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Los Cuadernos de Arte LECTURA PARCIAL DE JOSE MARIA NAVASCUES Antonio Gamoneda p or algún rincón de mi casa anda perdida una taja bellísima. La taja es una tabla recorrida transversalmente por anjas de relieve mdurado en curva. Las madres -algunas todavía lo hacen- restriegan contra ella los lienzos hasta sacarles la blancura que sólo ellas pueden ver. La cronología cultural de la taja se sitúa entre la colada de ceniza y la máquina de lavar programada. Durante cuarenta años, manos amadas (cuando las dos primeras envejecieron otras dos vinieron a proseguir) pasaron millones de veces sobre la taja miliar. El jabón de venas azules, la grasa de animales enrmos, la sosa cáustica, los lienzos pesados de humedad, las insensatas manos ama- das desgastaron las molduras transversales, exal- taron químicamente colores increíbles. Ahora la taja es un objeto incomprensible; su aspecto es el de un organismo construido por una naturaleza ciega y lentísima. El once de noviembre de mil novecientos se- tenta y nueve, José María Navascués era un ob- jeto incomprensible; una cabeza destrozada y un cuerpo insoportablemente pesado en un patio de la calle Fray Ceferino, de Oviedo (España). Su aspecto era el de un organismo destruído por una historia ciega y vertiginosa. Este es un preámbulo inconveniente, pero yo lo necesito. Contiene datos que van a estar -aunque no sé cómo- en la indagación que sigue. Esta será cerrada y analítica, o abierta en incógnitas, o am- b as cosas a la vez. No lo sé todavía. Yo contem- plo un objeto actualmente indesciable; en él, hay ritmos de naturaleza que eron depositados ma- nualmente; tiene un implacable parecido con las últimas obras de N avascués. Y contemplo una muerte sucia, una disolución de todos los signifi- cados, que también es obra de Navascués. Estos son, para empezar, mis límites rerenciales. La- mento (aunque no demasiado; es una lamentación de cortesía) que mi «lectura parcial» (parcial en todos los sentidos, incluso en los desaconsejables) esté precedida por un tramo de escritura desco- nectada de la comunicaéión llana. Creo que mi primer contacto con el trabajo de Navascués e en 1971, dentro de una exposición colectiva. Desconozco esa «prehistoria» a que se refiere Pedro Caravia en un texto reciente («Cinco artistas asturianos», Ed. Caja de Ahorros de Astu- rias, Oviedo, 1979), una «prehistoria» en la que Navascués, probablemente dubitativo, alternó 32 propuestas escultóricas y pictóricas. De ente también libresca («U na conversación con Navas- cués», Juan Cueto Alas, Ed. Galería Tantra, Gi- jón, 1976), sé que, al hilo de la pintura de tal época, «sólo tenía una obsesión: aislar el objeto dentro del contekto del cuadro». Descontextualizar un objeto supone una altera- ción grave de su nción. Como conducta estética, confiere irrealidd; es una conversión al signo y es, al tiempo y en cierto sentido, una operación dramática. Las primeras piezas de Navascués por mí cono- cidas habrían de datarse entre los últimos años 60 y el 71 (la serie titulada «Eros»). Eran volúmenes predominantemente cerrados cuya plasticidad ape- laba a lo orgánico con manifiesta connotación se- xual. Pienso que Navascués, en el orden formal, había accedido ya eón estas piezas a la descontex- tualización gestionada desde el cuadro. Había asumido el signo, pero lo había hecho a través de una pasión y una sensibilidad realistas: el signo era indiscernible de una modulación carnal, de una aquiescencia con la naturaleza. Empiezo a pensar que en mi «lectura» de Na- vascués, con independencia de las variaciones di- reccionales de su obra, habré de seguir consta- tando esta contradicción. No es privativa de él: todo arte va hacia «una realidad» bajo condiciones de irrealidad. Este es, sustantivamente, el único mecanismo estético. Es indiferente que contras-

