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LA TRAVESÍA DE LAS ANGUILASALBERT LLADÓ

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ALBERT LLADÓ

LA TRAVESÍA DE LAS ANGUILAS Cada ciudad tiene barrios olvidados. También la Barcelona olímpica, a la hora de

transformarse con el impulso de los Juegos, ignoró algunos de los suyos. La travesía de lasanguilas retrata el despertar a la vida de un grupo de adolescentes a principios de los noventa, enuno de esos no lugares nacidos en el tardofranquismo, fruto de la falta de escrúpulos de losespeculadores inmobiliarios y la indiferencia de las autoridades. Eran barrios sin servicios y sinley, donde para un adolescente la comprensión del mundo se moldeaba a base de desahucios,redadas policiales, delincuentes de bajo vuelo, mujeres maltratadas y hombres que seautodestruían en los bares. Pero también ahí los adolescentes eran capaces de construir ununiverso con sentido, con sus propias reglas y su propio lenguaje, alzar amistades indestructibles,iniciarse en la lectura que no les abandonaría jamás.

Albert Lladó se plantea en este libro cómo podemos narrar e interpretar los márgenes sinresignarnos a la marginalidad. Y logra hacer visible la humanidad que malvive en la realidaddesconocida, áspera y nada fotogénica de esos barrios que más que periferia son cuneta.

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Publicado porGalaxia Gutenberg, S.L.Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

[email protected]

Edición en formato digital: enero de 2020

© Albert Lladó, 2020

Representado por la Agencia Literaria Dos Passos© Galaxia Gutenberg, S.L., 2019

Conversión a formato digital: gama, sl

ISBN: 978-84-17971-66-3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación públicao transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización

de sus titulares, aparte de las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO(Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanearfragmentos de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

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A Jordi Lladó Tarrats

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Las anguilas nacen de las entrañas de la tierra, son animales formados por generaciónespontánea en la humedad del fango.

ARISTÓTELES

Sin himnos, sin banderas, sin vivas.JOAN FUSTER

Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.LUDWIG WITTGENSTEIN

Claro que la infancia no se fue. ¿Adónde iba a ir?SAN AGUSTÍN

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BIENVENIDOS A BARCELONAGabriel ha muerto. Alzheimer. Nadie como él nos ha mostrado que la libertad reclama definir, deantemano, unas reglas de juego. Claras y precisas. Para hacerlas saltar por los aires, si esnecesario.

«Benvinguts a Barcelona», se lee desde la autopista. Son unas letras gigantes, blancas,clavadas en un muro que brota, con aires de civilización, desde el Barranco. Parecen emular elfamoso letrero de Hollywood. También nosotros tendremos nuestras colinas.

El Barranco, donde instalamos la Guarida, es un terraplén situado bajo la curva que une lascalles Agudes y Costabona. Les pusieron a estas serpientes de cemento, que recorren el barriocomo si fuese un dibujo de Escher, nombres de montañas bucólicas. Rasos de Peguera, Vallcivera,Perafita. El paisaje falseando la unión entre significante y significado. Dicen que así comienzanlos simulacros.

Se podía llegar de Ciutat Meridiana a Vallbona por el Barranco. Para ir al colegio teníamosque saltar las vías del tren. El niño que éramos sorteaba las jeringuillas usadas con saltos rítmicosy espontáneos. Una telaraña inmensa de carreteras y autopistas ejercía de férrea frontera. Oíamoslos coches justo por encima de nuestra cabeza. Relinchaban como alimañas que huyen del peligro.El olor de la rueda quemada, así, era nuestra magdalena de Proust. Un rostro de la mañana.

Han pasado veinticinco años. Han colocado escaleras mecánicas. Algún ascensor. Pero elbarrio no ha cambiado demasiado. Meri, la Meri. El barrio tiene nombre de mujer. Es un valle dehormigón, inventado de la nada en los años sesenta, que dibuja un boquete perdido bajo la sierrade Collserola. Somos desde el principio un mordisco de esa ciudad a la que os damos labienvenida. Planearon aquí un gran cementerio. El terreno resultó demasiado húmedo. Y ya podéisver, prefirieron apostar por la vida. Dicen que se aguanta mejor la intemperie cuando se respira.

El Barranco no suponía la única frontera. Esto es un show de Truman sin cámaras. Torre Baróofrece, en nuestro skyline particular, la silueta de un supuesto castillo. Al otro lado, Can Cuyás (alque nosotros conoceremos siempre como Santa Elvira) completa el abrazo, el confín. Hoy, sushabitantes también tienen su cartel anunciándose al mundo, frente a esas C-58, C-17 y C-33,carreteras con nombres de vitaminas, que hilvanan nuestros ríos de alquitrán. Su cartel, el de CanCuyás, lo forma la tipografía de un Mercadona colosal, que emerge como una potente eindestructible ágora de la periferia. Una flor ciclópea y carnívora.

Estamos a un cuarto de hora en tren del centro de Barcelona, pero ni somos parte de ningunacapital ni nadie pregunta por nosotros. Ese «Benvinguts a Barcelona» es una suerte de reverso del«Ceci n’est pas une pipe» de Magritte, una traición de las imágenes para el conductor cansado. Aesas letras les falta siempre un verbo de futuro, un seréis bienvenidos. Aún no. Falta poco. Apenas

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unos kilómetros. Somos, pues, un preámbulo, un prólogo, la previa. Un barrio que más queperiferia es cuneta. Rascacielos encargados, únicamente, de rascar lo que queda en los márgenes.

Los vecinos, hastiados de ser el barrio que acumula más desahucios de España, colgaron en elBarranco una pancarta, tapando el nombre de Barcelona, para aprovechar la cordialidad del«Benvinguts a…» y, justo después, añadir «Ciudad Desahucio». Somos una maqueta de metrópolisdesalojada en la que se ha pasado, en menos de una década, de los cuarenta mil a los diez milhabitantes. Cada semana, con la puntualidad del francotirador, una comitiva judicial aparece, juntoa la policía, para sacar de su casa a alguna familia sin recursos. «Benvinguts a CiudadDesahucio».

Aquí hemos vuelto ahora, justo encima del Barranco, para reunir de nuevo a los miembros deaquella sociedad primitiva y discreta. Esquina Agudes con Costabona. Veinticinco años después.

Las venas abiertas de este arrecife eran recorridas por el Chupa, un pequeño autobús quealguien bautizó con ese nombre porque su billete valía lo que costaba un chupa-chups. Si noendulzaba el trayecto, como mínimo permitía a los más viejos cargar las bolsas sin que la comprasemanal se convirtiera en una expedición, sin oxígeno ni sherpas, en este Himalaya de orografíaespeculativa.

Y sin embargo. Y sin embargo la verde infancia, las grutas de la salvaje memoria. Los juegosde lenguaje. Nos diría mucho después Wittgenstein que el lenguaje necesita unas reglascompartidas. El lenguaje pertenece a una colectividad y nunca a un individuo aislado. ¿No nosestaba intentando mostrar eso Gabriel? ¿Qué era, más allá de la aventura adolescente, lo queestábamos inaugurando en la Guarida?

No existe, añadirá Wittgenstein, un lenguaje privado. Pero sí íntimo, constituido siempre poruna serie de reglas que se engarzan y se envuelven entre ellas. Igual que las autopistas, que sonnuestros muros de cristal. Cada carretera es una frase en busca de su circunvalación. Una cláusulaque ruega convertirse en metáfora. Para salir de su esqueleto. ¿Cómo construir trincheras junto auna comunidad sin ser absorbidos por el músculo de la masa? ¿Qué máscaras encierra la carcasade una idea?

No lejos de aquí estaba la papelería Revilux. Hace tiempo que tiene la persiana bajada. Ahoraes una suerte de iglesia regentada, a ratos, por un pastor dominicano que atiende los martes,viernes y domingo, y que se hace llamar Rey de Reyes.

En el letrero de metacrilato, apedreado por el paso de los años, aún pueden distinguirse lasviejas letras negras. Leemos los carteles y los letreros como la auténtica novela que todos hemosolvidado. En ese local uno aprendió a descifrar la Biblioteca de los Jóvenes Castores, biblia denuestra comunidad ácrata. Y desde allí tomamos conciencia del derecho a decidir de los queelegíamos nuestras propias aventuras, entre dragones y mazmorras, y celebramos, una y otra vez,el pacto de ficción que nos proponía Mandrake el Mago.

Permanezco inmóvil frente a la puerta de la papelería, y acaricio, como un estúpido rufiánmelancólico, la persiana sucia y arrugada. Hasta que me abra el pastor cristiano, acerco el oído alpolvo y al hierro oxidado, y únicamente escucho el sonido de mis tripas, las de mi cuerpo, las demi ciudad.

Claro que hay en estas calles a medio hacer una épica de la resistencia. La naturaleza seagarra a la vida misma y la estruja. Es ése el verdadero jeroglífico. Aquellos sapos que habíanhecho de los lodazales, de su légamo castaño, un lugar en el que mostrar sus dotes para el canto.La lagartija que intentaba escapar de nuestras primeras violencias, y corría como Usain Bolt, a

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veces sin cola, a veces sin cabeza. O los pájaros enjaulados, con el trapo de cocina en forma decortina cerrada, que muchos llevaban en una versión prehistórica y aviaria de Operación Triunfo.Jilgueros, pinzones, verderones. Y pardillos, como nosotros. O aquellas ratas enormes, comoconejos grises sin chistera, que, asustadas, se escondían en las cloacas, mientras los vecinosorganizaban yincanas para capturarlas. O ese caballo negro que los gitanos guardaban en la colina,frente a la fábrica de cemento, y que a veces aparecía, como en una epifanía, en un hechizo negro yreluciente.

He venido temprano, después de tantos años, para caminar sin prisas por la patria de lainfancia. Faltan cinco horas, aún, para que aparezcan por aquí Juanito, Jaime, Fábio. Tambiénvendrán Núria y Anna, y tal vez Eva. No fue demasiado difícil localizarlos en Facebook. Noconocen el motivo de la reunión. No saben que Gabriel está muerto.

Es viernes, finales de septiembre, y queda poco más de una semana para que se celebre elreferéndum de independencia de Catalunya. Entre las banderas que ondean en los balcones hayalgunas señeras, algunas rojigualdas y algunas esteladas. Pero, sobre todo, destacan las sábanasblancas en las que se puede leer que todo está en venta.

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1. UN TECHO PARA TODOSMe llamo Jordi. Aunque mis amigos me conocen como Jorge, el Catalán. Tengo 13 años. Mipadre me ha llevado con él a comprar el diario, y el propietario de la papelería Revilux (lellamaremos el Dealer sin saber muy bien dónde hemos escuchado ese apodo por primera vez) nosexplica que Ediciones Montena ha vuelto a editar la Biblioteca de los Jóvenes Castores. Se tratade una colección de veinte libros cuyos volúmenes se publican cada quince días. Acaba decomenzar el curso de 1991 y llevo puesta mi bufanda roja. Ensayo millones de maneras distintasde colocármela hasta que todos crean que es un foulard. Pronto este lugar y esos libros conformanun encuentro sagrado para todos nosotros.

Revilux es una modesta papelería de barrio, pero constituye nuestra puerta abierta al mundo.Venden revistas especializadas para los heavies que han comenzado a inundar la zona. Haygolosinas, peonzas, cromos y canicas. Las canicas son ojos de gato. Y buscamos por el barrio alos felinos a los que han dejado tuertos, según nuestras hipótesis maquiavélicas, para hacer elmolde de nuestros bolinches.

La papelería está situada en una especie de galería en la que han colocado, como si fuerannichos, algunos comercios con balcones. En el piso de abajo hay una zapatería. Allí comienzatambién la segregación más o menos voluntaria. Los heavies compran en esa zapatería lasindestructibles J’hayber. Les dará autoridad y sentido de pertenencia. Algunos preferirán lasParedes. Los que reivindiquen otra tribu urbana ahorrarán para unas botas Termans, relucientes,amenazadoras. Nosotros, aún demasiado jóvenes para tomar ese tipo de decisiones que implicancierto presupuesto, iremos la mayor parte del tiempo con unas zapatillas de tela, que proclaman enel talón de Aquiles nuestra humilde Victoria.

Las portadas de los diarios no paran de hablar de los preparativos para las Olimpiadas quellegarán el próximo verano, así como de las obras que mejorarán la ciudad (y de las que no hay nirastro en el barrio).

El Dealer es un tipo hábil, capaz de vender su alma a Satanás. Convence a mi padre de lasventajas pedagógicas de comprar, cada quince días, la Biblioteca. Mi padre accede, por lapedagogía, pero sobre todo porque le sirve para burlarse de mí, ya que los protagonistas de lashistorias se llaman Jorgito, Jaimito y Juanito. Como yo y mis amigos.

A ellos los convoco para leer, juntos, el primer número. Juanito es el único que en realidadsiempre ha sido conocido, incluso hoy, por su diminutivo. Pero también le llamábamos, pormotivos obvios, el Rubio. Tiene catorce años y vive en el bloque de al lado. En el barrio cadabloque compone una comunidad, con leyes propias, con rumores propios, con dinámicasintraducibles para los demás. Yo vivo en el bloque A, por ejemplo, y el Rubio en el B. Hay

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múltiples guerras civiles, de tirachinas y globos de agua, entre el A y el B, que, a su vez, consigueque el bloque C se convierta en su eterno aliado.

Somos hijos del baby boom y la música del barrio es la música de un patio de recreo. Por esoahora, hoy, veinticinco años después, este silencio es tan sobrecogedor.

Jaime, el Cabrero, también es algo mayor. Vive en Vallbona, lo he conocido en el colegio, y sepasa las tardes con nosotros. Es de una fidelidad indestructible, y posee todos los conocimientosde la vida rural que necesitamos en nuestra particular empresa. A veces, desde la curva que uneAgudes y Costabona, vemos cómo su padre pastura en un rincón olvidado de la ciudad.

También se une al grupo, aunque no con tanta constancia, Fábio, el Gitano, un portugués queduerme con su familia en una caravana. Fábio aparece siempre sin avisar, con su acordeón rojo,de circo ambulante, y con un escepticismo que nos evita más de un problema.

Así, el Catalán, el Rubio, el Cabrero, y a veces el Gitano, acudimos cada quince días a laRevilux para alimentar un ritual, y leer, entre líneas, las instrucciones que creemos que habitan enesos libros aparentemente infantiles. Somos la agencia de detectives Scooby Doo, y nuestraMáquina del Misterio consiste en desenmascarar a las bandas criminales del barrio. Parece unjuego. Y lo será durante un tiempo.

La Biblioteca de los Jóvenes Castores está protagonizada por los tres sobrinos del PatoDonald y, por eso, mediante sus moralinas encubiertas, la mentalidad Disney intenta conformarnuestra visión del mundo. Pero nosotros somos, ya, niños salvajes, más cercanos a la tribu de losnáufragos de El señor de las moscas que a una promesa cándida de ascensión social, y, sin máscultura que la que te ofrece un barranco y unos colegas de aventuras, interpretamos nuestra lecturadesde nuestro universo indomesticado. Desde muy pequeños hemos visto tatuada la frustración enla cara de nuestros padres, que viven entre la fábrica y el barrio, entre el médico y el mercado, ycualquier relato edulcorado lo convertimos en comunidad y riesgo. La literatura, ya entonces, o espeligro o no es nada.

Al principio, Jaime, el Cabrero, se muestra reticente a la Biblioteca de los Jóvenes Castoresporque odia a muerte a los boy scouts que traen en excursión al barrio, peinados comomonaguillos, desde las zonas altas.

A esos niños, de Les Corts o el Eixample, que aparecían de vez en cuando en la plaza Roja, ypara los que éramos como un zoológico urbano de fin de semana, les tirábamos piedras desdenuestras trincheras, hasta que las entidades que organizaban las actividades extraescolaresdecidían que hay mejores lugares para aprender a hacer una hoguera.

—Nosotros somos más de los yonquis que de los yanquis —bromeaba con el Cabrero,buscando siempre la verdad oculta en el tuétano de las palabras.

Uno esboza un paisaje mientras lee. Por eso no sorprende tanto que el primer artículo delprimer número, como si se tratara de un oráculo de lo que ha sido después Ciudad Desahucio, setitule «Un techo para todos». «No tenemos la pretensión de ayudaros a resolver el problema de losalquileres», comienza. Y, a continuación, nos muestra cómo construir una cabaña.

Nuestra cabaña, que levantamos gracias a las instrucciones de la Biblioteca, y a lashabilidades de Fábio para hacer todo tipo de nudos, se llama la Guarida, y como hemos dichoantes, estará ubicada en el terraplén situado debajo del actual letrero de «Benvinguts aBarcelona». En ese momento allí, aún, no han escrito nada.

Todos los miembros hemos tenido que aportar algo a nuestra madriguera. Yo he llevado misprismáticos amarillos. Fábio (quién sabe de dónde lo habrá sacado) ha traído un viejo sofá de

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escay. Jaime, el Cabrero, ha cortado las cañas (el Barranco está lleno) para el techo. Juanito, elRubio, nos ha sorprendido con su colección de fotocopias pornográficas de la serie «DragonBall», en las que el personaje de Bulma se comporta como una maravillosa contorsionista sexual,un material que le suministra, como si fuera de estraperlo, el Dealer de la Revilux. No se puedehacer una cabaña sin cañas, porno impreso y un sofá recuperado de la basura.

Con los prismáticos amarillos vigilamos la colina de Montcada, que poco a poco es devorada,dentellada a dentellada, por la cementera Asland. Cuánta hambre. Y oteamos los trenes que vanhacia Manresa, y que estamos a punto de hacer descarrilar cuando ponemos en las vías monedasde veinticinco pesetas para comprobar el peso de la velocidad. Y la gasolinera, junto al polígono,o el túnel más terrorífico del mundo (oscuro y lleno de drogadictos inyectándose heroína), quetambién une Ciutat Meridiana con Vallbona, y que nos negamos a cruzar porque nos parece másseguro saltar vías, carreteras y despeñaderos que meternos en ese paso recubierto de uralita.

—La heroína tiene siempre nombre de protagonista —les digo a mis cómplices, paradesdramatizar nuestra cotidianidad, aunque no siempre me rían las gracias.

«Renace una gran idea» es el título del texto que cierra el primer libro de la Biblioteca, ynarra cómo el barón Pierre de Coubertin, gracias a su obstinación, consigue revivir lasOlimpiadas e inaugura en Atenas, el 4 de abril de 1896, los Juegos de la era moderna. Unatradición que pronto llegará a Barcelona, y que abre todos los telediarios, pero que nosotrosvivimos como algo muy lejano, inalcanzable. Leemos cómo en la Antigüedad, durante los días decompetición, existía una tregua que imponía un armisticio a todos los ejércitos. Nuestra guerra, sinembargo, está en otra parte.

El primer número de la Biblioteca, de 125 páginas, también nos enseña a obtener agua, queusamos en un barrio que nació casi sin tuberías ni desagües, pese a estar atravesado poracueductos que creemos romanos, pero que fueron construidos en el siglo XIX para traer(¡precisamente!) agua del Vallés a Barcelona. También hay en ese primer volumen instruccionespara hacer máscaras bélicas, construir un cinematógrafo, improvisar una mochila de emergencia,conocer el código Morse o el lenguaje secreto de los Dada Urka, así como para saber más sobreel astrolabio o el misterioso calendario azteca.

Todos esos trucos, más o menos adaptados a nuestras necesidades, son los que ponemos enpráctica cada tarde, hasta que nuestra agencia de detectives se autoimponga una primera misión.

Parece un juego. Y lo será durante un tiempo.

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2. A CADA CUAL… SU FUEGODurante esos primeros quince días estuvimos avituallando la Guarida. Sabíamos que una cabañaasí podía ser descubierta por los mayores o por los yonquis de la zona, y todos nuestros esfuerzosse centraron en ocultarla a los extraños. Movimos una gran roca, volvimos a cubrirla de cañas, yFábio, acostumbrado a ir siempre con la casa a cuestas, como una tortuga nómada y gitana, ingeniótodo un sistema de paredes y puertas realizadas con somieres reutilizados. Yo robé un candado enel colegio, e inauguramos nuestro primer hogar en el que veinticinco años después se conocerácomo Ciudad Desahucio.

