las hijas de españa jean plaidy

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C o n Las hijas de España, JeanPlaidy da término a su extraordinariatrilogía sobre los Reyes Católicosque inició con Castilla para Isabel ycontinuó con España para sussoberanos.

Las hijas de España narra losúltimos años del reinado de Isabel.Es entonces cuando la desgraciagolpea sin piedad la casa real. Lagente empieza a preguntarse si noserá una maldición que se ciernesobre los reyes y su descendencia.

Allí están sus hijas: Isabel, la viuda

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trágica; Juana, cuya locura pareceaumentar con las infidelidades de suatractivo marido; la suave María y,por fin, Catalina, que debeabandonar todo lo que ama, a sufamilia y a España, para convertirseen Catalina de Aragón, reina deInglaterra y primera esposa delfascinante Enrique VIII.

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Jean Plaidy

Las hijas deEspaña

ePub r1.0liete 04.10.13

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Título original: Daughters of SpainJean Plaidy, 1961Traducción: Isabel Ugarte

Editor digital: lieteePub base r1.0

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La familia realCatalina estaba de rodillas en el asientode una ventana, mirando desde elpalacio las laderas purpúreas y lascimas nevadas de la Sierra deGuadarrama.

Faltaba poco para Pascua, y el cielose veía de color azul cobalto, pero lallanura que se extendía ante lasmontañas se mostraba como una aridezleonada.

A Catalina le gustaba mirar elpaisaje desde la ventana del cuarto delos niños, aunque la visión de afuera ledaba siempre un poco de miedo. Tal vez

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fuera porque, tras haber visto losfuriosos combates que precedieron a latoma de Granada cuando ella teníaalgunos años menos, la niña temíasiempre que los súbditos rebeldes desus padres volvieran a levantarse y acausar preocupaciones y angustias a suquerida madre.

Allí, dentro de las murallas degranito del Alcázar de Madrid, se teníauna sensación de seguridad, debida porcompleto a la presencia de su madre. Supadre también estaba con ellos por esaépoca, de modo que constituían unafamilia unida, reunidos todos bajo eseúnico techo.

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¿Qué podría haber más placentero?Y sin embargo, en ese momento mismosu hermano y sus hermanas estabanhablando de cosas desagradables, de losmatrimonios que en algún momentodeberían contraer.

—No hagáis eso, por favor —murmuró Catalina para sí—. Estamostodos juntos. Olvidemos que es posibleque algún día no seamos tan felices.

De nada serviría que se los pidiera.Catalina era la más pequeña, tenía sólodiez años, y se reirían de ella.Solamente su madre la habría entendidode haber ella dado voz a suspensamientos, aunque inmediatamente

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habría hecho presente a su hija que hayque afrontar el deber con fortaleza.

Juana, que estaba riéndose a sumanera alocada, como si no le importaraen absoluto tener que irse, reparó depronto en su hermanita.

—Ven aquí, Catalina —le ordenó—.No debes sentirte excluida. Tú tambiéntendrás tu marido.

—Yo no quiero tener marido.—Ya lo sé, ya lo sé —imitándola,

Juana se burló de ella—. Yo quieroquedarme todo el tiempo con mi madre.¡Lo único que quiero es ser la hijitaquerida de la Reina!

—¡Shh! —le advirtió Isabel, la

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mayor de todos, que tenía quince añosmás que Catalina—. Debes dominar lalengua, Juana. Es impropio hablar dematrimonio cuando todavía no se hacombinado ninguno para ti.

Isabel hablaba por experiencia. Yahabía estado casada, y había vivido enPortugal. Qué suerte tuvo, pensabaCatalina, al no haber permanecidomucho tiempo allí. A la muerte de sumarido, Isabel había vuelto a vivir conellos. Había cumplido su deber, pero nodurante mucho tiempo. Catalina noentendía por qué Isabel parecía siempretan triste. Era como si lamentara habervuelto a estar entre ellos, como si

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todavía añorara al esposo perdido.¿Cómo podía ser que un maridocompensara jamás la compañía de sumadre, el placer de estar todos juntos yde ser parte de una gran familia feliz?

—Si tengo ganas de hablar dematrimonio, hablaré —anunció Juana—.¡Hablaré, te digo, hablaré!

Al decirlo se irguió en toda suestatura, echando atrás su cabelleraleonada, resplandecientes los ojos conesa mirada desaforada que tanfácilmente aparecía en ellos. Catalinamiró con cierta ansiedad a su hermana.Los cambios anímicos de Juana le dabanun poco de miedo, tantas veces había

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observado el aire preocupado de sumadre cuando sus ojos se detenían enJuana.

Hasta la poderosa reina Isabel seangustiaba por su segunda hija. YCatalina, cuyos sentimientos hacia sumadre bordeaban la idolatría, percibíatodos sus estados de ánimo, todos sustemores, y deseaba apasionadamentecompartirlos.

—Algún día, Juana aprenderá quetiene que obedecer —dijo la princesaIsabel.

—Tal vez tenga que obedecer aalgunas personas —gritó Juana—, peroa ti no, hermana. ¡A ti no!

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Catalina empezó a rezarsilenciosamente. «Por favor, que nohaga una escena… ¡que no haga unaescena ahora, que somos tan felices!»

—Tal vez —intervino Juan, el quesiempre procuraba restaurar la paz—Juana tenga un marido tan complacienteque pueda hacer siempre lo que ellaquiera.

Enmarcado en su cabellera rubia, elhermoso rostro de Juan parecía el de unángel. Y ángel era el nombre favorito dela Reina para su único hijo varón.Catalina entendía muy bien por qué; noera solamente que Juan pareciera unángel: se conducía como si lo fuera.

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Catalina se preguntaba si su madre loamaría más que a todas ellas. Sin dudadebía ser así, porque su hermano no erasólo el heredero de la corona, sino lamás bella persona imaginable, tan gentily bondadoso. Jamás trataba de hacervaler ante nadie la importancia de sualcurnia; a los sirvientes les encantabaatenderlo y para ellos era tanto un placercomo un honor estar a su servicio. Y enese momento él, un muchacho dediecisiete años, de quien se habríapensado que desearía estar concompañeros de su propio sexo, cazandoo dedicado a algún otro deporte, estabaallí en el cuarto de los niños con sus

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hermanas… tal vez porque sabía que lesgustaba tenerlo con ellas o porque, lomismo que Catalina, valoraba el placerde pertenecer a una familia como la deellos.

Ahora, Juana sonreía; la idea detener un marido complaciente a quienella pudiera imponer su voluntad leagradaba.

Isabel, la hermana mayor, losobservaba a todos con cierta tristeza.¡Qué niños eran!, pensaba. Era una penaque fueran todos tanto menores que ella.Claro que en los primeros años de sureinado, su madre había tenido pocotiempo para tener hijos, ocupada por la

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gran guerra y por tantos asuntos deestado; por eso no era sorprendente queJuan, el siguiente en la familia, tuvieraocho años menos que ella.

Isabel deseaba que no siguieranhablando de matrimonio: era un temaque le traía amargos recuerdos. Se veíaa sí misma, cinco años atrás,aferrándose a su madre como seaferraba ahora Catalina, aterrorizadaporque debía dejar su hogar para irse aPortugal a casarse con Alonso, elheredero de la corona portuguesa.Entonces, la promesa de una corona nohabía tenido para ella encanto alguno.Al dejar a su madre había llorado como

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sin duda lloraría la pobre Catalinacuando le llegara el turno.

Pero Isabel había encontrado a sujoven esposo tan aterrado ante elmatrimonio como ella misma lo estaba,y entre ambos no había tardado enestablecerse un vínculo que poco a pocofloreció en amor… tan profundo, tanagridulce, de tan breve vida.

La princesa se decía que durantetoda la vida la acosaría la visión de loshombres que traían desde el bosque elpobre cuerpo destrozado. Recordó alnuevo heredero del trono, el jovenManuel, que tanto se había esforzadopor consolarla, que le había dicho que la

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amaba y la había instado a que olvidaraa su marido muerto para casarse con él yquedarse en Portugal; a que noregresara, en su triste condición deviuda, a los dominios de sus padres y seprometiera con el primo de su difuntoesposo, que era ahora el heredero delRey de Portugal.

Estremecida, Isabel se habíaapartado del apuesto Manuel.

—No —había gemido—. No quierovolver a casarme. Seguiré siemprepensando en Alonso… hasta que memuera.

Eso había sucedido cuando la joventenía veinte años, y desde entonces

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había mantenido su voto, por más que sumadre intentara persuadirla de quecambiara de opinión; en cuanto a supadre, mucho menos paciente, semostraba cada vez más irritado con ella.

Un escalofrío la recorrió al pensaren regresar a Portugal para casarse. Losrecuerdos serían demasiado dolorosospara poder soportarlos.

Sintió que los ojos se le llenaban delágrimas, y al levantar la vista advirtióque la pequeña Catalina la miraba congravedad.

Pobre Catalina, pensó, también aella le llegará el turno. Y enfrentará convalor su destino, de eso estoy segura.

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Pero, ¿y los otros?María, de trece años, estaba

absorbida en su bordado. No leinteresaba para nada oír hablar dematrimonios. A veces, a Isabel leparecía un poco estúpida, porquesucediera lo que sucediese, su hermanano mostraba excitación ni resentimiento;se limitaba a aceptar las cosas. La vidasería mucho menos difícil para María.

¿Y Juana? Era mejor no pensar enJuana. Ella jamás sufriría en silencio.

En ese momento, la muy alocada sehabía puesto en pie de un salto y tendíala mano a Juan.

—Ven, hermano, vamos a bailar —

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le dijo—. María, toma tu laúd y tócanosalgo.

Plácidamente, María dejó elbordado para tomar el laúd y tocó lasprimeras notas, quejosas, de una pavana.

Hermano y hermana bailaron juntos.Formaban una pareja armónica, y sólolos separaba un año de diferencia, pero¡qué contraste hacían! La misma idea seles ocurrió simultáneamente a Isabel y aCatalina. La diferencia era tan marcadaque era muy frecuente que la gente lacomentara al verlos juntos. Los nombresde ambos se parecían tanto, los dostenían la misma estatura, pero jamásnadie habría adivinado que fueran

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hermanos.Hasta el cabello de Juana daba la

impresión de crecer con rebeldía: teníael mismo toque castaño de su madre,pero un poco más atenuado en Juana, loque le daba el aspecto de una jovenleona: sus grandes ojos miraban siempreinquietos; su estado de ánimo podíacambiar en un segundo. Juana daba laimpresión de no estar jamás tranquila:hasta cuando dormía tenía aspecto deestar inquieta.

Y qué diferente era Juan, con subello rostro que hacía pensar en losángeles. Ahora estaba bailando con suhermana porque ella se lo había pedido,

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y Juan sabía que al pensar en unmatrimonio y en un marido se habíaexcitado. Al bailar se tranquilizaría: elmovimiento físico le ayudaría a calmarla excitación de su mente.

Aunque Juan no hubiera queridobailar cuando su hermana le pidió que lohiciera, había cambiado inmediatamentede actitud. Eso era característico de él:tenía la rara condición de no querersolamente complacer a los otros, sino dedescubrir que los deseos de ellos eranlos suyos propios.

Catalina volvió al asiento de laventana, a mirar una vez más haciaafuera: la llanura y las montañas, las

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gentes que llegaban y las que se iban.Sintió que junto a ella estaba su

hermana Isabel, que le rodeó loshombros con un brazo mientras Catalinase daba vuelta para sonreírle. En esemomento, la mayor había sentido lanecesidad de proteger a la más pequeñade los males que podían caer sobre lashijas de la Casa de España. El recuerdode Alonso siempre la hacía sentir así.Después buscaría al confesor de sumadre, para hablar con él de su dolor.Isabel prefería hablar con él, porquejamás le ofrecía consuelos fáciles, sinoque la reñía tal como, si fuera necesario,él mismo se flagelaría: el aspecto de su

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rostro pálido y consumido era el mejorconsuelo para Isabel.

Había veces en que la princesaansiaba retirarse a un convento ypasarse allí la vida en oración, hasta quela muerte viniera a reunirla con Alonso.Si no fuera una de las hijas de España,habría podido hacerlo.

—Mira —indicó Catalina,señalando una austera figura con hábitode franciscano—, ahí está el confesor dela Reina.

Isabel siguió con los ojos al hombreque, en compañía de otro, estaba a puntode entrar en el Alcázar. Aunque nopodía ver claramente los rasgos

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enflaquecidos y la expresión austera delmonje, bien los conocía.

—Me alegro de que haya venido —expresó.

—Isabel, a mí… me da un poco demiedo.

La expresión de Isabel se hizo másseria.

—Jamás debes tener miedo de loshombres buenos, Catalina, y en Españano hay hombre mejor que Jiménez deCisneros.

En sus habitaciones, la Reina estabasentada ante su mesa de trabajo. Su

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expresión era serena, pero no dabaindicio de su estado de ánimo. Isabelestaba por cumplir con un deberdesagradable y que se le hacía doloroso.

Heme aquí, pensaba, rodeada detoda mi familia. España goza de mayorprosperidad de la que ha conocido enmucho tiempo; ahora tenemos un reinounido, un reino cristiano. En los últimostres años, desde que Fernando y yoconquistamos juntos el último baluartede los moros, la bandera cristiana haondeado sobre todas las ciudades deEspaña. El explorador Cristóbal Colónha hecho bien su trabajo, y España tieneallende los mares un Reino cada vez

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más vasto. Como Reina, me regocija laprosperidad de mi país. Como madre,me siento en este momento muy felizporque tengo a toda mi familia reunidabajo el mismo techo. Todo debería estarbien, y sin embargo…

Sonrió al hombre que estaba sentadofrente a ella, observándola.

Era Fernando, su marido, un añomenor que ella, todavía tan apuesto. Sien sus ojos había algo de taimado,Isabel siempre se había negado areconocerlo; si en sus rasgos había untoque de sensualidad, estaba dispuesta adecirse que al fin y al cabo era unhombre, y que ella no habría querido

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que fuera de otra manera.Y por cierto que era un hombre:

militar de valía, estadista sutil; unhombre para quien no había muchascosas en la tierra que merecieran tantoamor como el dinero. Y sin embargo,con su familia era pródigo en afecto. Losniños lo amaban… no tanto como a sumadre, claro. Pero, pensaba Isabel, porhaberlos dado a luz la madre está máscerca de ellos de lo que puede estarlocualquier padre. Aunque ésa no era larespuesta. Sus hijos la amaban porque sedaban cuenta de que la devoción querecibían de ella era más profunda;sabían que una vez que les hubieran

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elegido marido, su padre se regodearíaen las ventajas materiales que pudieranaportarle esos matrimonios; la felicidadde sus hijos sólo sería para él deimportancia secundaria. Pero su madre—que también deseaba que todos elloshicieran buenos matrimonios— sufriríalo mismo que ellos con la separación.

Todos amaban tiernamente a sumadre. Sólo ellos conocían la ternuraque se ocultaba con tanta frecuencia pordebajo de la serenidad, pues erasolamente para ellos que la reina Isabelse quitaba el velo con que resguardabadel mundo su ser más auténtico.

En ese momento, Isabel estaba con

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los ojos fijos en el documento queesperaba sobre la mesa, ante ella, y sedaba perfecta cuenta de que también laatención de Fernando estabaconcentrada obstinadamente en él.

Era de eso de lo que tenían quehablar, e Isabel sabía que él iba apedirle, directamente, que lo destruyera.

No se equivocaba. La boca deFernando se endureció, y durante unmomento la Reina tuvo casi la impresiónde que él la odiaba.

—Entonces, ¿os proponéis hacer esadesignación?

Isabel se sintió herida por lafrialdad del tono. Nadie podía poner en

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su voz tanto odio y tanto desprecio comoFernando.

—Sí, Fernando.—Hay veces —continuó él— en que

desearía que escucharais mi consejo.—Y en que mucho desearía yo poder

seguirlo.Fernando hizo un gesto de

impaciencia.—Pues es bien fácil. Tomáis ese

documento y lo hacéis pedazos, y coneso queda resuelto el problema.

Al hablar se había inclinado haciaadelante, preparándose para hacerlo,pero la mano blanca y regordeta deIsabel se extendió sobre el papel, para

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protegerlo.En la boca de Fernando se dibujó un

gesto de obstinación que le daba un aireinfantil.

—Lo siento, Fernando —repitióIsabel.

—Conque una vez más me recordáisque sois vos la Reina de Castilla. Queharéis vuestra voluntad. Y entoncesdaréis a este… a este advenedizo elcargo más alto de España, cuandopodríais…

—Dárselo a uno que lo merecemucho menos —completó con suavidadla Reina—: a vuestro hijo… que no eshijo mío.

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—Isabel, estáis hablando como unacampesina. Alfonso es mi hijo, eso no lohe negado jamás. Nació cuando vos y yoestábamos separados… como loestuvimos tantas veces durante aquellosprimeros días. Yo era joven… de sangreardiente… y encontré una amante, comocualquier hombre joven. Debéisentenderlo.

—Lo he entendido y lo heperdonado, Fernando. Pero eso nosignifica que pueda conceder a vuestrobastardo el Arzobispado de Toledo.

—Por eso se lo concedéis a esemonje muerto de hambre… a esesimple… a ese…

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—Es de buena familia, Fernando.Verdad que no pertenece a la realeza,pero por lo menos es legítimo hijo de supadre.

Fernando asestó un puñetazo a lamesa.

—Estoy harto de esos reproches.Eso no tiene nada que ver con elnacimiento de Alfonso, confesadlo. Loque queréis es demostrarme… comotantas veces lo habéis hecho… que soisla Reina de Castilla, y que Castilla tienepara España más importancia queAragón; es decir que vos sois lasoberana.

—Oh, Fernando, jamás ha sido ese

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mi deseo. Castilla… Aragón… ¿quéson, comparadas con España? Ahora,España está unida. Vos sois su Rey, yosu Reina.

—Pero la Reina concederá elArzobispado de Toledo a quien elladesee.

Isabel lo miró con tristeza.—¿No es así? —le gritó él.—Sí, así es —reconoció Isabel.—¿Y es esa vuestra decisión final al

respecto?—Es mi decisión final.—Entonces, ruego a Vuestra Alteza

que me permita retirarme —la voz deFernando estaba cargada de sarcasmo.

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—Fernando, vos sabéis…Pero él no quería esperar. Tras una

reverencia, salió con arrogancia de lahabitación.

Isabel permaneció sentada ante sumesa. La escena le traía a la memoriaotras muchas que se habían producidodurante su vida de casados. Por parte deFernando, había siempre ese continuoforcejeo por una situación desuperioridad; en cuanto a ella, deseabaser perfecta como esposa y como madre.Le habría sido muy fácil decir: Hacedcomo queráis, Fernando. Conceded elArzobispado según vuestra voluntad.

Pero ese alegre hijo de él no era la

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persona adecuada para tan alto cargo.No había más que un hombre en Españaa quien Isabel consideraba digno de él, yla Reina siempre debía pensar primeroen España. Por eso estaba ahoradeterminada a que el franciscanoJiménez fuera el Primado de España,por más que su designación disgustara aFernando.

Isabel se levantó y fue hasta lapuerta de la habitación.

—¡Alteza! —varios cortesanos quehabían estado esperando se pusieronrápidamente de pie.

—Id a ver si fray Francisco Jiménezde Cisneros está en el palacio. Si lo

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halláis, decidle que es mi deseo que sepresente ante mí sin demora.

Fray Francisco Jiménez de Cisneros ibaorando en silencio mientras se acercabaal palacio. Bajo la áspera sarga de suhábito, el cilicio le irritaba la piel,causándole un orgulloso placer. Durantesu viaje desde Ocaña a Madrid no habíacomido otra cosa que algunas hierbas ybayas, pero estaba acostumbrado alargas abstinencias.

Su sobrino, Francisco Ruiz, a quienamaba tan tiernamente como él era capazde amar, y que estaba más próximo de él

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que sus propios hermanos, lo miró conansiedad.

—¿Qué pensáis que signifique elllamado de la Reina? —le preguntó.

—Querido Francisco, como prontolo sabremos, no vale la pena que nosperdamos en conjeturas.

Pero Francisco Ruiz estaba excitado.Sucedía que el cardenal Mendoza, queocupara el cargo más alto de España, elArzobispado de Toledo, había muertopoco tiempo antes, y el puesto estabavacante. ¿Sería posible que a su tíohubieran de conferirle tal honor? Bienpodía Jiménez declarar que no leinteresaban los grandes honores; había

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algunos honores que tentarían al másdevoto de los hombres.

¿Y por qué no?, preguntábase Ruiz.La Reina tiene —y con razón— unaelevada opinión de su confesor. Nopuede haber tenido jamás un consejerotan valioso después de que el propioTorquemada fue su confesor. Y ellaadmira a esos hombres, hombres que notemen decir lo que piensan, que sonevidentemente indiferentes a lasriquezas mundanas.

Torquemada, que sufría cruelmentede gota, era ya un anciano a quien, sinduda, poco tiempo de vida le quedaba.Estaba casi completamente recluido en

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el monasterio de Ávila. Jiménez, encambio, estaba en la plenitud de suspoderes mentales.

Ruiz estaba seguro de que si a su tíolo llamaban a Madrid, era paraconcederle ese gran honor.

En cuanto al propio Jiménez, pormás que lo intentara, no podía apartardel todo de su mente esa misma idea.

¡Arzobispo de Toledo! ¡Primado deEspaña! No podía entender la extrañasensación que crecía dentro de él; perohabía en sí mismo muchas cosas que nopodía entender. Ansiaba sufrir lasmayores torturas corporales, como lashabía sufrido Cristo en la cruz, pero

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aunque su cuerpo clamara por ser asítratado, había dentro de él una voz quepreguntaba: «Vaya, Jiménez, ¿no seráporque no puedes soportar que hayanadie más grande que tú? Nadie debesobrellevar con más estoicismo el dolor,nadie debe ser más devoto. ¿Quién erestú, Jiménez? ¿Eres un hombre o unDios?»

—Arzobispo de Toledo —seregocijó en su interior la voz—. Elpoder será tuyo. Serás el más grande delos hombres, después de los Soberanos.Y hasta los Soberanos pueden ceder antetu influencia. ¿Acaso no estás tú a cargode la conciencia de la Reina? Y la

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Reina, ¿no es quien en verdad gobiernaa España?

«Todo esto es tu vanidad, Jiménez.Estás ávido de ser el hombre máspoderoso de España; más poderoso queFernando, cuyo mayor deseo es llenarsus arcas y extender su Reino. Másgrande que Torquemada, el queencendió las hogueras que hoy calcinanen todo el país los huesos de los herejes.Más poderoso que nadie. Jiménez,Primado de España, el brazo derecho dela Reina. ¿Gobernarás España, tal vez?»

Aunque me lo ofrezcan, se dijoJiménez, no aceptaré ese cargo.

Cerró los ojos y empezó a rogar que

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le fueran dadas las fuerzas pararechazarlo, pero era como si el Diabloestuviera desplegando a su pies losreinos de la tierra.

Se sintió un poco mareado. Lasbayas no eran muy nutritivas y cuandoestaba de viaje jamás llevaba consigoalimento ni dinero alguno. Confiaba enlo que pudiera encontrar a la vera delcamino o en la ayuda de las gentes conquienes se encontraba.

—Mi Maestro no llevaba pan nivino —le gustaba decir—, y aunque lasaves tenían sus nidos y los zorros susmadrigueras, no había lugar donde elHijo del Hombre pudiera reposar su

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cabeza.Lo que había hecho su Maestro,

también debía hacerlo Jiménez.Cuando entraron en el palacio, el

mensajero de la Reina le salióinmediatamente al encuentro.

—¿Fray Francisco Jiménez deCisneros?

—Yo soy —respondió Jiménez, quesentía cierto orgullo cada vez que oíapronunciar todos sus títulos: su nombrede bautismo no era Francisco, sinoGonzalo, y se lo había cambiado parapoder llevar el mismo que el delfundador de la Orden a la cualpertenecía.

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—Su Alteza la Reina Isabel deseaque vayáis sin demora a presentaros anteella.

—Iré inmediatamente a su presencia.Ruiz le tiró de la manga.—¿No deberíais quitaros el polvo

del viaje antes de presentaros ante SuAlteza?

—La Reina sabe que he venido deviaje, y espera encontrarme cubierto depolvo.

Ruiz miró con cierto desaliento a sutío. La magra figura, el rostro consumidoen el que la piel pálida se tensaba sobrelos huesos, contrastaban demasiado conel aspecto del último Arzobispo de

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Toledo, el difunto Mendoza, hombresensual, epicúreo y enamorado de lacomodidad y de las mujeres.

¡Arzobispo de Toledo!, pensabaRuiz. ¡Seguramente, no podrá ser!

Isabel sonrió con agrado al verentrar a su confesor en sus habitaciones,y con un gesto indicó al asistente que losdejaran a solas.

—Os he hecho venir desde Ocaña—explicó, con tono casi de disculpa—porque tengo noticias para vos.

—¿Qué noticias tiene para mí,Vuestra Alteza?

En su actitud faltaba laobsequiosidad que Isabel acostumbraba

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encontrar en el tratamiento de sussúbditos, pero la Reina no protestó;admiraba a su confesor porque éste nomostraba excesivo respeto por laspersonas.

A no ser por la vida de auténticasantidad que llevaba, se podría haberdicho que Jiménez era hombre degrandísimo orgullo.

—Pienso que esta carta de SuSantidad el Papa os lo explicará —asídiciendo, Isabel se volvió hacia la mesay tomó de encima de ella el documentoque tanto había disgustado a Fernando,para ponerlo luego en manos deJiménez. —Abridla y leedla —lo instó.

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Jiménez obedeció. Mientras leía lasprimeras palabras se produjo un cambioen sus rasgos. No se puso más pálido,porque eso habría sido imposible, perola boca se le endureció y se leangostaron los ojos; durante unossegundos, su magro cuerpo fue escenariode una ardua batalla.

Las palabras le bailaban ante losojos, escritas con letra del propio Papa,Alejandro VI, anunciándole:

«A nuestro amado hijo, FrayFrancisco Jiménez de Cisneros,Arzobispo de Toledo…»

Isabel esperaba que el franciscanocayera de rodillas, dándole las gracias

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por tan grande honor, pero no fue así.Jiménez se quedó en pie, muy quieto,mirando fijamente ante sí, olvidado delhecho de que estaba en presencia de laReina. De lo único que tenía concienciaera de su conflicto interior, de lanecesidad de entender cuáles eran losverdaderos motivos ocultos tras sussentimientos.

Poder. Gran poder. No tenía más queaceptarlo. ¿Para qué quería él el poder?No estaba seguro. Se sentía tan insegurocomo lo había estado muchos años atrás,cuando vivía como un ermitaño en elbosque de Castañar.

Entonces le pareció que los diablos

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se burlaban de él.—Estás ávido de poder, Jiménez —

le decían—. Eres vanidoso y pecador.Eres ambicioso, y la ambición fue causade la caída de los ángeles.

Dejó el papel sobre la mesa ymurmuró:

—Ha habido un error. Esto no espara mí.

Después giró sobre sus talones ysalió de la habitación, dejando atónita ala Reina, que lo siguió con la mirada.

Luego, la perplejidad de Isabel diopaso al enojo. Jiménez bien podría serun santo, pero había olvidado de quémanera debía comportarse ante su

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Reina. Pero inmediatamente, su enojodesapareció. Es un hombre bueno, serecordó; entre los que me rodean, uno delos pocos que no buscan su provechopersonal. Esto significa que harechazado tan alto honor. ¿Qué otrohombre en España sería capaz dehacerlo?

Isabel mandó buscar a su hija mayor.La joven Isabel se habría

arrodillado ante su madre, pero la Reinala tomó en sus brazos y la abrazóestrechamente durante algunos segundos.

Santa Madre de Dios, pensó la

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princesa, ¿qué puede querer decir esto?Mi madre sufre por mí. ¿Será por algúnmarido que me veré obligada a aceptar?¿Será eso lo que la entristece?

La Reina apartó de sí a su hija ycompuso la expresión de su rostro.

—Hija muy querida, no se os ve tanbien como sería mi deseo —empezó—.¿Cómo estáis de vuestra tos?

—Tengo un poco de vez en cuando,Alteza, como siempre.

—Isabel, hija mía, ahora queestamos juntas y a solas, dejemos delado toda ceremonia. Llámame madre,que me encanta oír en tus labios esapalabra.

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—Oh, madre mía —empezó a decirla princesa, que no tardó en estarsollozando en brazos de su madre.

—Es eso, mi preciosa —murmuróIsabel—. ¿Todavía piensas en él? ¿Eseso?

—Era tan feliz… tan feliz. Madre,¿podéis comprenderme? Al principio,estaba yo tan asustada, y cuandodescubrí que… nos amábamos… fuetodo tan maravilloso. Y planeábamosvivir así durante el resto de nuestrosdías…

Sin hablar, la Reina seguíaacariciando el cabello de su hija.

—Fue tan cruel… tan cruel. ¡Era tan

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joven! Y ese día, cuando salimos albosque, parecía como todos los demásdías. Si él estaba conmigo apenas diezminutos antes de que todo sucediera…

—Fue la voluntad de Dios —señalósuavemente la Reina.

—¿La voluntad de Dios? ¡Destrozarasí un cuerpo joven! ¡Llevarsecaprichosamente a alguien tan joven, tanlleno de vida y de amor!

El rostro de la Reina asumió unaexpresión de severidad.

—La pena te ha agotado, hija mía, yolvidas tus deberes para con Dios. Si Sudeseo es hacernos sufrir, debemosaceptar con alegría el sufrimiento.

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—¡Con alegría! Yo jamás loaceptaré con alegría.

La Reina se persignó rápidamente,mientras una oración le hacía temblarlos labios. Está rezando para que a míme sea perdonada la maldad de miestallido, pensó Isabel. Por más que ellasufriera, jamás se entregaría a sussentimientos como yo me dejé llevar porellos.

Inmediatamente, la princesa se sintiócontrita.

—Oh, madre, perdonadme. No sé loque digo. A veces me sucede. Losrecuerdos vuelven a mí y entoncestemo…

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—Debes rezar, querida mía, paraque te sea concedido mayor dominio deti. No es el deseo de Dios que teexcluyas del mundo como lo estáshaciendo.

—¿Queréis decir que no es el deseode mi padre? —quiso saber Isabel.

—Ni el de tu padre celestial, ni eldel terreno —murmuróconciliadoramente la Reina.

Quisiera Dios que pudiera irme a unconvento. Mi vida terminó junto con lade él.

—Estás cuestionando la voluntad deDios. Si Él hubiera querido que tu vidaterminara, te habría llevado a ti junto

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con tu marido. Ésta es tu cruz, queridamía; piensa en Él, y llévala de tan buengrado como Él llevó la suya.

—Él tenía que morir y nada más. Yotengo que vivir.

—Querida mía, ten cuidado. Estanoche, y todas las noches, doblaré misplegarias por ti. Me temo que elsufrimiento te ha afectado la mente: perocon el tiempo olvidarás.

—Han pasado cuatro años ya desdeque sucedió, madre, y todavía no heolvidado.

—¡Cuatro años! Te parece largoporque tú eres muy joven. Para mí, escomo si fuera ayer.

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—Para mí será siempre como si lamuerte de Alonso hubiera sido ayer.

—Debes luchar contra esas ideasmorbosas, hija mía. Es pecado cultivarel dolor. Envié por ti porque tengo unanoticia para darte. Tu suegro ha muerto,y hay nuevo Rey en Portugal.

—Si hubiera vivido, Alonso habríasido el Rey… y yo su Reina.

—Aunque no haya vivido, tú puedestodavía ser Reina de Portugal.

—Manuel…—Hija querida, Manuel te renueva

su ofrecimiento. Ahora que ha llegado altrono, no te olvida. Está decidido a notener otra esposa que tú.

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¡Manuel! Bien lo recordaba laprincesa. Bondadoso e inteligente, eramás dado al estudio de lo que lo habíasido su alegre primo Alonso; pero Isabelsabía que Manuel había envidiado sunovia a Alonso, y ahora, volvía a pedirla mano de ella.

—Preferiría más bien entrar en unconvento.

—Todos podemos sentirnos tentadosa hacer lo que nos parece más fácil quecumplir con nuestro deber.

—Madre, ¿no estaréis ordenándomeque me case con Manuel?

—Una vez te casaste, por orden detu padre y mía. Yo no volvería a

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ordenártelo, pero sí quisiera quetuvieras en cuenta tu deber para con tufamilia… para con España.

Isabel cruzó tensamente ambasmanos.

—¿Os dais cuenta de lo que mepedís? Que vaya a Lisboa como fui paraAlonso… y que allí encuentreesperándome a Manuel… y a Alonso…muerto.

—Hija mía, que Dios te dé valor.—Todos los días se lo ruego, madre

—respondió lentamente la princesa—.Pero no puedo regresar a Portugal.Jamás podré ser otra cosa que la viudade Alonso, en toda mi vida.

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La Reina suspiró mientras acercabaa su hija para que la joven se sentarajunto a ella; la rodeó con un brazo y,apoyando el rostro contra el pelo de laprincesa, pensó: Ya llegará el momentoen que se convenza de que debe ir aPortugal y casarse con Manuel. Todosdebemos cumplir con nuestro deber, ypor más que durante un tiempo nosrebelemos, de poco nos sirve.

Fernando levantó los ojos al oírentrar a la Reina, y le sonrió conexpresión levemente sardónica. Leresultaba divertido que el monjefranciscano a quien tan tontamente, en suopinión, le habían ofrecido el

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arzobispado de Toledo se hubieralimitado a escapar a la vista de su títuloescrito de puño y letra del Papa. Esoharía que Isabel aprendiera a pensar unpoco antes de conceder grandes títulos aquienes no eran dignos de ellos. Elhombre era un rústico. ¡Vayaperspectiva agradable! Que el Primadode España fuera un monje que se hallabamás a gusto en la choza de un ermitañoque en un palacio real. En cambio, ¡quéPrimado habría sido su querido Alfonso,tan apuesto, tan osado! Y si en algúnmomento se sentía inseguro, biendispuesto habría estado su padre aayudarlo.

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Fernando jamás podía mirar a suhijo Alfonso sin recordar las noches devoluptuosidad pasadas con su madre.¡Qué mujer! Y digno de ella era su hijo.

Por más que sintiera afecto por Juan,Fernando deseaba casi que Alfonsohubiera sido su hijo legítimo. En Juanhabía cierto aire de delicadeza, en tantoque Alfonso era pura virilidad.Fernando podía estar seguro de que subastardo sabría cómo gozar bien de sujuventud, como lo había hecho su padre.

Era para enfurecerse, pensar que nopodía concederle Toledo. Eso sí habríasido un digno regalo de padre a hijo.

Pero Fernando no desesperaba. Era

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posible que, ahora que el monje habíahuido, Isabel admitiera su error.

—He hablado con Isabel —anuncióla Reina.

—Espero que se dé cuenta de lasuerte que tiene.

—No es así como ella la llama,Fernando.

—¿Qué? ¡Con todo lo que Manuelestá dispuesto a hacer por ella!

—Pobre niña, ¿podéis acaso esperarque le dé placer regresar al lugar dondefue antes tan feliz?

—Pues allí mismo volverá a serlo.Isabel observó burlonamente a su

marido. Fernando sí sería feliz, de haber

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estado en el lugar de su hija. Para él, unmatrimonio así podía significar un reino,y no podía ver que hubiera grandiferencia en el hecho de que el noviofuera Manuel en vez de Alonso.

La Reina ahogó la tristeza que ledaba la idea. No era ella quien teníanada que lamentar; Isabel estabatotalmente satisfecha con su destino.

—¿La pusisteis al tanto de vuestrosdeseos, espero? —interrogó Fernando.

—No podía darle una orden,Fernando. La herida no está cicatrizadaaún.

Fernando se sentó ante la mesa demadera pulida y le asestó un puñetazo.

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—Yo no entiendo esa manera dehablar —declaró—. La alianza conPortugal es necesaria para España.Manuel la desea, y puede sernos muybeneficiosa.

—Dadle un poco de tiempo —murmuró Isabel, en un tono tal queFernando entendió que lo que él desearano importaría; su hija tendría un pocomás de tiempo.

Suspiró.—Tenemos una fortuna en nuestros

hijos, Isabel —reflexionó—. Pormediación de ellos realizaremos lagrandeza de España. Ojalá hubiéramostenido muchos más. Ah, si hubiéramos

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podido pasar más tiempo juntos duranteesos primeros años de nuestromatrimonio…

—Indudablemente habríais tenidomás hijas e hijos legítimos —asintióIsabel.

Él sonrió con astucia, peroconsideró que no era el momento detraer a colación el asunto de Alfonso ydel Arzobispado de Toledo.

—Maximiliano está interesado enmis propuestas —dijo en cambio.

Isabel asintió con tristeza. En esasocasiones se olvidaba de que era laReina de un gran país en expansión;únicamente podía pensar en su

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condición de madre.—Todavía son jóvenes… —empezó

a decir.—¡Jóvenes! Juan y Juana están en

edad de casarse. Y en cuanto a nuestrahija mayor, ya ha tenido tiemposuficiente para hacer el papel de viuda.

—Decidme qué noticias tenéis deMaximiliano.

—Que está dispuesto a aceptar aJuana para Felipe, y a darnos aMargarita para Juan.

—Serían dos de los mejoresmatrimonios que podríamos concertarpara nuestros hijos —admitiópensativamente Isabel—. Pero tengo la

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sensación de que Juana todavía esdemasiado joven… demasiadoinestable.

—Pronto será demasiado mayor,querida mía… e inestable, siempreseguirá siéndolo. No, el momento eséste, y me propongo seguir adelante conmis planes. Les diremos en quéconsisten nuestras propuestas. No haynecesidad de ponerse triste. Os aseguroque a Juana le encantará el proyecto. Yen cuanto a ese ángel de vuestro hijo, notendrá que separarse del lado de sumadre. Será la archiduquesa Margaritaquien venga a él, de modo que la únicaque tendrá que abandonaros será vuestra

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pobre e inestable Juana.—Ojalá pudiéramos persuadir a

Felipe de que viniese… a vivir aquí.—¡El heredero de Maximiliano! Oh,

son alianzas muy importantes las denuestros hijos con los hijos deMaximiliano. ¿Habéis caído en la cuentade que los descendientes de Felipe y deJuana heredarán los puertos de Flandes,además de ser dueños de Borgoña y deLuxemburgo, por no mencionar siquieraArtois y el Franco Condado? Megustaría ver la cara del Rey de Franciacuando se entere de estas alianzas. Ycuando Isabel se case con Manuel,podremos bajar la guardia en la frontera

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portuguesa. Oh, sí, ya lo creo que megustaría ver la cara del Rey de Francia.

—¿Qué sabéis de los hijos deMaximiliano… de Felipe y deMargarita?

—No tengo más que buenosinformes, nada más —respondióFernando, frotándose las manos. Losojos le brillaban.

Isabel hizo un lento gesto deasentimiento. Fernando tenía razón, porsupuesto. Tanto Juana como Juanestaban en edad de casarse, y ella estabadejando que la madre se tragara a laReina cuando hacía planes desatinadospara que sus hijos siguieran estando

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siempre junto a ella.Fernando había empezado a reírse.—Felipe heredará la corona

imperial. La casa de Habsburgo estarávinculada con nosotros. Los proyectositalianos de Francia poco éxito tendráncuando los dominios alemanes sepongan de nuestra parte en contra deellos.

En él siempre lo primero es elestadista, pensó Isabel; el padre vienedespués. Para él, Felipe y Margarita noson dos seres humanos… son la Casa deHabsburgo y los dominios alemanes.Pero había que admitir que el plan deFernando era brillante. Los imperios de

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ultramar seguían creciendo, gracias aosados exploradores y aventureros. Peroel sueño de Fernando había sidosiempre el de conquistas más próximas.Lo que planeaba era adueñarse deEuropa, y ¿por qué no habría deconseguirlo? Tal vez llegara a ser dueñodel mundo.

Era el hombre más ambicioso quejamás hubiera conocido Isabel, quehabía visto cómo el amor de su maridopor el poder iba creciendo con los años.Ahora se preguntaba con inquietud sieso no se debería al hecho de que ellahubiera tenido que recordarle con tantafrecuencia que la Reina de Castilla era

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ella, y que en Castilla la palabra de laReina era ley. ¿Tal vez el amour propede Fernando había quedado de talmanera lesionado que él había decididoapoderarse del mundo entero, fuera deCastilla?

—Si esos matrimonios se hicieran—comentó Isabel—, parecería que oshabríais ganado la amistad de todaEuropa, excepción hecha de esa pequeñaisla… de esa islita entremetida yobstinada.

Fernando la miró en la cara mientrascontestaba:

—Ya sé que os referís a Inglaterra,Reina mía, ¿no es eso? Y estoy de

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acuerdo con vos. Esa islita puede serpara nosotros uno de los mayoresproblemas. Pero no me he olvidado deInglaterra. Enrique Tudor tiene doshijos, Arturo y Enrique, y mi deseo escasar a Arturo, el príncipe de Gales, connuestra pequeña Catalina. Entonces,querida mía, toda Europa estaráemparentada conmigo. Y decidme, ¿quéhará entonces el Rey de Francia?

—¡Catalina! Si no es más que unaniña.

—Arturo también es muy joven; seráun matrimonio ideal.

Isabel se cubrió la cara con lasmanos.

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—¿Qué es lo que os pasa? —Lainterpeló su marido—. ¿No os felicitáisde que vuestros hijos tengan un padreque combina para ellos tan excelentesmatrimonios?

Durante un momento, Isabel no pudohablar. Estaba pensando en Juana, en larebelde Juana a quien no había habidodisciplina capaz de sojuzgar… en Juana,arrebatada de su lado para enviarla a lasllanas y desoladas comarcas de Flandes,para convertirla en esposa de un hombrea quien no había visto jamás, pero queera el más indicado por ser el herederode los Habsburgo. Pero sobre todopensaba en Catalina… en la tierna

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Catalina… alejada de su familia paraser la mujer de un príncipe extranjero,para vivir su vida en una isla heladadonde, si sus informes no la engañaban,rara vez brillaba el sol y donde la tierraestaba envuelta en brumas.

Tenía que suceder, se dijo. Ysiempre lo supe, pero eso no me lo hacemás fácil de soportar, ahora que está tanpróximo.

La Reina había terminado de confesarsey Jiménez le ordenó su penitencia. Isabelera culpable de dejar que sussentimientos personales interfirieran con

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su deber; era una debilidad de la que yaantes había sido culpable. La Reinadebe olvidarse de que es madre.

Isabel aceptó mansamente losreproches de su confesor. Jiménez jamásse apartaría de la senda del deber, deeso estaba segura. La Reina miraba elrostro enflaquecido, los labios rígidos yrectos que jamás había visto suavizarseen una sonrisa.

Sois un hombre bueno, Jiménez,pensaba; pero es mucho más fácil paravos, que jamás habéis tenido hijos.Cuando pienso en los ojos de mipequeña Catalina clavados en mí, meparece oír su voz que me ruega: no me

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dejéis ir. No quiero ir a esa isla denieblas y lluvias. Aborreceré al príncipeArturo, y él también me odiará. Y porvos, madre, siento un amor que jamáspodré ofrecer a ninguna otra persona.

—Ya lo sé, mi amor, ya lo sé —susurró para sí Isabel—. Si de mídependiera…

Pero advirtió que sus pensamientosse desviaban de sus pecados: antes dehaber tenido siquiera la absolución,volvía a caer una vez más en latentación.

La próxima vez que viera a Catalina,haría comprender a la niña cuál era sudeber.

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Isabel se puso de pie; dejaba de seruna penitente para asumir su dignidad deReina, que la invistió como si fuera unacapa. Mientras sus ojos se detenían en elmonje, Isabel frunció el ceño.

—Amigo mío —le dijo—, seguísrechazando el honor que quisieraconcederos. ¿No estáis aún dispuesto aceder?

—Alteza, jamás podría aceptar uncargo para el cual me siento inadecuado—respondió Jiménez.

—Vamos, Jiménez, bien sabéis queese cargo os viene como anillo al dedo.Y sabéis que podría ordenaros que loaceptarais.

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—Si Vuestra Alteza tomarasemejante actitud, no me quedaría a míotro recurso que retirarme a mi choza enel bosque del Castañar.

—Creo que es eso lo que deseáishacer.

—Pienso que me va mejor el papelde ermitaño que el de cortesano.

—No os pedimos que seáis uncortesano, Jiménez, sino el Arzobispode Toledo.

—Son una y la misma cosa, VuestraAlteza.

—Pues yo estoy segura de que si vostomarais el cargo, serían muy diferentes—Isabel le sonrió serenamente, en la

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certidumbre de que en el término depocos días Jiménez aceptaría elArzobispado de Toledo.

Cuando la Reina lo despidió, elmonje regresó a la pequeña cámara queocupaba en el palacio, y que parecíacasi una celda. A modo de cama, habíapaja desparramada en el suelo, y sualmohada era un leño. Y jamás seencendía fuego en esa habitación, fueracual fuese el tiempo.

En palacio se comentaba que frayFrancisco Jiménez de Cisneros segozaba en castigarse.

Al entrar en el recinto de su celda,Jiménez se encontró con un monje

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franciscano que lo esperaba; era suhermano Bernardín, como pudo vercuando el recién llegado se echó haciaatrás la caperuza.

En el hosco rostro de Jiménez sepintó una expresión tan parecida a la delplacer como él era capaz de tenerla.Estaba encantado de que Bernardínhubiera ingresado en la hermandadfranciscana. De muchacho, Bernardínhabía sido un rebelde, y lo último que sehubiera podido esperar de él era queentrase en la Orden.

—Vaya, hermano —lo saludó—,seáis bienvenido. ¿Qué es lo que hacéisaquí?

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—Vengo a haceros una visita. Heoído que sois muy estimado en la corte.

—Es muy frecuente que el hombreque un día es muy estimado en la cortecaiga en desgracia al siguiente.

—Pero vos no estáis en desgracia.¿Es verdad que vais a ser Arzobispo deToledo?

Los ojos de Bernardín chispeaban deplacer, pero Jiménez se apresuró anegar:

—Os han informado mal; yo no soyArzobispo de Toledo.

—¡No puede ser que os hayanofrecido el cargo y lo hayáis rechazado!Imposible que seáis tan tonto.

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—Lo he rechazado.—¡Jiménez! ¡Qué… idiota! Es una

estupidez…—Ya basta. ¿Qué sabéis vos de

estas cosas?—Solamente el bien que podríais

haber hecho a vuestra familia sihubierais consentido en ser el hombremás importante de España.

—Ya me temía yo que no habíanhecho de vos un monje, Bernardín.Decidme, ¿qué ventajas puede esperarun buen franciscano del hombre másimportante de España?

—No esperaréis respuesta acuestión tan estúpida. Cualquier hombre

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esperaría los más altos honores. ¿Aquién ha de honrar un arzobispo, si no esa su propia familia?

—¿Es mi hermano el que así habla?—¡No seáis hipócrita! —estalló

Bernardín—. ¿Pensáis acaso que a mípodéis ocultarme vuestros verdaderossentimientos? Habéis rechazado elcargo, ¿no es eso? ¿Por qué? Pues paraque os insistan más todavía: ya loaceptaréis. Y entonces, cuando veáis elpoder que tenéis en vuestras manos, talvez deis algo a un cofrade necesitadoque además, casualmente, es vuestrohermano.

—Preferiría que me dejarais en paz

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—declaró Jiménez—. No me gustavuestra manera de hablar.

—¡Oh, vaya tonto que tengo porhermano! —clamó Bernardín, y suexpresión cambió súbitamente—. Acasoos hayáis olvidado de que hay muchosmales que podéis reparar. Vaya, siincluso en el seno de nuestra propiaorden hay mucho que os disgusta.Tenemos algunos hermanos a quienes lesatrae demasiado el lujo. A vos osgustaría ver que todos nos atormentamosel cuerpo con el cilicio; os gustaríavernos dormir con almohadas demadera, y ayunar hasta morirnos dehambre. Pues bien, santo hermano, está

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en vuestro poder imponernos todas esaspenurias.

—Idos de aquí —le gritó Jiménez—.Vos no sois hermano mío, aunque a losdos nos haya parido la misma madre yvos llevéis también el hábito defranciscano.

Bernardín le dedicó una irónicareverencia.

—Aunque vos seáis un hipócrita,aunque seáis tan santo que no estéisdispuesto a aceptar los honores que ospermitirían ayudar a vuestra familia, noestá tan mal ser hermano de FranciscoJiménez de Cisneros. Ya hay hombresque se cuidan de la forma en que me

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tratan, y que buscan mis favores —Bernardín se acercó más a su hermano,susurrándole—: Todos saben quellegará el momento en que no podáisresistiros a aceptar el honor. Todossaben que yo, Bernardín de Cisneros,seré un día hermano del Arzobispo deToledo.

—No tendrán esa satisfacción —leaseguró Jiménez.

Con una risa burlona, Bernardín seseparó de su hermano. Una vez que seencontró a solas, Jiménez se dejó caerde rodillas en oración. La tentación eramuy grande.

—Oh, Señor —murmuró—, si

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aceptara este gran honor, serían tantaslas reformas que podría llevar a cabo.Trabajaría en Tu nombre, trabajaría porTu gloria y por la de España. ¿No seríaquizá mi deber aceptar este honor?

—No, no —se reprendió—. Lo queestás buscando es el poder temporal.Quieres vestir la púrpura del arzobispoy ver cómo se arrodillan ante ti lasgentes.

Pero eso no era verdad.¿Qué era lo que quería? Jiménez no

lo sabía.—¡Jamás aceptaré el Arzobispado

de Toledo! —prometió en alta voz.Pocos días después, fue nuevamente

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llamado a presencia de la Reina.Isabel lo recibió con una graciosa

sonrisa, en la que había un asomo detriunfo, y le puso en la mano undocumento.

—Es para vos, fray FranciscoJiménez —anunció—. Como veréis, esde Su Santidad y viene dirigido a vos.

Una vez más, el Papa se dirigía aJiménez llamándolo Arzobispo deToledo, y la carta contenía instruccionesdirectas de Roma.

No debía haber más negativas.Alejandro VI escribía, desde elVaticano, que fray Francisco Jiménez deCisneros era a partir de ese momento

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Arzobispo de Toledo, y que cualquiernegativa por su parte a aceptar el cargosería considerada como desobedienciapor la Santa Sede. La decisión habíasido tomada por él. Jiménez sepreguntaba si el sentimiento que loinvadía sería la euforia. Ya no se tratabade que nadie le mostrara los reinos delmundo; el Santo Padre, en persona, loobligaba a aceptar su destino.

Isabel estaba en compañía de sus hijos.Toda vez que podía sustraer algúntiempo a sus deberes de estado legustaba compartirlo con ellos, y era un

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consuelo la certeza de que ellosdisfrutaban de esa intimidad tanto comoella.

Juan le rodeó los hombros con unchal.

—Hay corriente de la ventana,madre mía.

—Gracias, Ángel.Silenciosamente, Isabel elevó una

plegaria de agradecimiento porque,aunque todas las demás fueranarrebatadas de su lado, su Ángel estaríasiempre próximo de ella.

Catalina se le apoyaba contra larodilla, felizmente soñadora. Pobre eindefensa Catalina, la más pequeña.

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Bien recordaba Isabel el día que habíanacido la niña, un triste y frío día dediciembre en Alcalá de Henares. Pocopensaba entonces que su quinta hijasería la última.

Juana no podía dejar de parlotear.—Madre, ¿cómo son las mujeres en

Flandes? Me han dicho que tienen elcabello dorado… la mayoría de ellas.Que son mujeronas de pechos enormes.

—¡Ssss, sss! —intentó silenciarla laprincesa Isabel que, sentada en sutaburete, deslizaba entre los dedos elrosario. La Reina pensó que habíaestado rezando; continuamente estabarezando. ¿Qué pedía? ¿Un milagro que

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volviera a la vida a su joven esposo? ¿Orogaba no verse obligada a dejar suhogar para volver nuevamente a Portugalen condición de novia? Eso no seríamenor milagro de lo que podría haberlosido el retorno de Alonso a la vida.

—Pero la Reina dijo que no debíahaber ceremonias —gritó Juana—.Cuando estamos reunidos de estamanera, nunca hay ceremonia.

—Exactamente, hija mía —admitióla Reina—. Pero no es correcto hablardel tamaño que tienen los pechos de lasmujeres en el país de tu futuro esposo.

—Pero madre, ¿por qué no? Si esasmujeres podrían ser de tremendísima

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importancia para mí.La Reina se preguntó si a su hija le

habrían llegado historias referentes alapuesto galán que habría de ser sumarido. ¿Cómo era posible? ¿Tendríasegunda vista? ¿Qué es lo que hay deextraño en mi Juana? Cómo se vapareciendo a su abuela… tanto quejamás puedo mirarla sin sentir que elmiedo se me anuda en el corazón comouna hiedra que estrangula a un árbol…sofocando mi alegría.

—Debes escuchar a tu hermana,Juana —le aconsejó—. Isabel es mayorque tú, y por eso es muy posible quetenga más experiencia.

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Juana hizo chasquear los dedos.—Felipe será un Rey más importante

de lo que jamás hubiera podido serAlonso… o de lo que pueda ser Manuel.

La princesa Isabel se había puestode pie y la Reina advirtió que tenía lasmanos crispadas y que una oleada decolor había inundado sus pálidasmejillas.

—Cállate, Juana —ordenó.—No me callaré, no —Juana se

había puesto a bailar por la habitaciónmientras los otros la observabanconsternados. A ninguno de ellos se lehabría ocurrido jamás desobedecer a laReina. Tampoco Juana se habría

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atrevido, a menos que estuviera al bordede uno de esos estados de ánimo tanraros.

A la Reina había empezado a latirledesordenadamente el corazón, pero en loexterior su sonrisa se mantuvo serena.

—No haremos caso de Juanamientras no muestre buenos modales —anunció—. Tú también, Ángel, estaráspronto casado.

—Espero que seré un maridosatisfactorio —murmuró el príncipe.

—Serás el marido más satisfactorioque jamás haya existido —dictaminóCatalina—. ¿No será así, madre?

—Yo también lo creo —asintió la

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Reina.Sin dejar de bailar, Juana se había

acercado a ellos y, arrojándose a lospies de su madre, estaba ahora bocaabajo, sosteniéndose la cara con lasmanos.

—Madre, ¿cuándo partiré? ¿Cuándome haré a la vela rumbo a Flandes?

Sin hacerle caso, la Reina se volvióhacia Catalina, para preguntarle:

—Tú estás ansiosa de que lleguenlas festividades por el casamiento de tuhermano, ¿verdad, hija mía?

Juana había empezado a darpuñetazos en el piso.

—Madre, ¿cuándo… cuándo…?

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—Cuando hayas pedido disculpas atu hermana por lo que le has dicho,estaremos dispuestos a hablar contigo.

Juana frunció el ceño y, mirandofuriosamente a Isabel, se disculpó:

—Oh, lo lamento. Felipe será unRey tan importante como lo habría sidoAlonso si hubiera vivido. Y yo seré unaReina tan buena como habrías sido tú, siel caballo de Alonso no lo hubieramatado de una patada.

Con un leve grito, la princesa Isabelse fue hacia la ventana.

—Niña querida —señalópacientemente la Reina a su rebelde hija—, debes aprender a ponerte en el lugar

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de otros, a pensar lo que estás por deciry preguntarte a ti misma cómo tesentirías si te lo dijeran a ti.

Con el rostro crispado, Juanaestalló:

—Es inútil, madre. Yo jamás podréser como Isabel, ni tampoco creo queFelipe pueda ser como Alonso.

—Ven aquí —la llamó la Reina, yJuana se acercó a su madre. La Reinatomó en sus brazos a esa hija que lehabía causado tantas noches deinsomnio. ¿Cómo puedo separarme deella?, se preguntaba. ¿Qué será de ellaen un país extranjero, donde no habránadie que la entienda como yo la

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entiendo?—Juana, quisiera verte calma —le

dijo—. Pronto te encontrarás entrepersonas que no te conocen comonosotros, y que tal vez no sean tantolerantes contigo. Pronto tendrás queviajar a Flandes con una gran armada,para encontrarte con tu marido, Felipe, ylos mismos barcos que te lleven a éltraerán aquí a su hermana Margaritapara Juan.

—Y me dejarán en Flandes, dondelas mujeres son de pechos grandes… yFelipe será mi marido. Y será un grangobernante, ¿no es así, madre? Más quemi padre… Eso, ¿es posible?

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—Sólo al término de su vida sepuede juzgar la grandeza de ungobernante —murmuró la Reina, con losojos fijos en su hija mayor. Por la rígidapostura del cuerpo de la joven, sabíaque ésta se esforzaba por contener laslágrimas. —Será necesario enseñartemuchas cosas antes de que te vayas —suspiró, mientras tomaba la mano deJuana—. Es una pena que no puedas sertan calma como Ángel.

—Pero madre —intervino entoncesCatalina—, para Ángel es fácil mantenerla calma. Él no tiene que irse; será sunovia la que venga aquí.

La Reina bajó la vista al pequeño

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rostro solemne de su hija menor, ycomprendió en ese momento quesepararse de Catalina sería lo que máshabría de desgarrarle el corazón.

Todavía no le diré que ella tendráque irse a Inglaterra, caviló. Faltantodavía años para que tenga quedejarnos, y ningún sentido tienedecírselo ahora.

Fernando entró en la habitación, y elefecto de su presencia fue inmediato.Para él era imposible mirar siquiera asus hijos sin que se notara que estabapensando en el brillante futuro que habíaplaneado para ellos. Al mirar cómo suhija mayor se acercaba, la primera, a

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saludarlo, la Reina sabía que Fernandola veía como el vínculo de amistad conPortugal… símbolo de una fronterapacífica que le permitiría continuar conmás comodidad la lucha contra sustradicionales enemigos, los franceses.En cuanto a Juan y Juana, eran la alianzacon los Habsburgo. Y María… su padreapenas si la miraba, porque en su menteno se había formado todavía ningún plangrandioso basado en encontrar para ellauna alianza conveniente.

La Reina apoyó la mano en el brazode Catalina, como si quisiera protegerla.¡Pobre pequeña Catalina! Para su padre,significaba la amistad con Inglaterra. La

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habían elegido como novia de Arturo, elpríncipe de Gales, porque solamentetenía un año más que él, es decir que eramás adecuada que María, cuatro añosmayor que Arturo.

—Os veo felices —comentóFernando, al observar a su familia.

¡Felices!, pensó la Reina. Mi pobreIsabel con el dolor pintado en elrostro… la resignación de mi Ángel, losdesvaríos de Juana, la ignorancia deCatalina… ¿es eso felicidad?

—¡Y buenas razones tenéis paraestarlo! —prosiguió Fernando.

—Juana está ansiosa por saber todolo que le sea posible de Flandes —le

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comentó la Reina.—Eso está bien, muy bien. Todos

debéis ser dignos de vuestra buenasuerte. Isabel es afortunada. Ya conocebien Portugal, y es una singularbendición la que recae sobre ella. Pensóhaber perdido la corona de Portugal yahora, milagrosamente, se encuentraconque le es devuelta.

—Yo no puedo regresar a Portugal,padre —empezó a decir la princesa—.No podría… —se interrumpió, mientrasen la habitación se instalaba un brevesilencio de horror. Era obvio que laprincesa Isabel estaba a punto decometer la terrible incorrección de

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llorar en presencia del Rey y de laReina.

—Tenéis nuestra autorización pararetiraros, hija —dijo con suavidad laReina. Con una mirada deagradecimiento a su madre, la joven hizouna reverencia.

—Pero primero… —empezó a decirFernando.

—Id ya, querida mía —lointerrumpió con firmeza la Reina, sinprestar atención a las luces coléricasque inmediatamente se encendieron enlos ojos de Fernando.

Por sus hijos, como por su país,Isabel estaba dispuesta a hacer frente a

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la ira de su marido.—Ya es tiempo de que esa

muchacha se case —estalló Fernando—.No es natural la vida que lleva aquí,continuamente en oración. ¿Y por quépide? ¡Por los muros del convento,cuando debería estar pidiendo por hijos!

Todos los niños se mostrabanatemorizados, salvo Juana, a quiencualquier conflicto le provocabaexcitación.

—Yo ya estoy rogando por hijos,padre —exclamó.

—Juana —le llamó la atención sumadre, pero Fernando se rió por lo bajo.

—Pues está muy bien. No es

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demasiado pronto para que empieces tusplegarias. Y ¿qué hay de mi hija menor?¿No está ansiosa por aprender los usosde Inglaterra?

Francamente azorada, Catalina clavólos ojos en su padre.

—¿Qué dices, hija mía? —prosiguióél, mirándola con afecto.

La pequeña Catalina, la menor, sólodiez años… y sin embargo, tanimportante para los proyectos de supadre.

Isabel había atraído hacia sí a laniña.

—Todavía faltan años para elmatrimonio de nuestra hija menor —

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murmuró—. Todavía no es necesarioque Catalina piense en Inglaterra.

—No faltará tanto —declaróFernando—. Enrique es hombreimpaciente: incluso sería posible quepidiera que Catalina vaya a educarseallá. Estará deseoso de convertirla enuna inglesita tan pronto como seaposible.

Isabel percibía los estremecimientosque recorrían el cuerpo de su hija, y sepreguntó qué podía hacer paratranquilizarla. ¡Haberle dado de esamanera la noticia! Había veces que laReina tenía que dominar su enojo contraese marido que en algunas cosas podía

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ser tan impetuoso, y tan inhumano enotras.

¿Acaso no podía ver la expresióndolorida del rostro de la niña? ¿O nopodía entender su significado?

—Hay algo que tengo que hablar convuestra madre —anunció Fernando—,de manera que vosotros podéis retiraros.

En orden de edad, los niños seacercaron a saludar a sus padres. Lallegada de Fernando a las habitacionesde los niños había vuelto a imponer eltratamiento ceremonial.

La pequeña Catalina fue la última.Isabel se inclinó hacia ella paraacariciarle la mejilla. Los grandes ojos

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oscuros la miraron desconcertados: enellos empezaba ya a aparecer el miedo.

—Iré a verte más tarde, hija mía —le susurró la Reina, y durante unmomento el miedo se atenuó, comohabía sucedido siempre cuando la niñaera muy pequeña y sufría algúndolorcillo. «Cuando venga madre tesentirás mejor». Siempre era así conCatalina: la presencia de su madreejercía sobre ella un efecto tal que podíacalmar cualquier dolor.

Fernando sonreía con esa sonrisa deastucia que era el signo de que habíapuesto en marcha algún nuevo proyecto,por cuya sagacidad él mismo se

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felicitaba.—Fernando —le advirtió Isabel

cuando se quedaron a solas—, ésta es laprimera noticia que ha tenido Catalinade que debe ir a Inglaterra.

—¿Es así realmente?—Ha sido un golpe para ella.—Ajá. Algún día será Reina de

Inglaterra. Estoy impaciente por ver quese concreten esos matrimonios. Cuandopienso en los grandes beneficios quepueden resultar para nuestro país deesas alianzas, doy las gracias a Dios porhaber tenido cinco hijos, y desearíahaber tenido cinco más. Pero no era deeso de lo que venía a hablaros. Ese tal

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Jiménez… vuestro Arzobispo…—Y el vuestro, Fernando.—¡El mío! Yo jamás daría mi

consentimiento para conceder a unhumilde monje el cargo más elevado deEspaña. Y se me ocurre que, en sucondición de hombre humilde que depronto se encontrará en posesión degrandes riquezas, no ha de saber cómoadministrarlas.

—Podéis contar seguramente conque no cambiará su modo de vida.Juraría que dará más a los pobres, ycreo que uno de sus grandes sueños hasido siempre construir una Universidaden Alcalá, y compilar una Biblia

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poliglota.Fernando hizo un gesto de

impaciencia, y en sus ojos apareció eseresplandor de avaricia que tan bienconocía Isabel y que para ella eraindicio de que él pensaba en lasabundantes rentas de Toledo. La Reinacomprendió que su marido tenía algúnplan para distraer en dirección de él lasrentas del Arzobispado.

—Un hombre así no sabría qué hacercon semejante fortuna —prosiguióFernando—. Se sentiría incómodo. Élprefiere llevar la vida de un ermitaño, y¿por qué habríamos de impedírselo?Voy a ofrecerle dos o tres cuotas por

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año para sus gastos personales, y no veopor qué el resto de las rentas de Toledono se han de usar para el bien del paísen general.

Isabel permaneció en silencio.—¿Y bien? —la apremió Fernando,

con impaciencia.—¿Habéis hablado del asunto con el

arzobispo?—Pensé que sería más prudente que

lo hiciéramos juntos, y lo he hechollamar a nuestra presencia. En breveestará aquí. Espero contar con vuestroapoyo en este asunto.

Isabel no dijo nada. Prontonecesitaré oponerme a Fernando en

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relación con Catalina, estaba pensando.Durante algunos años, no lo dejaré queme aparte de mi hija. Pero no debemosestar continuamente en pugna uno conotro, y estoy segura de que el arzobispoes más capaz de defenderse solo que mipequeña Catalina.

—¿Y bien? —repitió Fernando.—Veré con vos al arzobispo y

escucharé lo que él tenga que decirsobre este asunto.

—Estoy muy necesitado de dinero—prosiguió Fernando—. Para poderseguir con éxito las guerras de Italia,tengo que tener más hombres, y necesitoarmas. Y si no hemos de vernos

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derrotados a manos de los franceses…—Ya lo sé —lo interrumpió Isabel

—. La cuestión es si es ésa la maneracorrecta de conseguir el dinero quenecesitáis.

