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1 LEYENDAS DE TORRECILLA José P. Burgués ([email protected] ) De pronto me doy cuenta de que tengo 60 años, una edad que, si bien no asusta, hace reflexionar, por más que uno se siga sintiendo joven. Y me doy cuenta de que algunas leyendas que oí de labios de mis abuelas, al no tener hijos (ni, lógicamente, nietos), cuando yo desaparezca desaparecerán conmigo, a no ser que fluyan por otros canales paralelos. En África dicen que cuando un anciano muere, es una biblioteca que se quema. No diré yo tanto; pero sí que van a partir en humo y cenizas algunos libros conmigo; así que trataré de salvar al menos unas pocas páginas que tal vez conviene que queden para conocimiento de las generaciones futuras. Ya sé que en nuestro tiempo no son las tradiciones ancestrales lo que más interesa a los niños, jóvenes y adultos: están los juegos de ordenador, los seriales de la tele y los mundiales de fútbol. Por eso me decido a confiar a la memoria digital lo que a mí me transmitieron hace muchos años de viva voz. Hablo en el título de “leyendas. La leyenda tiene algo de histórico, pero con los sucesivos pasos de boca a oído se va modificando. En algunos casos las leyendas llegan a ocupar un lugar en la literatura de los pueblos. No aspiro yo a tanto: me conformo, simplemente, con que algo quede para el futuro; y los que vengan después verán qué hacer con ello. Yo me siento responsable de conservar la herencia cultural que he recibido, antes de que desaparezca totalmente bajo el efecto de una globalización progresiva que se empeña en devaluar lo local. Pero lo local tiene un gran valor: sin menospreciar lo que nos viene de fuera, conviene que hagamos lo posible por preservar lo nuestro, porque la diversidad es una riqueza, y nadie podrá contribuir con lo nuestro al patrimonio común si lo dejamos morir nosotros, los herederos de quienes ocuparon nuestro lugar antes que nosotros, y a quienes debemos gratitud y respeto. Intentaré reproducir lo más fielmente mis recuerdos, pero me vais a permitir que los amplíe o los modifique según la conveniencia literaria. Si alguien recuerda estas historias de otra manera, que las escriba y las dé a conocer. Y si alguien (seguro que sí) conoce otras leyendas e historias, que se anime y las cuente, como intento hacer yo. Todos se lo agradeceremos: los que las leamos ahora y los que las leerán después. Todas las historias son anteriores al siglo XX; algunas están fechadas de manera muy precisa; otras son, seguramente, anteriores; por el contenido supongo que vienen del siglo XVIII, o quizás antes. Pero la precisión histórica no es un elemento propio de las leyendas; como los cuentos, podrían comenzar con “Erase una vez”, y ya está. En cambio lo que sí es preciso es el lugar en el que las historias ocurren: en Torrecilla de Alcañiz, nuestro pueblo. Y ese es el hilo conductor común de lo que sigue. Disfruta, lector; no dudo que lo harás si eres paisano mío. Y si no lo eres, te invito a acercarte a nuestras cosas, lo que nuestras abuelas nos contaron. Quizás pases un rato entretenido.

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LEYENDAS DE TORRECILLA José P. Burgués

([email protected])

De pronto me doy cuenta de que tengo 60 años, una edad que, si bien no asusta, hace

reflexionar, por más que uno se siga sintiendo joven.

Y me doy cuenta de que algunas leyendas que oí de labios de mis abuelas, al no tener hijos (ni,

lógicamente, nietos), cuando yo desaparezca desaparecerán conmigo, a no ser que fluyan por

otros canales paralelos. En África dicen que cuando un anciano muere, es una biblioteca que se

quema. No diré yo tanto; pero sí que van a partir en humo y cenizas algunos libros conmigo; así

que trataré de salvar al menos unas pocas páginas que tal vez conviene que queden para

conocimiento de las generaciones futuras.

Ya sé que en nuestro tiempo no son las tradiciones ancestrales lo que más interesa a los niños,

jóvenes y adultos: están los juegos de ordenador, los seriales de la tele y los mundiales de

fútbol. Por eso me decido a confiar a la memoria digital lo que a mí me transmitieron hace

muchos años de viva voz.

Hablo en el título de “leyendas”. La leyenda tiene algo de histórico, pero con los sucesivos pasos

de boca a oído se va modificando. En algunos casos las leyendas llegan a ocupar un lugar en la

literatura de los pueblos. No aspiro yo a tanto: me conformo, simplemente, con que algo quede

para el futuro; y los que vengan después verán qué hacer con ello. Yo me siento responsable de

conservar la herencia cultural que he recibido, antes de que desaparezca totalmente bajo el

efecto de una globalización progresiva que se empeña en devaluar lo local. Pero lo local tiene

un gran valor: sin menospreciar lo que nos viene de fuera, conviene que hagamos lo posible por

preservar lo nuestro, porque la diversidad es una riqueza, y nadie podrá contribuir con lo

nuestro al patrimonio común si lo dejamos morir nosotros, los herederos de quienes ocuparon

nuestro lugar antes que nosotros, y a quienes debemos gratitud y respeto.

Intentaré reproducir lo más fielmente mis recuerdos, pero me vais a permitir que los amplíe o

los modifique según la conveniencia literaria. Si alguien recuerda estas historias de otra

manera, que las escriba y las dé a conocer. Y si alguien (seguro que sí) conoce otras leyendas e

historias, que se anime y las cuente, como intento hacer yo. Todos se lo agradeceremos: los que

las leamos ahora y los que las leerán después.

Todas las historias son anteriores al siglo XX; algunas están fechadas de manera muy precisa;

otras son, seguramente, anteriores; por el contenido supongo que vienen del siglo XVIII, o

quizás antes. Pero la precisión histórica no es un elemento propio de las leyendas; como los

cuentos, podrían comenzar con “Erase una vez”, y ya está. En cambio lo que sí es preciso es el

lugar en el que las historias ocurren: en Torrecilla de Alcañiz, nuestro pueblo. Y ese es el hilo

conductor común de lo que sigue. Disfruta, lector; no dudo que lo harás si eres paisano mío. Y si

no lo eres, te invito a acercarte a nuestras cosas, lo que nuestras abuelas nos contaron. Quizás

pases un rato entretenido.

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1. El gato de la vecina

Hubo un tiempo en Torrecilla en que había brujas. Sí, no os riáis; de las que viajaban en

escobas y los sábados se dirigían a celebrar el aquelarre en el cabezo de Tolocha, cerca de

Calanda. Y allí cantaban, en torno al demonio que había adoptado la forma de un macho

cabrío enorme, con grandes cuernos y barbas, aquello de

“Lunes y martes y miércoles, tres;

Jueves y viernes y sábado, seis”

A lo que su señor, con profunda voz, añadía:

“Y el domingo, siete”.

Todo el mundo en Torrecilla sabía

que había brujas, lo mismo que

había duendes, y espíritus. Por si

no conocéis la diferencia entre

ellos, a los duendes no se les

puede ver, sólo se les oye. Viven

en los graneros de las casas

grandes y en las casas

deshabitadas. A veces por la noche

arman tal estrapalicio que

despiertan a los vecinos, y ya no

hay quien pueda dormir. Los espíritus, en cambio, no hacen ruido, pero se aparecen a veces,

siempre por la noche, entre las ramas de los árboles, o corriendo de uno a otro, escondiéndose

detrás de los troncos. No atacan a la gente, pero algunas personas se han llevado tal susto al

verlos que luego se han quedado aleladas por el resto de su vida, “espiritados”. Y por eso la

gente procura no andar por los caminos cuando ya es de noche. En cuanto a las brujas, no era

fácil distinguir a las que lo eran de verdad de las que sólo lo parecían. Las brujas normalmente

eran viejas, arrugadas, vivían solas, llevaban siempre un pañuelo negro alrededor de la cabeza.

Pero no eran las únicas que vivían y vestían así; otras mujeres también eran viejas y llevaban

pañuelo. Las brujas o no tenían familia, o si la tenían, no vivía con ellas. A veces eran solteras;

en otros casos viudas, y sus hijos se habían ido a ganarse la vida en la ciudad, con sus propias

hechicerías y magias, porque en un mismo pueblo no podían vivir más que dos o como mucho

tres brujas.

¿De qué vivían las brujas? No es fácil de saber. Cuando la bruja salía de casa, iba al monte con

su capazo, y en él iba recogiendo hierbas y bichos que le servían para sus hechizos. Y puede

que también para su comida. Aparentemente eran curanderas, que conocían las virtudes de

las plantas (los ababoles, para calmar los nervios; las celidonias, para quitar verrugas; el té de

roca, para el dolor de vientre; las hojas de malva, para cataplasmas…). Pero algunas

curanderas eran más que eso. Conocían fórmulas y ritos de magia para hacer daño a la gente,

especialmente cuando alguien las trataba mal o se reía de ellas. Y tenían un poder especial,

que les daba el demonio cuando iban a reunirse con él y eran obedientes a todo lo que él les

pedía: podían transformarse en el animal que eligieran. En lobo para robar un cordero cuando

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les apetecía comer carne; en lechuza para colarse por alguna ventana abierta y beberse el

aceite de las lámparas; en culebra para entrar en un gallinero y robar algún huevo…

Una antepasada de mi abuela (ella me lo contó, y a ella se lo había contado su abuela…) tenía

una vecina, de la que se sospechaba que era bruja, pero no podían decirlo seguro. La vecina

tenía un gato negro, lucido y hermoso, pero nunca eran vistos a la vez la vecina y el gato.

