las madres remotas, de elena anníbali

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Las madres remotas Elena Anníbali

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Libro de poesía de Elena Anníbali. Editado por Cartografías (2007) y Luzbello (2012)

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Las madres remotas

Elena Anníbali

Ariadna.

Hermosos, Ariadna, los cordeles que nacen de tu ombligo.

Hermosa la forma de dejarnos tu rastro y tu olor,

tu sombra como de violín, retenida en las cuevas.

Las flores habían crecido en el laberinto:

se enredaban en los cables, en las antenas,

en los huesos blancos de los que no llegaron.

El mismo olor a muerte, siempre.

La misma historia.

Sólo que esta vez -como cada vez-

hombre y minotauro coincidieron

en la misma carne:

se comieron las frutas,

los dulces pájaros,

tu dócil aura de virgen.

Luego hicieron un dogal para tu cuello, Ariadna,

suavísimo pero inexpugnable,

con los lazos de tu pelo y tu cintura,

y tiraron fuerte de él, muy fuerte,

las dos mitades de la misma bestia.

Antígona.

Baja la voz, Ismene, que amanece.

Ambas sabemos lo que significa:

yo saldré de esta casa en ruinas,

descalza,

con el mustio seno trasluciéndose

a través de la negra túnica;

Saldré pisando los tiernos caracoles de la huerta,

el espectro gravoso de los guardias,

la maleza atónita de los jardines.

Saldré, de cualquier modo, a hacer lo mío:

apartar los cuervos,

enterrar a los hombres,

ahorcarme con el lazo de la cintura

que, de tan usado,

no asegura la muerte de nadie.

Ya no es, hermana, adolescente mi carne,

y no es, mi temperamento, tan dócil,

ni Hemón tan hermoso,

ni la línea de las tragedias tan puras.

Es ésta una farsa repetida hasta el asco,

un carrusel de los parques fantasmas.

Le regalo a otra, Ismene,

éste papel gastado.

Lesbia o La isla.

‘Una vez que habíamos recogido madera de resaca, hecho un fuego

y colgado nuestro caldero como un firmamento,

la isla se quebró por debajo de nosotros como una ola.’

(The disappearing island- Seamus Heaney)

I-

Es posible que jamás encontremos la salida:

Ariadna era frágil y murió hace mucho tiempo,

antes de los satélites y de la pasión de Cristo.

Había dejado un camino de migas de pan,

su cabello, de un rojo violento y occidental,

la leve huella que acabó donde empezaba el Minotauro.

II-

Mirábamos al Sur, a veces,

donde Lesbia creía ver naves, peces brillantes,

y otras formas grotescas del espejismo.

Un pájaro enorme de hierro.

Instrumentos para contar el tiempo inasible.

Animales, lenguas y frutas que el oráculo no lograba descifrar.

-Es éste sol, Lesbia, y el mar tan infinito y azul-.

Volvíamos a casa, entonces,

a podar las vides que se enroscaban, vivas, en los templos,

como las víboras que, en el Nilo, hacen gemir a las mujeres.

III-

Sentados aquí, mirando esta lluvia,

jugamos a los pájaros ciegos

y nos anduvimos el cuerpo con las manos.

El vino parece más dulce,

Y Hestia preside el fuego.

¿Qué hay de vestal en tí, Lesbia,

que se aclara tu frente al invocarla?

¿En qué otra vida paseaste los negros ojos

por estas habitaciones consumidas por el tiempo?

IV-

El cielo se ha llenado de presagios.

Aquí abajo, las flores maduran en violentos amaneceres,

y nos llegan noticias de un Odiseo atado a su mástil,

ciego y sediento.

Bajo la negra nave, cruzan sirenas,

un submarino alemán,

y algunos sueños, en donde todo tiene lugar.

Leda o la imagen.

‘Plinio el Viejo, un historiador que murió en el 79 d.C. cerca de

Pompeya, víctima de la

erupción del Vesubio, en su célebre Naturalis Historia narró la

leyenda de la joven mujer de

Corinto que, presa del amor por un hombre que debía alejarse de la

ciudad, trazó sobre la

pared el contorno de su sombra, utilizando la luz de una vela y un

trozo de arcilla seca.

Quería conservar el recuerdo de su apariencia.’

(Lunes)

Busco –le dijo- la tinta de mariposas negras.

Al fondo de la habitación, sobre un banco de piedra,

había, derramado, el ángel ambarino de la luz,

un pañuelo azul para la frente amplia de Leda,

y un vaso de agua, porque el verano era grave.

De lejos, se escuchaba cómo se alimentaban los cuervos

en los trigales,

un rumor a Apocalipsis,

como si la eternidad se hubiera roto en alguna parte,

y sangrara.

(Martes)

Busco –le dijo a la segunda noche-

el fino pincel de pelo de caballo.