No era tan raro encontrar ese tipo de construcciones precarias. La mayoría de la inmigraciónera, entonces, andaluza o extremeña. Los viejos, que se habían visto obligados a abandonar suspueblos para seguir los pasos de sus hijos, sentían nostalgia de la vida en el campo. Por esocruzaban el barrio, y en la colina instalaban sus huertos. Aún hoy se pueden ver algunos. La gentede fuera del barrio, que sólo pasaba por allí con el coche cuando iba al cementerio de Collserola,creía que se trataba de barraquismo. En realidad nadie vivía en la colina. Algunos de los que allíplantaban tomates, pepinos y limones habían llegado a hacerse paredes de obra, y, como nosotros,utilizaban los somieres que encontraban tirados junto a los contenedores de los trastos viejos. Eljueves era el día que los vecinos bajaban los muebles que ya no utilizaban, y se formaban colas,desde las ocho de la tarde, en riguroso orden de llegada, para comprobar qué tesoros deparaba lasemana.

En la adolescencia las etapas se queman a una velocidad de vértigo. Pero eso ya lo sabéis.Hubiera sido aburrido quedarnos, simplemente, en la Guarida. Espiando desde mis prismáticosamarillos a los transeúntes, la mayoría de ellos auténticos zombis en busca de sus dosis, ointuyendo en esas fotocopias de Juanito que el cuerpo de una mujer podía ser como el de Bulma,nuestra diosa infantil de cabellos turquesas. Por eso decidimos ir en grupo a la Revilux a por elsegundo número de la Biblioteca. Ya nos habíamos constituido como la agencia de detectivesScooby Doo.

—¿Venís a buscar el material? Casi os quedáis sin…El Dealer no sabía que le llamábamos así, pero se comportaba como un auténtico minorista de

todo tipo de ilegalidades. Le gustaba utilizar términos relacionados con la droga, como sirealmente fuera un camello de revistas, fascículos y álbumes de cromos. Yo, como siempre hacíacuando acudíamos a la papelería, llevaba mi bufanda roja, a la que había dado dos o tres vueltas,y cuyo extremo descansaba sobre el hombro izquierdo. Sabía que mis compañeros se reían de miprematuro y vulnerable dandismo, al igual que de mis forzados juegos de palabras, pero alguiendebía darle un poco de solemnidad a la cosa.

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Abrimos rápidamente el libro, y en el primer capítulo encontramos instrucciones para hacerfuego al aire libre. Por muy Disney que fuera la Biblioteca, la verdad es que se saltaba todo lopolíticamente correcto. Nada que ver con los mensajes burocratizados dirigidos hoy a domesticarlas mentes infantiles. Había allí cinco ilustraciones diferentes, en las que se mostraba que no es lomismo hacer un puchero, calentar una sartén, preparar café, hervir agua en la cazuela osencillamente crear una fogata.

No teníamos ni cafetera ni sartén, y la fogata podía ser un buen comienzo.Ese día no apareció Fábio, en tal caso habría desarticulado la misión en un periquete, ya que

él y sus hermanos hacían fuego cada noche frente a la caravana para calentar lo que su madrehubiera conseguido durante la jornada. No tenía nada de desafío para él. Todo lo contrario.

Nosotros queríamos hacer nuestro fuego en la Font Maragall (ahora la llaman Font Muguera,nos roban los nombres para que no se nos olvide que ni eso tenemos en propiedad), a veinteminutos caminando desde la Guarida. Teníamos que atravesar el campo de fútbol, pasar pordebajo de uno de los acueductos y adentrarnos en lo que se nos antojaba un bosque frondoso. Hoyes un merendero con mesas y bancos de madera, pero por entonces sólo estaba la fuente, un chorrode agua sin fuerza. Y la leyenda.

Scooby Doo no podía dejar de abordar los mitos del barrio. Y la cueva de la Font Maragallera uno de los más importantes. La verdad es que todos estábamos aterrorizados por lo quehabíamos escuchado, pero la comunidad consiste en eso, en dejarse llevar por la ilusión de que engrupo tenemos menos miedo.

Se decía que había una gruta secreta, escavada durante la Segunda República para cruzar, sinser vistos, hacia el otro lado de la sierra de Collserola. Muchos afirmaban que allí habíanquedado atrapados muchos soldados, incluso algunos niños, y que aún era posible atravesar lamontaña, si bien antes tenías que esquivar cráneos y fémures. Indiana Jones en nuestro barrio.Alguien nos explicó que se habían encontrado espadas, todavía en buen estado de conservación. Ydebíamos comprobarlo.

El camino está lleno de pinos y robles, típicos de la zona, y de un sinfín de arbustos, algunosde ellos adornados, como si fueran árboles de navidad apocalípticos, con latas de cerveza quecuelgan de sus ramas. Todo el barrio, y también ese cobijo mitificado, es un no-lugar que pareceescupirle en la cara a la idea de progreso. Antes y ahora. Cuando éramos ciudad dormitorio ycuando somos ciudad desahuciada.

Encontramos la entrada de lo que muchos aseguraban que era un conducto. Parecía unapequeña cueva. Estaba tapiada. Esos ladrillos colocados a desgana (otra vez la imagen del nichofrente a nosotros: la muerte está obsesionada con la periferia) fueron un jarro de agua fría vertidosobre nuestra épica. Si alguna vez había existido allí espadas o huesos, o alguna huellarepublicana, jamás lo llegaríamos a saber.

Al fondo vimos aparcada una furgoneta, del servicio de limpieza municipal. No había nadie.Para quitarnos de encima la sensación de haber hecho el viaje en vano, juntamos unos troncos,pusimos tres o cuatro piedras en el centro, y encendimos una diminuta y ridícula hoguera.

Alrededor de ese pobre fuego volvimos a abrir nuestro segundo ejemplar de la Biblioteca.Tenía que animar al Rubio y al Cabrero como fuese. Leíamos en voz alta un apartado dedicado ala niebla (recuerdo perfectamente que la describía «como leche que rebosa de esa taza que es elinfinito que nos rodea») y, por arte de magia, como si alguien estuviera echándonos el humo de ungigantesco cigarro a la cara, una espesa y carnosa calima empezó a rodearnos. Al principio los

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tres escupimos una risa nerviosa, pero pronto nos dimos cuenta de que tal vez no sería tan sencillosalir de allí.

Avivamos el fuego para, al menos, vernos entre nosotros. La bruma hacía un ruido rarísimo,como un oso que suspira, y decidimos quedarnos quietos hasta que se dispersara (en realidadestábamos paralizados, no hubiéramos podido movernos de ningún modo). Abrí el libro y fuileyendo capítulos. En uno de los primeros, los Jóvenes Castores nos advertían del peligro decaminar por el bosque sin mirar por dónde se pisaba. «Nunca tenéis que tantear con las manos ocon los pies. Al acecho puede haber animales a los que no les gustan nada las instrucciones»,decía.

El Rubio y el Cabrero, más asustados de lo que suponía, me recriminaron el fragmento que, sindarme cuenta, había escogido.

Juanito me arrancó el libro de las manos y lo abrió por la página 28. Allí había una especie demanual para convertir un saúco en una escopeta, enrollándolo con cinta aislante. «Comoproyectiles podréis usar tapones de corcho pequeños. Introducidlos, untados de jabón o vaselina,y empujad el pistón en el tubo de saúco…». Juanito, sin compartirlo en voz alta, decidió que nosaldría a otra misión sin ir armado. Desde entonces, se le solía ver con una estúpida escopeta desaúco por todas partes.

El fuego perdía fuerza y la niebla no menguaba. Tal vez pasaron treinta minutos, cuarenta. Nomuchos más. Era evidente que no nos podíamos ir, no se veía absolutamente nada. Nunca noshabíamos encontrado con una bruma tan densa y persistente. Entonces recuperé el libro y comencéa leer un artículo dedicado a juegos de gimnasia mental.

Proponía diferentes ejercicios. Uno de ellos consistía en hacer preguntas rápidamente,mientras el otro jugador no podía contestar con un simple sí o no. Aprendimos, así, a rechazar losbinarismos que clausuran en vez de emancipar.

Otro de los juegos se llamaba Una de cuatro, y los participantes debían cambiar una sola letrade la palabra con la que iniciaban la competición (nudo, nido, nado, dado…). También leímos lasinstrucciones de uso de El examen (por categorías, con la B, actores, capitales, naciones,animales, flores: Brando, Budapest, Bengala, Buey, Begonia), o de La cadena (buscando cadavez una palabra que comenzara con la sílaba de la anterior, y así sucesivamente: Polo, logaritmo,moda, dado).

Decidimos, finalmente, que hasta que se fuera la niebla jugaríamos a Los alargamientos.Después de echarlo a suertes con una moneda (siempre llevaba una de 25 pesetas, por si nos dabapor descarrilar un tren), le tocó empezar al Cabrero, sin duda el menos hábil con las palabras.

—Yo he visto un gato.—Yo he visto a la dueña del gato —dijo rápidamente el Rubio, consciente de que el juego

consistía en añadir componentes a la frase sin renunciar al sentido original.—Yo he visto a la señorita Bulma, la dueña del gato —amplié, invitando al Cabrero a seguir.—Yo he visto a la señorita Bulma, la joven dueña del gato.—Yo he visto desnuda a la señorita Bulma, la joven dueña del gato.—Yo he visto desnuda a la señorita Bulma, la joven y azul dueña del gato.—¿Qué coño hacéis prendiendo fuego aquí? —nos interrumpió una voz ronca desde detrás de

la Font Maragall.Nos giramos y vimos a ese hombre de cincuenta y larguísimos años, con una perilla que le

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colgaba como a los animales del padre de Jaime, y vestido con un chaleco negro sobre una camisade cuello Mao. Llevaba una navaja en una mano, y un ramo de hierbajos en la otra. Pero no nosdaba ningún miedo.

Gabriel había surgido entre la niebla, haciéndola desaparecer, como un arcángel deextrarradio.

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3. ALPINISMO AMANUENSENo nos habíamos dado cuenta de que detrás de Gabriel había un majestuoso pastor alemán. Lollamaba Bakunin, y, aunque era joven y fuerte, nos miraba más con curiosidad y ganas de jugarque con ningún tipo de autoridad canina. Gabriel nos obligó a apagar el fuego, y nos mostró cómosalir de allí. Conocía un camino alternativo, entre matorrales y agujas usadas. En menos de diezminutos, pasamos por debajo del acueducto que aún hoy funciona como la puerta de entrada aCiutat Meridiana desde la montaña.

Le dimos las gracias por la ayuda y, en señal de agradecimiento, lo invitamos a la Guarida.Gabriel era un tipo generoso pero acérrimo, que, según nos contó mucho después, había

participado en los secuestros de autobuses con los que los vecinos obligaron al Ayuntamiento aponer dos líneas que conectaran el barrio con el centro de la ciudad. Con la ayuda del conductor,desviaron un vehículo de su ruta habitual, en el paseo Valldaura, hasta meterlo por las imposiblescallejuelas de barro de Torre Baró. Allí los vecinos los esperaban con rastrillos, hoces y azadas,con los que iban apartando matorrales, e inventándose un itinerario sobre la marcha. Dibujaron,así, un plano que contradecía a los técnicos del consistorio, quienes aseguraban que por allí eraimposible circular. Hoy el autobús del barrio hace exactamente ese recorrido. Como si fuese unacicatriz que necesita que la volvamos a interpretar.

El Vital o el Bravo, le llamaban en aquella época. Siempre llevaba ese chaleco negro, y lanavaja con su empuñadura de madera, que usaba para cortar la fruta que comía a todas horas o,simplemente, para abrirse camino entre los zarzales. Nunca nos explicó cómo había conseguidoprejubilarse antes de cumplir los sesenta, aunque sabíamos que había trabajado en la cadena demontaje de la SEAT.

SEAT era un nombre que resonaba en todos nosotros. Un significante vacío que cada unollenaba con referentes más o menos cercanos. La mayoría de los obreros del barrio trabajabanallí, y yo tenía una gorra con sus letras grabadas en la parte frontal. No sé quién me la había dado,si un vecino o alguien del colegio.

Gabriel recordaba aquellos años como un tiempo de asambleas, huelgas y porrazos. Tambiénde frustraciones colectivas.

Ver pasar un SEAT por el barrio era como ver pasar un animal nuestro, de la Meri, yjugábamos a adivinar quién había montado el motor, la puerta o el maletero. Si había sido alguiendel bloque C, del bloque B o del A. Esas eran nuestras únicas Olimpiadas.

Gabriel volvió muchas veces a la Guarida, y nos habló de la importancia de constituir unacomunidad entre iguales, pero también de los riesgos, siempre presentes, del autoritarismo. Suaparición fue clave porque nos ayudó a cuestionarlo todo, ya fuera a los adultos o nuestra propia

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forma de llevar la agencia Scooby Doo. Lo hacía sin contemplaciones, pero con respeto.Heterodoxo frente a cualquier tradición, era un auténtico bicho raro para el resto de habitantes dela Meri. Vivía cerca del campo de fútbol, pero paseaba una y otra vez con Bakunin, de arribaabajo. Aunque la gente lo saludaba, no parecía tener demasiados amigos. No frecuentaba losbares, y nadie recordaba cómo había llegado al barrio, si había estado casado o tenía hijos. Cadavez que intentábamos saber un poco más de su vida, él se salía por la tangente con disertacionessobre el apoyo mutuo, o nos pedía que nunca olvidáramos que las ideas de igualdad y libertadpertenecen a un triángulo oculto, cuyo principal vértice es la fraternidad. También nos leía poemasde autores que no aparecían en los libros de texto (Byron, Cravan, René Char) y, de repente,después de estar mucho rato sentado en silencio en nuestro sofá, soltaba frases que nos perseguíandurante semanas.

—¿Cuál es tu objetivo? Mostrarle a la mosca la salida de la botella cazamoscas —dijo en unade sus primeras visitas a la Guarida.

Cómo íbamos a saber que citaba a Wittgenstein. Estuvimos semanas debatiendo sobre elsignificado de la indescifrable frase. Seguramente hoy, cuando de aquí a un rato nos reunamos denuevo todos, seguiremos haciéndolo.

Bakunin siempre se situaba a su lado izquierdo, como si fuera una figura de porcelana, y lomiraba con orgullo y admiración. Gabriel decía hola y adiós de la misma manera, «Salud,compañeros», y a lo lejos nos hacía un gesto extraño cuando aparecía y desaparecía, alzando losbrazos y juntando sus manos por encima de la cabeza.

Poco después de conocer a Gabriel fuimos de nuevo en grupo a la Revilux. El Dealer nos teníapreparado el tercer volumen de la Biblioteca.

Normalmente mi padre había pasado antes a comprar el diario y había dejado pagado elfascículo. En caso contrario, el Rubio y el Cabrero reunían algunas monedas y ponían lo quefaltaba. No nos atrevimos nunca a pedirle nada a Fábio. Incluso entre los pobres hay quien estodavía más pobre. Y el silencio, ahí, lo dice todo.

El Dealer, tras asegurarse de que no hubiera ningún adulto cerca, le pasaba de extranjis aJuanito, previo pago, una nueva fotocopia de Bulma y sus gimnasias. Si entraba alguien en lapapelería, yo movía como un poseso mi bufanda roja convertida, ya, en mi inseparable foulard,sumando mi señal de alarma al sonido que hacía la puerta al golpear una especie de cascabel quecolgaba del techo.

Los libros los guardaba yo, en casa. Sus lomos yuxtapuestos, colocados en la estantería, ibandibujando poco a poco una escena propia de los Jóvenes Castores. También ahí, aunque de unaforma muy precaria, aprendimos a fijarnos en lo que anuncia el paratexto. Si el lomo de nuestrobarrio ahora anuncia Barcelona, sin acabar de serlo, nuestra colección escondía en los suyos unailustración que se desvelaría, únicamente, cuando tuviéramos reunidas todas las piezas.

Aún no habíamos inaugurado octubre, pero la portada de aquel tercer número, siempre conilustraciones de Francisco Capdevila, nos mostraba a Jorgito, Juanito y Jaimito esquiando con susbufandas de rayas de colores. Las llevaban colocadas con un nudo trasero, y con los flecos al aire.Sabíamos que esquiar era algo que se hacía en invierno porque lo veíamos cada primero de añoen la televisión, pero nos sonaba lejano, exótico. Ninguno de nosotros, ni nadie de entre nuestrosamigos o familiares, había pisado nunca una pista de esquí.

Dentro de ese volumen, el tercero de la Biblioteca, encontramos algunas claves útiles paracomunicarnos secretamente. De hecho aprendimos en esas líneas cómo Ciro Menotti, un italiano

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que había luchado por la unidad de su país en el siglo XIX, evitaba la censura en sus cartas. Eraalgo tan simple pero tan efectivo como traducir unas letras del alfabeto por otras. La A seconvertirá en O, la B en P, la E en I, y la T en D.

También se explicaban en ese número otros trucos ciertamente más rudimentarios, como laforma de escribir nuestras cartas con un ajo a modo de tinta china, sabiendo que sólo podrían serleídas si acercábamos el papel a una bombilla. Mi madre no entendía por qué tantas veces lepedía un ajo, y afirmaba con sorna que, si me lo comía crudo, tendría muy buena sangre, pero quejamás de los jamases besaría a una chica.

Lo cierto es que esas estratagemas que utilizábamos en nuestros cuadernos, donde básicamenteanotábamos movimientos sospechosos, nos sirvieron, y mucho, tiempo después. Nuestros padres,cuando se dieron cuenta de que habíamos espiado a medio barrio, ni siquiera imaginaron hasta quépunto nos habíamos adentrado en las entrañas de aquel universo aparentemente inofensivo.

Gabriel nos observaba con curiosidad (más que sus discípulos éramos sus cómplices) y noshablaba de los diferentes usos del lenguaje en las distintas formas de vida. Nosotros, porsupuesto, podíamos hablar del esquí, pero no de la misma manera en que lo hacían aquellos queiban a pasar el fin de semana a Baqueira Beret. Nuestra venganza, para sortear nuestra propiaignorancia, era expropiar sus palabras y hacerlas nuestras. Secuestrábamos su vocabulario comoGabriel secuestraba los autobuses que no querían entrar en la Meri.

Para bajar el Barranco y aparecer en Vallbona, movíamos los pies de un lado a otro, frenandoe impulsándonos por el terraplén. Después, cuando habíamos llegado a nuestro destino, cada unoargumentaba si era mejor descender con un eslalon, un paralelo (nos fascinaba la idea de quehubiese un barrio en Barcelona con nombre de modalidad de esquí) o un Súper-G. Erandiscusiones interminables y en las que, sin saberlo, estábamos proclamando un estilo propio. Y elestilo, si no se queda en la mera reproducción, es el primer gesto de la desobediencia.

Fábio nos mostró otra forma de alpinismo, el paisaje de otro idioma: las montañas que habitannuestras propias manos. Se inventó una leyenda gitana sobre las formas del pulgar. Cada raya,también, parecía la huella de un eslalon. La verdad es que se había limitado a leer aquel tercernúmero de la Biblioteca, en el que, luego, descubrimos una suerte de quiromancia amanuense,nombre que le habían puesto los Jóvenes Castores en homenaje a los monjes que copiaban losviejos manuscritos. Entre otras tesis, afirmaban que bajo el meñique está el monte de la Luna, yque su forma revela el sentimiento artístico de cada individuo.

—Si un león pudiera hablar, no lo podríamos comprender —nos interrumpió Gabriel,acariciándose la perilla.

Bakunin, mientras, movía con ímpetu su larga cola. Demostrando, sin decir nada, que ellenguaje no verbal también importa.

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4. NIEVE, DULCE NIEVENo hay guerra posible si uno no es capaz de inventarse un enemigo. Una épica y una retórica delenemigo.

Gabriel nos había hablado de El desierto de los tártaros, la novela en la que Dino Buzzatinarra la historia del teniente Drogo, quien se pasa la vida en una fortaleza, esperando, sin éxito,que aparezcan los enemigos para poder declarar la guerra y alcanzar la victoria. Hasta la victoria,siempre. Pero no llega ni un alma. Es, como nuestro barrio, una frontera muerta en la que nadie hapensado, ni para ganar batallas ni mucho menos para perderlas.

Convoqué una reunión de urgencia con el grupo. También vino Fábio. Les expliqué que desdemi habitación llevaba días espiando a los miembros del Bar Sport, situado justo enfrente delbloque en el que vivía. Allí pasaba algo raro. Los había observado con mis prismáticos, habíaanotado algunas cosas sospechosas (ahora parecen ridículas: susurros al camarero, que unparroquiano saliera siempre justo cuando entraba otro, etcétera), y quería compartirlas con losmiembros de la agencia. El Rubio también había notado algo extraño en esa gente (recordemosque él vivía en el bloque B y, por lo tanto, también tenía el bar enfrente). Para nosotros todosaquellos clientes eran uno sólo, como si conformaran un coro griego, así que decidimosbautizarlos con un nombre conjunto, la Banda.