Cuando la vecina salía, el gato de quedaba en casa. Cuando la vecina estaba en casa, se veía

salir al gato por la gatera, y pasearse tranquilamente por la calle. Era un gato furo, que atacaba

a los demás gatos, e incluso los perros pasaban al otro lado de la calle cuando lo veían, porque

no querían tener problemas con él. Se podría decir que el gato tenía el mismo carácter que la

vecina, sólo que en gato y en más joven.

Pues ocurrió que era invierno. En casa de mi abuela (permitidme que la llama así, sin añadir

“bis” o “tatar”, pues los prefijos añadidos sólo complicarían el relato) habían matado el cerdo

unos días antes, y ahora se encontraba ella en casa, con su hija, preparando el adobo. Era ya

de noche; en el hogar de la cocina había unos estruedes sobre el fuego, con una gran sartén

encima, en la que se freían en aceite de oliva los bocados (costillas, lomo, longanizas) que

luego se meterían en la olleta de aceite frío, para ir sacando durante el resto del año. La cocina

estaba iluminada a medias por un candil y las llamas del fuego. La abuela estaba sentada en

una silla baja, con una rasera en la mano, con la que iba poniendo los trozos de cerdo en la

sartén y los iba sacando cuando estaban fritos para dejarlos en un barreño que tenía al lado,

donde se enfriarían antes de meterlos en la olleta. Su hija iba y venía, trayendo más carne,

poniendo leña al fuego, buscando más aceite… Allí estaban las dos ajetreadas, mientras

hablaban de esto y de aquello. Ninguna de las dos se dio cuenta de que el gato negro de la

vecina había subido despacio por las escaleras, y estaba agazapado debajo del banco de la

cocina, con ojos lamineros, esperando el momento de actuar. La abuela miró un momento

hacia otro lado, y esa fue la oportunidad que el gato esperaba: visto y no visto, salió a toda

velocidad de debajo del banco, agarró un trozo de longaniza y escapó corriendo escaleras

abajo.

- ¡Recojona! -gritó la abuela, dando un

salto- ¡Ese gato se ha llevado una

longaniza! ¡Si lo agarro, lo mato!

Pero bien sabía ella que no lo iba a

agarrar, así que ni señal hizo de

levantarse y salir a perseguirlo. En

unos pocos segundos el gato había

escapado por la gatera, se había

metido en su casa y estaba

relamiéndose los bigotes después de

comerse la longaniza.

Las dos mujeres siguieron con la tarea

de mal humor. El cerdo no era para los gatos, sino para las personas. Y menos para un gato

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forastero. Todavía quedaba mucha carne que freír, así que siguieron las dos atentas a lo suyo,

metiendo trozos de carne en la sartén y sacándolos al barreño cuando estaban fritos. Había

pasado un cuarto de hora, casi se habían olvidado del gato, cuando lo inimaginable volvió a

ocurrir: volvió el gato, y desde debajo del banco, como un rayo, se lanzó de nuevo al barreño,

agarró un bocado de costilla y escapó escaleras abajo. Esta vez la abuela, además de gritar (no

voy a escribir las palabrotas que dijo), agarró el atizador del fuego y salió detrás del gato, pero

no le sirvió de nada: cuando bajó las escaleras (donde por poco se cae, con la prisa y la rabia)

ya sólo pudo ver la cola del gato saliendo por la gatera.

Esta vez la rabia fue mucho mayor.

- ¿Qué se habrá pensado ese gato, que estamos haciendo el adobo para él? Déjamelo, y verás

cómo lo arreglo yo.

Dijo la abuela. Podréis pensar que la abuela podía haber tapado la gatera para que no volviera

el gato, pero eso no le pareció bastante. Quería vengarse, esta vez. Los dos bocados de cerdo

los daba por perdidos, pero quería escarmentar al gato, para siempre, y pensó que ahora tenía

la oportunidad. Así que siguió friendo carne como si nada, pero esta vez puso un cazo en la

sartén. Y siguió poniendo trozos de cerdo fritos en el barreño, pensando que el gato lo

intentaría por tercera vez.

Y así ocurrió. Esta vez, aunque aparentaba estar distraída hablando con su hija, con el rabillo

del ojo vigilaba atentamente debajo del banco, a ver si veía algún movimiento. No pasó un

cuarto de hora que allí volvió el gato, esta vez más precavido, pero igual de arrogante que las

otras veces, desplazándose poco apoco, con habilidad felina, confiado en su rapidez y deseoso

de burlar otra vez a las dos mujeres. Pero esta vez mi abuela estaba preparada. Mientras

seguía hablando con su hija, agarró despacio el cazo, y lo llenó de aceite hirviendo, esperando

que el gato hiciera su movimiento. El gato, pensando que todo estaba como las veces

anteriores, de un salto se metió en el barreño, y agarró un bocado de lomo. Pero esta vez el

sorprendido fue él, cuando la abuela le tiró el cazo de aceite hirviendo a la cara. El gato lanzó

un terrible maullido, soltó el bocado y corrió escaleras abajo. Chocó contra la puerta antes de

atinar con la gatera, y de nuevo maulló lastimeramente mientras iba corriendo a su casa. Esta

vez la abuela ni se movió de su silla. Estaba segura de que el gato ya no volvería.

Pasaron varios días sin ver a la vecina, de la que sabían sin embargo que estaba en casa,

porque oían los ruidos que hacía. Cuando la vecina se dejó ver por fin, tenía la cara

terriblemente quemada, y miró a mi abuela con una mirada de infinito odio. Al gato ya no

volvieron a verlo nunca más, ni vivo ni muerto.

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2. La Virgen de los Desamparados

En tiempos antiguos por estas tierras había lobos. Los lobos habían estado aquí antes que la

gente, y poco a poco iban desapareciendo. Sobre todo después que habían aparecido las

armas de fuego, que podían matarlos a distancia. Hablo de una época en la que ya sólo

quedaba en la comarca una pequeña manada de lobos, perseguidos y siempre hambrientos,

que se las veían y deseaban para comerse de vez en cuando una oveja perdida o abandonada

en el monte por vieja. Siempre podían cazar algún conejo, pero lo cierto es que tenían mal la

cosa de la supervivencia. Para colmo los ayuntamientos habían puesto precio a sus cabezas,

pues había abundantes rebaños en los pueblos, y la mayoría de los vecinos tenían ovejas o

cabras en la dula, y no querían problemas con los depredadores.

Hablo del tiempo en que no había carreteras, que son muy recientes. De Torrecilla se iba a los

pueblos vecinos por caminos. Los arrieros los recorrían de día con sus caballerías, llevando los

diferentes productos de un lado hacia otro (aceite y olivas hacia la sierra; patatas, garbanzos y

jamones curados hacia las tierras bajas, además de todo tipo de manufacturas). Los vecinos

iban a los pueblos vecinos para visitar a la familia, o para arreglar asuntos con sus dueños o

aparceros, según. O al mercado donde lo había, pues allí siempre podían vender a buen precio

el trigo o el aceite que les sobraba, y comprar a cambio arroz, abadejo u otros productos que

resultaban más baratos que en las tiendas del pueblo. Y también viajaban de día: no se sabe

qué podía ocurrir por la noche; mejor estar ya dentro del pueblo al anochecer, dentro de los

portales que daban cierta sensación de seguridad ante espíritus, bandidos y alimañas.

Para proteger los caminos se habían levantado cruces al principio de todos ellos, ante las que

la gente rezaba pidiendo protección al salir, y agradeciendo el estar salvo al regresar. Media

docena de ellas había antes de la guerra civil de 1936. Pero además, más lejos en los mismos

caminos, se habían construido varios pilares (peirones les llaman en otras partes), dedicados a

diversos santos que debían bendecir a los caminantes y garantizar su seguridad fuera de las

calles de Torrecilla. En el camino de Alcañiz estaba el pilar de la Virgen del Pilar; en el de

Castelserás, el de Santa Bárbara y el de la Santísima Trinidad; en el de Codoñera estaba la Cruz

de los Huertos; en el de Valjunquera estaban el de la Virgen de los Dolores, el de San Macario

y, más lejos, el de la Virgen de los Desamparados. En una época en que la mayoría de la gente

se desplazaba a pie (sólo unos pocos lo hacían a caballo; muchos menos aún en algún tipo de

carruaje, entre otras cosas porque no todos los caminos lo permitían) la vista de los pilares

daba cierta seguridad ante los peligros, reales o imaginarios, que amenazaban a los

caminantes.

Voy a contaros la leyenda asociada al último pilar citado, el de la Virgen de los Desamparados.

En realidad hay dos leyendas: una más antigua y otra más reciente; las dos pueden ser

verdaderas. A mí, ya os lo advierto, me gusta más la segunda.

Una tormenta terrible

Ya hemos hablado de los arrieros que transitaban por nuestros caminos. A veces hacían noche

en la posada del pueblo, guardando sus caballerías en las amplias cuadras disponibles. Otras

veces, principalmente cuando hacía buen tiempo, se quedaban en cuevas próximas (supongo

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que ya sabéis dónde se encuentra la Cueva de los Arrieros), dejando las caballerías al raso. En

una ocasión un arriero que venía de Valjunquera en una tarde de invierno fue sorprendido por

una tormenta de nieve repentina e intensa. El había pasado pocas veces por aquel camino, y

en un desvío se despistó. Lo cierto es que apenas se veía, en medio de las terribles ráfagas de

viento que arrastraban la nieve como proyectiles, y que caía luego espesa por todas partes. El

frío, el miedo y la inexperiencia le hicieron extraviarse una y otra vez, hasta el punto de no

tener ni idea de dónde estaba. Bancales blancos, cuestas arriba y abajo, ramas de árboles que

crujían y se rompían a causa del peso de la nieve… y la oscuridad de la noche que se iba

imponiendo poco a poco, todo hacía que el arriero empezara a sentir auténtico pánico.

