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NEFELIBATA La voz de los árboles

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NEFELIBATA

La voz de los árboles

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Traducción de Juanjo Estrella

Barcelona, 2017

TRACY CHEVALIER

La voz de los árboles

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Pantano Negro, OhioPrimavera de 1838

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Otra vez estaban peleándose por las manzanas. Él que-ría cultivar más manzanas de mesa, para comer; ella, de sidra, para beber. Habían ensayado la discusión con

tanta frecuencia que los dos ya desempeñaban sus papeles a la perfección. Las palabras, monótonas y fluidas, los envolvían: las habían oído las suficientes veces como para no tener que escuchar más.

Lo que distinguía en esta ocasión la discusión agridulce no era que James Goodenough estuviera cansado; siempre estaba cansado. Entresacar una vida del Pantano Negro ago-taba a cualquiera. No era que Sadie Goodenough tuviera re-saca; tenía resaca con frecuencia. La diferencia consistía en que John Chap man había estado con ellos la noche anterior. De toda la familia Goodenough, solo Sadie se quedó despierta hasta la madrugada escuchándolo y tirando de vez en cuando piñas de pino al fuego para avivarlo. La chispa en los ojos de John y en su barriga y sabe Dios dónde más prendían en ella como la llama que salta de una viruta de madera a otra. Siem-pre se sentía más contenta, más atrevida y más segura de sí misma después de cada visita de John Chapman.

A pesar del cansancio, James no podía dormir porque la voz de John Chapman taladraba el aire de la cabaña con la persis-tencia de un mosquito de la ciénaga. Lo habría conseguido si

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se hubiera ido con sus hijos al desván, pero no quería dejar la cama que estaba enfrente de la chimenea a modo de invi-tación. Tras veinte años juntos, ya no deseaba a Sadie como antes, sobre todo desde que el aguardiente de manzana ha-bía sacado a la luz su faceta más perversa, pero cuando John Chapman iba a ver a los Goodenough, James se fijaba, aun sin querer, en la forma de los pechos de Sadie bajo el raído vestido azul y lo sorprendía su cintura, más ancha pero todavía intacta después de diez hijos. No sabía si John Chapman también se fijaba en esas cosas: a sus más de sesenta años, aún era delga-do y fuerte, a pesar del gris acero de su pelo despeinado. Ni lo sabía ni quería averiguarlo.

John Chapman se dedicaba al negocio de las manzanas y recorría los ríos de Ohio a golpe de remo en dos canoas car-gadas de manzanos que vendía a los colonos. La primera vez que apareció, los Goodenough acababan de llegar al Pantano Negro. Llevaba su cargamento de árboles y les recordó con amabilidad que, supuestamente, debían cultivar cincuenta ár-boles frutales en el plazo de tres años si querían reclamar le-galmente la tierra. A ojos de la ley, un huerto era clara señal de que un colono tenía intención de quedarse. James le compró veinte árboles en el acto.

No quería echarle la culpa a John Chapman de las desgra-cias que les habían sobrevenido después, pero de vez en cuan-do recordaba aquella primera venta y torcía el gesto. Chapman tenía en oferta plántulas de un año y plantones de tres, el triple de caros que las plántulas, pero que darían fruto dos años an-tes. Si hubiera sido sensato –¡y lo era!–, James habría compra-do cincuenta de los más baratos, habría limpiado un pedazo de tierra para semillero y los habría dejado crecer mientras en sus ratos libres desbrozaba metódicamente otro terreno para un huerto, pero eso habría supuesto pasarse cinco años sin

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probar las manzanas. James Goodenough no se sentía capaz de soportar esa carencia tanto tiempo, en medio de la miseria del Pantano Negro, con sus aguas estancadas, la peste a podre-dumbre y a moho, y el espeso barro negro que no salía ni fro-tando de la piel y de la ropa. Necesitaba ese sabor para endul-zar la pena de haber acabado allí. Cultivar plantones suponía tener manzanas dos años antes, así que compró veinte que en realidad no se podía permitir y sacó un tiempo que realmente no tenía para desbrozar un pedazo de tierra donde plantarlos. Con eso se retrasó en la siembra de cereales, de modo que la primera cosecha fue escasa y se metieron en unas deudas que nueve años después aún seguía pagando.