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Page 1: LECTURA PARCIAL DE JOSE MARIA - CVC. Centro Virtual Cervantes · Navascués fue en 1971, dentro de una exposición colectiva. Desconozco esa «prehistoria» a que se refiere Pedro

Los Cuadernos de Arte

LECTURA PARCIAL DE JOSE MARIA

NAVASCUES Antonio Gamoneda

por algún rincón de mi casa anda perdida una taja bellísima. La taja es una tabla recorrida transversalmente por franjas de relieve moldurado en curva. Las madres

-algunas todavía lo hacen- restriegan contra ellalos lienzos hasta sacarles la blancura que sóloellas pueden ver. La cronología cultural de la tajase sitúa entre la colada de ceniza y la máquina delavar programada.

Durante cuarenta años, manos amadas ( cuando las dos primeras envejecieron otras dos vinieron a proseguir) pasaron millones de veces sobre la taja familiar. El jabón de venas azules, la grasa de animales enfermos, la sosa cáustica, los lienzos pesados de humedad, las insensatas manos ama­das desgastaron las molduras transversales, exal­taron químicamente colores increíbles. Ahora la taja es un objeto incomprensible; su aspecto es el de un organismo construido por una naturaleza ciega y lentísima.

El once de noviembre de mil novecientos se­tenta y nueve, José María Navascués era un ob­jeto incomprensible; una cabeza destrozada y un cuerpo insoportablemente pesado en un patio de la calle Fray Ceferino, de Oviedo (España). Su aspecto era el de un organismo destruído por una historia ciega y vertiginosa.

Este es un preámbulo inconveniente, pero yo lo necesito. Contiene datos que van a estar -aunque no sé cómo- en la indagación que sigue. Esta será cerrada y analítica, o abierta en incógnitas, o am­bas cosas a la vez. No lo sé todavía. Yo contem­plo un objeto actualmente indescifrable; en él, hay ritmos de naturaleza que fueron depositados ma­nualmente; tiene un implacable parecido con las últimas obras de N avascués. Y contemplo una muerte sucia, una disolución de todos los signifi­cados, que también es obra de Navascués. Estos son, para empezar, mis límites referenciales. La­mento (aunque no demasiado; es una lamentación de cortesía) que mi «lectura parcial» (parcial en todos los sentidos, incluso en los desaconsejables) esté precedida por un tramo de escritura desco­nectada de la comunicaéión llana.

Creo que mi primer contacto con el trabajo de Navascués fue en 1971, dentro de una exposición colectiva. Desconozco esa «prehistoria» a que se refiere Pedro Caravia en un texto reciente ( «Cinco artistas asturianos», Ed. Caja de Ahorros de Astu­rias, Oviedo, 1979), una «prehistoria» en la que Navascués, probablemente dubitativo, alternó

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propuestas escultóricas y pictóricas. De fuente también libresca («U na conversación con Navas­cués», Juan Cueto Alas, Ed. Galería Tantra, Gi­jón, 1976), sé que, al hilo de la pintura de tal época, «sólo tenía una obsesión: aislar el objeto dentro del contekto del cuadro».

Descontextualizar un objeto supone una altera­ción grave de su función. Como conducta estética, confiere irrealidéid; es una conversión al signo y es, al tiempo y en cierto sentido, una operación dramática.

Las primeras piezas de Navascués por mí cono­cidas habrían de datarse entre los últimos años 60 y el 71 (la serie titulada «Eros»). Eran volúmenes predominantemente cerrados cuya plasticidad ape-

laba a lo orgánico con manifiesta connotación se­xual. Pienso que Navascués, en el orden formal, había accedido ya eón estas piezas a la descontex­tualización gestionada desde el cuadro. Había asumido el signo, pero lo había hecho a través de una pasión y una sensibilidad realistas: el signo era indiscernible de una modulación carnal, de una aquiescencia con la naturaleza.

