las ultimas banderas angel maria e lera

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La primera novela que trató en Españala Guerra desde el punto de vistarepublicano fue obra de Ángel María deLera (Baides, 1912-Madrid, 1984), queya había escrito Los clarines del miedo(1958).

Las últimas banderas (1967), PremioPlaneta de ese año, la protagoniza elcapitán republicano Federico Olivares,que abandona la lucha ante la derrota.Sufre a sus propios partidarios y rechazala posibilidad de huir. Lejos de sufamilia, su amante, Matilde, le proponesalvarse con los nacionales. Olivaresprefiere ingresar en prisión.

Ángel María de Lera

Las últimasbanderas

ePUB v1.0Sergio2R23.01.13

Título original: El título del libroÁngel María de Lera, 1967.Diseño/retoque portada: Sergio2R

Editor original: Sergio2R (v1.0)ePub base v2.1

En recuerdo de mi madre y detodas las

madres españolas que lloraron laguerra civil.

Veréis llanuras bélicas y páramosde asceta —no fue por estos campos elbíblico jardín—: son tierras para eláguila, un trozo de planeta por dondecruza errante la sombra de Caín.

Antonio Machado

I

Al pasarse los dedos por la revueltacabellera, sonó un lejano cañonazo yFederico sorprendió en el espejo cómose movían sus labios al decir:

—Ya están zumbando ésos comotodas las tardes —añadiendo después deuna mirada a su reloj de pulsera—:Claro, es su hora.

Había abierto el grifo del aguamientras tanto y comenzó sus ablucionesentre resoplidos.

—No te entretengas mucho —dijoentonces una voz de mujer en la

habitación inmediata—. Se me estáhaciendo tarde.

Siguió un breve silencio y, mientrasse secaba con la áspera toalla, Federicovolvió a hablar:

—No te apures. Te llevaré en elfolitre.

—¡Ni hablar! Prefiero el «metro».—No me digas… ¿Por qué,

Matilde?—Pues porque te estarán esperando

abajo tus compañeros y no me hacegracia verme entre tantos hombres.

—¿Es que se han metido alguna vezcontigo? —volvió a preguntar Federicocon el peine en alto, mirándose sus

propios ojos en el espejo.—No, claro que no.—Pues entonces…—Que no me gusta ir en pandilla,

vaya.—Está bien, mujer. Como tú quieras.Volvieron a resonar los cristales con

las explosiones, y Federico exclamó:—Parece que están hoy más furiosos

que nunca.Y abandonó el cuarto de baño

encogiéndose de hombros ymurmurando:

—No sé cuándo se van a enterar deque así no conseguirán nunca nada. Esode bombardear la Gran Vía a la salida

de los cines…Matilde, que se deslizaba de la

cama, le interrumpió:—Es la guerra, hombre.—Ya. Ésa es la manera de

justificarlo todo, ¿no?Los pies desnudos de Matilde

buscaban a tientas los viejos zapatossobre la alfombrilla.

—Haber pensado eso antes de liarosla manta a la cabeza.

—¿Quiénes, nosotros?Matilde se echaba sobre los

hombros el raído abrigo de paño colormarrón.

—Vosotros y ellos.

Federico la vio correr después,escalofriada, hacia el cuarto de baño. Lesonrió al pasar junto a él y el hombreadvirtió, una vez más, la graciosaimperfección de aquellos dos dientessuperiores, un poco separados, y lafuerza expresiva de sus oscuros ojos.

Lentamente, empezó a vestirse lospantalones de jamón. Sus altas botasmilitares aguardaban, tiesas, junto a unabutaca, donde fue a sentarse después detirarse de la entrepierna hacia arriba.Entonces se oyeron los resoplidos y losgrititos entrecortados de Matilde bajo elchorro de agua fría de la ducha, que nocesaron hasta que él terminó de calzarse.

La noche se asomaba por el balcónde la gran alcoba, que daba a una calleestrecha. Sus cristales, opacos por lasuciedad y los papeles engomados quelos cuadriculaban y que pendían yacomo pingajos, habían ennegrecidocompletamente. No resplandecía más luzque la de la lamparita de noche,demasiado débil ya contra las sombrasque brotaban de los rincones, y Federicoantes de encender la lámpara central,cerró las contraventanas y corrió losajados cortinajes cuyas argollasoxidadas chirriaron sobre la barra delatón. Desde donde estaba recorrió todocon la vista: el armario de luna

entreabierto, el tocador, las dosbutaquitas, las mesitas de noche y, porúltimo, el gran lecho de metal blanco,sobre el que se veían algunas prendas deMatilde.

Sonó, vibrante, el timbre delteléfono y Federico se dirigiólentamente hacia la mesita de nochedonde descansaba, y descolgó elauricular. Escuchó unos segundos yluego replicó:

—Bien. Ahora bajo. Es cosa de diezminutos —e iba a colgar, pero se detuvopara preguntar—: Pero ¿estáis todos?¿Que no ha llegado todavía Casanova?Pues como se ande con bobadas va a

tener que volver a pie al frente.Después de dejar el teléfono fue

hasta la puerta del cuarto de baño y dioen ella con los nudillos.

—Date prisa, Matilde, que ya meestá esperando el folitre.

—En seguida salgo —y tiritaba aldecirlo—. Pero no entres.

Federico sonrió levemente, peroapenas duró en sus labios el brillo de lasonrisa. Al mirar de nuevo en derredor,su rostro, atezado por la intemperie, seensombreció. Habían cesado losdisparos de cañón y, asimismo, losruidos en el cuarto de baño. Un silenciotriste, sórdido y friolento parecía

bostezar en la habitación. Muebles yenseres denotaban descuido y vejez.Durante tres años, nada se habíarenovado, ni repuesto, ni arreglado allí.¿Quiénes habrían pasado por allí entantas noches de angustia y de zozobra?

Federico tomó del armario laguerrera de pequeñas solapas. Despuésde abrochársela, sacóse el abiertocuello de la camisa militar y se ciñó elcorreaje, del que pendía la funda con suStar 7,65. Por último, cogió el capote yla gorra de plato, que dejó sobre lacama. Aún se volvió a mirar en elespejo para echar una última mirada a suatuendo mientras se lustraba con la

bocamanga el «huevo frito», la insigniaque indicaba su adscripción a losservicios de Estado Mayor. Sus tresbarras doradas de capitán bajo laestrella roja de cinco puntas, tenían yadeslucido, y hasta deshilachado, el hilode oro.

—¡A tus órdenes, mi capitán!Federico se volvió. Ante él estaba

Matilde, sonriente, oliendo toda ella ajabón de tropa. Era muy delgada, perocon todos los perfiles de mujer bienmarcados. Se había pintado un poco loslabios, lo que hacía resaltar más aún lapalidez del semblante y el sombríoresplandor de sus ojos. Quiso abrazarla,

pero ella se le escurrió de entre losbrazos, diciendo:

—Espera a que termine de vestirme.Estoy lo que se dice heladita.

—Con estas duchas de agua fría quete pegas, no me extraña que tengas frío,ni que cualquier día agarres unapulmonía —dijo él, muy serio.

—¡Y qué se le va a hacer, hijo! Nova una a dejar de asearse porque ya nosepamos ni cómo es el agua caliente —yMatilde introducía ya la cabeza por eltubo del vestido.

—Tienes razón, pero…—No te preocupes, hombre. Esto ya

no puede durar mucho. Federico no

replicó y ella, mostrando la cara por elescote del vestido, preguntó:

—¿No te parece? La guerra estádando las boqueadas. Es lo que dicetodo el mundo, hasta los másresponsables.

—¿Sí? Me gustaría saber quiénesson esos tipos —masculló él.

—Mandamases. Yo no oigo otracosa desde que el Gobierno se marchó aFrancia.

—Mandamases… —y Federico sevolvió de espaldas para recoger elcapote y la gorra. Matilde, que seguía dereojo todos sus movimientos, insistió:

—¿Y qué piensas tú? Pero él le

preguntó:—¿Has terminado ya?—No. Estoy esperando que me

contestes.Federico se volvió y ambos se

miraron fijamente. Luego, él se acercó aella, dejando antes otra vez sobre lacama el capote y la gorra, y le puso lasmanos sobre los hombros.

—No quiero ni pensarlo, ¿sabes? —murmuró:

—Está bien, pero eso no resuelvenada, Federico.

—¿Y qué tengo yo que resolver?Los ojos del capitán parecían

traspasarla, como si tratasen de ver algo

más allá de ella y de las paredes de lahabitación, y Matilde apartó sus ojos delos de él y comenzó a alisarse lasarrugas del vestido.

—Es algo en lo que no quiero pensartodavía, ¿entiendes? —dijo él,añadiendo—: No me gusta la guerra.Nunca me ha gustado, pero he tenido quehacerla, que es lo más triste, y ahora…

Matilde buscó sus ojos.—Te duele, ¿verdad? —le

interrumpió.—¿Que si me duele? No lo sabes tú

muy bien. Entonces, ella dijodulcemente:

—Lo que yo quiero es que me des tu

palabra de que no vas a hacer unatontería —y se abrazó a él.

—No tengas miedo. Todavía no seha perdido la guerra y…

—¿Y si estuviera ya perdida,Federico? —insistió Matilde—. Tú eresdemasiado inteligente para creer que lasituación puede cambiar de la noche a lamañana por una especie de milagro.Además, tú no crees en milagros, ¿no esasí?

Federico sonrió y le acarició loshúmedos cabellos.

—Sin embargo, Matilde, hubo unavez un milagro en el que no tuve másremedio que creer. Un milagro del

pueblo. Nunca se me olvidarán aquellosdías de noviembre.

Matilde movió lentamente la cabeza.—No, Federico, no. Tú sabes muy

bien que esas cosas no pueden repetirse,porque son milagros, por eso mismo.

—¡Quién sabe! Y, bueno, ¿quéentiendes tú por hacer una tontería?

—Hacerte matar a última hora —ylos ojos de Matilde se oscurecieron aúnmás—. Aunque no sea por mí, por tumadre y por tu hermana, ¡por ti mismo!Tú vales más que todas las guerras delmundo.

Federico la estrechó fuertemente.Ella todavía temblaba, de frío y de

congoja, y él la retuvo apretada hastaque sintió que se calmaba un poco.Entonces dijo:

—No he pensado nunca en eso, deverdad. Somos muchos todavía paradejarnos coger como conejos. En el peorde los casos, siempre quedará, piensoyo, un boquete por donde escapar.

—Pero tú no has hecho nada malopara tener que huir…

—¿Te parece poco estar tres añospegando tiros contra ellos?

—Bueno, eso no importa. Lo que yoquiero decir es que tú no te has metidocon nadie.

Federico le pasó las yemas de sus

pulgares por los párpados y le secó lasdos lágrimas que asomaban por ellos.

—Mira, aún no se ha dicho la últimapalabra. Queda tiempo. Hay mucho quehablar todavía, ¿comprendes? ¡Ojalápudiéramos estar juntos todo ese tiempo!Pero ahora tengo que marcharme. Y esoes lo malo, por lo menos para mí.

Se separó de ella y volvió a recogersu capote, que Matilde le ayudó aponerse. Después se colocó la gorra, unpoco ladeada y caída sobre la cejaizquierda.

—¿Cuándo volverás? —preguntóella.

—Tal como están las cosas ahora,

cualquiera sabe. De todas maneras, loantes que pueda.

—Bien —y Matilde trató de sonreír.Se miraban a los ojos, sin poder

desprenderse de ese último contacto dela mirada y sin querer dejarse arrastrarpor sus sentimientos.

—Volveré, no lo dudes —dijo él,sonriendo también forzadamente, conmucha más tristeza que alegría.

Entonces ella se volvió bruscamentede espaldas a él.

—Sal de prisa. No quiero vertemarchar.

Él dudó un instante.—No te he preguntado todavía cómo

está tu chico.—Bien. Por suerte para él, no se

entera de nada —contestó Matilde sinvolverse.

Sonó la puerta y luego se oyeron lasfuertes pisadas de Federico perdersepor el largo corredor del hotel. Matildeaguardó en la misma postura hasta quevolvió a posarse el silencio. Entonces sedejó caer llorando ahogadamente sobrela gran cama revuelta.

El teniente Trujillo inició un levesaludo con la mano al ver avanzar haciaél a Federico por el oscuro vestíbulo.

—¡Hola! —exclamó Federico—.

¿Estamos todos?—No. Faltan Cubas y Casanova.—¿También Cubas? ¡Vaya, hombre!

—Miró la hora en su reloj y, como sipensara en voz alta, añadió—: Noestaría mal pasarse por la calle deFortuny a ver qué noticias hay…

Bien —y se dirigió ya claramente aTrujillo—, quédate tú aquí hasta que yovuelva, dentro de una hora o cosa así, arecogeros a todos. El que entonces no seencuentre aquí va a tener que volver alfrente por sus propios medios. ¿Oprefieres acompañarme?

—No, no, me quedo.—¿Y la parienta?

—Como siempre. Bueno, tengo quecontarte lo que me pasó ayer en unpuesto de mando cerca de El Escorial…—Bajó la voz y prosiguió—: Estuve apunto de armarla… Pero ya te lo contarécuando estemos más a gusto, a ver qué teparece. A mí es que cada día me da másasco la retaguardia —y, guiñando unojo, por último, le preguntó—: ¿Qué,tienes algo de tabaco?

Federico hizo un gesto decontrariedad.

—¿Ya te has fumado la ración?—Pero, Federico, ¿qué es un

paquete de «Negrines» para diez días?Tras un gesto de resignación,

Federico se hurgó en uno de losbolsillos superiores de la guerrera, dedonde extrajo fundas retorcidas decigarrillos con algo de tabaco en elfondo, que Trujillo se apresuró a coger ya desliar sobre la palma de la mano.

—Tendrás que conformarte con esosculines, Trujillo.

—Vale. Nada más verlos se me haempezado a llenar la boca de agua,hombre.

—Está bien, compañero, pero ¿quéhabéis hecho con todo el tabaco que lesacasteis no hace muchos días a losfachas a cambio de papel de fumar y decamisetas?

—Hombre, es el que tenía guardadopara traérselo a la parienta. Mi chiconecesita leche condensada y sólo sepuede conseguir a cambio de tabaco,como tú sabes.

—Ya.Y, después de darle una amistosa

palmada en el hombro, Federico salió ala calle. Junto a la puerta del hotel leaguardaba el Ford 17, pintado abrochazos verdes y marrones. Lefaltaban dos portezuelas, tenía rotostodos los vidrios, excepto el parabrisas,y llevaba las cubiertas remendadas controzos de otras, cosidos con alambre.

Al ver al capitán, el conductor puso

en marcha el motor —después de dos otres golpes fallidos de la manivela—,que carraspeó ásperamente e hizoalgunas falsas explosiones antes de darel tono normal de funcionamiento.

—Vamos a la calle de Fortuny,Tomás —dijo Federico, sentándosejunto al conductor. El coche avanzóbamboleándose. Las sombras seencajonaban en aquella estrecha calle;pero, al salir a la carrera de Sanjerónimo la noche era menos densa porlas espolvoreadas claridades que caíande las alturas. Circulaba muy pocagente, grupos de militares más que nada,pegada a las fachadas de las casas. En

algunas esquinas brillaban débilmentealgunas lámparas pintarrajeadas de azulo rojo.

El coche, sin luz en los rotos faros,comenzó a correr cuesta abajo.

—Afloja, Tomás, que nos vamos aromper la crisma o nos vamos a llevar aalguien por delante —dijo Federico alconductor.

Tomás, que llevaba la cabeza porfuera para ver mejor, contestó:

—Lo mejor es dejarlo a su aire. Losfrenos no funcionan, pero le he metido laprimera.

Pasaron dando tumbos por delantedel Palace Hotel, convertido en hospital

de sangre, a cuya puerta se congregabanalgunos hombres y ambulancias deservicio. Todo apagado por fuera,dejaba entrever, sin embargo, unamacilenta iluminación al fondo de sugran vestíbulo.

La plaza de Neptuno estaba aoscuras y desierta. Por la de Cibelescruzaban algunos tranvías chirriantes, yentraban y salían coches del Ministeriode la Guerra, con prisas y apagados losfaros. La diosa y su carro yacían ocultostras su coraza de ladrillos y cementocontra los bombardeos. Muchas de lasventanas del Palacio de Comunicacionesestaban cegadas por sacos terreros y

sólo algunas de la planta baja dejabanescapar un débil fulgor. El entronque dela Gran Vía y la calle de Alcalásemejaba una rambla donde confluyesendos secas torrenteras. En balcones,puertas y ventanas se coagulaba lanegrura.

Pese a la rapidez de la marcha,Federico creyó advertir un silencioso yextraño movimiento de parejas armadasen torno a los grandes edificios oficialesy en las desembocaduras de las avenidasque allí se cruzaban. Tanto en laescalinata del Palacio deComunicaciones como en losalrededores del Banco de España se

dejaban ver numerosos retenes de tropa.Y, nada más llegar a la plaza de Colón,se tropezaron con camiones cargados desoldados. Los vehículos marchaban sinluces y los hombres iban en silencio.Los últimos de cada camión llevaban laspiernas colgando y, sobre ellas, el fusil.

—Me parece que esta noche va ahaber tomate —murmuró Federico,arrebujándose más en el capote—. Tencuidado no nos aplaste alguno, Tomás.

El conductor guardó silencio, todoojos y atención a los peligros de lacarrera a oscuras. Corría un viento fríoque hacía lagrimear sus ojos.

Más soldados silenciosos, y como

cansados, en las esquinas, y sombrasmovedizas de mal augurio por entre losárboles del paseo.

—Será que el enemigo preparaalgún golpe gordo —dijo Tomásdespués de rematar el giro a la izquierday embocar una calle ascendente.

—Sí, pero…Federico, sumido en sus

cavilaciones, hizo una ligera pausa paracontinuar después:

—Como no sea que se tema unataque en combinación con los dedentro… Tenemos ahora muchosenemigos en casa.

—Que si tenemos… Cada día más.

Como que en cuanto nos descuidemos unpoco, nos comen. Si dependiera de mí…

—¿Qué harías?—¿Que qué haría? Pues llevarme a

fortificar a todos estos tipos que andanpor la retaguardia. ¡La madre que losparió! Y de pronto gritó:

—¡Dios!Era un bulto humano, que saliendo

inopinadamente de entre las sombras, sehabía echado casi encima del coche.Tuvo que hacer Tomás un rápido zigzagpara no aplastarlo.

—¡Para! —ordenó Federico,saltando al suelo con la pistolaempuñada.

Al oír su enérgica voz, el hombreque había surgido así de la oscuridad, sequedó quieto, esperando. El coche no sehabía detenido aún.

—¿Qué querías hacer? —preguntóFederico, apuntando al desconocido amenos de medio metro de distancia.

—Nada. Es que venía corriendo y novi el coche.

—Conque corriendo, ¿eh? ¿Quiéneres?

El desconocido dio un nombre entredientes. Iba vestido con mono y zamarra,y se veía que era un muchacho de menosde veinte años, muy delgado. En mediode la oscuridad era difícil distinguir si

sus ojos denotaban miedo u odio.—¡A ver la documentación! —

insistió Federico—. Y no me hagasningún extraño, porque te frío.

El otro se desabrochó la zamarra yde un bolsillo superior del mono extrajoun papel, diciendo:

—Es el certificado del CRIM.Pertenezco a servicios auxiliares y estoydestinado allí.

—No te digo… Conque de serviciosauxiliares y enchufado en el mismocentro de reclutamiento, ¿eh?

El muchacho no contestó y Federico,después de comprobar a medias lossellos del papel, se lo devolvió.

—¿Y adónde ibas tan corriendo?—A mi casa. Vivo en la calle de

Serrano.—¿Y desde Pacífico te diriges a

Serrano por aquí?—Es que he ido a llevarle antes

medio chusco de mi ración a un tío míoque vive aquí —contestó, ya con vozmás tranquila, e indicó el edificio quetenía a la espalda.

Federico le palpó por encima y leregistró los bolsillos, sin resultado. Apesar de ello, no se daba por satisfecho.Por el fruncimiento de sus cejas seadvertía que luchaba con una dudapertinaz.

—A mí no me la das —le dijo al fin—. Tú eres de la quinta columna.

—Le juro que no, mi capitán. Siquiere…

—Y ese tío de quien hablas, no sé siserá tu tío de verdad, pero de lo que síestoy seguro es de que es también unemboscado.

—Si quiere, podemos ir al CRIMpara comprobar lo que le he dicho.

—¡Menuda madriguera de fachas esel CRIM! Si vamos, el que se queda allísoy yo.

Tomás, entre tanto, había logradoparar el coche, y apareció junto aFederico amartillando un Astra del 9

largo.—¿Nos lo llevamos al comité a ver

qué dice allí? —preguntó a Federico.El detenido miraba ahora

ansiosamente el rostro en sombras delcapitán, en espera de su decisión.Permanecía con los brazos caídos,rígido. Federico, tras una últimavacilación, habló de nuevo:

—No, Tomás. Nuestra misión acabaaquí —y, dirigiéndose a su prisionero,añadió—: Anda, vete.

El muchacho, sin embargo, continuóinmóvil, mirando fijamente al arma queseguía apuntándole al pecho. EntoncesFederico la enfundó y obligó a hacer lo

mismo a Tomás con una seña. Elmuchacho, andando lentamente primeroy con ágil paso después, desaparecióinmediatamente entre las sombras.Cuando se quedaron solos, Federicopuso una mano sobre el hombro deTomás para hacerle volver hacia elcoche, pero apenas habían dado unospasos cuando sonó un tiro de pistola yoyeron crujir el aire por encima de suscabezas. Se echaron al sueloinstintivamente y empuñaron de nuevolas armas. Siguieron dos disparos máspor otros sitios muy cercanos sin quepudieran descubrir los fogonazos.Luego, se hizo otra vez el silencio.

—Ésos esperan a que noslevantemos para fusilarnos —murmuróTomás en voz baja—. ¿Tú crees quehaya sido el chaval?

—¡Yo qué sé! Todo es posible estanoche, que me está recordando aaquéllas de noviembre, sólo queahora… —y, después de una pausa,añadió—: Pero tenemos que salir deaquí como sea. Vamos.

Tras una rápida y breve carrerillaganaron el coche, que los acogió con elrun-run amistoso del motor.

—Menos mal que no se ha parado—murmuró Tomás.

—Sí, pero no te entretengas.

¡Rápido! Mas ya no sonó ningún otrodisparo.

Federico atravesó las negruras delportal, seguido de Tomás, y empujó lapuerta. Pero estaba cerrada por dentro ytuvo que llamar. Y antes de abrirpreguntaron:

—¿Quién va?Federico Olivares. Abre.—¡Ah, sí! —dijo la voz de dentro y

apareció una franja de luz—. Pasa,hombre.

Al hombre que abrió la puerta lefaltaba el brazo derecho. Vestía un viejopantalón militar y un grueso jerseycruzado por un correaje del que pendía

una pistola.—¡Hola, Madriles! —saludó

Federico, y añadió, zumbón—: ¿Es quetenéis miedo de que os atraquen?

—¡Pa chasco, hombre! Es que sebarrunta follón y por si las moscas…

Otro hombre venía hacia ellos, alto,delgado, enfundado en un largo abrigooscuro. Saludó con énfasis:

—¡Salud! —y añadió, dirigiéndose aMadriles—: Si pregunta por mí elcompañero Molina, dile que no hepodido esperar más.

Levantó el puño y desapareció en elportal. Madriles cerró la puerta concerrojo y dijo a Federico:

—El comité está reunido. ¿Vas aesperar?

—No. Voy a entrar.—Es que me han dicho…—Conmigo no va nada de lo que te

hayan dicho, ya lo sabes —leinterrumpió Federico y siguió diciendo—: Pero ¿quién es ese fulano que acabade salir?

Madriles hizo un gesto despectivocon los labios.

—Creo que es el secretario delcomité de las Ventas.

—¿El secretario del comité de lasVentas? —repitió con sorna Federico—.Pues resulta que cada vez que vengo del

frente me encuentro con tiposdesconocidos que son secretarios y todoeso.

—Lo que yo te decía antes —tercióTomás.

—De los viejos van quedando yamuy pocos, compañero —se lamentóMadriles—. Y los que quedan nopueden con todo. Por eso está llegandoel relevo antes de tiempo. ¿Te hasenterado de lo del pobre Pilares? Estuvoconmigo en el cuartel de la Montaña yen Villamantilla, donde a mí me arrancóel brazo la cadena de un tanque, y a él lehirieron en una pierna. Pues hace menosde un mes que un obús le voló la cabeza

en la Gran Vía.—Dejemos ese capítulo ahora —

dijo Federico haciendo una mueca dedisgusto. Luego, quitándose el capote ytirándolo sobre un diván, prosiguió—:Voy a ver qué noticias me dan ésos.

—Yo te espero aquí. Si tuvieras unpitillo… —y Tomás sonrió tímidamente.

El capitán sacó otras cuantas fundasde cigarrillos y se las dio, diciendo:

—Para los dos. No hay más.A lo largo del pasillo fue

asomándose a las diversas oficinas,sobre cuyas puertas vidrieras se leía:«Organización», «Propaganda»,«Frentes», etc., para saludar a las

mecanógrafas.—¡Hola, Marina! ¿Qué tal, Visi?

¿Qué haces que estás tan gorda,Milagros?

Una escribía a máquina, pero lasmas leían o charlaban entre sí. O habíaterminado la jornada, o el trabajo no eramucho, o preferían comentar los últimosrumores sobre la guerra. En cualquiercaso, la impresión que daban aquellasoficinas era deprimente. Las respuestaslas oía sonar a su espalda:

—¡Hola, pinta!—¿Otra vez aquí? ¿Cuándo haces tú

la guerra?Milagros contestó:

—Algo hay que hacer para cubrirbajas, ¿no?

Por fin llamó a la puerta de«Secretaría general». Se oían vocesapasionadas dentro. Una de ellas seimpuso a las demás preguntando:

—¿Quién es?Pero ya Federico había penetrado en

la estancia.—¡Salud, compañeretes! —saludó,

sonriente, con familiaridad.Media docena de hombres vestidos

de paisanos, o con predominio deprendas de ese tipo, se hallabansentados a una larga mesa, presididospor uno de ellos, pequeño, de unos

cincuenta años, con unos ojos redondos,muy inteligentes, que le sonrió.

—Anda, siéntate. Llegas en unmomento crítico.

—Pero no podré estar mucho tiempocon vosotros —accedió Federicodespués de tomar asiento—. Ya teníaque estar camino del frente.

—¿Que te vuelves al frente? —y elpequeño presidente paseó su mirada porlos rostros de los demás miembros delcomité, simulando un gesto de sorpresa—. Este hombre está loco.

—¿Que estoy loco? Vine a Madridayer mañana con cuarenta y ocho horasde permiso nada más, así que ya ves. Lo

que ocurre es que no quería irme sindarme una vuelta por aquí y ver si, depaso, cogía alguna noticia.

Los miembros del comité sonrierony Molina, el pequeño presidente, dijo:

—Pues ya no es necesario quevuelvas al frente. Tú te quedas enMadrid.

—El que está loco eres tú, Molina—y Federico dio un salto sobre la silla—. ¿Es que se ha acabado la guerra?

—Eso tú lo sabrás, hombre —replicó Molina—. ¿Cómo anda aquello?

Pero Federico, antes de contestar, sequedó mirando a uno de los asistentes.

—Vamos, concejal —le dijo—, ¿es

que estamos en un polvorín? ¿Das uncigarro antes, o qué?

Ángel, concejal del ayuntamiento deMadrid y empleado de la Tabacalera,sonrió maliciosamente.

—Ya sabes que yo no fumo —contestó.

—Mejor. Así lo guardas todo paralos amigos. Anda, hombre, no te hagasde rogar.

—Tiene razón. Llevamos aquí másde dos horas discutiendo y todavía no lohemos probado —dijo Molina en apoyode la petición de Federico.

Los demás se dirigieron también porseñas a Ángel y algunos se frotaban las

manos. Ángel, muy lentamente y sindejar de sonreír, se metió la mano en unbolsillo, hizo un gesto de sorpresa, pasóa hurgarse otro bolsillo, gozando con laexpectación general y, al fin, puso sobrela mesa una petaca repleta de tabaco.

—Si la traía para vosotros, perocomo no sabéis administraros…

—Venga, venga y déjate desermones —urgió Molina—. Éste hayque echarlo gordo.

Pasó la petaca de mano en mano ysiguió un largo silencio mientras liabanlos cigarrillos. Al cabo, todos, exceptoÁngel, que los contemplaba moviendo lacabeza, echaban humo por boca y

narices, con una expresión pueril defelicidad.

—Ahora ya puedes informar,Federico —dijo al fin Molina, soplandoun chorro de humo hacia las alturas.

—Hombre… —y Federico moviópensativamente la cabeza—. Correnmuchos rumores en el frente. Lo únicocierto es lo de las listas de los máscomprometidos para darles pasaporte.

Muchos ya los tenemos. Se hacomentado la noticia de que estaban enMadrid Líster, Modesto y Tagüeña parahacerse cargo del ejército del Centro ytambién que había vuelto Negrín contodo el Gobierno para continuar la lucha

con más energía. Se habla de queCasado no está de acuerdo con Negrín…Qué sé yo. Pero la verdad es quecontinuamos de la misma manera: lossoldados con los pies liados en trapos,sin víveres ni municiones… La cosa estámuy mal, porque no se puede hacer enserio la guerra cuando hay que dar unparte diario para justificar los disparosque se hacen y las bombas de mano quese tiran… —Se encogió de hombros yañadió—: Hasta el más lerdocomprende que esto no puede continuarasí, pero como llevamos diciendo lomismo desde el corte de la carretera deBarcelona, parece como si ya no tuviera

importancia. Ésta es la moral del frente.Pero a pesar de todo, hay mucha genteque piensa en los ascensos, en lostraslados y en los permisos, sobre todolos mandos. Resulta que nuestrosmilitares se han profesionalizado, vaya.

Siguió una pausa. Federico mirabalos rostros de sus amigos, pero todosguardaron silencio hasta que Molinatomó la palabra:

—Bien. Pues has de saber que tantoModesto, Líster y Tagüeña, comoNegrín y Álvarez del Vaya, se hanmarchado de Madrid, rumbo a no sédónde, creo que a un lugar entreValencia y Alicante. Negrín quería

convencernos de que no ha pasado nadaextraordinario, que la dimisión deAzaña no tiene importancia porqueMartínez Barrio está dispuesto a recogersu herencia y venirse a España. En fin,que todo sigue, más o menos, como haceun año.

—Pero se apoyaría en algo —insinuó Federico.

—Sí, claro, en la hipótesis de que laguerra mundial es inminente. Por eso esnecesario resistir hasta ese momento,porque entonces la guerra en laPenínsula tomaría otro rumbo muydiferente.

—Bueno, en cierto modo…

Pero Federico vio que todos hacíangestos denegatorios con la cabeza y secontuvo.

—De ningún modo —afirmórotundamente Molina, quien, a la vezque hablaba, apuntaba a su interlocutorcon el índice de su mano derecha—. Loocurrido en Checoslovaquia, país muchomás ligado a Francia y a Inglaterra quenosotros, nos ha demostrado que laspotencias democráticas están dispuestasa abandonarlo todo y a no alzar siquieraun dedo contra Hitler mientras éste nolas ataque en su propio territorio. Porahí, pues, no hay nada que esperar.Nosotros no podemos jugar esa carta.

Por consiguiente, es preciso quehagamos algo por nuestra cuenta parasalir cuanto antes del atolladero en queestamos metidos. ¿Conforme?

Federico, cogido de sorpresa, hizoun gesto ambiguo. Paco Ramírez, quehabía formado parte de la célebre juntade Defensa de Madrid en los díasdramáticos de noviembre del treinta yseis, le preguntó:

—¿Qué se te ocurre a ti?Federico se encogió de hombros y

arrugó los labios.—No sé exactamente qué. Desde

luego, tirar las armas, no. Eso, nunca.—¿Y quién habla de tirar las armas?

—preguntó Molina.—Cuando lo de noviembre —

intervino de nuevo Ramírez—, falló,como falla ahora, el elemento oficial.Huyeron, de la noche a la mañana, elGobierno, los Comités Nacionales, losaltos mandos militares, todos losfigurones políticos, y se quedó Madridsolo, sin armas ni municiones. Los quehuían no nos dejaron más que un sobrecerrado con instrucciones secretas deabandono para el general Miaja. Decíanque Madrid era indefendible. Pero elpueblo no quiso enterarse. No se meolvidará nunca aquella primera reuniónque tuvimos los de la junta con el

general…Los demás empezaron a mostrarse

impacientes. Molina movía la cabeza ymiraba al techo ostensiblemente. PeroRamírez no renunciaba fácilmentecuando salía o sacaba a colación la granaventura de su vida. Con su larga nariz,su boca en punta y sus hundidos ojuelos,su perfil tenía un aire vulpino. Presumíade agudo, de poseer una poderosamáquina de ideas en la cabeza. Pasó poralto, desdeñosamente, la actituddespectiva de sus compañeros ycontinuó hablando:

—Yo creo que habría que volver ahacer lo mismo que entonces.

—¿Qué? —le interrumpió secamenteMolina.

—Explicar al pueblo lo que pasa,ponerlo en pie, crear un clima deheroísmo colectivo. Así atraeríamossobre nosotros la atención de losGobiernos extranjeros y de la opiniónmundial. Una actitud decidida puedehacer dudar y contenerse hasta al propioenemigo.

—¡Bah, bah, bah! Se te olvida algofundamental —le interrumpió de nuevoMolina—. Y es que la situación actualno tiene nada que ver con aquélla. Ennoviembre del treinta y seis sóloteníamos cuatro meses de guerra a la

espalda y estaban intactas nuestrasreservas morales y materiales. Hoy, elpueblo está agotado, hambriento y, hastacierto punto, desilusionado, y despuésde tantos meses de rodar nuestra guerrapor las primeras páginas de losperiódicos, el mundo está ya harto denosotros… —Hizo una pausa y agregó—: Aquello era el principio, Ramírez.

Se le había velado la voz. Losdemás escuchaban suspensos, con picoren los párpados. Se habían consumidolos cigarrillos y en torno a las bombillasse condensaba una turbia atmósfera dehumo.

—Sí —Molina afirmó lentamente

con la cabeza—, aquello era elprincipio. En cambio, ahora estamos alfinal de la carrera, en su último tramo.Ésa es la diferencia que tú no quieresver, Ramírez. Desgraciadamente, ya nonos queda más que salvar lo quepodamos.

—Pero ¿cómo? —preguntóFederico.

Molina se le quedó mirando ensilencio. Los demás callaban también,abrumados por el peso de los recuerdosque acababan de suscitarse y por laincertidumbre de lo que vislumbraban.

—Bueno, claro, tú no sabes nada —dijo Molina.

—¿Nada de qué? —insistióFederico, más y más alarmado.

—Verás, compañero —y Molina,forzando una sonrisa, adelantó el bustosobre la mesa—. Ya sabes que Negrínformuló tres puntos que sirvieran debase para un acuerdo con el enemigo, yque éste se negó en redondo a tratar conél. Bien, entonces es cuando decidióresistir a ultranza. Vino a Madrid, perono se atrevió a plantear crudamente elproblema frente a Casado. Hablóvagamente de resistencia, aludió aciertos triunfos de prestidigitador que seguardaba en la manga, de la coyunturade la guerra mundial… Pero nada en

concreto, y se marchó después de decirque la intendencia le trataba muy mal.Luego, ya en su cuartel general, creo quese llama Yuste, nombró general aModesto y quiso hacer lo mismo conCasado, pero éste no aceptó el ascenso.

—Bien, pero eso…—Espera, hombre. Ésos son los

preliminares de lo que está sucediendoahora.

—¿Ahora?—Ya hace casi una hora que la radio

debía haber comunicado la constituciónde la Junta de Defensa que asumirá lospoderes abandonados por Negrín y suGobierno errante. Pero está visto que

estas cosas se complican siempre en elúltimo momento. De todas maneras nocrean que nos hagan esperar mucho.

—¿La Junta de marras? —yFederico miró a Ramírez.

Éste movió la cabeza negativamentey Molina prosiguió diciendo:

—No. Una nueva, de la queformarán parte, además de Casado,Besteiro, Wenceslao Carrillo y otros.

—¿También los comunistas?—No, hombre. Estarán

representados en la Junta todos menosellos, es decir, socialistas, cenetistas,republicanos…

—¿Y cuentan con Miaja?

—También está comprometido, perono es muy de fiar. Posiblemente le denla presidencia, un cargo honorífico,porque el verdadero presidente seráCasado. Besteiro llevará las relacionescon el extranjero.

—Pero ¿y los comunistas? —yFederico le miraba con aire atónito—.¿Qué creéis que van a hacer?

—Seguramente, oponerse.—Pero eso sería otra guerra entre

nosotros.—Sí.—Pero es espantoso, Molina.

Molina se encogió de hombros.—Claro que es espantoso. Pero, o

seguimos embarcados con ellos hasta elfinal, final que siempre será el mismo,sólo que en peores condiciones, o nosdesprendemos de ellos y recuperamos lainiciativa para evitar…

—¿Qué? ¿Evitar qué? —y la voz deFederico era más bien un grito.

—Pues la matanza final, Federico.La entrada del enemigo a sangre y fuego,una Numancia inútil. Mira —y alzó lamano para recomendarle serenidad—,hay que partir de que hemos perdido laguerra. —Molina se detuvo y susúltimas palabras sonaron como unasentencia que hizo estremecer a losasistentes—. Sí, hemos perdido la

guerra. Duro es confesarlo. Duele. Perola verdad hay que afrontarla con valor.Somos militantes, no gente de aluvión.—Hizo otra pausa para mirar a todos yprosiguió—: Bien. No vamos a discutirahora quién ha tenido la culpa. Es unhecho más fuerte que todos losrazonamientos. Estando así las cosas, delo que se trata es de evitar más muertesinútiles.

—¿Rindiéndonos? Eso sí que no —yFederico dio un puñetazo en la mesa.

Molina, muy dueño de sí, volvió alevantar las manos en señal de calma.

—No es ésa la palabra exacta,compañero. Simplemente, dar por

terminada la partida con la condición deque los perdedores puedan abandonar lamesa y marcharse donde quieran,¿comprendes?

Siguió un silencio oprimente.Federico pidió con un gesto la petaca aÁngel y éste se la entregó sin ningúncomentario. Lió un cigarrillo y la petacavolvió a circular de mano en mano.

Mientras esperaba su turno, dijoRaimundo, el orador del grupo, quehasta ese momento había permanecidocallado:

—No hay otra salida.—No, no la hay —afirmó otro de los

asistentes: Tudela.

—De acuerdo —concedió Lavilla.Por su parte, Ángel se limitó a

mover la cabeza afirmativamente.Era como oír las palabras fatales y

unánimes después de una consulta demédicos.

—Besteiro y Casado —continuódiciendo Molina, antes de llevarse a loslabios el pitillo, todavía sin encender—cuentan con amigos y apoyos enInglaterra y Francia para obtener lasmejores condiciones posibles frente alvencedor. Ya conocéis a Besteiro: es unhombre intachable, moderado y sinninguna responsabilidad durante laguerra. Nadie mejor que él para

intervenir en una paz negociada. Su granmérito consiste en cargar a última horacon este negocio en quiebra. Se necesitamucho valor y mucha honradez, porqueBesteiro sabe muy bien la cruz que leespera.

—Dirán que fue el sepulturero de laRepública —apuntó Raimundo.

—Por supuesto —comentó Ramírez.—Pero alguien tiene que enterrar a

los muertos para que no los devoren lasratas —replicó Ángel, el concejal.

—Nosotros tendremos un enlace conla Junta para estar al tanto de lo quevaya sucediendo —y Molina lanzó alaire una bocanada de humo.

Federico miraba en silencio lasinsignias de su gorra, que tenía delantede sí, sobre la mesa. Dijo:

—Lo que me preocupa ahora es elenfrentamiento con los comunistas. Sonlos amos del sector centro. Pero lo demenos es ya quién se lleve el gato alagua: la Junta o los comunistas. Lolamentable es que tengan que enfrentarsea tiros los que llevan luchando treinta ydos meses, y que lo hagan precisamentedelante del enemigo, para que éste lagoce bien al final. Ya sé que las derrotassuelen acarrear siempre disputas entrelos vencidos, pero… —Había estadohablando sin apartar los ojos de su gorra

militar, cuyas insignias acariciaba conlas yemas de los dedos, pero de prontolevantó la cabeza para preguntar aMolina—: ¿No sería posible convencera los comunistas para que se estuvieranquietos mientras la Junta se juega sucarta? En cualquier caso, ellos podríandecir siempre que no habían tenido arteni parte en las negociaciones…

Molina movió lentamente la cabeza,denegando.

—¡Ca! No se conformarán con serun elemento pasivo en este últimoepisodio de nuestra guerra. Ya losconoces. De sobra saben que no haynada que hacer, pero querrán salvar su

prestigio para el día de mañana. Claroque no muy enérgicamente, porquecorrerían el peligro de dominar lasituación y no les interesa cargar soloscon la responsabilidad del desenlace.Lo malo es que dejarán a la Junta muydebilitada frente a Franco. Todo estáprevisto, pero, aun así, no hay másremedio que intentarlo. ¿Qué ganaríamostodos con que la guerra se prolongase unpar de meses más?

Era dar vueltas en torno a lo mismo,volver al punto de partida paracomenzar de nuevo a trazar otro círculoexactamente igual.

Se encontraban dialécticamente en

un callejón sin salida, precipitadoscontra un muro.

—¿A qué hora se espera lacomunicación por radio de laconstitución de la Junta? —preguntóFederico al cabo de un silencio.

Molino, consultó su reloj e hizo unaspaviento.

—¡Caray! —exclamó—. Sí que seretrasan… —y, tras mirarinterrogativamente a sus compañeros,añadió—: Pero no creo que hayasurgido ningún contratiempo serio,porque ya lo sabríamos. Así que estaráal caer.

—Bueno —y Federico se levantó—,

voy a decirle a mi gente, que me estáesperando en el hotel, que ya no salimospara el frente esta noche y que esténatentos a la radio.

Nadie hizo ningún comentario ytodos permanecieron en silenciomientras el capitán hablaba por teléfono.

—¿Trujillo? ¿Estáis todos?… ¿Quefalta Casanova? No me extraña. Yasabrás por qué. Ahora dile a Cubas quese ponga… ¡Hola, Cubas! Mira,dejamos la vuelta al frente para mañana.

No, no te preocupes. Ya mejustificaré yo si llega el caso. El cocheestá a mis órdenes y soy yo el únicoresponsable. No, no te puedo decir por

teléfono lo que pasa, pero os enteraréissi esperáis el comunicado especial quela radio dará dentro, de unos minutos…Hazme caso y no preguntes más. ¡Salud!

Colgó el auricular y se volvió a susitio lentamente, murmurando:

—Pues la cosa debe de estar ya enmarcha, porque Casanova, un oficialcomunista que venía con nosotros, se haescabullido. Seguramente le ha pasadolo que a mí. —Hizo una pausa, miró atodos y dijo, moviendo tristemente lacabeza—: ¡Quién nos lo hubiera dichoal principio, eh! La revolución y laguerra… ¡Qué equivocación!

Molina y los demás asintieron en

silencio, y aquél dijo:—La verdad es que no estábamos

preparados ni para la una ni para la otra.Ambas nos sorprendieron, ésa es laverdad. Se hablaba y se hablaba, sí, sehablaba sin parar de la revolución sincreer en ella, igual que los maletillashablan de ese toro ideal que nunca lessaldrá por los toriles. Así, cuandoapareció en el ruedo, no teníamos amano ni un mal capote, ni sabíamoscómo empezar. Caballero, porque lellamaban el Lenin español, tuvo queecharse para adelante. No había másremedio que conservar el tipo… ¿Quelas derechas se preparaban? Claro que

sí.—También estaban equivocadas,

Molina —apuntó Federico.—Pues claro que sí. En fin, para qué

seguir. ¡Un verdadero bluff que nos hacostado bien caro a todos!

—¡Y tanto! —suspiró Ángel.—Bueno, bueno, no era tan simple la

cosa —intervino Raimundo—. Lasderechas estaban dispuestas a todo.

—Pero de otra manera, hombre —lereplicó Molina— Ellas también seengañaron. Esperaban que con un simplecuartelazo, habría bastante. Y aquí estálo más sorprendente del asunto. Losdirigentes revolucionarios no creían en

la proximidad de la revolución, pero elpueblo sí. Los militares, por su parte,conocían bien la debilidad de lospartidos políticos, pero no se habíandado cuenta de la politización delpueblo, de las masas sindicales, y,claro, sobrevino la catástrofe.

—Ahora es fácil hacer la crítica delo pasado, a la vista de los resultados —replicó Raimundo.

Ramírez parecía dormir. Lavilla yTudela perseveraban en su mudez.

—Es que ha llegado la hora de lacrítica, compañero Raimundo —replicóMolina—. Aunque nos duela,compañero, hay que reconocer nuestro

gran error. Nuestro fuerte debería habersido la política, porque ¿qué sabíamosnosotros ni las masas de la guerra? Sinembargo, nuestra dirección políticaestuvo siempre dando bandazos, ya locreo —y, mientras, palmeaba la mesa—.Quisimos hacer la revolución cuandodebimos dedicarnos exclusivamente aganar la guerra, y quisimos hacer laguerra cuando ya la teníamos perdida,tanto dentro como fuera de España…¡Qué idiotas! —y se quedó mirando ensilencio sus manos, abatidas sobre elreluciente tablero.

—Desde luego —afirmó Ángeldespués de una pausa—, cambiamos los

papeles y caímos en la trampa comoconejos. Entonces gruñó con rabiaMolina:

—La guerra no se debe hacer nuncasi no es para ganarla… ¡Y como sea!

—De acuerdo —dijo Federico,dando vueltas a su gorra—, y había entrenosotros tan pocos con alma deguerrero… Pero, amigos, a nuestropueblo le encandila la fanfarria militar:los uniformes, los desfiles, el mandarpor galones… Lo externo, en unapalabra. ¡Quién nos lo iba a decir! —Miró a su amigo Molina y preguntó—:¿Cuántas veces hemos comentado tú y yolo mal que lo hacíamos políticamente?

Pero ¿qué se podía hacer contra aquelentusiasmo por los héroes y las batallas?Nacía, ésa es la verdad. Tan grande erala fuerza del ambiente, que hastanosotros hemos pensado más de una vezsi no estaríamos equivocados. Mira pordonde nos ha resultado militaristanuestro pueblo, ¿eh? Y nosotros, en lahiguera.

—Lo que se dice en la higuera —yRaimundo suspiró.

—He visto y comprobado, pordesgracia —insistió Federico—, elmucho apego que tienen nuestroshombres a todo eso y…

—No sigas, Federico, no sigas —le

interrumpió Molina—. Eso ya es aguapasada…

Federico suspiró hondamente.—Sí, tienes razón —sonrió y,

después de frotarse las manos, preguntó,mirando a todos—: Y ahora, ¿qué,compañeros? Hubo quien cerró los ojosy quien se encogió de hombros. Molinafue el más expresivo, moviendo lacabeza y balanceando simultáneamenteuna mano abierta en el aire, paraindicar, sin duda, lo niveladas que sehallaban, a su juicio, las posibilidadesen pro y en contra.

—Yo creo —siguió diciendoFederico, tratando de dar a sus palabras

un tono jocoso— que el campo deconcentración, aquí o fuera de España,no hay quien nos lo quite. Eso, por lomenos, ya lo veréis —y, másgravemente, añadió—: Hasta hay queconsiderar la posibilidad de que amuchos nos manden al paredón.

—En cualquier caso, prefieroafrontar las consecuencias aquí —afirmó Molina, recostando la cabeza enel espaldar de la silla.

—¿Es que esperas que nos dencaramelos? —le increpó Raimundo.

Molina sonreía.—El primer envite va a ser de

órdago, como el de un toro en la primera

arrancada —dijo Tudela, acompañandosus palabras con un expresivo ademán—. Al que le coja, va listo. Así que yocreo que lo mejor será aplastarse encualquier sitio hasta que pase latormenta. La justicia de enero eshorrorosa, pero…

—Señal de que tú ya tienes dondeesconderte, ¿eh? —le disparóRaimundo.

—¡Ni hablar! ¡Qué más quisiera yo!—contestó Tudela, negando con lacabeza.

Entonces habló por primera vezLavilla. Había sido ferroviario comoMolina. Tenía la cara ancha; la cabeza,

pesada; los ojos, bovinos.—Parece que empezáis a tener

miedo —balbució. Y ya más firme,continuó—: ¿Por qué han de meterse connosotros?

España queda deshecha y nosnecesitarán a todos para reconstruirla.Por lo menos tratarán de aprovechar alos que estamos especializados enalguna materia y a los intelectuales. Yo,por esa parte, estoy bien tranquilo.

Ramírez se echó a reír y su risasonaba a tela rajada.

—¿Te crees que porque has escritoun libro a base de recortes de Prensa yde algunos plagios de autores

importantes te van a respetar y te van allamar a consejo? —y Ramírez no podíacontener su risa—. Franco llama aLavilla y le encarga… —la risa leinterrumpió— le encarga, digo, que leasesore en política internacional. Seguroque ha leído tu obra El ajedrezinternacional. ¡Seguro!

Lavilla se puso pálido y la ira se leacumuló de tal forma, que no pudoreplicarle. Sólo le salían de los labiosbalbuceos ininteligibles. Tuvo queintervenir Tudela:

—Déjalo ya, Ramírez —y,dirigiéndose a Ángel, preguntó—: ¿Quédice a todo esto tu amigo Gaspar, que

tiene tantos amigos entre los del otrobando? Según tengo entendido, anda enconversaciones con un mandamásfascista que está refugiado en el hospitalfrancés.

Ángel miró a Molina, quepermanecía en la misma actitudindiferente, antes de contestar en formainsegura:

—Pues no sé… Hace días que no loveo.

—Me parece que Gaspar sueña —comentó Raimundo. Ramírez, entretanto,había pasado amistosamente una manopor los anchos hombros de Lavilla, conánimo de apaciguarle, y el presunto

intelectual acabó por desenfurruñarse,quedando otra vez absorto en suimaginario ajedrez de alta políticainternacional.

—La cosa no es para tomársela abroma, queridos —y la voz deRaimundo fue tomando tono oratorio amedida que hablaba—. Ni muchomenos. Y, si no, ahí está elcomportamiento de los franceses connuestros evadidos de Cataluña. ¡Quévergüenza! Mira que encerrarlos encampos de concentración, al aire libre,rodeados de alambradas y desenegaleses… Creo que han muerto pormiles, de hambre y de frío.

Entonces Molina, dejando su posturade abandono, se incorporó en el asientoy avanzó, según su costumbre, el bustosobre la mesa y empezó a apuntar con elíndice de su mano derecha al círculo decabezas que le rodeaba.

—Eso es, justamente, lo que haceinsostenible la tesis de los negrinistas,que lo fían todo a la solidaridadinternacional de los trabajadores.Tenemos que evitar otra desbandada sinorden. Lo de Cataluña no debe repetirsepase lo que pase, y para que no se repitahay que preparar la evacuación contiempo e inteligentemente. Salir aEuropa ahora, aunque nos fuese mejor

que a nuestros compañeros de Cataluña,sería tanto como meternos en la boca dellobo para servir de cipayos en lapróxima guerra.

—Naturalmente. Eso mismo es loque yo sostengo en mi libro…

Pero nadie hizo caso a Lavilla yMolina continuó:

—Los españoles llevamos treinta ydos meses sirviendo de conejos deindias del nuevo armamento quepreparan las naciones agresoras para eldesafío final. Y ya está bien, ¿no? Quelas empleen ellos cuando llegue esemomento y que nos dejen a nosotros enpaz… —Hizo una pausa. Brillaban sus

ojos, inteligentes. Abatió el índice yhabló ya con más sosiego—: No. Porahí, no. El porvenir de los que quieranmarcharse está en las nacionesamericanas. Pero para que pueda ser así,necesitamos barcos, dinero y tiempo. Yeso es lo que tratará de conseguir laJunta de Casado. Al menos, es lo quepiensan él y Besteiro, según nuestrosinformes.

De pronto, sonaron unos nudillos enla puerta. Todos miraron hacia allí yMolina, levantando un poco la voz,ordenó — ¡Adelante!

Se abrió la puerta y apareció en ellala graciosa figura de Marina.

—¿Ya? —y Molina consultó otravez su reloj.

—Sí.—Pues trae aquí el aparato.Marina dio media vuelta y

desapareció, y los miembros de comitépermanecieron en la misma actitudexpectante hasta que la vieronreaparecer trayendo un pequeño aparatode radio. Entonces giraron en susasientos para seguirla con la miradamientras ella lo colocaba sobre unamesita auxiliar y enchufaba el cordón.

Inmediatamente, una voz,emergiendo de las profundidades delsilencio, fue como la garra que los

atrapase. Su emoción contagiosa tensó elaire e hizo palidecer a los oyentes, quetrataban de imaginarse la escena que seestaba representando en otro lugar.

Besteiro, primero, y después elcoronel Casado, expusieron la gravedadde la situación y su deseo de llegar a unentendimiento con el enemigo paraestablecer las condiciones de una pazjusta.

La conmovida voz de Besteiro dijo,entre otras cosas:

«El Gobierno de Negrín, con susveladuras de la verdad, con susverdades a medias y con sus propuestascapciosas, no puede aspirar a otra cosa

que a ganar tiempo, tiempo que esperdido para el interés de la masaciudadana, combatiente y nocombatiente. Y esta política deaplazamiento no puede tener otrafinalidad que alimentar la morbosacreencia de que la complicación de lavida internacional permita desencadenaruna catástrofe de proporcionesuniversales, en la cual, juntamente connosotros, perecerían las masasproletarias de muchas naciones delmundo… Yo os hablo para deciros quecuando se pierde es cuando hay quedemostrar, individuos y nacionalidades,el valor moral que se posee. Se puede

perder, pero con honradez y dignamente,sin negar su fe, anonadados por ladesgracia… Yo os pido, poniendo enesta petición todo el énfasis de la propiaresponsabilidad, que en este momentograve asistáis, como nosotros leasistimos, al poder legítimo de laRepública, que, transitoriamente, no esotro que el Poder militar.»

La de Casado, dura y militar, sedirigió al enemigo, en un gesto de manotendida:

«El pueblo español no abandonarálas armas mientras no tenga la garantíade una paz sin crímenes. ¡Establecedla!No soy quien así os habla. Os dice esto

un millón de hombres movilizados parala guerra y una retaguardia sin fronterasde retirada, dispuesta a batirse y lucharhasta la muerte por la consecución deestos fines, que son la paz.» Y terminócon los gritos: «¡Españoles! ¡Viva laRepública! ¡Viva España!» Lasmecanógrafas, con Tomás y Madriles, sehabían quedado en la puerta,escuchando. Cuando terminó laalocución de Casado, se advertía en casitodos los semblantes una mueca deperplejidad o decepción.

—Bueno, lo que hace falta ahora esque todo salga bien —dijo Molina.

Las mecanógrafas, excepto Marina,

que continuó junto al aparato de radio,se retiraron, y lo mismo hicieron Tomásy Madriles, este último moviendodolorosamente la cabeza.

—Han dejado todo en el aire comosi dijéramos… —fue el comentario deRaimundo.

—Claro —observó Federico—,pero el paso está dado y ya es imposiblevolverse atrás. Esta noche es parecida ala del 18 de julio. Entonces tambiénfuimos empujados sin que supiéramosadónde íbamos… Y me temo lo peor.

—Bueno, no hay que ser tanpesimista —replicó Molina—. Vamos aver qué pasa en las próximas

veinticuatro horas —y, volviéndosedespués a Marina, le preguntó—: ¿Hasmetido en mi cartera los documentos queseñalé?

—Sí —se limitó a contestar ella.—Pues en marcha. Aquí ya no

tenemos nada que hacer —y se puso enpie, añadiendo—: Como no tenemosnada más que un coche, y la situación noofrece muchas garantías, será mejor quehaga dos o tres viajes para dejarnos atodos en casa. Yo me quedaré para elúltimo.

Pero Federico le ofreció su folitre yMolina aceptó.

Federico dio orden a Tomás devolver por la glorieta de Bilbao, rumboa Gran Vía y Sol.

—¿Dónde vas a pasar tú la noche?—le preguntó Molina.

—En el hotel.—¿Has cenado?—No tengo ganas.—Puede que en casa haya algo para

ti. Ya sabes: unas lentejillas…—No, de verdad que no. Gracias,

Molina.Guardaron silencio y, al llegar a la

glorieta de Bilbao, Molina susurró aloído de Federico:

—Dile que pare un momento,¿quieres?

Federico dio la orden a Tomás y elcoche se detuvo. La plaza estabadesierta, sumida en negruras, y sólo seoía el apagado resuello del motor.

—Hay tranquilidad en el frente —murmuró Molina—. Escucha, no se oyeni un tiro.

En efecto, a lo largo de losbulevares, rumbo a la CiudadUniversitaria, corazón rugiente de laciudad sitiada, corría un frío viento sinvoz, el viento callado de los bosques yde la noche.

Reemprendieron la marcha y, a

poco, preguntó Federico:—¿Qué piensas de todo esto,

Molina?Se miraron en la oscuridad, tratando

en vano de verse los ojos.—¿Quieres que te lo diga?—Claro.—Pues que es la noche más triste de

mi vida.

II

—Me ha dicho mi hermano Jaimeque tengas mucho cuidado estos días,que lo mejor es que te ocultes hasta queél avise. Nosotros conocemos un cortijodonde podrías pasar una temporada.

Federico se revolvió.—¿Ocultarme yo?Estaba hablando con su novia al pie

de la reja, y allí la noche tenía unviolento olor a jazmines.

—Hijo, no sé, pero como Jaimeanda metido en esos líos…

—Ya lo creo. Por eso tuve que

sacarlo de uno bien gordo.—Bueno, Federico, fue una

chiquillada y tú lo sabes.—Pero pudo costarle muy cara,

porque eso de escribir anónimos conamenazas de muerte no es ningunatontería. El rostro de Aurora era unjazmín más en las sombras de la reja,pálido, bienoliente.

—Ya lo sé, pero me parece que mihermano no anda bien de la cabeza. Sihubiera estado en sus cabales, no te lohubiera mandado a ti, ¿no comprendes?

—Bien, pero ¿no puede ser otrachiquillada eso de recomendarme queme esconda? ¿Es que de verdad quiere

matarme alguien?—Algo habrá oído, desengáñate. Te

está muy agradecido por lo que hicistepor él y está deseando pagarte con lamisma moneda. No me ha querido darmás explicaciones, pero por lo que le heoído hablar con mi padre, mientras yome arreglaba en mi habitación, tienemucho que ver con ello la noticia que hadado la radio sobre el levantamiento delos militares en Marruecos. Yo noentiendo, Federico, nada de estas cosas,pero me da el corazón de que algo muymalo para todos va a pasar.

Aurora había vivido hasta entoncesajena a toda cuestión más allá de sus

ilusiones de muchacha: sus labores encasa, sus vestidos, el paseo, el cine, elbaile y sus relaciones con Federico.Pero de pronto, en el espacio de unosmeses, había venido a turbar su vida laoposición política entre su novio, por unlado, y su padre y su hermano, por otro.Jaime debía de traerse entre manosalgún asunto misterioso, porque apenasaparecía por el comercio familiar,ocultaba papeles en casa, andaba conbotes de pintura, se reuníafrecuentemente por las noches con susamigos, un grupo de cuatro o cincomuchachos de su edad, y hacía muchosviajes en bicicleta a las poblaciones de

alrededor. Cuando lo de los anónimos,se descubrió que los botes de pintura deJaime servían para pintar, en lasfachadas de las casas más apartadas delpueblo, flechas y yugos y la palabra FE.Su madre quiso oponerse a estosmanejos del muchacho, pero su padre,no sólo la hizo callar, sino que le alentóen sus actividades políticas, llevado desu odio a los socialistas y republicanosque formaban el Ayuntamiento, antañoamigos y consocios del casino, pero quese le enfrentaron políticamente aladvenimiento de la República, cuando,sin ganas ni afición, y sólo por nooponerse al gobernador, desempeñaba

el cargo de concejal. No iba nunca, porsupuesto, a las reuniones de lacorporación, y de la política municipalno le importaba más que lo que afectasea las cuotas de arbitrios para lasmercancías con que él negociaba. Nopodía perdonar que sus antiguos amigoshubieran hecho pasar, precisamente pordelante de su comercio, como en son dedesafío o de burla —tal lo creyó él—manifestación popular que se organizópara festejar la proclamación del nuevorégimen. No pasó nada, naturalmente, yél siguió con su negocio en la forma desiempre, pero en los últimos tiempos lehabían alcanzado las consecuencias de

la paralización y el declive que seobservaba en la vida económica delpaís, siendo los concejales republicanosquienes, con objeto de allegar recursospara mitigar el paro obrero, habíandecretado la subida de los impuestosmunicipales sobre las mercancías que élimportaba, lo cual trajo comoconsecuencia el aumento de suscavilaciones y apuros a la hora de hacerfrente a las letras de cambio.

Federico se quedó un instantemirando a los ojos de su novia, quebrillaban intensamente en la oscuridad.

—¿Quieres que hablemos de otracosa? —y sonrió—. Y no te preocupes

por lo de los militares, nena. Es otralocura como la del diez de agosto, queel Gobierno sofocará rápidamente, comoentonces. —Calló y, cogiéndolecariñosamente la barbilla, agregó—: ¿Oes que te da ahora por la política?

—¿A mí? Ojalá no hubiera oídohablar nunca de política. Pero entre tú,mi padre y mi hermano… Parece comosi no hubiera ya otra cosa de que hablar.

Y suspiró. Siguió un silencio queFederico aprovechó para echar unaojeada a la calle, pudiendo así observar,no sin extrañeza, un desacostumbradomovimiento de hombres entrando ysaliendo por los bares que había al otro

extremo, o formando corros en suspuertas. Aurora, que había seguido sumirada asomando la cara por entre lasrejas, susurró:

—Se ve mucha gente de aquí paraallá, ¿verdad?

—Pues sí.—Claro, como que estamos en

vísperas de feria, hombre.Aurora mostraba entonces la blanca

dentadura a través de sus labioscarnosos, y su boca pareció a Federicouna fruta madura. El beso fue largo yquieto, hasta que ella se separó un poco.Quedaron mirándose con el alientocortado y ella murmuró quedamente:

—Me parece que he oído los pasosde mi madre, pero no mires.

Federico dejó de apoyarse en laverja y respiró fuerte, conmocionadoaún por el golpe de sangre saltona yvehemente. Y en ese momento percibió aun grupo de jóvenes que venía hacia allícasi corriendo, y que habíandesaparecido los grupos formados a lapuerta de los bares. Se apartó un pocomás de la ventana para ver mejor yAurora le preguntó, un tanto alarmada:

—¿Qué pasa, Federico?—No sé. Algo raro —y le hizo una

seña con la mano para que callara.Los jóvenes estaban ya muy cerca y

hablaban acaloradamente entre sí. Elsopor de la noche se había hechorepentinamente más denso y pegajoso.Cuando llegaron a su altura, preguntó alos del grupo:

—¿Ocurre algo?Venían sudorosos y agitados. Se

detuvieron al reconocer a Federico yuno de ellos dijo:

—Que ha salido del cuartel unpiquete de tropa declarando el estado deguerra.

Federico quedó paralizado. Aurora,asomándose, preguntó aturdidamente:

—¿Habéis visto a mi hermanoJaime?

Otro de los recién llegados seencaró con ella:

—Conque si lo hemos visto, ¿eh?Seguramente está escondido ahí dentro,en casa.

Federico, recobrado ya, se interpusorápidamente entre el mozo y su novia.

—No, no está. ¿Es que no basta queyo lo diga?

—Pues como nos lo tropecemos…—pero se reprimió y no dijo más,aunque el tono empleado dejabapendiente la amenaza sin duda alguna.

El que hablara primero dijoentonces, cogiendo de un brazo a sucompañero:

—Vámonos, no sea que lleguemostarde —y, volviéndose a Federico,añadió—: Todo el personal se estáreuniendo en el Ayuntamiento, ya losabe.

Después, los jóvenes reanudaron sucamino a paso rápido, perdiéndosepronto de vista en una encrucijada decallejas. Al quedarse otra vez solos,Federico y Aurora se miraronlargamente en silencio, cogidos de lamano. Al fin dijo ella:

—Ya te dije que Jaime está enteradode muchas cosas.

—Va a haber jaleo, sí —concedióFederico tras una pausa.

—¿Qué vas a hacer tú?—Por de pronto, voy al

Ayuntamiento. Supongo que el alcalde ylos del comité del Frente Populartendrán alguna idea clara de lo que estáocurriendo.

—¿Y después?—Según.Ella le cogió por una solapa y lo

atrajo vehementemente hacia sí.—Tú no te metas en nada, por lo que

más quieras. ¡Prométemelo!Trató de calmarla con caricias y

Aurora se dejó besar una y otra vez, sinimportarle ya los intencionadoscarraspeos de su madre en la habitación

contigua. Al fin, Federico, con un granesfuerzo por su parte, logró arrancarsede allí, diciendo a la muchacha, a modode despedida:

—Descuida. Si la cosa se pone fea,te prometo esconderme en ese cortijo deque me hablabas antes.

Aurora le dejó marchar, agarrada ala reja, siguiéndole con la miradanublada. Federico, por su parte, volvióvarias veces la cabeza, hasta que ya nopudo distinguir su rostro.

Antes de llegar a los bares de laesquina, empezó a oír una misma vozbrotando de varios receptores de radio ala vez. Una voz potente, ronca, patética.

Sonaba con el tono de una proclama yrompía el silencio de la noche conestrépito militar.

Cuando ya pudo entenderla, oyó quedecía: «Excelentísimo señor donGonzalo Queipo de Llano, CapitánGeneral de la Segunda Región Militar.¡Viva la República!» Y, a continuación,las notas vocingleras del Himno deRiego.

Los bares aparecían repletos dehombres en todas las edades y en susrostros se reflejaban los máscontradictorios sentimientos yemociones. Los había atónitos, que nohacían más que mover la cabeza;

sombríos, que escrutaban el semblantede los demás; pasmados, que miraban atodos lados como en espera de unarespuesta; alegres, que pedían copas enel mostrador, como si quisieran celebraralgo… Cuando el locutor repitió el vivaa la República, le contestaron muchasvoces enardecidas.

Federico pasó de largo, entrando enla zona de las calles más iluminadas,una de las cuales, que llevaba al real dela feria, aparecía adornada concadenetas de papeles multicolores y conmariposas de bombillas apagadas.Había mucha gente asomada a puertas yventanas, por las que se escapaba el

chorro sulfuroso de la voz del locutor deRadio Sevilla, junto con los vivas a laRepública, el Himno de Riego y loscompases eléctricos de las marchasmilitares, como si anunciaran una granfiesta patriótica.

—¿Qué pasa? —le preguntaronvarias personas al pasar, y otras tantasveces tuvo que encogerse de hombros.

También oyó que comentaban:—Pero ¿no es Queipo de Llano un

general republicano?—Digo, y de los de confianza. Si es

Director General de Carabineros y estáemparentado con Alcalá-Zamora…

La noche y la población entera

retumbaban con el clamor frenético delos receptores de radio.

Cuando Federico traspuso las verjasdel Ayuntamiento, se encontró con quesus jardines estaban invadidos por unaespesa multitud de hombres en mangasde camisa, entre los que descubriótambién a algunas mujeres. Federicoreconoció en seguida a muchos de ellos,como pertenecientes a la C.N.T., a laU.G.T. y a los diversos partidos yorganizaciones del Frente Popular. Aligual que los que se encontrara por lacalle, se hallaban excitados, en plenaconfusión y desconcierto.

—¿Qué piensas tú?

Le había rodeado un grupo dejóvenes.

—¿Qué queréis que piense si no sénada?

—Bien, pero ¿no crees tú que puedeser éste el golpe militar de que se vienehablando hace tantos meses?

—Sí, es probable.Y un tercero, de pelo ensortijado y

ojos negrísimos, afirmóvehementemente:

—Yo no me fío de Queipo de Llanoni de ningún republicano. ¡Ni siquierade Azaña!

—Calla, hombre, que te pueden oírlos republicanos y no estamos ahora en

situación de discutir con ellos. Si esverdad que se trata de un golpe contra laRepública… —dijo el primero quehablara.

Pero le interrumpió el del peloensortijado:

—Es contra la reforma agraria,contra los sindicatos, es contra larevolución. Y los vivas a la República yel Himno de Riego son camamas paraconfiarnos y engañarnos. Como noandemos listos, compañeros, seremosotra vez nosotros, los de la C.N.T., losque paguemos el pato. Ya lo veréis.

—De todas maneras, aunque estemosalerta, no conviene disgustarnos con los

republicanos, por lo menos hasta que seaclare un poco la situación, ¿no teparece, Federico? —insistió el otro.

Entretanto, había crecido el grupo yFederico quiso preguntar, a su vez:

—¿Qué dicen el alcalde y los delcomité del Frente Popular?

—Algunos se encogieron dehombros despectivamente y los demásguardaron silencio.

—¿Y la radio de Madrid?—No se oye —le contestaron

varios.—De todas maneras, algo sabrán los

del comité, ¿no? Voy ahora mismo aenterarme.

—Están reunidos a puerta cerrada—le advirtió alguien.

—¿Y qué tiene que ver? A Federicole dejarán pasar.

En efecto, el guardia le dejó pasar,aunque Federico no formaba parte delcomité, pues era altamente apreciadopor muchos de sus miembros, a la saladonde se celebraba la reunión.

El alcalde, que estaba hablando,hizo una pausa para saludarle con unmovimiento de cabeza e indicarle porseñas que se sentara. Después, continuó:

—Todavía no está claro si éste es elgolpe militar preparado por losmonárquicos o si se trata tan sólo de una

jugada preventiva de los militaresrepublicanos para cortar en seco lo deÁfrica y salvar a la República, aunquede paso pretendan también barrer elFrente Popular.

—Es igual —le interrumpió unhombre de cara enjuta, de pómulos muyafilados, y pelo canoso—. Paranosotros, los comunistas, República yFrente Popular son una misma cosa.

—Está bien, está bien… —repuso elalcalde, moviendo lentamente la cabeza—. Lo que yo quiero decir es que, demomento, no parece que peligren lasinstituciones republicanas, hombre.Quiero decir que, por lo tanto, no hay

que desesperar ni echar por el caminode en medio así como así…

—Lo que está claro, y sin ningunaduda, es que los que corren peligro sonlos trabajadores, nosotros, los hombresde la C.N.T. y de la U.G.T., nuestrasorganizaciones —dijo rotundamente elrepresentante de la C.N.T., un tipotambién delgado, pero de faccionesmenos angulosas que las del comunista.

Se disponía ya a replicarle elalcalde cuando se abrió bruscamente lapuerta, dando entrada a un joven bienvestido, que estalló más que habló:

—El gobernador al aparato. ¡Por fin!El alcalde entonces tomó

inmediatamente el aparato telefónicoque tenía ante sí, sobre la mesa, y se lollevó al oído mientras los demás sehacían entre sí señas de silencio ycalma.

—Dígame, dígame, señorgobernador… —Hubo una pausa y luego—: ¿Aquí? Las tropas están acuarteladasdesde esta tarde y, hace poco, unpiquete, al mando de un oficial, haproclamado el estado de guerra, fijandoen algunas esquinas el bando del generalQueipo de Llano… ¿Cómo? Sí, sí, claro.Al saberse lo de Marruecos llaméinmediatamente por teléfono alcomandante del batallón. Entonces es

cuando me dijo que acuartelaría sustropas. Le insté a venir al Ayuntamientopara hablar conmigo, en mi calidad deDelegado de Orden Público, pero senegó. Fue inútil que intentara hacerlecomprender la responsabilidad en queincurría al desobedecerme. Me contestóque aceptaba íntegra toda laresponsabilidad, pero me prometió queno se sublevaría. Ahora, después dedeclarar el estado de guerra, le hellamado otra vez para reprocharle suconducta y me ha respondido que es unacuestión de honor para él y para todoslos que visten el uniforme militar. Medijo, por último, que ya no obraría por

cuenta propia, sino ateniéndose a lasórdenes que reciba de sus superiores. Envista de ello le pregunté: «¿Está ustedcon la República o contra laRepública?» Y me contestó: «Estoy conEspaña» Ya, ya. ¿Y Queipo?… ¿Sí?…Entonces… ¿De veras? ¿También? —Y,tras un último silencio, agregó—: Bien,señor gobernador. Pasaré la noche juntoal teléfono, atento a sus llamadas.

Todo el mundo tenía los ojosclavados en él, tensos, dominandodifícilmente su ansiedad, y el alcalde, enmedio de un silencio dramático, dijo,con voz grave y dolorida:

—No es un alzamiento de militares

republicanos, no. Es un golpe de muertecontra la República. La situación es muygrave. La mayoría de los oficiales delejército español está comprometida, consus generales al frente.

Al pronto, las palabras del alcaldedejaron a aquellos hombres perplejos,anonadados, totalmente sorprendidospese a todas las suposiciones con quehabían estado especulando. El alcalderompió otra vez el silencio:

—Claro que la República cuentatambién con algunos militares leales y,sobre todo, con los suboficiales y clasesdel ejército. El gobernador me ha dichoque, por ahora, todo está muy confuso.

En Madrid, Barcelona y Bilbao, elGobierno tiene la esperanza derestablecer pronto su autoridad, perohay muchas guarniciones de las que nose sabe nada.

—¿Y el pueblo? ¿Qué hace elpueblo? —le preguntó el de la C.N.T.

—Sí, ¿qué hacen las organizacionesobreras de Madrid? —inquirióseguidamente el de la U.G.T.

—Es de suponer que tanto el pueblocomo las organizaciones de izquierdaestén con el Gobierno. Ni siquiera se lohe preguntado al gobernador. Encambio, le he preguntado qué sabe deQueipo.

—¿Y qué? —y la pregunta brotó demuchos labios a la vez.

—Es un rebelde también. Ha estadoengañando al ministro de la Guerra hastaayer mismo. El diputado Cordero Belllo quiso detener en Huelva, pero elministro se lo impidió diciéndole queera uno de los pocos generales en que sepodía confiar.

El comunista gritó:—Entonces, el traidor es Casares.Aunque abiertas de par en par las

ventanas del salón, el aire permanecíainmóvil, apelmazado, hasta el punto quelas nubecillas del humo del tabaco sehabían adherido al techo y colgaban de

él como telarañas. Era aquél un calorhúmedo y pegajoso como el de lasangre. Los hombres se despojaban delas chaquetas y se arremangaban lascamisas. En muchos, el sudor rodabapor las calvicies y goteaba desde laspestañas. El alcalde se pasaba decuando en cuando un pañuelo por elmondo cráneo y por la sotabarba, y seenjugaba las manos con él.

El de la C.N.T., limpiándose de unmanotazo las gotas de sudor que le caíanpor la nariz, vociferó:

—Y Azaña, que lo puso donde nodebió ponerlo nunca. Los demásrepresentantes de las organizaciones

obreras se adhirieron a estasmanifestaciones con voces acaloradas ygestos violentos, sin que surtieran muchoefecto las palabras y los ademanes delos republicanos reclamando serenidad.Sobresaliendo por encima de todas lavoz del comunista, se le oyó proponer:

—¡Hay que pedir inmediatamente elMinisterio de la Guerra para elcamarada Francisco Largo Caballero!

Las opiniones se dividieron, sinembargo, entre los mismos socialistas:los jóvenes, a favor; en contra losviejos. Los de la C.N.T., por su parte, semiraron entre sí y se abstuvieron demanifestarse. Se produjo a consecuencia

de este debate una momentáneadistensión que aprovechó el alcaldepara apoderarse otra vez de la palabra:

—Un poco de calma, amigos; unpoco de calma. No disponemos de loselementos de juicio necesarios parapronunciarnos en un asunto tan delicadoni tampoco somos quiénes paradecidirlo. Si ha habido negligencia porparte de alguien, la República tienepoder y dispone de procedimientos paraimponer el castigo adecuado. Por otraparte, no vamos a creer que un ministrotenga que ser necesariamente infalible.

El comunista y sus amigossocialistas se hablaban al oído y hacían

gestos denegatorios con la cabeza.También cuchicheaban entre sí losrepresentantes de la U.G.T. y los de laC.N.T. El alcalde, que leía en losrostros lo que cada uno pensaba,continuó, cambiando de tono:

—Lo importante ahora, creo yo, espensar en lo que se nos viene encima.¿Qué podemos hacer nosotros en estemomento para defender la República?

La pregunta calló todos los rumoresy logró concentrar de nuevo la atencióngeneral.

—Voy a exponeros en cuatropalabras la situación —prosiguiódiciendo, dueño ya de las riendas del

debate—. La tropa está acuartelada.Bien. Pero estamos en contacto conalgunos elementos importantes dentrodel cuartel, que pueden darle la vuelta ala tortilla en cualquier momento. Laguardia civil permanece tranquila y loscarabineros están con nosotros. Si noviene nadie de fuera, quiero decir que silos sublevados de aquí no recibenrefuerzos, es seguro que podremosdominarlos sin tardar muchas horas. Porconsiguiente, opino que lo primero quedebemos hacer es interceptar lacarretera y todos los demás accesosmenores por donde pudieran llegarelementos extraños con intención de

unirse a la tropa. Y, después de eso,esperar.

Siguió un silencio hasta que se oyóuna voz:

—¡Pido la palabra!Era la del representante de la C.N.T.—Habla, habla —le invitó el

alcalde, al tiempo de enjugarse la calvacon el pañuelo.

—La C.N.T. y la U.G.T., de comúnacuerdo, hemos tomado ya algunas otrasmedidas, la principal de las cuales hasido la de declarar la huelga general portiempo indefinido. Compañeros nuestrosocupan ya las oficinas de telégrafos,correos y teléfonos, para, de esa manera,

estar al tanto de lo que digan losmilitares y de las órdenes que reciban.También hemos organizado grupos deescuchas de radio para conocer algo delo que pasa en el resto de España.Seguro que la estación de radio deMadrid tiene que estar emitiendocontinuamente y, aunque la pise la deSevilla, es posible que en un descuidologremos captar algo, ¿no? Otroscompañeros están recorriendo lasbarriadas y las huertas para informar alpersonal de lo que está ocurriendo yconvocarlo en los alrededores delcuartel, porque lo mejor para impedirque los militares se echen a la calle es

rodearlos de una muralla de carne, ¿sí ono? —y como nadie le contradijera,prosiguió—: Tenemos pocas armas,pero distribuyéndolas bien y procurandoque cada cual lleve siquiera un palo enla mano, cuando mañana se asomen losmilitares y vean lo que tienen quesaltarse, si es que antes no ocurre nadadentro del cuartel, es muy posible queprefieran estarse quietecitos, que se lescaigan los palos del sombrajo, vaya.

Y se sentó. Hasta los republicanosaplaudieron. En medio del entusiasmo,sólo al alcalde se le ocurrió preguntar:

—¿Y la carretera y el camino delcementerio?

El de la C.N.T. consultó con lamirada al de la U.G.T. y entonces fueéste quien se adelantó a contestar:

—Eso ya se verá después. No esprobable que venga nadie de fuera estanoche. Bastante tiene cada cual conponer en orden su propia casa, meparece a mí.

—Ahora, cada cual a lo suyo —dijoel de la C.N.T., levantándose.

Le imitaron todos los demás y, alabrirse las puertas del salón, pasóondeando por la cargada atmósfera unsoplo de brisa que hizo a todos respirarcon ansia, y desovilló perezosamente lasnubecillas del humo de tabaco.

Fueron saliendo y pronto se oyó unrecrecido rumor de voces fuera. Loscorreligionarios del alcalde le mirabansin saber qué determinación tomar hastaque él les dijo:

—Iros vosotros también adescabezar un sueño. Si algo ocurriera,ya os mandaría llamar.

Federico los conocía. Erancomerciantes o profesionalesacomodados. Hombres de casinorepublicano y de logia. Pequeñosburgueses con hijos radicalizadospolíticamente, en uno u otro sentido, a supaso por la Universidad. De costumbresmorigeradas, cuya ideología seguía

alimentándose del ¡escuela y despensa!de Costa, de los discursos de Castelar yde los recuerdos cantonales de laprimera República. Seres cómodostambién, amigos de las plácidasdiscusiones de café sobre política, toroso mujeres.

Respiraron satisfechos al oír laorden del alcalde y quedaron solos éste,Federico y el joven que había anunciadotan dramáticamente la conferencia delgobernador.

La atmósfera, a causa de la levecorriente de aire, se había purificado unpoco y era ya casi soportable. El alcaldehizo que se aproximaran a él los dos

jóvenes y los invitó a fumar. Mientrasliaban y encendían los cigarrillos, seoyeron gritos en el jardín, contestadosclamorosamente.

—¡Viva el partido socialista!—¡Vivaa!—¡Viva la C.N.T.!La respuesta fue como un rugido:—¡Vivaaa!Siguieron más vivas y, al llegar

finalmente el viva a la República, la vozde la multitud, ya ronca, sonó como uncañonazo.

Los tres hombres escuchaban,pálidos y estremecidos, sin acordarse defumar. Volvieron en sí al quebrarse el

rumor unánime de la multitud en milrumores distintos. Entonces, el alcalde,después de cerciorarse con una miradarecelosa de que no podían oírle más quelos dos jóvenes, dijo, bajando la voz:

—La situación es mucho peor de loque se figuran. Ah, si se presentase entodas partes como aquí… —y movió lacabeza pesarosamente—. Pero no es así.En Cádiz, por ejemplo, los militares sehan apoderado ya prácticamente de laciudad, al mando del general LópezPinto, y el gobernador se ha tenido queencerrar en el edificio del gobierno civilcon sus guardias de asalto. El hombreestá desesperado. Se le notaba en la voz.

Resulta que él y López Pinto son amigos.¡Ya veis qué situación! Me lo he calladoantes por no desesperar a la gente yevitar que se salga de madre. Como noles he dicho tampoco que los militaresson dueños ya de Algeciras. Por esotengo tanto empeño en que se vigile lacarretera. Por lo menos, que no noscojan de improviso.

Se desmoronaba de cansancio. Elcigarrillo, estrujado entre sus húmedosdedos mientras hablaba, se le deshizo alchuparlo, cayéndosele por la pechera dela camisa las briznas encendidas, lo quele obligó a tirarlo rápidamente y asacudirse. Federico echó mano a su

cajetilla y le brindó otro cigarrillomientras decía:

—Pues no se preocupe por eso.Ahora mismo voy a coger un coche y adarme un largo paseo por la carretera aver si se nota algún movimiento anormalen ella —y, luego, dirigiéndose al otrojoven, le preguntó—: ¿Quieresacompañarme tú, Ricardo?

El aludido miró al alcalde, indeciso.—Sí, vete con Federico. De

momento no te necesito aquí. Antes desalir, aún preguntó Federico al alcalde:

—¿Y Málaga? ¿Se sabe algo deMálaga —y como el otro moviera lacabeza en sentido negativo, agregó—:

Porque si Málaga respondiera, ya noestaría todo tan negro a nuestroalrededor, eh?

Pero el alcalde no contestó más quecon un gesto de duda, dejando caerdespués la cabeza sobre el respaldo delsillón y cerrando los ojos.

En el jardín del Ayuntamiento ya noquedaban más que algunos gruposjuveniles, mezclados con los guardiasmunicipales, que se acercaroninmediatamente a Federico y a Ricardo.

—¿Qué?—Todo sigue igual por ahora.

Nosotros nos vamos a echar una ojeada

a la carretera —respondió Federico.—¿Cuándo nos van a dar las armas?

—preguntó uno de los jóvenes.—¿Armas? —y Federico hizo un

gesto de extrañeza—. Como no vayas alcuartel por ellas…

—Verás. Es que nos han dicho quenos quedemos aquí de guardia, y nosparece bien. Pero guardia ¿con qué? Envista de eso nos han dicho que nosdarían algunas, pero nadie ha venido atraérnoslas ni nadie sabe nada de eso. Ysi no hay armas, ¿qué pintamos nosotrosaquí?

—¿No tienen los municipalesninguna pistola de más?

—Sí, una, pero sin balas.—Pues con cuchillos, con palos,

¡como sea!Y antes que el joven tuviera tiempo

de replicar, Federico y su acompañantecruzaron la puerta de hierro de la verja.Las calles céntricas aparecían desiertas.Sólo los últimos curiosos esperaban eldesarrollo de los acontecimientossentados a la puerta de los bares. Sinembargo, en un incesante chorreo,surgían por las esquinas grupos dehombres, precedidos por el rumor de susconversaciones. Eran huertanos ypescadores, en mangas de camisa o conlos pantalones remangados, llevando al

hombro astiles de azadón o trozos deremo. Invariablemente tomaban ladirección del cuartel, capitaneados poralgunos de ellos. Iban tranquilos, inclusoalgunos reían o bromeaban, pero sinalborotar, como si marchasen al trabajode todos los días. Precisamente eran supesadez y su unanimidad lo que másfuertemente impresionaba en aqueltrance de miedo y de estupor general.

—Deben de ser miles ya —murmuróRicardo.

—Sí. Es el pueblo. Lástima que…Pero no terminó la frase. Y llegaron

a la plaza, donde se congregaban loscoches de alquiler. Sus conductores

estaban sentados, en corro, a la puertadel bar «La Parada». Dentro estridía laradio Sevilla, transmitiendoincansablemente las proclamas deQueipo de Llano, los himnos de Riego yde la Legión y los vivas a la República.El dueño, de codos sobre el mostrador,se hurgaba los dientes con un palillo.

Federico hizo señas con la mano auno de los conductores, que se levantóde mala gana.

—Vamos a dar una vuelta, Pinturas.—¿Adónde, don Federico?—Por la carretera.Pinturas se rascó la cabeza.—No sé… —murmuró—. La cosa

está que echa leches.Pero Federico y Ricardo habían

subido ya al automóvil y el conductor notuvo más remedio que resignarse a hacerlo mismo.

—Tira, Pinturas —ordenó Federico.Enfilaron la larga calle. En los

remansos de sombras de las ventanas sepercibían la inquietud y el insomnio dequienes espiaban desde allí el paso delos rumores que corrían de boca enboca. Las casas aparecían envueltas enoscuridad y silencio, y al ruido delcoche, preludio de otros más siniestrosque pronto sembrarían el espanto y lasdespedidas de muerte en todas las

ciudades y pueblos de España, seagudizaba la tensión en torno.

—La gente está asustada, me parecea mí.

—Es que lo peor es laincertidumbre, Ricardo. Y la verdad esque hay motivos para estar asustado.

Al salir a la carretera vieron brillarel mar. Al fondo de la gran bahía, unpuñado de luces indicaba la posición deAlgeciras. Mirando en aquelladirección, dijo Federico:

—¿Qué estará pasando allí en estosmomentos?

Ricardo guardó silencio. Tranquilasy alegres, centelleaban también las de

Gibraltar.—Ahí sí que no pasa nada —dijo

Ricardo después, señalando la plazainglesa.

—Desde luego que no. Los ingleses,como siempre, contemplarán los torosdesde la barrera, y ya verás cómo se lasarreglan para sacar tajada de todo esto.Precisamente están ahí por otra disputanuestra.

Entonces intervino Pinturas:—¿No se creéis ustedes que se va a

liar el follón? —y como no lecontestaran siguió diciendo—: ¡Tambiéntiene malage la cosa, hombre! Ahora,cuando uno puede ganarse algo de parné

con la feria, se les juntan los chícharos alos militares y ea ¡cataplum! Si nofuerais sido ustedes, no pongo en marchael coche ni por na, porque estamos enhuelga.

—Ya lo sabemos, pero éste es unservicio oficial —le dijo Ricardo.

—Si está bien, don Federico, si estábien…— y embaló el coche.

—Pero no corras mucho —leadvirtió Federico—, que hay que vermuy bien por dónde vamos y qué es loque pasa por aquí.

Pinturas aminoró de mala gana lamarcha del automóvil. El campo y lascasitas que emergían de él al borde de la

carretera estaban untados de la calmaaceitosa de la noche. Se oía el aullidode algún perro. Las luces de loshotelitos perdidos entre los árbolesparpadeaban de sueño.

Pasaron por una barriada depescadores, humilde, aplastada contra elarenal y las chumberas, que se hubieradicho deshabitada. Allí creció el ruidodel coche, que se desinfló al dejar atrásla última de las casitas. Federico miróentonces su reloj a la luz de un fósforo.

—Las dos de la madrugada —dijo.Otro silencio. La carretera seguía

desenrollándose sin ningún obstáculo,como si fuera una ruta abandonada.

Campos dormidos. Árboles sin viento.Noche caliginosa, blanda,derrumbándose, indiferente y perezosa,sobre la tierra y el mar.

—¿Qué estará sucediendo ahora enMadrid, en Barcelona, en Sevilla, enValencia, en …? —murmuró Federico—. Aquí, todo tan tranquilo al parecer y,sin embargo…

—Sí, da miedo pensarlo.—Me temo que vamos a una

catástrofe, Ricardo.—Y yo. El alcalde…—Es un hombre inteligente y muy

buena persona, pero ya está entregado.Y se ha entregado también el

gobernador. Y a saber cuántos son losministros, los gobernadores y losalcaldes que lo dan todo por perdido, ya saber también cuántos de los que ya sehan declarado en rebeldía no tienen ideade adónde van…

—¿Será la revolución, Federico?—¿Una revolución sin planes ni

jefes? El Frente Popular es un cuento.Está roto. Largo Caballero es unanciano. ¿Una revolución así? ¡Quédisparate! ¿Qué, cuál, de qué tipo seríaesa revolución, caso de que pudiéramoshacerla, eh? Porque en España se esrevolucionario fácilmente. Basta conquerer poner a la hora de Europa su

economía, su agricultura, su enseñanza,su administración… Pero cada cual love a su modo. Un faísta, un sindicalista,un prietista, un caballerista, uncomunista o un republicano piensan demuy diferente manera y cada uno deellos tiene su receta particular parasalvar a España. En lo único en queestarnos todos de acuerdo es en que nopodernos seguir así, en que hay que darun valiente paso hacia delante. Pero¿cuál, hasta dónde, por dónde? No nospondríamos jamás de acuerdo.

—Está el pueblo —apuntótímidamente Ricardo.

—Eso es lo grave. Nuestro pueblo

es un elemento trágico, pasional, ydetrás de él no hay nada.

Iba a seguir hablando, pero secontuvo. Estaban ya cerca de laconfluencia con la carretera general, yRicardo le había dado con el codo paraque se fijase en los dos puntos negrosque se divisaban en el cruce.

Los bultos sospechosos adquirieronforma en seguida, hasta hacersefácilmente identificables.

—¡Ojú, los civiles! —exclamóPinturas, alarmado.

—Está bien, hombre —dijoFederico—, pero no hay por quéponerse nervioso. Ve despacio y párate

junto a ellos. Yo hablaré.Cerca de allí se alzaba una pequeña

venta o aguaducho, cuyas luces estabanapagadas. Al detenerse el automóvil, seagitaron en su interior varias sombras,adelantándose una de ellas que, al saliral claro, mostró los brillos del tricornioy del correaje.

—¡Buenas noches!—¡Buenas! —fue la seca respuesta

del guardia.En el entretanto había hecho su

aparición otra sombra. No llevaba fusilni cartucheras. Federico lo reconoció enseguida.

—¡Buenas noches, teniente!

El otro se llevó los dedos de lamano derecha hasta la sien en silencio.La sombra del tricornio le chorreaba porla cara, ocultando su expresión a lamirada inquisitiva de Federico.

—¿Ha observado por aquí algoanormal, teniente? Entonces se oyó suvoz átona:

—No. Todo está tranquilo. ¿Vanustedes a seguir?

Para tener tiempo de pensar larespuesta, Federico sacó la cabeza porla ventanilla y miró morosamente elcontorno. Otras dos sombras con fusilvenían desde la venta para reunirse conel teniente.

—Es verdad —murmuró—, todoestá tranquilo —y, luego, dirigiéndose alconductor, añadió—: Anda, Pinturas, dala vuelta.

El teniente echó un paso atrás yPinturas hizo recular al coche enoblicuo, dando rápidamente la popa alos guardias. Federico agitó el brazo,gritando cuando ya el coche tomabaímpetu:

—¡Suerte, teniente! ¡Viva laRepública!

El oficial de la guardia civil volvióa hacer en silencio el saludo militar. Losguardias permanecieron inmóviles ymudos.

—¿No decía el alcalde que laguardia civil está tranquila? —dijoFederico al perder de vista a losguardias—. Pues está con lossublevados, aunque espera algo o aalguien para quitarse la careta.

—¿Y si hubiéramos seguido?—Lo pensé, pero no me atreví a

tentar al teniente.—¿Tú crees que nos hubiera

detenido?—Probablemente. Ni siquiera ha

contestado al viva a la República paradisimular.

—¿Gritar viva la República? —intervino Pinturas—. Digo, si se les

quedó atravesada el primer día en lagarganta como un hueso.

Todo seguía igual por la carretera.El mismo silencio, la misma desolación,idéntica calma. Hasta los mismoslejanos aullidos de los perros. Sólo elcalor empezaba a amainar, batido porlos primeros frescores de la madrugada.

—El alcalde dijo que la sublevaciónde los militares es para derrocar laRepública, ¿no?

—Sí, eso dijo, Ricardo. ¿Y qué?Ricardo prosiguió:

—Entonces será para traer lamonarquía.

—¿Queipo de Llano batiéndose por

la monarquía? No lo creo.—Entonces, como no sea el

fascismo…—¿El fascismo? Pero ¿dónde está el

fascismo español? Hay algún grupito,como tú sabes, pero nada. En España nohay fascismo, como tampoco haycomunistas. No. Sólo hay derechasenfrente. ¿Y qué pueden pretender lasderechas? Pues la vuelta al principio, esdecir, a como estaban las cosas antes dela venida de la República.

Ricardo, que escuchaba a su amigofumando nerviosamente, sacó una manopor la ventanilla para arrojar de unpapirotazo la punta del cigarrillo, cuya

chispa ahogó rápidamente la negrura dela noche.

—Bien, Federico, pero tendránalgún plan.

—Ya te he dicho cuál.—Pues si las derechas no tienen más

que un plan negativo y ninguno lasizquierdas, ¿qué va a salir de aquí?

Federico movió, apesadumbrado, lacabeza.

—Para empezar, toda esta confusiónme hace temblar las carnes.

—Sin embargo —añadió Ricardo—,algo habrá que hacer y…

—¿Tú sabes qué? —le cortó suamigo.

—Algo, hombre.—Sí, luchar; pero a ciegas.—Cualquier cosa antes de que nos

aplasten tranquilamente, vamos, digo yo.—Por supuesto, Ricardo. Pero ¿se

resolverá algo echándonos todos a lacalle a la caza de lo que salga?

Ricardo refunfuñó algo ininteligibley luego guardó silencio. El poblado depescadores continuaba aplastado por lapesadumbre de la noche, inanimado, y elcoche abrió en su aire tranquilo unalarga estela de temblores y resuellos.

