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LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR Por Antonio Orozco Delclós CUARTO MISTERIO LUMINOSO DEL SANTO ROSARIO Sumario -Un rostro brillante como el sol -La luz del Tabor -La nube -María y el Tabor -Recordar para contemplar -En consecuencia -En conclusión Un rostro brillante como el sol «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol" (Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: "Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2 Co 3, 18).» [JUAN PABLO II, Carta Apostólica «Rosarium Virginis Mariae», sobre el Rosario de la Virgen María, 16 de octubre 2002, n. 9] Así resumen Juan Pablo II el «Misterio de luz por excelencia, la Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo " escuchen " (cf. Lc 9, 35 par.) y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo.» [RMV, 13]. Explicaba en aquella entrañable Carta el papa Juan Pablo que «Para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente 'compendio del Evangelio', es conveniente pues que, tras haber recordado la encarnación y la vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes de considerar los sufrimientos de la pasión (misterios de dolor) y el triunfo de la resurrección (misterios de gloria), la meditación se centre también en algunos momentos particularmente significativos de la vida pública (misterios de luz). Esta incorporación de nuevos misterios, sin prejuzgar ningún aspecto esencial de la estructura tradicional de esta oración, se orienta a hacerla vivir con renovado interés en la espiritualidad cristiana, como verdadera introducción a la profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de gloria.» [RMV 19] A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro «comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir ... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día». Pedro, desconcertado, no estuvo dispuesto a aceptarlo; era un anuncio para él ininteligible (cf. Mt 16, 21-23); los demás no lo comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8 par.; 2 P 1, 16-18), sobre una montaña –la tradición indica el monte Tabor-, ante Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos más íntimos, de quienes se había de esperar una respuesta perfecta, adecuada al espíritu del Maestro. El rostro y los vestidos del Señor se pusieron «fulgurantes como la luz», en términos de Lucas; «resplandecientes como el sol», según Mateo (cf. Mt 17, 2); Marcos puntualiza que «ningún

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LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR Por Antonio Orozco Delclós CUARTO MISTERIO LUMINOSO DEL SANTO ROSARIO Sumario

-Un rostro brillante como el sol -La luz del Tabor -La nube -María y el Tabor -Recordar para contemplar -En consecuencia -En conclusión

Un rostro brillante como el sol «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol" (Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: "Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2 Co 3, 18).» [JUAN PABLO II, Carta Apostólica «Rosarium Virginis Mariae», sobre el Rosario de la Virgen María, 16 de octubre 2002, n. 9]

Así resumen Juan Pablo II el «Misterio de luz por excelencia, la Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo " escuchen " (cf. Lc 9, 35 par.) y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo.» [RMV, 13]. Explicaba en aquella entrañable Carta el papa Juan Pablo que «Para que pueda decirse que el Rosario es más plenamente 'compendio del Evangelio', es conveniente pues que, tras haber

recordado la encarnación y la vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes de considerar los sufrimientos de la pasión (misterios de dolor) y el triunfo de la resurrección (misterios de gloria), la meditación se centre también en algunos momentos particularmente significativos de la vida pública (misterios de luz). Esta incorporación de nuevos misterios, sin prejuzgar ningún aspecto esencial de la estructura tradicional de esta oración, se orienta a hacerla vivir con renovado interés en la espiritualidad cristiana, como verdadera introducción a la profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y de luz, de dolor y de gloria.» [RMV 19]

A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro «comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir ... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día». Pedro, desconcertado, no estuvo dispuesto a aceptarlo; era un anuncio para él ininteligible (cf. Mt 16, 21-23); los demás no lo comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8 par.; 2 P 1, 16-18), sobre una montaña –la tradición indica el monte Tabor-, ante Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos más íntimos, de quienes se había de esperar una respuesta perfecta, adecuada al espíritu del Maestro. El rostro y los vestidos del Señor se pusieron «fulgurantes como la luz», en términos de Lucas; «resplandecientes como el sol», según Mateo (cf. Mt 17, 2); Marcos puntualiza que «ningún