Empiezo a pensar que en mi «lectura» de Na­vascués, con independencia de las variaciones di­reccionales de su obra, habré de seguir consta­tando esta contradicción. No es privativa de él: todo arte va hacia «una realidad» bajo condiciones de irrealidad. Este es, sustantivamente, el único mecanismo estético. Es indiferente que contras-

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ternos el supuesto con criterios «académicos» (ejemplo: Berenson, su identificación de la reali­dad artística con las sensaciones imaginarias) o con sus antípodas actuales (ejemplo, Max Bill afirmando: «las obras de arte se convierten en objetos estéticamente concretos ... gracias a la rea­lización de ideas abstractas»);

Para ilustrar esta dramaticidad (la tensión entre realidad e imaginación, entre objetualidad e idea­ción), esta aleación de logro y fracaso inseparable de toda acción artística (en términos .más fría-mente enunciativos se trata de un resultado dialéc­tico, pero yo sé que en el artista es una forma de sufrimiento), me retrotraigo a mi preámbulo im­pertinente, a la taja. Su parentesco con modula-

ciones de Navascués, su belleza, resulta de un curso generativo inverso. Se ha instalado en la irrealidad (ha perdido su función) bajo una acción real y cotidiana; la paradoja consiste en que, a pesar de su aspecto «construído», ha sido des­truída y ya no existe en ella otro drama y otra significación que la que yo pueda adicionarle, pero esto ha sucedido así precisamente porque no es un objeto de arte. Este, por el contrario, se hace significativo a través de un proceso de construc­ción; se hace fatalmente significativo, es decir, irreal respecto de la naturaleza, que no es signifi­cativa, que no tiene la función de significar sino la de ser, y que en la obra de arte, aunque sea evocada, resulta trascendida, abandonada.

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Por aquí, juntos, andan la derrota y el triunfo de N avascués; en tal reunión consiste su impresio­nante graduación artística. Quería actuar como la naturaleza pero negándose a ser su «imaginero». Dice (ob. cit. de Juan Cueto Alas): « .. .la obra se crea y por lo tanto significa en el mismo acto de su producción. Ni antes ni después». No es cierto. Todo objeto -incluso la taja- o es utilizable o es legible, aunque, como Navascués sospechaba en relación con el objeto de arte, esta lectura sea reduccionista. No es posible la pureza solitaria de la significación en la acción creadora, como no es posible la conciliación real -no convencional- de naturaleza y signo. Navascués tuvo la hermosa soberbia de afirmar la imposibilidad. Esta afirma­ción, que comporta instantáneamente contradic­ción, se revuelve indefectiblemente contra su emi­sor. Es -ya está anotado más arriba- una forma de sufrimiento: la modalidad estética del sufrimiento.

No estoy seguro de acomodar con exactitud mis reflexiones a la cronología de la obra, pero tam­poco voy a producirlas tan inflexibles que no sean intercambiables dentro del discurso. Es el caso que, entre 1972 y 1973, Navascués produce sus «cajas de resonancia» y sus «laberintos». Yo ad­vierto aquí un intento de rehuir la peligrosidad del signo, y una deliberación que pretende excluir el elemento connotativo. El proyecto ideal sería, se­gún esto, el de llevar el hecho escultórico a una situación meramente objetual, a una morfología inexpresiva, a una total inutilidad e ilegibilidad.

Desde este planteamiento teórico, las piezas habrían de tener un comportamientó formal y es­pacial propio, ajeno, de una parte, a mimetismos respecto de la realidad «exterior», y, de la otra, ajeno también a códigos transmisibles. Las deno­minaciones de las piezas resultan indicativas en este sentido: «cajas de resonancia», «laberin­tos»... O lo que es lo mismo: oquedad, vacia­miento, cursos ininteligibles e inútiles.

