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1 LAS COFRADIAS Y HERMANDADES A LA LUZ LA NUEVA EPOCA ASOCIATIVA DE LOS FIELES LAICOS Una nueva época asociativa En la Exhortación apostólica pos-sinodal Christifideles laici (1988), S.S. Juan Pablo II indicaba el surgimiento actual de “una nueva época asociativa de los fieles laicos”, en la que “junto al asociacionismo tradicional, y a veces desde sus mismas raíces, han germinado movimientos y asociaciones nuevas, con fisionomías y finalidades específicas”, caracterizada por “una particular variedad y vivacidad” (n. 29). El Papa se refería, por cierto, a los llamados movimientos eclesiales y nuevas comunidades que, desde hace décadas, han irrumpido, como dones del Espíritu Santo, en la escena eclesial. Si ellos son los que más impresionan por la novedad, extensión y riqueza de su presencia, no agotan esa corriente asociativa que está siendo alimentada por una diversidad de afluentes. En efecto, habría que señalar también una multiplicación de muy diversas organizaciones no gubernamentales, di finalidades muy variadas, algunas de las cuales nacen y se desarrollan por iniciativa de fieles católicos y muchas otras carecen de connotación confesional pero ven a muchos católicos que participan en ellas. Hay también un florecimiento de muchas formas de asociación y cooperación de fieles laicos con institutos de vida consagrada, dando continuidad, según nuevas modalidades y en diversos contextos, a la gran tradición de las “terceras órdenes seculares”. En esa “nueva época asociativa” se cuentan también muchas asociaciones tradicionales, que han vivido dinamismos de renovación, entre las cuales sobresale la también gran tradición de la Acción Católica. Entre ellas, cabe asimismo señalar otra gran tradición asociativa, que es la de las cofradías y hermandades. A ella nos referiremos en modo especial, a la luz de la vida y misión de la Iglesia en nuestro tiempo, felicitando a la Universidad Católica San Antonio por la feliz iniciativa que nos reúne en este Congreso. En los orígenes de la vida asociativa El asociacionismo de los fieles recorre, a través de variadas formas, toda la historia de la Iglesia. A lo largo de los siglos “asistimos continuamente – afirma el Papa Juan Pablo II

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LAS COFRADIAS Y HERMANDADES

A LA LUZ LA NUEVA EPOCA ASOCIATIVA

DE LOS FIELES LAICOS

Una nueva época asociativa

En la Exhortación apostólica pos-sinodal Christifideles laici (1988), S.S. Juan Pablo II

indicaba el surgimiento actual de “una nueva época asociativa de los fieles laicos”, en la que

“junto al asociacionismo tradicional, y a veces desde sus mismas raíces, han germinado

movimientos y asociaciones nuevas, con fisionomías y finalidades específicas”,

caracterizada por “una particular variedad y vivacidad” (n. 29). El Papa se refería, por

cierto, a los llamados movimientos eclesiales y nuevas comunidades que, desde hace

décadas, han irrumpido, como dones del Espíritu Santo, en la escena eclesial. Si ellos son

los que más impresionan por la novedad, extensión y riqueza de su presencia, no agotan esa

corriente asociativa que está siendo alimentada por una diversidad de afluentes. En efecto,

habría que señalar también una multiplicación de muy diversas organizaciones no

gubernamentales, di finalidades muy variadas, algunas de las cuales nacen y se desarrollan

por iniciativa de fieles católicos y muchas otras carecen de connotación confesional pero

ven a muchos católicos que participan en ellas. Hay también un florecimiento de muchas

formas de asociación y cooperación de fieles laicos con institutos de vida consagrada, dando

continuidad, según nuevas modalidades y en diversos contextos, a la gran tradición de las

“terceras órdenes seculares”. En esa “nueva época asociativa” se cuentan también muchas

asociaciones tradicionales, que han vivido dinamismos de renovación, entre las cuales

sobresale la también gran tradición de la Acción Católica. Entre ellas, cabe asimismo

señalar otra gran tradición asociativa, que es la de las cofradías y hermandades. A ella nos

referiremos en modo especial, a la luz de la vida y misión de la Iglesia en nuestro tiempo,

felicitando a la Universidad Católica San Antonio por la feliz iniciativa que nos reúne en

este Congreso.

En los orígenes de la vida asociativa

El asociacionismo de los fieles recorre, a través de variadas formas, toda la historia de la

Iglesia. A lo largo de los siglos “asistimos continuamente – afirma el Papa Juan Pablo II

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(12.IX.1985) – al fenómeno de grupos más o menos grandes de fieles, los cuales, por un

impulso misterioso del Espíritu, fueron espontáneamente empujados a asociarse con el

objetivo de perseguir determinados fines de caridad o de santidad, en relación a las

particulares necesidades de la Iglesia de su tiempo o también para colaborar en su misión

esencial y permanente”.

En efecto, la encíclica Redemptoris Missio de S.S. Juan Pablo II (cfr. n. 30) enseña que

hay encrucijadas históricas, de cambio de época, que desafían y favorecen el dinamismo

misionero de la Iglesia y en las que el Espíritu Santo suscita nuevas asociaciones de fieles

para promover la santidad, la comunión y misión de la Iglesia al servicio de los hombres.

No es por casualidad, pues, que el más pujante desarrollo de hermandades y cofradías

acaezca en los albores de los tiempos modernos, cuando la tradición cristiana afronta los

retos de grandes cambios culturales, el drama de la “reforma protestante” y la

evangelización “ad gentes” de los nuevos mundos extra-europeos. Sabemos que, entre los

ímpetus de la “contrarreforma” y de la “reforma católica”, en torno al Concilio de Trento,

una vasta y densa red de hermandades y cofradías fue fecunda y tempestiva respuesta a las

nuevas exigencias planteadas a la vida cristiana de los laicos, mediante una vida

comunitaria, con-fraternal, para dar gloria a Dios por medio del culto y las devociones

católicas, para crecer en la fe por medio de la catequesis, para evangelizar la cultura y las

artes, para dilatar la caridad al encuentro y en el servicio de las más diversas necesidades

humanas. El “barroco” marcó desde entonces su sentido y estilo religioso.

Sabemos también cuánto sufrió y se debilitó esa vitalidad comunitaria y pujanza

misionera en los sucesivos tiempos de la modernidad “ilustrada” por los efectos

combinados del clericalismo y la secularización. No pocas hermandades desaparecieron y

otras subsistieron por inercia, muy empobrecidas en su vida cristiana. Hubo estancamiento y

desorientación. Algunas quedaron reducidas a una existencia más o menos formal, en la que

ritos, usos y costumbres iban perdiendo su auténtica sustancia y vitalidad cristianas. No

pocas veces fueron descuidadas en la atención pastoral; incluso se las consideró como

formas residuales a desechar. Sin embargo, muchas otras supieron conservar y custodiar su

patrimonio espiritual y devocional, y emprender un proceso de renovación asociativa y

revitalización cristiana.

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En esta nueva fase asociativa de los fieles laicos, que es don para la misión de la

Iglesia en los inicios del tercer milenio, las hermandades tienen un lugar importante, no sólo

por reconocimiento histórico sino como tarea actual, exigencia y desafío. Importa, sobre

todo, alentar en este importante Congreso las fecundas experiencias de Hermandades y

Cofradías, florecientes en muchas partes, que son fieles a los motivos originarios que las

han constituido, arraigadas en sus mejores tradiciones, renovadas según las enseZanzas del

Concilio Vaticano II y las orientaciones de sus Pastores, dispuestas a asumir todas las

exigencias y desafíos que se plantean a la vida de los cristianos y de sus asociaciones en el

tiempo histórico que nos toca vivir.