batanero en la tierra podría dejar los vestidos así de blancos» (Mc 9, 3). Para redimirnos con su Pasión y Muerte, Jesucristo renunció a la gloria divina que le pertenecía; la ocultó al hacerse hombre con carne pasible, no gloriosa, para ser de verdad semejante en todo a nosotros, salvo en el pecado (cf. Hbr 4, 15). Tenía derecho a presentarse y a ser tratado como Dios, pues lo era, pero quiso desprenderse de la gloria que le correspondía y ser uno más (cfr. Fil 2, 6), para vivir con plena autenticidad igual que los demás, como cualquiera de nosotros. Pero en ese momento que ahora comenzamos a contemplar - anunciada ya a los Doce aquella pasión y muerte tan difícil de comprender-, Jesús quiere manifestar en cierta medida la gloria que alcanzará con su sacrificio pascual. Pedro, Santiago y Juan habrán de seguirle muy de cerca y era muy conveniente facilitarles la fortaleza en la fe, necesaria para no desfallecer ni un instante; y la esperanza en la fidelidad de las promesas divinas. Habían de entender, de una parte que «nos es preciso pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Act 14, 22); y de otra, que «los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8, 18). Era menester mucha esperanza para la mucha fortaleza que se precisaba. Por eso Jesús les deja entrever un aspecto del fruto de su pasión, transfigurándose ante sus ojos llenos de asombro. Moisés y Elías aparecen junto al Señor y, con reverencia, le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén» (Lc 9, 31). Los personajes más relevantes del Antiguo Testamento –la Ley y los Profetas- subrayan con su actitud la eminencia del Mesías. «Hablaban de su partida», seguramente de algunos aspectos del tránsito de la Antigua a la Nueva Alianza, que había de sellarse con la sangre del Cristo -el Siervo de Yahvé-, mediante cruenta pasión y muerte, para luego resucitar según las Escrituras. Estamos en el cuarto misterio luminoso del Santo Rosario, oración «a María» y «con María». A Ella –Madre de la Divina Gracia- acudimos y suplicamos que nos consiga entendimiento más agudo que el de los primeros Doce, para captar el sentido profundo del misterio. No se la ve materialmente en la escena. No había sido convocada al Tabor, sólo Pedro, Santiago y Juan. ¿No lo merecía Ella más que esos tres juntos? Este tipo de preguntas se nos pueden plantear con cierta frecuencia: ¿Por qué ése sí y yo no, o viceversa? Se nos ocurre pensar en los méritos, que son lo que menos cuenta en esta especie de cosas. Pero las delicias del Tabor no se deben al mérito sino a la debilidad. La Transfiguración no es meta, ni un don necesario para la fe o la santidad. Es sólo un medio para la perseverancia en la dificultad de aquellos que –siendo débiles- habían de ser columnas de Iglesia. Era muy conveniente para ellos. La Virgen María no necesitaba las luces del Tabor para ser fuerte y fiel. Sería cosa muy buena que nos acostumbráramos a dar gracias a Dios por las cosas que no nos da, porque eso significa que nos ha dado otras menos brillantes pero más valiosas, como la no necesidad de lo extraordinario, espectacular, o deslumbrante. Es mejor no tener caballo ni necesidad de fulgor que nos tire de él, para creer en Jesucristo, como suele decirse de Saulo de Tarso, que poseer una espléndida montura y ser derribados por una luz cegadora. No son las gracias extraordinarias las que hacen santos, sino la correspondencia fiel a las innumerables gracias ordinarias que recibimos constantemente para amar más, cumpliendo el pequeño debe de cada momento. ¿Por qué otros reciben luces extraordinarias y yo no? La respuesta es: si no las recibes es que no las necesitas. Como a Pablo, te dice el Señor: «Te basta mi gracia». Tienes más que suficiente con lo ordinario. «No soy "milagrero", escribió san Josemaría. -Te dije que me sobran milagros en el Santo Evangelio para asegurar fuertemente mi fe» (Camino, 583). No hace falta más. Lo que fue dado a Pedro, a Santiago y a Juan, también nos pertenece. Contiene para nosotros un mensaje vivo, actual. Nos basta la memoria contemplativa.

La luz del Tabor Si nos ponemos curiosos, una primera cuestión podría ser: ¿Por qué todo es tan luminoso y blanco en el Tabor? La luz es la gran metáfora para expresar el ser y la belleza de lo divino. Jesús se presenta con un aspecto que no es de este mundo. Para ver el sol de frente se precisa una potencia superior a la de nuestra retina. Sin embargo los tres apóstoles se encuentran felicísimos ante aquel resplandor, desearían permanecer allí indefinidamente. «¡Qué bien se está aquí!...» No se ofuscan. Quizá sus facultades han sido elevadas para percibir la belleza de la plena unión del hombre con Dios en la oración del Verbo encarnado. Nosotros captamos mejor la belleza de las nubes variopintas, de los paisajes polícromos. Si tan bello resulta un amanecer o un crepúsculo, más habría de serlo un paisaje meridiano.