Bien; ya estamos, otra vez, en la fatal antino­mia. Las piezas, independizadas de su constructor y contra su proyecto, se convierten al signo; ac­túan en otro contexto -un contexto que somos los demás, nosotros- y nosotros violamos el objeto puro, le forzamos a la significación. Si ésta no se revela en una lectura inmediata, disponemos de segundos y terceros mecanismos lectores. En úl­tima instancia, será un signo legible aunque per­manezca indescifrable, es decir, un enigma. Y el enigma es una suplencia eficacísima, una signifi­cación plenaria, infinitamente abierta, ante la que nos manifestamos intensamente receptivos.

Pero, además, ocurre que Navascués, en la me­cánica del salto cualitativo que pretendía, no se ayudó con una morfología radicalmente disidente de la de su anterior etapa; su sensibilidad funcio­naba conectada con aquellas cadencias, con cen­tros de interés connotados de organicidad. El di­vorcio de la sensibilidad y la ideación se resolvió precaria Y, bellamente: acudió a una relativa nor­matividad, a una cierta geometrización direccional

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y del relieve (horizontalidad, angulaciones, seg­mentaciones circulares y esféricas) pero dejando prácticamente intactos -como ocurrirá en toda su obra posterior- módulos delatores de su instinto formal: las concreciones ritmadas según la natura­leza.

Con raigones en años anteriores o en una febril aceleración preinmediata, las exposiciones de 1974 muestran un Navascués diverso, crispado y «literario», encubridor del permanente Navascués inconfeso. Es aquí, sobre todo aquí, cuando ad­quieren un subido valor indicativo las matizacio­nes de Pedro Caravia (en el texto a que ya me he referido) relativas a una presunta «ironía» activa en Navascués. La «ironía» (cito literalmente a

Pedro Caravia) «no es más que la máscara del pudor o el síntoma involuntario de un conflicto irresuelto. ¿O la solución precaria, una síntesis lúdica, provisional de una contradicción que como tal no tiene otra que la fuga en la creación? ¿Cabe que sea un método? ¿Cuál es el sentido de la ironía de este gran trabajador, cuya gravedad y melancolía aquélla no alcanza a ocultar?»

Las respuestas a este penetrante entrecomillado están, inexplícitas y exactísimas al tiempo, en las obras conjuntables en 1974. Voy a intentar, con éstas, agrupaciones diferenciadas que algo nos di­rán sobre la particular complejidad de esta etapa creativa de Navascués. Las agrupaciones son de la siguiente manera:

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Uno: Cápsulas parcialmente antropomórficas en las que el volumen no es real sino descrito por la cadencia superficial, siendo principal la evidencia del vaciamiento interior. «La forma se vacía de connotaciones viscerales ... » dice Navascués (ob. cit. de Juan Cueto). Desde mi punto de vista, en estas obras, precisamente por el juego antinatura­lista implicado en el vaciamiento, hay una reacep­tación del signo por parte del escultor.

Dos: Montajes orientados a la sugestión maqui­nal («Guillotina», «Aros», etcétera) que, en oca­siones, implican a las cápsulas antropomórficas con una proximidad amenazante. Cuando esto ocurre, el signo se tipifica en símbolo y hasta se complica en metáfora. Funciona la que, con re-

servas, convenimos en llamar «ironía» como un correlato de intención desdramatizadora.

Tres: Montajes de sustentación y/o encubri­miento en los que al soporte constante y casi único (la madera) se añaden otros materiales (cuerda, lona, cuero ... ). Estos montajes («Ha­maca», «Baúl» ... ) tienen una función claramente contraria a la de las «cápsulas»; revelan -encu­briéndolo- un contenido, llevan a la presunción de que envuelven -como velando algo terrible u obs­ceno- una naturaleza pesada, visceral. Insisto: hay que notar aquí el valor de antítesis respecto de las «cápsulas», aquéllas de las que N avascués dice que se eximen de «connotaciones viscera­les».

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N avascués se agita en el núcleo mismo de la contradicción. De la vivísima dialéctica asumida en esta etapa podría, quizá, deducirse toda su obra posterior.