Con un enemigo detectado, y claramente localizado, nuestras misiones tomarían sentido. Nopodíamos convertirnos en un Drogo de barrio, que, además de tener nombre de perro, habíasacrificado toda su vida esperando a unos bárbaros que nunca llegaban. Se había acabado el ir deexcursión a la montaña. El Cabrero nos amenazaba con dejar el grupo e irse a pasturar con supadre si acabábamos haciendo de boy scouts.

Pero ¿por dónde empezar?La Banda del Bar Sport podía dedicarse a cualquier cosa pero, a principios de los años

noventa, en ese rincón de la urbe, lo más probable es que traficara con droga. Nos estábamosmetiendo, con toda nuestra ingenuidad, en un buen lío.

Era mejor no contarle los detalles de nuestro proyecto a Gabriel. Al menos, de momento.No tardaríamos demasiado en acercarnos al bar para hacer las primeras escuchas. Mucho

después, cuando de la adolescencia no quedaba ni una estela, viendo «The Wire», me entretendríacreando paralelismos entre cada uno de nosotros y los personajes de la serie. ¿Cómo hubiesensobrevivido los detectives Jimmy McNulty, Lester Freamon y el teniente Cedric Daniels en unbarrio de las afueras de Barcelona? ¿Tendrían suficiente con mis prismáticos amarillos y unaescopeta de saúco?

No era demasiado difícil meter el oído ahí dentro. Quién iba a sospechar de unos niñatos

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jugando a fútbol frente a la puerta de un bar. Anotaríamos frases sueltas, conversacionesentrecortadas, pero estaba claro que ese lugar era un mundo, un juego de lenguaje propio, y queteníamos que comprender el contexto si queríamos descifrarlo.

Creamos una suerte de diccionario propio a partir de lo que escuchábamos en el Barranco.Incluso nos atrevimos a cruzar el temido túnel de uralita únicamente para registrar nuevasetimologías. Allí más que una jerga se había constituido un idioma. El caballo, el jaco, el potro, ladama blanca o la nieve eran sinónimos de una misma pócima mortal, consumible a través de unchino o un chute, de un fly o de un pico.

También era importante, y así lo anotamos, fijarse especialmente en si dentro del Bar Sport sepronunciaban unidades de medida. Si hablaban de gramos o de kilos sabríamos a qué sededicaban, en realidad, los miembros de la Banda.

No dejamos de acudir, religiosamente, a nuestra cita con la Revilux. El Dealer nossuministraba nuestro libro quincenal pensando que éramos cuatro frikis aburridos conaspiraciones bucólicas. Esa palabra empezaba a circular por el barrio desde que algunosempezaron a jugar a rol o a llevar camisetas de Star Wars.

Frikis, sí, tal vez, pero abocados a la acción.El cuarto número comenzaba con un texto que sugería diversas estrategias para volverse

invisible. Las utilizamos con éxito. Si éramos invisibles desde que nacimos para el resto deBarcelona, ¿no lo podríamos ser ahora en nuestro propio hábitat?

Nuestro nivel de paranoia comenzaba a ser tal (hemos dicho ya aquí que leer es constituir unpaisaje) que en el capítulo titulado Nieve, dulce nieve, en vez de un artículo sobre fenómenosmeteorológicos, llegamos a pensar que los Jóvenes Castores nos estaban sirviendo de brújula paraencontrar la prueba del delito. Literalmente, nos animaban a cavar un hoyo de ochenta centímetrosde profundidad y a escondernos hasta que aparecieran por allí los husky de turno, nombre quenosotros interpretamos como un apodo de los camellos de la Meri. Pobre Disney.

Ya en la Guarida, Fábio se puso a tocar el acordeón, una canción portuguesa, ancestral eirreconocible para nosotros, y el Rubio dibujó algo que dijo que podría ser nuestro escudo.Sospechosamente parecido, eso sí, al escudo del Barça.

—¿Para qué necesitamos un escudo? —le pregunté.—Por si algún día se nos olvida que tenemos un compromiso. Y los compromisos no se crean

sólo con palabras.

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5. LUCHA SIN CUARTELLa aparición del Amable fue el desencadenante de esta historia.

Un día entró en el Bar Sport y, en vez de minimizar esa idea de coro griego de la Banda, leacabó de dar sentido. Hizo consistente al enemigo. Su fuerte individualidad aportaba singularidadal grupo, como ese alimento que hace que un plato sea un plato, fácilmente reconocible, y no unasimple lista de ingredientes combinados. El Amable era el nudo de todos los vínculos que allí seproducían.

Era un tipo altísimo, de melena rubia y larga, rizada, una especie de Jesucristo consciente desu imponente presencia. Casi siempre llevaba la camiseta del equipo de fútbol del barrio, unmaillot amarillo con un rayo verde que lo atravesaba de izquierda a derecha. ¿Qué quinqui quequiera pasar desapercibido viste así?

Y es que el Amable quería cualquier cosa menos pasar desapercibido. Era, de alguna manera,el heredero del Vaquilla, que había nacido en el barrio y que también nos había abandonado muytemprano. El Amable se divertía robando algún coche, dando alguna vuelta por la Meri, haciendotrompos y dejándolo tirado en el descampado de Vallbona. A veces eso le costaba algunadetención, pero sabía perfectamente que era un bajo precio a pagar a cambio del mito en el que seestaba convirtiendo.

Hasta su particular forma de caminar, como si hiciese pequeñas cabriolas, constituía toda unaliturgia para que los vecinos entendieran quién mandaba ahí.

Cuando entraba en el Sport, todos se levantaban, y más de uno se le acercaba a saludar, con lamano extendida a metros de distancia, con toda la pleitesía que os podáis imaginar. Sólo he vistoalgo igual cuando Jordi Pujol llegaba a un acto y los fariseos de turno daban forma a laimprovisada ceremonia. Era exactamente la misma dramaturgia.

Le llamaban así, el Amable, porque, cuando necesitaba dinero, no dudaba en robar a algúnchaval del barrio, pero con parte de lo recaudado le pagaba un taxi para que llegara sano y salvo acasa. Esa ética quinqui acabaría, décadas después, decorando muchos museos de Barcelona. Sinduda es una estetización por parte de unos gestores culturales que, atraídos por lo quedesconocen, no entienden que incluso en los barrios con silueta de cementerio hay unas normas.¿Quién puede vivir sin que le quieran? El Amable pretendía tenernos atemorizados, por supuesto.De eso vivía. Pero también le importaba trasmitir otro tipo de respeto.

Era el que menos tiempo pasaba en el bar. Entraba, pedía un quinto y antes de habérseloacabado ya se había ido. A veces llevaba una bolsa de deporte, pero no era fácil adivinar quétransportaba. Era demasiado peligroso meter el hocico. Al repasar las notas que habíamos tomadonos dimos cuenta de que, además de ser diestro creando tótems y tabús con cada uno de sus gestos,

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también era poco hablador. No pronunciaba ninguna palabra que pudiéramos asociar con la droga,ni con otro tipo de mercancía, y casi todas sus réplicas eran monosílabos.

Pero una cosa ya estaba clara: el Amable y su banda eran nuestros antagonistas. Esos tipostenían algo entre manos y nosotros, autoproclamados adalides de la dignidad del barrio, debíamosdescubrir qué diantres pasaba en ese sucio bar de la calle Agudes.

Hoy, mientras os cuento esto, subo por las escaleras mecánicas que mueren frente al local,cerrado ahora a cal y canto, y lo fotografío como si fuera el vestigio de una civilizaciónantediluviana. Y sin embargo los arquetipos que allí encontrabas se repiten a cada segundo entantos otros bares, condenados siempre a las afueras de todo, donde el alcohol barato se vametiendo entre la piel de quienes los habitan.

—¿Por qué no sales de casa sin tu navaja? —le preguntó el Rubio a Gabriel.—¿Y por qué tú no vas desnudo por la calle? —le contestó el viejo ácrata.Gabriel sostenía que, con el paso de los años, se nos olvida que lo más difícil es tener una

vida simple. Por eso, decía, su navaja no era una navaja normal, sino la navaja de Ockham,bautizada así en honor al método filosófico de un fraile del siglo XIV. Básicamente, el franciscanodefendía que, en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable.

Gabriel adoraba estas boutades. Ni él mismo se creía muchas de las cosas que nos soltaba derepente en la Guarida (jamás hubiese renunciado a la complejidad del mundo), pero esas frasesingeniosas o provocadoras nos servían para desbloquearnos y afrontar nuestras principalesinquietudes. Llevábamos días intentado encontrar alguna pista concreta, merodeando fuera del bar,sin conseguir nada. Absolutamente nada. ¿Cómo escuchar mejor lo que se decía en el Sport? Larespuesta era sencilla. Entrando literalmente en la boca del lobo.

Nos metimos un día en que no estaba el Amable, y le explicamos al camarero que estábamosofreciendo a todos los bares del barrio una suerte de cabaret, con trucos de magia y espectáculosde pequeño formato. Fábio llevaba el acordeón. Tocó algo. La excusa era estúpida, por supuesto,pero el camarero, por lástima o por curiosidad, nos permitió probar esa misma noche. Elespectáculo era gratuito, y tan sólo se pedía a los asistentes que colaboraran con alguna moneda.

Con un trozo de terciopelo rojo improvisamos un escenario de marionetas. En el número cincode la Biblioteca de los Jóvenes Castores, que habíamos comprado esa misma semana, habíamosaprendido a fabricar un juguete llamado Lucha sin cuartel. Con dos láminas de madera, un cartóngrueso, un alambre (utilizamos clips para sujetar hojas), hilo de nailon y un alfiler montamos elfrágil artilugio. La verdad es que dio resultado, y enseguida tuvimos dos muñecos, con lasextremidades móviles, que luchaban hasta el último aliento. Yo había visto alguna vez títeres decachiporra, y apliqué a nuestra representación las historias de Punch, en las que el débil siempregolpea al opresor. El victimismo nunca falla. Con la música de Fábio y las onomatopeyas delCabrero, la cosa funcionó mejor de lo esperado.

Los parroquianos del Bar Sport estaban encantados. Algunos se burlaban de nosotros, pero lamayoría nos dieron alguna propina, e incluso nos hicieron prometer que volveríamos con nuevasfunciones. Ahí, de nuevo, la Biblioteca nos salvó la vida. En ese mismo quinto libro encontramosun truco, Transmisión del pensamiento, que simplemente se basa en adivinar la cartaseleccionada. Y otro en el que aprendimos a hacer desaparecer una moneda. Todos se lo tragaban,fascinados por esos nuevos inquilinos imberbes y teatrales.

Pero el teatro acabó demasiado pronto. Una tarde llegó el Amable y, al ver que no era elcentro de atención, dejó caer su cerveza al suelo. La botella se rompió, desperdigando el líquido y

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su espuma. Todos se giraron. Y alguien nos invitó a salir del local.

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6. A LAS FLORES QUE SE CIERRAN POR LANOCHE

La Biblioteca siempre abría con un dibujo de un pergamino en el que venía escrita unadedicatoria. El volumen sexto estaba dedicado, entre otras cosas, a «las flores que se cierran porla noche». A nosotros nos parecía que hablaba de Luis.

Primera semana de diciembre. El pequeño diccionario meteorológico que traía el librito queel Dealer nos había proporcionado con regularidad meridiana (nunca mejor dicho), nos fue bienpara describir aquellos días de cielo plomizo. La escarcha, el rocío, el granizo, el rayo o elchaparrón eran fenómenos que nosotros conocíamos bien. Pero la descripción del halo, «elaureola que se da entre nosotros y el Sol cuando hay nubes que contienen agujas de hielo ensuspensión», era una especie de augurio de lo que veríamos aquella tarde en el Barranco.

Creo que fue el Cabrero quien advirtió aquel sonido, a pocos metros de nuestra cabaña. Eracomo el berrido de un animal herido. Estábamos inmersos en una discusión, en la que habíamosinvitado a participar a Gabriel, sobre cómo seguir con Scooby Doo, ahora que el Amable noshabía visto la cara. No le habíamos caído precisamente bien. O lo dejábamos (Fábio preferíajugar a fútbol a meterse en líos, ya tenía suficientes) o intentábamos, en serio, averiguar lo que deverdad pasaba en ese bar. Entonces, el berrido.

Luis era mi vecino. El vecino del cuarto. A su padre lo había devorado pocos años atrás uncáncer de hígado. Vivía con su madre. Era un chaval tímido, educadísimo, algo repipi. Lo que teidentificaba como repipi era si llevabas la camisa por dentro o por fuera. Luis la llevaba siemprepor dentro. Tal vez tenía cuatro años más que nosotros. No lo recuerdo con exactitud. En todocaso, no más de dieciocho. Su madre, con la pedrada que supone convertirte en viuda tan joven, sehabía volcado en el muchacho. Excesivamente. Y algunos se reían de él porque se peinaba con laraya a un lado, poniéndose colonia en el pelo. Ponerse colonia en el pelo era otro síntomainequívoco de que pertenecías a la raza de los repipis.

Que algo iba mal, realmente mal, lo sabíamos desde seis meses antes, cuando su madre habíabajado desesperada a casa, picando a la puerta, y pidiendo avergonzada a mi madre (ni tan sóloeran amigas) que le dejara algo de dinero (nada, mil pesetas). Su hijo Luis se había metido enproblemas y le había robado lo poco que tenía en la cartera, además de las joyas. Hola, heroína.Eso sí que era un síntoma inequívoco.

Salimos de la Guarida, y el Rubio comenzó a mover su diafragma como si tuviera unincontrolable hipo. Todo él se esforzaba en pronunciar esa voz que vibra a distancia y, sinembargo, casi no se oye. Los demás sólo pudimos medio taparnos la cara. Y abrir la boca.

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Abrimos la boca como si fuéramos largos y negros túneles de asombro. Abrimos la boca como elpersonaje de Munch, y el paisaje empezó a temblar. La colina de enfrente era un colosal flan negrode carne trémula.

Luis estaba tirado en el terraplén, gimiendo, todo azul. El azul del cabello de nuestra Bulma, elazul que asociábamos al sexo mitificado, se convertía en el azul de un animal moribundo.

Aún llevaba la aguja clavada.Gabriel tardó en darse cuenta de lo que pasaba. Cuando lo hizo, nos apartó de un manotazo.

Nos obligó a meternos de nuevo en la cabaña. El Cabrero lloraba. Al Rubio, el más valiente, letocó ir a una cabina y llamar a la ambulancia. La moneda de 25 pesetas que siempre llevábamosencima, para colocarla en las vías antes de que pasara un tren, se convirtió, de repente, en lamoneda de Caronte. Qué precio más alto.

La manta térmica. La ambulancia en silencio. Los policías tomando nota de lo que habíamosvisto y oído. Bakunin convertido en un lobo que aúlla. La madre de Luis agarrándose a labarandilla, arrodillada, justo encima de donde hoy está el letrero de «Benvinguts a Barcelona». Elcrepúsculo de un largo día, el halo del primer invierno. Luis, la flor que se cierra por la noche.

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7. BOCA ARRIBA Y BOCA ABAJO¿Os he hablado ya de la plaza Roja?

Lo de Luis fue un espejo demasiado fidedigno. Cada vez que tomábamos consciencia de quenuestro patio de la infancia era un terreno húmedo, con calles sin asfaltar llenas de jeringasusadas, clavadas en la hierba como margaritas que crecen intuitivamente, bajábamos a la plazaRoja.

Es aún (desde aquí os hablo ahora) una plaza dura, de cemento armado, pero para nosotros eracomo ir al centro del centro de la máxima civilización. La zona norte y oeste está rodeada,también, de pisos que, en forma de ele, abrazan la explanada. Y unas majestuosas escaleras (loeran para nosotros) conectan la plaza con las viviendas.

Fábio bajaba las escaleras poco a poco, como una estrella de cine, saludando al personal.Tocaba algo con su acordeón, y yo le acompañaba, entre risas, moviendo mi bufanda roja. Jaimeel Cabrero, más tímido, nos esperaba en los porches formados por los pasillos superiores. Allí,arriba, como en un palco a la plaza, Juanito el Rubio paseaba su bicicleta BH.

Al este, a pocos pasos, aún está el mercado municipal. Nosotros no dudábamos de que nuestrolugar era el Barranco y sus inmediaciones, y estábamos orgullosos de nuestra infancia verde ysalvaje. Pero lo de Luis había asustado a mucha gente, por lo que nos prohibieron ir por allídurante un breve periodo de tiempo. Sin rechistar, para calmar los ánimos, decidimos prestarnosal simulacro de ser niños sociales y socializados.

Nos metíamos en el bar del mercado, donde servían los desayunos. Como el dueño tenía laincomprensible costumbre de tirar al suelo todas las chapas de las botellas que abría, le pedíamospermiso para recogerlas. Con ellas jugábamos luego nuestros campeonatos nacionales. Ya sabéiscómo funciona. Una tabla de madera, dos porterías hechas con clavos, y once jugadores (oncechapas) contra once. Solo se puede chutar con el dedo índice (más control) o con el corazón (máspotencia). No hay tiempo acotado. Pierde el que abandona la partida.

Las chapas más buscadas eran las de los batidos de chocolate, de la marca Puleva, porque lapieza de metal iba recubierta con una capa de corcho. Una chapa Puleva era el líbero perfecto,capaz de disparar a puerta desde largas distancias. Una chapa Puleva era nuestro Ronald Koeman.Y, aunque en la vida es más divertido y más espectacular hacer la croqueta como MichaelLaudrup, en una competición así lo que importa es ser efectivo. «Cara a barraca», decía yo, elCatalán.

Cuando nos cansábamos de jugar a las chapas, convencíamos al Rubio para que nos dejarapracticar con su BH algo que explicaban Los Jóvenes Castores en el último número de laBiblioteca.

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Según nuestros amigos de papel, la bicicleta no había cambiado de aspecto desde 1890,aunque había habido numerosos intentos de obtener un mejor rendimiento modificando la posicióndel conductor. En 1900, leíamos, el velocista Nieuport construyó una bicicleta en la que sepedaleaba boca abajo. Nosotros lo intentamos por los pasillos y los porches de la plaza Roja, conalgún que otro accidente remarcable. Fue en 1930 (aquello era una enciclopedia que nos susurrabaal oído) cuando apareció el velocar, una bicicleta, diseñada por Mochet, que funcionaba justo alcontrario, pedaleando boca arriba. Los tortazos llegaron por igual. Y el Rubio, sigilosamente,guardó su BH durante un tiempo temiendo, con razón, que acabáramos rompiéndole todas laspiezas.

Fábio, como tantas otras veces, desaparecía de repente. Nosotros sabíamos que ese acordeónno era un juguete. Lo habíamos seguido alguna vez. Se ponía debajo de la autopista, en un crucefrente a la gasolinera, y tocaba alguna canción rápida y sentimental mientras el semáforo estaba enrojo. Nunca le preguntamos, nunca nos dijo cuántas monedas era capaz de conseguir en una tarde.Lo que sí sabíamos es que el resto de su familia, sus hermanas y sus primos, hacían lo mismo perovendiendo pañuelos de papel. A él, la música le daba una cierta dignidad entre el clan. Inclusoallí, en esas duras circunstancias, se cree en eso del glamur del trabajo cualificado.

Entendimos pronto que a lo que llamaban civilización no era a bajar a la plaza Roja yabandonar el Barranco, sino a la capacidad de imponer normas y prohibiciones. Ya nos habíaadvertido Gabriel de ese tipo de cosas.

Pese al frío de diciembre, las ratas habían vuelto a campar a sus anchas por las calles delbarrio y el Ayuntamiento, además de no hacer nada para combatir la plaga, había prohibido loscampeonatos de caza mayor. Decidimos hacer unos carteles, pegarlos en cada edificio, y convocaruna nueva edición clandestina. Nadie sabía quién organizaba el nuevo campeonato (no podíamosarriesgarnos a poner nuestro nombre) pero los vecinos salieron sin pensarlo demasiado conescopetas de balines y petos fosforescentes (condición sine qua non para participar, según lasbases redactadas por nosotros mismos).

No puedo dejar de sonreír ahora, mientras subo las escaleras mecánicas de la plaza Roja,recordando aquella estampa. Decenas de personas vestidas con estridentes chalecos amarillos,mucho antes de que existiera ninguna Vía Catalana, cogiendo de las patas a las ratas malheridas,aún empapadas de sangre. Como si fueran hermosos conejos recién salidos de una imaginariachistera.

