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Las fuentes de la conducta soviética: por XBy George Kennan

De Foreign Affairs En Español, julio de 1947

George Kennan, bajo el seudónimo de X, escribió en 1947 el "extenso telegrama", que se consideró la Biblia de la Guerra Fría. Actualmente, a la edad de 98 años, es profesor emérito del Institute for Advanced Study, que colabora con Princeton University. Al final de este artículo se presenta una síntesis del contexto que dio pie a este ya clásico "extenso telegrama", así como una breve semblanza del autor.

Material original de Foreign Affairs, Volumen 24, Número 4, julio de 1947.

La personalidad política del poder soviético según lo conocemos hoy es producto de la ideología y las circunstancias: la ideología heredada por los actuales líderes soviéticos del movimiento en que tuvieron su origen político y las circunstancias del poder que han ejercido durante ya casi tres décadas en Rusia. Pocas tareas de análisis psicológico son más difíciles que intentar trazar la interacción de estas dos fuerzas y el papel relativo de cada una de ellas en la determinación de la conducta oficial soviética, pero debe hacerse el intento por comprenderla y por oponérsele con eficacia.

Resulta difícil resumir el conjunto de conceptos ideológicos de los dirigentes soviéticos a su llegada al poder. La ideología marxista, en su proyección ruso-comunista, siempre ha sido un proceso en sutil evolución. Los materiales en que se basa son amplios y complejos, pero las características principales del pensamiento comunista según existía en 1916 pueden resumirse tal vez del modo siguiente: a) que el factor central de la vida del hombre, el factor que determina el carácter de la vida pública y la "fisonomía de la sociedad" es el sistema mediante el cual se producen e intercambian los bienes materiales; b) que el sistema capitalista de producción es nefasto y conduce inevitablemente a la explotación de la clase obrera por la clase propietaria del capital y es incapaz de desarrollar de modo adecuado los recursos económicos de la sociedad o de distribuir con justicia los bienes materiales producidos por el trabajo humano; c) que el capitalismo contiene las semillas de su propia destrucción y que, dada la incapacidad de la clase poseedora del capital de ajustarse al cambio económico, debe a la larga e ineludiblemente resultar en la transferencia revolucionaria del poder a la clase obrera, y d) que el imperialismo, la fase final del capitalismo, conduce directamente a la guerra y la revolución.

El resto puede explicarse resumidamente en palabras del propio Lenin: "La desigualdad del desarrollo económico y político es la ley inflexible del capitalismo. De esto se deduce que la victoria del socialismo puede producirse originalmente en unos pocos países capitalistas o incluso en un solo país capitalista. El proletariado victorioso de ese país, habiendo expropiado a los capitalistas y organizado la producción socialista en casa, se alzará contra el mundo capitalista restante atrayendo hacia sí en el proceso a las clases oprimidas de otros países". ["Concerning the Slogans of the United States of Europe", edición oficial soviética de las obras de Lenin, agosto de 1915.]

Cabe señalar que no se suponía que el capitalismo muriera sin la revolución proletaria. Se necesitaba el empujón final de un movimiento proletario revolucionario a fin de derribar la vacilante estructura, pero se consideraba inevitable que ese empujón se diera más tarde o más temprano.

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Durante cincuenta años antes del estallido de la Revolución, este patrón de pensamiento ha ejercido enorme fascinación en los miembros del movimiento revolucionario ruso. Estos revolucionarios, frustrados, descontentos, sintiéndose incapaces de encontrar la expresión personal –o demasiado impacientes para buscarla– dentro de los límites restrictivos del sistema político zarista, pero carentes de apoyo popular amplio en su opción de la revolución sangrienta como medio de mejora social, encontraron en la teoría marxista una racionalización muy conveniente de sus propios deseos instintivos. Brindaba una justificación pseudocientífica a su impaciencia, a su negativa categórica de todos los valores del sistema zarista, a su deseo de poder y venganza y a su inclinación a simplificar su búsqueda. Por tanto, no es sorprendente que hayan llegado a creer implícitamente en la verdad y solidez de las enseñanzas marxista-leninistas, tan del agrado de sus propios impulsos y emociones. Su sinceridad no necesita ser impugnada. Se trata de un fenómeno tan antiguo como la propia naturaleza humana. Nunca ha sido mejor descrito que por Edward Gibbon, quien en Decadencia y caída del Imperio Romano decía: "Del entusiasmo a la impostura el paso es arriesgado y resbaladizo; el demonio de Sócrates ofrece un memorable ejemplo de cómo puede engañarse un hombre sabio, de cómo un hombre bueno puede engañar a otros, de cómo la conciencia puede dormir en un estado mixto y medio entre la ilusión y el fraude voluntario". Y fue con este conjunto de conceptos que llegaron al poder los miembros del Partido Bolchevique.

Ahora, cabe señalar que durante todos los años preparatorios de la revolución, la atención de estos hombres, y de hecho del propio Marx, se había centrado menos en la forma futura que tomaría el socialismo [aquí y en otros lugares de este artículo, "socialismo" se refiere al comunismo marxista o leninista, no al socialismo liberal del tipo de la Segunda Internacional] que en la necesidad de derrocar al poder rival que, a su entender, debía preceder la introducción del socialismo. Sus ideas sobre el programa positivo que se pondría en vigor una vez alcanzado el poder eran, por tanto, en su mayoría nebulosas, utópicas y carentes de sentido práctico. Más allá de la nacionalización de la industria y la expropiación de las grandes tenencias de capital privado, no había programa convenido. El trato dado al campesinado, que según la fórmula marxista no era parte del proletariado, siempre había sido un punto vago en el patrón de pensamiento comunista y siguió siendo objeto de controversia y vacilación en los diez primeros años de poder comunista.

