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EL VELO DE LA NOVIA LEYENDA GUARANI: CATARATAS DE IGUAZU La exuberante vegetación de la selva tropical envuelve el paisaje con el embrujo de su magnifica bién . Los árboles elevan sus copas al cielo en isipós, helechos y bejucos, y se mezclan y se entrecruzan unos con otros en cascadas de verdes intensos, de amarillos, de sepias y de pardos. El duro lapacho cubierto de flores violáceas, el petiribí festoneado de pétalos blancos, el jacarandá que luce su floración añil, ivirá pitá con su manto de corolas amarillas, y los cedros, los algarrobos, los quebrachos y los timbós, que forman la abigarrada selva, son cuna y sostén de las maravillosas orquídeas que, en múltiples formas y coloridos hermosos, se ofrecen con profusión a los ojos admirados de los que llegan a gozar de bién tan extraordinaria. Y junto a esta hermosura de formas y de colores, el magnífico espectáculo del río, del Iguazú, del Agua Grande, como bien lo nombraron los primitivos habitantes de la región. Fue en tiempo s de los guaraníes, precisamente, hace muchísimos años, tantos que no se podría determinar su número. En ese marco de Soberbia bién , en una choza levantada junto a la orilla, defendida por los colosos de la selva, vivía Panambí con su madre . Tan bonita y tenue como mariposas que en vuelo raudo cruzaban la floresta, era esta Panambí de la leyenda. Bonita, muy joven, de grandes y expresivos ojos negros y lacio y brillante cabello, vivía gozando de los dones que le brindaba la naturaleza . Su voz armoniosa se desgranaba en dulces melodías, cuando, dirigiendo la frágil canoa, llevando su cesto tejido con fibras de yuchán, iba en busca de apetitosos frutos o de exquisita miel silvestre, de camoatí o de lechiguana. Su madre la oía desde lejos y distinguía su voz cristalina destacándose del ruido que hacía el agua al precipitarse desde la altura y de los trinos de los pájaros que cantaban en la fronda... Panambí llegada fresca y armoniosa, con su cesto repleto de provisiones. Era una flor más, entre las flores de la selva y su sonrisa constante reflejaba su amor a la vida , su alegría de vivir. Un día, como tantos otros, Panambí, con su cesto enlazado en el brazo, llegó hasta la orilla donde se hallaba amarrada la canoa. marchaba a su cabaña llevando el tribuno del bosque. Desató el cordel que sujetaba la canoa; tomó la pala y a los pocos instantes, manejada con pericia, la embarcación se deslizaba por las aguas tranquilas en dirección a su oga. Volvía del grupo de islas a las que había llegado en busca de frutos y de miel de camoatí. Allí el río era ancho y la corriente muy suave. El crepúsculo teñía de rojo, violado y oro, las nubes y las aguas. La vegetación de las orillas, erguida o inclinada sobre el río, ponía un marco de verdes diversos en el paisaje. A mitad de camino se cruzó con otra canoa. La dirigía un indio joven, desconocido para ella, que la miró, con curiosidad primero, con interés luego. El indio, apuesto, de piel cobriza y brillante, de cuerpo recio y brazos fuertes, impulsaba la canoa con movimientos firmes y precisos. Al pasar cerca de la doncella, clavó sus ojos dominadores en la dulce Panambí y una gran admiración se pintó en ellos. La niña quedó como hipnotizada, incapaz de separar su vista del desconocido que así la había impresionado. Continuó mirándolo en la misma forma hasta verlo desaparecer en la lejanía. Por un momento quedó inmóvil, en medio del río, la canoa mecida suavemente por el vaivén de las aguas.

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EL VELO DE LA NOVIA LEYENDA GUARANI: CATARATAS DE IGUAZU

La exuberante vegetación de la selva tropical envuelve el paisaje con el embrujo de su magnifica bién.

Los árboles elevan sus copas al cielo en isipós, helechos y bejucos, y se mezclan y se entrecruzan unos con otros en cascadas de verdes intensos, de amarillos, de sepias y de pardos. El duro lapacho cubierto de flores violáceas, el petiribí festoneado de pétalos blancos, el jacarandá que luce su floración añil, ivirá pitá con su manto de corolas amarillas, y los cedros, los algarrobos, los quebrachos y los timbós, que forman la abigarrada selva, son cuna y sostén de las maravillosas orquídeas que, en múltiples formas y coloridos hermosos, se ofrecen con profusión a los ojos admirados de los que llegan a gozar de bién tan extraordinaria.

Y junto a esta hermosura de formas y de colores, el magnífico espectáculo del río, del Iguazú, del Agua Grande, como bien lo

nombraron los primitivos habitantes de la región. Fue en tiempos de los guaraníes, precisamente, hace muchísimos años, tantos que no se podría determinar su número. En ese marco de Soberbia bién, en una choza levantada junto a la orilla, defendida por los colosos de la selva, vivía Panambí con su madre.

Tan bonita y tenue como mariposas que en vuelo raudo cruzaban la floresta, era esta Panambí de la leyenda. Bonita, muy joven, de grandes y expresivos ojos negros y lacio y brillante cabello, vivía gozando de los dones que le brindaba la naturaleza. Su voz armoniosa se desgranaba en dulces melodías, cuando, dirigiendo la frágil canoa, llevando su cesto tejido con fibras de yuchán, iba en busca de apetitosos frutos o de exquisita miel silvestre, de camoatí o de lechiguana.

Su madre la oía desde lejos y distinguía su voz cristalina destacándose

del ruido que hacía el agua al precipitarse desde la altura y de los trinos de los pájaros que cantaban en la fronda... Panambí llegada fresca y armoniosa, con su cesto repleto de provisiones. Era una flor más, entre las flores de la selva y su sonrisa constante reflejaba su amor a la vida, su alegría de vivir. Un día, como tantos otros, Panambí, con su cesto enlazado en el brazo, llegó hasta la orilla donde se hallaba amarrada la canoa. marchaba a su cabaña llevando el tribuno del bosque. Desató el cordel que sujetaba la canoa; tomó la pala y a los pocos instantes, manejada con pericia, la embarcación se deslizaba por las aguas tranquilas en dirección a su oga. Volvía del grupo de islas a las que había llegado en busca de frutos y de miel de camoatí. Allí el río era ancho y la corriente muy suave. El crepúsculo teñía de rojo, violado y oro, las nubes y las aguas. La vegetación de las orillas, erguida o inclinada sobre el río, ponía un marco de verdes diversos en el paisaje. A mitad de camino se cruzó con otra canoa. La dirigía un indio joven, desconocido para ella, que la miró, con curiosidad primero, con interés luego. El indio, apuesto, de piel cobriza y brillante, de cuerpo recio y brazos fuertes, impulsaba la canoa con movimientos firmes y precisos. Al pasar cerca de la doncella, clavó sus ojos dominadores en la dulce Panambí y una gran admiración se pintó en ellos. La niña quedó como hipnotizada, incapaz de separar su vista del desconocido que así la había impresionado. Continuó mirándolo en la misma forma hasta verlo desaparecer en la lejanía. Por un momento quedó inmóvil, en medio del río, la canoa mecida suavemente por el vaivén de las aguas.

