis legados.—Puede ser, señor. Pero si quiere que tome esos fuertes y vigile los vados del

Támesis, me hace falta maquinaria de guerra.Plautio asintió con un movimiento de la cabeza.—De acuerdo. Queda anotada tu petición. Veré lo que puedo hacer. Ahora

volvamos al plan. El objetivo es cercar a Carataco poco a poco de modo que sevea obligado a presentar batalla o a ir replegándose continuamente, alejándosede nuestras líneas de suministros y del territorio que y a tenemos ocupado. Alfinal se quedará sin terreno y no tendrá más remedio que enfrentarse a nosotroso rendirse. ¿Alguna pregunta?

Vespasiano examinó el mapa, proyectando en él los movimientos que elgeneral acababa de describir. Desde el punto de vista estratégico el plan parecíasensato, si bien era cierto que ambicioso, pero la perspectiva de dividir el ejércitoera preocupante, especialmente cuando no disponían y a de información precisasobre el número de hombres del reformado ejército de Carataco. No existían

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garantías de que Carataco no volviera a operaciones más convencionales paraenfrentarse a una legión aislada. Si tenía que evitarse que Carataco cruzara elTámesis sin que lo vieran tendría que haber un contingente listo para impedirle elacceso a cualquier lugar por el que pudiera hacerlo, y esa misión le habíacorrespondido a la segunda legión. Vespasiano levantó la vista del mapa.

—¿Por qué nosotros, señor? ¿Por qué la segunda?El general Plautio se lo quedó mirando fijamente un momento antes de

responder:—No tengo que darte mis motivos, legado. Sólo mis órdenes.—Sí, señor.—Pero, ¿preferirías que lo hiciera?Vespasiano no dijo nada, quería dar la correcta impresión de

imperturbabilidad marcial, aún cuando su curiosidad requería una respuesta. Seencogió de hombros.

—Entiendo. Pues bien, legado, mañana por la mañana se te entregarán lasórdenes escritas en tu cuartel general. Si el día es despejado supongo que querrássalir pronto.

—Sí, señor.—Bien. Bueno, terminémonos el vino. —Plautio llenó ambas copas y alzó la

suya para brindar—. ¡Por un rápido final de la campaña y un bien merecidopermiso en Roma!

Bebieron unos sorbos del vino tibio. Plautio dirigió una sonrisa burlona a susubordinado.

—Imagino que estás ansioso por volver con tu mujer.—Estoy impaciente —contestó Vespasiano en voz baja, consciente de la

emoción que le causaba cualquier mención de su esposa. Trató de apartar laatención del general de su persona—. Supongo que usted estará igual deimpaciente por volver con los suy os.

—¡Ah! Ahí tengo ventaja sobre ti. —Los ojos de Plautio brillaron conpicardía.

—¿Señor?—Yo no tengo que volver a Roma para verlos. Han emprendido el viaje para

reunirse conmigo. En realidad tendrían que llegar cualquier día de éstos…

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Capítulo V

El suelo estaba cubierto de una dura capa de hielo cuando la segunda legiónatravesó las puertas del extenso campamento. El revuelto barrizal que se habíaformado al otro lado de los terraplenes de turba durante los lluviosos meses deprincipios de invierno estaba duro como una piedra, congelado, y en esemomento debajo de una espesa capa de nieve que se había convertido en hielo alpaso de los legionarios. Los tocones de los árboles caídos brillaban bajo sucentelleante abrigo de escarcha y bordeaban la ruta que salía del campamento yse dirigía hacia el oeste y el distante Támesis. Por encima de la línea delhorizonte, que se recortaba nítidamente detrás de la legión, el sol brillaba en uncielo de ese azul intenso que sólo se da en un despejado día de invierno.

El aire era tan frío que una respiración profunda provocaba tos a algunossoldados mientras partían cargados con todo el equipo. La nieve cruj ía y el hielose resquebrajaba debajo de sus botas con clavos. En la retaguardia de lacolumna, los que avanzaban con paso menos firme patinaban y se esforzaban pormantener el equilibrio mientras seguían a la densa concentración de legionarios.Al frente, a lo lejos, los exploradores de la caballería se abrieron en abanico yavanzaron al trote por el ondulante paisaje albo levantando pequeñas rociadas defulgurante nieve a su paso. Los caballos, vigorizados por el cortante aire y laperspectiva del ejercicio, se mostraban impacientes y juguetones. Las nubecillasde humeante hálito flotaban hasta desaparecer a lo largo de las columnas dehombres y bestias mientras éstos seguían las bien definidas sombras que seinclinaban sobre la nieve por delante de ellos.

Para Cato, el hecho de estar vivo en un momento como aquél suponía unplacer inefable. Tras los largos meses enclaustrado en el enorme campamentocon las demás legiones, disponiendo tan sólo de las cortas patrullas, la instrucciónrepetitiva y el adiestramiento en el manejo de las armas para disipar elaburrimiento de la rutina diaria, la marcha de ese día suponía una liberación.Recorrió el paisaje con los ojos, empapándose de la agreste belleza de lacampiña britana en las postrimerías del invierno. Con la capa bien ajustadaalrededor de su cuerpo y unos mitones de lana en las manos, el paso regular de lamarcha enseguida lo hizo entrar en calor. Incluso los pies, que le habían dolidomuchísimo mientras la legión se reunía al alba, los sintió relajados después delprimer kilómetro y medio de camino. Su buen humor únicamente se veía unpoco empañado por la hosca expresión en el rostro de su centurión, quemarchaba a su lado a la cabeza de la sexta centuria de la cuarta cohorte. Macroya echaba de menos las tabernas y los antros de perdición de Camuloduno.

El sentimiento era mutuo. De golpe y porrazo, casi una cuarta parte de laclientela que frecuentaba dichos establecimientos se había ido. Los empresariosque habían acudido en tropel a la ciudad desde los puertos de la Galia pronto

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empezarían a volver poco a poco al continente en cuanto el resto del ejércitoiniciara los preparativos para reanudar la guerra contra Carataco y sus aliados. Elabatimiento de Macro no estaba provocado del todo por la renuncia a los placeresque ofrecían los proveedores de bebidas alcohólicas y de mujeres. No se habíaseparado de Boadicea de una manera muy cordial.

Después de la noche en que Boadicea y Nessa habían eludido a Prasutago, losfamiliares de las muchachas habían decidido restringir cualquier otro encuentrocon soldados romanos.

Boadicea y Macro sólo habían podido verse una vez más, y por muy pocotiempo. Un rápido achuchón en la parte trasera de un establo mientras los ponis yel ganado los miraban con curiosidad, masticando su comida de invierno. Macrohabía intentado aprovecharlo al máximo, demasiado para el gusto de la doncellaIceni. Cuando notó que los dedos del centurión se comportaban de una formabastante más íntima de lo que ella hubiera preferido, Boadicea se zafó de élretorciéndose, volvió a echarse sobre la paja y le propinó un bofetón.

—¿Y esto a qué demonios viene? —preguntó un asustado Macro.—¿Qué clase de chica te crees que soy? —espetó ella—. ¡No soy una puta

barata!—Nunca he dicho que lo fueras. Sólo trataba de sacar el mejor provecho

posible de la situación. Creí que tú también tenías ganas.—¿Que tenía ganas? ¿Qué clase de invitación es ésa?Macro se encogió de hombros.—Lo hago lo mejor que puedo.—Ya veo. —Boadicea lo fulminó con la mirada un momento y Macro se

apartó de ella, enfurruñado y malhumorado. Boadicea se ablandó, alargó lamano y le acarició la mejilla—. Lo lamento, Macro. Es que no creo que puedacon todos estos animales mirando. Es demasiado público para mi gusto. No esque no quiera, pero me imaginaba algo un poco más cariñoso.

—¿Y qué diablos tiene de poco cariñoso un establo? —refunfuñó Macro.Y en aquel momento fue cuando las cosas se enfriaron repentinamente. Sin

decir una palabra más, Boadicea se arregló la túnica y la capa a toda prisa,volviendo a esconder sus pechos. Con una última mirada llena de enojo haciaMacro, se puso de pie y abandonó el establo como un vendaval. Él estaba furiosode que lo hubiese dejado de aquella manera y se negó, por una cuestión deprincipios, a salir corriendo tras ella. Ahora lo lamentaba tremendamente. Antesde que Camuloduno desapareciera de la vista, cuando el camino descendía por ellado más alejado de una colina baja, Macro lanzó una compungida mirada haciaatrás. Ella estaba allí, en algún lugar entre los tejados de paja cubiertos de nieveque se extendían bajo la alargada y baja nube de humo de leña. Albergaba unossentimientos tan profundos por aquella batalladora mujer nativa que la sangre leardía de deseo a la más mínima evocación de su proximidad física. Se maldijo a

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sí mismo por ser un tonto enamoradizo, apartó la mirada de la ciudad y la dirigiópor encima de los brillantes cascos de su centuria hasta posarla en su optio.

—¿Por qué demonios sonríes?—¿Sonreír? Yo no sonreía, señor.Por las filas de la segunda legión corrían innumerables conjeturas sobre su

misión. Algunos soldados se preguntaban incluso si iban a retirar la legión de laisla ya que Carataco se había llevado una buena paliza. Los legionarios con másexperiencia gruñían su desprecio por semejantes rumores; los ataques a pequeñaescala con que los britanos habían acosado a las fuerzas romanas desde el otoñodemostraban que los nativos aún no estaban vencidos. Los veteranos conocíanmuy bien la naturaleza de la campaña que les esperaba: un salvaje y agotadorperíodo de avance y consolidación frente a un enemigo astuto que estaba muyfamiliarizado con el terreno que pisaba y que sólo saldría al descubierto paracombatir cuando gozara de una ventaja absoluta. Nunca estarían libres de laamenaza de un ataque. Era muy probable que los legionarios condenados a moriren aquella campaña nunca oyeran la flecha que les mataría, que no llegaran aver la lanza arrojada, o la daga clavada por la espalda mientras patrullaban suslíneas de piquetes. El enemigo no iba a ser otra cosa que sombras rodeando laslentas y pesadas legiones, pocas veces lo verían, pero continuamente notarían supresencia. Esa manera de guerrear era mucho más difícil que una dura marchay una batalla a la desesperada. Requería una tenacidad que sólo poseían laslegiones. La posibilidad de varios años de campaña por los páramos neblinosos deBritania amargaba el pensamiento de los veteranos mientras la segunda legiónmarchaba hacia su nueva base de operaciones.

El clima glacial del mes de marzo no se suavizó durante dos días, pero al finlos cielos permanecieron despejados. Al término de cada día, Vespasiano seempeñaba en la construcción de un « campamento de marcha frente alenemigo» , lo cual conllevaba la excavación de una zanja exterior de más de tresmetros y medio de profundidad y un terraplén interior de tierra, de tres metros,que rodearan la legión y su tren de bagaje. Al finalizar la marcha diaria, loscansados legionarios tenían que trabajar sin descanso hasta bien caída la nochepara romper el suelo helado con sus herramientas de atrincheramiento.Únicamente cuando completaban las defensas, los soldados, acurrucados bajosus capas, podían hacer cola para obtener su humeante ración de gachas decebada y carne de cerdo salada. Después, tras haber llenado el estómago yentrado en calor junto al resplandor de las hogueras del campamento, lossoldados se deslizaban al interior de sus tiendas de piel de cabra y se enroscabanbajo tantas capas de ropa como tuvieran. Volvían a salir a la pálida luz azuladadel amanecer para enfrentarse a un mundo cubierto de un hielo que centelleabaa lo largo de los faldones y las cuerdas tensoras de las tiendas. Los hombresintentaban contrarrestar el crudo frío de aquellas mañanas invernales doblándose

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sobre sí mismos hasta que sus oficiales los empujaban a volver a la vida conórdenes de desmontar las tiendas y prepararse para la marcha diaria.

Al tercer día el inconstante clima de la isla se volvió más benigno y poco apoco el espeso y blanco manto de nieve empezó a desaparecer del paisaje. Entanto que los legionarios agradecieron el calor del sol, el agua del hielo derretidorápidamente convirtió el camino en una pegajosa ciénaga que succionaba lasruedas de la carreta y los pies calzados con botas de la infantería. Fue con ciertoalivio que descendieron por la suave inclinación del valle del Támesis en elcuarto día, y divisaron los terraplenes de la enorme base del ejército construidael verano anterior, cuando por primera vez las legiones se habían abierto caminoa la fuerza hasta el otro lado del enorme río. En aquellos momentos la base sehallaba guarnecida por cuatro cohortes de tropas auxiliares bátavas. La infanteríabátava se había quedado en la base mientras los escuadrones de caballeríapatrullaban por el valle, tratando de localizar y ahuyentar a cualquiera de losgrupos de asalto de Carataco con los que pudieran toparse. En el interior de labase los suministros se habían ido almacenando durante todo el invierno, puestoque las embarcaciones procedentes de la Galia siguieron cruzando el canal haciaRutupiae siempre que el tiempo lo permitía. Desde allí, unas barcazas maspequeñas transportaban las provisiones subiendo por el estuario del Támesis hastala base que se extendía a ambas orillas del río. El eslabón final en la cadena desuministros lo constituían unas pequeñas columnas de carros que se abríancamino bajo una intensa vigilancia hacia los fuertes de avanzada, guarnecidospor reducidos destacamentos de tropas auxiliares.

Dicha línea de defensa había sido establecida por el general Plautio paramantener a ray a a Carataco. Había resultado ser un intento vano. Confrecuencia, pequeños grupos de tropas enemigas lograban pasar sin ser vistos, acubierto de la oscuridad, para hostigar las líneas de suministro romanas y causarestragos entre las tribus que se habían pasado al bando de los invasores. De vez encuando intentaban un ataque más temerario y en un puñado de puestos deavanzada sus pequeñas guarniciones fueron víctimas de una masacre. Apenaspasaba un solo día sin que alguna distante mancha en el despejado cielo deinvierno señalara que una columna de suministros, una aldea nativa o un puestode avanzada romano habían sido atacados. Los comandantes de las cohortesauxiliares encargadas de defender la zona no podían hacer otra cosa que mirardesesperados la prueba de su fracaso por no haber podido contener a Carataco ya sus hombres. Hasta que no llegara la primavera y mejorara el tiempo no sepodría lanzar una vez más el lento peso de las legiones romanas contra losbritanos.

La llegada de la segunda legión al campamento del Támesis sólo lesproporcionó un breve respiro de la paliza diaria que suponía construir uncampamento de marcha. Al día siguiente, el legado dio la orden de cruzar el

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puente hacia la orilla sur.Fue entonces cuando los soldados dotados de una mentalidad más estratégica

empezaron a comprender cuál sería el papel de la legión en la campaña que sepreparaba. Una vez cruzado el río, la legión viró hacia el oeste y avanzó ríoarriba durante más de dos días siguiendo un camino que los ingenieros habíanrecubierto de un modo rudimentario con una mezcla de troncos de árbol y ramasgruesas. Luego el sendero torcía hacia el sur, y a primera hora de la tarde deltercer día la legión llegó al abrigo de una larga colina. Era desde allí que lasegunda legión lanzaría su ofensiva sobre el territorio de los durotriges cuandoempezara la campaña.

En tanto que el tren de bagaje y los carros de la maquinaria de guerramaniobraban trabajosamente para subir por la embarrada ladera, el cuerpoprincipal de la legión realizó la marcha de ascenso hasta la extensa cima de lacolina. Se dio la orden de dejar las mochilas y empezar a cavar las trincheras.

Mientras los soldados de la sexta centuria emprendían la tarea en su secciónde la zanja defensiva, el centurión Macro miró hacia el sur.

—¡Ven aquí, Cato! ¿Allí no hay una especie de ciudad?Su optio se unió a él y dirigió la mirada allí donde el otro señalaba con el

dedo. A varios kilómetros de distancia unas finas estelas de humo se elevaban enremolinos, apenas visibles en la densa penumbra de la caída de la tarde invernal.Tal vez la luz lo engañara, pero Cato creyó ver las débiles líneas de unasentamiento nativo, de considerable tamaño.

—Supongo que será Calleva, señor.—¿Calleva? ¿Sabes algo de ese lugar?—Estuve hablando con un mercader en Camuloduno, señor. Trabaja como

socio en un establecimiento comercial situado en la costa sur. Suministra vino ycerámica a los atrebates. Ahora nos encontramos en su territorio. Calleva es sucapital tribal, señor. El único lugar un poco grande, según el mercader.

—¿Y qué estaba haciendo en Camuloduno?—Buscaba una oportunidad para expandir su negocio. Igual que el resto de su

gremio.—¿Te contó algo útil sobre nuestros amigos de ahí?—¿Útil, señor?—Cosas como si son leales, cómo se comportan en combate. Así de útil.—Entiendo. Sólo me dijo que tanto a él como a los demás comerciantes los

atrebates les parecían una gente muy amistosa. Y ahora que el general hareinstaurado a Verica[10] en su trono, tendrían que ser fieles a Roma.

Macro dio un resoplido de desdén.—Cuando las ranas críen pelo.

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Capítulo VI

Se pasaron todo el día siguiente reforzando las fortificaciones del campamentoprincipal de la legión y construyendo toda una serie de puestos de avanzada alnorte, dominando el Támesis, y al oeste, para protegerse de las incursiones porparte de los durotriges. La mañana siguiente a su llegada, un grupo de j inetes queprovenía de la dirección en la que se encontraba Calleva se aproximó alcampamento. Al instante se convocó a la cohorte de guardia en las defensas, y sehizo llegar al legado la noticia de los j inetes. Vespasiano acudió a toda prisa a latorre de guardia y, con la respiración agitada después de trepar por la escalera,dirigió la mirada ladera abajo. La pequeña columna de j inetes trotaba con todatranquilidad hacia la puerta y justo detrás de la cabeza de la columna ondeabanun par de estandartes, en uno de ellos aparecía la serpiente britana y el otrollevaba la insignia de un destacamento de vexilarios[11] romanos de la vigésimalegión.

Un cruj ido en la escalera anunció la llegada del tribuno superior de la legión.Hacía poco que Cayo Plinio había sido designado para el cargo en sustitución deLucio Vitelio, que en aquellos momentos y a se encontraba de camino a Roma yhacia una brillante carrera como favorito del Emperador.

—¿Quién es, señor?—Verica, me imagino.—¿Y los nuestros?—Su guardia personal. El general Plautio mandó a una cohorte de la vigésima

para dar más peso a Verica cuando reclamara el trono. —Vespasiano sonrió—.Por si acaso los atrebates decidían que serían más felices sin su nuevogobernante. Será mejor que veamos lo que quieren.

El portón de madera toscamente tallada se abrió hacia dentro para dejarentrar a los j inetes. A un lado del revuelto sendero, en el suelo enfangado, unacenturia reunida a toda prisa se alineó para dar la bienvenida a los invitados. A lacabeza de la columna iba un individuo alto de largos y sueltos cabellos canos.Verica había sido un hombre impresionante en su juventud, pero la edad y losaños de preocupación en el exilio lo habían convertido en una débil y encorvadafigura que desmontó cansinamente de su caballo para saludar a Vespasiano.

—¡Bienvenido, señor! —saludó Vespasiano y, tras una ligerísima vacilación,Plinio siguió el ejemplo de su legado, tragándose su aversión a semejantedeferencia hacia un mero nativo, aunque soberano de su pueblo. Verica caminócon rigidez hacia el legado y estrechó el antebrazo tendido hacia él.

—¡Saludos, legado! Confío en que el invierno os haya tratado bien a tushombres y a ti.

—No ha acabado del todo con nosotros. —Vespasiano señaló con un gesto dela cabeza el barro resbaladizo que tenían en torno a ellos.

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—¡Va con la hierba! —Verica sonrió, satisfecho con su chiste. Luego sevolvió hacia los j inetes, cuyas nerviosas bestias se movían impacientes yresoplaban en aquel entorno desconocido—. ¡Centurión! Si eres tan amable, dilesa los soldados que desmonten. Luego reúnete con nosotros, por favor.

Un oficial romano que estaba junto al portaestandarte de los vexilarios saludóy dio la orden rápidamente.

Vespasiano se volvió hacia su tribuno superior.—Plinio, asegúrate de que les den alguna cosa para que entren en calor.—Sí, señor.—Gracias, legado —dijo Verica con una sonrisa—. Yo también agradecería

un trago. Creo recordar que le tomé cierto cariño a un vino de Falerno que teníasla última vez que nos vimos.

—Por supuesto, señor. Todavía me queda un poco. —Vespasiano se obligó asonreír.

En sus almacenes privados sólo quedaba una exigua cantidad de aquelexcelente añejo, y le molestaba tener que compartirlo. Pero las órdenes delgeneral Plautio habían sido explícitas: tenían que esforzarse al máximo paraseguir en perfectas relaciones con los aliados que Roma se había ganado entre lastribus de aquella isla. La invasión tenía tantas posibilidades de éxito como defracaso debido a la mezquindad de Roma a la hora de asignar tropas para dichatarea. Plautio no se atrevía a avanzar sin estar seguro de que las tribus leales aRoma le guardaban los flancos. De manera que todo soldado de su ejército, sintener en cuenta su rango, tenía que comportarse con la mayor de las cortesíascon las tribus aliadas de Roma o sufrir la ira del general. Eso incluía tener queofrecerles vino de Falerno a personas que juzgaban una bebida puramente por sucapacidad de embriagar.

—Supongo que ya conoces al centurión Publio Polio Albino, ¿no? —Vericaalzó la mano para señalar al oficial que se acercaba a ellos a grandes zancadas.El centurión dirigió un rápido saludo al legado y se cuadró al lado del rey.

—Centurión. —Vespasiano lo saludó con la cabeza antes de volverse de nuevohacia su invitado—. Albino es uno de nuestros mejores soldados. Confío en que leesté proporcionando un buen servicio.

—No me puedo quejar.Vespasiano miró a Albino, pero la expresión del centurión no se inmutó ante

el poco menos que exagerado elogio, justificando así que el general lo hubieseseleccionado a él para una misión que requería un alto grado de diplomacia ytolerancia.

—¿Cómo va el entrenamiento de sus hombres, señor?—Bastante bien. —Verica se encogió de hombros; era evidente que no le

preocupaban excesivamente los esfuerzos de Roma para dotar a su régimen deun eje central estable—. Soy demasiado viejo para que me interesen demasiado

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los asuntos militares. Pero yo diría que el centurión Albino está haciendo un buentrabajo. Tomando en cuenta la calidad del personal que os proporcionan losatrebates, no deberíais tener muchos problemas en crear un cuerpo de soldadoseficaz que imponga mi voluntad, ¿eh, centurión?

—No tengo motivos de queja, señor. —Vespasiano le lanzó una mirada deadvertencia, pero el centurión dirigía su vista al frente, impertérrito.

—Sí, bueno, creo que podríamos retirarnos a la más cálida comodidad de mistiendas. Si sois tan amables de seguirme.

Sentados alrededor de un brasero de bronce, con un leño recién puesto quecrepitaba en las brasas, Vespasiano y sus dos invitados tomaban vino a sorbos encopas de plata y se empapaban del calor. En torno a ellos, los terrones de barroensuciaban el magnífico estampado de las alfombras tej idas que habíaesparcidas sobre los paneles de madera del suelo, y Vespasiano maldijo en sufuero interno la necesidad de ser tan absolutamente fiel a las órdenes de sucomandante con respecto a la hospitalidad hacia los nativos.

—¿Cómo está el general Plautio? —preguntó Verica al tiempo que seinclinaba para acercarse al brasero.

—Está bien, señor. Os manda afectuosos recuerdos y confía en que gocéis debuena salud.

—¡Oh, estoy seguro de que está muy preocupado por ello! —Verica soltó unarisita—. No sería muy amable por mi parte el morirme ahora. Los atrebates noderramaron ni una sola lágrima cuando Carataco me echó a patadas, y no sepuede decir que acogieran mi retorno, acompañado de guardaespaldas romanos,con afecto. Quienquiera que me suceda haría mejor afirmando su lealtad aCarataco en lugar de a vuestro Emperador Claudio si es que quiere ganarse elcorazón de su pueblo.

—¿De verdad los atrebates estarían dispuestos a arriesgarse a las terriblesconsecuencias de permitir que un hombre como ése reclame su trono?

—Mi trono es mío porque lo dice vuestro Emperador —fue la quedarespuesta.

Vespasiano creyó detectar un dejo de amargura en el tono del anciano. SiVerica fuese más joven, eso le hubiera causado cierta preocupación al legado.Pero su avanzada edad parecía haber generado un deseo por la paz y sofocado laardiente ambición que había acicateado los brillantes logros de juventud deVerica. El rey britano dio un sorbo a su vino antes de seguir hablando.

—Roma seguirá estando en paz con los atrebates siempre y cuando elcenturión Albino y sus hombres estén aquí para cerciorarse de que se respeta lapalabra del Emperador. Pero con Carataco por ahí suelto y escabulléndose entrevuestras legiones para castigar a las tribus cuy os líderes se han pasado al bandode los romanos, es comprensible que algunos entre mi gente puedan poner enduda mi lealtad hacia Roma.

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—Por supuesto que lo comprendo, señor. Pero sin duda usted puede hacerlesentender que las legiones terminarán aplastando a Carataco. No puede ser de otromodo. Estoy seguro de ello.

—¿Ah, sí? —Verica alzó las cejas y movió la cabeza burlonamente—. En estavida no hay nada seguro, legado. Nada. Y tal vez la derrota de Carataco sea delas cosas menos seguras.

—Muy pronto será derrotado.—Pues encárgate de que así sea, de lo contrario no puedo responder de la

lealtad de mi gente. Especialmente con esos malditos Druidas revolviendo lascosas.

—¿Los Druidas?Verica asintió con la cabeza.—Ha habido unos cuantos ataques a pequeñas aldeas y establecimientos

comerciales en la costa. Al principio pensamos que podría tratarse de unapequeña banda de los durotriges. Hasta que nos llegó un informe más detallado,claro está. Al parecer dichos asaltantes no se contentaron con robar y masacrarun poco. No dejaron nada. Ni un solo hombre, mujer o niño. Ni siquiera elganado. Les prendieron fuego a todas las casas, a todas las chozas, sin importar lohumildes que fueran. Y lo peor aún estaba por venir. —Verica hizo una pausapara tomar otro trago de su vino y Vespasiano observó que la mano que sosteníala copa temblaba. Verica apuró el vaso y rápidamente le hizo un gesto a Albinopara que lo volviera a llenar. Le hizo un gesto con la cabeza sólo cuando el vinotinto había llegado casi al borde.

—Será mejor que se lo cuentes tú, Albino. Después de todo estabas allí. Tú loviste.

—Sí, señor.Vespasiano desvió su atención hacia el centurión, un hombre curtido y lleno

de cicatrices con una carrera bastante larga. Albino era delgado, pero lamusculatura de sus antebrazos era claramente definida. Tenía aspecto de ser unapersona que no se asustaba fácilmente y hablaba con el tono brusco y monótonode un profesional avezado.

—Cuando la noticia de los primeros ataques llegó a Calleva, el rey aquípresente me mandó a investigar con una centuria.

—¿Sólo con una centuria? —Vespasiano estaba horrorizado—. No esprecisamente la clase de cautela que fomenta el ejército, centurión.

—No, señor —replicó Albino con una ligera inclinación de la cabeza dirigidaa Verica, que estaba ocupado tomando otro largo trago del vino de Falerno dellegado—. Pero creí que era mejor que el resto de la cohorte se quedara paraproteger los intereses del rey.

—Bueno, sí, claro. Continúa.—Sí, señor. A dos días de marcha de Calleva encontramos los restos de una

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aldea, Reconocí el terreno a conciencia antes de acercarnos. Era tal como hadicho el rey Verica, no quedaba nada con vida, ni un solo edificio en pie. Sólo queno encontramos más que un puñado de cadáveres, todos ellos de hombres, señor.

—Debieron de hacer prisioneros a los demás.—Eso es lo que pensé, señor. Había un poco de nieve en el suelo y pudimos

seguirles el rastro fácilmente. —Albino hizo una pausa para mirar directamenteal legado—. No tenía intención de cometer ninguna estupidez, señor. Sólo queríaver de dónde habían venido y luego regresar para informar.

—Está bien.—Así pues seguimos las huellas durante otro día más hasta que justo antes de

anochecer divisamos un poco de humo que se alzaba al otro lado de una pequeñacresta. Pensé que tal vez se tratara de otro pueblo que estaba siendo saqueado.Subimos lentamente por la ladera, en silencio, y luego ordené a los hombres quese quedaran atrás mientras y o seguía adelante solo. Al principio oí gritos demujeres y niños, luego pude escuchar el sonido del mismísimo fuego a nodemasiada distancia al otro lado de la cima de la colina. Ya estaba bien entrado elanochecer cuando hube avanzado lo suficiente para ver lo que ocurría. —Sedetuvo, no del todo seguro de cómo continuar bajo el escrutinio de su superior, yle echó una rápida mirada a Verica, que había dejado de beber y observaba alcenturión con una temerosa expresión en el rostro, aún cuando y a había oído lahistoria.

—¡Bueno, suéltalo y a, hombre! —ordenó Vespasiano, que no estaba dehumor para dramatismos.

—Sí, señor. Los Druidas habían construido un enorme hombre de mimbre,hecho con flexibles tallos retorcidos y ramas entrelazadas. Era hueco y habíanllevado a su interior a las mujeres y los niños. Cuando vi lo que estaba ocurriendoy a estaba completamente en llamas. Algunas de las personas que estaban dentroaún gritaban. Aunque no por mucho tiempo… —Frunció los labios y bajó lamirada un momento—. Los Druidas se quedaron mirando un rato más, luegomontaron, se alejaron al galope y se perdieron en la noche. Llevaban unastúnicas negras, como si fueran sombras. De modo que me reuní con mishombres y volví directamente a Calleva para informar.

—Esos Druidas. ¿Dices que iban vestidos de negro?—Sí, señor.—¿Portaban algún otro rasgo distintivo, alguna insignia?—Estaba oscureciendo, señor.—Pero había fuego.—Lo sé, señor. Lo estaba mirando…—Está bien. —Vespasiano podía comprenderlo, pero era decepcionante que

un centurión veterano pudiera desviar la atención de los detalles importantes contanta facilidad. Se volvió hacia Verica—. He leído cosas sobre los sacrificios

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humanos de los Druidas, pero en este caso debe de tratarse de algo más. ¿Unamuestra del destino que les espera a aquellos que se pongan de parte de Roma,quizá?

—Quizá —Verica asintió con la cabeza—. Casi todas las sectas Druidas se hanpasado al bando de Carataco. Y ahora, al parecer, incluso la Logia de la LunaOscura.

—¿La Luna Oscura? —Vespasiano frunció el ceño un instante antes de que elrecuerdo de los barracones de prisioneros en las afueras de Camuloduno formarauna vívida imagen en su mente—. Esos Druidas llevan una media luna oscura enla frente, ¿verdad? Una especie de tatuaje. Una luna negra.

—¿Los conoces? —Verica arqueó las cejas.—Me topé con algunos de ellos. —Vespasiano sonrió—. Invitados del general

Plautio. Los hicimos prisioneros después de derrotar a Carataco en losalrededores de Camuloduno. Ahora que lo pienso, fueron los únicos Druidas queapresamos. Los demás estaban todos muertos, la mayoría habían puesto fin a susvidas con sus propias manos.

—No me sorprende. Vosotros los romanos no sois precisamente famosos porvuestra tolerancia con los Druidas —respondió Verica.

—Depende de quién sea Emperador en ese momento —replicó Vespasianocon irritación—. Pero si los Druidas prefieren morir antes que ser capturados,¿por qué los de la Luna Oscura dejaron que los hiciéramos prisioneros?

—Creen que son los elegidos. No se les permite acabar con sus propias vidas.Son los siervos de Cruach, el que trae la noche. Con el tiempo, según cuenta laleyenda, resurgirá, romperá el día en mil pedazos y dominará un mundo denoche y sombras para siempre.

—Suena horrible. —Vespasiano esbozó una sonrisa—. No puedo decir que megustase conocer a este tal Cruach.

—Sus siervos ya son bastante terribles, por lo que Albino ha descubierto.—Ya lo creo. Me pregunto por qué las tribus de la isla los toleran.—Por miedo —admitió Verica sin reparos—. Si Cruach viene algún día, el

sufrimiento de los que le rinden culto no será nada comparado con los tormentoseternos de los que han insultado a sus siervos y minusvalorado su nombre.

—Entiendo. ¿Y usted qué lugar ocupa en todo esto?—Yo creo lo que mi gente considera importante que crea. Así que ofrezco

mis plegarias a Cruach, junto con los demás dioses, cada vez que tengo quehacerlo. Pero sus sacerdotes, esos Druidas, son harina de otro costal. Mientrassigan atacando mis aldeas y masacrando a mi gente puedo tratarlos deextremistas. Unos fanáticos pervertidos que adoran al más terrible de nuestrosdioses. Dudo que a muchos atrebates, o cualquier otra tribu, les conmueva laimplacable supresión de esta logia de Druidas en concreto. —Apartó la miradade Vespasiano y la dirigió al corazón del resplandeciente fuego—. Espero que

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Roma se ocupe de ello lo más pronto posible.—No tengo órdenes explícitas respecto a los Druidas —replicó Vespasiano—.

Pero el general ha dejado claro que quiere asegurar vuestro territorio antes deque empiece la campaña en primavera. Si ello significa lidiar con esos Druidasde la Luna Oscura, entonces nuestros intereses coinciden.

—Bien. —Verica se puso de pie con cuidado y, cortésmente, los romanos sealzaron de sus asientos—. Bueno, estoy cansado y voy a volver a Calleva con mishombres. Supongo que querrá hablar un momento con el centurión.

—Sí, señor. Si no es un problema.—En absoluto. Hasta luego entonces, Albino.—Sí, señor. —El centurión saludó al tiempo que Vespasiano acompañaba a su

invitado fuera de la tienda, respondiendo a la despedida del rey britano con lamayor muestra posible de respetuosa formalidad. Luego Vespasiano regresó ylanzó una mirada de resentimiento a la jarra vacía que había sobre la mesa antesde hacerle señas al centurión para que volviera a sentarse en la silla.

—Entiendo que Verica considera la reanudación de su reinado una especie dedesafío.

—Supongo que sí, señor. No hemos tenido demasiados problemas con losatrebates. Parecen más huraños que rebeldes. Los catuvelanios fueron unosseñores bastante duros. El cambio de monarca tal vez no hay a mejorado mucholas cosas, pero tampoco las ha empeorado.

—Espera a que conozcan a algunos agentes catastrales romanos —dijoVespasiano entre dientes.

—Bueno, sí, señor. —El centurión se encogió de hombros; los expolios quellevaba a cabo la burocracia civil tras el paso de las legiones no eran de suincumbencia—. De todos modos, Calleva y sus alrededores se han pacificado.Tengo a dos centurias patrullando la zona continuamente. Una tercera estárealizando un rastreo más amplio por los pueblos que lindan con los durotriges.

—¿Alguna patrulla se ha topado con los Druidas?El centurión negó con la cabeza.—Aparte de la vez que los vi, nunca nos hemos encontrado con ellos, señor.

Todo lo que hemos hallado son los restos de las aldeas y los cadáveres. Van acaballo, por supuesto, cosa que nos coloca en inmediata desventaja puesto que nopodemos plantearnos una persecución.

—Pues te cederé la mitad de mis fuerzas montadas mientras estemosemplazados cerca de Calleva. El resto lo necesito para realizar mi propioreconocimiento del terreno.

Sesenta exploradores de la caballería de la legión no iban a tener muchainfluencia sobre los ataques de los Druidas, pero era mejor eso que nada yAlbino movió la cabeza en señal de agradecimiento.

—¿Cómo va el entrenamiento de la gente del lugar?

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El rostro del centurión dejó entrever un asomo de desesperación cuando lamáscara de impasible profesionalidad se retiró momentáneamente.

—Yo no diría que no hay esperanza, señor. Pero tampoco creo que debamosser demasiado optimistas.

—¿Y eso?—Son fuertes —dijo Albino a regañadientes—. Más fuertes que muchos de

los soldados que sirven con las águilas. Pero en cuanto tratas de instruirlos de unmodo disciplinado y formal todo se convierte en un jodido y absoluto caos. Ydisculpe mi lenguaje galo, señor. No se coordinan; cada uno por sí mismo realizauna salvaje carga contra el enemigo. Lo que se les da mejor es la prácticaindividual con las armas. Aún así utilizan las espadas con las que los hemosequipado como si fueran malditos cuchillos de carnicero. No dejo de repetirlesque quince centímetros de punta valen más que todo el filo del mundo, pero nome entienden. Son imposibles de adiestrar, señor.

—¿Ah, sí? —Vespasiano arqueó las cejas—. ¿No me dirás que un hombre detu experiencia no puede entrenarlos? Te has enfrentado a casos más difíciles enotras ocasiones.

—Casos difíciles, señor. Pero no razas difíciles.Vespasiano asintió con la cabeza. Todos los celtas que había conocido

compartían la misma confianza arrogante en la superioridad innata de su culturay adoptaban una actitud de profundo desprecio por lo que ellos consideraban losrefinamientos, impropios de un hombre, de las civilizaciones griega y romana.Aquellos britanos eran los peores. Se pasaban de estúpidos, concluyó Vespasiano.

—Haz lo que puedas, centurión. Si no aprenden de sus superiores nunca seránuna amenaza para nosotros.

—Sí, señor. —Albino bajó la mirada con desaliento.El toque amortiguado de un clarín sonó más allá de la tienda. Momentos

después oy eron gritar algunas órdenes. El centurión miró al legado peroVespasiano se negó a que lo consideraran una persona que se alteraba antecualquier distracción pasajera. Se reclinó en la silla para hablarle al centurión.

—Muy bien, centurión. Mandaré un despacho al general para informarle detu situación, y de los ataques de esos Druidas. Mientras tanto seguirás con eladiestramiento y mantendrás las patrullas. Tal vez no mantengamos alejados alos Druidas pero al menos sabrán que les estamos buscando. Los exploradoresdeberían hacer más fácil la tarea. ¿Tienes algo más que decirme?

—No, señor.—Puedes retirarte.El centurión cogió el casco, saludó y salió de la tienda a paso rápido.Vespasiano se dio cuenta de que el griterío había aumentado: el tintineo de las

armas y las corazas indicaba que un gran contingente de soldados se disponía aponerse en marcha. Le costó resistir el impulso de salir corriendo de la tienda

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para ver qué ocurría, pero ¡que lo asparan si se permitía comportarse como unnervioso tribuno subalterno en su primer día en el ejército! Se obligó a coger unrollo y empezar a leer los últimos informes de efectivos. Sonaron unas pisadas enlas tablas de madera del suelo que había justo en el exterior de la tienda.

—¿Está el legado ahí dentro? —les gritó alguien a los centinelas que montabanguardia junto a los faldones de la entrada a la tienda de Vespasiano—. Puesdejadme pasar.

Los faldones de cuero se abrieron y Plinio, el tribuno superior, entró a todaprisa, jadeando. Tragó saliva ansiosamente.

—¡Señor! Tiene que ver esto.Vespasiano levantó la vista de las hileras de números del pergamino.—Cálmate, tribuno. Ésta no es la manera de comportarse de un oficial

superior.—¿Señor?—Uno no va zumbando por todo el campamento a menos que se trate de una

emergencia de lo más grave.—Si, señor.—¿Y estamos en grave peligro, tribuno?—No, señor.—Entonces no pierdas la calma y sirve de ejemplo al resto de la legión.—Sí, señor. Lo lamento, señor.—Está bien. ¿Qué es eso tan urgente que debes explicarme?—Se acercan unos hombres al campamento, señor.—¿Cuántos?—Dos, señor. Y algunos más que se han quedado junto al bosque.—¿Dos? ¿Y entonces a qué viene todo este alboroto?—Uno de ellos es romano…Vespasiano esperó pacientemente un momento.—¿Y el otro?—No lo sé, señor. No he visto nada igual en toda mi vida.

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Capítulo VII

A la sexta centuria le había tocado la segunda guardia del día. Después de unapresurado desayuno de gachas humeantes, relevaron a la centuria quepatrullaba las defensas del campamento fortificado. El centurión que acabó elturno informó a Cato de la llegada de los j inetes provenientes de Calleva. La luzdel sol de media mañana caía a raudales sobre los terraplenes. Cato habíatrepado hasta allí tras salir de las frías sombras que rodeaban las ordenadashileras de tiendas y entrecerró los ojos. Se vio obligado a protegerse de la luzunos momentos.

—¡Una mañana estupenda, optio! —le dijo un legionario a modo de saludo—.Puede que hoy incluso entremos en calor.

Cato se volvió hacia él; era un joven corpulento y cargado de espaldas, conun rostro alegre y unos cuantos dientes torcidos que parecían los restos de uno delos círculos de piedra junto a los que había pasado la legión durante su marcha elverano anterior. Al ser una persona delgada y con poca grasa gracias a sudisposición nerviosa, a Cato le costaba mucho mantener el calor y todavíatemblaba bajo su capa de lana, que se había abrochado bien ceñida al cuerpo. Selimitó a saludar al legionario con un gesto de la cabeza porque no quería que elhombre viera que le castañeteaban los dientes. El legionario era uno de losúltimos reemplazos, un galo que se llamaba Horacio Fígulo. Fígulo era un soldadobastante competente y el carácter jovial del joven lo había hecho popular entrelos miembros de la centuria.

Con un repentino sobresalto de la conciencia, Cato recordó que Fígulo tenía lamisma edad que él. La misma edad y, sin embargo, los pocos meses más quehabía servido con las águilas le hacían considerar a aquel recluta con la fríamirada de un veterano. No había duda de que un espectador ocasional bienpodría imaginar que el optio era un veterano: las cicatrices de las terriblesquemaduras que había sufrido el verano anterior eran claramente visibles. Noobstante, el vello de sus mejillas era aún tan ralo que sería hilarante el plantearsesiquiera afeitarlo. Por el contrario, Fígulo compartía la peluda fisonomía de susantepasados celtas; la fina barba de suave pelo que le cubría las mejillas y labarbilla requería la atención casi diaria de una hoja cuidadosamente afilada.

—¡Mira esto, optio! —Fígulo apoyó su jabalina contra el muro y rebuscó unmomento en el interior de su capa antes de sacar una nuez—. Llevo toda lasemana practicándolo.

Cato reprimió un gruñido. Desde que un prestidigitador ambulante feniciohabía entretenido a la centuria hacía varias semanas, el joven Fígulo habíaintentado imitar el repertorio de trucos del mago… con escaso éxito. El aspirantea mago le tendió la nuez para que la examinara.

—¿Qué es esto?

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Cato se lo quedó mirando fijamente un momento y luego alzó los ojos al cielocon una leve sacudida de la cabeza.

—Es una nuez normal y corriente, ¿no es así, optio?—Si tú lo dices —replicó Cato con los dientes apretados.—Pues bien, como sabemos, las nueces no tienen la costumbre de

desaparecer de pronto. ¿Tengo razón? —Cato asintió con la cabeza, una vez—.¡Pues ahora mira! —Fígulo cerró las manos y las movió entre los dos haciendoun floreo al tiempo que salmodiaba el sonido que más se aproximaba a loshechizos del fenicio—. ¡Ozwarzfarevah! —Con un amplio movimiento final abriólas manos de golpe frente al rostro del optio.

Por el rabillo del ojo Cato vio que la nuez se elevaba describiendo un arcoantes de caer al otro lado del terraplén.

—¿Dónde te imaginas que ha ido a parar la nuez? —Fígulo hizo un guiño—.¡Bien, deja que te lo enseñe!

Le puso la mano detrás de la oreja a Cato y frunció el ceño.—Un momento, se supone que esa maldita cosa tiene que estar ahí.Cato le apartó el brazo de un manotazo.—Sigue con la guardia, Fígulo. Ya has perdido demasiado el tiempo.Con una última mirada confusa a la oreja de Cato, el legionario volvió a

coger su jabalina y se situó frente a los blancos páramos del territorio atrebate.Aunque el hielo había adornado el mundo con su centelleante encaje, la nieveque había debajo se estaba derritiendo lentamente y empezaba a verse el suelodespejado en las laderas encaradas al sur de las colinas de alrededor. El rostro delrecluta mostraba una mezcla de vergüenza y confusión y Cato se sintióimpulsado a compadecerse de él.

—Ha sido un buen intento, Fígulo. Lo único que necesitas es practicar un pocomás.

—Sí, optio. —Fígulo sonrió y al momento Cato lamentó que lo hubierahecho… puramente por una cuestión estética—. Más práctica, me ocuparé deello.

—Bien, estupendo. Pero déjalo para más tarde. Mientras tanto mantentealerta por si se acerca el enemigo.

—¡Sí, señor!Cato lo dejó y continuó su ronda por el sector del fuerte que le habían

encomendado. Al otro lado, el centurión Macro supervisaba el resto de lacenturia. Más allá de las filas de caballetes de las tiendas que gozaban delresplandor del sol naciente, Cato vio su baja y poderosa figura paseándose ufanapor el terraplén de enfrente, con las manos entrelazadas a la espalda, la cabezagirada hacia el lejano Támesis, con Camuloduno mucho más allá. Cato esbozóuna sonrisa al imaginar dónde tenía el pensamiento su centurión. A pesar de sunaturaleza juvenil, bebedora y mujeriega, Macro había dejado que la escultural

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Boadicea lo volviera loco. Al centurión nunca se le había ocurrido pensar que unamujer pudiera ser una compañera tan completa, una que, lo igualara en casitodas las esferas del comportamiento masculino, y el afecto que sentía por ella leresultaba más que evidente a su optio, y también a aquellos que lo conocían bien.Mientras que los demás centuriones y optios se guiñaban el ojo unos a otros ybromeaban en voz baja sobre qué tal sería vivir dentro del puño de una mujercomo aquélla, Cato se alegraba en silencio por su centurión.

—¡Llamad a la guardia! —exclamó una voz.Cato se volvió al instante en la dirección del grito y vio que Fígulo señalaba al

oeste, allí donde un bosque trepaba por el extremo más alejado de la colina. Lainclinación del terraplén le obstaculizaba la visión a Cato. Soltó una maldición yfue corriendo por el adarve hacia donde se encontraba Fígulo.

—¿Qué pasa?—¡Hombres, señor! ¡Allí! —Fígulo señaló con el dedo a lo largo de la cima

de la colina en dirección al bosque. Cato no vio nada fuera de lo habitual mientrassus ojos recorrían el paisaje.

—¡Utiliza la instrucción que has recibido! —le gritó—. ¡Indícame la direccióncomo es debido!

El recluta alzó su jabalina y miró detenidamente a lo largo de ella endirección al bosque.

—Allí, señor.Cato se colocó detrás de Fígulo y miró a lo largo de la jabalina. Más allá de la

oscilante punta, entre los árboles del extremo del bosque, unas oscuras figuras acaballo surgieron lentamente de las numerosas sombras de su interior yavanzaron con mucho cuidado hasta el terreno abierto, cubierto de nieve a trozos,situado frente a las murallas de la legión. Allí se detuvieron; diez hombres acaballo, vestidos de negro, las cabezas ocultas debajo de unas enormes capuchas.

En torno a Cato, el resto de las centurias de la alertada cohorte se amontonóen el terraplén y se dispersó a lo largo de aquel lado del campamento fortificado,todos armados y dispuestos a enfrentarse a cualquier ataque repentino. Unatrompeta tocaba la señal para la cohorte y Macro recorrió el adarve a la carrerapara unirse a ellos.

Los distantes j inetes se separaron y de en medio del grupo un hombre que ibaa pie avanzó tambaleándose con los brazos firmemente atados a la espalda. Unacuerda describía una curva desde un cabestro que llevaba alrededor del cuellohasta llegar a la mano del j inete que, junto a él, llevaba su bestia al paso. Elhombre que iba montado, al igual que sus compañeros, iba muy envuelto en unasnegras vestiduras y llevaba un extraño casco con un elaborado par de cuernosque le daban el aspecto de un árbol joven despojado de hojas en invierno.

Las dos figuras se acercaron al fuerte; el hombre que iba a pie avanzaba atrompicones para mantener el equilibrio sin ahogarse con la soga que su captor

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sujetaba con fuerza.—¿Qué ocurre? —Macro había llegado, respirando con dificultad—. ¿Quiénes

son?—No lo sé, señor.—¿Quién llamó a la guardia?—Fígulo, señor.Macro se dio la vuelta y buscó al recluta con la mirada.—¡Fígulo! ¡Ven aquí! ¡A paso rápido, muchacho!Fígulo anduvo a paso ligero por el terraplén, se situó frente a su centurión y

con un ruido sordo descansó la jabalina en el suelo y se cuadró con rigidez.Macro lo contempló con una dura expresión.

—¿Llamaste a la cohorte de guardia?—Sí, señor. —El legionario se armó de valor para recibir una fuerte bronca

de su centurión—. Lo lamento, señor.—¿Que lo lamentas? ¿Qué diablos es lo que lamentas, muchacho? Has hecho

bien. Ahora vuelve a tu posición.El joven, corto de entendederas, tardó un momento en comprender que lo

habían elogiado y una amplia sonrisa desdentada dividió su rostro.—¡Es para hoy, Fígulo! ¡Es para hoy !—¡Oh, sí, señor! —Se dio la vuelta y se alejó al trote en tanto que su

centurión se quedaba meneando la cabeza con los labios apretados, maravilladoante la calidad de algunos de los soldados que se había visto obligado a admitir ensu centuria para que ésta recuperara su número de efectivos. Más allá de Fígulodivisó la roja cimera de un tribuno que asomaba por encima del grupo de cascosque emitían un resplandor dorado bajo la luz del sol. Plinio se abrió camino aempujones a través de la muchedumbre que abarrotaba el terraplén y se apoyóen la empalizada para observar las dos figuras que se encontraban ya a pocomenos de ochocientos metros de la zanja exterior. El hombre que iba a piellevaba los andrajosos restos de una túnica roja ribeteada con hilo dorado. Pliniose volvió y vio a Macro.

—¡El hombre que va delante es romano! Pasa la orden para que losexploradores de la caballería monten y se preparen para una persecución. Yovoy a buscar al legado.

—¡Sí, señor! —Macro se dirigió a Cato—. Ya lo has oído. Ve a buscar alcenturión de los exploradores y transmítele sus órdenes. Yo me haré cargo de lossoldados que hay aquí arriba. No podemos dejar que se comporten como unatajo de patanes en una carrera de cuadrigas.

Mientras Macro empezaba a gritarles órdenes y maldiciones a los hombresque se arremolinaban a lo largo del terraplén, Cato se dirigió a los establos, másallá de la tienda del legado. Cuando volvió, los soldados se habían distribuidouniformemente por las defensas y observaban a las lejanas figuras que

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avanzaban por la nieve hacia el fuerte. El legado y el jadeante tribuno superiorhabían llegado hacía un momento y contemplaban el espectáculo en silencio.

—¿Qué diablos lleva ese hombre en la cabeza? —rezongó Vespasiano.—Cuernos, señor.—Ya veo que son unos malditos cuernos. ¿Pero por qué los lleva en la cabeza?

Debe de ser incómodo.—Sí, señor. Será algún tipo de instrumento religioso. —Plinio se echó atrás

ante la fulminante mirada que le lanzó su superior—. Probablemente…Justo a una distancia que quedaba fuera del alcance de una honda el j inete dio

un fuerte tirón al cabestro y los que estaban en la muralla pudieron oírclaramente el agudo grito de dolor del prisionero. El j inete bajó de su caballo ytiró el ronzal a un lado. El romano cayó de rodillas. No había duda de que estabaexhausto y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Pero su descanso fuemomentáneo. El j inete le propinó un golpe en la cabeza y señaló el fuerte. Lossoldados del terraplén oy eron las palabras pronunciadas a gritos, pero noentendieron nada. El romano alzó la cabeza, recuperó el equilibrio y se dirigió avoz en cuello a los que estaban en el muro.

—¡Oídme!… Tengo un mensaje para el comandante de esta legión… ¿Estáahí?

Vespasiano hizo bocina con las manos y le respondió.—¡Habla! ¿Quién eres?—Valerio Maxentio… prefecto del escuadrón de la armada en Gesoriaco.En las defensas, los soldados dieron un grito ahogado de sorpresa al oír que un

oficial de tan alto rango estuviera en manos de los Druidas y el murmullo delintercambio de palabras recorrió la empalizada.

—¡Silencio! —rugió Vespasiano—. ¡El próximo que hable será azotado!¡Centurión, asegúrese de anotar sus nombres!

—Sí, señor.Al otro lado del muro, Maxentio les habló de nuevo, con una voz débil y

forzada, amortiguada por la nieve que cubría el suelo.—Me han dicho que hable en nombre de los Druidas de la Luna Oscura… Mi

barco naufragó en la costa y los supervivientes, una mujer, sus hijos y yomismo, fuimos hechos prisioneros por un grupo de asalto de los durotriges… Nosentregaron a los Druidas. A cambio de la libertad de estos prisioneros, los Druidasquieren que les sean entregados unos compañeros suyos. Cinco Druidas delcírculo principal fueron apresados por el general el pasado verano… Estehombre, el sumo sacerdote de la Luna Oscura, es su líder. Os concede de plazohasta el día de la Primera Floración, treinta días a partir de hoy, para responder asu demanda… Si cuando llegue ese día los Druidas no han sido liberados,quemarán vivos a sus prisioneros como sacrificio a Cruach.

Vespasiano recordó las palabras del centurión Albino y se estremeció. Le

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vino a la cabeza la imagen de su propia esposa e hijo gritando en medio delchisporroteo de las llamas y sus dedos se aferraron con fuerza a la empalizadamientras trataba de desprenderse de aquella terrible visión.

El j inete se agachó, acercó la cabeza a Maxentio y pareció que le decía algo.Luego retrocedió y se abrió la negra capa. Maxentio volvió a gritarles una vezmás.

—¡El druida desea que tengáis una… prueba de su determinación en esteasunto! —A sus espaldas, algo brilló con la luz del sol. El druida había sacado unaenorme hoz de hoja ancha de entre los pliegues de su capa. La asió con ambasmanos, afirmó los pies en el suelo, bien separados, y echó la hoz hacia atrás.

En el último momento Maxentio intuy ó el terrible final que el druida teníapensado para él y empezó a darse la vuelta. La hoz emitió un destello al hender elaire, penetrar y atravesar el cuello del prefecto. Fue todo tan rápido que, por uninstante, algunos de los que miraban desde las murallas crey eron que el druidadebía de haber fallado. Luego la cabeza del prefecto rodó a un lado y cayó en lanieve. Un chorro de sangre de una arteria salió a borbotones del muñón de sucuello y salpicó el blanco suelo. El druida limpió la ensangrentada hoja sobre lanieve. Después, al tiempo que volvía a enfundarla bajo la capa, tumbó el torsodel prefecto de una patada, volvió a montar en su caballo con toda tranquilidad ylo espoleó para regresar con sus compañeros, que lo esperaban en la linde delbosque.

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Capítulo VIII

Vespasiano se dio la vuelta rápidamente, se llevó las manos ahuecadas a la bocay bramó:

—¡Que salgan los exploradores! ¡Traedme a esos Druidas!Los legionarios a caballo no habían visto la decapitación y estaban más alerta

que sus aturdidos camaradas alineados a lo largo de la empalizada. En unmomento se abrieron las puertas y una docena de exploradores salieron algalope. El decurión enseguida divisó a los Druidas en el extremo del bosque y diola orden de cargar contra ellos. El golpeteo de los cascos levantó nubes de nievecuando los exploradores se abrieron en abanico, con las capas de lana agitándosea sus espaldas. El druida que había matado a Maxentio volvió su astada cabezapara mirarlos, luego clavó los talones en los ijares de su montura y aceleró elpaso de la bestia para dirigirse hacia sus compañeros, que y a desaparecían denuevo adentrándose en las sombras del bosque.

Vespasiano no se entretuvo viendo la persecución; se precipitó hacia la puertay corrió por la nieve que cruj ía suavemente hacia el cuerpo del prefecto de laarmada. Tras él fueron los hombres de la sexta centuria, a instancias de Macro,que temía por la seguridad de su comandante. Pero los legionarios se quedaron acierta distancia del cadáver: el asco y la superstición los inquietaban, pues losDruidas intimidaban e inspiraban terror.

La mayoría de los cuentos populares que habían oído sentados en el regazo desus padres hablaban de los oscuros y siniestros poderes de los magos celtas y loslegionarios eran reacios a acercarse demasiado. Se quedaron ahí en silencio; sualiento se arremolinaba como bruma en la gélida atmósfera; el único sonido erael distante repiqueteo de los cascos y los chasquidos de la maleza mientras losexploradores de la caballería iban a la caza de los Druidas.

Vespasiano estaba de pie junto al torso, que y acía de lado. La sangre seguíamanando de los diversos vasos sanguíneos del cuello. Maxentio iba vestidoúnicamente con una túnica cuyos restos hechos j irones se hallaban entoncesempapados y oscurecidos. Llevaba una gran bolsa de cuero atada al cinturón.

Conteniendo las náuseas que le subían desde la boca del estómago y lellenaban la garganta, Vespasiano se inclinó y forcejeó con el nudo que sujetabala bolsa. Le temblaron los dedos al intentar desatar el cordón. Queríadesesperadamente alejarse de la sangre que refulgía en la nieve, y de la horriblepresencia de la cabeza del prefecto a apenas dos metros de distancia.Afortunadamente, la cabeza había rodado de tal manera que no miraba al legadoy lo único que éste percibía por el rabillo del ojo era el cabello oscuro yenmarañado.

Por fin se deshizo el nudo. Vespasiano se irguió y retrocedió unos pasos antesde examinar la bolsa. Un cordón la cerraba por el extremo y sólo unos cuantos

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bultos en los suaves pliegues indicaban que no estaba vacía. Trató de noimaginarse lo que los Druidas podrían haber dejado en la bolsa y se obligó aaflojar el cordón. En el oscuro interior de la misma vio un pálido resplandordorado y metió la mano dentro. Sus dedos se cerraron sobre un pedacito de tela yun par de anillos que sacó a la luz del día. Uno de ellos era bastante pequeño ysencillo, pero ancho. Grabada en su interior con cuidadas letras mayúsculasestaba la ley enda « Hijo de Plautio» . El otro anillo era mucho más ornamentadoy tenía un gran ónice con un camafeo de un elefante, de un color blanco huesoque contrastaba contra el pulido fondo marrón oscuro. La tela era de lanadelicadamente hilada, tal vez procedente del dobladillo de una toga. A lo largo deuno de los extremos había una delgada línea teñida de color púrpura, la antiguaseñal de que quien la llevara era miembro de una familia senatorial.

De pronto Vespasiano sintió mucho frío, mucho más del que ya de por sígarantizaban las últimas horas de aquella mañana de invierno. Sintió frío y unaangustia terrible cuando cayó en la cuenta de la conexión entre el prefecto y elcontenido de la bolsa. Debía mandar un mensaje al general Plautioinmediatamente. Con cuidado volvió a meter la tela y los anillos en la bolsa y seaclaró la garganta. Levantó la mirada hacia Macro.

—¡Centurión!—¡Sí, señor!—Que lleven el cadáver al campamento. A la tienda hospital. Quiero que esté

listo para la incineración lo más pronto posible. Y asegúrate de que… de que lotraten con respeto.

—Por supuesto, señor.El legado fue andando hacia la puerta con la cabeza gacha, reflexionando

silenciosamente mientras consideraba con detenimiento las horriblesimplicaciones de lo que había descubierto en la bolsa. En aquellos momentos lafamilia del general se hallaba en manos de los Druidas. Los mismos Druidas quetanto terror estaban sembrando entre las aldeas limítrofes y los asentamientoscomerciales de los atrebates. ¿Cómo los habían hecho prisioneros? Los britanosno contaban con barcos que pudieran arrollar a los de la armada imperial. Encualquier caso, Maxentio y sus pasajeros habrían estado realizando la travesíadesde Gesoriaco a Rutupiae, a más de cien millas del territorio de los durotriges ysus aliados Druidas. Una tormenta debió de haber desviado el barco de su curso.Pero, ¿por qué el prefecto no había intentado alcanzar las tierras de los atrebatesen vez de dejarse arrastrar siguiendo la costa hasta llegar al territorio quegobernaban los enemigos de Roma? Por un instante Vespasiano maldijo alprefecto por su locura, antes de que unos sentimientos tan indignos hacia unhombre que había muerto de una forma tan terrible le hicieran sentirse culpable.Al fin y al cabo, tal vez Maxentio había tratado de hacer embarrancar su barcoen territorio amigo y la ferocidad de la tormenta se lo había impedido.

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Los débiles ruidos de persecución provenientes del bosque de repentetomaron un nuevo cariz. Unos distantes gritos y chillidos iban acompañados por elagudo sonido del entrechocar de las armas. Vespasiano y los legionarios de lasexta centuria se volvieron hacia el bosque. Los sonidos de la lucha seintensificaron rápidamente y luego se desvanecieron.

—¡Formen en cuadro! —bramó Macro—. Orden cerrado. Los soldadosreaccionaron enseguida y se apresuraron a formar alrededor del cadáver delprefecto. Vespasiano se abrió paso a empujones hacia el centro y desenvainó laespada. Cruzó la mirada con Macro y con un gesto señaló hacia el cuerpo y lacabeza que seguían sobre la nieve. El centurión se dirigió a sus soldados.

—¡Vosotros dos! ¡Fígulo y Sertorio! Acercaos. Los dos elegidos rompieronfilas y a paso rápido se aproximaron a su centurión.

—Fígulo, ponlo encima de tu escudo. Vosotros dos tendréis que llevarlo hastala puerta. Yo llevaré el otro escudo.

Fígulo bajó la mirada hacia el ensangrentado cuerpo del prefecto con unaexpresión de asco en el rostro.

—No te preocupes, muchacho, no te costará sacar la sangre del forro delescudo. Sólo tendrás que restregarlo bien. ¡Vamos, manos a la obra!

Mientras los dos hombres se inclinaban para realizar su truculenta tarea,Macro se volvió hacia Cato.

—Tú puedes llevar la cabeza.—¿La cabeza? —Cato empalideció—. ¿Yo?—Sí, tú. Recógela —dijo Macro con brusquedad, luego se acordó de la

presencia del legado—. Y, esto… asegúrate de llevarla con respeto.Hizo caso omiso de la fulminante mirada de Cato y volvió rápidamente con el

legado, que se encontraba entonces en el extremo del cuadro para mirar másdetenidamente hacia el bosque.

Con los dientes apretados, Cato se agachó y alargó una mano para coger lacabeza del prefecto. Al primer roce con el oscuro cabello ondulado sus dedosretrocedieron. Tragó saliva, nervioso, y se obligó a agarrar suficiente pelo paracerciorarse de que no se le escapara. Acto seguido se enderezó lentamente altiempo que sujetaba la cabeza alejada de su cuerpo, con la cara hacia fuera. Aúnasí, los viscosos colgajos de tendones y sangre medio coagulada que pendían delcuello cercenado provocaron que la bilis le subiera a la garganta y se apresuró aapartar la vista.

Un caballo sin j inete salió de repente de entre los árboles y regresó al galopeal campamento de la segunda legión. Dos caballos más le siguieron, y luego otro,este último con un explorador en la silla, inclinado y clavando los talones,espoleando a su bestia hacia la sexta centuria. Nada más surgió de los árboles,que se quedaron silenciosos y en calma.

—No tendría que haber ordenado una persecución —comentó Vespasiano en

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voz baja.—No, señor.El legado se volvió hacia Macro, con las cejas juntas y fruncidas con enojo

por la crítica implícita. Pero sabía que el centurión no se equivocaba. Deberíahabérselo imaginado. Vespasiano sintió rabia por la facilidad con la que habíamandado a los exploradores a la muerte.

A poca distancia de los escudos de la sexta centuria, el exploradorsuperviviente frenó su caballo, que se empinó y levantó una lluvia de nieve. Elexplorador soltó las riendas y cayó de la silla.

—¡Está herido! —gritó Macro—. ¡Traedlo aquí, detrás de los escudos!¡Deprisa!

Los soldados más próximos salieron a todo correr, agarraron al explorador ylo arrastraron hacia el interior del cuadro. El hombre se desplomó y se sujetó elestómago con la mano allí donde el ensangrentado desgarrón de su túnicarevelaba un largo corte, tan profundo que dejaba al descubierto una parte de losIntestinos. Macro se arrodilló para examinar la herida. Asió el borde de la capadel explorador y le hizo un tajo con la daga. Enfundó la hoja y rasgó una anchatira de tela. Rápidamente vendó con ella al explorador y ató firmemente losextremos. El hombre soltó un grito y apretó los dientes.

—¡Ya está! Esto servirá hasta que podamos llevárselo a los cirujanos.—¿Qué sucedió? —Vespasiano se inclinó sobre el explorador—. ¡Informa,

soldado! ¿Qué te ocurrió?—Señor, había montones de ellos… esperándonos en el bosque… Los

estábamos siguiendo por un sendero… de repente se nos vinieron encima portodos lados, chillando como animales salvajes… No pudimos hacer nada… Noshicieron pedazos. —Por un momento los ojos del explorador se abrieronhorrorizados ante el vívido recuerdo del terrorífico enemigo. Luego su miradavolvió a centrarse en el legado—. Yo me hallaba al final de la columna, señor. Encuanto vi que no teníamos nada que hacer, intenté hacer girar a mi montura.Pero el sendero era estrecho, mi caballo estaba asustado y no quería darse lavuelta. Entonces uno de los Druidas salió del bosque y arremetió contra mí con suhoz… ¡Lo alcancé con mi lanza, señor! ¡Lo alcancé bien! —Los ojos delexplorador brillaron con una salvaje expresión de triunfo antes de cerrarse concrispación cuando una oleada de dolor lo sacudió.

—Es suficiente por ahora, muchacho —le dijo Vespasiano con dulzura—.Guarda el resto de tus fuerzas para informar a tu oficial cuando los cirujanos sehayan ocupado de ti.

Con los ojos firmemente apretados, el explorador movió la cabeza en señalde asentimiento.

—Centurión, échame una mano aquí. —Vespasiano colocó las manos debajode los hombros del explorador y lo levantó con cuidado—. Ayúdame a

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echármelo a la espalda.—¿A su espalda, señor? ¿Quiere que lo haga uno de los soldados, señor?—¡Maldita sea, hombre! Lo llevaré y o. —Macro se encogió de hombros e

hizo lo que le habían ordenado. El explorador pasó los brazos alrededor del cuellodel legado y Vespasiano se echó hacia delante y le sostuvo las piernas.

—¡Eso es, Macro! Destina a un hombre para que guíe a ese caballo, luegovámonos.

Macro dio la orden a la centuria para que avanzara hacia el campamento enformación cerrada, el paso de la centuria era forzosamente lento, por mucho quelos soldados quisieran apresurarse para volver al refugio del campamento. En elcentro del cuadro el legado se tambaleaba bajo su carga. A un lado, Fígulo ySertorio llevaban el cuerpo de Maxentio sobre el escudo de Fígulo. Junto a elloscaminaba Cato, con la vista clavada al frente y su dolorido brazo estirado paramantener la cabeza que sostenía lo más alejada posible de su cuerpo. Macro, quemarchaba en la parte trasera del cuadro, no dejaba de mirar atrás, hacia elbosque, por si veía alguna señal de los Druidas y sus seguidores. Pero nada semovía a lo largo del oscuro límite de la arboleda y el bosque permanecíacompletamente silencioso.

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Capítulo IX

Al cabo de tres días la nieve casi se había derretido y sólo seguía brillando enalgún que otro punto, en las hondonadas y grietas donde los ray os del bajo solinvernal no llegaban. Los primeros días del mes de marzo dieron un poco más decalidez a la atmósfera y el camino lleno de surcos se volvió resbaladizo con elbarro acumulado bajo los pies enfundados en botas de la cuarta cohorte.Marchaban hacia el sur desde Calleva, patrullando por la frontera con losdurotriges en un intento de evitar más ataques. La misión era más un gesto deapoyo de los romanos hacia los atrebates que una tentativa realista de ponerfreno a los durotriges y a sus siniestros aliados Druidas. Los informes que lellegaban a Verica sobre la devastación que se extendía sobre las pequeñas aldeaslo habían puesto tan nervioso que le había rogado a Vespasiano que actuara. Asípues, la cuarta cohorte y un escuadrón de exploradores, acompañados de unguía, fueron enviados a recorrer los pueblos y asentamientos fronterizos parademostrar que la amenaza de los durotriges se estaba tomando muy en serio.

Al principio los aldeanos tenían miedo de los extraños uniformes y losidiomas extranjeros de los legionarios, pero la cohorte había recibido órdenes decomportarse de un modo ejemplar. El alojamiento y los víveres fueron pagadoscon monedas de oro y los romanos respetaron las costumbres locales que el guíade Verica, Diomedes, les explicaba. Este último era un agente comercial querepresentaba a un mercader de la Galia y que había vivido muchos años entre losatrebates. Hablaba su dialecto celta con fluidez. Hasta se había casado con unamujer de un clan guerrero que había sido lo bastante liberal como para tolerarque una de sus hijas menos preciadas se convirtiera en la esposa de aquel pulcrohombrecillo griego. Con su tez olivácea, sus aceitados rizos de cabello oscuro, labarba recortada con esmero y su excelente guardarropa continental, Diomedesno podía parecerse menos a los rudos nativos entre los cuales había elegido vivirtanto tiempo. Sin embargo, lo tenían en gran estima y era calurosamentebienvenido en todas las poblaciones por las que pasaba la cohorte.

—¿De qué le sirve el dinero a esta gente? —refunfuñó Macro mientras elcenturión superior de la cohorte contaba unas monedas que iba a entregar alcacique de un pueblo para pagar varios paquetes de ternera en salazón (unasoscuras y mustias tiras de carne atadas con unos trozos de correa de cuero). Loscenturiones de la cohorte se habían reunido para ser presentados al cacique y enaquellos momentos se encontraban de pie, a un lado con el guía griego, mientrasse cerraba el negocio.

—¡Te sorprenderías! —le dijo Diomedes con una amplia sonrisa que revelósu pequeña y manchada dentadura—. Beben todo el vino que pueden comprar.Les gusta mucho el de la Galia, por lo que he hecho una pequeña fortuna a lolargo de los años.

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—¿Vino? ¿Beben vino? —Macro se giró para mirar la heterogénea dispersiónde chozas redondas y pequeños rediles en el interior de una empalizada endeblecuyo único propósito era servir de protección contra los animales salvajes.

—Por supuesto. Ya has probado sus brebajes locales. Están bien si quieresemborracharte, pero si no es así no es muy divertido beberlos.

—En eso tienes razón.—Y no solamente es el vino —continuó diciendo Diomedes—. Está la ropa, la

cerámica, los utensilios de cocina, etcétera. Se han aficionado grandemente a lasexportaciones del imperio. Unos cuantos años más y los atrebates estarán ya enel primer peldaño de la civilización.

Diomedes parecía nostálgico.—¿Y por qué estás tan apesadumbrado?—Porque entonces habrá llegado el momento de seguir adelante.—¿Seguir adelante? Creí que te habías establecido aquí.—Sólo mientras se pueda ganar dinero. En cuanto este lugar pase a formar

parte del Imperio se llenará de comerciantes y mis márgenes de beneficiosdesaparecerán. Tendré que irme a otro sitio. Tal vez más al norte. He oído que lareina de los brigantes le ha tomado el gusto a esto de vivir de forma civilizada. —Al griego le brillaron los ojos de entusiasmo ante aquella perspectiva.

Macro miró a Diomedes con el desagrado especial que reservaba para losvendedores. Entonces se le ocurrió una cosa.

—¿Cómo pueden permitirse todo eso que importas?—No pueden. Eso es lo bueno del asunto. Aquí no hay un sistema monetario,

sólo un puñado de estas tribus han empezado a acuñar sus propias monedas. Demodo que les permito hacer trueques. Salgo ganando con ello. A cambio de mimercancía obtengo pieles, perros de caza y joyas, cualquier cosa que hoy en díaalcance un alto precio en Roma. —Miró el torques que Macro llevaba en elcuello—. Ésta baratija, por ejemplo. Podría sacar una buena suma por ella.

—No está en venta —repuso Macro con firmeza, y automáticamente se llevóla mano al torques de oro. El pesado ornamento había rodeado anteriormente elcuello de Togodumno, un jefe de los catuvelanio y hermano de Carataco. Macrolo había matado en combate singular poco después de que la segunda legióndesembarcara en Britania.

—Te haré un buen precio.Macro dio un resoplido.—Lo dudo. Me estafarías con la misma facilidad con la que lo haces con

estos nativos.—¡Me avergüenzas! —protestó Diomedes—. Nunca se me ocurriría hacer

eso. Por tratarse de ti, centurión, pagaría un buen precio.—No. No voy a venderlo.Diomedes apretó los labios y se encogió de hombros.

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—Ahora no. Tal vez más adelante. Consúltalo con la almohada.Macro sacudió la cabeza y cruzó la mirada con otro de los centuriones, que

alzó los ojos al cielo con empatía. Los mercaderes griegos se habían diseminadopor todo el Imperio y mucho más allá de sus fronteras, y no obstante eran todosiguales, unos oportunistas que andaban a la caza de beneficios económicos. Veíana todo el mundo en términos de lo que podían sacarles. De repente Macro sesintió rechazado.

—No me hace falta consultarlo con la almohada. No voy a venderlo, ymenos a ti.

Diomedes frunció el ceño y entrecerró los ojos un instante. Luego movió lacabeza lentamente y sonrió de nuevo con su sonrisa de vendedor.

—Vosotros los tipos del ejército romano os creéis realmente mejores que elresto de nosotros, ¿verdad?

Macro no respondió, se limitó a alzar un poco el mentón, lo cual provocó queel griego se echara a reír a carcajadas. Los demás centuriones interrumpieron suquedo parloteo y se volvieron a mirar a Macro y a Diomedes. El griego levantólas manos para apaciguar las cosas.

—Lo siento, de verdad. Es que me resulta tan familiar esta actitud… Vosotroslos soldados creéis que sois los únicos responsables de la expansión del Imperio,de añadir más provincias al inventario de tierras del Emperador.

—Cierto —asintió Macro—. Tú lo has dicho, así es.—¿En serio? Dime pues, ¿dónde estaríais ahora mismo de no ser por nosotros?

¿Cómo se las arreglaría tu superior para comprar provisiones? Y eso no es todo.¿Por qué crees que los atrebates están tan dispuestos a colaborar?

—No lo sé. La verdad es que no me importa. Pero supongo que me lo vas aexplicar de todos modos.

—Con mucho gusto, centurión. Mucho antes de que el primer legionarioromano aparezca en el rincón más incivilizado de este mundo, algún mercadergriego como yo ha estado viajando y comerciando con los nativos. Aprendemossus idiomas y sus costumbres y les presentamos los productos del Imperio. Lamayoría de las veces muestran un interés patético por hacerse con los accesoriosde la civilización. Cosas que nosotros consideramos usuales son para ellos objetosde categoría. Le toman el gusto al asunto. Nosotros lo avivamos hasta queempiezan a depender de ello. Cuando aparecisteis vosotros estos bárbaros yaformaban parte de la economía imperial. Unas cuantas generaciones más y oshubieran rogado que les dejarais convertirse en una provincia.

—¡Y una mierda! Todo eso no son más que gilipolleces —replicó Macro altiempo que le daba con el dedo al griego, y los demás centuriones movieron lacabeza en señal de asentimiento—. La expansión del imperio depende de laespada y de tener agallas para blandirla. La gente como tú sólo les vendeporquerías a estos bobos ignorantes para sacar provecho. Eso es todo.

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—¡Pues claro que lo hacemos para sacar provecho! ¿Por qué si no iba uno aarriesgarse a todos los peligros y privaciones de semejante tipo de vida? —Diomedes sonrió en un intento por dar un tono menos grave a la discusión—. Yosólo quería señalar los beneficios que nuestros negocios con los nativos le suponena Roma. Si, de alguna modesta manera, las personas como y o hemos contribuidoa allanarles el camino a las avasalladoras legiones de Roma, entonces eso noscomplacerá inmensamente. Te ruego que me disculpes si esta humilde ambiciónte ofende de algún modo, centurión. No era ésa mi intención.

