las palmeras salvajes fragmento

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WILLIAM FAULKNER LAS PALMERAS SALVAJES Traducción de JORGE LUIS BORGES

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Un fragmento del libro Las Palmeras Salvajes, de William Faulkner, traducido por Borges.

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  • WILLIAM FAULKNER

    LAS PALMERAS SALVAJES

    Traduccin de JORGE LUIS BORGES

  • PALMERAS SALVAJES

    Son otro aldabonazo, a la vez discreto y perentorio, mientras el doctor bajaba las escaleras, y l resplandor de la linterna elctrica lo preceda en el hueco (con manchas pardas) de 3a escalera y en el cubo (con man-chas pardas) del vestbulo.

    Era una casita de playa, aunque tena dos pisos, alumbrada por lmparas de petrleoo por una lm-para, que su mujer haba llevado al piso alto cuando subieron despus de cenar. El doctor usaba camisn, no pyjama; por la misma razn que fumaba en pipa, que nunca le haba gustado y que nunca le gustara, entre el cigarro ocasional que le regalaban sus clientes, entre un domingo y otro en los que fumaba los tres cigarros que le pareca poda permitirse comprar, aunque era propietario de la casita'de la playa y de la casita veci-na, y tambin de la residencia con electricidad y paredes revocadas, en la aldea a cuatro millas de distancia. Por-que ahora tena cuarenta y ocho aos y haba tenido diecisis y dieciocho y veinte en la poca en que el padre le deca (y l lo crea) que los cigarrillos y los pyjamas eran para maricas y para mujeres.

    Era despus de medianoche, aunque no mucho. Lo

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  • saba aunque no fuera ms que por el viento, por el gusto y olor y sensacin del viento aun aqu tras las ce-rradas y trancadas puertas y postigos. Porque aqu haba nacido, en esta costa, no en esta casa sino en la otra, en la residencia de la ciudad, y haba vivido aqu toda su vida, salvo los cuatro aos de la escuela de medicina en la Universidad del Estado y los dos aos como in-terno en Nueva Orlans, donde (gordo hasta de muchacho, con gordas y blandas manos de mujer, l, que nunca deba haber sido mdico, que despus de unos seis aos metropolitanos miraba desde el fondo de un asombro incomunicado y provinciano a sus condiscpulos, los mu-chachos flacos y fanfarrones con sus delantales de brin condecorados para l implacable y jactanciosamen-te, con las infinitas caras annimas de las enfermeras novicias, como trofeos florales) la haba aorado tanto. As se doctor, ms cerca de los ltimos de la clase que de los primeros, aunque no el ltimo, y volvi a su casa y en el ao se cas con la mujer que su padre le haba elegido y en cuatro aos fu suya la casa que su padre haba edificado y tambin la clientela que se haba for-mado su padre, sin perder ni aadir un cliente, y en diez aos no slo posea la casa de la playa donde l y su esposa pasaban sus veranos sin hijos, sino tambin la propiedad vecina, que alquilaba a veraneantes o a ban-das de personas que hacan pic-nics o a pescadores. En la tarde de la boda, l y su mujer se fueron a Nueva Orlens y pasaron dos das en un cuarto de hotel, aun-que nunca tuvieron luna de miel. Y aunque dorman juntos en la misma cama desde haca veintitrs aos, todava no tenan hijos.

    Pero aparte del viento poda decir la hora aproxi-madamente, por el olor a viejo del gumbo ya fro en

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  • ]a gran olla de barro sobre la hornalla fra, ms all de la endeble pared de la cocina la gran olla que su mujer haba preparado esa maana para mandar algo a sus inquilinos y vecinos de la casa de al lado: el hom-bre y la mujer que haca cuatro das haban alquilado la casita y que probablemente ni sospechaban que los donantes del gambo eran no slo vecinos sino' tambin propietarios la mujer, de pelo negro, de duros y raros ojos amarillos en una cara de piel estirada sobre ma-xilares salientes y pesada mandbula (el doctor al prin-cipio la juzg chucara, luego aterrada), joven, que se pasaba el da entero en un barato silln de playa mi-rando el agua, con un sweater usado y un par de desco-loridos pantalones de brin y zapatos de lona, sin leer, sin hacer nada, sentada ah en esa inmovilidad com-pleta que el doctor (o el doctor dentro del Doctor) reconoci inmediatamente, sin necesidad de la corrobo-racin de la piel tirante y de la inversa y vacua fijeza de los ojos aparentemente intiles, como esa com-pleta inmvil abstraccin de la que hasta el dolor y el terror estn ausentes, en la que una criatura viviente parece escuchar y hasta vigilar alguno de sus propios rganos cansados, el corazn, digamos, el secreto e irre-parable curso de la sangre; y el hombre, joven tambin, con un par de indecentes bombachas caqui y una cami-seta sin mangas, sin sombrero en una regin en que hasta los chicos pensaban que el sol de verano era fatal, caminando descalzo por la playa a la orilla del agua, volviendo con un haz de lea atado al cinturn, pasan-do delante de la mujer inmvil en su silln de playa, sin recibir de ella signo alguno, ni un movimiento de cabeza ni tal vez de los ojos.