El asociacionismo de los fieles laicos

“Vosotros sabéis bien - decía S.S. Juan Pablo II durante el primer viaje apostólico de su

pontificado, en México (29/01/79, 2) - cómo el Concilio Vaticano II recogió esa gran

corriente histórica de <promoción del laicado>, profundizándola en sus fundamentos

teológicos, integrándola e iluminándola cabalmente en la eclesiología de la Lumen Gentium,

convocando e impulsando la activa participación de los laicos en la vida y misión de la

Iglesia”. En esta renovada autoconciencia eclesial y urgencia misionera, el acontecimiento

conciliar destacaba la vocación y dignidad de todos los bautizados, su plena pertenencia al

misterio de comunión que es la Iglesia - Cuerpo de Cristo en medio de los hombres - y su

responsabilidad evangelizadora en todos los ambientes y actividades de la convivencia.

SeZalaba también “la importancia de las formas organizadas del apostolado seglar” como

respuesta “a las exigencias humanas y cristianas de los fieles” y “al mismo tiempo, signo de

la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo” (Apostolicam Actuositatem, 18). El

decreto conciliar sobre apostolado de los laicos recomendaba “que se robustezca la forma

asociada y organizada del apostolado”, reafirmando el derecho de los files laicos a fundar y

dirigir asociaciones en el respeto de las exigencias de la comunión eclesial (Apostolicam

Actuositatem, 19).

Veinte aZos después de la clausura del Concilio, la exhortación apostólica pos-sinodal

Christifideles laici recuerda que la “asociación de los fieles siempre ha representado una

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línea en cierto modo constante en la historia de la Iglesia, como lo testifican, hasta nuestros

días, las variadas confraternidades, las terceras órdenes y los diversos sodalicios”. Lo cierto

es que las hermandades y cofradías están como en los orígenes del secular desarrollo de las

asociaciones de los fieles durante el segundo milenio cristiano. Su realidad fue signo, sea

desde un punto de vista histórico que teológico, espiritual y pastoral, de la superación por

parte de los fieles laicos de una cierta situación de minoridad, con una posesión pasiva de la

fe, a modo de meros destinatarios de la acción eclesiástica, para ir convirtiéndose en sujetos

conscientes de su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. Eso es lo que ha sido

sembrado por la renovación eclesial suscitada por el Concilio Vaticano II, y que requiere de

parte de los fieles laicos, miembros de las Hermandades, una renovada toma de conciencia

de su pertenencia eclesial y acción evangelizadora.

Una profunda renovación de la vida cristiana

La prioritaria tarea y el más grande desafío que las Hermandades y Cofradías tienen

que afrontar en la actualidad es la de una profunda renovación de la vida cristiana, sea en

sus comunidades que en los fieles laicos que adhieren a ellas, para que la valiosa tradición

que las anima se convierta en carne y sangre de discípulos y testigos de Nuestro Señor

Jesucristo.

En el último gran documento de su pontificado, la Carta apostólica Novo Millennio

Ineunte (2001), el Papa Juan Pablo II exhortaba a todos los cristianos a “contemplar el

rostro de Cristo”, en toda la profundidad de su misterio presente, y a ponerse de nuevo a

“caminar desde Cristo” (nn. 16 y ss). Y en la primera encíclica del actual pontificado de

Benedicto XVI, Deus caritas est (2005), el Papa comienza con esta afirmación fundamental:

“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro

con un acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una

orientación decisiva” (n. 1).

No hay tarea más importante e decisiva para todos los bautizados, sin dar nada

presupuesto ni descontado, que dirigir la propia mirada, volver a centrar el propio “corazón”

y poner en juego la propia vida, desde el Fundamento y el Origen, la Fuente y la Piedra

angular de toda vida cristiana, o sea, reviviendo el encuentro personal con Jesucristo como

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vocación y destino de toda la existencia. Este encuentro y seguimiento del Seňor ha de ser

memoria viva de su Presencia, tan real, tan actual, tan llena de novedad, de afecto y

esperanza, como lo fue en el encuentro, 2.000 aZos ha, con los que fueron sus primeros

discípulos en Palestina. Sólo reviviendo el estupor y la fascinación de esa Presencia,

sobreabundante a todas nuestras expectativas pero plena respuesta a los anhelos de verdad y

de felicidad de nuestro “corazón”, recomenzamos verdaderamente a ser cristianos, a

“caminar desde Cristo”.

Esta exigencia resulta fundamental para que el bautismo de muchos no quede sepultado

bajo una capa de indiferencia y olvido, para que nuestro cristianismo no se reduzca a una

tradición formal, a una vaga ideología espiritual, para que la vida cristiana no se limite a

algunos episodios y retazos de nuestra existencia. A veces queda “recuperado” incluso un

cristianismo sin Cristo, o en el que Cristo ha quedado como lejano devoto recuerdo.

Cuando no se apunta, ante todo, a esta cuestión central del revivir y comunicar toda la

radicalidad y belleza de la experiencia cristiana en la persona, la participación de los fieles

laicos queda limitada a la funcionalidad de roles dentro de los marcos del activismo

eclesiástico, a la reivindicación de espacios de poder en sus estructuras, a la reducción

moralista de sus compromisos, formas todas ellas de deslizamiento de la laicidad en

laicismo.

En ese sentido, la importancia que tiene la promoción del culto público por parte de las

Cofradías, centrado en los misterios de la pasión y resurrección del SeZor, de su presencia

sacramental eucarística, en la piedad a la Ssma. Virgen María -”A Cristo por María” dice el

antiguo aforismo católico-, en las devociones a los santos en cuanto discípulos ejemplares

del SeZor, ha de ser cada vez más expresión y, a la vez, interpelación para que todos y cada

uno de los miembros de la Hermandad vivan y crezcan cotidianamente en Su presencia

viva. La preciosas imágenes dignamente custodiadas y llevadas en procesión por las

Cofradías son expresión artística que pedagógicamente han siempre de conducir a ese

reconocimiento del Verbo hecho carne, del Hijo de Dios que entregó su vida por nuestros

pecados y para nuestra salvación, del SeZor resucitado victorioso contra las cadenas de la

iniquidad y de la muerte, de su Cuerpo real, sacramental, que es su Iglesia, de su Rostro

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entrevisto en todos los “prójimos” y, sobre todo, en los pobres. Tiene sentido la

participación en la vida de una Hermandad y Cofradía, tiene sentido su misma existencia,

sólo si es un medio adecuado para expresar, vivir, compartir y anunciar la fe de la Iglesia

para que resplandezca la misericordia del Padre, la gracia de Jesucristo y el amor del

Espíritu Santo como gloria de la Trinidad en medio de los hombres. En el mensaje enviado

al “I Congreso Mundial de Hermandades y piedad popular”, que tuvo lugar en Sevilla en

Octubre de 1999, el Papa Juan Pablo II advertía que sería renegar su mejor tradición y su

razón de ser el dejarse llevar por un camino que las fuera convirtiendo en “meras

manifestaciones costumbristas y de folklore, sin otro interés que el cultural o benéfico, o la

exaltación de la propia identidad local o regional”.