Las circunstancias del periodo posrevolucionario inmediato –la existencia en Rusia de una guerra civil y una intervención extranjera, junto con el hecho evidente de que los comunistas representaban sólo una pequeña minoría del pueblo ruso– hizo necesario establecer un poder dictatorial. El experimento con el "comunismo de guerra" y el abrupto intento de eliminar la producción y el comercio privados tuvieron lamentables consecuencias económicas y provocaron mayor resentimiento contra el nuevo régimen revolucionario. Aunque el relajamiento temporal del intento de comunizar a Rusia, representado por la Nueva Política Económica, alivió parte de esta aflicción económica y de ese modo sirvió a su propósito, también hizo evidente que el "sector capitalista de la sociedad" seguía preparado para aprovechar enseguida cualquier debilitamiento de la presión oficial y, si se le permitía continuar existiendo, constituiría siempre un poderoso elemento de oposición al régimen soviético y un serio rival por la influencia en el país. Una situación parecida prevaleció en relación con los campesinos individuales que, a su manera más limitada, eran también productores privados.

De haber vivido, Lenin hubiera tal vez demostrado ser un hombre lo suficientemente grande como para reconciliar estas fuerzas en conflicto en beneficio final de la sociedad rusa, aunque esto es discutible. Sea como fuere, Stalin, y aquellos a quienes guió en la lucha por suceder a Lenin en la posición dirigente, no eran hombres que toleraran fuerzas políticas

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rivales en la esfera del poder que anhelaban. Su sentido de inseguridad era demasiado grande. Su tipo especial de fanatismo, no moderado por ninguna de las tradiciones anglosajonas de transigencia, era demasiado fiero y celoso para concebir cualquier posibilidad de compartir el poder en forma permanente. Del mundo ruso-asiático de que habían salido traían el escepticismo con respecto a las posibilidades de la coexistencia permanente y pacífica de fuerzas rivales. Persuadidos fácilmente de su propia "corrección" doctrinaria, insistían en la sumisión o destrucción de todo poder que les representara competencia. Fuera del Partido Comunista, la sociedad rusa no tendría rigidez. No habría formas de actividad humana colectiva o asociación que no estuviera dominada por el Partido. No se permitiría a ninguna otra fuerza de la sociedad rusa alcanzar vitalidad o integridad. Sólo el Partido tendría estructura. Lo demás sería una masa amorfa.

Y dentro del Partido se aplicaría el mismo principio. La masa de miembros del Partido debía cumplir con las formalidades de elegir, deliberar, decidir y actuar, pero en ellas estarían animados no por sus propias voluntades individuales, sino por el aliento formidable de la dirección del Partido y la presencia abrumadora de "la palabra".

Cabe recalcar de nuevo que subjetivamente es probable que estos hombres no procuraran el absolutismo por sí mismo. Es indiscutible que creían –y les era fácil creer– que sólo ellos sabían lo que era bueno para su sociedad y que podían lograr ese bien una vez que su poder fuera seguro e incontrovertible. Pero a fin de procurar esa seguridad para su propio gobierno estaban dispuestos a no reconocer restricciones, humanas o divinas, en el carácter de sus métodos. Y hasta el momento en que esa seguridad se lograra, situaban muy abajo en su escala de prioridades operativas las comodidades y la felicidad de los pueblos confiados a su cuidado.

Ahora bien, la circunstancia más notable en relación con el régimen soviético es que hasta hoy este proceso de consolidación política nunca se ha completado y los hombres del Kremlin han seguido predominantemente absortos en la lucha por garantizar y hacer absoluto el poder que tomaron en noviembre de 1917. Se han esforzado por garantizarlo principalmente contra fuerzas internas, dentro de la propia sociedad soviética, pero también se han esforzado por garantizarlo contra el mundo exterior, porque la ideología, como hemos visto, les enseñó que el mundo exterior era hostil y que era su deber llegar a derrocar las fuerzas políticas situadas más allá de sus fronteras. Las manos poderosas de la historia y la tradición rusas se elevaron para sostenerlos en este sentimiento. Por último, su propia intransigencia agresiva hacia el mundo exterior comenzó a encontrar su propia reacción y pronto se vieron forzados, para utilizar otra frase de Gibbon, "a castigar la contumacia" que ellos mismos habían provocado. Es un privilegio innegable de todo hombre demostrar que tiene razón en la tesis de que el mundo es su enemigo, porque si la reitera con la frecuencia suficiente y la convierte en base de su conducta llegará el momento en que tenga razón.

Ahora bien, es parte de la naturaleza del mundo mental de los dirigentes soviéticos, y del carácter de su ideología, la incapacidad de reconocer oficialmente que cualquier oposición a ellos tenga mérito o justificación alguna. Esta oposición sólo puede emanar, en teoría, de las fuerzas hostiles e incorregibles del capitalismo moribundo. Mientras se reconocía oficialmente que en Rusia quedaban restos de capitalismo, era posible culparlos en parte, como elemento interno, por el mantenimiento de una forma dictatorial de sociedad, pero según fueron liquidándose poco a poco estos restos, esta justificación fue desvaneciéndose y, cuando se indicó de modo oficial que habían quedado al fin destruidos, ésta desapareció por completo. Y este hecho creó una de las compulsiones más esenciales que actuaron sobre el régimen soviético: como el capitalismo ya no existía en Rusia y como no podía admitirse que hubiera una oposición seria y amplia al Kremlin surgida espontáneamente de

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las masas liberadas bajo su autoridad, para justificar el mantenimiento de la dictadura se hizo necesario recalcar la amenaza del capitalismo en el extranjero.