    Vero no es l corazn, se dijo el doctor. Lo decidi

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  • en aquel primer da, en que sin intencin de espiar, observ a la mujer a travs del cerco de arbustos de adelfa que separaba los terrenos. Pero esa suposicin de lo que no era, contena la clave, la respuesta. Le pareci que vea la verdad, la indefinida nebulosa forma de la verdad, como si slo estuviera separado de la verdad por un velo como estaba separado de la mujer viva por una cortina de hojas de adelfa. No era que se inmis-cuyera, ni espiara; tal vez pens: tendr tiempo de sobra para saber qu rgano est escachando; han pa-gado el alquiler de dos semanas (tal vez en ese mismo momento el doctor dentro del Doctor saba que no se necesitaban semanas sino das) orarrindosele que si re-quiriera cuidados sera una suerte que l, casero, fuera tambin mdico, pero reflexion que probablemente ignoraban que l era mdico.

    El agente le haba telefoneado que se haba alquilado la casa.

    La mujer usa pantalones le dijo. Es decir, no bombachas de seora, sino pantalones, pantalones de hombre. Quiero decir, le quedan chicos justo en los sitios donde a un hombre le gusta verlos chicos, pero no a una mujer, salvo que sea ella misma quien los use. Apuesto que a Miss Marina no van a gustarle mucho.

    Ya le gustarn si pagan el alquiler puntualmente dijo el doctor.

    No se aflijan dijo el corredor, ya me encar-gar. Hace tiempo que estoy en el negocio. Le dije: hay que pagar adelantado, y contest: Muy bien, muy bien, cunto?, como si fuera Vanderbilt, con esos pan-talones sucios de pescador y nada ms que una camisa debajo del saco, y sac un rollo y uno de los billetes era de diez y del otro le di cambio, y no haba ms

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  • que dos para empezar y le dije; Claro, que si toman la casa tal como est, con los muebles que tiene, les va a salir baratsima. May bien, muy bien contest, encinto? Creo que pude haber sacado ms porque el hombre no quiere muebles, lo que quiere son cuatro paredes para meterse adentro y una puerta para ence-rrarse. La mujer no se movi del taxi. Se qued senta-da, esperando, con sus pantalones que le quedaban chi-cos justo en los sitios debidos.

    Ces la voz; la cabeza del doctor estaba llena del zumbido telefnico, de la inflexin creciente de un silencio irrisorio, hasta que dijo casi incisivamente:

    Bueno. Necesitan ms muebles o no? No hay en la casa ms que una cama y el colchn, no?

    No, no precisan ms. Le dije que la casa tena una cama y una estufa, y ellos trajeron una silla una de esas de lona que se desarman en el taxi. Ya est arreglado.

    La risa silenciosa del telfono volvi a llenar la ca-beza del doctor.

    Bueno dijo el doctor, Qu hay? Qu le su-cede? aunque pareca saber, antes que el otro hablara, lo que dira la voz.

    Yo s una cosa que a Miss Martha le va a caer ms pesada al estmago que esos pantalones. Creo que no son casados. Dijo que lo eran y no creo que mienta sobre ella y tampoco sobre l. El inconveniente es que no estn casados entre s: ella no es su mujer. Por-que yo s oler un marido. Que me muestren una mu-jer que no he visto nunca en las calles de Mobile o Nueva Orlens y puedo oler s i . . .