Macro asintió con la cabeza.—Muy bien. Acepto tus disculpas. —Diomedes esbozó una radiante sonrisa.—Y si cambias de opinión sobre el torques…—Mira, griego, si vuelves a mencionar el torques, te…—¡Centurión Macro! —lo llamó el centurión superior, Hortensio.Al instante Macro se apartó de Diomedes y se puso en rígida posición de

firmes.—¿Señor?—Basta ya de cháchara y haz formar a tus hombres. Eso también va por el

resto de vosotros, nos vamos.Mientras los centuriones se apresuraban a volver a sus unidades y se

desgañitaban dando las órdenes, los habitantes del lugar cargaron rápidamente lacarne salada en la parte trasera de uno de los carros de suministros. En cuantohubo formado la columna, Hortensio les hizo una señal con la mano a losexploradores de caballería para que se adelantaran y luego dio la orden deavanzar a la infantería. Los angustiados rostros de los aldeanos atrebates eran unelocuente testimonio del terror que sentían al quedarse otra vez indefensos, y elcacique le suplicó a Diomedes que convenciera a la cohorte para que se quedara.Pero el griego cumplía órdenes y, firme pero educadamente, se disculpó y saliócorriendo tras Hortensio. En tanto que la sexta centuria, que tenía el servicio deretaguardia detrás del último de los carros, salía por las puertas de la ciudad, aCato le dio vergüenza abandonarlos cuando los Druidas y sus secuaces durotrigesseguían realizando ataques a lo largo de la frontera.

—¿Señor?—Sí, Cato.—Debe de haber algo que podamos hacer por esta gente.Macro negó con la cabeza.—Nada. ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué quieres que hagamos?—Dejar aquí a algunos hombres. Dejar atrás a una de las centurias para que

los proteja.—Una centuria menos debilita a la cohorte en la misma medida. Y luego,

¿cuándo pones fin a eso? No podemos dejar una centuria en cada aldea por laque pasemos. No somos suficientes.

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—Bueno, pues armas entonces —sugirió Cato—. Podríamos dejarles algunasde las que tenemos de repuesto en los carros.

—No, no podemos, muchacho. Tal vez las necesitemos. En cualquier caso, noles han enseñado a utilizarlas. No serviría de nada. Vamos, no hablemos más deeso. Hoy tenemos una larga marcha por delante. Resérvate las fuerzas.

—Sí, señor —respondió Cato en voz baja al tiempo que sus ojos evitaban lasacusadoras miradas de los lugareños que estaban junto a la puerta del pueblo.

Durante el resto del día la cuarta cohorte marchó pesadamente a lo largo dellodoso camino que llevaba al sur, al mar y a una pequeña población comercialenclavada junto a uno de los canales que desembocaban en un enorme puertonatural. Diomedes conocía bien dicha población, pues había ayudado a suconstrucción la primera vez que había desembarcado en Britania hacía muchosaños. Entonces era su hogar. Noviomago, nombre por el que se la conocía, habíacrecido rápidamente y acogido a una mezcla de comerciantes, susrepresentantes y sus familias. Los que venían de fuera y sus vecinos nativoshabían convivido en relativa armonía durante años, según Diomedes. Pero ahoralos durotriges estaban atacando su territorio y los atrebates culpaban a losextranjeros de provocar a los Druidas de la Luna Oscura y a sus seguidores.Diomedes tenía muchos amigos en Noviomago, además de a su familia, y estabapreocupado por su seguridad.

Mientras la cohorte marchaba, el pálido sol se abría camino por el cieloplomizo y gris describiendo un arco bajo. Cuando la penumbra de las últimashoras del día empezaba a crecer envolviendo a la cohorte, sonó un grito repentinoque provenía de la cabeza de la columna. Los soldados apartaron los ojos delsendero en el que habían fijado su mirada mientras el cansancio y el peso de susmochilas les curvaba las espaldas. Un puñado de exploradores a caballo bajógalopando hasta el camino desde la cima de una colina. La voz del centuriónHortensio llegó claramente al extremo de la columna cuando dio la orden paraque la cohorte se detuviera.

—Hay problemas —dijo Macro en voz baja mientras observaba a losexploradores que informaban a Hortensio. El comandante de la cohorte asintiócon la cabeza y volvió a mandar a los exploradores en avanzada. Se volvió haciala columna, haciendo bocina con una mano.

—¡Oficiales al frente! —Cato se quitó la carga del hombro, la dejó al lado delcamino y al salir trotando detrás de Macro sintió un estremecimiento deexpectativa recorriéndole la espalda.

En cuanto estuvieron presentes todos los centuriones y optios, Hortensioresumió rápidamente la situación.

—Noviomago ha sido atacada. Lo que queda de ella está justo al otro lado deesa colina. —Movió el pulgar hacia atrás por encima del hombro—. Losexploradores dicen que no han visto ningún movimiento, por lo que parece que no

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hay supervivientes.Cato miró a Diomedes, que estaba algo apartado de los oficiales romanos, y

vio que el griego tenía la mirada clavada en el suelo y una profunda arruga en lafrente. De pronto apretó con fuerza la mandíbula y Cato se dio cuenta de que elhombre estaba al borde de las lágrimas. Con una mezcla de compasión eincomodidad por presenciar el dolor privado de otra persona, volvió su miradahacia Hortensio mientras el comandante de la cohorte daba sus órdenes.

—La cohorte formará una línea debajo de la cima de la colina, avanzaremoshacia el otro lado y bajaremos por la ladera hacia la población. Daré el alto auna corta distancia de Noviomago y entonces la sexta centuria entrará en ella —se volvió hacia Macro—. Echad un vistazo por encima y luego informáis.

—Sí, señor.—Pronto anochecerá, muchachos. No tenemos tiempo de levantar un

campamento de marcha, así que tendremos que reparar las defensas de lapoblación lo mejor que podamos y acampar allí para pasar la noche. Bien, enmarcha.

Los oficiales volvieron con sus centurias y dieron la voz de atención a sustropas. En cuanto los soldados estuvieron formalmente alineados, Hortensio gritóla orden para que se dispusieran en línea. La primera centuria dio media vuelta ala derecha y luego giró con soltura sobre sus talones para formar una línea de dosen fondo. Las siguientes centurias hicieron lo mismo y extendieron la línea haciala izquierda. La centuria de Macro fue la última que se colocó en posición y éstedio el alto en cuanto su indicador del flanco derecho llegó a la altura de la quintacenturia. La cohorte se mantuvo quieta un momento para que los soldadosafirmaran la posición y luego se dio la orden de avanzar. Las dobles filasascendieron ondulantes por la poco empinada ladera hacia el otro lado de lacima. Ante ellos y a lo lejos se extendía el mar, agitado y gris. Más cerca habíaun gran puerto natural desde el que un ancho canal se adentraba en el terrenodonde había estado emplazada la población. Una brisa fría rizaba la superficie delcanal. No había barcos anclados, tan sólo un puñado de pequeñas embarcacionesarrimadas a la orilla. Todos los soldados se pusieron tensos al intuir lo que iban aencontrar al otro lado de la colina y, cuando el suelo empezó a descender, losrestos de Noviomago aparecieron ante sus ojos.

Los atacantes habían llevado a cabo una destrucción tan concienzuda comoles había permitido el tiempo del que disponían. Sólo se veían las meras líneasennegrecidas de los armazones de madera que aún quedaban en pie allí dondehabían estado las chozas y casas de la población. En torno a éstos y acían losrestos chamuscados de las paredes y los tejados de paja. Gran parte de laempalizada circundante había sido arrojada a la zanja de debajo. La ausencia dehumo indicaba que ya habían pasado unos cuantos días desde que los durotrigesarrasaran el lugar. No se movía nada entre las ruinas, ni siquiera un animal.

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Lo único que rompía el silencio eran los desgarrados chillidos de los cuervosque provenían de un bosquecillo cercano. Los exploradores de la caballería seabrieron en abanico a ambos flancos de la cohorte en busca de cualquier señaldel enemigo.

El tintineo del equipo de los legionarios parecía sonar anormalmente alto aoídos de Cato mientras bajaba marchando hacia el pueblo. Al tiempo que seconcentraba para mantener el paso de los demás, lo cual no era moco de pavoteniendo en cuenta su desgarbado modo de andar, recorrió con la mirada losalrededores de Noviomago, buscando cualquier indicio de una posible trampa.Bajo aquella luz cada vez más apagada, el paisaje del frío invierno se llenó delúgubres sombras y él agarró más fuerte el asa del escudo.

—¡Alto! —Hortensio tuvo que forzar la voz para que se oyera claramente porencima del sonido del viento. Se formó la doble línea y los soldados se quedaronquietos un instante antes de que se gritara la segunda orden—. ¡Dejad lasmochilas!

Los legionarios depositaron sus cargas en el suelo y avanzaron cinco pasospara alejarse de su equipo de marcha. En su mano derecha sólo sosteníanentonces una jabalina y estaban listos para combatir.

—¡Sexta centuria, marchen!—¡Marchen! —Macro transmitió la orden y sus hombres avanzaron

separándose de la línea y se acercaron a la población desde un ángulo oblicuo.Cato notó que el corazón se le aceleraba a medida que se aproximaban a lasennegrecidas ruinas y una débil oleada de energía nerviosa fluyó por su cuerpomientras se preparaba para un encuentro repentino. Macro hizo detenerse a lacenturia al otro lado de la zanja.

—¡Cato!—¡Sí, señor!—Tú llévate las cinco primeras secciones y entra por la puerta principal. Yo

con el resto entraré por el lado que da al mar. Nos veremos en el centro delpueblo.

—Sí, señor —respondió Cato, y un súbito escalofrío de miedo le hizo añadir—: Tenga cuidado, señor.

Macro hizo una pausa y lo miró desdeñosamente.—Trataré de no torcerme el tobillo, optio. Este lugar es como una tumba. Lo

único que se mueve ahí dentro son los espíritus de los muertos. Y ahora vamos,en marcha.

Cato saludó y se volvió hacia las filas de legionarios.—¡Las cinco primeras secciones! ¡Seguidme! —Acto seguido se dirigió a

grandes zancadas hacia lo que quedaba de la puerta principal y sus hombrestuvieron que apresurarse para no quedarse atrás. Un sendero lleno de rodadascon una ligera pendiente conducía a las enormes vigas de madera que formaban

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la puerta principal y el adarve fortificado que antes protegían la entrada. Pero laspuertas ya no estaban, las habían arrancado salvajemente de sus goznes decuerda y las habían hecho pedazos. Cato avanzó con cuidado por encima de losfragmentos astillados. A ambos lados, las zanjas defensivas describían una curvaalrededor del bajo terraplén y la empalizada destrozada. Los legionarios loseguían en silencio, aguzando la vista y el oído ante cualquier señal de peligro enla tensa atmósfera que los envolvía.

Al otro lado de la estropeada puerta se hizo evidente todo el alcance de ladestrucción de los durotriges. Había cacharros hechos añicos desparramados portodas partes, ropa hecha j irones y los restos de lo que habían constituido lasposesiones materiales de la gente que vivía allí. Mientras sus hombres sedesplegaban a un lado y a otro de él, Cato miró a su alrededor y se sorprendió deno ver ni rastro de ningún cadáver; ni siquiera restos animales. Aparte depequeños remolinos de cenizas que levantaba la brisa, nada se movía en aquelsilencio extraño e inquietante.

—¡Dispersaos! —ordenó Cato al tiempo que se volvía hacia sus hombres—.Registrad el lugar a conciencia. Buscamos supervivientes. ¡Volved a informarmeen cuanto lleguemos al centro de la población!

Con las armas en ristre, los legionarios avanzaron con cuidado por lasviviendas destruidas y utilizaban la punta de sus jabalinas para examinarcualquier montón de escombros que encontraban. Cato se quedó un momentoobservando su avance antes de ponerse a caminar lentamente por el caminocubierto de cenizas que desde la puerta conducía al corazón de Noviomago. Laausencia de cadáveres lo llenaba de inquietud. Él se había preparado para loshorrores que pudiera ver y el hecho de que no hubiera ni rastro de la gente y losanimales del lugar era casi peor, puesto que su imaginación tomó el relevo e hizoque lo embargara una terrible aprensión. Se maldijo a sí mismo, enojado. Eraposible que los atacantes hubieran sorprendido a la población, la hubieran tomadosin encontrar resistencia y se hubieran llevado a la gente y a sus animales comobotín. Era la respuesta más probable, se convenció.

—¡Optio! —Una voz lo llamó desde no muy lejos—. ¡Aquí!Cato corrió hacia la voz. Cerca de los restos de un establo de piedra el

legionario se encontraba junto a un gran hoy o tapado con una cubierta de piel.Había retrocedido a un lado y señalaba hacia abajo con la jabalina.

—Ahí, señor. Eche un vistazo a esto.Cato se puso a su lado y miró dentro del hoyo. Tenía unos tres metros de

ancho y su profundidad era de la altura de un hombre. La tierra de los bordesestaba suelta. En la penumbra vio una pila de perniles de carne seca, montonesde cestos de grano, unas cuantos utensilios de plata griegos y algunos arconespequeños. Estaba claro que la fosa había sido abierta recientemente, sin dudapara almacenar el botín que los atacantes habían seleccionado. Habían tapado el

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hoy o con la lona para protegerlo de los animales salvajes. Cato se despojó delescudo y descendió hasta los arcones. Rápidamente abrió la tapa del que teníamás cerca. Dentro encontró un surtido de ornamentos celtas hechos de plata ybronce. Cogió un espejo y lo abrió al tiempo que admiraba el magnífico trabajode motivos acaracolados del reverso. Volvió a dejarlo en el cofre y contemplótoda aquella colección de torques, collares, copas y otros recipientes, todas ellaspiezas de excelente artesanía. De aquel conjunto de cosas, muy pocas habríansido usadas por los habitantes de Noviomago. Debían de haberlas obtenidomediante el comercio con tribus nativas y almacenado durante el invierno paramandarlas por barco a la Galia, donde los representantes o tratantes de Roma lasvenderían a un alto precio. Ahora los durotriges se habían hecho con ellas y lashabían escondido, sin duda con la intención de recogerlas cuando volvieran de susincursiones por el interior del territorio de los atrebates.

Cato tembló cuando se dio cuenta de todo lo que aquello implicaba. Bajó degolpe la tapa del arcón y salió apresuradamente del hoyo.

—Busca a los demás y reúnelos en el centro del pueblo lo más rápido posible.Yo voy a ver si encuentro al centurión. ¡Vamos, deprisa!

Cato cruzó a toda prisa por los quebradizos restos de los edificios quemadosdonde tan sólo quedaban en pie las vigas más resistentes y las ennegrecidasparedes de piedra. Oy ó a Macro dar órdenes a gritos y se dirigió al lugar dedonde provenía la voz de su centurión. Al salir de entre las paredes de dos de lasconstrucciones más sólidas que rodeaban el centro de Noviomago vio a Macro ya unos cuantos de sus hombres junto a lo que parecía un pozo cubierto de unostres metros de diámetro. Lo circundaba un parapeto de piedra que llegaba a laaltura de la cintura y todo él estaba cubierto por un tejado cónico de cuero.Curiosamente, los atacantes habían dejado el tejado intacto; al parecer era loúnico que no habían tratado de destruir.

—¡Señor! —Llamó Cato al tiempo que corría hacia ellos. Macro levantó lavista del pozo con una expresión trastornada en su rostro. Al ver a Cato, se irguióy se encaminó hacia él a grandes zancadas.

—¿Habéis encontrado algo?—¡Sí, señor! —Cato no pudo contener su nerviosismo al informar—. Hay un

hoy o en el que pusieron el botín cerca de la puerta principal. Deben de tenerintención de volver por aquí. ¡Señor, tal vez tengamos la oportunidad de tenderlesuna trampa!

Macro asintió moviendo la cabeza con aire grave, por lo visto indiferente a laposibilidad de acechar a los atacantes.

—Entiendo —dijo. Las ganas de Cato de seguir hablando de sudescubrimiento se apaciguaron ante la extraña falta de vida del rostro de susuperior.

—¿Qué ocurre, señor? Macro tragó saliva.

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—¿Encontrasteis algún cadáver?—¿Cadáveres? No, señor. Es una cosa muy curiosa.—Sí. —Macro frunció los labios y movió el pulgar señalando el pozo—.

Entonces me imagino que deben de estar todos ahí dentro.

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Capítulo X

Bajo la luz cada vez más débil del atardecer, el centurión Hortensio formó unaapagada silueta casi carente de detalles cuando, con las manos apoy adas en labarandilla de piedra, escudriñó el interior del pozo. Macro y sus hombres sequedaron atrás, lo más alejados posible de los espíritus de los muertos quepudieran permanecer ahí. Diomedes estaba sentado solo, con la espalda apoy adaen la ennegrecida mampostería de un edificio en ruinas. Tenía la cabezainclinada, la cara oculta entre los brazos y su cuerpo se sacudía con el dolor.

—Se lo está tomando un poco mal —masculló Fígulo entre dientes.Cato y Macro se miraron. Ambos habían visto el retorcido montón de cuerpos

mutilados que casi llenaba el pozo. Dada la extensión de aquella localidad, debíade haber cientos de ellos. Lo que más había horrorizado a Cato fue que ni un soloser viviente se había salvado. La maraña de cadáveres incluía hasta los de losperros y ovejas de los aldeanos, así como los de las mujeres y niños. Losatacantes habían querido dejar claro qué suerte correrían aquellos que sepusieran de parte de Roma. Al joven optio le había dado todo vueltas cuandoobservó el interior del pozo y había sentido un escalofrío de horror ydesesperación en el momento en que sus ojos se habían posado en el rostro de unniño, poco más que un bebé, que yacía despatarrado en lo alto del montón. Bajouna mata de enmarañados cabellos rubios del color de la paja había un par deojos azules abiertos como platos, con una fija mirada de terror.

La boca abierta del niño dejaba al descubierto unos diminutos dientes blancos.Lo habían matado clavándole una lanza en el pecho y el cuerpo de su bastovestido de lana tenía una negra mancha de sangre seca. A la vez que retrocedía,apartándose de aquel pudridero, Cato se había dado la vuelta, se había inclinado yhabía vomitado.

En aquellos momentos, media hora después, sentía frío, cansancio y elprofundo dolor de aquellos que habían visto la absoluta escabrosidad de la vidapor primera vez. La muerte violenta era algo con lo que había convivido desdeque se había incorporado a las águilas. De eso hacía poco más de un año.

Muy poco tiempo, reflexionó. El ejército había conseguido endurecerlo sinque él fuera del todo consciente de ello, pero ante el sangriento trabajo de losDruidas del culto de la Luna Oscura, el horror y la desesperación lo consumían.Y en tanto que su mente trataba de aceptar las acciones de aquellas personas queatentaban de aquel modo contra todos los principios de la civilización, un impulsocada vez más fuerte de descargar su salvaje venganza sobre ellos amenazabacon dominarlo. La imagen del rostro del niño volvió a cruzar por su mente unavez más y, de manera instintiva, su mano se enroscó con fuerza en el pomo de laespada. Ahora esos mismos Druidas tenían en su poder a una familia romana, sinduda destinada a correr la misma suerte que los habitantes de Noviomago.

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Macro notó el movimiento. Por un momento se sintió casi impulsado a poneruna mano paternal sobre el hombro de su optio y tratar de consolarlo. Se habíaacostumbrado a la presencia del optio y solía olvidar que Cato poseía pocaexperiencia de la absoluta brutalidad de la guerra. Costaba creer que el ratón debiblioteca patoso que había aparecido con los otros reclutas desaliñados un tiempoatrás en Germania y el oficial subalterno lleno de cicatrices que en aquellosmomentos estaba a su lado en silencio fueran la misma persona. El muchacho yahabía ganado su primera condecoración por su valentía; la abrillantada placa demetal relucía en el correaje del optio. No se podía dudar de su coraje einteligencia, y si sobrevivía lo suficiente a la dura vida de las legiones, tenía unbuen futuro por delante. Pero aún era poco menos que un niño, con una tendenciaa la timidez que llegaba al punto de serle dolorosa y que Macro no comprendía.Igual que no comprendía la intensidad de los ocasionales estados de ánimo delmuchacho, cuando parecía encogerse en sí mismo y encerrarse en una marañade insondables hilos de pensamiento.

Macro se encogió de hombros. Sólo con que el chico dejara de pensar tanto,encontraría la vida mucho más fácil. Macro no creía en la introspección, nohacía más que confundir las cosas e impedirle a uno actuar. Era mejor dejárselaa esos ociosos intelectuales de Roma. Cuanto antes aceptara eso Cato, más felizsería.

Fígulo seguía criticando la desvergonzada exteriorización de emociones deDiomedes.

—¡Malditos griegos! De todo hacen un drama. Tienen demasiadas tragediasy pocas comedias en sus teatros, ése es el problema.

—Este hombre ha perdido a su familia —dijo Macro en voz baja—. Así quehazle un favor antes de que te oiga y cierra tu condenada bocaza.

—Sí, señor. —Fígulo aguardó un momento y luego se alejó paseandotranquilamente, como si buscara otra cosa que distrajera su atención mientras lacenturia esperaba recibir órdenes.

El centurión Hortensio ya había visto suficiente y se acercó a Macro conbriosas zancadas.

—Vaya carnicería que hay ahí dentro.—Si, señor.—Será mejor que tus muchachos lo rellenen de tierra. No tenemos tiempo

para darles sepultura como es debido. Además, no sé cómo lo hacen loslugareños.

—Podrías preguntárselo a Diomedes —sugirió Macro—. Él lo sabrá.Ambos se volvieron para mirar al guía griego. Diomedes había levantado la

cabeza y tenía los ojos clavados en el pozo, su rostro estaba crispado y temblabamientras luchaba para tratar de dominar su dolor.

—No creo que sea buena idea —decidió el centurión Hortensio—. Al menos

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de momento. Me ocuparé de Diomedes mientras tú te encargas del pozo.Macro asintió con la cabeza antes de que se le ocurriera otra cosa.—¿Y qué pasa con el botín que descubrió mi optio?—¿Qué pasa con él? —Cato miró con irritación al centurión superior, porque

no había captado la relevancia de su hallazgo. Antes de que pudiera expresar unaexplicación insubordinada, Macro intervino.

—El optio piensa que los atacantes tienen intención de volver a buscar elbotín.

—¿Ah, eso piensa? —Hortensio lanzó una mirada fulminante al joven optio,molesto con el hecho de que un soldado tan joven e inexperto se atreviera asuponer que comprendía las intenciones del enemigo.

—De otro modo, ¿qué sentido tendría que lo hubieran guardado?—¿Quién sabe? Tal vez se trate de alguna especie de ofrenda a sus dioses.—No lo creo —replicó Cato en voz baja.Hortensio puso mala cara.—Si tienes algo que decir, dilo como es debido, optio —terció con

brusquedad.—Sí, señor. —Cato se cuadró—. Simplemente deseaba señalar que a mí me

parece que los atacantes han dejado aquí todo lo que han podido para llevárselocuando se retiren otra vez a territorio Durotrige. Eso es todo, señor. Aparte delhecho de que podrían volver a pasar por aquí en cualquier momento.

—En cualquier momento, ¿eh? —se burló Hortensio—. Lo dudo. Si tienen unpoco de sentido común habrán vuelto a refugiarse al lugar del que vinieron.

—Aún así, señor, el chico podría tener razón —dijo Macro—. Deberíamosapostar una guardia en algún punto elevado.

—Macro, no he nacido ayer. Ya se han ocupado de ello. Los exploradores dela caballería están inspeccionando los accesos al pueblo. Si alguien se acerca, lodescubrirían mucho antes de que suponga una amenaza. Y no es que yo crea quelos atacantes siguen ahí todavía.

Apenas había terminado su frase cuando un golpeteo de cascos resonó en lapenumbra. Los tres oficiales se dieron la vuelta y momentos después unexplorador llegó galopando al centro de la población. Detuvo a la bestia y sedeslizó por su costado.

—¿Dónde está el centurión Hortensio?—Estoy aquí. ¡Rinde tu informe!El hombre corrió hacia él, saludó y tomó aire.—¡Se acerca una columna de hombres, señor! Están a unas dos millas.—¿En qué dirección? —El explorador se volvió y señaló hacia el este, más

allá de una hondonada que había entre dos colinas y donde un sendero sinuoso seextendía siguiendo la costa.

—¿Cuántos son?

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—Doscientos, tal vez más.—Bien. ¿Qué está haciendo tu decurión?—Ha hecho retroceder al escuadrón hasta los árboles de la colina más

próxima. Excepto a dos hombres que van a pie. Están vigilando la columna.—Bien. —Hortensio movió la cabeza con satisfacción y ordenó al explorador

que se retirara—. Vete. Dile al decurión que se mantenga oculto. Mandaré a unmensajero con órdenes en cuanto me sea posible.

El explorador volvió corriendo a su montura y Hortensio se giró hacia susoficiales. Se obligó a esbozar una leve sonrisa.

—Bueno, joven Cato. Parece que podrías estar en lo cierto. Y si lo estás, aesos Druidas y a sus amigos les espera una inmensa y jodida sorpresa.

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Capítulo XI

—Está nevando, para variar —refunfuñó Cato al levantar la vista cuando losprimeros copos descendieron del cielo nocturno. Un frío viento soplaba desde elmar y traía una arremolinada nube de copos blancos que caían sobre los soldadosde la cuarta cohorte mientras éstos permanecían escondidos por todo el pueblo enruinas. El clima despejado de los últimos días había secado el suelo y la nieveempezó a cuajar enseguida, moteando las oscuras capas y escudos de loslegionarios que tiritaban en silencio.

—No durará mucho, optio —susurró Fígulo—. ¡Mira allí! —Señaló un pedazode cielo despejado a un lado de los negros e imponentes nubarrones. Lasestrellas, y el tenue cuarto creciente de la luna, brillaban con luz trémula en uncielo casi negro.

Daba la sensación de que había pasado mucho tiempo desde que habíaanochecido y la tensa expectación de los soldados aguzaba sus sentidos mientrasesperaban a que los atacantes cayeran en la trampa. La sexta centuria se habíaocultado entre las ruinas que rodeaban el centro de la población. Al atisbar porencima de la mampostería de una choza que llegaba a la altura de la cintura,Cato no vio a ninguno de los demás soldados de la centuria, pero su presencia erapalpable. Así como lo era la presencia de los muertos apilados en el pozocercano.

La imagen del niño muerto volvió espontáneamente a la mente de Cato y susresentidas ansias de castigar a los Druidas con una terrible venganza volvieron aincrementarse.

—¿Dónde diablos están esos malditos bastardos britanos? —dijo entre dientes,y acto seguido apretó la mandíbula, furioso consigo mismo por poner demanifiesto su impaciencia delante de sus hombres. A excepción de Fígulo, todosse habían sentado en silencio siguiendo sus órdenes. La mayoría de ellos erancurtidos veteranos que habían sido destinados a la segunda legión el otoño anteriorpara que la unidad recuperara su número de efectivos. La unidad de Vespasianohabía sufrido graves pérdidas durante las primeras batallas de la campaña yhabía tenido la gran suerte de poder ser la primera en elegir entre los reemplazosde las reservas que se habían mandado en barco desde la Galia.

—¿Quiere que vaya a echar un vistazo, señor? —preguntó Fígulo.—¡No! —respondió Cato con brusquedad—. Siéntate y estate quieto, maldita

sea. No quiero oír ni una palabra más.—Sí, señor. Lo siento, señor.Mientras el recluta se alejaba arrastrando los pies una corta distancia, Cato

sacudió la cabeza con desesperación. Si dejaban que se las arreglara solo, eseidiota echaría por tierra los planes que el centurión Hortensio había hecho a todaprisa. Durante el poco tiempo disponible antes de que la columna enemiga fuera

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visible desde la aldea, se habían desplegado dos centurias en el mismo pueblo ylas otras cuatro se habían escondido en la zanja defensiva preparadas para cerrarel círculo que atraparía a los atacantes. Los exploradores de la caballería sehallaban ocultos a lo largo del margen de un bosque cercano con órdenes de saliren cuanto se diera la señal de ataque. Entonces esperarían y darían caza acualquier britano que lograra escapar del poblado. Aunque Cato no teníaintención de darles demasiadas oportunidades para ello.

Los restos chamuscados de la aldea ya estaban desapareciendo bajo un finomanto de nieve. Mientras Cato permanecía a la mira del enemigo, la capa denieve que caía le recordó la más delicada de las sedas blancas y de repentepensó en Lavinia: joven, lozana y llena de un contagioso entusiasmo por la vida.Aquella imagen se desvaneció enseguida y fue reemplazada por su asustadaexpresión en el momento de morir. Cato apartó la visión de su mente y trató deconcentrarse en otra cosa. Cualquier otra cosa. Entonces se sorprendió alencontrarse pensando en Boadicea, su rostro estático, con la ceja arqueada enaquella expresión ligeramente burlona a la que él había tomado un especialcariño. Cato sonrió.

—¡Señor! —exclamó Fígulo entre dientes alzándose a medias. Los demássoldados de la sección lo fulminaron con la mirada.

—¿Qué? —Cato se volvió—. Creía haberte dicho que te callaras.—¡Algo pasa! —Fígulo señaló hacia el lado opuesto del poblado.—¡Cierra la boca! —masculló Cato con los dientes apretados al tiempo que

levantaba un puño para enfatizar la orden—. ¡Agáchate!Fígulo volvió a ponerse en cuclillas para esconderse. Entonces, con toda la

cautela de la que fue capaz, Cato miró hacia el espacio abierto que había delantedel pozo. Forzó la vista para percibir cualquier señal de movimiento. El suavegemido del viento frustraba sus intentos de captar algún sonido, de manera que, apesar de la oscuridad, vio al enemigo antes de oírlo. El oscuro contorno de una delas ruinas que había enfrente cambió de forma, luego una sombra surgió de entredos paredes de piedra. Un j inete. En el umbral del espacio abierto frenó y sequedó sentado en su montura sin moverse, como si husmeara el aire en busca dealguna señal de peligro. Finalmente el caballo relinchó, levantó una pezuña y,rascando, hizo un oscuro corte en la nieve. Entonces, con un chasquido de lalengua perfectamente audible, el britano hizo avanzar a su bestia hacia el pozo.La negra figura atravesó lentamente el moteado remolino y Cato tuvo lasensación de que el hombre recorría las silenciosas ruinas con la mirada. Seencorvó todo lo que pudo detrás de la pared de manera que pudiera seguirmirando por encima de la ennegrecida mampostería. Cuando el j inete llegó alpozo volvió a detener su caballo y luego avanzó poco a poco por el borde paraver mejor el hueco del pozo. Cato aferró con la mano la empuñadura de suespada y por un momento la tentación de desenvainar el arma fue casi

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insoportable. Entonces se obligó a soltarla. A su alrededor, los hombres estaban lobastante tensos como para entrar en acción de un salto ante el más mínimoindicio de que el j inete se estuviera preparando para lanzarse al ataque. Debíanesperar a oír la trompeta. Hortensio estaba mirando desde lo alto de un túmulofunerario en el exterior del poblado y sólo daría la señal de cerrar la trampacuando todos los j inetes hubiesen atravesado las ruinas de la puerta principal. Lasórdenes eran claras: nadie debía dar un solo paso hasta que se diera la señal. Catose volvió hacia sus soldados y en silencio les hizo señas para que se agacharan,por la manera en que estaban agazapados, sostenían sus escudos y aferraban susjabalinas, se dio cuenta de que estaban listos para entrar en acción.

El j inete que estaba junto al pozo se inclinó tranquilamente a un lado,carraspeó y escupió por el hueco. Las frías ansias de venganza que Cato sentía ensu interior se avivaron momentáneamente para convertirse en una ardiente yterrible ira que hizo que la sangre le palpitara en las venas. Trató de reprimir elimpulso y apretó tanto los puños que sintió cómo las uñas se le clavabandolorosamente en las palmas. El Durotrige pareció convencerse de que ni a él nia sus compañeros los amenazaba ningún peligro, dio la vuelta a su caballo y sealejó al trote del centro del pueblo hacia la puerta principal. Cato miró a sushombres.

—Pronto darán la señal —les dijo en voz baja—. En cuanto ese exploradorles diga que no hay peligro, los Druidas y sus amigos entrarán por la puerta. Vana recuperar su botín y es probable que tengan la intención de pasar aquí la noche.Estarán cansados y deseando reposar un poco. Eso hará que se descuiden. —Catodesenvainó la espada y la apuntó hacia sus soldados—. Recordad, muchachos…

Algunos de los veteranos no pudieron evitar reírse entre dientes por el hechode que el joven optio los llamara muchachos, pero respetaban el rango yrápidamente acallaron su regocijo. Cato respiró hondo para disimular su fastidio.

—Recordad, atacaremos con todas nuestras fuerzas. Tenemos órdenes dehacer prisioneros, pero no corráis riesgos innecesarios para capturarlos. Ya sabéislo poco que le gusta al centurión tener que escribir mensajes de condolencia paralas familias que están en casa. No es probable que os perdone así como así si osmatan.

Las palabras de Cato produjeron el efecto deseado y la horrible tensión de laespera del combate disminuyó cuando los soldados volvieron a soltar unas risitas.

—Muy bien. Poneos en pie, los escudos en alto y las jabalinas preparadas.Las oscuras siluetas de los soldados se alzaron y, en medio de aquella lluvia de

grandes copos de nieve, aguzaron el oído para percibir la señal de la trompeta porencima del leve gemido del viento. Pero antes de que llegara la señal, el primerbritano apareció por la puerta principal. Hombres a pie que conducían suscaballos y hablaban en tonos contenidos ahora que la marcha del día habíallegado a su fin. Poco a poco fueron surgiendo de entre la oscuridad aún may or

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de los edificios incendiados y se reunieron en el espacio abierto que había antesde llegar al pozo. Mientras Cato los observaba con nerviosismo, los j inetes fueronaumentando en número hasta que hubo más de una veintena allí arremolinados yaún aparecían más saliendo pesadamente de la oscuridad de la noche. El mascary piafar de los caballos se mezclaba con los alegres tonos de los britanos y elsonido parecía insoportablemente fuerte tras el largo período de forzoso silencio.Cato temió que sus hombres no oy eran la señal de la trompeta por encima delruido. A pesar de la inmovilidad de todos ellos, era plenamente consciente de quesu ansiedad iba en aumento. Si no se daba pronto la señal, los desperdigadoshombres de la sexta centuria podrían verse superados en número por aquellos alos que querían emboscar.

De repente se oy ó un sonido discordante que provenía del centro de laconcentración de apiñados j inetes. Un hombre a caballo se abrió camino a lafuerza y dio una serie de órdenes.

Los britanos guardaron silencio e inmediatamente la desordenadamuchedumbre se convirtió en un grupo de soldados listos para actuar en cuantose lo ordenaran. Un puñado de hombres a los que habían designado paraocuparse de los caballos empezó a realizar la tarea encomendada mientras quelos demás formaban frente al j inete. Con un sentimiento intenso de frustración,Cato se dio cuenta de que estaba pasando el mejor momento para lanzar unataque. A menos que Hortensio diera la señal inmediatamente, el enemigo aúnpodría organizarse lo suficiente como para ofrecer una resistencia efectiva.

En el mismo momento en que maldecía el retraso, Cato vio que un hombrecaminaba directamente hacia él. El optio se agachó sin hacer ruido y sin dejar demirar con preocupación hacia el contorno de la mampostería por encima de sucabeza, en tanto que el britano se acercaba, se detenía y hurgaba en su capa.Hubo una pausa antes de que un apagado sonido de agua al caer llegara a oídosdel optio. El britano dejó escapar un largo suspiro de satisfacción mientrasorinaba contra la pared de piedra. Alguien lo llamó y Cato oyó que el hombrereía al tiempo que se volvía para responder y torpemente hacía caer las piedrassueltas de lo alto de la pared en ruinas.

Un enorme pedrusco cayó hacia adentro y se precipitó sobre la cabeza deCato. Instintivamente él se agachó y la piedra rebotó en un lado de su casco conun sordo sonido metálico. La cabeza del j inete apareció por encima de la pared,buscando la fuente del inesperado ruido. Cato contuvo el aliento con la esperanzade que no le vieran ni a él ni a sus hombres. El guerrero Durotrige tomó aire y leslanzó un grito de advertencia a sus compañeros que hendió la oscuridad y que seoy ó por encima de los demás sonidos con una claridad asombrosa.

—¡En pie! —bramó Cato—. ¡A por ellos! Levantándose de un salto, hincó suespada corta en la oscura forma del rostro del britano y notó que la sacudida delimpacto le bajaba por el brazo al tiempo que el agudo chillido del j inete le

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resonaba en los oídos.—¡Usad las jabalinas! —gritó la voz de Macro desde ahí cerca—. ¡Las

jabalinas primero!Las negras siluetas de los legionarios se alzaron por entre las ruinas alrededor

de los j inetes durotriges.—¡Lanzad las jabalinas! —bramó Macro. Con un resoplido de esfuerzo los

soldados en torno a Cato propulsaron sus brazos armados hacia delante, con unángulo bajo para lanzar el arma a una distancia muy cercana, y las largas ymortíferas astas salieron volando para caer contra la densa concentración delenemigo. Inmediatamente el ruido sordo y el repiqueteo del impacto dieron pasoa los gritos de los heridos y el más agudo relincho de los aterrorizados caballosalcanzados por las despiadadas puntas de hierro de las jabalinas.

Cato y sus hombres se abrieron paso con dificultad por encima de la pared,con las espadas desenvainadas y listos para atacar.

—¡No os separéis de mí! —gritó Cato, ansioso por mantener a sus hombresbien diferenciados de los britanos. Hortensio les había inculcado a sussubordinados que debían mantener a sus hombres bajo un control rigurosodurante la emboscada. El ejército romano tenía una saludable aversión a llevar acabo acciones nocturnas, pero aquella oportunidad de tender una trampa y mataral enemigo era una oportunidad demasiado providencial para que ni siquiera uncenturión como Hortensio, que siempre seguía el reglamento, pudiera resistirse aello.

—¡Cierren filas! —exclamó Macro a una corta distancia, y la orden fuerepetida por todos los jefes de sección mientras que pequeños grupos delegionarios se acercaban a los britanos. Tras sus grandes escudos rectangulareslos ojos de los romanos iban mirando rápidamente a todos lados, buscando elexpuesto cuerpo enemigo más próximo para clavar en él sus espadas cortas. Catoparpadeó cuando una ráfaga de viento le arrojó un montón de enormes copos enla cara que le obstaculizaron momentáneamente la visión. Una sombra grande sealzó frente a él. Unos dedos se cerraron sobre la parte superior del borde de suescudo, a poca distancia de su cara, y tiraron de él a un lado. InstintivamenteCato lanzó el brazo hacia delante, cargando todo su peso tras él. El britano seguíafirmemente agarrado al escudo y la parte inferior del mismo se alzó de maneraque le propinó un aplastante golpe entre las piernas. El britano dio un quej ido,soltó la mano y empezó a encorvarse. Cato estrelló el pomo de su espada contrala parte posterior de la cabeza del hombre para ayudarlo en su movimiento. Pasópor encima de aquella figura tendida boca abajo al tiempo que echaba un vistazoa su alrededor para asegurarse de que su sección seguía con él. Detrás de susoscuros escudos rectangulares los legionarios se abrieron paso por todos lados,combatiendo codo con codo mientras arremetían contra la concentración debritanos que se defendían. Éstos no ofrecían una resistencia organizada a la

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emboscada, sino que simplemente luchaban por librarse de sus muertos y heridosy de la maraña de equipo y astas de jabalina dobladas que les estorbaban. Losque habían conseguido escapar de aquel caos trataban desesperadamente deabrirse camino a golpes a través del anillo de escudos que se cerraba y de lasmortíferas hojas centelleantes de las espadas cortas de los romanos. Pero muypocos escaparon, y con una eficacia fría e implacable los legionarios siguieronavanzando y matando a todo lo que encontraban por delante.

Entonces, por encima de los gritos y los chillidos de los hombres y eltraqueteo y choque de las armas, un estridente toque de trompeta recorrió lapoblación cuando, con retraso, Hortensio dio la señal de ataque. Para aprovecharmejor lo que quedaba del factor sorpresa, Hortensio lanzó a sus soldados contrala oscura columna de guerreros britanos que estaba entrando en el poblado. Elfuerte rugido del grito de guerra de la cohorte se alzó por todas partes y el grupode j inetes durotriges se paró en seco, pues por un momento quedaron demasiadoatónitos para reaccionar. Las centurias restantes salieron de las zanjas defensivasde la aldea y como un enjambre se dirigieron hacia su enemigo por encima delbrillo de la nieve recién caída. Los jefes Druidas trataron de volver a concentrara sus hombres y hacerlos formar para enfrentarse a la amenaza, pero en un abriry cerrar de ojos los legionarios cayeron sobre ellos y rápidamente hicieronpedazos a los miembros de la tribu.

Con renovado fervor, la sexta centuria se ocupó de los pocos britanos quequedaban vivos entre la carnicería que había alrededor del pozo del poblado. Lahoja de Cato se había quedado atascada en las costillas de uno de los j inetes ycon un gruñido de frustración clavó una bota en el estómago del hombre y liberóla espada de un tirón. Al levantar la vista apenas tuvo tiempo para dar un saltoatrás cuando la cabeza de un caballo empinado se dirigió repentinamente haciaél, resoplando, con los ojos muy abiertos, aterrorizado por los chillidos y elchoque de las armas que inundaban la noche. Por encima de la cabeza delcaballo se alzaba la silueta del guerrero que había intentado en vano formar a sushombres y luchar contra los romanos. Con una mano blandía una larga espadaque sujetaba en alto, apartada de su asustado caballo. Clavó la mirada en Cato ehizo descender la hoja con todas sus fuerzas. Cato se dejó caer de rodillas y alzósu escudo para interceptar la trayectoria de la espada. El golpe cayó con unterrible estruendo justo por encima del tachón del escudo y lo hubiera atravesadolimpiamente de no haber dado en el borde reforzado con metal por el lado queestaba más cerca del caballo. En cambio, la hoja se quedó clavada y, cuando elguerrero trató de sacarla de un tirón, se llevó el escudo con ella. Con un gruñidode rabiosa frustración, el hombre la emprendió a patadas contra Cato,arremetiendo con su bota contra un lado del casco del optio. Cato se quedóaturdido sólo un momento, tras el cual clavó la espada en los leotardos porencima de la bota. El britano lanzó un aullido de enojo y furia y espoleó a su

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caballo para pisotear al romano. Nada acostumbrado a los caballos en su vidacivil y con el respeto de un soldado de infantería hacia los peligros querepresentaba la caballería, Cato, acobardado, se apartó de los mortíferos cascos.Pero el agolpamiento de legionarios que había a su espalda no le dejaba sitio pararetirarse. Entonces Cato tiró con todas sus fuerzas para arrancarle su escudo albritano y, con un chasquido, espada y escudo se separaron. El britano clavó lostalones y dio una salvaje sacudida a las riendas, provocando con ello que subestia se pusiera sobre dos patas sacudiendo los cascos peligrosamente. Cato rodópara situarse bajo el vientre del caballo al tiempo que se protegía el cuerpo con elescudo, terriblemente dañado, e hincó su espada en las tripas del animal.

El caballo forcejeó como un loco para librarse de la hoja y se empinó tantoque cayó sobre el lomo y aplastó a su j inete. Antes de que el britano pudieraintentar sacarse de encima la bestia mortalmente herida, un legionario avanzó deun salto y de una rápida cuchillada en la garganta acabó con él.

—¡Fígulo! ¡Encárgate también del caballo! —ordenó Cato mientras searrastraba para alejarse del zarandeo de los cascos del caballo lacerado. El jovenlegionario se acercó a la cabeza y le abrió una arteria con un presto tajo de suespada. Cato y a estaba de nuevo en pie y mirando a su alrededor en busca de unnuevo enemigo, pero no había ninguno. La mayor parte de los britanos estabanmuertos. Unos cuantos de los heridos gritaban, pero no les harían caso hasta quefuera hora de poner fin a su sufrimiento con una estocada misericordiosa. Elresto había huido, corriendo en tropel a través de los restos del poblado en unintento por escapar de las siniestras hojas de sus atacantes.

Los legionarios se quedaron sorprendidos ante la rapidez con la que habíanarrollado al enemigo y por un momento permanecieron en tensión y agazapados,listos para la lucha.

—¡Sexta centuria! ¡En formación! ¡Esto no es un jodido ejercicio! ¡Moveos!Los bien disciplinados soldados respondieron al instante: se acercaron a toda

prisa a su centurión y formaron una pequeña columna en el terreno nevado.Macro no vio huecos en las filas y movió la cabeza satisfecho. El enemigo sólohabía tenido tiempo de herir a no más de un puñado de hombres de su centuria.Saludó a Cato con un gesto de la cabeza cuando éste ocupó su posición al frentede los soldados.

—¿Estás bien, optio? —Cato asintió, jadeando.—¡Pues volvamos a la puerta, muchachos! —gritó Macro. Le dio una

palmada en el hombro a Fígulo—. ¡Y no tengáis ningún miramiento con loscaballos!

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Capítulo XII

Mientras la nieve caía suavemente en torno a ellos, los legionarios siguieron elsendero hacia los restos de la puerta, desde donde pudieron oír los sonidos de labatalla, apagados por el viento. Cato notó que el viento había amainado un poco.En el firmamento, entre las nubes, se estaban abriendo unos claros que dejabanpasar la luz de las estrellas y de la tenue luna creciente. En el siniestro resplandorque el manto de nieve reflejaba podían verse las figuras de los britanos que huíanpor entre las ruinas. Por un momento Cato sintió que lo invadían la ira y lafrustración al verlos. Aún podía ser que escaparan antes de que decay era la sedde venganza de los legionarios. Entonces Cato forzó una sonrisa. Tal vez él fuerael único que deseaba hacer pagar al enemigo todo lo que había visto en el pozo.Tal vez los veteranos que marchaban por el sendero con él sólo veían al enemigoen términos profesionales. Un adversario al que vencer y destruir; ni más, nimenos.

Mientras se acercaban a la puerta destrozada vieron que una oscura yenorme concentración de j inetes durotriges surgía de entre las ruinas con muypoco sentido del orden. Unas figuras se abrían paso por separado y con dificultadpor los restos del terraplén de tierra, buscando una vía de escape entre laempalizada de madera hecha pedazos y el férreo cordón de la línea de combatede los legionarios que aguardaban más allá. Tal vez escaparan unos cuantosj inetes, pero sólo unos cuantos, pensó Cato para sus adentros con fría satisfacción.

—¡Alto! —ordenó Macro—. Ahí los tenéis, chicos, a punto para que losmatemos. No os separéis y aseguraos de mirar antes de embestir. ¡Ya tenemossuficiente con ellos como para que tengáis que matar a alguno de nuestrosmuchachos! ¡Formad en línea!

En tanto que la primera fila de la columna se quedaba inmóvil, las filassiguientes ocuparon sus posiciones a ambos lados de la primera hasta que lacenturia formó una línea de dos en fondo por entre los escombros. Mientras Catoesperaba a que su centurión diera la orden de avanzar, advirtió que un pequeñogrupo de durotriges se separaba de sus compañeros y se adentrabasubrepticiamente en las sombras de unas chozas en ruinas.

—¡Señor!—¿Qué pasa?Cato alargó el brazo con el que sujetaba la espada y señaló hacia las chozas

con la hoja de su arma.—Allí. Algunos de ellos intentan escapar.—Ya los veo. No podemos permitirlo —decidió Macro—. Llévate a la mitad

de los hombres y encárgate de ellos.—Sí, señor.—Cato, nada de heroicidades. —Macro había observado el sombrío estado de

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ánimo que se había apoderado de su optio desde que el muchacho había sidotestigo del nefasto horror del interior del pozo y quería que se supiera que no iba atolerar ninguna estupidez—. Tú limítate a darles caza y luego trae a los hombresde vuelta enseguida.

—Sí, señor.—Yo avanzaré primero. En cuanto veas que yo me he ido, sales tú.Cato asintió con la cabeza.—¡Pelotones a mi derecha… adelante!Con Macro marcando el paso, las primeras cinco secciones avanzaron

mostrando los escudos al enemigo y las espadas cortas listas. La oscuraconcentración de britanos retrocedió ante la pared de escudos que se lesaproximaba y sus gritos de pánico y desesperación alcanzaron un nuevo grado deterror cuando la silenciosa línea de romanos se acercó a ellos. Unos cuantos delos durotriges más acérrimos se separaron del tumulto y se quedaron allí parados,con las armas en alto, preparados para caer luchando, fieles a su códigoguerrero. Pero eran demasiado pocos para cambiar las cosas y rápidamentefueron arrollados y cay eron muertos. Momentos después empezó el apagadoestrépito de los golpes de los escudos y el repiqueteo de las espadas en tanto queMacro y sus hombres se abrían camino a cuchilladas entre la arremolinadamultitud.

Cato se dio la vuelta e inspiró profundamente el aire frío.—¡El resto de vosotros, seguidme! —Guió a los soldados rodeando el margen

del combate que tenía lugar junto a la puerta y los condujo por el sinuoso senderopor donde había desaparecido el pequeño grupo de durotriges. Allí el fuego nohabía dañado tanto el interior de las chozas de la población. Los muros de piedraque llegaban a la altura del pecho y los escuetos restos de los armazones demadera se alzaban en torno a ellos mientras perseguían al enemigo al trote. Susarneses de cuero chirriaban, las vainas y toneletes tintineaban y la nieve cruj íasuavemente bajo sus botas. Frente a él, el camino había sido hollado por el pasode los durotriges hacía tan sólo unos momentos y éstos habían dejado un visiblerastro que los romanos siguieron. Cato enseguida vio claro por qué aquel pequeñogrupo había salido corriendo en esa dirección al recordar los hoy os dealmacenaje que habían destapado antes.

Iban detrás de todo el botín que pudieran llevarse consigo.El estrecho sendero giraba con una curva cerrada y un débil silbido previno a

Cato, que se agachó bajo su escudo justo a tiempo. El hacha de doble hoja rebotóen el borde de su escudo y le dio de lleno en la cara al legionario que iba justodetrás. Con un cruj ido escalofriante la pesada hoja cortó limpiamente la partesuperior del casco y de la cabeza del soldado. Éste ni siquiera gritó cuando cayóde espaldas y salpicó de sesos ensangrentados a sus compañeros más cercanos.Un enorme guerrero Durotrige se alzaba por encima de Cato. El hombre soltó un

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grito salvaje cuando vio el daño que su arma había infligido. La hoja continuócon su tray ectoria curva y se clavó profundamente en una viga de madera. Elguerrero Durotrige gruñó y desencajó el hacha de un tirón con un explosivo gritoahogado debido al esfuerzo. Dicha acción lo dejó expuesto un breve instante yCato le hincó su espada corta en el estómago y sintió el sólido impacto de un buenataque. Pero en vez de hacerle caer mortalmente herido, el golpe no pareciótener otro efecto que enfurecer aún más al inmenso britano. Éste bramó un gritode guerra, se apartó de la sombra de la pared que había utilizado para ocultarse yse quedó de pie a horcajadas en el camino, donde tenía espacio para blandir sintrabas su hacha de guerra. La hizo oscilar con las dos manos y desafió a losromanos a que se acercaran.

Por un momento Cato retrocedió, y sus hombres con él, mientras la hojahendía el aire con un sonido sibilante. El optio la contempló con horror,imaginándose perfectamente bien el demoledor daño que causaría en cualquiersoldado lo bastante tonto como para ponerse al alcance del arco que describía.Cato sabía que con cada instante que dejaba pasar, más posibilidades tenían loscompañeros del britano de conseguir huir. Pero se hallaba presa de un gélidoterror que le provocaba unos escalofríos que le recorrían la espalda y que hizoque se le helara la sangre en las venas. Le sorprendió encontrarse temblando.Todo su ser le decía que se diera la vuelta, que saliera corriendo y dejara que sushombres lidiaran con aquel gigante terrorífico. Y al pensarlo le sobrevino unsentimiento de repugnancia y amargo desprecio de sí mismo.

Cato se puso tenso y observó el balanceo del hacha, esperando a que pasarajunto a él. Cuando descendió por delante de su escudo, apretó los dientes, se lanzósobre el britano y hundió de nuevo la espada en su cuerpo. El hombre soltó ungruñido al recibir el ataque, bajó la rodilla y le propinó una patada a Cato. Labota se estrelló contra el muslo de Cato y estuvo a punto de hacerlo caer. Catovolvió a atacar, esta vez estampándole el escudo en la cara al britano al tiempoque retorcía la hoja en el interior de su oponente, tratando de alcanzar algúnórgano vital. La sangre, caliente y pegajosa, cayó por la empuñadura de suespada y sobre su mano, pero el guerrero Durotrige seguía acercándose, dandogritos de dolor y desafío. Soltó el hacha y con sus poderosas manos agarró a Catopor la cara y el cuello. El optio dio boqueadas cuando la tráquea le quedóaplastada con el apretón del britano. Con un brazo atrapado en la correa de suescudo, Cato soltó la espada y trató de aferrar la mano que le apretaba el cuello.En aquellos momentos había otros soldados a su lado que golpeaban al gigantecon los escudos y arremetían con las espadas por todos lados. Lo aguantó todo,con un gruñido que surgía de lo más profundo de su pecho, un sonido de purafuria animal, y aún así siguió sujetando a su rival, estrangulándolo. Cato, casi apunto de perder el conocimiento, creyó que sin duda iba a morir, pero de prontola presión se aflojó. Mareado, oyó el ruido sordo y húmedo de los golpes de

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espada mientras los legionarios acababan brutalmente con el britano.Con un profundo suspiro ronco, el hombre cay ó de rodillas, sus manos se

desprendieron de la garganta de Cato y se desplomó de costado. Uno de loslegionarios le dio una cautelosa patada en el pecho y el gigante quedó tumbadode espaldas sobre la nieve revuelta, completamente muerto.

—¿Estás bien, optio?Cato estaba apoy ado contra la mampostería, respiraba con dificultad y

notaba el latido de la sangre al circular por su cuello. Sacudió la cabeza paraintentar despejarse del mareo.

—Sobreviviré —dijo con voz ronca y lastimera—. Tenemos que seguir traslos demás… Vamos.

Alguien le pasó la espada de mango de marfil que el centurión Bestia le habíalegado y Cato continuó avanzando por el sendero. El miedo a otra emboscada eraun fuerte factor en contra del deseo de seguir adelante a toda prisa, pero se obligóa correr, decidido a no dejar que sus hombres se dieran cuenta de que se sentíacasi como un niño pequeño y asustado, perdido en medio de una pesadillaespantosa. Las sombras a ambos lados del camino que tenían por delante seconvirtieron en las más oscuras profundidades del averno, de las queamenazaban emerger unos horrores indescriptibles.

Entonces el camino describía una curva, y ahí delante se encontraban laszanjas de almacenamiento. Se habían retirado las cubiertas y, al otro lado de laszanjas aún se hallaba a la vista un puñado de enemigos, cargados con el lastre delbotín y esforzándose por alcanzar a sus compañeros, los cuales habían puesto elsentido común por encima de la avaricia.

—¡A por ellos! —bramó Cato. Los legionarios avanzaron a todo correr enorden abierto. Aquel combate iba a ser de uno contra uno, la pared de escudos nosería necesaria. Al tiempo que lanzaban el grito de guerra de la legión, « ¡Arribala Augusta!» , cay eron sobre los britanos como si estuvieran cazando ratas en ungranero. Justo por delante de Cato, un romano alcanzó a un guerrero Durotrigeque arrastraba un enorme fardo por la nieve. El britano percibió el peligro a susespaldas y se dio la vuelta al tiempo que levantaba un brazo, aterrorizado, cuandola espada corta se alzó sobre él. Cato se encontró maldiciendo el fallo dellegionario; la espada corta estaba diseñada para apuñalar, no para tajar, y elsoldado no debía ser tan tonto como para dejar que su sed de sangre abrumara lainstrucción que había recibido. Era tan malo como los jodidos reclutas que eranflor de un día. El improperio le vino a la cabeza de forma espontánea y loescandalizó por un instante hasta que, con una sonrisa irónica, se dio cuenta decuán sumido se hallaba en el mundo militar.

El britano gritó cuando la espada corta le atravesó el antebrazo y rompió elhueso de manera que el miembro quedó colgando como un pez recién pescado.

Cuando Cato pasó junto al legionario, le gritó:

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—¡Utiliza el arma como es debido!El legionario asintió con aire de culpabilidad y luego se volvió para liquidar

con la punta de su espada a su víctima, que no había dejado de chillar.Cato pasó junto a más cuerpos tendidos en la nieve con el botín desparramado

a su alrededor: oscuros fardos de tela de los que habían caído copas y vaj illa deplata, joyas personales y, extrañamente, un par de muñecas de madera labrada.Un guerrero Durotrige que sin duda buscaba un regalo que llevar a casa para sushijos, imaginó Cato. Se sobresaltó ante la idea de que los hombres que tan terribledestrucción habían causado en aquel poblado, y que eran capaces de masacrarincluso a sus más tiernos infantes, pudieran tener hijos propios. Apartó la miradade las muñecas y vio unas figuras borrosas que se deslizaban por los restos de laempalizada, seguidas por los romanos que jadeaban roncamente debido alesfuerzo de la persecución y al nerviosismo de la batalla.

Cato trepó por la empinada cuesta cubierta de hierba hasta las estacas de laempalizada, hecha de madera toscamente tallada. A lo lejos, al otro lado,desperdigados más allá de la zanja, y por el blanco paisaje que venía después, sepodían ver las oscuras siluetas de aquellos que habían logrado escapar a lamatanza que había acabado con sus compañeros allí en el poblado. Unos cuantosde sus hombres se unieron a él, ansiosos por salir tras el enemigo.

—¡Quietos! —logró gritar Cato con voz áspera a pesar del dolor que sentía enla garganta. Algunos de los soldados siguieron adelante y Cato tuvo que volver agritar, haciendo un esfuerzo para que su orden sonara más fuerte—. ¡Alto!

—¡Señor! —protestó alguien—. ¡Se escapan!—¡Eso ya lo veo, maldita sea! —exclamó Cato con enojo—. No podemos

hacer nada. No los atraparíamos nunca. Tenemos que esperar que losexploradores de la caballería los vean.

La disciplina y el sentido común detuvieron a los soldados. Con el pechopalpitante a causa del esfuerzo y el vaporoso aliento que se alzaba por encima desus cabezas, observaron cómo el enemigo huía adentrándose en la oscuridad.Cato estaba temblando, en parte debido al frío viento que soplaba aún con másfuerza en lo alto del terraplén y en parte por la liberación de la tensión nerviosa.

¿Tan poco tiempo había pasado desde que habían cargado contra el enemigoen el centro de la aldea? Se obligó a concentrarse y se dio cuenta de que todo elasunto no podía haber durado más que un cuarto de hora. El viento no traíasonidos de combate, de modo que la escaramuza en la puerta debía haberfinalizado también. Así de rápido había terminado todo. Recordó la primerabatalla en la que había combatido. Un pueblo en Germania, no muy distinto deaquél. Pero aquella lucha desesperada había durado toda una tarde y toda unanoche hasta que aparecieron los primeros ray os del amanecer.

Por muy corta que hubiese podido ser aquella refriega, la misma exultaciónardiente por haber sobrevivido le llenaba las venas y por algún motivo le hacía

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sentirse más viejo y más sabio.Le dolía la garganta de manera espantosa y le suponía todo un suplicio tragar

saliva o mover demasiado la cabeza en cualquier dirección. Ese enormeguerrero Durotrige casi había acabado con él.

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Capítulo XIII

El tenue resplandor rosado del cielo le daba un tono aún más pálido a la nievedepositada sobre el poblado arruinado. Como si la mismísima tierra hubiesesangrado durante la noche, pensó Cato mientras se levantaba con rigidez de laesquina de una pared donde había estado descansando bajo su capa del ejército.No había dormido. La incomodidad había sido demasiado grande para quepudiera hacerlo; su delgadez le hacía sentir el frío de una manera más intensaque los más musculosos y endurecidos veteranos de la legión, como Macro. Tal ycomo era habitual, los fuertes ronquidos del centurión habían llenado la noche,hasta que lo despabilaron para el turno de guardia de su centuria. Luego, trashaber despertado al siguiente oficial de la lista de turnos, había vuelto a sumirse alinstante en un sueño profundo con un retumbo gutural que sonaba como unterremoto lejano.

Una fina capa de nieve cayó silenciosamente en cascada de los pliegues de lacapa de Cato cuando éste se puso en pie. Cansado, se sacudió el resto y sedesperezó. Pisando con cuidado entre los escombros, se acercó a la acurrucadafigura de Fígulo y le tocó suavemente con la punta de su bota. El legionariorezongó y se dio la vuelta sin abrir los ojos, por lo que Cato tuvo que propinarle unpuntapié.

—En pie, soldado.Aunque era nuevo en el ejército, Fígulo sabía cuándo le habían dado una

orden y su cuerpo respondió deprisa, aunque su mente, más lenta, hizo lo quepudo para no quedarse atrás.

—Enciende una hoguera —le ordenó Cato—. Asegúrate de hacerla en unlugar despejado, lejos de cualquier cosa que sea combustible.

—¿Señor?Cato le lanzó una dura mirada al legionario, sin estar seguro de que el

muchacho no le estuviera tomando el pelo. Pero Fígulo lo miró sin comprender;no había ni rastro de malicia en sus simples facciones y Cato sonrió.

—No hagas el fuego demasiado cerca de algo que pueda prender.—Oh, entiendo —Fígulo movió la cabeza en señal de asentimiento—. Ahora

mismo me pongo a ello, optio.—Por favor.Fígulo se alejó sin ninguna prisa al tiempo que se rascaba el trasero

entumecido. Cato lo miró y chasqueó la lengua. Aquel muchacho era demasiadocorto de luces y demasiado inmaduro para las legiones. Debería sentirse extrañoal estar haciendo ese tipo de juicios sobre alguien que era unos cuantos mesesmay or que él, y sin embargo no era así. La experiencia le aportaba másmadurez de la que nunca podría proporcionar la edad, y eso era lo que contabaen el ejército. Una sensación de bienestar fluy ó por el cuerpo de Cato ante

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aquella otra prueba de que se estaba adaptando completamente a la vida desoldado.

Cato se arrebujó en la capa y salió de entre las chozas destrozadas donde lasexta centuria había pasado la noche. Ya se habían levantado unos cuantossoldados que, no del todo despiertos y con ojos adormilados, estaban sentadoscontemplando cómo rompía el alba en un cielo despejado. Algunos de ellosllevaban las marcas de la escaramuza de la noche anterior: traposensangrentados atados en las cabezas y los miembros. Sólo un puñado desoldados de la cohorte habían resultado mortalmente heridos. Por el contrario, losbritanos habían quedado hechos pedazos. Casi ochenta miembros de su bandayacían agarrotándose junto a la puerta y otros veinte o más estaban amontonadosal lado del pozo. Los heridos y prisioneros sumaban más de un centenar, yestaban apiñados en los restos de un establo bajo la cautelosa mirada de la mediacenturia designada para vigilarlos. Unos cuantos Druidas habían sido atrapadoscon vida y se encontraban firmemente atados en una de las zanjas dealmacenaje.

Mientras sus pasos cruj ían por la helada nieve en dirección a los hoy os, Catovio a Diomedes que, sentado en cuclillas junto a uno de los bordes, mirabafijamente a los Druidas. Tenía una tira de tela enrollada en la cabeza y unamancha de sangre seca a un lado de la cara. No levantó la vista cuando el optiose acercó y no dio señales de vida, aparte del ondulado vaho que a intervalosregulares exhalaba al respirar. Cato se quedó un momento de pie a unos pocospasos de él, esperando que el griego advirtiera su presencia, pero éste no semovió, siguió con la mirada clavada en los Druidas.

Por su parte, los Druidas estaban tendidos de costado, con las manos biensujetas a sus espaldas y los tobillos atados. Aunque no estaban amordazados, nointentaron hablar y se limitaban a fulminar con iracundas miradas a sus guardiasmientras temblaban sobre el suelo nevado. A diferencia de los otros britanos conlos que Cato se había topado, aquellos hombres llevaban el pelo largo, sin señalesde que hubieran tratado de adornar su cabello con cal. Abundante y enmarañado,lo llevaban peinado hacia atrás, atado en una larga y desarreglada cola decaballo, mientras que las barbas las llevaban sueltas. Todos tenían un tatuaje decolor oscuro en forma de luna en la frente y vestían unas túnicas negras.

—Son gente con un aspecto de lo más desagradable —dijo Cato en voz baja,ya que por algún motivo no quería que lo oyeran los druídas—. Nunca he vistonada igual.

—Pues considérate afortunado, romano —masculló Diomedes.—¿Afortunado?—Sí —respondió Diomedes entre dientes, y se volvió hacia el optio—.

Afortunado. Afortunado por no tener a una escoria malvada y sanguinaria comoésta viviendo al margen de tu mundo, sin saber nunca cuándo pueden aparecer

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entre vosotros para sembrar el terror. Nunca me hubiera imaginado que tuvieranagallas para caer tan al interior del territorio de los atrebates. Nunca. Ahora todoslos que vivían aquí están muertos, no queda ni un solo hombre, mujer o niño.Todos ellos han sido asesinados y arrojados a ese pozo. —Diomedes arrugó lafrente y apretó los labios con fuerza un momento. Luego se puso en pie y semetió una mano en la capa—. No veo por qué tendría que permitirse que estoscabrones sigan con vida. Los indeseables como ellos no merecen otra cosa másque la muerte.

Aún reconociendo el hecho de que Diomedes había contribuido a lafundación del poblado y tenía familia entre aquella gente cuy os cuerpos sehallaban amontonados en el pozo, Cato se sintió desconcertado ante laescalofriante intensidad de sus palabras. El griego empezó a retirar el brazo dedebajo de los pliegues de su capa y Cato, al darse cuenta de lo que pretendíahacer, levantó los brazos de forma instintiva para contener a Diomedes.

—¡Buenos días! —exclamó una voz llena de alegría.Cato y Diomedes se volvieron y vieron al centurión Hortensio que se dirigía

hacia ellos a grandes zancadas. Cato se irguió en posición de firmes y saludó;Diomedes frunció el ceño y lentamente retrocedió un paso del borde del hoyo.Hortensio se quedó de pie a su lado, miró a los Druidas y sonrió con satisfacción.

—¡Un buen botín! La cohorte obtendrá una pequeña fortuna con lo que serecaude de vender a los prisioneros, y unas palmaditas en la espalda por parte dellegado por haber capturado a estas bellezas. La lista de bajas es de las másreducidas que nunca he tenido después de un combate. Y ahora contamos conuna mañana estupenda para marchar de vuelta a la legión. ¡Somos personasafortunadas, optio!

—Sí, señor. ¿Cuántos hombres hemos perdido al final?—Tenemos cinco muertos, doce heridos y algunos rasguños.—Los dioses nos han tratado bien, señor.—Mejor que a otros —añadió Diomedes con voz queda.—Bueno, sí, eso es cierto —asintió Hortensio—. De todos modos, ahora

tenemos a estos hijos de puta. Eso pondrá fin a sus juegos.—No, no lo hará, centurión. Hay muchos más Druidas y guerreros durotriges

rondando por nuestras fronteras, esperando para continuar con el « juego» . Va amorir mucha más de esta gente antes de que vosotros, romanos, aniquiléisfinalmente a los Druidas.

Hortensio no hizo caso de aquel desaire. Las legiones sólo empezarían lacampaña cuando fuera prudente hacerlo. Eso no iba a cambiar por másprovocación enemiga que hubiera o por todos los ruegos de que Roma honrara laintegridad de su alianza con los atrebates. Pero cuando llegara la hora deempuñar la espada contra los durotriges y sus líderes Druidas no habría piedad, ylas botas tachonadas de hierro de las legiones retumbarían en su avance por la

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nueva frontera del Imperio. Hortensio le sonrió con comprensión al griego y lepuso una firme mano en el hombro.

—Diomedes, con el tiempo obtendrás tu venganza.—Podría vengarme ahora mismo… —Diomedes señaló a los Druidas con un

movimiento de la cabeza y Cato entrevió un siniestro instinto asesino en laexpresión del griego. Si el comandante de la cohorte le permitía salirse con lasuy a, Diomedes se cercioraría de que su venganza fuera lo más prolongada ydolorosa posible. Por un momento el recuerdo de lo que había visto en el pozohizo que Cato se inclinara a apoy ar la sed de sangrienta venganza de aquelhombre, pero entonces rechazó aquella posibilidad con indignación. Un terribledespertar de la conciencia de su propia identidad lo hizo temblar ante aquellavoluntad de violencia que había descubierto en sí mismo.

Hortensio negó con la cabeza.—No es posible, Diomedes. Los vamos a llevar ante el legado para ser

interrogados.—No hablarán. Créeme, centurión, no les sacarás nada.—Tal vez. —Hortensio se encogió de hombros—. O tal vez no. En el cuartel

general tenemos a algunos muchachos adiestrados en el arte de soltar lenguas.—No conseguirán nada.—No estés tan seguro.—Ya te digo y o que no lo harán. Es mejor dar un castigo ejemplar a estos

Druidas aquí y ahora. Matarlos, mutilarlos como ellos han mutilado a otros.Luego podemos dejar sus cabezas clavadas en unas estacas como advertencia asus seguidores de lo que pueden esperar.

—Buena idea —asintió Hortensio—. Puede que eso desanimara a sus amigos,pero no podemos hacerlo. Tengo órdenes con respecto a estos tipos. Todos losDruidas que caigan en nuestras manos tienen que ser llevados de vuelta para suinterrogatorio. El legado los necesita en buenas condiciones si tiene intención decambiarlos por esa familia romana que los Druidas han apresado. Lo siento, peroasí son las cosas.

Diomedes se acercó más al centurión. Hortensio arqueó las cejas sorprendidopero no hizo ningún movimiento ni retrocedió ante la feroz expresión de aquelrostro que en aquellos momentos se encontraba a pocos centímetros del suy o.

—Déjame que los mate —dijo Diomedes en voz baja y con los dientesapretados—. No soporto vivir viendo que estos monstruos siguen respirando.Deben morir, centurión. Debo hacerlo.

—No. Sé buen chico y cálmate.Cato observó cómo Diomedes fulminaba con la mirada el rostro del

centurión, los labios le temblaban mientras trataba de controlar su ira yfrustración. Hortensio, en cambio, le devolvió con calma la mirada sin atisbo deemoción alguna en su expresión.

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—Espero que no vivas para lamentar tu decisión, centurión.—Estoy seguro de que no voy a hacerlo.Los labios de Diomedes se movieron para esbozar una débil sonrisa.—Una ambigua elección de palabras. Esperemos que los dioses no se vean

tentados por tu despreocupación.—Los dioses harán lo que les venga en gana. —El centurión Hortensio se

encogió de hombros y luego se volvió hacia Cato—. Vuelve a tu centuria. Dile aMacro que prepare a sus hombres para iniciar la marcha lo antes posible.

—¿Después del desayuno, señor?Hortensio le clavó un dedo en el pecho a Cato.—¿Dije y o algo del jodido desayuno? ¿Eh, lo hice?—No, señor.—Bien. Nunca interrumpas a un oficial antes de que termine de dar las

órdenes. —Hortensio habló con el tono bajo y amenazador de un instructor ysiguió golpeando con el dedo para enfatizar lo que decía—. Vuelve a hacerlo yusaré tus malditas pelotas de pisapapeles. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor.—Perfecto. Pues bien, quiero a la cohorte formada en el exterior de la puerta

en cuanto el sol haya salido del todo.—¡Sí, señor! —Cato saludó, se dio la vuelta y se alejó al trote. Miró una vez

hacia atrás y vio que Hortensio mantenía una última y queda conversación conDiomedes.

—¡Hombre, optio! —Fígulo sonrió al tiempo que se levantaba.A sus pies una fina nube de humo se elevaba en suaves espirales en el gélido

aire de la mañana.—El fuego está bien. Aunque no ha sido fácil.—Déjalo —contestó Cato con brusquedad—. Nos vamos.—¿Y qué pasa con el desay uno?Por un instante Cato estuvo muy tentado de echarle a Fígulo la misma bronca

que él acababa de recibir por parte de Hortensio. Pero hubiera sido una groseríay, contra todo pronóstico, el legionario se las había arreglado para encender elfuego.

—Lo siento, Fígulo. No hay desay uno. Apaga el fuego y prepárate paraponerte en camino.

—¿Que apague el fuego? —el rostro de Fígulo adquirió esa afligida expresiónnormalmente asociada con la muerte de una apreciada mascota familiar—.¿Que apague mi fuego?

Cato suspiró y rápidamente utilizó el lado de su bota para rascar unmontoncito de nieve del suelo y echarlo sobre las apiladas ramitas en llamas. Conuna bocanada de humo y un silbido, la diminuta hoguera se extinguió.

—Ya está. Y ahora en marcha, soldado.

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Macro se acababa de despertar cuando Cato volvió al lugar donde se habíaalojado la sexta centuria. Movió la cabeza como respuesta a las órdenes y luegoestiró los hombros con un profundo gruñido antes de darse la vuelta y bramarlesa sus hombres:

—¡Arriba, bastardos haraganes! ¡En pie! ¡Nos vamos!Un suave coro de lamentos y quejas recorrió las ruinas.—¿Y qué hay del desay uno? —saltó alguien.—¿Desayuno? El desayuno es para los perdedores —replicó Macro con

irritación—. ¡Y ahora, moveos!Mientras los soldados se levantaban y se colocaban cansinamente la

armadura, Macro dio una vuelta por ahí pisando fuerte y asestando puntapiés deánimo a aquellos cuya lentitud era más evidente. Cato fue a buscar a toda prisasu arnés de marcha. En cuanto su plato de hojalata y el resto del equipo decampaña estuvieron bien sujetos al correaje, Cato se puso como pudo el chalecode malla y se estaba atando el talabarte de la espada cuando un soldado de unade las otras centurias llegó a todo correr.

—¿Dónde está Macro? –dijo jadeando.—El centurión Macro está ahí —Cato señaló hacia los restos de un muro y el

mensajero empezó a moverse.—¡Espera! —le gritó Cato. Le enojaba la forma en que algunos de los

hombres de las demás centurias permitían que el resentimiento que sentían por sujuventud anulara el respeto que se merecía su rango.

El hombre se detuvo y de mala gana se dio la vuelta de cara al optio y sepuso firmes.

—Eso está mejor —asintió Cato—. La próxima vez que hables conmigo tediriges a mí como optio o señor. ¿Entendido?

—Sí, optio.—Muy bien. Puedes seguir con lo tuyo.El soldado desapareció por el extremo del muro y Cato continuó poniéndose

el equipo. Momentos después el mensajero reapareció, dirigiéndose de nuevohacia la puerta, y entonces llegó Macro en busca de su subordinado.

—¿Qué ocurre, señor?—Se trata de ese maldito idiota de Diomedes. Se ha largado.Cato sonrió ante la aparente estupidez de la afirmación. ¿Adónde iba a ir el

griego? Y lo que era aún más importante, ¿por qué iba a escapar de la seguridadde la cohorte?

—Y eso no es todo —continuó diciendo Macro con una adusta expresión en elrostro—. Dejó sin sentido a uno de los muchachos que vigilaban a los Druidas yluego los destripó antes de desaparecer.

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Capítulo XIV

—¡Hum! No es una visión agradable —dijo el centurión Hortensio entre dientes—. Diomedes hizo un trabajo muy concienzudo.

A los Druidas les habían apartado las túnicas de un tirón y los habían rajadosalvajemente desde las costillas hasta la entrepierna. Junto a cada uno de elloshabía una maraña de brillantes tripas y vísceras en un charco de sangre. Con unabasca convulsiva, a Cato le subió el vómito por la garganta y se atragantó con susabor agrio. Se dio la vuelta en tanto que Hortensio empezaba a dar instruccionesa los demás centuriones.

—No hay ni rastro del griego. Es una lástima. —Hortensio arrugó la frente,furioso—. Ardo en deseos de emprenderla con él a patadas hasta que cambie decolor siete veces. Nadie mata a mis prisioneros a menos que me los hay acomprado primero.

Los demás oficiales asintieron con un gruñido. Los prisioneros que iban a servendidos como esclavos se conseguían a costa de un gran riesgo personal, y esoocurría demasiado poco frecuentemente como para que se perdieran de esamanera, incluso aunque se tratara de una cuestión de venganza. Si Diomedesreaparecía, Hortensio se aseguraría de exigir una compensación.

Alzó una mano para acallar las enojadas voces de fondo.—Nos dirigiremos de vuelta a la legión con los demás prisioneros. Son

muchos para mandarlos con una escolta, la cohorte se resentiría demasiado. Ysin el griego para que hable por nosotros, dudo que seamos muy bien recibidos enlas otras aldeas atrebates que se supone tenemos que visitar. De modo queregresaremos inmediatamente.

Eso suponía incumplir las órdenes, pero la situación lo merecía y Macromovió la cabeza en señal de aprobación.

—Vamos a ver —continuó diciendo Hortensio—. Unos cuantos de esoscabrones hijos de puta y sus monturas lograron escabullirse y podéis estarseguros de que regresarán con sus amiguitos echando leches. El pobladofortificado Durotrige más próximo se encuentra a más de un día a caballo. Si vana movilizar a un ejército para que nos siga, al menos hasta dentro de dos días notendríamos que verlo. Aprovechemos al máximo esta ventaja. Que vuestroshombres marchen con brío, tenemos que alejarnos lo más posible de este lugarantes de que anochezca. ¿Alguna pregunta?