Esto comenzó en fecha temprana. En 1924 Stalin defendió expresamente el mantenimiento de los "órganos de represión", entre otros el ejército y la policía secreta, basándose en que "mientras haya un cerco capitalista, habrá peligro de intervención con todas las consecuencias que emanan de ese peligro". De acuerdo con esa teoría, y desde entonces, todas las fuerzas de oposición interna en Rusia se han presentado siempre como agentes de fuerzas extranjeras de reacción opuestas al poder soviético.

Del mismo modo, se ha recalcado enormemente la tesis comunista original del antagonismo básico entre los mundos capitalista y socialista. A partir de muchos indicios, es evidente que este énfasis no se basa en la realidad. Los hechos reales se han confundido por la existencia en el extranjero de un genuino resentimiento provocado por la filosofía y las tácticas soviéticas y a veces por la existencia de grandes centros de poder militar, principalmente el régimen nazi en Alemania y el gobierno japonés de finales de los años treinta, que sin duda tenían designios agresivos contra la Unión Soviética. Pero existen muchas pruebas de que el énfasis que da Moscú a la amenaza que enfrenta la sociedad soviética más allá de sus fronteras se funda no en las realidades del antagonismo extranjero, sino en la necesidad de dar una explicación al mantenimiento de la autoridad dictatorial en casa.

Ahora bien, el mantenimiento de esta modalidad de poder soviético, a saber, la búsqueda de autoridad ilimitada en el país acompañada por el cultivo del cuasi mito de una hostilidad extranjera implacable, ha hecho mucho por conformar la maquinaria real del poder soviético como hoy la conocemos. Los órganos internos de administración que no sirvieron a ese propósito se debilitaron. Los órganos que sí sirvieron a ese fin crecieron enormemente. La seguridad del poder soviético vino a descansar en la férrea disciplina del Partido, en la severidad y ubicuidad de la policía secreta y en el inflexible monopolio económico del Estado. Los "órganos de represión", en que los dirigentes soviéticos procuraron ponerse a salvo de las fuerzas rivales, se convirtieron en gran medida en amos de aquellos que estaban destinados a servir. Hoy la parte principal de la estructura del poder soviético está comprometida a perfeccionar la dictadura y mantener el concepto de una Rusia sitiada, con el enemigo del otro lado de las murallas. Y los millones de seres humanos que forman esa parte de la estructura de poder deben defender a toda costa este concepto de la posición de Rusia, porque sin él ellos mismos son superfluos.

Según están hoy las cosas, los gobernantes ya no pueden soñar con deshacerse de estos órganos de represión. La búsqueda del poder absoluto, que ya lleva casi tres décadas con una crueldad sin paralelo –al menos en alcance– en los tiempos modernos, ha producido de nuevo su propia reacción interna, al igual que lo hizo en el exterior. Los excesos del aparato policial han avivado la posible oposición al régimen convirtiéndolo en algo mayor y más peligroso de lo que pudo haber sido antes de que se iniciaran esos excesos.

Pero todavía menos pueden los gobernantes prescindir de la ficción en virtud de la cual se ha defendido el mantenimiento del poder dictatorial, porque esta ficción ha sido canonizada en la filosofía soviética por los excesos que ya se han cometido en su nombre y ahora está anclada en la estructura soviética de pensamiento por lazos mucho mayores que los de la mera ideología.

II

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Hasta aquí los antecedentes históricos. ¿Qué auguran en función de la personalidad política del poder soviético como hoy lo conocemos?

Nada se ha descartado oficialmente de la ideología original. Se mantiene la creencia en la maldad básica del capitalismo, en la inevitabilidad de su destrucción, en la obligación del proletariado de contribuir a esa destrucción y tomar el poder en sus manos. Pero ha comenzado a hacerse hincapié ante todo en los conceptos que guardan mayor relación con el régimen soviético en sí, con su posición como único régimen verdaderamente socialista en un mundo oscuro y equivocado y con las relaciones de poder existentes dentro de él.

El primero de esos conceptos es el del antagonismo innato entre capitalismo y socialismo. Hemos visto hasta dónde se ha grabado ese concepto en las bases del poder soviético, que tiene implicaciones profundas para la conducta de Rusia como miembro de la sociedad internacional. Significa que Moscú no puede asumir en forma sincera una comunidad de objetivos entre la Unión Soviética y las potencias a las que considera capitalistas. En Moscú debe suponerse invariablemente que los objetivos del mundo capitalista son antagónicos al régimen soviético y, por lo tanto, a los intereses de los pueblos que controla. Si el gobierno soviético estampa a veces su firma en documentos que indicarían lo contrario, esto debe considerarse una maniobra táctica permisible en los tratos con el enemigo –el cual carece de honor– y debe tomarse con el ánimo de un caveat emptor. Básicamente, el antagonismo sigue en pie. Está postulado. Y de él fluyen muchos de los fenómenos que consideramos inquietantes en la política exterior desarrollada por el Kremlin: su reserva, su falta de franqueza, su duplicidad, su suspicacia cautelosa y su hostilidad de propósito básica. Estos fenómenos no cambiarán en el futuro inmediato, aunque pueda haber variaciones de grado y énfasis. Cuando los rusos quieran algo de nosotros, una u otra de esas características de su política puede ser lanzada temporalmente al fondo y, cuando eso ocurra, siempre habrá personas aquí que salten anunciando llenas de júbilo que "los rusos han cambiado" y algunas que incluso intentarán acreditarse haber propiciado esos "cambios". Pero las maniobras tácticas no deben engañarnos. Estas características de la política soviética, al igual que el postulado del que emanan, son inherentes a la estructura interna del poder soviético y estarán con nosotros, en primero o último plano, hasta que la naturaleza interna del poder soviético cambie.

