la torre de la golondrina - andrzej sapkowski

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Penúltima entrega de la saga de Geralt de rivia. Precuela a los videojuegos "The Witcher"

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Penúltimo volumen de la sagaque ha convulsionado lafantasía. Ciri, convertida enbandolera, se enfrenta alimplacable asesino enviado trasella por el emperador deNilfgaard. La pequeña bruja escada vez más mortífera ydespiadada… pero tal vez no losuficiente. Mientras tanto, lacompañía de Geralt se internaen el sur, y Yennefer rastrea elocéano en busca del esconditedel mago traidor Vilgefortz, que

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puede estar relacionado con lamuerte de los padres de Ciri.

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Andrzej Sapkowski

La torre de lagolondrina

Geralt de Rivia Libro VI

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ePUB r1.4libra 11.03.14

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Título original: Wieza jaskólkiAndrzej Sapkowski, 1997Traducción: José María Faraldo

Editor digital: libra, nemierePrimer editor: ikeroReporte de erratas: Tizón, viejo_oso,Banshee, nemiereePub base r1.0

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En negra comomanto noche seallegaron,allá a Dun Dâredo la brujacobijo hubiera.Por todos lados ypartes laacosaronpara que de elloshuir la moza nopudiera.En negra comomanto noche atraición la

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acosaronmas aferrarla aella no loconsiguieran.Pues primo queel pálido solasomara alprado,lo menos treintamuertos en lasenda yacieran.

Romance de ciegotocante a la horrendamatanza que hubo lugar enDun Dâre en la noche que

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dicen de Saovine

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Capítulo primero

—Puedo dartetodo lo quedesees —dijo elhada—. Riqueza,poder y cetro,fama, una vidalarga y feliz.Elige.—No quieroriqueza ni fama,poder ni cetros —respondió la

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bruja—. Quieroun caballo quesea tan negro ytan imposible dealcanzar como elviento de lanoche. Quierouna espada quesea luminosa yafilada como losrayos de la luna.Quiero atravesarel mundo en laoscura noche conmi caballo negro,

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quiero quebrarlas fuerzas delMal y de laOscuridad con miespada de luz.Eso es lo quequiero.—Te daré uncaballo que seamás negro que lanoche y másligero que elviento de lanoche —leprometió el hada

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—. Te daré unaespada que serámás luminosa yafilada que losrayos de la luna.Pero no es pocolo que pides,bruja, habrás depagármelo muycaro.—¿Con qué? Enverdad nadatengo.—Con tu sangre.

Flourens Delannoy,

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Cuentos y leyendas

Como todo el mundo sabe, eluniverso, como la vida, es uncírculo. Un círculo en cuyodiscurrir se han señalado ochopuntos mágicos que cubren todo elarco, es decir, el ciclo anual. Estospuntos, que están situados en elanillo en pares dispuestosexactamente los unos frente a losotros, son: Imbaelk —o sea,Germinación—, Lammas —o sea,Madurez—, Belleteyn —Floración— y Saovine —Expiración—. Haymarcados también en el círculo dos

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solsticios, es decir, climax, uno elde invierno, llamado Midinvaerne,y otro Midaëte, el de estío. Haytambién dos equinoccios, es decir,noches iguales: Birke, enprimavera, y Velen, en otoño. Estasfechas dividen el círculo en ochopartes y así se divide también enocho partes el año en el calendariode los elfos.

Cuando desembarcaron en lasplayas cercanas a ladesembocadura del Yaruga y elPontar, los humanos trajeronconsigo un calendario propio, de

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origen lunar, que dividía el año endoce meses, lo que cubría el cicloanual completo de trabajo en elcampo: desde el principio, desdelos que se realizan en enero, hastael final, cuando las heladastransforman la tierra en terronescongelados. Pero aunque loshumanos dividían el año yestablecían las fechas de otramanera, aceptaron el ciclo de loselfos y los ocho puntos en sudiscurrir. Las fiestas que proveníandel calendario de los elfos, Imbaelky Lammas, Saovine y Belleteyn,

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ambos solsticios y equinoccios,también se convirtieron en fiestasimportantes para los humanos.Resaltaban tanto entre las otrasfechas como resalta un árbol entrelos arbustos.

Estas fechas se diferencian delas otras por la magia.

No era ni es un secreto queestas ocho fechas son días y nochesdurante los que el aura mágica seintensifica extraordinariamente. Anadie le extrañan ya los fenómenosmágicos ni los acontecimientosenigmáticos que acompañan a esas

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ocho fechas, en especial a losequinoccios y solsticios. Todo elmundo se ha acostumbrado ya aestos fenómenos y pocas vecescausan grande sensación.

Pero aquel año fue distinto.Aquel año los humanos

celebraron el equinoccio de otoñocomo solían, con una cena familiarde gala durante la que sobre lamesa tenía que haber el mayornúmero de frutos posible de lacosecha anual, aunque no fuera másque un poquito de cada. Así loexigía la costumbre. Una vez que

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hubieron tomado la cena y hubieronagradecido a la diosa Melitele lacosecha del año, los humanos sedispusieron a descansar. Y entoncescomenzó el horror.

Justo antes de la medianoche sealzó una ventisca tremenda, soplóun torbellino infernal, se podíanescuchar unos aullidos, unos gritosy unos quejidos verdaderamenteespectrales por encima del ruido delos árboles casi derribados entierra, de los graznidos de loscuervos y del golpear de lospostigos. Las nubes que discurrían

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a toda velocidad por el cieloadoptaron perfiles fantásticos entrelos cuales los que más se repetíaneran las siluetas de caballos yunicornios al galope. El vendavalno cedió hasta pasar más de unahora y en el repentino silencio quesiguió la noche se animó con lostrinos y los aleteos de cientos dechotacabras, esos pájarosmisteriosos que según las creenciaspopulares se agrupan para cantarleun réquiem demoníaco a losagonizantes. Esta vez el coro dechotacabras era tan enorme y tan

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ruidoso que parecía como si elmundo entero fuera a morir.

Los chotacabras cantaban contrinos salvajes su canción dedifuntos mientras que el horizontese estaba cubriendo de nubes queapagaban los restos de la luz de laluna. Entonces aulló de pronto laterrible beann’shie, heraldo de lamuerte súbita y violenta, y a travésdel cielo negro galopó laPersecución Salvaje, un cortejo defantasmas con los ojos en llamasque cabalgaban a lomos deesqueletos de caballos, agitando los

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jirones de sus ropas y estandartes.Como cada cierto tiempo, laPersecución Salvaje hizo sucosecha, pero desde hacía deceniosno había sido ésta tan terrible. Sóloen Novigrado se contabandoscientas personas desaparecidassin dejar huella.

Cuando la Persecución se alejóy las nubes se disolvieron, se pudover la luna, una luna menguante,como suele suceder en tiempo deequinoccio. Pero aquella noche laluna tenía el color de la sangre.

El pueblo llano tenía muchas

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explicaciones para los fenómenosequinocciales, que diferíansignificativamente según lademonología específica de laregión. Los astrólogos, druidas yhechiceros tenían también susexplicaciones, pero eran en sumayoría erróneas y exageradas.Pocos, muy, muy pocos erancapaces de relacionar aquellossucesos con hechos reales. En lasislas de Skellige, por ejemplo, unospocos supersticiosos vieron enaquellos curiosos hechos lasprofecías de Tedd Deireádh, el fin

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del mundo, precedido por la batallade Ragh nar Roog, la lucha finalentre la Luz y la Oscuridad. Lossupersticiosos consideraron que laviolenta tormenta que en la nochedel equinoccio de otoño agitó lasislas era una ola empujada por elpico del monstruoso Naglfar deMorhög, que conducía un ejércitode fantasmas y demonios en undrakkar de bordas construidas conuñas de cadáveres. Las personas demás luces o mejor informadas, porsu parte, pusieron en relación lalocura del mar y el cielo con la

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persona de la malvada hechiceraYennefer y su terrible muerte. Y aunotras personas —todavía mejorinformadas— vieron en el marrevuelto la señal de que estabaagonizando alguien por cuyas venascorría la sangre de los reyes deSkellige y Cintra.

Desde que el mundo es mundo,la noche del equinoccio de otoño estambién la noche de los espectros,las pesadillas y las apariciones, lanoche de los despertaresrepentinos, con el ahogo y elpálpito causados por el miedo,

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entre sábanas retorcidas y húmedasde transpiración. Las apariciones ylos despertares no perdonaban ni alas cabezas más claras; enNilfgaard, en las Torres de Oro, sedespertó gritando el propioemperador, Emhyr var Emreis. Enel norte, en Lan Exeter, el reyEsterad Thyssen se irguióbruscamente en la cama,despertando a su cónyuge, la reinaZuleyka. En Tretogor se incorporó yechó mano a su estilete elarchiespía Dijkstra, despertando ala cónyuge del ministro de finanzas.

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En el palacete de Montecalvo seincorporó entre sábanas dedamasquino la hechicera FilippaEilhart, sin despertar a la mujer delconde de Noailles. Se despertaron—con mayor o menor brusquedad— el enano Yarpen Zigrin deMahakam, el viejo brujo Vesemiren la fortaleza de las montañas deKaer Morhen, el empleado debanco Fabio Sachs en la ciudad deGors Velen, el yarl Crach an Craitesobre la cubierta del drakkarRinghorn. Se despertó la hechiceraFringilla Vigo en el castillo de

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Beauclair, se despertó lasacerdotisa Sigrdrifa en elsantuario de la diosa Freya en laisla de Hindarsfjall. Se despertóDaniel Etcheverry, conde deGarramone, en la fortaleza sitiadade Maribor. Zyvik, decurión de losCoraceros Grises en el fuerte deBan Gleann. El mercader DominikBombastus Houvenaghel en laciudad de Claremont. Y muchos,muchos otros.

Pocos hubo, sin embargo, quefueran capaces de relacionar estosfenómenos con un hecho concreto y

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real. Y con una persona real. Elazar hizo que tres de aquellaspersonas pasaran la noche delequinoccio de otoño bajo el mismotecho. En el santuario de la diosaMelitele en Ellander.

—Chotacabras… —gimió elescribanillo Jarre, al tiempo quecontemplaba las tinieblas queanegaban el parque del santuario—.Creo que hay miles de ellos, todauna bandada… Gritan por la muertede alguien… Por la muerte deella… Está mulléndose…

—¡No digas tonterías! —Triss

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Merigold se volvió conbrusquedad, alzó el puño apretado,durante un instante pareció que ibaa empujar o a golpear al muchachoen el pecho—. ¿Es que crees ensupersticiones estúpidas? Se acabaseptiembre, los pájaros se agrupanpara emigrar. ¡Es algo totalmentenatural!

—Ella está muriéndose…—¡Nadie se muere! —gritó la

hechicera, palideciendo de rabia—.Nadie, ¿lo entiendes? ¡Deja dedesbarrar!

En el pasillo de la biblioteca

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aparecieron algunas adeptas a lasque les había despertado la alarmanocturna. Sus rostros estaban seriosy pálidos.

—Jarre. —Triss se tranquilizó,le puso la mano al muchacho en elhombro, apretó con fuerza—. Eresel único hombre en el santuario.Todos te estamos mirando,buscamos en ti apoyo y ayuda. Note está permitido tener miedo, no teestá permitido dejarte llevar por elpánico. No nos defraudes.

Jarre aspiró profundamente,intentó controlar los temblores de

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sus manos y labios.—No es el miedo… —susurró,

evitando la mirada de la hechicera—. ¡Yo no tengo miedo, solamenteme preocupo! Por ella. La vi en misueño…

—Yo también la vi. —Trissapretó los labios—. Hemos tenidoel mismo sueño, tú, yo y Nenneke.Pero ni una palabra acerca de ello.

—La sangre en su rostro…Tanta sangre…

—Te he pedido que te callaras.Viene Nenneke.

La suma sacerdotisa se acercó a

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ellos. Tenía el rostro cansado. A lamuda pregunta de Triss contestónegando con la cabeza. Al advertirque Jarre abría la boca, se apresuróa hablar:

—Por desgracia, nada. LaPersecución Salvaje revoloteósobre el santuario, despertó a casitodas, pero ninguna ha tenidovisiones. Ni siquiera tan nebulosacomo la nuestra. Ve a dormir,muchacho, nada hay aquí para ti.¡Chicas, volved al dormitorio!

Se restregó el rostro y los ojoscon las dos manos.

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—Eh… ¡Equinoccio! Malditanoche… Acuéstate, Triss. Nopodemos hacer nada.

—Esta impotencia me vuelveloca. —La hechicera apretó lospuños—. Sólo de pensar que ellaestá sufriendo, que sangra, que laamenaza un… ¡Maldita sea, sisupiera qué hacer!

Nenneke, la suma sacerdotisadel santuario de Melitele, se dio lavuelta.

—¿Y no has probado a rezar?Al sur, allá al otro lado de los

Montes de Amell, en Ebbing, en el

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país llamado Pereplut, en losextensos cenagales formados por laintersección de los ríos Velda, Letey Arete, en un lugar a unasochocientas millas a vuelo decuervo de la ciudad de Ellander ydel santuario de Melitele, al alba,una pesadilla despertó conbrusquedad al anciano eremitallamado Vysogota. Una vezdespierto, Vysogota no pudorecordar de ninguna manera elcontenido de lo soñado, pero unaextraña desazón le impidióconciliar de nuevo el sueño.

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—Frío, frío, brrr —dijo para síVysogota, mientras caminaba por unsendero entre los arbustos—. Frío,frío, brrr.

La trampa siguiente estabavacía. Ni una sola rata almizclera.Un día de caza sin suerte. Vysogotalimpió el barro y las escamas dehelechos que cubrían la trampa,mientras mascullaba una maldicióny sorbía los mocos por su heladanariz.

—Frío, brrr, ay, ay —dijo,andando en dirección al pantano—.

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¡Y todavía no es más queseptiembre! ¡Si no han pasado másque cuatro días después delequinoccio! Ja, no recuerdo unosfríos así en todo el tiempo de mivida. ¡Y llevo vivo mucho tiempo!

La siguiente trampa, lapenúltima, también estaba vacía.Vysogota ya no tenía ganas ni deblasfemar.

—Es a todas luces cierto —chocheaba mientras iba caminando— que el clima se enfría de año enaño. Y ahora parece que el efectodel enfriamiento comienza a

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acelerarse como una avalancha. Ja,los elfos lo habían previsto hace yamucho, pero, ¿quién creía en laspredicciones de los elfos?

Unas alitas se agitaron de nuevopor encima de la cabeza delanciano, cruzaron unas siluetasgrises e increíblemente rápidas. Laniebla sobre los cenagales resonóde nuevo con el chillido repentino ysalvaje de los chotacabras, con elrápido palmoteo de las alas.Vysogota no prestó atención a lospájaros. No era supersticioso ysiempre había muchos chotacabras

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en el pantano, sobre todo alamanecer, cuando volaban engrupos tan cerrados que daba hastamiedo de que se chocaran con lacabeza de uno. Bueno, puede que nosiempre hubiera tantos como aqueldía, puede que no siempre gritarande forma tan tétrica… Pero en fin,en los últimos tiempos la naturalezahacía extravagantes travesuras y losfenómenos extraños se sucedíanunos a otros, cada uno aún másextraño que el anterior.

Estaba sacando del agua laúltima trampa, también vacía,

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cuando escuchó el relincho de uncaballo. Los chotacabras quebraronsu canto de inmediato, como a unaorden.

En los cenagales de Perepluthabía sotos secos, situados enlugares más altos, cubiertos deabedules negros, de alisos, desangüeños, de cornejos y endrinos.La mayor parte de los sotos estabanrodeados de tal modo por lostremedales que era completamenteimposible que caballo alguno ojinete que no conociera las sendasconsiguiera llegar hasta ellos. Y sin

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embargo los relinchos —Vysogotalos escuchó de nuevo— llegabanprecisamente desde uno de aquellossotos.

La curiosidad venció a laprudencia.

Vysogota no entendía mucho decaballos y sus razas, pero era unesteta y sabía reconocer y apreciarla belleza. Y el caballo moro depelaje brillante como la antracitaque contempló perfilándose contralos troncos de abedules eraextraordinariamente hermoso. Erala verdadera quintaesencia de la

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belleza. Era tan hermoso queparecía irreal.

Pero era real. Y también erareal la forma en que estabaatrapado en una trampa, enredadocon las cinchas y la cabezada en elabrazo rojo sangre de las ramas desangüeño. Cuando Vysogota seacercó más, el caballo alzó lasorejas, pateó de tal modo que elsuelo tembló, meneó la graciosacabeza, se dio la vuelta. Ahora seveía que era una yegua. También seveía otra cosa. Una cosa que hizoque el corazón de Vysogota

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comenzara a latir como si sehubiera vuelto loco y que unasinvisibles pinzas de adrenalina leapretaran la garganta.

Detrás del caballo, en unagujero poco profundo, yacía uncadáver.

Vysogota tiró su saco al suelo.Y se avergonzó de su primerpensamiento, que había sido darsela vuelta y salir huyendo. Se acercómás, manteniendo la prudencia,porque la yegua negra pateaba elsuelo, había bajado las orejas,regañaba los dientes por encima de

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la embocadura y sólo esperaba laocasión adecuada para morderle odarle una coz.

El cadáver era el cuerpo de unmuchacho de menos de veinte añosde edad. Estaba tendido con elrostro hacia la tierra, con una manobajo el cuerpo y la otra extendidahacia un lado y con los dedosclavados en la tierra. El muchachollevaba puesto un juboncillo deante, unos ceñidos pantalones decuero y unas botas élficas conhebillas que le llegaban hasta lasrodillas.

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Vysogota se inclinó y en aquelpreciso momento el cadáver lanzóun fuerte gemido. La yegua moradio un relincho agudo y golpeteócon los cascos en la tierra.

El ermitaño se arrodilló, le diola vuelta con cuidado al herido.Echó la cabeza para atrás en unmovimiento automático y silbó alver la terrible máscara de sangrecoagulada y suciedad que elmuchacho tenía en lugar de rostro.Apartó con delicadeza el musgo,las hojas y la arena de los labioscubiertos de mocos y babas, intentó

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arrancar la maraña de cabellospegados con sangre a la mejilla. Elherido gimió sordamente, se tensó.Y comenzó a tiritar. Vysogota leretiró los cabellos del rostro.

—Una muchacha —dijo en vozalta, sin poder creer lo que teníadelante—. Es una muchacha.

Si aquel día después de caer lanoche alguien se hubiera arrastradofurtivamente hasta aquella cabañaperdida entre los cenagales, con suhundido tejado de bálago cubiertode musgo, si alguien hubiera miradoa través de las rendijas de los

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postigos, habría visto en su interior,a la escasa luz de unas lamparillasde aceite, a una muchacha con lacabeza cubierta por gruesosvendajes que estaba descansandoen una inmovilidad casi de cadáversobre un camastro cubierto depieles. Habría visto también a unviejecillo de barba gris en forma decuña y largos cabellos blancos quele caían sobre los hombros y lasespaldas desde los bordes de unagran calva que le alargaba la frentehasta más allá de la coronilla.Hubiera distinguido cómo el

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viejecillo encendía otra vez unavela de sebo, cómo colocaba sobrela mesa un reloj de arena, cómoafilaba la pluma, cómo se inclinabasobre un pliego de pergamino. Ycómo se quedaba ensimismado yhablaba algo consigo mismo,meditabundo, sin levantar ojo de lamuchacha que yacía sobre elcamastro.

Pero aquello no era posible.Nadie podía verlo. La choza delermitaño Vysogota estaba bienescondida entre las ciénagas. En undespoblado cubierto eternamente

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por la niebla, donde nadie seatrevía a penetrar.

—Escribamos —Vysogotasumergió la pluma en la tinta— loque sucede. Hace tres horas delsuceso. Reconocimiento: vulnusincisivum, herida de corte,realizada con mucha fuerza con unaherramienta afilada desconocida,seguramente de hoja curva. Abarcala parte izquierda del rostro,comienza bajo la región malar,corre a través de la mejilla yalcanza hasta la región

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temporomasticular. La parte másprofunda de la herida, que llegahasta el periostio, es al principio,bajo la órbita ocular, sobre el huesomalar. Tiempo estimado quetranscurrió desde que las heridasfueron producidas hasta el momentode la primera cura: diez horas.

La pluma chirriaba en elpergamino, pero el chirrido no durómás que unos instantes. Y unaslíneas. Vysogota no considerabadigno de anotar todo lo que sedecía a sí mismo.

—Volviendo al tratamiento de

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las heridas —continuó al cabo elanciano con los ojos fijos en lapalpitante y crepitante llama de lavela de sebo—, escribiremos losiguiente. No seccioné los bordesde la lesión, me limité tan sólo aretirar unos cuantos desgarros queno estaban ensangrentados y porsupuesto los coágulos. Limpié lasheridas con un extracto de cortezade sauce. Retiré la suciedad y loscuerpos extraños. La cosí. Con hilode cáñamo. Otro tipo de hilo,escribámoslo, no estaba a midisposición. Dispuse una compresa

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de árnica de montaña y coloqué unamuselina formando un vendaje.

Un ratón correteó por el centrodel cuarto. Vysogota le echó unpedacito de pan. La muchacha en eljergón respiró intranquila, gimió ensueños.

—Ocho horas después delincidente. El estado de la enferma:sin cambios. El estado delmédico… o sea, el mío, mejoró,puesto que me reparé con un tantode sueño… Puedo continuar con lasnotas. Conviene pues transcribir en

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estas hojas algo de informaciónacerca de mi paciente. Para lasgeneraciones futuras. Si acasoalguna generación futura fueracapaz de llegar hasta estos pantanosantes de que todo esto se pudra y sedeshaga en cenizas.

Vysogota suspiró con fuerza,mojó la pluma y la limpió con elborde del tintero.

—En lo tocante a la paciente —murmuró—, que quede anotado loque sigue. La edad, por lo queaparenta, unos dieciséis años, alta,la constitución es más bien delgada,

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pero al menos no es débil, nomuestra señales de desnutrición.Musculatura y constitución físicason más bien típicas de las elfasjóvenes, pero no se adviertecaracterística alguna demestizaje… hasta cuarteronainclusive. Un porcentaje más bajode sangre élfica puede, como essabido, no dejar huella.

Sólo entonces se dio cuentaVysogota de que no había escrito enla página ni una sola runa, ni unasola palabra. Apoyó la pluma en elpapel pero la tinta se había secado.

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El viejecillo no se inmutó.—Que quede anotado también

—continuó— que la muchachanunca ha parido. Y también que enel cuerpo no tiene señal antiguaalguna, cicatriz, alforza, rastroninguno de los que depositan eltrabajo duro, los accidentes, la vidaarriesgada. Lo acentúo: hablo aquíde señales antiguas. Señalesrecientes no le faltan en todo elcuerpo. A la muchacha lagolpearon. Una verdadera paliza yde ningún modo a manos de supadre. Seguramente le dieron de

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patadas también.»Encontré también en su cuerpo

una señal bastante extraña…Humm, que quede esto escrito parabien de la ciencia… En la ingle,junto al monte de Venus, lamuchacha tiene tatuada una rosaroja.

Vysogota contempló absorto lapunta afilada de la pluma, despuésde lo cual la sumergió en el tintero.Esta vez, sin embargo, no olvidó elobjetivo con el que había hechoesto: comenzó a cubrir el papel conlíneas regulares de escritura

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inclinada. Siguió escribiendo hastaque se secó la pluma.

—Medio inconsciente, gritaba yhablaba —continuó—. Su acento yla forma de expresión, sidescontamos las continuasexpresiones intercaladas en el argotobsceno de los delincuentes,producen bastante confusión, sondifíciles de ubicar, pero mearriesgaría a afirmar que procedenmás bien del norte que del sur.Algunas palabras…

De nuevo rasgó el pergaminocon la pluma, no demasiado tiempo,

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mucho menos de lo necesario parapoder escribir todo lo que habíadicho un instante antes. Después delo cual siguió con su monólogo,exactamente allí donde lo habíainterrumpido.

—Algunas palabras, nombres yapelativos que la muchachabalbuceó en su fiebre son dignos deser recordados. E investigados.Todo apunta a que una persona muy,pero que muy poco corriente haencontrado el camino hasta la vargadel viejo Vysogota…

Guardó silencio durante un rato,

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escuchando.—Ojalá —murmuró— que la

varga del viejo Vysogota no seconvierta en el final de su camino.

Vysogota se inclinó sobre elpergamino e incluso apoyó en él lapluma, pero no escribió nada, niuna sola runa. Arrojó la plumasobre la mesa. Jadeó por uninstante, murmuró con furia, se sonólos mocos. Miró al lecho, prestóatención a los sonidos que lellegaban desde allí.

—Hay que advertir y apuntar —

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dijo con voz cansada— que estámuy mal. Todos mis esfuerzos ytratamientos puedan resultarinsuficientes y el celo puederesultar baldío. Mis temores eranbien fundados. La herida estáinfectada. La muchacha tiene unafiebre muy alta. Se han presentadoya tres de los cuatros síntomasprincipales de un fuerte estadoinflamatorio. Rubor, calor y tumorson fáciles de advertir en estemomento a ojo y tacto. Cuando paseel shock postaccidental apareceráel cuarto: dolor. Que quede escrito

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que ha pasado ya cerca de mediosiglo desde que me dedicara a lapráctica de la medicina, percibocómo estos años pesan sobre mimemoria y la agilidad de misdedos. No sé hacer mucho, todavíamenos puedo hacer. Apenas tengoremedios y medicamentos. Toda miesperanza yace en los mecanismosde defensa de un organismojoven…

—Doce horas desde el incidente.Conforme a lo esperado, haaparecido el cuarto síntoma

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principal de la inflamación: dolor.La enferma grita de dolor, la fiebrey los temblores se incrementan. Notengo nada, ningún medicamentoque pueda darle. Dispongo de unapequeña cantidad de elixir deestramonio, pero la muchacha estádemasiado débil para sobrevivir asu acción. Tengo también algo deacónito, pero el acónito la mataríaal instante.

—Quince horas desde el incidente.Amanece. La enferma estáinconsciente. La fiebre sube con

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fuerza, los temblores seacrecientan. Aparte de esto apareceuna fuerte contracción de losmúsculos del rostro. Si se trata deltétanos, la muchacha está perdida.Tengamos sin embargo la esperanzade que se trate tan sólo de losnervios faciales… O del trigémino.O de ambos… La muchachaquedará desfigurada… pero estaráviva…

Vysogota miró al pergamino enel que no había escrito ni una runa,ni una sola palabra.

—A condición —dijo en voz

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baja— de que sobreviva a lainfección.

—Veinte horas desde el incidente.La fiebre crece. Rubor, calor, tumory dolor alcanzan, me da laimpresión, el punto culminante.Pero la muchacha no tieneposibilidades de vivir siquierahasta alcanzar esas fronteras. Asíque escribiré… Yo, Vysogota deCorvo, no creo en la existencia delos dioses. Pero si por unacasualidad existieran, pido quetomen bajo su protección a esta

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muchacha. Y que me perdonen a mílo que he hecho… Si es que lo quehe hecho resultara ser un error.

Vysogota soltó la pluma, serestregó los párpados, que teníahinchados y le picaban, apoyó lospuños en las sienes.

—Le he dado una mezcla deestramonio y acónito —dijo convoz sorda—. Las próximas horasdecidirán todo.

No estaba durmiendo, tan sólodaba unas cabezadas, cuando ungolpe y un estruendo, a los queacompañaba un gemido, lo sacaron

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del duermevela. Un gemido másbien de rabia que de dolor.

En el exterior clareaba el día,las rendijas de las contraventanasdejaban apenas pasar unos débilesrayos de luz. La arena del relojhabía caído del todo, y hacíamucho. Vysogota, como decostumbre, había olvidado darle lavuelta. La lamparilla apenastemblaba, la llama de color rubí delhogar iluminaba levemente losrincones de la choza. El viejo selevantó, retiró el improvisadobiombo de mantas que separaban el

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lecho del resto del cuarto paradarle un poco de tranquilidad a laenferma.

La enferma ya había conseguidolevantarse del suelo sobre el que sehabía caído sólo un momento antes,estaba sentada enderezada en laorilla del camastro, intentabarascarse el rostro bajo el vendaje.Vysogota tosió.

—Te pedí que no te levantaras.Estás demasiado débil. Si quieresalgo, llámame. Siempre estoycerca.

—Pues yo lo que no quiero es

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que estés cerca —dijo bajito, amedia voz, pero muy claro—.Quiero mear.

Cuando él volvió a recoger elorinal, ella estaba tendida en elcamastro, de espaldas,masajeándose el vendaje queapretaba la mejilla y cubría lafrente y el cuello con cintas devendas. Cuando al cabo de un ratoregresó, ella no había cambiado deposición.

—¿Cuatro jornadas? —preguntó, mientras miraba al techo.

—Cinco. Ha pasado casi un día

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desde que hablamos por última vez.Has dormido una jornada entera.Eso está bien. Necesitas dormir.

—Me siento mejor.—Estoy contento de oírlo.

Vamos a quitar el vendaje. Teayudaré a sentarte. Agárrate a mimano.

La herida cicatrizaba bien,estaba seca, esta vez retiró elvendaje casi sin dolorosos tironesal separarlo de la costra. Lamuchacha se tocó con cuidado lamejilla. Frunció el ceño, peroVysogota sabía que no sólo era el

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dolor. Se aseguraba de la extensiónde la mutilación, tomabaconsciencia de la gravedad de laherida. Se aseguraba, sintiendoespanto, de que lo que habíasentido al tacto antes no había sidouna pesadilla producida por lafiebre.

—¿Tienes aquí un espejo?—No tengo —mintió.Ella lo miró, quizá

completamente consciente por vezprimera.

—¿Eso quiere decir que estátan mal? —preguntó, pasando la

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mano con cuidado por las costuras.—Es un corte muy amplio —

masculló, molesto consigo mismopor explicarse y justificarse anteuna mocosa—. Todavía tienes lacara muy inflamada. Dentro de unosdías te quitaré las costuras, hastaentonces te pondré árnica y extractode sauce. Ya no te vendaré toda lacabeza. La herida cicatriza muybien.

Ella no respondió. Movía loslabios y las mandíbulas, arrugaba lacara y fruncía el ceño, probandoqué le dejaba hacer la herida y qué

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no.—He hecho caldo de paloma.

¿Quieres?—Quiero. Pero esta vez lo

intentaré sola. Es denigrante que leden de comer a una como a unaparalítica.

Comió largo rato. Se llevaba ala boca la cuchara de madera contanto esfuerzo como si pesara doslibras. Pero pudo hacerlo sin ayudade Vysogota, quien la observabacon interés. Vysogota era curioso yardía de curiosidad. Sabía quejunto con el regreso de la muchacha

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a la salud comenzaría elintercambio de palabras que podríaarrojar algo de luz al misteriosoasunto. Lo sabía y no podía esperarhasta ese momento. Llevabademasiado tiempo viviendo solo enaquel despoblado.

La muchacha terminó de comer,se tumbó sobre los cojines. Duranteun rato miró como muerta al techo,luego volvió la cabeza. Susextraordinarios ojos verdes, pensóotra vez Vysogota, le daban a surostro un aspecto de inocenciainfantil, lo que en aquel momento

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resaltaba con la mejillahorriblemente mutilada. Vysogotaconocía aquel tipo de belleza, losgrandes ojos de un niño eterno, unafisonomía que producía unasimpatía instintiva. Una muchachaeterna, incluso cuando su vigésimo,incluso su trigésimo cumpleañoshubiera caído ya en el olvido. Sí.Vysogota conocía bien aquel tipo debelleza. Su segunda mujer habíasido así. Su hija era así.

—Tengo que irme de aquí —dijo de pronto la muchacha—. Yrápido. Me están persiguiendo. Lo

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sabes.—Lo sé —afirmó con la cabeza

—. Fueron éstas las primeraspalabras que dijiste que pese a lasapariencias no eran delirios. Másexactamente, casi de las primeras.Porque lo primero que preguntastefue por tu caballo y tu espada. Eneste orden. Cuando te aseguré quetanto el caballo como la espadaestaban en buena custodia, te entróla sospecha de que yo era un aliadode no sé qué Bonhart y de que no teestaba curando, sino que te sometíaa la tortura de darte esperanzas.

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Cuando, no sin esfuerzo, te saquéde tu error, te presentaste a ti mismacomo Falka y me agradeciste que tehubiera salvado.

—Eso está bien. —Clavó lacabeza en la almohada, comoqueriendo evitar la necesidad demirarle a los ojos—. Eso está bien,el que no olvidara agradecértelo.Yo lo recuerdo como entre laniebla. No sé lo que era sueño y loque era realidad. Temía no haberdado las gracias. No me llamoFalka.

—También me enteré de ello,

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aunque más bien por casualidad. Lodijiste durante la fiebre.

—Soy una fugitiva —dijo sinvolver la cabeza—. Una prófuga.Es peligroso darme refugio. Espeligroso saber cómo me llamo deverdad. Tengo que subirme a micaballo y huir antes de que medescubran…

—Hace un momento —dijo élcon voz suave— tenías problemaspara sentarte en el orinal. No sémuy bien cómo ibas a podersentarte en el caballo. Pero teaseguro que aquí estás a salvo.

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Nadie te descubrirá.—Me seguirán, estoy segura.

Seguirán los rastros, registrarán losalrededores…

—Tranquilízate. Llueve todoslos días, nadie encontrará lashuellas. Estás en un despoblado, enun desierto. En casa de un eremita,que se aisló del mundo. Para que nofuera fácil encontrarlo. Sinembargo, si quieres puedo buscaruna forma de llevar noticias sobreti a tus parientes o a tus amigos.

—No sabes siquiera quiénsoy…

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—Eres una muchacha herida —le cortó—. Que huye de alguien queno vacila en herir a muchachas.¿Quieres que lleve alguna noticia?

—No hay a quién —respondióal cabo, y Vysogota percibió uncambio en el tono de voz—. Misamigos están muertos. Los matarona todos.

Él no contestó.—Yo soy la muerte —continuó,

con una voz extraña—. Todo el queme conoce muere.

—No todos —negó élmirándola con atención—. No el

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Bonhart ése cuyo nombre gritabasen sueños, ése ante el que ahoraquieres huir. Vuestro encuentro teha perjudicado más a ti que a él.¿Fue él… quien te hirió el rostro?

—No. —Ella apretó los labiospara ahogar algo que podía ser ungemido o una maldición—. FueAntillo el que me hirió en la cara.Stefan Skellen. Y Bonhart…Bonhart me hirió mucho más hondo.Más profundamente. ¿Hablé de ellodurante la fiebre?

—Tranquilízate. Estás débil,deberías evitar todo movimiento

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brusco.—Me llamo Ciri.—Te pondré una compresa con

árnica, Ciri.—Espera… un momento. Dame

un espejo.—Te he dicho…—¡Por favor!Él obedeció, llegó a la

conclusión de que era necesario,que no se podía esperar más.Incluso trajo una lamparilla. Paraque ella pudiera ver mejor lo que lehabían hecho a su rostro.

—Vaya, sí —dijo con la voz

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quebrada, distinta—. Sí. Tal y comome lo imaginaba. Casi como me loimaginaba.

Él salió, y corrió tras de sí elimprovisado biombo de mantas.

Ella intentó sollozar bajito,para que no se la oyera. Lo intentócon todas sus fuerzas.

Al día siguiente Vysogota le quitóla mitad de los puntos. Ciri semasajeó la mejilla, silbó como unaserpiente, quejándose de un fuertedolor en el oído y resintiéndose enel cuello cerca de la mandíbula.

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Pese a ello se levantó, se vistió ysalió al exterior. Vysogota noprotestó. La acompañó. No necesitóayudarla ni sujetarla. La muchachaestaba sana y era mucho más fuertede lo que parecía.

Sólo se detuvo cuando llegóafuera, se sujetó al marco de lapuerta y a las bisagras.

—Pero… —espiró bruscamente—. ¡Pero qué frío! ¿Una helada?¿Ya es invierno? ¿Cuánto tiempo heestado en la cama? ¿Semanas?