Cuatro: Los dibujos (grafito, tinta ... Navascués parece haber abjurado de todas las densidades picturales; es una feroz asepsia, una pasión por la nitidez superficial de la obra, la misma que opera en el orden escultórico). Estos dibujos comportan transposiciones y síntesis del mundo formal capsu­lar y de los que he llamado «montajes de encubri­miento». En algunos casos, el encubrimiento se produce mediando un aparente descriptivismo convencional, un calculado aspecto «tradicional» de la cobertura, textil, por ejemplo. Sería aleccio-

nador a este respecto visualizar en este momento el dibujo «De trilogía del suceso (I)», reproducido en el catálogo de la exposición de mayo de 1974 en la Galería Tassili. ¿Qué oculta esa vieja manta de lana? No deseo jugar con ventaja al supuesto de las premoniciones, lo que sí afirmo es la per­manente convivencia de Navascués con lo temi­ble, con lo que es necesario ocultar (en el extremo opuesto, en las opciones lúdicas, está haciendo lo mismo; la ocultación se sustituye por la voluntad de extraviar al contemplador). Aquí, para los dibu­jos, aún una anotación importante: la insufrible, la rechazada y siempre recurrente pasión realista de Navascués.

Con datación a situar todavía dentro de 1974 y

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con extensión sobre 1975, Navascués produce una serie de obras («Cascos», «Botas», «Armario», «Envuelto», «Pilotos», «Fórmula l», «Avión», etcétera) que, en buena parte, suponen desarrollo de las propuestas capsulares y maquinales con­templadas líneas arriba. La significación no me parece modificada sustancialmente, aunque quizá sea interesante anotar (un dato más de las enri­quecedoras contradicciones de Navascués) cómo a la incitante pregunta de su entrevistador (Juan Cueto en ob. cit.), «¿Por qué precisamente el pi­loto?», el escultor responde (los subrayados son míos): «Por su riqueza connotativa: el piloto ... es, a la vez, conductor y conducido. Dominador y atrapado». Quiero añadir aquí una observación

circunstancial que también puede matizar la in­formación sobre aquel momento, sobre las dudas de N avascués en relación con las virtualidades de sus objetos escultóricos.

En una publicación ligeramente posterior («Na­vascués», Ed. del Fondo de Arte Masaveu, mayo de 1976) varias de las piezas maquinales y capsu­lares, incluyendo representaciones antropomórfi­cas, se reproducen retratadas en espacios abier­tos. ¿Qué confrontación persígue Navascués? Muy poco antes, ha dicho de una de estas piezas: « Su imagen externa es su propia imagen virtual. No existe al margen de esa mascarada, de esa representación». Pero ahora, hasta catorce veces, decide unas imágenes (fotográficas) en las que ta-

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les representaciones exisún, son activas e·n el contacto con las aguas, con las arenas, con la luz; se amplifican en el sentido de dramatizarse frater­nizando con la realidad natural. Son aquellas mismas de las que acaba de afirmar que son una reducción a la imagen. Dentro de la ilogicidad, casi todo se aclara cuando, muy pocas líneas más abajo del mismo texto (ver ob. cit. de Juan Cueto, pág. 11), Navascués se muestra conforme con el siguiente aserto del entrevistador: « ... hay más que oquedad en esas esculturas. Por todas ronda la sombra de la muerte». La muerte: el aconteci­miento natural por excelencia.

La contradictoria lucidez aún se hace más ex­plícita cuando verificamos que, al mismo tiempo que estas piezas (1975), Navascués está creando sus cajas y/con instrumentos ( «Estaca y martillo para exterminar vampiros», «Armas-Erosex», et­cétera) que, con independencia de sus atribucio­nes literarias, en su modulación y tratamiento su­perficial, remiten a una belleza natural (zoológica, incluso). ¡Y qué indicativo es el que la ficción de objetos típicamente industriales se convierta a la estética adquiriendo, precisamente, calidades pro­pias de la naturaleza! La hermosa falacia poética (es impresionante la dura, resplandeciente acumu­lación de morfología y cobertura «biológicas» de estas piezas) disuelve cualquiera otra hipótesis sígnica en la evidencia de su recurso a la natura­leza y a la muerte.