—Y esta pobre gente sin sabertodavía lo que se prepara —murmuróRicardo mientras echaba una ojeada a su

caserío.—¿Y quién podría decirlo, Ricardo?—Nada bueno, desde luego.—Esa incertidumbre es lo que más

me angustia, amigo mío. Nuestrasituación es la misma que la del enfermoque quiere saber lo que piensa elmédico.

Aún se veían las manchas blancas delas casitas de los pescadores cuandorompió el silencio una ristra de disparosen la dirección del pueblo. Los tresocupantes del automóvil sesobresaltaron.

—¡Calla! ¿Tiros? —y Federico sacóla cabeza por la ventanilla para oír

mejor.—Será la traca de feria —se le

ocurrió decir a Pinturas.—¡Para, para! —ordenó Federico,

demudado.Ricardo, por su parte, permaneció

mudo hasta que el coche se detuvo alborde de la carretera y pudieronpercibir claramente el estampido seco ysalteado de los disparos.

—Seguramente —dijo— haestallado la revuelta dentro del cuartel.Es lo que esperaba el alcalde —y entono exaltado gritó—: ¡Los sargentoshan cumplido su palabra!

Echaron pie a tierra. Las

detonaciones arreciaron, distinguiéndosealgunas cortas ráfagas de ametralladora.Federico y Ricardo se miraban sin saberqué decir, temblando de emoción.

Entonces se oyó la exclamación dePinturas, con musiquilla cuartelera:

—¡Ya está liada! ¡Ya está liada!—¡Al coche! ¡Aprisa! —fue la

reacción inmediata de Federico.De nuevo en marcha, insinuó

Pinturas:—A ver si es que los militares están

disparando contra el personal…Siguió un silencio, durante el cual

percibieron, más fuertes cada vez, y másnutridos, los disparos, hasta que, de

pronto, empezaron como a tartamudear,cesando al fin bruscamente.

—¡Ya ha palmado el que sea! —exclamó Pinturas.

—Sí —murmuró Ricardo—. Pero¿quién? Tras una pausa, dijo Federico:

—De cualquier manera, malo es quehaya corrido la sangre. Es algo que notiene arreglo. Se quiere luego lavar unasangre con otra, y lo que se consigue esagrandar la mancha. La sangre no selava nunca.

Pronto llegaron a las primeras casasdel pueblo, donde los acogió un granclamor de voces humanas.

—¡Hemos ganado, Federico! —gritó

Ricardo, electrizado de nuevo.Al entrar en la primera calle

pudieron ver a la gente asomada a lasventanas o formando corrillos en laspuertas; muchos de los hombresabrochándose todavía los pantalones;las mujeres, arropándoseprecipitadamente. Asomaban tambiénchiquillos medio desnudos, que semezclaban entre los mayores, pese a losgritos de las madres. De ventana aventana y de grupo a grupo se cruzabanpreguntas y respuestas, mientras todoshablaban a la vez con gran excitación.

—¿Qué pasa, Paco?—¡Qué jollín, niño, qué jollín!

—¿Y Luis?—¡Niño!—¡Ay, Dios!—¡Quédate en casa, Manuel!Estallaban los nervios, como estalla

la tormenta después del bochorno, trasuna tensa y angustiosa espera. Pinturastuvo que aminorar considerablemente lamarcha del coche para no atropellar alos chiquillos que habían empezado ajugar y a perseguirse por la calzada.Federico y Ricardo trataban de enterarsede lo sucedido; pero en vano, porque, envez de respuestas, recibían preguntas alpasar. Pero de pronto apareció por elotro extremo de la calle un grupo de

jóvenes en mangas de camisa, gritando,roncos ya, vivas a la República.

Federico saltó del coche sin esperara que se detuviera y abordó a uno deaquellos mozos:

—¿Qué ha pasado?El muchacho, despeinado, rota la

camisa, parecía ebrio. Sin embargo, alreconocer a Federico, se detuvo paracontestarle:

—Que el sargento García ha dado lavuelta a la tortilla en el cuartel, y ahoraandan los soldados quitando el bando deguerra.

Era inútil preguntar más por elmomento y Federico volvió al coche,

que abandonaron poco después, en laplaza, donde el gentío era mucho mayor.La calle principal aparecía como en unatarde de toros. Habían abierto suspuertas algunos bares y la gente seacogía a ellos o formaba corrosgesticulantes en las aceras e incluso enmedio de la calzada. Preguntas ypreguntas. Vítores. Por toda la callecorría como un calambre de alegríacontagiosa.

Cuando Federico trató de avanzarpor ella, junto a Ricardo, en medio desaludos y amistosos golpes en laespalda, surgió por una de lastransversales un grupo de soldados que

apenas podía abrirse paso entre losgrupos de entusiastas que acudían avitorearlos. El sargento, con la guerreraempapada de sudor, luchaba pormantener el orden y la marcialidad entresus subordinados, teniendo que rechazarenérgicamente a quienes trataban deinvitarlos en los bares del trayecto. Surostro aparecía ennegrecido por la barbacrecida. Se había quedado afónico y seadvertían en él los grandes estragos dela tensión y el cansancio.

—No hay quien pueda con elpersonal —dijo cuando Federico seacercó a él y señalando a los queatosigaban a los soldados—. Estoy

deseando llegar al cuartel. Muchoentusiasmo ahora, pero si no es pornosotros…

Federico tenía que pegarsematerialmente al sargento para poderentender lo que le decía, siendo por esovíctima, a su vez, de los achuchones dela multitud.

—Bien, pero ¿cómo ha sido eso? Elsargento le miró con extrañeza:

—¿Y dónde has estado que no losabes?

Entre codazos, pisotones y continuosmanotazos del sargento, Federico pudocontarle el resultado de su excursiónnocturna por la carretera.

—Esos falsos nos la juegan al final,ya lo verás —fue su comentario, y luego,interrumpiéndose a cada paso, siguiódiciendo—: Lo nuestro resultó como lohabíamos planeado. Los oficialesquisieron resistir, como es natural, en elcuarto de banderas, y tuvimos quedisparar para que la compañía másdudosa se estuviera quietecita. Y esohizo. Como habíamos tomadopreviamente las azoteas y dominábamosel patio, no se podía mover dentro delcuartel ni una rata sin permiso nuestro.En vista de ello, los oficiales notuvieron más remedio que rendirse. Esosí, les prometimos antes dejarlos en

libertad de elegir entre nosotros omarchar a Algeciras.

—¿Y qué?—Pues que a estas horas estarán ya

en Gibraltar.—¿Ha habido heridos o muertos?No, porque no tirábamos a dar. No

hizo falta.—Menos mal.Federico palmeó el hombro del

sargento y se separó de él. El piquete detropa continuó su camino hacia elcuartel, seguido y rodeado de unamultitud vociferante y entusiasta.

Como Ricardo mostró deseos de irinmediatamente a informar al alcalde,

Federico abandonó la calle principal,saludando a unos y a otros. Por laspalabras y comentarios que cazaba alpaso, comprendió que el optimismotornaba al ánimo de las gentes comodespués de un mal sueño.

—¿Tú crees que va a haber corridamañana?

—Digo, pues claro que sí.—No sé, no sé… La cosa no está

clara todavía.—Anda y no seas cenizo.Quería, necesitaba estar solo y tuvo

que rechazar la compañía de algunosamigos.

(—Necesito pensar, serenarme. Estoes una locura. ¡Una locura! La locura deuna noche de verano. ¿Correrá lasangre? Y ahora, ¿qué? Lo peor es quecorra la sangre, que toda España seconvierta en Asturias. La revolución…¿Qué revolución?).

La agitación remitía a medida que sealejaba del centro de la población, pesea los grupos de jóvenes enardecidos queseguían patrullándola en todasdirecciones. Las radios habíanenmudecido y sólo se percibían, decuando en cuando, los vítoresrevolucionarios, cada vez más roncos y

también con mayor carga explosiva,como en los finales de una traca:

—¡Viva el comunismo libertario!—¡Viva la revolución social!Se dirigió hacia el real de la feria.

El circo, las casetas, los artilugiosrecreativos, los puestos de tiro alblanco, las turronerías y los aguaduchos,las barracas de la «cueva misteriosa» yde «sólo para hombres», el teatroambulante con anuncios de «obrassicalípticas», y todos los demástinglados, con sus lonas cerradas y sustoldos recogidos, con sus lucesapagadas y el silencio en torno, dabanuna impresión triste y desoladora.

No se veía un alma por sus avenidasenarenadas. Sólo algunos feriantesdesvelados fumaban junto a las puertasde sus tiendas, desnudos de cintura paraarriba y con las pelambres revueltas.Apenas hablaban entre sí y callaban alver aparecer a Federico. Gentesllegadas a saber de dónde y a costa decuántas fatigas, ancladas allíocasionalmente para seguir después laruta de las ferias, vendiendo su alegríaprofesional de cascabeles mecánicos. Eltumulto del pueblo era, sin duda, un malpresagio para ellos.

(—Tienen miedo, pero ¿quién no

tiene miedo esta noche? Es él, el miedo,el causante de todo este alboroto. TodaEspaña tiembla de miedo. El miedo esel que nos empuja a unos contra otros.¡El miedo!)

—¡Viva la revolución social.Los feriantes apagaron rápidamente

sus cigarrillos y se escondieron bajo laslonas o en los carromatos. Y se congelósobre el real de la feria un silencioprofundo y pavoroso.

Federico miró a lo alto, donde yapintaban albores, y se estremeció.

(—Qué nos traerá el nuevo día?¿Cuántas personas, en este mismo

momento, desde sus alcobas, desde susdespachos, en los caminos, en lasencrucijadas, en la centinela, en loscentros políticos, en los conventos y enmil diferentes escondrijos, estaránesperando, acongojadas, que se levanteel telón del nuevo día?)

Seguía ensimismado en suspensamientos cuando oyó que lollamaban por su nombre. Había quedadoatrás el real de la feria y se hallaba enuna de las calles que conducían al centrode la población.

—¡Federico!Sí, le llamaban desde aquella

ventana. Pero la ventana pertenecía a lacasa de don Agustín, el jefe de laCEDA.

—¡Federico!Se acercó.—¡Buenas noches, don Agustín!—¿Buenas noches, hijo?Don Agustín era el abogado más

importante de la ciudad. Rubio, grueso,con unos ojos claros inteligentísimos yamigo de Gil Robles, o, por lo menos,su ferviente admirador. Tenía dos hijascasaderas, muy guapas, y un solodescendiente varón, vago y calavera, unverdadero balarrasa.

—Es la fórmula, ¿no?

—Sí, pero… ¿qué crees tú?—¿Yo? ¿Y usted?—No sé qué pensar.—Ni yo.—Entonces…Don Agustín estaba pálido,

tembloroso, angustiado.—¿Crees que pueda ocurrir algo

gordo?—¿Y quién lo sabe, don Agustín?—¡Pobre España!Siguió una pausa. Ninguno de los

dos sabía de qué hablar. Al cabo dijoFederico, como despidiéndose:

—En fin, mañana veremos…Y don Agustín, suspirando

profundamente, exclamó:—Adiós, hijo. ¡Y que Dios tenga

piedad de todos!

III

Al desembocar por la calle deCarretas se dio cuenta Federico delcolor ceniciento del aire de la Puerta delSol en aquella mañana de marzo. Losescaparates de las tiendas,desoladamente vacíos y con los cristalescuadriculados por las tiras de papelengomado, y el mal aliño de las gentescontrastaban con el ornatopropagandístico de banderas y cartelesen fachadas y balcones. Los tranvíascirculaban sin cesar, abarrotados de unpúblico gris, entre el que sobresalían los

uniformes y los capotes militares, entorno al viejo y deslucido tinglado delcentro de la plaza. Los faroles aparecíanpintados de azul. Se veían muchasmujeres entoquilladas o enfundadas enraídos abrigos, calzadas muchas de ellascon botas de paño y zapatillas, portandopequeños capazos y fardeles, queandaban apresuradas, con la únicapreocupación de hallar alguna cola queanunciase la venta de algo para comer.En las anchas aceras, sin embargo, seobservaban los consabidos grupos decuriosos, paseantes y desocupados deotros tiempos, con la sola diferencia desu atuendo, mixto de soldado y paisano.

Estaban allí, al igual que siempre, comoa la espera de un regalo de la suerte: elextraño negocio, la rara oportunidad, lafortuita combinación, la noticiaescandalosa, el comentario zumbón, lahembra desconocida…, sin que, por elcontrario, prestasen, al parecer,demasiada atención al desusadomovimiento de guardias de asalto porlos alrededores del Ministerio de laGobernación, en cuya torre seguía elreloj que midiera siempre el tiempo deEspaña, pero con el cristal de la esferaroto, e inmóvil la célebre bola. Un grupode soldados aburridos contemplaba eldestrozo que hiciera un obús en la boca

del «metro».La Puerta del Sol continuaba siendo

el corazón de la gran ciudad, si bienpareciese ahora cansado, con latidosmás débiles al cabo de una larga agoníaque duraba ya casi tres años. Treintameses de asedio militar, de cerco, decastigo diario, viendo morir a todashoras a sus habitantes en cualquieresquina, bajo chaparrones de metralla,hambrientos, ateridos, dando un ejemplode terquedad ibérica superior a todoslos ejemplos anteriores. Por aquí y porallá, los grandes letreros con la frase«No pasarán», eran como la vozdesesperada y desafiante de unas gentes

—las de la ciudad— famosas en milhistorias de picaresca y en incontableschistes para asombro de provincianos, yfamosas también por sus desplantes ysus posturas aguerridas, cuando sufrivolidad cortesana se tornaba enremango arrabalero y popular.

Federico torció a la derecha y sedetuvo a contemplar el escaparate de lahistórica librería de San Martín. Pocascosas ofrecía: sólo algunos folletos depropaganda antifascista, y tres o cuatrotítulos, entre ellos Doy fe, Un año conQueipo… Al tropezar sus ojos con Elajedrez internacional, se sonrió.Entonces advirtió, a través del

empañada y sucio cristal del escaparate,la borrosa imagen de un hombre situadoa su espalda, que parecía seguiratentamente todos sus movimientos, y sevolvió, rápido, hacia él.

El hombre dio un respingo y le miró,un poco temblón. Tenía el pelo casicompletamente blanco, manos finas devenas abultadas y un mirar triste yavergonzado. Se arropaba con un gabánque debió de ser bueno mucho tiempoha, y se cubría el cuello con una bufandanegra. Tenía arrugas profundas en elflaco rostro de barba cana sin rasurar yuna arrastrada sonrisa en los blandoslabios.

Federico le miró al prontoduramente y apercibido, pero cambió deactitud a las primeras palabras delanciano:

—Perdone, camarada. No queríamolestarle. Sólo que… Federico leescuchaba en silencio y sin hacer elmenor gesto, impasible, y el viejoañadió, acentuando su sonrisa deescasos y negros dientes:

—Era por la colilla, ¿sabe? Noquería perdérmela. Me acabo de tomarun caldo ahí —y señalaba al Café deLevante—, pero no he podido fumarmeel mejor pitillo del día, ¿comprende? Nocrea, tengo dos hijos y tres nietos en el

frente…Por fin habló Federico:—¿Voluntarios?El anciano dudó un momento ante la

mirada fría y penetrante de Federico, yluego contestó:

—Uno de mis hijos, sí. Es socialista.El otro y los nietos, por sus quintas.

El capitán sonrió.—Eso quiere decir que tiene de

todo: un voluntario, otro de la quinta delsaco y tres de la quinta del biberón, ¿noes así? El anciano movió la cabeza ensentido afirmativo, agregando:

—Y no es eso lo peor, sino que unose encontrará a estas horas en Francia y

los otros están enrolados en el Cuerpode Ejército de Barceló. Así que…

Federico, que entretanto habíaescondido una de sus manos bajo elcapote, la hizo reaparecer ante los ojosde su interlocutor con un cigarrillo.

—Tome —le dijo—, ahí tiene parados veces. Pero que conste que no mecreo lo del hijo socialista y voluntario,¿estamos?

El anciano se lo arrebatónerviosamente, brillándole los ojos ytemblándole los labios de avidez, y ledijo después:

—Se lo juro, capitán. Él salvó a suotro hermano… y también a mí, aunque

yo no me metí nunca en política. No megusta la política de ahora, ¿sabe? En mistiempos era otra cosa —y comoFederico guardara de nuevo un fríosilencio, añadió—: Así que no sé lo queva a ser de ellos, ni de todos nosotrosahora, con este nuevo jaleo que anunciala Prensa. Era lo que nos faltaba, porqueya está bien de sangre, ¿no le parece?

—¿Usted cree?—Claro, hijo, claro. Ya le he dicho

que no entiendo de política, pero, apesar de ello, creo que todo lo ocurridoen España desde el 18 de julio es unalocura, y usted perdone, y esto queempieza ahora, el delirio. Dicen,

dicen… —y otra vez vaciló al hablar—que habrá una segunda vuelta despuésque pase esto. ¿Usted también lo cree?

Federico movió la cabezanegativamente.

—No, no lo creo así —contestó—.Puede usted estar tranquilo. Ésas sonrumores derrotistas, bulos de la quintacolumna. El anciano bajó los ojos,murmurando:

—Si al menos acabara pronto laguerra. Dicen… Pero Federico le cortócon su saludo de despedida:

—¡Salud!—Salud y gracias, capitán. Que…Pero ya el capitán le daba la

espalda. Entonces el anciano se arrimó ala pared para ocultarse a la mirada delos curiosos y partió en dos el cigarrillo.

El Café de Levante, grande, sucio,destartalado, estaba repleto deparroquianos pegados al mostradorunos, o formando nutridos corros entorno a las mesas los más. Olíadensamente, a sebo, a tabaco picante y aropa vieja y sudada. En sus paredesfiguraban muchos carteles depropaganda antifascista, algunosdespegados ya, o de advertencias sobreel trabajo de espías, de esparcidores debulas y rumores derrotistas, mostrando

hercúleas figuras de obreros con lassiglas C.N.T. y U.G.T. sobre la camisa,de combatientes aguerridos y dedescomunales orejas pertenecientes asimiescos espiones.

Era un público abigarrado,compuesto en su mayoría por militares,si bien no se observara una verdaderauniformidad en su atuendo: chaquetonesde cuero, capotes, gorras de plato ypasamontañas, pantalones rectos oabombados, alpargatas o altas botas decuero, guerreras o cazadoras… Losoficiales se distinguían por la estrellaroja de cinco puntas y los galonesdorados, y también por el correaje y las

pistolas, aunque algunos aparecieranvisiblemente sin armas y, por elcontrario, las mostrasen quienes noostentaban graduación alguna. Tambiénhabía entre ellos mujeres de aspecto ymodales desairados, provocativas, queasediaban a los hombres y alternabancon ellos desenfadadamente. Bienvisible, por cierto, destacaba uno de loscarteles previniendo a los soldadoscontra las enfermedades venéreas, «quecausan más bajas que las balasfascistas».

Pese a tal concurrencia, el tono delas conversaciones era más bienmoderado, confidencial, sobre el único

periódico de la mañana, Castilla Libre,de la C.N.T., cuyos comentarios eranfavorables en un todo al coronelCasado.

Se hablaba con reserva, cruzándosemiradas de recelo entre grupo y grupo.Había quien se deslizabadisimuladamente entre ellos, a la caza,sin duda, de palabras y comentarios,provocando miradas de desconfianza yalusiones a uno de los carteles donde seleía: «Ojo, antifascista: el enemigoescucha». Nada más entrar allí,Federico se percató del ambienteconfuso, contradictorio y temeroso quepredominaba. Aquellos hombres eran

convalecientes de los hospitales desangre, o se hallaban gozando de brevepermiso, o pertenecían a centros derecuperación, o estaban adscritos aalgún servicio de la retaguardia, o, enalgunos casos, eran simplesemboscados, desertores o enemigos condocumentación falsa. En cuanto a lasmujeres, era claro que se alistaban en laclase de prostitutas profesionales. Nofaltarían tampoco agentes del S.I.M. nide las organizaciones clandestinas deladversario. En cualquier caso, todos sehallaban profundamente turbados por lasnoticias de la Prensa concernientes a laconstitución de la Junta de Casado, en

pro la de la mayoría de los periódicos yfuriosamente contrarias las de loscomunistas.

Presionando en busca de la línea demenor resistencia entre los que seagolpaban en el mostrador, pudo al finasomarse a él. Al otro lado de la barreraatendían al público unos hombres viejosy cansados que no parecían tener elmenor interés en su trabajo. Consistíaéste en verter en tazas y vasos elcontenido de unas perolas que les traíande la cocina, negruzco el del supuestocafé y blancuzco el del supuesto caldo.

—¡Eh, camarada, que ya me toca amí! —gritaba uno en el momento de

aparecer Federico.Pero el camarada del cazo se limitó

a mirarle y encogerse de hombros paradarle a entender que tuviera paciencia,porque no podía dar abasto a tantaspeticiones. Luego se entabló una disputa.

—¡Cuidado, camarada, que es paramí! —alegó un soldado con la cabezavendada, tratando de apoderarse de unade las tazas.

—¡Rin, rin, todos los días quieres, ylos domingos dos veces! —replicó unamujer gorda y descarada, birlándole lacodiciada taza humeante.

El así burlado se la quedó mirandosin saber qué hacer ni qué decir. Ella,

poniéndole en la mano un arrugadobillete, añadió, al tiempo de guiñar unojo:

—Anda, paga; que no se diga queeres un primo —y al volverse deespaldas a él, aún le soltó otra chulería—: ¡Qué porquería, mi novio es deinfantería!

Federico, con un cigarrillo entre losdedos para mostrárselo al hombre delcazo, gritó entonces:

—¡Un caldo, compañero!El otro iba a hacer ya su

acostumbrado movimiento, pero al verel cigarrillo que le ofrecía, cambió sugesto agrio e indiferente por otro

plenamente amistoso.—¡Va, compañero! —gritó a su vez.Vertió rápidamente un cazo del

líquido blancuzco en una taza y colocóésta frente a Federico con una manomientras con la otra se apoderaba delcigarrillo y lo echaba en una caja, bajoel mostrador.

Al darse cuenta de la maniobra,algunos de los que esperabanpacientemente su turno se revolvieron,pero no contra Federico, que habíaprocurado desaparecer inmediatamentede allí, sino contra el camarero.

—Como te atrevas a repetir la faena,te juro que te tragas una bomba de mano,

mamón.—¡Desgraciado! —se desahogó otro

—. Pues no se vende por un pitillo… Teaseguro que cuando llegue la segundavuelta, vengo por ti, hombre.

Pero el del cazo no se dejóimpresionar.

—¿Es que no vais a fumar más quevosotros?

—Pues vente al frente, majo.—¿Para qué, valiente? ¿Para ver la

paliza que les damos ellos a nosotros?Algunos de los circunstantes rieron,

y uno de ellos remató así el incidente:—Anda, y que no tiene cara el

fulano… Más cara que san Alejandro,

que se murió de paperas…Federico, entretanto, tenía que hacer

mil equilibrios para que no se lederramase el caldo mientras se dirigíahacia una de las mesas desde la quealguien le hacía señas con una mano.

Cuando pudo llegar hasta allí,indemne, y dejar la taza sobre elmármol, saludó:

—¡Salud, Cubas!—¡Salud, Olivares! Sabíamos que te

encontraríamos aquí.—¿Y qué hacer? No hay otro sitio en

Madrid donde se pueda tomar algocaliente por las mañanas —ydirigiéndose al otro contertulio, añadió

—: ¡Salud, Trujillo!—¡Hala, coño, siéntate! —y

mientras Federico tomaba asiento entreambos, añadió—: A ver si ahorapodemos fumar, hombre.

—Deja primero que me tome elcaldo, ¿quieres?

—Sí, hombre, sí.Cubas, el comisario de guerra, era

un tipo corpulento, moreno, de miradagrave y profunda, que rondaba loscuarenta años. Tenía modales, andar yhabla de campesino, pero de campesinopulido por una cultura de autodidactaque había pasado directamente, siendoya adulto, de las primeras letras a

tratados de historia y de sociología.—Mira que eres pesado con tu

dichoso vicio del tabaco, Trujillo. —Después, dirigiéndose a Federico,agregó—: Hasta que tú has venido no hahabido forma de hablar seriamente conél, porque dice que no es hombre hastaque se fuma el primer pitillo, del día.¿Qué te parece? ¡Vaya unrevolucionario!

El delgado rostro de Trujillo parecíauna proa al enfrentársele y decirle:

—¿Es que el fumar sólo es cosa deburgueses?

—No, hombre, no, pero tu obsesiónpor el tabaco en circunstancias como las

que estamos viviendo me parece unaniñería.

El teniente hizo un mohín dedesprecio.

—Claro, como tú no bebes, nifumas, ni tienes ningún otro viciopequeño…

Federico, mientras sorbía los restosdel caldo, hizo un ademán apaciguador,que cortó el tiroteo de pullas entre susamigos. Al sacudir después la cabeza,como espeluznada, le dijo Trujillo,riendo:

—No pienses de dónde habránsacado los zancarrones de burro o demula para hacer ese caldo, hombre. Yo

por eso tomo café, que sé que escebada…

—¿Quieres callarte, zopenco? —yFederico se pasó el dorso de la manopor los labios.

Cubas, sonriendo, intervino:—¿Y qué más da que los huesos

sean de buey o de asno, vamos a ver? —y ya serio añadió—: En fin de cuentas,todo se reduce a hierro, fósforo…

—Ya, ya —le interrumpió Federico—. Ya lo sabemos, pero es que tambiéncuenta la imaginación.

—Tienes razón —accedió Cubasmeneando la cabeza—. Ella es la quenos amarga la vida.

Federico puso entonces una manosobre su hombro, dándole unasamistosas palmadas.

—O nos la adorna, Cubas, o nos laadorna. Porque, ¿qué sería la vida sinimaginación?

—Más fea, desde luego, pero másverdadera.

Federico sonreía.—No se puede ser tan materialista,

Cubas.Cubas le miró a los ojos gravemente;

pero, de pronto, quebrando su gestoadusto con una leve sonrisa que fue másbien mostrar la robustez y blancura desus dientes, murmuró:

—Bueno, dejemos eso ahora yvayamos al grano, ¿quieres?

—De acuerdo.Federico sacó entonces un pitillo y

lo partió en dos, dando una de susmitades a Trujillo y quedándose con laotra, y en seguida se pusieron ambos aliar sus respectivas pajillas mientrasCubas se entretenía en trazar círculoscon un dedo en el sucio mármol de lamesa. Hasta ellos llegaban la vaharadade olores turbios y el monótono runrúnde las conversaciones. De cuando encuando sentían el roce de alguien quepasaba junto a ellos, empujándolos pordetrás o apoyándose en los respaldos de

sus sillas, y hasta algún codazo que otro.Se oían risotadas y tacos sonoros, y laspalabras camarada y compañero en vozalta para llamarse. Una mujer gordapasó contoneándose junto a otro grupo,deteniéndose después para quitarle auno el cigarrillo que tenía en la boca ydarle un par de chupadas, a cambio deque su dueño le palpase y le palmeaselas nalgas.

Cubas permaneció en silencio hastaque vio echar humo a sus amigos porboca y narices.

Entonces preguntó a Federico:—¿Cuándo nos volvemos al frente?Federico expelió el humo lentamente

y luego movió la cabeza en sentidonegativo.

—¿Volver al frente? Imposible. Loscomunistas han debido de cortar ya lacarretera de Guadalajara. Por otraparte…

—Pero hemos de hacer algo, ¿no?—Nada, Cubas, nada.—¿Cómo que nada?Federico remachó:—Lo que oyes. Por lo menos, yo no

pienso hacer nada. Estamos metidosdentro de una ratonera; pero, aunque nofuera así, me quedaría igualmente enMadrid. Claro está —añadió alobservar el fruncimiento de cejas de

Cubas— que vosotros sois muy dueñosde hacer lo que os parezca mejor enestas circunstancias.

—Yo haré lo que tú hagas —seapresuró a decir Trujillo—. Hemosestado juntos toda la guerra y juntoshemos de continuar hasta el fin.

Siguió un silencio. Cubas habíapalidecido y cerrado los ojos. Soltóbruscamente después el alientocontenido y, golpeando la mesa con elpuño, exclamó:

—¡Y qué fin, Trujillo, y qué fin!—Sí y ¡qué fin! —repitió Federico

suspirando.—Es una vergüenza, Federico —y

Cubas le miró a los ojos con rabia enlos suyos.

—Y tanto. ¿Por qué hemos de sernosotros beligerantes en él? Lo heestado pensando durante muchas horasla noche pasada y he decidido, pase loque pase, estarme quieto y no tomarpartido por ninguno de los dos bandos.¿Otra guerra civil entre nosotros? —Sonrió amargamente y añadió—:Bastante tendremos que lamentar laprimera durante toda nuestra vida parameternos en otra. ¡Ni pensarlo, vamos,ni pensarlo! Yo no quiero caer tan bajo,Cubas, y no caeré.

—Pienso igual que tú —dijo

Trujillo.Cubas miró a ambos, pero como si

no los viese, y siguió una nueva pausahasta que al fin dijo, abatiendo otra vezla mirada:

—Puede que estés en lo cierto,pero… —volvió a mirar a Federico y,ya más vehementemente, le preguntó—:¿No comprendes que serán loscomunistas los que nos obligarán aluchar?

—¿Por qué?—Pues muy sencillo. Ellos son

incomparablemente más fuertes que losde la junta. Las tropas que defienden aMadrid pertenecen al 1.°, 2,° y 3.er

Cuerpos de Ejército, al mando de loscomunistas Bueno, Ortega y Barceló.Eso aquí, que en Levante son los amos.Además, tienen los tanques, losguerrilleros y la aviación. ¿Y con quécuentan, en cambio, los de la junta? Puesprácticamente sólo con nuestro Cuerpode Ejército, el 4.°, al mando de Mera, ycon alguna otra Brigada suelta que nopodrá moverse. ¿Es verdad o no?

Federico y Trujillo, afirmaron conun movimiento de cabeza.

—¿Queréis decirme entonces qué eslo que va a pasar? —continuó diciendoCubas—. Pues que los comunistas semerendarán a los de la junta en menos

de cuarenta y ocho horas. Después habráque continuar la guerra contra elfascismo, ¿no? Creo que está bien claro.Bueno, pero ¿que hacemos nosotrosentretanto? ¿Unirnos a los comunistas, odejar que nos aplasten? No existe unatercera solución. Y como por encima detodo somos antifascistas… Yo a lo deCasado no le veo ni pies ni cabeza. Deacuerdo con los comunistas hubiera sidoposible todo; en contra de ellos, nada.

Federico, que había seguidoatentamente los razonamientos delcomisario, moviendo la cabeza, unasveces en sentido afirmativo y en sentidonegativo otras, le replicó:

—Pues existe una tercera posición:cruzarse de brazos, no intervenir en elconflicto, ya que hemos tenido la suertede que nos sorprendiese fuera denuestras unidades. No hay duda de quelos comunistas son, con mucho, los másfuertes, pero no utilizarán toda esafuerza en el sentido que tú imaginas, no.Lo que tú acabas de decir lo sabentambién los hombres y lasorganizaciones que han formado laJunta, y mejor que tú y que yo, y nopodemos creer que hayan pretendido tansólo suicidarse.

—No, claro que no, pero…—Según mis informes —siguió

diciendo Olivares—, los de la Juntacuentan con que los comunistas haganuna oposición simbólica para salvar suprestigio con vistas al futuro. No tienenprisa ni les importa una derrota parcial.Lo contrario que a nosotros. Por eso nopasarán de esa demostración deprotesta. Claro que ello va a costar lavida a muchos antifascistas. Eso es loque más me duele. Y es precisamentepor este detalle por lo que no dispararéni un solo tiro en esta segunda guerracivil. Desengáñate, Cubas, hemosllegado al fin irremediable. Estamosvencidos, y no hay que darle másvueltas. A mí también me ha costado

mucho admitirlo, pero es así y no de otramanera.

Trujillo, que había pinchado con unalfiler la colilla para apurar hasta laúltima brizna de tabaco, intervino paradecir:

—¿Matarnos entre nosotros mismos?No seré yo quien lo haga. ¡Ni hablar!

—Es más —añadió Federico—, lehe pedido a Matilde que me lleve alhotel mi ropa de paisano. En cuanto mela ponga esta tarde, se habrá acabadopara mí la guerra.

Cubas, de codos sobre la mesa y conel rostro oculto en las palmas de lamano, guardó silencio. Federico y

Trujillo cruzaron entre sí una mirada yquedaron también callados. Por laprofunda y agitada respiración delcomisario comprendieron ambos ladolorosa lucha interna de éste, su íntimadesesperación y congoja. Al cabo de unrato, murmuró, restregándose los ojos:

—¿Y para eso se lo ha jugado unotodo?

Luego miró a sus amigos, brillándoleintensamente la mirada.

—Me quedé sin mujer y sin hijos, yhasta di por perdida la revolución, peroconservaba la esperanza de ganar laguerra. Y ahora ¿qué? —movióviolentamente la cabeza y añadió con

energía—: ¡No, no puede ser! Tenemosque estar equivocados, Federico. ¿Quéva a ser de tantos miles de hombres,mujeres y niños? Ya no pienso ahora enmí, pienso en ellos, ¿comprendes?

Estaba a punto de estallar en él ladesesperación.

—No van a fusilar a todo el mundo,digo yo —y Trujillo le golpeóamistosamente en el hombro.

—¿Fusilar? ¿Es que no hay algopeor que eso? ¿No comprendes que espeor mendigar la vida, verse aplastado,ser un vencido para siempre? —replicóCubas, más y más enardecido—. Creo,que tenía razón la Pasionaria cuando

dijo que vale mas morir en pie que vivirde rodillas.

Los miraban descaradamente yadesde las mesas próximas, algunos decuyos ocupantes se acomodaban para oírmejor, ávidos todos ellos de cualquiercomentario que los orientase en ellaberinto de tantas conjeturas ysuposiciones. Federico, dándose cuentade la atención que despertaban, hizo unaseña al comisario para que bajase lavoz, y Cubas le obedeció comosorprendido.

—Yo creo que no está todo perdido,Cubas —le dijo—. Precisamente laJunta que se ha creado trata de evitar la

última matanza y que, los que así lodeseen, puedan salir de España ylibrarse de ese martirio que tú acabas deexponer.

—¿Adónde, Federico? ¿A un campode concentración en Francia?

—No, hombre, no. A América. Allíhay mucho que hacer hasta desde elpunto de vista revolucionario. Otra vezse irá allá la mejor gente de España.

—¿A América? —y Cubas le mirócomo un niño a quien le hablan de algoque ya le suena a quimera.

—Volveremos cuando acabe laguerra mundial, esa guerra que va aestallar dentro de nada entre el fascismo

y las democracias.—¡No me mientes las democracias,

Federico! Bien nos han explotado yengañado. Ahora que no les arriendo lasganancias. ¡Bien lo van a pagar todas,bien!

—¿Democracias? ¿Rusia? ¡Mierdapara todas ellas! —Trujillo escupiórabiosamente al suelo.

—Bien, bien, pero ellas son nuestraúnica esperanza a pesar de todo,compañeros —dijo Federico.

—No me digas que no es triste quetengan que vengarnos Hitler y Mussolinide franceses e ingleses, ¿eh?

—Ni lo pienses, Cubas —afirmó

Federico categóricamente—. Elfascismo tiene que desaparecer delmundo. De eso estoy tan seguro como deque ahora es de día.

Se habían acalorado. Era aquél untema que les dolía hasta el paroxismo.Era ese hierro candente que no se puederesistir, y como tenían que reprimirse,optaron ambos por morder las palabrasy finalmente dejar la cuestión, porque enel fondo ambos pensaban lo mismo.Trujillo aprovechó la pausa para decir:

—Para que veáis cómo están lascosas, os voy a contar lo que me pasó elotro día en el Estado Mayor de laDivisión donde el hermano de mi mujer

es teniente gobernador de un Cuartelgeneral, cerca de El Escorial. Pues fuiallí, como siempre, para sacarle tabacoy algunos botes de carne y de leche paralos chicos, pues, como él es soltero, nose acuerda nunca de estas cosas. Micuñado no me dio tanto como otrasveces y noté algo raro en el ambiente,pero al pronto no hice caso. Cenamosopíparamente para estos tiempos ycuando estábamos tomando el café, va yle dice el jefe de Estado Mayor a uno delos oficiales: «Pon la radio, a ver quédice el parte de esta noche». Se levantóel fulano y encendió la radio. Todo elmundo se quedó callado y, de pronto,

empezó a oírse el parte. A lo primero lotomé por el nuestro, aunque no era lavoz de siempre, pero al ver que aquelloshijos de puta lo escuchaban con el brazoextendido, a lo facha, comprendí que erael parte de guerra de los otros. Me dioun vuelco el corazón, pero me dije paramis adentros: «Trujillo, te estántomando el pelo estos cachondos…»Pero qué tomadura de pelo ni qué leche.Aquella iba en serio.

—¡Cabrones! ¿Y por qué no tecargaste allí mismo a todos ellos? —lepreguntó Cubas rechinándole los dientes—. Si llego a estar yo allí…

Trujillo siguió contando:

—No creas que no se me ocurrió.Pero estaba solo. Lo que hice fue salirde estampía. Mi cuñada corrió tras demí y me dio alcance. Entonces empezó adecirme que no fuera tonto, que la guerraestá perdida, que hay que salvarse comosea. Que ellos estaban en contacto con laFalange y con el Socorro Blanco. Poreso no podía darme más suministro elmuy cabrón. Y qué sé yo cuantas mashijoputadas me dijo. Hubo un momentoen que lo vi muerto, pero no quisemancharme con la sangre de uno de lafamilia. Le tiré el macuto a la cara y ledije todas las perrerías que se le puedendecir a un hombre, y luego eché

carretera adelante hasta que me recogióuno de los camiones de suministro.

—¡Como para meterlos a todosdebajo de un tanque! —exclamó Cubas.

—Sí —dijo Federico, tambiénpálido de rabia y, después de una pausa,agregó—: Claro que traidores los hahabido siempre en todos los campos.Estoy seguro de que si la situación nosfuese favorable a nosotros, muchos de laotra zona estarían ensayando a levantarel puño. Y, si no, acordaos de aquel jefede guerrilleros que solíamos pasar a laotra parte por el Tajo. Aunque nunca nosquiso decir los nombres de los pecesgordos comprometidos en Burgos y

Zaragoza, lo cierto es que siempre setraía de allí una información estupenda.

—Siempre hay tipos que juegan sóloa ganar. ¡Maldita sea la madre que losparió! —barbotó Trujillo.

Cubas asintió con un movimiento decabeza y Federico murmuró:

—Así es. Es triste, pero así es.De pronto se oyó una bronca voz que

gritaba:—¡Camaradas, compañeros,

hermanos! ¡No pasarán!Y, como electrizados, los grupos de

las mesas, puestos unánimemente en pie,y todos los que se hallaban junto almostrador, empezaron a corear el grito,

levantando los puños cerrados sobre suscabezas.

—¡No pasarán! ¡No pasarán! ¡Nopasarán!

También Federico, Cubas y Trujillose unieron inconscientemente al clamor,transfigurados por el viejo entusiasmode la lucha.

Era el grito rabioso y estremecedorque surgió en las calles de Madridcuando se vio abandonado y solo en unsiete de noviembre. Ahora sonabamucho más dramático, mucho máslúgubre, como única razón de quienes seencontraban perdidos en un seis demarzo. Perdidos, pero no quebrados, ni

arrodillados ni arrepentidos.Los curiosos y paseantes de la acera

del café tuvieron dos reacciones muydistintas: unos desaparecieron de allí,como barridos por el miedo, y otrospenetraron en él para unirse al tumulto.

Cubas, pálido y con las venas delcuello henchidas, subió de un saltoencima de la mesa y, extendiendo losbrazos, se puso a gritar:

—¡Compañeros! ¡Camaradas!Más que su voz, que no podía oírse,

fue su gesto quien poco a poco fueatrayendo la atención de losvociferantes, hasta conseguir que todosaquellos seres fuera de sí le miraran y

decreciera un tanto la ola de sus voces,oportunidad que él aprovechó paradirigirles la palabra:

—¡Compañeros, camaradas! Hallegado la prueba suprema. No nosvamos a echar atrás ahora, después detreinta y dos meses de guerra, ni aolvidarnos de que sólo hay un enemigofrente a nosotros: el fascismo. No nosimporta lo que digan los de la Junta nisus adversarios. Sólo nos importa que elfascismo no pase, que Madrid sea sutumba o la nuestra. —Advirtió entoncesalgunas muestras de impaciencia y dedisentimiento y, para cortarlas de raíz,apeló a los vítores:

—¡Compañeros, camaradas: viva lalibertad!

—¡Vivaaa!—¡Viva España libre!—¡Vivaa!Saltó al suelo y dijo a sus amigos:—Vámonos.Salieron. La Puerta del Sol,

resonante, parecía encogerse. Sólocirculaba la gente por la acera contraria.Los guardias de asalto, desplegados entorno al Ministerio, aguardaban,nerviosos, la aparición del peligro. Sinembargo, los tranvías amarilloscontinuaban, impertérritos, sus lentosviajes. En el Café de Levante continuaba

el fragor de las voces y ya empezaban asalir de él grupos cantando himnosrevolucionarios.

—Comprendí de pronto que eranecesario animar a la gente —murmuróCubas—, pero sin lanzar a unos contraotros, y eso es lo que he querido hacer.

—Y has estado como Dios —dijoTrujillo.

—No se podía decir otra cosa —confirmó Federico—. Me parece muybien lo que has hecho.

Siguieron ya en silencio hastaalcanzar la embocadura de la calle de laMontera. El Café de Levante se habíavaciado ya en su acera y los grupos

empezaban a detenerse sin saber adóndedirigirse.

—¿Adónde vais vosotros? —preguntó Trujillo. Cubas se encogió dehombros.

—Por ahí. Quiero ver lo que pasa.—Yo, a la calle de Fortuny. He de

hablar con Molina antes de nada —manifestó Olivares.

—Pues yo voy a llegarme hastaIntendencia a ver si consigo algo desuministro. Los chavales estánlampando, y ellas no entienden de Juntasni de revoluciones. ¿Vais a sacarvosotros el rancho en frío? —y comoFederico y Cubas hicieran un gesto

negativo, añadió—: Pues entoncesdadme vuestro salvoconducto para quepueda sacarlo yo. ¿Qué os parece?

Los otros le dieron los papelesrespectivos y Federico dijo después:

—Podríamos vernos esta noche en elhotel para cambiar impresiones.

—De acuerdo.—De acuerdo.Y se separaron. Cubas se dirigió

hacia la calle de Alcalá, Federico siguióMontera arriba y Trujillo fue a hundirseen la boca del «metro» más próxima.

A Federico no le sorprendió lainusitada animación que se advertía en

el vestíbulo y en las demásdependencias del piso de la calle deFortuny donde estaba instalado elComité Local de Madrid, dados losextraordinarios acontecimientos del día.

—¿Es verdad que los comunistasestán ya en la Cibeles? —le preguntóMadriles nada más verle.

Federico se encogió de hombros ypasó de largo ante él en dirección a lasoficinas. Por supuesto, las secretarias nohabían desenfundado siquiera lasmáquinas de escribir y se limitaban aatender los teléfonos y a tomar algunabreve nota con lo que les decían los quecontinuamente entraban y salían

procedentes de la calle. Todo era allírumores y desconcierto.

Volvió a tropezarse con el mismosujeto de la noche anterior, de quienMadriles le informara que era elsecretario general de Ventas, que volvióa saludarle con un rotundo «¡Salud,compañero!», lamiéndole, a la vez, conla mirada. En aquel momento decíaMarina a los allí reunidos, que ocupabanpor entero las habitaciones y lospasillos, de pie o sentados de cualquiermanera:

—El Comité sigue reunido y, por elmomento, no hay más noticias que lasque todos conocéis. Hasta que se

reciban los informes de todas lasbarriadas y de los compañeros delfrente, no será posible hacerse una ideaclara de lo que está ocurriendo enMadrid. Tan pronto como el Comité latenga, la dará a conocer a todos. Esto eslo que me acaba de decir el camaradaMolina.

Hubo gestos de impaciencia, juntocon otros de resignación, entre losoyentes. Era evidente, por otra parte, laansiedad de todos aquellos hombresvestidos heterogéneamente,correligionarios del montón,depauperados por el hambre y lasprivaciones, entre los que abundaban los

mutilados de guerra, los inútiles para elservicio activo y los de edad más quemadura. Ninguno fumaba, bien porqueno tuviesen tabaco o porque fueran tanraquíticas sus provisiones que noquisieran compartirlas con nadie, otambién porque no se atrevieran a lo quealgunos considerarían una provocación.Federico reconoció algunoscombatientes de los primeros tiempos,cuando las milicias se batíandesordenadamente, sin apenasarmamento, sin organización y sin másdisciplina que la real gana de cada cual.Estaban allí algunos de los que, alprincipio, lo mismo hacían chistes,

mientras disparaban contra loslegionarios y los moros, que salíanhuyendo porque alguien había divisadoentre los olivos a la caballería mora o alas tanquetas italianas, o que, sin más,abandonaban el frente con su fusil parapasar la noche con la parienta. Él loshabía visto muchas veces esperar lacaída de algún compañero para hacersecon su fusil, atacar a pecho descubierto,pelear sin mandos, a la ventura, o echara correr hacia retaguardia, presas delpánico, sin ningún motivo que lojustificase. Allí se veía a Justino, aqueldel brazo cortado a ras casi del hombro,que, sorprendido por un moro cuando se

encontraba sin municiones, se agarrófuriosamente a él y lo mató a mordiscosen la garganta. Y Pepe, el malagueño,aprendiz de torero en su día, que perdióuna pierna bajo la cadena de un tanquedespués de haber incendiado otros doscon botellas de gasolina. Tambiénadvirtió Federico rostros desconocidos.¿Quién sería ese tipo de gafas conaspecto de funcionario? ¿Y ese otro conla cruz roja sobre el gorro? ¿Y aquelcuyas miradas no podían disimular elasombro y el oscuro temor deencontrarse allí? Seguramenteemboscadas de última hora, o neutrales,o posibles enemigos que aguardaban el

triunfo de los franquistas a la sombra deun carnet antifascista. Oportunistas, enfin, ahora sumisos, pero quizá lobosencarnizados mañana cuando se lesexigiera una prueba de adhesión a lostriunfadores. La guerra civil, endefinitiva, gloriosa y desvergonzada,generosa y ruin, sublime o sórdida,según cada uno de sus mil aspectos,pero siempre trágica, delirante,destructora y envilecedora, porque enella el odio, la falacia y la traiciónpueden ser consideradas grandes yheroicas virtudes también.

Federico tropezó al fin con los ojosde Marina y ambos se saludaron con la

mirada, añadiendo ella un movimientode cabeza en dirección a la puerta de laSecretaría general, donde permanecía elComité reunido en sesión permanente.Entendió fácilmente su significado y sedirigió hacia allí, abriéndose paso, conmucho comedimiento, entre los queobstruían el pasillo.

Encontró reunidos solamente aMolina, Tudela y Raimundo.

—¿Y los demás? —preguntódespués de un breve saludo.

—Ángel está en el Ayuntamiento yRamírez en el Ministerio de Hacienda,donde se encuentran Casado y los demásmiembros de la Junta. Por lo que hace a

Lavilla, a ése no lo veremos ya hastaque pase la tormenta —informó Molina.

—Estará escribiendo un nuevo libro,hombre —bromeó Raimundo.

Federico tomó asiento junto a ellos ysacó dos cigarrillos, que repartió pormitades.

—Vaya, por fin ha habido suertecilla—comentó Tudela—. Ya sabes cuál esla opinión de Negrín respecto a loscigarrillos, ¿no?

—Sí, hombre, sí —contestóFederico en el mismo tono de zumba—:que los flacos también arden, ¿eh? Puesestoy de acuerdo con él en eso.

Siguió una pausa mientras liaban y

encendían los delgados pitillos. Tal vezfue el tabaco lo que les devolvió lasganas de hablar y discutir, porque, trasla primera bocanada de humo, expulsadadesde lo más hondo de sus pulmones,Molina preguntó a Federico:

—Bueno, dinos lo que has visto.Les contó lo que había presenciado

en el Café de Levante, añadiendo:—Es lo único digno de mención. Por

lo demás, a la gente no debe depreocuparle ni mucho ni poco lo quepueda pasar, pues anda por la calle oespera en las colas al igual de todos losdías. La verdad es que después de casitres años de bombardeos y de hambre,

es difícil que ya nadie se asombre denada en Madrid. Yo creo que la gente seha resignado a todo con tal de poderencontrar alimentos. Si la gente comiera,siquiera medianamente, terminarían laguerra nuestros nietos. ¡Palabra! —ysonriendo un poco, preguntó a suscompañeros, medio en broma medio enserio—: ¿No es verdad?

—Sí, el hambre acaba imponiéndosea todos los demás sentimientos e ideas.Es cierto —opinó Tudela suspirando.

—Bueno, ¿y qué contáis vosotros?—preguntó a su vez el capitán.

Se miraron Molina y Raimundo, yéste contestó:

—En realidad, poca cosa. Bueno,por un lado tenemos ya a la Junta enfunciones. Por otro, parece que Bueno yOrtega dudan, pero no así Barceló, quese ha lanzado descaradamente al ataque.Los comunistas están en la posición Jacay se han infiltrado por algunos barrios,sin que pueda señalarse hasta dónde hanllegado exactamente. Se habla de queandan por Cibeles…

Federico le interrumpió.—¿Y Mera? ¿Qué hace Mera?—¿Mera? Todavía no se puede

contar con sus tropas, me parece.—Pues no sé entonces lo que va a

pasar —y Federico abrió y cerró los

brazos en señal de desconcierto.—Parece que entre los mismos

comunistas no hay unidad de criterio —siguió diciendo Raimundo—. Hay jefesque dudan, hay otros que ejecutan demala gana las órdenes que reciben delpartido. También los hay, claro es, queactúan sin vacilar y que han empezadopor detener a todos los sospechosos:jefes, oficiales y comisarios que no soncomunistas o están considerados comotibios. En general…

Molina, que sólo parecía atento a sucigarrillo, le interrumpió:

—En general, los acontecimientos seestán desarrollando con arreglo a lo

previsto. La nota dominante es eldesconcierto, la confusión. Y la únicaventaja, la de la sorpresa, está a favorde la Junta, porque ella es la única detodas las fuerzas que sabe lo que quiere.Mientras los comunistas se ponen deacuerdo y forman sus planes, se habrádado tiempo a que caiga sobre Madridel Cuerpo de Ejército de Mera. Laindiferencia del pueblo, a que tú tereferías antes, es un síntoma fatal paralos comunistas.

—¿Cómo dices sólo para ellos?—No lo dudes, capitán —y Molina

sonrió—. El pueblo no va a interveniren esto, por fortuna. Al pueblo no le

importa esta disputa. Así se ventilarásólo entre los cuadros dirigentes de laguerra. Precisamente, según nos acabade comunicar Ángel desde elAyuntamiento, la mayor preocupación deéste es que el suministro de víveres a lapoblación se efectúe normalmente, hastalo posible, pase lo que pase. Si loconsigue, el conflicto será todo lo duroque se quiera, pero quedará muyreducido, muy localizado, sin laparticipación del pueblo, que sería lograve.

Federico no pareció quedar muyconvencido, o sólo convencido amedias. Se encogió de hombros y no

replicó. Siguió una pausa durante la cuallos cuatro hombres quedaron comoatentos únicamente a sus cigarrillos y alrumor, cada vez más apagado, que sefiltraba a través de la puerta. Al cabo,dijo Raimundo:

—Si el pueblo se interesara por lacuestión, lo tendríamos ya en la calle aestas horas, como en noviembre deltreinta y seis.

—¡Qué tiempos aquéllos! —exclamó Tudela con un dejo de tristezamirando vagamente a lo lejos, como siestuviera viendo resucitar aquellasescenas en la pantalla luminosa de laventana.

—Claro —y la voz de Molina sonócansada—. Pero ya es tarde parareacciones de ese tipo. La verdad es quelo que todo el mundo desea es terminarde una vez y volver a vivir normalmente.Unos lo dicen, pero todos lo piensan. Lagente tiene eso sí, un miedo cerval aldesenlace. Por eso, lo que hace esesperar a ver si alguien encuentra lasalida y le saca las castañas del fuego.Y la Junta es una posibilidad, tal vez laúnica. Incluso para los comprometidoses la última esperanza. —Hizo unapausa y después de mirar en silencio acada uno de sus compañeros, prosiguió—: La gente quiere la paz, compañeros,

aunque le cueste mucho, con tal desalvar la vida. Y estoy seguro tambiénque la del otro lado de las trincheraspiensa lo mismo. El pueblo de aquellaparte está también harto de discursos, desangre y de miedo. Que van ganando, ¿yqué? Porque ¿quiénes son los queganan? Unos pocos. Y los que pierden,sea cual sea el resultado final, son todoslos demás, todo el pueblo, el de aquí yel de allá… —Y concluyóenardeciéndose—: En eso estoy deacuerdo, pero…

Molina se había levantado y sedirigía a la ventana un tanto nervioso.Raimundo y Tudela movían la cabeza,

apesadumbrados, desolados. Federicoinsistió:

—Pero se os olvida algo muyimportante…

Molina volvió hacia él la mirada yen ese momento sonó el teléfono, que seapresuró a coger.

—Es Ramírez —dijo luego, mirandoa sus amigos—. Di, di…

Molina escuchaba atentamente sininterrumpir una sola vez a su invisibleinterlocutor, mirando de cuando encuando a sus amigos y asintiendo conmovimientos de cabeza. Hablófinalmente:

—Entonces te quedas ahí a comer,

¿no? Bueno, bueno, que te aproveche,carota. Nos veremos a la noche —ysonreía a duras penas.

Después colgó el auricular.Federico, Raimundo y Tudela lemiraban expectantes, este últimoenrollando nerviosamente la punta deuna de las páginas del periódico quetenía delante; y aquéllos, inmóviles y sinparpadear.

—Nada. Sigue la confusión —informó Molina, apoyando las manossobre la mesa y mirando, a su vez,fijamente a los otros—. Al parecer, loscomunistas están por todas partes,dominan el barrio de Salamanca y se han

asomado a la Cibeles, donde, en efecto,se han cruzado disparos. Claro, es unlío. Los soldados se confunden. Barcelóha rechazado todo intento de avenencia através de Ortega. Parece que esperanrefuerzos del Ejército de Levante, peroen el camino se interpone Mera… —Seencogió de hombros y, después de unapausa, agregó—: En definitiva, lo quesospechaba: sólo movimientos depeones sobre el tablero. Nada más. Ah,y que la población se desentiende porcompleto del conflicto, es decir, lo queacabamos de comentar nosotros —yriendo levemente, concluyó—: Ramírezse queda a comer allí. Siempre lo hará

mejor que con nosotros. A propósito,empiezo a sentir hambre…

—Hambre de hambre querrás decir—y Raimundo tragó saliva.

Tudela también hizo un gestoexpresivo. Federico dijo entonces:

—Os decía antes que se os olvidabaun detalle importante… Le miraronsorprendidos, y Molina le preguntó:

—¿Un detalle? ¿Sobre qué?—Sí, compañeros, del enemigo.

¿Qué pensáis que va a hacer Francocuando vea que desguarnecemos losfrentes?

Molina dio muestras de indiferenciacon manos y hombros.

—Hombre, creo que lo mejor paraél es estarse quieto. De lo contrario,correría el riesgo de que nosvolviéramos a unir y organizáramos unadefensa que nadie sabe hasta dóndepodría llegar. Y, aunque al final seimpusiera en medio de un caos desangre, lo más probable es que soloconquistara un montón de ruinas. No, nocreo que se mueva. No le conviene; a éllo que le conviene es ganar la guerra yeso lo tiene ya en la mano, ¿no locomprendes?

—Es que tal vez él no piense así. Noolvides que es militar por encima detodo.

—Pero no es tonto, vamos. Además,hasta ahora ha demostrado ser mejorpolítico que militar, y no va a cegarse aúltima hora. ¿Y para qué?

—Creo que tiene razón Molina —opinó Raimundo. Nuevamente Federicose resistía a dejarse convencer porMolina.

—No sé, no sé. Es que comollevamos ya tantos meses olvidados dela lógica unos y otros… En fin, pronto loveremos.

—Nos dejará que nos cozamos ennuestras propia salsa —insistió Molina.

Raimundo bostezó largamente.—¿Qué? ¿Tienes hambre? —y

Tudela bostezó también.—Hambre, lo que se dice hambre…

Lo que me pasa es que se me han juntadolas paredes del estómago. Nada más queeso. ¿Y tú?

—Creo que te gano, Raimundo.Rieron los cuatro y Molina preguntó

después a Federico:—¿Te quedas a comer con nosotros?

Sí, ¿verdad? Pues te voy a adelantar elmenú: píldoras del doctor Negrín. Lossiete días de la semana, lentejas; losrestantes filetes o chuletas de cordero.Pero como hoy estamos en un día de lasemana…

Riendo abandonaron los cuatro

amigos la estancia. No había ya nadie enel pasillo más que las mecanógrafas,cada una de ellas con su trozo de pan enla mano y Marina arrancándole miguitasque luego se llevaba a los labios.

—Es el aperitivo —se excusó,sonriendo, ante un gesto de extrañeza deFederico.

Pasaron seguidamente todos a unahabitación con una larga mesa en elcentro, sobre la que ya estabanpreparados los cubiertos, consistentescada uno en un plato, una cuchara y unvaso, y, además una botella con agua yotra con vino.

Ya había ocupado su asiento, junto

al de Molina, un hombre pálido,descarnado, calvo, de fuerte nariz y demirada miope, que saludó a los reciénllegados con un balbuceo confuso eininteligible.

—Es Hoyos y Vinent, el novelista.¿Lo conoces? —dijo Molina a Federico.

—Sí, ya lo he visto otras veces —ehizo una seña al aludido, que volvió aemitir otro de sus extraños gruñidos.

Y mientras se sentaban en torno a lamesa, comentó Molina, inclinándosehacia Olivares:

—Ya ves qué cosas. Éste es unmarqués de verdad. Podría estar a estashoras en Londres. Viviendo como lo que

es, y, sin embargo, prefiere pasarhambre en Madrid. Está ya que apenasse tiene en pie. Con lo grandote que es ycomiendo sólo un plato de lentejas entodo el día… ¡Figúrate!

Después se volvió al novelista yentabló con él una conversación pormedio de gestos y movimientos dededos. Mientras tanto, apareció elhombre de la perola, que fue vertiendoen cada plato dos cazos de lentejasbailando en agua.

Los servidos no esperaban a que elrepartidor terminase su tarea parallevarse a los labios las cucharadashumeantes. Pronto se hizo un sórdido

silencio, donde estallaban de cuando encuando los resoplidos y las succiones.

—Tú no has traído pan, ¿verdad?Federico se quedó mirando a Molina

con la cuchara en el aire y moviónegativamente la cabeza.

—Pues toma la mitad del mío.Y compartieron la pequeña ración

de pan blanquísimo.* * *—Esta tarde me pareces más

asustada que nunca, Matilde.Estaban en el lecho del hotel.

Federico, recostado en la almohada, leacariciaba lentamente las mejillas y ellargo y delgado cuello. Ella mantenía

cerrados los ojos, pero los abría decuando en cuando para sonreírle. Nohabía más luz en el dormitorio que la dela pequeña lamparita de noche, envueltaen papel rojo. A su leve resplandor,medio rostro de Matilde parecíaencendido por una ola de rubor,mientras el otro medio quedaba hundidoen la sombra, como si estuviera muerto,lo que hacía que Federico lo volviesealgunas veces hacia la luz para así verloen su totalidad, vivo y suspirante. Encambio, la cara de Federico recibía deplano el fulgor rojizo de forma que ellala veía sobre sí resplandeciente.

—He pasado un mal rato al salir —

dijo ella mirándole una vez más los ojos—. Me registraron el paquete de tu ropay me preguntaron que para quién era.Menos mal que Guardiola se dio cuentade lo que pasaba y paró el golpe. Ledijo al teniente que soy una buenacamarada y que la ropa iba destinada aun mutilado de guerra amigo mío. Yodije que, en efecto, ése era su destino yentonces me dejaron marchar, sinregistrarme el bolso, donde habíametido el bote de leche y el de carnepara ti.

Federico le acarició los labios conlos dedos.

—No tenías por qué traerme nada,

mujer.Matilde cogió uno de los dedos del

muchacho entre sus dientes e hizo comoque apretaba, al tiempo que sus grandesojos se escarchaban. Federico repitió:

—No tenías por qué traerme nada.Los dientes de la mujer soltaron su

presa. Cerró después los ojos y volvióel rostro hacia la luz. Entonces hasta lapequeña oreja se tiñó de rosa.

—Bésame ahora; anda, bésame.Federico la besó fuertemente y ella

se le entregó rendida, como si fuera amorir, balbuciendo palabrasininteligibles. Luego siguió un largosilencio donde sólo sonaba el cansado

gozo de sus respiraciones, hasta que seapagaron. Entonces dijo ella:

—Si nos hubiera matado ahora unabomba… Federico suspiró.

—Sí —y al cabo de una breve pausaañadió—: Pero ¿y tu hijo?

—Es verdad —atrajo hacia suhombro desnudo la cara del hombre yprosiguió—: Me da un poco devergüenza confesarlo, pero la verdad esque lo olvido cuando estoy contigo así,íntimamente. Y, sin embargo, bien sabeDios que si quiero vivir es por él…

—¿Y por mí no?Matilde guardó silencio y él insistió:—¿No te importa vivir por mí?

Ella empezó a acariciarle la cara.Tenía Matilde unas manos suaves, delargos dedos, siempre cálidas y secas,cuyo contacto enervaba a Federico. Ellaconocía sus efectos sedantes y lasempleaba siempre que queríadesvanecer sus desasosiegos.

—Claro que sí, cariño; pero,desgraciadamente, lo nuestro no puededurar mucho. La guerra se acaba, y tú losabes. ¿Y después?

—Te llevo conmigo, tonta.—¿Adónde?—Pues a América. Está decidido, ya

lo sabes. Matilde le tapó la boca con lamano.

—Y tú sabes que eso no puede ser.Todavía no soy viuda, tengo un hijo…

Él le besaba el cuenco de la mano.—¿Y qué importa eso? Tu marido ha

muerto. Es lo más seguro. ¿Cómo iba asalvarse en Zamora un socialista deMadrid? Allí le conocía todo el mundo,¿no?

Matilde dejó la mano quieta sobre elpecho del hombre, como buscando sucorazón.

—Sí, pero tenía amigos de lainfancia, muy de derechas, y su tío elcanónigo. Por eso… Pero es que,además, me dice el corazón que vive.

—Ni canónigos ni nada, Matilde. En

aquellos días las pistolas se adelantabanque era un horror. Ha habido casos enque corrieron tanto que no dieron tiempode salvar a un hermano o a un hijo. Elodio tenía más prisa que el amor y quela amistad, y lo hacía mejor. Los quevivimos aún no nos lo explicamos, perofue así… ¡Menuda pieza debió deresultar un telegrafista de Madrid,socialista por más señas, en Zamora, eldía 18 de julio!

—Pues me da el corazón que vive,Federico.

Su voz sonó extrañamente dura, tantoque Federico se incorporó un poco paramirarla bien a los ojos, pero ya ella le

sonreía dulcemente.—¿Es que todavía le quieres, o es

que ya no me quieres a mí?—¡Tonto! —y Matilde movió la

cabeza—. Le quise, o me pareció que lequería, hasta que te conocí a ti. Laverdad es que él no era un hombre capazde llenar el corazón de una muchachacomo yo. Pensaba más en la política queen mí. Le preocupaban más susreuniones en la Casa del Pueblo, lapropaganda y los mítines que mis cosas.Hasta le oí decir a un compañero solteroque el matrimonio tiene una única cosabuena, y es que libera al hombre delproblema sexual y le deja todo su

tiempo y todas sus energías paradedicarlas a su trabajo. A Luis leimportaba más ser dirigente de lostelegrafistas que el amante de su mujer.

Mientras hablaba le pasaba la puntadel índice por sus labios, como si se losestuviera dibujando. Era una cariciatenue a la que Federico solíacorresponder besándole muchas veces layema del dedo.

—Y a ése lo encontraste en mí, ¿noes eso?

Matilde cerró los ojos esperandoque Federico la besara, pero él lepreguntó:

—¿Y qué piensa Guardiola de lo

que le haya podido ocurrir a tu marido?Ellos tienen buena información de laotra zona. Sin abrir los ojos, contestó:

—Opina como tú: que le dieron elpaseo en Zamora.

—¿Y a pesar de ello tú siguescreyendo que…?

—Dejemos eso, ¿quieres? y bésame.Anda, bésame. Federico la obedeció,pensativo, y ella le obligó a violentar elbeso atrayéndole con fuerza hacia sí porla nuca. Luego se desprendió de élbruscamente y saltó del lecho, quedandodesnuda en el halo de luz encarnada.Todo su cuerpo quedó así transfiguradopor un resplandor de amapolas. Matilde

conservaba intacta la juventud de sucuerpo. Tenía una figura elástica y finaque la delgadez mantenía con formas demuchacha. Sólo sus ojos y sus labiosreflejaban su edad. Aquéllos, porenterados; éstos, por las rayitas deamarga desilusión que ajaban suscomisuras.

Se dejó contemplar unos segundospor los ojos admirados de Federico ycuando éste tendió hacia ella sus brazospara atraparla de nuevo, huyó hacia elcuarto de baño, y pronto el frío de laalcoba arreció al oírse el chorro de aguade la ducha. Federico, escalofriado, serefugió, hecho un ovillo, bajo las

mantas. Pocos minutos despuésreapareció ella frotándoseenérgicamente con una toalla. Entoncesabandonó él la cama. Mientras sevestían, preguntó Federico:

—¿Y cómo respiran tus camaradasdel Socorro Rojo?

—¿Que cómo respiran? —y Matildesacudió la cabeza, al sacarla por elcuello del vestido—. Están que rabian,hombre. Dicen que la junta quiereentregar a los antifascistas atados depies y manos a Franco; que Casado es unJudas y Besteiro uncontrarrevolucionario, y qué sé yocuántas cosas más… —Se sentó en la

cama para calzarse, y prosiguió—:Cuando llegué esta mañana, me asustémucho al ver el edificio ocupado porsoldados del frente. Ellos tampocoestaban muy tranquilos. Iban de un ladopara otro revisándolo todo ypreparándose como para rechazar algúnataque. Luego me enteré de que habíantomado también la Puerta de Alcalá.Durante el día metieron allí variosprisioneros, casi todos ellos soldados yoficiales de la Junta que habían sidoatrapados, y que al anochecer sellevaron no sé adónde en camiones,junto con muchos víveres.

—Ya, va a ser duro —murmuró

Federico, vistiéndose un abrigo azulsobre su traje de paisano color grisoscuro. Matilde se peinaba ya en elcuarto de baño.

—Sí, es gente decidida y muyveterana. He sorprendido a algunosllorando de rabia al conocer las noticiasque los oficiales y comisarios les dabanreferentes a las intenciones de la Junta…¡Pobres hombres! Me da mucha lástimatodo esto… —Volvió la cabeza endirección a Federico y añadió—: Perocon tal que te salves tú…

Federico, completamente vestido, lacontemplaba recostado sobre la puertadel cuarto de baño.

—Oye, Matilde, ¿no será peligrosoque vuelvas mañana a la oficina delSocorro Rojo?

—Pero, chico, si estásdesconocido… —Le asió por lassolapas del gabán, le hizo dar una vueltay, conteniendo difícilmente las lágrimasque le asomaban a los ojos, exclamó:

—¡Qué ilusión me hace verte así!Enredados por la mirada, preguntó

Federico:—¿Por qué?—Porque me hubiera gustado

conocerte en otro tiempo. ¡Malditaguerra! —y se refugió en su pecho.

Federico la ayudó a serenarse

abrazándola suavemente.—Pero entre tantos males nos ha

traído un bien: el que nos conociéramos.¿No es bastante?

—Sí, claro; pero cuando llegue lapaz y todo el mundo empiece a ser feliz,a mí me tocará ser más desgraciada quenunca, más desgraciada que nadie.

Él separó de su hombro la cara de lamujer.

—¡Mírame! —y, cuando ellaobedeció, le dijo—: No pienses más eneso ahora. Yo tampoco quiero pensar.¿No comprendes que todavía puedenpasar muchas cosas?

Pero ella sacudió la cabeza.

—Pero tú te irás. Eres joven yencontrarás mujeres que te quieran.Podrás rehacer tu vida sin que yo seapara ti más que un recuerdo de la guerra.Pero yo…

El tiempo pasaba sin sentirlo.Federico lo advirtió al mirardistraídamente su reloj. Se desprendiócon dulzura de Matilde, secándole lasmejillas con los dedos mientras ledecía:

—¿Con lo bonita que tú eres? Aúnhemos de hablar de esto muchas veces.Nos quedan tres o cuatro meses todavíapor delante.

Matilde hizo un gesto de duda.

—Me parece que sueñas —dijo.—Ésos son los planes. Así que

esperemos. Por de pronto, te voy aacompañar a tu casa. —Ella fue aprotestar, pero él le tapó la boca—. Sí,no está la noche para que andes sola porahí —Matilde cedió bajando la cabeza yFederico insistió—: ¿Vas a volvermañana a la oficina?

—No tengo más remedio —contestóMatilde, pasándose por los ojos unpequeño pañuelo.

—Es que pudiera ser peligroso parati, mujer.

—Ya, pero no creo que loscasadistas intenten tomar el edificio a

cañonazos.Ya no hablaron más. Federico la

cogió del brazo y salieron.Tomaron el «metro» en la calle de

Alcalá, tras la consabida espera en lacola de los billetes, que algunaspersonas pagaban con sellos de correos.Había que bracear bastante entre lagente que ya empezaba a tomarposiciones en el andén para pasar allí lanoche a cubierto de bombardeos. Eranfamilias enteras, con colchones y mantasy también con algunos cacharros deurgencia. Los chiquillos no entendían depeligros ni de tragedias y, al menordescuido, comenzaban a jugar

persiguiéndose por entre los adultos,gazapeando entre sus piernas, lo queprovocaba el estallido de nervios de lasmadres y del mal humor de algunosviajeros que tenían que andar atropezones o se veían empujados yzarandeados en medio de una granconfusión.

Alcanzaron un vagón repleto depasajeros sobre los que gravitaba comouna incierta pesadumbre. El cansancio,el desfallecimiento, quizá ladesesperanza y las preocupaciones, otambién la terca resolución de aguantarsin queja las erosiones de tantasdificultades, no impedían, sin embargo,

algunos destellos de humor. Estaban enmayoría las mujeres, casi todas conbultos en las manos. Los hombresvestían cazadora y prendas de soldadoy, salvo Federico, ninguno el trajecompleto de paisano, por lo que los dealrededor le miraban y remiraban sindisimular su extrañeza. Eran gentes queregresaban a sus hogares o a susresidencias más o menos provisionales,tras los penosos quehaceres de lajornada, o que se dirigían a susocupaciones en los turnos de noche.

Junto con ellos entró un grupo deenfermeras oliendo a hospital, que enseguida fueron objeto de requiebros y

pullas por parte de un grupo desoldados.

—¡Rin, rin, todos los días quieres!—contestó una de ellas, riendo, a sugalanteador más próximo.

—Sí, y los domingos dos veces,¿no? Anda, cambia de disco, preciosa,que ése ya no suena de rayado que está—replicó él.

—Y dicen que Madrid está triste,¿no? —dijo otra voz masculina.

—¡Serán los emboscados los quedicen eso! —gritó un hombre invisibleentre el haz de brazos asidos a laspasarelas del vagón.

—¡Chist! —dijo entonces uno de los

soldados que asediaban a lasenfermeras, guiñando un ojo—. ¡Que nospuede oír el enemigo! —y, alzando lavoz, preguntó—: ¿Hay aquí alguno quepertenezca a la quinta columna?

Saltaron varias voces.—¡Cállate, melón!—¿Quién ha dicho melón? Es mejor

la paella.—¡Con mucho aceite!—¡Sí, y con mucho conejo!La gente moza se removía y reía, y

hasta la menos joven sonreía también,como aliviada momentáneamente.

En cada estación entraban másviajeros, formando éstos ya una masa

compacta, gelatinosa y transpirante. Laatmósfera era densa y olía a tufo debrasero. Los recién llegados deshacíanlos grupos y, de momento, interrumpíanlas charlas y provocaban gruñidos yprotestas. Federico y Matildepermanecían todo el tiempo callados,comunicándose con la mirada o conpresiones de brazo.

—¡Quieto, el bolso no se toca! —yuna de las enfermeras tiró del suyo,apresado en el rehecho grupo de lossoldados, poniéndoselo delante y dando,furiosa, la espalda a los atrevidos. Elotro volvió a la carga, preguntando congachonería:

—¿Y lo demás sí?La muchacha se volvió para mirarle

de arriba abajo y le escupió al rostro lareplica:

—¡A tu mamaíta, hijo, a tu mamaíta!—¡Mal pensá! Pero si lo que yo

quería es el bocadillo que llevas dentro.Se volvió otra muchacha en defensa

de su compañera.—¿Y tanta chulería siendo de

infantería?—De intendencia, muñeca, de

intendencia.Y ella:—¿De intendencia? ¡Qué

indecencia!

En el otro extremo del vagón alguienempezó a cantar una canción de guerra y,aunque le sisearon al principio, persistióy pronto la carearon muchos. Por ellargo túnel, pasando por las entrañasmismas de la ciudad, en aquel momentopresa de su más dramática convulsión,todavía circulaban trenes centelleandoluces y canciones. Todavía losmadrileños, debilitados por el hambre ylas penalidades del sitio, no habíanperdido su humor verbenero ni laconciencia, aparentemente frívola, deser los primeros actores de la grantragedia española. En eso pensabaFederico cuando el tren se detuvo en la

estación de Goya.Allí se apeó la mayor parte de su

carga humana. Federico y Matilde sedejaron llevar por la ola hasta elarranque de la escalera, fuertementecogidos el uno al otro por la cintura.

A partir de allí siguieron losempujones, pero se clarificó un poco lamarea y ya les fue posible asentar lospies sabiendo dónde pisaban.

Al toparse con el aire fresco delexterior, la gente se escalofriaba y seencogía. Los grupos se dispersaban en laoscuridad sin detenerse ni mirar atrás,con evidente prisa de llegar pronto cadacual a su cobijo. En torno a la boca del

«metro» se formaban intermitentesaglomeraciones, pero en las callesadyacentes todas eran sombras huidizasy apresuradas. Sólo junto a las esquinas,en la confluencia de la calle de Alcalácon las de Goya y Torrijos, se advertíanpequeños grupos de gente armada, sinduda soldados en misión de vigilancia.

Federico, llevando del brazo aMatilde, tomó la calle de Goya abajopara seguir luego por la de Porlier. Lanoche, en realidad, estaba tranquila yconfiada. No se oían disparos ni cercani lejos. Los portales cerrados, lasoscuras fachadas y el silencio daban unaimpresión total de abandono y de

quietud, y el cielo, ligeramenteentrevisto entre algunos nubarrones, sinla alucinante cacería de los reflectoresde la defensa antiaérea, y sin lasllamaradas de las explosiones, sepresentaba como el de cualquier nochede paz y hacía evocar los recuerdos deotras noches en la memoria sentimentalde Federico, recuerdos tan lejanos comosi perteneciesen a otra vida. En unanoche así le llamó la primera mujerdesde una esquina. Él titubeó, pero sedetuvo. «¿Entras, nene? Te voy a darmás gusto que nadie en el mundo.»Estaba pintarrajeada junto a una cortinatras la que se veía un catre. De pronto

sintió asco y siguió su camino, sinvolver la cabeza ni una sola vez, a pesarde que ella continuara llamándole:«¡Nene, moreno!» En otra noche deprimavera en agraz, se fue con una, suprimera amante, profesional también,pero joven y recatada desde el momentoen que lo descubrió a él, un tanto tímido,en el grupo de sus amigos, mucho másexperimentados en esos trances.Subieron a una azotea. La brisa del maren Cádiz era fría y turbulenta. No teníande qué hablar, pero estaban juntos yabrazados sobre la baranda y él sentíajunto al pecho su cálida presión y eldulce olor a almendras de su pelo. Y

aquella otra mujer, lánguida y enfermiza,que se decía esposa de un marinomercante, a quien veía sentada en unahamaca en su pequeño jardín junto almar. Estaba en la ruta de sus solitariospaseos al anochecer. Un día no la vio enla hamaca, sino de codos sobre laempalizada del jardín, comoesperándole. Le dio un salto el corazón.«¡Buenas tardes!», dijo él. «¡Gracias!»,contestó ella, riendo. Así muchos díashasta que ella le detuvo con unapregunta: «¿Le gusta el mar?» «Sí,claro.» «Pues a mí me da tristeza.» «¿Esque vive usted sola acaso?» «Casi todoel tiempo.» Se miraron a los ojos,

empapándose el uno del otro. Al fin, ellale invitó a entrar un momento, y élaceptó. Al cabo de un rato de hablar envoz alta de mil nonadas, le susurró ella:«Márchate ahora y vuelve a la noche, yespera en la puerta de atrás. Nos estáespiando ella. No mires.» «¿Quién esella?» «La madre de él. Anda, despídetede mí. Luego te contaré muchas cosas.»Así lo hizo, pero no hablaron de nada ensu dormitorio, sin más luz que laespejante claridad del mar, en silencio yde prisa. A la siguiente tarde, la volvióa ver sentada de nuevo en la hamaca,más indiferente y lánguida que nunca, ysólo se dignó levantar un poco la mano,

en señal de saludo, al pasar él pordelante de la valla de madera de supequeño jardín. En adelante, cambió elrumbo de sus paseos al anochecer.

—¡Federico, chico!—¿Qué?—¿Te acuerdas?—¿De qué?—De aquella tarde de noviembre en

que nos conocimos. La miró,estremecido. Parecía más pequeña, másfrágil y más joven que nunca lepareciera, mucho más aún que entonces,en el momento en que chocó con ella enuna acera de la Puerta del Sol y laencontró de pronto en sus brazos, pálida

y temblorosa, a la luz de los incendiosprovocados por el bombardeo.

—¡Cómo corría la gente!—Como que parecía el fin del

mundo, Federico.—Yo había aguantado el bombardeo

en el portal del «Trust Joyero», dondeme cogió.

—Y yo, en el café de al lado. ¿Teacuerdas de lo que me dijiste?

—¡Qué suerte! ¿No?—Sí, eso mismo. Luego quisiste

acompañarme. Te dije que no, pero tesaliste con la tuya.

—Sin duda tuvo que estallar estaguerra para que tú y yo nos

conociéramos.—Eso creo.—¿Y después? —y la agarró

fuertemente por la cintura.—Me engañaste a los pocos días —

y ella mostró su blanca sonrisa.—¿Que te engañé?—¿Es que no es engañar a una mujer

decirle que es hermosa y fría, ydespedirse de ella después para irse alfrente?

—Y era la pura verdad, Matilde.—No lo olvidaré nunca, pero te juro

que aquella primera vez no fui feliz. Ala siguiente, cuando volviste parareorganizar el batallón, sí, plenamente,

como yo sospechaba que se podía serfeliz aun sin haberlo sido nunca. Teníasrazón. Yo era una mujer fría, lo fui hastaesa segunda vez. Pero después…Enlazados fuertemente siguieronandando en silencio, turbados,desesperadamente asidos a losrecuerdos comunes, que era todo lo quetenían. Él mantenía permanentementealquilada una habitación en el HotelCapitol, que tuvo que abandonar pocodespués por el miedo de Matilde a lasrociadas de obuses que barrían todas lastardes la Gran Vía, a quien el pueblocambió una vez más de nombre yllamaba en chunga «Avenida del obús».

No le costó mucho esfuerzo llevar aMatilde allí, hasta el punto que todo eltiempo del breve trayecto estuvodudando ella. Pero no; no era lo que éltemió que fuese. No sabía. Dejabahacer, inhibida por la turbación, con losojos cerrados. Luego, le contó que eracasada; que tenía un hijo; que a sumarido le había cogido el 18 de julio enla otra zona, en Zamora, adonde habíaido dos días antes para asuntos delpartido socialista a que pertenecía; queno había vuelto a tener noticias de él ysuponía que lo habrían fusilado en losprimeros momentos; que vivía con suspadres y que, gracias a Guardiola, un

compañero de su marido que se pasó alpartido comunista, pudo entrar en lasoficinas del Socorro Rojo, con lo quelograba el sustento de los suyos, pues suhermano desapareció en los primeroscombates de la Sierra y su padre,jubilado de Hacienda, achacoso ytímido, no era capaz de hacer frente élsolo a las necesidades de la familia.

Y no volvieron a la realidad hastaque los detuvo una airada voz de mujerque parecía brotar del suelo:

—¡Cuidado, camarada!Estaba sentada en el bordillo de la

acera, arrebujada en una manta. A partirde ella se iniciaba una hilera de botes y

otros cacharros, interrumpida más allápor otros bultos de personasacurrucadas.

—Perdone, pero está todo tan oscuroque… —se excusó Matilde.

—Y ustedes van tan acaramelados…Seguro que han cenado bien. Seguro queson de los que no quieren que la guerratermine nunca, ¿no? Si tuvieran quepasarse las noches como yo, pensaríande otra manera. Me río yo…

Pero ellos ya le habían vuelto laespalda y se alejaban.

—Es una fascista —murmuróFederico—. Estoy seguro, pero noquiero…

—Te equivocas —le interrumpióMatilde—. Lo que pasa a esa mujer,como a muchísimas, es que está ya hartade pasarse las noches en las colas,guardando su sitio y el de otras amigas,para no perderse mañana lo poco quepuedan dar, si es que dan algo,seguramente leche en polvo. Porque estoque ves es una cola, y esos botesseñalan los puestos que en ella ocupanotras mujeres que se han ido a descansarun rato, y que volverán luego pararelevar a éstas.

En efecto, la línea de mujeres ycacharros llegaba hasta la puerta de unatienda de comestibles, hoscamente

cerrada.—Entonces, cuando llueve o hiela…—Pues aguardan en el quicio de las

puertas o donde pueden.Federico no pudo menos de

condolerse.—¡Pobres mujeres!—Y tanto. Las guerras las pagamos

siempre nosotras.—Así no me extraña que estén

deseando que acabe de cualquier modo,quizá porque no imaginan lo que lasespera.

—Peor que esto no puede ser,Federico.

—¡Quién sabe, Matilde! A algunas

tal vez les aguarde lo peor todavía.Poco más adelante, Matilde se soltó

de su brazo y se detuvo para hurgar ensu bolso mientras decía:

—Ya hemos llegado —y señalódespués una puerta con una llave en lamano.

—¡Qué pronto! Como nunca hasquerido que te acompañase, me figurabaque era más lejos… Hasta mañana comosiempre, ¿no?

Matilde le besó en silencio y élpermaneció inmóvil hasta que la viodesaparecer en la sombra del portal.Entonces ella susurró:

—Sí, hasta mañana, capitán —y

cerró la puerta sin hacer ruido.Federico, en vez de desandar el

camino que habían traído, decidió dar lavuelta por la calle de Torrijos, peroapenas hubo dado veinte o treinta pasos,presintió que alguien le espiaba. Miróde soslayo a un portal donde le parecióque se habían movido unas sombras,pero antes de que pudiera cerciorarse,oyó una voz que gritaba:

—¡Eh, tú!Pero sólo se detuvo al oír el

chasquido del cerrojo del fusil.Entonces las sombras —las de tressoldados— le rodearon, y una de ellasse le acercó lo suficiente para poder

distinguir en su gorro pasamontañas lasinsignias de sargento.

—¿Qué pasa, sargento? —lepreguntó. El aludido respondió con otrapregunta:

—¿Quién eres?Y Federico a su vez:—¿Y vosotros?—Ya lo estás viendo. Te hemos

visto venir con una gachí. Así que,venga, ¿quién eres?

Federico se estiró un poco para darpeso a sus palabras:

—Un oficial del Ejército Popular.—¿De paisano?—¿Y qué tiene eso que ver? ¿O es

que crees que soy un facha? Si lo fuera,lo disimularía al menos, ¿no?

—Es que puedes ser algo peor.Vamos a ver: ¿con quién estás?

Federico se dio en seguida cuenta dela trampa que le tendía, y trató deescabullirse empleando también elequívoco y la cazurrería.

—¿Cómo que con quién estoy?Ahora, solo, ¿no?

—Menos cachondeo, ¿eh? —leadvirtió el sargento, empezando a darmuestras de impaciencia y de mal humor—. Tú debes de saber igual quenosotros lo que pasa. Así que, ¿conquién estás: con Negrín o con Casado?

Federico se encogió de hombros.—Yo no tomo parte en esto. Estoy

en Madrid en comisión de servicio y meparece una gran estupidez que andemosahora a tiros los antifascistas.

—¡Cállate, coño! —le gritó uno delos soldados que tenía a la espalda.

—Deja —ordenó a éste el sargento.Después, dirigiéndose de nuevo aFederico, requirió—: A ver, enséñameel salvoconducto.

Federico se desabrochó el gabán,pero al intentar registrarse los bolsillos,el sargento detuvo su movimiento conuna orden seca:

—¡Quieto! A ver si me vas a salir

con una broma…Y le cacheó, palpándole por los

cuatro costados, aunque con resultadonegativo.

—Bien —dijo luego—. Saca ahorael salvoconducto —y seguidamente leenfocó la cara con una linterna,haciéndole parpadear.

—Quita eso —protestó Federicoladeando la cabeza.

Entonces el foco de luz fue a fijarseen sus manos, pero éstas permanecíaninmóviles sobre su pecho.

—Venga, hombre —urgió elsargento.

—No lo tengo. Se lo di esta mañana

a un compañero para que pudiera sacarel rancho en frío de intendencia.

—¡Vaya, qué casualidad! ¿Y cómose te ocurre andar sin salvoconducto aestas horas por Madrid?

—Ya ves tú. Confiado que es uno.—Anda, anda, tira para Torrijos. Ya

te explicarás luego. —Como los otrosdos soldados se movieran con intenciónde escoltarle, los contuvo con un gesto,añadiendo—: Vosotros quedaros aquíde vigilancia hasta que yo vuelva. Mebasto solo para llevarlo al puesto demando de la compañía.

Los soldados se colgaron los fusilesy permanecieron en sus puestos, y el

sargento, indicándole con su arma ladirección que debía tomar, conminó a suprisionero:

—En marcha. Y que no se te ocurrahacerme una putada, ¿estamos?, porquete frío.

Federico echó a andar, seguido porlos pasos del sargento, quien de cuandoen cuando le hacía sentir la punta delcañón en la espalda. Caminaron asíhasta desembocar en la calle deTorrijos, donde se abría la gran zanjadel túnel del «metro» despanzurrado poruna explosión provocada, en lasinstalaciones de municionamiento quealbergara en su interior, por la mano del

enemigo, y que costó la vida a docenasde operarios y operarias. Tuvieron, porello, que dar un rodeo para llegar adonde estaba el puesto de mando de lacompañía, un portal abierto junto al quehabía una patrulla de soldados y uncamión entoldado.

—¿Dónde está el jefe de lacompañía? —preguntó en voz alta elaprehensor de Federico.

—¿Qué pasa? —preguntó a su vezuna voz enronquecida.

—Que traigo otro pájaro.—Pues que suba al camión.—Ya lo has oído —dijo entonces el

sargento a su prisionero, empujándole

hacia el camión con la punta del cañónde su fusil—. Hala, al camión.

Federico sospechó lo peor. Elnerviosismo de los soldados, la noche,el camión… Sintió un escalofrío por laespalda, pero hizo un esfuerzo paradominarse y no perder la serenidad.

Miró al sargento cara a cara y leordenó en voz alta y enérgicamente:

—¡Llévame donde está el jefe de lacompañía! Tengo que hablarinmediatamente con él. Te hagoresponsable.

Entonces volvió a preguntar la vozenronquecida: —Pero ¿qué pasa,hombre, qué pasa?

Siguió un silencio y luego emergióde las sombras del portal la figura de unhombre con abrigo de cuero cruzado porel correaje, que preguntó:

—¿Quién es ese que quierehablarme?

—Yo —respondió Federico.El sargento se le había acercado

entretanto y, llevándose hasta la sien elpuño derecho, dijo:

—¡A tus órdenes! Ese que viste depaisano —y le señaló el prisionero.

El hombre de cuero anduvolentamente los pocos pasos que leseparaban de Federico.

—¿Y tú eres un oficial? —barbotó.

Federico se dio inmediatamentecuenta de que tenía ante sí un hombre apunto de derrumbarse por el cansancio,con la mente embotada por el sueño,sostenido tan sólo por la tensión de susnervios. Se le había encarado abierto depiernas, con los índices engarfiados enel cinturón, destocado, con el cabello endesorden.

—Sí —le contestó—, jefe delEstado Mayor de la brigada decarabineros que… —trataba deconfundirle a fin de eludir el nombreverdadero de su unidad, incluida en elCuerpo de Ejército de Mera. Pero no ledio tiempo el otro, que le interrumpió

nada más mentar a los carabineros.—Conque de la peste verde, ¿eh?

Anda, vete al camión y no la píes más.Ahí te encontrarás con otros oficiales ytambién con comisarios. Para mí, desdeque os entendéis con Franco, sois peoresque los fascistas.

A una señal suya, dos soldadoscogieron a Federico por los brazos y loempujaron hacia el camión, obligándoledespués a saltar dentro de él. Prontocomprendió que caía en medio de unmontón de seres humanos.

—Un ratón más.—Pasa, pasa, compañero. ¿Tienes

hijos?

No se veían las caras. Sonaronalgunas risas. No quiso contestar a labroma macabra y se acomodó a tientasjunto al prisionero más cercano.Entonces subió un grupo de soldados,que levantaron la trampilla y se sentaronen ella, vueltos hacia dentro,vigilándolos. Seguidamente en la cabinadel conductor sonaron los ruidos de losmandos mecánicos y pronto tembló todoel vehículo con las primeras explosionesdel motor.

—¡Adiós, Madrid! —dijo una voz.—Sí, aquí se acabó la historia,

Manolo.—¡Leches! —gritó una tercera voz

—. ¿Es que vamos a dejar que nosapiolen como a borregos, así, sin más,estos hijos de puta?

El camión ya había echado a andar yse bamboleaba. Brilló la luz de unalinterna, que corrió por el grupo deprisioneros, al tiempo que decía el quemandaba la patrulla de escolta:

—Como os pongáis flamencos, vaisa saber lo que es bueno. Así que andaroscon ojo y sin insultar, porque nadie hahablado de apiolaros. Nuestra orden,para que lo sepáis, es llevaros a la basedel batallón, que está ahí mismo.

Estas palabras, en vez detranquilizar los ánimos, los excitaron

aún más, y se entabló un furioso tiroteode insultos y recriminaciones entreprisioneros y guardianes mientras elcamión subía por la calle de Alcalá.

—¿Os queréis callar ya, traidores?—gritó, exasperado, el jefe de escolta.

—¿Traidores nosotros? ¡Hay quetener cara! ¿A quién habéis hechoprisioneros: a fascistas o a antifascistas?Me parece que al que más y al quemenos de nosotros le duelen ya losriñones de pegar tiros en los frentes.¿Dónde estabas tú cuando lo del Jaramao lo de Brihuega? Seguramentepensándolo todavía…

—Si no fuera porque tengo que

llevaros vivos al batallón… ¿Por qué oshabéis comprometido a entregamos aFranco? Vamos, no seas idiota. ¿Es queFranco nos iba a dar caramelos anosotros? Regístrame, si quieres, yverás cuántos billetes de Franco tengoen los bolsillos. No los quise ni cuandoentramos en Teruel y los empleábamospara limpiarnos el culo —alegó otro delos prisioneros.

Las preguntas se sucedían comodisparos.

—Entonces, ¿por qué os habéissublevado contra el gobierno legítimode Negrín?

—Pero ¿dónde está Negrín, dónde

están Azaña y Martínez Barrio? ¿Y laPasionaria y Antón? ¿Y todos los demásmandamases vuestros? Si nos handejado tirados como colillas, hombre…

—Todo lo que queráis, peronosotros preferimos combatir hasta elfin antes que entregarnos.

—Sí, ya lo vemos. En vez de pegartiros contra los fachas, os dedicáis acazar antifascistas por las esquinas. ¿Porqué no os lanzáis contra ellos hasta queno os quede una bala en la cartuchera?Así es como se demuestra.

—Y eso haremos en cuantoliquidemos al grupo de entreguistas deCasado.

Federico escuchaba atentamente losargumentos de unos y otros sin quererintervenir en la disputa. «Son losargumentos de la desesperación»,pensaba. El peloteo de preguntas yrepreguntas prosiguió hasta que elcamión se detuvo. Entonces se hizo elsilencio. Los guardianes soltaron latrampilla y luego se apearon de un salto,y los prisioneros se deslizaron hasta elborde para atisbar alrededor. Estaban enuna zona de hotelitos con jardín.

Inmediatamente descubrierontambién que el jardín de hotel máspróximo estaba acordonado decentinelas y que dentro de él se movía y

agitaba una muchedumbre de prisionerosque los recibieron a los gritos de:

—¡Viva la alianza C.N.T. U.G.T.!—¡Viva el partido socialista!Los recién llegados contestaron los

vivas con ardor y, seguidamente,brotaron los himnos «A las barricadas»y «La Internacional», entremezclándose,a grito pelado, horrísonamente. A ellosvino a unirse el de la «Joven Guardia»,entonado por los comunistas. El clamorde aquellas voces destempladas yrabiosas debió de oírse por todo elbarrio y seguramente hizo que saltarandel lecho muchos ciudadanos, azotadosde pronto por la esperanza o el temor.

¿Quién se estaba matando por lascalles? ¿Quién mandaría a la mañanasiguiente en Madrid? Y habría puñoscrispados, escalofríos y lágrimas.

Cuando mayor era el griterío, serecortó en el marco débilmenteiluminado del balcón, en el chalécontiguo, la figura de un hombre queempezó a manotear y a gritar algo quenadie oía ni escuchaba, en vista de locual disparó dos veces al aire su pistola.Fueron dos fogonazos y dos estampidoscuyo eco se prolongó largamente en elámbito de la noche aun después de quehicieran cesar las canciones como ungolpe de batuta. Siguió un silencio de

pavor y expectación que ya dejaría sinsueño a los ciudadanos alertados en susalcobas o en sus escondites y durante elcual Federico y sus compañeros deexpedición se vieron mezclados con losprisioneros del jardín. Casi todos eranoficiales y comisarios, y apenas podíanmoverse en tan estrecha área.