—¿Y los cadáveres, señor?—¿Qué pasa con ellos, Macro?—¿Los vamos a dejar ahí y ya está?—Los durotriges pueden ocuparse de los suy os. Yo me he encargado de

nuestros muertos y de los habitantes del pueblo. El escuadrón de caballería tieneinstrucciones de poner a nuestros hombres en el pozo con los lugareños y llenarlo

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de tierra antes de seguirnos. Es lo mejor que podemos hacer. No hay tiempo parapiras funerarias. Además, creo que los habitantes de aquí prefieren el entierro.

Los romanos se estremecieron con desagrado ante la idea de someter a losmuertos a una descomposición gradual. Era una de las prácticas másdesagradables que empleaban las naciones menos civilizadas del mundo. Laincineración era un pulcro y limpio final para la existencia corpórea.

—Volved a vuestras unidades. Nos vamos enseguida.El sol dibujaba una suave parábola en un cielo despejado el segundo día de

marcha de la cohorte de vuelta a la segunda legión. Habían pasado la nocheanterior en un campamento de marcha levantado a toda prisa y, a pesar delextenuante esfuerzo de romper el suelo helado para hacer la zanja y el terraplén,el frío y el temor al enemigo privaron del sueño a los hombres de la cohorte.Desde que despuntaba el día Hortensio no permitía que se realizara ningunaparada para descansar y no les quitaba los ojos de encima a los soldados.Cualquier legionario que diera muestras de aflojar el paso recibía una sonorabronca, acompañada de su sarmiento de vid blandido a troche y moche cuandoera necesario dar un poco más de ánimo. Aunque el aire era frío y la nieve sehabía compactado en forma de hielo bajo sus pies, los soldados prontoempezaron a sudar bajo la carga de sus arneses con el equipo. Los prisionerosbritanos, si bien iban encadenados, no llevaban nada a cuestas, lo cual lesfavorecía. Uno de ellos, que estaba herido en las piernas, se había dejado caer alsuelo abandonando la columna hacia el final del primer día. Hortensio se quedóde pie junto a él y arremetió contra el britano con su sarmiento de vid, pero elhombre se limitó a hacerse un ovillo para protegerse y no se levantaba. Hortensiomovió la cabeza con aire grave, clavó el sarmiento en el suelo y con un solomovimiento amplio desenvainó la espada y le cortó el cuello al britano. Dejaronel cadáver junto al camino y la columna siguió avanzando. Desde entoncesningún otro prisionero se había separado de la línea.

Sin períodos de descanso que permitieran aliviar la presión de las duras barrasdel arnés sobre los hombros de los soldados, la marcha se estaba convirtiendo enun suplicio. En las filas los soldados se quejaban de sus oficiales en voz baja ycada vez con más resentimiento mientras se obligaban a poner un pie delante delotro. No eran muchos los que habían dormido desde la noche anterior al ataquecontra los durotriges. A primera hora de la tarde del segundo día, cuando el solempezaba a descender hacia el borroso gris del horizonte invernal, Cato sepreguntó si podría resistir mucho más aquella presión. La carga le había rozado laclavícula hasta dejársela en carne viva, los ojos le escocían a causa de la fatiga ya cada paso que daba unas punzadas de dolor le subían desde las plantas de lospies.

Cuando miró al resto de la centuria, Cato vio las mismas expresionescrispadas grabadas en todos los rostros. Y cuando el centurión Hortensio diera la

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orden de detener la marcha al final de la tarde, los soldados tendrían queempezar con el agotador trabajo de preparar un campamento de marcha. Laperspectiva de tener que emprenderla con el suelo helado a golpes de picoaterraba a Cato. Al igual que en muchas otras ocasiones, se maldijo por estar enel ejército y su imaginación se concentraba en las relativas comodidades de lasque había disfrutado anteriormente en su condición de esclavo en el palacioimperial de Roma.

En el preciso momento en que se rindió a la necesidad de cerrar los ojos ysaborear la imagen de un pequeño y ordenado escritorio junto al cálido yparpadeante resplandor de un brasero, un inesperado grito devolvió a Cato a larealidad. Fígulo había tropezado y se había caído y trataba de recuperarrápidamente su equipo desparramado. Contento de tener un motivo paraabandonar la columna, Cato dejó su mochila en el suelo y ayudó a Fígulo aponerse en pie.

—Recoge tus cosas y vuelve a alinearte.Fígulo asintió con la cabeza y alargó la mano para coger su arnés.—¡Madre mía! ¿Qué diablos está pasando aquí? —gritó Hortensio al tiempo

que bajaba corriendo junto a la columna hacia los dos soldados—. ¡No se lespaga por horas, jovencitas! Optio, ¿es uno de los tuyos?

—Sí, señor.—Entonces, ¿por qué no le estás dando unas cuantas patadas bien dadas?—¿Señor? —Cato se sonrojó—. ¿Patadas? —Dirigió la mirada más arriba de

la columna, hacia Macro, con la esperanza de recibir apoyo por parte de sucenturión. Pero Macro poseía la veteranía suficiente como para saber cuándo nodebía intervenir en una confrontación y ni siquiera miró hacia atrás.

—¿Eres sordo además de mudo? —le rugió Hortensio muy cerca de su cara—. En mi cohorte sólo se permite romper filas a los soldados muertos,¿comprendido? ¡Cualquier otro desgraciado que lo intente deseará estarjodidamente muerto! ¿Entiendes?

—Sí, señor.A un lado, Fígulo continuaba enganchando tan rápidamente como podía su

equipo al arnés. El centurión superior giró sobre sus talones.—¿He dicho yo que pudieras moverte?Fígulo sacudió la cabeza en señal de negación y al instante el bastón de vid del

centurión superior se alzó contra el legionario y chocó contra un lado de su cascocon un fuerte sonido metálico.

—¡No te oigo! Tienes una maldita boca. ¡Utilízala!—Sí, señor —respondió bruscamente Fígulo con los dientes apretados para

protegerse contra el doloroso zumbido en su cabeza. Soltó el equipo y se cuadró—. No, señor. No dijo que pudiera moverme.

—¡Bien! Ahora recoge el escudo y la jabalina. Deja el resto. La próxima vez

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te lo pensarás dos veces antes de tirar el equipo.A Fígulo le hirvió la sangre a causa de la injusticia de la orden. Le iba a costar

varios meses de paga reemplazar el equipo.—Pero, señor. Estaba cansado, no pude evitarlo.—¡No pudiste evitarlo! —gritó Hortensio—. ¿No pudiste evitarlo? ¡SÍ QUE

PUEDES EVITARLO, MALDITA SEA! Como digas una palabra más te cortarélos ligamentos de la corva y te dejaré aquí para que te encuentren los Druidas.¡Ahora vuelve a la formación!

Fígulo tomó su equipo de combate y, tras dirigir una afligida mirada a suarnés y a sus desperdigadas pertenencias, regresó corriendo al hueco de la sextacenturia en el que había estado marchando. Hortensio volcó de nuevo su iracontra Cato.

Se inclinó para acercarse más a él y le habló con un susurro amenazador.—Optio, si tengo que tomar cartas en el asunto otra vez e imponerles

disciplina a tus hombres en tu lugar, juro que será a ti a quien dejaré inconscientede una paliza y al que abandonaré para que lo atrape el enemigo. ¿Qué crees queles parece a los demás soldados que tú vayas y actúes como si fueras sucondenada niñera? Antes de que te des cuenta van a estar todos cay endo comomoscas y lloriqueando que están demasiado cansados. Tienes que aterrorizarloshasta el punto de que ni se les pase por la cabeza descansar. Hazlo y podrássalvarles la vida. Pero si pierdes el tiempo como te he visto hacerlo, cualquierrezagado que el enemigo mate será responsabilidad tuya. ¿Lo has entendido?

—Sí, señor.—Espero que así sea, ricura. Porque si hay algo…—¡Enemigo a la vista! —gritó una voz distante, y desde más allá de la cabeza

de la cohorte uno de los j inetes del escuadrón de caballería bajaba galopando porla línea, buscando a Hortensio. El animal dio un giro brusco para detenerse frenteal centurión. A su lado, por el sendero, los soldados de la cohorte siguieronmarchando puesto que no se les había dado el alto, pero el grito del j inete habíahecho que se alzaran todas las cabezas y los hombres miraban a su alrededor enbusca de cualquier señal del enemigo.

—¿Dónde?—Delante de nosotros, al otro lado del sendero, señor. —El explorador de la

caballería señaló camino arriba hacia un punto en el que describía una curva yrodeaba una baja colina arbolada. El resto del escuadrón, unas diminutas formasoscuras que contrastaban con el paisaje nevado, formaban en línea en el lugardonde el camino empezaba a torcer en torno a la loma.

—¿Cuántos son?—Centenares, señor. Y tienen carros de guerra e infantería pesada.—Entiendo. —Hortensio asintió con la cabeza y bramó la orden para que la

cohorte se detuviera. Se volvió hacia el explorador—. Dile a tu decurión que los

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mantenga vigilados. Hacedme saber cualquier movimiento que hagan.El explorador saludó, hizo dar la vuelta a su caballo y regresó hacia las

distantes figuras del escuadrón con un retumbar de cascos que, a su paso,lanzaron la nieve que levantaban contra los rostros de los legionarios.

Hortensio hizo bocina con las manos.—¡Oficiales! ¡Venid aquí!—No queda mucho rato de luz —dijo Cato entre dientes al tiempo que miraba

el cielo con preocupación.

Macro asintió pero no levantó la vista de la gruesa línea de guerrerosenemigos que bloqueaban el camino allí donde pasaba por un estrecho valle.Aquellos hombres permanecían quietos y en silencio, cosa poco habitual en losbritanos, con la infantería pesada alineada en el centro, la infantería ligera aambos lados y un pequeño contingente de cuadrigas en cada flanco. Había por lomenos unos mil hombres, calculó él. Dado que la cuarta cohorte disponía decuatrocientos cincuenta efectivos, ésta tenía todas las de perder. El escuadrón decaballería ya no estaba con ellos; Hortensio les había ordenado que rodearan alenemigo sin que éste se diera cuenta y que se dirigieran a toda velocidad alcuartel general de la legión para rogarle al legado que les mandara una columnade apoy o. La legión se encontraba a unas veinte millas de distancia, pero losexploradores deberían llegar allí durante la noche, si todo iba bien.

La cohorte tenía otro problema mientras se hallaba en estado de alerta,formada en un cuadro hueco que se extendía a ambos lados del sendero. En elcentro, agachados y rodeados por media centuria de nerviosos legionarios, seencontraban los prisioneros que habían capturado en el poblado. Estaban agitadosy estiraban el cuello para ver a sus camaradas, cuchicheando unos con otros contono apremiante hasta que un áspero grito y un brutal golpe de escudo loshicieron callar. Pero era como tratar de contener una corriente irresistible y encuanto se acallaba una sección, los murmullos surgían en otra parte.

—¡Optio! —le bramó Hortensio al oficial al cargo de los prisioneros—. ¡Hazque cierren el maldito pico! Mata al próximo britano que abra la boca.

—Sí, señor. —El optio se volvió hacia los prisioneros y desenvainó la espada,desafiándolos a que pronunciaran un solo sonido. Su postura era lo bastanteelocuente y los nativos retrocedieron y se sumieron en un silencio hosco.

—Y ahora qué, me pregunto yo —dijo Macro.—¿Por qué no nos atacan, señor?—No tengo ni idea, Cato. Ni idea.Mientras que la luz del cielo se debilitaba y crecía la penumbra de última

hora de la tarde, los dos ejércitos permanecieron en silenciosa confrontación.Cada uno de ellos esperaba que el otro se rindiera a la necesidad imperiosa de

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hacer algo para poner fin a la tensión que los sacaba de quicio. Macro, veteranocomo era, se encontró dando golpes con los dedos en el borde del escudo y sólofue consciente de ello por la curiosa mirada de soslay o que le dirigió su optio.Retiró la mano, hizo cruj ir los dedos con una fuerza que hizo que Cato seestremeciera y apoyó la palma de la mano en la empuñadura de su espada.

—Bueno, yo no he visto cosa igual —dijo tratando de entablar conversación—. Los durotriges deben de poseer el mayor dominio de sí mismos que nunca hevisto en una tribu celta, o bien es que tienen más miedo de nosotros que nosotrosde ellos.

—¿Cuál de las dos cosas cree que es, señor?—Yo no estaría muy seguro de que estén asustados.Mientras él hablaba, la línea enemiga se separó para dejar pasar a un grupo

de hombres. Con un estremecimiento de terror Cato vio que su líder llevaba unaespecie de casco astado en la cabeza y que tanto él como sus seguidores acaballo iban envueltos en las mismas vestiduras negras que llevaban cuando sujefe había decapitado al prefecto de la marina, Maxentio, frente a los terraplenesde la segunda legión. Con un lento, amenazador y deliberado modo de andar, losDruidas hicieron avanzar a sus caballos al paso en dirección a la cohorte y losfrenaron con suavidad en un punto fuera del alcance de las jabalinas. Por unosinstantes no hubo más movimiento que el ligero piafar de sus caballos. Entoncesel líder levantó la mano.

—¡Romanos! ¡Quisiera hablar con vuestro jefe! —El druida tenía unmarcado acento que delataba sus orígenes galos. Su voz grave resonócansinamente en las laderas cubiertas de nieve del valle—. ¡Que venga aquí!

Macro y Cato se volvieron para mirar a Hortensio. Éste frunció los labios condesprecio un instante antes de que la conciencia del peligro que corría la cohortele devolviera el dominio de sí mismo. El soldado más próximo a él lo vio tragarsaliva, tensar la espalda y luego dejar las filas de la cohorte y dirigirse confiadohacia los Druidas. Al observarlo, Cato sintió un cosquilleo de temor en la nuca.No podía ser que Hortensio fuera tan tonto de arriesgarse a acabar comoMaxentio. Cato se inclinó hacia delante, mordiéndose el labio.

—Tranquilo, chico —le dijo Macro con un quedo gruñido—. Hortensio sabelo que hace. Así que no demuestres lo que sientes, o pondrás nerviosas a lasmujeres. —Con un gesto de la cabeza señaló a los soldados de la sexta centuriaque estaban más cerca y aquellos que lo oyeron esbozaron una sonrisa burlona.Cato se ruborizó y se quedó quieto, obligándose a evitar cualquier movimiento desus facciones mientras miraba cómo Hortensio se acercaba a los Druidas.

El centurión superior se detuvo a una corta distancia de los j inetes y se quedóahí con los pies separados y la mano en el pomo de su espada. Ambas partesconversaron, pero las palabras eran apenas perceptibles y no se podían entender.La conversación fue breve. Los j inetes permanecieron donde estaban en tanto

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que Hortensio retrocedió unos cuantos pasos antes de darse la vuelta poco a pocoy regresar a la seguridad de la cohorte. En cuanto estuvo dentro de la pared deescudos, llamó a sus oficiales. Macro y Cato acudieron al trote para unirse conlos demás, todos ellos ardiendo en deseos de saber lo que había pasado entreHortensio y los siniestros Druidas.

—Dicen que nos dejarán proseguir la marcha sin trabas —Hortensio hizo unapausa y les ofreció una sonrisa irónica a sus oficiales—, siempre y cuandodejemos libres a nuestros prisioneros.

—¡Y una mierda! —Macro escupió en el suelo—. Deben de creer quenacimos ayer.

—Eso es exactamente lo que pienso y o. Les dije que sólo soltaría a suscompañeros cuando estuviésemos tras las paredes del campamento de lasegunda legión. La propuesta no les convenció y sugirieron un compromiso. Queliberáramos a los prisioneros en cuanto divisáramos el campamento.

Los oficiales consideraron la oferta, ponderando todos ellos la probabilidad deque la cohorte pudiera llegar al campamento, sin cargar con los cautivos, antesde que los britanos incumplieran el pacto y trataran de hacerlos pedazos.

—Habrá muchas más oportunidades de hacer prisioneros más adelantedurante la campaña —sugirió uno de los centuriones, que se calló cuandoHortensio rompió a reír y sacudió la cabeza.

—¡Ese cabrón de Diomedes nos la ha jugado bien!—¿Señor?—¡No quieren a esos desgraciados de ahí! —Hortensio señaló con el dedo a

los britanos que estaban en cuclillas—. Están hablando de los Druidas quecapturamos en el poblado. Los que mató ese mierdoso de Diomedes.

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Capítulo XV

—Volved a vuestras unidades. —Hortensio dio la orden en voz baja—. Decidlesque se preparen para avanzar en cuanto yo dé la señal.

Los oficiales se dirigieron a paso rápido hacia sus centurias. Cato echó unvistazo a los Druidas que esperaban la respuesta de Hortensio a su oferta. Muypronto obtendrían contestación, reflexionó él, y se encontró esperando condesesperación que la cohorte pudiera arreglárselas para matarlos antes de quepudieran dar la vuelta a sus monturas y escapar.

Los hombres de la sexta centuria se habían olvidado de su agotamiento yescucharon atentamente cuando Macro y su optio recorrieron la columna,preparando en voz baja a los soldados para la orden de avance. Incluso conaquella luz mortecina Cato pudo ver un destello de determinación en los ojos delos legionarios mientras comprobaban las correas de los cascos y se asegurabande tener bien sujetos los escudos y jabalinas. Aquél iba a ser un combate directo,distinto al demencial ataque de la trampa que habían tendido en la aldeadestruida.

Ninguno de los dos bandos contaría con la ventaja de la sorpresa. Tampocoinfluiría para nada la habilidad táctica. Sólo el entrenamiento, el equipo y el merocoraje determinarían el resultado. La cuarta cohorte se abriría camino acuchilladas entre los britanos o quedaría hecha pedazos en el intento.

La sexta centuria formaba el lado izquierdo de la cara frontal de la formaciónde cuadro. A su derecha se encontraba la primera centuria y otras tres formabanlos flancos y la retaguardia del cuadro. La última centuria actuaba como reservay la mitad de sus efectivos vigilaban a los prisioneros. Macro y Cato se dirigieronal centro de la primera línea de su centuria y esperaron a que Hortensio diera laorden. En el camino, por delante de ellos, los Druidas ya se habían dado cuentade que algo pasaba. Estiraban el cuello para atisbar por encima de la pared deescudos en busca de sus compañeros. El cabecilla clavó los talones y espoleó a sumontura para acercarse a los legionarios. Levantó una mano que se llevó a laboca para que se le oyera mejor.

—¡Romanos! ¡Dadnos vuestra respuesta! ¡Ahora, o moriréis!—¡Cuarta cohorte! —rugió Hortensio—. ¡Adelante!La cohorte avanzó y sus botas hicieron cruj ir la nieve helada mientras se

acercaban a la silenciosa concentración de durotriges que los aguardaba. Cuandola pared de escudos empezó a avanzar, los Druidas hicieron girar sus monturas yvolvieron al galope junto a sus seguidores para ponerse a salvo. Tras el brocal desu escudo, los ojos de Cato escudriñaron las oscuras figuras que bloqueaban elpaso de la cohorte y después miraron con ansia más allá, hacia el lugar donde elsendero conducía a la seguridad del campamento de la segunda legión. Su manoizquierda se había asido con más fuerza a la empuñadura de la espada y la hoja

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se elevó hasta quedar en posición horizontal.En tanto que la distancia entre los dos bandos iba disminuyendo, los Druidas

bramaron unas órdenes a los guerreros durotriges. Con un chasquido de riendas yel griterío de las instrucciones y el ánimo dirigidos a sus caballos, los aurigas delos flancos empezaron a desplazarse hacia el exterior, dispuestos a lanzarse comouna exhalación contra cualquier hueco que se abriera en la formación romana.Los ejes chirriaron y las pesadas ruedas retumbaron mientras los carros semovían bajo la ansiosa mirada de los legionarios. Cato intentó tranquilizarsediciéndose que poco tenían que temer de aquellas anticuadas armas. Siempre ycuando las líneas romanas se mantuvieran firmes, las cuadrigas podíanconsiderarse poco más que una desagradable distracción.

Siempre y cuando la formación se mantuviera firme.—¡Mantened la alineación! —gritó Macro cuando algunos de los soldados

más nerviosos de la centuria empezaron a dejar atrás a sus compañeros. Al seraleccionados, los hombres ajustaron el paso y las líneas se nivelaron para ofreceral enemigo una pared de escudos continua. Los durotriges se encontraban ya a nomás de unos cien pasos de distancia y Cato pudo distinguir las faccionesindividuales de aquellos a los que mataría o a manos de quienes moriría en losmomentos siguientes. La mayor parte de la infantería pesada enemiga llevabapuestas cotas de malla encima de sus túnicas y leotardos de vivos colores. Lasbarbas greñudas y las colas de caballo salían por debajo de los cascos bruñidos ycada uno de aquellos hombres llevaba una lanza de guerra o una espada larga.Aunque estaban organizados en una pequeña unidad, la desigualdad de su línea deescudos dejaba claro que era muy poca la instrucción que habían recibido.

Cato percibió un extraño zumbido que iba subiendo de tono por encima delcruj ido de la nieve y el tintineo del equipo y dirigió una rápida mirada a lainfantería ligera a ambos lados del centro enemigo.

—¡Honderos! —exclamó no se supo quién, por entre las filas romanas.El centurión Hortensio reaccionó enseguida.—¡Las primeras dos filas! ¡Los escudos en alto y agachados! —Cato cambió

la forma en que agarraba el escudo y se agachó un poco de manera que el bordeinferior le protegiera las espinillas. El legionario que tenía justo detrás alzó suescudo por encima de Cato. Dicha acción se repitió a todo lo largo de lasprimeras dos filas de manera que el frente de la formación romana quedóresguardado de la descarga que se avecinaba.

Al cabo de un momento el zumbido subió bruscamente de tono y fueacompañado de un sonido semejante al de un látigo. Un golpeteo ensordecedorinundó el aire cuando la mortífera descarga de proyectiles alcanzó los escudosromanos. Cato se estremeció cuando uno de aquellos proy ectiles de plomogolpeó contra una esquina de su escudo. Pero la línea romana no flaqueó yavanzó implacablemente mientras los disparos de honda continuaban rebotando

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estrepitosamente en los escudos con un sonido igual al de mil martillazos. Noobstante, unos cuantos gritos pusieron de manifiesto que algunos proy ectileshabían alcanzado su objetivo. Aquellos que cay eron y rompieron la formaciónfueron rápidamente reemplazados por los legionarios de la siguiente fila y susretorcidas figuras quedaron atrás para ser recogidas por un puñado de soldadosque se encargaban de transportar las bajas y depositarlas en una de las carretasde la cohorte que también iba avanzando entre traqueteos en el interior delcuadro.

A poca distancia del hormiguero de la línea enemiga, Hortensio ordenó a lacohorte que se detuviera.

—¡Filas delanteras! ¡Jabalinas en ristre! —Aquellos que todavía tenían unajabalina que lanzar después del combate en la aldea echaron los brazos haciaatrás al tiempo que plantaban los pies separados en el suelo y se preparaban parala próxima orden—. ¡Lanzad las jabalinas!

Bajo la luz mortecina pareció como si un fino velo negro se lanzara de lasfilas romanas y describiera un arco para descender sobre el remolino dedurotriges. Un traqueteo y estrépito tremendos fueron rápidamente seguidos degritos cuando las pesadas puntas de hierro de las jabalinas atravesaron escudos,armaduras y carne.

—¡Desenvainad las espadas! —bramó Hortensio por encima de aquelestruendo. Un áspero ruido metálico resonó en todos los lados del cuadro cuandolos legionarios desenfundaron sus cortos estoques y mostraron sus puntas alenemigo. Casi al instante el discordante fragor de los cuernos de guerra sonó pordetrás de los durotriges que, con un enorme rugido de bélica furia, se precipitaronhacia delante.

—¡Al ataque! —gritó Hortensio y, con los escudos firmemente sujetos alfrente y las espadas a la altura de la cintura, las primeras líneas romanas selanzaron contra el enemigo. Cato sintió su corazón golpeando contra las costillas yel tiempo pareció ralentizarse, lo suficiente para que pudiera imaginarse que lomataban o que caía gravemente herido a manos de uno de los hombres cuy ossalvajes rostros se encontraban a tan sólo unos pasos de distancia. Una gélidasensación le recorrió las tripas antes de que se llenara de aire los pulmones ydiera salida a un desaforado grito, decidido a destruir todo lo que encontrara a supaso.

Las dos líneas se precipitaron una contra otra con un vibrante traqueteo delanzas, espadas y escudos que sonó como si una ola enorme batiera una orillapedregosa. Cato notó la sacudida del escudo al golpear la carne. Un hombre dejóescapar un jadeo al quedarse sin aire en los pulmones y luego un estertor cuandoel legionario que había junto a Cato le clavó la espada en la axila al britano.Cuando se desplomó, Cato lo echó a un lado de un puntapié al tiempo quearremetía a su vez contra el pecho desprotegido de un britano que empuñaba su

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hacha por encima de la cabeza de Macro. El britano vio venir el golpe yretrocedió para apartarse de la punta de la espada de Cato que únicamente lerajó el hombro en lugar de causarle una puñalada mortal. No gritó cuando lasangre empezó a caerle por el pecho. Ni tampoco cuando Macro hincó su espadacon tanta ferocidad que ésta atravesó al britano y le salió, ensangrentada, por laparte baja de la espalda. Una expresión asustada cruzó su rostro desencajado yluego cay ó entre los demás muertos y heridos que había tirados en la nieverevuelta y manchada de sangre.

—¡Seguid avanzando, muchachos! —gritó Cato—. ¡No os separéis y dadlesduro!

A su lado, Macro sonrió con aprobación. Por fin el optio se comportaba comoun soldado en batalla. Ya no le turbaba dar voces de ánimo a unos hombresmayores y con más experiencia que él, y se mantenía lo bastante sereno parasaber cómo tenía que luchar la cohorte para poder sobrevivir.

Los fuertemente armados britanos se lanzaron contra la pared de escudosromanos con una violencia fanática que horrorizó a Cato. A cada lado de laformación de cuadro, los nativos más ligeramente armados se fueronaproximando a los flancos, profiriendo sus gritos de guerra y siendo alentados porlos Druidas. Los sacerdotes de la Luna Oscura permanecían un poco más atrásde la línea de combate, dejando caer una lluvia de maldiciones sobre losinvasores y exhortando a los miembros de la tribu a expulsar a aquel puñado deromanos del suelo britano profanado por sus estandartes del águila. Pero el fervorreligioso y el valor ciego no les proporcionaban ninguna protección a sus pechosdesprovistos de armadura. Muchos sucumbieron a las mortíferas arremetidas deunas espadas diseñadas para acabar en un santiamén con los actos heroicosestúpidos como aquél.

Finalmente la infantería pesada britana se dio cuenta de la gran cantidad debajas que se apilaban frente al cuadro acorazado, mientras que la línea romanaseguía intacta y firme. Los durotriges empezaron a retroceder ante las terribleshojas que los acuchillaban por entre los escudos que casi no les dejaban ver a susenemigos.

—¡Ya los tenemos! —bramó Macro—. ¡Adelante! ¡Obligadlos a retroceder!Los durotriges, valientes como eran, nunca se habían topado con un rival tan

implacable y eficiente. Era como luchar contra una enorme máquina de hierro,diseñada y construida únicamente para la guerra. Avanzaba sin piedad,demostrando a todo el que se encontraba a su paso que sólo podía haber un únicodesenlace para aquellos que osaran desafiarla.

Un grito de angustia y miedo se formó en las gargantas de los durotriges yrecorrió sus arremolinadas filas cuando se dieron cuenta de que los romanos seestaban imponiendo. Los hombres y a no estaban dispuestos a lanzarse inútilmentecontra aquel cuadro de escudos en movimiento que se abría camino a través de

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las hileras de espadas y lanzas. Cuando los durotriges que había al frenteretrocedieron, los hombres situados en la retaguardia empezaron también aecharse atrás, al principio sólo para mantener el equilibrio, pero luego sus piesfueron adquiriendo más velocidad, como si tuvieran voluntad propia y losquisieran alejar del enemigo. Les siguieron más hombres, veintenas y luegocientos de britanos que se separaron de la densa concentración de suscompañeros y se dieron a la fuga camino abajo.

—¡No os detengáis, maldita sea! —rugió Hortensio desde la primera fila de laprimera centuria—. Seguid avanzando. ¡Si nos detenemos estamos muertos!¡Adelante!

Un ejército menos experimentado se hubiese parado justo allí, exaltado porhaber superado al enemigo, temblando con la emoción de haber sobrevivido ysobrecogido por la carnicería que había llevado a cabo. Pero los soldados de laslegiones continuaron su avance tras una sólida pared de escudos, con las espadaspreparadas y listas para atacar. Casi todos ellos habían llegado a adultos bajo laférrea voluntad de una disciplina militar que los había despojado del blando ymaleable material de la humanidad y los había convertido en luchadoresmortíferos, totalmente subordinados a los deseos y las palabras de mando. Trasuna mínima pausa necesaria para alinearse, los hombres de la cuarta cohortesiguieron avanzando por el camino que atravesaba el valle.

El sol se había ocultado al otro lado del horizonte y la nieve iba adquiriendo untono azulado a medida que caía la noche. A ambos lados, las filas desmembradasde los durotriges se extendían de forma desordenada por las laderas yobservaban en silencio cómo el cuadro progresaba pesadamente. Aquí y allá suscabecillas, y los Druidas, se habían puesto a reagrupar a sus hombres a la fuerzay les propinaban crueles golpes con la plana de la hoja de las espadas. Loscuernos de guerra dejaban escapar las estridentes notas que los instaban a volvera la formación y los guerreros empezaron a recuperarse paulatinamente.

—¡No aflojéis! —ordenó Macro—. ¡Mantened el paso!Las primeras unidades enemigas que volvieron a formar empezaron a

marchar tras la cohorte. La formación de cuadro estaba pensada paraproporcionar protección, no velocidad, y las unidades más ligeramente armadasdejaron atrás a los romanos sin problemas. Mientras caía la noche, los soldadosde la cuarta cohorte vieron, alarmados, la oscura concentración de hombres quelos iban adelantando por las laderas en un intento por volverles a cortar el paso alos legionarios. Y en esa ocasión, reflexionó Cato, los durotriges habríanpreparado una línea de ataque más efectiva.

Las marchas nocturnas son difíciles aún en las mejores circunstancias. Elsuelo es prácticamente invisible y tiene muchas trampas para un piedesprevenido: una madriguera de conejos oculta o la entrada de una tronerapueden torcer un tobillo o quebrar un hueso con facilidad. La desigualdad del

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terreno enseguida amenaza con romper una formación y sus oficiales tienen quehacer subir y bajar las filas incansablemente para asegurarse de que se mantieneun ritmo regular y de que no aparecen huecos en la unidad. Aparte de estasdificultades inmediatas existe el más grave problema de encontrar el camino.

Sin la luz del sol para guiar a los hombres y, cuando está nublado, sin estrellas,poca cosa más que la fe puede servir para fijar la línea de marcha. Para lossoldados de la cuarta cohorte las dificultades para la marcha nocturna eranespecialmente grandes. La nieve había enterrado el sendero que llevaban variosdías siguiendo en dirección sur y Hortensio no podía hacer otra cosa que seguir elcurso del valle, evaluando cautelosamente todas las elevaciones y hondonadaspor si la cohorte se equivocaba de camino. A ambos lados, los sonidos de losbritanos ocultos acababan con los agotados nervios de los soldados que seguíanadelante arrastrando los pies.

Cato estaba más cansado de lo que nunca lo había estado en toda su vida.Hasta la última fibra de su cuerpo le pedía reposo a gritos. Le pesaban tanto lospárpados que apenas podía mantenerlos abiertos y el frío ya no era aquellaentumecedora distracción del comienzo del día. En aquel momento acrecentabael deseo de sumirse en un profundo y cálido sueño. De manera insidiosa, sumente consideró la idea y poco a poco consumió la determinación de lucharcontra la exigencia de descanso de todos sus doloridos músculos. Desvió laatención del mundo que lo rodeaba y dejó de vigilar las filas de legionarios y elpeligro del enemigo que, sin dejarse ver, merodeaba más allá. El ritmomonótono del avance contribuyó al proceso y al final sucumbió al deseo decerrar los ojos, sólo un momento, lo justo para librarse un instante de la sensaciónde escozor. Los abrió con un parpadeo para cerciorarse de por dónde iba y luegovolvieron a cerrarse casi por propia voluntad. Lentamente la barbilla le fuebajando hacia el pecho…

—¡Tente en pie, maldita sea!Cato abrió los ojos de golpe; por su cuerpo corría el frío temblor que se siente

cuando a uno lo arrancan por la fuerza de su sueño. Alguien le sujetaba el brazocon una firmeza que le hacía daño.

—¿Qué?—Te estabas quedando dormido —susurró Macro, que no quería que sus

hombres le oy eran. Arrastró a Cato hacia delante—. Casi te me echas encima. Sivuelve a ocurrir te cortaré las pelotas. Venga, espabila.

—Sí, señor.Cato sacudió la cabeza, alargó la mano para coger un puñado de nieve y se la

frotó por la cara, agradeciendo el efecto reconstituy ente de su gélido ardor.Volvió a colocarse junto a su centurión, lleno de vergüenza por su debilidad física.Aunque estuviera al límite de su resistencia no debía demostrarlo, no delante delos hombres. Nunca más, se prometió a sí mismo.

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Cato se obligó a centrar su atención en los soldados mientras la cohorte seguíaadelante penosamente. Recorrió las oscuras líneas de sus hombres arriba y abajocon más frecuencia que antes, dando bruscas órdenes a aquellos que dabanmuestras de rezagarse.

Varias horas después del anochecer, Cato se dio cuenta de que el valle seestrechaba. A ambos lados, las sombrías laderas, sólo levemente más oscuras queel cielo, empezaban a elevarse más abruptamente.

—¿Qué es eso que hay allí delante? —preguntó de pronto Macro—. Allí. Tútienes mejor vista que yo. ¿A ti qué te parece?

Al otro lado de la nieve que se extendía frente a la cohorte, una línea pocodefinida cruzaba el valle. Allí se percibía cierto movimiento y, cuando Cato forzóla vista para tratar de distinguir más detalles, un suave zumbido llenó el frío airenocturno.

—¡Arriba los escudos!La advertencia de Cato llegó momentos antes de que la descarga de las

hondas saliera volando de la oscuridad y cayera sobre la cohorte con unestrepitoso traqueteo. Comprensiblemente, la puntería no fue muy buena y lamayor parte de los proy ectiles pasaron de largo por encima de los legionarios oimpactaron contra el suelo a poca distancia del objetivo. Aún así, se oyeronmuchos gritos y un alarido por encima del estruendo.

—¡Cohorte, alto! —exclamó el centurión Hortensio. La cohorte se detuvo ytodos los soldados se encogieron bajo la protección de sus escudos cuando elzumbido empezó de nuevo. La siguiente descarga fue tan desigual como laprimera y en esa ocasión las únicas bajas se produjeron en el grupo deprisioneros bajo vigilancia situados en el centro de la formación.

—¡Espadas preparadas!La orden fue coreada por un áspero fragor proveniente de las oscuras filas de

legionarios. Luego la cohorte volvió a quedar en silencio.—¡Adelante!La formación avanzó ondulante un momento antes de adaptarse a un paso

más acompasado. Desde la primera línea de la sexta centuria, Cato pudo verentonces con más detalle lo que había delante. Los durotriges habían construidouna tosca barrera con ramas y árboles caídos que se extendía a lo largo delestrecho suelo del valle y que se prolongaba ascendiendo un poco a ambos lados.Detrás de aquella ligera protección se aglomeraba una siniestra horda. Loshonderos ya no disparaban a descargas, con lo que el zumbido de las hondas y elseco chasquido de los proyectiles era casi constante. Cato se estremeció anteaquel sonido y agachó la cabeza bajo el borde del escudo mientras la cohorteavanzaba hacia la barrera. Hubo más gritos en las filas de legionarios a medidaque éstos se iban poniendo cada vez más cerca del alcance del enemigo y loshonderos podían apuntar con más precisión. El hueco entre la cohorte y los

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árboles caídos se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que al final loshombres de la primera fila se toparon con la maraña de ramas. Al otro lado, elenemigo había dejado de utilizar las hondas y ahora blandían lanzas y espadas altiempo que proferían sus gritos de guerra en las mismísimas narices de losromanos.

—¡Alto! ¡Levantad las barricadas! ¡Pasad la orden! —gritó Macro,consciente de que sus instrucciones apenas se oirían por encima del alboroto.

Los legionarios envainaron rápidamente las espadas y empezaron a arrancarlas ramas, dando desesperados tirones y sacudidas para deshacer aquellamaraña. Cuando los soldados se lanzaron contra las improvisadas defensas de losdurotriges, un salvaje rugido de voces proveniente de detrás de la centuria resonópor todo el valle. Cato volvió la vista atrás y vio un oscuro remolino de hombresque avanzaba por la nieve en dirección a las dos centurias situadas en laretaguardia del cuadro. A voz en cuello Hortensio les dio la orden a aquellas doscenturias de que se dieran la vuelta y se enfrentaran a la amenaza.

—¡Bonita trampa! —exclamó Macro con un resoplido al tiempo que tiraba deuna gruesa rama para desprenderla de la barricada y se la pasaba a los hombresque tenía detrás—. ¡Deshaceos de esto cuanto antes!

Mientras los durotriges se lanzaban contra la retaguardia de la formación, loslegionarios del frente desmontaban la barrera con desesperación, sabiendo que, amenos que la cohorte pudiera continuar su avance, quedaría atrapada y seríaaniquilada. Lentamente se logró romper la barrera y se abrieron unos pequeñoshuecos por los que podía pasar una persona. Macro enseguida hizo correr la vozde que nadie debía enfrentarse solo al enemigo. Tenían que esperar a que él dierala orden. No obstante, algunos durotriges no fueron tan prudentes y salierondisparados a por los romanos en cuanto apareció una abertura. Pagaron muycara su impetuosidad y fueron abatidos en el mismo instante en que alcanzaron alos soldados. Pero con su muerte consiguieron al menos retrasar el trabajo de loslegionarios. Finalmente hubo unas cuantas aberturas lo bastante grandes para quepudieran pasar varios hombres y Macro gritó la orden de desenvainar las espadasy formar junto a los huecos.

—¡Cato! Ve al flanco izquierdo y encárgate de él. En cuanto dé la orden pasaal otro lado y vuelve a formar en línea a los hombres enseguida. ¿Entendido?

—¡Sí, señor!—¡Vete!El optio se abrió camino por entre las filas de la centuria y luego corrió hacia

el flanco izquierdo de la formación.—¡Dejad paso ahí! ¡Dejad paso! —gritó Cato al tiempo que avanzaba a

empujones hacia el frente. Vio una abertura en la barricada, a no muchadistancia de donde se encontraba—. ¡Pegaos a mí! ¡Cuando el centurión dé laorden pasaremos todos juntos al otro lado!

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Los legionarios se agruparon a ambos lados de su optio y juntaron los escudospara que el enemigo tuviera pocas probabilidades de alcanzarlos mientras seabrían paso hacia el otro lado. Entonces aguardaron, con las espadas preparadasy aguzando el oído a la espera de oír la orden de Macro por encima de los gritosde guerra y los alaridos de los durotriges.

—¡Sexta centuria! —A Cato le dio la impresión de que el centurión estabamuy lejos—. ¡Adelante!

—¡Ahora! —gritó Cato—. ¡No os separéis de mí!Empujando un poco su escudo para absorber cualquier posible impacto, Cato

inició la marcha asegurándose de que los demás no se separaran y conservaranla integridad de la pared de escudos. Aunque se habían quitado las ramas másgrandes, el suelo estaba lleno de restos retorcidos de madera y cada paso debíadarse con cuidado. En cuanto los durotriges se percataron de la ofensiva romana,sus gritos alcanzaron un nuevo tono de furia y se lanzaron contra los legionarios.Cato notó que alguien chocaba con su escudo y rápidamente clavó la espada,sintiendo que había herido de forma superficial a su enemigo antes de retirar lahoja a toda prisa y prepararse para asestar el próximo golpe. En ambos flancos yen la parte de atrás, los soldados de la centuria se abrían paso entre la oscuraconcentración de britanos que había al otro lado de la barricada.

Estaba claro que los Druidas confiaban en que las descargas de las hondas yla barricada detendrían el avance de los romanos, y habían guarnecido estaúltima con su infantería ligera en tanto que lo que quedaba de su infanteríapesada atacaba la retaguardia del cuadro romano. A los bien acorazadoslegionarios no les costó mucho abrir brechas en las filas enemigas y, a medidaque más soldados iban atravesando la barricada, se fueron desplegando a amboslados. Los ligeramente armados durotriges se vieron totalmente superados. Nisiquiera su temeraria valentía podía hacer nada para alterar el resultado de aquelenfrentamiento. Al cabo de poco tiempo, las centurias que iban en cabeza delcuadro romano habían formado una línea continua al otro lado de la barricadadestrozada.

Los britanos ya se habían enfrentado en otra ocasión a la implacable máquinade matar romana y una vez más rompieron filas ante ella y se alejaron en tropelpara ocultarse en la oscuridad de la noche. Mientras observaba cómo huían, Catobajó la espada y se dio cuenta de que estaba temblando. Ya no sabía si era demiedo o de agotamiento. Era extraño pero tenía la mano que manejaba la espadatan apretada alrededor de la empuñadura que le dolía de una manera casiinsoportable. No obstante, necesitó toda la fuerza de voluntad que pudo reunirpara hacer que su mano se aflojara. Entonces, tuvo más conciencia de lo que lerodeaba y vio la línea de cuerpos que yacían a lo largo de toda la barricada,muchos de ellos aún retorciéndose y gritando a causa de las heridas.

—¡Primera y sexta centurias! —vociferaba Hortensio—. ¡Seguid adelante!

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¡Avanzad cien pasos y deteneos!La línea romana avanzó y lentamente las centurias de los flancos y las

carretas de suministros se deslizaron por los huecos y volvieron a ocupar suspuestos en la formación de cuadro, llevando con ellos a los prisionerossupervivientes. Sólo permanecieron al otro lado de la barricada las dos centuriasde retaguardia que poco a poco iban cediendo terreno bajo la arremetida de losmejores guerreros durotriges. Mientras su centuria estaba detenida, Macroordenó a Cato que realizara un rápido recuento de sus efectivos.

—¿Y bien?—Si no me equivoco hemos perdido a catorce, señor.—De acuerdo. —Macro movió la cabeza en señal de satisfacción. Había

temido que las bajas fueran más numerosas—. Ve e informa de ello al centuriónHortensio.

—Sí, señor.Hortensio no fue difícil de localizar; un torrente de órdenes y gritos de ánimo

se oía por encima de los sonidos de la batalla, aunque entonces la voz tenía laaspereza del agotamiento extremo. Hortensio escuchó el informe de efectivos ehizo un rápido cálculo mental.

—Eso quiere decir que tenemos más de cincuenta bajas, y todavía quedanpor contar las cohortes de retaguardia. ¿Cuánto crees que falta para queamanezca?

Cato se obligó a concentrarse.—Calculo que unas cuatro o quizá cinco horas.—Demasiado tiempo. Vamos a necesitar a todos y cada uno de los hombres

de la formación. No puedo prescindir de más soldados para utilizarlos deguardianes… —El centurión superior se dio cuenta de que no tenía alternativa—.Vamos a tener que perder a los prisioneros —dijo con una amargura inequívoca.

—¿Señor?—Vuelve con Macro. Dile que reúna a algunos hombres y que mate a los

prisioneros. Que se cerciore de que se dejan los cadáveres junto a los britanosque acabamos de matar al otro lado de la barricada. No tiene sentidoproporcionarle al enemigo mas motivos de queja. ¿A qué estás esperando? ¡Vete!

Cato saludó y regresó corriendo a su centuria. Unas náuseas le subieron de laboca del estómago cuando pasó junto a las figuras arrodilladas de los prisioneros.Se maldijo por ser un débil idiota sentimental. ¿Acaso aquellos mismos hombresno habían matado a todos sus prisioneros? Y no tan sólo los habían matado, sinoque además los habían torturado, violado y mutilado. La imagen del rostro delniño de rubísimos cabellos que miraba inerte desde el montón de cadáveres delpozo empezó a girar ante sus ojos, de los que brotaron unas amargas lágrimas deconfusa ira al tiempo que lo invadía un sentimiento de injusticia. Por mucho quehubiera deseado la muerte de todos y cada uno de los durotriges, llegado el

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momento de matar a esos prisioneros una extraña reserva de moralidad hacíaque le pareciera mal.

Macro también vaciló al oír la orden.—¿Matar a los prisioneros?—Sí, señor. Ahora mismo.—Entiendo. —Macro estudió la ensombrecida expresión del joven optio y

tomó una rápida decisión—. Pues y a me encargo yo. Tú quédate aquí. Mantén alos hombres formados y dispuestos, no vaya a ser que a esos tipos se les meta ensus cabezotas britanas volver a atacar.

Cato clavó la mirada en la nieve revuelta que se extendía por delante de lacohorte. Aún cuando los gritos y chillidos lastimeros se alzaron desde una cortadistancia a sus espaldas, se negó a darse la vuelta e hizo ver que no los oía.

—¡La vista al frente! —les bramó a los hombres más próximos a él, que sehabían vuelto para ver de dónde provenía aquel horrible alboroto.

Finalmente éste se fue apagando y los últimos gritos quedaron ahogados porlos sonidos del combate que tenía lugar en la retaguardia de la formación. Catoaguardó nuevas órdenes, entumecido a causa del frío, y el agotamiento,abrumado su espíritu por el acto sangriento que el centurión Hortensio habíamandado llevar a cabo. No importaba lo mucho que intentara justificar laejecución de los prisioneros en términos de la supervivencia de la cohorte, o delbien merecido castigo por la masacre de los atrebates habitantes de Noviomago:no le parecía bien matar a sus cautivos a sangre fría.

Macro se abrió paso lentamente entre sus hombres para volver a ocupar supuesto en la primera fila de su centuria.

Se situó al lado de Cato, con una expresión adusta en el rostro y en silencio.Cato miró a su superior, un hombre al que había llegado a conocer bien duranteel último año y medio. Enseguida había aprendido a respetar a Macro por suscualidades como soldado y, lo que era más importante, por su integridad comoser humano. Si bien dudaría en llamar amigo al centurión directamente, sí queentre ellos se había creado una cierta intimidad. No exactamente como la delpadre y el hijo, sino más bien como la que podía darse entre un hermanobastante mayor y de mucho mundo y su hermano menor. Macro, Cato lo sabía,sentía por él cierto orgullo y se alegraba de sus logros.

Para Cato, Macro personificaba todas aquellas cualidades a las que élaspiraba. El centurión vivía a gusto consigo mismo. Era soldado hasta la médulay no tenía otra ambición en la vida. El tortuoso auto análisis que Cato se infligía así mismo no iba con él. Las actividades intelectuales que le habían animado a serindulgente consigo mismo cuando lo educaron como miembro del servicioimperial no servían de preparación para la vida en las legiones. No servían depreparación en absoluto. El noble idealismo que Virgilio prodigaba en su visióndel destino de Roma como civilizadora del mundo no guardaba relación con el

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terror manifiesto del combate de aquella noche, ni con el sangriento horror de lanecesidad militar que había obligado a matar a los prisioneros.

—Estas cosas pasan, muchacho —dijo Macro entre dientes—. Estas cosaspasan. Hacemos lo que tenemos que hacer para ganar. Hacemos lo que debemoshacer para ver la luz al día siguiente. Pero eso no lo hace más fácil.

Cato observó durante un momento a su centurión antes de asentirsombríamente con un movimiento de cabeza.

—¡Cohorte! —bramó Hortensio desde la retaguardia de la formación—.¡Adelante!

Las últimas centurias habían atravesado la barricada y habían vuelto aformar al otro lado sin dejar de rechazar el asalto, cada vez más desesperado, dela infantería pesada de los durotriges. Pero en cuanto quedó claro que el intentode atrapar y destruir a la cohorte había fallado, la lucha de los durotriges decayóde ese modo extraño e indefinible con el que un sentimiento análogo se extiendeen una multitud. Con cautela, se separaron de los romanos y simplemente sequedaron quietos en silencio mientras la cohorte se alejaba de ellos marchandolentamente. Las desafiantes líneas de los legionarios permanecían intactas yhabían dejado un rastro de cadáveres nativos a su paso. Pero la noche estabalejos de terminarse. Aún quedaban largas horas antes de que el alba extendierasus primeros y débiles dedos por encima del horizonte. Las suficientes paraajustar cuentas con los romanos.

La cohorte siguió adelante en la oscuridad, con la formación de cuadro biencompactada alrededor de los carros de suministros que cargaban con las bajas.Los gemidos y gritos de los heridos coreaban cualquier sacudida y les crispabanlos nervios a los compañeros que aún estaban en condiciones de marchar. Éstosaguzaban el oído, atentos a cualquier señal de que el enemigo se acercaba, ymaldecían a los heridos y el chirrido y estruendo de las ruedas de las carretas.Los durotriges continuaban ahí, siguiendo a la cohorte. Los disparos de hondasalían zumbando de la oscuridad y la mayoría de ellos repiqueteaba contra losescudos, pero a veces daban en el blanco e iban reduciendo los efectivos de lacohorte uno a uno. Las filas se cerraban y la formación iba mermandopaulatinamente a medida que transcurría la noche. Las hondas no eran el únicopeligro. Los carros de guerra que la cohorte había visto por última vez antes deanochecer avanzaban entonces con gran estruendo por las laderas y de vez encuando se abalanzaban contra los legionarios profiriendo unos gritos de guerraque helaban la sangre. Luego, en el último momento, viraban y se alejaban,después de haber arrojado sus lanzas contra las filas romanas. Algunas de ellascausaron entre los legionarios unas heridas aún más terribles que las de losproyectiles de honda.

Mientras duró todo aquello el centurión Hortensio siguió dando órdenes agritos y amenazaba con terribles castigos a aquellos a los que motivaba más el

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miedo, en tanto que animaba al resto. Cuando los durotriges les lanzabanimproperios desde la oscuridad, Hortensio les respondía a un volumen propio deun campo de desfiles.

Por fin el cielo empezó a iluminarse por el este y lentamente fue adquiriendouna pálida luminiscencia hasta que no quedó ninguna duda de la proximidad delalba. A Cato le dio la sensación de que la mañana era atraída al horizonte casiúnicamente por la fuerza de voluntad de los legionarios en tanto que todos y cadauno de los soldados miraba con ansia hacia la luz creciente. Poco a poco laoscura geografía que los rodeaba se descompuso en tenues sombras grisáceas ylos romanos al fin pudieron ver de nuevo al enemigo, unas débiles figuras que seextendían a ambos flancos y que seguían de cerca a la cohorte mientras éstacontinuaba avanzando como podía, agotada y maltrecha pero aún intacta ydispuesta a reunir fuerzas suficientes para resistir un último ataque.

Más adelante el terreno se elevaba suavemente formando una loma baja, ycuando las primeras filas de la centuria llegaron a la cima Cato levantó la miraday vio, a no más de tres millas de distancia, el bien definido contorno de losterraplenes del campamento fortificado de la segunda legión. Por encima de lafina y oscura línea de la empalizada pendía una nube de humo de leña de unsucio color castaño y Cato se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

—¡Ya falta poco, muchachos! —exclamó Macro—. ¡Llegaremos a tiempopara el desayuno!

Pero en el preciso momento en que el centurión hablaba, Cato vio que losdurotriges se estaban concentrando para realizar otro ataque. Un último intento dedestruir al enemigo que durante toda la noche se las había arreglado para evitarsu destrucción. Un último esfuerzo para vengarse de forma sangrienta de suscompañeros, cuy os cuerpos yacían desparramados a lo largo de la línea demarcha de la cuarta cohorte.

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Capítulo XVI

—¿Ayer por la tarde, dices? —Vespasiano arqueó las cejas cuando el decurión decaballería terminó su informe.

—Sí, señor —respondió el decurión—. Aunque ya más bien era de noche quepor la tarde, señor.

—¿Y cómo es que no habéis regresado a la legión hasta el amanecer?El decurión bajó la mirada y parpadeó un instante.—Al principio nos íbamos topando con ellos continuamente, señor. Daba la

impresión de que estaban por todas partes, j inetes, cuadrigas, infantería… detodo. De modo que dimos la vuelta, retrocedimos y efectuamos un rodeo durantela noche. Al cabo de un rato me di cuenta de que me había perdido y tuve quemodificar el rumbo. Antes del amanecer ya estábamos de camino al oeste,señor. Tardamos un poco en divisar Calleva. Entonces vinimos lo más rápido quepudimos, señor.

—Entiendo. —Vespasiano escudriñó la expresión del decurión buscandoalguna señal de malicia. No toleraría que ningún oficial antepusiera su seguridadpersonal a la de sus compañeros. Cubierto de barro y al parecer agotado, eldecurión se cuadró con toda la dignidad de la que fue capaz. Hubo un tensosilencio mientras Vespasiano lo miraba fijamente. Al final, dijo—: ¿Con cuántosefectivos contaban los durotriges?

Se alegró al ver que el decurión hacía una pausa para considerar su respuesta,en vez de tratar de complacer de forma impulsiva a su legado con un cálculoapresurado.

—Dos mil… dos mil quinientos tal vez, pero no más, señor. Quizás una cuartaparte fuera infantería pesada. El resto eran tropas ligeras, algunas de ellasarmadas con hondas, y había unos treinta carros de guerra. Eso es todo lo que vi,señor. Podrían haberse añadido más durante la noche.

—Lo sabremos muy pronto. —Vespasiano hizo un gesto con la cabeza paraseñalar la entrada de la tienda—. Tú y tus hombres podéis retiraros. Que comany descansen.

El decurión saludó, se dio la vuelta rápidamente y se alejó del escritorio dellegado. A sus espaldas, Vespasiano llamó con un grito al oficial de Estado Mayorque estaba de servicio. Al cabo de un instante uno de los tribunos subalternos, unode los hijos menores del clan de los Camilos (mucha túnica ricamente adornaday poco cerebro) irrumpió en la tienda apartando al decurión al pasar.

—¡Tribuno! —rugió Vespasiano. Tanto el decurión como el tribuno seestremecieron—. ¡Te agradecería que no trataras a tus compañeros oficiales contanta descortesía!

—Señor, yo sólo respondía a…—¡Basta! Si vuelve a suceder algo parecido haré que el decurión aquí

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presente te lleve con él a una prolongada patrulla que no olvidarás fácilmente.El decurión esbozó una amplia sonrisa de deleite al imaginarse ese joven y

delicado culo aristocrático en carne viva a causa del roce de la silla. Luegoagachó la cabeza para salir de la tienda y fue a ver a sus hombres.

—Tribuno, da la orden para que la legión se ponga en estado de alerta. Quieroa la primera, segunda y tercera cohortes listas para emprender la marcha lo máspronto posible. El resto guarnecerán las defensas. Las quiero formadas en elsendero al otro lado de la puerta sur. ¿Lo has entendido?

—¡Sí, señor!—Pues ocúpate de ello, por favor. El joven se dio la vuelta y corrió hacia la

entrada.—¡Tribuno! —lo llamó Vespasiano.El tribuno se giró y se sorprendió al ver una débil sonrisa en el rostro de

Vespasiano.—Quinto Camilo, trata de irradiar una calmada profesionalidad cuando estés

cumpliendo con tu deber. Encontrarás que te ayudará en las relaciones con losoficiales de carrera y no alarmará tanto a los soldados bajo tu mando. A nadie legusta pensar que su destino está en manos de un colegial demasiado crecido.

El tribuno se puso rojo como un tomate pero se las arregló para contener elenojo y la vergüenza que sentía. Vespasiano ladeó la cabeza para señalar laentrada y el tribuno se volvió y se alejó caminando con rigidez.

Había sido un severo desaire, pero a partir de entonces Camilo consideraríacon más detenimiento su manera de comportarse. La forma en que uno sepresentaba ante los oficiales de carrera y la tropa determinaba la estima en laque éstos tendrían a las clases más altas de la sociedad romana. Vespasiano eramuy consciente de que, por regla general, los jóvenes aristócratas que cumplíansu período de servicio en las legiones eran despreciados por la tropa. Y laarrogante inmadurez de jóvenes caballeros como Camilo no hacía más queempeorar el lamentable estado de las cosas. Las distinciones sociales dentro de laesfera militar eran y a de por sí un tema delicado, sin necesidad de que lasituación empeorara. Si en el futuro Camilo adoptaba el porte de un profesionaltranquilo, eso contribuiría en cierta medida a paliar el resentimiento de lossoldados que tal vez algún día tuviera que dirigir en batalla.

Los pensamientos de Vespasiano volvieron al asunto que había estadoconsiderando antes de que le llegara la noticia de la situación apurada de lacuarta cohorte. Todavía no había recibido respuesta al mensaje que le habíaenviado al general Plautio. El mensajero podía haberse retrasado, por supuesto.Los senderos de los nativos eran de una calidad muy mala aún cuando hacíabuen tiempo. No obstante, incluso considerando ese factor, a esas alturas yadebería haber tenido noticias del general.

Un día más, decidió. Si a la mañana siguiente seguía sin saber nada, mandaría

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otro mensaje. Mientras tanto, las trompetas hacían sonar el toque de reunión; loslegionarios estarían saliendo a trompicones de las tiendas, soltando maldiciones ala vez que se abrochaban como podían la coraza y las armas.

Todos los soldados estaban entrenados para responder instantáneamente a lallamada de la trompeta y el legado no era una excepción.

—¡Pasad la orden de que venga mi esclavo personal! —gritó Vespasiano.El ascenso por las escaleras de la atalay a situada por encima de la puerta sur

sirvió para recordarle a Vespasiano la baja forma que había adquirido durante losúltimos meses. Se metió por la trampilla y se quedó apoy ado en el antepecho unmomento, respirando con dificultad. Tenía que haber hecho aquello antes deponerse la robusta coraza. El peso muerto del bronce plateado sumado al resto desu equipo duplicaba el esfuerzo requerido para trepar por las escaleras.Demasiado papeleo y muy poco ejercicio, reflexionó Vespasiano, y eso iba a sersu ruina como soldado. A sus treinta y cinco años empezaba a sentir el comienzode la madurez y era muy humano preferir las comodidades domésticas a laspenurias físicas de las campañas. El período de servicio de Vespasiano finalizaríael año próximo y la perspectiva de volver a Roma, con todas las oportunidadespara darse caprichos que ello implicaba, era muy reconfortante. Hasta valdría lapena perder un miembro si ello suponía escapar del horrible clima de aquella islade humedad y llovizna perpetuas. No obstante, ninguno de los nativos con los quehabía tenido trato social en Camuloduno había expresado la más mínima quejasobre el clima britano cuando él había sacado el tema. La humedad debía dehabérseles subido a la cabeza, decidió Vespasiano con una sonrisa irónica.

Levantó la vista, apartó todos sus pensamientos y se concentró en la situaciónque se revelaba ante él bajo la luz del sol de primera hora de la mañana. Abajo,los sólidos troncos de la puerta sur se habían abierto hacia el interior y la primeracohorte, con el doble de efectivos que las demás, pasó lentamente por la puerta.Tras ellos emprenderían la marcha dos cohortes más, casi dos mil hombres entotal. Vespasiano confiaba en que dicha fuerza sería más que suficiente paraahuy entar a los durotriges que se aglomeraban alrededor de las lejanas filas de lacuarta cohorte, apenas visibles en la cima de una colina distante. Calculó que lacuarta se encontraba todavía a unas tres millas de distancia, lo cual significabaque la columna de relevo no la alcanzaría hasta al cabo de una hora más omenos. La cuarta cohorte tendría que ser capaz de mantener a raya a losdurotriges al menos durante ese tiempo. Vespasiano estaba contento con lamanera en que habían ido las cosas. En lugar de tener que pasarse infructuosassemanas consolidando las defensas de los atrebates y tratando de dar caza a losgrupos de asaltantes durotriges, sus jefes Druidas los habían entregadoamablemente a la segunda legión. Si ese día podían infligirles una rápida derrota,

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la inminente campaña iba a tener muy buen comienzo.Un cruj ido en la escalera le hizo volver la cabeza. Un hombre corpulento

apareció por la trampilla. Con más de metro ochenta de altura y unos anchoshombros acordes con ella, el prefecto del campamento de la segunda legión eraun veterano canoso con una lívida cicatriz atravesándole la cara desde la frentehasta la mejilla. Dado que era el oficial de carrera de más rango de la legión, eraun soldado de enorme experiencia y coraje. En ausencia de Vespasiano, o encaso de que éste muriera, Sexto asumiría el mando de la legión.

—Buenos días, Sexto. ¿Has venido a ver el combate?—Por supuesto, señor. ¿Qué tal lo están haciendo los muchachos de la cuarta?—No demasiado mal. Mantienen la formación y se dirigen hacia aquí. Para

cuando llegue allí con los refuerzos imagino que y a habrá terminado todo.—Puede ser —replicó Sexto encogiéndose de hombros al tiempo que

entrecerraba los ojos para observar la distante contienda—. ¿Está seguro de quequiere ir al frente de la columna de relevo, señor?

—¿Crees que no debería hacerlo?—Para serle sincero, señor, no. Los legados deben ocuparse de la legión

como unidad, no de ir ganseando por ahí con detalles secundarios.Vespasiano sonrió.—Y ésos son cosa tuy a, supongo.—Sí, señor. Da la casualidad de que sí.—Bueno, me hace falta ejercicio. A ti no. De modo que sé buen chico y

encárgate de todo aquí durante una hora más o menos. Intentaré no dejar tuprimera cohorte hecha un desastre.

Ambos se rieron; los prefectos del campamento eran ascendidos del rango decenturión superior de la primera cohorte y tenían fama de proteger el últimomando de campaña de sus carreras.

Vespasiano se dio la vuelta y, atravesando la trampilla con soltura, bajó por laescalera de la torre de guardia. De nuevo en el suelo, se detuvo junto a la puerta,donde su esclavo personal le puso el casco con cuidado y le ató bien las correasbajo la barbilla. Los soldados de la tercera cohorte pasaban por su lado pisandofuerte, dirigiéndose hacia las puertas para franquearlas y unirse a la columnaformada en el sendero que había fuera. Vespasiano sintió que lo inundaba unaoleada de entusiasmo ante la perspectiva de dirigir la columna de refuerzo yacudir en ay uda de la cuarta cohorte. Tras el tedio del largo invierno, cuyamayor parte había pasado cómodamente en los barracones provisionales, sepresentaba la oportunidad de volver a servir como un soldado propiamente dicho.

Vespasiano dejó que su esclavo personal diera un último pellizco a la cintaroja atada en su coraza y luego se dio la vuelta para salir del campamento yocupar su puesto al frente de la columna. Antes de que cruzara la puerta, un gritoagudo que venía de lo alto de la torre de vigilancia hizo que se detuviera a mitad

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de una zancada.—¡Se acercan unos j inetes por el nordeste!—¿Y ahora qué pasa? —rezongó Vespasiano al tiempo que se propinaba una

airada palmada en el muslo. A través de la puerta vio a las tres cohortes queaguardaban para ir a ayudar a sus compañeros. Pero no podía dejar la legiónhasta no haber aclarado si el campamento estaba amenazado por otro frente. Almismo tiempo, cualquier retraso en la misión de ayuda a la cuarta cohortecostaría vidas. La columna de refuerzo tenía que ponerse en camino enseguida.Y puesto que él tenía que investigar lo que se había divisado por el nordeste, haríafalta otro comandante. Levantó la vista hacia la atalay a—. ¡Prefecto!

Un rostro, oscuro en contraste con el cielo, apareció por encima de laempalizada.

—¿Sí, señor?—Toma el mando aquí.Después de atravesar el campamento a todo correr y trepado a la torre de

vigilancia de la puerta norte, Vespasiano y a volvía a estar absolutamente sinresuello. Al tiempo que se agarraba al antepecho y respiraba profundamente,echó un último vistazo a la columna de refuerzo que avanzaba serpenteando porla ondulada campiña hacia la oscura concentración de diminutas figuras queconstituían la cuarta cohorte. Se podía confiar en Sexto para que se encargara deque la operación de rescate se llevara a cabo con el menor número de víctimasposible. Por regla general, los prefectos de campamento hacía tiempo que habíandejado atrás el desagradable (y peligroso) afán de gloria de algunos de losoficiales subalternos. A decir verdad, los hombres de la columna de refuerzoprobablemente estuvieran más seguros con Sexto al mando que bajo sus propiasórdenes. Esa idea no contribuy ó demasiado a mitigar la frustración que habíasentido al tener que transferir el mando al prefecto del campamento.

En cuanto se le normalizó la respiración, Vespasiano se dio la vuelta y seacercó al centinela que vigilaba el norte.

—Veamos, ¿dónde están esos malditos j inetes?—Ahora mismo no los veo, señor —respondió el centinela con nerviosismo

porque no quería que su legado sospechara que podría ser una falsa alarma.Continuó hablando rápidamente—. Descendieron por esa hondonada de ahí,señor. Hace tan sólo un instante. Deberían volver a aparecer en cualquiermomento, señor.

Vespasiano miró en la dirección indicada, un valle poco profundo que seextendía paralelo al campamento a apenas una milla de distancia. Pero la únicaseñal de vida era una fina voluta de humo que surgía de un pequeño grupo dechozas de techo de paja. Esperaron en silencio y el centinela se iba poniendocada vez más nervioso, deseando con todas sus fuerzas que reaparecieran losj inetes.

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—¿A cuántos viste?—A unos treinta más o menos, señor.—¿De los nuestros?—Estaban demasiado lejos para asegurarlo, señor. Podría ser que llevaran

capas rojas.—¿Podría ser? —Vespasiano miró al centinela, un hombre may or que debía

de haber servido bastantes años con las águilas. Sin duda los suficientes parasaber que un centinela sólo debía informar de los detalles cuando estuvieraseguro de ellos. El legionario se puso tenso bajo la mirada del legado y fue lobastante astuto como para abstenerse de hacer ningún otro comentario. En suinterior, Vespasiano estaba furioso por haber tenido que acudir a la torre devigilancia. Si hubiera sabido antes cuántos eran los j inetes que se acercaban,podría haber dejado que Sexto se ocupara del asunto. Bueno, ya era demasiadotarde, reflexionó, y sería de mala educación desquitarse con aquel nerviosocentinela. Mejor sería mantener un aire de imperturbabilidad y mejorar laimagen de comandante impasible que les ofrecía a los hombres de su legión.

—¡Mire, señor! —El centinela señaló con la mano por encima de laempalizada.

Una fila de cascos con penacho subía cabeceando por la ladera del valle. Porencima de ellos ondeaba un banderín de color púrpura.

—¡Es el general en persona! —exclamó el centinela con un silbido.Vespasiano se acongojó. De modo que el general había recibido su mensaje.

Entonces ya sabía que su familia corría un grave peligro. Vespasiano se acordóde su propia mujer embarazada y de su hijo pequeño y comprendió a su general.Pero la compasión no disipó su temor sobre el estado de ánimo de su superior.

De pronto Vespasiano fue consciente de que el centinela lo observaba.—¿Qué pasa, soldado? ¿No has visto nunca a un general?El centinela se sonrojó pero, antes de que pudiera responder, Vespasiano le

ordenó que bajara a avisar al centurión de servicio de la llegada del generalPlautio. Las habituales formalidades que se le debían a un general al mandotendrían que organizarse a toda prisa. Vespasiano se quedó en la atalay a hastaque regresó el centinela, observando la columna que se acercaba a medio galopea la puerta norte. La guardia montada del general iba delante, seguida por elmismo Plautio y un puñado de oficiales del Estado May or. Con ellos cabalgabandos figuras encapuchadas y detrás venía la sección de retaguardia, que avanzabaescoltando a cinco Druidas que iban atados a sus monturas.

A medida que se aproximaban, Vespasiano pudo distinguir la espuma en lasijadas de los caballos; era evidente que a las bestias las habían llevado al límite desu resistencia a causa del deseo del general de llegar a la segunda legión con lamáxima prontitud.

Vespasiano descendió rápidamente de la torre y ocupó su puesto al final de la

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guardia de honor formada a ambos lados de la entrada. Daría buena impresión sirecibía al general en persona. El golpeteo de los cascos ya era perfectamenteaudible y Vespasiano le hizo un gesto con la cabeza al centurión al mando de laguardia de honor.

—¡Abrid las puertas! —gritó el centurión. La tranca fue retirada y luego, conun intenso cruj ido, se tiró de las puertas para abrirlas lo máximo posible. Se hizoen el momento justo, puesto que al cabo de unos instantes el primer miembro dela guardia personal del general frenó su caballo a un lado de la entrada y esperóa que Plautio entrara primero al campamento. El general, seguido por losmiembros de su Estado May or, puso el caballo al paso mientras el centurión de laguardia bramaba sus órdenes.

—¡Guardia de honor… presenten armas!Los legionarios empujaron las jabalinas hacia delante, inclinadas, y el

general respondió con un saludo en dirección a las tiendas de mando donde sehabían depositado los estandartes de la segunda legión en un santuario provisional.Plautio se detuvo junto a Vespasiano y desmontó.

—¡Me alegro de verlo, general! —sonrió Vespasiano.—Vespasiano. —Plautio lo saludó con una breve inclinación de la cabeza—.

Tenemos que hablar, enseguida.—Sí, señor.—Pero antes, por favor, ocúpate de que mi escolta… y mis compañeros —

señaló a los oficiales de Estado Mayor y a las dos figuras encapuchadas—,ocúpate de que estén cómodos, en algún lugar tranquilo. Los Druidas se puedendejar atados con los caballos.

—Sí, señor. —El legado le hizo una señal con la mano al centurión de guardiapara que se acercara y le pasó las instrucciones. Los caballos, reventados por elesfuerzo al que habían sido sometidos, resoplaban, ensanchando los ollares concada respiración profunda.

La escolta del general llevó los caballos hacia los establos y el centurión deguardia condujo a los oficiales del Estado Mayor, sucios de barro, al comedor delos tribunos. Las dos figuras con capa y capucha siguieron a los demás ensilencio. Vespasiano las observó con curiosidad y Plautio le dirigió una débilsonrisa.

—Te lo explicaré luego. Ahora mismo tenemos que hablar de mi mujer ymis hijos.

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Capítulo XVII

En cuanto los exhaustos soldados de la cuarta cohorte divisaron el campamentode la segunda legión, una ovación espontánea brotó de sus labios. Los durotriges,y sus cabecillas Druidas, aún podían ver frustrados sus esfuerzos por aniquilarlos.A una distancia de una hora escasa de marcha se encontraba la seguridad de lasdefensas y el final de aquella horrible prueba de resistencia por la que los habíahecho pasar el centurión Hortensio. Pero si bien a los romanos se les levantó elánimo al ver el campamento, lo mismo ocurrió con la determinación delenemigo de acabar con los hombres de la cohorte antes de que sus compañerosacudieran en su ay uda. Con un aullido salvaje, los durotriges cay eron sobre lasapiñadas filas de la formación romana.

Hacía ya rato que el escudo y la espada de Cato se habían convertido en unacarga insoportable y los músculos de los brazos le ardían debido al suplicio desoportar su peso. Aunque había compartido con los demás soldados los gritos deentusiasmo al ver el campamento, la distancia que mediaba lo llenó dedesesperación. La misma desesperación que siente un hombre que se ahoga alver la costa a lo lejos en un mar encrespado. Acababa de pensarlo cuando elinmenso rugido de furia del ataque de los durotriges se oyó a ambos lados y en laretaguardia del cuadro. El sordo repiqueteo de los golpes de escudo y el choquemetálico de las armas se oían con más intensidad que nunca. La formaciónromana flaqueó, luego se detuvo por el impacto del ataque y tardó un momentoen volver a afirmar su pared de escudos.

En cuanto Hortensio se convenció de que su cohorte sabía cómo defenderse,dio la orden de continuar el avance. El cuadro hueco siguió adelante de nuevo,rechazando a los frenéticos guerreros que se aferraban a sus talones. Las bajasromanas empezaban a ser tan numerosas que ya quedaba poco sitio en los carrosapiñados en el reducido espacio del centro del cuadro. Los heridos observabancon expresiones desoladas cómo sus compañeros hacían lo que podían en unalucha desigual. Cada sacudida de una carreta provocaba nuevos gemidos y gritosde aquellos que iban en su interior, pero no había tiempo para detenerse yocuparse de sus heridas. Bajo aquellas desesperadas circunstancias Hortensiopodía prescindir de muy pocos hombres para que cuidaran de las bajas yúnicamente las heridas más graves se habían vendado de cualquier manera.

La sexta centuria, al frente del cuadro, podía ver con claridad el campamentode la legión. Aquella visión atormentaba a Cato, pero el paso de tortuga de lacohorte sólo servía para convencerlo de que nunca conseguirían llegar. Losdurotriges acabarían con los exhaustos legionarios mucho antes de que éstospudieran alcanzar la seguridad de los terraplenes.

—¿Qué demonios están haciendo ahí abajo? —A Macro le centellearon losojos con amarga frustración cuando vio la tranquila quietud del campamento—.

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Esos jodidos centinelas deben de estar ciegos. Ya verás cuando les ponga lasmanos encima…

A un lado, la infantería pesada de los durotriges, que había vuelto a reunirsetras el feroz combate nocturno, pasó a toda prisa junto al cuadro. Cato no podíahacer nada más que mirarlos con desesperación, pues el plan de los britanosestaba claro. Cuando quedaran unos cien pasos de distancia entre ellos y lacohorte, la columna enemiga se movería oblicuamente respecto a la cara delcuadro romano y rápidamente se desplegaría en una línea de batalla, con unpequeño grupo de honderos en cada extremo. Y se mantendrían allí firmes,lanzando sus gritos de desafío a la cohorte mientras la pared de escudos seaproximaba.

Los legionarios habían vencido a los durotriges durante toda la noche, pero enaquellos momentos se encontraban y a al límite de sus fuerzas. Apenas habíandormido una hora en los casi tres días de dura marcha. Medio adormilados, susdoloridos ojos atisbaban desde unos rostros mugrientos y enmarañados con barbade varios días. Los romanos más jóvenes, de la edad de Cato, tenían poco vellofacial, pero sus facciones demacradas los hacían parecer mucho más viejos. Loslados y la retaguardia del cuadro y a no formaban una línea firme y empezaron aceder terreno bajo la incesante presión de sus menos cansados rivales, queempezaban entonces a intuir por fin la victoria. Muy pronto el cuadro dejó deserlo, para convertirse en un grupo deforme de soldados que luchaban porsobrevivir. La voz del centurión Hortensio, ronca y cascada, volvió a alzarse porencima del estrépito de la batalla.

—¡Ya vienen, muchachos! La legión viene a por nosotros. —Al frente delcuadro, Cato miró por encima de las filas de los britanos (que se encontraban yaa apenas unos cuarenta pasos) y vio que las cohortes salían por la puerta sur delcampamento con sus bruñidos cascos que brillaban bajo el sol de primera horade la mañana. Pero los separaban algunas millas y tal vez no llegaran a tiempode salvar a los hombres de la cuarta.

—¡No os paréis! —gritó Hortensio—. ¡No os paréis!Cada paso adelante disminuía la distancia entre las dos columnas romanas.

Cato apretó los dientes y esgrimió su espada hacia la revuelta concentración deinfantería pesada de los durotriges.

—¡Cuidado! —chilló Macro—. ¡Hondas!Los romanos consiguieron resguardarse bajo sus escudos justo a tiempo

cuando la primera descarga salió disparada en diagonal desde los flancos de lalínea enemiga. Con un rugido los durotriges se lanzaron al ataque inmediatamentedespués. El seco golpeteo y el chasquido de los proyectiles de honda en el frentedel cuadro demostraron que los honderos se habían asegurado de apuntar bien.Pero un proyectil pasó volando por encima de la cabeza de Cato y alcanzó a unade las mulas enjaezadas a una carreta en el centro de la formación. Le pulverizó

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el ojo y el hueso que rodeaba la cuenca y, con un alarido de agonía, la mulacorcoveó, tirando de los arreos y aterrorizando a las otras tres bestiasenganchadas al mismo carro. En un instante el carro viró bruscamente golpeandoa su vecino y, con un cruj ido de protesta por parte del forzado eje, se fueinclinando lentamente y volcó. Los heridos salieron despedidos y quedarondesparramados bajo los lacerantes cascos de las mulas presas del pánico. Unsoldado, aplastado por un lado de la carreta, dejó escapar un terrible quej idoantes de ahogarse con la sangre que le salía a borbotones por la boca. Cay ó deespaldas, inerte. Los estridentes rebuznos de la descalabrada mula hendían el airee hicieron que Cato se estremeciera. Los heridos que habían caído al suelo searrastraron tratando por todos los medios de alejarse de las aterrorizadas mulas,pero muchos de ellos fueron pisoteados antes de poder salir de ahí. Entoncesvolcó otra carreta y nuevos alaridos de terror y dolor llenaron el aire.