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Cuando volvió a la realidad, la luna había extendido su manto de plata y se reflejaba en el río dibujando una estela brillante. Pensando en su madre que la esperaría ansiosa, dio a la pala un

impulso vigoroso y la canoa surcó las aguas con rapidez. Al llegar a su cabaña, tal como se lo figuraba, la madre la esperaba afligida. - ¿Qué te ha sucedido Panambí? ¿Cómo vuelves tan tarde? - le preguntó. - No sé... madre... - respondió la niña con mirada ausente. La madre la miró sorprendida. Una expresión desconocida, como

ausente, se pintaba en el semblante de la niña. Por eso, alarmada, insistió: -¿Qué te ha sucedido, Panambí? ¿No habrás hallado, por ventura, a Pyra-yara? La niña la miró con mirada turbada y nada respondió. Ella misma no sabía lo que sucedía: pero eso si, sabía que no estaba como siempre. El recuerdo del apuesto muchacho que viera en el río, no la abandonó desde entonces. Si caminaba sobre la tierra rojiza que formaba los senderos, o marchaba por la selva separando helechos e isipós para poder pasar, o recostada

en su hamaca miraba al cielo azul, o junto a la orilla mojaba sus pies en el agua clara que lamía la playa, la imagen del desconocido estaba siempre ante ella como un ser sobrenatural que la hubiera hechizado. Sólo ansiaba que llegara la tarde para tomar su canoa y marchar a las islas, con la esperanza de volverlo a ver. Y cada tarde y cada crepúsculo, el encuentro se repitió durante mucho tiempo. Una noche, la paz reinaba en la selva y en la cabaña de la orilla,

cuando se oyó, viniendo del río, un ruido de remos que hendían las

aguas. Estas, a su contacto, se agitaban y se encrespaban, levantándose en olas que golpeaban con furia en la playa. Panambí tuvo un sobresalto y se despertó como al conjuro de un mandato ineludible. Abandonó la hamaca tejida, de algodón, donde hallaba descansando, y corrió a la orilla atraida por el llamado del desconocido que en ese instante pasaba con su canoa frente a la niña. Panambí miraba absorta hacia el medio del río. La misma fuerza que la impulsó hasta allí la condujo hacia el lugar donde se había detenido la canoa. Al introducir sus pies en el río, éste se calmó y una superficie de aguas mansas y tranquilas la invitó a llegar hasta la embarcación que esperaba. Panambí, inconsciente, obedeció a la fuerza poderosa que la dominaba

y entró en el agua, la mirada fija en un punto lejano... Las aguas, bajas al principio, sólo taparon sus pies, pero a medida que se internaba en ellas, iban cubriendo todo su cuerpo hasta que en un instante, sin notarlo siquiera, con la visión del apuesto guerrero que aún la esperaba, Panambí se hundió en las aguas que la envolvieron con su manto de cristal. Poco después, el cuerpo exánime de la doncella, llevado por las aguas, aparecía junto a Pyra-yara, que no otro era el extraño ocupante de la embarcación. El Dueño del río y de los peces, la tomó entre sus brazos fuertes y colocó el cuerpo sin vida en una balsa de juncos y tacuaras que flotaba

amarrada a la popa de su canoa. Con tan delicado botín, dirigió su embarcación hacia el lugar donde las aguas, al despeñarse en el abismo, formaban una enorme caída. Los cabellos de Panambí, fuera de la balsa, marcaban una estela oscura

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en las aguas del río. Navegaron durante algunos instantes, hasta que un ruido sordo e impotente, anunció la proximidad de la caída. Al llegar, la canoa dirigida por Pyra-yara, apenas apoyada en las aguas, cayo al abismo formando un todo con la masa líquida, para seguir allá abajo el curso del río, como si no hubiera tenido que pasar semejante obstáculo, demostrando con ello su naturaleza sobrehumana.

No sucedió lo mismo con el cuerpo de Panambí que, despedido de la balsa por el potente impulso de la caída, quedó preso entre piedras del gran macizo por donde se volcaban las aguas al abismo, convirtiéndose en piedra ella misma y guardando sus formas humanas. Un chorro de agua muy blanca y muy tenue se desliza desde entonces por su cabeza y cubre su cuerpo de piedra semejando un velo de novia que se deshace en gotitas de cristal antes de volver a formar parte del caudal del río. Ese fue el final de Panambí, la enamorada de un imposible, que olvidó

que Pyra-yara, Dueño del río y de los peces, es incapaz, por ser esencia divina, de amar a ninguna mujer sobre la tierra.

El Camalote

Dicen que antes, en el Río Paraná, no existían los camalotes. Que la tierra era tierra, el agua, agua y las islas, islas. Antes, cuando no habían llegado los españoles y en las orillas del río vivían los guaraníes. Fue en 1526 cuando los hombres de Diego García remontaron lentamente primero el Mar Dulce y después el Paraná, pardo e inquieto como un animal salvaje, a bordo de una carabela y un patache. El jefe llegaba como Gobernador del río de Solís, pero al llegar a la desembocadura del Carcarañá se encontró con que el cargo ya estaba ocupado por otro marino al servicio de España, Sebastián Gaboto. Durante días discutieron los comandantes en el fuerte Sancti Spiritu, mientras las tropas aprovechaban el entredicho para acostumbrar de nuevo el cuerpo a la tierra firme y recuperar algunas alegrías. Exploraron los alrededores y aprovecharon la hospitalidad guaraní. Así fue que una joven india se enamoró de un soldado de García.

Durante el verano, mientras García y Gaboto abandonaron el fuerte rumbo al interior, ellos se amaron. Que uno no comprendiera el idioma del otro no fue un obstáculo, más bien contribuyó al amor, porque todo

era risa y deseo. Nadaron juntos en el río, ella le enseñó la selva y él el bergantín anclado en la costa; él probó el abatí (maíz en guaraní), el chipá (pancitos elaborados con pancitos de mandioca), las calabazas; ella el amor diferente de un extranjero.

