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Rafael Ajangiz LAS CONSECUENCIAS DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES: DEMOCRACIA PARTICIPATIVA as consecuencias que tiene la acción de los movimientos sociales es una de las cuestiones menos estudiadas en la bibliografía existente al respecto. A los y las analistas de los movimientos parece preocuparles más el cómo y el porqué se mueven que lo que al final consiguen mover en realidad, más sus orígenes y procesos que sus resultados. Una indiscutible paradoja, porque, en definitiva, la razón de ser de cualquier movimiento es, precisamente, producir cambio social y político. Una paradoja aún más especial para la Ciencia Política en tanto que su preocupación central en relación con la acción colectiva es estudiar sus impactos sobre el sistema y el proceso político (Ibarra, 2000). Las consecuencias de los movimientos sociales Diez años han pasado desde que se publicó la revisión de la literatura sobre movimientos sociales que McAdam, McCarthy y Zald (1988) escribieron para el Manual de Sociología editado por Neil Smelser. Su contribución fue un capítulo de treinta y seis páginas, referencias bibliográficas aparte, en el que dejaban constancia del nivel de conocimiento existente sobre los condicionantes micro, meso y macro en la emergencia y permanencia de los movimientos sociales contemporáneos. Un buen trabajo que, aún a su pesar, sólo dedicaba una página a las consecuencias de los movimientos. Era, además, una página enumerativa y ciertamente poco elaborada: unas someras referencias a las obras de Gamson (1990) y de Piven y Cloward (1977), a sus secuelas y a estudios de movimientos sociales concretos. El conocimiento existente por aquel entonces era muy limitado. 1 1 Tres años más tarde, Neidhardt y Rucht (1991) escribieron otra revisión en la que se refererían a las consecuencias de los movimientos como una de las cinco propuestas para la investigación futura; pero, de nuevo, su presentación de esta cuestión era breve y mucho menos elaborada que las otras cuatro. L

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Rafael Ajangiz

LAS CONSECUENCIAS DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES: DEMOCRACIA PARTICIPATIVA

as consecuencias que tiene la acción de los movimientos sociales es una de las cuestiones menos estudiadas en la bibliografía existente al respecto. A los y las

analistas de los movimientos parece preocuparles más el cómo y el porqué se mueven que lo que al final consiguen mover en realidad, más sus orígenes y procesos que sus resultados. Una indiscutible paradoja, porque, en definitiva, la razón de ser de cualquier movimiento es, precisamente, producir cambio social y político. Una paradoja aún más especial para la Ciencia Política en tanto que su preocupación central en relación con la acción colectiva es estudiar sus impactos sobre el sistema y el proceso político (Ibarra, 2000).

Las consecuencias de los movimientos sociales

Diez años han pasado desde que se publicó la revisión de la literatura sobre movimientos sociales que McAdam, McCarthy y Zald (1988) escribieron para el Manual de Sociología editado por Neil Smelser. Su contribución fue un capítulo de treinta y seis páginas, referencias bibliográficas aparte, en el que dejaban constancia del nivel de conocimiento existente sobre los condicionantes micro, meso y macro en la emergencia y permanencia de los movimientos sociales contemporáneos. Un buen trabajo que, aún a su pesar, sólo dedicaba una página a las consecuencias de los movimientos. Era, además, una página enumerativa y ciertamente poco elaborada: unas someras referencias a las obras de Gamson (1990) y de Piven y Cloward (1977), a sus secuelas y a estudios de movimientos sociales concretos. El conocimiento existente por aquel entonces era muy limitado.1

1 Tres años más tarde, Neidhardt y Rucht (1991) escribieron otra revisión en la que se refererían a las consecuencias de los movimientos como una de las cinco propuestas para la investigación futura; pero, de nuevo, su presentación de esta cuestión era breve y mucho menos elaborada que las otras cuatro.

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Este trabajo es un buen ejemplo de la paradoja que acabamos de describir. McAdam, McCarthy y Zald se limitan a dejar constancia de la contradicción existente entre el hecho de que “muchos de los que estudian los movimientos sociales lo hacen porque creen que los movimientos constituyen una fuerza impor-tante del cambio social” (p. 727) y la realidad de una cuestión descuidada e ignorada por el mundo académico. Dicho esto, reclaman en sus conclusiones que la prioridad de la investigación futura debe ser el proceso mismo de la acción colectiva, los vínculos existentes entre lo macro y lo micro. Una cuestión muy interesante, sin duda, pero la paradoja está en que para dar fuerza a su argumento dan por bueno y suficiente el conocimiento existente sobre el “antes” y el “después” de la acción colectiva cuando, en realidad, ese “después” no era en aquel momento sino una caja prácticamente vacía de propuestas teóricas, metodológicas o estudios de casos. Dicho en dos palabras, para McAdam, McCarthy y Zald, como para sus muchos colegas del momento, estudiar las consecuencias de la acción de los movimientos sociales no era en aquel momento lo más urgente.

En los diez años que han mediado desde el trabajo de McAdam, McCarthy y Zald, la bibliografía sobre movimientos sociales se ha expandido de manera vertigi-nosa. El reducido, embrionario y perfectamente abarcable corpus de conocimiento de entonces ha dado paso a un vasto número de libros y artículos y, aunque es cierto que esa inflación es en parte artificial y que muchos artículos se repiten aquí y allí, también lo es que todos los años se publican varias obras importantes, ineludibles y cada vez más especializadas. Sabemos con bastante precisión cómo nacen, se organizan y actúan los movimientos, sus condiciones y condicionantes, su vida interna y externa, pero no sabemos cuáles y cómo son sus productos.

En la actualidad, continuamos prácticamente igual que hace veinticinco años en lo que se refiere al conocimiento existente sobre las consecuencias de los movimien-tos sociales. Tres datos servirán para corroborar esta afirmación: (1) casi todos los estudios de movimientos concretos resumen las reflexiones al respecto en un breve y ligero capítulo justo antes de las conclusiones y a veces ni eso; (2) los pocos artículos que han profundizado algo en la materia dedican mucho espacio a una obra de 1975, la pionera The Strategy of Social Protest, de William Gamson; y (3) el único libro dedicado a esta cuestión se ha publicado en septiembre de 1999, nos referimos a la obra colectiva editada por Giugni, McAdam y Tilly (1999). Con todo, esta obra colectiva tampoco significa un avance sensible respecto de algunas aportaciones anteriores, entre las que debemos destacar Burstein, Einwohner y Hollander (1995), Giugni (1994), Kriesi, Koopmans, Duyvendak et al. (1995) o Rucht (1992b). Todos estas aportaciones empiezan y acaban exactamente igual, llamando la atención sobre esta elipsis de la investigación política. Sirva de ejemplo el comentario de Burstein, Einwohner y Hollander (1995: 276):

Sabemos muy poco sobre el impacto de los movimientos sociales en el cambio social. En parte porque es muy difícil demostrar la cantidad y calidad del cambio social que produce un movimiento social y, en consecuencia, rela-cionar ese cambio, cualquiera que sea, con las características particulares del movimiento. Otra razón puede ser que, a pesar de los grandes avances teóricos

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en esta área [de los movimientos sociales], todavía no hemos construido una teoría sobre el éxito de los movimientos. Y, sin embargo, los muchos estudios sobre la emergencia, intervención y futuro de los movimientos que se han realizado desde los setenta pueden significar muy poco si los movimientos no tienen consecuencias sobre el cambio social o si sus éxitos quedan fuera del control de sus activistas. Es por lo tanto imprescindible reenfocar la investi-gación existente sobre movimientos sociales y centrarnos en sus consecuencias.

Tilly habla también de tres décadas de abandono de esta cuestión, de que no se ha abordado el análisis de cómo se influyen mutuamente conflicto político y cambio social (Tilly, 1998:27):

¿Qué impacto, si es que tiene alguno, tienen las variadas formas de acción política popular sobre el curso del cambio social? Centrados en refutar las medrosas explicaciones que desacreditan la acción popular, los especialistas en movimientos sociales, rebeliones y otras formas de conflicto social, han dedicado poco esfuerzo a delimitar las consecuencias de estas acciones para la organización social existente. Y han hecho mucho menos, todavía, para descubrir las cadenas causales precisas entre la acción colectiva y la transformación social.”

Un repaso al legado de algunos movimientos sociales

El movimiento abolicionista

El movimiento abolicionista del comercio de esclavos podría ser uno de los primeros movimientos sociales de la Época Contemporánea que conocemos. Fue, además, un movimiento transnacional, que se fue extendiendo por todo el viejo continente, el mundo que practicaba la trata de esclavos. El análisis más completo es el realizado por D'Anjou (1996) en el contexto de Gran Bretaña. La consecuencia más señalada de este movimiento fue el categórico cambio de mentalidad de la sociedad británica en relación con la esclavitud que se produjo entre los años 1787 y 1792; la esclavitud dejó de considerarse un mal necesario y se sentaron las bases ideológicas y sociales para su futura abolición. Los promotores del movimiento fueron algunas iglesias progresistas —por ejemplo, los cuáqueros— y las elites económicas llegaron incluso a impulsar un contramovimiento para defender sus intereses. El comercio de esclavos se siguió practicando pero de manera encubierta.

Los cambios de Régimen

Todas las revoluciones que dieron origen a las naciones y Estados modernos, trajeran o no la democracia, fueran o no violentas, adquirieron formas de movimiento social. Y lo mismo podemos decir de la instauración de la democracia formal (Diamond, 1996; Hunter, 1995; Huntington, 1994; Markoff, 1996; Pérez Esquivel, Curle, Sein et al., 1988) y, por extensión, de las transformaciones y profundizaciones en esa democracia formal (Berry, 1993; Flacks, 1995). Foweraker y Landman (1999) demuestran empíricamente a partir de los casos de transición del régimen autoritario

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al democrático en Brasil (1964-1990), Chile (1973-1990), México (1963-1990) y España (1958-1982) que existe correlación positiva entre la acción de los movimien-tos sociales y la obtención de derechos individuales y que en los cuatro casos ha sido el movimiento obrero el que ha iniciado el ciclo de movilización.

Análogamente, ha sido ampliamente estudiado el protagonismo de los nuevos movimientos sociales —y su estrategia dominante de desobediencia civil— en la caída de los regímenes comunistas de Europa del Este (Anderson y Larmore, 1991; Bebler, 1993; Cortright, 1991; Cortright, 1993; Galtung, 1992; Galtung, 1996; Guillem, 1994; Hren, 1991; Kuzmanic, 1992; Misztal y Misztal, 1988; Oberschall, 1996; Opp y Gern, 1993; Opp y Roehl, 1990; Randle, 1998; Wainwright, 1994); otra cosa es que esos movimientos hayan sabido aprovechar las nuevas oportunidades para consolidar su demanda de una verdadera democracia o incluso para institucionalizarse como alternativa política (Kuzmanic, 1995; Rucht, 1996; Stammers, 1996; Stubbs, 1995). La excepción en todos los sentidos sería Polonia, no sólo porque se ha mantenido en el poder, sino también por ser un movimiento social viejo y no nuevo y por su singular enfoque de la transición. En su estudio del Comité de Defensa de los Trabajadores (KOR), que fuera el precedente de Solidaridad en los años setenta, Flam (1996) llega a la conclusión de que este movimiento consiguió convertirse en actor político gracias (a) a un discurso cognitivo-simbólico de carácter moralizante, en lugar de los derechos políticos de la ciudadanía, sobre la impericia de las elites dominantes para resolver la crisis material y administrativa, y (b) a una represión de bajo nivel que ensalzó la moralidad de los líderes del movimiento y les gratificó con un aura de heroísmo.

También hay muchos movimientos que fracasan en el intento. Por ejemplo, las numerosas protestas políticas que hubo en Corea entre los cuarenta y los setenta tuvieron en su conjunto un impacto muy pequeño en las decisiones gubernamentales (Shin, 1983). Fueron duramente reprimidas tanto las movilizaciones de grupos opositores al poder establecido como las que por sus dimensiones afectaban a la estabilidad política del régimen, fuese éste autoritario o no. En este país, funcionaron globalmente mejor los estallidos violentos y el ataque a la propiedad que las protestas de desobediencia civil. Y mientras en los periodos autoritarios la clave estaba en iniciar al mismo tiempo muchas movilizaciones de gran participación, en los periodos democráticos el éxito dependía de sostener la movilización durante un largo periodo de tiempo. O'Keefe y Schumaker (1983), en cambio, interpretaban los mismos hechos de forma ligeramente distinta. Para ellos los movimientos de protesta ganaban en efectividad en un contexto autoritario cuando moderaban sus demandas y el tamaño de grupo, incurriendo ocasionalmente en enfrentamientos con la autoridad, e incrementando el tamaño del grupo y evitando el enfrentamiento en los contextos democráticos.

Las demandas de bienestar en Estados Unidos

Las políticas de bienestar fueron un eje importante de movilización en los años treinta. Piven y Cloward (1977) analizan los impactos de cuatro grandes movimien-tos de gentes sin recursos —los desempleados que exigían trabajo, los trabajadores

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industriales que querían mejorar sus condiciones de trabajo, las gentes de color que exigían igualdad de derechos y los mayores que demandaban una pensión de jubilación— que florecieron en Estados Unidos en la primera mitad de este siglo y llegan a la conclusión de que esos impactos fueron muy limitados. Por ejemplo, los trabajadores industriales consiguieron que se reconociese el derecho a la negociación colectiva a través de los sindicatos pero los empresarios pronto aprendieron que esa mediación era muy útil para controlar socialmente a sus trabajadores. Piven y Cloward concluyen que, teniendo en cuenta que tuvieron éxito mientras se movili-zaron contra las instituciones existentes y fracasaron cuando se institucionalizaron, esos movimientos habrían obtenido mejores resultados si hubieran priorizado una estrategia rupturista en vez de esforzarse tanto en formar organizaciones adaptadas al sistema imperante de mediación, negociación y reforma.