—Para un propósito tal, cualquiermanera de conseguir el dinero escorrecta —afirmó hoscamente Fernando.

Poco después, Jiménez entraba en lahabitación.

—¡Ah, Arzobispo! —Fernandoacentuó casi irónicamente el título.Imposible que hubiera alguien conmenos aspecto de arzobispo. Por lomenos, en la época de Mendoza, el títulohabía tenido otra dignidad. Isabel era

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una tonta al habérselo concedido a esesanto medio muerto de hambre.

—Vuestras Altezas —murmuróJiménez, inclinándose ante ellos.

—Su Alteza el Rey tiene unasugerencia para haceros, Jiménez —leexplicó la Reina.

Los ojos descoloridos se posaron enFernando, e incluso él se sintió un pocoincómodo ante esa mirada glacial. Eradesconcertante, verse frente a alguienque no sentía miedo ante él. No habíanada que ese hombre temiera. Se lopodía despojar de su cargo: seencogería de hombros. Se lo podíallevar a la hoguera, y mientras se

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encendiera el fuego, su agonía sería paraél un deleite. Sí, indudablemente eradesconcertante para un Rey ante quienlos hombres temblaban, encontrarse conalguien a quien su autoridad leimportaba tan poco como a Jiménez.

—Pues bien —empezójactanciosamente Fernando, a pesar suyo—, la Reina y yo hemos estado hablandode vos. Es evidente que sois hombre degustos simples y que las rentas delArzobispado serán una carga para vos.Hemos decidido aliviaros de ella: nosproponemos ser nosotros quienes lasadministremos en bien del país. Vosrecibiréis una asignación adecuada para

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vuestra casa y vuestros gastospersonales…

Fernando se interrumpió porqueJiménez, como si él hubiera sido elsoberano y Fernando su súbdito, habíalevantado una mano en demanda desilencio.

—Vuestra Alteza —respondióJiménez, dirigiéndose a Fernando, puesbien sabía que la idea eraexclusivamente de él—, quiero decirosalgo. Yo acepté este alto cargo con granrenuencia: lo único que pudo inducirmea hacerlo fue la orden expresa del SantoPadre. Pero una vez que lo he aceptado,cumpliré con mi deber tal como yo

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entiendo que debo cumplirlo. Sé quenecesitaré esos recursos si he de cuidarde las almas que tengo a mi cargo, ydebo deciros sin rodeos que, sipermanezco en este cargo, yo y miIglesia debemos ser libres, y lo que esmío debe quedar librado a mijurisdicción, de la misma manera queVuestra Alteza la tiene sobre sus reinos.

Fernando estaba pálido de cólera.—Había pensado que teníais la

mente puesta en lo sagrado, arzobispo—comentó—, pero parece que vuestrasrentas no dejan de interesaros.

—Mi mente está puesta en mi deber,Alteza. Si persistís en adueñaros de las

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rentas de Toledo, debéis tambiéndestituir de su puesto al arzobispo. ¿Quétiene que decir al respecto Su Alteza laReina?

—Todo debe ser como vos decís,arzobispo —respondió en voz bajaIsabel—. Ya encontraremos otrosmedios para satisfacer las exigenciasdel estado.

Jiménez se inclinó.—¿Tengo la autorización de

Vuestras Altezas para retirarme?—La tenéis —respondió Isabel.Cuando Jiménez hubo salido, esperó

a que se desencadenara la tormenta.Fernando había ido hacia la ventana;

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estaba con los puños contraídos,luchando, bien lo sabía la Reina, pordominar su enojo.

—Lo lamento, Fernando —expresó—, pero no podéis privarlo de susderechos. Las rentas son de él, y nopodéis despojarlo de ellas por el solohecho de que sea un hombre decostumbres santas.

Fernando se volvió para hacerlefrente.

—Una vez más, señora, daismuestras de vuestra determinación ahumillarme y escarnecerme —declaró.

—Cuando no estoy de acuerdo convuestros deseos, es siempre con

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grandísima pena.Fernando se mordió los labios para

no pronunciar las palabras que pugnabanpor escapar de ellos. Naturalmente,Isabel tenía razón; para ella era unaverdadera felicidad estar de acuerdocon él. Lo que perpetuamente seinterponía entre ambos era la concienciamoral de la Reina.

—Santa Madre —murmuró para síFernando—, ¿por qué me disteis poresposa a una mujer tan buena? Suconciencia eterna, su devoción al deber,aunque éste se oponga a nuestro bien,son causa de las continuas friccionesque hay entre nosotros.

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De nada servía enojarse con Isabel;ella era como había sido siempre.

—Ese hombre y yo seremosenemigos durante toda la vida —masculló en voz tan baja que ella apenassi alcanzó a oírlo.

—No, Fernando —rogó la Reina—,no debe ser así. Ambos deseáis servir aEspaña, y eso debe ser un vínculo entrevosotros. ¿Qué importa que consideréisvuestro deber desde ángulos diferentes,si el objetivo es el mismo?

—¡Es un insolente, ese arzobispo deToledo!

—No debéis culpar a Jiménezporque el elegido haya sido él y no

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vuestro hijo natural, Fernando.Fastidiado, él chasqueó los dedos.—¡Eso! Eso ya está olvidado. ¿No

estoy acaso acostumbrado a que no setengan en cuenta mis deseos? Es elhombre mismo… ese santo que se matade hambre y se pasea por el palacio consu raído hábito de sarga. Recuerdo laépoca de Mendoza…

—Mendoza ya ha muerto, Fernando,y estamos en la época de Jiménez.

—¡Pues es una pena! —murmuróFernando, mientras Isabel pensaba cómohacer para que su marido y el arzobispono se interfirieran recíprocamente.

Aunque en realidad, sus

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pensamientos no estaban puestos enJiménez ni en Fernando. Desde elmomento en que Catalina había salidode la habitación con su hermano y sushermanas, la Reina estaba pensando ensu hija.

Debía ir lo antes posible a hablarcon ella, y explicarle que para esecasamiento que la llevaría a Inglaterrafaltaba aún mucho tiempo.

—No me parece que estéisprestándome atención —señalóFernando.

—Estaba pensando en nuestra hija,en Catalina. Iré a decirle que nopermitiré que se aleje de nosotros

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mientras no sea mucho mayor.—No hagáis promesas aventuradas.—No haré promesas, pero tengo que

consolarla —insistió Isabel—. Bien séyo cuánto lo necesita.

Con esas palabras se separó de él,dejándolo frustrado como otras tantasveces, admirándola como buenasrazones tenía para hacerlo, admitiendoque aunque a veces su mujer loexasperara hasta lo indecible, a elladebía gran parte de lo que tenía.

Fernando pensó con amargura queIsabel intentaría proteger a Catalina delos proyectos matrimoniales de él de lamisma manera que se había opuesto

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obstinadamente a que Toledo fuera amanos de su hijo Alfonso. Y sinembargo, él estaba tan atado a ella comosu mujer a él. Los dos eran uno; eranEspaña.

Isabel no pensaba más que en su hijamientras acudía, presurosa, a lashabitaciones de la niña. Tal como habíaesperado, Catalina estaba sola. Tendidaen su cama, la pequeña tenía el rostrohundido en las almohadas, como sitapándose los ojos, pensó tiernamente laReina, pudiera no ver algo que ledesagradaba insoportablemente.

—Mi pequeña —susurró al entrar.Catalina se dio vuelta y una súbita

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alegría le iluminó la cara.Isabel se tendió junto a ella y tomó

en sus brazos a la niña, que durante unosmomentos se aferró infantilmente a sumadre, como si al hacerlo pudiera nosepararse jamás de ella.

—Yo no quería decírtelo durantemucho, muchísimo tiempo —le susurróla Reina.

—Madre… ¿cuándo tendré quesepararme de vos?

—Para eso faltan años, querida mía.—Pero mi padre dijo…—Oh, tu padre es un impaciente. Es

tanto lo que ama a sus hijas, y tan felizse siente al teneros, que anhela ver que

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tengáis vuestros propios hijos, y seolvida de lo pequeñas que sois. ¡Casar auna chiquilla de diez años!

—A veces, separan a una princesade su madre para llevarla a vivir en unacorte extranjera… en la corte de suprometido.

—Tú no te separarás de mí enmuchos años, te lo prometo.

—¿Cuántos años, madre?—Los que falten para que crezcas y

estés en edad de casarte.Catalina se acurrucó más contra ella.—Para eso falta mucho, mucho

tiempo. Cuatro años, o cinco tal vez.—Por cierto. De modo que ya ves

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qué tontería sería preocuparse ahora porlo que puede suceder de aquí a cuatro ocinco años. Vaya, si para entonces yacasi serás una mujer, Catalina… yquerrás tener tu marido, y no estarás tanansiosa de quedarte con tu madre.

—¡Yo siempre querré quedarme conmi madre! —declaró apasionadamenteCatalina.

—Oh, ya veremos —suspiró Isabel.En silencio, se quedaron una junto a

otra. Catalina se había consolado. A ellacuatro o cinco años le parecían unaeternidad, aunque para su madre eran untiempo muy corto.

Pero su propósito estaba cumplido;

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el golpe se había atenuado. Isabelhablaría de Inglaterra con su hija menor.Se informaría lo mejor que pudierasobre el rey Tudor que, según decíanalgunos, había usurpado el trono deInglaterra. Aunque, naturalmente, seríamejor que a oídos de la niña no llegaranesas habladurías. Su madre le hablaríade los hijos del Rey, el mayor de loscuales debía ser su marido… un niño unaño menor que ella. ¿Qué podíainspirarle temor en eso? También habíaotro varón, Enrique, y dos niñas:Margarita y María. Catalina seacostumbraría pronto a sus usanzas, yllegaría un momento en que olvidara su

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hogar en España.No es verdad, se dijo Isabel,

Catalina no olvidará jamás.Creo que es, de todos, la más

próxima a mí, pensó la Reina. Qué felizme sentiría si este matrimonio quedaraen nada y pudiera conservar durantetoda la vida a mi lado a mi pequeñaCatalina.

Pero no dio expresión a ese deseo,que era indigno de la Reina de España, yde la madre de Catalina. Por elmomento, parecía que el destino deCatalina estuviera entre los ingleses. Y,como hija de España, la princesa tendríaque cumplir con su deber.

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Jiménez yTorquemada

La cabalgata había llegado finalmente alpuerto de Laredo, en el límite orientalde Asturias. Durante el viaje desdeMadrid a Laredo, la inquietud de laReina había crecido al mismo ritmo quela excitación de su hija.

Isabel había decidido acompañar aJuana hasta que la infanta abandonara elsuelo español. Incluso le habría gustadoacompañarla a Flandes, temerosa comoestaba de lo que pudiera suceder allí asu díscola hija.

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Isabel había dejado su familia y susobligaciones de Estado para estar con suhija, y durante el viaje, largo y confrecuencia tedioso, no había dejado niun momento de rezar por el futuro deJuana, ni de preguntarse continuamentequé sería de ella cuando llegara aFlandes.

La Reina había pasado una noche abordo del barco en el cual su hija debíahacerse a la vela, y ahora estaba conella en cubierta, esperando el momentode la partida, para despedirse de Juana.A su alrededor había un espléndidodespliegue naval, una flota digna delrango de la infanta, encargada de

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conducirla a Flandes para de allíregresar trayendo a la archiduquesaMargarita, la novia de Juan. Entregrandes y pequeños, había ciento veintebarcos en esa magnífica armada. Todosestaban en condiciones de defenderse,en previsión de que necesitaran lucharcontra los franceses. Fernando, sinembargo, se había mostrado biendispuesto a darles ese destino, ya quetransportar a Flandes a la inestableinfanta era equiparable, como acción deguerra contra los franceses, a entrarefectivamente en batalla.

En esa ocasión, Fernando no estabacon su mujer y su hija: había ido a

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Cataluña a preparar un ataque contraFrancia. Para Isabel era más bien unalivio estar sola para despedirse deJuana; su angustia era tal que no habríapodido soportar la visión del placerque, como bien lo sabía ella, sereflejaría en los ojos de su marido al verpartir a la infanta.

Con los ojos brillantes, Juana sevolvió hacia su madre, exclamando:

—¡Y pensar que todo esto es por mí!Isabel siguió mirando los barcos,

porque en ese momento se le hacíaimposible mirar el rostro de su hija:sabía que le haría pensar en el de supropia madre, que seguía llevando una

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borrosa existencia en el castillo deArévalo, incapaz de distinguir entre elpasado y el presente, enfureciéndose enocasiones con seres que habían muertomucho tiempo antes y que ya no podíandañarla. Había habido momentos en quea Isabel le inspiraban terror losestallidos de violencia de su madre,como se lo inspiraban ahora los de suhija.

¿Cómo le irá con Felipe?, era otrade las cosas que se preguntaba. ¿Serábueno con ella? ¿La comprenderá?

—Es un hermoso espectáculo —asintió en un murmullo.

—¿Cuánto tardaré en llegar a

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Flandes, madre?—Eso dependerá del tiempo.—Espero que habrá tormentas.—¡Oh, no, hija mía! Roguemos

porque el mar esté calmo y tengáis buenviento.

—Me gustaría que nos demoráramosun poco. Me gustaría que Felipeestuviera esperándome… conimpaciencia.

—Te estará esperando —murmuróla Reina.

Juana se apretó las manos sobre elpecho.

—Estoy ansiosa por verlo, madre —expresó—. He oído decir que es

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apuesto. ¿Sabíais que la gente empieza allamarlo Felipe el Hermoso?

—Es un placer tener un novioapuesto.

—Le gusta la danza, y la alegría. Legusta reír. Es el hombre más fascinantede Flandes.

—Tienes suerte, querida mía, perorecuerda que él tiene suerte también.

—Así lo espero. Así será.Juana había empezado a reírse, con

una risa de excitación y de intensoplacer.

—Pronto será hora de que nosdespidamos —se apresuró a decir laReina, y se volvió impulsivamente hacia

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su hija para abrazarla, mientras en suinterior rogaba: «Oh, Dios, haz quesuceda algo para que no se separe de mí.Haz que no tenga que hacer este viajelargo y riesgoso».

Pero, ¡qué estaba pensando! Si éseera el mejor matrimonio que pudierahacer Juana. Era la maldición de unaReina que sus hijas no fueran más que unpréstamo que recibía mientras eranniñas. Eso debía tenerlo siemprepresente.

Juana se retorcía en los brazos de laReina. No era el abrazo de su madre elque anhelaba, era el de su marido.

¿Será demasiado ávida, demasiado

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apasionada?, se preguntó la Reina. YFelipe, ¿qué clase de hombre es? Cómodesearía haberlo conocido, haberpodido hablar con él, advertirle queJuana es un poco diferente de otrasmuchachas.

—¡Mirad! —exclamó Juana—. Ahíviene el Almirante.

Era verdad. Don Fadrique Enríquez,Almirante de Castilla, había subido acubierta, e Isabel supo que había llegadoel momento de despedirse de Juana.

—Juana —le dijo, tomando deambas manos a la muchacha paraobligarla a que la mirara—, debesescribirme con frecuencia. Nunca debes

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olvidar que mi mayor deseo es ayudarte.—Oh, no, no lo olvidaré —en

realidad, Juana no la escuchaba. Estabasoñando con «Felipe el Hermoso», elhombre más atractivo de Europa. Tanpronto como esa magnífica armada lahubiera llevado a Flandes, Juana seríasu esposa, y todo lo que la separaba deél la llenaba de impaciencia. Estaba yaapasionadamente enamorada de esenovio a quien jamás había visto. Eldeseo que crecía dentro de ella leprovocaba tal frenesí que tenía lasensación de que si no podíasatisfacerlo pronto, la frustración laharía gritar.

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La ceremonia de la despedida eracasi más de lo que la infanta podíasoportar. Sin advertir la angustia de laReina, no prestó oídos a los sensatosconsejos de su madre. En ella no habíamás que una necesidad, ese abrumadordeseo de Felipe.

Isabel no salió de Laredo hasta quela armada no se perdió de vista. Sóloentonces se dio vuelta, dispuesta aemprender el viaje de regreso a Madrid.

—Que Dios la guarde —rogó—.Que le dé toda la atención que tandesesperadamente necesita mi pobreJuana.

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La pequeña Catalina esperaba el regresode su madre.

Esto es lo que me sucederá a mí undía, pensaba. Mi madre me acompañaráa la costa, aunque tal vez no sea aLaredo. ¿A qué ciudad habrá que ir paraembarcarse hacia Inglaterra?

Juana se había ido con regocijo.Durante los últimos días, su risadestemplada había resonado en elpalacio.

Había cantado y bailado, mientrashablaba continuamente de Felipe; erauna desvergüenza, la forma en quehablaba de él. No era la forma en queCatalina hablaría jamás de Arturo, el

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príncipe de Gales.Pero no quiero pensar en eso, se dijo

Catalina. Todavía falta mucho. Mimadre no me dejará partir en años yaños… aunque el Rey de Inglaterra digaque quiere que me eduquen como unaprincesa inglesa.

—¿Todavía esperando, Catalina? —preguntó su hermana Isabel, que acababade entrar en la habitación.

—Me parece que hace tanto tiempoque madre se fue.

—Cuando regrese ya lo sabrás. Conestar así a la espera no conseguirás quevuelva antes.

—Isabel, ¿piensas tú que Juana será

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feliz en Flandes?—No creo que Juana sea feliz ni esté

contenta en ninguna parte.—Pobre Juana. Ella cree que cuando

esté casada con Felipe vivirá parasiempre en la felicidad. Es tan buenmozo, dice, que hasta lo llaman Felipeel Hermoso.

—Mejor es tener un buen maridoque uno buen mozo.

—Estoy segura de que el príncipeArturo es bueno. Todavía es un niño, asíque faltan años para que se case. YManuel también es bueno, Isabel.

—Sí, Manuel es bueno —convinoIsabel.

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—¿Te vas a casar con él?Isabel sacudió la cabeza y apartó el

rostro.—Oh, siento haber hablado de eso,

Isabel —se disculpó Catalina—. Te traerecuerdos, ¿no es eso?

Su hermana asintió, sin hablar.—Sí, fuisteis felices, ¿verdad? —

continuó Catalina—. Tal vez fue mejorque Alonso haya sido tan buen marido,aunque haya muerto tan pronto… mejorque haberte casado con un hombre aquien odiaras y que no hubiera sidobondadoso contigo.

Isabel miró pensativamente a suhermana menor.

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—Sí, fue mejor así —asintió.—Y tú has visto a Manuel, y lo

conoces bien. Sabes que es bueno.Entonces, Isabel, si tuvieras que casartecon él, tal vez no fueras tan desdichada.Portugal está cerca… y en cambio…

De pronto, al mirar los ojos ansiososde su hermanita, Isabel olvidó su propioproblema. Rodeó con sus brazos aCatalina, abrazándola afectuosamente.

—Inglaterra tampoco está tan lejos—le aseguró.

—Tengo el temor —confesólentamente Catalina— de no regresarjamás, una vez que esté allí… de novolver a veros nunca. Es eso lo que se

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me hace tan difícil de soportar… noverte nunca más, ni a Juan, María ynuestro padre… ni a madre… no volvera ver a madre…

—Yo también lo pensé, pero ya vesque volví. Nada es seguro, de maneraque es una tontería decir «Nuncavolveré». ¿Cómo puedes estar segura?

—No lo diré. Diré «Regresaré»,porque sólo si pienso así puedo soportartener que irme.

Isabel se apartó de su hermana y fuehacia la ventana, seguida por Catalina.

Al asomarse vieron que dos jinetessubían la pendiente que conducía alpalacio.

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Catalina suspiró, decepcionada, aldarse cuenta de que no eran parte delséquito de la Reina.

—Pronto sabremos quiénes son —comentó Isabel—. Vamos a ver a Juan.Si tienen noticias importantes, losmensajeros se las llevarán a él.

Cuando llegaron a las habitacionesde Juan, los mensajeros estaban ya conél y el príncipe había dado órdenes deque se retiraran para que les fueraofrecido algo de comer.

—¿Qué noticias traían? —preguntóIsabel.

—Vienen de Arévalo —le informóJuan—. Nuestra abuela está muy

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enferma, y pide constantemente pornuestra madre.

La Reina entró en la habitación familiar,cuyo recuerdo la rondaría con su tristezadurante toda la vida.

Apenas llegada a Madrid, habíavuelto a partir hacia Arévalo, rogandoque no fuera demasiado tarde y, sinembargo, esperando a medias que sí lofuera.

La Reina viuda de Castilla, laambiciosa madre de Isabel, esa Princesade Portugal que había padecido el azotede su familia y cuyas aberraciones

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mentales habían oscurecido la vida desu hija, Juana, estaba en su lecho demuerte.

Era por causa de su madre por loque Isabel sentía la garra del terror cadavez que advertía alguna nueva rareza enJuana. La locura latente en la sangrereal, ¿se habría salteado una generaciónpara florecer en la siguiente?

—¿Es Isabel…?Los ojos sin expresión estaban

vueltos hacia arriba, pero no veían a laReina, que se inclinaba sobre la cama.Veían en cambio a la pequeña Isabel, laque la Reina había sido cuando su futuroconstituía para su madre la mayor

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preocupación del mundo.—Madre, madre querida, aquí estoy

—le aseguró Isabel.—Alfonso, ¿eres tú, Alfonso?No se le podía decir que Alfonso

había muerto… hacía tantos años. Nosabemos cómo murió, pero creemos quefue envenenado.

—Alfonso es el verdadero Rey deCastilla…

—Oh, madre, madre —susurróIsabel—, de todo eso hace tanto tiempo.Fernando y yo somos ahora los Reyes deEspaña. Soy mucho más que la Reina deCastilla…

—Yo no confío en él —gimió la

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enferma, torturada.Isabel apoyó la mano en la frente

sudorosa de su madre.—Traedme agua perfumada para

refrescarle la frente —pidió a una de lasdamas.

La enferma empezó a reírse, con unarisa espantosa que evocó a Isabel losdías en que ella y su hermano menor,Alfonso, habían vivido en el sombríopalacio de Arévalo, con una madre quedía tras día iba enloqueciendo un pocomás.

—Idos ahora, y dejadme con ella —dijo, recibiendo el tazón de agua demanos de la azafata, y se puso a enjugar

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la frente de su madre.La risa se había suavizado y la

respiración de la moribunda se habíavuelto trabajosa.

Ya no podía faltar mucho. Había quellamar a los sacerdotes para que leadministraran los últimos ritos. Pero,¿qué podía saber de eso la agonizante,en su triste desvarío? No tenía idea deque estaba viviendo sus últimosmomentos: creía que era otra vez joven,luchaba desesperadamente por el tronode Castilla para que pudiera heredarlosu hijo Alfonso o su hija, Isabel.

Sin embargo, tal vez fuera posibleque pudiera darse cuenta de que estaban

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administrándole la extremaunción; talvez algunos segundos de lucidez lepermitieran entender las palabras delsacerdote.

Isabel se levantó y llamó con ungesto a una de las mujeres queesperaban en un rincón de la habitación.

—Vuestra Alteza… —murmuró laazafata.

—Mi madre está muy mal —explicóIsabel—. Llamad a los sacerdotes, paraque estén con ella.

—Sí, Alteza.Isabel volvió junto al lecho y

esperó.La Reina viuda había vuelto a

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recostarse contra las almohadas; con losojos cerrados, movía débilmente loslabios. Su hija, mientras intentaba rogarpor el alma de su madre, sólo pudoencontrar palabras que eran unaintromisión en su plegaria: «Oh, Dios,Tú que hiciste a Juana tan semejante aella. Te lo ruego, cuida Tú de mi hija».

Catalina esperaba ansiosamente elregreso de su madre de Arévalo, perotardó mucho tiempo en poder estar asolas con ella.

Desde que la niña había sabido quedebía ir a Inglaterra, no le alcanzaba el

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tiempo que podía pasar en compañía desu madre. Isabel lo comprendía y seesforzaba por llamar a Catalina a supresencia cada vez que le era posible.

Indicó a todos los presentes que seretiraran para poder estar a solas conCatalina; la alegría que se pintó en elrostro de la niña, y que conmovióprofundamente a la Reina, fue suficienterecompensa.

Isabel hizo que Catalina acercara untaburete para sentarse a sus pies. Laniña, feliz, apoyó la cabeza en las faldasde su madre, mientras la Reina dejabacorrer los dedos por el espeso cabellocastaño de su hija.

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—¿Te pareció, entonces, que estuvemucho tiempo fuera? —le preguntó.

—Muchísimo, madre. Primero osfuisteis con Juana, y después, tan prontocomo regresasteis tuvisteis que partirpara Arévalo.

—Es muy poco lo que hemos podidoestar juntas últimamente. Debemosrecuperar el tiempo perdido. Pero mealegré de poder estar algún tiempo conmi madre, antes de que muriera.

—Os sentís desdichada, madre.—¿Te sorprende que me sienta

desdichada, ahora que no tengo madre?¿Acaso no puedes entenderlo tú, quetanto amas a la tuya?

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—Oh, sí. Pero vuestra madre no eracomo la mía.

Isabel sonrió.—Oh, Catalina, no sabes tú las

angustias que me ha dado.—Lo sé, madre. Y espero no

causaros jamás ni la menor angustia.—Si me la causaras, sería

únicamente por lo mucho que te amo.Bien sé que jamás harías tú nada que meacongojara.

Catalina tomó la mano de su madre yse la besó con una emoción que asustó aIsabel.

Es demasiado tierna, pensó; debodarle fuerzas.

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—Catalina —le dijo—, ya tienesedad para saber que mi madre estaba enArévalo, más o menos como unaprisionera, porque… porquementalmente no era… normal. No estabasegura de lo que en realidad sucedía. Nosabía si yo era una mujer, o una niñitacomo tú. No sabía que yo era la Reina;pensaba que mi hermanito vivía, y queera él el heredero de Castilla.

—Y eso… ¿os asustó?—Cuando era pequeña me asustaba.

Me asustaba su desvarío. Y como laamaba, sabes… no podía soportar quesufriera así.

Catalina asintió, sin palabras. Esas

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confidencias la hacían feliz, la niñasabía que había sucedido algo en virtudde lo cual su relación con su madre sehabía vuelto casi dolorosamentepreciosa. Era algo que se habíaproducido cuando Catalina descubrióque la destinaban a ir a Inglaterra, y lainfanta creía que la Reina no queríadejarla ir como a una criatura ignorante.Su madre quería hacerle entender algodel mundo, para que ella pudiera tomarsus propias decisiones, para que fueracapaz de dominar sus emociones… enrealidad, para que fuera una personaadulta, capaz de cuidar de sí misma.

—Juana es como ella —articuló

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Catalina.La Reina contuvo el aliento.—Juana es demasiado alegre —

respondió rápidamente—. Ahora que vaa tener marido, se dominará mejor.

—Pero mi abuela tuvo marido, ytuvo hijos, y no se controlaba.

Durante unos segundos, la Reinapermaneció en silencio.

—Oremos las dos por Juana —murmuró después.

Tomó a Catalina de la mano, y lasdos se dirigieron a la pequeña antesaladonde Isabel había dispuesto un altar;allí se arrodillaron, a rogar nosolamente porque Juana tuviera un buen

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viaje, sino a pedir que pasara sana ysalva por la vida.

Cuando volvieron a la habitación,Catalina volvió a sentarse en su taburetea los pies de la Reina.

—Catalina —le dijo Isabel—,espero que cuando llegue os hagáisamigas de la archiduquesa Margarita.Debemos recordar que se sentiráextranjera entre nosotros.

—Yo pienso si estará asustada —susurró Catalina, procurando no pensaral mismo tiempo en que ella tenía queemprender un peligroso viaje por mar aInglaterra.

—Tiene dieciséis años y viene a un

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país extranjero, para casarse con unjoven a quien jamás ha visto. No sabeque en nuestro Juan encontrará al másbueno y afectuoso de los maridos.Todavía no sabe la suerte que ha tenido.Pero mientras se da cuenta de eso,quiero que tú y tus hermanas seáis muybondadosas con ella.

—Lo seré, madre.—Yo sé que lo serás.—Yo haría cualquier cosa que me

pidierais… con alegría haría lo que memandarais.

—Bien lo sé, mi preciosa hija. Ycuando llegue el momento de que tú medejes, lo harás con el corazón lleno de

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valor. Bien sabrás tú que dondequieraque estés, y dondequiera que yo esté, note olvidaré jamás mientras viva.

A Catalina le temblaron los labios alcontestar:

—Jamás lo olvidaré. Cumplirésiempre con mi deber, como vosquerríais que lo cumpla, y sin quejarme.

—Pues me enorgulleceré de ti.Ahora toma tu laúd, querida mía, y tocapara mí un rato, que pronto vendrán ainterrumpirnos. Pero, no te preocupes,que eludiré mis obligaciones para estarcontigo todo lo que me sea posible.Ahora toca algo, hija mía.

Catalina fue en busca de su laúd y

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empezó a tocar, pero hasta las melodíasmás alegres sonaban lamentosas, porquela niña no podía sacarse de la cabeza laidea de la rapidez conque pasaba eltiempo, y de que debía llegar el día enque también ella debería partir haciaInglaterra.

Transcurrieron semanas de tristeza parala Reina, que estaba de luto riguroso porsu madre. Al mismo tiempo, en el mar sehabían producido tales tempestades queIsabel estaba inquieta por la seguridadde la armada que conducía a Flandes aJuana.

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Le llegó la noticia de que la flotahabía tenido que refugiarse en un puertoinglés, porque algunos barcos habíanresultado dañados por la tormenta. LaReina se preguntaba cómo conseguiríadon Fadrique Enríquez mantener bajo sudominio a la rebelde Juana. No debíaser tarea fácil; cuanto antes estuviera lainfanta casada con Felipe, mejor sería.

Pero un viaje por mar era cosa muyriesgosa, y hasta podía ser que Juana nollegara jamás a su destino.

Una tormenta en el mar podíadestruir los sueños más caros deFernando. Si Juana se perdía en el viajea Flandes, y Margarita al venir a

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España, sería el fin de la proyectadaalianza con los Habsburgo. Isabel nopodía pensar en otra cosa que en elriesgo que corrían sus hijos, y susplegarias eran constantes.

Intentó concentrarse en otras cosas,pero no era fácil excluir de su mente laidea de que Juana estaba en peligro: ydesde la reciente muerte de su madre, laReina había tenido pesadillas en las quemuchas veces la enferma de Arévalo seconvertía en la inestable Juana.

Tenía suerte, se dijo, con suArzobispo de Toledo. Otros podíanvilipendiarlo y criticarlo porqueJiménez hubiera despojado a su cargo de

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todo color y pintoresquismo, por ser tanintransigente y despiadado en sucondenación de los demás como lo eraconsigo mismo. Pero Isabel sentía por élla misma admiración que había sentido—y que aún experimentaba— porTomás de Torquemada.

Tomás había establecidosólidamente la Santa Inquisición en elpaís, y Jiménez haría todo lo queestuviera a su alcance por mantenerla.Cortados los dos por la misma tijera,eran hombres a quienes Isabel —de unadevoción tan austera como la de ellos—deseaba tener como colaboradores.

La Reina sabía que Jiménez estaba

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introduciendo reformas en la Orden a lacual pertenecía. Siempre le habíaparecido deplorable que muchos monjesque vestían el hábito de los franciscanosno se ajustaran a las reglas que paraellos había establecido su fundador. Lesgustaba vivir bien, gozaban con lasfiestas y los buenos vinos, amaban a lasmujeres y de muchos de ellos se decíaque eran padres de hijos ilegítimos.Todo eso enfurecía a un hombre comoJiménez que, lo mismo que Torquemada,no tenía pasta para encogerse dehombros ante las debilidades ajenas.

Por todo eso, Isabel no sesorprendió demasiado cuando, mientras

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seguía llorando a su madre y esperandoansiosamente la noticia de que Juanahubiera llegado sana y salva a Flandes,se encontró un día con un pedido deaudiencia del General de la ordenfranciscana, que había venido de Romaespecialmente para verla.

La Reina lo recibió sin demora, y lerogó que expusiera el motivo de suvisita.

—Vuestra Alteza —clamó el hombre—, el motivo es la inquietud de ver queel Arzobispo de Toledo intentaintroducir reformas en nuestra Orden.

—Ya lo sé, General —murmuró laReina—. Es su deseo que sigáis todos

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las normas establecidas por vuestrofundador. Él, personalmente, las sigue, yconsidera que es deber de todos losfranciscanos hacer lo mismo.

—Me temo que su alto cargo se le hasubido a la cabeza —se lamentó elGeneral.

La Reina sonrió dulcemente. Sabíaque el General era un franciscano de laOrden Conventual, en tanto que Jiménezpertenecía a los Observantes, una sectaque creía que las reglas impuestas por elfundador debían ser respetadas hasta enlos menores detalles. Los conventualesse habían apartado de la rigidez de lasreglas, convencidos de que no

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necesitaban llevar una vida monacalpara hacer bien en el mundo. Eranamantes de la buena vida, e Isabel bienpodía comprender y compartir el deseode Jiménez de abolir sus reglas y deobligarlos a seguir las normas de losObservantes.

—Ruego a Vuestra Alteza que mepreste su apoyo —prosiguió el General—. Os ruego que informéis al Arzobispode que haría mejor en atender a susobligaciones sin traer complicaciones ala Orden de la cual se honra en sermiembro.

—La conducta del Arzobispo estálibrada a su propia conciencia —señaló

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Isabel.—¡Qué locura es ésta! —exclamó el

General, olvidándose de que se hallabaen presencia de la Reina de España—.¡Tomar a un hombre así para confiarle elcargo más alto de España! ¡Arzobispode Toledo! La mano derecha del Rey yde la Reina… un hombre que se sientemás cómodo en una cabaña del bosqueque en un palacio. Un hombre sincapacidad, sin títulos de nobleza.Vuestra Alteza debería separarloinmediatamente de su alto cargo y poneren él a alguien que sea digno de esehonor.

—Creo que estáis loco —respondió

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en voz baja Isabel—. ¿Habéis olvidadocon quién estáis hablando?

—No estoy loco —replicó elGeneral—. Sé que estoy hablando con lareina Isabel… que un día será un puñadode polvo, como yo y como todo elmundo.

Con esas palabras se dio vuelta ysalió presuroso de la habitación.

Aunque asombrada por su actitud,Isabel no pensó en hacer castigar a esehombre.

Se quedó atónita al comprobar elodio que era capaz de provocar Jiménez,pero estaba más segura que nunca de quesu decisión de hacer de él el Arzobispo

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de Toledo había sido acertada.

Francisco Jiménez de Cisneros estaba encama, en su casa de Alcalá de Henares.Prefería esa vivienda, más simple, alpalacio en que podría haber vivido enToledo, y más de una vez echaba demenos su choza de ermitaño, en elbosque de Nuestra Señora del Castañar.

El arzobispo estaba pensando enBernardín, ese hermano suyodescarriado que pronto debía venir averlo; lo había mandado buscar, y nocreía que Bernardín se atreviera adesobedecerle.

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Le disgustaba tener que recibir a suhermano mientras estaba en cama, peroJiménez estaba pasando por una de susépocas de enfermedad, que en opiniónde algunos se debían a lo magro de sudieta y a la vida rigurosa que llevaba.Se pasaba la mayor parte del tiempo enuna habitación que era casi una celda, depiso sin embaldosar, y donde no habíacalefacción por más que apretara el frío.Castigarse era una absoluta necesidadpara Jiménez.

Si en ese momento estaba en unacama cómoda y lujosa, era solamenteporque allí debía recibir a quienesvenían a verlo por asuntos relacionados

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con el Estado y con la Iglesia. A lanoche abandonaría esos lujos paratenderse en su duro jergón, con un leñopor almohada.

Estaba ansioso de atormentar sucuerpo, y deploraba que le hubieranllegado órdenes del Papa, imponiéndoleque aceptara la dignidad de su cargo.Habían sido muchos los que presentabanquejas de él. Se quejaban porque confrecuencia se lo veía en su gastadohábito de franciscano, que él mismohabía remendado con sus propias manos.Muchos se preguntaban si era ésa laforma en que debía conducirse unArzobispo de Toledo.

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Era inútil decirles que ése era elcamino de un hombre que deseaba seguirlos pasos de su Maestro.

Pero le habían llegado instruccionesde Roma.

«Querido hermano», le había escritoAlejandro, «bien sabéis que, como laJerusalén del cielo, la Santa. IglesiaUniversal tiene muchos y diversosadornos. Es un error buscarlos condemasiada avidez, como también es unerror rechazarlos con total desprecio.Cada estado en la vida tiene suscondiciones apropiadas, que sonplacenteras para Dios y dignas deelogio. Por consiguiente todos, y

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especialmente los prelados de la Iglesia,deben evitar la arrogancia que seexpresa en ostentación excesiva, y lasuperstición expresada en excesivahumildad, pues en ambos casos laautoridad de la Iglesia se debilitará. Porello os aconsejamos y exhortamos a queordenéis vuestra vida de maneraadecuada al rango que tenéis; y como elSanto Padre os ha llevado de vuestrahumilde condición a la de Arzobispo, esrazonable que aunque viváis en vuestraconciencia de acuerdo con las reglas deDios (por lo cual mucho nosregocijamos), mantengáis en vuestravida exterior la dignidad de vuestro

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rango».Tales eran las órdenes del Papa;

imposible ignorarlas. Por eso, desdeentonces Jiménez usaba las magníficasvestiduras de un Arzobispo, aunque pordebajo siguiera llevando el hábitofranciscano y, en contacto con la piel, elcilicio.

Jiménez tenía la sensación de quehubiera algo de simbólico en la forma enque su cuerpo enflaquecido se aparecíaal público. El pueblo veía al Arzobispo,pero por debajo del Arzobispo estaba elhombre de verdad, el franciscano.

Pero, ¿cuál era el hombre deverdad? Muchas veces, los dedos

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querían írsele a intervenir en losproblemas de Estado. Jiménez anhelabaver una España grande entre lasnaciones, y verse él mismo al timón,guiando de triunfo en triunfo a la grannave del Estado, hasta que el mundoentero estuviera bajo el dominio deEspaña… o de Jiménez.

—Ah —se apresuraba a exclamar elarzobispo cuando tal idea se le ocurría—. Es porque deseo ver ondear labandera cristiana sobre la tierra entera.

Su deseo era ver a todos los paísesgobernados como estaba gobernadaEspaña desde que Torquemada habíaencendido en casi todas las ciudades las

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hogueras de la Inquisición.Pero ahora su pensamiento debía

orientarse hacia Bernardín, porque suhermano no tardaría en estar con él, ytendría que hablarle con la mayorseveridad.

—Sois mi hermano —empezó aensayar las palabras que le diría—, peroeso no significa que haya yo de trataroscon especial indulgencia. Bien sabéiscómo pienso: detesto el nepotismo, yjamás me valdré de él en nada que meataña.

Y Bernardín seguiría ante él,sonriendo con su manera indolente ycínica, como si quisiera recordar a su

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poderoso hermano que tampoco él vivíasiempre a la altura de la rigidez de sucódigo.

Y era verdad que había hechoexcepciones. Estaba el caso deBernardín, sin ir más lejos. Lo habíaincorporado a su personal doméstico,con un lucrativo puesto de camarero.¡Qué locura!

—Sin embargo, era mi hermano —sedijo Jiménez, en voz alta.

Y ¿cómo le había demostradoBernardín su gratitud? Dándose aires,provocando complicaciones,evadiéndose de las situaciones difícilesen que él mismo se metía mediante el

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truculento recurso de recordar a los quebuscaban justicia:

—Soy hermano del Arzobispo deToledo, y cuento con su favor. Si osatrevéis a quejaros de mí, ya lolamentaréis.

—¡Qué vergüenza! —clamó Jiménez—. La misma debilidad que tantodeploro en otros.

¿Qué había hecho entonces conBernardín? Confinarlo en un monasterio,donde su hermano había planteadocontra él quejas compartidas por losnumerosos enemigos del Arzobispo.

No le había quedado otro recursoque enviar a su hermano a prisión, por

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más que sufriera en conciencia.—Mi propio hermano… ¡en prisión!

—habíase dicho—. Sí —se respondía—, pero es el destino que merece. ¡Tupropio hermano! Oh, ¡si no es más queel pequeño Bernardín, siempre taninclinado a la travesura!

Había terminado por sacarlo de lacárcel y devolverle su cargo decamarero, no sin antes hablar seriamentecon él, rogándole que llevara otra clasede vida.

Pero todo había sido inútil;Bernardín no se había enmendado. Nohabía pasado mucho tiempo sin queJiménez tuviera noticias de que su

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hermano había interferido con la justiciade las Cortes, amenazando a un juez conque, si no se avenía a pronunciar ciertoveredicto, incurriría en las iras delArzobispo de Toledo.

Ese fue el desastre final. Por esarazón Jiménez había hecho llamar aBernardín, porque todos sus pecadillosdel pasado parecían veniales si se loscomparaba con esa interferencia en lajusticia de las Cortes.

Jiménez se enderezó y llamó a susobrino, Francisco Ruiz, que acudiópresuroso junto al lecho de su tío.¡Cómo hubiera querido que su hermanofuera tan de fiar como ese hombre!

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—Francisco, cuando vengaBernardín haced que lo traigan a mipresencia y dejadnos solos.

Ruiz asintió con la cabeza y,obedeciendo a un ademán de Jiménez,salió inmediatamente del cuarto delenfermo.

—Quisiera estar solo —le explicósuavemente Jiménez—, porque deseorezar.

Estaba todavía en oración cuandohicieron pasar a su hermano.

Jiménez abrió los ojos para mirar ala oveja descarriada, buscando en vanoun signo de penitencia en el rostro deBernardín.

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—Ya veis, hermano, que me he vistoobligado a permanecer en cama —díjole.

—Os ruego que no busquéis micompasión —respondió el otro—. Siestáis enfermo es por la vida ridículaque lleváis. Si vivierais con ciertacomodidad, estaríais sano y fuerte.

—No os he mandado llamar paraque me aconsejéis sobre mi modo devida, Bernardín, sino para reconvenirospor la que vos lleváis.

—¿Y qué pecados he cometidoahora?

—Vos lo sabéis mucho mejor queyo.

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—A vuestros ojos, hermano, sonpecado todas las acciones humanas.

—De ninguna manera, Bernardín.—Las mías, si. Las vuestras,

naturalmente, son virtudes.—Últimamente, me vi en la

necesidad de enviaros a prisión.Con los ojos brillantes, Bernardín se

acercó más al lecho.—No intentéis hacer de nuevo algo

semejante, porque os juro que en esecaso lo lamentaréis.

—Vuestras amenazas jamásconseguirán apartarme de mi deber,Bernardín.

Inclinándose sobre la cama,

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Bernardín cogió rudamente del hombro aJiménez, que se esforzó por apartarlo,inútilmente. El arzobispo volvió arecostarse, jadeante, sobre lasalmohadas.

Su hermano soltó la carcajada.—Vaya, no soy yo quien está a

vuestra merced: todo lo contrario. ¡ElArzobispo de Toledo no es más que unsaco lleno de huesos! Estáis enfermo,hermano. Y yo podría poneros estasmanos al cuello y apretar… apretar. Enpocos segundos, los Soberanos podríanencontrarse conque ya no tienenArzobispo de Toledo.

—Bernardín, no debéis siquiera

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pensar en semejante crimen.—Pensaré lo que se me dé la gana

—exclamó Bernardín—. ¿Acaso mehabéis hecho alguna vez algún bien?¿Acaso habéis hecho alguna vez algúnbien? Si hubierais sido un hermanonormal, ahora yo sería obispo. Encambio, ¡soy un camarero de vuestropersonal doméstico! Y se me convocaante Su Señoría el Arzobispo pararesponder de un cargo. ¿De qué cargo,os pregunto? Del de haber queridoconseguir por mí mismo lo que lamayoría de los hermanos me habríanconcedido.

—Tened cuidado, Bernardín.

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—¿Tener cuidado yo… el másfuerte? Sois vos quien deberíais tenercuidado. Gonzalo Jiménez… Oh,perdón… El nombre que os dieronnuestros padres no es bastante buenopara un hombre tan santo. FranciscoJiménez, estáis en mi poder. Podríamataros mientras estáis ahí tendido. Soisvos quien debería pedirmeindulgencia… no yo.

En los ojos de Bernardín brillabaahora la embriaguez del poder. Lo quedecía era verdad; en ese momento, suencumbrado hermano estaba a mercedde él, y él no podía menos que saborearese poder, anhelante de ejercitarlo.

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Mi hermano jamás hará nada por mí,decíase. De nada sirve a nuestrafamilia… ni a sí mismo siquiera, lomismo daría que se hubiera quedado ensu ermita, en el Castañar. ¡Maldito sea!No hay en él ningún sentimiento natural.

En ese momento, Bernardínrememoró todos sus sueños, los queJiménez podría haber convertido enrealidad.

Mientras tanto, recuperado elaliento, el arzobispo empezó a hablar:

—Bernardín, os hice venir porque loque he sabido de vuestra conducta en lasCortes ha sido para mí motivo depreocupación y de disgusto…

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Bernardín empezó nuevamente areírse. Con un movimiento bruscoarrancó la almohada de bajo la cabezade su hermano y la alzó en alto, con unarisa demoníaca. Después, inmovilizandoa Jiménez de espaldas en la cama, leoprimió largamente la almohada contrala cara.

Oyó los desesperados intentos derespirar de su hermano, que con ambasmanos pugnaba por apartarse laalmohada de la cara. Pero Jiménez eradébil, y Bernardín era fuerte.

Después de un rato, Jiménez sequedó inmóvil.

Bernardín levantó la almohada y, sin

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atreverse a mirar el rostro de suhermano, salió presurosamente de lahabitación.

Tomás de Torquemada había dejado lapaz de su monasterio de Santo Tomás,en Ávila, para dirigirse a Madrid. Elviaje le imponía una áspera exigencia,porque Torquemada era ya muy anciano,y buena parte de su antiguo fuego y de suvitalidad lo habían abandonado.

Sólo la firme creencia en que supresencia era necesaria en la corte habíapodido inducirlo, en ese momento, a quesaliera de Ávila.

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El amor que sentía por su monasterioera, para él, uno de los grandes amoresde su vida. El otro, tal vez, era laInquisición española. En la época en quesu salud se lo permitía, esos dos amoresse habían disputado su atención. Habíasido un placer estudiar los planes de sumonasterio, y después verlo crecer,gloriándose en los arcos bellamenteesculpidos y en las tallas primorosas.De tiempo en tiempo, la Inquisiciónhabíalo apartado de ese amor: pero lavisión de los herejes que se dirigían alquemadero, cubiertos con los horrendossambenitos amarillos, le había dadotanto placer como los claustros frescos y

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silenciosos de su monasterio.—¿Qué era lo que más le

enorgullecía… haber sido el creador deSanto Tomás de Ávila, o el InquisidorGeneral?

Esta última dignidad estaba ahorareducida a un mero título, viejo comoestaba ya, y acosado por la gota. Pero elmonasterio sería por siempre unmonumento a su memoria, algo quenadie podría jamás arrebatarle.

Iría primero a Alcalá de Henares, avisitar al Arzobispo de Toledo, concuyo apoyo creía poder contar para elproyecto que le ocupaba la mente.

En medio del séquito que lo rodeaba

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y lo protegía, el camino se le hacíapenoso. Cincuenta hombres de a caballolo rodeaban, y la comitiva iba precedidapor un centenar de infantes y seguida porotros cien.

La Reina le había rogadopersonalmente que se cuidara durante elviaje, y a Torquemada no se le escapabala prudencia del consejo. Había muchosque, tras haber perdido en la hoguera asus seres queridos, podían abrigarproyectos de venganza. Torquemadajamás podía estar seguro, mientrasviajaba por los pueblos y las aldeas orecorría los caminos solitarios, de quelos hombres y mujeres con quienes se

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encontraba no abrigaran algúnresentimiento contra él.

Ahora que estaba cada vez másenfermo, el miedo lo acosaba confrecuencia; un ruido en la noche erasuficiente para que llamara a sussirvientes.

—¿Están vigiladas las puertas?—Sí, Excelencia —le respondían.—Aseguraos de que así sea.No quería tener cerca de él a nadie

por cuyas venas corriera sangre judía.No hacía tantos años que, en virtud deun decreto de él, todos los judíos que noquisieron aceptar la fe cristiana habíansido implacablemente expulsados de

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España. Pero quedaban muchos judíos ya veces, durante la noche, Torquemadapensaba en ellos, y soñaba que se metíanfurtivamente en sus habitaciones.

Antes de comer, hacía probar, en supresencia, cada plato que lepresentaban.

Cuando un hombre envejece piensa amenudo en la muerte y Torquemada, quehabía mandado a la muerte a millares deseres humanos, temía ahora que alguienque hubiera padecido bajo su poderquisiera acortar los días de vida que lequedaban.

Pero el deber lo llamaba, y se lehabía ocurrido un plan que quería

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someter a consideración de losSoberanos.

A última hora de la tarde llegó aAlcalá. La residencia de Jiménez estabaa oscuras.

Ruiz recibió a Torquemada en lugarde su señor.

—¿Algún mal aqueja a frayFrancisco Jiménez de Cisneros? —preguntó Torquemada.

—Está recuperándose de una graveenfermedad.

—Entonces, tal vez no deberíadetenerme, sino continuar mi viaje haciaMadrid.

—Permitidme que le diga que

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Vuestra Excelencia está aquí. Si sesiente relativamente bien, estará sinduda deseoso de veros. Si no tenéisinconveniente, le informaré de vuestrallegada, después de haberos conducido auna habitación donde podáis reposar, ydonde haré que os lleven algo de comer.

Torquemada accedió cortésmente ala propuesta, y Ruiz se dirigió a hablarcon Jiménez, que no había abandonadosu lecho de enfermo desde aquelhorroroso encuentro con su hermano.

El arzobispo abrió los ojos al oírentrar a Ruiz, el sobrino a quien debía lavida. Ruiz se había precipitado alinterior de la habitación al ver salir de

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ella a Bernardín porque, conociéndolobien, había temido que fuera capaz dehacer daño a su hermano. Y había sidoRuiz quien reviviera a su tío, másmuerto que vivo, y le salvara la vida.

Desde entonces, Jiménez cavilabasobre la actitud que debía tomar. Eraobvio que no podía hacer que Bernardínvolviera a estar a su servicio, peroademás había que hacer justicia. Uncrimen semejante debía ser castigado.Pero, ¿cómo podía él denunciar a supropio hermano por intento deasesinato?

Ruiz se acercó al lecho.—Tío —anunció—, ha llegado

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Tomás de Torquemada.—¡Torquemada aquí! —Jiménez

intentó enderezar su cuerpo debilitado—. ¿Qué es lo que quiere?

—Hablar con vos unas palabras, siestáis en condiciones de verlo.

—Debe ser algo importante lo quelo trae.

—Debe serlo, pues está muyenfermo y la gota le hace sufrirmuchísimo.

—Es mejor que lo hagáis pasar a mipresencia, Ruiz.

—Si no os sentís con las fuerzassuficientes, puedo explicárselo.

—No, es menester que lo vea.

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Hacedlo pasar.Al entrar en el dormitorio de

Jiménez, Torquemada se acercó aabrazar al Arzobispo.

Ambos tenían muchos rasgos encomún: el aire torvo del hombre quecree haber descubierto el recto caminode la vida, la delgadez extremaprovocada por las privaciones y elascetismo implacable; ambos conocíanbien el ayuno y el cilicio, queconsideraban indispensables para lasalvación. Los dos tenían que luchar conel mismo demonio, el de un orgullomayor del que llegan a conocer lamayoría de los hombres.

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—Me apena veros tan enfermo,Arzobispo —se condolió Torquemada.

—Pues yo me temo que tampoco vosestáis en condiciones de viajar,Inquisidor.

Al llamarlo así, Jiménez le daba eltítulo que más placer proporcionaba aTorquemada, en cuanto le recordaba queera él quien había instaurado en Españauna Inquisición de la que no habíahabido jamás precedente alguno.

—La gota me hace padecercruelmente —admitió Torquemada.

—Extraña enfermedad, para unhombre de vuestros hábitos —comentóJiménez.

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—Indudablemente extraña. ¿Y cuálha sido vuestra última dolencia?

—Un enfriamiento, me imagino —seapresuró a responder Jiménez. Noquería decirle que su propio hermanohabía estado a punto de asfixiarlo,porque si lo hacía, Torquemada habríaexigido que Bernardín fuera sometido aproceso y severamente castigado. Eraindudable que, de haber estado en ellugar de Jiménez, Torquemada habríaimpuesto la más rigurosa justicia.

Tal vez no sea yo tan fuerte como él,decíase Jiménez. Pero él tiene tambiénmás tiempo de disciplina.

—Pero no creo que hayáis venido

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aquí para hablar de nuestrasenfermedades —siguió diciendo.

—No. Voy camino de la corte y,como sé que contaré con vuestro apoyoen el asunto que me propongo someter ala consideración de la Reina, vine averos para poneros al tanto de mimisión, que se refiere a la princesaIsabel, cuya viudez se prolonga yademasiado.

—Ah, pensáis que resueltos ya losmatrimonios con la casa de Habsburgo,es menester no olvidar a la hija mayor.

—Dudo de que se trate de un olvido.La princesa se resiste a volver aPortugal.

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—Su resistencia es comprensible —señaló Jiménez.

—Para mí no es comprensible —declaró fríamente Torquemada—.Evidentemente, su deber es concretar laalianza con Portugal.

—A mí me asombra que no lo hayanhecho antes —coincidió Jiménez.

—La Reina es de esas madres queen ocasiones rehúyen su deber.

Los dos, que en su momento habíansido confesores de la Reina,intercambiaron miradas deentendimiento.

—Es una mujer de gran bondad —concedió Torquemada—, pero cuando

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se trata de sus hijos tiende a olvidar sudeber en su deseo de complacerlos.

—Bien lo sé.—Es obvio —continuó Torquemada

— que hay que enviar inmediatamente ala princesa Isabel a Portugal, comoprometida de Manuel. Pero debe haberuna condición, que es la que deseoplantear a los Soberanos.

—¿Una condición?—Cuando expulsé a los judíos de

España —evocó Torquemada—,muchos de ellos buscaron refugio enPortugal —su rostro se oscureciósúbitamente y los ojos le brillaron conun fanatismo salvaje; parecían lo único

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viviente en un rostro que estaba muerto.En ese momento, todo el odio deTorquemada por los judíos se expresabaen sus ojos y en su voz—. Estáncontaminando el aire de Portugal.Quiero verlos expulsados de Portugal,tal como yo los eché de España.

—Si se realizara ese matrimonio, notendríamos el poder de dictar la políticade Manuel respecto de los judíos —objetó Jiménez.

—No, pero podemos hacer de ellauna condición del matrimonio —exclamó Torquemada, triunfante—.Manuel está ansioso por esa alianza…más que ansioso. Para él no es

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solamente un matrimonio importante, launión con un vecino poderoso. El jovenrey es hombre débil y sentimental.Considerad su tolerancia hacia losjudíos. Y tiene ideas raras. Su deseo esver que todas las razas convivan en supaís, cada una con su propia fe. Ya veisque es un tonto, y que no tieneconciencia de su deber hacia la fecristiana. Quiere gobernar con lo que él,estúpidamente, llama tolerancia, pero noes más que un joven herido de amor.

—Conoció a la princesa cuando ellafue a Portugal, a casarse con Alonso —murmuró Jiménez.

—Sí, la conoció, y su único plan

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desde que ella enviudó ha sidoconvertirla en su esposa. ¿Y por qué no?Isabel debe llegar a ser Reina dePortugal, pero con una condición: quelos judíos sean expulsados de ese país,lo mismo que fueron expulsados delnuestro.

Jiménez volvió a recostarse en sulecho, agotado, y Torquemada se pusode pie.

—Os estoy fatigando —reconoció—. Pero cuento con vuestro apoyo, encaso de necesitarlo, aunque no lo creo—el antiguo fuego había vuelto aadueñarse de ese viejo que se acercabaya a los ochenta años—. Se lo plantearé

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a la Reina, y estoy seguro de que podréhacerle ver cuál es su deber.

Cuando Torquemada se despidió deél, el Arzobispo se quedó pensativo.

Torquemada era hombre más fuerteque él, aunque a ninguno de los dos leparecía importante el sufrimientohumano. Con demasiada frecuencia se loinfligían a sí mismos, para dolerse deque otros lo padecieran.

Pero en ese momento, a Jiménez lepreocupaba más su propio problema queel de Isabel y Manuel. Ya habíadecidido lo que debía hacer conBernardín. Enviaría de nuevo a suhermano a su monasterio y le concedería

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una pequeña pensión, pero con lacondición de que jamás saliera de sureclusión ni intentara volver a ver a suhermano.

En lo que se refiere a los míos, soyun hombre débil, pensaba Jiménez. Y semaravilló de poder contemplar sinconmoverse las penurias queindudablemente caerían sobre los judíosde Portugal si Manuel se avenía aaceptar la condición que le impondrían,al mismo tiempo que se preocupaba porun hombre que, de no haber sido por unazar, habría terminado convirtiéndose enasesino… y todo, simplemente porqueese hombre acertaba a ser su hermano.

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La princesa Isabel apartó los ojos desu madre para mirar el agrio rostro deTorquemada.

Sentía la garganta seca y tenía lasensación de que si hubiera intentadoprotestar no habría podido articularpalabra. Su madre tenía una expresióntierna, pero decidida. La princesa sabíaque la Reina había tomado unadecisión… o tal vez que, como habíasucedido tantas veces, la decisión lehabía sido impuesta por ese hombre degesto hosco que había sido su confesor.Y entre los dos, la joven Isabel se sentíaimpotente. Aunque le pedían suconsentimiento, no lo necesitaban. Las

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cosas se harían respondiendo a losdeseos de ellos, no a los de la princesa.

Pero hizo un nuevo intento.—No podría volver a Portugal.Torquemada se había puesto de pie y

la infanta pensó de pronto en loshombres y mujeres que, a altas horas dela noche, eran conducidos a secretasprisiones para ser interrogados hastaque el agotamiento —y cosas muchopeores, ella bien lo sabía— los obligabaa decir lo que él quería hacerles decir.

—El deber de una hija de España eshacer lo que es bueno para España —laregañó Torquemada—. Es pecado decir«no quiero» o «eso no me importa».

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Nada de eso es atendible. Éste esvuestro deber, y debéis cumplir convuestro deber so pena de poner enpeligro vuestra alma.

—Sois vos quien dice que es mideber —objetó la princesa—. ¿Cómopuedo yo estar segura de que así sea?

—Hija mía —intervino la Reina—,todo aquello que beneficie a España esvuestro deber, y el de todos nosotros.

—Madre, no sabéis lo que me estáispidiendo —gimió la princesa.

—Bien que lo sé. Es vuestra cruz,querida mía, y debéis cargar con ella.

—Sois la portadora de una espadade dos filos para España —le insistió

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Torquemada—. Podéis contraer estematrimonio que traerá seguridad anuestras fronteras, y podéis ayudar aestablecer firmemente la fe cristiana enterritorio portugués.

—Estoy segura de que Manuel jamásaccederá a la expulsión de los judíos —gimió Isabel—. Yo lo conozco, hehablado con él. Es hombre de ideasliberales, y quiere que haya libertad depensamiento en Portugal. Él me lo dijo;jamás se avendrá a eso.

—Libertad para pecar —seescandalizó Torquemada—. Lo que éldesea es este matrimonio, y esta seránuestra condición.

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—Yo no podré hacerlo —insistió,con desánimo, Isabel.

—Pensad en lo que significa —lesusurró su madre— tener la gloria determinar con la herejía en vuestro nuevopaís.

—Madre querida, a mí no meimporta…

—¡Un momento! —la silenció, comoun trueno, la voz de Torquemada—. Poresas palabras podríais ser conducidaante el tribunal.

—Estáis hablando con mi hija —interpuso, con cierta frialdad la Reina.

—Alteza, no es la primera vez quehe tenido que recordaros a vos vuestro

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deber.Humildemente, la Reina guardó

silencio. Era verdad. El sentido deldeber de ese hombre era más rigurosoque el de ella. Isabel no podía evitar quesu amor por su familia se interpusiera amenudo entre ella y su deber.

Tenía que ponerse de parte deTorquemada. Fernando tambiéninsistiría en ese matrimonio; ya habíanconsentido durante demasiado tiempo asu hija. Y si podían imponer esacondición, sería un triunfo para la SantaIglesia, de modo que Isabel debíaolvidar la ternura que le inspiraba suhija y erigirse en defensora del deber.

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Su voz se hizo áspera al decirle:—Debéis dejar de conduciros como

una niña; sois una mujer, y una hija de laCasa Real. Os prepararéis para esematrimonio, porque hoy mismo enviaréun despacho a Manuel.

En los rasgos de Torquemada sedibujaron líneas de aprobación. Nosonrió, porque jamás sonreía, pero suexpresión era lo que más podíaaproximarse, en él, a una sonrisa.

Al oír hablar así a su madre, Isabelcomprendió que toda protesta era inútil.

—Por favor, ¿puedo tener vuestraautorización para retirarme? —preguntóen voz baja, inclinando la cabeza.

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—La tenéis —respondió la Reina.

Isabel huyó a sus habitaciones, sinprestar atención a la pequeña Catalinamientras pasaba.

—Isabel, Isabel, ¿qué te pasa? —lallamó su hermana.

Sin hacerle caso, Isabel siguiócorriendo; lo único en que pensaba eraen llegar a su habitación antes deecharse a llorar, pues sentía que el únicoalivio que podía encontrar en esemomento eran las lágrimas.

Se arrojó sobre su cama, comoderribada por una tormenta.

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Catalina entró y se acercó a la camade su hermana. Aunque atónita, la niñasabía por qué lloraba Isabel. Sentíadentro de sí cada sollozo; sabíaexactamente cómo se sentía su hermana.Era como un ensayo de lo que algún díahabría de sucederle a ella.

—¡Isabel! —murmuró suavemente,después de un largo rato.

Su hermana abrió los ojos paramirarla.

—Soy Catalina.La princesita se subió a la cama y se

tendió junto a su hermana.—Entonces, ¿es eso? —le preguntó

—. ¿Tienes que irte?

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—Es que Torquemada… Esehombre… con sus proyectos y susmaquinaciones.

—¿Es él, entonces, quien tomó ladecisión?

—Sí. Tengo que casarme conManuel, pero habrá una condición.

—Pero Manuel es bueno, Isabel, y teama. No serás desdichada con él. Encambio, Inglaterra es una tierra extraña.

Isabel se quedó en silencio: después,de pronto, rodeó con sus brazos a suhermanita, afectuosamente.

—Oh, Catalina, es lo que todasnosotras tenemos que soportar. Perofaltan años para que tú tengas que ir a

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Inglaterra.—Los años pasan.—Y los planes cambian.Catalina se estremeció.—Ahora todo ha cambiado, Catalina

—le explicó Isabel—. Ojalá me hubieraido antes. Entonces, Manuel me habríaamado, como me amaba cuando fui lamujer de Alonso, sabes.

—Ahora también te amará.No, ahora pesará una sombra sobre

nuestro matrimonio. Tú no sabes lo quesucedió aquí cuando fueron expulsadoslos judíos, porque eras demasiadopequeña, pero yo oí las conversacionesde los sirvientes. Separaban a los niños

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pequeños de sus padres, los arrancabande sus hogares. Algunos murieron…otros fueron asesinados. Se sufriómuchísimo en todo el país. Y Manuel noquerrá hacer en su país lo mismo que sehizo en el nuestro… pero si no lo hace,no se hará el matrimonio.

—¿Quién dijo eso?—Torquemada, y es un hombre que

se sale siempre con la suya. Ya ves,Catalina, que si me voy a Portugal noserá nunca lo mismo que antes. Habráuna oscura sombra sobre mi matrimonio.Tal vez Manuel me odie. Esos judíos…moribundos a la vera de los caminos…nos maldecían. Y si yo voy a Portugal,

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sobre mí recaerán sus maldiciones.—Pero esas maldiciones no te

alcanzarán, porque estarás haciendoalgo que está bien.

—¿Qué está bien?—Si es lo que nuestra madre quiere,

estará bien.—Catalina, estoy asustada; es como

si sus maldiciones resonaran ya en misoídos.

Las dos permanecieron en silencio,una junto a otra. Isabel estaba pensandoen las carreteras de Portugal, llenas dehordas de exiliados, de hombres ymujeres con el corazón destrozado, sinhogar, seguros de encontrar la muerte en

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los caminos, a manos de asesinos osimplemente de hambre y de frío.

—Eso será mi matrimonio conManuel —susurró.

Pero Catalina no la oía; estabapensando en un barco que se haría a lavela rumbo a un país de brumas y degentes extrañas; y en ese barco, ella erala pasajera.

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La archiduquesaMargarita

La archiduquesa Margarita se aferró alas amuradas del barco. El viento iba enaumento y las nubes de tormenta secerraban.

¿Era buen momento, en plenoinvierno, para hacer un peligroso viajepor mar? Margarita no lo creía. Pero,pensaba, ¿de qué me habría servidopedir que esperaran hasta la primavera?

Ya había habido muchas demoras, ysu padre estaba ansioso de ver realizadoese matrimonio; lo mismo, al parecer,

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que el Rey y la Reina que debían ser sussuegros.

—Es la voluntad de ellos, no la mía—murmuró la muchacha.

A los dieciséis años, otras jóveneshabrían estado aterrorizadas; eranmuchas las cosas que en su futuro podíaninspirarle terror. Llevar una vida nuevaen un país extranjero, tener un nuevomarido; y, en ese momento mismo, laamenaza de una tormenta en el mar.

