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Los Cuadernos de Viaje LAS BABIAS (Relato de un Itinerario) Luis Mateo Díez LA BABIA BAJA A sesenta y tres kilómetros de León ca-. pital, valle del Luna arriba, encuentra el viero el primer pueblo de Babia, cuyo nombre parece contribuir a alimen- tar esa resonancia idílica que ha hecho metáfora de esta tierra. Se llama Villafeliz y queda tendido a la derecha de la carretera, dominando su pe- queña vega desde una suave loma. Pero la puerta de Babia la marcan poco antes las dos peñas que casi cierran el paso, angostando el valle, tras el otero de Pruneda, donde se alza la ermita de Nuestra Señora de las Nieves. Son la Peña del Puerto a la derecha y la de las Cuchadas a la izquierda, ambas con la pátina rugosa de la ciza. El río viene a la vera de los chopos que van marcando la línea de su orilla, en el límite de los prados que dividen la vega con enmarañadas se- bes. De Luna le queda al viajero esa impresión deso- lada del embalse que introdujo la muerte en sus paisajes, que anegó la vida de los valles, dejando sobre la quietud de un agua inerte el patético emblema de algún campanario derruido que asoma fantasmal en la superficie, las huellas abrasadas del lodo que muerden las imposibles praderas. Luna es desde hace tiempo una tierra huérfana, de la que sus pueblos vivos, los que no sucumbieron en el pantano, han virado a buscar el natural am- po de la tierra hermana de Babia, la solidaridad de los mismos paisajes y de las mismas gentes en la convivencia común. En Puente Orugo comienza el valle de San Emi- liano, uno de los grandes valles secundarios del Luna, que oece dos vías de penetración hacia Asturias, por el Puerto Ventana y por el Puerto de Cubilla, esta segunda todavía sin el necesario re- mate que haga totalmente accesible una carretera. El valle de San Emiliano, a la sombra del ma- cizo de Ubiña, es el corazón de la Babia Baja, y a él se entra bordeando la redonda caliza de Orugo, dando ente a la peña de la Cuenca. El río que lo surca por su centro, imentado de los altos arro- yos tributarios, hasta dar sus aguas al Luna, riega, entre chopos y salgueros, los prados de Orugo, del Mucillón, los Camparones y las Quintanas. Entre la sierra Blanca y la peña del Castillo se extiende el pueblo en la llanada. Dos picos forman Peña Ubiña, la atalaya caliza que a modo de bastión roquero corona la ente más alta de la cordillera, con sus dos mil cuatro- cientos diecisiete metros. La Ubiña Grande, con el semblante amurallado, firme la cresta recortada 52 que bate el outano y circundan las águilas, ergui- dos los almenados relieves que aontan la blan- cura pétrea de los precipicios. Y la Ubiña Pe- queña, con el enhiesto pico de su férrea fortaleza, como atenta a la cercana llamada de la hermana mayor. A la izquierda de San Emiliano se abren las vegas bajo el furado mascarón de la Peña, donde anida la cigüeña. Tiene aquí el viajero una imagen primordi del paisaje babiano: el esco verdor de la hierba fina con las vegas enlazadas de San Emi- liano, La Majúa, Cospedal y Villasecino, escena- rio de una de las ferias más importantes y tradi- cionales de toda esta montaña, la del Campo, el día diez de agosto. Esa feria, hoy en decadencia, concentraba toda clase de gado y multitud de transacciones en un ambiente festivo de cantinas improvisadas. El valle de San Emiliano, que se bifurca en sus extremos hacia los de La Majúa y Pinos, recoge Candemuela y va por entre Genestosa y Villargu- sán a rendirse en Torrebarrio. Largo y estrecho el de la Majúa se cierra bajo la prieta mirada de Moro Negro, y lo resguardan extensas laderas donde crecen los robles, las ár- gumas, los gurbizos y los fleitos. Largo es también el pueblo de La Majúa, constreñido a las orillas del río en sucesivos barrios que apenas se rozan entre sí: la Gachina, el Otero, la Pinjecha, la Co- rralada y Pandorao. La casa de los Quirós, al final del pueblo, mantiene en su decrepitud el viejo escudo del linaje con el casco empenachado. A Pinos se llega atravesando su pequeña vega de diminutos prados poblada por la exuberancia de los chopos y de los sauces. El pueblo se aprieta a lo largo del río, en la ladera izquierda, trepando por el hondo cuenco del valle, que asciende en dirección al Alto del Palo. Peña Castro, la Mules- tina, el Maedo, alzan las crestas sobre las campe- ras. Candemuela tiene la vega prácticamente enla- zada con Villargusán, Genestosa y Torrebarrio, y asoma cobijado al pie de su iglesia de piedra la- brada y sólida torre. Tras el pueblo arranca la loma de la Cuesta de la Iglesia a cuya espalda están la Fuente de los Sonores y la Fonfría. En- ente del pueblo, la Peña de la Sachera, Valcabao y el Pico de la Curnesa. Villargusán, el pueblo más pequeño de la Babia Baja, con apenas treinta y nueve habitantes, se adentra en su vallina hacia Peña Ubiña. Genestosa se derrama en la falda de las pendientes laderas del Robledal y los Támba- nos. Continuando la carretera hacia Ventana, en el ascenso que encara el murallón de Ubiña, llega el viajero a Torrebarrio, uno de los pueblos más grandes de Babia. Desde el otero de su iglesia puede dominar toda la belleza del valle, como sumergido en un punto mágico de luminosas con- fluencias. En la mañana estival la rala neblina acaricia la falda de la Peña, y el sol irrumpe madrugador