Luego, para saber quién había ganado, las pesaban en una balanza que impartía justicia.Lo hacían boca abajo y boca arriba.

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8. ¡AL LADRÓN!Quién nos iba a decir que Eva pasaría a formar parte tan importante de esta trama. Eva tambiéniba al mismo colegio de Vallbona, y casi todo el mundo la rechazaba simplemente porque un día,en medio de clase, se había meado. Tal cual. Se meó en la silla. Vestida con un ridículo tutúblanco, que le compraron para las clases de danza, y que le habían dejado puesto toda la tarde. Nohablamos de que se meó cuando tenía seis o siete años. No. A los trece o catorce, delante de todoel mundo, descargó en la fila cuarta, asiento segundo.

No pidió ir al baño, no se puso roja, no agachó la cabeza. Se meó mirando a la profesora caraa cara. Hasta que el líquido se transformó en un charco amarillo y maloliente. Hasta que lasacaron fuera por la fuerza.

Nadie, por supuesto, le preguntó por qué lo hizo. Ni si fue intencionadamente o no. Pero, comopodéis imaginar, aquello no fue muy bueno para su reputación social. Tuvo que soportar todo tipode insultos, de motes urinarios, que ella aguantaba estoicamente, sin ni siquiera contestar.

—Quiero entrar en el grupo —nos dijo un día en la Guarida, donde había aparecido porsorpresa.

—¿Qué grupo, Eva?—El que se reúne aquí. El que vigila el Sport. El que está liderado por Gabriel.—¡Aquí nadie lidera nada! —contestó, enfurecido, Jaime.Nos tenía controladísimos. Conocía todos nuestros movimientos. Incluso mencionó nuestras

visitas quincenales a la Revilux, y nos llegó a tildar de secta asociada a los Jóvenes Castores.—¿Y qué podrías ofrecernos para entrar en el grupo? ¿Qué tienes que nosotros necesitemos?

—preguntó el Cabrero.—Mi padre es uno de ellos. Es la urraca del bar.Era evidente que Eva seguía los libros de la Biblioteca. En el último número (el primero del

año que inaugurábamos, 1992), descubrimos que la urraca, protagonista de cuentos y leyendas, hapasado a la historia como una ladrona. Cogí el volumen y leí en voz alta:

—Si alguien ha tenido alguna vez una urraca en casa, habrá observado, con desesperación,cómo van desapareciendo sortijas, cadenas, dedales, ¡hasta tijeras!

Eva, de memoria, acabó el párrafo de la página 71:—Es cierto que se siente atraída por los objetos que brillan y que se los lleva al nido, pero

también es cierto, y esto es mucho más grave, que se siente atraída por los huevos y por las críasde otros pájaros y que los devora sin piedad.

El Rubio, entre sorprendido y asustado, me arrebató el ejemplar. Y acabó de leer, también en

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voz alta:—¿A qué pájaro daríais, entonces, el premio del egoísmo y de la rapiña?Hicimos un pacto. Ella nos acercaba a su padre, el Urraca, y nosotros la dejábamos entrar en

el grupo como socia externa. Podría venir a algunas de nuestras reuniones secretas, pero tenía queavisar antes. Aceptó sin rechistar.

Nos explicó que su padre era cómplice del Amable, que también solía estar en el Bar Sport, yaunque reconoció que no sabía con precisión a qué se dedicaban, aseguró que podría averiguarlo.Estaba claro que odiaba a su padre. Aún no sabíamos exactamente por qué. Aún no sabíamos que,en realidad, era su padrastro. Y que ella era una suerte de Cenicienta sin más vestido de gala queaquel ridículo tutú.

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9. PREDECIR EL TIEMPOMientras Eva investigaba los quehaceres de su padre, el Urraca, el Dealer nos suministrabanuestra dosis quincenal de Jóvenes Castores. El Rubio seguía inspeccionando todos los rinconesde Bulma en sus fotocopias de contrabando, y pintando de azul las partes más nobles. Fábio y yole preguntábamos a Gabriel qué haríamos con nuestra cabaña si enero se ponía más inclemente delo habitual. El Cabrero, casi ofendido, respondió que en temas meteorológicos el guía era él.

—Mirad allí, a lo lejos. ¿Veis el rebaño de ovejas de mi padre?Cuando quería emular los gestos de un pastor, el Cabrero siempre masticaba algún hierbajo

que había encontrado cerca del Barranco. Como si estuviera hablándonos desde un wéstern deJohn Ford.

—¿No eran cabras lo que tenía? —le preguntó el Rubio.—Eres idiota. Fíjate cómo se agrupan. Si el rebaño estuviera disperso por Vallbona,

podríamos estar tranquilos. Cuando se juntan es que la temperatura comienza a descender. Lasmadres cortan el frío así.

Es verdad que desde la Guarida veíamos sus ovejas como pelotas de gomaespuma, todasjuntas, moviéndose muy lentamente.

Fábio permanecía entusiasmado con algún artículo de la Biblioteca. De golpe dejó elfascículo en el suelo y se puso a buscar como un loco por las ciénagas del lugar. Vino corriendo ygritando que había encontrado lo que necesitaba para el experimento. Entre sus manos llevaba unarana verde, inocente. La metió en una especie de barreño con agua (lo suficientemente alto comopara que no escapara de un salto) y con dos palos y una goma le construyó una pequeña escalera.

Siguiendo las instrucciones de nuestra biblia particular, nos dijo que sabríamos predecir eltiempo según los movimientos del anfibio.

—Aquí dice que si la rana permanece subida a la escalera no salgamos sin paraguas.La rana, nos explicó, acudiendo a la sacrosanta Biblioteca, se quedará bajo el agua, enseñando

sólo los ojos, si espera calor. Si se queda en medio de la escalera, la temperatura puede servariable. Si la sube del todo, lloverá. Seguro. Todos mirábamos el cubo con gran expectación.Fábio, sin saberlo, se lo puso fácil a Gabriel para que volviera a Wittgenstein.

Gabriel, acariciándose su perilla blanca, nos dijo que teníamos que aprender a olvidar lo quehabíamos aprendido. Sólo así podíamos asumir el conocimiento como algo propio, orgánico. Serefería a la vida en general, pero también a las pistas que íbamos recabando sobre la Banda.

Aprender a aprender, repetía el Cabrero.—Es como la escalera de la rana. Ella no sabe por qué sube o baja. Quien sabe interpretar de

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verdad una huella, al final, borra su propio sentido. Es sólo un método. No confundáis nunca elinstrumento con lo que se estudia. Los instrumentos son convenciones. Una vez que has subido porla escalera y has visto el mundo, has de deshacerte de ella. Si no, no hay forma de ser libre. Laescalera también puede ser una cadena.

Gabriel hablaba y la rana subía y subía por su inestable escalera. Bakunin la miraba, movía lacola y le ladraba.

—Normalmente, sin saberlo, estamos ya en el lugar al que queremos ir —seguía diciendoGabriel, parafraseando al filósofo vienés.

Con la estampa de las ovejas de fondo, y la rana intentando sobrevivir en su piscinaimprovisada, llegó el chaparrón. La Guarida no estaba preparada para aguantar aquella tormenta.Corrimos hacia el oeste. Y allí nos cruzamos con Núria y Anna, las dos chicas más bellas delplaneta Suburbio.

Núria era rubia, de ojos verdosos, y tenía dos hoyuelos que le nacían en la comisura de laboca. Esos hoyuelos, dos agujeritos minúsculos en su rosada cara, eran como el dibujo de unadoble sonrisa permanente. Anna, morena, de melena larga y lisa, era más alta, muy esbelta para suedad, y manejaba con destreza (o eso nos parecía a nosotros) todos los mecanismos de laseducción.

Anna no vivía en el barrio, ni en Vallbona. Era de Montcada. Detrás de la fábrica de cemento.Pero como sus padres trabajaban hasta entrada la noche, muchas veces pasaba la tarde en casa deNúria. El Rubio, que escondía sus fotocopias de «Dragon Ball», arrugadas por el agua, le dijomedio en broma a Núria que podía acogernos en su casa mientras durara el temporal.

Gabriel y Bakunin desaparecieron bajo la intensa lluvia.Aquella niña rubia, delicada, que vestía siempre un chándal del mercadillo (de colores

imposibles) con la gracia de una dama de alta cuna, era de una bondad infinita. Y accedió. Nosmetió en su casa. Su madre nos ofreció unas tostadas y un zumo (fruco, decíamos) de melocotóndel Pryca (el Pryca era el sitio al que acudíamos todas las familias, a principios de mes, paraabastecernos por si llegaba una guerra nuclear). La madre siguió con su tarea diaria, ver«Cristal», la telenovela venezolana.

«Cristal», y sus historias de odios, venganzas y traiciones, fue para muchos de nosotrosnuestra educación sentimental. Así nos ha ido.

Mientras escuchábamos de fondo la melodía (ya sabéis el estribillo: Mi vida eres tú ysolamente tú / Tratando de explicar su mano le tomé / Y la intenté besar / Mi vida eres tú ysolamente tú…), Núria nos enseñó su habitación, que era casi tan cursi como su madre. Todoestaba inexplicablemente pintado de color chicle, y repleto de visillos en forma de pequeñascortinas. La mirada de Fábio convertía toda esa cutrez en una gigantesca y lujosa casa de muñecas.

Anna, entonces, propuso que jugáramos a El conejo de la suerte. Nos sentamos en corro y,chocando las manos, cantamos (Pum, ya está aquí / Haciendo reverencia / Con cara devergüenza / Tú besarás al chico o a la chica / Que te guste más / Y te debe gustar / Mucho más).

Al principio todos besábamos a alguien que no nos gustaba del todo, para disimular. Era partedel protocolo. La primera vez besé a Fábio en la cara, y luego a Anna. Pero, en la tercera ocasiónque me tocó, me animé a acercarme a la niña rubia. Le pedí que se levantara. Miré fijamente esoshoyuelos de bruja buena. Y con toda la torpeza de la que fui capaz, la besé en la boca.

El deseo, oculto hasta ese momento como un monstruo encerrado en su propio laberinto,comenzó a bostezar. Algo se había despertado para siempre.

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Anna, Jaime, Juanito y Fábio, pitorreándose de nosotros, tarareaban Mi vida eres tú ysolamente tú… La rana verde, sin que lo supiéramos, había conseguido escapar del cubo. Y Eva,a menos de un kilómetro de distancia, había encontrado un fajo de billetes escondidos en lahabitación de su padrastro, el Urraca.

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10. EL CANTO DEL GALLONuestra inquebrantable discreción y nuestra metodología de sabuesos detectives se fueron algarete con la aparición de Núria y Anna. Venían a la Guarida y transformaban nuestro espaciosecreto en una especie de centro cívico entre matorrales. Nadie, y menos yo, se atrevía a decirlesque lo que estábamos haciendo allí era muy importante. Ellas se divertían simulando que nohabían descubierto las fotocopias del Rubio, haciéndole preguntas imposibles a Gabriel (laconexión entre los tres fue inmediata) y leyendo los artículos de la Biblioteca. De hecho, aquellatarde se habían apoderado del número diez de la colección, y ensayaban, delante de nosotros, lasposiciones de yoga que proponían los Jóvenes Castores. Nos mostraron el Matsyendrasana(colocándose en espiral), el Sirhasna (apoyando la cabeza en el suelo) y el Sarvangasana(imitando la forma de un clavo).

Compartían carcajadas mientras se movían igual que un árbol elástico, provocando unabucólica melodía capaz de obviar toda posibilidad de emergencia.

El Rubio se sentía incómodo. Mi acercamiento a Núria lo ponía extrañamente celoso. ElCabrero las miraba con la idolatría de un hincha. Fábio, el Gitano, iba y venía sin rechistar.Aunque siempre se mostraba reticente (nunca supo del todo si se zafaban de él) alguna vez tocó elacordeón para ellas tras la unánime petición popular. Yo, el Catalán, intentaba establecer unlenguaje de galán adolescente a través de los movimientos indomables de mi bufanda roja, comosi fuera un pavo real venido a menos. A Gabriel no se le acababan nunca los ingenios.

Como no nos hacían demasiado caso, decidimos reunir todas las pruebas que habíamosrecopilado hasta el momento. No hay nada tan aterrador como acudir al bloc de notas. Los apuntesque en su momento nos han parecido una genialidad, algo deslumbrante, se presentan despuéscomo cadáveres fríos, garabatos sin más objetivo que el de rellenar un papel rayado.

Pero en los fascículos estaba todo, lo pensábamos de verdad. Volvíamos una y otra vez a laBiblioteca. La fe es eso. No se trata de creer que en el libro se esconde la verdad. Es uninstrumento, un catalizador para el exégeta que pretendemos ser ante la avalancha y el ruido de lavida.

Normalmente, sin saberlo, estamos ya en el lugar al que queremos ir. Las notas eran nuestraescalera de Wittgenstein. Las pantallas a superar de un videojuego analógico.

En la página 64 de la Biblioteca, en su décimo número, encontramos un manual parainterpretar gestos. Podíamos repasar, uno por uno, todos los movimientos que habíamos anotado, eintentar encajar las piezas. Dicen los Jóvenes Castores que el que hace gestos amplios y lentos esun autoritario y que está fatalmente destinado a mandar. ¿El Amable era el verdadero líder de laBanda? Dice la Biblioteca que estrechar la mano con decisión indica franqueza. ¿No es verdad

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que el camarero, cuando acordamos actuar en el Bar Sport, nos las apretó como si fuéramosadultos? ¿Cuál era su papel en toda aquella historia? Dicen los Jóvenes Castores que quien bebe asorbitos quiere parecer refinado cuando en realidad sólo concede valor a los bienes materiales. Yque el que bebe todo de un solo trago, añaden, deja que sus pensamientos se pierdan en el infinito.Es un fantasioso.

—Tiene tres bolsas llenas de dinero. Billetes de todos los colores.Eva, como Fábio o Gabriel, mantenía la capacidad para aparecer de la nada. Nunca cumplió

eso de avisar antes.Su presencia hacía crecer la densidad del ambiente, y algo la separaba de Núria y Anna. Tal

vez tenía celos, también, o tal vez lo que pasaba es que ella se estaba jugando mucho más queninguno de nosotros, que, al final, nos limitábamos a alternar el yoga con el porno japonésfotocopiado. Quién nos iba a decir que, ante el peligro de caer en el imperio moralizante deDisney, seríamos capturados, finalmente, por una New Age oriental avant la lettre.

Eva nos contó que el Urraca guardaba el dinero en bolsas de basura encima del armario deldormitorio. Era imposible que aquello fuera el resultado de los ahorros familiares o de unainesperada herencia. Su padre hacía mucho que no trabajaba, y pasaba las horas frente a uncarajillo frío en el Bar Sport. Vivían en teoría de lo poco que ganaba la madre limpiando algunaportería del barrio.

El Urraca, «hombre a un carajillo pegado», según el quevediano Gabriel, era un tipodecrépito, siempre sin acabar de afeitar (con ese tipo de barba que no merece ni un nombre ni unadjetivo), siempre desaliñado, siempre con unos pantalones de pinzas medio bajados, y con unarebeca negra salpicada por una gran escarcha de caspa blanca. La mala baba que gastaba ya noshabía llamado la atención, pero de lejos parecía más bien inofensivo.

Le pedíamos nueva información a Eva, pero era evidente que no quería abrir las ventanas desu casa allí en medio, con Núria y Anna mirándola como a una meona chivata y desequilibrada.

Nos apartamos un poco, y, sin llegar a salir de la Guarida, nos contó que el Urraca, supadrastro, era un hombre objetivamente detestable. En el bar sólo bebía carajillos para no gastar.En casa se pimplaba botellas de coñac enteras una detrás de otra, y la madre, harta del aliento deun alcohólico casposo, había comenzado a quedar con un hombre aún más mayor, viejísimo, que laayudaba económicamente y que la trataba al menos como a un ser humano. Cuando lo descubrió elUrraca, sorprendentemente, no le pidió que dejaran de verse. Le robaba lo que le daba el hombre,eso sí, y la zurraba cuando se le antojaba.

Pero el dinero de la bolsa no podía venir sólo de hurtos domésticos. Las urracas, ya lo hemosdicho, son conocidas por su condición de ladronas, pero también sabemos que se sienten atraídaspor las crías. No era necesario que Eva nos contara mucho más para adivinar qué pasaba en aquelpiso de Ciutat Meridiana.

Desde Scooby Doo no podíamos adentrarnos en la casa del Urraca y salvar a Eva. Tal vez síque podíamos, en cambio, acabar de enlazar los vínculos entre los miembros de la Banda,estábamos ya muy cerca, y reunir alguna prueba que demostrara que, estuvieran haciendo lo queestuvieran haciendo, su actividad era objeto de delito. Y hacer una llamada anónima a la policía.Si detenían al Urraca, Eva podría respirar tranquila. Al menos por un tiempo. Nosotros, por otrolado, podríamos concentrarnos entonces en algo mucho más fructífero, como seguir indagando enlas aristas del deseo. Sin cristales rotos.

—A nosotras no nos conocen. Yo ni si quiera soy del barrio. Podemos meternos en el bar y

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robar una de esas misteriosas mochilas que siempre lleva el Amable. Sólo así sabremos quéesconden realmente.

Anna poseía un nivel de consciencia superior a todos nosotros. Mindfulness antes de la plagamercadotécnica del mindfulness. Siempre era la primera en captar la gravedad de la situación.Pese a las reticencias del principio, y pese a no haber escuchado bien nuestra conversación, supover qué estaba pasando ahí. De repente se acercó a Eva como si fuera su cómplice de toda la vida.Núria no entendía nada, pero confiaba ciegamente en Anna.

Gabriel, por suerte, estaba demasiado entretenido mirando el río de coches que circulaban porencima del terraplén. A veces, simplemente, se dejaba ir. Desconectaba. Y a nosotros nos ibabien, porque en caso contrario hubiera impedido que fuéramos más allá de nuestras conjeturasteóricas.

Organizamos un plan meticuloso. Y no lo ejecutamos hasta que estuvimos seguros de que Annay Núria podrían salir de allí sin que nadie sospechara de ellas. Pasamos tres tardes observando elbar. No había forma de meterse en el Sport sin acaparar la atención. Pero llegó el sábado, y almediodía, cuando había más gente tomando el vermut, las dos aprovecharon para entrar connaturalidad.

Núria pidió una bolsa de patatas. Cada vez que el camarero se daba la vuelta para alcanzarla,Núria le decía que no, que quería la otra marca, ese otro tipo de chips. Así hasta cuatro o cincoveces. Anna llevaba una mochila grande, la del colegio, en la espalda. Lo suficientemente grandepara introducir en ella la del Amable, que había entrado diez minutos antes. El Rubio y yovigilábamos desde lejos, con los prismáticos. Llevábamos un silbato para avisar cuándo podíansalir. El Cabrero se colocó en la parte norte. Fábio se comprometió a que, cuando pitáramos, élentraría en el bar con el acordeón. Pediría alguna moneda a los parroquianos, y ellasaprovecharían para marcharse.

El Amable dejó no uno, sino dos macutos en el suelo, justo al lado del Urraca, que estabasentado en el mismo lugar de siempre, frente a las vidrieras, delante de nosotros. La gente mirabaen el televisor el resumen del último partido de fútbol, o la previa del siguiente, y él observaba lacarretera que sube como un escorpión por la calle Agudes. El Amable fue a la barra, donde Núriaseguía mareando al camarero, se tomó el quinto de un trago, y se marchó. Sin decir adiós a nadie.Vimos a Anna, junto al Urraca, agachando la cabeza, y cómo nos hacía un gesto con el pulgar.Silbamos, y el Gitano entró tocando «Grândola, vila morena». Se formó un pequeño tumulto. Losque querían ver la tele reaccionaron dándole collejas, y el camarero lo echó. Anna ya tenía uno delos macutos escondidos en su mochila, y Núria su bolsa de patatas.

Nos reunimos todos en la Guarida. Cuando estábamos a punto de abrir el macuto y descubrirqué escondía el Urraca, Gabriel, arcángel de la Meri, apareció en el Barranco. Para disimulardelante de él, todos comenzamos a cantar la misma canción que Fábio había interpretado en el bar,y cuya letra ya nunca se nos olvidaría. Grândola, vila morena / Terra da fraternidade / O povo équem mais ordena / Dentro de ti, ó cidade / Dentro de ti, ó cidade / O povo é quem mais ordena/ Terra da fraternidade / Grândola, vila morena.