El hombre que hiciera los disparosse eclipsó y Federico se dio a deslizarseentre los grupos de prisioneros con elfin de descubrir alguna cara conocidamientras se iniciaban de nuevo lasprotestas, aunque ya no en masa ni conel vigor de antes. La gente, por otraparte, empezaba a buscar acomodo para

pasar el resto de la noche lo menosincómodamente posible. Hacía muchofrío y aquellos hombres no disponían demás prendas de abrigo que las quellevaban puestas cuando fueronaprehendidos. Tenían que procurarsecalor apretándose unos contra otros,sentados en el suelo, al amparo de lasparedes del hotel contra el viento delGuadarrama. Pero todos no cabían en lazona protegida y muchos se tumbaban enmedio del jardín, lo que impedía quenadie pudiera pasear ni moverse.

—¡Olivares!Se volvió. Alguien le hacía señas

desde una piña de hombres acurrucados.

—¡Cubas!—Sí, ven, acóplate aquí.Entró como una cuña en el grupo,

ayudado por el comisario y no sinlevantar algunas protestas.

—Es calor, compañeros, es calor —dijo Cubas bromeando, y luego—:¿Cuándo te han cogido?

—No hará más de una hora. ¿Y a ti?—Esta mañana, al poco tiempo de

separarme de vosotros. ¿Con quiéndijiste que estabas? Es el truco queemplean.

—Yo dije que no sabía nada, queestaba en Madrid en comisión deservicio, pero no pude enseñarles el

salvoconducto por habérselo dado aTrujillo.

—Claro, pero a mí no me hubieraservido el salvoconducto para nada, ycreo que a ti tampoco, a pesar de tu ropade paisano.

—Es posible.—Y tanto.No les habían dado de comer más

que un caldo de lentejas a la caída de latarde, pero sin pan. Tampoco susguardianes habían comido más.

—Es un desbarajuste, ¿sabes?, undesbarajuste. No saben lo que quieren nilo que hacen. Todo son órdenes ycontraórdenes. Tan pronto dicen una

cosa como otra… —y con un trémolo enla voz añadió el comisario—: Ahora síque es el fin de verdad, Olivares.

Federico guardó silencio. Lasprotestas y los insultos en voz altahabían cesado casi por completo. Loshombres, al fin, vencidos por elcansancio y el desfallecimiento físico,sucumbían al sueño, y algunos hastaempezaban a roncar.

IV

Había sido larga y monótona lareunión del Comité, y Julio Cubasvolvió a su casa ya tarde y cansado dediscutir. Los zagales, un muchacho decatorce años y una chica de once,dormían desde hacía horas. Sólo leesperaba Clara, su mujer, quien, alverlo entrar, suspiró y se dispuso aservirle la cena en la mesa de pino dela cocina, mientras murmuraba:

—No sé cómo te sabrá recalentadados veces.

Cubas tomó asiento calladamente yse cogió la cabeza entre las manos.Clara se volvió a mirarle desde el fogóncon sus grandes ojos, de un negror y unbrillo parejos al de su cabellera. Erauna mujer hermosa aún, a quien ni lamaternidad ni el trabajo habían logradoajar. Al moverse, le temblaron un pocolos pechos bajo la ligera bata. Él dijo:

—Me da igual. Casi no tengo ganas.—¿Es que te pasa algo, julio?Hacía un angustioso calor aquella

noche de agosto en la pequeña cocinasin más ventilación que el ventanucoabierto al corral, y a Clara le brillaba desudor la frente. Puso ante el hombre el

plato conteniendo una fritura depimientos y tomates, y luego le cortó elpan.

Julio levantó los ojos hacia ella y,sonriendo forzadamente, contestó:

—No me pasa nada de particular,mujer. Es que estoy cansado. No puedesimaginarte siquiera cuánto he tenido quehablar para convencerlos de que no va aperder nada el pueblo porque yo mevaya al frente.

—Entonces… —y ella se quedómirándolo, a medio cortar la rebanada.

—Sí, está decidido. Me voy. Y sevienen conmigo el Sebas y Helio. Asíque ha habido que elegir otro Comité

entero. ¡Figúrate!Clara todavía era joven. Se casó con

Julio días antes de cumplir los diecisieteaños, a poco de volver él de Barcelonay de Francia para hacerse cargo delmolino de aceite y del transformador deenergía eléctrica.

Cubas empezó a comer de mala ganay ella se sentó frente a él y cruzó lasmorenas manos sobre la mesa.

—Pues si lo has decidido… Yo noquiero quitarte la idea, pero ya me dirásqué voy a hacer yo sola con tus hijos.

Cubas esperó a tener desocupada laboca, sin apresurarse, para responderle:

—No te preocupes, va a ser cosa de

poco. Si achuchamos todos como esdebido, a una y con coraje, la guerra seacaba en cuatro días. Por eso, laobligación de todos los militantes estáen el frente, y no en la retaguardia,donde el vigilar el reparto de víveres enla cooperativa o el trabajo en lacolectividad lo puede hacer cualquiera.¿No lo comprendes?

Clara volvió a mirarle a los ojos.—Sí, pero…, si te ocurre algo…Clara le envolvía en su profunda y

tierna mirada, la misma sumisa yapremiante mirada con que le envolvieraaquella noche de verano en el pequeñocuarto encalado de la casa de sus

abuelos, a cuyo cobijo vivía. Penetrabapor la ventana entreabierta un débilresplandor nocturno que se remansabaen sus ojos. Entonces dijo ella: «¿Temarcharás ahora del pueblo y medejarás perdida?» A él le costórenunciar a todo lo demás en su vidapara contestarle: «No. Me quedarécontigo para siempre». Unos mesesdespués se casaron y él se afincó en elpueblo, aunque muchas de sus raícesquedaron al aire, como un árbol detierras profundas trasplantado a unroquedal.

Cubas la contempló en silencio unosinstantes. Seguía inspirándole los

mismos sentimientos de siempre:ternura, compasión y una necesidad,como una sed que le brotara desde losmás escondidos rincones de su ser, detenerla a su lado, de sentirla vivir a sualrededor, de percibir su cálidaatmósfera. Le cogió una mano, se laapretó y entonces la mujer se derrumbósobre la suya, besándola. Dijo él:

—Están muriendo miles, Clara, encualquier sitio, y si no nos jugamos lavida ahora, la perderemos de todasmaneras, y peor. Yo recluté aquí unoscuantos milicianos y los mandé al frente.Algunos de ellos han muerto. ¿Cómopuedo quedarme yo en la retaguardia?

Clara no lloró ni protestó, perosiguió con la cara pegada a la mano deél, humedeciéndola con su aliento.Cubas cerró los ojos. Por su frente, porlos canales entre sus anchos pómulos ysus labios y por los de su recio cuellocorrían gotas de sudor. Se habíaolvidado de comer, se había olvidadode todo.

De pronto, subiendo de los bajos delpueblo, llegó hasta allí un rumor demotores, un ruido que crecía, cada vezmás ronco y potente, hasta que se ahogóentre estertores. Clara levantó la cabezay miró a su marido. Él también habíaabierto los ojos y escuchaba

atentamente.—Es un camión —dijo al fin—.

Debe de ser el de los milicianos quevienen por suministro. Pero habíamosquedado en que vendrían a cargar eljueves, y hoy es lunes… Tendré que ir aver.

Ella le apretó la mano.—Espera. Luego irás.—Es que a lo mejor se arma una

trapatiesta entre unos y otros. Los delfrente vienen con muchos fueros, y yasabes que Helio no tiene mucho aguante.

Pero la mujer no soltó la mano delhombre.

—Ya vendrán a buscarte, hombre, si

te necesitan. E hizo un gesto deresignación.

—Bueno, pero si es para quecoma… No tengo ganas. Clara se pusoen pie y la silla crujió ligeramente.

—Estás engordando mucho —bromeó él.

—Quedan dos rosquillas de las quehice el otro día. ¿Te apetecen?

Cubas movió la cabeza.Déjalas para los muchachos.—No, Julio. Ellos ya han comido

todas las que han querido. En cambio túcasi no pruebas bocado desde queempezó el lío. Y así no puedescontinuar. Tienes que comer.

—Es que no tengo ganas.—No importa. Las rosquillas pasan

solas.Y se dirigió a la alacena. Julio giró

sobre su asiento para seguirla con lamirada. La bata se le pegaba a lascarnes… Llevaba al aire las piernasmorenas…

—Si ni siquiera tengo tiempo para…Ella se volvió. Sonreía.—¡Chist!—Pero ¿no están dormidos los

chicos?Le puso delante una fuente de

porcelana en cuyo fondo destacaban losdos únicos rodetes de masa frita.

—Ahora, come y calla.Julio cogió una de las rosquillas y

pasó la otra mano por la cintura de sumujer. Mientras masticaba, murmuró:

—Si no fuera porque van a venir deun momento a otro a buscarme… —ylevantó la cabeza para mirarla a losojos.

Ella lo dominaba físicamente en esemomento. Era para él todo lo que unamujer en plena sazón puede ser para unhombre en plena virilidad.

—Julio…—¿Qué?Se puso una mano sobre el vientre y

dijo:

—Estoy otra vez, después de tantotiempo. No te lo he podido decir hastaahora.

A él se le iluminó la cara.—¿Estás segura?—Sólo es la segunda falta, pero lo

sé.Entonces él le rodeó el vientre con

sus brazos.—Otro hijo, y ahora —balbuceó con

la voz ahogada—. Un hijo de larevolución, como quien dice.

—Casi, casi, julio.—Tú no sabes lo que es esto para

mí.Se levantó y el dominio físico pasó a

él. No parecía tan alto debido a laanchura de sus hombros y a la robustezde su pecho. Tenía cuello de toro ybrazos y piernas como ramas de olivo.En él, los fervores se encendíanlentamente, pero eran irresistibles.

—¡Que me ahogas! —gimió ella,dulcemente. La soltó.

—¿Cómo le pondremos?—Pero si a lo mejor es chica…—Es igual. Si es chico, verás… Si

es chico, Espartaco. Si es chica… Si eschica —vacilaba—. La otra se llamacomo tú. La que venga, Esperanza. ¿Tegusta?

Ella no reía. Le miraba gravemente,

maternalmente.—¿Estás contento?—Claro. ¡Mucho!Al notarla un poco triste, él volvió

atrás en sus pensamientos.—¿Es por eso por lo que tienes

miedo de quedarte sola? Ella hizo unsigno afirmativo con la cabeza y dijo:

—Por todo. Por ti, por los chicos ypor eso también. Julio la miró tambiéngravemente a los ojos.

—Esta vez será diferente. Le hablaréa don Marcos, que vive gracias a mí, yte cuidará como si fueses hija suya, ya loverás. Y, si no te basta, te llevaré a lamejor clínica de Málaga o de Madrid,

como si fueras la mujer de un potentado.Pero ella negaba con la cabeza.

—No, no es eso —dijo suavemente.—Entonces, ¿qué? —preguntó él,

desconcertado un poco.—Lo que yo quiero es que tú estés a

mi lado en esos momentos.—Estaré. La guerra ya habrá

terminado para entonces, pero si nofuera así, vendría desde dondequieraque estuviese. ¡Te lo prometo!

Clara se abrazó a su pecho, ancho ysonoro como un portalón tras el que seoyera el rumor del viento en el bosque

—No quiero que le suceda a mi hijolo que le sucederá al que tenga Juana la

del Pintao. Ni siquiera podrá saber lacriatura el día de mañana cómo murió supadre en el frente ni dónde está sucuerpo.

Clara temblaba y Julio, noencontrando palabras paratranquilizarla, la retuvo sobre su pechoun largo rato, hasta que se oyeron vocesen la calle. Entonces se soltaron.

—¡Julio! ¡Julio! —llamaba unhombre.

Cubas se pasó un puño por la frentepara limpiarse el sudor.

—¡Vaya! —dijo—. Ya lo han liadoésos. Se oyó el ruido de la puerta alabrirse y otra vez la voz:

—¡Julio!—Pasa, pasa.Y apareció un hombre en mangas de

camisa, turbado, llevando una carabinaen bandolera, que se contuvo ante laactitud expectante y todavía íntima delmatrimonio.

—¿Qué ha ocurrido con losmilicianos, Helio? —preguntó Cubas.

Helio era alto, delgado, anguloso.—No son los milicianos, julio. Son

Pancho Villa y su gente, que quierenllevarse a Mínguez, a Rufino y a donMarcos. A estas horas andan la mujer ylas hijas de Rufino por las calles delpueblo, llorando y aporreando las

puertas.Julio había palidecido intensamente.—¿Cuántos son ellos? —preguntó

adelantándose hacia Helio.—Como diez o doce, me parece.

Pero bien armados.—Bah, entonces no es para

asustarse. ¿Y dónde están?—En la plaza.—¿Y nuestra gente? Quiero decir los

compañeros y también la gente delpueblo.

—Muchos están ya en la plaza yotros corren para allá. Cubas miró a sumujer y luego otra vez a Helio.

—Bien —dijo—. Vamos nosotros

también. Helio le detuvo con un gesto.—¿No coges la pistola?Cubas dudó un momento.—No me valdría de nada, pero

llévala tú, si quieres. Es la del caboMínguez. Mira por dónde… —y ordenóa su mujer—: Anda, dásela.

Clara desapareció en el interior dela casa. Helio le preguntó:

—¿Qué vamos a hacer, julio?Julio pensaba frenéticamente y

cuando Clara reapareció y entregó lapistola a Helio, tomó una decisión.

—Aún no lo sé, pero verás… Esconveniente que tú y los que tienenescopeta guarden las esquinas de la

plaza. Si yo te llamo, Helio, disparas alaire. Pero sólo tú, ¿eh? Los demás, queaguarden. Y tú —prosiguió,dirigiéndose a su mujer— coges la llavey te subes al transformador. En cuantooigas el disparo, tiras de la palanca ycortas la luz del pueblo, ¿entendido? —y, sin darles tiempo a replicar, concluyó—: Hala, vamos. Vamos a ver quépasa…

Bajando por la empinada calle deguijos y de casitas encaladas, Cubas yHelio se vieron rodeados por grupos dehombres y mujeres, apresuradamentevestidos, que se les unían en silencio.

Cubas caminaba ceñudo, concentrado ensus pensamientos, sin mirar a nadie,como si, en efecto, no sintiera a sualrededor el jadeo ni el rumor de losacompañantes. A pesar de ser un puebloserrano aquel, no corría ni el más levesoplo de viento y el calor se agarrabacosquilleante y molesto, igual que unanube de mosquitos. La noche era claraen lo alto, con un cielo en el que apenasbrillaban las estrellas. Una nocheagosteña, quieta y dormida, serena ycalurosa.

Al llegar a la pequeña plaza de laiglesia, Cubas abarcó de una ojeada elpanorama. En su centro se hallaba un

camión rodeado de hombres armados y,formando un gran círculo en torno aellos, se agrupaba la gente del pueblo,silenciosa, paralizada por el estupor y elmiedo, casi con el aliento retenido. Sólose oían las voces de los hombresarmados y, sobre ellas, la del queparecía su jefe, que chirrió en la plaza:

—¡Venga, aligerar! Ya está durandoesto demasiado.

Cubas avanzó solo hacia el camión.En ese momento, los de los fusilesintentaban hacer subir a él a un hombrecorpulento, paralizado por el terror, queresbalaba cada vez que pretendía apoyaruna de sus rodillas en el tablero del

camión para izarse sobre él. Cubasapartó de un empujón al primer hombrearmado que se tropezó y dijo al hombregordo:

—¡Apártate, Rufino! —y,dirigiéndose luego a los que ya estabanarriba, les ordenó—: Y vosotros, bajad.¡Rápido!

Eran don Marcos, el médico, congafas y el pelo casi blanco, y Mínguez,el antiguo cabo de la guardia civil,cetrino y duro, los cuales iniciaron elmovimiento ordenado hasta que los dejóquietos, como clavados en su sitio, unavoz chillona:

—¡Alto!

Los hombres armados estaban en unaactitud de indecisión y la gente delpueblo se había deslizado hacia allímecánicamente, estrechando el círculo.

—¡He dicho que bajéis! —replicóCubas, con voz al parecer inalterada,pero irresistible.

—¡Eh, eh! —oyó detrás de él—.¿Quién eres tú?

Se volvió lentamente y se encontróante él a un hombre tocado con unsombrero de anchas alas vueltas haciaarriba, llevando en cruz sobre el pechodos cananas con balas de fusil y, a lacadera, un ancho cinturón de cueroclaveteado del que pendían dos

pistoleras. No hizo más que mirarlefríamente a los ojos en silencio. El otrorepitió la pregunta:

—Di, ¿quién eres?—¿Y tú? —le soltó a su vez Cubas,

como un salivazo.El de las cananas, con ambos brazos

arqueados sobre la cintura y abiertojaquetonamente el compás de laspiernas, contestó, siguiendo la forma delas preguntas:

—¿Es que no has oído hablar nuncade Pancho Villa?

Había un silencio de angustia y detemor que apretaba las gargantas. Loshombres del pueblo empezaban a

temblar. Por su parte, los forajidos dePancho Villa contemplaban la escena,seguros, cruzándose miradas y sonrisasde bravuconería.

—Hay muchos panchovillas por ahí—contestó irónicamente Cubas,añadiendo—: Así que tú eres uno deesos que se dedica a robar y a matar enla retaguardia, ¿no?

Pancho Villa le miró de abajoarriba, como midiéndole.

—Oye —dijo, acercándose más a él—: La retaguardia es un frente también yhay que limpiarla de los enemigos de larevolución.

—¿Sí? Entonces, ¿por qué no te

matan a ti?El guerrero de retaguardia campaneó

la cabeza. Era carirredondo, morenoaceitunado, con ojos sombreados porgruesas cejas.

—Faltan güevos —y se echó a reírprovocativamente. Sus hombres tambiénrieron.

—Pues aquí has llegado tarde. Ya sehizo todo lo que tenía que hacerse —replicó Cubas, impasible.

—¿Sí? —y chilló de nuevo la voz dePancho Villa. Después, señalando a susprisioneros, preguntó—: ¿Y ésos?Cubas siguió en su tono cachazudo:

—Ésos ya tienen bastante con

trabajar.—¿Trabajar un cabo de la guardia

civil, el operador del cacique y unmatasanos podrido de dinero?

—¡Sí! —y la voz de Cubas semetalizó—. ¡He dicho que sí.

Se miraron frente a frente los doshombres durante unas segundos.

—Pues yo me los llevo ahora,compañero —dijo al fin Pancho Villa,desafiante.

—¡Ni compañero ni hostias!Pancho Villa palideció. Bramaba

por dentro.—Como sigas así, me vas a obligar

a matarte también a ti… —y mordía las

palabras mientras una de sus manos sedeslizaba en busca de la culata de lapistola.

Desmenuzando también las palabrasy como hincándoselas en la cara, Cubasreplicó:

—Tú no matas aquí ni moscas. Eneste pueblo mando yo, ¿comprendes? —y se volvió rápidamente a losprisioneros para ordenarles nuevamente—: ¡Abajo he dicho!

Pero Mínguez y don Marcos secontuvieron al ver la actitud de loscompinches de Pancho Villa, que losamenazaban con los fusiles. Entonces seoyó la amenaza de Pancho Villa a

Cubas:—¡0 te estás callado, o te cepillo a ti

también!Pero antes de que pudiera

desenfundar la pistola, Cubas se habíaabalanzado a él y le sujetaba entre susbrazos de leña. Le dominaba en estaturay fuerza, y no dejó de apretar hasta quesintió crujir sus huesos.

—¡Quieto, cabrón! —le sopló aloído, jadeando, mientras le daba lavuelta y lo enfrentaba con sus hombres—. Si no haces lo que te mande, te matoa bocaos, ¿me oyes?, te mato a bocaos—y, alzando la voz para que le oyerantodos, agregó: Os tengo rodeados por

mis hombres. A la salida de la plaza hayun carro atravesado en la calle… Osestán apuntando desde todas partes… Ya una voz mía se apagarán todas lasluces del pueblo…

Mientras hablaba había desarmado asu adversario, a quien preguntóseguidamente:

—¿Qué dices ahora, Pancho Villa?Hubo una pausa. Pancho Villa

pensaba. Al fin dijo, en voz baja:—Que has ganao —y dirigiéndose a

sus hombres, les ordenó—: ¡Dejarlos!Mínguez y don Marcos saltaron del

camión. La gente del pueblo, perdido yael miedo que la entumecía, empezaba a

estorbar los movimientos de losbandoleros.

—Ahora les dices también que dejenlas armas —ordenó Cubas a PanchoVilla, hablándole al oído.

Quiso revolverse, pero sintió elcañón de una pistola en la espalda.

—¡Vamos, hombre! —le urgióCubas.

Y Pancho Villa, de pronto suave yrelajado, dijo a sus hombres:

—¡Soltar la herramienta! —perocomo ellos aún dudasen, tuvo quereiterar la orden con más energía—:¡Que dejéis las armas he dicho! —yañadió, a modo de disculpa—: Nos han

copado esta vez, compañeros, porconfiados.

—¡Ahí, en el suelo! —ordenóCubas.

Los hombres de Pancho Villaobedecieron, pero no sin antes buscaruna confirmación en un gesto de su jefe yde lanzar miradas de recelo a lospueblerinos, y pronto quedó formado unmontón con sus fusiles, sus pistolas, suscartucheras y sus bombas de mano.

Cuando hubo terminado el desarme,Cubas puso una mano en el hombro dePancho Villa y, mirándole de frente, ledijo:

—Ya te dije que aquí mando yo. Me

llamo Julio Cubas y no hay otro que sellame así por todo este campo. Ya losabes. Y otra cosa. Aquí se hizo justicia,tal como debía hacerse. Sólo donVicente Úbeda, el cacique, quisodemostrar algo el 18 de julio y disparódesde el balcón del casino a la gente quecorría a rodear el cuartel, antes de quelos guardias saliesen para concentrarsedonde se lo habían mandado. Se cogió adon Vicente y se le fusiló en esta mismaplaza y de día. Desde entonces no hahecho falta matar a nadie más. Todosésos —y señalaba a los prisioneros—trabajan ahora para el pueblo. Hasta alcura lo tenemos trabajando en la

cooperativa…Pero el guerrillero de retaguardia no

estaba ya para réplicas y ordenó con ungesto a sus hombres que subieran alcamión.

—En cuanto a las armas —siguiódiciendo Cubas—, el enemigo tienemuchas en el frente. Si de verdad soisantifascistas, podéis ir allá a cogerlas…

Pancho Villa tenía ya un pie en elestribo delantero del camión. Subió a ély, asomando la cabeza por la ventanilla,gritó a Cubas:

—Bueno, que quiten el carroatravesado en la calle. Entonces fueCubas el que rió.

—No hay ningún carro, hombre. Loque hay aquí son huevos…

Pancho Villa blandió el puño:—No te rías, cateto. Esta noche has

tenido suerte, nada más, pero ya nosveremos…

—Cuando quieras, pero procura novolver más por aquí, porque la próximavez no saldrás con vida del pueblo.

La cabeza de Pancho Villadesapareció de la ventanilla y,seguidamente, el vehículo se puso enmarcha. Entonces se alzó un clamor dealivio y de alegría en la plaza.

El cabo Mínguez, don Marcos yRufino el operador, ahogados

materialmente por los abrazos de susfamiliares, trataban de desembarazarsede ellos para acercarse a Cubas. Éste semantenía en el centro de la plazacruzado de brazos, contemplando lasarmas amontonadas a sus pies.

—¡Helio! —llamó, y, cuando éste sele acercó, le dijo—: Que lleven esasarmas al Comité. Tú serás responsablede que nadie coja una siquiera, nimunición ni nada. Ya las repartiremosmañana como es debido.

—Bien. Has estado cojonudo, Julio.Cubas meneó la cabeza. Pancho

Villa y su gente habían desaparecido ya.—No es para tanto. Es que todos

estos matones son unos blancos. Ya lohas visto.

—Sí, pero ¿qué hubieras hecho sillegan a plantar cara? Cubas sonrió.

—No sé. Se me ocurrió lo deldisparo y lo del apagón de luz porquealgo teníamos que hacer, pero por suerteno ha hecho falta.

Entonces le abordaron los salvados.La mujer y las hijas de Rufino,despeinadas y llorosas, le miraban casicon deseo.

—Ea, no es para tanto. ¡Hala, irse adescansar, que ya ha pasado todo! —replicaba Cubas a sus emocionadaspalabras de agradecimiento.

Mínguez, el taciturno guardia civil,sólo le dijo, al estrecharle la mano:

—No lo olvidaré nunca, julio.—Eso es lo que hace falta, Mínguez.Don Marcos le dijo:—Dos veces te debo la vida, Julio,

pero no podré pagarte más que con una.—No se preocupe usted, don

Marcos. La otra me la va a dar mi Clara.A usted le toca sólo procurar que lacosa salga bien.

Y, sin esperar la réplica yabriéndose paso entre los que lerodeaban, emprendió solo el regreso asu casa. La noche seguía brillante ypegajosa, y al andar por la estrecha y

empinada calle se sentía como unacaricia húmeda. Julio se detuvo unmomento a respirar en medio de lacuesta y entonces advirtió que estabaempapado de sudor. Respiró con fuerzay reemprendió la subida. En la puerta dela casa le esperaba su mujer, empuñandotodavía la llave del transformador.

—¡Gracias a Dios! —exclamó ella,cogiéndose a su brazo.

Cubas alentó poderosamente, perono dijo nada y entró en la casa, seguidopor ella. El hombre se fue derecho alpatio y lanzó con fuerza el cubo de cincal fondo del pozo. Sonó como uncañonazo ahogado. Tiró después de la

cadena, chirrió la polea y se oyeron lasalegres salpicaduras del cubo mientrassubía a la superficie. Cubas, siempre sindecir palabra, se despojó de la camisa,vertió el agua en la pileta de lavar yempezó a lavarse a grandes puñadas,con ansia.

Clara lo contemplaba viendo cómola claridad del cielo resbalaba sobre lamojada carne, bruñéndola.

—¡Ya me han contado lo que hashecho…! —murmuró.

Cubas, después de escurrirse la caracon las manos, se movió hacia ella,hasta tenerla al alcance de su mano.

—¿Y qué? —preguntó en tono bajo,

derritiéndosele un poco la voz.Entonces Clara se abrazó a él,

juntando y restregando su mejilla a lapiel húmeda y áspera de su pecho.

* * *Había caído ya la noche sobre el

paisaje aunque el crepúsculo pintabaaún claridades fugitivas en las cumbresde la sierra. Desde la altura en que seencontraba el grupo se podíacontemplar, pasando la mirada porencima del oscuro valle, el racimo dedébiles luces amarillas del pueblo. Lascuatro mujeres, los mozalbetes y losniños pequeños esperaban al abrigo deunos chaparros, cerca de las ruinas de la

«Quinta del Palomo», refugio antaño detrajinantes y contrabandistas, de la quesólo quedaba en pie un trozo de murocon el hueco de la puerta principal. Lasmujeres descansaban sentadas sobre líosde ropas y los chiquillos en el suelo.Los dos muchachos se entreteníansacando punta o haciendo cortes en lacorteza de unas varas con sus navajas, yla muchachita, con las piernas cruzadasy estirándose de cuando en cuando elvestidillo para cubrírselas lo másposible, seguía con curiosidad elentretenimiento de los chicos.

—¿Qué queréis hacer? —lespreguntó al cabo de un rato. Los

muchachos continuaron su tarea sinlevantar la vista y uno contestó:

—Un puñal.El mayor dijo después:—A mí me gustaría hacer una

espada con un hierro en la punta.Una de las mujeres les siseó.

Llevaba, como las otras tres, la cabezacubierta con un pañolón negro, anudadobajo la barbilla, y su rostro era unamancha pálida, borrosa, en la que sólobrillaban los ojos.

Volvió el silencio otra vez, unsilencio apretado, que cada uno sentía asu alrededor como el aliento cautelosode una amenaza. Aunque la tierra y el

cielo estaban calientes, corría undelgado viento, sin fuerza todavía paramover las hojas, pero que comenzaba aarañar la piel con sus fríos dientecillos.

El muchacho mayor dejó de sacarpunta a su vara y se echó de brucessobre los tomillos, que crujieronlevemente. El otro suspendió también sutrabajo con un gesto de fastidio y setumbó a su lado. La muchachita se estiróuna vez más el vestidillo, tal vez porqueya sintiera frío en las piernas, cruzó losbrazos sobre el pecho y permanecióluego quieta y muda.

—¿Tú crees que nos fusilarán si noscogen? —susurró el muchacho pequeño

al muchacho mayor.Tardó en contestar el otro con

delgada voz:—No hay que pensar en eso ahora.—Pero si nos cogen…—¡Cállate!De pronto se oyó un ahogado rumor

de pisadas sobre las secas retamas, en ladirección del pueblo, y todos sevolvieron para mirar hacia allí. Losrostros de las mujeres eran como cuatromáscaras sin forma, cuatro idénticasexpresiones de recelo y temor. Corriópor todo el grupo un estremecimiento,pues hasta los pequeños se revolvierontemblando. Pero nadie dijo nada.

Las pisadas se fueron haciendo cadavez más próximas hasta que surgió lafigura oscura de un hombre queavanzaba hacia allí deteniéndose decuando en cuando para mirar enderredor.

—Es mi José —dijo una de lasmujeres.

—Sí, es José —aseguró otra.Entonces todos volvieron a respirar

profundamente, pero como los chicosempezaran a moverse, las mujeres lessisearon otra vez y hubieron de quedarseinmóviles y mudos.

El hombre, bien visible ya supechera blanca, estaba parado y parecía

buscar algo por allí cerca.—¡José! —llamó una ahogada voz

femenina.El hombre la oyó y se dirigió ya

derechamente hacia el lugar de dondebrotara la voz. Vestía de pana casi negray se cubría la cabeza con un sombreropardo de ala ancha. Crujían suspantalones al andar y sus pisadas eranmás fuertes y descuidadas.

—¿Y Victoriano? —preguntó alllegar cerca de las mujeres.

—No ha aparecido todavía —respondió la que le llamara «mi José».

José se quitó el sombrero y seabanicó con él. Tras una pausa, dijo:

—Por la parte del pueblo no vienenadie. Se ve que todavía no nos hanechado de menos. El personal estácenando ahora.

Y se calló y volvió a cubrirse lacabeza. Los dos chicos mayores, quehabían recuperado su primera postura, yla chica miraban al hombre sin atreversea preguntarle nada.

—Ya debieran estar aquí, ¿no? —lepreguntó su mujer mientras se apretabael nudo del pañolón bajo la barbilla.

—Sí, y no pueden tardar mucho.Tenemos que cruzar las líneas antes deque amanezca.

Sacó luego la petaca y se puso a liar

un cigarrillo.—No irás a fumar ahora, ¿eh, José?

—le advirtió ella.El hombre no contestó y, cuando

hubo terminado de hacer el cigarrillo, seagachó para encender el chisquero demecha y prenderlo. Le dio dos largaschupadas ocultando el resplandor entreblusa y pecho, se enderezó de nuevo ydijo, por entre la nube de humo que salíade su boca:

—Es la consigna.Ya se había hecho completamente de

noche. El valle era un abismo denegrura, sin un solo punto de referencia.En cambio, al otro lado de él se

destacaba la blancura del pueblo,pespunteado por sus luces guiñadoras.El vientecillo, cada vez más fresco,arrastraba una bocanada de ásperosolores a tomillar y a encinas, a breñasserranas, a flores silvestres, a bravío demonte, y una gran pena se desparramabapor todo el campo.

El grupo permaneció sumido en laangustia de la espera. Las mujereshubieron de cobijar entre las piernas alos pequeños, adormilados ytemblorosos, e incluso los muchachosmayores se acercaron a ellas buscandosu calor. Sólo el hombre aguantó en pie,como un centinela, vuelto de espaldas al

pueblo y con la vista clavada en laespesura que se cerraba frente a él.Chupaba el cigarrillo a largosintervalos, cuyo brillo ahogaba cada veztras el telón de la blusa.

Cuando ya llevaba quemada más dela mitad, irguió aún más la cabeza yluego le dio una larga chupada, pero sinocultar ya su lumbre, que fue como unfuerte latido rojo en la oscuridad.Enfrente brilló también un puntito de luzy José repitió dos veces más lamaniobra, contestada siempre de lamisma manera. Entonces se volvió a lasmujeres para decirles:

—Son ellos. Ya están aquí.

Las mujeres se desembarazaroncuidadosamente de los pequeñoscogiendo en brazos a algunos de ellos,se pusieron en pie y fueron después ajuntarse con el hombre. Los chicosmayores hicieron lo mismo y así todo elgrupo se apiñó en torno a José.

Siguieron unos minutos deirresistible tensión, redoblada a cadarumor de las varias pisadas de personasinvisibles que se acercaban.

—Mira que si… —dijo, temblando,una mujer.

—Son ellos. No hay miedo —aseguró José en un susurro.

Unos minutos más de zozobra y,

luego, el confuso montón de sombrasacercándose entre el rumor de suspisadas. José y las mujeres sintieron unescalofrío. Después, todo fue rápido.Los nombres sonaron ahogados,estremecidos:

—¡Julio!—¡Clara!—¡Helio!—¡Basi!Y unos fuertes, ansiosos, abrazos en

silencio de los padres, con loschiquillos agarrados a sus piernas y asus cinturas.

Dos de los hombres recién llegadospermanecían un poco separados del

conjunto y contemplaban la escena,sonrientes y conmovidos. Eran muyjóvenes. Aparecían con ropascampesinas y ambos, al igual que Cubasy Helio, estaban armados con fusiles ybombas de mano. Las mujeres y losniños de José y Victoriano se habíanjuntado a éstos y esperaban.

Cubas, después de besar a su mujerse la quedó mirando fijamente y luego,tirando bruscamente del negro pañolón,dejó al descubierto su cabeza. Tuvo quecerrar los ojos y respirar profundamentemientras Clara volvía a cubrírsela.

—¿Has visto como era verdad? —dijo Cubas a Helio.

Éste, que había hecho lo mismo a sumujer, sólo contestó con un gestoafirmativo y Cubas se dirigió a Clara:

—Lo sabíamos. Nos lo dijo el zagalde Braulio cuando se pasó a nuestrazona a los pocos días de perderse elpueblo. Fue Paco el Ditero, ¿verdad?

Clara afirmó con un movimiento decabeza, añadiendo:

—A poco de entrar los moros vino abuscarme Paco el Ditero para llevarmeal Ayuntamiento, donde ya estabadetenido mi hermano Adrián. Paco mepidió que le pagara lo que le debíamos.Claro, yo le contesté que no teníamosuna perra ni siquiera para comer y

entonces él se puso como un loco agritar que tú habías sido un rojo ladrón yque dónde estaba el dinero que habíasrobado.

—¡Asqueroso usurero! —gruñóCubas, rechinándole los dientes.

—A ti es al que hubieran queridocoger, y, de rabia por no poder tenerteen sus manos, se vengaron en mihermano Adrián.

—¡Pobre! —exclamó Cubas—. Miraque le avisé con tiempo para que seviniera conmigo… Pero con eso de queno quería meterse en nada…

—También sabrás —agregó ella—que fueron el Ditero y el Agustinillo los

que lo mataron.Sí —respondió secamente su

marido, pero en seguida le tembló la vozal preguntarle—: Y qué más te hizo? ¿Teinsultó? ¿Te pegó?

—Sólo cortarme el pelo y…Al vacilar, su marido la interrumpió,

apremiándola:—¿Y qué más?Clara se agachó como para arreglar

el lío de ropa en que había estadosentada mientras decía:

—Estuvieron todo el tiempoinsultándote a ti el Ditero yAgustinillo… A mí no me insultaron nime pegaron, pero me hicieron tomar un

tazón de aceite de ricino con pan migado—el recuerdo la hizo estremecerse derepugnancia, y siguió diciendo, sinpoder resistir la mirada de lumbre en losojos de Cubas—. Lo tomé sin chistar,pero luego…

Entonces se agarró a él para ahogarcontra su pecho los sollozos,irreprimibles, al tiempo que hablaba:

—Me puse muy mala porque me hizoabortar. Gracias a que don Marcos seportó muy bien conmigo, que si no…

Cubas se pasó lentamente la manopor la frente y los párpados, y el grupoquedó en silencio hasta que uno de losjóvenes armados dijo:

—Bueno, yo creo que ya es hora demarcharnos si queremos pasar a la otrazona antes de que amanezca.

—Sí, tenemos que aligerar… —murmuró Helio.

Empezaron todos a removerse. Lasmujeres recogieron los líos de ropa,pero los hombres se hicieron cargo deellos. Clara y Cubas fueron los últimosen volver a la realidad del momento.Les costaba mucho desprenderse el unodel otro, pero al fin lo hicieron, ymientras los demás se ponían en ordende marcha, Cubas preguntó a su mujer:

—¿Y no salió en defensa tuya elcabo Mínguez?

—No pudo, Julio. Se lo llevaron alfrente en seguida, como soldado raso. Leecharon en cara no haberse hecho fuerteen el cuartel el 18 de julio.

—Pero si no tenía salida… Estabancopados y hubieran muerto todosdentro…

—Sí, pero ellos no piensan de esamanera, julio.

Cubas hizo un gesto de asombro portodo comentario y luego dijo,dirigiéndose ya a todo el grupo:

—Helio, José y yo nos quedaremospor si sale del pueblo alguna patrulla envuestra persecución. Con vosotros dos—e indicaba a los jóvenes armados—,

que conocéis tan bien el terreno, yVictoriano, hay suficiente escolta. Asíque…

Clara y Basi se resistían, noobstante, a separarse de sus maridos,quienes tuvieron que empujarlassuavemente hacia los otros.

—Pero no os quedéis mucho tiempoaquí —rogó Clara.

—Descuida, mujer. Lo más seguroes que os alcancemos por el camino.

Y, tras un último y rápido abrazo, elpelotón de mujeres y niños, escoltadospor los tres hombres, echó a andar haciala masa oscura del monte. Cubas, Helioy José permanecieron en pie y

silenciosos hasta que la noche volvió acerrarse a espaldas de los fugitivos y yano se percibía siquiera el rumor de suspasos. Entonces dijo Helio:

—¡Que haya suerte! Suerte paratodos.

—Sí, eso es lo que hace falta ahora—murmuró José.

Cubas siguió mudo hasta que Josésacó la cajetilla para liar un pitillo. Leatajó diciendo:

—No es tiempo todavía de fumar.Y como José quedara indeciso,

añadió:—Ya fumarás cuando hayamos

terminado la faena que nos espera en el

pueblo.—¿Es que vamos a bajar al pueblo?

—preguntó el otro, con disgusto en lavoz.

Pero Cubas, en vez de contestarle,preguntó a Helio:

—¿Qué te parece?Helio hizo un movimiento afirmativo

con la cabeza y contestó después:—Es el remate.Seguidamente, Julio Cubas se

desprendió del fusil y se lo entregó aJosé.

—Toma —le dijo—. Yo tengobastante con las bombas de mano y lapistola del cabo Mínguez.

El casino no era más que un vastosalón destartalado. A lo largo de susparedes descascarilladas habíanextendido recientemente una larga bandade tela con los antiguos colores de labandera nacional, rojo y amarillo, sobrela que se destacaban dos retratos, los deFranco y Queipo de Llano, con un grancrucifijo en medio. En uno de susrincones, frente a la puerta de acceso allocal, un pequeño mostrador cerraba elángulo de dos paredes, cubiertas enaquel espacio por estanterías conbotellas de licores y un viejo aparato deradio. Había una gran concurrencia dehombres. El encargado del bar se

encontraba sirviendo café, vertiéndolo alos vasos desde la cafetera de aluminioque llevaba en la mano, en la mesa queparecía presidir la grasienta figura dePaco el Ditero. Decía éste:

—Todavía quedan algunos rojillosque se resisten a oír el parte de guerra ylas charlas del general Queipo de Llano.Me parece que nos estamos pasando deconsentidos con ellos.

—Y tanto —dijo otro de loscontertulios, un tipo esmirriado, conpequeñas calvas redondas en la cabeza ycon los dientes salteados—. Porejemplo, don Marcos no viene ningunanoche.

—Es que tiene radio propia,Agustinillo —le replicó el encargadodel bar mientras le servía.

—Ya le daría yo radio propia, ya.—Yo no se la hubiera dejado porque

no me fío de él —dijo el Ditero—.Siempre fue muy amigo de Cubas y…Pero como es el presidente de laC.E.D.A. también…

La radio había estado dejando oírhasta entonces una musiquilla apagada,pero, de pronto, accionada por la mujerdel encargado del bar, dio paso a unavoz masculina que, en tono vibrante,comenzó a leer los partes de guerra.

Paco el Ditero y todos los

concurrentes, como obedeciendo a unaorden militar, se enderezaron en susasientos y, con la mirada fija en elreceptor de radio, quedaron en actitudrígida, pendientes de la relación devictorias de los «nacionales» sobre los«rojos» en los muchos frentes decombate que se extendían a lo largo dela inmensa, sinuosa y móvil líneadivisoria de las dos Españas en lucha amuerte. Sonaron muchos nombres depueblos, unos familiares, absolutamentedesconocidos otros…

La voz del locutor hería como unabayoneta y redoblaba como un tambor,lo mismo que si su dueño se hallara en

pleno combate, enardecido por lapólvora y la sangre, contagiando suemoción bélica y su entusiasmopatriótico al auditorio, al que ponía entrance de éxtasis, contenido casi elaliento, abierta y redonda la boca deadmiración, perdida la noción de tiempoy de lugar. Al fin terminó el desfile denoticias y, cuando la misma voz bizarraanunció que el general Queipo de Llanoiba a comenzar su acostumbrada charla,sucedió algo imprevisto que rompió elencanto y perturbó profundamente elánimo de los oyentes.

Se apagó la luz eléctrica yenmudeció fulminantemente el aparato.

Siguió entonces una pausa de oscuridady silencio hasta que gritó alguien, muynervioso:

—Qué pasa?La respuesta expresó el temor

general:—Algún golpe de mano de los rojos.—Calla, cenizo —le replicaron.Era como si de repente hubiera

entrado una bocanada de aire frío. Nadiese atrevía a moverse. Por eso chillóPaco el Ditero:

—¿Por qué no vas al transformadora ver qué pasa, Agustinillo?

Pero el aludido no contestó. Denuevo se hizo el silencio. Aquí y allá

fueron brotando las débiles y oscilantesluces de algunos fósforos, a cuyoresplandor los hombres se miraban entresí y se sonreían para animarse.

—Voy a encender el petróleo —dijoel encargado del bar.

—Ya tenías que haberlo hecho,malage —refunfuñó el Ditero, cuyafrente brillaba de sudor.

Antes de que llegara al mostrador elencargado del bar, se extendió por eltecho la primera bocanada de luz y luegoapareció su mujer llevando en la mano,a la altura de la cabeza, el aparatoencendido. Su claridad despejó en granparte los temores y los fantasmas que

poco antes amedrentaban a los hombres,y éstos comenzaron a reír y a bromear.

—Que tú no ves más que rojos portodas partes, muchacho.

—¡Se vende miedo!Después de algunas pullas más, el

Ditero dijo:—Seguro que ha sido alguna avería

del transformador. El Agustinillo no leha cogido todavía el aire.

Agustinillo, encogiéndose dehombros, replicó:

—No es cosa de cuatro días cogerleel intríngulis, digo yo…

—Pues anda a ver qué tecla le falla—le ordenó el Ditero. Agustinillo no

tuvo más remedio que ponerse en pie,aunque de visible mala gana.

—Y que debe de ser peligrosohurgar allí… —insinuó otro de loscontertulios.

—Digo —apoyó un tercero—, comoque si te descuidas te arrea una descargaque te deja frito.

Agustinillo, azuzado por los demás,se dirigió a la puerta.

Al abrirla y ver lo oscura que estabala noche en la plaza, se detuvo y,volviéndose a mirar a sus amigos,intentó bromear:

—Parece el sobaco de un grajo.—¿Es que tienes miedo? —le

gritaron—. Mira que si andan sueltospor ahí los rojos…

Aquella broma y las risas queestallaron le empujaron fuera. Al Diterole temblaban las carnes y sudabaabundantemente entre retortijones derisa. Entretanto, el encargado del barhabía colgado de un alto gancho elaparato de luz, que pintaba una danza desombras, al oscilar en el aire, en techo yparedes.

Cuando se hubo desahogado, elDitero, poniéndose serio, dijo:

—Lo malo es que nos hemosquedado sin oír a Queipo, porque pormucha prisa que se dé el Agustinillo…

¡Con el pico que tiene el general…!Sí, y va siendo hora de recogerse.

Mañana será otro día —apuntó uncompañero de mesa.

Pero Paco el Ditero opinó que aúnera demasiado temprano y propuso unapartida de mus.

—Tráete la baraja y las fichas —pidió al encargado del bar, y luego,dirigiéndose a los otros, añadió—:Apuesto a que el Agustinillo se ha riladopor las pencas de puro miedo.

Y soltó otra carcajada, coreada porsus compañeros. El encargado del bar,por su parte, allegó la baraja y las fichasandando perezosamente. El rumor de las

conversaciones, el ruido y la algarabíade los que se acercaban a la mesa delDitero a horcajadas en sus sillas,dispuestos a actuar de mirones, apenasdejó oír un lejano estampido que sóloalertó a algunos momentáneamente,porque en seguida los guiños, losenvites y las bromas jactanciosas de losjugadores absorbieron la atención y elinterés de todos.

Terminaba ya el primer juegocuando se abrió bruscamente la puertade la calle y aparecieron en su marco lasfiguras de Cubas y de Helio.

En medio del estupor general, se oyóla voz de Cubas, conminatoria:

—¡Que nadie se mueva!Y avanzó hacia el grupo pistola en

mano.Fue todo tan rápido que los hombres

permanecieron clavados donde estaban,incapaces de reaccionar. Hasta la mujerdel encargado del bar, que pasaba untrapo por el mostrador, detuvo elmovimiento del brazo y se quedómirando a Cubas con la boca abierta,como si hubiera querido gritar y el gritose le hubiese atravesado en la garganta.

Helio había cerrado la puerta de lacalle y desde allí apuntaba a todos consu fusil.

—¡Las manos, en alto! —volvió a

ordenar Cubas al tiempo que hacía señascon la pistola para que se abriese elgrupo que rodeaba al Ditero.

Los hombres, amedrentados, leobedecieron torpemente y Paco elDitero quedó frente por frente a Cubas,sentado, con las manos levantadas.Durante el breve silencio que siguió, suslabios se movieron, pero sin poderpronunciar palabra. Su rostro se habíaquedado sin sangre y parecía licuarse detanto como sudaba. Pronto se le acumulóel sudor en la nariz y comenzó a gotearsobre la mesa.

—¡Levántate, Paco! Anda, levántate.Crujió y rodó la silla y estuvo a

punto de caerse él también, pero ningunamano acudió a sostenerlo. Al fin quedóen pie, tambaleándose. Toda sugrasienta humanidad palpitaba y lospantalones, que se le habían escurridohacia abajo, dejaban al aire la curvaprovocativa de su gran vientre.

Cubas le miraba a los ojos, prieta laboca, nublada la frente, con repugnanciay odio en la mirada.

—Toda esta gente sabe que no nosmetimos contigo a pesar de que hasvivido siempre a costa de la miseria delos pobres, prestamista de mierda. Enpago, tú mataste a mi cuñado, pelaste ami mujer y la hiciste abortar con

ricino… ¡Hijo de puta!Después del terrible insulto, que

brotó de los labios de Cubas como untrallazo, el Ditero quiso tal vezhumillarse ante el hombre de quiendependía su vida, pero tropezó con lamesa y sólo pudo hacer un gesto dedolor.

Ninguno de los asistentes se atrevíasiquiera a respirar. Sólo se oían elalentar poderoso de Cubas y la fatigadel Ditero. La gran pistola dereglamento tenía un solo ojo negro quemiraba fijamente al corazón delprestamista… Cubas hizo un levemovimiento con la mano que la

empuñaba y ello provocó en el Ditero suúltimo intento de defensa.

—Te han engañado, Julio, te hanengañado. Fue el Agustinillo. Te juroque…

Pero Julio lo calló con un gesto.Luego dijo:

—El Agustinillo ya lo ha pagado.Ahora te toca a ti. No he venido adiscutir contigo. —Hizo una leve pausay agregó—: He venido a matarte

A medida que hablaba Cubas, elDitero parecía derretirse, lo que hizoque aquél titubease y le preguntara alfin, como tendiéndole un cable desocorro:

—¿Por qué lo hiciste, Paco? ¡Habla,hombre!

Entonces, inesperadamente, elDitero se contrajo, cerró los ojos y,espurreando saliva y tartamudeando deodio, le contestó:

—¡Porque eres un joío rojoasqueroso!

Cubas, tras una brusca sacudida,disparó dos veces contra él. Despuésvolvió el silencio mientras el cuerpo dePaco el Ditero resbalaba hasta quedartendido en el suelo, boca arriba. Lamujer del encargado del bar ahogó unaexclamación, que sonó como un golpe dehipo.

Siempre conteniendo a los demáscon la amenaza de su pistola, Cubascorrió a reunirse con Helio.

—Dale a la luz —ordenó a éste.Al primer disparo de fusil, el casino

quedó completamente a oscuras. Los dosamigos lo abandonaron entoncesrápidamente, cerrando la puerta trasellos, y echaron a correr. Atravesaron ala carrera la pequeña plaza y tomaronuna calleja ascendente. Corrían sinhablar, jadeantes, buscandoinstintivamente el arrimo de las paredes,donde la oscuridad era más compacta.Pronto empezaron a sonar las primerasvoces de alarma:

—¡Los rojos! ¡Los rojos!Y gritos de mujer y el ruido de

puertas y ventanas al abrirse, como unaestela de sus propios pasos. Ellosllevaban bastante delantera y sabíanperfectamente por dónde y adónde iban,derechos, sin vacilar. Pero antes dellegar al final de la cuesta, dondeterminaba el caserío y comenzaba elcampo, sonó un disparo y brilló unfogonazo a sus espaldas.

—¡Cubas! —gritó Helio.Cubas se detuvo a mirar atrás. A

pocos pasos de él, su amigo Helio seagarraba desesperadamente al portalóncerrado de un corral para poder

mantenerse en pie, y acudió a sostenerlocon sus fuertes brazos.

—Me han dado —dijo el herido—.En la espalda. Seguramente con postas,porque el tiro ha sido de escopeta.

—Vamos, agárrate a mí. En cuantolleguemos al campo estamos salvados.

Le pasó el brazo por la espalda ytiró de él con todas sus fuerzas. Helioarrastraba los pies. No obstante,consiguió llevarlo, a toda prisa y sindescansar, hasta el lugar de la cita conJosé, en las cercanías del transformador,desde donde arrancaba ya un olivar. Lanoche estaba en calma, muy oscura yenvuelta en el vaho caliente de la tierra.

José surgió de entre las sombras,donde yacía el cadáver de Agustinillo.Al ver a Helio herido no preguntó naday se limitó a ayudar a Cubas a sentarloen el suelo con el costado apoyado en eltronco de un olivo. Seguían las voces enel pueblo, cada vez más fuertes.

—¿Y mi fusil? —fue lo primero quedijo el herido, hirviéndole el pecho.

—No te preocupes de eso ahora,hombre —le amonestó cariñosamenteCubas mientras sacudía en el aire supañuelo blanco—. Lo primero estaponarte la herida.

Cubas tenía las manos húmedas desangre caliente y pegajosa. Cortó de un

navajazo la camisa de Helio por laespalda y empezó a restañarle la sangreque seguía manando lentamente por latriple boca de la herida que palpó consus dedos.

—Es inútil todo lo que hagáis por mí—murmuró Helio con la muerte en lavoz—. Mejor es que me rematéis paraque no me cojan vivo y tiréis despuéspara la sierra, antes de que os cacencomo a mí.

Ni Cubas ni José le replicaron.—Mi mujer, Julio. Mi mujer y mis

hijos, compañeros… —pero un golpe desangre por la boca ahogó su voz.

Cubas y José se miraron, indecisos.

Helio tosía borbotones de sangre, con lacabeza caída sobre el pecho. Seacercaba el clamor de las voces quegritaban: «¡Los rojos! ¡Los rojos!» entrealboroto de mujeres y ladridos deperros, y de pronto rompieron a tocarlas campanas.

—Van a salir patrullas paraperseguirnos —murmuró José. Cubasparecía no saber qué hacer.

—Rematarme, compañeros —gimióHelio entre estertores.

Pero Cubas había tomado ya unadecisión.

—Ayúdame a echármelo al hombro—pidió a José.

—Compañeros… —pudo decir aúnel herido.

José obedeció en silencio y pronto.Helio quedó doblado sobre el hombroizquierdo de Cubas, rodeando su cuellocon un brazo, colgantes los pies,bamboleante la cabeza.

—Yo voy a subir dando la vueltapor el otro lado de la «Quinta delPalomo», para que no sigan la pista delas mujeres. Te espero o me esperas enlo alto y procura desorientarloscorriendo de un lado para otro ydisparando de cuando en cuando. ¿Vale?

—Vale, Julio. Y hala, date prisa.Las campanadas estremecían la

noche como aletazos de grandes pájarosaturdidos. En cambio, había cesado elclamor de sus perseguidores. Sólopersistían los ladridos de los perros,más codiciosos y testarudos. Cubas seperdió pronto entre los olivos con sucarga al hombro. La sangre de sucompañero le corría por la cara y sentíajunto al oído su ronco agonizar. Noquería pensar en nada, sino tan sóloandar y andar lo más de prisa posible,crispado todo su ser en un esfuerzodesesperado. A veces, las ramas deolivos y carrascos le golpeaban elrostro. A veces, los guijos cedían bajosu peso… Entonces daba un traspié,

pero se detenía hasta sentirse otra vezfirme, y luego proseguía la marcha conmás coraje aún. Sólo cuando oyó elprimer disparo, lejos y muy desviado desu ruta, aprovechó un desnivel delterreno para apoyar en él el cuerpo deHelio y tomarse un respiro.

—¡Helio! —le llamó entre aliento yaliento.

Helio aún vivía, pero debía dehallarse completamente inconscienteporque ni siquiera se estremeció. Alpoco rato, otra vez en pie y andandocuesta arriba, siguió los estrechoscauces de secas torrenteras, cruzandoencinares, buscando la espesura y

huyendo de los calveros. Así llegó aperder la noción del tiempo y de larealidad, y ya oía los intermitentesdisparos de José como otro ruidocualquiera de la noche, y hasta lostropezones y los desgarros en la caraencontraban su cuerpo insensible, comosi fuese de madera. Ni advirtió queHelio, tras un último ronquido, dejó porfin de respirar. Caminando, resoplando,resbalando, empapado en sudor ysangre, agarrotadas las manos sobre elcuerpo inerte de su amigo, ciego, sordo,inconsciente, Cubas ya no era unhombre. Era la inercia, únicamente unamasa movida por un misterioso resorte

de voluntad.Así hubiera continuado hasta caer

reventado. Pero pudo antes alcanzar lacumbre del primer diente de la sierra,donde tenía citado a José y a donde suinstinto le había conducido. Sin, dudafue el aire frío que le azotó el rostro loque le hizo recobrar el conocimiento, yse paró de pronto, sin fuerza para dar unsolo paso más, como un juguete al quese le acaba la cuerda. Una montaña decansancio se desplomó sobre él y cayóde rodillas, quebrado, todo él un dolorvivo, un puro dolor de carne, de huesosy de nervios torturados. Pero aún, antesde derrumbarse, fue capaz de dejar

blandamente sobre la tierra el cuerpo desu amigo. Luego se dejó caer él mismocomo un fardo, de cara al cielo,ahogándose… Cuando despertó, Josécavaba allí cerca, a cuchillo y a uñas,una fosa para Helio. Quiso entoncesincorporarse, pero ni siquiera pudomover los brazos. Estaba amaneciendo.

* * *Estaba amaneciendo en la lejanía del

mar y las primeras, temblorosasclaridades permitían ya apreciar lo queocurría en la carretera. A todo lo largode la misma se veía un reguero deobjetos personales o caserosabandonados por los fugitivos en su

larga marcha, y a sus márgenes, gruposde retrasados que habían tenido quedetenerse, obligados por el cansancio yel sueño. El frío relente de la madrugadahacía buscar a cada uno de estosinfelices el calorcillo animal del vecino—familiar, amigo o acaso undesconocido— bajo los capotes o lasmantas, en cualquier quebradura delterreno. Así, a primera vista, parecía uncampo de batalla donde sólo quedasenlos muertos y los despojos de losvencidos.

Lloró un niño y Cubas, quedescansaba tumbado al abrigo de unachumbera, se despertó sobresaltado. Le

extrañó el blando silencio que lerodeaba y de un zarpazo se quitó deencima el capote que lo cubría. Levantódespués la cabeza y escuchó. Todoestaba como muerto a su alrededor. Sinembargo, poco a poco, el llanto del niñoque le despertara fue encontrando ecosen otros niños y pronto empezaron amoverse los bultos y a aparecer losrostros tumefactos y lívidos, soñolientosy ojerosos, de las mujeres. Y algunoshombres se pusieron en pie,restregándose la cara con las manos ymirando después ansiosamente a todaspartes.

El desperezo duró bien poco. La

carretera, que minutos antes aparecíadesierta hasta donde alcanzaba la vista,comenzó a cubrirse de figuras y gruposmovedizos que iban uniéndose unos aotros hasta formar un espeso hormigueroen marcha. El silencio, al igual que unaniebla mañanera por el viento, habíasido barrido ya por los gritos, las vocesy los llantos, que se confundían en unclamor creciente. El monte seguíaoscuro, pero sus cumbres comenzaban aperfilarse sobre un cielo querápidamente se desteñía, y la lámina delmar, al derretirse las brumas, sesalpicaba de luz, dejando ver a lo lejoslas torvas siluetas de unos barcos de

guerra.Cubas se incorporó como si hubiera

sentido un calambre. Tenía la bocareseca. La barba crecida y las sombrasdel hambre y del cansancio daban a surostro un impresionante aspecto casiferoz. Chascó su lengua repetidas vecesy se agachó luego para recoger yenrollar su capote. Mientras, elimprovisado campamento de alrededorse deshacía y se ponía en movimiento,uniéndose a la muchedumbre que yacubría la carretera. Hombres, mujeres yniños, agarrándose unos a otros, con losbultos de ropas y enseres al hombro o enlas manos, gimiendo, sollozando o

gritando unos; en silencio y cabizbajoslos más, marchaban por el asfalto comouna procesión de fantasmas.

—No tengo nada que darte, mi alma—decía una madre a un chiquillo que letiraba de las faldas llorando—. Peropronto encontraremos un cortijo o unpueblo donde nos den algo de comer…

Otros chiquillos mordiscabanrebanadas de pan duro o rabiabantambién de hambre.

—Toma, angelito.Otra mujer, que había oído la

respuesta de la madre, ofrecía a su hijoun puñado de negras aceitunas,agregando:

—Alma de Dios. Ellos no tienenculpa de nada.

—Gracias, muchas gracias —contestó la madre. La otra siguiódiciendo:

—Claro que ninguno de nosotrostiene la culpa de lo que nos estápasando. ¡A saber quién tiene la culpa!Bien tranquila vivía yo con mi marido ymis hijos el 18 de julio… Se encogió dehombros y agregó—: Tendría que serasí…

—Yo ya perdí a mi hombre enEstepona, un hombre como un castillo—replicó la madre, brillándole losnegros ojos—. Yo me he quedado viuda

y mis hijos sin padre. ¿Qué dañohacíamos a nadie? Él tuvo que salir adefender lo suyo. No había hecho otracosa en su vida que trabajar siempre queencontraba trabajo. La cosa se ibaponiendo mal. «Nos quieren matar dehambre», me dijo más de una vez. «¿Porqué?», le preguntaba yo. Y él respondía:«Porque los ricos lo quieren todo paraellos. No están conformes con laRepública porque la República quierehacer algo por los trabajadores. ¿Esjusto que a unos les sobre de todo y queotros no tengan nada de nada? No puedeser. Por eso ha venido la República.Pero ahora, los ricos, cuando vamos a

pedir trabajo, nos contestan: "Anda yque te dé de comer la República". ¿Vesahora, Remedios, cómo nos quierenmatar de hambre?» Por eso, cuandoestalló la revolución, mi Anacleto se fuea pegar tiros. Cuando se marchó alfrente me dijo: «No lo hemos queridonosotros. Han sido ellos los que hanempezado el melón. Veremos ahoraquién se come la última tajada»…¡Pobre!

Se le habían saltado las lágrimas yse tuvo que enjugar los ojos con el negropañolón que le cubría la cabeza. Su hijodevoraba las aceitunas negras. Ella y laotra mujer compasiva caminaban

rodeadas de chiquillos. Por delante,otra, joven y escuálida, trataba deengañar con su pecho exhausto al niñoque llevaba en brazos.

—¡Pero alguien tiene que pagar todoesto! Si es verdad que hay Dios, alguientendrá que pagar todo lo que nos estápasando…

Ante este grito de la madre, sucompañera hizo un movimientoafirmativo con la cabeza. Y siguieron sucamino, perdidas entre la marea humanaque, por momentos más gruesa, veníaempujando desde atrás, con más fuerzacada vez.

Cubas escrutaba con avidez cuantos

rostros pasaban ante él. Al fin se echó aandar contra corriente, por en medio dela carretera. Miraba a un lado y a otromecánicamente. Su uniforme y susinsignias de comisario llamaban laatención, pero él no se daba cuenta delefecto ni se preocupaba de los rumoresque levantaba al hender los grupos ycorrer a veces de un extremo a otro de lacarretera y volver atrás, en otros casos,para cerciorarse con respecto a laidentidad de algún fugitivo.

Éstos, los fugitivos, pasaban enpequeñas oleadas, como un rebañofraccionado, con claros entre uno y otrogrupo. Como la luz era aún dudosa,

Cubas no se fiaba de su rápidainspección y al quedarse solo se volvíasiempre para gritar:

—¡Clara! ¡Clara! ¡Basi!Los fugitivos no se detenían

siquiera. Entonces, él repetía sullamada, que sonaba como un alarido:

—¡Clara! ¡Clara!A veces alguien ladeaba la cabeza

para observarle con expresión atónita,pero en seguida tornaba a mirar haciadelante o al suelo, y la mayoríapermanecía insensible e indiferente,completamente sorda a sus patéticasllamadas.

En una de estas ocasiones, al

enfrentarse con un nuevo grupo, unhombre le preguntó:

—¿Adónde va, camarada? ¿No sabeque vienen detrás de nosotros lositalianos, los moros y la legión?

Cubas, en vez de contestarle, lepreguntó a su vez:

—¿De dónde vienes tú?—De más allá de Fuengirola.Se habían quedado parados en

medio de la carretera, desbordados porlos fugitivos. Cubas, mientras hablabacon aquel hombre, giraba sin cesar lacabeza a ambos lados para que no se lepasase nadie por alto.

—¿Y qué?

—Todo está perdido, camarada. Telo digo yo. Nuestros últimos soldadoshan abandonado las trincheras y seretiran por donde pueden para no quedarcopados. El enemigo viene por lacarretera y por la sierra. Y de cuando encuando nos tiran sus barcos o nosbombardean sus aviones. Así que siquieres contarlo, lo mejor es que tevuelvas. En algún sitio se tiene queorganizar la resistencia, digo yo, antesde que el enemigo llegue a Almería.

La inquietud y la movilidad de losojos de Cubas desconcertaban a suinterlocutor, quien le preguntó, en vistade que parecía no hacerle caso:

—¿Es que buscas a alguien?Cubas habló sin mirarle

directamente, atento más bien a lo quepasaba a su alrededor:

—No pensé que fuera tan grande eldesastre cuando en Valencia se hablabade la gravedad de la situación enMálaga. ¡Hemos pasado ya por tantassituaciones que parecíandesesperadas…! Madrid fue una deellas.

Hizo una pausa y añadió:—Busco a mi mujer y a mis hijos.

Vivían en Málaga. Yo estuve con elloshace un mes. Luego me tuve que ir aValencia para reorganizar los

batallones. Mi mujer y mis hijos handebido de salir al principio con losdemás. Tengo buenos compañeros enMálaga, que se habrán preocupado deevacuar a mi familia—.

—A lo mejor andan por ahí. Laevacuación ha sido un desastre porquetodo el mundo asaltaba los coches y loscamiones. Muchos vehículos se rompíano se estrellaban, o se quedaban paradospor falta de gasolina. En muchos casosha habido peleas para subirse a ellos…

—¿Tú no has visto a ninguna mujerque se llamase Clara…? —preguntó.

Pero un grito vino a interrumpir eldiálogo.

—¡No quiero seguir! ¡No puedomás!

Una mujer se había dejado caer alsuelo junto a ellos y se resistía, con lasúltimas fuerzas que le quedaban, alintento de sus acompañantes deobligarla a seguir. Su voluminosovientre indicaba su delicado estado.

El interlocutor de Cubas corrió aauxiliarla y por un momento éste se vioempujado por unos y otros, porque sehabía formado rápidamente un torbellinoen torno a la mujer caída, que le cogía aél en el centro.

—¡Dios mío, y va a parir en mediode la carretera! —se lamentaba una

anciana.—¡Sacarla, sacarla fuera! —gritaba

otra mujer.—¡Dejarme, dejarme! —gemía la

desgraciada—. No me importa ya queme cojan y me maten aquí. No meimporta morir…

Al fin, sudorosa y desencajada,empezó a ceder. Unos hombres laalzaron en brazos, y entonces pudieronver todos la gran mancha húmeda quehabía dejado sobre el negro pavimentode la carretera. Cubas no pudo más yechó a correr rumbo al sur.

Rompía el alba. El mar empezaba aser una llamarada de luz y ésta trepaba

ya, como una niebla resplandeciente, porlas faldas de la sierra. En sudesenfrenada marcha, Cubas se vio alcabo solo. Todo en torno a él setransmutó de pronto. Del griterío y deltumulto había pasado a una calmainmóvil y a una sensación física de pazimperturbable. Sólo el rastro de losfugitivos: cascos, mantas y platosmilitares, líos de ropa, maletasdestripadas, utensilios de cocina, cochesy camiones despanzurrados oincendiados, y algún que otro cadáver enlas cunetas, le hablaba del paso de unamuchedumbre innumerable por allídurante días enteros.

Aquella carretera era la única vía deevacuación de docenas de millares deseres humanos a los que la caída deMálaga en poder de las tropas de Francohabía puesto en fuga, perseguidos porlos fantasmas del furor y de la venganzade los conquistadores. Soldados,paisanos, mujeres, niños y viejosabandonaron la ciudad y se pusieron enmarcha sin tiempo apenas para pensarlo,pues las autoridades republicanas yrevolucionarias habían estadoreteniendo los permisos paraabandonarla hasta el último minuto. Elpánico general, alimentado y encrespadopor los rumores de otras represalias,

provocó la irracional estampida.Primero fue la meta el pueblo inmediato,pero luego se fue distanciando a medidaque se alargaban los tentáculos que porambos lados, por mar y tierra, les tendíael enemigo. De un pueblo pasaban aotro, y lo poco de comer que aúnquedaba en ellos ya había sido devoradopor las primeras oleadas de fugitivos,tomándolo por las buenas o por lasbravas, por cuya razón los que llegabandespués se encontraban las puertascerradas y un ambiente cargado deelectricidad hostil, que descargaba enataques a los rezagados. Por otra parte,los enemigos que durante tantos meses

habían agonizado, con el miedo y elespanto clavados en las entrañas,empezaban a abandonar sus escondrijos,como si despertasen a una mañana sinmás ley de vida que la del desquite y dela venganza, siendo ésta más patriótica ymás justa cuanto más feroz ydespiadada. Por ello, algunos de estosmadrugadores pagaron a última hora conla vida su impaciencia, pues los quehuían eran aún capaces de revolverse enun último esfuerzo por sobrevivir y deacometer salvajemente a todo aquel quese interpusiera en su camino. Sinembargo, la gran mayoría de lasvíctimas se contaba en el bando de los

acorralados, casi siempre mujeres,niños y ancianos…

Tal silencio le hizo mirar alrededorcon recelo. Tenía la boca reseca y elaliento le silbaba en la boca y narices. Ysudaba. Se detuvo.

La carretera bordeaba el precipiciode unos profundos acantilados. Diríaseuna pasarela de equilibrista o unaestrecha cornisa en la cintura de lamontaña, sobre la vertical del mar. Apoco más de quinientos metros de allídesaparecía tras una curva, y en aquelpunto quedaba concluso el panorama.

Su instinto se aguzó y, con él, su

desconfianza. Sabía de mil casos deamigos y compañeros, también deenemigos, que, en trances como aquél,de movilidad y fusión de los frentes decombate, habían pasado sin darse cuentaal campo contrario, siendoaprehendidos, cazados o ejecutados enel acto. Por eso, después de unosinstantes de indecisión, se puso otra vezen marcha, pero no por el centro de lavía, sino siguiendo la línea de la cunetainterior, despacio, atento al menor ruidosospechoso, escudriñando atentamentelos alrededores.

De pronto, algo le hizo detenerse denuevo. Eran dos figuras negras

recostadas contra el ribazo. «Parece quese mueven», pensó. En efecto, semovían. Inmediatamente tuvo lacertidumbre de que no eran enemigos, yse tranquilizó.

Era una pareja de ancianos. Cubasse acercó a ellos lentamente. Ella yacíatumbada boca arriba, con el rostrocubierto por el pañolón negro. Él,sentado en una piedra, se inclinaba haciadelante, apoyándose con ambas manosen la curva del cayado.

Al oír las pisadas de Cubas, elhombre, que parecía sumido en unaespecie de modorra, ladeó un poco lacabeza y se echó para atrás el viejo

sombrero que le cubría hasta los ojos.Su compañera, en cambio, ni se movió.

La sombra de Cubas cubrió la caradel anciano, que la alzó para mirarle alos ojos. Los suyos eran azules yparecían vacíos de expresión. Sobre suarrugada frente la brisa movía unflequillo canoso.

—¡Señor Anselmo! —exclamóCubas, asombrado.

Pero el viejo no hizo ningún gesto dereconocimiento.

—¿No se acuerda de mí? —insistióCubas—. Soy Julio, el marido deClara…

Se habían conocido en Málaga. El

señor Anselmo era un refugiadoprocedente de un pueblo de la provinciade Cádiz ocupado por los nacionalistas.Había ido a parar a la misma casa derefugiados de la C.N.T. donde Cubasinstalara a su mujer y a sus hijos.

—¿No se acuerda de mí, de Julio, elcomisario que siempre le daba tabaco?

El anciano cerró los ojos y guardósilencio. Entonces, Cubas se sentó juntoa él. Le echó un brazo por encima delhombro y lo atrajo hacia sí,sacudiéndolo un poco, como si tratarade despertarlo. E intentó de nuevohacerle hablar, preguntándole:

—¿No estuvo usted en la guerra de

Cuba?El señor Anselmo movió los labios

temblorosamente, sin que brotara deellos más que un leve gemido, pero hizoun gesto afirmativo.

—¿Me reconoce ahora? —leapremió Cubas, y, tras un nuevo gestoafirmativo del anciano, inquirió—: ¿Havisto a Clara? ¿Qué ha sido de ella y delos chicos?

El anciano permaneció callado yquieto. Cubas se movió hasta quedararrodillado ante él y le obligó a mirarle.

—¡Diga lo que sepa!Los claros ojos del señor Anselmo

se habían humedecido.

—¡Ha sido una ruina, muchacho, unaruina! —dijo al fin, temblándole la voz ymoviendo tristemente la cabeza.

—Pero ¿dónde está Clara?El anciano ladeó la cabeza, mirando

hacia el Sur.—Por ahí… —balbució.Cubas se puso en pie de un salto.—¿Muy lejos? ¿Dónde, abuelo?Cubas temblaba de impaciencia. El

señor Anselmo, por el contrario, lemiraba absorto, como ausente, con unatranquilidad desconcertante. Cubas lecontempló un rato en silencio, y viendoque el anciano se había quedado sinpalabras o sin fuerzas para hablar,

hundió la mano en uno de los bolsillosde su guerrera, murmurando:

—Me parece que todavía me quedaun poco de tabaco…

La palabra tabaco hizo parpadear alseñor Anselmo. Cubas, que loobservaba atentamente, sacó un paqueteempezado y se lo ofreció, diciendo:

—Ya sabe que yo no fumo. Lo llevopara los amigos… Ande, fume.

Tan fuerte fue el despertar delinstinto, que el señor Anselmo tendió lasdos manos hacia el paquete, dejandocaer al suelo la cachava. MientrasCubas la recogía y se la ponía entre lasflacas piernas, sus dedos, temblando de

avidez y de debilidad, tomaron uno delos cigarrillos del paquete y empezarona desliarlo por las puntas paraenrollarlo de nuevo y pegarlo. Pero eratal la inseguridad de sus manos, que elaire se llevó más de la mitad del tabaco.Al fin pudo llevárselo a la boca yprenderle fuego con chisquero de mecha.Cubas, que aguardaba pacientemente aque el señor Anselmo terminara todasestas operaciones, tuvo que volver lacabeza hacia el Sur, atraído por unlejano rumor, todavía confuso, que veníade allá.

—Me parece que se acerca algúngrupo de gente —dijo en voz alta.

El señor Anselmo, expulsando humopor boca y narices, murmuró a su vez:

—El tabaco mata el hambre,compañero.

Entonces se dio cuenta Cubas de quesentía en el estómago un doloroso vacío.

—¿Desde cuándo no ha comido,abuelo? —preguntó al anciano.

El señor Anselmo miró a su mujer,que seguía tendida inmóvil a su lado, ycontestó:

—Cualquiera lo sabe… La pobre…No podía más…

El rumor crecía al otro lado de lacurva de la carretera y ya podíaapreciarse que era producido por alguna

multitud que se acercaba. Cubas volvíade cuando en cuando la cabeza enaquella dirección, intranquilo.

—Bueno, abuelo, dígame ya lo quepasó.

En efecto, el viejo parecía haberrecobrado algunas fuerzas y empezó ahablar, intercalando entre frase y frase, yaun entre palabra y palabra, fuerteschupadas al cigarrillo:

—Pues… Corrió el rumor de que«ellos» iban a entrar de un momento aotro en Málaga… Veíamos pasar tropasy más tropas de retirada, que decían queiban para Motril y Salobreña…Entonces todo el mundo cogió lo que

pudo de ropa y comida y se echó a lacarretera detrás de ellas… ¡Qué pánico,chiquillo! La vieja y yo no sabíamos quéhacer…

—¿Y mi Clara y mis nenes?—Estaban allí con nosotros. Clara

dijo que había que huir. Y lo mismodecía la Basi. Pero ¿cómo, niño? Hastaque, ya de noche, se presentó uncompañero con una camioneta a recogera todo el que quisiera marchar.Montaron Clara y la Basi con los chicos.A nosotros también nos recogieron,pero…

—Vamos, abuelo, vamos…El viejo dio otra chupada al

cigarrillo, que ya no era más que untrozo de papel chamuscado con algunabrizna de tabaco, y continuó:

Nada más salir a la carretera lagente se nos echó encima. Todo diosquería subir a las camionetas: paisanos,militares, mujeres, niños… ¡todo dios!El chófer que llevaba la camioneta noquería parar, porque al que se paraba loaplastaban… ¡Qué piaras de gente! Apie, en carro, en burro… Al remate seformó el atasco… Muchos sepeleaban… El personal parecía habersevuelto loco. Hubo quien pisaba lasmanos de los que se agarraban parasubir a un camión, y hasta tiros hubo por

ello. ¡Peor que la Inquisición!El señor Anselmo cerró los ojos,

como si todavía le escociera el recuerdode lo que habían visto.

—Vamos, abuelo, vamos —leespoleó Cubas, por momentos másintranquilo a causa del creciente rumorque venía por la carretera.

Se le había apagado el cigarrillo yvolvió a utilizar el chisquero.

—Si ya no tiene más que papel…Líe otro.

Pero el anciano arrimó la mecha alpapel ennegrecido que tenía entre loslabios y dio unas cuantas chupadas más,aunque inútilmente. Entonces empezó a

hurgarle con la uña del dedo meñique y,al convencerse de que ya no le quedabadentro ni una sola brizna de tabaco, lolanzó al aire.

—¿Quiere contarme lo que pasó, ome voy? El señor Anselmo le miró.

—Y qué quieres que te diga? —y letemblaban los labios.

—Lo que sea.El anciano movió la cabeza de

arriba abajo varias veces y volviendosus ojos a la lejanía del mar, prosiguiósu relato:

—Llegó un momento en que elchófer tuvo que parar por no aplastar ala gente que se ponía delante de la

camioneta… Entonces se nos echaronencima por todos los lados… —Movióotra vez la cabeza y, tras una pausa, dijo—: No sé cómo, la vieja y yo nos vimosen el suelo. Lo mismo les pasó a ellas ya los chicos… Tuvimos que seguir a pie.A la camioneta ya la había aplastado elpersonal. Claro, la vieja y yo nopodíamos aguantar el paso de la gentejoven… Además, teníamos que pararnosmuchas veces. Total, que nos quedamosrezagados. Fue lo que nos salvó delataque…, porque, al amanecer, laaviación enemiga pasó por encima denosotros y fue a descargar sobre los queiban delante… Oímos bombas, tiros…

Debió de ser una sarracina. Cuandonosotros llegamos allá, no quedaban másque los muertos: muchos militares, ytambién paisanos y mujeres y niños, enmedio de un zafarrancho de camionesardiendo todavía. También había uncañón abandonado…

El anciano se calló, como si lefaltaran las fuerzas por haber habladotanto y apoyó ambas manos en la curvade la cachava.

—Y Clara y los niños? ¿No losvieron más?

El anciano movió la cabezaafirmativamente.

Sí, estaban allí. La vieja y yo los

buscamos. Vimos a Clara y a la Basi, y alos chiquillos… ¡Todos muertos!

La cabeza del señor Anselmo cayósobre sus manos. Cubas cerró los ojos,temblando todo él. Luego, bruscamente,echó a correr, carretera abajo, pero a laspocas zancadas, se detuvo, bruscamentetambién. Acababa en ese momento dedoblar la curva un camión militar, amarcha lenta, cargado hasta los topes depersonal militar y civil y de pertrechosde toda índole. Agarrado a él marchabaun grupo de soldados y paisanosexhaustos, con los pies a rastras. Elcamión, un G.M.C. metálico, rodabaquejumbrosamente, inclinado sobre una

de las ruedas delanteras, reventada.Cubas permaneció inmóvil,

esperando. Detrás del primer camiónapareció otro de iguales características,y luego asomó un tercero, digno de losotros dos. Cuando el primero llegó a sualtura, uno de los que se agarraban a él,un oficial joven cuya cabeza cubría unavenda ensangrentada, se apartó delgrupo y se le acercó, preguntándole:

—¿Qué esperas aquí, camarada?Cubas se estremeció.—Vine buscando a mi mujer y a mis

hijos, que salieron de Málaga.—¿Y los has encontrado? —y como

Cubas negara con la cabeza, añadió—:

Pues ya no puedes seguir más allá.Somos los últimos. Detrás sólo teencontrarás las avanzadillas delenemigo.

—¿Vosotros sois los últimos?—Sí, camarada. Ha sido un desastre.

De aquí para allá —y señalaba hacia elSur— la carretera está sembrada demuertos y de material abandonado.Nosotros hemos logrado recuperaralgunos fusiles y ametralladoras, todo loque hemos podido, es decir, todo lo quehan podido aguantar los camiones.

Se acercaba el segundo camión… Eltercero ya había traspuesto del todo lacurva de la carretera. Sobre la cabina de

su conductor, un soldado tenía sujetaentre sus piernas el asta de una banderaroja que flameaba al viento por uno desus costados.

Tras él caminaban, dolorosamente,sin formación militar alguna, unasdocenas de soldados con los fusiles enbandolera.

—Vente con nosotros —y el tenientecogió por un brazo a Cubas—. No haynada que hacer, camarada. Te lo digoyo.

Cubas le miró a los ojos. El tenientemovió la cabeza en silencio y luego ledijo:

—Estás que te caes…

Los ocupantes de los camionesparecían dormidos y los miraban conexpresión absorta, ausente. Cubassuspiró, murmurando después como parasí:

—¡Ya lo he perdido todo!—Queda mucho por perder,

camarada. Puede que esta experiencianos sirva de escarmiento. Si hubiéramosluchado más unidos…

—¡Bien! —y Cubas se dejó llevarpor el teniente. Pero entonces sus ojostoparon con las figuras de los dosviejos.

—¿No podríamos subirlos a uno delos camiones? —preguntó al teniente.

El aludido se encogió de hombros.Fue entonces Cubas quien le cogió a élde un brazo y lo llevó corriendo ante elseñor Anselmo, que apenas si los miró.

—Abuelo —le dijo Cubas—, vamosa montarlos en un camión. A ver —y sedirigió al teniente—, llévate tú al viejo.Yo cogeré a la abuela.

Entonces reaccionó el señorAnselmo.

—No. ¡Quietos! Yo prefieroaguardar a la muerte aquí, donde lecogió a ella.

Cubas y el teniente se miraron,atónitos, hasta que aquél se inclinósobre la anciana. Le descubrió el rostro

y entonces pudo comprobar que, enefecto, estaba muerta. El anciano habíadejado caer la cabeza sobre el pechocon los ojos cerrados.

—¡Teniente Gálvez, teniente Gálvez!—llamaron desde el camión al oficialque acompañaba a Cubas.

El teniente se volvió al oír que lellamaban. Los camiones se habíandetenido y sus pasajeros saltaban deellos y comenzaban a desparramarse porlos alrededores.

—¡La aviación, la aviación! —gritaron algunos.

Pronto, los expertos ojos del tenienteGálvez distinguieron entre los haces de

luz de la mañana los cuerpos brillantes,como tres centelleos, de tres aviones.

—¡Vamos, que nos van a freír! —gritó a Cubas, golpeándole en elhombro.

Cubas permanecía con una rodilla enel suelo, junto a la anciana muerta.Como si no hubiera oído la advertenciadel teniente, cogió el gran pañuelonegro, lo desplegó lentamente y volvió acubrirle el rostro con él. Después todofue rápido, incoherente y fragmentadopara Cubas. Primero, un redoble deametralladoras, y, seguidamente,chasquidos de balas, gritos… Unestruendo de motores, como si se

desgarrase un ventarrón en lo alto, comosi se rompiese todo a su alrededor…Unas salpicaduras en la tierra, el señorAnselmo derrumbándose y dos agujerosen el pañolón negro de la muerta… Laluz, quebrándose en miles de pequeñoscristales; el mar, llameante… Crujidos yayes. Soldados disparando desde lascunetas. El estallido de una bomba sobreun camión… Hierros por el aire…«¡Cabrones!» «¡Cobardes!», y muchosgritos más. Y otra pasada… La gentepegada convulsivamente a la tierra… Depronto, un golpe seco en la espalda y elsilencio y la negrura, como si el sol sehubiera caído al agua y se hubiese

acabado el día repentinamente.Cuando Cubas volvió en sí, era de

noche. Comprendió que estaba tendidosobre una manta y quiso incorporarse alsentir voces ininteligibles alrededor,pero pesaba demasiado para sus pocasfuerzas y no pudo moverse siquiera.

—Estáte quieto, camarada. Hemosllegado a un puesto de socorro y prontote van a hacer la primera cura. Soy elteniente Gálvez…

Pero Cubas no podía entender laspalabras de su camarada y salvador.

V

A eso de las diez de la mañana,Trujillo se personó en el hotel donde sehospedaba Federico Olivares. Elconserje se encogió de hombros.

—No se le ha visto el pelo todavía—dijo.

—Quiere decir que no ha pasadotampoco esta noche aquí, ¿no es eso?

—Sí, eso mismo.Trujillo le miró fijamente a los ojos.—Soy amigo suyo…—Ya, ya te he conocido. Tú eres el

teniente Trujillo.

—Es que como ahora voy depaisano… El conserje sonrió.

—Empieza a verse ya a mucha gentede paisano… —murmuró.

Trujillo, nervioso, desvió sus ojosatraído por un grupo que acababa deaparecer en el vestíbulo, procedente delinterior del hotel. Lo componían unhombre joven y dos mujeres que, por laapariencia, parecían ser madre e hija. Eliba vestido de oficial de intendencia,usaba gafas de gruesos cristales y supelaje era el de un hombre bienalimentado y satisfecho. Ellas tambiénllamaban la atención por el contrasteque ofrecía su buen ver con el negror de

sus viejos abrigos, reminiscencias de untiempo mejor. El teniente dejó la llavede su habitación sobre el mostrador y secogió después, alegremente, a los brazosde las mujeres, quedando entre ambas.Cuando ya salían por la puerta giratoriaen dirección a la calle, dijo Trujillo:

—Por dondequiera que mires, noves más que emboscados.

—Y que lo digas, compañero —asintió el conserje—. Ese fulanomantiene a las dos mujeres y se acuestacon la más joven. La otra es su madre,que todavía está superior. Ella dice quesu marido ha muerto en el frente, peropara mí es que lo tiene en la otra zona.

—Y uno, dando el callo… ¡Treinta ydos meses dando el callo!

—Y no veas cómo vive el tenientajoese… Representa aquí a una división,que está pelando la pava en la sierra,para todo lo referente a compras,gestiones y qué sé yo… El caso es quetiene su cuarto abarrotado de víveres:latas de carne, botes de leche, tabaco,aceite… ¡de todo!

—¡La madre que lo parió! Y mischavales, pasando hambre.

—Como cada quisque, amigo. Aquímismo hay una familia hospedada,madre y cuatro hijos, dos de ellospequeños y las otras dos ya pollitas, que

cualquier día van a amanecer muertos ensus camas. Vinieron de Extremaduracuando la retirada. El padre murió en LaMarañosa al mando de una brigada,como un jabato. Pues bien, ya nadie seacuerda de ellos. Es más, de ciertotiempo a esta parte se diría que la genteles vuelve la espalda. Menos mal quealgunos todavía conservamos un poco devergüenza y, de cuando en cuando, lesarrimamos algo. Pero ¿qué podemosquitarnos de lo poco que nos toca? Miparienta, sin ir más lejos, está ya que setransparenta. Olivares también las haayudado cada vez que ha venido poraquí.

—Sí, las conozco. Lo que no sé escómo las dos chavalas no hanclaudicado ya, porque, aunque están muyflacas, tienen su mérito…

—¡Bueno! Ya las han queridotrastear algunos fulanos… Pero nada.Las chiquillas son muy decentes y no haynada que hacer. Yo creo que prefierenmorirse de hambre a acostarse conningún tío. En particular Rosina, lamayor.

Trujillo movió pesarosamente lacabeza al tiempo de resollarfuertemente.

—Si no fuera por lo que es… —murmuró—. ¡A buenas horas iba yo a

estar pegando tiros como un tonto ydiciendo a mis lebreles que aguanten…!

Siguió una pausa y luego de hurgarselos bolsillos, el amigo de Olivares sacóun cigarrillo apagado, a medioconsumir, y se lo puso en los labios,diciendo mientras lo encendía:

—Y uno, teniendo que fumarse unpitillo en dos o tres sesiones…

—Pues yo dejé el vicio, radical.Para poca salud, ninguna —y el conserjehizo un gesto despectivo con los labios.

Trujillo, después de lanzar un chorrode humo por las narices, le preguntó:

—Bueno, a lo que iba. ¿No hadejado nada dicho ni ha mandado ningún

recado el capitán Olivares? El conserjenegó con la cabeza, añadiendo:

—Nada.—¿Me dejas entonces hacer una

llamada por teléfono?—Sí, hombre. Ahí lo tienes.Trujillo se acercó al aparato, que

estaba en un extremo del mostrador,cogió el auricular y marcó un número.Apenas tuvo que esperar.

—Soy Trujillo, el teniente Trujillo,hombre. ¿Tú eres el compañero Molina?Bien. Te estoy hablando desde el hoteldonde se hospeda Olivares. ¿Que si estáaquí? No. Por eso te llamo. ¿Es quetampoco ha ido por ahí? ¡Anda, mi

madre! Entonces es que lo han trincadolos comunistas… ¿Que han apiolado aalgunos? Bueno, yo tampoco me lo creo.Lo que sí me creo es que lo tengandetenido en alguna parte. Han detenido amuchos. También falta el comisarioCubas… No sé. Ahora voy a darme unavuelta por ahí para ver qué pasa…

Colgó el auricular y se acercó alconserje para decirle:

—No aparece por ningún lado. Detodas maneras, si viniera o llamase porteléfono, dile que volveré esta noche.

Hacía mucho frío y la gente quecirculaba por la calle se tapaba hasta lasorejas, en especial las mujeres, las

cuales daban la sensación de andarautomáticamente, con sus cestos obolsas al brazo. Trujillo cruzó a buenpaso la carrera de San Jerónimo y, porla de Nicolás María Rivero, salió a lade Alcalá, rumbo a Cibeles. Por lasanchas aceras grises iba y venía elpúblico de siempre, con el aire desiempre, ni más ni menos que otro díacualquiera. Por la calzada subían ybajaban los viejos tranvías, amarillos ysucios, y algunos automóviles pintadosde guerra. Los escaparates de loscomercios bostezaban vacíos ypolvorientos, mientras que las fachadasde los altos edificios lucían una

abigarrada galanura de cartelesmulticolores, con la efigie de algunospolíticos, reproduciendo frases de susdiscursos o con figuras simbólicas decombatientes, y consignas. En uno deellos se leía: «Más vale morir de pieque vivir de rodillas. Pasionaria». Enotro: «Resistir es vencer. Negrín». Enmuchos: «No pasarán». Retratos deDolores Ibarruri —«La Pasionaria»—,de Durruti; uno, inmenso, de JesúsHernández, vestido de comisario,dirigiendo un avance de tropas con gestonapoleónico. Y banderas, muchasbanderas: rojas, rojinegras, tricolores…La lluvia y el viento habían ya ajado

notablemente, incluso descolorido,muchos de estos gritos impresos,especie de estandartes de la terriblelucha, pero todavía conservaban, enconjunto, mucha de su ardorosaelocuencia.

Al llegar a la primera boca del«metro», Trujillo se detuvo, indeciso.Por ella emergían o se sepultabancontinuamente grupos de personas de lamás heterogénea condición. Elferrocarril subterráneo era, sin duda, loque mejor funcionaba en la ciudad,como si no le afectase lo más mínimo loque pudiera ocurrir en la superficie. Suatmósfera más templada, su seguridad y

su ritmo inalterable lo hacía atrayente yacogedor para los madrileños,castigados tan duramente por el frío y ladesnutrición en los finales de aquel duroinvierno. Muchos ancianos se pasabanhoras y horas en sus estaciones como silos distrajera el paso de los trenes; pero,en realidad, buscando abrigo, a laespera de alguna punta de cigarrillo o decualquiera sabe qué. También eran lasestaciones del «metro» el mejor puntode cita de novios, amantes o amigos.Allí se podía esperar sin miedo al obúsperdido, al «canguro» que atrapaba a losdesertores o indocumentados, o al vientohelado que soplaba fuera.

Trujillo, después de consultar sureloj de bolsillo, decidió al fin continuara pie. La cuesta abajo le hacía más fácilsu camino y se dejó llevar por ellalentamente, mirando a todas partes concuriosidad y, en especial, a las gentescon que se cruzaba. Nadie, sin embargo,parecía reparar en nadie. Cada cualmarchaba impulsado por una ideadominante, ajeno, por lo tanto, a todo loque no se relacionase con ella. Decuando en cuando, sonaba el trepidar dealguna motocicleta militar, y ello era elúnico estremecimiento que recorría lascalles como un aletazo nervioso de laguerra.

Al acercarse al Banco de España,percibió algunos piquetes de tropas porlos alrededores y una más vivacirculación de personal y vehículos através de la gran plaza. Por lo demás,los peatones la cruzaban de andén aandén con aire indiferente. Entre ellosabundaban las mujeres, con suinseparable cesto o bolso al brazo,andando sin apenas mirar alrededor, sinpreocuparse demasiado por cualquierposible peligro. En aquel momento, todosu espacio gris, ceniciento más bien, consu islote central tapiado con ladrillosrojos —«La linda tapada»— era elpunto de confluencia de varios pequeños

chorros de seres humanos. Se veía a laplaza salpicada por innumerablestranseúntes que se agrupaban, sedesparramaban, volvían a reunirse ytornaban a desflecarse. El paso deBanco a Comunicaciones era el demayor tránsito… De pronto, sonaronunos disparos y, casi simultáneamente,unas ráfagas de ametralladora, y enseguida se generalizó un tiroteo rabioso,un duelo entre las tropas que ocupabanlas ventanas del palacio de Correos deuna parte, y las que guarnecían elMinisterio de la Guerra y los pelotonesdispersos por los alrededores, de otra.Pese a ello, no se produjo el pánico y ni

siquiera se sintió la bocanada del miedoentre las gentes a quienes el fuego habíacogido en medio. Automáticamentebuscaron protección en los árboles máscercanos, bien tras los postes o alamparo de bancos y salientes, o,simplemente, se echaron al suelo comosi fueran veteranos de infantería.

Trujillo pudo correr en busca de laentrada del «metro», muy cerca dedonde estaba, pero se limitó a arrimarseal muro del Banco de España. El fuegoapenas si duró un par de minutos. Tanpronto como cesó, la gente volvió acircular como si nada hubiera ocurrido,y, no había dado aún muchos pasos

cuando volvió a repetirse el tiroteo, conlas mismas consecuencias, como siaquello no fuera más que un juego. Ycuando Trujillo se decidió al fin a entraren el «metro», se vio rodeado dehombres y mujeres que bajaban lasescaleras refunfuñando:

—Ya podían irse a pegar tiros a otraparte, ¿no le parece? —dijo una mujer aotra.

—Ya, ya. No hacen más quefastidiar… Como si una saliera de casapor gusto. Si no fuera por la comida, ibaa salir Rita.

En el andén escuchó máscomentarios:

—No sé cómo no las vamos aarreglar mientras dure este jaleo.

—No durará ya mucho. O los deNegrín se apoderan de todo, o lo hacenlos de la junta, porque como no se denmucha prisa, quienes se van aaprovechar van a ser los otros…

Un soldado se volvió para advertir ala vieja:

—¡Silencio, abuela, que el enemigoescucha! —y se rió.

—¿Es que no oye los tiros desdedonde está?

Trujillo observó también que enalgunos grupos se cuchicheaba, einterceptó señas y sonrisas de unos a

otros. Alguien se alegraba de todoaquello. Trujillo apretó los puños conrabia.

Entonces oyó otra voz de mujer quele hizo volverse:

—Sí, ya sé que estamos mal, perocon los otros lo pasaríamos aún peor,porque aquello del pan blanco que nostiraron sus aviones no fue más que uncebo para que picáramos. ¡Menudo panblanco nos iban a dar si pudieran entraren Madrid! Trujillo no pudo contenerse:

—¡Muy bien dicho! Así es comotendrían que hablar todas las mujeresdel pueblo.

Ella tendría ya más de cincuenta

años, y era de figura rechoncha, a pesarde su rostro chupado y de la palidez desu tez. Se abrigaba con una gran toquillade punto de lana negra y calzabazapatillas de paño.