Pero la luz blanca, síntesis de todos los colores, no suele fascinarnos. Nos falta vigor, porque el blanco es el color de la completa generosidad, refleja toda la luz, no se guarda nada para sí. El negro, avaro, absorbe las radiaciones, se las queda todas, es la oscuridad total. Jesús es Luz de Luz, luz del mundo, luz blanca, sin refracción, como la nieve. Es el camino de la luz, el camino que no tiene duda, hacia la verdad viviente, la Verdad que es Vida, la Vida que es puro Don. Dios es el gran artista de la luz. Pinta sin pigmentos -sólo con luz-, el mundo, el cielo, las nubes, los campos, el mar... Es la plenitud y origen de toda luz, de toda belleza; tanto como decir, de todo amor. Amor, luz, belleza ¿no son, en su cumbre, nombres de lo mismo? La belleza espiritual es amorosa; la belleza sensible materializa la espiritual; en cierto sentido es la «refracción» de la «luz inaccesible» en la que habita Dios. Jesús es la Luz, todavía oculta en la tierra por la humildad infinita de su amor inmenso, pero se acerca el día –y aquí tenemos un anticipo- en que el amor habrá vencido al poder de las tinieblas, la humildad habrá derrotado a la soberbia para siempre y aparecerá la belleza en todo su esplendor: Veritatis splendor!.

La nube «Una nube resplandeciente les cubrió». En la Escritura, la nube suele ser símbolo de la presencia de Dios y de la acción del Espíritu Santo. Pedro, Santiago y Juan no están como simples espectadores, sino involucrados, participando del misterio de la unión con Dios, que es divinización del hombre. La transfiguración les alcanza de manera inefable. La luz del Espíritu entra en ellos, el amor les envuelve, la felicidad les llena. Lo que ahora ven, más aún, lo que ahora viven, el resplandor de la nube, es decir, la luz y la gracia, la vida y el amor del Espíritu Santo, no sólo resulta impresionante a la vista, es gozo inmenso del corazón. El amor de Dios, mediante la humanidad santísima de Jesucristo, ha entrado en ellos. Ha valido la pena subir al monte aquél. Valdrá la pena pasar por cualquier cañada oscura, si al final del camino se encuentra esa Luz. Todo lo temporal es breve, porque termina, no importa la duración. La Luz, en cambio, es fascinante, y será definitiva, eterna. Vale la pena vender cuanto se posea, como el mercader de perlas finas, con tal de ganar la visión, el amor limpio y puro, inmenso, en su integridad, en su esencia. El mensaje del Tabor es claro: valdrá la pena pasar por Getsemaní, por la flagelación, por la coronación de espinas, por la vía dolorosa hasta el Calvario. A la luz de este misterio «luminoso por excelencia», vale la pena pasar por todos los dolores. Esto es lo nuclear: «Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han contemplado Tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen que Tu Pasión era voluntaria y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre (Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración)» (CEC 555). Así pues, la irrupción de la gloria celestial de Cristo en el mundo por tan breve tiempo y ante público tan escaso, tiene un gran valor universal. Ha de ser guardado, custodiado, defendido, conservado vivo en la memoria hasta que llegue el gran día de la Resurrección. Algunas veces, al hablar de la resurrección y del «más allá», como maravillosa esperanza que compromete nuestra actual existencia, algunos piensan: «nadie sabe lo que hay más allá, nadie ha regresado». Es una huida en falso: Alguien ha regresado, al menos uno: Jesucristo. Hay pruebas históricamente irrefutables. ¿Si las hubiera y las conocieras, creerías? Pues las hay. Si tú mismo hubieras estado en el Tabor, ¿te bastaría para ser fiel a la hora de la Cruz? Seguramente, sí. ¿Y si hubiera estado otro, un amigo de toda tu confianza? Posiblemente también. Pues es lo que ha sucedido. Juan lo dice explicitamente, cuenta "lo que vio" (Jn 19, 35; 20, 24; ). Pedro, Santiago y Juan son de confianza. Su testimonio tiene las trazas de la verdad. Pueden ser tus amigos. No obstante, ellos mismos no comprendieron en seguida el fondo de su singular experiencia. Llegó la hora de la Cruz y no supieron recordar. No se comportaron, precisamente, como unos valientes. Después, los veremos encerrados, por temor a los judíos, resistiéndose a creer en la resurrección que las santas mujeres les anuncian en la mañana de aquel primer día de la semana grande. ¡Qué vergüenza, poco más tarde, cuando Jesús se presenta resucitado en medio de ellos, en el Cenáculo, estando cerradas las puertas! Menos mal que la alegría del encuentro, la sonrisa del Resucitado, la misericordia de su corazón sortean el bochorno, lo metabolizan todo. Pero qué vergüenza no habríamos de pasar nosotros a la hora del encuentro definitivo si olvidáramos las luces claras que a lo largo de nuestra vida