Pero la expresión en el rostro de laarchiduquesa era de calma. Ya la vida lahabía golpeado lo bastante para queMargarita aprendiera que es una tonteríasufrir por anticipado algo que tal vez no

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tuviera que sufrir en la realidad.Se volvió hacia la temblorosa

doncella que la acompañaba y le apoyóla mano en un brazo.

—Es posible que la tormenta no nosalcance —le dijo—. Quizás estalle anuestras espaldas; en el mar puedensuceder esas cosas. Y este viento noslleva con mayor rapidez a España.

La mujer se estremeció.—Y si hubiéramos de morir —

caviló Margarita—, pues sería nuestrodestino. Creo que hay formas de morirpeores que ahogarse.

—Vuestra Gracia no debería hablarasí; es tentar a Dios.

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—¿Piensas que Dios cambiaría Susplanes por la charla ociosa de unamuchacha como yo?

Los labios de la mujer murmuraronuna plegaria.

Yo debería estar rezando con ella,pensó Margarita. La tormenta seráfuerte; se lo siente en el aire. Tal vez,realmente, mi destino no sea el de unaesposa.

Sin embargo no se movió: siguióallí, con el rostro vuelto hacia el cielo,en un gesto no de desafío, sino deresignación.

¿Es que acaso alguno de nosotrospuede saber, se preguntaba, cuándo

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llegará nuestra última hora?Volvió hacia la mujer su rostro

armonioso.—Vete a mi cabina —le dijo—, que

yo bajaré luego.—Vuestra Gracia debería venir

ahora conmigo. No es este lugaradecuado para vos.

—Todavía no —respondióMargarita—. Bajaré cuando empiece allover.

—Vuestra Gracia…—Es una orden —le recordó

Margarita con tranquila firmeza, ysonrió al ver la presteza conque la mujerse alejó de su lado.

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Qué terror inspira la muerte a lagente, reflexionó Margarita. ¿Seríaporque recordaban sus pecados? Tal vezfuera menos riesgoso morirse joven. Alos dieciséis años, una muchacha quehabía crecido tan vigilada como ella nopodía haber cometido tantos pecados.

Volvió a enfrentar con su rostro lacreciente furia del viento.

¿A qué distancia estaremos de lacosta de España?, se preguntó.¿Podremos llegar a ella? Tengo lasensación de que estoy destinada a morirvirgen.

Era excepcional que una joven de suedad se mantuviera tan calma al

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abandonar su hogar para dirigirse a unpaís extranjero. Pero los dominios de supadre no habían sido durante muchotiempo el hogar de Margarita, queapenas si conocía a Maximiliano,hombre de múltiples compromisos. Sushijos eran para él piezas de un granjuego que le permitiría ganar posesionesen el mundo. Y tenía la suerte de serpadre de un hijo y de una hija, los dosfuertes y sanos, ambos de porte gentil;en el caso de Felipe, notablementegentil. Pero no era la apariencia lo másimportante, aunque en sus hijosMaximiliano no tenía nada de quéquejarse. Tenía dos hijos valiosos que

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le permitirían negociar en los mercadosdel mundo.

Margarita sonrió. Los que teníansuerte eran los hombres, que nonecesitaban alejarse de su hogar. Elarrogante Felipe no tenía más queesperar que fueran a entregarle la novia.Quienes debían sufrir eran las mujeres.

Y en cuanto a eso, pensabaMargarita, debería estar agradecida porlo poco que me toca sufrir. ¿Me importaacaso si estoy en Francia, en Flandes oen España? En ninguna parte me hesentido en mi hogar. Soy demasiadojoven para haber tenido tantos hogares,pero como aprendí muy pronto que mi

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estabilidad en cualquiera de ellos eramuy incierta, también aprendí a noligarme a ninguno con demasiadaternura.

Tenía un tenue recuerdo de sullegada a Francia: apenas si contaba tresaños en esa época, cuando la habíanllevado de su hogar en Flandes a lacorte francesa para educarla allí. Por sumadre, María de Borgoña, Margaritahabía heredado Borgoña; y el Reyfrancés, Luis XI, había procurado queBorgoña volviera a poder de Franciamediante el recurso de prometer aMargarita con su hijo, el delfín Carlos.

Fue así como la niña llegó a

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Amboise. Margarita pensaba muchasveces en el gran castillo que duranteaños había sido su hogar. Todavía enese momento, ante la tormenta inminente,podía imaginarse que no estaba sobrecubierta, sino protegida por aquellasespesas murallas. Recordaba losenormes contrafuertes, las torrescilíndricas y los techos redondeados,que daban la impresión de ser capacesde desafiar al viento y a la lluvia hastael final de los tiempos.

Dentro de esas murallas la habíanpreparado para conocer a suprometido… una experiencia bastanteaterradora para una niñita de tres años y

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medio a quien le asignan por novio unmuchacho de doce.

La ceremonia del compromiso fueuna ocasión que no se borraría jamás dela memoria de Margarita. Recordabacon toda claridad el encuentro con sunovio en una pequeña granja cerca de laciudad de Amboise, llamada después LaMétairie de la Reyne, hasta donde lahabían llevado en una litera. Fue unaceremonia insólita, que indudablementeconsideraban adecuada para niños detan tierna edad. Margarita recordaba quele habían preguntado si aceptaba enmatrimonio a Monsieur le Dauphin, yque el Gran Senescal, de pie junto a

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ella, la había sacudido, diciéndole quedebía contestar que sí.

Después la habían puesto en losbrazos de Carlos y le habían dicho quelo besara. Margarita estaba destinada aser la esposa del futuro Rey de Francia,y el pueblo de Amboise demostró susatisfacción poniendo colgadurasescarlatas en las ventanas y atravesandolas calles con gallardetes y estandartes.

Después, la habían llevado de nuevoal castillo, donde Margarita quedó alcuidado de Ana, su cuñada, la duquesade Borbón, hija mayor del Rey reinante,que tenía ya más de veinte años.

Margarita había sido rápida para

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adaptarse, y sus profesores estabanencantados con su disposición para elaprendizaje. Será una buena Reina paraFrancia, decían, y es la mejor esposaposible para el Delfín.

Carlos no había tardado en llegar aser Rey, lo cual significaba que ella,Margarita, era una persona incluso másimportante que antes.

Sin embargo, en realidad jamáshabía llegado a ser su mujer, porqueocho años después de su llegada aFrancia, cuando Margarita era aún unaniña, Carlos decidió que prefería comoesposa a Ana, duquesa de Bretaña.

De manera que, desafiando la cólera

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del padre de Margarita, Carlos la habíamandado de vuelta a Flandes, sin hacercaso de los votos formulados ocho añosatrás, aquel día, en la Métairie de laReyne.

Maximiliano se enfureció ante elinsulto, pero Margarita se lo habíatomado filosóficamente.

Volvió a pensar en Carlos, queestaba muy lejos de ser el apuestomarido conque podría soñar unamuchacha. Era demasiado bajo, y eltamaño enorme de la cabeza acentuabasu falta de estatura. De rostroinexpresivo, tenía una nariz aguileña tanenorme que tras ella desaparecían todos

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los demás rasgos. Daba la impresión deque se le hiciera difícil mantener la bocacerrada, pues tenía labios gruesos yrudos; respiraba con dificultad y setomaba mucho tiempo para considerar loque iba a decir, en cambio, Margaritaera de ingenio rápido y palabra fluida.

En realidad, Carlos era bondadoso,pero le interesaban muy poco los librosy las ideas, de modo que a laarchiduquesa, que no podía compartir sugusto por justas y torneos, se le hacíaaburrido.

Entonces, pensó, tal vez no fuera tantrágico que me haya mandado de vueltaa Flandes.

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Y ahora, la despachaban paraEspaña.

—Si es que llegamos alguna vez —murmuró Margarita.

Dos de los oficiales de másgraduación de la nave se le habíanacercado sin que ella lo advirtiera, tansumida estaba en sus pensamientos.

—Vuestra Gracia —díjole uno deellos, con una profunda reverencia—, noes seguro que permanezcáis en cubierta.La tormenta está a punto dedesencadenarse, y debemos pediros quebusquéis refugio en vuestra cabina.

Margarita inclinó la cabeza; sabíaque estaban ansiosos por ella, el

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cargamento más importante que hubierantransportado jamás. Ella representabatodas las ventajas que podía aportar aEspaña la unión con la hija deMaximiliano.

Y además, tenían razón. El vientocasi la levantó en vilo cuando intentóatravesar la cubierta. Los dos hombresla sujetaron y Margarita, riendo, lesagradeció su ayuda.

El barco rolaba y cabeceaba, y el ruidoera espantoso. Resguardada en sucabina, en compañía de dos de susdamas, Margarita alcanzaba a oír en

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ocasiones, por encima del rugir delviento, los gritos de los marineros.

Vio cómo las dos mujeres seabrazaban, aterradas. Tenían órdenes deno apartarse de ella si había algúnpeligro, y su temor de Maximiliano eramayor que el miedo que les inspiraba latormenta.

Tenían el rostro cubierto delágrimas, los dedos crispados sobre elrosario, y sus labios se movían en unaplegaria constante.

—Qué cosa frágil es un barco —comentó Margarita—, ¡y quéamenazador el océano!

—Debéis rezar, Vuestra Alteza.

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Temo que algunos de los barcos máspequeños se hayan perdido, y que jamássalgamos con vida de éste.

—Si esto es el fin, pues es el fin —resumió Margarita.

Las dos mujeres se miraron,alarmadas por esa calma que no lesparecía natural.

—Moriremos sin sacerdote —suspiró una de ellas—, con todosnuestros pecados sobre la conciencia.

—No es tanto lo que habéis pecado—las consoló Margarita—. Si rogáisahora por el perdón, os será concedido.

—Rogad vos con nosotras.—Se me hace difícil pedir a Dios

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que me salve la vida —contestó la joven—, porque si Él ha decidido tomarla, loque le estoy pidiendo es que vaya contraSus deseos. Tal vez lleguemos aaborrecer tanto la vida que se nosaparezca más intolerable que la muerte.

—¡Vuestra Gracia! ¡No digáis esascosas!

—Pero, si en el Cielo hemos dehallar la bienaventuranza, ¿por quédebemos afligirnos tanto ante la idea dellegar a él? Yo no estoy afligida. Si hallegado mi hora, estoy dispuesta. Nocreo que mis nuevos suegros vayan aestar muy satisfechos conmigo. Tal vezya sepan algo de la forma en que Felipe

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trata a su hija.Margarita pensaba en su rubio y

apuesto hermano. Qué hermoso niñohabía sido siempre, mimado de todos,de las mujeres especialmente.Sospechaba que desde muy tempranaedad debía haber sido iniciado en lasartes amatorias, porque seguramente aalguna lozana moza de servicio se lehabría hecho irresistible la apostura desu hermano; y Felipe, galanteador nato,habría estado más que ansioso deaprender.

Desde muy joven había tenidoamantes, y nunca se había interesadomucho por la esposa que le estaba

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reservada. La había aceptado con sulibre y descuidada modalidad flamenca—porque Felipe, tenía las maneraslibres de Flandes—, como a una másentre tantas. Margarita sabía que suhermano no renunciaría a sus queridaspor el mero hecho de haber tomadoesposa.

Y se decía que los españoles eran unpueblo de gran dignidad. No tendrían,indudablemente, las maneras de Flandes.Pobre Juana, su futuro no era deenvidiar. Pero tal vez, pensó Margarita,tenga un temperamento como el mío.Entonces aceptará las cosas como son,porque así deben ser, sin pedirle algo

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que para él es imposible darle.¿Sabrían en España que Felipe no se

había dado prisa en saludar a suprometida, que se había demorado entresus despreocupados amigos, entrequienes no faltaban mujeres voluptuosas,declarando entre risas que ya tendríatiempo de sobra para casarse?

Me temo que Juana no ha encontradoun buen marido, cavilaba Margarita, ydebo reconocerlo aunque el tal maridosea mi propio hermano.

Entonces, tal vez la hermana deFelipe no fuera recibida con muchoentusiasmo a su llegada a España; y sino llegara nunca, ¿quién podría decir, tal

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como estaban las cosas, que no fuera éseun feliz desenlace?

Las mujeres gemían, encerradas enla cabina.

—Ha llegado nuestra última hora —susurró una de ellas—. Santa Madre deDios, rogad por nosotras.

Margarita cerró los ojos. Eraindudable que el barco iba a hacersepedazos.

Sí, pensó, éste es el final de lasesperanzas que mi padre habíadepositado en mí. Aquí, en el fondo delocéano, descansarán los huesos deMargarita de Austria, hija deMaximiliano, que se ahogó durante su

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viaje cuando iba a casarse con elheredero de España.

Empezó a componer su epitafio, parano dejarse contagiar por el miedo dequienes la rodeaban; había descubiertoque es muy fácil hablar condesaprensión de la muerte cuando se lasiente lejana: cuando siente uno que lerespira en la cara, cuando escucha surisa burlona, no se puede dejar de sentiralgún miedo. ¿Cómo podría nadie estarseguro de lo que le esperaba del otrolado de ese extraño puente que une laVida y la Muerte?

Ci gist Margot, murmuró lamuchacha, la gentil damoiselle.

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Qu’a deux maris, et encore estpucelle.

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El matrimonio de JuanUn hermoso día de marzo, lo quequedaba de la castigada flota llegó alpuerto de Santander.

Los esperaban para darles labienvenida Fernando, el Rey,acompañado de su hijo Juan, elprometido.

Juan estaba nervioso, pensando en lamuchacha que tan peligrosamentepróxima había estado a morir en el mar,y que por un milagro le había sidodevuelta. Debía tratar de comprenderla;debía ser bondadoso y gentil.

Su madre le había hablado de ella,

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por más que Isabel supiera que nonecesitaba pedir a su hijo que semostrara comprensivo; tan natural era enél la bondad. Juan esperaba que suprometida no fuera una muchacha frívolae insensata… aunque si lo era, élintentaría comprender su modalidad.Procuraría interesarse en lo que a ella leinteresara. Tal vez tendría que aprendera disfrutar de la danza, a interesarse máspor las actividades físicas. Era muyimprobable que Margarita compartierasus intereses: era joven y, sin duda,alegre y vital. No se podía esperar quele agradaran los libros y la música,como a él.

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Entonces, sería él quien tuviera quemodificar sus inclinaciones, intentando,por sobre todas las cosas, que ellaestuviera cómoda. ¡Pobre niña! ¿Cómose sentiría, tras haber tenido queabandonar su hogar?

En ese momento, Fernando le sonrió.—Bueno, hijo mío, muy pronto la

veréis —comentó.—Sí, padre.—Me recuerda la primera vez que vi

a vuestra madre.Si no te agrada, habría querido

decirle Fernando, no debes tomártelo apecho. Hay muchas mujeres en elmundo, y bien dispuestas estarán a

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complacer al heredero de mi corona.Pero claro que a Juan no se le

podían decir esas cosas. No se parecíaen nada al mundano Alfonso a quienFernando había querido conceder elArzobispado de Toledo. Fernandoestaba un poco caviloso: le habríagustado que este hijo suyo se le hubieraparecido un poco más. Era demasiado loque tenía de Isabel; un sentido del deberdemasiado fuerte. Y bajo el sol deprimavera, daba casi una impresión defragilidad. Tenemos que conseguir queengorde un poco, que se ponga másfuerte, pensaba Fernando. Y sinembargo, siempre se sentía un poco

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confundido en presencia de su hijo: Juanlo hacía sentir terreno, un pocoincómodo por todos los pecadoscometidos durante una larga vida delujuria. Ángel era un nombre adecuadopara él, pero a veces, la compañía de unángel podía resultar un tantodesconcertante.

Incluso en ese momento, Fernando sedaba cuenta de que, en vez de estarimpaciente por hacer una estimación delos atributos personales de su novia —que no de otra cosa necesitabapreocuparse, ya que sus títulos y suherencia eran bien dignos del herederode España— su hijo estaba pensando

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qué podría hacer para que ella sesintiera cómoda.

Qué extraño, pensó Femando, quesiendo como soy haya tenido un hijo así.

—En este momento baja del barco—anunció Juan, sonriente.

Uno junto a otro recorrieron a caballo elcamino a Burgos, donde los esperabanpara saludarlos la Reina y el resto de lafamilia real.

La complacencia había sidorecíproca, y los dos jóvenes formabanuna pareja encantadora. El pueblo,alineado junto a la ruta para verlos

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pasar, los saludaba en alta voz,cubriéndolos de bendiciones.

El pueblo amaba a su heredero; loencontraban no tanto apuesto comobello: su expresión de dulzura nodesmentía lo que habían oído comentarsobre él. Se decía que cualquier peticiónque fuera inicialmente presentada a Juansería atendida sin lugar a dudas, aunqueproviniera del más humilde; incluso,cuanto más humilde fuera el suplicante,con tanto mayor facilidad semovilizaban las simpatías del príncipe.

—¡Viva el príncipe de Asturias! —gritaba la gente—. ¡Viva laarchiduquesa Margarita!

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Fernando, que cabalgaba junto aellos, se había quedadocomprensivamente atrás. En esa ocasión,estaba dispuesto a ceder el primerpuesto a su heredero y a la novia. Nopodría haber deseado nada mejor, y sefelicitaba: la muchacha parecíaperfectamente sana, y nadie diría queuna semana atrás había estado a punto deahogarse en alta mar.

Margarita estaba deseosa de hablarcon Juan. Los modales españoles de élle parecían un poco majestuosos;después de haber pasado algunos añosen Flandes, a Margarita le resultabaajena esa restricción.

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—El pueblo os ama —señaló.—Les gusta tener una boda, que

significa celebraciones y festejos —respondió Juan.

—Sí, eso es indudable. Pero creoque vos, personalmente, les interesáis demanera muy especial. ¿Os resultacomprensible mi español?

—Perfectamente; es muy bueno.Ella soltó la risa.—Por malo que fuera, vos diríais

que es bueno.—Es que realmente es muy bueno.

Confío en que mi hermana Juana habletan bien la lengua de su esposo comovos habláis la del hombre que ha de ser

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el vuestro.—Ah… Juana —murmuró

Margarita.—¿Visteis bastante a mi hermana?

—preguntó Juan, con ansiedad.—No. Como sabéis, ella viajó a Lila

para la boda, y yo tenía que prepararmepara regresar con la flota.

Juan advirtió inmediatamente que eltema de Juana hacía sentir incómoda aMargarita, de modo que, por más queestuviera ansioso por tener noticias desu hermana, empezó a hablar de otracosa.

—Decidme cuáles son vuestrospasatiempos preferidos.

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Margarita le dirigió una mirada deagradecimiento.

—Me temo que habréis deencontrarme bastante aburrida —contestó.

—Eso no lo puedo creer.La muchacha volvió a reírse y Juan

advirtió —cosa que a ella le pasóinadvertida— que sus acompañantes sequedaban atónitos ante sus expresionesde alegría. ¡Esos modales flamencos!,pensaban. En España era incorrectodemostrar semejante falta de dignidad.

Pero a Juan le gustaba esa risa,fresca y sin afectación alguna.

—Sí —continuó Margarita—, a mí

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no me interesan mucho los torneos, elbaile y esas diversiones. Me pasomucho tiempo leyendo. Me interesa lahistoria de los países y las ideas de losfilósofos. Creo que mi hermano meconsideraba un poquito rara. Según él,no tengo las cualidades adecuadas paraagraciar a un marido.

—Eso no es verdad —Margarita viobrillar súbitamente los ojos de Juan—.Yo tampoco soy brillante para esascosas, y en cuanto a cazar, me disgustafrancamente.

—A mí también —se apresuró acoincidir Margarita—. No puedosoportar que persigan a los animales

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para matarlos; me siento como si fuerayo la perseguida. Mi hermano se ríe demí, y dijo que vos os reiríais también.

—Yo jamás me reiría de vos, ni meburlaría de vuestras ideas si nocoincidieran con las mías. Pero creo,Margarita, que vos y yo hemos de pensarlo mismo sobre muchas cosas.

—Eso es algo que me hace muyfeliz.

—¿Y no estáis asustada… al venir aun país extranjero… donde os espera unmarido extranjero?

—No, no estoy asustada —contestóMargarita, con seriedad.

Juan sintió que el corazón empezaba

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a latirle desordenadamente al mirar elperfil joven y puro de su prometida, supiel tersa y clara.

Tiene todo lo que yo podría haberdeseado en una esposa, se dijo. Sinduda, soy el más afortunado de lospríncipes. ¡Qué serena es! Parece quenada pudiera alterarla. Va a ser todo tanfácil… tan placentero… maravilloso.No debía haber tenido miedo. Y no mesentiré tímido ni torpe con ella. Es tanjoven, y sin embargo tiene una calmasemejante a la de mi madre. Mi esposaserá una persona maravillosa.

—Estáis sonriendo —observó ella—. Decidme qué es lo que os divierte.

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—No es algo que me divierta lo queme hace sonreír —respondiógravemente Juan—. Es la felicidad.

—Es la mejor razón que se puedetener para sonreír —asintió lamuchacha.

Entonces, pensó Juan, ya estoyempezando a amarla.

Margarita también sonreía,diciéndose qué afortunada había sido, alrecordar los labios toscos de CarlosVIII de Francia.

Estaba contenta de que la hubieranmandado a Francia como novia deCarlos; así comprendería mejor la suerteque tenía de haber llegado a España

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para casarse con Juan.Entre los vivas y las bendiciones del

pueblo, los dos siguieron cabalgando.Al pensar en los años futuros, los

invadía ya una serena alegría.

En el palacio de Burgos esperaban conansiedad el arribo de la cabalgata,encabezada por Fernando, su hijo y lanovia.

En las habitaciones de los niños, laprincesa Isabel dirigía a las sirvientasque se afanaban en preparar a sushermanas, María y Catalina.

¡Qué silenciosas estaban! Todo

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habría sido muy diferente si Juanahubiera estado con ellas. Habría estadohaciendo mil conjeturas sobre la novia,dando a gritos, a todos, las opinionesmás disparatadas.

Isabel estaba más bien satisfecha deque Juana ya no estuviera con ellos.

Ella, que se pasaba tanto tiempo enoración, estaba rogando que lamuchacha recién llegada hiciera feliz asu hermano. Esperaba que fuera unajoven dulce y religiosa. Seríalamentable que Margarita fueradespreocupada y frívola; Isabel sabíaque por España circulaban ya historiasrelativas a la conducta del hermano de

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su futura cuñada.La Reina estaba muy angustiada por

Juana, cuyo matrimonio era en esemomento su mayor preocupación. Encuanto a su padre, naturalmente, no hacíamás que felicitarse por haberconseguido concretar la alianza queharía de Juana la madre de los herederosde la casa de Habsburgo. Para él notenía ninguna importancia que su hijafuera desesperadamente desdichada,mientras le diera esos nietos.

Mientras las doncellas la vestían,María estaba plácidamente relajada, tanfalta de emoción como siempre. ¡Latonta de María, que ni siquiera tenía

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imaginación para preguntarse quésentiría Margarita al llegar a su nuevopaís, ni para pensar si ella misma notendría que hacer lo mismo en un futuroque, en realidad, no estaba tan lejano!

Con Catalina era todo muy diferente.Tenía la carita tensa y angustiada, y noera difícil adivinar los pensamientos quese ocultaban tras sus grandes ojososcuros.

¡Pobre pequeña Catalina! Iba a serdesgarrador, para ella, tener que irsealgún día a Inglaterra.

Una de las damas de la Reina entróen la habitación y en un susurro,comunicó a Isabel que Su Alteza, la

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Reina, deseaba verla sin demora, demanera que debía acudir a su presencia.

La joven Isabel dejó sin pérdida detiempo a sus hermanas para dirigirse alas habitaciones de su madre.

La Reina la esperaba y, al verla, aIsabel se le fue el alma a los pies, aladivinar lo que su madre tenía quedecirle.

La Reina besó a su hija antes deempezar:

—Hay noticias de Portugal, y queríaser yo quien os lo dijera. Queríaprepararos, porque sin duda vuestropadre os hablará de esto cuando os vea.

A Isabel se le había secado la

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garganta.—Sí, madre —articuló.—Manuel escribe que, si insistimos

en esa condición, él está dispuesto aaceptarla.

Las pálidas mejillas de Isabel secolorearon de repente.

—¿Queréis decir —exclamó laprincesa—, que arrojará a toda esagente de su país, simplemente porque…?

—Simplemente porque está tanansioso de contraer este matrimonio. Demanera, querida mía, que debéisempezar a prepararos realmente parapartir hacia Portugal.

—¿Tan… tan pronto? —balbuceó

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Isabel.—Me temo que vuestro padre quiere

que el matrimonio se celebre este año.—Oh… ¡no!—Pues así es. Querida Isabel, yo

insistiré en que volvamos a reunirnospoco después de vuestra partida. Si vosno podéis venir aquí, a España, seré yoquien vaya a Portugal.

—Madre, ¿me lo prometéis?—Os lo juro.Isabel se quedó en silencio.—¿No hay nada que yo pueda

hacer…? —prorrumpió después—. Nopensé que él accediera a esta…

—Manuel quiere este matrimonio, y

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vos deberíais regocijaros. Es algo másque un buen matrimonio; por la parte deél, es una alianza de amor.

—Pero también está mi parte,madre.

—Con el tiempo lo amarás. Lo sé,hija mía, estoy segura. Es un hombrebueno y tierno, que te ama sinceramente.No tienes nada que temer.

—Pero, madre, esa condición…—Lo único que demuestra es cuánto

te ama.—Pero yo sé que lo hace contra su

voluntad.—Eso es porque, bueno como es,

tiene cierta ceguera. Ese santo varón que

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es Tomás de Torquemada ve en esto lamano de Dios.

Isabel se estremeció. Habría queridogritar que a ella no le gustabaTorquemada, que le daba miedo, quecuando la tos la mantenía despierta porlas noches le parecía oír las maldicionesde los judíos exiliados.

Pero su madre no entendería esasfantasías. ¿Cómo podría explicárselas?La princesa sentía que sus emociones laahogaban, y temió que, si no podíacalmarse, la acometería uno de susataques de tos.

Siempre intentaba no toser enpresencia de su madre, porque sabía

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cuánto se preocupaba por eso la Reina.Para darle angustias, ya bastaba conJuana.

—Madre, si me disculpáis volveré amis habitaciones —murmuró—. Aúntengo que preparar algunas cosas, paraestar lista cuando llegue la comitiva.

La Reina asintió con un gesto.—Todo saldrá bien —se aseguró

cuando su hija hubo salido—. Esto es lomejor que podría suceder con mi Isabel.

Isabel, la Reina, tomó en sus brazos a lahija de Maximiliano y la abrazó.

Los ojos de la Reina se llenaron de

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lágrimas. La muchacha era encantadora,sana, y Juan daba la impresión desentirse ya muy feliz con su novia.

Fernando los contemplaba con losojos brillantes; era muy grato podercompartir el regocijo general.

—Os damos la bienvenida a Burgos—expresó la Reina—. No puedodeciros lo inquietos que hemos estadopor vuestra llegada.

—Estoy feliz de haber llegado,Alteza.

La sonrisa de la niña era tal vezdemasiado cálida, demasiado amistosa.

Debo recordar, se dijo la Reina, queha vivido mucho tiempo en Flandes, y

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que allí tienen poco sentido del decoro.Las tres princesas, Isabel, María y

Catalina, se adelantaron a darformalmente la bienvenida a Margarita.

Les pareció extraña, con su atuendoflamenco, su cutis fresco y sus modalesfamiliares, pero les gustó. Hasta Maríaparecía un poco más animada alobservarla. En cuanto a Catalina, suvalor se veía reforzado por esamuchacha que parecía tan tranquila trashaber venido a un país de extranjerospara casarse con un hombre a quienacababa de conocer.

Un banquete estaba ya preparado, yJuan y su novia se sentaron junto al Rey

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y a la Reina, hablando de los torneos yfestividades que se habían preparadopara celebrar el matrimonio.

—Es una pena que estemos enCuaresma —comentó la Reina—, perotan pronto como termine se celebraránlos esponsales. Pensamos que el día dela boda puede ser el tres de abril.

Catalina echó una mirada al rostrode la archiduquesa flamenca, y se sintióaliviada al comprobar que Margarita nose alteraba, aparentemente, al oírmencionar la fecha de su boda.

Fue el espectáculo más magnífico que se

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había visto en España durante muchosaños.

Después de todo, era la boda delheredero del trono; pero era algo másque la celebración de una boda. Jamásse había tenido la impresión de queEspaña reservara a su puebloesperanzas de tan próspero futuro. Hacíamuchísimos años que las perspectivasde paz no se presentaban tan brillantes.¡No habría que pagar más impuestos porbatallas inútiles! ¡Los hombres ya no severían obligados a dejar sus pacíficastareas para unirse al ejércitocombatiente! La paz significabaprosperidad, una meta que, finalmente,

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parecía alcanzada.El novio, joven y encantador, sería

el primer heredero de una España unida,y el pueblo había llegado a darse cuentade que eran más felices viviendo en unpaís así que uno dividido en reinos quese mantenían en una constante lucharecíproca.

Incluso la ahorrativa Isabel habíadecidido que el matrimonio de su únicohijo varón debía ser una ocasión quetodos recordaran, de manera que estabadispuesta a gastar muchísimo dineropara conseguirlo.

En todo el país se celebraban fiestasy torneos; por todas partes los pueblos y

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ciudades estaban alegrementedecorados, y hasta en las aldeas máspequeñas las callejuelas se veíanatravesadas por estandartes.

—¡Viva el heredero! —gritaba elpueblo—. ¡Benditos sean el príncipe deAsturias y su novia!

El matrimonio se celebró con lamayor dignidad y ceremonia,consagrado por el Arzobispo de Toledo,en presencia de los grandes de Castilla yde la nobleza de Aragón. Fue unespectáculo de esplendor ymagnificencia.

Mientras formulaba sus votos,Margarita comparó una vez más a su

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novio con aquel niño de doce años conquien se había comprometido en unagranja, en las inmediaciones del castillode Amboise, y volvió a felicitarse porsu buena suerte.

Juan había contemplado conaprensión el momento en que sequedarían juntos, a solas. Se habíaimaginado los terrores de una muchachajoven que tal vez no entendiera del todolo que se esperaba de ella, se habíaimaginado a sí mismo explicándoselo,con toda la dulzura posible, y la tarea nole había gustado nada.

Cuando se tendieron en el lechomatrimonial, Margarita fue la primera en

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hablar.—Juan, tú me tienes miedo —le

dijo.—Tengo miedo de disgustarte, tal

vez —aclaró él.—No, no me disgustaré —le aseguró

Margarita.—¿Es que tú nunca te disgustas?—Con las cosas que deben ser, no.Juan le tomó una mano para

besársela.—Lo siento —murmuró—. Como tú

dices, lo que debe ser, debe ser.De pronto ella soltó la risa y,

arrancando la mano de entre las de él, loabrazó.

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—Estoy tan contenta de que seascomo eres, Juan. Estoy segura de que túno podrías hacer nada capaz dedisgustarme. Cuando pienso que en estemomento podría haber estado acostadajunto a Carlos… —se estremeció.

—¿Carlos, el Rey de Francia?—Tiene los labios gruesos y es

gruñón. No es que sea malo, pero seríatorpe y… jamás me habría comprendido.

—Yo espero llegar a comprenderte,Margarita.

—Llámame Margot, que es minombre especial… con el que me gustaque me llamen aquellos a quienes amo.

—Entonces, ¿tú me amas, Margot?

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—Creo que sí, Juan. Así debe deser, porque… no estoy asustada.

Y la dificultad fue pronto superada,y lo mismo que los había alarmado seconvirtió en un placer. Margarita leenseñó a reírse con su alegre modalidadflamenca, y Juan se sintió fascinado poresa manera de hablar informal, quepodría haber parecido tosca en otroslabios, pero jamás en los de ella.

—Oh, Juan —suspiró Margarita—, yyo que pensé que ahora mis huesosestarían en el fondo del mar y que lospeces más grandes ya me habríandevorado y que los pequeñitos andaríanjugando con mi esqueleto y metiéndose

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en mis órbitas vacías…—No digas esas cosas —pidió él,

besándola en los ojos.—«Aquí yace Margot», me dije. «Se

casó dos veces, pero murió virgen».Después, Margarita volvió a reírse.—Ahora, ese ya no podría ser mi

epitafio, Juan. Porque aquí yaceMargot… aquí, junto a ti… pero ya noes virgen… y no lo lamenta.

Ya sin miedo ni vergüenza,volvieron a hacerse el amor.

—Ya hemos dado a nuestros padreslo que querían —comentó Juan a lamañana.

—La corona de España —lo

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interrumpió Margarita.—La herencia de los Habsburgo —

salmodió él.Los dos se rieron y empezaron a

besarse, en un súbito arrebato de pasión.Margarita se apartó de su marido y,poniéndose de rodillas sobre la cama,inclinó la cabeza como si estuviera antelos tronos reales.

—Agradecemos a VuestrasGraciosas Majestades, pero podéisquedaros con la corona de España…

—Y con la herencia de losHabsburgo —agregó Juan.

—Porque… —le sonrió Margarita.—Hicisteis de nosotros recíproco

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regalo.

Las celebraciones de la bodacontinuaron. El joven príncipe Juan erala persona más popular en toda España.De él se decía que desde la llegada deMargarita tenía un aspecto más humanoy menos angelical, sin que por eso sehubiera atenuado su expresión dedulzura. Su novia era evidentemente unamuchacha feliz, y no era de asombrarseque allí donde ellos fueran reinara elregocijo.

La Reina estaba hablando con sumarido de la satisfacción que le

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brindaba ese matrimonio.—Ya veis qué bien ha resultado

todo —dijo Fernando—. Y estematrimonio fue obra mía. Admitiréis quesabía lo que hacía.

—Habéis actuado con el mayoracierto —coincidió Isabel—. Habéisconseguido para nuestro Juan una partede la herencia de los Habsburgo… y lafelicidad.

—¿Y quién no sería feliz, teniendouna parte de la herencia de losHabsburgo? —se asombró Fernando.

El rostro de Isabel reflejó ansiedad.—No me gustan esos rumores que

me llegan sobre Juana. Está tan lejos de

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casa y…—¡Tonterías! Todo irá bien; ya se

adaptará. Las costumbres de losflamencos son diferentes de las nuestras.Lo que a mí me han dicho es que estáapasionadamente enamorada de sumarido.

—Demasiado apasionadamente.—Mi querida Isabel, ¿es que acaso

puede ser demasiado el amor de unamujer por su marido?

—Si Felipe no es bondadoso conella, a Juana se le haría más fácil desoportar la situación si no lo amara tantiernamente.

—¡Extrañas palabras en vuestros

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labios! Parecéis dar a entender que enuna mujer es una virtud no amartiernamente a su marido.

—Me interpretáis mal.—Oh, no temáis por Juana, que

muchas veces los rumores mienten.La Reina sabía que su marido no

podía pensar en su hija, Juana, sinasociarla con todas las ventajas que sumatrimonio había significado paraEspaña, inútil esperar que Fernandoviera las cosas desde un ángulopersonal; no era capaz de eso, y con losaños se había endurecido más. ¿O mehabré ablandado yo?, preguntábaseIsabel. No, es solamente que al tener

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tantos seres queridos me he vuelto másvulnerable.

—¿A qué se debe esta demora connuestra hija Isabel? —preguntóbruscamente Fernando—. Manuel estáimpacientándose.

—¿No correspondería que esperehasta que terminen las celebraciones dela boda de su hermano?

—Pero hemos planeado que estasceremonias se prolonguen durante largotiempo, tal como el pueblo lo espera.Sin embargo, quiero que pronto Juan yMargarita hagan un largo peregrinajepor el país, dejándose ver en lasprincipales ciudades. Allí donde se

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detengan habrá festejos y celebraciones;no hay nada mejor que un viaje así paraconquistar la devoción del pueblo. Ycuando hay una pareja como la queforman Juan y Margarita… jóvenes,bellos y enamorados… tienen aseguradala ferviente adhesión del pueblo —losojos de Fernando echaban chispas—.Cuando pienso en todo lo que heredaráeste muchacho nuestro, me dan ganas decantar de alegría.

—Tal vez Isabel pudieraacompañarlos durante el viaje.

—¿Y demorar así su partida haciaPortugal?

—Así recordaría al pueblo todo lo

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que estamos haciendo por ellos, conestas alianzas.

—Eso es innecesario. Isabel debeprepararse para viajar sin pérdida detiempo a Portugal.

La Reina estaba a punto de protestar,pero el gesto de Fernando era obstinado.

Son mis hijos, no son solamentevuestros, parecía recordarle. Bienpodéis ser vos la Reina de Castilla; eljefe de familia sigo siendo yo.

De nada servía protestar, decidió laReina. Y a la larga, una brevepostergación no serviría de mucho aIsabel. Su madre estaba segura de que,cuando estuviera en Portugal, la

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princesa sería tan feliz con Manuelcomo era Margarita con Juan.

La llegada de Margarita a España habíasignificado un inmenso alivio paraCatalina, a quien le parecía verdesarrollarse ante sus ojos el mismodrama que se había convertido en elmotivo dominante de su vida. Laadaptación de una princesa extranjera alhogar de su novio podía ser unacontecimiento feliz.

Ser testigo de la felicidad deMargarita y Juan era una alegría paracualquiera.

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Margarita era muy cordial con lashermanas de su marido. Ingeniosa ydivertida, tenía una extraordinariamanera de no vacilar jamás para decirlo que se proponía.

Catalina sabía que su hermana Isabelestaba un poco escandalizada con sucuñada, pero Isabel, cuya propia partidaera inminente, no podía participar delregocijo general.

—Qué crueldad la nuestra —comentó Catalina, hablando con María—, estar tan felices cuando Isabel está apunto de dejarnos.

María la miró, azorada. Lo mismoque su padre, no podía entender por qué

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Isabel había de estar tan afligida. Iba acasarse, como se había casado Juan; ibaa ser el centro de la atracción, y aMaría, todo eso le parecía muy bien.

Frecuentemente Catalina se apartabadel grupo, cautivado por alguno de losrelatos de Margarita sobre lascostumbres flamencas, para acompañarun rato a su hermana Isabel.

En las últimas semanas, la princesahabía cambiado; se había resignado.Parecía un poco más delgada que decostumbre, pero en sus mejillas lucía unrubor febril que la embellecíamuchísimo. Aunque su tos lapreocupaba, Isabel se esforzaba

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continuamente por dominarla.Un día, Catalina entró en las

habitaciones de su hermana y la encontrójunto a la ventana, mirandopensativamente al panorama de abajo.

—¿Puedo entrar, Isabel?—Por cierto que sí.Isabel le tendió la mano y Catalina

se la cogió.—¿Por qué vienes a estar conmigo?

—preguntó la hermana mayor—. ¿Acasono te divierte más estar con las otras?

Catalina se quedó pensativa. Sí, eramás divertido. Margarita era muyamena, y resultaba muy grato mirarla ypensar que ir a casarse a un país

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extranjero podía ser algo así; peroCatalina no podía disfrutar de lashistorias de Margarita mientras estabapensando en Isabel.

—Quería estar contigo —explicó.—Ya no nos quedarán muchos días

más para estar juntas, porque pronto hede irme a Portugal. Juan y Margaritatambién saldrán de viaje, de manera quea ellos también los echarás de menos.Claro que ellos regresarán.

—Tú también regresarás.—Sí. Nuestra madre me ha

prometido que volveré yo a veros atodos, o viajará ella a verme. En estecaso, espero que te lleve consigo,

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Catalina.—Así se lo rogaré yo.Durante un rato se quedaron en

silencio. Después, Isabel volvió ahablar:

—Catalina, tú eres la más pequeña,y sin embargo creo que eres la mássensata; entiendes mis sentimientosmejor que ninguna de las otras.

—Eso es porque algún día, yotambién tendré que irme.

—Es verdad, Catalina. Y es unegoísmo de mi parte, pensar todo eltiempo en mí misma. Pero para ti serádiferente. Oh, Catalina, cómo quisierahaberme ido antes.

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—Entonces, no estarías aquí ahora.—Tú eres demasiado pequeña para

recordar lo que sucedió en nuestro país;lo que, por culpa mía, sucederá enPortugal. Manuel ha aceptado esacondición.

—Tú hablas de la expulsión de losjudíos, Isabel, pero ¿no está bien eso?Entonces, Portugal será un paístotalmente cristiano, lo mismo queEspaña.

—Pienso en esos hombres, mujeresy niños arrojados de sus hogares.

—Pero son judíos, Isabel. Yo heoído lo que dicen de ellos los sirvientes.Que envenenan los pozos, que destruyen

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las cosechas con sus encantamientos. Ytú sabes, Isabel, que hacen cosas muchopeores. Secuestran niños cristianos y loscrucifican como crucificaron a Cristo.

—Yo también he oído esas historias,pero me pregunto si serán verdad.

—¿Por qué has de dudarlo?—Porque cuando la gente comete

grandes injusticias, siempre trata deconvencerse de que lo que ha hecho eslo más justo.

—Pero, ¿acaso no es justo traer atoda la gente a la fe cristiana? Es por elbien de ellos.

—Eso lo creo, pero la idea de ellosme obsesiona, Catalina. Se me aparecen

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en sueños, les suceden cosas terribles.Cuando los judíos españoles llegaban alos países extranjeros y bárbaros, lesrobaban y los asesinaban. A niñitas de tuedad, las violaban en presencia de suspadres, y después de haberlas violado,las despanzurraban porque se difundióel rumor de que los judíos se tragabanlas joyas para poder llevárselasconsigo. Imagínate, no les permitíanllevarse lo que era de ellos.

—Isabel, debes rezar y estar serena,como Margarita. No debes pensar enestas cosas.

—Para ella es fácil; no llegó alhogar de su marido cargada con esa

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culpa.—Tampoco debes hacerlo tú, Isabel.—Sin embargo, es así, Catalina. Sus

voces me persiguen en sueños, y losveo… filas y filas de rostros coléricos yasustados. Veo cosas terribles en missueños, y tengo la sensación de quesobre mí pesa una maldición.

Poco podía hacer la pequeñaCatalina para consolar a su hermana.

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Tragedia enSalamanca

Juan y Margarita habían dado comienzoa su viaje triunfal, y había llegado elmomento de que la princesa Isabeliniciara su viaje para reunirse conManuel.

Isabel se alegraba de que su madreviajara con ella. Aunque Fernandotambién las acompañaba, no era mucholo que la joven tenía que hablar con supadre, advirtiendo —como advertía—la impaciencia de él por ver realizadoese matrimonio.

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La Reina comprendía la renuenciade su hija a regresar, nuevamente encondición de novia, al país del hombre aquien tan tiernamente había amado, perono tenía idea de los horrores quehabitaban la mente de su hija. Para ellaera inconcebible que la joven Isabelpudiera estar tan preocupada por eldestino de un sector de la comunidadque rechazaba los beneficios delcristianismo.

El matrimonio debía celebrarse sinla pompa que solía acompañar a lasbodas reales, dado que Isabel era viuda.La gente seguía aún festejando elcasamiento de Juan y Margarita, una

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ceremonia en la cual se había gastadomuchísimo, de manera que porimportante que fuera el matrimonio conPortugal, debía celebrarse con elmínimo espectáculo. Ni Fernando niIsabel eran derrochones, y no lesgustaba gastar en lo que no eranecesario.

La ceremonia que habría decelebrarse en Valencia de Alcántara, lapequeña ciudad donde Manuel esperabaa su novia sería, pues, recatada ytranquila.

Al levantar los ojos del rostro de suprometido, extrañas emociones llenabanel corazón de la joven Isabel. Volvieron

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a su memoria los recuerdos del palaciode Lisboa, donde lo había visto porprimera vez, de pie junto al Rey, yrecordó haber pensado en aquelmomento que Manuel era Alonso.

Después habían llegado a entablaramistad; Manuel había demostradoclaramente su deseo de estar en el lugarde Alonso y, tras el triste día de lamuerte de Alonso, se había convertidoen el más bondadoso y comprensivo desus amigos. Había sido entonces cuandosugirió a Isabel que se quedara enPortugal para convertirse en su mujer.

Y ahora era el Rey de Portugal, unhonor que jamás podría haber alcanzado

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a no ser por aquel accidente en elbosque, pues si Alonso hubiera vivido,los hijos que Isabel hubiera tenido de élhabrían tenido precedencia sobreManuel.

Pero todo había sido diferente…trágicamente diferente, y ahora Isabelvolvía a Portugal como novia deManuel.

Él se llevó a los labios la mano desu prometida para besársela: aún seguíaamándola. Era increíble la fidelidad quele había guardado ese hombre durantetantos años. Mientras ella lloraba suviudez y declaraba que jamás volvería acasarse, Manuel la había esperado.

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Y finalmente, Isabel volvía con él,pero cargaba sobre sus hombros un pesoabominable: la desdicha de millares dejudíos.

También la sonrisa de él eradolorosa; también él pensaba que eraterrible el precio que había tenido quepagar por ella: la negación de suspropias creencias.

Ante el manifiesto regocijo deFernando y la sonrisa graciosa de laReina se celebró la ceremonia. Todoestaba bien; la infanta Isabel de Españase había convertido en la Reina dePortugal.

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Isabel se alegraba de no haber tenidoque pasar por las habituales yagotadoras ceremonias de una boda, quese le habrían hecho imposibles desoportar.

Cuando se quedó con Manuel, alpercibir la ternura de él, su gentileza, sudecisión de hacerla feliz, sintió uncalmo contentamiento. Tengo suerte,pensó, como la ha tenido Margarita conJuan.

Qué tontería había sido demorardurante tanto tiempo la boda. Podríahaberse casado con él uno o dos… enrealidad, tres años atrás. Y si lo hubierahecho, ya para entonces podría haber

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tenido un hijo.—Sois un hombre sumamente fiel,

para haber esperado todos estos años —dijo a su marido.

—¿No comprendisteis que una vezque os hube visto debía seros fiel? —interrogó él.

—Pero es que yo ya no soy joven,tengo veintisiete años. Vaya, si podríaishaberos casado con mi hermana María,que es doce años menor que yo, y esvirgen.

—¿Os parece raro que fuera a Isabela quien quería?

—Oh, sí, muy raro —admitió ella.Manuel le tomó las manos y se las

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besó.—Pronto comprenderéis que no hay

en eso nada de raro. Os amo desde laprimera vez que estuvisteis entrenosotros. Os amaba cuando os fuisteis, yos amo más que nunca ahora que habéisregresado a mí.

—Intentaré ser todo lo que vosmerecéis en una esposa, Manuel.

Su marido la besó con pasión, eIsabel sintió que él intentaba excluiralgo de su mente… algo que ella bienconocía. Aunque no hubieran hablado de«la condición», eso era algo que estabainterponiéndose entre ellos, sentíaIsabel, entre ellos y una completa

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felicidad.Acostarse con Manuel, saber que de

nuevo volvía a tener marido, fue algoque no removió los amargos recuerdosde Alonso, como Isabel había temido.Sólo ahora comprendía que ésa era lamanera más rápida de borrar el recuerdode aquella remota luna de miel quehabía terminado en tragedia.

Manuel no era muy distinto de sudifunto primo y, aunque noexperimentara los gozosos transportesque había disfrutado con Alonso, Isabelse daba cuenta de que ese calmocontento era algo a lo que ella y Alonsohabrían llegado con el tiempo.

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Durante los primeros días de sumatrimonio, Alonso y Manuelempezaron a mezclársele de una maneraextraña, como si se hubieran convertidoen una sola persona.

Durante esos primeros días, seolvidaron. Después, Isabel advirtió queuno de los servidores de Manuel teníarasgos judíos, y cuando le pareció que elhombre la observaba con miradamalévola, un miedo terrible se apoderóde ella.

En ese momento no dijo nada, peroesa misma noche se despertó gritando,aterrorizada por una pesadilla.

Manuel intentó consolarla, sin que

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ella pudiera recordar nada del sueño;apenas si podía sollozar de terror enbrazos de su marido.

—Es mi culpa —gemía—. Es miculpa. Debería haber venido antescontigo. No debería haber dejado queesto sucediera.

—¿Qué es esto, querida mía? Dimequé es lo que estás pensando.

—En lo que estamos por hacer a esagente. En el precio que tuviste que pagarpor nuestro matrimonio.

Al sentir que el cuerpo de Manuel seponía rígido, Isabel supo con certezaque tampoco él podía sacarse de lacabeza esa condición espantosa.

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Mientras le besaba el pelo, élsusurró:

—Tendrías que haber venido antes,Isabel. Tendrías que haber venido hacemucho tiempo.

—¿Y ahora?—Y ahora —respondió Manuel—

hay que pagar el precio. He dado mipalabra; es la condición del matrimonio.

—Manuel, eso te horroriza, esabominable. Es algo que te obsesiona…lo mismo que a mí.

—Es que te necesitaba tanto… quecuando me exigieron ese precio, lopagué… por lo mucho que te necesitaba.

—¿No hay ninguna otra salida? —

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susurró Isabel.Qué pregunta estúpida. Mientras la

formulaba vio los rostros, agrio el deTorquemada, sereno el de su madre, elde su padre astuto. Ellos les habíanimpuesto esa condición e insistirían enque fuera cumplida.

Durante un rato, estuvieron ensilencio.

—Es como una amenaza sobrenosotros —continuó después Isabel—.Esos extranjeros, con su religiónextraña, nos cubrirán de maldiciones porlo que les hemos hecho. Su maldiciónpesará sobre nuestra casa… Manuel,tengo miedo.

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Él la apretó contra su pecho y, alhablar, lo hizo con voz ahogada.

—Debemos cumplir con esacondición, y después olvidarlo. La culpano es de nosotros. Mi necesidad de ti mehizo débil. Pero ahora ya estamoscasados. Haremos lo que tenemos quehacer y después… volveremos aempezar.

—¿Será posible?—Lo será, mi Isabel.Isabel se dejó consolar pero, cuando

se quedó dormida, en sus sueños lapersiguieron mil voces; voces dehombres, de mujeres y de niños aquienes su fe les valdría que fueran

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arrojados de sus hogares. Y esas vocesla maldecían, y maldecían la unión delas casas de España y de Portugal.

En Salamanca se celebraba el arribo delheredero de España y de su esposa. Elpueblo había acudido desde muchasmillas a la redonda; hombres, mujeres yniños hormigueaban a su paso en lallanura, mientras ellos iban hacia laciudad universitaria.

Los estudiantes estaban en fête; loshabía de todas las nacionalidadesporque, después de París, Salamanca erael centro de erudición más importante

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del mundo. La ciudad era rica, porquemuchos nobles habían comprado casasen ella, para poder vivir cerca de sushijos y vigilarlos durante los años queestudiaban en la Universidad.

Por las calles, los estudiantesalardeaban de sus estolas, de distintoscolores para las diversas facultades.Salamanca solía ser una ciudad alegre,pero jamás había visto nada que igualaraesa ocasión. Las campanas de lasiglesias repicaban continuamente; encalles y patios resonaban las risas; seestaban preparando los toros que laocasión exigía, y en la Plaza Mayor laexcitación llegaba al colmo. Es los

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balcones de las casas se lucíanhermosas mujeres, y los estudiantes lascontemplaban con ojos ávidos. De vezen cuando un lucido cortejo recorría lascalles, y la multitud lo aclamaba, porquesabían que era parte del séquito delpríncipe.

Camino de los bailes y de losbanquetes que se ofrecerían en honor deellos, el príncipe y su esposarecorrerían las calles y el pueblosalmantino tendría ocasión de demostrarsu entusiasmo al heredero del trono.

En Salamanca todo era alegría ylealtad a la regia pareja.

Margarita lo miraba todo con ojos

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serenos.Era grato saber que el pueblo los

amaba, a ella y a su marido, y aunque lajoven sospechaba que más aún amabanel bullicio de la ceremonia, se guardóbien de decirlo. Tal vez ella fuera unpoquito más cínica que Juan.

Él se deleitaba en el placer de supueblo, no porque le agradara laadulación —que le preocupaba, porqueno se consideraba digno de ella—, sinoporque sabía que sus padres seenterarían de la recepción que lestributaban, y no ignoraba cuánto lesagradaría.

Tras haber bailado en la fiesta que

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se había celebrado en honor de ellos,los príncipes estaban en sushabitaciones.

Margarita no estaba cansada; podríahaberse pasado toda la noche bailando,y sintiéndose más feliz de lo que sehabía sentido nunca en su vida. Miraba asu marido y pensaba: es el momento decompartir con él esta felicidad, que esde él tanto como mía, y que complace aJuan no menos de lo que a mí mecomplace.

No había querido decírselo mientrasno estuviera segura, pero creía queahora no podía caber ya duda alguna.

Se sentó en la cama y miró a Juan.

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Había indicado que se retiraran a lasdoncellas que debían ayudarlos aacostarse, porque no estaba de ánimopara ceremonias. Sabía que eso lasescandalizaba, pero no hacía caso de suasombro. Si Juan la aceptaba con suinformal modalidad flamenca, tambiénellas debían aceptarla. A las doncellasque la habían acompañado desdeFlandes se les hacía difícil adaptarse aEspaña.

—Esas continuas ceremonias nosólo son cansadoras, sino ridículas —sequejaban.

—Debéis comprender —lesexplicaba Margarita— que para ellos

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nuestras costumbres son toscas, y tal vezeso sea peor que ridículo. Donde fueres,haz lo que vieres, dice el refrán. Noolvidéis que eso es válido también paraEspaña.

Admitía, sin embargo, que si nopodían adaptarse a las costumbresespañolas tendrían que regresar aFlandes. En cuanto a mí, pensaba, soytan feliz que no deseo cambiar nada.

—Juan, me temo que esta nocheescandalicé un poco a la gente —comentó.

—¿Escandalizarlos?—Oh, vamos, ¿no viste levantarse

algunas cejas? Mis modales flamencos

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los confunden.—¿Y eso qué importa, si tú les

gustas?—¿Tú crees que les gusto?—A mí me gustas, y con eso basta.—Pero Juan, es que a ti es muy fácil

gustarte. Tal vez yo tenga que aprender aser más solemne, más española, máscomo la Reina. Tengo que aprender atomar a tu madre como modelo, Juan.

—Sigue siendo como eres, que asíme gustas más —pidió él, besándola enlos labios.

Margarita se levantó de un salto y sepuso a bailar solemnemente una pavana.Después la interrumpió de golpe.

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—Así es como la bailaríamos enFlandes —anunció.

Juan se echó a reír ante ladisparatada imitación que ella hizo de ladanza española.

—Ven a bailar conmigo —lo invitóMargarita, tendiéndole ambas manos—,que si lo haces bien, te diré un secreto.

Cuando él se colocó frente a ella.Margarita advirtió su aire de cansancioy le notó el rostro arrebatado.

—Juan, estás cansado —señaló.—Un poco. Hacía calor en el salón

de baile.—Tienes las manos ardiendo.—¿De veras?

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—Siéntate, que te ayudaré aacostarte. Ven, que yo seré tu ayuda decámara.

—Margarita —preguntó él, riendo—, ¿qué pensarán tus doncellas de tusextraños modales?

—Que soy flamenca… nada más.¿No sabías que a la gente de mi país legusta más las bromas y las risas que lasceremonias? Me perdonarán mis rarezasporque soy flamenca, simplemente. Ycuando sepan la noticia que tengo… meperdonarán todo.

—¿Qué noticia es ésa?—Vamos, ¿no la adivinas?—¡Margot!

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Ella se inclinó a besarle dulcementela frente.

—Que sea por muchos y muy felicesaños, padrecito —susurró.

Fue una noche que Margarita jamásolvidaría.

—Siempre recordaré con amor aSalamanca —anunció.

—Lo traeremos a esta universidad, ydiremos al pueblo cuánto amamos a estaciudad donde pasamos algunos de losdías más felices de nuestra luna de miel.

—Y que aquí supe por primera vezde su existencia.

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Entre risas, volvieron a hacerse elamor; se sentían más serios, másresponsables. Ya no eran amantes,simplemente; eran casi padres, y lavisión de ese futuro los sobrecogía.

Amanecía cuando Margarita sedespertó. Era como si algo la hubierasobresaltado, pero no sabía qué. Laciudad volvía ya a la vida, y se oía a losestudiantes por las calles.

Margarita tuvo la sensación de quealgo andaba mal. Se sentó en la cama.

—¡Juan! —llamó.Como él no le respondió en seguida,

la joven se le acercó para volver allamarlo.

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Juan seguía teniendo las mejillasarrebatadas, y al apoyar el rostro contrael de él, su mujer se inquietó al notarloafiebrado.

—Juan —susurró—. Juan, queridomío. Despiértate.

Cuando él abrió los ojos, Margaritasintió ganas de llorar de alivio, al verque le sonreía.

—Oh, Juan, durante un momentopensé que algo andaba mal.

—¿Qué podría andar mal? —interrogó él, tomándola de la mano.

A Margarita le pareció que esosdedos le quemaban.

—¡Estás ardiendo!

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—¿De veras? —Juan trató deenderezarse, pero volvió a caer sobrelas almohadas.

—¿Qué te pasa, Juan? ¿Qué es loque tienes?

—Estoy mareado —respondió él,llevándose una mano a la cabeza.

—Estás enfermo —gimió Margaritay, levantándose de un salto de la cama,se envolvió rápidamente en una bata.Temblorosa, corrió hacia la puerta,dando voces:

—Venid pronto, que el príncipe estáenfermo.

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Los médicos estaban junto al lecho deJuan.

Dijeron que Su Alteza habíacontraído una fiebre y que con losremedios que ellos le darían no tardaríaen recuperarse.

Durante todo ese día, Margaritapermaneció junto al lecho de su esposo.Él la miraba con ternura, esforzándosepor asegurarle con su expresión quetodo iba bien.

Sin embargo, ella no se dejó engañary durante toda la noche siguiente siguiójunto a él.

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Al llegar la madrugada, Juandeliraba.

Los médicos, reunidos en una junta,hablaron con Margarita.

—Alteza —expresaron—, pensamosque se debe enviar sin demora unmensaje al Rey y a la Reina.

—Pues que así se haga, a toda prisa—respondió la princesa.

Mientras los mensajeros, al galope,se dirigían a la ciudad fronteriza deValencia de Alcántara, ella volvió asentarse junto al lecho de su marido.

Fernando recibió a los mensajerosque venían de Salamanca.

Primero leyó la carta de Margarita.

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¡Juan, enfermo! Pero si había estadoperfectamente bien cuando inició suviaje de luna de miel. No eran más quetemores histéricos de la joven esposa.Juan estaría un poco agotado; tal vez elcasamiento pudiera resultar agotadorpara un muchacho serio que, antes de suboda, había llevado una vida del todovirtuosa. Para Fernando, el matrimoniono había significado ese tipo deproblemas, pero era capaz de admitirque Juan era diferente de él en eseaspecto.

Pero había otra carta, y la firmabandos médicos, a quienes la salud delpríncipe daba motivos de alarma. Creían

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que había contraído alguna fiebremaligna, y lo encontraban tan enfermoque sus padres debían acudir sin pérdidade tiempo a su lado.

Fernando se preocupó. Eso no erahisteria; Juan debía de estar realmenteenfermo.

Era un inconveniente. Manuel y suhija Isabel todavía estaban celebrandosu matrimonio, y si él y la Reina salíanrepentinamente de viaje para estar conJuan, eso podía ser motivo de granangustia.

Fernando se dirigió a lashabitaciones de Isabel, preguntándosecómo le daría la noticia. Ella sonrió al

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verlo entrar, y su marido la miró conternura. Se la veía un poco envejecida;la pena de separarse de Juana, y ahorade Isabel, habían dibujado algunasarrugas más en su rostro. CuandoFernando se salía con la suya, comohabía sucedido en el asunto delmatrimonio de Isabel, se permitía sentirafecto por su Reina. Isabel era unabuena madre, muy dedicada, se recordó,y si alguna vez pecaba en su conductahacia sus hijos, era por exceso deindulgencia.

Decidió omitir la carta de losmédicos y mostrar a su mujerúnicamente la de Margarita; así podría

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evitar que se pusiera demasiado ansiosapor el momento.

—Hay noticias de Salamanca —anunció.

El rostro de Isabel se iluminó deplacer.

—He oído decir que el pueblo les hadado una bienvenida como raras vecesse ha visto —comentó la Reina.

—Sí, así es, pero… —comenzóFernando.

—¿Pero…? —lo apremió Isabel, encuyos ojos se pintaba ya la angustia.

—Juan no está del todo bien. Tengouna carta de Margarita. La pobre niña noescribe como la calma señora que

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procura parecer.—Mostradme la carta.Fernando se la dio y, mientras ella

leía, le rodeó los hombros con un brazo.—Ya veis que no es más que la

inquietud histérica de nuestra noviecita.En mi opinión, a Juan debe hacérsele unpoco agotador el papel de marido de unaniña tan vivaz. Lo que necesita esdescanso.

—¡Una fiebre! —exclamó la Reina—. Me pregunto a qué se refieren coneso…

—Sobreexcitación, Isabel, os estáisangustiando. Iré a Salamanca sin pérdidade tiempo. Vos quedaos aquí para

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despediros de Isabel y de Manuel, queyo os escribiré desde Salamanca paratranquilizaros.

Isabel lo miró pensativa.—Sé que si yo no hago ese viaje —

continuó Fernando—, vos seguiréisansiosa. Y si vamos los dos,conseguiremos que se difundan en elpaís toda clase de rumores ridículos.

—Tenéis razón, Fernando. Os ruegoque vayáis lo más rápido posible aSalamanca. Y escribidme… tan prontocomo lo hayáis visto.

Fernando la besó con más ternura dela que le demostraba habitualmente.Cuando la esposa sumisa ocupaba el

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lugar de la Reina, sentía gran afecto porIsabel.

Mientras atravesaba a caballo la ciudadde Salamanca, los saludos que recibíaFernando eran silenciosos, casi como sila ciudad universitaria estuviera deduelo.

Los médicos estaban esperándolo, yle bastó con mirarlos para percibir sualarma.

—¿Cómo está mi hijo? —lespreguntó con brusquedad.

—Alteza, desde que os escribimosno le ha bajado la fiebre. Es más, ha

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empeorado.—Iré inmediatamente junto a su

lecho.Fernando encontró allí a Margarita,

y advirtió que algunas de las mujeresque permanecían en la habitaciónestaban llorando, y que la expresión delos hombres era tan lúgubre que daba laimpresión de que Juan estuvieraviviendo sus últimas horas.

Fernando los miró con furia; elenojo sofocaba al miedo. ¿Cómo seatrevían a suponer que Juan fuera amorirse? Juan no debía morir. Era elheredero de una España unida, y enAragón habría problemas si no tenían un

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heredero varón. Y aparte de ese varón,él y la Reina no tenían más que hijasmujeres. Después de tantos planes yesperanzas, Juan no debía morir.

Margarita se veía pálida y agotada,pero compuesta, y Fernando sintió unnuevo afecto por su nuera. Pero el rostroexangüe de Juan sobre la almohada loasustaba.

Se arrodilló junto a la cama paratomar la mano de su hijo.

—Hijo mío, ¿qué son estas noticiasque me dan?

El muchacho le sonrió.—Oh, padre, habéis venido. ¿Está

mi madre con vos?

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—No. ¿Por qué habría de venir, sino tienes más que una leveindisposición? Está en la frontera,despidiendo a tu hermana que se va aPortugal.

—Me habría gustado verla —dijodébilmente Juan.

—Bueno, pues bien pronto la verás.—Creo que tendrá que darse prisa

en venir, padre.—Pero, ¿por qué? —tronó

Fernando, con voz colérica.—No debéis enojaros conmigo,

padre, pero me parece sentir que lamuerte se aproxima.

—¡Qué disparate! ¿No es eso un

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disparate, Margarita?—No lo sé —respondió, aturdida, la

muchacha.—¡Pues yo sí! —gritó Fernando—.

Te has de recuperar… lo antes posible.Por Dios, ¿no eres acaso el heredero deltrono… el único heredero varón? Enbuena situación nos veríamos si nosdejaras sin heredero varón.

Juan sonrió débilmente.—Oh, padre, ya habrá otros. Yo no

soy tan importante.—Jamás oí semejante tontería. ¿Qué

hay de Aragón, dime? Bien sabes tú queallí no aceptarán como Reina a unamujer. De manera que debes pensar en tu

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deber y no hablar de morirte y dejarnossin heredero masculino. Volveré a verinmediatamente a tus médicos, y lesordenaré que te curen inmediatamente deesta… fiebre de luna de miel.

Fernando se levantó y se quedómirando afectuosamente a su hijo.¡Cómo había cambiado!, pensó coninquietud. Juan nunca había sido unmuchacho fuerte como su padre, ni comoel joven Alfonso. Madre Santa, qué penaque ese muchacho no fuera su hijolegítimo. Lo que se necesitaba ahora eraacción… y drástica.

Majestuosamente, Fernando salió dela habitación, indicando con un gesto a

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los médicos que lo siguieran; en laantesala contigua al dormitorio, cerró lapuerta y les preguntó:

—¿Qué, está muy enfermo?—Muy enfermo, Alteza.—¿Qué esperanza hay de que se

recupere?Los médicos no respondieron,

temerosos de decir al Rey lo que enverdad pensaban. En cuanto a Fernando,también tenía miedo de apremiarlosmás. Sentía por su hijo todo el afectoque era capaz de sentir, pero con él semezclaba la idea del papel que debíadesempeñar ese hijo en el cumplimientode sus propias ambiciones.

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—Pienso que mi hijo ha abusado desus fuerzas —expresó—. Día y noche,ha tenido que cumplir con su deber,siendo un buen príncipe para su pueblo yun buen marido para la archiduquesa, yeso ha sido demasiado para él. Debemoscuidarlo hasta que se recupere.