Un ejemplo concreto es el movimiento Townsend, activo entre 1934 y 1950, que demandaba un esquema autogestionado de pensiones de jubilación (Amenta, Carruthers y Zylan, 1992; Amenta y Zylan, 1991). Este movimiento, aunque contri-buyó decisivamente a la creación de la seguridad social, no consiguió su objetivo y, en ese sentido, fracasó. Con una estrategia de reclutamiento de congresistas para conseguir la aprobación de su propuesta legislativa, Amenta, Carruthers y Zylan explican su relativo éxito diferencial a corto plazo —en doce Estados consiguió acceso permanente a la política formal, en cinco consiguió concesiones, en diez fue absorbido por los partidos en el poder y en veintiún Estados no obtuvo ningún resultado— en función de variables como el grado de organización y la apertura del sistema político —partidos abiertos y derecho de voto—, pero también relatan que a largo plazo el movimiento fue desplazado por el mismo partido demócrata que les había tendido la mano y que se apropió de su propuesta y de su potencial electoral. El movimiento fue absorbido por este partido.

Los movimientos norteamericanos de los sesenta

Burstein (1985) demuestra que la Ley de Derechos Civiles de 1964 en Estados Unidos llegó como consecuencia de las movilizaciones de la comunidad negra en los últimos cincuenta y primeros sesenta y que este logro tan importante fue posible no porque la movilización favoreciera un cambio en la forma de pensar de la sociedad americana, mayoritariamente favorable a la no discriminación, sino porque las respuestas racistas que obtuvieron sus acciones noviolentas, al ser vistas en la televisión, hicieron que la cuestión entrara en la agenda política con una fuerza y urgencia insospechadas.

Pero una cosa es conseguir que se apruebe una norma de no discriminación y otra muy distinta que ello signifique el fin de esa discriminación. Oberschall (1993) analiza el impacto de este y otros movimientos sociales de los sesenta en Estados Unidos y concluye que ha sido un impacto imperfecto. El movimiento en contra de la guerra no consiguió evitar la intervención militar norteamericana en otros países pero sí deslegitimarla y reducirla —ver (Burstein y Freudenburg, 1978; Chatfield, 1995b; Inglehart, 1976)—. Su único logro sustancial fue la abolición de la conscripción pero también las Fuerzas Armadas supieron resarcirse de ese

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contratiempo. Los movimientos de derechos civiles y del poder negro lograron avances significativos en el reconocimiento formal y normativo de los derechos de ciudadanía pero no una mayor igualdad social o económica. El movimiento estudiantil consiguió mejorar los mecanismos de participación en el entorno universitario pero no la democracia radical que perseguía. Las movilizaciones antiautoritarias de los últimos sesenta conmocionaron al mundo pero poco más. Con todo, aunque murieran en el intento, es indudable que esos movimientos crearon condiciones de movilización para otros movimientos que vinieron detrás, como el feminista, ecologista, pacifista, gay o los de distintas minorías étnicas (Boggs, 1991; Castoriadis, 1988; Chatfield, 1995a; Eyerman, 1989; McAdam, 1983a; Miller, 1983; Santesmases, 1988). En definitiva, concluye Oberschall (p. 291), “los movimientos sociales, como cualquier empresa humana, nunca tendrán un éxito o un fracaso absoluto; tiene más sentido hablar de grados o niveles de éxito y fracaso”.

El movimiento feminista

El movimiento feminista ha sido ampliamente estudiado. Su impacto no tiene duda: derecho al voto en un primer momento y una progresiva implantación de leyes y políticas de igualdad, departamentos y servicios de la mujer, cambio de valores, sensibilización y toma de decisiones sobre temáticas concretas —aborto, abusos sexuales, violencia doméstica...—, etc. En referencia a esos impactos o consecuencias de la acción del movimiento, la mayoría de los estudios se centran en dos temas de interés: (a) el debate sobre formas organizativas y estrategias del movimiento, y (b) la relación entre la estrategia dominante en cada país y la estruc-tura de oportunidad política.

El primero de estos temas se ha presentado tradicionalmente como una dicotomía entre un movimiento de grupos asamblearios pequeños organizados en red y unas organizaciones centralizadas y profesionales, entre una acción expresiva —los grupos de autoconocimiento— y una acción instrumental (Barker-Plummer, 1995; Boles, 1991; Brown, 1989; Katzenstein y Mueller, 1987; Mueller, 1994; Staggen-borg, 1989; Staggenborg, 1995; Staggenborg, 1996). Ultimamente parece confir-marse la institucionalización. Por ejemplo, Gelb y Hart (1999) constatan que en los ochenta y noventa, los movimientos feministas del Reino Unido y Estados Unidos, mucho más profesionalizados e institucionalizados que los de las décadas prece-dentes, se han enfrentado con éxito a contramovimientos y agendas gubernamentales conservadoras y han conseguido que se aprueben normas en relación con la violencia doméstica, participación política, derechos de reproducción y reparto del trabajo del hogar.

(Ibarra, 2000) califica el debate sobre la institucionalización como un debate emergente y cada vez más recurrente, en el sentido de que los movimientos sociales se paracen cada vez más a los grupos de interés, se han plegado a las exigencias culturales, normativas y políticas del Sistema. También llama la atención sobre el hecho de que el concepto es bastante más amplio y comporta distintos procesos: rutinización de la acción colectiva, que no tiene porqué ser convencionalización, e inclusión de estos nuevos actores. La institucionalización puede matizarse o

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entenderse como una llegada para siempre de los movimientos sociales �movement society� y sus maneras de participación política y no sólo como una profesionalización que deviene en su asimilación inapelable a los grupos de interés, aunque también haya algo de eso (Meyer y Tarrow, 1998; Neidhardt y Rucht, 1992).

Esta idea es definida por (Tarrow, 1994) de la siguiente manera: (1) la protesta social ha pasado de ser esporádica a ser un elemento permanente en la política; (2) la protesta y la movilización es cada vez más frecuente, abarca temas muy variopintos y es abrazada por gentes de toda procedencia y condición; (3) la profesionalización y la institucionalización están transformando el vehiculo habitual de esa protesta —el movimiento social— en un instrumento más en el marco de la política convencional. Se está produciendo una difusión �expansión� de la protesta, en términos de cantidad, de amplificación de las caracteristicas sociales y demográficas de sus activistas, de expansión espacial o geográfica, de uso alternativo de sus recursos sociales y comunicativos, etc. Esta normalización de la protesta ha hecho menos necesarias las formas organizativas burocráticas, centralizadas y permanentes para obtener la eficacia debida. En la sociedad movimental, las colectividades temporales, descentralizadas y poco estructuradas, pueden perfectamente llegar a tener las mismas ventajas logísticas y financieras que las anteriores organizaciones de masas. La profesionalización tiene que ser conceptualizada de otra manera. Hoy los activistas son capaces de moverse constamente entre los terrenos de la política formal convencional y la movilización colectiva, incluso combinar ambas.

Con todo, la discrepancia sobre institucionalización y formas organizativas sigue activa y algunos destacados trabajos —por ejemplo, Ferree y Martin (1995)— siguen defendiendo que son necesarias tanto las organizaciones muy instituciona-lizadas como los grupos menos formalizados, tanto quienes trabajan un único tema como quienes trabajan muchos temas, tanto los que se centran en la evolución personal como los que enfocan su trabajo hacia las políticas públicas. La flexibilidad y la diversidad sería, por consiguiente, la mejor arma para perdurar como movimiento —recursos y militancia— y para seguir obteniendo resultados en los dos terrenos, el social o cultural y el político.

En relación con la estructura de oportunidad política se tiende a practicar estudios comparativos (Banaszak, 1996; Bergman, 1996; Gelb, 1992; Gelb y Hart, 1999; Mendizabal y Ortíz de Pinedo, 1995; Rogeband, 1996). Por ejemplo, Banaszak (1996) compara los movimientos sufragistas de Estados Unidos y Suiza y concluye que en Suiza el movimiento tuvo menos impacto por una razón fundamentalmente estratégica: centrar la acción en cada cantón en vez de coordinarla en el ámbito nacional. Y Gelb y Hart (1999) comparan Suecia, Estados Unidos y el Reino Unido para concluir que en Suecia los grandes logros han sido impulsados por el Estado, que se ha apropiado de las ideas y estructuras del movimiento, en Estados Unidos la descentralización ha favorecido el protagonismo de un movimiento diverso y fuerte, y en el Reino Unido el movimiento no ha aprovechado, por razones ideológicas, las oportunidades de las nuevas normas.

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Por otro lado, Meyer y Whittier (1994) analizan otro impacto interesante, el que se produce sobre otros movimientos posteriores, no tanto en función de los cambios de estructura de oportunidad política que pudieran derivarse de la acción del movimiento sino por la transferencia de militancia, experiencia y saber hacer. Estos autores comprueban que la transferencia de activistas del movimiento feminista norteamericano de los setenta a otros movimientos posteriores, sobre todo el antinuclear y pacifista de los ochenta, tuvo un impacto importante a dos niveles: valores y conductas en relación con el género y adopción de estructuras organizativas y discursivas y repertorios de acción que intentaban evitar la jerarquía. Lo mismo podríamos decir del movimiento pacifista que vamos a revisar ahora.

Los movimientos ecologista y pacifista

Existe una continuidad tan evidente entre el movimiento antinuclear de los setenta y ochenta y el movimiento anti-misiles y pacifista de los ochenta —de hecho, a veces se llama movimiento antinuclear al movimiento pacifista de los ochenta— que es difícil atribuir sus impactos diferencialmente. Tres son los ámbitos de impacto estudiados: (a) el discurso y los marcos interpretativos (Benford, 1993; Gamson, 1988; Gamson y Modigliani, 1989; Jopke, 1991; Rochon, 1988; Touraine, Hegedus, Dubet et al., 1983), (b) la estructura de representación política o polity, y (c) las decisiones políticas y administrativas o políticas públicas.

El único ámbito en el que podemos separar energía y centrales nucleares por un lado y misiles nucleares por el otro es el relativo a la toma de decisiones guberna-mentales, a las políticas públicas. En este ámbito, los patrones de impacto en ambas políticas no son semejantes. En relación con la política de energía nuclear, Flam (1994) y sus colaboradores certifican que las movilizaciones consiguieron parar los planes de desarrollo de esta energía en Noruega, Holanda, Italia y Austria, aunque no tuvieron impacto alguno en el Reino Unido y en Francia sólo consiguieron cerrar una central nuclear bastante problemática, y todo ello con el valor añadido que supuso el accidente de Chernobyl. Un año más tarde, Rucht (1995) comprueba empíricamente esta afirmación comparando los niveles de movilización existentes en cada país con las desviaciones en la ejecución de los programas nacionales de energía nuclear. Llega a conclusiones parecidas: la tendencia general entre 1974 y 1988 fue reducir la potencia nuclear y sólo tres países —Francia, Bélgica y Japón— aumentaron esa potencia por encima de las previsiones iniciales. Sin embargo, el hallazgo más sorprendente de Rucht es que el nivel de movilización no correlaciona con los niveles de producción de energía nuclear.

(Flam, 1994a) menciona otros impactos del movimiento: (a) los cambios en la estructura de alineación/enfrentamiento político, voto, y trasvase del eje izquerda/derecha a un nuevo eje progreso/estilo de vida permiten la aparición de nuevos partidos y alianzas electorales, (b) cambios en las estructuras de toma de decisiones, en el número y poder relativo de cada una de las instituciones implicadas en el desarrollo de las políticas públicas, (c) cambios en las reglas de decisión, por ejemplo la introducción de consultas ciudadanas, (d) cambios en los criterios de decisión, es decir, de los criterios y racionalidad de la toma de decisiones, y (e)

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cambios en los actores que participan, entrada de nuevos actores y adaptaciones de los viejos.

En relación con los misiles nucleares, sin embargo, el movimiento tuvo que asumir no haber podido evitar su despliegue (Jahn, 1984; Klandermans, 1991; Rochon, 1988; Viotti, 1985; Young, 1983). Rochon y Mazmanian (1993) explican este fracaso por las reticencias iniciales del movimiento, temeroso de perder su identidad y de ser absorbido por el sistema, a participar como un actor formal más en el proceso de toma de decisiones de la política militar Con el tiempo han empezado a verse algunos cambios significativos: Holanda, Bélgica y Alemania han eliminado sus cabezas nucleares y el Reino Unido las ha reducido notablemente. Lo que no sabemos es si este cambio responde a la entrada del movimiento en el proceso de toma de decisiones, como ocurre en Alemania, o es simplemente un efecto tardío de aquellas movilizaciones como ha ocurrido con el fin de la guerra fría.

Meyer (1999) sería de esta opinión. En su estudio sobre este movimiento destaca las siguientes cuatro consecuencias: (a) las movilizaciones y vínculos tradi-cionales del movimiento con los socialdemócratas forzaron al canciller Schmidt a asumir la “opción cero” y ello provocó la ruptura de su coalición de gobierno y la pérdida de las elecciones de 1983; (b) la nueva coalición de centro-derecha liderada por Kohl presionó a Estados Unidos y la OTAN para un control efectivo del desarme y todo ello para evitar que la movilización ganase la calle de nuevo; (c) los contactos entre activistas de uno y otro lado favorecieron la caída de los regímenes comunistas; y (d) las redes de las movilizaciones auparon a los verdes al parlamento en 1983.

La última de estas consecuencias hace referencia a uno de los aspectos más estudiados de esta movilización: su acceso al sistema político y el subsiguiente impacto en la estructura de partidos y en los procedimientos administrativos (Duyvendak, 1995; Galtung, 1987; Kitschelt, 1986; Kitschelt, 1992; Koopmans, 1995; Kriesi, 1989; Kuechler y Dalton, 1992; Müller-Rommel, 1992; Offe, 1992; Rohrschneider, 1993; Ruzza, 1991; Schmitt-Beck, 1989; Statham, 1996; Valencia, 1998). En la obra que edita Flam (1994) se deja constancia de que (a) en Noruega, Austria, Holanda, Italia, Suecia y Alemania, muchos partidos incorporaron principios antinucleares en sus programas, (b) en Austria, Italia, Alemania, Noruega, Suecia, Francia y Holanda se crearon partidos o coaliciones verdes, y (c) en todos estos países se han creado ministerios o departamentos específicos sobre medio ambiente, existe un mayor control procedimental sobre todo lo relativo a la contaminación ambiental y puede incluso hablarse del reconocimiento de un nuevo derecho ciudadano.

