lectura para un tren de largo recorrido

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Primer capítulo del libro "Lectura para un tren de largo recorrido", de Teresa Ruiz y Juan Ruiz Cantudo (Funambulista, 2013). Una novela escrita póstumamente a cuatro manos

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Lectura para un tren de largo recorrido

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Teresa Ruiz / Juan Ruiz Cantudo

Lectura para un tren de largo recorrido

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Primera edición: febrero de 2013

Lectura para un tren de largo recorrido© Teresa Ruiz, 2013

© Herederos de Juan Ruiz Cantudo, 2013

Qué tendrá la tarde© Herederos de Juan Ruiz Cantudo, 2013

© de la presente edición: Editorial Funambulista, 2013c/ Flamenco, 26 - 28231 Las Rozas (Madrid)

www.funambulista.net

IBIC: FA

ISBN: 978-84-940906-1-5Dep. Legal: M-3723-2013

Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi

Motivo de la cubierta: Archivo de la familia Ruiz

Impresión y producción gráfica: AFANIAS Industrias Gráficas

Impreso en España

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro

Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico,

fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.

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I

LLueve el cielo su lluvia grisy los árboles llueven sus hojas amarillas,París y es otoño.Entre tanta gente como va y vieney se arremolina, con el viento,por esta ciudad, y en estas calles, paseos,teatros, cines, almacenes,y en este dorado otoño,—me pregunto— ¿no estarán esos ojos que buscoy que al encontrarmeme reconocerán para siempre?Y si no es así,¿para qué camino y pienso estos versos?

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Supongamos que sale usted de viaje esta noche, y antes de subir al tren, en uno de esos reducidos pero oportunos locales que a tal propósito abren sus puertas en las grandes estaciones del ferroca-rril, busca lectura para el largo recorrido que tiene por delante. Pe-riódicos, revistas o, mejor aún, una novela. Hojea varias, entre ellas algunos títulos de la llamada novela negra, también los voceados éxitos del año, por último, luego de pensarlo un rato, se inclina por esta que tiene en sus manos y cuyo título atraviesa la portada de un lateral a otro. Abona su importe y sale del local con su libro bajo el brazo. Acarrea usted un pequeño bolso de viaje y viste gabardina negra, es usted un hombre de buena estatura, sobre uno ochenta, de complexión fuerte, rotundo, su paso es firme y camina con la mirada en el suelo. Se dirige al andén, el tren le espera. Busca su vagón, se sirve del empleado que no tarda en aparecer y al que muestra su billete. Se acomoda en la cabina, individual, gran clase,

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coloca el bolso en la rejilla de arriba y la gabardina en una de las perchas laterales, arroja la novela sobre el asiento y se despoja de la chaqueta, que viene a caer donde la novela, se afloja el nudo de la corbata, roja sobre camisa clara, y sale al pasillo. Se asoma a la ven-tanilla. Mucha gente en la templada noche de octubre, familiares o amigos que se agolpan en el andén y han ido a despedir a los que se van. Pasan unos minutos y el tren se pone en marcha, muy lento al principio. Se agitan las manos y flamean, lejanos ya, olvidados pañuelos. El tren, para los que se quedan, es ahora un puntito rojo en el pronto túnel de la noche. Regresa a su asiento y a esos pensa-mientos que le acosan como avispas desde que inició su viaje, hoy a media mañana, en la estación de su pueblo.