Comprendió que si seguía perdido, iba a morir de frío, y las mulas con él.

Pero el arriero, que era valenciano, tenía un

último recurso: se acordó de los años de su

niñez, de sus visitas a la catedral de Valencia,

de las palabras que su madre le decía cuando

le mostraba la imagen de la Virgen de los

Desamparados… y viéndose él mismo

desamparado, como nunca antes en su vida,

cayó de rodillas, y en una ferviente oración

prometió a la Virgen que si salía de aquella le

levantaría un pilar, como signo de

agradecimiento, y como testimonio de su fe

para los que pasaran por aquel camino.

No había terminado de hacer su oración

cuando de pronto el viento pareció calmarse;

entre las nubes, poco después, apareció la

luna; nuestro arriero dio unos pasos, y se

encontró en el camino, que, aunque cubierto

de nieve, acertó a reconocer. Marcó aquel

lugar con dos gruesas piedras, para

reconocerlo luego, y después, con gran

esfuerzo, siguió camino hacia Torrecilla con su recua, a donde llegó exhausto, pero salvo.

El arriero siguió viaje, pero al llegar la primavera volvió por el pueblo, sin mulas y con algún

dinero. Explicó al alcalde y al cura su intención, y ambos loaron su decisión. Compró el material

necesario y luego con ayuda de un albañil y un peón se dirigió al lugar de su aventura, y en el

mismo lugar en que había puesto las dos piedras (que nadie había tocado) levantó el pilar a la

Virgen de los Desamparados, a quien dirigían una breve oración todos los que pasaban por allí.

Una historia de lobos

Vuelvo a los lobos del principio. Habían pasado muchos años desde que el arriero había

levantado el pilar de la Virgen de los Desamparados. Toribio, un labrador de Torrecilla, había

oído que su hermana Carmen, casada en Valjunquera, había tenido su primer hijo, una niña, y

quiso ir a ver a la madre y a la hija. Era invierno. Salió de Torrecilla al alba, y a media mañana

ya estaba en Valjunquera. Fue a casa de su hermana, donde fue recibido con la alegría que era

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de esperar. No eran frecuentes las visitas entre familiares de distintos pueblos, y Toribio y

Carmen siempre se habían llevado muy bien. Después de ver y tomar en brazos al bebé,

estuvieron el resto de la mañana contándose noticias de la gente que conocían. Llegó la hora

de comer, y la comida (y la bebida) fueron un poco más copiosas que de costumbre. Toribio

quería irse pronto para que no le pillase la noche en el camino, pero Manuel, el cuñado, no

quiso saber nada de ello. Primero tenían que celebrarlo en la taberna. Y allí pasaron un buen

rato, bebiendo aguardiente, cantando y hasta jugando a la morra. Total que cuando por fin

Manuel dejó marchar a Toribio, después de una breve visita a su hermana para despedirse

(donde aún tuvo que beberse otro vaso de vino “para el camino”), empezaba a anochecer.

- ¡No te preocupes! – le dijo su cuñado- ¿Es que no te conoces el camino, o qué?

El camino sí lo conocía, pero no le gustaba andar por los caminos de noche. Y menos en el

estado en que se encontraba entonces, que aunque intentaba ir recto iba haciendo eses. Pero

en fin, no quiso dar a conocer su miedo, así que emprendió el camino hacia Torrecilla. Para

darse valor iba cantando en voz baja canciones como la que dice “Mientras que el artillero no

diga bomba va…” y otras que había cantado antes con el cuñado y sus amigos en la taberna.

Pero a medida que se iba alejando de Valjunquera y le envolvían las sombras de la noche, su

aprensión iba creciendo también, y el canto se hacía más débil, como si temiera que alguien

pudiera oírlo…

De hecho alguien sí le había oído, o visto, u olido. Y no eran precisamente los espíritus. Un lobo

que andaba por allí buscando algo que comer descubrió la presencia de Toribio, y comenzó a

seguirlo a distancia, para tratar de descubrir si aquel hombre era peligroso o no. Los lobos

normalmente no atacan a los hombres, pero si se encuentran en una situación de extrema

necesidad, como era el caso, son capaces de cualquier cosa. Así es que el lobo de pronto se

subió a una peña y comenzó a aullar, llamando a sus compañeros que se encontraban por las

cercanías. Estos le respondieron enseguida, y fueron hacia donde el compañero les llamaba.

Toribio no había visto nunca un lobo,

pero había oído hablar de ellos, y al

oír el aullido primero y las respuestas

que siguieron, comprendió que

estaba en peligro. Pronto se

disiparon las nubes de alcohol que

aún tenía en la cabeza, y se puso a

pensar qué podría hacer para salir de

aquella. Volviendo la vista, descubrió

el lobo primero, que le observaba a

unos cincuenta metros de distancia.

Le gritó, le tiró una piedra, y el lobo

se alejó, escondiéndose tras un

coscojo. Toribio cogió una estaca que había por allí cerca, y con ello recobró un poco de

confianza. Siguió caminando, más aprisa, hacia Torrecilla.

Era ya casi noche cerrada. Toribio, temblando de miedo y de frío, volvió la vista y descubrió en

el camino el brillo de cuatro pares de ojos que le vigilaban. Los aullidos se habían convertido

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en gruñidos, como de disputa entre los lobos. Toribio caminaba ligero (sabía que correr no le

serviría de nada allí), y de vez en cuando volvía la vista. Los lobos estaban cada vez más cerca.

Veía sus sombras. Les gritaba, les tiraba piedras… los lobos saltaban a un lado, daban unos

pasos atrás… pero luego volvían a seguirle. A pesar del fresco de la noche, gruesas gotas de

sudor corrían por la frente de Toribio. Comprendió que la situación era delicada, mucho, y no

sabía qué hacer. Su miedo se convirtió en pánico cuando vio que dos de los lobos iban

adelantándole por los lados, mientras los otros dos seguían detrás. Comprendió que se

estaban preparando para el ataque final. Poco podría hacer con una estaca contra cuatro lobos

hambrientos… lamentó haberse dejado la navaja en casa, quizás con ella hubiera tenido alguna

oportunidad más de salvarse, hiriendo a alguno de los lobos…

Estaba ya casi rodeado por los lobos cuando vio levantarse al lado del camino una sombra que

reconoció inmediatamente: era el pilar de la Virgen de los Desamparados. Recordando la

historia del arriero, vio de pronto una posibilidad de salvación. Si la Virgen había salvado a

aquel arriero, que no era del pueblo y pasaba por allí, ¿no iba a salvarle a él, que había sido

bautizado en el pueblo, iba todos los domingos a misa, y no pasaba nunca junto a un pilar sin

decir una oración? Así que hizo lo único que pensó que podría salvarle: se puso de rodillas y se

abrazó al pilar, prometiendo a la Virgen que le pondría dos cirios de cera buena si salía de

aquella. La acción desconcertó a los lobos. Quizás porque no veían muy bien cómo atacar

ahora que el hombre tenía las espaldas cubiertas, o porque percibieron la proximidad de algún

otro peligro, o porque hubo alguna misteriosa intervención divina, el caso es que los lobos tras

unos minutos de dar vueltas alrededor del Toribio y del pilar, se fueron entre gruñidos.

Cuando una hora más tarde Toribio los oyó aullar a mucha distancia, se puso en pie, y

corriendo todo lo que podía marchó hacia Torrecilla. Llegó en un estado que daba pena,

agotado, sudado, diciendo palabras incoherentes… Al día siguiente contó su historia a su

familia y a quienes quisieron oírle. Durante varios días no se habló en Torrecilla de otra cosa

que de lo ocurrido a Toribio.

Ya nunca más se vieron lobos por la comarca, aunque algunos aún dijeron que los habían oído

aullar en la noche. La vida de Toribio transcurrió con normalidad, pero ya nunca salió del

pueblo por la noche. Fueron pasando los años, y Toribio, ley de vida, cargado de años se

acostó para no volverse a levantar. En su lecho de muerte se acordó de la promesa hecha a la

Virgen de los Desamparados, y que aún no había cumplido. No por mala voluntad, sino por la

emoción de los primeros días, y luego por puro y simple olvido. Angustiado pidió a su mujer

que fuera a la tienda a comprar los dos cirios más grandes que hubiera. Fue la mujer a toda

prisa, comprendiendo que la tranquilidad de su marido dependía de ello. Cuando su mujer

llegó a la alcoba con los cirios, Toribio le pidió que los encendiera por los dos cabos, porque no

estaba seguro de vivir lo suficiente para cumplir su promesa si los encendía sólo por uno. Su

mujer, de nuevo, hizo lo que le pedía, aunque le pareció bastante extraño.

Mientras los cirios ardían, se veía inquieto a Toribio, con el mismo tipo de angustia que había

tenido muchos años atrás, cuando unos lobos le habían seguido en la noche. Una hora más

tarde se acababa de consumir toda la cera de los cirios. Y unos instantes después, con toda

placidez, la vida de Toribio se extinguió con un suspiro tranquilo. Había cumplido, por fin, la

promesa que había hecho a la Virgen de los Desamparados.

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3. El alcalde fusilado

No es corriente que un alcalde sea fusilado, pero en tiempos de guerra todo es posible. El

relato que sigue tiene más de historia que de leyenda, pues puede leerse en los libros que

tratan de la primera guerra carlista. Pero hay algunos elementos legendarios que me parece

que vale la pena resaltar, y así lo haré.