Más que nunca, pues, las Hermandades han de demostrarse auténticos instrumentos de

santificación de los fieles laicos. Así lo recordaba el Santo Padre, en Toledo, durante su

primera visita en EspaZa, cuando decía: “Así como florecieron magníficos testimonios de

santidad en la EspaZa del siglo de Oro por la reforma católica y el Concilio de Trento,

reflorezcan ahora, en la época de la renovación eclesial del Vaticano II, nuevos testimonios

de santidad, especialmente entre los seglares”. Y en el vigésimo aniversario de

promulgación del decreto conciliar sobre el apostolado de los laicos destacaba aún que “la

Iglesia tiene necesidad hoy de grandes corrientes, testimonios y movimientos de santidad

entre los christifidelis, porque es de la santidad que nace toda auténtica renovación de la

Iglesia, todo enriquecimiento de la inteligencia de la fe y de la secuela cristiana, toda

fecunda reactualización vital del cristianismo al encuentro de las necesidades de los

hombres y renovadas formas de presencia en el corazón de la existencia humana (...)”. Todo

gesto, todo programa, toda la vida comunitaria, toda la actividad formativa, toda obra de

caridad, toda celebración y procesión, todo culto y devoción de cada una de las

Hermandades tienen que ser repensados y propuestos por cada una de ellas, dentro de una

actitud orante, de comunión, para que todo conduzca hacia Cristo, para que cada uno de los

hermanos se sienta siempre nuevamente llamado a reconocer su Presencia y a adherir a Ella,

personalmente, en la fe de la Iglesia. Ese es el “secreto manantial y la medida infalible de su

laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero” (Christifidelis laici, n.17).

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Más allá del divorcio entre fe y vida

Ahora bien, nos confesamos realmente como cristianos y damos testimonio evangelizador

sólo cuando esa Presencia va cambiando todas las dimensiones de nuestra existencia: la vida

matrimonial y familiar, los afectos y amistades, el trabajo y el tiempo libre, el modo de

mirar y comprender toda la realidad, de juzgar los acontecimientos de la propia vida y de la

convivencia social...hasta los más mínimos gestos cotidianos! No es cuestión de una mera

coherencia moral, dramáticamente afectada, desordenada, por nuestro pecado, sino el

SeZorío de Cristo en nuestra vida, su gracia en nuestra fragilidad, que, no obstante nuestras

resistencias e incoherencias, nos va transformando la vida, convirtiéndola en más humana.

Por los frutos seremos conocidos. No tanto por nuestras periódicas manifestaciones

públicas ni por nuestros “oropeles” cristianos sino por el modo con el que Cristo se hace

carne en la vida ordinaria, bien concreta, de cada uno de los hermanos, y de la vida

comunitaria de la hermandad. Sabemos que hay que evitar y superar toda disociación entre

la participación en ritos y devociones y una vida personal y social en la que la fe parece

ausente o muy poco influyente porque regida por criterios mundanos. La fe va quedando de

este modo ajena y lejana de la vida. No basta exclamar “SeZor, SeZor” ni expresarlo en

emociones pasajeras. La fe sólo se verifica, crece y se comunica como certeza

experimentada en la vida y no como discurso abstracto y formal. Lo que más impacta y

atrae es el testimonio sorprendente de una vida cambiada, de un “plus” de humanidad, o sea,

de autoconciencia de sí, de libertad, de adhesión a la verdad, de caridad, de plenitud de vida.

Entonces, sí, crece la “criatura nueva” que somos por el bautismo, en sentido ontológico,

bien real, en cuanto nuevos protagonistas en el escenario del mundo.

Decía un gran apóstol de la juventud obrera, el padre Joseph Cardjin (luego elevado al

cardenalato) a un aprendiz que comenzaba su trabajo en una cadena de montaje: si durante

el primer mes de trabajo tus compaňeros cercanos no comienzan a preguntarse, movidos por

una curiosidad y asombro, por tu persona, por tu rostro, por tu mirada, por tu sonrisa, por tus

gestos, por tu sola presencia y tu modo de relacionarte a los demás...-aún sin intercambiar

mayores conversaciones-, querrá decir que no estás dando testimonio de Aquél que te

constituye, que te ha re-generado y que te hace crecer en novedad inaudita de vida. Si, en

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cambio, tu presencia suscita en quienes te encuentran una curiosidad atenta y una sorpresa

interesada a compartir lo bueno, verdadero y hermoso que presienten en tu vida, una

compaZía y un seguimiento deseosos de conocer las razones que la sostienen y la animan,

entonces sí, la gracia del Seňor está haciendo de tí un testigo y pondrá en tu boca las razones

de tu esperanza.

Punto focal del magisterio de S.S. Benedicto XVI es el de educar a redescubrir la verdad,

la belleza y la alegría de ser cristianos. El discípulo de Cristo, que vive la comunión con El,

que permanece en El, que tiene los mismos sentimientos de Cristo, comunica por doquier a

los demás, en todos los ambientes de vida, las razones de la experiencia misma de la propia

conversión, desde el estupor suscitado por el hecho de que la propia vida ha cambiado en

felicidad, en gusto y en verdad.

Por eso mismo, las Hermandades están llamadas a convertirse en lugares educativos

caminos pedagógicos para que la confesión cristiana de muchos tenga ese influjo real en

todas las dimensiones de la vida de las personas. Necesitamos ser siempre de nuevo

evangelizados para que nuestra vida sea testimonio del Evangelio de Cristo y nos

convirtamos así en sujetos de una nueva evangelización. No podemos de ningún modo

contentarnos y menos ufanarnos que salga mucha gente a la calle detrás de las queridas

imágenes o que se llenen los templos en algunas sentidas fiestas patronales o del aZo

litúrgico si eso no va acompañado, durante todo el aZo, en el transcurso de los días y los

meses, siempre recomenzando, por una atenta y perseverante inversión de energías en pos

de la conversión y la formación cristianas de todos los hermanos.

“La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles

laicos sabrán plasmar - afirma la Exhortación apostólica Christifideles laici (n. 34) - será el

más espléndido y convincente testimonio de que (...) la búsqueda y la adhesión a Cristo son

el factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos

modos de vida más conformes a la dignidad humana”.

Vivir la comunión para la misión

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Si la cuestión capital es re-comenzar de Cristo como acontecimiento viviente en la

persona, ello ha de ser provocado, acompañado, sostenido y alimentado por experiencias

vivas de comunión de sus discípulos. La Iglesia – decía recientemente el Papa Benedicto

XVI – es el “sostén de un gran amor” para la vida verdadera. Cuerpo de Cristo y pueblo de

Dios, el misterio de comunión del que la Iglesia es sacramento enlaza en forma indisoluble

la comunión con Dios y la comunión con los hermanos. La Eucaristía, “que encierra en

síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia”, el “don por excelencia”, es el “signo de

unidad” y “vínculo de caridad”, que “crea comunión y educa a la comunión” (cfr. Juan

Pablo II, Ecclesia de Eucharistía, 2003)

No hay testimonio más grande de unidad que el hecho de que los más diversos hombres

y mujeres -de diversas biografías, temperamentos y procedencias- vivan relaciones

verdaderas, reconciliadas, más humanas, manifestando una sorprendente y milagrosa

fraternidad. Sufren sí el peso del pecado pero sobreabunda la gracia que rompe los muros de

la extraneidad y la enemistad, de la indiferencia y de la manipulación, que son las formas

dominantes de las relaciones mundanas. Este es el signo más grande que Dios da para la

conversión y la transformación del mundo. “En esto conocerán que sois mis discípulos (...)”

