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La Torre del Virrey Revista de Estudios Culturales Libros 322 Serie 8. a 2011/1 JOSÉ ORTEGA Y GASSET, JOSÉ GAOS, JOAQUÍN XI- RAU, LEOPOLDO-EULOGIO PALACIOS, AGUSTÍN SE- RRANO DE HARO, Cuerpo Vivido, Ediciones En- cuentro, Madrid, 200, 6 pp. ISBN: 978-84- 9920-048-4. L OS artículos que Agustín Serrano de Haro ha selec- cionado para esta minuciosa aproximación filosó- fica al estudio del cuerpo humano forman parte de algo más que un proyecto de investigación. Tienen que ver con la necesidad de una forma nueva de entender la recuperación de la mirada filosófica en las cosas. Y ello más allá de la mera disputa académica acerca de quién deba ocupar el trono de la filosofía primera. Aunque esto último no pueda ser ajeno a la dirección misma por la que el pensamiento se dirija, termina siendo irrelevan- te cuando de lo que se trata es de retomar la tarea de la construcción posible de la vida, bien que sea muy poco a poco, en todo tiempo de derribo y desolación. Una naturaleza, un hilo conductor, atraviesa todos los textos: la precariedad del pensador no resignado a renun- ciar a aquello que le sirve de enlace con la existencia: su cuerpo, el cuerpo del hombre, en el que tiene lugar el mis- terio último de lo humano. Recuperarlo como inquietud presente en estos autores que padecieron en él los avata- res del convulso siglo pasado sirve de doble testimonio: filosófico, en cuanto objeto de la reflexión; misterioso, porque ya es con carácter previo el lugar de partida y des- tino de la vida misma del que piensa. En este sentido, la presentación de estos artículos ya nos avisa de la aproxi- mación fenomenológica que va a primar en ellos: el estu- dio del “intracuerpo” en el sentido que Ortega apunta en sus con- ferencias de 1925. JOSÉ ORTEGA Y GASSET. Que se localicen en el cuerpo del hombre cosas tan distintas como el hambre, por un lado, y la decisión he- roica que lleva a un alguien hasta el punto de sucumbir por el cum- plimiento del deber, por otro, sirve a Ortega para reflexionar sobre la cuestión. Ya en 1925 se hacía eco de una resurrección terrenal de la carne en forma de lo que, entonces, llamaba heroica reivindica- ción del cuerpo. Difícil resulta creer que pudiera, siquiera, imagi- nar hasta qué punto —qué lejanísimo punto— iba a llegar esa pre- dicción incipiente casi un siglo después. Si, como señala Ortega, el catolicismo convive con el cuerpo, consciente de que conforma una continuidad de lo que somos, podría decirse que la derrota del sentido espectral del luteranismo, que, en cambio, lo demoniza, se ha producido sin paliativos. Aunque esto, tal vez, sea ir dema- siado lejos. Además, la vitalidad, el alma corporal, que es como la refiere Ortega, poco tiene que ver con la desmesura de nuestros días. Aunque esta interpretación podría enlazarse con las doctri- nas de Marcel Gauchet para así considerar que ese cristianismo de corte mediterráneo ha sido la religión de la salida de la religión. Pero Ortega va más despacio. El primer punto de llegada al fenó- meno del intracuerpo es, como se ha apuntado, la vitalidad. Algo así como lo que el hombre percibe una vez vuelto del revés, se nos dice contraponiendo a Píndaro con Sócrates, para poder entender al hombre introspectivo. En artículo posterior del libro, Serrano de Haro retomará la cuestión para ver la conciencia del dolor como motivo de su investigación. Pero ¿qué tipo de dolor? Ortega utiliza

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La Torre del Virrey Revista de Estudios Culturales

Libros

322

Serie

8.a

2011/

1

José ortega y gasset, José gaos, Joaquín Xi-rau, LeopoLdo-euLogio paLacios, agustín se-rrano de Haro, Cuerpo Vivido, Ediciones En-cuentro, Madrid, 20�0, �6� pp. ISBN: 978-84-9920-048-4.