Con todo, estos logros procedimentales tienen que valorarse en su justa medida. Mayer y Roth (1995) reparan en que la creación de departamentos y oficinas para las nuevas políticas están logrando, en muchos casos, desactivar el potencial de cambio de las demandas del movimiento. En su opinión, esta institucionalización de las demandas impediría el cambio radical de las instituciones y de las estructuras básicas de poder, quienes no habrían hecho concesiones sustantivas en términos de democra-tización de esas instituciones como podría ser la introducción de mecanismos de

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democracia directa o de control no elitista de la Administración. Esta visión señalaría los límites de la democratización de la vida cotidiana que nos presenta Melucci (1988; 1989; 1996) como consecuencia básica y primordial de la acción de los movimientos sociales.

El otro ámbito que también debe ser valorado es el de los impactos sustanciales o estructurales. (Rucht, 2000) resume que, en las dos últimas décadas, el movimiento ecologista ha crecido espectacularmente en participación y recursos organizativos, se ha profesionalizado e internacionalizado, trabaja muchos temas a un tiempo, consigue introducirlos en la agenda política y la aprobación de regulaciones y leyes, ha creado canales permanentes de acceso a las decisiones políticas y administrativas, tiene buena imagen, ha producido cambios significativos en las opiniones y actitudes de la población sobre las cuestiones ambientales e incluso ha dado alas a una floreciente industria ecológica.

Sin embargo, globalmente hablando, las estadísticas constatan un empeora-miento de las condiciones ambientales: agotamiento de recursos naturales, contami-nación, destrucción de áreas preservables. Menos en el norte que el sur, es cierto, y ello porque en el norte el movimiento ha sido capaz de parar o modificar algunos proyectos —centrales nucleares, embalses, autopistas...— y cambiar algunas pautas de comportamiento individual y colectivo. Pero casi siempre son logros parciales, reformas discretas donde se exigían reformas radicales; un ejemplo cercano es la construcción de autopistas (Bárcena, Ibarra y Zubiaga, 1995; Huberts, 1989).

La escala de tiempo es una variable clave para apreciar y valorar en su justa medida esos impactos sustanciales y relacionarlos con los factores causales más relevantes. Rucht ha probado a hacerlo y los resultados, necesariamente provisio-nales, apuntan a que esos factores relevantes son, por este orden, (1) las moviliza-ciones, (2) las opiniones, actitudes y conductas individuales, y (3) la presión de los partidos y coaliciones ecologistas.

Para terminar, en un momento en el que se habla de institucionalización y profesionalización de los propios movimientos sociales (Eder, 1998; Meyer y Tarrow, 1998; Neidhardt y Rucht, 1992; Offe, 1992; Schmitt-Beck, 1992), no podemos olvidar que todos estos movimientos dejan un legado indiscutible para los que vengan después en forma de aprendizaje acumulado sobre modos de acción y organización, construcción del discurso e interacción con los otros actores políticos, formación de identidades y transmisión de vivencias, sin olvidar su mejor arma contra la inmovilidad y la inacción: la desobediencia civil (Barker, 1992; Bedau, 1991; Casado y Pérez, 1996; García Cotarelo, 1987; Walzer, 1970).

Las taxonomías

Cambios en los sistemas de valores, de opiniones, actitudes y conductas sociales e individuales, formación de nuevas identidades colectivas, aparición de nuevos actores políticos, cambios en la estructura de representación política, en los sistemas de alianzas y la composición del poder formal, cambios de gobierno y también de

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régimen, habilitación de nuevos procedimientos administrativos, aprobación de leyes y programas de políticas públicas, consulta sistemática previa a las decisiones políticas y administrativas, reorientación de los discursos dominantes, deslegiti-mación y cambio de políticas gubernamentales en marcha, obtención de derechos individuales, civiles y sociales, democratización de la vida cotidiana, mejora de las condiciones de vida, comunicación de un aprendizaje acumulado sobre la acción colectiva, creación de nuevas oportunidades para la movilización, cambio político y social en definitiva. Esto es lo que, como acabamos de ver, se atribuye a la acción de los movimientos sociales.

Muchas son las posibles consecuencias de la acción de un movimiento social, operando además en distintos espacios y tiempos. Así que, como queremos formarnos una visión de conjunto y apreciar las relaciones y jerarquías existentes entre consecuencias y las variables que se anejan a ellas, nuestra primera tarea será poner algo de orden en este mare magnum. El primer paso para elaborar un marco conceptual es construir una clasificación, una taxonomía.

Contamos con muchas clasificaciones previas a tal respecto, pero casi siempre parciales. El pionero en estas lides fue Gamson (1990), que nos ofreció, hace ya bastantes años, todo un tratado metodológico de cómo evaluar el impacto de los movimientos sociales o, más propiamente, de las organizaciones de los movimientos sociales. Gamson decía expresamente que quería contrastar si realmente eran ciertos los supuestos básicos del sistema pluralista —el consenso básico sobre los procedimientos, el libre acceso a la agenda política, la limitación recíproca entre poderes, etc.— y para ello estudió los grupos que, desde fuera, desafiaban los principios de ese sistema, analizó sus características internas y sus estrategias y estableció correlaciones entre esos modos y sus éxitos o resultados. Implícitamente, Gamson defendía la racionalidad y razonabilidad de la acción disidente en un sistema político elitista y abogaba por el cambio.

Según Gamson, dos son los posibles resultados o éxitos que puede tener la acción de un movimiento: (1) la aceptación de la organización del movimiento por parte de sus contrarios como portavoz de unos intereses legítimos, y (2) la consecu-ción de ganancias o resultados concretos en favor de sus miembros o de otros bene-ficiarios. Así, dependiendo de que consiga o no estos dos resultados, el movimiento podría calificarse globalmente como: (a) receptividad total, lo consigue todo; (b) fracaso, no consigue nada; (c) apropiación, los miembros obtienen ganancias pero el grupo no es formalmente aceptado como actor político; y (d) cooptación, el grupo es integrado en el sistema de actores pero no hay ganancias para sus miembros.

Existe acceso No existe acceso

Existen beneficios Éxito total Apropiación

No existen beneficios Cooptación Fracaso

TABLA 1 TAXONOMÍA DE ÉXITO DE (GAMSON 1990)

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El eje conceptual de esta clasificación es la lucha entre la organización del movimiento social y el sistema político formal, exactamente lo que quería estudiar Gamson.

La referencia al proceso de las políticas públicas

Coetánea con la de Gamson es la clasificación de Schumaker (1975, citado en O'Keefe y Schumaker, 1983: 377), que también se refiere a las políticas públicas pero con la ventaja de entenderlas como un proceso. Schumaker distingue varios impactos en función de cada etapa del proceso de una política pública: (1) acceso del actor movimiento al sistema político, es decir, a canales formales de represen-tación como recepciones, entrevistas, consultas, etc.; (2) acceso de su demanda a la agenda política; (3) adopción de decisiones favorables al movimiento en la redacción de la política concreta; (4) aplicación de esa política en consonancia con los objetivos del movimiento; y (5) resultados visibles de su ejecución o grado por el cual la acción del sistema político consigue satisfacer las demandas del movimiento. Schumaker operativiza cada uno de estos impactos en función de una escala de receptividad del sistema,: (a) ninguna receptividad, (b) receptividad mínima, un gesto, (c) receptividad parcial o condicionada, y (d) aceptación sin condiciones.

[1] [2] [3] [4] [5]

Jones

Identificación y definición de un problema

Estudio y propuesta de

una solución o acción

Toma de la decisión:

política pública

Ejecución Evaluación de los resultados

Schumaker

Representación y acceso del

movimiento a las autoridades

públicas

Inclusión en la agenda

institucional

Decisión favorable a la demanda del movimiento

Ejecución en consonancia con el objetivo del movimiento

Satisfacción de las demandas

del movimiento

TABLA 2 COMPARACIÓN ENTRE EL PROCESO DE UNA POLÍTICA PÚBLICA Y LOS MOMENTOS Y

TIPOS DE INFLUENCIA DEL ACTOR MOVIMIENTO

El proceso de políticas públicas de Jones aporta dos aspectos importantes que ayudan a completar el esquema de Schumaker: (a) la aparición del problema como paso previo a su definición y a la aceptación de la función representativa del actor movimiento, y (b) los ajustes sucesivos de la política que se derivan de la evaluación y que remiten de nuevo a la fase primera, haciendo del proceso un sistema circular.

El actor movimiento también tiene algo que decir en estos dos momentos. La aparición del problema público aparece unido a su definición en el esquema de políticas públicas y de manera segregada, y por consiguiente más explícita, en el esquema de Bachrach y Baratz (1970). Meny y Thoenig (1992) señalan dos orígenes distintos de una política pública: (a) puede ser la respuesta a la reagrupación e

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Rectángulo
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interpretación de demandas difusas en la sociedad por parte de los partidos o grupos de interés —el ascenso democrático representativo— o (b) una modelación e incluso imposición de las necesidades por parte de las autoridades —la tiranía de la oferta—. Estos autores no mencionan a los movimientos sociales, pero es obvio que podemos asimilarlos al papel que juegan los partidos o grupos de interés. Schumaker tampoco menciona el posible impacto del movimiento en la aparición del problema, su revelación como tal. Pero es muy obvia la competencia del movimiento para hacerlo. Este impacto puede ser de tres tipos: reactivo, competitivo y proactivo (Tilly, 1978). La reactividad abonaría el liderazgo de las autoridades; la competitividad, la anticipa-ción de otros actores políticos, sean partidos o grupos de interés; la proactividad reconocería al movimiento como el promotor de la demanda. Esta misma clasifica-ción ha sido trasladada por Kriesi (1992) a los impactos sustantivos: los reactivos significarían el éxito del movimiento al impedir restricciones sobre las ganancias existentes y los proactivos significarían nuevas ganancias.

La idea de proceso circular, de evaluación continua, sugiere otro impacto potencial de los movimientos sociales, el llamado impacto estructural. Así lo ve Rochon (1983) cuando apunta cuatro posibles impactos: (a) sobre la política pública concreta, (b) sobre el sistema de partidos, (c) sobre los procedimientos de tomas de decisiones, y (d) sobre la calidad de los resultados que derivan de la acción gubernamental. Con todo, es Kitschelt (1986: 67) quien mejor elabora el concepto de impacto estructural o “transformación de las mismas estructuras políticas”. Este impacto completa una propuesta taxonómica que también integran el impacto procedimental, análogo al acceso de Gamson o de Schumaker, y el sustantivo, equivalente a las ganancias de Gamson y el último estadio de Schumaker.

Un ejemplo nos ayudará a clarificar qué se puede entender por impacto estructural. En la obra editada por Flam (1994) se atribuyen una serie de impactos estructurales a la acción de los movimientos antinucleares europeos: (a) realinea-miento de los partidos políticos en función de un eje crecimiento económico–estilo de vida en vez del eje tradicional izquierda–derecha, algo que se verificaría en la aparición de nuevos partidos o la creación de nuevas alianzas; (b) cambios en los ámbitos de decisión, reorganización de ministerios o resignación de competencias, creación de nuevos organismos y departamentos de gestión, así como comités y entes consultivos; (c) cambios en las reglas de decisión y replanteamiento del control de acceso de los actores a esa toma de decisiones; (d) cambios en los criterios de decisión e incorporación de nuevas racionalidades y nuevos temas; y (e) cambios en la cantidad y calidad de los actores que participan en la decisión, lo que implicaría una redistribución del poder.

Finalmente, Burstein (1991) —ver también Burstein, Einwohner y Hollander (1995)— aunará las propuestas de Schumaker y Kitschelt. En primer lugar, incorpora lo estructural como otra forma de receptividad del sistema a la acción del movimiento, definida como la reconfiguración institucional que resulta de la apertura de canales permanentes de acceso a las demandas del movimiento, es decir, la aceptación plena e institucionalizada del actor movimiento en la reedición del proceso de construcción de la política pública. Y en segundo lugar, Burstein entiende

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que el acceso inicial del actor movimiento, la inclusión de su demanda en la agenda política, la formulación de la política pública y su ejecución forman parte de un proceso continuado de negociación entre las autoridades y el movimiento, asimilable por tanto al impacto procedimental y segregable de los resultados o impactos sustantivos y de la apertura de canales permanentes de negociación o impacto estructural, que serían en realidad las verdaderas consecuencias de los movimientos sociales, los criterios que nos permitirán valorar su capacidad de influencia.

Resumiendo, los posibles impactos del actor movimiento en relación con el proceso de las políticas públicas sobre las propuestas de Schumaker, Kistchelt y Burstein con el añadido de la introducción de la demanda, quedaría como sigue:

Tipo Ejemplo Impacto

Aparición La movilización hace visible una demanda proactiva o reactiva Inaugural

Acceso Miembros del movimiento son formalmente recibidos por las autoridades

Agenda La ley propuesta es admitida a trámite Procedi-

Formulación Se aprueba la norma legislativa deseada mental

Ejecución La norma legislativa se ejecuta como el movimiento quiere

Impacto La norma legislativa tiene las consecuencias deseadas por el movimiento Sustancial

Estructural El sistema cambia y mejora las posibilidades de influencia del movimiento Estructural

TABLA 3 TIPOS DE IMPACTO DE LA ACCIÓN DEL MOVIMIENTO EN EL PROCESO DE LAS

POLÍTICAS PÚBLICAS

Las orientaciones expresiva e instrumental

Ahora bien, existen también consecuencias en otros ámbitos distintos del político. La obra de Melucci (1980; 1982; 1985; 1988; 1989) presta una especial atención al mundo de lo simbólico. De su trabajo se pueden deducir tres impactos: (a) introducción de nuevos códigos culturales y formas de acción, (b) ampliación y extensión de la participación política, y (c) democratización de la sociedad y la vida cotidiana.