—Exactamente seis días. Hoyes el quinto día de octubre. Pero se

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anuncia un octubre muy, muy frío.—¿El cinco de octubre? —

frunció el ceño, silbó sintiendodolor al hacerlo—. ¿Cómo puedeser? ¿Dos semanas?

—¿Qué? ¿Qué dos semanas?—No importa. —Se encogió de

hombros—. Puede que yo meequivoque… O puede que no.Dime, ¿qué es lo que apesta tantoaquí?

—Pieles. Cazo ratasalmizcleras, castores, visones ynutrias, curto sus pieles. Hasta unermitaño tiene que vivir de algo.

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—¿Dónde está mi caballo?—En el establo.La yegua negra les saludó con

un sonoro relincho y la cabra deVysogota la secundó con un balidoen el que se percibía un grandisgusto por la necesidad de tenerque compartir su habitáculo conotro inquilino. Ciri abrazó el cuellodel caballo, le palmeteó, leacarició la crin.

—¿Dónde está mi silla? ¿Eltelliz? ¿Los arreos?

—Aquí.Él no protestó, no le hizo

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observación alguna, no expresó suopinión. Guardó silencio, apoyadoen su bastón. No se movió cuandoella jadeó al intentar levantar lasilla, no se inmutó cuando ella setambaleó por el peso y cayótorpemente sobre el suelo cubiertode paja, lanzando un sonorogemido. No se acercó a ella, no laayudó a levantarse. La observabacon atención.

—Bueno, vale —dijo Ciri conlos dientes apretados, mientrasempujaba a la yegua, que estabaintentando meter la nariz por el

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cuello de su camisa—. Está todoclaro. ¡Pero yo tengo que irme deaquí, joder! ¡Tengo que irme!

—¿Adónde? —preguntó él convoz fría.

Ella se masajeó el rostro,todavía seguía sentada sobre lapaja, junto a la silla.

—Lo más lejos posible.Vysogota asintió con la cabeza,

como si la respuesta le satisficiera,lo aclarara todo y no dejara lugar aduda. Ciri se levantó con esfuerzo.Ni siquiera intentó inclinarse a porla silla y los arreos. Sólo comprobó

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si la yegua tenía avena y heno en elpesebre, comenzó a limpiar laspajas de la crin y los costados delcaballo. Vysogota esperó ensilencio hasta que sucedió. Lamuchacha se afirmó en el poste quesujetaba el techo, se quedó pálidacomo la pared. Él le ofreció elbáculo sin decir palabra.

—No me pasa nada, es sóloque…

—Sólo que la cabeza te davueltas porque estás enferma ytienes menos fuerzas que un reciénnacido. Volvamos. Tienes que

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tumbarte.

A la puesta del sol, habiendodormido sus buenas horas, Cirisalió de nuevo. Vysogota, quevolvía del río, se tropezó con ellajunto a un seto natural de zarzas.

—No salgas demasiado lejosde la varga —dijo en tono acre—.En primer lugar, estás demasiadodébil…

—Me siento mejor.—En segundo, es peligroso.

Alrededor hay un enorme pantano,un cañaveral sin fin. No conoces

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los senderos, puedes perderte oahogarte en los lodazales.

—Y tú —señaló el saco que elermitaño iba arrastrando— conoceslos senderos, por supuesto. Eincluso vas por ellos no demasiadolejos, por lo que el pantano no debede ser tan grande. Curtes pielespara vivir, está claro. Kelpa, miyegua, tiene avena y yo no veo aquísembrados. Hemos comido pollo ygachas de cebada. Y pan. Pan deverdad, no chuscos. No creo que elpan te lo haya dado un trampero.Así que eso significa que hay un

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pueblo por los alrededores.—Una deducción sin fallo —

confirmó él con serenidad—,Ciertamente, me traen lasprovisiones de la aldea máscercana. La más cercana, pero queno está para nada cerca, se halla enlos límites de la ciénaga. Elpantano linda con el río. Cambiomis pieles por víveres que me traenen una canoa. Pan, cebada, harina,sal, queso, a veces un conejo o unpollo. A veces noticias.

No hubo preguntas, así quecontinuó.

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—Una horda de gente a caballoestuvo dos veces en el pobladobuscando a alguien. La primera vezadvirtieron a los aldeanos de queno te escondieran, amenazaron conhierro y fuego si llegaras a sercapturada en el pueblo. La segundavez prometieron una recompensa.Por encontrar el cadáver. Tusperseguidores están convencidos deque yaces muerta en los bosques, enalguna hoya o barranco.

—Y no descansarán —murmuró— hasta que no encuentren elcuerpo. Lo sé bien. Tienen que

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tener alguna prueba de que no estoyviva. Sin esa prueba norenunciarán. Buscarán por todoslados. Y al final llegarán hastaaquí…

—Les interesas mucho —advirtió él—. Aun diría más, lesinteresas de un modoextraordinario…

Ella apretó los labios.—No tengas miedo. Me iré

antes de que me encuentren. No teexpondré a peligro… No tengasmiedo.

—¿Por qué supones que tengo

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miedo? —Se encogió de hombros—. ¿Qué motivo hay para estaratemorizado? Aquí no llegaránadie, nadie será capaz deencontrarte aquí. Pero si sacas lasnapias fuera de las cañas, te toparásde frente con tus perseguidores.

—En otras palabras —ella echóhacia atrás la cabeza en un gesto dedesafío—, que tengo que quedarmeaquí. ¿Eso es lo que querías decir?

—No eres una prisionera.Puedes irte cuando gustes. Mejordicho: cuando seas capaz. Peropuedes también quedarte aquí y

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esperar. Llegará el día en que tusperseguidores se cansen. Siemprese cansan, antes o después.Siempre. Puedes creerme. Loconozco bien.

Los ojos verdes de la muchachabrillaron al mirarlo.

—Al fin y al cabo —dijodeprisa el ermitaño, al tiempo quese encogía de hombros y rehuía sumirada—, harás lo que quieras.Repito, no te retendré aquí.

—Sin embargo, hoy no me iré—resopló—. Me siento débil… yel sol se va a poner… y no conozco

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las sendas. Así que vamos a lachoza. Me he quedado helada.

—Has dicho que llevo aquí seisjornadas. ¿Es eso cierto?

—¿Por qué iba a mentir?—No te alteres. Estoy

intentando calcular los días… Yome escapé… me hirieron… en eldía del Equilibrio. El veintitrés deseptiembre. Si prefieres contarcomo los elfos, el último día deLammas.

—Eso no es posible.—¿Por qué iba a mentir? —

gritó y gimió, al tiempo que se

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tocaba el rostro. Vysogota la mirócon serenidad.

—No sé por qué —dijo con lavoz gélida—. Pero yo he sidomédico, Ciri. Hace mucho, perotodavía sé distinguir una heridahecha diez horas antes de una hechacuatro días antes. Te encontré elveintisiete de septiembre. Así quete hirieron el veintiséis. El tercerdía de Velen, si prefieres contarcomo los elfos. Tres días despuésdel equinoccio.

—Me hirieron en el mismoequinoccio.

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—Eso no es posible, Ciri.Debes de haber equivocado lafecha.

—De eso nada. Tú eres el quetiene algún calendario de ermitañopasado de moda.

—Como quieras. ¿Tantaimportancia tiene?

—No. No tiene ninguna.

Tres días después Vysogota leretiró los últimos puntos. Teníatodos los motivos para estarsatisfecho y orgulloso de su obra:la línea de costura era recta y

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limpia, no había que temer altatuaje de la suciedad entremetidaen la herida. Sin embargo, alcirujano le echó a perder lasatisfacción el ver a Ciri en lúgubresilencio contemplando la cicatrizdesde diversos ángulos con unespejo e intentando esconderla —sin resultado— arrojando suscabellos sobre la mejilla. La suturala afeaba. Un hecho es un hecho. Nohabía nada que hacer. Nada leayudaba el fingir que no era así.Todavía roja, tumefacta como unasoga, punteada con las huellas del

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aguijón de la aguja y marcada conlas señales de los hilos, la cicatriztenía un aspecto verdaderamentemacabro. Cabía la posibilidad deque ese estado sufriera una mejoralenta o incluso rápida. Sin embargo,Vysogota sabía que no habíaposibilidad de que la cicatrizdesapareciera y dejara de afearla.

Ciri se sentía mucho mejor,pero para asombro y satisfacciónde Vysogota ya no hablaba departir. Sacó del establo a su yeguanegra Kelpa. Vysogota sabía que enel norte se llamaba kelpa a unas

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algas, un peligroso monstruomarino que según la supersticiónpodía adoptar la forma de unhermoso caballo, un delfín oincluso una bella mujer, pero que enrealidad siempre tenía el aspectode un montón de hierbas. Ciriensilló a la yegua y cabalgóalrededor del corral y la choza,después de lo cual Kelpa volvió alestablo para hacerle compañía a lacabra, mientras que Ciri regresó ala choza para hacerle compañía aVysogota. Hasta, seguramente poraburrimiento, lo ayudó en su

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trabajo. Mientras él separaba laspieles de nutria por su tamaño y sutono, ella dividía las ratasalmizcleras en dorsos y vientres, yextendía las pieles a lo largo de unamesita que habían metido en lacasa. Por lo que se veía, tenía losdedos hábiles.

Precisamente durante esta tareatuvo lugar una conversaciónbastante extraña entre ellos.

—No sabes quién soy. Ni siquierate puedes imaginar quién soy.

Ella repitió varias veces esta

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afirmación banal y eso le incomodóa él un tanto. Por supuesto no dejóque ella se diera cuenta de sufastidio, le hubiera rebajado eltraicionar sus sentimientos ante unamocosa como ésa. No, no podíadejar que pasara esto, perotampoco podía traicionar lacuriosidad que lo devoraba.

Una curiosidad que en sumacarecía de motivos, porque sepodía imaginar sin esfuerzo quiénera. En los tiempos de Vysogota lasbandas juveniles tampoco eran unarareza. Los años que habían

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transcurrido no habían conseguidoeliminar tampoco la fuerzamagnética con que estas cuadrillasatraían a la muchachada ávida deaventuras y fuertes emociones. Muya menudo para su perdición. Losmocosos que salían de ello con unacicatriz en el rostro podían decirque habían tenido suerte. A losmenos felices les esperabantorturas, el patíbulo, el hacha o elpalo…

Bah, desde tiempos de Vysogotasólo había cambiado una cosa: laprogresiva emancipación. Las

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bandas atraían no sólo a losjovenzuelos sino también a laspipiolas alocadas, que cambiabanla sillita, la rueca y la espera delcasorio por el caballo, la espada ylas aventuras.

Vysogota no le dijo aquellodirectamente. Lo comentó dandorodeos. Pero de tal modo que ellapudiera saber que él lo sabía. Parahacerla consciente de que si aquíhabía algún enigma, con todaseguridad no era ella: unamuchacha que andaba por loscaminos con una banda de

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bandoleros adolescentes y quehabía escapado por milagro de unatrampa. Una mocosa desfiguradaque intentaba a toda costa rodearsede un aura enigmática…

—No sabes quién soy. Pero notengas miedo. Me iré pronto. No teexpondré a peligro.

Vysogota estaba ya harto.—No me amenaza peligro

alguno —dijo él con aspereza—.¿Cuál podría ser? Incluso si tusperseguidores aparecen por aquí, loque dudo, ¿qué mal me puedenhacer? Otorgar ayuda a un

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delincuente huido es merecedor decastigo, pero no en el caso de unermitaño, puesto que el ermitaño noes consciente de las cosas delmundo. Mi privilegio es albergar atodo aquél que llegue hasta mirincón. Bien has dicho: no sé quiéneres. ¿Cómo iba a saber yo, unermitaño, quién eres, el delito quehas cometido y por qué te persiguela ley? ¿Y qué ley? Si yo ni siquierasé qué ley es la que rige en estosalrededores ni de quién es lajurisdicción. Ni me interesa. Soy unermitaño.

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Se dio cuenta de que habíahablado demasiado sobre sueremitismo. Pero no cedió. Losverdes ojos de ella llenos de furiale atravesaban como si fuerancuchillas.

—Soy un pobre eremita. Muertopara el mundo y sus trabajos. Soyun hombre sencillo y sininstrucción, ignorante de losasuntos mundanos…

Había exagerado.—¡Seguro! —gritó ella,

arrojando la piel y el cuchillo alsuelo—. ¿Me tomas por tonta o

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qué? Pues no te pienses que soytonta. ¡Ermitaño, pobre eremita!Cuando no estabas eché un vistazopor aquí. Miré allí, en el rincón, enaquel quicio no demasiado limpio.¿De dónde han salido tantos librosde ciencias que hay sobre lasestanterías, eh, hombre sencillo ysin instrucción?

Vysogota echó una piel de nutriasobre el jergón.

—Antes vivía aquí un cobradorde impuestos —dijo inmutable—.Ésos son catastros y libros decontabilidad.

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—Mientes. —Ciri frunció elrostro, se masajeó la cicatriz—.¡Mientes a todas luces!

El no respondió, haciendo comoque evaluaba el tono de otra piel.

—Te piensas —siguió lamuchacha al cabo— que porquetienes barba, arrugas y cien años acuestas vas a engañar sin esfuerzo auna moza inocente, ¿eh? Pues tediré: a la primera pardilla quepasara por aquí puede que laengañaras. Pero yo no soy unapardilla.

Él alzó las cejas en una

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interrogación muda y retadora. Ellano le hizo esperar mucho.

—Yo, mi señor ermitaño, heestudiado en lugares donde habíamuchos libros, y también algunoscon los mismos títulos que hay entus estanterías. Conozco muchos deesos títulos.

Vysogota alzó todavía más lascejas. Ella le miró directamente alos ojos.

—Cosas raras —otorgó Ciri—parlotea esta cerdita toda sucia,esta huérfana harapienta, ha de seruna ladrona o una bandolera, que la

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encontraron en el arroyo con la jetahecha polvo. Y sin embargo has desaber, ermitaño, que yo he leído laHistoria de Roderick deNovembre. Repasé, y más de unavez, la obra que lleva el título deMateriae medicae. Conozco elHerbarius, el mismo que tienes entu estantería. También sé lo quesignifica la cruz de armiño sobreescudo rojo que aparece en loslomos de los libros. Es la señal deque los editó la Universidad deOxenfurt.

Se detuvo, seguía observándolo

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con atención. Vysogota guardósilencio, hacía esfuerzos para quesu rostro no delatara nada.

—Por eso pienso —dijo Ciri,echando la cabeza hacia atrás en unmovimiento típico suyo, orgulloso yun tanto violento— que tú no erespara nada un simplón ni unermitaño. Que para nada has muertopara el mundo sino que has huidode él. Y te escondes aquí, en losdespoblados, enmascarado entreapariencias y cañaverales sin fin.

—Si así es —Vysogota sonrió—, entonces nuestra suerte se ha

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unido en forma harto extraña, mileída señorita. En formagrandemente enigmática nos reunióel destino. Al fin y al cabo, tútambién, Ciri, te ocultas. Al fin y alcabo, tú también, Ciri, con destrezatejes a tu alrededor un velo deapariencias. Yo anciano soy, y llenode sospechas y amargado por ladesconfianza de la edad…

—¿Desconfías de mí?—Desconfío del mundo, Ciri.

De un mundo donde las engañosasapariencias adoptan la máscara dela verdad para sacar a la luz otra

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verdad, falsa, por decirlo pronto ymal, una verdad que también intentaengañar. De un mundo en el que elescudo de la Universidad deOxenfurt se pinta sobre las puertasde las mancebías. De un mundo enel que bandoleras heridas se lasdan de ser señoritas versadas,sabias y hasta puede que de noblecuna, intelectuales y eruditas queleen a Roderick de Novembre yconocen el sello de la Academia.Contra todas las apariencias.Contra el hecho de que ellasmismas portan otra señal. Un

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tatuaje de bandido. Una rosa rojagrabada en la ingle.

—Cierto, tenías razón. —Apretó los labios y su rostro secubrió de un rubor tan intenso quela línea de la cicatriz parecía negra—. Eres un viejo amargado. Y unrancio metomentodo.

—En mi estantería, detrás de lacortina —señaló él con unmovimiento de cabeza—, está elAen N’og Mab Taedh’morc, unacolección de cuentos élficos y deprofecías en verso. Hay allí unafábula que concuerda con esta

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situación y esta conversación. Es lahistoria de un cuervo provecto yuna golondrina nuevita. Puesto quedel mismo modo que tú, Ciri, soyun erudito, me permito recordarunos fragmentos adecuados a lascircunstancias. El cuervo, comorecordarás con toda seguridad,acusa a la golondrina de frivolidady de liviandad poco graciosa.

Hen Cerbin dic’ss aenn’og Zireael

Aark, aark, caelmfoile,te veloe, ¿ell?

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Zireael…

Se detuvo, apoyó los codossobre la mesa y la barbilla sobrelos dedos extendidos. Ciri agitó lacabeza, se enderezó, le miróretadora. Y terminó el poema.

… Zireael veloe que’ssaen en’ssan irch

Mab og, Hen Cerbin,vean ni, ¡quirk, quirk!.

—El viejo amargado ydesconfiado —dijo al cabo

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Vysogota sin cambiar de posición—le pide perdón a la joven erudita.El cuervo provecto, que ve mentiray engaño por doquier, le pide a lagolondrina que le perdone, a unagolondrina cuya única culpa es serjoven y estar llena de vida. Y serguapilla.

—Ahora desbarras —refunfuñóella, cubriéndose la cicatriz delrostro con la mano en unmovimiento inconsciente—. Estoscumplidos te los puedes ahorrar.No van a enmendar los trapos deesparto con los que me restregaste

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la piel. No te pienses tampoco queasí vas a conseguir conquistar miconfianza. Yo sigo sin saber quiéneres en realidad. Por qué mementiste en lo que respecta a lasfechas. Y con qué intenciones memiraste entre las piernas aunqueestaba herida en el rostro. Y si seacabó sólo en la mirada.

Esta vez consiguió sacarlo desus casillas.

—¿Pero qué te imaginas,mocosa? —gritó—. ¡Si podría sertu padre!

—Mi abuelo —le corrigió con

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voz gélida—. Y hasta mi bisabuelo.Pero no lo eres. Yo no sé quiéneres. Pero con toda seguridad noeres la persona que pretendes ser.

—Soy quien te encontró en elpantano, casi congelada hasta loshuesos, con una costra negra enlugar de rostro, inconsciente,mugrienta y sucia. Soy quien tetrajo a su casa aunque no sabíaquién eras y tenía derecho aimaginarse lo peor. Quien te curó ytendió en la cama. Te diomedicamentos cuando estabasestallando de fiebre. Se ocupó de ti.

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Te lavó. Muy cuidadosamente.También por los alrededores deltatuaje.

Ciri se apaciguó de nuevo, perode sus ojos no había desaparecidoni por asomo una mirada retadora einsolente.

—En este mundo —gritó—, aveces las engañosas apariencias seponen la máscara de la verdad, túmismo lo has dicho. Yo tambiénconozco un poco este mundo, haztea la idea. Me salvaste, me curaste yte ocupaste de mí. Gracias por ello.Te estoy agradecida por tu…

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bondad. Pero sé que no existebondad sin…

—Sin interés ni esperanza deganar algo —terminó él con unasonrisa—. Sí, lo sé. Hombre soy demundo, quién sabe si no conozco elmundo tan bien como tú, Ciri. A lasmuchachas heridas se las despojade todo lo que tenga algún valor. Siestán inconscientes o demasiadodébiles para defenderse, se sueledar rienda suelta a laconcupiscencia y el apetito, amenudo en formas depravadas ycontra natura. ¿No es cierto?

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—Nada es como parece —respondió Ciri, cubriéndose denuevo de rubor.

—Cuán certera afirmación —dijo el ermitaño, al tiempo quearrojaba otra piel al montónapropiado—. Y cuanineluctablemente nos conduce a laconclusión de que nosotros, Ciri, nosabemos nada el uno del otro. Sóloconocemos las apariencias, y éstasengañan.

Aguardó un instante, pero Cirino se apresuró a responder nada.

—Aunque ambos hemos

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acertado a realizar una especie depesquisa preliminar, seguimos sinsaber nada. Yo no sé quién eres tú,tú no sabes quién soy…

Esta vez él esperóconscientemente. Ella le miró y ensus ojos ardía la pregunta que élestaba esperando. Algo extrañobrilló en los ojos de la muchachacuando hizo la pregunta esperada.

—¿Quién empieza?

Si tras el ocaso alguien se hubieraarrastrado a hurtadillas hasta lachoza de tejado de bálago caído y

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lleno de musgo, si hubiera miradoal interior, habría visto a la luz delas llamas y reflejos del hogar a unviejecillo de barba gris encorvadosobre un montón de pieles. Hubieravisto también a una muchacha decabellos cenicientos con unahorrible cicatriz en la mejilla, unacicatriz que no concordaba paranada con unos ojos verdes tangrandes como los de un niño.

Pero nadie podía verlo. Lachoza estaba entre cañaverales, enmedio de un pantano al que nadie seatrevía a aventurarse.

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—Me llamo Vysogota de Corvo.Fui médico. Cirujano. Fuialquimista. Fui investigador,historiador, filósofo y ético. Fuiprofesor de la Academia deOxenfurt. Tuve que huir de allídespués de publicar cierta obra quefue considerada como impía,acusación que entonces, hacecincuenta años, acarreaba la penade muerte. Tuve que emigrar. Mimujer no quiso emigrar, así que meabandonó. Y yo sólo me detuvecuanto estaba ya muy lejos, en el

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sur, en el imperio de Nilfgaard.Conseguí allá por fin la ocupaciónde docente de ética en la AcademiaImperial de Castell Graupian, cargoque ejercí cerca de diez años. Perotambién tuve que huir de allídespués de publicar ciertotratado… En realidad la obra seocupaba del poder totalitario y delcarácter criminal de las guerras deocupación, pero oficialmente se nosacusó a mi obra y a mí demisticismo metafísico y herejíaclerical. Se entendió que actué enconnivencia con los grupos

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clericales imperialistas yrevisionistas que eran losverdaderos gobernantes de losreinos del norte. ¡Bastante divertidoa la luz de la pena de muerte querecibiera por mi ateísmo veinteaños antes! Y era así que al fin y alcabo los imperialistas clericales sehabían sumido hacía ya tiempo enel olvido, pero en Nilfgaard no sehabía enterado nadie de ello. Launión del misticismo con la políticaera perseguida y castigada conrigor.

»Hoy día, juzgando con la

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perspectiva de los años, pienso quesi me hubiera humillado y hubieramostrado arrepentimiento, seguroque el asunto se hubiera arreglado yel emperador se hubiera limitado aque yo cayera en desgracia sinechar mano de medios demasiadodrásticos. Seguro de mis razones,que consideraba eternas, superioresa cualquier poder o política, mesentía atacado, y además atacadoinjustamente. Tiránicamente. Asíque entablé contacto activo con losdisidentes que combatían al tiranoen secreto. Antes de que me pudiera

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dar cuenta me habían metido en latrena junto con los disidentes yalgunos de ellos, en cuanto que lesenseñaron la herramienta, meseñalaron como el ideólogoprincipal del movimiento.

»El emperador hizo uso de suderecho de gracia, pero fuicondenado al destierro bajoamenaza de pena de muerteinmediata en caso de regreso a lastierras imperiales.

»Entonces me enojé con elmundo entero, con los reinos,imperios y universidades, con los

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disidentes, funcionarios, juristas.Con los colegas y amigos que, altoque de una varita mágica, dejaronde serlo. Con mi segunda esposaque, de forma parecida a laprimera, entendió que losproblemas del marido son motivosuficiente de divorcio. Con mishijos, que me abandonaron. Meconvertí en ermitaño. Aquí, enEbbing, en los pantanos dePereplut. Tomé la sede en herenciade un eremita que me fue dadoconocer en cierta ocasión. La malasuerte quiso que Nilfgaard se

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anexionara Ebbing y sin comérmeloni bebérmelo me encontré de nuevoen el imperio. No tengo ya nifuerzas ni ganas de vagabundearmás, por eso tengo que esconderme.Las decisiones imperiales noprescriben, ni siquiera cuando elemperador que las realizara hayamuerto hace mucho y el emperadoractual no tenga motivos para tenerbuenos recuerdos de aquél ni paracompartir sus opiniones. Lasentencia de muerte sigue en vigor.Tal es la ley y la costumbre enNilfgaard. Las condenas de traición

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de estado no prescriben ni sonafectadas por las amnistías quecada emperador anuncia tras sucoronación. Después de subir altrono el nuevo emperador amnistíaa todos aquéllos a los que suantecesor había condenado…excepto a quienes son culpables detraición de estado. No tieneimportancia quién gobierne enNilfgaard: si se llega a saber queestoy vivo y violando mi condenade destierro al vivir en territorioimperial, mi cabeza caerá en elcadalso.

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»Así que, como ves, Ciri,estamos en una situación totalmenteidéntica.

—¿Qué es la ética? Lo sabía, perose me ha olvidado.

—La ciencia de la moralidad.De las reglas del comportamientohabitual, noble, benévolo yhonrado. De las alturas del bien alas que eleva el alma la moralidady la rectitud humana. Y de losabismos del mal a los que hace caerla maldad y la inmoralidad…

—¡Las alturas del bien! —bufó

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—. ¡Rectitud! ¡Moralidad! No mehagas reír, porque se me abre lacicatriz de la jeta. Tuviste suerte deque no te persiguieran, de que noenviaran tras de ti a los cazadoresde recompensas como ese…Bonhart. Verías lo que son losabismos del mal. ¿Ética? Esa éticatuya no vale una mierda, Vysogotade Corvo. ¡No son los malvados nilos inmorales los que se hunden enel abismo, no! ¡Oh, no! Son losmalos, pero decididos, quienesarrojan al fondo a los que sondecentes, honrados y nobles, pero

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torpes, vacilantes y llenos deescrúpulos.

—Gracias por tus enseñanzas—ironizó—. Créeme, aunque vivasun siglo, nunca es demasiado tardepara aprender algo. Cierto, siemprees provechoso escuchar a personasmaduras, de mundo y conexperiencia.

—Ríete, ríete —agitó ella lacabeza—. Mientras puedas. Porqueahora es mi turno. Ahora teentretendré con un relato. Tecontaré qué es lo que me pasó. Ycuando termine, veremos si sigues

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teniendo ganas de bromear.Si aquel día después de caer la

noche alguien se hubiera deslizadofurtivamente hasta aquella cabañaperdida entre los cenagales, con suhundido tejado de bálago, si alguienhubiera mirado a través de lasrendijas de los postigos, habríavisto en su interior escasamenteiluminado a un viejecillo de barbablanca escuchando con atención elrelato de una muchacha de cabelloscenicientos que estaba sentada enun tronco junto a la chimenea.Habría visto que la muchacha

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hablaba despacio, como si le fueradifícil encontrar las palabras, quese frotaba nerviosa la mejilladeformada por una cicatrizhorrible, que sembraba con largosmomentos de silencio la narraciónde sus vicisitudes. Una historiasobre las enseñanzas recibidas queresultaron ser todas falsas yengañosas. Sobre las promesas quese le hicieran y que no habían sidomantenidas. Una historia acerca deun destino en el que se le habíahecho creer y que la habíatraicionado vilmente y despojado

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de su herencia. Acerca de cómocada vez, cuando ya comenzaba acreer, caían sobre ella las ofensas,el dolor, la injusticia y lahumillación. Acerca de cómoaquéllos en los que confiaba y a losque amaba la habían traicionado, nohabían acudido en su ayuda cuandosufría, cuando la amenazaban lavergüenza, el tormento y la muerte.Una historia sobre los ideales a quele habían recomendado mantenersefiel y que la habían fallado,traicionado y abandonadoprecisamente cuando los

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necesitaba, demostrando cuan pocovalor tenían. Acerca de cómo habíapor fin encontrado ayuda y amistad—y amor— entre quienes enapariencia no cabía buscar ni ayudani amistad. Por no mencionar elamor.

Pero nadie pudo haber vistoaquello ni mucho menos haberlooído. La choza del hundido tejadode bálago cubierto de musgo estababien escondida entre la niebla, enunos cenagales donde nadie seatrevía a adentrarse.

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Capítulo segundo

Al llegar a laedad de madurez,la jovenmuchachacomienza aintentar penetraren campos de lavida que antes leestaban vedados,lo cual, en loscuentos de hadas,se simboliza

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mediante laentrada en unatorre enigmáticay la búsqueda enella de unahabitaciónoculta. Lamuchacha subehasta la cima dela torre,caminando poruna escaleraretorcida: lasescaleras en lossueños son

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símbolos devivenciaseróticas. Lahabitaciónprohibida, unpequeño cuartocerrado conllave, simbolizala vagina. El actode girar la llaveen la cerraduraes un símbolo delacto sexual.

Bruno Bettelheim,The Uses of Enchantment:

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the Meaning and Importanceof Fairy Tales

El viento del oeste arrastró latormenta nocturna.

Un cielo de color negrovioláceo se resquebrajó a lo largode una línea de relámpagos queestallaron con el estampido de unagudo trueno. Una lluvia repentinagolpeó el polvo del camino congotas tan densas como el aceite,resonó en las tejas, deshizo lasuciedad en las hojas de lasventanas. Pero un fuerte vientoexpulsó con rapidez el chubasco,

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ahuyentó la tormenta allá lejos, alotro lado de un horizonte que ardíaa causa de los relámpagos.

Y entonces los perroscomenzaron a ladrar furiosamente.Redoblaron los cascos de loscaballos, rechinaron las armas. Unaalgarabía y unos silbidos salvajesles pusieron los cabellos de punta alos aldeanos, les llenó de pánico,les hizo cerrar a cal y canto puertasy ventanas. Los dedos sudorosos seapretaron sobre los mangos de lashachas, sobre las astas de losbiernos. Se apretaban con fuerza.

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Pero con impotencia.Terror, el terror está cruzando

la aldea. ¿Perseguidos operseguidores? ¿Enloquecidos yviolentos a causa de la rabia o acausa del miedo? ¿Pasarán de largosin detener los caballos? ¿O seiluminará la noche dentro de unosinstantes con el fuego de los tejadosardiendo?

Silencio, silencio, niños…Mamá, ¿es que son demonios?

¿Es la Persecución Salvaje?¿Monstruos del infierno? ¡Mamá,mamá!

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Silencio, silencio, niños. Noson demonios, no son diablos…Peor.

Son seres humanos.Los perros aullaban. Soplaba la

ventisca. Los caballos relinchaban,los cascos se estrellaban contra elsuelo.

Una partida de locos cabalgabaa través de la aldea y de la noche.

Hotsporn llegó a la cima, detuvo elcaballo y le dio la vuelta. Eraprecavido y cauteloso, no legustaba el riesgo, sobre todo

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porque la atención no costaba nada.No se apresuró a bajar al río, a laestación de postas. Primeroprefería mirar bien.

Delante de la estación no habíacaballos ni tiros de animales, nohabía más que un furgón quellevaba un par de mulas enjaezadas.En la lona había un letrero queHotsporn no podía leer desde tanlejos. Pero no olía a peligro.Hotsporn era capaz de oler elpeligro. Era un profesional.

Bajó hasta la orilla llena dematorrales y mimbres muy

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crecidos, metió con decisión elcaballo en el río, lo atravesó algalope entre las salpicaduras deagua que golpeaban por debajo dela silla. Los patos que serevolcaban en el lodo huyeronlanzando sonoros cuac-cuacs.

Hotsporn azuzó al caballo,atravesó la cerca y entró en el patiode la estación. Ahora ya podía leerel letrero de la lona del furgón.Decía: «Maestro Almavera,Tatuajes Artísticos». Cada palabradel letrero estaba pintada de uncolor distinto y comenzaba por una

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letra exageradamente grande y muyadornada. Pero en la caja del carro,por encima de la rueda derechadelantera, se veía una pequeñaflecha rota, pintada de púrpura.

—¡Abajo del caballo! —escuchó a su espalda—. ¡A tierra, ypresto! ¡Las manos lejos de laempuñadura!

Se acercaron y lo rodearon sinun ruido, Asse por la derecha,vestido con una chaqueta negra conhilos de plata, Falka por laizquierda, llevando puesto unjuboncillo verde de ante y una

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boina con una pluma. Hotsporn sebajó la capucha y el pañuelo que lecubría el rostro.

—¡Ja! —Asse bajó la espada—. Sois vos, Hotsporn. ¡Sosreconocería, pero me confundióeste caballo moro!

—Vaya una yegua bonita —dijoFalka con admiración, al tiempoque se retiraba la boina sobre laoreja—. Negra y brillante como elcarbón, ni un pelo claro. ¡Y cuidadoque es gallarda! ¡Eh, lindeza!

—Cierto, y la encontré pormenos de cien florines. —Hotsporn

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sonrió con desmaña—. ¿Dónde estáGiselher? ¿Dentro?

Asse se lo confirmó con unademán de cabeza. Falka, quemiraba a la yegua como hechizada,le dio palmadas en el cuello.

—¡Cuando corría por el agua—elevó hacia Hotsporn susenormes ojos verdes— era igualitaque una verdadera kelpa! ¡Sihubiera salido del mar en vez dedel río no hubiera creído que no erauna kelpa de verdad!

—¿Y habéis visto alguna vez,señorita Falka, una verdadera

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kelpa?—En dibujos. —La muchacha

se apesadumbró de pronto—. Paraqué hablar más de esto. Pasadadentro. Giselher está esperando.

Delante de una ventana que dabaalgo de luz había una mesa. Sobrela mesa estaba semitendida Mistle,apoyada en los codos, desnuda decintura para abajo, sin nada másque unas medias negras. Entre suspiernas descaradamente abiertashabía un individuo encogido,hombre delgado y de cabellos

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largos vestido con una levita gris.No podía ser otro que el maestroAlmavera, artista del tatuaje, puestoque estaba ocupado precisamenteen grabar en el muslo de Mistle unaimagen de colores.

—Acércate, Hotsporn —pidióGiselher, al tiempo que movía untaburete de una mesa más alejadaen la que estaba sentado junto conChispas, Kayleigh y Reef. Los dosúltimos, como Asse, tambiénestaban vestidos con una piel deternera negra que llevaba cosidashebillas, tachuelas, cadenas y otros

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imaginativos adornos de plata.Algún artesano tenía que estarganando con ello buenas sumas,pensó. Los Ratas, cuando lesentraba la gana de adornarse,pagaban a los sastres, zapateros ytalabarteros como un verdadero rey.Claro está que tampoco lesimportaba arrancarle sin más a lapersona asaltada la ropa o labisutería que les había caído engracia.

—Por lo que veo, encontrastenuestro mensaje en las ruinas de laestación vieja —dijo Giselher

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arrastrando las palabras—. Ja, quédigo, si no no estarías aquí. Mas hede reconocer que has viajado conrapidez.

—Porque la yegua es muybonita —se entrometió Falka—. ¡Yme apuesto a que también esfogosa!

—Encontré vuestro mensaje. —Hotsporn no apartó la vista deGiselher—. ¿Y qué hay del mío?¿Llegó hasta ti?

—Llegó… —El jefe de losRatas trastabilló—. Pero… bueno,por decirlo con pocas palabras…

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no había entonces mucho tiempo. Yluego nos cogimos una buena curday hubimos de reposar un tanto. Yluego nos vino a mano otrocamino…

Mocosos de mierda, pensóHotsporn.

—Por decirlo con pocaspalabras: no has cumplido elencargo.

—Pues no. Lo siento, Hotsporn.No fue posible… ¡mas la próximavez, ya, ya! ¡Indefectiblemente!

—¡Indefectiblemente! —confirmó Kayleigh con énfasis,

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aunque nadie le había pedido queconfirmara nada.

Malditos mocososirresponsables. Se emborracharon.Y luego les vino a mano otrocamino. Seguro que el del sastre, apor trapos raros.

—¿Quieres beber algo?—Gracias, pero no.—¿Quizá quieras probar esto?