(cfr. Jn. 13, 35; 17, 21). Ha de resonar siempre aquel maravillado “¡Ved como se aman!”. Al

contrario, cuando los vínculos de pertenencia a la Iglesia son débiles o episódicos hay sólo

un consumo de sus servicios, la Iglesia resulta así sólo un añadido en la vida y a la corta o a

la larga va quedando superflua.

Conservar y custodiar la fe en la vida de las personas en un mundo cada vez más lejano y

hostil a la tradición católica requiere más que nunca la pertenencia vigorosa a una concreta

comunidad cristiana, viva, que sea morada para la persona, que abrace toda su vida, que

recuerde, sostenga y alimente la presencia de Cristo en todas las dimensiones de su

existencia. Tal es una necesidad para la persona, que lleva constitutivamente inscrito el ser

para la comunión y que participa, por el bautismo y la eucaristía, en ese inaudito misterio de

comunión, pero que se ve arrastrada, por una parte, hacia una masificación anónima que la

reduce al rango de números, a una serie de reacciones y funciones, a engranajes de la

máquina productiva, a súbditos conformados por las agendas del poder y, por otra parte, a

una insoportable soledad, en ausencia de encuentros y amistades verdaderas, en procesos de

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desintegración del tejido social marcado por un individualismo radical. Vivimos

paradójicamente en la aldea global de la revolución de las comunicaciones, pero lo que falta

precisamente es la verdadera comunión entre las personas.

Las Hermandades llevan impresas en su propio nombre, en sus orígenes y en su historia,

ese ímpetu de fraternidad, de con-fraternidad, que es reconocimiento del Padre común, con

Jesucristo como Primogénito y vínculos de comunión por gracia del Espíritu Santo. De la

realización efectiva de lo que es realmente una Hermandad depende toda su vida y

actividades. No basta una mera inscripción social, ni un mero orgullo de pertenencia

tradicional, ni una experiencia de “compaZerismo, ni una participación episódica por

emotiva que sea. Si la “Hermandad” se reduce a la participación en los tiempos fuertes de

las cofradías y no se vive durante todo el aZo, aZo tras aZo, como un vínculo sorprendente

de amistad, de caridad, de comunión entre los hermanos, pues no es verdadera hermandad.

No dará testimonio de ello. S.S. Juan Pablo II ha subrayado la necesidad de que toda

comunidad cristiana sea “casa y escuela de comunión” (Novo Millennio Ineunte, n. 43),

signo y reflejo de la Iglesia en cuanto misterio de comunión. Por eso, la casa y la capilla de

la Hermandad han de estar habitadas, animadas, por un fuerte, extendido y consciente

sentido de pertenencia de quienes están llamados a vivir como hermanos. Hay que “rehacer

la cristiana trabazón de las mismas comunidades eclesiales” - nos advierte la Christifideles

laici (n. 34) - para que vaya rehaciéndose así “el entramado cristiano de la sociedad

humana”. La comunión vivida se dilata luego en iniciativas y obras de caridad y solidaridad

con los hermanos más necesitados.

Desde la objetividad sacramental y magisterial de la Iglesia

Ese testimonio de unidad, de fraternidad, sólo es posible en la densidad y belleza

misterio de comunión trinitaria del que la Iglesia es sacramento. No podemos perder el

estupor ante ese “tremendum mysterium” gracias al cual nos reconocemos como “miembros

de un mismo cuerpo”, todos hechos “uno en Cristo” (cfr. Gal, 3, 28; Col. 3, 11). El bautismo

y la eucaristía nos incorporan en la gran tradición del pueblo de Dios, que comunica a todos

los hombres sus razones de vida y de esperanza. Nuestra participación en la Iglesia tiene

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que estar, pues, bien arraigada en la objetividad sacramental y magisterial de la Iglesia, bajo

la garantía, el testimonio y la guía de sus legítimos Pastores.

Tres aspectos importantes hay que subrayar al respecto. En primer lugar, toda la vida de

un cristiano ha de alimentarse con la participación frecuente en la vida litúrgico-sacramental

de la Iglesia, para no resecarse o buscar otras formas de gratificación. La vida cristiana de

toda Hermandad se manifestará ciertamente por el espíritu de penitencia, oración y

testimonio público de la fe que presidirán las procesiones y devociones pero, sobre todo, por

el acercamiento frecuente y piadoso de los hermanos a los sacramentos de la reconciliación

y de la eucaristía. Las Hermandades conservan, custodian y promueven la piedad popular

católica de muchos bautizados. Manifiestan y alimentan así una tradición católica bajo

variadas formas de inculturación, arraigadas en la historia y en la vida de los pueblos.

Perseveran en preciosas devociones que son patrimonio de toda la Iglesia y que han

ayudado a mantener vivas, actuales, profesadas públicamente. Requieren respeto, aprecio y

cultivo. Esa piedad popular católica es fruto e instrumento de evangelización. De ella, S.S.

Benedicto XVI habló recientemente como de un “precioso tesoro” (13.V.2007). Sin

embargo, el riesgo que corre es que quede apegada meramente a sus “formas”, vaciándose

progresivamente de “sustancia”. Fundamental es, pues, que conduzca que conduzca a la

vida litúrgica y sacramental y se alimente de ella, pues ésta es “la acción sagrada por

excelencia”, obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, fuente y ápice de

toda vida cristiana (cfr. Sacrosanctum Concilio, n. 7).

En segundo lugar, hay que recordar que los fieles estamos llamados por la Iglesia a

“predicar no a sí mismos o sus ideas personales, sino un evangelio del que ni ellos ni ella

son dueZos o propietarios absolutos para disponer de él a su gusto, sino ministros para

trasmitirlo con suma fidelidad” (Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, n. 15). No en vano se asiste

cada vez más a la presión del poder y del ambiente como tendencia a escoger del “menú” de

la Tradición, del Credo, del Magisterio de la Iglesia católica, de sus enseZanzas doctrinales

y morales, sólo aquéllas que sirven para componer un propio “mix” en el que todo se vuelve

alimento intercambiable dentro del “supermercado” de los gustos y preferencias subjetivos.

Por otra parte, el “pensamiento débil” de la cultura posmoderna, la difusión de las “sectas y

de nuevos movimientos de vaga religiosidad plantean serias exigencias de formación

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integral de los laicos. El pontificado de Juan Pablo II nos ha regalado un precioso

“Catecismo de la Iglesia católica”, del que Benedicto XVI hace muchas referencias,

recomendándolo especialmente para todos los cristianos. De las Hermandades, y

especialmente de sus dirigentes, no puede esperarse sino la confirmación de una adhesión

firme, fiel y total a las enseZanzas de la Iglesia.