L os artículos que Agustín Serrano de Haro ha selec-cionado para esta minuciosa aproximación filosó-fica al estudio del cuerpo humano forman parte de

algo más que un proyecto de investigación. Tienen que ver con la necesidad de una forma nueva de entender la recuperación de la mirada filosófica en las cosas. Y ello más allá de la mera disputa académica acerca de quién deba ocupar el trono de la filosofía primera. Aunque esto último no pueda ser ajeno a la dirección misma por la que el pensamiento se dirija, termina siendo irrelevan-te cuando de lo que se trata es de retomar la tarea de la construcción posible de la vida, bien que sea muy poco a poco, en todo tiempo de derribo y desolación.

Una naturaleza, un hilo conductor, atraviesa todos los textos: la precariedad del pensador no resignado a renun-ciar a aquello que le sirve de enlace con la existencia: su cuerpo, el cuerpo del hombre, en el que tiene lugar el mis-terio último de lo humano. Recuperarlo como inquietud presente en estos autores que padecieron en él los avata-res del convulso siglo pasado sirve de doble testimonio: filosófico, en cuanto objeto de la reflexión; misterioso, porque ya es con carácter previo el lugar de partida y des-tino de la vida misma del que piensa. En este sentido, la presentación de estos artículos ya nos avisa de la aproxi-mación fenomenológica que va a primar en ellos: el estu-

dio del “intracuerpo” en el sentido que Ortega apunta en sus con-ferencias de 1925.

José ortega y gasset. Que se localicen en el cuerpo del hombre cosas tan distintas como el hambre, por un lado, y la decisión he-roica que lleva a un alguien hasta el punto de sucumbir por el cum-plimiento del deber, por otro, sirve a Ortega para reflexionar sobre la cuestión. Ya en 1925 se hacía eco de una resurrección terrenal de la carne en forma de lo que, entonces, llamaba heroica reivindica-ción del cuerpo. Difícil resulta creer que pudiera, siquiera, imagi-nar hasta qué punto —qué lejanísimo punto— iba a llegar esa pre-dicción incipiente casi un siglo después. Si, como señala Ortega, el catolicismo convive con el cuerpo, consciente de que conforma una continuidad de lo que somos, podría decirse que la derrota del sentido espectral del luteranismo, que, en cambio, lo demoniza, se ha producido sin paliativos. Aunque esto, tal vez, sea ir dema-siado lejos. Además, la vitalidad, el alma corporal, que es como la refiere Ortega, poco tiene que ver con la desmesura de nuestros días. Aunque esta interpretación podría enlazarse con las doctri-nas de Marcel Gauchet para así considerar que ese cristianismo de corte mediterráneo ha sido la religión de la salida de la religión. Pero Ortega va más despacio. El primer punto de llegada al fenó-meno del intracuerpo es, como se ha apuntado, la vitalidad. Algo así como lo que el hombre percibe una vez vuelto del revés, se nos dice contraponiendo a Píndaro con Sócrates, para poder entender al hombre introspectivo. En artículo posterior del libro, Serrano de Haro retomará la cuestión para ver la conciencia del dolor como motivo de su investigación. Pero ¿qué tipo de dolor? Ortega utiliza