Esto significa que durante mucho tiempo nos va a seguir siendo difícil el trato con los rusos, pero no por que deba considerárseles embarcados en un programa de vida o muerte para derrocar a nuestra sociedad en una fecha determinada. La teoría de la inevitabilidad de la caída final del capitalismo tiene la afortunada connotación de que no hay apuro en ella. Las fuerzas del progreso pueden tomarse su tiempo para preparar el golpe de gracia final. Mientras tanto, lo que resulta vital es que la "patria socialista" –ese oasis de poder que ya se ha ganado para el socialismo en la Unión Soviética– sea amada y defendida por todos los buenos comunistas en el país y en el extranjero, se promueva su prosperidad y se hostigue y confunda a sus enemigos. La promoción de proyectos revolucionarios prematuros, "aventureros", que en el extranjero pudieran en cualquier forma poner en situación embarazosa al poder soviético, sería un acto inexcusable, incluso contrarrevolucionario. La causa del socialismo es el apoyo y la promoción del poder soviético, según los define Moscú.

Esto nos trae al segundo de los conceptos de importancia para la perspectiva soviética contemporánea: el de la infalibilidad del Kremlin. El concepto soviético de poder, que no permite puntos focales de organización fuera del propio Partido, exige que la dirección de éste permanezca en teoría como la única depositaria de la verdad. Porque si la verdad pudiera encontrarse en otra parte, se justificaría su expresión en la actividad organizada y esto es precisamente lo que el Kremlin no puede permitir ni permitirá.

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Por tanto, la dirección del Partido Comunista tiene siempre la razón y siempre la ha tenido desde que en 1929 Stalin oficializó su poder personal anunciando que las decisiones del Buró Político se tomaban por unanimidad.

La disciplina férrea del Partido Comunista se apoya en el principio de la infalibilidad. De hecho, son dos conceptos que se apoyan mutuamente. La disciplina perfecta exige el reconocimiento de la infalibilidad. La infalibilidad requiere la observancia de la disciplina. Y las dos juntas contribuyen en gran medida a determinar la forma de comportamiento de todo el aparato soviético de poder. Pero su efecto no puede comprenderse a no ser que se tome en cuenta un tercer factor, a saber, el hecho de que la dirección está en libertad de plantear, para fines tácticos, cualquier tesis que considere útil a la causa en cualquier momento dado y que exija que los miembros del movimiento en su conjunto acepten fiel e incondicionalmente esa tesis. Esto significa que la verdad no es una constante, sino que, en realidad, para efectos prácticos, los propios dirigentes soviéticos la crean. Puede variar de semana en semana, de mes en mes. Nada es absoluto e inmutable... nada que emane de la realidad objetiva, excepto la manifestación más reciente de la sabiduría de aquellos en quienes supuestamente reside la sabiduría final, porque representan la lógica de la historia. El efecto acumulativo de estos factores es dar a todo el aparato subordinado del poder soviético una obstinación y una firmeza inquebrantables en su orientación. Esta orientación puede ser cambiada a voluntad del Kremlin, y de ningún otro poder. Una vez que se ha trazado una línea partidista dada sobre un tema dado de política actual, toda la maquinaria soviética de gobierno, incluido el mecanismo de la diplomacia, se mueve inexorablemente a lo largo del camino prescrito, como un coche de juguete a cuerda que se encamina en una dirección y sólo se detiene cuando encuentra una fuerza irrebatible. Las personas que componen esta máquina no se avienen a argumentos o razones cuando les llegan de fuentes ajenas. Toda su formación las lleva a desconfiar y a pasar por alto la persuasión simplista del mundo exterior. Como el perro blanco ante el fonógrafo, escuchan sólo "la voz del amo". Y si se les pide que dejen los propósitos que se les dictó la última vez, es el amo quien debe hacerlo. Por ende, el representante extranjero no puede esperar que sus palabras las impresionen en ninguna forma. Lo más que puede esperar es que se transmitan a los de arriba, que están en posición de cambiar la línea del partido, pero es improbable que cualquier lógica normal de labios de un representante burgués haga que siquiera ellos cambien de opinión. Dado que no se puede apelar a propósitos comunes, no se puede apelar a enfoques mentales comunes. Por esta causa, para el Kremlin, los hechos son más elocuentes que las palabras, y las palabras tienen mayor peso cuando parecen reflejar hechos de validez indisputable o sustentarse en ellos.