—¡Cohorte! ¡Alto! —gritó Hortensio—. ¡Apaciguad a esas malditas mulas!Se abalanzó hacia el animal herido que había organizado aquel caos y hundió

la espada en la garganta de la mula. La sangre salió a borbotones. Por unmomento la mula se quedó allí parada con la cabeza colgando tontamentemientras miraba el charco carmesí que se estaba formando junto a sus cascos.Luego le fallaron las rodillas y se desplomó sobre la sangre, el barro y la nieve.

—¡Matadlas a todas! —chilló Hortensio, y empujó a los soldados máspróximos hacia los aterrorizados animales.

Acabó todo en un momento y los heridos supervivientes fueron depositadosde nuevo bajo la escasa protección de los carros que permanecían intactos. Lacohorte ya no podía moverse, no sin abandonar a sus heridos a la sangrientaferocidad de los durotriges. Por un instante, Cato se preguntó si Hortensio tendríala sangre fría suficiente para salvar lo que quedaba de su cohorte e intentarescapar hacia la centuria de refuerzo. Pero se mantuvo fiel al código de su rango.

—¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas en torno a las carretas!Los legionarios que se encontraban en la retaguardia y en los lados trataron

de distanciarse poco a poco al tiempo que propinaban estocadas a los durotriges,los cuales arremetían a golpes y cuchilladas contra la pared de escudos,haciéndola retroceder hasta que los romanos formaron un pequeño grupocompacto alrededor de los carros que aún eran utilizables.

Los legionarios que tropezaron y cayeron a medida que iban cediendoterreno quedaron aplastados bajo los pies de los demás y luego los britanos losdespedazaron. Cato se quedó pegado a Macro, protegiéndose tras su escudo yacometiendo contra el mar de rostros y miembros enemigos que tenía frente aél.

—¡Ten cuidado, muchacho! —le gritó Macro—. ¡Estamos justo al lado de lasmulas!

Cato pisó la sangre de los animales con un chapoteo y notó el roce de la piel

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de la mula en la pantorrilla. A ambos lados, los soldados de la sexta centuriaretrocedían hacia los cuerpos de las mulas, demasiado apiñados a causa de losdurotriges para poder rodearlas o pasar por encima de ellas. Con un rugidodesafiante, Macro clavó la punta de la espada en el rostro de un rival. Mientras elhombre caía, aprovechó la oportunidad para pasar apresuradamente por encimadel ijar de la mula.

—¡Vamos, Cato!Por un momento el optio se vio frente a dos britanos jóvenes como él, pero

con una espesa mata de pelo encalado en forma de unas desgreñadas puntasblancas. Uno de ellos iba armado con una lanza de guerra de hoja anchamientras que el otro llevaba una espada corta que le había arrebatado a algúnromano muerto. Ambos empezaron a amagar con la esperanza de que el optio sedistrajera lo suficiente como para poder propinarle una estocada mortal, pero élno dejó de mover su escudo, presentándolo primero de una manera, luego deotra, pasando rápidamente la mirada de la lanza a la espada y viceversa. Noosaba tratar de pasar por encima de la mula muerta mientras los dos guerrerosesperaban a que cometiera un error defensivo. De pronto la punta de la lanza seprecipitó hacia delante. Cato movió su escudo de forma instintiva para respondera la amenaza y bajó la punta de la lanza de un golpe. Aprovechando la ocasión,el otro britano se adelantó y arremetió contra el estómago de Cato. Una manoagarró a Cato con brusquedad por la correa del arnés y tiró de él, levantándolo apeso por encima del cadáver de la mula. La espada no le alcanzó y Cato sequedó tumbado en el suelo, jadeando sin aliento.

—¡Ahí casi te pillan! —Macro se rió y de un tirón puso a Cato de pie.Respirando con dificultad y agarrándose el pecho, Cato no pudo evitarmaravillarse por la forma en que su centurión parecía regocijarse ante laperspectiva de una muerte inminente. Le resultaba extraña aquella locura,aquella euforia de la batalla, reflexionó Cato. Era una pena que no fuera a vivir losuficiente para considerar más detalladamente el fenómeno.

Los soldados de la cuarta cohorte cerraron filas instintivamente y formaronuna irregular elipse alrededor de sus compañeros heridos. El enemigo seaglomeró en torno a ellos, golpeando y acuchillando los escudos romanos concreciente frenesí mientras trataba de destruir la cohorte antes de que la alcanzarala columna de refuerzo que marchaba a paso rápido hacia ellos, pero que aúnestaba lejos. En la salvaje intimidad del corazón del combate, la mente de Catoquedó maravillosamente libre de cualquier pensamiento que no fuera lanecesidad de acabar con la vida de su enemigo y de conservar la suya. Sentía elescudo y la espada como si fueran una prolongación natural de su cuerpo.Desviando los golpes con uno y atacando con la otra, Cato se movía con lamortífera eficacia de una máquina bien entrenada. Al mismo tiempo, unosminúsculos detalles sensoriales, imágenes congeladas de la lucha, se consumían

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en su memoria: el acre hedor del sudor de mula y el más dulzón olor de lasangre, el suelo revuelto bajo sus botas enfangadas, los rostros de amigos yenemigos salpicados de sangre, salvajes y rabiosos, y el frío cortante de aquellamañana de invierno que hacía temblar todo su agotado cuerpo.

Los durotriges iban acabando con los hombres de la cohorte de uno en uno. Alos heridos los arrastraban hacia el centro en tanto que a los muertos losarrojaban fuera de la formación para evitar que sus cadáveres fueran un peligrobajo los pies de los compañeros que aún vivían. Y la cohorte perduraba; losenemigos muertos se apilaban frente a sus escudos de manera que los durotrigestenían que trepar por encima de ellos para atacar a los legionarios. Ofrecían unblanco perfecto para las espadas cortas mientras mantenían precariamente elequilibrio sobre aquella blanda e irregular masa de carne muerta y agonizante dela cual emanaban los aterrorizados gritos de los que aún vivían, que se oían porencima del ruido sordo de los escudos y del sonido agudo del choque del metal.

La intensidad del momento privó a Cato de todo sentido del paso del tiempo.Se hallaba hombro con hombro con su centurión a un lado y el joven Fígulo alotro. Pero Fígulo ya no era aquel muchacho de facciones dulcespermanentemente fascinado por un mundo que tan distinto era de aquellosmiserables barrios bajos de Lutecia en los que había nacido. Fígulo había recibidouna cuchillada encima de un ojo; la carne desgarrada le colgaba de la frente ytenía media cara cubierta de sangre. Sus delicados labios estaban retraídos en unamueca feroz al tiempo que bufaba y escupía debido al esfuerzo de la batalla.Podría haber pasado sin los meses de entrenamiento; dominado por la ira y elsufrimiento, propinaba golpes y cuchilladas con su espada corta, utilizándola deuna manera para la que ésta no había sido diseñada. Aún así, los durotriges seapartaron de él, intimidados por su terrible cólera. Echó atrás la hoja para volvera acometer a fondo y le dio un codazo en la nariz a Cato. Por un instante al optiose le llenó la cabeza de una luz blanca antes de que le sobreviniera el dolor.

—¡Ten cuidado! —le gritó Cato al oído. Pero Fígulo estaba totalmente absortoy cualquier llamada a la razón era inútil. Frunció el ceño y sacudió la cabeza unavez, luego volvió al ataque con un gruñido gutural. Un britano que empuñaba unhacha de guerra de mango largo se abalanzó sobre Cato. Él levantó el escudo yse dejó caer de rodillas, apretando los dientes a la espera del impacto. El golpeastilló la madera y alcanzó el pecho de un cadáver que yacía a los pies de Cato.El ímpetu del guerrero lo impulsó hacia delante, directo a la punta de la espadade Cato que le atravesó la clavícula y se le hundió en el corazón. Se desplomó delado, llevándose con él la hoja de Cato. El optio agarró el arma que tenía máscerca, una larga espada celta de ornamentada empuñadura. Aquella arma pocofamiliar le resultó incómoda y difícil de manejar cuando trató de blandirla comosi se tratara de una espada corta romana.

—¡Vamos, cabrones! —gruñó Macro, y presentó la punta de su espada al

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enemigo más cercano—. ¡Vamos, he dicho! ¿A quién le toca? ¡Venga! ¿A quéestáis esperando, mariquitas de mierda?

Cato soltó una carcajada que detuvo de golpe cuando oyó el dejo de histeriaque había en su risa. Sacudió la cabeza para tratar de desprenderse de una súbitasensación de mareo y se dispuso a seguir luchando.

Pero no hacía falta. Las filas de los durotriges se estaban reduciendovisiblemente ante sus ojos. Ya no proferían sus gritos de guerra, ya no blandíansus armas. Simplemente se esfumaron, alejándose de los escudos romanos hastaque quedó un espacio de unos treinta pasos entre los dos bandos, cubierto decuerpos desparramados y armas abandonadas o rotas. Aquí y allá los heridosgemían y se retorcían lastimeramente. Los legionarios guardaron silencio, a laespera del próximo movimiento de los britanos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Cato con voz queda en medio de aquella mudezrepentina—. ¿Qué están tramando ahora?

—No tengo ni puñetera idea —contestó Macro. Se oyó un súbito sonido depasos apresurados y los honderos y arqueros tomaron posiciones en la líneaenemiga. Entonces hubo un momento de pausa, tras el cual se gritó una ordendesde detrás de las tropas durotriges.

—Ahora sí que estamos listos —dijo Macro entre dientes, y entonces sevolvió rápidamente hacia el resto de la cohorte para lanzar una advertencia—.¡Cubríos!

Los legionarios se agacharon y se resguardaron bajo sus astillados escudos.Los heridos no podían hacer otra cosa que apretarse contra el fondo de lascarretas y rogar a los dioses que les salvaran de la inminente descarga.Arriesgándose a mirar por el espacio que quedaba entre su escudo y el de Fígulo,Cato vio que los arqueros estiraban las cuerdas de sus arcos, acompañados por elzumbido creciente de las hondas. Se dio una segunda orden y los durotrigesdesataron su descarga a bocajarro. Las flechas y los proyectiles de hondasalieron volando hacia las apiñadas tropas de la cohorte junto con lanzas yespadas recogidas del campo de batalla, e incluso piedras, tal era el ardientedeseo de los durotriges de destruir a los romanos.

Cato se agachó cuanto pudo bajo su maltrecho broquel, estremeciéndose anteel increíble estrépito causado por aquel aluvión de proyectiles que caían ygolpeaban contra cuerpos y escudos. Volvió la vista atrás y cruzó la mirada conla de Macro bajo la sombra de su propio escudo.

—¡Siempre llueve sobre mojado! —exclamó Macro con una sonrisa forzada.—Hasta ahora esa es la historia de mi vida en el ejército, señor —replicó

Cato al tiempo que trataba de esbozar una sonrisa que se correspondiera con laaparente intrepidez de su centurión.

—No te preocupes, muchacho, me parece que y a se termina.Pero de pronto los disparos renovaron su intensidad y Cato se encogió

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mientras esperaba lo inevitable: el agudo martirio de una herida de flecha o dehonda. Cada momento que permanecía ileso le parecía un auténtico milagro.Entonces, de golpe y porrazo, la descarga cesó. La atmósfera se calmóextrañamente. Sonaron los cuernos de guerra enemigos y Cato fue consciente dealgún movimiento, pero no se atrevió a mirar, por si había más proy ectilesdirigiéndose hacia ellos.

—¡Preparaos, muchachos! —exclamó la lastimera y ronca voz de Hortensiomuy cerca de allí—. Va a haber un último intento de ataque. En cualquiermomento. ¡Cuando y o lo diga, poneos en pie y preparaos para recibir la carga!

No hubo ninguna carga, sólo el tintineo del equipo y el repiqueteo de losextremos de las lanzas mientras los durotriges se alejaban del anillo de escudosromanos y se marchaban en dirección opuesta al campamento de la segundalegión. El enemigo fue adquiriendo velocidad paulatinamente hasta que acabómarchándose a paso rápido. Una delgada cortina de tiradores formó en laretaguardia de la columna y se apresuraron a seguirla al tiempo que ibanlanzando frecuentes miradas nerviosas hacia atrás.

Macro se puso en pie con cautela y empezó a seguir al enemigo que seretiraba.

—¡Bueno, que me… ! —Rápidamente enfundó su espada y se llevó la manoa la boca haciendo bocina—. ¡Eh! ¿Adónde vais gilipollas?

Cato dio un respingo, alarmado.—¡Señor! ¿Qué cree que está haciendo?Los demás legionarios retomaron los gritos de Macro y todo un coro de burlas

y abucheos persiguió a los durotriges mientras éstos caminaban por la cima de lapoco elevada colina en dirección al valle que había al otro lado. La pulla de losromanos continuó unos momentos más antes de convertirse en gritos de júbilo ytriunfo. Cato miró hacia atrás y vio el frente de la columna de refuerzo queascendía por el sendero hacia ellos. Sintió náuseas al mismo tiempo que unaoleada de delirante felicidad lo inundaba. Se dejó caer al suelo, soltó la espada yel escudo y apoy ó la cabeza pesadamente en sus manos. Cato cerró los ojos yrespiró profundamente unas cuantas veces antes de abrirlos de nuevo con granesfuerzo y levantar la mirada. Una figura se separó de la cabecera de lacolumna y subió al trote por el camino para acercarse a ellos. Al aproximarse,Cato reconoció en aquel hombre las marcadas facciones del prefecto delcampamento. Cuando Sexto se acercó a los supervivientes de la cohorte, aflojó elpaso y sacudió la cabeza ante la espantosa escena que tenía delante.

Había montones de cuerpos desparramados por el suelo y apilados en torno ala cohorte. Había cientos de astas de flecha clavadas en el suelo y sobresaliendode los cadáveres y de los escudos, los cuales en su gran mayoría estaban tandestrozados y astillados que y a no tenían arreglo. Por detrás de los escudos sealzaban las mugrientas y ensangrentadas formas de los legionarios exhaustos. El

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centurión Hortensio se abrió camino por entre sus hombres y se dirigió a grandeszancadas hacia el prefecto del campamento, con el brazo levantado a modo desaludo.

—¡Buenos días, señor! —A pesar de todos sus esfuerzos, se notó que tenía queforzar la voz—. Sí que habéis tardado, carajo.

Sexto le estrechó la mano sin hacer caso de la sangre que se coagulaba enuna herida que el centurión tenía en la palma. El prefecto del campamento sequedó ahí parado, con las manos en las caderas, e hizo un gesto con la cabeza endirección a los supervivientes de la cuarta cohorte.

—¿Y qué es todo este maldito desquicio? ¡Tendría que poneros a todos a hacerfaenas durante un mes!

Junto a Cato, Fígulo observó cómo el centurión y el prefecto del campamentointercambiaban sus saludos. Se quedó callado un momento antes de escupir en elsuelo.

—¡Malditos oficiales! ¡joder! ¿Vosotros no los odiáis?

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Capítulo XVIII

El general se sentó con cuidado sobre el coj ín de una silla con una momentáneamueca de dolor. Varios días de viaje a caballo no le habían ido muy bien a sutrasero y la más mínima presión era dolorosa. Su expresión se fue relajandopaulatinamente y aceptó la copa de vino caliente que Vespasiano le ofrecía.Quemaba quizás demasiado para su gusto, pero Plautio necesitaba una copa yalgo caliente en el estómago para contrarrestar el entumecimiento del resto de sucuerpo. Así que apuró el vaso e hizo un gesto para que se lo volvieran a llenar.

—¿Hay alguna otra noticia? —preguntó.—Ninguna, señor —respondió Vespasiano al tiempo que servía más vino—.

Sólo los detalles que le mandé a Camuloduno.—Bueno, ¿y algún tipo de información que sea de utilidad? —continuó

diciendo Plautio, esperanzado.—Todavía no, pero tengo una cohorte a punto de regresar de patrulla por la

frontera con los durotriges. Tal vez ellos hayan reunido alguna información útil.Por lo visto se han topado con un pequeño problema cuando regresaban. Hemandado a unas cuantas cohortes para que se ocupen de que vuelvan a casa sinningún percance.

—Ah, sí. Ésa debía de ser la escaramuza que vi al otro extremo delcampamento mientras nos acercábamos.

—Sí, señor.—Que el comandante de la cohorte rinda informe inmediatamente en cuanto

llegue al campamento. —El general frunció el ceño un momento con la miradafija en las débiles espirales de vapor que se alzaban de la copa que tenía apretadaentre las manos—. Verás, es que… tengo que saberlo cuanto antes.

—Sí, señor. Por supuesto.Vespasiano tomó asiento frente a su general y se hizo un silencio incómodo.

Aulo Plautio había sido su oficial al mando durante casi un año y no estabaseguro de cómo reaccionar en un contexto más personal. Por primera vez desdeque conocía a Plautio (comandante de las cuatro legiones y las doce unidadesauxiliares a las que se les había encomendado la tarea de invadir y conquistarBritania), el general se estaba mostrando como un hombre normal y corriente,un marido y padre al que consumía la preocupación por su familia.

—¿Señor?Plautio siguió con la mirada baja, golpeando suavemente con el dedo el borde

de su copa.Vespasiano tosió.—Señor.El general levantó la vista con un parpadeo, cansado y desesperado.—¿Qué es lo que debo hacer, Vespasiano? ¿Qué harías tú?

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Vespasiano no respondió. No podía hacerlo. ¿Qué puede decir una personacuando otra está en una situación difícil? Si los Druidas tuvieran retenidos a Flaviay Tito, no dudaba que su primer y más poderoso impulso sería coger un caballo eir a buscarlos. Liberarlos o morir en el intento. Y si llegaba demasiado tarde parasalvarlos, entonces descargaría su más terrible venganza sobre los Druidas y sugente hasta que lo mataran también a él. Porque, ¿qué era la vida sin Flavia yTito, y sin el bebé que Flavia esperaba? Vespasiano se aclaró la garganta conincomodidad. Para distraerse de aquel hilo de pensamiento se levantóbruscamente y se dirigió a la portezuela de la tienda para ordenar con un gritoque trajeran más vino. Cuando regresó a su asiento y a había recobrado lacompostura, aunque por dentro estaba furioso por lo que él consideraba sudebilidad. El sentimentalismo no le estaba permitido a un soldado raso; en uncomandante de la legión equivalía a un crimen. ¿Y en un general? Vespasianodirigió una mirada comedida a Plautio y se estremeció. Si alguien tan poderoso yde tan alta posición como el comandante del ejército tenía tantos problemas paraocultar su sufrimiento personal, ¿qué se podía esperar de alguien de menos valía?

Con un esfuerzo evidente Aulo Plautio salió de su introspección y cruzó lamirada con la del legado. El general frunció el entrecejo un instante, como si nofuera capaz de precisar el tiempo que había estado sumido en su propiadesesperación. Entonces movió la cabeza enérgicamente.

—Tengo que hacer algo. Necesito disponer las cosas para hacer que rescatena mi familia antes de que se acabe el tiempo. Tan sólo faltan veintitrés días parala fecha límite que fijaron los Druidas.

—Sí, señor —replicó Vespasiano, y formuló su siguiente pregunta concuidado para evitar cualquier dejo de censura—. ¿Va a intercambiar losprisioneros Druidas por su esposa e hijos?

—No… al menos de momento. No hasta que haya intentado rescatar a mifamilia. ¡No dejaré que un puñado de asesinos supersticiosos le impongancondiciones a Roma!

—Entiendo. —Vespasiano no estaba convencido del todo. ¿Por qué si no iba elgeneral a traer consigo a los Druidas desde Camuloduno?—. En ese caso, ¿quéplan tiene en mente para recuperar a su familia, señor?

—Todavía no lo he decidido —admitió Plautio—. Pero lo más importante esactuar con rapidez. Quiero a la segunda legión lista para ponerse en marcha loantes posible.

—¿Lista para ponerse en marcha? ¿Adónde, señor?—Quiero empezar pronto la campaña. Al menos, quiero que la segunda

legión la empiece pronto. He redactado las órdenes para que tu legión se adentreen el territorio de los durotriges. Tenéis que arrasar todos los fuertes, todos lospoblados fortificados. No se hará prisionero a ningún guerrero enemigo o druida.Quiero que todas las tribus de esta isla sepan cuál es el precio que se paga por

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matar a un prefecto y tomar rehenes romanos. Si los Druidas y sus amigosdurotriges tienen un poco de sentido común nos devolverán a mi esposa e hijosenseguida, y harán el llamamiento a la paz.

—¿Y si no lo hacen?—Entonces empezaremos a matar a nuestros prisioneros Druidas y

reservaremos a su cabecilla para el final. —La terrible determinación en la vozde Plautio era inconfundible—. No vamos a dejar nada con vida, ¿lo entiendes?

Vespasiano no contestó. Aquello era una locura. Una locura. Eracomprensible, pero no dejaba de ser una locura. Nada de aquello tenía el menorsentido estratégico. Pero sabía que tenía que tratar al general con prudencia.

—¿Cuándo quiere que mi legión inicie el avance?—Mañana.—¡Mañana! —Vespasiano estuvo a punto de soltar una carcajada ante

aquella idea ridícula. Lo estuvo hasta que captó el intenso brillo en los ojos de susuperior—. Es imposible, señor.

—¿Por qué?—¿Por qué? ¿Por dónde quiere que empiece? El terreno aún no está lo

bastante firme para que mis carros de maquinaria de guerra y carretas pesadaspuedan avanzar. Eso significa que sólo podemos transportar comida para tresdías, tal vez cuatro. Y no tengo la menor idea sobre la capacidad del enemigo.

—Eso ya lo he previsto. He traído a un britano que conoce bien la zona. Fueun iniciado a druida. Él y su intérprete os harán de guías. En cuanto a tusprovisiones, para empezar puedes marchar con medias raciones. Más adelantepuedes utilizar la flota para que os abastezca por el río y y o te mandaré todos loscarros ligeros de los que pueda prescindir. Puede que hasta encuentresprovisiones que el enemigo haya escondido. El invierno casi ha llegado a su fin,pero seguro que tienen reservas en las que puedes hurgar. Y para facilitar tuataque a los poblados fortificados enemigos he dispuesto que se traspase a tuunidad la maquinaria de guerra de la vigésima…

—Aunque encontremos sus fuertes, no tendremos proyectiles de apoyo pararealizar un ataque contra las defensas en caso de que la maquinaria quedeempantanada. Nuestros soldados serán masacrados.

—¿Cuán formidables pueden ser las defensas? —dijo bruscamente el generalcon amargura—. Al fin y al cabo, estos salvajes ni siquiera han oído hablar delasedio. Todos sus terraplenes y empalizadas son apropiados para disuadir a algúnque otro lobo hambriento o intruso ambulante. Estoy seguro de que un hombre detu ingenio se las puede arreglar para asaltar semejantes defensas sin perdermuchas vidas. ¿O encuentras que estar al mando de una legión es unaresponsabilidad demasiado pesada, o demasiado peligrosa?

Vespasiano apretó con fuerza el brazo de la silla para evitar levantarse de unsalto y protestar con enojo ante semejante afrenta. El general había ido

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demasiado lejos. Ordenar a la segunda legión que emprendiera una tareaabsurda y a era una locura, pero rebatir sus razonadas protestas con acusacionesde incompetencia y cobardía era un vil insulto. Por un momento, Plautio se burlófríamente de él con la mirada, luego el general frunció el ceño y volvió a bajarla vista hacia su copa.

—Perdóname, Vespasiano —dijo Plautio en voz baja—. Lo siento. Nodebería haber dicho eso. En este ejército nadie pone en duda tus cualidades comolegado. Como digo, perdóname.

Plautio alzó la mirada, pero Vespasiano no halló ninguna expresión dedisculpa; el arrepentimiento del general no era más que una formalidad dichacon el único propósito de retomar la consideración de sus descabellados planes.

Vespasiano apenas pudo evitar el glacial tono de escarnio en su voz alresponder.

—Mi perdón no tiene sentido comparado con el que va a necesitar usted delos cinco mil hombres de esta legión y de sus familias si se empeña en que lasegunda lleve a cabo este mal concebido plan suy o. Señor, no sería ni más nimenos que una misión suicida.

—No exageres. —Plautio depositó su copa en una mesa auxiliar y se inclinópara acercarse más a su legado—. Muy bien, Vespasiano. No te ordenaré quehagas esto. Te lo pediré. ¿Tú no tienes familia? ¿No comprendes los demonios queme empujan a hacerlo? Por favor, accede a hacer lo que te pido.

—No. —Vespasiano sacudió la cabeza en señal de negación—. No puedopermitirlo. Lo que le aflige, Plautio, es una tragedia personal. No lo convierta enuna tragedia pública. El Imperio y a no puede permitirse más desastres como elde Varo. Usted es un general en servicio activo. En campaña su familia es elejército que tiene a su alrededor. Los soldados son como sus hijos. Ellos confíanen usted para que los dirija con sensatez y no para que los exponga a un riesgoinnecesario.

—Por favor, ahórrame la retórica barata, Vespasiano. No soy ningún plebeyoveleidoso del foro.

—No, no lo es… Permítame que pruebe con otro argumento. Piense en sussentimientos hacia su esposa y sus hijos. Tal como ha dicho, y o también tengouna familia, y sólo el hecho de imaginármelos en manos de los Druidas ya esbastante tormento. Pero para usted es una realidad, y comparado con eso miimaginación atormentada no es otra cosa que una burda imitación. Ahora,multiplíquelo por mil y más. Ésa es la magnitud del sufrimiento que va ainfligirles a las familias y amigos de los soldados a los que condenaría a muerte siordena que la segunda legión se ponga en marcha mañana sin provisiones niapoy o de maquinaria de guerra.

Plautio cerró los ojos y se frotó la arrugada frente, como si de algún modoeso pudiera aliviar su sufrimiento interno. Vespasiano lo observó con

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detenimiento, intentando hallar cualquier señal de que sus argumentos hubieranlogrado su objetivo. Si el general no cambiaba de opinión, Vespasiano sabía quetendría que negarse a asumir el mando de la segunda al día siguiente. Esocondenaría completamente su carrera. Pero no iba a tomar parte en el inútil einsensato plan del general. Desafiaría a Plautio a que encontrara otro hombre alque nombrar legado. En cuanto Vespasiano pensó en ello se dio cuenta de que asu sustituto lo elegirían por su buena disposición para hacer lo que al general se leantojara, no por sus dotes de liderazgo. Semejante nombramiento no haría otracosa que empeorar mucho más el inevitable desastre. Vespasiano fue conscientede que estaba atrapado. Abandonar el mando sería incrementar el riesgo, yaterrible, de sus hombres. Permanecer al mando al menos le ofrecería unaoportunidad de limitar el daño. Maldijo su suerte en silencio.

—Muy bien, Vespasiano. ¿Cuándo puede estar lista la segunda legión paraatacar a los durotriges?

—¿Con carros de suministros y maquinaria?Plautio dijo que sí con la cabeza de mala gana y la desesperación de

Vespasiano se desvaneció. Por muy insensato que pudiera ser el resto del plan, almenos la segunda legión tendría ocasión de combatir. Al mirar a Plautio, juzgóque el general había cedido todo el terreno que estaba dispuesto a ceder.

—Necesito veinte días.—¡Veinte! Eso es dejar muy poco margen.—Reconozco que eso nos deja veinte días menos para encontrarlos, pero

compare ese retraso con la pérdida de la legión. Además… —Por un momento aVespasiano se le agolparon las ideas en la cabeza.

—¿Además, qué?El legado se apresuró a unir todas las piezas en su pensamiento antes de seguir

hablando.—Bueno, señor, tal vez la legión tarde veinte días en estar lista para ponerse

en marcha, pero, ¿por qué esperar hasta entonces para empezar a buscar a sufamilia?

—No estoy de humor para pistas crípticas. Habla claro, legado, y mejor seráque valga la pena.

—¿Por qué no mandar a unos cuantos hombres a explorar los pueblos yfuertes mientras la legión se prepara para avanzar? Ese hombre que trajoconsigo, el iniciado a druida. Usted dijo que conoce a los durotriges. Él podríaguiar al grupo e intentar descubrir dónde retienen a su familia. ¿Quién sabe?Puede que incluso logren rescatarlos ellos solos. No puede ser peor que tener a lasegunda legión abriéndose camino a la fuerza por el campo; los Druidas seenterarían con mucha anticipación e irían trasladando a su familia de un lugar aotro —Vespasiano hizo una pausa—. Probablemente no los recuperaríamos si nosbasáramos en una estrategia tan burda. Si están retenidos en un fuerte y nosotros

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lo asediamos, lo más seguro es que los Druidas los maten antes que darnos laoportunidad de conseguirlo.

El general Plautio consideró la propuesta un momento.—No me gusta. No puedo arriesgarme a que un puñado de soldados lleven a

cabo un chapucero intento de rescate en medio de territorio enemigo. Es másprobable que eso lleve al asesinato de mi familia más que otra cosa.

—No, señor —replicó Vespasiano con firmeza—. Yo diría que es nuestra granoportunidad. Si su britano realmente conoce el terreno que pisa y a sus gentes,tenemos muchas posibilidades de encontrar a los rehenes antes de que elenemigo se entere del avance de la segunda.

Plautio frunció el ceño.—Tu gran oportunidad acaba de bajar a la categoría de muchas posibilidades.—Mejor muchas que pocas o ninguna, señor.—¿Estás pensando en alguien para esta misión?—No, señor —admitió Vespasiano—. No he previsto tantas cosas. Pero

necesitamos a unos soldados con mucha iniciativa. Tendrán que ser personas derecursos, buenos en combate… si es que al final la cosa se reduce a eso…

Plautio alzó la vista.—¿Qué me dices del centurión que enviaste a recuperar el arcón de la paga

del César poco después de desembarcar? Él y ese optio que tiene. Que y orecuerde lo hicieron muy bien.

—Sí, es cierto —reflexionó Vespasiano—. Muy bien, y a lo creo.

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Capítulo XIX

—¡Vamos, bellezas soñolientas! —rugió el centurión Hortensio al tiempo quemetía la cabeza en la tienda de Macro. Éste se hallaba profundamente dormidoen su catre de campaña y roncaba con un profundo y grave retumbo. A un ladoestaba Cato, desplomado sobre un escritorio en el que había estado recopilandolos efectivos de la sexta centuria que habían regresado cuando la irresistiblenecesidad de descansar finalmente lo había vencido. Fuera, en la hilera detiendas de la centuria, los soldados también estaban profundamente dormidos, ylo mismo ocurría con el resto de la cuarta cohorte a excepción del centuriónsuperior Hortensio. Tras ocuparse de los heridos y dar órdenes de que sepreparara una comida caliente para la cohorte, se había ido a presentar suinforme.

Estar en presencia no tan sólo del legado, sino también del comandante detodas las fuerzas romanas en Britania, le sorprendió un poco. Cansado comoestaba, Hortensio se cuadró y se quedó mirando rígidamente al frente mientrasresumía la corta historia de la patrulla de la cuarta cohorte. Aportando los detallesestrictamente necesarios, sin aderezos, Hortensio dio el parte con la formalmonotonía de un profesional con muchos años de servicio. Contestó a laspreguntas con el mismo estilo.

Mientras rendía su informe, Hortensio tuvo la sensación de que, al parecer, elgeneral quería mucho más de sus respuestas de lo que él podía proporcionar conellas. El hombre parecía estar obsesionado hasta con los más pequeños detallesconcernientes a los Druidas y se horrorizó cuando le contaron el asesinato de losprisioneros Druidas a manos de Diomedes.

—¿Los mató a todos?—Sí, señor.—¿Qué hicisteis con los cadáveres? —preguntó Vespasiano.—Los arrojamos al pozo, señor, y luego lo rellenamos. No quería darles más

excusas a sus amigos para que nos lo hicieran pasar mal.—No, supongo que no —repuso Vespasiano al tiempo que le dirigía una

rápida mirada al general. Las preguntas continuaron un rato más antes de que elgeneral cediera y le señalara la puerta con un gesto brusco. A Vespasiano loenojó el despreocupado modo en que el general había despedido al veteranocenturión.

—Una última cosa, centurión —lo llamó Vespasiano. Hortensio se detuvo y sedio la vuelta.

—¿Señor?—Hiciste un excelente trabajo. Dudo que hay a muchos hombres que

hubiesen podido dirigir la cohorte como tú lo hiciste.El centurión inclinó levemente la cabeza como señal de reconocimiento ante

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aquel halago. Pero Vespasiano no estaba dispuesto a que el asunto quedara ahí.Puso mucho énfasis en sus siguientes palabras.

—Imagino que habrá algún tipo de distinción o galardón por tucomportamiento…

El general Plautio levantó la vista.—Esto, sí… sí, por supuesto. Algún tipo de galardón.—Muchas gracias, señor. —Hortensio dirigió la respuesta a su legado.—En absoluto. Es algo bien merecido —dijo resueltamente Vespasiano—. Y

ahora, una última cosa: ¿tendrías la gentileza de decirles al centurión Macro y asu optio que vengan a vernos? Enseguida, si eres tan amable.

Cato había sumergido la cabeza en un barril de agua helada para intentarestar más despierto frente a su legado y, cuando Macro y él entraron en la tiendade mando, ofrecía un aspecto lamentable. Tenía el cabello oscuro pegado a lafrente y unas gotas de agua le bajaban por los lados de la nariz y goteabandejando oscuras salpicaduras en su túnica. Macro lo miró de reojo y frunció elceño, ajeno en gran medida a su propio aspecto. Desde que había regresado alcampamento sólo se había quitado los correajes y la armadura y todavía llevabapuestas las mismas túnicas sucias, rotas y ensangrentadas de los tres últimos díasde marcha y combate. Sus cortes superficiales y rasguños tampoco se habíanvendado en absoluto; la sangre seca aún formaba una costra en sus brazos ypiernas. El jefe administrativo del legado frunció el labio al verlos cuando seaproximaron a su escritorio situado en el exterior de la tienda de día del general;era muy poco probable que, a ojos de Plautio, esos dos hicieran mucho bien a lareputación de la legión. El administrativo añadió una nariz arrugada a suexpresión de desagrado cuando los dos soldados se detuvieron ante él.

—¿Centurión Macro? ¿No podía haberse presentado en condiciones másrespetables, señor?

—Nos dijeron que viniéramos lo antes posible.—Sí, pero aún así… —El administrativo jefe miró con desaprobación a Cato,

del que caían gotas peligrosamente cerca de sus papeles—. Al menos podríashaber dejado que primero se secara tu optio.

—Estamos aquí —dijo Macro, demasiado cansado para enfadarse con eladministrativo—. Será mejor que se lo digas al legado.

El administrativo se levantó de su taburete.—Esperen. —Se deslizó por la lona de la tienda y la volvió a cerrar a sus

espaldas.—¿Tiene alguna idea de qué va todo esto, señor? —Cato se frotó los ojos; ya

casi se le había pasado la refrescante impresión del agua fría.Macro negó con la cabeza.—Lo siento, muchacho. —Trató de pensar en alguna falta que él o sus

hombres pudieran haber cometido de forma involuntaria. Probablemente habían

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vuelto a sorprender a alguno de los reclutas haciendo sus necesidades en la letrinade los tribunos, pensó para sus adentros—. Dudo que estemos metidos en ningúnproblema serio, así que tranquilízate.

—Sí, señor.El administrativo reapareció. Se quedó de pie a un lado de la lona de la tienda

y la mantuvo abierta para que pasaran.—De todos modos, muy pronto lo vamos a averiguar —masculló Macro al

tiempo que se adelantaba. Una vez dentro arqueó las cejas al ver al general, igualque Hortensio había hecho antes que él. Luego se acercó a los oficialessuperiores y se puso en posición de firmes. Cato, que al ser más joven carecía dela resistencia del veterano centurión, avanzó arrastrando los pies hasta situarse asu lado y se puso rígido, adoptando la postura apropiada como pudo. Macrosaludó a su legado.

—El centurión Macro y el optio Cato a sus órdenes, señor.—Descansen —ordenó Plautio. El general les lanzó una mirada de

desaprobación antes de volverse hacia Vespasiano—. ¿Éstos son los hombres delos que estábamos hablando?

—Sí, señor. Acaban de volver de patrulla. No los ha pillado en su mejormomento.

—Eso parece. Pero, ¿son tan de fiar como dices?Vespasiano movió la cabeza afirmativamente, incómodo por estar hablando

de los dos soldados como si ellos no estuvieran presentes. Había notado que laspersonas de ascendencia aristocrática, como Aulo Plautio, tenían tendencia aconsiderar a las clases bajas como parte del decorado sin pararse a pensar ni porun momento lo humillante que era ser tratado de esa manera. El abuelo deVespasiano había sido un centurión, igual que aquel hombre que estaba ante ellos,y fue únicamente gracias a las reformas sociales del Emperador Augusto que laspersonas de más humilde linaje pudieron ascender hasta los más altos cargos deRoma. A su debido tiempo, Vespasiano y su hermano may or, Sabino, tal vez seconvirtieran en cónsules, la posición más elevada que podía alcanzar un senador.Pero los senadores de las familias más antiguas seguirían mirando a los Flaviospor encima de sus distinguidos hombros y mascullando comentarios maliciososentre ellos acerca de la falta de refinamiento de los arribistas.

—¿Confías en ellos? —insistió Plautio.—Sí, señor. Absolutamente. Si alguien puede hacer el trabajo son estos dos.A pesar de su agotamiento, a Cato le picó la curiosidad y eso agudizó su

concentración. Apenas pudo contener una mirada hacia su centurión. Fuera cualfuera ese « trabajo» , provenía directamente de las altas esferas y tenía que seruna oportunidad para distinguirse y demostrarles a los demás soldados de lalegión y, lo que era más importante, a sí mismo, que era digno del galón blancode optio que llevaba en el hombro.

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—Muy bien —dijo el general—. Entonces será mejor que los informes.—Sí, señor. —Vespasiano puso en orden sus pensamientos rápidamente. Tal

como estaban las cosas, la segunda tenía que desviar su ofensiva hacia el corazóndel territorio de los durotriges en lugar de apoyar la campaña principal al nortedel Támesis. La preocupada mente de Vespasiano se veía atormentada por lospeligros que aquello representaba para sí mismo y para sus hombres, a dos de loscuales debía mandar entonces a una muerte casi certera. Una muerte, además, amanos de los Druidas, que se asegurarían de causar el mayor tormento posibledurante el proceso.

—Centurión, recordarás la muerte del prefecto de la flota, Valerio Maxentio,hace unos días.

—Sí, señor.—Quizá te acuerdes de las peticiones que le obligaron a hacer antes de

asesinarlo.—Sí, señor —repitió Macro, y Cato asintió con la cabeza, rememorando

vívidamente la escena.—Los rehenes que mencionó, los que se ofrecieron a cambio de los Druidas

que capturamos en Camuloduno, son la esposa y los hijos del general Plautio.Tanto Macro como Cato se quedaron estupefactos y no pudieron evitar dirigir

la mirada al general. Estaba sentado con los ojos clavados en su regazo,completamente inmóvil. Cato vio los hombros caídos de cansancio y el rostroatribulado de aquel hombre. Por un momento sintió lástima del general hasta quelo vergonzoso de tal sentimiento lo incomodó. Cuando Aulo Plautio levantó lamirada y la cruzó con él fue como si intuyera que había revelado más cosas de símismo de las que debería. El general enderezó los hombros y se concentró en laelucidación del legado con una expresión severa y atenta.

—El general Plautio me ha autorizado para que mande a un pequeño grupo alterritorio de los durotriges para que busquen y, si se presenta la oportunidad, paraque rescaten a su familia, a Pomponia y los dos niños, Julia y Elio. Se acuerda dela discreción con la que vosotros dos recuperasteis el arcón de la paga de César elaño pasado y y o estoy de acuerdo con su elección para la tarea. —Vespasianodejó que sus palabras hicieran mella—. Centurión, conozco tu valía, y el optioaquí presente no tiene necesidad de demostrarme nada más. No os voy aengañar, esta misión es más peligrosa que cualquier otra que os hayan podidoencomendar hasta ahora. No os ordenaré que vay áis, pero no se me ocurrenotros dos miembros de la legión con más probabilidades de realizar con éxito estecometido. La decisión es vuestra. Pero si lo lográis, el general y yo nosaseguraremos de recompensaros generosamente. ¿No es así, señor?

El general movió la cabeza afirmativamente. Macro frunció el ceño.—Igual que nos recompensaron cuando recuperamos ese arcón…—Ha mencionado un grupo pequeño, señor —lo interrumpió rápidamente

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Cato—. Imagino que el centurión y yo no vamos a estar solos en esto.—No. Hay dos personas más, dos britanos que conocen la zona. Os servirán

de guías.—Entiendo.—Uno de ellos es una mujer —intervino el general—. Ella será vuestra

intérprete. El otro fue un iniciado a druida, de la orden de la Luna Oscura.—Igual que esos cabrones con los que nos tropezamos —dijo Macro—.

¿Cómo podemos estar seguros de que se puede confiar en él, señor?—No sé si podemos fiarnos de él. Pero es la única persona que he encontrado

que conoce bien la zona y que estaba dispuesta a guiar a los romanos porterritorio Durotrige. Es consciente de los riesgos. Si a él o a la mujer losdescubren actuando al servicio de Roma, seguramente los matarán.

—A menos que quieran hacernos caer en una trampa, señor. Entregarles a losDruidas dos rehenes más para negociar.

Plautio se dirigió al centurión con una sonrisa forzada.—Si estaban dispuestos a asesinar a un prefecto de la armada para reafirmar

su postura, dudo que se molesten en tomar como rehenes a dos soldados de latropa. Centurión, no te equivoques con esto, si el enemigo os captura lo mejor quepodéis esperar es una muerte rápida.

—Si me lo plantea de esta forma, señor, no estoy seguro de que el muchachoy yo queramos presentarnos voluntarios para esta misión suy a. Sería unacompleta locura.

Plautio no dijo nada, pero Cato se fijó en que agarraba los brazos de la sillacon tanta fuerza que los tendones del brazo le sobresalían como nudosas varas demadera. Cuando se aplacó su furia, habló con voz forzada.

—Esto no es fácil para mí, centurión. Los Druidas retienen a mi familia…¿Tú tienes familia?

—No, señor. La familia es un estorbo para un soldado.—Comprendo. Entonces no puedes hacerte a la idea de lo mucho que me

atormenta este asunto y lo degradante que es para mí tener que pediros a ti y aloptio que los encontréis.

Macro apretó fuertemente los labios para contener su respuesta instintiva.Luego su habitual calma bajo presión se reafirmó.

—¿Permiso para hablar con franqueza, señor?El general entrecerró los ojos.—Depende de lo que quieras decir.—Bien, señor. —Macro alzó la barbilla, se cuadró y permaneció quieto y en

silencio.—De acuerdo, centurión. Habla sin tapujos.—Gracias, señor. Comprendo perfectamente lo que nos está diciendo. —Su

tono era crispado debido a la fatiga y al mal disimulado desprecio—. Está en un

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aprieto y quiere que y o y mi optio arriesguemos el pellejo por usted. Y comosomos plebeyos somos prescindibles. ¿Qué posibilidades tenemos si vamosdeambulando por territorio enemigo con una condenada mujer y uno de esosmagos charlatanes? Nos está enviando a la muerte y usted lo sabe. Pero al menoshabrá intentado hacer algo, y eso hará que se sienta mejor. Mientras tanto, almuchacho y a mí nos habrán cortado la cabeza o nos habrán quemado vivos.¿Resume esto la situación… señor?

Cato palideció ante aquel inusitado arrebato y contempló con preocupación alos oficiales superiores. La expresión indignada del rostro de Vespasiano eramucho menos alarmante que el siniestro brillo que centelleaba en los ojos delgeneral.

—¡Yo me ofrezco voluntario, señor! —espetó Cato. Los otros tres se loquedaron mirando sorprendidos, y su atención se desvió instantáneamente de latensa confrontación que sólo podía haber terminado en un desastre para Macro.Cato se pasó rápidamente la lengua por los labios y asintió con la cabeza paraconfirmar sus palabras.

—¿Tú? —el general arqueó las cejas.—Sí, señor. Déjeme ir. Lo haré lo mejor que pueda.—Optio —dijo Vespasiano—. No dudo de tu coraje y de tu inteligencia. Y

tienes cierta inventiva. Eso no puedo negarlo. Pero creo que es demasiado pedirpara una sola persona.

—Que apenas es un hombre, además —añadió el general—. No voy amandar a un niño a hacer el trabajo de un hombre.

—No soy ningún crío —replicó Cato con frialdad—. Hace más de un año quesoy soldado. Ya me han condecorado una vez y he demostrado que se puedeconfiar en mí. Señor, si realmente piensa que casi no hay posibilidades de teneréxito en esta misión, entonces seguro que la pérdida de un solo soldado es mejorque la pérdida de dos o más, ¿no?

—No tienes que hacerlo —dijo Macro entre dientes.—Señor, estoy decidido. Voy a ir.Macro fulminó a Cato con la mirada. El chico estaba loco, completamente

loco; sin duda fracasaría estrepitosamente al primer obstáculo. Imaginarse aCato, sin lugar a dudas inteligente y valeroso pero que aún estaba un poco verdey pecaba de ingenuo, en manos de algún taimado britano y su mujer llenó deconsternación a Macro. ¡Maldito fuera el muchacho! ¡Maldito fuera! De ningunamanera podía dejar que el chico se las arreglara solo.

—¡Muy bien, de acuerdo! —Macro se volvió de nuevo hacia el general—.Iré. Si tenemos que hacerlo, será mejor que lo hagamos como es debido.

—Gracias, centurión —dijo el general en voz baja—. Ya verás que no soy undesagradecido.

—Si es que regresamos.

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Plautio se limitó a encogerse de hombros. Antes de que la situación pudieravolver a degenerar, Vespasiano se puso en pie y gritó una orden para quetrajeran más vino. Luego se situó entre su general y los dos soldados y señalóunos asientos que había a un lado de la tienda.

—Debéis de estar cansados. Sentaos y beberemos algo mientras mandoavisar a nuestros exploradores britanos. Ahora que habéis aceptado ir es mejorque los conozcáis. Queda poco tiempo, tan sólo faltan veintidós días para que secumpla el plazo de los Druidas. Partiréis mañana al amanecer.

Macro y Cato fueron andando hasta los asientos y descansaron sus agotadoscuerpos sobre los cómodos almohadones.

—¿A qué demonios ha venido todo eso? —susurró Macro con enojo.—¿Señor?—¿Qué te he dicho y o sobre presentarse voluntario? ¿Es que no escuchas ni

una puta palabra de lo que digo?—¿Y qué me dice del arcón de la paga, señor? Nos presentamos voluntarios

para eso.—¡No, y o no lo hice, maldita sea! El maldito legado me dijo que lo hiciera.

Pero ni siquiera él hubiera sido capaz de ordenarle hacer esto a nadie. ¿En quéjodida mierda nos has metido?

—Usted no tenía que presentarse voluntario, señor. Dije que iría solo. —Macro dio un resoplido de desprecio ante semejante idea y movió la cabeza condesesperación por la presteza con que su optio parecía aceptar la oportunidad demorir de forma macabra y solitaria en algún sombrío rincón de un campobárbaro. Cato, por su parte, se preguntaba qué otra cosa habría podido hacer entales circunstancias. El ejército romano no toleraba la clase de insubordinaciónque Macro había manifestado… y nada menos que a un general. ¿Qué demoniosle había pasado? Cato maldijo a su centurión y a sí mismo por igual. Él habíadicho lo primero que se le había pasado por la cabeza y ahora sentía náuseas antela perspectiva de aventurarse en el territorio de los Druidas, ante la certeza de supropia muerte. Aparte de eso sólo había una fría rabia dirigida a esa parte de élque había querido salvar al centurión de la ira de su general.

Un suave ruido áspero de cuero hizo que Cato levantara la vista. Un esclavohabía entrado en la tienda con una bandeja de bronce en la que había seis copasy una jarra angosta, también de bronce, llena de vino tinto. El esclavo dejó labandeja y, cuando Vespasiano le hizo una señal con la cabeza, llenó las copas sinderramar ni una gota. Cato lo estaba observando y por eso no vio entrar a losbritanos hasta que casi llegaron a la mesa. El antiguo iniciado druida era unindividuo enorme y descollaba sobre los oficiales romanos. A su lado había unamujer alta envuelta en una capa oscura cuya capucha echada hacia atrásrevelaba un cabello pelirrojo peinado en apretadas trenzas. El general saludó conla cabeza y Vespasiano irguió los hombros de forma inconsciente al tiempo que

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miraba a la mujer con apreciación.—¡Me cago en la mar! —susurró Macro cuando la mujer se volvió un poco y

le vieron la cara—. ¡Boadicea!Ella oyó su nombre y los miró, poniendo unos ojos como platos a causa de la

sorpresa. Su compañero también volvió la vista en la misma dirección.—¡Oh, no! —Cato retrocedió ante la fulminante mirada de aquel gigante—.

¡Prasutago!

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Capítulo XX

Cato se despertó con un persistente dolor de cabeza que le martilleaba la frente.Fuera era de noche y sólo una rendija apenas visible indicaba el lugar donde laportezuela de lona de la tienda se había bajado pero no atado. Sin saber la horaque era, cerró los ojos y trató de volver a dormirse. Fue inútil; pensamientos eimágenes se deslizaron de nuevo por los límites de su conciencia, negándose a noser tomados en cuenta. Todavía no se había recuperado de las noches en blancode marcha y combate y ya estaba a punto de embarcarse en aquella nueva ypeligrosa empresa cuando debería estar descansando. A pesar de suspreocupaciones tras la larga reunión de la noche anterior, se había quedadodormido enseguida cuando se acurrucó bajo la manta. Los demás soldados de susección ya estaban fuera de combate, con Fígulo que rezongaba para sí mismoen sueños como siempre.

Cuando los soldados de la sexta centuria se levantaran al amanecer, sucenturión y su optio habrían abandonado el campamento. Ése sería el menor delos cambios en su mundo inmediato. Aquélla iba a ser la última mañana en la quese levantarían siendo compañeros de la misma unidad. La sexta centuria iba adesintegrarse y los hombres que aún la formaban serían repartidos por otrascenturias de la cohorte para cubrir sus bajas.

A Macro le dio mucha pena cuando Vespasiano le informó de ello. La sextacenturia había sido suya desde que lo habían ascendido a centurión y Macrohabía desarrollado el acostumbrado orgullo intenso y la actitud protectora típicosdel primer mando de un oficial. Desde que desembarcaron en Britania, él y sushombres habían luchado juntos en numerosas batallas sangrientas y enconadasescaramuzas. Muchos habían muerto, otros habían quedado tullidos y los habíanmandado de vuelta a Roma para que les concedieran la baja prematura. Loshuecos en las filas se habían llenado con un torrente de nuevos reclutas. Pocascaras quedaban de los ochenta hombres originales que tuvo frente a él porprimera vez hacía año y medio en la plaza de armas. Pero mientras que lossoldados iban y venían, la centuria, su centuria, había perdurado, y Macro habíallegado a considerarla como una prolongación de sí mismo que respondía a suvoluntad y estaba orgulloso de su reñida eficiencia en combate. Perder la sextacenturia era para él como perder un hijo y Macro estaba enojado y afligido.

Pero ¿qué otra cosa se podía hacer?, había razonado con el legado. Lacenturia no podía quedarse sin nadie al mando mientras esperaba el regreso de sucomandante y las demás centurias necesitaban unos reemplazos experimentados.El general Plautio ya había recurrido a todos los refuerzos destinados a laslegiones en Britania y no cabía esperar más en varios meses. Cuando terminarala misión y volviera a la legión, a Macro le ofrecerían el primer mando quequedara vacante.

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Cato había mirado a Macro y el centurión se había encogido de hombros conpesar. El ejército no hacía distinción de equipos bien forjados y no había nadaque hacer si el legado había tomado una decisión.

—¿Y qué pasa con mi optio, señor? —había preguntado Macro—. Si es queconseguimos regresar.

Vespasiano había mirado al joven alto y delgado un momento y luego habíaasentido con la cabeza.

—Cuidaremos de él. Tal vez un puesto temporal en mi Estado May ormientras esperamos una vacante en la lista de optios.

Cato había intentado que no se notara su decepción; ser destinado a unacenturia distinta de la de Macro no era una perspectiva tentadora. Había tardadomeses en ganarse el renuente respeto de su centurión y en convencerlo de queera digno del rango de optio. Cuando se había alistado en la legión Cato, unantiguo esclavo imperial, había sido víctima de un amargo resentimiento y demuchos celos a causa de su inmediato ascenso, del cual tenía que dar las graciasal mismísimo Emperador. El padre de Cato había sido un distinguido miembro delservicio imperial y, al morir, el Emperador Claudio le había concedido la libertadal chico y lo había mandado a que se uniera a las águilas, con un amableempujón hacia el primer peldaño de la escala de ascensos. Había sido un gestohecho con la mejor intención, pero una persona tan noble como el Emperador nopodía imaginarse la amargura con la que las personas de los estratos más bajosde la sociedad reaccionaban ante el nepotismo descarado.

Cato se resistía a recordar sus primeras experiencias de la vida en la segundalegión: la dura disciplina de los instructores que recaía mucho más sobre él quesobre cualquier otro recluta, la intimidación por parte de un cruel ex convictollamado Pulcher y, tal vez lo peor de todo, la manifiesta desaprobación de sucenturión. Eso le había dolido más que nada y lo había impelido a demostrar suvalía siempre que le fue posible. Ahora, aquella lucha por el reconocimiento desus aptitudes volvería a empezar de nuevo. Además, tenía cierta estima personalpor Macro, junto al cual había combatido en las batallas más terribles de lacampaña hasta el momento. No le iba a ser fácil adaptarse al estilo de otrocenturión.

Vespasiano se había fijado en la expresión del optio y trató de ofrecerle unaspalabras de consuelo.

—No importa. No puedes seguir siendo optio para siempre. Algún día, quizásantes de lo que crees, tendrás tu propia centuria.

Vespasiano no dudaba que estaba apelando a las ambiciones más íntimas delmuchacho. Todos los jóvenes que había conocido soñaban con el honor y elascenso, aún a sabiendas de lo muy poco probables que éstos pudieran ser. Peroaquél podría lograrlo. Había demostrado su coraje y su inteligencia y, con unapequeña ayuda por parte de alguien lo bastante bien situado como para poder

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influir, seguro que serviría bien al Imperio. Dado que había pocas posibilidadesde que ni él ni Macro volvieran nunca a la segunda legión, aquellas palabrasamables de Vespasiano eran claramente vanas. Eran típicas del manido ánimoque todos los comandantes dirigían a aquellos que se enfrentaban a una muertesegura y Cato había sentido desprecio por sí mismo por haberse dejado engañarpor un momento por la astucia del legado. La amargura del joven no le habíaabandonado en toda la noche.

—¡Idiota! —masculló para sus adentros dándose la vuelta en su saco dedormir relleno de helechos. Se envolvió bien con la gruesa manta del ejército yse tapó también la cabeza para resguardarse del frío. Una vez más trató dedormirse y apartar así de su mente cualquier pensamiento, y una vez más lassutiles artimañas del insomnio volvieron a empujarlo a pensar en el encuentro dela noche anterior.

La sorpresa al ver a Boadicea y a su peligroso primo se vio reflejada en losrostros del general Plautio y de Vespasiano cuando se dieron cuenta de que losrecién llegados no eran unos desconocidos para el centurión y su optio.

—Veo que ya os conocéis —sonrió Plautio—. Esto tendría que facilitar lascosas en todos los sentidos.

—Yo no estoy tan seguro de ello, señor —replicó Macro al tiempo quemiraba recelosamente al guerrero britano, mucho más alto que él—. La últimavez que nos vimos, Prasutago aquí presente no parecía sentir mucho afecto porlos romanos.

—¿En serio? —Plautio miró fijamente a Macro—. ¿No mucho afecto por losromanos, o no mucho por ti?

—¿Señor?—Deberías saber, centurión, que este hombre se ha ofrecido voluntario para

ayudar en todo lo que pueda. En cuanto hice saber a los ancianos Iceni que mifamilia estaba prisionera, este hombre se presentó voluntario para hacer todo loque estuviera en sus manos para ayudarme a recuperarlos.

—¿Se fía de él, señor?—Tengo que hacerlo. ¿Qué otra alternativa tengo? Y vosotros vais a trabajar

en estrecha colaboración con él. Es una orden.—Creía que éramos voluntarios, señor.—Lo sois, y ahora que lo sois vais a obedecer mis órdenes. Tenéis que

cooperar totalmente con Prasutago. Conoce el territorio y las costumbres de losdurotriges y sabe muchas cosas sobre las prácticas y los lugares secretos de losDruidas de la Luna Oscura. Él es nuestra mejor oportunidad. De manera quecuidad de él y prestad mucha atención a lo que os diga, o mejor dicho, a todo loque esta señora de aquí os traduzca. Al parecer también la conocíais de antes.

—Ni que lo diga, señor —replicó Macro en voz baja, e inclinó formalmentela cabeza ante Boadicea.

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—Centurión Macro —respondió ella a su saludo—. Y tu encantador optio.—Señora. —Cato tragó saliva, nervioso. Prasutago fulminó a Macro con la

mirada un momento y luego se sirvió una copa del vino del legado, que bebió contanta rapidez que por ambos lados del borde unas gotas del rojo líquido sederramaron sobre el grueso y abundante pelo rubio de su ornamentado bigote.

—Es curioso —dijo Vespasiano entre dientes al tiempo que alzaba las cejascon preocupación cuando el britano volvió a tomar la jarra para servirse unatercera copa.

—Como parece que estáis de acuerdo… —Boadicea se unió a Prasutago y sesirvió una copa que llenó hasta el borde—. Por un regreso sin percances.

Se llevó la copa a los labios y bebió, apurando hasta la última gota, y luego labajó de golpe. Boadicea esbozó una sonrisa burlona ante las escandalizadasexpresiones del general y su legado. Aquél era un mundo alejado de lasremilgadas pautas de comportamiento a las que estaban acostumbrados entre lasmujeres romanas de clase más alta.

Prasutago rezongó algo y le dio un suave codazo a Boadicea para que lotradujera.

—Dice que el vino no está mal.Vespasiano sonrió sin abrir la boca y se sentó.—Muy bien, ya basta de formalidades. No disponemos de mucho tiempo.

Centurión, daré las instrucciones a tu equipo con todo el detalle que pueda y luegoos hará falta descansar. Tendré preparados unos caballos, armas y provisionespara que podáis salir del campamento antes de que amanezca. Es importante quenadie vea que tu grupo abandona la legión. Principalmente viajaréis por la nochey durante el día no os moveréis. Si por casualidad os tropezáis con alguiennecesitaréis una historia que os sirva de tapadera. Lo mejor que podéis hacer esfingir que sois unos artistas ambulantes. Prasutago adoptará el papel de unluchador que se ofrecerá a enfrentarse por dinero a todos los que quieran. Ella sehará pasar por su mujer.

Vosotros dos vais a ser un par de esclavos griegos, unos ex soldados quecompraron para proporcionarles protección en esta tierra salvaje. Las tribus delsur de Britania están acostumbradas a las idas y venidas de mercaderes,comerciantes y artistas.

Una imagen de las masacradas víctimas de la aldea incendiada le pasófugazmente por la cabeza a Cato.

—Disculpe, señor, a juzgar por la manera en que tratan a los atrebates ¿qué lehace pensar que no nos matarán y a de entrada?

—Una convención tribal: nadie tira piedras sobre su propio tejado. Hay queasaltar por todos los medios a las demás tribus, pero no hay que ahuy entar elcomercio exterior. Ése es el modo de actuar de todas las tribus de los confines delimperio. No obstante, haréis bien en tener cautela. Los Druidas son un elemento

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desconocido en todo esto. No sabemos lo que harán los durotriges bajo suinfluencia. Prasutago es el que se encuentra en mejor situación de resolvercualquier circunstancia a la que os enfrentéis. Observadlo con atención y seguidsu ejemplo.

—Yo lo observaré con muchísima atención —dijo Macro en voz baja.—¿De verdad cree que va a funcionar, señor? —preguntó Cato—. ¿Los

durotriges no desconfiarán un poco de los desconocidos ahora que hay uncampamento romano tan cerca de sus fronteras?

—Admito que esto no soportará un escrutinio demasiado prolongado, peropuede que os haga ganar tiempo en caso de que lo necesitéis. A Prasutago lorecordarán en algunos lugares, cosa que tendría que servir de algo. El optio y túdeberéis permanecer ocultos lo más lejos posible y dejar que Prasutago yBoadicea se acerquen a los durotriges de cualquiera de los poblados que osencontréis. Ellos estarán atentos a las noticias que haya sobre mi familia. Seguidcualquier pista que tengáis durante el tiempo que haga falta y encontradles.

—Pensaba que sólo nos quedaban veintitantos días, señor, Antes de quefinalice el trato de los Druidas.

Plautio le respondió.—Sí, es cierto. Pero en cuanto hay a vencido el plazo y… y si sucede lo peor,

me gustaría poder ofrecerles un funeral como es debido. Aunque todo lo quequede sean huesos y cenizas.

Una mano agarró a Cato por el hombro y lo sacudió de forma violenta. Susojos parpadearon hasta abrirse y su cuerpo se puso tenso con aquel bruscodespertar.

—¡Shhh! —siscó Macro en la oscuridad—. ¡No hagas ruido! Es hora de irse.¿Tienes tu equipo?

Cato asintió con la cabeza y luego se dio cuenta de que aún estaba demasiadooscuro para que Macro pudiera verle.

—Sí, señor.—Bien. Entonces vámonos.Aún cansado y reacio a abandonar el relativo calor de la tienda, Cato se

estremeció al salir de ella con sigilo, llevando consigo el fardo que habíapreparado la noche anterior antes de acostarse. Envueltos en una túnica derepuesto estaban su cota de malla y su arnés de cuero junto con su espada y sudaga. El casco, el escudo y todo lo demás lo recogería el personal del cuartelgeneral, que lo guardaría hasta su regreso para evitar que se lo robaran. A Catono le cabía la menor duda de que acabaría convirtiéndose en propiedad de otrapersona en un futuro próximo.

Mientras seguía a Macro entre las oscuras hileras de tiendas en dirección a losestablos, el miedo a lo que le aguardaba empezó a deshacer su determinación dellevar la misión a buen término. Estuvo tentado de tropezar a propósito con una

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cuerda tensora y caerse para fingir que se había torcido un tobillo. En laoscuridad podría pasar por una excusa creíble. Pero podía imaginarse lasdesdeñosas dudas que con seguridad albergarían, o expresarían, Macro y ellegado. Aquella vergonzosa perspectiva le hizo descartar la idea y pisar con máscautela, no fuera a darse el caso de que sufriera un accidente de verdad.Además, no podía dejar que Macro anduviera dando tumbos por lo más profundodel territorio enemigo con Prasutago y Boadicea como única compañía. Elguerrero Iceni lo tendría demasiado fácil para cortarle el cuello a Macromientras durmiera. Pero no lo sería tanto si se turnaban para vigilarse unos aotros. No había ninguna manera de salir de aquella situación, concluyó contristeza. Si Macro no hubiera sido tan grosero con el general él no hubiese tenidoque intervenir. Ahora los dos iban camino del matadero, gracias a Macro.

Refunfuñando en silencio para sus adentros, Cato olvidó prestar atención adonde ponía los pies. Se le enganchó la espinilla con una cuerda tensora y cay óde cabeza con un grito agudo. Macro se dio la vuelta rápidamente.

—¡Silencio! ¿Quieres despertar a todo el maldito campamento?—Lo siento, señor —susurró Cato mientras trataba de volver a ponerse en pie

sujetando el pesado fardo con ambos brazos.—No me lo digas, ahora resulta que te has torcido el tobillo.—¡No, señor! ¡Claro que no!Alguien se movió en el interior de la tienda.—¿Quién anda ahí?—Nadie —respondió Macro con brusquedad—. Vuelve a dormirte… Vamos,

muchacho, y mira por donde pisas.Junto a la caballeriza, una tenue luz brillaba en el interior de la gran tienda en

la que se almacenaban los arreos y las armas de la caballería. Cato siguió aMacro a través de la portezuela de lona bajo el pálido resplandor de una lámparade aceite que había colgada. Prasutago, Boadicea y Vespasiano los esperabanallí.

—Será mejor que os cambiéis ahora mismo —dijo Vespasiano—. Vuestroscaballos y bestias de carga están preparados.

Dejaron los fardos que llevaban y se desnudaron hasta quedarse entaparrabos. Bajo la curiosa mirada de Boadicea, Cato se apresuró a cubrirse conuna túnica limpia y se colocó encima la cota de malla. Se puso el arnés, sujetólas vainas de la espada y de la daga y alargó la mano para coger su capa militar.

—¡No! —Vespasiano interrumpió el gesto—. Ésa no. Poneos éstas. —Señalóun par de mugrientas capas de color marrón, muy gastadas y manchadas debarro—. Será mejor que no parezcáis un par de legionarios cuando lleguéis aterritorio Durotrige. Y poneos también estas correas alrededor de la cabeza.

Les dio dos tiras de cuero que eran anchas por delante y se estrechaban en losextremos.

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—Los griegos las llevan para sujetarse el cabello hacia atrás.Vuestro corte de pelo militar os delata al instante, así que no os las quitéis,

llevad siempre las capuchas y tal vez paséis por un par de griegos… de lejos. Nointentéis entablar conversación con nadie.

—De acuerdo, señor. —Macro hizo una mueca al ver la correa y luego se laató a la cabeza. Prasutago observaba a Macro mientras Boadicea sonreía a Cato:

—No sé por qué pero tienes un aspecto más convincente como esclavo griegoque el que nunca has tenido como legionario.

—Gracias. Te lo agradezco mucho.—Dejadlo para después —ordenó Vespasiano—. Venid conmigo.Le hizo una seña a Prasutago y los llevó fuera. Atados a los postes había

cuatro caballos con unas sencillas mantas echadas sobre sus lomos que ocultabanla marca de la legión. De cada ijada colgaba una alforja y a un lado había dosponis que llevaban más provisiones.

—Bueno, será mejor que os vayáis. El oficial de guardia os espera en lapuerta, así podréis salir de aquí sin que algún idiota os grite el alto. —El legado losexaminó por última vez y rápidamente le dio una palmada en el hombro a Macro—. ¡Buena suerte!

—Gracias, señor.Macro respiró hondo, puso una pierna por encima de su caballo y empujó el

cuerpo tras ella. Acto seguido profirió una serie de maldiciones contenidas antesde que se hubiese sentado adecuadamente y tuviera bien agarradas las riendas.Al ser más alto, Cato logró montar su caballo con un poco más de estilo.

Prasutago le dijo algo entre dientes a Boadicea y Macro se volvió.—¿Qué ha dicho?—Se preguntaba si no sería mejor que tú y tu optio fuerais a pie.—¿Ah, sí? Muy bien, pues le dices…—¡Basta, centurión! —exclamó Vespasiano con brusquedad—. Marchaos y a.El guerrero Iceni y la mujer montaron con confiada soltura e hicieron girar

sus caballos en dirección a la puerta del campamento. Tras ellos, Macro y Catotiraron de las largas riendas de los animales de carga y los siguieron. Mientras loscascos golpeaban el barro helado del camino, Cato echó una última mirada porencima del hombro. Pero Vespasiano caminaba ya de vuelta al calor de susaposentos y enseguida lo envolvió la oscuridad.

Frente a ellos se alzaba la puerta y mientras se acercaban a ella se dio unaorden en voz baja. La tranca se deslizó en su soporte con un chirrido y uno de losportones se abrió hacia adentro. Cuando lo atravesaron, un puñado de legionarioslos observaron en silencio, curiosos pero obedientes a las instrucciones estrictasde no pronunciar una sola palabra. Al otro lado de las defensas, Prasutagosacudió las riendas y los condujo cuesta abajo hacia el bosque del cual habíansalido los Druidas con el prefecto de la flota varios días antes.

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Sin el casco y el escudo, y sin la seguridad del campamento a su alrededor,de pronto Cato se sintió terriblemente expuesto. Aquello era peor que entrar encombate. Mucho peor. Por delante se extendía el territorio enemigo. Y aquelenemigo era de naturaleza diferente a la de cualquier otro al que los romanos sehubieran enfrentado. Al mirar hacia el oeste, allí donde el terreno estaba tanoscuro que casi se fundía con la noche, Cato se preguntó si le engañaba la vista osi acaso las sombras de los Druidas de la Luna Oscura no ennegrecían más aúnaquella negrura.

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Capítulo XXI

Cuando el sol y a había salido por encima del lechoso horizonte en un cielo de unapagado color gris, ellos ya se habían adentrado en lo más profundo del bosque.Cabalgaban por un sendero muy hollado que serpenteaba por entre los nudosostroncos de unos ancianos robles cuyas ramas retorcidas se veían más desnudas amedida que aumentaba la luz. Algunas de las ramas más altas tenían nidos y eláspero graznido de los cuervos se oía por todas partes mientras aquellos pájarosnegros observaban al pequeño grupo que pasaba por debajo con ojos rapaces. Elsuelo del bosque estaba cubierto de oscuras hojas muertas. La nieve casi habíadesaparecido y el aire era frío y húmedo. La sombría atmósfera era opresiva yCato miraba de un lado a otro con inquietud, atento a cualquier señal de presenciaenemiga. Iba el último, con tan sólo un pony de carga tras él, avanzando sobre lashojas mojadas con un susurro. Justo delante caminaba el pony que iba atado a lasilla de Macro. El centurión, con la cabeza descubierta y balanceándoseincómodamente encima de su montura, parecía indiferente al lúgubre entorno.Tenía mucho más interés en la mujer que tenía delante. Boadicea llevaba lacapucha puesta y, que Cato supiera, no había mirado hacia atrás desde quehabían abandonado el campamento.

Aquello lo desconcertaba; había dado por supuesto que Boadicea tendríamuchas ganas de volver a ver a Macro. Pero en la reunión de la noche anterior,su actitud hacia ambos había sido de clara frialdad. Y ahora aquel prolongadosilencio desde que habían salido del campamento. Al frente iba Prasutago, másalto que nunca en la silla del caballo más grande que se pudo encontrar para él.Encabezaba la marcha a un paso tranquilo y pausado, contemplando con airedespreocupado el camino que tenía enfrente de él. En la reunión no les habíahecho ni caso, se había limitado a escuchar y a hablar con el legado a través deBoadicea.

Cato miró la abundante mata de pelo que Prasutago tenía en la cabeza y sepreguntó cuánto recordaría el gigante de aquella noche en Camuloduno cuando,borracho y enojado, había encontrado a su prima bebiendo en una taberna llenade romanos. Fuera lo que fuera lo que hubiera pasado después de esa noche,parecía haber causado un cambio en Boadicea y haber vuelto tensa su amistadcon Macro. Tal vez Nessa estaba en lo cierto. Quizá Boadicea y Prasutago eranalgo más que primos.

De entre todos los britanos que podían haberse ofrecido para ay udar algeneral, el hecho de que hubieran resultado ser Prasutago y Boadicea parecíaalgo típico de las perversas parcas que gobernaban la vida de Cato. Aquellamisión y a era bastante peligrosa, reflexionó Cato, sin las posibles tensiones quepudieran surgir a raíz de la aventura de Macro y Boadicea y la consiguienteafrenta al orgullo aristocrático que Prasutago experimentaba por todos y cada

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uno de los miembros de su familia.Luego estaban los particulares conocimientos de Prasutago acerca de los

durotriges y los Druidas de la Luna Oscura. Casi todos los niños romanos secriaban escuchando exageradas historias sobre los Druidas y su misteriosamagia, sus sacrificios humanos y las arboledas sagradas empapadas de sangre.Cato no era ninguna excepción y había visto con sus propios ojos una de esasarboledas el verano anterior. La terrible atmósfera de aquel lugar aún perduraba,con vívido detalle, en su memoria. Si ése era el mundo en el que Prasutago habíaestado inmerso una vez, entonces, ¿en qué proporción aquel hombre seguíasiendo druida y no completamente humano? ¿Qué lealtades podía seguiralbergando Prasutago hacia sus antiguos maestros y compañeros iniciados? Suentusiasmo por ay udar al general, ¿no sería simplemente una traicioneraestratagema para entregar dos romanos a los Druidas?

Cato refrenó su imaginación. El enemigo difícilmente llegara a esoselaborados extremos para capturar a un simple centurión y a su optio. Sereprendió por pensar como un colegial paranoico e inflar de forma monstruosasu propia importancia.

Eso le recordó otros tiempos en el palacio imperial, muchos años atrás,cuando apenas era más que un niño y se había encaprichado de una cucharilla demarfil tallado que había visto en la mesa de un banquete. Le había resultado fácilhacerse con ella y esconderla luego entre los pliegues de su túnica. En un lugartranquilo del jardín la había examinado, maravillado ante el elaborado trabajodel mango con sus delfines y ninfas sinuosamente retorcidos. De pronto oyógritos y el sonido de pasos apresurados. Se arriesgó a atisbar desde detrás de unarbusto y vio a un pelotón de la guardia pretoriana que salía corriendo de laspuertas de palacio hacia el jardín y empezaba a buscar entre los setos y arbustos.Cato quedó aterrorizado al ver que se había descubierto el robo de la cuchara yque los hombres del Emperador trataban entonces de dar caza al ladrón. Loatraparían de un momento a otro, con la prueba en la mano, y lo tirarían al sueloante la fría mirada de Sejano, el comandante de la guardia pretoriana. Si sólo unapequeña parte de lo que los esclavos de palacio se susurraban unos a otros eraverdad, Sejano haría que le cortaran el cuello y arrojaran su cuerpo a los lobos.

Los pretorianos se fueron acercando cada vez más al escondite donde Catotemblaba y se mordía el labio para evitar que su gimoteo atrajera la atención.Entonces, en el preciso momento en que un brazo grueso y musculoso buscaba atientas por el arbusto en el que estaba agachado, se oyó una exclamacióndistante.

—¡Cayo! ¡Lo han encontrado! Vamos.La mano se retiró y unos pesados pasos se alejaron por las losas de mármol.

Cato estuvo a punto de desmayarse de alivio. Haciendo el menor ruido posible,volvió a entrar en palacio sin que lo vieran y devolvió la cuchara. Luego regresó

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a la pequeña habitación que compartía con su padre y esperó, rezando para queno tardaran en darse cuenta de la reaparición de la cuchara y así cesara elrevuelo y el mundo pudiera volver a la segura normalidad.

No fue hasta última hora de la tarde que su padre regresó de las oficinas de lasecretaría imperial. Bajo el débil resplandor de una lámpara de aceite Cato vio lapreocupada expresión en su rostro surcado de arrugas. Sus ojos grises sevolvieron parpadeando hacia su hijo y denotaron su sorpresa por el hecho de queel chiquillo estuviera aún despierto.

—Deberías estar durmiendo —le susurró.—No podía dormir, papá. Hay demasiado ruido. ¿Qué ha pasado? —preguntó

Cato con toda la inocencia de la que fue capaz—. La guardia pretoriana corríapor todo el palacio. ¿Es que Sejano ha atrapado a otro traidor?

Su padre le respondió con una triste sonrisa.—No. Sejano y a nunca volverá a atrapar a más traidores. Se ha ido.—¿Se ha ido? ¿Ha abandonado el palacio? —Una súbita preocupación asaltó a

Cato—. ¿Eso significa que y a no podré volver a jugar con el pequeño Marco?—Sí… sí, así es. Marco… y su hermana… —El rostro de su padre se retorció

en una mueca por la espantosa atrocidad de la que habían sido víctimas losinocentes hijos de Sejano durante el derramamiento de sangre de aquel día.Luego se inclinó sobre su hijo y le dio un beso en la frente—. Se han ido con supadre. Me temo que no volverás a verlos.

—¿Por qué?—Ya te lo contaré. Dentro de unos cuantos días, quizá.Pero su padre nunca se lo explicó. En cambio, Cato se enteró de todo por

boca de los demás esclavos de la cocina de palacio a la mañana siguiente. Alconocer la muerte de Sejano, la primera reacción de Cato fue de alivio, pues sedio cuenta de que los acontecimientos del día anterior no tenían nada que ver conel robo de la cuchara. Todo el peso de la inquietud y de la terrible expectativa deser capturado y castigado desapareció de sus hombros infantiles. Eso fue lo únicoimportante para él aquella mañana.

En aquellos momentos, más de diez años después, su rostro ardía devergüenza al acordarse. Aquel momento, y otros semejantes, volvían a él paraatormentarlo con un inevitable odio hacia sí mismo. Del mismo modo en que lohacía, y sin duda volvería a hacerlo en el futuro, su actual miedo engreído.Parecía incapaz de evitar aquellas sesiones de severo auto análisis que lo sacabande quicio y se preguntaba si algún día llegaría a poder vivir en paz consigomismo.