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su retórica para llamarlo la enfermedad del intracuerpo. Sócrates, claro está, es su máximo pedagogo. Pero esa vitalidad —alma cor-poral, para Ortega— adquiere su sentido sólo como nutriente del espíritu, que se presenta como volición e inmediatez de lo pensado y querido, aquí mismo, físicamente, más acá de toda metafísica. A su vez, este espíritu naufraga —dice Ortega— en el alma, que es el territorio de las inclinaciones. Vitalidad, espíritu y alma. Así deli-mita en su escrito el autor la introspección del cuerpo a la que todo hombre se ve sometido en alguna ocasión. En definitiva, Ortega sienta las bases, para posteriores estudios de la fenomenología del cuerpo, en esa tendencia dual, que lleva al cuerpo a ser entendido siempre como una interioridad que se conduce en una continua búsqueda hacia fuera de sí. Viviendo, unas veces, de lo que llama un mundo objetivo, la Verdad y la Norma, en el caso del espíritu —lo más personal que hay en nosotros—; y otras veces, de su ca-rácter excéntrico, si se trata del alma, que frente a la naturaleza y el espíritu es eso: vida excéntrica. Este es el trabajo detallado que hace Ortega del hombre como intracuerpo. Hasta el punto de mostrarnos cómo somos la ecuación que resulta de la distinta par-ticipación, en cada uno de nosotros, de esas tres interioridades: vitalidad o alma corporal —predominante en el niño—; alma, en la mujer; espíritu, en el hombre.

José gaos. La naturaleza expresiva de lo que la mano acaricia es el tema del artículo de Gaos. Caricia, nos dice, que debe tener carácter unitario, aunque pueda ser prolongada o variada. Su vi-vencia por parte del cuerpo conduce a Gaos a la misma conclusión de dualidad que se explica en el resto de textos. La caricia, como expresión del tacto, se produce por partida doble: la sensación in-terna del sujeto y la externa del objeto. Y, naturalmente, es deter-minante su lentitud y suavidad; lo contrario, señala Gaos, sería apretón, estrujón, achuchón. Incluso es necesaria la brevedad. Por eso se nos habla de su extraordinaria fugacidad. Otra cosa es lo que el autor llama su comunal calidez. Lo que sin duda tiene que ver con el calor que todo cuerpo desprende. Esto enlaza con la sim-patía, el afecto y el amor. Gaos luego, mágicamente, nos muestra cómo la forma literaria íntima del texto toma cuerpo externo al exponernos abiertamente el concepto de intimidad y explicarnos también cómo ésta puede tener dos acepciones: la que tiene que ver con una o con dos personas. En la segunda acepción se genera una intimidad nuevamente dual: la de las respectivas intimidades y la común entre las partes que participan de lo íntimo. La caricia también incluye la duda, el temor y el temblor del que participa de ella. Contiene la grandeza de la reducibilidad de todo lo superior al orden natural. Todo el texto de Gaos, en fin, fluye al enumerar todas estas notas con una prosa de tan extraña y perturbadora so-lidez quebradiza que produce una lectura que se siente obligada a demorarse en cada línea, a repasarlas incluso, para dilatar el final de páginas de finísima precisión, que tienen tanto de embriagado-ras como de aleccionadoras.

Joaquín Xirau. Los pocos y los muchos, como tema eterno que los griegos ya nos presentaron en su visión de la política, tiene en el artículo de Xirau una transposición a su idea del cuerpo como presencia inseparable del hombre. Esa forma inquietante de ver-nos como uno, como muchos y, finalmente, como uno parte de los muchos —en la más dócil de las interpretaciones posibles— tiene en Xirau su expresión cuando habla de mi doble descarnado. Y reivindica con vigor la recuperación del significado primero para la visión afectiva de la interioridad, cuando nombra las entrañas —de nuevo el intracuerpo orteguiano— como el territorio en el que estoy a la vez siendo y pensando, relegando a sentido metafó-rico toda otra referencia al cuerpo humano como las que hacen los médicos y los científicos expertos en la materia. Esta reivindicación