nos ha regalado Dios.

Anámnesis Alguien escribió que la diferencia entre un santo y el que no lo es consiste en que el santo no olvida las gracias recibidas de Dios y el otro sí. Anámnesis! Un concepto clásico que concuerda con temas esenciales del pensamiento bíblico, la teología de la liturgia y la antropología desarrollada a partir de la Sagrada Escritura: Anámnesis, literalmente: «no-olvido». Pero ya en Israel, anámnesis es más que un simple recordar, porque «no se ha perdido en el pasado lo que pasó». El recuerdo abre a la realidad. Al celebrar la Pascua judía, los hebreos revivían la experiencia de la gran liberación obrada por Dios en Egipto; sabían que seguía operativa, que no fue un acto momentáneo, aislado, sino una constante jamás interrumpida, a pesar de los pesares. Anámnesis es recordar lo que pasó pero que –por el poder de Dios- no ha pasado. Conocer implica recordar, sin memoria no hay conocimiento, sin conocimiento no hay vida personal. Hemos vivido épocas en las que se ha sobreestimado la memoria, o mejor dicho, se ha confundido el «memorare» con lo mismo que hace un papagayo y también un disco rayado. Y se ha obligado a los niños en la escuela a aprender listas de ríos y de reyes de un modo irritante. En esta época más bien sucede lo contrario, se desprecia la memoria y no se somete a un recio aprendizaje, como si no fuera un elemento indispensable para la vida del pensamiento, tanto como para evitar el haber de aprenderlo todo cada día. El mensaje del Tabor se dirige derechamente a la memoria; debe entenderse para recordar cuando sea menester; esto es, cuando el sol no amanezca y la oscuridad llene el día; cuando unos sayones de los más fuertes y brutos descarguen sus flagelos sobre la espalda encorvada y bañen el cuerpo entero de sangre; cuando trencen unos troncos espinosos –con espinas largas como un dedo- y los empotren sin compasión en el cráneo; cuando escupan en la cara y rompan una vara en pleno rostro; cuando den patadas en los flancos para que el cuerpo caído sin aliento se levante con la cruz encima camino del Calvario... Cuando parezca que el fracaso lo invade todo, la frustración adquiera dimensiones cósmicas y el ser humano exangüe espire el último aliento... Para todos esos entonces Jesús se transfiguró en el Tabor. Lo que está pasando no va a anular lo que acontecerá anunciado; pero lo visto es más que suficiente para saber que todo cuanto sigue ¡valdrá la pena! La voluntad salvífica de Dios seguirá vigente, su señorío sobre la Historia no habrá menguado, al contrario, se cumplirá. Hay penas, quién lo duda, en este viaje siempre breve por el mundo hacia el Hogar del Padre. Pero se nos ha dado memoria para recordar y revivir, no sólo el pasado, también el futuro. Es preciso tener habitualmente en presente tanto el pasado como el futuro. Sólo así la persona sabe quién es, de dónde viene, a dónde va, qué debe hacer para arribar a la meta, qué valor tienen las facilidades y los obstáculos, qué sentido los días y las noches, las luces y las sombras... Y sobre todo quién es y dónde está la Luz. Para la anámnesis, el Creador nos ha dado el pensamiento, la palabra hablada y la palabra escrita. Nos ha procurado la Escritura Sagrada y también instrumentos domésticos para suplir la debilidad de memoria: el papel y el lápiz, hasta llegar al palito y la agenda electrónica. Siempre hay algún medio de anámnesis, de no dejar caer en el olvido, en la amnesia, las luces divinas. Tal vez parece que quedan atrás sin remedio o apolilladas hasta la desolación en algún rincón inasequible del baúl de los recuerdos. Es cosa de acudir al Espíritu Santo, memoria de la Iglesia: «Él os recordará todo lo que yo os he enseñado...» (Jn 14, 26). Quizá desea vernos con mayor interés y por eso da la impresión de que se resiste, de que no oye ni está dispuesto a recordarnos... Pero no es así. Pongamos más empeño hasta recordar aquel momento decisivo, que solicitaba una conversión radical y gozosa. Recordemos «el fervor de la primera caridad», es decir, aquella ilusión apasionada del amor de la primera juventud; el deslumbramiento del primer encuentro con Dios-Amor. No debemos olvidar: ¡Anámnesis! El recuerdo de las luces que haya habido en nuestro pasado, por breves o fugaces que nos puedan parecer, son las huellas del paso de Dios en nuestra vida, son plenamente vigentes si nos abrimos a la gracia que llevaban. Ahora son actuales en el corazón de Dios y pueden revivir en nuestra mente y en nuestro corazón. Ahora es el momento de aferrar el recuerdo, traer al presente el pasado; aquella decisión con la que nos comprometimos sin reservas. No lo dudes, tiene plena vigencia, porque el amor de Dios es siempre joven. Dios –asienta con razón san Agustín- es «el más joven de todos». Si pasó el tiempo y consentiste el olvido, el apagamiento, si de algún modo velaste

