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ALICIA PARODI LA ESTRUCTURA ALEGÓRICA DEL «QUIJOTE» DE 1605 Se me permitirá presentar una comunicación de comunicaciones. Mi intención es sólo colocar en la estructura de los aconteceres prota- gonizados por don Quijote la construcción alegórica del episodio del Cautivo y la de su contexto inmediato, la unidad constituida por el Curioso impertinente, el Cautivo y el episodio de doña Clara y don Luis. Comenzaré, entonces, por resumir dos trabajos míos', y además tendré muy en cuenta los de Juan Diego Vila 2 , especialmente los que se refieren a esta Primera Parte, más innumerables observaciones que pertenecen ya a la tradicionalidad. A partir del análisis del episodio del cautivo llegábamos a las siguientes identificaciones alegóricas: los personajes españoles repre- sentan a la divinidad trinitaria, en su actividad creadora. El padre, en quien se origina toda la historia, es el padre que crea con liberalidad; un tío, que se preocupa de que la casa quede en su ser suscita el movi- miento inverso: la atracción de lo creado a la unidad; el Hijo es sol- dado autobiógrafo: manifiesta a su padre, también soldado en el nivel de la historia y se manifiesta a sí mismo en la palabra: en tanto auto- biógrafo, sujeto y objeto del relato, es Verbo hecho carne. Pero con una característica: su autobiografía escamotea no sólo actos heroicos, sino también, el lugar protagonico. Doble sacrificio, por tanto: el yo autoral que desciende a personaje privado de actividad. Sucede que 1 «El episodio del cautivo, poética del Quijote: verosímiles transgredidos y diálogo para la construcción de una alegoría», en Acras del ti Coloquio Internacional de la Asocia- ción de Cervantistas, Barcelona, Anlhropos, 1991; «Nueva relación del capitán cautivo, la hermosa Zoraida y el hermano oidor» en la primera parte del Quijote, en Actas del II Con- greso Argentino de Hispanistas. España en América, América en España, Buenos Aires, Insti- tuto de Filología y Literaturas Hispánicas «Dr. Amado Alonso», 1992. 2 «El evanescente misterio del deseo femenino: Dulcinea y las heroínas míticas de Sierra Morena», en Informe 1993 al CONICET (Parte de él en prensa, en Anales cervantinos, bajo el título «La poética del retrato: don Quijote y los mercaderes toledanos»); «Dafne, Leandra y la Virgen Inmaculada: mito y poética en el final del Quijote de 1605», en Actas del I Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas, en Almagro, del 23 al 29 de junio de 1991 (en prensa); «La causa del mal. Nombre conocimiento y verdad en El curioso impertinente», en Actas del Simposio Nacional de Letras del Siglo de Oro. Tema: «Cervantes». Mendoza, Universidad de Cuyo, 1994. ACTAS II - ASOC. CERVANTISTAS. Alicia PARODI DE GELTMAN. Le estructura paródica del «Quijo...

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ALICIA PARODI

LA ESTRUCTURA ALEGÓRICA DEL «QUIJOTE» DE 1605

Se me permitirá presentar una comunicación de comunicaciones. Mi intención es sólo colocar en la estructura de los aconteceres prota­gonizados por don Quijote la construcción alegórica del episodio del Cautivo y la de su contexto inmediato, la unidad constituida por el Curioso impertinente, el Cautivo y el episodio de doña Clara y don Luis. Comenzaré, entonces, por resumir dos trabajos míos', y además tendré muy en cuenta los de Juan Diego Vila 2, especialmente los que se refieren a esta Primera Parte, más innumerables observaciones que pertenecen ya a la tradicionalidad.

A partir del análisis del episodio del cautivo llegábamos a las siguientes identificaciones alegóricas: los personajes españoles repre­sentan a la divinidad trinitaria, en su actividad creadora. El padre, en quien se origina toda la historia, es el padre que crea con liberalidad; un tío, que se preocupa de que la casa quede en su ser suscita el movi­miento inverso: la atracción de lo creado a la unidad; el Hijo es sol­dado autobiógrafo: manifiesta a su padre, también soldado en el nivel de la historia y se manifiesta a sí mismo en la palabra: en tanto auto-biógrafo, sujeto y objeto del relato, es Verbo hecho carne. Pero con una característica: su autobiografía escamotea no sólo actos heroicos, sino también, el lugar protagonico. Doble sacrificio, por tanto: el yo autoral que desciende a personaje privado de actividad. Sucede que

1 «El episodio del cautivo, poética del Quijote: verosímiles transgredidos y diálogo para la construcción de una alegoría», en Acras del ti Coloquio Internacional de la Asocia-ción de Cervantistas, Barcelona, Anlhropos, 1991; «Nueva relación del capitán cautivo, la hermosa Zoraida y el hermano oidor» en la primera parte del Quijote, en Actas del II Con­greso Argentino de Hispanistas. España en América, América en España, Buenos Aires, Insti­tuto de Filología y Literaturas Hispánicas «Dr. Amado Alonso», 1992.

2 «E l evanescente misterio del deseo femenino: Dulcinea y las heroínas míticas de Sierra Morena», en Informe 1993 al CONICET (Parte de él en prensa, en Anales cervantinos, bajo el título «La poética del retrato: don Quijote y los mercaderes toledanos»); «Dafne, Leandra y la Virgen Inmaculada: mito y poética en el final del Quijote de 1605», en Actas del I Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas, en Almagro, del 23 al 29 de junio de 1991 (en prensa); «La causa del mal. Nombre conocimiento y verdad en El curioso impertinente», en Actas del Simposio Nacional de Letras del Siglo de Oro. Tema: «Cervantes». Mendoza, Universidad de Cuyo, 1994.

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el autobiógrafo, como personaje, se mueve en otro plano alegórico, el del hombre. Como Cristo, participa de dos naturalezas. Como él, desciende a los infiernos del cautiverio para resucitar a los muertos por el pecado, los renegados, por ejemplo.