Pero hemos visto que el Kremlin no está bajo compulsión ideológica alguna por lograr con premura sus propósitos. Al igual que la Iglesia, aborda conceptos ideológicos que son válidos a largo plazo y puede permitirse ser paciente. No tiene derecho a arriesgar los logros actuales de la revolución por vanas fantasías del futuro. Las enseñanzas del propio Lenin exigen gran cautela y flexibilidad en la búsqueda de los propósitos comunistas. De nuevo, estos preceptos se ven fortalecidos por las lecciones de la historia rusa, de siglos de batallas oscuras entre fuerzas nómadas en vastas llanuras no fortificadas. Aquí la cautela, la circunspección, la flexibilidad y el engaño son las cualidades que valen y su valor encuentra una comprensión natural en la mentalidad rusa u oriental. Por ende, al Kremlin no le pesa replegarse ante una fuerza superior. Y al no sentirse presionado por plazos predeterminados, no se deja llevar por el pánico ante la necesidad de este repliegue. Su acción política es una corriente fluida que se mueve de modo constante adondequiera que se le permita moverse hacia un objetivo dado. Su preocupación básica es garantizar que ha llenado cada resquicio existente en la cuenca de poder mundial. Pero si encuentra barreras inexpugnables a su paso, las acepta filosóficamente y se acomoda a ellas. Lo principal es que siempre haya

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presión, una presión constante e incesante, hacia el objetivo que se desea. En la psicología soviética no hay indicios de que se piense que este objetivo deba alcanzarse en momento dado alguno.

Estas consideraciones hacen que el trato con la diplomacia soviética sea a la vez más difícil y más fácil que con la diplomacia de agresivos dirigentes individuales, como por ejemplo Napoleón o Hitler. Por una parte, es más sensible a las fuerzas contrarias, está más dispuesta a ceder en sectores individuales del frente diplomático cuando considera que esta fuerza es demasiado potente y, por ende, es más racional en la lógica o retórica del poder. Por otra parte, una victoria única de sus oponentes no puede derrotarla o desanimarla fácilmente. Y la persistencia paciente que la anima significa que no es posible oponérsele con eficacia con actos esporádicos que representan los caprichos momentáneos de la opinión democrática, sino sólo por medio de políticas inteligentes de largo alcance por parte de los adversarios de Rusia, políticas no menos estables en sus propósitos, y no menos variadas e ingeniosas en su aplicación, que las de la propia Unión Soviética.

En estas circunstancias, es evidente que el elemento principal de cualquier política estadounidense hacia la Unión Soviética puede ser una contención a largo plazo, paciente pero firme y vigilante, de las tendencias expansionistas rusas. Es importante señalar, sin embargo, que esta política no tiene nada que ver con la farsa externa, ni con las amenazas, las bravatas o los gestos superfluos de "dureza" exterior. Aunque el Kremlin es en esencia flexible en su reacción a las realidades políticas, también lo mueven consideraciones de prestigio. Al igual que ocurre con casi cualquier otro gobierno, los gestos amenazantes y carentes de tacto pueden colocarlo en una posición en que no pueda permitirse ceder incluso si un sentido de realismo le dicte que debe hacerlo. Los dirigentes rusos son agudos jueces de la psicología humana y, como tales, muy conscientes de que la pérdida de los estribos y el control nunca son una fuente de poderío en los asuntos políticos y enseguida explotan estas muestras de debilidad. Por estas causas, constituye una condición sine qua non en los tratos exitosos con Rusia que el otro gobierno permanezca siempre tranquilo y sereno y que sus exigencias a la política rusa se expongan de forma tal que dejen el camino abierto para una conformidad que no perjudique demasiado el prestigio ruso.

III

A la luz de lo anterior, se verá con claridad que la presión soviética sobre las instituciones libres del mundo occidental es algo que puede contrarrestarse con la aplicación diestra y vigilante de fuerzas opuestas en una serie de puntos geográficos y políticos en constante cambio, que corresponden a los cambios y maniobras de la política soviética, pero que no pueden eliminarse por arte de magia. Los rusos esperan un duelo de duración infinita y ven que ya han tenido grandes victorias. Cabe recordar que hubo un tiempo en que el Partido Comunista representaba una minoría muy inferior en la esfera de la vida nacional rusa de lo que hoy representa el poder soviético en la comunidad mundial.

Pero si la ideología convence a los gobernantes de Rusia de que la verdad está de su parte y que, por tanto, pueden permitirse la espera, aquellos de nosotros en quienes esa ideología no influye estamos libres de examinar objetivamente la validez de esa premisa. La tesis soviética no sólo implica una falta completa de control por parte de Occidente sobre su destino económico, sino que también da por sentado que durante un periodo infinito Rusia tendrá unidad, disciplina y paciencia. Pongámosle los pies en la tierra a esta visión apocalíptica y supongamos que el mundo occidental encuentra fuerza y recursos para contener el poder soviético durante un periodo de diez a quince años. ¿Qué significará esto para la propia Rusia?

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Los dirigentes soviéticos, aprovechando las contribuciones de la técnica moderna a las artes del despotismo, han solucionado la cuestión de la obediencia dentro de los límites de su poder. Pocos desafían su autoridad e incluso aquellos que lo hacen son incapaces de hacer valer el desafío contra los órganos de represión del Estado.

El Kremlin también ha demostrado ser capaz de hacer realidad su propósito de construir en Rusia, independientemente de los intereses de sus habitantes, las bases industriales para la metalurgia pesada, que aunque no está completa continúa creciendo y se acerca a las de otros países industrializados importantes. Todo esto, sin embargo, tanto el mantenimiento de la seguridad política interna como la construcción de la industria pesada, se ha desarrollado a un terrible costo en vidas y esperanzas y energías humanas. Ha requerido el uso del trabajo forzado en una escala sin precedentes en los tiempos modernos en condiciones de paz. Ha entrañado el descuido o abuso de otras fases de la vida económica soviética, sobre todo la agricultura, la producción de artículos de consumo, la vivienda y el transporte.