—Alteza, si el agotamiento lehubiera producido esta enfermedad, talvez fuera atinado separarlo de suesposa. Eso le daría ocasión derecuperar las fuerzas.

—¿Es el único remedio que podéissugerir?

—Los hemos intentado ya todos,pero la fiebre va en aumento.

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Durante un rato, Fernandopermaneció en silencio.

—Volvamos al cuarto del enfermo—dijo después.

Ya junto al lecho de Juan, se esforzópor hablar en tono festivo.

—Los doctores me dicen que estásagotado, y proponen un descanso total;ni siquiera Margarita debe visitarte.

—No —se opuso Margarita—; yodebo estar con él.

Juan tendió la mano para aferrar lade su mujer. Se la apretó ansiosamentey, aunque no hablara, era evidente quedeseaba que Margarita no se apartara deél.

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Fernando observó a su hijo,impresionado al advertir cómo le habíaadelgazado la muñeca. En muy pocotiempo debía de haber perdido muchopeso; finalmente, Fernando empezaba acaer en la cuenta de que su hijo estabamuy enfermo.

Sí, pensó, está muy ligado aMargarita. Es mejor que sigan juntos;por enfermo que esté, todavía puedeestar a tiempo de engendrar un hijo. Unniño sigue siendo un niño, aunque hayasido concebido en la pasión de la fiebre.Si Juan pudiera dejar encinta aMargarita antes de morir, su muerte nosería una tragedia tan grande.

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—No temáis —les dijo—, que notendré el corazón tan duro como parasepararos.

Se dio vuelta y salió, dejándolosjuntos. Ahora estaba más que inquieto,decididamente preocupado.

Esa noche, Fernando no pudo dormir. Elestado de Juan había empeorado duranteel día, y su padre se encontrabacompartiendo la opinión general detodos los que rodeaban al príncipe.

Juan estaba muy gravementeenfermo.

Al despedirse esa noche de él, el

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joven había apoyado sus labiosardientes en la mano de su padre,diciéndole:

—No debéis llorar por mí, padre. Sihe de morir, como creo, iré a un mundomejor que este.

—No digas esas cosas, que tenecesitamos aquí —le respondióhoscamente Fernando.

—Tened cuidado al dar la noticia ami madre —susurró Juan—, que mequiere bien. Decidle que su Ángelvelará por ella, si le es posible hacerlo.Decidle que la amo tiernamente y que hasido la mejor madre que nadie hayatenido jamás. Os ruego que le digáis

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esto en mi nombre, padre.—Esas cosas se las dirás tú mismo

—replicó Fernando.—Padre, no os apenéis por mí, que

estaré en un lugar dichoso. Doleos másbien por los que aquí dejo. Consolad ami madre y cuidad de Margarita, que estan joven y que no siempre entiendenuestras costumbres. Grande y tierno esmi amor por ella. Cuidad, de ella… y denuestro hijo.

—¡Vuestro hijo!—Margarita está encinta, padre.Fernando no pudo disimular la

alegría que le iluminaba el rostro. Juanlo advirtió, y comprendió.

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—Ya veis, padre, que si me voy osdejaré algún consuelo.

¡Un hijo! Así, todo era distinto. ¿Porqué no se lo habían dicho antes? SiMargarita tenía ya en su seno alheredero de España y de la herencia delos Habsburgo, la situación no era tancruel como Fernando había temido.

Durante un momento, se habíaolvidado de la posibilidad de la muertede su hijo.

Pero ahora, a solas en su habitación,pensaba en Juan, el más dulce de sushijos, el «ángel» mimado de Isabel. Juannunca les había dado motivos depreocupación, a no ser por su salud;

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había sido un hijo modelo, inteligente,bondadoso y obediente.

Fernando cayó en la cuenta de que nisiquiera la idea del nuevo herederopodía compensarlo por la pérdida de suhijo.

¿Qué podía decir a su mujer? Pensócon ternura en Isabel, que tanto amor ydevoción había dedicado a su familia.¿Cómo podría darle la noticia? La Reinahabía llorado amargamente por suseparación de Isabel, y su preocupaciónpor Juana, allá en Flandes, eraincesante. Además, se anticipaba ya almomento en que María y Catalinadeberían alejarse de ella. Si Juan

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moría… ¿cómo podía darle la noticia?Al oír un golpe en la puerta, se

levantó de un salto para abrirla.El hombre no necesitó hablar para

que Fernando supiera cuál era elmensaje.

—Los médicos piensan que debéisacudir junto al lecho del príncipe paradespediros de él, Alteza.

Fernando asintió, sin hablar.Juan estaba recostado sobre las

almohadas, con una débil sonrisa en loslabios. Arrodillada junto al lecho, con lacara oculta entre las manos, seguíaMargarita. Su cuerpo parecía taninmóvil como el de su marido muerto.

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Fernando estaba con su nuera. Margaritaparecía mucho mayor que la muchachaque pocos meses atrás se había casadocon Juan, y lo miraba con rostroinexpresivo.

—Tenéis al niño para vivir por él,querida mía —le dijo con suavidadFernando.

—Sí, tengo al niño —repitióMargarita.

—Hemos de cuidar bien de vos, hijaquerida. Debemos consolarnosrecíprocamente. Yo he perdido al mejorde los hijos, vos al mejor de losmaridos. Vuestra fortaleza os gana mi

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admiración. Margarita, no sé cómoenviar a su madre una noticia tanterrible.

—La Reina querrá saber la verdadsin demora —respondió Margarita envoz baja.

—El golpe la mataría. Isabel notiene idea de que él sufriera nada másgrave que una simple fiebre. No, debodarle la noticia con suavidad. Leescribiré primero diciéndole que Juanestá enfermo y que vos estáis encinta.Son dos noticias, una buena y una mala.Después, volveré a escribirle y le diréque el estado de Juan nos da motivos deangustia. Iré dándole poco a poco esta

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noticia tremenda; será la única forma enque pueda soportarla.

—Se le destrozará el corazón —murmuró Margarita—, pero a vecespienso que ella es más fuerte queninguno de nosotros.

—No. En lo más profundo de sí, noes más que una mujer… esposa y madre.Ama con ternura a todos sus hijos, peroJuan era su preferido. El único varón, elheredero de lo que tanto luchamos portener —súbitamente, Fernando ocultó elrostro entre las manos—. No sé cómopodrá sobrevivir a este golpe.

Margarita no daba la impresión deescucharlo. Aturdida, se decía que en

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realidad nada de eso había sucedido,que lo que vivía no era más que unahorrible pesadilla. Pronto sedespertaría, se encontraría en los brazosde Juan y los dos se levantarían para ir ala ventana, a mirar al patio bañado desol. Entre los vivas de la multitud,volverían a recorrer las calles deSalamanca, y ella le contaría, riendo:

—Juan, anoche tuve un sueñohorrible. Soñé que me sucedía lo peorde lo que podría acontecerme. Y ahoraque estoy despierta, bajo la luz del sol,me siento feliz de estar viva y sé que mivida ha sido una bendición desde que tetengo a ti.

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Fernando se sentía mejor cuando teníaocasión de actuar. Tan pronto comohubo despachado a los dos mensajeros,llamó a su presencia a uno de sussecretarios.

—Escribid esto a Su Alteza, laReina —le ordenó.

Obediente, el hombre empezó atomar el dictado:

—«En Salamanca ha sucedido unacalamidad terrible. Su Alteza el Rey hamuerto de fiebre».

El hombre dejó de escribir y miróatónito a Fernando.

—Amigo mío, me miráis como si

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pensarais que estoy loco. No, esto no eslocura, es sentido común. Tarde otemprano, la Reina tendrá que enterarsede la muerte del príncipe. He estadopensando en la mejor manera de darle lanoticia; mucho temo el efecto que puedatener sobre ella, y pienso que de estamanera puedo atenuar lo terrible delgolpe. Habrá recibido mis dos cartas enlas que le anuncio la enfermedad denuestro hijo. Ahora partiré sin demora asu encuentro. Le enviaré antes unmensajero con la noticia de mi muerte,que será el golpe más fuerte que puedasoportar. Mientras esté abrumada por elhorror de esa noticia, me presentaré ante

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ella, y su regocijo al volver a vermeserá tal que el golpe que le significa lamuerte de su hijo no será tan grave.

El secretario inclinómelancólicamente la cabeza; entendía elrazonamiento de Fernando, pero dudabade la prudencia de su conducta.

Sin embargo, no le correspondía a élcriticar los actos de su Rey, de modoque escribió la carta y, sin pérdida detiempo, salió de Salamanca.

Isabel se había despedido finalmente desu hija y de Manuel; la Infanta deEspaña, ahora Reina de Portugal, había

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partido rumbo a Lisboa con su marido ycon su séquito.

La Reina se sentía muy cansada. Sesentía ya muy vieja para hacer viajeslargos, y la despedida de su hija ladeprimía. También estaba sumamentepreocupada por las noticias de Juanaque le llegaban desde Flandes. Y ahora,Juan estaba enfermo.

Le llegó el primero de los mensajes.Margarita estaba encinta, y la noticia lallenó de alegría; pero el resto delmensaje decía que Juan no estaba bien.La salud de sus hijos era un continuomotivo de ansiedad para la Reina, y losdos mayores siempre habían sido

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delicados. La tos de Isabel habíacausado muchas preocupaciones a sumadre, y en cuanto a Juan, era casidemasiado frágil y bello para unmuchacho. Tal vez, pensó, el estadomental de Juana la había tenido tanpreocupada que había prestado menosatención de la debida a la salud física desus dos hijos mayores. María y Catalinaeran mucho más fuertes, tal vez porquehabían nacido en épocas de más calma.

La segunda carta llegóinmediatamente después de la primera.Al parecer, el estado de Juan era másgrave de lo que habían pensado en unprincipio.

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—Acudiré junto a él —decidió laReina—. En un momento así, debo estara su lado.

Mientras daba a sus servidores lasórdenes de que prepararan el viaje aSalamanca, llegó un nuevo mensajero.

Al leer la carta que le entregó elhombre, Isabel se quedó perpleja.¡Fernando… muerto! No podía ser.Fernando rebosaba de fuerza y devitalidad. El que estaba enfermo eraJuan. Isabel sólo podía imaginarse vivoa Fernando.

—Daos prisa, que no hay tiempo queperder —exclamó—. Debo irinmediatamente a Salamanca, para saber

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qué es lo que sucede allí.¡Fernando! En su corazón había una

extraña mezcla de sentimientos. Eranmuchos los recuerdos de un matrimonioque había durado ya casi treinta años.

Isabel estaba aturdida y se le hacíadifícil pensar con coherencia.

¿Sería posible que hubiera habidoalgún error? ¿No debería decir Juandonde decía Fernando?

Se sentía enferma de angustia. SiJuan había muerto, ella ya no queríaseguir viviendo. Era el hijo querido aquien deseaba tener a su lado durantetoda la vida, su único hijo varón, suÁngel bienamado. Imposible que

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hubiera muerto; sería demasiado cruel.Volvió a leer el mensaje: decía, con

toda claridad, el Rey.Juan… Fernando. Si había perdido a

su marido estaría triste, por cierto, conel afecto que sentía por él. Si el granamor de los primeros días había sufridoel embate de los años, no por esoFernando dejaba de ser su marido, y laReina no podía imaginarse la vida sinél.

Pero si le hacían gracia de Juan,todavía podía rehacer su vida: tendríasus hijos, podría ayudarlos, según loentendiera, a administrar sus asuntos. Yademás, tenía la experiencia suficiente

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para gobernar sola.—Juan no… —susurró Isabel.En ese momento, Fernando entró en

la habitación.Ella se lo quedó mirando como si

fuera una aparición. Después corrióhacia él y le cogió ambas manos,apretándoselas como si quisieraasegurarse de que seguían siendo decarne y hueso.

—Soy yo —le confirmó Fernando.—Pero esto… —tartamudeó Isabel

—. Alguien me ha hecho una bromacruel. Aquí dice…

—Isabel, esposa mía, decidme queestáis feliz de saber que ese papel

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miente.—Estoy feliz de ver que estáis bien.—Es lo que yo esperaba. Oh, Isabel,

tenemos suerte en verdad de estar vivos,y juntos. Hemos tenido nuestrasdiferencias, pero ¿qué seríamos el unosin el otro?

Ella apoyó la cabeza en el pecho desu marido, y Fernando la abrazó, con losojos llenos de lágrimas.

—Isabel —continuó—, ahora queestáis feliz de ver que os he sidodevuelto, debo daros una triste noticia.

Su mujer se apartó de él; se habíapuesto mortalmente pálida y sus ojos,muy abiertos, estaban oscurecidos por el

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terror.—Nuestro hijo ha muerto —le

anunció Fernando.Sin decir nada, Isabel sacudió la

cabeza de un lado a otro.—Es verdad, Isabel. Murió de una

fiebre maligna, sin que los médicospudieran hacer nada por él.

—Entonces, ¿por qué… por qué…no me lo dijeron?

—Mi intención fue protegeros, eintenté prepararos para este golpe. Mimuy querida Isabel, bien sé lo quesufrís. ¿No sufro acaso yo con vos?

—Mi hijo —susurraba ella—. Miángel.

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—Nuestro hijo —le recordóFernando—. Pero hay un niño encamino.

Isabel parecía incapaz de oír.Pensaba en aquel caluroso día sevillano,cuando había nacido Juan. Recordaba laexaltada sensación de euforia que lahabía invadido al tomarlo en brazos. Suhijo varón, el heredero de Fernando eIsabel. Su más profunda preocupaciónhabía sido, por entonces, el estado de supaís; la anarquía iba en aumento, el caosresultante de los desastrosos reinados dequienes la habían precedido en el trono;Isabel estaba estableciendo a la SantaHermandad en pueblos y aldeas. Y

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cuando sus brazos cobijaron a ese niñobendito le pareció que en ese momento,pese a todas las dificultades, era lamujer más feliz de España.

Ahora, no podía creer que Juanhubiera muerto.

—Isabel —insistió suavementeFernando—, os habéis olvidado. Va anacer un niño.

—He perdido a mi hijo —articulóella lentamente—. He perdido a mi hijo,mi ángel.

—Habrá nietos que ocupen su lugar.—Nadie ocupará jamás su lugar.—Isabel, vos y yo no tenemos

tiempo para mirar hacia atrás; debemos

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mirar hacia adelante. Esta tragedia nosha abrumado, pero debemos servalientes, debemos decirnos que tal fuela voluntad de Dios. Pero Dios esmisericordioso: nos ha arrebatado anuestro hijo, pero no sin permitirle quedejara su simiente tras él.

Isabel no respondía. Al ver que setambaleaba, Fernando la sostuvo en susbrazos.

—Debéis descansar un poco —sugirió—. Este golpe ha sido demasiadopara vos.

—¡Descansar! —exclamó ellaamargamente—. Poco descanso mequeda ya. Era mi único hijo varón; y

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jamás volveré a ver su sonrisa.Isabel luchaba contra el impulso de

rebelarse ante un destino tan cruel.¿No es bastante que mis dos hijas se

hayan alejado de mí, que hasta mipequeña Catalina deba alejarsetambién?, se preguntaba. ¿Por qué he desufrir así? Juan era el que yo pensabapoder tener siempre a mi lado.

Tal vez debería hacer llamar a suconfesor. Tal vez estuviera necesitadade oración.

Con esfuerzo, intentó dominarse.Había que hacer frente a ese día cruel;la vida debía continuar.

Levantó el rostro hacia Fernando y

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él advirtió que la desesperación sehabía borrado de sus rasgos.

Con voz clara, tan firme comosiempre, Isabel declaró:

—El Señor me lo dio y el Señor melo quita. Bendito sea el Nombre delSeñor.

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Juana y FelipeEspaña entera lloraba la muerte delpríncipe de Asturias. Todas las ciudadesimportantes estaban ornadas deestandartes negros. En las calles deSalamanca no se oía otra cosa que eldoblar de las campanas.

El Rey y la Reina habían regresado aMadrid y, encerrándose en sushabitaciones privadas del Alcázar,dieron rienda suelta a su dolor.

En todo el país se hablaba en vozbaja de las extraordinarias cualidadesdel príncipe.

—España —decía el pueblo— ha

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sufrido una de las pérdidas más grandesque ha debido soportar desde que cayeraen manos de los bárbaros.

Pero poco a poco se alivió el dolor,al difundirse la noticia. Antes de morir,el príncipe había engendrado un hijo ysu viuda, la joven archiduquesa deFlandes, lo llevaba en su seno.

Cuando el niño nazca, comentaba lagente, España volverá a sonreír.

Absortas en su labor de aguja, Catalinay María estaban sentadas junto a sucuñada.

Margarita estaba más apagada de lo

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que había sido antes de la muerte deJuan; parecía aún más dulce.

Catalina procuraba hacerla hablar,pero no de su vida con Juan; eso habríasido demasiado doloroso. Tambiénhablar de Flandes podía convertirse enun tema incómodo, porque en Flandes,entre Juana y su marido Felipe sucedíaalgo que no era grato para lossoberanos. El mejor tema era la vida deMargarita en Francia, que para Catalinay María parecía inagotable. En cuanto aMargarita, era como si los recuerdos deesa época le aportaran cierta paz, comosi al regresar a un pasado en el cual nohabía siquiera oído hablar de Juan

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pudiera escapar momentáneamente de suangustia y encontrar cierto consuelo.

Sus relatos hacían que las dos niñascreyeran ver la ciudad de Amboise,situada allí donde se encuentran el Loiray el Amaisse; veían erguirse el castilloen su rocosa meseta, imponente yformidable como una fortaleza, y lacampiña que lo rodeaba, con sus camposy viñedos ondulantes.

—Y tú pensabas que ese sería tuhogar para siempre, y que llegarías a serReina de Francia —señaló Catalina.

—Parece que jamás podemos estarseguras de lo que nos reserva el futuro,¿verdad? —respondió Margarita.

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—¿Te dio pena irte de Francia? —preguntó María, que la notó un pocotriste.

—Sí, creo que sí. Pensaba que eraun gran insulto, sabes, y sabía que mipadre se enojaría. No era muyagradable, haber sido la prometida delRey de Francia y encontrarse despuéscon que él prefería a otra.

—Y en cambio, estás entre nosotros—susurró Catalina, y se arrepintió dehaberlo dicho al ver la mueca de dolorque contrajo los rasgos de Margarita.

—Cuéntanos algo más de Amboise—se apresuró a agregar, y Margaritasiguió hablándoles de Carlos y de la

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hermana de éste, que había sido sututora, y del rey Luis XI, que secomplacía en usar ropa vieja y gastada.

Mientras hablaba con las infantas,Margarita sintió que el niño se movía yempezó a preguntarse por qué estabahablando del pasado. Había perdido aJuan, pero tenía al hijo de ambos.

Sonriendo, permaneció en silencio.—¿Qué sucede? —preguntó

Catalina, y hasta María demostrócuriosidad.

Con las manos apoyadas en elvientre, Margarita respondió:

—Siento que el niño… el hijo queme dejó Juan… se mueve; es como si me

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pateara. Tal vez esté enojado porqueestoy hablando del pasado cuando élestá por llegar al mundo, y estédiciéndome que debería hablar delfuturo.

María la miró un poco sorprendida,y Catalina se escandalizó. Muchasveces, los modales de Margarita erandesconcertantes, pero las dos niñas sealegraron de ver el cambio en suexpresión. Era como si hubiera vuelto ala vida, como si se hubiera dado cuentade que aún podía esperar algunafelicidad en este mundo.

Después de eso, les habló de Juan;les contó cómo había pensado que iba a

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morir cuando su barco estuvo a punto dehundirse. Ya no siguió hablándoles deAmboise; les contó todo lo que le habíasucedido desde su llegada a España, sincansarse de hablarles de la boda, de lascelebraciones, del viaje triunfal que loshabía llevado a Salamanca.

Catalina y María se regocijaron,aliviadas; desde entonces, empezaron aestar pendientes de los momentos quepasaban juntas.

—Suceda lo que suceda —comentóCatalina a su hermana—, y por másmalo que pueda parecer nuestro destino,algo bueno habrá en él. Mira aMargarita; Juan le fue arrebatado, pero

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ahora tendrá un hijo de él.Era una idea muy consoladora para

Catalina, que se aferró tenazmente aella.

Ahora se hablaba menos de la muerte deJuan: todos esperaban en cambio elnacimiento de su hijo.

—Será como si él volviera a la vida—decía la Reina—. Cuando tenga enbrazos a mi nieto, será como si la vidavolviera a latir dentro de mí.

Fernando hablaba de la criaturacomo si debiera ser varón.

—Por favor, que sea un niño —

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rogaba Catalina—, para que mi madrevuelva a ser feliz.

Era un día como cualquier otro.Margarita había estado cosiendo conCatalina y María, mientras hablaban delniño, como lo hacían ya continuamente.

—Pronto lo tendremos con nosotros—les dijo Margarita—, y no sabéiscuánto me alegro. Os aseguro que no megusta mucho que me vean en este estado.

María la miró escandalizada,pensando que era tentar a Dios y a lossantos hablar de esa manera; en cuanto aCatalina, sabía que no eran más que losmodales flamencos, y que no había quetomarla más en serio.

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—Vaya si es bromista —comentóMargarita, apoyándose las manos en elabultado vientre—. Hoy está muytranquilo, pero generalmente me pateapara advertirme que ya no seguirámucho tiempo encerrado dentro de micuerpo.

Después se rió y, aunque el tema leresultaba chocante, Catalina se alegró deverla feliz.

Siguieron hablando del niño, de suropa y de la cuna que estabanpreparando para él y de las fiestas conque sería celebrado su nacimiento.Estaban todas muy alegres.

Catalina nunca supo cuándo empezó

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a darse cuenta de la tensión que se habíaadueñado del palacio. Ella, que era talvez entre sus hermanas la que másamaba su hogar, percibía siempre esoscambios.

¿Qué sucedía? Una quietudinesperada, seguida de una actividadmás intensa que la habitual. Rostrosgraves, susurros.

Catalina fue al cuarto de costura,donde encontró a María, pero Margaritano estaba.

—¿Qué ha sucedido, María? —lepreguntó.

—Es el niño.—Pero es demasiado pronto.

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Dijeron…—Sin embargo, ya ha llegado.Una sonrisa iluminó el rostro de

Catalina.—Cuánto me alegro. Se terminó la

espera. ¿Cuándo nos dejarán verlo,María?

—No es bueno que un niño llegueantes de tiempo —dijo lentamenteMaría.

—¿Qué quieres decir?—No lo sé bien, pero creo que es

eso lo que tiene a todos preocupados.Las dos niñas siguieron cosiendo en

silencio, atentas al menor ruido.De pronto, oyeron sollozar a una

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mujer. Catalina corrió hacia la puerta yvio que una de las damas atravesaba,presurosa, las habitaciones.

—¿Qué ha sucedido? —le gritó.Pero la mujer, sin contestarle, se

alejó tambaleante. Sobre Catalina seabatió entonces un presentimientoterrible. ¿Una nueva tragedia estaba apunto de caer sobre su familia?

Catalina estaba ante la puerta de lashabitaciones privadas de su madre.

—La Reina no quiere que lamolesten —anunció uno de lossirvientes que guardaban la puerta.

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Catalina se quedó desolada.—Debo ver a mi madre —declaró

con firmeza.Los sirvientes le respondieron con

un gesto negativo.—¿Está sola? —preguntó Catalina.—Está sola.—Está llorando la muerte del niño,

¿verdad? Y querrá que yo esté con ella.Los dos sirvientes se miraron y,

aprovechando su momentáneadistracción, Catalina abriótranquilamente la puerta y entró en lashabitaciones de su madre. Los sirvientesse quedaron tan atónitos de que laprincesita, generalmente tan decorosa en

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su comportamiento, hubiera hechosemejante cosa, que la puerta ya secerraba tras ella cuando se dieron cuentade lo sucedido.

Catalina atravesó presurosamente lasala para dirigirse a la pequeñaantecámara donde sabía que estaría sumadre, de rodillas ante el altar.

Entró y, silenciosamente, searrodilló junto a ella.

La Reina miró a su hijita y laslágrimas hasta entonces contenidasempezaron a manar.

Durante algunos minutos, las doslloraron en silencio, pidiendo que lesfueran dadas fuerzas para controlar su

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dolor.Después la Reina se puso de pie y

tendió una mano hacia su hija.—Tenía que venir a veros —gimió

la niña—. No fue culpa de lossirvientes. Ellos intentaron detenerme,pero yo estaba muy asustada.

—Me alegro de que vinieras —dijola Reina—. Siempre debemos estarjuntas, querida mía, en el dolor y en lafelicidad.

Fue con Catalina a la habitaciónprincipal y se sentó sobre la cama,atrayendo junto a ella a su hija. Mientrasacariciaba el cabello de la niña, volvióa hablar:

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—Ya sabes lo del niño.—Sí, madre.—No llegó a vivir. Ni a sufrir.

Nació muerto.—Oh, madre, ¿por qué… por qué, si

era tan importante para todos nosotros?—Tal vez porque el golpe de la

muerte de su padre fue demasiado paraque su madre pudiera soportarlo. Entodo caso… porque era la voluntad deDios.

—Fue cruel… muy cruel.—No digas eso, mi querida. Jamás

se debe cuestionar la voluntad de Dios.Debes aprender a aceptar conmansedumbre y fortaleza las pruebas

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que Él te dé a sobrellevar.—Trataré de ser tan buena y fuerte

como sois vos, madre.—Hija mía, me temo que no siempre

soy fuerte. Debemos poner término anuestro dolor, y pensar en consolar a lapobre Margarita.

—¿Ella no morirá?—No, creemos que vivirá. Ya ves,

pues, que no todo es tragedia. Yo heperdido a mi hijo y a mi nieto, pero mequedan mis hijas, ¿no es así? Tengo a miIsabel, que tal vez no tarde mucho endarme un nieto. Tengo a mi Juana, yestoy segura de que ella tendrá hijos. Yestán mi María y mi pequeña Catalina.

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Ya ves si tengo la bendición de muchosseres queridos, que me traerán felicidadsuficiente para compensarme por estagran tragedia que hemos sufrido.

—Oh, madre, espero que así sea —exclamó Catalina, que pensaba en sushermanas: Isabel, que soñaba con vocesque la perseguían en sus sueños, Juana,cuyas rarezas siempre habían sido causade angustia. ¿Y María? ¿Y ella misma?¿Qué destino las esperaba?

En el palacio de Bruselas, Juana recibiólas noticias de España, en una afectuosacarta que le enviaba su madre. Sobre la

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familia se había desencadenado unaterrible tragedia: el heredero habíamuerto pocos meses después de casarse,y todas las esperanzas de España sehabían centrado en el fruto de esa unión,que había nacido muerto.

«Envíame alguna buena noticia deti», rogaba Isabel a su hija. «Eso serámás que suficiente para alegrarme.»

Juana dejó que la carta se le cayerade la mano. Los problemas de Madrid leparecían muy lejanos, hasta el punto dehaberse olvidado casi de que alguna vezhabía vivido allí, tan absorbida estabapor la vida alegre de Bruselas.

Ésa era la forma de vivir. En esa

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corte, lo que importaba eran los bailes,los banquetes y las fiestas. Así lo daba aentender Felipe, y Felipe siempre teníarazón.

Juana no podía pensar en su apuestomarido sin que la abrumaran las másdiversas emociones. La principal entreellas era su deseo de él; apenas si podíasoportar su ausencia y, cuando estaba enpresencia de Felipe, no podía ordenar asus ojos que no lo miraran ni a susmanos que se privaran de tocarlo.

A él, en un primer momento, eso lehabía divertido. Sin pérdida de tiempola había iniciado en las experienciaseróticas que para él eran la mayor parte

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de su vida, y Juana le había respondidofervorosamente, porque todo lo que élhacía le parecía maravilloso y estabaansiosa por complacerlo.

Algunas de las damas de su séquito,que habían viajado con ella a Flandes,le llamaron la atención.

—Alteza, sed un poco más discreta;no os mostréis demasiado ávida de susabrazos.

Pero Juana nada sabía derestricciones. Jamás las había aceptado,y no podía empezar a aprenderlo en esemomento, cuando se veía enfrentada conla experiencia emocional másimportante de su vida.

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Quería que Felipe estuviera con ellaa toda hora del día y de la noche,incapaz de ocultar el ardiente deseo quela llevaba al frenesí, para escarnio deFelipe, a quien al principio la cosa lehabía parecido divertida.

Después, Juana empezó a temer queya no le divertía: su marido habíaempezado a evitarla.

Estaban sus amantes. Juana no podíaestar nunca segura de quién era suamante en un momento dado. Podía seralguna encajera a quien hubiera visto ensus viajes por sus dominios y,entusiasmado con ella, la instalaba cercadel palacio para poder visitarla. Podía

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ser —y muy a menudo lo era— algunade las damas de la corte.

La visión de esas mujeresdespertaba en Juana impulsos asesinos.Habría querido desfigurarlas de algunamanera para que, en vez de deseables,se hicieran odiosas a los ojos de Felipe.

Había noches en que él no lavisitaba, y entonces Juana sabía queestaba con alguna amante y se quedabasola, mordiendo la almohada,derramando lágrimas de pasión, dandocauce a una risa desaforada, olvidada detodo lo que fuera su deseo de Felipe, elhombre más apuesto del mundo entero.

Una de las damas flamencas le había

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insinuado arteramente:—Él tiene sus amantes. Si Vuestra

Alteza también los tuviera, mucha gentepensaría que tuvo buena razón parahacerlo; tal vez él mismo lo diría.

—¡Tener amantes! —exclamó Juana—. No conocéis a Felipe. ¡Desde que loconozco, no hay otro hombre quepudiera ni remotamente satisfacerme!

En el palacio de Bruselas seempezaba a comentar que los desvaríosde Juana eran alarmantes, porque noeran simplemente la furia de una mujercelosa: iban mucho más profundo.

Siempre que podían, los cortesanosevitaban su mirada.

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A Juana se le hacía difícil pensar ensu madre, allá en Madrid, y en latragedia que había sacudido a su familia.Se quedaba con la mirada perdida,tratando de recordarlos, de evocaraquellos días interminables, sentada enel cuarto de los niños, trabajando enalguna tediosa labor de aguja.Recordaba que una vez la habíancastigado por escaparse cuando debíahaber ido al confesionario.

El impreciso recuerdo la hizo reír;todo eso era el pasado. Felipe jamás lepegaría por no haber ido a confesarse.Felipe no tenía gran respeto por lossacerdotes, y la vida en Bruselas era

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muy diferente de la que se llevaba enMadrid. No había la misma solemnidad,ni los aburridos servicios religiosos. EnBruselas, la norma era divertirse. Librede la dignidad de los españoles, elpueblo flamenco creía que si estaban eneste mundo era para divertirse, unadoctrina de gran atractivo para Juana.

En Flandes todo era atractivo paraJuana, y así debía ser, porque Felipeestaba en Flandes.

Juana no estaba segura de que, paraFelipe, la noticia que acababa dellegarle de España fuera una tragedia y,en ese caso, ¿por qué habría de serlopara ella?

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Aparte su sensualidad y su amor porla algazara, había otro aspecto en elcarácter de Felipe; no en vano era hijode Maximiliano. Estaba orgulloso de lasposesiones que ya tenía, y de las másvastas aún que debía heredar. Sin verla,había aceptado a Juana como esposaporque, siendo la hija de Isabel y deFernando, para él podía resultar muybeneficiosa la unión con tan ricaheredera.

Felipe era ambicioso.Juana sabía que se había sentido más

bien satisfecho al enterarse de la muertede Juan, y menos complacido al saberque se esperaba un heredero.

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—Por Dios, Juana —habíaexclamado—, ahora que tu hermano hamuerto, ¿quién será el heredero deEspaña, dime? ¿Esa enfermiza hermanatuya? Los aragoneses son un puebloorgulloso, que no acepta ser gobernadopor mujeres. Y con toda razón, mi amor.Con toda razón. ¿No estás de acuerdoconmigo?

—Oh, sí, Felipe.Él le palmeó alegremente el trasero;

en ocasiones, se divertía tratando a lahija de Isabel y de Femando como sifuera una moza de taberna.

—Así me gusta, Juana, que estéssiempre de acuerdo con tu marido. Así

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él estará satisfecho de ti.Juana levantó los ojos hacia el

rostro de él, murmurando su nombre.—Por Dios, mujer, qué insaciable

eres —la reprendió Felipe—. Mástarde, tal vez… si te portas bien.Escucha atentamente lo que tengo quedecirte. Si no hubiera sido por ese niñoque va a tener la mujer de tu hermano, túy yo seríamos los príncipes de Castilla.

—¿Y estarías muy complacidoentonces, Felipe?

—Estaría muy complacido con miJuanita. Pero ahora no estoy tancomplacido. Si el niño es varón…bueno, entonces mi Juanita no aporta

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tanta dote a su enamorado esposo, ¿no teparece?

Tras acariciarla descuidadamente, lahabía apartado de sí para ir en busca dealguna de sus amantes. Juana estabasegura, porque no estaba complacidocon ella. Había un niño en camino, y poreso Felipe no estaba complacido con sumujer.

Juana maldecía la fertilidad deMargarita. ¡Tan poco tiempo de casada,y haber concebido ya un niño que Felipeno quería! Un verdadero fastidio.

Pero ahora le llegaba esta noticia.Felipe estaría encantado; debía irinmediatamente a comunicársela.

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Antes de que Juana saliera de sushabitaciones se oyó un golpe a la puerta,e inmediatamente entró un sacerdote.

Juana frunció el ceño: el hombre erafray Matienzo, un confidente a quien sumadre había enviado a Flandes para quevigilara a su hija; y aunque Juana estabalejos de Isabel, seguía recordando eltemeroso respeto que le había inspiradosiempre su madre.

Impaciente, se quedó esperando aque el sacerdote expresara lo que teníaque decirle.

—Vuestra Alteza —empezó elhombre—, he recibido una carta de laReina, en la que me comunica la trágica

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noticia que también a vos os transmite.La Reina debe estar muy triste.

Juana no dijo nada; ni siquieraestaba pensando en el sacerdote, ni en sumadre. Lo que veía era el bello rostrorubicundo de Felipe, escuchándolamientras ella le contaba la noticia. YJuana se arrojaría en sus brazos, yFelipe estaría tan complacido con ellaque se olvidaría de todas esasmujeronas de cabellos de lino que, alparecer, tanto placer le daban. Y notendría atenciones más que para Juana.

—He pensado —prosiguió frayMatienzo— que podríais querer querezáramos juntos.

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Juana lo miró, atónita.—No quiero rezar —declaró—.

Tengo que salir en seguida. Tengo algoimportante que hacer.

El sacerdote le apoyó una mano enel brazo.

—La Reina, vuestra madre, me hacepreguntas acerca de vos.

—Pues entonces respondédselas —replicó Juana.

—Temo hacerla sufrir si le digo laverdad.

—¿Qué verdad? —preguntódesganadamente Juana.

—Si le digo que no vais a la iglesiatan frecuentemente como en España, que

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no acudís a confesaros…—Lo hago con la misma frecuencia

con que lo hace mi marido.—Eso no os servirá de excusa, ni

ante Dios ni ante vuestra madre.Juana hizo chasquear los dedos; en

sus ojos empezaban a encenderse lucesfrenéticas. Ese hombre estabadeteniéndola contra su voluntad; estabaprivándola de su placer. ¿Y si Felipe seenteraba de la noticia por otra vía, antesde que ella misma pudieratransmitírsela?

Con brusquedad, se desprendió de lamano que la detenía.

—Seguid vuestro camino y dejadme

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seguir el mío —respondió furiosamente.—Alteza, os suplico que os apartéis

de los sacerdotes franceses que osrodean. Sus costumbres no son lasnuestras.

—Pues yo las prefiero.—Si no me escucháis y no

enmendáis vuestra conducta, no mequedará otra alternativa que escribir avuestra madre diciéndole que no hay envos auténtica piedad.

—Pues hacedlo —le espetó Juana,entre dientes—. Haced lo que se osocurra, viejo tonto y entrometido. Ya noestoy en España. ¡Ahora pertenezco aFlandes, y a Felipe!

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Y con una risa desaforada, saliócorriendo de la habitación.

Los cortesanos que la vieron semiraron entre sí, encogiéndose dehombros. En la corte flamenca no habíamucha ceremonia, pero nadie seconducía de la misma manera que lainfanta Juana. Juana era más queinformal, era rara, se comentaba.

Felipe estaba en sus apartamentos,echado sobre un sofá, con el hermosorostro arrebatado. Una mujer decabellos dorados estaba sentada en untaburete, a sus pies; recostándose contraél, le abrazaba una pierna. Otra mujer,también de brillantes cabellos rubios, lo

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abanicaba. Alguien tañía un laúd, yhabía un grupo de hombres y mujeresbailando.

Era la misma escena que Juana habíavisto muchas veces. De haber podidoseguir su impulso, habría cogido a unade esas mujeres por sus brillantescabellos de lino, y la habría hecho atar yazotar. Después, se habría ocupado de laotra.

Pero ahora debía calmarse. Yapodían enorgullecerse ellas de loslargos rizos dorados que les caían sobrelos abundantes pechos desnudos; en estaocasión, Juana tenía algo más queofrecer, y primero iba a calmarse, tan

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completamente que esta vez nocometería tontería alguna.

Se quedó en el umbral de lahabitación, sin que nadie le prestaraatención alguna. Los bailarines seguíanbailando, las mujeres no dejaron deacariciar a Felipe.

—¡Silencio! —vociferó Juana, contoda la fuerza de sus pulmones.

Su voz tuvo el efecto deseado. En lahabitación se hizo un silencio total y,antes de que Felipe tuviera tiempo deordenar a sus amigos que siguieran,Juana volvió a gritar:

—Tengo una importante noticia deEspaña.

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Sin advertencia previa, Felipe sepuso de pie. La mujer que estaba a suspies se resbaló del taburete y cayó alpiso, para gran alegría de Juana, quedominó su deseo de reírse a carcajadasal mirarla.

Levantó la carta de su madre, quellevaba en la mano, y al verla, los ojosde Felipe brillaron.

—Dejadme con mi mujer —ordenó.Juana se hizo a un lado, mirando

cómo salían uno a uno, pero no miró alas dos mujeres; estaba decidida a noperder el dominio de sus emociones. Apunto de tener a Felipe para ella sola, sesentía feliz.

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—¿Cuál es la noticia? —preguntó él,con impaciencia.

Ella le sonrió, mientras sus ojosreflejaban todo el amor que sentía porél. Sabía que estaba a punto de darlealgo que su marido mucho deseaba.

—El niño nació muerto —anunció.Durante unos segundos, Felipe no

habló. Juana miraba la lenta sonrisa quese extendió sobre su rostro. Después dedarse un puñetazo en el muslo, sumarido le cogió la mejilla entre elpulgar y el índice, con tanta fuerza que aJuana le dieron ganas de gritar deplacer. No le importaba si lo que recibíade él era dolor o caricias; para ella

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bastaba con que las manos de Felipe latocaran.

—Muéstrame la carta —dijobruscamente él, y se la arrebató.

Juana lo observó mientras la leía;estaba todo ahí, lo que él quería queestuviera.

Después, él se echó a reír.—¿Estás complacido, Felipe? —

preguntó Juana, como para recordarleque a ella se lo debía.

—Oh, sí, mi amor, sí que lo estoy.¿Y tú?

—Yo estoy complacida siempre quelo estás tú.

—Es verdad, ya lo sé. Vamos,

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Juana, ¿comprendes lo que estosignifica?

—Que ahora mi hermana Isabel es laheredera de España.

—¡Tu hermana Isabel! Te digo queno aceptarán que los gobierne una mujer.

—Pero Isabel es la mayor, y mispadres no tienen más hijos varones.

—Debería pegarte por no habernacido la primera, Juana.

Ella se rió, excitada. La idea no leera desagradable; lo único que queríaera que Felipe sólo la atendiera a ella.

—Ahora te mostraré qué buenmarido soy —prosiguió Felipe—. Tú yyo seremos los Príncipes de Castilla, y

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cuando tu madre ya no esté, Castilla seránuestra.

—Felipe, debería ser como tú dices.Pero ellos me recordarán que no soy lamayor.

—¿Piensas acaso que querrán que elRey de Portugal gobierne España? ¡Quéesperanza!

—¡Qué esperanza! —repitió Juana,aunque se preguntaba por qué habrían dequerer que la gobernara el heredero deMaximiliano. Pero eso era algo que nodebía decir; Felipe estaba complacidocon ella.

Él la tomó en brazos y la hizo bailarpor toda la habitación, mientras Juana se

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aferraba desesperadamente a él.—¿Te quedarás un momento

conmigo? —le rogó.Con la cabeza inclinada hacia un

lado, Felipe se quedó observándola.—Por favor, Felipe… ¡por favor! —

suplicó Juana—. Un rato los dos…solos…

Con un lento gesto de asentimiento,Felipe la llevó hacia el diván.

La pasión de su mujer todavía teníael poder de divertirlo.

Sin embargo, no quiso quedarsemucho tiempo con ella, y poco tardó envolver a llamar a sus amigos.

Hizo que Juana se pusiera de pie

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junto a él, sobre el diván.—Amigos míos —declaró—, tenéis

entre vosotros visitantes extranjeros, yde la mayor importancia. Debéisadelantaros a rendir homenaje alPríncipe y a la Princesa de Castilla.

Fue un juego similar a los que tantasveces jugaban. Cada uno de lospresentes se acercó al diván para haceruna profunda reverencia y besar la manode Felipe, y después la de Juana.

Juana estaba feliz. Recordó depronto, con excepcional nitidez, lashabitaciones de su madre, en Madrid, yse preguntó qué dirían sus padres y sushermanas si pudieran verlos en ese

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momento… al astuto Felipe y a su mujer,que sin el consentimiento de ellosacababan de declararse herederos deCastilla.

Tan divertida estaba que se echó areír. La tensión de la última hora habíasido demasiado para ella, y no podíadejar de reírse.

Felipe la miraba con frialdad. Alrecordar su frenética pasión, eldesbordante deseo de su mujer por él, seestremeció.

Por primera vez, se le ocurriópensar: ya sé por qué es tan rara. Estáloca.

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La reina de PortugalFernando e Isabel estaban estudiando,consternados, la carta que acababan derecibir de fray Matienzo. Las noticiaseran verdaderamente inquietantes. Nosólo Juana se estaba conduciendo enFlandes con una impiedad increíble,sino que ella y su marido se habíanatrevido a asumir el título de herederosde Castilla.

—Ojalá no hubiera permitido jamásque se alejara de mi lado —suspiróamargamente Isabel. Inestable como es,no debería haber viajado así alextranjero.

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Fernando estaba sombrío,preguntándose si no habría sido mejorque enviara a María a Flandes. Verdadque María tenía poco vuelo, pero por lomenos no se habría conducido tandesatinadamente como, al parecer,estaba haciéndolo Juana.

—Hay veces en que me preguntocuál será el próximo golpe —continuóIsabel—. Mi hijo…

—Querida mía —murmuróFernando, rodeándola con el brazo—,no debéis abandonaros a vuestro dolor.Es verdad que nuestras alianzas con losHabsburgo no han resultado más que unabendición a medias. Tenemos aquí con

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nosotros a Margarita, nuestra nuera…que no ha conseguido darnos unheredero. Y ahora, parece que en Felipetenemos un enemigo más bien que unamigo.

—¿Habéis escrito a Maximilianoprotestando por esta perversa actitud desu hijo y de nuestra hija?

—Sí, le he escrito.—Pero yo no culpo a Juana —se

apresuró a agregar la Reina—. Debehaberse visto obligada a hacer esto. Oh,pobre hija mía, quisiera Dios que nuncala hubiera dejado partir.

—Felipe es un joven indisciplinadoy ambicioso; no debemos tomarlo

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demasiado en serio. No temáis, que estono es tan importante como pensáis.Estáis inquieta porque una de vuestrashijas ha olvidado su deber hasta el puntode actuar de una manera que no podíamenos que dolernos. Juana fue siempreun poco rara; no debemos preocuparnosdemasiado por lo que haga. Para todoesto no hay más que una respuesta.

—¿Y es…?—Mandar llamar a Isabel y a

Manuel, y hacer que sean proclamadosnuestros herederos en toda España. Depoco les servirá entonces, al hijo deMaximiliano y a nuestra hija, el títuloque ellos se den. Isabel es nuestra hija

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mayor, y la legítima heredera deCastilla, y sus hijos heredarán nuestracorona.

—Qué atinado es lo que decís,Fernando. Tenéis razón, es la únicasalida. En mi dolor, sólo acertaba allorar por la conducta de uno de mishijos. Fue una tontería de mi parte.

Fernando sonrió ampliamente; eramuy grato conseguir que Isabelreconociera su superioridad.

—Dejadme a mí estos asuntos,Isabel. Ya veréis que sé cómo enderezarlos extravíos de nuestros hijos.

—Prometedme que no os enojaréisdemasiado con nuestra Juana.

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—Si pudiera ponerle las manosencima… —empezó Fernando.

—No, Fernando, no. Recordad loinestable que es.

Fernando la miró con suspicacia.—A veces —articuló lentamente—,

me hace pensar en vuestra madre.Finalmente, esas palabras habían

sido pronunciadas en alta voz, e Isabelse sintió como si la hubieran golpeado.Increíble, ser tan cobarde. Si la idea noera nueva para ella. Pero oír que alguienla dijera le daba un peso nuevo, traía ala luz del día todos sus terrores. Ahora,sus miedos ya no eran fantasías;arraigaban profundamente en la

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realidad.Fernando miró la cabeza inclinada

de su mujer y, tras palmearletranquilizadoramente el hombro, seretiró.

Isabel se alegró de estar sola.—¿Qué será de ella, que será de mi

trágica hija? —se preguntó en unsusurro.

Y en ese momento comprendió queera ésa la mayor tragedia de su vida; yaentonces, todavía oprimido el corazónpor el dolor de la pérdida, se dio cuentade que el golpe que le había significadola muerte del hijo amado era leve,comparado con lo que tendría que sufrir

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por causa de la locura de su hija.Mientras se dirigía a sus

habitaciones, Fernando se encontró conun mensajero que le traía unosdespachos. Al ver que eran deMaximiliano prefirió leerlos él primero,antes de llevárselos a Isabel.

Está aturdida, se dijo. Es mejor quele evite otras cosas desagradables,mientras no se haya recuperado de estosgolpes. Y mientras leía la carta deMaximiliano, se alegró de la decisióntomada. Maximiliano ponía bien enclaro que respaldaba firmemente laspretensiones de su hijo a la corona deCastilla. Afirmaba que, por más que

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fuera la menor, la nuera de Maximilianotenía derecho de precedencia sobre laesposa del Rey de Portugal.

Era una sugerencia monstruosa,incluso viniendo de un hombre tanarrogante. Maximiliano sugería tambiénque él tenía derecho a la corona dePortugal por su madre, doña Leonor dePortugal, y que ese derecho era mayorque el de Manuel, que apenas si erasobrino del último Rey. Tambiéninsinuaba arteramente que el Rey deFrancia, enemigo y rival de Fernando enel proyecto italiano, estaba dispuesto aapoyar las pretensiones de Maximiliano.

Fernando fue presa de una

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indignación sin límites. ¿Era eso lo quele había aportado la alianza con losHabsburgo?

Furioso, se sentó a su mesa, aescribir. Después llamó a susmensajeros.

—Partid inmediatamente haciaLisboa —les dijo—, que se trata de unasunto de la mayor importancia.

La reina Isabel de Portugal se habíareconciliado con la vida. Ya no laatormentaban las pesadillas, y agradecíaa su marido la nueva paz que habíaobtenido. Nadie podría haber sido más

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bondadoso que Manuel. Era raro que ahíen Lisboa, donde tan feliz había sido conAlonso, su primer marido, estuvieraaprendiendo a olvidarlo.

Desde sus habitaciones en el Castelotenía una hermosa vista de Lisboa, unaciudad que le resultaba fascinante demirar a la distancia. Alcanzaba a ver laAshbouna, donde vivían los árabes,encerrados por las murallas que tiempoatrás habían erigido los visigodos; traslos olivares y los bosquecillos dehigueras alcanzaba a distinguir laAlcaçova, donde a veces pasabanalgunos días con Manuel. En lasestrechas calles, que contaban siglos de

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antigüedad, se congregaba el pueblo: acomprar y a vender, a hacercomentarios, a cantar y a bailar. Aveces, por las noches, quejosa einfinitamente triste, se elevaba lacanción de algún esclavo, nostálgico desu tierra lejana.

Los industriosos moros de lamorería modelaban la arcilla en sustornos; sentados con las piernascruzadas, trabajaban en sus cacharros.Otros tejían. Estas artesanías tenían susadeptos, y todos se enriquecían.

Era una ciudad de múltiples bellezasy espectáculos, pero a la Reina dePortugal no la atraía mezclarse con el

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pueblo de su nuevo país. Preferíapermanecer en el castillo y mirarlosdesde allí, tal como prefería contemplarla vida desde cierta distancia, comoespectadora más bien que comoparticipante.

Llegaría el momento en que muchosde los súbditos más industriosos de ellay de su marido fueran expulsados delpaís. Isabel no podía olvidar lacondición de su regreso a Portugal, y laatormentaba la idea de que un día, lasmaldiciones de esos hombres y esasmujeres caerían sobre ella.

Pero ese momento no había llegadoaún, y entretanto había sucedido algo

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que le daba resignación.Isabel estaba embarazada.Rogaba que su hijo fuera varón. Si

pudiera dar un hijo varón a Manuel y aPortugal, sentiría que había compensadoen alguna pequeña medida las desdichasque iba a acarrear a muchos de sussúbditos el matrimonio del Rey.

Cuando se enteró de la noticia de lamuerte de su hermano, no fue sólo eldolor lo que la abatió de tal manera quese vio obligada a quedarse varios díasen cama. Ese miedo que durante tantotiempo la había acosado parecía ahoracobrar forma material, convertirse enalgo tangible, en algo que le susurraba al

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oído: Hay una maldición que pesa sobrevuestra casa.

Se lo contó a Manuel, pero él habíasacudido la cabeza, diciéndole que esono eran más que fantasías. Vaya, siaunque Juan hubiera muerto, Margaritaestaba por tener un hijo, y si el niño eravarón, España tendría su heredero contanta seguridad como si Juan hubieravivido.

Isabel casi empezaba a darlecrédito, cuando de nuevo habían llegadomensajeros de España.

La Reina los había visto acercarse acaballo al Castelo y sabía, por el colorde las libreas, que eran enviados de sus

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padres. Se llevó una mano al corazón,que la inquietud agitaba.

¿Dónde estaba Manuel? Quería queél estuviera junto a ella cuando leyera lanoticia que le enviaban sus padres.

—Id a ver si el Rey está en sushabitaciones —ordenó a una de susmujeres— y decidle por favor que meagradaría que venga a reunirse conmigoo que, si lo prefiere, iré yo donde él seencuentre.

No tuvo que esperar demasiado,porque Manuel acudió sin demora a sullamado.

Sonriente, Isabel le tendió la mano.Continuamente, Manuel le daba pruebas

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de que podía confiar en él.—Manuel, —le dijo cuando se

quedaron solos—, he visto acercarsemensajeros al Castelo, y sé que sonenviados de mis padres. Como me diomiedo, os hice rogar que vinierais. Cadavez que veo el sello de mis padres,tiemblo, preguntándome cuál será lamala noticia que me hagan llegar.

—No debéis decir eso, Isabel —laregañó él, besándola dulcemente en lamejilla. Se la veía un poco mejor desdeel comienzo de su embarazo, y Manuelestaba encantado. Se había alarmado alver la delgadez de su novia,comparándola con la muchacha que

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había venido por primera vez a Portugala casarse con su primo. No es queentonces hubiera parecido demasiadosaludable, pero al volver a verladespués de su larga ausencia, el Reyhabía advertido de inmediato que Isabelparecía más etérea, su piel mástransparente, más grandes sus ojos sobreunas mejillas que habían perdido suplenitud. No la encontró menos hermosa,pero ese aspecto de no pertenecer deltodo a este mundo lo había alarmado unpoco.

Para él fue una gran alegría saberque su matrimonio sería fecundo. Estabaseguro de que la salud de su mujer había

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mejorado, y como consecuencia suestado de ánimo.

—Me pareció tan extraño quemuriera Juan. Jamás se nos habíaocurrido que Juan pudiera morir.

—Sois demasiado fantasiosa, Isabel.Juan murió porque atrapó una fiebre.

—¿Y por qué ha de atrapar unafiebre durante su luna de miel un hombrejoven y sano?

—Querida mía, el solo hecho deestar en su luna de miel no hace que unhombre sea inmune a las fiebres. Bienpuede ser que todas esas ceremonias lohubieran debilitado. Es un desatinopensar que su muerte fuera un signo —

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sonrió Manuel—. Vaya, si hubo unmomento en que vos pensasteis quenuestra unión estaba maldita. Admitidlo;pensasteis que queríamos hijos, quenecesitábamos hijos, pero que jamás lostendríamos. Y ya veis cómo os estándemostrando que os equivocabais.

—Si lo que tengo es un niño —exclamó Isabel, con los ojos brillantes—, diré que he sido una tonta y nuncamás volveré a hablar de signos.

Al decirlo miró casi furtivamentepor encima del hombro, como si noestuviera hablando con Manuel, sino conalguna presencia invisible, como si lesuplicara: dame un hijo sano y

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demuéstrame así que eran infundadosmis temores.

Manuel le sonrió con ternura y, enese momento, llegaron los mensajeros.

Isabel, a quien le fueron entregadaslas cartas, indicó a los sirvientes quellevaran a los mensajeros a tomar unrefrigerio después de tan largo viaje.

Cuando volvió a quedar a solas consu marido, le tendió las cartas. Estabapálida, y las manos le temblaban.

—Os ruego, Manuel, que me lasleáis.

—Fueron escritas para vuestrosojos, querida mía.

—Lo sé, pero me tiemblan

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demasiado las manos, y no podrédistinguir las palabras.

Cuando Manuel rompió los sellos yleyó las cartas, Isabel, que lo observabaatentamente, vio que palidecía.

—¿Qué hay, Manuel? —se apresuróa preguntar—. Decídmelo sin demora.

—El niño nació muerto —respondióél.

Ahogando un grito, Isabel sedesplomó sobre una banqueta. Tenía laimpresión de que la habitación dieravueltas en torno de ella, y le pareció queesas voces malignas, las voces de milesde seres atormentados y perseguidos,susurraban en sus oídos.

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—Pero Margarita está bien —prosiguió Manuel.

Tras un silencio, Isabel levantó elrostro hacia su marido.

—¿Hay algo más? —preguntó—. Osruego que no me ocultéis nada.

—Sí —asintió lentamente él—, hayalgo más. Juana y Felipe se hanproclamado herederos de Castilla.

—¡Juana! Pero es imposible. Si esmenor que yo.

—Es lo que dicen vuestros padres.—¿Cómo pudo hacer Juana una cosa

así?—Porque tiene un marido muy

ambicioso.

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—Pero es terrible. A mi madre se ledestrozará el corazón. Es tener lasdisputas en el seno mismo de la familia.

—No debéis asustaros —latranquilizó Manuel—. Vuestros padressabrán cuál es la mejor manera de hacerfrente a esas pretensiones. Nos pidenque nos preparemos para salirinmediatamente de Lisboa y dirigirnos aEspaña. Van a hacer que vos seáispúblicamente proclamada heredera deCastilla.

De pronto, Isabel se sintió agotada.Se llevó la mano a la dolorida cabeza,pensando: no quiero saber nada conestas rencillas. Quiero que me dejen

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tener mi hijo en paz.Después sintió que el niño se movía

en su seno, y su estado de ánimo cambió.Una Reina no debía pensar en susdeseos personales.

Se le ocurrió que el niño que llevabaen sus entrañas bien podía ser elheredero de toda España y de susdependencias, todas aquellas tierras delNuevo Mundo.

En su vida apremiante no habíatiempo para la lasitud; Isabel tenía queluchar, incluso contra su propiahermana, por los derechos de ese hijo.

Con voz firme, preguntó:—¿Cuándo podemos estar listos

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para partir hacia España?

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Torquemada y el reyde Inglaterra

Tomás de Torquemada yacía en sujergón, respirando con dificultad. Lagota lo torturaba, y cada vez se le hacíamás difícil moverse.

—Y tengo tantas cosas por hacer —murmuraba—, y tan poco tiempo parahacerlas. Pero —agregó, al pensar quesus palabras podían haber parecido unreproche al Todopoderoso—, hágase Tuvoluntad.

Con frecuencia pensaba en Jiménez,el arzobispo de Toledo, que algún día

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—decíase—, podría llevar el manto deTorquemada. Ése era un hombre,pensaba, capaz de llegar algún día asuperar su condición carnal al punto deque, antes de morir, consiguiera realizaruna obra tan grande como la del propioTorquemada.

Bien podía Torquemada recordarcon complacencia sus últimos treintaaños. Bien podía maravillarse de nohaber salido hasta los cincuenta y ochoaños de la estrecha vida del claustro,para empezar a escribir, en mayúsculas,su nombre en la historia de su país. Susgrandes logros eran la introducción de laInquisición y la expulsión de los judíos.

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Se llenaba de euforia al recordarlo.Ay, pero su cuerpo le fallaba. Ay, perotenía sus enemigos. Ojalá hubierapodido conocer más a ese Jiménez;Torquemada creía que en un hombre asíse podía confiar para que guiara a losSoberanos en el camino que debíanseguir, para que en sus manos pudieraser puesto, con segura confianza, eldestino de España.

—Yo podría haberlo formado —murmuró—, podría haberle enseñadomuchas cosas. Ay, qué poco tiempo.

Se sentía rendido, porque acababade despedirse de los jefes de laInquisición, a quienes había ordenado

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que acudieran a Ávila para darles lasnuevas instrucciones, ordenadas enforma de dieciséis artículos, que habíacompilado para uso de la Inquisición.Torquemada estaba continuamentepensando en reformas, en fortalecer a laorganización, en conseguir que a lospecadores les resultara más difícileludir a los alguaciles.

Creía que alrededor de ocho milpecadores contra la Iglesia habían sidoquemados en la pira desde aquelglorioso año 1483 en que él habíaestablecido su Inquisición, hasta ese díaque lo veía ahora inmovilizado en sulecho de dolor, preguntándose cuánto

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tiempo le quedaría.—Ocho mil hogueras —caviló—.

Pero los juzgados fueron muchos más.Deben haber sido unas cien mil personaslas que fueron consideradas culpables ycastigadas con penas menores. Buenacifra.

Lo dejaba perplejo el hecho de queun hombre como él hubiera de tenerenemigos dentro de la Iglesia, y de queel mayor de ellos fuera, quizás, elpropio Papa.

¡Qué diferentes habían sido lascosas cuando el campechano InocencioVIII se había ceñido la corona papal!Torquemada no confiaba en el Papa

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Borgia. Circulaban rumoresabominables respecto de la vida quellevaba Rodrigo Borgia, el PapaAlejandro VI. Se comentaba que teníasus amantes y una cantidad de hijos delos cuales estaba muy orgulloso y aquienes cubría de los más altos honores.

A Torquemada, devoto del jergón demadera y el cilicio, eso le parecíaescandaloso; pero más escandaloso aúnera el hecho de que el astuto e intriganteBorgia sintiera, al parecer, un placercasi perverso en frustrar a Torquemadade todas las maneras posibles.

—Tal vez sea inevitable que unhombre de mala vida y putañero desee

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humillar a alguien que siempre hallevado una vida de santidad —reflexionaba Torquemada—. Pero,¡válgame el cielo, que un hombre asíhaya de ser el propio Santo Padre!

Los ojos de Torquemada brillaronen el rostro pálido. Qué placer le daríalibrar contra ese hombre una lucha porel poder. En ese preciso momento estabaesperando que regresaran de Inglaterrasus mensajeros, enviados con un recadoespecial para el rey Enrique VII, quepodía tener sus motivos para estaragradecido a Torquemada.

El astuto Rey de Inglaterra sabíacuál era el poder del Gran Inquisidor

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sobre los Soberanos. Sus espías ya lehabrían hecho saber que Isabel yFernando acudían frecuentemente avisitarlo en Ávila, cuando la gota lomantenía tan incapacitado que él nopodía moverse. Y sabría también que elcuerpo de Juan había sido trasladado aÁvila para que él le diera sepultura, locual daba testimonio del respeto que leprofesaban los Soberanos. Era unconsuelo, y mucho más en vista de losdesaires que recibía de Roma, saber queen Inglaterra se lo reconocía como elhombre influyente que en efecto era.

Mientras Torquemada yacía así ensu jergón, cavilando sobre todas esas

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cosas, llegaron de Inglaterra susmensajeros. Tan pronto como supo queestaban ya en el monasterio, elinquisidor ordenó que fueran llevadoscon toda celeridad a su presencia.

Los mensajeros temblaban ante esehombre, para quien era tan natural hacertemblar a otros. Sus fríos ojosacusadores podían detectar algunaherejía de la cual la víctima no sehubiera siquiera percatado; esos labiosdelgados eran capaces de disparar unapregunta cuya respuesta bien podíacostar a quien la formulara la pérdida desus propiedades, la tortura o la muerte.

Estar en presencia de Torquemada

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era no poder sacarse de la cabeza lossiniestros calabozos del dolor, lasceremonias escalofriantes de los autosde fe, el hedor de la carne humana alquemarse.

—¿Qué noticias hay del Rey deInglaterra? —preguntó Torquemada.

—Vuestra Excelencia, el Rey deInglaterra os envía sus respetos, y deseahaceros saber que está dispuesto a servuestro amigo.

—¿Le hablasteis de mi pedido?—Le hablamos, Vuestra Excelencia,

y recibimos su respuesta de sus propioslabios. El Rey de Inglaterra no permitirála entrada en su reino a ningún hombre,

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mujer ni niño que llegue allí huyendo delSanto Oficio.

—¿Lo dijo de manera informal, o amodo de un juramento?

—Excelencia, se puso ambas manossobre el pecho y lo juró. Y juró tambiénque perseguiría a todos los judíos oherejes que buscaran refugio en su reino,en caso de que la Inquisición estuvierainteresada en tales personas.

—¿Hubo acaso algo más?—El Rey de Inglaterra dijo que, así

como él era vuestro amigo, estabaseguro de que vos lo seríais de él.

Torquemada sonrió, satisfecho, y losaliviados mensajeros fueron autorizados

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a escapar de su presencia.Finalmente, el Rey de Inglaterra era

su amigo. Había respondido al pedidode Torquemada, y debía serrecompensado. No se debía seguirdemorando el matrimonio entre su hijomayor y la hija menor de los soberanosespañoles. Hablar de que la niña erademasiado joven era un sentimentalismoabsurdo.

Era un asunto que Torquemada debíaatender personalmente, y lo atendería.

Si por lo menos no estuviera tancansado. Pero debía sobreponerse a símismo. Tenía un deber que cumplir, yaunque la Reina iba sin duda a

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interceder por su hija pequeña, SuAlteza debía aprender, como el propioTorquemada lo había hecho, a dominarsus deseos, en vez de permitir que seinterpusieran en el camino de su deber.

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Isabel recibe aCristóbal Colon

Margarita andaba por el palacio comoun triste, pálido espectro. Perdida sualegría flamenca, daba la impresión deestar siempre vuelta hacia el pasado.

Era frecuente que Catalina anduvierajunto a ella por los jardines, sin queninguna de las dos hablara mucho, perohabía cierto consuelo querecíprocamente podían darse.

Catalina tenía la sensación de queesos paseos eran preciosos, porque nopodían durar mucho tiempo. Algo había

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de sucederle… a ella o a Margarita. Aninguna de las dos habrían de permitirleque se quedara allí indefinidamente.Maximiliano no tardaría en empezar apreguntarse qué nuevo matrimonio podíacombinar para su hija, y en cuanto aCatalina, el momento de su partida debíaestar ya acercándose.

Un día, mientras paseaban juntas,Catalina comentó:

—Pronto regresará mi hermanaIsabel, y se harán festejos debienvenida. Tal vez entonces se dé porterminado el duelo.

—Mi duelo no terminará con losfestejos —respondió Margarita.

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—¿Te quedarás aquí? —interrogóCatalina, pasando un brazo por el de sucuñada.

—No lo sé. Es posible que mi padrevuelva a llamarme. Mis camareras sealegrarían de regresar a Flandes; dicenque jamás pudieron acostumbrarse a losmodales españoles.

—Yo te echaré mucho de menos si tevas.

—Quizá… —empezó a decirMargarita, y se detuvo bruscamente.

Catalina se estremeció.—Estás pensando que tal vez yo me

vaya antes —durante un momentopermaneció en silencio, para después

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prorrumpir—: Margarita, me da tantomiedo cuando lo pienso. A ti puedodecírtelo, porque tú eres diferente detodos los demás. Tú dices lo quepiensas. Siento terror de Inglaterra.

—Un país no es tan diferente de otro—la consoló Margarita.

—No me gusta lo que me han dichodel Rey de Inglaterra.

—Pero quien debe preocuparte es suhijo. Hay otros hijos, que tal vez no seancomo el padre. Mira qué amiga me hehecho yo de todas vosotras.

—Sí —asintió lentamente Catalina—, tal vez me gusten Arturo y sushermanos.

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—Tal vez no vayas, en definitiva.Muchas veces se cambian los planes.

—Yo también abrigaba esaesperanza —admitió Catalina—. Perodesde que se celebró la ceremonia porpoder, creo que ya no tengo muchasprobabilidades de escapar.