De esta época son también los dibujos que, en plan protagonístico, incluyen representación de materias desflecadas (filamentos vegetales) expre­sivas de la misma nostalgia que pugna, en las esculturas, con la negatividad intelectual de Na­vascués ante la naturaleza; mejor dicho, ante la vida.

Una pieza de gran formato, de 1976, «La cas­cada», despliega, con unas aspiraciones espaciales que son novedad en su obra (Navascués no vivió el tiempo necesario para que estas aspiraciones pudieran reaparecer), el sentido rítmico de lo na­tural; esto ocurre incluso en un caso, en éste, en que la estructura exige normalización de sus com­ponentes. Los dibujos de la misma datación, epi­sódicamente abstractos, responden también a una pulsación vinculada a las cadencias irregulares propias de las concreciones y acontecimientos na­turales.

Me doy cuenta de la «cacofónica» reiteración conceptual (signo, naturaleza, etcétera) que estoy practicando. No me cohíbe. Me interesa mucho más permanecer en correspondencia con las cons­tantes -dentro de la variabilidad- del curso de Navascués, que desarrollar con éxito un ejercicio de estilo. Aún voy a tener espacio para exasperar con las mismas percusiones al lector exigente. Voy a abordar -ignorando quizá derivaciones in­termedias- la última etapa de Navascués, definiti­vamente cerrada en 1979 y con antecedentes fe­chados en 1976: la serie «madera más color».

De las obras -primeras que yo conocí- de 1971

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hasta las de 1975, hay un itinerario, en lo que al sentido se refiere, cuyos conflictos he tratado de adivinar, de «leer», si se me admite la terminolo­gía titular. Pero también hay otra cosa; algo mu­cho más lineal y verificable: el tránsito desde las superficies cruelmente tersas, impasibles, ajenas a cualquier accidente epitelial, a una cierta «biolo­gía» (dureza resplandeciente de escamas córneas) en los «Erosex», por ejemplo. En otras palabras, es el tránsito de la superficie neutra a la textura. Desde 1976, esta propensión se hace más precisa: la textura asume el color. ¿Es esto un resarci­miento pictoricista? Puede valorarse el supuesto pero yo creo que muy secundariamente. La prio­ridad se la concedo a algo mucho más vital: Na­vascués ha sido vencido por su propia pasión, por la insurgente necesidad de provocar a la natura­leza con sus mismas potencias. Las piezas «ma­dera más color» son exactamente lo contrario de sus viejas «reducciones a la imagen». Lo que ahora está convocando es la suma de las posibili­dades sensoriales (táctiles, visuales) que, dentro de la plástica, cabe reunir para intensificar la evo­cación de la naturaleza. Esta es valorada intrínse­camente, en datps tectónicos, texturales y cromá­ticos (naturaleza activada por la luz), tan intrínse­camente que el componente figurativo resulta ac­cesorio. Aquí hay una apelación total a la vida y a la muerte (es casi lo mismo), a la existencia física que niega el vacío y el vértigo. Aquí -no estoy jugando el vocablo- hay una mística de la mate­ria.

Renuncio a describir las obras «madera más color». Quisiera que este texto fuera acompañado por una reproducción que me supliría con ventaja. Diré que son de una belleza que me sobresalta y pacifica, y que no sé cuándo va a ocurrir lo uno o lo otro. Quizá mi comportamiento receptivo se corresponda con la situación espiritual y creativa del último Navascués. Quizá había lle-vado sus obras y sus actos a una signifi- ecación límite en la que se confundían la desesperación y la esperanza.