Esta dimensión simbólica y cognitiva está bien expresada en la propuesta taxonómica de Sztompka (1995). Este autor distingue cuatro potenciales de cambio: (a) sobre la estructura ideal: concepciones e interpretaciones ideológicas y discur-sivas de la realidad; (b) sobre la estructura normativa: adopción de nuevos valores y normas sociales, reglas de conducta y formas de vida; (c) sobre la estructura política: creación de nuevos grupos, redes o coaliciones, y (d) sobre la estructura de oportu-nidad: redistribución de bienes o ganancias sustanciales. Sztompka nos presenta el

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cambio producido por el movimiento como un cambio procesal —el movimiento empieza a producir cambio desde su propia morfogénesis interna y no al final de su acción— y global. En este sentido, afirma que “el movimiento lograra su potencial dinámico solo si los cuatro dominios de la estructura social son atacados con eficiencia”.

Kriesi, Koopmans, Duyvendak et al. (1995) también incorporan esta idea de cambio actitudinal a su esquema hasta entonces muy centrado en la estructura política. Nos presentan esta sensibilización en dos ámbitos, el político y el societario. En este último incorporan sin más, suponemos que referidos a las actitudes, los cuatro tipos de alineamiento de marcos discursivos que habían introducido Snow, Rochford, Worden et al. (1986) bastantes años antes. En cualquier caso, y a pesar de que existen autores que, como (Marx y McAdam, 1994) y (Lofland, 1996), le han dedicado más espacio a esta cuestión, lo relativo al cambio de opiniones, actitudes y conductas individuales y colectivas ha estado bastante desatendido.

Impactos externos Impactos internos

Procedimiento (a) acceso ad hoc

(b) acceso permanente

Identidad

Sustantivos (a) reactivos

(b) proactivos

Organización

Estructurales (a) estructura institucional (b) estructura de alianzas

Sensibilización (a) agenda política: agenda

sistémica y agenda institucional (b) actitudes sociales: bridging,

amplification, extension y transformation

TABLA 4 TIPOS DE IMPACTOS DE LA ACCIÓN DEL MOVIMIENTO SEGÚN GIUGNI EN KRIESI ET AL.

(1995)

Este autor realizan otra distinción básica, la que discrimina entre impactos externos, referidos bien a la estructura política o a la estructura social, y los impactos internos, referidos al propio movimiento. Esta distinción ayudaría a distinguir entre aquellos movimientos más orientados hacia lo identitario y aquellos otros más orientados hacia lo instrumental. No hace falta subrayar que estos autores estudian fundamentalmente la vertiente más instrumental de los movimientos. Con todo, creemos que la clasificación anterior de Rucht (1992b), que nos hemos tomado la libertad de ordenar para establecer paralelos entre consecuencias internas y

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externas y que podríamos completar en el cuadro superior derecho con el impacto biográfico que el activismo tiene en los miembros del movimiento (DeMartini, 1984; Diani, 1995; Klandermans, 1997; McAdam, 1999; McAdam, Munch, Shockey et al., 1996; Taylor y Raeburn, 1995),2 es bastante más completa en muchos sentidos. Además, incorpora propuestas metodológicas —entre paréntesis en la tabla— para medir cada una de esas consecuencias:

Consecuencias externas Consecuencias internas

Cambios actitudinales, conductuales y —se puede añadir— de opinión de las personas

externas al movimiento [encuestas y métodos cuantitativos]

Cambios en el discurso público [análisis de contenido de declaraciones y marcos

dominantes en los medios de comunicación]

Coherencia ideológica: “La producción y mantenimiento constante del significado y la

ideología” (McAdam, McCarthy y Zald, 1988) [análisis de contenido y entrevistas]

Cambios en las políticas [análisis del proceso de decisión de las políticas]

Beneficios para los miembros, sean tangibles o inmateriales (por ej., socialización política o

satisfacción personal) [entrevistas y métodos cualitativos]

Cambios en las relaciones de poder: (a) cambios en la configuración informal del

poder: juegos de alianzas y de contra-alianzas del movimiento

(b) cambios procedimentales (c) reclutamiento de elites influyentes (d) cambios de régimen político y del orden

social

Estabilidad organizativa de los grupos y de las relaciones entre los grupos

[análisis de redes] Crecimiento de la militancia

[estadísticas sobre el número de miembros y la cantidad y participación de las acciones]

TABLA 5 TAXONOMÍA DE CONSECUENCIAS DE LA ACCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SEGÚN RUCHT

(1992b) [Técnicas de medición]

En esta taxonomía, además de detallar en mayor medida las consecuencias que la acción de los movimientos tiene para ellos mismos, Rucht insiste en la idea de que los movimientos también pueden tener consecuencias o impactos imprevistos e incluso no deseados. Nos propone que leamos su clasificación en negativo para visualizar esas consecuencias no deseadas: desventajas para los miembros, mortalidad organizativa, cambios regresivos en las opiniones, actitudes y conductas sociales, destrucción de oportunidades estructurales, etc. Una de esas consecuencias,

2 Por poner un ejemplo, muchos de los que promueven la acción directa noviolenta la explican como una revolución cultural que afecta a las vidas y normas de conducta de sus seguidores (Burrowes, 1996; Epstein, 1991). Aunque sin llegar a ese extremos, podemos hablar perfectamente de socialización política (Tarrow, 1994).

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suficientemente reseñada en los últimos tiempos, es el nacimiento de contra-movimientos.

Por último, en una taxonomía de consecuencias de los movimientos deberíamos también incluir el legado que transmite un movimiento a los que llegan después. Nos estamos refiriendo a ese aprendizaje comunicado de repertorios de acción, posibilidades de organización y experiencia estratégica que permite no sólo seguir movilizándose sino también seguir innovando, eso que Bourdieu (1990: 131) llama “habitus”, que Swidler (1986, citado en McAdam, 1994: 52) extrapola al mundo de los movimientos como “caja de herramientas”, que Eyerman (1998; Eyerman y Jamison, 1991) ha denominado “praxis cognitiva” o “praxis cultural”, y que Tarrow (1994) denomina modularidad o, simplemente, cultura política.3 Amenta y Young (1999b), Carroll y Ratner (1996), Meyer y Whittier (1994) y Staggenborg (1995) relacionan esta acumulación experiencial de los movimientos con el trasvase de activistas entre movimientos. Y en general la creación de capital social, es decir, la implicación de un mayor número de individuos en los asuntos de la comunidad y el fortalecimiento de los nexos entre organizaciones, colectivos y asociaciones (Diani, 1996), un empoderamiento progresivo de la ciudadanía. Como dice (Putnam, 1995):67, “las redes de compromiso cívico promueven normas de reciprocidad generalizada y la emergencia de confianza social. Esas redes favorecen la coordinación y la comunicación y permiten resolver los dilemas de la acción colectiva”.

Otra cuestión sería establecer el grado de impacto o éxito de un movimiento, que puede ir desde el impacto cero o fracaso más absoluto hasta el impacto cien o éxito más completo. McAdam y Snow (1997) proponen la siguiente clasificación en función de esta variable y el ámbito de cambio:

Ambito individual Ambito estructural

Cambio parcial alteración reforma

Cambio total redención transformación

TABLA 6 TAXONOMÍA DEL IMPACTO DE UN MOVIMIENTO EN FUNCIÓN DE SU GRADO

Delimitar el grado de impacto es una tarea complicada. Aunque no es infrecuente leer que tal movimiento es reformista y tal otro revolucionario o que un movimiento es más reformista que otro, ese tipo de afirmaciones nos parecen arriesgadas. Garner (1996) nos llama la atención sobre este extremo e insiste en que no es pertinente calificar a todo un movimiento en función de sus resultados en un momento dado porque la identidad básica de ese movimiento puede ser muy otra y porque sus demandas y logros circunstanciales pueden ser un simple paso hacia una

3 Más referencias al respecto son Crist y McCarthy (1996), Doherty (1997), McAdam (1995), Poguntke (1992), Siisiainen (1992), Tarrow (1995), Tilly (1984) y Traugott (1995)

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transformación de mayor calado. Pero además, habría que demostrar primero que esas consecuencias son atribuibles al movimiento.

Una propuesta integradora

Así pues, con todas estas herramientas, diferenciaciones y precisiones, bien podría construirse una taxonomía que integre todas esas consecuencias de la acción de los movimientos (Tabla 7).

Consecuencias internas Movimiento Estructura sistémica Estructura de alianzas Estructura de conflicto Apoyos Reclutamiento elites Organización Identidad colectiva Solidaridad y cohesión Coherencia ideológica Tamaño Miembros, simpatizantes Red de grupos Estructura organizativa Coordinación, vertebración Estructura de gestión Estructura de acción Miembros Ganancias Materiales Inmateriales: satisfacción... Biografía socialización política Consecuencias externas Autoridades Entrada de la demanda Reactiva Proactiva Procedimental Acceso ad hoc (consulta) Entrada agenda institucional Aprobación normativa Ejecución normativa Sustantivo Resultados Estructural Acceso permanente Ámbitos, reglas y criterios

de decisión Régimen político Derechos civiles y políticos Actores políticos Agenda sistémica Política Mediática Sociedad movimientos Estructuras Realineamientos Nuevos actores Prioridades programáticas Simbólico Marcos interpretativos Acción y organización Repertorios y estrategias Expansión de oportunidades Sociedad Cambio cultural Opiniones y discursos Actitudes y valores

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Conductas y hábitos Cambio político Participación Autogestión Control down-up Cambio material Ganancias redistributivas

TABLA 7 TAXONOMÍA DE LAS CONSECUENCIAS DE LOS MOVIMIENTOS

Variables asociadas a las consecuencias

En los ejemplos que hemos descrito más arriba hemos visto reflejadas algunas de las variables que suelen asociarse al éxito o impacto de los movimientos. En principio, no parecen existir fórmulas garantizadas, sino que, más bien, todos los movimientos se enfrentan a varios dilemas:

(a) Una estrategia de negociación con las autoridades sobre contenidos de tipo reformista, bien directa o bien mediada por otros actores políticos, una estrategia de enfrentamiento violento o una estrategia de enfrentamiento noviolento.

(b) Unas demandas ambiciosas, globalizantes e ideales —un cambio estructural o sustantivo—, o unas demandas concretas, posibilistas y materializables a corto o medio plazo como, por ejemplo, la aprobación de una norma legal o modificaciones en su aplicación.

(c) Grandes movilizaciones de bajo riesgo, pequeñas movilizaciones de alto riesgo o lobbying en los pasillos de las instituciones competentes.

(d) Una organización asamblearia, horizontal, de pequeños grupos en red, o una organización centralizada, jerarquizada y profesional con buenos medios materiales.

(e) Una orientación predominante hacia la sociedad, lo cultural, lo expresivo, que busque cambiar gradualmente las conductas y normas sociales dominantes cuya consecuencia inevitable sea después el cambio de la estructura política, o una orientación predominantemente instrumental, dirigida a quienes realmente deciden para modificar esa estructura política y favorecer así un cambio de la estructura social.

No existen consensos sobre qué opción es la más eficaz en cada caso, ni tan siquiera después de neutralizar algunas variables intervinientes, por ejemplo el tipo de régimen político existente o el patrón de movimiento. Un estudio de caso demuestra que el éxito es o podría haber sido la consecuencia de una estrategia, estilo de acción y organización concretos y otro estudio de caso demuestra exactamente lo contrario. En relación con algunos movimientos, como el feminista, pacifista y ecologista, la controversia es constante y en algunos momentos las posiciones

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parecen corresponderse con juicios apriorísticos sobre la acción colectiva. En muchas movilizaciones, además, se combinan distintas posibilidades y se intentan vías intermedias.

Las estructuras organizativas

Empecemos por las estructuras organizativas. Gamson atribuye más eficacia a los grupos en red. Tan sólo un año antes, dos artículos de una misma obra colectiva sacaban conclusiones contrapuestas sobre la relación entre las formas organizativas y el éxito de los movimientos. Rosenthal y Schwartz (1989) afirmaban que la democracia directa era una condición clave para el éxito y Gundelach (1989), tras comparar organizaciones de movimientos y grupos de interés, que una estructura descentralizada sólo puede aspirar a concienciar a la gente e introducir una demanda en la agenda política y que desde ese mismo momento son las autoridades las que controlan todo el proceso de las políticas públicas y, obviamente, sus productos.

Esta contradicción es visible en muchos movimientos. Un ejemplo es el debate existente en torno al movimiento feminista que hemos visto más arriba. Muchas autoras y autores defienden que la profesionalización de estas organizaciones se ha revelado más eficaz para lidiar con las autoridades. Otras y otros, sin negar este extremo, consideran igual de imprescindible la existencia de grupos poco formali-zados y en red por su función revitalizadora del movimiento y porque lo que fortalece a un movimiento es, precisamente, la diversidad organizativa con división de funciones (Ferree y Martin, 1995; Garner, 1996; Overy, 1981).

Esta diversidad dentro de un mismo movimiento desligaría la tipología de estructuras organizativas de la distinción original de Turner y Killian (1957) entre organizaciones o movimientos instrumentales u orientados hacia el poder y organi-zaciones o movimientos expresivos u orientados hacia los valores, según la cual se podría suponer que los movimientos de orientación instrumental tenderían a formar organizaciones burocratizadas y profesionales para competir con eficacia frente a los otros actores políticos y los movimientos de orientación expresiva preferirían relaciones menos estructuradas por su mejor ajuste a una realidad social vertebrada en redes múltiples con niveles, funciones y contenidos distintos. Rucht (1988) nos ha hecho saber que, en realidad, no existen movimientos expresivos y movimientos instrumentales y que es más operativo entender esta dicotomía como un continuum en el que se sitúan las organizaciones más que los movimientos. Porque, en realidad, todos los movimientos tienen que trabajar en los dos frentes, hacia fuera actuando políticamente y hacia adentro creando identidades. Un ejemplo puede ser el movimiento de liberación homosexual, en principio básicamente expresivo. Sin embargo, Duyvendak en Kriesi, Koopmans, Duyvendak et al. (1995) identifica en él tres ámbitos de acción: la creación de una cultura propia, la creación de un mercado, es decir, una actividad económica, y la acción política o instrumental, por ejemplo su campaña contra el SIDA.