Catalina tenía el ceño fruncido, alimaginarse la ceremonia de la cual lehabían hablado, y que había debido serrealizada en secreto, porque el Rey deInglaterra temía que el Rey de Escociase enterara de la alianza con España, yno sabía cuál podía ser su reacción.

—En la capilla de la Royal Manorof Bewdley… —susurró Catalina—.

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Qué nombres raros tienen estos ingleses.Tal vez con el tiempo me acostumbre.Oh, Margarita, cuando pienso en esaceremonia siento como si ya estuvieracasada, y sé que ya no me quedanesperanzas de escapar.

Desde una ventana de sus habitaciones,Isabel observaba a su hija, alegrándosede ver juntas a Margarita y a Catalina.Pobres niñas, podrían ayudarse entreellas.

Aunque no pudiera ver la expresióndel tierno rostro de su hija, la Reina sefiguraba ver la desesperación traducida

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en el porte de la cabeza y en la forma enque Catalina dejaba caer las manos a loscostados.

Probablemente estuviera hablandodel matrimonio por poder. Pobrecita, sele destrozaría el corazón si tuviera queirse a Inglaterra. Si tenía trece años…Con un año más, habría llegado elmomento.

Incapaz de seguir mirando a lasjóvenes, la Reina se apartó de laventana.

Fue hacia su mesa y empezó aescribir a Torquemada.

«Mi hija es todavía demasiado jovenpara casarse. Durante un tiempo más,

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habrá que conformarse con la ceremoniapor poder ya realizada. Catalina no irá aInglaterra… todavía.»

En muchas ocasiones, la reina Isabel deEspaña agradecía que fueran tantas lascosas que la reclamaban. De no habersido así, no creía Isabel que hubierasido capaz de soportar el dolor por todolo que había sucedido a su familia.Cuando había tenido que sobrellevar eltremendo golpe que le significó lamuerte de Juan, pensó que en el mundono había mujer que hubiera estado tanpróxima a la desesperación como ella; y

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sin embargo, cuando pensaba en Juana,allá en Flandes, la asaltaba algo muysemejante al terror.

La verdad era que la Reina no seatrevía a pensar demasiado en Juana.

Por eso se alegraba de los continuosasuntos de Estado que se veía en laobligación de atender. Isabel jamásolvidaría que era la Reina, y que eldeber que tenía hacia su país seanteponía a todo… sí, incluso el amorque, como madre afectuosa que era laligaba a sus hijos.

Lo que la preocupaba ahora era suAlmirante, Cristóbal Colón, que estaba apunto de llegar a verla. Isabel tenía gran

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admiración por ese hombre, a quienjamás dejaba de defender cuando susenemigos, que eran muchos, formulabancargos contra él.

Colón deseaba por ese entoncesvolver a hacerse a la mar rumbo alNuevo Mundo, y la Reina sabía que lepediría los medios para hacerlo. Y esosignificaba dinero para equipos, yhombres y mujeres capaces de serbuenos colonos.

Isabel recordaría siempre la ocasiónen que Colón había regresado, tras sudescubrimiento del Nuevo Mundo,trayendo consigo muestras de susriquezas. Recordaba que habían cantado

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e l Te Deum en la capilla real,agradeciendo a Dios el don que leshacía. Tal vez hubiera quienes sesintieran defraudados, quienes habíanesperado mayores riquezas, mayoresbeneficios. Pero Isabel era mujer demiras amplias, y se daba cuenta de quela nueva colonia podía ofrecerles algomás importante que oro y chucherías.

Los hombres se impacientaban,porque no querían trabajar para serricos; querían conseguirlo sin esfuerzoalguno. En cuanto a Fernando, cuandovio el botín traído desde el NuevoMundo, lamentó haber prometido aCristóbal Colón una participación en

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esos beneficios, y desde entoncesbuscaba continuamente la manera deinvalidar su convenio con el aventurero.

Habían sido muchos los quedeseaban seguir a Colón en su viaje deregreso al Nuevo Mundo, pero parafundar una colonia se necesitabanhombres de ideales. Isabel lo sabía,aunque Fernando y tantos otros fueranincapaces de entenderlo.

De la nueva colonia se habíatrasplantado a España una situacióninquietante, de ambiciones y de celos.Eran muchos los que se preguntaban:

—¿Quién es el tal Colón? Unextranjero. ¿Por qué han de ponerlo por

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encima de nosotros?Isabel comprendía que muchos de

los aspirantes a colonizadores habíansido aventureros, hidalgos que no teníanintención alguna de someterse a ningúntipo de disciplina. ¡Pobre Colón! Susdificultades no habían terminado con eldescubrimiento de las nuevas tierras.

Y ahora, cuando volvía a ver a laReina, Isabel se preguntaba quéconsuelo podría ofrecerle.

Cuando su visitante llegó al palaciolo recibió sin demora, mirándolo conafecto mientras Colón se arrodillabaante ella, dolida al pensar que habíatantos que no compartían su fe en él.

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Cuando lo autorizó para que selevantara, él se irguió frente a ella,corpulento, largo de piernas, con susprofundos ojos azules donde seocultaban los sueños de un idealista; elabundante cabello, antes de un colordorado rojizo, mostraba ahora mechonesblancos. Ante ella estaba un hombre aquien un gran sueño se le habíaconvertido en realidad; pero para suactivo idealismo, un sueño realizadoperdía inmediatamente vigencia anteotro que parecía no menos fugaz.

Tal vez, pensaba Isabel, sea másfácil descubrir un Nuevo Mundo quefundar una pacífica colonia.

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—¿Qué noticias traéis, estimadoAlmirante? —lo saludó.

—Alteza, la demora en regresar a lacolonia me inquieta; temo las cosas quepuedan estar sucediendo allá.

Isabel hizo un gesto afirmativo.—Ojalá pudiera daros todo lo que

necesitáis. Os daréis cuenta de que estosúltimos meses, tan dolorosos, han sidode muchísimos gastos para nosotros.

Colón comprendió. El costo de laboda del príncipe debía de haber sidoenorme; con un cuarto de esos gastos, élpodría haber preparado su expedición.Recordó lo enojado que había estadodurante las celebraciones, y cómo había

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comentado con su querida Beatriz deArana y con Fernando, el hijo de ambos,lo disparatado de ese derroche.¡Dilapidar tanto dinero en una boda,cuando se lo podría haber usado paraenriquecer las colonias y, por ende, paraengrandecer a España!

Beatriz y el joven Fernando estabande acuerdo con él. A los dos lesinteresaban sus aventuras tanapasionadamente como al propio Colón.En el seno de su familia, Cristóbal erahombre de suerte; fuera de allí, padecíacrueles frustraciones.

—La Marquesa de Moya me hahablado de vuestras necesidades —

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expresó la Reina.—La Marquesa siempre ha sido una

excelente amiga para mí —respondióColón.

Y así era, en verdad. Beatriz deBobadilla, la amiga más querida deIsabel (que era por entonces Marquesade Moya), profesaba a Colón una fe quepocos le tenían. Había sido ella quien,en los días previos al descubrimiento, lollevara a presencia de Isabel, y ellaquien le brindara activamente su apoyo.

—Estoy profundamente preocupadapor vos, y he estado pensando de quémanera podría proporcionaros loscolonos que necesitáis. Me parece que

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el dinero puede ser más fácil de reunirque los hombres.

—Alteza —le confió Cristóbal—, seme ha ocurrido una idea. Esindispensable que yo tenga hombrespara la colonia; los necesito paratrabajos agrícolas y de minería, y paraedificar. Antes, llevé conmigo hombresque no tenían nada de colonos. Nodeseaban construir el Nuevo Mundo; loúnico que querían era arrebatarle subotín para regresar a España con él.

Isabel sonrió.—Y se decepcionaron —resumió—.

El clima no les sentó bien, y me handicho que regresaron tan enfermos y

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amarillentos que traían más oro en lacara que en los bolsillos.

—Es verdad, Alteza. Y por eso meresulta tan difícil encontrar hombresdispuestos a hacerse a la vela conmigo.Pero hay algunos a quienes se podríahacer ir; me refiero a los convictos. Sise les ofreciera la libertad a cambio deir a la colonia, preferirían eso antes queseguir prisioneros aquí.

—Pero eso no sería una elección —objetó Isabel—, sino una forma decastigo.

El rostro tostado y curtido de suAlmirante estaba iluminado por laexcitación.

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—Allá se convertirían en hombresdiferentes —se entusiasmó—.Descubrirían la fascinación de construirun mundo nuevo. ¿Acaso podría ser deotra manera?

—Todos los hombres no son comovos, Almirante —le recordó Isabel.

Pero él estaba seguro de que todoslos hombres preferirían salir a laaventura de un mundo nuevo antes queseguir en la cárcel.

—¿Cuento con la autorización deVuestra Alteza para llevar adelante esteplan?

—Sí —concedió Isabel—.Seleccionad vuestros convictos,

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Almirante, y que la suerte os acompañe.Cuando él se hubo retirado, Isabel

hizo llamar a la Marquesa de Moya.Eran raras las ocasiones que tenía deestar con su amiga dilecta; cada una deellas tenía sus obligaciones, y no erafrecuente que sus caminos se cruzaran.Sin embargo, cada una recordaba laamistad de cuando eran jóvenes, ycuando podían estar juntas, no dejabanescapar la oportunidad.

Cuando llegó Beatriz, Isabel la pusoal tanto de los planes de Colón, dellevar convictos a la colonia. Beatriz laescuchó con gravedad, y sacudió lacabeza.

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—Eso le traerá complicaciones —comentó—. Nuestro amigo Colón seencontrará haciendo de árbitro pacíficoen un hato de rufianes. Ojalá pudiéramosenviar con él buenos colonos.

—Tendrá que conformarse con loque pueda conseguir —respondió Isabel.

—Como todos nosotros —filosofóBeatriz—. ¿Qué noticias tenéis de laReina de Portugal?

—Iniciarán inmediatamente el viaje.Es necesario; no quisiera que Isabelviaje más adelante, cuando esté másavanzado su embarazo.

—Oh, espero… —empezó a decir laimpetuosa Beatriz.

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—Seguid, por favor —animólaIsabel—. Ibais a decir que esperabaisque esta vez no me viera yodecepcionada. Esta vez tendré en brazosa mi nieto.

Beatriz se acercó a Isabel y seinclinó para besarla, en el gesto familiarde dos amigas que han estado siempremuy próximas una de otra. Es más, lafranca y directa Beatriz, dominantecomo era, era una de las pocas personasque, en ocasiones, trataban a la Reinacomo si esta fuera una chiquilla. Isabella encontraba enternecedora. Cuandoestaba en compañía de Beatriz, sentíaque podía bajar sus defensas y

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permitirse hablar de sus esperanzas y desus miedos.

—Sí, estáis angustiada —confirmóBeatriz.

—La salud de Isabel nunca fuebuena. Esa tos que tiene, y que arrastradesde hace años…

—Muchas veces, las plantasdelicadas son las que más tiempo viven—le recordó Beatriz—, Isabel estarábien cuidada.

—Es una de las razones para que mealegre de que haya sido necesariohacerla regresar. Podré estar presentedurante el nacimiento, y ocuparme deque cuente con la mejor atención

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posible.—Entonces, es para bien…—No —se opuso con severidad

Isabel—, las rivalidades internas en lafamilia nunca pueden ser para bien.

—¡Rivalidades! No llaméisrivalidades a las presunciones de esefanfarrón de Felipe.

—Recordad de quién se trata,Beatriz: puede traernos muchísimosproblemas. Y mi pobre Juana…

—Algún día encontraréis una razónpara hacer que ella vuelva, y entoncespodréis explicarle cuál es su deber.

Isabel sacudió la cabeza. Jamáshabía sido fácil explicar a Juana nada

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que ella no quisiera entender. Isabeltenía la sensación de que la vida enFlandes estaba cambiando a Juana… yno para mejorar. ¿Sería posible quealguien como Juana se estabilizara? ¿Noiría su mente, como la de su pobreabuela, extraviándose cada vez más?

—Hay tantas dificultades —cavilóIsabel—. Nuestra pobre Margarita escomo un triste espectro que vaga por elpalacio, en busca de un pasado feliz. YJuana… Pero ni hablemos de ella:también tenemos a nuestro frustradoAlmirante, con sus convictos. Y me temoque también tendremos grandescomplicaciones en Nápoles. ¿Es que no

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han de tener fin nuestras aflicciones?—No han de tener fin nuestras

aflicciones, y tampoco nuestras alegrías—se apresuró a distraerla Beatriz—.Pronto tendréis en brazos a vuestronieto, Reina mía. Y cuando ese momentollegue, os olvidaréis de todo lo que hasucedido antes. El hijo de Isabelsignificará para vos tanto como habríasignificado el de Juan.

—Sois mi consuelo. Beatriz, comolo fuisteis siempre. Confío en quepodamos pasar más tiempo juntas antesde tener que separarnos.

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El nacimiento deMiguel

Ante ellos se extendía Toledo. Ni Isabelni Fernando, que encabezaban lacabalgata, podían dejar deenorgullecerse de tal ciudad,encaramada en lo alto de la escarpadameseta granítica que, a la distancia,daba la impresión de haber sidomoldeada en forma de una herradura,entre las montañas que dominaban elTajo. Una fortaleza perfecta, a la cualsólo se podía llegar desde el norte, porel lado de la meseta castellana. En todos

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los demás puntos, los baluartes rocososimpedían la entrada.

No era mucho lo que había deespañol en la arquitectura toledana;parecía que los moros hubieran dejadosu sello en cada torre y en cada calle.

Pero lo que preocupaba a Isabel noera la ciudad de Toledo: suspensamientos se dirigían al encuentroque no tardaría en producirse.

Qué feliz me sentiré, se decía,cuando vea a Isabel y compruebe que elembarazo no la ha debilitado.

—Estáis impaciente —le susurróFernando con una sonrisa.

—¿Y vos no?

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Él hizo un gesto afirmativo; estabaimpaciente por el nacimiento del niño.Si era un varón, perdería importancia ladesdichada muerte de Juan y de suheredero. El pueblo estaría feliz deaceptar como heredero al hijo de Isabely de Manuel.

—Si es un varón —dijo en voz alta—, debe quedarse con nosotros, enEspaña.

—Tal vez nuestra hija debieraquedarse también con nosotros —aventuró Isabel.

—¿Qué? ¡Pensáis en separar amarido y mujer!

—Ya veo que estáis pensando en

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que deben tener más hijos —comentóIsabel—; y ¿cómo podrían engendrarlos,si no están juntos?

—Eso mismo —replicó Fernando,mientras sus ojos se detenían en las tresmuchachas que integraban el grupo:Margarita, María y Catalina. Si por lomenos sus hijas hubieran sido varones…Pero ahora, si Isabel tenía un herederovarón, eso sería una solución para susproblemas.

En ese momento entraban a laciudad, e Isabel se preguntó cómopodría alguna vez hacerlo sin recordarque en ese lugar había nacido Juana. Elmemorable suceso se había producido

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un día de noviembre, durante el cual laciudad se veía muy distinta de esajornada de primavera. Al oír porprimera vez el grito de su hijita, poco sehabía imaginado Isabel las angustias quehabría de padecer por causa de ella. Talvez hubiera sido mejor que la niña queIsabel había dado a luz en Toledo, en elaño 1479, hubiera nacido muerta, comoel hijo de la pobre Margarita. La Reinasintió el impulso de llamar a su nuerapara decírselo. ¡Que tontería! En esostristes días, le sucedía a veces que sudolor debilitaba su sentido del decoro.

Habían llegado a las puertas de laciudad, y los toledanos salían de sus

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hogares para darles la bienvenida.Había allí orfebres y herreros, tejedoresy bordadoras, armeros y curtidores,miembros de todos los gremios de laciudad, que era una de las másprósperas de España.

Así había sido aquella vez en queella y Fernando habían llegado ainspeccionar los trabajos de San Juan delos Reyes, la iglesia que habían donadoa la ciudad. Bien recordaba Isabel el díaque habían visto las cadenas de loscautivos a quienes habían puesto enlibertad al conquistar la ciudad deMálaga. Esas cadenas habían sidocolgadas por fuera de los muros de la

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iglesia, como simbólico decorado: y allíseguían y allí debían seguir por siempre,para recordar al pueblo que susSoberanos habían librado a España dela dominación morisca.

Después irían a la iglesia —o tal veza la de Santa María la Blanca—, a dargracias al cielo por la feliz llegada delRey y de la Reina de Portugal.

La Reina se sentiría feliz entre esosarcos en herradura, entre esos grácilesarabescos; allí pediría verse purgada detodo resentimiento contra lasdesventuras del último año. Olvidada detoda compasión de sí misma, seprepararía para el milagro de ese

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nacimiento cuya recompensa había deser el hijo que su muy querida Isabelofrecería a su madre, y a España.

Habían convenido en que elArzobispo de Toledo estaría en laciudad para recibirlos: el magro yesquelético Jiménez de Cisneros, con suhábito ceremonial que le colgaba, singracia, de los hombros desgarbados.

Al saludarlo, Isabel sintió que se lelevantaba el ánimo. Hablaría con suanciano confesor de sus debilidades;escucharía sus ásperos comentarios: yasabía que él consideraría indigno de unaReina su amor de madre; que deploraríala debilidad de Isabel, al cuestionar la

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voluntad de Dios.Fernando saludó con frialdad al

arzobispo, a quien jamás podía mirar sinrecordar que ese cargo, con toda supompa y su magnificencia, podía haberido a parar a manos de su hijo.

—Grato me es saludar a miarzobispo —murmuró gentilmente laReina.

Jiménez se inclinó ante ella, en unareverencia en modo alguno exenta dearrogancia: él siempre ponía a la Iglesiapor encima del Estado.

Después, junto a la Reina, elArzobispo recorrió a caballo las callesde Toledo.

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Con intensa alegría abrazó la Reina a suhija Isabel.

Eso, cuando se quedaron solasdespués de los ceremoniosos saludosintercambiados en presencia de miles depersonas. En el primer momento, las doshabían hecho todo lo que se esperaba deellas, tanto la madre como la hija;graciosas reverencias, cortesesbesamanos, como si no estuvieranávidas de abrazarse y de hacerse milpreguntas.

La Reina se había prohibido inclusomirar demasiado a su hija, temerosa dever en ella algo que la angustiara, y de

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no poder disimular su angustia.Pero ahora estaban solas, y la Reina

había despedido a todos susacompañantes y a los de Isabel,diciéndose que tenían derecho a pasarese breve tiempo juntas.

—Queridísima —prorrumpió—,dejadme que os mire. Vamos, osencuentro un poco pálida. ¿Cómo estáisde salud? Decidme exactamente cuándoesperáis al pequeño.

—En agosto, madre.—Bueno, pues ya no es muy larga la

espera. No me habéis dicho cómo ossentís.

—Un poco cansada, y bastante

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indiferente.Eso es natural.—Es lo que me pregunto.—¿Qué queréis decir? Una

embarazada lleva un niño en susentrañas y es natural que no se sientacomo las demás mujeres.

—Yo he visto mujeres conembarazos perfectamente saludables.

—Tonterías. Eso difiere de mujer amujer y de un embarazo a otro. Bien losé; yo misma he tenido cinco hijos.

—Entonces, tal vez este cansanciono sea nada.

—¿Y aquella tos?—No ha empeorado, madre.

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—¿No os parece una tontería, que oshaga todas estas preguntas?

—Madre, estoy feliz de oír esaspreguntas —de pronto, Isabel se arrojóen brazos de su madre; la Reina,consternada, vio lágrimas en las mejillasde su hija.

—¿Manuel es bueno contigo?—No podría haber mejor marido.—Advertí la ternura que te

demuestra, y me agradó.—Y él hace todo lo que puede por

agradarme.—Entonces, ¿por qué esas lágrimas?—Tal vez porque… estoy asustada.—¡Asustada del parto! Es natural.

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La primera vez puede ser alarmante,pero es la misión de todas las mujeres,bien lo sabes. De las reinas y de lascampesinas… y más aún de las reinas.Para una Reina, tener hijos es másimportante que para una campesina.

—Madre, hay veces en que piensoque ojalá fuese una campesina.

—Qué tontería dices.Isabel se dio cuenta en ese momento

de que había cosas que no podía decir nisiquiera a su madre. No podíadeprimirla, diciéndole que la acosaba unextraño presentimiento maligno.

Nuestra casa está maldita, queríagritar la joven Isabel. Es la maldición de

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los judíos perseguidos, que sientocontinuamente pesar sobre mí.

Su madre se quedaría escandalizadade una actitud tan infantil.

Pero, ¿es infantil?, preguntábaseIsabel. A la noche, estoy tan segura deestar rodeada por algo maligno. Y esalgo que Manuel percibe también.

Pero eso no podía ser. Esas ideaseran tontas supersticiones.

Isabel deseaba fervientemente notener que verse ante la ordalía del parto.

Qué cansador era estar en pie ante lasCortes, oyendo cómo la proclamaban la

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heredera de Castilla.Esos dignos ciudadanos estaban

complacidos con ella, porque al mirarla,nadie podía dudar de que Isabelestuviese embarazada. Y todosesperaban un varón. Pero aunque nodiera a luz un varón, a los ojos de lostoledanos la criatura que Isabel llevabaen su seno sería la heredera de España.

Escuchó los gritos que proclamabanlealtad, sonriendo agradecida,alegrándose de que la hubieran educadoenseñándole a ocultar sus sentimientos.

Después de la ceremonia con lasCortes, Isabel debía ser paseada por lascalles, para mostrarse al pueblo; a eso

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seguiría la recepción en la Catedral, y labendición del Arzobispo.

Dentro del oprimente edificiogótico, la atmósfera le parecíaabrumadora: Isabel contemplaba lostesoros que pendían de las paredes, ypensaba en los ricos ciudadanos deToledo, que tanta razón tenían paraagradecer a su madre el haberrestaurado el orden en España, dondeantes había imperado la anarquía. En esaciudad vivían los joyeros y los orfebresmás hábiles del mundo, y allí, en lacatedral, para que los vieran todos,estaban los testimonios de su oficio.

Isabel miró el severo rostro de

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Jiménez; mientras se detenía en las ricasvestiduras de su cargo, observando elbrocado y el damasco recamados depiedras preciosas, pensó en el cilicioque, como ella bien lo sabía, usaba elarzobispo por debajo de su lujosoatuendo, y se estremeció.

Intentó entonces rogar a la Virgen, lasanta patrona de Toledo, y se dio cuentade que sólo podía repetir:

—Ayúdame, Madre Santa, ayúdame.Cuando regresaron al palacio,

Manuel insistió en que su mujer debíadescansar: la ceremonia la habíafatigado.

—Son demasiadas ceremonias —se

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quejó.—No creo que sean las ceremonias

lo que me cansa, Manuel —objetó ella—. No creo que estuviera menoscansada si me pasara el día enterorecostada en cama. Tal vez esto no searealmente cansancio.

—Y entonces, ¿qué, mi querida?Isabel lo miró con franqueza antes

de contestar:—Es que tengo miedo.—¡Miedo! Pero, amor mío, tendréis

la atención de los mejores médicos deEspaña.

—¿Y pensáis que eso me servirá dealgo?

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—Por cierto que sí. No veo elmomento de que llegue setiembre.Entonces, estaréis disfrutando de vuestrohijo, y os reiréis de todos estosmiedos… si es que los recordáissiquiera.

—Manuel, no creo que yo esté aquíen setiembre.

—Mi querida, ¿qué es lo que estáisdiciendo?

—Manuel querido, bien sé cuántome amáis, y sé lo desdichado que seréissi me muero. Pero es mejor que estéispreparado.

—¡Preparado! Estoy preparado parael nacimiento, no para la muerte.

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—Pero si la muerte llegara…—Estáis rendida.—Es cierto que estoy fatigada, pero

creo que en estas ocasiones veo conmayor claridad el futuro. Tengo unintenso sentimiento de que no me pondrébien después que nazca el niño. Esnuestro castigo, Manuel. Para mí lamuerte, la viudez para vos. ¿Por quéparecéis tan asombrado? Poco castigoes, para la desdicha que llevaremos amiles de seres.

Manuel se arrojó de rodillas junto allecho.

—Isabel, no debéis hablar así… Nodebéis.

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Con una mano pálida y delgada, sumujer le acarició el pelo.

—No, no debo —reconoció—. Perotenía que advertiros de la sensación quetengo, tan intensa es. Ahora, ya está;olvidémoslo. Rogaré porque mi hijo seavarón. Pienso que eso os hará muy feliz.

—Vos también seréis muy feliz.Isabel se limitó a sonreírle, y dijo

rápidamente: ¿No creéis que Toledo esuna hermosa ciudad? Creo que mi padrela adora. Es tan próspera, y tan morisca.Aquí, todo hace recordar a mis padres laReconquista; hay algo más que lascadenas de Málaga en las murallas deSan Juan de los Reyes. Pero mi madre,

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aunque se goza en la prosperidad y labelleza de Toledo, siente aquí ciertatristeza.

—No debe haber tristeza —comentóManuel.

—Pero parece que siempre debierahaber tristeza, que se mezcla con elorgullo, con la risa, con la alegría. ¿Noes hermosa la ciudad? A mí me encantacontemplar el Tajo que se estrella, alláabajo, entre las piedras. No hay en todaEspaña otra veta tan fértil como la quecircunda Toledo. La fruta es aquíreluciente, abundantes los granos. Pero,¿advertisteis cómo nos asaltaron lasmoscas cuando entramos? Y además,

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está la Roca. La Roca de Toledo, desdedonde se echa abajo a los criminales…allá, a la hondonada. Tanta belleza ytanta aflicción. Es lo que siente mimadre cuando regresa a Toledo. En estarica y bella ciudad nació mi hermanaJuana.

—Eso debería hacerla más queridapara vuestra madre.

Isabel cogió entre las suyas la manode su marido, exclamando:

—Manuel, entre nosotros debe habertotal confianza, ninguna ficción que nossepare. ¿No podéis verlo? Es como laescritura en la pared, tan claramente loveo. A medida que me voy acercando

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más a la fecha, es como si adquirierauna sensibilidad nueva. Siento que nopertenezco ya del todo a este mundo,aunque no haya llegado todavía al otro.Por eso, a veces veo lo que permaneceoculto a la mayoría de los ojos humanos.

—Isabel, debéis calmaros, queridamía.

—Estoy calma, Manuel. Pero osestoy afligiendo. No quiero que midesaparición sea para vos el choque querepresentó para mi madre la muerte demi hermano. Manuel, esposo querido,siempre es mejor estar preparado. ¿Hede deciros lo que pienso, o he de fingirque soy una mujer que, al contemplar el

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futuro, ve a su hijo jugando junto a ella?¿He de mentiros, Manuel?

—Sólo verdad ha de haber entrenosotros —respondió Manuel,besándole las manos.

—Lo mismo pienso yo. Por eso os ladiré. Manuel, nuestra casa ha traídograndes cosas a España: granprosperidad y gran dolor. ¿No esposible acaso tener la una sin el otro?En nuestro viaje a Toledo, atravesamosun pueblo donde, en la Plaza Mayor, vilas cenizas y olí los fuegos que sehabían encendido recientemente allí. Ylo que ardía allí era carne humana,Manuel.

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—Los que murieron habían sidocondenados por el Santo Oficio.

—Ya lo sé; eran herejes. Habíanrenegado de su fe. Pero tenían corazonescapaces de dar cabida al odio, labioscapaces de maldecir. Y maldicen anuestra casa, Manuel, lo mismo que nosmaldicen los que fueron arrojados deEspaña. Y sus maldiciones no caen en elvacío.

—¿Hemos de sufrir nosotros porcomplacer a Dios y a todos sus santos?

—Eso no lo entiendo, Manuel, yestoy demasiado cansada paraintentarlo. Nos dicen que éste es un paíscristiano, y nuestro gran deseo es atraer

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a nuestro pueblo a la fe cristiana. Lohacemos por persuasión, lo hacemos porla fuerza. Es la obra de Dios. ¿Y cuál esla del diablo?

—Extrañas ideas tenéis, Isabel.—Sin buscarlas me acometen. Mirad

lo que ha sucedido con nosotros: mispadres han tenido cinco hijos, cuatrohembras y un varón. Ese único varón, elheredero, murió súbitamente, y suheredero nació muerto. Mi hermanaJuana es rara, desaforada al punto deque he oído comentar que bordea lalocura. Ya ha provocado problemas anuestros padres al dejarse proclamarPrincesa de Castilla. Ya veis, Manuel,

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que es como un diseño que se repite, undiseño maligno trazado por lasmaldiciones.

—Estáis aturdida, Isabel.—No. Creo que veo con claridad…

con más claridad que el resto devosotros. Voy a tener un hijo, y el partopuede ser peligroso. Y yo soy hija deuna casa maldita, y me pregunto qué serálo próximo que suceda.

—Son fantasías morbosas, debidas avuestro estado.

—¿Lo creéis así, Manuel? Oh,¡decidme que es así! Decidme quepuedo ser feliz. Juan atrapó una fiebre,eso fue todo. Podría haberle sucedido a

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cualquiera. Y el niño nació muerto porel impacto que sufrió Margarita.Tampoco Juana está loca, ¿verdad? Esun poco rara, y ha caído completamentebajo el hechizo de ese apuesto pícaroque es su marido. ¿No es lo más natural?Y yo… yo, que nunca fui muy fuerte,tengo fantasías morbosas… por miestado, simplemente.

—Exactamente, Isabel. Claro que esasí. Ahora, todo eso se os pasará. Ahoradebéis descansar.

—Si os quedáis a mi lado,teniéndome de la mano, me dormiré,Manuel. Entonces me sentiré en paz.

—Me quedaré con vos, pero debéis

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descansar. Habéis olvidado que mañanadebemos iniciar nuestros viajes.

—Ahora, debemos ir a Zaragoza.Allá, las Cortes deben proclamarmeheredera, como han hecho aquí lasCortes de Toledo.

—Eso mismo. Descansad ahora.Isabel cerró los ojos y su marido le

apartó suavemente el cabello de lafrente.

Estaba preocupado. No le gustabaoír a su mujer hablar de premoniciones,y tenía idea de que la ceremonia enZaragoza no sería tan grata como la deToledo. En Castilla estaban dispuestos aaceptar a una mujer como heredera de la

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corona, pero Zaragoza, la capital deAragón, no reconocía el derecho de lasmujeres a gobernar.

Pero no quiso hablarle de eso.Mejor que descansara. Resolveríanmejor sus problemas, enfrentándolos unopor uno.

Isabel, princesa de Castilla, entró enZaragoza acompañada por Manuel, sumarido.

La gente los observaba con miradacalma y calculadora. Ahí estaba la hijamayor y heredera del mismísimoFernando, uno de los suyos, pero se

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trataba de una mujer, y los aragonesesno reconocían el derecho de las mujeresa reinar en Aragón. Que los castellanosse rigieran por sus propias leyes; enAragón, jamás serían aceptadas. Losaragoneses eran un pueblo decidido, yestaban dispuestos a pelear por lo queellos consideraban sus derechos.

Mientras Isabel entraba en la ciudad,la gente permaneció en silencio.

Qué diferente, pensaba Isabel, de labienvenida que les habían tributado enToledo. No le gustaba esta ciudad decampanarios fortificados y genteshoscas. Tan pronto como habían entradoen Aragón, la princesa había empezado

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a percibir el vago resentimiento; sehabía sentido nerviosa al cabalgar porlas riberas del Ebro, junto a las cuevasque en esa parte del país parecíanhaberse formado tanto entre las sierrascomo a lo largo de las márgenes del río.Las aguas amarillentas del Ebro eranturbulentas, y las casas mismas teníandemasiado aspecto de fortalezas, que lerecordaran que se encontraba entre unpueblo decidido a exigir lo queconsideraba suyo, y a pelear paraconseguirlo.

Al llegar a esa ciudad débilmentehostil, Isabel fue a rezar ante la estatuade la Virgen que, según se contaba,

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había sido tallada por los ángeles, milcuatrocientos años atrás. En la capa y lacorona que daban la impresión desofocarla destellaban las piedraspreciosas, y a Isabel se le ocurrió que suaspecto debía de haber sido muydiferente cuando, según contaba laleyenda, se había aparecido ante losojos de Santiago.

De allí se dirigió a la Catedral,donde volvió a rogar que le fuerandadas fuerzas para resistir lo que laesperaba.

El pueblo la observaba, murmurandoentre ellos.

—La corona de Aragón fue

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prometida a los herederos varones deFernando.

—Y ésta no es más que una mujer.—Sin embargo, es la hija de nuestro

Fernando, que no tiene hijos legítimos.—Pero la corona debe pasar al

próximo heredero varón.—Castilla y Aragón son una, ahora

que Fernando e Isabel las gobiernan.En Aragón se preparaba la

resistencia a la sucesión femenina.Isabel de Castilla había seguido siendoReina por derecho propio, pero se sabíaque ella tenía más poder que Fernando.A los ojos de los aragoneses, era suquerido Fernando el que debería haber

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gobernado España, mientras Isabel selimitaba al papel de consorte.

—No, no queremos mujeres en eltrono de España —decían—. Aragónapoyará al heredero masculino.

—Pero, un momento… ¿acaso laprincesa no está embarazada? Si tuvieraun hijo varón…

—Ah, eso sería diferente. Nadie seofendería. La corona aragonesa pasa alos descendientes varones de Fernando,y su nieto sería el legítimo heredero.

—Entonces, debemos esperar a quenazca el niño. La respuesta es muysimple.

La respuesta era muy simple, y las

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Cortes la confirmaron. No juraríanfidelidad a Isabel de Portugal, porqueera mujer; pero si Isabel daba a luz unvarón, aceptarían a ese hijo comoheredero de la corona de Aragón, y detoda España.

Para Isabel, la ocasión fueagotadora.

Las miradas hostiles de losmiembros de las Cortes la alarmaban, yse había sentido incómoda ante suarrogante manera de dar a entender quea menos que produjera un hijo varón,Aragón no quería saber nada con ella.

Mientras sus damas de honor latranquilizaban, Isabel se recostó en su

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lecho; cuando Manuel acudió a su lado,todos los presentes se apresuraron adejarlos solos.

—Me siento abrumada por unatremenda responsabilidad —suspiróIsabel—. Casi desearía ser una humildecampesina que espera el nacimiento desu hijo.

Enojada, la Reina se enfrentó conFernando.

—¡Cómo se atreven! —exclamó—.En todas las ciudades de Castilla,nuestra hija ha sido recibida conhonores, pero en Zaragoza, la capital de

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Aragón, la humillan y la insultan.Fernando disimuló a duras penas una

amarga sonrisa. ¡Habían sido tantas lasocasiones en que él se había vistoobligado a ocupar el segundo puesto, enque le habían recordado que Aragón era,junto a Castilla, de importanciasecundaria, y que la Reina de Castillatenía, por consiguiente precedenciasobre el Rey de Aragón!

—No hacen más que enunciar susderechos —respondió.

—Sus derechos… ¡a rechazar anuestra hija!

—Bien sabemos que en Aragón sólose acepta a los descendientes

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masculinos como herederos de lacorona.

En sus labios jugueteaba una débilsonrisa. Fernando estaba recordando asu mujer que en Aragón se considerabaal Rey como gobernante, y a la Reinacomo su consorte.

Pero a Isabel no le interesaban lossentimientos personales de él; sólopensaba en la humillación que habíaninferido a su hija.

—Ya me los imagino —prosiguió—,mirándola con sorna como si fuese unamujer cualquiera. ¿De cuántos meses esel embarazo? Conque el niño nacerá enagosto. Pues entonces esperaremos hasta

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agosto, y si el recién nacido es varón, loaceptaremos como heredero del trono.Pues yo os digo que nuestra hija Isabel,por ser la mayor, es nuestra heredera.

—Pero no la aceptarán, porque allíno aceptan mujeres.

—A mí me han aceptado.—Porque sois mi mujer —le

recordó Fernando.—No estoy dispuesta a aguantar esta

insolencia de las Cortes de Zaragoza;los someteré mediante el envío de unafuerza armada que vaya a tratar conellos. Los obligaré a que acepten anuestra Isabel como heredera de España.

—No podéis decirlo en serio.

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—Pues lo digo —insistió Isabel.Fernando salió un momento, y no

tardó en regresar en compañía de unestadista en cuya integridad estabaseguro de que Isabel confiaba. Elhombre era Antonio de Fonseca,hermano del obispo del mismo nombre;enviado en cierta ocasión comoemisario ante Carlos VIII de Francia, laconducta de Fonseca habíaimpresionado tan bien a los soberanosque desde entonces era frecuente que loconsultaran con respeto y confianza.

—Su Alteza la Reina está irritadapor el comportamiento de las Cortes deZaragoza —explicó Fernando—, y

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piensa mandar tropas para someterlos yhacerles aceptar a nuestra hija comoheredera del trono.

—¿Se avendría Vuestra Alteza aescuchar mi opinión? —preguntóFonseca a la Reina.

Isabel le respondió afirmativamente.—Pues entonces, Alteza, os diría

que los aragoneses no han hecho otracosa que actuar como buenos y lealessúbditos. Debéis excusarlos si semueven con cautela en un asunto que seles hace difícil justificar conprecedentes tomados de su propiahistoria.

Fernando observaba atentamente a

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su mujer, sabiendo que el amor de Isabelpor la justicia prevalecería siempresobre cualquier otra emoción.

La Reina permaneció en silencio,considerando las palabras del estadista.

—Veo que tenéis razón —admitiódespués—. No podemos hacer otra cosaque esperar… y rogar que mi nieto seavarón.

Isabel, reina de Portugal, estaba en sulecho de parturienta. Se habían iniciadolos dolores y la joven sabía que su horahabía llegado.

Un sudor frío le cubría la frente y,

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mientras rogaba incesantemente: «Unvarón. Por favor, que sea un varón»,Isabel no tenía conciencia de toda lagente que rodeaba su cama.

Si daba a luz un varón, Isabel podríatal vez olvidar la leyenda de lamaldición que le daba vueltas en lacabeza.

Un varón podía ser tan importantepara su familia y para su país…

El niño no sólo heredaría la coronade España, sino también la de Portugal.Los dos países se unirían, los hostileszaragozanos se quedarían conformes… yella y Manuel serían los padres másorgullosos del mundo.

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¿Y por qué no había de ser así?¿Acaso su familia podía seguirrecibiendo golpes, uno tras otro? Yahabían tenido su dosis de tragedia; estavez podía ser diferente.

—Un varón —murmuraba Isabel—,un niño sano que conforme a esoshoscos zaragozanos, que una a Portugaly a España…

¡Qué personita importante, la que tanpresurosa estaba ya por nacer!

Los dolores se repetían conregularidad, e Isabel pensaba que si nohubiera estado tan débil, podríahaberlos soportado más fácilmente.Rodeada por las mujeres, gemía,

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pasando momentáneamente de laconciencia a la pérdida delconocimiento, y de nuevo a la lucidez.

Lejos de disminuir, el dolor seintensificaba.

Isabel intentaba no pensar en eso;trataba de rezar, de pedir que le fueranperdonados sus pecados, pero sus labiosseguían repitiendo las mismas palabras:

—Un varón. Por favor, que sea unvarón.

En la alcoba resonaron voces.—¡Un varón! ¡Un hermoso

varoncito!

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—¿Estáis segura?—¡Inconfundible!—¡Oh, qué día feliz!Isabel, desde su cama, oía llorar al

niño. Demasiado agotada para moverse,escuchaba las voces.

Alguien estaba de pie junto a sulecho, y alguien más, de rodillas, letomaba la mano para besársela. Manuelestaba de pie, y la que se arrodillabajunto a ella era su madre.

—Manuel —susurró—. Madre…—Querida mía… —empezó a decir

Manuel, pero su madre exclamó con voztriunfante:

—Ya ha pasado, querida hija mía, lo

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mejor que podíamos desear. Has dado aluz un hermoso varoncito.

—Entonces, todos están contentos —sonrió Isabel.

Manuel se inclinó sobre ella conojos ansiosos.

—¿Incluso vos? —le preguntó.—Pero sí…En los ojos de él se leía una

afectuosa burla: no habléis más demaldiciones, le decían. Ya veis quetodas vuestras premoniciones seequivocaban. Habéis pasado la ordalía ytenéis un hermoso niño.

—¿Oyes repicar las campanas? —preguntó su madre a la joven Reina.

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—No… no estoy segura.—En toda España repicarán las

campanas, y todo el mundo seregocijará. Todos sabrán que por fin susSoberanos tienen un nieto, un herederovarón.

—Con eso, ya estoy feliz.—Debemos dejarla descansar —

sugirió la Reina, y Manuel hizo un gestode asentimiento.

—No es de asombrarse que estéagotada.

—Pero antes… —susurró Isabel.—Comprendo —sonrió su madre, y

fue a llamar a la niñera.Cuando la mujer se acercó, le tomó

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el niño para ponerlo en los brazos de sumadre.

—Lo llamaremos Miguel, por el santoen cuya fiesta nació —declaróFernando.

—Dios bendiga a nuestro pequeñoMiguel —respondió la Reina—. Pareceun muchachito despierto, pero ojalá sumadre no se viera tan extenuada.

Fernando se inclinó sobre la cuna,eufórico; se le hacía difícil contenerse yno levantar al niño que tanto significabapara sus ambiciones.

—Tan pronto como Isabel esté en

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condiciones de abandonar el lechodebemos sacarlos en peregrinación —prosiguió Fernando—. El pueblo querráconocer a su heredero, de manera que esalgo que debemos hacer sin demora.

Isabel estaba de acuerdo en que esoera lo deseable, pero para sus adentrosse reiteró que tal cosa no deberíahacerse mientras la madre de Miguel noestuviese recuperada de su ordalía.

Una de las mujeres que la atendíanse les acercó rápidamente.

—Vuestras Altezas, Su Alteza dePortugal…

—¿Sí? —interrogó ansiosamenteIsabel.

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—Parece que tuviera dificultad pararespirar. Su estado está cambiando…

Isabel no esperó a oír más. Seguidapor Fernando, acudió presurosa junto allecho de su hija.

Manuel estaba ya con ella.Al ver el pálido rostro de su hija, las

profundas ojeras azules, el esfuerzoconque respiraba, a Isabel le dio unvuelco de miedo al corazón.

—Hija querida —exclamó, y en suvoz había una nota de angustia que sonócomo una dolorosa súplica.

—Madre…—Soy yo, mi querida. Madre está

contigo.

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—Me siento tan rara.—Estáis cansada, mi amor. Has

dado a luz un hermoso niño. No esextraño que estéis cansada.

Isabel intentaba sonreír.—No… puedo… respirar… —

jadeó.—¿Dónde están los médicos? —

preguntó Fernando.Manuel sacudió la cabeza, dando a

entender que los médicos ya habíanadmitido su ignorancia: no había nadaque pudieran hacer.

Fernando se dirigió a un ángulo de lahabitación, y los médicos lo siguieron.

—¿Qué es lo que le sucede?

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—Es una indisposición que sueleseguir al parto.

—Pero entonces, ¿qué hay quehacer?

—Alteza, debe seguir su curso.—Pero eso es…Los médicos no respondieron: no se

atrevían a decir al Rey que en opiniónde ellos, la Reina de Portugal estaba ensu lecho de muerte.

Fernando se quedó mirando condesánimo el grupo congregado junto a lacama, temeroso de reunírseles. Nopuede ser, se decía. Isabel, su mujer, nosería capaz de aguantar ese golpeademás de todos los que ya había

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sufrido. Este sería demasiado.Los ojos de Isabel parecían hallar

descanso en su madre.—¿No te molestamos aquí, querida

mía? —le preguntó la Reina.—No madre. Vos… nunca me

molestáis. Estoy demasiado cansadapara hablar, pero… os quiero aquí,conmigo. A vos también, Manuel.

—Vas a quedarte aquí con nosotrosdurante meses… tú, Manuel y elpequeño Miguel. Y presentaremos elniño al pueblo, que estará encantado consu pequeño heredero. El de hoy es undía feliz, hija mía.

—Sí… un día feliz.

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Manuel dirigió una miradaimplorante a su suegra, como si lepidiera seguridad de que su mujer serecuperaría.

—Madre… Manuel… —pidió laenferma—, acercaos un poco más.

Sentados sobre la cama, cada uno deellos le sostuvo una mano.

—Ahora estoy feliz —murmuróIsabel—. Creo… que me voy.

—¡No! —gimió Manuel.Pero la más joven de las dos

mujeres había leído la angustia en losojos de la mayor, y sabía; las dossabían.

Ninguna de las dos habló, pero las

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dos se miraban, y el gran amor que setenían se expresaba en sus ojos.

—Ya… ya os di el niño —susurróIsabel.

—Y vas a ponerte bien —insistióManuel.

Pero ninguna de las dos le contestó;las dos sabían que una mentira no podíadarles consuelo alguno.

—Estoy tan cansada —murmuró laReina de Portugal—. Ya… ya me voy.Adiós.

Con un gesto, la Reina de Españaindicó a los sacerdotes que se acercaranal lecho de su hija; sabía que habíallegado el momento de los últimos ritos.

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Mientras escuchaba sus palabras, ypresenciaba los intentos de su hija porrepetir las oraciones, estaba pensando:Esto no es verdad, estoy soñando. Nopuede ser verdad. Juan e Isabel no. Losdos, no. Sería demasiado cruel.

Pero sabía que era verdad.Minuto a minuto, Isabel empeoraba,

y no había pasado una hora desde elnacimiento del pequeño Miguel cuandosu madre murió.

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La corte en GranadaLas campanas doblaban por la muerte dela Reina de Portugal. En toda España, lagente empezaba a preguntarse:

—¿Qué maleficio pesa sobre nuestraCasa real?

En su dormitorio a oscuras, la Reinaestaba abatida por el dolor. Era laprimera vez que los que la rodeaban lahabían visto sucumbir a un golpe.

Por el palacio, la gente andabacubierta con atuendos de arpillera, queen la época de la muerte de Juan habíanreemplazado a la sarga blanca comosímbolo de duelo. ¿Qué seguirá ahora?,

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se preguntaban todos. El pequeñoMiguel no era el niño sano que tantohabían esperado. Irritable y llorón, talvez estuviera llorando por la madre quehabía muerto al traerlo al mundo.

Sentada en compañía de María yMargarita, Catalina estaba cosiendocamisas para los pobres; era, pensabaMargarita, casi como si con esa buenaacción esperaran apartar nuevosdesastres, como si así pudieran aplacara esa Providencia que parecía decididaa castigarlos.

La aspereza de la tela le resultabaextraña a las manos y, mientras cosía,Margarita recordaba la alegría

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flamenca, dándose cuenta de que enEspaña jamás habría para ella felicidadposible.

Miró a la pequeña Catalina, queinclinaba la cabeza sobre su trabajo. Elsufrimiento de Catalina era másprofundo que el que jamás podría sentirMaría. La pobre niña estaría ahorapensando en el dolor de su madre,ansiosa de poder estar con ella yconsolarla.

—Ya pasará —le dijo Margarita—.No se puede seguir eternamente de luto.

—¿Tú crees? —preguntó Catalina.—Lo sé, porque lo he vivido.—¿Quieres decir que ya no lloras a

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Juan, ni a vuestro hijo?—Durante toda mi vida los lloraré,

pero al principio los lloraba durantecada hora del día. Ahora, hay veces enque durante un rato me olvido de ellos.Es inevitable; la vida es así. Y así serácon tu madre. Verás que vuelve asonreír.

—Es que hay tantos desastres —murmuró Catalina.

María levantó la cabeza de su labor.—Ya encontrarás que más adelante

suceden muchas cosas buenas, todasjuntas. La vida es así.

—Tiene razón —afirmó Margarita.Catalina volvió a su costura, pero lo

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que veía no era la áspera tela; se veía así misma, como esposa y como madre.Después de todo, tal vez las alegrías dela maternidad valieran todo lo quetendría que sufrir para alcanzarlas. Talvez ella también tuviera un hijo… unaniña, que la amara como ella amaba a sumadre.

Siguieron cosiendo en silencio, hastaque Margarita se levantó y salió delcuarto.

En sus habitaciones se encontró condos de sus doncellas flamencas, quemiraban tristemente por la ventana.

Cuando entró Margarita, se pusieronde pie, pero la muchacha advirtió que

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sus expresiones no habían cambiado.—Ya sé —les dijo—: estáis

cansadas de España.—¡Uf! —exclamó la menor de las

dos—. Todas esas sierras horribles,esas deprimentes llanuras… y lo peor detodo, ¡esa gente deprimente!

—Han sucedido muchas cosas quelos deprimen.

—Ya nacieron deprimidos, Alteza.Parece que tuvieran miedo de bailar ode reírse como es debido. Estándemasiado aferrados a su dignidad.

—Si volviéramos a Flandes… —empezó a decir Margarita.

De pronto, los rostros de las dos

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mujeres se iluminaron de placer, y deese placer aprovechó Margarita paradecirse: Aquí no habrá jamás felicidadpara mí. Solamente si me voy de Españapodré empezar a olvidar.

—Si volviéramos a Flandes —repitió—, tal vez fuera lo mejor quepodemos hacer.

De pie junto al lecho de su mujer,Fernando la miraba.

—Debéis sobreponeros, Isabel —ledijo—. El pueblo empieza a inquietarse.

Isabel lo miró, con ojos que el dolortornaba inexpresivos.

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—Por todas partes se estádifundiendo una leyenda ridícula. Pareceque se dice que sobre nosotros pesa unamaldición, y que Dios ha apartado denosotros Su mirada.

—Yo misma empezaba apreguntarme si no era así —susurró laReina.

Cuando se enderezó en la cama,Fernando se quedó espantado al ver elcambio que se había operado en ella.Isabel había envejecido diez años, porlo menos; en ese momento, su marido sepreguntó si el próximo golpe quedebiera sufrir su familia no sería lamuerte de la propia Reina.

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—Primero mi hijo, ahora mi hija —prosiguió Isabel—. Oh, Dios de loscielos, ¿cómo podéis olvidaros así demí?

—¡Isabel! No os reconozco. Jamásos he visto así.

—Jamás me habéis visto golpeadapor tanto dolor.

Con el puño cerrado, Fernando segolpeó la palma de la mano derecha.

—No debemos permitir que sigancirculando esas historias tontas. Nosencaminamos hacia el desastre, si no loimpedimos. Isabel, no debemosentregarnos así al dolor, ni cavilarcontinuamente sobre nuestras pérdidas.

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No confío en el nuevo Rey de Francia.Creo que Carlos VIII era preferible aeste Luis XII, que es un sujeto taimadoque ya está en tratativas con lositalianos… bien sabemos con qué fines.El Papa también es astuto; yo no confíoen los Borgia. Alejandro VI tiene más deestadista que de Papa, y ¿quién puedesaber las artimañas que se trae? Isabel,debemos ser Soberanos primero, y sólodespués padres.

—Decís verdad —respondiótristemente Isabel—. Pero yo necesito unpoco de tiempo para enterrar a mismuertos.

Fernando hizo un gesto de

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impaciencia.—Maximiliano, que podría habernos

ayudado a frenar las ambiciones de losfranceses, está ahora en guerra contralos suizos, y Luis se ha aseguradonuestra neutralidad mediante el nuevotratado de Marcousis. Pero yo no confíoen Luis. Debemos estar atentos.

—Tenéis razón, por cierto.—No debemos perder de vista a

Luis, ni a Alejandro ni a Maximiliano,como tampoco a nuestro yerno, Felipe,que junto con nuestra hija Juana parecehaberse puesto en contra de nosotros. Sí,debemos estar muy atentos. Pero lo másimportante es que todo esté bien en

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nuestros dominios. No podemos permitirque nuestros súbditos anden comentandoentre ellos que nuestra casa está maldita.He oído susurrar por lo bajo que Migueles debilucho, que apenas si vivirá unosmeses, que es un milagro que no hayanacido muerto como nuestro otro nieto,el hijo del pobre Juan. Es menesterdetener esos rumores.

—Los detendremos sin pérdida detiempo.

—Entonces, Reina mía, estamos deacuerdo. Tan pronto como estéis encondiciones de levantaros, Miguel debeser presentado ante las Cortes deZaragoza como el heredero de España.

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Y la ceremonia no debe demorarsemucho.

—No se demorará mucho —leaseguró Isabel, y Fernando se quedóencantado al ver en el rostro de ella laantigua decisión. Sabía que podíaconfiar en su Isabel. Fueran cualesfuesen sus alegrías o sus dolores, sumujer jamás se olvidaría de sucondición de Reina.

En el monasterio de Ávila, Tomás deTorquemada recibió la noticia de lamuerte de la Reina de Portugal.

Tullido por la gota, incapaz de

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moverse, permanecía tendido en sujergón.

—Estas pruebas nos son enviadaspor nuestro bien —murmuró,dirigiéndose al subprior—. Confío enque los Soberanos no lo olviden.

—Las noticias que tengo,Excelencia, me informan de que la Reinaestá muy abatida y ha debido guardarcama.

—Lamento esa debilidad, que mesorprende —suspiró Torquemada—.Esa vulnerabilidad en todo lo que serefiere a su familia es su gran pecado.Ya es tiempo de que la más pequeña seaenviada a Inglaterra. Si no fuera por las

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constantes excusas de la Reina, yahabría partido. Aprended de sus faltas,amigo mío. Observad cómo incluso unamujer tan buena puede descuidar elcumplimiento de su deber cuando dejaque las emociones que la ligan a sushijos se interpongan entre ella y Dios.

—Así es. Excelencia. Pero no todosson tan fuertes como vos.

Torquemada despidió al emisario.El hombre tenía razón. No eran

muchos, en la tierra, los que tuvieran lafuerza de voluntad necesaria paradisciplinarse como lo había hecho él.Pero Torquemada tenía grandesesperanzas depositadas en Jiménez de

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Cisneros. Ahí parecía haber un hombrecapaz de seguir sus pasos… los deTorquemada.

—Si yo fuera un poco más joven —suspiró Torquemada. ¡Si pudieralibrarme de esta maldita enfermedad, deesta debilidad de mi cuerpo! Mi mentesigue tan clara como siempre. Entonces,podría seguir siendo yo quien gobernaraa España.

Pero por grande que fuera unhombre, cuando el cuerpo le fallaba, sufin estaba próximo. Ni siquieraTorquemada era capaz de subyugar lacarne de manera tan completa quepudiera llegar a ignorarla.

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Volvió a recostarse, complacido.Quizá su muerte fuera la próxima quedaría que hablar en los pueblos yciudades de España. La muerte estaba enel aire.

Pero constantemente iba muriendoalguien. Él mismo había enviado a milesde personas a morir en las llamas. Yhabía hecho bien, se aseguró; era sólo sudesvalimiento lo que lo llevaba, ahora, atener miedo.

—Y no es del dolor que puedo sufrir—dijo en alta voz—, ni de la muertemisma, ya que no puedo sentir miedoalguno al enfrentarme con mi Hacedor,sino de la pérdida que ha de significar

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para el mundo mi desaparición.—Oh, Santa Madre de Dios —rogó

—, da fuerzas a Jiménez para que ocupemi lugar. Dale el poder de guiar a losSoberanos como he sabido guiarlos yo.Entonces me moriré feliz.

Las hogueras estaban bienalimentadas en todos los quemaderosdel país. En los calabozos de laInquisición, hombres, mujeres y niñosesperaban ser sometidos a la prueba deordalía. En las sombrías cámaras de loscondenados se afanaban lostorturadores.

—Confío, oh Señor —murmurabaTorquemada—, en haber hecho bien mi

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trabajo y en que encontraré favor aVuestros ojos. Confío en que hayáistomado nota de las almas que Os heenviado, de los muchos a quienes hesalvado, y también de aquellos a quieneshe mandado de este mundo al infierno,por la vía del fuego. Recordad, ohSeñor, el celo de Vuestro sirviente,Tomás de Torquemada, y recordad suamor de la Fe.

Al pensar en su vida pasada, lamuerte no le inspiraba inquietud alguna.Estaba seguro de que seríagloriosamente recibido en el Cielo.

Mientras seguía ahí tendido, volvióa hacerse presente el subprior, que le

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traía noticias de Roma.Torquemada leyó el despacho, y su

cólera fue tal que sintió palpitaciones enlos miembros hinchados y doloridos.

Él y Alejandro habían nacido paraser enemigos. Si el Borgia se habíaempeñado en llegar a ser Papa, no erapor amor de la Fe, sino porque setrataba del más alto cargo que se podíaalcanzar en la Iglesia. Su mayor deseoera cubrir de honores a sus hijos y a suhija, aunque, como hombre de la Iglesia,no tenía derecho alguno a haberlosengendrado. El Papa Borgia era, alparecer, un hombre despreocupado, quehacía escarnio de las convenciones.

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Circulaban perversos rumores referentesa su relación incestuosa con Lucrecia, supropia hija, y era cosa sabida queejercía el nepotismo y que sus hijos,César y Juan, se pavoneaban por lasciudades de Italia jactándose de surelación con el Santo Padre.

¿Qué podía tener en común unhombre como Torquemada, que se habíapasado la vida sometiendo la carne, conRodrigo Borgia, el papa Alejandro VI?Muy poco.

Alejandro lo sabía y, en su maldad,se había empañado siempre enobstaculizar las empresas de

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Torquemada.Torquemada rememoró los primeros

conflictos.Hacía ya cuatro años que había

recibido del Papa una carta cuyostérminos todavía recordaba conexactitud.

Alejandro lo saludaba «conentrañable afecto por sus grandesesfuerzos en pro de la gloria de la Fe»,pero estaba preocupado porque, desdeel Vaticano, al considerar las múltiplestareas que había asumido sobre síTorquemada y recordar la avanzadaedad de éste, pensaba que no debíapermitirle que se extenuara demasiado

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con el esfuerzo. De ahí que, llevado porsu amor a Torquemada, Alejandrohubiera decidido nombrar cuatroasistentes para que lo secundaran en suarduo trabajo de establecer y mantenerla Inquisición en toda España.

Imposible haber asestado mayorgolpe a su poder. Los nuevosinquisidores designados por el Papacompartían el poder de Torquemada, demanera que el título de InquisidorGeneral perdía importancia.

No cabía duda de que Alejandro, enel Vaticano, era el enemigo deTorquemada, en el monasterio de Ávila.Era posible que el Papa considerara que

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el poder del Inquisidor General eraexcesivo, pero Torquemada sospechabaque la enemistad entre ambos proveníade sus diferencias; que era fruto deldeseo, por parte de un hombre deintensos apetitos carnales (que nadahacía por disciplinar), de denigrar aalguien que había vivido toda su vidaabsteniéndose en la mayor medidaimaginable de todos los deseosmundanos.

Y ahora, cuando Torquemada sehallaba a las puertas de la muerte,Alejandro encontraba todavía otrahumillación para imponerle.

El Papa había celebrado un auto de

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fe en la plaza, frente a San Pedro, y en élhabían comparecido muchos judíos quehabían sido expulsados de España. Si elPapa hubiera querido rendir un mínimohonor a Torquemada, habría enviado aesos judíos a las llamas o les habríaimpuesto alguna severa forma decastigo.

Pero Alejandro estaba mofándosedescaradamente del monje de Ávila; aveces, Torquemada se preguntaba si noestaría haciendo burla de la propiaIglesia, de la cual tandesvergonzadamente se aprovechaba.

Alejandro había ordenado que serezara un servicio en la plaza, tras lo

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cual había dejado en libertad a losciento ochenta judaizantes y fugitivos dela cólera de Torquemada. Sin castigos,sin hacerles vestir el sambenito, sinencarcelamiento, sin confiscar suspropiedades.

Alejandro los había dejado a todosen libertad de atender sus negocios,como si fueran buenos ciudadanosromanos.

Al pensar en el episodio,Torquemada crispó los puños. Era uninsulto directo, y no sólo para él, sinopara la Inquisición española; y elInquisidor General creía que el Papatenía plena conciencia de ello, y que

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principalmente por eso había actuado deesa manera.

—Y yo aquí enfermo —cavilaba—,con mis setenta y ocho años, con elcuerpo tullido, incapaz de protestar.

El corazón empezó a latirle con talviolencia que todo el magro cuerpo se lesacudía, y tenía la sensación de que lasparedes de la celda se cerraran sobre él.

—La Obra de mi vida está hecha —susurró, y mandó llamar al subprior.

—Siento que mi fin se acerca —ledijo—. No, no me miréis preocupado.Larga ha sido mi vida, y bien creo haberservido a Dios durante ella. No quisieraque me sepultarais con pompa. Ponedme

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a descansar en la fosa común, entre loshermanos de mi monasterio; allí mesentiré feliz.

—Sois anciano en años, Excelencia,pero vuestro espíritu es fuerte —apresuróse a decir el subprior—.Muchos años os esperan todavía.

—Dejadme, que quiero ponerme enpaz con Dios —le ordenó Torquemada.

Con un gesto despidió al hombre,pero en realidad no creía tenernecesidad de ponerse en paz con Dios.Creía que en el Cielo habría un lugarpara él, tal como lo había habido en latierra.

Silenciosamente, permaneció en su

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jergón mientras las fuerzas loabandonaban poco a poco.

Pensaba continuamente en su pasado,y a medida que transcurrían los días ibadebilitándose más y más.

En todo el monasterio se sabía yaque Torquemada se estaba muriendo.

El 16 de setiembre, un mes despuésde la muerte de la Reina de Portugal,Torquemada abrió los ojos y no supobien dónde estaba.

Soñaba que ascendía al cielo en unanube de música, una música formada porlos gritos de los herejes a quienes elfuego lamía los miembros, por losmurmullos de las bandas de exiliados

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que avanzaban fatigosamente,dirigiéndose del país que durante sigloshabían llamado su hogar a los ignotoshorrores que, sin conocerlos, poranticipado los aterraban.

—Todo sea en Tu nombre… —murmuró Torquemada y, como estabatan débil que no podía controlar sussentimientos, en sus labios apareció unasonrisa de satisfacción.

Cuando el subprior vino a verlo, unpoco más tarde, comprendió que habíallegado la hora de administrarle losúltimos sacramentos.

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Isabel abandonó el lecho donde lasujetaban la enfermedad y el dolor; teníaque cumplir con su deber.

Había que presentar al pequeñoMiguel al pueblo, para que las Cortes loaceptaran como el heredero del trono.

Se dio comienzo a losprocedimientos.

El pueblo de Zaragoza, que se habíanegado a aceptar a su madre, se reuniópara saludar en el pequeño príncipe a sufuturo Rey.

Fernando e Isabel juraron que seríansus fieles tutores, y que antes de

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permitirle asumir derecho alguno comosoberano se le exigiría juramento derespetar las libertades que no estabadispuesto a abdicar el orgulloso pueblode Aragón.

—¡Viva el legítimo heredero ysucesor de la corona de Aragón! —gritaron las Cortes de Zaragoza.

La ceremonia se repitió nosolamente en todo Aragón y en Castilla,sino en Portugal, ya que —si llegaba altrono— sería esa frágil criatura quienuniera a ambos países.

Isabel se despidió del dolienteManuel.

—Dejad al niño conmigo —le pidió

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—. Bien sabéis con qué profundidad meha afectado la pérdida de mi hija. Hecriado muchos hijos, y si me dejáis estepequeño que ha de ser nuestro heredero,eso me ayudará a sobrellevar mi dolor.

Manuel se sintió conmovido por elestoicismo de su suegra. Sabía queIsabel pensaba que no pasaría muchotiempo sin que tuviera que separarse delas dos hijas restantes. Además, para elpequeño Miguel la herencia de Españasería muchísimo más importante que laque podía recibir de su padre.

—Quedaos con el niño —respondió—, y educadlo según vuestro criterio.Confío en que jamás os dé motivos de

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angustia.Al estrechar a Miguel contra su

pecho, Isabel sintió un estremecimientode ese placer que sólo el amor de sufamilia podía despertar en ella.

Era verdad que el Señor quitaba; nolo era menos que daba.

—Lo llevaré conmigo a la ciudad deGranada —expresó—. Allí tendrá todoslos cuidados que puede tener un niño.Gracias, Manuel.

Manuel dejó, pues, al niño con suabuela, para gran alegría de Fernando,encantado de estar en situación devigilar la educación de su nieto.

Mientras Isabel besaba tiernamente

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el rostro del pequeño, Fernando se leacercó.

Si yo pudiera ser como él, pensabaIsabel, y sentir, como él, que endefinitiva la muerte de nuestra hija nofue tan trágica, puesto que el niñovive…

—Manuel tendrá que tomar nuevaesposa —reflexionó Fernando.

—Eso será dentro de largo tiempo;amaba profundamente a nuestra Isabel.

—Los reyes no tienen tiempo paraduelos —le recordó Fernando—. ¿No osha dicho acaso nada de este asunto?

—¿De tomar nueva esposa? Claroque no. Estoy segura de que ni siquiera

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se le ha ocurrido la idea.—A mí sí se me ha ocurrido —

aseguró Fernando—. Hay un Rey quenecesita esposa. ¿Habéis olvidado quetenemos una hija de la cual no se hahablado todavía?

Isabel lo miró azorada.—¿Por qué la Reina de Portugal no

ha de ser nuestra María? —prosiguióFernando—. Así recuperaríamos lo quehemos perdido con la muerte de Isabel.

—Adiós —murmuró Margarita—. Meapena separarme de vosotras, pero séque tengo que irme.

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Catalina abrazó a su cuñada.—Cuánto desearía que te quedaras

con nosotros.—¿Durante cuánto tiempo? —

preguntó Margarita—. Mi padre yaestará haciendo planes para mi próximomatrimonio; es mejor que me vaya.

—No has sido muy feliz aquí —observó María, en voz baja.