—Giselher señaló un cofrecito delaca muy adornado que estaba entrelos vasos y las damajuanas.Hotsporn supo entonces por qué enlos ojos de los Ratas ardía un brillo

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tan extraño, por qué susmovimientos eran tan nerviosos yrápidos.

—Polvo de primera —leaseguró Giselher—. ¿No quierestomar un pellizco?

—Gracias, pero no. —Hotspornmiró significativamente lasmanchas de sangre y las huellas enel aserrín que desaparecían en lahabitación y que mostraban conclaridad adonde había sidoarrastrado el cadáver. Giselher sedio cuenta de la mirada.

—Un palurdo se quiso hacer el

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héroe —bufó—. Hasta que laChispas le tuvo que dar unescarmiento.

Chispas se rio guturalmente.Enseguida se veía que estaba muyexcitada por el narcótico.

—Lo escarmenté de tal modoque hasta se atoró con la sangre —se jactó—. Y al punto los otros sequedaron tranquilitos. ¡A eso se lellama terror!

Iba, como de costumbre, llenade joyas, hasta llevaba un pendientede diamante en una aleta de lanariz. No iba vestida de cuero sino

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con un juboncillo de color cereza,con un diseño brocado que era yatan famoso como para ser el últimogrito de la moda entre la mocedaddorada de Thurn. De la mismaforma que el pañuelo de seda con elque se cubría la cabeza Giselher.Hotsporn incluso había oído hablarde muchachas que se cortaban elcabello «a la Mistle».

—Esto se llama terror —repitióHotsporn, pensativo, todavía con lamirada dirigida hacia los rastrossangrientos del suelo—. ¿Y el jefede estación? ¿Y su mujer? ¿Su hijo?

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—No, no. —Giselher frunció elceño—. ¿Piensas acaso que noshemos cargado a todos? De esonada. Los metimos pa un rato en lacámara. Ahora, como ves, laestación es nuestra.

Kayleigh se enjuagó la boca convino haciendo un fuerte ruido,escupió al suelo. Con unapequeñísima cuchara sacó unpoquito de fisstech del cofrecillo,lo espolvoreó delicadamente sobrela yema del dedo índice, que habíapreviamente ensalivado, y se frotóel narcótico sobre las encías. Le

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dio el cofrecillo a Falka, la cualrepitió el ritual y le pasó el fisstecha Reef. El nilfgaardiano lo rechazó,estaba ocupado en contemplar uncatálogo de tatuajes de colores, y ledio la caja a Chispas. La elfa se lapasó a Giselher, sin usarla.

—¡Terror! —gruñó,entrecerrando los ojos brillantes yrespirando con fuerza por la nariz—. ¡Tenemos la estación bajo elterror! El emperador Emhyr tiene elmundo entero, nosotros sólo lachabola ésta. ¡Pero la cosa es lamisma!

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—¡Ahhh, voto al infierno! —aulló Mistle desde la mesa—. ¡Tencuidao dónde pinchas! ¡Si me haceseso otra vez te pincho yo a ti! ¡Y detal modo que te paso de costado acostado!

Los Ratas —excepto Falka yGiselher— estallaron en risas.

—¡Para ser guapa hay quesufrir! —gritó Chispas.

—¡Pínchala, maestro, pínchala!—añadió Kayleigh—. ¡Ella estábien dura entre las patas!

Falka escupió una tremendablasfemia y le lanzó un vaso.

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Kayleigh se inclinó, los Ratas seretorcieron de risa otra vez.

—Así pues —Hotsporn sedecidió a ponerle punto y final alregocijo— mantenéis la estaciónbajo el terror. ¿Y para qué, siexceptuamos la satisfacción queemana del atemorizar?

—Nosotros andamos al acecho—respondió Giselher, frotándose elfisstech en las encías—. Si alguiense detiene aquí bien para cambiarel caballo, bien para descansar,pues se le despluma. Esto es másplacentero que los cruces o los

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matojos al pie del camino. Mascomo Chispa poco ha dijera, lacosa es la misma.

—Pero hoy, desde el alba, nonos ha caído más que éste —seintrodujo Reef, señalando almaestro Almavera, que estaba casidel todo escondido entre los muslosabiertos de Mistle—. En pelotas,como todo buen artista, no había nade lo que aflojarle, así que leaflojamos de su arte. Echad unvistazo a cuan imaginativos son susdibujos.

Se desnudó el antebrazo y

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mostró el tatuaje, una mujerdesnuda que movía las nalgascuando apretaba el puño. Kayleightambién hizo su alarde: alrededorde una mano, por encima de unbrazalete de pinchos, se retorcíauna serpiente verde con las faucesabiertas y una lengua bífidaescarlata.

—Cosa de gusto —dijoHotsporn con indiferencia—. Y queayuda mucho para identificar loscadáveres. Mas en lo de aflojar malhabéis salido, mis queridos Ratas.Tendréis que pagar al artista por su

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arte. No os pude apercibir antes:desde hace siete días, desde elprimero de septiembre, la señal esuna flecha púrpura rota. Él tieneuna así pintada en su carro.

Reef maldijo por lo bajo,Kayleigh sonrió. Giselher agitó lasmanos impasible.

—Qué se le va a hacer. Si hayque hacerlo, se le pagará por susagujas y sus pinturas. ¿Dices queuna flecha púrpura? Lorecordaremos. Si hasta mañanaapareciera todavía por aquí otrocon esa señal, no sufrirá daño

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alguno.—¿Tenéis pensado estar aquí

hasta mañana? —Hotsporn seasombró con un tanto deexageración—. Eso es pocorazonable, Ratas. ¡Arriesgado einseguro!

—¿Lo qué?—Arriesgado e inseguro.Giselher se encogió de

hombros, Chispas bufó y un mocofue a parar al suelo. Reef, Kayleighy Falka miraron al mercader comosi éste les acabara de asegurar queel sol se había caído al río y había

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que sacarlo con rapidez antes deque lo pellizcaran los cangrejos.Hotsporn comprendió que acababade apelar a la razón de unosmocosos locos. Que advertía delpeligro y el riesgo a unosfanfarrones llenos de loca audaciapara los que este concepto eracompletamente ajeno.

—Os están persiguiendo, Ratas.—¿Y qué?Hotsporn suspiró.Mistle interrumpió la discusión

acercándose a ellos sin hacer elesfuerzo de vestirse. Puso un pie en

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un banco y moviendo las caderasmostró por doquier la obra delmaestro Almavera: una rosapunzada sobre un tallito con doshojas, situada en el muslo, junto ala ingle.

—¿Eh? —preguntó, poniendolos brazos en jarras. Sus brazaletes,que alcanzaban casi hasta loscodos, relucieron con luz dediamante—. ¿Qué decís?

—¡Una preciosidad! —bufóKayleigh, recogiéndose loscabellos. Hotsporn advirtió que elRata llevaba pendientes que

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perforaban los pabellones de lasorejas. No cabía duda de que estospendientes, lo mismo que el cuerotrenzado de metal, iban a estar demoda dentro de poco entre lamocedad dorada de Thurn y en todoGeso.

—Ahora te toca a ti, Falka —dijo Mistle—. ¿Qué te vas a hacertatuar?

Falka le tocó el muslo, seinclinó y contempló el tatuaje. Decerca. Mistle frotó con cariño suscabellos cenicientos. Falka risoteóy comenzó a desnudarse sin

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ceremonia alguna.—Quiero la misma rosa que tú

—afirmó—. En el mismo sitio quetú, cariño.

—¡Pero cuidao que hay ratones entu casa, Vysogota! —Ciriinterrumpió la narración, miraba alsuelo, donde en el círculo de la luzque arrojaba el candil se estabacelebrando una verdaderaconvención de ratones. Se podíauno imaginar lo que estaría pasandomás allá del círculo de oscuridad—. Te vendría bien un gato. O

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mejor, dos gatos.—Los roedores —gorgojeó el

ermitaño— se meten en la casaporque se acerca el invierno. Y yotenía un gato. Pero se fue, elmalvado, se perdió.

—Seguro que se lo comió unzorro o una marta.

—Tú no has visto qué gato era,Ciri. Si se lo zampó algo, entoncessólo pudo ser un dragón. Nada máspequeño.

—¿Tan grande era? Ja, quépena. Él no les hubiera dejado aestos ratones pasearse por mi cama.

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Una pena.—Una pena. Pero yo pienso que

volverá. Los gatos siemprevuelven.

—Echa leña al fuego. Tengofrío.

—Frío. Las noches son ahorafrías del copón… Y todavía noestamos ni siquiera a mitad deoctubre… Sigue contando, Ciri.

Durante un instante, Ciri semantuvo quieta, contemplando elhogar. El fuego se reavivó sobre lamadera nueva, crepitó, bufó, lanzósobre el rostro desfigurado de la

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muchacha destellos dorados yágiles sombras.

—Cuenta.

El maestro Almavera pinchó con laaguja y Ciri sintió cómo laslágrimas le surgían por el rabillo delos ojos. Aunque se habíaanestesiado precavidamente a basede vino y polvos blancos, el dolorera insoportable. Apretó los dientespara no gemir. Pero no gimió, porsupuesto, fingió que no prestabaatención a la aguja y quedespreciaba el dolor. Intentó hacer

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como que tomaba parte en laconversación que los Ratasmantenían con Hotsporn, individuoque quería mostrar que eramercader pero que en realidad,mención aparte del hecho de quevivía de los mercaderes, no teníanada en común con el mercadeo.

—Negras nubes se ciernensobre vuestras cabezas —dijoHotsporn, recorriendo con sus ojososcuros los rostros de los Ratas—.No basta con que os persiga elprefecto de Amarillo, no es pocoque los Varnhagenos, no es poco

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que el barón Casadei…—¿Ése? —Giselher enarcó las

cejas—. Entiendo lo del prefecto ylos Varnhagenos, pero, ¿por quéestá mosqueado el tal Casadei connosotros?

—El lobo se cubrió con unapiel de oveja —Hotsporn se rio—y se puso a balar todo triste, bee,bee, nadie me quiere, nadie meentiende, en cuanto que aparezcome tiran piedras, «sus-sus», megritan, pero, ¿qué es esto, qué esesta injusticia y este dolor? La hijade la baronesa Casadei, queridos

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Ratas, después de la aventura juntoal río Aguzanieves, siguedesmayándose y padeciendo defiebre hasta el mismo día de hoy…

—Aaah —se acordó Giselher—. ¿Una carreta con cuatro tordos?¿Ésa era la doncella?

—Ésa. Ahora, como dije,enferma, se despierta por lasnoches gritando, evoca al señorKayleigh… Pero en especial a doñaFalka. Y cierto broche, recuerdo desu difunta madre, broche el cualdoña Falka le arrancara conviolencia de su vestido. A todo

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ello, pronunciando palabrasdiversas mientras lo hacía.

—¡Pero no se trata de eso! —gritó Ciri desde la mesa,aprovechando la ocasión paraexpulsar su dolor junto con el grito—. ¡Le mostramos a la baronesadesprecio y vilipendio cuando ladejamos escapar a boqueras!¡Había que haber follado bien a laseñoritinga!

—Ciertamente. —Ciri sintió lamirada de Hotsporn sobre susmuslos desnudos—. Grande fue dehecho el deshonor de no follársela.

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No hay que asombrarse pues de queCasadei, resentido, mandara enviaruna hueste armada y pusiera precioa vuestras cabezas. También juró enpúblico que todos vais a colgarcabeza abajo de los matacanes delas murallas de su castillo. Tambiénanunció que por arrebatarla elmencionado broche, le sacaría lapiel a la señorita Falka. A tiras.

Ciri blasfemó y los Ratas serieron con loca risa. Chispasestornudó y se le escaparon unosmocos tremendos: el fisstech leafectaba a la mucosa.

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—Nosotros a los perseguidoreséstos los despreciamos —anunció,al tiempo que se limpiaba lasnarices, los labios, la barbilla y lamesa con la bufanda—. ¡Elprefecto, el barón, los Varnhagenos!¡Nos perseguirán pero no noscogerán! ¡Nosotros somos losRatas! Después de lo de Veldahicimos tres zigzags y ahora lostontos ésos andan a rebusco de unrastro frío. Antes de que se enterenandarán ya demasiado lejos comopa volver.

—¡Y que vuelvan! —dijo

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fogoso Asse, el cual habíaabandonado la guardia hacía algúntiempo, una guardia en la que nadiele había sustituido ni pensabahacerlo—. ¡Nos los apiolamos yeso es todo!

—¡Por supuesto! —gritó Ciridesde la mesa, olvidando cómohabían gritado la noche anteriormientras huían de sus perseguidorespor las aldeas de Velda y olvidandotambién el miedo que teníaentonces.

—Vale. —Giselher golpeó conla palma de la mano en la mesa,

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poniendo punto final inmediato aaquella ruidosa cháchara—.Suéltalo ya, Hotsporn. Pues veo quequieres decirnos algo que es másimportante que lo del prefecto, losVarnhagenos, la baronesa Casadei ysu sensible hija.

—Bonhart os sigue la pista.Cayó el silencio, largo rato.

Incluso el maestro Almavera dejóde tatuar por un instante.

—Bonhart —repitióespaciadamente Giselher—. Viejocanalla mugriento. Hemos debidode haberle jodido bien a alguien.

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—A alguien rico —afirmóMistle—. No todo el mundo puedepermitirse a Bonhart.

Ciri estaba a punto de preguntarquién era el tal Bonhart, pero laprecedieron, casi al unísono, conlas mismas palabras, Asse y Reef.

—Es un cazador derecompensas —afirmó sombríoGiselher—. Antaño hizo desoldado, luego de buhonero, por finse metió en lo de matar gente pordinero. Un hideputa, por decirpoco.

—Dicen —Kayleigh habló con

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tono un tanto despreocupado— quesi quisiera meterse en un mismocamposanto a todos los que elBonhart se ha cargado, tendría quetener el camposanto como mediamilla.

Mistle vertió un montoncillo depolvo blanco en la hendidura entreel pulgar y el índice, lo aspiró confuerza por la nariz.

—Bonhart deshizo a lacuadrilla de Lothar el Grande —dijo—. Se le cargó a él y a suhermano, aquél al que llamaban elOronjas.

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—Dicen que de un tajo en laespalda —añadió Kayleigh.

—También mató a Valdez —siguió Giselher—. Y cuando murióValdez se deshizo su cuadrilla. Unade las mejores. Una partidaverdadera, de las buenas. Buenosmozos. En tiempos pensé en unirmea ellos. Antes de que nosotros nosacopláramos.

—Todo cierto —hablóHotsporn—. Cuadrilla como lacuadrilla de Valdez ni hubo ni lahabrá. Se cantan romances de cómoescaparon de una celada en Sarda.

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¡Oh, cabezas gloriosas, oh, fantasíade joven caballero! Pocos hay queles puedan andar en parangón.

Los Ratas se quedaron calladosde pronto y clavaron en él sus ojosque relampagueaban con rabia.

—¡Nosotros —dijo con énfasisKayleigh tras un instante de silencio— cruzamos los seis una vez pormedio de un escuadrón decaballería nilfgaardiana!

—¡Rescatamos a Kayleigh delos Nissiros! —gritó Asse.

—¡Tampoco hay quien se puedaparangonar con nosotros! —silbó

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Reef.—Así es, Hotsporn. —Giselher

hinchó el pecho—. No son losRatas peores que ninguna otrapartida, ni peores que la cuadrillade Valdez. ¿Dijiste fantasía decaballero? Pues yo te diré algoacerca de fantasías de doncellas.Chispas, Mistle y Falka, las tres,aquí presentes, a pleno día cruzaronpor mitad de la ciudad de Druigh yal enterarse de que los Varnhagenosestaban en el figón, ¡galoparon através de todo él! ¡De parte a parte!Entraron por la puerta y salieron

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por el corral. Y los Varnhagenos sequedaron con la boca abierta,mirando las jarras rotas y lacerveza derramada. Dime, ¿teparece poca fantasía?

—No lo dirá —le antecedióMistle, sonriendo con malignidad—. No te lo dirá porque sabequiénes son los Ratas. Y su gremiotambién lo sabe.

El maestro Almavera terminóde tatuar. Ciri se lo agradeció conun gesto orgulloso, se vistió y sesumó a la compaña. Resopló alpercibir sobre sí la mirada extraña,

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inquisitiva y como burlona deHotsporn. Le lanzó un vistazo conojos enfadados y se apretódemostrativamente contra el brazode Mistle. Ya había tenido tiempode darse cuenta de que talesmanifestaciones desconcertaban yenfriaban con éxito el ardor de losseñores que tenían amores en lacabeza. En el caso de Hotspornfuncionó un tanto al revés porque elfalso mercader no le hacía ascos aestas cosas.

Hotsporn era un enigma paraCiri. Lo había visto antes sólo una

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vez, el resto se lo había contadoMistle. Hotsporn y Giselher, leexplicó, se conocen y se tratandesde hace mucho, tienen señalesestablecidas, consignas y lugares deencuentro. Durante estosencuentros, Hotsporn les dainformaciones, y entonces se va unoa la senda señalada y se ataca almercader escogido, o a un convoy ocaravana concreto. A veces se matala persona designada. Siempre seacuerda también una señal. A losmercaderes que llevan tal señal nose les debe atacar.

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Ciri al principio se asombró yse decepcionó un tanto, tenía aGiselher como a un ídolo, los Rataseran para ella el modelo de lalibertad y la independencia, y ellahabía acabado por amar aquellalibertad, aquel desprecio por todosy todo. Hasta que inesperadamenteresultó que había que realizartrabajos por encargo. Como aesbirros de alquiler, alguien lesordenaba a quién tenían que atacar.Y por si eso fuera poco, ese alguienles ordenaba atacar a alguien yellos obedecían con las orejas

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gachas.Algo por algo, había dicho

Mistle al preguntarle, encogiéndosede hombros. Hotsporn nos daórdenes y también informaciones,gracias a las que sobrevivimos. Lalibertad y el desprecio tienen susfronteras. Al final siempre resultaque se es el instrumento de alguien.

Así es la vida, Halconcillo.Ciri estaba asombrada y

decepcionada, pero se le olvidópronto. Aprendió. También el queno había que asombrarse mucho niesperar demasiado. Porque

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entonces la decepción es menosprofunda.

—Yo, queridos Ratas —decíaahora Hotsporn—, tendría unremedio para todos vuestrosproblemas. Para los Nissiros, losbarones, los prefectos, hasta paraBonhart. Sí, sí. Porque aunque ellazo se está apretando sobrevuestros cuellos, yo tengo unaforma de escapar de la soga.

Chispas bufó, Reef se carcajeó.Pero Giselher los hizo callar de ungesto, permitió continuar aHotsporn.

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—La noticia es —dijo al caboel mercader— que un día de éstosse anunciará una amnistía. Sialguien está bajo condena, quédigo, incluso si la soga cuelga yasobre alguien, se le respetará sisólo se presenta y proclama suculpa. A vosotros también osafecta.

—¡Gelipolleces! —gritóKayleigh, algo lloroso, puesacababa de meterse en la nariz unapunta de fisstech—. ¡Un engañonilfgaardiano, una argucia! ¡No seráa nosotros, que somos perros

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viejos, a los que nos van aengatusar con esas fullerías!

—Despacito —le detuvoGiselher—. No te aceleres,Kayleigh. Hotsporn, a quien bienconocemos, no ha por costumbrehablar por hablar, ni hacerlo atontas ni a locas. Más bienacostumbra a saber de lo queplatica. Así que entonces nos diráde dónde sale esta repentinabenevolencia nilfgaardiana.

—El emperador Emhyr —departió sereno Hotsporn— va atomar esposa. Pronto tendremos

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emperatriz en Nilfgaard. De ahí quevayan a hacer pública la amnistía.Parece ser que el emperador sesiente feliz en extraordinaria formay desea que otros también lo sean.

—La felicidad imperial me latrae floja —anunció Mistle conaltivez—. Y me permito no usar dela tal amnistía porque para mí quela tal benevolencia nilfgaardianahuele más bien a esparto fresco. Aalgo así como a palo con una puntabien aguda, je, je.

—Dudo que esto sea unaañagaza. —Hotsporn se encogió de

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hombros—. Es una cosa política. Ybien grande. Mucho más grande quevosotros, Ratas, y que todas laspartidas de estos lares puestasjuntas. Se trata de política.

—Es decir, ¿de qué? —Giselher frunció el ceño—. Porqueno entendí ni jota.

—El esposorio de Emhyr espolítico y los asuntos políticos hande ser resueltos con ayuda del talesposorio. El emperador formaráuna unión con su matrimonio, quiereunir aún más el imperio, ponerpunto final a los tumultos de la

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frontera, traer la paz. Porque,¿sabéis con quién se va a casar?Con Cirilla, la heredera del tronode Cintra.

—¡Mentira! —gritó Ciri—.¡Absurdo!

—¿A cuenta de qué doña Falkame acusa de faltar a la verdad? —Hotsporn alzó los ojos hacia ella—. ¿Acaso está mejor informada?

—¡Por supuesto!—Silencio, Falka. —Giselher

se enfadó—. ¿Te estabas calladitaahí en la mesa cuando te andabanpinchando en el chocho y ahora te

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revuelves? ¿Qué es esa Cintra,Hotsporn? ¿Quién es esa Cirilla?¿Por qué ha de ser todo esto tanimportante?

—Cintra —se entrometió Reefmientras se vertía fisstech en undedo— es un paisucho en el nortepor el que el imperio estuvopeleando con los gerifaltes de porallí. Hará como unos tres o cuatroaños.

—Cierto —confirmó Hotsporn—. Los imperiales vencieron aCintra e incluso atravesaron el ríoYarra, pero luego tuvieron que

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retroceder.—Porque les dieron una buena

en el Monte de Sodden —gritó Ciri—. ¡Se volvieron tan aprisa que apoco no perdieron los calzones!

—Doña Falka, por lo que veo,está versada en la historiacontemporánea. Digno de admirar atan joven edad. ¿Se puede preguntardónde acudiera doña Falka a laescuela?

—¡No se puede!—¡Basta! —advirtió de nuevo

Giselher—. Habla de esa Cintra,Hotsporn. Y de la amnistía.

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—El emperador Emhyr —dijoel mercader— decidió hacer deCintra un estado hedéreo…

—¿Lo qué?—Hedéreo, de hiedra. Porque,

como la hiedra, no puede existir sinun fuerte tronco alrededor del cualse enreda. Y este tronco, porsupuesto, es Nilfgaard. Ya existenpaíses así, como por ejemploMetinna, Maecht, Toussaint…Reinan allá dinastías locales. Enapariencia, se ha de entender.

—A esto se le llama autonomíaapariente —se jactó Reef—. Lo he

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oído decir.—El problema con la tal Cintra

en cualquier caso fue que la líneareal de allá se extinguió…

—¿Se extinguió? —Parecía quede los ojos de Ciri estaban a puntode saltar chispas verdes—. ¡Vayauna extinción! ¡Los nilfgaardianosasesinaron a la reina Calanthe!¡Simplemente la mataron!

—Reconozco —Hotsporndetuvo con un gesto a Giselher,quien parecía dispuesto de nuevo areconvenir a Ciri por interrumpir—que realmente doña Falka nos

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deslumbra con su conocimiento. Enefecto, la reina de Cintra cayódurante la guerra. Desapareciótambién, por lo que parecía, sunieta Cirilla, la última de sangrereal. Así que Emhyr no tenía muchode lo que sacar la tal, como bien hadicho don Reef, autonomíaaparente. Hasta que hete aquí quede pronto, sin comerlo ni beberlo,apareció la tal Cirilla.

—Vaya un cuento —bufóChispas, apoyándose en el brazo deGiselher.

—Ciertamente. —Hotsporn

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afirmó con la cabeza—. Hay quereconocer que un poco como uncuento de hadas es. Dicen que unamalvada hechicera habíala retenidoa la susodicha Cirilla en una torreencantada. Pero ella, Cirilla, logróescapar de la torre, huir y pedirasilo en el imperio.

—¡Eso es una puta, gorda ymentirosa mentira! —estalló Ciri,mientras tendía las manostemblorosas hacia la cajita delfisstech.

—Por su parte el emperadorEmhyr, como cuenta el rumor —

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siguió sin alterarse Hotsporn—,apenas la vio, se enamoró de ellasin remedio y ahora la quiere tomarcomo esposa.

—El Halconcillo tiene razón —dijo Mistle con voz dura,acentuando lo dicho golpeando conel puño en la mesa—. ¡Eso es unaputa tontería! ¡Por el joder de losjoderes que no puedo comprenderde qué va todo esto! Una cosa essegura: fiándose de tal estupidezsería aún más estúpido el confiar enla benevolencia nilfgaardiana.

—¡Así es! —la apoyó Reef—.

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Nada hay para nosotros en elbodorrio del emperador. Aunque nosé con quién se haya de casar elemperador, a nosotros siempre nosesperará una prometida. ¡La soga!

—No se trata de vuestrospescuezos, Ratas queridos —lerecordó Hotsporn—. Es cosa depolítica. En las fronteras del nortedel imperio todo el tiempomenudean la rebelión, los motines yla sedición, en especial en Cintra ysus alrededores. Y si el emperadortoma por mujer a la heredera deCintra, Cintra se apaciguará. Si hay

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una amnistía festiva, las partidas derebeldes bajarán de los montes,dejarán de molestar a losimperiales y de darles disgusto.Bah, si la cintriana se sienta en eltrono, los rebeldes ingresarán en elejército real. Y sabéis que en elnorte, al otro lado del río Yarra, laguerra continúa, cada soldadocuenta.

—Ajá. —Kayleigh se enfadó—.¡Ahora lo entiendo! ¡Ésta es laamnistía! Te dan a elegir: aquí elpalo afilado, allí los coloresimperiales. O palo en el culo o

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colores en el lomo. ¡Y a la guerra, adiñarla por el imperio!

—En la guerra —dijo Hotsporncon lentitud—, las cosas pueden irde distintas maneras, como dice lacanción. Al fin y al cabo no todoshan de guerrear, queridos Ratas. Esposible que, por supuesto trascumplir las condiciones de laamnistía, esto es, el revelarse yreconocer la culpa, haya una ciertaforma de… servicio sustitutorio.

—¿Lo qué?—Yo sé de lo que se trata. —

Los dientes de Giselher brillaron un

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instante en su boca bronceada yazulada del vello afeitado—. Elgremio de los mercaderes, niños,tendría el gusto de recibirnos. Deabrazarnos y cuidarnos. Como unamadre.

—Como su puta madre, másbien —rebufó Chispas por lobajini. Hotsporn hizo como que nolo había oído.

—Tienes toda la razón,Giselher —dijo con voz gélida—.El gremio puede, si le apetece,daros trabajo. Oficialmente, paravariar. Y cuidaros. Daros

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protección. También oficialmente ypara variar.

Kayleigh quería decir algo,Mistle quería decir algo, pero larápida mirada de Giselher los dejóa los dos sin palabras.

—Haz saber al gremio,Hotsporn —dijo el caudillo de losRatas con voz helada—, que leestamos agradecido por esta oferta.Reflexionaremos, pensaremos enello, hablaremos. Decidiremos enconcejo lo que hacer.

Hotsporn se levantó.—Me voy.

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—¿Ahora, de noche?—Pernoctaré en el pueblo.

Aquí no me siento bien. Y mañanadirectito a la frontera de Metinna,luego, por el camino real hastaForgeham, donde pasaré hasta elequinoccio o, quién sabe, quizá mástiempo. Esperaré allí a aquéllosque ya hayan reflexionado, esténdispuestos a revelarse y a esperarla amnistía bajo mi cuidado. Yvosotros tampoco os demoréis, osaconsejo, con tanta reflexión ypensamiento. Porque Bonhart estádispuesto a preceder a la amnistía.

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—Todo el tiempo nos estásasustando con el Bonhart ése —dijoGiselher lentamente mientrastambién se levantaba—. Pensaríaseque el tal canalla está ahí ennuestros talones… Y él seguro queanda donde la diosa perdió elgorro…

—… en Los Celos —respondióHotsporn con serenidad—. En laposada La Cabeza de la Quimera.Como a unas treinta millas de aquí.Si no hubiera sido por vuestroszigzags en Velda, de seguro que oslo habríais tropezado ayer. Pero

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esto no os asusta, ya sé. Adiós,Giselher. Adiós, Ratas. MaestroAlmavera. Voy a Metinna y siempregusto de compañía para el viaje…¿Qué habéis dicho, maestro? ¿Quécon agrado? Tal pensaba. Recogedpues vuestros útiles. Ratas, pagadleal maestro por sus artísticosesfuerzos.

La estación de postas olía acebolla frita y a sopa de patatas quehabía preparado la mujer del jefede estación, a la que habían dejadosalir temporalmente de su arresto

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en la cámara. La vela en la mesachasqueó, vibró, expulsó una líneade llamas. Los Ratas se inclinaronsobre la mesa de tal modo que lallama ardía por encima de suscabezas que casi se tocaban.

—Está en Los Celos —dijoGiselher bajito—. En la posada deLa Cabeza de la Quimera. A un díade viaje rápido. ¿Qué pensáis deello?

—Lo mismo que tú —gritóKayleigh—. Vayamos allá ymatemos al hijoputa.

—Vengaremos a Valdez —dijo

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Reef—. Y al Oronjas.—Y no vendrán a echarnos a la

cara —silabeó Chispas— ningunosHotspornes las glorias y fantasíasajenas. Nos cargaremos al Bonhart,ese comecadáveres, ese lobizón.¡Clavaremos su cabeza en la puertade la taberna para que le pegue elnombre! Y para que todos sepanque no fue tío con un par sinomortal como todos y que al finalcon mejores que él se topó. ¡Severá qué cuadrilla es la mejordesde Korath hasta el Pereplut!

—¡Se cantarán canciones sobre

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nosotros por las tabernas! —dijopetulante Kayleigh—. ¿Qué digo?¡Y hasta por los castillos!

—Vamos. —Asse dio unpalmetazo en la mesa con la mano—. Vayamos y matemos al canalla.

—Y luego —Giselher se mostrópensativo— recapacitaremos sobrela tal amnistía… Sobre el gremio…¿Por qué tuerces los morros,Kayleigh, como si te anduvierapicando una chinche? Nos pisan lostalones y el invierno se acerca.Pienso así, Ratillas míos:invernaremos, nos calentaremos el

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culo en la chimenea, la amnistía nosprotegerá del frío, beberemoscerveza caliente amnistiada.Aguantaremos en la amnistíacorteses y obedientes… así comohasta la primavera. Y en laprimavera… cuando la yerba salgade por bajo la nieve…

Los Ratas se rieron a coro,bajito, con malignidad. Los ojos lesardían como a las ratas de verdadcuando por las noches, en algúnoscuro callejón, se acercan a unhombre herido e incapaz dedefenderse.

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—Bebamos —dijo Giselher—.¡Por que le den por saco a Bonhart!Comamos la sopa y luego a dormir.Descansad porque al alba nosiremos.

—Cierto —bufó Chispas—.Tomad ejemplo de Mistle y Falka,que ya llevan una hora en la cama.

Ciri alzó la cabeza, durante unlargo rato guardó silencio,contemplando la llamita apenasexistente del candil en el que seestaban quemando ya los restos delaceite de ballena.

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—Me deslicé entonces de laestación como una ladrona —siguiócon la narración—. De madrugada,en completa oscuridad… Pero noconseguí huir sin ser advertida.Mistle debía de haberse despertadocuando salí de la cama. Me alcanzóen el establo cuando me estabasubiendo al caballo. Pero no semostró sorprendida. Y no intentódetenerme… Ya comenzaba aamanecer…

—Ahora también falta pocopara el alba. —Vysogota bostezó—.Es hora de ir a dormir, Ciri.

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Mañana seguirás con el relato.—Puede que tengas razón. —

Bostezó también, se levantó,respiró con fuerza—. Porquetambién a mí se me cierran los ojos.Pero a este paso, ermitaño, no voya terminar nunca. ¿Cuántas nochesllevamos ya? Por lo menos diez.Me temo que toda la historia nospuede llevar mil y una noches.

—Tenemos tiempo, Ciri.Tenemos tiempo.

—¿De quién huyes, Halconcillo?¿De mí? ¿O de ti misma?

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—Ya he terminado de huir.Ahora quiero perseguir algo. Poreso tengo que volver… allá, dondetodo comenzó. Tengo que hacerlo.Compréndelo, Mistle.

—Por eso… por eso has sidotan tierna conmigo hoy. Por vezprimera en tantos días… ¿La últimavez, la despedida? ¿Y luego elolvido?

—Yo no te olvidaré nunca,Mistle.

—Me olvidarás.—Nunca. Te lo prometo. Y no

fue la última vez. Te encontraré.

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Vendré a por ti… Vendré en unacarroza de oro. Con un cortejopalaciego. Ya lo verás. Dentro depoco voy a tener… posibilidades.Muchas posibilidades. Haré quecambie tu suerte… Ya lo verás. Teconvencerás de todo lo que voy apoder hacer. De todo lo que voy apoder cambiar.

—Mucho poder hará falta paraello —suspiró Mistle—. Y magiapoderosa…

—Y también esto será posible.—Ciri se pasó la lengua por loslabios—. Y la magia también… la

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puedo recuperar… Todo lo queperdí puede volver… y de nuevoser mío. Te lo prometo, teasombrarás cuando nos volvamos aver.

Mistle volvió su cabeza rapada,se quedó contemplando las estelasde color azul y rosa que el albahabía pintado ya sobre el confínoriental del mundo.

—Cierto —dijo en voz baja—.Me asombraré mucho si alguna veznos volvemos a encontrar. Si algunavez te vuelvo a ver, pequeña. Veteya. No alarguemos esto.

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—Espérame. —Ciri aspiró confuerza por la nariz—. Y no te dejesmatar. Piensa en la amnistía de laque habló Hotsporn. Incluso siGiselher y los otros no quisieran…piensa tú en ella, Mistle. Puede seruna forma de sobrevivir… Porqueyo volveré a por ti. Te lo juro.

—Bésame.Amanecía. Crecía la claridad,

hacía más frío.—Te quiero, Azor mío.—Te quiero, Halconcillo. Vete

ya.

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—Por supuesto que no me creía.Estaba convencida de que me habíaentrado miedo, de que corría detrásde Hotsporn para buscar salvación,suplicar la amnistía que tanto noshabía tentado. Cómo iba a saber lossentimientos que se habíanapoderado de mí al escuchar lo queHotsporn había dicho de Cintra, demi abuela Calanthe… Y de que latal «Cirilla» se iba a convertir en lamujer del emperador de Nilfgaard.El mismo emperador que habíaasesinado a mi abuela Calanthe. Yque había mandado tras de mí al

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caballero negro de la pluma en elyelmo. Te hablé de ello,¿recuerdas? ¡En la isla de Thanedd,cuando alargó la mano hacia mí, loahogué en sangre! Debiera haberlomatado entonces… Pero no pude…¡Seré tonta! Qué más da, puede queal final se desangrara allí enThanedd y se muriera… ¿Por quéme miras así?

—Cuéntame. Cuenta cómo tefuiste detrás de Hotsporn pararecuperar tu herencia. Pararecuperar lo que te pertenecía.

—No es necesario que hables

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con retintín, no es necesario que teburles. Sí, ya sé que fue unatontería, ahora lo sé, entoncestambién… Yo era más lista cuandoestaba en Kaer Morhen y en elsantuario de Melitele, allí sabía quelo que había pasado no podíavolver más, que no soy ya laprincesa de Cintra, sino alguiencompletamente distinta, que notengo ya ninguna herencia, que todoesto se ha perdido y que tengo queconformarme. Se me explicó eso deforma serena e inteligente y yo loacepté. También con serenidad. Y

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de pronto comenzó a volver.Primero cuando intentaron cegarmelos ojos con los títulos de labaronesa Casadei… Nunca meafectaron tales asuntos y entonces,de pronto, me enfurecí, alcé lasnarices y le grité que estoy todavíamás titulada y soy mejor nacida queella. Y desde entonces comencé apensar en ello. Sentía cómo crecíala rabia dentro de mí. ¿Loentiendes, Vysogota?