—Sí, hijo —prosiguió—. Es lo queyo digo: que la gente trabajadora se haolvidado ya de cómo vivíamos antes dela guerra, y por eso muchos muertos dehambre se han cansado de luchar. ¡Comosi aquello valiera la pena para nosotros!Yo he perdido dos hijos y le aseguroque…

Pero llegaba un tren y la mujer seinterrumpió para tomar posiciones entrelos grupos que se apretujaban para

entrar, y Trujillo se vio separadobruscamente de ella. Entonces reparó enque los individuos a los que habíasorprendido antes riéndose y haciéndoseguiños sospechosos le miraban de reojo,y se encaró con uno de ellos, poniéndosefrente a él y clavándole la mirada. Peroel sujeto logró escabullirse rápidamentey desaparecer de su vista en el interiordel vagón más próximo,aprovechándose, para conseguirlo, delmomentáneo barullo que se habíaformado, delante de sus puertas, entrelos que lo abandonaban y los quepretendían ocuparlo. Sobre la bataholasaltaron voces bromistas, voces airadas

e incluso risas. Cuando el tren arrancó,todavía quedaban en el andén muchospresuntos viajeros, la mayoría de loscuales ni siquiera intentó acercarse a él.Trujillo seguía pensando en el tipo aquelque le rehuyera. «Seguro que es unfascista —se dijo—, uno de esos deúltima hora. Seguro que en el 36 no loera. A lo mejor es uno de los que máschillaban entonces contra los fascistas.¡Cabrón!»

—¡Trujillo! —le llamaron.Era Tomás, que andaba buscándole

por el andén, y que también vestía depaisano.

—¡Hola! ¿Qué hay?

Tomás respiraba aún un pocofatigosamente.

—Nada, chico. No he podido llegarhasta el Socorro Rojo ni hablar conMatilde por teléfono. Los comunistashan tomado la Puerta de Alcalá y se hanatrincherado en ella, y el teléfono sólolo cogen militares que empiezan adecirte que Casado es un traidor y quenos van a dar para el pelo a todos losque no luchemos a su lado. Además, hevisto cómo trincaban a algunos y me hedicho: «Tomás, emprende la retirada.Que te la estás jugando, Tomas…»

Trujillo movió la cabezapesarosamente.

—Pues sólo Matilde puede saberdónde está Olivares.

—¡Bien! A lo mejor no sabe másque tú y que yo. ¿Qué te han dicho en elhotel?

—Que no le han visto el pelo nisaben nada de él.

—Entonces es que lo han cogido losde Negrín.

—Eso mismo pienso yo también.—Entonces, ¿qué hacemos?Trujillo se encogió de hombros.—¡Es de vergüenza lo que está

ocurriendo! —exclamó.—Y que lo digas —corroboró

Tomás—. ¡Vaya festín que estamos

ofreciendo de balde al enemigo!Trujillo movió de arriba abajo la

cabeza.—Ya veremos en qué queda todo

esto. Dicen que los comunistas estánapiolando a algunos prisioneros, pero yono paso a creérmelo.

—Mira que si se han cargado aOlivares…

—¿Por qué se lo habrían de cargar?Él no está metido en el lío.

—Malo es que no aparezca.—Lo habrán detenido. Hasta ahí,

pase. Lo otro no puede ser. Para esoharía falta que nos hubiéramos vueltolocos todos. ¿No te parece?

—Yo digo una cosa, Trujillo, y esque si se han cargado a Federico, estemenda se va a llevar por delante a todoslos «chinos» que encuentre, tan prontocomo acabe esto y se sepa lo que hapasado. Porque van a perder los«chinos». Eso lo saben hasta los negros.

Trujillo le palmeó amistosamente elhombro y, sonriendo tristemente, le dijo:

—No te sulfures, amiguete —y, trasuna ligera pausa, añadió—: Porquevamos a perder todos.

Un nuevo tren se detuvo ante ellos yabrió sus esclusas.

Inmediatamente se produjo unremolino en torno a ellas, que cogió en

su centro a los dos amigos.—¿Nos vamos a Sol? —preguntó

Tomás.—Sí, por aquí ya no tenemos nada

que hacer.Y se dejaron llevar por la corriente,

que los arrastró hasta el fondo delvagón.

Trujillo llegó desalentado y triste ala casa que habitaba en la calle de laBola. Frotándose las manos de frío, unhombre escuálido, de mirada triste,vestido con un gabán que le sobraba portodas partes, le saludó desde la puertadel cuchitril de la portería.

—¡Salud, camarada! —y forzó unasonrisa.

—¡Salud! —contestó Trujillomecánicamente.

Su intención era pasar de largo, peroel otro, tras enjugarse con el dorso deuna mano la punta de la húmeda nariz,dijo en un tonillo que a Trujillo le sonócomo una burla:

—Mal día ¿eh?Estaba ya al pie de la escalera y se

volvió.—No se alegre demasiado pronto —

le contestó después de mirarle ensilencio un instante—, no vaya a ser quele coja el toro en el último derrote… —

Y, sonriendo, añadió—: No seprecipite, no se precipite…

El del gabán parpadeó y abrió laboca como si no comprendiera laintención de las palabras de Trujillo, eiba seguramente a replicarle, pero ya elteniente había desaparecido en laoscuridad de la escalera. Entoncessonrió y se frotó vigorosamente lasmanos.

Trujillo habitaba en un piso interiorde la primera planta, de oscuro y largocorredor. Al llegar a la cocina, se laencontró llena de humo, y a su mujerluchando por avivar un fuego de papelesy de trozos de leña verde.

—¡Cierra, cierra! —le gritó ella, sindejar de soplar. Trujillo vio entonces asus tres hijos sentados en torno a lapequeña mesa. Los chiquillos,especialmente Dorita, la más pequeñade todos, le sonrieron. Los tres teníanlos ojos irritados y lacrimosos.

—Os vais a ahogar con tanto humo,mujer —dijo.

La mujer se volvió. Aún era jovenEncarna; joven y agraciada, pero enaquel momento, aparecía despeinada ycon los ojos llorosos y enrojecidos.

—Ahora abriré un poco la ventana,pero cierra la puerta —y, cuando sumarido la obedeció al fin, añadió—: La

leña que me trajiste no arde ni a tiros.—Déjame que te ayude —y Trujillo

se acercó al fogón—. Agradece quepudiera arrancar esas ramas de un árboldel paseo del Prado. Tuve que subirme alo más alto de él porque por debajo yalo habían desmochado del todo…

—Pues anda, anda…Trujillo empezó a abanicar

violentamente el fuego con el soplillo deesparto. Encarna, viéndolo así afanado,no pudo menos de sonreír. Luego dijo, altiempo de entreabrir un poco la ventana:

—La casa está helada y he preferidoque los chicos lloren un poco a que mecojan una pulmonía, ¿sabes?

Trujillo asintió con un movimientode cabeza. Encarna se dispuso apreparar la mesa para comer. El pucheroque contenía el guiso de lentejaspreparado el día anterior, descansabasobre la rejilla del hornillo. Mientras secalentaba, los chicos se entretenían enver cómo el humo escapaba en jironeshacia el oscuro patio interior. De pronto,su padre tiró el soplillo murmurando:

—Veréis cómo esto lo arreglo yo enseguida…

Encarna y los chicos lo vieron salir,asombrados. Luego, éstos se volvieron amirar a su madre expectantes, pero ellase encogió de hombros y, tras de recoger

el soplillo, se puso a soplar paraimpedir que el fuego se apagase. Siguióuna pausa hasta que reapareció Trujillocon una azuela en una mano yarrastrando con la otra una mesilla denoche.

Encarna se quedó rígida mirándole.—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.—¿Que qué voy a hacer? Ahora lo

verás —contestó él empuñando la azuelay levantándola en el aire con la evidenteintención de descargar un golpe con ellasobre la mesilla de noche.

Encarna reaccionó vivamente y seabalanzó sobre él, sujetándole el brazo.

—Pero, ¿te has vuelto loco?

Los chiquillos miraban a sus padrescon ojos de susto. Trujillo, con la azuelaen alto, se quedó mirando a Encarna.Dijo:

—No quiero que pasen frío losniños.

Los ojos de Encarna estabanhúmedos de llanto.

—¿Te das cuenta de que son losmuebles con que nos casamos? —y laangustia oscurecía su voz.

—Sí que me doy cuenta, y bien queme duele —contestó él gravemente—.Pero, ¿no los hice yo?

Bajó el brazo lentamente y lo pasóalrededor de la espalda de su mujer,

atrayéndola hacia sí.—Mira, Encarna: si salimos con

bien de ésta, haré otros mejores. Y sisalirnos con mal, ¿para qué losqueremos? ¿No lo comprendes?

Los chiquillos seguían atentamenteaquel diálogo del que sólo entendían unacosa: que iban a disfrutar al fin de unabuena fogata. El mayor, Manolín, selevantó de la silla y se acercó a supadre. Éste seguía diciendo:

—Después de ésta, quemaremos laotra, y el tocador, y las sillas, y laspuertas, con tal de no pasar frío. —Dorita tosió ¿Lo ves?

Encarna accedió con un gesto como

de cansancio, pero al oír el primer golpede la azuela se estremeció y se llevó lasmanos a los ojos… Los golpes sesucedieron después rápidamente… Lamadera reseca chascaba, saltaban lasastillas… Encarna, sin querer mirar loque hacía su marido, removió el guisodel puchero con una cuchara. Mientrastanto, Manolín echaba al fuego losprimeros trozos del muebledescuartizado y las llamas comenzaron abrillar alegremente por entre las rejillasdel fogón.10

Encarna fue la última en sentarse ala mesa, después de servir a cada uno suración de navegantes lentejas. Excepto

Dorita, a quien su madre tuvo que forzara engullir el insípido guiso, los demáscomieron ávidamente, sin levantar lacabeza del plato. Trujillo y Encarna nocruzaron palabras, pero sí miradas, ycada uno de ellos mermó su propiaración para aumentar la de los dospequeños varones, que acabaronlamiendo sus respectivos platos.Mientras tanto, el fuego cada vez másvivo había templado el aire de lacocina, así que al término del ligeroalmuerzo, cuyo postre consistió en larebusca de las miguillas de panaprehendidas con las yemas de losdedos, los comensales se sintieron

agradablemente reconfortados. Entonceshabló Encarna.

—Bueno, ¿cómo andan por ahí lascosas? —preguntó a su marido—. Todaslas mujeres dicen en las colas que estose acaba. Pero ¿cómo?

En vez de contestarle, Trujillo lerefirió la escena ocurrida en el portalcon el hombre del gabán colgante.

—Es natural que se alegre el señorBonifacio —dijo ella—. Lleva ya casitres años fingiendo lo que no es. Él yasabe que nosotros sabemos que eso deque es primo carnal de Eulogia, laportera, es un puro cuento.

—Si se ve a la legua que es un cura

disfrazado… Cuando un día vine delfrente y me lo encontré justo donde hoy,se puso pálido. Entonces estaba másgordo y parecía mucho más joven. Sinembargo, por la manera de hablar ymirarme, me di cuenta en seguida de queera un cura o un fraile camuflado. Hastame dijo que se había venido a Madridpara enrolarse en las milicias…Después, cada vez que lo veía, me decíaque no le habían querido admitir porqueno tenía avales… ¡Como si para ir apegar tiros se necesitaran avales! Peroyo me hacía el tonto. ¡Qué le iba a decir!Siempre me pareció inofensivo, y yocreo que lo es, pero ya empieza a

asomar las orejas. Hoy no me ha gustadonada. Si se alegra, que lo disimule porlo menos. ¡Hum! No sabe que todavíapueden pasar muchas cosas —y su tonoera amenazador—. No vaya a ser que aúltima hora…

—¡Bah! —le interrumpió Encarna—. Déjalo.

—Si bien dejado está, pero que nome irrite. Es mala cosa en estosmomentos hurgarle a uno la bilis conpreguntitas de segunda intención. Noaguanto el recochineo. Como siga así,voy a tener que decírselo.

—No te preocupes por eso. Ya lediré yo a don Rafael que le llame al

orden, que le dé un toque. Me acuerdoahora del día en que los sorprendíoyendo misa. No te lo quise decirentonces…

—Sí, fue mejor que te callases —yTrujillo meneó la cabeza—. Entoncesdon Rafael se las daba de izquierdista.Decía que Azaña era el mejor hombrede gobierno que había tenido nuncaEspaña. Claro, había sido su jefe en elMinisterio cuando Azaña ni soñaba conser presidente de la República… ¡Lacara que pondrían todos cuando tepresentaste tú y los cogiste con lasmanos en la masa!

—Me tomaron por la portera y por

eso me abrieron. Yo iba a ofrecerle unpoco de harina a doña Rosario. Lapobre mujer se me puso de rodillas paraque no dijese nada, para que no te dijeranada a ti… Pues para que veas lo queson lar cosas. Esta mañana me encontréa don Rafael cuando salía de casa parair al Ministerio. Está asustado. ¿Sabeslo que me dijo? Pues que se estátemiendo que no podamos contarleninguno, que es posible que Madridreviente todavía porque está todominado.

—¡Menudo camándulas está hechoel don Rafael! ¡Qué poco viene ahorapor casa! Al principio, cada dos por tres

estaban aquí él o su mujer, o su hijo…—¿Cómo quieres que lo hicieran

desde el punto y hora en que elmuchacho se pasó a la otra zona?

—¡Y qué tiene que ver eso! Ellos nopodían controlar al chico.

—Ya, pero no me negarás que lafaena de Rafaelín los había colocado enuna situación muy comprometida. Yasabes que lo llamaron varias veces adeclarar y que hasta estuvo a pique quele quitaran el empleo y lo mandaran alfrente, en sustitución de su hijo…

—Sí, y eso es lo que tenían quehaber hecho con él, pero… le avalé y lebusqué otras firmas… En fin… A lo

hecho, pecho. Pero si las cosasocurrieran dos veces…

—¡Quién sabe todavía! Las buenasacciones no están nunca de más…

Trujillo miró tristemente a suesposa. Encarna sonreía con ternura. Porel contrario, él no podía disimular suhonda preocupación, que le llenaba desombras la frente y los labios.

—Ahora creo que he sidodemasiado blando. Ya ves tu hermanotambién. No pertenecía a ningunaorganización de izquierdas cuandoestalló la guerra y tuve que dar la carapor él. Toda la guerra en buenos puestosmientras los demás nos la jugábamos, y

ahora se me vuelve traidor…Encarna le cogió una mano y, tras

apretarla suavemente entre las suyas, ledijo:

—Olvídalo, ¿quieres?Los chiquillos, impacientes ya, se

removieron en las sillas, lo que hizo quelos ojos de sus padres se volvieran aellos.

—Bueno, ya os podéis marchar ajugar un rato —y Trujillo revolvió loscabellos del mayor—. ¡Hala!

Los niños ya no se aguardaron más ycorrieron atropelladamente hacia lapuerta. Entonces Encarna se levantótambién y corrió tras ellos, gritándoles:

—¡Esperaros, esperaros! —Volviéndose después a su marido,añadió—: Ahora vuelvo. No sea que seme escapen sin ir bien abrigados… —ycerró la puerta tras sí.

Aún la oyó hacerles algunasadvertencias:

—Poneros los abrigos. ¡Manolín,ven acá!

Siguió un silencio. Por la ventana seescurría una luz sucia y triste. Trujillohubiera querido levantarse para atizar elfuego, pero el profundo bienestar físicoque sentía lo mantuvo inmóvil.Perezosamente, estiró las piernas bajo lamesa y cerró los ojos.

(Muy lejos, a retaguardia, se perfilael castillo de Torija. Empieza aamanecer bajo un cielo encapotado ylloricón. Él está junto a Federico, trasuna cerca de piedra. Ante ellos seextiende el campo alcarreño, llano,salpicado de charcos de agua. Toda lacompañía se halla desplegada muy a laderecha de la carretera. Los hombres,hambrientos y empapados de agua,aguardan, tiritando, a que suene la ordende atacar. Muy por encima de suscabezas pasan silbando los obuses, enuna y otra dirección. Federico Olivares,que manda la compañía, mira su reloj.

—Muchachos —dice a sus enlaces

después—, vamos a saltar antes decinco minutos. No os separéis de mí. —Luego, volviéndose a Trujillo, agrega—: Tu sección, la primera.

El enemigo no está muy lejos. Se venperfectamente los bultos de suscamiones en la carretera, formando unalarga cadena que se pierde al fondo.

—¡La madre que parió a esositalianinis! —masculla alguien.

—Qué se les habrá perdido poraquí, digo yo? —arguye otro.

Y un tercero explica:—Pues nada. Lo que pasa es que

Mussolini es un hijo puta y los hamandado engañados a luchar a nuestro

país…—¡Compañeros! —grita entonces

Federico, poniéndose en pie—. ¡Vamospor ellos! ¡Viva la República! ¡VivaEspaña! Le contestan otras voces:

—¡Muera Mussolini!—¡Viva la revolución!—¡Muera el fascismo!Y Trujillo salta por encima de la

cerca, seguido de sus hombres.Simultáneamente, resuena un

inmenso griterío a lo largo de toda lalínea, mezclado ahora con el repiqueteode las ametralladoras, los tiros de fusil ylas explosiones de los obuses queempiezan a estallar en el campo de

nadie, abriendo surtidores de barro ypiedras, o entre los camionesestacionados en la carretera,haciéndolos reventar y saltar en pedazospor el aire.

Caídas en el barro. Carreras.Alguien que queda pegado al suelo parasiempre. Alguien que es fulminadomientras corre hacia delante. Insultos alaire. Dientes apretados. Todo elloenvuelto en un ruido de cien tormentas, ala turbia luz del amanecer. Trujillo, enun alto, reagrupa a sus hombres.Entonces llega hasta él un enlace deFederico con la orden de tomar laparidera que tienen enfrente, a menos de

cien metros, donde el enemigo se habíarefugiado y se ha hecho fuerte.Entretanto, la lluvia se recrudece congran violencia en todo el área queabarca la vista.

Los hombres respiran fatigosamente,pero ya se muestran enardecidos, pese allevar dos días combatiendo a laintemperie y casi sin comer. El barroforma una áspera costra en susheterogéneos atuendos militares.Algunos llevan capotes, pero otros,gabanes de paisano, ceñidos por loscorreajes y los cinturones de bombas.Son poquísimos los que se protegen concascos de acero, y poquísimos también

los que calzan botas de reglamento. Loshay con alpargatas e, incluso, conzapatos bajos, sin que falten tampoco losque llevan los pies envueltos en trapos.

La última advertencia de Trujillo alos suyos, antes de arrancar de allí parael asalto, es:

—¡Y bombazo que te crió!Forman dos pequeños grupos, cuyo

gozne es Trujillo, y se lanzan, corriendoencorvados, hacia el objetivo. Por susflancos avanzan también otras secciones.En el centro del movimiento de toda lacompañía, Federico, de pie, no hacesino gritar e indicar con los brazos ladirección del ataque. Enjambres de

balas zumbadoras cruzan el aire, de unlado a otro, pero ya ha disminuidomucho el trueno de los cañones.

De pronto, se ve al enemigo, queflanquea la paridera protegido por laspiedras de una cerca medio derruida,huir desordenadamente hacia suretaguardia. Entonces, Trujillo avanza élsolo a pecho descubierto y tira laprimera bomba de mano, que va aestallar junto a la puerta del refugioenemigo, e inmediatamente aparece ensu oscuro cuadro la figura de un soldadocon las manos en alto. Los hombres deTrujillo hacen intención de arrojarse enmasa sobre la presa, pero él se lo

impide, gritándoles:—¡Alto! ¡Quietos! —y, cuando ellos

le miran expectantes, sin comprender,añade—: ¿No veis que puede ser unatrampa? Estos cabrones son capaces detodo.

Le obedecen, aunque aregañadientes, y él, de nuevo solo, daunos pasos en dirección al soldadoenemigo, ordenándole:

—¡Salir, macarronis! —acompañando sus palabras conexpresivos gestos.

El otro comprende y sale fuera.Detrás de él, y en fila, se adelantan mássoldados, todos ellos con los brazos en

alto. Entonces Trujillo se vuelve a sutropa y le grita:

—¡Ahora!Los italianos presentan un magnifico

aspecto en comparación con losmilicianos que se les vienen encima.Todos aparecen bien vestidos, biencalzados y bien alimentados. Sin dudahan dormido tranquilamente aquellanoche dentro de la paridera, porqueentre sus cabellos revueltos se adviertenmuchas briznas de paja. Al acercárselessus vencedores gritando jubilosamente,se echan a temblar y muchos se ponen derodillas, temiendo ser fusiladosinmediatamente. Pero, de momento, los

soldados republicanos no se preocupanmás que de sus impermeables y, sobretodo, de sus botas. Por señas y a tironeslos obligan a entregarles esas prendasmientras las víctimas salmodianquejumbres ininteligibles. En seguidaforman un solo grupo vencedores yvencidos. Mientras algunos de suscompañeros penetran en la paridera, losdemás, sentados en el suelo, se entregana la faena de cambiar de calzado. Porunos momentos, la guerra quedaolvidada, aunque sigan envueltos en eltorbellino de su horrísono clamor.

Los prisioneros, atónitos, ven cómosus enemigos, hambrientos y

desharrapados, se arrojan unos sobresus ropas y otros sobre sus macutos. Yasalen algunos del refugio para ganadocomiéndose sus salchichas, su chocolatey su pan… Hasta el mismo jefe de ellos,Trujillo, pide algo de comer a uno desus hombres… Luego son sometidos aun interrogatorio rápido y, a veces,incoherente:

—¿Por qué habéis venido a tirartiros a España?

—¿Qué pensabais, italianinis, queMadrid es Addis-Abeba?

Los así interpelados no saben quécontestar, pero al ver que algunos lesapuntan con el fusil, vuelven a sus

súplicas y a sus contorsiones lastimosas.Trujillo pone fin a la lamentable escenahaciendo bajar las armas a sus soldadosy preguntando a los prisioneros:

—Y vuestro jefe? ¿Dónde estávuestro jefe?

Los italianos se miran entre sí,indecisos, hasta que uno de ellos indicapor señas el interior de la paridera.Entonces le hacen coro los demás congestos cada vez más vehementes.

—¡Coño! —exclama Trujillo—. Aver si está aplastado ahí dentro y no lohabéis visto ninguno…

Dos o tres de los soldados que leescuchan se lanzan al interior de la

rústica construcción. Sigue una pausa y,de pronto, se oyen dentro chillidos,mezclados con exclamaciones de júbiloy carcajadas:

—¡Hala, jabato!—¿Tienes canguelo, eh?Y uno de los que aguardan fuera

dice, con la boca llena de pan ysalchicha:

—¡Ya lo han trincado! No learriendo las ganancias.

En efecto, a los pocos segundosaparece un soldado republicano tirandode las negras barbas a lo Italo Balbopertenecientes a un apuesto y orondosargento mussoliniano. Un camarada de

aquél le empuja por detrás con el cañónde su fusil.

—Se había enterrado en la paja elmaricón —explica el que le tira de laperilla.

Con olvido de los demásprisioneros, los vencedores seabalanzan sobre el sargento. Todosquieren tirarle un poco también de lospelos de la barba. En un santiamén lodejan sin botas, sin pantalones y sin lagruesa zamarra. Alguien, golpeándolelos glúteos, bromea:

—¡Vaya ancas, compañero!Luego sigue un chorro de insultos y,

al fin, las amenazas:

—¡A éste hay que ajustarle lascuentas ahora mismo!

—¡A la pared con él!—¡A apiolarlo!Trujillo observa en silencio, inmóvil

y cruzado de brazos, la áspera broma desus hombres a costa del sargento, sinperder tampoco de vista a los demásprisioneros, que también ríen, pero quese quedan paralíticos de miedo cuandosu compatriota, medio desnudo, esarrastrado junto al muro de la choza. Niaun entonces cambia de expresiónTrujillo ni hace ningún gesto paraimpedir la consumación del sacrificio.El prisionero, por su parte, aunque ni

grita ni pide misericordia, no aparta delos suyos sus ojos, negrísimos yhúmedos, en cuya mirada se trasluce undesesperado llamamiento a su piedad.Trujillo permanece insensible.

Ya está de rodillas junto a la pared,con las manos atadas atrás por la correade su cinturón… Sus aprehensores seapartan unos pasos de él y empuñan losfusiles… Y el sargento sigue mirándole,y él parece paralizado…

—¡Apunten! —grita un soldado.Entonces reacciona.—¡Alto! ¿Quién ha dado la orden?Pero ya es tarde. Antes de que él

pueda interponerse entre sus hombres y

la víctima suenan unos disparos y elsargento cae de lado, como si lehubieran dado un golpe en la cabeza.Trujillo se encara entonces con los quehan disparado.

—Esto que habéis hecho es decobardes —les apostrofa.

Sigue una pausa. Trujillo jadea. Unode sus hombres dice al fin:

—Es un sargento, no es un soldadoengañado. Otro añade:

—¿Por qué vino voluntario a matarespañoles? Había que darle un buensusto, para que escarmiente.

Trujillo, que parece embarazado, sinsaber qué determinación tomar frente a

sus hombres, al oír la palabraescarmiento se vuelve a mirar a lavíctima y se queda asombrado alcomprobar que, tirada como está en elsuelo, aparece sin ninguna mancha desangre, y le mira de nuevo con sus ojosnegrísimos.

Suenan unas carcajadas a susespaldas, pero en ese mismo instantellega corriendo Federico, pistola enmano, quien de una rápida ojeada se dacuenta de lo está sucediendo allí.

No pregunta nada, sino que,dirigiéndose a todos, ordena:

—Que sólo se queden una pareja yun cabo para guardar a los prisioneros.

Los demás, ¡adelante! ¡Vamos,compañeros!

La tropa obedece inmediatamente yFederico tiene que retener casi a lafuerza a dos soldados y un cabo paraque se queden de guardianes de lositalianos apresados.

—Meterlos en la paridera y esperar.Pero que no se os ocurra tentarlessiquiera el pelo de la ropa. ¿Estamos?

Mientras, los demás corren,desplegados, en persecución de unenemigo que, sorprendido y agarrotadopor el barro y la lluvia, se quiebra portodas partes.

—Creí que se lo habían cargado —

murmura Trujillo al ver cómo selevantaba el sargento mussoliniano yentraba en la paridera, empujado por susguardianes y sin dejar de lamerle con sumirada húmeda.

Federico, riendo, le da unosgolpecitos en la espalda al tiempo quedice:

—Sí, son unos cachondos, pero nohay tiempo ahora para cachondeos.¡Vamos! A ver si los obligamos a volvercon la lengua fuera hasta Roma…

Y echan a correr detrás de sushombres, que ya se aproximan a lacarretera.).

Abrió los ojos bruscamente. Encarnale miraba sonriendo.

—¿Qué, dormías?Se restregó los ojos.—El caso es que te oía andar de un

lado para otro… Luego se desperezó,estirando los brazos y bostezando.

—Esta maldita guerra —prosiguiódiciendo después— que la lleva unometida en la sangre como un veneno…¿Será posible que algún día vivamos enpaz?

—Tienes razón. Nos va a parecermentira, desde luego —suspiró, más quedijo, Encarna—. Pero creo que nunca

volveremos a lo de antes, ¿no esverdad?

—¿Cómo a lo de antes? ¿Quéquieres decir? Encarna se encogió dehombros.

—Pues, hombre, a que haya de todoen las tiendas y se acaben las colas y elracionamiento, a que los chicos puedanir al colegio sin peligro, a que se puedaandar por las calles sin miedo a los tirosy a los obuses, a que esté todo iluminadopor las noches y haya bailes y la gentese divierta, a que… Bueno, la vidanormal.

Trujillo miraba a su mujergravemente. Ella se quedó callada y

aprovechó la breve pausa para echarsehacia atrás algunos mechones sueltosque le caían sobre la frente.

—No sé si volverá eso —dijo al finél—. Puede que nosotros no lo veamos.Seguramente, nosotros…

Ella se alarmó.—¿Que no lo vamos a ver?

Entonces, ¿qué va a ser de nosotros?Él trató de calmarla con un gesto y

luego le acarició una mejilla.—No te asustes, chata. No nos va a

pasar nada malo. Sólo que… ¿No tegustaría que nos fuésemos, tú, los chicosy yo, a vivir a algún país de América?

Encarna se le quedó mirando con los

ojos muy abiertos.—¿Qué dices? ¿Irnos a América? —

y como Trujillo afirmase, sonriente, conun movimiento de cabeza, tornó apreguntar—: ¿Cómo?, ¿cuándo?

—¿Te gustaría? Di sí o no.Ella vacilaba, dudaba.—Ya hemos hablado de ello algunas

veces… —agregó Trujillo.—Sí, pero como de un imposible.—Pues ahora va en serio, Encarna.Ella le preguntó entonces,

tímidamente:—Esto se acaba, ¿verdad? Hemos

perdido, ¿no es así? Esperó con ansia larespuesta, espiando con su inquieta y

punzante mirada hasta el más leve gestodel hombre, intentando llegar así hastael fondo de su corazón.

—Verás… Puede decirse que hemosperdido, pero puede decirse también queno hemos perdido del todo… Ellamovió la cabeza dubitativamente.

—No te entiendo —murmuró.—Pues está claro, tonta. Ellos han

llegado al final con más medios quenosotros, pero también están cansadosde guerra. Para qué vamos a hablar dequién ha tenido la culpa de todo lo queha pasado… ¿No lo comprendes?

Encarna negó con la cabeza.—No sé adónde quieres ir a parar.

Trujillo hizo un gesto comoqueriendo dar a entender a Encarna quela respuesta era obvia.

—Ahora se ha hecho lo de Casadopara negociar con Franco el final, mujer.

—¿Y tú crees que Franco…?—Sí, porque también le conviene. Si

nos plantásemos, todavía habría muchoque hablar…, y ¿qué necesidad tiene elvencedor de complicarse la vida aúltima hora, eh? A enemigo que huye,puente de plata, ¿no es eso? Pues en esoconsiste todo: en que nos dé tiempo paramarcharnos los que queramos irnos, quevamos a ser muchos, pero en buenascondiciones y no como se hizo la

evacuación de Cataluña. ¡Menudoquebradero de cabeza que le quitamoscon desaparecer de aquí! ¿Qué iba ahacer con nosotros? ¿Fusilarnos? Somosmuchos. ¿Meternos en la cárcel? Pues noiba a necesitar cárceles ni nada…Además, tendría que darnos de comer,aunque fuera poco… No. No creo queesté por ésas. Nos dejará marchar. Peropara ello necesitamos barcos, y lostendremos, ya lo verás. Así que yapuedes ir preparando las cosas. Pocas.Sólo alguna ropa. Por eso no me importaquemar los muebles. Ya haré otrosnuevos allí donde vayamos a parar.

Encarna escuchaba atentamente sus

palabras. Las sorbía. Como le daba enpleno rostro la dudosa luz de la ventana,sus negros ojos parecían más grandes ycomo iluminados de esperanza. Susgordezuelos labios, entreabiertos,temblaban. A veces se los humedecíacon la punta de la lengua y, a veces, loscerraba para tragar saliva.

—¿Y dónde crees tú que iríamos aparar? —murmuró cuando su maridocesó de hablar.

—Yo prefiero Méjico. Losmejicanos son los más parecidos anosotros, me creo, y además allí hay unambiente social muy semejante al quenosotros buscamos. Pero cualquier país

de aquéllos es bueno: Argentina, Chile,Venezuela… ¡Hay tantos!

Ella afirmó vehemente con lacabeza. Luego dijo:

—Pero no tenemos una perra…—¡Y qué importa eso! —exclamó él

—. Soy ebanista y he trabajado toda mivida. Así que…

Encarna sonrió.—Es verdad. Tú tienes muy buenas

manos. Y yo también.Se miraron alegremente, ilusionados.

Después él atrajo hacia sí la cabeza deella y, mientras le acariciaba loscabellos, prosiguió hablándole deAmérica, de aquella América que les

esperaba y donde, en su opinión, eltrabajo valía más que nada y la libertadera, para los hombres, como el aire paralos pájaros.

* * *—¿Y qué va a pasar ahora?El hombre había suspendido la

lectura del periódico y mirabaatentamente los rostros de los que lerodeaban. Se hizo un corto silencio, afavor del cual pudo oírse el rumor delos demás grupos en los que alguien leíatambién en voz alta las noticias de Lavoz del combatiente.

—Yo no me creo una sola palabrade todo lo que dice este papelucho. Si a

los de la junta no les queda más que elMinisterio de Hacienda, ¿por qué suenantantos tiros? A mí me parece que nodebe irles muy bien la cosa a los chinos,por mucho que digan —comentó uno delos oyentes.

—Eso mismo pienso yo. Habréisvisto que ya no traen más prisioneros yque, además, ya no nos insultan tanto —opinó un tercero.

—Y se han llevado a pegar tiros acasi todos los que tenían concentradosaquí para guardarnos. No han quedadomás que algunos soldados de la planamayor, que están que muerden porquetienen que pasar todo el tiempo de

centinelas —remachó el que hablaraprimero, añadiendo—: Si le echáramosnosotros un poco de coraje a la cosa,podríamos marcharnos de aquí en cuantoquisiéramos.

—¡Ni hablar de eso! —leinterrumpió el que había leído elperiódico—. Buena gana de jugarse lapiel a última hora. ¿No nos han cogidoellos? Pues que sean ellos los que nossuelten por las buenas.

—Bueno, eso no estaría mal sipudiéramos resistir tanto tiempo sincomer —dijo otro, bostezando al tiempoque hablaba.

El bostezo contagió a los demás,

circulando de boca en boca repetidasveces. Uno de ellos dijo después: —Yono tengo ya ni aire en las tripas.

Había varios corros como éste en elantiguo jardín del chalé, sentados en elsuelo. El aspecto de los hombres eradeplorable: demacrados, sucios,ateridos. Llevaban varios días sinafeitarse y casi sin comer. Comotambién se les agotaron muy pronto susparvas provisiones de tabaco, prontofueron desapareciendo los periódicosque les habían distribuido susaprehensores, rotos en pedazos para serconvertidos en cigarrillos que ahumabanlos ojos y lijaban la garganta.

El pequeño garaje había sidoconvertido en letrina general, adondeacudían, formando a veces cola, no sólolos atormentados por dolores de vientre,sino los sedientos, pues el suministro deagua dependía del pequeño grifooxidado que en otro tiempo debió de serutilizado para lavar los coches. En susuelo de cemento, el agua derramada,los orines y los excrementos habíanformado una pasta escurridiza que ya sedesbordaba sobre el jardín,impregnando el ambiente de un hedornauseabundo.

En uno de los corros estabanFederico Olivares y julio Cubas, en

cuyos rostros se advertían igualmentelas grietas y las sombras delagotamiento. La voz del combatiente,editada por los comunistas, donde sedecía que el general Miaja se habíafugado, que los de Negrín dominabantoda la zona republicana, que a la juntade Casado no le quedaba más reductoque los sótanos del Ministerio deHacienda, que las fuerzas de Mera nohabían logrado penetrar en Madrid yhuían hacia los montes de Guadalajara,apenas merecieron algunos despectivoscomentarios.

—Si fuera cierto todo eso que dicen,ya estarían aquí la Pasionaria y Negrín.

¿Por qué no se dejan ver? Para mí que lacosa les va muy mal.

—Bueno, y si es así, ¿por quésiguen?

—A ver qué remedio les queda —arguyó Cubas, y sus ojos le brillabancomo si tuviera fiebre—. Tienen queseguir hasta que no puedan más yempiece la gente a írseles de las manos.Ellos no pueden cejar ya. Es demasiadotarde.

Nadie le replicó y, tras una largapausa, preguntó uno:

—¿Y qué, pensarán dejarnostambién esta noche sin suministro?

Iba oscureciendo. Los hombres, sin

esperanzas ya de recibir algún alimento,empezaban a buscar el arrimo de lasparedes para pasar la noche,cubriéndose lo mejor que podían con suscapotes o sus zamarras. Al otro lado delas verjas, los centinelas, igualmentehambrientos y cansados, parecíandormitar sentados en el suelo y con elfusil cruzado sobre las piernas. Cuandoalguno de los prisioneros se asomabapara echarles en cara su comportamientoo para reclamarles comida, levantabanperezosamente la cabeza, miraban comoobnubilados al interpelante o protestón yluego se encogían de hombros.

Olivares se levantó y fue andando

lentamente hasta la frontera queseñalaban los hierros de la verja. Sesentó a medias en el pretil y siseó alcentinela más próximo, murmurandoseguidamente:

—¡Camarada!El centinela levantó los ojos hacia

él, le contempló en silencio un instante ydijo luego, con acento despectivo:

—¿Camarada de qué? Anda, cállate,paisano.

—No soy paisano, hombre. Es queel follón me ha cogido estando conpermiso.

—Pues jódete.—Bueno —insistió Federico

amistosamente—, no se trata ahora dediscutir. Ya es hora de que dejemos depelearnos, porque ni tú ni yo tenemos laculpa de lo que está pasando, ¿no?

Los demás centinelas, separadosentre sí sólo por unos cuantos pasos,abandonaron su actitud de indiferencia yse dispusieron a escuchar. Elinterlocutor de Federico se le habíaquedado mirando estólidamente.

—Ni tus camaradas tampoco —añadió Federico en el mismo tono.

—Entonces, ¿qué quieres decir? Túeres cenetero, ¿no?

Federico sonrió.—Y qué más da para lo que yo

quiero decirte. Quería pedirte un favor.—¿Un favor? —y se quedó con la

boca abierta.—Sí, hombre, un favor que no se le

niega a un condenado a muerte —hizouna pausa, pero como viera que elcentinela le miraba cada vez másreceloso, añadió—: ¿No tienes siquieramedio cigarrillo que darme? Llevomucho tiempo sin fumar, y estoy querabio.

En ese mismo instante, otro de loscentinelas acababa de encender undelgadísimo pitillo y saboreaba el humovoluptuosamente. El interlocutor deFederico rió de mala gana y dijo:

—Conque medio pito, ¿no? ¡Tú noeres cenetero ni socialero! ¡Tú eres uncara!

Federico, impertérrito, le replicósuavemente:

—¿Un cara porque te pido mediocigarrillo? ¿Es que nosotros no tenemosderecho a fumar?

—Claro, hombre; claro que sí —intervino otro de los centinelas,diciendo después a su camarada—:Anda, dale medio pito.

—¿Que le dé medio pito? ¿Y porqué no se lo das tú?

—¡Leche! Ahora lo vas a ver —dijoel otro, poniéndose en pie—. Si tú te

encontraras como él, ya veríamos cómopensabas entonces.

Dejó el fusil apoyado contra lapared y se acercó a Federico. Tendríaunos treinta años. Le faltaba la mitad delcartílago de la oreja derecha y cojeabaal andar.

—Es que estos novatos no saben loque es la vida —dijo mientras medíacon la vista un cigarrillo que acababa desacar de uno de los bolsillos de sucazadora, sin duda para dividirlo en dospartes iguales. Pero lo pensó mejor y selo dio entero a Federico, diciendo:Toma, para ahora y para luego, quéleche.

—Gracias, hombre —y cuando se lohubo cogido, añadió—: Seguro quehemos combatido juntos por ahí.

El centinela movió la cabezaafirmativamente.

—Lo más fácil —dijo—, porque yohe estado en casi todos los tomatesgordos: Brunete, Belchite,Guadalajara…

—¿Lo ves? Yo también he estado enBrunete y en Guadalajara. Y también enTeruel.

—Ah, coño. Esta oreja se la llevóuna bala en Brunete, y en Teruel se mehelaron los pies y tuvieron que cortarmedos dedos del derecho. Lo que tú acabas

de decirle a ése —y señalaba al que noquiso desprenderse de medio cigarrillo— es la pura verdad. ¿Qué culpatenemos ninguno de los que estamos aquíde que haya tantos mandrias,emboscados y traidores? Ninguna. ¿Y delo que pueda pasar mañana? Tampoco,digo yo. Pues entonces… ¡Bah!

Iba a volverse a su sitio, peroOlivares, fiado en su espontaneidad yfranqueza, le susurró:

—¿Es que ocurre algo? Quierodecir…

El otro se agachó rápidamente comopara atarse bien los cordones de la botacorrespondiente al pie mutilado,

mientras mascullaba:—Fuerzas de la junta han entrado

por Arganda… Federico dijo entonces,en voz alta:

—¿Y vamos a pasar la noche sinprobar bocado, camarada? El centinelacontinuó atándose los cordones de labota con mucha cachaza. Luego,enderezándose, contestó:

—De eso no se sabe nada. Yo tengotanta hambre como tú.

—Pero no se puede tener a la gentetanto tiempo sin comer.

El otro le guiñó un ojo.—Nosotros ya hemos hecho todo lo

que podíamos: mandar un enlace al

comandante para que nos diga lo quetenemos que hacer. Así que… Yo creoque… En fin…

Y volvió a guiñar el ojo. Después sedirigió a su sitio, cogió de nuevo su fusily se sentó con él entre las piernas. Suscamaradas se replegaron a suindiferencia anterior y el silencio, comouna gran pesadumbre, se abatió otra vezsobre prisioneros y guardianes. Elviento frío, que soplaba a rachas, traíade cuando en cuando el eco de ráfagasde ametralladora y de disparos sueltosdesde los confusos confines de laciudad, ya envuelta en sombras. Sólo aponiente quedaba una estrecha franja

cárdena en el cielo, como si fuera elresplandor de un incendio agonizante.

Federico se apartó de la verja y sereintegró a su grupo, y apenas se hubosentado junto a Cubas, enseñó a todos elcigarrillo, diciendo:

—Me lo ha dado un centinela.Excepto Cubas, que permaneció

inmóvil y callado, los demás seanimaron súbitamente.

—Nos darás siquiera una chupadita,¿no? —preguntó uno, restregándose lasmanos.

—Naturalmente —contestó Federico—, pero me reservo el derecho deempezarlo y terminarlo. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo! —le contestaron.Lió el pitillo y le prendió fuego con

el chisquero que ya otro habíaencendido previamente, y le dio laprimera chupada, tan profunda y ansiosaque se le desprendieron algunas briznaschisporroteantes. Lo cedió después ycomenzó la ronda. El cigarrillo fuepasando de mano en mano y de boca enboca, en silencio y en medio de unaespecie de éxtasis colectivo, hasta que,finalmente, lo retuvo su dueño, cuandoya no se podía cogerlo más que con laspuntas de las uñas. Federico se dispusoa rematarlo, pero entonces oyó una voztemblona que soplaba en su oreja:

—Compañero, por lo que másquieras, una chupadita…

Al girar la cabeza, se encontró convarios rostros que le mirabansuplicantes, relamiéndose los labios. Nilo dudó siquiera. Dio la colilla al máspróximo e, inmediatamente, aquelloshombres formaron corro en torno alafortunado, soplando delicadamentepara que no se extinguiera aquel puntitode fuego prometedor de tanta delicia.Las cabezas se estrecharon y dentro desu cerrado círculo se oyeron jadeos ygruñidos.

—¡Dame!—Espera, hombre.

—Que me quemo.—Venga ya, hombre.Cubas, que observaba atentamente la

singular escena, dijo entonces:—No me puedo explicar que el

tabaco vuelva así de idiotas a loshombres…

—Que no te lo explicas, ¿eh? Quequé tendrá el tabaco, ¿no? Pues yo te lovoy a decir —le contestó un oficial queestaba enfrente de él—. Verás. Yo teníaa mi gente desesperada porqueandábamos mal de tabaco. Con la raciónque nos daban no teníamos ni para undía y, claro, el enemigo, que lo sabía,aprovechaba la ocasión para hacer

propaganda, poniéndonos los dienteslargos y desmoralizando a la gente.Nosotros por nuestra parte sabíamos queellos andaban mal de papel de fumar yde ropa interior y que por todo el frentese hacían intercambios entre unos yotros, En vista de ello, pensé yo hacerotro tanto y le dije a uno de nuestrosescuchas que hablara con el del enemigoy le propusiera que subiese una noche eljefe de su sección para un intercambio.Y así fue. Yo ocupé el puesto delescucha y al rato oí que me decían:«¿Estás ya ahí, rojillo?» «Sí, facha»,contesté yo y le pregunté: «¿Eres tú eljefe de la sección?» No teníamos entre

los dos más que un matorral. Hacía unanoche muy oscura. A treinta o cuarentametros detrás de cada uno estaban lasrespectivas trincheras. El facha me dijo:«Sí, soy el alférez que manda la sección.¿Y tú?» «Yo soy el teniente.» Y él:«¿No me harás ninguna cabronada,¿eh?» «Descuida, hombre.» Pasó un ratoen silencio. Luego oí que arrastraba algopor el suelo y que me decía: «Aquítengo el tabaco. ¿Has traído tú el papelde fumar y las camisetas?»

«Pues claro. Aquí están. Tambiénquisiéramos algún bote de leche.» «Estábien.» Otra vez nos quedamos calladosporque sonaron en aquel momento unos

tiros en la vaguada. «Rojillo, ¿qué eseso?» «No te preocupes. Es que hedejado dicho que hagan un poco deruido por ese lado para llamar laatención hacia allí y así nos dejentranquilos.» Yo creo que estuvo tentadode marcharse por desconfianza. Por siacaso, yo hice ruido y me dirigí a gatas adonde él estaba. El puñetero tenía lapistola amartillada. «Oye tú, que yo notraigo armas.» Eso le tranquilizó. Seguardó la pistola y nos sentamos juntos,cada cual con su saco. «¿Empezarnos?»«Sí, venga.» Cuarterones de tabaco ybotes de leche, por un lado, y papel defumar y camisetas, por otro. No

hablamos ni una palabra, pero despuésque hicimos el canje, yo le pregunté quede dónde era. «De Teruel. ¿Y tú?» «Yosoy de Socuéllamos.» Movió la cabeza yentonces pude verle la cara. Era muyjoven, casi un chaval. Yo entonces lepregunté que por qué peleaba. «Coño, ¿ytú?», me retrucó él. «Pues está bienclaro: por la libertad y la independenciade España.» Y el muy cabrón se echóreír. «¿Por qué te ríes?» «Pues porqueyo lucho por lo mismo: por librar aEspaña de rusos y comunistas.» «Ay,qué leche. ¿Y qué me dices de lositalianos y de los alemanes? Nosotrosluchamos también por otras cosas.»

«Ya, también dirás que por larevolución.» «Pero, leche, ¿quién te loha dicho?» «Pues yo también.» «Mira —le dije, cabreado—, el pueblo somosnosotros y la verdadera revolución es lanuestra. Estamos hartos de ricos y deseñoritos, de gente que no trabaja y vivecomo Dios mientras que los que secalientan el lomo trabajando apenaspueden comer más que migas.»«¡Cuentos!» «¿Cómo que cuentos?» «Ytanto que son cuentos. Si estáis pasandomás hambre que nunca los tontos comotú… Pero a que vuestros jefazos yvuestros comisarios se dan la granvida…» «Oye, que los comisarios que

yo conozco las pasan tan canutas comocualquiera. Si pasamos hambre esporque estamos en guerra. Después serádiferente.» «Pero si la tenéis perdida…¿Por qué no os entregáis?» No nospodíamos poner de acuerdo, y noscallamos. Habían cesado los tiros y todoel frente estaba en silencio. A poco,oímos unos pasos. «Vienen arelevarme», dijo el alférez. «A lo mejornos vemos algún día por ahí,muchacho.» «Puede, y también puede serque cualquier día nos matemos.»«También es verdad. La guerra es así.¿Cómo te llamas?» Me dijo su nombre,yo le dije el mío y nos dimos la mano.

Después yo me volví a mi sitio. Oí cómole relevaban y también la consigna.Cuando se marchó el alférez, dije en vozbaja al nuevo: «¿Ya estás ahí,faccioso?» «Calla, rojillo.» «Bueno,¿pero te estarás quieto cuando mereleven?» Y él me dijo con cachondeo:«¿Es que tienes miedo?» «Claro, ¿nooyes cómo lloro?» «Me estaré quieto,descuida.» Me relevaron sin novedad.¡La que se armó cuando me vieron contanto tabaco mis muchachos! Fue unanoche feliz. Yo creo que no durmiónadie, dale que te pego a fumar un pitillotras otro. ¿Que qué tiene el tabaco, eh?—repitió, dirigiéndose a Cubas—. Pues

mira, a partir de entonces se repitieronlos intercambios hasta que mi gente sequedó sin camisetas y sin calzoncillos.Y eso mismo pasaba en casi todos losfrentes.

—Los de las brigadas de choque noteníamos tiempo ni ocasión para esoscachondeos —intervino otro—. Sólohablábamos con el enemigo a tiros.Bueno, una vez, en el frente deCastellón… Habíamos tenido uncombate muy duro el día anterior. Losrequetés atacaban con furia y nosotrosnos defendíamos bien. En el descanso,nos gritaron desde la otra parte:«Rojillos, mañana comeremos paella en

Castellón». Coño, nos hizo gracia, ycomo teníamos preparada una granpaella con conejo, les dijimos que no lodejasen para tan tarde, que si no teníanmiedo podían venir algunos a probar lanuestra. Ah, pues lo tomaron en serio.«¿Nos dais palabra de que nos dejaréislibres después?» «¡Palabra que sí!» Lesdijimos por dónde tenían que venir y,ole sus redaños, acudieron dos alférecesy un sargento. ¡Tan campantes! Leshicimos taparse las insignias para quealgún mierdoso no metiera la pata y losllevamos con nosotros, como si tal cosa,al puesto de mando del batallón. Elcomandante y el comisario ya lo sabían,

como es natural, y estaban conformes.¡Se hincharon de paella! Ellos estabanmuy contentos porque creían que laguerra era ya sólo cosa de pocos días…Yo les pregunté si habían visto muchosrusos entre nosotros y uno de ellos,riendo, va y me dice: «¡Qué rusos ni quéleches!» «Entonces, ¿por qué habláistanto de que estamos invadidos por losrusos?» El fulano era espabilado, el másespabilado: de todos ellos, y simpático.«Hombre, algo hay que decir. Si nofuera por todas esas cosas, ¿cómo seríaposible que nos estuviéramos matandolos unos a los otros? La guerra es así.»Ya os he dicho que el tío era de los

listos. Bueno, bebieron hasta que el vinocasi se les salía por los ojos, y ya era denoche, entre dos luces, cuando losacompañamos hasta sus líneas. Y paraque veáis lo que son las cosas y lossinfustes que han ocurrido en nuestraguerra. Al día siguiente, nos echaron lostanques encima y nos achucharon tanfuerte que quedó copado más de mediobatallón. Que nos hicieron prisioneros,vaya. Eso fue al caer la tarde. Despuésde desarmarnos nos mandaron formarpara montar en unos camiones yllevarnos a retaguardia. Entonces me dide cara con uno de los alféreces quehabía estado comiendo la paella con

nosotros. No hizo ningún gesto, pero megritó: «Eh, tú, ven aquí». Había bastantebarullo. Todo eran prisas y órdenes y,además, la noche se nos echaba encima.Yo, la verdad, estaba bastante mosca,pero me acerqué a él. «Sígueme.» Y leseguí. Y al llegar a una acequia se paróy, después de comprobar que no nosvigilaba nadie, fue y me dijo: «Quítatelas insignias y echa a andar, despacio,siguiendo la acequia. Procura que no tevea nadie, claro, pero si te descubren,dices que vas a llevar un parte delalférez Rodrigo. Tú dices mi nombreporque lo has oído mentar y te inventaslo que sea, pero si te cazan, ni mus de

todo esto. ¿Entendido?» «Hombre,claro.» Le di las gracias y él me guiñóun ojo. «Hala, que Dios te guarde. A versi nos comemos pronto otra paellajuntos.» Y me salvé. Bueno, todavía no,sé si me he salvado del todo. Luego meenteré que unos oficiales de Regulareshabían estado también de juerga congente nuestra en una casa de niñas deCastellón… ¿Tiene mandanga la cosa ono?

Se había hecho completamente denoche y los rostros de los hombresapenas eran unas manchas pálidas en laoscuridad.

Al terminar su historia el de las

brigadas de choque, hubo un largosilencio que interrumpió, al fin, Cubas:

—Somos el mismo pueblo y esnatural que en muchos trances unos yotros nos hayamos comportado conhumanidad. Pero no hay que engañarse,el que manda, manda, y ese mismoalférez te fusilaría mañana si loordenasen. Sintiéndolo mucho, a lomejor, pero te fusilaría, no lo dudes.

—Bah, yo creo que, a fin de cuentas,uno de los bandos tiene que ganar y elotro tiene que perder, y que luego losdos tendrán que seguir viviendo juntos—le contradijo el de las brigadas dechoque.

—¿Vivir? —preguntó Cubas.—Pues claro que vivir. No pensarás

que el ganador va a matar hasta elúltimo mono de los del bando contrario.Si acaso, a los jefes.

—¿Queréis callaros? Ni queestuviéramos en un funeral —estallóFederico.

—¿Y qué otra cosa es esto? —lepreguntó Cubas.

Hubo una pausa. Los demásescuchaban en silencio y con granatención lo que decían sus compañeros.En los demás grupos hacía ya rato queno se hablaba. Al cabo, dijo el de lasbrigadas de choque:

—Yo creo que a la revolución lamatamos nosotros mismos hace yabastantes meses.

—Eso no es cierto —replicóOlivares—. La revolución no puedemorir.

—Entonces…El de las brigadas de choque no

concluyó la frase. El silencio de losdemás fue para Federico una aprobacióntácita, pero llena de dudas. Prosiguió:

—Pase lo que pase, nuestro país yano volverá a ser el de antes. Y, si no, altiempo. Claro que si ellos ganan ladisputa, nosotros, individualmente, talvez lo perdamos todo.

—Pues eso es lo que más meimporta ahora —dijo el de las brigadasde choque.

—A mí, no —replicó Cubas, convoz grave—. En ese sentido, yo ya loperdí todo.

—Yo soy joven todavía y tengomujer e hijos. ¿Qué va a ser de ellos yde mí? Trabajar no me importa. No hehecho otra cosa en mi vida. Pero ¿nosdejarán trabajar?

—Aún queda mucho que hablar —replicó otro al de las brigadas dechoque—. Vamos, digo yo.

—Exacto —puntualizó Olivares—.La esperanza es lo último que se pierde.

Siguió otro silencio y, de pronto, seoyeron los bufidos y la chatarrería de uncamión que se acercaba.

—¡El suministro! —gritó alguienentre las sombras.

Fue como un toque de corneta quehizo ponerse en pie y correr hacia laverja a todos aquellos hombresexhaustos y medio traspuestos por lainanición.

—¿Qué? —preguntaba alguno,todavía inconsciente.

—¡El suministro, hombre!—Pero ¿quién lo ha dicho?—¿No oyes el camión?Y otras voces:

—¡Nos van a dar chuletas conpatatas fritas!

—¡Cállate, mamón!—Ya verás, ya verás cómo nos

chorrea la pringue…—¿Quieres callarte?Olivares y Cubas se habían quedado

solos. Entonces sopló aquél al oído deéste:

—Las fuerzas de la junta estánluchando ya en Madrid. Cubas gruñó:

—Déjate de bromas, Federico.—No es ninguna broma. Me lo ha

dicho antes el centinela con disimulo. Seve que los chinos han empezado abatirse en retirada.

—¡Hostias! Entonces todavía haytiempo.

—¿Tiempo de qué?—De ajustarles las cuentas a los

otros, hombre.Los envolvía el griterío de los

hambrientos; pero, de repente, se hizo elsilencio.

—Ven, vamos a ver qué pasa —yOlivares cogió del brazo a Cubas.

Poniéndose de puntillas pudieronver entonces, por entre las cabezas delos que se hallaban delante de ellos, lasluces del camión, amortiguadas portrapos rojos. El vehículo acababa dedetenerse tras un ronquido y de su

cabina saltó un hombre con gorra deplato, e inmediatamente ordenó a lossoldados que venían en la plataforma,con inequívoco acento catalán:

—¡Abajo todo el mundo!Olivares y Cubas se miraron.—¿No es ésa la voz de Casanova?

—murmuró aquél.—Claro que lo es —contestó Cubas

sin dudarlo.Entretanto, se habían reunido en

torno al oficial los soldadados quevinieran con él y los centinelas. Despuésde cruzar algunas palabras con ellos, elde la gorra de plato se volvió a losprisioneros para gritarles:

¡Venga, a formar en grupos de adiez! Se darán a cada grupo cincochuscos y tres botes de carne. Que vengauno de cada grupo a recoger los víveres.¡De prisa! Cuanto más tardéis en formar,más tardaréis también en comer. ¡Yfuera de la verja! Allá, al fondo.

Los prisioneros obedecieron susórdenes rápidamente, no sin un poco debarullo y confusión. Y empezó eldesfile. Los víveres eran entregados através de la verja. Entre los jefes degrupo se hallaba Federico y, cuando letocó su vez, llamó al oficial quemandaba fuera:

—¡Casanova!

El aludido no pudo distinguir, sinembargo, quién era el que le llamabapor su nombre. Por eso preguntó

—¿Quién me llama?—Yo, Federico Olivares.—¡Olivares! —exclamó Casanova

—. Collons, yo te hacía con Mera…Le hizo una seña para que se

apartase de los demás y se acercódespués a él, diciendo:

—De forma que tú también losupiste a tiempo, ¿no?

—Sí, justo cuando iba a salir para elfrente. ¿Y tú?

—Nosotros veníamos oliéndolounos días antes. Por eso tenía tanto

empeño en que me dierais permiso decuarenta y ocho horas —sonrió a mediasy añadió—: Allí no tenía yo nada quehacer, ¿comprendes?

Olivares asintió con la cabeza ypreguntó:

—Bueno, ¿qué noticias hay?Pero Casanova, en vez de contestar,

preguntó a su vez—¿Cuándo te cogieron?—Al día siguiente de empezar este

tomate, por la noche.—¿Qué estabas haciendo?—Había ido a acompañar a Matilde

a su casa.—¡Ah!

Los dos trataban en vano deescudriñarse los ojos. Tras una pausa,dijo Casanova, con un especial tono devoz: —Olivares, eres un desertor.

—Igual que tú, Casanova.Brillaron los dientes de Casanova.—Es diferente. Yo tenía que impedir

que aplastasen al partido.—Pues ya ves: yo no he querido

intervenir en nada.—¿Que no estás con Casado ni con

Negrín?—Mira, esta vez he podido optar y

me he quedado fuera del juego. Sóloestoy contra los otros.

—Eso es muy cómodo, Olivares.

—Tal vez. Pero no lo he hecho porcomodidad. Ha podido costarme la vidaigualmente, y todavía no sé si mecostará. Es que hace tiempo que no estoyconforme con la manera de llevar aquílas cosas. Ahora he podido plantarme, yme he plantado.

Siguió otra pausa.—Bueno, ya hablaremos de eso,

Olivares. ¿Hay algún otro conocidoentre ellos? —Casanova señalaba lamasa de prisioneros.

—Sólo Cubas.—¡Ah, Cubas, claro! ¿Y Trujillo?—No sé qué haya podido ser de él.—Bien. Déjales la comida a ésos y

veniros tú y Cubas hacia la puerta.Anda.

Y, sin esperar la réplica deOlivares, se retiró de allí. Olivares leobedeció y, después de entregar losvíveres a los de su grupo, hizo queCubas se sobrepusiese a su instintivorecelo y le acompañara, no sinrefunfuñar:

—A ver si nos la juega a últimahora…

Olivares guardó silencio. Se abrió lapuerta de hierro y ambos abandonaron eljardín. En ese momento, Casanovaordenaba al sargento que había venidocon él:

—En cuanto terminéis de repartir elsuministro, relevas a los centinelas conla gente que hemos traído y mándalos ala base del batallón en el camión. Ah, yel suministro que sobre lo metes en elchalé. ¿Estamos?

—Vale, camarada —contestó elotro.

Cubas y Federico Olivaresaguardaban en silencio. Casanova cogiódespués unas raciones y echó a andarhacia el chalé, diciendo al pasar junto aellos:

—Vamos.Penetraron en un pequeño túnel de

arcos de hierro que debieron de sostener

enredaderas en otro tiempo, separadospor alambres espinosos del resto deljardín donde vivaqueaban losprisioneros, y llegaron al pórtico delhotelito, formado por dos columnas enlas que descansaba el saledizo de unaterraza. Casanova, que iba delante,decía:

—Fui agregado a este batallón ydebía de estar aquí cuando llegasteis,pero no os vi ni lo supe, y a la mañanasiguiente tuve que salir con el grueso delas fuerzas para ocupar los NuevosMinisterios.

Entraron en una salita de estar, conbutacas y divanes, una mesa y sillas,

malamente iluminada por una bombillaenfundada en rojo. Sobre la mesa seveían platos sucios, vasos con resto devino… Olía a humedad y a cuartel. Susuelo estaba sembrado de puntas decigarrillos y papeles… Tabardos,macutos y capotes, cajas de munición ycintas de ametralladora, por aquí y porallá.

Casanova apartó de un manotazo losestorbos y dejó los víveres sobre lamesa. Luego se dejó caer sobre la sillaque tenía más a mano.

—Sentaros —dijo, sin mirar a susinvitados, mientras sacaba y abría unanavaja con abrelatas—. Lo primero

ahora es comer. Llevo no sé cuántashoras sin probar bocado.

Olivares y Cubas arrastraron unassillas hasta la mesa y se sentaron.Casanova abrió una lata de carne rusa enconserva. Después partió por medio trespanecillos y los rellenó con el contenidode la lata. Sus invitados le veíanmaniobrar en silencio y cruzando entresí miradas interrogantes, hasta queCubas, no pudiendo ya contenerse, lepreguntó:

—¿Y qué vas a hacer después connosotros?

Casanova continuó con la cabezabaja y en silencio hasta que hubo

terminado su labor. Al fin alzó la cabezapara mirar rectamente a Cubas. Erajoven, de rostro cuadrado, al que labarba de varios días endurecía aún más.Sus negros ojos eran penetrantes,enérgicos. Sus grandes dientes, muyblancos, brillaban frecuentemente entresus cárdenos labios, casi siempreentreabiertos.

—Toma y come ahora —y dio acada uno un panecillo.

Él fue el primero en hincarle eldiente al suyo y pronto no se oyó allímás ruido que el de las mandíbulas delos tres. De cuando en cuando seencontraban sus ojos, pero se huían o se

cerraban. De fuera llegaban las vocesdel sargento dando órdenes. A poco,entró un soldado llevando a rastras uncajón y un saco. Los dejó detrás de lapuerta y volvió a la calle. Sonó eltrepidante motor del camión.

Todavía siguieron durante un buenrato engullendo en silencio. También fueCasanova el primero en terminar.Entonces dijo, dando un suspiro desatisfacción:

—Ya sé que vosotros no tenéis laculpa de lo que ha pasado. Por esopodéis marcharos ahora mismo siqueréis.

Olivares y Cubas dejaron de

masticar y cruzaron entre sí una mirada.Aquél continuó encerrado en sumutismo, pero Cubas rehusó, diciendo:

—Preferimos esperar a queamanezca, si no te importa. Casanova seencogió de hombros.

—Como queráis. Podéis dormir aquímismo.

Un bostezo largo y profundodeformó en sus labios la última palabra.Seguidamente se desperezó, abriendolos brazos en cruz y estirándolos hastaque le crujieron las articulaciones. Todoel terrible cansancio acumulado lecorría ahora por los músculos como sifuera plomo.

—Llevo todo este tiempo —añadió— dando sólo alguna cabezada que otra.

Apenas podía sostener abiertos losojos. Sin embargo, reaccionóinmediatamente, como si le hubieranchapuzado con agua fría, cuando lepreguntó Cubas:

—¿Y qué piensas que va a pasarahora, Casanova? Casanova seestremeció y sacudió la cabeza. Sus ojosse endurecieron.

—¿Que qué va a pasar? —y sumirada quedó momentáneamente limpiade las veladuras del sueño—. Que lesvamos a ajustar las cuentas a los de lajunta. Casado, Besteiro, Mera y todos

los demás traidores tendrán que serjuzgados y condenados por el pueblo,como se merecen. Han queridoentregarnos a Franco atados de pies ymanos y…

—¿Y después? —le interrumpióOlivares.

Casanova le miró, perplejo. Luego,cerrando los puños, exclamó:

—¡Combatir hasta el fin!Olivares, impasible, volvió a

preguntar:—¿Qué fin?—¡Qué fin, qué fin! —gritó,

enronquecido—. Somosrevolucionarios, ¿no?

Olivares y Cubas guardaronsilencio, mirándole fijamente. Casanovalos desafió con su miradarelampagueante de ira y dijo lentamente,mordiendo las palabras:

—Un revolucionario, camaradas, notiene nada suyo, ni la vida, y nosotrosllevamos ya mucho tiempo viviendo depropina, ¿no es eso? Pues no hay másque hablar. Tenemos que seguirhaciendo la guerra hasta que las armasse nos caigan de las manos. Tantotiempo suspirando por tener armas, porponer en pie de guerra al pueblo, yahora que las tenemos y que contamoscon unas masas fogueadas y aguerridas,

¿queréis que se las entreguemos alenemigo así, por las buenas? ¡Ni hablar!Tendrán que venir ellos a cogérnoslas.

—Todo eso está bien en teoría,Casanova. Dialécticamente es hermoso.Pero menos retórica —le replicóOlivares—. En la revolución, como enla guerra, hay que saber retirarse atiempo. El heroísmo tiene un límite,máxime cuando no nos jugamos sólonuestra vida, sino la de miles y miles depersonas que no están dispuestas amorir, que no quieren morir. Habría quepreguntárselo antes, ¿no te parece?

Casanova hacía enormes esfuerzospor no derrumbarse físicamente. Sólo

sobreexcitándose podía conseguirlo.Gritó de nuevo:

—¿Sabes lo que te digo? Pues quemás vale morir de pie que vivir derodillas.

—Sí, eso dijo la Pasionaria. Pero¿dónde está ahora? —Ella estará dondeel partido le haya ordenado que esté, nolo dudes.

Olivares sonrió.—Concedido. Sin embargo, no creo

que jugar a la catástrofe sea la mejorpolítica.

—¿Y qué otra cosa se puede hacerdespués de la faena de la junta, di?

—Dejemos a la junta a un lado,

¿quieres? Nada tengo que ver con ella.Ya te lo he dicho. Lo cierto, loindiscutible, es que habíamos llegado aun punto, después del fracaso de nuestraofensiva en Extremadura, de la pérdidade Cataluña y de la huida del Gobierno,en que había que buscarle una salida a lasituación.

Casanova parecía a punto deestallar.

—Claro, resistiendo. ¿Crees queLenin no pasó por un apuro semejantecuando se le cayeron encima losmercenarios del capitalismointernacional? ¿Y qué hizo? ¡Aguantar,aguantar! La conducta de Lenin tenía que

haber sido nuestra propia norma deconducta.

Entonces fue Cubas el que dio unpuñetazo en la mesa.

—¡Espera, compañero! Ni Españaes Rusia, ni el año 39 es igual que elaño 19. Aquí no habéis luchado soloslos comunistas. Aquí hemos luchadotodos los partidos y organizaciones deizquierda, incluso muchos indiferentes yhasta adversarios en principio que luegose comprometieron con nosotros. Porconsiguiente, lo verdaderamentedemocrático hubiera sido consultar atodas las fracciones antes de tomar unadeterminación. ¿Que se acordaba

resistir? ¡Pues a resistir! ¿Que seacordaba negociar? ¡Pues a negociar!Pero todos a una, en bloque, como unsolo hombre. Lo peor en estos casos esechar cada uno por su lado, que es loque ha ocurrido aquí.

—¡Lo peor es la traición, Cubas! —estalló finalmente Casanova—. Casadoya estaba de acuerdo con Franco antesde dar el golpe —y, ante el gestodubitativo de Cubas, prosiguió—: ¿Porqué, si no, Franco ha permitido que lasfuerzas de la junta pasen por el puentede Arganda?

Olivares sacudió la cabezaenérgicamente.

—No, ésa no es una razón, porque,por la misma regla de tres, Casadopodría preguntar también: ¿por quéFranco no ha atacado en los frentes quehabéis desguarnecido para volveroscontra la junta?

Casanova arrugó el entrecejo y mirófijamente a su interlocutor, como sibuscase por donde atacarle.

—¿Por qué no podemos resistir unpoco más? Sólo unos meses. La guerramundial está en puertas. Lasdemocracias saben que o acaban conHitler o Hitler acaba con ellas. Peroellas solas no pueden con él. Tienen quealiarse con la U.R.S.S. Y esta alianza

está en marcha, camaradas. Quizá aestas mismas horas estén acelerándolaen vista del cariz que ha tomado nuestraguerra.

—Es posible, es posible —lereplicó Olivares—, pero no lo sabemoscon certeza. Llevamos casi tres añosesperanzados en la ayuda de los demás y¿qué han hecho entretanto por nosotros?Comité de No Intervención, ayuda concuentagotas para prolongar nuestraagonía. ¡Ya está bien! ¿Te acuerdas deaquel rumor que corrió por los frentesde que Roosevelt iba a permitir el envíode armas a la España republicana?¡Resultó mentira! ¿Y cuando Negrín dijo

que pronto tendríamos material deguerra en cantidades insospechadas?¡Resultó mentira! Y así siempre. Ahora,lo de la guerra mundial, que puedeestallar cualquier día… Yo tambiéncreo que estallará, pero ¿cuándo? —Respiró profundamente y siguiódiciendo—: Hay ya demasiadas ruinas,demasiados muertos, demasiada hambre,demasiados sufrimientos para seguirapostando por palabras. Y, sobre todo,porque estamos prácticamente cercados,sin municiones, sin aviones, sinvíveres… El comportamiento de losfranceses con los evadidos de Cataluñano deja lugar a dudas sobre lo que

podemos esperar de ellos. ¡Ha sidovergonzoso! Desengáñate, estamossolos, más solos que la una.

Olivares había acabado porexaltarse también. Su voz sonaba ronca.No parecía que hablase sólo paraCasanova y Cubas, sino para un granauditorio invisible y para su propiaconciencia. Seguramente necesitaba oírsus propios argumentos paraconvencerse, para sentirse en el terrenofirme de la verdad, para barrer lasdudas y las vacilaciones de su ánimo.

—¡Tenemos a la U.R.S.S.! —gritónuevamente Casanova.

—Será para vosotros, pero no estáis

vosotros solos en la trampa. Además,creo que la U.R.S.S. tiene bastante conpoder atender sus problemas interiores,que no son moco de pavo, y conprepararse para la lucha final contraHitler. Según vosotros, allí tambiénsurgen traidores por todas partes y ¡quétraidores!: Zinoviev, Kamenev, Bujarin,Radek… ¡Casi nadie! Y en cuanto aHitler…, ya verás cómo se las arreglanlas democracias para enzarzar a Rusiacon Alemania…

Casanova rompió a reírhistéricamente y Olivares seinterrumpió, desconcertado. Cuando sehubo serenado un poco, dijo aquél:

—¡Menudo zorro es el camaradaStalin! Ya verás, ya verás cómo esStalin el que lía a las democraciascontra Alemania e Italia…

—Lo veremos.—Pues ya lo veremos.Se quedaron de pronto callados,

escrutándose con las miradas, las manossobre la mesa e inclinados el uno haciael otro. Casanova ya no reía. Siguió unapausa tensa. La rojiza luz de la lámparaencendía sus rostros y ponía un brillofebril en sus pupilas. Un silencio llenode temblores los rodeaba. Cubas, que semantenía más sereno, intervino:

—Es inútil. No podremos ponernos

de acuerdo. ¿Cómo vamos a ponernos deacuerdo al final cuando llevamos toda laguerra discutiendo?

Su voz serena y su tono mesuradosirvieron para relajar los nerviosirritados, casi rotos ya, de Olivares yCasanova. Aquél dijo:

—Tienes razón. De lo contrario, onosotros todos nos habríamos hechocomunistas o ellos habrían ingresado enel partido, socialista o en la C.N.T.

Casanova preguntó aún:¿Pensáis entonces que tienen razón

los de la junta? Se miraron y luego hablóCubas:

—Nosotros no hemos tomado parte

en esto, Casanova, y no hemosdisparado, ni dispararemos, un solo tirocontra la Junta ni a favor de la junta. Loque creemos, en vista de lascircunstancias, es que la junta podíajugar la última carta que nos quedaba.

Casanova movió la cabezaobstinándose en su negativa, y, trasmirarlos alternativamente, murmuró:

—Si no fuera porque os conozcobien y sé que sois dos antifascistashonrados y sinceros… —Se agarródespués la cabeza entre las manos yexclamó, desesperadamente—: ¡Es paravolverse loco!

Siguió otro silencio en que sólo se

oía el jadeo de Casanovas. Al finlevantó la cabeza y preguntó a Cubas

—¿Quieres decirme cuál es esacarta?

—Pues la de proponer al enemigouna resistencia hasta el fin o una paz conciertas condiciones.

Casanova abrió mucho la boca y losojos, con asombro infantil.

—Pero nosotros no podemos pactarcon el enemigo…

—Vosotros, no; pero la junta, sí.—Bueno, ¿y qué iba a ser de

nosotros?—Lo que fuera de todos los demás.Pero las respuestas de Cubas no

lograban disipar sus dudas.—No lo creo tan fácil. Aquí hace

falta una víctima, y esa víctimatendríamos que ser forzosamentenosotros.

Se levantó bruscamente y luego sedirigió con paso tardo hacia la puerta,apretándose los riñones con las manos.

—Estás equivocado, Casanova —dijo Olivares—. La víctima en cualquiercaso sería la junta y, más que la junta,Casado y Besteiro.

Casanova, en medio del vano de lapuerta, con los brazos en cruz y lasmanos, apoyadas en sus jambas, mirabafuera, a la noche del jardín y de la calle,

a la noche de la ciudad, turbia einquietante. Abatió la cabeza sobre elpecho. Cubas y Olivares respetaron susilencio, impresionados por la lucha deaquel hombre contra la desesperanza yla evidencia de su derrota.

—Pase lo que pase —dijo al finCasanova, con voz quebrada—, nuestrabandera seguirá en pie. Nadie podrádecir que la abatimos… ¡nadie!

—¡Teniente, teniente Casanova!El sargento tuvo que sacudirlo

bruscamente hasta conseguir que abrieralos ojos. Por la ventana y la puerta,abiertas de par en par, entraba la

lechosa luz de la amanecida.—¿Qué, qué pasa? —preguntó

Casanova incorporándose sobre eldiván.

Tenía la boca reseca y enveladostodavía los ojos. El negror de la barbaresaltaba la palidez de desenterrado desu rostro. Los cabellos, empastados porel sudor y el polvo, formaban extrañosmanojos, como escobillas, en todasdirecciones.

—¿No oyes? —y el sargentoseñalaba al exterior con el brazoextendido.

En el silencio expectante que seprodujo entonces pudieron percibirse

nítidamente unos disparos de fusilmezclados con pespunteos deametralladora. Casanova se puso en piede un salto y se plantó en la puerta.Cubas y Olivares, emergiendo tambiénbruscamente del sueño de piedra a laplena lucidez, corrieron tras él. Mientrastanto, explicaba el sargento a susespaldas:

—Son fuerzas de la junta y avanzanhacia aquí, apoderándose de los crucesde calles. Llevan por delante un tanque.

—¿Quién las ha visto? —inquirióCasanova.

—Yo —contestó el sargento—. Aloír los primeros tiros, me adelanté a ver

qué pasaba y luego he venido corriendopara avisarte.

—Pues están ya muy cerca.Sí.Habían salido a la calle y Casanova

miraba a los prisioneros, alertados yagrupados junto a la verja y a laalambrada. Los centinelas esperabanórdenes y uno de ellos manteníaemplazado su fusil ametrallador contrala puerta de hierro del jardín.

Casanova se restregó los ojos comosi dudara de lo que estaba viendo:varias docenas de rostros cadavéricoscon sus miradas de terror clavadas en él.Silencio angustioso. Pavor colectivo y

una terrible fuerza de desesperacióndifícilmente contenida.

—¡Que abran la puertainmediatamente! —ordenó al sargento.

El mismo sargento cumplió la orden,pero entonces los prisioneros sereplegaron, dando unos pasos haciaatrás. Los centinelas, salvo el del fusilametrallador, fueron a colocarse junto asu jefe.

—¡Vamos, salid! Sois libres de irdonde queráis —gritó de nuevo, perodirigiéndose esta vez a los prisioneros.

Pero los aludidos permanecieroninmóviles. Siguió una pausa tensadurante la cual volvieron a oírse unos

disparos poco nutridos en las cercanías.—¿Es que no me habéis oído bien?La voz de Casanova sonó

desgarrada. Nadie se movió y uno de losprisioneros dejó oír la suya:

—¿Es que quieres fusilamos por laespalda, aplicarnos la ley de fugas?

Casanova movió la cabezanegativamente y ordenó con un gesto alos centinelas que se replegasen hacia elhotel. El del fusil ametrallador dudó,pero un nuevo gesto del teniente, másenérgico, le hizo cargarse al hombro lamáquina y retirarse hacia donde estabansus compañeros.

—¡Adentro!

Ante la terminante orden de su jefe,los centinelas desaparecieron en elinterior del hotelito.

—¡Ahora, vosotros! ¡Vamos, rápido!—y Casanova dio una palmada.

Todavía recelosos, mirando hacia elchalé, los prisioneros empezaron afranquear lentamente la puerta de hierrode la verja. El primer grupo se arrimó ala pared de enfrente, en fila de a uno, ycomenzó a deslizarse calle abajo, no sinlanzar miradas de desconfianza decuando en cuando a Casanova. Siguióotro grupo con las mismas precauciones,pero el resto de los prisioneros, alcomprobar que la libertad que les

ofrecía no era una trampa paraeliminarlos, escaparon ya en tropeles, apleno vocerío, y en pocos segundosdesaparecieron todos detrás de laprimera esquina con que tropezaron.

Casanova volvió al interior delhotelito.

—Coge a esos hombres —dijo alsargento, señalándole los centinelas— ymira a ver cómo puedes llevarlos a losNuevos Ministerios. Pero rápido. Yo irédespués. Díselo así al comandante.

Cubas y Olivares permanecíanmudos y expectantes. El sargentoorganizó rápidamente la expedición desus hombres. Cuando Casanova, desde

la puerta, los vio desaparecer, se volviópara decir a Olivares

—¿Y qué hacéis vosotros que no osmarcháis también? ¡Hala!

—¿Y qué vas a hacer tú? —lepreguntó Olivares. Tardó unos segundosen contestar:

—¿Yo? Esperar aquí hasta el últimominuto y, luego, escapar por la parte deatrás para ir a reunirme con miscamaradas.

—¿Por qué no te vienes connosotros? —y Olivares le pusoamistosamente una mano sobre elhombro.

Casanova rehuyó los ojos de su

amigo y, separándose de él, murmuró:—Porque el partido es lo primero

para mí.Cubas y Olivares se miraron y éste

insistió:—Pero si ya has hecho todo lo que

has podido …Casanova, de espaldas a ellos,

movió negativamente la cabeza.Olivares se le acercó de nuevo y,cuando se cruzaron sus miradas, sonrió yle dijo, para romper la tensión

—Tienes un pitillo? Ya sé que nofumas, pero… Casanova sonriólevemente también.

—Llevo siempre algunos cigarrillos

para los muchachos… —Se registró losbolsillos de la guerrera hasta encontrarun paquete empezado, que entregó aOlivares—: Toma. Ya me darán otros.

El tono de su voz era grave yapagado.

—Gracias, Casanova.Luego se dieron la mano.—¡Salud! —dijo Olivares.—¡Salud! —repitió Cubas.—¡Salud, camaradas! —y Casanova

se llevó el puño a la sien.A los pocos pasos tornaron la

cabeza. Casanova, que seguía ocupandotodo el vano de la puerta, los saludó denuevo militarmente.

—Es un buen muchacho —dijoCubas.

—Ya lo creo…Pero, apenas habían reanudado la

marcha, un disparo seco, a sus espaldas,les hizo detenerse y mirar atrás. Ypudieron ver a Casanova que caía debruces, empuñando aún la pistola.Ambos amigos, tras un segundo deestupor, corrieron hacia él. Searrodillaron junto a su cuerpo. El gruesoproyectil del 9 largo le había destrozadolas sienes. Lo cogieron con sumocuidado y lo transportaron hasta el divándonde había pasado la noche. Ni Cubasni Olivares sabían qué decir ni como

desprenderse de aquella terrible y fijamirada.

—Ya todo es inútil, Federico.Vámonos —dijo al fin Cubas cogiendodel brazo a su amigo.

Salieron despacio, abrumados. Laspuertas de las casas permanecíancerradas aún en aquella zona y suscalles, desiertas. La mañana seesclarecía pese a que el cielo estuvieravelado por amenazadoras nubesviajeras. Seguían sonando intermitentesdisparos por los alrededores. Olivares yCubas atisbaban desde las esquinas paraevitar las patrullas que empezaron aaparecer y que se movían

resguardándose junto a los muros de losedificios. Pronto, sin embargo, seencontraron en otra zona por donde yacirculaban los tranvías y camiones detropas con brazales blancos, ytranseúntes recelosos y apresurados quese hurtaban en los portales abiertos a lamenor alarma. Así, dando muchosrodeos, sin saber cómo ni por dónde, seencontraron en la calle de Alcalá, a laaltura del monumento a Espartero. Sepegaron entonces a la verja del Retiro ycontinuaron bajando en dirección deCibeles. Iban jadeantes y sudorosos.

—Nada de esto tiene sentido —comentó Olivares al hacer un alto.

El frío viento que estremecía losárboles les secaba el sudor en la frente yen las axilas. Cubas miró en silencio aOlivares e hizo un leve gesto deasentimiento con la cabeza.

—El que tengamos que andarhuyendo de unos y de otros, el quenuestro amigo Casanova se hayasuicidado —continuó diciendo Federico—, el que no sepamos cuál es realmentenuestro deber en este momento…

—Lo que más me duele es lo deCasanova. En el fondo —dijo Cubas—,Casanova era un excelente compañero yun hombre de verdad. Yo quisiera saberquién tiene la culpa de que se haya

matado.Olivares se encogió de hombros.—Tal vez todos —repuso—, tal vez

nadie. Ya sé que no es decir nada, perohemos llegado a una situación en que laspalabras ya no tienen un significadoclaro, ni tampoco las acciones.

Se quedaron callados. Cubaspropuso luego tomar el «metro», yOlivares accedió. Cruzaron la calle,pero al ir a zambullirse en elsubterráneo les llamó la atención elaspecto que presentaba la Puerta deAlcalá. Los enormes retratos de Stalin,Lenin y Marx, que decoraban elmonumento, aparecían profusamente

agujereados y con algunos desgarros, ylas grandes losas de su paramentohabían sido arrancadas para formarparapetos en torno. Parapetos que yanadie defendía ni atacaba.

—Se ve que aquí se hicieron fuerteslos comunistas —comentó Cubas.

—Y tanto —dijo Olivares.—Y que se han zumbado de verdad.—Sin duda.Varios camiones cargados de

soldados, procedentes de las calles deAlcalá y Alfonso XII, confluyeron en laplaza y luego se dirigieron hacia laCastellana. Los seguía una bateríamotorizada del 7,5.

—La batalla continúa al parecer,Federico. A lo mejor se dirigen a losNuevos Ministerios.

—Es probable, porque Casanovahabló de concentrarse allí. Si es así, losNuevos Ministerios van a quedararrasados…

Dio media vuelta y, seguido deCubas, Olivares se hundió en la escaleradel ferrocarril subterráneo. No tuvieronque esperar mucho tiempo. El tren quetomaron iba casi vacío. Sus ocupanteseran obreros y mujeres abrigadas contoquillas de lana, todos con cara desueño y de cansancio, silentes, algunoscon los ojos cerrados.

—¿Quieres venir al hotel conmigo?Puedo encontrarte una cama allí.

Cubas denegó con la cabeza.—Me voy a casa de Maruja, la

«Morena de Chicote». Ya no hablaronmás. Olivares se apeó al llegar a laestación de Sevilla y Cubas continuó.

VI

La Puerta del Sol aspiraba yexpelía, sin apenas pausas, el gentío yel tráfico de coches y tranvías por lascalles afluentes. Sus viejos edificiosparecían engalanados para una fiestacon banderas y carteles. Banderasrojinegras, rojas, tricolores. Cartelescon figuras de hercúleos milicianos. Ygrandes letras formando siglaspolíticas y sindicales en los tranvías,en los automóviles, en las fachadas, enlos escaparates. Y, por sus aceras, unamultitud densa y gesticulante.

—Todavía no se ha dado cuenta elpueblo de Madrid del peligro que corre.El enemigo está ya en Illescas y elgeneral Asensio ha dicho a LargoCaballero que no ve la forma decontener su avance —le había confesadoMolina.

La mayoría de los hombres vestía el«mono» de miliciano, pero muymejorado generalmente en tejido yhechuras. Los había verdaderamentevistosos con sus botones y pespuntes,con sus hombreras y sus solapas biencortadas, con sus adornos metálicos ysus brillantes insignias. Sobre esta

prenda destacaban los buenos correajesde grandes hebillas, con funda para lalinterna y para la pistola.

—¿No te parece que toda la genteque anda por ahí debiera estar pegandotiros o cavando trincheras, Molina?

—Si está movilizada, hombre.—¿Cómo?—Sí, pero el que más y el que

menos está al servicio de alguno de losmuchos «comités» que hay en laretaguardia. Pero yo creo que les va adurar poco el enchufe, ya verás.

Había pasado el tiempo de lasmujeres con «mono». Ya vestíannormalmente, con la acostumbrada

coquetería, atentas a su personallucimiento, desplegando sus gracias.

—Preséntate a las cinco de la tardeen el Ministerio de la Gobernación. Seva a organizar allí el Comisariado deGuerra y tú vas en representaciónnuestra.

A mediados de octubre elcrepúsculo vespertino es trémulo yespantadizo, cobarde ante el empuje dela noche, y apenas dura lo que unapirueta, la última pirueta del sol sobrelas crestas de las montañas. Luegosobreviene la oscuridad. Aquel día elcielo había estado cubierto de nubes,por lo que a las cinco de la tarde

empezaba a anochecer, y, aunque seguíaapagado el alumbrado municipal, yalucían algunas tímidas bombillas en elinterior de los cafés y demásestablecimientos públicos.

Olivares oía al pasar:—Dicen que vamos a lanzar una

ofensiva a fondo.—¡Ya es hora de que ataquemos! A

ver si así acaba de una vez esta puñeteraguerra.

Sí, ya está bien de retiradas.Bajo la superficie frívola y

despreocupada de la gente, se advertía,no obstante, una profunda marea deinquietudes, una nerviosa excitación.

Estaba en las miradas, en los gestos, enla misma volubilidad de lasconversaciones.

—¿Qué ponen en el Capitol? —pregunta una chica.

—¿Sabes el último chiste, Emilio?—¿El último chiste? Y cuál es el

último chiste? Se cuentan tantos…—Éste es muy bueno. Verás. Cogen

prisionero a un legionario, que alega quees antifascista. «¿Por qué no te haspasado antes?», le preguntan. Entoncesél dice que no ha podido hacerlo,porque corremos tanto que no ha podidoalcanzarnos hasta ahora desde quedesembarcó en Algeciras.

Del cuartel de Pontejos salen unasplataformas cargadas de guardias deasalto armados de fusiles,ametralladoras y bombas de mano.Visten uniforme de campaña, es decir,«mono». El público se detiene acontemplarlos y hay quien los aplaude.Algunos guardias levantan el puño ysonríen. Otros aparecen graves y miran ala gente con displicencia. Lasplataformas toman el rumbo de la calleMayor.

—Para Toledo marchan…—En el frente es donde deben estar,

¿no te parece?—Naturalmente.

Vendedores de periódicos que gritanlos títulos y las noticias. «¡En el frentedel Tajo, nuestras gloriosas miliciasinfligen grandes pérdidas al enemigo!»«¡Antifascistas, fortificad Madrid!» Esomismo dice un gran cartel mural, dondese ven las figuras de unos hombrescavando trincheras y levantandofortines. En otro, un miliciano, alzandocon la diestra su fusil, grita: «Madridserá la tumba del fascismo».

—Pues yo me creo que el generalAsensio no es de fiar…

—Y que lo digas. ¿Militaresrepublicanos? ¡Miau!

Olivares mostró la credencial a los

guardias que había en la puerta y éstosle dejaron entrar. Subió rápidamente laescalera, y, después de preguntar avarios tipos uniformados de ordenanzas,fue a parar a una especie deantedespacho, donde ya aguardabanotros diez o doce hombres, con aspectode combatientes casi todos ellos.Olivares no conocía a ninguno, peroabordó en seguida al que le pareció mássimpático. Se llamaba Cecilio y era dela C.N.T.

—¿Tú también has sido citado paralo del Comisariado de Guerra?

—Sí.—Ya se sabe lo que va a ser?

—No sé nada. A mí me han dichoque viniera, y eso he hecho.

—Igual que yo. Me han hecho bajarde la sierra para esto. Cecilio sabía delproyecto que allí los reunía poco más omenos lo que él. Nada en limpio.Fumaron.

—¿Cómo está la cosa?Cecilio movió la cabeza.—Mal.—Eso mismo pienso yo. Y que como

no nos plantemos de una vez, lostenemos aquí dentro de nada.

Cecilio, después de mirarlefijamente a los ojos, dijo:

—Sí, y creo que nos han llamado a

nosotros para eso. Poca cosa, meparece.

—Pero, bueno, ¿y los rusos?—¿Los rusos? Hasta ahora ni pum.—Algo hay que hacer de todas

maneras.—Claro, pero lo malo es que no

tenemos armas y que las pocas que hayson para los comunistas. A nosotros, quenos parta un rayo. —Y Cecilio hizo unvehemente ademán—. Claro, para queno hagamos la revolución… Puede quetenga que venir Durruti desde el frentede Aragón para poner las cosas en claro.

A poco, los hicieron pasar a todos aotra habitación más confortable. Era un

gran despacho con una enorme mesa,sillones y divanes. Tras la mesa sehallaban tres hombres, que se levantaronpara responder a sus saludos. Luego, elque ocupaba el centro les hizoamablemente señas para que fuerantomando asiento. A ése le conocíaperfectamente Olivares. Era FranciscoLargo Caballero, a quien llamaban susfanáticos el «Lenin español». Encambio, le era absolutamentedesconocido el situado a su derecha.

—¿Quién es ése? —preguntódisimuladamente a Cecilio.

—Creo que es el embajador deRusia —contestó Cecilio como en un

susurro.—¿Rosenberg?—Así creo que se llama.Olivares lo miró más atentamente.

Parecía cargado de hombros, enfermizo,pero tenía una mirada vivaz ypenetrante, y una sonrisa cansada y tibia.

(Ha conocido a Lenin y a Trotski.Este hombre sí que debe saber lo que esuna revolución y cómo se gana unaguerra civil de carácter social como lanuestra. Es judío como Radek, comoKamenev, como Zinoviev… ¡Cualquierasabe lo que piensa de nosotros! Pareceinteligente, pero no un jefe

revolucionario. De mujik, nada. Unintelectual. Seguramente es unintelectual. Vamos a ver qué nos dice,porque a lo mejor nos adelanta algosobre esa famosa ayuda que nos van aprestar los rusos…)

Mas el que hablaba era LargoCaballero, con voz monótona, pero congran viveza. Se trataba de contener laretirada en el frente de Madrid, habíallegado la hora de clavarse en el terrenoy no dar un solo paso atrás.

—Una voz de pánico —decía—, ola consabida frase de «¡Estamoscopados!», gritada no se sabe nunca porquién, provocan la espantada entre los

milicianos, y así se abandonanposiciones y se pierde terreno apenassin combate. ¡Hay que acabar con eso!Como hay que acabar con la costumbrede achacar a los militares profesionales,a los militares republicanos, nuestrosdesastres, colgándoles el sambenito deque nos traicionan, de que llevan a lagente al matadero…

(Sí, son vivos y penetrantes susclaros ojos, y tiene un rostro agradableeste hombre, pero no cautiva, aleja. Sí,es honrado y austero, pero es yademasiado viejo y, además, undespechado para dirigir una revolución.

Me gusta más Prieto, a pesar de sumirada de miope y de su sotabarba, apesar de su aspecto linfático. No meextraña que se haya disfrazado algunavez de fraile. ¡Qué catastrófica larivalidad entre estos dos hombres! Deestar Prieto a la cabecera del Gobiernoel 18 de julio, no hubiera habido guerrani nada. Pero ¿qué dice? Dice quetenemos que contener nosotros laretirada, cueste lo que cueste. Vamos adesempeñar el papel de los delegadosde la Convención, aquellos que sepresentaban en los campamentos de larevolución acompañados de laguillotina, y de los comisarios políticos

rusos. Cuando los milicianos corrandespavoridos ante el enemigo, alzarseante ellos y decirles: «Al frente está elenemigo; detrás, a la espalda, vuestrasmujeres, vuestros hijos, vuestros padres.¿Vais a dejar que éstos caigan en poderde aquél?» Y también: «Los hombressiempre van hacia delante, donde lamuerte suele respetar a los valientes;sólo los cobardes y las mujerzuelascorren para atrás, donde la muerte essegura». Y todo lo que se os ocurra,incluso insultos. Os plantáis en medio dela carretera, en lo alto de un coche o deun camión, y les gritáis hasta pararlos, yluego tratáis de convencerlos y,

finalmente, los volvéis de nuevo a labatalla, yendo vosotros en cabeza. ¡Vayapapeleta! Dice que somos larepresentación genuina del pueblocombatiente y que en nosotros estádepositada la plena confianza de lospartidos y del Gobierno; que somos, endefinitiva, el Gobierno mismo en losfrentes… Mucho pide. ¡Demasiado!Porque ¿quiénes somos nosotros?Apenas si conozco alguno de los queestán aquí, y estoy seguro de queninguno de ellos sabe quién soy yo, nisiquiera cómo me llamo…)

Seguía hablando Largo Caballero.

Rosenberg sonreía a veces, a vecesmovía la cabeza afirmativamente, sobretodo cuando se referían los ejemplos delos bolcheviques, y otras veces parecíaausente, como apagado. Olivares mirabade cuando en cuando a sus compañeros yobservaba que todos habían entrado ensituación y pendían de las palabras que,sin brillantez alguna, más bien con ciertaopacidad, iba desgranando el orador.

—Tenéis que clavar a nuestroshombres y al enemigo donde actualmenteestán —terminó diciendo LargoCaballero—, para dar tiempo a quepodamos utilizar el material de guerraque nos envía el gran pueblo ruso,

material que está llegando ya encantidades enormes a nuestros puertos.Necesitamos algún tiempo para podermontarlo y ponerlo en servicio, sólounas semanas, pocas, tal vez días.Pronto aparecerán en los frentes lostanques, los cañones, las ametralladorasy los aviones del camarada Stalin —Rosenberg inclinó levemente la cabeza ybombardeó a todos con el centelleo desus gafas—, y pronto dominaremos elaire y el enemigo sufrirá el podermortífero de nuestras bombas. Entoncessabrán los fascistas lo que es bueno.Pero, mientras tanto, hay que resistir,resistir y no dar un paso más hacia

atrás…Cuando concluyó, pese a su manera

premiosa y monótona de decir las cosas,en los rostros, en las miradas e, incluso,en el aire de la estancia, estaba a puntode estallar el barril de pólvora delentusiasmo. Murmullos, apretones demanos y, en seguida, tomó la palabraAlvarez del Vayo, el hombre que estabasentado a la izquierda de LargoCaballero.