—¿Has visto, Gabriel, cómo las ovejas de mi padre ya se han dispersado? Poco a pocollegará el buen tiempo —dijo Jaime mientras, mirando hacia Vallbona, ambos masticaban unhierbajo como si fueran auténticos cowboys.

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11. A LOS QUE SABEN QUÉ DECIR PARAHACERSE INVISIBLES

En el macuto no había ni dinero ni armas ni drogas. Tal vez Anna y Núria se habían arriesgadopara nada. La bolsa estaba llenísima de papeles, sobre todo planos y mapas de carreteras yautopistas catalanas, con algunos puntos marcados con rotulador. No supimos encontrarexplicación a las incógnitas que escondían esas equis. En la Guarida hubo teorías para todos losgustos. El Rubio, a quien nuestra agencia de detectives le había despertado la capacidad deimaginar todo tipo de complots intergalácticos, defendía que aquellas señales correspondían a lasgasolineras donde paraban los furgones repletos de dinero que pasaban, banco por banco, parallenar las arcas.

Ya lo sé, lectores del siglo XXI, hoy hubiera sido muy fácil mirar Google Maps y comprobar aqué se refería exactamente cada marca, situándola en el kilómetro preciso. Pero estamos enfebrero de 1992, y nuestros referentes son lo que son. El 28 de julio de 1989, no hacía ni tresaños, un vigilante de seguridad había aprovechado la ausencia de dos de sus compañeros pararobar casi trescientos millones de pesetas de un furgón blindado de la empresa Candi. ¿Por qué laépica del Dioni, héroe nacional para muchos, no podía ejecutarse, también, desde el barrio?

Una vez más la Biblioteca nos sugirió lo que debíamos hacer. El pergamino que abría el nuevonúmero, el once, indicaba que el volumen estaba dedicado «A los que saben qué hay que decirpara hacerse invisibles».

Volver al Bar Sport era demasiado temerario. Podían descubrirnos. Seguramente estabanbuscando el macuto perdido como locos. Aun así teníamos que devolverlo. No podíamos ir a laRevilux, y como quien fotocopia los apuntes de Sociales, pedirle al Dealer que nos hiciera unacopia de todo lo que habíamos encontrado. Por eso, entre Anna, Núria, el Rubio, el Cabrero y yomismo, intentamos calcar lo mejor que pudimos, con papel de cebolla y un Rotring (para los niñosde periferia tener un Rotring era como tener una Montblanc), algunos de los mapas. Y, respetandoa ojo cada escala, situamos los puntos de referencia que estaban señalados.

Aquellos planos elaborados a mano fueron los papeles que nos trajeron más problemas cuandoacabó toda esta historia. También ahí, frente a nuestros padres y la policía, fue difícil encontrar laspalabras exactas para hacernos invisibles.

Abusamos, una vez más, de la confianza y de la complicidad de Eva. Le dijimos que paraentrar con todas las de la ley en el grupo, para que pudiera ir y venir de la Guarida siempre quequisiera, como, ahora sí, una más de la agencia de detectives Scooby Doo, tenía que devolver elmacuto a su padre sin que éste se diera cuenta. Era evidente que no lo podía hacer en el bar.

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Demasiados ojos atentos en el lugar. Debería dejarlo en casa, debajo del primer macuto. Tal vezel Urraca, por miedo o por orgullo, aún no le había contado al Amable que había perdido lasegunda bolsa. Tal vez el Urraca pensara que, por los efectos de la borrachera de ese día, se habíaconfundido.

Eva nos miró. No dijo nada. Se llevó la bolsa. Y no nos atrevimos a preguntarle, después, quéhabía hecho exactamente con el macuto, cómo había conseguido engañar a su padrastro. Lo únicoimportante era que nuestro intrépido hurto no había tenido consecuencias para ella.

—Salud, compañeros —dijo Gabriel al entrar en la papelería Revilux, realizando suparticular coreografía con las manos enlazadas en lo alto.

Cada vez que hacía ese gesto, Bakunin movía la cola con más intensidad.Gabriel era el único tipo del barrio capaz de comprarse tres periódicos cada día. Por lo que

sabíamos, llevaba una vida austera (jamás nos invitó a su casa, y jamás pudimos comprobar hastaqué punto era austeridad o síndrome de Diógenes lo que había allí dentro), y los únicos gastosirrenunciables que mantenía eran las frutas con las que parecía subsistir (pelaba con su navaja deOckham meticulosamente las naranjas, las manzanas y los melocotones), la comida de Bakunin yla prensa que adquiría en la Revilux.

Fuimos a la Guarida y Gabriel empezó a leer en voz alta, indignado, las declaracionesautocomplacientes de un tal Juan Antonio Samaranch. Nosotros sabíamos quién era. Fue él quienhabía anunciado que Barcelona sería la sede de los Juegos Olímpicos. Aparecía todo el día entelevisión, con su cabello cano peinado hacia atrás. Periodistas, políticos y deportistas de élite noparaban de repetir ante las cámaras que sin la gran influencia del presidente del COI el milagro nohubiese sido posible. Llamaban milagro a una competición que, según ellos, cambiaría hasta elúltimo rincón de la ciudad para siempre. De rincones, estaba claro, no sabían demasiado.

Gabriel lucía una elegancia sobria, parca, frugal. Creo que fue la única vez que le escuchamospronunciar en voz alta un insulto. Como si se tratase de una traducción simultánea, leía la palabra«Samaranch» e, ipso facto, decía «hijo de puta, hijo de puta». Y seguía con el diario.

Aunque le preguntamos, nunca nos desveló los motivos de esa profunda e íntima inquina.Ofrecía tan sólo palabras y frases sueltas, como si hubiese perdido la capacidad de hilvanar undiscurso con sentido completo. Deletreaba la palabra aluminosis. Y añadía: ni un mísero centromédico, ni cañerías en condiciones, ni escaleras para los viejos, ni una triste parada de metro.Sólo barro. Decía, sólo barro. Y volvía a repetir la palabra maldita. Aluminosis. A. Lu. Mi. No.Sis.

Hoy, veinticinco años después de «las mejores Olimpiadas de la historia moderna», fechaclave para encender el neón de la marca Barcelona, que apagaría asimismo muchos de sus ángulosmuertos, Samaranch es recordado como un prócer de la ciudad. Su funeral, en abril de 2010, secelebró en la catedral. Y su cadáver fue expuesto en el Palau de la Generalitat. En el libro defirmas nadie se atrevió a escribir que fue él quien, como presidente del consejo de administraciónde Urbanizaciones Torre Baró S. A. (fundada por el financiero Enrique Banús), levantó, a partirde 1963, su gran proyecto especulativo. El mismo que ahora recorro con mis pies. Tampoco nadiecontó, ni entonces ni ahora, que fue el 4 de octubre de 1967 el día que entregó el barrio de CiutatMeridiana al alcalde José María de Porcioles. Sin ninguno de los servicios prometidos. Fue asícomo este antiguo jugador de hockey sobre patines, y político franquista, aprendió cómofuncionaban los negocios inmobiliarios. Y aprendió, también, qué decir para hacerse invisible.Saliendo en todas las portadas. En medio de la multitud. Como el Dioni cuando se fugó al Brasil.

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12. LA TRAVESÍA DE LAS ANGUILASEn el número doce de la Biblioteca leímos que las anguilas, cuando cumplen la misma edad quenosotros teníamos entonces, aproximadamente, cambiaban de color y emprendían un largo viajehasta el mar de los Sargazos, en el océano Atlántico. Esas amarillas y vulnerables serpientes deagua, de repente, pasaban a ser bellas leontinas de plata, capaces de recorrer más de cinco milkilómetros durante los diez meses que suele durar su misteriosa travesía.

A nosotros no nos dejaban salir del barrio, pero, poco a poco, comenzamos a escaparnos enbreves expediciones de un solo día.

Entre todos recolectábamos lo que costaba un bono de autobús, y a primera hora nos subíamosal 62, en la parada que aún existe donde arranca la calle Rasos de Peguera. Es ésa la puertaprincipal del barrio, si entras desde la carretera principal. Una puerta en forma de uve que pasapor debajo de las vías del ferrocarril.

El 62 era, pues, nuestro mar abierto. El bono, en forma de lengüeta, se introducía en unamáquina que daba un mordisco al cartón por cada trayecto y usuario. El conductor nos miraba porel retrovisor para que no hiciéramos trampa. A veces pasaban los revisores y, con un artilugioparecido a un cortaúñas, volvían a agujerar nuestro billete de diez viajes. El autobús recorría laavenida Meridiana, atravesando, como un barco rompehielos, los barrios de Trinitat Vella yTrinitat Nova. Las Trinis. Cuando veíamos a lo lejos la estación de tren de Sant Andreu Arenal,apretábamos el botón rojo, colocado en una de las barras que servían de agarraderas. Así elconductor sabía que tenía que detenerse en la siguiente parada. Justo enfrente del Hipercor.

Hipercor. Sólo escuchar ese nombre un escalofrío te electrificaba la columna vertebral.

Habíamos sido testigos de cómo nuestros padres, el 19 de junio de 1987, se habían quedadopetrificados ante el televisor tratando de tapar con sus manos lo que los ojos se negaban a ver.

¿Recordáis qué estabais haciendo justo cuando los aviones derrumbaron las Torres Gemelas?¿El momento en el que pusisteis el televisor y toda la familia se quedó sin saber qué decir,simplemente balbuceando?

Aquella sensación, que para muchos fue indescriptible, nosotros la habíamos experimentadoya, muchos años atrás. Cuando ETA entró en nuestras vidas.

El Comando Barcelona, formado por Ernaga, Troitiño y Caride, aparcó un Ford Sierra azul,robado poco antes, en el garaje de los grandes almacenes. A las cuatro y diez minutos de la tardehicieron explotar todo el amonal que habían instalado en el vehículo. Una enorme bola de fuegoirrumpió en el establecimiento. Aquello subió con la violencia de un descomunal géiser de muerte.El humo y los gases tóxicos hicieron el resto. Murieron veintiuna personas, y cuarenta y cinco

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quedaron gravemente heridas.La mezcla explosiva del Hipercor, a la que el comando había añadido cien litros de gasolina y

decenas y decenas de escamas de jabón y pegamento, tuvo los mismos efectos que el napalm. Lacarga se pegó en los cuerpos de las víctimas, cuya temperatura llegó a superar los tres mil gradoscentígrados.

¿Os acordáis, ahora, de aquella niña quemada y sin ropa de la guerra del Vietnam? ¿La de lafoto de Nick Ut que le valió el Pulitzer?

A aquella niña vietnamita la teníamos cerca. Pero en su caso no sobrevivió. Se llamabaSusana. Vivía en Ciutat Meridiana y tenía catorce años. Era la primera vez que iba al Hipercor.Había sacado buenas notas. Su madre, María del Carmen, le prometió que le compraría unbañador nuevo. Lo estrenarían el próximo fin de semana en el camping al que solían ir, dondetenían una caravana. Con ellas estaba Sonia, la hermana de Susana, tan sólo dos años mayor. Aúnno habían ni bajado del coche. A las tres les alcanzó la onda expansiva. Sus cuerpos rígidos yennegrecidos, cuerpos calcinados por el odio más absurdo, tiñeron de ceniza los rostros de losvecinos que seguían, perplejos, las noticias de última hora.

Conocíamos a Susana y a Sonia porque ayudaban a su padre, Álvaro Cabrerizo, en el primervideoclub del barrio, que había montado con la indemnización que le dieron tras un accidentelaboral. Allí alquilamos, en VHS, las películas de Freddy Krueger, o las cintas de E.T. y Batman.Las cosas marchaban bien para los Cabrerizo. Pero la persiana bajada del local, aquella tarde,alertó al padre. Algo terrible tenía que haber pasado para que no hubiesen abierto. Nadierespondía al teléfono de la tienda.

En mí han quedado impregnados esos recuerdos tan extrañamente cruzados; la niña vietnamitadel napalm, el mundo entero viendo en bucle los atentados de Nueva York, y Susana y Soniaatrapadas dentro del parking del Hipercor. Tal vez mirando cara a cara a la muerte, desde laventanilla trasera de su coche azul, un azul índigo y fatal. La memoria, frágil e indomable como unpez de argento, asocia arbitrariamente las imágenes del espanto. Instantáneas que no pueden sercapturadas por las palabras, siempre demasiado superficiales, demasiado predecibles. Nosquedamos sin palabras, decimos. Y son ellas las que se quedan sin nosotros.

Aquel domingo, el 62 nos dejó en la puerta del Hipercor. Nunca quisimos entrar. Miramos en

silencio el acceso al garaje, su friso blanco lleno de triángulos. Hasta que el semáforo se puso enverde, y cruzamos hacia la zona norte. En apenas unos minutos llegamos al Canódromo.

El Rubio, el Cabrero y yo habíamos convencido a Gabriel para que nos acompañara, pese aque detestaba las carreras y las apuestas. Así podíamos entrar con un adulto. Los ladridos de losgalgos, hermosos y atléticos animales de veinticinco kilos, se oían desde afuera. El suelo estabarepleto de boletos desechados. El edificio, de dos plantas, reconocido con el premio FAD dearquitectura, se había levantado en los terrenos de una antigua fábrica agrícola. La pista tenía 315metros de longitud. Los espectadores se refugiaban de la lluvia y el sol bajo una cubiertaparabólica.

Lo que más nos gustaba, al llegar, era ir a la cabina del speaker y escuchar cómo anunciabalas carreras. Acto seguido, los perros, con su correspondiente dorsal, hacían un paseíllo ante elpúblico, antes de que comenzara la competición. Todos aplaudíamos con auténtica euforia.

—Gabriel, apuesta por nosotros. Ítaca IV ganará. Fíjate en su mirada.El viejo ácrata refunfuñaba. Pero apostaba lo mínimo para tenernos contentos. Nunca hubiera

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aceptado si no hubiese comprobado cómo al acabar cada carrera, los cuidadores, ganaran operdieran, masajeaban y acariciaban al perro.

Frente a la taquilla para las apuestas había una galería con retratos de los campeones deanteriores ediciones del Derby Galguero Español, la competición más importante del país. Entrelos canes míticos sobresalían las fotos de Tucksy, Galonera y Garnie’s.

La falsa liebre, que se desplazaba por un raíl de acero, estaba dirigida mecánicamente por unoperario desde la torre de observación, y era perseguida con furor por los galgos, entrenadosdurante meses para intentar atraparla.

Ítaca IV parecía un dálmata, era un bello galgo blanco lleno de manchas negras que trotabacomo si fuera un canguro, poniendo toda la fuerza en sus patas traseras. Llevaba el número cinco.En cuanto se abrió la jaula, todo el mundo pudo comprobar que era un firme candidato a lavictoria. Pero eran seis los perros que intentaban llegar primero a la línea de meta.

—¡Vamos Ítaca IV! ¡Corre, corre! ¡Un poco más!El Cabrero gritaba como un poseso. Y el Rubio no podía parar de reír, histéricamente. Gabriel

se hacía el circunspecto, aunque también disfrutaba, viéndonos a nosotros. Quién sabe si no seimaginaba a Bakunin, necesariamente más concentrado que de costumbre, disfrazado de gimnastay vistiendo su propio dorsal.

Si bien Ítaca IV era muy veloz, parecía que nunca sería capaz de alcanzar al número dos, ungalgo gris y musculoso que corría sin necesidad de respirar. Hasta los últimos tres metros. Elinstinto cazador de Ítaca IV le hizo acelerar de una manera incontestable. Ganó la carrera porescasos centímetros, y en las gradas se escucharon, al mismo tiempo, las ovaciones y losabucheos. La foto finish, que los organizadores mostraban en pocos minutos, gracias a un precariosistema propio de revelado, no dejaba espacio para la duda.

Los cuatro nos abrazamos y saltamos como si nos fuera la vida en aquello. Cómo podíamossaber que Fábio estaba tan cerca, pasándolo realmente mal.

Nadie se hacía rico en el Canódromo. Con lo que ganamos, compramos bocadillos y refrescosen el bar, y dedicamos el resto del día a ver una carrera tras otra. Gabriel se negó a apostar otravez. Insistimos. Nos hicimos realmente pesados. Pero él, como si tuviera un buscador incorporadoen su cabeza, volvió a refugiarse, al igual que siempre hacía cuando se sentía acorralado oaburrido, en las Investigaciones de Wittgenstein:

—Un niño debe aprender muchas cosas antes de poder disimular. Un perro no puede serhipócrita, pero tampoco puede ser sincero.

Nada que alegar. Con Ítaca IV ya habíamos experimentado el sabor del triunfo. Antes de queanocheciera, regresamos a la parada del 62, justo enfrente del Hipercor. Subimos al autobús. Ensilencio.

En media hora entrábamos de nuevo en el barrio. El último tren chirriaba encima nuestro. Laprimera travesía que hacíamos juntos había terminado con un considerable éxito. Nadie se acordóde qué les pasa a las anguilas cuando llegan a su destino.

Aquel día, Jaime, el Cabrero, llegó a casa en un momento poco apropiado. Yo no puedo

explicar con precisión lo que encontró allí porque, por mucho que me esfuerce, nunca seré unnarrador omnisciente. Pero su padre había comenzado a superar, gracias a una adorable vecina, ya los espasmos imposibles del deseo humano, el duelo por la muerte de su mujer, fallecida hacía

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cuatro o cinco años.Es Aristóteles quien, incapaz de hallar una explicación racional al sistema reproductivo de las

anguilas, afirma que se trata de un animal que nace de las «entrañas de la tierra», y que se formapor generación espontánea en la humedad del fango. También Freud se obsesionó con lasexualidad del leptocéfalo. En una de sus primeras investigaciones, el psicoanalista llegó a abriren canal cuatrocientos ejemplares, viscosos y carnales, sin descubrir ni un rastro de los testículosdel animal. Tampoco había huevas en el cuerpo de esa serpiente díscola.

Jaime sí vio el cuerpo galvánico de su padre, las arterias escondidas en cada músculo, lasanguilas nadando entre epidermis y epidermis y la espalda guitarresca de la amante, silueta de seiscuerdas.

De madrugada, alentado por el silencio de Vallbona, el Cabrero se levantó y fue retirando, unaa una, todas las fotografías de su madre que había enmarcadas por la casa. Estoy seguro de queaún están, así, esas molduras vacías. Si le preguntara hoy, cuando lo vea en el Barranco, me diríaque ésa es la mejor foto de familia que recuerda.

Aquel día, Juanito, el Rubio, llegó a casa en un momento poco apropiado. Yo no puedo

explicar con precisión lo que encontró allí. Nunca seré un narrador omnisciente. Pero su padrelloraba desconsoladamente. La madre, temblando, abrazaba a ese osezno, entre azul y rojizo,asustado por lo que estaba a punto de llegar.

No fue hasta principios del siglo XX cuando el misterio biológico de las anguilas comenzó atener algo de sentido. En 1920, el oceanógrafo Johannes Schmidt se dio cuenta de que las anguilas,después de pasar toda su vida deambulando por los ríos de Europa, se sumergen en el agua saladapara hacer su último viaje. Diariamente, durante unos diez meses, nadan hasta cuarenta y sietekilómetros. Vengan de Noruega o Grecia, no se detienen hasta que llegan a la misma zona en la quenacieron. Es entonces cuando se produce el desove. En las aguas tranquilas del mar de losSargazos un exclusivo cóctel, formado por huevas y carga seminal, logra la alquimia necesariapara liberar la nueva generación.

«En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos», diceHeráclito. Muchas anguilas, que sufren hasta dos metamorfosis antes de convertirse en ejemplaresadultos, no llegan a ver nacer su futura descendencia. En el camino sufren la depredación deatunes, tiburones y ballenas. Algo así le había empezado a pasar al padre de Juanito, que, alducharse, vio cómo su torso y sus extremidades se habían teñido de unas extrañas y horriblesmanchas, primer síntoma de una vasculitis que complicaría, en poco tiempo, sus ya gravesproblemas de hipertensión.

Juanito tuvo que aprender demasiado pronto que la tradición no se hereda, se conquista. Aquel domingo, Fábio, el Gitano, llegó a casa en un momento poco apropiado. Yo no puedo

explicar con precisión lo que pasó allí. Nunca seré un narrador omnisciente. Pero su padre leesperaba en la caravana con ganas de molerlo a palos.