El cielo permaneció de un deprimente color gris durante el resto del día y nocorría ni un soplo de brisa en el bosque. Los quietos y silenciosos árbolesprovocaban un inquietante nerviosismo en los j inetes. Cato se convenció a símismo de que en unas circunstancias menos peligrosas la cruda estética del

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invierno le daría al bosque una especie de belleza. Pero de momento, cualquiersusurro de la maleza o cruj ido de una rama le hacían dar un salto en la silla yescudriñar las sombras con preocupación.

Siguieron una curva en el sendero y empezaron a pasar junto a la maraña depinchos de una zarzamora. De repente, de su interior surgió un fuerte chasquido yruido de golpes. Cato y Macro se echaron la capa hacia atrás y desenvainaron lasespadas. Los caballos y los ponis, con los ollares ensanchados y los ojos muyabiertos a causa del miedo, se empinaron y retrocedieron, alejándose de la zarza.El matorral se agitó y se abultó y un ciervo salió al camino. Con numerososrasguños ensangrentados y resoplando un vaporoso aliento que empañaba lahúmeda atmósfera, el ciervo bajó su cornamenta hacia el caballo más próximoy la sacudió de modo amenazador.

—¡Dejadle paso! —gritó Macro con los ojos clavados en los afiladosextremos blancos de las astas—. ¡Apartaos de su camino!

El ciervo vio un hueco en medio del alboroto de caballos y ponis que girabany lo atravesó de un salto. Mientras los j inetes se esforzaban en controlar susmonturas, el ciervo se adentró en las profundidades del bosque por el ladoopuesto del camino, levantando grandes montones de hojas caídas a su paso.

Prasutago fue el primero en dominar a su caballo; luego miró a los romanosy se echó a reír. Macro le puso mala cara, pero se dio cuenta de que todavíaempuñaba su espada corta, lista para clavarla. Con una súbita liberación de latensión, le devolvió la risa al guerrero Iceni y enfundó la espada. Cato siguió suejemplo.

Prasutago murmuró algo, dio un tirón a las riendas del caballo y siguióavanzando por el camino.

—¿Qué ha dicho? —le preguntó Macro a Boadicea.—No está seguro de quién se sobresaltó más, si tú o el ciervo.—Muy divertido. Dile que él tampoco lo hizo nada mal.—Mejor que no lo haga —le advirtió Boadicea—. Es un poco quisquilloso en

cuestiones de orgullo.—¿Ah, sí? Entonces tenemos algo en común al fin y al cabo. Y ahora

tradúcele lo que he dicho. —La mirada de Macro no vaciló al retar a Boadicea aque fuera en contra de su voluntad—. Bien, adelante, tradúcele lo que he dicho.

Prasutago miró hacia atrás por encima del hombro.—¡Venga! ¡Vamos! —gritó, y luego continuó en su propia lengua, pues había

agotado sus conocimientos de latín.—Señor —intervino Cato en voz baja—. Por favor, no insista. Él es el único

que sabe el camino. Sígale la corriente.—¡Que le siga la corriente! —bramó Macro—. Ese cabrón está pidiendo

pelea.—Una pelea que no nos podemos permitir —dijo Boadicea—. Cato tiene

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razón. No debemos dejar que se arme un lío por una nimia rivalidad si tenemosque rescatar a la familia de tu general. Tranquilízate.

Macro apretó los labios y le lanzó una mirada fulminante a Boadicea. Ella selimitó a encogerse de hombros e hizo girar a su caballo para seguir a Prasutago.Como conocía muy bien la rapidez con la que Macro cambiaba de humor, Catoguardó silencio y se quedó mirando distraídamente hacia un lado hasta que, conun juramento hecho entre dientes, Macro clavó los talones para hacer avanzar asu caballo y el pequeño grupo siguió su camino.

Salieron del bosque al caer la noche. Las sombras y los oscuros árbolescentenarios quedaron atrás y Cato se animó un poco. Ante ellos el suelodescendía suavemente hacia una franja de terreno pantanoso junto a un río queserpenteaba hacia el horizonte a ambos lados. Había unas cuantas ovejasdesperdigadas por los prados que se alimentaban afanosamente de los verdesbrotes que la nieve dejaba al descubierto al derretirse. El sendero descendíasinuosamente y se alejaba hacia la derecha. A eso de un kilómetro y medio dedistancia una delgada columna de humo salía de una gran choza redondaconstruida detrás de una empalizada. Prasutago la señaló y le dirigió unas pocaspalabras a Boadicea.

—Allí es donde pernoctaremos. Hay un vado no mucho más adelante por elque podremos cruzar el río por la mañana. Debería ser un lugar seguro dondeestar a salvo durante la noche. Prasutago conoció al granjero hace unos cuantosaños.

—¿Hace unos cuantos años? —dijo Macro—. Las cosas pueden cambiar enunos cuantos años.

—Tal vez. Pero yo no quiero pasar la noche a la intemperie hasta que no mequede más remedio.

Cuando la montura de Boadicea empezaba a avanzar, Macro se inclinó en lasilla y la agarró del hombro.

—Espera un momento. Algún día tendremos que hablar.—Algún día —respondió Boadicea—. Pero ahora no.—¿Cuándo entonces?—No lo sé. Cuando sea el momento oportuno. Ahora suéltame, por favor, me

estás haciendo daño.Macro buscó en su mirada algún indicio del afecto y el buen carácter que

había conocido, pero la expresión de Boadicea era de cansancio y estaba vacíade toda emoción. Él dejó caer la mano y, con un rápido golpe de talones,Boadicea hizo avanzar a su caballo.

—Malditas mujeres —refunfuñó Macro—. Cato, un consejo. No tengasnunca una relación demasiado estrecha con ellas. Pueden hacer cosas raras conel corazón de un hombre.

—Sé que pueden, señor.

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—Claro. Perdona, lo olvidé.Con pocas ganas de dedicar mucho tiempo al recuerdo de Lavinia, Cato dio

un tirón a las riendas de su pony y bajó siguiendo el sendero que conducía a ladistante granja. El cielo plomizo se oscureció más aún con la menguante luz y elpaisaje se desdibujaba con unos borrosos tonos grisáceos. La empalizada y lachoza se volvieron indistintas, excepto por un diminuto fulgor anaranjado que seveía a través del marco de la puerta de la cabaña y que los atraía con unapromesa de calor y cobijo contra el frío de la noche.

Cuando se acercaron, las puertas del cercado se cerraron rápidamente y unacabeza que surgió de entre las sombras por encima de las afiladas estacas les dioel alto. Prasutago bramó una respuesta y, cuando estuvieron lo bastante cercacomo para que se confirmara su identidad, las puertas se abrieron de nuevo y elpequeño grupo espoleó a las bestias para que avanzaran. Prasutago desmontó yse dirigió a grandes zancadas hacia un hombre bajo y fornido que no teníaaspecto de ser mucho may or que Cato. Se agarraron el uno al otro por elantebrazo en un saludo formal pero amistoso. Salió a relucir que el granjero alque Prasutago conocía había muerto hacía tres años y había sido enterrado en unpequeño huerto detrás de la empalizada. Su hijo may or había muerto el veranoanterior luchando con los romanos en la batalla para cruzar el río Medway. Elhijo menor, Vellocato, dirigía entonces la granja y recordaba perfectamente aPrasutago. Echó una ojeada a los compañeros de este último y dijo algo en vozbaja. Prasutago se rió y respondió con una rápida sacudida de la cabeza endirección a Boadicea y los demás. Vellocato se los quedó mirando fijamente unmomento antes de asentir.

Con un gesto para indicarles a los demás que lo siguieran, encabezó lamarcha por el embarrado interior de la empalizada hacia una hilera de rediles defactura rudimentaria. Otros dos hombres, mucho mayores, estaban atareadoscon las horcas metiendo el alimento del invierno en los establos del ganado ehicieron una pausa en su trabajo para observar a los recién llegados mientraséstos conducían sus monturas al interior de una pequeña cuadra. Dentro, losj inetes desensillaron cansinamente los caballos, teniendo cuidado de dejar lasmantas sujetas con correas sobre la marca de la legión. En cuanto los arreos, lasprovisiones y el equipo se hubieron guardado cuidadosamente a un lado delestablo, su anfitrión les proporcionó un poco de grano y pronto los caballosestuvieron mascando con satisfacción, con la cabeza envuelta en el vaho que sualiento formaba en la fría atmósfera.

Ya había anochecido del todo cuando, andando con mucho cuidado, sedirigieron a la gran choza redonda hecha con la gruesa y aislante mezcla de pajay juncos. El granjero los hizo entrar y luego corrió una pesada cubierta de cueroque tapaba la entrada. En contraste con el cortante frescor del aire del exterior, lahumeante fetidez del interior hizo toser a Cato.

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Pero al menos allí se estaba caliente. El suelo de la choza se inclinaba hacia elhogar donde la madera silbaba y cruj ía entre las parpadeantes llamasanaranjadas que se alzaban del tembloroso resplandor de la base de la hoguera.Por encima de las llamas, un caldero ennegrecido colgaba de un trébede dehierro. Inclinada sobre el vapor que emanaba del caldero había una mujer enavanzado estado de gestación. Se sujetaba la espalda con la mano que le quedabalibre al tiempo que removía el contenido con un largo cucharón de madera.Cuando ellos se acercaron levantó la mirada y le dirigió una sonrisa a su maridoa modo de saludo antes de que sus ojos se posaran en los invitados y su expresiónse volviera recelosa.

Vellocato señaló los anchos y confortables taburetes dispuestos a un lado de lachimenea e invitó a sus huéspedes a que se sentaran. Prasutago le dio las graciasy los cuatro viajeros, agradecidos, acomodaron sus entumecidos y doloridosmiembros. En tanto que Prasutago hablaba con el granjero, los demás sequedaron mirando las llamas con satisfacción y absorbiendo el calor. El ricoaroma a carne guisada que salía del caldero hizo que Macro se sintieradesesperadamente hambriento y se relamió. La mujer se dio cuenta y alzó elcucharón. Hizo un gesto con la cabeza hacia él y dijo algo.

—¿Qué dice? —le preguntó él a Boadicea.—¿Cómo pretendes que yo lo sepa? Ella es atrebate. Yo soy Iceni.—Pero las dos sois celtas, ¿no?—El hecho de que seamos de la misma isla no significa que hablemos todos

el mismo idioma, ¿sabes?—¿En serio? —Macro puso cara de ingenua sorpresa.—En serio. ¿En el imperio todo el mundo habla latín?—No, claro que no.—¿Y cómo os hacéis entender los romanos?—Gritamos más al hablar. —Macro se encogió de hombros—. Por regla

general la gente capta la idea esencial de lo que estás diciendo. Si eso nofunciona, empezamos a repartir golpes.

—No lo dudo, pero, en nombre de Lud, aquí no intentes esa forma deaproximación. —Boadicea movió y sacudió la cabeza—. Y luego hablan de lasagacidad de la raza superior… Da la casualidad de que conozco bastante bieneste dialecto. Te está ofreciendo comida.

—¡Comida! Vaya, ¿por qué no lo decías antes? —Macro miró a la mujer ymovió vigorosamente la cabeza en señal de asentimiento. Ella se rió, metió lamano en un gran cesto de mimbre que había junto a la chimenea y sacó algunoscuencos que depositó en el duro suelo de tierra. Sirvió el humeante caldo en loscuencos y los repartió, primero a los invitados, como dictaba la costumbre. Delcesto de mimbre salieron también unas pequeñas cucharas de madera ymomentos después se hizo el silencio en la choza cuando todos se pusieron a

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comer.El caldo estaba hirviendo y Cato tuvo que soplar cada cucharada antes de

llevársela a la boca. Al mirar el cuenco con más detenimiento se dio cuenta deque era de cerámica de Samos, esa loza barata fabricada en la Galia y exportadaa gran parte del Imperio occidental. Y más allá, por lo visto.

—Boadicea, ¿puedes preguntarle de dónde ha sacado estos cuencos?Las dos mujeres conversaron con dificultad unos momentos antes de que la

pregunta se comprendiera del todo y obtuviera una respuesta.—Se los cambió a un mercader griego.—¿Griego? —Cato codeó ligeramente a Macro—. ¿Eh?—Señor, la mujer dice que consiguió estos cuencos de un mercader griego.—Ya lo he oído, ¿y bien?—¿El mercader se llamaba Diomedes?La mujer asintió con la cabeza y sonrió, luego le dirigió unas rápidas palabras

a Boadicea con el tono cadencioso de la lengua celta.—Diomedes le cae muy bien. Dice que es una persona encantadora. Siempre

tiene a punto un pequeño obsequio para las mujeres y una aguda ocurrencia paraapaciguar después a sus maridos.

—Hay que tener cuidado con los griegos que traen regalos, puede haber gatoencerrado —masculló Macro—. Esa gente es capaz de saltar sobre cualquiercosa que se mueva, ya sea hombre o mujer.

Boadicea sonrió.—Según mi propia experiencia yo diría que vosotros los romanos sois tan sólo

un poquito más refinados. Debe de ser a causa de algo que le ponen a todo esevino que a las razas del sur os gusta tanto beber.

—¿Es un reproche? —preguntó Macro mirando atentamente a Boadicea.—Digamos que fue instructivo.—Y supongo que ya te has enterado de todo lo que te hacía falta saber sobre

los hombres de Roma.—Algo parecido.Macro miró a Boadicea con un brillo enojado en sus ojos antes de volver a su

caldo y continuar comiendo en silencio.Una incómoda tirantez embargó el ambiente. Cato removió el caldo y desvió

la conversación de nuevo al tema, menos delicado, de Diomedes.—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?—Hace tan sólo dos días.Cato dejó de remover.—Llegó a pie —continuó diciendo Boadicea—. Sólo se quedó a comer y

siguió su camino, rumbo al oeste, hacia territorio Durotrige. Dudo que allí hagamucho negocio.

—No va en busca de negocio —dijo Cato en voz baja—. Ya no. ¿Lo ha oído,

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señor?—Pues claro que lo he oído. Esta maldita misión ya es bastante peligrosa de

por sí sin ese griego complicando las cosas. Esperemos que lo encuentren y lomaten pronto, antes de que nos cause algún problema.

Continuaron comiendo en silencio y Cato no hizo ningún intento más pormantener la conversación. Reflexionó sobre las implicaciones de la informaciónacerca de Diomedes.

Por lo visto al griego no le bastaba con haber matado a los prisionerosDruidas. Su sed de venganza lo estaba llevando al corazón del territorio de losDruidas de la Luna Oscura. Él solo tenía muy pocas posibilidades de salir airoso,podría alertar a los durotriges y que éstos anduvieran a la caza de forasteros. Esosólo podía aumentar el riesgo al que ellos cuatro se enfrentaban y a. Conpesimismo, Cato tomó otra cucharada de caldo y masticó con fuerza un trozo decartílago.

La hospitalidad de Vellocato y de su esposa se amplió a una bandeja de platallena de bizcochos de miel en cuanto se hubieron terminado el cuenco de caldo.Cato cogió un bizcocho y se fijó en el diseño geométrico de la bandeja que habíadebajo. Bajó la cabeza para observarlo más de cerca.

—Otro de los artículos del griego, me imagino —dijo Boadicea al tiempo quetomaba un bizcocho para ella—. Debe de ganarse bien la vida con ello.

—Apuesto a que sí —dijo Macro, y mordió el bizcocho. Sus ojos seiluminaron al instante y miró a su anfitriona moviendo la cabeza en señal deaprobación—. ¡Buenísimo!

Ella sonrió encantada y le ofreció otro.—Mujer, no te diría que no —aceptó Macro mientras unas migas caían sobre

su túnica—. ¡Venga, Cato! ¡Hártate, muchacho!Pero Cato estaba sumido en la reflexión, mirando fijamente la bandeja de

plata hasta que la retiraron y la volvieron a meter en el cesto de mimbre. Estabaseguro de haberla visto antes y le había impresionado mucho volverla a ver. Allí,donde su presencia resultaba extraña. Mientras los demás se comían alegrementelos bizcochos, él tuvo que obligarse a mordisquear el suy o. Observó a Vellocato ya su mujer con una creciente sensación de inquietud y desasosiego.

—¿Estás segura de que están dormidos? —susurró Macro.

Boadicea echó un último vistazo a las quietas formas acurrucadas bajo suspieles en los bajos lechos y asintió con un movimiento de cabeza.

—Bien, será mejor que dejes que Prasutago diga lo que tiene que decir.Antes, el guerrero Iceni le había pedido en voz baja a Boadicea que les

comunicara a los demás su intención de hablar con ellos antes de que al díasiguiente penetraran en territorio Durotrige. Su anfitrión se había empeñado en

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espitar un barril de cerveza y había realizado suficientes brindis para asegurarseuna alegre embriaguez antes de acercarse a su mujer haciendo eses y caerdormido. Ahora respiraba con el ritmo profundo y regular de alguien que no ibaa despertarse en las próximas horas. Con el fondo de los esporádicos ronquidosque surgían de entre las sombras, Prasutago informó al resto del grupo en un tonode voz bajo y serio. Observó detenidamente a los demás mientras Boadiceatraducía, para asegurarse de que se comprendía del todo la gravedad de suspalabras.

—Dice que, una vez crucemos el río, debemos dejarnos ver lo menos posible.Ésta podría ser muy bien la última noche que podamos disfrutar de cobijo. Denoche no haremos fuego si existe el más mínimo riesgo de que pueda ser vistopor el enemigo, y mantendremos el menor contacto posible con los durotriges.Buscaremos durante veinte días más, hasta que la fecha límite de los Druidas sehay a cumplido. Prasutago dice que si para entonces no hemos encontrado nadavolveremos atrás. Sería peligroso quedarnos más tiempo dado que vuestra legiónmarchará contra los durotriges al cabo de pocos días. En cuanto el primerlegionario pise suelo Durotrige, cualquier extranjero que viaje por sus tierras seráconsiderado un espía en potencia.

—Ése no era el trato —protestó Macro sin levantar la voz—. Las órdenes eranencontrar a la familia del general, vivos o muertos.

—No si la fecha límite se ha cumplido, dice él.—El acatará las órdenes como el resto de nosotros.—Habla por ti, Macro —replicó Boadicea—. Si Prasutago se va, yo me voy

y tú te quedas solo. Nosotros no hemos aceptado el suicidio.Macro lanzó una mirada furiosa a Boadicea.—¿Nosotros? ¿A quién te refieres cuando dices « nosotros» , Boadicea? La

última vez que estuvimos juntos éste no era más que un pariente bruto que nopodía resistirse a hacer el papel de figura paterna con tu amiga y tú. ¿Qué es loque ha cambiado?

—Todo —respondió rápidamente Boadicea—. Lo pasado, pasado está, y elpasado no debe empañar el porvenir.

—¿Empañar? —Macro arqueó las cejas—. ¿Empañar? ¿Es todo lo quesignifiqué para ti?

—Es todo lo que significas para mí ahora.Prasutago siseó. Señaló a sus anfitriones con la cabeza y le hizo un gesto

admonitorio con el dedo a Macro, advirtiéndole que bajara la voz. Luego le hablóen voz queda a Boadicea, que repitió sus palabras.

—Prasutago dice que la ruta que ha planeado nos llevará por el corazón delterritorio de los durotriges. Allí es donde encontraremos las aldeas y pobladosmás grandes, donde es más probable que la familia del general esté cautiva.

—¿Y si nos descubren?

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—En caso de que nos descubran y nos entreguen a los Druidas, a vosotros dosos quemarán vivos. Él tendrá que enfrentarse a una muerte mucho peor.

—¿Peor? —terció Macro con un resoplido—. ¿Qué podría ser peor?—Dice que lo desollarían vivo y luego, mientras aún respirara, lo irían

cortando a trozos que darían a comer a sus perros de caza. La piel y la cabeza lasclavarían en un roble junto al más sagrado de sus claros, como advertencia paralos Druidas de todos los niveles de lo que le sucederá a todo aquel que traicione lahermandad.

—Ah…Se hizo un breve silencio. Luego Prasutago les dijo que durmieran un poco. Al

día siguiente iban a encontrarse en territorio enemigo y tendrían que andar lomás alerta que les fuera posible.

—Hay una cosa más —dijo Cato en voz baja. Prasutago había empezado aponerse en pie y le dijo que no con la cabeza al optio.

—¡Na! ¡A dormir!—Todavía no —insistió Cato, y Prasutago volvió a sentarse dando un bufido

de enojo—. ¿Cómo podemos estar seguros de que este granjero es de fiar? —susurró Cato.

Prasutago se lo explicó con impaciencia y le indicó a Boadicea que lotradujera.

—Dice que conoce a Vellocato desde que era un niño. Prasutago confía en ély se atendrá a dicha confianza.

—¡Vaya, eso es muy tranquilizador! —terció Macro.—Pero no entiendo cómo Vellocato puede vivir aquí, justo a las puertas de los

durotriges y no tener miedo a los ataques fronterizos —insistió Cato—. Me refieroa que, si destruyen un poblado entero en el interior del territorio de Verica, ¿porqué dejan en paz este sitio?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Boadicea cansinamente.—Simplemente esto. —Cato metió la mano en el cesto de mimbre que estaba

junto a la chimenea y sin hacer ruido sacó la bandeja de plata, con cuidado de notocar la loza. Le mostró la fuente a Macro—. Estoy casi seguro de haberla vistoantes, en el hoy o de almacenamiento en Noviomago. Si lo recuerda, dejamos elbotín allí, señor. No había sitio en los carros.

—Lo recuerdo —suspiró Macro con pesar—. Pero si se trata de la mismabandeja, ¿cómo vino a parar aquí?

Cato se encogió de hombros, reacio a expresar sus sospechas. Si acusaba aVellocato de colaborar con el enemigo, podría ser que Prasutago no reaccionarademasiado bien.

—Supongo que tal vez Diomedes se la cambió. Pero si es la misma, Vellocatosólo puede haberla recibido de manos del grupo asaltante. Imagino que, encuanto nos fuimos, los durotriges supervivientes volvieron a por el botín.

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—O tal vez el mismo Vellocato estuviera en ese grupo —añadió Macro.Cuando Boadicea tradujo del latín, Prasutago miró atentamente la bandeja y

de pronto se puso de pie, se volvió hacia Vellocato y empezó a desenvainar laespada.

—¡No! —Cato se levantó de un salto y agarró la mano con la que Prasutagoblandía la espada—. No tenemos pruebas. Tal vez estemos equivocados. Matarlosno sirve de nada. Sólo alertará a los durotriges de nuestra presencia si losencuentran muertos.

Boadicea lo tradujo y Prasutago frunció el ceño al tiempo que profería unasarta de juramentos en voz baja. Soltó la empuñadura de su arma y se cruzó debrazos.

—Pero si estás en lo cierto en cuanto a Vellocato —señaló Macro—, nopodemos dejarlo con vida para que le cuente al primero que pase que nos havisto. Tendremos que matarlo tanto a él como al resto antes del amanecer.

Cato se quedó horrorizado.—Señor, no tenemos por qué hacer eso.—¿Tienes alguna idea mejor?El joven optio se puso a pensar con rapidez bajo la fría mirada de los demás.—Si Vellocato colabora con los durotriges, aún podríamos sacar partido de

ello cerciorándonos de que lo que le cuente a cualquier otra persona sirva paranuestros propios fines.

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Capítulo XXII

Se pusieron en marcha otra vez mientras aún era oscuro, siguiendo a Vellocatopor un sendero que conducía al vado. El grupo había desay unado los restos delcaldo sin calentar, lo cual no reconfortaba demasiado en medio de la húmedabruma que flotaba sobre el agua helada y envolvía los sauces que bordeaban laorilla. Al llegar al extremo del vado Vellocato se hizo a un lado y los observómientras montaban. Cuando todo estuvo dispuesto, Prasutago se inclinó desde lasilla y le dio las gracias a su amigo en voz baja, estrechándole la mano. Entonces,en tanto que el granjero volvía a sumergirse en las negras sombras de los sauces,Prasutago espoleó a su montura y el rápido chapoteo de los caballos al entrar enel río rompió el silencio. La impresión del agua helada sobresaltó a los animales,que relincharon a modo de protesta. El agua llegaba a las ijadas de los caballos ypor encima de las botas de Cato, lo que aumentaba su suplicio. Trató deconsolarse pensando que al menos la corriente le quitaría un poco la mugre quehacía días que le cubría los pies. No por primera vez, Cato deseó volver a ser unesclavo al servicio del palacio imperial en Roma. Tal vez no tuviera libertad, peroal menos se libraría de la eterna incomodidad de ser un legionario en campaña.En aquel momento hubiera entregado su alma a cambio de poder pasar unascuantas horas sudando en alguno de los baños públicos de Roma. En lugar de esoestaba tiritando de forma incontrolable, los pies se le estaban entumeciendo y elfuturo inmediato parecía reservarle únicamente una muerte horrible.

—¿Estamos contentos? —le preguntó Macro con una sonrisa burlona,mientras cabalgaba a su lado.

—¡Estamos jodidos! —Cato completó el dicho del ejército con sentimiento.—Fue idea tuya, ¿recuerdas? ¡Tendría que haber dejado que fueras tú solo,

maldita sea!—Sí, señor.El lecho del río empezó a ascender gradualmente hacia la otra orilla y los

caballos salieron con impaciencia de las gélidas aguas. Al mirar atrás por encimade la revuelta superficie apenas pudieron ver nada en la otra orilla, el últimovistazo a tierra amiga. Por si acaso las sospechas de Cato sobre Vellocato eranjustificadas, primero se dirigieron río arriba, alejándose de las fortalezas de losdurotriges, y se pusieron a un rápido trote para que el sonido de los cascos sobreel camino de tierra llegara a oídos del granjero en la otra ribera en caso de queestuviera esperando y escuchando bajo los sauces.

Tras seguir el sendero durante una milla se detuvieron, pusieron rumbosudoeste y avanzaron en silencio con los caballos al paso a través del frío pantanohasta que volvieron a tomar el camino que conducía tierra adentro desde el vado.Cuando las primeras luces del día empezaron a filtrarse por entre la oscuridad,Prasutago apretó el paso, ansioso de que el amanecer no le sorprendiera en

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campo abierto. Siguieron el camino a un suave medio galope hasta que el terrenocircundante se volvió más firme y los pantanos dieron paso a unos prados, yluego a unos grupos de árboles más robustos. Poco después habían entrado en unpequeño bosque. Prasutago siguió el camino una corta distancia y luego torciópor una serpenteante senda lateral que se adentraba en una zona en la quecrecían los pinos, de tronco recto y hoja perenne. Como las ramas más bajas seextendían a ambos lados del camino, tuvieron que desmontar y conducir suscaballos a pie. Finalmente, el estrecho sendero desembocó en un reducido claro.Cato se sorprendió al ver una pequeña choza de madera recubierta de turba poruno de los lados. A su alrededor se alzaban unos desnudos armazones de madera.Del dintel de la puerta de la choza colgaba la calavera de un venado con unaespectacular cornamenta. No se percibía ni un solo movimiento.

—Creí que se suponía que teníamos que evitar a los lugareños —le dijoMacro a Boadicea con un bufido.

—Y lo estamos haciendo. —Ella transmitió la respuesta—. Esto es una casetade caza de los Druidas. Pasaremos el día aquí, descansando. Seguiremos por elcamino principal al anochecer.

En cuanto los caballos fueron aliviados de su carga y amarrados, Prasutagoechó a un lado el pesado telón de cuero que servía de puerta a la choza yentraron. Se trataba del habitual suelo de tierra batida y de un armazón hecho conramas de pino que sostenía el tupido entramado de paja y juncos del techo. Unintenso aroma a pino y a moho les inundó el olfato.

En un extremo había un pequeño hogar bajo una abertura en el techo y unahilera de sencillos catres de madera cubrían la pared del fondo. Los helechos delos catres estaban ligeramente húmedos pero aún servían.

—Parece bastante confortable —dijo Macro—. Pero, ¿estamos seguros aquí?—Estamos seguros —replicó Boadicea—. Los Druidas sólo utilizan la cabaña

en verano y la may oría de los durotriges tienen demasiado miedo de los Druidascomo para aventurarse a venir por aquí cerca.

Macro probó uno de los camastros con la mano y luego se tumbó sobre loscruj ientes helechos.

—¡Ahhh! A esto sí que lo llamo yo comodidad.—Será mejor que descanses cuanto puedas. Todavía nos queda un buen

trecho que recorrer en cuanto anochezca.—Está bien.Cato se acomodó con cuidado en el catre de al lado, con los ojos que ya se le

cerraban solos ante la perspectiva de dormir un poco. Sus dudas acuciantes sobrela honradez de Vellocato le habían privado del sueño la noche anterior y tenía lamente embotada debido al agotamiento. Se tumbó y se tapó bien con la capa. Susdoloridos ojos se cerraron y su pensamiento se alejó enseguida de las durasincomodidades del mundo real.

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Prasutago contempló a los romanos con una débil mirada de desprecio, luegose dio la vuelta y se dirigió hacia la baja entrada. Macro se incorporórápidamente.

—¿Adónde crees que vas?Prasutago se acercó la mano a la boca.—A buscar comida.Macro miró fríamente al britano, preguntándose hasta qué punto era de fiar.Prasutago sostuvo su mirada un momento, luego se dio la vuelta y agachó la

cabeza para salir de la choza. Un destello de perlada luz del día inundó el interiorantes de que la cortina de cuero cay era de nuevo tapando la puerta y todoquedara tranquilo y silencioso dentro de la cabaña. Con su instinto de veterano deaprovechar cualquier oportunidad que se le presentara para descansar, Macro sequedó dormido casi al instante.

Se despertó con un sobresalto, abrió los ojos de golpe y se quedó perplejoante la maraña de ramas de pino que había por encima de su cabeza. Luegorecuperó el sentido de la ubicación y recordó que estaba en la cabaña. Por lapalidez de la luz que se filtraba por una estrecha rendija de la pared era evidenteque estaba a punto de anochecer. Por lo tanto, había dormido casi todo el día. Seoyó un brusco cruj ido de ramitas en el otro extremo de la choza y Macro volvióla cabeza. Boadicea estaba agachada junto a la chimenea con un montón deastillas para encender el fuego a su lado. Tomó otro puñado de ellas mientras élmiraba. No había ni rastro de Prasutago y no se oía ningún sonido proveniente delexterior. Cato estaba aún profundamente dormido y y acía con la boca abierta, surespiración acompañada por un ocasional chasquido que surgía de su garganta.

—Es hora de que hablemos —dijo Macro en voz baja. Boadicea pareció nohaberlo oído y continuó partiendo ramitas y colocándolas en forma de nidoalrededor del montoncito de helechos secos que había sacado de uno de loscamastros.

—Boadicea, he dicho que es hora de que hablemos.—Ya te he oído —respondió ella sin volverse—. Pero, ¿qué sentido tiene

hacerlo? Todo ha terminado entre nosotros.—¿Desde cuándo?—Desde que me prometí a Prasutago. Vamos a casarnos en cuanto

regresemos a Camuloduno.Macro se incorporó y bajó las piernas por un lado del camastro.—¿Casarte? ¿Con él? ¿Y cuándo se decidió todo esto? No ha pasado ni un mes

desde que nos vimos por última vez. Entonces no podías ni verle. Al menos, así loparecía a juzgar por tu comportamiento. ¿A qué estás jugando, mujer?

—¿Jugando? —Boadicea repitió la palabra con una débil sonrisa. Luego se dio

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la vuelta y lo miró—. Ya se me han acabado los juegos, Macro. Ahora soy unamujer y se supone que debo comportarme como tal. Eso es lo que me dijeron.

—¿Quién te lo dijo?—Mi familia. Cuando terminaron de pegarme. —Bajó la mirada al suelo—.

Al parecer los avergoncé un poco tras aquella última noche que pasamos en laposada. Cuando llegué a casa de mi tío me estaban esperando todos. De algunamanera se habían enterado. Mi tío me llevó al establo y me azotó. No dejaba degritar que lo había avergonzado a él, a mi familia y a mi tribu. Y no dejó deazotarme todo el tiempo. Yo… y o no sabía que se pudiera llegar a sentir tantodolor…

A Macro le habían pegado unas cuantas veces en sus años mozos… uncenturión que blandía una vara de vid con toda la brutalidad de la que el oficialera capaz. Recordaba muy bien el sufrimiento y comprendía lo que ella debía dehaber soportado. Lo invadieron la rabia y la compasión. Se levantó del camastroy fue a sentarse junto a ella.

—Pensé que iba a matarme —susurró Boadicea.Macro le pasó el brazo por el hombro y le dio un apretón reconfortante. Notó

que su cuerpo se encogía al tocarla.—No lo hagas, Macro. No me toques, por compasión. No puedo soportarlo.El frío desespero de aquel rechazo hizo que a Macro se le helaran las

entrañas. Frunció el ceño, enojado consigo mismo por haber dejado que aquellamujer se hubiera metido tan dentro de su corazón. Ya podía imaginarse a losdemás centuriones riéndose desdeñosamente sobre sus copas si alguna vezllegaban a enterarse de su encaprichamiento con una chica nativa. Tirárselas erauna cosa; entablar con ellas una relación emocional era algo muy distinto. Setrataba precisamente de esa clase de comportamiento patético que él mismohabía criticado tanto anteriormente. Recordó las burlas que le había dedicado aCato cuando el muchacho se había enamorado de la esclava Lavinia. Pero esohabía sido una inofensiva aventura de adolescente, justo lo que se podía esperarde los jóvenes antes de que las duras exigencias de la edad adulta pusieran fin asemejante experimentación con todo lo que la vida ofrecía. Macro tenía treinta ycinco años, era casi diez años mayor que Boadicea. Existían relaciones con unadiferencia de edad aún may or, cierto, pero la mayoría de personas se burlabande ellas y con toda la razón. Esa diferencia de edad que tan completamente lohabía cautivado unos meses antes ahora lo ponía en ridículo. El centurión sesentía como uno de aquellos patéticos viejos sobones que rondaban el CircoMáximo y lo intentaban con mujeres que podían ser sus nietas. La comparaciónhizo que le hirviera la sangre de vergüenza. Se agitó, incómodo.

—¿De modo que te obligaron a no volver a verme?Boadicea movió la cabeza afirmativamente.—Y tú te conformas.

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Ella volvió el rostro hacia él con una mueca amarga.—¿Qué otra cosa podía hacer? Me dijeron que si alguna vez volvían a

pillarme con un romano me darían otra paliza. Creo que prefiero morirme antesque volver a pasar por eso. De verdad. —Su expresión se suavizó—. Lo lamento,Macro. No puedo arriesgarme. Tengo que pensar en mi futuro.

—¿Tu futuro? —El tono de Macro era desdeñoso—. ¿Te refieres a tumatrimonio con Prasutago? Debo admitirlo, eso ha sido toda una malditasorpresa. ¿Por qué accediste a ello? Me refiero a que no es precisamente unPitágoras.

—No, no lo es. Pero cuenta con una buena posición para el porvenir. Unpríncipe Iceni con casa en Camuloduno y una creciente reputación en la tribu.Ahora está fomentando una provechosa relación con tu general. Con esta misiónse ganará la gratitud de Plautio.

—Yo no confiaría demasiado en ello —dijo Macro entre dientes. Ya teníaexperiencia sobre lo efímera que podía ser la gratitud del general.

Boadicea le dirigió una mirada curiosa. Al ver que él no entraba en detalles,continuó hablando.

—Si conseguimos encontrar a la familia del general, Prasutago casi tendrámás influencia con Roma que cualquier otro britano. Y si al final Roma conquistaesta isla, todas las personas que le prestaron ayuda seguro que seránrecompensadas.

—Esas personas y las mujeres de esas personas.—Sí.—Entiendo. Vay a, has cambiado mucho durante el último mes. Apenas te

reconozco. —Boadicea se sintió herida por su tono cínico y desvió la mirada.Macro no se arrepintió de su comentario, pero al mismo tiempo no podíaconseguir tomarle la antipatía suficiente a Boadicea como para disfrutarinsultándola. Lamentaba no poder encontrar algún indicio de la chica ordinaria ycariñosa de la que había quedado prendado en Camuloduno—. ¿De verdad erestan cruel?

—¿Cruel? —La idea pareció sorprenderla—. No. No soy cruel. Tan sólo sacoel mejor partido posible de lo que me ha sido impuesto. Si fuera un hombre, situviera poder, las cosas serían muy distintas. Pero soy una mujer, el sexo débil, ytengo que hacer lo que me digan. Es la única alternativa que tengo, por ahora.

Hubo una pausa antes de que Macro reuniera el coraje para hablar.—No, sí que tenías otra alternativa. Podías haberme escogido a mí.Boadicea se volvió y lo miró con detenimiento.—Lo dices en serio, ¿verdad?—Mucho. —A Macro se le levantó el ánimo cuando vio sonreír a Boadicea.

Luego ella bajó la mirada y sacudió la cabeza.—No. Es imposible.

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—¿Por qué?—Para mí eso no sería vida. Sería una marginada en mi tribu. ¿Y si tú te

cansabas de mí al cabo de un tiempo? No me quedaría nada. Sé lo que les ocurrea esas mujeres, unas brujas patéticas que siguen al ejército y se alimentan de lassobras de la legión hasta que la enfermedad o algún borracho violento acabancon ellas. ¿Es eso lo que deseas para mí?

—¡Por supuesto que no! No sería así. Yo me encargaría de que no te faltaranada.

—¿De que no me faltara nada? No suena muy tentador. Estaría desarraigaday a tu merced, en tu mundo. No podría soportarlo. A pesar de lo que he aprendidosobre la vida que hay más allá de las tierras de los Iceni, yo sigo siendo Icenihasta la médula. Y tú eres romano. Tal vez domine bastante bien vuestro idioma,pero no quiero que Roma penetre en mi ser más allá de este punto… ¡y ahora nome vengas con alguna de esas indecentes insinuaciones tuyas!

Ambos sonrieron un momento y luego Macro le puso su áspera mano desoldado en la mejilla, maravillándose de su tersura. Boadicea se quedó quieta.Entonces, con mucha ternura, ella le rozó la palma con los labios en un dulcebeso que hizo que Macro sintiera un cosquilleo por todo el brazo. Él se inclinólentamente hacia delante.

Fuera de la choza se oyó un fuerte ruido sordo. La cortina de cuero quecolgaba en la entrada se echó a un lado. Macro y Boadicea se apartaron degolpe. El centurión agarró unas astillas y empezó a romperlas en pedazos y adárselas a Boadicea, que volvió a la tarea de preparar el fuego. Una negra figuratapó la luz que entraba por la puerta. Macro y Boadicea miraron aquella formaperfilada con los ojos entrecerrados.

—¿Prasutago?—¡Sa! —Entró en la cabaña arrastrando tras de sí el cuerpo destripado de un

pequeño ciervo. La luz cay ó sobre el rostro del guerrero Iceni, y reveló en susojos una mirada divertida apenas perceptible.

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Capítulo XXIII

Durante los cinco días siguientes se adentraron más aún en territorio Durotrige,cabalgando con cautela por los senderos durante la noche y buscando algún lugaren el que ocultarse y descansar de día. Prasutago parecía incansable, nuncadormía más que unas pocas horas. Planeaba cada etapa de su viaje de maneraque los llevara cerca de un pueblo. Descansaba hasta el mediodía y luegoentraba sigilosamente en cada una de esas aldeas en busca de alguna señal derehenes romanos. Regresaba al atardecer con carne para los demás, quecocinaban en una pequeña hoguera alrededor de la cual se acurrucaban para quelas llamas les proporcionaran todo el calor posible en la glacial atmósferanocturna. En cuanto acababan de comer apagaban el fuego y seguían aPrasutago mientras él avanzaba con mucha cautela por los hollados senderos.Tenían cuidado de evitar todas las granjas y pequeños poblados y hacíanfrecuentes paradas durante las cuales el guerrero Iceni se cercioraba de que elcamino que tenían delante estuviera despejado antes de proseguir. Antes deamanecer los apartaba de los caminos y los conducía hacia el bosque máspróximo, y no dejaba que se detuvieran hasta que descubría una hondonada en elfondo de la espesura en la que el grupo pudiera descansar durante el día sin servisto.

Se cubrían con las capas y las mantas de sus monturas y dormían lo mejorque podían en condiciones tan incómodas.

Se montaba guardia durante todo el día y los cuatro hacían su turno,permaneciendo entre las sombras del bosque sin hacer ruido, a poca distancia delcampamento.

Cato, más joven y delgado que los demás, sufría más el frío y dormía demanera irregular, despertándose cada dos por tres. El segundo día la temperaturahabía descendido muchísimo y el frío penetrante de la tierra helada le entumeciótanto las articulaciones de la cadera que al despertar apenas podía mover laspiernas.

En el quinto día una neblina se cernió sobre ellos. Prasutago los dejó soloscomo de costumbre para ir a explorar el próximo pueblo. Mientras esperabanávidamente a que reapareciera con la ración de carne diaria, Boadicea y los dosromanos prepararon una pequeña fogata. Por el bosque soplaba una pequeñabrisa y tuvieron que construir un parapeto de turba alrededor de la hoguera paraprotegerla del viento. Cato recogió unas cuantas ramas caídas de debajo de losárboles más cercanos, parándose de vez en cuando para frotarse las caderas yaliviar el agarrotamiento de sus articulaciones. Cuando hubo reunido bastantecombustible para mantener el fuego durante las pocas horas necesarias, se dejócaer entre Boadicea y su centurión, que se hallaban sentados uno frente a otro aambos lados de la hoguera. Al principio nadie dijo nada. El viento se iba

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intensificando paulatinamente y se arrebujaron aún más en sus capas paraprotegerse de aquel frío cortante. A pocos pasos de distancia los caballos y ponispermanecían en un hosco silencio y sus lacias crines se alzaban y se agitaban concada ráfaga. Faltaban entonces tan sólo quince días para que se cumpliera elplazo dado por los Druidas. Cato dudaba que encontraran a tiempo a la familiadel general. No tenía sentido que estuvieran allí. No había nada que ellos pudieranhacer para evitar que los Druidas asesinaran a sus rehenes. Nada. Las cincotensas noches abriéndose paso por territorio enemigo manifestaban sus efectos yCato no creía que pudiera aguantar mucho más. Sucio y muerto de frío, con lamente y el cuerpo exhaustos, no se encontraba en condiciones de seguirbuscando a los rehenes, y mucho menos de rescatarlos. Era una misión estúpida,y las hostiles miradas que Macro le lanzaba cada vez con más frecuenciaconvencieron a Cato de que nunca le iba a perdonar su estupidez… suponiendoque consiguieran regresar a la segunda legión.

Por encima de las entrelazadas ramas que se agitaban, el cielo se ibaoscureciendo y aún no había señales de Prasutago. Al final Boadicea se puso enpie y estiró los brazos por detrás de la espalda con un profundo gruñido.

—Seguiré un poco el camino —dijo—. A ver si lo veo.—No —replicó Macro con firmeza—. Siéntate y no te muevas. No podemos

arriesgarnos.—¿Arriesgarnos? ¿Quién en su sano juicio saldría en un día así?—¿Aparte de nosotros? —se rió Macro entre dientes—. No quiero ni pensarlo.—Bueno, de todos modos voy a ir.—No, no vas a hacerlo. Siéntate.Boadicea se quedó de pie y habló en voz baja.—De verdad que pensaba que eras mejor persona, Macro.Cato se revolvió, hundiéndose más en su capa, y se quedó mirando fijamente

la hoguera aún sin encender, deseando poder desaparecer.—Sólo estoy siendo prudente —explicó Macro—. Espero que tu hombre

vuelva pronto. No tienes que preocuparte por él. Así que siéntate y no te muevas.—Lo siento, tengo que cagar. No puedo esperar más. De modo que si no

dejas que vay a a un lugar más discreto tendré que hacerlo aquí.Macro se puso rojo de vergüenza e ira, consciente de que sería una estupidez

acusarla de mentir. Apretó los puños con frustración.—¡Entonces ve! Pero no te alejes demasiado y vuelve enseguida.—Tardaré lo que haga falta —replicó ella con brusquedad y, pisando fuerte,

se adentró en las sombras del bosque.—¡Condenadas mujeres! —masculló Macro—. No son más que un maldito

incordio, todas ellas. ¿Quieres un consejo, muchacho? No tengas nada que vercon ellas. No causan más que problemas.

—Sí, señor. ¿Quiere que encienda el fuego?

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—¿Qué? Sí, es una buena idea.Mientras Cato golpeaba el pedernal en su yesquero, Macro continuó

esperando el regreso de Boadicea y Prasutago. Una pequeña llama anaranjadaprendió en los trozos de helecho del recipiente y Cato la trasladó con cuidado a lahoguera, procurando protegerla del viento con su cuerpo. Las astillas prendieronenseguida y poco después Cato pudo calentarse las manos frente a una crepitantehoguera mientras el fuego seguía atacando los trozos de madera más grandes conlos que había alimentado las llamas. Un débil brillo azafranado tembló en losárboles circundantes al tiempo que empezaba a caer la noche.

Boadicea no volvía y Cato empezó a preguntarse si les habría pasado algo alos dos britanos. Aunque no hubiese ocurrido nada, ¿sería capaz Boadicea deencontrar el camino de vuelta en la oscuridad? ¿Y si los habían capturado losdurotriges? ¿Los torturarían para sonsacarles información sobre sus cómplices?¿Acaso los durotriges estarían y a buscándoles a él y a su centurión?

—¿Señor?Macro se volvió, apartando la mirada del oscuro bosque.—¿Qué?—¿Cree que les ha ocurrido algo?—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió Macro con brusquedad—. Por lo

que sé puede que hayan ido a negociar con los lugareños el precio de nuestrascabezas.

Era una estupidez y casi inmediatamente Macro lamentó haberlo dicho. Erala inquietud por Boadicea lo que le había hecho hablar así, y la preocupación porlo que les sucedería si Prasutago no regresaba. Las perspectivas no eran muyesperanzadoras para dos legionarios abandonados en un bosque oscuro en mediode territorio enemigo.

—A mí me pareció una persona bastante de fiar —dijo Cato, angustiado—.¿Usted no confía en él, señor?

—Es britano. Esos durotriges puede que sean de una tribu distinta a la suy a,pero tienen muchas más cosas en común con ellos que con nosotros. —Macrohizo una pausa—. He visto a gente que vendía a sus compatriotas a Roma en casitodas las fronteras en las que he estado de servicio. Te lo digo y o, Cato, no hasvisto nada hasta que no has servido en Judea. Aquellos venderían a sus propiasmadres si creyeran que eso podría ayudarles a superar en lo más mínimo a otrorival. Éstos no son mucho mejores. Mira cuántos de esos nobles britanos exiliadoshan hecho un trato con Roma para recuperar sus reinos. Se prostituirían concualquiera a cambio de un poco de poder e influencia. Prasutago y Boadicea noson distintos. Permanecerán leales a Roma siempre y cuando les interesehacerlo. Entonces te darás cuenta de su verdadero valor como amigos y aliados.Ya lo verás.

Cato frunció el ceño.

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—¿De verdad lo piensa?—Quizá. —De pronto el curtido rostro de Macro rompió en una sonrisa jovial

—. ¡Pero me alegraría mucho estar equivocado!Una ramita se rompió por allí cerca. En un instante los romanos se pusieron

en pie con las espadas desenvainadas.—¿Quién anda ahí? —dijo Macro—. ¿Boadicea?Con un susurro de hojas muertas y más cruj idos de las chascas, dos figuras

salieron de las negras sombras al titilante resplandor ámbar de la hoguera. Macrose relajó y bajó la espada.

—¿Dónde diablos habéis estado?Prasutago sonreía y hablaba con excitación al tiempo que se acercaba al

fuego a grandes zancadas y le daba una palmada en el hombro a Macro. Comosiempre, había traído consigo un poco de carne, un lechón y a abierto colgaba deuna correa de su cinturón. Prasutago dejó el cuerpo del animal junto al fuego ycontinuó hablando. Boadicea lo tradujo lo más rápidamente que pudo.

—¡Dice que los ha encontrado… a la familia del general!—¿Cómo? ¿Está seguro?Ella asintió con la cabeza.—Ha estado hablando con el cabecilla local. Se encuentran retenidos en otro

pueblo a unas pocas millas de distancia. El jefe de esa aldea es uno de losseguidores más leales de los Druidas. Es él quien adiestra a su escolta personal.Recluta a los jóvenes más prometedores de todos los poblados de la periferia ylos forma para que sean fanáticamente fieles a sus nuevos señores. Cuandoterminan su instrucción prefieren morir antes que decepcionar al jefe. Hace unoscuantos días estuvo en la aldea que Prasutago acaba de visitar. Vino a reclamar sucupo de nuevos reclutas. Estaba bebiendo con los guerreros del pueblo y fueentonces cuando se le escapó que tenía bajo custodia a unos rehenes importantes.

Prasutago movió la cabeza en señal de asentimiento y los ojos le brillaban deentusiasmo ante la perspectiva de entrar en acción. Puso una de sus anchasmanos en el hombro de Macro.

—¡Es estupendo, romano! ¿Sí?Macro se quedó mirando un momento el rostro radiante del guerrero Iceni y

todo el desasosiego de los últimos días desapareció bajo una oleada de alivio,pues su misión había alcanzado su primer objetivo. El próximo paso sería muchomás peligroso. Pero por el momento Macro estaba satisfecho y correspondió a laexcitada expresión de Prasutago con una afectuosa sonrisa.

—¡Es estupendo!

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Capítulo XXIV

Cato apartó suavemente los altos juncos y avanzó con sigilo, caminó al bajomontículo donde horas antes había dejado a Macro. En torno a él, el denso olorde la vegetación putrefacta impregnaba la fría y húmeda atmósfera. Sus pieschapoteaban por el barro que le manchaba de negro las pantorrillas a medida queavanzaba haciendo el menor ruido posible, arrastrando tras de sí una rama deacebo que había cortado. Al final el suelo se volvió firme y Cato se agachó,subiendo con cautela por el altozano y agudizando la vista y el oído para intentarcaptar alguna señal de su centurión.

—¡Pssst! Aquí.Una mano salió de entre los juncos que había en lo alto del montículo y le

hizo señas. Cato avanzó con cuidado, procurando no agitar los juncos, no fueraque alguien en el pueblo estuviera mirando en su dirección. Justo debajo sehallaba la pequeña zona que habían despejado en silencio antes del amanecer.Macro estaba tumbado sobre un lecho de carrizos y atisbaba por entre los secosrestos pardos de las plantas crecidas el verano anterior. Cato soltó el extremo dela rama de acebo y se estiró en el suelo junto a su centurión. Al otro lado delaltozano, los juncos se extendían por las riberas de un río de lenta corriente queserpenteaba alrededor de una aldea Durotrige y le proporcionaba una defensanatural. Al otro extremo del pueblo se alzaba un elevado terraplén rematado conuna sólida empalizada que se podía franquear a través de una estrecha puerta. Laaldea en sí consistía en uno de esos habituales lugares sombríos que al parecereran lo mejor que podían construir los celtas más rústicos. Una revuelta marañade chozas redondas de adobe y cañas coronadas por un techo de juncos cortadosprovenientes de la orilla del río. Desde la ligera elevación del montículo, Cato yMacro tenían una buena vista del pueblo.

La choza más grande estaba situada junto a la orilla que Cato y Macro teníanenfrente y poseía su propia empalizada. Unas chozas más pequeñas bordeaban elcírculo de estacas por la parte interior. Unos cuantos postes gruesos se erguían aun lado del complejo. Les eran muy familiares a los romanos: postes parapracticar el manejo de la espada. En ese preciso momento, mientras observaban,un pequeño grupo de hombres con capas negras salió de una de las chozas máspequeñas, se despojaron de las capas y desenvainaron sus largas espadas. Cadauno de ellos eligió un poste y empezaron a arremeter contra él con unos golpesbien ejecutados. Los secos chasquidos y ruidos sordos se oían con claridad desdeel otro lado de la vítrea superficie del río. La mirada de Cato se posó en unapeculiar estructura construida a un lado de la choza grande. Tenía aspecto de seralgún tipo de pequeña cabaña. Pero no tenía ventanas, y la única abertura visiblela tapaba una portezuela de madera asegurada por fuera con una sólida tranca.Otra figura con capa negra montaba guardia en la entrada con una lanza de

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guerra en una mano y la otra descansando en el borde de un escudo en forma decometa que tenía apoyado en el suelo.

—¿Alguna señal de los rehenes, señor?—No. Pero si están en algún lugar de la aldea, apuesto a que es en esa

cabaña. Hace un rato vi que alguien entraba ahí con una jarra y un poco de pan.Macro apartó la mirada del pueblo y se volvió a tumbar con cuidado sobre la

cruj iente masa de juncos cortados.—¿Ya está todo dispuesto?—Sí, señor. Nuestros caballos se hallan a salvo en la hondonada que Prasutago

nos enseñó. He acordado una señal con Boadicea en caso de que hay a algúnproblema. —Cato señaló la rama de acebo.

—Si esperan mucho más se hará de noche antes de empezar —dijo Macro envoz baja.

—Prasutago dijo que me daría tiempo suficiente para volver aquí con usted yque entonces se pondrían en marcha.

—¿Los dejaste en la hondonada?—Sí, señor.—Entiendo. —Macro frunció el ceño y luego se levantó y se puso de nuevo

en posición para seguir vigilando la aldea—. Pues supongo que tendremos queesperar un poco más antes de que aparezcan.

Aunque los meses de invierno ya casi habían llegado a su fin, todavía hacíafrío y la persistente llovizna había penetrado totalmente en sus ropas. Al cabo deun rato a Cato ya le castañeteaban los dientes y tiritaba. Tensó los músculos paratratar de combatir dicha sensación. Aquellos últimos días habían sido los másdesagradables de su vida. Aparte de las incomodidades físicas que habíansoportado, el miedo constante a que los descubrieran y el terror ante lo que lespasaría entonces habían hecho que cada instante fuera un tormento para losnervios. En aquellos momentos, mientras se hallaban tendidos en la húmeda orillade un río con las piernas cubiertas de estiércol maloliente, congelados de frío ymuriéndose por un buen plato de comida caliente, Cato empezó a fantasear conla idea de conseguir que le dieran la baja de la legión de forma honorable. Noera la primera vez que se le pasaba por la cabeza dejar el ejército. No era laprimera vez ni mucho menos. Ya le resultaba familiar aquel pensamiento quefundamentalmente se centraba en cómo obtener rápidamente una bajaremunerada con una pensión sin sufrir una herida que lo inutilizara. Pordesgracia, los equipos de agudos administrativos imperiales habían estudiadominuciosamente el reglamento mucho antes de que Cato naciera y habíanlogrado eliminar casi todas las escapatorias. Pero en algún lugar, de algún modo,tenía que haber una forma de que pudiera derrotar al sistema.

De pronto Macro soltó un gruñido.—Ahí están. Debe de haberse dado el gusto de echar un polvito.

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—¿Qué?—Nada, muchacho. Están ahí, en el sendero frente a la puerta.Cato miró más allá de la aldea y vio dos diminutas formas grises a caballo

que salían del bosque. Cuando bajaron trotando con audacia por el camino queconducía al pueblo, el vigilante que había en lo alto de la puerta se dio la vuelta yles gritó algo a un grupo de hombres acurrucados alrededor de unaresplandeciente fogata. Éstos respondieron inmediatamente a su llamamiento ysubieron por los rudimentarios escalones de madera que había en la parte interiordel terraplén. Prasutago y Boadicea se perdieron de vista al acercarse a lapuerta. Cuando vio a los habitantes de la aldea blandiendo sus armas en laempalizada, por un momento Cato sintió unas punzadas de preocupación. Pero alcabo de un instante los portones se abrieron hacia adentro y los dos Icenientraron.

Enseguida los rodearon y cogieron las riendas de sus monturas. Incluso desdeel otro lado del río Macro y Cato pudieron oír a Prasutago dando bramidos deindignación y haciendo público su reto de acuerdo con su papel de luchadorambulante. Uno de los lugareños salió corriendo y desapareció entre las chozasantes de entrar súbitamente en el cercado que rodeaba la cabaña más grande.Entró en ella a toda prisa y volvió a salir con rapidez en compañía de una alta yerguida figura que llevaba la capa negra abrochada en el hombro con un enormebroche de oro. El hombre de la capa siguió con calma al vigilante de nuevo haciala puerta principal. Mientras tanto, Prasutago siguió gritando su desafío a loshabitantes de la aldea con su voz profunda y retumbante y cuando llegó el jefey a se había congregado una numerosa multitud al pie del terraplén. El cabecillase abrió camino a empujones y con grandes pasos se acercó a los visitantes queaún seguían a lomos de sus monturas. Prasutago demostró la arrogancia justacruzando los brazos y quedándose así un momento. Luego pasó la pierna sobre subestia con indiferencia y se deslizó hasta el suelo. Aún así era más alto que eljefe y alzó la barbilla para dar énfasis a su desdeñosa mirada.

Prasutago volvió a repetir su desafío. En aquella ocasión se desabrochó lacapa y se la lanzó a Boadicea, que también había desmontado y habíapermanecido junto a los caballos tras recuperar las riendas de manos de loslugareños. El guerrero Iceni se quitó la túnica y se quedó con el pecho desnudo,los brazos en alto y los puños apretados, contray endo la musculatura para deleitede la multitud.

—¡Maldito fanfarrón! —exclamó Macro entre dientes—. ¡Haciendomariconadas como si fuera el amiguito gladiador de una vieja puta rica! Unamás de esas poses y vomitaré.

—Cálmese, señor. Todo forma parte del plan. Mire ahí, en el cercado.Los hombres que se estaban entrenando con las espadas en los postes se

habían detenido, y enfundaban sus armas y se ponían las capas negras

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rápidamente. Cuando salían del recinto, el guardia que había en la puerta de lacabaña dio unos pasos hacia ellos y los llamó. La respuesta fue un fuerte grito y,con una hosca expresión en su rostro, el guardia regresó a su puesto en la puertade la cabaña.

—¡Ahora es nuestra oportunidad! —Macro volvió a apartarse de la cima delmontículo y empezó a quitarse la ropa. Echó un vistazo a Cato—. ¡Vamos,muchacho! ¿A qué esperas?

Con un suspiro de resignación, Cato se deslizó por los carrizos y empezó adesnudarse. Se sacó la capa, el arnés, la cota de malla y, por último, la túnica.Cuando se desprendía de la última capa de tela mojada que cubría su cuerpo, elaire frío hizo que se le pusiera la piel de gallina y empezó a tiritar intensamente.Macro examinó su delgado físico con desaprobación.

—Será mejor que te metas algo de comida decente en el cuerpo y teentrenes un poco cuando volvamos a la legión. Pareces una mierda.

—Gra-gracias, señor.—Vamos, quítate las botas. Lo único que necesitas es la espada y el flotador.Sus habilidades natatorias eran, como mucho, rudimentarias, resultado de la

falta de práctica y de un profundo miedo y aversión al agua. Macro le dio unodre inflado.

—Esto me ha costado hasta la última gota de un vino del bueno.—¿No lo tiró?—Claro que no. Era vino del Másico. No podía tirarlo, así que me lo terminé.

Ay uda a combatir el frío. Da igual, toma. Coge esto, y ahora no se te ocurraahogarte.

—No, señor. —Cato se abrochó firmemente el cinturón de cuero de la vainaalrededor de la cintura y descendió por el otro lado del montículo detrás deMacro, poniendo mucho cuidado en no mover los carrizos al pasar. Echó unúltimo vistazo a la puerta de la aldea donde Prasutago y uno de los habitantes dellugar y a se estaban poniendo en guardia. Entonces se arrojaron el uno contra elotro y los aldeanos dejaron escapar un rugido de entusiasmo.

—¡Muévete, joder! —le espetó Macro a Cato. Entre los juncos, el aguatranquila y estancada estaba tremendamente fría y Cato se quedó sin respiracióncuando se agachó junto a Macro. El helado líquido le hería la piel, como si se laquemara. Los dos romanos avanzaron con un murmullo a través de los carrizos yse agacharon dentro del agua hasta que únicamente les quedó la cabeza fuera.Bajo la superficie, Cato se abrazaba con fuerza al odre hinchado.

—Bueno, vamos allá —susurró Macro—. Haz el menor ruido posible. Un solochapoteo y estamos muertos.

El centurión se adelantó con mucho cuidado para sumergirse en la lentacorriente y dio unas suaves brazadas en el agua. Cato respiró hondo, se apartó dela orilla y siguió a Macro haciendo uso de las piernas para darse impulso detrás

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de su centurión.En aquel punto la anchura del río tal vez fuera de unos cincuenta pasos, pero a

Cato aquella distancia le parecía insalvable. Tenía la certeza de que, o sedesinflaría el odre y se ahogaría, o el terrible y doloroso frío lo congelaría hastamatarlo. El peligro de que el enemigo los viera y los atravesara con una lanza erala menor de sus preocupaciones. Eso pondría fin al horrible sufrimiento de estarmetido hasta el cuello en aquella gélida corriente.

Bracearon en dirección a la parte trasera de la choza grande; la exasperantelentitud de su avance suponía un martirio necesario si no querían ser descubiertos.Cuando salieron del agua Cato tenía los dedos de ambas extremidades totalmenteentumecidos. Macro a su vez también sufría y temblaba de manera incontrolablecuando ayudó a Cato a subir a la orilla del río; luego le frotó vigorosamente lasextremidades a su optio para intentar que recuperaran un poco de sensibilidad. Acontinuación ascendieron por la orilla y rodearon la choza en dirección a lacabaña. Macro le hizo una señal con la cabeza a Cato para que se preparara, peroéste no podía dejar de tiritar y no tenía suficiente sensibilidad en las manos paradesenvainar la espada y empuñarla con firmeza.

—¿Estás listo?Cato asintió con la cabeza.—Adelante.Los gritos y vítores de la lucha alcanzaron una repentina culminación, luego

hubo un intenso gruñido colectivo. Prasutago había derribado al campeón de laaldea. Ante aquella calma repentina Macro extendió la mano para que Cato sedetuviera. El guerrero Iceni volvió a lanzar otro bramido de desafío. Alguienrespondió y el griterío fue aumentando otra vez.

—Vamos. —Macro avanzó sigilosamente en cuclillas, agachándose todo loque podía y valiéndose de su mano libre para mantener el equilibrio. Subieronpor una lengua de tierra que había en lo alto de la ribera y luego se quedaronpegados a la negra pared de la choza principal. Aún les dolían los pulmonesdebido al esfuerzo de nadar por el río y, temblando de frío, Macro se deslizó a lolargo de la pared. Tras él Cato aguzó el oído, atento por si oía aproximarse aalgún miembro de la tribu. Macro alcanzó a ver la esquina de la cabaña detroncos y se detuvo, pegándose bien a la pared. Por encima del bajo tejado decortezas de árbol vio la punta de la lanza del guardia y por debajo de ella lacimera de su casco de bronce. Macro se agachó y, casi sin respirar, avanzó concuidado hacia el ángulo donde la cabaña se apoy aba contra la choza. De espaldasa la cabaña le hizo una señal a Cato. Se quedaron escuchando unos momentospero no oy eron ningún ruido procedente de la parte anterior de la cabaña. Macrole indicó a Cato que se quedara ahí y luego él se fue abriendo camino poco apoco a lo largo de la rugosa madera hacia la esquina.

Con la espada preparada, observó durante un rato y comprobó que el guardia

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estaba a menos de seis pies de distancia, delante de la baja entrada. A pesar de lalanza, el casco y la larga y suelta capa negra, no era más que un niño. Macrovolvió la cabeza de nuevo y con la mirada escudriñó el suelo a sus pies. Cogió unduro terrón de tierra y piedras y se dispuso a lanzarlo.

De repente el guardia empezó a hablar. Macro se quedó inmóvil. Alguienrespondió al guardia, una voz queda y cercana, y con un sobresalto Cato se diocuenta de que provenía del interior de la cabaña. Señaló con el dedo la pared dela choza a sus espaldas y Macro asintió con la cabeza. Debía de haber alguienmás encerrado con la familia del general. Antes de que el guardia pudieracontestar, Macro lanzó el terrón haciéndole describir un arco bajo por encima deltejado de la cabaña. En el preciso momento en que cayó con un ruido suave, selevantó y dobló la esquina rápidamente. Tal como esperaba, el guardia se habíadado la vuelta para investigar la causa del ruido y, antes de que pudierareaccionar al débil rumor de sus pasos, Macro sujetó al guardia tapándole la bocacon la mano. Le tiró de la cabeza hacia atrás y le hincó la espada en la capanegra con la punta hacia arriba, por debajo de las costillas del britano y dirigidaal corazón. El guardia se sacudió y retorció un momento, sin poder hacer nadacontra la fuerza con la que lo sujetaba el centurión. Sus movimientos enseguidase hicieron más débiles y luego cesaron. Macro lo siguió sujetando un momentomás para asegurarse de que estaba muerto y a continuación llevó el cuerpo a lavuelta de la esquina de la cabaña sin hacer ruido y lo dejó apoyado contra lapared de la choza.

Desde el interior llamó una voz.—Será mejor que acabemos con esto —susurró Macro—. Antes de que nos

oiga alguien.Macro se adelantó y tomó la tranca que cerraba la puerta de la cabaña, la

corrió y la tiró al suelo. Con un fuerte impulso empujó hacia adentro la sólidapuerta. La luz del exterior cayó sobre el parpadeante rostro de otro hombre concapa negra. Se había levantado apoyándose en un brazo y trató apresuradamentede coger la espada corta que tenía junto a él. Macro se lanzó hacia delante, seechó encima del britano y le propinó un golpe con el pomo de la espada a un ladode la cabeza. Con un gruñido el britano se quedó exangüe, fuera de combate acausa del golpe.

—¡Señor! —exclamó Cato, pero antes de que Macro pudiera reaccionar a laadvertencia, una figura surgió de la penumbra del extremo de la cabaña y seabalanzó lanza en ristre para clavarla en el desnudo costado de Macro. Se oyó unseco chasquido cuando Cato arremetió con su espada contra el astil de la lanza yel filo en forma de hoja se clavó en la tierra prensada a unos centímetros delagitado pecho de Macro. Cuando a causa del impulso el britano se fue haciadelante, Cato hizo girar su espada de una sacudida, el hombre cayó de cara y lapunta del arma le atravesó la garganta. La hoja penetró en su cerebro y el

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britano murió en el acto.—¡Mierda! ¡Me ha ido de un pelo! —Macro pestañeó mirando la lanza

incrustada en el suelo junto a su pecho—. ¡Gracias, muchacho!Cato asintió al tiempo que extraía su espada del cráneo del segundo hombre.

La hoja salió con un débil cruj ido, manchada de sangre. A pesar de todas lasmuertes que había visto en el poco tiempo que llevaba sirviendo con las águilas,Cato se estremeció. Había matado antes, en combate, pero era algo instintivo yno había tiempo para reflexionar sobre el asunto. Al contrario que entonces.

—¿Hay alguien aquí? —preguntó Macro al tiempo que escudriñaba con lamirada la penumbra de la cabaña. No hubo respuesta. En uno de los extremoshabía una pila de troncos partidos. En el otro, unas formas indistintas y acíanamontonadas en el suelo junto a la jarra y lo que quedaba de los panes queMacro había visto introducir en la cabaña un poco antes.

—¿Mi señora? —llamó Cato—. ¿Mi señora?No hubo ni un solo movimiento, ni un sonido, ninguna señal de vida en la

cabaña. Cato levantó la espada y se acercó lentamente, con un angustiososentimiento de desesperación que le brotaba de las entrañas. Habían llegadodemasiado tarde. Con la punta del arma levantó la primera capa de harapos y losechó a un lado. Debajo había un montón de capas de lana y pieles. Era ropa decama, no cadáveres. Cato frunció el ceño un instante y luego movió la cabezaafirmativamente.

—Es una trampa —dijo.—¿Cómo?—La familia del general nunca ha estado aquí, señor. Los Druidas debieron

de imaginarse que intentaríamos un rescate y quisieron alejarnos del lugar en elque realmente tienen a los prisioneros. De modo que hicieron correr el rumor deque los cautivos estaban retenidos en esta aldea. Prasutago se enteró y aquíestamos. Nos han tendido una trampa.

—Y nosotros hemos picado —replicó Macro. El alivio instantáneo que habíasentido al no encontrar ningún cadáver se convirtió con la misma rapidez en unterror glacial—. Tenemos que salir de aquí.

—¿Y qué pasa con los demás?—Podemos hacerles una señal cuando regresemos al montículo.—¿Y si los durotriges descubren los cuerpos de sus hombres antes de que

podamos hacer la señal?—Pues mala suerte.Macro empujó a Cato fuera de la cabaña, cerró la puerta y se apresuró a

volver a colocar la tranca en su sitio. Agachados, corrieron hacia la parte de atrásde la choza y bajaron deslizándose por la orilla del río. Cato recogió su flotadorde entre los juncos al borde del agua y se sumergió, apretando los dientes altiempo que el agua le iba cubriendo el pecho desnudo. Luego se puso a agitar los

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pies mientras trataba desesperadamente de alcanzar a su centurión. El tray ectode vuelta se le hizo más largo. Cato escuchó por si oía los primeros gritos queindicaran que el enemigo había descubierto los cadáveres de los Druidas, peroafortunadamente el vocerío proveniente de la aldea continuaba con todo sufervor y al fin, entumecido a causa del frío, se adentró detrás de Macro en loscarrizos de la otra orilla.

Momentos después ya estaban sentados junto a sus ropas y equipo, amboscon sus pesadas capas de lana apretadas sobre sus cuerpos temblorosos. Macrovolvió la vista hacia el pueblo, donde Prasutago y su último contendiente sehallaban enzarzados en una incómoda y tambaleante llave cuyo fin último eraderribar al contrario. A un lado, en medio del terraplén, estaba Boadicea.

—Está allí. Haz la señal —ordenó Macro—. Lo más rápido que puedas.Cato agarró la rama de acebo y la sostuvo erguida sobre el suelo blando justo

por debajo de la cima del altozano.—¿La ha visto, señor?—No lo sé… No. ¡Oh, mierda!—¿Qué ocurre, señor?—Alguien ha regresado al cercado.Mientras Macro observaba, la figura con capa negra pasó de largo la cabaña

sin ni siquiera mirarla y siguió andando a grandes zancadas junto a la hilera depostes de entrenamiento antes de dar la vuelta hacia una de las chozas máspequeñas y perderse de vista. Macro respiró profundamente, aliviado, luegovolvió a mirar hacia la puerta del pueblo. Boadicea seguía inmóvil, como siestuviera mirando el combate. Cuando Prasutago tiró al suelo a su rival, Boadiceasiguió sin reaccionar. De pronto se llevó la mano a la capucha y se la quitó.

—¡La ha visto! ¡Ya puedes bajar esa cosa!Cato bajó la rama rápidamente y avanzó culebreando para reunirse con su

centurión. Prasutago estaba de pie junto a las puertas, erguido; su magníficaarrogancia era evidente incluso a esa distancia. Los aldeanos gritaban para quesaliera otro contendiente. Cuando Boadicea se acercó a Prasutago y le tendió latúnica y la capa el rugido de la multitud se convirtió en enojo. El jefe guerrero,con unas plumas negras que adornaban su casco, se encaró con Prasutago. ElIceni movió la cabeza en señal de negación y alargó la mano pidiendo el premioque se le debía por haber derrotado a sus oponentes. El jefe lanzó un furioso gritoy, despojado de su capa, él mismo retó a Prasutago.

—¡Ni se te ocurra! —dijo Macro entre dientes.—¡Señor! —Cato señaló hacia la cerca. El hombre que habían visto antes

había vuelto a salir de su choza e iba caminando hacia la puerta del cercado conun monedero colgado en la mano. Justo antes de torcer hacia la estrecha entrada,se detuvo y miró hacia la cabaña. Gritó algo, esperó, y volvió a gritar.

Al no obtener respuesta, se encaminó hacia la cabaña al tiempo que se ataba

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el monedero al cinturón.Macro volvió la vista de nuevo hacia la puerta de la aldea, donde aún se

encontraba Prasutago, con la cabeza alta en actitud altiva y al parecerconsiderando el desafío del jefe. Macro dio un puñetazo contra el suelo.

—¡Muévete, imbécil!En el complejo, el guerrero Durotrige había llegado a la cabaña. Volvió a

llamar, esa vez enojado, con las manos en las caderas y la capa por detrás de loscodos. Entonces dio la casualidad de que miró al suelo. Al minuto siguiente seagachó y sus dedos investigaron algo que había a sus pies. Levantó la vista y sellevó la mano a la espada. El Durotrige se puso en pie y rodeó la cabaña concautela. Se detuvo cuando vio el cadáver que habían dejado en la esquina junto ala choza.

—Ahora sí que estamos listos —murmuró Cato.En la puerta de la aldea, Prasutago acabó cediendo y se puso la túnica y la

capa. La multitud expresó su desprecio a gritos. El jefe se volvió hacia su gente yalzó los puños al cielo triunfalmente, ya que su enemigo se había echado atrás.Dentro del cercado, el Durotrige desatrancó la puerta de la cabaña y entró. Alcabo de un momento volvió a salir precipitadamente y corrió hacia la puerta delrecinto, gritando a más no poder.

—¡Vamos, Prasutago, cabrón, muévete! —gruñó Macro.El Iceni subió a lomos del caballo que Boadicea sujetaba para él. Entonces,

en medio de los abucheos de los aldeanos, los dos atravesaron las puertas delpueblo tratando de que no pareciera que tenían prisa. Cuando habían recorridounos cincuenta pasos del camino que conducía al bosque, el guerrero Durotrigellegó a toda la multitud y se abrió camino a empujones para llegar a su jefe.Momentos después el jefe ya estaba bramando órdenes. La multitud quedó ensilencio. Los hombres se dirigieron a toda prisa hacia el cercado y el jefe lossiguió a grandes zancadas, luego se detuvo, giró sobre sus talones y señaló através de la puerta a Prasutago y Boadicea. Fuera lo que fuera lo que gritó, losIceni lo oyeron e inmediatamente hostigaron a sus monturas con los talones ygaloparon hacia el bosque para salvar la vida.

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Capítulo XXV

—¡Está claro que alguien se lo dijo, maldita sea! —exclamó Macro conbrusquedad—. Me refiero a que no es la clase de trampa que uno tiende por siacaso. Y si ha sido él, me comeré sus pelotas para desay unar. —Le dio con eldedo a Prasutago, que estaba sentado en un árbol caído, masticando una tira decarne de ternera seca. Macro fulminó con la mirada a Boadicea—. Díselo.

Ella alzó los ojos con cansada frustración.—Díselo tú mismo. ¿En serio quieres pelea? ¿Con él?—¿Pelea? —Prasutago dejó de masticar y su mano derecha se posó con toda

tranquilidad en el talabarte—. ¿Vas a pelear conmigo, romano?—Tu diminuto cerebro está empezando a conocer el mejor idioma del

mundo, ¿no es cierto, majete?Prasutago se encogió de hombros.—¿Quieres pelear?Macro pensó en ello un momento y luego dijo que no con la cabeza.—Puedo esperar.—No tiene ningún sentido —dijo Cato—. Prasutago corre tanto peligro como

el resto de nosotros. Si alguien les dijo a los durotriges que veníamos tuvo que serotra persona. Ese granjero, por ejemplo, Vellocato.

—Es posible —admitió Macro—. El cabrón tenía un aspecto sospechoso. ¿Yahora qué? El enemigo sabe lo que nos traemos entre manos. Estarán en guardiaallí donde vayamos. El tarugo este no podrá ni acercarse a los lugareños paraconseguir información sobre la familia del general. Yo diría que ahora ya notenemos ninguna posibilidad de encontrarlos. Organizar un rescate es imposible.

Cato tuvo que darle la razón. El lado racional de su mente sabía que debíanabandonar la misión y regresar a la segunda legión. Cato estaba seguro de queVespasiano era lo bastante inteligente para darse cuenta de que ellos habíanhecho todo lo que habían podido antes de regresar. Sería una imprudenciacontinuar cuando los durotriges los andaban buscando. Tal como estaban lascosas, y a sería bastante peligroso intentar volver a territorio amigo. Pero, altiempo que la noción de amenaza se introducía furtivamente en su conciencia,Cato no pudo evitar pensar en el peligro infinitamente mayor en el que seencontraba la familia del general. Como poseía la lacra de una viva imaginación,casi podía ver a la mujer de Plautio y a sus hijos viviendo cada día aterrorizadosante la posibilidad de que los ataran y los metieran en uno de esos gigantescosmuñecos de mimbre que a los Druidas les gustaba construir. Los quemarían vivosallí dentro, y la imagen mental de sus rostros dando gritos le sobrevino con talintensidad que Cato se estremeció. El hijo del general, al que no conocía, adquiriólos rasgos del niño rubio que había visto en el pozo…

No. No podía dejar que eso ocurriera. Dar la vuelta y seguir viviendo a

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sabiendas de que no había hecho nada para evitar la muerte del niño le seríainsoportable. Aquella era la irreductible verdad de la situación. Daba igual lomucho que se reprendiera a sí mismo por ser presa de sus emociones, por serdemasiado sentimental para actuar según el razonamiento objetivo, no podíadesviarse del curso de la acción que le exigía un perverso instinto tan interiorizadoque eludía cualquier tipo de análisis.