    Esa tarde tomaron posesin de la casa, de la casilla que contena la cama sola, cuyo colchn y cuyos es-

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  • ticos no eran muy buenos, y la cocina con su nica sartn incrustada de pescado frito por generaciones, y la cafetera y la coleccin de cucharas y tenedores de hierro descabalados y cuchillos y tazas y platillos y va-sos que alguna vez estuvieron llenos de mermeladas y jaleas de fbrica, y la silla nueva de playa en que la mujer pasaba el da entero tirada como vigilando el crujir de las hojas de las palmas con su salvaje, seco,, amargo sonido contra el brillo del agua, mientras el hombre acarreaba lea a la cocina. Dos maanas an-tes, el carro de la leche que hace el camino de la playa se detuvo all y la seora del doctor vio una vez al hombre volver por la playa desde un pequeo almacn de propiedad de un portugus ex pescador, llevando un pan y una bolsa de papel, repleta. Y le dijo al doc-tor que haba visto al hombre limpiando (o tratando de limpiar) un plato de pescado en los escalones de la cocina, y se lo dijo al doctor con amarga y furiosa conviccin era una mujer deformada aunque no gorda (ni siquiera tan gordita como el mismo doctor), que haba empezado a volverse toda gris haca ya unos diez aos, como si el pelo y el cutis se hubieran alte-rado sutilmente junto con el tono de los ojos, por el color de sus trajes de casa que posiblemente ella elega para hacer juego.

    Y buen mtete estaba haciendo! exclam. Un mtete fuera de la cocina y sin duda un mtete en la cocina!

    Tal vez ella sepa cocinar repuso el doctor tmi-damente.

    -Dnde, cmo? Sentada afuera en el patio? Cuan-do l le alcance cocina y todo . . .

    Pero ese no era el verdadero agravio, aunque lo deca.

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  • No deca: no son casados aunque era lo que los dos pensaban.

    Saban que cuando lo dijeran en voz alta, despediran a los nquilinos. Por eso se negaban a decirlo y con mas razn porque si los echaban tendran en conciencia que devolverles el dinero del alquiler; adems de eso, el doctor pensaba: Tenan slo veinte dlares. Y eso tres das antes. Y ella ha de esta? enferma. El doctor ha-blaba ahora ms alto que el protestante provinciano, que el metodista nato. Y algo (acaso tambin el doc-tor) hablaba ms alto que la metodista nata en ella tambin, porque esa maana lo despert al doctor, lla-mndolo desde la ventana donde estaba envuelta en su camisn de algodn como amortajada con su pelo gris rizado en papelitos, para mostrarle al vecino volviendo de la playa a la salida del sol cori su haz de lea a la cintura.

    Y cuando l (el doctor) volvi a casa a medioda, ella tena el gambo hecho, una enorme cantidad, como para una docena de personas, hecho con esa torva dili-gencia samaritana de las mujeres buenas, como si to-mara una placer torvo y vindicativo y masoquista en el hecho de que la obra samaritana tendra como recom-pensa los restos que se instalaran invencibles e inagota-bles en la cocina (mientras se acumulaban los das) para ser calentados y recalentados y luego vueltos a re-calentar hasta que los consumieran dos personas a quie-nes no les gustaban siquiera, que nacidos y criados a la vista del mar tenan, en materia de pescado, predilec-cin por el atn, el salmn, las sardinas en lata, inmo-ladas y embalsamadas a tres millas de distancia en el aceite de las mquinas del comercio.

    Llev la fuente l mismo :, un hombre bajo, des-13

  • cuidado, rechoncho, con ropa interior rio muy limpia, medio ladeado al atravesar el cerco de adelfas con la fuente tapada por una servilleta de hilo ya arrugada (aunque era nueva y no se haba lavado an), que pres-taba un aire de torpe benevolencia hasta a aquel sm-bolo de inflexible obra cristiana ejecutada no con sin-ceridad o con lgrima sino por deber, y depositada (la mujer no se levant de la silla y slo movi los duros ojos de gata) como si la fuente contuviera nitroglicerina, la mscara rechoncha sin afeitar sonriendo tontamente, pero detrs de la mscara los ojos del doctor dentro del Doctor taladraban, sin perder nada, examinaban sin sonrisa y sin timidez el rostro de la mujer, que no era flaco sino demacrado, pensando: S. Una o dos grados. Tal vez tres. Pero no el corazn, y luego despertndose inquieto al percibir los vagos y feroces ojos fijos en l, a quien apenas haban visto con ilimitado y profundo odio. Era casi impersonal, como cuando la persona en quien ya vive la dicha mira un poste o un rbol con placer y felicidad. l (el doctor) careca de vanidad; el odio no iba dirigido a l. Es para todo el gnero hu-mano, pens. O no, no. Espere, espere. El velo estaba por rasgarse, la maquinaria de la deduccin por funcio-nar. No al gnero humano sino al gnero masculino, al hombre, Pero, por qu? Por qu? Su mujer hubiera notado la dbil marca de la alianza ausente, pero l, e mdico, vio algo ms: Ha tenido hijos pens. Uno, al menos; apostara mi ttulo. Y si Cofer (era el co-rredor) est en lo cierto al decir que ste no es su mani-do y debe estarlo, debe ser capaz de olera, como l dice, desde que est metido en el negocio de alquilar casas de playa por la misma razn o bajo la misma obli-gacin o necesidad delegada que impulsa a determinadas

