la vedette (cuento)

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Cuento de intriga.

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LA VEDETTE

Era una hermosa vedette de raza negra, con un cuerpoescultural y los movimientos de un joven felino. Desde muy niña,su único deseo había sido triunfar como bailarina y cantante; susprincipios fueron oscuros, como el color de su piel, pero el tesóny una gran voluntad eran algunas de sus cualidades. Además,sabía utilizar en su provecho su propia belleza.

-Sé que llegaré donde quiero -había dicho siempre.Últimamente, había obtenido un buen contrato. Trabajaba

en un club nocturno, y aunque no en un papel importante, se leauguraba un buen futuro.

-Pronto será la primera estrella -decían algunoscompañeros.

Pero hacía una semana que faltaba del espectáculo, ytodos estaban alarmados. Le preguntaron a una linda mulata queparecía haber intimado con ella más que las demás. Ella parecíapreocupada.

-Yo no sé nada. Es raro, después de lo que le ha costadoobtener este empleo, que no haya avisado. En realidad, acaba demudarse de piso, y según me dijo no tiene teléfono.

Ocupaba anteriormente un apartamento con ella, perohacía un par de meses que un amigo le había proporcionado unavivienda. Era pequeño, al parecer, pero no estaba lejos del local.

-Me dijo que el piso era antiguo, pero con algunasmodificaciones podía quedar muy agradable. Sólo, que tendríaque aguardar hasta que le pusieran el teléfono. Tampoco quisoque yo la visitara, hasta no tenerlo amueblado del todo. Pensaba

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darme una sorpresa. Naturalmente, no he podido llamarla.-Claro, es natural. Pero eso no explica que lleve una

semana sin venir, y sin dar ninguna explicación. Habrá quesustituirla, no podemos aguardar más.

-Trataré de dar con ella -dijo la muchacha. -Puede estarenferma, o haber sufrido algún accidente.

Acudió a la casa, llamó al timbre y nadie contestó.Entonces llamó a la puerta de al lado.

-Hace días que no la veo -dijo una vecina. -Hace pocoque vive aquí, y yo he visto entrar unos muebles. Pero eso fuela semana pasada. Preguntaremos al portero, quizás él sepaalgo.

La puerta no estaba cerrada con llave, y el hombre laabrió, sencillamente, con una tarjeta de crédito. Al entrar,percibieron un olor desagradable que salía de una habitacióninterior. Siguieron hacia dentro, y el olor se hizo más patente. Lasdos mujeres se detuvieron, y el hombre entró en el dormitorio.Salió, con un gesto de asco y estupor.

-Hay que avisar a la policía, enseguida -indicó, nervioso.-Es horrible. Mejor es que no entren, aguarden aquí. Yo tengoteléfono abajo.

Ellas siguieron su indicación. Miraron alrededor en elvestíbulo, y aparte de algunos objetos en desorden no advirtieronnada extraño. De pronto, el olor se había hecho insoportable, yla vecina asomó la cabeza en la habitación. Soltó un grito dehorror.

-Ahí está ella -señaló.La muchacha estaba en el suelo, y su cadáver en estado

de descomposición. Las dos mujeres se abrazaron, llorando,mientras apartaban la vista.

-Vámonos de aquí. Puede entrar en mi casa, si quiere,mientras viene la policía. Espero que no tarden.

No tardaron en llegar. Tomaron declaración al hombre y

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a las dos testigos, que coincidieron en todos los detalles. -Aguarden abajo -dijo el inspector. -Tendré que hacerles

unas preguntas más.Varios policías estuvieron tomando huellas y haciendo

fotografías desde varios ángulos. Luego, desde el teléfono de laportería, avisaron al juez y al forense. La esposa del porterohabía servido un café, y las dos mujeres lo tomaron sentadas enun sofá tapizado en cretona de flores.

-Tiene una sortija en la mano -observó el policía másjoven.

-Es cierto -dijo el inspector. -Por cierto, sería preciso quelas dos mujeres la identificaran. Sobre todo su amiga, puedehacerlo sin ninguna duda. Será desagradable, pero muyconveniente. Así saldríamos de dudas.

La amiga consintió en subir de nuevo. Al horror que leproducía la vista del cadáver, se contraponía una inevitablecuriosidad. Además, podía existir un error: quizá no fuera ella.

Pero tuvo que convencerse de que sí lo era. El cadáverllevaba puesto un vestido de lentejuelas rojas que ella conocíamuy bien, pues lo usaba en uno de los números, y en vida seceñía al cuerpo como una funda rutilante. El policía le mostróunos papeles.