Nosotros creemos que, dada la multidimensionalidad y complejidad de la matriz de objetivos de todo movimiento, tiene bastante más sentido hablar, más que de

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organizaciones, de cuestiones (issues) u objetivos más o menos instrumentales o expresivos y que la actividad del movimiento y de cada organización puede ser radicalmente instrumental o radicalmente expresiva en función de cada cuestión y objetivo. Con todo, aún dentro de este supuesto, se tiende a suponer que las cuestiones y objetivos instrumentales obligan a una organización centralizada y muy formalizada y que las cuestiones y objetivos expresivos se trabajan mejor desde una red de grupos pequeños de tipo asambleario; en definitiva, que existe un determi-nismo organizativo en razón del ámbito de actuación. La interpretación de la división de funciones se fundamenta sobre este supuesto. Por otro lado, la forma organizativa también puede considerarse un objetivo, el de construir un nuevo modelo de democracia.

La lista de las referencias al respecto sería interminable. Poguntke (1992) afirma que la debilidad política de los partidos verdes, y más en concreto del alemán, es la consecuencia del peso que siguen teniendo la multitud de grupos de reducido tamaño que lo componen. La inestable fidelidad de sus votantes, determinada más por la gestión en temas puntuales que por la opción política que representa en el juego de partidos, sería la consecuencia de ese déficit de estructuras centrales sólidas. Rochon (1988) concluye que el movimiento en contra de los euromisiles no consiguió materializar resultados porque sus formas organizativas poco formalizadas le impidieron desarrollar una negociación sustantiva con las autoridades. Gelb y Hart (1999) confirman que las organizaciones feministas norteamericanas han sabido maximizar sus logros en mucha mayor medida que las británicas precisamente porque su estructura más profesionalizada les ha permitido competir y negociar con los otros actores políticos. La evolución de las organizaciones feministas hacia una mayor formalización confirmaría la necesidad de adaptarse a las condiciones que determinan las nuevas redes (policy networks) donde se decide la política de la mujer (Boles, 1991). Y lo mismo podríamos decir de organizaciones como Greenpeace.4

No compartimos este determinismo organizativo en función del patrón de ámbito-contenido dominante y esperamos que los datos que aportamos en este estudio sobre un movimiento concreto, el antimilitarista, y un objetivo concreto, la abolición de la conscripción, típicamente instrumental, contribuyan a matizar las interpretaciones vigentes. En este sentido, creemos que afinan mejor Kamieniecki, Coleman y Vos (1995) cuando relacionan el éxito del movimiento, no con sus formas organizativas, sino con el número de recursos de que dispone, entendiendo recursos en un sentido amplio: medios materiales, experiencia activista, nivel de compromiso y dedicación, estatus de poder de los activistas, etc. Y también es relevante al respecto, mucho más que sus formas organizativas, el lugar que ocupan las organiza-ciones relevantes del movimiento en las redes políticas de decisión (Diani, 1997; Knoke y Wisely, 1990).

4 “Jerarquía, disciplina económica y dominio del marketing, claves del poder de Greenpeace”, La Vanguardia, 11 de septiembre de 1995.

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Los marcos discursivos

Otra de las cuestiones de debate es la autenticidad o legitimidad de la demanda que plantea el movimiento. Las teorías clásicas —por ejemplo, Smelser (1962) y Turner y Killian (1957)— explicaban las movilizaciones sociales como la consecuencia del impacto de tensiones estructurales preexistentes sobre el nivel de frustración o privación de determinados grupos sociales. Sin tensiones no era posible la movilización. Parafraseando esas interpretaciones, podemos decir que en cada momento y contexto social existen una serie de demandas que son de sentido común, inapelables desde el punto de vista democrático. No obstante, esas aspira-ciones de sentido común pueden estar perfectamente desatendidas, inintencionada o intencionadamente, por las autoridades. Cuando esto sucede podemos hablar con propiedad de vulnerabilidad institucional (Kriesi, Koopmans, Duyvendak et al., 1995).

Toda demanda latente es, por consiguiente, ni más ni menos que una oportunidad para la acción política. No emerge y entra en la agenda de forma espontánea sino que necesita de mediaciones, de actores que la promuevan. Aún para neopluralistas que, como Burstein (1991; 1999), sostienen que los partidos gobernantes tienden a hacer lo que quiere la sociedad para volver a ser reelegidos y que, por lo tanto, la democracia funciona, está claro que la sociedad expresa múltiples demandas y que todos no encuentran acomodo en la agenda política —Hilgartner y Bosk (1988) sostienen que la agenda tiene un espacio limitado—. De hecho, hay temas más decisivos que otros y esa prelación está determinada por muchos factores, siendo uno muy importante la acción de los actores políticos y grupos de interés —Burstein incluye a los movimientos sociales en esta última categoría—.

Los actores políticos tendrán poco que hacer si se oponen a la mayoría social, pero mucho si recogen una de esas demandas, la patrocinan y consiguen que ocupe un lugar preferencial en el contexto político de decisión. Para ello, dice Burstein, el actor político en cuestión deberá: (a) cambiar la percepción de los legisladores sobre las prioridades del público, (b) cambiar las prioridades del público, o (c) redimensionar la importancia de un tema en concreto en el que la opinión pública no coincida con la gestión gubernamental.

Dicho con otras palabras, las reivindicaciones que entran en la agenda política, aún derivando de situaciones objetivas, se construyen en gran medida (Berger y Luckmann, 1968; Gamson y Modigliani, 1989). Las demandas que hoy son muy visibles y hasta inaplazables no tienen por qué ser nuevas y pueden haber estado ahí durante mucho tiempo sin haber llamado la atención de nadie. Que la gente visualice nuevos problemas o que interprete los viejos de una manera distinta es, en ese sentido, un logro político y conceptual muy importante. Burstein (1991) afirma que incluso los grandes acontecimientos y crisis como el fin de la guerra fría, a los que las autoridades conceden una importancia decisiva en la reformulación de las políticas, tienen poca significación en sí mismos y deben ser dotados de significado,

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interpretados, para modificar las políticas. Un ejemplo puede ser la movilización en contra de los euromisiles (Flickinger, 1983).

No obstante, no todos los movimientos tienen éxito en imponer su definición del problema y muchos de ellos ni tan siquiera consiguen introducir la demanda en las agendas sistémica y/o institucional (Cobb y Elder, 1983). La competencia es feroz y los medios de comunicación privilegian a los actores más establecidos (Berkowitz, 1992), justo los que cuentan con más recursos. El enfrentamiento es muy desigual y son muchos los movimientos que sucumben en el intento. Su éxito dependerá en gran medida de su ingenio y habilidad para compensar esa desigualdad estructural; la acción directa puede jugar ese papel (Gitlin, 1980), pero no basta. Es la calidad de los marcos de acción colectiva (collective action frames) lo que puede marcar la diferencia (McCarthy, Smith y Zald, 1996).

Los frames son esquemas interpretativos que permiten a los individuos localizar, percibir, identificar y etiquetar lo que pasa en su vida y en el mundo en general (Snow, Rochford, Worden et al., 1986), componen una estructura general, predefinida, estandarizada, que permite el reconocimiento del mundo y guía la percepción e interpretación de lo que se percibe, atribuir significado a las cosas. No competen tan sólo a la interpretación, sino también a la motivación y los incentivos para la acción, hasta el punto de poder neutralizar el habitual cálculo de coste/beneficio que predica la teoría de la elección racional.

Esta cuestión del discurso, de los marcos de acción colectiva, ha tenido una especial atención en la teoría sobre movimientos sociales. Referencias inevitables son (Benford y Snow, 2000) Benford y Hunt (1992), Eder (1996), Klandermans (1997), McAdam, McCarthy y Zald (1996), Snow y Benford (1992), y Snow, Rochford, Worden et al. (1986), o el mismo Gamson (1992), que describe cómo permanecen aún en los tiempos de inactividad movilizatoria, lo que haría posible una conexión de significados entre movimientos distantes temporalmente y, lo que es más importante, la acumulación constante de recursos cognitivos para la movilización. Un análisis de caso en nuestro país son las movilizaciones sobre la violencia política en Euskal Herria (Funes Rivas, 1998) y otro ejemplo igual de evidente es la abolición de la conscripción que analizamos en este estudio.

Las estrategias de acción

Una tercera cuestión es la relativa a la estrategia más apropiada para lograr resultados. Aquí, como en lo relativo a las formas organizativas, se suele argumentar que las reivindicaciones instrumentales y las expresivas requieren estrategias especí-ficas (Jasper, 1997). No vamos a entrar ahora en ello, tan solo remitimos a lo dicho en relación con las formas organizativas y recordar que las estrategias de conflicto noviolento con las autoridades, con reivindicaciones instrumentales muy obvias, son muchas veces interpretadas por sus propios participantes como una auténtica revolución cultural y personal (Epstein, 1991; Jasper, 1997; Sturgeon, 1995). Tampoco vamos a referirnos al uso de la violencia y su supuesta efectividad. Preferimos centrarnos en la contraposición más relevante hoy en día, aquella que

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compara la efectividad de la estrategia de negociación o consenso con las autoridades por un lado y la estrategia de conflicto noviolento por el otro.5

Este eje de debate entre conflicto y consenso, enfrentamiento o moderación, ruptura o reforma es, en realidad, la versión adaptada de un clásico, el debate entre elitismo y pluralismo. El consenso, la moderación y la reforma son posibles desde la perspectiva pluralista y el conflicto, el enfrentamiento y la ruptura, la mejor demostración de que el sistema político es elitista y cierra filas frente a las nuevas demandas.

Algunos autores sostienen que, en el caso de reivindicaciones instrumentales, dirigidas a las autoridades, la desradicalización o moderación es condición necesaria para ampliar la base de apoyo del movimiento y para fortalecer la posición negociadora frente al actor institucional. Rochon (1992), por ejemplo, presenta la acción directa noviolenta de las mujeres de Greenham Common como uno de los factores que explica la baja eficacia del movimiento pacifista en el Reino Unido. Sin embargo, ese mismo año, Barker (1992) escribía que la acción de Greenham Common fue clave para hacer llegar a la opinión pública la reivindicación de un movimiento pacifista en declive precisamente por sus estrechas relaciones con el laborismo. Otros autores convienen en que la desradicalización es producto natural de la evolución de una movilización: el conflicto noviolento sirve en un primer momento pra introducir el tema en la agenda y la posterior incorporación de gentes, incluso partidos, deviene en una moderación de los repertorios de acción; eso es, al menos, lo que pasó con el movimiento pacifista de los ochenta (Koopmans en (Kriesi, Koopmans, Duyvendak et al., 1995).

El entendimiento entre los partidos políticos de izquierda que ven en los movimientos una interesante corriente de modernización y fortalecimiento organiza-tivo y las organizaciones movimentales que conciben los partidos como una poderosa intermediación representativa que mejora sus posibilidades de éxito es una constante que parece concluir a menudo en lo que Gamson denominaba cooptación, es decir, el partido se apropia de algunas redes y activistas y absorbe sus reivindicaciones de manera difusa y reformista. Tarrow (1992: 228):

Al parecer, los movimientos de protesta necesitan estar cerca de los partidos para explotar su posición en la estructura de la democracia capitalista. Pero si se acercan demasiado, pueden ser absorbidos o depender de una institución cuyos derroteros no pueden controlar.

5 No confundamos estrategias de consenso o conflicto con movimientos de consenso o conflicto. En todo momento nos referimos únicamente a los movimientos de conflicto, es decir, a aquellos que constituyen un desafío a la acción gubernamental o a las normas dominantes y que, en ese desafío, pueden desplegar estrategias de negociación para el consenso o estrategias de conflicto. Los movimientos de consenso, en cambio, son aquellos que no tienen contrarios y cuyas defini-ciones y objetivos nadie disputa. Su influencia es muy pequeña en términos de cambio social, por lo que no pueden considerarse instrumentos de cambio social y político (McCarthy y Wolfson, 1992; Schwartz y Paul, 1992). Su evolución tiende en mucha mayor medida hacia la cooptación y/o conversión en un grupo de interés.

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Es lo que ha sucedido con la CND y el Partido Laborista en el Reino Unido (Maguire, 1995) y con el movimiento antinuclear y el Partido Socialista en Francia (Gnesotto, 1988). El Partido Laborista británico, aunque algo retuvo sobre todo en relación con el discurso, abandonó el principio de desarme unilateral cuando ganó las elecciones en 1988 y no se ha destacado por su coherencia con los principios del pacifismo mientras ha estado en el poder. Análogamente, el Partido Socialista francés, que había apoyado las reivindicaciones del movimiento antinuclear, se olvidó de ellas cuando, en coalición con los comunistas, accedió al poder y, de hecho, combatió decididamente las movilizaciones en contra de los euromisiles.6 El movimiento pacifista se sumió entonces en una grave contradicción que todavía no ha conseguido resolver. Al final, se decidió por crear un partido verde que vive en una permanente crisis de identidad.

En otros casos, sin embargo, no podríamos hablar en propiedad de cooptación. El movimiento pacifista italiano estuvo durante muchos años integrado en una plataforma, el Movimiento por la Paz, anexa al Partido Comunista. Podría decirse que era la solución lógica en un contexto dominado por los partidos. Sin embargo, en los primeros ochenta, algunos colectivos ecologistas y pacifistas de tradición noviolenta decidieron organizar una acción alternativa a la del Movimiento por la Paz. Posiblemente, la división de los pacifistas restó eficacia a su movilización en contra de la política militar gubernamental. Pero aquel desafío al liderazgo de los partidos obligó a algunos de ellos, muy especialmente al Partido Comunista, a abrirse a las nuevas generaciones. El resultado final ha sido su desmembramiento (Tarrow, 1992). En Holanda tampoco podemos hablar de cooptación porque el movimiento pacifista consiguió influir en la política nuclear. Este influjo tiene que ver con el hecho de que muchos militantes de partidos se integraran en el movimiento dotándole así de un planteamiento muy enfocado hacia las instituciones y una prefe-rencia por las acciones menos conflictivas (Klandermans, 1992).