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Los Cuadernos de Viaje

LAS BABIAS

(Relato de un Itinerario)

Luis Mateo Díez

LA BABIA BAJA

Asesenta y tres kilómetros de León ca-. pital, valle del Luna arriba, encuentra el viajero el primer pueblo de Babia, cuyo nombre parece contribuir a alimen­

tar esa resonancia idílica que ha hecho metáfora de esta tierra. Se llama Villafeliz y queda tendido a la derecha de la carretera, dominando su pe­queña vega desde una suave loma.

Pero la puerta de Babia la marcan poco antes las dos peñas que casi cierran el paso, angostando el valle, tras el otero de Pruneda, donde se alza la ermita de Nuestra Señora de las Nieves. Son la Peña del Puerto a la derecha y la de las Cuchadas a la izquierda, ambas con la pátina rugosa de la caliza. El río viene a la vera de los chopos que van marcando la línea de su orilla, en el límite de los prados que dividen la vega con enmarañadas se­bes.

De Luna le queda al viajero esa impresión deso­lada del embalse que introdujo la muerte en sus paisajes, que anegó la vida de los valles, dejando sobre la quietud de un agua inerte el patético emblema de algún campanario derruido que asoma fantasmal en la superficie, las huellas abrasadas del lodo que muerden las imposibles praderas. Luna es desde hace tiempo una tierra huérfana, de la que sus pueblos vivos, los que no sucumbieron en el pantano, han virado a buscar el natural am­paro de la tierra hermana de Babia, la solidaridad de los mismos paisajes y de las mismas gentes en la convivencia común.

En Puente Orugo comienza el valle de San Emi­liano, uno de los grandes valles secundarios del Luna, que ofrece dos vías de penetración hacia Asturias, por el Puerto Ventana y por el Puerto de Cubilla, esta segunda todavía sin el necesario re­mate que haga totalmente accesible una carretera.

El valle de San Emiliano, a la sombra del ma­cizo de Ubiña, es el corazón de la Babia Baja, y a él se entra bordeando la redonda caliza de Orugo, dando frente a la peña de la Cuenca. El río que lo surca por su centro, alimentado de los altos arro­yos tributarios, hasta dar sus aguas al Luna, riega, entre chopos y salgueros, los prados de Orugo, del Mucillón, los Camparones y las Quintanas. Entre la sierra Blanca y la peña del Castillo se extiende el pueblo en la llanada.

Dos picos forman Peña Ubiña, la atalaya caliza que a modo de bastión roquero corona la frente más alta de la cordillera, con sus dos mil cuatro­cientos diecisiete metros. La Ubiña Grande, con el semblante amurallado, firme la cresta recortada

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que bate el outano y circundan las águilas, ergui­dos los almenados relieves que afrontan la blan­cura pétrea de los precipicios. Y la Ubiña Pe­queña, con el enhiesto pico de su férrea fortaleza, como atenta a la cercana llamada de la hermana mayor.

A la izquierda de San Emiliano se abren las vegas bajo el furado mascarón de la Peña, donde anida la cigüeña. Tiene aquí el viajero una imagen primordial del paisaje babiano: el fresco verdor de la hierba fina con las vegas enlazadas de San Emi­liano, La Majúa, Cospedal y Villasecino, escena­rio de una de las ferias más importantes y tradi­cionales de toda esta montaña, la del Campo, el día diez de agosto. Esa feria, hoy en decadencia, concentraba toda clase de ganado y multitud de transacciones en un ambiente festivo de cantinas improvisadas.