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es toma de postura y punto de partida. El cuerpo, así, se nos opone o nos conduce —es una resistencia o una insistencia, dice Xirau—; también encarna o es encarnadura, en cualquier caso, nos impone su forma radical de realidad. Inquieta la idea de suspenso en la que Xirau nos sumerge para explicar tanto el autocontrol del faquir como el fenómeno místicamente experimentado. Un instante en el que no se es el cuerpo y que parece ser la pretensión de no ser tampoco el tiempo. Como luego lo verá también Leopoldo-Eulogio Palacios, el cuerpo para Xirau es la apertura a la decisión ética que busca ser algo más que la suma de inteligencia intuitiva y de intui-ción animal. Por eso el cuerpo se pliega a las exigencias y limita-ciones de su palpitar, dicen las palabras de Xirau. En ese momento ya está diluida la sensación de que es algo ajeno. El texto, que se vuelve en este punto de una extrema y seca belleza, elabora un pro-grama de vida que entonces no puede ser otro que el compromiso: lo hecho tan mío que ya no lo siento, el dominio perfecto. Remite a la sagesse de Montaigne, a la resignación cristiana, a la ley mo-ral. Un someterse, al fin. Doctrinas vistas, a veces, como malditas y necesitadas de una inversión de los planos por medio de una dia-léctica infinita que todavía nos tiene atrapados: la fuerza del débil, la debilidad del fuerte. Por eso Kierkegaard vio que era necesario el salto a un nuevo estadio. Xirau, finalmente, introduce un matiz al epicureísmo cuando habla de un no ser ya en la muerte. El mo-mento en que mi cuerpo ya no es para mí sino para los otros. Algo a lo que la tarea del sometimiento ya nos iba preparando, porque enseñaba el cuidado del cuerpo viviendo ya sin sentirlo.

LeopoLdo euLogio paLacios diferencia entre el rostro, semblante del afecto, que abre a lo moral, por un lado, y la cara del bruto, que existe en su amenaza, por otro. Cicerón en De Legibus ya ha-bía descrito así el semblante. La lengua latina nos marca la misma diferencia expresada. Palacios centra el tema por medio de una fábula que expone la posibilidad de la individuación del ser. Que los animales se mimeticen por tener todos las mismas caras no equivale a la mímesis de todos los rostros humanos, porque estos son más que mera inteligencia e instinto. El tertium que el texto, inquietantemente, nos introduce es esa apertura a lo moral que el bruto no tiene. De eso nos salva el rostro, el semblante, la faz, ¿el alma? En cualquier caso, son los fines previstos los que coadyuvan a ello, nos dice Palacios. La diferencia entre vivir siempre en la realidad pero nunca en la verdad, es la que limita a mera cara la expresión del bruto ante los demás. Por eso el animal puede pa-decer errores pero no ilusiones y prescindir de faz. El hombre en cambio forma conceptos, gracias a la razón, que quedaría diluida e inabarcable si no pudiéramos traerlos al ser de alguna forma visi-ble, lo que ya es una individuación que el rostro muestra. Palacios realiza una hermosa teoría de la verdad gracias a la mediación que opera el rostro, la luz del rostro, que aporta la riqueza informati-va del gesto furtivo: un rictus, una mirada dulce, una descuidada expresión. La reconfortante grandeza del imago dei expresando en forma de vida aquello que todavía no ha podido ser traducido a palabra. Inquietud que nos produce un confort que nos encandila a unos y que suena ajeno a la razón a otros. Pero que si es una sa-lida de la razón es por lo menos una salida razonable de la razón. Una puerta que el autor deja abierta a la ex-presión, al afuera que el rostro mismo ya es en cada uno de nosotros. Pero tal vez no sea necesario ir más lejos de lo que el propio artículo de Palacios va y, por eso, baste que el lector recoja las notas que se nos ofrecen en la página 105 y ponerlas en relación con el carácter lírico de los ver-sos de la página �09. Se comprobará, entonces, lo heterogéneo de la mirada —que necesita siempre el ojo, pero en cuanto mirada del otro ojo que la ve— para que quede reducido a silencio todo lo que no puede siquiera aspirar a ser expresado. Así puede entenderse la necesidad de eliminar la exhibición, que todo rostro tiende a