Un empleado le toma nota para el segundo turno. Le gusta cenar en el tren, no por la cena, mala y decididamente cara, sino por el rato que se pierde cenando, una hora que se va sin sentir. De nuevo hojea la novela que acaba de adquirir en la pequeña librería de la estación. Le llama la atención el título y algún párrafo suelto cogido al vuelo, se pregunta qué habrá en sus páginas, si algún misterio que le atrape hasta el final del libro, en este caso hasta el final del viaje. Se detiene un instante en los atildados renglones del principio y en los ya menos cuidados de por en medio, lee sin interés, tiene en su mente otras imágenes más cercanas. Sus ojos son azules, retraída la mirada, casi tímida, contrasta con la aridez del rostro, sólido mentón y pómulos pronunciados, hay en su boca como un levísimo arco de tedio, su cabello es abundante, color cas-taño. Recorre las páginas con desgana, cierra el libro, lo abandona, se levanta y sale otra vez al pasillo. El tren ha cogido velocidad y ahora va como abriéndose paso por los desiertos apeaderos de la noche reciente, adiós Madrid, ahí te quedas, hasta nunca. Regresa a su cabina, pero antes da las buenas noches a una joven que, se-

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gún parece, viaja sola y ha reclinado la frente sobre el cristal de la ventanilla. Se pregunta si estará llorando, o habrá llorado. Observa que viste blusa negra de manga larga y falda estrecha gris oscuro. La mujer le devuelve una mirada inmóvil, usted le repite las buenas noches y, sin esperar respuesta, se interna en su cabina y cierra la puerta. Se sienta, aún retiene la extraña mirada de esa desconocida, recoge el libro, que se ha ido al suelo, y parece que esta vez sí, que esta vez empieza en la página primera.

Pues érase que se era, esa página ya está leída, pasa pues a la siguiente, y en esta la pregunta que salta es la esperada, ¿qué piensa encontrar en esas otras que siguen y que tiene sobre sus rodillas en paciente espera de ser desfloradas? ¿Biografía, autobiografía, ensa-yos, historia, divagaciones sobre esto o aquello, o simplemente un refugio donde escabullirse por unas horas de sus molestas compa-ñeras de viaje? Quizás ha ido a escoger el peor texto del escaparate, no se desanime por ello, errar a la hora de elegir lectura le ocurre a todo el mundo alguna vez y a muchos más de una vez, pero ya conoce el dicho, no hay libro malo, totalmente malo quiero decir, y este que tiene en su manos es, por las trazas, un libro al menos pasable, por consiguiente anímese y prosiga su lectura, introdúz-case sin prisa entre sus páginas como si fuera de paseo. Alguna vez habrá ido por las afueras de su pueblo con un libro de poesía en la mano y pensando si declararse a la mujer de su vida aquella misma tarde o el domingo por la mañana después de misa y frente al ver-mut de la esquina y antes de que lo haga el otro, su temido rival. Yo suelo leer así, mientras paseo, rara vez por los escasos paseos públicos que han logrado sobrevivir a la voracidad de los nuevos tiempos, prefiero los varios y largos pasillos de mi casa, que recorro a solas y en silencio y es como si orase en un conocido claustro y el libro en las manos fuese el breviario, mi oración necesaria en esas

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pensativas horas de la noche. En fin, no menos de trece horas de aburrida marcha nos esperan, las interminables de la madrugada, las horas del insomnio y el arrepentimiento.

Va usted a París, ¿verdad? También yo. Por enésima vez voy a París. Allí la conocí. París empieza como curiosidad y termina como costumbre. Iba a decirle que no soy devoto de París, pero desisto.

Imagine, un niño delgadito y tenue, frente despejada, peco-so, un chiquillo como tantos, soñador y esas cosas. Primero viajé desde la butaca de un cine, recorrí medio planeta sin moverme de mi asiento, y llegué finalmente hasta París porque mis padres me sacaron del cine y me enviaron allá, los muy ilusos me enviaron allá so pretexto de adecentar mi ridículo francés. No se me dio bien el idioma ajeno aunque sí la ortografía del propio, y regresé con un francés tan torpe como el que había llevado conmigo a la ida. Pero es evidente que no voy a hablarle de mi nula habilidad con los idiomas y de lo bien que sumo, no es tema para una novela. De ella es de quien le voy a hablar. Ella sí lo es. Ella se llama Aldonza, Aldonza Lorenzo. No se alarme: yo me llamo Alonso Quijano. Le anticipo que somos marido y mujer.