Mientras tanto, las relaciones entre los españoles y los guaraníes se iban desbarrancando. Los indios los habían provisto, los habían ayudado a descargar los barcos y habían trabajado para ellos en la fragua, todo a cambio de hachas de hierro y algunas otras piezas. Pero los blancos no demostraron saber cumplir los pactos, y humillaron

con malos tratos a quienes los habían ayudado a sobrevivir. Hasta que los indios se cansaron de tener huéspedes tan soberbios y una noche incendiaron el fuerte. Los pocos españoles que sobrevivieron se refugiaron en los barcos, donde esperarían el regreso de Gaboto y García. Después del incendio, el amor entre el soldado y la india se volvió más

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difícil, más escondido y más triste. Todos los días, en sus citas secretas, ella intentaba retenerlo con sus caricias y sus regalos y, sin embargo, no conseguía más que pulir su recelo. Hasta que llegaron los jefes, se encontraron con la tierra arrasada y decidieron volver a España por donde habían venido. Las semanas de los preparativos fueron muy tristes para la muchacha guaraní, que andaba todo el día por la orilla, medio oculta entre los sauces, esperando ver a su amante aunque sea un momento. Y, como no hubo despedida, la partida en cierto modo la tomó de sorpresa. Una mañana apenas nublada, cuando llegó hasta el río, vio que los barcos se alejaban. Los miró enfilar hacia el canal profundo y luego navegar, siempre hacia abajo, con sus mástiles enhiestos y sus estandartes al viento. Después de un rato eran ya tan chiquitos que parecía imposible que se llevaran tanto... Y, enseguida, el primer recodo se los tragó. Durante días y días la india lloró sola el abandono: hubiera querido tener una canoa, las alas de una garza, cualquier medio que le permitiera alejarse por el agua, más allá de los verdes bañados de enfrente, llegar allí donde le habían contado que el Paraná se hace tan ancho y tan profundo, para seguir la estela de los barcos y acompañar al culpable de su pena. Todos sus pensamientos los escucharon los porás (espíritus invisibles vinculados con los animales y las plantas, que pululaban por los ríos y los montes) de la costa, que se los contaron a Tupá (dios de las aguas, lluvia y granizo) y su esposa, dioses del agua. Y una tarde ellos cumplieron su deseo y la convirtieron en camalote. Por fin se alejaba de la orilla, por fin flotaba en el agua fresca y oscura río abajo, como una verde balsa gigantesca, arrastrando consigo troncos, plantas y animales, dando albergue a todos los expulsados de la costa, los eternos viajeros del río.

Leyenda del Chajá

El cacique y su hija

El anciano Aguará era el Cacique de una tribu guaraní. En su juventud, el valor y la fortaleza lo distinguieron entre todos; pero ahora, débil y enfermo, buscaba el consejo y el apoyo de su única hija, Taca, que con decisión acompañaba al padre en sus tareas de jefe.

Taca manejaba el arco con toda maestría, y en las partidas de caza, a ella correspondían las mejores piezas, constituyendo el trofeo de su arrojo ante el peligro. Todos la admiraban por su destreza y la querían por su bondad. Muchas veces había salvado a la tribu en momentos de peligro, reemplazando al padre que, por la edad y por la salud resentida, estaba incapacitado para hacerlo.

Aparte de todas estas condiciones, Taca era muy bella. De color moreno cobrizo su piel, tenía ojos negros y expresivos, y en su boca, de gesto decidido y enérgico, siempre brillaba una sonrisa. Dos largas trenzas negras le caían a los lados del rostro. Un tipoy cubría su cuerpo hasta los tobillos, y con un chumbé de colores lo ceñía a la cintura.

Las madres de la tribu acudían a ella cuando sus hijos se hallaban en peligro, seguras de encontrar el remedio que los salvara. Era la protectora dispuesta siempre a sacrificarse en beneficio de la tribu.

Los jóvenes admiraban su bondad y su belleza, y muchos solicitaron al Cacique el honor de casarse con tan hermosa doncella. Pero Taca rechazaba a todos. Su corazón no le pertenecía.

Ará-Naró, un valiente guerrero que en esos momentos se hallaba cazando en las selvas del norte, era su novio y pensaban casarse cuando él regresara. Entonces el viejo Cacique tendría, en su nuevo hijo, quien lo reemplazase en las tareas de jefe.

Un jaguar con sed de sangre

La vida de la tribu transcurría serena; pero un día, tres jóvenes: Petig, Carumbé y Pindó, que salieron en busca de miel de lechiguana, volvieron azorados trayendo una horrible noticia. Al llegar al bosque en busca de panales, cada uno de ellos había tomado una dirección distinta. Se hallaban entregados a la tarea, cuando oyeron gritos desgarradores. Era

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Petig, que, sin tiempo ni armas para defenderse, había sido atacado por un jaguar cebado con carne humana y nada pudieron hacer los compañeros para salvarlo, pues ya era tarde. El jaguar había dado muerte al indio y lo destrozaba con sus garras. Carumbé y Pindó no tuvieron más remedio que huir y ponerse a salvo. Así habían llegado, jadeantes y sudorosos, a dar cuenta de lo sucedido.

Esta noticia causó estupor y miedo en la tribu, pues hasta entonces ningún animal salvaje se había acercado al bosque donde ellos acostumbraban ir a buscar frutos de banano, de algarrobo y de mburucuyá, que les servían de alimento.

Desde ese día no hubo tranquilidad en la tribu. Se tomaron precauciones; pero el jaguar merodeaba continuamente y muchas fueron las víctimas del sanguinario animal.

La decisión del Consejo

El Consejo de Ancianos se reunió para tomar una determinación que pusiera fin a semejante amenaza de peligro para todos.

Y decidieron: era necesario dar muerte a quien tantas muertes había producido. Para conseguirlo, un grupo de valientes debía buscar y hacer frente a la terrible fiera, hasta terminar con ella.

El Cacique aprobó la determinación de los Ancianos. Pidió a los jóvenes de la tribu que quisieran llevar a cabo esta empresa, se presentaran ante él.

Grande fue la sorpresa del jefe cuando vio aparecer en su toldo a un solo muchacho: Pirá-U.

De los demás, ninguno quiso exponer su vida.

Pirá-U sentía gran admiración y un gran reconocimiento hacia el viejo Cacique. En cierta ocasión, hacía muchos años, Aguará había salvado la vida de su padre, de quien era gran amigo. Fue un verdadero acto de heroísmo el cumplido por el valiente Cacique, con peligro de su propia vida.