Estamos en plena guerra carlista, en 1836 (exactamente un siglo antes de que comenzara la

Guerra Civil, en la que muchos otros torrecillanos perdieron la vida). El alcalde de Torrecilla se

llama Alejandro Burgués (podía ser el bisabuelo de mi bisabuelo, y yo soy posiblemente el

último descendiente varón que lleva su apellido). Estaba casado con María Crespo, y al morir

dejó cinco hijos, tres varones y dos hembras. Nos lo imaginamos de unos 40 años de edad. Mal

tiempo para ser alcalde. Por eso, tal vez, le habían nombrado a él un par de años antes: nadie

quería el cargo. Porque Torrecilla se encontraba en plena frontera entre el ejército liberal o

isabelino (que mandaba el brigadier Nogueras, y que contralaba Alcañiz, Montalbán, Gandesa,

Calaceite…) y el carlista (mandado por Cabrera, que controlaba el Maestrazgo, con plazas

fuertes en Calaceite, Beceite, Morella…). Los jefes de los dos ejércitos se aprovisionaban de

voluntarios y de comida en los pueblos que controlaban… y en los fronterizos. Ambos tenían

amenazados a los alcaldes y otras autoridades: cualquier tipo de colaboración con el enemigo

sería considerada traición, y los culpables perderían la vida.

La historia dice que Cabrera, que había

dispersado sus tropas en pequeñas unidades

para despistar al enemigo, envió un mensaje al

alcalde de Valdealgorfa, Francisco Zapater, para

que lo hiciera llegar a su jefe de caballería Añón

que debería acudir para atacar juntos a un

destacamento isabelino que se encontraba en

Torrecilla. Zapater, en lugar de enviar el

mensaje directamente a Añón, lo abrió, lo copió

y envió la copia al comandante del ejército

isabelino que se encontraba en Alcañiz,

pidiéndole que fuera a socorrer urgentemente

a los de Torrecilla. Pero el mensaje del alcalde

cayó en manos carlistas. Cabrera atacó y derrotó al destacamento de Torrecilla, y de paso

mandó prender al alcalde, así como al de Valdealgorfa. Contra este tenía pruebas claras;

contra el nuestro tenía quejas de que no le obedecía ni le suministraba los recursos que le

pedía. Quiso dar un escarmiento y mostrar quién mandaba en estas tierras. Los llevó a La

Fresneda, les hizo un juicio sumario y los mandó fusilar el 6 de febrero. Y allí cayeron los dos.

Cuando las noticias fueron dadas a conocer por la prensa nacional, surgió un clamor unánime

de protestas, por lo que se consideró un asesinato de autoridades civiles. Cabrera comenzó a

recibir el nombre de “Tigre del Maestrazgo”. Pero las cosas no iban a quedar así.

Paso ahora a la parte de leyenda, o más bien de tradición que ha llegado a mis oídos. Ambos

ejércitos enviaban destacamentos para conseguir comida de los pueblos: un día llegaba un

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escuadrón de caballería, y se presentaban al alcalde al que entregaban una lista con lo que

debía preparar para el día siguiente: tantos sacos de trigo, tantas cántaras de aceite y de vino,

tantas arrobas de alubias o garbanzos, tantas ovejas… Y los alcaldes tenían que preparar los

suministros pedidos con la colaboración de los vecinos, sabiendo que si no los ofrecían por las

buenas, vendrían a tomarlas por las malas. Cuando todo estaba listo, llegaban los carros de

intendencia del ejército que cargaban la comida y se retiraban a sus plazas fuertes.

No conocemos la ideología política del alcalde Alejandro. Posiblemente no tenía ninguna:

simplemente cumplía lo mejor que podía con el cargo para el que había sido nombrado. Tal

vez sentía simpatía por el bando “leal”, pero no por ello dejaría de temer a los “facciosos” que

se dejaban ver a menudo por estos pueblos. Por eso se dispuso a preparar lo que el oficial

carlista le había mandado reunir. La tropa a caballo se había ido a presentar las demandas

correspondientes en otros pueblos vecinos. Cuando los carlistas volvieron a recoger los

suministros, se encontraron con que los isabelinos habían pasado poco antes por Torrecilla y

se lo habían llevado todo a Alcañiz. De nada sirvieron las excusas que presentó el alcalde, y las

promesas de preparar en poco tiempo otra remesa alimenticia. Sospecharon que les había

traicionado, y como el horno no estaba para bollos, se lo llevaron con ellos a La Fresneda,

donde se encontraba Cabrera, para que el jefe decidiera qué hacer con él.

El bueno de Alejandro se marchó con los soldados, sin apenas tiempo para despedirse de su

familia, confiado en que podría demostrar su inocencia (él había preparado lo que le habían

pedido; no era culpa suya si los de Alcañiz habían llegado antes y se lo habían llevado). La

abuela María se asustó y con razón, y para tranquilizarla su marido le dijo una frase de la

sabiduría popular, que como tantas otras a lo largo de la historia, se demostró que podía ser

totalmente falsa: “Quien mal no hace, mal no teme”. Él creía no haber hecho mal, y no temía,

pero tampoco comprendía ni el juego de la política, ni la retorcida manera de pensar de un

guerrillero como Cabrera. Y se encontró, al poco de llegar a La Fresneda, con una condena a

muerte que se ejecutó inmediatamente, a las cuatro de la tarde, en las tapias del cementerio.

Sigue la leyenda. Parece que los soldados que componían el pelotón de fusilamiento tenían

cierto reparo para cumplir la orden que suponía poner fin a la vida de los dos alcaldes, que al

fin y al cabo no eran militares enemigos. Dicen que cuando el oficial que mandaba el pelotón

dio la orden de disparar, ni un solo fusil hizo fuego. Repitió la orden el oficial, con el mismo

resultado. El oficial se enfadó, y amenazó a los soldados. Uno de ellos respondió: “¡Mi

teniente, las balas no quieren salir!”, a lo que este respondió: “Pues si no salen las balas, ¡a

bayonetazos!”. Al tercer intento, las balas salieron y acabaron con las vidas de los dos alcaldes.

Unos años más tarde pasó por Torrecilla una mujer piadosa de La Fresneda, que confirmó la

versión, y además dijo que había gente que iba a la tumba de Alejandro, y se producían

milagros, porque aquel hombre era inocente y santo, y que un día lo canonizarían. Aún

estamos esperando ese día. En realidad, con pocas esperanzas de que llegue.

Pero la historia no acaba aquí. El brigadier Nogueras, jefe del Ejército del Centro, que luchaba

contra Cabrera, había apresado en Tortosa como rehén a María Griñó, la madre de Cabrera.

Este, a su vez, retenía presas a cuatro esposas de oficiales del ejército isabelino, por si ocurría

algo a su madre. Y vaya si ocurrió. Nogueras, como represalia por el fusilamiento de los

alcaldes, mandó fusilar a la madre de Cabrera, una mujer que ninguna culpa tenía de haber

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engendrado a un líder carlista (que, por lo demás, había sido seminarista, y había recibido la

tonsura clerical para poder disfrutar de un beneficio eclesiástico en Tortosa. Su obispo, viendo

lo inquieto que era, no quiso ordenarlo sacerdote), ganándose él también el título de tigre.

Con la particularidad de que él estaba del lado “oficial”, del que respetaba y quería hacer

respetar la ley… La reacción de Cabrera no se hizo esperar, y a su vez mandó fusilar en

Valderrobres a las cuatro mujeres que retenía como rehenes, para que los isabelinos vieran

que él también iba en serio.

Y así Torrecilla pasó a la historia, quizás por primera vez. Siempre son las desgracias las que

ponen a los lugares pequeños en la primera página de los periódicos y los telediarios…

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4. La noguera de la gitana

Hasta hace cincuenta años era bastante común ver pasar por Torrecilla caravanas de gitanos.

Llevaban uno o más carromatos, según la importancia de la tropa, que les servían de hogar y

de medio de transporte. Ellos vendían mulas o burros; ellas vendían cestas de mimbres que

fabricaban ellas mismas. Les acompañaba siempre una zarracatralla de churumbeles,

alborotadores y juguetones. A veces acampaban en algún bancal cerca del pueblo; más

comúnmente ocupaban unos pajares medio caídos de las eras. La gente los miraba con cierta

desconfianza, porque eran distintos y tenían fama de “afanadores”, pero al mismo tiempo no

desdeñaban hacer algún trato con ellos si la ocasión se presentaba.

Los gitanos han querido siempre vivir según su ley, independientes

de otro tipo de normas. Son gente orgullosa y noble, según sus

propios criterios. Ejemplares en muchos aspectos, a pesar de que

no siempre tengan buena fama. Con el paso del tiempo han tenido

que someterse a veces a condiciones de vida envilecedoras, como

otros muchos payos que luchan por su supervivencia con

estrategias que no siempre respetan la legalidad. Los gitanos viven

(o al menos vivían) muy cerca de la naturaleza, con la idea de que

lo que ella ofrece es para uso de todos. Y esto en ocasiones les ha

traído problemas, como en el caso que voy a relatar.

Cuando después de la primera guerra carlista los caminos de Torrecilla volvieron a ser seguros,

los gitanos volvieron a tomarlos, de norte a sur y de este a oeste, según la conveniencia de sus

desplazamientos. Una tropa de gitanos subía por el camino de Valjunquera, era el mes de

octubre. A la altura del actual puente de la Val del Royo había una hermosa noguera, cargada

de nueces maduras. Al pasar bajo ella, algunos de ellos aprovecharon para coger unas cuantas

nueces. Para desgracia suya, Carmelo, el joven guarda jurado, los había visto desde un poco

más arriba, el camino que sube hacia Valdealgorfa y la ermita.