Así pues, parece confirmase una constante en relación con la estrategia de negociación y consenso: su efectividad es mayor en los países multipartidistas que en los países con dos grandes partidos políticos, donde lo habitual, al parecer, es la cooptación. Piven y Cloward (1995) han constatado este mismo hecho en Estados Unidos.

En relación con la estrategia de conflicto noviolento con las autoridades, hay que empezar dejando claro que parece funcionar mucho mejor en los tiempos actuales que, por ejemplo, a principios de siglo. Este hecho tiene que ver con el modelo de autoridad institucional dominante en cada periodo. Las autoridades de hace cien años se sentían legitimadas para reprimir duramente a los movimientos sociales de entonces. Hoy, en cambio, existe un mayor equilibrio en términos de legitimidad y la sociedad tiende a percibir la acción gubernamental como si de un contramovimiento se tratase (Hoover y Kowalewski, 1992). Actor institucional y

6 En ambos casos, podríamos hablar de partidos de orientación parlamentaria, es decir, que centran su acción en el combate electoral y parlamentario.

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actor movimiento estarían así en una posición de igualdad en el escenario simbólico del conflicto.

La estrategia de conflicto noviolento ha sido la estrategia dominante entre los movimientos sociales contemporáneos (Rucht, 1992a) y no hay duda de que la mayoría de los teóricos en esta materia la consideran una estrategia eficaz. Ahora bien, esta estrategia parece ser más efectiva en términos de impacto sustantivo en los regímenes autoritarios que en los regímenes democráticos. Existen numerosos ejemplos de movilizaciones noviolentas que han colaborado decisivamente en la instauración de un régimen democrático (Ackerman y Kruegler, 1993; Anderson y Larmore, 1991; Bebler, 1993; Burrowes, 1996; Galtung, 1992; Galtung, 1996; Hren, 1991; Kuzmanic, 1992; Lederach, 1983; McCarthy, 1983; Muller, 1980; Oberschall, 1996; Opp y Gern, 1993; Randle, 1998). La noviolencia es, ante todo, un instrumento para fortalecer la propia posición (empowerment) en un contexto de represión (Mahony y Enrique, 1997; Martín Beristain y Riera, 1992; Servian, 1996).

Sin embargo, los análisis apuntan a una menor efectividad en los contextos democráticos. La lectura de los numerosísimos relatos que se han escrito sobre las movilizaciones pacifistas, feministas, ecologistas y alternativas en general parece llevarnos a la conclusión de que el conflicto noviolento con las autoridades consigue movilizar cognitivamente a la sociedad, introducir la reivindicación en la agenda política, realinear a las fuerzas políticas, etc., es decir, crear las condiciones suficientes para una posible negociación con las autoridades sobre la reivindicación en sí, pero no se adjudica impactos sustantivos per se. Estos impactos derivarían de la conjunción de las estrategias de conflicto y de consenso, normalmente por ese orden (Diani y Van Der Heijden, 1994; Freeman, 1983; Mushaben, 1989; Piven y Cloward, 1992).

No vamos a volver ahora sobre los distintos tipos de impacto que puede tener una movilización en los otros ámbitos —sociedad, otros actores políticos, propio movimiento, etc.— ni sobre su visibilidad con el tiempo. Queremos centrarnos en este enfrentamiento con las autoridades en un contexto democrático porque creemos que existe una variable que desmiente la incapacidad estructural de la estrategia de conflicto noviolento para llegar hasta el final del proceso. Nos referimos al consen-timiento, a aquellas normas que exigen obediencia o participación necesaria por parte de los y las ciudadanas (Martin, 1989; Sharp, 1973; Sharp, 1980)(Arendt, 1972). Un movimiento puede movilizarse para que no se construya una determinada autopista, se cierre una central nuclear o no se desplieguen misiles en el territorio, pero su relación con esa política concreta será siempre indirecta. Podrá movilizar actores políticos decisivos, manifestaciones que hagan ver a las autoridades que su decisión puede tener un coste electoral y también ocupar temporalmente la zona para retrasar la ejecución del proyecto, pero si las autoridades se sienten fuertes y su cálculo particular de costes y beneficios les es favorable, no habrá nadie que les pare. Lo único que le queda al movimiento es el sabotaje noviolento, como en Itoiz.

En cambio, si la política en cuestión exige la colaboración necesaria de los y las ciudadanas, los activistas pueden ejercer un control directo sobre su ejecución. Si se

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negaran a colaborar, a obedecer, esa política sería impracticable. Estamos hablando de la desobediencia civil. En la bibliografía sobre movimientos sociales hay bastantes reflexiones sobre el valor de la represión, el equilibrio entre costes y beneficios, su percepción cognitiva, su impacto sobre la legitimidad del represor, pero poco sobre cuáles son las dos condiciones que la hacen posible, rentable e incluso deseable estratégicamente para el movimiento: la legitimidad social de su objetivo y el poder de la desobediencia. No creemos que sea una casualidad que los mejores ejemplos de la eficacia del conflicto noviolento con las autoridades hayan sido siempre desobediencias civiles sobre causas justas, el caso de los derechos civiles (McAdam, 1983b; McAdam, 1988; McAdam, 1996) y el caso de la resistencia a la conscripción (Bedau, 1969; Prasad, 1971; Thorne, 1983). La desobediencia civil disipa las barreras y diferencias entre tipos de régimen y también entre movimientos sociales y revoluciones (Goldstone, 1998).

La estructura de oportunidad política

Una cuestión que no contempló Gamson en la segunda edición de su Estrategia de la Protesta Social eran los factores externos al movimiento, las variables que componen la estructura de oportunidad política del movimiento. (Kitschelt, 1986) definía la estructura de oportunidad política en función de (a) el input en el proceso de formulación de las políticas públicas, es decir, qué actores intervienen y bajo qué condiciones, y (b) el output, o en qué medida son capaces las instituciones públicas de formular y ejecutar eficientemente las políticas públicas.

Pero el concepto de estructura de oportunidad política había sido operacionali-zado con anterioridad por Tarrow (1983, citado en Kriesi (1995): 167) incluyendo tres dimensiones: (a) el grado de apertura o cierre de la estructura política al acceso de nuevos actores, (b) el grado de estabilidad o inestabilidad de los alineamientos políticos, y (c) la disponibilidad y situación estratégica de aliados potenciales. Con posterioridad, Tarrow (1994) ha añadido una cuarta dimensión: (d) la existencia o no de conflictos entre las elites.

Una segunda propuesta al respecto fue la Huberts (1989), algo más amplia. Huberts consideraba que la capacidad de influencia del movimiento sobre el sistema político dependía de tres variables: (a) las características del actor movimiento, sus demandas, recursos y estrategias, (b) las características del proceso de toma de decisiones, y (c) las características del contexto político, económico y cultural. Y dentro del proceso de toma de decisiones consideraba cuatro aspectos: (1) quién es la autoridad política competente, (2) cuáles son los procedimientos de tomas de decisiones, (3) quiénes y cuántos son los actores privados que intervienen a favor y en contra, y (4) quiénes y cuántos son los actores públicos que intervienen a favor y en contra. Es una clasificación menos operacionalizable pero tiene algunas virtudes que apuntaremos más adelante.

En una colaboración posterior (Kriesi, Koopmans, Duyvendak et al., 1995), ha organizado esta estructura por ámbitos (arenas): (1) el ámbito parlamentario, operacionalizado en función del sistema de proporcionalidad del voto y del número

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de partidos, (2) el administrativo, abierto si es independiente y profesional y cerrado si está muy centralizado y burocratizado, y (3) el ámbito de la democracia directa o la posibilidad de iniciativas legislativas populares.

De esta forma, el grado de fortaleza institucional se calcula, en realidad, a partir de cinco dimensiones. En términos de centralización territorial, Francia, Holanda o Suecia serían Estados fuertes, y Alemania o Suiza, al ser federales, todo lo contrario. En términos de independencia entre los tres poderes, Francia y Holanda, con un ejecutivo dominante sobre los otros dos poderes, serían Estados fuertes, y Alemania, donde el marco legislativo y judicial son poderosos, sería un Estado débil. Ya en el contexto de los tres ámbitos y en relación con el parlamentario, Francia, con una estructura electoral tendente al bipartidismo, sería un Estado fuerte. Holanda, en cambio, con muchos partidos en coaliciones cambiantes y un sistema estrictamente proporcional sería un Estado débil. Suiza también sería débil y Alemania sería un Estado intermedio.7 En el ámbito administrativo, Francia, con una administración centralizada y muy dependiente del poder político, sería un Estado fuerte. Holanda, con una administración independiente y profesional, que ha establecido procedi-mientos autónomos de interrelación con los grupos de interés, estaría en un estadio intermedio. Y Suiza y Alemania estarían en el lado débil por su descentralización y autonomía administrativa. Por fin, en el ámbito de la democracia directa, tan solo existen realmente procedimientos en ese sentido en Suiza (Wagschal, 1997).

Estado Ámbito

parlamentario Ámbito

administrativo Ámbito de

democracia directa Total

Suiza débil débil débil débil

Alemania intermedio débil fuerte intermedio

Holanda intermedio intermedio fuerte intermedio

Francia fuerte fuerte fuerte fuerte

TABLA 8 FORTALEZA INSTITUCIONAL DEL ESTADO SEGÚN KOOPMANS Y KRIESI EN KRIESI ET

AL. (1995)

No es difícil construir una definición para España en este marco operativo de la estructura de oportunidad política. En términos de centralización territorial sería débil; en grado de independencia entre los poderes, fuerte, como Francia; en el ámbito parlamentario, intermedio, por su estructura tendente al bipartidismo pero con un número importante de otros partidos que pueden jugar —y de hecho están jugando— el papel de socio necesario; en el ámbito administrativo, de nuevo

7 Hemos de llamar la atención sobre la falta de correspondencia en esta dimensión entre las valoraciones que los autores hacen en el texto y los datos que incluyen en la tabla resumen en relación con Holanda. Hemos optado por reproducir la tabla tal como está publicada, pero muy posiblemente habría que corregirla y considerar Holanda como un Estado débil.

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intermedio, por contar con una administración en origen como la francesa, muy dependiente del poder político, pero descentralizándose progresivamente; y fuerte en el ámbito de la democracia directa, pues ninguna iniciativa legislativa popular ha conseguido prosperar. Sumando todo, tenemos un Estado intermedio.

La fortaleza institucional del Estado debe cruzarse con las estrategias domi-nantes del Estado en relación con las demandas de los movimientos, es decir, la tradición o prácticas habituales. Pueden ser dos: (a) excluyentes, es decir, represivas, de enfrentamiento, polarizadas, o (b) integradoras, es decir, amables, cooperativas y/o asimilativas. En este sentido, la tradición en Alemania, Francia, Italia y España ha sido la exclusión, y en Suiza, Holanda o los países escandinavos, la inclusión. Aportan diferentes argumentos al respecto. El resultado es este cuadro de doble entrada sobre los tipos de impacto que pueden esperar los movimientos sociales de cada país.

Estructura institucional (Estado) débil

Estructura institucional (Estado) intermedia

Estructura institucional (Estado) fuerte

Estrategia predominantemente

excluyente

Inclusión formal impactos reactivos

[Italia]

[Alemania, España]

Exclusión formal impactos proactivos si el

poder es favorable [Francia]

Estrategia predominantemente

integradora

Integración total impactos procedimentales

impactos reactivos [Suiza]

[Holanda]

Inclusión informal impactos procedimentales

impactos proactivos [Dinamarca, Reino Unido]

TABLA 9 CONDICIONES ESTRUCTURALES PARA LA MOVILIZACIÓN SEGÚN KOOPMANS Y KRIESI

EN KRIESI ET AL. (1995) (España no incluida en el original)

En resumen, los movimientos franceses no tienen posibilidad alguna, ni con una estrategia de negociación y consenso ni con una estrategia de conflicto, que sería fuertemente reprimida, a no ser que sus reivindicaciones coincidan con los planes gubernamentales. Su verdadero opuesto es Holanda, donde los movimientos pueden esperar cambios importantes porque les está permitido el acceso informal y el Estado tiene capacidad de llevar a la práctica los compromisos; no tendría sentido, por lo tanto, ni una estrategia de conflicto ni los impactos reactivos. Y los movimientos alemanes, italianos y españoles pueden aspirar a impedir posibles retrocesos en las políticas, nunca cambios proactivos, y ello siempre que utilicen los canales adecuados, de lo contrario serán reprimidos. La estrategia de conflicto, por lo tanto, sería mucho menos rentable que la estrategia de moderación y reforma.

Podríamos matizar algunas de estas descripciones, sobre todo en los relativo a los tipos de impactos. En Holanda, por ejemplo, se han dado movilizaciones de carácter reactivo con resultados obviamente favorables al movimiento: las pacifistas de los primeros ochenta sin ir más lejos; luego, al contrario de lo dicho, sí caben los

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impactos reactivos. Posiblemente, y en esto tendría razón Kriesi (1995: 172-173), el problema está en que los impactos proactivos son la excepción que confirma la regla:

El impacto proactivo es muy difícil de obtener en ningún tipo de Estado. Los Estados fuertes tienen capacidad de responder favorablemente a las demandas del movimiento, pero también tienen la capacidad de resistirse si así lo quieren. Los Estados débiles pueden ser obligados a ceder frente a las demandas del movimiento, pero no suelen tener capacidad para ejecutar los cambios de política imprescindibles. Esto no quiere decir que los procesos de movilización no puedan consecuencias proactivas, pero escasos como andan de movilizaciones proactivas masivas, ese tipo de consecuencias es una verdadera excepción en cualquier tipo de Estado.