A todo esto, la guerra ha añadido su terrible efecto de destrucción, muerte y agotamiento humano. A consecuencia de ello, tenemos hoy en Rusia una población cansada física y espiritualmente. La masa del pueblo está desilusionada, escéptica y ya no es tan accesible como antes al atractivo mágico que el poder soviético irradia a sus seguidores en el extranjero. La avidez con que las personas aprovecharon el pequeño respiro otorgado por razones tácticas a la Iglesia durante la guerra fue testimonio elocuente del hecho de que su capacidad de fe y devoción encontraba poca expresión en los propósitos del régimen.

En estas circunstancias, hay límites a la fuerza física y nerviosa del pueblo en sí. Estos límites son absolutos y obligatorios incluso para la dictadura más cruel, porque al pueblo no puede llevársele más allá. Los campos de trabajo forzado y otras formas de limitación brindan un medio temporal de obligar a las personas a trabajar más horas de las que desean o de lo que dicten las meras presiones económicas; quienes sobreviven, envejecen antes de tiempo y deben ser consideradas víctimas humanas de las exigencias de la dictadura. En cualquier caso, sus mejores posibilidades ya no estarán a disposición de la sociedad y no podrán alistarse al servicio del Estado.

Aquí sólo la generación más joven puede ser útil. Ésta, a pesar de todas las vicisitudes y sufrimientos, es numerosa y robusta, y el pueblo ruso es talentoso. Pero queda por ver cuáles serán los efectos en los individuos maduros provocados por las anormales tensiones emocionales infligidas en su infancia por la dictadura soviética y que la guerra aumentó enormemente. Cosas tan simples y normales como la seguridad y la placidez del entorno doméstico han dejado prácticamente de existir en la Unión Soviética, salvo en las granjas y aldeas más remotas. Y los observadores no están seguros todavía si esto no dejará su impronta en la capacidad general de la generación que hoy entra en la edad madura.

Además, tenemos el hecho de que el desarrollo económico soviético, aunque puede tener en su haber algunos logros formidables, ha sido precariamente irregular y desigual. Los comunistas rusos que hablan del "desarrollo desigual del capitalismo" deberían sonrojarse al contemplar su propia economía nacional. En ella, algunas ramas de la vida económica, como las industrias metalúrgica y de maquinarias, se han desarrollado en forma desproporcionada en relación con los demás sectores de la economía. Es éste un país que lucha por convertirse en un periodo corto en uno de los grandes países industriales del mundo, aunque todavía no tiene una red de carreteras que merezca ese nombre y sólo posee una primitiva red ferroviaria. Mucho se ha hecho por mejorar la eficiencia del trabajo y por enseñar a campesinos primitivos algo sobre la operación de maquinarias, pero el mantenimiento sigue siendo una deficiencia apremiante en toda la economía soviética. La construcción es

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apresurada y de poca calidad. La depreciación debe de ser enorme, y en vastos sectores de la vida económica todavía no ha sido posible inculcar a la fuerza laboral algo similar a la cultura productiva general y el amor propio respecto a aspectos técnicos que caracterizan al trabajador calificado de Occidente.

Es difícil ver cómo una población cansada y desanimada, que trabaja en gran medida bajo la sombra del miedo o la compulsión, podría corregir esas deficiencias en una fecha temprana. Y mientras no las supere, Rusia seguirá siendo un país vulnerable desde el punto de vista económico y en cierta forma importante, capaz de exportar sus entusiasmos y de irradiar el curioso encanto de su vitalidad política primitiva, pero incapaz de sustentar esos artículos de exportación con pruebas reales de poder y prosperidad materiales.

Mientras tanto, una gran incertidumbre se cierne sobre la vida política de la Unión Soviética. Es la incertidumbre que entraña el traspaso de poder de una persona o grupo de personas a otro.

Se trata, por supuesto, sobre todo del problema de la posición personal de Stalin. Debemos recordar que su sucesión al pináculo de preeminencia ocupado por Lenin en el movimiento comunista fue el único traspaso tal de autoridad individual que ha experimentado la Unión Soviética. Este traspaso demoró doce años en consolidarse, costó la vida de millones de personas y conmovió al Estado hasta sus cimientos. Los sobresaltos que conllevó se hicieron sentir en todo el movimiento revolucionario internacional, para desventaja del propio Kremlin.

Siempre es posible que otro importante traspaso de poder se produzca en forma apacible e inconspicua, sin repercusión alguna; pero también es posible que las cuestiones que entrañe puedan desencadenar, en palabras del propio Lenin, una de esas "transiciones increíblemente rápidas" del "delicado engaño" a la "violencia salvaje" que caracterizan la historia rusa y conmueva al poder soviético hasta sus cimientos.

Pero no se trata sólo del propio Stalin. Desde 1938 se ha producido una peligrosa coagulación de la vida política en los círculos superiores del poder soviético. El Congreso de los Soviets de toda la Unión, en teoría el organismo supremo del Partido, se supone que se reúna al menos una vez cada tres años. Pronto se cumplirán ocho años desde su última reunión. En este periodo, el número de miembros del Partido se ha duplicado. La mortalidad del Partido durante la guerra fue enorme y hoy bastante más de la mitad de sus miembros son personas que entraron en él con posterioridad a su último congreso. Mientras tanto, el mismo pequeño número de hombres ha continuado en las posiciones cimeras a través de una sorprendente serie de vicisitudes nacionales. Sin duda alguna hizo que las experiencias de la guerra provocaran cambios políticos básicos en todos los grandes gobiernos del mundo occidental. Sin duda, las causas de ese fenómeno eran lo suficientemente fundamentales como para estar también presentes en algún lugar de la oscuridad de la vida política soviética. Y, sin embargo, en Rusia no se ha dado reconocimiento todavía a esas causas.