Aristóteles defiende que las anguilas acaban moviéndose como los hombres que caminanencorvados. Alternan lo cóncavo con lo convexo. Si el hombro derecho se dirige hacia delante, lacadera izquierda se inclina hacia atrás. Así construyen su particular baile la larva y el resignado.

Fábio no era una cosa ni la otra. Y por eso desobedeció las órdenes de su padre de que nunca,bajo ninguna circunstancia, tocara su acordeón rojo en ningún lugar que no fuera el semáforo que

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él le había asignado, justo antes de entrar al barrio.Aunque parezca increíble nadie ha pescado una anguila adulta en mar abierto. Los expertos no

han encontrado ninguna explicación a su habilidad para sortear las redes cuando van rumbo alAtlántico. Es verdad que de día nadan en aguas profundas, de hasta cuatrocientos metros, perootros peces, incluso más pequeños, son capturados sin demasiados problemas.

A Fábio lo capturaron antes de las nueve de la mañana. Había cruzado, como nosotros, losbarrios de Trinitat Vella y Trinitat Nova hasta llegar al semáforo de enfrente del Hipercor. LaGuardia Civil debió de retenerle justo antes de que pasáramos por allí en dirección alCanódromo. Claro que no nos contó nada. Pero sabía que ésa era una arteria de la ciudad por laque pasaban centenares de coches. Allí, en una sola mañana, podía conseguir decenas de monedasmás que en la curva que su familia había elegido para que desplegara sus habilidades musicales.Los policías simplemente lo identificaron. Pero el clan que controlaba la zona, y con el que elpadre ya había tenido problemas antes, consideró aquella intromisión como una grave agresión aun pacto que Fábio ni siquiera conocía.

La tradición no se hereda, se conquista. Por eso, a los pocos minutos de nacer, las anguilastienen que empezar a nadar para deshacer el largo trayecto que sus progenitores acaban derealizar. Algunos, a eso, le llaman querencia.

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13. ENCAJES EN EL CAMPOPor fin la vida se hacía fractal.

Núria, la niña rubia, mortal y rosa, se estiró entre los zarzales. Nos habíamos escapado a lasinmediaciones de la Font Maragall. Las palabras que intentaban detenernos (el paisaje tambiénnos adoctrina) se presentaban llenas de moralina cristiana: girábamos como derviches entre lamaleza y el follaje. Pero ahí estábamos, intuitivamente libres, construyendo, entre carcajadasnerviosas, nuestros juegos de lenguaje.

La goma de las braguitas blancas, coronadas con un lazo imperfecto, le habían dibujado en sucarne trémula un acueducto. Con las mismas arquerías que estábamos viendo justo encima. Elaljibe verde, los puentes de tégula, el sifón invertido, el recorrido azul y subterráneo. Y,súbitamente, el arrebato de un erizo inesperado, toda la embocadura del mar y de la celebración.Exhaustos, estiramos los brazos en un balneario recién inaugurado. Bajo la pasarela de agua delbarrio, que sigue conectándonos con la naturaleza ebria que desde entonces somos.

En la Guarida, días después, fue Gabriel quien se animó a leer un fragmento de la Biblioteca.Estábamos todos. Eva quería saber cuál era el siguiente paso para desarticular la Banda (y asíapartar al Urraca de su terrible cotidianidad), pero mientras leíamos a los Jóvenes Castores todoquedaba momentáneamente en suspenso. Leer quería decir estar atentos a las señales. Allíencontraríamos, lo creíamos realmente, la fórmula para desenmascarar el mundo. Y, por lo tanto,también a todos nuestros enemigos.

—Hilos sutiles y finísimos se extienden por encima de los prados, sobre los arbustos, entrelos troncos de los árboles.

Gabriel leyó el capítulo entero. Núria, criatura de hoyuelos y caricias, me miraba entreruborizada y desafiante. El ácrata con nombre de arcángel seguía con el salmo, que en su voz setransformaba en manifiesto libertario.

—Parece como si una rueca mágica hubiera pasado por el bosque, por los prados, tejiendodelicadísimas telas. Más tarde, el rocío de la mañana ha dejado prendidas entre los hilos susminúsculas perlas, completando de este modo el efecto mágico, casi fantasmagórico, de estefenómeno, que en algunos lugares se llama «los hilos de la Virgen».

Los hilos de la Virgen, decía. Ay.Anna miraba a Núria y, de repente, lo entendía todo. Su extraña y tímida alegría. Su hilaridad

contenida. Le golpeaba repetidamente con la mano abierta su hombro, quejándose por no habercompartido la confidencia. Nadie soporta lo radicalmente subversivo de la discreción.

El texto acababa diciendo que muchas veces esas telarañas son tan numerosas que los camposy los jardines parecen cubiertos por finos encajes. Y que en muchos lugares los campesinos creen

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que los «hilos de la Virgen» presagian el buen tiempo.—¿Alguien ha visto a Bakunin? —interrumpió, algo preocupado, Jaime el Cabrero.

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14. EL SECRETO DEL SABUESOBakunin se había esfumado.

La peor expresión del desvalimiento transformó la mirada de Gabriel. Tenía miedo, y llamabaa su perro con verdadera angustia. Lo intentamos tranquilizar, pero la calavera del viejo quecomenzaba a ser se impuso frente al perfil del tenaz y enérgico rebelde que todos conocíamos.Como un palimpsesto que enseña su capa escondida. La vulnerabilidad del anciano, horrorizadopor la soledad que le esperaba, y por la idea de vivir sin su inseparable compañero, se filtró enforma de un rostro nunca revelado hasta ese momento. Era como esos cromos que, al zarandearlos,muestran una misma cara en distintas posiciones.

La autoorganización y el apoyo mutuo son la base de toda comunidad que aspire a devenir algomás que una suma de individuos. Eso nos había dicho muchas veces Gabriel. Y así lo hicimos.Núria y Anna se comprometieron a rastrear la parte más baja del barrio, la zona de la plaza Roja yel mercado. El Cabrero y Fábio buscarían por el Barranco y comprobarían que el can no hubiesecruzado el nudo de carreteras (ése era nuestro gran temor) hasta llegar a la colina de Montcada,frente a la fábrica de cemento Asland. Eva fue con Gabriel a mirar por los alrededores del campode fútbol, por donde solían pasear con Bakunin cada mañana. Juanito y yo nos pateamos CanCuyás.

Al cabo de tres horas nos reunimos en la Guarida, entre el agotamiento y la desesperación.Nadie había encontrado la más mínima pista. Bakunin nunca se había escapado antes, y apenas sealejaba de su dueño (Gabriel nunca hubiese utilizado esa palabra, dueño, para describir larelación con su perro). Alguna vez había salido corriendo por el ruido ensordecedor de unpetardo. Odiaba, como todos los perros, la verbena de Sant Joan. Pero nunca se marchabademasiado lejos. Esta vez se había evaporado desde el silencio más absoluto.

El Rubio decidió acercarse a la Revilux para recoger el número catorce de nuestra Biblioteca,que como siempre ya teníamos encargado, y para comprarle al Dealer nuevas reproducciones desu amada y acrobática Bulma. Las imágenes subían cada vez más de tono, y la brillante científicaque el personaje también era estaba, ahora, investigando las potencialidades de la anatomíahumana junto con el Maestro Tortuga. Juanito no tenía demasiado dinero, pero el Dealer leanimaba para que se gastara más. La tentación, decía, no siempre vive arriba. A veces está debajodel mostrador.

—Las tengo a todo color. En blanco y negro te estás perdiendo la evolución de la cosa, chico.Y es que Bulma, la auténtica heroína (siempre intentamos rescatar esa palabra hacia una orilla

menos terrorífica) de la serie manga, amiga de Goku, era un auténtico Gregorio Samsa. Cambiabade peinado con la misma facilidad que, en las fotocopias clandestinas de la Revilux, cambiaba de

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postura sexual. Cuando el Rubio conseguía pagar las fotocopias en color, veía cómo su cabellohabía pasado del celeste al turquesa o al púrpura. Por eso nos burlamos de él cuando nos contóque a su padre le habían diagnosticado el síndrome purpúrico, una suerte de vasculitis que le teñíael tobillo de pequeñas manchas.

—La fascinación por el púrpura os viene de familia.El Rubio tardó en regresar a la Guarida. Tal vez había tenido que pasar por casa para

conseguir más dinero, y adquirir así las fotocopias de más calidad, o tal vez había estado largorato negociando con el propietario de la Revilux. El hecho es que cuando llegó no lo hizo solo.

A su lado venía Bakunin. Con sus orejas de pastor alemán absolutamente encogidas, mirandoal suelo, como si hubiese cometido el peor de los magnicidios. La cola la tenía muy rígida,colocada entre las piernas, y soltaba unos breves e intensos quejíos flamencos. Como pidiendoperdón y piedad. Llevaba el lomo pringoso. Le habían lamido todo el cuerpo. Sin duda suausencia se debía a un escarceo amoroso.

Gabriel se mostró arisco con él. Quería transmitirle una indiferencia que nadie, ni siquiera elperro, podía creerse. Núria cogió un cubo y, con el agua de una fuente cercana, bañamos aBakunin. Su instinto de sacudirse para secarse, herencia de sus antepasados salvajes, y sudivertida impericia, constituyeron el paso definitivo para la reconciliación entre ellos.

Un perro no puede ser hipócrita, pero tampoco puede ser sincero, le recordamos a nuestrorecuperado ácrata.

—¿Ahora ya podemos ocuparnos de lo nuestro? —reclamó Eva.Lo nuestro era, evidentemente, encontrar la prueba definitiva para que el Bar Sport dejara de

ser una incógnita sin descifrar. ¿Qué tramaban el Amable y el Urraca?El Rubio, para consultar nuestro oráculo en forma de fascículo, abrió la bolsa de plástico que

el Dealer le había dado. Se le cayeron algunas fotocopias que recogió rápidamente. Todos hicimoscomo que no nos dábamos cuenta. En tiempos de crisis de certezas y dogmas, ¿qué sería denosotros sin las metáforas y sin los vicios?, nos diría, después, Vázquez Montalbán.

En el número decimocuarto de la Biblioteca encontramos los requerimientos indispensablespara convertirnos, ahora sí, en auténticos detectives. Eran las mismas indicaciones quenecesitamos para escribir, o para sobrevivir, siempre que uno no se conforme con ser un autómata.

Los pasos a seguir estaban marcados en negrita. Primero, observar. Segundo, no fijar el plano.Tercero, deducir. Cuarto, sacar conclusiones.

Observar quiere decir acostumbrarse a percibir los detalles de un solo fogonazo. Sin miradano hay mundo. Sin mirada no hay, tampoco, infancia. Muere el niño que hemos sido cuando muerenuestra mirada creativa y desacomplejada. Cada color, cada forma, cada tono de voz importa. Enla anécdota está la encarnación de la hipótesis. No hay hipótesis sin cuerpo. Un cinturón, unabufanda roja, un chaleco, una gorra de la SEAT.

Dicen los J.G.C. (Jóvenes y Gallardos Castores) que no hay que fijar la mirada «para noofender a nadie» pero, sobre todo, para que el sospechoso no nos descubra. Lo fundamental esdeducir. Separar el trigo de la paja. Hay que ir alejando detalle por detalle de su conjunto,descontextualizarlos, para después volverlos a reunir de nuevo. El cinturón del Urraca ponérseloal Alemán, la camiseta del Alemán, al camarero, la forma de caminar de uno, colocársela,imaginariamente, al otro. Hasta que la bombilla se encienda. Clack.

Fijémonos en los anuncios. El póster que ocupa la puerta principal del Bar Sport es la carta de

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helados Frigo. Aún no ha llegado la primavera, pero da igual, todo el año está allí. La división noes arbitraria. En la parte de abajo se sitúan los más baratos. El Popeye (naranja o limón) cuesta 30pesetas. Al lado, de izquierda a derecha, están el Mini Milk (40 pesetas) y el Drácula (55pesetas). En los pisos de arriba encontramos ya el Twister (65 pesetas), el Calippo (70 pesetas),el Frigo Pie (60 pesetas) o el Super Choc (85 pesetas). En la gama alta (pocas veces loscataremos) posan el legendario Negrito (130 pesetas), todas las modalidades del Cuore (115pesetas) y, arriba del todo, los Fresh (tanto el de kiwi como el de limón valen 115 pesetas). En elvértice, en la parte noreste de este mapa, vemos el logo impreso sobre cinco franjas rojas. Eso síque es una heráldica.

—Tardaremos años en descubrir algo con esta mierda de sistema —se queja Eva.—Los detectives, investigadores, exploradores y científicos somos el resultado de

indispensables investigaciones, búsquedas y descubrimientos —defiendo yo, sin demasiadoconvencimiento, siguiendo las instrucciones y argumentos de la Biblioteca.

—Hay algunos helados que están tachados. No les queda el Calippo de lima-limón —añade elCabrero.

—Y eso significa que… —se desespera el Rubio.—Eva tiene razón. ¿Qué vamos a averiguar simplemente haciendo listas de lo que hay en el

bar?—Aquí dice —y muestro el capítulo de la Biblioteca— que aislemos los detalles de su

conjunto.—Recortemos la silueta del Negrito, si quieres, y la pegamos en el cartel de al lado. A ver qué

pasa —bromea Anna.Y eureka. Hago el ejercicio visual. Recorto mentalmente el helado, lo convierto en un muñeco

de papel troquelado, y lo arrastro, como si tuviera un iPad antes de que existiesen, a través de lapuerta de cristal. El cartel de al lado, ahora me doy cuenta, dice literalmente que no se aceptanpagos con Visa. Nunca nos habíamos fijado. Está escrito a mano, con rotulador. Y junto a él handibujado una tarjeta de crédito, con una equis encima. El blasón de lo prohibido hecho a boli.

—¡Vaya basura de deducción! ¡En la mayoría de bares del barrio no se puede pagar contarjeta! —exclama, encolerizado, el Rubio.

—Pero seguro que ninguno tiene tantos datáfonos detrás de la barra —añade, mediosonriendo, Gabriel, quien ya hace varias semanas que se ha unido del todo a nuestras pesquisas.

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15. EL ABANICO Y EL BORDILLOY será Gabriel quien dé ahora el paso al frente.

A Eva no le podíamos exigir más de lo que ya le habíamos pedido. Y el camarero, el Amabley el Urraca comenzaban a conocernos demasiado después de nuestros anteriores espectáculos yexpediciones. Sólo Gabriel podía infiltrarse en el Bar Sport e indagar sobre si lo que habíamosdescubierto tenía sentido o no.

Meter a Gabriel en un bar mugriento, tarde sí y tarde también, suponía un verdadero castigopara él. Visto con perspectiva, hoy, es evidente que aquel hombre nos tenía un afectoinconmensurable. Seguramente nos quería agradecer la ayuda en la búsqueda de Bakunin. O,quizá, comenzaba a sospechar que lo que le habíamos contado sobre la Banda podía resultar algomás que simples elucubraciones infantiles. ¿Por qué demonios tenían tres datáfonos si allí no sepodía pagar con tarjeta? En aquella época, por otro lado, tampoco era tan habitual tener ese tipode dispositivos.

—El chucho, fuera —dijo despectivamente el camarero.El primer problema asomaba antes de comenzar. No dejaban entrar a Bakunin, y eso hizo que

Gabriel estuviera a punto de desistir. Además, odiaba tener que pasar tanto rato sentado entre esagente, cuya coralidad se fundaba, cada vez más, en una halitosis compartida. Ducados y quintos.Carajillos. Sudor rancio. Televisión a toda pastilla. Un ambiente muy acogedor para alguien queno soportaba estar entre cuatro paredes. Pero lo intentó.

Todos los números de la Biblioteca dedicaban una parte final a los deportes. Nosotroshabíamos escuchado esa expresión, «el abanico y el bordillo», en las crónicas de ciclismo deTelevisión Española. Pero, aunque intuíamos que era algún tipo de estrategia por equipos, noentendíamos a qué se referían exactamente los periodistas especializados.

En ese fascículo, leímos que el abanico se forma cuando los corredores se juntan para cortarel viento que les azota transversalmente, al igual que lo hacen las aves migratorias. El corredorque recibe el viento, añadirá la Biblioteca, efectúa un relevo de 200 metros y, acto seguido, secoloca en última fila. Siempre manteniendo esa línea perpendicular. El bordillo es, a su vez, laprolongación lateral del abanico, formado, eso sí, por los corredores que no han encontrado sitioen la cabeza del pelotón. Dibujan una fila india al lado, y, por lo tanto, no están protegidos delviento. Es sin lugar a dudas el peor sitio. Por eso la expresión «hacer el bordillo» significaencontrarse en la zona menos privilegiada.

Lo que nosotros le pedíamos a Gabriel era que, desde el primer momento, intentara reservarun espacio que lo posicionara en el abanico. En el abanico del bar. Que detectara la horaadecuada para llegar al local y ocupar una silla y una mesa que, luego, le permitiera escuchar las

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conversaciones. Todos conocemos la fuerza de la costumbre, la más primitiva y la másconservadora de nuestras querencias. Cuando alguien escoge un lado de la cama por primera vezes muy probable que se convierta en el definitivo. Lo mismo pasa el primer día de clase. Tesientas en cualquier sitio, y el resto del año lo pasas allí. Los roles familiares pueden descifrarsecon un simple vistazo si observas con atención en qué lugar se sientan, una vez puesta la mesa, elpadre, la madre, la suegra y los hijos. El sofá es una instantánea translúcida. A veces somosabanico. La mayoría de ocasiones, bordillo.

El abanico del Bar Sport se formaba frente a su barra de zinc. Una vez que los parroquianosidentificaran a Gabriel como uno de los suyos, podría jugar a los relevos, pero siempre tendríareservada, aunque fuera de una manera inconsciente, una de las mesas principales. Poco a pocoiría ganándose el sitio. Consumición a consumición.

Gabriel nos escuchaba y suspiraba. Dejaba que desarrolláramos nuestras teorías, surgidas deuna libre interpretación de las enseñanzas de Disney, acostumbrado ya a esa manía tan nuestra deincorporar lo que aprendíamos en la Biblioteca a nuestro día a día.

Traducíamos nuestra lectura en cada decisión, en cada movimiento. No es tan estrambóticocomo pueda parecer. Exactamente así funcionan todas las religiones basadas en un libro sagrado,desde el judaísmo, pasando por el cristianismo hasta llegar al islam. Los creyentes van al campo yven en un cordero, una paloma, un cerdo o una oveja todo tipo de alegorías y parábolasmetafísicas. Nosotros éramos feligreses a partir de un libro (una enciclopedia, en realidad)protagonizado por tres patos (podríamos decir que ésa era nuestra particular patología) que,además, se llamaban exactamente igual que nosotros: Jorgito, Juanito y Jaimito.

Y partíamos con otra ventaja. Traíamos al arcángel Gabriel de casa.—No se puede pagar con tarjeta, ya te lo he dicho.No funcionó lo obvio, lo sencillo. Allí dentro la navaja de Ockham no servía para mucho.

Gabriel estuvo a punto de preguntarle que para qué tenía esos datáfonos, entonces. Suerte que nolo hizo. Se hubiese convertido de manera inmediata en un hostil rival. Lo hubieran enviado muchomás lejos que a la cola del bordillo. Y en la intemperie el viento no golpea sólo desde un únicolado.

Se pasó dos meses merodeando por el Sport. No entendía dónde estaba el fraude. Ni una solavez vio que alguien pagara con tarjeta. El Urraca miraba la televisión y mordisqueaba un palillo.Sólo hablaba al camarero para pedirle que cambiara de canal. El Amable entraba y salía rápido.A veces traía un macuto y lo dejaba allí. A veces, no. Alardeaba de algún coche nuevo.Seguramente robado. Se bebía el quinto. Opinaba poco. Se acariciaba la larga cabellera rubia,como en un anuncio. No hay quinqui que haya gastado tanto en champú acondicionador como él. Yse marchaba. El resto de clientes revoloteaban por el bar a partir de la media tarde, cuando habíanacabado la jornada laboral en sus respectivas fábricas. Muchos llevaban aún el mono de trabajo.También había pintores de brocha gorda, fácilmente reconocibles por la ropa manchada. Opinabande fútbol, de las Olimpiadas, para las que cada vez quedaba menos. Los que no tenían familia sequedaban a cenar algún bocadillo. Una tortilla. Y enseguida bajaban persianas. Durante la nocheno se veía luz dentro. No era un lugar de reunión, ni de timbas. Y, sin embargo, los datáfonosseguían allí. O lo que parecía que eran datáfonos.