La conocí en París, en la estación de Austerlitz. No es francesa, sino de aquí, de este lado de los Pirineos. Me encantan estas viejas frases que son como cicatrices que el tiempo ha ido dejando en nuestra piel y de las que luego cuesta desprenderse; al fin y al cabo, uno es hijo de las palabras que lo amamantan y con las que crece y finalmente muere.

Decía. Fue una tarde que ya se desmoronaba en un estrépito multicolor de hojas secas por bulevares y jardines. Horas antes ha-bía paseado por las orillas del Sena, aquel de Madame Arnoux, que ya es otro río. Había almorzado en un self-service, solo, muy mal, por unos francos y en poco más de diez minutos.

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De nuevo sale usted al pasillo y de nuevo se encuentra con su extraña compañera de viaje, la joven de la blusa negra. Esta vez es ella quien se anticipa y sonriente le recibe con las buenas noches. Le ofrece usted un pitillo que ella acepta gustosa. Un día prohibi-rán fumar en los trenes, pero mientras tanto tiene usted pretexto para intercambiar unas palabras con la muchacha. Efectivamente, se trata de una mujer joven, sobre los treinta, quizás algo menos. Los ojos son grises y en su mirada hay como un punto de frialdad que desconcierta. No obstante, el resultado es una joven objetiva-mente bella. El tren ha alcanzado ya su velocidad de crucero y el paisaje se sucede continua y monótonamente. Fuman en silencio, apenas si cruzan unas palabras. Al cabo de unos minutos ella le dedica una educada sonrisa y se retira. Alega que está cansada y le dice que va a cambiarse e intentar descansar un rato antes de la cena. Le devuelve usted la sonrisa y otra vez le da las buenas noches y le desea buen viaje. Apaga el cigarrillo y se interna en su compar-timento. Está usted desconcertado.

Si lo prefiere, en vez de esta historia nos cuenta usted la suya, su propia historia. Quizás la novela de su vida resulte más intere-sante que la que iba yo a contarle. No puede figurarse con cuán-to esfuerzo voy sacando adelante estas palabras, ordenando estas deshilachadas ideas. Suponga por un instante que estuviese yo es-cribiendo una novela para que usted la fuese leyendo por encima de mi hombro en tanto el tren prosigue su avaricioso consumo de kilómetros, una novela a manera de rastrillo, recopilando sobre la acera, para luego el cubo de la basura, esas fantasías residuales que hemos llamado sueños, todo el mundo sueña, supongo que usted también, sueños, o fantasías, como usted quiera, que se ven diezmados brutalmente con los años. Es un ejército que, confor-me adelanta el curso tremendo de la batalla, cosecha más y más

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bajas, hasta que, por último, no queda un solo soldado en sus filas, entonces ya no hay ejército ni hay nada, la soledad por delante, el piso vacío y las ventanas abiertas y en ellas el blanco papel de se vende o alquila. Bien, no vamos a decidirnos ahora, y menos cuando se ve usted asediado por una furiosa legión de confusos pen-samientos que no le dejan leer ni dos páginas seguidas de un libro que ha adquirido precisamente para eso, para huir de ellos, de esos pensamientos que con esa tenacidad le acosan. Haga, pues, un es-fuerzo y prosiga, es el mejor consejo que puedo darle. O mejor dicho, el único que por ahora puedo darle. Recordemos, usted es el lector y yo el autor.

Pues como decía. Allí estaba, en Austerlitz, la mujer que veni-mos soñando y que al fin encontramos. La pobre muchacha aguan-taba resignada el chaparrón que sobre su gentil persona hacía caer el tremendo camarero de la cafetería.

No llegué a preguntarme si mediaba o no, así que lo hice, eso sí, con muy buenas palabras y una excelente sonrisa. Empecé dándole la razón al hombre, o eso entendió él, lo que no le di fue la propina que reclamaba, eso también lo entendió y sin necesidad de que se lo tradujeran. Y lo que también le dimos y a los pocos segundos fue la espalda, olímpicamente, como dos campeones. Nos alejamos de allí tan risueños y felices, el hombre se quedó rezongando, la furiosa servilleta entre sus múltiples dedos, parecía uno de esos perros callejeros que ha disputado su presa con otros más agresivos que él y con los que no se atreve y por ello se limita a soltar unos lejanos y tímidos ladridos.