El valle de San Emiliano, que se bifurca en sus extremos hacia los de La Majúa y Pinos, recoge Candemuela y va por entre Genestosa y Villargu­sán a rendirse en Torrebarrio.

Largo y estrecho el de la Majúa se cierra bajo la prieta mirada de Moro Negro, y lo resguardan extensas laderas donde crecen los robles, las ár­gumas, los gurbizos y los fleitos. Largo es también el pueblo de La Majúa, constreñido a las orillas del río en sucesivos barrios que apenas se rozan entre sí: la Gachina, el Otero, la Pinjecha, la Co­rralada y Pandorao. La casa de los Quirós, al final del pueblo, mantiene en su decrepitud el viejo escudo del linaje con el casco empenachado.

A Pinos se llega atravesando su pequeña vega de diminutos prados poblada por la exuberancia de los chopos y de los sauces. El pueblo se aprieta a lo largo del río, en la ladera izquierda, trepando por el hondo cuenco del valle, que asciende en dirección al Alto del Palo. Peña Castro, la Mules­tina, el Maedo, alzan las crestas sobre las campe­ras.

Candemuela tiene la vega prácticamente enla­zada con Villargusán, Genestosa y Torrebarrio, y asoma cobijado al pie de su iglesia de piedra la­brada y sólida torre. Tras el pueblo arranca la loma de la Cuesta de la Iglesia a cuya espalda están la Fuente de los Sonores y la Fonfría. En­frente del pueblo, la Peña de la Sachera, Valcabao y el Pico de la Curnesa. Villargusán, el pueblo más pequeño de la Babia Baja, con apenas treinta y nueve habitantes, se adentra en su vallina hacia Peña Ubiña. Genestosa se derrama en la falda de las pendientes laderas del Robledal y los Támba­nos.

Continuando la carretera hacia Ventana, en el ascenso que encara el murallón de Ubiña, llega el viajero a Torrebarrio, uno de los pueblos más grandes de Babia. Desde el otero de su iglesia puede dominar toda la belleza del valle, como sumergido en un punto mágico de luminosas con­fluencias.

En la mañana estival la rala neblina acaricia la falda de la Peña, y el sol irrumpe madrugador

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Los Cuadernos de Viaje

Babia: Casona de Vega de Viejos.

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bruñendo las vegas y los riberos. Mana del pueblo el humo de las chimeneas como un hervor de cocinas recién encendidas, y van las reatas de las vacas y los rebaños de marinas subiendo las lade­ras pindias, camino de los pastos. Suenan en el valle las esquilas, los balidos, el canto de los ga­llos, el careo de los pastores. La pausada ebulli­ción de la mañana se llena de movimientos y de voces.

Los tres barrios de Torrebarrio ofrecen una configuración diversa, esparcidos como brazos. El que conserva el nombre del pueblo se apiña a ambos lados de la carretera y se alarga hacia Ge­nestosa en la falda de una loma suave. Los de Cubiechas y Pico la Bicha quedan recogidos en un valle formado por el Espineo y la Corona, recos­tados en la misma falda de Ubiña. Se dice que Torrebarrio tiene su reloj de sol en la Ubiña Grande, en un agujero redondo marcado en la misma Peña, que el sol ilumina al mediodía.

Siguiendo hacia Ventana encuentra el viajero, a la izquierda de la carretera, la desviación que le llevará a Torrestío. El valle en el que se asienta este bello y perdido pueblo, algunas de cuyas gen­tes todavía hacen la alzada a la Marina, se alarga hacia Asturias por el camino de Saliencia y la collada de La Farrapona. Por las cimas puede adivinar el viajero la antigua ruta de La Mesa, el alto puerto que marca el límite asturiano hacia la Vega de Grado. Ese antiguo camino, tendido por las cimas para asegurar el dominio del terreno en las expediciones militares, tendría su origen en una calzada romana que, según muchos historia­dores, nacería en Astorga y siguiendo luego el curso del Orbigo remontaría el Luna para cruzar las Babias y adentrarse en la tierra asturiana por el puerto de La Mesa.

Por el camino de Saliencia puede alcanzar el viajero los parajes de Somiedo y los lagos que salpican el misterio de las agrestes alturas, en cuyas aguas anidan algunas truchas desmesura­das. Son los lagos de la Cueva, de la Calabazosa, de Cerveriz, los del tesoro que buscara el mago de Logrosán, Mario Roso de Luna, en el peregrinaje de sus divagaciones teosóficas.

Desde Ventana, en ese paso abierto a la vera de Ubiña, a mil quinientos ochenta y siete metros de altura, el gran valle de San Emiliano y Torrebarrio se divisa en toda su profundidad, en el marco de un paisaje aledaño lleno de picos centinelas y co­lladas que doman el horizonte, el caudal de las vegas derramado en las onduladas superficies.