Era muy dulce la visión de los relámpagos

alumbrando a Dzhaidar.

Se podían contar los latidos en el pecho,

y el murciélago blanco de un pensamiento viejo,

(quizá el recuerdo de una mujer bajando al río)

a través de la piel traslúcida.

Leda lo lavaba, con una esponja y agua tibia,

y respiraba, en las axilas del hombre mojado,

un aroma a jazmín y madera de sándalo,

que recordaría muchos años después.

(Miércoles)

Al amanecer, sobre las quintas,

el movimiento de los heliotropos

y una lluvia de peces vivos

auguraban el escándalo de la destrucción.

Sentada frente a la pared,

arremangado el vestido, mojado el pecho de lágrimas,

Leda paseaba los dedos sucios de arcilla y carbón

por el contorno de la sombra.

La luz temblaba, y Dzhaidar.

Nacía la imagen desde el fondo de la vida,

como de la muerte, doliente y efímera,

como siempre, de mujer y de hombre,

para habitar este mundo,

de carnadura de diablos y transparencias.

Cancerbera.

Algunos días, nosotras morimos.

Nos acostamos aquí, en la única cama que usamos ambas,

nos sacamos la piel, nos despellejamos como serpientes,

nos arrancamos los verdes ojos y los dejamos flotando

en un agua diáfana y transparente,

con los insectos y las rosas.

Esperamos la muerte conteniendo la respiración,

sudando jugos olorosos,

soñando, en ocasiones,

con astronautas dulces que caen en nuestra casa,

como un pétalo macho, de la especie de los comestibles,

para asentarse en nuestras sienes,

en nuestros pechos,

en los húmedos clítoris suaves como mariposas.

Entonces nos permitimos enlazar los dedos,

jugar un rato a resucitar entre una mordedura y otra,

leernos la poesía de los elefantes que pastan.

Pero tras el juego, sabemos que algo desnudo viene a morirnos,

algo bravo y grande como la soledad,

que es una hogaza de pan desmigándose en el agua,

y recordamos con mucha tristeza todo lo bueno que tuvo la vida:

la pronunciación musical de los extranjeros,

los perros amaestrados,

los carteles luminosos de los prostíbulos,

las lechuzas tibias y la noche, todo eso

que es tierno y efímero.

Nos matamos de a dos, siempre,

esto que somos, el cancerbero hembra,

nos matamos por todas nuestras lenguas,

por todas nuestras cabezas que gimen en la gruta,

con una sincronización que a veces

se parece tanto a la hermosura.

María Magdalena.

I-

No sé dónde olvidé mi nombre, mi casa y mis vestidos, Señor mío.

Hoy llámame tu María Magdalena,

tu hermosa puta consentida,

tu fruta arábiga y dulce sucediendo en tu boca.

II-

Yo soy la serpiente.

He creado a Dios en 7 días

y por las noches, moldeé una Eva demencial y hermosa,

con heridas tibias que Adán visita con su luminoso falo.

Por entonces era el principio, Señor mío,

y he esperado 33 años para encontrar el hilo de tu sangre,

el rumor de agua de tus huesos, donde busco mi nido primitivo.

III-

Reconóceme, Señor mío.

Soy la Mater Dulcisima,

ciudadana,

non casta,

voluptuosa obra de carpintería,

hostia ambigua que al pie de tu cruz

te ofrece el mundo,

la adoración de los hombres,

la inconfundible salobridad de las lágrimas,

la amarga eternidad.

Eva o el silencio.

Torpe.

Torpe Eva de dientes podridos.

Buena perra de mala vida.

Madre:

en tu seco pezón no hay trigo.

No luz, sombra.

No pájaro, garra.

No ángel, cuero de ángel.

Amo, sin embargo,

la costilla de la que no participo,

costilla dura, vieja,

palo sobre palo,

silenciosa, no más.

Hueca.

Por tu costilla entra un aire de Dios.

Y el aire de Dios hace música.

Melaza honda de sexo,

carbón ardiendo

en la boca.

Cuando me enciendo,

me voy por ahí a gritar,

a decir algo.

A veces también gimo.

Soy yo, y estoy rota.

No digo,

gruño.

Soy una orilla. Y la otra.

La corzuela ciega.

Y el león.

La sed y el agua.

Me veo venir. Y me destrozo.

Me persigo.

El músculo que muere

alimenta al músculo que goza.

Soy yo.

A veces, lo soy en serio.

No como esta noche,

no ahora.

Buena perra de mala vida.

Puta perra de mala leche.

Poesía,

hato de hambres.

Silencio.

Madre.

Mi madre, la Esquiva, la Lejana,

la perra blanca con sus tetas de leche,

con sus dulces venas azules agigantándose en la noche de la fiebre,

trepando las paredes para chupar mis sombras,

con su hermoso pico rosa, con todos sus brazos.