El Espíritu Santo está representado también bajo dos aspectos, pero aquí son dos los personajes que prestan su sustento de figuras. El hermano menor, al que no conocemos, ni siquiera por su nombre, habita en Perú y constantemente envía oro al padre y al otro hermano. Toda la historia está impulsada por el oro, por lo que este hermano invisible y anónimo representa entonces al Espíritu Santo, quien, en tanto amor entre el Padre y el Hijo y dador de bienes y gracias a los hombres, resulta el agente dinamizador de la historia. En cambio, el oidor, al que también se llama «hermano menor», notemos, es el Espí­ritu, visto desde afuera, desde el mundo sensible. Por lo tanto, su representación tendrá una forma estructurada. Es un juez, quien, como «oidor» está llamado a evangelizar las Indias, según deduzco de un complicado juego de hermanos. Más que alegoría, quizá deberíamos hablar de arquetipo: el hombre animado por el Espíritu de Verdad, el que escucha y retrasmite.

La mora, como en el Cantar de los Cantares, es en cambio arque­tipo del hombre en tanto criatura. Ella misma produce la marca que abre la interpretación alegórica de todo el sistema de personajes. No quiere llamarse Zoraida, sino María. Como Mana, la llena de gracia, elige como esposo al soldado-Cristo e inicia la empresa de salvación de los cautivos, dispensando también el simbólico oro. Según la tradi­ción que comenta el Cantar de los Cantares, la mora es perfiguración de María, madre de la Iglesia, esposa y por lo tanto cuerpo místico de Cristo 3. Sólo desde esta perspectiva alegórica puede comprenderse el extraño romance entre Zoraida y el Cautivo. El color moreno de Zoraida tiene en este relato también una connotación histórica. Perte­nece al pueblo musulmán, que en la época de los acontecimientos nove­lescos datados por los de la historia reciente, es pueblo enemigo del

Para una larga tradición de comentaristas del Cantar de los Cantares — de las que Fray Luis de León se hace eco en el nombre «Esposo» {De los nombres de Cristo), para citar uno cercano a Cervantes —, la mora representa al pueblo de Israel (y cada parte de su cuerpo, una de las tribus), el Esposo es Dios. La Encarnación recrea la Antigua Alianza: en la nueva la mora es la Iglesia, el Esposo es Cristo. La epístola a los Efesios (Fray Luis cita los versículos 29 a 32) reformuló para el cristianismo esta teoría de la alianza como un desposorio: en los versículos citados se recuerda justamente el texto del Génesis que desobedece Anselmo. Ahora bien, la imagen de la Iglesia como Virgen y como Madre anticipa la de María (V. «La hija de Sión» de Joseph Ratzinger, Buenos Aires, Estrella de la Mañana. 1977, pp. 45 y ss.). La polémica sobre la doctrina de la Inmaculada contribuyó sin duda a revelar esta identificación tipológica en la España de Cervantes al referir a la Virgen María atributos de la mora, en himnos y letanías (V. de Nancy May-berry, «The controversy over the Immaculate Conception in Medieval and Renaissance art, literature. and society», Journal oj Medieval and Renaissance Studies, 21, (1991), 2, 207-224.

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español. Zoraida, mora, asegura la salvación de todo el género humano, aun de los enemigos, a quienes también llega el llamado del alma («Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho... según la priesa que me daba mi alma...») 4. Zoraida-María, como el cautivo, se mueve en dos planos alegóricos, como vemos.

A este relato antecede la lectura del Curioso impertinente, novela que se centra en la desobediencia al mandato del Padre, revelado en el Génesis, citado por Lotario como fundamento del matrimonio en su argumentación: «... por esta dejará el hombre a su padre y a su madre y serán dos en una misma carne». Estamos obligados, es claro, a una traslación de los sujetos de la separación. En la novela no se trata de la separación de los padres, sino de la separación del amigo. Otra cita, ésta de los Proverbios, leídos por la mirada literal de Anselmo, nos da cuenta del «extraño deseo» que — interpretamos — encubre el dese­quilibrio que produce la separación del amigo; así dice: «diré que me cupo en suerte la mujer fuerte, de quien el Sabio que quién la hal­lará?». Un extraño deseo causa una impertinente curiosidad, y todo ello un experimento que instaura nuevas leyes en el conocimiento del bien y del mal y que acaba, como todos sabemos, en la desnaturaliza­ción de la criatura, figurada por Camila. Los nombres no coinciden con las cosas, nos dice la farsa de Camila. Y la verdad, inventada por la voz única de la mujer, es engañosa.

El episodio de doña Clara y don Luis recoge las marcas de los ante­riores. La desobediencia al padre (Curioso, Cautivo), se produce por obediencia a un llamado (Cautivo), no a un extraño deseo (Curioso). El episodio comienza, en realidad, por la respuesta al llamado. Ésta, a su vez, constituye un poderoso y perturbador llamado para la joven vecina que la suscitaba. Dos diferencias entonces con respecto al Cau­tivo: no hay llamado elíptico, uno ocurre ante nuestros ojos, el otro nos es relatado poéticamente; además, se produce entre dos personajes del mismo nivel de realidad. Se debe notar que es el personaje mascu­lino — marinero de amor, señor de almas y de lugares — quien recibe el primer llamado y su respuesta tiene características inusuales: es una voz misteriosa, no se sabe de dónde viene, encanta cuando canta. Desde esta respuesta dulcemente esperanzada, como dice su canción, su amada es estrella, buen puerto y el camino que los une, el mar. De modo que gracias al personaje masculino, poeta, esta comunicación de amor, sin perder su concreción histórica, parece expandirse a dimen­siones cósmicas. Y otra diferencia más: el poeta llama a una doncella inexperta, que debe vencer la limitación de su juventud; Zoraida elige con sabiduría al soldado que la debe salvar.

Si el impulso es un deseo, o un llamado, el final se corona con un juicio. La clave está otra vez en al Cautivo y en su intertexto bíblico.

4 C 41, p. 335. Cito por la edición anotada por Celina S. de Cortázar e Isaías Cerner, con prólogo de Marcos A. Morínigo. Buenos Aires, EUDEBA, 1969.