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hacer de cada verdad personal; tarea que tiene lugar por medio de la máscara. La aproximación trascendental serviría para com-plementar esa inquietante sensación de sentir que lo individual, al encarnarse, pueda no ser más que una ilusión. Todo el texto de Palacios bordea ese límite que nos marca el vivir, que nos consume en el hacer mismo, pero que deja una posibilidad de ser, y que es un camino a recorrer igualmente por el hombre de fe que por el filósofo estricto. Serrano de Haro, editor de estos artículos, ya nos había presentado en páginas iniciales a Leopoldo-Eulogio Palacios como un pensador del cristianismo por medio de Kant, a la luz de la metafísica de Schopenhauer.

agustín serrano de Haro. El dolor físico, que es mío aunque no soy yo, una fenomenología del dolor, proyecto que Ortega consi-deraba necesario, es el problema que Serrano de Haro retoma en su artículo para cerrar el libro. El autor nos lleva hasta el límite en que, sin menosprecio de la condición psíquica, el cuerpo parece tomar conciencia de sí mismo por su propia cuenta. A ese punto límite se llega por el dolor, que interpela a la conciencia buscando su atención; podría decirse que incluso tiende a inundarla. Tal vez no sea ir demasiado lejos si se dice que el dolor nos pone en actitud de combate por la manera en que se muestra. Por eso Serrano de Haro dice que el dolor busca imponerse. Pero nuestro yo siempre se resiste. Y vence el yo, puede decirse siguiendo a Ortega, porque si no fuera así, marcando su distancia con su propio dolor, éste lo inundaría hasta el punto de que se solaparía con el yo y la curación supondría la muerte del propio yo. Pero ¿en qué campo o plano está el cuerpo vivido, el propio cuerpo del que somos conscientes incluso cuando no lo traemos a presencia? Husserl habla para es-tos supuestos del “aparecer cero”, nos recuerda Serrano de Haro por medio del ejemplo de alguien cuya atención es captada por una mancha en su mesa de trabajo, pero que en esa atención no percibe ni sus ojos, ni su cabeza que lo piensa, ni el movimiento del cuer-po que facilita la percepción de dicha mancha. Ese cuerpo se hace consciente de otra manera en el caso del dolor. De los distintos dolores, habría que decir. Así el autor del artículo nos lleva desde el dolor imprevisto, y “de golpe”, por medio de un pelotazo que recibe alguien que ni siquiera está viendo el partido —lo que sería un tránsito de la nada al ser— hasta el dolor como exclamación producido tras el contacto de algo en la espalda —tal vez la rama de un árbol— en mitad de un paseo en bicicleta. De tal manera que la irrupción del dolor en el cuerpo no siempre tiene lugar de la misma manera, ni en los mismos momentos. Como si el cuerpo fuese más lento en la respuesta según cada caso. Por ejemplo, el supuesto ex-tremo de la insensibilidad causada por el estrés en el combate del soldado, que continúa su acción pese a sufrir heridas muy graves, incluso, a veces, mantiene esa lucha unos instantes tras sufrir una amputación. El detallado estudio de Serrano de Haro toma notas no sólo de Husserl sino también de autores tan dispares como Al-phonse Daudet, Michel Henry, Hannah Arendt, Josep Pla, Rafael Argullol o José Gaos —éste describiendo su propio infarto—, para elaborar una casuística que permita la aproximación fenomenoló-gica. Recorrido que concluye como empezó para así demostrarnos que el dolor tiende a absorber la atención, convirtiéndose enton-ces ésta en una especie de esponja propicia pero que no aclara del todo dos cuestiones en las que Serrano de Haro empeña especial atención: la dificultad para prever la intensidad y duración que el dolor pueda desplegar —temporalidad amorfa de los dolores, lo denomina—, y el contenido y la potencia del dolor, que demuestra su estrechez de sentido cuando se comprueba la dificultad que se produce a la hora de recordar o comparar dolores. Pero estos temas quedan abiertos, sin duda, a posteriores investigaciones del autor.

Antonio Ferrer