—Lo entiendo.—Y el relato de Hotsporn fue la

gota que colmó el vaso. Por poco

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no estallo de rabia… Tanto mehabían hablado antes de lapredestinación…. Y resulta que deese destino se va a aprovechar otra,gracias a un simple engaño. Alguiense ha hecho pasar por mí, por Ciride Cintra y va a tener todo, va anadar en lujo… No, no podíapensar en ninguna otra cosa… Depronto fui consciente de que nocomía hasta saciarme, de quepasaba frío y dormía a cielodescubierto, que tenía que lavar mispartes íntimas en corrientesheladas… ¡Yo! ¡Yo, que tendría que

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tener una bañera de chapas de oro!¡Agua que oliera a nardos y a rosas!¡Toallas calientes! ¡Ropa de camalimpia! ¿Lo entiendes, Vysogota?

—Lo entiendo.—De pronto estaba dispuesta a

ir a la prefectura más cercana, alfuerte más próximo, a esosnilfgaardianos negros de los quetanto miedo tenía y a los que odiabatanto… Estaba dispuesta a decir:«Yo soy Ciri, necio nilfgaardiano, amí es a quien me tiene que tomarcomo esposa vuestro tontoemperador, le han montado a

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vuestro emperador una gran estafa yese idiota no se ha dado cuenta denada». Estaba tan rabiosa que lohubiera hecho de haber tenidoocasión. Sin pensarlo. ¿Entiendes,Vysogota?

—Lo entiendo.—Por suerte, me enfrié.—Para tu gran suerte. —El

ermitaño asintió con la cabeza enun gesto muy serio—. El asunto deese casorio imperial tiene toda lapinta de un asunto de estado, de unalucha de partidos o facciones. Si tehubieras revelado, haciéndole

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perder el juego a alguna fuerzainfluyente, no hubieras escapadodel estilete o el veneno.

—También me di cuenta. Y meacordé. Me acordé bien. Desvelarquién soy significa la muerte. Tuveocasión de asegurarme de ello.Pero no adelantemos hechos.

Guardaron silencio durante unrato, mientras trabajaban con laspieles. Durante unos cuantos días lacaza se había dadoinesperadamente bien, en lastrampas y lazos habían caídomuchos visones y nutrias, dos ratas

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almizcleras y un castor. Así quetenían mucho trabajo.

—¿Alcanzaste a Hotsporn? —preguntó por fin Vysogota.

—Lo alcancé. —Ciri se limpióla frente con la manga—. Muypronto, además, porque no se habíadado prisa. ¡Y no se asombró nadade verme!

—¡Doña Falka! —Hotsporn tiróde las riendas, hizo volversedanzando a la yegua negra—, ¡Quésorpresa más agradable! Aunquedebo reconocer que no ha sido tangrande. Lo esperaba, no oculto que

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lo esperaba. Sabía que ibais atomar una decisión. Una decisióninteligente. Percibí el brillo de lainteligencia en vuestros ojoshermosos y llenos de encanto.

Ciri se acercó de tal modo quecasi se tocaban los estribos. Luegose aclaró la garganta, se inclinó yescupió sobre la arena del camino.Había aprendido a escupir de talmodo: asqueroso, pero efectivo a lahora de enfriar cualquier pasióngalanteadora.

—¿Entiendo —Hotsporn sonriólevemente— que queréis usar de la

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amnistía?—Mal entiendes.—¿A qué le debo entonces la

alegría que me produce la vista devuestra hermosa carita?

—¿Y tiene que haber unporqué? —saltó—. Dijiste en laestación que querías compañía parael camino.

—Ciertamente. —Hotspornsonrió más—, Pero si me equivocoen el asunto de la amnistía no estoyseguro de si esta compañía llevaráel mismo camino. Nos encontramos,como vuesa merced ve, en un cruce

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de caminos. Una encrucijada, lascuatro partes del mundo, lanecesidad de decidir… Unsimbolismo como en esa leyendatan conocida. Vas al este, novolverás… Vas al oeste, novolverás… Al norte… Humm… Alnorte de ese poste está laamnistía…

—Déjalo ya con esa amnistíatuya.

—Lo que me ordenéis.Entonces, si me está permitidopreguntar, ¿adonde lleva el camino?¿Cuál de los caminos de esta

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simbólica encrucijada? El maestroAlmavera, artista de la aguja,dirigió sus mulas hacia el oeste, ala ciudad de Fano. El caminooriental conduce a la aldea de LosCelos, pero yo no os aconsejaríaesa dirección…

—El río Yarra —dijo Ciridespacio— del que hablasteis en laestación es el nombre nilfgaardianopara el río Yaruga, ¿no es cierto?

—¿Una señorita tan ilustrada —él se inclinó, miró a sus ojos— y nosabe esto?

—¿No sabes responder a las

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claras cuando se te pregunta a lasclaras?

—Si tan sólo burlaba, ¿por quéenfadarse? Sí, es el mismo río. Enelfo y en nilfgaardiano es Yarra, enel norte el Yaruga.

—¿Y la desembocadura de esterío —siguió Ciri— es Cintra?

—Así es. Cintra.—Desde aquí donde estamos,

¿qué lejos está Cintra? ¿Cuántasmillas?

—No pocas. Y depende decómo se midan las millas. Casicada nación tiene una distinta, no es

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difícil equivocarse. Lo máscómodo, el método de todos losmercaderes ambulantes, es contarlas distancias en días. Para llegar aCintra desde aquí hacen falta deveinticinco a treinta días.

—¿En qué dirección? ¿Rectohacia el norte?

—Mucho le interesa esa Cintraa doña Falka. ¿Por qué?

—Quiero hacerme con el trono.—Vale, vale. —Hotsporn alzó

las manos en gesto defensivo—. Hecomprendido la delicada alusión,no seguiré preguntando. El camino

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más directo a Cintra,paradójicamente, no es seguir rectohacia el norte, porque estorban losdespoblados y los pantanoslacustres. Ha de dirigirse uno, enprimer lugar, hacia la ciudad deForgeham y luego seguir al oeste,hasta Metinna, capital del país deidéntico nombre. Luego convendríacabalgar por la llanura de MagDeira, por la senda de buhoneroshasta Neunreuth. Sólo entonces hayque dirigirse al camino del norteque circula por el valle del ríoYelena. Desde allí ya es fácil: por

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el camino circulan sin interrupcióndestacamentos y transportesmilitares, a través de Nazair y delas Escaleras de Marnadal, por elpuerto que lleva hasta el norte, alvalle de Marnadal. Y el valle deMarnadal ya es Cintra.

—Humm… —Ciri contempló elnebuloso horizonte y la línea dedesdibujadas montañas negras—.Hasta Forgeham y luego alnoroeste… Es decir… ¿Por dónde?

—¿Sabéis qué? —Hotspornsonrió levemente—. Precisamenteyo me dirijo a Forgeham y luego a

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Metinna. Oh, ese caminillo cuyaarena rebrilla entre los pinos.Venga vuesa merced conmigo y noyerrará. La amnistía será laamnistía, pero a mí me resultaráameno viajar con tan hermosadueña.

Ciri lo midió con la mirada másfría de la que fue capaz. Hotspornse mordió el labio formando unasonrisa picara.

—¿Y entonces qué?—Vayamos.—Bravo, doña Falka. Sabia

decisión. Ya dije que doña Falka es

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tan lista como hermosa.—Deja de titularme doña,

Hotsporn. En tus labios suena comoun insulto y yo no me dejo insultarsin castigar al culpable.

—Lo que doña Falka mande.

El hermoso amanecer no cumplió supromesa, les había engañado. Eldía que se alzó tras él era gris yacuoso. Una saturada nieblaescondía eficazmente ladeslumbrante hojarasca otoñal delos árboles inclinados sobre elcamino ardiendo en miles de tonos

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ocres, rojizos y amarillos.El húmedo aire olía a corteza y

hongos.Cabalgaban al paso sobre una

alfombra de hojas caídas, peroHotsporn a menudo azuzaba a suyegua negra hasta alcanzar pasoligero o galope. Ciri entonces lacontemplaba con admiración.

—¿Tiene nombre?—No. —Los dientes de

Hotsporn brillaron—. Yo trato a losrocines de forma utilitaria, loscambio muy a menudo, no les tomoapego. Considero pretencioso el

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dar un nombre a un caballo si no sees dueño de un acaballadero. ¿Noestás de acuerdo conmigo? Elcaballo Babieca, el perro Tobi, elgato Minino. ¡Pretencioso!

A Ciri no le gustaban sus miradas nisus sonrisas cargadas designificados y sobre todo el levetono burlón con el que hablaba yrespondía a las preguntas. Así queadoptó una sencilla táctica:guardaba silencio, hablaba enmedias palabras, no provocaba. Sies que le era posible. No siempre

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lo era. Especialmente cuandohablaba de aquella amnistía suya.Cuando de nuevo ella mostró sudesagrado, y eso con palabrasbastante fuertes, Hotsporn cambióinesperadamente de frente:comenzó de pronto a demostrar queen su caso la amnistía era huera,puesto que no la afectaba a ella. Laamnistía atañía a los delincuentesmas no a las víctimas de losdelincuentes. Ciri estalló en risas.

—¡Tú eres la víctima,Hotsporn!

—He hablado completamente

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en serio —afirmó—. No paradespertar tu alegría de pájaro sinopara sugerirte una forma de salvarel pellejo en caso de que se tecapturara. Ha de sobrentenderseque tales artes no servirían paracon el barón Casadei ni tampocohas de esperar clemencia de losVarnhagenos, éstos, en el caso másprovechoso para ti, te lincharían enel mismo sitio, rápido y, si tienessuerte, sin dolor. Sin embargo, sicayeras en manos del prefecto yestuvieras ante la mirada de lasevera pero justa justicia real… Ja,

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entonces sugeriría que se usaraprecisamente este tipo de defensa:te anegas en lágrimas y proclamasque eres una víctima inocente delcúmulo de circunstancias.

—¿Y quién va a creer en ello?—Todo el mundo. —Hotsporn

se inclinó sobre la silla, la miró alos ojos—. Porque ésa esprecisamente la verdad. Pues túeres una víctima inocente, Falka.No tienes aún dieciséis años. Segúnlas leyes imperiales eres menor deedad. Te encontrabas por azar en labanda de los Ratas. No era tuya la

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culpa que te le metieras entre ceja yceja a una de esas bandidas, Mistle,cuyas apetencias contra natura noson secreto alguno. Fuistedominada por Mistle, utilizadasexualmente y obligada a…

—Vaya, se ha aclarado todo —le interrumpió Ciri, asombrada ellamisma de su serenidad—. Por fin seha aclarado de lo que se trataba,Hotsporn. Ya he visto antes a gentecomo tú.

—¿De verdad?—Como a cualquier gallo —

seguía estando tranquila—, se te

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pone tiesa la cresta al pensar enMistle y yo. Como a cualquiermachito tonto te circula por la testael pensamiento idiota de intentarcurarme de mi enferma naturaleza,de hacer volver a la pervertida alcamino de la verdad. ¿Y sabes loque es repugnante y contra natura entodo eso? ¡Precisamente esospensamientos!

Hotsporn la miraba en silencioy con una sonrisa bastanteenigmática en sus anchos labios.

—Mis pensamientos, queridaFalka —dijo él al cabo—, puede

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que no sean decorosos, puede queno sean bonitos, incluso es evidenteque no son inocentes… Pero porlos dioses que son acordes con lanaturaleza. Con mi naturaleza. Medesprecias cuando me acusas deque mi inclinación hacia ti tenga susraíces en una… curiosidadperversa. Ja, te haces a ti mismaese desprecio al no darte cuenta ono querer aceptar el hecho de que tuextraordinario encanto y tu pocohabitual belleza son capaces deponer de rodillas a cualquierhombre. Que el hechizo de tu

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mirada…—Escucha, Hotsporn —le

interrumpió—. ¿Tú lo que quiereses dormir conmigo?

—Qué inteligencia —extendiólas manos—. Simplemente mefaltan las palabras.

—Pues yo te ayudaré. —Ellaespoleó un poco al caballo parapoder mirarle por el hombro—.Porque yo tengo palabras de sobra.Me siento honrada. En otrascircunstancias, quién sabe… ¡Sifuera algún otro! Pero tú, Hotsporn,no me gustas absolutamente nada.

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Nada, pero simplemente nada meatrae de ti. E incluso, diría, alcontrario: todo me repugna. Túmismo ves, en estas circunstancias,el acto sexual sería un acto contranatura.

Hotsporn sonrió, al tiempo quetambién espoleaba al caballo. Sunegra jaca bailoteó sobre elcamino, alzando grácil su bienformada testa. Ciri se removió ensu silla, luchando con un extrañosentimiento que le había surgido,allá bien hondo, en lo profundo desus tripas, pero que con rapidez y

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tesón se iba abriendo paso hacia elexterior, hacia la piel herida por laropa. Le he dicho la verdad, pensó.No me gusta, diablos, es su caballolo que me gusta, esa yegua negra.No él, sino su caballo… ¡Vaya unaestupidez! ¡No, no, no! Ni siquieratomando en cuenta a Mistle, seríaestúpido y risible ceder ante él sóloporque me excita la vista de unayegua negra bailando sobre elcamino.

Hotsporn le permitió acercarse,le miró a los ojos con una sonrisaextraña. Luego tiró de nuevo de las

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riendas, obligó a la yegua a doblarlas patas, a dar la vuelta y a bailarhacia un lado. Lo sabe, pensó Ciri,el viejo canalla sabe lo que estoysintiendo.

¡Voto a rus! ¡Me muero decuriosidad!

—Se te han pegado algunasagujas de pino en los cabellos —dijo Hotsporn con voz amable, altiempo que se le acercaba mucho yextendía la mano—. Te las voy aquitar si no te importa. Añadiré queeste gesto surge de mi galantería yno de un deseo perverso.

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El contacto —a Ciri no leasombró en absoluto— le produjoplacer. Todavía no pensaba tomaruna decisión, pero para estar segurase puso a calcular los días desde laúltima regla. Esto se lo habíaenseñado Yennefer: calcular conantelación y con la cabeza fríaporque luego, cuando entran lascalorinas, aparece una extrañadesgana de calcular unida a unatendencia a despreciar losresultados.

Hotsporn la miró a los ojos ysonrió, casi como si hubiera sabido

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que la cuenta había arrojado unsaldo a su favor. Si por lo menos nofuera tan viejo, suspiró Cirifurtivamente. Pero seguro que tienepor lo menos treinta años…

—Turmalina. —Los dedos deHotsporn tocaron con delicadeza suoreja y su pendiente—. Bonitos,pero tan sólo turmalina. Con gustote regalaría un alfiler deesmeraldas. Un verde más caro eintenso, que encajaría mejor con tubelleza y el color de tus ojos.

—Sabes —murmuró ella,mirándolo con descaro— que si al

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final se llegara a algo, exigiría lasesmeraldas por adelantado. Porqueseguro que no sólo a los caballoslos tratas utilitariamente, Hotsporn.Por la mañana, después de unanoche tórrida, consideraríaspretencioso el acordarte de minombre. ¡El perro Tobi, el gatoMinino y la muchacha María!

—Por mi honor —sonrió singana— que consigues enfriar hastael deseo más ardiente, Reina de lasNieves.

—Tuve una buena maestra.La niebla se alzó un tanto

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aunque seguía remando una luztétrica. Y soñolienta. Pero un gritoy un ruido de cascos despejó desúbito la somnolencia. Desdedetrás de los robles que estabanpasando salieron unos jinetes.

Ambos reaccionaron tandeprisa y en forma tan concertadacomo si lo hubieran estadoensayando durante semanas.Sujetaron los caballos y loshicieron volver, pasaroninmediatamente al trote, al galope,a una carrera furiosa, aferrándose alas crines, azuzando los rocines a

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base de gritos y golpes con lostalones. Las plumas de unas flechassilbaron por encima de sus cabezas,se alzaron gritos, tintineos, trápalade cascos.

—¡Al bosque! —gritó Hotsporn—. ¡Métete en el bosque! ¡En laespesura!

Doblaron sin aminorar el paso.Ciri se aferró aún más al cuello delcaballo porque las ramas quecrepitaban a su paso amenazabancon tumbarla de la silla. Vio cómola punta de la flecha de una ballestasacaba astillas del tronco de un

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aliso que acababa de dejar atrás.Azuzó al caballo con un grito,esperando a cada segundo que unaflecha le golpeara en la espalda.Hotsporn, que iba por delante,lanzó de improviso un extrañogemido.

Atravesaron el profundo huecodejado por las raíces de un árbol,bajaron a matacaballo por unprofundo despeñadero hacia unaespesura de arbustos espinosos. Yentonces, de pronto, Hotsporn secayó de la silla y rodó por entre losmatojos de arándanos. La yegua

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negra relinchó, coceó, meneó elrabo y siguió adelante. Ciri no se lopensó. Desmontó, le azotó a sucaballo en las ancas. Cuando éstecorrió detrás de la yegua negra,ayudó a Hotsporn a levantarse,ambos se sumergieron entre losarbustos, en el alisal, se tropezaron,rodaron por la cuesta abajo ycayeron en el alto cañaveral delfondo del barranco. Un colchón demusgo amortiguó la caída.

Arriba, al borde de la garganta,retumbaron los cascos de susperseguidores, por suerte en

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dirección al bosque de lo alto,detrás de los caballos que huían.Parecía que no habían advertido sudesaparición entre las cañas.

—¿Quiénes son ésos? —susurró Ciri, arrastrándose de pordebajo de Hotsporn y arrancándosede los cabellos las hojas de rúculaque se le habían pegado—. ¿Gentedel prefecto? ¿Los Varnhagenos?

—Bandidos comunes ycorrientes… —Hotsporn escupióuna hoja—. Bandoleros…

—Proponles una amnistía. —Lecrujía la arena en los dientes—.

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Promételes…—Cállate. Nos van a oír.—¡Altooo! ¡Altooo! ¡Aquí! —

les llegó desde arriba—. ¡Por laizquierda salen! ¡Por la izquierda!

—¿Hotsporn?—¿Qué?—Tienes sangre en la espalda.—Lo sé —respondió con voz

fría, al tiempo que sacaba un rollode tela del seno y le ofrecía elcostado a ella—. Méteme estodebajo de la camisa. A la altura dela paletilla izquierda…

—¿Dónde te han dado? No veo

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la flecha…—Era un arbalete… Una hoja

de hierro, lo más seguro que unclavo de herradura cortado. Deja,no toques. Está junto a la columnavertebral…

—¡Maldita sea! ¿Qué tengo quehacer?

—Guardar silencio. Vuelven.Retumbaron los cascos, alguien

lanzó un penetrante silbido. Alguiengritó, llamó, le ordenó a alguienque volviera. Ciri aguzó el oído.

—Se van —murmuró—. Se hancansado de la persecución. No han

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alcanzado a los caballos.—Eso está bien.—Tampoco nosotros los

alcanzaremos. ¿Vas a podercaminar?

—No voy a tener que hacerlo.—Sonrió, mostrándole un brazaletesujeto al antebrazo que tenía unaspecto bastante chapucero—.Compré esta alhaja junto con elcaballo. Es mágica. La yegua lalleva desde que era un potrillo.Cuando la toco así, de este modo,es como si la llamara. Talmentecomo si escuchara mi voz. Vendrá

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al galope. Tardará un poco pero abuen seguro que vendrá. Con unpoco de suerte tu ruana la seguirá.

—¿Y con un poco de malasuerte? ¿Te irás solo?

—Falka —dijo, poniéndoseserio—. Yo no me iré solo, cuentocon tu ayuda. A mí habrá quesujetarme en la silla. Los dedos delos pies ya se me enfrían. Puedoperder el conocimiento. Escucha,esta garganta conduce al valle de unrío. Irás hacia arriba, contra lacorriente, hacia el norte. Mellevarás a un lugar llamado

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Tegamo. Allá encontrarás a alguienque sabrá sacarme el yerro de laespalda sin ocasionarme la muerteo la parálisis.

—¿Es el pueblo más cercano?—No. Más cerca están Los

Celos, a unas veinte millas por elbarranco en dirección contraria,siguiendo la corriente. Pero novayas allá por nada del mundo.

—¿Por qué?—Por nada del mundo —

repitió, al tiempo que fruncía elceño—. No se trata de mí, sino deti. Los Celos son tu muerte.

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—No lo entiendo.—Ni falta que hace.

Simplemente confía en mí.—A Giselher le dijiste…—Olvídate de Giselher. Si

quieres vivir, olvídate de todosellos.

—¿Por qué?—Quédate conmigo. Mantendré

mi promesa, Reina de las Nieves.Te cubriré de esmeraldas… haréque lluevan sobre ti…

—Ciertamente, buen momentopara bromas.

—Siempre es buen momento

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para las bromas.Hotsporn la abrazó de pronto,

le apretó los brazos y comenzó adesatarle la blusa. Sin ceremonias,pero sin apresurarse. Ciri lerechazó con las manos.

—¡Y ciertamente es buenmomento para esto!

—Para esto también es siemprebuen momento. Sobre todo para mí,ahora. Te lo dije, la columnavertebral. Mañana pueden aparecerdificultades… ¿Qué haces? ¡Aj,mierda…!

Esta vez ella lo había empujado

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con más fuerza. Demasiado fuerte.Hotsporn palideció, se mordió loslabios, gimió de dolor.

—Lo siento. Pero si alguienestá enfermo debe mantenersetumbado y tranquilo.

—La cercanía de tu cuerpoprovoca que olvide el dolor.

—¡Déjalo ya, voto a bríos!—Falka, sé agradable con un

hombre que está sufriendo.—Si no apartas la mano, es

cuando vas a sufrir. ¡Y ya!—Más bajo… Los bandoleros

pudieran oírnos… Tu piel es como

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la seda… No te retuerzas, diablos.Aj, al cuerno, pensó Ciri, qué

más da. Al fin y al cabo, ¿quésentido tiene esto? Sientocuriosidad. Tengo derecho atenerla. En ello no hay sentimientoalguno. Lo trataré utilitariamente yeso es todo. Y lo olvidaré sinpresunción.

Se sometió a las caricias y alplacer que le producían. Volvió lacabeza, pero pensó que esto era unamodestia exagerada y unamojigatería embaucadora: no queríaaparecer como una virtud seducida.

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Le miró directamente a los ojos,pero esto le pareció demasiadoatrevido y retador, tampoco queríafingir ser así. Así que simplementecerró los párpados, lo agarró por elcuello y le ayudó con los botonesporque él no había avanzado muchoy perdía el tiempo.

Al contacto de los dedos seunió el contacto de los labios. Ellaestaba ya cerca de olvidarlo, deolvidar al mundo entero cuando depronto Hotsporn se quedó inmóvil einerte. Durante un instante ella semantuvo tumbada pacientemente,

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recordaba que él estaba herido yque la herida debía de mortificarlo.Pero aquello duraba un pocodemasiado. La saliva de él se leenfrió en los pezones.

—¡Eh, Hotsporn! ¿Duermes?Algo se le derramó a ella por el

pecho y el costado. Tocó con losdedos. Sangre.

—¡Hotsporn! —Lo arrojó de sí—. Hotsporn, ¿estás muerto?

Vaya una pregunta idiota, pensó.Si lo estoy viendo.

Pues si estoy viendo que estámuerto.

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—Se murió con la cabeza sobremis tetas. —Ciri volvió la cabeza.El resplandor del fuego en lachimenea le jugaba rojizo sobre sumutilada mejilla. Puede quetambién hubiera algo de rubor.Vysogota no estaba seguro—. Loúnico que sentí entonces fuedecepción —añadió, todavía con lacabeza vuelta—. ¿Te asombra esto?

—No. Esto precisamente no…—Lo entiendo. Estoy intentando

no colorear la narración, no alterarnada. No esconder nada. Aunque a

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veces tengo ganas de hacerlo, sobretodo esto último. —Tomó aire porla nariz, se rascó con la falange enel rabillo del ojo—. Lo cubrí conramas y hojas. De cualquiermanera, lo reconozco. Oscurecíaya, tuve que pasar la noche allí. Losbandidos todavía andurreaban porlos alrededores, escuchaba susgritos y entonces tuve la certeza deque no eran bandidos comunes ycorrientes. Lo único que no sabíaera a quién estaban buscando, si aél o a mí. Sin embargo, me tuve quequedar en silencio. Toda la noche.

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Hasta el alba. Junto a un cadáver.Brrrr. Al alba —siguió al cabo—,ya hacía tiempo que no se oía a losperseguidores, así que me pudeponer en movimiento. Para entoncesya tenía caballo. El brazaletemágico que le había quitado delbrazo a Hotsporn funcionaba deverdad. La yegua negra habíavuelto. Ahora me pertenecía. Erami regalo. Es una costumbre de lasislas de Skellige, ¿sabes? Lamuchacha ha de recibir un regalocostoso de su primer amante. ¿Quémás da que el mío muriera antes de

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que llegara a serlo?

La yegua cavó con sus patasdelanteras en la tierra, relinchó, sepuso de lado como si le estuvieraordenando que la admirara. Ciri nopudo contener un suspiro de éxtasisa la vista de aquel cuello de delfín,liso y grácil, pero lleno demúsculo, de la pequeña y bienformada cabeza de frenteprominente, alta nuca, unacomplexión de admirableproporcionalidad.

Se acercó a ella con

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precaución, mostrándole a la yeguael brazalete que sujetaba con lapunta de los dedos. La yegua lanzóun agudo relincho, meneó las ágilesorejas, pero permitió que le tomarade las riendas y le acariciara lanariz de terciopelo.

—Kelpa —dijo Ciri—. Eresnegra y ágil como una kelpa marina.Eres también mágica como unakelpa. Así que te vas a llamarKelpa. Y no me importa si espretencioso o no.

La yegua rebufó, puso lasorejas, agitó la cola de terciopelo,

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que le alcanzaba hasta loscuartillos. Ciri, a quien le gustabasentarse alto, acortó las cinchas delestribo, palpó la montura, que eraatípica, plana y sin la horquilla niel cuerno del arzón. Puso la bota enel estribo y agarró al caballo porlas crines.

—Tranquila, Kelpa.La silla, pese a las apariencias,

era muy cómoda. Y por razonesevidentes, bastante más ligera quelas monturas habituales en lacaballería.

—Ahora —dijo Ciri,

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palmoteando el cuello cálido de layegua—, vamos a ver si eres tanrápida como hermosa. Si eres unaverdadera yegua de raza o sólo unaapariencia. ¿Qué me dices a veintemillas al galope, Kelpa?

Si en lo profundo de la nochealguien hubiera conseguidodeslizarse en silencio hasta aquellachoza perdida entre los pantanos,con su tejado de bálago cubierto demusgo, si hubiera mirado entre lasrendijas de los postigos, habríavisto a un viejecillo de barba cana

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que escuchaba la historia de unamuchacha de menos de veinte añosde edad y de ojos verdes y cabelloscenicientos.

Habría visto cómo el fuego quese iba muriendo en el hogar revivíay se hacía más claro como siestuviera presintiendo lo que iba aser contado.

Pero ello no era posible. Nadiepudo verlo. La choza del viejoVysogota estaba bien escondidaentre los cañaverales del pantano.En un despoblado eternamentecubierto de niebla en el que nadie

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se atrevía a adentrarse.

—El valle del río era llano,adecuado para cabalgar, así queKelpa corría rápida como el viento.Por supuesto, no cabalgué cursoarriba, sino curso abajo del río.Recordaba aquel nombreespecífico: Los Celos. Recordabalo que Hotsporn le había dicho aGiselher en la estación. Comprendípor qué me había prevenido de noir a aquel pueblo. En Los Celosdebía de haber una trampa. CuandoGiselher menospreció la oferta de

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amnistía y de trabajar para elgremio, Hotsporn le lanzó apropósito lo del cazador derecompensas hospedado en elpueblo. Sabía que los Ratas setragarían aquel anzuelo, que iríanallí y caerían en el enredo. Yo teníaque llegar a Los Celos antes queellos, cortarles el camino,advertirles. A todos. O por lomenos a Mistle.

—Me imagino que no tuvisteéxito —murmuró Vysogota.

—Entonces —dijo Ciri con vozsorda— pensaba que en Los Celos

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les esperaba un destacamentonumeroso y armado hasta losdientes. Ni siquiera en el más locode mis pensamientos hubierapodido imaginar que la trampa eraun solo hombre…

Guardó silencio, contemplandola oscuridad.

—No tenía tampoco ni idea dequé tipo de hombre se trataba.

Birka era una aldea rica, bonita ysituada en un lugarextraordinariamente pintoresco. Elamarillo de sus tejados de paja y el

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rojo de las tejas se extendían poruna hondonada de pendientesabruptas y boscosas, quecambiaban de color con lasestaciones del año. Sobre todo enotoño, la vista de Birka alegraba elojo del esteta y el corazón delsensible.

Así había sido hasta elmomento en que la aldea habíacambiado de nombre. Y esto habíasucedido así:

Un joven labrador, elfo de lacercana colonia élfica, se enamorócomo un loco de una molinera de

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Birka. La molinera coqueta se burlóde las virtudes del elfo y siguióechándose en los brazos devecinos, conocidos y hastaparientes. Éstos comenzaron aburlarse del elfo y de su amor ciegocomo un topo. El elfo, de formapoco típica para un elfo, tuvo unaexplosión de rabia y de venganza,una explosión terrible. Una noche,con ayuda de un fuerte viento, pegófuego a la aldea y convirtió enhumo toda Birka.

Las gentes arruinadas por elincendio se hundieron moralmente.

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Unos se lanzaron al camino, otroscayeron en la vagancia y laembriaguez. Los dineros recogidospara la reconstrucción erandefraudados regularmente ygastados en vino, y el pueblopresentaba ahora una imagen depobreza y desesperación: era unareunión de chamizos repugnantes ymal colocados, situados bajo lasladeras renegridas y desnudas de lahondonada. Antes del incendioBirka había tenido una forma ovalalrededor de una plaza central,ahora las escasas casas bien

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reconstruidas, los graneros y lasaguardenterías conformaban algoasí como una larga calleja queestaba cerrada por la fachada de laposada La Cabeza de la Quimera,la cual había sido construida con elesfuerzo común y estaba dirigidapor la viuda Goulue.

Y desde hacía siete años nadieusaba ya el nombre de Birka. Sedecía El Fuego de los Celos, paraacortar, simplemente Los Celos.

Por la calleja de Los Celosavanzaban los Ratas. Era unamadrugada fría, nublada, siniestra.

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Las gentes se apresuraban a lascasas, se escondían en sus barracasy tabucos. El que disponía depostigos, los cerraba con unestampido, el que tenía puerta, latrababa con la tranca. Quientodavía tenía vodka, la bebía paradarse coraje. Los Ratas iban alpaso, con una lentitud arrogante,pegados estribo contra estribo. Ensus rostros se dibujaba undesprecio indiferente, pero sus ojosfruncidos observaban con atenciónlas ventanas, soportales y losrincones de los muros.

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—¡Una flecha en la ballesta! —advirtió Giselher, en voz muy altapor si acaso—. ¡Un chasquido deuna cuerda y habrá una matanza!

—¡Y otra vez se dejará sueltoaquí al toro de fuego! —añadióChispas con alta y sonora voz desoprano—. ¡No quedará más quetierra y agua!

Con toda seguridad, algunos delos habitantes tenían ballestas, perono hubo nadie que quisieracomprobar si los Ratas no hablabanpor hablar.

Los Ratas se bajaron de los

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caballos. El cuarto de legua que lesseparaba de la posada lo hicieronandando, costado a costado, con elrítmico tintineo y repique de susespuelas, adornos y bisutería.

En las escaleras de la posadatres celositanos que se estabancurando la resaca del día anterior abase de cerveza desfallecieron alverlos.

—Ojalá esté aquí —murmuróKayleigh—. Hemos perdido eltiempo. No teníamos que habernosdetenido, deberíamos haber entradoaunque fuera de noche…

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—¡Gelipolleces! —Chispas lemostró los dientes—. Si queremosque los bardos cuadren romancesde esto, no podemos hacerlo denoche y a la chita callando. ¡Ha deverlo la gente! El alba es lo mejor,porque todavía están todos sobrios,¿no es verdad, Giselher?

Giselher no respondió. Levantóuna piedra, tomó impulso y golpeócon ella la puerta de la taberna.

—¡Sal, Bonhart!—¡Sal, Bonhart! —repitieron a

coro los Ratas—. ¡Sal, Bonhart!Desde el interior les llegó el

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sonido de unos pasos. Lentos ypesados. Mistle sintió un escalofríoque le recorría el cuello y losbrazos.

Bonhart apareció en la puerta.Los Ratas retrocedieron un paso

en un movimiento reflejo, lostacones de sus altas botas seclavaron en la tierra, las manos seapoyaron en las empuñaduras de lasespadas. El cazador derecompensas llevaba la suya bajola axila. Así mantenía libres lasmanos. En una llevaba un huevoduro pelado, en la otra un mendrugo

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de pan.Se acercó con lentitud a la

baranda, los miró desde lo alto,desde muy alto. Estaba encima delporche y además era muy alto. Ungigante, aunque delgado como ungul.

Los miró, paseó sus ojosacuosos por cada uno de ellos, unotras otro. Luego mordió primero unpoco de huevo, luego un pedacitode pan.

—¿Y dónde está Falka? —preguntó casi ininteligible. Unospedazos de yema del huevo le

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cayeron de los bigotes y los labios.

—¡Corre, Kelpa! ¡Corre, bonita!¡Corre todo lo que puedas!

La yegua mora relinchó confuerza, estirando el cuello en ungalope desaforado. La gravasalpicaba desde bajo los cascosaunque parecía que los cascosapenas tocaban la tierra.

Bonhart se estiró con pereza,haciendo crujir su jubón de cuero,tiró de sus guantes de ante con

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lentitud y se los colocósolícitamente.

—¿Y cómo es eso? —Fruncióel ceño—. ¿Queréis matarme? ¿Ypuede saberse por qué?

—Pues por el Oronjas.—Y para divertirnos —añadió

Chispas.—Y para estar tranquilos —

completó Reef.—Aaah —dijo Bonhart

lentamente—. ¡Así que en ésasestamos! Y si prometo que os dejotranquilos, ¿me dejaréis vivir?

—No, no te dejaremos, perro

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sarnoso. —Mistle adoptó unaencantadora sonrisa—. Teconocemos. Sabemos que no nosperdonarás, que correrás trasnuestras huellas y esperarás a laocasión para apuñalarnos por laespalda. ¡Sal!

—Poquito a poco, poquito apoco. —Bonhart sonrió, abrió laboca con expresión maligna pordebajo de sus bigotes grises—.Para reñir siempre hay tiempo, nohay por qué excitarse. Primero osharé una propuesta, Ratas. Os voy apermitir escoger, luego vosotros

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haréis lo que queráis.—¿Qué es lo que mascullas,

viejo zampón? —gritó Kayleigh,enderezándose—. ¡Habla másclaro!

Bonhart meneó la cabeza y serascó el muslo.

—Dinero se da por vosotros,Ratas. Y no poco. Y hay queganarse la vida.

Chispas bufó como un gatomontes y como gato montes abriólos ojos. Bonhart cruzó los brazossobre el pecho, pasando la espadapor la parte interior del codo.

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—No poco dinero —repitió—,por llevaros muertos, mientras quepor vivos poco más hay. Así que,hablando francamente, a mí me daigual. Nada personal tengo contravosotros. Todavía ayer pensaba queme os iba a cargar por así decirlocomo entretenimiento y placer, perohabéis venido solos, ahorrándometrabajos y fatigas, por lo cual mehabéis llegado al corazón. De modoque os permitiré elegir. ¿Cómoqueréis que os lleve, por las buenaso por las malas?

Los músculos en las mandíbulas

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de Kayleigh temblaron. Mistle seinclinó, lista para saltar. Giselher laagarró por el brazo.

—Quiere ponernos rabiosos —susurró—. Deja que hable elcanalla.