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Allí el oidor es juzgado por su liberalidad, tal como los justos por Cri­sto Rey, según Mateo 25; Anselmo se juzga a sí mismo y por este auto-reconocimiento se redime de su error de «fabricar» desgracias. En el episodio de doña Clara y don Luis, el hermano oidor, padre de doña Clara, en calidad de juez, juzga cuan bien se ajusta a su hija el casa­miento con el joven que le refiere su historia de amor. En Mateo 25, los justos fueron generosos con Cristo, sin saberlo, cuando ayudaron a quienes lo necesitaban. Así Ruy Pérez de Viedma lleva el traje de cautivo, y aún se oculta cuando se relata su caso al oidor. También don Luis simula una condición inferior, mozo de muías. Como el cau­tivo, pertenece sin embargo a la «casa real», y por eso deberá residir en un lugar acorde con su dignidad. Una diferencia importante es que don Luis no es poeta, ni soldado, como el cautivo o don Pedro de Agui-lar, autor de los sonetos que median en la relación del capitán, sino poeta-estudiante, es decir, conciba la acción y la contemplación. No hay autobiografía, sino canto que encanta. La juventud del personaje, la fuerza de sus gracias, el buscar una «casa real» en Andalucía (Sevilla es lugar de pasaje, bodas y bautismos), nos hacen pensar en el Espíritu Santo. Don Luis es, estrictamente, un poeta animado por él, más que una figuración del Espíritu.

Extrañamente los amantes se separan, pero todos, ellos mismos — también el lector — consideran que el caso ha sido resuelto con la mayor felicidad. Todo el episodio habla de un final esperanzado, donde las recurrencias de principio y fin (llamado, juicio) producen sensación de simultaneidad y al mismo tiempo proyectan la historia hacia un final feliz, aún desconocido. Todas éstas son característi­cas con las que el cristianismo ha pensado el fin de los tiempos para el pueblo de Dios. Se trata de la idea escatológica de la historia.

En suma: el Curioso, referido al Antiguo Testamento (gira en torno a la desobediencia al mandato del Padre), problematiza la verdad de las apariencias en tanto creadas; el Cautivo, crístico y mariológico, actualiza el misterio de la Redención y allí la liberalidad resulta la vir­tud que restablece el diálogo entre personas divinas y humanas; el epi­sodio de doña Clara y don Luis corresponde a nuestro tiempo, el tiempo del Reino, en que el Espíritu Santo habita el mundo y lo fecunda con sus dones y gracias en la esperanza de la segunda venida de Cristo, el juicio final y el descenso de la Jerusalén celeste, donde Dios habitará con los hombres.

Pues bien: creo que no sólo estos tres relatos están hilvanados por la idea cristiana sobre la creación y la escatología, sino que toda la historia de su protagonista, don Quijote, responde a ellas. Por eso ten­dremos muy en cuenta la constante que configuran las mujeres como arquetipo de la criatura humana, según la tradición de comentadores del Cantar y de la Epístola a los Efesios de San Pablo. Así Camila es figura de la criatura tentada; Zoraida, el modelo, de la mediadora de

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gracias; doña Clara, de la limitación criatural 5. Casi es innecesario agregar que si la construcción del héroe tiene como referencia una idea sobre la creación, la novela se convierte automáticamente en un poética, presidida por ella.

Comencemos por el capítulo 25. In medias res. Lo que nos obliga a un camino de ida y vuelta por las recurrencias que aparecen a cada lado de este eje.

En el capítulo 25 asistimos a la última fase del plan demiúrgico de don Quijote, casi tal como se lo propuso en el capítulo 1: el encuen­tro y victoria sobre el gigante, la embajada ante Dulcinea, el texto que revela y encarece el nombre del vencedor. Una pequeña novela de caballerías. Pero aquí no hubo victoria, el embajador es Sancho, su escudero; y Dulcinea no es dama a quien enviar presentado.

En verdad, ya antes, como lo ha mostrado Diego Vila 6, dos veces ha fracasado esta fase final del plan: y exactamente antes de que don Quijote se sumiera en una crisis de identidad, primero en la aventura con los mercaderes toledanos, al final de la primera salida (allí es la dama el elemento discutido) y con los galeotes, quienes no están dispuestos a arriesgar su vida en esta mediación. En cambio, cuando la novela recomienza, después del corte del manuscrito, como en los tiempos aurórales, nada es puesto a prueba.

Pero ahora sí. Los galeotes han destruido la cadena en el eslabón que corresponde al vencido. Los cautivos liberados se niegan a oficiar de intermediarios. La alteración es tan fuerte que don Quijote parece preguntarse con el soneto de Cardenio «¿quién es la causa del mal?». Como él, emprenderá la penitencia.

La penitencia tiene, como veremos, un carácter paradojal. Es al mismo tiempo una manifestación y un obscurecimiento. O, diríamos, a medida que el héroe se muestra, se vuelve más ambiguo.

Por primera vez don Quijote enuncia la teoría de la que los hechos serán una puesta en práctica, la teoría de la imitación de los modelos. Pero por primera vez distingue y duda qué modelo seguir, Amadís u Orlando (¿el triste o el roto?). La decisión favorece a Amadís, pero cuando debe hacer una demostración ante Sancho, imita a Orlando.

5 Cervantes usa la alegoría como una figura de lectura, donde lo desconocido no es el contenido de la interpretación (esto es, la doctrina), sino el camino para llegar a él. Así explica T. Todorov («Une interprétation finaliste: l'exégèse patristique», en Symbolisme et interpretation, Paris, Seuil, 1978, pp. 105-6). La «intención del autor» no es por lo tanto la de «ejemplif icar»; se reduce a ofrecer su obra como una suerte de parábola de las Sagra­das Escrituras, en que la lectura es a la vez práctica y metáfora de la vida. Puesto el acento en la lectura, la alegoría cervantina se alinea con otras modalidades de su estilo — la iro­nía, la ambigüedad, la paradoja —, que inquietan con sutileza la verosimilitud de las cir­cunstancias ficcionalizadas. Si pensamos en un teórico de la época, quizá pondríamos detrás de Cervantes el Tasso de Allegoria del poema, una obra juzgada como platonizante (V. de R.L. Montgomery, «Allegory and the incredible fable: the ilalian view from Dante to Tasso», PMLA L X X X I , 1 (march 1966), 45-55.