Desde entonces, nada había que Pirá-U, agradecido, no hiciera por el viejo Aguará. Por eso, ésta era una espléndida oportunidad para

demostrarlo. Él sería el encargado de librar a la tribu de tan terrible amenaza. Así fue que Pirá-Ú, sin ayuda de nadie, confiando en su valor y en la fuerza que le prestaba el agradecimiento, partió a cumplir tan temeraria empresa. Gran ansiedad reinó en la tribu al siguiente día. Todos esperaban al valiente muchacho, deseosos de verlo llegar con la piel del feroz enemigo.

Pero las esperanzas se desvanecieron. Pasó ese día y otros más y Pirá-U no regresó.

Había sido una nueva víctima del jaguar. Nuevamente se reunió el Consejo y nuevamente se pidió la ayuda de los jóvenes guerreros. Pero esta vez nadie respondió... nadie se presentó ante el Cacique. Era increíble que ellos que habían dado tantas veces pruebas de valor y de audacia, se mostraran tan cobardes en esta ocasión.

Valentía de mujer

Taca, indignada, reunió al pueblo, y en términos duros y con ademán enérgico, les dijo:

“Me avergüenzo de pertenecer a esta tribu de cobardes. Segura estoy de que si Ará-Naró estuviera entre nosotros, él se encargaría de dar muerte al sanguinario animal. Pero en vista de que ninguno de vosotros es capaz de hacerlo, yo iré al bosque y yo traeré su piel. Vergüenza os dará reconocer que una mujer tuvo más valor que vosotros, cobardes! ”

Así diciendo entró en su toldo. El padre, que se hallaba postrado por la enfermedad, se oponía a que su hija llevara a cabo una empresa tan peligrosa.

-Hija mía -le dijo- tu decisión me honra y me demuestra una vez más que eres digna de tus antepasados. Mi orgullo de padre es muy grande. Te quiero y te admiro; pero la tribu te necesita. Mi salud no me permite ser como antes y sin tu apoyo no podría gobernar. ”

- Padre, los dioses me ayudarán y yo volveré triunfante. Si permitimos que el sanguinario animal continúe con sus desmanes no podremos llegar al bosquecillo en busca de alimentos, y la vida aquí será imposible.”

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- Hija mía; otros deben dar muerte al jaguar. Tú eres necesaria en la tribu y no es muy seguro que te libres de morir entre las garras de la fiera.

- Padre... tus súbditos han demostrado ser unos cobardes. Creen que el yaguareté es un enviado de Añá para terminar con nosotros, y temen enfrentarlo. Yo debo salvar a la tribu. ¡Permite que vaya, padre mío!

El anciano tuvo que acceder. Las razones que le daba su hija eran justas y claras - y no había otra manera de librarse de enemigo tan cruel.

El regreso de Ará-Ñaró

Y Taca empezó los preparativos para ponerse en viaje ese mismo día al atardecer.

Cuando se disponía a partir, varios jóvenes trajeron la noticia de que los cazadores que partieran hacía una luna, se acercaban. Estaban a corta distancia de los toldos.

Fue para Taca una noticia que la lleno de placer y de esperanza. Entre los cazadores venía Ará-Ñaro, su novio, y él podría acompañarla para dar muerte al jaguar. Impacientes esperaban la llegada de los bravos cazadores, los que se presentaron cargados de innumerables animales muertos, pieles y plumas, conseguidos después de tantos sacrificios y de tantos peligros.

Fueron recibidos con gritos de alegría y de entusiasmo por toda la tribu que se había reunido cerca del toldo del Cacique. Junto a la entrada se encontraba éste con su hija Taca, rodeados por los ancianos del Consejo.

El viejo Aguará saludó con todo cariño a los valientes muchachos, que se apresuraron a poner a sus pies las piezas más hermosas.

Ará-Naró, después de agasajar al Jefe, se dirigió a Taca, y como una prueba de su gran amor, le ofreció el presente que le tenía dedicado: una colección de las más vistosas y brillantes plumas de aves del paraíso, de tucán, de cisne, de garza y de flamenco. El gozo y la satisfacción se pintaron en el rostro de la doncella, que con una suave sonrisa agradeció el obsequio.

Cuando los amantes se convierten en leyenda

Después... cada uno se retiró a su toldo. Aguará, Taca y Ará-Naró quedaron solos. El sol se había ocultado detrás de los árboles del bosquecillo cercano. Un reflejo rojo y oro teñía las nubes, y como venido de lejos se oyó el grito lastimero del urutaú.

En ese momento, el viejo Cacique comunicó a Ará-Naró la decisión de su hija.

-Hijo mío- le dijo - un jaguar cebado con sangre humana ha hecho muchas víctimas entre nuestro pueblo. El primero fue Petig, que tomado desprevenido, murió deshecho por la fiera. Después Saeyú y otros que, confiados, fueron al bosque en busca de alimentos. Se decidió dar muerte al sanguinario animal; pero Pirá-Ú, encargado de ello, no ha vuelto. Fue, sin duda, una víctima más... Y ahora nadie quiere hacer frente a tan terrible enemigo. Todos le temen creyéndolo un enviado de Añá, imposible de vencer.

Taca, por su parte, ha decidido ser ella quien termine con el jaguar, y piensa partir ahora mismo.

-Taca, eso no es posible- dijo resuelto Ara-Ñaro-. Esa no es empresa para ti. Y los guerreros de nuestra tribu: ¿qué hacen? ¿Cómo permiten que una doncella los aventaje en valor y los reemplace en sus obligaciones?.

-Los jóvenes temen a Añá, y no quieren atacar a quien creen su enviado.

-Taca, ¡no irás! Seré yo quien dé muerte al jaguar, y su piel será una ofrenda más de mi amor hacia ti.

-No podrá ser, Ará-Ñaró. ¡He dado mi palabra y voy a cumplirla!... Dentro de un instante saldré en busca del jaguar, y cuando vuelva gritaré una vez más su cobardía a los súbditos del valiente Aguará.

-No has de ir sola, Taca. Espera unos instantes y yo te acompañaré.

- Ya debo partir, Ará-Ñaro; “yahá!”…, “yahá!”…(¡vamos!, ¡vamos!).