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  • personas en las ciudades a amueblar y facilitar piezas t nombres ficticios y clandestinos> digamos que ha de odiar a los hombres hasta abandonar marido e hijo; bueno. Sin embargo, no slo ha acudido a otro hombre, sino que manifiesta pobreza, y ella est enferma, real-mente enferma, O ha dejado marido e hijos por otro hombre y por la pobreza, y ahora, ahora.. . Poda sen-tir y or la maquinara zumbando, funcionando de pri-sa; senta la necesidad de un tremendo apuro para es-tar a tiempo, un presentimiento de que la ltima rueda estaba por engancharse y de que la campana de la com-prensin iba a sonar y que l no estara bastante cerca para ver y or: S, s Qu pueden haberle hecho los hombres para que ella me mire a m que soy un mero ejemplar de los hombres como una manifestacin de eso, a m a quien nunca ha visto y a quien no mirara dos veces si me hubiera visto, con el mismo odio que l debe atravesar cada vez que vuelve de la playa con una brazada de lea para cocinar la comida que ella come?

    Ni siquiera se comidi a tomarle la fuente. No es sopa, es gumbo dijo. Lo ha hecho mi

    esposa. Ella, nosotros. . . Ella no se movi, pero segua mirndolo. l se incli-

    n obesamente, con sus ropas arrugadas sobre la cuida-dosa bandeja; ni siquiera oy al hombre hasta que ella le habl.

    Gracias le dijo; llvalo adentro, Harry. Ahora ya ni siquiera miraba al mdico. Agradezca a su esposa le dijo. Iba pensando en sus dos inquilinos al bajar la esca-

    lera detrs del brillante haz de luz y entrar en el ya fro olor a gumbo viejo del vestbulo, hacia la puerta, hacia los aldabonazos. No era por ningn presen tirnien-

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  • to o premonicin de que quien golpeaba era el hombre llamado Harry. Era porque hara cuatro das que no pensaba en otra cosa. Este hombre envejecido, lleno de tabaco, con el camisn arcaico (que es ahora uno de los sostenes nacionales de la comedia), salido del sueo en la cama de su mujer estril y ya pensando (o quizs habiendo soado) en el profundo y distrado fulgor de odio inmotivado, en ios ojos de la forastera; y l de nuevo con ese sentido de inminencia, de estar ms all de un velo, de andar a tientas justo dentro del velo y de tocar y de ver (pero no del todo) la forma de la verdad, de suerte que sin darse cuenta se par en seco en la es-calera sobre sus zapatillas anticuadas, pensando con ra-pidez: S, s. Algo que toda la raza de los hombres, de los machos, le ha hecho, o ella cree que le ha hecho.

    Los aldabonazos se repitieron como s el que llamaba se hubiera dado cuenta de que lo haba detenido algn descalabro de la luz vista por la rendija de la puerta y ahora volviera a llamar con esa modesta insistencia del forastero que busca ayuda a altas horas de la noche, y el doctor ech a andar otra vez, no en contestacin ai nuevo llamado, que no le haca esperar nada, sino como si ste hubiera coincidido con el peridico y viejo im-passe de cuatro das de tanteo y de frustracin, de capi-tular y de volver a capitular, como si el instinto lo guiara otra vez, el cuerpo capaz de movimiento, no la inteligencia, creyendo que el avance fsico lo acercara al velo en el instante de rasgarse y de revelar en invio-lable aislamiento esa verdad que l casi tocaba. As fu cmo abri la puerta sin presentimiento alguno y mir afuera, alumbrando con su linterna a la persona que llamaba. Era el hombre llamado Harry. Estaba ah en la oscuridad, en el fuerte y firxne viento del mar lleno del

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  • ruido seco de la invisible fronda de palmeras, tal como el doctor lo haba visto siempre, con las bombachas manchadas y la camiseta sin mangas, murmurando las convencionales disculpas por la hora y la necesidad, ro-gando el uso del telfono, mientras el doctor, con el camisn flotando sobre las flacas pantorrllas, lo miraba y pensaba con un feroz impulso de triunfo: Ahora des-cubr lo que pasa.