6 Vila, 1993.

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Es que el Triste ha conocido a su doble. De aquí que la penitencia que se anuncia sin causa, ofrecida a la «causa total de todo ello», tiene una, la ausencia, «porque quien está ausente todos los males tiene y teme», explicación casi idéntica a la que Ambrosio da de la conducta de su amigo, Grisóstomo 7.

La ausente es Dulcinea. Su ausencia es sufrida y querida por don Quijote, amante cortés. Así la ha inventado, ausente. Recordemos la versión idealizante de sí mismo, en que se compara con los poetas: «... yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y pintóla en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad», de tal modo que no se parece a ninguna mujer ni histórica ni modélica. Es ésta, como todos sabemos, la única confesión de la conciencia de que su conversión en caballero andante es un invento en el vacío. Dicho a la manera teológica, en ausencia de bien, definición del mal. La penitencia tiene, pues, una causa, en parte nove­lada en la historia del Roto.

A esta altura, sería justo reconocer que la rotura de don Quijote — esto es, su escisión de la realidad creada — no es total: aunque se invente como hidalgo, es hijo de algo, ya que las armas pertenecen a sus antepasados, Dulcinea está referida Aldonza, Rocinante no es nom­bre arbitrario. Y tampoco el suyo pierde, a través de larga parábola (Quejana, Quijada — don Quijote — Alonso Quijano), precisamente la raíz. Michel Moner ve en esta actividad de nombrar un recuerdo del Adán del Génesis. Don Quijote sería un nuevo Adán 8. Esta duplicidad de creador-criatura, tan meditada en el Renacimiento a propósito de la «Dignidad del hombre», y tan cara por otra parte a la reflexión cervantina 9, es quizá la idea sobre la que se articula el periplo del héroe en el Quijote de 1605.

No tarda en aparecer la contrapartida del famoso «yo imagino que todo lo que digo es así»: en el chiste inesperadamente lúbrico de la viuda, don Quijote se equipara no con los poetas (los creadores), sino con una viuda, una mujer que coloca un mozo motilón en el lugar vacío del marido. A pesar de los desalentadores pronósticos que formularía un psicoanalista, este grotesco es también epifánico: nos anuncia, desde su analogía invertida, lo que llamaremos la asunción de la cria-turidad por parte de don Quijote, opuesta, es claro, a su impostación como creador absoluto.

Pocas líneas después acontece la carta. No se trata, como en el texto inicial del gigante Caraculiambro, de una presentación ditirám-

' c. XIV, p. 104. 8 Ver su «Mito y personaje: el mitologema de Adán y Eva en la construcción del per­

sonaje cervantino», en estas Actas. 9 Es además — creo, por la impronta platonizante que recibió en el Renacimiento —,

principio de la doble construcción alegórica de los personajes: como hombres, como dioses. Ver trabajos citados, y otros.

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bica de su nombre, sino, a la manera cortés, de la queja del llagado y ferido ante la causa de tal penitencia. El nombre — El caballero de la Triste Figura — es el que le puso Sancho en el capítulo 19, después justamente de la aventura del cuerpo muerto, por lo llagado y ferido de su estado. Ya en ese momento don Quijote lo había trasladado al contexto caballeresco («algún sabio te lo habrá inspirado»). Pero ahora la materialidad de la escritura incorpora el nombre inventado por San­cho a una totalidad coherente y visible, donde ocupa nada menos que el lugar del autor. Desde allí, el lenguaje del amor cortés (y con ello toda la penitencia de amor, y con ella todo el plan demiúrgico) estable­cen diálogo con el mundo sensible de las llagas y las heridas, el que ve Sancho; es decir, el mundo de las criaturas. Al mismo tiempo, San­cho, al reconocer el nuevo contexto de su obra asciende a la admira­ción de un bien que no siempre reconoce, la altura y la libertad en el decir:

Por vida de mi padre... que es la más alta cosa que jamás he oído ¡Pesia a mí, y cómo le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien encaja en la firma El caballero de la Triste Figura'.10

Este doble pasaje a través de la escritura aparece en la única carta en todo el libro no referida sino dicha y oída frente al lector. Tiene por lo tanto un carácter emblemático. No es extraño que se conecte con el principio y el fin. Diremos además que la recepción de Sancho desvía el objetivo de obtener fama, implícito en el hipotético texto del gigante en el capítulo I y explícito en el emprendimiento de la peniten­cia («¡Presto comenzará mi gloria!» había anunciado don Quijote), al otro objetivo de la conversión en caballero, el hacer bien a la repú­blica.

De modo que contemplamos en este capítulo 25 la epifanía del héroe: la caída en el error (la creación en el vacío), la penitencia y su redención.

En el capítulo 25 — esto es observación de Ruth El Saffar" — don Quijote encara con realismo el cumplimiento del plan inicial y encarga la embajada a Dulcinea. Allí comienza la vuelta. La infidelidad de Sancho es mediación de un proceso mucho más importante en que don Quijote pierde la iniciativa aventurera; es más, casi desaparece del escenario novelístico. Sus escasas intervenciones se caracterizan por la pasividad: triunfa en sueños, es burlado por las mujeres de la venta, luego encerrado en el carro encantado cuando duerme y por fin su figura se diluye en borrosos documentos. A la luz de los episodios intercalados ocurridos en la venta, trataremos de mostrar que asisti-

1 0 P. 203. 1 1 V. Beyond Fiction: The Recovery of the Feminine in the Novels of Cervantes, Berke­

ley, California University Press, 1984, pp. 58 y ss.

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mos a la progresiva asunción de su criaturidad, correlativa a los signos de auténtica espiritualización. Como si obrara el bálsamo de Fiera­brás, las dos mitades del roto caballero quedarán pegadas.

Este proceso se inicia — como dijimos — con el chiste de la viuda. Además de burla al proyecto auto-creador, el chiste nos propone una forma de lectura: de acuerdo con la tradición escrituraria que siguen los episodios intercalados en la venta y que el mismo don Quijote nos autoriza, miraremos a las mujeres para conocer a don Quijote. De acuerdo con la construcción grotesca y sus leyes analógicas, operare­mos otra inversión de lectura: lo bajo se convierte en alto. Una descar-navalización.