En tercer lugar, si las Hermandades son ciertamente expresiones laicales en la Iglesia,

que realizan el derecho de los laicos de fundar y dirigir las propias asociaciones, ellas han de

estar siempre en comunión afectiva y efectiva con los Obispos que Dios ha escogido,

consagrado y constituido para regir el pueblo de Dios, dispensar los sagrados ministerios y

conducir a todos en la verdad y en la caridad. Hay muchas veces excesivos litigios entre los

mismos hermanos e incluso con sus Pastores, frecuentemente movida por intereses

mundanos, que conspira contra un auténtico testimonio de comunión misionera. Por el

contrario, una auténtica “Hermandad” es legítimamente celosa de la responsabilidad de los

fieles laicos que la componen, de la aplicación fiel de sus estatutos debidamente aprobados,

de sus legítimas autoridades, pero todo lo vive dentro de la comunión de la Iglesia, con

atención y obediencia a las indicaciones de sus Pastores. Por su propia naturaleza de

asociación de fieles, toda hermandad y cofradía requiere el reconocimiento canónico por

parte de la autoridad eclesiástica local y la aprobación por ella de sus estatutos. En general,

dado su promoción del culto público, las Hermandades y Cofradías tienen que ser

reconocidas como asociaciones públicas en la Iglesia. Todo intento de limitarse a un mero

reconocimiento civil desautoriza a cualquier Hermandad y Cofradía respecto al título de

“católica” y pone en seria cuestión su organización y realización de actividades cultuales,

devocionales, y catequísticas que sólo pueden legítimamente realizarse en Iglesia, en

comunión con los Obispos. Además, ese mismo sentido de pertenencia eclesial hace que las

Hermandades estén llamada a colaborar en la edificación de las comunidades cristianas, en

buenas relaciones y fecundo servicio respecto a la comunidad parroquial y en relación

fraterna con las otras asociaciones de fieles. No falten santos sacerdotes para acompaZar

como capellanes el camino de las hermandades en la comunión y misión de la Iglesia.

Protagonistas de la “nueva evangelización”

De las raíces fecundas y los troncos sólidos de la tradición que es propia de las

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Hermandades -patrimonio valioso de toda la Iglesia- se espera cada vez mayores frutos de

santidad, de adhesión a la verdad, de comunión, de caridad, para que se conviertan en

protagonistas de la “nueva evangelización”. Las Hermandades han de ser moradas de esos

“hombres nuevos” y “mujeres nuevas”, que se es por el bautismo, comprometidos en el

seguimiento del SeZor, confiados en la intercesión de la Virgen María, en compaZía de los

santos, testigos del Evangelio con su palabra y sus obras. Los auténticos discípulos se

convierten en testigos y misioneros de la Presencia de Jesucristo en todos los ambientes de

vida: en las familias, en las escuelas, en los lugares de trabajo, en los barrios y en la ciudad,

¡por doquier!

No es con teorías elaboradas con astucia, ni con proyectos y grandes estrategias que se

realiza la misión de la Iglesia, menos aún como operación de “marketing” para hacer más

creíble y vendible el producto. Sólo se realiza como comunicación de la “novedad de vida,

traída por Cristo y vivida por sus discípulos” (cfr. Redemptoris Missio, n. 24). Así también

hoy, se trata de vivir, proponer y compartir, de persona a persona, de experiencia en

experiencia, de comunidad a comunidad, la fe de la Iglesia, dentro del flujo vivo de

santidad, comunión y verdad de su tradición convertida en experiencia personal y

testimoniada en una vida nueva, más humana, a la vez totalmente gratuita y totalmente

atractiva y “ventajosa” para quienes la encuentran. Quien ha recibido un gran don para la

propia vida, y lo ha experimentado en toda su verdad, bondad y belleza, por desborde de

gratitud y alegría, y por pasión por la vida y el destino de sus prójimos, no hace más que

comunicarlo. Ser misionero no es un añadido a la vida cristiana sino que es la propia

vocación de todo bautizado, es la propia irradiación de la vida cristiana, es comunicar a los

demás las razones de la propia conversión, el don que ha llenado de felicidad, gusto y

alegría la propia vida.

La exigencia y urgencia de un renovado ardor misionero de los cristianos, de una “nueva

evangelización”, son proporcionales a las gigantescos desafíos planteados a la vida cristiana

y a la misión de la Iglesia en la actualidad. Si en los aZos sesenta, el Concilio advertía ya

que “multitudes crecientes de alejan de la religión” (Gaudium et Spes, n. 7), veinte aZos

después la exhortación Christifideles laici llegaba a afirmar lo siguiente: “Enteros países y

naciones en las que un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes...están ahora

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sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por

el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateísmo”. Grandes masas de

hombres, aún entre los bautizados, viven “como si no hubiera Dios”. Pero también “en otras

regiones o naciones” en que “todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de

religiosidad popular cristianas”, ese “patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser

desperdigado...” (n. 34). Ya no se vive más de rentas del tradicional y rico patrimonio de

“cristiandades” en descomposición. Hay que tener muy presente que la tradición católica

resulta cada vez más agredida, erosionada, debilitada en su capacidad de tradere -de

trasmisión, de comunicación- por las vigencias culturales dominantes en la actualidad. Los

ídolos del poder, de la riqueza y del placer introyectan un individualismo radical, un

relativismo moral y un nihilismo conformista - ¡carecer de fundados sentido e ideales de

vida! -, junto con sus “complementos espirituales”, que son los variados subproductos de

una religiosidad vaga, ecléctica, irracional en el “supermercado” global. Poderosos medios

de comunicación, con influjos cada vez más persuasivos y capilares, tienden a conformar las

actitudes y los comportamientos humanos según modelos y estilos de vida cada vez más

lejanos y opuestos a la tradición católica. La sociedad del consumo y del espectáculo opera

por medio de un gigantesco poder de censura y de distracción del “sentido religioso”

connatural al “corazón” de toda persona y de toda cultura auténticamente humana, por el

empobrecimiento de la conciencia y de la experiencia de la propia humanidad en formas

banalizadas de existencia y por un resecamiento, erosión y asimilación mundana de la

tradición cristiana.

Tal es la razón y urgencia de la convocatoria misionera: “Abrid de par en par las puertas

a Cristo...Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas

económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del

desarrollo. No tengáis miedo”...Sólo Cristo conoce a fondo el “corazón” del hombre

(22/X/1978). Se trata de pasar de una actitud “conservadora” a una “misionera”, de superar

hábitos y formas culturales que han ido perdiendo su real ímpetu misionero, de renovarse en

la santidad, en la comunión y en la verdad de la Iglesia para abrirse, con “nuevo ardor,

nuevos métodos y nueva expresión”, “ad gentes”, hacia todos los que todavía no creen o a

los que no viven más la fe recibida por el bautismo, alcanzando y convirtiendo, con la

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potencia del Evangelio de Cristo, la conciencia personal y colectiva de los hombres y sus

ambientes de convivencia. ¡Ningún bautizado puede quedar ocioso en la viZa del SeZor!

Más que nunca es necesario proclamar públicamente, en toda la vida ciudadana, que

Cristo es el SeZor, el Redemptor hominis, “piedra angular” para toda construcción realmente

humana. Por una parte, el sentido religioso y la confesión cristiana no son cuestiones

“privadas”, ni pueden pretender ser reducidos a lo privado por parte de quienes detentan el

poder. Las cofradías y procesiones por calles, barrios y lugares de convivencia ciudadana

son uno de los signos de esa presencia pública del hecho cristiano, que arraiga en la

tradición de pueblos y naciones y que enriquecen la convivencia social. Por otra parte, todo

intento de aprovecharse de ellas con finalidades políticas es una manipulación totalmente

desechable, que conspira contra su propio ser y actividad.