Kriesi, Koopmans, Duyvendak et al. (1995) incorporan además algunas otras variables que completan ese esquema. Una, recogida de Tarrow, es la disponibilidad de aliados o, dicho de otra forma, la versatilidad de las estructuras de alianzas y de conflicto del movimiento, mucho más accesible en aquellos sistemas verdaderamente multipartidistas. Y una segunda, la composición ideológica del poder existente, fundamentalmente la presencia relevante o no de las izquierdas.

La incorporación de nuevas variables y las matizaciones en curso suavizan en Kriesi, Koopmans, Duyvendak et al. (1995) el determinismo de la estructura de oportunidad política que sostenía en un principio Kriesi,8 acercándose de esta forma a la propuesta menos operacionalizada pero más flexible de Tarrow, quien siempre ha afirmado que esa estructura de oportunidad política de cada país cambia también en función de (a) el actor movimiento concreto, y (b) el tipo específico de la política pública que esté en juego (Tarrow, 1994; Tarrow, 1996). Es decir, que, como bien dicen Gamson y Meyer (1996), el movimiento puede moldear e interpretar (frame) la estructura de oportunidad política existente porque, en realidad, esa estructura está determinada por dos ejes, uno que opera entre lo estable y lo volátil, entre la estructura y el cambio, y un segundo que opera entre lo institucional y lo cultural. Así, en el espacio cultural-estable estarían los sistemas de creencias, los valores, los temas culturales o los mitos, en el espacio cultural-volátil, los marcos interpretativos que comunican los actores políticos y los medios de comunicación, los discursos concretos y las propuestas, en el espacio institucional-estable estarían los partidos políticos y las instituciones, y en el espacio institucional-volátil, los periodos de elecciones, las fisuras en el ejercicio del control formal, los cambios de alineamiento de las elites y de las alianzas, etc.

Estable Volátil

8 Podríamos añadir más ejes de crítica a Kriesi (1995) pero complicaría demasiado el discurso. Un ejemplo es el artículo de Amenta y Young (1999a) que demuestra, con abundantes referencias a la situación de la acción colectiva en Estados Unidos, cómo la descentralización y supuesta debilidad de algunos Estados puede ser, de hecho, muy disuasoria. Estos autores también advierten de que deberían incluirse muchas otras variables.

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Cultural Sistemas de creencias, valores,

temas culturales, mitos, etc. Marcos interpretativos, discursos,

propuestas e ideas concretas

Institucional Partidos políticos e instituciones Periodos de elecciones, fisuras del

control formal, cambios en el alineamiento de elites o alianzas

TABLA 10 INTERPRETACIÓN DE LA ESTRUCTURA DE OPORTUNIDAD POLÍTICA DE GAMSON Y

MEYER (1996)

Los ciclos de movilización

Una última cuestión en relación con las posibilidades de éxito o impacto de los movimientos es su encaje en ciclos de movilización más amplios. Tarrow (1991) recoge esta idea de otros autores y la aplica al mundo de los movimientos sociales. La idea básica de su propuesta interpretativa es que los movimientos tienen más posibilidades de conectar con el público y de lograr resultados si desarrollan su movilización en un contexto dominado por otras movilizaciones. Es decir, que las movilizaciones se benefician de una apertura de la estructura de oportunidad política en los momentos altos de los ciclos. Fiel a su concepción antideterminista de los hechos políticos, Tarrow (1993) concluye más adelante que: (a) las olas de protesta no sólo se aprovechan de una estructura de oportunidad política más favorable sino que, al ser una parte constituyente de la misma, pueden moldearla; (b) las olas no son suficientes en sí mismas para producir reformas significativas y los movimientos necesitarán en todo caso de la mediación de terceros, es decir, de otros actores políticos que estén en situación de poder negociar con las autoridades; y (c) las olas son eficaces sólo si son capaces de sostener su actividad el tiempo necesario para que esos terceros amarren las reformas deseadas.

Con el tiempo, esta propuesta interpretativa se ha matizado mucho, sobre todo en lo relativo a su poder determinante de la acción y éxito de los movimientos. El debate se ha centrado, como no podía ser de otra forma, en los momentos de inicio y ascenso del ciclo y en el papel que juegan las movilizaciones pioneras, que son las que desafían la lógica. Gamson y Meyer (1996) siguen insistiendo en que los movimientos crean las oportunidades para la acción política. Y McAdam (1998: 101), después de preguntarse por qué algunos movimientos no aprovechan las olas movilizatorias para incluir sus reivindicaciones, está ahora sospechando que hay más agencia que estructura en esto de los ciclos:

Mi propia sospecha es que los movimientos beneficiados deben menos a las oportunidades políticas expansivas que a complejos procesos de difusión por los cuales las lecciones en ideas, tácticas y organización de los madrugadores se encuentran disponibles para los siguientes opositores.

Y, al respecto, Klandermans (1998) ha contribuido con una tipología de ciclos que permite comprobar las complejas sincronías que explican una movilización. Klandermans distingue entre: (a) ciclos estacionales de los propios movimientos, (b)

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ciclos estacionales y periodicidades de las instituciones, (c) ciclos proactivos de movilización, (d) ciclos reactivos de movilización, (e) ciclos estructurales de toda movilización, con su inicio, ascenso, cresta, declive y final, y (f) ciclos vitales del movimiento, determinados también por un inicio y un final pero cuyo tramo central puede comprender varios ciclos de movilización.

El marco analítico de las políticas públicas

Acabamos de ver que, realmente, el tipo de impacto más estudiado en el mundo de los movimientos sociales es el relativo a las decisiones gubernamentales sobre las políticas públicas. Su visibilidad les sitúa en una clara ventaja frente a otros tipos de impacto, incluidos los sustantivos. En la investigación sobre movimientos sociales son muchas las herramientas y marcos conceptuales que se refieren al ámbito de la decisión gubernamental y de la administración y gestión de las políticas públicas: la estructura de oportunidad política, las estrategias de interacción con las autoridades, la competición entre marcos interpretativos y hasta las formas organizativas más o menos adaptadas al proceso de formulación y desarrollo de las políticas. La misma idea de proceso que define a las políticas públicas es una constante inevitable y una idea clave en la teorización sobre los movimientos.

Más arriba hemos comprobado las coincidencias existentes entre la descripción que hacía Jones (1970) del proceso de las políticas públicas y los tipos de acción o influencia que Schumaker (1975) atribuía al actor movimiento en ese proceso. Como no queríamos pasar por alto estos paralelismos, hemos decidido incluir algunas reflexiones que resultan de la comparación de ambos marcos conceptuales, el referido a los movimientos sociales y el referido a las políticas públicas.

Tres son las preguntas que nos planteamos a la hora de acudir a los análisis sobre políticas públicas: (a) en qué medida se considera al actor movimiento como uno más de los actores que participan en el proceso de una política pública; (b) qué papel se le concede, es decir, en qué parte del proceso tiene carta de identidad como un actor más: sólo al principio, en el descubrimiento del problema y su definición, o también en la toma de decisiones, ejecución y evaluación de la política pública; y (c) en qué medida la evaluación del producto de la política pública considera las causalidades y paternidades de cada uno de los actores intervinientes.

Desde sus mismos inicios, el análisis de las políticas públicas ha contemplado la presencia de múltiples actores en el proceso. Su objetivo central ha sido siempre entender, evaluar y mejorar los productos —outputs y outcomes— de las acciones gubernamentales concretas y para ello era imprescindible abrir e indagar en la caja negra del proceso de las políticas públicas. No en vano, este campo nace y comienza a desarrollarse en un contexto social y político que exigía una democratización de la acción y gestión pública, los años sesenta y setenta. Eran momentos en los que dominaba el enfoque pluralista, que defendía que ningún grupo podía monopolizar el poder. Una decisión pública era el producto de una serie de complejas interacciones e

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influencias de muchos grupos y actores sociales y políticos, incluidos, por qué no, los movimientos sociales y sus organizaciones.

Sin embargo, las inercias y resistencias del sistema político y administrativo abortaron el potencial de cambio. El sistema se resistía incluso a ser analizado. Así las cosas, no tardaron en llegar críticas sobre una realidad que, más que pluralista, era decididamente elitista y surgieron enfoques alternativos como el neopluralismo, el (neo)corporativismo, y después el pluralismo radical —por oposición al pluralismo clásico, liberal— (Andrain y Apter, 1995). Pero hacían falta herramientas para explorar la realidad democrática del sistema de las políticas públicas (Subirats, 1989: 39):

Debe encontrarse un nuevo punto de partida, un nuevo enfoque capaz de reconstruir el análisis de los productos de la acción estatal y relacionarlos con el cada vez más complejo mundo de acciones e interacciones entre actores sociales e instituciones públicas.

Este nuevo enfoque es el que se conoce como redes de las políticas (policy networks). Ahora bien, ¿implica este nuevo paso metodológico que se ha penetrado realmente en la dimensión democrática del proceso político?, ¿en qué medida se han incorporado a ese análisis todos los actores intervinientes en una política política?, ¿se consideran todas las variables que realmente intervienen en la formulación de las políticas públicas? La verificación de hasta qué punto se ha incluido la acción de los movimientos sociales en el análisis de las políticas públicas y, más concretamente, en el análisis de sus redes es una buen método para verificar la profundización en esa dimensión democrática.

La desconfianza hacia estos “nuevos” actores era patente. En algunos casos podríamos perfectamente hablar de prejuicios y recusación. Peters (1989: 155-173), recogiendo aportaciones anteriores, distinguía no hace mucho entre cuatro tipos de interacción en relación con las políticas públicas: (a) la legítima, en la que participan los sindicatos, los partidos políticos, las grandes asociaciones sectoriales, la Iglesia, el Ejército o los mismos funcionarios, (b) la clientelar, con “aquel grupo de interés que, por las razones que sean, se ha convertido, a los ojos de una Administración concreta, en la expresión natural y representativa de un sector social determinado”, (c) la familiar o relación de afinidad íntima entre un determinado grupo de interés y el partido político dominante o gobernante, y (d) la ilegítima o interacción con “grupos de presión que están fuera del ámbito de la acción política normal”, por ejemplo el movimiento estudiantil de mayo de 1968 en Francia o el movimiento en contra de la guerra de Vietnam en Estados Unidos:

En los tres primeros tipos de interacción, algunos o todos los grupos son aceptados como portavoces legítimos de uno u otro sector social. En el caso de los grupos de presión ilegítimos, ni el sistema en su globalidad ni los adminis-tradores en particular están dispuestos a aceptar la legitimidad de los inputs de estos grupos de interés. (...) La influencia de este tipo de grupos de interés no es el modelo normal de decidir las políticas públicas. Podríamos estar discutiendo largas horas sobre la conducta de estos anómicos grupos de presión y sobre sus

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intentos de influir en las políticas mediante las protestas, las manifestaciones o la violencia. (...)

Pueden ser recibidos y presentar educadamente sus demandas, pero saben que sus posibilidades de éxito son prácticamente nulas. Podemos preguntamos por qué perseveran en esa conducta aparentemente irracional. Quizá porque hay una pequeñísima posibilidad de que lleguen a obtener algún resultado. No obstante, lo más normal es que persistan en su acción porque eso es lo que esperan sus gentes de ellos.

Si consiguen influir en algún sentido será debido a sus actividades ilegales, a su enfrentamiento con el sistema, pero esa influencia será, como mucho, episódica. (...) Sus impactos en las actividades públicas y en las políticas públicas son muy difíciles de predecir, si es que tienen alguno. Aunque puede que, excepcionalmente, acarreen cambios importantes. (...) Los estudiantes americanos y la guerra de Vietnam son un ejemplo. (...) Cuando los grupos ilegítimos tienen éxito, los impactos de sus actividades tienden a ser redistri-butivos, por la simple razón de que fuerzan al sistema a aceptar unas demandas que posiblemente antes había descartado entre sus prioridades. (...)

Los tres primeros modelos tienen en común su legitimidad y son los patrones de interacción comúnmente aceptados entre los grupos de interés y la Administración. En el caso de los grupos ilegítimos, esa interacción —para que tenga algún tipo de impacto en los productos de las políticas— tiene que tener lugar en tiempos de crisis. En consecuencia, los tres modelos legítimos devienen una cierta estabilidad e institucionalización de la influencia, mientras que el ilegítimo deviene en una influencia episódica o ninguna en absoluto.

Este descarte de la movilización como medio de presión legítimo sobre la formulación y ejecución de las políticas públicas sigue siendo hoy más habitual de lo que a simple vista pueda parecer. Son muchas las obras que no hacen referencia alguna a los movimientos sociales.

Los análisis de casos

Con una tradición muy centrada en lo institucional y sin disponer todavía de herramientas útiles para analizar las redes de políticas, no es de extrañar que sea difícil encontrar análisis de políticas públicas que, aún nombrando a los actores intervinientes, incluyan a aquellos actores políticos menos formalizados. Un ejemplo puede ser la obra editada por Gomá y Subirats (1998), que analiza catorce políticas públicas distintas de nuestro país, incluyendo algunas de nueva temática como medio ambiente, inmigración o mujer. Los editores insisten en la necesidad de “reflejar ese entrecruzamiento de lógicas e interacciones entre actores públicos y privados en el juego de la definición, elaboración y puesta en práctica de las políticas” (p. 27).

Sin embargo, el relato de doce de esas catorce políticas públicas invisibiliza la acción colectiva y las organizaciones de los movimientos sociales: no hay okupas o asociaciones de vecinos en la política de vivienda, ni movilizaciones ecologistas en la política de medio ambiente —tan sólo se cita el inocuo Consejo Asesor de Medio Ambiente—, ni movilizaciones u organizaciones estudiantiles en la educativa, ni tercer sector o asociaciones de trabajo-denuncia de la marginación en la política

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asistencial, ni movimientos de defensa de las lenguas autonómicas en la política lingüística, etc. Tan sólo en dos políticas se mencionan actores políticos que no sean las autoridades, los grupos parlamentarios, los partidos políticos, los sindicatos, o los empresarios: el movimiento feminista en la política de mujer, aunque de forma muy superficial, y los colectivos de inmigrantes y las movilizaciones y organizaciones de solidaridad en la política de inmigración. Esta última mención es mucho más completa y matizada no porque en esta política haya existido una movilización más importante cualitativa o cuantitativamente sino, simple y llanamente, porque su relator ha estudiado con detenimiento el papel que han jugado esas organizaciones movimentales en la formulación y desarrollo de esa política pública (Casey, 1998).

