leopardi moda y muerte
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Moda. Señora Muerte, señora Muerte.
Muerte. Espera a que sea hora y vendré sin que me llames.
Moda. Señora Muerte.
Muerte. Vete al diablo. Vendré cuando no lo quieras.
Moda. Como si yo no fuese inmortal.
Muerte. ¿Inmortal? Pasado el año mil se terminaron los tiempos de los inmortales.
Moda. ¿La señora también es petrarquista como si fuese un lírico italiano del mil quinientos
o del mil ochocientos?
Muerte. Me son queridas las rimas de Petrarca porque en ellas encuentro mi triunfo, y
porque hablan de mí casi en
todas partes. Pero, vamos, quítate de encima.
Moda. Dale, por el amor que le tienes a los siete pecados capitales, detente un poco y
mírame.
Muerte. Te miro.
Moda. ¿No me conoces?
Muerte. Deberías saber que tengo mala vista y que no puedo usar anteojos, porque no me
sirven los que hacen los ingleses, y aunque los hicieran adecuados, yo no tendría dónde
apoyármelos.
Moda. Soy la Moda, tu hermana.
Muerte. ¿Mi hermana?
Moda. Sí. ¿No te acuerdas de que las dos nacimos de la caducidad?
Muerte. Qué puedo recordar yo si soy enemiga capital de la memoria.
Moda. Pero yo me acuerdo bien y sé que tanto la una como la otra nos esforzamos
continuamente por deshacer y transmutar las cosas de aquí abajo, aun si, para el efecto, tú
vas por un camino y yo por otro.
Muerte. En caso de que no estés hablando con tu propio pensamiento o mediante alguno
que tengas dentro de la garganta, sube más la voz y articula mejor las palabras, pues si
sigues mascullando entre dientes con esa vocecita de telaraña, te escucharé mañana, ya que
el oído, por si no lo sabes, no me funciona mejor que la vista.
Moda. Teniendo en cuenta que contradice las buenas costumbres y que en Francia no se usa
hablar para ser oído, siendo hermanas y dado que entre nosotras no hay necesidad de tantas
formalidades, te hablaré como quieres. Digo que nuestra naturaleza y usanza común es la de
renovar continuamente el mundo, pero tú desde el principio te lanzaste sobre las personas y
la sangre; yo me contento como máximo con las barbas, los cabellos, los vestidos, los
bienes domésticos, los palacios y cosas por el estilo. Pero es verdad que a mí no me ha
faltado, ni me falta, hacer juegos similares a los tuyos como, por ejemplo, agujerear algunas
veces las orejas, otras veces los labios y narices, y rasgarlos con las baratijas que les cuelgo
en los huecos; chamuscar la carne de los hombres con sellos candentes que convierto en
marcas de belleza; deformar la cabeza de los niños con vendas y otros ingenios, imponiendo
la costumbre de que todos los hombres del país deban tener la cabeza de la misma forma,
como hice en América y en Asia; lisiar a las personas con el calzado estrecho; dejarlas sin
aliento y hacer que se les salgan los ojos por la presión de los corpiños ajustados, y cien
cosas más de esta índole. Es más, hablando en general, yo persuado y constriño a los
gentilhombres para que soporten cada día miles de fatigas y de molestias, y a menudo
dolores y tormentos, e invito a alguno a morir gloriosamente por el amor que me tiene. Esto
para no hablar de los dolores de cabeza, de los resfríos, de los flujos de toda clase, de las
fiebres cotidianas terciarias, cuaternarias que los hombres se ganan por obedecerme,
consintiendo en temblar de frío o en ahogarse de calor según yo lo quiera, protegiéndose los
hombros con prendas de lana y el pecho con prendas de tela, al hacer cada cosa a mi manera
así sea para el propio daño.
Muerte. En conclusión, te creo que eres mi hermana, y si quieres, lo considero más cierto
que la muerte, sin que me lo tengas que probar. Pero estando quieta me desmayo; si te
animas a correr al lado mío, ten cuidado de no caer, porque voy en fuga; corriendo me
podrás hablar de tus necesidades; si no, por deferencia con nuestro parentesco, te prometo
que cuando muera te dejaré todas mis cosas, y que tengas un buen año.