    S dijo, no va a necesitar el telfono. Yo soy mdico.

    jAh! dijo el otro. Puede venir ahora mismo, en seguida?

    S. Un minuto para ponerme los pantalones. De qu se trata? As sabr lo que hace falta.

    Por un instante el hombre titube; esto tambin le era familiar al mdico, que lo haba visto antes y crea conocer la causa: el innato e inextirpable instinto hu-mano de querer ocultar algo de la verdad hasta al m-dico o al abogado cuya destreza y cuyo saber se quiere comprar.

    Est sangrando dijo. Cules son sus hono-rarios?

    Pero el mdico no escuchaba. Se deca: Ah! S. Cmo no h&. .. Los pulmones, claro. Cmo no he pensado en eso?

    S dijo, quiere esperarme aqu? O mejor adentro? Apenas tardar un minuto.

    'Esperar aqu dijo el otro. Pero el mdico tampoco le oy. Ya volva a subir

    corriendo la escalera; entr al dormitorio, donde su mu-jer se enderez en la cama sobre el codo y lo mir lidiar' con los pantalones, su sombra proyectada por la lm-para de la mesa de noche, grotesca sobre la pared, mons-

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  • truosa, tambin la sombra (de ella) con algo de Gor-gona, a fuerza de los rgidos papelillos atormentndole el pelo gris, sobre la cara gris, sobre el camisn de cuello alto que tambin pareca gris, como si cada una de sus ropas participara de ese horrendo color fierro de su im-placable e invencible moralidad que, segn el doctor lo comprobara ms adelante, era casi omnisciente.

    S dijo ste, sangrando. Probablemente una hemorragia. Los pulmones. Y cmo demonios yo no h e . . .

    Ms probable es que la haya herido o le haya pe-gado un tiro dijo la mujer con amarga voz, fra y tranquila. Aunque por la mirada que tena, la nica vez que la vi de cerca, yo hubiera dicho que la que iba a herir o pegar un tiro era ella..

    Tonteras dijo l ponindose los tiradores, tonteras.

    Porque ahora ni se diriga a su mujer. S, qu imbcil! Traerla tan luego a este sitio. Al

    nivel del mar. A la costa del Misisip. Quieres que apague la lmpara?

    S. Probablemente demorars un buen rato si espe-ras a que te paguen.

    Apag la lmpara y volvi a bajar la escalera detrs de la linterna. Su valija negra estaba sobre la mesa del hall, al lado del sombrero. El hombre, Harry, esperaba delante de la puerta.

    -Tal vez es mejor que tome esto ahora dijo. Qu? dijo el doctor. Se detuvo, mirando abajo, iluminando con la linterna

    el billete de banco en la mano extendida del otro. Attrv-que na haya ganado nada, ahora slo tendr quince d-lares, pens.

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  • No, despus dijo. Ser mejor apresurarnos. Se precipit siguiendo la zigzagueante luz de la lin-

    terna, casi corriendo mientras el otro andaba, atravesan-do el patio cerrado y luego el cerco divisorio de adelfas y envuelto en el libre viento del mar que golpeaba las palmas invisibles y silbaba en el, spero pasto salado del otro lote vaco; ahora ya vea en la otra casa una vaga luz.

    Sangrando, eh? dijo. Estaba nublado; el viento invisible soplaba fuerte y

    constante entre las palmeras invisibles, desde el mar invi-sible; un recio y constante sonido Heno del murmullo de la marea sobre la barrera de las islas all afuera, las esculpidas cicatrices de la arena fijada por los raquticos pinos estremecidos.

    Hemorragia? Qu? dijo el otro. Hemorragia? No? dijo el doctor. Entonces est esgarran-

    do un poco de sangre? Escupiendo un poquitito de san-gre cuando tose, eh?

    Escupiendo? dijo el otro. Era el tono, no las palabras. No se diriga al doctor,

    estaba ms all de la risa, como si aquel a quien se diriga fuera impermeable a la risa; no fu el doctor quien se detuvo; el doctor an segua trotando sobre sus cortas piernas sedentarias, tras la luz ajetreada de la linterna, hacia la indecisa luz que lo esperaba; era el bautista, el provinciano, que pareca detenerse mientras el hombre, no ya el mdico, pensaba sin escndalo, pero en una especie de asombro desesperado: Habr de vivir siempre tras una barricada de perenne inocencia como un pollo en la cascara?

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