Mi madre tiene saudade de las ciudades que ha dejado atrás,

de donde le viene el cabello negro, suoi occhi de guerra.

Viene levantándose desde el poniente,

una Galatea de las esferas, que rueda sobre el mundo,

que lo impregna brevemente de sus perfumes,

y desde entonces, nada existe, sino su raza mezcla de bestia e inglés,

nada, sino sus cacerolas trashumantes, sus estropajos,

las vendas con nuestras sangres que guarda como sudarios.

¿Será ella, ese violento olor a almizcle que anuncia la mañana?

¿Dónde se anuncia su heredad en mi cuerpo?

Y a partir de la pregunta, aparecen las cicatrices, las alas,

la sal bajo la lengua, ese como a olor a humo y a calandria,

y todo el resto, todo, como una triste Barataria de sueños.

Nina Simone.

Eunice Kathleen Waymon,

en tu breathiness me revuelco como una perra feliz.

En tu voz, que es jade y obsidiana, florezco,

madre negra y muerta.

¿Cómo es que pueden, los gusanos, andarte la lengua?

Si tu boca, toda tu boca

empuja hacia fuera como un sexo,

pariendo un almíbar oscuro y somnoliento.

Te escucho, partida y ronca

como una pantera

en trances de cópula o de presa que sangra.

Mira, Sigilosa,

yo daré mi cuello a tus dientes,

yo, mi corazón que es grande y cobrizo

como los potros en los campos de Tryon.

Oh, madre en la que no fui,

déjame trotarte en tu cielo de algodonales

en tu húmedo paraíso de blues and soul,

en la cuenca salvaje y florida de tus oraciones,

en la cuerda hambrienta y rota

del silencio

-péndulo atroz-

en donde me sostengo

en donde no me sostengo.

Marilyn Monroe.

En tus pezones de cerezas, Marilyn,

se estrellaba toda la maquinaria

de la Twentieth Century Fox.

En vos, en tu pubis angelical,

todos los aviadores,

los Ford de época,

las cámaras, los satélites

que transmitían tus piernas a los habitantes del planeta azul,

que veían tu cuero anaranjado y raro de loba hermosa,

tu cuero,

que los presidentes se disputaban,

que los actores de prestigio,

que los escritores de gruesos anteojos

que los empleados de casas de comidas rápidas se disputaban.

Todos ellos querían tu marca de agua en sus retratos comunes,

la huella de tus dientes alineados,

de la roja boca pigmentada,

de las faldas traslúcidas de mariposa perversa,

tu imagen,

tu sola imagen indiferente

que se vendía en cualquier portal

en dólares americanos.

Y vos, tan sólo una e indivisible,

como los trapos que mordemos de niños,

única y fatal como nuestras muertes,

ibas sin saber que te habían fragmentado

dispersado,

roto,

rasgado como un himen,

sin ruido o con el ruido sordo

que hace la sangre cuando baja

y antecede al grito.

La muñeca.

Hay que saber ser muñeca, saber abrirse.

Darle el corazón a los monos, dárselo, simplemente,

porque en el juego, la felicidad acontece.

Ellos saben jugar.

Te agarran el corazón así, mirá, así,

medio tembleques, medio como en serio,

y lo escuchan:

el mecanismo es el de un reloj,

de un soldadito de plomo,

un tic tac asombroso, una joda.

El mono, que es niño, ríe.

Ríe con sus tontas encías,

dobla las falanges,

se tapa el rostro,

contiene erecciones.

Hasta ahí, todo hermoso.

Hasta que lo que parecía un reloj,

el juguete tonto,

estalla.

Cuestiones de poder.

i.

El silencio es un caballo. Ese caballo. El negro.

Corre alrededor nuestro.

No soy su centro, su eje, su picota, su axis mundi.

Soy lo que soy:

una mujer con un miedo terrible

a verle los ojos,

a dejarme golpear la frente,

a asumir la violencia de toda esa sedosidad junta.

ii.

Una mujer. Eso es bastante poco.

Bastante precario. Como cuando se quema azúcar

para evitar la pestilencia del muerto.

Así la mujer: pasa, con su aroma

de azúcar,

con su muy poco de origami,

con su a veces de sangre,

y deja un rastro, una huella,

la marca de una mano mojada en la mesa.

A veces ni eso.

Y se esfuma.

Eso es lo suyo.

iii

¿Y qué habrá de mí si no quiero?

¿Qué, si decido ponerme los ojos de mi padre,

usar como un traje sus pantalones, su sexo, su tos,

su látigo, sus costumbres de perro?

¿Ardería?

¿Encendería mi superficie poderosa

hasta encontrarme yo debajo?

¿Mataría al disfraz, al payaso,

al delincuente?

¿Me acomodaría otra vez al silencio?

¿De verdad?