Rondan por el alto los rebaños de merinas aquietados bajo el sol que apenas alivia el rama­lazo de un penacho de niebla, y otean los mastines los alrededores con el gesto de anhelante vigilan­cia. Por las húmedas camperas, allá al filo de la hondonada, se concentran las yeguas, esbeltas y brillantes en la silvestre libertad.

Ventana fue paso de peregrinos, vía legendaria llena de reminiscencias ancestrales, en un enclave

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de sugestivas toponimias que remiten a raíces in­doeuropeas, a restos lingüísticos ilirios. Entre Ubiña y Ventana, en las escarpaduras de sus ni­dias crestas que bate el viento de la más remota antigüedad, sitúan muchos historiadores el mítico Vindius, el sagrado monte de la resistencia de los astures contra Roma.

Hay que volver al valle general del Luna para continuar el itinerario de la Babia Baja. El viajero retoma la carretera en Puente Orugo y en seguida, a la izquierda, recogido en un apretado valle, en­cuentra Truébano, a la sombra de la Pincheja, entre fresnos, paleras, chopos y saúcos. El pue­blo arranca en cuña, cuesta arriba, hasta la misma linde del monte, donde queda abandonada una capilla de San Lorenzo. El Colmirón y el Corni­quín defienden, entre robledales y abedules, las nutridas devesas.

Bor.deada la Peña Larca se divis.a Villasecino,que tiene en su antesala una casi monumental iglesia de caliza rosa. Está el pueblo al pie de la carretera y tendido a la derecha en una suave ladera, entre el verdor de la vega y las huertas. El tono rosa de la caliza, piedra labrada con arte de expertos canteros y que ilumina tantos paisajes urbanos de Babia y de Luna, unifica el panorama del pueblo, sus casas de sólida armadura de sille­ría, enjalbegadas, con amplios miradores y gran­des galerías acristaladas, los muros y las verjas que guardan los jardines. Pasa por Villasecino el Luna ancho y claro, con las truchas que se esgui­lan en la caricia del sol, antés de arrazarse.

El viajero puede aplacar aquí, en la paz vera­niega que rinde la mañana o que retiene la música de la vega en el atardecer, cuando se ceban las truchas en las tabladas y zumba el lejano eco de los rebaños, las tensiones de su vida distante, borrar de una vez la mala memoria de su cotidiano ajetreo.

Sigue viva en Villasecino, habitada por la fami­lia propietaria, la casona-palacio del XVII, un be­llísimo recinto de arquitectura civil, cuyas depen­dencias conservan, con el irremediable deterioro, toda la pureza y el sabor de su antigüedad. El linaje de los Lorenzana y el de los García tuvo aquí asiento, acaso ambos entroncados en los ava­tares de esas hidalguías rurales, cuya memoria sepultan los ancianos muros y algunos enmoheci­dos documentos. «De García arriba, nadie diga» reza la leyenda heráldica en el escudo de la fa­chada.

Se angosta el valle a la salida de Villasecino y se abre luego hacia una meseta que anticipa una gran llanada, de cuyos extremos parten otros valles menores. A la derecha encuentra el viajero Cos­pedal y Robledo, y más adelante Riolago y Huer­gas, que son los últimos pueblos de la Babia Baja.

Cospedal se alberga a la sombra del Machadín, un monte de trenzados y grises verdores, y de la Pureada. Muchas de las ventanas de las casas se

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Babia.

adornan de geráneos, una flor que cuenta aquí con especial predilección, como en San Emiliano los claveles y las clavelinas. Hay una tradición, poco compartida por las gentes de Cospedal, de que el nombre del pueblo proviene del oficio de sastres que ejercieron tiempo atrás muchos de sus habi­tantes. Más realista le parece a la gente la deriva­ción toponímica de «cespedal», habida cuenta de las ricas camperas que abundan en el entorno del pueblo, del césped de finas y tupidas hierbas que crece en sus vegas. Es Cospedal, como todos los pueblos de Babia, eminentemente ganadero. Sus veintitantos vecinos cuidan y pastorean cerca de cuatrocientas vacas y a diario salen del pueblo más de sesenta bidones de leche de cuarenta litros cada uno.

Acogiendo Robledo en el recuesto que sorbe apacible la solana, se alinean el cerro del Cuerno, la negra y escarpada Peña Cabras, el Cueto Fu­rao y la Crespa. Crecen y se extienden las matas de robles entre los prados y las fasteras. El viejo camino de los Treitoiros recuerda aquellas trenzas de piornos lanzadas ladera abajo para la reserva de las leñeras.