Bonhart bufó.—¿Qué? —repitió—. ¿Por las

buenas o por las malas? Yo osaconsejo lo primero. Sabed que porlas buenas duele menos, pero quemucho menos.

Los Ratas tomaron las armascomo a una orden. Giselher hizouna cruz con la hoja y se quedó

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quieto en una postura de esgrima.Mistle lanzó un grueso escupitajo alsuelo.

—Ven aquí, engendro huesudo—dijo Mistle, aparentementetranquila—. Ven, despojo. Temataremos como a un viejo perrogris.

—Así que preferís por lasmalas. —Bonhart, mientras mirabaallá por encima de los tejados delas casas, tomó lentamente laespada, tiró la vaina. Sinapresurarse, bajó del porche,tintineaban las espuelas.

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Los Ratas se desplegaron conrapidez por la calleja. Kayleigh fueel que se fue más lejos hacia laizquierda, casi junto al muro de laaguardentería. Junto a él estabaChispas de pie, torciendo sus finoslabios en su acostumbrada sonrisamaligna. Mistle, Asse y Reef fueronhacia la derecha. Giselher se quedóen el centro, con la mirada de ojosentornados clavada en el cazadorde recompensas.

—Bueno, vale, Ratas. —Bonhart miró hacia los lados,contempló el cielo, luego alzó la

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espada y escupió a la hoja—. Sihay que reñir, pues se riñe.¡Música, maestro!

Se lanzaron contra él comolobos, como un relámpago, ensilencio, sin advertencias. Lashojas aullaron en el aire, llenandola calle con un agudo tintineo deacero. Al principio sólo se oía elchocar de las hojas, suspiros,gemidos y respiracionesapresuradas.

Y luego, de pronto,inesperadamente, los Ratascomenzaron a gritar. Y a morir.

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Reef fue el primero que volódel campo de batalla, se estrellócon la espalda contra la pared,regando de sangre la calblanquecina y sucia. Tras él salióAsse con un paso ágil, se dobló,cayó de lado, encogiendo yestirando alternativamente larodilla.

Bonhart se escapaba y girabacomo una peonza, rodeado por losreflejos y rebrillos de las hojas.Los Ratas retrocedían ante él,saltando, lanzando tajos yreplegándose, con rabia,

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tercamente, sin piedad. Y sinresultado. Bonhart paraba,golpeaba, paraba, golpeaba,atacaba, atacaba sin pausa, no dabalugar a descansar, les imponía suritmo. Y los Ratas retrocedían. Ymorían.

Chispas, con un tajo en elcuello, cayó sobre el barro,retrocediendo como una cabritilla,la sangre de su arteria se disparócontra la pantorrilla y la rodilla deBonhart, que saltó por encima deella. El cazador rechazó el ataquede Mistle y Giselher con un amplio

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mandoble, después de lo cual giró ycon un golpe rapidísimo despachó aKayleigh, rajándole con la mismapunta de la espada, desde elpectoral hasta el muslo. Kayleighsoltó la espada, pero no cayó, sólose encogió y se agarró con las dosmanos la barriga y el pecho, deentre sus dedos brotaba la sangre.Bonhart de nuevo se liberó de lasacometidas de Giselher, paró elataque de Mistle y rajó a Kayleighotra vez, en esta ocasióntransformándole la parte superiorde la cabeza en una masa escarlata.

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El Rata de cabellos rubios cayó alsuelo, un charco de sangremezclada con barro se formó a sualrededor.

Mistle y Giselher dudaron unmomento. Y en vez de huir, gritaronal unísono, con voz rabiosa y loca.Y se lanzaron sobre Bonhart.

Hallaron la muerte.

Ciri llegó a la aldea y galopó através de la calle. Bajo los cascosde la yegua negra iban saltandopedazos de barro.

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Bonhart golpeó con un tacón aGiselher, que yacía junto a unapared. El caudillo de los Ratas nodaba señales de vida. De su cráneodestrozado había dejado ya de fluirla sangre.

Mistle, de rodillas, buscaba laespada, recorriendo con las dosmanos el barro y el estiércol, sinver que se movía en un charco desangre que crecía muy deprisa.Bonhart se acercó a ella lentamente.

—¡Noooooo!El cazador levantó la cabeza.Ciri saltó del caballo todavía

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en movimiento, se tambaleó, cayósobre una rodilla.

Bonhart sonrió.—La Ratilla —dijo—. La

séptima Ratilla. Me alegro de queestés. Me faltabas tú para tener lacolección.

Mistle encontró la espada, perono pudo alzarla. Tosió y se lanzóbajo las piernas de Bonhart, clavóunos dedos temblorosos en la cañade sus botas. Abrió la boca paragritar, y en vez del grito, de suslabios surgió una brillante línea decolor carmín. Bonhart la golpeó con

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fuerza, derribándola sobre elestiércol. Mistle, agarrándose labarriga rajada con las dos manos,consiguió alzarse de nuevo.

—¡Noooooo! —gritó Ciri—.¡Miiiiiistleee!

El cazador de recompensas noprestó atención a sus gritos, nisiquiera volvió la cabeza. Agitó laespada y lanzó un tajo con brío,como una guadaña, un golpe potenteque levantó a Mistle de la tierra yla llevó casi hasta la pared, blandacomo una muñeca de trapo, comoun harapo manchado de sangre.

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En la garganta de Ciri se ahogóun grito. Las manos le temblabancuando echó mano a la espada.

—Asesino —dijo, extrañándosede lo ajeno de su propia voz. De loajeno de sus labios, que de prontose habían quedadomonstruosamente secos—.¡Asesino! ¡Canalla!

Bonhart la observó concuriosidad, moviendo ligeramentela cabeza.

—¿Vamos a morir? —preguntó.Ciri anduvo hacia él,

rodeándole en un semicírculo. La

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espada en sus manos alzadas ytendidas se movía, hacía molinetes,chasqueaba.

El cazador se rio en voz alta.—¡Morir! —repitió—. ¡La

Ratilla quiere morir!Luego se movió poco a poco,

estando de pie en su sitio, sindejarse encerrar en la trampa delsemicírculo. Pero a Ciri le dabatodo igual. Ardía de rabia y odio,temblaba de deseo de matar. Queríaacabar con aquel viejo horrible,sentir cómo la hoja se clavaba en sucuerpo. Quería ver su sangre surgir

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de sus arterias cortadas, aborbotones, al ritmo de los últimoslatidos de su corazón.

—Venga, Ratilla. —Bonhartalzó su sucia espada y escupió en lahoja—. Antes de que des el últimosuspiro muéstranos de lo que erescapaz. ¡Música, maestro!

—En verdad que no es de entendercómo no se mataron al primer tiento—contaba, seis días más tarde,Nycklar, hijo del carpintero de losataúdes—. Tenían mucha gana dematarse, se veía a las claras. Ella a

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él, él a ella. Se echaron el uno alotro, se toparon casi en un abrir ycerrar de ojos y hubo ruido grandede espadas. Puede que dos o quehasta tres tajos se dieran. No hubopersona alguna que acertara acontarlo, ni a ojos vista ni a oído.Dábanse tan rápido, vive dios, queni ojo ni oído de persona era capazde apreciarlo. ¡Y bailaban ysaltaban tan juntos como doscomadrejas!

Stefan Skellen, llamado Antillo,escuchaba con atención, al tiempoque jugaba con un puñal.

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—Se alejaron el uno del otro —siguió el muchacho—, y ningunotenía ni un rasguño. La Rata, seveía, rabiosa andaba como elmismo demonio, y a esto bufabacomo un gato cuando se le quierequitar el ratón. Mas su merced, elseñor Bonhart, estaba sereno pordemás.

—Falka —dijo Bonhart, sonriente ymostrando los dientes como unverdadero gul—. ¡Ciertamentesabes bailar y menear la espada!¡Has despertado mi curiosidad,

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mozuela! ¿Quién eres? Dímeloantes de morir.

Ciri aspiró aire. Sintió cómo lecomenzaba a embargar el miedo. Sedio cuenta de con quién tenía quehabérselas.

—Dime quién eres y teperdonaré la vida.

Ella apretó con más fuerza laempuñadura de la espada. Teníaque atravesar sus paradas y rajarlo,tenía que hacerlo antes de que sepusiera en guardia. No podíapermitir que rechazara sus tajos, nopodía detener sus golpes con la

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espada, no podía arriesgarse ya niuna sola vez al dolor y la parálisisque atravesaban y abrumaban sucodo y antebrazo cuando hacía unaparada. No podía perder energíaescapando pasivamente de susespadazos, que la erraban por unpelo. Atravesar la defensa, pensó.Ahora. En este ataque. O morir.

—Vas a morir, Ratilla —dijo,yendo hacia ella con la espada muyextendida hacia delante—. ¿Notienes miedo? Eso es porque nosabes qué aspecto tiene la muerte.

Kaer Morhen, pensó, mientras

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saltaba. Lambert. El peine. Salto.Dio tres pasos, una media

pirueta y cuando atacó,menospreciando una finta, sebalanceó en un salto hacia atrás,cayó en un ágil giro y de inmediatose lanzó hacia él, sumergiéndosepor debajo de su hoja y torciendo lamuñeca para cortar, en un golpeterrible, apoyado en una potenterevuelta del muslo. Al punto lainvadió la euforia, ya casi sentíacómo el filo mordía el cuerpo.

En lugar de aquello hubo unduro y sonoro golpe de metal contra

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metal. Y un súbito resplandor en losojos, un aullido y dolor. Sintió quecaía, sintió que había caído.Bonhart paró y devolvió el golpe,pensó. Voy a morir, pensó.

Bonhart le dio una patada en labarriga. Con otra patada, asestadacon dolorosa precisión en el codo,le hizo soltar la espada. Ciri seagarró la cabeza, sentía un dolorsordo, pero bajo los dedos no hallóheridas ni sangre. Me ha dado unpuñetazo, pensó con horror.Simplemente me ha dado unpuñetazo. O un golpe con el pomo

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de la espada. No me ha matado. Meha dado un golpe, como a unamocosa.

Abrió los ojos.El cazador estaba de pie ante

ella, horrible, delgado como unesqueleto, dominando sobre ellacomo un árbol enfermo ydesprovisto de hojas. Apestaba asudor y sangre.

La agarró por los cabellos de lanuca, la alzó con violencia, laobligó a ponerse en pie, pero almomento la arrastró conbrusquedad, levantando la tierra

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por debajo de sus pies y se acercó,gritando como un condenado, aMistle, que yacía junto a la pared.

—No tienes miedo a la muerte,¿eh? —aulló, al tiempo que laobligaba a bajar la cabeza—. Puesentonces mira, Ratilla. Esto es lamuerte. Así se muere. Mira, estoson tripas. Esto sangre. Y estomierda. Esto es lo que el serhumano tiene en su interior.

Ciri se tensó, se retorció,aferrada por la mano de él, explotóen vómitos secos. Mistle todavíaestaba viva, pero tenía los ojos

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nublados, descoloridos, como depez. Su mano, como las garras deun halcón, se abría y se cerraba,envuelta en barro y boñigas. Ciripercibió un fuerte y penetrantehedor a orina. Bonhart estalló encarcajadas.

—Así se muere, Ratilla. En lospropios meados.

Soltó los cabellos de Ciri. Ellase incorporó a cuatro patas,sacudiéndose en sollozos secos yentrecortados. Mistle estaba allí, asu lado. La mano de Mistle, ladelgada, delicada, suave, sabia

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mano de Mistle.Ya no se movía.

—No me mató. Me prendió las dosmanos al atadero de caballos.

Vysogota estaba sentado,inmóvil. Llevaba mucho tiempo así.Retuvo el aliento. Ciri continuó lahistoria y su voz se hizo cada vezmás sorda, cada vez más innatural,cada vez más desagradable.

—Les ordenó a los que seacercaban que le trajeran un sacode sal y un tonelete de vinagre. Y unhacha. No sabía… no podía

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comprender lo que quería hacer…Todavía entonces no sabía de loque era capaz. Yo estaba atada… alatadero de caballos… Llamó a unossirvientes, les ordenó que mesujetaran por los cabellos… y lospárpados. Les enseñó cómo… detal modo que no pudiera volver lacabeza ni cerrar los ojos… paraque tuviera que mirar a lo quehacía. Hay que cuidar de que lamercancía no se estropee, dijo. Deque no se pudra…

La voz de Ciri se quebró, lagarganta se le quedó seca.

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Vysogota, sabiendo de pronto loque estaba a punto de escuchar,sintió cómo se le arremolinaba lasaliva en la boca como si fuera laola de una inundación.

—Les arrancó la cabeza —dijoCiri sordamente—. Con el hacha.Giselher, Kayleigh, Asse, Reef,Chispas… y Mistle. Les cortó lacabeza… Uno tras otro. Delante demis ojos.

Si aquella noche alguien hubieraconseguido deslizarse hasta aquellachoza perdida entre los pantanos,

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con su tejado de bálago cubierto demusgo, si hubiera mirado entre lasrendijas de los postigos, habríavisto en el escasamente iluminadointerior a un viejecillo de barbagris vestido con una zamarra y auna muchacha de cabelloscenicientos con el rostro deformadopor una cicatriz en la mejilla.Habría visto cómo la muchachatemblaba a causa del llanto, cómoahogaba el llanto entre los brazosdel viejecillo y cómo aquélintentaba tranquilizarla,acariciándola maquinalmente y sin

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gracia y palmoteando los hombrosque se sacudían espasmódicamente.

Pero aquello no era posible.Nadie pudo ver aquello. La chozaestaba bien escondida entre loscañaverales del pantano. En undespoblado eternamente cubiertopor la niebla, en el que nadie seatrevía a aventurarse.

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Capítulo tercero

A menudo mepreguntan porqué me decidí aescribir misreminiscencias.Mucha gentepareceinteresarse por elmomento en quemis memoriascomenzaran asurgir, cuál fuera

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el acaecimientoque acompañaraal principio de laescritura o dierapábulo a ello.Anteriormentesolía dardiversasexplicaciones yno pocas vecesmentí, mas ahorahago honor a laverdad puestoque hoy, cuandolos cabellos se

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me hanencanecido y sehan hecho másralos, sé que laverdad es ungrano precioso,la mentira, encambio, no esmás que salvadohuero. Y laverdad es ésta: elacaecimiento quea todo olierapábulo, al que ledebo las

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primerasanotaciones, conlas que se empezóa conformar laobra de mi vida,fue el hallarcasualmentepapel y plumaentre las cosasque yo y miscompañerosrobamos en losacantonamientosmilitares lyrios.Esto sucedió…

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Jaskier, Medio siglode poesía

… sucedió el quinto día despuésde la luna nueva de septiembre,precisamente el trigésimo día denuestros lances, contando desdeque salimos de Brokilón, y seisdías después de la Batalla delPuente.

Ahora, querido futuro lector,retrocederé algo en el tiempo ydescribiré los acontecimientos quetuvieron lugar inmediatamentedespués de la batalla famosa ypreñada de consecuencias llamada

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del Puente. Empero iluminaréprimero a la extensa suma delectores que nada saben de laBatalla del Puente, bien sea acausa de otros intereses, bien acausa de general ignorancia. Meexplico: la tal batalla se lidió elúltimo día del mes de agosto elaño de la Gran Guerra en Angren,en el puente que unía las dosorillas del Yaruga en las cercaníasde una estanitza llamada elEmbarcadero Rojo. Partes en esteconflicto armado fueron: elejército de Nilfgaard, el corpus

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lyrio dirigido por la reina Meve,así como nosotros, nuestramaravillosa pandilla, yo, o sea, elabajo firmante, y también el brujoGeralt, el vampiro Emiel RegisRohellec Terzieff-Godefroy, laarquera María Barring llamadaMilva y Cahir Mawr Dyffryn aepCeaílach, el nilfgaardiano al quele gustaba demostrar conobstinación digna de mejor causaque no era nilfgaardiano.

Pudiera ser que tampocoestuviera muy claro para ti, lector,cómo había ido a parar a Angren

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la reina Meve, de la que a la sazónse pensaba que había muerto juntocon su ejército durante laincursión nilfgaardiana de juliocontra Lyria, Rivia y Aedirn,finalizada con la completaconquista de aquellos países y suocupación por los ejércitosimperiales. Mas Meve no habíamuerto en la lid, como se juzgaba,ni había caído en cautiverionilfgaardiano. Agrupando bajo suestandarte a la noble mesnadasalvada del ejército de Lyria yenrolando a quien se podía,

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incluyendo a mercenarios ybandidos comunes, la esforzadaMeve acometió una guerra deguerrillas contra Nilfgaard. Y paratales estratagemas el fragosoAngren era ideal, ya fuera paraatacar en emboscadas, ya fuerapara esconderse en algunaespesura, porque en Angren hayespesuras de sobra; la verdad seadicha, aparte de espesuras no haymás en aquel país que sea dignode ser mencionado.

El destacamento de Meve —aquien su ejército llamaba ya la

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Reina Blanca— creció vertiginosoen fuerza y cobró tanta enterezaque era capaz de cruzar sin miedoa la orilla siniestra del Yarugapara allá, en la profundaretaguardia del enemigo, llevar acabo zalagardas y escaramuzas aplacer.

Y volvamos en este punto anuestro grano, esto es, a la Batalladel Puente. La situación tácticaera como sigue: los partisanos dela reina Meve, que habían andadoalgareando por la orilla izquierdadel Yaruga, quisieron escapar a la

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orilla derecha del Yaruga, pero setoparon con los nilfgaardianos,que andaban algareando por laorilla derecha del Yaruga yprecisamente querían escapar a laorilla izquierda del Yaruga. Conlos arriba mencionados nostopamos nosotros, en una posicióncéntrica, es decir, en el medio delrío Yaruga, rodeados por gentesarmadas a cada lado, ya fueradiestro o siniestro. No teniendoentonces adonde huir, nosconvertimos en héroes y noscubrimos de gloria eterna. La

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lucha, dicho sea de paso, laganaron los lyrios, dado queconsiguieron lo que se proponían,es decir, huir a la orilla derecha.Los nilfgaardianos huyeron endirección ignota y por ello mismoperdieron la lucha. Me hago cargode que todo esto presenta unaspecto ciertamente confuso y,antes de publicarlo, no dejaré dedar a corregir mi texto a algúnteórico de la guerra. De momentome apoyo en la autoridad de Cahiraep Ceallach, el único soldado denuestra compaña, y Cahir

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confirmó que ganar una liza por elmétodo de huir a toda velocidaddel campo de batalla es permitidopor la mayoría de las doctrinasmilitares.

La participación de nuestroequipo en la batalla fueindisputablemente honorable perotuvo también efectos negativos.Milva, que se encontraba enestado de buena esperanza,padeció un trágico accidente. Losrestantes fueron de la fortunasonreídos de tal modo que nadiesufriera daños mayores. Pero

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tampoco nadie alcanzó beneficioalguno y ni siquiera se leagradeció nada. Una excepción laconstituyó el brujo Geralt. PuesGeralt el brujo, pese a sumúltiples veces declarada —y atodas luces ilusoria— indiferenciay no pocas veces anunciadaneutralidad, puso en la batalla unfervor tan crecido comoespectacular hasta la exageración,con otras palabras: luchó deforma ostentosa, por no decirostentosamente. Esto fueapreciado y la reina Meve, reina

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de Lyria, con su propia mano loarmó caballero. De talordenamiento, como presto se vio,resultaron más inconvenienciasque ventajas.

Has pues de saber, queridolector, que el brujo Geralt fuesiempre persona modesta,circunspecta y contenida, deinterior tan sencillo y pococomplicado como el palo de unaalabarda. No obstante, elinesperado ascenso y el aparentefavor de la reina Meve locambiaron, y si no lo conociera

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bien, pensaría que estabaorgulloso. En vez de desaparecerde escena apriesa yanónimamente, Geralt seembrollaba en el séquito real, sealegraba de los honores, sedeleitaba con los favores y seregocijaba de la fama.

Y nosotros fama y renombreera precisamente lo que menosnecesitábamos. Recuerdo aaquéllos que no lo recuerden queeste mismo brujo Geralt, ahoraarmado caballero, era perseguidopor los órganos de seguridad de

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los todos Cuatro Reinos enrelación con la rebelión de losmagos en la isla de Thanedd. A mí,persona inocente y limpia comouna patena, se me intentabancolgar acusaciones de espionaje. Aello habría que añadir a Milva,colaboracionista con las dríadas ylos Scoia’tael, mezclada, comoresultó, en las matanzas dehumanos en los alrededores delbosque de Brokilón. Y a eso hayque agregar a Cahir aep Ceallach,nilfgaardiano, ciudadano de unanación lo quieras o no enemiga,

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cuya presencia en la parteimpropia no hubiera sido fácil deexplicar ni de justificar. Se daba lacircunstancia que la única personade nuestro grupo cuyo curriculumvitae no lo afeaban asuntospolíticos ni criminales era unvampiro. De este modo, eldesenmascaramiento y elreconocimiento de cualquiera denosotros amenazaba a todos losrestantes con acabar clavados enuna afilada estaca de roble. Cadadía pasado a la sombra de losestandartes lyrios —días que, al

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principio, eran agradables, bienprovistos y seguros— acrecentabatal riesgo.

Geralt, cuando se le recordabaesto con claridad, se enfadaba untanto, pero explicaba sus razones,que eran dos. En primer lugar,Milva, tras su amarga incidencia,seguía precisando de cuidado yasistencia, y en el ejército habíasanitarios de campo. En segundolugar, el ejército de la reina Mevese dirigía hacia el este, endirección a Caed Dhu. Y nuestrogrupo, antes de cambiar de

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dirección y meterse en la luchaarriba descrita, también teníaintenciones de alcanzar CaedDhu: albergábamos la esperanzade obtener alguna información delos druidas que allá habitaban yque nos sirviera de ayuda en labúsqueda de Ciri. El caminodirecto hacia los mencionadosdruidas nos lo obstaculizaban losdestacamentos y los grupos desaboteadores que merodeaban porAngren. Ahora, bajo la proteccióndel amigable ejército lyrio, con elfavor y la benevolencia de la reina

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Meve, el camino a Caed Dhuestaba abierto, incluso hastaparecía recto y seguro.

Advertí al brujo de que tansólo lo parecía, que aparienciasnomás eran, que el favor real esuna ilusión y es voluble cualveleta. El brujo no queríaescuchar. Y de qué lado estaba larazón se vio pronto. Cuando secorrió la noticia de que de la partede oriente a través del desfiladerode Klamat se venía una grande ybien armada expedición de castigode nilfgaardianos, el ejercito de

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Lyria, sin dudarlo, giró hacia elnorte, en dirección a las montañasde Mahakam. A Geralt, como esfácil imaginarse, no le convenía enabsoluto el cambio de dirección,¡tenía prisa por llegar a donde losdruidas y no a Mahakam! Ingenuocomo un niño, corrió a la reinaMeve con intención de obtener lalicencia del ejército y la bendiciónreal para sus asuntos privados. Yen aquel momento se terminaron elamor y la benevolencia real, y elrespeto y la admiración para elhéroe de la Batalla del Puente

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desaparecieron como el humo. Alcaballero Geralt de Rivia se lerecordaron con frío y hasta durotono sus obligaciones caballerileshacia la corona. A la aún débilMilva, al vampiro Regis y al abajofirmante se les recomendó unirse ala columna que iba tras lacaravana de huidos y civiles.Cahir aep Ceallach, jovencito biencrecido, que en modo algunoaspecto de civil tenía, recibió unabanda blanquiazul y fue enroladoen las así llamadas compañíaslibres, es decir, en un

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destacamento de caballeríaformado por la más variada masade granujas recolectados por loscaminos por el ejército lyrio. Deesta forma se nos separó y todoseñalaba que nuestra aventurahabíase acabado definitivamente yde todas todas.

Como sin embargo teimaginarás, querido lector, enabsoluto fue esto el final, ¡bah, sini siquiera fue el principio! Milva,cuando se enteró del desarrollo delos acontecimientos, de inmediatoanunció que estaba sana y presta y

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como primera lanzó la consigna deretirada. Cahir tiró entre losmatojos los colores reales y seredimió de las compañías libres, yGeralt se escaqueó de las lujosastiendas de la selecta caballería.

No me entretendré con lasparticularidades, y además lamodestia no me permite unaextensa exposición de mis propias,y no escasas, prestaciones en laempresa aquí descrita. Afirmaréun hecho: la noche del cinco alseis de septiembre toda nuestrapandilla abandonó en secreto el

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ejército de la reina Meve. Antes dedespedirnos de las huestes lyriasno dejamos de aprovisionarnosabundantemente, sin recabar porsupuesto permiso del jefe de losservicios de intendencia.Considero que la palabra«saqueo», que utilizara Milva, esexcesiva. Al fin y al cabo se nosdebía alguna gratificación pornuestra participación en lacelebérrima Batalla del Puente. Ysi no una gratificación, al menosuna satisfacción y la reposición delas pérdidas sufridas. Dejando

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aparte el trágico accidente deMilva, sin contar las heridas ygolpes de Geralt y Cahir, en labatalla nos mataron o lisiaron atodos los caballos, exceptuando ami fiel Pegaso y a la disolutaSardinilla, la yegua del brujo. Porello, en el marco de nuestrasrecompensas tomamos tresalazanes de caballería de purasangre y uno de carga. Tomamostambién diverso equipamiento,cuanto nos cupo en las manos.Para ser justos, he de añadir quehubimos luego de tirar la mitad.

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Como dijo Milva, suele pasarcuando se roba a oscuras. Lascosas más útiles del almacén deprovisiones las tomó el vampiroRegis, quien ve en la oscuridadmejor que de día. Regis, paracolmo, redujo la capacidaddefensiva del ejército lyrio en unagorda mula gris, la cual extrajo dedetrás de la cerca con tantahabilidad que ni una de las bestiasrebufó ni coceó. Las historiasacerca de los animales queperciben a los vampiros yreaccionan con pánico a sus olores

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cabe entonces considerar comoparte integrante de los cuentos dehadas. A no ser que se trate deciertos animales y ciertosvampiros. Añadiré queconservamos la tal mula gris hastahoy. Después de extraviar elcaballo de carga, que perdimosluego en los bosques de los TrasRíos, cuando se asustó con unoslobos, la mula porta nuestrosbienes, o mejor dicho, lo que haquedado. La mula lleva el nombrede Draakul. Regis la llamó asínada más robarla y así se quedó.

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Se ve bien claro que a Regis lehace gracia el nombre, el cualseguramente posee algúnsignificado divertido en la culturay la lengua de los vampiros, perono quiso explicarnos el porquéafirmando que se trataba de unjuego de palabras intraducible.

De esta forma la nuestracuadrilla se encontró de nuevo enel camino, y la larga lista depersonas que no nos tenían afectose alargó aún más. Geralt deRivia, caballero sin tacha,abandonó las filas de la caballería

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antes incluso de que elnombramiento como caballerofuera confirmado con una patentey antes de que el heraldo de lacorte le inventara un blasón. Porsu lado, Cahir aep Ceallach habíatenido tiempo ya de luchar enambos ejércitos combatientes en elgran conflicto entre Nilfgaard ylos norteños, así como de desertarde ambos, ganándose por tanto enambos la pena de muerte enausencia. El resto de nosotrostampoco estaba en mejorsituación: al fin y al cabo una

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horca es una horca y poco importapor tanto la diferencia de por quése pende de ella, si por huir de lahonra de caballero, por desercióno por llamar a una mula castrensecon el nombre de Draakul.

Así que no te extrañe, lector,que ejerciéramos esfuerzosverdaderamente titánicos paraampliar la distancia que nosseparaba del ejército de la reinaMeve. Con todas las fuerzas deque disponían los caballos,cabalgamos como locos hacia elsur, hacia el Yaruga, con intención

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de pasarnos a la orilla izquierda.No por poner de por medio el ríoentre la reina y sus partisanos ynosotros, sino porque losdespoblados de los Tras Ríos eranmenos peligrosos que Angren, queestaba en guerra. Para llegar adonde los druidas era mucho másrazonable viajar por la orillaizquierda que por la derecha.Paradójicamente, puesto que laorilla izquierda del Yaruga era yaparte del hostil imperionilfgaardiano. El padre de talconcepción izquierdista fue el

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brujo Geralt, que tras salirse de lahermandad de los ordenadosfachendosos recobró en buenamedida el juicio, la facultad delpensamiento lógico y la prudenciacomún y corriente. El futuromostró que el plan del brujoestuvo preñado de consecuencias ytuvo peso sobre la suerte de todala expedición. Pero de ellohablaremos luego.

Junto al Yaruga, adondellegamos, había ya un sinnúmerode nilfgaardianos que estabancruzando por el recién

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reconstruido puente delEmbarcadero Rojo para continuarsu ofensiva sobre Angren y,seguramente, más adelante, haciaTemeria, Mahakam y el diablosabe adonde más que hubieraplaneado el estado mayor deNilfgaard. Ni hablar entonces detraspasar el río de inmediato;tuvimos que escondernos y esperara que cruzara el ejército. Durantedos jornadas estuvimos metidosentre los cañaverales ribereños,cultivando el reumatismo yalimentando mosquitos. Para

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colmo de males, el tiempo empeoróde improviso, lloviznaba, corría unaire de la leche, y del frío losdientes chocaban los unos con losotros. No recuerdo un septiembretan frío entre los muchos que sehan quedado grabados en mimemoria. Precisamente entonces,querido lector, al encontrar entrelos aprovisionamientos tomadosprestados del campamento lyriolápiz y papel comencé —paramatar el tiempo y olvidar lasincomodidades— a apuntar yeternizar algunas de nuestras

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aventuras.La molesta intemperie y la

obligada inactividad nos pusieronde mal humor y despertarondiversos malos pensamientos.Sobre todo al brujo. Geralt yaantes solía computar los días quele separaban de Ciri y cada díaque no estaba en el camino loalejaba de ella —en su opinión—cada vez más. Ahora, entre lasmimbreras húmedas, entre el frío yla lluvia, el brujo se volvía deminuto a minuto cada vez mássombrío y hosco. Advertí también

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que cojeaba mucho, y cuandopensaba que nadie le veía ni leescuchaba, blasfemaba ymascullaba de dolor. Has de saber,amable lector, que a Geralt lehabían quebrado los huesosdurante la sedición de loshechiceros en la isla de Thanedd.Las fracturas se unieron y curarongracias a los mágicos esfuerzos delas dríadas del bosque deBrokilón, pero por lo visto nohabían dejado de martirizarlo. Asíque el brujo sufría, como se dice,tanto de dolores del cuerpo como

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del espíritu, y andaba tanfuribundo por ello que hastaechaba chispas.

Y otra vez comenzaron aperseguirlo los sueños. El nuevede septiembre, temprano, porquese durmió en la guardia, nosasustó a todos despertándose conun grito y sacando la espada.Tenía todo el aspecto de estaramok, pero por suerte se le pasó alinstante.

Se apartó de nuestra vista,pero al cabo volvió con gestosombrío y anunció ni más ni menos

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que a efectos inmediatos disolvíala cuadrilla y continuaría a solasel resto del camino, puesto que nosé dónde pasaban no sé qué cosasespantosas, que el tiempoapremiaba, que el asunto se estabaponiendo peligroso y que él noquería exponer a nadie ni asumirninguna responsabilidad. Departíay razonaba de forma tan aburriday con tan poco convencimiento quenadie quiso discutir con él. Hastael vampiro, a menudo tanelocuente, le obsequió con unencogimiento de hombros, Milva

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con un escupitajo, Cahirrecordándole con sequedad querespondía de sí mismo y que, en lotocante al riesgo, no llevaba laespada para que le pesara en elcinto. Sin embargo, luego todos sesumieron en el silencio y clavaronsignificativamente los ojos en elque esto escribe a todas lucesesperando que usara de la ocasiónpara volver a casa. No he deañadir, sin embargo, queesperaron en vano.

De todos modos el suceso nosinclinó a romper el marasmo y nos

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impulsó a un paso atrevido: acruzar el Yaruga. Reconozco quela empresa me desasosegaba; elplan apostaba por un crucenocturno de la corriente, por citara Milva y Cahir, «agarrados a lacola de los caballos». Incluso siesto no era más que una metáfora—y sospecho que lo era— no meimaginaba a mí mismo en el trancede vadear el río en tal forma nitampoco a mi corcel, Pegaso, encuya cola había de confiar. Nadar,hablando comedidamente, no erani es mi mayor talento. Si la

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Madre Naturaleza hubiera queridoque nadara, en el acto de lacreación y durante el proceso de laevolución no hubiera olvidadodotarme de membranas entre losdedos. Y lo mismo en lo que serefiere a Pegaso.

Mi desasosiego resultó envano, por lo menos en lo tocante anadar detrás de una cola decaballo. Cruzamos el río de otromodo. Quién sabe si todavía nomás loco.

De forma bastante descarada,por el reconstruido puente del

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Embarcadero Rojo, ante lasmismas narices de las patrullas deguardia nilfgaardianas. Laempresa, como se vio, sólo enapariencia olía a loco albur yazaroso riesgo; en la realidad fuecomo una seda. Tras el paso delpuente de las unidades regularesen ésta y la otra dirección,cruzaba un transporte tras otro, unvehículo tras otro, un rebaño trasotro, muy diversas muchedumbres,entre ellas también distintosciviles, entre los que nuestracuadrilla ni en un pelo se

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diferenciaba ni saltaba a la vistade forma alguna. Así, el díadécimo del mes de septiembreatravesamos todos a la orillaizquierda del Yaruga, con un sologrito de los centinelas a los cualesCahir, frunciendo las cejas conseñorío, les ladró algo acerca dela guardia imperial, apuntalandosus palabras con la clásica ysiempre eficaz expresión castrensede mecagüen tu puta madre. Antesde que nadie tuviera tiempo deinteresarse por nosotros,estábamos ya en la orilla

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izquierda del Yaruga, en loprofundo de los bosquestrasrrieros, dado que pasaba porallí tan sólo un camino real queconducía hacia el sur, y a nosotrosno nos ajustaba ni la dirección nila abundancia de nilfgaardianosque deambulaban por él.

En el primer vivaque quehicimos en los bosques de TrasRíos, a mí también me asaltó porla noche un sueño extraño, aunquea diferencia de Geralt no soñé conCiri sino con la hechiceraYennefer. Yennefer, como de

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costumbre vestida de blanco ynegro, se alzaba en el aire porencima de un sombrío castillomontañés mientras que abajo otrashechiceras la amenazaban con lospuños y le lanzaban improperios.Yennefer agitó las largas mangasde su vestido y voló como unalbatros negro sobre un marinfinito hacia un sol naciente.Desde aquel momento el sueño seconvirtió en una pesadilla. Aldespertarme, los detalles sehabían borrado de mi memoria,quedaron solamente unas

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imágenes difusas, con pocosentido, pero todas era imágenesmonstruosas: tortura, grito,miedo, muerte… En una palabra:el horror.

No me jacté ante Geralt de estesueño. No dije ni mu. Y como luegoresultó, con razón.

—¡Yennefer se esfumó! Yennefer deVengerberg. ¡Y famosa que era lahechicera! ¡Que no vea la mañanasi miento!

Triss Merigold tembló, sevolvió, intentando atravesar con la

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mirada la masa de gente y el humogris que llenaba la sala principal dela taberna. Por fin se levantó de lamesa, dejando a un lado con algode tristeza el filete de lenguado conmantequilla de boquerones, laespecialidad local y una verdaderadelicatessen. Al fin y al cabo novagabundeaba por las tabernas ycolmados de Bremervoord paracomer delicatessen, sino paraconseguir información. Aparte deello tenía que cuidar su línea.

El grupillo de gente en el que letocó meterse era ya denso y

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consistente. Los habitantes deBremervoord gustaban de lasnarraciones y no dejaban pasarocasión alguna de escuchar unanueva. Y los numerosos marinerosque andaban por allí nuncadecepcionaban a nadie, siemprecontaban con un repertorio nuevo yreciente de fábulas y chilindrinas.Por supuesto, en la mayor parte delos casos, mentiras, pero esto notenía la menor importancia. Unanarración es una narración. Tienesus leyes.