Pronto se reunió Ará-Ñaró a su prometida, y cuando la luna envió su luz sobre la tierra, ellos marchaban en pos del enemigo de la tribu. La

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esperanza de terminar con él los alentaba. Cuando llegaron al bosque, Ará-Ñaró aconsejó prudencia a su compañera, pero ella, en el deseo de terminar de una vez por todas con el carnívoro, adelantándose, lo animaba:

- “yahá!”…, “yahá!”…

Cerca de un ñandubay se detuvieron. Habían oído un rozamiento en la hierba. Supusieron que el jaguar estaba cerca. Y no se equivocaban. Saliendo de un matorral vieron dos puntos luminosos que parecían despedir fuego. Eran los ojos de la fiera, que buscaba a quienes pretendían hacerle frente. Con paso felino se iba acercando, cuando Ara-Naró, haciendo a un lado a su novia y obligándola á guarecerse detrás de un añoso árbol, se dirigió, decidido, hacia la fiera.

Fueron momentos trágicos los que se sucedieron. ¡El hombre y la fiera luchando por su vida! Ará-Naró era fuerte y valiente, pero el jaguar, con toda fiereza, lanzó un rugido salvaje. Taca, que desde su escondite seguía con ansiedad una lucha tan desigual, se estremeció.

Un zarpazo desgarró el cuello del valiente indio y lo arrojó a tierra. Con él rodó la fiera enfurecida y poderosa.

Taca dio un grito, y de un salto estuvo al lado del animal ensangrentado, que se trabó en pelea con su nueva atacante.

Pero fue en vano. En esa prueba de valientes, ninguno salió triunfante.

Taca, Ará-Ñaró y el jaguar pagaron con su vida el heroísmo que los llevó a la lucha.

Pasaron los días. En la tribu se tuvo el convencimiento de la muerte de los jóvenes prometidos.

-El viejo Cacique, cuya tristeza era cada vez mayor, fue consumiéndose día a día, hasta que Tupá, condolido de su desventura, le quitó la vida.

Todos lloraron al anciano Aguará, que había sido bueno y valiente, y de quien la tribu recibiera tantos beneficios.

Prepararon una gran urna de barro, y después de colocar en ella el cuerpo del Cacique, pusieron sus prendas y, como era costumbre, provisiones de comida y bebida.

En el momento de enterrarlo, en el lugar que le había servido de vivienda, una pareja de aves, hasta entonces desconocidas, hizo su aparición gritando: -- “yahá!”…, “yahá!”…

Eran Taca y Ará-Naró, que convertidos en aves por Tupá, volvían a la tribu de sus hermanos.

Ellos los habían librado del feroz enemigo, y desde ahora serían sus eternos guardianes, encargados de vigilar y dar aviso cuando vieran acercarse algún peligro.

Por eso, el chajá, como le decimos ahora, sigue cumpliendo el designio que le impusiera Tupá, y cuando advierte algo extraño, levanta el vuelo y da el grito de alerta: "Yahá!..., " "Yahá!"...

Reseña sobre fauna argentina

El Chajá es un ave zancuda. Su cuerpo de regular tamaño, está recubierto por plumas de color gris plomizo. En su cuello una línea de plumas negras forma un collar, y dos manchas blancas se destacan en el dorso. Sus alas están provistas de espolones, y luce un copete en la nuca. Habita en lugares húmedos, pantanosos o en las orillas de ríos o arroyos. Entra al agua, pero no sabe nadar.

Sólo se los caza vivos y en pareja, pues si así no se hiciera, el ave moriría al ser separado de su compañero.

Es tal el cariño que se profesan entre sí, que si uno se enferma, el otro no se aparta de su lado y trata de auxiliarlo en todo momento con mucho cariño. Si llega a morir, no es extraño que al poco tiempo muera el otro también.

Construyen el nido ayudándose los dos, y cuando llega el momento de empollar, lo hacen también los dos alternativamente. Una vez nacidos los polluelos, ambos se encargan de ellos: la hembra los cuida y el macho les proporciona alimento y los defiende.

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Es un ave vigilante, y a la menor señal de peligro, levanta el vuelo y grita: "Chajá!" o "Yahá". De este grito se ha tomado el nombre con que la distinguimos.

Vuela a gran altura describiendo círculos y puede mantenerse mucho tiempo en el aire. Persigue a las aves de rapiña, siendo por ello una excelente guardiana de gallineros y rebaños, reemplazando muchas veces al perro.

Se domestica con facilidad, llegando a reconocer a su amo y a las personas de la casa.

El hombre no la persigue para comer, pues su carne no es comestible. Al cocinarla se transforma, en su mayor parte, en espuma.

De aquí el dicho "Pura espuma como el chajá".

VOCABULARIO

Aguará: Zorro Ara- ñaró : Rayo Carumbé: Tortuga Chumbé: Faja Lechiguana: Abeja Petig: Tabaco Pindó: Palmera Pira – ú : Pescado negro Saeyú: Amarillo Taca: Luciérnaga Tipoy: Túnica

EL LOBIZON

Según Cámara Cascudo, esta leyenda arranca de la tradición greco-latina. Para Teófilo Braga, su origen seria escandinavo. Cervantes se refiere a ella en Persiles y Segismunda. Para los franceses vendría a ser el Loup-Garou. Menéndez y Pelayo nos habla de su vigencia en San Miguel de los Azores, donde lo llaman Lobishómen. No obstante estos antecedentes foráneos, Daniel Granada insiste en que ya era conocida en el Plata mucho antes de la llegada de los españoles, lo que no deja de resultar plausible dada la existencia de otros hombres-animales en el área guaraní, como el Yaguareté-Abá. Está muy extendida en el Litoral, y especialmente en Corrientes y Misiones. También se la conoce en Rio Grande do Sul (Brasil) y otras regiones de América, con nombres como Lobisome, Lobisone, Lobisonte, Lubisón y Luisón.

El Lobizón es siempre el séptimo hijo varón seguido de una pareja, así como la séptima hija mujer seguida será bruja. Su representación más frecuente es bajo la forma de un perro negro y corpulento, de orejas desmesuradas que le cubren la cara y con las que produce un fuerte chasquido. Sus patas se parecen a pezuñas, y sus ojos son fulgurantes. Su color suele ser bayo o negro, según la piel del individuo. También es común representarlo como un animal en el que se combinan las naturalezas del perro y el cerdo. Con menor frecuencia se lo describe como un aguará-guazú (lobo de crin), una oveja, un cerdo o una mula.