El viajero puede alcanzar Huercas, el último pueblo de la Babia Baja situado en la carretera, para derivar a la izquierda a Riolago, por un corto y ameno camino. Cuetos y peñas encrespan su

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línea de un ocre verdor sobre los riberos llenos de amurales: Cuero Barjal, los pazcones de las Re­tuertas, la Peña la Cal, el Cayón.

Está Riolago situado en inclinada cuña y le vigi­lan el Bidular, la peña de los Canalones, la del Diente y allá al fondo Rabín Alto, que marca el límite hacia las Omañas, y el puerto del Chao, donde está el lago del que parte el río y de cuya conjunción nace el nombre del pueblo y de su contorno. De la bajera al mismo comienzo del monte, en la pronunciada cuña, se hermanan los barrios de Riolago: la Portiecha, la Fuente, el Rin­cón y la Perida.

A la entrada del pueblo, sobre la misma vega por donde corren los arroyos, encuentra el viajero el hermoso palacio de los Quiñones, una cons­trucción del siglo XVI que sugiere, como un sím­bolo vivo del pasado, la grandeza del señorío de Riolago. El palacio, largo tiempo en ruina tras un incendio que lo destruyó por completo en 1915, ha sido reconstruido, hasta hacerlo habitable, por su actual propietario.

Huergas se esparce en el llano, sin montes ente-, ramente suyos, a la vera del otero donde se alza su esbelta iglesia y a los lados de la carretera. Sobre sus casas asoman los Corros y la Cabesa. Hacia la Babia Alta, el Bidular, las Panas y Pre­gamén.

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Pero antes de abandonar la Babia Baja, todavía en el término de Huergas, puede el viajero obser­var las foscas campas del Morisca!, donde se sitúa la leyenda del potro que se encaraba a la torvisca, desafiante y valeroso, mientras sus hermanos de manada huían amedrentados en el nocturno inver­nal, y que luego fue aquél caballo de famas y batallas que cabalgó Mío Cid: Babieca.

LA BABIA ALTA

El primer pueblo de la Babia Alta situado en la carretera es San Félix de Arce. Montado sobre la falda de una empinada ladera, escalonadas las ca­sas unas encima de otras, cercando el otero donde se alza la iglesia, que se yergue a la sombra de un viejísimo plágano. Esa imagen del pueblo y la iglesia en el declive, con el árbol de reminiscen­cias totémicas a modo de emblema, es una de las primeras imágenes de la Babia Alta. En el pórtico de la iglesia, bajo el plágano, se han celebrado tradicionalmente en San Félix los concejos abier­tos.

No encontrará el viajero una diferencia elo­cuente en los paisajes de las dos Babias: la belleza y variedad de los mismos conserva un tono co­mún, matizado por la altitud, la fragosidad y la hondura de los valles.

Consideran, eso sí, los geólogos, que existe una transición apreciable en la base de los macizos que constituyen el relieve babiano y que está for­mada por depósitos de tipo glaciar. Los elementos que rellenan el fondo del valle del río Luna, pro­cedentes tanto de la denudación subaérea, a la que están sometidos todos los cordales que encuadran el gran valle, como de la fluvial, señalan una etapa de plena juventud en la Babia Baja y en su aledaña región natural de Luna, frente a la condición de senilitud que se observa en la Babia Alta, en la cabecera del río.

Tampoco tienen especial relieve las diferencias entre sus gentes, que algunos anotan como más conservadoras y apegadas a un concepto más tra­dicional de la vida en la Babia Baja. Las diferen­cias se plantean en el mero ámbito administrativo, en la circunscripción de los dos núcleos municipa­les, que fraccionan e introducen algunas tensiones que a buen seguro soslayaría o, al menos, paliaría una administración común, en un marco comarcal tan definido como es Babia.

Derivando a la derecha se bifurcan dos caminos hacia dos valles interiores, uno a La Riera y otro a Torre. El valle de Torre es ancho al principio y se va estrechando progresivamente hasta cerrarse entre la Peña Escrita, el Picarachón, la Peña el Cura y la Solapeña, más verde y domada en el remate.

El pueblo se alarga en las laderas, como en un difícil equilibrio, ante el remanso de los prados.

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En la vega se encuentra la ruina de una torre medieval, redonda y chaparra, en cuyo interior ha crecido un frondoso fresno, como un guerrero ve­getal que la hubiese conquistado. Los más viejos del lugar recuerdan las fiestas patronales a la vera de la torre, en la romería de la vega, con el baile entre los muros cerrados, que todavía exhalan las sombras guardianas de los tiempos feudales.