Cato se dirigió a Macro.—¿Está diciendo que debemos regresar, señor?—Es lo más sensato. ¿Tú qué opinas, Boadicea? Tú y él.Los Iceni intercambiaron unas palabras. Prasutago no daba la impresión de

estar muy interesado en la propuesta del centurión y sólo Boadicea parecía tenerun punto de vista y al parecer lo animaba a actuar de una manera determinada.Al final desistió y bajó la vista a su regazo.

—¿Y bien? ¿Cuál es la opinión del druida de la casa?—A él le da igual. Es vuestra gente a quien se supone que tenemos que salvar.

A él le da lo mismo si viven o mueren. Si queréis dejar que los quemen es cosavuestra. Dice que será una interesante prueba de carácter.

—¿Una prueba de carácter, eh? —Macro miró fríamente al guerrero Iceni—.A diferencia de vosotros, nosotros los romanos somos capaces de tomardecisiones difíciles. No nos limitamos a ir a la carga y morir por pura estupidez.Mira dónde os han conducido a los celtas vuestras tontas heroicidades a lo largode los años. Nosotros hemos hecho lo que hemos podido aquí. Ahoradescansaremos un poco e iniciaremos la marcha de vuelta a la legión en cuantocaiga la noche.

Macro miró a Cato. El optio le devolvió una mirada inexpresiva. Esodesconcertó al centurión.

—¿Qué pasa, muchacho?—¿Señor? —Cato pareció salir de una especie de trance y Macro recordó que

habían dormido muy poco durante los últimos días. Debía de tratarse de eso—.Estaba pensando…

Macro sintió un fuerte peso que lo desanimó; cuando Cato empezaba acompartir sus ideas, tenía una tendencia a la complicación que sacaba de quicio alos que intentaban seguir el ritmo de sus pensamientos. Por qué demonios senegaba Cato a ver el mundo con la misma sencillez con la que lo hacían otraspersonas era una de las grandes frustraciones que Macro tenía que padecer en sutrato con el optio.

—¿Qué estabas pensando exactamente?—Que tiene usted razón, señor. Lo mejor para nosotros es poner pies en

polvorosa y alejarnos todo lo que podamos de esos Druidas. No tiene sentidocorrer riesgos innecesarios.

—No. No tiene sentido.

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—Seguro que el general entiende su razonamiento, señor. Él se cerciorará deque nadie lo acuse de carecer de… ¿cómo lo diría?… de carecer de fibra.

—¿Carecer de fibra? —A Macro no le gustó cómo sonaba la frase. Le hacíaparecer un civil haragán cualquiera. Macro era de ese tipo de personas que sesentían contrariadas al ser descritas como carentes de cualquier cosa y le lanzóuna mirada acusadora a su optio—. Ahora no me vengas con ninguna de tustonterías rimbombantes, chico. Limítate a decir claramente lo que piensas. ¿Meestás diciendo que tal vez nos acusen de cobardía cuando regresemos a la legión?¿Es eso?

—Podría ser. Sería un error comprensible, claro está. Algunos podrían decirque estuvimos a punto de meternos en líos y que con eso tuvimos suficiente.Naturalmente el general comprenderá las implicaciones de que Prasutago sehaya quedado sin tapadera. Aunque ello signifique la muerte certera de sufamilia, él se asegurará de tratar de persuadir a los demás de que no teníamosotra alternativa. Con el tiempo todo el mundo se dará cuenta y aceptará sumanera de pensar.

—¡Hum! —Macro asintió lentamente con la cabeza, con los nudillos de unamano apretados contra la frente como si eso ay udara a concentrar su cansadamente. Necesitaba tiempo para considerarlo detenidamente.

—Cabalgaremos con el mínimo equipo, ¿no, señor? —continuó diciendo Catoalegremente—. Supongo que lo mejor será que descargue todo lo que no noshaga falta. Todo aquello que pudiera hacernos ir más despacio cuando volvamoscorriendo a la legión.

—¡Nadie va a volver corriendo a ningún sitio!—Lo siento, señor. No pretendía que sonara así. Yo estoy ansioso por

ponerme en marcha.—¿Ah, sí? Pues mira, ya puedes dejar de estarlo. Deja tranquilo el equipo.—¿Señor?—He dicho que lo dejes. No vamos a volver. Al menos de momento. No

hasta que hay amos buscado un poco más.—Pero usted acaba de decir…—¡Cierra el pico! Ya he tomado una decisión. Seguiremos buscando.

¿Alguien más tiene alguna objeción? —Macro se dirigió a los Iceni, impulsandohacia delante el mentón, animándolos a que lo desafiaran. Boadicea hizo lo quepudo para ocultar una sonrisa burlona. Prasutago, como siempre, lo entendió alrevés y asintió moviendo la cabeza enérgicamente.

—¿Peleamos ahora, romano?—No. ¡Ahora no! —espetó Macro, exasperado—. Cuando dispongamos de un

poco más de tiempo y sólo si te portas bien hasta entonces. ¿De acuerdo? Serámejor que te asegures de que le quede claro, Boadicea.

Prasutago pareció decepcionado, pero su buen humor innato superó cualquier

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inclinación a enfurruñarse. Alargó la mano hacia Macro y le propinó al centuriónuna fuerte palmada en el hombro con su enorme manaza.

—¡Ja! Tú buen hombre, romano. Nosotros amigos, quizás.—No cuentes con ello. —Macro sonrió con toda la dulzura que su veterano

rostro lleno de cicatrices le permitía—. Mientras tanto tenemos que decidir lo quevamos a hacer a continuación.

Cato carraspeó.—Señor, se me ocurre que los Druidas tal vez tengan algún lugar sagrado,

algún lugar secreto que sólo conocen ellos.—Sí. ¿Y qué?—Pues que podríamos insistirle a Prasutago sobre ese punto. Al fin y al cabo

en otro tiempo él fue un neófito. Tal vez quiera preguntarle si los Druidas tienenun lugar semejante, algún sitio seguro en el que la familia del general pudieraestar retenida.

—Es verdad. —Macro observó al guerrero Iceni con expresión pensativa—.Me parece que tal vez nuestro hombre nos lo hay a estado ocultando…Pregúntaselo, Boadicea.

Ella se volvió hacia su pariente y se lo tradujo. La expresión del guerrerocambió por completo. Dijo que no con la cabeza.

—¡Na!—Hay alguien que no parece estar muy contento. ¿Qué ocurre?—Dice que no existe semejante lugar sagrado.—Está mintiendo. Y no lo hace muy bien. Será mejor que se lo digas. Y dile

que quiero la verdad, ahora mismo.Prasutago volvió a negar con la cabeza y empezó a alejarse de Macro

arrastrando los pies hasta que el centurión alargó rápidamente la mano y agarróde la muñeca al guerrero Iceni con una fuerza férrea.

—¡Ya basta de sandeces! Quiero que me digas la verdad.Los dos hombres quedaron mirándose fijamente el uno al otro unos instantes

con una expresión rígida e intransigente en sus rostros. Entonces Prasutago movióla cabeza afirmativamente y empezó a hablar en voz baja, con un tono resignadoy temeroso.

—Hay una arboleda sagrada —tradujo Boadicea—. A él lo formaron allídurante un tiempo… Fue allí donde no superó la iniciación al segundo nivel. LosDruidas lo llaman la arboleda de la media luna sagrada. Es el lugar donde Cruachresucitará y reclamará el mundo algún día. Cualquier día. Hasta ese momento suespíritu se cierne como una sombra negra sobre cada piedra, hoja y brizna dehierba del bosquecillo. Se oy e el frío ruido áspero de su respiración al pasar entrelas ramas de los árboles. Prasutago te advierte que Cruach notará vuestrapresencia enseguida y no tendrá piedad con los enemigos de sus servidores. Notendrá piedad.

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—He visto mundo suficiente como para saber que lo único que uno debetemer es a los demás —dijo Macro—. Si tu primo tiene miedo dile que y a lollevaré de la mano.

Boadicea hizo caso omiso del último comentario y siguió adelante con laadvertencia de Prasutago.

—Dice que la arboleda se encuentra en una isla situada en el centro de ungran pantano a unos dos días a caballo de aquí. Hay un pequeño paso elevado queconduce a la entrada principal y que siempre está muy vigilado. Por ahí nuncaconseguiríamos pasar.

—Entonces, hay otra entrada —imaginó Cato con perspicacia—. ¿Unaentrada que Prasutago descubrió?

—Sí. —Boadicea le dirigió una rápida mirada a su pariente y él le hizo ungesto con la cabeza para que continuara hablando—. Él la utilizaba para visitar ala hija de un hombre que estaba al mando de la guardia de los Druidas. Lamuchacha se quedó embarazada y cuando los Druidas descubrieron que habíaroto su juramento de celibato lo expulsaron de la orden.

Macro estalló en carcajadas, cosa que hizo que los demás echaran un vistazoa su alrededor con preocupación, pero no hubo ni un solo movimiento entre losárboles de su entorno.

—¡Oh, vay a! —Macro se enjugó los ojos y le sonrió a Prasutago—. Nopudiste resistirte a un condenado reto, ¿verdad? Te echaron por un polvo… ¡quéimbécil! ¿Sabes? Creo que tal vez nos llevemos bien después de todo.

—Esta entrada —Cato se inclinó para acercarse a Boadicea—, ¿alguien másla conoce?

—Prasutago cree que no. Se trata de una línea de baj íos a través del agua.Acaba en unos matorrales en la orilla de la isla más cercana a la arboleda.Prasutago dice que la marcó con una fila de estacas que taló y colocó muyseparadas.

—¿Podría encontrarla otra vez? ¿Después de todos estos años?—Cree que sí.—Yo no estoy tan seguro —dijo Macro.—Tal vez no —replicó Cato. Pero es la única oportunidad que nos queda,

señor. O la aprovechamos o volvemos a casa con las manos vacías. En cualquiercaso nos enfrentaremos a las consecuencias.

Macro se quedó mirando a Cato un momento antes de contestarle.—¡Qué alentadoras suenan tus palabras!

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Capítulo XXVI

—Tus amigos Druidas han encontrado un buen lugar para esconderse del mundo—masculló Macro al tiempo que escudriñaba el anochecer con los ojosentrecerrados. A su lado, Prasutago dio un gruñido como para entablarconversación y miró de reojo a Boadicea, la cual susurró una rápida traducciónde las palabras del centurión.

—¡Sa! —asintió enérgicamente Prasutago—. Sitio seguro para Druidas. Malsitio para romanos.

—Puede ser. Pero vamos a entrar ahí de todos modos. ¿Tú qué opinas,muchacho?

Los oscuros ojos de Cato observaron con detenimiento el escenario a travésdel enmarañado follaje. Se encontraban en lo alto de una pequeña loma, mirandohacia una gran isla situada al otro lado de una ancha extensión de agua salobre.Parte de la isla parecía natural, el resto era artificial y se sostenía gracias a unossólidos conjuntos de troncos y unos resistentes pilares clavados profundamente enel blando lecho del lago. Una densa espesura de sauces mezclados con fresnos sealzaba a corta distancia de la costa de la isla. Bajo su ramaje se distinguía unaalta empalizada. Sus miradas no podían penetrar más allá. A su derecha, a lolejos, un paso elevado largo y estrecho se alzaba sobre el lago y se extendíahacia una sólida puerta, provista de una torre, que conducía a la arboleda mássagrada y secreta de los Druidas.

—Es un buen emplazamiento, señor. El paso elevado es lo bastante largocomo para mantenerlos fuera del alcance de las flechas y hondas y lo bastanteestrecho para restringir cualquier ataque a un frente de dos o tres hombres.Incluso contra un ejército, con los hombres adecuados los Druidas podrían resistirvarios días, tal vez un mes.

—Buena valoración —asintió Macro moviendo la cabeza en señal deaprobación—. Has aprendido mucho durante el último año. ¿Qué recomendaríasdada la ausencia de un ejército atacante?

—Entrar por el acceso principal es totalmente imposible bajo cualquiercircunstancia ahora que ya han sido alertados de la presencia de Prasutago.Parece ser que no tenemos elección. Tenemos que tratar de entrar por el sitio queél conoce.

Macro miró las sombrías aguas que se extendían entre ellos y la isla de losDruidas. En el terreno más cercano no había orilla, sólo una maraña de juncos yárboles bajos que surgían de un oscuro fango de turba. Si los descubrían mientrastransitaban por ahí no tendrían ninguna posibilidad de escapar. Se asombró ante loseguro que estaba el guerrero Iceni de poder volver a encontrar el camino en laoscuridad. No obstante, Prasutago había jurado por todos sus dioses más sagradosque los llevaría sanos y salvos hasta la isla. Pero tenían que confiar en él y seguir

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sus pasos con sumo cuidado.—Nos iremos cuando haya oscurecido bastante —decidió Macro—. Nosotros

tres. La mujer se queda.—¿Qué? —Boadicea se volvió hacia él con enojo.—¡Chitón! —Macro hizo un gesto con la cabeza hacia la isla—. Si

encontramos a la familia del general pero no conseguimos volver, alguien tieneque llegar hasta la legión y hacérselo saber.

—¿Y cómo exactamente me lo harás saber a mí?Macro sonrió.—No asciendes a centurión si no se te puede oír a distancia.—En esto tiene toda la razón —dijo Cato entre dientes.—Pero, ¿por qué yo? ¿Por qué no dejar aquí a Cato? Me necesitáis como

intérprete.—No hará falta hablar mucho. Además, Prasutago y yo estamos llegando a

un entendimiento, si se le puede llamar así. Ahora ya sabe unas cuantas palabras.Unas cuantas palabras de un verdadero idioma, eso es. ¿No tengo razón?

Prasutago movió su greñuda cabeza en señal de asentimiento.—Así pues, mantén aguzado el oído. Si grito tu nombre, yo o cualquiera de

nosotros, ésa es la señal. Los hemos encontrado. No esperes ni un momento.Regresa donde están los caballos, monta en uno y galopa como el viento.Informa de todo a Vespasiano.

—¿Y qué pasa con vosotros? —preguntó Boadicea.—Si nos oy es gritar a alguno, lo más probable es que ésas sean nuestras

últimas palabras. —Macro alzó una mano y la asió suavemente por el hombro—.¿Te ha quedado todo claro?

—Sí.—Bien, entonces éste es un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar.

Quédate aquí. En cuanto haya oscurecido lo suficiente nos despojaremos de lastúnicas y las espadas y seguiremos a Prasutago hasta la isla.

—Y para variar —dijo Macro en voz baja—, estamos metidos hasta laspelotas en agua helada.

El olor a descomposición que emanaba de las perturbadas aguas que losrodeaban era tan acre que Cato creyó que vomitaría. Aquello era peor quecualquier otra cosa que había olido antes. Peor incluso que la curtiduría situada alotro lado de las murallas de Roma y que una vez visitó con su padre. Los fuertescurtidores, indiferentes al hedor desde hacía tiempo, se habían reído a más nopoder al ver a aquel niñito vestido con los estupendos ropajes imperialesvomitando hasta el hígado en una cuba llena de vísceras de oveja.

Allí en aquel manglar, la acritud de la vegetación podrida se combinaba con

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el olor a excrementos humanos y el hedor dulzón de carne en descomposición.Cato se tapó la nariz con la mano y se tragó la bilis que le subía a la garganta. Almenos la oscuridad ocultaba los desechos que flotaban en torno a sus rodillas. Pordelante de él, más allá de la ancha y oscura mole de Macro, sólo podía ver la altafigura de Prasutago que abría la marcha a través de los juncos. Los tallos cruj íancada vez que el britano avanzaba lentamente de una estaca a otra. La mayoría deellas aún estaban en su sitio y Prasutago sólo se había perdido en una ocasión, enla que había caído en aguas más profundas con un chapoteo y un grito agudo. Lostres se habían quedado paralizados al tiempo que aguzaban el oído por sipercibían cualquier indicación de alarma proveniente de la oscura masa de la islade los Druidas por encima del agua fangosa. Cuando el agua revuelta se apaciguóde nuevo, Prasutago volvió con mucho cuidado a un terreno más firme y sonriódébilmente al centurión.

—Mucho tiempo antes yo aquí —susurró.—Está bien —repuso Macro en voz queda—. Ahora mantén la boca cerrada

y concéntrate en la tarea.—¿Eh?—Que sigas adelante, joder.—Oh. ¡Sa!Al final salieron de entre los juncos y Prasutago se detuvo. La isla aún

parecía encontrarse a cierta distancia pero Cato se fijó en que los carrizos seacercaban más a ella en aquel punto y entendió el motivo de que Prasutagohubiera elegido aquella ruta para sus citas nocturnas. En el agua que quedaba aldescubierto ya no había más estacas para guiarlos. Prasutago iba cambiando deposición y miraba la isla con mucha atención.

Siguiendo su mirada, Cato pudo ver dos troncos de pino muertos que sedestacaban del resto de los árboles de la isla. Estaban tan juntos que desde ciertosángulos daban la impresión de ser un solo tronco, y Cato se dio cuenta de que eramediante su alineación que Prasutago se guiaba a través de las despejadas aguashacia la isla. El Iceni se desvió a la izquierda arrastrando los pies y les hizo unaseñal a los otros dos para que le siguieran.

Moviéndose con lentitud, con el agua que se arremolinaba suavemente entorno a sus rodillas, el grupo puso rumbo hacia la oscura y agorera sombra de laisla de los Druidas.

La fetidez disminuyó a medida que se iban alejando de los carrizos. Cato sepermitió inspirar profundamente unas cuantas veces mientras seguía avanzandocuidadosamente alineado con los demás. Bajo sus pies, notaba el fondoextrañamente blando y flexible, y la firmeza de alguna rama de vez en cuando.Por un momento se preguntó cómo era posible que Prasutago hubiese construidoaquel sendero sumergido. Entonces decidió que debía tratarse únicamente de laenmarañada acumulación de materia caída y muerta que el britano debió haber

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encontrado por casualidad y de la que había sacado provecho. Cato se sonriópara sus adentros. Tal vez le había sacado provecho, pero había servido para quelo expulsaran de la orden de la Luna Oscura.

Pensar en los Druidas hizo que su mente regresara de pronto al presente. Eloscuro perfil de la isla se hallaba cada vez más cerca, imponente contra la másdébil sombra del cielo nocturno, y daba la sensación de que la isla flotara no en elagua, sino en la etérea neblina que emanaba del lago. Sin duda alguna parecía unlugar muy siniestro, reflexionó Cato. El terror que la cara de Prasutago reflejabacada vez que se había referido a este lugar durante los dos últimos días daba aentender que la cosa no terminaba ahí. Pero, ¿qué podía haber en este mundo quefuera tan terrible como para asustar a aquel enorme guerrero? La imaginaciónde Cato se puso en marcha para proporcionar una respuesta y él sintió que unescalofrío de horror le recorría la espalda. Se maldijo por aquel exceso desuperstición pero, a medida que iban deslizándose en silencio a través del agua,sus agudizados sentidos siguieron exagerando cada sonido y cambio en lassombras. Necesitó una gran fuerza de voluntad para evitar que su imaginacióninvocara a los demonios que acechaban invisibles en las orillas de la sagrada islade los Druidas.

En aquellos momentos se hallaban lo bastante cerca de la costa como paraque las ramas exteriores de sus árboles centenarios colgaran sobre ellos. Allevantar la vista a través de los negros y retorcidos zarcillos del sobresalienteramaje, Cato vio las estrellas, fijas e impasibles por encima de la neblina. Luegogiró la vista, por encima de las aguas sombrías, hacia el lugar donde Boadicea losesperaba. Se preguntó si volvería a verla de nuevo y se encontró deseandodesesperadamente ver su rostro una vez más. Aquel espontáneo y vehementedeseo fue bastante impactante y Cato se asombró ante semejante revelación desí mismo.

Se sobresaltó cuando Macro lo agarró del brazo y al echarse atrás provocó unchapoteo en el agua.

—¡No te muevas! —le dijo Macro con un siseo—. ¿Quieres que hasta elúltimo condenado druida de Britania se entere de que estamos aquí?

—Lo siento.Macro se volvió de nuevo hacia Prasutago, que farfullaba algo entre dientes.

El susurro de sus palabras fluía con una cadencia y ritmo que no se parecían ennada al habla cotidiana y Macro se dio cuenta de que aquello debía de ser algúntipo de hechizo. Cuando el britano se calló, Macro le rozó suavemente el hombro.

—Vamos, amigo.Prasutago, lo miró fijamente un momento, silencioso e inmóvil como una

piedra, antes de mover la cabeza con gravedad y volver a avanzar sigilosamente.Aquella parte de la costa se hallaba bordeada de mimbreras reforzadas conpilares de madera y se encontraba a unos sesenta centímetros por encima de las

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gélidas aguas. Subieron tratando de hacer el menor ruido posible, peroinevitablemente el agua goteó y salpicó, con un rumor peligrosamente alto.Prasutago miró con inquietud hacia las sombras bajo los árboles, seguro de quelos debían de haber oído. Pero nada se movió, ni siquiera un soplo de aire agitólas más ligeras de las oscuras ramas. Los tres se quedaron quietos un rato, encuclillas y escuchando. Cato tiritaba mientras esperaba a que Prasutago leshiciera la señal para seguir adelante. Se abrieron camino siguiendo la costa uncorto trecho hasta que llegaron a un sendero que se adentraba en el tenebrosogrupo de árboles. A Cato le pareció que de pronto la noche se había vuelto másfría, como si soplara una brisa, pero en torno a él el aire estaba totalmente encalma.

—¿Por ahí? —susurró Macro.—Sa. Vamos, pero ¡shhh!Mientras avanzaban en silencio por el camino, la oscuridad se cernió sobre

ellos, impenetrable como la tinta, y la atmósfera pareció hacerse aún más fría,esta vez con cierta humedad. Cato contó los pasos que daba, tratando demantener una clara imagen mental de la isla a medida que se iban adentrandocada vez más en ella. Poco después de que hubiera contado cien, los árboles seabrieron, permitiendo el paso del tenue y grato brillo de las estrellas. El senderoterminaba bruscamente en una valla de madera en la que había una puerta. Semantenía cerrada por un simple pestillo que se accionaba tirando de una cuerda.Prasutago se quedó escuchando un momento, pero el centro de la isla se hallabainmerso en un silencio igual de opresivo que el de sus límites y el único sonidoque Cato pudo oír por encima del rápido latir de su corazón fue el ocasionalretumbo de un abejorro a lo lejos, en el pantano. Prasutago tiró de la cuerda consuavidad, el pestillo se levantó y empujó la puerta para abrirla. La atravesódejando a los dos romanos en cuclillas junto a la entrada; al cabo de un momentosu cabeza volvió a aparecer y les hizo una seña.

Al otro lado de la valla se abría un gran claro. Era más o menos circular yestaba flanqueado por unas chozas con tejado de paja y juncos. El suelo erapelado y duro; al dar los primeros pasos, las botas militares de los dos romanosprovocaron un ruido de fuertes pisadas en su superficie antes de que Cato yMacro procuraran poner los pies en el suelo con toda la suavidad posible.Dominando el centro del claro había una enorme choza circular frente a la cualse había erigido una plataforma. Una silla de madera tallada de inmensasproporciones descansaba en medio de la plataforma, y sujetos al alto respaldo sehallaba el par de cuernos más grande que Cato había visto en su vida. Frente a laplataforma estaban los restos de una hoguera sobre una enorme rej illa de hierro.Los rescoldos conferían un tenue tono anaranjado a las volutas de humo que seelevaban en la noche.

No había ni un solo movimiento en el claro. No ardía ninguna antorcha en las

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bases de hierro que había colocadas delante de todas las chozas. No había señalesde vida. Y sin embargo, una inquietante presencia parecía cernirse sobre el claro,como si estuvieran siendo observados desde todas y cada una de las sombras. Noes que Cato intuyera algún tipo de trampa, sino que tenía la sensación de que supresencia había sido detectada por alguien o por algo. Silenciosamente seacercaron a la puerta de la primera choza y entraron en ella con sigilo. Estabaoscuro, demasiado oscuro para poder distinguir ningún detalle, y Macro soltó unamaldición en voz baja.

—No hay nada que hacer, necesitamos un poco de luz.—¡Señor, es una locura! —exclamó Cato entre dientes—. Nos verían

enseguida.—¿Quién? Aquí no hay nadie. Hace horas que no hay nadie… Mira el fuego.—Entonces, ¿dónde están?—Pregúntaselo a él —Macro señaló a Prasutago con el dedo. El britano captó

la pregunta y se encogió de hombros.—Los Druidas se han ido. Se han ido todos.—En ese caso, consigamos un poco de luz para que podamos ver algo —

insistió Macro—. Debemos procurar que no se nos pase nada por alto.Sacó de su soporte la antorcha que tenía más cerca y la metió en las brasas,

lo que hizo que una arremolinada nube de brillantes chispas se alzara volando porlos aires. La antorcha se encendió. Manteniéndola en alto frente a él, Macrovolvió a la primera choza dando grandes zancadas y se agachó para entrar enella. El parpadeante resplandor de la antorcha iluminó el interior con una luztemblorosa. Había varias camas a un lado, cubiertas con mantas y pieles. Al otrohabía una hornacina, contra la cual se apoyaban un par de pequeñas arpas.Algunas fuentes y copas de cerámica estaban apiladas junto a una tina de agua.

—No hay chimenea para cocinar —reflexionó Cato.—No cocinan —dijo Prasutago—. Otros traen comida para los Druidas.—Se aprovechan de la gente normal y corriente, ¿eh? —Cato sacudió la

cabeza—. Es lo mismo en todo el mundo, por lo que a los sacerdotes se refiere.Macro chasqueó los dedos.—Cuando vosotros dos hayáis terminado con vuestra fascinante conversación

teológica, os recuerdo que tenemos unas cuantas chozas que registrar. Buscadcualquier señal de la familia del general.

Registraron minuciosamente todas las chozas pero, aparte de las escasasposesiones de los Druidas, no encontraron nada que indicara que algún romanohabía estado allí.

—Vamos a probar en la choza grande —sugirió Cato—. Me imagino que esallí donde vive el jefe de los Druidas.

—De acuerdo —asintió Macro.—¡Na!

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Los romanos se volvieron a mirar a Prasutago. Se había quedado a la entradade la última choza que habían inspeccionado, paralizado, con una mirada deterror absoluto en su rostro. Movió la cabeza de manera suplicante.

—¡Yo no entrar!Macro se encogió de hombros.—Haz lo que quieras. Vamos, Cato.La entrada era tan impresionante como la choza en sí. Un enorme armazón

de madera, de dos veces la altura de un hombre, estaba coronado por un dinteltallado con grabados de unos rostros horribles e inhumanos, unos rostros ferocesque aullaban mostrando unos dientes puntiagudos. En sus fauces y acían loscuerpos medio devorados de hombres y mujeres con la boca abierta de terror.Tan imponentes eran aquellas imágenes que Macro se detuvo en el umbral ylevantó la antorcha para verlas mejor.

—¿Qué demonios es esto?—Me imagino que es lo que el futuro le depara a la humanidad cuando

Cruach resurja y reivindique su dominio, señor.Macro se volvió hacia Cato con las cejas arqueadas.—¿Eso crees? No pienses que querría tropezarme con este tal Cruach en una

calle oscura.—No, señor.Justo en la entrada colgaban toda una serie de pesadas pieles de animales que

obstruían totalmente la visión del interior. Macro las echó a un lado y entró en losaposentos del jefe de los Druidas. Levantó la antorcha y soltó un silbido.

—¡Menudo contraste!Cato asintió mientras su mirada recorría las pieles que cubrían la mayor parte

del suelo, las grandes camas tapizadas colocadas a un lado, la formidable mesade roble y las sillas de talla elaborada. Sobre la mesa estaban los restos de unbanquete a medio terminar. Delante de las sillas había unas enormes fuentes demadera llenas de trozos de carne que descansaban aún sobre sus jugossolidificados. Junto a las bandejas había pedazos de pan y queso. Las cuernas seapoy aban en unos intrincados soportes de oro decorados al estilo celta.

—Parece que los Druidas superiores saben vivir bien —sonrió Macro—. Nome extraña que quieran esconderse de las miradas indiscretas. Pero, ¿qué es loque hizo que se marcharan con tanta prisa?

—¡Señor! —Cato señaló al otro extremo de la choza. Una pequeña jaula demadera descansaba sobre el suelo de tierra desnudo. La puerta estabaentreabierta. Se acercaron a ella. Dentro no había nada, aparte de un orinal cuy aparte superior, afortunadamente, estaba tapada. Cato miró con más detenimientoy se inclinó sobre la jaula al tiempo que alargaba la mano hacia la cubierta, queno era más que un pedacito de tela.

—Dudo que estén ahí escondidos —dijo Macro.

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—No, señor. —Cato retiró la tela y la sostuvo en alto para examinarla conmás atención a la luz de la antorcha. Era seda, con un dobladillo bordado. Estabamanchada en el centro.

—¡Vay a aroma que has destapado! —Macro arrugó la nariz—. Ahora vuelvea ponerlo en su sitio.

—Señor, es la prueba que estábamos buscando. ¡Mire! —Cato le tendió la telaa su centurión para que la viera—. Es de seda, diseñada en Roma, y el fabricanteha bordado un pequeño símbolo en la esquina.

Macro se quedó mirando el cuidado diseño: Una cabeza de elefante, elmotivo familiar de los Plautio.

—¡Pues ya está! Están aquí. O al menos lo estaban. ¿Pero dónde están ahora?—Deben de haber ido con los Druidas.—Tal vez. Será mejor que inspeccionemos el lugar por si encontramos algún

otro indicio de la familia del general… o de lo que pueda haber sido de ellos.Fuera de la choza Prasutago no pudo disimular su alivio al encontrarse de

nuevo en compañía de otros seres humanos.Macro le tendió la seda.—Estuvieron aquí.—¡Sa! Ahora nos vamos, ¿sí?—No. Seguiremos buscando. ¿Hay algún otro lugar en la isla donde pudieran

haberlos llevado?Prasutago lo miró sin comprender. Macro trató de simplificar lo que quería

decir.—Seguiremos buscando. ¿Otro lugar? ¿Sí?Prasutago pareció entenderlo y se volvió para señalar un sendero que

conducía hacia los árboles que había justo enfrente de la silla astada.—Allí.—¿Qué hay allí?Prasutago no respondió y continuó con los ojos clavados en el sendero. Macro

vio que estaba temblando. Cogió al guerrero del hombro y lo zarandeó.—¿Qué hay allí?Prasutago dejó de mirar el camino y se volvió hacia él, con unos ojos como

platos a causa del terror.—Cruach.—¿Cruach? ¿Ese tétrico dios vuestro? Me tomas el pelo.—¡Cruach! —insistió Prasutago—. La arboleda sagrada de Cruach. Su lugar

en este mundo.—Eres muy hablador cuando estás cagado de miedo, ¿eh? —Macro sonrió—.

Vamos, hombre. Vamos a charlar un poco con este tal Cruach. Vamos a ver dequé pasta está hecho.

—Señor, ¿es eso prudente? —preguntó Cato—. Hemos encontrado lo que

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vinimos a buscar. Dondequiera que esté la familia del general, ahora no está aquí.Deberíamos irnos antes de que nos descubran.

—No hasta que no hayamos investigado la arboleda —replicó Macro confirmeza—. Ya basta de tonterías. Vamos.

Con Macro al frente, los tres hombres cruzaron el claro a grandes zancadas yempezaron a seguir el camino. Bajo la titilante luz de la antorcha que llevabandelante veían los nudosos troncos de los robles que bordeaban la ruta a amboslados.

—¿Está muy lejos la arboleda? —preguntó Macro.—Cerca —susurró Prasutago, que no se alejaba de la parpadeante antorcha.A su alrededor los árboles estaban silenciosos; nada se movía entre ellos, ni un

búho ni cualquier otra criatura de la noche. Era como si la isla estuviera bajoalguna clase de hechizo, decidió Cato. Entonces se dio cuenta de que volvía anotarse el olor a descomposición. A cada paso que daban por el sendero, elaroma a muerte y el pútrido dulzor se hacían más intensos.

—¿Qué ha sido eso? —Macro se paró de pronto.—¿Qué ha sido el qué, señor?—¡Calla! ¡Escuchad!Los tres se detuvieron y aguzaron el oído para ver si oían algo por encima del

chisporroteo y el murmullo anormalmente altos de la antorcha. Entonces Cato looyó: un suave gemido que aumentó de volumen y decreció hasta convertirse enun quej ido. Luego una voz masculló algo. Unas extrañas palabras que él no pudoentender del todo.

—Desenvainad —ordenó Macro en voz baja, y los tres hombres sacaron lashojas de sus vainas con cuidado.

Macro avanzó y sus compañeros lo siguieron con nerviosismo, forzando lossentidos para intentar descubrir el origen de aquel ruido. Frente a ellos, el senderoempezó a ensancharse y de la oscuridad surgió imponente una estaca con unaforma abultada en lo alto. Al acercarse, la luz de la antorcha iluminó las oscurasmanchas que se deslizaban por toda su longitud y la cabeza clavada en elextremo.

—¡Mierda! —exclamó entre dientes el centurión—. Me gustaría que losceltas no hicieran estas cosas.

Se encontraron con más estacas, todas ellas con una cabeza en estado dedescomposición más o menos avanzado. Todas estaban colocadas de cara alsendero, de modo que los tres intrusos caminaban bajo la mirada de los muertos.Una vez más Cato tuvo la sensación de que el aire era más frío de lo normal yestaba a punto de expresarlo en voz alta cuando un nuevo quej ido rompió elsilencio. Provenía del otro extremo de la arboleda, más allá del oscilante foco deluz de la antorcha. En aquella ocasión el gemido creció en intensidad y seconvirtió en un desgarrador lamento agónico que atravesó la oscuridad y heló la

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sangre de los tres mortales.—¡Nos vamos! —murmuró Prasutago—. ¡Nos vamos ahora! ¡Viene Cruach!—¡Y una mierda! —replicó Macro—. Ningún dios hace un sonido como éste.

¡Venga, cabrón! Ahora no te acobardes.Llevó al britano casi a rastras hacia el sonido y Cato lo siguió a regañadientes.

En realidad, con mucho gusto se habría dado la vuelta y se habría alejado a todocorrer de la arboleda, pero eso hubiera significado abandonar la seguridad delresplandor que proporcionaba la antorcha. La posibilidad de encontrarse solo yperdido en aquel terrible y siniestro mundo de los Druidas hizo que se pegara todolo posible a los demás.

Otro grito se alzó en la noche, mucho más cerca entonces, y frente a ellossurgió imponente la losa de un altar, y más allá el ser que emitía los alaridos deagonía que tanto parecían formar parte de aquel espantoso lugar.

—¿Qué diablos es eso? —gritó Macro. A no más de quince pasos de distancia,al otro lado del altar, la figura de un hombre se retorcía lentamente. Se hallabasuspendido de una viga de madera, atado a su rugosa superficie por losantebrazos. Por debajo estaba empalado en una larga vara que penetraba en sucuerpo justo por debajo de los testículos. Mientras observaban, el hombre trató dealzarse, tirando de las cuerdas que amarraban sus brazos. Asombrosamente,consiguió hacerlo durante unos momentos antes de que le abandonaran lasfuerzas y volviera a deslizarse hacia abajo, lo cual provocó que soltara otroterrible lamento de agonía y desesperación. Aquel ruido inhumano dio paso aplegarias y maldiciones proferidas en un lenguaje que a Cato casi le era tanfamiliar como su propio latín.

—¡Está hablando en griego!—¿Griego? No es posible… A menos que… —Macro se acercó más a aquel

hombre, levantando la antorcha mientras se aproximaba— …sea Diomedes…El griego se movió al oír su nombre y se obligó a abrir los párpados.—¡Ayudadme! —farfulló en latín con los dientes fuertemente apretados—.

¡Ay udadme, por caridad!Macro miró a sus compañeros.—¡Cato! Sube a esa viga y córtale las ataduras. ¡Prasutago! ¡Sujétalo para

que no se clave más con su propio peso!El britano apartó la vista del terrible espectáculo y se quedó mirando sin

comprender a Macro, quien rápidamente imitó la acción de levantar algo conuna mano al tiempo que con la otra señalaba a Diomedes. Prasutago asintió conla cabeza y se apresuró a ir hacia allá. Agarró al griego por las piernas y lolevantó con cuidado, soportando todo el peso de Diomedes con sus fuertes brazossin ningún problema. Mientras tanto, Cato, que nunca fue de complexiónexcesivamente atlética, trataba de trepar a uno de los postes que sostenían eltravesaño. Con un suspiro de impaciencia, Macro fue hacia allí y se puso de

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espaldas al poste.—¡Usa mis hombros para subir!Una vez en la viga transversal, Cato avanzó lentamente por ella hasta la

primera atadura. Su espada cortó la gruesa cuerda, no sin dificultad, hasta que elbrazo del griego se soltó y cayó desmadejado contra su costado. Cato se estirópara llegar a la otra atadura y al cabo de un momento el otro brazo estuvo suelto.El optio saltó al suelo desde la viga transversal.

—Ahora saquémoslo de la estaca. ¡Levántalo, idiota!Prasutago lo entendió y con toda la fuerza de sus brazos empezó a empujar al

griego hacia arriba para librarlo de la estaca que le penetraba profundamente enel cuerpo. Se oyó un húmedo sonido de succión de la herida y luego unamortiguado chirrido de hueso. Diomedes echó la cabeza hacia atrás y lanzó ungrito a los cielos.

—¡Mierda! ¡Ten cuidado, estúpido!Con un empujón, Prasutago acabó de sacar al griego de la estaca y lo

depositó con suavidad en el altar. Un oscuro chorro de sangre manó de la heridaabierta allí donde antes estaba el ano de Diomedes y Cato se estremeció al veraquello. El griego temblaba de forma intermitente y sus ojos giraban en lascuencas mientras luchaba contra aquel terrible y mortal sufrimiento. Se hallabamuy próximo a la muerte.

Macro se inclinó y le habló al oído a Diomedes.—Diomedes. Te estás muriendo. Eso nadie puede evitarlo. Pero puedes

ayudarnos. Ayúdanos a vengarnos de los hijos de puta que te hicieron esto.—Druidas —dijo jadeando Diomedes—. Traté de… hacérselo pagar… Traté

de encontrarlos.—Y los encontraste.—No… Me atraparon ellos primero… Me trajeron aquí… y me hicieron

esto.—¿Viste a algún otro prisionero?Un espasmo de dolor le crispó las facciones. Cuando se calmó un poco,

movió la cabeza en señal de afirmación.—La familia del general…—¡Sí! ¿Los viste?Diomedes apretó los dientes.—Estaban… aquí.—¿Y dónde están ahora? ¿Adónde se los han llevado?—Se han ido… Oí que alguien decía… que se refugiarían en… la Gran

Fortaleza. Ellos la llaman Mai Dun… Era el único lugar seguro… después dedescubrir que habían sido… traicionados por un druida.

—¿La Gran Fortaleza? —Macro frunció el ceño—. ¿Cuándo fue eso?—Esta mañana… creo. —Diomedes suspiró. Sus fuerzas se iban debilitando

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rápidamente a medida que la sangre salía a borbotones de la herida abierta. Seconvulsionó cuando otro agónico espasmo le recorrió el cuerpo. Una de susmanos agarró la túnica del centurión.

—Por piedad… mátame… ahora —siseó entre dientes.Macro se quedó mirando un momento aquellos ojos de loco y luego

respondió con dulzura:—De acuerdo. Haré que sea rápido.Diomedes movió la cabeza en señal de gratitud y cerró fuertemente los ojos.—Sujeta la antorcha —ordenó Macro, y se la pasó a Cato.Luego levantó el brazo del griego a un lado, dejando la axila al descubierto, y

clavó la mirada en el rostro de Diomedes.—Has de saber una cosa, Diomedes. Juro por todos los dioses que vengaré tu

muerte y la de tu familia. Los Druidas pagarán por todo lo que han hecho.Cuando la expresión del griego se suavizó, Macro le clavó profundamente la

espada en la axila y le atravesó el corazón dejando escapar un gruñido animaldebido al esfuerzo. El cuerpo de Diomedes se puso tenso un instante y en la bocase le ahogó un grito cuando el impacto del golpe se llevó el agónico aliento de suspulmones. Luego su cuerpo quedó flácido y la cabeza le cayó de lado, con lavidriosidad de la muerte en sus ojos. Durante un instante nadie dijo nada. Macroextrajo la hoja y la limpió con los sucios restos de la túnica del griego. Levantó lavista para mirar a Prasutago.

—Habló de la Gran Fortaleza. ¿La conoces?Prasutago inclinó la cabeza, oy endo las palabras pero incapaz de apartar la

mirada de Diomedes.—¿Puedes llevarnos allí?Prasutago volvió a asentir con la cabeza.—¿Está muy lejos?—Tres días.—Entonces será mejor que nos pongamos en marcha. Los Druidas nos llevan

un día de ventaja. Si nos damos prisa todavía podríamos alcanzarlos antes de quelleguen a esa Gran Fortaleza suya.

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Capítulo XXVII

—No vamos a alcanzarlos, ¿verdad? —le dijo Cato a Boadicea en tanto quemascaba un correoso trozo de galleta.

Tras la muerte de Diomedes se habían reunido rápidamente con Boadiceapara empezar enseguida con su persecución de los Druidas. Aún después de quehubiera amanecido, Macro les ordenó continuar; la necesidad de alcanzar a losDruidas y a sus prisioneros antes de que pudieran refugiarse en la Gran Fortalezapesaba más que el riesgo de ser descubiertos. La precipitada traducción facilitadapor Boadicea dejó claro que una vez dentro de las extensas defensas de lafortaleza, protegidas por una numerosa guarnición de guerreros escogidos (laescolta del rey de los durotriges), los rehenes ya no tendrían ninguna posibilidadde ser rescatados. La familia del general sería intercambiada (si Aulo Plautiopermitía que lo humillaran hasta el extremo de que ello destruy era su carrera) obien sería quemada viva dentro de un muñeco de mimbre ante la vista de losDruidas de la Luna Oscura.

Así pues, los dos romanos y sus guías Iceni cabalgaron durante toda la nochey gran parte del día siguiente hasta que fue evidente que las monturas estabanagotadas y que caerían muertas si las obligaban a seguir adelante. Manearon loscaballos en el corral en ruinas de una granja abandonada y les dieron lo quequedaba de la comida que llevaban los ponis. Al día siguiente, antes del alba,volverían a ponerse en marcha.

Prasutago hizo el primer turno de guardia mientras los demás comían ytrataban de dormir, acurrucados en sus capas bajo el frío aire de principios deprimavera. Macro, como siempre, se sumió en un sueño profundo en cuanto sehizo un ovillo bajo la capa. Pero Cato estaba inquieto, atormentado por el terribledestino de Diomedes y el panorama que les esperaba, y no hacía más quemoverse y preocuparse. Cuando ya no pudo aguantarlo más, se echó la capahacia atrás y se levantó.

Añadió un poco más de madera a las refulgentes brasas del fuego y sacó desu alforja una de las tiras de carne de ternera secada al aire. La carne estabadura como la madera y sólo podía engullirse tras haberla masticado un buen rato.Lo cual ya le iba bien a Cato, que necesitaba algo en lo que mantenerse ocupado.Iba por su segunda tira de carne seca cuando Boadicea se unió a él frente alfuego. Se habían arriesgado a hacer una pequeña hoguera, escondida entre lasparedes medio desmoronadas de la granja abandonada. El techo de paja yjuncos se había venido abajo y en aquellos momentos unas perezosas llamaslamían los restos de madera de la techumbre que Cato había cortado en pedazospara usarlos de combustible.

—Puede que sí los alcancemos —le respondió ella—. Tu centurión cree quelo lograremos.

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—¿Y qué pasa si lo hacemos? —dijo Cato en voz baja al tiempo que echabauna rápida mirada al bulto que formaba su centurión—. ¿Qué serán capaces deconseguir tres hombres contra quién sabe cuántos Druidas? Además, tendránalgún tipo de escolta. Será un suicidio.

—No busques siempre el lado más negro de una situación —le reprendióBoadicea—. Somos cuatro, no tres. Y Prasutago vale por diez de cualesquieraguerreros durotriges que hayan existido. Por lo que yo sé, tu centurión también esun formidable luchador. Los Druidas van a tener trabajo con esos dos. Yo llevomi arco, y hasta mis pequeñas flechas de caza pueden matar a un hombre sitengo suerte. Con lo cual quedas tú. ¿Cómo eres de bueno combatiendo, Cato?

—Me defiendo. —Cato se abrió la capa y dio unos golpecitos con los dedossobre la condecoración que le habían otorgado por salvarle la vida a Macrodurante una escaramuza hacía más de un año—. No me dieron esto porencargarme de los registros.

—Estoy segura de que no. No era mi intención ofenderte, Cato. Sólo trato decalcular nuestras posibilidades contra los Druidas y, bueno, tú no tienes ni el físiconi el aspecto de un asesino precisamente.

Cato sonrió débilmente.—En realidad no intento parecer un asesino. No me parece estéticamente

agradable.Boadicea se rió.—Las apariencias no lo son todo.Al decirlo, giró la cabeza para mirar al centurión que dormía y Cato vio que

sonreía. La ternura de su expresión desentonaba con la fría tensión que habíaparecido existir entre ella y Macro durante los últimos días y Cato se dio cuentade que todavía albergaba más afecto por Macro del que estaba dispuesta areconocer. No obstante, la relación que pudiera haber entre su centurión yaquella mujer no era asunto suyo. Cato tragó el trozo de ternera que había estadomasticando y metió el resto en su macuto.

—Las apariencias engañan, de eso no hay duda —estuvo de acuerdo Cato—.La primera vez que te vi en Camuloduno nunca hubiera dicho que tú disfrutarascon estos asuntos de capa y espada.

—Yo podría decir lo mismo de ti.Cato se sonrojó y luego sonrió ante su reacción.—No eres la única. He tardado bastante en ganarme cierta aceptación en la

legión. No es culpa mía, ni de ellos. No es fácil aceptar que te endilguen a un tipode diecisiete años que tiene el rango de optio por la única razón de que su padreresultó ser un fiel esclavo al servicio de la secretaría imperial.

Boadicea se lo quedó mirando fijamente.—¿Es eso cierto?—Sí. No creerás que soy lo bastante mayor como para haber ganado

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semejante ascenso tras años de ejemplar servicio como soldado, ¿no?—¿Tú querías ser soldado?—Al principio no. —Cato sonrió avergonzado—. Cuando era niño me

interesaban mucho más los libros. Quería ser bibliotecario, o tal vez inclusoescritor.

—¿Escritor? ¿Y qué hace un escritor?—Escribe historias, o poesía, u obras de teatro. Tendréis escritores aquí en

Britania, ¿no?Boadicea negó con la cabeza.—No. Tenemos sólo algunos escritos. Los hemos heredado de los antiguos.

Sólo un puñado de personas conocen sus secretos.—Pero, ¿cómo conserváis las historias? ¿Vuestra historia?—Aquí. —Boadicea se dio un golpecito en la cabeza—. Nuestras historias se

transmiten oralmente de generación en generación.—Parece un método muy poco fiable de preservar los datos. ¿No existe la

tentación de tratar de mejorar la historia cada vez que se cuenta?—Pero es que se trata de eso precisamente. Lo que importa es la historia.

Cuanto mejor se vuelve, cuanto más se adorna, cuanto más cautiva a laaudiencia, más se engrandece y más nos enriquecemos nosotros como pueblo.¿No es así en Roma?

Cato consideró el asunto un momento en silencio.—La verdad es que no. Algunos de nuestros escritores narran historias, pero

muchos son poetas e historiadores y se enorgullecen de contar los hechos, simpley llanamente.

—¡Qué aburrido! —Boadicea hizo una mueca—. Pero debe de haber gente ala que se educa para contar historias como hacen nuestros bardos, ¿no?

—Algunos —admitió Cato—. Pero no se les tiene la misma estima que a losescritores. Son meros intérpretes.

—¿Meros intérpretes? —Boadicea se rió—. Francamente, sois una gente muyrara. ¿Qué es lo que crea un escritor? Palabras, palabras, palabras. Simplesmarcas en un pergamino. Un narrador de historias, uno bueno, claro, crea unhechizo que obliga a su audiencia a compartir otro mundo. ¿Pueden hacer eso laspalabras escritas?

—A veces —dijo Cato, a la defensiva.—Sólo para aquellos que saben leer. ¿Y cuánta gente de entre un millar de

romanos sabe hacerlo? Sin embargo, cualquier persona que oiga puede compartiruna historia. De modo que, ¿qué es mejor? ¿La palabra escrita o la oral? ¿Y bien,Cato?

Cato frunció el ceño. Aquella conversación le empezaba a producirdesasosiego. Demasiadas verdades eternas de su mundo corrían peligro de sersocavadas si llegaba a considerar la visión que Boadicea le ofrecía. Para él, la

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palabra escrita era la única manera fiable de poder preservar el patrimonio deuna nación. Tales registros podían dirigirse a las diversas generaciones con lamisma inmediatez y exactitud que cuando fueron escritos. Pero, ¿de qué lesservía tal maravilloso recurso a las masas analfabetas que abarrotaban elImperio? Para ellos sólo una tradición oral, con todos sus puntos débiles, seríasuficiente. El hecho de que ambas tradiciones pudieran ser complementarias leresultaba odioso según su visión de la literatura y no iba a aceptarlo. Los libroseran el verdadero medio por el cual se podía mejorar la mente. Los cuentos yleyendas populares eran un mero paliativo para engatusar y apartar al ignorantedel verdadero camino de la superación personal.

Esto lo llevó a considerar la naturaleza de la mujer que tenía ante él. Estabaclaro que se enorgullecía de su raza y la herencia cultural de la misma, yademás era instruida. ¿Cómo si no había llegado a adquirir semejante dominiodel latín?

—Boadicea, ¿cómo aprendiste a hablar latín?—Igual que cualquiera que aprende un idioma extranjero: practicando

mucho.—Pero, ¿por qué latín?—También hablo un poco de griego.Cato enarcó visiblemente las cejas. Aquello era un logro considerable en una

cultura tan atrasada, y sintió curiosidad.—¿De quién fue la idea de que aprendieras estas lenguas?—De mi padre. Hace años que se dio cuenta de que las cosas estaban

cambiando. Ya entonces se habían adentrado en nuestras costas comerciantesvenidos de todas partes de vuestro mundo. Desde que tengo memoria, el griego yel latín han formado parte de mi vida. Mi padre sabía que algún día Roma nopodría resistir la tentación de apoderarse de esta isla. Cuando llegara ese día, losque estuvieran familiarizados con la lengua de los soldados del águila sacaríanmayor provecho del nuevo orden. Mi padre se consideraba demasiado viejo yocupado para aprender un nuevo idioma, así que me asignaron a mí la tarea y yohablaba en su nombre en los tratos con los comerciantes.

—¿Quién te enseñó?—Un viejo esclavo. Mi padre lo había importado del continente. Había

enseñado a los hijos de un procurador en Narbonensis. Cuando éstos llegaron a laedad adulta, el tutor y a no le servía de nada al procurador y éste lo puso en venta—Boadicea sonrió— creo que se sorprendió un poco cuando llegó a nuestra aldeadespués de pasarse todos esos años en una casa romana. Bueno, en resumidascuentas, mi padre fue duro con él y él a su vez lo fue conmigo. Así que aprendílatín y griego y cuando el tutor murió, y o y a había alcanzado la fluidez suficientepara servir los intereses de mi padre. Y ahora los tuyos.

—¿Mis intereses?

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—Bueno, los de Roma. Parece ser que los jefes más viejos y sabios de entrelos ancianos Iceni creen que debemos condicionar nuestro futuro al de Roma. Demanera que hacemos todo lo posible por convertirnos en fieles aliados y servir aRoma en sus guerras contra aquellas tribus lo bastante estúpidas como paraoponer resistencia a las legiones.

A Cato no le pasó desapercibido el tono resentido de sus palabras. Alargó lamano hacia el montoncito de madera y puso otro trozo de la viga astillada deltejado en la pequeña hoguera. La leña seca prendió enseguida con unchisporroteo y un sonido sibilante. Las llamas iluminaron las facciones deBoadicea y las tiñeron de un rojo encendido que la hizo parecer hermosa yaterradora al mismo tiempo, y a Cato se le aceleró el corazón. Antes, cuando ellaera la chica de Macro y él aún lloraba la muerte de Lavinia, no la habíaencontrado atractiva. Pero entonces, mientras miraba a Boadicea con disimulo,sintió un incomprensible deseo por ella. Rápidamente se previno a sí mismocontra tales sentimientos. Si Prasutago sospechaba que se había encaprichado dela que iba a ser su esposa, ¿quién sabe cómo iba a reaccionar? A juzgar por ladesagradable escena que había tenido lugar en aquella posada de Camuloduno,Boadicea era una mujer a la que era mejor dejar en paz.

—Me da la impresión de que no apruebas del todo la política de los ancianosde tu tribu.

—He oído cómo acostumbra a tratar Roma a sus aliados —Boadicea levantóla vista del fuego con los ojos brillantes—. Creo que los ancianos no tienen lospies en el suelo. Una cosa es hacer un trato con una tribu vecina o conceder losderechos comerciales a algún mercader griego. Otra cosa muy distinta es hacerde diplomáticos con Roma.

—Por norma general Roma es muy agradecida con sus aliados —protestóCato—. Creo que a Claudio le gustaría ver su Imperio como una familia denaciones.

—¿Ah, sí? —Boadicea sonrió ante la ingenuidad del muchacho—. De modoque vuestro Emperador es una especie de figura paterna, y supongo que vosotros,los fornidos legionarios, sois sus hijos mimados. Las provincias son sus hijas,fértiles y productivas, madres de la riqueza del Imperio.

Cato parpadeó ante aquella metáfora absurda y estuvo a punto de reírse.—¿No te das cuenta de lo que significa ser un aliado de Roma? —prosiguió

Boadicea—. Nos amedrentáis. ¿Cómo crees que le sienta eso a la gente comoPrasutago? ¿De verdad piensas que adoptará mansamente cualquier papel que tuEmperador le asigne? Preferiría morir antes que entregar sus armas yconvertirse en granjero.

—Entonces es que es idiota —replicó Cato—. Nosotros ofrecemos el orden yun modo de vida mejor.

—Según vuestro punto de vista.

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—Es el único que conocemos.Boadicea lo miró con dureza y luego suspiró.—Cato, tú tienes un buen corazón. Eso ya lo veo. No es que la haya tomado

contigo. Me limito a poner en duda los motivos de aquellos que dirigen tusenergías. Eres lo bastante inteligente como para hacerlo por ti mismo, ¿no? Notienes por qué ser igual que la may oría de tus compatriotas, como aquí tucenturión.

—Creí que te gustaba.—Me… me gustaba. Es un buen hombre. Es honesto con la misma intensidad

que Prasutago orgulloso. Además, es atractivo.—¿Ah, sí? —Entonces Cato sí que se quedó verdaderamente atónito. Él nunca

hubiera definido a Macro como una persona apuesta. Aquel rostro curtido y llenode cicatrices lo había asustado la primera vez que vio al centurión siendo él unnuevo recluta. Aunque poseía un sincero encanto natural que hacía que loshombres de su centuria le fueran incondicionalmente fieles. Pero, ¿dónderadicaba su atractivo para las mujeres?

Boadicea sonrió ante la asombrada y confundida expresión de Cato.—Lo digo en serio, Cato. Pero eso no basta. Él es romano, yo pertenezco a la

tribu de los Iceni, la diferencia es demasiado grande. En cualquier caso,Prasutago es un príncipe de mi pueblo y puede que algún día sea rey. Tiene unpoco más que ofrecer que el empleo de centurión. Así pues, debo hacer lo quemi familia desea y casarme con Prasutago, y ser leal a mi gente. Y esperar queRoma cumpla su palabra y deje que los reyes de los Iceni sigan gobernando a supropio pueblo. Somos una nación orgullosa y sólo podemos soportar la alianzaque nuestros ancianos han negociado con Roma siempre y cuando seamostratados como iguales. Si llega un día en el que se nos deshonra de algunamanera, entonces, romanos, sabréis cuán terrible puede ser nuestra ira.

A Cato le inspiró una franca admiración. Sería un desperdicio que seconvirtiera en esposa de un militar, de eso no cabía duda. Si alguna vez hubo unamujer nacida para ser reina, ésa era Boadicea, aunque su despreocupado y hastacínico rechazo de Macro le dolió mucho.

Boadicea bostezó y se frotó los ojos.—Basta de charla, Cato. Deberíamos descansar un poco.Mientras él alimentaba el fuego, Boadicea se envolvió en su gruesa capa con

capucha y le dio unos puñetazos a su morral para utilizarlo como duro apoy opara la cabeza. Cuando se convenció de que sería lo bastante cómodo, le guiñó unojo a Cato y, volviendo la espalda al fuego, se acurrucó y se dispuso a dormir.

A la mañana siguiente comieron unas galletas y se pusieron con rigidez alomos de sus caballos. Los ponis y a no eran necesarios y los dejaron sueltos paraque se las arreglaran solos. Al sur, a varias millas de distancia, una fina nube dehumo se elevaba perezosamente hacia el despejado cielo y debajo se divisaban

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las oscuras formas de unas chozas en la curva de un arroyo. Allí era donde losDruidas habían pasado la noche, les dijo Prasutago. A lo lejos se veía a un grupode j inetes que escoltaban un carro cubierto. Cato todavía no tenía claro cómopodían enfrentarse ellos cuatro a un grupo mucho may or de Druidas y salirvictoriosos. Por su parte, Macro se sentía frustrado al no poder hacer otra cosaque seguir a su enemigo y esperar pasivamente a que se presentara unaoportunidad para intentar el rescate. Y mientras tanto los Druidas se ibanacercando cada vez más a los inexpugnables terraplenes de la Gran Fortaleza.

Durante el transcurso de aquel día primaveral Prasutago los condujo porsenderos estrechos sin perder de vista un solo momento a los j inetes y su carretay acortando la distancia únicamente cuando no existía ningún riesgo de que losvieran. Ello exigía un nivel de atención agotador. A última hora de la tarde aúnhabía cierta distancia entre ellos y el enemigo, pero estaban lo bastante cercapara ver que el carro iba protegido por una veintena de Druidas a caballo con suscaracterísticas capas negras.

—¡Carajo! —dijo Macro al mirar a lo lejos con los ojos entrecerrados—.Veinte contra tres no nos da unas probabilidades muy buenas.

Prasutago se limitó a encogerse de hombros e hizo avanzar su caballo por uncamino lleno de maleza que subía serpenteando por la ladera de una colina. LosDruidas quedaron ocultos un momento tras una línea de árboles. Los otros fuerontrotando tras él hasta detenerse en un sendero cubierto de hierba justo debajo dela cima desde la que pudieron ver a los Druidas que seguían rumbo al sudeste.Macro iba el último, observando la columna, cuando Cato frenó de pronto yobligó al centurión a dar un fuerte tirón de las riendas para evitar chocar contra eltrasero de la montura de Cato.

—¡Eh! ¿A qué coño juegas?Pero Cato no hizo caso del comentario de su centurión.—Por todos los infiernos… —masculló con sobrecogimiento al ver el

panorama que se extendía ante él.Cuando Macro llevó a su montura junto a él, vio también la enorme extensión

de terraplenes de múltiples niveles que se alzaban desde la llanura que teníandelante. Con el buen ojo para el terreno que últimamente había desarrollado,Cato captó todos los detalles de las rampas hábilmente traslapadas que defendíanla entrada más próxima y los bien dispuestos reductos desde los que cualquieratacante caería bajo las bien dirigidas descargas de flechas, lanzas y proyectilesde honda. En el nivel más alto de aquel poblado fortificado una sólida empalizadacercaba el recinto. Cato calculó que, de un extremo a otro, la plaza fuerte debíade tener casi ochocientos metros.

Por debajo de la fortaleza, el ondulado paisaje boscoso quedaba dividido porel sereno serpentear de un río.

—Estamos apañados —dijo Macro en voz baja—. En cuanto los Druidas

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pongan a la familia del general a buen recaudo ahí dentro, no habrá nadie quesea capaz de llegar hasta ellos.

—Tal vez —replicó Cato—. Pero cuanto más grande es la línea de defensa,menos concentrada está la guardia.

—¡Ah, mira qué bien! ¿Te importa si algún día cito tus palabras? ¡Idiota!Cato tuvo la desgracia de sonrojarse de vergüenza ante su precoz comentario

y Macro movió la cabeza satisfecho. No había que dejar que esos chicos sevolvieran unos engreídos. Delante de ellos Prasutago había dado la vuelta a sucaballo y en aquel momento levantó el brazo para señalar hacia la plaza.Mientras hablaba, lo iluminó grandiosamente un halo de brillante luz del sol quecontrastaba contra el cielo azul.

—La Gran Fortaleza…—¡No me digas! —gruñó Macro—. Gracias por hacérnoslo saber.A pesar de la sarcástica respuesta, Macro siguió recorriendo aquella

estructura con su mirada profesional, preguntándose si podría tomarse en cuantola segunda legión se lo propusiera. A pesar del ingenioso trazado de la ruta deacercamiento a través de los terraplenes, no parecía que la fortaleza estuvieradiseñada para resistir el ataque de un ejército moderno y bien equipado.

—¡Señor! —Cato interrumpió el hilo de su pensamiento y Macro arqueó unaceja enojada—. ¡Señor, mire allí!

Cato señalaba hacia un punto alejado de la Gran Fortaleza, hacia los Druidasy el pequeño carro cubierto al que acompañaban. Sólo que ya no lo estabanescoltando. Al ver su refugio, los Druidas habían puesto sus monturas al trote y lacolumna de j inetes y a se había adelantado bastante a la carreta. Iban directos ala puerta más cercana de las defensas. Frente a ellos el camino describía unacurva que rodeaba un pequeño bosque y seguía hacia un estrecho puente decaballete que cruzaba el río. El nerviosismo de Cato se intensificó cuandorápidamente calculó las velocidades relativas de los Druidas a caballo, el carro yellos mismos. Asintió con un movimiento de la cabeza.

—Podríamos hacerlo.—¡He aquí nuestra oportunidad! —gritó Macro—. ¡Prasutago! ¡Mira allí!El guerrero Iceni captó enseguida la situación y movió enérgicamente la

cabeza.—Vamos.—¿Y qué pasa con Boadicea? —preguntó Cato.—¿Qué pasa con ella? —replicó Macro con brusquedad—. ¿A qué

esperamos? ¡Adelante!Macro clavó los talones en las ijadas de su caballo y empezó a descender por

la ladera en dirección a la carreta.

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Capítulo XXVIII

Bajando a toda velocidad por la ladera cubierta de hierba, el viento rugía en losoídos de Cato y el corazón le estallaba en el pecho. Hacía unos instantes seencontraban avanzando con mucho cuidado a lo largo de un sendero muy pocotransitado. Ahora el destino les había proporcionado una pequeña oportunidad derescatar a la familia del general y Cato sentía el loco y excitante terror de laacción inminente. Al mirar al frente, vio que la plaza fuerte quedaba entoncesoculta tras los árboles que se extendían a lo largo del camino. A media milla dedistancia el carro avanzaba lentamente sobre sus sólidas ruedas de madera, tiradopor un par de lanudos ponis. Los dos Druidas del pescante aún no se habían dadocuenta de la aproximación de los j inetes e iban sentados derechos, con el cuelloestirado hacia delante para ver si vislumbraban los terraplenes de la GranFortaleza. Tras ellos, sobre el eje, una cubierta de cuero ocultaba a susprisioneros. Mientras los cascos golpeaban el suelo por debajo de él, a Cato lepareció imposible que no hubieran detectado su presencia y rogó a cualquier diosque lo oyera que pasaran inadvertidos un momento más, lo suficiente para evitarque los Druidas pusieran los ponis al trote a golpe de látigo y ganaran el tiemponecesario para alertar a los compañeros que se habían adelantado.

Pero los dioses, o bien ignoraban aquel minúsculo drama humano, o acasoconspiraban cruelmente con los Druidas.

De pronto el acompañante del conductor echó un vistazo hacia atrás y selevantó de un salto del pescante al tiempo que daba gritos y señalaba a losromanos que se aproximaban. Con un fuerte chasquido que se oyó claramente alo largo de todo el terreno abierto, el conductor arremetió contra las anchasgrupas de sus ponis, el carro dio una pesada sacudida hacia delante y el ejeprotestó con un cruj ido. El otro druida volvió a sentarse en el pescante, hizobocina con las manos y gritó pidiendo ay uda, pero la curva de la línea de losárboles impedía que sus compañeros lo vieran y sus gritos no se oyeron.

Cato se encontraba entonces lo bastante cerca como para distinguir los rasgosde los dos Druidas por encima de la agitada crin de su caballo y vio que elconductor tenía el pelo cano y exceso de peso, mientras que su compañero eraun joven delgado, de piel cetrina y rostro de aspecto enfermizo. La luchaterminaría rápidamente. Con suerte podrían liberar a los rehenes y se alejarían atoda velocidad de la fortaleza mucho antes de que los Druidas a caballoempezaran a extrañarse de la tardanza del carro. Bajo la frenética insistencia delconductor, la carreta siguió adelante con estruendo a un ritmo cada vez may or,dando violentos tumbos y sacudidas a lo largo del sendero lleno de rodadasmientras se dirigía hacia la curva que describían los árboles cerca del puente. Susperseguidores se encontraban a poca distancia de ellos, clavando los talones ensus monturas salpicadas de espuma, hostigándolas para que siguieran adelante.

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Cato oyó un agudo chillido de pánico a sus espaldas y miró hacia atrás paraver que el caballo de Boadicea caía de cabeza y sus patas traseras se agitaron enel aire antes de chocar contra el cuello del animal. Boadicea salió despedidahacia delante y, por instinto, agachó la cabeza y se hizo un ovillo antes de caer alsuelo. Rebotó contra los montículos cubiertos de hierba con un grito. Suscompañeros se detuvieron. Su caballo yacía retorcido, con la espalda rota y laspatas delanteras tratando en vano de levantar la mitad trasera de su cuerpo.Boadicea había ido a parar a un charco y se estaba poniendo en pie con airevacilante.

—¡Dejadla! —gritó Macro al tiempo que espoleaba su caballo—.¡Alcancemos el maldito carro antes de que sea demasiado tarde!

Los Druidas les habían tomado una valiosa ventaja a sus perseguidores. Lacarreta retumbaba furiosamente a apenas unos cien pasos del puente; prontoquedaría a plena vista de la fortificación y de los j inetes Druidas que iban nomucho más adelante. Hundiendo con fiereza los talones en los ijares de sumontura, Cato salió a toda prisa tras su centurión con Prasutago a su lado. Ibangalopando en paralelo al camino, evitando sus traicioneros surcos, y por delantede ellos veían los atados faldones de cuero de la parte posterior del carro. Eldruida más joven volvió de nuevo la vista atrás para mirarlos, con una expresiónde terror en el rostro.

Al doblar la curva del camino aparecieron las sólidas defensas del pobladofortificado; Cato obligó a su caballo a hacer un último y desesperado esfuerzo yrápidamente se acercó al carro. Las enormes ruedas de madera de roble macizale lanzaron terrones de barro a la cara. Parpadeó, agarró la empuñadura de suespada y la desenvainó con un áspero ruido de la hoja al ser extraída. Frente a él,Macro adelantó al conductor e hizo virar bruscamente a su caballo para bloquearel paso a los ponis. Con unos relinchos aterrorizados, éstos últimos trataron dedetenerse pero los arneses los empujaron hacia delante debido al impulso delcarro que iba dando sacudidas tras ellos. Cato sostuvo su espada baja a un lado,lista para atacar. Mientras se arrimaba al pescante hubo un confuso y borrosomovimiento y el druida más joven se le echó encima. Ambos cayeron al suelo.El impacto dejó sin respiración a Cato y un destello le cegó cuando su cabezagolpeó contra la tierra. Se le despejó la visión y se encontró con el rostro gruñóndel joven druida a pocos centímetros del suyo. Entonces, mientras la saliva legoteaba de su manchada dentadura, el druida dio un grito ahogado, abrió los ojosde par en par con expresión de sorpresa y se desplomó hacia delante.

Cato apartó de sí aquel cuerpo inerte y vio que el guardamano de su espadaestaba apretado contra la oscura tela de la capa del druida. No había ni rastro dela hoja, sólo una mancha que se extendía alrededor de la guarda. La hoja habíapenetrado en el vientre del druida y se había clavado en los órganos vitales bajolas costillas. Con una mueca, Cato se puso en pie y tiró de la empuñadura. Con un

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escalofriante sonido de succión la hoja salió, no sin dificultad. Rápidamente eloptio miró a su alrededor buscando al otro druida.

Ya estaba muerto, desplomado sobre la cubierta de cuero mientras la sangremanaba a borbotones de una herida abierta en su cuello, allí donde Prasutago lehabía hecho un tajo con su larga espada celta. El guerrero Iceni habíadesmontado y estaba dando tirones a las ataduras de la parte trasera de la lona.Desde el interior del carro llegó a sus oídos el grito amortiguado de un niño. Sedesató el último nudo y Prasutago echó a un lado las portezuelas y metió lacabeza dentro. Unos nuevos chillidos hendieron el aire.

—¡No pasa nada! —exclamó Boadicea en latín al tiempo que subía corriendopor el camino. Le dirigió unas palabras enojadas a Prasutago en su lengua nativay lo apartó de un empujón—. No pasa nada. Hemos venido a rescataros. ¡Cato!¡Acércate! Necesitan ver una cara romana.

Boadicea volvió a meter la cabeza en la carreta e intentó que su voz sonaracalmada.

—Hay dos oficiales romanos con nosotros. Estáis a salvo.Cato llegó a la parte de atrás del carro y miró en el sombrío interior. Había

una mujer sentada, encorvada, que con los brazos rodeaba los hombros de unniño pequeño y una niña apenas mayor, que estaban lloriqueando con unos ojosaterrorizados y abiertos de par en par. Las ropas que llevaban, antes de excelentecalidad, se hallaban entonces sucias y rotas. Tenían aspecto de vulgares mendigoscallejeros y estaban acurrucados y asustados.

—Mi señora Pomponia —Cato trató de sonar tranquilizador—, soy un optio dela segunda legión. Su marido nos envió a buscaros. Aquí está mi centurión.

Cato se echó a un lado y Macro se acercó a ellos. El centurión le hizo unaseñal a Prasutago para que vigilara el camino que conducía a la fortaleza.

—¿Todos sanos y salvos entonces? —Macro miró a la mujer y a los dos niños—. ¡Bien! Será mejor que nos movamos. Antes de que esos cabrones regresen.

—Yo no puedo —dijo Pomponia al tiempo que levantaba el destrozadodobladillo de su capa. Su pie desnudo estaba encadenado por el tobillo a ungrillete de hierro que había en el suelo del carro.

—¿Los niños?Pomponia dijo que no con la cabeza.—Muy bien, niños, salid del carro para que pueda ocuparme de la cadena de

vuestra mamá.Los niños se apretaron aún más contra su madre.—Vamos, haced lo que dice —dijo Pomponia con suavidad—. Estas personas

están aquí para ayudarnos y llevarnos de vuelta con vuestro padre.La niña, vacilante y arrastrando los pies por las mugrientas tablas, se dirigió a

la parte trasera del carro y se deslizó por el extremo, en brazos de Boadicea. Elniño giró el rostro contra su madre y se asió a los pliegues de su capa con sus

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pequeños puños muy apretados. Macro frunció el ceño.—Mira, chico, no hay tiempo para estas tonterías. ¡Sal de ahí ahora mismo!—Así no vas a conseguir nada —dijo Boadicea entre dientes—. El niño ya

está bastante asustado.Al tiempo que sujetaba a la niña sobre la cadera, alargó la mano hacia el

niño. Con un suave empujón por parte de su madre, el chico permitió de malagana que lo bajaran de la carreta. Se agarró a la pierna de Boadicea y miró aCato y a Macro con preocupación.

El centurión subió al carro y examinó la cadena que estaba sujeta a ungrillete.

—¡Mierda! Está sujeto con un perno de hierro, no hay cerradura.Hacía falta una herramienta puntiaguda especial para extraer el sólido perno

de hierro que fijaba el grillete. Macro desenfundó la espada y colocó la puntacon cuidado en uno de los extremos de la clavija. Pomponia lo observó alarmaday retiró la pierna instintivamente.

—Tendrá que estarse quieta.—Lo intentaré. Tenga cuidado, centurión.Macro asintió con la cabeza y empujó el extremo de la clavija de hierro,

aumentando poco a poco la presión. Al ver que no cedía, apretó con más fuerza,procurando que la punta de la espada no se escapara del extremo del perno. Se letensaron los músculos de los brazos y apretó los dientes mientras hacía un granesfuerzo por liberar a la mujer. La hoja resbaló y golpeó el suelo del carro conun ruido sordo, pasando muy cerca de la piel del sucio pie de Pomponia.

—Lo siento. Voy a probarlo otra vez.—Date prisa, por favor.Un grito de Prasutago hizo que Cato levantara la mirada. El guerrero Iceni

bajaba al trote por el camino hacia la carreta al tiempo que hablabaatropelladamente. Boadicea asintió con un movimiento de la cabeza.

—Dice que vienen. Cuatro. Llevan sus caballos al paso hacia aquí.—¿A qué distancia están? —preguntó Cato.—A unos cuatrocientos metros del puente.—Pues no disponemos de mucho tiempo.—Intento sacarla de aquí lo más rápido que puedo —gruñó Macro a la vez

que volvía a colocar la espada en el perno una vez más—. ¡Ya! Estoy seguro deque se ha movido un poco.

Cato corrió hacia la parte delantera de la carreta. Tiró del cadáver del druidagordo para ponerlo derecho y colocó el látigo entre las piernas del muerto. Luegole hizo un gesto a Prasutago para que se llevara de ahí al druida más joven y lodejara en el borde de la arboleda. Prasutago se inclinó para recoger el cuerpo ysin ningún esfuerzo se lo echó al hombro. A paso rápido rodeó la parte delanteradel carro y arrojó el cuerpo a las sombras de la linde del bosque.

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—¡Escondamos nuestros caballos! ¿Dónde está el de Boadicea?—Está muerto —dijo Boadicea—. Se rompió la espalda con la caída. Tuve

que dejarlo atrás.—Tres caballos… —A Cato lo invadió un frío terror—. Somos siete.

Podríamos montar dos en un caballo, pero ¿tres?—Tendremos que intentarlo —repuso Boadicea con firmeza al tiempo que les

daba un apretón tranquilizador a los niños—. Nadie va a quedarse atrás. ¿Cómova esa cadena, Macro?

—¡La condenada no sale! La clavija es demasiado pequeña. —Macro sedeslizó por la parte trasera del carro—. Espere ahí, mi señora. Vuelvo en unmomento. Vamos a ver… —Miró camino arriba, entrecerrando los ojos en lacreciente oscuridad del atardecer. Cuatro negras figuras se dirigían al estrechopuente de caballete—. Primero tendremos que encargarnos de esos. Luegovolver a probar con la cadena. Si es necesario cortaré ese maldito grillete. Todoel mundo al bosque. Por aquí.

Macro alejó del carro a Boadicea y los niños y los condujo hacia las sombrasde los árboles. Pasaron por encima de la despatarrada figura del druida másjoven y se agacharon cerca de los caballos que Prasutago había amarrado altronco de un pino.

—Desenvainad las espadas —dijo Macro en voz baja—. Seguidme.Llevó a Cato y a Prasutago a una posición situada a unos quince metros de

distancia frente al carro y allí se agacharon a esperar que aparecieran losDruidas. Los ponis enganchados a la carreta estaban igual de quietos y silenciososque el cuerpo de su amo en el pescante. Permanecieron los tres a la espera,agudizando los sentidos para percibir los primeros sonidos de los Druidasacercándose. Entonces se oyó el retumbo de los cascos sobre las tablas delpuente de caballete.

—Esperad hasta que y o haga el primer movimiento —susurró Macro.Observó la socarrona expresión de Prasutago y probó con una frase más simple.

—Yo ataco primero, luego tú. ¿Entendido? Prasutago movió la cabeza parademostrar que lo había entendido y Macro se volvió hacia Cato.

—Bien, que sea rápido y sangriento. Tenemos que acabar con todos ellos. Nodebemos dejar que ninguno escape y dé la alarma.

Al cabo de unos momentos los Druidas vieron el carro y gritaron. No huborespuesta y volvieron a gritar. El silencio los hizo prudentes. A unos cien pasos dedistancia detuvieron a sus caballos y empezaron a murmurar entre ellos.