Moda. Si tuviéramos que correr juntas en competencia, no sé cuál de las dos vencería,
porque aunque tú corres, yo lo hago mejor que si fuera al galope; en cuanto a estar quieta en
un solo lugar, si tú te desmayas, yo me extingo. Así que volvamos a correr, y corriendo
como dices, hablaremos de nuestros asuntos.
Muerte. En buena hora. Ya que tú naciste del cuerpo de mi madre, sería conveniente que me
ayudaras de algún modo a llevar a cabo mi cometido.
Moda. Ya lo he hecho en el pasado más de lo que piensas. Para empezar, yo, que anulo y
trastorno continuamente todas las demás usanzas, jamás he permitido que se extinga la
práctica de morir, y por lo tanto puedes ver que ésta ha durado universalmente hasta hoy
desde el principio del mundo.
Muerte. ¡Qué gran milagro que no hayas hecho aquello que no pudiste hacer!
Moda. ¿Cómo así que no pude hacer? Demuestras que no conoces la potencia de la Moda.
Muerte: Bien, bien; al respecto tendremos tiempo de discutir cuando llegue la costumbre de
no morirse. Pero en el entretanto yo quisiera que tú, como buena hermana, me ayudaras a
lograr lo contrario más fácilmente y más rápido de lo que yo lo he logrado hasta ahora.
Moda. Ya te he contado acerca de algunas de mis obras que mucho te benefician. Pero no
son gran cosa en comparación con las que te quiero decir ahora. Algunas veces, más en
estos últimos tiempos, para favorecerte he hecho caer en desuso y en el olvido las fatigas y
los ejercicios que ayudan al bienestar corporal, e introduje o puse en relevancia
innumerables que abaten el cuerpo de mil modos y acortan la vida. Además de esto, he
introducido en el mundo tales órdenes y tales usanzas que la vida misma, tanto con respecto
al cuerpo como al ánimo, está más muerta que viva, hasta el punto de que este siglo, se
puede decir con veracidad, es el siglo de la muerte. Y si antiguamente tú no tenías otras
posesiones que no fueran fosas y cavernas, donde sembrabas en la oscuridad osamentas y
polvaredas que son semillas que no dan fruto, ahora tienes terrenos al sol y gente que se
mueve y va por ahí a pie; son hechos que, se puede decir, produjo tu libre razón, si bien no
los cosechaste en el momento en que nacieron. Más aún, si antes solías ser odiada y
vituperada, hoy por obra mía las cosas se han reducido al punto que cualquiera que tenga
intelecto te honra y alaba, anteponiéndote a la vida, y tanto te quieren que siempre te llaman
y dirigen la mirada hacia ti como hacia su mayor esperanza. Finalmente, como veía que
muchos habían presumidode querer hacerse inmortales, es decir, de no morir por completo,
con la idea de que una parte de sí mismos no te habría caído entre las manos, yo, sabiendo
que se trataba de nimiedades, y que aun cuando éstos u otros viviesen en la memoria de los
hombres, vivirían, por así decirlo, de burla, sin gozar de mayor fama que en el caso que
tuvieran que padecer de la humedad de la tumba, de cualquier modo comprendí que este
negocio de los inmortales te escarmentaba porque parecía menguarte el honor y la
reputación, así que suprimí la usanza de buscar la inmortalidad y de concederla en caso de
que alguien la mereciera. De modo que al presente, ten la seguridad de que no ha de quedar
ni una migaja que no esté muerta en cualquier persona que muera, y que le conviene irse
inmediatamente bajo tierra como un pescadito cuando es tragado de un solo bocado, con
cabeza, espinas y todo. Estas cosas, que no son pocas ni pequeñas, las he hecho hasta ahora
por amor a ti, queriendo engrandecer tu estado en la tierra, como ha sucedido. Y para este
efecto estoy dispuesta a hacer cada día lo mismo y más; con esta intención fui en tu
búsqueda, pareciéndome apropiado que de ahora en adelante no nos separemos, porque
estando siempre juntas podremos consultarnos mutuamente según los casos, y sacar mejor
partido de ellos que antes, poniéndolos en ejecución de mejor manera.
Muerte. Dices la verdad, y así quiero que procedamos.