Ocurre que la vuelta trae otra construcción del discurso. Conviene recordar que el plan inicial de don Quijote se despliega en la primera salida: aventuras (arrieros, Andresillo), servicio a la dama (mercade­res). Sin embajada, tampoco hay texto. Más bien, el texto identificato-rio dicho por el vencido está remplazado por el juicio a los libros. Si hasta el capítulo 5, la narración sigue el quehacer de don Quijote, en el sexto, en ausencia del héroe, juzgamos — es decir, leemos — su biblioteca, «la causa del mal» para los protagonistas de este episodio, el cura y el barbero.

Con el ingreso de Sancho en la segunda salida, el lector cuenta, para la primera mitad, con un mediador, Sancho. Invirtiendo los térmi­nos de Güntert 1 2, diríamos que el lector ocupa el lugar de Sancho. La segunda mitad no se propone como acción, sino como lectura. El motivo de la lectura es indicador visible: el Curioso se lee; se critican los libros de caballerías antes y después de esta lectura, los relatos son juzgados como tales; incluso, el que nos brinda Eugenio se entiende como un exemplo de la experiencia del cura que el canónigo convierte en aforismo: «los montes crían letrados».

En la venta, mundo construido por el hombre, la lectura de las acciones de don Quijote se convierten en un juicio. A ello contribuye el hecho de que los episodios contextúales se presentan como paráme­tros morales (si el Curioso contesta a la pregunta del soneto de Carde-nio «¿quién es la causa del mal?», el Cautivo supone una hipotética «¿quién es la causa del bien?»). En realidad, todos sentimos que ellos constituyen lo sustancial, y que la vida de don Quijote es apenas un «caso» intercalado.

Así, la aventura de los odres de vino, entre los dos finales del Curioso, concluye con el castigo a la hubris puesta en la invención ex nihilo. Sin embargo, las diferencias son obvias: si bien, como Anselmo, don Quijote es dado a traslaciones literales de los textos escritos, no instala un nuevo orden de bien y mal. Las evidentes remisiones a la

1 2 V. «Reflexiones sobre la estructura del Quijote (I Parte). Dos motivos recurrentes, dos héroes y una aventura común», en su Cervantes. Novelar el mundo desintegrado. Barce­lona, Puvilí. 1933, p. 47.

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farsa de Camda nos hacen pensar, además, en don Quijote como una criatura desamada, obligada a la construcción de apariencias, más que un «perturbador del género humano» 1 3 .

El relato de los amores de doña Clara y don Luis (C. 43-45), alego­ría del Espíritu Santo, el dios que habita la historia, está cruzado por dos acontecimientos protagonizados por don Quijote: el del yelmo, burla de hombres, dramatiza el tema de la verdad de las apariencias (con ellas, el eterno nombre y fama del plan de don Quijote); el de la burla de mujeres está ligado más bien a la motivación generosa (el hacer bien a la república). Verdad y llamado, imitación y entrega, temas que hermanan los cuentos «hermanos» del Curioso y el Cautivo, se reeditan en motivos característicamente «históricos», aparecidos ya en la primera visita a la venta: el cosmos caótico, el arbitraje de los violentos, la tentación de amor y aun la instintividad de Rocinanate en el episodio contiguo de los yangüeses.

En el episodio de la burla masculina, don Quijote se demuestra como un verdadero poseedor del yelmo: en realidad, como soldado que detiene la discordia y se coloca como mediador de la paz que arbitra­rán otros, los reyes. Este es el verdadero fin del soldado, según su pro­pio discurso sobre las armas y sobre las letras.

La discordia entre nombres y cosas sin embargo persiste. «La causa» de la falacia se escruta en el episodio del llamado por el agu­jero del pajar. Como el manteo de Sancho, ocurre al margen de la venta. Allí el servicio ofrecido a una dama «ultimadamente idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo» es bul­lado por otras, ultimadamente terrenas, pertenecientes a una repú­blica que don Quijote no conoce. El brazo por mirar y admirar queda cautivo y la instintividad de Rocinante hace el resto. Separado de él, sus pies no tocan la tierra. La representación no es ajena a esta denun­cia de las graves confusiones entre lo absoluto y lo histórico que entor­pecen la liberalidad de la respuesta. Otro caminante, como a Anselmo o a Ambrosio, le dice la verdad: «... en esta venta el cetro está en la cabeza, la corona en la mano» (p. 378). Puede verse también de otra manera: como criatura, don Quijote, entre dos imágenes de mujer opuestas, ocupa el medio: entre el cielo y la tierra.

La profecía del barbero (C. 46, pp. 397-8) abre el último tramo de la vuelta, y con ello el marco de cierre; laxo, casi desapercibido como tal, si lo comparamos con el marco de apertura que reabre la segunda salida en el capítulo 7 (Esto es, luego de la adquisición de la contrapar­tida carnal del idealista hidalgo, todos los signos de un re-comienzo: la aventura arquetípica con gigantes, en el nivel de la historia, el corte y hallazgo del manuscrito que no sólo marca el discurso sino nuestro material libro — el mío, la edición de Celina Cortázar e Isaías Ler-

1 Esta caracterización bíblica del demonio aparece en El celoso extremeño. Anselmo, tentador que pervierte a la criatura humana, es también figura del demonio.

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ner —, dividido en partes, el posterior conocimiento del autor y su equipo de enunciadore9, y de regreso a la historia, el discurso de los principios, luego el concomitante episodio pastoril que concluye en alegoría, con poeta muerto y poesía viva, más mujer inspiradora en lo alto).

Los acontecimientos del final se corresponden hasta cierto punto con la serie apertural (aventura, episodio pastoril intercalado, libros), pero enseguida reconocemos los caracteres de esta segunda mitad: ofrecidos a la lectura, se resisten sin embargo a ser ordenados por ella. Así no hay aventuras con gigantes que son molinos, sino con malandri­nes que son' justamente penitentes. El hallazgo del manuscrito está desplazado más allá del regreso, y en su lugar aparece el juicio de libros, o más estrictamente de la ficción, como en la primera salida; la pastoral pierde su discurso anticipatorio, porque ya no hay discurso de orígenes sino de destinos diversos (armas y letras) antes de partir; además, desde la perspectiva narrativa de relator, la historia de la pastora se cierra — como ella misma en la cueva, luego en el convento — en el misterio, y la poética alegorizada manifiesta su sen­tido en el episodio siguiente, cuando aparece la imagen.