—¡Mierda! —masculló Macro—. No van a tragarse el anzuelo.El centurión hizo ademán de levantarse pero Cato hizo lo inconcebible y

alargó la mano para contener a su superior.—Espere, señor. Sólo un momento.Macro se sobresaltó tanto por la desfachatez de su optio que se quedó inmóvil

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el tiempo suficiente para oír las quedas risas de los Druidas. Luego los j inetessiguieron avanzando. Cato apretó con más fuerza la empuñadura de la espada yse puso tenso, listo para saltar detrás de Macro y lanzarse contra el enemigo. Através de la irregular malla que formaban las ramas más bajas Cato vioacercarse a los Druidas, que avanzaban en fila india a lo largo del sendero. A sulado, Macro soltó una maldición; ellos tres no podían desplegarse sin llamar laatención.

—Dejadme el último a mí —susurró.El primero de los Druidas pasó junto a su posición y le gritó algo al conductor,

al parecer burlándose de él. Prasutago sonrió ampliamente al oír el comentariode aquel hombre y Macro le propinó un fuerte codazo.

El segundo druida pasó junto a ellos en el preciso momento en que su lídervolvía a gritar, mucho más fuerte esta vez. Uno de los ponis se sobresaltó con elruido e intentó retroceder. La carreta giró ligeramente y, ante los ojos de losemboscados, el cuerpo del conductor se fue inclinando lentamente hacia un ladoy cay ó al camino.

—¡Ahora! —bramó Macro al tiempo que salía de entre las sombras dando unsalto y profiriendo su grito de guerra. Cato hizo lo mismo y se lanzó contra elsegundo druida. A su derecha, Prasutago blandió su larga espada describiendo unarco de color gris pálido que terminó en la cabeza de su oponente. El golpe causóun cruj ido escalofriante y el hombre se desplomó en la silla. Armado con unaespada corta, Cato actuó tal y como le habían enseñado y la hincó en el costadode su objetivo. El impacto dejó sin respiración al druida, que soltó un explosivogrito ahogado. Cato lo agarró por la capa negra, de un fuerte tirón lo echó alsuelo, extrajo la hoja de su arma y rápidamente le rajó el cuello al druida.

Sin prestar atención al gorgoteo de las agónicas bocanadas de aquel hombre,Cato se dio la vuelta con la espada a punto. Prasutago se estaba acercando al lídersuperviviente. Al darse cuenta de la directa acometida, el primer druida habíadesenvainado la espada y había dado la vuelta a su caballo. Clavó sus talones ygalopó directamente hacia el guerrero Iceni. Prasutago se vio obligado a echarsea un lado y a agachar la cabeza para evitar el ataque con espada que siguió. Eldruida soltó una maldición, volvió a clavar los talones en su montura y galopóhacia Cato. El optio se mantuvo firme, con la espada en alto. El druida lanzó unsalvaje gruñido ante la temeridad de aquel hombre que, armado únicamente conla espada corta de las legiones, se enfrentaba a un rival a caballo que empuñabauna espada larga.

Con la sangre martilleándole en los oídos, Cato observó cómo el caballo seacercaba a él a toda velocidad y su j inete levantaba el brazo de la espada con laintención de propinarle un golpe mortífero. En el preciso momento en que notó elcálido resoplido de los ollares del caballo, Cato alzó la espada bruscamente, lahizo descender golpeando con ella al animal en los ojos y se alejó rodando por el

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suelo. El caballo dio un relincho, ciego de un ojo y desesperado por el dolor quele producía el hueso destrozado en toda la anchura de la cabeza. El animal seempinó agitando los cascos de las patas delanteras y tiró a su j inete antes de salircorriendo por la llanura, sacudiendo la cabeza de un lado a otro y lanzandooscuras gotas de sangre. De nuevo en pie, Cato recorrió a toda velocidad la cortadistancia que lo separaba del j inete, el cual trataba desesperadamente de alzar suarma. Con un seco sonido de entrechocar de espadas, Cato se apartó paraesquivar el golpe e hincó su arma en el pecho del druida. Aterrorizados por elataque, los dos caballos sin j inete salieron corriendo y se perdieron en elatardecer.

Cato se dio la vuelta y vio que Macro estaba lidiando con el último druida. Aunos treinta pasos de distancia se estaba produciendo un duelo desigual. El druidase había recuperado de la sorpresa del ataque antes de que Macro pudieraalcanzarle. Con su larga espada desenvainada asestaba golpes y cuchilladascontra el fornido centurión, que había conseguido dar la vuelta para bloquear elcamino de vuelta al puente.

—¡Me iría bien un poco de ayuda! —gritó Macro al tiempo que alzaba suespada para parar otra resonante arremetida.

Prasutago y a estaba en pie y se apresuró a acudir en su ay uda y Cato saliócorriendo tras él. Antes de que ninguno de los dos alcanzara al centurión, éstetropezó y cayó al suelo. El druida aprovechó la oportunidad y le propinó unacuchillada con su espada, inclinándose sobre el centurión para asegurar el golpe.La hoja hizo impacto con un ruido sordo y rebotó en la cabeza de Macro. Sinemitir un solo sonido, Macro se fue de bruces y por un instante Cato no pudohacer otra cosa que quedarse mirando fijamente, paralizado a causa del horror.Un aullido de furia por parte de Prasutago hizo que volviera en sí y Cato se volvióhacia el druida, decidido a derramar su sangre. Pero el druida era lo bastantesensato como para no enfrentarse a dos enemigos a la vez y sabía que debíaconseguir ayuda. Dio la vuelta a su caballo y volvió a enfilar al galope el caminoque llevaba al poblado fortificado al tiempo que gritaba para que lo oyeran suscompañeros.

Cato enfundó su ensangrentada espada y cayó de rodillas junto a la inmóvilfigura de Macro.

—¡Señor! —Cato lo agarró del hombro y puso de espaldas al centurión,estremeciéndose al ver la salvaje herida que tenía a un lado de la cabeza. Laespada del druida le había causado un corte que llegaba hasta el hueso y que lehabía desgarrado un buen trozo de cuero cabelludo. La sangre cubría el rostroinerte de Macro. Cato metió la mano bajo su túnica. El corazón del centurión aúnlatía. Prasutago se encontraba arrodillado a su lado y sacudía la cabeza, apenado.

—¡Vamos! Agárralo de los pies. Llevémosle al carro.Regresaban con dificultad con el inerte centurión a cuestas cuando Boadicea

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apareció de entre los árboles llevando a uno de los críos en cada mano. Se detuvocuando vio el cuerpo de Macro. Junto a ella, la pequeña se estremeció anteaquella visión.

—¡Oh, no… !—Está vivo —gruñó Cato.Dejaron cuidadosamente a Macro en el suelo de la carreta mientras

Boadicea recuperaba un odre de agua que había debajo del pescante. Palideciócuando pudo ver bien la herida del centurión, luego sacó el tapón del odre yvertió un poco de agua sobre la ensangrentada maraña de piel y pelo.

—Dame el pañuelo que llevas al cuello —le ordenó a Cato y él se lo desatórápidamente y le entregó la tira de tela. Con una mueca, Boadicea volvió acolocar en su sitio con sumo cuidado el trozo de carne de la cabeza de Macro yató el pañuelo firmemente alrededor de la herida. Entonces le quitó a Macro sufular, que ya estaba manchado de sangre, y se lo ató también.

El centurión no recuperó la conciencia y Cato oy ó que su respiración erasuperficial y dificultosa.

—Va a morir.—¡No! —exclamó Boadicea con fiereza—. No. ¿Me oyes? Tenemos que

sacarlo de aquí.Cato se volvió hacia Pomponia.—No podemos irnos. No sin usted y sus hijos.—Optio —dijo Pomponia en tono suave—, llévate a tu centurión y a mis hijos

y márchate ahora mismo. Antes de que regresen los Druidas.—No. —Cato también negó con la cabeza—. Nos iremos todos.Ella levantó el pie encadenado.—Yo no puedo irme. Pero tú debes llevarte de aquí a mis hijos. Te lo ruego.

No puedes hacer nada por mí. Sálvalos a ellos.Cato se obligó a mirarla a la cara y vio la desesperada súplica en sus ojos.—Tenemos que marcharnos, Cato —dijo entre dientes Boadicea, a su lado—.

Debemos irnos. El druida ha ido a buscar a los demás. No hay tiempo. Tenemosque irnos.

El corazón de Cato se hundió en un pozo de negra desesperación. Boadiceatenía razón. A menos que le cortaran el pie a Pomponia, no había otra manera deque pudieran soltarla antes de que los Druidas regresaran en masa.

—Me lo podríais hacer más fácil —dijo Pomponia con un prudentemovimiento de la cabeza en dirección a sus hijos—. Pero primero lleváoslos deaquí.

A Cato se le heló la sangre en las venas.—¿No lo dirá en serio?—Por supuesto que sí. O eso o me quemarán viva.—No… No puedo hacerlo.

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—Por favor —susurró ella—. Te lo ruego. Por piedad.—¡Vamos! —interrumpió Prasutago en voz alta—. ¡Ya vienen! ¡Rápido,

rápido!Instintivamente, Cato desenvainó la espada y la apuntó hacia el pecho de

Pomponia. Ella apretó los ojos.Boadicea bajó la hoja de un golpe.—¡Delante de los niños no! Deja que primero los monte en el caballo.Pero era demasiado tarde. El niño se había percatado de lo que estaba

ocurriendo y abrió los ojos de par en par, horrorizado. Antes de que Cato oBoadicea pudieran reaccionar, trepó por la parte de atrás del carro y estrechó asu madre con fuerza entre sus brazos. Boadicea agarró a la hija de Pomponia delbrazo antes de que pudiera seguir a su hermano.

—¡Dejadla en paz! —gritó el niño con las lágrimas resbalándole por sussucias mejillas—. ¡No la toquéis! ¡No dejaré que le hagáis daño a mi mamá!

Cato bajó la espada y masculló:—No puedo hacerlo.—Tienes que hacerlo —le dijo entre dientes Pomponia por encima de la

cabeza de su hijo—. ¡Llévatelo, vamos!—¡No! —gritó el niño, y se asió con fuerza del brazo de su madre—. ¡No te

dejaré, mamá! ¡Por favor, mami, por favor, no me hagas irme!Por encima de los sollozos del niño Cato oyó otro sonido: unos débiles gritos

que provenían de la misma dirección en la que se encontraba la plaza fuerte. Eldruida que había escapado de la emboscada debía de haber alcanzado a suscompañeros. Quedaba muy poco tiempo.

—No lo haré —dijo Cato con firmeza—. Prometo que encontraré otramanera.

—¿Qué otra manera? —gimió Pomponia, que finalmente perdió su patriciocontrol de sí misma—. ¡Van a quemarme viva!

—No, no lo harán. Lo juro. Por mi vida. La liberaré. Lo juro.Pomponia sacudió la cabeza sin ninguna esperanza.—Y ahora dadme a vuestro hijo.—¡No! —chilló el niño, tratando de alejarse de Cato.—¡Vienen los Druidas! —gritó Prasutago, y todos pudieron oír el distante

repiqueteo de cascos.—¡Coge a la niña y vete! —le ordenó Cato a Boadicea.—¿Y adónde voy?Cato pensó con rapidez, reconstruyendo mentalmente el terreno basándose en

lo que recordaba del día de viaje.—A ese bosque que estaba a unas cuatro o cinco millas de aquí. Dirígete

hacia allá. ¡Vamos!Boadicea asintió, y con la niña cogida del brazo se dirigió a los árboles y

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desató los caballos. Cato llamó a Prasutago para que se acercara y señaló lainmóvil figura de Macro.

—Tú llévatelo a él. Sigue a Boadicea.El guerrero Iceni dijo que sí con la cabeza y cogió en brazos a Macro sin

dificultad.—¡Con cuidado!—Confía en mí, romano. —Prasutago le dirigió una mirada a Cato, luego se

dio la vuelta y se dirigió con su carga al lugar donde estaban los caballos, dejandoa Cato solo en la parte trasera de la carreta.

Pomponia agarró a su hijo de las muñecas.—Elio, ahora debes irte. Pórtate bien. Haz lo que te digo. A mí no me pasará

nada, pero tú debes marcharte.—No lo haré —sollozó el pequeño—. ¡No te dejaré, mami!—Tienes que hacerlo. —Ella le apartó las muñecas a la fuerza, alejándolas

de ella y dándoselas a Cato. Elio forcejeó frenéticamente para soltarse. Cato loagarró por la cintura y tiró suavemente de él para sacarlo del carro. Su madre loobservó con lágrimas en los ojos, sabiendo que nunca volvería a ver a su hij ito.Elio gimió y se retorció intentando zafarse de Cato. A muy poca distancia, loscascos resonaron en la madera cuando los Druidas alcanzaron el puente decaballete. Boadicea y Prasutago estaban esperando, montados en sus caballos, enla linde del bosque. La niña iba sentada frente a Boadicea, en silencio. Prasutago,que con una mano sujetaba firmemente el cuerpo del centurión, le tendió a Catolas riendas del último caballo y el optio subió al niño a lomos del animal antes detrepar él también a la silla.

—¡Vamos! —les ordenó a los demás, y empezaron a avanzar por el sendero,alejándose del poblado fortificado. Cato echó un último vistazo al carro,consumido por la culpabilidad y la desesperación, y luego hincó los talones.

Cuando el caballo dio una sacudida para ponerse al trote, Elio se escurrió y seescabulló de entre los brazos de Cato. Rodó por el suelo alejándose del caballo, sepuso en pie y regresó corriendo al carro todo lo deprisa que le permitían suspiernecitas.

—¡Mami!—¡Elio! ¡No! ¡Regresa! ¡Por piedad!—¡Elio! —gritó Cato—. ¡Vuelve aquí!Pero no sirvió de nada. El niño alcanzó el carro, se subió a él y se arrojó en

brazos de su sollozante madre. Por un instante Cato encaró a su caballo hacia lacarreta, pero tras ella vio movimiento en el sendero.

—Soltó una maldición, luego tiró de las riendas, puso su caballo al galope ysiguió a Boadicea y Prasutago.

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Capítulo XXIX

Cato se sentía peor de lo que nunca se había sentido en toda su vida. Ellos cuatroy la niña, Julia, se hallaban sentados en las profundidades de un bosque por el quehabían pasado antes aquel mismo día. Había caído y a la noche cuandoencontraron los desmoronadizos restos de una vieja mina de plata y se detuvieronen las excavaciones para descansar y dejar que los agotados caballos serecuperaran de su doble carga. Julia lloraba sin hacer ruido, como para susadentros. Macro yacía bajo su capa y la de Cato, todavía inconsciente, y surespiración era áspera y superficial.

Los Druidas habían tratado de localizarlos abriéndose en abanico por elcampo y llamándose unos a otros cada vez que creían haber visto algo. Dosveces habían llegado a sus oídos los sonidos de la persecución, unos apagadosgritos distantes entre los árboles, pero ya hacía horas que no oían nada. Inclusoentonces permanecieron en silencio.

Al joven optio lo atormentaba el destino de Pomponia y su hijo. Los Druidashabían segado demasiadas vidas en los últimos meses y Cato no dejaría queacabaran también con aquellas dos. Pero, ¿cómo podía cumplir con su promesade rescatarlos? En aquellos momentos, Pomponia y Elio se encontrabanprisioneros en el enorme poblado fortificado con sus grandes terraplenes, su altaempalizada y su guarnición vigilante. Su rescate era una de esas hazañas que sólopodían llevar a cabo con éxito los héroes míticos y, después de realizar un autoanálisis, Cato llegó a la amarga conclusión de que él era demasiado débil yestaba demasiado asustado como para tener la más remota posibilidad delograrlo. Si Macro no estuviera herido se habría sentido más optimista. Laprevisión e iniciativa estratégica de las que Macro carecía quedaban más quecompensadas por su fuerza y coraje. Cuantas menos probabilidades había, másdeterminado estaba el centurión a vencer las dificultades. Aquélla era la cualidadclave del hombre que se había convertido en su amigo y mentor, y Cato sabíaque era precisamente ésa la cualidad de la que él carecía. En aquellosmomentos, más que nunca, necesitaba a Macro a su lado, pero el centurión yacíaa sus pies, al parecer al borde de la muerte. La herida habría matado en el acto auna persona más débil, pero el grueso cráneo de Macro y su capacidad física derecuperación lo mantenían a este lado de la laguna Estigia, aunque por los pelos.

—¿Y ahora qué? —susurró Boadicea—. Debemos decidir qué hacemos.—Lo sé —replicó Cato de mal talante—. Estoy pensando.—Con pensar no es suficiente. Tenemos que hacer algo. Él no va a vivir

mucho más tiempo sin las debidas atenciones.En su voz apenas se disimulaba la emoción, lo cual le recordó a Cato el

interés personal de Boadicea por Macro. Él carraspeó para aclararse la gargantay evitar que su propia voz sonara turbada.

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—Lo siento, y a no pienso más.Boadicea se rió brevemente.—¡Éste es mi chico! Muy bien, hablemos. Tenemos que llevar a Macro de

vuelta a la legión si queremos que tenga alguna posibilidad de sobrevivir. Tambiéntenemos que sacar de aquí a la niña.

—No podemos volver todos. Los caballos no lo resistirían.En cualquier caso yo tengo que quedarme aquí, cerca del fuerte, allí donde

pueda vigilarlo todo y ver si hay alguna posibilidad de rescatar a Pomponia y alniño.

—¿Qué puedes hacer tú solo? —le preguntó Boadicea cansinamente—. Nada.Eso es. Hemos hecho todo lo que hemos podido, Cato. Nos faltó muy poco paralograr lo que nos habíamos propuesto. No salió bien. No hay más que hablar. Notiene sentido que desperdicies tu vida. —Le puso una mano en el hombro—. Enserio. Así son las cosas. Nadie hubiera podido hacer más.

—Quizá no —asintió él a regañadientes—. Pero no se ha terminado todavía.—¿Qué puedes hacer ahora? Di la verdad.—No lo sé… no lo sé. Pero no voy a rendirme. Di mi palabra.Por un momento Boadicea se quedó mirando fijamente los visibles rasgos del

rostro del optio.—Cato…—¿Qué?—Ten cuidado —le dijo Boadicea en voz baja—. Al menos prométeme eso.—No puedo.—Muy bien. Pero debes saber que el mundo me parecerá un lugar más

pobre sin ti. No te vayas antes de tiempo.—¿Y quién dice que no ha llegado mi hora? —repuso Cato en tono adusto—.

No es el momento de filosofar sobre ello.Boadicea lo contempló con una expresión triste y resignada.—Ataremos a Macro a uno de los caballos —siguió diciendo Cato—. La niña

y tú montaréis los otros dos. Abandona el bosque por el lado opuesto al quevinimos, eso debería manteneros alejadas de los Druidas. Dirígete hacia el este yno te detengas hasta llegar a territorio atrebate. Si Prasutago está en lo cierto, nodeberíais tardar más de un día. Vuelve a la legión lo antes posible y cuéntaselotodo a Vespasiano. Dile que todavía estoy aquí con Prasutago y que intentaremosrescatar a Pomponia si tenemos ocasión de hacerlo.

—¿Y después qué?—¿Qué? Supongo que Vespasiano tendrá instrucciones para mí. Prasutago y

yo utilizaremos este bosque como base. Si hay algún mensaje para nosotros, quelo manden aquí. Será mejor que hagas un mapa mental de la ruta durante elcamino de vuelta para que Vespasiano pueda encontrarnos.

—Si hay algún mensaje, yo lo traeré.

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—No, tú ya te has arriesgado bastante.—Es cierto, pero dudo que un romano sea lo bastante inteligente como para

seguir mis instrucciones y volver aquí.—Mira, Boadicea. Esto es peligroso. Yo decidí quedarme aquí. No querría

que tu vida pesara también sobre mi conciencia. Por favor.—Volveré lo más pronto que pueda.Cato suspiró. No se podía discutir con aquella condenada mujer, y no había

nada que él pudiera hacer para detenerla.—Como quieras.—Muy bien, pongamos a Macro en la silla.Con la ayuda de Prasutago, alzaron a Macro del suelo con cuidado y lo

montaron en el caballo, donde lo ataron bien a los altos arzones de la silla. Lacabeza, muy vendada, le quedó colgando, y por primera vez desde que lo habíanherido farfulló algo incoherentemente.

—No lo había oído hablar así desde la última vez que nos fuimos de copas —dijo Boadicea entre dientes. Luego se volvió hacia Julia y suavemente condujo ala niña hacia otro caballo—. Arriba.

Julia se negó a moverse y se quedó mirando en silencio la imponente sombradel caballo. A Boadicea se le ocurrió de repente una idea desagradable.

—¿Sabes montar, no?—No… Un poco.Hubo un atónito silencio mientras Boadicea asimilaba aquello. Todos los

celtas, ya fueran hombres o mujeres, sabían montar a caballo casi antes quecorrer. Era algo tan natural como respirar. Se volvió hacia Cato.

—¿De verdad tenéis un imperio?—Claro.—¿Y cómo diablos os movéis por él? ¡No iréis andando!—Algunos sabemos montar —replicó Cato agriamente—. Ya basta de charla.

Marchaos y a.Prasutago levantó a la niña, la puso a lomos del caballo y le apretó las riendas

en sus vacilantes manos. Cuando Boadicea montó, tomó las riendas del caballo deMacro y chasqueó la lengua. Su montura aún estaba cansada e hizo falta queclavara los talones con fuerza para que se moviera.

—¡Cuida de mi centurión! —le dijo Cato cuando ya se iban.—Lo haré —respondió ella en voz baja—. Y tú cuida de mi prometido.Cato se volvió hacia el imponente gigantón de Prasutago y se preguntó qué

tipo de cuidados podría requerir.—No dejes que haga ninguna estupidez —añadió Boadicea antes de que los

caballos desaparecieran en la oscuridad.—Ah, de acuerdo.Ellos dos se quedaron ahí parados, uno junto al otro, hasta que los últimos

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sonidos del paso de los caballos a través del bosque se hubieron desvanecido.Entonces Cato carraspeó y miró al guerrero Iceni, no muy seguro de cómorecalcarle a Prasutago el hecho de que era él quien estaba al mando entonces.

—Ahora debemos descansar.—Sí, descansar —Prasutago asintió con la cabeza—. Bien.Volvieron a acomodarse en la mullida cama de hojas de pino que cubría el

suelo del bosque. Cato se envolvió bien en la capa y se acurrucó con la cabezaapoy ada en el brazo. Por encima de él, en los pequeños huecos del follaje, lasestrellas titilaban a través del arremolinado vaho de su aliento. En otro momentose hubiera maravillado ante la belleza de aquel escenario nemoroso, pero aquellanoche las estrellas tenían un aspecto frío como el hielo. A pesar de su cansancio,Cato no podía dormir. El recuerdo de su abandono forzado de Pomponia y de suaterrado hijo volvía una y otra vez a su cabeza, atormentándolo con su propiaimpotencia. Cuando aquella imagen se desvaneció, fue sustituida por la horriblevisión de la herida de Macro, y por mucho que rogara a los dioses que le salvaranla vida a Macro, llevaba suficiente tiempo en el ejército para saber que la heridaera, casi con toda seguridad, mortal. Se trataba de una fría valoración clínica,pero, en el fondo de su corazón, Cato no podía creer que su centurión iba a morir.Macro no. ¿Acaso no había sobrevivido a aquella última batalla en los pantanosjunto al río Támesis el verano anterior? Si había podido salir de aquello,seguramente podría sobrevivir a esa herida. Cerca de allí, en la oscuridad,Prasutago se movió.

—Cato.—¿Sí? —Mañana matamos a los Druidas. ¿Sí?—No. Mañana vigilaremos a los Druidas. Ahora descansa un poco.—¡Hum! —gruñó Prasutago, y poco a poco se sumió en la profunda y

regular respiración del sueño.Cato suspiró. Macro no estaba y ahora él tenía que cargar con aquel celta

loco. No podía negarse que el tipo era bueno en combate, pero aunque poseía elfísico de un buey, tenia el cerebro de un ratón. La vida, decidió el optio, tenía unamanera muy curiosa de empeorar una situación y a de por sí imposible sinesforzarse demasiado en ello.

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Capítulo XXX

A primera hora de la mañana siguiente, Cato y Prasutago se dirigieronsigilosamente a la linde del bosque, y se arrastraron por la fría y húmeda hierbaal llegar al extremo del mismo. Los árboles se extendían por una colina pocoempinada y, al mirar hacia el camino del valle, no vieron ni rastro de ninguno delos Druidas que los habían perseguido en la oscuridad. Al otro extremo delcamino el terreno ascendía hacia otra boscosa colina. Más allá, Cato lo sabía, sehallaba el lugar del frustrado intento de rescate del carro. Lo invadió una oleadade angustia al recordarlo, pero rápidamente apartó de sí esa idea y se concentróen su recuerdo del paisaje. Desde la otra colina tendrían una buena vista de losinmensos terraplenes de la Gran Fortaleza. Cato le hizo un gesto a Prasutago yseñaló un desfiladero poco profundo que había a un lado de la loma, cubierto dematas de aulaga y algunos tramos de zarzamora. Les proporcionaría un buenescondite a lo largo de toda la cuesta. Desde allí tendrían que arriesgarse y correrrápidamente hasta el bosque situado al otro lado del camino.

Aunque el cielo estaba despejado, acababa de empezar la primavera y el solcalentaba poco a esa hora del día. El esfuerzo de arrastrarse por entre losarbustos espinosos y la preocupación de que los descubrieran evitaron que Catotemblara, pero en cuanto se detuvieron al pie de la colina su cuerpo empezó atiritar de frío. Preocupado de que Prasutago pudiera interpretar su temblor comomiedo, Cato luchó por controlar los movimientos de su cuerpo y lo único queconsiguió fue dejar de mover las extremidades. Sin levantar la cabeza, escudriñóel paisaje que los rodeaba. Aparte de la hierba mecida por la brisa, no se movíaningún otro ser viviente. A su lado Prasutago hizo tamborilear los dedos en elsuelo con impaciencia e inclinó la cabeza hacia los árboles que había más allá delcamino.

Cato asintió y ambos echaron a correr por el campo abierto, cruzaron elsendero y se adentraron en las gratas sombras de los árboles. Se agacharon yCato estuvo atento por si percibía cualquier señal de que los hubieran visto, peroel retumbo de los latidos de su corazón ahogó cualquier cosa que hubiese podidoescuchar. Tiró de Prasutago para adentrarse más en los árboles, atravesando unadensa maraña de sotobosque. El terreno empezó a empinarse hasta nivelarsefinalmente en la cima. Los dos hombres se echaron al suelo junto al tronco de unárbol caído cubierto de musgo y líquenes de hacía años. Jadeando, de repenteCato se sintió muy mareado y se apoyó con ambas manos para evitar caer alsuelo. Prasutago agarró a Cato del hombro para sujetarlo.

—Tú descansa, romano.—No. No estoy cansado —inició Cato.Estaba exhausto, pero más apremiante aún era el hambre que sentía. Hacía

días que no comía como era debido y empezaban a notarse las consecuencias.

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—Comida. Nos hace falta comida —dijo.Prasutago asintió con la cabeza.—Tú quédate aquí. Yo encontraré.—De acuerdo. Pero ten cuidado. No debe verte nadie. ¿Entendido?—¡Sa! —Prasutago frunció el ceño ante la innecesaria advertencia.—Entonces ve —dijo Cato entre dientes—. No tardes.Prasutago le hizo adiós con la mano y desapareció entre los árboles que

recorrían la cima. Cato se sentó con cuidado en el suelo y se apoyó en el mullidomusgo del tronco. Cerró los ojos e inhaló profundamente el aire que el bosquearomatizaba. Durante un rato su mente se quedó en blanco y descansótranquilamente, mimando sus sentidos mientras escuchaba los distintos cantos depájaro provenientes de las ramas que había sobre él. De vez en cuando losobresaltaba el ruido de otros animales que seguían su camino por el bosque, perono se oían voces y los sonidos se perdían enseguida. Se le hacía extraño estar solopor primera vez en meses, saborear la peculiar serenidad que se obtiene al notener a nadie cerca. Dicha sensación de euforia se desvaneció rápidamentecuando su mente empezó a ocuparse de la más amplia situación en la que seencontraba. Macro no estaba, Boadicea tampoco. Tan solo quedaban Prasutago yél. Los conocimientos que poseía el guerrero Iceni sobre la zona y las costumbresde los Druidas eran vitales. Incluso afirmaba estar un poco familiarizado con elpoblado fortificado en el que estaban presos Pomponia y su hijo.

La imagen del niño aterrorizado corriendo hacia su madre lo atormentaba.Cato se maldijo por no haber regresado a buscar a Elio, aún cuando los Druidasse hallaban muy cerca, bajando con estruendo por el camino hacia el carro. Catoy el chico podrían haber escapado. Lo dudaba, pero seguía siendo unaposibilidad. Una posibilidad que Vespasiano y Plautio no pasarían por alto sialguna vez regresaba a la legión y podía contar la historia. La severa carga que élmismo se había impuesto ya era suficiente sin el disimulado desprecio por partede los hombres que cuestionarían su coraje.

Pasaron varias horas y, cuando el sol empezó a descender de su posición demediodía, Cato decidió que ya había descansado bastante. Prasutago aún nohabía dado señales de vida y Cato empezó a inquietarse. Pero no podía hacernada para acelerar el retorno del britano; sólo podía esperar que no hubiera caídoen manos de los Druidas, y que hubiera encontrado comida.

Cato echó un vistazo a los árboles más cercanos y eligió uno que teníamuchas ramas y prometía ser fácil de trepar. Alternando manos y pies fueascendiendo por el árbol hasta que el tronco se volvió lo bastante fino como paraoscilar bajo su peso. Mientras rodeaba con un brazo la áspera corteza, Catoseparó las ramas más delgadas. Se había desorientado y al principio no vio lafortaleza. Luego, apoyando bien los pies, probó en otra dirección y miró hacia elcésped que bordeaba el río. Vio el puente de caballete y siguió la línea que

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trazaba el sendero y que conducía al poblado fortificado.Cato se sobrecogió de nuevo ante la magnitud de los terraplenes. ¿Cuántos

hombres habrían trabajado durante cuántos años para crear aquel enormemonumento al poder de los durotriges? ¿Cuántos hombres necesitaría Roma paratomar aquel fuerte cuando llegara el momento de que las legiones marcharanhacia el oeste? Naturalmente, sería su legión, la segunda, la encargada de asaltaraquellas defensas. La legión sólo había conseguido vencer a los britanos enbatallas campales. ¿Serían capaces de tomar por asalto sus formidablesfortificaciones? Cato había leído sobre el arte del asedio cuando era niño, pero nole habían invitado a practicarlo desde que se unió a las águilas. La perspectiva deasaltar aquellos imponentes terraplenes de tierra lo aterrorizó.

Un fuerte golpe que sonó debajo lo sobresaltó y estuvo a punto de soltarse deltronco. Cato miró hacia abajo a través de las ramas y vio a Prasutago que lobuscaba. Junto al tronco del árbol yacía el cuerpo de un cerdo muerto con unensangrentado corte en el cuello.

—¡Aquí arriba! —exclamó Cato.Prasutago echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír al ver a Cato. Alargó la

mano hacia una de las ramas más bajas.—No. Quédate ahí. Ya bajo.Una vez estuvo en el suelo, Cato observó el cerdo con apreciación.—¿De dónde lo has sacado?—¿Uh?—¿Dónde? —Cato señaló el cerdo.—¡Ah! —Prasutago apuntó el dedo a lo largo de la colina y por señas le

indicó un valle y luego otra colina. Luego se detuvo y frunció el ceño mientrastrataba de pensar cómo imitar lo que venía después. De repente encontró lapalabra—. ¡Granja!

—¿Te lo llevaste de una granja?Prasutago movió arriba y abajo la cabeza con una amplia sonrisa en los

labios.—¿Dónde estaba el granjero?Prasutago trazó una línea en su cuello con el dedo.—¡Vaya, estupendo! Lo que nos faltaba —dijo Cato enojado.Prasutago levantó la mano para tranquilizarlo.—Escondo el cuerpo. Nadie encuentra.—Me alegro de oírlo. ¿Pero qué pasa si lo echan de menos? ¿Entonces qué,

tonto?Prasutago encogió sus enormes hombros, como si eso no fuera cosa suya. Se

volvió hacia el cerdo.—¿Comemos?—Sí. —A cato le sonaron las tripas. Los dos se rieron al oírlo—. Comemos.

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Ahora.Con una habilidad fruto de la práctica, Prasutago destripó el cerdo con su

daga e hizo un reluciente montón con los órganos que no eran comestibles. Luegolo metió todo en el hueco del tronco del árbol, reservando el hígado para unposterior refrigerio. Tras limpiarse las ensangrentadas manos con pedazos demoho húmedo, empezó a reunir ramas.

—Nada de fuego —ordenó Cato. Señaló hacia arriba y después hacia elpoblado fortificado—. Nada de humo.

Por lo visto, Prasutago y a se había hecho a la idea de comer cerdo asado ypor un momento se mostró reacio a comérselo crudo. Pero entonces se encogióde hombros y volvió a desenvainar la daga. Cortó unas tiras de carne del lomodel gorrino y le lanzó una a Cato. La carne rosada estaba cubierta de sangre ymembrana blanca, pero Cato le hincó ávidamente el diente al magro aún calientey se obligó a masticar.

En cuanto hubieron comido hasta saciarse, Prasutago metió el cuerpo delanimal en el tronco hueco y tapó el orificio con unas cuantas ramas. Luegodescansaron por turnos hasta que cayó la noche y entonces bajaron por la cuestallevándose el cerdo con ellos. Se alejaron de la colina hasta que encontraron unapequeña hondonada en la que había un roble caído que había arrancado la tierrasujeta a sus miles de raíces. Allí trabajaron duro para encender una pequeñafogata con musgo seco y unos trozos de pedernal que Cato llevaba en la mochila.Cuando finalmente prendieron las astillas, avivaron el fuego con cuidado yasaron el cerdo. Bajo el brillo roj izo de aquellas llamas que hacían entrar encalor, Cato se sentó con los brazos alrededor de las rodillas y saboreó el crepitarde la grasa y el rico aroma de la carne. Por fin Prasutago se puso en pie, trinchóla carne y dispuso un enorme montón humeante sobre una piedra junto a Cato.Se dieron un festín hasta que ya no pudieron comer ni un solo bocado más y sedurmieron con las panzas calientes y llenas.

Durante los dos días siguientes se turnaron para vigilar la plaza fuerte yfueron testigos de un desfile constante de miembros tribales que se dirigían haciaallí. También había carros y pequeños rebaños de animales, incluy endo ovejas,conducidas hasta allí desde sus pastos de primavera aún cuando estaba próximala época de parición. Sin duda los durotriges estaban preparando a su gente paraun asedio, lo cual significaba que habían recibido noticias de que un enemigo seacercaba. En aquellos momentos ese enemigo sólo podía ser Roma; la segundalegión debía de estar en camino. A Cato se le aceleró el pulso al darse cuenta deello. Dentro de unos días, tal vez, los legionarios desplegarían un cerco de aceroen torno al fuerte y los Druidas y sus prisioneros no tendrían ningún sitio adondehuir. La esposa y el hijo del general se utilizarían como baza para mejorar lascondiciones de rendición del poblado fortificado, a menos que los durotrigesestuvieran igual de locos que los Druidas y optaran por resistirse a Roma hasta el

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final. En ese caso había pocas esperanzas para Pomponia y Elio.Cato estuvo de acuerdo con Prasutago en que el tercer día uno de los dos

debía regresar al lugar donde Boadicea se había separado de ellos; era lo máspronto que podía esperarse que volviera. De modo que, al anochecer, Cato volvióa cruzar sigilosamente el sendero y se dirigió hacia el bosque. A pesar de estarseguro de que podía recordar la ruta que Prasutago y él habían seguido, losárboles parecían extraños en la oscuridad y no pudo hallar las ruinas de la minade plata. Trató de volver sobre sus pasos y sólo consiguió perderse aún más. Amedida que iba avanzando la noche, la prudencia dio paso a la rapidez y lamaleza cruj ía y chasqueaba a su paso. Estaba a punto de gritar llamando aBoadicea cuando una oscura figura salió de entre los árboles. Cato se echó lacapa hacia atrás y desenvainó la espada.

—¿Por qué no tocas una trompeta la próxima vez que quieras llamar laatención de alguien? —se rió Boadicea—. Creí que había encontrado uno de loselefantes perdidos de Claudio.

Por un momento Cato se quedó mirando fijamente el perfil de Boadicea yluego, con una risa nerviosa, bajó el arma y respiró profundamente.

—¡Mierda, Boadicea, me has asustado!—Te lo merecías. ¿Dónde está mi primo?—Está bien. Está vigilando el fuerte. A menos que se haya ido a cazar

granjeros otra vez.—¿Qué? Da igual. Ya me lo explicarás después. Ahora escúchame. No hay

mucho tiempo y tengo que contarte algo realmente espeluznante.

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Capítulo XXXI

El pálido brillo del amanecer bañaba ya el borde del cielo nocturno cuando Catoy Boadicea llegaron a la hondonada en la que Prasutago esperaba. Habíandejado el caballo de la muchacha atado a un árbol en la mina de plata con unabolsa llena de comida para que le hiciera compañía. Los dos Iceni se saludaronfundiéndose en un caluroso abrazo, ambos claramente aliviados de que el otro seencontrara sano y salvo. Aunque decir que estaban a salvo era exagerar un pocolas cosas, reflexionó Cato. Estar acampados en un bosque a poco más de unamilla de distancia de su salvaje enemigo no era ni mucho menos estar a salvo.

Boadicea aceptó agradecida un poco de cerdo frío pero lo olisqueó con receloantes de probarlo.

—¿Cuándo fue cocinado este suculento bocado?—Hace casi tres días. Aún debería ser comestible.—Bueno, estoy bastante hambrienta, de modo que gracias. —Rasgó un trozo

de la carne grisácea y empezó a masticar—. Y ahora, mis noticias. Tendréis queperdonarme si hablo mientras como.

—Está bien —asintió Cato, impaciente.—Conseguí llegar a una aldea atrebate la noche después de marcharme. Me

dijeron que un ejército romano había pasado por allí aquel mismo día. Parecíanbastante conmocionados por la experiencia. La cuestión es que volví a ponermeen marcha enseguida y alcanzamos a Vespasiano pocas horas después. Lasegunda legión se dirige directamente a la Gran Fortaleza. El objetivo deVespasiano es eliminarla de la campaña en primer lugar, para que ello sirva deejemplo a todos aquellos durotriges que tengan planeado oponerle resistencia enotras poblaciones fortificadas.

—Tiene sentido —comentó Cato—. Y va a atacar con dureza. Pero dime,¿cómo está Macro?

—A Macro se lo llevaron directo al hospital de campaña.—¿Está vivo?—De momento. El cirujano jefe no parecía albergar muchas esperanzas,

pero supongo que nunca las tienen —se apresuró a añadir cuando vio la expresióndel rostro de Cato—. Vespasiano se alegró muchísimo de ver a la hija delgeneral, pero luego me mostró algo que habían atado a una flecha y lanzado porencima de la puerta del campamento justo después de anochecer… —Boadiceahizo una pausa.

—Continúa.—Era un dedo, un dedo pequeñito. Había un mensaje de los Druidas de la

Luna Oscura en la tira de tela que lo sujetaba a la flecha. Uno de losexploradores nativos de la legión lo tradujo. Decía que el dedo lo habían cortadode la mano del hijo del general como advertencia para que no intentaran ningún

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otro rescate.A Cato le entraron náuseas.—Entiendo —dijo entre dientes.—No, no lo entiendes. Plautio le dejó órdenes a Vespasiano de que si su

familia sufría algún daño, le cortaran la cabeza al druida de más rango de entretodos los que Vespasiano tiene a su cargo y se la mandaran a los durotriges. A losotros tienen que matarlos a intervalos de dos días e ir enviando igualmente suscabezas hasta que los miembros supervivientes de la familia del general seanliberados.

—Morirán tan pronto como llegue la primera cabeza, ¿no es cierto?—Si tienen suerte.—¿Vespasiano ha cumplido la orden?—Todavía no. Mandó de vuelta a la niña con requerimiento de que el

mandato sea confirmado.—Lo que Plautio hará en cuanto oiga la historia de su hija.—Supongo que es así como reaccionará.Cato realizó unos cálculos rápidos.—Esto fue hace dos días. Pon dos días más de ida y vuelta para que el

mensaje le llegue al general y se confirme la orden, luego otro día más para quese haga efectiva la entrega de la cabeza… Eso significa que disponemos de dosdías, tres a lo sumo. No más.

—Eso creo y o también.—¡Vaya, estupendo! —Cato se quedó mirando sus manos entrelazadas y

luego siguió hablando con aire pensativo—. A menos que Vespasiano se retraseen llevar a cabo la orden.

—Podría ser que lo hiciera —estuvo de acuerdo Boadicea—, pero creo quetiene otros planes. Tu segunda legión llegará a las puertas del fuerte dentro de dosdías. Creo que tiene intención de tomar la fortaleza por asalto lo antes posible yrescatar él mismo a la familia del general.

Cato quedó horrorizado.—Los Druidas no lo permitirán. Matarán a los rehenes en cuanto se abra una

brecha en el muro. Lo único que encontraremos serán sus cadáveres.Boadicea movió la cabeza en señal de asentimiento.—Pero, ¿qué otra alternativa tiene? Están muertos de todos modos. —Miró a

Cato—. A menos que alguien entre ahí y los saque antes de que aparezca lalegión.

Cato le devolvió la mirada fijamente. Del mismo modo que Vespasiano notenía elección sobre lo que debía hacer, él tampoco.

—Tenemos que intentarlo. Tiene que haber alguna forma de entrar ahí. Talvez Prasutago lo sepa.

El guerrero Iceni levantó la cabeza al oír su nombre. No había podido seguir

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la discusión, y había permanecido con la vista clavada en las llamas, lanzándolealguna que otra mirada de satisfacción a Boadicea. Ella se volvió hacia él y lehabló en su idioma.

Prasutago sacudió la cabeza enérgicamente.—¡Na! No hay entrada.—¡Algo tiene que haber! —replicó Cato con desesperación—. Alguna

pequeña abertura. Cualquier cosa. Un modo de entrar en la empalizada. Eso estodo lo que necesitamos.

Prasutago se quedó mirando al optio fijamente, desconcertado ante laexpresión de profunda consternación de su rostro.

—Por favor, Prasutago. Di mi palabra. Si hay un modo de entrar ahí, lo únicoque tienes que hacer es decírmelo. Iré solo de ahora en adelante.

En cuanto Boadicea tradujo sus palabras, Prasutago lo pensó un momento,escupió al fuego y asintió moviendo lentamente la cabeza antes de responderle asu prima.

—Dice que podría haber una entrada. Un sumidero al otro lado del fuerte, enel extremo opuesto a la puerta principal. Tal vez sería posible meterse dentro yentrar por él. Te llevará hasta allí, mañana por la noche, pero eso es todo. A partirde ahí te quedarás solo. Él te esperará en el desagüe, pero en cuanto oigacualquier alboroto se irá.

—Me parece bien —convino Cato—. Dile que se lo agradezco.Prasutago se rió cuando Boadicea tradujo sus palabras.—Dice que no quiere la gratitud de un hombre al que va a guiar hasta su

muerte.—Dale las gracias de todos modos.Cato sabía que el riesgo de lo que planeaba hacer era extremo.Podrían descubrirlos mientras trepaban por los terraplenes, y a que era

probable que el desagüe estuviera vigilado, sobre todo tras el intento de rescatedel carro. Y, una vez dentro, ¿qué? ¿Por dónde buscaría dentro de aquella enormefortaleza abarrotada de miembros de las tribus durotriges y Druidas de la LunaOscura? Si lograba que no lo vieran y localizaba a la esposa y al hijo del general,¿podría realmente liberarlos él solo y llevarlos a un lugar seguro sacándolos delcorazón mismo de la may or fortificación enemiga?

En un mundo más racional Cato hubiera rechazado la idea de plano. Pero lehabía dado su palabra a Pomponia. Había visto el terror en los ojos del niño.Había sido testigo de las terribles atrocidades que los Druidas de la Luna Oscurale habían infligido a Diomedes y a la pacífica aldea de Noviomago. El rostro delniño rubio, que había permanecido sumergido en sus recuerdos durante losúltimos tres días, volvió a irrumpir en su pensamiento, frío y suplicante. Y luegoestaba Macro. El centurión estaba prácticamente muerto y él había estadodispuesto a dar la vida por rescatar a la familia del general.

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La carga moral de todo lo que había visto y experimentado era abrumadora.La razón no tenía nada que ver en todo aquello. Lo dominaba una compulsiónmucho más fuerte. En el mundo no existía la razón, meditó con gravedad,únicamente había un infinito mar de compulsiones irracionales que cambiabacon las mareas y llevaba sus pecios humanos allí donde quería. Del mismo modoque no podía alargar la mano y pegarle a la luna en la cara, tampoco podía dar laespalda a un último intento de rescatar a la esposa y al hijo del general.

Al levantarse por la mañana, Cato se preparó para enfrentarse a su destino.Medio adormilado, masticó lo que quedaba del cerdo frío y luego trepó a la cimade la colina. Más guerreros durotriges se dirigían en tropel hacia el pobladofortificado y él los anotó en la tablilla encerada que llevaba en el macuto. Almenos la información podría serle útil a Vespasiano si no regresaba. Boadicea sela haría llegar al legado.

Mientras Boadicea se disponía a hacer su turno de vigilancia en el árbol,Prasutago desapareció misteriosamente y durante un rato Cato se preguntó siacaso el guerrero Iceni no podía enfrentarse a la imposible tarea de aquellanoche. Pero también supo al mismo tiempo que no era ése el caso. Prasutagohabía demostrado ser un hombre de palabra. Si le había prometido guiarlo hastael canal de desagüe del fuerte, cumpliría su promesa.

Poco antes de que el sol se escondiera tras los árboles y sumiera al bosque enla penumbra, Prasutago regresó finalmente, llevando a cuestas una bolsa llena deraíces y hojas. Encendió un pequeño fuego y empezó a hervir las plantas en sucazo, del que emanó un intenso aroma que a Cato le irritó las fosas nasales. LlegóBoadicea y se unió a ellos.

—¿Qué hace? —Cato señaló el borbolleante brebaje con un gesto de lacabeza.

Ella habló con Prasutago un momento y luego respondió:—Está haciendo unos tintes. Si entras en la fortaleza tendrás que parecerte

todo lo posible a los miembros de la tribu. Prasutago te va a pintar y a encalar elpelo.

—¿Qué?—Se trata de eso o de que te maten en cuanto te vean.—Está bien, de acuerdo —cedió Cato. Bajo la luz y el calor del fuego se

despojó de su túnica y se quedó únicamente con el taparrabos, mientrasPrasutago se arrodillaba delante de él y trazaba una serie de arremolinadosdibujos de color azul en su torso y brazos. Completó el trabajo con unos diseñosmás pequeños e intrincados en el rostro de Cato, que pintó con una intensidad deconcentración que Cato nunca había visto en él. Mientras trabajaba, Boadiceapreparó la cal y le embadurnó el pelo con ella. Cato se estremeció a causa delcosquilleo que sentía en el cuero cabelludo, pero se obligó a quedarse quietocuando Boadicea chasqueó la lengua con reprobación.

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Al final, los dos Iceni retrocedieron para admirar su obra.—¿Qué tal me veo?Boadicea soltó una carcajada.—Personalmente creo que serías un celta muy convincente.—Gracias. ¿Podemos irnos y a?—Aún no. Quítate el taparrabos.—¿Qué?—Ya me has oído. Tienes que parecer un guerrero. Ponte mi capa abrochada

encima del cuerpo. Nada más.—No recuerdo haber visto a ningún Durotrige en cueros. Supongo que no es

algo habitual.—No lo es. Pero ha empezado la primavera. Es la época del año que nosotros

los celtas llamamos la Primera Floración. En la may oría de las tribus loshombres andan desnudos durante diez días en honor a la diosa de la Primavera.

—Y por supuesto los Iceni son una excepción —Cato miró a Prasutago.—Por supuesto.—Es un poco mirona, esta diosa.—Le gusta evaluar bien el talento de las personas —explicó Boadicea en tono

desenfadado—. En algunas tribus cada año se escoge a un joven por su belleza, elcual se convierte en su desposado.

—¿Y eso cómo lo hacen?—Los Druidas le sacan el corazón y dejan que la sangre fertilice las plantas

que rodean su altar. —Boadicea sonrió al ver la expresión horrorizada del optio—.Tranquilo, he dicho que ocurre en algunas tribus, algunas de las más salvajes. Túprocura no ser demasiado atractivo.

—¿Es que hay tribus más salvajes que los durotriges?—Oh, sí. Esos tipos de la colina no son nada comparados con algunas de las

tribus del noroeste. Creo que vosotros, romanos, lo descubriréis a su debidotiempo. Y ahora, tu taparrabos, por favor.

Cato lo desató y lo dejó caer al tiempo que le lanzaba una miradaavergonzada a Boadicea. Ella no pudo evitar bajar la vista un segundo y sonrió. Asu lado, Prasutago soltó una risita y le susurró algo al oído a Boadicea.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Cato, enojado.—Se pregunta si las mujeres romanas llegan a darse cuenta de que se las

están tirando.—¡Vaya! ¡Mira tú por dónde!—Vamos, chicos, y a basta. Tenéis trabajo que hacer. Toma mi capa, Cato.Él la cogió y le tendió el taparrabos.—Guárdamelo.Se abrochó el cierre del hombro y Prasutago lo examinó por última vez.Asintió con la cabeza y le propinó un puñetazo en el hombro al optio.

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—¡Venga! ¡Vamos!

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Capítulo XXXII

La luna creciente y a había aparecido en el cielo cuando Prasutago y Catoabandonaron el bosque y se encaminaron hacia la Gran Fortaleza. El vientofresco arrastraba por la oscuridad salpicada de estrellas unas hebras de nubes quela luna teñía de plata. Prasutago y Cato atravesaron a todo correr los prados querodeaban los terraplenes, echándose al suelo y arrastrándose en cuanto las nubesvolvían a dejar la luna al descubierto. La inminente llegada de los primerosefectivos de la segunda legión había llevado a que todos los rebaños de ovejas delos alrededores fueran conducidos al interior del poblado fortificado y Catoagradeció que aquellos nerviosos animales no estuvieran por ahí para delatarlos;la pálida luz de la luna ya era dificultad suficiente.

Al cabo de unas dos horas, según el cálculo más aproximado que pudo hacerCato, llegaron al otro extremo de la Gran Fortaleza. Prasutago lo condujodirectamente hacia la negra mole del primer terraplén. El débil sonido de cantosy vítores descendía desde la planicie que había en lo alto del fuerte. Por delantede Cato, Prasutago avanzaba con sigilo, mirando constantemente a derecha eizquierda mientras el terreno empezaba a empinarse hacia el primero de losterraplenes.

Se detuvo y acto seguido se echó al suelo, y Cato hizo lo mismo, con los ojosy oídos bien atentos. Entonces Cato los vio: dos hombres cuyas siluetas serecortaban contra el cielo estrellado patrullaban por la parte superior del primerterraplén. Su conversación se oía desde el pie de la cuesta y el tono desenfadadode la misma sugería que no estaban realizando su trabajo tan a conciencia comodeberían. Estaba claro que allí no se aplicaba la severa disciplina del servicio deguardia en las legiones. Cuando la patrulla hubo pasado de largo, se levantarondel suelo y empezaron a trepar por la pendiente cubierta de hierba del terraplén.La rampa era pronunciada y Cato pronto empezó a jadear debido al esfuerzo delascenso, y pensó en cuánto más duro sería llevando la armadura completa y todoel equipo en caso de que la segunda legión lanzara un ataque contra el pobladofortificado.

Llegaron a la cima del terraplén y volvieron a echarse al suelo. Ahora queverdaderamente se encontraba en las defensas, Cato se quedó aún mássobrecogido por su tamaño.

Un estrecho sendero recorría el primer terraplén y se extendía a ambos ladoshasta allí donde le alcanzaba la vista bajo la luz de la luna. Al otro lado, el terrenocaía abruptamente en declive para formar una profunda zanja antes de volver aelevarse hacia el segundo de los terraplenes. En el fondo de la zanja había unasextrañas líneas entrecruzadas que Cato no podía identificar del todo. Entonces sedio cuenta de lo que era. Una franja de afiladas estacas, clavadas en el suelo enángulos diferentes, se hallaba a la espera de empalar a cualquier atacante que

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consiguiera llegar hasta allí. Sin duda el foso entre el segundo y tercer terrapléncontenía más de aquellas siniestras puntas.

—¡Vamos! —susurró Prasutago.Agachándose todo lo posible, cruzaron el camino de patrulla y bajaron por el

terraplén, medio corriendo y medio deslizándose, con mucho cuidado de frenarsu descenso cuando se aproximaron a las afiladas puntas que había en el fondo.

Las estacas estaban hábilmente colocadas, de modo que si uno conseguíasortear una de ellas se encontraría inmediatamente frente al extremo afilado deotra. Cualquier intento de cruzar en grupo a toda prisa acabaría en un baño desangre, y Cato rezó para que Vespasiano tuviera la sensatez de no intentar unasalto directo. Si sobrevivía a aquella noche era vital que advirtiera al legado delos peligros a los que se iban a enfrentar sus legionarios.

Con el único impedimento de las capas que llevaban, Prasutago y Cato fueronavanzando con mucho cuidado entre las estacas y, sin hacer ruido, emprendieronel ascenso por el segundo terraplén. Era ligeramente más corto que el anterior yCato llegó a la cima con las extremidades doloridas. Desde allí podían ver laempalizada en lo alto del tercer y último terraplén. Era difícil estar seguro en laoscuridad, pero Cato calculó que la pared de madera tenía como mínimo tresmetros de altura; más que suficiente para frenar el avance de cualquier enemigolo bastante insensato como para intentar un ataque directo. Una rápida mirada aambos lados del camino no reveló la presencia de ningún enemigo, así que sedeslizaron hacia el otro extremo y descendieron por el otro lado del terraplén,donde les esperaban más estacas al fondo. En cuanto las hubieron superado,Prasutago ya no inició el ascenso por la última pendiente, sino que fue avanzandoa lo largo de su base durante un rato al tiempo que miraba continuamente haciala empalizada.

Olieron el desagüe antes de verlo; un hediondo tufo a excrementos humanosy a residuos de comida en descomposición. Bajo sus pies, el suelo se volvióresbaladizo y se oía un ruido de succión a medida que seguían avanzando consigilo. Alrededor de las estacas se habían formado unos negros charcos deinmundicia. Pronto los charcos dieron paso a una fétida ciénaga de desperdiciosque inundaba la zanja y brillaba bajo la luz de la luna. Allí se alzaba un inmensomontón de basura y aguas residuales, como un enorme cono cuy a base llenaba ydesbordaba la zanja y cuyo vértice se fundía con un estrecho barranco quellegaba hasta la empalizada que se alzaba por encima de ellos.

Prasutago agarró al optio por el brazo y señaló el barranco. Cato asintió conun movimiento de la cabeza y ambos iniciaron el ascenso hacia la última línea delas defensas del poblado fortificado. Cuanto más alto trepaban, más intenso era elhedor. La atmósfera estaba tan cargada de él que Cato se atragantó al notar quela bilis le subía a la garganta. Trató desesperadamente de combatir sus ganas devomitar, no fuera caso de que el ruido llamara la atención de alguien. Al final

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llegaron a la empalizada y descansaron junto al maloliente ribazo. Por encimadel borde del barranco se había construido una pequeña estructura de maderaque sobresalía a cierta distancia de la pared. En su base había una pequeñaabertura cuadrada por la que se arrojaban las basuras y aguas residuales. Nohabía señales de vida en lo alto de la empalizada, sólo se oía el distante barullo delos durotriges que se estaban emborrachando. Prasutago volvió a bajar concuidado al barranco, procurando afirmar los pies en el suelo resbaladizo. Secolocó justo debajo de la abertura, se agarró a la base de la empalizada que teníafrente a él y le hizo señas a Cato.

A Cato se le imaginó que en aquel momento se le ocurriera a algún Durotrigearrojar la basura encima del orgulloso Iceni y no pudo reprimir un bufido de risa.Prasutago lo miró furioso y señaló la abertura con la mano.

—Perdona —susurró Cato al tiempo que se abría paso hacia él—. Son losnervios.

—Quita capa —le ordenó Prasutago.Cato desabrochó el cierre y dejó caer la capa de Boadicea. Completamente

desnudo en medio del aire frío, empezó a tiritar violentamente.—¡Arriba! —dijo Prasutago entre dientes—. Encima de mí.Cato puso las manos en los hombros del guerrero y se levantó hasta apoy ar

las rodillas a ambos lados de la cabeza de Prasutago. Luego se agarró con unamano al borde de la abertura. Debajo de él, Prasutago resoplaba a causa delesfuerzo que debía hacer para mantenerse erguido y por un instante se balanceóde forma alarmante. Cato alzó los brazos y se asió al armazón de madera.Lentamente fue subiendo hasta que consiguió sacar un codo por encima delborde, luego levantó rápidamente un pie. El resto fue fácil y se quedó jadeandosobre las tablas de madera, mirando fijamente hacia el corazón de la fortalezaque se extendía ante sus ojos.

Allí cerca había una amplia extensión de rediles levantados a toda prisa,llenos de ovejas y cerdos que hozaban tranquilamente en torno a la bazofia queles habían dejado amontonada en el interior de cada uno de los corrales. Unpuñado de campesinos estaba atareado con la horca y metían forraje de inviernoen un recinto en el que había caballos. A lo lejos, a la derecha, se alzaba todo unsurtido de casas redondas con techos de paja y juncos, agrupadas en torno a unachoza enorme, que estaba iluminada de manera inquietante por una inmensahoguera que ardía en el amplio espacio abierto de enfrente. Había una granmultitud sentada en diversos grupos cerca del fuego, bebiendo y animando a unpar de guerreros gigantescos que luchaban frente a las llamas y que proy ectabanunas sombras alargadas que bailaban en el suelo. Mientras Cato observaba, unode ellos fue derribado y un rugido surgió de los espectadores.

A la izquierda había un recinto aparte. A lo largo de la planicie se extendía unaempalizada interior que tenía una única puerta. A cada lado de la puerta había un

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brasero, y de ellos emanaban unos refulgentes focos de luz. Cuatro Druidas,armados con largas lanzas de guerra, se calentaban en los braseros. A diferenciade sus aliados durotriges, no estaban bebiendo y parecían mantenerse alerta.

Cato volvió a meter la cabeza por la abertura.—Volveré pronto. ¡Espérame aquí!—Adiós, romano.—Volveré —susurró Cato con enojo.—Adiós, romano.Cato se puso en pie con cautela y descendió por la corta rampa que bajaba de

la empalizada a los rediles de los animales. Unas cuantas ovejas levantaron lavista cuando pasó y lo observaron con el habitual recelo de una especie cuy arelación con el hombre era totalmente parcial desde el punto de vista comestible.Cato vio una horca en el suelo junto a uno de los rediles y se inclinó para cogerla.El corazón le latía con fuerza y todo su ser le decía que se diera la vuelta yechara a correr.

Le hizo falta toda su fuerza de voluntad para seguir adelante, abriéndosecamino lentamente hacia el recinto vigilado por los Druidas al tiempo que semantenía lo más alejado posible de los campesinos. Si alguien trataba de entablarconversación con él, estaba perdido. Cato se detuvo en cada uno de los corrales,como si comprobara el estado de las bestias, y de vez en cuando les echaba unpoco de comida fresca. Si acaso los animales se desconcertaronmomentáneamente por las raciones extra, pronto se recuperaron de la impresióny se pusieron a comer.

La puerta del recinto de los Druidas estaba abierta y a través de ella Catopudo distinguir unas cuantas chozas más pequeñas y más Druidas agachados entorno a pequeñas fogatas, todos ellos envueltos en sus capas negras. Pero laentrada era pequeña y, por tanto, le limitaba la visión. Cato se fue acercando a lapuerta todo lo que se atrevió, siguiendo la línea de corrales hasta que estuvo aunos cincuenta pasos del recinto. De vez en cuando se arriesgaba a echar unvistazo a la entrada, procurando que no se notara que miraba. Al principio losguardias hicieron caso omiso de él, pero luego uno de ellos debió de decidir queCato se estaba entreteniendo demasiado. El guardia levantó la lanza y empezó aandar despacio hacia él.

Cato se volvió hacia el redil más próximo, como si no hubiera visto alhombre, y se apoy ó en la horca. El corazón le latía desbocado y sintió un tembloren los brazos que nada tenía que ver con el frío. Tenía que escapar, pensó, y casipudo notar como el helado venablo de acero del extremo de la lanza del druidahendía la noche para alcanzarlo en la espalda mientras huía. Aquella idea lo llenóde terror. Pero, ¿y si el hombre le hablaba? Seguramente el final sería el mismo.

Oía ya las pisadas del druida, luego el hombre le dijo algo en voz alta. Catocerró los ojos, tragó saliva y se dio la vuelta con toda la tranquilidad de la que fue

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capaz. Sería una verdadera prueba del disfraz de Prasutago; nunca en su vida sehabía sentido Cato tan romano como entonces.

A no más de diez pasos de distancia el druida le gritó algo y con la lanzaseñaló hacia las apartadas chozas de los durotriges. Cato se quedó ahí parado,mirándolo fijamente con los ojos como platos y asiendo con fuerza la horca. Eldruida volvió a dar un grito y caminó hacia Cato con enojo. Cuando Cato sequedó clavado en el sitio, petrificado y temblando, el druida lo hizo virar enredondo bruscamente y le propinó una patada en el trasero cuy a fuerza lo apartódel recinto y lo empujó hacia los campesinos que se estaban ocupando de losotros animales. Los demás guardias de la puerta estallaron en un coro derisotadas cuando Cato se alejó como pudo a cuatro patas. Al verle las nalgas, eldruida arrojó la lanza contra el joven y sólo falló porque Cato logró ponerse enpie y salir corriendo. El druida gritó algo a sus espaldas que volvió a suscitar lascarcajadas de sus compañeros y luego se dio la vuelta y regresó a su puesto.

Cato siguió corriendo a través de los rediles hasta que estuvo seguro de que losDruidas no lo veían. En cuclillas, trató de recuperar el aliento, aterrorizado, sibien lleno de júbilo por haber logrado escapar. Había encontrado el recinto de losDruidas sin demasiados problemas, pero ahora tenía que hallar la manera deentrar en él. Se puso en pie y miró detenidamente por encima de los corrales, através del vaho que despedían los animales apiñados, hacia la pared del recinto. Amenos que la vista le engañara, la pared estaba levemente combada hacia fueray la puerta se hallaba ligeramente a un lado. Si lograba acercarse por el pie de laempalizada del fuerte hasta el otro lado del saliente, tal vez encontrara el modode saltar por encima del muro sin que los Druidas de la puerta lo vieran.

Cato volvió a transitar por los corrales y se encaminó hacia el desagüe hastasituarse a una distancia de sesenta metros de los Druidas. Alrededor de los redilesel suelo carecía de hierba y formaba una extensión de barro revuelto. Cato seechó boca abajo y, apretado contra el suelo, empezó a avanzar lentamentealrededor de los corrales hacia el lugar donde la pared del recinto se apoy aba enla empalizada. Las estacas de madera se habían acortado de manera que susextremos quedaran alineados con los de la empalizada. Si había algún sitio por elque pudiera entrar al recinto, era ése.

Cato se obligó a avanzar despacio, evitando cualquier movimiento brusco quepudiera llamar la atención de los guardias. Si lo volvían a pillar y a no habría másjuegos. Tuvo la sensación de que tardaba horas, pero Cato al fin llegó más allá dela curva del recinto, fuera de la vista de los guardias, y podía arriesgarse a ircorriendo hasta el ángulo que formaban los muros. Con un último vistazo rápidohacia ellos, se puso en pie y corrió la distancia que le quedaba hasta el lugardonde la pared conectaba con la empalizada, agachado y pegado a la sombraque proy ectaba su base. Luego volvió a echar otro vistazo alrededor. No habíaseñales de que le hubieran visto. Subió por la rampa a la empalizada y miró por

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encima de la pared.Dentro del recinto había montones de Druidas, no solamente el puñado que él

había divisado en torno a sus fogatas. Muchos de ellos estaban durmiendo en elsuelo y Cato supuso que aún habrían más en las chozas que bordeaban el interiordel recinto. Otros tantos estaban despiertos y trabajaban en unas estructuras demadera que no eran muy distintas de los armazones de las catapultas de la legión.Estaba claro que los Druidas estaban creando su propio y rudimentario tipo demaquinaria de guerra. Registró el recinto con la mirada, pero podría ser que laesposa y el hijo del general estuvieran en alguna de las chozas. Decidió nodejarse vencer por la desesperación, y volvió a escudriñar las cabañas. Ya casise había dado por vencido cuando vio la jaula junto a una de las chozas másgrandes, medio oculta entre las sombras que proyectaban las superpuestastechumbres de paja y juncos, había una pequeña jaula de mimbre con unosbarrotes de madera atravesados en la entrada. Detrás de los barrotes, apenasvisibles bajo la pálida luz de la luna, había dos rostros que observaban el trabajode los Druidas. Los guardias estaban apostados a ambos lados con sus lanzasapoy adas en el suelo.

A Cato le dio un vuelco el corazón cuando vio a los desdichados prisioneros.No había forma de llegar hasta ellos, era imposible. En cuanto intentaraencaramarse a la pared para saltar al otro lado lo verían. Y aún en el caso deque, por el más increíble de los milagros, no lo vieran, ¿cómo iba a sacarlos de lajaula él solo? El destino había creído oportuno permitir que su intento de rescatellegara hasta ese punto, nada más.

Cato se desmoralizó, consciente de que no había forma de poder llegar hastalos rehenes sin que lo mataran. Siempre había sabido que aquella sería unamisión inútil, pero no por ello pudo soportar con mayor facilidad la confirmaciónde que así era. No había nada más que pudiera hacer. Tenía que marcharse deahí enseguida.

Volvió a encaminarse hacia el agujero del desagüe con el mismo cuidado conel que se había acercado al recinto. Cuando Cato estuvo seguro de que nadie loobservaba, se inclinó a través de la abertura.

—Prasutago… —dijo en un susurro.En la cuesta se alzó una sombra que se acercó a él con sigilo. Cuando el

guerrero Iceni se hubo colocado bajo el agujero, Cato se dejó caer, no pudoagarrarse y cay ó hacia el barranco. Un fuerte puño se cerró sobre su tobillo, tiróde él y lo frenó a apenas treinta centímetros por encima de los excrementos y laorina que bajaban por los empinados taludes. Prasutago lo arrastró hasta la hierbay al cabo de un momento se dejó caer a su lado.

—Gracias —le dijo Cato, jadeando—. Ya me veía con la mierda hasta lasorejas.

—¿Los encontraste?

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—Sí —replicó Cato con amargura—. Los encontré.

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Capítulo XXXIII

La segunda legión llegó al día siguiente, al mediodía. Desde el árbol que habíanestado utilizando como torre de vigilancia, Cato vio una delgada línea de j inetesque se aproximaba a la Gran Fortaleza por el este. Aunque desde aquelladistancia no había forma de estar seguro de su identidad, la dispersión eracaracterística de los exploradores que se mandaban en avanzada por delante delejército romano. Cato sonrió encantado y dio unos golpes de júbilo contra eltronco del árbol. Después de tantos días espantosos merodeando por las tierras delos durotriges y durmiendo al aire libre, siempre con el miedo a ser descubierto,la idea de que la segunda legión se encontrara tan cerca lo llenó de una cálida yreconfortante añoranza. Era casi como la perspectiva inminente de reunirse conlos familiares cercanos y lo conmovió mucho más de lo que se había esperado.Tuvo que vencer un doloroso y emotivo nudo en la garganta antes de poderllamar a Prasutago. La copa del árbol se balanceó de manera alarmante cuandoel guerrero Iceni trepó para unirse a él.

—Ten cuidado, hombre —gruñó Cato al tiempo que se agarraba más fuerte—. ¿Quieres que todo el mundo sepa que estamos aquí?

Prasutago se detuvo unas pocas ramas por debajo de Cato y señaló hacia elpoblado fortificado. El enemigo también había visto a los exploradores de lalegión y la última de las patrullas durotriges se encaminaba a la puerta principal.Pronto todos los nativos se hallarían concentrados en su refugio, seguros de queiban a desafiar el intento de los romanos de apoderarse de la Gran Fortaleza.Prasutago y Cato ya no corrían peligro; los habían liberado de la carga quesuponía mantenerse ocultos y Cato se atemperó.

—Está bien. Pero ten cuidado de no romper el tronco.—¿Eh? —Prasutago miró hacia arriba con un atónito ceño fruncido.Cato señaló la fina anchura del tronco.—Ten cuidado.Prasutago, en broma, sacudió el tronco para ponerlo a prueba, con lo que

estuvo a punto de hacer caer a Cato, y luego asintió con la cabeza.Cato apretó los dientes con irritación. Miró hacia el este, más allá de los

exploradores, forzando la vista para ver si divisaba los primeros indicios de lallegada del cuerpo principal de la segunda legión.

Pasó casi una hora antes de que la vanguardia apareciera por entre la lejananeblina de las ondulantes colinas y bosques. Un débil destello ondeante señaló lapresencia de las primeras cohortes cuando el sol cay ó sobre los bruñidos cascosy armas. Lentamente, la cabecera de la distante legión se concretó en una largacolumna, como una serpiente de múltiples escamas que se deslizaralánguidamente por el paisaje. Los oficiales de Estado Mayor a caballo subían ybajaban a medio galope a lo largo de los dos lados de la columna, para

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cerciorarse de que nada retrasara el disciplinado y regular ritmo del avance. Encada uno de los flancos, a cierta distancia de la legión, más exploradoresprevenían cualquier ataque sorpresa por parte del enemigo. Más atrás avanzabalenta y pesadamente la oscura concentración de los trenes de bagaje ymaquinaria de guerra y, tras ellos, finalmente, la cohorte de retaguardia. Cato sesorprendió ante la gran cantidad de máquinas de asedio. Eran muchas más que ladotación que habitualmente acompañaba a una legión. De alguna forma ellegado se las debía de haber arreglado para conseguir refuerzos. Eso estaba bien,pensó Cato, al tiempo que dirigía la mirada hacia el poblado fortificado. Iban ahacer muchísima falta.

—Es hora de que hablemos con Vespasiano —dijo Cato entre dientes, y actoseguido le dio unos golpecitos en la cabeza a Prasutago con la bota—. ¡Abajo,chico!

Bajaron a toda prisa de la cima de la colina para ir en busca de Boadicea yCato le contó las noticias. Luego, salieron con cautela del bosque y se dirigieronal este, hacia la legión que se aproximaba. Pasaron junto a un puñado depequeñas casuchas en las que, en épocas más pacíficas, los granjeros ycampesinos se ganaban la vida a duras penas trabajando la tierra y criandoovejas y cerdos, tal vez incluso reses. Entonces estaban vacías, todos losgranjeros, sus familias y sus animales se habían refugiado en el interior de laGran Fortaleza para protegerse de los horrendos invasores que marchaban bajolas alas de sus águilas doradas.

Cato y sus compañeros pasaron por el lugar donde habían asaltado el carro delos Druidas pocos días antes y vieron que aún había sangre, seca y oscura,incrustada en las rodadas de la carreta. Una vez más Cato pensó en Macro y seinquietó ante la posibilidad que tendría de descubrir la suerte que había corrido elcenturión cuando se reencontrara con la legión. Parecía imposible que Macropudiera morir. El entramado de cicatrices que el centurión tenía en la piel y suilimitada confianza en su propia indestructibilidad daban testimonio de una vidaque, aunque llena de peligros, gozaba de una peculiar buena fortuna. No eradifícil imaginarse a un Macro anciano y encorvado, en alguna colonia deveteranos dentro de muchos años, contando sin parar las historias de sus días en elejército, aunque no demasiado viejo para emborracharse y disfrutar de unapelea de carcamales. Era casi imposible imaginárselo frío y sin vida. Sinembargo, la herida que tenía en la cabeza, con toda su terrible gravedad, hacíapresagiar lo peor. Cato lo iba a averiguar muy pronto, y eso lo aterraba.

Los exploradores aparecieron al cruzar el puente de caballete. Un decurióncon aspecto de gallito, que lucía un flamante penacho y unas botas de cueroblando que le llegaban a la rodilla, descendió por la cuesta a medio galope y sedirigió hacia ellos flanqueado por la mitad de su escuadrón. El decurióndesenvainó su espada y bramó la orden de atacar.

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Cato se puso delante de Boadicea y agitó los brazos. A su lado, Prasutagopareció perplejo y se dio la vuelta para ver contra quién podía estar cargando lacaballería. Muy cerca del puente el centurión frenó su caballo y levantó laespada para que sus hombres, claramente desilusionados al ver que los tresvagabundos harapientos no iban a oponer resistencia, aflojaran el paso.

—¡Soy romano! —gritó Cato—. ¡Romano!El caballo del decurión se detuvo a unos centímetros del rostro de Cato y el

aliento del animal le revolvió el pelo.—¿Romano? —El decurión frunció el ceño al tiempo que examinaba a Cato

—. ¡No me lo creo!Cato bajó la mirada y vio los arremolinados dibujos de Prasutago a través de

la abertura frontal de su capa, luego se llevó la mano a la cara y se dio cuenta deque también debía de conservar todavía los restos del disfraz de la noche anterior.

—Ah, entiendo. No haga caso de todo esto, señor. Soy el optio de la sextacenturia, cuarta cohorte. En una misión para el legado. Necesito hablar con élenseguida.

—¿Ah, sí? —El decurión aún distaba mucho de estar convencido pero erademasiado joven como para cargar con la responsabilidad de tomar una decisiónrespecto a aquel infeliz de aspecto miserable y sus dos compañeros—. Y supongoque estos dos también serán romanos, ¿no?

—No, son exploradores Iceni, trabajan conmigo.—¡Hum!—Necesito hablar urgentemente con el legado —le insistió Cato.—Eso ya lo veremos cuando lleguemos a la legión. De momento montaréis

con mis hombres.Tres exploradores bastante descontentos se destacaron para la tarea y de

mala gana ay udaron a Cato y a los demás a subir tras ellos en los caballos. Eloptio alargó los brazos para rodear con ellos a su j inete y el hombre soltó ungruñido.

—Pon las manos en el arzón de la silla si sabes lo que te conviene.Cato obedeció y el decurión hizo girar a la pequeña columna y los volvió a

conducir al trote cuesta arriba. Al llegar a la cima de la colina, Cato sonrió al verlo mucho que había avanzado ya la legión a pesar de haber llegado allí tan solouna hora antes. Por delante de ellos, a una milla de distancia por lo menos, vio lalínea habitual formada por los soldados de avanzada. Tras ellos, el cuerpoprincipal de la legión trabajaba sin descanso para construir un campamento demarcha y ya estaban apilando la tierra del foso exterior dentro del perímetro,donde se apisonaba para levantar un terraplén de defensa. Más allá delcampamento los vehículos seguían avanzando lentamente para ocupar susposiciones. Pero no había agrimensores marcando el terreno en torno a la plazafuerte.

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—¿No hay circunvalación? —preguntó Cato—. ¿Por qué?—Pregúntaselo a tu amigo el legado cuando hables con él —respondió el

explorador con un gruñido.Durante el resto del corto trayecto Cato permaneció en silencio y mantuvo

también, aunque con más dificultad, el equilibrio. El decurión detuvo a la patrullade exploradores dentro de la zona señalada para una de las cuatro puertasprincipales de la legión. El centurión de guardia se levantó de su escritorio decampaña y se acercó a ellos a grandes zancadas. Cato lo conocía de vista, perono sabía cómo se llamaba.

—¿Qué demonios traes ahí, Manlio?—Los encontré dirigiéndose al poblado fortificado, señor. Este joven dice ser

romano.—¿Ah, sí? —El centurión de guardia sonrió.—Al menos habla un buen latín, señor.—Entonces será un esclavo valioso —el centurión le dirigió una sonrisa

burlona a Cato—. Me temo que se te ha terminado eso de la tintura azul, majo.Los soldados de la patrulla de caballería rezongaron. Cato saludó.—Se presenta el optio Quinto Licinio Cato, señor. De regreso de una misión

para el legado.El centurión miró a Cato con más detenimiento y luego chasqueó los dedos

cuando lo identificó.—Tú sirves a las órdenes de ese chiflado, Macro, ¿no es así?—Macro es mi centurión, sí, señor.—Pobre desgraciado.Cato sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, pero antes de que pudiera

preguntar por Macro el centurión de guardia ordenó al decurión que sepresentara directamente en el cuartel general y despidió a la patrulla con ungesto de la mano.

Trotaron por la ancha avenida entre las hileras de indicadores que loslegionarios habían dispuesto para montar sus tiendas de piel de cabra en cuanto seterminaran el foso y el terraplén del campamento. La tienda del cuartel generaldel legado ya estaba en pie en el centro del emplazamiento y varios caballospertenecientes a los oficiales del Estado Mayor estaban amarrados a unaimprovisada baranda. El decurión dio el alto a su patrulla, desmontó y le indicópor señas a Cato y los demás que hicieran lo mismo.