Gabriel ya habría abandonado la misión. Lo de los datáfonos podía tener mil explicaciones.Por ejemplo, que tiempo atrás sí se aceptara pagar con tarjeta, y que se hubiesen quedado allí,simplemente en desuso. Todo, como siempre, se basaba en saber cómo utilizar la mirada.

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—Siento como si pudiera captar la esencia de la cosa solamente fijando mi mirada conabsoluta nitidez en el hecho, únicamente enfocándolo bien.

Menudo tahúr estaba hecho Gabriel. Nota número 113. Otra vez las Investigaciones. Nosmetía Wittgenstein en vena, sin darnos cuenta, como si también él necesitara una religión, un librosagrado con el que traducir la vida.

A alguien que ya domina un juego resulta estúpido enseñarle las reglas, se repetía a sí mismo,en voz alta. Se aprende el juego observando cómo juegan los otros. Sólo decimos que se juegasegún tales y cuales reglas porque un espectador ha podido extraer, antes, esos códigos de sumirada.

Nosotros le insistíamos en que, para «observar bien el juego», como él decía, era importanteseguir las estrategias del ciclismo. Estar en el lugar adecuado cuando el viento comenzara a soplara nuestro favor.

Gabriel recordó una historia que alguien le había explicado mucho antes. La Guardia Civil seestaba volviendo majara en la frontera con Andorra. Había un tipo que cada semana cruzaba laaduana en bicicleta y cargando, con la mano derecha, un cubo lleno de arena. Siempre la mismamedida. Siempre el mismo cubo. Siempre, claro, le paraban, y siempre le obligaban a vaciarlo.Miraban dentro, exhaustivamente, entre la tierra. Lo cacheaban. Y jamás encontraron nada. Sedesesperaron. Creyeron que sólo era un loco. No fueron capaces de extraer sus reglas de juego.No fueron capaces de darse cuenta de que, en cada trayecto, la bici era nueva. El cubo era un trucopara domesticar la mirada del funcionario. Luego vendía las bicis mucho más caras de lo que lashabía comprado, libres de impuestos.

Así se derrota todo un sistema.Los datáfonos nunca se utilizaban en el bar. Es cierto. Porque el juego era otro. Le pedimos a

Gabriel que, como nosotros habíamos hecho antes con el cartel de la puerta, descontextualizaratodas las partes del aparato. Que, mentalmente, desmontara el dispositivo. Pieza por pieza. Losbotones, el lector, la pequeña pantalla. Y que luego intentara armar (siempre imaginando elmovimiento) el puzle de otra forma. En ocasiones un cable estaba mordido. Y en otras, no. Enocasiones tenían un botón central, amarillo. Otras veces era de color naranja. Sólo entonces se diocuenta de que siempre había tres aparatos, sí. Pero siempre eran distintos.

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16. ARBOROSCOPIOMayo de 1992. La ciudad ha pasado del entusiasmo pre-olímpico a la histeria colectiva.

Ese ambiente no tiñe nuestras calles imposibles. Han arreglado algo la plaza Roja, que escomo nuestra cara hacia el mundo, para que nos saquen la foto de rigor. El Chupa, ese autobús quehace de sherpa por el barrio, pasa con más frecuencia. Han pintado de blanco la pared delmercado. Poca cosa más. Nadie mira detrás de la cortina.

Aun así, los Juegos Olímpicos intentan imponerse en nuestras rutinas. Todos tienen unapegatina de Cobi; en su carpeta, en el coche de sus padres, en el cristal de su ventana. En laRevilux nos regalan, con cualquier cosa que compremos, un póster con los aros olímpicos.Nosotros reciclamos el afiche. Recortamos los bordes. Los aros son, ahora, cinco esposas decolores, dentro de los cuales ponemos las manos derechas (El Rubio la pasa por el azul, elCabrero por el negro, Fábio por el rojo, yo por el amarillo, y Núria por el verde). Saludamosdesde nuestra prisión de periferia.

Creo que alguien hizo una foto en la que estamos así, mirando a cámara, detenidos. Cuántopagaría por encontrarla.

Somos más de la Petra, la mascota de los Paralímpicos. Es una niña sin brazos. Libre. Nadiela puede esposar. Cobi está al servicio del merchandising más rastrero. Además, nosotros yatenemos un perro de carne y hueso. Bakunin no sabe esgrima ni remo, pero mueve la cola comonadie. Y eructa. Cuando está nervioso, eructa. ¿Cómo superar eso?

El Dealer nos pone todo lo que puede en la bolsa. Chapas, llaveros, cochambres que le handado gratis las editoriales o el Ayuntamiento. Cuando te regalan un llavero (sea un banco o unainstitución pública quien lo hace) te están diciendo que nunca tendrás la llave de nada.

Los pobres somos los que tenemos más llaveros.Con un gesto contundente, digno y sobrio, lanzo mi bufanda hacia atrás. Vacío la bolsa de

plástico, tiro la propaganda a la papelera (el libertario, luego nos dirá Gabriel, es aquel que tira atiempo la propaganda a la papelera de la Historia), y me quedo únicamente con el númerodieciséis de la Biblioteca. Cada vez falta menos para acabar la colección, y los lomos de losvolúmenes, juntos, ya dibujan una escena. Los tres protagonistas, con sus característicos gorros,sacuden una manta (la verdad es una manta que nos deja los pies fríos), como si esperaran quealgo cayera del cielo. Unas Olimpiadas, un nuevo Estado. Siempre se trata de la mismahagiografía, la Tierra Prometida. El mismo relato. Diferentes banderas. Hasta que dure la promesade triunfo, nadie tirará de la manta.

Lo que necesitamos, en palabras de Zambrano, es celebración sin rastro de triunfo.En ese número encontramos un horóscopo hecho a partir de diferentes nombres de árboles.

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Nos recuerdan que gracias a sus ramas podemos construir nuestras cabañas (esos libros son el ojoque todo lo ve). Buscamos nuestro mes, mayo, y el texto nos habla del roble. En la sierra quebordea la Meri hay robles de todos los tamaños. Dice el texto que este árbol (y, por lo tanto, laspersonas vinculadas a él) está dotado de una inteligencia metódica. Estas cualidades, nos advierte,pueden derivar en una excesiva dureza si las llevamos demasiado lejos.

«El roble debe pensar siempre que a su sombra puede florecer también el rosal», leemos.Las sombras, ay. Mirar las sombras significa asombrarse. Hemos establecido el método de la

deducción, sin dejar respirar a las sombras. El dogma es un herpes que se te mete dentro, unasabandija cautelosa. Viaja por nuestro cuerpo como viajan las anguilas hacia el mar de losSargazos. Sube por la pierna, se detiene en la ingle, se introduce en el estómago, escala el torso,por la izquierda o por la derecha, hasta que se convierte en una soga que nos rodea el cuello.¿Quién no ha notado nunca la asfixia de sus propias ideas?

Si esta novela tuviera que tener una banda sonora, la encabezaría la canción «Siempre seré unniño», que Santiago Auserón escribió para La bola de cristal. Nos advierte, como sin quererlo, dela tentación del dogmatismo: No te dejes engañar, / nunca tengas una gran idea. / Una idea es unruido tan maldito / como el zumbido de un mosquito. / Se oye pero no hay quien lo vea, / masnunca deja de volar, / se encuentra siempre dispuesto a atacar / y me pregunto cuánto dura / uhoh oh… / ¡el efecto de «esa extraña picadura»! / que dura hasta la eternidad.

El triunfo de la eternidad.Una forma de resistencia, para aquel niño que ahora recuerdo cuando paseo por Ciutat

Meridiana, era buscar la sombra en todas las palabras. Asombrar el lenguaje. Luchaba contra surotundidad, contra ese roble inclemente que es el diccionario, creando un doble del idioma paracada objeto, para cada cosa. Hay quien dice que el bilingüismo no existe. Puede ser. A mí mellamaban el Catalán, además de porque mis padres me pusieron Jordi, porque dividía cadarealidad en dos. Así la ciruela era una fruta roja, tersa y dulce, del tamaño de una pelota de golf.Pero la pruna, más pequeña, menos almidonada, era amarilla y ácida. Lo mismo pasaba con lagranada y la magrana. Con la lubina y el llobarro. Con los guisantes y los pèsols. Con losmelocotones y los préssecs. Ya no se trataba, insisto, de traducir el mundo. Era liberar cadapalabra de su cautiverio y dotarla de una particularidad, hacerla singular ante la amenaza delindividuo. Jamás ha sido lo mismo, nos avisará Josep Pla, un pájaro que un ocell. No sólo es unacuestión de musicalidad. Es la toma de consciencia de que todo roble tiene su sombra. Se trata,pues, de estar dispuesto a notar la punzada del rosal.

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17. APRETAR LA CORREAEl asombro llega cuando conectamos, de forma consciente o no, partes que parecían totalmentedesconectadas. Cuando volvemos al subrayado de un libro, y una frase se transforma en unpuñetazo a nuestra más inmediata actualidad. O cuando ocurre algo inesperado, y abandonamos lalectura en un punto cualquiera, y, al recuperar la página y el fragmento, nos damos cuenta de que laexistencia está llena de hilos tan invisibles como difíciles de destruir.

El asombro es, también, cuerpo y espasmo. Por eso el azoramiento fue general cuando,después de lo que pasó aquella tarde, regresamos a la Guarida y el Rubio recogió del suelo elfascículo que estábamos leyendo. Lo había dejado precisamente en la página 32, cuando losJóvenes Castores explicaban cómo apretar las correas que nos vienen grandes, calentando al rojovivo una aguja, y añadiendo agujeros al cinturón. El brevísimo texto concluye con un sabioconsejo: «Como siempre que juguéis con fuego, no olvidéis que el fuego quema».

El primer coche de policía iba tan rápido que estuvo a punto de volcar en la esquina deCostabona con Agudes, justo en la curva que ha sido el decorado de nuestro hollywoodiense«Benvinguts a Barcelona».

Luego vino otro vehículo, y luego otro. Y luego otro más. Y dos ambulancias. Aún era de día(los días ya se alargaban hasta pasadas las ocho de la tarde), pero el barrio se convirtió en unadiscoteca de luces estridentes y azules. Las sirenas zumbaban como los antiaéreos de una guerra.La gente empezó a salir al balcón, preocupada. Y se oía ese ruido tan característico que llegacuando se mezcla el temor con la incertidumbre. Es como un cuchicheo colectivo. Nadie se atrevea callar del todo porque el silencio, cuando hay miedo, es aún más perturbador. Pero nadie seatreve, tampoco, a pronunciar una frase entera. No hay espacio para la afirmación. Tan sólo esemurmullo indescifrable. La melodía del impasse.

Gabriel estaba con nosotros en la Guarida. Fábio, el Rubio, el Cabrero y yo nos adelantamos.Sin correr. Pero a paso ligero. La policía se adentró en la parte en que la calle Agudes seconvierte en un laberinto desordenado de bloques, muy cerca de la Revilux. La gente que ve elbarrio desde fuera cree que nos distinguimos entre nosotros por el color de cada edificio. Elamarillo, el granate, el naranja. Es, una vez más, un decorado para la postal exterior. Para que nosvean más o menos vivos desde la autopista. Dentro, por donde esos policías se estaban metiendo,todo son tonalidades de gris. Aprendes a diferenciar el azabache del plomo, el ceniza del plata odel pizarra. La policía se detuvo en el bloque gris frío en el que vivía Eva.

Cuando llegamos, el Urraca ya estaba en la ambulancia. Ahora, del murmullo, se podíandistinguir palabras sueltas. Cuchillo. Apuñalamiento. Desangrarse.

Había policías por todas partes, subiendo y bajando las escaleras. Nos quedamos paralizados,

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justo detrás del cordón de seguridad. A Eva no la llegamos a ver. Pero parece que fue ella quienllamó a Emergencias. La madre bajó ayudada por dos enfermeros mucho después, ya esposada. Lametieron en el coche, en la parte trasera. Se giró y vimos esa mirada. La mirada que venía de otromundo, que no estaba ni aquí ni ahora. Una mirada agarrotada. Sin matices. Hasta que nosreconoció a lo lejos. Pegó su cara al cristal. Y ese rostro yerto se convirtió en una sonrisa larga,indescifrable. Una sonrisa que nos aterrorizó a todos.

La versión oficiosa que circuló por el barrio era que el Urraca llegó a casa borracho. Seencontró a la madre de Eva con su amigo, e intentó agredirla. Eva se puso en medio para tratar deevitarlo, y el Urraca comenzó a patearle la cabeza. Hasta que paró en seco. Se llevó las manos ala espalda. Y se derrumbó con un cuchillo de cocina clavado entre omoplato y omoplato. Todopasó rápido, y tardaron en darse cuenta de que la madre, después de apuñalarlo, se habíaencerrado en el baño.

Intentaron que abriera. Cuando la policía logró tirar la puerta al suelo, la madre estaba en labañera, con su cinturón en el cuello. Había tratado de suicidarse. Por suerte, no encontró la formade apretar suficientemente la correa.

Las sirenas azules abandonaron el barrio entre la muchedumbre. Aún quedaba un mes para lasvacaciones de verano, pero jamás volvimos a ver a Eva en el colegio. Dejó los estudios. A losdieciséis años se quedó embarazada. Y se encerró en un pequeño piso en la parte más aislada deCiutat Meridiana. Cuidando a su bebé. Cuidando lo que interpretó como su segunda oportunidaden la vida. Nunca más nadie la llamó la Meona. Nunca le puso un tutú a la hija que le enseñó arespirar de nuevo.

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18. LA CABALGADA FANTÁSTICAAquellos días en la Guarida no se habló demasiado de lo ocurrido. El pacto de silencio se sellaen silencio.

Gabriel seguía yendo al Bar Sport, haciendo un último esfuerzo para desenmascarar a aquellagente, y nosotros nos centramos en la fiesta de fin de curso que el colegio, al que todos menos elRubio íbamos, nos había propuesto.

La directora escogió la más famosa escena artúrica. El que luego será rey de Inglaterra saca laespada legendaria, Excálibur, de una roca donde está incrustada desde tiempos inmemoriales.Nunca nadie la ha podido arrancar de allí. A Arturo le ayuda Merlín, el gran mago que, gracias auna barba hecha de algodón y celofán, interpreta el Cabrero. A mí me ha tocado el papel del granhéroe. Núria es la bella Morgana. Fábio hace de Sir Héctor (quien me cuida desde pequeño, segúnla narración) y Anna se trasforma en Kay (mi hermanastro). La cosa tiene cierta enjundia, y lospadres, invitados a la representación final, observan cómo hemos construido lanzas y escudos demadera, e incluso algunos caballos de papel maché. También la Biblioteca nos ha ayudado conestas tareas.

La escena tiene lugar en el huerto de un colegio público, sin recursos, prácticamentedesdeñado por el sistema educativo. Estiro con todas las fuerzas esa espada, pintada de plata, y lalevanto como los atletas de las Olimpiadas alzarán su ansiado trofeo. La gente aplaude y Núria,sin que nadie pudiera haberlo imaginado, y saltándose el guion que hemos repasado una y otra vez,se acerca y me da un beso largo y final. Un beso azul y verde, que se contagia del aroma de losnísperos que tenemos alrededor.

El público nos ovaciona. A la madre de Núria ese beso espontáneo le recuerda una de sussecuencias preferidas de Cristal. Le cae por la mejilla una inmensa lágrima, como en unainstantánea de Man Ray.

Acabada la función, invitamos a las familias a venir con nosotros a Camelot, que hemossituado en el comedor del centro, y donde todos los asistentes nos sentamos alrededor de la MesaRedonda. Una mesa en la que no existe ningún lugar privilegiado para nadie. Todos somos igualesalrededor de una mesa en la que, definitivamente, desaparece la idea de líder. De rey. De súbdito.

El banquete está compuesto por ganchitos, pinchos de tortilla, triángulos de pan Bimbo yNocilla. Y por vasos de plástico repletos de Fanta de naranja. Brindamos como si hubiéramosganado de verdad alguna batalla. La ficción funciona a veces como un auténtico bálsamo. Elproblema aparece cuando olvidas que es un juego, un juego de lenguaje, en el que tú ya no decideslas reglas y los pactos. Cuando la ficción viene de fuera, cuando lo has delegado todo, lapropaganda se convierte en un virus que traspasa las pieles más férreas.

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En el trayecto que separa el huerto del comedor sacamos unos cocos partidos por la mitad, quehemos conseguido con unos postres muy populares entonces, y los hacemos sonar chocándolosentre ellos. Son los caballos que trotan, tal y como nos han enseñado los Monty Python en sudelirante versión de la leyenda.

Nos despedimos así, entre nosotros, con los cocos en lo alto. Como si replicáramos el saludode Gabriel, cuando enlaza sus manos por encima de la cabeza.

—Salud, compañeras —exclamo, mientras se aleja el coche de la madre de Núria, en el quetambién se marcha Anna, a un exilio veraniego.

La niña rubia, erizo y enigma de la infancia, se gira unos segundos. Me concentro en sushoyuelos, dos puntos de fuga que van disolviéndose poco a poco. A mi lado derecho tengo aFábio. En el izquierdo, a Jaime. Ambos me ponen una mano en el hombro. Parecemos, los tresjuntos, una pintura desteñida de El Greco. Un triángulo rufián y melancólico.

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19. DENTRO Y FUERA DE LOS BOLSILLOSLa infancia pretendía huir así, en coche, vehículo a vehículo, difuminando las últimas miradas.Como si fuera una pista interminable de Scalextric. Pero faltaba la chicane más vertiginosa, en laque, en vez de frenar al encontrarnos con obstáculos, todo se aceleraría.

Ha pasado menos de un mes desde lo del Urraca. La policía ha ido atando cabos. Haregistrado la casa de Eva, y ha descubierto más mapas como los que nosotros encontramos enaquel macuto.

Aparecerán de nuevo esas sirenas azules, estridentes, bañando el barrio de apocalipsis y defiebre.

Ya estamos de vacaciones, y el Rubio, el Cabrero y yo nos hemos juntado, ahora sin nadiemás, en la Guarida. Leemos el penúltimo número de la Biblioteca, que intenta sermonearnos (elescepticismo crece junto con la lectura) sobre la importancia de mantener el equilibrio de nuestrasfinanzas. Aunque en estos momentos sean modestas, un día, nos dicen, dejarán de serlo. Sisupieran en qué punto exacto de la ciudad estamos leyendo ese capítulo… Aquí la retórica delemprendedor se avanza a los tiempos, y la gente se gana la vida como puede. Cada semana oímosla armónica del afilador de cuchillos, los vendedores ambulantes que ofrecen sandías y melones através de los altavoces de la furgoneta, y los gitanos que tocan un pasodoble mientras la cabrasube a su insólita y milagrosa escalera de Wittgenstein.

Al escuchar el zumbido de los coches patrulla pensamos que se trata de un atraco, de unapelea. Pero se han parado allí, enfrente del Bar Sport. La policía entra con todo tipo de gadgetsmilitares. Cascos, armas, escudos. Si les pusiéramos unos taparrabos, podrían ser la encarnaciónde los muñecos del universo He-Man con los que hemos estado jugando hasta hace poco.

El primero al que sacan detenido es el camarero. Mira hacia el suelo. Cuatro parroquianosmás acaban en el coche de policía. El último es el Amable, que nos mira a todos los curiosos conel orgullo de quien se cree el capo de la mafia. Lleva puesta su camiseta. La del rayo verde.Pronto sabremos que se trata, en realidad, de un pelele, un mandado, el chico de los recados. Peroen todo eso no podemos pensar demasiado ahora porque, entre los detenidos, vemos a Gabriel.Parece desorientado, pero se enfrenta a los agentes. Hasta que nos ve, a lo lejos. Gritamos.Decimos que él no ha hecho nada. Y comprendemos el significado de la impotencia cuando intentalevantar sus brazos para saludarnos con su habitual gesto. Las esposas se lo impiden.

Lo meten en el coche agarrándolo por la nuca. Las luces azules de la sirena no han parado degirar en ningún momento. Y las patrullas comienzan a circular. En total, siete detenidos.

La muchedumbre de vecinos, fuera, comienza a elaborar todo tipo de teorías. Aquí, en elbarrio, no se refuta una teoría con un contraejemplo, sino que en un mismo magma conviven las

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hipótesis más variopintas.¿Y Bakunin? ¿Qué será de Bakunin? Gabriel tiene una hermana en Córdoba que, al enterarse

de la detención, viene al cabo de dos días. Se encuentra al perro asustado, aturdido, casi sincomida. Brama sin parar. Los perros también lloran. Pero Bakunin sobrevive. Aunque tampoco aél lo veremos más.