Nos pusimos, pues, en marcha, ajenos ya al desagradable per-sonaje, y nos detuvimos a los pocos minutos, unos centenares de metros más allá, en una bonita explanada que servía de recodo al Sena y que en aquel momento, iluminada por la luz recelosa de

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la tarde, ofrecía una preciosa imagen. Supongo que allí seguirán, explanada y río. Habíamos caminado hasta ese momento confusos y como dudosos el uno del otro, y ahora nos veíamos inmóviles y tan mudos como postes. Serían sobre las seis de la tarde y el cielo se mostraba lejano y troceado en hoscas y recargadas nubes.

Bueno, ¿y tú quién eres, cómo te llamas, de dónde sales, qué haces aquí?

Preguntas que no llegamos a formular, ni ella ni yo, ya lo ha-brá supuesto, pero que con toda certeza se instalaron entre ambos.

Ella intentó una sonrisa que más bien parecía un mohín iróni-co o como de excusa. Sonreía sin apartar sus ojos de los míos, como preguntando qué le tocaba hacer o debía hacer o era conveniente que hiciera, a ver, responde, me urgía. Me parecía, a falta de otros adjetivos que busqué y no hallé, y eso que hurgué con urgencia en mis últimas lecturas, me parecía, digo, una mujer maravillosa, por de pronto muy joven, y no lo querrá usted creer, imagino que no querrá creerlo porque es duro tragarse esto que voy a decirle, pero así fue, me bastó un solo segundo, uno solo, para sentirme totalmente atraído por aquella muchacha, y no por este detalle o ese otro, sino por toda ella, toda en su conjunto, en su totalidad. Llevaba un vestido color gris claro, una rebeca rosa pálido y un bo-nito peinado de pelo revuelto, sus ojos me parecieron profundos, su figura, frágil aunque bien asentada. Todo en ella lo encontré maravilloso, su juventud, su piel, tersa y tostada, huellas seguras del pasado verano, el pecho evidente y firme. Enseguida le dije mi nombre por decir algo, por salir del paso y escapar de aquel ato-lladero en que me había metido y del que no sabía librarme. Muy parejas razones tendría ella, deduje, cuando silabeó el suyo. Impo-sible, exclamamos al mismo tiempo y entre sonoras y continuadas risas, fue como encontrar de repente la salida que buscábamos y

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no habíamos hallado hasta entonces, qué infantiles en las exclama-ciones y en los gestos de fingido asombro y en la incontenible risa. Pero enseguida me quedé como cortado. Ella estaba en su papel, se veía muy a gusto, pasaba apenas de los veinte, y yo alcanzaba los cincuenta y algunos, dejémoslo en una indefinición piadosa, y almacenaba demasiada biografía en mis ya sucios bolsillos. Debió de advertir mi turbación porque acentuó su sonrisa y atrapó mis manos con las suyas. No sé cómo decirle la emoción que sentí y que traté de dominar cuando cogió mis manos y casi las acercó a su pecho, fijó sus ojos en los míos, sin duda me examinaba, los míos, erráticos, enturbiados, debieron de responder con acierto a sus preguntas porque sentí que me aceptaba. Había, pues, que ce-lebrar, dijo muy alborozada, estaba claro que deseaba contagiarme su repentino y franco alborozo, su juvenil y casi infantil alborozo. Había que celebrar, insistía medio aturdida, el maravilloso y aza-roso encuentro en París de Aldonza Lorenzo y Alonso Quijano después de varios siglos, numerosos eclipses e incontables traduc-ciones. Dulcinea y su fiel caballero acaban encontrándose en una estación de ferrocarril atestada de viajeros que ignoran que ellos, Alonso y Aldonza, los héroes centrales del libro, existen de verdad, son dos seres reales de carne y hueso con domicilio en Madrid, y están allí, entre los viajeros de la estación y son también viajeros de esa tarde memorable, quién iba a suponerlo, y todo porque a un desagradable y circunstancial sujeto de mala pinta y parla francesa se le ocurre exigir una propina que en absoluto pensaba darle y tú pasas en ese preciso instante, tan oportuno como don Quijote cuando el labrador Haldudo azota a su criado, sino que tu media-ción de inopinado caballero español es más afortunada que la de aquel otro. ¿Crees que fue casualidad? Pienso que no, creo que no. Ya estábamos concertados desde el primer momento, yo te espe-