Un llamamiento renovado

Nada mejor para terminar que hacerme eco de un mensaje dirigido por el bien recordado

y amado Papa Juan Pablo II a los fieles laicos de las numerosas Cofradías de la Misericordia

“Misioneros de esperanza y de solidaridad cristiana, lleven por todas partes la luz, la alegría,

la gracia de Cristo. Sed fieles testimonios de Cristo en el mundo de hoy” (21/III/1999)

Prof. Guzmán M. Carriquiry Lecour

Subsecretario del Pontificio Consejo para los Laicos

Ciudad del Vaticano, 15 de Noviembre de 2006

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La convocatoria a una nueva evangelización no pretende que ésta sea un aZadido a la vida

cristiana o a la pastoral ordinaria.

La necesidad y exigencia de una “nueva evangelización” interpela, ante todo, la fe de los

cristianos, el modo en que ella es asumida, vivida y comunicada. Hay que rehacer la fe de

los cristianos. Esa es la cuestión capital, ineludible. AtaZe a cada bautizado, a toda

comunidad cristiana, a las más diversas asociaciones de los fieles. Tal es, pues, el motivo

central de revisión, de renovación y relanzamiento de la vida de las Hermandades.

Desde una refundación de la vida cristiana

El despertar de toda vocación misionera, el despliegue de renovados ímpetus de “nueva

evangelización”, la participación en ella de los laicos que adhieren a una Hermandad, sólo

se fraguan y se templan con una refundación radical de la experiencia cristiana. No hay

tarea más importante e decisiva que dirigir la propia mirada, recentrar el propio “corazón” y

poner en juego la propia vida, desde el Fundamento y el Origen, la Fuente y la Piedra

angular, o sea, reviviendo el encuentro personal con Jesucristo como vocación y destino de

toda la existencia. Ese encuentro y seguimiento del SeZor ha de ser memoria viva de su

Presencia, tan real, tan actual, tan llena de novedad, de afecto y esperanza, como lo fue en el

encuentro, 2.000 aZos ha con los que fueron sus primeros discípulos en Palestina. Sólo

reviviendo el estupor y la fascinación de esa Presencia, sobreabundante a todas nuestras

expectativas pero plena respuesta a los anhelos de verdad y de felicidad de nuestro

“corazón”, se revelan y liberan auténticas energías misioneras, por una “nueva

evangelización”. Por gratitud y alegría desbordantes ante la desproporción del don recibido

y experimentado como la verdad, el bien y la belleza de la propia vida, el cristianismo se

comunica casi “naturalmente”, como por ósmosis. Se corre, pues, a compartir el don del

encuentro del SeZor. Anunciamos lo que hemos encontrado, lo que gratuitamente nos ha

sido regalado. La “nueva evangelización” vive del don de ese encuentro. Si el cristianismo,

en cambio, sólo queda reducido a una tradición formal, a una ideología espiritual o a una

vaga inspiración moral, no hay que sorprenderse que lo de una “nueva evangelización” se

agote en una retórica repetitiva e inconducente. Cuando no se apunta, ante todo, a esta

cuestión central del revivir y comunicar toda la radicalidad y belleza de la experiencia

cristiana en la persona, la participación de los laicos queda limitada a la funcionalidad de

roles dentro de los marcos del activismo eclesiástico, a la reivindicación de espacios de

poder en sus estructuras, a la reducción moralista de sus compromisos, formas todas ellas de

deslizamiento de la laicidad en laicismo.

El gran Jubileo nos pone providencialmente, como “hora de gracia”, ante la realidad del

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Verbo hecho carne, nacido de María, por obra del Espíritu Santo, según el método de la

encarnación por el que Dios ha querido revelarse y hacerse contemporáneo de todo hombre.

Es una renovada invitación para dirigir la mirada, la inteligencia, la voluntad hacia Cristo

vivo, presente, aquí y ahora, y, a la vez, para vacunarnos contra toda propuesta cristiana que

se reduzca a sentimiento espiritual o religiosidad irracional. Muchos se embarcan en estos

tiempos de finales de milenio en búsquedas espirituales esotéricas, gnósticas, de

eclecticismos religiosos, de espiritualismos evanescentes para responder a la necesidad de

aferrarse a algo en medio de la confusión general. A veces queda “recuperado” también un

cristianismo sin Cristo, o en el que Cristo ha quedado como lejano devoto recuerdo.

En ese sentido, la importancia que tiene la promoción del culto público por parte de las

Cofradías, centrado en los misterios de la pasión y resurrección del SeZor, de su presencia

sacramental eucarística, en la piedad a la Ssma. Virgen María -”A Cristo por María” dice el

antiguo aforismo católico-, en las devociones a los santos en cuanto discípulos ejemplares

del SeZor, ha de ser cada vez más expresión y, a la vez, interpelación para que todos y cada

uno de los miembros de la Hermandad vivan y crezcan cotidianamente en Su presencia

viva. La preciosas imágenes dignamente custodiadas y llevadas en procesión por las

Cofradías son expresión artística que pedagógicamente han siempre de conducir a ese

reconocimiento del Verbo hecho carne, del Hijo de Dios que entregó su vida por nuestros

pecados y para nuestra salvación, del SeZor resucitado victorioso contra las cadenas de la

iniquidad y de la muerte, de su Cuerpo real, sacramental, que es su Iglesia, de su Rostro

entrevisto en todos los “prójimos” y, sobre todo, en los pobres. Tiene sentido la

participación en la vida de una Hermandad y Cofradía, tiene sentido su misma existencia,

sólo si es un medio adecuado para expresar, vivir, compartir y anunciar la fe de la Iglesia

para que resplandezca la misericordia del Padre, la gracia de Jesucristo y el amor del Espírtu

Santo como gloria de la Trinidad en medio de los hombres. Sería renegar su mejor tradición,

su razón de ser -como dice el Santo Padre- toda inclinación que las fuera convirtiendo en

“meras manifestaciones costumbristas y de folklore, sin otro interés que el cultural o

benéfico, o la exaltación de la propia identidad local o regional”.

Más que nunca, pues, las Hermandades han de demostrarse auténticos instrumentos de

santificación de los fieles laicos. Así lo recordaba el Santo Padre, en Toledo, durante su

primera visita en EspaZa, cuando decía: “Así como florecieron magníficos testimonios de

santidad en la EspaZa del siglo de Oro por la reforma católica y el Concilio de Trento,

reflorezcan ahora, en la época de la renovación eclesial del Vaticano II, nuevos testimonios

de santidad, especialmente entre los seglares”. Y en el vigésimo aniversario de

promulgación del decreto conciliar sobre el apostolado de los laicos destacaba aún que “la

Iglesia tiene necesidad hoy de grandes corrientes, testimonios y movimientos de santidad

entre los christifideles, porque es de la santidad que nace toda auténtica renovación de la

Iglesia, todo enriquecimiento de la inteligencia de la fe y de la secuela cristiana, toda

fecunda reactualización vital del cristianismo al encuentro de las necesidades de los

hombres y renovadas formas de presencia en el corazón de la existencia humana (...)”. Todo

gesto, todo programma, toda la vida comunitaria, toda la actividad formativa, toda obra de

caridad, toda celebración y procesión, todo culto y devoción, de cada una de las

Hermandades tienen que ser repensados y propuestos por cada una de ellas, dentro de una

actitud orante, de comunión, para que todo conduzca hacia Cristo, para que cada uno de los

hermanos se sienta siempre nuevamente llamado a reconocer su Presencia y a adherir a Ella,

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personalmente, en la fe de la Iglesia. Ese es el “secreto manantial y la medida infalible de su

laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero” (CHL. (17).