A partir de esto cabe suponer que incluso en una organización tan disciplinada como el Partido Comunista deben existir divergencias crecientes de edad, perspectiva e intereses entre la gran masa de miembros del Partido, reclutada en fechas tan recientes para el movimiento, y la pequeña camarilla de hombres que se autoperpetúa en la cima, a quienes estos nuevos miembros del Partido no han conocido, con los que nunca han conversado y con los que no pueden tener intimidad política alguna.

¿Quién puede decir si, en estas circunstancias, un posible rejuvenecimiento de las altas esferas de autoridad –lo que sólo sería cuestión de tiempo– podrá producirse en forma

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tranquila y pacífica o si rivales deseosos de más poder no acudirán a estas masas políticamente inmaduras e inexperimentadas a fin de encontrar apoyo para sus respectivas exigencias? De ocurrir esto, podrían derivarse extrañas consecuencias para el Partido Comunista, porque sus miembros en general se han ejercitado sólo en las prácticas de la disciplina y la obediencia férreas, y no en las artes de la avenencia y el acomodo. Y si la desunión hiciera presa del Partido y lo paralizara, el caos y la debilidad de la sociedad rusa se revelaría en formas indescriptibles, porque hemos visto que el poder soviético es sólo una corteza que oculta una masa amorfa de seres humanos entre los que no se tolera estructura organizativa independiente alguna. En Rusia no existe siquiera algo como el gobierno local. La generación actual de rusos nunca ha conocido la espontaneidad de la acción colectiva. Si, por lo tanto, se produjera algo que perturbara la unidad y la eficacia del Partido como instrumento político, la Rusia soviética pudiera convertirse de la noche a la mañana de una de las sociedades nacionales más fuertes en una de las más débiles y lastimosas.

Por lo tanto, el futuro del poder soviético podría no ser en modo alguno más seguro que lo que la capacidad rusa de ilusionarse lo hiciera aparecer ante los hombres del Kremlin. Que son capaces de conservar el poder, ellos mismos lo han demostrado. Queda por demostrar si podrán entregarlo a otros en forma tranquila y fácil. Mientras tanto, las penurias impuestas por su dominio y las vicisitudes de la vida internacional han incidido pesadamente en la fuerza y esperanzas del gran pueblo sobre el que descansa su poder. Es curioso observar que el poderío ideológico de la autoridad soviética es más fuerte hoy en lugares alejados de las fronteras rusas, fuera del alcance de su poder policial. Este fenómeno recuerda una comparación que utilizó Thomas Mann en su gran novela Los Buddenbrook. Al observar que las instituciones humanas suelen mostrar su mayor brillantez exterior en el momento en que su descomposición interna en realidad ha avanzado más, comparó a la familia Buddenbrook, en los días de su mayor encanto, con una de esas estrellas cuya luz brilla con fuerza en este mundo cuando en realidad hace mucho han dejado de existir. ¿Y quién puede decir con certeza que la fuerte luz que todavía arroja el Kremlin sobre los pueblos insatisfechos del mundo occidental no es el poderoso resplandor de una constelación que en realidad se encuentra declinando? Esto no puede demostrarse y no puede rebatirse. Pero queda la posibilidad –y en opinión de este autor es una posibilidad sólida– de que el poder soviético, al igual que el mundo capitalista que él concibe, lleve dentro de sí las semillas de su propio declinar y que el germinar de estas semillas esté bien avanzado.

IV

Es evidente que en un futuro cercano Estados Unidos no puede esperar disfrutar de intimidad política con el régimen soviético. Debe continuar considerando a la Unión Soviética como un rival, y no un socio, en la arena política. Debe continuar esperando que las políticas soviéticas no reflejen amor abstracto a la paz y la estabilidad, fe verdadera en la posibilidad de una feliz coexistencia permanente de los mundos socialista y capitalista, sino más bien una presión cautelosa, permanente, hacia la perturbación y el debilitamiento de toda influencia y poder rival.

Esto se sopesa con los hechos de que Rusia, a diferencia del mundo occidental en general, sigue siendo con mucho la parte más débil, que la política soviética es muy flexible y que la sociedad soviética puede muy bien contener deficiencias que a la larga debilitarán sus propias posibilidades totales. Esto en sí justificaría que Estados Unidos iniciara con confianza razonable una política de contención firme, destinada a enfrentar a los rusos con un contrapeso inalterable en todos los puntos en que muestren indicios de pisotear los intereses de un mundo pacífico y estable.

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Pero en realidad las posibilidades de la política estadounidense en modo alguno se limitan a obedecer y esperar lo mejor. Es por entero posible que Estados Unidos influya con sus acciones en los asuntos internos de Rusia y de todo el movimiento comunista internacional, los cuales determinan en gran medida la política rusa. No se trata sólo de la modesta medida de actividad informativa que este gobierno puede desarrollar en la Unión Soviética y otras partes, aunque ésa también es importante. Más bien se trata del grado en que Estados Unidos puede crear entre los pueblos del mundo en general la impresión de ser un país que sabe lo que quiere, que atiende en forma adecuada los problemas de su vida interna y las responsabilidades de una potencia mundial, y que posee la vitalidad espiritual capaz de mantener sus posiciones entre las principales corrientes ideológicas de su tiempo. En la medida en que pueda crearse y mantenerse esa impresión, los objetivos del comunismo ruso deben parecer estériles y quijotescos, las esperanzas y el entusiasmo de quienes apoyan a Moscú se debilitarán y se impondrá más tensión a las políticas exteriores del Kremlin, porque la decrepitud paralizada del mundo capitalista es la piedra angular de la filosofía comunista. Incluso el hecho de que Estados Unidos no experimentara la temprana depresión económica que los cuervos de la Plaza Roja habían estado prediciendo con tal confianza complaciente desde que terminaron las hostilidades tendría repercusiones profundas e importantes en todo el mundo comunista.