el recuerdo, vuelve a la vida de tu conciencia, vuelve a la luz de Dios, a la verdad, a la belleza de su Amor. Vuelve a mirar a Cristo Jesús, en el Tabor, resplandeciente de sol, de misericordia, de perdón, de cariño: «Este es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle»(Mt 17, 5). «Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle» (Lc 9, 35).

María y el Tabor A María, en el Evangelio no la vemos en Tabor, junto a Pedro, Santiago y Juan, pero en nuestra contemplación, bien la podemos poner. Y mirar cómo de nuevo se conmueve porque el Padre celestial dice las mismas palabras que Ella ha pensado y pronunciado muchas veces: «Este es mi Hijo...». Sólo Ella y el Padre Dios pueden decir esto de un modo estricto, en plenitud. Dios Padre ha dado a Jesús el ser divino, María le ha dado el ser humano (lo ha engendrado propiamente, por obra del Espíritu Santo). María participa pues de un modo singular en la paternidad de la Primera Persona divina. Es impresionante. ¿Y nosotros? ¿No podremos decirle a Jesús, de algún modo, en algún sentido, «Hijo mío»? Pues sí, porque la vida de los hijos de Dios es también participación en la vida de Dios Padre. Jesús nos ha traído, nos ha dado la vida de la Gracia, para que la tengamos en abundancia. Es increíble la riqueza de la vida sobrenatural. Participamos de la paternidad del Padre, de la filiación del Hijo y del amor-don del Espíritu Santo. Y si paternidad o maternidad significan origen de vida con semejanza de naturaleza y «por la fe Cristo habita en nuestros corazones» (cf Ef 3, 17), por el testimonio de esa fe, por la oración y el sacrificio, por la palabra y por las obras, en suma, por la participación activa en el Cuerpo Místico de Cristo, somos origen de vida «crística», es decir, de algún modo somos causa de que la vida de Cristo nazca, germine y se desarrolle en otras personas. En este sentido participamos, en virtud del Espíritu Santo, de la paternidad del Padre respecto a la vida de Cristo en otros, sobre quienes mantenemos cierta paternidad y, por lo mismo, podemos decir a Cristo – junto a María y al Padre-: «¡Hijo mío!». Sin perder de vista, claro es, que es Él, ante todo, Creador y Redentor nuestro, nuestro Padre y nuestro Hermano, que nos dice por su Espíritu: «mis delicias son estar con los hijos de los hombres» (Prv 8, 31), ¿Sorprendido? ¿Asombrado? No es para menos. No salgas de tu asombro. Anámnesis! no olvides, recuerda y contempla.