(No me gusta como habla. Pareceque tiene sopas en la boca, y al hablar sele pronuncia mucho el prognatismo. Sino fuera por las gafas, diría que tiene

gran parecido con Carlos II de Austria,el Hechizado. Sí. Está muy sofocado,parece. ¿O es muy subido de color?Vaya, vamos a tener el mismo gradomilitar del mando al que estemosagregados. Si el jefe militar escomandante, comandante será elcomisario; si coronel, coronel; sigeneral, general. Naturalmente,dependeremos de él, de Alvarez delVayo, que queda nombrado comisariogeneral. Aparte de lo que nos haesbozado Largo Caballero como labornuestra, queda por aclarar otro aspectomuy importante, importantísimo, de lamisma. Consiste en que nosotros, con

nuestra presencia y con nuestraspalabras, debemos en todo momentoavalar al mando militar ante losmilicianos. Sí, está comprobado que losmilicianos no se fían, ni poco, ni mucho,ni nada, de los militares profesionales.Ha habido casos de traición, pero esigualmente cierto que a veces se inventaesa traición para justificar una retirada.Ya lo creo. ¡Ese tío es un fascista y noslleva a la hecatombe! ¡Duro con él!Naturalmente, la guerra produce muertosy heridos. Muertos del enemigo ymuertos nuestros. Heridos del enemigo yheridos nuestros. El pensar que se puedehacer una guerra sin muertos es una

tontería. La guerra es, en el fondo, mataro morir. Estamos comprometidos en unaverdadera guerra y hay que hacerla sincontemplaciones. ¿Entendido? Matar omorir. Matar o morir. Matar o morir…Defender al mando militar de lassospechas de los milicianos. Paravigilarle estáis vosotros. Para impedirque se desvíe, se desmoralice otraicione, estáis vosotros. Y habla entono oratorio, con los labiosensalivados. No me parece hombre deguerra, sin embargo. No. LargoCaballero se muestra impaciente.

Se mueve mucho. Gira la cabeza auno y otro lado… El ejército rojo triunfó

contra los generales blancos, en laguerra civil rusa, gracias a loscomisarios. El mismo Stalin fuecomisario… Otra vez sonríe Rosenberge inclina levemente la cabeza. Me essimpático este hombre, pero… Meparece algo misterioso. Claro, esdiplomático en fin de cuentas. ¿Sabráhablar nuestro idioma? Lo que no veotan claro es el motivo de su asistencia aesta reunión. Bueno, puede que esté aquípara rubricar y garantizar las palabrasde Largo Caballero referentes a la ayudadel pueblo soviético…)

—Ahora se os entregará a cada uno

un nombramiento firmado por el jefe delGobierno y saldréis inmediatamentehacia el destino respectivo. Cuandolleguéis allí y os presentéis al mandomilitar, éste tendrá ya noticia de vuestrallegada y de la misión que se os haencomendado.

Después, Alvarez del Vayo sacóunos papeles de una cartera de cuero yse los entregó a Largo Caballero. Eranlos nombramientos.

—Federico Olivares —dijo LargoCaballero a la tercera o cuarta vez.

Olivares se levantó y se acercó a lamesa. Largo Caballero le miró unmomento con sus ojos claros y Olivares

le correspondió con una mirada intensa,ávida, apremiante, prolongada, mientrasrecibía el papel y estrechaba su mano,una mano fina y nerviosa, una mano queiba de prisa. Y se retiró a su sitio.Ahora era Cecilio…

Bajo el membrete oficial, unas pocaslíneas tan sólo y la firma. Al pie, elnombre del jefe militar: coronel Sena.Destino: frente del Tajo. Se quedópensativo, pero ya había terminado laentrega de nombramientos, y con ella, lareunión. Había prisa.

—¡Salud! —dijo Largo Caballero atodos, despidiéndolos.

Él, Rosenberg y Alvarez del Vayo se

quedaron hablando en voz baja mientraslos demás salían del despacho. Ya fuera,les habló uno de los que habíapermanecido callado hasta entonces. Erajoven todavía, pálido, más bien grueso.

—¿Quién es? —preguntó Olivares aCecilio.

—Creo que Mije.—¿Alguna pregunta? —dijo Mije,

dirigiéndose a todos.—Sí —se adelantó a decir Olivares

—. ¿Dónde podré encontrar al coronelSena?

—En Torrejón de Velasco. Allítiene su cuartel general.

—Bien, gracias.

(¿El frente del Tajo en Torrejón deVelasco? Pues estamos arreglados.Como no nos demos mucha prisa encortar la retirada… ¡Frente del Tajo! Yyo que creía que…)

Pero ya se despedían unos de otros.Olivares bajó junto con Cecilio.

—La situación está más grave de loque creía… Por eso tienen tanta prisa enmandarnos al frente, casi sin respirar.

Olivares guardó silencio y al llegara la calle se despidieron con un apretónde manos.

—¡Suerte!—¡Igual te deseo!

Olivares tenía su coche esperándoleen la plaza de Pontejos. Ya se habíahecho de noche en la Puerta del Sol, porla que todo eran sombras ambulantes:los tranvías, la gente, los coches… Sedetuvo a encender un cigarrillo y areflexionar un momento. Todo habíasido tan intenso, tan rápido, tandescarnado…

(Comisario de guerra… No está mal.Ahora veremos cómo es ese coronel queme ha tocado en suerte. Seguramenteserá un viejo coronel retirado. Lo maloes si se trata de uno de esos tíosautoritarios que no admiten que les

lleven la contraria ni les discutan… Detodas maneras, lo más probable es quele siente como un tiro tener quecompartir su autoridad conmigo, unmuchacho, en resumidas cuentas, sinningún mérito especial. Porque ¿quiénsoy yo? Ni siquiera diputado… Enfin…)

Bajaron por la calle de Toledo,todavía transitada, pero al pasar a laotra orilla del Manzanares empezó asentirse inmediatamente la soledad delos suburbios, insolidaria y temerosa, decasas cerradas y oscuras y decallejuelas sucias y desamparadas. Más

adelante, en la carretera, esta soledad seveía interrumpida, agravándose aún más,por los transportes de tropas o deavituallamientos, que se deslizabansilenciosamente, como si temieranalertar a un enemigo muy próximo.

—¿Torrejón de Velasco has dicho?—preguntó Tomás, el conductor.

Sí.—Nunca he oído ese nombre.—Pues debe de estar cerca.—Ya lo veremos.Al salir al descampado advirtieron

el trazado de algunas trincheras, queparecían grandes surcos sobre ladesnuda planicie. Trincheras

elementales, sin alambradas ni fortines,descubiertas, continuas.

—¿Éstas son las fortificaciones queestán haciendo? —volvió a preguntarTomás, indignado—. Tanto hablar, tantohablar de fortificar Madrid y ya ves…Más nos valdría traer aquí a picar a todaesa gente que se pasea por Madridluciendo el mono y la pistola para nada.¡Desgraciaos!

Tomás era soriano recriado enMadrid y, además, taxista de profesión.

—No están más que trazadas,hombre —le advirtió Olivares.

—Ya lo veo, ya. Pues no sé quéesperan, porque me parece que no nos

va a dar tiempo de terminarlas. Siestamos confiados en detenerlos en estaszanjas… ¡Mi madre! De la carrera quenos peguen no vamos a parar hasta laPuerta del Sol… Ya lo verás.

Pronto empezaron a ver milicianossentados o tumbados en los márgenes dela carretera, o formando grupos en tornoa alguna casa. La oscuridad de la nochelos mezclaba a veces, confundiéndolos,con la tierra, pero la punzada roja de suscigarrillos y algunas voces sueltasdenunciaban su presencia, al igual quelas esquilas la del rebaño en la negruradel monte. Los pocos pueblos quecruzaron rebosaban de hombres armados

que iban de un lado para otro, cansadosy desorientados, siguiendo la estela deórdenes y llamadas que sonabanconfusamente por doquier.

—¡Los del batallón Condés, aquí!—¡Oído los de la columna del

Poum!Podía decirse que las sombras

estaban llenas de hombres. En algunosgrupos peroraba alguien y los demásescuchaban con aire de desgana o leincrepaban airadamente de cuando encuando. Olivares mandó parar el cochepara escuchar a uno de esos oradoresespontáneos.

—Pero ¿es que no nos van a relevar

nunca? Llevamos más de un mescombatiendo sin parar mientras que laretaguardia está llena de enchufados queno han oído todavía ni un tiro. Es muybonito eso de hablar de la guerra en loscafés de Madrid, ¿no? Bueno, pues yaestá bien. Ahora nos toca descansar anosotros.

—¡De acuerdo!—Pues tendréis que dejar primero

las armas —gritó, adelantándose haciael centro del corro otro miliciano,destacado, con el fusil en bandolera—.Porque no hay más armas que las quetenemos nosotros. Así que si queréismarcharos a Madrid para acostaros con

una mujer, tenéis que empezar por dejarvuestro fusil aquí, cada cual el suyo,para que puedan recogerlos otroscamaradas que quieran continuar lalucha, porque la guerra no descansa. —Y más enérgicamente—: Venga, queempiece el que tenga más prisa.

Siguió un momento de perplejidad eindecisión y, luego, una voz:

—Y por qué el Gobierno no traemás armas para hacer la guerra?

—Porque no encuentra quien se lasvenda. Las potencias democráticastienen muchas armas, pero no quierenvendérselas a nuestro Gobierno.

—¡Cuentos!

—Es la pura verdad.—¡Pues a la mierda las

democracias!—Naturalmente, camarada. ¿Qué

ayuda podemos esperar de los paísescapitalistas? ¿Es que van a tirar piedrascontra su propio tejado? ¡Ni hablar! Poreso sólo podemos confiar en la ayudadel gran pueblo soviético.

—Y dónde está esa ayuda?—Pronto llegará, camarada. Ya lo

verás.Se hizo de nuevo el silencio y

comenzó a deshacerse el grupo conruido de cantimploras y fusiles. Perovolvió a gritar el del fusil en bandolera,

y la desbandada se detuvo en seco.—¡Hala, muchachos, a los camiones,

que mañana nos espera el combate!Mañana vamos a empezar, por fin,nuestra ofensiva.

—Sigue —ordenó Olivares aTomás.

Y otra vez en la carretera pobladade sombras movedizas. Pequeñas filasde hombres, yendo a paso cansino porlas cunetas, sentándose y levantándose, ycamiones de toda especie, con los farososcurecidos, a marcha lenta por elcentro de la calzada. En una parada,impuesta por un atasco del tráfico,Tomás preguntó a uno de los milicianos

que marchaba a pie:—¿Queda lejos todavía Torrejón de

Velasco?—¡Qué va! Las primeras casas que

encuentres, a la izquierda.—Pero ¿de quién es: nuestro o del

enemigo?—Hombre, yo creo que es nuestro.

Vienes de Madrid ¿eh?—Sí. ¿Y qué?—Nada. Que ya se ve.

Al entrar Olivares en aquellapequeña habitación resonante de voces yvelada por el humo del tabaco, se hizoel silencio y todas las miradas fueron a

clavarse en él. No había más luz que laque daba una pobre bombilla quecolgaba de un cordón prendido en elcentro del techo. El hombre de losbigotes blancos, vestido con un «mono»,en cuya pechera lucían las tres gordasestrellas de coronel, estaba sentadojunto a una tosca mesa sobre la quehabía desplegado un plano. Los demásestaban de pie, a su lado.

—¡Buenas noches! —saludóOlivares—. ¿El coronel Sena, porfavor?

—Soy yo —contestó el de losblancos bigotes—. Pase y acérquese. Leestábamos esperando. Es usted el

comisario, ¿verdad?Los ojos y los labios de aquellos

hombres sonreían burlonamente,especialmente uno, que era muy alto ycorpulento, y otro, más bien bajo yrechoncho, vestido este último con ununiforme militar azul. Olivares avanzóresueltamente, encarándose con elcoronel, al tiempo de alargarle sunombramiento.

—Sí —dijo—. Acaban denombrarme comisario de guerra deusted. Que conste que yo he sido elprimer sorprendido.

El coronel Sena alzó la vista hastalos ojos de sus colegas y luego preguntó:

—Para vigilarme, ¿eh?—En absoluto, coronel. Más bien

para ayudarle. Olivares oyó a susespaldas un leve murmullo de risas,pero permaneció impasible. Añadió:

—Nadie duda de la lealtad de ustedni de sus oficiales hacia la República…

—Pero sí dudan los milicianos ¿noes eso? —le interrumpió el coronel.

—Lo ignoro, pero si así fuera, queno lo sé, repito, desde este momento yosoy el encargado de desvanecercualquier duda que tuvieran o puedantener y, además…

—Ya. Y acabar con las espantadas,¿no es eso?

—Exactamente.—¿Sólo con palabras?—Y apoyando su autoridad con la

que a mí me da ser representantepolítico del Gobierno.

—Es mucho. ¿No le parece?—Claro que sí.Entonces sonrió el coronel por

primera vez, más bien paternalmente. Lehizo una seña para que se guardase elpapel, que no quiso siquiera ojear y ledijo, tuteándole ya:

—Muy joven me pareces para sercoronel como yo, de golpe. Yo tengo yasetenta años —y poniéndose en pie,añadió—: Comandante Opiso —era el

alto y fornido—; Comandante Tori,enlace del Ministro de Marina —era elbajo y rechoncho—; mi ayudante —unjoven capitán—; el comandante Vicenteacaba de marcharse…

Olivares fue dando la manosucesivamente a los nombrados.Entonces se dio cuenta de que se tratabade Opiso, militar profesional,comandante del batallón presidencial.Llevaba colgada a la cintura una grancantimplora. Su manaza casi hizo crujirlos huesos de su mano al estrechárselamientras le sonreía socarronamente. Yde que Tori, comandante de infantería deMarina, célebre por su valor temerario,

tenía, no obstante, cara de eclesiástico,debido tal vez a sus gafas de cristalesredondos y a un rostro relleno ysonriente. El ayudante, de aspectouniversitario, también usaba gafas.

—¿Conoces el plan para mañana?—le preguntó el coronel.

—No, no me han dicho nada.—Pues ofensiva general en todo el

frente. ¿Qué te parece? Olivares no supoqué decir. Los dos comandantes lemiraban atentamente.

—Ahora que recuerdo, sí —murmuró al fin, con el ceño fruncido—.En un grupo de milicianos alguien aludíaa esa ofensiva de mañana. Lo oí al

pasar.Opiso y Tori movieron la cabeza y

cruzaron una mirada.—Lo de siempre —dijo aquél—.

Pues lo mismo lo sabrá el enemigo. Yono sé cuándo se van a acabar estasindiscreciones.

—Bueno —bromeó Tori—, a lomejor no se lo cree el enemigo. Y, si selo cree, a lo mejor no nos enteramos…

El coronel había vuelto a sentarsefrente al plano y, dando un fuertepuñetazo en la mesa, le interrumpió:

—No es para tomarlo a broma,desde luego, pero no es eso lo que másme preocupa. Lo que me parece una

verdadera estupidez es ordenar unaofensiva de pronto, sin más ni más, sinsaber las reservas con que se cuenta nisiquiera las fuerzas que han de operar.Te dicen que cuentes con este o conaquel batallón. Pero ¿cuántos hombrestienen? ¿Con qué armamento estánequipados? ¿Cuántos fusiles, cuántasametralladoras? De eso, ni una palabra.Luego resulta que se ha llamado batallóna dos compañías escasas, o resulta queel batallón no aparece por ninguna partea la hora de la verdad. Y así, ¡hala!, unaofensiva. Tome usted Illescas.¿Artillería? Pues sí: una batería de trescañones del siete y medio, con treinta y

cuatro proyectiles por toda dotación. ¿Yel municionamiento? Fusiles de trescalibres por lo menos, de saldo, como sidijéramos. Y el tío que no puededisparar porque la munición que le handado no vale. ¡La intemerata! Pero, esosí, no quiero papeletas. No hay más ceraque la que arde, y apáñese con ella… —se quedó un segundo callado, mirandofijamente a Olivares, y luego prosiguió—: Sin embargo, lo intentaremos,aunque sea imposible. Para eso estamosnosotros, ¿no? —e hizo una seña a sussubordinados—. Nosotros sabemosobedecer. El quid está ahora en queobedezcan todos y que se metan en la

cabeza de una vez que esto es guerra,guerra y nada más que guerra. ¿Estamos?

Los dos comandantes y el capitánayudante asintieron con un levemovimiento de cabeza y habló Opiso:

—Exacto, mi coronel, y comotengamos un poco de suerte, mañanadormiremos todos en Illescas. Respondode mi gente. Es de primera. Y Vicente yasabemos que no falla nunca. De todasmaneras, se hará lo que se pueda, quécoño.

Entonces, Tori, que se habíaseparado un poco del grupo y observabaatentamente las altas botas militares delcomisario, preguntó a éste de pronto:

—Oye, ¡vaya botas que te gastas!¿Qué número calzas? Olivares,sorprendido por la incongruentepregunta, se encogió de hombros.

—Sí que son buenas botas —comentó Opiso—. No me había fijado.

—Cómo buenas, ¡estupendísimas! —y Tori repitió—: Di, ¿qué númerocalzas?

Ante su insistencia, Olivares,recelándose alguna broma a costa de susbotas, que le habían hecho a la medidano hacía muchos días, dijo:

—El treinta y nueve. ¿Por qué?Tori dio un brinco.—¡Claro, mi número! —exclamó—.

Ya me parecía a mí… —Luego,dirigiéndose a todos, añadió,jovialmente— Me apunto el primero,¿entendido? Cuando mañana caiganuestro comisario en cumplimiento de sudeber, sus botas serán para mí, porqueno creo que te interese mucho que teentierren con ellas puestas, ¿no? ¿Deacuerdo, comisario? —y estrechándoleamigablemente por los hombros, insistió—: ¿De acuerdo?

A Opiso, que bebía un largo trago decoñac de su cantimplora, le hizoatragantarse un golpe de risa, y empezóa toser y a escupir. El capitán ayudantetrató de disimular un hipo hilarante

mordiéndose los labios. El coroneltambién sintió cosquillas en la garganta.Sólo Olivares permaneció sereno,inconmovible, y sonrió al decir:

—Sí, hombre, de acuerdo, pero nome da el corazón que vaya a morirmañana.

El coronel intervino con su vozquebrada de fumador:

—Me parece que a éste no leasustas, Tori.

—Pues naturalmente que no. ¿Cómova a asustarse un comisario? Yo sólo hequerido dejar las cosas claras y evitarque otro se me adelante —y volvió agolpear suave y amistosamente la

espalda a Federico.Opiso se sonaba la nariz

estruendosamente, todavía convulso,pero tanto el coronel como el capitánayudante habían logrado dominarse, y elmismo Tori, una vez logrado el efectopretendido, parecía pensar ya en otracosa. El capitán ayudante, para suavizarsin duda la situación, ofreció cigarrillosa todos y siguió una pausa para liarlos.

—Eres la caraba, Tori —comentóluego Opiso.

—Qué se le va a hacer —dijo,suspirando, el aludido—, Hay que hacermoral.

—Bueno, señores —intervino el

coronel—, el día de hoy no ha sidoblando que digamos, pero es que el demañana va a ser de aúpa y quedantodavía muchos cabos por atar… Afueraestán esperando los enlaces.

—Y a mí también me esperan en elMinisterio —dijo Tori—. ¿A las seis enpunto de mañana, mi coronel?

—A las seis en punto, Tori.—Pues aquí me tendrá usted como

un clavo.Enciso, grande, atronador, dio la

mano a todos, diciendo al coronel:—Ya es hora también de que yo

vuelva a mi puesto de mando.Cuando se marcharon ambos

comandantes, el coronel se acercó aOlivares y, echándole una mano porencima del hombro, le dijo:

—Me alegra mucho tener uncomisario tan joven como tú. Así haymás probabilidades de que alguiencuente un día todo esto que estápasando. Además, prefiero estar conjóvenes y no con viejos como yo. Bien,amiguito. Ahora hay que pensar cómovas a pasar la noche…

—No se preocupe. Tengo fuera uncoche. Mañana ya me buscaréalojamiento.

—Bien, bien. Pero cenarás conmigo,¿eh?

Olivares le dio las gracias y aceptó.Luego, el coronel se dirigió a la puertainmediata, que comunicaba con otrapequeña habitación donde repiqueteabauna máquina de escribir, y después deabrirla, se volvió para decirle:

—Y no hagas mucho caso de Tori.Es un tío fenomenal que se diviertemetiendo miedo a los que vienen a hacerturismo por aquí. Disfruta mucho coneso… Luego te presentaré al jefe deEstado Mayor. Ahora está muy ocupado,¿eh?

Y desapareció tras la puerta,seguido de su ayudante.

Olivares aprovechó la oportunidad

para salir a tomar el aire fresco delcampo. Junto a la pequeña casaaguardaban varios motoristas fumando ocharlando tranquilamente, y por losalrededores se observaba pocomovimiento. Mirando hacia el frente,hacia la línea invisible donde seagazapaba el enemigo, crecía la calma.El terreno era liso y despejado, como unmar de sombras. Hasta Olivares sólollegaba alguna voz suelta o el estampidode algún motor. Ni un solo disparo. Y,no obstante, miles de hombres seacechaban para matarse, a muy pocadistancia unos de otros. Comerían,dormirían, incluso bromearían y

soñarían, para, dentro de muy pocashoras, lanzarse a la zarabanda homicida,y matar sin saber a quién se mata omorir sin ver el rostro del matador. Atoque de corneta. Cuando lo mandasen.

La noche cóncava y silenciosa erapara Olivares como un inmenso grito deprotesta contenido, porque bajo aquellatranquila apariencia él advertía unnervio invisible vibrando intensamente,como ese hilo telegráfico que atraviesala noche de los campos y de los pueblospara anunciar quién sabe quéestremecedoras noticias y que pasa talvez por nuestro lado sin que podamosentenderlo. Cerebros de hombres

calculaban el número de muertos ycerebros de hombres preparaban losterribles lechos de los hospitales desangre. En, calma. Bajo la noche. Con uncigarrillo entre los labios. Oficio.Desdén. La mecánica de la guerra.

(—La verdad es que al contacto conla realidad grosera de la guerra, laliteratura revolucionaria y su encendidadialéctica se quiebran y se pulverizancomo pura hojarasca. Los dientes de laguerra trituran brutalmente cualquierpensamiento… Si robas un pan, teencarcelan. Si matas a un hombre, teajustician. Y ahora… Ya sé que es

vulgar, ya. Pero no se me ocurre otracosa para medir esta insensatez sinnombre. Porque no es igual larevolución que la guerra, digan lo quedigan. La revolución es como unrelámpago. ¡Zas! Se salta el abismo y yaestá. Son horas. El dieciocho de julio,por ejemplo. Sí, se mata o se muere talvez. Pero es por algo inmediato. Escomo una subida de sangre que oscureceel entendimiento momentáneamente. Lamuchedumbre, el fervor, elentusiasmo… Hay que cambiar el mundopara el bien. ¡Basta de atropellos!¡Basta de injusticias! ¡La felicidad espara todos! Un acto insurreccional como

la toma de la Bastilla… Y, luego, elorden, la paz… Pasó la tormenta. Perola guerra… Son los lápices rojos, lasreglas y los compases, los mapas…Motoristas, órdenes, Estados Mayores,toda una perfecta y complicadaorganización sobre el comercio de vidashumanas. La muerte objetivada, hechanúmero… La guerra no sabe para quéfunciona. Funciona simplemente.Hombre, es la guerra. Pero… ¡Es laguerra! Y así hasta el final: la guerrasujeto, la guerra protagonista, la guerrarazón. ¡Todo para la guerra! ¡Todo porla guerra! ¿Usted qué es? ¿Yo? Unmiembro de la guerra, una uña de la

guerra, un pelo de la guerra. La guerraes mi padre, mi dios y mi ley. Yo henacido para eso: para servir a la guerra.Mi madre me parió para que un día, auna orden de otro, que le transmitió otro,quien, a su vez, la recibió de otro, y deotro, y de otro, y de nadie, yo empiece adisparar contra otro. ¿Por qué? Ah, es laguerra, amigo. ¿Usted no sabe lo que esla guerra? No. Pues mire, la guerra es…eso. Y todo el mundo tan tranquilo,lavándose la sangre que le salpica. ¿Losmuertos? Los muertos no existen, sonbajas. ¡Número de bajas! No número dehombres. ¡Número de bajas!… Y qué esuna baja? Nada, es decir, menos uno.

Muy fácil y muy claro. Y Antonio, yJosé, y Manuel, y Vicente? Aquí no haynombres. Esto es como una sociedadanónima, ¿entendido? Dividendos,ganancias, pérdidas, acciones,intereses… Usted es un hombre apegadoa ciertas sensualidades directas,celulares, concretas, y no sabe separarsede ellas. Amigo mío, usted no es unguerrero, usted no tiene imaginación,usted no sabe elevarse como una águila.Desde la gran altura no se ve nada deeso en lo que usted piensa. Niños,conciencias, proyectos de vida, ética,trabajo… ¡Ay, ay, ay! ¡Cómo se ve queusted es un maestro de escuela!…)

La voz de Tomás le hizo salir de suensimismamiento.

—¿Qué, nos volvemos a Madrid?Tardó en contestar.—No. Nos quedamos aquí esta

noche.—Vaya, hombre. Y la parienta sin

saber nada de nada…—Mañana hay ofensiva general

nuestra, ¿comprendes?—Ya. Si a mí me daba en la nariz

algo raro… No me gustaba elambiente… Pero; ¡qué se le va a hacer!Conque ofensiva general ¿eh? —y trasde menear la cabeza, añadió—: Ya erahora. A ver si los empujamos hasta

Badajoz, ¿no te parece?—Claro, hombre.—Es que ya no podemos correr más

para atrás… En Madrid no estánpreparados para nada. Y yo que creícuando entré en el cuartel de la Montañaque era cosa de unos días… Bueno, a míme pasa cada cosa… Va y tenemos unchico, el primero. Nos casamos un añoantes de empezar la guerra. Luego, quesi no llega al invierno y zas, otra vezpreñada la parienta. Confiado que esuno…

Rió. Olivares le dio un cigarrillo.—Toma y no pienses en eso ahora.Anduvieron lentamente, en silencio,

mientras fumaban. Y de pronto dijoTomás:

—¿Cuántas sentencias de muerte secumplirán mañana, eh? Pero Olivares nocontestó.

* * *Por el centro de la carretera

marchaba el mando, a pie, y por amboslados de ella, largas filas de hombresavanzaban, se detenían, se agachaban, sedescomponían, volvían a correr haciadelante y otra vez se detenían. Losmilicianos, animándose con gritos yvivas, parecían combatir alegremente.Frente a ellos, la llanura; y, emergiendodel campo raso, el pueblo de Illescas,

con su alta torre vigilante y desafiadora.El enemigo permanecía agazapado

donde estuviese, invisible y silencioso,pero los milicianos, cada vez que sedetenían, se echaban al suelo ydisparaban sus fusiles hacia delante,donde suponían que se encontraba.Desde atrás, pasaron volando alto,dejando una estela de maullidos, losproyectiles de artillería, tresexactamente, que fueron a estallar en lasinmediaciones del caserío. El ruido y lapolvareda que levantaron enardecieronaún más a los atacantes, cuyos alaridosde guerra estridían en la calma fresca ycristalina de la mañana campestre.

En un recodo, cabe un ribazo,buscando la desenfilada, se instaló elmando. Allí estaban el coronel Sena, sujefe de Estado Mayor, su ayudante, elcomisario Olivares y el comandanteTori, rodeados de un grupo de enlaces.El coronel Sena había preguntado a sujefe de Estado Mayor:

—¿Transmitió usted la orden a labatería para que no dispare más quecada diez minutos mientras no recibamás munición?

—Sí, mi coronel.El tiroteo resonaba con algunas

intermitencias hasta que se hizo cada vezmás intenso y continuo. El coronel se

mostraba impaciente. Olivares y Tori,juntos, fumaban sin cesar. Un enlace seacercó corriendo. Traía un parte.Informó el jefe de Estado Mayor:

—El comandante Vicente haocupado ya las posiciones previstas enel ala izquierda. Ahora espera a queavancen el centro y la derecha.

—Vamos —y el coronel Sena trepóágilmente por el ribazo, seguido de suayudante.

Olivares y Tori se unieron alcoronel, que se había detenido aobservar con sus prismáticos el orden ydespliegue de sus fuerzas, comoasimismo las posiciones enemigas. La

línea derecha formaba una curvaentrante, y lo mismo pasaba con laizquierda, por lo que el centro quedabamuy retrasado con respecto a losextremos de las alas. Sin esperar más, elcoronel empezó a dar vivas a laRepública y a agitar sus brazos mientrascorría hacia la vanguardia. Los demás lesiguieron y pronto se hallaron todos enprimera línea, entre los milicianos quedisparaban cuerpo a tierra.

El enemigo había abierto un fuegoterrible de ametralladoras y fusilería.Los milicianos, al percatarse de lapresencia del coronel y verlo marcharhacia el enemigo junto con sus

acompañantes, a pecho descubierto,impávido, sin agachar siquiera lacabeza, se levantaron, lanzando largosgritos, y echaron a correr hacia delante.En una segunda línea avanzaban losservicios: camilleros, enlaces,municionamiento…

A poco de la arrancada, arreció elfuego enemigo y empezaron a caermilicianos, por lo que la línea volvió aquebrarse y los hombres a echarse enlos surcos, buscando el amparo de losterrones para sus cabezas, pues enaquellos llanos rastrojos sin árboles noexistía ningún desnivel ni obstáculoalguno que los protegiese.

—¡Camilleros, camilleros!Los camilleros corrían encorvados

bajo el ventarrón de las balas quebarrían el campo.

—¡Camilleros, camilleros!El mando del batallón y de las

compañías se había agrupado en torno alcoronel, ofreciendo así un blancosuculento a las ametralladoras enemigas,y Olivares tuvo que gritarles:

—¡Fuera de aquí! ¡Cada cual a susitio!

No llevaba insignias, pero lesimpuso su gesto y le obedecieron.Entretanto, el coronel increpaba a uncapitán de milicias:

—¡Eh, tú, capitán! ¡Ponme en pie aesa gente, y adelante! ¡Viva laRepública!

Pero el capitán de milicias se quedócon la boca abierta y el brazo extendido,cayendo fulminado. Ya no habíacamilleros.

—¡Coronel, coronel!Era Tori, que, ajeno al parecer a lo

que ocurría a su alrededor, observabalas posiciones enemigas con susprismáticos. El coronel acudió a sulado, sin dejar de gritar vivas a laRepública y de agitar los brazos,trémulos los bigotes, ronca la voz.

—¿Qué pasa, Tori? —preguntó

jadeante.—Mire.El coronel enfocó sus anteojos de

campaña en la dirección que le señalabaTori y murmuró poco después:

—Por el brillo parecen tanquetas,¿no?

—Exacto. Dos. Las han adelantadopara cortarnos el avance.

—Si tuviéramos ahora esos tanquesrusos de que tanto nos hablan…

Y se volvió a su capitán ayudantepara decirle:

—Corre al puesto de mando y hazque se cursen órdenes inmediatamente ala artillería para que dispare, hasta

agotar las municiones, contra las dostanquetas y la torre de la iglesia.¿Estamos?

—Y por qué no se vuelve ustedtambién al puesto de mando? Éste no essu sitio.

El coronel se quedó mirandofijamente a los ojos de Olivares. Lossuyos estaban enrojecidos. Pero nocontestó.

—¡Espere! —gritó entoncesFederico al capitán ayudante—.Acompañe al coronel —y, sonriendo,dijo a éste—: Soy su comisario,coronel. ¿Vale?

El coronel estaba erguido. Con su

bigote temblón y la tirantez de las líneasde su rostro, presentaba un aspectoimponente.

—He estado en Cuba y enMarruecos, joven, y sé lo que tengo quehacer —contestó secamente.

Pero en eso llegó un enlace, que sepresentó diciendo:

—¡Mi coronel, el general le llama!—¿Qué general?—No sé. Acaba de llegar.El anciano militar miró a los que le

rodeaban y dijo, a modo de despedida:—En cuanto comience a tirar nuestra

artillería, hay que reanudar el avance,sin parar ya hasta el pueblo. ¿Estamos?

—Estamos —contestó Olivares—.Se hará lo que manda. Descuide.

Seguía el intenso tiroteo. Las ráfagasde ametralladoras cortaban el aire enrebanadas, corriéndose de un lado aotro. Los camilleros no daban abasto ymuchos heridos tenían que ser retiradosen volandas o a hombros por sus mismoscompañeros. El sol prendía fuego alcampo.

—Vamos a echar un pito —propusoTori, sentándose en el suelo.

Olivares hizo lo propio yencendieron sendos cigarrillos en elmechero de yesca que les ofreció unteniente, hombre de aspecto campesino,

con barba de varios días y el cabellorizado sucio de polvo.

—¿Qué tal, muchacho? —preguntóluego Olivares al miliciano que yacíatumbado junto a él y que en ese momentometía un peine en su fusil.

Era un mozo huesudo, rubiasco, conlos ojos pardos.

—Hasta la presente, bien —contestó—. Pero de aquí a que se haga denoche…

—Si tuviéramos tanques —intervinoel teniente—, nos los comeríamos.

—Así no tendría mérito, hombre —bromeó Tori.

El teniente no replicó y el miliciano,

con la cabeza tras un montoncito deterrones, empezó a disparar de nuevo.

—Pero ¿a quién le tiras? ¡Eh! —legritó Olivares. El mozo ladeó la cabezapara mirarle.

—Coño, al enemigo. ¿A quién va aser?

—Pero, ¿lo ves?Entonces el teniente gritó:—¡No tiréis hasta que se os dé la

orden de hacerlo, muchachos!—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! —y

la voz fue corriéndose a lo largo de todala línea.

El fuego de los milicianos fuedecreciendo. No obstante, el enemigo

mantuvo el suyo con la mismaintensidad.

—¡Leche, pues ellos bien que nostiran! —exclamó el rubiasco.

—Toma, porque ellos nos venperfectamente, hombre —repusoOlivares.

Siguió una pausa. Los cigarrillos sehabían consumido. Delante, detrás y porentre medias de los hombres, las balasenemigas picaban la tierra y levantabanpequeñas burbujas de polvo. Otrasmuchas pasaban por encima de suscabezas silbando rabiosamente. Al rato,percibieron claramente, a retaguardia, elapagado taponazo de los cañones y, casi

a la par, el revoloteo de los proyectilesde artilllería por lo alto. Como a unaseñal, Federico y el comandante Tori sepusieron en pie.

Las tanquetas seguían allí,chispeando al sol. Luego, se levantó unapolvareda que las cubrió. Pero despuésaparecieron de nuevo, indemnes.

—¡Lástima! —exclamó Tori.Pero ya los oficiales daban la orden

de reanudar el avance y la línea se pusootra vez en movimiento. Más obuses.Explosiones. Polvo. Y, de pronto, unrunrún por el cielo.

—¡La aviación! ¡La aviación!Era la aviación enemiga. Tres

aparatos negros, trimotores. Un ruidocada vez mayor. Ruido de cataratas. Losmilicianos se pegaron a la tierra. Sóloellos dos permanecieron en pie.

—Toma un cigarro —y Olivaresofreció su cajetilla al comandante.

—Me has dado en la yema,Olivares.

Liaron los pitillos, pero no pudieronencenderlos porque el aire apagaba losfósforos y acababa de ser abatido elteniente del mechero de yesca.

Los aviones pasaban por encimalentamente, tronitonantes, tremebundos.

—Van primero por los cañones.Luego volverán por nosotros —dijo

Tori.Olivares se agachó porque sintió un

golpe en una pantorrilla. Una bala lehabía rozado la bota, desollándola.

—¿Qué? —preguntó Tori, solícito.—Nada, que te han estropeado mis

botas.—¡Cabrones!Los cañones se habían callado. En

cambio, los «Junkers» empezaban asoltar su carga. Truenos. Varios truenossimultáneos y grandes polvaredas. Elrepiqueteo de una ametralladoraantiaérea, gorda de voz, rodeando deglobitos negros a los aviones.

—Mira, Olivares, aquí no hay nada

que hacer por el momento. Vamos a verqué disposiciones toma el general.

—Sí, creo que es lo mejor.Al llegar a la carretera, pasado el

recodo donde se había cobijado elpuesto de mando, vieron a un hombrealto, delgado, vestido correctamente deuniforme, plantado en medio de lacalzada, solo. De cuando en cuandodaba un viva a la República y movíaambos brazos, ordenando el avance delas dos alas. Un enlace saltó desde lacuneta para acercarse a él pero cayó amedio camino, teniendo los demás quetirar de sus pies y sacarlo a rastras deaquella zona de muerte.

El personal acompañante se habíaquedado unos metros atrás, al amparo delos taludes que flanqueaban hasta allí lacarretera. Había también un árbol, cuyashojas, al igual que las hierbas quecrecían en la cresta del ribazo, caíansegadas por el fuego concentrado de lasametralladoras instaladas en la torre dela iglesia de Illescas.

—¿Quién es? —preguntó Olivares aTori, señalando a aquel hombre que detal manera desafiaba a las balas.

—Es el general. Lo conozco muybien. ¿Ves cómo se juega la vida? Puesestoy seguro de que antes de venir aquíesta mañana se ha rasurado, perfumado y

peinado esmeradamente, como si fuera auna fiesta. Es nuestro primer talentomilitar.

Se acercaron a los ayudantes.—Y el coronel Sena?Otro militar, desconocido para

Olivares, le contestó:—Ha sido herido. Nada importante,

un rasponazo, pero ha sido precisoevacuarlo. Yo me he hecho cargoprovisionalmente del mando. Me llamoArnal.

Ya Tori le abrazaba y, luego, lepresentó a Olivares. Entre tanto, elgeneral seguía en su puesto, impávido,silueteado por unas balas que no se

atrevían a tocarle, que barrían el suelo,a sus plantas, y que no permitían quenadie se le acercase.

Los aviones enemigos iniciaron supasada desde atrás y la ametralladoraantiaérea próxima a Olivares, camufladabajo el árbol, abrió fuego contra ellos.Se veían unas bolas rojas, comonaranjas, que subían una tras otra,atropellándose.

—¡Ahora le da! —gritaba alguien.Pero, por un extraño misterio, el

avión seguía, intocado, y las naranjasreventaban en el aire, dejando prendidasen él unas guedejas de humo negro.

Reculando, con los neumáticos

reventados, apareció entonces unblindado de los de Asalto, pura chatarra,sólo eficaz en las revueltas callejeras.

—Lo hemos enviado antes dedescubierta —dijo Arnal.

El blindado pasó junto al general ysiguió retrocediendo. Se oíaperfectamente el tamboreo de losproyectiles de ametralladora sobre sulomo. Se detuvo, al fin, al llegar a laaltura del mando, pero en el centro de lacarretera. Entonces se aproximaron a élArnal, Olivares, Tori y los demásacompañantes. Sus chapas quemaban,encendidas por los arañazos de las balasy las púas de sol.

—¡Ay!Y el comandante Tori se tambaleó,

cayendo en brazos de Olivares, quien,sorprendido, no pudo sostenerse en pie yhubo de arrodillarse para no soltarlo.Tori se apretaba con ambas manos ellado izquierdo del pecho. Había cerradolos ojos. Sólo pudo decir suavemente:

—¡Cabrones!Una bala, de rebote, acababa de

atravesarle el corazón.

VII

Sonaban como unos cañonazoslejanos. Después más próximos, y sedespertó. Eran unos golpes que hacíanretemblar la puerta. Medio en sueñostodavía, gritó:

—¿Quién va?—Soy yo, Trujillo. Abre, hombre.Se había acostado completamente

desnudo después de tomar una ducha deagua fría, y tuvo que ceñirse la camisa ala cintura para ir a abrir la puerta.

—Creí que tendría que tirar lapuerta… —oyó decir a Trujillo al otro

lado de ella.—Calla, hombre. ¡Qué bárbaro!—Pero, coño, si pareces un fantasma

—fue el saludo de Trujillo.Olivares corrió de nuevo a meterse

en la cama y, luego, preguntó a suamigo:

—Pero ¿qué pasa?—¿Cómo que qué pasa? Eso digo

yo. ¿Dónde has estado metido estosdías?

—Me trincaron los chinos —contestó Olivares, sonriente.

—Ya me lo suponía.Había descubierto, entretanto, la

cajetilla de tabaco de Casanova sobre la

mesita de noche y se le disparó la manohacia ella, diciendo:

—Se podrá fumar, ¿no?—Claro que sí, hombre.Trujillo lió rápidamente un

cigarrillo y le prendió fuego.—Pues cuenta —espiró una densa

humareda por la nariz—. Si ya se mehabía olvidado cómo sabe… —y sesentó en la cama, dispuesto a escuchar.

Olivares explicó escuetamente loque le había ocurrido mientras el otrofumaba en silencio, ávidamente. Alllegar al episodio del suicidio deCasanova, exclamó Trujillo:

—¡Collons! Y yo que le tenía por un

mal bicho… Lo que hacen las dichosasideas, la política y todo eso. ¡Pobre! —Ya no sonreía—. ¿Sabes que se haportado como un tío de los buenos? ¡Hayque echarle valor…! Yo lo he pensadoalgunas veces… Si no fuera por laparienta y los chicos…

Olivares, que liaba otro cigarrillolentamente, guardó silencio. Trujillorepitió:

—Si no fuera por la parienta y loschicos…

—No, hombre, no —saltó Olivares,mirándole atentamente—. Matándose nose consigue nada.

—Ya sé que no, pero ¿qué se

consigue viviendo, en el caso de quepueda uno contarlo, cuando todo aquellopor lo que uno ha luchado y penado tantose lo lleva el aire?

Bajó la cabeza y se quedócontemplando el hilo de humo queascendía en espirales desde sucigarrillo.

—Ya sabes, Trujillo; mientras hayvida…

—Sí, sí, una frase más. Esperanza¿de qué?

Olivares abrió los brazos en aspaenérgicamente, como si quisiera disiparel aire sombría que los envolvía, yexclamó:

—¡De todo, hombre, de todo! —Seincorporó en la cama y, dando unmanotazo en la pierna a su amigo,añadió—: Ahora te toca a ti informarme.Yo llevo durmiendo desde que lleguéesta mañana y no he podido hablar connadie. Dime, ¿cómo andan las cosas? Noseas cenizo y cuenta.

Trujillo hizo con los labios un gestodespectivo.

¡Pché! —dijo—. No sé qué decirte.Desde luego, los comunistas hanpalmado o están ya a punto deentregarse. Esta tarde, los de la junta hanatacado los Nuevos Ministerios, quecreo era lo último que les quedaba. No

sé cómo habrá quedado el asunto, peroya poco pueden hacer. Claro que haestado la cosa en un tris. Por poco si semeriendan a los de la Junta. Yo creo quesi aprietan un poco más lo consiguen,porque Casado y Besteiro llegaron aencontrarse prácticamente solos en lossótanos del Ministerio de Hacienda…Casado, doblado por su úlcera deestómago que dicen que tiene. YBesteiro, el hombre… Yo vengo de allíahora. Fui con Ramírez, ya sabes…Como es natural, después que ha pasadoel peligro, hay mucha gente que sale yentra, y habla y alborota allí… Y puedodecirte que Casado está muy flaco y que

parece que a Besteiro le han llovidoencima los años. ¡Qué viejo está! ¿Ysabes con quien me he tropezado? Puescon Cipriano Mera. Lleva la gorratorcida, como siempre. Me conoció nadamás verme. ¡Vaya vista que tiene el«viejo»! Descorrió la cremallera y meenseñó la mella. Luego me preguntó quéhacía yo allí. ¡Figúrate! Con la malaleche que tiene… Le dije que me habíacogido el follón estando en comisión deservicio, que si tal, que si cual… ¡Hum!Y entonces va y me dice que por qué nome he incorporado ya a mi unidad, quela guerra sigue, que ahora es cuando hayque demostrar las pelotas… Menos mal

que vinieron a llamarle con urgencia yse fue. ¡Para qué contarte! Yo salí deallí como una flecha. Vamos,incorporarme yo ahora a la unidad… ¡Nique fuera gilipollas!

—Bueno, ¿pero siguen loscombates? —le interrumpió Olivares.

—El parte dice que se estánentregando… Me hubiera gustado quehubieses visto el ataque a los NuevosMinisterios… Yo creo que ni en Bruneteni en ningún otro tomate se ha luchadocon tanta furia por ambas partes. Lastropas, desplegadas por la Castellana,con tanques a la cabeza. Las balas tecomían… ¡La caraba! Y, a todo esto,

mucha gente presenciando el combate,como si fueran unas maniobras, en lamisma calle, en las terrazas y desde losbalcones. A más de un curioso le habrávolado la cabeza. Se conoce que detanto oír hablar de guerra durante tantosmeses les había entrado la gana de verlade cerca… ¿Qué te parece?

—Ya. ¿Y ahora?—Es cosa de pocas horas. Ya

veremos lo que hace la junta al final. Lagente está muy desmoralizada. Hablo delos militantes. Los del montón dan laguerra por terminada, y el que más y elque menos ya está pensando en cómo selas va a arreglar después, si va a poder

volver a su trabajo, si habrárepresalias… Claro, los que están locosde contento son los emboscados y losfascistas camuflados. Lo veo por los demi casa. Creo que en Porlier y en SanAntón, los presos fascistas hacen lo quequieren. Ya hay quien va a pedirlesavales por si las moscas. Hasta haygraciosos, hombre. Nunca faltan. ¿Sabesqué mote le han puesto al fregado este?Pues la «semana del duro».

La bombilla iluminaba lúgubrementela habitación. Ni el tono jocoso con queTrujillo terminó su relato fue capaz dealiviar sus sombrías preocupaciones.Trujillo aprovechó la pausa para apurar

el cigarrillo hasta que le quemó lasyemas de los dedos y los labios.Olivares se había quedado pensativo,con los ojos cerrados.

—¿Duermes otra vez? —le preguntóTrujillo, porque el silencio le pesabademasiado.

Olivares abrió los ojos rápidamente.—¿Y los compañeros? —le

preguntó—. ¿Qué piensan loscompañeros del comité?

Trujillo movió la cabeza y arrugólos labios.

—Hay de todo. Molina, tanoptimista como siempre. Ramírez, en laluna. Tudela lo ve todo negro. A Ángel

no le he visto. Yo creo que nadie sabequé hora es.

Olivares dio un puñetazo al colchón.—Tenemos mala suerte, mala suerte

hasta el final. En todas las ocasiones nosha fallado algo. Ahora, también. ¿Porqué? —miró fijamente a Trujillo. ¿Porqué nos falló la ofensiva deExtremadura? ¿Por qué se nos escapaahora la última oportunidad para podernegociar con algún provecho? ¿Porculpa de quién? ¿No será porque a losespañoles se nos fue de la mano elpleito nada más empezarlo? Dime: ¿quéharías tú si estuvieras en el lugar deFranco? —Como Trujillo se encogiera

de hombros, prosiguió—: A menosque… Pero no. Francia nos ha soltadodefinitivamente de su mano después delpacto Berard-Jordana. Y en cuanto aInglaterra… No me fío de los ingleses.

En el fondo, nos odian… —Hizo unapausa. Sus ojos miraban más allá de lasparedes—: ¡Nos hemos quedadoabsolutamente solos! Lo peor es que sehayan despilfarrado así las energías detodo un pueblo. ¿Treinta y dos meses deguerra para terminar a trastazos entrenosotros? Es para volverse loco,Trujillo. Tengo clavada aquí —y segolpeó la frente— la visión deCasanova pegándose un tiro en la sien.

Me entran escalofríos y náuseas cadavez que lo recuerdo.

—Bueno, bueno —y Trujillo legolpeó amistosamente una pierna porencima de las mantas—, olvídalo. Loprincipal ahora es saber qué es lo quetenemos que hacer los demás. Tú notienes mujer ni hijos. Yo, sí. Ahora sonellos los que mandan. Ellos tienen quevivir por encima de todo. A lo mejorconsiguen mañana lo que nosotros nohemos sido capaces de lograr. Y consteque pienso como tú, Federico —moviódolorosamente la cabeza y añadió, conacento nostálgico—: ¡Qué lejos están yalos días de Guadalajara, eh! No se me

olvidan los ojos de aquel sargentoitaliano. Entonces pensé que tambiénpodría tener hijos…

—Sí, ahora falta saber qué es lo quetenemos que hacer nosotros. Me parecelo más razonable.

Y Olivares cogió las prendas deropa interior de encima de la cama yempezó a vestirse por debajo de lasmantas. Después saltó al suelo y se pusoel pantalón. Trujillo, sorprendido, lepreguntó:

—¿Adónde quieres ir?—Tengo que hablar inmediatamente

con Molina. Tengo que enterarme detodo.

—Pero ¿sabes la hora que es? —ycomo Olivares se le quedara mirando,añadió—: Son cerca de las nueve de lanoche. Ya no encontrarás a nadie en…

Le interrumpió el timbre del teléfonoy Olivares se lanzó rápidamente sobre elauricular. En seguida se le iluminó elsemblante.

—Sí, estoy aquí —dijo, con la vozsúbitamente enternecida—. Ya tecontaré… ¿Y tú?… Sí, sí, estoy bien,completamente bien. ¿Que te pareceronca mi voz? Es posible… ¿Que cómoestoy de ánimos? Ya te puedes figurar…En ti, en ti, claro… ¿Mañana? ¿Quetienes que cortar? Bueno, bueno…

¡Salud, preciosa! Oye…Cerró los ojos y suspiró

hondamente. Y murmuró, cayéndosele lavoz:

—Es Matilde.—Lo he comprendido. No sé si te

habrá dicho el conserje que ha estadotelefoneando todas las noches desde quedesapareciste…

—Y yo que casi me había olvidadode ella… Y es la vida —miró fijamentea su amigo, con un relumbre extraño enlos ojos—. ¿Comprendes, Trujillo? ¡Lavida!

Un fuerte aliento le ahogaba, como sise le hubiera levantado un huracán

dentro, y se echó de bruces sobre lacama, para dominarlo.

(—Si pudiéramos vivir lejos de todoesto, Federico.

—Algún día podrá ser, Matilde,pero no pienses en el mañana, sólo en elpresente.

—Pero volverás mañana al frente.—Calla, no me lo recuerdes ahora.—¡Federico, cariño!—Morirme en ti…—¡Lo estoy deseando!)

Trujillo, contagiado, murmuró:—¡La vida! Y que lo digas.

(—No te preocupes, Encarna,podremos comenzar a vivir de nuevoallá, donde sea, porque vale la pena.

—Ya lo creo.—Te quiero mucho, Encarna.—Ya lo sé. Y yo a ti.—Déjame, ¿quieres?—Claro que quiero.)

—La vida es muy hermosa, Trujillo—dijo Olivares al rato, con la vozsofocada.

—Sí, muy hermosa…—Vale la pena.—Ya lo creo.

(Cubas, reclinado en la almohada, alaire su ancho pecho y sus musculososbrazos, escucha complacido el parloteode Maruja, la «Morena de Chicote», unacarnosa moza que echa anzuelos aldeseo de los hombres en el célebre barde la Gran Vía.

—Yo no entiendo de política, perome has gustado tú más que ningún otrohombre. Mi padre, como ya te he dichootras veces, murió cuando se perdióSigüenza, y entonces mi madre se vinodel pueblo con todos nosotros. Mimadre no quería que yo me pusiera unmono y me fuese a la Sierra porque

decía que la guerra no es cosa demujeres, pero alguien tenía que vengar ami padre, y mis hermanos pequeños. Noera por la política. Era por mi padre. Yme fui. Y un espabilao me perdió.Estuve con él hasta que lo mataron, ycuando lo mataron —una bomba deaviación lo hizo harina—, me volví aMadrid. Yo había cumplido ya, ¿no teparece? Y empecé a ir con unos y conotros. Era fácil y me divertía, ¿sabes?,aunque, la verdá, no supe lo que erabueno hasta que me tropecé contigo,porque es que tú sabes más…

Cubas sonríe. Le revuelve elcabello, negrísimo.

—Chiquilla, eres…—Dilo, dilo…—No sé cómo decírtelo. No sé si me

entenderías…—Un animalito. Dilo, hombre, dilo.En los ojos negros, grandes,

húmedos de Maruja, hay como un clarode luna. Cubas hace esfuerzos parareprimirse.

—Es igual, julio. Todo lo que tú medigas….

—Tu padre era pastor, ¿no?—Sí.—¿Y qué hace tu madre?—Trabaja ahora en la cocina del

Palas. No pasa hambre. Estos días que

tú has estado fuera, como no heconsentido que me tocara ningún tío,tuve necesidad de ir a verla para que mediera algo de comer. Es buena, ¿sabes?Le da vergüenza lo que soy, aunque meparece que algunas veces, y que Dios meperdone, me tiene envidia. Yo creo quemi padre no…

Cubas la acaricia. Ella coge una desus manos y la hunde bajo las sábanas.

—Quiero que me acaricies máshondo, julio.

Pero Cubas libera su mano de entrelos redondos, morenos y cálidos pechosde Maruja.

—Tengo que preguntarte algo antes,

Maruja.Ella está profundamente turbada y

respira con aleteos de nariz.—Escucha y cálmate un poco, por

favor.Maruja cierra los ojos y él dice:—Ya habrás oído rumores de cómo

va la guerra… Va mal para nosotros. Alo mejor tengo que marcharme lejos,muy lejos. A lo mejor no nos vemosnunca más, ¿me oyes?

Maruja aparenta estar más tranquila.Abre los ojos y mira a Cubas, que, en lapostura que está, parece asomarse aellos.

—Sí que he oído rumores, pero ¿qué

me importa a mí la guerra y qué tieneque ver la guerra con mi cuerpo? Me hashecho pasar un rato…

—Entonces es que no me hasentendido.

—Sí te he entendido. Lo que pasa esque me lo deberías haber dicho después.¿Por qué me acariciaste antes?

—¿Es que no te puedo tocarsiquiera?

—Tú, no, ya lo sabes. En cambio,los demás me molestan más que otracosa cuando lo hacen.

—Bueno, mujer, perdona.Y la mira como si mirase a un niño.

Ella, al fin, sonríe. Y dice:

—¿Dices que te vas muy lejos?¿Dónde?

—No lo sé.—Pues a mí me da igual.—Bien. Pero lo que yo quiero saber

es qué piensas hacer tú.—¿No te he dicho que me da igual?

Yo te seguiré a donde sea, tonto. ¿Creesque lo que te digo es mentira porquesoy… lo que soy? Si lo soy es porquetenía que ser así y nada más. Ya te tengodicho que antes me divertía. Ahora…—Se incorpora y quedan al aire suspechos, que simula querer cubrir conuna mano—, ahora sólo quiero estarcontigo… ¡Te lo juro! —y deslumbra al

hombre con sus ojos—. Ya verás cómoyo no te dejo…

Cubas procura no ver todo lo que sele ofrece y habla mirando al techo:

—¿Y si no puedes venir donde yovaya?

—¿Cómo que no? Estoyacostumbrada a todo.

—¿Y si no te dejan seguirme? Yasabes lo que es la guerra, ¿no?

Ella se deja caer de nuevo bocaarriba y se cubre con el embozo hasta elcuello, enfurruñada de pronto.

—No sé qué quieres decir, julio,como no sea que me estés preparando elpastel… Si eres tú quien quiere

dejarme… Dilo, hombre, dilo.Está a punto de llorar y Cubas se

vuelve a ella.—¿Cómo puedes pensar eso,

Maruja? —Le acaricia de nuevo ladensa cabellera—. Pero si para mí nohas sido lo que dices que eres desde elmomento en que te conocí… No tengoese concepto de las mujeres, por muyperdidas que se crean. Vosotras soisunas víctimas de la sociedad, al igualque otros, por ejemplo tu padre; porejemplo miles, millones de criaturas…Nada más. Eso es lo que ha traído laguerra. Precisamente eso: que hayatantas víctimas. Otras mujeres, más

viciosas que las de la vida, no pasan portales y todo el mundo las respeta. Otrasse venden al marido y son señoras.Otras no caen por miedo o porque notienen ocasión. Sólo son buenas las quequieren de verdad, con sacrificio. Paramí sólo es buena persona la que hace elbien. Sólo la que hace el bien,¿comprendes?

Maruja le mira, embelesada.—¡Virgen, tenías que ser ministro o

general con lo bien que hablas!Cubas sonríe.—Sí, se me ha ido un poco el santo

al cielo, Maruja. Yo te quería decir…Bueno, ¿te da miedo que los otros entren

en Madrid?—¿Qué otros?—Los fascistas, mujer.—¿Y por qué voy a tenerles miedo?

Sólo a los moros, ¿sabes? Dicen que sonmuy bestias con las mujeres.

—No es eso, no es eso. ¿Tú te hasmetido con alguien?

—¿Yo? —le aletean las pestañas—.Pues mira… A ti te lo puedo decirahora… Conocí a un chico… Era denoche. Venía yo sola para casa y, depronto, salió de un portal y ¡zas! se mecogió al brazo. Yo me asusté, la verdá,así, de momento, pero cuando le vi lacara se me quitó todo el miedo. Era muy

joven y temblaba, ¿sabes? Le preguntoque qué quiere y él que pasar la nocheconmigo. Era el verano pasado y yo ibaun poco exagerada, como cuando mepusiste la mano en la nuca, estando, yosentada a una mesa en «Chicote», y mepreguntaste si estaba libre. Te iba adecir que no, porque eso es lo que másemperra a los tíos; pero, chico, me diopor mirarte y entonces te dije que sí sindarme cuenta. ¿Te acuerdas? —Cubasafirma con la cabeza y ella sigue—: Tucara me recordaba a no sé quién, y tutipo y tu voz. ¡Qué sé yo! Luego he vistoque no me recordabas a nadie, pero enaquel momento yo hubiera jurado que sí.

Total, que me gustaste. Total, que nosvinimos a la cama rápido. Total, que memetiste en el saco, tú lo sabes. Te ibasal día siguiente al frente. ¿Te acuerdasde que quisiste darme dinero y que yo note lo cogí? Te marchaste y yo lloré. ¿Porqué pasan esas cosas? Después de no sécuánto tiempo, volviste. No me habíasescrito ni nada. Menos mal que fuiste aparar a «Chicote» y que yo te vi. Ibas decaza, ¿eh?, y ni siquiera te acordabas demí, ¿verdad? Yo me puse a tu lado, sinque me vieras, y te dije al oído: quécalvario, mi novio es comisario, y túpegaste un bote… Y desde entonces,siempre que has vuelto del frente, has

pasado todo el tiempo conmigo. Yo mehe dicho muchas veces que qué tendréyo para gustarte a ti… Si me regalasalgo, como el reloj que llevo, te lo cojo,pero dinero por acostarte conmigo ¡nihablar! ¡Ay, julio, tú sabes que esporque me gustas!

Y se abraza a él apasionadamente,ciega, temblando. Cubas espera, cierralos ojos y se deja besar en el pecho y enel cuello. Luego, dice ella:

—Déjame que te escuche el corazón,julio —y pega su oreja al pecho delhombre—. ¡Cómo suena! Me da un gustoescucharlo… Parece un tambor. Pareceun río. ¿Qué será? ¡Qué hondo suena!

Mira que estar escondido ahí el cariño ytodo eso que nos pasa cuando nosqueremos…

Cubas sigue aguardando en silencio.¡Qué música la de aquellas palabras!¡Qué labios reventones los de Maruja!¡Qué verdad inconsciente, aturdida,instintiva! Ella sí que es como un río,como el viento, como la semilla queestalla bajo la tierra, como la yema querevienta en el árbol… Eso piensaCubas, pero le dice, dominándose:

—Te has ido a otra cosa y no me hasdicho lo que te pasó con aquel muchachoque se cogió a tu brazo una nochecuando venías sola por la calle.

Maruja sonríe, los ojosentrecerrados, recostada la cabeza en elpecho de Cubas.

—¡Ah, sí! Pues me lo traje, perocomo si nada. No quería ni desnudarse,fíjate, pero yo le hice que se desnudara.Y dormimos como dos hermanos.Bueno, él no hacía mas que dar vueltas ysuspirar. Me despertó no sé cuántasveces. La primera me pensé que es queno se decidía… Pero no. Tenía miedo.Mucho miedo. Eso era lo que le pasaba.Total, que nos levantamos al díasiguiente tal y conforme nos habíamosacostado. Me pagó y, al irse, me dijoque volvería por la noche. Se llamaba

Enrique, ¿sabes?, Enrique no sé qué. Sí,pero si me sale un plan…, le dije. Yo tepago lo que quieras… Bueno, pasamosjuntos otras dos noches más… ¡Me dabatanta pena! Claro que, a la segunda,picó, de mala manera, pero picó. Chico,que yo conozco a muchos mandamases,que si necesitas un aval… Era por sitenía miedo de ir al frente,¿comprendes? Para qué tenía que ir alfrente, decía yo. Y nada. No queríahablar de eso. De eso ni de nada. A latercera noche ya se me agarró másfuerte. Pero, chico… Y él dale que tepego. Estaba tan flaco que… Pero ledejé salirse con la suya, y sin decir ni

una palabra, ¡eh!, ni una palabra. Puesque te aproveche, rico. Yo, como sinada. Lástima, sí, pero también rabia,porque se dice algo, ¿no? Por eso voy yle digo después: ¿a que eres un fascista?Y que me callase. Pero lo eres, ¿no? Yél: ¿y si lo soy, qué? Bueno, hijo, si es tugusto… Y ya no volvió más. La quevolvió al otro día fue la poli. ¡Vayasusto que me llevé! Que si le conocía,que si conocía a alguno de sus amigos…Yo qué voy a conocer. Tres noches pasóconmigo, como cualquier otro. Algo rarosí que me parecía, pero yo no pido anadie la documentación. Y se acabó loque daban. Entonces me enteré de que lo

habían detenido porque estabacomplicado en no sé qué asunto deespionaje. Mira tú quién lo diría. Si notenía alientos para nada la criatura, loque se dice para nada. Pues era muypeligroso, por lo visto. Yo no entiendode política, pero siempre me digo queunos a un lado y otros a otro, que cadaoveja con su pareja, ¿no te parece?

Hace una pausa, cierra los ojos y seacurruca más estrechamente contra elcuerpo de Cubas.

—¿Y qué fue de él?—Está preso en San Antón. He ido a

verle para llevarle pitillos, de lospitillos que me dan a mí. Y le he hecho

algunos recados.—¿Qué clase de recados, Maruja?El respingo de Cubas le hace abrir

los ojos y mirarle, asombrada.—Bobadas, Julio. Que vete y dile a

mi madre, que está en la cárcel deVentas, que estoy bien. Que vete y dile ami tío Jacinto, que vive en la calle deSerrano, que me mande esto o lo otro. Ycosas así.

—¿Y tú no sabías, Maruja, que ir averlo a la cárcel y llevar esos recadospodía costarte un disgusto?

—Como que estuve presa cerca deun mes en la cárcel de las Ventas poreso… Pero ya no tenía remedio. Lo que

consiguieron con ello fue encorajinarme.Claro, ya no hice más recados. Enriqueno quiso, pero yo he vuelto a llevarletabaco.

—Así que estuviste encerrada porél, ¿no? ¿Por qué no me lo has dichohasta ahora?

—Porque los hombres sois máschinches… Bueno, si no quieres, no irémás a verlo. No tengo ningún interés, nime importa. A mí lo que me importa esestar a tu lado y escuchar tu corazón.Tan, tan, tan. Y estar pegada a ti. Y queme acaricies.

—¿Trataste a la madre del muchachocuando estuviste presa?

—¡Y dale! Pues no. Ella estaba conlas políticas y yo con las pringosas.Separadas. Además, me faltóatrevimiento. Oye —levantó la cabezapara mirarle—, ¿te ha sentado mal loque te he contado?

—No, mujer.—Si te lo he dicho es porque me has

tirado de la lengua.—Pues claro. Y dime ahora, ¿cuál

era su apellido? Porque tienes quesaberlo.

Maruja le mira a los ojos con temor,fruncidos infantilmente los labios.

—No irás a… —murmura—.¿Verdad que no?

—Descuida.—¿Me lo juras?—Te lo juro.Aún vacila, pero al fin se decide.—Su padre era general o conde,

algo así. Su apellido era el de Quesada.Pero no le quise nunca, ni le quiero. Esque me daba lástima. ¡Te lo juro! Era unchiquillo, y me dio lástima. ¿No mecrees, Julio?

—Que sí, mujer, que te creo.Se aprieta contra él.—Me pasó lo que con aquel

miliciano de la Sierra… Que a lo mejorme matan mañana, que a lo mejor hoymismo… Y una no puede resistirlo.

Aquél murió y éste, tan flaco y tan pocacosa el pobre…

—Bueno, bueno…—Es que una no puede resistirlo,

¿sabes? —y le mira con sus profundosojos húmedos.

Ya tendrá, tal vez, quien la proteja sise ve en un apuro. Claro que, dada sucondición… Y Cubas se quedópensativo, arrugado el entrecejo.

—Tendrás que ir a verlo, Maruja…La mujer calla.—Te conviene.—Ya te he dicho que no me gusta,

que sólo, me da lástima.—A lo mejor, dentro de poco es un

mandamás. Se yergue. Otra vez letiemblan los pechos, desnudos.

—Entonces ¿es que van a ganar?—Pudiera ser. En la guerra, ya

sabes, unos ganan y otros pierden.Siempre pasa eso.

—¿Y crees que se va a acabar tanpronto, Julio? —pregunta, alarmada.

—¿No lo deseas tú?—Ni hablar, julio. Esto es vicio.

Como que voy a querer yo volver alpueblo… ¿Otra vez con las ovejas, llenade mugre, pasando frío, durmiendo en elchozo? ¿Otra vez con las abarcas y elgarrote? ¡Ojalá que no se acabe nunca laguerra, Julio!

Ahora fulguran sus ojos por otraclase de sentimientos. Como en el amor,la sangre ha coloreado su rostro y vibra,estremecida.

—¿Qué dices, mujer?—Eso. Y no lo digo yo sola. Hay

otras muchas chicas, de fuera deMadrid, que no son lo que yo, sinodecentes, enfermeras y otras cosas, ymozos campesinos, que dicen que estoes vida. Pero, chico, ¿y si te matan?Peor es vivir arrastraos y, al remate,también se muere. ¿No murieron mispadres y mis abuelos? ¿Y qué? Toda lavida penando y murieron sin saber loque es bueno. Y tienen razón.

Julio la escucha, asombrado.—A mi abuelo lo mató un rayo en el

monte. Murió sin sacramentos, como unperro, figúrate. Yo, si tú me has dedejar, que no acabe nunca la guerra.¡Nunca! Si he de estar contigo, ya no meimporta que acabe o no, porque a mí loque me importa es estar así, como ahora,siempre…

Se le enrosca, le coge otra vez lamano y la esconde en su seno, caliente…A Cubas se le corta el aliento, se leprecipita la sangre en locas carreras porel cuerpo… ¡Ahora sí que suena atambor ronco su corazón! Empiezan aestallar estrellas en sus ojos, estrellas

rojas, azules…Y ella parece que llora, que gime o

que lucha desesperadamente cuandodice, trémula:

—Esto es vida, julio, esto esvida…)

Olivares y Trujillo continuarondurante largo tiempo en silencio, echadode bruces sobre la cama aquél, y comoensimismado en la contemplación de laalfombrilla del lecho, éste. Quizáretrocediendo ambos hacia el pasado oluchando con la incertidumbre que losrodeaba como una marca ascendente. Elmaestro de escuela y el ebanista, unidos

en el azar de la guerra, hermanados en elpeligro, buscando ahora quién sabe quécaminos o qué razones, o quésinrazones, para hallar un vislumbresiquiera de esperanza en el porvenir, unresquicio de luz entre tanta negruraacumulada a su alrededor. Hasta quesonaron unos leves golpes en la puerta.Entonces volvieron a la realidad y semiraron como quien despierta de unsueño. Y antes de que se recobraran deltodo, sonó una voz fuera:

—Soy yo, Rosina.Olivares se puso en pie rápidamente.

Trujillo lo hizo más despacio,interrogando a su amigo con la mirada.

Pero Olivares se encogió de hombros ydijo en voz alta:

—Pasa, pasa.Se abrió la puerta y apareció la

figura de una muchacha delgada y triste,cuyos grandes ojos parecían quererdevorar su rostro. Los dos hombres lamiraron en silencio y ella trató desonreírles. Luego, dijo dulcemente:

—Me he enterado de que has vueltoy quería saber si te encontrabas bien…—y miraba a Olivares.

Trujillo le hizo señas para quetomase asiento, pero ella rechazó elofrecimiento con un gesto.

—No, gracias. Me voy en seguida.

Olivares se acercó entonces aRosina.

—Bueno, pues ya ves que no me hapasado nada —le dijo, sonriendoafectuosamente—. Y tú, ¿cómo andas?La muchacha se encogió de hombros.

—¿Cómo quieres que ande? Pormí… Lo que más siento… Pero no tieneremedio.

—Di, mujer, di —le insistióOlivares.

—Ya sabes, lo de siempre. Loestamos pasando muy mal de comida,sobre todo desde que Casado dio elgolpe —su rostro se habíaensombrecido y se endureció aún más

cuando añadió—: ¡Ese traidor!Siguió un silencio. Olivares cogió el

paquete de tabaco y ofreció un pitillo asu amigo. Mientras lo liaban, preguntóOlivares a Rosina.

—De modo que tú estás contraCasado, ¿no?

—Sí —contestó ella enérgicamente—. ¿Y tú?

—A mí me han tenido secuestradolos negrinistas todos estos días —yañadió, al ver la confusión de lamuchacha—: Pero no te preocupes poreso. Me hubieran detenido igual los deCasado —y se sonrió—: Esto parece yauna casa de locos.

—Pero Casado quiere entregarnos aFranco, Federico.

—No es tan sencillo, Rosina.Ella contenía difícilmente las

lágrimas y los dos amigos se sintieronhondamente conmovidos.

—Entonces —volvió a hablarFederico—, ¿tú no quieres que acabe laguerra?

Ella se mordió los labios y negó conla cabeza.

—¿No estás ya harta de pasarcalamidades? —le preguntó Trujillo.

Tan débil, tan desamparada, y, sinembargo, tan firme.

—Claro que sí, pero es peor la

entrega. ¿Qué es lo que nos espera siperdemos? Parece mentira, Federico,que tú…

—Bueno, bueno —le interrumpió él,dándole unos amistosos golpecitos en elhombro—, no es para tanto. Nosquedará la vida. ¿Te parece poco? Túeres muy joven aún y…

—¿Y todo lo que llevamos sufrido?Federico meneó la cabeza.—Como todo lo que llevamos

gozado. Ya no vale.A Rosina se le habían evaporado las

lágrimas. Ahora sus ojos aparecíansecos y ardientes.

—Es que hay muchas personas que

todavía no sabemos lo que es gozar y sísólo lo que es sufrir. ¿Y no ha devalernos esto de nada? Pues entoncesmejor fuera que se lo llevara todo eldiablo, que se hundiese el mundo, quequé sé yo… ¿Qué va a ser de mi madre yde mis hermanos? No digo ya de mí,porque…

Había ido exaltándose y al final secontuvo. Olivares le cogió una mano,que estaba helada.

—Vamos, cálmate, Rosina.Al contacto caliente de la mano de

Olivares, Rosina cerró los ojos e inclinóla cabeza sobre el pecho.

—No sé qué hacer —murmuró

entrecortadamente.Se derrumbaba otra vez. Apretó la

mano de Federico y prosiguió:—Ahora mismo, mi hermanillo

Lucio no hacía más que pedir y pedir…Está la criatura traspasada de hambre.Olivares y Trujillo cambiaron unamirada, y después dijo aquél en tonodesesperado:

—Pues me coges sin nada. Yomismo no he probado bocado desdeanoche. ¡También es mala suerte!

La muchacha había levantado lacabeza y le miraba con los ojos otra vezhúmedos.

—Yo sé dónde hay comida. Si no es

más que eso… —terció entoncesTrujillo encarándose con Olivares.Venga, ponte la guerrera y coge lapistola.

—¿Qué estás diciendo? —yOlivares le miraba, asombrado—. ¿Tehas vuelto loco tú también? A lo mejores el hambre lo que nos hace desvariar atodos.

Trujillo, por el contrario, sonreía.—No, no estoy loco. Es que me he

acordado de repente de un pequeñodepósito de intendencia que tenemosmuy cerca de nosotros.

—¿Un depósito de intendencia,Trujillo? —Y Olivares le agarró de un

brazo fuertemente—. Déjate de bromas.—Lo que te digo.Había soltado a la muchacha y

miraba hostilmente a su compañero. Porsu parte, Rosina observaba el extrañocomportamiento de los dos hombres, unpoco asustada, sin comprender elcambio súbito de situación.

Trujillo dijo:—¿No conoces a ese teniente que va

siempre acompañado de dos mujeres,madre e hija, vestidas de luto?

Rosina abrió mucho los ojos yOlivares, tras un leve gesto de duda,asintió.

—Sí que lo recuerdo, pero ¿qué?

—Es un tipejo, Federico. Se acuestacon las dos mujeres, que son de la acerade enfrente, quinta columna,¿comprendes? Bien, pero lo importantees que las hincha de comida, porquetiene en su cuarto del hotel lo que te dijeantes, un pequeño almacén deintendencia. Lo sé muy bien. Comidaque pertenece a los combatientes. ¿Yqué somos nosotros, eh? Venga, ponte laguerrera y coge la pistola.

Olivares dudaba.—Pero…Rosina le miraba con los ojos muy

brillantes.—Hazlo por ella, hombre —insistió

Trujillo—. Si no es más quepresentarnos los dos en su cuarto ydecirle que nos convide. Nosotrostambién tenemos derecho a esos víveres,¿no? Anda, seguramente están ya los tresen el nido, durmiendo.

La rapidez de Trujillo se impuso. Élmismo ayudó a Olivares a ponerse laguerrera sobre la camiseta y el pantalónde paisano.

—¿Queréis que vaya con vosotros?—insinuó Rosina. Pero Trujillo lereplicó:

—No, no es cosa de mujeres. Tú tequedas aquí esperándonos, ¿estamos?

Olivares se calzó los zapatos y se

encasquetó la gorra de plato.—Puede que tengas razón —

murmuró—. Estos tipos se merecen unescarmiento.

—Pues claro. ¿Dónde tienes lamaleta?

—Debajo de la cama.Trujillo se agachó a cogerla y la

vació, comentando:—Cabe lo suyo. Como logremos

llenarla… —y añadió, dirigiéndose a lapuerta—: Andando, Federico.

Rosina no tuvo tiempo de pronunciaruna sola palabra, y cuando los hombresdesaparecieron, cerró la puerta y luegofue a sentarse en la cama. El corazón le

latía fuertemente.

—Lo tengo bien localizado —susurró Trujillo a Olivares en el pasillomalamente alumbrado por una bombillapintada de azul—. Es en el piso dearriba.

Un silencio felino y acechante se leechó encima. Tras las puertas de loscuartos, sin ruidos y sin luz, parecíaestar agazapado el miedo. Los doshombres cuidaban que el rumor de suspasos quedara ahogado en la gastadaalfombra. No se encontraron a nadie a lolargo de todo el pasillo, ni en laescalera, ni tampoco en el corredor de

la otra planta, tan mal alumbrado comoel de abajo. Trujillo iba delante y leseguía Olivares, pistola en mano.

Sin ninguna vacilación, Trujillo sedetuvo al fin ante una de las puertas ydijo en voz baja a su compañero:

—Aquí es donde vive ese cabrón.Tras una breve pausa para

comprobar que no los espiaba nadie,Trujillo dio dos golpes secos en lapuerta. Pasaron unos segundos, sin quese oyera ningún ruido dentro. EntoncesTrujillo hizo una seña a Olivares y ésterepitió la llamada con la culata de suStar, mientras él pegaba su oreja a lacerradura. Luego guiñó un ojo e hizo un

gesto afirmativo con la cabeza. Enefecto, seguidamente se dejó oír al otrolado una voz carrasposa:

—¿Quién llama?—¡Abre! —contestó Trujillo, en

tono enfático.Siguió una pausa y, después, la

misma voz, ya junto a la puerta:—¿Quién es?—¡El SIM!—¿Cómo? —y le salió un gallo.—El SIM he dicho, y abre rápido si

no quieres que echemos la puerta abajo.—Soy amigo del comandante

Pedrero —alegó todavía el de dentro.—¿Sí? Pues precisamente venimos

por orden suya. Si Pedrero es tu amigo,mucho mejor para ti.

—¿Y qué queréis?—Hacerte unas preguntas.Siguió una leve pausa y, luego, el

ruido de la cerradura al ser descorrida.Pero Trujillo no esperó a que el otro leabriera la puerta, sino que la empujóviolentamente y entró al asalto en lahabitación. El inquilino salió despedidoy estuvo a punto de rodar por el suelo,lo que pudo evitar agarrándose a unasilla. No tenía más prenda de vestirpuesta que un pantalón y, cuando con elpelo en desorden y el asombro y elmiedo saliéndosele por los ojos

saltones, quiso encararse con lo que sele venía encima, se encontró frente a doshombres, uno de ellos con una maleta demadera en la mano y el otro apuntándolecon una tremenda pistola. Olivares habíavuelto a cerrar la puerta. La estanciaestaba en penumbra. En cada una de lasdos camas gemelas aparecía acostadauna mujer, boca arriba y de costado,respectivamente, y ambas dormidas.Sobre una mesita se veían los restos deuna cena para tres: vasos, latas vacías,migas de pan, platos sucios. En unrincón se alzaba una pequeña pila decajones de madera y paquetes, y encimadel armario de luna se amontonaban

también algunas cajas de cartón. Habíauna manta sobre una butaca y prendas dehombre y de mujer desperdigadas en elrespaldo de las sillas y en los pies delas camas. Olía a un revuelto deperfumes y aire viciado.

El hombre parecía absolutamenteinerme y desvalido sin sus gafas,olvidadas en alguna parte. Se restrególos ojos con los nudillos de ambasmanos, momento que aprovechó Trujillopara abrir la puerta del cuarto de baño ydar la luz en él, pero sólo pudodescubrir un cordel extendido de lado alado, del que pendían prendas íntimas demujer puestas a secar. Entonces se

encaró con el hombre:—Eres un emboscado y un

saboteador —le dijo.—Que yo…? —y el otro se le quedó

mirando a través de las rayitas de susgruesos párpados guiñados. Luego,temblándole todavía la voz, añadió Perovosotros no sois del SIM, me parece amí. Todavía no me habéis enseñado ladocumentación.

—¡Calla! —le ordenó Olivares—.Calla si no quieres que te vuele lossesos.

El leve chasquido del seguro de lapistola dejó mudo e inmóvil al tenientede intendencia, cuyos pantalones sin

ceñidor se le escurrían por las caderas,viendo cómo Trujillo colocaba la maletasobre la mesa, la abría y se volvía a élpara decirle:

—Tranquilízate. Sólo hemos venidopor comida.

Y empezó el cacheo. Lo primero querevolvió Trujillo fue el montón decajones de madera y de paquetes. Setrataba de cajones de botes de leche ycarne y paquetes con legumbres.

—¡Fíjate, Federico! —decía decuando en cuando Trujillo, mostrando elbotín descubierto, del que buena parteiba a parar a la maleta.

El teniente de intendencia seguía con

la mirada las idas y venidas de Trujillo,sin atreverse a protestar ni a moverse,atemorizado por la actitud hosca deOlivares, que no dejaba de apuntarlecon la pistola y que ante uno de loshallazgos de su amigo, le dijoamenazadoramente:

—Lo que siento es no pertenecer alSIM en este momento. ¡De veras! Lasibas a pasar moradas. Conque¿almacenando comida para ti y para tusqueridas mientras la población civil ylos combatientes se caen de hambre?

—Mira, hasta vino de Valdepeñas…En efecto, acababa de descubrir un

garrafón de vino al pie del armario,

cubierto con un tabardo.—Así da gusto hacer la guerra, ¿no?

—le increpó Olivares. El aludido semordió los labios y humilló la cabeza.

—¡Levántate los pantalones!Obedeció torpemente. Mientras,

Trujillo se subió en una silla y empezó ahurgar entre las cajas que había sobre elarmario.

—Mantequilla rusa, chocolate,azúcar… ¡La madre que lo parió!

Pero el gran tesoro fueron unas cajasllenas de cajetillas de tabaco negro yrubio. Tan nervioso se puso, que se lecayeron varios paquetes al suelo,formando algún estrépito. Entonces se

despertó una de las mujeres,aparentando gran sobresalto.

—¡Pepe! ¿Qué pasa, hijo? —gritódespués de quedar sentada en la cama deun salto.

—¡Silencio! —ordenó Olivares.—¡Silencio, camarada! —repitió

Trujillo, blandiendo sobre su cabeza unode los paquetes—. Un solo grito, y eltipo no lo cuenta.

En ese momento, la otra mujer,mucho más joven, que habíapermanecido de espaldas todo eltiempo, volvió la cabeza y se quedómirando a Federico con los ojos muyabiertos, suplicantes. Unos ojos muy

expresivos, que él ya conocía por nohaberle pasado inadvertida su dueñacuando tantas veces se cruzara con ellaen el hotel. Además, los labios de lamuchacha temblaban, dando la sensaciónde que el miedo le ahogase la voz.

Pepe, el teniente de intendencia,miraba desolado a una y otra, y movíapesarosamente la cabeza comoreprochándoles su torpeza. La mayor delas dos, que se había echado una prendasobre los hombros, parecía habersetranquilizado. Por un momento los cincopersonajes se mantuvieron inmóviles ycallados, observándose mutuamente,como si cada uno dudara de la realidad

de aquella escena. Al fin, hablóOlivares:

—¿Qué comedia es ésta?La joven ni pestañeó siquiera, pero

la de más edad hizo un gesto de asombroy luego dijo:

—¿Comedia? ¿Y por qué comedia?—¿Cómo? ¿No es una comedia que

ustedes dos se hagan las dormidas paraevitar preguntas y que, cuando ya no esposible disimular más tiempo, ustedsalga llamando hijo a este… camarada?Entonces ¿qué es esto? ¿Es que se hacreído que somos tontos? Ustedespiensan que nosotros somos todos unospatanes, unos ignorantes, ¿no?

Olivares había dado, mientrashablaba, unos pasos en dirección a lacama de la mujer mayor, pero ella no seinmutó; antes al contrario, después demover enérgicamente la cabeza ensentido negativo, replicó:

—Nada de eso, capitán. Lo que pasaes que usted no quiere creerse la verdad.Pepe es hijo mío, como lo es tambiénesta joven…

Olivares se quedó parado.—¿Cómo? ¿Cómo dice?—¿Que son hermanos? —preguntó a

su vez Trujillo abriendo la boca,estupefacto.

Pero la mujer, en vez de contestar,

recogió las gafas que estaban sobre lamesita de noche y, ofreciéndoselas alllamado Pepe, le dijo:

—Toma tus gafas, póntelas ycuéntales la verdad.

Pepe alargó el brazo con la torpezade quien tantea en la oscuridad hasta quetopó con las gafas. Entonces empezó sutransformación. Apenas se las huboajustado, fue como si le hubieraninyectado una droga. Se estiró, crecióincluso y recobró visiblemente eldominio de sí mismo. Por su parte, losdos amigos, después de comunicarse conuna mirada, se habían quedado a laexpectativa, un tanto recelosos.

Olivares, siempre pistola en mano,fue a situarse de nuevo junto a Trujillo.

—Camelos, no, ¡eh! —advirtió.—No, no se trata de ningún camelo

—dijo después Pepe, tras tirarse de lospantalones para arriba—. Lo que habéisoído es cierto. Esta mujer es mi madre yaquella otra mi hermana. Claro, todoello tiene su explicación. A vosotros,que no sois del SIM, se os puede decirla verdad, y más ahora en que ya…

—Bueno, bueno —le interrumpióTrujillo—. No seremos del SIM, perono por eso dejaremos de cumplir connuestro deber de antifascistas.

La madre se encogió de hombros. La

muchacha, por su parte, no quitaba ojo aFederico aunque éste le hurtase lossuyos siempre que se encontraban conlos de ella. Aquélla dijo:

—¿Es que es un delito tener madre yhermana?

La pregunta, de puro lógica,resultaba, no obstante, completamenteabsurda en aquella insólita situación.Por eso tal vez no la contestó nadie. Losojos de Olivares se tropezaron una vezmás con los de la muchacha, y, al huir deellos una vez más también, se encarócon Pepe, que comenzó a hablar:

—Ya sé que nos toman por otracosa. Yo mismo he alimentado, como

quien dice, esos rumores. Nos conveníaque siguieran, ¿comprendéis?

Olivares movió negativamente lacabeza y Trujillo, que ya daba muestrasde impaciencia, preguntó:

—Bueno, ¿y por qué?Entonces, el teniente de intendencia

bajó la cabeza y, tras una pausa, empezóa dar cortos paseos ante Olivares yTrujillo mientras hablaba:

—Porque mi madre es la viuda de uncapitán que murió dentro del cuartel dela Montaña —levantó la cabeza y sequedó mirando a Federico. Luego,prosiguió, al tiempo que reemprendíasus pasos de un extremo a otro de la

habitación—: Sí, pero no era fascista.Lo que pasa es que le cogió dentro delcuartel el día 18 de julio. Yo sí era delas juventudes del partido de Azaña…—hizo una pausa y siguió diciendo—: Ymurió, no sabemos cómo, pero murió…En cuanto me enteré de que habíanrodeado el cuartel, me presenté allí yallí estuve hasta que pude entrar en él,confundido entre los asaltantes, para versi podía salvar a mi padre, pero… —respiró hondo— llegué tarde. Despuésde dar muchas vueltas… ¡Había muertospor todas partes! Por fin me lo encontréen un pasillo, con un tiro en la frente,muerto. —Nueva pausa para apretarse

los párpados con las yemas de losdedos. Después continuó—: Gracias alos amigos que mi padre tenía en elMinisterio, pudimos rescatar su cadávery enterrarlo. Fue lo único que pudimoshacer por él —se había detenido entreOlivares y Trujillo y miraba a ambos,escondidos los ojos tras los gruesoscristales de sus gafas—. Un hermano demi madre, también militar, había muertoen Guadalajara, sublevado de verdad,porque él sí estaba metido en el ajo…Naturalmente, ya no nos sentimosseguros. Éramos demasiado conocidosen la casa y nos fuimos a vivir con unosamigos, pero por muy pocos días,

porque en aquellos momentos resultabapeligroso dar cobijo a gente dudosa ynos percatamos, antes que nos lohicieran saber, de que allí estábamosestorbando. Yo había pasado porValdepeñas con algunos amigos de lasjuventudes de Izquierda Republicana deMadrid haciendo la propaganda de laselecciones de febrero, y allí me fui conmi madre y mi hermana. No faltó quiennos echara una mano. Nos dieron la casade un fascista que había huido con sufamilia y que decían que estabacamuflado en Madrid… Nunca hemossabido quién era. Estas cosas… —ymovió la cabeza—. Luego, yo me alisté

en las milicias; pero, como soy tanmiope, me dejaron en los servicios deaprovisionamiento y, cuando seconstituyó el Ejército Popular, medestinaron a intendencia con el grado deteniente. Entonces fue cuando me traje ami madre y a mi hermana conmigo, y undía se me ocurrió decir en broma,estando con unos compañeros, que…,bueno, que había conquistado a unamadre y a su hija… ¡Y se lo creyeron! Yempezaron a cundir esos rumores en elhotel… Nosotros pensamos que era lamejor manera de despistar, y dejamoscorrer la bola… Por lo pronto había queinventar una historia y la inventé. Que si

la madre era una viuda rica deSalamanca, a quien había sorprendido elestallido de la guerra en Madrid, adondeviniera con su hija única para comprarleel ajuar de novia… Fijaros quétonterías. Pues todo el mundo se tragó elanzuelo. Nosotros, a veces, nos reíamosy hasta hablábamos de Salamanca y delsupuesto novio de mi hermana, queseguiría esperándola para casarse conella cuando acabase la guerra… Lo másimportante era que nadie se preocuparade nuestros antecedentes… Pasado elprimer año de guerra, ya no hubiéramoscorrido ningún peligro, pero ¿y si aúltima hora, al ver que se imponía la

derrota, alguien quería vengarse ennosotros? Lo mejor era seguir con elcuento, ¿no? Porque había que estarciego para no ver que la guerra laganaba Franco, sobre todo a partir de lacaída del Norte.

Se dejó caer sentado a los pies de lacama de su madre, como si no pudieratenerse en pie a causa de un enormecansancio, se quitó las gafas y luego secubrió los ojos con las manos. Siguió unbreve silencio, durante el cual los demáspersonajes cruzaron entre sí miradasexpectantes. La madre tenía unaexpresión sombría. La muchacha, encambio, se había dulcificado. La de

Trujillo y Olivares denotabanperplejidad, desconcierto y hastaembarazo. Forzado por los ojosconfiados y tranquilos de la joven,Federico enfundó la pistola, diciendo:

—Si es así, se han salido ustedescon la suya, porque la guerra estáterminando.

—Pero el acaparar tanta comida…—saltó Trujillo, vuelto en sísúbitamente—. Es un crimen. Todavíamandamos nosotros y…

—Tienes razón, tienes razón —leinterrumpió Pepe, levantando la cabezay mirándole con los ojos entrecerrados.Luego se puso de nuevo las gafas y

continuó—: Nuestro único— deseo eray es sobrevivir… Nada nos importa lodemás, porque no estamos ni con unos nicon otros. Aunque no os lo creáis, yo hecumplido lealmente, claro que sinningún entusiasmo. Lo que queremos esque acabe la guerra de una vez y que elfinal nos coja vivos a los tres. Se pusoen pie como haciendo un gran esfuerzo yañadió: Podéis llevaros lo quenecesitéis. Estáis en vuestro derecho.Yo sé que, desde vuestro punto de vista,está mal lo que he hecho, pero no osquepa duda de que otros también, quealardean de un antifascismo rabioso, yque en el fondo es cierto, han hecho otro

tanto. Claro que no faltan tampoco losque se dejarían morir de hambre antesde caer en la tentación… Si queréisdenunciarnos, pues a lo mejor nos hacéisun gran favor. De verdad. Unos cuantosdías de cárcel ahora puede ser un méritomañana…

Se encogió de hombros. Tenía losbrazos colgantes y se sacudiósuavemente los flancos con las palmasde las manos.

—Para mí —continuó diciendo—, lomejor es que esto no hubiera comenzadonunca —y meneó la cabezadolorosamente—. ¡Cuántos muertos!Demasiados muertos, ¿no os parece? Y

todavía habrá más muertos… Y lo mástriste es que nadie se da cuenta de larealidad; unos, porque pierden y losotros porque ganan. ¿Y qué? ¿Y cuántosson los que de cualquier manera hanperdido ya definitivamente, porque hanmuerto, o porque, como nosotros, no hanestado ni están identificados con ningunode los dos bandos? En nosotros no hapensado nadie. ¿Y es justo eso?

Como ninguno le respondiera,volvió a preguntar, mirandoalternativamente a Olivares y a Trujillo:

—¿Qué dirían los muertos sipudieran hablar, los muertos de aquí yde allá, eh?

Nuevo silencio. Trujillo buscóentonces los ojos de Olivares y éste lehizo una seña con la cabeza indicándolela salida. Se agachó antes a coger una delas cajas de cigarrillos caídas al suelo,que unió a las que llevaba bajo el brazo,y se dirigió a donde estaba la maleta,colmada de víveres. La cerró y,cargando con todo ello, siguió a suamigo, que ya le esperaba en la puerta.Nadie pronunció una palabra más.

Tampoco hablaron por el camino devuelta. Rosina se había quedadodormida sobre la cama y hubieron desacudirla suavemente para despertarla.

La muchacha, paralizada de estupor anteel contenido de la maleta, no se atrevía atocar lo que tenía ante los ojos, hastaque oyó decir a Federico:

—Puedes coger lo que quieras,Rosina.

Fue como si en ese momentodespertara de verdad. Se levantó lafalda para hacer bolso con ella, sinimportarle que quedaran al aire susflacos muslos de muchacha, y cargó todolo que pudo. Su avidez hizo sonreír aFederico.

—No te preocupes, mujer. Mañanapodrás volver por más —le dijo.

Y cuando se hubo marchado Rosina,

añadió Fíjate, ni siquiera ha dicho unapalabra. ¡Pobre!

Trujillo no quiso coger más que unbote de leche y un paquete decigarrillos.

—No sea que me trinque unapatrulla por ahí y me tomen por lo queno soy —se excusó—. Mañana vendrépor más, ¿no te parece? Y a propósito,no te habrás tragado el cuento que nos hasoltado el fulano, ¿eh?

Olivares se encogió de hombros.—¡A saber! —dijo—. Lo cierto es

que no se parece en nada a lamuchacha…

—Por eso mismo.

—Bien, pero eso no quiere decirnada. Por consiguiente, puede serverdad. Él hablaba con sinceridad, meparece a mí. Y lo que decía no está faltode fundamento. Es indudable que hahabido mucha gente que no ha estadonunca de acuerdo con lo que se ha hechoen nuestra zona, y supongo que lo mismopasaría en la otra, es decir, que no hansido de verdad partidarios ni de unos nide otros. ¡Menuda situación! La peor,sin duda. Bien mirado… Pero ¡para quéhablar!… De todas maneras, no meparece ningún imbécil.

—Sí, eso sí, de tonto, ni un pelo. Yellas están estupendas las dos, en

particular la joven, que no hacía másque mirarte, como si quisiera comertecon los ojos… Yo creo que ahí tienesplan, Federico.

—No seas tonto. Lo que tenía eramucho miedo y creía que yo soy másblando que tú. Por eso me miraba tanto.Además, yo era el que tenía la pistola,¿no?

Trujillo sonrió maliciosamente.—Yo que tú … Bueno, allá tú. A mí,

de todas maneras, me parecen fachas…¡Fachas los tres!

Y se fue, al acordarse, de pronto, deque Encarna estaría esperándole,insomne, en la fría cocina, remordida de

temores y malos presentimientos.—¡Salud!—¡Salud!Olivares apagó la luz y fue a

asomarse a la ventana. En la estrechacalle desierta se remansaban lassombras densas y pávidas. Vio aTrujillo salir del hotel y andar pegado alos muros de las casas hasta desapareceren una esquina. Por encima de losedificios despuntaba un débil claror,lejano y difuso, de luz lunar filtrada porlas nubes espesas. Un silencio despierto,tenso y palpitante, envolvía la ciudad.