—No fue por culpa del Rey ni de laReina, ni de ninguna de vosotras. Todoshabéis hecho lo posible por verme feliz.Adiós, hermanas mías. Pensaré muchoen vosotras.

Catalina se estremeció.—¡Cómo cambia la vida! —exclamó

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—. ¿Cómo podemos saber dónde estarácualquiera de nosotras el año próximo…o el mes próximo, incluso?

Catalina se aterraba cada vez quellegaban noticias de Inglaterra. Sabíaque su madre estaba demorando el díaen que su hija menor debía alejarse desu hogar, pero sabía también que lademora no podía ser mucha. La niña erademasiado fatalista para creer que esofuera posible.

—Adiós, adiós —repitió Margarita.Ese mismo día emprendió el viaje

hacia la costa, para embarcarse en lanave que la llevaría de vuelta a Flandes.

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Isabel hallaba gran alegría en sunietecito. El niño era todavía demasiadopequeño para acompañarla en sus viajespor el país, de manera que después dehaber sido aceptado como heredero porlas Cortes de Castilla y de Aragón lodejaban con sus nodrizas en la Alhambrade Granada. Con frecuencia, Isabel yFernando hablaban del futuro de Miguel,y la Reina deseaba que tan pronto comoel niño tuviera la edad suficiente,estuviera siempre con ellos.

—Nunca será demasiado prontopara que empiece a conocer lascuestiones de Estado —decía; pero laverdad era que no quería estar separada

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del pequeño más que lo estrictamenteindispensable.

Fernando sonreía con indulgencia;estaba dispuesto a pasar por alto laspequeñas debilidades de la Reina,siempre que no obstaculizaran susproyectos.

La corte estaba en viaje haciaSevilla, y naturalmente Isabel queríadetenerse primero en Granada para veral pequeño Miguel.

Catalina, que viajaba con lacomitiva, estaba encantada al observarque su madre iba saliendo de sudesesperación; en cuanto a la joveninfanta, sentía por su sobrino tanta

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ternura como Isabel. Miguel había traídode nuevo felicidad a la Reina, y por esoCatalina lo amaba sin reservas.

Otro de los que acompañaban a lacorte en su viaje hacia el sur era elArzobispo de Toledo.

Jiménez había quedado muy afectadopor la muerte de Tomás de Torquemada,un hombre que había escrito su nombreen letras mayúsculas en las páginas de lahistoria española. Durante sus días deauge había sido, sin lugar a dudas, elhombre más importante del país, encuanto era el guía del Rey y de la Reinay el que hacía prevalecer su voluntad.

A él se le debía que la Inquisición

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tuviera el poderío que tenía, y no habíaen el país un hombre, una mujer ni unniño a quien no aterrara la idea de oírgolpear a su puerta a altas horas de lanoche, de la presencia de los alguacilesy de las cámaras de tortura.

Y eso estaba bien, pensaba Jiménez,porque la tortura era el único medio deque el hombre llegara a Dios. Y paraquienes habían negado a Dios eraninsuficientes las torturas más crueles quepudiera imaginar el hombre. Si esasgentes se consumían en la hoguera, sólotenían con ello un anticipo del castigoque les reservaba Dios. ¿Qué eranveinte minutos en el quemadero,

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comparados con la eternidad en elinfierno?

Mientras avanzaban hacia el sur,hacia Granada, Jiménez iba concentradoen su gran deseo: realizar, por España ypor la Fe, una obra que fueracomparable a la de Torquemada.

Al pensar en los que integraban lacomitiva, parecíale que la conducta demuchos de ellos dejaba bastante quedesear.

Fernando no pensaba más que en lasventajas materiales; la debilidad deIsabel eran sus hijos. Todavía teníaconsigo a Catalina. La niña tenía ya casiquince años, y seguía aún en España.

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Estaba ya en edad de casarse, y el Reyde Inglaterra estaba impacientándose.Sin pensar más que en su propiasatisfacción —y quizás a instancias dela propia infanta—, Isabel seguíamanteniéndola en España.

Jiménez pensaba con tristeza que elafecto de la Reina por el nuevoheredero, el pequeño Miguel, rayabacasi en la idolatría. Isabel deberíadisciplinar rígidamente sus afectos, queensombrecían su devoción por Dios y susentido del deber.

Catalina se había colocado tan lejoscomo le era posible del adustoarzobispo; adivinaba los pensamientos

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de Jiménez y se sentía aterrorizada. Lainfanta abrigaba la esperanza de que elprelado no los acompañara a Sevilla, yaque estaba segura de que en ese casoJiménez haría todo lo posible porpersuadir a su madre de que la enviarasin más dilación a Inglaterra.

Ante ellos se alzaba Granada, laciudad que algunos consideraban la másbella de España: era una imagen decuento de hadas contra el fondo que lehacían las cumbres pintadas de blancode la Sierra Nevada. La ciudad estabadominada por la Alhambra, el palaciomorisco revestido de un resplandorrosado, un milagro arquitectónico, con

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la reciedumbre de una fortaleza y sinembargo, como bien sabía Catalina,decorado y tallado con una gracia y unadelicadeza increíbles.

Un dicho afirmaba que Dios da a suselegidos la posibilidad de vivir enGranada; a Catalina no le costabacreerlo.

La niña abrigaba la esperanza de queGranada significara la felicidad paratodos ellos; de que la Reina estuvieratan cautivada por su nietecito que seolvidara de su duelo; de que allí no lesllegaran noticias de Inglaterra, y de quedurante los días alegres y soleados quelos esperaban, su vida y la de su familia

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estuvieran impregnadas por la serenapaz de ese escenario de montañasnevadas, de riachuelos murmurantes, deagua transparente como el cristal ycentelleante como piedras preciosas.

Al ver que los ojos del Arzobispo seposaban sobre ella, un estremecimientode alarma recorrió a la niña.

Sin embargo, no necesitabapreocuparse; Jiménez no pensaba enella.

Realmente, decíase el Arzobispo, esla más hermosa de nuestras ciudades; noes sorprendente que los moros la hayandefendido hasta el final. Pero, ¡quétragedia que entre sus habitantes haya

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tantos que niegan la verdadera fe! Quépecado, permitir que estos morospractiquen sus ritos paganos bajo estecielo azul, en la ciudad más maravillosade España.

A Jiménez le parecía que el fantasmade Torquemada cabalgara junto a él.Torquemada no podría tener descansomientras en esa bella ciudad de Españasiguiera reinando, estridente, el pecado.

Al entrar con la corte en Granada,Jiménez estaba seguro de que sobre sushombros había descendido el manto deTorquemada.

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Mientras Isabel se demoraba, feliz, en lahabitación de su nieto, Jiménez noperdía tiempo en informarse de lascondiciones existentes en la ciudad.

Los dos hombres más influyentes deGranada eran Íñigo López de Mendoza,conde de Tendilla, y fray Fernando deTalavera, arzobispo de Granada, y unode los primeros actos de Jiménez fuehacer comparecer a ambos a supresencia.

Los observó con cierta impaciencia,pensando que eran hombres contendencia a ser complacientes; estaban

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encantados con las condicionespacíficas que prevalecían en la ciudad yque bordeaban casi lo milagroso, por locual se felicitaban. Estaban en unaciudad conquistada, y gran parte de supoblación estaba formada por moros queseguían manteniendo su fe y que, sinembargo, vivían junto a los cristianossin que hubiera escaramuzas entre ellos.

¿Quién habría pensado que esa fueseuna ciudad conquistada?, preguntábaseJiménez.

—Confieso que las condicionesreinantes aquí en Granada son para mímotivo de cierta preocupación —dijo asus visitantes.

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Tendilla se mostró sorprendido.—Estoy seguro, señor arzobispo, de

que cambiaréis de opinión cuandohayáis visto mejor cómo están las cosasen la ciudad.

Tendilla, miembro de la ilustrefamilia Mendoza, no podía menos quesentir cierto resquemor ante los orígenesrelativamente humildes del arzobispo deToledo. Tendilla vivía con holgura y sesentía incómodo teniendo cerca a genteque no estaba en igual situación.Talavera, que había sido monjeJerónimo, y cuya piedad eraindiscutible, no dejaba por eso de serhombre de modales impecables.

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Tendilla lo consideraba un pocofanático, pero también le parecía queuna actitud así era esencial en un hombrede la iglesia y, en su tolerancia, no se lehacía difícil pasar por alto aquello que,en Talavera, no casaba con sus propiasopiniones. Los dos hombrescolaboraban sin inconvenientes desde laconquista de Granada, y bajo elgobierno de ambos la ciudad era unapoblación feliz y próspera.

A los dos les molestó el tono deJiménez, pero tenían que recordar que,en su condición de Arzobispo deToledo, ocupaba el lugar más alto deEspaña, después de los Soberanos.

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—Jamás podré cambiar de opinión—declaró fríamente Jiménez— mientrasvea a esta ciudad dominada por lospaganos.

—Nos regimos —terció Tendilla—por las normas del acuerdo pactadoentre Sus Altezas y Boabdil en la épocade la reconquista. Como alcaide ycapitán general del reino de Granada, esmi deber cuidar de que sea respetado elacuerdo.

Jiménez sacudió la cabeza.—Bien conozco los términos de ese

acuerdo, y es lástima que jamás hayasido firmado.

—Sin embargo —objetó Talavera

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—, esas condiciones se establecieron, ylos Soberanos no pueden manchar así suhonor, y el de España, dejando derespetarlas.

—¡Vaya condiciones! —exclamódespectivamente Jiménez—. ¡Que losmoros sigan en posesión de susmezquitas y en libertad de practicar susritos paganos! ¿Qué clase de ciudad esésta, para que sobre ella ondee labandera de los Soberanos?

—Pero esos fueron los términos delacuerdo —le recordó Tendilla.

—Sin que nadie objete su forma devestir, sus modales ni sus antiguos usos,¡ni el hecho de que hablen su lengua y

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tengan el derecho de disponer de supropiedad! Hermoso tratado.

—No obstante, señor Arzobispo,esos fueron los términos que pidióBoabdil para entregar la ciudad. Si nolos hubiéramos aceptado, la matanzahabría durado meses, años quizá, y sehabrían destruido indudablementemuchas de las bellezas de Granada.

Jiménez encaró acusadoramente alos dos hombres.

—Vos, Tendilla, sois el Alcaide;vos, Talavera, el Arzobispo. Y oscontentáis con tolerar estas prácticasque no pueden menos que enojar anuestro Dios y hacer llorar a nuestros

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santos. ¿Estáis sorprendidos de la malasuerte que sufrimos? Nuestro herederomuerto, lo mismo que su hijo. La hijamayor de los Soberanos muere al dar aluz. ¿Qué seguirá a eso, os pregunto?¿Qué?

—El señor Arzobispo no puedesugerir que esas tragedias resulten de loque sucede aquí en Granada —murmuróTendilla.

—Os digo —tronó Jiménez— quehemos sido testigos del disfavor deDios, y que debemos mirar a nuestroalrededor y preguntarnos de qué maneraestamos provocando Su disgusto.

—Señor —intervino Talavera—, no

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os dais cuenta de los esfuerzos quehemos hecho por convertir a esas gentesal cristianismo.

Jiménez se volvió hacia elarzobispo. De un hombre de la Iglesia,pensaba, se podía esperar más sentidocomún que de un soldado. En ciertaépoca, Talavera había sido prior delmonasterio de Santa María del Prado, nolejos de Valladolid; también había sidoconfesor de la Reina, y era hombrevaleroso. Jiménez había oído comentarque mientras era confesor de Isabel,Talavera había insistido en escuchar laconfesión de la Reina sentado, mientrasésta se arrodillaba y que ante la protesta

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de su regia penitente, le había señaladoque el confesonario era el tribunal deDios y que, en cuanto él actuaba comoministro del Señor, lo que correspondíaera que se quedara sentado y que laReina estuviera de rodillas. Isabel habíaaprobado su valentía, lo mismo que laaprobaba Jiménez.

Se sabía también que ese hombre,que antes había sido obispo de Ávila,tras haberse negado a aceptar unaumento en sus ingresos al ser designadoarzobispo de Granada, vivía consencillez y gastaba en limosnas buenaparte de sus estipendios.

Todo eso estaba muy bien, pensaba

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Jiménez, pero, ¿de qué servía calmar elhambre de los pobres y darles calorfísico, cuando sus almas estaban enpeligro? ¿Qué había hecho ese soñadorpara atraer hacia el cristianismo a losmoros paganos?

—Habladme de esos esfuerzos —ordenó secamente.

—He aprendido el árabe para poderentender a esta gente y hablar con ellosen su propia lengua —explicó Talavera—, y he ordenado a mis sacerdotes quehagan lo mismo. Una vez que hablemossu lengua, podremos hacerles ver lasgrandes ventajas que obtendránabrazando la verdadera Fe. He

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preparado selecciones de losEvangelios y las he hecho traducir alárabe.

—¿Y cuántas conversiones habéisconseguido? —quiso saber Jiménez.

—Ah —intervino Tendilla—. Losárabes son un pueblo muy antiguo, consu propia literatura y sus propiasprofesiones. Señor arzobispo, sin ir máslejos, mirad nuestra Alhambra. ¿No esuna maravilla de la arquitectura? He ahíun símbolo de la cultura de este pueblo.

—¡Cultura! —se horrorizó Jiménez,cuyos ojos de pronto echaron chispas—.¿Qué cultura puede haber sincristianismo? Ya veo que en este reino

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de Granada no se concede muchaimportancia a la Fe cristiana. Pero lascosas no seguirán así, os aseguro. Noseguirán así.

Talavera parecía inquieto, yTendilla enarcó las cejas. Estabaenojado, pero no mucho; él comprendíael ardor de hombres como Jiménez, enquien alentaba otro Torquemada.Torquemada había establecido laInquisición, y se necesitaban hombrescomo Jiménez para que las hoguerassiguieran ardiendo. Tendilla estabairritado; esa actitud le disgustaba. Suquerida Granada era su deleite, con suprosperidad y su belleza. Los moros

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eran el pueblo más trabajador deEspaña, ahora que se habían librado delos judíos. Y Tendilla no quería quenada interrumpiera la pacíficaprosperidad de su ciudad.

Después sonrió. Que se enfurezcaeste monje fanático. Verdad que Jiménezera el Primado de España (y era unapena que no hubieran concedido el cargoa un noble civilizado), pero Tendillatenía muy en cuenta el acuerdo queIsabel y Fernando habían establecidocon Boabdil, y creía que Isabel, por lomenos, haría honor a su palabra.

Por eso sonreía sin preocuparsedemasiado al oír delirar a Jiménez.

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Granada estaba a salvo de la furiadel fanático.

Preocupada por la liviandad delpequeño bulto, Isabel sostenía al niñitoen sus brazos.

Hay niños más pequeños, decíasepara consolarse. He tenido tantosproblemas que ahora los veo hastadonde no los hay.

Interrogó a las nodrizas.Su Alteza era un niño bueno,

siempre conforme. Tomaba su alimento,y apenas si lloraba.

¿No sería mejor, se preguntaba

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Isabel, que pataleara y lloraraenérgicamente? Después, se acordó deque era eso precisamente lo que habíahecho Juana.

No debo fabricarme temores dondeno hay razón para ello, se reprochó.

Estaba el ama de leche, unamuchacha robusta, de abundantes pechosque se le escapaban del corpiño, queolía débilmente a comida, un tufo queofendía un tanto las regias narices. Perola muchacha era sana, y prodigaba aMiguel el afecto que esas jóvenes suelensentir por los pequeños que crían.

Por lo demás, era inútil interrogarla.¿Cómo mama? ¿Es ávido, se muestra

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ansioso de comida?La muchacha le daría las respuestas

que, en su sentir, más pudieran agradar ala Reina, sin cuidarse de lo que pudieraser verdad.

Catalina pidió que la dejaran teneral niño, e Isabel se lo puso en losbrazos.

—Ven, siéntate aquí, a mi lado,sosteniendo bien a nuestro preciosoMiguelito.

Isabel miraba pensativa a su hija,con el niño en brazos. Tal vez no pasaramucho tiempo sin que Catalina tuviera asu vez un hijo propio.

La idea la hacía sentir mal. ¿Cómo

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podría ella separarse de Catalina? Y sinembargo, tendría que ser pronto. El Reyde Inglaterra daba a entender que estabaimpacientándose; cada vez pedía másconcesiones. Desde la muerte de Juan yde su hijo, la posición había sido menosfavorable para las tratativas españolas.Era muy probable que Margarita prontovolviera a casarse, y su parte de laherencia de los Habsburgo se habíaperdido.

—La alianza con Inglaterra es másimportante que nunca para nosotros —lehabía dicho Fernando mientras seencaminaban hacia Granada.

Entonces, no faltaría mucho tiempo.

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Fernando, que también hallabaplacer en su nietecito, entró en el cuartode los niños. Al verlo mirar atentamentela magra carita, Isabel comprendió quesu marido no sentía ninguno de lostemores que a ella la acosaban.

—Cómo empieza a parecerse a supadre —comentó el Rey, radiante—.Ah, hija mía, confío en que no pasemucho tiempo sin que sostengáis envuestros brazos un hijo propio. Unpríncipe de Inglaterra, vamos… unpríncipe que algún día será Rey.

Para Catalina, la paz del cuarto delos niños ya estaba hecha trizas. Y denada servía enojarse con su padre;

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Fernando jamás podría entender comosu madre los temores de Catalina.

El Rey se dirigió a Isabel:—Vuestro arzobispo está de un

humor excelente —anunció con unasonrisa irónica—, y os solicitaaudiencia. Pensé que no desearíaisrecibirlo en el cuarto de los niños.

Isabel se sintió aliviada al podersalir del cuarto, ante la lamentableexpresión de angustia de la pobreCatalina.

—Recibiré inmediatamente alarzobispo —decidió—. ¿Es que deseavernos a ambos?

—A ambos —le hizo eco Fernando.

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Después tendió la mano a Isabel y juntossalieron de la habitación.

En una pequeña antecámara, Jiménezse paseaba de un lado a otro. Al oírentrar a los Soberanos, se dio vuelta,pero no los saludó con la cortesía queexigía la etiqueta. Fernando lo advirtió ylevantó un tanto las cejas, en un gestoque decía claramente a Isabel: Vayamodales que tiene vuestro arzobispo.

—¿Tenéis malas noticias,arzobispo? —preguntó Isabel.

—Malas en verdad, Vuestra Alteza.Desde que entré en esta ciudad, losgolpes se suceden uno a otro. ¡Quiénpodría creer, al andar por estas calles,

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que estamos en un país cristiano!—Es una ciudad próspera y feliz —

le recordó Isabel.—¡Su prosperidad es la prosperidad

del demonio! —vociferó Jiménez—. ¡Yfeliz! ¡Vos, cristiana, podéis decir queson felices gentes sumidas en laoscuridad!

—Son un pueblo trabajador —tercióFernando, con la frialdad con quehablaba siempre a Jiménez—, y queaporta gran riqueza al país.

—¡Que aportan gran riqueza! —repitió Jiménez—. Con sus ritos deadoración pagana, contaminan nuestropaís. ¿Cómo podemos hablar de una

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España cristiana, cuando en su sueloalberga a gente así?

—Son gentes que tienen su propia fe—insistió suavemente Isabel—, yestamos haciendo todo lo posible portraerlos a la nuestra, que es la auténtica.Mi arzobispo de Granada ha estadodiciéndome que aprendió el árabe y queha hecho traducir a esta lengua elcatecismo y parte de los Evangelios.¿Qué más podríamos hacer?

—A mí se me ocurren muchas cosasque podríamos hacer.

—¿Qué? —preguntó Fernando.—Podríamos obligarlos a que se

bautizaran.

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—Os olvidáis de que en el acuerdofirmado con Boabdil se establece queesta gente ha de continuar con su propioestilo de vida —se apresuró a intervenirIsabel.

—Ese acuerdo es monstruoso.—Pienso que estaría bien que los

hombres de la Iglesia se limitaran aprestar atención a los asuntos de laIglesia —intervino Fernando— y quedejaran el gobierno del país a cargo desus gobernantes.

—Cuando un arzobispo es tambiénprimado de España, le conciernen losasuntos de Estado —replicó Jiménez.

Fernando se quedó atónito ante la

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arrogancia del hombre, pero advirtióque Isabel le perdonaba inmediatamentesu insolencia, considerando que todo loque decía era para bien de la Iglesia, odel Estado. Frecuentemente, la Reinahabía defendido a Jiménez frente aFernando, recordándole que elarzobispo era uno de los pocos, entrequienes los rodeaban, que no buscabansu ventaja personal, y que su aparentebrusquedad de modales se debía a quedecía lo que pensaba sin tener en cuentael daño personal que eso pudieracausarle.

Pero respecto de los moros, la Reinase mantenía inflexible. Había dado su

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palabra a Boabdil, y tenía la intenciónde mantenerla.

Con esa voz fría y un tanto cortanteque reservaba para esas ocasiones,expresó:

—El tratado que hicimos con losmoros debe seguir vigente. Esperemosque llegado el momento, guiados pornuestro buen amigo Talavera, lleguen aver la luz. Ahora habéis de retiraros,señor, pues hay asuntos que el Rey y yodebemos estudiar, ya que en brevedebemos continuar nuestro viaje.

Jiménez, cuya mente bullía deproyectos que no tenía la menorintención de someter a consideración de

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los soberanos, se retiró.—Este monje se pasa de las

atribuciones de su rango —dijoFernando—. No me sorprendería que elseñor Jiménez se pusiera tan arroganteque con el tiempo ni siquiera vospudierais ya soportar su insolencia.

—Oh, pero es un hombre bueno, y elmejor para el cargo que ocupa. No haymás remedio que perdonarle susmodales.

—No me gusta la idea de que nosacompañe a Sevilla. Ese hombre meirrita, con su cilicio y su santurroneríaostentosa.

—Con el tiempo, aprenderéis a

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apreciarlo no menos que yo —suspiróIsabel.

—Jamás —aseguró Fernando, contono áspero porque estaba pensando enel joven Alfonso, y en lo magnífico quehabría quedado con las ricas vestidurasdel Arzobispo de Toledo.

Fernando se alegró de que, cuandosalieron hacia Sevilla, Jiménez no losacompañara.

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El destino de losmoros

Jiménez estaba excitado. Mientrasesperaba a sus invitados, parecía casihumano. Había planeado la reunión tancuidadosamente como correspondía alprimer paso de una gran campaña. Nohabía pedido autorización a losSoberanos para actuar como estabahaciéndolo, y se alegraba muchísimo deque Isabel y Fernando estuvieran yacamino de Sevilla. Cuando vieran losresultados de su empeño, estaríanencantados, y sabrían también que,

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mejor de lo que los servía a ellos,Jiménez servía a Dios y a la Fe.

Había tenido ciertas dificultades conesos dos viejos tontos de Tendilla yTalavera, que le aseguraban que elmétodo que se proponía usar no le daríaresultado. Los moros, corteses pornaturaleza, escucharían lo que Jiméneztenía que decirles, sin contradecir laafirmación de que quienes podíanllamarse cristianos eran las gentes másafortunadas del mundo, pero seguiríansiendo mahometanos.

Jiménez debía entender que no setrataba de salvajes, ni de niños aquienes se les pudiera enseñar el

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catecismo para que lo repitieran comoloros.

—¡Que no son salvajes! —habíagritado Jiménez—. Todos los que no soncristianos son salvajes.

De todas maneras, no pensabaapartarse para nada de su plan. Era elPrimado de España, y como tal, lamayor autoridad después de losSoberanos; y en cuanto a estos…viajaban rumbo a Sevilla y ya nadiepodía recurrir a ellos.

Ordenó que le fueran traídos fardosde seda y una cantidad de sombreros decolor escarlata, que en ese momentoestaba contemplando con una torcida

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sonrisa en los labios. Ese iba a ser sucebo, y Jiménez creía que lo que habíagastado en esos artículos bien valdría lapena.

Cuando sus invitados llegaron,Jiménez los recibió cortésmente. Eranalfaquíes de Granada, los eruditossacerdotes moriscos cuya palabra eraley para los musulmanes granadinos.Una vez que hubiera conseguidoengatusar a esos hombres y hacerles,abandonar su fe, la gente del puebloestaría dispuesta a seguirlos.

Los alfaquíes lo saludaron con unareverencia. Sabían que estaban enpresencia del arzobispo más importante

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de España, y los ojos se les iluminaronal ver los fardos de rica seda y lossombreros escarlatas que tan admirablesles parecían, pues se imaginaban queeran regalos.

—Encantado estoy de que hayáisaceptado mi invitación —los saludóJiménez, sin que su rostro traicionara enmodo alguno el desprecio que leinspiraba esa gente—. Deseo hablar convosotros. Pienso que sería de graninterés para nosotros que comparásemosnuestras respectivas religiones.

Los alfaquíes sonrieron y volvierona saludarlo. Finalmente, se sentaron conlas piernas cruzadas en torno del asiento

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de Jiménez, mientras éste les hablaba dela Fe cristiana y de los gozos celestialesque esperaban a aquellos que laabrazaran, sin callar los tormentos delinfierno, reservados para quienes lanegaban. Les habló del bautismo, unasencilla ceremonia que permitía a todoslos que se sometían a ella entrar en elReino de los Cielos.

Después desplegó uno de los fardosde seda para exhibir la tela carmesí.

Entre los invitados circuló unmurmullo de admiración.

Su intención, les dijo Jiménez, erahacer regalos a todos los que quisieransometerse al bautismo.

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Al posarse sobre los fardos de sedasde colores, los ojos negroscentelleaban… y esos hermosísimossombreros rojos, ¡eran irresistibles!

Varios alfaquíes accedieron adejarse bautizar, y Jiménez se mostródispuesto a celebrar allí mismo laceremonia, tras la cual los hombres sefueron con sus fardos de seda y sussombreros rojos.

En las calles de Granada se empezóa hablar de la novedad.

Había entre ellos un gran hombre,que ofrecía ricos presentes, y paraconseguirlos no se necesitaba otra cosaque participar en una pequeña

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ceremonia.Día a día, pequeños grupos de

moros se presentaban ante Jiménez pararecibir el bautismo, amén de su fardo deseda y su sombrero escarlata.

Jiménez estaba tan encantado que lecostaba dominarse. Parecía pecaminososentirse tan feliz. Estaba deseoso de queTalavera y Tendilla no se enteraran delo que sucedía, porque sin dudaintentarían hacer que los inocentesmoros entendieran qué era lo queestaban haciendo al someterse albautismo.

¿Qué importaba de qué manera selos llevara al seno de la Iglesia,

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preguntábase Jiménez, en tanto que seacercaran a ella?

Continuó, pues, con sus bautismos ysus regalos. Las sedas y los sombreroseran de un precio inquietante, peroJiménez nunca se había privado derecurrir a las arcas de Toledo para ir enauxilio de la Fe.

La noticia de lo que sucedía enGranada llegó a oídos de uno de losalfaquíes más eruditos: Zegri, untranquilo estudioso que hasta entoncesno había sabido lo que pasaba.

Uno de sus amigos fue a visitarlo,luciendo un hermoso sombrero rojo.

—Qué magnificencia —señaló Zegri

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—. Os habéis vuelto rico, amigo mío.—Y esto no es todo —fue la

respuesta—. Tengo una túnica de seda, yambas cosas fueron presentes del granarzobispo que está ahora de visita enGranada.

—Muchas veces se ofrece unpresente costoso para recibir otro máscostoso aún.

—Ah, pero lo único que hice paraconseguir esto fue participar en un juegoque los cristianos llaman bautismo.

—¡Bautismo! Pero… ¡ésa es laceremonia que se celebra cuando unoacepta la Fe cristiana!

—Bueno, fui cristiano por un día…

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y por eso recibí mi túnica y misombrero.

—¿Qué es lo que decís? —sehorrorizó Zegri—. ¡No se puede sercristiano por un día!

—Fue lo que nos dijo el arzobispo.«Bautizaos», nos dijo, «y estos regalosson vuestros.» Nuestra gente acudediariamente a su palacio, y jugando esejueguito, vuelven a salir con sus regalos.

—¡Que Alá nos guarde! —exclamóZegri—. ¿No sabéis qué es lo que hacenestos cristianos a aquellos a quienesconsideran herejes?

—¿Qué les hacen?Zegri lo aferró de la túnica como si

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quisiera partírsela en dos.—Aquí en Granada vivimos en paz

—explicó—. En otras partes de Españaexiste lo que llaman la Inquisición. Alos que no practican el cristianismo, y elcristianismo de una manera muyespecial, los llaman herejes, los torturany los queman en la hoguera.

El visitante se había puesto pálido.—Parecería —continuó Zegri, con

impaciencia— que a nuestrosconciudadanos los hubiera vueltoestúpidos la belleza de las flores queadornan nuestra ciudad, la prosperidadde nuestros comerciantes, el resplandorconstante de nuestro sol.

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—Pero… ¡es que acuden acentenares!

—Pues debemos convocar sinpérdida de tiempo una reunión. Enviadmensajes a todos, diciéndoles que yotengo que hacerles una importanteadvertencia. Haced que vengan aquítantos alfaquíes como podáis reunir. Esmenester detener esto inmediatamente.

Jiménez esperaba más visitantes, perono llegaban. Ahí estaban, esperando, losfardos de seda y los sombreros rojos,pero al parecer ya nadie los quería.

Furioso, Jiménez hizo llamar a

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Tendilla y a Talavera.Los dos acudieron inmediatamente.

Tendilla había descubierto lo quesucedía, y estaba enojadísimo. Talaveratambién lo sabía, pero no estaba tanalterado: como hombre de la Iglesia,admiraba el celo de Jiménez; jamáshabía visto un proselitismo tan eficiente.

—Tal vez vosotros podáis decirmequé es lo que está sucediendo en estaciudad —atacó Jiménez.

—Parecería —respondiódesdeñosamente Tendilla— que algunossimples se han convertido alcristianismo sin entender para nada loque eso significa.

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—Se diría que lo lamentáis —loacusó Jiménez.

—Porque son gentes que hanabrazado el bautismo sin entenderlo —insistió Tendilla—. Han aceptadovuestros regalos, y a cambio de ellos sehan avenido a daros lo que vos lespedíais: bautizarse en la Fe cristiana porun sombrero rojo y un fardo de seda. Loque me alegraría sería saber que hanaceptado nuestra Fe sin ningún soborno.

—Sin embargo, desde que llegó aquíel Arzobispo de Toledo, en la ciudadhay más conversiones —le recordóTalavera.

—Yo no las considero auténticas

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conversiones al cristianismo —insistióel otro—. Son almas simples, que nadasaben de lo que están haciendo.

—No es necesario que discutamosvuestras opiniones al respecto —interrumpió fríamente Jiménez—.Durante los dos últimos días, no hahabido conversiones, y alguna razóndebe de haber. No es posible que depronto a esos salvajes les disgusten lassedas y los sombreros.

—Han empezado a desconfiar delbautismo —señaló Tendilla.

—Vosotros dos andáis entre elloscomo si fuerais de su misma raza, y sinduda debéis saber las razones de esta

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súbita ausencia. Os ordeno que me lasdigáis.

Tendilla guardó silencio, peroTalavera que, aunque de menor rango,también era arzobispo, obedeció laorden de su superior:

—Se debe a las advertencias deZegri.

—¿Zegri? ¿Quién es el tal Zegri?—Es el principal de los alfaquíes —

explicó entonces Tendilla— y no es tansimple como algunos otros. Entiende unpoco cuál es el significado del bautismoen la fe cristiana. Está al tanto de lo queha venido sucediendo, y ha advertido asus conciudadanos moros que el

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bautismo exige algo más que recibirregalos.

—Ya veo —respondió Jiménez—.Conque es el tal Zegri. Os agradezco lainformación.

Cuando sus visitantes se hubieronretirado, Jiménez hizo llamar a uno desus sirvientes, un hombre llamado León,y le ordenó:

—Quiero que lleves un mensaje míoa la casa de Zegri, el alfaquí.

Zegri estaba en presencia deJiménez, que le mostraba dos fardos deseda.

—Podéis llevaros tantos sombreroscomo queráis —le aseguró Jiménez.

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—No —rehusó Zegri—. Ya conozcoeste bautismo, y sé lo que significa.Aquí en Granada no hemos conocido laInquisición, pero yo sé lo que hacen alos judíos que han aceptado el bautismoy vuelven luego a su propia fe.

—Una vez que seáis cristiano, ya nodesearéis volver a vuestra fe. Cada díacobraréis más conciencia de las ventajasque puede ofreceros la condición decristiano.

—Yo soy mahometano, y no meinteresan las ventajas.

—Sois un hombre que anda a tientasen la oscuridad.

—Vivo muy bien y soy un hombre

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feliz… por amor de Alá.—No hay más que una verdadera Fe

—insistió Jiménez—, y es la Fecristiana.

—Que Alá os perdone; no sabéis loque estáis diciendo.

—En la hora de vuestra muerte, iréisal eterno tormento.

—Alá será bueno conmigo y con losmíos.

—Si os hacéis cristiano, al moririréis al Cielo. Dejadme que osadministre el bautismo, y vuestra será lavida eterna.

Con una sonrisa, Zegri insistiósimplemente:

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—Soy mahometano, y no cambio mireligión por un fardo de seda y unsombrero rojo.

Ante el brillo desafiante de sus ojos,Jiménez comprendió que sus argumentosno convencerían jamás a un hombre así;sin embargo, era necesario que seconvenciera. Zegri era un hombrepoderoso, un hombre capaz de movermultitudes: una palabra de él, y lasconversiones se habían interrumpido.

Eso era intolerable, y a los ojos deJiménez, todo lo que se hiciera alservicio de la Fe estaba bien hecho.

—Ya veo que no puedo hacer de vosun buen cristiano.

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—Ni creo que yo pudiera hacer devos un buen musulmán —replicó Zegricon una amplia sonrisa.

Jiménez se persignó, horrorizado.—Aquí en Granada seguiremos

manteniendo nuestra fe —afirmó concalma Zegri.

¡Eso es lo que tú piensas!, díjoseJiménez. He jurado convertir esta ciudadal cristianismo, y lo haré.

—Permitidme que me despida devos, y que os agradezca el habermerecibido en vuestro palacio, ohpoderoso arzobispo —saludó Zegri.

Jiménez inclinó la cabeza y llamó asu sirviente, León.

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—Indica el camino a mi huésped,León —le dijo—. Ya volverá otra vez ahablar conmigo, pues aún tengo quepersuadirlo.

—Se hará lo que vos digáis,Excelencia —respondió León, unhombre alto y de anchos hombros.

Zegri lo siguió, y juntos atravesaroncámaras que el visitante no recordabahaber visto al entrar, y descendieronescaleras que conducían a otrashabitaciones.

Cuando León abrió una puerta y sehizo a un lado para dejarlo pasar, Zegriiba pensando que ése no era el mismocamino por donde habían entrado.

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Desprevenido, dio un paso adelante.Después se detuvo, pero era demasiadotarde. León le dio un empujoncito en laespalda y lo hizo descender,tambaleante, unos oscuros escalones.Zegri oyó que la puerta se cerraba a susespaldas y que una llave giraba en lacerradura.

No había salido del palacio delarzobispo: había entrado en una oscuramazmorra.

Zegri estaba tendido en el piso delcalabozo. Se sentía débil, ya que hacíatiempo que no se llevaba alimento

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alguno a la boca. Al oír que la puerta secerraba, la había golpeado y golpeadohasta que le sangraron las manos,gritando para que lo dejaran salir, perosin que nadie le respondiera.

El piso estaba húmedo y frío, y elprisionero sentía los miembrosentumecidos.

—Me han hecho caer en una trampa—dijo en voz alta—, como lo hicieroncon mis amigos.

Pensó que lo dejarían allí hasta quese muriera, pero no era ésa la intenciónde sus carceleros.

Agotado, el prisionero seguíatendido en el suelo cuando recibió en el

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rostro un haz de luz cegadora. Enrealidad, no era más que un hombre conuna linterna, pero hacía tanto tiempo queZegri estaba en la oscuridad, que la luzle parecía tan brillante como la del solde mediodía.

El que había entrado era León, quevenía en compañía de otro hombre.Obligó a Zegri a ponerse de pie y lerodeó el cuello con una argolla dehierro, de la cual partía una cadena queaseguraron a un cerrojo amurado a lapared.

—¿Qué os proponéis hacerconmigo? —preguntó Zegri—. ¿Quéderecho tenéis a hacer de mí vuestro

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prisionero? No he hecho nada malo, ydebo ser sometido a un justo proceso, lomismo que cualquier hombre enGranada.

Sin contestarle, León se rió de él.Poco después, entró en el calabozo elarzobispo de Toledo.

—¿Qué es lo que vais a hacerme? —volvió a preguntar Zegri.

—Hacer de vos un buen cristiano —le informó Jiménez.

—Torturándome, no lo conseguiréis.En los ojos de Jiménez apareció un

brillo fanático.—Si aceptáis el bautismo no tenéis

nada que temer.

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—¿Y si no?—Yo no me desanimo fácilmente; os

quedaréis aquí en las tinieblas hasta queveáis la luz de la verdad, y no recibiréisalimento para el cuerpo mientras noestéis dispuesto a recibirlo para el alma.¿Aceptaréis el bautismo?

—El bautismo es para los cristianos,y yo soy musulmán —respondió Zegri.

Con una inclinación de cabeza,Jiménez salió de la mazmorra. León losiguió, y Zegri volvió a quedarse en lafría oscuridad.

Esas visitas se repitieron, y él lasesperaba, convencido de que en algunade ellas le traerían de comer y de beber.

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Hacía mucho que no comía, y sentía quesu cuerpo se debilitaba. Fuertes doloresle estremecían el estómago, que clamabapor alimento. Las palabras de suscaptores eran siempre las mismas: sequedaría allí, con frío y con hambre,hasta que aceptara el bautismo.

Pasados algunos días, el sufrimientode Zegri fue intensificándose. Elprisionero sabía que no podría vivirmucho tiempo en semejantescondiciones: había vivido toda su vidaen la próspera ciudad de Granada, y erala primera vez que conocía talesprivaciones.

¿De qué puede servir que siga yo

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aquí?, se preguntaba. No conseguiré otracosa que la muerte.

Pensó en sus conciudadanos, aquienes habían engañado con los fardosde seda y los sombreros rojos. A elloslos habían seducido con sobornos paraque se bautizaran; a él lo obligaban conla tortura.

Zegri sabía que no había más queuna manera de salir de su calabozo.

La luz cegadora le bañó la cara. Ahíestaba León, el hombre de los ojoscrueles, el sirviente de ese otro, másterrorífico aún, de la cara de cadáver y

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los ojos de poseído.—Tráele una silla, León, que está

demasiado débil para permanecer de pie—ordenó Jiménez.

Le trajeron la silla y Zegri se sentó.—¿Tenéis algo que decirme? —

preguntó Jiménez.—Sí, señor arzobispo, tengo algo

que deciros. Anoche, Alá vino a miprisión.

A la luz de la linterna, el rostro deJiménez era implacable.

—Y me dijo —prosiguió Zegri—que debo aceptar sin demora el bautismocristiano.

—¡Ah! —lo que emitió el arzobispo

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de Toledo fue un largo grito de triunfo.Durante un segundo, sus labios seapartaron de los dientes en algo quepodría haber sido una sonrisa—. Ya veoque vuestra permanencia entre nosotrosha sido fructífera… muy fructífera.León, despojadlo de sus grilletes. Loalimentaremos y lo vestiremos de seda.Le pondremos en la cabeza un sombrerorojo y lo bautizaremos en el Nombre deNuestro Señor Jesucristo.Agradezcamos a Dios el haber ganadoesta victoria.

Fue un gran alivio que le quitarandel cuello la pesada argolla de hierro,pero aún así, Zegri estaba demasiado

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débil para poder caminar.Jiménez hizo un gesto a León, y el

hombrón se cargó sobre los hombros aZegri para sacarlo de la húmeda yoscura mazmorra.

Lo tendieron sobre una yacija, lefrotaron los miembros, le ofrecieroncaldo, caliente y sabroso. Jiménezestaba impaciente por bautizarlo. Rarasveces se lo había visto tan excitadocomo al echar las gotas de agua bendita,con un hisopo, sobre la frente de surenuente converso. Fue así como Zegrirecibió el bautismo cristiano.

—Deberíais dar las gracias porvuestra buena suerte —díjole Jiménez

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—. Confío en que ahora muchos devuestros conciudadanos sigan vuestroejemplo.

—Si vos y vuestro sirviente hacéis amis conciudadanos lo que a mí mehabéis hecho —respondió Zegri—,haréis entre ellos tantos cristianos queno quedará un solo musulmán dentro delas murallas de Granada.

Jiménez alojó a Zegri en su palaciohasta que éste se hubo recuperado de losefectos del encarcelamiento, pero seocupó que por la ciudad toda sedifundiera debidamente la noticia:«Zegri se ha hecho cristiano.»

El resultado satisfizo incluso a

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Jiménez. Centenares de moros volvierona acudir al palacio arzobispal pararecibir el bautismo y las gracias que loacompañaban: los fardos de seda y lossombreros color escarlata.

La satisfacción de Jiménez no duródemasiado. La parte más culta de lapoblación morisca se mantenía almargen de las conversiones, e insistíanpara que sus amigos hicieran lo mismo.Destacaban lo que había sucedido conlos judíos que, tras haber recibido elbautismo, habían sido acusados devolver a la fe de sus padres, y hablaban

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de los horripilantes autos de fe que seestaban convirtiendo en espectáculoshabituales en muchas ciudades deEspaña. En Granada no debía suceder lomismo. Y esos tontos, cuyo deseo devestirse de seda y tocarse consombreros rojos llegaba a ser más fuerteque el sentido común, estabanbuscándose dificultades.

El pueblo de Granada no podía creeren nada de eso: estaban en Granada,donde la vida había sido fácil durantetantos años, donde —incluso después determinado el reinado de Boabdil, y trasla derrota a manos de los cristianos—todo había seguido siendo como antes. Y

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el pueblo quería seguir siempre así.Muchos de ellos recordaban el día enque los grandes Soberanos, Fernando eIsabel, habían tomado posesión de laAlhambra. Entonces les habíanprometido libertad de pensamiento,libertad de acción, libertad paraconservar su propia fe.

Jiménez sabía que los que nodejaban que su empeño alcanzara eléxito que él deseaba eran los eruditos, ydecidió asestarles un golpe decisivo.Los moros declaraban que ellos nonecesitaban la cultura cristiana, porquela suya propia era mayor.

—¡Su cultura! —se escandalizaba

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Jiménez—. ¿Qué cultura es ésa? ¿Suslibros, acaso?

Era verdad que los árabes producíanmanuscritos de una belleza tal que dabanque hablar en el mundo entero. Susencuadernaciones, lo mismo que lasilustraciones coloreadas, eran exquisitasy no conocían igual.

—Celebraré un auto de fe enGranada —anunció a Talavera—: elprimero. Así todos verán cómo lasllamas se elevan hasta su bello cieloazul.

—Pero el acuerdo con losSoberanos… —empezó a decirTalavera.

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—En este auto de fe no arderáncuerpos, sino manuscritos. Les dará unaidea anticipada de lo que sobrevendrá siolvidan sus votos bautismales. Que veancómo se elevan las llamas hasta el cielo;que vean retorcerse al calor del fuegosus perversas palabras. Pero seríaprudente que Tendilla no supiera nadatodavía; es un hombre queindudablemente desearía rescatar esosmanuscritos, porque están tan bienencuadernados. Me temo que nuestroamigo Tendilla es propenso a regirsepor valores externos.

—Señor —señaló Talavera—, sidestruimos la literatura de estas gentes,

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es posible que intenten vengarse denosotros. Los moros sólo son tranquiloscuando están entre sus amigos.

—Pues ya verán que no han tenidojamás mejor amigo que yo —afirmóJiménez—. ¡Mirad a cuántos de ellos hellevado al bautismo!

Decidido a seguir adelante con suproyecto, no estaba dispuesto a aceptarinterferencias. Sólo cuando viera esasobras reducidas a cenizas tendría lasensación de estar haciendo algúnprogreso. Ya se aseguraría él de queningún niño pudiera contaminarse conesas palabras paganas.

El decreto fue promulgado: debían

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ser entregados todos los manuscritosexistentes en todos los hogares moros,apilándolos en las plazas de la ciudad.Los que intentaran ocultar cualquierobra escrita en árabe debían esperar queles fueran impuestas las más severaspenalidades.

Aturdidos, los moros vieron cómo suliteratura pasaba de sus manos a las delhombre a quien ahora conocían como suenemigo. Zegri había regresadocompletamente cambiado de su visita alpalacio arzobispal. Estaba delgado yenfermo, daba la impresión de sentirseprofundamente humillado, y era como sisu antiguo espíritu lo hubiera

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abandonado por completo.Jiménez había ordenado que las

obras de religión fueran apiladas en lasplazas; en cambio, las que trataban demedicina debían serle entregadas. Losárabes eran famosos por susconocimientos médicos, y al arzobispose le había ocurrido que no podía habernada de pecaminoso en aprovecharse deellos. Por eso seleccionó doscientos otrescientos volúmenes de textos demedicina, los examinó y los hizo enviara Alcalá, para que integraran elpatrimonio de la Universidad que estabahaciendo construir allí.

Después se entregó a la tarea que él

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consideraba un servicio para la Fe.En todos los lugares abiertos de la

ciudad ardían las eras.Los moros miraban sombríamente

cómo se reducían a cenizas sus másbellas obras de arte. Sobre la ciudad,bajo y oscuro, se cernía un palio dehumo.

En el Albaicín, la parte de la ciudadhabitada exclusivamente por los moros,la gente empezaba a reunirse detrás delos postigos, e incluso por las calles.

Tendilla fue a ver a Jiménez. No ibasolo; lo acompañaban varios castellanosinfluyentes que vivían desde hacíamuchos años en Granada.

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—La situación es peligrosa —empezó, sin más preámbulos.

—No os entiendo —contestó conaltanería Jiménez.

—Hace mucho tiempo que vivimosen Granada, y conocemos a su pueblo —se explicó Tendilla—. ¿No es verdad?—buscó la confirmación de susacompañantes, quienes aseguraron aJiménez que estaban totalmente deacuerdo con Tendilla.

—Deberíais regocijaros conmigo —exclamó despreciativamente Jiménez—de que no exista ya la literatura árabe. Siestas gentes no tienen libros, no podrántransmitir a sus hijos sus estúpidas

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ideas. Si nuestro próximo proyecto eseducar a los niños en la verdadera Fe,en el término de una generación serántodos cristianos: hombres, mujeres yniños.

—¿Debo recordaros las condicionesque impone el tratado? —lo interrumpióTendilla, con osadía.

—¡Vaya con el tratado! —se burlóJiménez—. Ya es hora de olvidarlo.

—Pues no se lo olvidará. Los moroslo recuerdan, si han respetado a losSoberanos es porque desde el año 92 sehan observado sus términos… y ahora,vos queréis hacer caso omiso de él.

—Y pido a Dios que me perdone

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por no haber intentado hacerlo antes.—Señor arzobispo, quisiera rogaros

que tuvierais más tolerancia. En casocontrario, se producirán derramamientosde sangre en nuestra bella ciudad deGranada.

—A mí no me preocupan losderramamientos de sangre; lo único queme interesa es combatir el pecado.

—Seguir su propia religión no especado.

—Señor mío, cuidado, que osacercáis peligrosamente a la herejía.

Tendilla estaba rojo de furia.—Escuchad el consejo de un hombre

que conoce a este pueblo, señor

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arzobispo. Si debéis hacer de elloscristianos, os ruego, si en algo valoráisvuestra vida…

—Lo cual no es el caso —lointerrumpió Jiménez.

—Pues entonces, las ajenas. Si enalgo las valoráis, os ruego que suavicéisvuestra política con esta gente.

—Suavizar mi política seríaadecuado a los asuntos temporales, perono a aquellos en los que está en juego elalma. Si a los no creyentes no se lospuede atraer a la salvación, hay queempujarlos. Cuando el mahometismo setambalea, no es el momento de quetengamos escrúpulos.

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Tendilla miró con impotencia a losciudadanos a quienes había traídoconsigo para que discutieran conJiménez.

—Ya veo que es inútil el intento dehaceros razonar —observó secamente.

—Completamente inútil.—Entonces, la única esperanza que

nos queda es que estemos encondiciones de defendernos cuandollegue el momento.

Tendilla y sus amigos se despidieronde Jiménez, que al quedarse a solas seechó a reír.

¡Tendilla! ¡Un militar! La Reina sehabía equivocado al designar alcaide a

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un hombre como él, falto de auténticoespíritu, enamorado de la comodidad.Para Tendilla, mientras esas gentestrabajaran y se enriquecieran, y por endeenriquecieran a la ciudad, las almas delos infieles no significaban nada.

Los que pensaban que él, Jiménez,no entendía a los moros, seequivocaban. Se daba cabal cuenta de lacreciente animosidad de los infieles, yno le habría sorprendido en absolutosaber que estaban urdiendo algún ataquecontra él. Era posible que intentaranasesinarlo, y morir al servicio de la Fehabría sido una muerte gloriosa. PeroJiménez todavía no tenía deseos de

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morir porque, a diferencia deTorquemada, él no sabía de nadie quefuera digno de sucederlo.

Ese mismo día había enviado a tresde sus sirvientes al Albaicín,encargándoles que se detuvieran acomprar algunas cosas de las que seexhibían en los puestos… y a escuchar,por supuesto; a espiar a los infieles. Adescubrir qué era lo que se decía de lasnuevas condiciones que había impuestoJiménez en la ciudad.

El arzobispo empezó a rezar,pidiendo éxito para sus planes,prometiendo a Dios más conversos acambio de Su ayuda. Ya estaba

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preparando sus planes para nuevosataques contra los moros. Destruida yasu literatura, ¿qué faltaba? Ahora lesprohibiría que siguieran con susridículas costumbres. Eran gentes queconstantemente estaban bañándose ytiñéndose con alheña. Ya se ocuparía élde erradicar esas prácticas bárbaras.

Al advertir que el día se acercaba asu término, pensó que ya era hora de queregresaran los sirvientes y se aproximóa la ventana para mirar hacia afuera.Apenas si queda ya luz diurna, caviló.

Volvió a su mesa y a su trabajo, peroseguía preguntándose que sería lo quehabía detenido a los sirvientes.

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Cuando oyó gritos abajo, se dirigió atoda prisa al vestíbulo, donde seencontró con uno de los sirvientes aquienes había mandado al Albaicín; elhombre entraba, tambaleándose,rodeado de otros, que al verlo gritabanhorrorizados. Traía la ropa destrozada,y venía sangrando de una herida quetenía abierta en el costado.

—Mi señor —gemía—. Llevadmedonde mi señor…

Jiménez se le acercó, presuroso.—¿Qué es esto, buen hombre? ¿Qué

te ha sucedido? ¿Dónde están tuscompañeros?

—Muertos, mi señor. Asesinados.

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En el Albaicín. Nos descubrieron…comprendieron que éramos vuestrossirvientes, y vienen hacia aquí. Estánarmados de cuchillos, y han juradoasesinaros. Ya vienen, señor… quedamuy poco tiempo…

El hombre se desmayó a los pies delarzobispo.

—Cerrad todas las puertas, y cuidadde que estén vigiladas —ordenó Jiménez—. Llevaos a este hombre y encargad ami médico que lo atienda. Los infielesvienen contra nosotros. Con nosotrosestá el Señor, pero el Diablo es unformidable enemigo. No os quedéis ahí;obedeced mis órdenes, que debemos

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prepararnos.

Para todos los que estaban en el palacio,con excepción de Jiménez, las horas quesiguieron fueron de terror. Desde unacámara de las plantas superiores elarzobispo observaba los rostrosamenazantes, iluminados por la luz delas antorchas. A sus oídos llegaban losgritos coléricos de los atacantes.

Entre estos infieles y yo no hay másque estas frágiles murallas, pensaba.

—Señor —murmuró—, si es Tuvoluntad llevarme al Cielo, que así sea.

Desde abajo arrojaban piedras. Ya

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habían intentado forzar las puertas, peroel palacio había resistido más de unasedio, e indudablemente resistiríamuchos más.

Los atacantes maldecían a gritos alhombre que había llegado a su ciudad aperturbar la paz, pero Jiménez sonreíacomplacido diciéndose que lasmaldiciones de los infieles podíancontarse como bendiciones.

¿Cuánto tiempo podría resistir elpalacio a la multitud? ¿Y qué sucederíacuando irrumpieran en él esos hombresde piel atezada?

Afuera se produjo un silencio, peroJiménez sabía que pronto volvería a

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iniciarse el tumulto. Los atacantesecharían abajo las puertas, encontraríanalguna manera de entrar, y entonces…

—Si es Tu voluntad, déjalos entrar—clamó en alta voz.

Erguido, siguió esperando; sería a éla quien buscaran. Se preguntó si lotorturarían antes de matarlo. Jiménez notenía miedo; su cuerpo estaba adiestradoen el sufrimiento.

Afuera se oyó un grito, y a la luz delas antorchas distinguió un hombre acaballo que se encaminaba al encuentrodel cabecilla de los moros.

Era Tendilla.Jiménez no alcanzaba a oír lo que se

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decía, pero era evidente que Tendillaestaba discutiendo con los moros. Alverlo allí, entre ellos, Jiménez sintió unamomentánea admiración por ese soldadoque podía cuidarse tan poco de suseguridad como él mismo se cuidaba dela suya.

En ese momento, Tendilla se dirigíaa los moros, entre ademanes y gritos,aplacándolos sin duda, tal vezhaciéndoles promesas que Jiménez notenía la menor intención de mantener.

Pero los moros lo escuchaban;habían dejado de gritar, y ahora allíafuera reinaba el silencio. Después,Jiménez vio que se daban vuelta y se

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iban.Tendilla se quedó solo, fuera de los

muros del palacio.

Cuando lo hicieron entrar en el palacio,los ojos de Tendilla relampagueaban defuria, de una furia que no se dirigíacontra los moros, sino contra Jiménez.

—Pues bien, señor —lo increpó—,tal vez ahora comencéis a entender.

—Entiendo que vuestros dócilesmoros han dejado de ser dóciles.

—Creen que ya han sufridodemasiadas provocaciones y estánsumamente enojados. ¿Os dais cuenta de

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que en muy breve tiempo habríanconseguido forzar la entrada en vuestropalacio? Entonces no habrían sido lascosas fáciles para vos.

—Lo que me estáis diciendo es queos debo la vida.

Tendilla hizo un gesto deimpaciencia.

—No quisiera que imaginéis que elpeligro ha pasado. Conseguípersuadirlos de que se volvieran a suscasas, y accedieron… por esta noche.Pero con esto no se acabará el asunto.Un pueblo orgulloso no ve reducir acenizas su literatura mientras murmura:gracias, señor nuestro. En este lugar

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corréis peligro, y vuestra vida no valemucho mientras sigáis aquí. Preparaosinmediatamente para acompañarme a laAlhambra, donde puedo ofreceros laprotección adecuada.

Jiménez siguió inmóvil como unaestatua.

—No pienso refugiarme tras losmuros de la Alhambra, mi buenTendilla. Me quedaré aquí, y si esosbárbaros vienen en mi busca, pondré laconfianza en Dios. Si Su voluntad es queme convierta yo en mártir de subarbarie, mi respuesta será «Hágase Tuvoluntad».

—Ellos sienten que han sido

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víctimas de vuestra barbarie, y clamanvenganza —replicó Tendilla. Ahoravolverán al Albaicín para preparar unverdadero ataque contra vuestro palacio.Y esta vez, volverán a sangre fría yarmados hasta los dientes. ¿No os daiscuenta, señor arzobispo, de que está apunto de estallar una importanterevuelta?

Por primera vez, Jiménez sintió unaguijonazo de inquietud. Había creídopoder llevar tranquilamente a cabo suproselitismo, sin ese tipo de dificultad.Si lo que estaba haciendo era, endefinitiva, desencadenar una guerraentre moros y cristianos, a los

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Soberanos no les gustaría: su metaprincipal había sido preservar la pazinterna del país con objeto de poderreservar sus fuerzas para combatir a losenemigos de allende las fronteras.

Pero mantuvo la cabeza alta,diciéndose que lo que había hecho habíasido por la gloria de Dios, y comparadacon eso, ¿qué era la voluntad de losSoberanos?

—Os pediré una cosa —concluyóTendilla—. Si no queréis venir a laAlhambra, quedaos aquí entonces, lomás vigilado que sea posible, y dejadmeque yo haga frente a esta insurrección.

Con una seca reverencia, se separó

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del arzobispo.

Tendilla regresó a la Alhambra, dondesu mujer, que lo esperaba, dejó traslucirsu alivio al verlo.

—Tenía miedo, Íñigo —confesó.Él le sonrió con ternura.—No necesitabais tenerlo. Los

moros son amigos míos, y saben quesiempre he sido justo con ellos. Comoson un pueblo amante de la justicia, nosoy yo quien está en peligro, sino esetonto de arzobispo que tenemos.

—Ojalá ese hombre no hubierallegado jamás a Granada.

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—Son muchos los que se harían ecode vuestras palabras, querida mía.

—Íñigo, ¿qué vais a hacer ahora?—Voy al Albaicín. Me propongo

hablar con ellos y pedirles que no siganarmándose para la revuelta. Jiménez esel responsable de este estado de cosas,pero si matan al arzobispo de Toledo,los moros tendrán que hacer frente atodo el poder de España lanzado contraellos. Debo conseguir que así loentiendan.

—Pero están en una actitudpeligrosa.

—Por eso mismo, no debodemorarme.

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—Pero Íñigo, pensad que estánlevantándose contra los cristianos, y voslo sois.

—No temáis —le sonrió él—. Estoes algo que hay que hacer, y soy yoquien debe hacerlo. Si las cosas nofueran como yo lo espero, estadpreparada para salir de Granada con losniños sin pérdida de tiempo.

—¡Íñigo, no vayáis! Esto es asuntodel arzobispo. Dejad que le invadan elpalacio. Dejad que lo torturen… que lomaten si quieren. Él ha provocado estasituación en Granada; que sea él quienasuma las consecuencias.

Él le sonrió con ternura.

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—No me habéis comprendido —respondió—. Yo soy el alcaide, y soyresponsable de este celoso reformadornuestro. Tengo que protegerlo de losresultados de su propia locura.

—Entonces, ¿estáis decidido?—Lo estoy.—Id bien armado, Íñigo.Tendilla no le contestó.

Entretanto, Talavera había sabido lo quesucedía en el Albaicín y pensó que habíaque hacer inmediatamente algo paracalmar a los moros.

A él siempre lo habían respetado. Lo

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habían escuchado gravemente cuando lespredicaba las virtudes del cristianismo,y lo tenían por hombre recto.

Talavera estaba seguro de que él,más que ningún otro hombre en Granada,podía ayudar a restablecer el orden en elAlbaicín.

Llamó a su capellán y le dijo que sedirigirían hacia allí.

—Sí, mi señor —fue la respuesta.—Vos y yo solos —precisó

Talavera, atento a la expresión de suinterlocutor.

Inmediatamente advirtió la alarmadel hombre. Toda Granada debía estaral tanto, pensó Talavera, del fermento de

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inquietud que bullía en el sectormorisco.

—Ya sé que hay disturbios —prosiguió el arzobispo de Granada—, yque los moros están muy mal dispuestos.Es posible que, en su cólera, nosataquen y nos asesinen, pero no lo creo.Creo que me escucharán, como lo hanhecho siempre. Son un pueblo feroz,pero sólo cuando están enojados, y nocreo que nosotros, ni vos ni yo, miapreciado capellán, hayamos hecho nadaque pueda provocar su enojo.

—Mi señor, si lleváramos soldadospara protegernos…

—Jamás me he mostrado con

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guardaespaldas entre ellos. Si lo hicieraahora, parecería que no confío en ellos.

—¿Y realmente confiáis, mi señor?—Confío en mi Dios —respondió

Talavera—. Y no os pediría que meacompañarais si no estuvieraisdispuesto a hacerlo por vuestra propia ylibre voluntad.

—Donde vos vayáis, mi señor, iréyo con vos —respondió el capellán trasalgunos segundos de vacilación.

—Entonces, preparaos, que tenemospoco tiempo.

De modo que, sin más compañía quela de su capellán, el arzobispo deGranada se dirigió al Albaicín. El

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capellán cabalgaba delante de él,llevando el crucifijo, y durante algunosmomentos los moros, en hosco silencio,siguieron con la vista a los dos hombres.

Cuando estuvo en medio de ellos, elarzobispo les habló:

—Amigos míos, he sabido que osestáis armando, y desarmado vengo aquía hablar con vosotros. Si queréismatarme, podéis hacerlo. Si queréisescucharme, os daré mi consejo.

Se dejó oír un débil murmullo. Elcapellán temblaba, al ver que entre losmoros, muchos llevaban largoscuchillos. Pensó en la muerte, que talvez no fuera rápida; después, al mirar el

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rostro calmo del arzobispo, se sintióconsolado.

—¿Estáis dispuestos a hacerme elhonor de escucharme? —preguntó elarzobispo.

Tras un corto silencio, uno de losalfaquíes contestó:

—Habla, señor de los cristianos.—Sois un pueblo encolerizado que

busca venganza; y eso, amigos míos, noes bueno para quienes lo planean ni paraquienes soportan su impacto. Lavenganza es un arma de dos filos, quedaña tanto al que asesta el golpe como aquien lo recibe. No hagáis nada conprecipitación. Deteneos a considerar el

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resultado inevitable de vuestrasacciones y rogad que os iluminen. Norecurráis a la violencia.

—Hemos visto cómo destruían, antenuestros propios ojos, nuestroshermosos manuscritos, oh Talavera —gritó una voz—. Hemos visto elevarselas llamas en las plazas de Granada.¿Qué será lo próximo en arder?¿Nuestros cuerpos? ¿Nuestrasmezquitas?

—Manteneos calmos y rogad que osiluminen.

—¡Mueran los perros cristianos! —gritó una voz entre la multitud.

—¡Esperad! —exclamaron los

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alfaquíes que habían hablado primero, aladvertir un movimiento entre la gente—.Este hombre es nuestro amigo; no escomo el otro. No tiene culpa de nada. Entodos los años que lleva entre nosotros,ha sido justo, y por más que intentarapersuadirnos, jamás intentó obligarnos ahacer lo que no queríamos.

—Es verdad —reconoció otra voz.—Sí, es verdad —gritaron varios—.

Con este hombre no tenemosresentimientos.

—Que Alá lo guarde.—No es enemigo nuestro.Muchos recordaron ejemplos de la

bondad de Talavera, que siempre había

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ayudado a los pobres, fueran moros ocristianos. Nadie tenía resentimientoscon él.

Una mujer salió de la multitud y,arrodillándose junto al caballo delarzobispo, expresó:

—Vos habéis sido bueno conmigo ycon los míos. Os ruego, señor, que medeis vuestra bendición.

—Ve en paz —respondió Talavera,tras haber puesto las manos sobre lacabeza de la mujer.

Otros se acercaron a pedirle subendición, de modo que cuando Tendillallegó al Albaicín, fue testigo de esaescena.

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Tendilla venía con media docena desoldados, y cuando los moros lo vieronacompañado, muchas manos se pusierontensas sobre los cuchillos. Pero laprimera acción del recién llegado fuequitarse el gorro de la cabeza yarrojarlo entre los presentes.

—He ahí mi señal de que vengo enson de paz —gritó—. Muchos devosotros estáis armados, pero si nosmiráis veréis que hemos venido aquí sinarmas.

Los moros comprobaron que así era,y recordaron también que de ese hombreno habían recibido otra cosa que justiciay tolerancia. Y se presentaba entre ellos

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desarmado; lo mismo que al arzobispo ya su capellán, podrían haberlo matado,junto a su puñado de hombres, sin tenerque lamentar a su vez ninguna pérdida.

Eso era darles, ciertamente, señal deamistad.

—¡Viva el alcaide! —gritó alguien,y los demás se unieron a su voz.

Tendilla levantó la mano.—Amigos míos, os ruego que me

escuchéis. Estáis armados y planeáisrecurrir a la violencia. Si lleváis a lapráctica este plan, es posible que tengáiscierto éxito inicial, aquí en Granada. Ydespués, ¿qué? Detrás de Granada secongregará toda España para luchar

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contra vosotros. Si ahora cedéis avuestros sentimientos, atraeréis sobrevosotros y sobre vuestras familias lamuerte y el desastre, inevitablemente.

El alfaquí que encabezaba a losmoros se adelantó hacia Tendilla pararesponder:

—Os agradecemos, señor alcaide,que hayáis venido a vernos esta noche.En vuestra venida tenemos prueba de laamistad que nos dispensáis, vos y elarzobispo de Granada. Pero hemossufrido grandes agravios. Nos hacausado gran amargura ver nuestrasobras de arte en la hoguera.

—Tenéis ciertamente motivos de

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queja —replicó Tendilla—. Si accedéisa volver a vuestros hogares, y apartáisde vuestras mentes toda idea derebelión, yo llevaré vuestro caso antelos Soberanos.

—¿Lo haréis vos, personalmente?—Yo mismo —prometió Tendilla

—. Sus Altezas se encuentran en estemomento en Sevilla. Tan pronto comopueda poner mis asuntos en orden, irépersonalmente a hablar con ellos.

Zegri, que había aprendido en carnepropia la magnitud que podía alcanzar laperfidia de los cristianos, se abrió pasoentre la multitud.

—¿Cómo podemos saber —

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interrogó— si el alcaide no nos diceesto para ganar tiempo? ¿Cómo sabemosque no se convertirá en nuestro enemigoy pondrá contra nosotros a loscristianos?