En síntesis, la apertura y el cierre terminan por configurar toda la segunda salida como una segunda creación cuyo ciclo no ha acabado todavía. Mi hipótesis es que ella alegoriza la obra redentora de Cristo, la que a su vez, en tanto segunda creación, se constituye en modelo del artificio humano. Y esto es lo que leeremos al final del camino.

Fuera de la venta, la perspectiva de lectura está dominada por signos. La profecía, la tristísima voz, la «tan triste» trompeta que pre­ceden los acontecimientos, también «el recio estruendo», amén de cua­tro jinetes (cuatro y cuatro hay en la venta) y la caja de plomo pertene­cen a la tradición apocalíptica que contribuye a conformar el canon de la materia caballeresca. Más que las novelas, parecería que el Apo­calipsis del Nuevo Testamento ofrece su sentido a los últimos tiempos de don Quijote. Sin embargo, no es fácil descifrar los pasos que condu­cen a este sentido totalizador. Lejos del grotesco de la venta, en el camino sentimos la ironía de las apariencias, las escasas y oscuras cla­ves de comprensión. Como en el Apocalipsis contaremos, sin embargo, con la imagen de mujer, aunque no vestida de sol sino de luto.

Gracias al bien atestiguado trabajo de Juan Diego Vi la 1 4 , sabe­mos que el texto profético dicho por el barbero curador de cuerpos se cumple por entero. Contiene en la promesa matrimonial del león manchado y la paloma tobosina y en el mito de Apolo y Dafne los amo­res de Vicente de la Rosa/Roca y Leandra (C. 50-51), y a través de ella, «imagen de milagro», la de la Virgen del episodio de los disciplinantes (C. 52), imagen del artificio.

1 4 Vila, 1991.

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El artificio, producto del misterioso amor de Dios y los hombres, novelado en el misterio del amor de Vicente y Leandra, virgen que fecunda los montes de poetas, representa a una mujer. El luto de la Dolorosa nos habla de la muerte de Cristo, pero al mismo tiempo se trata de una Inmaculada — Virgen sin mancilla — cuya concepción preanuncia el comienzo de la segunda creación. Esta se inicia con la Encarnación del Verbo, icono de Dios. Los monjes bizantinos fundaron en este misterio su defensa de la imagen sagrada en las guerras icono­clastas, y además una poética tradicional que llega hasta Cervantes según asegura Covarrubias (s.v. imagen).

El texto cervantino muestra claramente el carácter mediador del artificio: a la Virgen Inmaculada se le pide el milagro fecundante que viene del cielo. La Dolorosa muestra su afinidad con lo perecedero y se asocia, es claro, con la tristeza de los augurios que anticipan el fin del héroe.

Pues bien, la imagen que convierte en una poética todo el trayecto que comienza en la profecía nos ilumina sobre el aspecto celeste de la asunción de la criaturidad por parte de don Quijote. Como en la imagen, veremos en los acontecimientos del último tramo de la vuelta del héroe, dos características del fin de los tiempos, que se suman al «juicio»: la conjunción de cielo y tierra, la simultaneidad de principio y fin.

Recordemos, en primer lugar, que don Quijote es aludido como «manchado» y no «manchego» en la profecía que anuncia su futuro ¿Acaso su mancha originaria es misteriosa como la de Leandra, quien sólo por despecho del relator de su historia puede ser llamada «Cer­rera, cerrera, Manchada, manchada»? 1 5 ¿o se trata de la marca de la plenificación divina, si aceptamos la equivalencia alegórica Vicente de la Rosa/Roca = Cristo propuesta por J.D. Vila? Convengamos que desde esta segunda posibilidad, sugerida al final de la lectura, la novela entera, que comienza nombrando a la Mancha, recibe nuevo significado.

Una vez pronunciada la profecía, el héroe viaja en el carro encan­tado. El motivo viene de Le Chevalier de la Charrette de Chrétien de Troyes 1 6 . Como es sabido, el ascenso al carro es considerado como una prueba de humillación de la que el héroe renace nombrado por primera vez. Salvador Fajardo 1 7 asocia el carro de bueyes al carro de Saturno, quien representa tanto la finitud de los tiempos como la Edad de Oro. Tanto una interpretación como la otra implican el principio

1 5 C. L. p. 425. 1 6 Ver sobre la atribución de esta fuente y su discusión, de Florencia Clavo, «Otros

modos de llevar a los encantados: Cervantes y Chrétien de Troyes: el libro no leído ni visto ni oído por don Quijote», en estas Actas.

1 7 «The enchanted return: on the conclusion to Don Quijote /», Journal of Medieval and Renaissance Studies. 16, 2 (1986), 233-251.

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en el fin. También la que ofrece el texto cervantino. El derrotado héroe opone el carro a Rocinante («Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro encantado, que ya no estoy para oprimir la silla de Roci­nante...») 1 8. Rocinante, no hace falta recordarlo, es componente de la fabricación de don Quijote. La elección del carro encantado supone sin embargo, algo más que la admisión de su derrota, si pensamos en las alusiones implícitas y explícitas a Lancelot, su ocupante en la obra de Chrétien, a lo largo del Quijote de 1605.

En efecto, muy poco antes, en el capítulo 50, leemos el episodio del Caballero del Lago. A esta altura, la criaturidad de don Quijote ha prosperado hasta el punto de reconocer la necesidad de su cuerpo. La liberación de la jaula es paso obligado para la liberación de aguas mayores y menores, y a la vez metáfora y contrapartida de la deifica­ción del héroe, que como siempre leemos en la clave de la poética. Mary Gaylord 1 9 asocia el espacio paradisíaco donde se detiene el carro a la evocación particularmente imaginativa de la épica en prosa por parte del canónigo de Toledo, opuesta al «estilo seco» de la prisión en que se gesta el Quijote. En el mismo locus amoenus, fuera de la jaula, don Quijote propone como ejemplo de lectura transformante el episodio del Caballero del Lago. Don Quijote parece aquí desplegar, en el placer de la minuciosidad descriptiva, un sueño evocado desde que se armó caballero: recibir el servicio de las mujeres, como Lance­lot («Nunca fuera caballero/ de damas tan bien servido/ como fuera don Quijote/ cuando de su aldea vino...», p. 33).