(Allá, miles de combatientes

preparados para el asalto definitivo.Rojillo, ¿estás ahí? Poco te queda ya,rojillo. ¡Rojillo! ¡Rojillo! Centinelasluchando con el sueño, a pocos metrosunos de otros, en la CiudadUniversitaria. ¿Estallará esta noche unamina? ¿Por qué morir esta noche?Cuando esto acabe y vuelva al pueblo,le voy a dar un abrazo a la zagala…Aunque estén sus padres delante. Yluego… ¡Hum! ¿Por qué morir estanoche? Cecilia. Lucía. Antoñita. Juana.Dolores… La huerta. La plaza de laiglesia. El baile de los domingos…Quiero volver pronto, terminar micarrera y… Mira que si me matan

antes… ¡No quiero morir! ¿Quién semueve por ahí? ¿Es el viento? A vercuándo me relevan… ¿A que se hadormido el cabo? Ese que tose ahora esel de enfrente. ¿Desde dónde habránvenido hasta ahí? Oye, facha. Calla,rojillo. Oye, rojillo. Calla, facha.¿Tienes miedo? Me llamo Tomás y soyde Orihuela. ¿Y tú? Yo, Andrés, y nacíen Sos del Rey. ¿Dónde cae ese pueblo?¿Y el tuyo? ¡En España, coño! Cualquierdía de éstos os vamos a afeitar en seco,muchacho. No tenéis pelotas. ¿Que no?Todavía nos quedan muchas balasaquí… Como no os tiréis al mar…¡Calla! Otra vez silencio. El miedo es

igual que una brisa helada que volasesobre las trincheras y los parapetos.Mira que si estallara ahora una minadebajo de mis pies… Mira que si mearreasen un morterazo… El relevo. No,no se ha dormido el cabo. ¿Qué pasarámañana y cuándo se acabará estamaldita guerra?)

Olivares sentía frío. Cerró laventana y empezó a desnudarse a tientas.La cama conservaba todavía elcalorcillo del cuerpo de Rosina. Entornólos ojos, bien arropado, encogido

(Acá, miles de hombres y demujeres, y de ancianos y niños. Unos,

esperando la mañana; otros, temiéndola.Unos, escondidos; otros, pensando en unescondrijo. Al mismo tiempo, escenasde amor en las diez mil, en las cien milalcobas, en las innumerables alcobas. Yheridos y moribundos en los hospitales.¡Te quiero, te quiero, te quiero! ¡Doctor,doctor, doctor! Coroneles que dudan.Médicos que vacilan. Niños naciendo.¿Para qué matar? ¿Por qué morir? Si a lavida no se la puede extinguir… ¡Viva laRepública! Alguien escribe y escribe…Alguien piensa y piensa… Hay querecoger todo este dolor y quemarlo, todoeste dolor inútil, porque ¿qué quedaráde todo esto dentro de unos años? El

recuerdo en otros seres. Sólo unrecuerdo. ¿Quién me da las gracias? Ah,¿eres tú, Rosina? Vete, vete, Rosina.Estás helada, estás triste. ¿Por qué habrédejado abierta la puerta? Sí, claro, sóloel pestillo. ¿Que hubiera sido igual? No,no, no. Por favor, Rosina, hazme caso yvete. Tú puedes esperar. Tienes queesperar. No se ha perdido todo. ¡Rosina!¡No! Me parece bien que quieras darte aun hombre antes de morir. Pero tú no vasa morir, y yo no puedo ser para ti esehombre. Mira, la guerra pasa, se acaba yse empieza otra nueva vida. ¿Dóndeestás, Aurora? Te he perdido parasiempre. Pero te tengo a ti, Matilde.

Tengo a Matilde, ¿comprendes? Nollores, no llores, criatura. No llores.Algún día me lo agradecerás… Sí, algúndía. Anda, sé buena. Además, tedecepcionaría. De verdad. El amor tieneque madurar para que no duela yamargue. Entonces es hermoso. Eres unaniña aún. ¡Diecisiete años! ¡Una niña!Sí, una niña. Llora, llora si te hacebien… Ya reirás, pequeña, ya reirás, yvolverás a llorar, y a reír… Tápate bien.Así, y cierra la puerta… Adiós, Rosina.Verás cómo mañana te alegras…¡Mañana! ¡Mañana! ¡Mañana! Ma-ña-na,ma…ña…na… La puerta. Ma…ña…na…}

Y Olivares se quedó, al fin,dormido.

VIII

Cuando el vehículo alcanzó laglorieta de Antón Martín, Olivares sequedó asombrado. Una especie deahogo le apretó las vísceras,soltándoselas después bruscamente ydejándole una sensación de vacío eingravidez.

—¡Madrileños, a la lucha! ¡Pueblode Madrid, al combate!

Ése había sido su grito a través delaltavoz mientras subía por la calle de

Atocha, en aquella tarde gris denoviembre. Él veía salir gente de losportales, de las tabernas, de loscomercios, de las bocacalles… Veíaabrirse balcones y ventanas a su paso…Veía que hombres y mujeres le mirabany proferían gritos que él no podíaentender desde dentro de la cabinadonde iba encerrado…

—Es necesaria tu presencia enMadrid, Olivares.

—¿Otra vez a vueltas con el dichosocomisariado, Molina? No volveré másjunto a coroneles y generales. Prefierocombatir al lado de la tropa, con los

milicianos, ya lo sabes —y seacariciaba la escarapela que llevabasobre el corazón con las dos estrellasdoradas de teniente.

—No, no se trata de eso.—Entonces, ¿de qué, Molina?—El Gobierno y los comités

nacionales de los partidos y de lasorganizaciones sindicales, los diputadosy todo el aparato oficial han abandonadoMadrid sin preparar previamente laopinión. Ya lo sabrás, ¿no?

—Claro que lo sé.—Lo que quizá no sepas es que tal

hecho ha sido interpretado por muchosantifascistas como una huida ante la

inminencia de la caída de Madrid enpoder del enemigo, ¿comprendes?

—Naturalmente. ¿Y qué tiene esoque ver conmigo?

La comunicación telefónica esdeficiente. Se cruzan interferencias,ronquidos, cortes y trémolos.

—¡Habla fuerte, Molina!—¿Me oyes?—Ahora sí. Sigue.—Bien, Madrid está realmente

inerme. No tenemos municiones ni parauna hora de combate. El enemigo, aduras penas contenido en la Casa deCampo y en la Ciudad Universitaria,quiere entrar a toda costa. Es urgente,

vital, pues, contenerlo donde está hastaque lleguen los hombres y las armas queesperamos. ¿Me oyes?

—Sí. Sigue.—Bien. Hay que movilizar al pueblo

entero de Madrid y formar con él unaverdadera barrera de carne. Devolverlela seguridad. Enrabiarlo. Enloquecerlo,si es preciso. Hay que provocar otroDos de Mayo, ¿comprendes?

—Me parece muy bien. Sería muyhermoso.

—Pues contamos contigo para eso.—No sé cómo, Molina. No se me

ocurre.—Muy fácil. Se necesitan oradores

jóvenes para ello. Cada fracciónpolítica ha ofrecido unos cuantos, losmejores que ha encontrado, y nosotros tehemos elegido a ti. ¡Calla, calla! Estatarde estarán dispuestos junto alMinisterio de Comunicaciones varioscamiones con altavoces. Tú cogerás unoy te lanzarás con él por la ciudad, dandomítines relámpago en todas sus plazas yplazoletas.

—¿Y qué tengo que decir?—Eso es cosa que debes ir

pensando tú. Lo que se te ocurra.—¿A la desesperada?—Y tanto que a la desesperada.

Sólo la desesperación puede salvarnos.

Si el pueblo de Madrid reacciona, elenemigo no se atreverá a forzarmilitarmente su entrada en nuestracapital. Se calcula que traen veinte mil otreinta mil hombres a lo sumo, tropasescogidas, eso sí, pero insuficientespara ocupar tantas calles y edificios deuna población con un millón dehabitantes. Se perderían y seríancazados desde cada esquina, desde cadacasa. Eso, al menos, es lo que hay quehacerles creer. Así que…

—Bueno, bueno, ahora mismo pidoun coche y…

Pero no podía imaginar lo que le

esperaba. La glorieta de Antón Martínera una auténtica piña humana. Lamultitud había bloqueado un tranvía ensu centro, trepado por los postes,ocupado la marquesina del cineMonumental. Todas las bocacallesestaban taponadas por ella. Ventanas ybalcones, abiertos y engalanados conbanderas, parecían los palcos de unaplaza de toros en los momentos másdramáticos de una corrida, no viéndoseen ellos más que cabezas apelotonadas.Cerca de él, los rostros se asomaban alparabrisas y a los cristales de lasportezuelas de los costados. Federico seveía envuelto en caras humanas,

dislocadas en su imaginación como silas contemplase en un espejo de aguasmovedizas. Olas de estupor, de miedo,de ansiedad y de excitación ondulabanaquella superficie unánime y desigual deexpresiones y de identidades: hombres ymujeres, muchachos y muchachas,mozuelos y mozuelas, combatientesbarbudos, paisanos… Hasta divisó a loscamareros y a las fondonas asiduas delbar Zaragoza subidos en las sillas y enlas mesas de mármol… Ante tanabrumadora expectación, sentía secos lagarganta y los labios y que le temblabatodo el cuerpo. Le fue muy difícilcomenzar su: arenga.

—¡Madrileños! ¡Compañeros ycompañeras! ¡Camaradas! ¡Hombres ymujeres de Madrid!

Tal fue el saludo, que sonó como unadescarga de cañonazos en la gargantametálica del potente altavoz. Vio que elauditorio, hasta entonces inquieto ynervioso, se petrificaba en unaexpresión anhelante, como si todosaquellos rostros se hubieran fundido enuno solo y se disparó, arrebatado por laebriedad y el contagio emotivo, hacia lopatético y lo heroico, sintiendo dentrode sí los acordes profundos, retumbantesy enardecedores de todos los himnosguerreros y revolucionarios que había

oído en su vida, y viendo ante sí unaexasperada multitud corriendo a la tomade la Bastilla, atacando a los mamelucosen la Puerta del Sol, luchando en lasbarricadas de la Commune, resistiendo alos cosacos en Varsovia, asaltando elpalacio de Invierno de Petersburgo…De sus labios salieron los nombres deEspartaco y de Dantón, de Daoiz yVelarde, de Goya y Agustina de Aragón,del Empecinado y Rosa Luxemburgo…

—No importa que se haya marchadoel Gobierno a Valencia. Allí se sentirámás seguro, y vosotros también. Ahorapodremos pelear a nuestro gusto ydemostrar al mundo entero lo que es el

pueblo de Madrid, indomable,invencible. ¿Es que nos vamos a asustarporque el enemigo haya llegado hastanuestros suburbios?

—¡No! ¡No! ¡No! —gritaroninnumerables voces.

—Ahora es cuando empieza laverdadera batalla de Madrid. ¡Ahora!Una batalla que va a asombrar al mundo,porque el mundo va a contemplar cómoun pueblo sin armas ni organizaciónmilitar es capaz de contener a unejército disciplinado, compuesto portropas muy aguerridas y mandado poruna escogida oficialidad profesional. Yaestán acudiendo miles de obreros y

empleados para formar la barrerainfranqueable, la muralla revolucionariaque salve a Madrid de la garra delfascismo. Unos, abriendo trincheras;otros, levantando barricadas; los más,esperando en las líneas de combate aque caiga un compañero para coger sufusil. ¡Mujeres de Madrid! Vosotrastenéis que ser el alma de esta defensa.¿Cómo? Animando a vuestros hombres,empujándolos a la lucha, avergonzandoa los emboscados, porque las mujeresde Madrid sólo pueden querer a losvalientes…

Otras muchas frases semejantessalían disparadas como chispas por el

altavoz e iban a prender el espírituinflamable de aquella gente, frívolahasta entonces, pero enfurecida ya, enuno de esos súbitos arranques de lasmasas, para terminar en una fraseanónima que recorría la ciudad comouna consigna:

—¡No pasarán! ¡No pasarán!Terminada así su vibrante alocución,

mientras el «¡No pasarán!» retumbaba yenronquecía en innumerables gargantas,el vehículo que llevaba a Olivares quisoponerse de nuevo en marcha, pero lamultitud apretada a su alrededor se loimpedía. Fue necesario que Olivaresapelase una y otra vez a su buen sentido

y a su disciplina revolucionaria paraque, al fin, lentamente, deteniéndose yvolviendo a arrancar varias veces,consiguiese salir de allí.

En la plaza del Progreso se repitióla escena con las mismas características.Desde allí continuaron, sin detenerse,hasta la Puerta del Sol, cuyo espectáculodejó atónito al mismo Olivares.

La plaza estaba de gente hasta elcolmo. Aquello sí que era un mar decabezas, que recordaba el 14 de abril ouna noche de fin de año. Gran número deoradores espontáneos, subidos a lospostes, a las barandas o a los coches,arengaban a la multitud e invitaban a los

hombres a correr con las armas quetuvieran, o sin armas, a taponar lasbrechas por donde el enemigo pudieracolarse en Madrid.

—¡Madrileños, a las armas!¡Trabajadores de Madrid, al combate!

Voces roncas. Cancionesrevolucionarias. A veces, un clamorconfuso, pero potentísimo, que tal vez seoyera desde las mismas posiciones delos sitiadores.

—¡Hay que combatir con palos, conpiedras, con lo que sea!

Y el «¡No pasarán!» repitiéndose,saltando, quebrándose, arremolinándosey desbordándose después, como una ola

cimera convertida en espuma, porencima de las cabezas y llegando hastaun cielo de nubes bajas y sombrías.

De pronto, unos camiones intentandodesfilar, a toques de bocina y a losgritos de:

—¡Paso! ¡Paso!Unos camiones descubiertos desde

los que saludaban unos hombresportadores de picos y palas. En elcostado de los vehículos, unaspercalinas rojas con la inscripción«Sindicato de la Construcción», enletras negras. Detrás, otros camionestambién descubiertos, cuyos ocupantesno llevaban más impedimenta que una

manta casera enrollada al cuello, y, aligual que aquéllos, con el letrero a susflancos de «Sindicato de ArtesGráficas», «Sindicato de Agua, Gas yElectricidad»… Estos últimos llevabana los focos de combate el relevo dehombres sin armas ni municiones niorganización, bajo la consigna deesperar a que quedase libre un fusil.

El conductor que llevaba a Olivareshubo de dar un gran rodeo para salir a laGran Vía y poder llegar después a laglorieta de Bilbao, donde pronto lerodeó otra muchedumbre igualmenteconvulsa y ansiosa de que alguien ledijera lo que debía hacer. En esta

ocasión, cuando Olivares se hallaba enlo más agudo de su arrebato emocional,advirtió un movimiento extraño en elauditorio. En vez de dirigirse a él, losrostros miraban a lo alto y las manosseñalaban al cielo y se iniciaba unadispersión centrífuga entre los oyentesen dirección a las calles y a losedificios del contorno.

Fue una chispa de pánico que hizoque Olivares mirara también al cielo ypercibiese, bajo la capa apelmazada denubes, unas como guedejas negras quearrastraba el viento por encima de laplaza y que, al pronto, dada la poca luzque ya quedaba, podían ser confundidas

con trimotores en formación.—¡Calma! —gritó, interrumpiendo

su discurso—. No son aviones. ¡Sonnubes! ¡Mirad bien! ¡No son pavas! ¡Sonnubes!

Bastó su rápida apelación para queel movimiento de huida se contuviese.Por suerte también, las negras nubecillasempezaron a distenderse, con lo quequedó completamente desvanecida lailusión óptica, y Olivares pudo continuarhablando.

En las oficinas de la calle deFortuny todo era confusión y nerviosaquella noche. Se había efectuado una

urgente requisa de armas y los militantesmás allegados al comité habían montadoen las esquinas próximas al edificio, ydentro de él, un riguroso servicio devigilancia armada. Cualquiera quetransitase por sus alrededores eradetenido, cacheado e interrogado. Si sudocumentación estaba en regla, se ledejaba marchar; si no, se le retenía y sele recluía en el sótano.

Cuando llegó Olivares, llevabandetenidos ya tres sospechosos. Se lodijo Molina, a quien se tropezó en elvestíbulo.

—¿Qué vais a hacer con ellos? —quiso saber Olivares, un tanto alarmado.

—Es una simple medida deprecaución. Si no ocurre nada, losdejaremos libres por la mañana.

Molina, normalmente tranquilo yapacible, denotaba gran excitación.

—Nadie sabe lo que puede pasaresta noche —dijo—. El enemigo escapaz de abrir brecha por alguna parte,y, a favor de la oscuridad, sembrar laconfusión y el desconcierto y provocarel pánico en la población. En ese caso,los más temibles serían los de la quintacolumna, quienes, desde que se hanacercado a Madrid sus amigos, estánesperando la ocasión de echarse a lacalle y armar la de Dios es Cristo.

Estamos al borde del caos, y hemosdecidido defendernos juntos hasta elfinal. Por lo menos, que no nos cojandesprevenidos, ¿no te parece?

Por los pasillos y las secretaríaspasaban, entraban y salían, y volvían apasar, militantes armados que, a cadamomento, pedían información y que, alno obtenerla o al recibir noticias yaviejas, se quedaban perplejos, oprorrumpían en maldiciones o bien seconsultaban unos a otros para tomar unadecisión.

—Compañeros, el que quiera queme siga —oyó decir Federico a uno deellos—. Yo me voy ahora mismo al

Puente de los Franceses. No quiero queme pillen encerrado en esta ratonera.

Le siguieron unos cuantos.—De todas maneras —hablaba

Molina—, tenemos destacadoscompañeros en los puntos neurálgicos,con el fin de que nos avisen en caso deque el enemigo consiga infiltrarse en laciudad. Todos nuestros comités debarriada están igualmente alerta, para,en un momento dado, poder acudir todosa una allí donde sea necesario.

Las secretarias y mecanógrafashabían preferido también permanecerallí a pasar la noche en sus casas, dondepodrían quedar aisladas e indefensas.

Habían tomado a su cargo los pocosvíveres que se logró reunir, y seocupaban en preparar una ligera cena abase de pan, huevos duros, lechecondensada y coñac para todos.

Cuando, junto con Molina, penetróen el despacho de «Secretaría general»,se encontró allí a Raimundo, Tudela,Ángel y Lavilla, armados con pistolasde largos cargadores. En seguida echóde menos a Ramírez.

—Está reunido en sesión permanentecon el general Miaja, en su calidad demiembro de la Junta de Defensa —leinformó Molina.

—¿Y qué dice?

—Pues que Rojo está muy sereno yha empezado a poner orden en todo. Encuanto a Miaja, parece que hareaccionado también con muchaentereza. Los dos confían en que, con unpoco de suerte, se pueda contener lapresión del enemigo durante unos díaspor lo menos. Los últimos combates hansido muy duros y el enemigo ha tenidomuchas bajas. Las tropas de Varela sehan encontrado con una resistencia queno esperaban y en un terreno que no esel suyo. La caballería mora ya no asustatanto como en campo abierto. En fin, queal menos se lucha y ya nadie piensa enretiradas. Claro, la situación sigue

siendo gravísima. Cualquier error puededar al traste con todo. Lo peor de todoes que estamos sin municiones. Por eso,como te decía antes, nadie sabe lo quepuede pasar esta noche. Depende de queel enemigo pueda o se atreva aaventurarse por las calles de Madrid…

Mientras hablaba, Molina dio albotón de la radio, instalada en unamesita auxiliar, y luego se sentó aescuchar.

—¡Compañeros del Sindicato de laConstrucción —decía una voz quesonaba lúgubremente—, acudid convuestras herramientas a los locales delSindicato, donde se están organizando

brigadas de fortificaciones! ¡El enemigoestá a las puertas de Madrid!

Repitió el texto varias veces.Olivares y sus amigos escuchabanmordiendo sus pitillos, pálidos,nerviosos. Volvió a oírse la misma voz:

—¡Que todos los compañeros de losSindicatos de Banca y Bolsa y deDependientes de Comercio acudan a suscentros para formar batallones derelevo! ¡Que ni un solo fusil deje dedisparar!

Y, tras las consabidas repeticiones,otra angustiosa llamada a la solidaridadde los trabajadores madrileños:

—Compañeros metalúrgicos…

Molina ahogó la triste voz y se hizoel silencio.

—Has hecho bien en cortar —dijoluego Raimundo—. No hay quien loaguante. Parece una agonía… Molina lemiró y luego cerró los ojos.

—¿Y qué otra cosa es sino unaagonía? —preguntó Tudela.

—Sí —y Molina dio un puñetazosobre la mesa—, y lo peor es que nadapodemos hacer para aliviarla. Nos pasaa nosotros lo mismo que al médico quetodo lo espera ya del mismo enfermo,después de que han fallado todos losremedios.

Se quedaron otra vez callados y al

rato dijo Tudela:—Propongo que juguemos una

partida de algo…Pero en ese momento sonó el

teléfono. Todas las miradas se volvierona él.

—¿Quién será? —se preguntó a símismo Molina, en voz alta.

Seguía sonando, pero nadie seatrevía a cogerlo. Por fin Olivares hizointención de levantarse e ir hacia elaparato, pero se le adelantó Molina,diciendo:

—Deja.Olivares se quedó quieto y Molina

descolgó el auricular y se lo llevó

lentamente a la oreja. Escuchó duranteunos segundos sin dejar traslucir ningunaemoción, mientras los demás le mirabancomo hipnotizados, pero pronto se leanimó ligeramente el rostro y suspequeños ojos empezaron a brillar conviva e intensa avidez. Entonces, suscompañeros se levantaroninstintivamente y fueron a rodearle,como si así no pudieran perderse ni unasola de las palabras que llegaban, nadiesabía desde dónde, a través del hilotelefónico. A una señal de Molina, sequedaron inmóviles, mientras decía a sulejano comunicante:

—¿De veras? ¿No se trata de otro

falso optimismo para engañarnos? —y,tras escuchar de nuevo, añadió—:Podremos resistir dos, tres días quizá,pero no mucho más.

Al terminar, y aun pretendiendodominarse, no pudo disimular labocanada de esperanza que le habíaentrado en el pecho.

—Ha sido una conferencia. ¡DesdeAlbacete!

Estas palabras y la forma de decirlasaumentaron aún más la expectación delos otros.

—Dicen nuestros compañeros deAlbacete —prosiguió— que hay allíverdaderas montañas de material de

guerra de todas clases: ametralladoras,fusiles, bombas, qué sé yo… Que elúnico problema que tienen es eltransporte, pero que ya está en vías desolución y que si aguantamos un par dedías, o tres, la Junta de Defensa deMadrid podrá disponer de todo lo quenecesite.

De pronto, Lavilla rompió a reír.

Al salir a la Castellana, que eracomo un bloque compacto de sombras,Federico ordenó a Tomás que detuvieseel coche, y, al cesar el resoplido delmotor, empezaron a oír ráfagas deametralladoras y explosiones de bombas

de mano como si el combate sedesarrollara por los alrededores. ¡Taca-taca-ta! ¡Bum! iBum! Y disparos enmasa de fusilería. Nada, sin embargo, semovía por allí.

—Es un efecto del eco —murmuróOlivares—. O tal vez cosa del vientoque sopla hacia aquí…

—De todas maneras, no me gusta.Debimos quedarnos a pasar la noche conlos demás compañeros. Olivares le diocon el codo.

—Venga, hombre. Ésta no es unanoche para estarse quieto esperando,¿comprendes?

Se producían breves intermitencias

en el tiroteo para reavivarse nuevamentecon más furia y dar la sensación de quelos combatientes podrían surgir detrásde cualquier esquina.

—Si te pones así… —cloqueóTomás—. A mí tampoco me gustan lasratoneras.

—Pues eso. Anda, sigue.Cruzaron la gran avenida arbolada

sin advertir nada sospechoso, pero altomar la calle llamada de la Ese, oyeronunas roncas voces conminatorias:

—¡Alto! ¡Alto!Tomás detuvo el coche de un brusco

frenazo e, inmediatamente, surgieron delas sombras unos hombres armados que

los enfocaron con sus linternas.—¡Esos faros! ¡Apágalos! —le

ordenó una voz irritada.Tomás obedeció sin rechistar,

mientras por las ventanillas asomabanlos cañones de unos fusiles que casi lesrozaban el pecho.

—¡Salud, camaradas! —dijoOlivares, aparentando serenidad—.¿Qué pasa?

Pero, en vez de contestar a susaludo, gritaron a la vez tres o cuatro deaquellos hombres:

—La documentación. ¡Rápido!Olivares pudo comprobar entonces,

mientras repasaban su carnet a la luz de

las linternas, que se trataba de un grupode milicianos apostados allí por algúnpartido u organización antifascista enmisión de vigilancia.

—Está bien. Podéis seguir, pero conlos faros apagados, no vaya a ser que osfrían por ahí. Hay mucho tomate estanoche y hacéis un blanco fetén. ¡Hala!

—¿Hay más controles calle arriba?—les preguntó Olivares al arrancar.

—Muchos.El miliciano se quedó rezongando

algunas palabras que ya no pudieronentenderle. La estrecha y retorcida calleestaba totalmente a oscuras y solitaria, yparecía que el coche fuera levantando

miedo al recorrerla. Cruzaron la deSerrano, igualmente abandonada, pero altomar la de Juan Bravo, le salió al pasootra patrulla.

—¡Alto! ¡Alto!Otra vez las linternas y los fusiles

por las ventanillas.—¿Por qué lleváis apagados los

faros? —les preguntaron.—Oye, compañero, ¿qué juego es

éste? —gruñó Tomás—. Los del otrocontrol nos han obligado a apagarlos.

Entonces sonaron unos tiros por allícerca, pudiéndose percibir el chasquidode las balas al pasar zumbando porencima de sus cabezas.

—¿Juego, eh? Pues ya estáis viendolo que pasa. La gente está nerviosa y tiraa todo lo que se mueve. Además, creoque anda por ahí un coche que se dedicaa tirar ráfagas de fusil ametralladorcontra los puestos de vigilancia.

—¿De la quinta columna?—Pues claro. ¿De quién va a ser si

no?Sonaron más disparos, secos,

restallantes. Ya les habían revisado ladocumentación.

—Seguir, seguir —les dijo uno delos milicianos.

—Bien, pero ¿con los farosencendidos o con los faros apagados?

—le preguntó Tomás.—Como quieras. Tú verás.—¿Qué hago, Federico?Federico dudó un instante.—Sigue a oscuras —decidió al fin

—. Yo creo que es lo mejor, pero dalefuerte. A ver qué pasa.

Tomás hizo los cambios con rapidezy obligó a tomar al coche toda lavelocidad que pudo. Así pasaron todoslos cruces hasta llegar al de Velázquez,donde los detuvieron nuevamente. Aldisminuir el ruido del coche fue cuandose dieron cuenta de que el tiroteocallejero se había extendido poraquellos contornos.

Algunos milicianos, rodilla en tierray resguardándose tras los troncos de losárboles, disparaban a discreción entodos los sentidos.

—Pero ¿a quién tiráis? —preguntóFederico al que trataba de ver sudocumentación con la cabeza metidadentro del coche y alumbrándose con laluz del cigarrillo.

—¡Coño, a los que nos tiran anosotros! Nos tiran desde todas partes.

—¿Quiénes?—Y yo qué sé: pacos. Emboscados.Siguieron, pisando Tomás a fondo el

acelerador.—¿Adónde vamos, Federico, a todo

esto?—A ver si podemos llegar siquiera

a la calle de Alcántara. Pero al sentirunas ráfagas de ametralladora muycerca, ordenó a Tomás:

—¡Para, para!Acababan de atravesar Príncipe de

Vergara. Una bala rozó la chapa delFord. Disparaban con más furia portodas partes y se oían gritos de ¡Alto,alto! Se acercaba a toda velocidad uncoche que soltaba rociadas de balascontra todas las bocacalles que cruzaba.

—¡Al suelo, al suelo, Tomás!Saltaron rápidamente y se tumbaron

junto al bordillo de la acera. Alguien

gritaba, herido. El coche ametrallador sehizo casi tangible y un chorro de plomosalpicó la calzada.

—Ése será el coche fantasma de quenos hablaron los milicianos —murmuróTomás.

Pero debía de haber más cochesfantasmas, porque se aproximaba otro,calle Juan Bravo abajo, despidiendocentellas.

—Hay que apartarse de nuestrocoche, ¡rápido!, porque lo va aacribillar ése —dijo Federico al tiempode echar a correr, encorvado, dejándosecaer luego, como a unos cincuentametros más adelante, otra vez al suelo.

Tomás le imitó y no habla hecho másque amagarse cuando el segundoautomóvil fantasma se detuvobruscamente, entre chirridos de llantas yfrenos, en la esquina. Alguien dijoentonces dentro de él:

—Tira por aquí. Hay que cortarle.Y tiró por la calle de Porlier, a la

derecha, con rumbo a Diego de León.Cuando desapareció, dijo Federico:—Parece que éste va persiguiendo

al otro.—Lo que parece es que se han

vuelto fantasmas todos los coches estanoche.

—Puede que tengas razón, ¿sabes?

Continuaron tumbados a pesar deque, después de tantos retumbos ytraquidos, habíase quedado la calle ensilencio, en un silencio irreal, manso,aplomado.

—No me fío —murmuró, noobstante, Federico—. Esta calmarepentina parece una trampa de cazador.Quizá haya ahora mismo, muy cerca denosotros, muchos ojos puestos en la miradel fusil…

—Sí, a mí también me da malaespina.

Hubo una pausa y, de repente, dijoOlivares, reprimiendo la voz:

—Mira.

Doblando la esquina y arrimado a lapared, apareció el bulto de un hombre.Andaba unos pasos y se detenía.

Federico apercibió la pistola y lalinterna y, cuando el solitario caminanteestuvo ya a dos o tres pasos de él, leenfocó la luz a la vez que le ordenabaque se detuviese, añadiendo:

—¡Manos arriba!El desconocido se detuvo con los

brazos en alto, tratando de esquivar laluz de la linterna, que le deslumbraba yle impedía ver a sus asaltantes.

—¡No te muevas! —le ordenóFederico, que ya estaba a su lado.

Él y Tomás le apuntaban con sus

pistolas. Ahora les tocaba a ellos pedirla documentación. La llevaba en elbolsillo superior izquierdo del «mono»:un carnet de la U.G.T.

—Bien, pero ¿adónde vas?Era un hombre de unos treinta años,

moreno, ceñudo. Miraba de frente ycontestó sin inmutarse:

—Soy de la construcción, ¿no? Puesa mi sindicato.

—¿Y las herramientas?—No sé de qué iban a servirme la

llana y la paleta en el frente. Ya medarán allí un pico o una pala si quierenque fortifique.

Federico le miraba directamente a

los ojos mientras hablaba. El ser tanjoven, y albañil por más señas, y noestar encuadrado en las milicias, le hizosospechar.

—¡A ver las manos! —pidió Tomás.El hombre sonrió y sacó las palmas

de sus manos al aro de luz de la linterna.Eran, sin duda, de trabajador manual.Entonces Federico le dejó marchar, nosin advertirle:

—Ten cuidado no te frían.—Descuida.—¡Salud!—¡Salud!Y reanudó su camino al abrigo de

los muros de las casas.

—¿Qué te ha parecido? —preguntóTomás.

—¿Y qué sabe uno? Puede ser loque dice y parece, y puede ser locontrario. En este follón, ¿cómo saberquién es quién?

—Desde luego —y, tras una pausa,añadió—: ¿Y qué hacemos ahora?

Federico miró en las dosdirecciones de la calle. Continuaba latregua.

—No pensarás irte ahora al Puentede Vallecas, ¿eh?

—Quita, hombre.—Pues vámonos de aquí antes que

empiece otra ensalada de tiros.

Echaron a andar ciñéndose tambiéncuidadosamente a las fachadas, ensilencio y atentos al menor asomo depeligro. No tuvieron que andar mucho y,justo cuando se inició de nuevo eltiroteo, se encontraban ya ante unaespecie de hotelito, en el hueco de cuyapuerta se cobijaron.

—¿Quién vive aquí? —preguntóTomás, intrigado.

—Ahora lo verás —respondióFederico con sorna.

Pulsó un timbre y esperaron. Así treso cuatro veces, hasta que sintieroncorrer una mirilla y oyeron después unavoz de mujer que preguntaba:

—¿Quién es?—Abre, soy Federico Olivares.—¿A estas horas, hombre?—Cuando se puede, rica—¿Vienes solo?—No. Traigo un buen amigo.Se cerró la mirilla y se descorrieron

unos cerrojos.—Pasad.Entraron en un vestíbulo

completamente a oscuras, que olía aperfume de mujer. Esperaron. La mujerinvisible corrió una cortina.

—Vamos, no seáis pazguatos —dijo.—Es por no rompernos la crisma,

¿comprendes?

La mujer pasó junto a ellos, rozandosuavemente el aire, y encendió una tenueluz roja. Entonces apareció ante elloscubierta con una vistosa bata de seda.Era rubia, madura, pero todavía de buenver. Estaban en una salita de butacas ydivanes.

—¡Buenas noches, madame Tedy! —saludó Federico.

—¡Hola! De ser otro, no abro.—Y hubieras hecho bien. ¿Hay niñas

libres?—Todas.Federico miró a Tomás por primera

vez desde que entraron allí.—Estupendo, ¿no, Tomás? A elegir.

Te aseguro que todas son guapas.Tomás, que sonreía para disimular

su embarazo, se quitó la gorra «Durruti»que llevaba encasquetada y dijo,torciendo los labios:

—Tengo buen diente, no tepreocupes.

—Ya me lo suponía, hombre —y,dirigiéndose a madame, agregó—:Acompáñale, que yo sé ir solo a lahabitación de Marilú.

Madame Tedy movió la cabeza.—Pero, hombre, ¿cómo se te ha

ocurrido a estas horas…? Federico seencogió de hombros.

—La lluvia, mujer, la lluvia.

—Pues habla bien aquí para serfrancesa —dijo Tomás, moviendoadmirativamente la cabeza.

La mujer rió. Federico, que ya subíala escalera, se volvió para decir:

—Sí, de Guadalajara. Francesa deGuadalajara. Aquí todo es legítimo —y,encarándose con la mujer, preguntó—:¿No tendrás gato encerrado, eh? Quierodecir algún tío.

Ella negó con la cabeza.—Ni mi tormento ha venido. Puedes

mirar todas las habitaciones si quieres.—Lo haré. No está la noche para

bromas.Pero las cinco mujeres dormían

solas. Tomás y madame Tedy esperabanen el pasillo. Federico advirtió a Tomásantes de desaparecer en una de lashabitaciones:

—Y la pistola en la mesilla. Por silas moscas, ¿eh?

—De acuerdo.Federico cerró con llave la puerta

de la alcoba y se quedó un momentocontemplando el plácido rostro deMarilú al suave resplandor de lalámpara de noche. Luego se desnudórápidamente, procurando no hacerningún ruido, y se metió en la cama, nosin preparar antes la pistola, que dejósobre la mesilla.

Se fue arrimando poco a poco aMarilú. Le acarició la mejilla, le alisóel suelto cabello y, de pronto, ella abriólos ojos, asustada.

—¿Quién está aquí? —preguntó,volviendo hacia él la cara.

—Yo, monada, ¿y qué?—¡Qué susto me has dado!—Vaya, vaya…—¿Y cómo se te ha ocurrido venir

tan tarde?Pasó un brazo bajo su nuca, volvió a

acariciarle con la otra mano lospárpados y la mejilla, y le contestó:

—Porque no es noche para dormir,¿comprendes? Se oyeron disparos en la

calle.—¡Virgen!Y Marilú se cobijó en él con los

ojos cerrados.* * *Matilde abrió los ojos

perezosamente y vio que ya entraba laluz mañanera por las rendijas de lapersiana. A su lado dormíaplácidamente Federico y había en tornouna quietud tibia, de seda. Todos losrecuerdos de la noche estaban vivosaún, retenidos en aquella atmósferaíntima y reveladora.

Cuando se encuentran, al anochecer,en la acera de la Puerta del Sol donde se

conocieran unos días antes, ella esperatímidamente y él se acerca con los ojosmuy brillantes y la abraza sin pronunciarpalabra.

—Ahora voy a estar en Madridquizá una semana —dice a borbotones—. Hemos venido a reorganizar elbatallón, que se ha quedado en cuadrodespués de los combates de estosúltimos días.

Madrid está aún muy atemorizado yla gente pasa muy de prisa por su lado,como escurriéndose entre las sombrasque anuncian una noche más de angustia.

—Pero no hablemos de eso ahora —añade él—. Vámonos al hotel Capitol,

donde la otra vez, ¿quieres? Cenamos yluego…

Matilde se agarra fuertemente a subrazo. Tiembla.

—No. Allí se oyen los tiros muycerca. Me da miedo. Me da horror laguerra, Federico.

—Está bien. Vamos. Sé dondepodremos estar tranquilos.

En la esquina de la calle dePreciados aún humean unas ruinas. Elcafé Colonial es otro montón depavesas. Los bombardeos aéreos hansembrado ruinas y cenizas por toda laciudad.

Andan cogidos por la cintura.

—Verás. Cenaremos. Creo quetodavía dan de comer en el Nacional. Ybeberemos un poquito, ¿qué te parece?

Matilde, con los ojos muy abiertos,revivió los momentos inolvidables. Eltecho de la habitación estaba pintado deoscuridad. Oía la respiración profunda ylenta de Federico. Sentía su calor y leenternecía la contemplación de suabandono, de su confiada entrega.

—¿No vas a llamar a tu casa?—No. Ya dije a mis padres que no

volvería esta noche, que tengo que velaren el hospital de sangre.

—¿En cuál, Matilde?—En uno que ha organizado el

Socorro Rojo últimamente. Tengo unconocido allí. Voy todos los días.Ayudo en lo que puedo. Como y mellevo alguna comida para casa,¿comprendes?

La habitación es muy confortable. Suventana da al paseo del Prado.

—Casi no nos conocemos —dice él— y, sin embargo, me parece que heestado toda mi vida buscándote.

—¿No tenias novia en aquel pueblo?—Sí.—¿Has vuelto a saber de ella?—No.—Entonces…—Ha pasado un siglo, Matilde. Lo

de antes ya no existe. No volverá nunca.Lo mataron y no resucitará.

—Es cierto, Federico. Pero a mí mehubiera gustado conocerte en otrascircunstancias para que mi hijo fueratambién tuyo.

Él la besa largamente en la boca y lasiente estremecerse y palpitar entre susbrazos.

—Lo importante es que nos hayamosencontrado y que ahora estemos solos enel mundo, ¿no?

A ella le parecen enormes,irresistibles, los ojos de Federico, ycierra los suyos. Siente cómo sus manosvan sembrando un hondo calor por todo

su cuerpo, y se abandona.Federico movió un poco la cabeza y

paladeó. Luego estiró los brazos hastatocarla. Sus manos la seguían buscandoen sueños, y se quedó quieta. Las estríasde la persiana eran como la escalaluminosa por donde bajaba el nuevo día.

—Me hacen mucha gracia —dice él,sonriendo.

—¿Qué es lo que te hace gracia?—Esos dos dientes tuyos un poco

separados. ¿Es que eres mentirosa?—A veces.—Bueno es saberlo.Se siente otra vez ella. Le tapa los

ojos con las manos y dice:

—Pero para ti, no. ¿Por qué habríade mentirte?

Él no intenta siquiera librar a susojos de la presión de aquellas manossuaves.

—No sé, no tengo experiencia, perodicen que a las mujeres os gusta mentirporque sí, sin malicia muchas veces.

—¿Que no tienes experiencia?—No. De veras.—¡Qué tonto eres! ¡Y qué

embustero!Era claro que ya empezaba a

ascender desde las profundidades delsueño porque estiró las piernas, suspiróy la atrajo más hacia sí. Ella permaneció

inmóvil.—¿Y los hombres? También os

hacéis los misteriosos.Se miran de frente, con las cabezas

reclinadas en la almohada.—¿Misteriosos los hombres? ¡Bah!—Sí. Por ejemplo, tú no me has

dicho todavía a qué te dedicabas antesde la guerra.

Él sonríe.—¿Qué crees, que era algo

importante? Pues no. Sólo un maestro deescuela. Un vulgar maestro de escuela.

Ella le mira un instante de hito enhito, en silencio.

—¿Y te gusta serlo?

—Sí, creo que nací para ello.—Los niños…Sí. Los niños son lo mejor de este

mundo, lo más hermoso, lo únicoincontaminado. ¿Tú qué crees? Pero envez de contestar, le pregunta:

—¿Y qué les enseñabas? ¿La tablade multiplicar, los ríos y las montañas,los reyes godos y todo eso?

—Y algo más, mujer.—¿Algo más? No irás a decirme que

los hacías revolucionarios también, ¿eh?—Pues, en cierto modo, tal vez.—Anda, que como te hubieran

cogido… ¡Pobrecillo!—Pues estuvieron a pique…

—Anda, dime, ¿qué les contabas?Te estoy viendo rodeado de chiquillos—y cierra los ojos.

—Les explicaba cosas. Les leíacosas… Quería que empezaran a teneruna idea de lo que les aguardaba cuandofueran mayores. Por ejemplo, lasinjusticias. Y que comprendieran que nose puede vivir sin los demás. Que todoslos hombres tienen derecho al respeto, ala ayuda y a la compasión de sussemejantes, y también a la felicidad.Que el ser pobre o rico, alto o bajo,guapo o feo, son circunstancias fortuitas,porque nadie puede elegir a sus padresal venir a este mundo y, por

consiguiente, ni el país, ni la posiciónsocial, ni la cultura, ni las creencias enque ellos viven.

—¿Y te entendían?—Algo les quedaría, pienso yo. Ya

lo comprenderían después cuando fueranmayores.

—Eres un soñador, Federico, y uncielo.

—No lo creas. Lo que soy, en elfondo, es un gran egoísta. Sí, sí, no terías. Es la verdad. Para estar satisfecho,tranquilo y feliz, es necesario que losdemás lo sean también en la medida delo posible. No entiendo cómo hay quiense coma a gusto un filete viendo que a su

alrededor la gente bosteza de hambre.Ahora mismo, ¿tú crees que nosotrostenemos derecho a la felicidad de estosmomentos mientras otros se baten amuerte en la Ciudad Universitaria?

Queda incontestada la pregunta. Seabrazan, sintiendo cada uno el golpeteodel corazón del otro.

—Bueno, si muriésemos juntosahora… —murmuró ella.

Federico se removió otra vez. Laoscuridad condensada y pegada al techode la alcoba empezaba a desvanecerse.En la de al lado sonaron los grifos delagua. Pasaron unos camiones chirriandopor la calle.

—¿Oyes?Ulula el aire.—¡Las sirenas! ¡Apaga la luz!Quedan a oscuras. En efecto, afuera

ladran las sirenas con terroríficoclamor. Él salta del lecho y corre a laventana.

—Ven pronto, Matilde.Ella le sigue. Están desnudos.—Espera.Y él vuelve por una manta y se lían

los dos en ella, cuerpo contra cuerpo,carne contra carne.

—En el hueco de la ventana esdonde se está más seguro, si es que hayalgo seguro ahora —dice él.

Suenan portazos por todas partes yse oyen alocadas carreras por los largospasillos del hotel. Y voces. Muchosnombres desconocidos se revelan depronto. Muchos seres ignoradosadquieren realidad viva de repente.

Al abrir la ventana, el espantosomugido casi los tira de espaldas.

—Llevan varias noches igual —diceella, tiritando.

Dos potentes chorros de luz braceannerviosamente en el oscuro cielo de lanoche para atrapar a los avionesincursores.

—¡Ya está! ¡Han cazado a uno! —grita Federico. Parece como si

parpadease el avión, deslumbrado. Lasametralladoras antiaéreas disparan susfuegos artificiales.

—¡Maldita sea!Los reflectores siguen rastreando el

cielo como podencos encelados, pero esevidente que la pieza se les haescabullido entre la apretada maleza delas nubes y de las tinieblas. A poco, lasametralladoras enmudecen.

—¡Gracias a Dios que no hadescargado! —suspira ella. Tiritan losdos y ella empieza a dar diente condiente. Tras una pausa, dice él:

—Se ve que lo que pretenden esasustar y mantener la ciudad en vilo.

Quitarle el sueño y desmoralizarla.—Cierra, por favor, no puedo más.Aunque algo amortiguados, los

aullidos de las sirenas espeluznantodavía. La pareja sigue la caza a travésde los cristales, pero ella desiste enseguida y se cubre la cabeza con lamanta. Murmura:

—Quisiera que estuviésemos muylejos de aquí, no me importa dónde.Aunque fuera en un monte o en una islasolitaria. Lo único que me importa esvivir…

Federico dio un respingo y abrió losojos. Al ver que Matilde le estabamirando, le preguntó, sobresaltado:

—¿Qué hora es?—Más de las ocho —contestó ella,

sonriéndole.—¡Rediez!De un bote se sentó en la cama. Se

restregó los ojos y, mientras se echabahacia atrás el cabello, peinándoselo conlos dedos, siguió hablando:

—Y tengo que estar en el cuartel deZurbarán antes de las nueve… ¡Menudotrabajo me espera allí! Habrán llegadoseguramente los voluntarios de Cuenca,a los que hemos de instruir y equipar enmenos de una semana, eso si no tenemosque volver al frente antes, sea comosea…

Como Matilde siguiera callada, sevolvió a mirarla.

—Eso ya no te gusta, ¿verdad?Ella movió negativamente la cabeza

antes de preguntarle:—¿Y a ti, Federico?La penumbra no les permitía verse

las caras y mucho menos aún buscarserecíprocamente la verdad en el fondo delos ojos. Por eso Federico se inclinósobre ella y le sembró de besos lasmejillas, la frente, los párpados y loslabios. Luego dijo:

—No es que me guste o deje degustarme. Se trata de cumplir con mideber. No, no me gusta ningún sistema

de matar. No, me repugna, pero tal comose han puesto las cosas, no hay másremedio que seguir adelante. Si nopeleáramos, los otros nos aplastarían. Ysi esto es malo, aquello sería aún peor.No hay salida, como ves. Esto es loterrible: tener que emplear un método enque uno no cree y con el que no estáconforme. Pero yo no lo he elegido,¿comprendes?

Matilde, por toda respuesta, seabrazó a su cuello, murmurandodébilmente:

—¡Calla, por favor, Federico!Cayeron sobre la almohada en

silencio y quedaron fuera del tiempo, sin

más conciencia que la de su íntimocontacto, hasta que, primero débilmentey luego con creciente fuerza, empezó aoírse el clamor acompasado de muchasgargantas varoniles. Era como un fragorque avanzara con el viento, solemne,multitudinario, casi religioso.

—¡La Internacional! —exclamóFederico, desasiéndose de Matilde—.¿Oyes? Es la Internacional.

Ambos escuchaban, conteniendohasta la respiración.

—¿Qué pasará?Y Federico, no pudiendo ya dominar

su impaciencia, saltó al suelo y corrió ala ventana. A cada tirón que daba a la

persiana, se vertía en la alcoba unabocanada más de luz grisácea ytemblorosa, hasta que aquélla quedótotalmente recogida y la habitación,inundada de una claridad macilenta.Entonces miró a la calle. Desde laglorieta de Atocha, y a todo lo largo delpaseo del Prado, la mañana era uncuajarón de niebla que se había quedadoenganchada en los árboles y que yacomenzaba a derretirse. Siguiendo esamisma dirección, avanzaba cantando unacolumna de hombres uniformados yarmados.

Federico se volvió para buscar conla vista su capote. Lo descubrió sobre

una butaca y fue corriendo por él. Se lopuso y volvió a la ventana, que abrióentonces de par en par. El clamor sehizo más intenso y vibrante. Era, enefecto, la Internacional, cantada, envarios idiomas extranjeros a la vez, portres hileras de hombres que desfilabanal paso marcial de sus botasclaveteadas.

—Ven, Matilde, corre —gritóFederico—. Son los internacionales queesperábamos. Antifascistas extranjerosque llegan desde todas las partes delmundo para ayudarnos en nuestra lucha.

Pero Matilde no se movió de lacama. Federico, profundamente

excitado, siguió expresando en voz altalas impresiones y los pensamientos queaquel inesperado espectáculo promovíaen su espíritu:

—¡Qué tipos, Matilde! Los hay hastade cuarenta años y más… Hombreshechos y derechos, no muchachos…Fuertes, optimistas, bien equipados…Revolucionarios de todos los países…Quizás, entre ellos, socialistasaustríacos, comunistas de Bela Kun,anarquistas suecos y franceses,militantes antifascistas alemanes eitalianos… ¡Cualquiera sabe! ¡Y québien marchan! ¡Cómo se ve que sonveteranos de guerras y revoluciones! ¡Y

qué material traen! ¡Mira lasametralladoras de carro! ¡Ay, si lashubiéramos tenido desde el principio!—y, tras una breve pausa—: ¿Y adóndeirán? Seguramente, de cabeza alcombate.

¡Matilde, Matilde! ¡Estos hombresvan a cambiar las tornas en el frente!¿No te das cuenta? ¿No te das cuenta,Matilde, de que la guerra puede serahora cosa de pocos días? Una solabatalla más, todo lo terrible que sequiera, pero una sola batalla, y se acabó.Como en una revolución, ¿comprendes?

Se volvió, humedecidos los ojos porel frío y el entusiasmo, pero se quedó

desconcertado al ver que Matilde seguíainmóvil, con los ojos cerrados yarropada hasta la barbilla.

—¡Matilde!Corrió a ella y la abrazó. Matilde

abrió entonces los ojos llorosos.—¿Crees que acabará ahora la

guerra, Federico?—Pues claro que sí. Antes de fin de

año. Ya lo verás, mujer.La Internacional, siempre

ininteligible, pero enardecedora en lasvoces broncas y viriles de losvoluntarios extranjeros, empezaba aalejarse, y lo mismo el ruidoacompasado de sus botas herradas sobre

el asfalto.

IX

Madrid sacó sus miserias al primersol de la primavera. La Castellanaamarilleaba, aunque débilmente todavía,entre los ateridos árboles en cuyasramas apuntaban las yemas reventonas.La gente, entre ella algunos niñospálidos, acudió al paseo aquella mañanamarceña a orearse, como a sacudirse laceniza del invierno, tras las últimasjornadas de tiros en sus calles y connubarrones grises en lo alto. Aúnaparecía enfundada en sus viejosgabanes y arropada con tapabocas y,

aunque flaca y ojerosa, hacía gala de unasonrisa cuyo recóndito sentido setransmitía con las miradas. Era como uncomienzo de conjura o conspiración dela alegría de vivir, apenas sofrenada ydisimulada. Hasta los hombres vestidosde uniforme, que iban y venían engrupos, o charlaban en corros,mostraban un talante eufórico. Lacirculación rodada por el centro y lascalzadas laterales, si bien reducida acoches y camiones militaresenmascarados, no infundía temor nilevantaba expectación alguna. Los queocupaban los vehículos iban tranquilos,despreocupados, sin asomo de recelo o

inquietud. Madrid recobraba sufisonomía anterior a la algarada decasadistas contra negrinistas y quizás,observándolo bien, con un ligero matizmás frívolo y optimista que decostumbre.

Ramírez lo percibió bien claramentey así lo hizo saber a su amigo, mirándolecon sus ojillos cargados de malicia:

—Cualquiera diría que la guerra haterminado.

—Por lo menos, eso se piensan —comentó Olivares.

—Pues me parece que se engañan.Todavía hay guerra para rato.

—¿Tú crees?

—Y tanto, Olivares. No han hechomás que empezar las negociaciones dela junta con Burgos. En este momentoestán allí los enviados de Casado y noes cosa de cuatro días llegar a unacuerdo. Luego habrá tres o cuatromeses más de tiempo para ir evacuandopaulatinamente nuestra zona. Así que…

Estaban mirando al paseo desde unade las ventanas del palacete de laPresidencia del Consejo, y el débil solles daba en los ojos.

—Ya me lo ha dicho Molina, ya,pero, la verdad, no paso a creerme quetodo vaya a resolverse tan fácilmente.

—No lo dudes, hombre. Le conviene

a Franco y nos conviene a nosotros. Porotra parte, a las democracias les interesatambién que el desenlace tenga lugar deesa manera.

—¿Y qué les importa a lasdemocracias cuál sea el final despuésque nos han dejado llegar a él en laspeores circunstancias?

Después de hacer un gesto con elque trataban de darle a entender que setrataba de altas razones fuera delalcance de su cerebro, se dignóexplicarle:

—Sí, porque una paz negociada conFranco salvaría el último jirón de suprestigio, ¿no comprendes? Son

cuestiones de política internacional,hombre.

No obstante, Olivares moviódubitativamente la cabeza.

—No sé, tal vez a mí se me escapeel meollo de la cuestión, pero me pareceque, después de la «semana del duro»,nos hemos quedado sin ejército y sinmoral de combate. En esas condiciones¿qué podemos ofrecer en ese trato quese está discutiendo en Burgos?

—¿Que no? —replicó Ramírez,compadeciendo con el gesto y la miradaa su amigo. ¿Te parece poco dejarle alvencedor todo en orden y limpio deenemigos? Nosotros nos iremos y así

podrá él tomar posesión de nuestroterritorio sin tener que mancharse depolvo las botas, ¿no comprendes? Yaestá Besteiro en tratos con las potenciasdemocráticas con objeto de que nosfaciliten barcos para la evacuación detodo aquel que quiera marcharse.

Olivares volvió a menear la cabezay, respirando hondo, exclamó:

—¡Ojalá, Ramírez! ¡Ojalá sea así!Se quedaron callados con las

miradas perdidas entre la arboleda delpaseo. A sus espaldas se oían órdenesen voz alta y ruido de mueblesarrastrados de un lado para otro.Numerosos hombres llevaban de aquí

para allá máquinas de escribir, mesas,ficheros, divanes, alfombras…

—Eso es para el despacho delgeneral Miaja.

—¿Y esta máquina de escribir?—Son dos. Para la secretaría del

general. Y ese diván para suantedespacho… ¡Cuidado!

—Como verás —dijo Ramírez alcabo de un rato—, todo está en marcha.La Presidencia de la junta y suSecretaría general quedarán rápidamenteinstaladas aquí para que podamosponernos a trabajar en seguida. A mí mehan encargado de organizar la Secretaríageneral y me han agregado a ella. Si

quieres, puedes quedarte conmigo. Yosoy el que tiene que hacer losnombramientos…

—Gracias, Ramírez, pero no meatrae el trabajo burocrático, aunque,bien mirado, no creo que sea mucho elque tengáis que realizar.

—¿Poco trabajo dices? ¡Horrores!¿No ves que hay que organizarlo todo,que ponerlo en marcha todo? Yo hetrazado ya unos esquemas, unos croquisde organización… Por de pronto le hedicho a Molina que tendré que traermealguna mecanógrafa del comité paraempezar. Y he encargado los impresos.Hasta montaremos un comedor para los

empleados…Y Ramírez, cogiendo de un brazo a

su amigo, le hizo recorrer variasdependencias, donde reinaba unatropellado ajetreo de mudanza, altiempo que le exponía su complicadoproyecto de organización de losdepartamentos.

—La Secretaría general constará devarias subsecretarías: tales comoevacuación, transportes, suministros…

A Ramírez le brillaban intensamentelos ojuelos pardos. Su gárrulo parloteosobre la compartimentación burocráticamareaba a Olivares.

—¿Y tú? ¿Cuál va a ser tu cargo? —

le interrumpió éste. Los ojos de Ramírezse nublaron un instante, pero reaccionórápidamente:

—La subsecretaría de evacuación,seguramente. Ya le he presentado uninforme al general de lo que yo piensoacerca de ese problema, cómo hay queenfocarlo y cuáles son los medios másidóneos para resolverlo con eficacia yprontitud. No me sirven los viejosburócratas que piensan y se mueven apaso de carreta, no. Bueno, y si no la deevacuación, cualquiera otra. A mí me daigual.

—¿Y qué te ha dicho el general?—Él no entiende de estas cosas.

Para eso estoy yo, hombre.—Ya.Seguía el trasiego de muebles y

enseres, y aprovechando un nuevosilencio de Olivares, Ramírez empezó ahablarle de la otra junta, de la denoviembre del 36, en la que éldesempeñó la conserjería de evacuaciónhasta que, al ver la importancia que ibatomando y lo bien que pitaba, se laquitaron para conformar a un figurón. Leimportó bien poco. Inmediatamenteorganizó otro departamento. Quiensufrió las consecuencias fue laevacuación…

—Por eso —terminó diciendo—, el

general tiene tanta confianza en mí.Olivares ya no pudo más y, alegando

una cita con unos compañeros, dejó aRamírez ordenando el tráfico demuebles y salió al aire libre. Tomó laCastellana en dirección a Cibeles yluego la calle de Alcalá hacia la Puertadel Sol.

Al darse de cara con la gente, pudoobservar de cerca la sutil, pero evidentetransformación de su talante.Demostraba tener más ganas de hablar yde reír que de ordinario. Hasta las amasde casa, con el consabido fardel o laconsabida cesta al brazo, siempreembargadas por la preocupación de

llevar algo de comer a los suyos,parecían menos angustiadas, pues noandaban tan abstraídas y hasta separaban a mirar alrededor y a oír lo quepodían cazar al paso, movidas por unacuriosidad nueva y olvidadasmomentáneamente del apremio de susobligaciones.

Se detuvo en la esquina delMinisterio de la Guerra y desde allí,mientras liaba y encendía un cigarrillo,contempló el movido panorama queofrecían la plaza y las avenidasconfluentes. Se diría que tenía un perfilfestero. Se veían menos uniformes queotras veces y se exhibían mejores ropas

de paisano. Se lucían, incluso, algunaque otra corbata y alguno que otrosombrero, y las mujeres jóvenes hacíanuna mayor ostentación de sus vestidos yadornos. Ciertamente, las madrileñas,salvo en los primeros meses deexaltación revolucionaria, no habíanabdicado de su congénita coquetería,pero en esta ocasión se acentuaba elesmero en los detalles y el deseo de quefueran advertidos. Los centinelas y losmilitares que circulaban por los jardinesdel Ministerio o que entraban y salíanpor su gran puerta de hierro, mostrabanigualmente una desusadadespreocupación por las formas externas

de comportamiento y por las mínimasprecauciones de tiempos de guerra. Másque por el centro nervioso de un ejércitoen acción, se le hubiera tomado, a lavista de su apariencia de dejadez yconfianza, por un hospital deconvalecientes.

Por otra parte, la mañana,ligeramente áurea y tibia, invitaba deforma irresistible a levantar la mirada, arespirar hondo y a fugarse por loscaminos de la imaginación. Comenzabaa desenroscarse la pereza, dormidacomo un gusano durante la interminableinvernada, y los habitantes de la ciudaddaban su primer bostezo y se estiraban

al sol.

(Indudablemente, todos piensan quela guerra ha terminado y que ya es sólocuestión de concluir los últimostrámites, cosa de pocos días, para que lavida torne a su cauce inmemorial. Lagente desea volver a todo trance al«tiempo normal». Sí, pero ¿cómo?¿Vamos a poder volver atrás? Muchosde nosotros claro que no, ni creo quenadie. Yo mismo tendré que emigrar.¿Adónde? ¿A la Argentina, a Méjico o aVenezuela? ¿Y qué más me da? El casoes que tendré que ausentarme de Españaquién sabe durante cuántos años. ¿Y mi

madre y mi hermana? ¿Qué pensarán?¿Cómo habrán podido sobrevivir? Melas llevaré conmigo, las reclamarédesde allí… Reharemos nuestra vida.¿Rehacerla? Mejor comenzarla denuevo, como si acabáramos de nacer. ¿YAurora? No querrá venir. Además, no laquiero como antes, como entonces. Ni laquerré ya. Nos hemos alejadodemasiado. Lo que ha sucedido estandoella allí y yo aquí, nos ha separado parasiempre, como un gran río que ningunode los dos fuese capaz de atravesar. Ellame hablaría de unas cosas y yo lecontestaría hablándole de otras, y así nopodríamos entendernos jamás. Aquello

ha muerto, creo que hemos muertotodos… Aurora acabará casándose conotro, como otro desconocido ocupará mipuesto en la escuela, claro que con otrosniños…

—¿Por qué se llama cabo Finisterre,don Federico?

—¿Era español el rey Chindasvinto,don Federico?

—Mi padre dice que siempre hahabido ricos y pobres, don Federico.

Aquel Evaristo con sus ojos depillín… Y Vicentillo, con sus pelossiempre tiesos y su carita de hambrenunca saciada… Y el reconcentrado ycabezudo Manolito, el hijo de don

Manuel, dueño de una fábrica deharinas… Y Marianín, y Perico, y elrubio y espigado Lucas… Otro será elmaestro y otros los niños, y otro tambiénel marido de Aurora, combatiente delotro bando seguramente, que le contarála guerra como si fuera otra guerra…Bien, ¿y yo, y mi vida? ¿Y Matilde?

—Hasta recé por ti. Sí, no arruguesel entrecejo. Cuando llamé al hotel y medijeron que no habías aparecido, metemí lo peor.

—¿Qué hubieras hecho?—Llorar por ti.—¿Y después?Ella se calla. Van del brazo por la

calle, muy juntos. Hace frío y tienen quedetenerse en un cruce para dejar paso auna columna de prisioneros negrinistasconducidos por soldados casadistas. Losvencidos, pese a las huellas decansancio y agotamiento en sus rostrosbarbudos, llevan alta la cara y algunosde ellos siguen discutiendo con susguardianes, tan cansados y agotadoscomo ellos.

—¡Qué locura! —murmura él.Siguen un rato en silencio. Luego,

insiste:—No me has dicho qué hubieras

hecho después de llorar mi muerte.Ella vacila otra vez y él siente su

encogimiento de hombros.—Ni yo misma lo sé. Pienso que mi

hijo… Seguramente seguiría viviendopara mi hijo…

—¿Qué hiciste durante todos esosdías?

—Pasar mucho miedo. Al segundodía del jaleo, ya no pude ir al SocorroRojo. Mis padres no me dejaron niponer los pies en la calle. Fueron unosdías horribles.

—Vamos al hotel, ¿quieres?—No, hoy no. Ya es tarde. Ahora

tengo que andarme con mucho cuidadopara que mis padres no sospechen lonuestro. Ya te avisaré.

—Pero yo tengo hoy más necesidadde ti que nunca, Matilde.

—Pero no puede ser. Lo siento,Federico.

El guarda silencio, un silenciodolorido que le escalofría.

—¿Te has enfadado? —le preguntaella.

—No, mujer. No te preocupes —contesta él, sonriendo forzadamente.

—No se oían más que tiros portodas partes, Federico. Nadie sabía loque podría pasar de un momento a otro.Mira que si llegan a triunfar los deNegrín…

—¿Sí? Y a ti ¿qué? Al fin y al cabo,

eres su camarada. Y, además, teniendo aGuardiola de tu parte…, Sí, pero…

—¿Se metió en el fregado?—¿Guardiola?—Sí.—No creo.—¿Y cómo pudo escabullirse?—No lo sé.—¿Sigues viéndolo?—No. Sólo me ha llamado por

teléfono alguna vez desde no sé dónde.Bruscamente se detiene él y ella le

mira, sorprendida. La noche avanza porlas calles y no pueden verse el alma enlos ojos.

—Dime… —dice él, pero se calla.

Entonces ella insiste.—¿Qué? Habla.—Tengo que preguntártelo, Matilde

—y, tras una pausa, en que se oyeperfectamente la agitada respiración deella, le pregunta—: ¿Es tu amante o loha sido? Ese Guardiola.

Ella cierra los ojos, deja caer lacabeza y rompe a llorar.

—Perdona, pero… —quiereexcusarse él.

Ella continúa llorando, quieta ymuda.

—¡Matilde!Trata de abrazarla y ella no opone

resistencia. Luego dice,

entrecortadamente:—¿Cómo se te ha ocurrido pensar

eso, Federico? ¿En tan poca estima metienes?

Reanudan la marcha.El la lleva enlazada por la cintura.—Ha sido una idea repentina,

Matilde.—No me mientas además. Lo has

pensado muchas veces, ¿no es cierto?—Pues sí, pero mi sospecha era

como una sombra nada más, una sombratenue. Ha sido ahora, de repente, al verque todo se hunde, cuando esa sombraha tomado cuerpo en mí…

—Calla. Sé lo que te pasa. Dudas ya

de todo lo que te rodea.—Puede ser.Se callan los dos de nuevo. Oyen

chasquidos de besos en un portal ysienten como si toda la calle se llenasede música. Luego, dice ella:

—Acompáñame a casa, ¿quieres?Mis padres estarán ya preocupados porlo que haya podido pasarme.

Cruzan por una calle lateral.—¿Te acuerdas de la casita en el

campo, lejos de todo, de la que tantasveces hemos hablado en nuestros ratosde felicidad? —pregunta él.

—Ya lo creo que me acuerdo. Congallinas, conejos y un perro guardián.

Yo, esperando tu regreso de la escuela ymi hijo recibiéndote a los gritos de«¡Papá, papá!»… El pequeño huerto.Las tardes a la orilla de un río. Tú,leyendo; yo, cogiendo moras omariposas o flores con el niño. Un cieloazul encima. Tú decías siempre: «Eninvierno pasaremos las veladas al calorde una chimenea con gruesos troncosencendidos. Mientras tú cosas, yoescribiré la historia de esta guerra…»¡Vaya si me acuerdo! —se aprieta contraél y suspira—: ¡Un sueño! El mejorsueño de nuestra vida…

—Sí, un sueño que se lleva eldespertar, precisamente cuando se

anuncia la primavera.—Pero que nos ha hecho felices

cuando caían las bombas sobre Madrido tú tenías que salir para la guerra a lamañana siguiente…

—¿Y ahora?No hay respuesta. Un beso en la

oscuridad del portal de su casa. Y luego,más besos, largos, gemebundos,desesperados, hasta que ella,desasiéndose suavemente, dice:

—Te llamaré por teléfono. Si noestás, dejaré el recado al conserje.)

Un ligero tropezón con alguien lehizo volver a la realidad.

—Perdón.El otro era un hombre con el pelo

blanco.—No hay de qué —le sonrío y guiñó

un ojo.Olivares siguió su camino tratando

de descifrar el enigma de aquellaguiñada que parecía una consigna o unacontraseña de complicidad en algo, peropronto lo olvidó, atraída vivamente suatención por el espectáculo que sedesarrollaba en torno al edificio deBellas Artes.

Por todas sus ventanas asomabanramilletes de cabezas de soldados.Abajo, rodeando casi el edificio, se

agrupaba una multitud formadaprincipalmente por mujeres. Entre unosy otros, entre los de arriba y los deabajo, se cruzaban voces, frases yconversaciones a grito pelado.

—Te he traído una muda limpia yalgo de comer, Ramón —gritaba desdeabajo, una mujer de unos cuarenta años.

—De comer sí nos dan —voceabadesde arriba un soldado—: lentejas conagua.

—¿Y cuándo nos van a soltar? —preguntaba otro prisionero agitando losbrazos—. ¡A ver si nos van a entregar aFranco!

—Os soltarán antes de que entren, ya

lo veréis.—¡Tráeme una manta, Goya! —

pedía otro.—¿Os dan malos tratos esos

infames?De pronto, uno de los prisioneros

entonó la primera estrofa de «La jovenguardia» y rápidamente el himno fuecantado a coro, como un desafío, por losprisioneros, mezclado con vivas alpartido comunista y a Negrín.

La gente que pasaba casualmente porallí, se detenía a contemplar el tumulto,a escuchar lo que se decía y acomentarlo después.

—¡Olivares!

Olivares buscó con la mirada aalgún conocido que hubiera podidogritar su nombre, pero hasta que sonópor tercera vez no descubrió a Trujillo,que le hacía señas con la mano. Esperóy a poco lo vio llegar acompañado deCubas y de un desconocido que lucía lasinsignias de comandante.

—¿Qué hacías aquí? —le preguntóTrujillo.

Olivares se encogió de hombros.—Precisamente me dirigía a pie a tu

casa, pero al ver este alboroto medetuve para ver en qué acaba.

Entonces Cubas le presentó aldesconocido.

—Es el comandante Gálvez. Supeayer por la mañana que estaba encerradoaquí y me fui a ver a Feliciano Benito, elcomisario de Mera, para que meconsiguiese una orden de libertad paraél. Y así ha sido. El comandante Gálvezme salvó la vida en la carretera deAlmería, cuando la pérdida de Málaga.Entonces no era más que teniente. Meparece que ya te lo he contado algunavez…

Gálvez le dio la mano en silencio.Parecía profundamente entristecido.Dijo:

—Quién nos hubiera dicho entoncesque todo terminaría así, ¿eh? En fin, más

vale no hablar de eso ahora.Siguió un silencio entre ellos,

cargado de dolorosos pensamientos,mientras continuaba la algarabía entreprisioneros y familiares. Para salir de lasituación, Trujillo propuso:

—¿Nos vamos a tomar una copa?Por encima de sus cabezas sonaban

de cuando en cuando frases disparadascomo cohetes:

—¡Para ti ya se han acabado lostiros, Juan!

—¡De aquí a casa, madre!Como nadie le contestara, Trujillo

añadió:—Vamos a «Chicote». Creo que dan

un valdepeñas que no está mal del todo.Entonces le siguieron sus amigos.—¿Y qué? ¿Os han tratado mal? —

preguntó Olivares a Gálvez.Este le miró e hizo una mueca con

los labios.—Hombre, no se puede decir que

nos hayan tratado mal, pero el estarprisionero es siempre una cabronada,¿no? Olivares asintió con un movimientode cabeza e intervino Cubas:

—Ya le he dicho que tú y yo hemosestado varios días trincados por ellos.

—Es verdad —concedió Gálvez—,pero eso no quita para que en uno y otrocaso sea una cabronada. Tan cabronada

es lo uno como lo otro, digo yo.—Es de locos —afirmó Olivares—.

Estamos locos todos, no me cabe duda, ycon una locura de cuerdos, que es lopeor. Gálvez movió la cabezapenosamente.

—Bueno —dijo—, ahora hay queprocurar no caer en las garras de losotros. Eso, sí que sería lo peor. Yo, encuanto anochezca, me iré al control de lacarretera de Valencia a ver si consigoque alguien me lleve hasta allí. Siempreserá mejor estar a la orilla del mar, meparece.

—De todas maneras, creo que nosevacuarán a todos los que queramos

irnos de España —informó Olivares—.Precisamente se ha entrado en tratos conel enemigo para eso y, según me acabade decir Ramírez, un compañero nuestroque anda algo metido en eso de la junta,Besteiro está gestionando barcos de laspotencias democráticas para llevar acabo esa evacuación general a lasrepúblicas americanas. Así que…

Pero Gálvez movió dubitativamentela cabeza, diciendo:

—Es posible, pero yo no me fío. Alo mejor no nos quieren a nosotros y,por si acaso…

El bar Chicote estaba lleno arebosar de militares todavía de

uniforme, de militares vestidos ya depaisano, de busconas profesionales y deotras que, sin serlo, lo aparentaban.Voces broncas, risotadas y agudos demujer llenaban de estruendo el local. Labarra estaba acordonada de bebedores.

Olivares y sus amigos no lograronacercarse a la barra y hubieron deconformarse con coger sus vasos porentre las cabezas de los más próximos aella y bebérselos de pie y aprisa, entrecodazos y empujones, mientrasalrededor de ellos surgían y seentrecruzaban varias conversaciones.

—No, creas, la chatarra va a ser unbuen negocio.

—La chatarra y todo, hombre. ¿Noves que no hay de nada?

Y unos golpes en la espalda.—Los que tendrán que correr son los

mandamases… Tú y yo ¿qué? No hemoshecho más que lo que nos han mandado.

—A más de cuatro que yo sé se lesva a caer el pelo. Y muy bien empleadoque les estará…

Y una risa gorda.—Por mí, que entren cuando

quieran. Yo no he hecho nada y lo quequiero, es que me dejen de gaitas. Yaestá bien de guerra, ¿no te parece?

—Digo si está bien. Me sé yo dealgunos… Y un silbido.

—Vámonos —dijo Cubas—, porqueme están entrando ganas de sacar lapistola y liarme a tiros con toda estagentuza. Olivares sonrió tristemente.

Aún oyeron decir:—Lo peor es reunir el primer

dinero… ¿Tú crees que respetarán,como dicen, esos billetes de cienpesetas de la serie C?

Olivares cogió del brazo a Cubas ylo arrastró hacia la salida, diciendo:

—No hay que hacer demasiado casoa esa bazofia. Mientras, Trujillo arrugóen su mano, haciéndolo una pelota, unbillete de banco y se lo tiró al delmostrador, por encima de las cabezas de

los que tenía delante, gritando:—Y guárdate la vuelta. Ese es de los

que no van a valer… Ya en la calle, dijoGálvez:

—Me estaba entrando como asfixiaahí dentro.

—Si llego a saberlo, no os traigoaquí —se excusó Trujillo. Luego sesepararon. Cubas marchó con Gálvezpara comer en casa de unos parientes deéste, y Olivares acompañó a Trujillo,que dijo cuando estuvieron solos:

—Hay que aligerar, no sea que a laparienta se le quemen las lentejas…

Estaban sentados en torno a la mesa

de pino, en la pequeña cocina, cada unodelante de su plato, donde el guiso delentejas agonizaba ya. El fogón quemabaalegremente las resecas astillas con quelo atascara Trujillo antes de empezar acomer.

—¿Sabes que hace calor? —dijoOlivares, dejando la cuchara sobre suplato.

Trujillo se echó a reír.—Dile de dónde sacamos las

astillas, Encarna.—Pues ya ves —dijo ella—, de los

muebles. Ya no nos quedan más que losjustos, y como esto se alargue un pocomás…

—Entonces echaremos mano de laspuertas —le interrumpió su marido—.¿Para qué queremos muebles sitendremos que marcharnos a Américacon poco más que con lo puesto? ¿No teparece, Federico?

—Claro, hombre.—Pero ¿va a ser eso verdad? —

preguntó Encarna mirando a Olivares.—Anda, chico, díselo tú —le pidió

Trujillo—, porque a mí no acaba decreerme.

—De eso se trata al menos —contestó Olivares mirando a Encarna.

Los niños habían terminado ya, yEncarna se levantó para poner un plato

lleno de carne rusa en conserva en elcentro de la mesa. Sirvió a los pequeñosy luego dijo:

—Es que me ha dicho esta mañanadoña Rosario…

Los dos hombres alzaron la cabeza,expectantes, pero ella se interrumpiópara recoger los platos sucios yllevarlos al fregadero.

—¿Y qué es lo que te ha dicho?Anda, mujer, habla —la instó Trujillo.

Pero ella no abrió la boca hasta queles hubo servido la carne y tomadoasiento de nuevo. Entonces dijo:

—Pues verás… Yo le había dicho,días pasados, que pensábamos irnos

todos a América… y no me contestó,como si no lo hubiera oído. Pero estamañana me llamó con mucho sigilo, mepasó a la salita esa que tienen, llena detantos cachivaches, y me hizo sentar. Atodo esto sin decir ni pío. Yo mepensaba que a qué vendría tanto misterioy tantos rendivuses… Bien. Después demucho entrar y salir, va y me dice quequiere que me lo diga su marido porquede eso entienden los hombres más quenosotras. Yo estaba que botaba. Queestaba afeitándose y que pronto saldría.Yo le dije que no se preocupase, que yono tenía prisa, que para lo que se puedeguisar hoy en día… Y fue y me sirvió

una copita de vino dulce. ¡Vaya!—Pero bueno… —la interrumpió su

marido, impaciente.—Espera, hombre, espera. Pues

salió don Rafael, hecho un pimpollo,con su mejor traje, con camisa limpia yhasta corbata. ¡Vaya, hombre! Ganas medieron de reír… Estaba como en susmejores tiempos, como si no hubierahabido guerra. Qué ¡hola, Encarna! ¿y sumarido? Ya ves tú qué le importaría. Ledije que estabas por ahí… Y entoncesme dice que le ha dicho su señora quetenemos pensado marcharnos a América,que si era cierto. Pues que sí, que esoqueremos, que tal como se están

poniendo las cosas lo mejor es largarsehasta que pase el chaparrón, por si lasmoscas. Y él: que no, mujer, que estáisequivocados, que Franco trae muybuenas intenciones, que todo se va aarreglar muy bien, que sólo tienen quetemer los que hayan robado y matado, yque él sabía muy bien que tú no habíashecho ni lo uno ni lo otro, que éramosgente honrada, qué sé yo… Yo hubieraquerido decirle: Mire usted, don Rafael,que yo no me fío un pelo de usted, quemucho gritar vivas al principio y luegotirar chinitas cada vez que los facciososganaban algo…, pero me callé eso y ledije que es que tú vas bien contratado a

uno de esos países, con buen trabajo ycon buen sueldo y que, como hasperdido tanto tiempo con esto de laguerra, quieres recuperarlo por loschicos. Que claro que tú no has matadoni robado, pero que de todas maneras notenías ganas, ni yo tampoco, de quealguien quisiera olvidarse de los favoresque nos deben echándonos en cara, paraque no se lo echemos en cara a ellos,nuestra manera de pensar, que dondemenos te piensas te sale un enemigo, ycosas así… A él no le sentó muy bien,me parece, porque suprimió la sonrisa yentonces me dijo que bien, que bien, quehagamos lo mejor que nos parezca, que

sólo era un consejo, y que si alguna veznecesitamos de él que ya sabemos dóndele tenemos, y todas esas cosas. Así queeso me dijo que el que no haya matadoni robado no tiene nada que temer. ¿Quéte parece?

Ni Olivares ni Trujillo contestaronal pronto. Luego, dijo éste:

—Ese tío no sabe nada de nada y loque dice es para darse importancia.

Olivares hizo un gesto de duda.—Puede que haya oído algo, porque

la consigna no tiene nada de tonta. Bienconsiderada, es muy desmoralizadora.¿Para qué preocuparse ni oponerse si nova a pasar nada? Hay que sembrar la

tranquilidad y la confianza para evitarcualquier reacción de última hora. No,no está nada mal… —y movió lacabeza.

—Bueno, pero a mí no me la dan —replicó Trujillo. Miró después a sumujer y añadió—: Nosotros noslargamos, Encarna, tanto si es verdadcomo si es mentira eso que dicen.

Manolito escuchaba ávidamente laconversación de los mayores, mientrasque sus hermanos pequeños, aburridos,habían comenzado a molestarse el uno alotro, y cuando rompió a llorar su madreles hizo abandonar la mesa.

—¡Hala, veniros conmigo!

Manolito se quedó y los doshombres liaron un cigarrillo.

—Gracias al fulano aquel de tu hotelfumamos y comemos.

¡Menudo remiendo echó a nuestraintendencia! —murmuró Trujillo.

—Me he dado de cara varias vecescon él y con las dos mujeres…

—Eso quería yo preguntarte,hombre. ¿Y qué?

—Pues nada. Nos saludamos, y enpaz.

—Como si no hubiera habido talatraco, ¿eh?

—Sí. Como si no hubiera pasadonada entre nosotros. Fumaron en

silencio.—A lo mejor es verdad lo que nos

dijo, ¿eh, Federico?—No te diría ni que sí ni que no. Se

ven y se oyen tantas cosas absurdas…—Lo he pensado muchas veces

desde aquella noche y, si es verdad loque nos contó, no hay duda de que lopasaron mal, sobre todo al principio.

Volvió Encarna y se encaró entoncescon Olivares.

—Supongo, Federico, que tú tevendrás con nosotros, ¿no? Siempre serámejor ir con conocidos y amigos, digoyo.

Olivares enseñó su media sonrisa

triste.—Sí, claro, aunque… va a ser muy

duro para mí marcharme de España sinsaber qué ha sido de mi madre y de mihermana. Hace más de seis meses que notengo noticias de ellas.

—¿Y antes las tenías más a menudo?—le preguntó Encarna.

—No. Durante la guerra sólo en tresocasiones he sabido de ellas, y siemprepor intermedio de la Cruz Roja. Yaconocéis esa clase de mensajes:«Estamos bien, abrazos». En resumidascuentas, sólo te dicen que viven todavía.Nada más.

Marido y mujer cruzaron una mirada

de inteligencia y Olivares siguiódiciendo:

—Es curioso. Siempre me heacordado de mi familia, desde luego,pero no con la fuerza y el sentimiento deahora. Antes, cuando me venía surecuerdo a la imaginación, no sé por quéno me angustiaba tanto, tal vez porquehabía otras cosas que me preocupabanmás. Claro, uno no paraba. El frente, elpeligro… En estos días, en cambio, nome deja en paz su recuerdo. Las veotristes, muy lejos… Parece como si lashubiera sacrificado a mi egoísmo. Meencuentro muy solo y las echo de menoscomo nunca. No sé… —y miraba a sus

amigos moviendo la cabeza, confuso ydesolado.

Trujillo puso amistosamente unamano sobre su hombro.

—¡Bah, no pienses así! Exageras,Federico. Tú no tienes la culpa de loque ha pasado ni nada pudiste hacerpara evitarlo. De quedarte en tu pueblo,te hubieran liquidado, ¿no es eso?

—Probablemente. Pero aunque nome hubiesen hecho nada, yo habríaaprovechado la primera ocasión parapasarme a esta zona. Mi deber eracombatir junto a los que pensaban igualque yo.

—Pues entonces… Además, en

cuanto lleguemos a nuestro destino, alláen América, podrás reclamarlas.

—Ya verás cómo os juntáis otra vez—intervino Encarna.

—Ya, ya —concedió Olivares—,pero no sé qué daría por tenerlas ya a milado. Os repito que me siento muy solo.Ya no sabe uno adónde mirar.

—Eso sí que es cierto, Federico, —y Trujillo golpeó la mesa con la palmade la mano—. Parece que le vanarrinconando a uno. No es que meimporte mucho, es un detalle, ¿sabes?,pero desde hace unos días, la portera ose esconde o se hace la longui cuandome ve salir o entrar, mientras que

antes… ¡No veas lo empalagosa queera! Claro, tiene recogido un pariente,ella dice que es su primo, que huele acura a media legua, ¿comprendes?

—Pues conmigo hace lo mismo —añadió Encarna—. Ya ni le hacecaricias a Dorita, y antes tenía quequitársela muchas veces, de tantos besosy achuchones como le daba.

—¿Ves cómo tenemos que buscarotros aires? —le preguntó su marido.

Encarna hizo un gesto deasentimiento al tiempo que levantaba lamesa, y Trujillo, tras una breve pausa,dijo a su hijo:

—Anda, vete tú también a jugar un

rato —le acarició la mejilla y añadió—:Ya verás cuando estemos en América…Lo vamos a pasar de miedo.

—Tendremos caballos y escopetas,verdad? —inquirió Manolito.

—Pues claro —le contestó su padre.—Y pelearemos con los indios, ¿no?—Los indios ya no pelean, hijo.

Pero iremos a cazar fieras. Al chiquillole relucían los ojos.

—Ya verás qué bosques y qué ríostan grandes —y Federico subrayó suspalabras abriendo mucho los brazos.

—¡Y qué libertad para todos, hijo!El niño, de pie, miraba a uno y a

otro, con los ojos iluminados de ilusión.

—¿Y también tendremos perros,papá?

—También, hombre.—¿Y cuándo nos vamos a ir?—Muy pronto.—¿Y habrá escuela?—Claro. Este compañero —y señaló

a Federico— será allí tu maestro.Manolito movió la cabeza.—Pues eso ya no me gusta tanto,

¿sabes?Encarna escuchaba sonriente el

diálogo del niño con los dos hombres.—¿Qué te creías —le dijo—, que

allí vas a estar hecho un golfales comoaquí? —y le revolvió el pelo.

Cuando, al fin, salió el niño de lacocina, sus padres y Federico semiraron en silencio y entonces pudooírse por el patio interior la voz de unamujer joven que cantaba «Ojos verdes».

—¡Quién fuera él! —suspiróFederico, apuntando con un gesto lapuerta por donde había desaparecido elniño.

—Y que lo digas —asintió Trujillo—. Ellos no sabrán nunca lo que hemospasado todos estos años. Cuando seanmayores, pensarán que han sido muybonitos…

—Sí, la guerra hay que hacerla parasaber lo que es. Ellos van a tener más

suerte.—Quiera Dios —dijo Encarna—

que no tengan que verse como nosotros.Luego, la mujer preguntó a los

hombres:—Me queda un poco de cebada

tostada. ¿Queréis que os haga una tacita?Olivares y Trujillo asintieron con un

gesto, añadiendo éste:—Pues claro. A falta de café…,

aunque me pienso que el día quetomemos café de verdad nos vamos amarear, ¿eh, Federico?

Antes de que Federico pudieracontestar se oyó el repiqueteo del timbrede la entrada del piso. Encarna, que

había abierto el grifo del agua, lo cerró,preguntando en voz alta:

—¿Quién será?Tras un instante de vacilación,

Trujillo se puso en pie:—Espera. Yo iré a abrir.Pero ya se oía una voz de hombre en

el pasillo y, seguidamente, sonó el gritode Manolito:

—¡El tío Matías!Trujillo, muy sorprendido, se volvió

a su mujer.—¿Tu hermano?Ella, igualmente perpleja, se encogió

de hombros. Entonces se abrió la puertade la cocina y apareció en ella la figura

de un hombre joven, rechoncho, cubiertocon un capote de soldado sin insigniasmilitares, llevando a cuestas un abultadomacuto.

Siguió un instante de indecisión ysorpresa.

—¡Salud! —saludó el reciénllegado, avanzando hacia Encarna.

—Oye —le dijo Trujillo.Matías se detuvo y miró a su cuñada.

Éste prosiguió ¿Cómo tú por aquí? ¿Quéha pasado? Matías le respondió:

—Ahora te contaré —y fue a besar asu hermana. Mientras, dijo Trujillo aOlivares:

—Es mi cuñado. Es el que estaba de

oficial gobernador en el cuartel generalde una división, cerca de El Escorial.Ya os conté a ti y a Cubas lo que mepasó allí hace unos días…

Olivares hizo un gesto deasentimiento y miró más detenidamenteal recién llegado. Este había dejado,entre tanto, el macuto sobre la mesa,diciendo:

—Es comida. Toda la que me hepodido traer.

—Pero si tú estabas allí comoDios… —le echó en cara Trujillo—:¡Menuda vida os pegabais! —Matíasmeneaba la cabeza pesarosamente. Sucuñado continuó atacándole—: Y hechos

unos fachas. ¿Por qué has salido pitandoa última hora, sin insignias ni nada,como un prófugo?

Para Encama no pasaroninadvertidos el gesto agresivo de sumarido ni la expresión de abatimiento desu hermano. Por eso dijo a éste:

—Anda, quítate el capote y siéntate.¿Te apetece un poco de café de cebada?

Matías se despojó de la gruesaprenda militar, ayudado por su hermana,y tomó asiento.

—Ahí —señaló el macuto— traigoun poco de café. Haz para todos, siquieres —y sonrió caninamente a suhermana. Luego, se encaró con su

cuñado—: Ya sé lo que piensas de mí,hombre, pero te advierto que me liaron.Claro, la guerra se veía perdida y yopiqué… Tú ya sabes que nunca memezclé en política. Vino esto, que ojaláno hubiera venido nunca, y me acoplé.Si me hubiera cogido en el otro lado,pienso que habría hecho lo mismo.Como otros muchos… —Hizo una pausapara secarse el sudor que le corría porla frente y prosiguió—: Pero las cosasno van a salir como se pensaba. Se hasabido allí, en la División, que elenemigo no va a reconocer nada ni va atener en cuenta el comportamiento deúltima hora.

—Claro, no se va a fiar de traidores.Es natural —le interrumpió Trujillo.

Matías bajó la cabeza.—Está bien, hombre —dijo,

tragando saliva—, pero no hemostraicionado nada, al menos yo. ¿Quépodía traicionar yo? Era un paripé.Chico —y levantó la cabeza—, te digola verdad, yo lo que pretendía conaquella mojiganga era ganar algunospuntos para que luego me dejarantranquilo y poder volver a mi oficina. Amí no se me había perdido nada en estaguerra y…

—Pero tú eres un trabajador, Matías—estalló Trujillo.

—Sí, ya lo sé. Por eso no me pasé ala otra zona y aguanté lo mío, a pesar dever que aquí no pitaba nada. Pero alestar todo perdido, ¿qué quieres quehiciera? ¿El mártir? Ni hablar de eso.Tú eres un hombre de ideas, lo has sidosiempre, y es diferente.

Encarna se había olvidado del café yestaba únicamente atenta al tiroteo depalabras y frases entre su marido y suhermano, temiendo, sin duda, elestallido final. Por su parte, Federico seremovía constantemente en su asiento ymiraba de cuando en cuando su reloj,dando así visibles muestras de queempezaba a sentirse incómodo en medio

de aquella situación familiar.—Un hombre de ideas… ¡Qué

sabrás tú de eso! —exclamó Trujillodespectivamente.

—Un militante, como decísvosotros.

—Sí, claro, y poco bien que tevino…

—De acuerdo. Y te estoy muyagradecido.

Trujillo se encogió de hombros condesprecio. Luego se quedó mirando alos ojos de su cuñado.

—Ya. Y ahora, ¿qué piensas hacer?¿Por qué has venido? Porque tú no hacesnada al tuntún. Esa comida…

—Pues mira, porque quiero que elfinal no me coja en el frente.

—Hombre, entre tus amigosfachas…

—Allí nadie se fía de nadie. El quemás y el que menos anda buscando unrefugio donde meterse. Yo tonteaba conuna chica refugiada que tiene doshermanos en la otra zona, y ha sido ellala que me ha dicho que no me confíe yque me largue de allí todo lo lejosposible. Bueno, es lo que está haciendotodo el mundo: oficiales y tropa. Ya seha marchado más de la mitad de ladivisión. Unos han tirado para sus casasy otros se han pasado al enemigo con sus

armas, algunos hasta llevándose paraallá ametralladoras y todo.

Trujillo y Olivares cruzaron unamirada y cada uno sorprendió en el otroun mismo gesto de rabia.

—¡Canallas! —exclamó Trujillodando un puñetazo en la mesa—. Es unapena que los otros no los reciban a tiros,que es lo que debían hacer. ¿Pasarseahora? Ni para nosotros ni para ellosvalen.

Siguió un silencio. Trujillo, muynervioso, se levantó de la silla y abrióla ventana. La misma voz de mujer jovencantaba con sordina otra canciónpopular: «María Salomé».

—¿Y dónde piensas meterte? Estacasa no es un boquete seguro…

La pregunta había salido de loslabios de Trujillo como un escopetazo.Matías se encogió de hombros.

—No lo sé. Me he traído un coche yun par de bidones de gasolina de laDivisión, por lo que pueda ocurrir. ¿Yvosotros? ¿qué vais a hacer?

Terció entonces Encarna:—Irnos a América. Nos vamos

todos, y, si tú quieres venirte connosotros, no creo que haya ningúninconveniente.

—¿A América? Pero ¿va a dartiempo?

—Eso creemos, Matías.—¿Y los barcos? Harán falta

muchos barcos.Como no supiera qué contestarle,

Encarna dijo, señalando a Olivares y aTrujillo:

—Ellos lo sabrán.Matías miró alternativamente a los

dos hombres. Olivares se puso en pie yhabló por primera vez desde queapareciera Matías:

—Esperamos que los haya. Eso estodo.

—¡Estaríamos salvados! —gritócasi Matías, desprendiéndose de su airecontrito.

Trujillo sonrió.—Ya veremos —dijo—. A lo mejor

vas a tener hasta esa suerte, hombre.Para eso tu cuñado es… un militante,como decimos nosotros. O un gilipollas,como decís vosotros, ¿eh?

—Bueno, hombre, bueno —yEncarna le cogió de un brazo—. Anda,siéntate y tranquilízate. No es ésta laocasión para andarse con tiquismiquis.Ahora, a hablar de América mientras yohago el café, ¿no te parece, Federico?Pero Federico se excusó:

—Ya es tarde y quiero pasarme porel comité por si hay alguna nuevanoticia.

Trujillo le acompañó hasta la puerta.Allí le preguntó en voz baja:

—¿Qué te parece ese cabrón?Olivares le contestó sólo con una

sonrisa. Al cruzar el portal vio cómo laportera, que le había visto desde sucuchitril, volvía ostensiblemente lacabeza para mirar a otro lado.

* * *Cruzó rápidamente el vestíbulo del

hotel y subió la escalera sin esperar alascensor. Al abrir la puerta de su cuarto,se encontró a Matilde metida en la cama.

La muchacha alzó la vista delperiódico que estaba leyendo y lesonrió, mostrando una vez más la

malicia de sus dientes ligeramenteseparados. Él, después de cerrar tras síla puerta, corrió a abrazarla. Y, al finalde un largo beso, dijo:

—He venido corriendo. Esta mañanaa primera hora me llamaronurgentemente del comité, pero he dejadoa los compañeros en plena reunión tanpronto como oí tu voz por el teléfono.

Ella seguía sonriéndole.—Necesito tanto verte y sentirte a

mi lado… No puedes imaginarte,Matilde, lo que es para mí tu compañíaen estos momentos —continuó diciendo.

Ella apagó la sonrisa y le preguntó:—¿Cómo van las cosas, Federico?

Federico se levantó y empezó adesnudarse y, de espaldas a ella,murmuró:

—Mal. Creo que muy mal. Estoamenaza desplomarse de un momento aotro cogiéndonos a todos debajo. Lossoldados abandonan los frentes y haempezado el desfile hacia Valencia yAlicante, como en noviembre del 36,sólo que ahora…

Pero ella guardó silencio hasta quelo tuvo junto a sí, asido fuertemente a sucuerpo, con los ojos cerrados y másestremecido que nunca.

—Bien y ¿qué piensas hacer,Federico?

—No lo sé, ni quiero pensarlo.Ahora sólo pienso que te tengo entre misbrazos, y me basta.

Y quedaron callados. Y ella tambiéncerró los ojos. Tan mudo estabaasimismo el hotel, que parecíansumergidos en un lago de silencio, yaunque por los cristales pasaba la luz dela ciudad, era como si estuvieran en unremoto paraje abandonado, envueltos enjirones de niebla, solos definitivamente.En aquella deslucida y triste habitaciónde hotel, avejentada por la desidia de laguerra, de nuevo se buscabandesesperadamente y huían de todo en uninstante profundo, agónico.

Y, como otras veces, el brusco ydolorido retorno. Fue él quien hablóprimero:

—Matilde, no puedo estar tantosdías sin verte, ahora menos que nunca.

—Lo sé, pero no hay remedio —dijoella, despertando.

—Hay que buscar una solución.—¿Cuál?—Hay que buscarla.Él cubrió su desnudez.—¿Vendrás conmigo?—Sabes que no puedo.Él se dejó caer de nuevo sobre la

almohada.—Nos llevaremos a tu hijo, y hasta a

tus padres, si quieres.—Pero, Federico…—Yo te daré una vida nueva. Se nos

unirán también mi madre y mi hermana,y seremos todos una misma familia.Hablaban sin mirarse, entornados losojos.

—No podrá ser, Federico.—¿Por qué? ¿Por tu marido? ¿Sabes

siquiera si vive? Entonces se incorporóella. Le alisó los cabellos con susdedos, lentamente, y luego suspiró.

—Sí.Él abrió los ojos.—¿Qué dices?—Lo sé desde hace mucho tiempo,

Federico. Su tío el canónigo le salvó lavida, pero no pudo evitarle la cárcel.Ahora está en el penal de Burgoscumpliendo condena a treinta años dereclusión.

Él dilató los ojos, incrédulo, y ellaafirmó lentamente con la cabeza.

—¿Cómo lo sabes, Matilde?La pringosa luz de la ventana la

hacía aparecer pálida y ojerosa, ajada,como si tuviera veinte años más.

—Tengo que decirte ahora una cosaque no sé si serás capaz de perdonarme.