–Son mis árboles –insistía Sadie, reclamando una hilera de diez manzanos de sidra que James tenía pensado injertar en manzanos de mesa–. Me los dio John Chapman hace cuatro años. Se lo preguntas cuando vuelva, que se acordará. Ni te atrevas a tocarlos.

Agarró un cuchillo y se puso a cortar lonchas de jamón para la cena.

–Las plántulas se las compramos. No te las regaló. Chap-man no regala árboles, solo semillas… Las plántulas y los plan-tones tienen demasiado valor para que los regale. Además, no tienes razón. Esos árboles son demasiado grandes para haber crecido de semillas plantadas hace cuatro años. Y no son tu-yos. Son de la granja.

James se daba cuenta de que su mujer hacía oídos sordos a sus palabras, pero siguió soltando una frase detrás de otra, sin poder remediarlo, intentando que lo escuchara.

Le fastidiaba que Sadie se empeñara en ser la dueña de cier-tos árboles del huerto cuando ni siquiera era capaz de contar su historia. En realidad, no era tan difícil recordar los detalles de treinta y ocho árboles. A él le bastaba con que alguien le seña-

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lara un árbol cualquiera para contar en qué año se había plan-tado, si era de semilla, plántula o plantón, o si estaba injertado. Sabía de dónde procedía: de un injerto de las tierras que po-seían antes los Goodenough en Connecticut, de un puñado de semillas de Roxbury Russet obtenidas de un agricultor de To-ledo o de otro plantón comprado a John Chapman después de que entrara en casa algo de dinero gracias a la venta de una piel de oso. Era capaz de decir cuántos kilos de fruta producía cada árbol al año, en qué semana de mayo florecía, cuándo estarían a punto las manzanas para recogerlas y si eran para cocinar, secar, prensar o comerlas tal cual. Sabía qué árboles habían te-nido moteado, cuáles roya, cuáles araña roja y qué había que ha-cer para librarlos de cada enfermedad. Para James Goodenough aquellos eran unos conocimientos tan básicos que no entendía que no lo fueran para los demás, y lo asombraba la ignorancia de su familia en materia de manzanas. Debían de creerse que bastaba con sembrar unas semillas a voleo y limitarse a recoger los frutos, sin hacer nada entre medias. Excepto Robert. El hijo menor de los Goodenough era la excepción en todo.

–Son mis árboles –repitió Sadie, con cara de mal genio–. No los puedes cortar. Dan unas manzanas bien buenas, y buena sidra. Uno que cortes, y perderemos un barril de sidra. ¿Les vas a quitar la sidra a tus hijos?

–Martha, ven a ayudar a tu madre.James no soportaba ver a Sadie con el cuchillo, cortando

lonchas desiguales, demasiado gruesas por un extremo y de-masiado finas por el otro: sus dedos amenazaban con pasar a formar parte de la cena. Era capaz de seguir cortando filetes hasta acabar con el jamón o perder el interés después de tres y dejarlo.

James esperó a que su hija, un pispajo de pelo ralo y ojos grises, continuara con la tarea de cortar.

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Las chicas de la familia Goodenough estaban acostumbra-das a sustituir a su madre a la hora de hacer la comida.

–No voy a cortarlos –le explicó James a Sadie una vez más–. Voy a injertarlos para que den manzanas dulces. Ya lo sabes, necesitamos más Golden Pippin. Este invierno hemos perdido nueve árboles, la mayoría de manzanas de esas. Aho-ra tenemos treinta y cinco manzanos para sidra y solo tres para mesa. Si injerto Golden Pippin en diez de los de sidra, dentro de unos años tendremos trece árboles de manzanas de mesa. Durante una temporada, no tendremos muchos ár-boles que den fruta, pero a la larga se cubrirán mejor nues-tras necesidades.