La que estaba precisamente

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entonces hablando, y que habíamencionado a Yennefer, era unapescadora de las islas Skellige,corpulenta, ancha de espalda, depelo corto, vestida como sus cuatrocamaradas con un chaleco hecho depiel de narval pulida hasta hacerlabrillar.

—Fue el decimonoveno día delmes de agosto, a la mañana, tras lasegunda noche de luna llena —continuó la isleña su narración altiempo que se llevaba una jarra decerveza a los labios. Su mano,como advirtió Triss, era del color

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de un ladrillo viejo, y su brazodesnudo, de músculos muy ceñidos,era de por lo menos unas veintepulgadas de diámetro. Triss teníaveintidós pulgadas en el talle.

—Muy tempranito —siguió lapescadora, pasando sus ojos porlos rostros del público— salió almar nuestra barcaza, al sund entreAn Skellig y Spikeroog, en elcriadero de ostras ande solemosponer las redes para el salmón.Prisas habíamos, y muchas, queapuntaba tormenta, el cielovolvíase negro por poniente. Había

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de sacarse el salmón de las redespues si no, como sabéis, cuando sepuede de nuevo uno echar al martras la tormenta, en las redes noquedan más que testas podrías,recomías, toda la pesca vase algarete.

El público, casi todoshabitantes de Bremervoord yCidaris, que en su mayoría sesustentaban del mar y de éldependían, asintieron y murmuraroncon aprobación. Triss por logeneral sólo veía los salmones enforma de lonchas de color rosa,

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pero también asintió y murmuróporque no quería hacerse notar.Estaba allí en misión secreta.

—Navegábamos… —siguió lapescadora, terminando su jarra ydando señas de que cualquiera delos que escuchaba podía invitarla aotra—. Navegábamos y recogíamoslas redes hasta que de pronto vaGudrun, la hija de Sturli, y échase agritar a pleno pulmón. ¡Y señalacon el dedo por la proa! Miramos,y hete aquí que algo vuela por elaire, ¡y no es un pájaro! El corazónme se quedó parao al punto, pos

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pensé que un viverno o un grifochico, que a veces vuelan hastaSpikeroog, bien es cierto queprencipalmente en invierno,máxime cuando sopla el viento deponiente. ¡Mas tratábase de algonegro: chuff y al agua! Y de la ola:¡a tomar por culo! Derechito anuestra red. Se enreda en la red ysarrevuelve en el agua como unafoca, y al punto nosotras a una, lasque éramos, y éramos ocho mozas,hale, a tirar y sube que te subeaquello a la cubierta. ¡Y entonces síque la boca se nos quedó de par en

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par! ¡Pos resultó ser una hembra!Con un vestido negro y negra ellacomo ala de cuervo. Enredá en lared, entre dos salmones, de loscuales uno, que me muera si miento,¡tenía cuarenta y dos libras ymedia!

La pescadora de Skellige soplóla espuma de la cerveza y dio ungran trago. Ninguno de los oyenteshizo comentario alguno ni mostró suincredulidad, aunque ni los másancianos recordaban que alguienhubiera pescado jamás un salmónde tan imponente tamaño.

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—La morena de la red —continuó la isleña— tose, escupeagua marina y se limpia, y Gudrun,nerviosa, que anda en estado debuena esperanza, va y grita:«¡Kelpa! ¡Kelpa! ¡Havfrue!». ¡Yhasta el más necio podía ver que noera kelpa, pos una kelpa hubiera yarato antes rompido la red, ríete túde que se dejara la monstrua deguindarse a la barca! ¡Y tampocohavfrue, pos no tenía cola de pez yla ama del mar acostumbra a tenercola de pescado! ¡Y al fin y al cabodespeñóse de los cielos al mar!, ¿y

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acaso alguien viera que la kelpa ola havfrue vuele por los cielos?Pero Skadi, la hija de Una, quesiempre se caldea, también se lio agritos, que si «¡kelpa, kelpa!», ¡y vay agarra el gancho! ¡Y con elgancho que se me va a la red! ¡Y dela red va y sale un relámpago y laSkadi que chillotea! ¡Y el gancho ala izquierda, ella a la derecha, quereviente si miento, pegó tres botes ypataplaf con el culo en la cubierta!¡Ja, y vierase que la hechiceraaquella de la red más mala era queuna medusa, una escorpena o una

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angula! ¡Y pa colmo la meiga va yse pone a gritar y decir que si puta,puta, que daba miedo! ¡Y de la redsale un silboteo, una peste, unoshumos que pa qué, pues ellahabíase puesto a hacer sus magias!Y vimos que no era cosa de pocamonta…

La isleña apuró la jarra y sindudarlo se lanzó a por la siguiente.

—¡No es cosa de poca montacazar a una maga con una red! —lanzó un fuerte regüeldo, se limpióla nariz y los labios—. ¡Y nosvemos que de la magia de los

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güevos, que me muera si miento,hasta la barca échase acolumpiarse! ¡Tiempo no había deaflojar! Britta, la hija de Keran,apretó la red con el bichero, y yomesma eché mano a un remo y,¡zumba! ¡Zumba, zumba!

La cerveza salpicó bien alto yse derramó por la mesa, unascuantas jarras se volcaron ycayeron al suelo. Los oyentes selimpiaron las mejillas y las cejaspero nadie emitió palabra alguna deacusación o advertencia. Unanarración es una narración. Tiene

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sus leyes.—La meiga antendió bien con

quién se las había. —La pescadorairguió el poderoso busto y miróretadora a su alrededor—. ¡Con lasmozas de Skellige no ha lugar achacota! Dijo que se nos entregabade buena fe y apalabró no echarhechizos ni conjuros. Y su nombrepronunciara: Yennefer deVengerberg.

Los oyentes murmuraron.Apenas habían pasado dos mesesdesde los sucesos de la isla deThanedd, se recordaban los

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nombres de los traidorescomprados por Nilfgaard. Elnombre de la famosa Yennefertambién.

—La condujimos —continuó laisleña— a Ard Skellig, a KaerTrolde, al yarl Crach an Craite. Yno la viera yo más. El yarl estabaen un periplo, dicen que a su vueltarecibió a la maga al pronto muyáspero, mas luego diola un tratoafable y cordial. Hummm… Y yono más que esperaba que lahechicera me adobara unasorpresilla por lo de que la diera

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con el remo. Juzgué que se quejaríade mí al yarl. Mas no. Ni mu que nodijo, no me acusó. Una hembra dehonor. Aluego, cuando se mató,hasta pena que me diera…

—¿Qué Yennefer ha muerto? —gritó Triss, olvidando con laimpresión su incógnito y lo secretode la misión—. ¿Qué Yennefer deVengerberg ha muerto?

—Cierto, muerta está. —Lapescadora apuró la cerveza—.Muerta está como esta caballa. Consus propios hechizos se mató,haciendo sus artes mágicas. Bien

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poquito hace de ello, el último díade agosto, justo antes de la lunanueva. Mas eso es ya otrahistoria…

—¡Jaskier! ¡No te duermas en lasilla!

—¡Yo no duermo, yoreflexiono!

Así que, querido lector, íbamos porlos bosques de los Tras Ríos endirección al sur, hacia Caed Dhu,buscando a los druidas, quehabían de ayudarnos a encontrar a

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Ciri. Os contaré cómo fue esto.Mas en primer lugar, en favor dela verdad historiográfica, he dedescribir a nuestra cuadrilla,decir algo sobre cada uno de susmiembros en particular.

El vampiro Regis tenía más decuatrocientos años. Si no mentía,esto había de significar que era elmayor de todos nosotros. Claro,podría ser una trola común ycorriente: ¿quién iba a ser capazde comprobarlo? Sin embargo, yoprefería apostar a que nuestrovampiro era franco, puesto que

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declaraba también que habíadejado de propia voluntad y parasiempre de chupar sangre humana,declaración la cual nos permitíade algún modo dormir tranquilosen los vivaques nocturnos. Advertíque al principio Milva y Cahiracostumbraban después dedespertarse temerosos ydesasosegados a masajearse elpescuezo, pero pronto dejaron dehacerlo. El vampiro Regis era oparecía ser un vampirocompletamente honorable. Si decíaque no iba a chupar la sangre,

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pues no la chupaba.Sin embargo, tenía sus

defectos, que no procedían ademásde su naturaleza vampírica. Regisera un intelectual y le gustabasobremanera demostrarlo. Poseíala exasperante costumbre deexpresar aseveraciones y verdadescon tono de profeta, a lo quepronto dejamos de reaccionar,puesto que las aseveracionesexpresadas eran o verdadesciertas, o tenían pinta de serverdad, o no se podían comprobar,lo que al fin y al cabo era lo

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mismo. Verdaderamenteinsoportable resultaba, sinembargo, la forma en que Regisrespondía a las preguntas antes deque el que preguntaba hubieraterminado de formular supregunta, a veces incluso antes deque el que preguntaba hubieratenido tiempo siquiera decomenzar a formularla. Yo tengopara mí que esta al parecermuestra de una inteligenciaelevada era más bien síntoma dearrogancia y chulería, y estascualidades, adecuadas para los

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ambientes universitarios o paralos círculos palaciegos, sondifíciles de soportar en un grupocon el que se viaja todo el díahombro con hombro y por la nochese duerme bajo la misma manta.Sin embargo, no se llegó a unenfrentamiento más agudo graciasa Milva. A diferencia de Geralt yde Cahir, cuyo oportunismo nato atodas luces les hacía adaptarse alas maneras del vampiro e inclusocompetir con él en ello, la arqueraMilva prefería medios sencillos ysin pretensiones. Cuando, por

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tercera vez, Regis le emitió larespuesta a su pregunta en mitadde la frase, lo insultó gravemente,usando de palabras y expresionesque habrían sido capaces desacarle los colores de vergüenzaincluso a un soldado viejo. Locurioso es que tuvo resultado: elvampiro abandonó susexasperantes formas en un abrir ycerrar de ojos. De lo que resultaque la defensa más efectiva contrala dominación intelectual es unbuen rapapolvo al intelectual queintenta dominar.

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Milva, me parece, sufriómucho a causa de su trágicoaccidente y de su pérdida. Escribo«me parece», puesto que soyconsciente de que, siendo unhombre, no puedo imaginarme enmodo alguno lo que significa parauna mujer un accidente de estetipo y una pérdida así. Aunque soypoeta y hombre de letras, inclusomi imaginación bien entrenada yeducada fracasa en esto y no sirvede nada.

La arquera recuperó muypronto la forma física, pero con la

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psíquica era peor. Sucedía quedurante todo un día, del alba alocaso, no decía palabra alguna.Solía desaparecer y mantenerse almargen, lo que a todos nosalarmaba un poco. Hasta que porfin llegó el punto de inflexión.Milva reaccionó como una dríadao un elfo, bruscamente,impulsivamente y sinexplicaciones. Una mañana, antenuestros ojos, tomó un cuchillo ysin decir palabra se cortó las dostrenzas a la altura del cuello. «Nopertenece, en no siendo doncella»,

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dijo al ver nuestras bocas abiertasde par en par. «Mas y en no siendoviuda tampoco», añadió, «acábaseel luto también». Desde aquelmomento fue ya la misma queantes: ceñuda, mordaz,deslenguada y veloz para emitirpalabras groseras. De lo quededujimos que, afortunadamente,había superado la crisis.

El tercero, y no menos extrañomiembro de nuestra cuadrilla erael nilfgaardiano al que le gustabademostrar que no eranilfgaardiano. Se llamaba, por lo

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que decía, Cahir Mawr Dyffrynaep Ceallach…

—Cahir Mawr Dyffryn, hijo deCeallach —afirmó en voz altaJaskier, al tiempo que apuntaba alnilfgaardiano con un lapicerillo—.Hay muchas cosas que no megustan, que incluso no soporto, conlas que me he tenido que avenir enesta ilustre compañía. ¡Pero no contodo! ¡No aguanto cuando alguienme mira por encima del hombrocuando estoy escribiendo! ¡Y nopienso avenirme a ello!

El nilfgaardiano se alejó del

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poeta. Al cabo de un instante dereflexión agarró su silla, su pellejoy su manta y se colocó junto aMilva, quien fingía dormitar.

—Lo siento —dijo—.Perdóname una y cien veces,Jaskier. Te miré inconscientemente,por pura curiosidad. Pensaba queestabas pintando un mapa o quehacías cuentas…

—¡No soy un contable! —Elpoeta se levantó, tanto en sentidofigurado como en el literal—. ¡Nitampoco cartógrafo! ¡E incluso si lofuera esto no justifica el meter las

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narices en mis apuntes!—Ya he pedido perdón —le

recordó Cahir con voz seca,mientras colocaba el lecho en sunuevo lugar—. Con muchas cosasme he avenido en esta ilustrecompañía y a muchas me heacostumbrado. Pero pedir perdónsigo haciéndolo sólo una vez.

—En verdad, Jaskier. —Elbrujo se inmiscuyó, de formacompletamente inesperada paratodos, incluso para sí mismo,tomando partido por el jovennilfgaardiano—. Te has vuelto

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tremendamente susceptible. Y no sepuede dejar de advertir que estotiene algo que ver con los papelesque no hace mucho comenzaste aensuciar en los vivaques con ayudade un trozo de lápiz.

—Cierto —confirmó elvampiro Regis mientras arrojaba alfuego unas ramas de abedul—.Susceptible se volvió últimamentenuestro maestro, además deenigmático, discreto y buscador desoledades. Oh, no, al menos durantela satisfacción de sus necesidadesnaturales no le molestan los

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testigos, lo que, al fin y al cabo, ennuestra situación no ha de extrañar.Su tímida reserva y sususceptibilidad a las miradasajenas se refieren exclusivamente aesos papeles escritos con letramenuda. ¿Acaso en nuestrapresencia ha surgido un poema?¿Una rapsodia? ¿Una epopeya? ¿Unromance? ¿Una canción?

—No —negó Geralt,acercándose al fuego y cubriéndoselas espaldas con una gualdrapa—.Yo lo conozco. No se puede tratarde líricas, puesto que no maldice,

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no murmura y no cuenta sílabas conlos dedos. Escribe en silencio, asíque se trata de prosa.

—¡Prosa! —El vampiro dejóque brillaran las puntas de suscolmillos, lo que por lo generalintentaba no hacer—. ¿Puede queuna novela? ¿O un ensayo? ¿Unasfábulas? ¡Rayos, Jaskier! ¡No nostortures! ¡Revélanos qué estásescribiendo!

—Unas memorias.—¿Lo qué?—De estas notas —Jaskier les

mostró un tubo lleno de papeles—

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surgirá la obra de mi vida. Unasmemorias que llevarán el título deCincuenta años de poesía.

—Vaya un título idiota —afirmóCahir ásperamente—. La poesía notiene edad.

—Y si aceptamos que la tiene—añadió el vampiro—, entonces esdecididamente mucho más antigua.

—No lo entendéis. El títulosignifica que el autor de la obra hapasado cincuenta años, ni más nimenos, al servicio de la SeñoraPoesía.

—En ese caso todavía es más

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idiota —dijo el brujo—. Tú,Jaskier, no tienes todavía nisiquiera cuarenta años. Lahabilidad para escribir te lametieron a base de palos en el culoen el parvulario del santuario, a laedad de ocho años. Inclusoaceptando que escribieras rimas yaen el parvulario, no es posible quesirvas a tu Señora Poesía más detreinta años. Pero precisamente sébien, porque tú mismo más de unavez me lo has dicho, quecomenzaste de verdad a juntarrimas y a componer melodías a la

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edad de diecinueve años, inspiradopor el amor a la condesa de Stael.Lo cual hace menos de veinte añosde servicio, Jaskier. ¿De dóndeentonces te has sacado esoscincuenta del título? ¿Se trata dealguna metáfora?

—Yo —el bardo hinchó loscarrillos— le marco un elevadohorizonte a mis pensamientos.Describo el presente, pero medirijo hacia el futuro. Piensopublicar la obra que acabo decomenzar dentro de unos veinte otreinta años y para entonces nadie

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va a poder poner en duda el títuloque he calculado.

—Ja. Ahora lo entiendo. Si algome asombra es la previsión. Por logeneral, poco te importaba elmañana.

—El mañana me sigueimportando bien poco —anunciócon altivez el poeta—. Pienso en laposteridad. ¡Y en la eternidad!

—Desde el punto de vista de laposteridad —advirtió Regis—, noes excesivamente ético el comenzara escribir ahora, haciendo acopio.La posteridad tiene derecho a

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esperar bajo tal título una obraescrita con una verdaderaperspectiva de medio siglo, por unapersona que de verdad tenga unacervo de medio siglo deconocimientos y experiencia…

—Alguien cuya experiencia seade medio siglo —le interrumpióJaskier sin ceremonias— ha de serpor la misma naturaleza de lascosas un abuelete podrido desetenta años con el cerebroerosionado por la arpía de laesclerosis. Éste lo que ha de haceres quedarse sentadito en la veranda

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y tirarse peos al viento, y no dictarmemorias, pues la gente sólo haráque reírse. Yo no cometeré eseerror, escribiré mis recuerdos conantelación, mientras me halle entotal posesión de mis fuerzascreativas. Luego, antes de editarlas,no introduciré más que pequeñosarreglos cosméticos.

—Tiene sus ventajas. —Geraltse masajeó la rodilla que le dolía yla dobló con cuidado—.Especialmente para nosotros.Porque aunque sin duda figuramosen su obra, aunque sin duda nos

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habrá puesto verdes, dentro demedio siglo no nos va a importarnada de nada.

—¿Y qué es medio siglo? —Elvampiro se sonrió—. Un instante,un pestañeo pasajero… Ah, Jaskier,una pequeña advertencia: Mediosiglo de poesía suena mejor en miopinión que Cincuenta años.

—No lo niego. —El trovadorse inclinó sobre el papel ygarabateó algo con el lápiz—.Gracias, Regis. Por fin algoconstructivo. ¿Alguien tiene algúnconsejo más?

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—Yo tengo —habló de prontoMilva, sacando la cabeza de debajode su manta—. ¿Pa qué abrís así losojos? ¿Que soy analfabruta? ¡Mastonta no soy! Andamos deaventuras, vamos tras de los pasosde Ciri, con el arma en la mano porpaíses que mal nos quieren. Pudieraser que los papelotes ésos deJaskier caigan en las garras deenemigos y gentes de mala fe. Y aljuntarrimas éste conocemos, que esgrande bocazas y cotilla sin mesura.Así que mejor fuera que cuidado yatención poniera en qué cosas

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garrapatea, pa que de talesgurrapatos no acabemos cuelgando.

—Exageras, Milva —dijo elvampiro con voz suave.

—Y yo diría que mucho —afirmó Jaskier.

—También me parece a mí queexageras —añadió Cahir inmutable—. No sé cómo será en los paísesdel norte, pero en el imperio elposeer manuscritos no esconsiderado un crimen, y laactividad literaria no estáamenazada de punición.

Geralt puso sus ojos en él y

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quebró con un chasquido el palitocon el que estaba jugueteando.

—Pero en las ciudadesconquistadas por esta nación tancultivada las bibliotecas estánamenazadas de convertirse en humo—dijo con un tono que no eraagresivo pero sí manifiestamentesarcástico—. No importa, encualquier caso. María, también a míme parece que exageras. Lospapelotes de Jaskier no tienen,como de costumbre, ningunaimportancia. Tampoco para nuestraseguridad.

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—¡Seguro! —La arquera seenfadó, se sentó—. ¡Yo bien lo sé!Mi padrastro, cuando el alguacildel rey el censo hacía en nuestropueblo, al punto ponía pies enpolvorosa, se echaba al monte y sepasaba dos semanas allá sin menearel rabo. Ande hay papeles, mejorno te quedes, acostumbraba a decir,y al que hoy apuntan, mañana lomultan. Y verdad decía, aunquefuera de lo más cabrón, el hideputa.¡Ojalá que ardiendo ande por losenriemos!

Milva dejó la manta a un lado y

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se acercó al fuego, se le habíapasado el sueño definitivamente.Geralt advirtió que amenazaba unanoche más de interminableconversación.

—Me doy cuenta de que noapreciabas a tu padrastro —advirtió Jaskier tras un instante desilencio.

—No lo apreciaba —se oyócomo Milva apretaba los dientes—.Pos marrano era. Cuando madre nomiraba, se ma acercaba y metanteaba. No hacía caso a razones, yen vistas de que el tono no

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cambiaba, hablele con una vara, ycuando cayera aún le di una o doscoces, en las costillas y en suspartes. Y aluego dos días hubo deguardar cama, sangre escupía… Demodo que yo me eché al camino, sinesperar a que sanara… Y aluego mellegaron hablillas de que la palmó.Y madre al poco también… ¡Eh!¡Jaskier! ¿Qué carajo andasapuntando? ¡Ni se te ocurra, ni se teocurra! ¿Mas no oyes qué te digo?

Extraño era que con nosotrosviajara Milva, sorprendente elhecho de que nos acompañara un

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vampiro. No obstante, lo másextraño —y completamenteincomprensible— eran los motivosde Cahir, el cual de ser unenemigo se había vuelto de prontosi no amigo al menos aliado. Eljovenzuelo había demostradoaquello durante la Batalla delPuente, poniéndose sin dudarlocon la espada en la mano al ladodel brujo y en contra de suscompatriotas.

Tal acto se ganó nuestrasimpatía y deshizo por fin nuestrassospechas. Al escribir «nuestras»

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me refiero a mí, al vampiro y a laarquera. Geralt, por su parte,aunque había luchado con Cahirhombro con hombro, aunque habíacontemplado los ojos de la muertea su lado, seguía siendodesconfiado hacia el nilfgaardianoy no le guardaba simpatía.Intentaba, es cierto, esconder suresentimiento, pero era —comocreo que ya he comentado— unapersona simple como el palo deuna alabarda, no sabía fingir y laantipatía le surgía a cada pasocomo una anguila de una red

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agujereada.La causa era evidente: Ciri.El azar hizo que estuviera en

la isla de Thanedd durante la lunanueva de julio, cuando se llegó ala sangrienta lucha entrehechiceros fieles a los reyes y lostraidores apoyados por Nilfgaard.A los traidores los ayudaban losArdillas, los elfos rebeldes, yCahir, hijo de Ceallach. Cahirestuvo en Thanedd, lo enviaronallí con una misión especial, teníaque capturar y raptar a Ciri.Cuando se defendía, Ciri lo hirió;

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Cahir tiene una cicatriz en lamano izquierda, y cuando la vesiempre se le secan los labios.Debió de doler aquello muchísimoy todavía no puede doblar dosdedos.

Y después de todo estonosotros lo salvamos, junto alCintillas, cuando sus propioscompatriotas lo llevabanencadenado hacia un cruelcastigo. ¿Por qué, pregunto, porqué pecados querían matarlo?¿Sólo por la derrota de Thanedd?Cahir no es muy locuaz, pero yo

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tengo el oído sensible hasta parauna media palabra. El muchachono tiene todavía ni siquieratreinta, y aparenta el aspecto deser un oficial de alto rango delejército nilfgaardiano. Puesto queusa de la lengua comúnimpecablemente, lo cual es pocohabitual para un nilfgaardiano,sospecho en qué tipo de ejércitoservía Cahir y por qué habíaavanzado tan deprisa. Y por qué lehabían ordenado una misión tanextraña. Y además en elextranjero.

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Puesto que precisamente Cahirhabía sido quien ya una vez habíaintentado raptar a Ciri. Casicuatro años antes, durante lamatanza de Cintra. Entonces porvez primera había dado señales devida el destino que dirigía lasuerte de la muchacha.

El azar permitió que hablarade ello con Geralt. Ocurrió eltercer día después de cruzar elYaruga, diez días antes delequinoccio, mientras pasábamoslos bosques de Tras Ríos. Aquellaconversación, aunque muy corta,

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tuvo un tono lleno de notasdesagradables e inquietantes. Y enel rostro y los ojos del brujo yapor entonces se dibujaba lapromesa de ferocidad queestallaría luego, en la noche delequinoccio, después de que se nosuniera la rubia Angoulême.

El brujo no miraba a Jaskier. Nomiraba hacia delante. Miraba lascrines de Sardinilla.

—Calanthe —siguió—, pocoantes de morir, extrajo un juramentoa algunos caballeros. No tenían quepermitir que Ciri cayera en manos

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de los nilfgaardianos. Durante lahuida los caballeros resultaronmuertos, y Ciri se quedó sola entrelos cadáveres y los incendios, en latrampa formada por los callejonesde la ciudad ardiente. No hubierasalido con vida de aquello, de esono cabe duda. Pero él la encontró.Él, Cahir. La sacó de entre lasgarras del fuego y la muerte. Lasalvó. ¡Qué heroicidad! ¡Quénobleza!

Jaskier sujetó un poco a Pegaso.Cabalgaban por detrás, Regis,Milva y Cahir le llevaban un cuarto

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de legua, pero el poeta no queríaque ni siquiera una palabra deaquella conversación llegara a losoídos de sus compañeros.

—El problema —siguió elbrujo— es que nuestro Cahir fuenoble porque se lo ordenaron. Fuetan noble como un cormorán: no setragó el pez porque tenía en lagarganta un anillo. Tenía que llevarel pez en el pico hasta su amo. Nolo consiguió, así que el amo seenfureció con el cormorán. Elcormorán ahora ha caído endesgracia. ¿Acaso por ello busca la

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amistad y la compañía de lospeces? ¿Qué piensas, Jaskier?

El trovador se inclinó en lasilla evitando una rama baja de untilo. La rama tenía las hojas yacompletamente amarillas.

—Sin embargo, salvó su vida,tú mismo lo has dicho. Gracias a élCiri escapó sana y salva de Cintra.

—Y gritaba por las noches alverlo en sueños.

—Pero él fue quien la salvó.Deja ya de pensar en el pasado,Geralt. Demasiado se ha cambiadoya, puf, cada día se cambia, pensar

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en el pasado no produce nadaexcepto pesadumbre, la cual estáclaro que no te sirve de nada. Élsalvó a Ciri. Un hecho fue, es y serásiempre un hecho.

Geralt apartó por fin sus ojosde las crines, alzó la cabeza.Jaskier echó un vistazo a su rostro yrápidamente desvió la mirada haciaun lado.

—Un hecho será siempre unhecho —repitió el brujo con una feavoz metálica—. ¡Oh, sí! Él me gritóese hecho a la cara en Thanedd, y lavoz se le ahogaba en la garganta del

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miedo, porque estaba mirando a lahoja de mi espada. Aquel hecho yaquel grito eran razones para queno le matara. En fin, resultó ser asíy creo que no cambiará. Y unapena. Porque entonces, allá enThanedd, había que habercomenzado una cadena. Una largacadena de muerte, una cadena devenganza, sobre la que todavíacuando hubieran pasado cien añossiguieran corriendo leyendas. Unasleyendas tales que se tuviera miedode escucharlas en la oscuridad. ¿Loentiendes, Jaskier?

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—No mucho.—Entonces vete al diablo.

La conversación fue horrible yhorrible tenía entonces el brujo lajeta. Oh, no me gustaba cuandocaía en aquellos humores y seponía de aquellos modos.

He de reconocer, sin embargo,que la pintoresca comparación conel cormorán cumplió su papel:comencé a inquietarme. ¡Un pez enel pico, al que se lo lleva allídonde lo ahogan, lo limpian y lofríen! Una analogíaverdaderamente divertida, una

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perspectiva alegre…Pero la razón rechazaba

aquellas aprensiones. Al fin y alcabo, para seguir con la metáforadel pez, ¿quiénes éramosnosotros? Sardinillas, pequeñas yespinosas sardinillas. El cormoránCahir no puede contar conrecuperar la benevolencia real acambio de una pesca tan escasa…Él mismo tampoco era, con todaseguridad, el lucio grande queintentaba aparentar. Era unasardinilla, como nosotros. Entiempos en los que la guerra

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arrasaba como un arado de hierrotanto la tierra como la suerte delos hombres, ¿quién iba a prestaratención a las sardinillas?

Apuesto la cabeza a que enNilfgaard ya nadie se acuerda deCahir.

Vattier de Rideaux, jefe de losservicios secretos militares deNilfgaard, escuchaba la reprimendaimperial con la cabeza gacha.

—Así es —siguió con tonovenenoso Emhyr var Emreis—. Unainstitución que devora tres vecestanto dinero del presupuesto del

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estado como la educación, lacultura y el arte juntos no es capazde encontrar a una sola persona.Esta persona, puf, desaparece depronto, se esconde, aunque yoconceda cifras astronómicas a unainstitución ante la que no tienederecho a esconderse. Una personaculpable de traición se burla aplena luz del día de la institución ala que di suficientes privilegios ymedios como para que pudieraquitarles el sueño hasta a quienesson inocentes. Oh, puedes creerme,Vattier, cuando la próxima vez se

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comience a hablar en el consejo dela necesidad de recortar fondos alos servicios secretos, escucharécon gusto. ¡Puedes creerme!

—Vuestra majestad imperial —Vattier de Rideaux carraspeó—tomará, no lo dudo, la decisiónadecuada, después de sopesar todoslos pros y contras. Tanto losfracasos como los éxitos delservicio secreto. Vuestra majestadtambién puede estar seguro de queel traidor Cahir aep Ceallach noescapará a su castigo. Heemprendido unos intentos…

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—No os pago por emprender,sino por el resultado de talesintentos. Hasta ahora estos sonmíseros. ¡Míseros, Vattier! ¿Quépasa con Vilgefortz? ¿Dóndediablos está Cirilla? ¿Quémurmuras? ¡Más fuerte!

—Pienso que vuestra majestaddebiera casarse con esa muchachaque tenemos custodiada en DarnRowan. Nos es necesaria esta boda,la legalidad del feudo soberano deCintra, la pacificación de las islasSkellige y de los rebeldes de Attre,Strept, Mag Turga y Los Taludes.

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Nos es precisa una amnistíageneral, tranquilidad en laretaguardia y en las líneas deabastecimiento… Nos es precisa laneutralidad de Esterad Thyssen deKovir.

—Lo sé. Pero la de DarnRowan no es la verdadera. Nopuedo casarme con ella.

—Vuestra majestad imperial meperdone, pero, ¿acaso tiene algunaimportancia que no sea laverdadera? La situación políticaprecisa de unas bodas festivas. Yurgentemente. La novia irá cubierta

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por un velo. Y cuando por finencontremos a la verdadera Cirilla,simplemente se… cambia a ladesposada.

—¿Te has vuelto loco, Vattier?—La falsa se ha hecho ver aquí

de pasada. A la verdadera no la havisto nadie en Cintra desde hacecuatro años; al fin y al cabo, se diceque ella pasaba más tiempo en lasSkellige que en la propia Cintra.Garantizo que nadie se dará cuentadel cambio.

—¡No!—Emperador…

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—¡No, Vattier! ¡Encuéntrame ala verdadera Ciri! Moved por fin elculo. Encuéntrame a Ciri.Encuéntrame a Cahir. Y aVilgefortz. Sobre todo a Vilgefortz.Porque él tiene a Ciri, estoyseguro…

—Vuestra majestad imperial…—¡Te escucho, Vattier! ¡Estoy

escuchando todo el tiempo!—Durante un tiempo tuve la

sospecha de que el así llamadoasunto Vilgefortz no era más queuna provocación común y corriente.Que el hechicero resultó muerto o

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ha sido capturado y la espectaculary ruidosa persecución sirve aDijkstra para denigrarnos yjustificar una represión sangrienta.

—Yo también tenía la mismasospecha.

—Y sin embargo… En Redaniano se hizo público, pero sé por misagentes que Dijkstra halló uno delos escondites de Vilgefortz y en élpruebas de que el hechicero llevabaa cabo bestiales experimentos enseres humanos. Más concretamenteen los fetos de las personas… y enlas mujeres embarazadas. Así que

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si Vilgefortz tenía a Cirilla,entonces me temo que el seguirbuscándola…

—¡Calla, diablos!—Por otro lado —Vattier de

Rideaux habló con rapidez alcontemplar el rostro iracundo yfurioso del emperador—, todo estotambién podría ser simpledesinformación. Para haceraborrecer al hechicero. Le pegamuy bien a Dijkstra.

—¡Tenéis que encontrar aVilgefortz y quitarle a Ciri! ¡Voto abríos! ¡No divaguéis ni hiléis

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suposiciones! ¡Dónde está Antillo!¿Todavía en Geso? ¡Pues si alparecer ya ha mirado allí debajo decada piedra y rebuscado en cadaagujero en el suelo! ¡Pues si alparecer la muchacha no está allí ninunca ha estado! ¡Pues si elastrólogo se equivocó o miente!Todo esto son citas de sus informes.Entonces, ¿qué hace allí?

—El coronel Skellen, me atrevoa advertir, emprende acciones nodemasiado claras… Sudestacamento, el que vuestramajestad imperial le ordenó

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organizar, lo recluta en Maecht, enel fuerte Rocayne, donde hainstalado su base. Estedestacamento, me permito añadir,es una banda bastante sospechosa.Y aparte de ello, resulta tambiénsumamente grave que el señorSkellen hacia final de agostocontratara a un famoso asesino asueldo…

—¿Qué?—Contrató a un esbirro a

sueldo con orden de liquidar a unacuadrilla de bandidos que pululapor Geso, cosa en sí digna de

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alabanza, pero, ¿acaso esto es unatarea propia para un coronel delemperador?

—¿No está hablando la envidiaa través de ti, Vattier? ¿Y no es ellala que te aporta ese apasionamientoy ese fervor?

—Afirmo únicamente hechosprobados, vuestra majestad.

—Hechos —el emperador selevantó de pronto— son lo que yoquiero ver. Me he cansado ya de oírhablar de ellos.

Había sido un día verdaderamente

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duro. Vattier de Rideaux estabacansado. Es verdad que teníatodavía en su programa del día unao dos horas de trabajo de oficina,con el objetivo de evitar queacabara ahogado en el mar de lospapeles no resueltos, pero sólo depensarlo se echaba a temblar. No,pensó, nada a la fuerza. No mepondré a trabajar. Me irá a casa…No, a casa no. Allá estaráesperando la mujer. Iré a ver aCantarella. A la dulce Cantarella,junto a la que se descansa tan bien.

No se lo pensó mucho tiempo.

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Simplemente se levantó, tomó lacapa y salió, deteniendo con ungesto de aversión al secretario quele intentaba colocar una carpeta deguadamecí con documentos urgentespara firmar. ¡Mañana! ¡Mañana seráotro día!

Dejó el palacio por una salidatrasera, por la parte de los jardines,anduvo a través de un paseorodeado de cipreses. Pasó junto alestanque en el que vivía una carpaque había alcanzado la provectaedad de ciento treinta y dos años yque había soltado allí el emperador

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Torres, como atestiguaba unamedalla conmemoratoria de oroclavada en las agallas del enormepez.

—Buenas tardes, vizconde.Vattier, con un corto

movimiento de la muñeca, liberó elestilete que llevaba escondido en lamanga. La propia empuñadura se ledeslizó en la mano.

—Mucho te arriesgas, Rience—dijo con voz gélida—. Mucho tearriesgas mostrando en Nilfgaard tucara quemada. Incluso en forma deteleproyección mágica.

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—¿Te has dado cuenta? YVilgefortz me garantizó que si no lotocabas no ibas a adivinar que setrataba de una ilusión.

Vattier guardó el estilete. Nohabía adivinado en absoluto quefuera una ilusión. Pero ahora ya losabía.

—Eres demasiado cobardecomo para mostrar aquí tu propiapersona, Rience —dijo—. Sabesmuy bien lo que te esperaría en esecaso.

—¿El emperador sigue estandotan enfadado conmigo? ¿Y con mi

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maestro Vilgefortz?—Tu descaro me desarma.—Al diablo, Vattier. Te aseguro

que seguimos estando de vuestrolado, yo y Vilgefortz. Bueno, loreconozco, os engañamos, os dimosa la falsa Cirilla, pero fue de buenafe, que me ahorquen si miento.Vilgefortz pensó que, dado que laverdadera había desaparecido,sería mejor una falsa que ninguna.Pensábamos que os daba igual…

—Tu descaro ha dejado dedesarmarme, ahora comienza ainsultarme. No tengo intenciones de

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perder el tiempo de cháchara conun espejismo que me insulta.Cuando te alcance por fin en tuverdadera figura, conversaremos, ybastante tiempo, te lo prometo.Hasta entonces… Apage, Rience.