-Aquí está su documentación. ¿Es ésta su amiga?Ella contuvo el aliento. Tomó en la mano el carnet y

asintió. Habían abierto la ventana y el olor era más soportable.-Sí, lo es.La vecina sabía poco de la nueva inquilina, pero también

la reconoció por la fotografía. Dijo que era una persona tranquilay no se metía con nadie.

-Hace un par de meses que vive aquí, pero no la he vistomás que dos o tres veces. Ella dormía de día, y cuando salía, yoya me había acostado. Apenas cambiamos unas palabras.

El policía unió los documentos a unas pruebas que

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habían recogido. Se volvió.-¿Conoce a alguien que la visitara? -Ella hizo memoria.

Iba a decir que no, pero pareció recordar algo. -Un hombre venía a visitarla, de cuando en cuando. Era

un hombre muy alto, y seco, con una voz muy bronca. Les heoído hablar a través del tabique. Pero de eso hace cosa de unmes.

La mulata asintió. Ella también lo conocía. Al parecer eraun pez gordo, un tipo importante.

-¿Es éste? -preguntó el inspector, mostrando un retratoque había sacado del bolso de la muerta. Ambas lo miraron, yasintieron a la vez.

-Sí, ese es.La compañera dijo haber tomado con él unas copas en

una ocasión. Citó el lugar, y el día.-Está bien, nos mantendremos en contacto.

***

El hombre fue localizado como cliente habitual del club,y aunque en un principio el encargado se negó a proporcionardatos, no tuvo más remedio que ceder. Lo citó en el local, y allímismo lo aguardó la policía.

-Está usted detenido -dijo el inspector, poniéndole unamano en el hombro. El hombre fue a protestar, pero él le mostróla placa. Le hizo saber sus derechos, y que podía llamar a suabogado.

Él parecía muy nervioso. Miraba alrededor, comotemiendo que algún conocido presenciara la escena. Carraspeócon fuerza.

-Yo no he hecho nada -dijo. -Por favor, vamos fuera deaquí.

Entraron en una salita y el policía le mostró un objeto enla palma de la mano.

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-¿Reconoce esta sortija? -preguntó. Él aspiró hondo y nodijo nada. Se había dejado caer en un asiento, y parecíaderrotado. El policía aguardaba pacientemente una respuesta,pero él siguió guardando silencio. El local estaba lleno de humo,y al otro lado de una puerta se oía el tintinear de los vasos.

-¿La reconoce? -insistió.El hombre alzó la mirada. Había en sus ojos una

expresión de angustia.-Yo no he hecho nada, se lo juro -gimió.La mandíbula del policía se tensó. Había abandonado su

actitud anterior, y sus ojos echaban chispas. Habló fríamente.-Pertenece a su amante, usted mismo se la regaló.El hombre manoteó un momento y luego alzó los brazos,

dejándolos caer. Parecía al borde de un ataque.-¡Yo no sé nada! -chilló. El inspector volvió a la carga sin

dejar de mirarlo.-El forense ha certificado que murió por sobredosis, pero

no había en su piso ninguna jeringa -pronunció despacio. -Ustedle inyectó la heroína. Luego, huyó del lugar.

Hubo fuera un ruido de algo que se rompía con un sonidode cristales. Una música empezó a sonar, estridente. Mientras,el hombre se había levantado de su asiento y se volvió hacia laventana que daba a un patio interior. Su voz sonó como unquejido roto.

-¡Yo no hice eso! -El policía siguió hablando con calma.-Usted la había abandonado, lo sabemos. Quizá sufría su

presión, incluso un chantaje por parte de ella. No halló mejormedio para librarse de su acoso que matarla, ¿no es así?

-¡Yo no hice nada! -repitió el hombre, ahora con un hilode voz. El inspector le hizo un gesto al compañero, quien leabrochó las esposas.

-Tendrá que convencer al juez -dijo él. -Ahora va aacompañarnos.

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Salieron del local, sin que nadie pareciera habersepercatado de lo ocurrido. Más tarde, su abogado acudió, pero nopudo convencer a nadie. Las pruebas eran demasiado claras.

-Veremos qué se puede hacer. Aduciremos que fue unaccidente.

***

Fue condenado por asesinato con premeditación yalevosía. El hecho constituyó un escándalo, dadas las relacionesy amistades con que contaba el acusado, que en lugar defavorecerlo hicieron que la justicia actuara con más rigor.

Pasaron cinco años, y él seguía en la cárcel. El tema yase había olvidado, y pocas personas en su medio se acordabande aquel desagradable y luctuoso suceso. Él había cambiado: surostro era adusto ahora, y hablaba poco y en voz baja con suscompañeros de prisión. En general, no contaba con las simpatíasde los demás reclusos.

-Se cree muy importante, y no es más que un vulgarasesino -decían.