Sobre el otero, como un brioso navío encarado a las vegas abiertas, se eleva la iglesia, una de las más bellas de Babia y, sin duda, de las más anti­guas. Está la iglesia de Torre bajo la advocación de San Roque y en ella se encuentran las sepultu­ras de don Diego Alvarez y su esposa doña Ma­riana de Quiñones, fallecidos en las primeras dé­cadas del mil seiscientos, y del licenciado don Francisco Gómez y Lorenzana. La cruz de Malta, las flores de lis, los escaques de los Quiñones, dos cabezas afrontadas, tres serpientes, dos leones también afrontados y una cadena, componen los símbolos de los heraldos emblemas esculpidos en las piedras funerarias.

La Riera tiene fama de pueblo soleado. Sus casas en cuesta sobre la ladera derecha del valle reciben agradecidas el favor de la solana, y se guardan de los malos vientos. Detrás de las casas están las Eras del Bustiecho y sobre el pueblo asoma la oscura y rasgada peña de Burón.

De nuevo en la carretera, alcanza el viajero Cabrillanes, donde tiene su sede el Ayuntamiento de la Babia Alta. Está el pueblo en el llano, ape­nas resguardado por la suave loma del Arteo. A su izquierda, nace y se extiende una de las grandes vegas de Babia, la Vega Chache, tendida hacia Mena, Peñalba, Las Murúas, abierta como una lengua verde y uniforme que llega hasta Piedrafita. La Vega Chache aparece moteada en los ardores primaverales por el color y el aroma de las mante­queras, las flores marzas, las margaritas, los ani­ses, las morgas y las flores de sapo.

Hay que derivar luego a la izquierda para aden­trarse por los plácidos verdores de la vega y llegar a Mena y a Peñalba. El viajero puede recostar la mirada por La Llama y el Ojo de la Fuente. La Peña del Castillo y la Furcada guardan las casas de Mena con el semblante oscuro.

La luz del atardecer dora los paréntesis de la vega, el tapiz de las cervunas y de los juncos junto a las lamas, las lindes perdidas hacia el horizonte de las laderas y las devesas.

Tiene Mena tres barrios: el de Abajo, el de Arriba y el de la Cueva. Sobre la Peña del Castillo se distinguen las ruinas casi fantasmales de una rústica fortaleza de cal y canto, la huella de algún reducto vigilante sobre el panorama abierto del gran valle.

Peñalba de los Cilleros se guarda tras la blanca peña de Solos corros, en un. saliente de la Vega Chache. Corona el valle por donde baja su río el alto pico del Cutricón, de filo negro y cortante.

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Las casas arrancan bajo la peña y alargan su es­trecha fila río arriba.

Los Cilleros que apostillan el nombre de Pe­ñalba, y que venían a formar una especie de Go­bernación, de presumibles competencias adminis­trativas, extendida hacia otros pueblos de Babia y de Omaña, tenían a su cargo la guarda de los granos y de los frutos provenientes de los diez­mos, para dar cuenta de ellos y entregarlos a los partícipes. La cilla era precisamente la renta de­cimal y la casa donde se guardaban los frutos. Y el cil!azgo, el derecho que pagaban los partícipes en los diezmos para que los granos y los frutos estu­viesen bien recogidos y custodiados.

Apenas a un kilómetro de Cabrillanes, a la de­recha de la carretera, arriba el viajero a Las Mu­rias y por el mismo camino alcanza Lago. Tiene Las Murias dos barrios ligeramente separados, esbeltas las casas de piedra y pizarra, como es habitual en toda Babia, ante los prados y los cam­pares, y dominan su entorno la Peña la Crespa, en la dirección a La Riera, y el Arteo con sus riberos de escobas.

El valle de Lago lo circundan Peña Larga, el Formeirón, los Campos y Puñín. A la entrada del pueblo está la casa de los Cuenllas, con el escudo ovalado y el relieve de las dos llaves de los Qui-

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rós. Hay en Lago por el verano unos diez vecinos que quedan reducidos a la mitad por el invierno.

Por debajo de la Peña la Crespa mana muy alto su caprichoso caudal, que los vecinos de Lago ven correr como un río de espuma y leche, la Fuente de Michán. Es una fuente intermitente que se seca y fluye en plazos imprevistos, y a la que los veci­nos conceden cualidades barométricas. Si el tiempo está revuelto y mana la fuente aseguran convencidos: va a aclarar, que ya reventó Michán. Y aclara.