–Tus necesidades. El goloso eres tú.James podría haberle recordado a Sadie que era ella la que

le ponía azúcar al té, la que se sabía cuándo empezaba a aca-barse y no paraba de darle la lata hasta que iba a Perrysburg a por más. Sin embargo, se limitó a explicar porfiadamente los números como ya había hecho varias veces durante la última semana, desde que había anunciado su intención de injertar más árboles ese año.

–Con eso tendremos trece de manzanas de mesa y veinti-cinco de manzanas de sidra. A eso hay que añadirle las quin-ce plántulas que nos va a traer John Chapman la semana que viene, o sea que nos ponemos en cincuenta y tres árboles, tres más de los que nos hacen falta para cumplir la ley. Trece de manzanas de mesa y cuarenta de manzanas de sidra, y todos empezarán a producir dentro de unos años. Al final tendre-mos más de sidra que ahora, y siempre podemos prensar las de mesa si no nos queda más remedio.

Juró para sus adentros que jamás desperdiciaría manzanas de mesa para hacer sidra.

Desplomada sobre la mesa, mientras su hija se movía con

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ligereza a su alrededor preparando la cena, Sadie observaba a su marido con el ceño fruncido. Tenía los ojos rojos.

–Conque ese es el último plan que tienes para las manza-nas, ¿eh? ¿Vas a pasar el número mágico de cincuenta y a po-nerlo en cincuenta y tres?

James sabía que no debía haber recurrido a tantos números para explicar lo que quería hacer. A Sadie los números la incor-diaban como si fueran avispas, sobre todo cuando iba cargada de aguardiente de manzana.

–Los números son un invento de los yanquis, y ya no esta-mos en Connecticut –le repetía muchas veces a James–. A los de Ohio les importan un bledo los números. Yo no quiero sa-ber exactamente cuántas bocas tengo que alimentar… Lo que quiero es poner comida en la mesa.

Pero James no podía evitarlo: lo tranquilizaba contar sus árboles, pensar detenidamente en el número, añadir otro Gol-den Pippin, quitar un manzano de sidra híbrido resultado de una de las visitas de John Chapman. La solidez de los números mantenía a raya el bosque, tan espeso que no se podían contar los árboles. Los números le daban una sensación de control.

La reacción de Sadie al argumento numérico que expuso James aquel día fue todavía más brusca:

–A la mierda tus números –dijo–. Nunca vas a llegar a cin-cuenta, y mucho menos a cincuenta y cinco.

La falta de respeto por los números: eso fue lo que lo obligó a darle una bofetada, aunque no lo habría hecho si Sadie aún hubiera tenido el cuchillo en la mano.

Ella reaccionó abalanzándose sobre él a puñetazos y le en-cajó un golpe en un lado de la cabeza, pero James consiguió sentarla de nuevo en la silla y le dio otro bofetón. Al menos Sadie no le había alcanzado en un ojo, como había hecho una vez: los vecinos se lo habían pasado en grande burlándose de

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él por el ojo morado que le había puesto su mujer. Lo llama-ban ojo de castaña, porque el ojo le había quedado igual que el fruto de los falsos castaños que tanto abundaban en Ohio. Muchas esposas lucían de vez en cuando un ojo de castaña; maridos, no tantos.

El segundo bofetón le partió un labio a Sadie. Al ver su pro-pia sangre, pareció confusa y se quedó sentada mientras unas gotas brillantes le manchaban el vestido, como bayas caídas.

–Limpia a tu madre y avísame cuando esté la cena –le dijo James a Martha, que dejó el cuchillo y fue a buscar un paño.

Martha era la preferida de James: era amable y nunca se enfrentaba a él ni parecía burlarse como hacían algunos de sus otros hijos. Tenía miedo por ella cada agosto, cuando lle-gaba la fiebre de los pantanos. Casi todos los años se llevaba a uno de sus hijos, que se sumaba a la hilera de tumbas mar-cadas con una cruz de madera en un terreno ligeramente más elevado del bosque, no lejos de la cabaña. Tenía que arrancar arces y fresnos para poder cavar las tumbas. Había aprendido que debía hacerlo en julio, antes de que se muriera nadie, de modo que el cadáver no tuviera que esperar a que él luchara contra las enormes raíces de los árboles. Era mejor quitarse de en medio esa tarea cuando tenía tiempo.