Más allá del divorcio entre fe y vida

Ahora bien, nos confesamos realmente como cristianos y damos testimonio evangelizador

sólo cuando esa Presencia va cambiando todas las dimensiones de nuestra existencia: la vida

matrimonial y familiar, los afectos y amistades, el trabajo y el tiempo libre, el modo de

mirar y comprender toda la realidad, de juzgar los acontecimientos de la propia vida y de la

convivencia social...hasta los más mínimos gestos cotidianos! No es cuestión de una mera

coherencia moral, dramáticamente afectada, desordenada, por nuestro pecado, sino el

SeZorío de Cristo en nuestra vida, su gracia en nuestra fragilidad, que nos va transformando

la vida, convirtiéndola en más humana. Por los frutos seremos conocidos. No tanto por

nuestras periódicas manifestaciones públicas ni por nuestros “oropeles” cristianos sino por

el modo con el que Cristo se hace carne en la vida ordinaria, bien concreta, de cada uno de

los hermanos, y de la vida comunitaria de la hermandad. Sabemos que hay que evitar y

superar toda disociación entre la participación en ritos y devociones y una vida personal y

social en la que la fe parece ausente o ininfluyente porque regida por criterios mundanos. La

fe va quedando de este modo ajena y lejana de la vida. No basta exclamar “SeZor, SeZor” ni

expresarlo en emociones pasajeras. La fe sólo se verifica, crece y se comunica como certeza

experimentada en la vida y no como discurso abstracto y formal. Lo que más impacta y

atrae es el testimonio sorprendente de una vida cambiada, de un “plus” de humanidad, o sea,

de autonconciencia de sí, de libertad, de adhesión a la verdad, de caridad, de plenitud de

vida. Entonces, sí, crece la “creatura nueva” que somos por el bautismo, en sentido

ontológico, bien real, en cuanto nuevos protagonistas en el escenario del mundo. Decía un

gran apostol de la juventud obrera, el padre Joseph Cardjin (luego elevado al cardenalato) a

un aprendiz que comenzaba su trabajo en una cadena de montaje: si durante el primer mes

de trabajo tus compaZeros cercanos no comienzan a preguntarse, movidos por una

curiosidad y asombro, por tu persona, por tu rostro, por tu mirada, por tu sonrisa, por tus

gestos, por tu sola presencia y tu modo de relacionarte a los demás...-aún sin intercambiar

mayores conversaciones-, querrá decir que no estás dando testimonio de Aquél que te

constituye, que te ha re-generado y que te hace crecer en novedad inaudita de vida. Si, en

cambio, tu presencia suscita en quienes te encuentran una curiosidad atenta y una sorpresa

interesada a compartir lo bueno, verdadero y hermoso que presienten en tu vida, una

compaZía y un seguimiento deseosos de conocer las razones que la sostienen y la animan,

entonces sí, la gracia del SeZor está haciendo de tí un testigo y pondrá en tu boca las razones

de tu esperanza. Ser protagonista de una “nueva evangelización” significa sobre todo

comunicar al otro las razones de la experiencia misma de la propia conversión, desde el

estupor suscitado por el hecho de que la propia vida ha cambiado en leticia, en felicidad, en

gusto y en verdad.

Por eso mismo, las Hermandades están llamadas a convertirse en lugares y caminos

pedagógicos para que la confesión cristiana de muchos tenga ese influjo real en todas las

dimensiones de la vida de las personas. Necesitamos ser siempre de nuevo evangelizados

para que nuestra vida sea testimonio del Evangelio de Cristo y nos convirtamos así en

sujetos de una nueva evangelización. No podemos de ningún modo acontentarnos y menos

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ufanarnos que salga mucha gente a la calle detrás de las queridas imágenes o que se llenen

los templos en algunas sentidas fiestas patronales o del aZo litúrgico si eso no va

acompaZado, durante todo el aZo, en el trascurso de los días y los meses, siempre

recomenzando, por una atenta y perseverante inversión de energías en pos de la conversión

y la formación cristianas de todos los hermanos.

“La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos

sabrán plasmar -afirma la Exhortación apostólica “Christifideles laici” (n. 34)- será el más

espléndido y convincente testimonio de que (...) la búsqueda y la adhesión a Cristo son el

factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos

modos de vida más conformes a la dignidad humana”.

Vivir la comunión para la misión

Si la cuestión capital es re-comenzar de Cristo como acontecimiento viviente en la

persona, la “nueva evangelización” está sostenida y animada por la dilatación del testimonio

de unidad vivido por sus discípulos. Ha de resonar simepre aquel maravillado “¡Ved como

se aman!”. Los más diversos hombres y mujeres -de diversos temperamentos y

procedencias- que viven relaciones verdaderas, reconciliadas, más humanas, manifiestan

una sorprendente y milagrosa fraternidad. Sufren sí el peso del pecado pero sobreabunda la

gracia que rompe los muros de la extraneidad y de la enemistad, de la indiferencia y de la

manipulación, que son las formas dominantes de las relaciones mundanas. Ese es el signo

más grande que Dios da para la conversión y la transformación del mundo. “En esto

conocerán que sois mis discípulos (...)”

(cfr. Jn. 13, 35; 17, 21).

No hay misión sin esa comunión vivida, experimentada, comunicada. Fraternidad y

misión son indisociables. La misión es dimensión esencial de la existencia cristiana -no un

aZadido a ella-, alimentada por la experiencia permanente de comunión vivida en

fraternidad. Cuando los vínculos de pertenencia a la Iglesia son débiles o episódicos hay

sólo un consumo de sus servicios. Es mucho, mucho más que por razones organizativas o

funcionales que la nueva evangelización sólo se realiza desde y por comunidades vivas, por

compaZías carismáticas y vocacionales, por diversas modalidades de fraternidad, según la

libertad de formas en las que se expresa el único misterio de comunión misionera que es la

Iglesia.

Conservar y custodiar, hacer crecer y comunicar la fe, en un mundo cada vez más lejano

y hostil a la tradición cristiana, requiere de cada bautizado un arraigo y pertenencia

vigorosas a una concreta comunidad cristiana, viva, que sea morada para la persona, que

abrace toda su vida, que sostenga, alimente e interpele la memoria de Cristo en todas las

dimensiones de su existencia. Tal es una necesidad para la persona, que lleva

constitutivamente inscrito el ser para la comunión y que participa, por el bautismo y la

eucaristía, en ese inaudito misterio de comunión, pero que se ve arrastrada, por una parte,

hacia una masificación anónima que la reduce al rango de números, a una serie de

reacciones y funciones, a engranages de la máquina productiva y cultural y, por otra parte, a

una insoportable soledad, en ausencia de encuentros y amistades verdaderas, en procesos de

desintegración del tejido social marcado por un individualismo radical. Vivimos

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paradójicamente en la aldea global de la revolución de las comunicaciones, pero lo que falta

precisamente es la verdadera comunión entre las personas.