Por el camino de Michán está la Cueva del Moro, en una peña que tiene marcada una flecha que señala hacia abajo, acaso hacia algún mágico enterramiento. Y por debajo de la fuente la Cueva de Michán, profunda y vertical, apenas explorada y, según aseguran en el pueblo, una auténtica cueva de las maravillas.

No es un lago lo que da nombre al pueblo sino una modesta laguna, y el viajero puede seguir el camino hacia ella entretenido en lograr el hallazgo que propone un dic!i.o arrancado, al parecer, de un libro misterioso. El dicho reza a modo de sortile­gio: «Entre Lago y lago hay un canto redondo con un tesoro escbndido». Nadie lo halló todavía.

Las Chocinas, bajo el Formeirón, van a dar directamente a la laguna, donde llegan a beber los

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rebaños, y el agua quieta sostiene los juncos y las espadañas. Al fondo, subiendo un repecho donde crecen la manzanilla, los gamones y el tomillo rastrero, se abre el alto panorama de un hermoso balcón natural.

Está la luz de la media mañana rasgando las últimas colinas, bruñendo el fosco relieve de la cordillera, iluminando las lomas de los valles, las laderas pindias de donde sube el eco de las esqui­las. Emergen en la distancia de izquierda a dere­cha, en la línea lechosa de los horizontes, la casi adivinada punta de Cueto Nidio, el lomo montaraz de Matalachana, el aguerrido temple del Muxiven, un retazo de la Braña de la Almuzara y la soberbia cabeza del Cornón de Peña Rubia. En el cuenco del valle más cercano, a la vera del camino que lo sube, la blanca peña de Cacabillo, entre cuyas diminutas tierras de labor, no lejanas al pueblo, apenas destaca el amarillo verdoso de un lenteja!.

De nuevo en la carretera, a tres kilómetros de Cabrillanes, llega el viajero a Piedrafita y a su izquierda, rozando el remate de la Vega Chache, encuentra Quintanilla que es, con Piedrafita, el pueblo más grande de la Babia Alta, ambos entre­gados a las labores ganaderas y a la minería.

Tiene Quintanilla siete barrios esparcidos entre las pindias laderas de las peñas que lo rodean: el de la Bulada, el Otero, los Corrales, las Campas, la Perida, el de la Puente, y el de la Chama. Pasa el río por el medio regando los huertos y los pra­dos.

Piedrafita está situado a una altitud de mil ciento noventa y ocho metros, tendido en el re­cuesto de unos morriones, alargado al pie de la carretera que dentro del pueblo se bifurca: hacia Laciana y el Puerto de Leitariegos, y hacia Bel­monte, en Asturias, atravesando el Puerto de So­miedo.

Se celebran en Piedrafita las ferias más impor­tantes de la Babia Alta, tradicionalmente empla­zadas a la vera del castillo, casi en el centro del pueblo. Hoy el castillo ha desaparecido y apenas se distinguen las depredadas ruinas de su cua­drada torre. Perteneció a los monjes de la Orden del Paular de Segovia, después de las lejanas vici­situdes que pudiera sugerir su carácter de atalaya vigilante. En él almacenaban los granos para que los pastores de los rebaños trashumantes, perte­necientes a esta Orden, pudieran irse aprovisio­nando de pan para ellos y sus perros durante la estancia en los puertos.

Apartado del valle central, a la caída de Valca­bao, en el límite de Babia y Laciana, está el San­tuario de Nuestra Señora ·ae Carrasconte, punto de confluencia religiosa de las dos regiones her­manas, donde se celebra la tradicional romería el quince de agosto.

No hay datos exactos sobre el origen y funda­ción del Santuario en la documentación existente, pero sí se puede afirmar que se construyó en las

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primeras décadas del mil seiscientos, para alber­gar una imagen que estaba colocada sobre la puerta de la primitiva ermita y que era «la que dicen pareció». Al lado del templo surge luego la casería y hospital destinada «a darles lumbre y entrada de noche» a los caminantes que cruzaban el puerto. La fundación, alimentada de limosnas y donaciones, y supervisada por un Visitador ecle­siástico, realizará, sobre todo hasta finales del si­glo XVIII, una labor caritativa, al margen del pro­pio mantenimiento del Santuario, dirigida prefe­rentemente a las ancianas, viudas y huérfanas po­bres de la región, llegando a estas últimas a dotar­las con una vaca en el momento de contraer ma­trimonio.

Por la carretera que se bifurca hacia Somiedo encuentra el viajero La Vega de Viejos y Meroy. A la altura de La Vega, a la derecha, arranca el camino que le llevará a La Cueta. Son los últimos pueblos de la Babia Alta, y Meroy el último de la Provincia de León en esta dirección hacia Astu­rias.