En Torrecilla había (como lo ha habido hasta hace unas pocas décadas) un guarda jurado,

pagado por el Ayuntamiento. Los mayores propietarios del pueblo estaban hartos de que les

robaran las olivas, las uvas o las frutas de sus fincas. En el pueblo había muchos más habitantes

que ahora, y los jornaleros ocasionales no siempre tenían los medios necesarios para alimentar

a sus familias, así que a veces se arriesgaban a tomar lo necesario en los campos de los más

ricos, o en los de los vecinos aunque fueran pobres como ellos. Había que controlar también a

las tropas de foranos que ocasionalmente pasaban por allí. El puesto de guarda jurado tenía

cierto prestigio, pero también muchas obligaciones (tenía que estar recorriendo

continuamente el término, para observar lo que pasaba y para intervenir en caso necesario). Y

también era peligroso, porque el guarda podía encontrarse ante amenazas y burlas, sobre todo

si tenía que intervenir solo ante todo un grupo de delincuentes. Por eso el ayuntamiento había

decidido armar con mosquetón al guarda, para que de este modo pudiera intimidar a los

malhechores: más vale prevenir que curar, como dicen.

El guarda jurado, desde hacía poco más de un año, era Carmelo. Era joven, no le gustaba

mucho trabajar en el campo. En cambio le encantaba pasearse por el monte. Cuando se había

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jubilado el anterior guarda, que era tío suyo, y lo propuso a él para sustituirle, aceptó

encantado. Cada mañana, después de desayunar, cogía su mosquetón, el morral con la comida

de mediodía y un catalejo de oficio, y salía al monte. Normalmente iba hacia la ermita. Allí

saludaba al ermitaño, veía si estaba bien (ya empezaba a tener edad, pero aún tocaba el

cimbalé a las horas establecidas), y luego seguía hacia el este todo a lo largo de los cabezos por

esa especie de espina dorsal montañosa de Torrecilla, porque desde allí es desde donde mejor

se ve casi todo el término municipal. Cuando le apetecía se sentaba en un carasol en el

invierno, o a la sombra de un pino en verano. Alguna vez iba hacia las Planas, hasta el término

de Alcañiz, o a la Val de Gil y el Chinebral. Menos veces iba por la huerta, porque allí no podía

ver gran cosa de lejos. El mosquetón por una parte era un estorbo pesado; por otro le daba

confianza. Había practicado algo el tiro con el mosquetón, pero en modo alguno se puede

decir que fuera un tirador experto. En realidad nunca había tenido necesidad de usarlo; lo

llevaba al hombro como un adorno, imponente, eso sí.

Aquella desgraciada mañana de octubre vio a los gitanos desde la ermita, subiendo por el

camino de Valjunquera. Decidió seguirles desde lejos, por lo alto de los cabezos, por si

intentaban cometer alguna fechoría. Les adivinó la intención antes de que llegaran a la

noguera. Y decidió darles un susto, a ver si escarmentaban. Desde luego no iba a dirigirse a

ellos para decirles que no se atrevieran a tocar las nueces; eran muchos y no se fiaba de ellos;

hasta podrían, entre todos, quitarle el mosquetón. Así que, desde una distancia de unos 300

metros, cogió el mosquetón, cargó la recámara con una bala, y apuntó hacia la noguera a la

que ya habían llegado los gitanos. Su intención era hacer un disparo intimidatorio;

seguramente al oír silbar la bala los gitanos se asustarían, saldrían corriendo y no se les

ocurriría nunca más tocar un árbol en Torrecilla.

Dicho y hecho. Pero, de la misma

manera que las armas, como dicen,

las carga el diablo, parece que a

veces es él también quien dirige la

puntería. Y así ocurrió esta vez. Nada

más oírse el tiro, Carmelo vio

desplomarse a una gitana. La bala le

había dado en medio del pecho. Los

gitanos se acercaron a ver qué había

ocurrido. Uno de ellos miró hacia el

lugar donde había sonado el disparo

y vio al guarda, que aún tenía el

arma humeante apuntada hacia

ellos, y no comprendía muy bien lo

que había ocurrido.

- ¡Malaje! ¡Te voy a matar! – Gritaba el gitano con una navaja en la mano, mirando a Carmelo,

mientras los demás gritaban y se lamentaba junto a la gitana caída, intentando taponar la

herida por la que se le iba la sangre y la vida.

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Carmelo, horrorizado por lo sucedido, no quiso acercarse al grupo para ayudar o disculparse,

pues sabía muy bien lo que le ocurriría: los gitanos son implacables cuando se trata de

venganza. Se echó el mosquetón al hombro y a toda velocidad volvió a Torrecilla. Fue a ver al

alcalde y le contó lo ocurrido, y juntos fueron a ver al juez de paz, para ver qué podía hacerse.

Ambos le disculparon: no había hecho más que cumplir con su deber, aunque tal vez se había

excedido un poco…

-¿Por qué no apuntaste sólo para asustarlos? – le preguntó el juez.

- ¡Pero si es lo que hice! ¡Yo no quería herir a nadie!- respondió Carmelo.

Sin embargo, la situación era delicada. Quizás nadie le condenaría por lo sucedido. Pero si

venían los gitanos al pueblo… Ni el alcalde ni el juez querían problemas en Torrecilla. Ni

tampoco los quería Carmelo, que sabía que ya nunca podría volver a pasearse por el término,

mosquetón al hombro. Porque detrás de cualquier sabina o de cualquier ginebro le podría salir

un gitano con una navaja, y aquel sería su último día. No se lo pensó mucho. Decidió marchar

del pueblo aquel mismo día, en dirección a Alcañiz. El alcalde le dio una carta de

recomendación para un pariente que tenía en Zaragoza y le podría ayudar a encontrar trabajo

por allí. Carmelo cogió un hatillo y por la tarde se puso en camino. No quiso decir a nadie a

donde iba, no fuera que lo encontraran los gitanos. El alcalde había prometido guardar

silencio. Hasta pasados muchos años Carmelo no dio señales de vida, y ya nunca volvió al

pueblo.

Los gitanos no fueron al pueblo aquel día. Uno sí se acercó a buscar al médico, para ver si

podía hacer algo por la gitana herida, pero cuando llegaron a la noguera la gitana ya estaba

muerta. Los gitanos la enterraron allí mismo, y se fueron, entre lamentos. No volvieron hasta

que pasó un año justo. Aquel día empezaron a llegar gitanos por el camino de Valjunquera, por

el de Codoñera, por el de Castelserás… El tío Tomás, que estaba labrando con su par de burros

en un bancal por allí cerca, vio cómo se reunían un centenar de gitanos alrededor de la

noguera. Allí hablaron (aunque él no pudo entender nada de lo que decían), allí cantaron unos

cantos raros, allí se pusieron a llorar la mayoría de las gitanas. Luego comieron, bebieron y se

fueron. Los gitanos siguieron pasando por Torrecilla, haciendo sus tratos con la gente de vez

en cuando, pero nunca volvieron pasar junto a aquella noguera, que, según ellos, tenía mal

fario.

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5. Aquí mataron

En el término municipal de Torrecilla pueden verse aún algunas lápidas que comienzan “Aquí

murió…” Y es que los accidentes laborales no son cosa de nuestro tiempo, cuando los más

viejos hemos tenido que lamentar varios accidentes mortales producidos por tractores que

volcaban. Hoy, en cambio, ya no se estila lo de poner lápidas: sólo se ponen en los nichos del

cementerio. Como si el “aquí”, la noción del lugar preciso donde ocurrió la muerte, ya no

tuviera importancia.

Por eso llama la atención una lápida, especialmente

bien cortada y grabada, que se encuentra junto al

camino de Alcañiz, a unos doscientos o trescientos

metros del Pozo, bajando, y que dice: “+ DIA 26

(¿28?) DE DICIEMBRE DE 1879. MATARON EN ESTE

SITIO A MIGUEL PELLICER Y SANCHO DE 25 AÑOS DE

EDAD. R.Y.P.” ¿Cuál es la historia de esta muerte? Os

la voy a contar como me la contaron, poco más o

menos.

Aquel año la cuadrilla de Miguel Pellicer había

organizado una pequeña fiesta el día de Navidad. Se

había casado dos meses antes, así que le tocaba a él

poner la casa. La entrada no era muy grande, pero

había dejado el carro fuera, y así cabían bien todos

los amigos allí. Había un tonel de vino del que cada

cual se servía cuando tenía sed. Uno de sus amigos

tocaba la gaita, otro la guitarra, así que organizaron

un pequeño baile. La cosecha de las olivas ya iba avanzada (aquel año era sólo mediano), y los

amigos, al anochecer, tenían ganas de pasar un buen rato juntos. Después de beber y cantar,

algunas parejas hasta se pusieron a bailar algunos valses y pasodobles que conocían los

músicos. Todo era alegría y regocijo.

Pero la cuadrilla de Miguel no era la única que intentaba pasárselo bien aquella noche. Media

docena de mozos pasaban por la calle, y al oír el jolgorio abrieron la puerta y se colaron dentro

de la casa de Miguel. Iban ya medio chispas. Los casados los miraron con mala cara, pero

quisieron cumplir con los deberes de la hospitalidad.

- ¿Queréis un vaso de vino?

-¡Faltaría más! ¡Siempre se agradece!

La música siguió sonando, y algunas parejas no dejaron de bailar mientras los mozos se bebían

su vino. Pero entonces el Valenciano tuvo ganas de algo más, y quiso sacar a bailar a la mujer

de Miguel Pellicer. Ella se resistió, pero él insistía. Miguel no se aguantó más, le agarró del

brazo y le dijo:

- Oye, zagal, ya te has bebido el vino, así que ahora márchate a bailar otra parte”.