Las Hermandades llevan impresas en su propio nombre, en sus orígenes y en su historia,

ese ímpetu de fraternidad, de con-fraternidad, que es reconocimiento del Padre común, con

Jesucristo como Primogénito y vínculos de comunión por gracia del Espíritu Santo. De la

realización efectiva de lo que una Hermandad significa depende su testimonio e ímpetu

evangelizador. No basta una mera inscripción social, ni un mero orgullo de pertenencia

tradicional, ni una experiencia de “compaZerismo, ni una participación episódica por

emotiva que sea. Si la “Hermandad” se reduce a la participación en los tiempos fuertes de

las cofradías y no se vive durante todo el aZo, aZo tras aZo, como un vínculo sorprendente

de amistad, de caridad, de comunión entre los hermanos, pues no es verdadera hermandad.

No dará testimonio de ello. La casa y la capilla de la Hermandad han de estar habitadas,

animadas, por un fuerte, extendido y consciente sentido de pertenencia de quienes están

llamados a vivir como hermanos. Hay que “rehacer la cristiana trabazón de las mismas

comunidades eclesiales” -nos advierte la “Christifideles laici” (n. 34)- para que se desaten

energías misioneras y vaya rehaciéndose así “el entramado cristiano de la sociedad

humana”. La comunión vivida se dilata luego en iniciativas y obras de caridad y solidaridad

con los hermanos más necesitados.

Desde la objetividad sacramental y magisterial de la Iglesia

Ese testimonio misionero de unidad sólo es posible en la densidad y belleza del misterio

de comunión trinitaria del que la Iglesia es sacramento. No podemos perder el estupor ante

ese “tremendum mystrium” gracias al cual nos reconocemos como “miembros de un mismo

cuerpo”, todos hechos “uno en Cristo” (cfr. Gal, 3, 28; Col. 3, 11). El bautismo y la

eucaristía nos incorporan en la gran tradición del pueblo de Dios, que comunica a todos los

hombres sus razones de vida y de esperanza. Por eso mismo, la “nueva evangelización” es

ante todo obra de Iglesia. Nuestra participación en ella tiene que estar, pues, bien arraigada

en la objetividad sacramental y magisterial de la Iglesia, bajo la garantía, el testimonio y la

guía de sus legítimos Pastores.

Tres aspectos importantes hay que subrayar al respecto. En primer lugar, todo empeZo

misionero ha de alimentarse con la participación frecuente en la vida litúrgico-sacramental

de la Iglesia para no resecarse o buscar otras formas de gratificación. La vida cristiana de

toda Hermandad se manifestará ciertamente por el espíritu de penitencia, de oración y de

testimonio público de la fe que presidirán las procesiones y devociones pero, sobre todo, por

el acercamiento frecuente y piadoso de los hermanos a los sacramentos de la reconciliación

y de

la eucaristía. Las Hermandades conservan, custodian y promueven la piedad popular

católica de muchos bautizados. Manifiestan y alimentan así una tradición católica bajo

variadas formas de inculturación, arraigadas en la historia y en la vida de los pueblos.

Perseveran en preciosas devociones que son patrimonio de toda la Iglesia y que han

ayudado a mantener vivas, actuales, profesadas públicamente. Requieren respeto, aprecio y

cultivo. Esa piedad popular católica es fruto e instrumento de evangelización. El riesgo que

corre es que quede apegada meramente a sus “formas”, vaciándose progresivamente de

“sustancia”. Fundamental es, pues, que conduzca que conduzca a la vida litúrgica y

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sacramental y se alimente de ella, pues es “la acción sagrada por excelencia”, obra de

Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, fuente y ápice de toda vida cristiana (cfr.

S.C. 7).

En segundo lugar, hay que recordar que los fieles estamos llamados por la Iglesia a

“predicar no a sí mismos o sus ideas personales, sino un evangelio del que ni ellos ni ella

son dueZos o propietarios absolutos para disponer de él a su gusto, sino ministros para

trasmitirlo con suma fidelidad” (E.N. 15). No en vano se asiste cada vez más a la presión del

poder y del ambiente como tendencia a escoger del “menu” de la Tradición, del Credo, del

Magisterio de la Iglesia católica, de sus enseZanzas doctrinales y morales, sólo aquéllas que

sirven para componer un propio “mix” en el que todo alimento intercambiable dentro del

“supermercado” de los gustos y preferencias subjetivos. Por otra parte, el “pensamiento

débil” de la cultura posmoderna, la difusión de las “sectas y de nuevos movimientos de vaga

religiosidad plantean serias exigencias de formación integral de los laicos. El actual

pontificado nos ha regalado un precioso “Catecismo de la Iglesia católica”. De las

Hermandades, y sobre todo de sus dirigentes, no puede esperarse sino la confirmación de

una adhesión firme, fiel y total a las enseZanzas de la Iglesia.

En tercer lugar, si las Hermandades son ciertamente expresiones laicales en la Iglesia,

que realizan el derecho de los laicos de fundar y dirigir las propias asociaciones, ellas han de

estar siempre en comunión afectiva y efectiva con los Obispos que Dios ha escogido,

consagrado y constituido para regir el pueblo de Dios, dispensar los sagrados ministerios y

conducir a todos en la verdad y en la caridad. Hay muchas veces una excesiva litigiosidad

entre los mismos hermanos y mismo con sus Pastores, frecuentemente movida por intereses

mundanos, que conspira contra un auténtico testimonio de comunión misionera. Por el

contrario, una auténtica “Hermandad” enriquece la comunión de la Iglesia, también en

fecundo servicio a la comunidad parroquial y en relación fraterna con las otras asociaciones

de fieles.

Protagonistas de la “nueva evangelización”

De las raíces fecundas y los troncos sólidos de la tradición que es propia de las

Hermandades -patrimonio valioso de toda la Iglesia- se espera cada vez mayores frutos de

santidad, de ahesión a la verdad, de comunión, de caridad, para que se conviertan en

protagonistas de la “nueva evangelización”. El ya tan próximo gran Jubileo es tiempo de

gracias fecundas que las invita a pasar, renovadas, por la “puerta santa” que abre al tercer

milenio cristiano. Las Hermandades han de ser moradas de esos “hombres nuevos” y

“mujeres nuevas” que somos por el bautismo, comprometidos en el seguimiento del SeZor,

confiados en la intercesión de la Virgen María, en compaZía de los santos, testigos del

Evangelio con su palabra y sus obras. Más que nunca es necesario proclamar públicamente,

en toda la vida ciudadana, que Cristo es el SeZor, el “Redemptor hominis”, “piedra angular”

para toda construcción realmente humana. No puede quedar al margen de la vida personal ni

de la convivencia social.

Los dirigentes de las hermandades están, pues, investidos de una grave responsabilidad en el

servicio eclesial. No falten santos sacerdotes para acompaZar como capellanes el camino de

las hermandades. Cada uno de los hermanos debe sentirse convocado y responsable ante

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Dios. De tal modo, las Hermandades se suman, desde su propia originalidad, entre los

protagonistas de la nueva evangelización en el alba del tercer milenio.

Nada mejor para terminar que hacerme eco de la recientes palabras dirigidas por el Santo

Padre Juan Pablo II a los fieles de diversas Cofradías en Italia (21/III/1999): “Misioneros de

esperanza y de solidaridad cristiana, lleven por todas partes la luz, la alegría, la gracia de

Cristo. Sed fieles testimonios de Cristo en el mundo de hoy”

Prof. Guzmán M. Carriquiry Lecour

Subsecretario del Pontificio Consejo para los Laicos

Ciudad del Vaticano, 15 de Octubre de 1999