—No te reconozco, Vattier. Enotros tiempos, aunque se teapareciera el propio diablo, antesdel exorcismo no hubieras omitidoinvestigar si por casualidad no sepodía sacar algo de él.

Vattier no le honró a la ilusióncon una mirada, en vez de elloobservó la carpa envuelta en algas,

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que agitaba perezosamente ellégamo del estanque.

—¿Sacar? —repitió por fin,inflando los labios en gesto dedesprecio—. ¿De ti? ¿Y qué mepodrás dar? ¿A la verdaderaCirilla? ¿Puede que a tu patrón,Vilgefortz? ¿A Cahir aep Ceallach?

—¡Stop! —La ilusión deRience alzó una ilusoria mano—.Lo has dicho.

—¿Qué he dicho?—Cahir. Te daremos la cabeza

de Cahir. Yo y mi maestroVilgefortz…

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—Apiádate, Rience —bufóVattier—. Dale la vuelta a lasucesión.

—Como quieras. Vilgefortz,con mi modesta ayuda, os dará lacabeza de Cahir, hijo de Ceallach.Sabemos dónde está, lo podemosagarrar en un pis pas, a voluntad.

—Si disponéis de talposibilidad, venga, venga. ¿Tanbuenos enchufes tenéis en elejército de la reina Meve?

—¿Me estás probando? —Rience frunció el ceño—. ¿O deverdad no lo sabes? Creo que esto

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último. Cahir, mi querido vizconde,está… Nosotros sabemos dóndeestá. Sabemos adonde se dirige,sabemos en compañía de quién.¿Quieres su cabeza? La tendrás.

—Una cabeza —Vattier sonrió— que no va a poder contar lo quede verdad sucedió en Thanedd.

—Creo que será mejor así —dijo Rience con cinismo—. ¿Paraqué dar a Cahir la posibilidad dehablar? Nuestra tarea es aliviar yno profundizar las animosidadesentre Vilgefortz y el emperador. Teproporcionaré la cabeza callada de

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Cahir aep Ceallach. Loarreglaremos de tal modo queparecerá un mérito tuyo y solamentetuyo. Entrega en las próximas tressemanas.

La carpa prehistórica delestanque abanicaba el agua con lasaletas caudales. El animal, pensóVattier, tiene que ser muyinteligente. Pero, ¿para qué tantasabiduría? Todo el tiempo el mismolégamo y los mismos nenúfares.

—¿Tu precio, Rience?—Una cosilla de nada. ¿Dónde

está Stefan Skellen y qué está

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tramando?

—Le dije lo que quería saber. —Vattier de Rideaux se estiró sobrelos almohadones, mientrasjugueteaba con un rizo de losdorados cabellos de Carthia vanCanten—. Ves, bonita, hay queocuparse de ciertos asuntos siemprecon inteligencia. Y con inteligenciasignifica conformándose. Si seactúa de otra manera, uno no tienenada. Sólo agua podrida y légamoen el estanque. ¿Y qué más da si elestanque es de mármol y está a tres

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pasos del palacio? ¿No tengo razón,bonita?

Carthia van Canten, llamadacariñosamente Cantarella, norespondió. Vattier tampocoesperaba respuesta. La muchachatenía dieciocho años y —paradecirlo con delicadeza— no eraprecisamente un genio. Susintereses —por lo menos por elmomento— se limitaban a hacer elamor con —por lo menos por elmomento— Vattier. En asuntossexuales era Cantarella todo untalento natural que aunaba pasión y

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compromiso con técnica y arte. Sinembargo, no era eso lo másimportante.

Cantarella hablaba poco y rarasveces, a cambio sabía escuchar congusto. Con Cantarella podía unohablar lo que se quería, descansar,relajar la mente y regenerar lapsiquis.

—En este servicio uno nopuede más que esperarsereprimendas —dijo con énfasisVattier—. ¡Porque no he encontradoa una tal Cirilla! ¿Y el que graciasal trabajo de mis hombres el

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ejército alcance éxitos es poco? ¿Yel que el estado mayor conozcacada movimiento del enemigo no esnada? ¿Y poco el que esa fortalezaque hubiéramos tenido que cercardurante semanas la abrieran misagentes para los ejércitos delimperio? Pero no, eso nadie loalaba. ¡Lo que importa es una talCirilla!

Resoplando de rabia, Vattier deRideaux tomó de las manos deCantarella una copa llena delestupendo Est Est de Toussaint,vino de una añada que recordaba

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los tiempos en que el emperadorEmhyr var Emreis era pequeño,apartado de los derechos al trono yun muchacho terriblemente herido,y Vattier de Rideaux era un oficialdel servicio secreto joven y sinimportancia en la jerarquía.

Aquél fue un buen año. Para elvino.

Vattier dio un trago, jugueteócon los bien formados pechos deCantarella y continuó narrando.Cantarella sabía escuchar.

—Stefan Skellen, bonita —murmuró el jefe de los servicios

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secretos imperiales— es unchanchullero y un conspirador. Peroyo voy a enterarme de lo que andamaquinando antes de que le alcanceRience… Ya tengo allí a uno de losmíos… Muy cerca de Skellen…Muy cerca…

Cantarella desató el cinturóndel batín de Vattier, se inclinó.Vattier percibió su respiración ygimió adelantando el placer.Talento, pensó. Y luego los suavesy calientes roces de unos labios deterciopelo le expulsaron de lacabeza todos los pensamientos.

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Carthia van Canten despacito,hábilmente y con talento leproporcionó placer a Vattier deRideaux, jefe de los serviciossecretos imperiales. No era encualquier caso el único talento deCarthia. Pero Vattier de Rideaux notenía ni idea de ello.

No sabía que, pese a lasapariencias, Carthia van Cantendisponía de un memoria perfecta yde una inteligencia aguda como unanavaja.

Al día siguiente Carthia letransmitió a la hechicera Assir var

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Anahid todo lo que le habíacontado Vattier, cada información,cada palabra que pronunciara juntoa ella.

Sí, apuesto la cabeza a que enNilfgaard ya todos habíanolvidado a Cahir, incluyendo a suprometida, si es que la tenía.

Pero de ello hablaremos mástarde; de momento retrocederemoshasta el día y el lugar por dondevadeamos el Yoruga. Avanzábamostan deprisa como era posiblehacia el este: queríamos llegar alos alrededores del Bosque Negro,

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llamado en la Vieja Lengua CaedDhu. Allí habitaban los druidasque serían capaces de pronosticarel lugar de permanencia de Ciri,quizá augurar tal lugar mediantelos extraños sueños que acosabana Geralt. Cabalgábamos a travésde los bosques de los Tras RíosAltos, llamados también losRibazos Diestros, un país silvestrey casi despoblado situado entre elYaruga y un país situado al pie delos Montes de Amell llamado LosTaludes, que lindaba por el orientecon el valle de Dol Angra y por el

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occidente con una llanurapantanosa de cuyo nombre noquiero acordarme.

Nunca nadie se habíainteresado en demasía por aquelpaís, así que tampoco se sabía aciencia cierta a quién en verdadpertenecía ni quién lo gobernaba.Algo de culpa de ello tenían losseñores de Temeria, Sodden,Cintra y Rivia, quienes condiversos efectos habíanconsiderado los Ribazos comofeudo de la propia corona yquienes en ocasiones habían

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probado a hacer valer sus razonesa fuego y espada. Y luego vinieronlos ejércitos nilfgaardianos dedetrás de los Montes de Amell ynadie más tuvo nada que decir. Niduda alguna sobre derechosfeudales ni propiedad de la tierra.Todo lo que había al sur delYaruga pertenecía al imperio. Enel momento en el que escribo estaspalabras, también pertenecen alimperio ya muchas leguas detierras al norte del Yaruga. Porfalta de informaciones másconcretas no sé cuántas ni lo lejos

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que están situadas hacia el norte.Volviendo a los Tras Ríos,

permíteme, querido lector, unadigresión relacionada con losprocesos históricos: la historia decierto territorio a menudo se creay se construye deforma un tantocasual, como un productocolateral de fuerzas externas. Lahistoria de un país dado a menudoes construida por quienes nopertenecen a él. Los forasterosson, de este modo, causa; sinembargo, los efectos los padecensiempre e inalterablemente los

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lugareños.A los Tras Ríos tal ley les

afectaba en toda su extensión.Los Tras Ríos tenían su propia

población, trasrrieros autóctonos.Aquellas continuas y duraderasguerras y luchas los convirtieronen mendigos y los obligaron aemigrar. Las aldeas y los pueblosardieron, las ruinas de los jardinesy los campos transformados enbarbechos fueron devorados por elbosque. El comercio se hundió, lascaravanas evitaban las arruinadassendas y carreteras. Aquellos

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pocos de los trasrrieros que sequedaron se convirtieron enpalurdos asilvestrados. De lasraposas y de los osos no sediferenciaban más que en quellevaban pantalones. Al menosalgunos. Es decir: algunos losllevaban y algunos sediferenciaban. Eran, en general,gentes ariscas, simples yordinarias.

Y sin rastro alguno de sentidodel humor.

La hija morena del colmenero seechó a la espalda la trenza que le

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estorbaba, volvió a hacer girar larueda con rabiosa energía. Losesfuerzos de Jaskier seguíanresultando hueros, las palabras delpoeta parecía que no llegaban a ladestinataria. Jaskier guiñó un ojo alresto de la compaña, fingió quesuspiraba y alzaba los ojos altecho. Pero no renunció.

—Dame —repitió, enseñandolos dientes—. Dame, yo me lo darévueltas, y tú baja al sótano a porcerveza. Seguro que hay aquí algúnescondrijo oculto y en el escondrijoun barrilete. ¿Me equivoco, guapa?

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—Ya podíais licenciar a lamoza en paz, buen hombre —dijocon furia la colmenera, una mujeralta y delgada de sorprendentebelleza que andaba por la cocina—.Pos si ya sus dijo que no fabemosni gota cerveza.

—Y las veces que sus se hadicho, hombre —apoyó elcolmenero a su mujer al tiempo queinterrumpía la conversación con elbrujo y el vampiro—. Sus vamos afacer unas tortas con mieles, y oslas trasegareis. ¡Mas dejar que lamoza amuele tranquila la farina pos

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sin farina ni una meiga pudierafacer las tortas! Licenciaila y quereine la paz en la sala.

—¿Has oído, Jaskier? —gritóel brujo—. Suelta a la muchacha yocúpate de algo útil. ¡O escribe tusmemorias!

—Quiero beber. Me gustaríabeber algo antes de comer. Tengounas yerbas. Me voy a hacer unainfusión. Abuela, ¿hay en la chozaagua hirviendo? Agua hirviendo,pregunto, ¿la hay?

Una viejecilla sentada junto alhogar, la madre del colmenero,

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levantó la vista de un calcetín queandaba remendando.

—La hay, pajarillo, la hay —murmuró—. Sólo que fría.

Jaskier gimió, se sentóresignado a la mesa, donde lacompaña platicaba con elcolmenero, con el que se habíanencontrado temprano aquellamañana en el bosque. El colmeneroera bajo, rechoncho, moreno yterriblemente peludo, así que noasombraba el hecho de que, alsurgir inesperadamente de laespesura, les metiera a todos miedo

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en el cuerpo, puesto que le tomaronpor un licántropo. Y para que fueratodavía más gracioso, el queprimero gritó «¡Lobisome,lobisome!» fue el vampiro Regis.Hubo un pequeño alboroto, pero elasunto se aclaró pronto y elcolmenero, aunque de aparienciapalurda, resultó ser hospitalario yamable. La cuadrilla aceptó suinvitación sin ceremonias para ir asu posesión. Su posesión, que en elargot de su profesión se llamaba«posada de colmenas», estabasituada en un claro descepado, el

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colmenero vivía allí con su madre,su mujer y su hija. Las dos últimaseran mujeres de una belleza pococomún e incluso algo extraña, loque era señal evidente de que entresus antepasadas había una dríada ouna hamadríada.

Durante la conversación en laque se enzarzaron, el colmenero diode inmediato la impresión de queno se podía hablar con él más quede guanotas, arnas, frezadas,posadas, ahumadas, ceras, mieles ymelazas, pero esto era sólo enapariencia.

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—¿La pulítica? ¿Y qué va apasar en la pulítica? Lo decostumbre. Ca vez hay que dardiezmos más gordos. Tres urnas demieles, y toa una monda de cera.Apenas respiro tengo pa dar abasto,de sol a sol en la posada, avento lasarnas… ¿a quién pago la lezda? ¿Yno habrá alma caritativa que sepadarme razones de quién nosgobierne? Últimamente useaseaquestos fablaban la lenguanilfgaardiana. A lo visto semosagora provencia impirial o yo quésé. Por la miel, caso que algo

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mercadee, con dineros impirialesme se paga, dineros que tién la caradel impirador. Por la jeta éste se veque es garboso anque más bienserio, se ve al punto. Usease…

Ambos perros, el cano y elnegro, se sentaron enfrente delvampiro, alzaron las cabezas ycomenzaron a aullar. La hamadríadacolmenera se alejó del hogar y lesatizó con la escoba.

—Mala señal es ésa —dijo elcolmenero— cuando los perrosotilan al pleno día. Usease… ¿Dequé tenía yo que platicar?

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—De los druidas de Caed Dhu.—¡Eh! ¿A modo que to no eran

chacotas, caballeros? ¿En verdadquerís ir ande los druidas? ¿Sushabís cansao de la vida? Losmuerdagueros agarran a to el quesaventura por sus campos, loamarran con una soga de esparto ylo tuestan a fuego vivo.

Geralt miró a Regis, Regis lemurmuró algo. Ambos conocíanmuy bien los rumores que corríansobre los druidas, todos, sinembargo, imaginarios. No obstante,Milva y Jaskier comenzaron a

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escuchar con mayor interés quehasta entonces. Y con mayorpreocupación.

—Los unos dicen —siguió elcolmenero— que los muerdaguerosándanse vengando de que losnilfgaardianos primo les dieranleña, metiéndose andel santo roblede por el Dol Angra y se liaron adarles a los druidas sin mentar elporqué. Otros hay que dicen que losdruidas fueron los que ampezaronpos pillaron a unos impiriales y lesdieron tormento fasta la muerte yque Nilfgaard así les paga con la

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mesma moneda. Cuála la verdá dela güena sea, nadie sabe. Mas algoes seguro, los druidas agarran,meten en la Moza de Esparto yqueman. Ir onde ellos: la muertecierta.

—Nosotros no tenemos miedo—dijo Geralt sereno.

—Cierto. —El colmeneromidió con la mirada al brujo, aMilva y a Cahir, que justamenteentonces entraban a la chozadespués de haberse ocupado de loscaballos—. Se ve que no sois gentecagona y más bien duchos en armas.

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Je, con tales como vos no dacanguelo viajar… usease… Mas nohay ya más muerdagueros en losBosques Negros, vanos son puesvuestro camino y vuestros trabajos.Los fechó dallá Nilfgaard, losproscribió de Caed Dhu. Ya noestán allí.

—¿Y eso?—Pos eso. Fuyeron los

muerdagueros.—¿Y adónde?El colmenero miró a su

hamadríada, guardó un instantesilencio.

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—¿Adónde? —repitió el brujo.El gato rayado del colmenero se

sentó junto al vampiro y maullópenetrantemente. La hamadríada loechó a escobazos.

—Mala señá, cuando el gatomalla en medio del día —mascullóel colmenero, extrañamente turbado—. Y los druidas… Usease…Fuyeron hacia Los Taludes. Sí. Biendigo. A Los Taludes.

—Unas buenas sesenta millas alsur —calculó Jaskier con voz sueltay hasta alegre. Pero se calló deinmediato ante la mirada del brujo.

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En el silencio que siguió sólose pudieron escuchar los maullidosde mal agüero del gato, al que sehabía expulsado a la calle.

—Al fin y al cabo —habló elvampiro—, ¿qué diferencia hay?

La mañana siguiente trajo nuevassorpresas. Y un enigma que sinembargo halló pronta respuesta.

—Que me se lleven los diablos—dijo Milva, quien fue la primeraen arrastrarse del lecho, despiertapor el barullo—. Que me cuelguen.Mira eso, Geralt.

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El claro estaba lleno de gente.Al primer vistazo daba la sensaciónque se habían juntado gente decinco o seis posadas de colmenas.El ojo experto del brujo distinguióentre la multitud a algunostramperos y por lo menos unpeguero. El grupo en conjunto habíade calcularse en unos doce varones,diez hembras, una decena demozuelos de ambos sexos y otrostantos niños pequeños. Comoimpedimenta el grupo llevaba seiscarros, doce bueyes, diez vacas ycuatro cabras, bastantes ovejas y

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también no pocos perros y gatos,cuyos ladridos y maullidos habíaque considerar en tales ocasionescomo un mal augurio.

—Me pregunto —Cahir serestregó los ojos— qué puedesignificar esto.

—Problemas —dijo Jaskier, altiempo que se quitaba la paja de loscabellos. Regis guardaba silencio,pero tenía una mueca extraña.

—Almorcen vuesas mercedes—dijo su amigo el colmenero,acercándose al vivaque encompañía de un hombre de

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bastantes espaldas—. El almorzoestá ya dispuesto. Gachas de leche.Y miel… Y dejarme que suspresente: Jan Cronin, estarosta delos colmeneros…

—Encantado —mintió el brujo,sin responder a la reverencia,también porque le dolíarabiosamente la rodilla—. Y estabanda, ¿de dónde ha salido?

—Usease… —El colmenero serascó la sien—. Veréis, corre elinvierno… Las decurias ya estánamjambradas, los bujeros fechos…Hora es ya de volver a Los Taludes,

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a Riedbrune… Preparar las mieles,invernar… Mas el monte espeligroso… Solos…

El estarosta de los colmeneroscarraspeó. El colmenero vio lamueca de Geralt y como que seencogió un tanto.

—Vos sois gente armada y acaballo —jadeó—. Aguerridos yvalientes, se ve al punto. Con talescomo vos no hay miedo de viajar…Y también a vos sus vendrá deperilla… Nosotros conocemos cavereda, ca sendero, ca carril y catrocha… Y os alementaremos…

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—Y los druidas —dijo Cahircon voz fría— se fueron de CaedDhu. Precisamente a Los Taludes.Vaya una extraordinariacoincidencia.

Geralt se acercó despacio alcolmenero. Lo agarró con las dosmanos del jubón, a la altura delpecho. Pero al cabo de un instantese lo pensó mejor, lo soltó, le alisóla ropa. No dijo nada. No preguntónada. Pero el colmenero de todosmodos se apresuró a explicarse.

—¡La verdad dijera! ¡Lo juro!¡Que me trague la tierra si mintiera!

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¡Los muerdagueros se fueron deCaed Dhu! ¡Ya no andan allí!

—Y están en Los Taludes, ¿no?—gritó Geralt—. ¿Adónde tieneque ir toda vuestra chusma?¿Adónde os queréis organizar unaescolta armada? Habla, hombre.¡Pero ten cuidado porque la tierraestá de verdad a punto de hundirse!

El colmenero bajó la vista ymiró con desasosiego el suelo bajosus pies. Geralt guardaba unsignificativo silencio. Milva,entendiendo por fin lo que estabapasando, lanzó una horrible

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blasfemia. Cahir bufódespectivamente.

—¿Y? —le apremió el brujo—.¿Adónde se han ido los druidas?

—¿Y quién, señor, lo ha desaber? —barboteó por fin elcolmenero—. Mas pudiera ser quea Los Taludes. Tan buen lugar comocualquiera otro. Adempero grandenúmero de robles se crían en LosTaludes y los druidas gozan delgobierno sobre los robles…

Detrás del colmenero estabande pie ahora, aparte de Cronin, elestarosta, ambas hamadríadas,

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madre e hija. Menos mal que la hijaha salido a la madre y no al padre,pensó maquinalmente el brujo, elcolmenero pega con la mujer comoel culo con las témporas. Detrás delas hamadríadas, observó, habíatodavía unas cuantas mujeres,bastante menos hermosas pero conparecido ruego en la mirada.

Miró a Regis sin saber si reírseo maldecir. El vampiro se encogióde hombros.

—Para empezar —dijo—, elcolmenero tiene razón, Geralt. Alfin y al cabo es muy probable que

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los druidas hayan ido a LosTaludes. En verdad es un terrenomuy adecuado para ellos.

—¿La tal probabilidad es, en tuopinión —la mirada del brujo eramuy, muy fría—, lo suficientementegrande como para cambiar dedirección y seguir a ciegas conéstos de aquí?

Regis volvió a encogerse dehombros.

—¿Y qué más da? Reflexiona.Los druidas no están en Caed Dhu,por lo que esa dirección ha de serexcluida. Volver al Yaruga, por lo

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que me imagino, no puede serobjeto de debate. Así que todas lasrestantes direcciones sonigualmente buenas.

—¿De verdad? —Latemperatura de la voz del brujo erasimilar a la temperatura de sumirada—. ¿Y de todas las restantes,cuál, en tu opinión, sería la másindicada? ¿Ésta junto a loscolmeneros? ¿O la direccióncompletamente contraria? ¿Puedesdefinirlo en tu sabiduría sinlímites?

El vampiro se dio la vuelta en

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dirección al colmenero, el estarostade los colmeneros, las hamadríadasy las otras mujeres.

—¿Y qué es lo que tanto teméis,buenas gentes —preguntó serio—,que andáis buscando escolta? ¿Quées lo que os produce tanto miedo?Hablad con sinceridad.

—Oy, señor mío —gimió JanCronin, y en sus ojos apareció elmiedo más auténtico—. ¡Y aúnpreguntáis…! ¡La senda nuestra hade descurrir por los DólmenesCalados! ¡Y allá, señor, es jorrible!¡Allá, señor, hay brucolacos,

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portahojas, endriagos, inogis ymuchas más porquerías de ésas! Nomás face dos semanas que al míoyerno lo agarró una silvia en talmodo que el yerno na más que agañir alcanzó y adiós muy buenas.¿Os asombra por tanto que andemoscagaos con tanta moza y tanto crío?¿Eh?

El vampiro miró al brujo, teníael rostro muy serio.

—Mi sabiduría sin límites —dijo— me recomienda señalar ladirección que es más indicada paraun brujo.

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Así que nos pusimos en marchahacia el sur, hacia Los Taludes,país situado en las laderas de losMontes de Amell. Avanzábamos enuna bandada enorme en la que detodo había: jóvenes mozas,colmeneros, tramperos, mujeres,niños, jóvenes mozas, avíos decasa y casera parafernalia,jóvenes mozas. Y un montón, depuñetera miel. Todo estabapegajoso de la miel de los cojones,hasta las mozas.

La columna avanzaba a lavelocidad de los pies y los carros,

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aunque el tempo de la marcha nodecayó porque no nosequivocamos sino queprogresábamos como por unacuerda: los colmeneros conocíanel camino, las trochas y veredasentre los lagos. Y bien que vinoaquella conocencia, ya lo creo quevino bien, porque comenzó amolliznar y de pronto todo aquelmaldito país de los Tras Ríos sehundió en una niebla gruesa comola nata. Sin los colmeneros noshubiéramos perdido sin remedio onos hubiéramos hundido allá en

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los pantanos. No tuvimos tampocoque perder tiempo ni energía enbuscar ni preparar lasprovisiones: se nos alimentabatres veces al día, hasta hartarnos,aunque no fueran muy rebuscadaslas viandas. Y se nos permitía trasla comida tumbarnos un ratillocon la tripa mirando al cielo.

En pocas palabras, eramaravilloso. Hasta el brujo, aquelviejo tristón y aburrido, comenzó asonreír más a menudo y aalegrarse de la vida porquecalculó que íbamos haciendo unas

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quince millas diarias y, desde quesalimos de Brokilón, ni una vezhabíamos podido realizar talproeza. El brujo no tenía trabajo,porque aunque los DólmenesCalados estaban tan calados queera difícil imaginarse algo máscalado, monstruo alguno no nostopamos. Oh, los fantasmasaullaban un poco por las noches,resonaban los llantos de las silviasy bailaban los fuegos fatuos en lasciénagas. Nada sensacional.

Un poquillo, es cierto, nosdesasosegaba el que otra vez

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íbamos en una dirección elegidamás bien al azar y otra vez sin unobjetivo bien preciso. Pero, comoexpresó el vampiro Regis, mejor irhacia delante sin objetivo que sinobjetivo quedarse en el mismositio, y con toda seguridadinfinitamente mejor que retrocedersin objetivo.

—¡Jaskier! ¡Amarra bien ese tubotuyo! ¡Sería una pena que el mediosiglo de poesía se desatara y seperdiera entre los juncos!

—¡No hay que temer! No seperderá, podéis estar seguros. ¡Y no

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dejaré que me lo arrebaten! Todoaquél que quiera arrebatarme eltubo tendrá que pasar primero porencima de mi frío cadáver. ¿Sepuede saber, Geralt, qué es lo queprovoca tu sonrisa perlada?Permite que lo adivine… ¿Tucretinismo de nacimiento?

Sucedió así que un equipo dearqueólogos de la Universidad deCastell Graupian, que realizabanexcavaciones en Beauclair, hallóbajo una capa de carbón de leña, loque indicaba un fuego enorme, una

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capa todavía más antigua, datada enel siglo XIII. En aquella capadesenterraron una caverna creadapor restos de muros y rellena debarro y roca caliza y, dentro deella, para grande excitación de loscientíficos, descubrieron dosesqueletos humanos perfectamenteconservados: un hombre y unamujer. Junto a los esqueletos —aparte de las armas y unaincontable cifra de otros pequeñosartefactos— encontraron un tubo detreinta pulgadas realizado en pielendurecida. Sobre la piel estaba

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grabado un escudo de desvaídoscolores que mostraba un león y unrombo. El director del equipo, elprofesor Schliemann, famosoespecialista en sigilografía de losSiglos Oscuros, identificó aquelescudo como las armas de Rivia, unreino prehistórico de localizaciónindeterminada.

La excitación de losarqueólogos alcanzó su puntoálgido, puesto que en tales tubos enlos Siglos Oscuros solíanconservarse manuscritos, y el pesodel recipiente permitía sospechar

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que en el interior había bastantespapeles o pergaminos. El estupendoestado del tubo permitía albergar laesperanza de que los documentosserían legibles y arrojarían algo deluz al pasado sumido en lastinieblas. ¡Habrían de hablar lossiglos! Era aquél un increíbleregalo del destino, una victoria dela ciencia, que no hubiera estadobien destruir. A toda prisa se llamóa Castell Graupian a lingüistas yestudiosos de las lenguas muertas ytambién a especialistas quesupieran abrir el tubo sin el mínimo

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riesgo de que se deteriorara suprecioso contenido.

Entre los miembros del equipodel profesor Schliemann seextendieron en aquel momentorumores acerca de un «tesoro».Quiso la mala suerte que tal palabrallegara a los oídos de trespersonajes contratados paratrabajos de zapa conocidos comoZdyb, Cap y Kamil Ronstetter.Convencidos de que el tubo estabaliteralmente relleno de oro y joyas,los tres mencionados zapadores seagenciaron por la noche el

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inestimable artefacto y huyeron conél hacia el bosque. Allí prendieronun pequeño fuego y se sentaron a sualrededor.

—¿A qué ezperaz? —dijo Capa Zdyb—. ¡Abre er puto tubo!

—No ze deha, el cabrón —sequejó Zdyb a Cap—. ¡Cómo zezuheta el hihodeputa!

—¡Poz dale con loz zapatoz, alhodido hihodeputa!

La tapadera del inestimablehallazgo cedió bajo los tacones deZdyb y su contenido cayó al suelo.

—¡Poz vaya una putada puta! —

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gritó Cap asombrado—. ¿Y eztoqué ez?

La pregunta era más bien tonta,porque al primer golpe de vista seveía que eran unas resmas de papel.Por eso, Zdyb, en vez de responder,cogió uno de los pliegos con lamano y se lo acercó a la nariz.Durante un largo instante contemplóaquellos símbolos de extrañoaspecto.

—Eztá ezcrito —afirmó por fincon autoridad—. ¡Ezto zon letraz!

—¿Letraz? —aulló KamilRonstetter, palideciendo de miedo

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—. ¿Letraz ezcritaz? ¡Oh, putaputada!

—¡Letraz ezcritaz quié decirque zon bruheríaz! —balbució Cap,con los dientes tintineándole demiedo—. ¡Laz letraz dan mar deoho! ¡No le toqueh, la puta putadade zu puta mare! ¡Que te puezcontagiá!

Zbyd no dejó que lo repitierados veces, tiró el pliego de papel alfuego y se limpió nerviosamente lamano temblorosa al pantalón.Kamil Ronstetter, de una patada,lanzó el resto de papeles al fuego,

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al fin y al cabo, cualquier niñopodía toparse con aquellaguarrería. Luego el trío calaverasse alejó a toda prisa de aquel lugar.

Aquel inestimable monumentode la literatura de los SiglosOscuros ardió con una llama clara yalta. Durante algunos instantes lossiglos hablaron con el suavesusurro del papel ennegreciéndoseen el fuego. Y luego las llamas seapagaron y una oscuridadimpenetrable cubrió la tierra.

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Capítulo cuarto

Houvenaghel,BominikBombastus,*1239, seenriqueció enEbbingcomerciando agran escala y seasentó enNilfgaard.Estimado por losanteriores

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emperadores, fuenombradoburgrave yalcabalero de lasal venedacianodurante elgobierno delemperador JanCalveit, y enrecompensa porlos serviciosprestados se leconcedió laestarostía deNeweugen. Fiel

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consejero delemperador,gozaba H. de susfavores y tomóparte encuantiososasuntos públicos.†1301. Estandoaún en Ebbing,H. llevó a cabouna ampliaactividadcaritativa,apoyando a losdesposeídos y

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necesitados,fundó orfanatos,hospitales yhospicios, aportóa ellos sumas noescasas. Granamante de lasbellas artes y losdeportes, fundóen la capital unteatro cómico yun estadio, loscuales ambosllevaban sunombre. Se le

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considera comomodeloproverbial dehonradez,rectitud ydecencia demercader.

Effenberg y Talbot,Encyclopaedia MáximaMundi, tomo VII

—¿Nombre y apellido de latestigo?

—Selborne, Kenna. Es decir,perdón: Joanna.

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—¿Profesión?—Prestación de diversos

servicios.—¿Se permite la testigo hacer

bromas? ¡Se le recuerda a la testigoque se halla ante un tribunalimperial en un proceso por traiciónal estado! ¡De la declaración de latestigo depende la vida de muchaspersonas, dado que la pena portraición es la muerte! Se lerecuerda a la testigo que ella mismano está ante el tribunal de propiavoluntad, sino que ha sido traídadesde la ciudadela, de un lugar de

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reclusión, y el que vuelva allá osalga en libertad depende entreotras cosas de sus declaraciones. Eltribunal se ha permitido esta largadiatriba para hacer ver a la testigocuan poco adecuados son en estasala los sainetes y los hocicos. Noes que sólo sean poco agradables,sino que también les amenazanconsecuencias muy graves. A latestigo se le da medio minuto parapensarse lo dicho. Después de elloel tribunal repetirá la pregunta.

—Ya, señor juez.—Diríjase a nos como «noble

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tribunal». ¿Profesión de la testigo?—Soy sentidora, noble tribunal.

Más sobre todo acostumbro a estaral servicio de los secretas de sumajestad imperial, o sea…

—Por favor, denos respuestascortas y concretas. Si el tribunaldesea aclaraciones de mayorcalado ya las pedirá él mismo. Eltribunal está al tanto del hecho de lacolaboración de la testigo con losservicios secretos imperiales. Peropara el protocolo proceda aexplicar lo que significa laexpresión «sentidora» que la testigo

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ha usado para referirse a suprofesión.

—Poseo un pe-pe-es puro, osea, psi de primer tipo, sinposibilidad de psiquin. Dicho seamás a lo concreto, puedo hacertales cosas: ascudriñarpensamientos ajenos, platicar delejos con hechiceros, elfos u otrasentidora. Y despachar órdenes conla mente. Oseasé, forzar a alguno ahacer lo que me venga en gana.Puedo también hacer precog, perosólo dormida.

—Pido que conste en acta que

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la testigo Joanna Selborne espsiónica, posee la capacidad depercepción extrasensorial. Estelépata y teleémpata, con lacapacidad de precognición bajohipnosis pero no tiene capacidadestelequinéticas. Se le recuerda a latestigo que el uso de la magia y lasfuerzas extrasensoriales estácompletamente prohibido en estasala. Continuemos el interrogatorio.¿Cuándo, dónde y en quécircunstancias tuvo la testigocontacto con el asunto de Cirilla, laprincesa de Cintra?

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—De que era no sé qué Cirillasólo me enteré en la trena… O sea,en el lugar de reclusión, altezatribunal. Durante la investigación.Entonces me hicieron caer al caboque se trataba de la misma quellamaban Falka o Cintriana. Y lascircunstancias fueron tales quetengo que desembucharlas, para queesté todo claro, se entiende. Fueasí: me entró en la taberna de EtoliaDacre Silifant, oh, ése, el que estáallá sentado…

—Pido que conste en acta quela testigo Joanna Selborne ha

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señalado al acusado Silifant sinserle requerido. Continúe.

—Dacre, alteza tribunal,andaba reclutando a unacuadrilla… O sea, un destacamentoarmado. Todos mozos y mozas dearmas tomar… Dufficey Kriel,Neratin Ceka, Chloe Stitz, AndrésFyel, Til Echrade… Todos hanmuerto, señor tribunal… Y de losque sobrevivieron, la mayor parteestán aquí sentados, eh, bajoguardia…

—Por favor, diga cuándoexactamente la testigo conoció al

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acusado Silifant.—El año pasado fue, en el mes

de agosto, hacia el final del mes, nome acuerdo bien. En cualquiercaso, no fue en septiembre, porqueseptiembre se me quedó biengrabadito en la memoria. Dacre,que no sé dónde había oído hablarde mí, dijo que le hacía falta parala cuadrilla una sentidora, pero unaque no tuviera canguelo de loshechiceros, pues habría quevérselas con ellos. El trabajo, dijo,es para el emperador y el imperio,y a más, bien pagado, y el mando de

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la cuadrilla lo tomaría el propioAntillo y neutro.

—¿Al hablar del Antillo serefiere la testigo a Stefan Skellen,coronel imperial?

—¡A él me refiero, y cómo!—Pido que conste en acta.

¿Cuándo y dónde se encontró latestigo con el coronel Skellen?

—Ya en septiembre, el catorce,en el fuerte de Rocayne. Rocayne,alteza tribunal, es una estaciónfronteriza que guarda la ruta demercaderes que conduce de Maechta Ebbing, Geso y Metinna. Allá,

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justamente, llevó nuestra cuadrillaDacre Silifant, con quince caballos.Así que éramos todos veinte y dos,puesto que el resto ya estaban listosy a la espera en Rocayne,comandados por Ola Harsheim yBert Brigden.

El suelo de madera resonó bajo laspesadas botas, las espuelastintinearon, entrechocaron lashebillas.

—¡Hola, don Stefan!Antillo no sólo no se levantó,

sino que ni siquiera bajó los pies

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de la mesa. Tan sólo agitó la mano,en un gesto muy señorial.

—Por fin —dijo en tono acre—. Mucho nos has hecho esperarte,Silifant.

—¿Mucho? —sonrió DacreSilifant—. ¡Qué donaire! Medisteis, don Stefan, cuatro semanaspara que os juntara y trajera hastavos a una tropa de los más mejoreshampones que el imperio ha dadocon diferencia. ¡Para que os trajerauna cuadrilla para la que reunirlaen un año sería poco! Y yo me lascompuse en veintidós días. Se

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merece un cumplido, ¿no?—Guardaremos los cumplidos

—repuso frío Skellen— hasta quevea a vuestra cuadrilla.