La Vega de Viejos está incrustada en el hondón de un valle que también recoge Meroy y avanza hasta el mismo Puerto de Somiedo. Se agarran sus casas a la ladera derecha y al cuenco por donde corre el río, un Sil apenas adolescente. Al pueblo se entra por una carretera que deriva a la iz­quierda separándose de la de Somiedo, gira en arco y bordea la otra ladera del valle para salir a la general de Laciana, a la altura del Puente de las Palomas.

Hacia la vega, donde el valle se abre, está el palacio de los Flórez con el pradón aledaño del que se siegan más de cien carros de hierba. Es una hermosa casona-palacio de finales del siglo XV o comienzos del XVI que se encuentra en la actuali­dad en un grado límite de abandono: corroídos sus interiores entre el polvo y la podredumbre, acu­mulados los escombros en sus estancias, donde el olvido y la decrepitud inunda algunos objetos que no sucumbieron en los ex polios, las húmedas sombras de un tiempo antiguo sepultado sin nin­guna piedad.

Tiene el edificio dos cuerpos, el primero to­rreado y atravesado en la fachada principal, donde quedan anejos los restos de la capilla, por un pasadizo de arcos, que da entrada al gran patio, en su tiempo enchabanado, y comunicado con el pra­dón por una portalada. Este cuerpo enlaza con otro que remata en un hastial de piedra labrada de sillería.

Los lienzos descarnados enseñan los armantes de madera y piedra toba, los hundimientos que van combando los dinteles y las jambas. En la fachada principal se conserva el escudo de armas del linaje. Los Flórez entroncaron con los Peleón, y de una de sus ramas desciende Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, fundadora de las Adoratrices. En la iglesia de La Vega se con-

Page 8: LAS BABIAS - CVC. Centro Virtual Cervantes...hacia Asturias por el camino de Saliencia y la collada de La Farrapona. Por las cimas puede adivinar el viajero la antigua ruta de La Mesa,

Los Cuadernos de Viaje

Torre de Babia

servan las partidas de nacimiento y defunción de los abuelos de la Santa.

Hasta Meroy se llega pasando bajo la Peña del Castiecho. El pueblo se ve recogido y apretado en un rebarco que forman, con la del Castiecho, la de la Cusada, la Peña Negra, la Crueza, la de los Penechones y el Branueto. Valle arriba, los altos asturianos de Somiedo, donde habitan los vaquei­ros de alzada.

«A La Cueta juran diez» afirma un refrán, y el viajero bien puede pensar que el motivo de los juramentos es el imbricado camino que serpea va­lle arriba, en un estado calamitoso, desde la falda de la Mamiecha y el Engricheiro, por el valle.que va al encuentro del río, el Sil en su infancia agreste. Es La Cueta el pueblo más alto de toda Babia y lo forman tres barrios que son como tres pueblecillos apenas hermanados entre sí por las pindias distancias del camino: Cacabillo, Quejo y La Cueta, que da nombre a todo el pueblo. De Cacabillo dice la copla:

«You nun me quixiu de Queichiu quéixume de Cacabiechu; pus toda la nueite anduve lu mismu que un argadiechu»

Las casas de Cacabillo están separadas, unas junto a la iglesia y otras en la ladera de enfrente,

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con los prados y el río por medio. Quejo asoma bajo los Recoldos, una enorme peña blanca, juntas las casas en la ladera derecha con los prados de­lante. En un rebarco, creciendo hacia el monte, se sitúa La Cueta, abultadas las casas con la protu­berancia de las hornas, con los morriones de La Curueza y La Cogocha detrás.

Desde el otero de la iglesia puede el viajero sorber el silencio y la luz de estas serenas y agres­tes cumbres de Babia. La Cueta ya sólo está habi­tada en los meses de verano, como si la braña hubiera sucedido a lo que fue el pueblo. Son el silencio y la luz de los puertos, de las altas distan­cias donde brillan las verdes soledades de las pra­deras que pastan los rebaños.

En Cuetalbo, allá por encima de La Cureza y El Rozo, nace el Sil, el mítico río del oro, que cru­zará luego el borde occidental de Babia para pene­trar en Laciana por la hoya de Villaseca, reco­giendo los derrames de los valles de Lumajo, Ro­bles, Sosas y Rioscuro.

El viajero puede, finalmente, seguir en La Cueta el curso de sus aguas infantiles, entrete­nerse en su bullicio alegre y venturoso, acopiando en la memoria los mejores momentos de su itinerario, aspirar con descanso el aroma de las hierbabuenas y de las gen-cianas. e