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raba en la vecina aldea, soy aquella moza de buen parecer a quien impusiste sobre su nombre el caballeroso de Dulcinea para que no se supiese de quién, a tu edad, andabas enamorado, soy aquella misma moza, pero de rostro más moderno, más al día, incluso con los labios pintados, la exigencia de los tiempos, terminó diciendo. Y yo la escuché como estupefacto, prendado de su sonrisa entre tímida y burlona y de aquella boca que ella decía pintada pero que lo estaba ligeramente y se ofrecía tentadora a mis deseos. Y todo el párrafo lo soltó entre contenidas risas y como si se burlara de sus propias palabras o de mí. Respondí como pude, a trompicones, y entre balbuceos, y terminé invitándola a cenar, no encontré otra salida más a mano, incluso me pareció una ocurrencia excelente y muy oportuna, teníamos tiempo para ello, razonaba yo con insis-tencia y como si ella se hubiese negado o fuera a negarse. No era así, los dos partíamos en el tren de las veintitrés, aceptó sin más, sin dejarme terminar, se mostraba contenta, realmente contenta, también yo lo estaba, no voy a decir si más. Se colgó de mi brazo y nos pusimos a caminar como una pareja más de las varias que ya paseaban por allí. Yo ignoraba hacia dónde. Hacia donde ella quisiese, me dije, hasta el fin del mundo. Y me sentí dichoso con pensamiento tan tonto.

Ya ve, algo tan sencillo como ayudar a una joven de veintitan-tos años a salir de un apuro una tarde de octubre en una concurrida estación de ferrocarril. París me pareció, de repente, lo que nun-ca hasta entonces, una ciudad maravillosa, de bellos monumentos, hermosos jardines, tentadores museos, concurridos cafés, amplios bulevares, famosos teatros, una ciudad de ensueño, eso me parecía mientras caminaba llevando colgada de mi brazo a una muchacha que acababa de conocer y que calzaba zapato bally de medio tacón. A qué poquísima distancia de uno se halla a veces la felicidad.

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Bueno, la verdad es otra, ya lo habrá supuesto, no muy dis-tinta, pero otra.

La verdad es que me enamoré de ella como un imbécil allí mismo, en la estación y nada más verla, me quedé como embobado, como un niño que se encuentra con los Reyes Magos la noche de Reyes y los ve cargados de juguetes y piensa si serán todos para él.

Lo que ocurre es que estas cosas hay que contarlas con cierta cautela y no caer en la simpleza de decirlas tal y como son y pro-vocar la risa en los demás. El amor y que le quiten a uno la silla en la que va a sentarse hace reír a los otros. Por esto, cuando se habla en primera persona, presente de indicativo, yo amo, uno, sin querer, tiende a la épica, poetiza, eleva el tono, en resumen, se maquilla, no sale al escenario y ante el público insaciable con su au-téntico rostro, el de andar por casa, el que ven los hijos y la esposa envejecer día a día en el desayuno de cada mañana y el periódico de cada noche, teme la unánime carcajada del respetable, de ahí los recelos que por lo general suscitan las memorias o los cuentos que le cuentan a uno los demás, termina uno por sospechar que le están contando un conocido cuento que ya ha oído contar a otros muchos habilidosos cuentistas de cuentos chinos. La amé enseguida de verla, fue verla y amarla, me bastó su mirada para comprender que la amaba, y es más, que la amaría siempre, y en-seguida supe que ella correspondía a mi amor, sí, no lo ponga en duda, qué cosa piensa que es el amor, el amor es verse y amarse, solo eso, una mirada en esa mañana primaveral de tu existencia, y ya está, reconoces en esa desconocida a la mujer que llevas en tu corazón, y la amas todas las mañanas de tu vida.