Federico, como si le hubieranpinchado, quedó sentado en la cama deun salto.

—¿Guardiola? —preguntó.Ella negó con la cabeza, sonriendo

tristemente.—No, no es por ahí.—Entonces ¿qué? —y le apretó

fuertemente una muñeca. Matilde cerrólos ojos.

—Me estás haciendo daño —murmuró.

—¿Y tú a mí?Pero la soltó. Entonces ella dijo, sin

mirarle a la cara:—Desde hace más de un año estoy

al servicio de Auxilio Social.—¿Auxilio Social? ¿Qué auxilio es

ése, que lío es ése, Matilde?

—Es lo que vosotros llamáisSocorro Blanco. Y Guardiola también.Él fue el que me convenció. Desde elSocorro Rojo hemos estado ayudando alSocorro Blanco él y yo, y otros. Desdehace tres o cuatro meses, muchos.

Se quedó atónito.—Así que… —pero no pudo

continuar.Olivares se cogió la cabeza entre las

manos. Siguió un silencio. Matilde no seatrevía a tocarle, pero al fin se decidió ahablar:

—La guerra estaba perdida yaentonces. Lo comentaba la genteenterada. No se podía decir en público,

pero se sabía. Lo que me extraña es quetú no te dieras cuenta también, y eso queestabas en el frente… Guardiola se pusoen contacto con ellos y un día me dijoque sabía lo que le había ocurrido a mimarido. Yo no le creí al principio, peroinsistió tanto… Hasta me trajo una cartade él y cuando yo le pregunté que cómose las había arreglado para conseguirlafue cuando me confesó también sutrabajo. Era expuesto, pero no teníamosopción. Acepté colaborar, y la verdad esque no he tenido grandes dificultades.Disimulo y nada más. Los antecedentespolíticos de Guardiola y los de mimarido nos cubrían suficientemente.

Olivares continuaba inmóvil.Matilde rompió a llorar contenidamentey la angustia de su llanto le hizo a élestremecerse.

—No me atreví nunca a decírtelo,porque te hubiera perdido sin remedio,lo sé —continuó diciendo ellaentrecortadamente—, y no queríaperderte. A pesar de todo, nunca he sidotan feliz como en esta maldita guerra,aunque pueda parecer mentira. Por ellate encontré, pero temía que su final seríatambién el de mi dicha. Y quería y noquería que acabase. Y ahora…

Se enjugó los ojos con el embozo dela sábana. Hizo una pausa y prosiguió

después:—No puedo dejarlo en una cárcel,

¿comprendes? Es el padre de mi hijo.No lo quiero, pero sería una infame yacabaría por serte odiosa si yo huyeseahora contigo, eso en el caso de quepudiéramos huir.

Volvió hacia él la cara y se encontrócon sus ojos serenos, tristes.

—Perdona dijo Federico— que hayasido por un momento cobarde.

—¿Cobarde tú? ¿Y por qué? —lepreguntó ella, asombrada.

—Sí, cobarde. Me ha dado miedoquedarme solo.

—¡Pobre! —gimió Matilde,

asiéndose a Federico. Mientras ella, enun movimiento incontenible de ternura,le besaba los brazos y luego el pecho, yel cuello y, finalmente, el rostro, decíaél:

—Me olvidé de que soy unrevolucionario… Nunca fui un guerrero,pero siempre he sido un revolucionario.Eso he creído al menos. Y losrevolucionarios…

No terminó la frase porque ella leselló los labios con los suyos.Permanecieron un largo rato en silencio,muy apretados, hasta que él dijo:

—Seguramente ésta es nuestradespedida, Matilde.

—No digas eso, Federico —protestóla mujer—. No quiero oírlo.

—Es la ley.—¿Qué ley?—¿Y me lo preguntas tú?Él sonreía tristemente. Matilde cerró

los ojos y, tras una breve pausa, hablóde nuevo.

—Quiero que me prometas una cosa.—¿Qué cosa?—Que no te marcharás en el último

momento a tontas y a locas.Entonces él replicó en tono más

enérgico:—Eso no lo haré nunca. O nos

marchamos organizadamente, o me

quedo aquí a hacer frente a lo que venga.—También quería decirte, Federico,

que en mi casa, bueno, en la de mispadres, que es igual, tendrás siempre unrefugio. Si te ves en un apuro, no lodudes…

Federico cogió sus manos y lasacarició largamente para terminarbesándolas.

—Está bien, pero creo que no haráfalta.

—Ojalá.Y quedaron callados otra vez.

Oscurecía en la ventana. Todo se habíatornado sórdidamente triste alrededor.Federico y Matilde estaban como de

espaldas el uno al otro, pensando cadacual en el doloroso desenlace que losamenazaba. Al cabo, Matilde se escurriósuavemente de la cama y Federico sevolvió a mirarla. El plano de sudesnudez, primero, y luego su escorzo,en rápido deslizamiento hacia el cuartode baño, lo dejó absorto.

(Es algo que se me va para siempre.Ya no lo veré más…)

Matilde comenzó a hablar de nuevodesde allí:

—Quiero que me acompañes hoy ami casa para poder presentarte a mispadres. Les he hablado tanto de ti, que

tienen muchas ganas de conocerte. Elloscreen que estás también controlado ennuestro servicio, ya ves… Por supuesto,sólo Guardiola sabe lo nuestro… Notendrás más que disimular un poco. ¿Loharás? Mi padre no entiende de política,pero está deseando que acabe laguerra… Ahora está contento y hablaentusiasmado de Franco, pero tú no lotomes muy en serio. Mi madre, la pobre,no sabe nada de nada, pero también paraella Franco es como un dios. Hanpasado mucho miedo, y eso que no lesha faltado nunca que comer. Pero yasabes, son dos viejos anticuados.Todavía no les he dicho que mi marido

está en el penal de Burgos, porque el díaque lo sepan se van a llevar un grandisgusto. Creen que está luchando conlos otros…

(¿Dónde está Matilde? La oigo, perono la veo. ¡Matilde! ¡Matilde! ¿Cómoson sus muslos? ¿Cómo sus pechos?Pero ¿ha sido verdad todo esto? ¿Melevanto? ¿La sorprendo una vez más?Pero ¿para qué? Ya es tarde. Aurora,Matilde… ¿Y Marilú? ¿Qué será deMarilú? ¿Por qué no me pides nuncanada, Marilú? Voy a levantarme. No,esperaré a que termine. Sí, esperaré.¡Qué solo me estoy quedando…!)

—Hala, ya puedes entrar, Federico.Tenemos que darnos prisa.

* * *Antes de pulsar el timbre, dijo ella:—Y acuérdate. Aquí es donde nadie

vendría a buscarte.—Lo sé —murmuró Federico.—Y dime ahora: ¿tú no sospechaste

siquiera que la guerra la teníais perdidadesde hace más de un año por lo menos?Federico sonrió.

—Sí, claro que sí. Pero no olvidesuna cosa, y es que yo no estoy hecho dela misma madera que ese Guardiola.

Entonces Matilde dejó de mirarle yapretó el botón. En seguida se oyeron

como voces confusas y pasosprecipitados por el pasillo. Luego, elroce de la mirilla, hasta que, finalmente,se oyó decir a una voz fresca de mujer:

—Es Matilde.Y se abrió la puerta, apareciendo en

ella la figura de una muchacha que dijoen voz baja a Matilde:

—Es que estamos a todo meter…¡Figúrate qué redada! Y se echó a reír,mirando a los ojos de Federico.

—Este es el camarada Olivares.—Y ésta, Julita, una buena

camarada.Al tiempo de darse la mano,

Federico descubrió que algunas cabezas

aparecían y desaparecían rápidamentepor una puerta cercana, pero no tuvotiempo de preguntar nada porqueMatilde, cogiéndole una mano, se lollevó pasillo adelante, diciendo:

—Ven, te voy a presentar a todos.A los pocos pasos, se detuvieron en

el umbral de aquella puerta. Desde allíse veían dos habitaciones contiguas, quedaban la impresión de un improvisadotaller de costura, donde se mezclabanlos muebles más diversos: aparadores,librerías, máquinas de coser… Lasocupaban un grupo de muchachos ymuchachas. Parte de éstas, sentadas antemáquinas de coser, unían trozos de

percalinas rojas y negras. Otrasremataban a mano pequeños banderinesde los mismos colores. En cuanto a losmuchachos, algunos ayudaban a laschicas a cortar las telas y dos de ellos,apartados en un rincón, copiaban algo enuna máquina de escribir.

Federico puso cara de asombro anteaquel entusiasmo juvenil que lerecordaba otras muchas escenassemejantes de los primeros meses deguerra y, sobre todo, ante aquellasbanderas tan parecidas a lassindicalistas y que, por la disposiciónde los colores, no lo eran. ¿Quésignificaban aquellas banderas? ¿Qué

simbolizaban? ¿A quién pertenecían?Pero hablaba otra vez Matilde:—Camaradas, os presento al

camarada Olivares, Federico Olivares,que con tanto entusiasmo, y con tantopeligro para él, ha venido colaborandosecretamente con nosotros.

Los jóvenes suspendieronmomentáneamente su quehacer parasonreírle amistosamente y saludarlelevantando el brazo.

—¡Arriba España! dijo alguien,sofocando la voz.

Entonces, el que estaba escribiendoa máquina siseó imperiosamente. Y,cuando se hizo de nuevo el silencio,

dijo:—Hay que guardar, camaradas, toda

clase de precauciones hasta el últimomomento. Precisamente porque ya faltapoco para que vuelvan victoriosasnuestras banderas, hay que ser másprudentes —y, dirigiéndose a Olivares,añadió—: ¡Bien venido, camarada!

Federico empezó a temblar pordentro. Acababa de comprender y miróduramente a Matilde, pero ella se leadelantó:

—Espera aquí un momento. Voy aver por dónde anda mi padre —oyó quele decía ella y que luego añadía en tonoconfidencial—: Tú, como si nada. No

seas tonto.Y le dejó solo en aquel extraño

ambiente, donde no sabía qué hacer nidónde mirar. Por su parte, losmuchachos y muchachas habían vuelto areanudar su tarea, pero era evidente, porsus cuchicheos y las miradas de soslayoque le dirigían, que su presencia y suactitud de perplejidad los intrigaba. Depronto, el que escribía a máquina selevantó y se dirigió hacia él, papel ylápiz en mano. Era un jovenzuelo demirada ardiente, delgado, con una tenuesombra de barba y muchas espinillas enla frente y en el entrecejo.

—Me llamo Pajares y soy camarada

de primera línea —dijo a Olivares concierto aire impertinente y militar.

Olivares sonrió por toda respuesta,dominando hasta lo imposible la cóleraque ya comenzaba a turbarle.

—Y he pensado —continuó diciendoel otro— que podrías prestamos un granservicio.

—¿Yo? —se oyó a sí mismo decirOlivares.

—Sí, tú. Como has estado encontacto con los rojos tanto tiempo,sabrás algunos nombres y direcciones.Nos ahorrarías luego mucho trabajo.

¿Rojos? ¿Ahorrar trabajo? Olivaresno comprendía.

—No sé a qué te refieres… —contestó, mirando derechamente a losbrillantes ojos negros del muchacho.Éste movió la cabeza, impaciente.

—Sí, camarada. Nombres ydirecciones de los que hayan cometidofechorías.

—¿Cómo? —y Federico aspiróprofundamente.

Su interlocutor frunció el entrecejo.—Claro, de criminales. ¿Es que me

vas a decir que no conoces a ninguno?La ira se le amontonó en la garganta

a Olivares. Era como si se ahogase. Susojos chisporrotearon. Pero pudocontenerse y contestarle en tono seco y

desdeñoso:—Pues sigo sin entenderlo. Yo no

me he tratado nunca con tipos de esacalaña.

El muchacho hizo un visible esfuerzotambién para reprimirse. Sólo dijo:

—Está bien —y le volvió la espaldapara regresar a su puesto.

Los demás habían seguidoatentamente la escena y, al ver la actitudde su joven camarada, se quedaronmirando al intruso gravemente, con airede desconfianza. Ya nadie sonreía nicuchicheaba. Era como si hubiesepasado sobre sus cabezas un soplo desospecha.

Pero en ese momento se oyó la vozde Matilde en el fondo de la casa.Federico volvió la cabeza en aquelladirección y, seguidamente, salió alpasillo y, ya sin dudarlo, se dirigió a lapuerta de entrada del piso. Oyó queMatilde preguntaba por él y que luego lellamaba, pero estranguló aquella vozcon el portazo que dio al salir. Como sile persiguieran, se lanzó despuéscorriendo escalera abajo. El ruido desus taconazos en la madera de lospeldaños sonaba y crecía como unmartilleo ensordecedor. Se tropezó conalguien en el portal, pero ni siquiera seexcusó, oyendo después que le gritaban:

—¡Eh, animal!No paró hasta llegar a la esquina de

la calle de Ayala, para respirar hondo yserenarse. Era ya entre dos luces y seveía poca gente circulando por aquellascalles. Lió un pitillo.

(Es increíble… Son increíbles latranquilidad y la desenvoltura deMatilde. Tú, como si nada. No seastonto. Y viendo hacer en mis naricesbanderas enemigas… ¡Cómo ha sabidoocultármelo durante tanto tiempo! Y sumarido en el penal de Burgos,condenado a treinta años de prisión…No me cabe duda de que muchas

personas, especialmente mujeres, soncapaces de desdoblarse en dos o en tres.Aurora tenía un hermano fascista que meenviaba anónimos de muerte, y Matildetrabaja para ellos teniendo un marido enla cárcel y un amante revolucionario. Esincreíble… Como es increíble tambiénque yo no acometiera a aquella gente ysaliera huyendo de allí…)

Meneó la cabeza y siguió andando.

(Y ese chaval no me gusta. Tieneojos de fanático. Tan joven y ya odiandode esa manera… Claro, a lo mejor tienemotivos personales para ello… ¡Hasembrado tanto odio esta guerra!…

Todo el país está podrido de odio: elaire, la tierra, las gentes… Como no seaque la Iglesia nos eche una mano… Pero¿será capaz de defendernos y de pedirpiedad para los vencidos?)

Al llegar a la calle de Goya volvióla cabeza. Ya no podía ver la casa deMatilde, que quedaba muy atrás, pero síreconstruir mentalmente aquel breveitinerario que había hecho muy pocasveces llevando prendida del brazo a lamuchacha: la noche en que le detuvieronlos negrinistas, la primera; haría sólocomo una hora, la última.

(Ya no se repetirá. Ella correrá a

Burgos con su hijo… ¿Y yo, dóndeestaré yo dentro de unos días?)

Se detuvo de nuevo junto a labaranda de la estación del «metro». Lasbanderas revolucionarias seguíanmeciéndose perezosamente al viento,aunque ajadas y descoloridas. Se veíanigualmente muchos carteles depropaganda republicana y antifascista,aunque algunos de ellos estuvierandesgarrados y el vientecillo moviera susjirones. Y también se advertía unamayor concurrencia de transeúntes, sibien la mayoría eran militares: gruposde soldados oliendo a trinchera, sin

armas, cargados con maletas y paquetes,algunos hasta con colchones.Probablemente desertores, huidos de losfrentes, que regresaban a sus casas.Parecían tristes, avergonzados, abatidos.Vencidos. Eran vencidos. Como lo eranlos que ocupaban dos camiones queaparecieron viniendo de las Ventas. Ibanapelotonados en las plataformas,silenciosas, con expresión de cansancioy de estupor. Ni un viva, ni un grito, niuna canción. Eran los mensajeros deldesastre que llegaba por todas partescomo la noche.

Olivares siguió con la vista a losdos camiones hasta que se perdieron por

el rumbo de la calle Narváez. ¿Adóndeirían? Luego centró su atención en lagente que subía y bajaba por la escaleradel «metro». Nadie reía tampoco. Aunen las jornadas más dramáticas de laguerra, los madrileños no olvidaron lachirigota ni el buen humor. Ya, sí.Porque la gente sentía la pesadumbre dela derrota, con sus malos presagios, susincertidumbres y sus remordimientos. Laderrota que planeaba sobre la ciudadcomo una águila atroz.

(Parece como si cada uno buscase aDios para preguntarle qué va a ocurrirdespués, porque sólo Dios puede

decírselo… Si yo tuviera a mi madreaquí, a mi lado… Hijo, ha sido la malasuerte. Tú no tienes culpa de nada y nohas hecho más que cumplir con tu deber.Para mí sigues siendo el mismo y esigual que si volvieras vencedor.¿Vencedor? ¿Y cuándo se vence o se esvencido de verdad? En lo más altoquedan siempre las banderas de laesperanza, madre. Son las últimas quenos quedan y ¿quién sería capaz deabatirlas definitivamente? ¡Nadie, nadie,madre! Nada sucede en vano¿comprendes? ¿Qué importa, pues, loque me pueda pasar a mí?)

Y Federico Olivares se zambulló enla estación del «metro».

X

El ala herida de la tarde sólo rozabaya las cumbres de las colinas mientrasque por el valle avanzaban las primerassombras de la noche, todavía tenues,vaporosas y frágiles. El mar, en cambio,se oscurecía más intensamente pormomentos. No se movía ni un aliento debrisa y sobre el paisaje pesaba todo elcalor acumulado durante aquel ardorosodía del mes de julio, en que el sol habíabramado a sus anchas como un toro encelo.

Federico, desde el alpende de

aquella especie de choza que servía detaller al viejo Martín, escondida en unrepliegue de la loma, entre cactos ychumberas, contemplaba atentamente elpanorama. A su izquierda, una serie decasuchas desperdigadas entre huertasarenosas llevaba, en descenso, hasta elgran caserío del pueblo que se extendíapor una estrecha franja, junto al mar. Pordelante tenía el valle que terminaba enuna barriada de pescadores, cogidaentre la playa y la carretera general. Asu derecha, la cadena de lomas y alcoresse ondulaba y crecía, perdiéndose en unhorizonte de sierras. Lejos, en la llanuradel mar, emergía, como un gran barco, el

peñón de Gibraltar.De pronto, algo atrajo más

vivamente su atención. Eran dossombras que se movían por la carreteraen dirección al pueblo, de derecha aizquierda. A los pocos minutos, las dossombras fueron adquiriendo formasconcretas. Eran, sin duda, dos camionesdescubiertos. El ruido de sus motores,imperceptible al principio, fuecreciendo y engordando en la caja deresonancia del valle a medida que seacercaban, y cuando ya estuvieron a laaltura del poblado de pescadores, pudoapreciar que se trataba de dostransportes militares, cargados de

soldados en pie. Las últimas luceshacían brillar sus bayonetas ydestacaban el blanco tocado de suscabezas. Los camiones pasaron pordelante de las casas, sin detenerse, ysiguieron imperturbablemente su ruta.

Federico, que había estadoconteniendo inconscientemente elaliento, respiró entonces profundamentey se volvió al interior del chamizo. Elviejo Martín seguía dándole al torno conel pie mientras sus manos terminaban demoldear un botijo de barro gris.

—Acaban de pasar dos camiones demoros —dijo Federico.

Martín le miró sin entender y

Federico hubo de acercarse más a él ylevantar la voz:

—Digo que acaban de pasar por lacarretera dos camiones cargados demoros. Creí que iban a descargar en elbarrio, pero no; han seguido para elpueblo.

Martín, más envejecido por eltrabajo que por la edad, era un hombrecorreoso, enjuto, con el rostro y elcuello marcados con esas profundasarrugas que parecen trazadas en cortezade árbol. Tenía una abundante cabellera,rizosa y blanca, y unas ásperas cejasgrises. Paró el torno y habló, sin que sele cayera de entre los labios la húmeda

colilla apagada:—Ya he oído el ruido. Si llegan a

quedarse en el poblado, nos estropean lacombinación, don Federico.

—Pues eso me temí —siguiódiciendo Federico—. Y hubiera sidofatal, después de lo que ha costadoprepararlo todo.

Martín dio una chupada a la colilla,después de trasladarla con la lenguadesde el ángulo de los labios al centrode la boca. Pero era ya sólo papel y laescupió. Luego dijo:

—Pues cualquier día pondrán morosahí también. Por eso no se puede esperarmás.

—Claro que no. Llevo todo el díadeseando que anochezca.

Martín volvió la mirada hacia lapuerta. Tenía ojos de gato, muy vivos,que chispearon al recibir directamentela escasa claridad del exterior.

—Pues ya falta poco —afirmó—.Pero voy a rematar antes este botijo.

Todo revelaba calma en él. Mojó lasmanos en una lata con agua que tenía asu vera, acarició después la panzudavasija, humedeciendo el dócil barro, ypuso otra vez en movimiento el torno.

Junto a una de las paredes sealineaban los diversos cacharros quehabía moldeado durante la jornada:

botijos, pucheros y lebrillos. El suelodel chamizo era de tierra revuelta conpaja y cagarrutas de cabra; su techo, decañizo; sus paredes, de adobes.

Federico se dispuso a esperar y sesentó para ello en un cajón vacío. No seoía más que el monótono roce del eje demadera del torno y, de cuando encuando, el tintineo débil de una esquilitade ganado fuera, porque, habiéndose yaretirado a dormir las moscas, habíacesado también el zumbido del aleteo desus enjambres.

(¿Y qué va a hacer la tropa? —pregunta Federico.

Está junto con Ricardo en la puertadel bar que hay frente al cuartel. Lagente sigue afluyendo allí, enmanifestación, desde diversos puntosdel pueblo. Hombres y mujeresenarbolan banderas republicanas yrevolucionarias. No gritan. Más biendan la impresión de que presintiesen quealgo fuera a ocurrir y no supieran qué, nisi iba a ser para bien o para mal.Esperan.

El cuartel está rodeado de centinelascon la bayoneta calada. Desde la terrazadel edificio, varias ametralladorasdominan la explanada. Se ve el gorritocuartelero, con las rojas insignias de

cabo, del que ocupa el sillín de la másadelantada.

—Ha decidido no combatir —contesta Ricardo—. Ya sabes que por lamañana se llegó al acuerdo de quetropas y carabineros ofrecerían toda laresistencia posible a las fuerzas quevinieran de fuera. Bien, pero no hacetodavía una hora, al enterarse loscarabineros de que se acercaba un taborde Regulares, desembarcado enAlgeciras, hicieron saber al alcalde queno dispararían contra ninguna fuerza delejército. Entonces, los sargentos quemandan la tropa dijeron que ellos solosno podían hacer frente a los moros, que

sería inútil el derramamiento de sangre yque, por lo tanto, rendirían el cuartel alos jefes que llegasen. ¡Figúrate! Ya nohabía tiempo para nada, porque lasfuerzas de Algeciras estaban llegando alas afueras del pueblo. Yo me heescapado del Ayuntamiento y he venidoaquí cuando el comandante de lacolumna entraba en el despacho delalcalde, que se ha quedado solo pararecibirle. No se qué pasará, porque lagente no sabe todavía la verdad. Claro,no ha habido tiempo de decírselo…

De pronto, suena un clarín y la genteque ocupa el centro de la explanada seretira hacia la periferia, buscando

instintivamente las bocacalles. Y hacesu aparición un coche, al que sigue unafila de camiones. El coche se detiene ala puerta del cuartel y descienden de élunos oficiales que, a la luz delcrepúsculo, aparecen pálidos,desencajados y nerviosos. Loscamiones, entre tanto, se han paradotambién y de ellos saltan ágilmentesoldados con barba y turbante, quecorren a colocarse en formación de atres en fondo delante del cuartel. Todose hace rápido, mecánicamente,siguiendo las voces de mando, secas yrestallantes.

La multitud deja completamente

libre toda la extensión de la plazairregular, intimidada sin duda por lapresencia terrorífica de los africanos, dequienes se han venido contandoespantosas historias de crueldad durantetoda la vida.

—¡No son nadie los moros!¡Menudos tiradores!

—Y no respetan nada.—¡La que hicieron en Annual, niño!—¿Y en el Barranco del Lobo? ¡Na!—Pues, ¿y en Asturias?Son los comentarios de la gente que

se agolpa en la puerta del bar. Federicoy Ricardo han preferido meterse dentroy seguir desde allí lo que ocurra.

Ya se ha terminado la formación y seextiende por encima de la multitud y delos hombres armados un silenciocargado de amenazas, siniestro, comouna bandera negra. En el cuartel no sedescubre ningún movimiento, como siestuviera vacío o como si sus habitanteshubieran muerto. Hace un calorexasperante, pegajoso, irresistible, y lagente suda a chorros, pero nadie seentretiene en enjugarse el sudor.

En medio de la angustiosa esperasuena al fin una voz, la de un oficial quegrita:

—¡Viva España!Y le responde un reguero de voces

broncas, apagadas, con el contrapuntode algunas pocas vibrantes, agresivas,como toques de clarín, y, seguidamente,se alzan otras muchas, innumerables,entre las que destacan las agudas demujer, que atruenan con su vítor:

—¡Viva la República!Es un clamor multitudinario, mucho

más intenso y vario, que se acompañaluego con aplausos frenéticos. Losoficiales se miran, indecisos, y por todala formación cunde un estremecimientoque hace chirriar las culatas sobre eladoquinado.

Federico, que en aquel instante trepacon la mirada por el grisáceo muro del

cuartel en busca de una señal de vida, sequeda encogido por el estampido delprimer disparo, como si le hubiera dadoa él, y ya no puede discernir claramentelo que está ocurriendo. Una de lasametralladoras instaladas en la terrazadel cuartel, la del cabito, empieza adisparar sobre los moros. Éstos, sinesperar órdenes, que, por otra parte, nopodrían oírse en medio del inmensogriterío que se ha levantado, sedespliegan inmediatamente y respondencon un espantoso fuego de fusilaría,rodilla en tierra. Las balas pasan porencima de su cabeza y van a derribar lasbotellas de la estantería. Algunos de los

hombres que estaban en la puerta del barson cazados antes de conseguir retirarsedentro y se derrumban, sudorosos ypálidos, con las camisas enrojecidas porlos chorros de sangre. La gente grita,corre, empuja, atropella. A los disparosde fusil se han unido las ensordecedorasexplosiones de las bombas de mano.

—¡Al patio, al patio!Federico se ve arrastrado al patio, al

que, por una puerta lateral, que da a lacalle, irrumpen hombres y mujeresdespavoridos. Uno de ellos lleva aúnasida una bandera roja.

—¡Tírala! —le dicen.Pero el hombre se resiste. Se la

arrancan de las manos, hacen un bultocon ella y lo arrojan al pozo que se abreen medio del patio.

—No salgáis a esa calle. Los morosla enfilan con sus tiros.

—Entonces, ¿por dónde salimos?—Por la puerta de atrás.Y Federico se ve impelido de nuevo,

esta vez hacia la puerta de atrás, que esla salida a una calle transversal. ¿YRicardo? Ha desaparecido en el tumulto.¿Herido? ¿Muerto? ¡Quién sabe! No sepuede retroceder. Alguien confirma quelas calles que van a dar a la explanadaestán batidas por las ametralladoras quelos africanos han emplazado en las

bocacalles. Parece incluso que el tiroteoha arreciado.

—En el cuartel sí que hay liada unabien gorda…

Federico se ve obligado a huir enzigzag, pasando de una casa a otra,atravesando patios de vecinos.

—¿No pensará usted ir a su casa? —le preguntan.

—No se le ocurra —le aconseja otro—. Tiene que esconderse hasta que pasela chamada.

En la carrera va perdiendo a loscompañeros de fuga, casi todosextraños, y al fin se queda solo en unacalle de las afueras. Una calle que no

conoce. Todas las casas están cerradas yno se ve un alma por ningún lado. Ya haadvertido, antes de llegar allí, que laspuertas de las casas, al principio llenasde curiosos, se iban cerrando al paso dela ola de terror de los fugitivos,quedando las calles desiertas y mudasigual que en las muertas horas de lamadrugada.

Entretanto, ha anochecido y ya no seoye más que algún disparo suelto.Federico, agotado, con los pulmones apunto de reventar, bañado en sudor y lamente extraviada, se recuesta contra elmuro de una de aquellas encaladascasitas. No puede más y respira con

ansia. Tiene que pensar, pero no puede.Tiene que decidir algo, pero no sabequé. En su tremenda confusión echamano al tabaco y lía torpemente uncigarrillo. Se siente como si le hubieranpisoteado o apaleado. Es una sensaciónnueva para él, que le ha cogido, además,de improviso, sin planes. ¿Quién iba apensar en un desenlace tan rápido ycatastrófico?

—Puedes irte a casa a comertranquilamente —le dice el alcalde—.Creo que hoy no pasará nada. Los deAlgeciras no se atreverán a venir porahora. Ellos también están sin saber quéhacer. Y tienen mucho en que pensar.

—¿Y los carabineros?—Seguros.—¿Y usted no piensa descansar?—Yo no puedo faltar de aquí. Me

traerán la comida de casa.—Bueno, bueno…Y después, su madre:—¿Por qué no te echas un rato, hijo?

Estás que te caes de sueño.—Sí, pero llámame a la menor

novedad.—Descuida.Duerme no sabe cuánto tiempo, hasta

que oye:—¡Federico, Federico!—¿Qué, qué pasa, madre?

—Una gran manifestación que bajahacia la explanada. Y dicen que vienenlos moros…

Poco a poco, el tabaco le calma losnervios y le esclarece las ideas. Siguesolo en aquella calle desconocida,apoyado en el muro enjalbegado. Ungato cruza silenciosamente la calzada.Por lo visto, ha sido cortado elsuministro de fluido eléctrico a lapoblación, porque el alumbrado públicosigue apagado y no se filtra ningún rayode luz por los intersticios de puertas yventanas. Todavía suenan algunos tiros,espaciados, que alternan con ráfagas deametralladora y algún bombazo que otro.

¿Adónde ir? ¿Qué hacer? El campocomienza allí mismo. Un campo dehigueras, bancales de arena y pobresbarracas de madera donde viven loshuertanos. Puede que se tropiece conalguien con quien enviar un recado a sucasa y a Aurora. Puede que allíencuentre donde pasar la noche acubierto…

Los pies se le hunden en la arenacaliente. Un perro ladra y oye un breveroce entre las chumberas.Instintivamente mira a su alrededor enbusca de una piedra o un palo.

—¡Don Federico!Es la voz de un niño. Se detiene,

sintiendo un golpe de calor por todo sucuerpo, una subida de sangre. El perroinvisible se ha callado.

—¡Don Federico!Al fin lo ve, saliendo de entre las

sombras. El niño va hacia él despacio.Pregunta:

—¿No me conoce, don Federico?Al pronto, no. Pero cuando lo tiene a

la distancia de dos pasos, sí. EsVicentillo, el de los pelos tiesos y lacarita de hambre.

—¿Vives por aquí?—Sí, señor, ahí mismo —y le señala

una barraquita que blanquea en medio deun oasis pequeñito de plantas y macetas

oscuras. Debe de haber alguna débil luzdentro porque en su puerta se recortaconfusamente la silueta de una mujer.Federico parece indeciso, pero elchiquillo insiste:

—¿Adónde va usted por aquí, donFederico?

—¿Quién es? —pregunta la mujer.El niño contesta:—Don Federico, mi maestro —y

añade en voz más baja: Es mi madre.Dentro están también mi abuelo y mishermanos.

—Pregúntale si quiere pasar unmomento —dice la madre. Federicoacepta sin vacilar.

—Claro que sí. ¡Cómo no!Y observa un súbito fulgor en los

ojos del niño, que le invita:—Por aquí, don Federico, por aquí.

Venga.Va delante de él, desbrozándole el

camino. Aparta una rama, da una patadaa un bote vacío y murmura:

—Somos muy pobres y…Federico se adelanta, le revuelve los

tiesos cabellos y le dice:—¿No os tengo dicho que la pobreza

no es ninguna vergüenza?Bajo su caricia, el chiquillo se

estremece como un gato.—Pase, pase, señor. Eso mismo le

están diciendo siempre su padre y suabuelo, que la pobreza es una desgracia,pero no una deshonra.

Ha hablado la mujer suavemente.Federico le alarga la mano y sientecómo ella apenas la roza con la suya. Esuna mujer joven aún, que viste unaamplia bata de percal muy ajada.Federico sólo ve en ella sus grandesojos oscuros. Y entran en la barraca.

Es una sola estancia, con piso detierra, que sirve de comedor, cocina,almacén de aperos y alcoba para todos,alumbrada escasamente por la luz de unquinqué que hay sobre una redonda mesade pino. Le recibe en pie Martín, con un

bebé de mantillas en brazos, y desde unrincón le observa tímidamente una niñapoco menor que Vicentillo.

—Es el maestro de Vicentillo y le hedicho que pase —dice la mujer y añade,dirigiéndose ahora a Federico—: Es misuegro y se llama Martín.

—Y aquélla es mi hermana Loliya—dice Vicentillo, señalando a la niñadel rincón.

—Es una honra para nosotros suvisita —habla cortésmente Martín—.Aunque muy pobre, ésta es también sucasa.

Y le da una mano sarmentosa, dura,que estrecha fuertemente mientras

Vicentillo le trae una silla de anea.—Siéntese —le ruega la mujer, que

añade—: Poco le podemos ofrecer…La silla de anea se desencuaderna

casi al tomar asiento en ella.—Gracias. No se preocupe. Sólo

deseo un poco de agua.En tanto que la mujer se dispone a

servirle el agua, tomándola de uncántaro, Vicentillo se ha sentado a sulado, en el suelo, y Martín en la silla queocupaba. La niña del rincón se haacercado a su madre y se coge a sufalda.

Sigue un silencio hasta que la mujerle ofrece un vaso rebosante:

—No está muy fresca… —seexcusa.

En efecto, está calentuja, pero estanta la sed que tiene, que a Federico leparece un gozo beberla, y apura el vasode un largo trago.

—¿Quiere más? —le pregunta ella.—Luego. Gracias.Entonces, tras mover la cabeza,

como titubeando, Martín le dice:—Usted perdone, pero viene

huyendo de la chamusquina, ¿no?Federico afirma con la cabeza,

añadiendo:—Sí, y me he encontrado aquí sin

saber cómo.

—Pues estamos para servirle.—La verdad es que no tengo dónde

pasar la noche ni sé cómo mandar unrecado a mi familia para que no seintranquilice. Es muy comprometido enestos momentos, ya lo sé. Es natural quetodo el mundo tenga miedo.

—Ya le he dicho que estamos paraservirle.

—Gracias, pero no quisiera…—No se preocupe, señor maestro. El

caso es esconderlo y salvarlo. Tenemosque ayudarnos unos a otros, señor. Si no,¿qué sería de los hombres y adóndeiríamos a parar los pobres? ¿No dicenlos curas que todos somos hermanos? Es

en lo único en que creo, mire. Seráporque toda mi vida he estado yendo deun lado para otro y no he visto más quedesgracias en todas partes. Y no escuestión de dinero, no. Yo tuve unpatrón, en América, que era riquísimo.Tenía más tierras que todos losmarqueses y condes españoles juntos.Pues, mire, le atacó el cáncer en ellabio. Era joven todavía, pero la carnede la barbilla y de la garganta se le caíaa pedazos. Ni su mujer ni nadie teníanvalor para lavarle y curarlo. Sólo yo. Yel hombre me decía muchas veces quede buena gana se cambiaría por mí. Y élera un principal y yo un peón más pobre

que las ratas… Y se murió una noche sinmás compañía que la de su peónMartín… —hace una pausa y prosigue—: Se lo he contado para que vea lo queson las cosas y lo que es la vida. Ahoramismo quién sabe si mi hijo habrátenido que pedir ayuda a alguien. Salióhace un par de días con una carga debotijos para ir a venderlos en Málaga yha debido de pillarle la tormenta por elcamino. Él es del sindicato y a saber enqué manos habrá caído…

El abuelo Martín habla con unacalma tan profunda que todo se serena asu alrededor, como si sus palabrasfueran de óleo. Federico le ofrece

tabaco y la mujer se apresura a recogeral pequeñín de brazos del viejo para queéste pueda liar el cigarrillo. Los demáscallan y miran atentamente a los doshombres.

Después de darle dos calmosaschupadas al suyo, Martín se dirige a sunuera:

—Deja el niño en la cama y echaunos cuantos chumbos y pan en untalego, y prepara también un botijo conagua —y, luego, mientras la mujercumple sus órdenes, habla a Federico—:Lo primero, me parece, es pasar lanoche lo mejor posible, y aquí no puedequedarse, pero no porque seamos

muchos, no, sino porque mañana le veríademasiada gente y ya sabe usted lo quepasa… Le llevaré a un sitio muy seguroque yo me conozco cerca de la playa. Loque no podemos ofrecerle es nadaaparente para cenar. Sólo unos chumbosy pan… Mañana será otro día.

Federico no sabe cómo expresarlesu agradecimiento y sólo se le ocurredecir:

—¡Oh, no se preocupe! No tengoapetito esta noche.

Sigue otro silencio. EntoncesFederico percibe la grande y limpiapobreza que le rodea; que Lolilla no secubre más que con una camisita y que le

mira con mucha curiosidad chupándoseun dedo; que el perro que le ladródescansa tranquilamente a los pies deMartín; que huele a los claveles de lasmacetas y que hace un calor de suplicio.

—Bien, pues en cuanto hayadescansado, nos vamos —dice Martín alcabo.

Federico se pone en pie.—Por mí, cuando usted guste.—¿Otro vaso de agua? —pregunta la

mujer.—Sí, y muy agradecido.Martín se levanta también y la mujer

sirve a Federico otro vaso de agua que,como el anterior, se bebe sin respirar.

—Tenía mucha sed —murmuradespués.

La mujer sonríe y tambiénVicentillo, que se ha puesto a su lado.Martín agarra el talego y el botijo y sedirige después a todos:

—Aquí no ha estado nadie ni nadieha visto nada, ¿estamos?

—Descuide —contesta la mujer—ya se lo meteré en la cabeza a los niños.

Federico advierte que, aldespedirse, la mujer le entrega másconfiadamente la mano.

—¡Adiós, don Federico! —y la vozde Vicentillo tiembla.

Madre e hijo quedan en la puerta

mientras Martín y Federico salen a lahuerta. La noche, sin tiros ya y sin luces,está completamente callada, absorta ensí misma, como si no hubiera hombres.Sólo de alguna de aquellas casitas demadera y cañizo escapa un rumor devida: llanto de niño o voces de mujer,pero como si fueran proferidos bajo unamordaza.

Los perros con que se tropiezanconocen a Martín y no ladran. Sinembargo, evitan las barracas.

—Déjeme que le ayude yo ahora —dice Federico a Martín y le coge eltalego, que el viejo le entrega sincomentarios. Después de un silencio,

dice Martín:—No vamos a la playa. He dicho

eso por si acaso. Le llevo a otro sitiomás seguro.

Y tras otro silencio:—Le habrá extrañado tal vez que no

le haya hecho ninguna pregunta sobre loque ha pasado esta tarde. Pues ha sidoporque no quiero que los niños escuchenestas cosas… Pero ha sido gordo,¿verdad?

—Terrible.—Sí, sí, ya entiendo. Cuando supe

que los militares se habían echado a lacalle y luego oí los tiros… De no haberfaltado mi hijo, me hubiera cogido a mí

también. Pero ¿quién dejaba solos a unamujer y tres niños?

—Pues hizo usted muy bien.—He visto muchas, no crea, y ya sé

cómo acaban siempre, pero me hubieragustado. La sangre no le deja a unotodavía en paz, y eso que uno ya noespera nada…

Suben el repecho de la colinajadeantes. Atrás quede la masa oscuradel pueblo. A la izquierda, lejos,aparece la iluminación, que parece defiesta, de Gibraltar. El viejo calla hastaque llegan a un cobertizo. Entonces dicesimplemente:

—Ya hemos llegado.

La cuesta les ha hecho trasudar yMartín se enjuga la frente con el puño.Federico aspira con ansia la leve brisaque corre por aquellas alturas.

La media puerta de madera que daentrada a la casucha chirría. La estanciaestá a oscuras. Antes de que Martínencienda el fósforo, se oye el tintineo deuna esquila de ganado y, cuando lacerilla arde, Federico descubre unacabrita negra, echada en el suelo, querumia tranquilamente, moviendo lasfinas orejas y mirándolos con ojosconfiados.

Martín prende una vela de sebo ytoda la estancia queda iluminada

temblorosamente. Hay en ella, ademásde la cabra, un rústico banco dealfarero, una artesa, algunos cacharrosde barro y unos sacos henchidos.

—Le apañaré una cama con la pajade esos sacos —Martín empieza avaciar su contenido—. Por lo menos,dormirá blando.

Federico calla y deja hacer a Martín,que sigue diciéndole:

—Por la mañana podrá tomar lechefresca de mi Mariquita —se vuelve,sonriendo, a Federico y añade—:Bueno, llamo Mariquita a la cabraporque todas las mujeres que heconocido con ese nombre eran tan locas

y tan lecheras como ella.Cuando termina de hacer la cama,

apaga la vela.—Es mejor que no se vea luz aquí

—y le hace sus últimasrecomendaciones—: El botijo déjelofuera, al fresco. Y tenga cuidado de nopincharse al mondar los chumbos. Tomemi navaja. Yo volveré temprano.

Salen. Algunas luces corren por lacarretera en uno y otro sentido. Soncomo el parpadeo nervioso de loshombres que vigilan y van extendiendosu poder por pueblos y aldeas mientraslos demás duermen o se ocultan.

—Ahora sólo falta que me diga el

recado que quiere que llevemos a sucasa —dice Martín al cabo de unsilencio.

—Sólo que sepan que estoy bien yfuera de peligro. Por el momento, sóloeso.

—Está bien. Pero yo creo que lomás importante es procurarle la fuga. Deeso me encargo yo. Por descontado quetiene que ser a Gibraltar.

Federico afirma en silencio con lacabeza.

El viejo Martín emprende lentamenteel descenso de la colina y Federico sequeda otra vez solo. La calma de lanoche y el suave relente le devuelven la

sensación física de las cosas y le relajanlos nervios. Siente un profundocansancio, pero se le resiste el sueño yhasta la madrugada no se le cierran losojos sobre el lecho de paja, junto aMariquita, que ya ha dejado de rumiar.

Cuando los abre de nuevo, el solentra ya en haces rubios por la puerta yMartín fuma silenciosamente sentado enun cajón de madera que ha traído paraque sirva de silla y de mesa.

—No he querido despertarle —ledice— porque sé que lo que másnecesitaba usted era dormir.

Desayúnase con leche de cabra,todavía tibia, y un mendrugo de pan.

Martín, que ya ha preparado las pellasde barro, pone en marcha el torno dealfarero y comienza su trabajo mientrasva dejando caer sus palabraslentamente:

—Todo sigue igual por mi barrio, yno hemos visto por allí ningún militar,moro o cristiano. Vicentillo es el que vaa llevar el recado a su casa, porque enestas situaciones los críos son los quemenos sospechas despiertan. Además,Vicentillo es muy espabilado.

La mañana es larga, inacabable.Almuerzan tomates, chumbos y pan, ytoman té, que Martín sabe hacer muybien, y meriendan otra vez té con

rebanadas de pan embadurnadas conmanteca rojiza de cerdo.

—Yo también fui rebelde en mijuventud —cuenta Martíndespaciosamente mientras gira el torno—. Trabajaba en Linares, de donde soy,en las minas, y un día armamos unabuena zapatiesta porque los capatacesnos trataban muy mal, peor que a lospresos en el penal de Cartagena. Elingeniero no quiso saber nada. Ah, sí,con que no quieres oírnos ¿eh? Puesahora verás lo que es bueno. Vas a bajartú a los pozos, majo. Claro, hubo loscobardones de siempre y tuvimos quedarles a algunos una buena zurra, pero a

alguien se le fue la mano y uno de loscapataces, un tío bragado donde loshaya, resultó tan magullado que tuvieronque llevarle al hospital. ¡Mi madre!Entonces nos echaron los civilesencima. Yo, aunque esté mal el decirlo,era uno de los más echaos palante, porla poca edad, me parece, porque,puestos a ser hombres, el que más y elque menos lo era tanto como yo o más.Pues no se me ocurrió otra cosa que tiraruna pella de dinamita por la ventana deldespacho del ingeniero… ¡Unabarbaridad! Menos mal que no estabaallí en aquel momento que, si llega aestar, lo hago mixtos. De todas maneras,

ya puede usted imaginarse la que searmó. Por de pronto, tuve queesconderme porque los civiles echarontras de mí como podencos. Anda que sime llegan a pillar… Pero no pudieronponerme la mano encima. Pasados unosdías me escapé de Linares y andando deun lado para otro paré en este pueblo.Entonces no era más que una barriada,más o menos como esa que ahoratenemos ahí enfrente. Yo estaba yacasado y tenía dos hijos, pero la mujerno supo de mí hasta que me encontréseguro. Todo se olvida y lo mío, comoluego ocurrieron cosas más gordas yhubo elecciones, pues pasó al archivo,

que digo yo. Aquí hice de todo. Fuipescador, huertano, contrabandista; loque le digo, que hice de todo. ¡Pues notengo yo pasados alijos a Ronda ninada…! En esa playa de ahí enfrentetengo yo descargados más fardos deTánger que pelos me quedan en lacabeza… ¿Y qué otra cosa podía haceruno? Usted dirá… Uno estaba a la quecaía y nada más. Bueno, pues me traje ala mujer y a los chicos. Luego tuve más,pero, no sé por qué, cogían los pobres elgarrotillo y se morían como peces fueradel agua. Y esos dos mismos me quedan.Uno es el que anda por Málaga, o asaber por dónde, y el otro anda a la

pesca y vive en la barriada que se vedesde la puerta. Pero no crea usted queparan ahí las cosas, no. Entretanto mehabía engordado la sangre y un día cogíun barco en Gibraltar y me fui aAmérica. Pero eso ya se lo contaré otrodía si se tercia… —levanta un poco lacabeza para mirarle y como ve queFederico sigue atentamente sus palabras,añade, sonriendo—: Por lo menos, micháchara le hace olvidarse de otrascosas, ¿no es así?

Al día siguiente llega también muytemprano y sorprende a Federicodormido. Ordeña la cabra, riega yhumedece las pellas de barro y espera a

que su huésped se despierte. Y otra vez,mientras Federico se desayuna, pone enmovimiento su rústica maquinaria, quemueve con el pie, y suelta lasnovedades:

—Siguen sin aparecer militares porel barrio. Hasta la presente no hanpasado del centro del pueblo, pero hanobligado a abrir los comercios y a quetodo empiece a funcionar como antes. Sehabla de que han detenido a bastantes y,eso sí, han echado bandos en que seamenaza con la pena de muerte por todo.A la menor, cuatro tiros… Es lonormal… —hace una pausa y continúa—: Su familia ya está informada. Creo

que su madre lloró mucho cuando miVicentillo le hablaba de usted. Esnatural. Su hermana le hizo muchaspreguntas, pero el crío, como el pobreno sabe nada, mal podía contestarlas. Lomejor de todo es que nadie las hamolestado para nada. Ni les hanpreguntado por usted ni nada. Como sino existieran ni ellas ni usted. Creo quees lo mejor, ¿no? —y como Federicoafirma silenciosamente con la cabeza,prosigue—: Al remate besaron alchiquillo por usted y le dieron algunascosas de comer que he dejado ahí:huevos, jamón y un bote de lechecondensada. Vicentillo hizo todo muy

bien y hoy lo he mandado a arreglar lode la fuga. Mañana ya tendremosnoticias de esto.

Después del almuerzo, esta vez conjamón y huevos crudos, Martín vuelve acoger el hilo de su historia:

—Me parece que ayer le dije que mefui a América. Pues sí, me largué a laArgentina, más que nada por saber cómoson los países que están tan lejos delnuestro, y sus gentes. Fui a parar a unaestancia, allí le llaman estancias a loscortijos, bueno, eso lo sabe usted tanbien como yo, donde tuve de patrón a untío riquísimo, que, como ya le dije, semurió de cáncer. Era bastante buena

persona y, cuando se murió, ya empecé ano encontrarme a gusto allí. Además,que no se ganaba mucho. Y yo me dije:si has venido hasta aquí para reunir unasperras y no las juntas pronto pues ¿dequé te vale todo? Me enteré que pagabanmás en la América del Norte y allí mezampé. Era cuando la guerra europea yallí necesitaban mano de obra. Trabajéen una granja y le digo que daba gustotrabajar allí. Claro que aquellosamericanos son diferentes de losargentinos en mirar a los españoles. Allíllaman españoles a todo bicho vivienteque habla español, aunque sean negros omejicanos, o mestizos o qué sé yo. Y los

miran mal, por encima del hombro,como decimos nosotros, sobre todo enlo tocante a mujeres. Tan descuidadoscomo son muchas veces para eso y, sinembargo, cuando uno de nosotros poníalos ojos en alguna de aquellas rubiasdescaradas, ya se estaban juntando parahacerle la encerrona y buscarle la ruina.A más de uno le costó el pellejo. Peropagaban bien y por eso daba gustotrabajar con ellos. Lo demás eran cosasde arreglárselas cada uno comopudiera… —hace una pausa y tras mirarsonriente a Federico, sigue diciendo—:Por poco me la lían también a mí. Aver… Uno era joven y… piqué. Lo más

gracioso de todo era que no nosentendíamos. Pues no crea, ella era muycariñosa y eso bastó para que nospusiéramos de acuerdo hasta que se loolieron los amigos de su marido y lefueron con el cuento. Y menos mal que amí me avisó un mejicano que entendía elinglés y les oyó hablar de mí, y así seenteró de lo que me preparaban. Nuncaolvidaré aquel mejicano. Llevababigotes como Pancho Villa, pero eramás bueno que el pan. Él fue el que meenseñó esto de hacer cacharros de barro.El que le llamara Pancho Villa ya lohabía ganado todo con él. A mí me habíahablado mucho un italiano del Canadá,

de los trigales del Canadá y de muchascosas buenas del Canadá, y de las ganasque tenía de irse para allá. Así quecuando el mejicano me dijo la que losgringos, él llamaba gringos a losnorteamericanos, me preparaban, me fuia ver al italiano para decirle que estabadispuesto a irme con él al Canadá, peroya mismo. Y así fue. Nos largamos denoche, en el primer tren, un sábado,después de cobrar y justo un poco antesde la hora en que los gringos, comodecía el mejicano, pensaban ir por mí.Pasamos muchas peripecias en elcamino, porque no lo hicimos todo de untirón. A ver. No queríamos gastarnos las

perras que teníamos ahorradas y nosdeteníamos a trabajar en alguna granjaque encontrábamos al paso. Al finllegamos al Canadá. Yo había podidomandar ya algún dinero a los míos y conél compraron la huerta y la barraca queusted vio la otra noche. En Canadáestuvimos segando y cuando terminó lasiega yo decidí volverme a casa. Total,ya había visto lo que quería ver y no meconvencía mucho. Sí que se ganaba más,pero ¿y todo lo que yo perdía a cambio?Mi mujer, mis hijos, mis costumbres…¿Y sabe también por qué renuncié acontinuar allí más tiempo? Pues porqueme convencí de que en todas partes pasa

lo mismo, más o menos, y de que entodas partes se encuentra uno conhombres y mujeres, con calles, conárboles, con enfermedades, consufrimientos, con miserias. Se tienen lasmismas necesidades y los mismospensamientos, y los mismos vicios y lasmismas penas aquí que allí. Bah, lasdiferencias son menudas y sinfundamento. El mundo y la vida son paracomprenderlos, y si no los comprendesen tu tierra, no te molestes en andar deun lado para otro, porque no vas a sacarnada en limpio, no los comprenderásnunca porque nadie te va a decir nuncala verdad…

Al tercer día, lo primero que le dicea Federico, nada más despertarse éste,es que vaya preparándose.

—Mañana es la fuga. Mañana por latarde, entre dos luces. Tendrá usted quecruzar el valle, siguiendo la reguera.Después de atravesar la carretera, tiraráusted por la primera bocacalle queencuentre todo seguido, recto, hasta quese tropiece con un hombre que llevarápuesto un sombrero de paja, de esos desegador. El hombre le hará la señaquitándose y poniéndose el sombrerodos veces seguidas. Usted entonces notendrá más que seguirle:

—¿Es su hijo? —le pregunta

Federico.—Tendrá preparada una lancha a

motor, porque a remo el viaje resultaríamuy lento y peligroso. Además, nollegarían al puerto antes de que locierren, y no podrían desembarcar. Noes mi hijo, no. Es un amigo suyo de todaconfianza, que también quiere refugiarseen Gibraltar, y que es mozo todavía. Ymientras Federico se toma el consabidocuenco de leche de cabra con migas depan, le informa:

—Todo marcha igual en el pueblo.Dicen que hubo más de ochenta muertosel domingo por la tarde en la explanaday en sus alrededores, de los cuales más

de veinte eran moros. También dicenque en Málaga, en Madrid y en otrasgrandes capitales ha triunfado elGobierno, y que los marineros rasos sehan apoderado de los barcos de guerra.Sin embargo, Sevilla es facciosa. Por loque se ve, la pelota está en el tejadotodavía. Hay muchas cosas que dicen yno concuerdan. Por ejemplo, unos dicenque el jefe de los militares es Sanjurjo,y otros que Franco, y otros queQueipo… Ah, y también se habla defusilamientos. Esto es lo peor, meparece a mí. Si corre de esa manera lasangre… ¡malo! No hay cosa más difícilde borrar que la sangre. Una sangre trae

otra siempre. Si no se respeta la vida delos hombres por lo menos, es que se haperdido la razón, y por muy bien que sehagan después las cosas, no puede haberperdón ni paz nunca más. Hacer correrla sangre entre hermanos… ¡Dios!

Se calla. Le tiemblan las manos.Federico respeta su silencio y suturbación. El zumbido de las moscasllena la estancia…)

Martín dio por terminado el botijo.—Ya está —dijo, mirando a

Federico.Era como la señal y Federico se

puso en pie, sosteniendo la mirada del

viejo hasta que éste bajó la suya y,luego, calmosamente, fue a colocar elbotijo recién acabado junto a las demáspiezas, todavía rezumantes.

—Mañana encenderé el horno —murmuró, contemplando el fruto de sutrabajo.

Cuando se volvió, Federico estabajunto a la puerta, mirando hacia lacarretera. La esquila de la cabra sonócomo si el animal sacudiera la cabeza,impaciente. Los rumores dispersos delanochecer agrandaban el silencio delcampo. Era el momento de la granmelancolía del véspero.

Se le acercó por detrás.

—Bueno, creo que ha llegado elmomento, don Federico. No se ve nadapor la carretera.

—Sí —y Federico suspiró—, vamosa ver qué pasa.

—No se preocupe. Todo saldrábien. Si, se lo pediré a Dios. Hacetiempo que no le pido nada.

Federico le miró sin poder disimularsu asombro. Entonces Martín dijo,gravemente:

—Sí, creo en Dios; como todos lospobres. Si no fuera porque los pobrescreemos en Dios de verdad, el mundo sehubiera acabado hace muchos siglos, nolo dude —y como Federico sólo hiciera

un signo afirmativo con la cabeza,añadió—: Coja la chaqueta y llévela enla mano, tranquilo.

Después salieron al alpende. Elvalle era un remanso de sombras grises.La carretera, cuyo asfalto ya nodespedía destellos, sino que negreabaintensamente, aparecía solitaria. Lareguera, por donde se encauzaba el aguade las lluvias, bajaba de la colina ycruzaba la carretera por un sumidero eiba a desembocar más allá del caserío,en la playa.

—Ya sabe, sin apartarse de lareguera.

Federico asintió con un gesto y

luego, sin poder ocultar su emoción,dijo:

—Muchas gracias, Martín, por todo.Nunca lo olvidaré. Martín tambiénestaba emocionado.

—No hay que pensar en eso ahora.Si acaso, haga lo mismo con otro, seaquien sea, si es que puede. Se abrazaron.

—Lo haré.Y Federico saltó del cobertizo y

empezó a bajar la cuesta. Al salir delseno de la colina y alcanzar la regueraquedó visible desde todos los puntos delvalle. Sin correr, pero sin detenerse nisiquiera para saludar otra vez a Martín,siguió por el borde del cauce, con la

americana al hombro, como si volvierade un paseo. No tenía ojos más que parala carretera en que, por suerte para él,no se descubría ningún movimiento.

(No suelen pasar coches a estashoras, no sé por qué. Tal vez porque esla hora del rancho, pero, en estascircunstancias, es posible cualquieralteración, cualquier imprevisto… ¿Quéhacer si aparece un coche? ¿Tirarme a lareguera? Pero ¿y si ellos me han vistoantes de que lo haga? Eso sí que seríasospechoso. Sería delatarme yo mismo.No, tengo que seguir como si tal cosa,tranquilo. ¿Y pararme a liar un pitillo?¡Eso! Creo que sería lo mejor…)

Martín se había sentado al borde delalpende y seguía, con el corazónapretado, la peripecia de su amigo. Decuando en cuando tragaba saliva, quesonaba en su garganta.

(Y eso que no sabe que han ido abuscarle dos veces a su casa…)

Federico llegó, al fin, sin novedadhasta la carretera, pero después decruzar ésta y enfilar la calleja que se lehabía indicado, se encontró de manos aboca con una mujer. Una mujer de edadindefinible, gruesa, con trazas depescadora.

—Oiga —le dijo en voz baja—. Esusted un huido, ¿verdad?

Le interceptaba el camino con sucuerpo. No obstante, pudo ver al fondode la calleja un grupo de tres o cuatrohombres. Los ojos de la mujer leparecieron leales.

—Pues sí —contestó.Entonces ella le cogió la chaqueta.—Traiga y sígame. Pegado a mí. Y

no mire a donde están aquellos hombres.Uno de ellos es un teniente deRegulares.

Federico se dejó conducirmansamente, confiado, advertido por suinstinto de que aquella mujer le decía la

verdad. Ella le hizo retroceder hasta lacarretera y rodear una casa mientrasdecía:

—Le vi venir desde lejos y me dioel corazón que era un perseguido…

Estaban ya en el comienzo de unacalleja, paralela a la otra. La mujer ledevolvió entonces la chaqueta,diciéndole:

—Tire por aquí. Todo recto hastalos sombrajos. ¡Hala, y que Dios leguarde!

—Muchas gracias, mujer. ¿Cuál essu nombre?

—¿Y qué importa? Hala, no vaya aser que… —y miró, atemorizada, a su

alrededor.Federico no esperó a saber su

nombre ni cómo era su rostro. Cuandovolvió la cabeza, la mujer habíadesaparecido.

(¡Bendita mujer! Sí, ellos creen enDios…)

Pero a los pocos pasos quedóperplejo, sin saber qué determinacióntomar. Hacia su mitad, la calleja seensanchaba, formando una especie deplazoleta, aunque no pudiera llamárselatal. Era más bien un recodo formado porun edificio de más apariencia que losotros, a cuya puerta había sentados tres

carabineros en mangas de camisa,tomando el fresco al parecer. Loscarabineros fumaban y hablaban entre síacaloradamente. O no vieron al fugitivo,dada la escasa luz, o se hicieron apostalos desentendidos. Federico estuvo apunto de echar a correr, pero pudodominarse en el último instante y, sinpensarlo siquiera, se desvió por laprimera transversal con que se tropezó,a su derecha.

(Y ahora, ¿qué hago? Si el hombreespera en el sitio convenido, no le voy aencontrar… Y si no lo encuentro…)

Y otra vez le ayudó el instinto. A la

primera revuelta, tomó la dirección delmar, y no había hecho más que andarunos pasos cuando vio aparecer la figurade un hombre que salía de entre lostinglados de palos y cañizo queprecedían a la playa. Federico sedetuvo, indeciso, y el hombre se quitóentonces el sombrero de paja, se lovolvió a poner y tornó a quitárselo paraencasquetárselo de nuevo ydefinitivamente.

(¡Es la señal! ¡Él es el hombre!)

La oscuridad le impedía ver surostro. El desconocido esperó a que élse le uniese y luego echó a andar,

seguido de Federico. Tras de atravesarvarios sombrajos se metieron en elespeso cañaveral que cubría ladesembocadura de la reguera.Temblaron y crujieron las cañas a supaso… El guía se detuvo e hizo una señaa Federico para que se detuvieratambién. Luego escuchó y escudriñó.Pero nada se oía ni se movía por allí. Ydijo:

—Ahora, a esperar a que se haga unpoco más de noche —y se sentó.

Federico, que había estadoreteniendo el aliento hasta entonces, secolocó a su lado y le susurró:

—Creí que no le iba a encontrar.

—Me di cuenta de lo que pasaba yatajé por los sombrajos, pensando queusted se llegaría a la playa de todasmaneras.

—¿Quién es esa mujer?—La señora Catalina. Una buena

persona.—¡Y tanto!Siguió un silencio. Los envolvía la

más completa oscuridad y casi nopodían verse los rostros, pero Federicoadvirtió que su acompañante era unhombre joven, un mozo todavía, moreno,curtido, de ojos brillantes y dientes muyblancos.

—¿Podemos fumar? —le preguntó al

cabo de un rato.—Sí, pero con mucho cuidado. Me

llamo Germinal.Federico sacó tabaco y liaron un

pitillo, que encendieron después en elchisquero de mecha de Germinal.

—El susto más gordo me lo dieronlos carabineros. Han tenido queverme…

—Seguramente, pero no se handeclarado todavía. Los moros losdesarmaron el primer día, y así están…Se conoce que el teniente ha venido paraeso y dicen que a lo mejor traen aquí unretén de Regulares —hizo una pausa yagregó—: Pero la verdad es que no se

sabe nada de cierto.Siguió otra pausa. Se oyó hablar a

unas mujeres y también alguna voz dehombre. Desde donde estaban no podíanvigilar la carretera. La noche se ibaespesando poco a poco y ya el mar erauna llanura completamente negra conalgunos reflejos plateados.

Enfrente lucían las luces deGibraltar, esplendorosas. Algecirastambién aparecía iluminada, pero máspobremente.

Germinal enterró la colilla. Federicoestaba empapado de sudor. Las cañasardían y también la arena, y el aire,detenido allí y caldeado durante todo el

día, quemaba la piel y escocía los ojos.—¿Qué hora es? —preguntó

Germinal, que empezaba aimpacientarse.

Tuvieron que recurrir al chisqueropara poder ver la hora en el reloj deFederico, que marcaba más de las ochoy media.

—Bien —dijo Germinal—. Vamospoco a poco. Tengo ahí mismo el bote.

Bajaron el pequeño ribazo a cuyopie se mecía la barca en el agua,amarrada a un taco clavado en la arena.

—Embarque usted primero ytúmbese en el fondo. A mí me conocetodo el mundo por aquí y no llamaría la

atención si alguien me ve. Pero usted…Era una embarcación pequeña, con

los fondos encharcados, que se balanceóbruscamente al poner en ella el pieFederico, quien, al tumbarse despuésbajo los bancos, sintió en su espalda ladureza de las cuadernas y una tibiahumedad a lo largo de todo su cuerpo.Por su parte, Germinal recogiórápidamente el amarre y, después dedarle la vuelta, saltó dentro, sentándoseen uno de los travesaños, de espaldas aproa, con lo que la barca volvió aoscilar. Germinal empuñó los remos.

—¿Es que no funciona el motor? —preguntó Federico, alarmado.

—Sí, pero ahora haría mucho ruido.Cuando estemos algo alejados.

Y empezó el chapoteo suave de lasremadas y la embarcación inició sublando deslizamiento al compás delgemido de los estrobos. Federico sóloveía el gran cielo oscuro, dondeempezaban a puntear las primerasestrellas, que parecía derrumbarse sobreél, y cerró los ojos para ser todo oídos.

A medida que se alejaban de laplaya, Germinal remaba con más fuerza.Afortunadamente, el mar dentro de lagran bahía era como un lago dormido, yla barca podía escurrirse ligeramentesobre su superficie.

El jadear del hábil remero se hizomás intenso y de pronto sonó el ruido delos remos al chocar con los bancos.Federico abrió los ojos y pudo ver queGerminal se dirigía por encima de él ala popa. La velocidad de la embarcacióndisminuyó rápidamente.

—¿Pasa algo? —preguntó.Pero la respuesta se la dieron las

primeras, vacilantes explosiones delmotor, que pronto se empastaron en unritmo igual y continuo. La embarcaciónpegó un tirón y en la gran oquedad de lanoche los pistonazos sonaron como uncántico triunfal. A una señal de sucompañero, Federico abandonó su

incómoda postura y se unió a él, que ledijo, brillándole los ojos y los dientes:

—Por mucha prisa que se dieran, yano podrían trincarnos. En tierra, todopermanecía en calma y sumido en laoscuridad más profunda, hasta que, alcabo de un largo rato, vieron dos lucescorriendo, sin duda por la carretera, quese dirigían al poblado de pescadoresdesde el pueblo.

—A lo mejor son los moros —murmuró Germinal—. Pero llegan tarde.

Las luces, en efecto, se detuvieronen el poblado de pescadores, allí sequedaron y allí desaparecieron, comotragadas por la noche.

Y ya no cruzaron una sola palabramás. La noche parecía empequeñecersea medida que se acercaban a las lucesdel Peñón, mientras éste crecía y crecíaante sus ojos. Luego fueron los pontones,las gabarras, los barcos fondeados en ladársena y, finalmente, los muelles.Infinitas luces por todas partes,reflejándose y bailando en el agua, comosi se adelantasen a darles la bienvenida.

Germinal paró el motor y acercó labarca a la primera escalerilla remandosuavemente. Sólo al amarrarla a labarandilla de hierro, volvió a hablar:

—No es mía. La cogí sin permiso desu dueño, pero ya se la devolverán.

Ninguno de los dos podía imaginarsesiquiera lo que les aguardaba allí, nadamás tomar tierra. Pronto vieron a unamasa de hombres que se movía junto aun barco con las luces apagadas. Loshombres se agitaban y alguien leshablaba en voz alta.

—Parecen españoles —dijoGerminal.

—Sí, vamos a ver qué pasa.Eran cientos de hombres, a quienes

se dirigía desde lo alto de la escala untipo fornido en mangas de camisamilitar, con dos grandes pistolas a lacintura.

—…y ahora —decía con voz bronca

— saldremos rumbo a Málaga, quecomo sabéis está al lado de laRepública y donde se necesitan hombrespara hacer la revolución y la guerra. Elque quiera venir con nosotros, quevenga; y el que tenga miedo, que sequede aquí con los «llanitos»…

Los hombres se empujaban parasubir a bordo. Federico, que ya habíadescubierto a algunos conocidos entre lamultitud, preguntó:

—¿Qué pasa?—¡Hola, Federico! Te hacíamos

muerto —le saludó un muchacho delAteneo Libertario.

—Pues no. Acabo de llegar en una

barca. Ahora mismo. Pero dime, ¿qué eslo que pasa aquí?

—Pues que éste es un cañoneroespañol, el Uad-Lucus, que viene deTánger y se dirige a Málaga, y admite atodo el que quiera ir para allá. Lo mandaun cabo de cañón del

Jaime.—Pues vamos.—Eso digo yo.Y se unieron a los que embarcaban.

Sin embargo, alguien gritaba también:—¿Y si es un engaño para llevarnos

a Ceuta?Pero ya no podían retroceder.

Habían llegado a cubierta casi en

volandas y, aunque muchos discutían esaúltima probabilidad, los hombres sedisputaban subir a bordo, dispuestos acorrer el albur.

Pronto la cubierta del pequeñobuque quedó materialmente abarrotadade hombres. Federico y Germinal fueronseparados en medio de la confusión yaquél fue a parar en medio de un grupode desconocidos, junto a un botesalvavidas, dentro del cual ya se habíanacomodado otros. Había allí hombresprocedentes de casi todos los pueblosdel Campo de Gibraltar.

—Bueno, ¡basta! —se oyó gritar alhombre de las pistolas—. Ya no cabe ni

un alfiler más. Pero volveremos.Volveremos dentro de unos días portodos.

Y empezaron seguidamente lasoperaciones de desamarre. El cabo decañón seguía dominando el tumulto consus voces de mando. Los pasajeros, quecasi no cabían en pie, hubieron deacomodarse como pudieron, echándoseal suelo, apretados unos contra otros,formando una auténtica alfombra humanasobre cubierta. Los que se quedaban entierra saludaban con gritos y vítoreshasta que el ruido a cascajo de lasmáquinas y la distancia fueron apagandosu clamor.

El barco navegaba suavemente,manteniendo apagadas todas sus luces,como un barco pirata. Al salir de ladársena, alguien dijo, señalando unasluces frente a ellos:

—Eso es Ceuta.Y se hizo el silencio. A Federico le

recorrió todo el cuerpo un hondoescalofrío. Sin embargo, sudabacopiosamente y sentía sed.

Pero el barco dejó las luces a suderecha e inició el largo giro en torno alPeñón.

—Vamos rumbo a Málaga. Ya nohay duda —dijo entonces la misma voz.

Fueron las últimas palabras que oyó

Federico antes de caer en un densosopor, del que al final le sacaronempellones y ruidos que estallabandentro de su cabeza dolorosamente.Había amanecido. Los pasajeros, en pie,gritaban incoherentemente, mirando yseñalando al cielo.

Él también se enderezó como pudo,agarrándose a los bordes del botesalvavidas. Entonces vio algo fantástico,enajenante. Por el cielo, a contraluz,avanzaban hacia el barco tres aviones.El cabo de cañón, desde el puesto demando, trataba en vano de hacerse oírpor los pasajeros, que gritaban hastaenronquecer. Por fin le trajeron un

altavoz y así pudo imponer silencio,dominando con su vozarrón el griterío:

—¡Silencio! ¡Silencio!Cuando amainó algo el tumulto,

bramó de nuevo:—Sí, son aviones. ¡Pero no importa!

¡Ahora veréis cómo los cazamos! —yseñaló a los cuatro marineros armadosde fusiles que ocupaban la cofa,apuntando al cielo.

La gente calló y los aviones, sinsituarse nunca en la vertical del barco,dieron un breve rodeo en torno a él yemprendieron rápidamente la vuelta endirección a tierra. Al reflejar en sus alasla luz del sol naciente, dejaron ver, entre

centelleos, el círculo con los trescolores de la bandera de la República.

—¡Son nuestros!—¡De la base de Torremolinos!—¡Viva la República!Aquel huracán de voces enardecidas

hizo bambolearse a Federico. Le dolíanla cabeza y todos los huesos del cuerpo,y le devoraba una sed terrible. Nuncasupo si pudo gritar con los demás o no.Tan sólo guardó el recuerdo de labandera de los tres colores ondeando enel mástil más alto y que alguien decía,cerca de él:

—Compañeros, este hombre se hapuesto malo. Luego, la fiebre se apoderó

de él.

XI

Los bulos, los rumores y los tristespresagios corrían aquella tarde por laciudad como un aire de fronda. Parecíaque estuviese transida depresentimientos. A medida que la luz setornaba más gris bajo un cielo de nubesplomizas, crecía el nerviosismo de sushabitantes. Era una inquietud insana y undesasosiego provocados por la esperade algo inminente que nadie, sinembargo, hubiera podido precisar.

Desde el fin de la lucha entrecasadistas y negrinistas, los dos bandos

de la guerra civil circulaban ya por suscalles sin que, el que hasta entoncespermaneciera sumido en laclandestinidad, ocultara su etiqueta. Lospartidarios de Franco se habían quitadola careta o arrojado el prudente disimulocon que vinieran encubriéndose, y si noreclamaban abiertamente la victoria, almenos especulaban con ella. Por otrolado, los neutrales desertaban de sucómodo campo y se alineaban entre lospresuntos ganadores, denostando lo quedurante tantos meses proclamaranhipócritamente para bienquistarse conlos amos de la situación.

—En cuanto entren los nuestros, se

habrán acabado las injusticias y lamiseria. Todo volverá a la normalidad.Será la paz para todos. Sólo losasesinos y los ladrones quedarán fuerade ella. Se lo digo yo, que estoy muybien enterado. Fíjese si estaré bienenterado que llevo todo el tiempo que hadurado la guerra al servicio de losnacionales. ¿Que cómo me las hearreglado? Me detuvieron dos veces,pero en las dos ocasiones los engañé. Enel fondo eran unos pobres diablos. Susmismos malos instintos los cegaban. Yave: hasta quisieron ascenderme y todoesos malvados —decían aquéllos.

—Ya va siendo hora de que vuelvan

las personas de bien. ¿Qué se creíanestos ignorantes, que les iba a durar todala vida el mando? Pero, hombre, ¿dequé? ¿Cuándo se ha visto un paísgobernado por albañiles y limpiabotas?Zapatero, a tus zapatos —decían éstos.

—A ver si se acaban las colas parael suministro, y los bombardeos, y lasalarmas, y los apagones de luz, yvolvemos a ver los escaparates llenosde cosas y las calles iluminadas por lanoche… —decían otros.

Y los que veían declinar su estrellao que comprendían que el barco dondetomaran pasaje se hundía bajo sus pies,se preguntaban:

—Bueno, pero ¿cuándo se firma esapaz y podemos salir del país?

Había también otros muchos queobservaban silencio, un silenciosombrío y desesperanzado, y queaguardaban impávidos el desenlace.

Federico Olivares, que habíapermanecido todo el día encerrado en sucuarto del hotel leyendo la Historia deRoma, de Mommsen, llamó a Molinapor teléfono:

—Dime, ¿qué hay de cierto en losrumores que corren por ahí?

—Es mejor que vengas al comité.Tenemos que tomar una decisióninmediatamente.

—Pero ¿no puedes adelantarmenada?

—Mira, chico, es muy complicado.Sólo puedo decirte que en lasnegociaciones con Burgos ha surgido uncontratiempo imprevisto que amenazacon dar al traste con todo.

—¿Qué contratiempo?—Tú sabes que debería haberse

entregado ya nuestra aviación, ¿no?—Sí.—Bien, pues no pudo llevarse a

cabo por dificultades técnicas: pocotiempo, malas condiciones atmosféricas,etc.

—Bueno, ¿y qué?

—Pues que, al parecer (aún nohemos tenido confirmación de ello),puede convertirse en motivo suficientepara que los del otro lado den porterminadas las conversaciones,¿comprendes?

—Pero eso sería el desastre…—Y tanto.—No me digas más. Ahora mismo

salgo para allá.

Ya era casi de noche cuando llegó ala calle Fortuny. Durante todo eltrayecto a pie había observado uninusitado movimiento de automóviles detodas clases: turismos, camiones,

camionetas…, todos ellos abarrotadosde pasajeros, entre los que abundabanlas mujeres y los niños, y cargados conpaquetes y maletas sobre lasimprovisadas bacas o sujetos a lacarrocería con cuerdas y alambres.

(Esto es el éxodo. Otra vez la huida.Siempre huyendo. Pero ¿hasta dónde,hasta cuándo?)

Vio grupos de familias enteras en losportales, rodeadas de bultos… Oyócomentarios de algunos transeúntes:

—Y nosotros, ¿qué? ¿Qué podemoshacer los que no tenemos coche?Siempre nos pasa lo mismo a los de a

pie.—Déjalos que corran. Ya pararán.

La otra vez también pararon, y luegotuvieron que volver con las orejasgachas y dando disculpas,justificándose.

A la puerta del comité distinguióvarios automóviles estacionados entrelas numerosas personas que esperabanimpacientemente ante el local. Alacercarse al grupo, le salió al pasoTomás.

—Oye, Federico —le dijo,llevándoselo aparte y hablándole en vozbaja—, he requisado un coche ygasolina, y me queda una plaza libre.

Cuenta con ella.—¿Y adónde piensas ir?—A Alicante. Dicen que allí hay

barcos esperando… Yo no he sido todala guerra más que chófer, pero… Chico,no me fío. Pierdo dos taxis, pero yaganaré para otros dondequiera que vayaa parar, ¿no te parece?

—¿Y quién te ha dicho que haybarcos en Alicante dispuestos a recogerfugitivos?

—Todo el mundo.—¿Y si no es verdad?Tomás dudó un momento, pero se

recobró en seguida.—Pues los requisaremos por la

fuerza. Barco, barca, bote, lo que sea.Algo habrá por allí que flote, ¿no?

Olivares le dio un golpe amistoso enla espalda y le dijo:

—Voy antes a ver qué noticias hay.Espera un momento, si quieres.

En el portal, a oscuras, tuvo queabrirse paso a fuerza de paciencia yempujones, deslizándose entre loscuerpos de hombre y mujer que lollenaban. En el vestíbulo, laaglomeración era tanto o más compactaaún, y la escasa claridad de lasbombillas revelaba, además, el estupor,la angustia y los síntomas de pánico enlos rostros. Allí se encontró con

Trujillo, que vino hacia él braceandopor aquel mar de carne humana.

—Te estaba esperando —le dijo,jadeante, y le preguntó: ¿Tienes dondesalir pitando?

—Sí. Tomás me ha reservado unaplaza en un coche que ha requisado.

—Bueno, pues entonces me marcho.Es conveniente salir cuanto antes.Nosotros nos vamos en el coche quetrajo mi cuñado, y nos lo llevamos a éltambién. Está muerto de miedo.

Se miraron intensamente a los ojoslos dos amigos y luego se abrazaron confuerza.

—Toda la guerra juntos… —pero a

Trujillo se le estranguló la voz.—Sí, y otra vez nos juntaremos en

alguna parte.—No seas tonto y lárgate en seguida

—pudo ya decir Trujillo, tras una ligerapausa—. Yo voy a Alicante. Allí teespero, Federico.

—De acuerdo. ¿Y Cubas?—Hace dos o tres días que no sé

nada de él.—¡Salud y suerte!—Igual te digo.Cuando se desprendió de los brazos

de Trujillo. Olivares se pasó la manopor la frente y los párpados. Las únicaspalabras que llegaban a sus oídos eran

las de «coche», «gasolina», «barcos»,«comida para el camino»…

Luego miró a su alrededor, pero noencontró el rostro que buscaba.

(¿Dónde andará metido Cubas? Nique se le hubiera tragado la tierra…Pero ése no es de los que salen huyendosin decir nada…)

En las oficinas se hallaban losmilitantes más conocidos y se observabaun poco más de orden, aunque nadieocultara tampoco las gravespreocupaciones del momento. Ningunoadvirtió su presencia, salvo Madriles,que le habló entre una vaharada de

vapores alcohólicos, pero mirándolecon unos ojos terriblemente serenos.

—Compañero Olivares, creo que hallegado la hora de que los hombresdemuestren lo que tienen, ¿no? Federicoafirmó con la cabeza, añadiendo:

—Sí, creo que sí.—Ya sabía yo que tú eres de los

buenos… —y luego gritó—: ¡Afuera lachusma! ¡Sí, la chusma, los cagones,los…!

Pero debieron de hacerle callarporque no terminó la frase. Federico sehabía escurrido entretanto y, al fin, pudopenetrar en el despacho de Molina. Alcerrar la puerta tras sí, sintió un gran

alivio. Acababa de refugiarse en unrecinto donde todavía se conservaba lacalma. Allí estaban, además de Molina,el imperturbable Ángel, Raimundo yLavilla. La gran petaca de Angel estabasobre la mesa y todos, excepto él,fumaban.

El primero en hablarle fue Molina:—¿Qué pasa por ahí? —le preguntó.Federico se acercó a la mesa y se

dejó caer en una silla. Miró luego atodos y contestó:

—¿Que qué pasa? ¿Es que no oís laestampida desde aquí? El pánico se haapoderado de los nuestros —y como losdemás le miraban en silencio, se encaró

sólo con Molina—: Pero nadie sabenada de nada. Todo el mundo dice quedicen… Bueno, ¿qué es lo que pasarealmente?

Molina le apuntó con el índice.—Lo que te he dicho antes por

teléfono —contestó.—¿Y se han roto las negociaciones?—Sí. Ángel lo ha sabido en el

Ayuntamiento.—Entonces…Molina hizo un gesto de resignación.—Es el final, querido. Las tropas de

Franco iniciarán de madrugada unaofensiva por todos los frentes.

—¿Y nuestras fuerzas…? ¿Van a

resistir? Pues en ese caso… —y lebrillaron intensamente los ojos.

—No —le interrumpió Raimundo—.Se rendirán. La consigna de nuestromando es que se entreguen.

—¿Sin condiciones? —volvió apreguntar Olivares.

—Sí, sin condiciones. Rendiciónincondicional es lo que ha exigido aúltima hora el vencedor —remachóMolina con acento grave.

Olivares cerró los ojos y guardósilencio.

—No tenemos otra salida. Aunquequisiéramos organizar una resistencia ala desesperada, ya no podríamos —

añadió Raimundo—. Sólo muy pocosobedecerían, y sería una matanza inútil.

—Se veía venir, pero… —murmuróOlivares.

—Anda, fuma —le invitó Ángel.Pero a Federico le atormentaban las

preguntas que le bullían en la mente:—¿Y qué hay de los barcos?—¿De los barcos? ¿Qué barcos?—De los que dicen que esperan en

Alicante para evacuar a todo el que lodesee.

—No hay tal cosa, hombre.—¿De veras?—Por lo menos nosotros no sabemos

nada.

—Entonces, ¿qué va a ser de toda lagente que corre para allá con esa últimaesperanza?

Molina se encogió de hombros yentornó los ojos.

—Es una aventura —murmuró—.Me parece la más triste de todas.

Entonces Olivares se puso a liar sucigarrillo. Siguió una pausa en que latristeza parecía aplanar a todos. Luegode darle un par de chupadas al pitillo,preguntó a Ángel:

—¿Qué pensáis que va a pasar? Merefiero a qué va a ser de nosotros.

Y Ángel habló un pocoenfáticamente, como era su costumbre,

debido tal vez sólo al efecto de su vozde barítono.

—Según mis noticias, se hará eltraspaso de poderes con todas lasformalidades habituales. Nosotros ya lohemos acordado así en el Ayuntamiento.Cada cual ha de permanecer en supuesto hasta el último momento, con elfin de evitar la confusión y el barullo.

—Pero ¿y después? —insistióFederico.

Angel hizo un gesto evasivo antes decontestar:

—Parece que no va a haberviolencias, que se tiende a evitarenérgicamente cualquier intento de

venganzas o represalias masivas eirresponsables.

—Bien, pero ¿quién lo asegura,quién lo garantiza?

—Es mucho pedir en estosmomentos, ¿no te parece? Lo sé porBaltasar, y él, como tú sabes, tiene muybuenos amigos entre ellos, amigos que ledeben la vida.

—Sí —intervino Raimundo—, queel que no haya robado ni matado no tienenada que temer. Ésas son las garantías.Todas las garantías. —Luego, tras unapausa, añadió—: Pero no me fío.

—Ni yo —se apresuró a decirOlivares.

Molina intervino rápidamente. Susojos habían recobrado el brillo deinteligencia que le era característico yenfiló, como siempre, su índice haciasus interlocutores.

—Entonces, ¿qué pensáis vosotrosque pueden hacer? ¿Liarse la manta a lacabeza y fusilar a troche y moche?

—Hombre, tanto como a troche ymoche, tal vez no —contestó Raimundo—. Sería una gran torpeza por su parte.Pero sabiendo a quién, es lo másprobable.

—¡Bah! —replicó despectivamenteMolina—. Pensáis como si estuviéramosen el año 36, al principio. No, amigos.

Han pasado treinta y dos meses y ya noes lo mismo. Han muerto muchosespañoles en las retaguardias y en losfrentes para que ahora, cuando los tirosterminan, se empiece de nuevo a vertersangre. No lo creo. Todas las guerrasson feroces, compañeros, y las civilesmás, y, si no, acordaos de las guerrascarlistas. Pero una cosa es la crueldadcuando se lucha a vida o muerte y otramuy distinta cuando ya no hay guerra y sísólo vencedores y vencidos. No es queyo crea que la guerra justifique todos losexcesos, ni mucho menos. Lo que yocreo es que esos mismos excesos,cuando uno de los combatientes tira las

armas, son humanamente inconcebibles.—Mira, mira, Molina… —quiso

interrumpirle Raimundo. Pero Molina,después de hacerle una seña con lamano, prosiguió:

—Pero, hombre, ¿es que van apermitir una escabechina semejante? ¡Nihablar de eso! No te digo que no nosreserven algunos tragos amargos… Perootra cosa no se concibe después de loque ha pasado en España.

Todos le escuchaban atentamente,pero sólo en Lavilla, por los gestos deasentimiento que hacía, lograba sudialéctica algún efecto positivo. HastaÁngel permanecía impasible. Olivares

parecía estar lejos de allí y Raimundomovía dubitativamente la cabeza. Éstefue quien le dijo:

—Molina, eres el optimista desiempre. Demasiado optimista,demasiado confiado.

—¿Optimista yo? —replicó él—.¡De ninguna manera! Lo que pasa es queme sitúo en el terreno de la lógica. Eltriunfo siempre inspira generosidad.¿Qué pasó en la carlistada? No me digasque aquélla no fue una guerra sin cuartel,aunque sólo se desarrollaraprácticamente en un rincón del país.Carlistas y liberales fusilaban a placer.Pues bien, al final se dieron un abrazo y

cada cual se fue a su casa. Y es naturalque así fuera. Al fin y al cabo, todoseran españoles y los hijos de unos yotros tendrían que ir juntos a la escuela.Y se llegó a más todavía, que fueadmitir en los escalafones del ejércitovencedor a los oficiales del ejércitovencido…

—Yo pienso igual —y Lavilla hablópor primera vez—. Por un lado, seránpocos todos los brazos para reparar loque se ha destruido, y, por otro, no hayque olvidar que no pasarán muchosmeses sin que estalle otra guerramundial. En estas circunstancias…

—¡Calla! —le interrumpió

Raimundo—. ¿Así que tú no tienesmiedo?

—¿Miedo yo? ¿Por qué? Desdeluego no espero que me readmitan en elferrocarril. Tampoco me dejarán, por lomenos al principio, escribir sobre temaspolíticos. Pero en literatura hay muchocampo. ¿Quién te dice que yo no puedaganarme la vida escribiendo novelasejemplares, eh?

Pese a la gravedad del momento,Raimundo no pudo contener unacarcajada. Su risa, que acompañaban losdemás con sonrisas, incluso el futuroautor de novelas ejemplares, relajó untanto la tensión del ambiente.

—Conque novelas ejemplares, ¿eh?—y a Raimundo le lloraban los ojos.

Iba a replicar Lavilla cuando seabrió bruscamente la puerta, dando pasoa un hombretón vestido de militar, conlas insignias de jefe de brigada y quelucía en la cintura una pistola de largaculata de madera. Con su presencia y elpisar de sus botas claveteadas y suciasde barro, irrumpió en la estancia elventarrón de las trincheras.

—¡Salud a todos! dijo, y seespatarró en medio de la habitación.

—¡Hola, Cuevas! —le saludóamablemente Molina.

Olivares se levantó con la mano

tendida hacia él, pero el recién llegadono tenía ojos más que para Molina y noadvirtió su gesto. Dio unos pasos más y,apoyando las palmas de sus manos en lamesa, se inclinó sobre Molina,preguntándole:

—¿Es verdad que tenemos queentregarnos mañana al enemigo?

Jadeaba.Molina separó lentamente sus

manos, las volvió a juntar por las puntasde los dedos y, luego, dijo serenamente:

—Eso es cosa del mando militar,compañero. Cuevas dio un puñetazosobre la mesa.

—Entonces, ¿para qué están los

partidos y las organizaciones?Molina no se inmutó. Sonriendo

levemente, le replicó—Hace tiempo que ya no pintamos

nada, y tú lo sabes y tú mismo lo hasdicho más de una vez.

—Era diferente entonces,compañero.

—No vamos a discutir eso ahora,pero lo cierto es que no pintamos nada.

Cuevas se enderezó y miró a todos,interrogándolos duramente con los ojos.

—¿Y el coraje? —preguntó—,¿dónde está nuestro coraje?

Olivares, que había vuelto asentarse, le contestó:

—El coraje no puede resolverlosiempre todo. Cuando se abusa de él, seacaba también. Y eso es lo que hapasado con el nuestro.

Cuevas cerró los ojos como si sesintiera mareado y continuó así,plantado en medio de todos, hasta queMolina tomó de nuevo la palabra:

—Ahora el coraje consiste enaguantar lo que venga sin dejarsequebrar y sin aspavientos, compañero.Sí —recalcó al ver que Cuevas abría losojos y le miraba, asombrado—, hemosperdido la guerra y una de las cosas másdifíciles es saber perder, sólo un pocomenos difícil que saber ganar. Pero no

somos militares, somos revolucionarios.Por eso nos quedan todavía muchasbatallas por delante. No, no se haperdido todo.

—¿Que no se ha perdido todo si nosentregamos? ¿Estás loco? —y los ojosde Cuevas brillaban, humedecidos.

—No —contestó, imperturbable,Molina—. Las ideas no mueren. ¿Tú nosabes eso?

—Las ideas, las ideas… —y Cuevasmovía la cabeza, exasperado—.Palabras, palabras… ¿Sabes lo quepienso yo? Pues no entregarme. Hay otrojefe de brigada en mi frente que piensalo mismo. No nos será posible resistir

nosotros solos, claro, pero nosdistribuiremos en grupos y nosecharemos al monte. Y si el enemigoquiere cogernos, que venga al monte acogernos… —Luego pasó por todos sumirada fulgurante y gritó ¡Yo no meentrego! ¡Yo no me entrego!

Y sin despedirse salió del despachoa grandes zancadas, dando un portazoantes de desaparecer.

Los demás se miraron en silencio yMolina cogió la petaca y se sirviótabaco, ofreciéndola después a suscompañeros, que le imitaron por turno.Y siguió el humear de los cigarrillos,entre miradas y silencio, bajo la

impresión de la entereza de Cuevas, elcampesino extremeño que comenzara laguerra en defensa de Badajoz, de dondeescapó en el último momento, y quedesde entonces fuera conquistando losgrados militares a fuerza de valor yheridas.

—Y no se entregará, lo conozco muybien —dijo al fin Olivares—. Es de laclase de hombres que se necesitan paraganar una guerra, porque no dudan nimiran a los lados, ni discuten ni sientenremordimientos ante sus consecuencias.Un guerrero.

—Estoy completamente de acuerdocontigo —dijo Molina. Volvieron a

quedarse callados, pero se abrió lapuerta y apareció en ella Marina,diciendo:

—La radio anuncia un comunicadoespecial. ¿La traigo aquí?

Los demás miraron a Molina y éstedecidió:

—No. Ponla al más alto volumenpara que puedan oírla todos. Y vamosnosotros también.

Marina desapareció y Molina y susamigos se levantaron para seguirla. Alsalir al pasillo, la voz del locutordominaba todos los rumores, quecesaron completamente a los gritos de:

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Habla la

junta!Se hizo un gran silencio, un silencio

expectante, angustioso, dramático. Lagente llenaba el pasillo y cerraba laperspectiva con un empedrado decabezas.

Era la voz de uno de los miembrosde la junta, José del Río. Una vozconmovida que relataba el proceso delas relaciones de la junta con elGobierno de Burgos. Las inicialesproposiciones de aquélla y lacontrapropuesta de éste, conformes enprincipio en los dos puntos principales:un plazo para la entrega de la zonarepublicana y plenas garantías para que

pudieran expatriarse todos los que lodesearan. Se acordó la entregasimbólica de la aviación republicana enprueba de la buena voluntad de la Junta,y aunque no pudo hacerse en la fechaindicada por razones técnicas, fueronaceptadas por la otra parte las excusaspresentadas y se señaló otra fecha parallevarla a efecto. Pero…

—De una manera inesperada ysorprendente —siguió diciendo—,cuando los representantes de ambaspartes se encontraban en la mejordisposición de ánimo, a las dieciochohoras, los representantes del gobiernonacionalista reciben la orden de dar por

terminadas las conversaciones, ynuestros representantes se ven obligadosa regresar a nuestra zona en condicionesnada favorables para el uso de laaviación.

Surgió entonces un clamoreo queahogó las palabras de José del Río,hasta que, restablecido de nuevo elsilencio, a instancias enérgicas deMolina, pudo oírse el contenido delúltimo radiograma urgentísimo deBurgos a la junta:

—Ante inminencia del movimientode avance en varios puntos de losfrentes, en algunos de ellos imposible yade aplazar, aconsejo que fuerzas

enemigas en línea, ante preparación deartillería o aviación, saquen banderablanca, aprovechando la breve pausaque se hará para enviarnos rehenes conigual bandera, objeto entregarse,utilizando en todo lo posibleinstrucciones para entrega espontánea.

Antes de que la voz de la radio serecobrase, gritó alguien:

—¡Pero eso es un «sálvese el quepueda»!

Y ya el griterío y la confusiónimpidieron oír el final del comunicado.La gente, igual que en un incendio, enfilóla salida tumultuosamente, coma si asípudiera escapar a la catástrofe. En

medio de un grupo, tambaleándose porlos empujones que recibía, Federicodescubrió al fiel Tomás, a quien yahabía olvidado, que le hacía señasperentorias de que le siguiese. PeroFederico le contestó solamente con unmovimiento negativo de su cabeza y conel natural ademán de despedida.Entonces, Tomás, saludándole tambiéncon sus manos juntas, se dejó llevar porla corriente de los fugitivos ydesapareció.

En pocos minutos quedó vacío ellocal. Sólo permanecieron en él los delcomité, Olivares, las mecanógrafas yMadriles. Y Molina dijo a las

muchachas:—Esta noche tendréis que ir a pie a

casa, y es conveniente que os marchéiscuanto antes. Lo siento.

—¿Venimos mañana? —preguntóMarina.

—No —contestó Molina, sonriendotristemente—. Y me sospecho que nuncamás. Tendréis que buscaros otroempleo, ¿eh?

Las muchachas quedaronvisiblemente consternadas mientrasMolina y sus compañeros regresaban aldespacho.

—Bien —dijo después Molina,suspirando—, ya está dicho y hecho

todo.Cada cual requirió sus prendas de

abrigo.—Ahora es cuando siento el

cansancio —volvió a hablar Molinacuando todos estuvieron listos parapartir—. Supongo que seguiremos encontacto, más que nada para saber cómose desarrollan los acontecimientos y quées de cada uno de nosotros.

—Por mi parte —confesó Raimundo—, pienso pedir refugio en unaembajada, tan pronto como la evacuenlos que la ocupan ahora. Losrelevaremos. Supongo que vosotroshabréis pensado hacer lo mismo, ¿no?

—Yo, sí —se apresuró a declararLavilla.

—Pues me parece que será inútil —terció Ángel—. Según tengo entendido,el vencedor no va a reconocer elderecho de asilo.

—Pero durante toda la guerra —replicó Raimundo— las embajadas hansido en Madrid el refugio de nuestrosenemigos. ¿Por qué nos van a cerrar laspuertas a nosotros ahora?

Ángel se encogió de hombros.—Ya lo sabemos, pero…—No olvides una cosa —intervino

Olivares—, y es que nos hemos quedadosolos frente al enemigo victorioso. En

estas circunstancias, nadie quiere tratoscon el vencido. Estamos a merced de losvencedores y no podemos esperar ayudade nadie, no nos engañemos. A estarealidad es a la que hay que hacer frente.

—Eso quiere decir que tenemos quelidiar el toro a cuerpo limpio, ¿no?

—Justamente, Raimundo —y Molinale dio un golpecito en el hombro—. Porde pronto, yo me voy a mi casa —luego,se dirigió a Olivares—: ¿Y tú qué vas ahacer? No podrás continuar en el hotel.Sería peligroso —y añadió—: ¿Por quéno te vienes conmigo? Tenemos sitio desobra.