Durante esa semana en la Revilux todo el mundo pregunta si se sabe algo más de lo ocurrido.La Revilux es nuestro centro de prensa, algo así como un ministerio de información periférico.Comienzan a aparecer en los periódicos noticias, todas muy confusas. Pero es la televisión la queexplica, con todo lujo de detalles, el bombazo. Lo que nosotros llamábamos la Banda era tan sólouno de los brazos de una operación mucho más amplia, dedicada a la clonación de tarjetas decrédito y de débito.

Cuatro de los detenidos eran trabajadores de peaje en la autopista A-7 (los planos queencontramos, y las correspondientes equis que habían marcadas, hacían referencia a cabinassituadas a lo largo de las carreteras catalanas). Eran ellos los que copiaban las bandas magnéticascuando alguien pagaba con tarjeta al pasar por el peaje (ahora lo entendemos, no eran verdaderosdatáfonos lo que había en la barra). Lograron falsificar miles de tarjetas que luego utilizaban,clonando los datos, para comprar todo tipo de objetos. La estafa superaba los cien millones depesetas.

La organización criminal (al final, más de dieciocho personas pasaron por la cárcel)funcionaba en diversas fases. El cerebro de la operación (que no vivía en el barrio y que nisiquiera había pisado el bar) era quien suministraba los falsos datáfonos, con los que se copiabanlas visas. Y fabricaba luego las falsas tarjetas con los datos obtenidos. El Alemán y el Urraca, através del camarero, distribuían los aparatos a los trabajadores de autopistas. Después, un grupode ocho o diez personas más, una vez disponían de las falsas tarjetas, recorrían centroscomerciales comprando, sobre todo, artículos tecnológicos, que luego revenderían. El Alemán y elUrraca eran, también, los encargados de, una vez entregado el dinero al cerebro de la operación,repartir el resto de los beneficios entre los miembros de la Banda.

La policía sabía que se estaban falsificando tarjetas. Había centenares de denuncias, perodurante meses no habían sabido localizar dónde se producían las copias. Cruzando referencias, sedieron cuenta de que la mayoría de las víctimas habían pasado, en algún momento u otro, por lascabinas manuales de pago de los peajes de Mollet y Sant Celoni. El sistema informático de lacompañía determinó el punto exacto.

Los trabajadores del peaje comenzaron copiando tarjetas extranjeras, así como las de mayorcapacidad de compra. Luego les pudo la codicia. Fueron a por todas. Por cada tarjeta clonada, elcerebro de la trama les daba quince mil pesetas. El negocio era redondo. El nivel de vida dellíder de los estafadores comenzó a generar sospechas. Coches de lujo, restaurantes caros, ningúntrabajo conocido. Cuando la policía entró en casa del Urraca, después de que la madre de Eva loapuñalara, encontró, además de falsos datáfonos y mucho dinero, el nombre del que habíainventado toda aquella ingeniería. Detenido él, caían todos.

Teníamos que ayudar a Gabriel, era evidente que él no sabía nada de la trama. Únicamentevisitaba el Bar Sport para ayudarnos. No teníamos ni idea de qué hacer.

Cuando le dijimos a la policía que nosotros ya sospechábamos antes de esa gente, y queGabriel era precisamente un infiltrado, nos interrogaron uno a uno. La bronca de nuestros padresfue apoteósica. Se quedaron nuestros cuadernos, nuestras notas. Un policía puso patas arriba la

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Guarida. Y se pitorreó, con toda la mala leche posible, cuando debajo del sofá de escay descubriólas fotocopias del Rubio. También Bulma, nuestra acróbata sexual, fue requisada por las fuerzasdel orden.

De Gabriel no tuvimos casi noticias. No volvió al barrio. En la cárcel lo pasó mal. Lospresos, entre los que había miembros de la Banda, se enteraron de que los había estadoinvestigando junto con un grupo de críos. Primero se mofaron de él. Después le hicieron la vidaimposible. Su hermana, una empresaria andaluza, consiguió un buen abogado y lo sacó de allí. Sefue a Córdoba, junto a Bakunin. Y perdimos el contacto para siempre.

Hasta ahora, veinticinco años después, cuando su hermana me ha localizado para comunicarmeque ha muerto. Me ha contado también que llevaba una década sin recordar bien quién era,devorado poco a poco por una implacable enfermedad, aunque repetía una y otra vez el nombre deun perro que había tenido tiempo atrás.

Lo han enterrado allí, junto a su familia.Al abrir el testamento, su hermana no esperaba demasiadas sorpresas. Le dejaba el pequeño

piso de Ciutat Meridiana a ella. No obstante había algo más. Una vieja navaja y un sobre cerradoque, según se estipulaba, tenían que ser entregados a un grupo de chavales que había conocidomuchos años atrás. El nombre de contacto que dejó en notaría era el mío. Mi misión, según susúltimas voluntades, era reunir al resto de la agencia de detectives Scooby Doo. Y leer en voz altalo que allí había dejado escrito para los J.G.C.

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20. LA FIESTA MÁS GRANDEEs sábado, 18 de julio de 1992. Falta exactamente una semana para la inauguración de los JuegosOlímpicos de Barcelona. Estoy solo, en mi habitación, leyendo el último capítulo del últimofascículo de la Biblioteca de los Jóvenes Castores. Tengo una lámpara pequeña que ilumina ellibro. Toda lectura es clandestina. El texto se titula La fiesta más grande, está dedicado a las citasolímpicas y contiene un cuadro, en verde, que comienza en 1896, en Atenas, y concluye en 1988,en Seúl. Nosotros tendremos que completarlo en siete días, en Barcelona.

A esa misma hora, pasadas las diez de la noche, Juan Antonio Samaranch está en su despachodel COI preparando el discurso de la inauguración. Ni se acuerda de su primer gran proyectoinmobiliario, Ciutat Meridiana. La Meri. «Benvinguts a Barcelona», es lo primero que escribe enel borrador. Convierte el papel en una bola compacta, lanza el folio a la papelera, y grita«básquet». Y vuelve a empezar.

Durante esa misma tarde, el atleta paralímpico Antonio Rebollo lanza decenas de flechashacia el pebetero del estadio de Montjuïc. Tiene treinta y seis años, trabaja de ebanista, y cojeapor culpa de una poliomielitis que sufrió cuando aún era un niño. El encargado de los efectosespeciales de la inauguración, Reyes Abades, le insiste en que, si finalmente es él el escogido,deberá conseguir que la flecha de metal pase por encima del dispositivo que ha creado. Entoncesun haz de gas provocará que el pebetero se encienda. Le flecha caerá fuera del estadio, en unperímetro cerrado. Los operarios la apagarán rápidamente, y la esconderán. Un plano fijo, entelevisión, permitirá que la magia ocurra. La magia del acontecimiento. La magia de Mandrake.

Pero aún falta una semana para eso. Para que Epi, último relevo de la antorcha, cruce elcésped del estadio. Y para que Rebollo prenda con ese fuego su flecha. Falta, aún, una semanapara que tres mil quinientos millones de personas contengan la respiración ante la pequeñapantalla. Con Montjuïc a oscuras, escuchando la música compuesta para la ocasión por AngeloBadalamenti.

La flecha definitiva pesará cien gramos, estará compuesta por un tubo de ciento nuevecentímetros, fabricado en Estados Unidos, y por un cono de aluminio capaz de soportar un vientode veinte kilómetros. Rebollo no conoce los detalles. No sabe casi nada, ni siquiera le comunicanque es el elegido hasta dos horas antes. Pero ensaya al mismo tiempo que yo leo ese últimocapítulo. Tiene que actuar con la precisión de un robot. Cuenta una y otra vez, en silencio, docesegundos. En ese tiempo concretísimo, ni uno menos ni uno más, ha de tomar posición, tensar elarco y tirar. Si no es estricto con el tiempo, la flecha se apagará. Si no se coloca exactamente en lamarca que le han señalado, el truco no funcionará. Pocas veces ha habido tanta gente aceptando,en el mismo instante, un pacto de verosimilitud de tal envergadura.

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La verdad se construye entre todos los integrantes del juego de lenguaje. Siendo conscientes,sin excusas, de que participamos de un contrato que podemos romper cuando lo creamos oportuno.Hasta el siguiente juego de lenguaje. Creencia, credulidad y certidumbre son tres animalesdistintos. Confundirlos nos convierte, automáticamente, en servidumbre voluntaria.

Falta, aún, una semana, y de la agencia de detectives ya no queda nada. Eva lucha, sola, porrecomponer el puzle de su vida rota. Núria y Anna coincidirán en un camping de la costa catalana,entre Pineda de Mar y Calella, en el que sus padres simulan, por medio de una tienda de nylon ycremallera, disponer de una segunda residencia para el verano. Fábio desaparecerá de Vallbona,increpado por un fascismo hasta entonces oculto, que lanza piedras contra las caravanas en las queviven los gitanos. Juanito, el Rubio, se marchará a Almería, a ver a sus abuelos, y se quedará avivir allí. Jaime, el Cabrero, comenzará a trabajar con su padre, con un horario imposible querápidamente esculpirá la madurez en sus pómulos y en su frente. El Amable seguirá manteniendosu mote en prisión, siempre capaz de seducir a las más peligrosas de las culebras. Gabriel leeráentre barrotes, hasta que su hermana le prepare un destierro plácido. Y el Dealer de la Revilux,justo después de que acaben la Olimpiadas, una mañana, mientras esté ordenando los periódicos,se llevará la mano al pecho, e intentará pronunciar un grito ahogado. Un cliente llamará a laambulancia, y se salvará por los pelos. Pero la papelería, nuestra biblioteca de Babel, quedarásepultada entre fascículos antiguos.

Dos hombres, vestidos con sus uniformes verdes, como si fueran miembros de Loscazafantasmas, retirarán poco a poco todo aquello que constituía la Guarida. En esta noche dejulio ya no queda nada. Ni el sofá, ni las fotocopias de «Dragon Ball», ni los somieres oxidados,puertas maestras de nuestro universo propio. Los operarios encuentran, medio escondido, un viejoacordeón. También lo meten dentro del camión de residuos. En uno de los laterales del vehículo sepuede leer «Barcelona posa’t guapa». Un eslogan es una bandera amordazada letra a letra.

Cierro el libro. En el cajón de mi habitación guardo los prismáticos amarillos. Noto una bolade fuego que incendia mi estómago. Como si fuera el pebetero de Montjuïc, prendiendo antes de lahora anunciada. Vomito. Y, justo después, me sobreviene una carcajada estrepitosa. Es laorfandad, de lecturas y de cómplices, que secuestra nuestro cuerpo cuando más lo necesitamos. Lasoledad, ahora lo sabemos, es la carencia de intimidad compartida.

De fondo, se escuchan los coches que silban al atravesar las carreteras que nos rodean. Suenancomo auténticos pájaros de acero. Pasan con una urgencia que todavía continúa entre nosotros.

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BIENVENIDOS A BARCELONAHe llegado hace cinco horas al barrio. Son las dos de la tarde del viernes 22 de septiembre de2017. He recorrido durante todo este tiempo los escenarios de aquella sociedad ácrata y secreta.La Guarida, la plaza Roja, el Barranco, los bloques A, B y C. La papelería Revilux. Claro que lainfancia no se fue. ¿Adónde iba a ir?

Un elevador a lo Blade Runner transporta a los vecinos entre los pisos de argamasa barata. Enél escucho la conversación de dos mujeres. Se preguntan en qué centros se podrá votar en elreferéndum de independencia. Tal vez abren la Escuela Mestre Morera y el colegio Elisenda deMontcada. Si hace falta, defenderán las urnas con su cuerpo. Sin esperar nada a cambio. Estánacostumbradas. Lo hacen porque es lo que han hecho siempre. Quieren saber si la policíairrumpirá en los colegios de sus hijos con la misma contundencia con la que se cuelan en las casasdesahuciadas de sus familias. Conocen bien las imágenes de brutalidad que, en poco más de unasemana, escandalizarán a toda Catalunya. Ríen y enseñan los dientes. Es fácil entrar en el barrio,sí. No lo es tanto salir de allí. Los furgones de antidisturbios lo han comprobado en más de unaocasión, aseguran. Repiten tres veces la palabra lecheras. Y vuelven a reír con una dignidad queles sale de las entrañas.

Dignidad o miedo, ya todo se confunde. Vienen en el mismo pack. Decir que no tenemos miedoes retrógrado e hipócrita. Lo saben esas mujeres como nadie.

La conversación enseguida vira hacia la imposibilidad de comprar alimentos frescos en laparte más elevada del barrio. En el mercado de la zona alta todas las persianas están bajadas. Tansólo queda una parada, la del frutero, que aguanta como puede. Desayuna cada día (un café conleche, un bocadillo de fuet) en el pequeñísimo bar del mercado, que también intenta detener lo queparece inevitable. Y el camarero, a su vez, le compra a él, cada mañana, un par de naranjas, cincotomates, tres manzanas. Así van moviendo de una mano a otra las pocas monedas que consiguen.Ambos ya han anunciado que a finales de año darán por perdida la batalla. Parecen el tenienteDrogo en El desierto de los tártaros. Aquí el enemigo no está ni se le espera.

En el elevador y las escaleras mecánicas se oyen todo tipo de acentos. El acompasado urdú semezcla con la cadencia del ecuatoriano. El árabe despliega toda su paleta de matices.

Los que viven en los bajos de cada bloque sacan su ropa a tender a la calle. Mientras esperanel sol que no llega, los calzoncillos, los suéteres y los tejanos gotean hasta formar un pequeñocharco. Esos vecinos invaden un trozo de acera medio destruida, y hacen de eso una terraza llenade macetas y geranios.

La periferia de la ciudad es, pese a todo, un jardín de geranios.Desde uno de los ascensores veo el acueducto, devorado por la espesura de los zarzales. Es

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como si la naturaleza también quisiera expulsar a los vecinos del barrio. El campo de fútbol se haconvertido en un parking de tierra y fango. Es difícil imaginar que en ese lugar estaba la piscina.En el pliegue que dibuja la avenida Rasos de Peguera descubro, también, la antigua churrería.Cuando íbamos a la Font Maragall siempre parábamos allí. Comprábamos cortezas, quecomíamos sin poder parar. Hasta que un coche robado no cogió a tiempo la pronunciada curva.Salió volando y destrozó el techo de hojalata. Ahora permanece en el mismo sitio, cerrada, comoun dolmen.

Definitivamente es éste un barrio de persianas bajadas. De geranios y de persianas bajadas.El Rey de Reyes, una especie de líder espiritual que ahora regenta la Revilux, finalmente ha

abierto. Estaba limpiando dentro, con la música a todo volumen. Me cuenta que compró elestablecimiento por veinte mil euros. Me deja entrar. Hay cuatro bancos de iglesia y un pequeñoescenario, desde el cual este hombre dominicano realiza sus sanaciones, adoraciones y milagros.Asegura que tuvo que limpiar mucho aquello para convertirlo en la casa del Señor. No entiende mimueca de desaprobación cuando me explica que tiró a la basura todo tipo de libros juveniles quehabían quedado apilados tras un desvencijado mostrador. Allí la lectura, bromea, es otra. Y, derepente, se escuchan los gritos que vienen desde fuera.

Salimos. El pastor me intenta tranquilizar. Otro desahucio, dice. Y vuelve a meterse dentro dellocal. Tararea una canción que no logro identificar, mientras barre el suelo.

Desde la puerta, donde aún cuelga el letrero de Revilux, identifico el edificio en el que ungrupo de cuarenta vecinos intentan impedir el paso a la comitiva judicial. Bajo hacia el portal.Los Mossos d’Esquadra saludan por su nombre a algunos de los activistas. Cada día la mismahistoria. Existe una cierta familiaridad entre ellos. Hay tensión, sin embargo. La orden es entrar yechar a la familia. Sin demasiadas contemplaciones.

En el piso de cuarenta y cinco metros cuadrados viven tres mujeres. La abuela está enferma,casi no puede caminar. Lleva décadas alimentándose de ansiolíticos. La propietaria del inmueblees alta, camina encorvada, con los ojos hinchados tras haber estado llorando toda la noche. Tienelos dedos amarillos de fumar. Debe de tener mi edad. Hace catorce meses que no puede pagar lahipoteca porque se quedó sin trabajo. Ha sido imposible meterse de nuevo en la rueda. El sistemala ha escupido como si fuera el peor de los venenos. Lo poco que consigue cuidando durante unashoras a un viejo lo destina a la austera compra semanal. Su hija, de veinte años, se sienteculpable. Tampoco ella ha podido evitar la situación. Está embarazada. Y se encuentra cada vezpeor. No se lo ha contado a nadie, pero hace días que tiene pérdidas. Ahora mismo estásangrando. Espera que nadie lo note. No hasta que esto se solucione.

Tres generaciones, así, serán desahuciadas de un solo hachazo. ¡Pam! ¡Zas! Nuevo cerrojo ypuerta blindada. La representante del juzgado se protege con su carpeta como si fuera un escudomedieval.

Los vecinos llevan madalenas y termos con café. Alguna pancarta de cartón. Y un megáfono.Es un caso complicado, dicen, ya que la sentencia llega por lo penal. Pueden frenarmomentáneamente la orden. Pero la policía vendrá más tarde con refuerzos. No saben exactamentecuándo. A veces convocan tres desahucios al mismo tiempo para desperdigar a los activistas.

Hoy conseguirán sacar a las tres mujeres prometiéndoles un alquiler social que nunca llegará.No veré cómo bajan por la escalera, apresuradamente, las cajas con sus objetos personales. Noveré cómo una de las bolsas se abre y cae todo al suelo. No veré cómo la mujer se detiene unmomento, y recoge el tutú que hace tantos años había escondido en un cajón. No se acordaba ya de

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él. Lo alza como si también fuera un trofeo olímpico. Lo observa a trasluz. Hasta que un agente laempuja para que abandone definitivamente el edificio. Ella se gira, realiza un plié ante el policía,que la mira, atónito. Son sólo unos segundos. Doce segundos. Pero todo el mundo se calla. Cuandotermina el movimiento de ballet, la mujer mira cara a cara al mosso. Y le suelta un sonoro yrotundo tortazo. Es imposible definir ese tipo de estruendo. Vibra ahí, al mismo tiempo, el miedo yla dignidad.

Antes de que pase todo eso, y creyendo que habían logrado detener el desahucio en el primerenvite, me subo al 83. Es un autobús que, como el antiguo Chupa, recorre Ciutat Meridiana, TorreBaró y Vallbona. Es una proeza lo que hace el conductor en la calle Sant Feliu de Codines. Cadaesquina de la cuesta resulta una filigrana. Que venga aquí Kilian Jornet y lo vea. Me miraextrañado. No entiende por qué llevo tanto rato sentado sin bajar. Lo haré en Vallbona. Donde laciudad cambia su nombre. Justo en el descampado, el que hay enfrente del letrero de «Benvingutsa Barcelona». Desde allí se aprecia mejor cada letra. Hay un chorro de herrumbre que baja, comouna lágrima seca, por la letra B. Hasta caer entre las cañas en las que habíamos instalado laGuarida.

Es precisamente la esquina entre Agudes y Costabona el sitio en el que hemos quedado. A lasdos en punto. Desde donde estoy, a unos trescientos metros de distancia, los veré llegar. Necesitoesa panorámica. Aunque sea una última vez.

Aún no soy consciente de por qué Eva no podrá venir. No nos hemos reconocido antes, alcruzarnos la mirada. No he visto el tutú en el suelo. Me parece distinguir ahora a Núria. Sí, sinduda, es ella. Viene bromeando con Anna. Mira el Rubio, fíjate en el Cabrero. ¿Es ése Fábio?¿Viene con sus hijos? El grupo se saluda. Primero con timidez. Luego, con entusiasmo.

Les hago señales desde el descampado de Vallbona. Es Anna, cómo no, la primera que se dacuenta de que estoy allí. Cuando todos me reconocen, alzo los brazos, y cruzo mis manos a lo alto.Exactamente como lo hacía Gabriel. Desde la barandilla todos imitan el gesto. Ahora atravesaréel Barranco hasta abrazarlos. Antes, le doy una nueva vuelta a mi foulard rojo. Y, con su viejanavaja, abro el sobre que nos ha dejado como herencia. Tenía que haber supuesto que era unapregunta abierta. El arcángel libertario nos vuelve a interrogar:

«Podemos imaginarnos a un animal enojado, temeroso, triste, alegre, asustado. Pero¿esperanzado? ¿Y por qué no?».