La transformación no ocurre en cualquier momento, sino a las doce de la noche del viernes, y a veces también del martes. Un tiempo antes, el hombre que padece esta "enfermedad" experimenta una sensación extraña, y luego una acuciante necesidad que lo lleva a apartarse de sus semejantes y ganar la intimidad del monte, donde a la hora señalada se quitará la ropa y dará en el suelo tres vueltas sbre si mismo, de derecha a izquierda, mientras reza un credo al revés. Se opera así la metamorfosis, y sale entonces de correría hasta que el canto del gallo lo devuelva a su humana condición. Durante esa noche, los perros aúllan enloquecidos, advirtiendo su presencia. Va á los chiqueros, gallineros y corrales en busca de excrementos, su más preciada comida. También suele vérselo en los cementerios, revolviendo tumbas en busca de carroña. De tanto en tanto, para balancear su inmunda dieta, comerá un niño no bautizado. Parece despreciar la carne de los adultos

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Si alguien lo hiere con un cuchillo, el Lobizón recobrará su forma humana, pero el comedido redentor se expone así a ser muerto por el monstruo. Lo mejor es matarlo con una bala bendita. El impacto lo volverá a su forma humana, y será un hombre muerto lo que encontrará el tirador. Si sólo lo hiere huirá por el monte tratando de alcanzar su casa.

El hombre que se convierte en Lobizón suele ser alto, flaco, escuálido. Se lo reconoce por el tono amarillento de su rostro y su mal olor, que a veces llega a la pestilencia. Es descuidado en el vestir, y su carácter huraño, intratable. Todos los sábados cae en cama enfermo del estómago, por los desperdicios que comió la noche anterior

EL YAGUÁ HÚ ANDA RONDANDO

En el Iberá (provincia de Corrientes), la idea más extendida que se tiene del "lobizón" es la de su transformación canina. El llamado yaguá hú -perro negro-, de gran tamaño, es el protagonista de la superstición. La persona señalada como lobizón es el séptimo hijo varón seguido y no bautizado. No hay forma de equivocarse: de pequeño, reacio a comer carne, es escuálido, enfermizo, solitario, y muestra siempre las uñas largas y sucias de tierra, porque se pasa horas y horas escarbando en los potreros. Su destino está marcado: es un lobizón.

Cualquier correntino sabe que es inútil dispararle, porque no le entran las balas. Para ahuyentarlo, hay una única fórmula: hacerle la señal de la Santa Cruz y tirarle con botellas y tizones encendidos. Elemental: la cruz es el payé guazú, o sea, el talismán grande de Dios, las botellas cortan y los tizones queman. El lobizón sabe que, si es alcanzado, quedará marcado para siempre y cualquiera lo reconocería a la distancia. Si uno está en casa y de repente entra un perro negro, hay que gritarle yaguá hú. Si el perro negro no se inmuta, es que sólo se trata de un perro negro. Pero, si se le erizan los pelos y gruñe, no lo dude: es él. Por eso, un correntino precavido debe tener siempre a mano una cruz, una botella y un tizón. Es curioso: aunque se echa al cuello de sus víctimas y sus colmillos dan siempre con la yugular, el lobizón, como el más santo de los vegetarianos, no gusta de la carne sino de la leche. Por eso, el yaguá hú ronda siempre los tambos y, por las noches, las vacas y los terneros mugen angustiados. No es para menos. Cuando el lobizón muere, su cuerpo tiene forma humana, pero, si uno se fija con detenimiento, el cadáver muestra entre los labios un hilito blanco. Es la leche.

Otro dato inconfundible: el yaguá hú come excrementos de gallina, por eso cualquier correntino sabe que, cuando el patio está limpio, no es porque las gallinas se hayan vuelto educadas, sino porque el hechizado anda rondando. Dicen que el lobizón se transforma dos veces por semana, los martes y viernes, a la caída del sol y, por supuesto, siempre en un lugar solitario. Quien presuma de erudito y se ría de las supersticiones del Iberá, que tenga en cuenta lo siguiente: el mito fue traído de Europa. Plinio, Virgilio, Petronio, Cervantes y hasta el sesudo Menéndez y Pelayo han hablado del lobizón y, que se sepa, ninguno de ellos era correntino...

La luz mala:

es una luz que por las noches se ve en el campo y que la tradición atribuye a las almas en pena de los muertos. La luz que efectivamente se ve es producida por los huesos de los animales muertos que producen una fluorescencia.

Curanderas, manosantas:

son personas a las que la creencia popular les atribuye poderes de sanación y profecías, así como también el de ahuyentar malos espíritus.

Pombero:

es una leyenda del litoral argentino que habla de un duende que pretende para sí el amor de todas las mujeres, motivo por el cual no permite que los hombres se enamoren de ellas.

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Leyendas aborígenes El palo santo, árbol sagrado de los Tobas

Los Tobas veneran este árbol al que consideran sagrado. Cuentan sobre él una hermosa leyenda: "Hace mucho tiempo vivía un joven muy virtuoso y apuesto llamado Cosakait, que se había enamorado perdidamente de una muchacha muy bella, pero ella no le correspondía.

Ah!- el indio se lamentaba- los dioses no quieren mi felicidad. Entonces el joven se enfermó de pena pero la muchacha no quiso verlo. Desesperado, Cosakait llamó a la madre de su amada y le dijo: -Yo he de morir pero seguiré amando a su hija. Adornaré con flores su cabello, perfumaré el agua que sus labios beban y espantaré a los insectos de su lado para que no la molesten. Estaré siempre donde ella se encuentre y le daré todo lo que me pida. Cosakait murió, y Dios, compadecido por su dolor, lo eternizó en la forma de un árbol que creció allí mismo y se extendió por toda la selva. De esta forma Cosakait brindó a su amada flores y todas las cosas buenas que le había prometido." Por ser tan elevado sus valor y sus nobleza, los Tobas consideran al palo santo como un palo sagrado y lo llaman "Cosakait."

Historia de dos ríos

Hace muchos años, cuando los lagos eran de cristal y las montañas blandos terrones de arcilla, vivían en la Patagonia dos tribus Mapuches. Los hijos de los caciques Limay y Neuquén eran grandes amigos. Juntos iban a pescar y a nadar; un día, cerca de un lago, se oyó una suave canción… La voz era de Rahiue, una indiecita de gran belleza.

Los jóvenes quedaron enamorados de Rahiue. A partir de ese momento, los muchachos, que eran como hermanos, supieron que algo se interponía entre ellos. Los caciques al ver a los jóvenes tan distanciados, consultaron a la machi (adivina). Pronto la machi descubrió lo que estaba sucediendo y quiso hablar con Rahiue. Cuando estuvieron solas la adivina preguntó a la indiecita qué era lo que más deseaba, y ella contestó que quería una caracola de mar.