El pasaje a través del lago negro de pez hirviente es respuesta al llamado de una voz triste (luego «temerosa» ¿quizá menesterosa?). Del otro lado, el caballero no reaparece como rey, culminación de la gesta del caballero aventurero, en el capítulo 21, su correspondiente de la primera mitad, sino que se trata del regreso del héroe al mundo pri­mordial. Este mitema intercambia significación con la discusión esté­tica que se viene desarrollando desde el capítulo 47, y — creo yo — la conduce hasta su dimensión metafísica. En efecto: la visión del caballero que ha traspasado las negras aguas descubre en los «floridos campos» (los Elíseos, incomparables) un camino que lo guía desde la naturaleza prístina hasta el castillo. La visión del castillo está prece­dida por la de la fuente a lo brutesco, que merece una definición esté­tica. El enunciado teórico («... el arte imitando a la naturaleza parece que allí la vence...») no hace más que mostrar desde otro ángulo, el del artificio, la comunicación entre creador y criatura. Si la naturaleza entre las cosas creadas tiene el privilegio de manifestar con mayor cla­ridad el vestigio divino, el artificio que la imita, «victoria» del hombre,

'* C. 52. p. 434. 1 9 «Los espacios de la poética cervantina», en Acias del I-CIAC, Barcelona, Anthropos,

1990, 357-368.

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es el único espejo que anticipa el otro mundo y el reencuentro con el Creador desde este mundo de «pareceres» 2 0 .

La tristeza de la voz conecta el episodio del Caballero del Lago con la aventura de los disciplinantes (C. 52), anunciada con una trompeta «tan triste». Don Quijote, a su vez, prolonga la tristeza del llamado en la percepción de la tristeza del semblante de la mujer. Es la segunda vez que trata de rescatar a una mujer secuestrada. La primera ocurre en el capítulo 8, en la aventura del vizcaíno. En el 9, cuando se reabre la lectura del manuscrito, la historia de los hombres, con las espadas en alto, se mantiene intacta a través de este peligroso pasaje. Pero algo ha cambiado. La mujer que va a Indias a reunirse con su esposo pierde su circunstancia individual y reaparece entre las señoras que «interce­den» por la vida de su escudero. En este segundo comienzo la figura de la mujer como mediadora de la vida va a acompañar desde el nivel de la historia el «descenso» de los mediadores que provienen del nivel autoral (Cide Hamete, el traductor, el segundo traductor).

Ahora, al final del camino, es el don Quijote aparencial, el del nom­bre y fama vacuos, el que desaparece, y en su lugar encontramos al vencido. El abrazo de Sancho — que recuerda el pasaje simbólico a través de la carta — tiene aquí consistencia real. Como son reales heri­das y llagas. En el contexto de la última aventura, el quebranto físico equipara al héroe con sus enemigos, los disciplinantes que abren sus carnes 2 ' . Vencido, verdadero penitente, el sintagma «mensaje a Dulci­nea más pedido a Sancho» se opone, desde ya, al texto imaginado en boca del gigante Caraculiambro. En cambio, parecería que la derrota activara la lectura literal del lenguaje cortesano de la invocación a Dul­cinea («El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que éstas está sujeto...»), y desde ella la de la carta del capí­tulo 25. Y que este acontecimiento aparentemente nefasto para el héroe, otorgara, sin embargo, validez real a los mitos que él se propu­siera imitar. El caballero andante sin amores es cuerpo sin alma, piensa don Quijote cuando decide inventar a Dulcinea 2 2. Ahora, la derrota le demuestra que no hay alma sin cuerpo, o no hay renaci­miento en el castillo al cuidado de mujeres sin pasar el lago y la tri­steza, o sin subirse al carro de la humillación. En este nuevo contexto,

La reflexión es tópica. Así en la Canción a la muerte de Carlos Félix, de Lope de Vega: « yo para vos los pajarillos nuevos,/ diversos en el canto y las colores,/ encerraba gozoso de alegraros; ...// ¡Oh qué divinos pájaros agora,/ Carlos gozáis, que con pintadas alas discurren por los campos celestiales...» (vv. 118-120 y 132-133). Para la identificación de los motivos del «otro mundo» en el episodio del Caballero del Lago, ver «La visión de! trasmundo en las literaturas hispánicas», de María Rosa Lida en El otro mundo en la litera­tura medieval, de H.R. Patch, México, FCE, 1956.

2 1 Desde un ángulo diferente, Ruth El Saffar reconoce esta identificación en « In praise of What is Left Unsaid: Thoughts on Women and Lack. in Don Quijote», MLN, 103, 2 (march 1988), 223-243.

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la «ausencia» no es vacío sino la distancia que media entre la mujer secuestrada y la intercesora. (Y paralelamente, entre la imagen mate­rial y su referente, la Virgen). La identificación con los penitentes ha preparado la mediación decisiva. Por eso, cuando don Quijote pide a Sancho ser llevado en el carro encantado no como esposo sino como vencido, se convierte en icono criatural — doliente como la Dolo-rosa —, finalmente abierto al milagro — como la Inmaculada. Los signos apocalípticos acompañan el camino para revertir el grotesco y prometer cielo nuevo y tierra nueva.