—Os doy mi palabra —aseguróTendilla.

—Señor alcaide, yo fui invitado a lacasa del arzobispo de Toledo en calidadde huésped, y me vi convertido en suprisionero. Su actitud hacia mí cambióen el término de una hora. ¿Y si vostambién cambiarais?

Se oyó murmurar a la multitud; todosrecordaban la experiencia de Zegri.

Tendilla advirtió que volvía a

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encenderse en ellos el enojo, que lacólera movilizada por la conducta deJiménez estaba a punto de estallar.

Rápidamente, tomó una decisión.—Yo iré a Sevilla —reiteró—. Bien

sabéis cuánto amo a mi mujer y a misdos hijos. Los dejaré aquí, con vosotros,en calidad de rehenes. Ese será el signode mis buenas intenciones.

Se hizo el silencio en la multitud.—Bien habéis hablado, señor

alcaide —dijo después el jefe de losalfaquíes.

La muchedumbre empezó a darvivas. La violencia no les atraía, yconfiaban en que Tendilla y Talavera

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los libraran del intrigante Jiménez, paraque una vez más reinara la paz en lahermosa ciudad de Granada.

Jiménez recibió noticias de lo sucedidoen el Albaicín, y se sintió alarmado.Tras haber abrigado la esperanza depoder seguir impunemente con suempeño proselitista, se daba cuentaahora de que debía ser cauteloso.

Tendilla había entrado hecho unafuria en su palacio, y le había dicho sinmedias tintas lo que pensaba. Habíaechado a Jiménez toda la culpa de losprimeros disturbios habidos en la ciudad

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desde la reconquista, agregando que enel término de unos días se iría a Sevilla,donde expondría la situación a laatención de los Soberanos.

Jiménez le contestó con frialdad quevolvería a hacer nuevamente todo lo quehabía hecho, si necesario fuese, y que enGranada era muy necesario.

—No haréis nada —insistióTendilla— mientras Sus Altezas noestén en conocimiento de este asunto.

Jiménez, naturalmente, habíaconvenido en que ésa era la actitudprudente.

Sin embargo, tan pronto comoTendilla se hubo retirado, él se puso de

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rodillas, en oración. Era un momentomuy importante en su vida. Biencomprendía él que la versión de lascosas que los Soberanos recibirían deTendilla sería muy diferente de lahistoria que podía contarles él; y eraimportantísimo que Fernando e Isabeloyeran primero la campana de Jiménez.

Era probable que ya al día siguienteTendilla saliera de viaje, de manera queJiménez debía adelantársele.

Se levantó y mandó llamar a uno desus sirvientes negros, un atleta alto y demiembros esbeltos, que podía correr conmás rapidez que ningún otro hombre enel distrito.

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—Prepárate, que quiero que dentrode media hora salgas hacia Sevilla —leordenó.

El esclavo salió con una reverenciay, al quedarse a solas, Jiménez se sentóa escribir su explicación de lo que habíasucedido en Granada. La necesidad desalvar almas era imperativa. Élnecesitaba más poder y, cuando lotuviera, daba garantías de llevar a losmoros de Granada al redil delcristianismo. Se había sentido incapazde mantener una calma imparcial alcontemplar las costumbres paganas quese practicaban en esa comunidad. Habíaactuado bajo la inspiración de Dios, y

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rogaba ahora porque sus Soberanos nocerraran los ojos a la voluntad divina.

Nuevamente, hizo llamar al esclavo.—A Sevilla, a toda prisa —le

ordenó.Y sonrió satisfecho, pensando que

Isabel y Fernando recibirían la noticiade él horas antes de que pudieran ver aTendilla. Para ese momento ya habríanleído la versión de la revuelta contadapor Jiménez, y toda la elocuencia deTendilla sería incapaz de persuadirlosde que el arzobispo estaba equivocadoen lo que había hecho.

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El esclavo negro hizo a la carrera lasprimeras millas. Por el camino lo pasóun moro que montaba un tordillo, y elnegro deseó por un momento tenertambién montura, pero pronto apartó laidea para entregarse al placer delejercicio.

Conocido por la rapidez con quecorría, el esclavo se enorgullecía deella. Cualquiera podía montar a caballo,pero su velocidad en la carrera nadie laigualaba.

Pero el camino era largo, y hasta elcorredor más veloz se cansaba y se le

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secaba la garganta. De camino entreGranada y Sevilla, el esclavo vio unataberna. Atado a un poste estaba elcaballo que lo había pasado por elcamino, y muy cerca de su montura, eljinete.

—Buenos días —lo saludó al verlollegar—. Te vi corriendo por el camino.

—Yo te envidié el caballo —confesó el negro, deteniéndose.

—Sed has de tener, corriendo comocorres.

—En eso dices verdad.—Pues aquí hay una posada, y tienen

buen vino. ¿Por qué no te fortificas conun poco de este excelente vino?

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—Oh… tengo una misión quecumplir, y he de llegar con toda rapideza Sevilla.

—El vino te dará más rapidez.El negro lo pensó; tal vez fuera

verdad.—Ven a beber conmigo —le insistió

el moro—. Déjame que te invite.—Eres generoso —comentó el

esclavo con una sonrisa.—Ven, entra, que nos traerán vino a

ambos.Juntos se sentaron a beber, mientras

el moro instaba a su invitado a hablar desus triunfos: de las muchas carreras quehabía ganado, y de cómo en los últimos

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años no había encontrado a nadie quepudiera vencerlo.

El moro volvía a llenarle el vaso,sin que el negro advirtiera lo mucho queestaba bebiendo, ni pensara en que notenía el hábito de hacerlo.

Empezó a hablar con más lentitud,olvidado incluso del lugar donde estabay cuando se desplomó hacia adelante, elmoro se levantó, sonriente, y cogiéndoleel pelo le sacudió la cabeza. El negro,que ya no sabía siquiera quién era elotro, estaba demasiado ebrio paraprotestar. El moro llamó al tabernero.

—Que vuestros sirvientes lleven aeste hombre a la cama —le dijo—. Ha

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bebido demasiado vino, y hasta lamañana no estará sobrio. Entonces dadlede comer y más vino… vino enabundancia. Es necesario que se quedeaquí un día y una noche más.

El tabernero aceptó el dinero que leentregaban y aseguró a su cliente que susdeseos serían cumplidos al pie de laletra.

Con una sonrisa de satisfacción, elmoro fue en busca de su caballo yemprendió el viaje de regreso aGranada.

Esa misma noche, el conde deTendilla y su séquito emprendían elviaje a Sevilla. El júbilo reinaba en el

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Albaicín; habían contrarrestado laastucia de Jiménez, y los Reyes tendríanlos primeros informes de la revueltamorisca de labios de un amigo de losmoros, no de su enemigo.

Cuando Fernando oyó relatar a Tendillalo que había sucedido en Granada suprimera reacción fue de cólera ydespués de consternación, pero sussentimientos no tardaron en teñirse deuna débil satisfacción.

Sin pérdida de tiempo, fue a hablarcon Isabel.

—Espléndida situación tenemos —

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clamó—. Revuelta en Granada. Y todopor culpa de ese hombre, Jiménez. Asíde caro tenemos que pagar por laconducta de vuestro arzobispo. Aquellopor lo cual luchamos durante años se havisto en pocas horas amenazado por laimprudencia de ese hombre a quiensacasteis de su humilde condición parahacer de él el arzobispo de Toledo y elprimado de España.

Isabel, que se enorgullecíamuchísimo de haber mantenido eltratado, se quedó atónita ante la noticia.Siempre se había deleitado en oír hablarde la prosperidad de su ciudad deGranada, de la laboriosa disposición de

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su población morisca y de la forma enque vivían pacíficamente junto a loscristianos. Y se había llenado de alegríaal enterarse de que Talavera habíaconseguido entre ellos algunasconversiones al cristianismo. Pero,¡revuelta en Granada! Y que Jiménez, suarzobispo, como lo llamaba siempreFernando, hubiera sido aparentemente elcausante…

—No hemos oído su versión de lahistoria… —empezó a decir.

—¿Y por qué no? —la interrumpióFernando—. ¿Acaso vuestro arzobispopiensa que puede actuar sin nuestraaprobación? No le ha parecido

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conveniente informarnos. ¿Quiénessomos nosotros? Los Soberanos, nadamás. El que gobierna en España esJiménez.

—Confieso que estoy tan alarmadacomo atónita —admitió Isabel.

—No es para menos, Señora. Es loque resulta cuando se confían altoscargos a quienes no son capaces deocuparlos con la dignidad y laresponsabilidad debidas.

—Le escribiré inmediatamente —decidió la Reina—, informándole de midisgusto y llamándolo sin demora anuestra presencia.

—Indudablemente, será prudente

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sacarlo de Granada antes de que nosveamos con una guerra entre manos.

Isabel fue hasta su mesa de trabajo yse puso a escribir en los términos másseveros, expresando su profundapreocupación y su enojo al ver que elarzobispo de Toledo había olvidado susdeberes para con sus Soberanos y supropio cargo al punto de haber actuadocontra el tratado de Granada y, trashaber obtenido tan deplorablesresultados, no hubiera considerado lanecesidad de informar a los Soberanos.

Con una lenta sonrisa en la boca,Fernando la observaba. Aunqueestuviera inquieto por la situación de

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Granada, no podía dejar de sentir ciertasatisfacción. Era muy halagador verconfirmadas sus profecías referentes aese advenedizo. Qué diferentes habríansido las cosas si su queridísimo hijo,Alfonso, hubiera ocupado el cargo másalto de España.

Con el rostro pálido, pero tan arrogantecomo siempre, Jiménez estaba ante losSoberanos.

No sentía contrición alguna, observóFernando, azorado. ¿Qué clase dehombre era ése? No sabía lo que era elmiedo. Se lo podía despojar de su cargo

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y de sus posesiones, y seguiría haciendoalarde de su fariseísmo. Se lo podíacastigar, torturar, llevarlo a lahoguera… pero no perdería su aire dearrogancia.

Hasta el propio Fernando se sentíaun poco inseguro al mirar a ese hombre,y en cuanto a Isabel, tan pronto comoJiménez se plantó ante ella, se preparópara escucharlo con simpatía y paracreer que lo que le habían dicho antes nohabía sido, en realidad, un relatoimparcial.

—No comprendo —empezó Isabel— con qué autoridad habéis actuado enGranada como lo hicisteis.

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—Con la de Dios —fue la respuesta.Fernando hizo un gesto de

impaciencia, pero Isabel continuó, condulzura:

—Señor arzobispo, ¿no sabíais queel Tratado de Granada establece que lapoblación morisca ha de mantener supropio culto?

—Lo sabía, Alteza, pero consideréque ese tratado es aberrante.

—¿Era eso de vuestra incumbencia?—preguntó sarcásticamente Fernando.

—La lucha contra el mal es siemprede mi incumbencia, Alteza.

—Si deseabais tomar esas medidas—preguntó Isabel—, ¿no habría sido

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más prudente habernos consultado,habernos pedido autorización parahacerlo?

—Habría sido sumamenteimprudente —replicó Jiménez—, porqueVuestras Altezas jamás me habrían dadotal autorización.

—¡Qué monstruosidad! —se indignóFernando.

—Esperad, os lo ruego —seinterpuso Isabel—, y dejad que elarzobispo nos dé su versión de lahistoria.

—Era necesario emprender laacción contra estos infieles —continuóJiménez—, y Vuestra Alteza no lo

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consideraba indicado. En el nombre dela Fe, me vi obligado a hacerlo yomismo.

—Y una vez que lo hicisteis, no ostomasteis siquiera la molestia deinformarnos —bufó Fernando.

—Me agraviáis al decirlo. Osdespaché un mensajero a toda prisa. Elhombre debería haber llegado a vuestrapresencia antes de que recibierais lanoticia por ninguna otra vía.Lamentablemente, mis enemigos lointerceptaron y lo emborracharon paraque no pudiera llegar a vosotros… ydespués, como no había cumplido con sudeber, no se atrevió a presentarse ante

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vosotros, ni ante mí.Isabel pareció aliviada.—Ya sabía que podía confiar en que

nos mantuvierais informados, y veo queel hecho de que vuestro mensaje no nosllegara no fue, ciertamente, culpavuestra.

—Queda aún sin explicar esavuestra asombrosa conducta queprovocó la revuelta en Granada —lerecordó Fernando.

Jiménez se volvió entonces hacia élpara endilgarle una de las invectivas quelo habían hecho famoso. Recordó a losmonarcas la forma en que se habíapuesto a su servicio, al de Dios y al del

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Estado. Les habló de la cantidad de lasrentas de Toledo que habían ido a parara su labor proselitista. Les dio aentender que ambos habían sidoculpables de indiferencia ante la Fe:Fernando por su deseo deengrandecimiento, Isabel por el afectoque le inspiraba su familia. Los tocó alos dos en lo que tenían de másvulnerable. Los hizo sentir culpables:lentamente, con una astucia infinita, diovuelta la discusión en su propio favor,de modo que pareció que fueran losReyes quienes estaban en la obligaciónde darle explicaciones, en vez de ser élquien les rindiera cuentas.

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Siempre he sentido la necesidad deluchar, de proteger lo que es mío y deponerlo a salvo, decíase Fernando; hevisto que sólo aumentando misposesiones puedo lograr la seguridad deAragón.

Isabel, a su vez, pensaba: tal vez seapecado que una madre ame a sus hijoscomo yo los he amado, que eluda sudeber en su deseo de conservarlos juntoa ella.

Finalmente, Jiménez llegó al puntodonde le interesaba hacerlos llegar.

—Es verdad —admitió— que existeese tratado de Granada. Pero los morosde la ciudad se han rebelado contra

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Vuestras Altezas. Al hacerlo hanviolado el tratado, cuyo núcleo centralera que ambas partes debían mantener laamistad. Fueron ellos quienes se alzaroncontra nosotros. Por consiguiente, hanfaltado a su palabra y no es necesarioque sintamos remordimiento alguno porcambiar nuestra actitud hacia ellos.

Sutilmente, Jiménez trajo a colaciónla época de la expulsión de los judíos,cuando gran parte de las propiedades deaquellos desdichados había pasado aengrosar los caudales del Estado. Laidea hizo que a Fernando le brillaran losojos. Para engatusar a Isabel, le hablóde la gran obra que podría hacerse,

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cobijando a esos infieles bajo el ala delcristianismo.

—Ellos han roto el tratado —vociferó— y a vosotros no os ligaobligación alguna. Debéis usar cualquiermedio para atraer al cristianismo a esaspobres almas.

Jiménez había ganado la batalla. ElTratado de Granada ya no teníavigencia.

Una expresión casi benévola sepintó sobre el rostro del arzobispo, queestaba ya haciendo sus planes paraobligar a bautizarse a los moros deGranada. En breve tiempo. Granadasería lo que con propiedad se podría

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llamar una ciudad cristiana.

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La partida de Miguel yde Catalina

María y su hermana Catalina estabanmirando desde la ventana el movimientode la gente que entraba y salía delAlcázar. En ambos rostros se leía unaexpresión atenta, y las dos niñaspensaban en el matrimonio.

Catalina sabía reconocerinmediatamente a los mensajerosingleses, y en las ocasiones en que losveía llegar, portadores de las cartas delRey a sus padres, se sentía enferma deangustia. La Reina le había dicho que en

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cada despacho se advertía la crecienteimpaciencia del Rey de Inglaterra.

En esos momentos, conteniendo laslágrimas, Catalina se aferrabadesesperadamente a su madre durantealgunos segundos, y aunque la Reinaexpresara su desaprobación, la niñaadvertía en su voz una nota quebradaque traicionaba el hecho de que ella, asu vez, estaba al borde del llanto.

Ya no puede faltar mucho, se decíala infanta todas las mañanas. Y cada díaque pasaba sin que le hubieran llegadonoticias de Inglaterra era algo queagradecía a los santos al rezar suplegaria nocturna.

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María era diferente; en ese momentoestaba tan excitada como casi nunca lahabía visto su hermana.

—Catalina —le insistía—, ¿no hasvisto la librea de Nápoles? Si la ves,avísame.

¿Es que no le importa tener quealejarse de casa?, se preguntabaCatalina. Aunque tal vez Nápoles nopareciera tan remoto como Inglaterra.

En todo el Alcázar se comentaba queel próximo matrimonio sería el de Maríacon el duque de Calabria, heredero delRey de Nápoles, o bien el de Catalinacon el príncipe de Gales.

María disfrutaba muchísimo

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hablando de su proyectado matrimonio.—Yo temía que se olvidaran de mí

—explicaba—. Para todo el mundohabía marido, salvo para mí. Me parecíainjusto.

—Si a mí no me hubieran encontradomarido, estaría encantada —le señalóCatalina.

—Es porque tú eres demasiadopequeña. Todavía no puedes imaginarteotra cosa que quedarte toda la vida encasa, junto a nuestra madre. Pero eso esimposible.

—Me temo que tienes razón.—Cuando tengas mi edad, ya no

sentirás lo mismo —consoló María a su

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hermana.—En tres años más tendré la edad

que tú tienes ahora. ¿Qué estaréhaciendo para entonces? Dentro de tresaños… será el año 1503. Faltamuchísimo. Mira, ahí viene unmensajero. Es de Flandes, estoy segura.

—Entonces, serán noticias denuestra hermana.

—Oh —exclamó Catalina, y sequedó callada. Después de las noticiasde Inglaterra, las que más temía eran lasque llegaban de Flandes, porque sabíaque eran las que podían hacer sentir másdesdichada a su madre.

Las niñas fueron llamadas a

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presencia de sus padres. Al ver queademás de ellos había otras personas enel gran salón, comprendieron que setrataba de una ocasión especial. Suspadres estaban de pie, uno junto a otro, yCatalina comprendió inmediatamenteque estaban a punto de hacer algúnanuncio importante.

La Reina tenía en la mano losdespachos que habían llegado deFlandes.

Debe ser algo que se refiere a Juana,pensó Catalina; pero no había necesidadde preocuparse. Había sucedido algoque hacía muy feliz a su madre y encuanto a su padre, tenía aire de

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verdadero júbilo.En las habitaciones reales fueron

congregándose todos los funcionariosque residían en ese momento en elAlcázar, y una vez que estuvieron todosreunidos, un trompetero que seencontraba próximo a los soberanos hizooír unas cuantas notas.

En el salón se hizo el silencio, ydespués habló la Reina.

—Amigos míos, hoy tengo que darosuna gran noticia. Mi hija Juana ha dado aluz un hijo varón.

Sus palabras fueron seguidas porfanfarrias de triunfo.

—¡Viva el príncipe! —gritaron

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después todos los que se encontraban enla habitación.

Finalmente, Isabel y Fernando sequedaron solos.

Fernando tenía el rostro arrebatadode placer, y a la Reina le brillaban losojos.

—Confío en que esto tenga efectocalmante sobre nuestra hija —murmuró.

—¡Un varón! ¡Qué alegría! —exclamaba Fernando—. El primogénito,¡y que sea varón!

—Le hará bien ser madre —siguiócavilando Isabel—. Al tener nuevas

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responsabilidades, se estabilizará.Después recordó a su propia madre,

y las horrorosas escenas en el castillode Arévalo, cuando deliraba sobre losderechos de sus hijos. Isabel recordabaque cuando le había parecido másinquietantemente rara era cuando temíaque sus hijos no llegaran a entrar enposesión de lo que ella consideraba susderechos.

Pero ahora no quería pensar en esascosas. Juana era fértil, tenía su hijo, yeso ya era motivo bastante pararegocijarse.

—Lo llamarán Carlos —murmuróIsabel.

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Fernando frunció el ceño.—Un nombre extranjero. Jamás ha

habido un Carlos en España.—Si este niño llegara a ser

Emperador de Austria, para ellos seríaCarlos Quinto —calculó Isabel—. EnAustria sí ha habido otros Carlos.

—No me gusta el nombre —insistióFernando—. Habría sido un gesto decortesía si a su primer hijo lo hubieranllamado Fernando.

—Claro que sí. Pero espero queconsigamos acostumbrarnos al nombre.

—Carlos Quinto de Austria —repitió Fernando—, y Carlos Primero deEspaña.

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—Mientras Miguel viva, no puedeser Carlos Primero de España —lerecordó Isabel.

—No… mientras Miguel viva, no —repitió Fernando.

Y miró a Isabel con ese rostroinexpresivo que ella había empezado aentender desde los primeros años de sumatrimonio. Fernando no creía queMiguel viviera y eso, que antes de lallegada de la carta de Juana lo habíaangustiado muchísimo, ya no lepreocupaba. Porque si Miguel moría,ahora seguía habiendo un herederovarón para conformar al pueblo deAragón: Carlos, el hijo de Juana.

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—Según todos los informes —comentó Fernando—, nuestro nieto delnombre exótico parece ser un robustojovencito.

—Eso es lo que dicen.—Yo lo he sabido de varias fuentes

—insistió Fernando—, y fuentes quesaben bien que no han de decirmementiras.

—Entonces, Carlos es grande parasu edad, y es fuerte y robusto. Carlosvivirá.

Los labios de Isabel temblabanapenas; la Reina estaba pensando en elpálido niño que vivía en Granada, laalborotada ciudad donde a la población

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morisca se le había dado a elegir,recientemente, entre el bautismo y elexilio.

Miguel era un niño tan bueno… Casinunca lloraba, aunque tosía un poquito,de la misma manera que había solidotoser su madre antes de morir.

—Fernando —Isabel se había vueltohacia su marido—, el niño que ha tenidonuestra Juana será un día el heredero detodas las riquezas de España.

Fernando no le contestó, pero estabade acuerdo con ella.

Era la primera vez que Isabelverbalizaba la gran angustia que Miguelhabía traído a su vida desde el momento

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de nacer.Pero ahora todo estaba bien,

pensaba Fernando. Aunque un herederoles fuera arrebatado, quedaba otro paraocupar su lugar.

Isabel volvió a leerle el pensamientoy pensó que debería tratar de emular elcalmo y práctico sentido común de sumarido. No debía seguir llorando tantotiempo a Juan, ni a Isabel. Si tenían alpequeño Miguel. Y si Miguelito seguía asu madre a la tumba, su heredero sería elrobusto Carlos Habsburgo.

Por esa época, Fernando estaba muypreocupado por Nápoles. Cuando LuisXII había sucedido a Carlos VIII de

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Francia, se había visto claramente queLuis tenía los ojos puestos en Europa, yaque inmediatamente planteó susreclamos sobre Nápoles y Milán. Elpropio Fernando tenía, desde largotiempo atrás, los ojos codiciosamentepuestos en Nápoles, que estaba ocupadapor su primo Federico. Federicopertenecía a una rama ilegítima de lacasa de Aragón, razón por la cualFernando ardía en deseos de apoderarsede la corona.

En vez de haber recibido de suprimo la ayuda que podría haberesperado contra el rey de Francia,Federico había encontrado frustrado su

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esfuerzo por casar a su hijo, el duque deCalabria, con María, la hija deFernando.

La gran esperanza de Federicoconsistía en vincularse más con su primoFernando mediante ese matrimonio, quepodría haber interesado al monarcaespañol de no ser por el hecho de que elRey de Portugal había enviudado.

Entre todos sus potencialesenemigos, al que más temía Fernandoera al Rey de Francia, que tras laconquista de Milán se había convertidoen una potencia en Italia. La situación seagravaba más a causa de la conducta delPapa Borgia, evidentemente decidido a

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adueñarse de riquezas, honores y poderpara sí mismo y para su familia. El Papano era amigo de Fernando. Isabel estabaprofundamente escandalizada por laconducta del Santo Padre. Alejandro VIhabía transferido de la Iglesia al ejércitoa su hijo César —a quien previamentehabía elevado a la dignidad de cardenal— por la sencilla razón de que elambicioso joven, cuya reputación era tanmala como la de su padre, creía quepodría llegar a ser más poderoso fuerade la Iglesia. Fernando, convencido deque nada podía ganar si se ponía departe de los Borgia, se había unido aIsabel para denunciar los crímenes del

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Papa.Enfurecido, Alejandro había hecho

pedazos la carta en que los monarcasespañoles le planteaban sus quejas y sehabía vengado refiriéndose a ellos conagresiva indecencia.

En semejante situación eraimposible cualquier alianza entreEspaña y el Vaticano. Maximilianoestaba abrumado por sus compromisosy, de todas maneras, no tenía medios deayudar a Fernando. Entretanto losfranceses, triunfantes en Milán, sepreparaban para adueñarse de Nápoles.

Federico de Nápoles era un hombremanso y amante de la paz, que esperaba

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con ansiedad la tormenta que estaba apunto de estallar sobre su pequeñoreino. Temía a los franceses y sabía queno podía contar con la ayuda de suprimo Fernando, que a su vez queríaquedarse con Nápoles. Al parecer, parasu dilema no había otra solución querecurrir a la ayuda del sultán turco,Bajazet.

Al saberlo, Fernando no cupo en síde alegría.

—Es una monstruosidad —explicó aIsabel—. El tonto de mi primo, aunquemás que tonto debería decir perverso, hapedido ayuda al mayor enemigo de lacristiandad. Ahora no tenemos por qué

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tener escrúpulo alguno en emprender lasacciones necesarias para apoderarnosde Nápoles.

Isabel, que hasta entonces no habíaestado demasiado interesada en lacampaña napolitana, se dejó convencerfácilmente por los argumentos deFernando cuando éste le informó queFederico había pedido ayuda a Bajazet.

Pero Fernando se encontraba ante undilema tan grande como el de su primoFederico. Si se aliaba con el poderosoLuis, y entre los dos conseguían lavictoria, era seguro que Luis terminaríapor expulsar de Nápoles a Fernando. Yen ayudar a Federico en contra de Luis

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no había que pensar siquiera, porqueconvertirse en campeón de Federico nole aportaría ventaja alguna.

Cuando se trataba de sus propiasventajas, Fernando era un hábilestratega, a cuyos ojos ávidos y sagacesno se les escapaba nada.

Cuando Bajazet desoyó el pedido deayuda de Federico, Fernando iniciónegociaciones entre Francia y España,cuyo resultado fue un nuevo tratado deGranada.

El documento era un tanto santurrón.En él se expresaba que la guerra era unmal, y que era deber de todos loscristianos preservar la paz. Los únicos

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que podían tener pretensiones sobre eltrono de Nápoles eran los Reyes deFrancia y de Aragón, y como el Reyactual había solicitado la ayuda delenemigo de todos los cristianos, a losReyes de Francia y de Aragón no lesquedaba otra alternativa que tomarposesión del reino de Nápoles ydividírselo entre ambos. El norte seríafrancés, el sur español.

Era un tratado secreto, y en secretodebía mantenerse mientras españoles yfranceses se preparaban para adueñarsede lo que en virtud del mismo seconcedían.

—Esto no será difícil —aseguró

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Fernando a la Reina—. El PapaAlejandro nos dará su apoyo en contrade Federico. Mi primo fue un idiota alnegarse al matrimonio de su hija Carlotacon César Borgia. Alejandro jamás leperdonará ese agravio a un hijo porquien chochea; y el odio de los Borgiaes implacable.

Isabel estaba encantada con la arteraestrategia de su marido.

—No sé qué habría sido denosotros, sin vos —le dijo en ocasión dela firma del tratado.

Sus palabras fueron un placer paraFernando, que con frecuencia pensabaqué esposa ideal habría sido Isabel si al

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mismo tiempo no hubiera sido Reina deCastilla, y estado tan decidida a cumplircon su deber que a él subordinaba todolo demás; y sin embargo, si él la queríapor esposa era precisamente porqueIsabel era Reina de Castilla.

La afanosa mente de Fernando,miraba ya hacia el futuro. Habría quehacer una campaña contra Nápoles. Eraimportante que la amistad con el Rey deInglaterra se mantuviera, y sería dealegrarse que se concretara elmatrimonio de María con Portugal.

Pero lo prudente sería hablar delasunto de Inglaterra con Isabel en esemomento, en que ella se mostraba

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humilde.Apoyó una mano en el hombro de su

mujer y la miró serenamente en los ojos.—Isabel, querida mía —le dijo—,

he sido paciente con vos porque sécuánto amáis a vuestra hija menor. Peroel tiempo pasa, y Catalina debe empezara prepararse para su viaje a Inglaterra.

Vio cómo aparecía súbitamente elmiedo en los ojos de Isabel.

—Me aterra decírselo —confesó.—Oh, vamos, ¿qué es esta tontería?

Nuestra Catalina será Reina deInglaterra.

—Es que es tan pegada a mí,Fernando, mucho más que cualquiera de

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las otras. Se verterán muchas lágrimasamargas cuando nos separemos. Catalinaestá tan alarmada ante la idea de esteviaje que a veces temo que tenga unapremonición de algo malo.

—La que habla así, ¿es mi prudenteIsabel?

—Sí, Fernando, yo misma. Nuestrahija mayor creía que moriría al dar aluz, y así fue. Es el mismo horror quesiente la más pequeña por Inglaterra.

—Es hora de que me ponga yo firmecon todas vosotras —decidió Fernando—. Hay una sola manera de cortar esasfantasías de nuestra Catalina. Que sevaya a Inglaterra, que vea con sus

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propios ojos lo qué es ser la esposa delheredero del trono inglés. Juraría que enpocos meses nos llegan unas cartasradiantes desde Inglaterra, y queCatalina se habrá olvidado muy prontode España y de nosotros.

—Tengo la sensación de queCatalina jamás nos olvidará.

—Pues dadle la noticia, entonces.—Oh, Fernando, ¿tan pronto?—Ya llevamos años, y me maravilla

la paciencia del Rey de Inglaterra. Nopodemos quedarnos sin esa alianza,Isabel. Es importante para mis planes.

Isabel suspiró.—Le dejaré unos días más de placer

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—decidió—. Que disfrute de unasemana más en España, que ya no lequedarán muchas para disfrutar de suhogar.

La Reina recibió una llamada urgentedesde Granada, donde el pequeñoMiguel padecía una fiebre, y se dirigióhacia allá en compañía de Fernando y desus dos hijas. La noticia de laenfermedad de Miguel había tenido sulado bueno, porque por esa causa Isabelhabía podido postergar la conversaciónen que anunciaría a Catalina que debíaprepararse para abandonar España.

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Muy diferente le pareció ese día laciudad. Las torres de la Alhambra seelevaban, rosadas, a la luz del sol; losriachos seguían centelleando, peroGranada había perdido su alegría.Desde que Jiménez se aposentara en ellay decidiera que sólo los cristianostenían derecho a disfrutarla, Granada erauna ciudad triste.

Por todas partes se veían testimoniosde los días en que había sido la capitalmorisca, de manera que era imposibleandar por las calles sin pensar en latarea que se iba cumpliendoimplacablemente bajo las instruccionesdel arzobispo de Toledo.

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Isabel sentía oprimido el corazón, eiba preguntándose con qué seencontraría al llegar al palacio. ¿Estaríamuy enfermo el pequeño? Al leer entrelíneas los mensajes que había recibido,la Reina conjeturaba que sí.

La noticia la tenía aturdida,preguntándose si acaso cuando losgolpes se sucedían uno a otro, uno sepreparaba ya para el siguiente.

Fernando no se dolería, y lerecordaría que debían estar agradecidos,porque tenían a Carlos.

Pero Isabel no quería pensar en queMiguel se muriera. Ella misma locuidaría, se quedaría con él. No

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permitiría que ni siquiera los asuntos deEstado la separaran del niño. Miguel erael hijo de su querida Isabel, que al morirse lo había dejado. Por más nietos quellegaran a darle sus hijas, para la Reinael mimado sería siempre Miguel: elprimer nieto, el heredero, el más amado.

Al llegar a la magnífica parte deledificio levantada en torno del Patio delos Arrayanes, se dirigió hacia lashabitaciones que daban al Patio de losLeones.

Su pequeño Miguel no habría podidovivir su corta vida en un lugar máshermoso. ¿Qué pensaría de las cúpulasdoradas y de la exquisita delicadeza del

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estucado? Todavía era demasiadopequeño para entender las loas alProfeta, inscriptas en las paredes.

Al llegar a la habitación que era elcuarto del pequeño advirtióinmediatamente que las niñeras teníanese aire de gravedad que Isabel se habíaacostumbrado a ver en los rostros dequienes atendían a algún enfermo de lafamilia real.

—¿Cómo está el príncipe? —preguntó.

—Alteza, está muy callado hoy.¡Callado, hoy! Isabel sintió que la

invadía la angustia al inclinarse sobre lacamita donde estaba tendido su nieto, tan

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parecido a la madre, con la mismaresignación paciente en la dulce carita.

—Miguel no —rogaba Isabel—.¿Acaso no he sufrido bastante? Llévate aCarlos, si necesitas llevarme alguno,pero déjame con mi pequeño Miguel.Déjame al hijo de Isabel.

¿Qué arrogancia era ésa? ¿Presumíaella, acaso, de dar instrucciones a laProvidencia?

—Hágase Tu voluntad, no la mía —murmuró la Reina, persignándoserápidamente.

Día y noche siguió sentada junto allecho; sabía que Miguel iba a morirse,que sólo por un milagro podría vencer

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esa fiebre y llegar a heredar el reino desus abuelos.

Se morirá, pensaba Isabel contristeza, y ese día nuestra heredera seráJuana, y aunque el pueblo de Aragón noacepte a una mujer, aceptarán al hijo deesa mujer. A Carlos lo aceptarán, Carloses fuerte y robusto, aunque su madre estémás loca cada día. Juana hereda sulocura de mi madre; ¿será posible que elpequeño Carlos la herede a su vez deella?

¿Qué nuevas penurias esperaban aEspaña? ¿No habría término para losmales que podían abatirse sobre ellos?¿Habría alguna verdad en los rumores

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según los cuales la de España era unacasa real maldita?

De pronto, Isabel percibió larespiración irregular y entrecortada delniño.

Mandó llamar a los médicos, quereconocieron que no podían hacer nada.

El frágil hilo de vida se extinguíalentamente.

—¡Oh, Dios! ¿Qué me espera ahora?¿Qué me espera? —murmuraba Isabel.

Después, el niño se quedó quieto, ensilencio, y los médicos se miraron, sinhablar.

—¿Es que se ha ido ya mi nieto? —preguntó la Reina.

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—Eso nos tememos, Alteza.—Entonces, dejadme un rato con él

—pidió Isabel—. Ya rogaré por él;todos rogaremos. Pero primero, dejadmeque esté un rato con él.

Cuando se quedó sola, levantó alniño de su lecho y se quedó teniéndoloen brazos, mientras las lágrimas leresbalaban lentamente por las mejillas.

Poco tiempo hubo para el duelo. Habíaque planear la invasión de Nápoles, y elasunto de Cristóbal Colón reclamabatambién la atención de la Reina.

Sus sentimientos hacia el aventurero

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eran ambiguos. Colón había incurrido enla ira de la Reina al usar a los indioscomo esclavos, una práctica que Isabeldeploraba. No entendía el razonamientode la mayoría de los católicos, paraquienes ya que esos salvajes estaban detodas maneras condenados a laperdición, poco importaba lo quesucediera a sus cuerpos sobre la tierra.El gran deseo de colonización de Isabelno se había dirigido tanto a aumentar lasriquezas de España como a incorporaral cristianismo esas almas a quieneshasta entonces les había estado vedadorecibirlo. Colón necesitaba mano deobra para la nueva colonia, y no tenía

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excesivos escrúpulos respecto de laforma de conseguirla. Pero Isabel, enEspaña, se preguntaba con qué autoridadse atrevía él a disponer de sus súbditos.Ordenó que fueran inmediatamentedevueltos a su país todos los hombres ymujeres que habían sido capturadoscomo esclavos.

Era la primera vez que se sentíairritada por el comportamiento deCristóbal Colón.

En cuanto a Fernando, siempre habíamirado con cierta animosidad alaventurero. Desde el descubrimiento delas pesquerías de perlas de París,pensaba con irritación creciente en el

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acuerdo que había hecho, en virtud delcual Colón debía tener participación enlos tesoros que descubriera. Fernando semoría por hacer que una parte cada vezmayor de ese tesoro fuera a parar a susarcas.

Les habían llegado quejas desde lacolonia, y finalmente Isabel habíaaccedido a enviar a un tal don Franciscode Bobadilla, pariente de su amigaBeatriz de Bobadilla, para queinvestigara lo que en realidad sucedía.

A Bobadilla se le habían concedidograndes poderes. Debía tomar posesiónde todas las fortalezas, naves ypropiedades, y tenía el derecho de

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mandar de vuelta a España a cualquierhombre que en su opinión no estuvieratrabajando en bien de la comunidad,para que esas personas tuvieran queresponder de su conducta ante losSoberanos.

Al principio, Isabel había concedidocon agrado ese importante cargo aBobadilla, por ser pariente lejano de suquerida amiga, pero después lamentóprofundamente su decisión, porque donFrancisco no tenía con Beatriz mássemejanza que su apellido.

Mientras estaban en Granada,llorando la muerte del pequeño Miguel,Fernando trajo a Isabel la noticia de que

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Colón había regresado a España.—¡Colón! —exclamó Isabel.—Bobadilla lo envía para que sea

procesado —explicó Fernando.—Pero es increíble —declaró Isabel

—. ¡Cuándo concedimos semejantespoderes a Bobadilla, no nos imaginamosque los usaría contra el Almirante!

Fernando se encogió de hombros.—Bobadilla tenía derecho a usar su

poder en la forma que le pareciera másadecuada.

—¡Pero no a mandar de vuelta aColón!

—¿Por qué no, si lo consideraincompetente?

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Isabel olvidó el desacuerdo quehabía tenido con el Almirante respectode la venta de esclavos, einmediatamente sintió que debía salir ensu defensa, al recordar aquel día de1493 en que Colón había regresado,triunfante, como descubridor de lasnuevas tierras, a poner a los pies de susSoberanos las riquezas del NuevoMundo.

¡Y que ahora Francisco de Bobadillalo obligara a volver! Era demasiadohumillante.

—Fernando —exclamó—, ¿es queno os dais cuenta de que ese hombre esel más grande explorador que el mundo

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haya conocido? ¿Pensáis que está bienque haya de regresar así, en desgracia?

—No sólo en desgracia —lainterrumpió Fernando—. Ha vueltoengrillado, y engrillado sigue en estemomento, en Cádiz.

—Eso es intolerable —decidióIsabel, y sin discutir más el asunto conFernando, redactó inmediatamente unaorden por la que Cristóbal Colón debíaser puesto sin demora en libertad yhabía de acudir con toda prisa aGranada.

—Le enviaré mil ducados paracubrir sus gastos —explicó a Fernando—, y para que venga en el estilo que

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corresponde a un gran hombre que hasido agraviado.

Cristóbal Colón entró en Granada enmedio de las aclamaciones del pueblo.Estaba delgado, consumido casi, y todosrecordaban que ese gran hombre habíaatravesado el océano con grilletes.

Al saber de su presencia enGranada, Isabel lo mandó llamar sintardanza, y cuando el recién llegado seencontró ante ellos no quiso permitirleque se arrodillara. Lo abrazócalurosamente, lo mismo que el Rey.

—Mi querido amigo —exclamó la

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Reina—, ¿cómo podré expresaros mipesar de que hayáis sido tan maltratado?

Con la cabeza alta, Colón respondió:—He atravesado el océano

engrillado como un criminal. Entiendoque he de responder de los cargos queme han sido formulados, los cargos dehaber descubierto un Nuevo Mundo paraponerlo en manos de Vuestras Altezas.

—Eso es imperdonable —declaró laReina.

Fernando, entretanto, pensaba: no lopusiste del todo en manos de tusSoberanos, Cristóbal Colón. Algo tereservaste para ti.

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Estaba calculando cuánto más ricosería si Cristóbal Colón no tuvieraparticipación en las riquezas del NuevoMundo.

—He sufrido grandes humillaciones—les contó Colón, e Isabel comprendióque para él la humillación era el dolormás profundo. Era un hombre orgulloso,un hombre que durante muchos años desu vida se había esforzado por convertiren realidad un sueño. Había sido unhombre que, con la visión de un mundonuevo, con su habilidad de navegante ysu extrema paciencia, negándoseobstinadamente a apartarse de suproyecto, había conseguido hacer de ese

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Nuevo Mundo una realidad.—Vuestros agravios serán

remediados —le prometió Isabel—.Bobadilla tendrá que regresar y habrá deresponder por el tratamiento que os hadado. Debemos pediros que procuréisolvidar todo lo que habéis padecido.Nada necesitáis temer; vuestros honoresos serán devueltos.

Cuando el orgulloso Colón cayó derodillas ante ella y se echó a llorarcomo un niño, la Reina no pudomantener la serenidad.

¡Cuánto ha sufrido!, pensaba. Y yo,que también a mi manera he sufrido,puedo entender lo que siente.

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Le apoyó una mano en el hombro.—Llorad, amigo mío —le dijo—.

Llorad, que gran consuelo nos traen laslágrimas.

Y allí, a los pies de la Reina,Cristóbal Colón siguió llorando,mientras Isabel pensaba en sus propiaspenas, al recordar de pronto a losapuestos muchachos que había vistojunto a Colón… su hijo Fernando,habido con Beatriz de Arana, y su hijoDiego, del primer matrimonio. Colóntenía dos hijos varones, y sin embargohabía sufrido profundamente. Su granamor era el Nuevo Mundo que habíadescubierto.

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Yo no tengo hijos, quería decirleIsabel. Consolaos vos, amigo mío, quetenéis dos.

Pero, ¿acaso podía ella, la Reina,hablar de sus penas con un aventurero?

No podía más que apoyar la mano ensus hombros encorvados para asíofrecerle algún consuelo.

Fernando también estaba dispuesto aconsolar a ese hombre. Estaba pensandoque al pueblo no le gustaría saber que elhéroe del Nuevo Mundo había vuelto aEspaña engrillado como un delincuentecomún. Al mismo tiempo, se preguntabacómo podría evitar que Colón tuvierauna participación tan grande en las

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riquezas del Nuevo Mundo, y cómocanalizar hacia sus propios cofres esasriquezas.

Durante un brillante día de mayo del año1501, Catalina se despidió de laAlhambra.

El recuerdo de aquel bellísimoedificio perduraría por siempre en sumemoria. La infanta se decía que en labrumosa tierra sin sol a donde sedirigía, al cerrar los ojos, volveríamuchas veces a ver la Alhambra,alzándose sobre las piedras rojasmientras a sus pies corría, centelleante,

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el Darro. Recordaría siempre el dulcearoma de las flores, la vista que se teníadesde el Salón de los Embajadores, losdoce leones de piedra que sostenían lafuente del Patio de los Leones. Ysentiría una punzada en el corazón cadavez que pensara en ese hermoso palacioque había sido su hogar.

Ya no había esperanzas de demorarnada; el día había llegado. Catalinadebía emprender el viaje a La Coruña,donde se embarcaría para Inglaterra.

Abrazaría por última vez a su madre,porque aunque la Reina hablasecontinuamente de un reencuentro,Catalina sentía que en esa separación

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había algo de definitivo.La Reina estaba pálida, y daba la

impresión de no haber dormido mucho.Para quienes llevamos el sello de la

realeza, se preguntaba Isabel, ¿la vidaha de ser siempre una cadena deamargas separaciones?

Una última mirada a las torres rojas,a las murallas rosadas.

—Adiós, mi hogar querido —susurró Catalina—. Adiós para siempre.

Después, resueltamente, volvió elrostro e inició el viaje hacia LaCoruña… hacia Inglaterra.

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La sabia anciana deGranada

Miguel había muerto, y Catalina estabaen Inglaterra. La Reina se arrancó de sudolor. Tenía un deber que cumplir, y eraun deber que tendría que ser un placer.

—Ahora que Miguel ha muerto —dijo a Fernando— no debemos perdertiempo en llamar a España a Juana y aFelipe. Ahora, Juana es nuestraheredera, y debe regresar aquí para quela acepten como tal.

—Ya le he hecho anunciar que debevenir —respondió Fernando—. Había

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pensado que tendría ya la noticia de queambos han emprendido el viaje.

—Felipe es ambicioso, y no tardaráen venir.

—También es un amante de losplaceres.

Isabel estaba evidentementeangustiada, y al recordar lo que habíasufrido con sus recientes pérdidas,Fernando se esforzaba por mostrarsetierno con ella.

Mi pobre Isabel, pensaba, estáperdiendo fortaleza. Parecería que fueramás que un año mayor que yo. Hacavilado demasiado sobre las muerteshabidas en nuestra familia, y eso la ha

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envejecido.—Juraría que estáis ansiosa de

conocer a vuestro nieto —le dijo.—Al pequeño Carlos —susurró

pensativamente Isabel, pero hasta elnombre le parecía extranjero. El hijo dela indómita Juana y el egoísta Felipe,¿qué clase de hombre podía llegar a ser?

—Sé que cuando lo vea, lo amaré —respondió.

—Es posible que podamospersuadirlos de que dejen a Carlos aquí,con nosotros, para que lo eduquemos —expresó Fernando—. Después de todo,será el heredero de nuestros dominios.

Isabel se dejó consolar, pero tenía

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presente que Juana y Felipe no teníannada en común con Isabel y Manuel;tampoco creía que Carlos pudiera tenerjamás, para ella, la importancia quehabía tenido Miguel.

Así y todo, esperaba con ansias lavisita de su hija y de su yerno, pero losmeses pasaban sin que le llegara ningunanoticia de su viaje.

En sus habitaciones de la Alhambra,mientras trabajaba celosamente por lacristianización de Granada, Jiménez sesintió de pronto atacado por una fiebre.Con su habitual estoicismo, no hizo caso

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de su debilidad y procuró no pensar enella, pero el malestar persistía.

La Reina envió sus médicos aGranada, para que pudieran atender alarzobispo. Isabel se había convencidoya de que lo que estaba haciendoJiménez en Granada se debería habercomenzado en el momento mismo en quehabían reconquistado la ciudad demanos de los moros, y decía a Fernandoque jamás deberían haberse avenido aese arreglo con Boabdil para asegurarseuna entrega pacífica. Ahora yarespaldaba firmemente a Jiménez entodo lo que éste hacía.

Se sintió inquieta al saber que

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Jiménez no se recuperaba, que la fiebreiba acompañada de una languidez que loretenía en cama, y ordenó que pasara aresidir en el palacio de verano, elGeneralife, donde estaría siempre a unpaso de la Alhambra, pero en un lugarmás tranquilo.

Jiménez aceptó el ofrecimiento, perosu salud no mejoró; la fiebre y lalanguidez se mantenían.

Tendido en sus habitaciones, en esebellísimo palacio de verano, miraba porla ventana los jardines dispuestos enterrazas, donde crecían mirtos ycipreses; estaba ansioso de poderabandonar el lecho para pasearse entre

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los patiecillos y meditar junto a lasfuentes rumorosas.

Pero ni siquiera la paz delGeneralife le permitió recuperar lasalud; con frecuencia, Jiménezrecordaba a Tomás de Torquemada, querecluido así en el monasterio de Ávila,había esperado largamente su fin.

Torquemada había vivido conplenitud su vida, y Jiménez tenía lasensación de que él apenas si laempezaba. No había terminado su obraen Granada, que —por lo demás— en suintención no era más que un comienzo.Ahora admitía que se había visto comoel gran poder que actuaba desde atrás

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del trono, como el jefe de ese gran país,con el Rey y la Reina en andadores.

La Reina estaba mal de salud;Jiménez lo había advertido en la últimaocasión en que la viera, y pensaba que siella llegase a morir, y Fernando quedabasolo, necesitaría que lo guiaran conmano firme. El hecho de saber que noera del agrado de Fernando, y que elRey estaría siempre resentido con él nolo inquietaba. Conocía bien a Fernandoen su condición de hombre ambicioso yavaro, y sabía que necesitaba laorientación de un hombre de Dios.

No debo morir, porque mi obra noestá terminada todavía, decíase Jiménez.

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Sin embargo, día a día se debilitaba.Un día, mientras estaba tendido en su

cama, una sirvienta mora del Generalifese le acercó y se quedó mirándolo.

Durante un momento, el enfermopensó que la mujer había venido ahacerle daño, y recordó el día en que suhermano Bernardín había intentadosofocarlo apretándole una almohadacontra la cara. Desde aquel día no habíavuelto a ver a Bernardín.

Tal vez los moros sintieran lanecesidad de vengarse de alguien quehabía perturbado la paz de sus vidas.Jiménez sabía que muchos de elloshabían aceptado el bautismo porque lo

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preferían al exilio que habría de serlesimpuesto si no se avenían a aceptar la fecristiana. No eran un pueblo tanemocional como los judíos, y Jiménezcreía que muchos de ellos se habíandicho:

—Seamos musulmanes en privado ycristianos en público. ¿Por qué no, si esla única manera de vivir en Granada?

Claro que para tratar a los culpablesde semejante perfidia estaría laInquisición. Los inquisidores tendríanque vigilar con la máxima atención aesas gentes; había que enseñarles lo queles sucedería si pensaban hacer burladel bautismo y de la Fe cristiana.

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Todas esas ideas pasaron por lamente de Jiménez mientras la mujerseguía de pie junto a su cama.

—¿Qué hay, mujer? —le preguntó.—Oh, señor arzobispo, estáis

enfermo de muerte. Yo he visto muchasveces esta fiebre y esta languidez. Esotiene un significado. Con cada día ycada noche que pasan, la fiebre se hacemás ardiente, y la languidez más intensa.

—Si es así —dijo Jiménez—, tal esla voluntad de Dios y debo regocijarmede ello.

—Oh, señor arzobispo, una voz meha dicho que venga a veros, y a decirosque sé de alguien que podría curar

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vuestra enfermedad.—¿Alguien de vuestro pueblo?La mujer hizo un gesto afirmativo.—Una mujer, señor. Una mujer muy

anciana. Ochenta años hace que vive enGranada. Muchas veces la he visto curara enfermos que los mejores médicosdesahuciaban. Tiene hierbas y medicinasque sólo nuestro pueblo conoce.

—¿Y por qué deseas salvarme? Entu pueblo hay muchos que se gozarían enmi muerte.

—Yo os he servido, señor. Sé quesois un hombre bueno, un hombre quecree que todo lo que hace, lo hace en elservicio de Dios.

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—¿Eres cristiana?La mujer lo miró con ojos inciertos.—He recibido el bautismo, señor.Sí, pensó Jiménez, y sin duda

practicas el mahometismo en privado.Pero no dio expresión a suspensamientos. Estaba un poco excitado;quería vivir. Ahora sabía que queríavivir, desesperadamente. Un poco antes,en sus oraciones, había pedido unmilagro. ¿Sería ésa la respuesta deDios? Muchas veces, las obras de Dioseran misteriosas. ¿Habría decididoacaso curar a Jiménez por mediación delos moros a quienes él tanto se habíaesforzado por atraer hacia Él?

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Los moros eran hábiles en medicina.El propio Jiménez había conservado loslibros de medicina al tiempo quecondenaba a las llamas el resto de suliteratura.

—¿Te propones traer a mi presenciaa esa sabia anciana? —preguntóJiménez.

—Eso mismo, señor. Pero sólopodría venir a veros a medianoche, y enel mayor secreto.

—¿Por qué?—Porque, señor, en mi pueblo hay

quienes os desean la muerte por todo loque ha sucedido desde que vosllegasteis a Granada, y a quienes no

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agradaría que esa sabia anciana oscurase.

—Comprendo —admitió Jiménez—.¿Y qué recompensa quiere esa mujer porcurarme?

—Ella cura por amor de lamedicina, señor. Dice que vos estáisenfermo de muerte, y que ni siquiera losmédicos de la Reina pueden curaros. Yquisiera demostraros que nosotros, losmoros, tenemos una medicina superior ala vuestra, eso es todo.

Durante unos segundos, Jiménez semantuvo en silencio. Podía ser que esamujer intentara vengar a su pueblo;podía ser que se propusiera darle algún

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veneno. Volvió a pensar en Bernardín,su propio hermano, que lo había odiadotanto como para llegar a un intento deasesinarlo.

En el mundo había mucha gente queaborrecía a los hombres virtuosos.

Rápidamente, tomó su decisión. Díaa día, su estado empeoraba y se sentíamás débil. De todas maneras moriría, amenos que se produjera algún milagro.Decidió confiar en Dios, y si la voluntadde Dios era que él hubiera de vivir paragobernar España —por medio de losSoberanos— la aceptaría con regocijo,como aceptaría la muerte conresignación, si debía morir.

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Pensó que sus plegarias habíanrecibido respuesta.

—Veré a esa mujer —contestó.

A medianoche, furtivamente, vino averlo una mora viejísima, cuyos ojosnegros apenas si alcanzaban a verseentre los pliegues de carne que loscircundaban.

La mujer lo palpó para apreciar lafiebre, y examinó con cuidado la lengua,los ojos, el cuerpo consumido.

—Puedo curaros en ocho días —leaseguró—. ¿Me creéis?

—Sí, te creo —le contestó Jiménez.

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—Entonces viviréis. Pero no debéisdecir a nadie que os estoy tratando, nidebéis tomar otra cosa que lasmedicinas que yo os daré. Nadie debesaber que vengo a veros. Yo vendréfurtivamente, a medianoche, ocho veces.Pasado ese tiempo, la fiebre os habráabandonado y empezaréis a estar bien.Entonces debéis renunciar a vuestradieta rigurosa, hasta que os hayáisrecuperado. Debéis comer carne ycaldos de carne. Si así lo hacéis, podrécuraros.

—Así lo haré. ¿Qué recompensa mepides si me curas?

La mujer se acercó más al lecho y

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los pliegues de carne se apartaron unpoco, hasta dejar ver los ojos oscuros.En ellos brillaba una mirada digna delos de Jiménez. Esa mujer creía en eltrabajo que hacía, como Jiménez creíaen el suyo. Para ella, él no era el hombreque había traído la tragedia a Granada:era una fiebre maligna que los médicosde su propia raza no sabían curar.

—Vos intentáis salvar almas —ledijo—, y yo intento salvar cuerpos. Simi gente supiera que he salvado elvuestro, no lo entenderían.

—Es una pena que no te consuma elmismo celo impulsándote a salvaralmas.

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—Entonces, señor arzobispo, bienpodría ser que dentro de ocho días yahubierais muerto.

La anciana le dio a beber una pocióny le dejó algo más a la mujer que lahabía traído. Después, siemprefurtivamente, se retiró.

Después de su partida, Jiménez sequedó pensando en ella, preguntándosesi las hierbas que le había dado noestarían envenenadas, pero prontoabandonó la idea. ¿No había visto,acaso, la mirada de esos ojos?

¿Por qué esa mujer, una mora,arriesgaba quizá la vida al venir averlo? Bien sabía Jiménez que tenía

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muchos enemigos en el Albaicín, y quepara ellos, cualquier amigo de él seríaun enemigo. ¿Esperaría la mujer que, siella le salvaba la vida, Jiménez seablandara con el pueblo de Granada yrestaurara, a cambio de su vida, elantiguo orden en la ciudad? Pues si asípensaba, se equivocaba.

Entre el sueño y la vigilia, siguiópensando en la mujer. A la mañana, sinnecesidad de que sus médicos se lodijeran, advirtió que la fiebre habíabajado un poco.

Se negó a tomar sus medicinas ysiguió considerando tan extrañasituación hasta la medianoche, cuando la

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anciana volvió nuevamente a visitarlo.Esa vez había traído consigo ungüentosy aceites para frotarle el cuerpo. Denuevo le dio a beber hierbas y se retiró,asegurando que volvería a la nochesiguiente.

Antes de la cuarta noche, Jiménezestaba seguro del progreso de lacuración, y por cierto que, como ellahabía dicho, al octavo día después dehaberla visto por primera vez la fiebrehabía desaparecido por completo, y a laReina le fue enviada la buena noticia deque su arzobispo estaba camino de larecuperación.

Finalmente, Jiménez pudo pasearse

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por los encantadores jardincillos delGeneralife. El sol le calentaba loshuesos, y el convaleciente recordó lasadvertencias de la mujer, insistiéndoleen que debía alimentarse bien.

Muchas veces esperó verseenfrentado con ella, y que le planteara laexigencia de algún pago por susservicios, pero la anciana no regresó.

Era un milagro de Dios, terminó pordecirse. Tal vez la mujer fuera unvisitante celestial, vestido a la usanzamorisca. ¿Debo acaso atemperar miactitud hacia estos infieles porque unode ellos me haya curado? ¡Qué manerade agradecer a Dios Su milagro!

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Jiménez se dijo que había sidosometido a una prueba. Su vida se habíasalvado, pero debía demostrar a Diosque poco valía para él esa vida, porcomparación con la magna obra de hacerde España un país del todo cristiano…

De manera que cuando se sintió biensiguió siendo tan cruel como decostumbre para con los conciudadanosde la mujer que le había salvado la vida,y tan pronto como se sintió en plenaposesión de sus fuerzas volvió alcilicio, la dieta de hambre y el leñousado como almohada.

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El regreso de JuanaFinalmente, Felipe y Juanaemprendieron el viaje a España.

Cuando recibió una carta de Felipe,Fernando entró hecho una furia en lashabitaciones de Isabel.

—Ya han comenzado el viaje —anunció.

—Pues eso debe ser causa deregocijo —respondió Isabel.

—Es que vienen por Francia.—Pero… no pueden hacer eso.—Pueden, y lo están haciendo. ¿Es

que ese joven mequetrefe no tiene ni lamenor idea de lo delicadas que son las

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relaciones entre nosotros y Francia? Enel momento actual, eso podría dar origena… no sé a qué.

—¿Y Carlos?—¡Carlos! A Carlos no lo traen, es

muy pequeño —Fernando se rió conamargura—. ¿Veis lo que eso significa?No quieren permitir que se lo eduquecomo español; quieren hacer de él unflamenco. Pero, ¡pasar por Francia!Además, dan a entender que podríahaber un compromiso entre Carlos y lahija pequeña de Luis, la princesaClaudia.

—No tomarán una decisión comoesa sin nuestro consentimiento.

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Fernando apretó los puños, enojado.—Ya veo que tendremos problemas.

Estas alianzas con los Habsburgo no sonlo que yo esperaba.

—Así y todo —respondió Isabel—,veremos a nuestra hija. Yo estoy ansiosade verla. Estoy segura de que cuandohable con ella sabré que toda la angustiaque nos ha causado se debió a que tuvoque obedecer a su marido.

—Ya me ocuparé yo de poner en sulugar al joven Felipe —refunfuñóFernando.

Isabel siguió esperandoansiosamente las noticias del viaje de suhija. Llegaron cartas y despachos donde

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se describían las fiestas y los banquetesconque el Rey de Francia agasajaba alos viajeros.

En Blois había habido celebracionesmuy especiales. Allí Felipe habíaconfirmado el tratado de Trento,acordado entre su padre, el emperadorMaximiliano, y el Rey de Francia; enuna de las cláusulas del tratado seestablecía que la hija mayor del Rey,Claudia, celebraría sus esponsales conel pequeño Carlos.

Fernando lo consideró, furioso, uninsulto directo a España. ¿Se habíaolvidado Felipe de que Carlos era elheredero de España? ¡Qué atrevimiento,

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convenir un compromiso para elheredero de España sin haberconsultado siquiera con los Soberanosespañoles!

El viaje por Francia era,evidentemente, tan placentero que niFelipe ni Juana parecían sentir prisaalguna por abreviarlo.

Fernando sospechaba que el taimadoLuis los detenía deliberadamente, comouna forma de agraviarlos, a él y a Isabel.Entre Francia y España había problemasmotivados por la partición de Nápoles,y ambos monarcas esperaban que en unfuturo cercano el conflicto estallaraabiertamente. Por eso Luis se divertía

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deteniendo en Francia a la hija y alyerno de Fernando, y vinculándolos conél mediante el tratado de Trento y elpropuesto matrimonio de Carlos con suhija Claudia.

Pero para fines de marzo les llegó lanoticia de que Felipe y Juana seacercaban, con su séquito, a la fronteraespañola.

Pronto veré a mi Juana, se dijoIsabel, pensando que podría comprobarpor sí misma hasta qué punto se habíanacentuado las rarezas de su hija.

Mientras Isabel se preparaba para ir a

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Toledo, donde tendría lugar el encuentrocon Juana, les llegó de Inglaterra unanoticia inquietante.

Catalina había escrito con frecuenciaa su madre, y aunque en sus cartas nohabía quejas, Isabel conocía lo bastantebien a su hija como para comprenderhasta qué punto la niña adoraba suhogar. La etiqueta le vedaba establecercomparaciones entre su nuevo país yaquel donde había nacido, o hacerreferencias a su desdicha, pero Isabelsabía cómo se sentía Catalina.

Aparentemente Arturo —el jovenmarido de Catalina— era cortés ybondadoso, de manera que con el tiempo

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todo terminaría por andar bien. En unaño, en dos tal vez, se aseguraba Isabel,su hija sentiría a España como algo muylejano y empezaría a sentir que su hogarestaba en Inglaterra.

Después les llegó la noticia queperturbó tanto a Isabel como parahacerla olvidar incluso de la perpetuaangustia de pensar en cómo estaríaJuana.

Catalina había viajado con su jovenesposo a Ludlow, una ciudad desde lacual debían gobernar el principado deGales. Allí debían establecer una corteque se ajustara al modelo de la corte deWestminster. Isabel se había

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complacido en imaginarse a su hija, consus dieciséis años, y al marido deCatalina, con apenas quince, reinandosobre una corte como la que ledescribían. Será una buena práctica paraellos, había comentado con Fernando,como preparación para el día en quedeban gobernar Inglaterra.

En una carta, Catalina les habíarelatado el viaje desde Londres aLudlow, durante el cual ella había idoen ancas de la cabalgadura de sucaballerizo mayor; cuando se cansaba deviajar así, la transportaban en una litera.La ciudad de Ludlow le habíaencantado, y aparentemente —escribía

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— la gente le había cobrado afecto,porque la vivaban tanto como a Arturocuando los dos se presentaban enpúblico.

—Mi pequeña Catalina… ¡sólo seismeses de casada! —murmuraba Isabel.

Se preguntaba si el matrimonio sehabría consumado, o si el Rey deInglaterra consideraría que su hijo eratodavía demasiado joven. Habría sidomejor que Arturo fuera un año mayorque Catalina, no un año menor.

Fernando estaba con ella cuando lesllegó la noticia. Al leer el despacho,Isabel sintió que las letras le bailabanante los ojos.

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—Al poco tiempo de estar enLudlow, el príncipe Arturo cayó víctimade una peste, fue desmejorandorápidamente y ¡oh, dolor!, la Infanta deEspaña acaba de enviudar.

¡Catalina viuda! Ella, que apenas sihabía estado casada.

Fernando se había puesto pálido.—Pero, ¡es una mala suerte

endiablada! —exclamó—. Dios delCielo, ¿es que todos los planes dematrimonio que hacemos para nuestroshijos han de quedar en la nada?

Isabel procuró olvidar una especiede euforia que la había inundado.¡Catalina viuda! Eso significaba que

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podría regresar a España, que podía serdevuelta a su madre, como le había sidodevuelta una vez su hija mayor, Isabelde Portugal.

Isabel y Fernando entraron en Toledo,para allí esperar la llegada de Juana yde Felipe. Las campanas de la ciudadrepicaban y el pueblo se amontonaba enlas calles, dispuestos todos a dar labienvenida no sólo a sus Soberanos,sino a su heredera.

En Toledo no les importaba queJuana fuera mujer. Era la sucesoralegítima de Isabel, y cuando llegara el

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momento la aceptarían como Reina.La nerviosidad de la Reina iba en

aumento a medida que se acercaba elmomento del encuentro con su hija.

Me daré cuenta tan pronto como lavea, se decía con inquietud. Si en ella hahabido algún cambio, para mí seráinmediatamente visible. Oh, Juana, hijaquerida, ojalá estés tranquila, mi amor.Ruego a Dios que estés tranquila.

De pronto recordó que no tardaría entener también a Catalina de regreso. ¿Dequé podía servir ahora que se quedaraen Inglaterra, como viuda del príncipede Gales? Debía regresar junto a sumadre, para poder recuperarse más

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rápidamente del impacto que debíahaber sido para ella la muerte de sumarido.

Cuando Felipe y Juana entraron enToledo era un hermoso día de mayo. Alas puertas del Alcázar, Isabel yFernando los esperaban para recibirlos.

Los ojos de Isabel se dirigieroninmediatamente a su hija. A la primeramirada, no parecía haber más cambiosque los que cabía inevitablementeesperar después de un nuevo parto.Antes de salir de Flandes, Juana habíadado a luz una niña, llamada tambiénIsabel. Estaba un poco envejecida, yademás, nunca había sido la más

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hermosa de las hijas de la Reina.Y ahí estaba su marido. Al mirar a

ese hombre joven y apuesto que seadelantaba con tanta arrogancia, Isabelsintió un estremecimiento de miedo. Eraindudablemente bien plantado, y lo sabíasin lugar a dudas. Mi pobre Juana, pensóIsabel. Espero que no sea verdad que loamas tan desesperadamente como serumorea.

Los recién llegados estabanponiéndose de rodillas ante losSoberanos, pero la Reina levantó a suhija para estrecharla en sus brazos; erauna de las raras ocasiones en que Isabelpasaba por alto la etiqueta. El amor y la

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angustia la embargaban. Necesitabatener en sus brazos a esa hija, la que lehabía causado más angustias que ningunade las otras, porque había descubiertoque no por eso la amaba menos.

Sonriente, Juana abrazó durantealgunos segundos a su madre.

Se alegra de haber vuelto, pensó laReina. Terminada la breve ceremonia,Isabel anunció:

—Quiero tener a mi hija para mídurante un rato. Permitidme ese placer.Felipe, vuestro suegro desea hablar convos.