Los jóvenes tendrían que llegar al mar y traer una caracola. Consultados los dioses, convinieron en que lo más rápido para llegar al mar era convertirse en río. Así lo hicieron, y los dos jóvenes con sus cuerpos convertidos en agua comenzaron a correr hacia el mar; Neuquén desde el Norte y Limay desde el Sur. Pero (siempre hay un pero en las historia) el espíritu del viento no había sido consultado, y su furia hizo soplar vientos maléfico. Rahiue comenzó a pedir a los dioses por el alma de los jóvenes mientras su cuerpo se iba transformando lentamente en árbol. El viento sopló con tanta furia que desvió el curso de los ríos. Cuando Limay y Neuquén se enteraron de la muerte de Rahiue se abrazaron fraternalmente. Así, unidos, lloraron a la indiecita, y sus caudalosos cuerpos formaron un río que también aún la llora: el "río Negro".

La leyenda del hornero Cuentan que en las tribus que habitaban a orillas del río Paraguay, cuando los muchachos llegaban a cierta edad debían pasar tres pruebas. La primera consistía en correr muy rápido, mucho más que el viento veloz. Para superar la segunda tenían que nadar de un lado al otro del río. Por último debían cumplir con un extraño ritual: quedarse acostados sin moverse, muy quietos, tan quietos que no podían ni siquiera pestañear, durante un largo tiempo. Todos los jóvenes de esa tribu se entrenaban con gran dedicación para poder pasar esa prueba. Aprobarla, significaba pasar a ser adultos. Una vez existió un joven llamado Jahé que sorprendió a todos con su destreza. Cuando le tocó realizar la primera prueba, muy pronto dejó atrás a los demás competidores. Cuando cruzó el río, mientras los otros luchaban para que la corriente no los llevara, él juntaba piedritas de colores que encontraba en el fondo. Cuando debió permanecer acostado, el se mantuvo tan quieto, que por más que saltaban, y hacían bromas a su alrededor, él permanecía inmóvil como una piedra. Así Jahé, pasó ha ser un adulto. Lo que nadie sabía era que mientras el joven corría, en las alas del viento escuchó la voz de una mujer como el canto de un ave. Esa misma voz fue la que lo alentó mientras cruzaba el río Paraguay y la que le permitió concentrarse cuando debió permanecer quieto. Como era costumbre en esa época, el jefe de la tribu premió a Jahé concediéndole la mano de su hija. Jahé no podía aceptar ese ofrecimiento, pues la melodía que escuchó durante la prueba lo acompañaba día y noche. Jahé se había enamorado. El jefe de la tribu

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comenzaba ha impacientarse por la falta de decisión del joven. Una mañana el muchacho elevó sus brazos al cielo pidiendo a su amada que lo ayudara a decidir. Entonces volvió a escuchar su voz. Las manos de Jahé comenzaron a moverse al compás de una suave música, hasta que tomaron el movimiento de las alas de un pájaro. Los que observaban la escena vieron con asombro cómo el cuerpo del joven comenzaba a transformarse en un pájaro y se perdía volando en el aire. El ave era de color pardo y desapareció en los bosque que bordean el Paraguay. Buscó entre los árboles a su amada pero no la encontró. Construyó una casita de barro para resguardarse de los rayos, los vientos y las lluvias. Por fin una mañana la dulce cantora se posó en su nido y desde entonces es su compañera.

Leyenda guaraní

Cuenta una leyenda guaraní que la luna bajó a pasear a la tierra. Fue una noche muy linda. Después de mucho caminar sintió hambre. Un labrador le dio tortillas de maíz. A la noche siguiente, desde el cielo,la luna miró dentro de la casa de su amigo. Descubrió que allí no tenia nada para comer. Entonces pidió a las nubes que dejasen caer una lluvia especial. Al amanecer brotaron unos árboles desconocidos. La hija del labrador nunca murió.Ella es la dueña de la yerba-mate y se la ofrece a todos los hombres.

Lucía Miranda

Estábamos en la costa del río Paraná el 9 de junio de 1527. En la confluencia de ese río con el Carcarañá, el capitán Sebastián Gaboto funda la fortaleza llamada Sancti Spiritu. El entusiasmo de los soldados españoles que lo acompañan es inmediato. El lugar ofrece una vista fértil y alegre, los indios de la zona parecen amistosos y longevos: en su alegría los conquistadores dicen que los nativos llegan a vivir hasta los 200 años en esas tierras, y que ellos mismos han engordado desde que las pisaran.

La de Sancti Spiritu es la primera población española en el Río de la Plata y los augurios bajo los cuales queda fundada no pueden ser

mejores. Dos años después, en cierta oportunidad, Sebastián Gaboto debió abandonar la fortaleza porque lo reclamaban deberes en tierras de los guaraníes. A nadie le preocupó que los 77 españoles que quedaban en la ciudadela pasaran su tiempo jugando o conversando, ya que, como dijimos, los indios de la zona eran amistosos. Dos de ellos, los caciques y hermanos Mangoré y Siripo, solían contribuir con obsequios al fuerte. Así se ganaron el libre acceso a Sancti Spiritu. Mangoré no dejaba de hacer regalos sobre todo a una dama española llamada Lucía Miranda y esposa del soldado Sebastián de Hurtado. Ella era tan noble y amable que Mangoré terminó enamorandosé. Fue entonces cuando Mangoré planeó raptarla. Ni su hermano Siripo pudo disuadirlo. La ocasión se presento cuando una escuadra de españoles, entre los que iba Sebastián Hurtado, salió en busca de comida, dejando el fuerte casi sin hombres. Mangoré dejó unos 4000 indios apostados afuera y entró con otros treinta cargados de pescado, carne, miel y otras provisiones. No solo fue recibido como siempre, sino que le permitió dormir con los suyos en el fuerte aquella noche. Y cuando todo estuvo en silencio se lanzaron al ataque. Los españoles encontraron muerte inmediata, pero también la encontró el desgraciado Mangoré, entre otros indios de su partida. Lucía Miranda fue raptada de allí por Siripo, quien la llevó a su tribu. Poco después los indios apresaron también a Sebastián Hurtado, quien estaba tratando de recuperar a Lucía. Ambos prometieron a Siripo que jamás se volverían a hablar y que serían sus fieles esclavos. Pero, desde luego, esto fue para calmar la furia del cacique, que lo descubrió tratando de escapar. Sin embargo, desoyendo todo ruego, Lucía Miranda fue llevada a la hoguera, donde terminó sus días como mártir de la barbarie. En cuanto a Sebastián Hurtado, también fue muerto por los indios. Del cruel Siripo no se supo más. Este fue el trágico fin del esperanzado fuerte de Sancti Spiritu.