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El Valenciano se soltó y le dijo:

- ¡Tú no me llamas zagal! ¡Soy lo bastante hombre para quitarte tu mujer si me apetece!”

Esto ya no lo aguanto Miguel, que le dio un puñetazo y casi lo tira. Inmediatamente los mozos

y los casados fueron a separarlos, para que las cosas no fueran a más. Sus amigos sacaron al

Valenciano a la calle, mientras Miguel le decía:

- ¡Y no vuelvas a acercarte por aquí, ni le digas una palabra a mi mujer, o te acordarás! El

Valenciano le respondió:

- Aquí eres muy valiente, en tu casa y rodeado de gente!

Miguel respondió:

- ¡Aquí, donde quieras y cuando quieras!

- ¡Pues mañana, al salir el sol, en las Bajadas te espero!

El Valenciano, que apenas había cumplido los veinte años, era menudo pero nervioso, y sus

amigos apenas podían contenerlo. Sin embargo se lo llevaron, y para intentar calmarlo lo

metieron a la bodega de uno de ellos, donde siguieron bebiendo hasta tarde. Miguel y sus

amigos, por su parte, continuaron con la fiesta, intentando quitarle importancia al incidente.

Cenaron juntos y se fueron a dormir, porque al día siguiente tenían que volver al campo, a

coger olivas.

Miguel estuvo dudando si ir o no a las Bajadas. Era más alto y más fuerte que el Valenciano.

Decidió que no estaría mal tener unas palabras con él. Ya antes habían tenido algunas palabras

en varias ocasiones. El Valenciano era un peón de campo, que había trabajado alguna vez para

el padre de Miguel. Pero remoloneaba bastante, así que Miguel le había llamado la atención.

Otra vez habían discutido por una silla en la taberna… El Valenciano había llegado hacía pocos

años a Torrecilla. No tenía familia, y quería ganarse un puesto de respeto entre la gente, que le

seguían llamando Valenciano, aunque él hubiera preferido que le llamaran con su nombre,

Luis. Aquella noche no había pegado ojo. El Pellicer no sólo le había insultado, sino que le

además le había pegado delante de sus amigos. La cosa no podía quedar así. Se iban a enterar

en este pueblo quién era el Valenciano. Así que agarró un cuchillo, se lo metió en la faja, y

cuando era aún de noche se fue por el camino del Pozo, hacia las Bajadas.

Miguel decidió que, además de hablar, le daría unas bofetadas al Valenciano. Pero, por si

acaso, también se puso el puñal de su padre en la faja, y al clarear el día se fue hacia las

Bajadas, para ver si aquel loco del Valenciano había ido, o si se había quedado en casa

durmiendo la mona. Al llegar al Pozo no lo vio, así que siguió bajando por estaba algo más

lejos. Y allí, a doscientos metros, lo vio, en un bancal encima del camino. Se acercó a él, con la

idea de tener una conversación seria, y dejar estar las cosas. Pero el valenciano, en cuanto lo

vio, sacó el cuchillo y le gritó:

- ¡Ven aquí, a ver si tienes el mismo valor que anoche!

Miguel cogió su puñal, a la defensiva, y le dijo:

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-¿Hasta dónde quieres llegar? Ya estamos aquí; di lo que tengas que decir y yo te diré lo mío.

- ¡No hay nada que decir! ¡Que hablen los cuchillos ahora, y veremos quién tiene razón!

Y se lanzó contra Miguel, furioso y casi cayéndose con la fuerza de su ataque. Miguel se dio

cuenta de que tenía que vérselas con un tipo loco. Intentó calmarlo, mientras esquivaba sus

ataques poco precisos. No quería hacerle daño. Pero el Valenciano estaba cada vez más

furioso, y en uno de sus ataques hirió en el brazo a Miguel. Así que este, harto del juego,

agarró con la mano izquierda la mano armada del Valenciano, y con su puñal le hirió en el

vientre, haciéndole un corte horizontal. Luego dio un empujón al Valenciano, que cayó

sentado, soltando el cuchillo. El Valenciano, lívido, observó que le salía sangre, vio el corte que

el otro le había hecho, por el que comenzaba a salírsele el intestino delgado. Se quedó lívido,

más por la sorpresa y la humillación que por el dolor, que apenas sentía. Miguel se le acercó, le

puso el puñal en el cuello y le dijo:

- Por hoy ya tienes bastante. Vete a que te cure el médico. Pero no me vuelvas a buscar las

cosquillas o la próxima vez te clavaré el puñal más arriba, y no habrá médico que valga.

Luego, tranquilamente, limpió de sangre el puñal y se lo puso en la faja. Con la seguridad del

vencedor, dio media vuelta y empezó a alejarse. Ese fue su error. Porque el Valenciano, en

cuanto lo vio de espaldas agarró su cuchillo, dio dos saltos y se lo clavó a Miguel por la espalda.

Esta vez el sorprendido fue Miguel, pero no tuvo tiempo de decir nada. El cuchillo le había

atravesado el corazón. Aguantó unos segundos de pie, sin volverse, y luego se desplomó

pesadamente hacia adelante. Estaba muerto. El Valenciano le dijo:

- Tan hombre que te crees, a ver si te vale el médico a ti ahora.

El Valenciano se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Se miró de nuevo la herida, y

estuvo a punto de perder el conocimiento. Dejó el cuchillo clavado en la espalda de Miguel

Pellicer, se quitó una alpargata y se la apretó contra la herida del vientre, para que no se le

salieran los intestinos. Volvió al pueblo, y fue a pedir ayuda a uno de sus amigos. Este lo llevó a

casa del médico para que lo curara. Luego contó lo que le había ocurrido, cómo había tenido

una pelea con Miguel Pellicer, que le había insultado, y cómo le había matado. Pero la versión

que él contó no coincidía con lo que vieron quienes fueron a recoger el cuerpo del muerto y

vieron que tenía el cuchillo clavado en la espalda. Se dio parte a la guardia civil, que se personó

en el pueblo y en cuanto el Valenciano estuvo en condiciones de viajar se lo llevaron a Alcañiz.

No fue condenado a muerte porque no tenía aún la mayoría legal, porque había habido una

pelea el día anterior, según muchos testigos pudieron afirmar, y porque la muerte se había

producido en duelo. Pero tardó muchos años a salir de la cárcel, hasta que hubo un indulto

general para presos de larga duración.

Los amigos de Miguel Pellicer decidieron mandar poner una lápida al lado del camino, en un

lugar próximo a donde habían recogido el cadáver de su amigo.

Apéndice

El nombre Miguel Pellicer es bastante común en Torrecilla. Aunque el Miguel Pellicer más

conocido es el de Calanda, aquel a quien la Virgen del Pilar le devolvió la pierna siglos atrás, en

el milagro que de manera más patente anuncia la resurrección de la carne. Pero esta es otra

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historia, que ha sido contada en muchas partes. Os voy a hablar de otro Miguel Pellicer que, el

pobre, tampoco tuvo suerte, como el protagonista de nuestra historia, que tal vez era

descendiente suyo. A no mucha distancia de donde vemos la lápida que hemos reproducido,

quizás a medio kilómetro, en el camino de la Val del Olivar, cerca de la carretera, vemos otra

lápida más antigua, que dice, simplemente, “Aquí murió Miguel Pellicer. Año 1826”. Es mucho

más rústica, y, a diferencia de la otra, posiblemente la cortó y la inscribió algún aficionado del

pueblo. ¿Qué ocurrió a este otro Miguel Pellicer? Como me lo contaron, os lo cuento.

Este otro Miguel era un labrador que, como tantos

otros en el pueblo, era aficionado a la caza. Un día,

mientras pasaba por el camino junto al que se

encuentra su lápida, vio pasar un conejo y meterse

debajo de una peña que había allí cerca. Miguel se

acercó corriendo, y vio que el conejo se había metido

en una madriguera de poco fondo. No tenía

escapatoria, si conseguía hacer un poco más ancho el

agujero, y podía meter medio cuerpo, pues veía el

conejo al fondo, pero no llegaba a cogerlo por más

que estiraba el brazo. Así que con un palo que

encontró por allí cerca se puso a escarbar

ensanchando la boca de la madriguera. Tan ciego

estaba pensando en el conejo, que tenía ya casi al

alcance de la mano, que no se fijó en que la roca que

estaba sobre la madriguera tenía la base de tierra ya

muy erosionada, y que él, escarbando, le estaba quitando parte del apoyo. No se dio cuenta de

que estaba en grave peligro; sólo pensaba en lo bueno que estaría el conejo asado a la brasa, o

con arroz. Durante un buen rato siguió quitando tierra, tumbado en el suelo. Cuando ya casi

tocaba la cola del conejo, oyó un ruido raro, pero fue sólo cosa de un instante: la roca que se

encontraba sobre la madriguera, falta de apoyo, se deslizó un poco y cayó sobre Miguel,

aplastándole el pecho.

Su mujer se alarmó cuando vio que por la noche no volvía a casa. Fue a avisar a algunos

familiares, que esa misma noche fueron a buscarlo al campo donde había ido a trabajar. Iban

con teas encendidas. Uno de ellos se dio cuenta al pasar por el camino que aquella peña no

estaba como otras veces. Se acercaron allí, y encontraron el cuerpo de Miguel, ya frío. No sin

dificultad lo sacaron de debajo de la peña y lo llevaron al pueblo. Un amigo suyo albañil

decidió, como signo de amistad y de respeto, hacer una lápida y ponerla en donde hoy

podemos verla.