A esta manifestación icónica con que culmina el proceso de criatu-rización iniciado por don Quijote en el capítulo 25, sucede una suerte de colon, articulado si bien se piensa sobre la misma poética. Allí el autor da cuenta del «fin y acabamiento» del personaje y de la posible continuación de la obra. Los epitafios de los personajes novelescos contenidos en el manuscrito son casi la única escritura en todo el libro, junto con las correspondientes composiciones prológales, que se citan sin pasar por la voz 2 3 . Unos y otros disuelven ambigüedades genéricas y clima mistérico (caja de plomo, ermita, letra gótica, médico), en un grotesco definido. En cambio, el anuncio de la continui­dad de la novela parece transitar por los pasos más dificultosos de la lectura; en realidad, primero deberemos fiarnos de la fama y memoria de la Mancha, ya que no existen «escrituras auténticas»; luego, del aca­démico que declara los versos en letra carcomida, y que los sacará a

2 3 La modalidad de la enunciación (voz, voz sin palabras, voz con palabras, voz con y sin instrumentos, instrumentos, escritura), es significante a veces reconocido por la crí­tica (ver el excelente: «Medusa en el laberinto: locura y textualidad en el Quijote», en su Los usos del clásico, Barcelona, Anthropos, 1991, 223-243, y de Cesáreo Bandera, «La locura de Cardenio y la locura quijotesca», en Mimesis conflictiva, Madrid, Credos, 1975). Me limito a observar que en el Quijote de 1605 casi todos los textos son leídos o repetidos en voz alta. Salvo los que don Quijote escribe en los árboles en su imitativa penitencia, leídos por «los que lo hallaron» poco después de escritos, «una vez hallado don Quijote». La lectura es dificultosa (ninguno está entero, no se pueden sacar a la luz), pero uno solo basta para producir la risa. Con variaciones, estas notas se repiten en la historia de la enunciación del Quijote y en la enunciación misma. Dos manuscritos se leen en la obra: en el capítulo 9 y en el 52, y en los dos casos se requiere un esfuerzo en la tarea hermenéu­tica. En el capítulo 9, el manuscrito debe traducirse: en el 52, la dificultad no está en el pasaje de un código a otro, ni en el autor, como aparentemente sucede en los poemas de don Quijote, sino más primariamente en la materia misma (letras carcomidas, descifradas por conjeturas). Los poemas de don Quijote asocian la escritura y lectura al punto de infle­xión entre la ida y la vuelta; la lectura de los manuscritos marcan final y recomienzo: en el capítulo 9, el recomienzo se actualiza; en el 52, la actualización está puesta en el final. Más allá del texto, en el futuro será posible la lectura del manuscrito. En esta indetermina­ción de circunstancias termina el libro comenzado en el prólogo escrito casi «a la vista» del lector, en donde los ámbitos cerrados, prisión y bufete, remiten sin embargo a la escri­tura en la materia natural de otro prisionero, don Quijote. En torno a don Quijote y al Quijote la risa dialoga misteriosamente con el modelo sublime. Pero en la escritura incluida, el Curioso impertinente, se representa la única lectura solitaria, la de la carta en que Camila pide auxilio a Anselmo. La lectura convierte a la carta en un texto estricta­mente trágico. Sin embargo, como sabemos, el Curioso, es leído en voz alta.

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la luz «en esperanza de la tercera salida». Pero por fin accederemos al «autor»: la cita del otro autor, Ariosto, nos anuncia otro autor (¿un cantor?): «Forsi altro cantera con miglior plectro».

Para salir de odiosas imprecisiones, declararemos llanamente las ecuaciones alegóricas. En la primera salida ocurre la caída del hombre (la autocreación del héroe); en el séptimo capítulo, con la mediación carnal de Sancho, comienza la Redención. Esta se opera, sin embargo, recién en el capítulo 25, capítulo crístico que articula muerte con resurrección. Desde allí se produce el regreso a la casa del Padre. Es el tiempo del Espíritu Santo, en que el héroe se abre como criatura a sus dones y gracias. No es casual que en el camino de vuelta estén colocados los tres episodios (Curioso, Cautivo, y amores de doña Clara y don Luis) que «iluminan» al lector sobre la historia de salvación que el libro narra.

Si la estructura — casi — simétrica 2 4 de los episodios intercala­dos parece obedecer al equilibrio en la concepción de un Dios Trinita­rio, y su diálogo con los hombres, la linealidad de la historia del héroe — construida a base de motivos que se amplifican y varían, reforzada por marcos de comienzo y cierre de distinto espesor, cortada en «par­tes» en su primera mitad y no en la segunda, que sin embargo, repite un único motivo, la aldea, como principio y fin del trayecto —, trata de reproducir, creemos, la idea de la creación y su escatología desde la perspectiva del hombre. Más que un espécimen extraordinario, el final del Quijote de 1605 parece querer mostrar la historia de la comu­nidad de los hombres, tal como se piensa en los Novísimos. Como en el episodio de doña Clara y de don Luis, el final esperanzado, no devela, sin embargo, el misterio de su magnitud ni de sus circunstan­cias.

Por fin, para quien aburrido de teologías, quiera regresar al firme campo de la historia, diremos algunas pocas cosas: la escisión entre naturaleza y cultura, el descubrimiento del sujeto, el saber experimen­tal, los males de la lectura solitaria y los de la lectura literal 2 5, son cosas de la modernidad. La alegoría, el saber de las semejanzas, el arti-

2 Para le estructura de los episodios intercalados, ver, de Raymond Immerwahr, «Structural symmetry in the episodic narrative of don Quijote», Comparative Literature, 10, 1958, 121-135; o la síntesis que ofrece Edward Riley, en su Introducción al 'Quijote', Barcelona, Crítica, 1990. Cesáreo Bandera, {op. cit., «La novela El curioso impertinente»), Vila (Informe 1993), entre otros, muestran las historias de Sierra Morena como anteceden­tes del Curioso. La historia de la Princesa Micomicona, que dramatiza la construcción de la ficción en la combinación de hombres que «inventan» y mujer «artí f ice», es la que efecti­vamente produce la vuelta del héroe. Ella recuerda a ambos, Curioso y Cautivo. A los lados, las pastorales reflejan al Quijote en cuanto «poética». (Hemos dejado de lado los discursos porque hacen más a la estructura de los episodios que a los hechos de don Quijote. Ver Immerwahr).

2 5 Otra vez Resina, op. cit. y «La ficción a juicio» en Lectura y ficción en el Siglo de Oro: Las razones de la picaresca, Barcelona, Crítica, 1992, de B.W. Ife.

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ficio corno prolongación de la naturaleza, la sintonia del hombre con un cosmos armònico, pertenecen a la sabiduría tradicional. La idea de la creación por un Dios Trinitario, la escatologia, la idea de la dignidad del hombre, son, específicamente, doctrina cristiana.

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