La leyenda del algarrobo Esto sucedió hace mucho tiempo, en la época que los españoles comenzaron la conquista de estas tierras de América. Un día, los indios Comechingones, muy asustados, vieron que unos hombres de piel blanca, cargados de armas, avanzaban sobre ellos. Venciendo su temor, los hombres del cacique Comechingón Ipachi Naguán lucharon contra los hombres blancos. La lucha fue larga, y el hambre y el cansancio fueron debilitando a los

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Comechingón. Ipachi Naguán, entonces, decidió guiar a su pueblo hacia un bosque de algarrobo y allí pidió a los dioses que protegieran a sus mujeres y niños. En un momento, todo pareció perdido, pero entonces sucedió lo inesperado. Las ramas de los algarrobos comenzaron a sacudirse y desde las alturas calló una lluvia de frutos que se abrieron y dejaron ver sus semillas. Esas algarrobas fueron el mejor alimento para los indígenas, que comieron hasta hartarse. Después se sintieron con más fuerzas, volvieron a la batalla y vencieron a los españoles. El fruto del algarrobo había salvado a los habitantes de esta tierra.

Leyenda guaraní: el hornero

Un muchacho corrió y nadó como ninguno. Estuvo nueve días sin comer y si quejarse. Durante ese tiempo una mujer cantaba y lo ayudaba a aguantar. El cacique de su tribu decidió que debía casarse con su hija.

El muchacho alzó vuelo y se fue a buscar a la mujer que cantaba. Todavía está buscando aquella voz. Esperándola construye una puerta de barro con la puerta abierta.

EL SOL ROJO

LEYENDA GUARANÍ Entre los indios mocoretaes había uno, joven, aguerrido y valiente llamado Igtá (hábil nadador) que amaba a la más buena y hermosa de las mujeres de su tribu, Picazú (paloma torcaz), y quería casarse con ella. Los padres de Picazú consintieron en que se realizase tal boda; pero siendo necesario para ello la aprobación de la Luna, llamaron al Tuyá (adivino) de la tribu para que la consultara. Era una noche plácida y serena. La luz blanca, clara, brillante y hermosa de la Luna iluminaba los campos y las tolderías de los indios. Y el Tuyá interpretó: -Esa luz que nos envía la Luna significa que ella aprueba satisfecha la boda de Igtá y Picazú. Entonces, el Jefe de la tribu ordenó a Igtá demostrase a todos que en verdad era digno y merecedor de tomar compañera. Para ello debía arrojarse a las aguas de la laguna y nadar durante largo rato. Después, ir en busca de un gran número de presas de caza. Igtá, que era excelente nadador y había cazado mucho desde su niñez, realizó las pruebas con el mayor éxito, pues nadó cuanto se lo pidió y trajo entre sus brazos abundante caza. Las ceremonias de la boda realizáronse una noche, después de tres lunas. Se encendió una gran hoguera, a cuyo alrededor todos los indios comían, bebían, bailaban y gritaban, festejando tan grande acontecimiento. Pero algo faltaba para que Igtá y Picazú fueran felices: tener la seguridad de que Tupá, su dios bueno, había aprobado también la boda. Y esperaron. ¡Cuál no sería su pena y desconsuelo, cuando llegada la noche siguiente comenzó a caer una copiosa lluvia! Eran las lágrimas de Tupá las que caían sobre la tribu para significar el descontento y desaprobación del dios por haberse realizado la unión de los jóvenes indios. Igtá y Picazú no podían, pues, continuar unidos perteneciendo a la tribu. Debían huir y arrojarse a las aguas de la laguna. Allí había una isla donde moraban todos los que se habían casado contrariando la voluntad de Tupá. Los dos debían ir a esa isla para no volver jamás. Al día siguiente cesó la lluvia. Y por la tarde, a la hora en que el sol iba a ocultarse en el ocaso, Igtá y Picazú se arrojaron al agua y comenzaron a nadar.

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Los indios de su tribu, reunidos a orillas de la laguna, viéndolos alejarse lentamente, los injuriaban y maldecían para aplacar el enojo de Tupá y evitar sus castigos, pues ésta era su creencia. Igtá, hábil nadador, consiguió nadar buen trecho, ayudando también a su infortunada compañera. Poco faltaba a Igtá y Picazú para llegar a la isla sanos y salvos, cuando una nueva desgracia cayó sobre ellos: Ñuatí (Espina), un guerrero malvado de la tribu, les arrojó una flecha. Todos los indios lo imitaron, y entonces fue una lluvia de flechas la que llegó hasta Picazú e Igtá, quienes, heridos quizás por ellas, desaparecieron de la superficie de las aguas. En ese preciso instante el sol, que se hundía en el horizonte, tomó un intenso color rojo; y su luz tiñó la laguna e iluminó de rojo los campos y el cielo. Esto llenó de asombro a los indios, los que, atemorizados, huyeron velozmente, alejándose de la laguna. Mientras tanto Igtá y Picazú, ayudados sin duda por Tupá porque eran buenos, lograban salvarse y llegar a la isla, donde podrían al fin vivir felices, pues se amaban mucho.

VOCABULARIO Tupá: Dios bueno de los guaraníes. Tuyá: Anciano de la tribu. Consultaba los astros. Era curandero y

sacerdote. Igtá: Hábil nadador. Picazú: Paloma torcaz. Ñuatí: Espina.

La Yerba Mate

Yarí - i vivía cerca de la selva misionera. Era bella y joven, y cuidaba con afecto a su viejo padre, un indio casi ciego que se había negado a seguir el curso de la nómade tribu a la que pertenecían. " Ya no tengo fuerzas para cambiar de morada - explicó -. Sólo les pido que se lleven a mi hija, cuya juventud merece la compañía de otros jóvenes y no esta soledad". Pero la joven afirmó : "Estaré donde tu estés ; seré tu hija y tu hijo a la vez : aprenderé a cazar como hombre y a guisar como mujer".

Y así fue. Solícita y cariñosa, Yarí - i pronto aprendió a pescar, cazar y a recoger los frutos de la apretada selva donde habían quedado. Su padre, agradecido, rogaba a Tupá que recompensara a la joven por tantos

desvelos.

Cierto día, apareció en la casa, un hombre con hábito de peregrino, que no era otro que el mismo Tupá. Yarí - i lo recibió generosamente, cazó y cocinó para él un exquisito agutí y le preparó una confortable

cama.

Al día siguiente, el peregrino se preparó para partir "No me iré sin recompensarte - dijo -. Haré brotar una nueva planta que llevará tu nombre, y tú serás, desde ahora, la Caa - Yarí inmortal". Diciendo así, el

dios hizo nacer la yerba mate, cuyas virtudes refrescantes y terapéuticas son conocidas por todos los que la consumen.