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6. Leonardo, el bromista

Esta es la última historia en el tiempo, y el protagonista es mi bisabuelo Leonardo Sancho. La

época, hacia finales del siglo XIX, cuando él era aún mozo. Era mozo y con un particular sentido

del humor, además de ser un “manitas”, que sabía hacer de todo y arreglar cualquier cosa que

se estropeara, aunque en aquel tiempo las máquinas e instrumentos eran bastante más

simples que las de hoy día. Tenía dos íntimos amigos, Blas y Manuel, con los que a menudo

organizaba algún tipo u otro de picias. Pero ni sus amigos estaban a salvo de sus bromas: un

día les ponía un petardo debajo del banco en la bodega; otro día les invitaba a café y en lugar

de azúcar ponía sal. O les contaba historias para tomarles el pelo que los otros creían sin dudar

hasta que Leonardo se echaba a reír y decía que todo era una broma… Sus amigos reían

entonces también, pero al mismo tiempo esperaban una oportunidad para reírse a su vez de

él.

La oportunidad se presentó un día de verano. Leonardo ayudaba a su padre en el huerto, en el

que habían plantado algunos árboles frutales. Entre otros, una perera, que aquel año iba a dar

sus primeros frutos. Leonardo decía a sus amigos:

- ¡Vaya peras que hace la perera del huerto! ¡Qué bonicas! Ya casi están maduras. La semana

que viene iré a cogerlas y os daré alguna para que las gustéis.

Bien sabían los amigos que la perera tenía peras, puede que una cesta llena, y que faltaba poco

para que maduraran. Ahí vieron la oportunidad de tomarle el pelo a Leonardo. El domingo,

después de beber unos vasos de vino en la bodega, Leonardo les dijo:

- Mañana temprano, lo primero que haré será ir a coger las peras. Y luego os las daré a gustar.

¡Sí, sí, luego! Blas y Manuel se dijeron que

ellos dos iban a “gustar” todas las peras, y

si acaso le dejarían dos o tres en una cesta

a Leonardo, para que él también conociera

el gusto. Así que el lunes, antes de

amanecer, fueron los dos al huerto de

Leonardo y arramblaron con todas las

peras, que cabían en una cesta.

Escondieron en casa de uno de ellos la

cesta, y quedaron para comérselas con

toda seguridad en el cementerio, a la hora

de la siesta. Cuando Leonardo fue al huerto

a coger las peras vio el árbol pelado.

¿Quién le habría quitado las peras?

Inmediatamente sospechó de sus amigos,

pero no iba a ir a su casa a reñir con ellos.

Pensó otra manera de recuperar las peras.

Como los conocía bien, se imaginó lo que

harían: ir a comérselas al lugar más

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tranquilo del pueblo, el cementerio. Cosa que los tres habían hecho juntos en otras ocasiones,

con cerezas, presquillas o melones que habían “encontrado” en los huertos de otros.

Mira por dónde, aquella noche murió la tía Barbarica. Tenía ya muchos años, estaba enferma…

Lo mejor que podía haberle ocurrido, irse y acabar de sufrir. Como era verano y hacía mucho

calor, su familia decidió enterrarla aquel mismo día. Así que a media mañana hicieron la misa

de funeral, y llevaron el ataúd al cementerio. Sus hijos no habían tenido tiempo de cavar la

fosa, así que lo dejaron sobre unos taburetes en la capilla del cementerio. Se fueron a casa a

comer, y dejaron el cavar el hoyo y enterrar el ataúd para la tarde, cuando aflojara el calor.

Fue entonces precisamente, después de comer, cuando todo el mundo estaba en casa

durmiendo la siesta y no se veía un alma en las calles, cuando Blas y Manuel se fueron con la

cesta de las peras hacia el cementerio. Leonardo los esperaba detrás de la capilleta de San

Miguel. Cuando vio acercarse a los otros dos, se escondió y los dejó pasar. Entre ellos iban

riéndose, y comentando:

- ¡Buenas estarán las peras de Leonardo! ¡Menuda tripada nos vamos a dar! Pero le dejaremos

alguna para que las pruebe… Y luego, ¡a ver si aún tiene ganas de reírse de nosotros!

La puerta del cementerio estaba abierta. Los dos amigos se sentaron debajo de la albrocera,

porque los cipreses apenas daban sombra a aquella hora, y hacía mucho calor. Mientras tanto

Leonardo había ido por detrás del cementerio, había saltado la barda y se había metido en la

capilleta, detrás del ataúd.

A los dos amigos la presencia de un ataúd no les impresionaba mucho. Al revés, se tomaron a

broma el que estuviera allí la tía Barbarica de cuerpo presente, así que cuando cogieron la

primera pera le dijeron a la difunta:

- Barbarica, Barbarica, ¿te apetecen unas pericas?

Leonardo, entre otras cualidades, tenía la de imitar las voces de los demás, así que imitando a

la perfección la voz de la difunta, les respondió:

- ¡Sí, pero triádmelas bien maduricas!

Eso sí que no se lo esperaban ni Blas ni Manuel. Dieron un salto y salieron a escape del

cementerio, olvidándose de las peras, y no pararon hasta que estuvieron en casa, con la puerta

cerrada. Leonardo, tranquilamente, salió de la capilleta, cogió la cesta de las peras y se marchó

a casa. No les dio ninguna a los ladronzuelos, pero eso sí, siguieron los tres siendo tan amigos,

y ninguno de ellos volvió hablar de peras.

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7. Y una de propina: Aurog, el pintor.

Os voy a contar ahora la historia de Aurog. Esta, a decir verdad, no me la ha contado nadie: me

la he imaginado yo casi toda. Pero lo que voy a escribir bien pudo haber ocurrido… Hace

muchos años, eso sí. Unos seis o siete mil.

¿Qué quién era Aurog? El más anciano de un grupo de nómadas, los rogs, que eran quienes

pasaban normalmente por las tierras de la actual Torrecilla a principios del neolítico, arriba y

abajo, según las migraciones de los animales que cazaban y las cosechas de los frutos (higas,

acerollas, moras, bellotas…) de que se alimentaban. Los rogs eran un grupo de una veintena de

personas, de tres generaciones, todos o casi todos emparentados por la sangre. Aurog, el

mayor, tenía ya más de cuarenta años, y sabía que le quedaban pocos más de vida. Por suerte

le habían sobrevivido dos hijos, que le habían dado varios nietos, algunos de los cuales eran ya

cazadores.

Aurog no era el jefe del grupo; un sobrino suyo lo era, hijo de su hermano mayor que había

fallecido ya hacía varios años. Pero sí era una especie de jefe espiritual, el que tenía más

recuerdos, el que había recorrido más tierras, el que conocía mejor las costumbres de los

animales y las virtudes de las plantas. Era también quien conocía mejor el ritmo de las estrellas

por la noche, y el que sabía cómo llevar a cabo los ritos para volver favorables a la Madre de la

Tierra y a los Dioses del Cielo. Él ya no iba a cazar: ya no podía correr detrás de las presas, ni

tenía fuerza para lanzar las flechas ni cargar la presa abatida. Por eso se quedaba siempre en el

lugar del campamento, ayudando a las mujeres, enseñando a los niños una pequeña parte de

lo mucho que sabía. Y tallando puntas de flecha con trozos de sílex que encontraba en algunos

lugares por los que pasaban, y que guardaba cuidadosamente en su saco de cuero. Y

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pensando. Pensar se había vuelto para él en una actividad agradable. Era como volver a vivir

tantos momentos felices de su vida, encontrarse junto a personas que había querido en el

pasado (su compañera Kara, especialmente).

Los rogs tenían un

territorio que iba desde

el valle del río Guadalope

al del Matarraña, en el

que se desplazaban sin

encontrarse casi nunca

con miembros de otras

tribus que vivían más al

norte o más al sur. Cada

grupo tenía su territorio,

que en caso de necesidad

defendía con las armas.

Cuando un grupo crecía

mucho, se dividía en dos,

y el grupo más pequeño tenía que alejarse, en busca de un territorio de caza aún vacío.

Empezaba entonces una emigración que podía durar años, hasta que encontraban un lugar

favorable y conseguían hacerse respetar por los eventuales vecinos. Los primitivos rogs

tampoco habían sido numerosos, no llegaban a veinte personas. Tenían su territorio más al

oeste, en terreno más montañoso, donde la caza era más abundante. Pero allí cerca estaban

los wirs, una tribu que había crecido más que ellos, y con la que en alguna ocasión habían

tenido peleas porque habían invadido sus terrenos de caza.

Y ese era el recuerdo que todavía torturaba a Aurog: el ataque de los wirs al campamento de

su padre, cuando él era aún niño. Una noche se acercaron al lugar en el que todos estaban

durmiendo tranquilamente. Lo primero que hicieron fue lanzarse sobre su padre y otros tres

adultos, matándolos con sus lanzas de palo. Los gritos los despertaron a todos. Él, que apenas

había comenzado a cazar, se levantó y se puso a correr, siguiendo a su hermano mayor, viendo

que de nada le serviría luchar. Un primo suyo más joven, y una niña de poca edad también

consiguieron escapar. Luego, de lejos, vieron cómo los wirs se apoderaban de las mujeres más

jóvenes y las niñas, mientras mataban a las mayores y a los bebés. Las mujeres servirían para

aumentar su propia tribu. A dos o tres hombres que intentaron huir, como ellos, los mataron a

flechazos y a golpes de bumerán. Los wirs eran cazadores expertos, y estaban excitados con

aquella oportunidad que se les había presentado de aumentar su tribu y eliminar a unos

competidores. Ahora su territorio de caza sería mayor.