—Esta gente quiere ver al legado —le anunció al comandante de la guardiapersonal de Vespasiano—. El centurión de guardia dijo que pasaran directamentepor aquí.

—Esperad.Momentos después, el secretario personal de Vespasiano hizo entrar a los

agotados Cato, Boadicea y Prasutago. Al principio Cato parpadeó. Tras las

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penurias de los últimos días, no era fácil adaptarse al lujo del alojamiento del quedisponía el comandante de la segunda legión. Se habían colocado unas planchasde madera en el suelo y, sobre ellas, en medio de la tienda, se hallaba la granmesa de campaña de Vespasiano, rodeada por unos taburetes acolchados. Entodas las esquinas brillaba un pequeño brasero que proporcionaba un agradablecalor al interior de la tienda. Sobre una mesa baja situada a un lado había unabandeja de carnes frías y una jarra de cristal medio llena de vino. Detrás de suescritorio, Vespasiano terminó de firmar un formulario que entregó a unadministrativo, al que ordenó retirarse rápidamente. Luego levantó la vista,saludó con una sonrisa y con un gesto de la mano señaló los taburetes dispuestosal otro lado de la mesa.

—Yo que tú arreglaría mi aspecto lo antes posible, optio. No querrás quealgún estúpido recluta te confunda con un habitante del lugar y te clave la lanza.

—No, señor.—Supongo que te irá bien una buena comida y alguna otra comodidad

hogareña.—Sí, señor. —Cato señaló a Prasutago y a Boadicea—. Nos irá bien a todos.—En cuanto me rindas el informe de tu misión —replicó Vespasiano de

manera cortante—. Boadicea me proporcionó algunos detalles hace unos días.Supongo que ella te ha relatado los acontecimientos sucedidos en el más anchomundo. ¿Alguna novedad por tu parte?

—Los Druidas aún tienen a la mujer y al hijo del general en el pobladofortificado, señor. Anoche los vi.

—¿Anoche? ¿Cómo?—Entré ahí dentro. Por eso voy de esta guisa, señor.—¿Entraste dentro? ¿Estás loco, optio? ¿Sabes lo que hubiera ocurrido si te

llegan a descubrir?—Tengo una idea bastante aproximada de ello, señor. —Cato arrugó la frente

al recordar la suerte que había corrido Diomedes—. Pero le prometí a mi señoraPomponia que la rescataría. Le di mi palabra, señor.

—Pues ahí te precipitaste un poco, ¿no crees?—Sí, señor.—No importa. Tengo intención de tomar el fuerte al asalto lo antes posible.

De ese modo los rescataremos.—Perdone, legado —interrumpió Boadicea—. Prasutago conoce a los

Druidas. Me dice que no los dejarán con vida. Si ven que la legión está a punto detomar el lugar, no tendrán ningún motivo para hacerlo.

—Es posible, pero morirán de todos modos si Plautio confirma su orden deejecutar a nuestros prisioneros Druidas. Al menos podríamos tratar de salvarlosen medio de la confusión de un ataque.

—¿Señor?

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—¿Sí, optio?—Yo he visto la distribución del interior del poblado fortificado. ¿Va a realizar

el asalto por la puerta principal?—Por supuesto. —Vespasiano sonrió—. Supongo que cuento con tu

aprobación.—Señor, el complejo de los Druidas se encuentra en el otro extremo del

fuerte. Descubrirían nuestras intenciones con el tiempo suficiente para regresaral recinto y matar a los rehenes. En cuanto tomemos la puerta principal estaránmuertos.

—Entiendo. —Vespasiano se quedó pensando un momento—. Entonces nome queda otra elección. Tengo que esperar la respuesta de Plautio. Si harevocado la orden de ejecución, tal vez aún podríamos negociar algún tipo deacuerdo con los Druidas.

—Yo no pondría mis esperanzas en ello —dijo Boadicea.Vespasiano la miró con el ceño fruncido y luego se volvió hacia Cato.—Pues no pintan muy bien las cosas, ¿no?—No, señor.—¿Qué puedes decirme de las condiciones dentro de la fortaleza? ¿A cuántos

hombres nos enfrentamos? ¿Cómo están armados?Cato había previsto el interrogatorio y tenía las respuestas preparadas.—No hay más de ochocientos guerreros. El doble de no combatientes y unos

ochenta Druidas, quizá. Estaban trabajando en algo que parecía ser armazones decatapulta, de modo que podría ser que tuviéramos que hacer frente a una lluviade proyectiles bastante intensa cuando entremos, señor.

—Estaremos a su altura y más —dijo Vespasiano con satisfacción—. Elgeneral me transfirió la maquinaria de la vigésima legión. Podremos lanzar sobresus cabezas una descarga suficiente para contenerlos mientras las cohortes deasalto se acercan a la puerta.

—Eso espero, señor —replicó Cato—. La puerta es la única opción. Laszanjas están plagadas de estacas.

—Ya me lo imaginaba. —Vespasiano se puso en pie—. No hay nada más quedecir. Ordenaré que os preparen un baño y un poco de comida caliente. Es lomenos que puedo ofreceros como recompensa por el trabajo que habéisrealizado.

—Gracias, señor.—Y mi más profundo agradecimiento a ti y a tu primo. —El legado se inclinó

ante Boadicea—. Los Iceni veréis que Roma no dejará de recompensar vuestraay uda en este asunto.

—¿Para qué están si no los aliados? —Boadicea sonrió cansinamente—. Yoesperaría que Roma hiciera lo mismo por mí si alguna vez tengo hijos y seencuentran en peligro.

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—Sí, claro —asintió Vespasiano—. Por supuesto.Los acompañó hasta la salida de la tienda y les apartó la lona de la entrada

gentilmente. Cato se detuvo al salir, con una expresión preocupada en el rostro.—Señor, una última cosa, si puede ser.—Claro, tu centurión.Cato movió la cabeza afirmativamente.—¿Ha… ha sobrevivido?—Lo último que oí es que estaba vivo.—¿Está aquí, señor?—No. Mandé a nuestro enfermo de vuelta a Calleva en un convoy hace dos

días. Hemos montado un hospital allí. Tu centurión recibirá los mejores cuidadosposibles.

—Ah. —La renovada incertidumbre acongojó a Cato—. Supongo que es lomejor.

—Lo es. Tendrás que perdonarme. —Vespasiano estaba a punto de darse lavuelta y volver a su escritorio cuando se apercibió de unas voces subidas de tonoque provenían del exterior de su tienda de mando.

—¿Qué demonios pasa ahí fuera?Apartó a Cato, atravesó los anchos faldones de la entrada a grandes zancadas

y se fue chapoteando por el barro del exterior. Cato y los demás se apresuraron asalir tras él. No hacía falta preguntar cuál era el motivo del alboroto, todos lossoldados de la segunda legión podían verlo. En la planicie de la Gran Fortaleza,algún tipo de estructura se estaba levantando lentamente por encima de laempalizada. Al oeste, el sol estaba bajo sobre el horizonte y perfilaba la enormemole del poblado fortificado, así como aquel extraño artilugio, con un ardienteresplandor anaranjado. Se iba alzando poco a poco, maniobrado por unas manosinvisibles que tiraban de una serie de cuerdas. Mientras observaba, la terriblecomprensión de lo que estaba presenciando cayó sobre Cato como un golpe y sele helaron las entrañas.

La construcción estaba alcanzando la posición vertical y todo el mundo vioclaramente lo que era: un inmenso hombre de mimbre, de burda forma peroinconfundible, negro en contraste con el naranja de la puesta de sol excepto allídonde lo atravesaban unos haces de luz mortecina.

El legado se volvió hacia Boadicea y le habló en voz baja.—Pregúntale a tu hombre cuándo cree que van a prenderle fuego a esa cosa.—Mañana por la noche —tradujo ella—. Durante la fiesta de la Primera

Floración. Será entonces cuando la esposa y el hijo de tu general morirán.Cato se fue arrimando al legado.—Ya no creo que importe el mensaje del general, señor.—No… Atacaremos a primera hora de la mañana.Cato sabía muy bien que todo ataque debía de ir precedido por una

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prolongada descarga de proy ectiles contra las defensas. Sólo entonces loslegionarios podrían tratar de abrir una brecha. ¿Y si los defensores demostrabanla suficiente determinación como para hacer retroceder a los romanos?

A Cato se le ocurrió una idea desesperada; los pensamientos se agolparon ensu cabeza mientras trazaba rápidamente un peligroso plan, lleno de terriblesriesgos, pero que acaso les proporcionara una última oportunidad de salvar aPomponia y a Elio de las llamas del hombre de mimbre.

—Señor, puede que aún haya una manera de rescatarlos —dijo Cato en vozbaja—. Si es que puede cederme a veinte buenos soldados y a Prasutago.

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Capítulo XXXIV

Mucho antes del alba, el terreno ante la puerta principal del poblado fortificado sellenó con los sonidos de la actividad que allí tenía lugar: el rítmico golpear de losmacizos pisones que compactaban la tierra y nivelaban el suelo para formar lasplataformas de las máquinas de proyectiles, el incesante avance de las ruedas alacercarse los carros de maquinaria para descargar las ballestas y las catapultas.Los soldados hacían grandes esfuerzos y resoplaban al colocar los pesadosmecanismos de madera en sus cureñas. La munición se descargó y se amontonójunto a las armas; luego los servidores empezaron una sistemática comprobaciónde las cuerdas tensoras y los trinquetes y engrasaron cuidadosamente losmecanismos de suelta.

Los durotriges se habían alineado en las paredes de las defensas de la puertay se esforzaban para ver lo que ocurría más abajo en la oscuridad. Probaron alanzar flechas en llamas que describían unos relucientes y altos arcos hacia laslíneas romanas con la esperanza de llegar a ver la naturaleza de los preparativosromanos. Pero dado el escaso alcance de sus arcos ni una sola de las flechasllegó más allá del terraplén exterior y se quedaron sin saber los planes delenemigo. La avanzadilla romana se había abierto camino al amparo de laoscuridad y entabló unos breves y feroces combates con las patrullas durotrigessituadas en las proximidades de la puerta principal, por lo que finalmente losnativos se cansaron de tratar de atravesar la barrera enemiga y volvieron aretirarse todos al interior de la empalizada para aguardar a que amaneciera.

Con el primer atisbo de luz en el cielo, Vespasiano dio la orden para que laprimera cohorte se situara en su punto de partida y se preparara para avanzar.Los acompañaban pequeños grupos de ingenieros que llevaban escaleras y unariete. En una de las centurias se distribuyeron arcos compuestos para queproporcionaran apoyo a la cohorte cuando estuviera lista para forzar la puertaprincipal. Todos ellos estaban preparados, unas borrosas filas de hombressilenciosos bien protegidos con las corazas, las armas afiladas y los corazonesllenos de las habituales tensiones y dudas sobre un asalto tan peligroso comoaquél. Una batalla campal no era nada comparado con aquello, y hasta el reclutamás novato lo sabía.

Desde el momento en que las ballestas dejaran de disparar contra laempalizada, la primera cohorte se vería sumida en una lluvia de flechas,proy ectiles de honda y rocas. Debido a las vueltas y giros de las rampas deacercamiento, uno o dos de sus flancos quedarían expuestos a los disparos delenemigo antes de que pudieran alcanzar siquiera la entrada principal. Luegotendrían que soportar más de lo mismo mientras trataban de abrir una brecha enla puerta. Sólo entonces podrían enfrentarse al adversario. Era natural que lossoldados que habían aguantado semejante maltrato quisieran infligir un

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sangriento castigo a los durotriges en cuanto éstos se hallaran frente a susespadas. Por consiguiente, Vespasiano había dado instrucciones uno por uno atodos los oficiales de la cohorte para que buscaran a Cato y a su grupo y para queintentaran por todos los medios hacer prisioneros. Les dijo que le hacían faltaesclavos vivos si algún día podía permitirse renovar su casa en el monte Quirinal,en Roma. Ellos se habían reído, tal como él sabía que harían, y Vespasianoesperó que eso bastara para evitar que Cato y sus hombres cayeran asesinadosen medio del caos cuando los legionarios finalmente irrumpieran en la planicie.

—Todo listo, señor —informó el tribuno Plinio.—Muy bien —Vespasiano saludó y miró por encima del hombro.Al este el horizonte se iba iluminando de forma cada vez más perceptible. Se

volvió de nuevo y contempló la imponente inmensidad del poblado fortificado. Elhombre de mimbre se alzaba por encima de la empalizada y poco a poco lasretorcidas cañas y ramas de color caoba se fueron haciendo visibles a medidaque la mañana tomaba fuerza y desvanecía los tonos monocromos de la noche.Los soldados que servían en la plataforma de proyectiles permanecían inmóviles,observando al legado, esperando la orden de empezar a disparar. Vespasianohabía logrado obtener más de un centenar de ballestas en perfecto estado y todasellas se encontraban entonces preparadas para echar hacia atrás las palancas detorsión. Las flechas con punta de hierro ya estaban colocadas en los canales y suscabezas de oscuro reborde apuntaban a las defensas situadas en torno a la puertaprincipal. Los primeros rayos de sol cay eron sobre los relucientes cascos debronce de los durotriges alineados en la empalizada, observados por loslegionarios desde la fresca penumbra que reinaba más abajo. La luz fuedescendiendo paulatinamente por las pendientes de los terraplenes.

Vespasiano le hizo una señal con la cabeza a Plinio.—¡Ballestas! —rugió Plinio haciendo bocina con las manos—. ¡Preparadas!El aire del alba se inundó con el sonido del traqueteo de las palancas y el

esfuerzo de los soldados mientras los brazos tensores acerrojaban las armas y lascuerdas bloqueaban los proyectiles. En cuanto hubo terminado el último grupo deservidores de ballesta, el sonido cesó y una peculiar quietud dominó la escena.

—¡Disparad! —gritó Plinio.Los capitanes de las ballestas empujaron los disparadores y a Vespasiano le

retumbaron los oídos con el fuerte chasquido de los brazos tensores al volver asoltarse. Un fino velo de oscuras líneas se dirigió, rápido como un rayo, hacia laempalizada. Como siempre sucedía, hubo unas cuantas que no alcanzaron elobjetivo y se clavaron en las pendientes. Otras pasaron de largo ydesaparecieron por encima de la empalizada, donde aún podían suponer unpeligro. Los soldados que servían las ballestas tendrían en cuenta la caída de susproyectiles y ajustarían la elevación en consecuencia. Sin embargo, la inmensamayoría alcanzó el objetivo en la primera carga. Vespasiano ya había sido

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testigo en algunas ocasiones anteriores del impacto de semejante descarga, peroaún así se maravilló de la destrucción que causó aquélla. Las pesadas saetas depunta de hierro astillaron troncos enteros de la empalizada, cuy os fragmentossaltaron por los aires. La barrera pronto tuvo el aspecto de una boca llena dedientes cariados.

La segunda descarga fue más irregular que la primera, puesto que losservidores más eficientes dispararon antes y la disparidad de los tiempos decarga enseguida produjo un estrépito prácticamente continuo causado por losmecanismos de suelta al destensarse. La empalizada fue brutalmente derribada yla mayor parte de aquellos guerreros durotriges lo bastante imprudentes comopara subirse al terraplén de detrás a proferir sus gritos desafiantes lo pagaroncaro. Vespasiano observó con despreocupación a un hombre fornido queempuñaba una lanza hasta que una flecha lo alcanzó en el pecho y sencillamentelo quitó de en medio en un abrir y cerrar de ojos. Otro fue alcanzado en la cara yel golpe le rebanó la cabeza por completo. El torso del hombre permanecióderecho un momento y luego se desplomó.

Menos de una hora después las defensas en torno a la puerta principal sehabían convertido en una completa ruina, y las estacas que formaban laempalizada eran un montón de astillas con manchas carmesíes. Vespasiano lehizo una señal a su tribuno superior.

—Manda a la cohorte, Plinio.El tribuno se volvió hacia el trompeta y le ordenó que diera el toque de

avance. El hombre se llevó la boquilla a los labios e hizo sonar una aguda serie denotas a un volumen creciente. Cuando el primer toque resonó en los terrapleneslos centuriones de la primera cohorte dieron la orden de avanzar y los soldadosempezaron a marchar hacia las rampas de acercamiento formados en dosanchas columnas. El sol aún estaba bajo en el cielo y las partes traseras de loscascos de los soldados mandaban miles de reflejos a los ojos de sus compañerosque observaban el combate desde el campamento fortificado de la legión. Unaconsiderable reserva de hombres estaba preparada para reforzar a la primeracohorte en caso de que ésta fuera muy castigada por los durotriges. Durante lanoche la mayor parte de los soldados habían sido enviados alrededor del fuertecon la orden de que se mantuvieran a distancia, listos para interceptar cualquierintento por parte del enemigo de huir por el otro extremo de la fortaleza si lapuerta era derribada. No se había dejado nada al azar.

La primera cohorte, acompañada por su destacamento de ingenieros,ascendió por la primera rampa de acercamiento e inmediatamente tuvieron quegirar en paralelo al poblado fortificado y seguir subiendo en diagonal hacia laprimera curva pronunciada. Los más valientes de entre los defensores yaasomaban la cabeza a lo largo de las ruinas de su empalizada y lanzaban flechaso proyectiles de honda contra las concentradas tropas de legionarios con cota de

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malla y las bajas romanas empezaron a romper filas. Algunos de ellos murieronen el acto y y acieron inmóviles, tendidos en el sendero que subía el terraplén.

Por encima de las cabezas de la primera cohorte, la descarga de flechascontinuaba barriendo las defensas, pero pronto las descargas de las ballestaspodrían alcanzar a los propios romanos. Vespasiano postergó la orden de detenerlos disparos, dispuesto a correr el riesgo de que una saeta se quedara corta antesque permitir que el enemigo irrumpiera por encima de los restos de sus defensasy descargara una lluvia de proy ectiles mucho más dañina sobre los legionarios.

La cohorte llegó a la primera curva y torció la esquina, doblándose sobre símisma al tiempo que se dirigía hacia la puerta principal. En aquellos momentoslas flechas y a pasaban zumbando a menos de quince metros por encima de suscabezas y los oficiales del Estado May or en torno a Vespasiano se estabanponiendo nerviosos.

—Sólo un poco más —dijo el legado entre dientes. Se oyó un ruido de astillasproveniente de la plataforma de ballestas y Vespasiano se dio la vueltarápidamente. El brazo de una de las ballestas se había partido debido a la presión.Los oficiales del Estado Mayor dejaron escapar un fuerte coro de gruñidos. En elsegundo terraplén, el proy ectil de la máquina rota se había quedado corto yatravesó a una fila de legionarios, que fueron arrojados a un lado del camino enun desordenado montón. Las filas de legionarios que iban detrás flaquearon unmomento hasta que un enojado centurión arremetió contra ellos con su vara devid y el avance continuó.

—¡Dejen de disparar! —les gritó Vespasiano a los soldados que servían lasballestas—. ¡DEJEN DE DISPARAR!

Las últimas flechas pasaron por encima de las cabezas de la primera cohorte,afortunadamente, y luego se hizo un extraño e inquietante silencio antes de quelos defensores se dieran cuenta de que y a no había peligro. Rugiendo su grito debatalla salieron corriendo al descubierto y cruzaron en tropel los restos de susdefensas, por encima y alrededor de la puerta principal. Inmediatamente, unalluvia de flechas, piedras y rocas acribilló a los soldados de la primera cohorte.Su comandante, el centurión más antiguo y experimentado de la legión, dio laorden de formar en testudo y en un momento una pared de escudos rodeó a lacohorte y la cubrió por arriba. Acto seguido el ritmo del avance se hizo máslento, pero entonces los hombres estaban protegidos de los misiles que llovíansobre ellos y que golpeteaban sin causar daño sobre las anchas curvas de susescudos. El repiqueteo de los impactos era perfectamente audible desde el lugardonde se encontraban Vespasiano y su Estado May or.

La primera cohorte dobló el recodo de la última curva y empezó a avanzarentre un bastión y la puerta principal. Aquél era el momento más peligroso delasalto. Los soldados se hallaban bajo los disparos provenientes de dos lados y nopodían empezar a utilizar el ariete contra la puerta hasta que no se hubiera

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tomado el bastión. El centurión superior conocía bien su trabajo y en tonoscalmados y comedidos dio la orden para que la primera centuria de la cohorte seseparara del testudo. Los soldados se dieron la vuelta bruscamente y subieron porla empinada cuesta hacia el bastión. Los durotriges que habían sobrevivido alaluvión de proyectiles se lanzaron contra sus atacantes, sacando el may orprovecho posible de la ventaja que les proporcionaba la altura. Varios legionariosesgrimieron sus armas, cayendo y deslizándose cuesta abajo. Pero los enemigoseran demasiado pocos para resistir mucho tiempo el ataque romano y lasespadas de los legionarios, con sus despiadadas arremetidas, los hicieron trizas.

En cuanto se hubo desalojado el bastión, los soldados armados con arcoscompuestos subieron a él rápidamente y empezaron a disparar a los defensoresde la puerta principal, agachándose para colocar la siguiente flecha tras losescudos de la centuria que había tomado el bastión. Los durotriges cambiaron ladirección de sus disparos y los lanzaron contra la nueva amenaza, lo quedisminuy ó la presión sobre el testudo situado al pie de la puerta. Entonces losingenieros subieron con el ariete y, bajo la protección del testudo, iniciaron unlento y rítmico ataque contra las sólidas vigas de madera de la puerta principal.

Los sordos golpes del ariete llegaron a oídos de Vespasiano, que pensóentonces en Cato y su pequeño grupo al otro lado del poblado fortificado. Ellostambién oirían el ariete y empezarían a actuar.

Bajo el barranco de desagüe al otro lado de la fortaleza, el montón dedesperdicios y aguas residuales cobró vida de repente. De haber habido uncentinela en la empalizada de más arriba, tal vez le hubiera costado creer lo queveían sus ojos cuando un pequeño grupo de lo que parecían guerreros celtassalieron de entre la hedionda pila de residuos y silenciosamente subieron por lasvertientes del ribazo en dirección a la abertura de madera de la empalizada.

Mientras los ingenieros estaban atareados nivelando el terreno, un pequeñogrupo de legionarios, los mejores hombres de la antigua sexta centuria de lacuarta cohorte, habían rodeado sigilosamente la fortaleza bajo las órdenes de suoptio y del alto guerrero Iceni que les habían presentado aquella misma noche.Desnudos y pintarrajeados con los dibujos celtas hechos con tintura azul, ibanequipados con espadas largas de caballería que a simple vista podrían pasar porarmas nativas.

Prasutago los había guiado por los terraplenes y a través de las zanjas llenasde estacas hacia el maloliente montón de residuos. Allí, con silenciosasexpresiones de asco, se habían ocultado entre los excrementos y líquidos dedesecho y esperaron, inmóviles, a que amaneciera y el ariete atacara la puertaprincipal.

Al oír el primer golpe distante del ariete, Cato empujó a un lado los restos endescomposición de un ciervo bajo los que se había escondido y trepó a cuatropatas hacia la estructura de madera. Con una agilidad natural, Prasutago subió

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por el extremo más alejado del barranco y a Cato le recordó a un mono quehabía visto una vez en los juegos en Roma. En torno a ellos se hallaba el resto desoldados que Cato había seleccionado, fuertes y de extracción gala en sumay oría, para que así tuvieran más posibilidades de pasar por britanos.

Cuando llegaron a lo alto del barranco, el ruido sordo del ariete se habíaconvertido en un golpeteo regular que anunciaba la sentencia de muerte delfuerte y de sus defensores. Cato señaló el espacio bajo la abertura e, igual que enla ocasión anterior, Prasutago colocó su robusto cuerpo en posición. Cato trepó ymiró con cautela por encima del borde hacia el interior del poblado fortificado,aquella vez bajo la luz del día. La planicie situada justo frente a él se hallabadesierta. A la derecha, tras la gigantesca figura del hombre de mimbre, había unaoscura concentración de cuerpos que se apiñaban en torno a la puerta principal,esperando a lanzarse contra la primera cohorte en cuanto el ariete atravesara losgruesos troncos de la entrada. Entre ellos había algunas capas negras de losDruidas y Cato sonrió con satisfacción; las pocas probabilidades con las quecontaban él y su pequeño grupo habían aumentado un poco.

Se encaramó al borde, salió del agujero y bajó el brazo para agarrar la manodel próximo soldado. Uno a uno treparon a través de la abertura y a gatasavanzaron hasta situarse junto al redil más próximo. Al final ya sólo quedóPrasutago y Cato se afirmó bien contra el armazón de madera de la plataformaantes de alargar sus manos hacia Prasutago. El guerrero Iceni agarró a Cato porlos antebrazos, hizo fuerza para levantarse del suelo y en cuanto pudo pasó aasirse del borde de la abertura.

—¿Todos los Iceni pesan tanto como tú? —preguntó Cato, jadeando.—No. Mi padre… más grande que yo.—Pues me alegro un montón de que estéis de nuestro lado.Avanzaron con sigilo para reunirse con los demás soldados y entonces Cato

los llevó siguiendo los corrales hacia el recinto de los Druidas. Cuando llegó alúltimo de los rediles les hizo señas a sus hombres para que se quedaran quietos yluego asomó lentamente la cabeza por el panel de adobe y cañas, maldiciendo enVoz baja al ver que aún había dos Druidas vigilando la entrada al recinto. Estabanen cuclillas y masticaban unos pedazos de pan, nada preocupados al parecer porla desesperada lucha que tenía lugar en la puerta. Cato retiró la cabeza e hizo unaseñal a sus hombres para que siguieran agachados. Debían mantenerse ocultoshasta que la puerta cay era y rezar para que los Druidas no hubieran ejecutadoy a a sus rehenes.

—Esto no va demasiado bien —refunfuñó Vespasiano al tiempo queobservaba la distante batalla frente a la puerta. La may oría de los soldados delbastión habían sido abatidos y los disparos britanos se concentraban en loslegionarios agrupados junto a la puerta. El suelo ya estaba lleno de los escudosrojos y las armaduras grises de los romanos.

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—Podríamos decirles que regresaran, señor —sugirió Plinio—. Lanzar unanueva descarga e intentarlo de nuevo.

—No —repuso Vespasiano de manera cortante.Plinio lo miró, a la espera de una explicación, pero el legado no dijo nada.

Cualquier relajación de la presión en la puerta principal pondría en peligro a Catoy a sus hombres. Por lo que el legado sabía, podría ser que ya estuvieranmuertos, pero él tenía que suponer que ellos estaban llevando a cabo su parte delplan.

En aquellos momentos Cato era el único que podía salvar a los rehenes.Debían darle una oportunidad. Lo cual significaba que la primera cohorte teníaque permanecer en el mortífero campo de batalla junto a la puerta de la plazafuerte. Había otro motivo para mantenerlos allí. Si ordenaba que volvieran adescender los terraplenes iban a perder más soldados por el camino. Luego,mientras los ballesteros renovaban sus descargas, los supervivientes del primerasalto tendrían que esperar sabiendo que debían enfrentarse a los peligros delataque una vez más. Vespasiano podía imaginarse muy bien lo que aquellosupondría para el espíritu de lucha de los soldados. Lo que entonces necesitabanallí arriba era ánimo, algo que intensificara su determinación.

—Trae mi caballo y consigue otro para el portaestandarte.—¿No irá a subir allí arriba, señor? —Plinio se horrorizó.—Trae los caballos.Mientras iban a por los caballos, Vespasiano se apretó las ataduras de su

casco. Miró al portaestandarte y se sintió más tranquilo ante la calmadacompostura de aquel hombre, una de las principales cualidades que se buscabaen los soldados escogidos para tener el honor de llevar el águila en combate.Unos esclavos les llevaron los caballos a todo correr y les cedieron las riendas.Vespasiano y el portaestandarte montaron.

—¡Señor! —le gritó Plinio—. Si le ocurre cualquier cosa, ¿cuáles son susórdenes?

—¿Cuáles van a ser? ¡Tomar el fuerte, por supuesto!Con un rápido golpe de talones Vespasiano espoleó a su caballo hacia el pie de

la rampa, y atravesó retumbando el terreno abierto con el portaestandarte tras él,sujetando las riendas con una mano y el asta del estandarte con la otra.Galoparon cuesta arriba, dando un brusco viraje en la primera curvapronunciada y continuando el ascenso por la segunda rampa. Allí yacían losprimeros romanos muertos, atravesados por flechas o aplastados por piedras,cuy a sangre se encharcaba en el sendero entre las flechas con plumas queparecían haber brotado del suelo. Los heridos, al ver acercarse a los j inetes, searrastraron con dolor hacia un lado del camino y algunos de ellos lograron lanzaruna ovación para el legado cuando pasó por allí con gran estruendo.

Torcieron por la segunda curva y rápidamente frenaron los caballos al

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toparse con la última centuria de la primera cohorte.—¡A pie! —le gritó Vespasiano por encima del hombro al portaestandarte, y

descabalgó de un salto.Enseguida fueron divisados por los defensores situados por encima de ellos y

al cabo de un instante el caballo de Vespasiano soltó un relincho cuando unaflecha lo alcanzó en el flanco. El caballo se empinó, agitando las patas delanteras,antes de dar la vuelta desesperadamente y volver a bajar corriendo por larampa. Más flechas y proyectiles de honda alcanzaron sus objetivos con un ruidosordo en torno al legado. Éste miró a su alrededor y agarró un escudo del sueloallí donde había caído junto a su propietario muerto. El portaestandarte encontróotro. Ambos se abrieron camino a empujones y se adentraron en las apiñadasfilas de soldados que tenían delante.

—¡Abrid paso! ¡Abrid paso! —gritó Vespasiano.Los legionarios se apartaron al oír su voz, algunos de ellos con miradas de

perplej idad en sus rostros.—¿Qué carajo está haciendo aquí arriba? —se preguntó un atemorizado

joven.—¿No pensarías que ibas a tener al enemigo para ti solito, verdad, hijo? —le

gritó Vespasiano al pasar junto a él—. ¡Vamos, muchachos, un último esfuerzo yacabaremos con todos esos cabrones!

Una irregular oleada de ovaciones recorrió las tropas a medida queVespasiano y el portaestandarte avanzaban hacia la puerta y las flechas yproyectiles de honda chocaban contra sus escudos. Cuando llegaron al terrenoplano situado ante la fortificada puerta de madera, Vespasiano trató de ocultar sudesesperación ante la escena que presenciaron sus ojos. La mayor parte de losingenieros estaban muertos, amontonados junto a sus escaleras a un lado delariete. Éste era manejado entonces por legionarios que habían tenido que dejarsus escudos para tomar posiciones en la barra de roble rematada con una gruesacapa de hierro. Mientras observaba otro hombre cayó cuando un proy ectil lealcanzó en la parte del cuello no protegida por el casco o la cota de malla. Elcenturión superior mandó a un sustituto, pero el legionario vaciló, mirando conpreocupación los salvajes rostros que le gritaban desde lo alto de la puerta.

Vespasiano avanzó corriendo.—¡Apártate, hijo!Soltó el escudo, agarró el asa de cuerda y se sumó al rítmico balanceo de los

demás en el ariete. Cuando éste chocó contra la puerta con un tremendoestrépito, Vespasiano vio que los grandes troncos empezaban a ceder.

—¡Vamos, soldados! —les gritó a los que estaban en el ariete—. ¡No se nospaga por horas!

En cuanto los durotriges vieron al legado soltaron un enorme rugido dedesafío y apuntaron sus armas contra el comandante enemigo y el hombre que

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llevaba el temido símbolo del águila. Los soldados de la primera cohorterespondieron con unos ensordecedores gritos de entusiasmo y renovado esfuerzo,y lanzaron las jabalinas que les quedaban contra las maltrechas filas de losdurotriges. Otros agarraron los proyectiles de honda que había en el suelo paraarrojárselos a los defensores.

Cayó otro hombre junto al ariete. En esa ocasión el centurión superior tiró suescudo y ocupó el puesto libre. Una vez más el ariete golpeó hacia delante. Laviga central de la puerta se rompió en dos con un cruj ido y los troncos que larodeaban se desencajaron. Por entre las brechas los romanos podían ver losrostros amenazantes de los durotriges y los Druidas concentrados al otro lado. Através de un estrecho hueco Vespasiano divisó la tranca.

—¡Allí! —alzó una mano para señalar el lugar—. ¡Dirigid la cabeza haciaallí!

Se rectificó el ángulo del ariete y volvieron a balancearlo, con lo que el huecose abrió aún más. La tranca de la puerta tembló en sus soportes.

—¡Más fuerte! —gritó Vespasiano por encima del estruendo—. ¡Más fuerte!Cada golpe hizo saltar más astillas de los troncos hasta que, con una última y

salvaje arremetida, la tranca se partió. Inmediatamente las puertas cedieron.—¡Dejemos el ariete más atrás!Retrocedieron unos cuantos pasos y lo dejaron en el suelo. Alguien le pasó un

escudo a Vespasiano. Éste deslizó el brazo izquierdo por las correas y desenvainóla espada, sujetándola en posición horizontal a la altura de la cadera. Respiróhondo, listo para conducir a sus hombres a través de la entrada.

—¡Portaestandarte!—¡Señor!—No te separes de mí, muchacho.—¡Sí, señor!—¡Primera cohorte! —bramó el legado a voz en cuello—. ¡Adelante!Con un profundo rugido de cientos de gargantas, los escudos escarlata

cargaron contra las puertas y cargaron contra las filas de los miembros tribalesque gritaban al otro lado. Metido en la primera fila de la primera cohorte,Vespasiano mantuvo en alto el escudo y arremetió contra la densa concentraciónde humanidad que tenía delante, hundiendo la espada en la carne, retorciéndoladespués y tirando de ella para recuperarla antes de atacar de nuevo. En torno a éllos hombres gritaban, proferían sus bramidos de guerra, gruñían con el esfuerzode cada embestida y cuchillada, y soltaban alaridos de agonía cuando resultabanheridos. Los muertos y heridos caían al suelo y los que aún vivían luchaban porprotegerse bajo los escudos y evitar que los pisotearan hasta matarlos.

Al principio la densa concentración de romanos y durotriges era compacta yninguno de los dos bandos cedía ni un centímetro de terreno. Pero a medida quelos hombres iban cayendo, los miembros de la tribu empezaron a ceder terreno,

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empujados por la pared de escudos de los romanos. Bajo las botas de Vespasianoel suelo estaba resbaladizo debido al barro revuelto y a la sangre caliente. Enaquel momento su mayor temor era perder el equilibrio y resbalar.

La primera cohorte siguió avanzando poco a poco, abriéndose paso acuchilladas entre los durotriges. Los defensores, alentados por los Druidas quehabía entre sus filas, luchaban con desesperado coraje. En aquel apiñamiento, lesera imposible utilizar eficazmente sus largas espadas y lanzas de guerra. Algunosde ellos soltaron sus armas principales y en su lugar utilizaron las dagas, tratandode echar a un lado los escudos romanos y acuchillar a los soldados que seresguardaban detrás. Pero había pocos durotriges que llevaran coraza y su carneexpuesta podía ser alcanzada fácilmente por las espadas letales de los legionarios.

Poco a poco los durotriges se vinieron abajo y se fueron replegando en laretaguardia de aquel agolpamiento de uno en uno y de dos en dos, y los hombreslanzaban miradas aterrorizadas a la implacable aproximación del águila dorada.Una hilera de Druidas se hallaba detrás de los defensores y con desdénintentaban que los menos valientes de entre sus aliados volvieran a la batalla.Pero al cabo de poco tiempo ya había demasiados miembros de la tribu quehuían ante la terrible máquina de matar romana y los Druidas no pudieron hacernada para detenerlos. Las poderosas defensas en las que tanto habían confiado losdurotriges habían fallado, igual que lo habían hecho las promesas de los Druidasque aquel día Cruach los protegería y castigaría a los romanos. Todo estabaperdido y los Druidas también lo sabían.

De pie tras la hilera de Druidas, una alta y oscura figura que portaba unasastas en la cabeza gritó una orden. Los Druidas se giraron al oírlo y vieron que sujefe señalaba hacia el recinto al otro extremo del poblado fortificado. Cerraronfilas y empezaron a correr hacia su última línea de defensa.

—¡Ya está! —les dijo Cato a sus hombres en voz baja—. Se están viniendoabajo. ¡Ahora nos toca a nosotros!

Se puso en pie al tiempo que les indicaba por señas a sus hombres que losiguieran. Los miembros de la tribu corrían por la planicie, alejándose de lapuerta principal y de los legionarios. La mayoría eran mujeres y niños que huíandel desastre que estaba a punto de ocurrirles a sus hombres. Tenían la esperanzade escapar de la fortaleza escalando los terraplenes y desapareciendo en lacampiña circundante. La primera de aquellas personas había llegado a loscorrales no demasiado lejos de donde estaba Cato cuando éste decidió hacer sumovimiento.

Con Prasutago a su lado y sus hombres pintados con tintura azul agrupadostras él, no demasiado juntos, Cato corrió hacia la entrada del recinto. Los dosguardias se habían puesto de pie para observar la acción que tenía lugar en lapuerta principal y sólo les dirigieron a los miembros de la tribu que se acercabanuna mirada desdeñosa. Cuando Cato se acercó, uno de los guardias se burló de él.

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Cato alzó su espada de caballería.—¡A por ellos! —les gritó a sus hombres, y empezó a correr hacia el druida.

La sorpresa fue total y antes de que el horrorizado druida pudiera reaccionarCato ya había apartado su lanza de un golpe y arremetido con la espada contra sucabeza. Se abrió la carne, cruj ió el hueso y el druida se desplomó.

Prasutago se encargó del otro guardia y a continuación abrió la puerta de unapatada. Era una puerta delgada, pensada únicamente para evitar el acceso másque para resistir un asalto denodado. La puerta se abrió hacia adentro conestrépito y los pocos Druidas que aún había en el interior del recinto se dieron lavuelta al oír el ruido, sobresaltados por la repentina invasión de su suelo sagradopor aquellos hombres pintados, sus antiguos aliados. La confusión momentáneatuvo el efecto que Cato había esperado y todos sus hombres atravesaron laestrecha entrada antes de que los Druidas reaccionasen. Agarraron las lanzas yse dispusieron a defenderse contra las furias salvajes que se abalanzaban sobreellos blandiendo las espadas. Cato no hizo caso de los sonidos de la lucha. Echó acorrer a toda velocidad hacia la jaula. Un druida salió del interior de una chozapor delante de él, lanza en ristre. Echó un vistazo a la refriega y luego se dio lavuelta y se dirigió hacia la jaula al tiempo que levantaba su lanza.

Sus intenciones estaban claras y Cato siguió adelante, corriendo todo lo quepodía y con los dientes apretados debido al esfuerzo. Pero el druida estaba máscerca y Cato se dio cuenta de que iba a conseguir lo que se proponía. Cuando eldruida llegó a la jaula y echó su lanza hacia atrás para arrojarla, un chillidosurgió del interior.

—¡Eh! —gritó Cato, a unos veinte pasos de distancia. El druida miró porencima del hombro y Cato lanzó su espada con todas sus fuerzas. Mientras lahoja giraba en el aire, el druida se dio la vuelta rápidamente y la desvió con elextremo de su lanza. Cato siguió corriendo hacia la jaula. El druida hizodescender la punta de su arma y apuntó al estómago de Cato. En el últimoinstante, cuando casi estaba a punto de alcanzarle la punta siniestramente afiladade la lanza, Cato se arrojó al suelo y rodó hasta chocar con las piernas del druida.Ambos chocaron estrepitosamente contra los barrotes de madera de la jaula. Elimpacto fue peor para Cato que para el druida, por lo que, antes de que aquélpudiera recuperar el aliento, el hombre saltó sobre su pecho y rodeó fuertementeel cuello del optio con sus manos. El dolor fue instantáneo e intenso. Cato seagarró a las manos del hombre y tiró con todas sus fuerzas para zafarse de ellas,pero el druida era de complexión fuerte y robusta. Sonreía y mostraba unosdientes amarillentos mientras le exprimía la vida a su enemigo. Unas sombrasnegras mancharon los bordes del campo de visión de Cato que, vanamente, laemprendió a rodillazos con la espalda del hombre.

Un par de esbeltas manos salieron de entre los barrotes de la jaula y learañaron la cara al druida, los dedos buscando sus ojos. Por instinto, el hombre

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alzó las manos para protegerse la vista al tiempo que lanzaba un aullido de dolory Cato le pegó un puñetazo en la barbilla que le echó la cabeza hacia atrás. Catole golpeó de nuevo y con esfuerzo lo empujó a un lado. Mientras el druida yacíainconsciente en el suelo, Cato se puso en pie apresuradamente, recuperó laespada y se la clavó al druida en la garganta.

Se dio la vuelta hacia la jaula.—¡Mi señora Pomponia!Su rostro apareció entre las manos sujetas a los barrotes; la esposa del general

miró a la figura pintada con aire vacilante.—He venido a rescatarla. Póngase en la parte de atrás de la jaula.—¡Te conozco! ¡Eres el del carro!—Sí. ¡Y ahora, atrás!Ella se dio la vuelta y se arrastró hacia el otro extremo de la jaula, situándose

frente a su hijo para protegerlo. Cato levantó la espada y empezó a darcuchilladas a las cuerdas que ataban la puerta de barrotes al resto de laestructura. A cada golpe saltaban astillas de madera y ramales cortados, hastaque la puerta se soltó de un lado. Cato bajó la espada y tiró de los barrotes paraapartarlos.

—¡Fuera! ¡Venga, vámonos!La mujer salió de allí a gatas arrastrando a su hijo de una mano. El niño

llevaba la otra muy vendada. Elio tenía los ojos abiertos de par en par a causa delterror y un débil sonido agudo salía de su garganta. Pomponia tuvo dificultadespara ponerse en pie; tras muchos días de permanecer confinada en cuclillas en lajaula, tenía las piernas agarrotadas y doloridas. Cato echó un vistazo por elrecinto; había cuerpos desparramados por todas partes. La mayoría de ellosvestían la túnica negra de los Druidas, pero media docena de sus propios hombresyacía entre ellos. El resto se estaba reuniendo junto a Prasutago, muchos de elloscon heridas sangrantes.

—Por aquí —le dijo Cato a Pomponia, medio arrastrándola hacia sushombres—. No hay peligro. Están conmigo.

—Nunca pensé que volvería a verte —le dijo ella con calmado asombro.—Le di mi palabra.Ella esbozó una sonrisa.—Sí, lo hiciste. —Se reunieron con los demás soldados y se dirigieron de

nuevo hacia la puerta.—Ahora sólo tenemos que abrirnos paso hasta la primera cohorte —dijo

Cato, a quien el corazón le latía desaforadamente en el pecho, en parte debido alesfuerzo y en parte por pura excitación y orgullo al haber conseguido supropósito—. ¡Vamos!

Dio un paso en dirección a la puerta y se detuvo. Por ella apareció una altafigura vestida de negro que llevaba una brillante hoz en una mano. El jefe druida

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captó la escena en un instante y se echó a un lado al tiempo que gritaba unaorden. El resto de sus hombres entraron en tropel al recinto, con los ojosencendidos y las lanzas bajas apuntando a Cato y a su pequeño grupo. Sin esperarninguna orden, Prasutago rugió su grito de guerra y cargó contra los Druidas,inmediatamente seguido de Cato y sus soldados. Pomponia volvió el rostro de suhijo contra su túnica y se agachó con él, incapaz de mirar el combate.

En aquella ocasión la contienda entre romanos y Druidas estaba másigualada. Los Druidas no habían sido sorprendidos y su espíritu de lucha yaestaba enervado tras sus experiencias en la puerta principal. Tuvo lugar unadesordenada refriega, las espadas golpeaban las astas de las lanzas o resonaban alecharse a un lado para parar un golpe de forma desesperada. Como en aquellalimitada lucha no podían acuchillar de manera eficaz con sus lanzas, los Druidaslas utilizaron como si fueran picas, intentando golpear con ellas a los romanos ybloqueando las arremetidas de sus espadas. Cato se encontró luchando contra undruida alto y delgado con una barba oscura. El hombre no era idiota y paróhábilmente las primeras estocadas de Cato, para luego amagar hacia la izquierdae hincar la punta de la lanza en su objetivo. Cato se apartó de un salto, aunquedemasiado tarde para evitar que le rajara el muslo. Mientras el hombrerecuperaba la lanza, Cato echó a un lado el asta con la mano que tenía libre,avanzó como un rayo y hundió el extremo de su hoja en el vientre de su rival.Soltó la espada de un tirón y se dio la vuelta buscando al jefe druida. Seencontraba junto a la puerta, observando la batalla con una fría mirada en susojos.

Vio que Cato se le acercaba y se agachó, sujetando en alto la hoz a un lado,listo para lanzarse hacia delante y decapitar o desmembrar a su atacante. Catoatacó con su espada sin perder de vista la reluciente hoz. El jefe druida retrocediótambaleándose y se dio contra el poste con un ruido sordo y discordante. Catovolvió a atacar y esa vez la hoz lo amenazó con una cuchillada dirigida a sucuello. Cato se precipitó hacia delante, al alcance del arma, y con el pomo de laespada golpeó el rostro del jefe druida con toda la fuerza de la que fue capaz. Lacabeza del hombre se estrelló contra el poste y se desplomó, inconsciente. La hozcayó al suelo a su lado.

En cuanto se dieron cuenta de que habían derribado a su cabecilla, los demásDruidas dejaron las armas y se rindieron. Algunos de ellos no fueron lo bastanterápidos y murieron antes de que los legionarios fueran conscientes de que sehabían rendido.

—¡Se acabó! —les gritó Cato a sus hombres—. ¡Están acabados!Los soldados apaciguaron su furia de combate y se quedaron de pie junto a

los Druidas, con sus pintados pechos agitándose mientras trataban de recuperar elaliento. Cato le hizo una señal a Prasutago para que se acercara y juntos sequedaron en la puerta, espadas en ristre, para disuadir a cualquiera de los

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durotriges que escapaban de tratar de entrar en el recinto en su desesperadahuida de los romanos. En la puerta principal el combate también habíaterminado, los rojos escudos de los legionarios se desplegaban en abanico por laplanicie y mataban a todo aquel que aún osara resistirse. Por encima de lasruinas de la puerta estaba el portaestandarte, y el águila dorada relucía bajo la luzdel sol.

Una pequeña formación de legionarios cruzó la planicie a paso rápido endirección al recinto y Cato vio la roja cimera del legado que sobresalía porencima de los otros cascos. Se volvió hacia Prasutago.

—Cuida de la señora y de su hijo. Voy a presentar mi informe.El guerrero Iceni asintió con la cabeza y enfundó la espada, y fue andando

hacia la esposa del general tratando de no parecer demasiado amedrentador.Cato seguía empuñando la espada cuando salió por la puerta y alzó su mano librepara saludar al legado, que en aquellos momentos ya era perfectamente visible ysonreía alegremente. Cato sintió que lo invadía una cálida oleada de satisfacción.Había cumplido su palabra y el hombre de mimbre que se alzaba por encima dela fortaleza no reclamaría sus víctimas después de todo. Notó que su cuerpotemblaba, aunque no sabía si era por los nervios o por el cansancio.

Tras él, Pomponia lanzó un chillido.—¡Cato! —gritó Prasutago.Pero antes de que Cato pudiera reaccionar, algo le golpeó con fuerza en la

espalda. Soltó una explosiva bocanada de aire, se quedó sin respiración y cayó derodillas. Sintió algo como un puño en lo más profundo de su pecho. Se sacudiócuando el objeto fue arrancado de un tirón. Una mano lo agarró del pelo, le echóla cabeza hacia atrás y Cato vio el cielo azul y luego la expresión desdeñosa ytriunfante en el rostro del jefe druida cuando éste alzaba su hoz ensangrentada enel aire. Cato se dio cuenta de que aquella era su sangre, cerró los ojos y aguardóa que le llegara la muerte.

Oyó débilmente a Prasutago lanzar un grito furioso y luego la mano del jefedruida dio una sacudida que le tiró del pelo. Una cálida lluvia cayó sobre él.¿Cálida lluvia? El jefe druida aflojó la mano. Cato abrió los ojos en el mismoinstante en el que el cuerpo del jefe druida se derrumbaba junto a él. Un pocomás allá la cabeza del druida se alejaba rodando, todavía con su casco astadopuesto. Luego Cato cayó de bruces. Fue consciente de la dureza del suelo contrasu mejilla y de que alguien lo agarraba del hombro. Luego oyó vagamente aPrasutago que gritaba:

—¡Romano! ¡No te mueras, romano!Y el mundo se quedó a oscuras.

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Capítulo XXXV

Le parecía estar parpadeando entre un sueño profundo e inconsciente ymomentos de dolorosa y nítida realidad. No tenía noción del tiempo, en absoluto,sólo había fragmentos inconexos de experiencia. El sonido de gritos lastimerospor todas partes cuyo origen era invisible en la oscuridad. El borroso perfil de laespalda de un hombre sentado en un pescante por encima de su cabeza. El olorde las mulas. Por debajo de Cato, las ruedas atronaban y chirriaban, el momentose desvanecía y volvía la oscuridad. Más tarde sintió que unas manos lo poníanboca abajo con suavidad. Le quitaron algo alrededor del pecho y un hombre, suvoz distante, tomó aire.

—Un desastre. La mayor parte del daño es muscular. La hoja alcanzó unacostilla que permaneció intacta, afortunadamente. Si se hubiera roto…

—¿Sí?—Las esquirlas podrían haber penetrado en el pulmón derecho, hubiera

habido infección y finalmente, bueno… la muerte, señor.—Pero, ¿se recuperará?—Oh, sí… Es muy probable, vaya. Ha perdido mucha sangre pero parece

tener una constitución bastante fuerte, y yo poseo una experiencia considerablecon heridas como ésta, señor.

—¿Posees experiencia considerable en heridas de hoz?—No, señor. En laceraciones causadas por hojas afiladas. Las heridas de hoz

no dejan de ser algo fuera de lo común. No es el armamento que habitualmenteelegimos para el campo de batalla, si se me permite el atrevimiento degeneralizar, señor.

—Tú cuida de él y asegúrate de que lo alojen en un lugar apropiado para surango cuando lleguéis a Calleva.

—Sí, señor. ¡Ordenanza! ¡Drene la herida y cambie el vendaje!—En realidad preferiría que fueras tú quien cambiara el vendaje y, esto…

drenara la herida.—¡Sí, señor! Enseguida, señor.Cato notó que alguien le palpaba la espalda, a media altura, y luego sintió una

terrible sensación de picor. Intentó protestar, pero simplemente murmuró algo ya continuación perdió la conciencia.

Su próximo despertar fue tan gradual como el paso de la sombra en un relojde sol. Cato era consciente de una débil luz que se filtraba por sus párpados. Oíasonidos, el amortiguado alboroto de una calle muy concurrida. Fragmentos devoces humanas que hablaban un lenguaje que no entendía. El dolor de la espaldase había calmado y se había convertido en unas punzadas constantes, como si ungigante con los puños como rocas le masajeara la carne con brusquedad. Alpensar en la herida Cato se acordó del jefe druida empuñando su brillante hoz y

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abrió los ojos sobresaltado. Intentó ponerse de espaldas. Inmediatamente el sordodolor punzante dio paso a una aguda y lacerante agonía. Cato soltó un grito yvolvió a desplomarse sobre su pecho.

Sonaron unos pasos en el suelo de madera y al cabo de un momento Catosintió una presencia a sus espaldas.

—¡Veo que estás despierto! Y que intentas desgarrarte la espalda aconciencia. ¡Tse!

Unos dedos palparon suavemente la zona de alrededor de la herida. Luego elhombre caminó hasta el otro lado de la cama y se arrodilló. Cato vio los rasgosaceitunados y el oscuro cabello lubricado del imperio oriental. El hombre llevabala túnica negra del cuerpo médico, ribeteada de azul. Así pues se trataba de uncirujano.

—Bueno, centurión. A pesar de tus esfuerzos el drenaje está aún en su sitio.Sin duda te alegrará mucho saber que esta mañana casi no hay pus. Excelente.En un momento te lo dejo cerrado y vendado. ¿Cómo te sientes?

Cato se humedeció los labios.—Tengo sed —dijo con voz ronca.—Me lo imagino —sonrió el cirujano—. Haré que te manden un poco de vino

caliente antes de ponerte los puntos. Vino mezclado con unas cuantas hierbasmuy interesantes, no notarás nada y dormirás como los muertos.

—Espero que no —susurró Cato.—¡Así me gusta! Pronto estarás recuperado. —El cirujano se levantó—. Y

ahora, si me disculpas, tengo otros pacientes que necesitan mi atención. Alparecer nuestro legado quiere mantenerme totalmente ocupado.

Antes de que Cato pudiera preguntar nada el cirujano ya se había ido y suspasos se perdieron a un ritmo rápido. Sin mover la cabeza, Cato miró a sualrededor entrecerrando los ojos. Parecía encontrarse en una pequeña celda conparedes de madera y yeso. A juzgar por el olor a humedad, el enyesado debía deser bastante reciente. En la esquina había un pequeño arcón. Su armadura, con sudistintiva condecoración, estaba en el suelo junto al arcón. Cato sonrió al ver losmedallones… se los había concedido el mismísimo Vespasiano, después desalvarle la vida a Macro en Germania… Pero, ¿dónde estaba Macro ahora? Catorecordó la terrible herida que había sufrido su centurión. Seguramente debía dehaber muerto. Aunque, ¿no dijo alguien que había sobrevivido?, Cato intentóacordarse, pero el esfuerzo lo venció. Alguien le deslizó la mano por debajo de lacabeza y se la levantó con suavidad. Cato olió el dulce y condimentado vapor delvino calentado y entreabrió los labios. El vino no estaba demasiado caliente ypoco a poco Cato apuró la copa que sostenía el ordenanza médico. El calor seextendió por su vientre y le recorrió el cuerpo, y pronto se sintió agradablementesoñoliento cuando volvieron a apoyarle la cabeza en la basta tela del cabezalcilíndrico. Mientras el sueño invadía lentamente su mente, Cato, con el deleite

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que los pequeños lujos le proporcionan a un soldado, sonrió por el hecho de que lehubieran dado toda una habitación para él. ¡Qué dirá Macro cuando se entere!

La siguiente vez que se despertó Cato seguía tumbado boca abajo. Oía losgritos y el ajetreo de gran cantidad de gente. El ordenanza acababa de cambiarla ropa de cama manchada y de limpiar a su paciente. Sonrió cuando los ojos deCato parpadearon, se abrieron y se posaron en él.

—Buenos días, señor.Cato se notaba la lengua pastosa y movió ligeramente la cabeza para

responder al saludo.—Hoy tiene mucho mejor aspecto —continuó diciendo el ordenanza—.

Creímos que estaba usted en las últimas cuando lo trajeron, señor. Debió de seruna herida limpia la que le hizo ese druida.

—Sí —repuso Cato, intentando no acordarse—. ¿Dónde estoy ?El ordenanza frunció el ceño.—Aquí, señor. Y cuando digo aquí me refiero al nuevo edificio hospital del

nuevo fuerte que se ha levantado en Calleva. Un trabajo rápido. Sólo espero queno se nos caiga encima.

—Calleva —repitió Cato. Eso estaba a dos días de distancia de la fortaleza.Debía de haberse pasado todo el viaje inconsciente—. ¿A qué se debe todo esealboroto?

—Llegan más heridos de la legión. Parece que el legado ha puesto patasarriba otro de esos poblados fortificados. Nos hemos quedado sin espacio y elcirujano está que se sube por las paredes intentando reorganizarlo todo. —La vozdel ordenanza se fue apagando.

—Y me sería mucho más fácil si el personal se limitara a seguir con sutrabajo en vez de cotillear con los clientes.

—Sí, señor. Discúlpeme, señor. Ya me voy. —El ordenanza abandonó laestancia a toda prisa y el cirujano se acercó a la cama para hablar con Cato.Esbozó su sonrisa característica.

—¡Tienes un aspecto más alegre!—Eso me han dicho.—Bueno, vamos a ver. Tengo buenas y malas noticias. Las buenas noticias

son que tu herida se está curando muy bien. Supongo que dentro de más o menosun mes ya podrás levantarte y andar por ahí.

—¡Un mes! —exclamó Cato con un gemido ante aquella perspectiva.—Sí. Pero no te lo tendrás que pasar todo tendido sobre tu estómago.Cato se quedó contemplando fijamente al cirujano un buen rato.—¿Y las buenas noticias son?—¡Ja, ja! —se rió el cirujano de un modo excesivamente obsequioso—.

Bueno, la cuestión es que el problema de espacio es un poco acuciante y, aunquenormalmente no se me ocurriría importunar a mis pacientes oficiales, me temo

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que tendrás que compartir la habitación.—¿Compartirla? —Cato puso mala cara—. ¿Con quién?El cirujano se inclinó para acercarse y miró por encima del hombro de Cato

en dirección a la puerta.—Es un tipo algo cargante. No para de refunfuñar, pero estoy seguro de que

respetará tu intimidad y se callará un poquito. Lo siento, pero no puedo ponerloen ningún otro sitio.

—¿Tiene nombre? —preguntó Cato entre dientes. Antes de que el cirujanopudiera responder, se oy ó jaleo en la puerta y una serie de maldiciones.

—¡Tened cuidado, condenados imbéciles! —bramó una voz que le erafamiliar—. ¡No estáis jugando con un maldito ariete! —A ello siguió otro montónde juramentos—: ¿Quién es éste que me endilgáis? Si habla en sueños haré que oscorten las pelotas.

Los ordenanzas rodearon como pudieron el extremo de la cama de Cato ydejaron a su paciente de golpe en la cama de al lado.

—¡Eh! Tened cuidado, gilipollas rematados. ¡Os tengo calados!Cato lo miró, sonriendo con cariño. El centurión Macro estaba blanco como

una toga, el rostro pálido y demacrado bajo el firme vendaje. Pero ahí estaba,vivito y coleando. Con Macro roncando en la misma habitación y a no podríadormir ni una noche más como era debido.

—Hola, señor.—¡Hola tu tía! —respondió Macro con brusquedad, luego parpadeó, abrió

más los ojos y se apoy ó en el codo, sonriendo con un placer desmedido al ver asu optio—. ¡Vay a, que me aspen! ¡Cato! Bueno, yo… y o… ¡Me alegro de volvera verte, muchacho!

—Yo también, señor. ¿Cómo va la cabeza?—¡Duele una barbaridad! Es como tener resaca a todas horas todos los días.—¡Qué desagradable!—¿Y a ti? ¿Qué te ha pasado?—¡Un druida me clavó una hoz en la espalda!—¡Anda y a! ¿Una hoz en la espalda? ¡Y una mierda!—Centurión Macro —interrumpió el cirujano—. Este paciente necesita

descanso. No debes excitarlo. Ahora tranquilízate, por favor, y me encargaré deque te traigan un poco de vino.

Ante la promesa del vino, Macro cerró la boca de golpe. El cirujano y losordenanzas abandonaron la estancia. Sólo cuando estuvo seguro de que no podíanoírlo se volvió hacia Cato y continuó hablando en un susurro.

—Oí que conseguiste rescatar a la mujer y al hijo del general… con un dedomenos, me han dicho, pero aparte de eso intactos. ¡Un trabajo estupendo, malditasea! Deberían darnos una o dos medallas.

—Eso sería fantástico, señor —repuso Cato cansinamente.

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Él quería dormir más, pero el placer de ver de nuevo a su centurión lo hizosonreír.

—¿Qué pasa?—Nada, señor. Sólo que me alegro de que esté aún con nosotros. Realmente

pensé que esta vez y a no lo contaba.—¿Muerto? ¿Yo? —Macro pareció ofendido—. ¡Hace falta algo más que un

maldito druida con buena disposición para acabar conmigo! Espera a que vuelvaa ponerles las manos encima a esos cabrones. Se lo pensarán dos veces antes deamenazarme de nuevo con una espada, te lo digo yo.

—Me alegra oírlo.De pronto Cato sintió que los párpados le pesaban mucho; sabía que quedaba

algo más por decir, pero en aquel momento no pudo recordarlo. A su lado Macrose quejaba de tener que guardar cama, y afirmaba que si el cirujano le volvía arepetir que durmiera, se haría unas ligas con sus entrañas. Entonces Cato seacordó.

—Disculpe, señor.—¿Sí?—¿Puedo pedirle un favor?—¡Claro que puedes, muchacho! Di lo que sea.—¿Podría asegurarse de que yo me duermo primero antes de intentarlo

usted?Macro lo fulminó con la mirada un instante y luego le lanzó la almohada a su

compañero por encima del espacio que los separaba.Unos cuantos días después recibieron visitas. A Cato le habían dado la vuelta y

y acía de espaldas, aún vendado, pero mucho más cómodo. Habían colocado unatabla entre los extremos de las dos camas y estaban jugando a los dados debido ala insistencia de Macro. Durante toda la mañana la suerte había favorecido aCato y los montones de guijarros que utilizaban para apostar eran muydesiguales. Macro miró atribulado la última tirada de Cato y luego las pocaspiedrecitas que quedaban frente a él.

—¿No crees que podrías prestarme unas cuantas de las tuy as si pierdo estajugada?

—Sí, señor —respondió Cato al tiempo que apretaba las mandíbulas paraevitar que se le escapara un bostezo.

—¡Bien por ti, muchacho! —Macro sonrió, recogió los dados y los agitó ensus manos ahuecadas—. ¡Vamos! El centurión necesita botas nuevas…

Abrió las manos, los dados cay eron y dieron unas vueltas antes de quedarinmóviles.

—¡Seis! ¡Paga, Cato!—¡Vaya, bien hecho, señor! —Cato sonrió con alivio.Se abrió la puerta y ambos volvieron la vista cuando Vespasiano entró en la

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habitación con un bulto envuelto en una tela de lana sujeto contra el pecho. Ellegado los saludó con la mano mientras los dos trataron ridículamente de adoptaruna posición parecida a la de firmes.

—Tranquilos. —Vespasiano sonrió—. Se trata de una visita privada. Además,me han apartado de la campaña para solucionar un pequeño problema queVerica tiene con sus súbditos. Traigo conmigo a unas personas para que os veanantes de regresar a su casa.

Se hizo a un lado para permitir la entrada a Boadicea y a Prasutago. Elguerrero Iceni tuvo que agacharse bajo el marco de la puerta y dio la impresiónde que ocupaba bastante más espacio en la habitación del que era aceptable. Lessonrió de oreja a oreja a los dos romanos que estaban en la cama.

—¡Ajá! ¡Dormilones!—No, Prasutago, hijo —repuso Macro—. Nos han herido. Pero supongo que

tú no debes de saber lo que es eso. Lo digo por esa puñetera complexión de rocaque tienes.

Cuando Boadicea lo tradujo, Prasutago estalló en carcajadas. En los pequeñoslímites de la habitación el sonido era ensordecedor y Vespasiano se estremeció.Finalmente Prasutago consiguió dominarse y les dirigió una sonrisa radiante aCato y Macro. Luego le dijo algo a Boadicea con palabras vacilantes, como siestuviera avergonzado.

—Quiere que sepáis que siente un vínculo fraternal hacia vosotros —tradujoBoadicea—. Si alguna vez queréis entrar a formar parte de nuestra tribu, loconsiderará un honor.

Macro y Cato intercambiaron una incómoda mirada antes de que Vespasianose inclinara hacia ellos y les susurrara con tono preocupado.

—Por Júpiter, tened cuidado con lo que decís. Lo que está sugiriendo estehombre es todo un honor. No queremos ofender a nuestros aliados Iceni.¿Entendido?

Los dos pacientes movieron la cabeza en señal de asentimiento y luegoMacro respondió:

—Dile que eso es… esto… muy amable por su parte. Si alguna vez dejamoslas legiones estoy seguro de que iremos a verle.

Prasutago sonrió encantado y Vespasiano deshinchó las mejillas y se relajó.—Bueno —siguió diciendo Macro—, ¿cuándo os vais?—En cuanto os dejemos —respondió Boadicea.—¿A Camuloduno?—No. Regresaremos con nuestra tribu. —Boadicea bajó la vista a sus manos

—. Tenemos que prepararnos para la boda.—¡Sa! —asintió Prasutago con alegría al tiempo que apoyaba su manaza en

el hombro de Boadicea.—Entiendo. —Macro esbozó una sonrisa forzada—. Felicidades. Espero que

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os vaya bien.—Gracias —le dijo Boadicea[12]—. Eso significa mucho para mí.Reinó un difícil silencio que se fue haciendo más incómodo hasta que

Vespasiano se movió.—Lo siento. Quería decíroslo enseguida. El general os manda saludos a los

cuatro. En realidad lo que dijo fue que confía en que la misión que emprendisteispara rescatar a su familia será un modelo de las relaciones entre Roma y susaliados Iceni. Plautio piensa que ninguna recompensa que pudiera ofrecerosharía honor a la importante hazaña que habéis llevado a cabo… En fin, éste eraen esencia su mensaje.

Macro le guiñó un ojo a Cato y sonrió con amargura.—Yo creo que lo decía muy en serio —prosiguió Vespasiano—. Lo creo de

verdad. Me da miedo reflexionar sobre lo que habría podido ocurrir si loshubieran matado. Toda la invasión hubiera degenerado en un esfuerzo masivo porinfligir la venganza contra los Druidas. No es que él lo vay a a reconocer. Yaunque tal vez él no os hay a ofrecido una recompensa, sí que me autorizó paratramitar una condecoración y organizar una pequeña modificación de rango.

Vespasiano dejó el atado que llevaba a los pies de la cama de Macro ydeshizo los pliegues con cuidado. Primero salieron dos insignias de ébano conincrustaciones de oro y plata, una para Macro y otra para Cato.

Mientras Cato examinaba el medallón con reverencia, su legado siguiódesatando el fardo.

—Una última cosa para ti, optio. —De pronto el legado se irguió, sonriendopara sí mismo.

—¿Señor?—Nada. Me acabo de dar cuenta de que es la última vez que puedo llamarte

así.Cato frunció el ceño, sin entender nada todavía. Vespasiano retiró el último

pliegue de lana para dejar al descubierto un casco, con una cimera transversal, yun bastón de vid.

—Los he cogido esta mañana de los pertrechos —explicó Vespasiano—. Encuanto Plautio confirmó el ascenso. Los pondré allí en la esquina con el resto detu equipo, si te parece bien.

—No, señor —replicó Cato—. Tráigalos, por favor, señor. Me gustaría verlos.El legado sonreía cuando se los alcanzó.—Claro, cómo no.Cato alzó el casco con ambas manos y se lo quedó mirando fijamente,

henchido de orgullo y emoción. Tanto era así que tuvo que limpiarse con lamanga una lágrima que le humedeció el rabillo del ojo.

—Espero que sea de tu talla —le dijo Vespasiano—. Si no es así lo devuelvesal almacén y pides uno que te vaya bien. Dudo que esos administrativos oficiosos

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te causen muchos problemas de ahora en adelante, centurión Cato.

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Nota histórica

Uno de los símbolos de la Britania pre-romana que más ha perdurado es elenorme complejo de terraplenes de Maiden Castle en Dorset[13]. Impresiona alvisitante y suscita una imaginativa empatía hacia los que tuvieron que asaltarunas defensas en apariencia tan inexpugnables. Pero Maiden Castle y otrosmuchos poblados fortificados no suponían un obstáculo insalvable para laslegiones y fueron tomados por asalto y sometidos en un corto espacio de tiempo.Uno se pregunta por qué los durotriges siguieron confiando en las cualidadesdefensivas de los poblados fortificados aún cuando éstos estaban siendo destruidospor los romanos. No era que carecieran de un método más efectivo de desafiar alas legiones. Carataco disfrutaba de un éxito mucho mayor con su táctica deguerrillas. A pesar de tales evidencias, los durotriges permanecieronconcentrados en sus fortalezas cuando la segunda legión cay ó sobre ellos. Tal vezla fe ciega en la promesa de una salvación postrera por parte de sus líderesespirituales fue la que los mantuvo allí.

Comparado con los numerosos testimonios de la historia romana, poco es loque se sabe de los antiguos britanos y sus Druidas. Dada la práctica inexistenciade patrimonio escrito, los conocimientos sobre estas gentes nos han llegado através de la leyenda, las pruebas arqueológicas y los escritos parciales de razascon más literatura. Lo que se puede conjeturar es que a los Druidas se les teníaun enorme respeto y no menos temor. Dominaban los reinos celtas y confrecuencia la gente acudía a ellos en busca de consejo y para que actuaran comomediadores en disputas tribales. Los Druidas eran los custodios del patrimoniocultural y memorizaban gran cantidad de poesías épicas, folclore y precedenteslegales que se iban transmitiendo a través de las sucesivas generacionesdruídicas. Constituían una especie de aglutinante social entre los pequeños yrebeldes reinos que, en otros tiempos, se expandieron por toda Europa. No es deextrañar que los Druidas fueran el blanco principal de la propaganda romana yque se los reprimiera duramente cuando los territorios celtas se agregaron alfloreciente Imperio romano.

No obstante, puede ser que los Druidas tuvieran un lado más oscuro si hemosde creer algunas de las antiguas fuentes. Si los sacrificios humanos tuvieron lugar,fue en el contexto de una cultura que se enorgullecía enormemente de reunir yconservar las cabezas de sus enemigos; una cultura que había concebido unosmétodos de tortura y ejecución que repugnaban incluso a los romanos, cuyaafición a las matanzas en la arena del circo está bien documentada.

Debido a su dispersión geográfica y sus peculiaridades culturales, los Druidasno formaban un conjunto homogéneo y habrían tenido sus distintas facciones, demanera muy parecida a cómo las religiones contemporáneas están divididas porenfrentadas interpretaciones del dogma. Los Druidas de la Luna Oscura son

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ficticios, pero representan el sector extremista que existe dentro de cualquiermovimiento religioso. Constituy en un intento de corregir la ingenua y nostálgicareinvención de la cultura de los Druidas que desfila por los alrededores deStonehenge en ciertas épocas del año. Y, al término de esta obra, constituyentambién un oportuno recordatorio de los extremos a los que puede llegar elfanatismo religioso.

Simon Scarrow12 de septiembre de 2001

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Simon Scarrow es un escritor inglés nacido en Lagos (Nigeria) en 1962. Suhermano Alex Scarrow también es escritor.

Tras crecer viajando por varios países, Simon acabó viviendo en Londres,donde comenzó a escribir su primera novela tras acabar los estudios. Pero prontodecidió volver a la universidad y se graduó para ser profesor (profesión querecomienda).

Tras varios años como profesor de Historia, se ha convertido en un fenómenoen el campo de los ciclos novelescos de narrativa histórica gracias a dos sagas:Águila y Revolución.

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Notas

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[1] Noviomagus es un nombre compuesto en céltico. Hubo diversosasentamientos en el Imperio con este nombre. En concreto aquí hace referenciaa Noviomagus Regnorum, actual Chichester. <<

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[2] Dubris o Portus Dubris era una pequeña ciudad en la Britania Romana. Hoyen día es Dover, en Kent. Como punto más cercano a la Europa continental y conel estuario del río Dour (hoy parcialmente cubierto a su paso por Dover y con elestuario natural desaparecido) era un punto estratégico para un puerto decomunicaciones con la Galia, y fue, junto a Rutupiae, un enclave básico en eltráfico de vituallas para la conquista de Britania. <<

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[3] Rizo: Tipo de nudo para aferrar a la verga una parte de las velas,disminuy endo su superficie para que tomen menos viento. <<

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[4] Jarcia: Es el conjunto de cables y cabos que en los veleros se dispone paramantener firme los mástiles. <<

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[5] Brazola: Reborde con que se refuerza la boca de las escotillas y se evita, en loposible, la caída del agua u otros objetos a las cubiertas inferiores de la nave. <<

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[6] Brazola: Los icenos o eceni fueron una tribu britana que habitó un área deInglaterra que correspondería más o menos a lo que hoy es el condado deNorfolk, entre los siglos I antes de Cristo y el I después de Cristo. <<

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[7] Cástula: Túnica larga que las mujeres romanas usaban en contacto con la piely ceñida por debajo de los pechos. <<

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[8] La ciudad de Calleva (actual Silchester, al oeste de Londres, al sur de la isla)fue la capital de un estado nativo, gobernada por el rey britano Cogidubno querendía vasallaje a Roma en los años de la conquista de Claudio. Era una ciudadrural bastante extensa. En la 4ª novela, Los Lobos del Águila, hay másinformación. <<

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[9] Los durotriges constituían una de las tribus celtas que vivieron en el suroestede Gran Bretaña antes de la invasión romana. La tribu habitaba en lo que hoy esDorset y el sur de Wiltshire y de Somerset, en el suroeste de Inglaterra. <<

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[10] Verica (principios del siglo I) fue un rey de uno de los estados cliente delImperio romano en la antigua Britania. Reinó durante los años precedentes a laInvasión de Claudio del año 43. En función a las monedas emitidas durante esteperiodo, Verica aparece como rey de la tribu de los atrebates y como hijo deComio. Sucedió en el trono a su hermano may or, asumió la corona en su capitalde Calleva Atrebatum, (Silchester). Estableció cercanas relaciones diplomáticasy comerciales con el Imperio romano. Su territorio estaba siendo invadido por latribu de los catuvellaunos, que conquistaron Calleva aproximadamente en el año25 d.C. Tras la muerte de Epatico (Rey Catuvellano) aproximadamente en el año35 d.C., Verica reconquistó los territorios perdidos, pero el hijo de Cunobelino(hermano de Epatico), Carataco contratacó y conquisto todo el reinoaproximadamente en el año 40 d.C. Verica navegó hasta Roma, dándole al nuevoEmperador, Claudio el pretexto para iniciar la conquista romana de Britania. Lanovela se sitúa en el 43 – 44 d.C. Ver Los Lobos del Águila para más informaciónsobre Verica. <<

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[11] El vexillarius fue una clase de signifer que servía en tiempos de la AntiguaRoma en las legiones de sus ejércitos. El deber del vexillarius era portar elvexillum, el estandarte militar en el que figuraban el nombre y el emblema de lalegión en la que servían. El vexillum consistía en una pancarta de tela colgada deun palo o lanza. El signifer era, en las unidades de infantería del ejército romano,un suboficial encargado de llevar el signum o enseña de cada centuria. <<

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[12] Boudica fue una reina guerrera de los icenos, que acaudilló a varias tribusbritanas, incluyendo a sus vecinos los trinovantes, durante el mayorlevantamiento contra la ocupación romana entre los años 60 y 61 d.C., durante elreinado del Emperador Nerón.Su nombre significaba ‘victoria’. También se la conoce como Budíca, Buduica,Bonduca, o por el nombre latinizado de Boadicea.Su esposo Prasutagus (probablemente llamado Esuprastus) era el rey de losicenos, tribu que habitaba la zona del actual Norfolk (al este de Inglaterra). Alprincipio no fueron parte del territorio invadido por los romanos, porque tuvieronel estatuto de aliados durante la conquista romana de Britania llevada a cabo porClaudio y sus generales en el año 43.Prasutagus vivió una larga vida de riqueza, sin embargo no podía asegurar laindependencia formal del Imperio; por eso se le ocurrió la idea de nombrar alEmperador romano coheredero de su reino, junto con sus dos hijas.La ley romana sólo permitía la herencia a través de la línea paterna, así, cuandoPrasutagus murió, su idea de preservar su linaje fue ignorada, y su reino fueanexionado como si hubiera sido conquistado. Las tierras y todos los bienesfueron confiscados, y los nobles tratados como esclavos. Debido a quePrasutagus había vivido pidiendo prestado dinero a los romanos, al fallecer, todossus súbditos quedaron ligados a esa deuda, que Boudica, la entonces reina, nopodía pagar.Dion Casio dice que los publicanos romanos (incluido Séneca el Joven),desencadenaron la violencia saqueando las aldeas y tomando esclavos comopago de la deuda. Tácito parece apoyar esto al criticar —en referencia a estetema— al procurador Cato Deciano por su « avaricia» . De acuerdo con Tácito,los romanos azotaron a Boudica y violaron a sus dos hijas, lo que desató la furiaincontenible de la reina.En el año 60 o 61, mientras el gobernador Cayo Suetonio Paulino estaba en elnorte de Gales llevando a cabo una campaña en la isla de Mona, hoy Anglesey,que era un refugio de los britános rebeldes y un centro druídico, los icenosconspiraron, entre otros con sus vecinos, los trinovantes, para levantarse contralos romanos y eligieron a Boudica como su líder. <<

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[13] Mortimer Wheeler (1890-1976) relató una vívida descripción de la caída delcastro para su reporte después de las excavaciones de 1934-1937. Las posterioresrevisiones de dichos registros realizadas por Niall Sharples descartaron lainterpretación de aquel primero y ya no se cree que el fuerte haya sido asediadoo violentamente tomado por los romanos, sino que los celtas habrían opuestoescasa resistencia ante la armada extranjera. <<