Federico aceptó, agradecido.

—Precisamente estaba pensandodónde pasar estos primeros días.

Las mecanógrafas ya se habíanmarchado y sólo quedaba Madriles,quien dijo:

—Yo me encargo de cerrar, comotodas las noches. Me iré después decenar.

Ya en la calle, se le ocurriópreguntar a Raimundo:

—¿Y Tudela y Ramírez? No me hedado cuenta hasta ahora de que no se lesha visto el pelo en todo el día.

—Tudela fue a Valencia para zanjaruna cuestión entre los compañeros deallá y no ha tenido aún tiempo de volver

—dijo Molina—. En cuanto aRamírez…

—Seguro que sigue en el palacete dela Castellana organizando la evacuación—le interrumpió Olivares. Pero labroma no tuvo eco, y a poco el grupo sedeshizo.

Lo primero que advirtió Federico alllegar al hotel fue que el conserje noestaba en su puesto. Luego, en el rellanode la escalera, a la altura del primerpiso, se tropezó con Pepe, el miopeteniente de intendencia, que bajaba casia rastras dos grandes maletas, y que sedetuvo al verle. Vestía de paisano, tenía

el rostro brillante de sudor y, al dejarlas maletas en el suelo, respiró hondo ycomenzó a desabrocharse el cuello de lacamisa.

—¡Hola! —dijo Olivares, e iba apasar de largo, pero el otro lo detuvocon un gesto.

—Espera, hombre. Tal vez no nosveamos más, porque supongo que no tequedarás aquí.

—No, claro. Vengo precisamente arecoger mis cosas —contestó Federico,reticente y apercibido.

—Nosotros nos volvemos a nuestroantiguo piso, que hasta esta tarde no hasido desalojado por los evacuados que

vivían en él —y le alargó su mano.Federico se la estrechó mientras le

decía, sonriendo:—¿No nos guardas rencor por lo de

aquella noche?—No, hombre, aunque nos disteis un

buen susto. Hasta cierto punto estabaisen vuestro derecho. Además, elhambre… Pero, por mí, olvidado. ¿Temarchas de Madrid?

—Pues sí —contestó sin vacilarFederico.

—Ahora te puedo decir una cosa yes que tengo tanto miedo a lo que nospueda suceder ahora como en losprimeros tiempos de la guerra. Como ya

te dije entonces, aunque nunca he estadode acuerdo con vosotros, tampoco os hetraicionado ni he hecho méritos con losnacionales. En el fondo he sido neutral,pero me ha tocado estar aquí,¿comprendes? Ya veremos —y movió lacabeza dubitativamente, añadiendo—:Mi madre, por aquello de que es viudade un capitán muerto en el cuartel de laMontaña, está muy optimista, pero yosoy más bien pesimista, porque ¿dóndeestán los míos? Los míos no ganannunca, ¿no te parece?

Y, tras encogerse de hombros,volvió a cargar con sus maletas.Federico esperó hasta verle tirar de

ellas escalera abajo. Luego corrió a sucuarto, donde se dio prisa en recogertodo aquello que le interesaba llevarse:ropa, calzado, los restos del botín dePepe y algún libro, metiéndolo todo a lafuerza en su destartalada maleta. Pero unligero taconeo, primero, y una suavellamada a la puerta después, le hizointerrumpir su tarea.

Apareció Rosina, acalorada yjadeante.

—Está abajo esperando un coche.Mi madre y mis hermanos ya se hanmontado en él —dijo atropelladamente—. Me iba yo también, pero al ver luzen tu habitación, no he querido

marcharme sin despedirme de ti.Federico avanzó hacia ella, que se

mantenía en la raya de la puerta.—Muy bien y ¿adónde vais?—A Alicante. Todo el mundo va

para allá y el hotel se ha quedado vacío.Por suerte, un amigo de mi padre, el quemandaba ahora su brigada, se haacordado de nosotros y ha venido arecogernos.

La muchacha seguía hablando deprisa, mirándole a los ojos, unas veces,y rehuyéndolos otras. Federico le tendiósu mano, pero ella, en lugar de cogerla,comenzó a llorar.

—Pero, chiquilla… —murmuró él,

poniéndole la mano en el hombro.Rosina temblaba. Después de una

breve pausa, pudo contenerse y entoncesmiró a Federico con los ojos rebosantesde lágrimas que le caían por lasmejillas.

—Tengo miedo de lo que nosespera. Tengo mucho miedo, Federico, yno lo puedo remediar.

—Pero, ¿quién puede hacer daño aunas mujeres y a unos niños? Nadie,Rosina.

—¿Tú lo crees así?—Pues claro, mujer.—Que todo el mundo no es como tú,

Federico…

Con intención, sin duda, de calmarla,él le golpeó suavemente una mejilla conla punta de los dedos.

—Eres una chiquilla y ves fantasmaspor todas partes —le dijo—. Y procurano hacer tonterías, ¿comprendes?

—Soy una mujer —y le miróretadoramente, con los ojos brillantes,pero ya no por las lágrimas.

—Como quieras…—Tú sí que fuiste tonto.—Anda, anda…Y Federico hizo ademán de

empujarla suavemente al pasillo.—Bueno —dijo ella mirándose los

pies. Luego levantó la cabeza y, tratando

de encubrir su nerviosismo con unasonrisa, añadió—: ¿No me das un besode despedida?

La sorpresa dejó al hombreindeciso, pero ella se le echó en losbrazos y fue tal la fuerza con que le besóen los labios, que se sintió, a su vez,turbado, y correspondió con igualímpetu, largamente, hasta que Rosina sesoltó con brusquedad de su abrazo.Quedaron mirándose a los ojos, peroella dio entonces un paso atrás y dijo:

—¿Ves como soy una mujer? Peroya es tarde. Lo de aquella noche lo hasperdido para siempre.

Y echó a correr por el pasillo en

dirección a la escalera, dejando aFederico conmocionado como siacabaran de darle un golpe en la cabeza.

El piso que ocupaba Molina con sumujer, Rosario, por ausencia de susdueños, era una típica mansión burguesade la Carrera de San Jerónimo, casifrente al Congreso de los Diputados, conmuebles y decoración isabelinos, comoembalsamada en el aire del XIXmadrileño. Desde su balcón debieron decontemplar sus moradores muchos delos grandes episodios de la historia deEspaña, cuyo máximo escenario teníantan cerca las coronaciones de Isabel II y

de Amadeo, la proclamación de laprimera República, el golpe de Pavía, laentronización de Alfonso XII y tantosotros hasta llegar a los de los últimostiempos. Un largo y penoso tejer ydestejer, sístole y diástole de un pueblotodo corazón y corazonadas.

Sólo hacían uso de las habitacionesdestinadas a la servidumbre y,naturalmente, de la cocina,permaneciendo intactas las demásestancias, en el mismo estado en que lasdejaran sus dueños al ausentarse: conlos muebles y las lámparas enfundadosde blanco, corridos los cortinajes,cerradas las vitrinas…

Cuando llegó Federico, cargado consu maleta y algunos paquetes, ya le teníapreparada Rosario una pequeñahabitación contigua a la queusufructuaba el matrimonio. Rosario erauna mujer alta, delgada y triste, que sólovivía, al parecer, para hacer lo máscálida y fácil posible la humilde, a lapar que agitada, existencia de su marido,a quien siempre denominaba «miManolo».

También estaba a punto la cena: unafritanga de patatas y unas rodajas depan, que la aportación de Federicoredondeó con un tazón de café y lechecondensada. Apenas hablaron en tanto

comían, porque Molina había advertidoen un aparte a su compañero laconveniencia de reprimirse un pocodelante de Rosario, con objeto de noalarmarla ni deprimirla más de lo queestaba. No obstante, la mujer, queespiaba atentamente cualquier gesto delos hombres, reveló en algún momentosu inquietud ante la excesiva pasividadque mostraban.

—Bueno, no decís nada y eso me damala espina —dijo finalmente, cuandoya recogía los cacharros utilizados.

—Mala espina, ¿por qué? —yMolina miró a su mujer, sonriendo—. Esque hay poco que decir, Rosario. ¿No

ves que ahora comienza el descansopara nosotros, verdad, Federico?

—Y que lo digas. Yo ya no podíamás —contestó el aludido—. Va a seréste el primer cigarro que me fumetranquilo desde la noche en que Casadodio el golpe.

—Es verdad. Dame otro a mí.Habían cenado en la cocina y

Rosario iba y venía de la mesa alfregadero y viceversa. En uno de estosviajes se detuvo para preguntar:

—¿Has pensado en lo que haremoscuando aparezcan los dueños de estacasa?

—Ya veremos. Como van a quedar

tantos pisos libres en Madrid, no serádifícil alquilar uno.

—¿Y crees, de verdad, que todo vaa quedar como si aquí no hubiera pasadonada? ¿Tú qué crees, Federico? —Laverdad es que no sé qué creer…

Le interrumpió Molina:—Un poco de barullo, un poco de

euforia los primeros días, y despuéscada cual tendrá que dedicarse a lo suyootra vez. ¡A ver! ¿Qué pasó siempredespués de cada follón?

—Sí, pero éste ha sido más gordoque todos los demás juntos, Manolo —insistió ella.

—Ya te lo he dicho mil veces. Lo

sé, lo sé. Pero la vida no puede acabarsepor eso. ¿Que habré perdido mi antiguoempleo? Lo sé. Pues habrá que buscarotro trabajo. ¿Que me detienen comocuando lo de octubre? Bien. Puestambién como entonces me soltarán. Eslo de siempre, un poco más tal vez;pero, al final, lo de siempre. Cualquieraque te oyera creería que es la primeravez que nos vemos en estos apuros.¿Que la cosa se pone mal? Pues coges elprimer tren y te vas a Albacete con tuhermana. Yo ya sé arreglármelas solo. Ycomo no tenemos hijos ni perro que nosladre… —y Molina sacudió con el dedomeñique la ceniza de su cigarrillo.

La mujer, cuya admiración por sumarido era como un brillo que emanabade toda su persona, apoyó una mano ensu hombro y le sacudió suavemente conaire maternal, diciendo:

—¡Huy! Tú siempre tan confiado —y mirando luego a Federico, añadió—:El caso es que mi Manolo siempreacierta, ¿sabes? Y yo me digo que porqué no se habrá dedicado a otra cosa, alos negocios, por ejemplo. Seríamosricos. Y no a la política, para sacarles aotros las castañas del fuego, que luegono te lo agradecen ni nada. Y vuelta aempezar cada vez. Pero ahora me pareceque se va a quedar más harto. A ver si

es verdad y podemos vivir tranquilospor fin, porque ya nos vamos haciendoviejos y es justo que pensemos en loscuatro días que nos quedan de vida.Ahora tendrá que dejar eso de lapolítica, que da tan poco, y dedicarse aalgo más práctico, como decía mi padre,y a pensar un poco en nosotros, que estábien, y no me arrepiento, que hayamospuesto todo lo posible en provecho delos demás, pero ya va siendo hora deque apenquen otros, ¿no te parece?

Federico asintió, sonriendo,mientras cruzaba con su amigo unamirada que era una contraseña decomplicidad.

—Está bien, mujer, lo pensaré —dijo Molina.

Ella se volvió al fregadero,rezongando:

—No, si yo sé que tú no lo harás. Yosé que me tendré que ir a Albacete comootras veces y que mi Manolo andaráescondiéndose, porque para eso se damucha maña, y que luego, cuandoestemos de nuevo juntos y bien, volveráa meterse en otro lío. Porque lo que a élle gustan son estos líos. Y eso que elsalir con bien de éste no va a ser tanfácil, se me figura a mí. Y no es que mequeje por mí, que yo, con tal que él andea gusto, pues todo está bien, sino que lo

digo por su bien, que ya ha dadobastante de sí, me parece. Pero qué se leva a hacer… —y suspiró.

Olivares y Molina cruzabanentretanto, gestos de comprensión, ycuando la mujer calló, dijo éste:

—Ahora, en cuanto termine Rosario,voy a quemar los libros que me quedan.No creas, llevo ya varias nochesquemando papeles.

—Te ayudaré si quieres —seofreció Federico.

—¡Estupendo!Y sucedió un silencio en que los dos

hombres seguían impacientes con lamirada los movimientos de Rosario, que

de espaldas a ellos ultimaba sus trajines.—Siempre me toca quemar papeles

y libros después de cada fracaso —dijoal cabo de un rato Molina—. Y no creasque es fácil. Parece al pronto que elpapel arde fácilmente. Pues no es así.Ya lo verás. Se retuesta y se convierteen una brasa lenta que tienes que estarsoplando constantemente si no quieresque se apague. Ni aunque lo mojes congasolina. —Y, sonriendo, añadió—:¿Será por las ideas que llevan dentro?

Federico, que estaba pensando enotra cosa, murmuró como para sí mismo:

—¡Menudo chasco se van a llevarTrujillo, Tomás y todos los que corren a

estas horas camino de Alicante! Se van ajuntar allí miles y miles de fugitivos.

—Sí —y Molina cogió el hilo de supensamiento—, y todo hubiera salidobien de no haber ocurrido lo que haocurrido entre nosotros. La «semana delduro» fue una liquidación precipitada.Pero tenía que ocurrir. Nunca hubo ennuestro campo unanimidad de criterio.Si ya estábamos divididos antes decomenzar la guerra… Luego pareció quese enterraban las diferencias ante elenemigo común, pero no fue más queaparentemente. En la otra zona pasóigual, pero Franco logró imponerse atodas las facciones. Entre nosotros no

hubo quien fuera capaz de ponerle elcascabel al gato…

—No era posible, Molina. En la otrazona estaban los hombresexperimentados, los que van a lopráctico; y, en la nuestra, los ideólogos.La diferencia era muy grande. Aquí, niFranco hubiera podido hacer launificación. Y aunque hubiéramosganado la guerra, ¿qué? A saber lo quehubiéramos hecho después. Yo creo quehabría pasado lo mismo que con laRepública, que entre todos la mataron yella sola se murió.

Hablaba apasionadamente, sintitubeos, como si recitara un discurso

aprendido de memoria. Expresaba ideasmuy rumiadas, muy maduras en suespíritu. En momentos así, Olivaresaparentaba muchos más años de los quetenía. Se le llenaba la frente de arrugas ysus ojos, de ordinario luminosos yconfiados, se le achicaban y endurecían.

Tras una breve pausa, prosiguió:—Y es que no podíamos

entendernos, Molina. Por eso mismo noganamos la guerra en el primer mes.Luego se internacionalizó, y eso fue lopeor que pudo ocurrirnos.

Molina, que había seguidoatentamente sus palabras, subrayándolasde cuando en cuando con vehementes

movimientos de cabeza, se puso en pie,diciendo:

—Pienso lo mismo que tú.—En cuanto a nuestros enemigos del

extranjero —añadió Olivares—, para míel principal ha sido Inglaterra, porencima de Alemania e Italia. ElGobierno inglés es el que nos puso elpie en el cuello desde el primer día.

—Conforme también con eso,Federico. ¡Vaya un tipo el Chamberlain!¿Y qué me dices de lord Plymouth? —hizo una pausa, encogió despectivamentelos labios, y dijo después—: Pero ¿quépodemos decir nosotros en comparacióncon los checoslovacos? Y puede que

aún sacrifiquen algún otro país con talde salvarse ellos… Y a lo mejor tienensuerte… —apretó los dientes y escupió—: ¡Hijos de la Gran Bretaña!

Se acercó a Rosario, que losescuchaba con los brazos cruzados,terminada ya su faena, y dándole un besoen la frente, le preguntó:

—¿Por qué no te vas a la cama?Federico y yo nos quedaremos un ratotodavía para quemar los libros.

Ella sonrió.—Bueno, que lo que queréis es

charlar un rato a vuestras anchas, ¿no?Bien, pero no tardes, ni me manchéismucho la cocina.

Se fue y los dos amigos tomaronposesión del fogón. Molina sacó de unarmario unos cuantos volúmenes enrústica y una botella con gasolina. Eranlibros de Marx, Engels, Sorel, Bujarin…Mientras los asperjaba con la gasolina,Olivares comentó:

—¿Y crees que importa mucho quete cojan esos libros?

—Mira, más que nada es porcostumbre.

—Si es así… —y Olivares seencogió de hombros. Luego dijo—: Estome recuerda otra vez la soledad y elabandono en que hemos quedado.¿Adónde mirar? ¿A quién recurrir?

Molina ya había prendido fuego alos libros colocados en el interior delfogón y cuando arrancaron las llamastapó éste con las arandelas de hierro.Olivares siguió hablando:

—Hemos pasado revista a algunasde las causas de nuestra derrota, peroalgún día tendrá que hablarse de lasconductas. Porque ¿qué me dices deaquellos célebres escritores eintelectuales que trajeron la República yque fueron nuestros maestros? Ellos noslanzaron (hablo de los estudiantes de migeneración) a la lucha por una Españanueva, y luego, a la hora de la verdad, sepusieron al margen y nos dejaron en la

estacada. ¡Qué faena! ¿Qué se creíanellos que iba a pasar cuando el pueblojugara el papel que ellos le habíanescrito? Yo no sé qué pensaron. Tal vezque el drama político y social de Españapodría ventilarse como un actoacadémico, ¿no? Pero ¿no habíandenunciado ellos el hambre y el atrasode nuestras gentes? ¿Es que luego, condecir que aquello no era lo deseado yhacer frases se puede uno retirar por elforo mientras los españoles sedespedazan? ¡Qué asco!

Las palabras de Olivares rezumabanmás bien tristeza que rencor. Molina leechó un brazo por encima del hombro.

—Déjalos. Era puro señoritismoliterario lo que hicieron.

—De acuerdo, Molina. Pero ¿es quese puede hacer esteticismo con lasmiserias de un pueblo?

—Claro que no, pero lo hicieron.Han demostrado lo que eran: fantoches.

El fogón se atascó y empezó aescupir humo por entre las arandelas, yMolina corrió a abrir la ventana, quedaba a un patio interior.

—Ya te he dicho que no hay cosamás difícil de quemar que los libros…—murmuró.

Olivares se había quedado pensativoy Molina le llamó:

—Ven. Mira qué serena está lanoche.

En efecto, todas las ventanasaparecían a oscuras y había un gransilencio. Por lo alto, en el escaso cielocuadriculado que veían, pasaba unaclaridad espejeante, como esos reflejosdel agua en un pozo que se contempladesde el brocal. Tras una pausa, dijoMolina:

—Volverás a tu escuela, ya lo verás.Olivares se le quedó mirando.¿Crees —y estiró sus manos ante él

— que bastará tener las manos limpiasde sangre y de codicia?

—¿Por qué no? Sigo creyendo, y te

lo digo en serio, que no habrárepresalias. Vamos, no me cabe en lacabeza.

—Pues yo no soy tan optimista,Molina. Pero aunque te salieras con latuya, ¿es que no es para sobrecogerse elpensar esta noche en tantos como hanmuerto en nuestra guerra? ¡Qué saldomás espantoso, compañero!

Molina afirmó lentamente con lacabeza.

—Ya lo creo que es espantoso. Y lopeor es que no tiene remedio.

—Pues ahora comprenderás quealguien tendrá que cargar con él. ¿Losvencedores? No, los vencidos. ¿Todos

los vencidos? Tampoco. El que más y elque menos se sacudirá las pulgas comopueda. Y seremos precisamente los queno tenemos que avergonzarnos de nadapersonal los que pagaremos, de una uotra manera, las culpas de todos. Ya loverás.

Molina quiso entonces hacer unúltimo esfuerzo para arrancarle de sussombríos presentimientos:

—No te dejes dominar por elpesimismo, hombre. Comprendo quepara ti es la primera experiencia de estaclase. Yo he pasado ya por situacionessemejantes y sé que la vida es más fuerteque los hombres. Ahora estamos

cansados, deprimidos, desmoralizados.Pero yo te aseguro que mañana, a plenaluz del día, verás las cosas de otramanera. Me ha ocurrido a mí muchasveces. La vida sigue, Federico, tiene queseguir. Hombres y mujeres se amaránesta noche y otros morirán de muertenatural. Y mañana nacerán niños… Lavida, chico, la vida. Anda, vámonos adormir y seguiremos hablando mañana.

Federico se encogió de hombros.—Sí, vámonos a la cama —pero

antes de retirarse de la ventana, dijo,moviendo tristemente la cabeza—:Figúrate la noche que estarán pasandotambién nuestros partidarios de Burgos,

Valladolid, Sevilla… Tantos mesesviviendo sólo de la esperanza que teníanpuesta en nosotros y ahora… Se haapagado la última luz que les quedaba.

El fogón ya no dejaba escapar humo.Se había extinguido el fuego. CuandoMolina levantó la tapa, vieron que loslibros estaban todavía casi enteros. Sólose habían quemado las cubiertas y elfuego no había podido morder más quelos bordes de las páginas.

—Pues que se queden como están —decidió Molina—. Estoy que me caigode sueño —y reprimió un bostezo.

—Yo — dijo Federico— aún leeréun rato en la cama. Estoy repasando el

final de las guerras civiles de Roma: lade Mario contra Sila y la de Césarcontra Pompeyo.

—¿Y tú crees que pueden enseñartealgo? La historia no se repite,compañero.

Federico hizo un gesto deindiferencia y ya se dirigía a la puertacuando le detuvo y le hizo volverse lapregunta de Molina:

—¿Tienes miedo?Molina le miraba con ternura mal

disimulada. Parecía casi un anciano. Poreso no se ofendió. Tan sólo se encogióde hombros mientras el otro insistía enel mismo tono familiar y afectuoso:

—¿Más que en el frente, Federico?Entonces contestó:—No lo sé, pero es otra cosa.—¿Cómo?—No lo sé —repitió—. Aquello era

duro y esto es amargo. Allí, uno podíahacer algo; ahora, nada. Y tú, ¿tienesmiedo?

Pero Molina, en vez de contestarle,le cogió de un brazo y le obligósuavemente a traspasar la puerta. Y, altiempo de apagar la luz de la cocina,murmuró:

—Hombre, nunca se está tranquilodel todo, pero ya verás como no pasanada —y añadió, ya en tono más seguro

y como si quisiera acallar también supropia inquietud—: ¿Te parece poco loque ya ha pasado?

Madriles cerró el portal y salió a lacalle tambaleándose.

—¡Que yo no me piro, hombre, queno! —farfulló con lengua estropajosa.

Anduvo unos pasos, vacilante, y seacuclilló después junto a una boca de laalcantarilla.

—¡Vaya, buen viaje!Besó las llaves y las arrojó por la

alcantarilla.—¡Se acabó!Se enderezó trabajosamente y siguió

anclando. Cruzaba la acera de un lado aotro y de cuando en cuando se recostabaen la pared. La calle estaba desierta yenmudecida y arropada en sombras. Lanoche aparecía cariñosa, sumisa, quieta.Por eso, cuando, hablaba Madriles, suvoz resonaba claramente, como la de unactor en un teatro vacío.

—¡Ay, madrecita! Tanto hablar yhablar, ¿para qué?… ¡Qué tíos!…Conque a Alicante, ¿eh?… ¡Qué tíos!

Se detuvo en la esquina y echó untrago de la botella que llevaba en elbolsillo del gabán.

—¡Viva la República, sí, señor! —exclamó, chascando los labios—. ¡Y

viva la revolución! ¡Y viva la madre queme parió! —hipó sonoramente y añadió—: Y el que quiera algo, ya sabe… Mefalta un brazo, ¿y qué? Para lo que van aservir ya los brazos… ¡Pana! ¡Brrr!

Se dirigió luego, dando traspiés,hasta un poste de hierro y se asió a élcon el muñón.

—¡Eh, amigo! ¡Quieto!… ¡Quietoparan!…

Poco a poco fue resbalando hastaquedar sentado en la acera.

—No corras, cabrón, no corras.Ahora verás lo que hago yo con lostanques. Mira…

Braceó un poco, como si escarbase,

y después lanzó a lo lejos la botella, contoda la fuerza de que fue capaz.

—¡Pum! ¡Así!… ¡Uno menos!… ¿Loves qué fácil? Sí… Sí… Pero hay queecharle valor y todo eso que loshombres tenemos… No, yo no soy malhablado, no. Pero que me echen tanquesy no me echen maricones, ni voceras…¡Ay, madrecita!

El mismo silencio absorbía suspalabras como un secante. Al fin reclinóla cabeza sobre la columna metálica,como sobre el hombro de un amigo, yempezó a balbucir:

—Sí, me he quedado solo. ¡Solo,madrecita!… ¿Y qué va a ser de ti

ahora, eh?… ¡Estoy solo!Su voz era cada vez más oscura, más

ronca, hasta que se quebró en un gemidoestertóreo.

—¡Pobre madrecita, pobremadrecita!

Se ahogaba. Y es que Madriles,abrazado fuertemente al poste, habíaroto a llorar.

* * *Federico Olivares abrió los ojos,

sobresaltado. Por el ventanuco entrabala plena claridad del día y un fragor devoces, radios y gritos, que brotaban delos fondos de la casa y salíandisparados por el tubo del patio interior

hacia lo alto. Luz clara y ruidosconfusos e inquietantes.

Miró su reloj. Eran las diez y mediade la mañana. Entonces saltó de lapequeña cama de hierro, cuyos muellesgimieron de alivio, y comenzóinmediatamente a vestirse.

(Ocurre algo raro. ¿Qué será? PeroMolina no me ha avisado… A lo mejores que está durmiendo todavía…)

Su mente se despabiló en seguida,como cuando, en la guerra, cualquieralarma, o el simple repiqueteo delteléfono de campaña, a cuyo ladodormía, le hacían actuar sin pérdida de

tiempo, recobradas súbitamente lalucidez mental y la conciencia clara dela emergencia.

Pero al abandonar su habitaciónquedó sorprendido por el soñolientosilencio de la casa. Terminó deabrocharse la camisa y de alisarse elcabello y carraspeó. La mudez absolutaque le rodeaba le puso nervioso. Noobstante, pudo dominar su impaciencia ycontinuó andando despacio, a fin de quelos crujidos de la tarima anunciaran supaso. Aún volvió a carraspear antes deabrir la puerta del salón, y de pronto seencontró frente a Molina y Rosario, quevueltos hacia él lloraban

silenciosamente. Molina estaba junto albalcón, de pie, y Rosario, sentada en unapequeña butaca, a su lado.

Sobrecogido, Olivares miró, a suvez, a ambos con expresión atónita.Luego susurró:

—Pero ¿qué pasa?Rosario se enjugó los ojos con un

pañuelo y Molina le hizo una seña con lacabeza para que se acercara. Los tres ocuatro pasos que le separaban delbalcón fueron para Federico como unlargo viaje, y los tres o cuatro segundosque invirtió en cubrir tan corta distancia,un tiempo interminable. Al fin llegó. Asu amigo aún le corrían las lágrimas por

las mejillas.—Mira —le dijo, señalando a la

calle.Y Federico miró. La Carrera de San

Jerónimo estaba llena de luz… Federicoabrió el balcón y salió fuera. Y se quedópasmado. Todos los balcones y todas lasventanas, entre los extremos queabarcaba su vista, aparecían adornadoscon banderas bicolores, con banderasrojas y amarillas. Y miró abajo. Pasabauna camioneta encima de cuya cabinaiban sentados un sacerdote y un guardiacivil, sujetando ambos el asta de otragran bandera bicolor que los transeúntesse detenían a saludar con el brazo en

alto. Ya los gritos se oían claramente:¡Viva España! ¡Arriba España! ¡VivaFranco!

Lo último que vio fueron los leonesnegros de guardia ante el palacio delCongreso de los Diputados, queparecían reír.

Y se encontró de golpe otra vez en elcentro de la estancia, oyendo cómoMolina cerraba el balcón. Rosario tuvootro flujo de llanto y él sintió cómo lebrotaban también unas lágrimascalientes. Y no sabía qué decir.

Federico Olivares se sentó en unabutaca, frente a sus amigos. Y los tres semiraron entonces en silencio sin saber

qué decir.Así continuaron, quietos y mudos,

como estupidizados, mucho tiempo,hasta que Molina se movió hacia el granaparato de radio que había en uno de losrincones del salón. Federico y Rosariole siguieron con la mirada… Después,una voz hinchó la estancia. Era una vozacongojada, trémula, que pedía a losmadrileños calma y serenidad en eldifícil trance que estaban viviendo. Erauna voz suplicante. La del viejo profesorde Lógica Julián Besteiro, que fueasaltada y anulada al final de laalocución por unos impacientes,victoriosos y estridentes gritos de

¡Arriba España! ¡Viva Franco!, ¡Franco,Franco, Franco!

Esos mismos gritos oía en aquelmomento Cubas a través del entreabiertobalcón de la alcoba de Maruja, la«Morena del Chicote». Grupos dehombres y mujeres bajaban por la callede la Aduana al encuentro de loscamiones y coches enarbolados queafluían, por la de la Montera, a la Puertadel Sol. Todos los balcones y ventanasde la acera de enfrente aparecían concolgaduras religiosas o con los coloresrojo y amarillo.

Cubas había adelgazado

notablemente, por lo que sus pómulos ysus mandíbulas resaltaban más en surostro, mientras que sus ojos aparecíanmás hundidos en las cuencas. Sumorenez se había tornado violácea y lanegrura de su barba descuidadadescubría entreveros plateados. Mirabaa la calle con expresión dura yconcentrada y, de pronto, como siquisiera ahogar los clamores callejeros,cerró el balcón de un zarpazo, y asípudo oír un porfiado cuchicheo a susespaldas.

—Que le he dicho que se espere, ea.No sea pesada —decía Maruja.

—Mira que alguien puede fijarse en

nuestros balcones y… —replicó otravoz, también de mujer.

—Es que a lo mejor le sienta mal,señora Vicenta.

—Otra, ¿y qué le vamos a hacer?—Luego le hablaré yo, ¿quiere?—Bueno, yo, con decirle al portero

lo que pasa, me lavo las manos.Entonces se volvió Cubas. A la

puerta de la alcoba, Maruja trataba deimpedir el paso a otra mujer que llevabaun rebuño de lienzo blanco en lasmanos. Cubas, en mangas de camisamilitar, mostraba la culata de la pistoladel cabo Mínguez por encima delcinturón. Ante la mirada del hombre, las

mujeres se encogieron intimidadas.—¿Qué pasa, Maruja?Maruja trató de sonreír.—Nada. Es que… Es que la señora

Vicenta está emperrada en colocar esoen el balcón —y señalaba el pañoblanco.

La señora Vicenta se adelantó,mostrándolo más claramente. El pañoblanco estaba ribeteado por una franjaroja y presentaba en el centro la manchapurpúrea de un corazón. La señoraVicenta era una mujer de hinchadoabdomen, con mechones grises ydesaliñados sobre la frente, con ojosacuosos y blanda boca, con unas piernas

redondas, de carne sebácea, que ledesbordaban las zapatillas.

Dijo:—No es que una, ¿sabe?, pero… Se

lo he pedido prestado a una vecina paraevitar después malos decires. Ya sabelo que pasa, ¿no? Al principio de laguerra, una tampoco, vamos, que noestaba ducha en estos detalles…

—Yo le he dicho que espere, que alo mejor… —le interrumpió Maruja.

Pero Cubas indicó con un gesto a laseñora Vicenta que podía pasar y laseñora Vicenta aprovechó la invitacióntodo lo rápidamente que se lopermitieron sus pesadas piernas, aunque

tuvo que ayudarle Maruja a extender yprender la colgadura.

Mientras, julio Cubas acabó devestirse, embutiéndose un grueso jerseynegro, de cuello alto. Esperó después aque las mujeres terminaran de engalanarel balcón y, cuando la señora Vicenta ledejó a solas otra vez con Maruja, dijo aésta:

—Bueno, Maruja, me voy.Maruja se le acercó suavemente y le

puso sus manos sobre el pecho.—¿Y dónde vas, julio?Cubas parpadeó.—Mira, la guerra ha terminado y yo

tengo que irme.

—Bien, pero ¿adónde?—¡Qué sé yo! Muy lejos.—Pues entonces, ¿por qué no nos

vamos los dos juntos a mi pueblo?Contigo volvería, ya ves, y eso que teníajurado no volver nunca —y como éldenegase con la cabeza, añadió—: Perome es igual, tonto, un sitio que otro y yovoy a gusto donde tú vayas. Y si quieres,ahora mismo. Mira, lo dejo todo y mevoy contigo. Ya ves, lo dejo todo.

—No, no puede ser —y Cubas sedesprendió de sus manos e inició unmovimiento hacia la puerta—. Tú nopuedes acompañarme en este viaje.

Pero ella corrió más y se le puso,

otra vez delante.—Pero ¿por qué, julio? Llevamos

tantos días encerrados en esta alcoba,que te has cansado de mí. ¿Es por eso,julio?

Julio no quería encontrarse con susojos y miraba por encima de sushombros.

—No, mujer, no es por eso.—¡Mírame!—Bien —y la miró a los ojos,

esforzándose por sonreír.—Así. Desde luego —y le pasaba

las manos suavemente por el pecho—, siseguimos más tiempo encerrados aquí, tematas… —y apoyó la cabeza en él.

Cubas le acarició la cabellera.—Hubiera sido una buena muerte,

Maruja. ¡La mejor!—¡Huy, qué agonioso estás hoy! No

hables de eso ni en broma, con el díaque hace… En mi pueblo ya ocurrió unacosa así, como te lo digo. Él era pastortambién, un mozo como un castillo. Y sihubieras visto lo escurrida que eraella… Se casaron y en menos de seismeses el Justino se quedó hecho unespárrago. Ella lo devoraba, segúndecían, y una cómo iba a pensarloviéndola tan poca cosa… Pero sí, lamuy calentona subía todas las noches adormir con él en la paridera. Y una

madrugada, en que cayó una escarchanegra, el Justino se quedó en un vómito,y cuando la Engracia bajó al pueblo apedir auxilio con la ropa manchada desangre, se pensó la gente que había sidoun crimen. Y yo vi al Justino. Estabablanco como el papel. Desde entonces, ala Engracia ya no la miró nadie y se fuequedando seca, seca… —hizo una pausay miró a Cubas sonriendo—: No le pasólo que a mí, que cada día estoy másfondona, según dice la señora Vicenta,¿qué te parece?

—Bien, mujer.—No, no me oyes. Tú estás muy

lejos de aquí.

Y los ojos se le enrojecieron.Cubas tuvo que hacer un esfuerzo

para separarse de ella.—Mira, Maruja —le dijo

gravemente, mirándola a los ojos—, noquiero dejarme agarrar como un conejo.Voy a ver si puedo salir de Madrid,porque una vez en el campo ya no habráquien me eche la mano encima. Seguiréasí por los montes hasta Francia.¿Comprendes ahora por qué no puedesvenir conmigo?

—¿Cómo que no? ¿Es que crees quea mí me asusta el monte?

—Es huir y huir, de día y de noche,mujer. Sin comida, sin cobijo… Ni yo

mismo podré resistirlo tal vez. Lo quedebes hacer tú —Maruja se ibaserenando, quedándose fría— esquedarte aquí mientras tanto. A ver si tepuede echar una mano ese Enriqueamigo tuyo. Ya habrá salido de SanAntón y andará hecho un mandamás deahora, ¿comprendes?

—Pero si yo no lo he visto hace unsiglo…

—No importa. Él se acordará de ti,porque de ti no hay quien se olvide.Bien. Yo, si logro llegar a Francia, te lomandaré decir. Y si entonces quieresvenirte conmigo…

Maruja bajó la cabeza y guardó

silencio. Parecía estar pensando y Cubasaguardó su respuesta.

—Está bien —dijo Maruja despuésde una larga pausa—, puedes irte. Anda,márchate —se había separado de él ycolocado a contraluz del balcón—. Y nodigas nada, ni me mires, anda.

Al poner la mano en el pestillo,Cubas pareció vacilar, pero se recobrórápidamente y salió sin volverse a mirara Maruja. Esta, tan pronto comodesapareció él, corrió al armario roperopara coger un abrigo. Se lo pusoapresuradamente y abandonó también laalcoba. A la señora Vicenta, con quiense tropezó en el pasillo, le dijo:

—Vuelvo ahora mismo. Es que se leha olvidado una cosa a Julio —y echóescalera abajo.

El gentío crecía por momentos. LaPuerta del Sol era ya una masa bullentede cabezas sobre las que ondeaban lasbanderas izadas en los balcones delMinisterio de la Gobernación, en lostroles de los tranvías y en lo alto decamiones y coches. Banderas rojas yamarillas, blancas con el aspa roja en sucentro, rojinegras con el yugo y lasflechas. Banderas flameantes que lagente saludaba con gritos, levantandolos brazos a la romana.

Se veían grupos de soldados queparecían deslumbrados por aquellafrenética acogida triunfal que se lestributaba. Algunas mujeres losabrazaban, otras los besaban y muchasgritaban al paso de los oficiales:

—¡Ésos sí que son oficiales deverdad!

Era una explosión de alegríanerviosa, impaciente, eléctrica. Losmoros reían con sus grandes dentadurasblancas al sentirse acosados y besadospor las muchachas enardecidas.

—¡Franco, Franco, Franco!Abriéndose paso a codazos, acudían

gozosos guardias civiles luciendo el

charolado tricornio, y sacerdotesblandiendo sus sotanas, y monjasaireando sus hábitos, saliendo de quiensabe qué escondrijos, desquitándose dequién sabe qué fingimientos oencubriendo quien sabe qué clase dedebilidades y claudicaciones.

—¡Arriba España! ¡Arriba España!También había quien parecía atónito,

o asustado, sin saber si reír o llorar. Ytambién había quien bajaba la cabeza ymiraba alrededor con desconfianza. Ytambién lloraba gente tras los cristalesde los balcones, sin que pudiera sabersesi era de pena o de alegría.

—¡Y han pasao! ¡Y han pasao! ¡Y

han pasao!Escuadras de muchachos con camisa

azul rompían y pisoteaban las antiguasbanderas o arrancaban de las paredeslos carteles de propaganda antifascista.Así fueron desgarradas las efigies de losrobustos obreros de la U.G.T. y de laC.N.T. dándose la mano, y las de Stalin,Lenin y Marx, y las del espión degrandes orejas, y las de la «Pasionaria»,y las de Jesús Hernández, y las de lossoldados en cuyos cascos campeaba laestrella roja de cinco puntas. Y seformaban corros para aplaudir y animara los muchachos de las camisas azules,que luego rompían a cantar el «Cara al

sol», que los espectadores no podíanseguir porque ignoraban su letra y sumúsica.

—Cara al sol con la camisa nueva…La gente abría la boca y dejaba

escapar unos murmullos disonantesacompañándolos con braceos y vivas.

—que tú bordaste en rojo ayer…Cubas abandonó pronto la calle de

la Montera y salió a la de Preciados,pero sin lograr zafarse de lamuchedumbre que acudía por todaspartes. Tras él iba Maruja, entreencontronazos y empujones, pero sinperderlo de vista, corriendo cuandopodía, empinándose sobre las puntas de

los pies para seguir el rumbo de sucabeza entre el oleaje humano.

Al llegar al Capitol, Cubas seencontró el camino más despejado, perose dio de manos a boca con un grupo dejóvenes que subían por la Gran Víagritando vivas a España, a Franco y a laFalange. Cubas se hizo a un lado, paradejarlos pasar, pero el que capitaneabael grupo se encaró con él, ordenándole:

—A ver tú, levanta el brazo y grita¡Arriba España!

Cubas le miró inexpresivamente,como si no le hubiera oído ni casi leviera, y permaneció quieto y mudo. Elotro se envalentonó aún mas, si bien sus

camaradas, impacientes, hacíanintención de seguir adelante.

—¿No has oído lo que te he dicho?¿O es que no quieres levantar el brazo ygritar ¡Arriba España!?

Entonces, Cubas contestó,pronunciando lentamente las palabras:

—Eso mismo: que no me da la gana.El joven quedó desconcertado por la

inesperada respuesta y buscó con lamirada la ayuda de sus compañeros,pero éstos se habían puesto ya enmarcha, gritando:

—¡Y han pasao! ¡Y han pasao! ¡Yhan pasao!

En vista de ello, clavó en Cubas su

centelleante mirada, que era unrelámpago de ira, y le dijo, amenazador:

—Ahora no quieres, pero yaaprenderás a levantar la mano y a cantarel «Cara al sol». Ya lo verás, rojo, ya loverás —y corrió a unirse al grupo.

Cubas continuó su camino, sinvolver la cabeza atrás, cuesta abajo,hacia la plaza de España, seguidosiempre por Maruja, quien levantótemblorosamente el brazo al encontrarsecon el grupo de jóvenes exaltados ysiguió un buen trecho en la mismapostura.

En los solares de la Gran Vía, losmoros habían establecido ya algunos

tenderetes en los que ofrecían tabaco yté. Los clientes formaban corro endemanda principalmente de tabaco, perolos moros rechazaban a muchos de ellosdiciendo:

—Billetes rojos, no, paisa. Plata,plata…

Los frustrados fumadores, incapacesde dominarse ante los cigarrilloscanarios y los cuarterones, sedespojaban de sus relojes, de susplumas estilográficas y de algunasprendas, a cambio de ellos. Otros morosencendían fogatas y preparaban susutensilios para el té.

Cubas pasó de largo, mirando sólo

de reojo estas escenas, y Maruja sesubió el cuello de su abrigo para ocultarsu rostro todo lo posible a los africanos.La rápida marcha de julio la hacíajadear y sudar.

En la plaza de España comenzabanlos verdaderos signos de la guerra:barricadas de adoquines y de sacosterreros, agujeros de obuses, edificiosdespanzurrados… Por allí andabantodavía, confundidos, soldadosvencedores y soldados vencidos,charlando amigablemente, dandoaquéllos de fumar a éstos, y tramando talvez planes de paz y de reconciliación.

Cubas tomó la calle de la Princesa.

Corría un aire fresco por allí, peroesplendía el sol. Se barruntaba elcampo.

Maruja perdió el tacón de uno de suszapatos y anduvo cojeando hasta quedecidió arrancarse también el otro.

Casas derrumbadas. Los gritos y elestruendo de la victoria habían quedadoatrás. Aquí se imponía el silencio de ladesolación cada vez más patente, conmás muñones al aire como imprecando omaldiciendo. Ahí hubo un árbol; allí, uncomercio; allá, un colegio; al otro lado,una clínica. Ahora, sólo ruinas, vacío,silencio. Casas de vecinos, huecas, sinalma viviente. Pasó la guerra. De cafés

donde se citaban los novios, sólo elsitio. Pasó la guerra. He ahí una alcobaal aire, donde alguien nació y alguienamó, y durmió y soñó. Sólo le quedabael color azul de sus paredes agrietadas.Pues mira esa bañera… y ese trozo dereloj que parece pegado al muro. Pasóla guerra. ¿Dónde están sus hombres,dónde sus mujeres, dónde sus niños? ¿Ysus risas, y sus llantos, y sus palabras?Pasó la guerra. Hasta la iglesia pareceun cadáver sin enterrar. ¿Dónde han idoa parar las oraciones, y el incienso, y elperdón, y el amor evangélico? Pasó laguerra.

Seguían bajando grupos de soldados

de uno y otro bando, unos con armas ylos otros inermes. Contentos todos, sinduda, por el fin de la guerra, perocansados, sucios. Y ahora, ¿qué? Pues alpueblo, a trabajar el campo, a charlarcon las mozas en la fuente, a bregar conel cansancio, a apalear los días y amorir poco a poco, como antes.

Se veían ya tipos cargados con sacosa la espalda husmeando entre las ruinas,como pajarracos madrugadores entre lasvíctimas de la noche, como los primerosgusanos de un cuerpo endescomposición. Ladrones de miles demuertos que llevan a su retaguardiatodas las guerras, detrás de los logreros

y los negociantes, a quienes la matanzaengorda. Los sapos de la guerra.

Cubas se detuvo al fin ante una delas casas en ruinas, y, tras mirar a suinterior, desapareció en ella. Entonces,Maruja echó a correr hacia allí,reuniendo para ello sus últimas energíasfísicas. Le silbaba el aire en la secagarganta, se le había clavado un dolor enel vientre, tropezaba, gemía, pero pudollegar al portillo por dondedesapareciera julio. Al pronto no vionada, pero después de atravesar lo quedebió de ser el hueco de una escalera yque ya sólo era un túnel formado porvigas y escombros, se encontró en un

patio rodeado de muros que aúnsostenían engarabitadas entrañas dealgunas viviendas. Sentado en unmadero, Cubas contemplaba unafotografía.

—¡Julio!El hombre se estremeció y volvió la

cabeza. Maruja avanzaba hacia él dandotumbos, muda, sin poder romper a llorar.Se levantó rápidamente a cogerla, antesque se derrumbase, y Maruja cayó en susbrazos. Por unos momentos estuvieronambos en silencio y fuertementeapretado el uno contra el otro. Luego,dijo él:

—¿Por qué has venido, mujer?

—No iba a dejar que te mataras. Sí,porque tú has venido aquí a matarte. Lovi en tus ojos —dijo ella, compungida,con la cara oculta en su pecho. Y siguióhablando—: Ahora tendrás que matarmea mí también. ¿Qué creías, que me iba air con Enrique? Cómo se ve que no meconoces, julio. Yo sólo voy contigo,donde tú vayas. Para siempre. Que loque sea de ti tiene que ser de mí,¿entiendes?

Cubas la dejó desahogarse y luegobuscó un refugio entre las ruinas, dondepudieran cobijarse sin peligro.

—Hay que evitar que nos descubran,porque podrían pensar que hemos

venido a robar como esa gente que andapor ahí. Y a la noche veremos lo quepodemos hacer. Si las trincherasquedasen vacías, no nos sería muydifícil llegar a campo libre…

Se sentaron en el suelo. Estabanenvueltos en penumbra y silencio.

—¿Verdad que querías matarte,julio? —preguntó ella acurrucándoseestrechamente contra él.

Cubas, en vez de contestar, seguardó la fotografía que aún conservabaen la mano.

—He visto esa foto muchas veces,julio. El día que la descubrí esperé a lanoche, a que estuvieras dormido, para

sacártela de la cartera. Ella era tu mujer,¿verdad? Y los chicos, tus hijos, ¿no?¡Qué lástima de criaturas! Porque ellaera joven y muy guapa, y los chicos muymajos. Yo pensaba lo que tú pensarías, ysentía tu pena… ¿Por qué yo habré sidocomo he sido?

Y Cubas la dejó hablar y hablar,cerrados los ojos, como adormecido porel rumor del viento en la arboleda o delagua en un regato.

Rosario y Molina jugaban a lasdamas mientras Olivares leía aMommsen. Estaban en la cocina, a cuyaventana se asomaban ya los anuncios de

la noche. A la orgiástica explosión de lavictoria en la calle había sucedido elsilencio, como si la ciudad se hubieraquedado afónica después del griterío.

No se oían más que el ruido de lasfichas sobre el tablero y, de cuando encuando, el suave roce de las páginas dellibro. Y, de pronto, sonó el timbre delvestíbulo. Rosario, Molina y Olivares semiraron, sorprendidos primeramente yluego temerosos. Antes de que ningunohablara, el timbre volvió a sonar, másimperiosamente.

Rosario se levantó murmurando:—¿Quién podrá ser a estas horas?Olivares y Molina salieron tras ella

hasta la puerta, desde la que podían verperfectamente lo que sucediera en elvestíbulo. Entretanto, el timbrerepiqueteó de nuevo, con insolencia.

Rosario descorrió el cerrojo yentraron, empujando, dos hombres.Vestían de uniforme militar, a la manerairregular de campaña: botas altas,cazadora y boina. Sobre el pecho lucíanlos dos la solitaria estrella de alférez.La mujer tuvo que hacerse a un ladoprecipitadamente para dejarlos pasar yellos, después de mascullar un saludoininteligible, irrumpieron en la casa.Entonces, Olivares y Molina fueron areunirse con Rosario, quien, pálida y

temblorosa, estaba ya a punto de rompera llorar.

—Deben de ser los dueños de lacasa —susurró Molina.

No se atrevieron a moverse de allí.Y los tres permanecieron quietos ymudos todo el tiempo que duró larequisa, que les pareció larguísimo.Mientras, oían el ir y venir de sus botaspor todas las habitaciones y el murmullode sus comentarios, secos y bruscos, queno podían entender. Al finreaparecieron, tan impetuosos comohabían entrado, pero se detuvieron alver a los dos hombres junto a la mujer.Y uno de ellos dijo:

—Bueno, antes de las diez de lamañana tienen ustedes que desalojar elpiso, ¿entendido?

—Sí, señor —contestó Rosario altiempo que les franqueaba la salida.

Y se fueron sin despedirse.Después de suspirar profundamente,

dijo Rosario:—Menos mal que han encontrado la

casa lo mismo que la dejaron…Sí, eso los ha desarmado —añadió

Olivares—. Porque venían con las delberi.

—Puede ser —terció Molina—. Detodas maneras ya habréis visto que no estan fiero el león como lo pintan, ¿eh?

Hay que tener en cuenta que ésta es sucasa.

—Bien, pero ¿qué hacemos?¿Adónde vamos mañana?

—preguntó Rosario, añadiendo—: Yantes de las diez de la mañana.

Otra vez se miraron los tres sinsaber qué decir.

—Sí que es una papeleta, sí —murmuró finalmente Molina.

Continuaban en el vestíbulo, de pie,perplejos.

—Bueno, a lo mejor… —se dejódecir Olivares.

—Qué? —se apresuró a preguntarleRosario, que era la más acongojada.

—No sé, no sé… —y Olivaresempezó a inspirar una esperanza con susgestos—. Pero habrá que intentarlo, y enseguida, antes de que cierren losportales.

—Pero ¿qué? —preguntaron a la vezRosario y Molina.

—Veréis. Un tío mío tiene un piso enla calle de Castelló.

Él está ahora fuera de Madrid, alfrente de un hospital de sangre, en laMancha. Así que el piso tiene que estardesocupado. Yo conozco al portero y élme conoce a mí, porque he ido a dormirallí varias noches, hace ya tiempo,claro. El problema consiste en que tenga

las llaves y quiera dármelas. Rosario yMolina aceptaron inmediatamente laidea.

—Naturalmente que hay queintentarlo —dijo Molina. Rosario letrajo el abrigo y le ayudó a ponérselo,murmurando.

—Es la única solución, me parece.Al partir, recomendó Olivares:—Si la cosa sale bien, os llamaré

por teléfono. Y ya podéis empezar apreparar las cosas. Yo me quedaré apasar la noche allí. ¿De acuerdo?

—Ten mucho cuidado —le aconsejóRosario.

Olivares encontró la Carrera de San

Jerónimo completamente solitaria ypudo recorrerla sin tropiezo, pero en laesquina del paseo del Prado, donde elBanco Alemán Transatlántico, le salió alpaso un militar apuntándole con unavispero.

—¡Manos arriba! —le ordenó.Federico obedeció inmediatamente y

quedó sorprendido al oírse decir:—¡Arriba España!—¿Adónde vas a estas horas por

aquí? —le preguntó el otro. Y de nuevole salieron a Federico unas palabras queél ignoraba:

—A tomar contacto de nuevo con mibandera. Con todo el jaleo del día,

pues…—Está bien, está bien. Sigue. Pero

anda con ojo.—¡Arriba España!Pronto se dio cuenta de lo que

ocurría. Una larga fila de camiones contropa y material de guerra se deslizabasilenciosamente, viniendo de Cibeles,por el paseo del Prado. Era laocupación militar de la ciudad. Hastaentonces no habían penetrado en ellamás que unas vanguardias en descubiertay exploración. Ahora era la masa delejército de Franco quien tomabaposesión de Madrid.

Subió por junto al hotel Ritz.

Todavía pudo leer en una fachada«Partido Comunista de España. ComitéProvincial». Siguió de prisa. No quisoni volver la cabeza para cerciorarse desi aún continuaban en la puerta deAlcalá las efigies de los dirigentesrusos. También la calle de Castellóaparecía desierta. Y, por suerte, elportal de la casa que buscaba estabaabierto, con el portero vigilante tras lavidriera de su cubículo. Y, por suertetambién, el portero le conoció sinvacilar, si bien se lo quedó mirando conexpresión asustadiza.

—Quisiera las llaves del piso de mitío, si no hay inconveniente.

Era un hombre calvo, pálido, concara de hambre. Rebuscó, sin rechistar,en el tablero y le entregó las llaves.

—Gracias.El portero, que no había dejado de

mirarle, como alucinado, lo siguió conlos ojos hasta que el ascensor se lo quitóde la vista.

El piso olía a moho y a trapos, y sele había ido el alma. La primerapreocupación de Federico fue llamarpor teléfono a Molina, según loconvenido, para decirle que la aventurahabía tenido éxito y, luego, se dio ahusmear por la cocina en busca de algode comer. Sólo encontró un panecillo,

duro como una piedra, en el cajón de lamesa. En vista de su fracaso, hizo ungesto mudo de resignación.

(«Vaya, pasaremos en ayunas laprimera noche de paz…») Y se dejócaer, desalentado, sobre una silla.

Por su parte, julio y Maruja, encuanto fue noche cerrada salieron de suescondrijo y, pasando de ruina en ruina,ocultándose a la menor alarma yesquivando toda presencia humana,lograron salir al descampado del Parquedel Oeste. En más de una ocasióntuvieron que permanecer tumbados en elsuelo durante largo rato al tropezarse

con formaciones militares que, a pie oen camiones, se dirigían a la ciudad.

El valle quedaba cubierto por ladensa oscuridad de la noche.

Se oían algunas voces sueltas, elruido intermitente de algún motor yrumores apagados. A veces, asomabanunos faros, como antenas de luz, quedesaparecían luego haciendo guiños. Noobstante, se presentía, bajo aquellacalma, un intenso hervor de afaneshumanos.

Julio y Maruja, cogidos de la mano,llegaron a rastras hasta una trinchera quetodavía transpiraba a soldado. Delantede ella había alambradas rotas y, más

allá, un brusco descenso dejaba elpanorama en tinieblas. Un vientojuguetón esparcía bravíos olores demontaña.

—Ahora tenemos que cruzar esafranja y dejarnos caer luego por eldeclive, vaya, por el ribazo,¿comprendes? —decía Cubas,mostrando el camino a Maruja—. Allí,el terreno nos ocultará a las miradas delos centinelas, que debe de haberlos muycerca.

Se miraron un instante a los ojos.Los de Maruja relumbraban de júbilo;de impaciencia y excitación los deCubas. Apretó éste fuertemente la mano

de la muchacha y dijo:—Vamos.Treparon por entre los sacos

terreros y, después de esperar unossegundos al otro lado de la trincherapara tomar aliento, echaron a corrercogidos de la mano.

—¡Alto! ¡Alto! —gritó un centinela,no muy lejos de allí.

—Sigue —apremió Cubas, tirandodel brazo de ella—. ¡Sin miedo!

Pero un enganchón de su abrigo enun alambre espinoso hizo detenerse yagacharse a Maruja.

—¡Vamos, tira fuerte! —urgió él.Maruja obedeció enérgicamente,

dejando un jirón de su abrigo entre losgarfios de la alambrada. Hasta se hizoun profundo rasguño en la mano, que nosintió. Y corrieron otra vez, fuera de sí.

—¡Alto! ¡Alto!Entonces sobrevino una estrepitosa

explosión acompañada de un relámpagoque iluminó lívidamente el contorno.

—¿Qué ha sido eso, qué ha sidoeso? —se oyó preguntar después en tonode alarma.

Y contestar al centinela:—Eran dos fugitivos, mi alférez. Les

eché el alto dos veces pero no mehicieron caso. Se ve que les ha estalladouna mina.

Y al poco tiempo volvió la calma,como tantas otras veces.

XII

—A mí, ni una peseta. ¿Y a tí?—Nada.—Pues estamos listos.—Y, sin embargo, en los billetes

dice: «El Banco de España pagará alportador…»

—Sí, sí, pero ya sabes: donde dijedigo, no dije digo sino Diego…

Estaban ambos amigos frente a latablilla que, en el vestíbulo del Banco,indicaba el número y la serie de losbilletes que reconocía como válidos elGobierno de Franco. Al igual que

Federico y Molina, otros muchosciudadanos y ciudadanas compulsaban,nerviosos y angustiados, las notas en quetraían apuntada la reseña de los billetesque poseían. Algunos palidecían junto aquienes hacían gestos de resignación.También había quienes bajaban lacabeza y se marchaban sin manifestarninguna impresión, y quienes estrujabanlos papeles sin poder disimular unestremecimiento de cólera sorda. Yhasta hubo quien gritó:

—¡Mira, Pepi, me ha valido éste!Era una mujer que, con una bolsa al

brazo, estrujaba los billetes recogidosen un pañuelo; una mujer fláccida, que

calzaba zapatillas de paño y se abrigabacon un mantón negro. Le mostraba elbillete agraciado, un billete amarillo decien pesetas, con la efigie de un FelipeII hermético, a una muchachita flacuchaque se agarraba a su brazo.

—Hija, ya tenemos algo —añadió,emocionada. La chiquilla hizo un gestodespectivo.

—Pues vamos a hacer bastante conveinte duros teniendo a padre encerradoen la plaza de toros…

Hubo entonces un rápido ymisterioso cruce de miradas entre losque formaban el grupo de consultantes,pero nadie se permitió el más ligero

comentario.—Vamos a canjear el billete bueno

—dijo luego la madre, y ambas mujerescruzaron la puerta giratoria que lesfranqueaba la entrada al interior delBanco.

Federico y Molina se dirigieron, asu vez, a la calle, cruzándose conpersonas de todos los pelajes y trazasque, en mayor número cada vez, acudíanallí a lo mismo que ellos.

—Yo, en cuanto me enteré de la listaesa que daba la radio de Burgos, fui y ledije a Rafael: mira, chico, vamos ahacer caso por si las moscas, que coneso no perdemos nada —oyeron decir a

una mujer alta, rozagante y bien vestida.—Pues yo le aconsejé lo mismo a

Ilde: no seas tonto y billete de esos quete venga a las manos, billete al cajón. Yya ves tú por dónde… Y es que loshombres son unos acérrimos…—seexpresó su amiga y acompañante.

Molina se encogió de hombros.—¡Mujeres! —dijo—. Siempre van

a lo práctico. Hasta Rosario me hablóalguna vez de la célebre lista de billetesválidos. Yo no hice ni caso, como esnatural, pero ella quiso guardar cincoduros de plata que conservaba, y losguardó. Gracias a ellos ha podidocomprar víveres estos días.

—De todas maneras —comentóFederico—, aunque a mí me hubieravalido todo el dinero que me quedaba…No llega a mil pesetas.

—Pues nosotros teníamos menos: unbillete de quinientas y tres de ciento.

—Nos han dejado lo que se dice enla calle.

—Lo mismo que cuando vinimos almundo, sí.

—Ha sido un golpe bajo, ¿no teparece?

—De acuerdo, pero deja que todoacabe ahí, Molina.

Era una bonita mañana de sol, y lasfachadas de los edificios, los postes del

tranvía y algunos árboles aparecíanengalanados con banderas y gallardetesbicolores, rojinegros con el yugo y lasflechas, o, blancos con el aspa roja.Hubiérase dicho que era una mañanaprimaveral florecida de banderas.

—¿Cuándo volveremos a ver lasnuestras, Federico?

—¿Las nuestras has dicho? Mira,mira…

Le señalaba las hileras de nuevoscarteles de propaganda, pegados sobrelos anteriores. Eran menos variados ypolicromos, pero con un mayor énfasisen su literatura: «¡Por el imperio haciaDios!», «España es una unidad de

destino en lo universal». Uno de dichoscarteles consistía en una corona delaurel con la siguiente inscripción:«Todos los césares fueron generalesinvictos. ¡Franco!» También aparecíanlas consignas revolucionarias: «¡Por lapatria, el pan y la justicia!», «Ni unhogar sin lumbre ni una familia sin pan».

—Como si Felipe II se hubieravuelto loco, ¿no? —comentó Olivares.

—No entiendo nada, de verdad,Federico.

Los detuvo el repiqueteo de unacampanilla. La gente comenzó aarrodillarse a su alrededor y asantiguarse precipitadamente. Estaban

en el cruce de las calles de Goya yVelázquez.

—¿Qué es? —preguntó Molina.Pero no tuvo que aguardar mucho

tiempo la respuesta. Se trataba de unaprocesión de desagravio. Tras unapequeña imagen del Corazón de Jesús,transportada a hombros por cuatrohombres que vestían camisas moradascon cordones dorados, marchaba unsacerdote revestido con la capa pluvialy otros varios de sobrepelliz. Seguía unaheterogénea multitud enfervorizada. Alpaso del cortejo se detenían los tranvíasy los coches que circulaban por ambascalles y se arrodillaban los transeúntes,

algunos de los cuales rezabanjaculatorias en voz alta, otros alzabanhacia la imagen sagrada los ojoshumedecidos y muchos inclinaban lacabeza en silencio.

Federico y Molina, atrapados por elpúblico, hincaron también una rodilla entierra, aguardando, inmóviles en esapostura, hasta que la imagen y susseguidores, una vez salvado el cruce,alcanzaron el otro andén central de lacalle de Velázquez, en dirección a la deAlcalá. Coches, tranvías y peatonesreanudaron inmediatamente el flujocirculatorio; pero, antes de que seestableciera enteramente, se interrumpió

otra vez.Federico y Molina, que se habían

detenido a liar un cigarrillo, buscaroncon la mirada la causa de la nuevainterrupción.

—¿Otra procesión? —inquirióMolina.

En efecto, en la puerta de la iglesiade la Concepción se estaba formandootro desfile procesional en torno a unosestandartes, pero no era ése el motivodel colapso, sino una gran multitud que,procedente de la Castellana, marchabacalle de Goya arriba, ocupando toda lacalzada.

No era una multitud formada por

devotos penitentes, sino por hombresbarbudos, exhaustos, que arrastraban unpaso cansino bajo la vigilancia desoldados armados. Eran prisioneros deguerra: carabineros, guardias de asalto,soldados. Sus demacrados rostros, sutristeza, sus uniformes destrozados y susilencio componían la estampasimbólica de la derrota. Eran lossupervivientes de un naufragio. Por unmomento todo parecía callar yoscurecerse a su paso, como si sobre lacalle soleada pasara una nube sombría.La gente los veía desfilar, porquedesfilaban a pesar de todo, conmovida,apesadumbrada, con disgusto. Alguien

gritó un viva a España, pero no tuvoeco.

—¿Adónde los llevarán? —preguntóalguien.

Y contestó una mujer:—Seguramente, a la plaza de toros,

donde están concentrado a muchosmiles. ¡Quiera Dios que no llueva!

Federico rehuyó los ojos de la mujery dijo en voz baja a su amigo:

—Vámonos de aquí, no sea quealguien repare en mi edad y se le ocurrapedirme la documentación.

Siguieron de prisa y sin cruzarpalabra hasta que se vieron en la callede Castelló. Entonces dijo Molina:

—Lo peor es que estamos sin uncéntimo. ¿Cómo tirar encerrados en casahasta que las cosas se aclaren? Hay quecomer, aunque sea poco… ¿A quiénrecurrir, eh? La comida no la regalan yde aquí a que podamos ponernos encomunicación con nuestros familiares dela otra zona han de pasar muchos días.

—Eso es —convino Olivares—, ¿aquien recurrir? Salvo los aprovechadosde siempre, todos los que hemos estadoen esta zona nos encontramos poco máso menos igual.

—Sí —y Molina movió la cabeza—.La radio habla de Auxilio Social, pero¿cómo vamos a presentarnos nosotros en

uno de esos sitios? Nos descubriríamosen seguida.

—Sobre todo, yo.—Claro —Molina hizo una pausa y

luego cogió a Federico de un brazo—.No te lo he querido decir antes, peroveras lo que ocurrió ayer. Rosario fue auna casa de compraventa, donde algunavez habíamos ido a empeñar, antes de laguerra, para ver qué le daban por mireloj de oro, las alianzas y unospendientes, también de oro, quepertenecieron a su madre. Había allímucha gente con la misma pretensión deella, cada cual con su pequeña alhaja, ocon un colchón, con mantas, etc. Rosario

habló con el prestamista, pero éste senegó en redondo a hacerse cargo denuestras cosas, a pesar de que no era laprimera vez que pasaban por sus manos,si no le presentaba las facturas decompra.

—¿Las facturas de compra a estasalturas? —preguntó, extrañado,Federico.

—El reloj me lo regaló mi madre eldía de mi boda… ¡Figúrate!

—Pero ¿por qué pedía las facturas?¿Es que hay alguien que las guardedespués de tanto tiempo, eso en el casode que se las den a uno en compras deese tipo?

—Pues para justificar que no eranprendas o alhajas robadas.

—¿Es posible?—Y tanto, pero ahora viene lo

mejor. Cuando ya se marchaba Rosario,el prestamista la llamó, la llevó a unrincón y como si se compadeciera deella, le ofreció treinta pesetas por todo.

—¡Qué canalla!—Claro, Rosario no aceptó y se

vino a casa con lo mismo que se habíallevado de ella, pero sin un céntimo. ¿Yqué iba a hacer? Según se pone la cosa,tendrá que volver, pero ya le he dicho aRosario que llevando cada vez un alhajasolamente. Es posible que así saquemos

más, ¿no te parece?Federico no contestó, pero después

de andar un rato pensativo y en silencio,se encaró con su amigo para decirle:

—Espera. No quería recurrir acierta persona, pero es preferible antesde consentir semejante despojo. Lointentaré mañana mismo.

Habían llegado entretanto al portalde su casa, donde tenía lugar una escenaque los dejó desconcertados. La mujerdel portero lloraba desconsoladamente.

A su alrededor, su hija mayor y otrasvecinas o amigas trataban en vano decalmarla.

—Paciencia, mujer; ya verá usted

cómo, todo se aclara y vuelve su marido—le decían mientras ella se abrazaba asu hija, llorando convulsivamente.

—¿Por qué se lo han llevado? ¿Porqué, si él nunca se ha metido en nada?—gemía.

Pero, pese a su congoja y a su llanto,percibió la llegada de los dos amigos yfue como si su sola presencia hicieraestallar su desesperación. Mirándolos ycomo dirigiéndose a ellos, gritóhistéricamente:

—¡Y habiendo tantos rojos en estacasa, señor!

Federico y Molina pasaron de largo,sin detenerse a esperar el ascensor.

—¡Sí, con tantos rojos como seesconden en esta casa, han tenido quellevarse a un hombre honrado! —clamóla hija.

—¡Ya no hay justicia en España,hija mía!

Las terribles voces perseguían aFederico y Molina como los ladridos deuna traílla de perros enfurecidos. Noobstante, ellos procuraron dominarse ysubir la escalera a ritmo sosegado ytranquilo. Al alcanzar el rellano de supiso, se detuvieron para liar un cigarro.Mientras, las imprecaciones de lasmujeres fueron desvaneciéndose,ahogadas, sin duda, por el llanto.

Los dos estaban pálidos. Cuando, alfin, quedó la casa en silencio, Molinapulsó el botón del timbre, diciendo:

—Que Rosario no lo sospechesiquiera…

—De acuerdo.Y los dos forzaron una sonrisa

cuando apareció ella.—¿No sabéis? —les dijo apenas

entraron—. Han detenido al portero.—¿Sí? —preguntó Molina, y

dirigiéndose a Federico, añadió—:Entonces ése es el motivo de que laportera esté llorando.

Pero Rosario ya había desaparecidoen la cocina.

* * *Se encontró en una rotonda

encristalada, a la que rodeaba lo que enotro tiempo fuera un pequeño jardíninterior, lleno ahora de papeles ydesperdicios. Olivares se situó en unextremo y desde allí contemplaba, unpoco apartado, el ir y venir enfebrecidode la gente. De cuando en cuandollegaba alguien, o un grupo de personas,levantando el brazo y gritando:

—¡Arriba España!Eran, por lo general, hombres

nerviosos, pálidos, poseídos de unaalegría irreprimible. Muchos de ellos seconocían entre sí y entonces se

saludaban a gritos o se palmeaban entredetonantes exclamaciones. En seguidaabordaban familiarmente a lasmuchachas con camisa azul y éstas lessonreían y se los llevaban a otradependencia, de la que salían al pocotiempo cargados con bolsas de papelllenas de víveres.

Su sobreexcitación y su alborozoeran desbordantes, diríase queincendiarios, y cargaban el ambiente deuna tensión casi histérica. Después delos saludos y los abrazos, cuando dos sereconocían por primera vez, seabrumaban a preguntas el uno al otro.Muy cerca precisamente de donde se

hallaba Federico, dos de estos jóvenesse habían enzarzado en el consabidointerrogatorio.

—¿Yo? En la embajada de Chile. ¿Ytú?

—En la de la Argentina.—¿Y qué tal?—De comer, fatal.—¿Sabes dónde ha estado Pocho

muchos meses?—Pero ¿vive Pocho?—Sí, hombre. Ya lo creo que vive.

Lo pasó mal al principio, pero luegologró colarse en el Hospital francés.

—¡Qué tío! No sabes cuándo mealegro.

—Ya todo ha pasado, gracias aDios.

—Y a Franco. ¡Viva Franco!Fue como un chispazo eléctrico.

Varios de los que allí andaban, separaron y, levantando el brazo, gritaron,unánimes:

—¡Viva!—¡Arriba España! —vitoreó otro.—¡Arriba!Los componentes de un grupo

uniformado con camisa azul y boinaroja, que acababan de llegar de la calle,se cuadraron, brazo en alto, y entonarona voz en cuello el «Cara al sol». Todoslos presentes los imitaron, incluso

Federico. —hasta que terminó el himnono se movió nadie, y los que llegabandel exterior o aparecían allí,procedentes de algún otro departamento,se unían automáticamente al canto ypermanecían rígidos. Finalmente, serepitieron los gritos y las figuras deaquel cuadro recobraron el movimiento.

Federico empezó a liar lentamenteun cigarrillo para disimular suaturdimiento y tener un pretexto pararehuir otros ojos y evitarse las preguntasque vendrían después. De pronto oyó:

—¡Camarada Olivares!Era una conocida voz de mujer y

levantó la vista en aquella dirección. Sí,

era Matilde, que avanzaba hacia élllevando en la mano una de aquellasbolsas de víveres. Su sonrisa era alegre,abierta; pero su mirada desmentía a laboca. Le cogió de un brazo y se lo llevófuera, al sucio jardín.

—Toma —y le dio la bolsa—. Apesar de que me dijo mi madre quequerías verme y que venías para acá, nome lo creí.

Hablaba haciendo muchos gestos yriendo, pero su voz y sus palabras teníanun acento hondo, emocionado, como sifuera una muñeca parlante que semoviera y hablara en cómicadiscordancia. Ello desconcertaba aún

más a Federico, que dijo:—Pues si tardas unos segundos más

en aparecer, no me encuentras. No podíaresistirlo más tiempo.

Matilde soltó una carcajada.—Tonto, más que tonto —le dijo

con los ojos humedecidos Luego,bajando el tono de voz, añadió—:Tienes que hacer un esfuerzo, cariño. Esnecesario que te mezcles con ellos hastaque tú puedas orientarte y buscarte unaprotección o un camuflaje. He estadotemblando por ti todos estos días, y sigotemiendo que te pase algo,¿comprendes? —y le miraba riendo yllorando a la vez.

—No podré, Matilde.—Tienes que intentarlo y ahora ríe,

hombre, ríe —y, simulando que leenseñaba los víveres que contenía labolsa, le fue diciendo—: Hay muchapólvora en el ambiente, mucha pólvora,¿entiendes? Pues bien, he decidido queacompañes hasta las Ventas a unoscamaradas de Auxilio Social deLogroño que acaban de llegar al frentede una expedición de víveres. Sonsimpáticos y con ellos no corres peligro.Aquí tienes las señas de la casa dondevais. El caso es que te vean entrar ysalir. Así, tú te acostumbrarás y ellostambién, y ya no te preguntarán nada,

¿comprendes?Y sin darle tiempo a reaccionar, le

cogió otra vez del brazo y le hizo entraren la rotonda mientras le decía:

—Y procura reír, por favor, ylevantar el brazo con naturalidadsiempre que se tercie.

Lo condujo de esta forma por entrelos grupos. Alguno la saludaba:

—¡Matilde, Matildita!Y ella se excusaba, riendo:—Ahora vuelvo, ahora vuelvo,

camarada.Se le habían secado los ojos y

hablaba con plena naturalidad. Federico,por el contrario, tragaba saliva y miraba

hacia adelante para no ver.Salieron a la calle. Allí estaban,

estacionados junto a la acera, loscamiones de Logroño. Matilde seguíadiciéndole:

—A ver si el domingo busco unpretexto y podemos vemos un rato asolas. Yo lo prepararé todo y te avisaré—y, luego, gritó—: ¡Eh, camaradas!

Se dirigía a un grupo formado poruna mujer y dos hombres, los tres concamisa azul y boina roja. Los aludidosvolvieron la cabeza y, al reconocer aMatilde, fueron hacia ella.

—¿Qué? —preguntó la mujer.—Resuelto. Os enseñará el camino

este buen camarada. Olivares se llama.Yo he hablado ya por teléfono conMarisa y Sole, que os están esperando.

—Pues ¡hala! —dijo uno de loshombres—, porque estoy deseandodarme una vuelta por Madrid.

—Y yo descansar un rato —dijo lamujer.

Federico, entretanto, había levantadoel brazo y dado luego la mano a aquellostres desconocidos, al tiempo que mirabaa Matilde. Pero ésta parecía ignorarle yacompletamente. Levantó a su vez elbrazo y se excusó, diciendo:

—Perdonad que os deje, pero meestán esperando ahí dentro. Creo que

todo saldrá bien —y les volvió laespalda sin que sus ojos se encontraranni una sola vez más con los de Federico.

Uno de los hombres dijo entonces:—Pues andando. Ahí está el coche.En el coche, le destinaron el asiento

inmediato al del conductor. Los de atráslo ocuparon la mujer y uno de loshombres, pues el otro se subió al camiónque encabezaba la caravana. Federicoapenas se daba cuenta de lo que ocurríaa su alrededor y no advirtió que sehallaban en marcha hasta que oyó lapregunta:

—¿Vamos bien por aquí?Era la voz del conductor.

—Sí, sigue —contestó.A poco, le dijo la mujer:—Os parecerá mentira encontraros

al fin sanos y salvos después de tantosmeses de vivir perseguidos comoalimañas, ¿eh?

—Claro, claro —se oyó contestar.—Mucha hambre, ¿verdad? —

preguntó el hombre.—¡Figúrate!—Pues ya se acabaron todas las

penalidades, hombre —añadió el otro.Y otra vez la mujer:—¿Te detuvieron alguna vez los

rojos?Federico se dirigió al conductor:

—Ahora, a la derecha y todoseguido —y añadió—: Sí, tres veces.Pero nada.

—Pues claro —observó el deLogroño—. Eran gentes sin principios,analfabetos.

—¿Y dónde te ocultaste? —inquirióella.

Federico se volvió de perfil paracontestarle:

—Al principio, en casas de amigos.Luego anduve por ahí, yendo a Valenciacuando aquí se ponían mal las cosas yvolviendo a Madrid cuando peligraba enValencia. Al fin me metí en el Hospitalfrancés.

—Lo que yo te decía —comentó elde Logroño—: que no sabían por dóndese andaban.

Tras una pausa, volvió ella a lacarga:

—¿Dónde tienes la familia?—En Cádiz. A mí me cogió la guerra

aquí porque estaba preparando unoscursillos del Magisterio.

—Ah, entonces eres maestro, ¿no?—preguntó el hombre.

—Sí.—Pues si te hubieras pasado a los

rojos, te hacen lo menos coronel.—Seguro.—¿Qué plaza es ésta?

Era la voz del conductor.—La de Manuel Becerra. Tienes que

cruzarla.—Pues menos mal —era la voz de la

mujer— que has tenido todo el tiempo lafamilia en Cádiz, que si no… Federicoguardó silencio y, de pronto, exclamó elde Logroño:

—Mira, Josefina, la plaza de toros.Había mucha gente, especialmente

mujeres, agolpadas a la puerta, lo quehizo preguntar al de Logroño

—¿Es que hay corrida?—No. Es que está llena de

prisioneros —contestó Federico.—Hombre, pues a lo mejor les

echamos luego un vistazo, ¿eh, Josefina?—Quita, quita. Tantos rojos juntos

no me hacen ninguna gracia.Pasados los arbitrios municipales,

empezaron a ver soldados de Regularesacampados en las aceras.

—¡Y no les tenían miedo los rojos ninada! —comentó el de Logroño,señalándolos—. En cuanto los veían,echaban a correr…

—Sí, pero en la Casa de Campo y enla Universitaria… —se le escapó decira Federico.

—Claro, se encontraron con losrusos…

—Claro.

Los africanos tomaban el sol, biensentados en el bordillo, bien recostadoscontra la pared o bien tumbados, ajenose inmóviles.

—¡Cuidado, ya falta poco! —advirtió Federico.

El conductor sacó el brazo por laventanilla para anunciar a los camionesque venían detrás la próxima parada.

Federico, que seguía atentamente lanumeración de las casas, exclamó:

—¡Aquí es!El coche se detuvo. A la puerta de

un establecimiento que era, a la vez,tienda de comestibles y carnicería, habíados muchachas, que, al ver detenerse al

coche, se dirigieron a él, preguntando:—¿Sois los camaradas de Logroño?Eran dos chicas delgadas, espigadas,

de facciones vulgares. Añadieron:—Somos Marisa y Sole, y os

estamos esperando.El hombre y la mujer de Logroño se

apearon rápidamente. Federico lo hizomás despacio dando tiempo así a que lasmujeres se besaran e hicieran ellasmismas las presentaciones.

—¿Tú eres el camarada Olivares?—le preguntó la llamada Marisa.

—Sí.—Pues ¡hala!, venid. Papá está en

cama algo malucho, pero quiere

saludaros.Era una de esas típicas casas de los

barrios suburbiales de Madrid, de dosplantas, con la vivienda en la de arriba yel establecimiento en la de abajo. Unaestrecha escalera de peldaños demadera unía la una con la otra. Marisaiba en cabeza y, detrás Federico,seguidos por los demás. Dondeprimeramente entraron fue en unaespecie de comedor, en el que seencontraban varios oficiales deRegulares, en torno a una mesa redonda,tomando unas copas y pizcando unastapas de aceitunas y trocitos de jamón.

—¡Arriba España! —saludó

Federico para disimular su turbación.Los oficiales sonrieron y apenas si

iniciaron un desganado movimiento conlas cabezas unos, y con las manos losdemás.

—Por aquí, por aquí —indicóMarisa.

Cruzaron el comedor y franquearonuna puerta que daba a una alcobapenumbrosa, donde, al pronto, sólo pudoFederico vislumbrar el bulto de un serhumano en el lecho arrimado a la pared.

—Pasen, pasen —dijo una voz dehombre desde la cama.

Se había incorporado un poco sobrela almohada y ofrecía su mano a los

visitantes. Federico fue el primero enestrechársela, sin que la oscuridadambiente le permitiera precisar susfacciones. Pero Marisa descorrió lascortinas y un chorro de luz cayó sobre elenfermo mientras saludaba a los deLogroño. Entonces, instintivamente, elhombre volvió hacia él la cabeza, yquedaron mirándose. Federico vio cómolos ojos del enfermo se apagaban, comosi se convirtiesen en ceniza. Menos malque sólo fue un instante, porque enseguida los apartó de él y, como si sehubiese sentido deslumbrado, hizo unaseña a su hija para que atenuase un pocola luz que le daba en el rostro. Marisa

obedeció diligentemente y otra vez elenfermo quedó en una zona de sombras.

Por su parte, Federico habíaquedado paralizado. Aquel hombre dellecho era el desconocido cuya presenciallamara tanto su atención en las oficinasde la calle de Fortuny y a quienMadriles había señalado como el«secretario del comité de las Ventas».Le oía hablar con voz sosegada a losrecién llegados sobre la forma en quedeberían distribuirse los víveres en labarriada mientras él sudaba y empezabaa sentir una especie de mareo, como unvacío a su alrededor. Así que aprovechóla primera oportunidad para decir:

—Bueno, yo he cumplido ya mimisión aquí…

Y empezó a dar la mano a todos. Altocarle el turno al enfermo, que fue elúltimo, volvieron a mirarse intensamentelos dos. Federico ya se habíarecuperado, en parte al menos, de laterrible sorpresa, y pudo hablar ymoverse con el suficiente aplomo parano descubrir la debilidad y eldesfallecimiento físicos que le afligíanen aquel momento. Al enfermo, que teníamás defensa, le fue fácil entornar lospárpados en señal de despedida.

Salió de la alcoba con la sensaciónde que flotaba y saludó de nuevo a los

oficiales de Regulares como si no fueraél. Hasta en la calle todo parecíafluctuar en torno al principio; personas yedificios, como si se derritiesen. Luego,el andar le serenó un poco.

(¿Cómo es posible que todo hayapodido cambiar tan de repente? Éste esotro mundo, otras gentes, otras palabras.No, aquí no tengo nada que hacer. Espara ellos solamente. Entonces, ¿dóndeestá nuestro mundo? ¿Dónde se hanmetido nuestras gentes? ¿Dónde?)

Se detuvo y miró alrededor. Losmoros seguían en las mismas posturas,hieráticos, soñolientos, indiferentes…

Los chiquillos de la barriada iban yvenían, o corrían y jugaban, como sisiempre hubiera sido igual y no hubieseocurrido ningún cambio. Y, sin embargo,allí estaban la plaza de toros y aquellasmujeres que aguardaban pacientemente asu puerta sin saber qué, ni por qué, nipor cuánto tiempo…

(Mi puesto está ahí, dentro, conellos. Es inútil huir ni disimular. Lodemás sería una soledad inútil, vacía.Ése es mi mundo, ésa mi gente, quiera ono, me pese o no. Ahora sí que no esposible optar. Antes, cuando todo eraincierto y posible, se podía discutir,

disentir y condenar incluso. Pero ya, no.Ahora, sólo una cosa nos queda quehacer a todos: salvarnos de la derrota.Todos juntos. La derrota es, a veces,mejor que la victoria inmediata. Sí ¡quégran batalla! Una batalla sin falsoshéroes, sin propaganda, sin rivalidadesde partido, sin egoísmos. Demostrar quese es más fuerte que los demás en eldolor. Dar ejemplo de dignidad. Pobres,indefensos… ¡No importa…! Ahoraverán los otros qué clase de hombrestenían enfrente…)

Federico sintió cómo le llegaba lacalma al corazón por todas las arterias y

las venas, y cómo la mente se le oreaba.

(Ahora ya sé qué es lo que meespera y cómo he de obrar… No quieroencontrarme solo nunca más. No quierohuir más, ni disimular más…)

Y al continuar su camino era otravez dueño de sí mismo. Atrás quedabanpara siempre las horas de indecisión yangustia.

* * *Federico sintió que lo zarandeaban

bruscamente y que luego le gritaban:—¡Eh, tú!Y abrió los ojos. Dos hombres, uno

a cada lado de la cama, se inclinaban

sobre él, pistola en mano. Al mismotiempo oyó el lejano llanto de Rosario.

—¿Qué pasa? —preguntómecánicamente, sin apenas darse cuentade lo que decía.

—Anda, levántate, que yahablaremos —contestó uno de loshombres.

—Sí, ponte el pantalón —y el otrohombre le tiró el pantalón a la cara,aunque sin violencia.

Seguía el llanto de Rosario y parecíacrecer, como parecía crecer la luz queentraba por el balcón, una verdaderaoleada de sol. Mientras se ponía lospantalones y se calzaba sentado al borde

del lecho, el primero de los hombresque le hablara, que era el que estaba asu lado, le preguntó:

—¿Tienes armas?—No —y ni siquiera levantó la

cabeza.—No mientas. Mira que si te las

encontrarnos después va a ser peor parati —dijo a sus espaldas el otro, que yahabía empezado a hurgar entre susobjetos personales colocados endesorden sobre la mesita de noche: elreloj, la estilográfica, el tabaco, elvolumen de Mommsen…

Federico se encogió de hombros y,cuando hubo terminado de calzarse, se

puso en pie, diciendo:—Bueno, ¿y qué a qué viene esto?Estaba sereno, frío, lúcido.—Parece que estás muy tranquilo —

comentó el que hablara a sus espaldas.Entonces lo miró. Era un tipo alto y

flaco, de mejillas chupadas, de bocagrande, casi barbilampiño y de pocopelo, con los ojos muy juntos y larganariz. Se había colocado ya en lamuñeca su reloj y buscaba algún papeldonde probar su estilográfica.

—¿Y por qué no? —le preguntóFederico.

—Termina de vestirte —le ordenóel otro.

El alto y flaco probaba la pluma enuna página de Mommsen.

—¿Cómo te llamas? —le preguntódespués de quedar satisfecho del estadode la pluma y de habérsela prendido enla camisa.

—Hombre, qué raro que no sepascómo me llamo.

—Pues es la pura verdad. Hemosvenido a detener a tu compañero y, alregistrar la casa, te hemos encontrado ati. Mala suerte. Así que ¿cómo tellamas?

—Federico Olivares. ¿Y tú?El otro se rascó la barbilla con la

uña del dedo pulgar y, después de

mirarle con aire de burla, contestó:—Valdivia. ¿Te gusta? —y como

Federico se encogiera de hombros,añadió—: Y dime qué eres.

—Maestro. ¿Y tú?—¿No lo estás viendo? Agente

provisional de investigación. Bueno,pero ¿qué has sido en la guerra?

—Ahí en ese armario está miuniforme. Capitán de Estado Mayor deuna Brigada.

—¿Y cómo no te has presentado a sudebido tiempo?

—Porque no tenía prisa.Mientras, el otro policía había

abierto el armario y mostraba a su

compañero las prendas militares deFederico. Valdivia se sintió atraído porlas botas y se adelantó a palparlas.

—¡Estupendas! Pero no sé si van avalerme. ¿Qué número calzas?

—Uno bastante más bajo que el tuyo.Valdivia se miró sus pies y los

comparó con las botas.—Sí, eso me está pareciendo. Pues

es una lástima —e indicó a sucompañero—: Mira a ver si te vale a ti,Lorenzo.

El llamado Lorenzo moviónegativamente la cabeza y devolvió lasprendas al armario, diciendo después aValdivia:

—Y deja tú la pluma y el relojdonde estaban.

—¡Ni hablar! —protestó Valdivia—. Si todo esto es robado —y,volviéndose a Olivares, le preguntó—:¿No es verdad, rojillo?

—Seguro, hombre —contestóFederico—. ¡Figúrate! Como que elreloj me lo regaló mi madre cuandoacabé la carrera y la pluma es unrecuerdo de mi novia…

—Tú qué vas a decir —insistióValdivia—. Pero, ¿a que no tienes lasfacturas de compra, eh?

—Es igual —intervino entoncesLorenzo, siempre grave—. Eso no es

cuenta nuestra. Si de todas manerasquieres llevarte el reloj y la pluma, yasabes que tendrás que entregarlos en lajefatura de la Centuria, porque yo piensohacerlo constar en el parte. —Luego,dirigiéndose a Olivares, prosiguió—: Yallí, si creen oportuno requisártelo, tedarán un recibo.

Valdivia se encogió de hombrosdespectivamente.

—Está bien —dijo—, lo entregaréen la Centuria. Pero, la verdad, no sépara qué le van a valer ya a éste —yseñaló con la cabeza a Federico—, si levan a pegar cuatro tiros.

—¿Y por qué me van a pegar cuatro

tiros?—Ya te lo dirán, hombre. No tengas

tanta prisa ahora.Federico había terminado ya de

vestirse y Valdivia dio por terminado elinterrogatorio, ordenándole:

—¡Hala, vamos!Lo echaron por delante de ellos. En

la cocina, pálido y con los ojosenrojecidos, esperaba Molina bajo lavigilancia de otro agente de las mismascaracterísticas. Rosario, recostadacontra el fogón, lloraba ya mansamente,agotada.

Al aparecer Olivares, el agente quecustodiaba a Molina le hizo adelantar un

paso para que Valdivia pudiera unir alos dos amigos con unas esposas deacero. Entonces, Rosario se abalanzósobre su marido, sin llorar, apretándosefuriosamente contra él, como si quisierafundir su cuerpo con el suyo.

Los policías guardaron silencio.—Usted no se preocupe dijo al cabo

el que custodiaba a Molina—. Losllevamos a un hotelito con verja que hayen la glorieta de San Bernardo. Allípuede usted ir luego a llevarles comiday ropa, ¿sabe?

Se desprendieron suavemente,mirándose a los ojos. Luego Molinabajó la cabeza y echó a andar hacia la

puerta y salió sin mirar atrás, tirandofuertemente de Federico.

Seguidos de los tres agentes,Federico y Molina salieron a laescalera. En el portal se tropezaron conlos ojos, todavía asustados, de la mujerdel portero, quien los vio pasar con elrostro pegado a los cristales de sucuchitril como si fuera una alma en pena,inmóvil e inexpresiva.

Ya era casi mediodía, pero lamañana perseveraba en su frescura y ensu limpidez como una muchacha reciénsalida del baño. La gente se habíaechado a la calle a gozar del sol y la deGoya parecía un paseo dominguero. Era

un día más de fiesta y de victoria. Lasbanderas se mecían a impulsos de unvientecillo emperezado que soplaban lasacacias. Se hacía notar, entre lostranseúntes, los jóvenes y chiquillos deuno u otro sexo, uniformados. Muchascamisas azules y muchas boinas rojas. Ymuchos sombreros también y muchascorbatas. Y se advertían un ciertoenvaramiento y una cierta tensiónmilitares y un ademán combativo en laspersonas, y en el ambiente, como unaincansable resonancia de estrofas y demúsicas triunfales.

Olivares y Molina, flanqueados oseguidos de cerca por los policías,

marchaban en silencio. A su paso,algunos transeúntes bajaban la cabeza;otros se paraban a mirarlos, condiferente y aun contradictoria expresión;pero la mayoría mostraba indiferenciapor ellos. No faltó quien los señalaradescaradamente mientras vertía uncomentario a su acompañante. Sólo unamujer dijo en voz alta:

—¡Jesús, más presos!Iban con la cabeza alta, no

desafiante, pero tampoco humillados.Como si fueran de paseo. Sin embargo,buscaban ávidamente un destello desolidaridad en los ojos de los demás, y aveces lo encontraban, pero menos que el

frío y la curiosidad hostil.Tomaron un tranvía y quedaron

situados en la plataforma de atrás. Allíencendieron un cigarrillo y, mientras losguardianes hablaban de sus cosas,aunque sin perderlos de vista, ellospudieron también intercambiarimpresiones.

—Ahora es cuando me sientotranquilo —dijo Olivares—. Prefiero,afrontar de una vez mi suerte a lainseguridad de estos últimos días.

—Lo que yo siento es que te hayandetenido por mi causa. Venían por míy…

—Sí, ya me lo han dicho ellos. Pero

es igual, Molina. Un día u otro hubieranvenido también por mí. Así estaremosjuntos —miró a los guardianes y luegodijo—: Lo que sí quisiera saber es dequé te acusan o nos acusan…

—No me lo han dicho. Creo que niellos mismos lo saben.

—Pues a mí me han hablado depegarnos cuatro tiros…

—¡Bah, no hagas caso!Sin embargo, aunque siguiera

obstinado en rechazar lo peor, Olivaresadvirtió que Molina estaba muy afectadoy que sus palabras carecían de aquellafuerza de convicción de otras veces.

Subían por los bulevares, soleados.

En una parada, tomaron el tranvía dossacerdotes; al verlos, se levantaroninmediatamente varios viajeros paraofrecerles su asiento en una verdaderaporfía que ellos contemplabansonrientes, hasta que al fin se decidieronpor aceptar unos.

—Ya no estaremos solos, Molina.Para mí, el peor tormento era ver cómoiba quedándome más solo cada día.Nuestros compañeros y nuestro mundose han desvanecido, ¿no lo comprendes?¿Qué pintamos, pues, nosotros en estenuevo ambiente? Nada. Somos en élmenos que forasteros. ¡No nos haquedado nada!

—Sí, lo comprendo, pero… ¿cuándovolveremos a ver esto que estamosviendo ahora? —y señalaba las aceraspor donde circulaba la gente, el cieloespléndido, los árboles reverdecidos.

—¿Has perdido el optimismo,Molina?

Molina sonrió tibiamente y seencogió de hombros por toda respuesta.

Otra vez se paró el tranvía ysubieron a él, riendo, unas muchachas,seguidas de dos monjas pedigüeñas.

—¿Tú crees que yo no siento en lasangre la primavera? Esas muchachasme la acaban de alborotar. Mira, hastalas monjas esas me parecen guapas.

Los dos amigos se miraron ymovieron tristemente la cabeza.Mientras tanto, las monjitas habían idopasando la alcancía a todos los viajeros,excepto a los curas, y, al final de surecorrido, asomaron sus cabezas a laplataforma. Una de ellas usaba gafas decerquillo metálico y la otra era vieja,con verrugas en las mejillas. Al darsecuenta de que eran dos presos,desaparecieron rápidamente.

Valdivia se acercó:—¿Qué, despidiéndose de todo esto,

eh? —y abarcó con un giro de un brazotodo el contorno, y como ellos callaran,agregó—: ¡Y cómo están las gachís!

—¡Déjalos, hombre, déjalos! —exclamó su compañero.

Pero Valdivia aún insistió:—¡Si es que da gloria vivir ahora!Las muchachas los miraron

intensamente cuando el tranvía siguió yellos se quedaron en tierra, y Federicosiempre creyó que una de ellas conteníalas lágrimas.

—Vamos —dijo Valdivia.—Míralo todo bien, Federico —

murmuró Molina—. Míralo por últimavez.

Se detuvieron y Federico volvió lacabeza para rebañar con la mirada hastael último reflejo de lo que le rodeaba.

Luego, cerró los ojos.Cuando los volvió a abrir se

encontraban en el vestíbulo de aquelhotelito con verja que les habíaseñalado Valdivia. De espaldas a lapared había unos cuantos hombres quesostenían en alto el brazo derecho.Tenían cara de agotamiento, de insomnioy de desesperanza.

Frente a ellos, un muchachouniformado y armado gritaba en aquelmomento:

—Conque no os gusta el saludonacional, ¿eh? ¡Pues vais a estar asíhasta que se os duerma el brazo!

Valdivia se acercó a él y le dijo

unas palabras, señalando después a susdos prisioneros.

Entonces, el joven uniformado yarmado se volvió a ellos y gritó:

—¿Es que tampoco ésos sabensaludar?

Sonaba a orden. Lorenzo y el otroagente les hicieron señas para quelevantaran el brazo derecho al par queellos. Valdivia, en rígida posiciónmilitar, ya había extendido el suyo. YMolina y Olivares obedecierontorpemente.

—Bien —dijo el joven uniformado yarmado. Ya aprenderán a hacerlo mejor.¡Lleváoslos dentro!

Los agentes les empujaronsuavemente para que siguieran y loshombres colocados junto a la pared conel brazo extendido los miraron pasarante ellos con indiferencia, como si nolos viesen.

—Por aquí, por aquí… —lessusurró Valdivia. Era un pasillo largo yoscuro.

FIN