Aurog y sus compañeros se alejaron del lugar, temerosos de correr la misma suerte que los

miembros de su familia. Al amanecer del día siguiente se encontraban a varios kilómetros al

este del lugar donde el ataque y destrucción de su tribu había ocurrido. Sólo quedaban cuatro,

y ante ellos tenían el desafío de la supervivencia. Decidieron que no irían a unirse a otro grupo,

que tal vez les mataría. Durante dos o tres años sobrevivieron como pudieron, cazando

animales pequeños como conejos, serpientes, lagartos y aves, y alimentándose de hierbas y

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frutos de árboles y arbustos. Se dieron cuenta entonces de que para llegar a formar una tribu

propia necesitaban alguna mujer más. Así que decidieron ir a cogerla donde estuviera.

Habían descubierto otra tribu de unas treinta personas que vivían de manera casi estable en

una cueva junto al Guadalope. Vieron que las mujeres iban a veces al río con vasijas de barro

para buscar agua. Se quedaron escondidos junto al río una noche, esperando una oportunidad

favorable. Y tuvieron suerte: poco después de amanecer vieron bajar a una joven con una niña,

posiblemente su hermana, cada una con su vasija. Cuando estaban cogiendo agua, saltaron

sobre ellas. Les taparon la boca, les amenazaron con sus garrotes para que no gritaran… y se

las llevaron. Las muchachas lloraron al principio, pero pronto se resignaron. Por otro lado

sabían que esas eran cosas que ocurrían normalmente, y como no recibieron malos tratos de

los secuestradores, acabaron aceptando su destino. Además entre Aurog y Kara (que así se

llamaba la niña secuestrada) pronto se estableció una especie de simpatía, que luego siguió

creciendo… Kara daría cinco hijos a Aurog, de los que dos habían alcanzado la madurez.

El grupo de seis jóvenes ya tenía muchas

más posibilidades de sobrevivir. El

territorio de los rogs cubría todo el

término actual de Torrecilla, y el de varios

pueblos más. Desde el Guadalope,

siguiendo el valle del Mezquín (un río con

más agua que ahora, rico en peces y

cangrejos) y las vales iban hacia el

Matarraña, sin pasarlo nunca, porque allí

estaban los michis, que era una tribu

bastante celosa de su propio territorio y

no permitían la presencia de otros

cazadores. En la zona se movían algunos rebaños de cabras, ciervos e incluso algún bisonte.

Abundaban también los jabalíes. Se veían pasar también bandadas de palomas, perdices, y a

veces cigüeñas y garzas. Los grandes mamíferos constituían la base principal de la alimentación

de la familia, que fue aumentando, poco a poco, con los años. La estrategia de caza era casi

siempre la misma: cuando detectaban la presencia de un grupo de animales en las cercanías,

todos los cazadores se dirigían sigilosamente hacia ellos. Los arqueros se ponían en lugares

estratégicos por los que suponían que los animales tratarían de huir. Luego los niños y alguna

mujer que les acompañaban comenzaban a gritar y hacer ruido, espantando los animales hacia

el lugar en que los arqueros esperaban. Cuando había suerte, cazaban su presa a la primera.

Cuando alguna flecha alcanzaba al animal en algún punto vital, no costaba mucho seguirlo y

acabarlo de matar luego con las lanzas de sabina con puntas endurecidas al fuego. Si no tenían

suerte la primera vez, había que perseguir a los animales y repetir la operación hasta que tenía

éxito. Nunca mataban más de un animal grande, o dos o tres más pequeños. Con ello tenían

carne para una semana: de poco les habría servido matar más de lo que podían comer o

conservar. Y además de esta manera los rebaños se conservaban sin desaparecer, siempre a

disposición de los cazadores.

Las aves eran más difíciles de matar con flechas, pero los bumeranes eran armas eficaces, que

habían aprendido a manejar bien algunos cazadores. Cazaban algunos conejos y liebres con

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trampas. Los peces los arponeaban con las lanzas, y a veces los atrapaban a mano. En conjunto

la vida no era muy dura, excepto cuando los rebaños de animales salvajes habían desaparecido

y tardaban a encontrarlos. O cuando tenían algún encuentro casual con otras tribus, que a

menudo terminaban en peleas. Estaban también los accidentes de caza: los jabalíes y los

ciervos no dudaban en atacar cuando se veían acorralados, y una herida de asta o de colmillo

era difícil de curar. Y luego estaban algunas enfermedades, para defenderse de las cuales no

tenían muchos recursos.

Los rogs habían llegado a las Peñas de la Tortuga. Aquel era un lugar que les agradaba

particularmente, y en el que se detenían a veces varias semanas durante sus desplazamientos.

Estaba cerca del río, así que tenían a mano el agua y algo de pesca. Las rocas les ofrecían

sombra en verano y protección contra el frío viento del noroeste en el invierno. Habían

construido un refugio con palos, ramas y tierra, en el que guardaban sus escasas propiedades y

en el que ellos mismos se protegían contra la lluvia.

Aurog aquella mañana se quedó solo en las

peñas. Tenía el presentimiento de que

pronto le llegaría la hora de abandonar el

clan… para siempre. Y todavía le pesaba

como una losa el recuerdo del ataque al

clan de su padre, hacía ya tantos años.

Aquella violencia, aquellas muertes,

aquella huida… Miró a lo alto de las peñas y

vio los dos huecos, uno negro como la

noche y otro blanco como el día. Eran

como dos ojos, el ojo de la muerte y el ojo

de la vida. De pronto tuvo una inspiración.

Cogió un trozo de caña, aplastó un poco

una de sus puntas para hacer una especie de pincel, tomó una pequeña vasija en la que

guardaban el polvo ocre con el que se adornaban las mujeres en las fiestas de la luna, lo

mezcló con grasa de un jabalí que el grupo había cazado el día anterior, y con un raspador de

sílex se hizo un pequeño corte en la mano izquierda para sacar un poco de sangre que mezcló

en otra pequeña cazoleta con la grasa y el polvo ocre. Subió al pequeño refugio, una especie

de hueco semiesférico de poco más de un metro de diámetro, y comenzó a pintar sus

recuerdos. Los atacantes en la noche, las mujeres gritando, algunos (él mismo) huyendo, los

enemigos arrojando flechas y bumeranes para herir a los que intentaban escapar… No pudo

evitar que algunas lágrimas cayeran en el pocillo de la pintura, junto con su propia sangre que

de tanto en tanto dejaba correr para que la pintura se mantuviera fluida. Alguna otra vez en su

vida había pintado sobre paredes de rocas, sobre todo para hacer favorable la caza, o para

recordar algunas cacerías famosas, como aquella vez que cazaron un bisonte. Pero nunca

como esta vez había sentido que su vida toda entera se vaciaba en la pared.

Cuando acabo de pintar, se desmayó. Su nieto lo encontró allí, al pie del hueco, y fue a pedir

ayuda. Cuando los adultos vieron la pintura, comprendieron que Aurog estaba llegando al final

de su vida, y había querido dejar parte de su alma en la pared. Nunca habían visto una pintura

tan hermosa. Comprendieron inmediatamente el mensaje, y ellos mismos se emocionaron. Allí

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estaba pintado el origen de su grupo, un día de dolor y al mismo tiempo de esperanza, como

un parto.

Aurog volvió en sí cuando los suyos lo tomaron en brazos para bajarlo al refugio. Se levantó,

bebió agua que le ofrecieron en un odre, y sonrió a todos. Sí, se sentía muy bien. Había

descargado todo el dolor de una vida, y ahora comprendía que aquel ataque había significado

el origen de un nuevo grupo, en el que él ocupaba un lugar relevante. Si los wirs no les

hubieran atacado, él nunca habría conocido estas hermosas tierras que ahora consideraba

suyas; ni hubiera conocido a Kara, que le había hecho feliz durante tantos años. Ni tendría los

hijos y los nietos que ahora tenía… Sí, había valido la pena vivir. Y estaba ya dispuesto para el

último viaje, a donde quiera que este le llevara.

Pocos días después la tribu decidió continuar viaje hacia el este, hacia las tierras más frescas

del Matarraña donde las manadas de animales iban a alimentarse durante el verano. Aurog se

puso en marcha con su hato, como tantas otras veces. Pero poco después se dio cuenta de que

no iría lejos. Los adultos dudaron entre construir una especie de camilla con sus lanzas para

transportarlo, o detenerse unos días por allí para ver si Aurog se recuperaba. Decidieron

detenerse junto a las Rocas de las Cuevas, unos kilómetros más delante de las Peñas de la

Tortuga. No se detuvieron mucho tiempo, porque poco después de instalar el nuevo

campamento Aurog falleció.

Su familia eligió una de las

cuevas bajo las rocas, y la

limpió. Luego depositaron

el cuerpo de Aurog,

envuelto en sus pieles.

Dejaron al lado de su

cuerpo su cazoleta de barro

con el pincel de caña, su

viejo arco con tres flechas,

algunos alimentos y un

odre de agua. De este

modo podría hacer el viaje

hacia la tierra de los

antepasados con más comodidad. Luego cerraron la boca de la cueva con piedras y tierra, para

que ninguna alimaña viniera a turbarle mientras viajaba.

Se detuvieron aún un día para comer y beber, para cantar y recordar las hazañas de Aurog, que

ya había ido a unirse a sus padres. Y continuaron su viaje hacia el este. Cada vez que, en años

sucesivos, volvían a pasar por la Peña de la Tortuga, el más viejo del clan explicaba a los más

jóvenes las pinturas que Aurog había dejado allí, años atrás. Y los niños se sentían orgullosos

de formar parte del clan de los rogs. Ellos no se dejarían sorprender por los wirs. Ellos

defenderían su tierra contra cualquier otro clan que les disputara sus zonas de caza, sus ríos y

sus rocas.