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Isabel llevó a su hija a la misma cámaradonde Juana había nacido, hacía algomás de veinte años.

—Juana —le dijo, sin dejar deabrazarla—, no puedo decirte cuánto mealegro de verte. Ha sido tanto lo quehemos sufrido desde que tú nos dejaste.

Juana guardaba silencio.—Eres feliz, queridísima, ¿no es

verdad? —prosiguió la Reina—. Eres lamás feliz de mis hijas. Tu matrimonio hasido fecundo y amas a tu marido.

Juana hizo un gesto afirmativo.—La felicidad de haber regresado a

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casa te abruma demasiado para quepuedas expresarla con palabras. Es eso,¿no es verdad, mi amor? Mi felicidad esigual a la tuya. ¡Cuánto he pensado en tidesde que te fuiste! Tu marido… ¿esbondadoso contigo?

El rostro de Juana se ensombreció, yen él apareció una expresión quesobresaltó de terror el corazón de laReina.

—Hay mujeres… siempre haymujeres. Las había en Flandes, las hahabido por el camino… las habrá enEspaña. Las aborrezco a todas.

—Mientras esté en España, no debehaber escándalos —previno con

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seriedad Isabel.Juana se rió con esa risa desaforada

que hacía pensar en su abuela.—No veo cómo podríais

mantenerlas apartadas. Si lo persiguenpor todas partes. ¿Os sorprende acaso?¿Es que hay en el mundo un hombre másapuesto que mi Felipe?

—Tiene buen porte, pero deberecordar su dignidad.

—Son ellas quienes no lo dejan; laculpa no es de él. Siempre están detrás—Juana cruzó tensamente las manos—.Oh, ¡cuánto odio a las mujeres!

—Querida mía, tu padre hablará conél.

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Juana soltó una nueva carcajada.—No lo escuchará —impaciente,

hizo chasquear los dedos—. No leimporta ni esto de nadie… ni de mipadre, ni del Rey de Francia. Oh,deberíais haberlo visto en Francia. Lasmujeres de Blois, e incluso de todas lasciudades y pueblos por dondepasamos… no podían resistírsele, loseguían… rogándole que se las llevaracon él a la cama…

—Y él, ¿no se resistía?Con un gesto de cólera, Juana se

volvió hacia su madre.—Él no es más que un ser humano.

Tiene la virilidad de diez hombres

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comunes. La culpa no es de él, es de lasmujeres… de las malditas mujeres.

—Juana, querida mía, debestranquilizarte. No debes pensardemasiado en esas cosas. Los hombresque por fuerza deben dejar en ocasionesa su esposa, buscan muchas vecesconsuelo en otras mujeres. Es lo másnatural.

—No es sólo cuando tiene quedejarme —explicó lentamente Juana.

—Entonces, querida mía, no debestomarte esas cosas tan a pecho. Tumarido ha cumplido su deber contigo;tenéis hijos.

—¿Y pensáis que a mí eso me

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interesa? ¡El deber! ¿Acaso me acuestoyo con el deber? Os digo que al únicoque quiero es a Felipe. Felipe…Felipe… Felipe…

Isabel miró furtivamente a sualrededor, aterrorizada al pensar quepudieran oírse los desaforados gritos deJuana. Había que impedir que sedifundieran los rumores por el Alcázar.

Una cosa era segura: el matrimoniono había servido para calmar a Juana.

Ahora debían prepararse para prestarjuramento como herederos de Castilla.La ceremonia tendría lugar en la gran

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catedral gótica, y el temor de Isabel eraque la inestabilidad de Juana setraicionara durante su transcurso.

Hizo llamar a su yerno y tuvo laimpresión de que, al entrar en sushabitaciones, Felipe lo hacía coninsolencia, pero inmediatamente serecordó que los modales flamencos noeran los de España, y pensó en lasocasiones en que se había escandalizadoun poco por las actitudes de la hermanade Felipe, Margarita, una criatura pordemás encantadora.

Ordenó que se retiraran todos lospresentes para poder quedarse a solascon su yerno.

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—Felipe —le dijo—, me hanllegado rumores que me inquietan.

Él alzó con insolencia las biendelineadas cejas. ¡Qué apuesto es!,pensó Isabel. Jamás había visto unhombre tan perfectamenteproporcionado, de tez tan clara, de talarrogancia, con tal aire de masculinidadni con esa insinuación de poder y deseguridad en que él podía hacercualquier cosa mejor que nadie.

Cuánto mejor habría sido que Juanase fuera a Portugal, a casarse con elpaciente Manuel.

—Mi hija está muy pendiente devos, pero entiendo que vos no lo estáis

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tanto de ella. Ha habido asuntosdesdichados.

—Puedo asegurar a Vuestra Altezaque no han tenido nada de desdichados.

—Felipe, debo pediros que no osmostréis despreocupado en un asuntoque para mí es tan grave. Mi hija es…no es de naturaleza serena.

—¡Ja! —se burló Felipe—. Eso noes más que una manera de decirlo.

—Y vos, ¿cómo lo diríais? —preguntó Isabel, temerosa.

—Que es desequilibrada, señora,peligrosa; que está al borde de la locura.

—Oh, no, no… no es así. Sois cruel.—Si lo que queréis es que os haga

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lindos discursos, puedo hacerlos. Creíque me preguntabais por la verdad.

—Entonces… ¿es así como la habéisencontrado?

—Así es.—Pero es tan afectuosa con vos.—Demasiado afectuosa, diría yo.—¿Podéis decir eso de vuestra

esposa?—Su afecto bordea la locura,

señora.Isabel sintió deseos de ordenarle

que se retirara; encontró que ese hombrele repugnaba. Ojalá se hubiera podidovolver atrás en el tiempo; si eso sepudiera, ahora jamás permitiría que se

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realizara ese matrimonio.—Si la tratarais con bondad y

dulzura —empezó a decir—, comosiempre procuré hacerlo yo…

—Yo no soy su madre; soy sumarido. Y a mí me pide algo más quebondad y dulzura.

—¿Más de lo que estáis dispuesto adarle?

Felipe le dedicó una sonrisasardónica.

—Le he dado hijos. ¿Qué más queeso podéis pedir?

De nada servía argumentar con él;Felipe no renunciaría a sus aventuras.Para él, Juana no era nada más que la

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heredera de España. Si por lo menostambién para ella, él no fuera otra cosaque el heredero de Maximiliano, todosería más fácil para Juana. Pero paraella, Felipe era el sentido mismo de laexistencia.

—La ceremonia me tiene ansiosa —expresó Isabel—. Es menester que no seadvierta la rareza de ella. No sé cómoreaccionaría el pueblo. Y no sólo aquíen Castilla debe conservar la calma;después estará la ceremonia enZaragoza. Ya sabréis que el pueblo deAragón no se mostró demasiado amablecon su hermana, Isabel.

—Pero aceptaron como heredero a

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su hijo Miguel, y nosotros tenemos aCarlos para ofrecerles.

—Ya lo sé, pero Carlos es muypequeño. Quiero que os acepten a vos ya Juana como nuestros herederos. Si ellase muestra con dignidad ante ellos, creoque la aceptarán, pero si no, no puedoresponder de las consecuencias.

Los ojos de Felipe se achicaron.—Vuestra Alteza no tiene por qué

temer. Juana se conducirá con el máximodecoro ante las Cortes.

—¿Cómo podéis estar tan seguro?—Puedo estarlo, porque yo puedo

darle órdenes —respondió Felipe, conarrogancia.

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¡Cuánto podría hacer por ella!,pensó Isabel cuando él se hubo retirado.Pero no quiere; es cruel con ella, con mipobre y confundida Juana.

Isabel se dio cuenta de queaborrecía a su yerno, y atribuía al crueltratamiento que él le daba el tristecambio que se había operado en su hija.

Felipe entró en las habitaciones de sumujer en el Alcázar de Toledo. Juana,que había estado recostada, se levantóde un salto, con los ojos brillantes deplacer.

—¡Dejadnos! ¡Dejadnos! —ordenó,

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agitando las manos, mientras Felipe sehacía a un lado para dejar pasar a suscamareras, sonriendo con calculadoralascivia a la más bonita de todas. Ya latendría presente.

Juana corrió hacia él y lo tomó delbrazo.

—No la mires así. No la mires —gimió.

—¿Por qué no, si es un gratoespectáculo? —se burló él, quitándoselade encima.

—¿Más grato que el que yo teofrezco?

Harto de su ansiedad, Felipe estuvoa punto de decirle que cada vez la

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encontraba más repulsiva.—Déjame que te mire, así podré

decidir —contestó en cambio.Toda ansiedad y deseo, Juana

levantó hacia él el rostro, con los labiosentreabiertos, suplicantes los ojos,mientras pegaba su cuerpo al de él.

Felipe la mantuvo a distancia.—He estado hablando con tu madre.

Tú anduviste contándole falsedadessobre mí.

En el rostro de Juana se pintó elterror.

—Oh, no, Felipe… ¡no, no! Yo nohe dicho de ti más que cosas buenas.

—A los ojos de tu santa madre, yo

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soy un frívolo galán.—Oh… ella es tan severa que no

puede entenderlo.Felipe la tomó de la muñeca con

tanta fuerza que la hizo gritar, no dedolor sino de placer. Juana se sentíafeliz de que él la tocara, aunque elmotivo pudiera ser la cólera.

—Pero tú sí comprendes, ¿no esverdad, mi querida esposa? Tú no meculpas.

—No te culpo, Felipe, peroespero…

—No querrás otro hijo todavía,¿verdad?

—Oh. sí. Debemos tener hijos…

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muchos hijos.Él se rió.—Escucha —le dijo después—,

tenemos que participar en esa ceremoniacon las Cortes. ¿Lo sabías?

—Sí, para que nos declarenherederos. A ti te gustará, Felipe. Es loque tú quieres. Nadie más podría darteuna cosa así. Yo soy la heredera deCastilla y tú, que eres mi marido,compartes mi herencia.

—Exactamente. Por eso te encuentrotan atractiva. Ahora, escúchame. Quieroque te conduzcas perfectamente durantela ceremonia. Quédate callada, sin reírni sonreír. Seria, todo el tiempo. Si no

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lo haces así, jamás volveré a tocarte.—Oh, Felipe, haré todo lo que tú

digas. ¿Y si lo hago…?—Si lo haces como yo quiero, me

quedaré contigo durante toda la noche.—Felipe, haré lo que quieras… todo

lo que quieras…Él le tocó ligeramente la mejilla.—Haz lo que te digo, y estaré

contigo.Juana se arrojó sobre él, riéndose,

tocándole la cara.—Felipe, mi apuesto Felipe —

gimió.Él volvió a alejarla.—Todavía no. Todavía no me has

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demostrado que me darás lo que yoquiero. Después de la ceremonia,veremos. Pero si te veo sonreír una vez,si dices una palabra fuera de lugar, todohabrá acabado entre nosotros.

—¡Oh, Felipe!Su marido se soltó de sus manos y

salió, en busca de la bonita azafata.Las dos ceremonias, la de Toledo y

la de Zaragoza, habían transcurrido sininconvenientes. El pueblo de Zaragozahabía aceptado sin protestas a Juana,que tenía ya a su hijo Carlos; y era muyimprobable que Carlos no estuviera enedad de gobernar para el momento enque Fernando debiera cederle la corona.

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Isabel, profundamente inquieta anteun posible exabrupto de Juana, estabaencantada de que todo hubiera resultadotan bien.

Por lo demás, sabía que Felipe habíaordenado a su mujer que se comportasecon decoro. Tal vez nadie más hubieranotado la mirada de triunfo que Juanahabía dirigido a su marido en ciertaocasión, durante la ceremonia, peroIsabel la había visto, y la conmovióprofundamente. Era casi como si un niñoestuviera diciendo: mira qué bueno soy.

Era tanto lo que Juana podía hacerpor él. ¡Y lo que él podría hacer porella, si quisiera! Juana lo amaba con tal

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abandono, que con sólo que él fuerabondadoso y dulce, podría salvarla deldesastre.

Tal vez, si Juana se quedaba enEspaña, fuera posible cuidarla hasta querecuperara la salud. Cuando se trató decuidar a su propia madre, Isabel habíasido infatigable. Había hecho frecuentesvisitas a Arévalo para asegurarse de quese estaba haciendo todo lo posible porla pobre mujer. Si Juana estuviera conella, Isabel podría cuidarla con nomenos devoción de la que había puestopara atender a su madre.

Cuando sintiera el momentoadecuado, lo plantearía, pero ni por un

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momento podía pensar que Felipequisiera permanecer en España, y en esecaso, ¿cómo persuadir a Juana de que sequedara, si él se iba?

Isabel procuró pensar en cosas másplacenteras. Pronto estaría de regreso supequeña Catalina; ya se estabanrealizando las negociaciones conInglaterra. Se había pagado ya la mitadde la dote de Catalina, pero Fernando sehabía negado a pagar la segunda mitad.¿Por qué había de hacerlo, si ahoraCatalina había enviudado y volvería avivir con su familia?

¡Oh, tenerla de vuelta! ¡Quéincreíble alegría! Isabel pensaba que

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eso le compensaría un poco todos susproblemas con Juana.

Tal vez, finalmente, me llegue unpoco de buena suerte, se decía la Reina.Si puedo conseguir que Juana se quedeconmigo, si Catalina regresa, habrérecuperado a dos de mis hijas.

Cuando llegó una carta de Inglaterra,Isabel y Fernando la recibieron juntos.

Al leer la noticia, Isabel se deprimióterriblemente, pero la expresión deFernando se hizo astuta y calculadora.La misma nueva que llenaba de tristeza aIsabel constituía para él una buena

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noticia.—¿Por qué no? —exclamó Fernando

—. ¿Por qué no? Imposible encontrarmejor solución.

—Yo había esperado que Catalinavolviera a mi lado —suspiró Isabel.

—Eso sería un gran trastorno paraella. Es una verdadera suerte queEnrique tenga otro hijo. Debemosacceder inmediatamente al matrimoniode Catalina con el joven Enrique.

—Es varios años menor queCatalina; Arturo ya era un año menor.

—Y eso, ¿qué importa? Catalinapodrá darle muchos hijos; es unmatrimonio excelente.

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—Dejadla volver a España por untiempo. Me parece un poco indecente,estar hablando de casarla con elhermano de su marido, cuando él no hatenido tiempo de enfriarse en su tumba.

—Enrique está muy interesado eneste matrimonio y en la carta da aentender que si no estamos de acuerdoen la unión de Catalina con el jovenEnrique, elegirá para el muchacho a unaprincesa francesa. Y eso es algo que nopodemos enfrentar. ¡Imaginaos, en estemomento! Está pendiente la guerra porla partición de Nápoles, y nadie puedesaber qué es lo que se guarda en lamanga ese viejo marrullero de Luis. Los

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ingleses deben estar de nuestra parte, yno en contra de nosotros… yseguramente se pondrían en nuestracontra si rechazáramos este ofrecimientoy Enrique se casara con una jovenfrancesa.

—Accedamos al matrimonio, peroque haya un intervalo.

—Pues claro que debe haber unintervalo. Será necesario conseguir unadispensa del Papa, que la dará sin dudade buena gana, pero eso llevará algúntiempo.

—Quisiera saber qué es lo quepiensa nuestra Catalina de todo esto.

Fernando dirigió a su mujer una

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mirada artera, y después sacó otra cartadel bolsillo.

—Sobre eso me ha escrito —anunció.

Isabel se apoderó con ansiedad de lacarta. Se sentía un poco dolida al pensarque, en un asunto tan importante,Catalina hubiera escrito a su padre, peroinmediatamente cayó en cuenta de queera la actitud más adecuada. En lo quese refería al destino de una hija eraFernando, el padre, quien tenía derechoa tomar la decisión definitiva.

«No siento inclinación a un nuevomatrimonio en Inglaterra», escribíaCatalina, «pero os ruego que no tengáis

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en cuenta mis deseos o mis gustos, sinoque actuéis en la forma que mejor osconvenga…»

Isabel leía entre líneas, y la mano letemblaba. Mi hijita nos echa de menos…a mí, y a España.

Pero era inútil pensar en un regreso;Isabel sabía que Catalina no volvería deInglaterra.

Una especie de premonición le decíaque cuando había dicho adiós a su hijaen el puerto de La Coruña, la había vistopor última vez en este mundo.

Casi inmediatamente, se evadió desus ideas enfermizas.

Me estoy poniendo vieja, se dijo, y

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las cosas que han sucedido el añopasado han sido golpes muy fuertes paramí. Pero es mucho el trabajo que meespera; y las cartas de Catalina meconsolarán.

—No debe haber demoras —decíaen ese momento Fernando—. Escribiréinmediatamente a Inglaterra.

Los viajes por España, en compañía dela corte, para que él y Juana fueranproclamados herederos de Castilla, notardaron en hacerse fastidiosos paraFelipe, que no hacía secreto alguno desu aburrimiento, de manera que empezó

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a contagiárselo también a Juana.—Qué harto me tienen estas

ceremonias —exclamaba conimpertinencia—. Vosotros los españolesno sabéis disfrutar de la vida.

Juana lloraba la frustración,pensando que su país no le agradaba, ydeclaraba también su deseo de regresara Flandes.

—Pues te digo —le aseguró Felipe— que tan pronto como hayan terminadotodas las formalidades necesarias, nosiremos.

—Sí, Felipe —asintió ella.Sus damas, entre quienes las había

que eran también sus fieles amigas,

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sacudían tristemente la cabeza almirarla, diciéndose entre sí que por lomenos Juana no debería dejar traslucirla profunda necesidad que tenía de él. AFelipe no le importaba un ardite de ella,ni le interesaba que todos lo supieran.Era algo vergonzoso.

Nadie estaba más hondamenteafectado por la situación que la Reina,que frecuentemente se encerraba en sushabitaciones, diciendo que tenía queatender asuntos de Estado. Pero cuandose quedaba a solas, muchas veces setendía sobre su cama, sintiéndosedemasiado agotada para hacer ningunaotra cosa. El más leve ejercicio la

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dejaba sin aliento, y sentía el cuerpotorturado por el dolor, pero no queríamencionar nada de eso a sus médicos yprocuraba convencerse de quesimplemente estaba cansada ynecesitaba reposar un poco.

En el silencio de sus habitaciones,rezaba muchísimo, y sus plegarias eranpor sus hijas: por la pequeña Catalinaque, con la serenidad que ya en suspocos años había aceptado como propiade una Infanta de España, se resignaba aque la casaran con un muchacho que nosólo tenía cinco años menos que ella,sino que era, además, su cuñado. Isabelse alegraba de que Enrique no estuviera

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en condiciones de casarse hasta unosaños más adelante.

Tenía la sensación de que Catalinasería capaz de cuidarse. La disciplina desu niñez, la forma en que habíaaprendido a aceptar lo que le traía lavida, serían una ayuda para ella. La queasustaba a Isabel era Juana.

Un día, Juana irrumpió en sushabitaciones mientras la Reina estaba enoración. Con un esfuerzo, con lasrodillas rígidas, Isabel se levantó y sequedó mirando a su hija, que veníaexcitada y con los ojos desorbitados.

—Siéntate, querida, por favor —lainvitó—. ¿Es que ha sucedido algo?

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—Sí, madre, ha vuelto a suceder.Voy a tener otro hijo.

—Pero es una excelente noticia, hijamía.

—¡Sin duda! A Felipe le agradará.—Nos agradará a todos. Pero tú

debes descansar más de lo que lo hasvenido haciendo.

A Juana le temblaron los labios.—Si yo descanso, él se irá con otras

mujeres.Con un encogimiento de hombros,

Isabel desechó la observación, comodando a entender que era una tontería.

—Debemos pasar más tiempo juntas—le dijo—. Yo también siento

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necesidad de descanso, y como tútambién debes descansar, pues loharemos juntas.

—Yo no tengo necesidad dedescansar, madre. El parto no me asusta.Es algo a lo que ya me he acostumbrado,y tengo siempre partos fáciles.

Sí, pensaba Isabel. Débil como eresmentalmente, eres bastante fuerte decuerpo. Son tus hijos los que nacenrobustos; los que se mueren son los demi pobre Juan y mi querida Isabel.

Fue hacia su hija y la rodeó con unbrazo. El cuerpo de Juana temblaba deexcitación, y su madre comprendió queno estaba pensando en el niño que

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tendría, sino en las mujeres que seríancompañeras de Felipe mientras ellaestuviera incapacitada.

Hacia diciembre de ese año, con seismeses de embarazo, Juana empezaba aestar pesada. Felipe se estremecía dedisgusto al mirarla, y no ocultaba paranada su aburrimiento.

Un día le dijo con aire casual:—La semana próxima me voy a

Flandes.—¡A Flandes! —Juana trató de

imaginarse, en su estado, haciendo eselargo viaje invernal—. Pero… ¿cómo

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podré viajar?—Yo no hablaba de ti. Dije que yo

me iba.—¡Felipe! ¿Y me dejarías?—Vamos, si estás en buenas manos.

Tu santa madre quiere cuidarte cuandonazca el niño. Ya sabes que no tieneconfianza en nosotros, los flamencos.

—Felipe, espera hasta que nazca elniño y nos iremos juntos.

—El niño debe nacer en marzo, ¿y túesperas, por Dios, que yo me quede aquítres meses más? Después pasará otromes, o más, hasta que tú estés encondiciones de viajar. ¡Cuatro meses enEspaña! No puedes condenarme a eso.

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Yo creí que me amabas.—Con toda mi alma y mi corazón.—Entonces, no me fastidies.—Por ti daría todo lo que tengo.—No es tanto lo que te pido, querida

mía. Lo único que tienes que hacer esdespedirte buenamente de mí la semanapróxima. Es lo único que quiero de ti.

—Oh, Felipe… Felipe… —dejándose caer de rodillas, Juana leabrazó las piernas. Felipe se la apartóde un empujón y la dejó caída en elsuelo, grotesca en su estado.

Con los ojos cerrados para no tenerque mirarla, salió presurosamente delcuarto.

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No hubo forma de hacerlo cambiar deopinión. Isabel le había rogado que sequedara con una humildad excepcionalen ella, pero Felipe se mantuvoinflexible, declarando que su deber loreclamaba en Flandes.

Después se volvió hacia Fernando.—Volveré pasando por Francia —

anunció.—¿Será prudente? —observó su

suegro.—Sin duda alguna. El Rey de

Francia es mi amigo.Isabel deploró la insolencia, pero

Fernando la pasó por alto, porque no

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podía dejar de calcular si ese viaje desu yerno por territorio francés podíasignificar para él alguna ventaja.

—Tal vez fuera posible que vosnegociarais en mi nombre con el Rey deFrancia —sugirió.

—Nada me sería más grato —respondió Felipe, que secretamentehabía decidido que cualquiernegociación que concluyera con Luisestaría condicionada por sus propiasconveniencias, y no por las de Fernando.

—Ya que Carlos está comprometidocon Claudia, podríamos pedir ciertasconcesiones —continuó Fernando—; alos dos se les podría dar el título de Rey

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y Reina de Nápoles.—Es una excelente idea —coincidió

Felipe—. Entretanto, dejemos que elRey de Francia designe su propiogobernador para su parte del territorio, yyo gobernaré en vuestro nombre. Nopodríais hacer mejor elección, siendo yoel padre de Carlos.

—Será necesario pensarlo un poco—respondió Fernando.

—Pues tenéis una semana para tomarvuestra decisión —respondió Felipe,con una sonrisa.

Juana se había sumido en la másprofunda melancolía; toda su excitaciónla había abandonado. Era un estado que

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Isabel nunca le había conocido. Su hijaapenas si comía, y la Reina no creía quedurmiera mucho. Juana sólo pensaba enque Felipe regresaba a Flandes, y ladejaba a ella en España.

Enero y febrero habían pasado, sin queJuana saliera de su depresión. Se pasabalas horas sentada a la ventana, mirandohacia afuera como si esperara vervolver a Felipe.

Parecía que aborreciera todo lo quefuese español, y las raras veces quehablaba era para quejarse de suhabitación, de lo que la rodeaba, de las

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mujeres que la servían.Isabel la visitaba con frecuencia,

pero Juana no tenía de qué hablar, nisiquiera con su madre. Lo curioso eraque, pese a que se negaba a comer losalimentos que le ofrecían, y apenas sihacía algún ejercicio, su salud no habíadecaído.

Durante un frío día de marzo leempezaron los dolores, y su madre, quehabía pedido que se lo avisaran sinpérdida de tiempo, estaba junto a ellacuando nació el niño.

Otra vez era un varón, un niñorobusto y sano.

Qué extraña era la vida. Otra vez un

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hijo sano para esa pobre muchachadelirante.

Juana se recuperó rápidamente, yparecía que al sentir de nuevo libre sucuerpo estuviera un poco más feliz.

Cuando sus padres fueron juntos averla, levantó en sus brazos al niño ydeclaró que se parecía mucho a supadre.

—Pero yo veo en él a mi propiopadre —agregó—, de manera que lollamaremos Fernando.

Fernando estaba encantado con elniño, y al parecer no se daba niremotamente cuenta de las rarezas de suhija. Juana era capaz de dar a luz

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robustos varoncitos, y para él eso erasuficiente.

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Juana la locaIsabel había tenido esperanzas de quecuando el niño naciera, su hija dejara deestar pendiente de Felipe y volcara suatención sobre el pequeño, pero no fueasí. Juana no cambió. Apenas si mirabaa su hijo, y su único deseo era reunirsecon Felipe.

—Todavía no estás lo bastantefuerte —decíale su madre—. En tuestado, no podemos permitirte en modoalguno que hagas semejante viaje.

—¿Qué estará haciendo él mientrasyo no estoy? —se preguntaba Juana.

—Me temo que más o menos lo

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mismo que si tú estuvieras —contestótristemente Isabel.

—Debo irme —gemía Juana.—Tu padre y yo no te lo

permitiremos mientras no estés másfuerte.

Juana volvió a entregarse una vezmás a la melancolía. A veces se pasabadías enteros sin decir palabra. Otrasveces se podía oír cómo, en sushabitaciones, proclamaba a voces suresentimiento.

Isabel había dado instrucciones paraque la vigilaran.

—Está tan ansiosa de ir a reunirsecon su marido —explicó—, que es

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posible que intente fugarse. El Rey y yohemos decidido que antes de viajar debeestar completamente recuperada.

Un mes después del nacimiento delpequeño Fernando, Felipe había firmadoen Lyon el tratado entre los Reyes deEspaña y de Francia, pero era obvio queel tratado significaba muy poco, ycuando los ejércitos avanzaron paratomar posesión de las respectivas partesdel dividido reino de Nápoles, se hizoevidente la inminencia del conflicto.

La guerra estalló al año siguiente,obligando a los Soberanos a concentraren ella toda su atención.

Isabel, sin embargo, se las componía

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para pasar con Juana tanto tiempo comole era posible. Cada vez le daba másmiedo dejarla sola, porque desde lapartida de Felipe la enfermedad deJuana se iba haciendo cada vez másmanifiesta. Ya no servía de nada hacercomo si la princesa fuera normal. En lacorte se daban cuenta de su inestabilidadmental, y los rumores no tardaríanmucho en difundirse por todo el país.

Juana había escrito a su maridomuchas cartas plañideras.

«No me dejan ir a reunirmecontigo», le decía. «Tú tienes queordenarme que viaje, y entonces ya nopodrán detenerme.»

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Un día de noviembre recibió la cartade Felipe. Aunque descortés, era detodas maneras una invitación a regresara Flandes. Si le parecía que valía lapena hacer el viaje por mar en esaépoca, o si estaba dispuesta a pasar porFrancia, un país indudablemente hostil aEspaña, ¿por qué no lo hacía?

Cuando terminó de leer la carta,Juana la besó. La mano de Felipe habíatocado ese papel, que para ella erasagrado.

Inmediatamente salió de sumelancolía.

—Me voy —anunció—. ¡Me voyinmediatamente para Flandes!

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Las damas que la atendían,aterrorizadas ante lo que estaba a puntode hacer, pusieron a la Reina al tanto dela nueva situación.

La corte residía por entonces enMedina del Campo, e Isabel habíainsistido en que Juana estuviera conellos para poder estar junto a su hijatoda vez que le fuera posible. En breve,sin embargo, la Reina debía dirigirse aSegovia, y cuando se enteró de la noticiase alegró de no haberlo hecho todavía.

Inmediatamente, se dirigió a lashabitaciones de Juana, donde encontró asu hija con el pelo suelto sobre loshombros y los ojos desorbitados.

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—¿Qué ha sucedido, hija mía? —lepreguntó dulcemente la Reina.

—Felipe me ha mandado llamar. Meordena que me vaya.

Madre Santa, rogó Isabel, ¿es queentonces quiere deshacerse de ella?¡Sugerirle que viaje en esta época delaño, con el tiempo que hace en el mar!¿Y cómo es posible que viaje porFrancia, en este momento?

—Querida mía —le señaló—, esono significa ahora. Quiere decir quevayas cuando llegue la primavera.

—Él dice ahora.—Pero no podrás viajar con un

tiempo tan inclemente. Lo más probable

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sería que naufragaras.—Puedo cruzar a través de Francia.—Y ¿quién sabe lo que podría

sucederte? Estamos en guerra conFrancia.

—El Rey es amigo de Felipe, y noharía daño a su esposa.

—Tampoco olvidaría que eres lahija de tu padre.

Juana se retorció un largo mechón depelo, tironeándoselo con vehemencia.

—Quiero ir. Quiero irme.—No, mi querida. Cálmate, y deja

que lo decida tu madre.—Vos estáis contra mí —la acusó

Juana—. Todos estáis contra mí, y es

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porque estáis celosos, porque yo estoycasada con el hombre más apuesto delmundo.

—Querida mía, no hables así, te loruego. No digas esas cosas. Las dicessin intención. Oh, mi querida Juana, yosé que las dices sin intención. Estásdemasiado tensa. Déjame que te ayude ameterte en cama.

—En cama no. ¡Yo quiero irme aFlandes!

—Te irás en la primavera, querida.—¡Ahora! —chilló Juana, y los ojos

empezaron a desorbitársele—. ¡Ahora!—Entonces, espera aquí un poco.—¿Vos me ayudaréis?

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—Tú sabes que yo siempre te ayudo.De pronto, Juana se arrojó en los

brazos de su madre.—Oh, madre, madre… es que lo

amo tanto. Lo necesito tanto. Vos, quesois tan fría… tan correcta… ¿cómopodéis entender lo que él significa paramí?

—Lo entiendo —le aseguró laReina, mientras la llevaba hacia la cama—. Pero esta noche debes descansar. Nopuedes salir de viaje durante la noche,¿no crees?

—Mañana.—Veremos. Pero esta noche debes

descansar.

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Juana se dejó llevar hasta el lecho,mientras seguía murmurando:

—Mañana me iré con él. Mañana…Isabel cubrió a su hija con una manta.

—¿Dónde vais? —le preguntóJuana.

—A encargar una poción calmantepara ti.

—Mañana —susurraba Juana.Isabel fue hasta la puerta de la

habitación y ordenó que llamaran a sumédico.

—Una poción para que mi hija seduerma —pidió al verlo llegar.

El médico se la trajo, y Juana labebió con avidez.

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Estaba deseando dormir. Suansiedad la tenía agotada, y una nochede sueño la acercaría más a mañana.

Isabel se quedó junto a la cama hastaverla dormida.

Finalmente, fue así, se decía. Ya nopuedo ocultar la verdad, y todos lasabrán. Tengo que hacer que la vigilen.Esto es el primer paso en el camino aArévalo.

Tenía el rostro pálido, casi sinexpresión. Le había sido asestado el másfuerte de todos los golpes, y la Reinaestaba sorprendida de poder aceptarlocon tal resignación.

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Pasado mediodía, Juana se despertó delsueño provocado por la droga.

Inmediatamente recordó la carta quehabía recibido de Felipe.

—Me voy a Flandes —se dijo enalta voz—. Hoy me voy a Flandes.

Intentó levantarse, pero la invadióuna sensación de enorme lasitud yvolvió a recostarse en las almohadas,sin pensar ya en el viaje a Flandes sinoen el final de éste: en su reencuentro conFelipe.

La idea era tan embriagadora queJuana se sacudió la modorra y de unsalto se bajó del lecho.

—¡Venid y ayudadme a vestirme! —

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gritó a sus damas—. Y vestidme para unviaje, que hoy me voy a Flandes.

Las mujeres entraron, con un airediferente, un poco furtivo tal vez. Juanalo advirtió y se preguntó por qué.

—Venid y daos prisa —les ordenó—. Hoy partimos, y es mucho lo que hayque hacer.

—Alteza, la Reina ha dado órdenesde que hoy debíais descansar envuestras habitaciones.

—¿Cómo puedo descansar, cuandotengo que salir de viaje?

—La Reina dio instrucciones deque…

—Yo no obedezco las instrucciones

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de la Reina, cuando el que me ordenaque viaje es mi marido.

—Alteza, el tiempo está malo.—Hará falta algo más que mal

tiempo para mantenerme separada de él.¿Dónde está la Reina?

—Partió para Segovia, y éstas sonlas instrucciones que nos ha dejado atodos aquí: que hemos de cuidar de voshasta su regreso, y que entonces ellahablará con vos de vuestro viaje.

—¿Cuándo regresará?—Nos dijo que debíamos deciros

que tan pronto como terminara con susobligaciones de Estado en Segovia,regresaría a vuestro lado.

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—¿Y cree que yo la esperaré hastaque regrese?

Juana había empezado a retorcer latela de la bata en la que se habíaenvuelto al levantarse de la cama.

—Tememos que no hay otraalternativa, Alteza. Son las instruccionesque todos hemos recibido.

Juana guardó silencio. En sus ojosbrilló una mirada de astucia, pero sedominó, y no se le escapó el profundoalivio de sus camareras.

—Hablaré con la Reina cuandovuelva —accedió—. Venid, ayudadme avestirme y a arreglarme el pelo.

Se quedó en silencio mientras la

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atendían, comió poco y después seinstaló en su asiento de la ventana y sepasó horas mirando hacia afuera.

La melancolía había vuelto aadueñarse de ella.

A la noche, Juana se despertósúbitamente y sintió las mejillascubiertas de lágrimas.

¿Por qué estaba llorando? PorFelipe. Porque la mantenían alejada deFelipe cuando él le había pedido quevolviera. Le ponían excusas para quesiguiera allí. Su madre estaba aún enSegovia, sin darse prisa en volver aMedina del Campo, porque sabía quecuando volviera debía disponer las

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cosas para la partida de su hija.Era una conspiración, una

conspiración cruel y perversa destinadaa mantenerla lejos de Felipe. Todosestaban celosos porque Juana se habíacasado con el hombre más apuesto delmundo.

Se enderezó en la cama y vio lahabitación inundada por la pálida luz dela luna. Se bajó de la cama; en el cuartoadyacente se oía la calma respiración desus camareras.

—No tengo que despertarlas —sedijo en un susurro—, porque entoncesme detendrán.

¿Detenerla? ¿Es que iba a hacer

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algo?Se rió para sus adentros. No iba a

seguir esperando. Iba a irse… ahoramismo.

No había tiempo que perder.Tampoco tiempo para vestirse. Cubriócon una bata su cuerpo desnudo y, conlos pies descalzos, salió sigilosamentede la habitación.

Sin que nadie la oyese, descendió lagran escalera y llegó al vestíbulo.

Uno de los hombres que guardabanla puerta se sobresaltó como si hubieravisto un fantasma, y en verdad que Juanase veía lo bastante extraña como paraparecerlo, con el pelo suelto y en

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desorden sobre los hombros y la bataondulante en torno de su cuerpodesnudo.

—Madre Santa… —balbuceó elguardia.

Juana pasó corriendo junto a él.—¿Quién vive? —preguntó el

hombre.—Yo soy, la hija de vuestros

Soberanos.—En verdad que es doña Juana, en

persona. Vuestra Alteza, señora, ¿quéhacéis aquí? ¡Y así vestida! Os moriréisde frío, con esta noche helada.

Ella se le rió en la cara.—Vuelve a tu puesto —le ordenó—,

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y déjame cumplir con mi deber, que voycamino de Flandes.

El aterrado guardia despertó a suscompañeros, y media docena de ellosacudieron sin tardanza.

Juntos vieron la fugitiva imagen dela heredera del trono que atravesabacorriendo el patio, hacia las puertas.

—Están cerradas —aseguró uno delos hombres—. No irá ir muy lejos.

—Dad la voz de alarma —aconsejóotro—. Mi Dios, está tan loca como suabuela.

Juana les hizo frente, con la espalda

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contra las murallas, levantando lacabeza en un gesto desafiante.

—Abrid las puertas —vociferó alobispo de Burgos, a quien habían hechovenir de sus habitaciones en el palaciopara que hiciera frente a la situación.

—Alteza, es imposible —respondióel obispo—. La Reina ha dado órdenesde que no se abran.

—Soy yo quien os doy órdenes —legritó Juana.

—Alteza, debo obedecer las órdenesde mi Soberana. Permitidme que llame avuestras doncellas para que os ayuden avolver a la cama.

—No quiero volver a la cama.

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Tengo que irme a Flandes.—Más tarde, Alteza. Por esta

noche…—No, no —chillaba Juana—. No

volveré. Abrid las puertas y dejadmeseguir mi camino.

—Id a las habitaciones de Su Altezaa pedir a sus doncellas que le traiganropa más abrigada —indicó el obispo,volviéndose hacia uno de los hombres.

—¿Qué estáis susurrando? —gritóJuana, mientras el hombre se alejaba—.Estáis celosos de mí… todos vosotros.Por eso me tenéis aquí encerrada. Abridesas puertas si no queréis que os hagaazotar.

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En ese momento se le acercó una desus camareras.

—Alteza —suplicó la mujer—, si osquedáis aquí os moriréis de frío. Osruego que vengáis a acostaros.

—¿Tú también quieres detenerme,entonces? Tú también quieresmantenerme apartada de él. No creasque no lo he comprendido. Ya vi cómolo mirabas con ojos lascivos.

—Alteza, por favor, Alteza —lerogaba la mujer.

Otra de las azafatas se le acercó,trayendo ropa de abrigo, e intentódeslizar sobre los hombros de Juana unagruesa capa, pero la heredera se la

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arrancó de las manos y con un grito defuria la arrojó a la cara de quienes larodeaban.

—Os haré azotar a todos —vociferó—. A todos, por haber intentadomantenerme alejada de él.

—Por favor, volved al palacio,Alteza —imploró el obispo—. Haremosllamar inmediatamente a la Reina, paraque podáis hablar con ella de vuestroviaje.

Pero el estado anímico de Juanahabía vuelto a modificarse. De pronto sesentó y se quedó mirando hacia adelante,como si no los viera, sin respondertampoco cuando la interpelaban.

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El obispo no sabía muy bien quéhacer. No podía ordenar a Juana quevolviera a sus habitaciones, pero sinembargo temía por su salud, e inclusopor su vida, si la infanta permanecíadurante toda la noche a la intemperie.

Decidió volver al palacio y llamó auno de sus servidores.

—Ve inmediatamente a Segovia. Nopodrás salir por la puerta principal, demodo que te harán salir discretamentepor un pasadizo secreto. Irás a todaprisa a ver a la Reina. Cuéntale lo queha sucedido… todo lo que has visto, ypídele instrucciones respecto de laforma de proceder. Ve, no te demores,

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que no hay tiempo que perder.

Durante toda la noche, Juana siguió antelas puertas del palacio. El obispo tratóde persuadirla, y en ocasiones se olvidóincluso de su rango y llegó a enfurecersecon ella, sin que Juana le prestara lamenor atención; a veces, parecía noadvertir siquiera su presencia.

La distancia entre Medina delCampo y Segovia era de unas cuarentamillas, de modo que no se podía esperarque la Reina llegara ese día, y quizátampoco el siguiente. El obispo creíaque si volvía a pasarse otra noche al

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aire libre y sin la vestimenta adecuada,Juana se moriría de frío.

Durante todo el día siguiente siguiónegándose a moverse, pero cuandovolvió a caer la noche el obispoconsiguió convencerla de que serefugiara en un pequeño cobertizo, unaespecie de choza donde evidentementeera imposible encerrarla, pero que lebrindaría por lo menos cierta proteccióncontra el intenso frío.

Finalmente, Juana aceptó lo que leproponían, de manera que en la chozapasó la segunda noche, pero tan prontocomo amaneció volvió de nuevo ainstalarse junto a las puertas.

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Cuando recibió la noticia de lo quesucedía, Isabel se sintió abrumada dedolor. Desde su llegada a Segovia sehabía sentido muy enferma; la guerra,sus múltiples obligaciones, la desilusiónde no volver a tener consigo a Catalina ysu persistente inquietud respecto deJuana iban minándola poco a poco.

Aunque quería regresarinmediatamente a Medina, la Reinatemía que, débil como estaba, no podríahacerlo con la rapidez necesaria.

Hizo llamar a su presencia aJiménez, pero como temía la rigidez delarzobispo en lo referente a su hija,convocó también a Henríquez, el primo

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de Fernando.—Quiero que acudáis a toda prisa a

Medina del Campo —les explicó—. Yoos seguiré, pero debo hacerlo a un ritmomás lento. Mi hija… se estáconduciendo de una manera extraña.

Los puso al tanto de lo que sucedía,y no había pasado una hora desde laentrevista cuando los dos hombresemprendieron el viaje, mientras Isabeliniciaba los preparativos para partir a suvez.

Cuando Jiménez y Henríquezllegaron a Medina, el obispo los recibiócon un alivio enorme. Estaba frenéticode angustia, porque Juana, con una

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mueca de hosca determinación, los piesy las manos azules de frío, seguía aúninmóvil, sentada en el suelo y con laespalda apoyada contra la muralla, juntoa las puertas del palacio.

Cuando se abrieron las puertas paradejar paso a Jiménez y su acompañante,la infanta procuró levantarse, pero teníalos miembros entumecidos de frío y,antes de que pudiera llegar a las puertas,éstas habían vuelto a cerrarse.

Jiménez la increpó furiosamente:Juana debía volver sin tardanza a sushabitaciones. Era el colmo de laimpropiedad, el colmo de ladesvergüenza, que una princesa de la

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Casa Real anduviera paseándose así amedio vestir.

—Vuélvete a tu universidad —legritó Juana—. Ve a ocuparte de tu Bibliapoliglota. Ve a torturar a las pobresgentes de Granada, pero a mí déjame enpaz.

—Parecería, Alteza, que os haabandonado todo sentido de la decencia.

—Guárdate tus palabras paraquienes las necesiten, que a mí no tienesderecho de torturarme, Jiménez deCisneros —le espetó Juana.

Henríquez intentó un acercamientocon palabras más dulces.

—Mi querida prima, nos tenéis a

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todos preocupados, angustiados alpensar que os enfermaréis si seguísquedándoos aquí.

—Si tan angustiados estáis por mí,¿por qué me impedís que vaya areunirme con mi marido?

—No os lo impedimos, Alteza.Únicamente os pedimos que esperéishasta que haya mejor tiempo para hacerel largo viaje que os aguarda.

—Dejadme tranquila —volvió avociferar Juana.

Después bajó la cabeza, se quedócon la vista fija en el suelo y se negó aresponder.

Jiménez se preguntaba si lo mejor no

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sería hacerla entrar en el palacio por lafuerza, pero no era fácil encontrar quiense aviniera a llevar a la práctica unaorden semejante. Juana era la futuraReina de España.

Al pensar en ella, el arzobispo seestremecía. La infanta estaba castigandosu cuerpo, como él mismo lo habíahecho infinidad de veces, pero ¡con quépropósito tan diferente! Jiménezmortificaba su carne como un mediopara lograr mayor santidad, en tanto quela mortificación de Juana representabaun desafío frente a quienes le negaban lagratificación de su lujuria.

Una vez más, Juana pasó la noche en

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la choza y, al romper el alba, volvió aocupar su lugar junto a las puertas. Esamisma mañana, llegó Isabel.

Tan pronto como entró, la Reina sedirigió rectamente hacia su hija. No lariñó ni le habló de sus deberes;simplemente, tomó en sus brazos a Juanay, por primera vez, Isabel perdió eldominio de sí. Las lágrimas le corríanpor las mejillas al abrazar a su hija.Después, llorando todavía, se despojóde su pesada capa para cubrir con ellalas heladas formas de Juana.

Entonces, pareció que la infantaolvidara su determinación. Con ungritito se abandonó en los brazos de su

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madre, susurrando:—Madre, oh, madre querida.—Ya estoy aquí —la tranquilizó

Isabel—. Todo está bien. Madre estáaquí.

Parecía que volviera a ser una niña,que los años hubieran vuelto atrás. Eraotra vez la rebelde Juana que, cuando lacastigaban por haberse hecho culpablede alguna travesura, se sentía asustada einsegura y no quería otra cosa que elconsuelo y la seguridad que sólo sumadre podía brindarle.

—Ahora vamos adentro —la invitóla Reina—, para que tú y yo podamosconversar. Haremos planes y

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hablaremos de todo lo que tú quierashablar. Pero, querida mía, estás tanhelada, y tan débil… Debes hacer lo quete dice tu madre, y entonces te pondrásfuerte y bien, y podrás ir a Flandes areunirte con tu marido. En cambio, siestás enferma no podrás, ¿no te parece?Ni él tampoco querrá una esposaenferma.

Con esas palabras, Isabel habíalogrado lo que no pudieron conseguir lasfuribundas invectivas de Jiménez, lapersuasión de Henríquez ni elangustiado empeño del obispo deBurgos.

Rodeando a su hija con un brazo, la

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Reina condujo a Juana hacia el palacio.

Ahora que sobre Isabel se había abatidoel golpe decisivo, el que durante tantotiempo había temido y que ya no podíaseguir negando, la salud de la Reina seresintió.

Durante varios días estuvo tanenferma que no le quedó otra alternativaque permanecer en cama. No podíaseguir viajando con Fernando, pese aque España pasaba por momentos deverdadera ansiedad, ya que estaban bajola amenaza de una invasión de losfranceses.

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A la llegada de la primavera, Juanaemprendió su viaje a Flandes. Isabel sedespidió afectuosamente de su hija,segura de que jamás volvería a verla.No hizo intento alguno de aconsejarla,ya que bien sabía que todos sus consejosserían desoídos.

La Reina se daba cuenta de que susdías en este mundo estaban contados.

Mientras abrazaba a Juana, estabadiciéndose que debía poner sus asuntosen orden.

Llena de gozo, Juana se encaminó haciala costa. Por el camino, el pueblo la

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saludaba con aclamaciones. En lacampiña y en las aldeas había muchosque nada sabían de su locura, y creíanque la infanta había estado cruelmenteprisionera para mantenerla lejos de sumarido.

Mientras atravesaba el país, con unagraciosa sonrisa, no se advirtió en ellasigno alguno de locura. Cuando se sentíapacíficamente feliz, Juana parecía estardel todo cuerda, y en esos momentos sesentía feliz, porque se dirigía a reunirsecon Felipe.

En Laredo se demoraron a la esperade que pudiera emprenderse el viaje pormar, y durante ese tiempo Juana empezó

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a mostrar signos de tensión, pero antesde que su locura pudiera adueñarse deella se habían hecho ya a la vela.

Para la infanta era una alegría volvera Bruselas, y se inquietó un poco alcomprobar que Felipe no había acudidoa esperarla a la costa. Aquellas de susdamas que conocían ya los signos de suextravío la observaban atentamente,manteniéndose a la expectativa.

En el palacio, Felipe la recibió tandesaprensivamente como si laseparación no hubiera durado meses.Pero si Juana se sintió decepcionada,también era tal su regocijo de volver aestar con él que no lo demostró.

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Su marido pasó con ella la primeranoche que siguió al arribo de Juana,pero no transcurrió mucho tiempo sinque ésta descubriera que había alguienmás que ocupaba ampliamente laatención de Felipe.

Tampoco tardó mucho en descubrirquién era la nueva amante que lo teníacautivado, ya que no faltaron lenguasmaliciosas, ávidas de tener oportunidadde señalársela.

Cuando Juana la vio, se sintióinundada por oleadas de cólera.Físicamente, la mujer parecía una Juno:una típica belleza flamenca, amplia decaderas y abundante de pechos, de cutis

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fresco y que lucía como su rasgo máscaracterístico una maravillosa cabelleradorada, una abundante cascada que lecaía en rizos por los hombros hasta lacintura, y de la cual estabaevidentemente tan orgullosa que usabasiempre el pelo suelto, con lo cualestaba, incluso, imponiendo una nuevamoda en la corte.

Durante días enteros, Juana estuvoobservándola, sintiendo cómo el odiocrecía dentro de ella. Y a la noche,mientras estaba sola, deseando queFelipe acudiera a su lado, pensaba enesa mujer y en lo que le haría si algunavez llegaba a ponerle las manos encima.

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Felipe la descuidaba por completo,y la frustración de estar tan cerca de él yverse, no obstante, privada de sucompañía era tan grande para Juanacomo la de haberse sentido prisioneraen Medina del Campo.

Felipe tuvo que ausentarse de la cortedurante algunos días y, para gran alegríade Juana, no se llevó consigo a sublonda amante.

Cuando Felipe no estaba, Juanapodía dar órdenes: era su mujer, laprincesa de España, la archiduquesa deFlandes. De eso no podía él despojarla

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para concedérselo a la prostituta decabellos de oro.

Juana estaba en un frenesí deexcitación. Hizo reunir a sus doncellas yexigió que la amante de su marido fueratraída a su presencia.

La mujer se irguió ante ella conarrogancia, segura de su poder, conplena conciencia de hasta qué puntoJuana amaba y necesitaba a su marido, yen sus ojos apareció una mirada decompasiva insolencia, como sirecordara todos los favores que le erannegados a Juana, porque era ella quienlos obtenía de Felipe.

—¿Habéis traído las cuerdas que os

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pedí? —preguntó Juana—. Entonces —prosiguió cuando una de las camarerasle aseguró que las tenía—, id a llamar alos hombres.

Varios sirvientes que, advertidos yade que se los llamaría, habían estadoesperando afuera, entraron en lahabitación.

Juana les señaló la amante deFelipe.

—Atadla. Atadla de pies y manos.—No hagáis eso, que será peor para

vos si lo hacéis —gritó la mujer.En su locura, Juana asumió toda la

dignidad que tanto se había esforzadosiempre por inculcarle su madre.

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—¡Obedecedme! —ordenótranquilamente—. Yo soy aquí la quemanda.

Los hombres se miraron, y cuando larubia belleza de cabellos de lino sepreparaba para escapar de la habitación,uno de ellos la atrapó y la retuvo. Losotros, siguiendo su ejemplo, hicieron loque Juana les había ordenado y la ataronfirmemente con las cuerdas. Como unpaquete, la mujer quedó a los pies deJuana, con los ojos azules dilatados porel espanto.

—Ahora haced venir al barbero —prosiguió Juana.

—¿Qué vais a hacer? —gimió la

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mujer.—Ya lo veréis —le aseguró Juana,

que sentía cómo una risa desaforadaquería apoderarse de su cuerpo, pero ladominó; si iba a vengarse, queríahacerlo con calma.

El barbero entró, con todos losinstrumentos de su oficio.

—Sentad a esta mujer en una silla —indicó Juana.

De nuevo, la risa se agitó dentro deella, pugnando por desatarse. Muchasveces, Juana se había imaginado lo queharía con las mujeres de Felipe si algunavez llegaba a tener a su disposición auna de ellas. Había imaginado torturas,

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mutilaciones, incluso la muerte paraquienes tanto sufrimiento le habíancausado.

Pero ahora se le había ocurrido unaidea brillante, que sería indudablementela mejor venganza.

—Cortadle el pelo —ordenó—.Afeitadle la cabeza.

La mujer dejó escapar un chillido,mientras el barbero se quedabaespantado, con los ojos fijos en esagloriosa cabellera dorada.

—Ya oísteis lo que dije —gritó a suvez Juana—. Haced lo que os digo si noqueréis que os haga llevar a prisión. Sino me obedecéis inmediatamente, os

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haré torturar. Haré que os ejecuten.—Sí, sí… Vuestra Gracia —

murmuró el barbero—. Sí, sí, mi señora.—Está loca, está loca —gritaba la

aterrorizada mujer, para quien pocastragedias podía haber más tremendasque la pérdida de su hermoso cabello.

Pero el barbero ya había puestomanos a la obra y los gritos de nada lesirvieron. Juana ordenó a otros doshombres que la inmovilizaran, y loshermosos rizos no tardaron en estardesparramados por el suelo.

—Ahora, afeitadle la cabeza —exigió Juana—. Quiero verlacompletamente calva.

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El barbero obedeció.Juana se ahogaba de risa.—¡Qué diferente queda! Ya no se la

reconoce. ¿La reconoceríais vosotros?Ahora ya no es una belleza.Simplemente, parece una gallina.

La mujer, que había vociferado susprotestas de manera no menos demencialque la de Juana, estaba ahora inmóvil,jadeante, en su silla, con el evidenteagotamiento que sigue a una crisis.

—Ya podéis soltarla y llevárosla —decidió Juana—. Traedle un espejo,para que pueda ver cuánto debía a esoshermosos rizos dorados de los cualesacabo de despojarla.

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Mientras volvían a llevarse a lamujer, Juana se entregó a un paroxismode risa.

A grandes pasos, Felipe entró en lashabitaciones de su mujer.

—¡Felipe! —exclamó Juana,mientras los ojos se le encendían deplacer.

Después, al ver que él la mirabafríamente, pensó: entonces, fue primeroa verla a ella; ya la ha visto.

La acometió entonces un miedoterrible. Felipe estaba enojado, y no consu amante, porque hubiera perdido la

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espléndida cabellera que a él leresultaba tan atractiva, sino con sumujer, que había sido responsable deque se la cortaran.

—¿Ya la has visto? —tartamudeó. Ymuy a pesar de sí la risa le subió por lagarganta, sofocándola, gorgoteante—.Parece… parece una gallina.

Felipe la cogió de los hombros y lasacudió. Ya la había visto, sí. Durante elviaje a Bruselas había venido pensandoen ella, imaginándose con placer elmomento del reencuentro… todo paraencontrarla… detestable. ¡Esa cabezaafeitada, en vez de los suaves rizosdorados! La mujer le había parecido

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repulsiva, y Felipe no había podidoocultar su impresión. Había leído en surostro la más profunda humillación, y nohabía sentido más que un deseo: el dealejarse de ella.

—Me ataron, me inmovilizaron, yme cortaron el pelo… me afeitaron lacabeza —le había contado ella—. Y fuevuestra mujer… la loca de vuestramujer.

—Ya crecerá —había respondidoFelipe, mientras pensaba: «mi mujer…la loca de mi mujer».

Después había ido directamente aver a Juana, rebosante de disgusto.

Juana estaba loca, y le repugnaba

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como jamás le había repugnado mujeralguna. ¡Y las cosas que se atrevía ahacer mientras él no estaba! Creía quepodía tener algún poder en la corte deFelipe, pero era porque sus padres,arrogantemente, le habían inculcado queera la heredera de España.

—Felipe —gimió Juana—, lo hiceporque esa mujer me volvía loca.

—Tú no necesitabas que nadie tevolviera loca —respondió él, cortante—. Ya estabas loca de antes.

—Loca no, Felipe. No. Loca deamor por ti, únicamente. Si tú fuerasbueno conmigo, yo siempre estaríatranquila. Si hice eso, fue solamente

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porque estaba celosa de ella. Dime queno estás enojado conmigo. Dime que noserás cruel. Oh, Felipe, si quedaba tancómica… con esa cabeza… —la risavolvió a surgir dentro de ella.

—¡Cállate! —le ordenó fríamenteFelipe.

—Felipe, no me mires así. Si lo hicefue únicamente porque…

—Ya sé por qué lo hiciste. Quítamelas manos de encima, y nunca vuelvas aacercarte a mí.

—Pero… te has olvidado. Soy tuesposa. Debemos tener hijos…

—Ya tenemos bastantes hijos —lainterrumpió él—. Aléjate de mí, que no

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quiero volver a verte jamás. Estás loca.Ten cuidado, si no quieres que teencierre donde corresponde.

Con el rostro alzado hacia él,tironeándole el jubón, a Juanaempezaban a resbalarle las lágrimas porlas mejillas.

Felipe la apartó de un empujón y laarrojó al suelo; después, saliópresurosamente de la habitación.

Juana siguió en el suelo, sollozando,hasta que de pronto empezó otra vez areírse, al recordar la grotesca cabezaafeitada.

Nadie se le acercó. Fuera de lahabitación, sus doncellas susurraban

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entre sí.—Dejémosla. Es lo mejor, cuando le

da la locura. ¿Qué será de ella? Concada día que pasa está más loca.

Pasado un rato, Juana se levantó yfue a tenderse sobre su cama.

—Preparadme para la noche —indicó a las doncellas, cuando se leacercaron—, que mi marido prontovendrá a visitarme.

Lo esperó durante toda la noche, sinque Felipe viniera. Y durante las nochesy los días que siguieron continuóesperándolo, sin verlo jamás.

Solía quedarse sentada, con unaexpresión de melancolía en el rostro,

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pero algunas veces prorrumpía en unarisa estrepitosa, y en el palacio deBruselas se comentaba continuamente:

—Con cada día que pasa está másloca.

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El fin de IsabelEn Medina del Campo, Isabel estabaenferma. Decíase que padecía unasfiebres tercianas, y que mostraba signosde hidropesía en las piernas.

Corría el mes de junio cuando lellegó la noticia del desdichado episodioen la corte de Bruselas.

—Oh, hija mía —murmuró la Reina—, ¿qué será de ti?

¿Qué puedo yo hacer?, sepreguntaba. Y en verdad, ¿qué podíahacer por ninguna de sus hijas? Catalinaestaba en Inglaterra, e Isabel temía porCatalina. Verdad que ya estaba

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formalmente comprometida con Enrique,a esa altura ya príncipe de Gales yheredero de Enrique VII, pero su madreestaba ansiosa por la dispensa que,según se decía, había llegado de Roma ysin la cual no podía ser legal elmatrimonio entre Catalina y el príncipeEnrique. Pero Isabel no había visto labula de dispensa. ¿Podría confiar en elastuto Rey de Inglaterra? ¿Y si éste sóloquisiera poner sus ávidas manos sobrela dote de Catalina, sin que le importarasi el matrimonio de la infanta con elhermano de su difunto esposo era legal ono?

—Debo ver esa bula —se dijo

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Isabel—. Debo verla antes de morir.María, como Reina de Portugal,

sería indudablemente feliz. En Manuelse podía confiar. La calma María, que alparecer no sentía emociones ni lasprovocaba, jamás había dado a suspadres ningún motivo de angustia, y sufuturo parecía más seguro que el decualquiera de las otras dos hijas deIsabel.

Pero toda inquietud por Catalinaabandonaba a Isabel cuando la Reinapensaba en Juana. ¿Qué terrible tragediale reservaría el futuro?

Enferma como estaba, Isabel seguíasiendo la Reina y no debía olvidar sus

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obligaciones. Siempre había visitantesvenidos del extranjero a quienes habíaque atender; estaban los derechos de supueblo para defender. Fernando nopodía estar con ella. Los franceseshabían intentado la invasión de España,pero Fernando había conseguido frustrarel intento.

Ahora que Isabel estaba enferma,también se había enfermado Fernando, yno podía estar con ella, de modo que laansiedad que sentía por él intensificabala melancolía de Isabel.

¿Qué sucederá cuando Fernando y yono estemos? Carlos es muy pequeño,Juana está loca… Felipe gobernará

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España. Eso no debe ser; Fernando nodebe morir.

Isabel rogaba por su marido, rogabaporque le fueran dadas las fuerzas pararecuperarse, para vivir hasta el momentoen que Carlos hubiera crecido y fuera unhombre; y rogaba porque su nieto nohubiera heredado la tara de la madre.

Después recordó a Jiménez, suarzobispo, y la invadió una gran alegría.Jiménez respaldaría a Fernando, y losdos gobernarían España.

Isabel dio las gracias a Dios por elarzobispo.

Después llegó la noticia de queFernando se había recuperado de su

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dolencia: tan pronto como estuviera encondiciones de viajar, iría a reunirsecon ella. Con alivio en el corazón,Isabel hizo su testamento.

Deseaba, expresó, descansar enGranada, en el monasterio franciscanode Santa Isabel, en la Alhambra, sin otrorecordatorio que una sencillainscripción.

Pero, pensó, debo estar junto aFernando, y tal vez él quiera sersepultado en un lugar diferente. ¡En vidase había visto obligada tantas veces aestar en desacuerdo con él! Pero en lamuerte haría lo que él deseara.

Con mano un tanto insegura,

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escribió: «Si el Rey, mi señor,prefiriera un sepulcro en otro lugar,entonces es mi voluntad que allí seatransportado mi cuerpo, para quedescanse a su lado.»

Siguió escribiendo, especificandoque la corona debía pasar a Juana, comoReina Propietaria, y al archiduqueFelipe, su marido, pero designó a suesposo Fernando como único regente deCastilla hasta la mayoría de edad de sunieto Carlos, porque debía tomar lasdebidas providencias referentes algobierno en caso de ausencia oincapacidad de su hija Juana.

Isabel vertió algunas lágrimas al

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pensar en Fernando. Recordaba con todaclaridad el aspecto que tenía la primeravez que se había presentado ante ella, enaquella época en que Isabel lo habíaencontrado perfecto, la materializaciónde su ideal. ¿Acaso no estaba decidida aser la mujer de Fernando desde muchosaños antes de haberlo visto? Joven,apuesto, viril… ¿cuántas mujeres habíansido tan afortunadas como para tener unmarido así?

—Si hubiéramos sido gente humilde—murmuró Isabel—, si hubiéramosestado siempre juntos, nuestra vidahabría sido muy diferente. Los hijos queél tuvo con otras mujeres habrían sido

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mis hijos. ¡Qué grande y hermosafamilia tendría yo entonces!

«Suplico al Rey, mi señor», siguióescribiendo, «que se digne aceptar todasmis joyas, o las que él considereconvenientes, para que al verlas puedarecordar el especial amor que siemprele tuve en vida, y no olvide que loespero ahora en un mundo mejor; paraque este recuerdo lo estimule a vivir eneste con mayor santidad y justicia.»

Designó como los dos principalesalbaceas testamentarios al Rey y aJiménez.

Cuando todo estuvo en orden, Isabelse preparó para morir, pues sabía que

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muy poco tiempo le quedaba ya de vidasobre la tierra.

Aquel oscuro día de noviembre delaño 1504 pesaba sobre el país unaprofunda tristeza. En toda España sesabía que la Reina se estaba muriendo.

Reclinada en su cama, Isabel estabalista para la partida. Había vivido suvida, y estaba en paz con Dios. Ya nopodía hacer nada más por sus amadashijas, pero dedicaba sus últimos minutosa orar por ellas.

Fernando estaba junto a ella, peroIsabel no lo percibía como el hombre enquien se había convertido, sino como sujoven esposo. Pensaba en los primeros

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días de su matrimonio, cuando el país seencontraba dividido, y bandas deladrones asolaban montañas y llanuras.Y volvía a experimentar aquellafelicidad, aquel glorioso sentimiento decerteza.

—Vos y yo juntos, Fernando,haremos grande a España —le habíadicho en aquellos días.

¿Lo habían conseguido? De ellos erael honor de la reconquista, de ellos lagloria de una España totalmentecristiana. Habían desembarazado al paísde judíos y de moros, y en todas lasciudades ardían las hogueras de laInquisición. Allende los mares, de ellos

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era el Nuevo Mundo.—Y sin embargo… —murmuró

Isabel—. Sin embargo…Era tanto lo que estaba aún por

hacer, que se aferraba a la vida.Sus labios articularon el nombre de

Catalina.—Catalina… Catalina, ¿qué será de

ti en Inglaterra?—Juana… —murmuró después—,

mi pobre y loca Juana, ¿qué clase devida te espera?

Eran cosas que jamás sabría, ahoraque iba sumergiéndose poco a poco enotra vida.

—Jiménez —susurró—, vos debéis

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seguir junto a Fernando. Ambos debéisolvidar vuestro recíproco disgusto paraapoyaros.

Entonces le pareció oír, llena dedesprecio, la voz de Fernando:

—¡Vuestro arzobispo!Pero Isabel se sentía demasiado

cansada, demasiado débil, y ya no eraella quien podía resolver esosproblemas. Tenía cincuenta y cuatroaños, y hacía treinta que reinaba; habíatenido una vida larga y rica.

Los que rodeaban su lecho estabanllorando.

—No lloréis por mí —les dijoIsabel—, ni perdáis el tiempo rogando

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por mi recuperación. Es mi hora; rogadúnicamente por la salvación de mi alma.

En ese momento le administraron laExtremaunción y poco antes delmediodía, la reina Isabel abandonósilenciosamente este mundo.

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ELEANOR ALICE BURFORD (JEANPLAIDY). Nació en Londres, 1 deseptiembre de 1906 y murió durante uncrucero de placer en el marMediterráneo, cerca de Grecia el 18 deenero de 1993. Sra. de George PercivalHibbert fue una escritora británica,autora de unas doscientas novelas

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históricas, la mayor parte de ellas con elseudónimo Jean Plaidy. Escogió usarvarios nombres debido a las diferenciasen cuanto al tema entre sus distintoslibros; los más conocidos, además delos de Plaidy, son Philippa Carr yVictoria Holt. Aún menos conocidas sonlas novelas que Hibbert publicó con losseudónimos de Eleanor Burford, ElburFord, Kathleen Kellow y Ellalice Tate,aunque algunas de ellas fueronreeditadas bajo el seudónimo de JaynePlaidy. Muchos de sus lectores bajo unseudónimo nunca sospecharon sus otrasidentidades.