Cada uno está en su derecho de pensar otra cosa, por ejemplo, que lo que le cuento es una simpleza. De simplezas se abastecen la literatura y la política, y por consiguiente nosotros, los pobres de

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espíritu, la inmensa mayoría de los mortales, los que abarrotan las fábricas, las oficinas, los andamios, las aceras, los mercados, los ci-nes, las manifestaciones y en su momento los cuarteles, los campos de concentración y los cementerios. Somos nosotros, los simples, quienes un día abrimos un paréntesis en nuestro quehacer y nos enamoramos. Como en esta ocasión. De una muchacha que venía por la acera.

En resumen. Simpleza o no, me enamoré de ella y ella de mí en el insólito término de un segundo. Si lo cree imposible, pues qué quiere que le diga. Siga usted leyendo y yo seguiré contan-do. Quizás más adelante cambiemos los papeles. Usted será el que cuente y yo el que escuche. También usted tiene su historia.

Repito, una mujer joven, bella, tan bella como le digo. Así la veía esa tarde y así la veo hoy y la veré siempre porque la veré en mi corazón. Y no se engañe, no hablo de milagros. Como ella las hay a miles, a millones. Por consiguiente no se le ocurra gritar aleluya si el día menos pensado tropieza en la acera de cualquier calle con otra tan atractiva como esta de que le hablo, no es difícil, sobre todo si vive uno en una gran urbe como Madrid, y no digamos París o Londres o Nueva York, y hace la compra los fines de semana en un hipermercado y va al cine los sábados por la noche, o coge en días laborables el tren de cercanías. Repito, no deslumbra ni arranca silbidos a su paso, pero esa tarde había algo en aquella desconocida de la estación de Austerlitz, quizás su mirada, profunda como las aguas del cercano río, sus hombros redondos, su pecho latiendo apresurado bajo el fino vestido, su nariz exacta, ni poquito más ni poquito menos, y los trazos de su boca, algo especial había en ella que me ató a su amor con lazos que ahora veo irrompibles.

No exagero, se lo aseguro. Ni soy adicto a los excesos líri-cos ni fervoroso lector de novela rosa, pero repito, y esta vez para

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concluir, la amé desde el mismísimo segundo de conocerla. Fue ver sus ojos, sentir la caricia imparable de su mirada, y amarla. Y hoy la amo como el primer día, el amor, cuando es, no repara en gastos, no llega por la mañana y se va por la tarde ni es prenda que destiña a la primera colada. Ella aún no ha cumplido los veintiséis, es gentil, inteligente, de buena familia, tiene un magnífico empleo y, sobre todo, insisto, sobre todo, es ella. Su jefe es un hombre corpulento, elegante, miope, brutal, la tos siempre a punto, una tos extremosa, agobiante. Le oí toser la mañana de mi boda, en la iglesia, detrás de mí.

Y ahora le confieso que no sé por dónde anda, ni con quién, ni qué hace de su tiempo, de sus horas, de sus noches, ni nada de nada. Para dos meses que me dejó. Dio un portazo. Un feroz portazo. Puerta recién instalada. Elegida por ella. Había reforma-do el piso, el que fue de mis padres, un piso enorme. Y se fue. Ya en el umbral, con un pie en el descansillo y el ascensor en espera, es como si me hubiese escupido a la cara su despecho, su frustración. No he vuelto a verla.

Bien, me lo pregunto un millón de veces y siempre sin res-puesta. Es como un rompecabezas del que no acierto a salir, un laberinto que yo mismo ideo y del que luego olvido la solución, la salida.