Del mismo modo, las muestras de indecisión, desunión y desintegración interna dentro del país tienen un efecto estimulante en todo el movimiento comunista. Ante cada señal de estas tendencias, un estremecimiento de esperanza y emoción recorre el mundo comunista: puede observarse una nueva desenvoltura en la marcha de Moscú; nuevos grupos de partidarios extranjeros se suben a lo que sólo pueden ver como el vagón de la política internacional, y la presión rusa aumenta en todos los asuntos internacionales.

Sería una exageración decir que la conducta estadounidense por sí sola y sin ayuda podría ejercer un poder de vida y muerte sobre el movimiento comunista y llevar a la caída temprana del poder soviético en Rusia. Pero Estados Unidos tiene la posibilidad de aumentar enormemente las tensiones bajo las cuales debe operar la política soviética, obligar al Kremlin a un grado mucho mayor de moderación y circunspección del que ha tenido que observar en años recientes y, de este modo, promover tendencias que deben en última instancia encontrar salida en el rompimiento o la moderación gradual del poder soviético, porque ningún movimiento místico, mesiánico –y en particular, ningún movimiento del Kremlin– puede encarar infinitamente la frustración sin llegar a ajustarse en una forma u otra a la lógica de ese estado de cosas.

Por ende, la decisión dependerá en realidad en gran medida de este país. El tema de las relaciones entre la Unión Soviética y Estados Unidos es en esencia una prueba del valor general de este último país como nación entre naciones. Para evitar la destrucción, Estados Unidos sólo debe ponerse a la altura de sus mejores tradiciones y demostrarse merecedor de preservarse como gran nación.

Sin duda, jamás ha habido una mejor prueba de calidad nacional que ésta. A la luz de estas circunstancias, el observador reflexivo de las relaciones entre Rusia y Estados Unidos no encontrará motivo de queja en el desafío del Kremlin a la sociedad estadounidense. Más bien experimentará cierto agradecimiento hacia la Providencia porque, al brindar al pueblo estadounidense este implacable desafío, ha hecho que su seguridad completa como nación dependa de aunar fuerzas y aceptar las responsabilidades del liderazgo moral y político que la historia claramente pretendía que asumiera.

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GEORGE KENNAN

Analista político, asesor y diplomático, George Kennan, bajo las órdenes de George Marshall, entonces secretario de Estado, estuvo a cargo de la planeación política a gran escala del Departamento de Estado después de la Segunda Guerra Mundial. Entre sus trabajos más importantes se encuentra, precisamente, el diseño del Plan Marshall para la reconstrucción europea, en el que desarrolló el concepto de "contención" –cuyos principios son la ayuda técnica y económica– como estrategia para detener la expansión soviética y defender el statu quo. Influyó en gran medida en el pensamiento político del presidente Harry S. Truman, los secretarios de Estado George Marshall y John Foster Dulles, y otros siete presidentes estadounidenses hasta 1989.

Diplomático estadounidense en el frente soviético, Kennan empezó su carrera como observador ante el resultado de la Guerra Civil rusa. Presenció la socialización y vivió de cerca el terror; envió su telegrama después de dos años de servicio en Moscú (1944-1946) como jefe de misión y asesor del embajador Averell Harriman. En 1946, Kennan tenía 44 años, dominaba el idioma ruso tanto como sus asuntos; era un anticomunista a ultranza. Y creía que, a la larga, la Unión Soviética abandonaría las prácticas represivas contra sus ciudadanos y que cambiaría su política exterior si Occidente mantenía una postura de oposición firme y consistente.

En 1947 Foreign Affairs (vol. 24, núm. 4) dio a conocer la esencia del telegrama de Kennan bajo el título "The Sources of Soviet Conduct", que se divulgó por todo el mundo. (El famoso "extenso telegrama" de 1946, constituyó por sí solo el documento que ilustró el anticomunismo estadounidense y la desconfianza general de las aspiraciones soviéticas. El telegrama fue tal vez el documento más citado y más influyente de los primeros años de la Guerra Fría.) El artículo fue firmado con el seudónimo de "X", aunque nadie ignoraba que la autoría era de Kennan. Para él, la Guerra Fría dio a Estados Unidos la oportunidad histórica de asumir el liderazgo de lo que finalmente fue descrito como "el mundo libre".

En sus Memorias –texto que le valió el Premio Pulitzer en la categoría de Biografía/Autobiografía en 1968– y en ensayos posteriores a 1957, Kennan se mostró desilusionado ante la militarización de la política de contención, criticando los combates en el Tercer Mundo, concretamente en Corea, Cuba y más tarde Vietnam, que servían de arena a las dos superpotencias.

Kennan nació el 16 de febrero de 1904 en Milwakee, Wisconsin. Realizó sus estudios en Princeton University, donde se interesó por la diplomacia europea moderna. En 1926 ingresó al servicio exterior estadounidense y ocupó diversos cargos diplomáticos por todo el mundo hasta su retiro en 1953. Célebre orador, es también reconocido como el analista más importante e influyente en la historia de la política exterior estadounidense durante la Guerra Fría. Aunque no fue propiamente un teórico, todos los que hablaron de contención pueden considerarse sus discípulos al basar sus postulados en el artículo de X.

A la edad de 85 años recibió la Medalla de la Libertad.

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