Recordar para contemplar «La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: "Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2 Co 3, 18)». (RVM, 9) En el rostro de Cristo asoman también el rostro del Padre y el rostro del Espíritu que de los dos procede. Paternidad, Filiación, Amor, son los tres Personas divinas. Contemplar la Transfiguración es, por tanto, introducirse en el misterio trinitario. «la contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo "envolvió en pañales y le acostó en un pesebre" (Lc 2, 7). Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?" (Lc 2, 48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la que da a luz, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19, 26-27); en

la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14). (RVM, 10) Recordemos un par de párrafos más de san Juan II: «El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: `Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6, 7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza'» (RMV, 12) A la luz del Tabor el pasado no es pasado, es siempre un tesoro actual regalado por el amor de Dios. También cuando sea moralmente detestable y requiera mucha expiación y penitencia. En tal caso, la participación en la Pasión de Cristo traerá el gozo de la operación quirúrgica o de la medicación que, a pesar de sus desagradables efectos secundarios, cura la enfermedad, devuelve la salud. Y si no lo es tanto, habrá más espacio para la penitencia a favor de la humanidad entera, tan necesitada. En todo caso, no habrá que lamentar el pasado a no ser por el amor de Dios ofendido, el cual se transformará en amor misericordioso, a su vez transformante, hasta llegar a lo que nos anuncia san Juan: «Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es» (1Io 3:2; cfr. 1 Cor 13, 12).

En consecuencia: Cuando te sientas inútil y despreciable: ¡recuerda! Cuando te parezca que estás a infinitas leguas de tu Padre Dios: ¡recuerda! Cuando te veas indigno de llamarte hijo de Dios: ¡recuerda! Cuando te parezca que no hay más que noches en el calendario: ¡recuerda! Cuando participes de la pasión de Cristo: ¡recuerda! Cuando estés enfermo: ¡recuerda! Cuando seas anciano: ¡recuerda! Cuando veas cercana a tu hermana la muerte: ¡recuerda! Aunque te parezcan breves y confusas las luces que ha capturado tu retina, ¡recuerda! La Luz está cerca y es eterna. El misterio del Tabor es para la memoria. Para recordar en presente el pasado: lo que Dios ha hecho ya por ti; el presente: lo que está haciendo; el futuro: lo que te ha prometido y va a hacer, que es muchísimo más que todo el bien pensable. En el Tabor «Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa» (Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara, Santo Tomás, S. Th. III, 45, 4, ad 2)».: (CEC 555). El Cielo es la Trinidad, es decir, la vida en el torrente circulatorio de amor infinito entre las tres Personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Estamos convocados a disfrutar de la intimidad divina. Si cuando la luz creada se refracta aparecen todos los colores del arco iris, ¿que será cuando la Luz increada se nos manifieste en toda su pureza sin daño para nuestros ojos, con toda su pureza y suavidad... ? Leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: «En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús "fue manifestado el misterio de la primera regeneración": nuestro bautismo; la Transfiguración "es sacramento de la segunda regeneración": nuestra propia resurrección (Santo Tomás, S. Th. 3, 45, 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14, 22) Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña (cf. Lc 9, 33). Te ha reservado eso, oh Pedro,