Todo su aspecto se había transformado: el color de surostro era ceniciento, y se estaba quedando sin pelo. Llevaba laropa descuidada y sólo se afeitaba de tarde en tarde.

Aquella mañana, la puerta de su celda se abrió y diopaso a uno de los vigilantes. Él estaba tumbado en el camastro,y ni siquiera se incorporó. El otro avanzó un paso.

-Tienes visita -le dijo. -Es una mujer de bandera. Unanegra, ¿sabes? Vamos, no sabía que te quedaran amistades así.

El hombre pareció sorprendido. De un salto se sentó enla cama, y se pasó la mano por la barba de varios días. Sin decirnada, siguió el vigilante que lo precedió hasta la sala de visitas.Fuera, varias personas habían acudido a ver a sus familiares oamigos. Había un run-run de conversaciones.

-Es aquélla -señaló el vigilante.

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Una mujer aguardaba, de pie junto a la puerta. El hombrepestañeó. Su figura era bastante gruesa, y estaba embutida enun abrigo de cuero que la cubría hasta los tobillos. Era de razanegra, en efecto, y llevaba el cabello teñido de rubio. Estabafumando un cigarrillo, y lanzaba el humo hacia el oscuro techodonde lucía una bombilla polvorienta.

Él la observó con extrañeza. No sabía quién era, y tratóde hallar en su recuerdo algo que los relacionase. Pensó quepodía ser la madre de aquella...

La mujer sonrió. Sus dientes lucieron blanquísimos, bajouna pequeña nariz. Lo saludó levantando la mano.

-¿No me conoces? -dijo, y su voz sonó juvenil. Algo enaquella voz hizo que los nervios de él vibrasen como las cuerdasde una guitarra. - ¿No sabes quién soy?

Él la miró, alucinado. Le parecía estar viviendo unapesadilla. No era posible, y sin embargo...

-Tú... ¿tú? -trastabilló. -Pero, ¿no estabas muerta?Ella se había aproximado a la alambrera y lo miró

directamente a los ojos.-Creías que podías librarte de mí, ¿verdad? -dijo con

rabia. Te pareció muy cómodo dejarme plantada, como si nadahubiera ocurrido entre nosotros. Pero no soy tan tonta.

El hombre se apoyó en la pared. Las piernas letemblaban.

-No... no entiendo nada -musitó.Ella se había sentado, y apagó el cigarrillo contra un

cenicero. Comenzó a hablar despacio.-Yo te lo explicaré. Era mi hermana, ¿sabes? Mi hermana

fue la que murió.Aquello fue como un mazazo. Una niebla helada le

oprimía las sienes, y lo hacía estremecer. Sus ojos dieron vueltasen las órbitas, mientras, alrededor, las figuras parecíandeshacerse en una nube lechosa.

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-Quiero ver al juez... Tú la mataste... -gimió. Ella alzó unamano delgada y oscura.

-Yo no la maté -señaló. -Ella se drogaba. Llegó a mi casaaquella noche, y en ella murió de una sobredosis. He rezadomucho por su alma.

El hombre movió la cabeza desesperadamente.-Tengo que salir de aquí -dijo con voz sorda. - Cinco

años... cinco años metido entre estas cuatro paredes... Me laspagarás, vieja zorra. Ahora me vengaré.

Ella movió la cabeza. Había encendido un nuevocigarrillo y miraba fijamente la brasa. Habló como para sí misma,con una gran serenidad.

-Nadie más que tú y yo sabemos lo ocurrido -explicó. -Yomisma le puse un vestido mío, y dejé la fotografía que teinculpaba. Sabía que darían contigo. Luego, tomé supersonalidad.

Él se estremeció. Todavía no podía creer lo que estabaviviendo.

-Todo esto es un error monstruoso. Te denunciaré -dijo,alzando la voz. -Ella le hizo señas de que hablara más bajo.

-Ni tú mismo me has conocido -sonrió. -Tuve que pagarmucho dinero por una cirugía estética, y he engordado más deveinte kilos. Nadie podría reconocerme. Además, el caso estájuzgado. Yo soy la hermana de aquella mujer que murió, a la quetú mataste. -Se levantó del asiento y fue hacia la salida.

-¡No te vayas! -gimió él. -Por favor, ayúdame...-No tengo nada que hablar contigo -dijo ella, volviéndose

un momento. -Ya todo está hablado.La puerta se abrió y entró el vigilante.-Es la hora -dijo, entrando en la sala. El hombre se había

agarrado a la tela metálica.-¡Espera! -chilló, y ella se volvió desde la puerta. Había

en su actitud un aire salvaje de diosa vengativa. No obstante, su

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voz fue suave como el terciopelo.-Ya no vivo aquí -sonrió. -Me voy de viaje, y nunca

volveré. Espero que te vaya bien.