Faltan estudios empíricos que analicen la interacción de los actores tradicio-nales con los actores extrainstitucionales o menos formalizados. Quede aquí nuestra llamada a que el análisis de las redes de las políticas públicas incluya a unos actores que, aún desde el conflicto,9 participan de hecho en ese proceso.

La segunda cuestión que nos interesa es determinar, en estos casos de partici-pación analizada, cuál es el papel que juegan las organizaciones de los movimientos. Son simplemente impresiones que deberían confirmarse o descartarse en función de un análisis más exhaustivo, pero, en principio, de los análisis publicados que hemos consultado parece desprenderse que:

(a) La presencia de las organizaciones de los movimientos sociales o de organiza-ciones no gubernamentales en la formulación de las políticas públicas decrece a medida que avanza el proceso de las políticas públicas, es decir, el protago-nismo de estas organizaciones se suele referir, fundamentalmente, a los momentos primeros de la política: la entrada en la agenda institucional, la definición del problema y, en menor grado, la toma de decisiones.

(b) Los pocos casos de una participación más plena no confirman que esa participación suponga necesariamente una mayor democratización de la política pública; puede que así sea o puede que el resultado sea un mayor

9 El conflicto es inherente en cualquier ámbito de interacción social. Por dos razones: una, la pluralidad de actores, y dos, la heterogeneidad o multiplicidad de los principios en juego en la institucionalización de cualquier ámbito. Eisenstadt (1992: 416-417) nos dice que:

Sea cual sea el grado de éxito de una coalición de elites en establecer y legitimar normas comunes, esas normas nunca son aceptadas plenamente por todos los que participan en ese orden dado. La mayoría de los grupos tenderán a mostrar una cierta autonomía y algunas diferencias respecto de esas normas en su deseo de consolidar el sistema institucional. Algunos pueden oponerse a las premisas mismas de esa institucionalización. Otros pueden compartir escasamente sus valores y símbolos y aceptar esas normas sólo como un mal necesario. Otros... (...) En todo orden social siempre hay, por tanto, un fuerte componente de disensión sobre la distribución del poder y sobre los valores. (...) Los antisistema pueden estar latentes durante largos periodos de tiempo, pero si se dan unas buenas condiciones pueden entonces emerger y convertirse en un foco importante de cambio sistémico”.

El conflicto, por consiguiente, es bueno y necesario para seguir evolucionando.

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control —incluso formal— sobre los colectivos participantes (Clapham, Kintrea y Kay, 1996; Harris, 1998; Walliser Martínez, 1999).

(c) El ámbito preferido para estas redes más amplias es el ámbito local o los asuntos de pequeño calibre, puntuales incluso, y nunca políticas sustantivas o ligadas al Estado (Ballart, 1992; Carroll y Carroll, 1999; Clapham, Kintrea y Kay, 1996; Tamayo Sáez, 1997; Walliser Martínez, 1999) (Bogason, 1998; Lowndes y Skelcher, 1998).

(d) El ánimo que suele mover a la Administración a ampliar esas redes, en muchos casos verdaderos experimentos o programas piloto —recordemos en nuestro país los núcleos de intervención participativa o algunas iniciativas de la Administración como Gazte Plana (Plan Joven)—, es la legitimación que otorga esa mayor participación a las políticas en sí o, dicho de otra forma, la prevención de conflictos.

(e) La mayoría de los análisis realizados se preocupan por los mecanismos internos de interacción que se dan en las redes y no por la calidad más o menos democrática de los productos resultantes.

Dos estudios de caso nos ayudarán a reconocer el papel que pueden jugar las organizaciones de movimientos sociales en el proceso de las políticas públicas. En primer lugar, Kendall y Anheier (1999) concluyen que las organizaciones del tercer sector en general han ido perdiendo espacio en el marco de la Unión Europea frente a los actores tradicionales y que sólo están sobreviviendo y con problemas las ONGs que trabajan en el ámbito de la cooperación y desarrollo. La razón de esta pérdida de influencia es que las ONGs no cuentan con estructuras profesionales adaptadas a la ambigüedad, impredecibilidad, inestabilidad y complejidad que caracterizan a las políticas construidas en ese ámbito. Y en segundo lugar, las reflexiones finales de Casey (1998: 255-302) sobre el intento de algunas organizaciones no gubernamen-tales de modificar la Ley de Extranjería no pueden dibujar un escenario más desespe-ranzador:

La estructura tradicional de interacción entre las autoridades y las organiza-ciones no gubernamentales (ONGs) sugiere que éstas están mejor adaptadas al uso de tácticas de confrontación, desde fuera del sistema, lo que, si no cuentan con un muy amplio apoyo y los recursos necesarios para una movilización eficiente, les deja fuera de los procesos de políticas de ámbito estatal. (...)

Existen serias limitaciones para las ONGs de verdadera oposición que intentan participar en el proceso de las políticas públicas en España. (...) El relato de la reforma de la Ley de Extranjería sugiere un escenario desalentador para aquellos que quieren creer que las ONGs se han consolidado en el marco político como fuerzas independientes que pueden oponerse con eficacia al poder de los otros actores gubernamentales y extra-gubernamentales. (...) De este relato podemos concluir que las ONGs han sido incapaces de influir en las decisiones que finalmente se han adoptado. (...)

Las ONGs que intentaban reformar la Ley de Extranjería se han encontrado con que, aún a pesar de jugar un papel aparentemente central en el proceso, han tenido muy poca influencia en el cambio de la política. Eran portavoces de una

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reivindicación con una amplia base real, pero los cambios que han tenido lugar, que sólo han coincido parcialmente con las demandas de las ONGs, han sido en realidad el resultado de las propias contradicciones internas de la Ley y de la presión de otros grupos de interés. Además, su participación en un órgano consultivo ha sido utilizada para dotar a la nueva regulación de un falso beneplácito de las ONGs.

En cambio, la Comisión de Asociaciones y Organizaciones No Guberna-mentales de la Comarca de Girona ha conseguido cumplir con muchos de los objetivos que se proponía en los ámbitos de agenda y desarrollo de políticas, pero ello ha sido debido a que las autoridades apoyaban esos cambios, a que la Comisión evitó entrar en las cuestiones más controvertidas, a que las autoridades toleraron, en un contexto de falta de normativa, un cierto consenso entre las ONGs, y a que el asesor gubernamental demostró una asombrosa capacidad de comunicación política. (...)

¿Por qué las ONGs españolas son unos actores tan impotentes en el proceso de las políticas públicas? Las ONGs españolas operan en un marco político que normalmente les ofrece pocas oportunidades estructurales. Las estructuras democráticas españolas están aparentemente poco dispuestas a la presencia de las ONGs y sospechan e incluso actúan de manera hostil a su posible indepen-dencia. Otros actores como las administraciones, los partidos políticos y los sindicatos, parecen ejercer un control estricto del proceso de las políticas públicas y también sobre las ONGs que entran a participar en él.

La participación desde fuera del proceso

En relación con la segunda limitación, la de no poder intervenir en el proceso entero de la política pública y, por tanto, asegurar que los impactos o productos son los deseados, Meny y Thoenig (1992: 103-117) son terminantes:

La autoridad gubernamental es el actor central de una política pública. No es el único jugador activo, puesto que se mueve en interdependencia con otros actores: organismos encargados de ejecutar sus decisiones, sujetos que reaccio-nan a las realizaciones así producidas, grupos de intereses u otras instituciones que ejercen influencia sobre la acción proyectada o en curso. (...)

El sistema de actores es elástico. (...) La acción pública no se limita a los actores formales: políticos y funcionarios. Incorpora a otros actores que, en principio, no tienen nada que ver con el “juego político”, pero cuyo comporta-miento y presencia cuentan en la medida en que las realizaciones públicas se transforman en impactos sociales. (...)

El primero reúne grupos, medios o individuos que integran elites sociales, culturales, económicas o políticas. Se trata de los grandes notables (parlamen-tarios, jefes de partidos), las figuras preeminentes de la economía y de la cultura y las personalidades del mundo sindical.

El segundo tipo de empresarios políticos se encuentra en el seno de conjuntos más difusos y anónimos. A menudo, el activismo y el número, la agitación y la radicalización son los elementos que suplen el déficit de capital elitista, la falta de notoriedad, de influencia, los contactos para llegar a la autoridad pública. (...) Sin embargo, estos empresarios políticos especializados en una causa pierden a menudo influencia y apoyos cuando la inclusión en la

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agenda deja de ser la fase crítica. Así, se encuentran mal parados cuando el “desafío” ha sido tomado en cuenta —total o parcialmente— por la autoridad pública y se trata de ejecutar, de administrar las respuestas concretas.

Burstein, Einwohner y Hollander (1995), en un repaso atento al proceso de negociación que se puede abrir entre las autoridades y el actor movimiento, concluyen, como también habían hecho antes Amenta, Carruthers y Zylan (1992), que la clave para que el resultado final pueda considerarse un éxito en mayor o menor grado de la acción del movimiento es la mediación de terceros, tanto partidos políticos como grupos de interés. En primer lugar, porque las redes de políticas en las que participa un movimiento son redes muy amplias que suelen incluir a muchos otros actores. Y en segundo lugar porque su acceso a la negociación no deja de ser un acceso ad hoc, vulnerable, temporal. De ahí que sea muy importante la posición —el poder de influencia política— que tenga el movimiento en las redes políticas y la fidelidad de sus relaciones con los otros actores en juego (Diani, 1997). En definitiva, el éxito del movimiento, una vez que ha decidido participar en un proceso de políticas públicas, ya no dependería de sí mismo, sino, más bien, de lo que hagan los otros actores. Lo que hicieron los otros actores es precisamente una de las mejores explicaciones a las diferencias nacionales en relación con los impactos de las movilizaciones antinucleares de los setenta en Europa (Midttun y Rucht, 1994).

En este contexto tan estructurado, además, es lógico esperar una cierta especiali-zación y profesionalización de las organizaciones del movimiento que se irá reforzando más y más como consecuencia de la reiteración de ese acceso y esa colaboración. Participar devendría en una institucionalización del movimiento. Por ejemplo, la dinámica de informes y estudios técnicos de viabilidad de los programas concretos suele obligar a las organizaciones a delegar en personas más competentes o preparadas en las áreas en estudio en detrimento de decisiones más colegiadas (Hager, 1993). Pero la profesionalización y/o institucionalización de un movimiento no tiene por qué ser, en sí misma, ni irreversible ni holística. Puede darse el caso de que un mismo movimiento simultanee una negociación sobre una política concreta y una movilización de conflicto sobre otra distinta; y puede también reforzar con esas movilizaciones sus propuestas y posiciones de negociación. Por último, en el caso de que efectivamente se institucionalice al máximo, no es extraño que surjan grupos nuevos que recuperen las dinámicas de protesta de sus mayores. Dos ejemplos son las movilizaciones en contra de la construcción de carreteras en el Reino Unido (Radtke, 1996) o el sabotaje noviolento de Itoiz (Casado y Pérez, 1996). En todo movimiento, el campo temático es tan diverso que siempre habrá espacio para los grupos menos formalizados (Rootes, 1997).

Con todo, hay que tener en cuenta que participar formalmente en el proceso de las políticas públicas no es el único medio para influir en la formulación y ejecución de una política pública. En primer lugar, como hemos visto con anterioridad, los problemas no vienen dados sino que se construyen socialmente. El análisis de las redes de las políticas públicas se suele centrar en el seguimiento de las propuestas que los distintos actores ponen encima de la mesa de negociación así como en sus estrategias para llegar a la decisión final. Sin embargo, esas propuestas responden

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casi siempre a un formato o definición previa del problema que ha tenido lugar antes de que llegue a la mesa de negociación y antes incluso de que entre en la agenda institucional. Toda cuestión que entra en la agenda sistémica tiene ya un formato que muchas veces es inalterable y que prefija de hecho las decisiones que se pueden adoptar, descartando a un tiempo otras posibles decisiones que corresponderían a otra definición del problema y que podrían interesar mucho más al actor institucional o a quienes participan formalmente en el proceso de las políticas públicas.

La pregunta pertinente para valorar las posibles decisiones en el marco de una política pública es cuál es el problema (Bacchi, 1999). Si, como en nuestro caso, el problema se ha definido como la obligatoriedad del servicio militar, no servirá de mucho plantear medidas y soluciones que mejoren el servicio militar o que aumenten el efectivo cumplimiento de la prestación sustitutoria, porque no son respuestas pertinentes a esa formulación del problema. Lo relevante en este caso es que el problema estaba formulado así desde que entró en la agenda sistémica y que su formulador es un actor externo (outsider) al proceso formalizado de las políticas públicas.

En segundo lugar, como ya hemos mencionado más arriba, en el caso concreto de una política de obligado cumplimiento, es decir, cuya base sea el consentimiento de una parte de la ciudadanía, cabe el no consentimiento, la desobediencia. Un actor político externo al proceso de formulación y ejecución de una política pública puede hacerla inefectiva si esa política precisa de la colaboración de gentes que ese actor político puede movilizar. Independientemente de cómo se formule esa política, el actor movimiento puede ejercer su veto sobre ella e imponer, en consecuencia, la salida o solución que él venía proponiendo. Sería un veto democrático, porque el movimiento, a diferencia de las autoridades, sólo podrá movilizar a una ciudadanía que respalde su propuesta. En ese sentido, el movimiento empodera (empower) a la sociedad a través del conflicto, le capacita para introducir su demanda en la agenda política y, a renglón seguido, obtener de las autoridades la decisión deseada. Es importante que esta capacidad de condicionamiento sea permanente, ya que las autoridades pueden no decidir o decidir otra cosa.

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