Estaba acostumbrada a sus bofetones. Me importaban tres pi-tos. Pelearnos por las manzanas, eso era lo único que hacía-mos.

Es curioso, pero yo no pensaba mucho en las manzanas hasta que nos vinimos al Pantano Negro. Cuando era pequeña teníamos un huerto, como todo el mundo, pero yo no le hacía

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ni caso menos en mayo, cuando florecía. Entonces me tumba-ba allí a oler un perfume muy dulce y a oír zumbar a las abejas que estaban contentas porque podían jugar con las flores. Fue allí donde nos acostamos James y yo la primera vez. Tendría que haberme dado cuenta entonces de que no era para mí. Es-taba tan entretenido en inspeccionar los árboles de mi familia y en preguntar qué edad tenía cada uno –como si yo fuera a saberlo– y cómo era la fruta (pues jugosa como yo, le dije) que al final tuve que desabrocharme el vestido yo sola. Así se que-dó calladito un rato.

Nunca se me dio bien recoger fruta. Mamá decía que iba demasiado rápido, que se me caían demasiadas piezas y que a las demás les arrancaba el tallo. Iba rápido porque quería acabar pronto. Retorcía dos manzanas a la vez con las dos manos y tiraba de ellas, así que la tercera se caía y se daba un golpe y teníamos que separar las que tenían un golpe y coci-narlas en seguida para hacer jalea de manzana. Al principio de cada temporada mamá y papá me ponían a recolectar has-ta que se acordaban de lo de la manzana que siempre se caía y entonces me mandaban a recoger las que ya estaban en el suelo, estropeadas y llenas de golpes porque se habían caído del árbol. Las manzanas caídas no estaban nada mal. Servían para compota o para sidra. O me ponían a cocerlas o cortar-las en aros para secar. Lo de cortar me gustaba. Si partes una manzana a lo ancho en vez de a lo largo, por el corazón, las semillas forman flores o estrellas en el centro del círculo. Se lo conté una vez a John Chapman y me sonrió. Los caminos de Dios, dijo. Eres muy lista si ves eso, Sadie. La única vez que alguien me ha llamado lista.

James tampoco me dejaba tocar las manzanas de sus ár-boles, sus queridos treinta y ocho árboles. (Bueno, yo sabía cuántos tenía. Se creía que yo no me enteraba cuando se

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ponía a repasar sus números, pero borracha o no yo me en-teraba porque se repetía mucho). Cuando nos casamos en Connecticut se dio cuenta en seguida de cuántas manzanas estropeaba yo, así que en el Pantano Negro mandaba a re-cogerlas a varios niños, a Martha, Robert y Sal. A Caleb y a Nathan no los dejaba recoger y decía que éramos todos de-masiado brutos. Con sus árboles era como una vieja insopor-table. A mí me sacaba de quicio.

James se dirigió a la parte trasera de la cabaña, pasó al lado del jardín que habían empezado a arar ahora que ya no estaba helada la tierra, y llegó al huerto. Al establecerse en el Pantano Negro, lo primero que habían hecho los Goodenough después de construir una tosca cabaña cerca del río Portage había sido desbrozar un pedazo de tierra para el huerto y poner los plan-tones de manzano de John Chapman. Cada roble, cada nogal, cada olmo que talaba le suponía un esfuerzo extenuante. Ya costaba lo suyo cortar y acarrear el tronco y las ramas y apar-tarlos para hacer leña, o armazones de cama o sillas o ruedas o ataúdes, pero arrancar los tocones y las raíces casi lo mataba cada vez que tenía que dar hachazos, cavar y allanar. Desrai-zar un tocón le recordaba lo profundamente que se aferraban los árboles a la tierra, la tenacidad con que se agarraban a un sitio. Aunque no era sentimental –no lloraba cuando se mo-rían sus hijos; se limitaba a cavar las tumbas y a enterrarlos–, James guardaba silencio cada vez que mataba un árbol y pen-saba en el tiempo que había pasado en su sitio. No le ocurría lo mismo con los animales que cazaba: eran comida, y además, transitorios; llegaban a este mundo y se marchaban, como las

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