para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir? (S. Agustín, Serm. 78, 6). (CEC 556) Finalmente, es preciso advertir que la vida puede ser larga, pero el Tabor es siempre breve. Lo normal, también en la vida de los grandes santos, no es hallarse en el arrobamiento de Pedro: «¡qué bien se está aquí!...». Lo corriente es que en este mundo no se esté del todo bien; tener que cumplir el deber, la misión brillante u oscura que Dios nos ha confiado, sin entusiasmo sensible, a «contrapelo». Por eso escribe san Josemaría: «Necesito prevenirte contra una argucia de "satanás" -así, ¡con minúscula!, porque no se merece más-, que intenta servirse de las circunstancias más normales, para desviarnos poco o mucho del camino que nos lleva a Dios. / Si luchas, y más aún si luchas de veras, no debes extrañarte de que sobrevenga el cansancio o el tiempo de "marchar a contrapelo", sin ningún consuelo espiritual ni humano. Mira lo que me escribían hace tiempo, y que recogí pensando en algunos que ingenuamente consideran que la gracia prescinde de la naturaleza: "Padre: desde hace unos días estoy con una pereza y una apatía tremendas, para cumplir el plan de vida; todo lo hago a la fuerza y con muy poco espíritu. Ruegue por mí para que pase pronto esta crisis, que me hace sufrir mucho pensando en que puede desviarme del camino". / -Me limité a contestar: ¿no sabías que el Amor exige sacrificio? Lee despacio las palabras del Maestro "quien no toma su Cruz "cotidie" -cada día, no es digno de Mí". Y más adelante: "no os dejaré huérfanos...". El Señor permite esa aridez tuya, que tan dura se te hace, para que le ames más, para que confíes sólo en El, para que con la Cruz corredimas, para que le encuentres» (Surco, n. 149). Es una enseñanza aprendida en su propia experiencia: «No me importa contaros que el Señor, en ocasiones, me ha concedido muchas gracias; pero de ordinario yo voy a contrapelo. Sigo mi plan no porque me guste, sino porque debo hacerlo, por Amor. Pero, Padre, ¿se puede interpretar una comedia con Dios?, ¿no es eso una hipocresía? Quédate tranquilo: para ti ha llegado el instante de participar en una comedia humana con un espectador divino. Persevera, que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, contemplan esa comedia tuya; realiza todo por amor a Dios, por agradarle, aunque a ti te cueste» (Amigos de Dios, 152). «En ocasiones, alguno me ha dicho: Padre, si yo me encuentro cansado y frío; si, cuando rezo o cumplo otra norma de piedad, me parece que estoy haciendo una comedia... / A ese amigo, y a ti -si te encuentras en la misma situación-, os contesto: ¿una comedia? -¡Gran cosa, hijo mío! ¡Haz la comedia! ¡El Señor es tu espectador!: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo; la Trinidad Beatísima nos estará contemplando, en aquellos momentos en los que "hacemos la comedia". / -Actuar así delante de Dios, por amor, por agradarle, cuando se vive a contrapelo, ¡qué bonito! ¡Ser juglar de Dios! ¡Qué estupenda es esa recitación llevada a cabo por Amor, con sacrificio, sin ninguna satisfacción personal, por dar gusto a nuestro Señor! / -Esto sí que es vivir de Amor. (Forja 485.)

En conclusión «Anamnesis». No olvidar, recordar vivamente. «Emplea esas santas "industrias humanas" que te aconsejé para no perder la presencia de Dios: jaculatorias, actos de Amor y desagravio, comuniones espirituales, "miradas" a la imagen de Nuestra Señora...» (Camino 272). Lo mismo que para la presencia de Dios, sirve para la presencia de los misterios particulares de la vida de Jesús y de María, El Rosario es una gran "industria humana", un "truco" maravilloso para mantener fresca la memoria de los principales misterios salvíficos y mantenernos abiertos a la gracia que de ellos brota. Domine, ut audiam!, Señor, que yo te oiga y te escuche, que te entienda, que te comprenda. Que vea el sentido de la pasión y de la cruz. Y cuando algo amenace la paz de mi espíritu, recuerde aquel otro momento que enlaza con el Tabor, en la mayor inminencia de la Pasión: «Ahora mi alma se siente turbada; ¿y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Mas para esto he venido yo a esta hora. Padre, glorifica tu nombre».Y «llegó entonces una voz del Cielo: Lo glorifiqué y de nuevo lo glorificaré» (Cfr. Jn 12, 27-28). La mayor gloria de Cristo será la Pasión y Muerte por amor al Padre y a sus hijos. La mayor gloria de la criatura humana será participar en la Pasión y Muerte de Cristo. Es preciso advertir, sin embargo, que padecer y morir con Cristo no significa necesariamente

vivir con sufrimientos espectaculares o insufribles. Normalmente, la cruz de cada jornada no tendrá apariencia de heroísmo. Lo heroico será la perseverancia en el cumplimiento del deber de cada momento, la fidelidad a través de las semanas, meses, años; la paz a toda hora. De este modo, sencillo, hacemos de nuestro corazón el lugar de las delicias de la Trinidad. Dame, Señor, el amor con que quieres que te ame (Forja, 270) Dame, Señor, la memoria de lo que quieres que recuerde. Dame, Señor, el recuerdo del Tabor, para que nunca me olvide de que ¡vale la pena seguirte dondequiera que vayas! ‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾‾ © 2003-2015 El Autor y Ediciones Promesa © 2003 edición digital en Arvo Net . Revisiones: 6 de agosto de 2004, 2005 y 2015. ____________________________________________________