—Pues ya mismo. Éstos son mistenientes y ahora vuestros, donStefan: Neratin Ceka y DufficeyKriel.

—Vamos, vamos. —Antillo porfin se decidió a levantarse, selevantaron también sus adjuntos—.Señores, os presento a BertBrigden, Ola Harsheim…

—Nosotros ya nos conocemos.—Dacre Silifant apretó con fuerza

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la derecha de Ola Harsheim—.Aplastamos la rebelión de Nazairjunto con el viejo Braibant. ¡Vayaun donaire fue aquello, eh, Ola!¡Ah, donaire! ¡Más arriba de lascuartillas les llegaba la sangre a loscaballos! Y el señor Brigden, si noyerro, es de Gemmer. ¿De losPacificadores? ¡Ah, encontraráconocencias en el destacamento!Tengo unos cuantos Pacificadoresallá.

—Ardo en deseos de verlo —cortó Antillo—. ¿Podemos ir?

—Un momentillo —dijo Dacre

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—. Neratin, ve y pon a loshermanos en su sitio, para que a losojos del noble coronel se veandonosos.

—¿Éste o ésta, Neratin Ceka?—Antillo entrecerró los ojos,mirando cómo se iba el oficial—.¿Es macho o hembra?

—Señor Skellen. —DacreSilifant carraspeó, pero cuandohabló tenía la voz firme y la miradafría—. Yo eso no lo sé de seguro.Parece ser un hombre, mascertidumbre de ello no tengo. Acambio albergo la certeza de que

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Neratin Ceka es un oficial. Aquelloque juzgasteis convenientepreguntar, alcance tendría si yoabrigara intenciones de pedir sumano. Y no las abrigo. Por lo quecolijo, vos tampoco.

—Tienes razón —reconocióSkellen tras pensarlo un instante—.No hay más que hablar. Vamos aver esa tu mesnada, Silifant.

Neratin Ceka, personaje desexo indefinido, no había perdidoel tiempo. Cuando Skellen y losoficiales salieron al patio delfuerte, el destacamento estaba listo

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para pasar revista, formando unalínea de tal modo que la testa deningún caballo sobresaliera más deuna cuarta. Antillo tosió, satisfecho.No es una mala banda, pensó. Eh, sino fuera por la política, agarraría aesta cuadrilla y me iría a lafrontera, a robar, violar, matar yquemar… Otra vez uno se sentiríajoven… ¡Ay, si no fuera por lapolítica!

—Bueno, ¿y qué tal, donStefan? —preguntó Dacre Silifant,ruborizándose con una excitacióncontenida—. ¿Cómo los puntuáis a

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estos mis donosos gavilancillos?Antillo paseó la mirada de un

rostro al otro, de una silueta a laotra. A alguno lo conocíapersonalmente, mejor o peor. Aotros a los que reconoció losconocía de oídas. Por sureputación.

Til Echrade, un elfo rubio,batidor de los Pacificadoresgemmerianos. Rispat La Pointe,maestro de guardias de esa mismaformación. Y otro gemmeriano:Cyprian Fripp el Joven. Skellenhabía estado presente en la

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ejecución de El Viejo. Amboshermanos eran famosos por suinclinaciones sádicas.

Más allá, inclinada librementeen la silla de su yegua pía, estabaChloe Stitz, ladrona, a vecescontratada y usada por los serviciossecretos. La mirada de Antillo huyórauda de sus ojos descarados ysonrisa malvada.

Andrés Fyel, un norteño deRedania, un carnicero. Stigward,pirata, renegado de Skellige. DedeVargas, procedente del diablo sabedónde, asesino profesional.

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Kabernik Turent, asesino por gusto.Y otros. Parecidos. Todos ellos

se parecen, pensó Skellen. Unahermandad, una cofradía en la quedespués de matar a las primerascinco personas todos se hacíaniguales. Los mismos gestos, losmismos movimientos, la mismaforma de hablar, de moverse yvestirse.

Los mismos ojos. Impasibles yfríos, planos e inmóviles como losde una culebra, unos ojos cuyaexpresión nada, ni siquiera lo máshorrible, es capaz de cambiar.

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—¿Y qué? ¿Don Stefan?—No está mal. No es mala

cuadrilla, Silifant.Dacre todavía enrojeció más,

saludó en gemmeriano, con el puñoapretado contra el yelmo.

—Deseaba especialmente —lerecordó Skellen— algunos a losque la magia no les sea ajena. Queno teman ni a los hechizos ni a loshechiceros.

—No lo olvidé. ¡Al cabo estáTil Echrade! Y aparte dello, ah, esaalta moza de la donosa castaña,junto a Chloe Stitz.

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—Luego me llevarás ante ella.Antillo se apoyó en la

balaustrada, golpeó en ella con lapunta roma del guincho.

—¡Presente, compañía!—¡Presente, señor coronel!—Muchos de vosotros —siguió

Skellen cuando se apagó el eco delgrito coral de la banda— habéistrabajado ya conmigo, me conocéisy también mis exigencias.Aclaradles a los que no meconozcan qué es lo que espero delos subordinados, y qué es lo queno tolero a los subordinados. Yo no

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me voy a cansar la lengua en balde.»Hoy mismo algunos de

vosotros recibiréis vuestra tarea ymañana al alba os iréis pararealizarla. Al territorio de Ebbing.Os recuerdo que Ebbing es un reinoautónomo y formalmente notenemos jurisdicción alguna allí, asíque actuad razonable ydiscretamente. Estáis al serviciodel emperador, pero os prohiboalardear de ello, chulear y tratarcon arrogancia a los representanteslocales de la autoridad. Ordeno queos comportéis de modo que no

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llaméis la atención de nadie. ¿Estáclaro?

—¡Sí, señor coronel!—Aquí, en Rocayne, sois

invitados y tenéis que comportaroscomo invitados. Os prohibo salir delos cuarteles asignados sinnecesidad. Os prohibo el contactocon la tropa del fuerte. Al fin y alcabo, ya inventarán algo losoficiales para que no os muráis deaburrimiento. Señor Harshim, señorBrigden, ¡acuartelad eldestacamento!

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—Al punto que acerté a bajarme dela jaca, noble tribunal, y Dacre queme agarra de las mangas. El señorSkellen, chirló, quiere conversarcontigo, Kenna. Y qué le íbamos ahacer. Pues vamos. Antillo está a lamesa, los pies encima, se arrascacon el guincho las cañas de lasbotas. Y ni corto ni pezeroso, va yme pregunta si yo sea la JoannaSelborne liada en la desaparicióndel barco Estrella del Sur. Y yo aesto, que no se me pudo probar na.Y él que se ríe: «Me gustanaquéllos a los que no se les puede

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probar nada», dice. Luego preguntósi el talento de pe-pe-es, o sea lasentición, lo tengo de nacimiento.Cuando lo confirmé, seensombreció y soltó: «Pensaba queese tu talento me iba a ser deutilidad con los hechiceros, masprimero habrá de servirme paraotro personaje, no menosenigmático».

—¿Está segura la testigo de queel coronel Skellen utilizóprecisamente esas palabras?

—Segura. Soy una sentidora.—Continúe.

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—Entonces nos interrumpió laconversación un mensajero,polvoriento, se veía que no le habíaahorrado na al caballo. Nuevastenía urgentes para Antillo, y DacreSilifant, cuando salimos del cuartel,habló que se golía que estemensajero y sus nuevas nos iban asubir a las sillas antes de la retreta.Y razón había, noble tribunal. Antesque nadie pensara en la colación yaestaba la mitad de la cuadrilla acaballo. A mí se me cuadró,cogieron a Til Echrade, el elfo. Meregocijé de ello, pues en aquellos

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días de camino se me había escocióel culo que te pasas… Ycabalmente y para colmo de malesme había venido la regla…

—Absténgase la testigo dedescripciones pintorescas de laspropias funciones corporales. Yaténgase al tema. ¿Cuándo se enteróla testigo de quién era el tal«personaje enigmático» del quehabló el coronel Skellen?

—Agora lo diré, ¡mas dejadque haya algún orden pues todo selía tal que no hay quien lo deslíe!Los que entonces, antes de la cena,

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amontaron tan apriesa a loscaballos, galoparon de Rocaynehasta Malhoun. Y trajeron de alláno sé qué pipiolo…

Nycklar estaba enfadado consigomismo. Tanto, que le daban ganasde llorar.

¡Si hubiera recordado lasadvertencias que le impartieranpersonas de buen juicio! ¡Si hubierarecordado los proverbios osiquiera aquel cuentecillo de lacorneja que no sabía tener el picocerrado! ¡Si hubiera arreglado sus

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asuntos y vuelto a casa, a LosCelos! ¡Pero no! Excitado por laaventura, orgulloso por poseer uncaballo de silla, sintiendo en latalega el agradable peso de lasmonedas, Nycklar no evitó haceralardes. En vez de volver desdeClaremont directamente hasta LosCelos, se fue a Malhoun, dondetenía numerosos conocidos, entreellos unas cuantas mozas a las queles hacía la corte. En Malhounanduvo haciendo pompa como unpavo, alborotó, bollició, trotó conel caballo por la plaza, hizo cola en

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la taberna, arrojando el dinero almostrador con gesto, si no depríncipe de pura sangre, al menosde conde.

Y contó cosas.Contó lo que había pasado

cuatro días antes en Los Celos.Contó, cambiando su versión una yotra vez, añadiendo, fabulando,mintiendo en definitiva a todasluces, lo que en absoluto molestabaa los oyentes. Los parroquianos dela taberna, locales y forasteros,escuchaban con gusto. Y Nycklarcontaba fingiendo estar bien

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informado. Y cada vez más amenudo iba poniendo a su propiapersona en el centro de los hechosimaginados.

Ya la tercera tarde su lengua letrajo problemas.

Al ver a los individuos queentraron a la taberna cayó unsilencio de tumba. En aquelsilencio, el tintineo de las espuelas,el entrechocar de los avíosmetálicos, el chirrido de las armasresonaron como una campana demal agüero que anunciaba ladesgracia desde la torre del

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campanario.A Nycklar no le dieron ni

siquiera la oportunidad de jugar alos héroes. Le agarraron y sacaronde la taberna tan rápido que noacertó a tocar el suelo con sustacones ni tres veces. Losconocidos que todavía el díaanterior, mientras bebían a su costa,habían jurado amistad eterna, ahorametían la cabeza bajo las mesas ensilencio como si allí, debajo,sucedieran no sé qué milagros obailaran mujeres desnudas. Inclusoel ayudante del sheriff, que estaba

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presente, se dio la vuelta, miró a lapared y no pio ni palabra.

Nycklar tampoco pio nipalabra, no preguntó quién, qué nipor qué. El miedo le habíacambiado la lengua por una estacaseca y tiesa.

Lo subieron al caballo, leordenaron ponerse en marcha. Unashoras. Luego hubo un fuerte conempalizada y torre. Un patio llenode soldadesca arrogante, ruidosa ybreada de armas. Y una caseta. Enla caseta, tres personas. El jefe ydos subjefes, se veía enseguida. El

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jefe, no muy grande, moreno,ricamente vestido, se manteníaestático al hablar, y erasorprendentemente amable. ANycklar hasta se le abrió la bocacuando escuchó que se disculpabapor los problemas e incomodidadescausados y le aseguraba que no leiba a pasar nada. Pero no se dejóengañar. Aquellas gentes lerecordaban demasiado a Bonhart.

La asociación de ideas resultómuy acertada. Precisamente lesinteresaba Bonhart. Nycklar podíahabérselo esperado. Pues su propia

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lengua le había metido en aquellastarapatas.

Al requerirle, comenzó acontarlo. Le advirtieron que dijerala verdad, que no lo coloreara. Leadvirtieron con cortesía, pero consequedad y vigor. Y el que se loadvirtió, el ricamente vestido,estaba jugueteando todo el tiempocon un puñal agudo, y tenía los ojostétricos y malvados.

Nycklar, hijo del enterrador deLos Celos, contó la verdad. Toda laverdad y nada más que la verdad.Contó cómo el día nueve de

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septiembre, en el pueblo de LosCelos, Bonhart, cazador derecompensas, les sacó las tripas ala banda de los Ratas,perdonándole la vida sólo a una delas bandoleras, la más joven, a laque llamaban Falka. Contó cómotoda la villa acudió apresuradapara contemplar cómo Bonhart ibaa destriparla y castigarla, pero seles chafó la fiesta a las gentes delpueblo, pues Bonhart, qué extraño,no la mató y ni siquiera la torturó.No le hizo más de lo que todovarón común y corriente le hace a

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su parienta el sábado por la nocheal volver de la taberna, la pateó, laatizó algunas veces en los morros, ynada más.

El hombre ricamente vestidoque jugaba con el puñal guardabasilencio, y Nycklar contó cómodespués Bonhart, ante los ojos deFalka, les cortó la cabeza a losRatas muertos y cómo arrancó deaquellas cabezas, igual que sifueran las guindas de una tarta, lospendientes de piedras preciosas. Ycómo Falka, al ver esto, gritó yvomitó sujeta como estaba al

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atadero de caballos.Contó cómo luego Bonhart le

echó un collar al cuello a Falka,como a una perra, y cómo laarrastró de ese collar hasta laposada de La Cabeza de laQuimera. Y luego…

—Y luego —dijo el mozo,lamiéndose los labios cada dos portres—, su merced el señor Bonhartcerveza pidiera, pues sudaba comoun cocho y tenía la garganta seca. Yluego se puso a bramar que tenía elcapricho de regalarle a alguien un

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buen caballo y cinco buenosflorines, contantes y sonantes.Talmente así habló, con estasmismas palabras. Yo me ofrecí alpunto, sin esperar que alguno se meaventajara, ya que mucho queríahaber caballo y algunos durospropios. Padre no suelta nada, sebebe todo lo que se embolsa conlos ataúles. Así que me presento ypregunto que qué caballo sea ése,seguro que alguno de los Ratas, ¿melo da vuecencia? Y su señoría donBonhart me miró hasta que me sepasaron los temblequeos y va y

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habla que darme puede a lo más unapatá en el culo, pues para otrascosas hay que batirse el cobre.¿Qué había que hacer? La yeguadaal pie de la cerca, pues los caballosde los Ratas estaban en el atadero,eran como en el dicho, ciertamente,en particular la mora de Falka, jacade rara fermosura. Pos eso, que megenuflexiono y pregunto qué sea loque haya de hacer pa ganárselo. Yel don Bonhart, que ir hastaClaremont, pasando de camino porFano. En el caballo que yo mismotríe. Se ve que vio cómo se me iba

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el ojo a la yegua mora aquélla, masjusto aquélla me prohibió tomar.Pos entonces me trié una jacacastaña con calva blanca…

—Menos sobre máscaras decaballos —le advirtió StefanSkellen con sequedad— y mássobre los hechos. Habla, ¿qué teencargó Bonhart?

—Su merced el señor Bonhartescribió un escrito, mandóesconderlo bien. Ordenó ir a Fano ya Claremont, y dar en mano a laspersonas señaladas los escritos.

—¿Unas cartas? ¿Y qué había

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en ellas?—¿Y cómo habré de saberlo,

poderoso caballero? En leer no soymuy presto y a más las cartas ibanselladas con el sello del señorBonhart.

—Pero, ¿te acuerdas de a quiéniban dirigidas?

—Y cómo que me acuerdo.Cien veces me hiciera repetir elseñor Bonhart para que no meolvidara. Llegué sin yerros a dondetenía, a quien hacía falta le di elescrito en sus propias manos. Aquélme ensalzara que pa qué y el noble

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señor mercader hasta un denario mediera.

—¿A quién le entregaste lascartas? ¡Habla claro!

—El escrito primero era para elmaestro Esterhazy, espadero yarmero de Fano. El segundo alnoble Houvenaghel, mercader deClaremont.

—¿Abrieron las cartas delantede ti? ¿No dijo alguno nadamientras la leía? Aguza tu memoria,rapaz.

—No me se acuerdo. No loadvertí entonces y como que ahora

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la memoria no quiere…—Mun, Ola. —Skellen hizo una

seña a sus ayudantes, sin alzar lavoz para nada—. Llevad al granujaal patio, bajadle los pantalones ycontad hasta treinta palos con elguincho.

—¡Me acuerdo! —gritó elmuchacho—. ¡Ahora me acuerdo!

—No hay nada mejor para lamemoria —Antillo mostró losdientes— que nueces con miel oguincho en el culo. Suéltalo.

—Al punto que el señormercader Houvenaghel leyera el

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escrito en Claremont, allá habíaotra señoría, canijo él, casi unenano. El señor Houvenaghelplaticaba con él… Le dijo quemismamente le escribían allí que enbreve puede haber en el cerco tallid como el mundo no había visto.Así dijo.

—¿No te lo inventas?—¡Lo juro por la tumba de mi

madre! ¡No mandéis zurrarme,poderoso caballero! ¡Piedad!

—¡Va, va, álzate, no me lamaslas botas! Ten un denario.

—Mil veces gracias…

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Piadoso…—Te dije que no me lamieras

las botas. Ola, Mun, ¿vosotrosentendéis algo de esto? Qué tendráque ver un cerco con una lid…

—No cerco —dijo de prontoBoreas Mun—. No cerco sinocirco.

—¡Cierto! —gritó el muchacho—. ¡Así habló! ¡Como si alláhubierais estado, poderosocaballero!

—¡Circo y lid! —Ola Harsheimgolpeó un puño contra el otro—.Una clave acordada, más no muy

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bien pensada. La lid es unaadvertencia ante una persecución ouna batida. ¡Bonhart les avisó paraque se esfumaran! Pero, ¿de quién?¿De nosotros?

—Quién sabe —dijo Antillopensativo—. Quién sabe. Habráque mandar gente a Claremont… Ya Fano también. Te ocuparás deello, Ola, les darás su tarea a losgrupos… Escucha, mozo…

—¡A la orden, poderosocaballero!

—Cuando te fuiste de LosCelos con las cartas de Bonhart,

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¿entiendo que él seguía allá? ¿Y sedisponía a echarse al camino? ¿Ibacon prisas? ¿Dijo adónde sedirigía?

—No lo dijo. Y no había modoen prepararse al camino. Losropajes tenía arregados con sangreque pa qué, mandó se los jabonarany baldearan, y entonces todo encamisa y calzones andaba, mas conla espada al cinto. Anque más bienpienso que prisas tenía. Puesciertamente había apipiolado a losRatas y los había cortado la testapor la recompensa, tendría que

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haber gana de irse y apelarla. ¿Y noprendió a la tal Falka pa llevárselavivita y coleando a quien fuera? Tales su profesión, ¿no?

—Esa Falka… ¿la viste bien?¿De qué te ríes, idiota?

—¡Ay, poderoso caballero!¿Que si la vi? ¡Y cómo! ¡Condetalles!

—Desnúdate —repitió Bonhart, yen su voz había algo que hizo queCiri se encogierainconscientemente. Pero enseguidaestalló su rebeldía.

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—¡No!No vio el puño, ni siquiera lo

captó con el rabillo del ojo. Unrelámpago en los ojos, la tierra sebalanceó, huyó bajo sus pies y cayóde pronto dolorosamente decostado. La mejilla y la oreja leardían como el fuego. Comprendióque le había golpeado no con elpuño cerrado sino con la partesuperior de la mano abierta.

Estaba de pie ante ella, seacercó al rostro el puño cerrado.Ella vio un pesado sello en formade cabeza de muerto que un

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momento antes se le había clavadoen la cara como un avispón.

—Me debes un diente dedelante —dijo, gélido—. Por eso lapróxima vez, cuando oiga lapalabra «no», te romperé dos deuna sentada. Desnúdate.

Se levantó titubeando, conmanos temblorosas comenzó adesabrocharse los botones y lashebillas. Los aldeanos presentes enla taberna de La Cabeza de laQuimera palidecieron, tosieron, losojos se les salían de las órbitas. Ladueña de la posada, la viuda

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Goulue, se agachó bajo elmostrador, fingiendo que buscabaalgo allí.

—Quítate todo. Hasta el últimotrapo.

No están aquí, pensó, mientrasse desnudaba y miraba embotada alsuelo. No hay nadie aquí. Y yotampoco estoy aquí.

—Abre las piernas.Yo no estoy aquí. Lo que ahora

va a pasar no me concierne a mí. Enabsoluto. Ni un poquito.

Bonhart sonrió.—Me da a mí que tú te las

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tienes muy creídas. He de aguartetus entelequias. Te desnudo, idiota,para comprobar que no tengassobre ti sellos mágicos, sorces oamuletos. No para alegrarme lavista con tus carnes dignas delástima. No te imagines el diablosabe el qué. Estás seca y planacomo una tabla, y para colmo demales fea como treinta y sietedesgracias. Créeme, que anque mecorriera prisa preferiría joderme aun pavo.

Se acercó a ella, removió suropa con la punta de la bota, la

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valoró con la mirada.—¡Te dije que todo!

¡Pendientes, anillos, el collar, elbrazalete!

Le quitó escrupulosamentetodas las joyas. De un puntapiélanzó contra un rincón su juboncillocon cuello de zorro azul, losguantes, el pañuelo de colores y elcinturón de eslabones de plata.

—¡No vas a presumir como unpapagayo o la medioelfa de unlupanar! Te puedes vestir con elresto de las cosas. Y vosotros, ¿quécoño miráis? ¡Goulue, tráeme

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alguna vianda, que tengo gazuza! ¡Ytú, tripón, mira a ver qué pasa conmi ropa!

—¡Yo soy el almocadén delpueblo!

—Pues mejor me lo pones —Bonhart pronunció con énfasis ybajo su mirada el almocadén de LosCelos, dio la impresión, comenzó aadelgazar—. Si se me hubieradañado algo en la colada, comopersona de autoridad que eres teharé cargar con las consecuencias.¡Venga, al lavadero! ¡Y vosotros, ensuma, también, largo de aquí! Y tú,

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gañán, ¿qué haces todavía aquí?Tienes las cartas, el caballoaderezado, ¡échate entonces alcamino y al galope! Y recuerda: lacagas, pierdes las cartas o pifias ladirección, ¡y te buscaré y te daré dezurriagazos que tu santa madre ni teva a conocer!

—¡Ya me pongo en camino,poderoso caballero! ¡Ya me pongo!

—Aquel día —Ciri apretó loslabios— me golpeó todavía dosveces: con los puños y con la vara.Luego se le pasaron las ganas.

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Estaba sentado y me miraba sindecir palabra. Tenía los ojoscomo… como de pez. Sin cejas, sinpestañas. Una especie de bolasacuosas, en cada una de las cualeshabía un núcleo negro. Clavaba enmí aquellos ojos y guardabasilencio. Aquello me daba másmiedo que los golpes. No sabía quéestaba tramando.

Vysogota callaba. Unos ratonescorrían a través de la choza.

—Todo el tiempo estabapreguntando quién era, pero yo nohablaba. Como entonces, cuando en

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el desierto de Korath me atraparonlos Pilladores, ahora también huí alo profundo de mí misma, ahíadentro, si entiendes a lo que merefiero. Los Pilladores dijeronentonces que yo era una muñeca yera una muñeca de madera,insensible y muerta. Todo lo que sele hacía a la muñeca locontemplaba como desde arriba.¿Qué más me da que me peguen,que me den patadas, que mecoloquen al cuello un collar como aun perro? ¡Pues si ésa no soy yo, siyo no estoy aquí…! ¿Me entiendes?

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—Te entiendo. —Vysogotaasintió—. Te entiendo, Ciri.

—A la sazón, noble tribunal, nosllegó la hora a nosotros. A nuestrogrupo. Nos comandaba NeratinCeka, nos asignaron también aBoreas Mun, rastreador. BoreasMun, poderoso tribunal, hasta unatrucha en el río, dicen, sería capazde rastrear. ¡Así era! Dícese quecierta vez Boreas Mun…

—Evite la testigo lasdigresiones.

—¿Lo qué? Ah, sí… Capito. Es

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decir, nos mandaron lo más que elcaballo diera de sí que fuéramos aFano. Era entonces el decimosextodía de septiembre al albor…

Neratin Ceka y Boreas Mun ibanpor delante, codo a codo, CabernikTurent y Cyprian Fripp el Joven,más allá Kenna Selborne y ChloeStitz, al final Andrés Fyel y DedeVargas. Los dos últimos cantabanuna canción soldadesca de moda enlos últimos tiempos, esponsorizaday lanzada por el Ministerio de laGuerra. Incluso entre las habituales

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canciones militares ésta sedistinguía por su molesta pobrezade rimas y enfadosa falta de respetopor las normas de la gramática.Llevaba el título de "En la guerra",puesto que todas las estrofas, yhabía más de cuarenta de ellas,comenzaban precisamente por estaspalabras.

En la guerra todo pasa:a uno la testa le sajan,a otro se dice al alborque tiene las tripas al sol.

Kenna silbaba bajito a su ritmo.Estaba satisfecha de haberse

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quedado entre amigos, gente queconocía bien del largo viaje desdeEtolia hasta Rocayne. Después dehablar con Antillo se esperaba másbien un destacamento aleatorio, elser añadida al grupo formado por lagente de Brigden y Harsheim. Aeste grupo le habían asignado a TilEchrade, pero el elfo conocía a lamayor parte de sus nuevoscamaradas y ellos le conocían a él.

Iban al paso, aunque DacreSilifant les había ordenado corrertanto como los caballos dieran desí. Pero ellos eran profesionales.

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Galoparon y levantaron polvomientras estaban a la vista delfuerte, luego aflojaron la marcha.Reventar los caballos y galopar alo loco está bien para los mocososy los aficionados, pero la prisa,como es bien sabido, sólo es buenapara cazar pulgas.

Chloe Stitz, ladrona profesionalde Ymlac, le hablaba a Kenna desus anteriores misiones con elcoronel Stefan Skellen. KabernikTurent y Fripp el Joven sujetabanlos caballos, escuchaban, lasmiraban a menudo.

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—Lo conozco bien. He estadobajo él ya varias veces…

Chloe se trabó un tanto al darsecuenta del ambiguo carácter de laafirmación, pero enseguida sonrióabierta y despreocupadamente.

—También he estado bajo sumando —bufó—. No, Kenna, notemas. En ello no hay obligaciónpor parte de Antillo. No se impuso,yo misma busqué la ocasión y lahallé. Y para ser claros, diré: no sepuede una hacerse con protecciónsuya de ese modo.

—Nada en tal gusto planeo. —

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Kenna abrió los labios, mirandoretadora las sonrisas sarcásticas deTurent y Fripp—. No habré debuscar la ocasión, mas tampoco latemeré. Yo no me dejo asustar porcualquiera sea la cosa. ¡Yendeluego que no por una polla!

—Vosotras no sabéis hablar deotra cosa —afirmó Boreas Mun,mientras detenía el semental bayo yesperaba hasta que Kenna y Chloese les igualaran—. ¡Y aquí no se hade combatir con una polla, señorasmías! —dijo, siguiendo el caminojunto a las dos muchachas—.

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Bonhart, para quien lo conozca,pocos tienen parangón en lo tocantea la espada. Gozoso estaría yo deque resultara que entre él y el señorSkellen no hubiera querellas nipendencias. Si todo quedara enagua de borrajas.

—Y a mi razón se le escapaesto —reconoció Andrés Fyeldesde detrás de ellos—. Parece queno sé qué hechicera habíamos dehostigar, para eso nos dieron lasentidora, Kenna Selborne, aquípresente. ¡Y ahora, en contra, sehabla de un fulano nombrado

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Bonhart y no sé qué rapaza!—Bonhart, el cazador de

recompensas —repuso BoreasMun, carraspeando—, tenía un tratocon el señor Skellen. Y lo pifió. Sibien le prometiera al señor Skellenque apipiolaría a la tal moza, ladejó con vida.

—Porque a lo más seguroalguno otro le daría más dineropara que se la diera viva queAntillo por muerta. —Chloe Stitzencogió los hombros—. Así son loscazadores de cabezas. ¡No lesandes buscando honor!

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—Bonhart era de otra manera—negó Fripp el Joven, mirando asu alrededor—. Dada una vez supalabra, jamás de los jamases larompía.

—En tal caso, aún másperegrino que principiara depronto.

—¿Y a nosotros qué coño nosimporta eso? —Boreas Mun fruncióel ceño—. ¡Tenemos órdenes! Y elseñor Skellen está en su derecho dearreclamar lo suyo. Bonhart habíade finiquitar a Falka y no lafiniquitó. En su derecho está el

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señor Skellen de exigir que se le dérazón de ello.

—El tal Bonhart —repitió conconvicción Chloe Stitz— haintenciones de cobrar más dinerospor ella viva que muerta. He aquítodo el misterio.

—El señor coronel —dijoBoreas Mun— también al punto lomesmo pensara. Que Bonhart leprometiera a un barón de Geso, quela tenía jurada a la banda de losRatas, que le despacharía a la Falkaviva en punto a martirizarla yrematarla poco a poco. Mas resulta

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que no era verdad. No es sabidopara qué Bonhart mantiene con vidaa Falka, mas con certeza no para eldicho barón.

—¡Señor Bonhart! —El gordoalmocadén de Los Celos entró en lataberna bufando y jadeando—.¡Señor Bonhart, gente armada en elpueblo! ¡Van a caballo!

—Pues vaya una sorpresa. —Bonhart limpió el plato con unmendrugo de pan—. Habría queextrañarse si fueran, digamos, enmonos. ¿Cuántos?

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—¡Cuatro!—¿Y dónde está mi ropa?—Recién lavada… No alcanzó

a secarse…—Que sus lleve el diablo. Voy

a tener que recibir a los huéspedesen calzones. Mas ciertamente, a talconvidado, tal recibimiento se hadado.

Se colocó el cinturón con laespada apretado sobre la ropainterior, metió un poco de loscalzones en la caña de las botas,tiró de la cadena que llevaba atadaal collarín de Ciri.

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—En pie, Ratilla.Cuando la condujo hacia la

galería, ya se iban acercando a laposada cuatro jinetes. Se veía quellevaban encima un largo periplopor caminos destrozados y maltiempo. Las ropas, el utillaje y loscaballos estaban completamentecubiertos de polvo y barro secos.

Eran cuatro pero llevaban uncaballo de reserva. Al verlo Cirisintió un calor intenso aunque eraun día muy frío. Era su propiayegua ruana, todavía llevaba susilla y sus arreos. Y los jaeces,

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regalo de Mistle. Aquellos caballospertenecían a los que habíanmatado a Hotsporn.

Se detuvieron delante de lataberna. Uno, seguramente elcaudillo, se acercó más, inclinóante Bonhart un capacete de marta.Era moreno y llevaba un bigotenegro que tenía el aspecto de habersido pintado con un pedazo decarbón sobre el labio superior. Ellabio superior, se dio cuenta Ciri,se le encogía cada cierto tiempo. Eltic hacía que el tipo parecierarabioso todo el tiempo. ¿O es que

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estaba rabioso?—¡Saludos, señor Bonhart!—Saludos, señor Imbra.

Saludos, vuesas mercedes. —Bonhart, sin apresurarse, ató lacadena de Ciri a un gancho en elposte—. Disculpad que esté enpaños menores, mas no meesperaba a nadie. Largo caminotraéis hecho, ay, largo… ¿De Gesohasta aquí, a Ebbing, os trae labuena fortuna? ¿Y cómo está elnoble barón? ¿Quedó con buenasalud?

—Como una manzana —repuso

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indiferente el moreno, encogiendode nuevo el labio superior—. Masno habernos tiempo pa cotorrear.Habernos prisa.

—Yo —Bonhart se estiró elcinturón y los calzones— no osentretengo.

—Nos ha llegado la nueva deque te mataste a los Ratas.

—Cierto es.—Y acorde con la palabra dada

al barón —el moreno seguíafingiendo que no veía a Ciri en lagalería— tomaste viva a Falka.

—Y esto también me se da que

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es cierto.—Tuviste entonces fortuna

donde nosotros no la hubimos. —Elmoreno miró a la yegua ruana—.Vale. Tomaré entonces a la moza ynos iremos a casa. Rupert, Stavro,cogerla.

—Despacito, Imbra. —Bonhartalzó la mano—. A nadie sus vais allevar. Y aquesto por una ración tansencilla como que yo no sus la doy.Cambié de opinión. Me dejaré estamuchacha para mí, para mi propiouso.

El moreno llamado Imbra se

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inclinó en la silla, carraspeó yescupió extraordinariamente lejos,casi hasta las escaleras de lagalería.

—Pos si se lo prometiste alseñor barón.

—Lo prometí. Pero cambié deopinión.

—¿Qué? Pero, ¿acaso estoyoyendo bien?

—Como tú oigas, Imbra, no meimporta un bledo.

—Tres días se te hospedó en elcastillo. Por la promesa que ledieras al señor barón comiste y

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bebiste tres días. Los mejores vinosde la bodega, pavo asado, corzo,foagrás, carasio con nata agria.Tres noches dormiste como un reyentre plumones. ¿Y agora hascambiado de opinión? ¿Sí?

Bonhart callaba, manteniendouna expresión indiferente yaburrida. Imbra apretó los dientespara esconder que le temblaban loslabios.

—¿Y sabes, Bonhart, quepodemos arrancarte a la Ratilla porla fuerza?

El rostro de Bonhart, hasta

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aquel momento aburrido y ausentense tensó al instante.

—Intentarlo. Sois cuatro, youno. Y para colmo en calzones. Maspara tales caganíos no mace faltavestir pantalones.

Imbra escupió otra vez, dio lavuelta al caballo.

—Puff, Bonhart, ¿qué te pasó?Siempre hubiste fama de ser buenconocedor de tu oficio, hombre depalabra, que la mantenía sinquebraila. ¡Y hete aquí que agoraresulta que tu palabra no vale unamierda! Y el hombre se mide por

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sus palabras, lo sabe cualquiera…—Si de palabras se está

hablando —le cortó Bonhart contono gélido, apoyando las manos enla hebilla del cinturón—, ándatecon mucho ojito, Imbra, de modoque con tanta plática no te salgaalgo demás de gordo. Puesto quepudiera dolerte si yo te lo tuvieraque meter otra vez en el gaznate.

—¡Muy valentón estás contracuatro! ¿Y habrás suficientevalentonería para catorce? ¡Pospuedo jurarte que el barón Casadeino va a dejar pasar la afrenta sin

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castigo!—Te diría lo que le haría a ese

barón tuyo, mas la turba se agrupa yen ella hay mujeres y crios. Así quediré tan sólo que en unos diez díasestaré en Claremont. Quien quierahacerse el cabal, vengar afrentas oquitarme a Falka, que se acerquepor Claremont.

—¡Allí estaré yo!—Esperaré. Y ahora largarsus

de aquí.

—Le tenían miedo. Le tenían unmiedo terrible. Pude sentir el miedo

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que emanaba de ellos.Kelpa relinchó con fuerza, agitó

la testa.—Eran cuatro, armados hasta

los dientes. Y él uno, encalzoncillos largos, camiseta demanga corta. Hubiera sido ridículo,si no… si no hubiera sidoterrible…

Vysogota guardó silencio,mientras entrecerraba los ojos a losque el viento les arrancabalágrimas. Estaban en una colina quedominaba los pantanos de Perepiut,no lejos del lugar donde dos

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semanas antes el anciano habíaencontrado a Ciri. El viento hacíadoblarse a los juncos, arrugaba elagua en las riberas cenagosas delrío.

—Uno de aquellos cuatro —siguió Ciri, mientras permitía a layegua que entrara en el agua ybebiera— tenía una pequeñaballesta en la silla, la mano se leiba en dirección a ella. Casi podíaoír sus pensamientos: «¿Me darátiempo a tensarla? ¿A disparar? ¿Yqué pasará si fallo?». Bonharttambién vio aquella ballesta y

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aquella mano, también escuchóaquellos pensamientos, estoysegura. Y estoy segura también deque a aquel jinete no le hubieradado tiempo a tensar la ballesta.

Kelpa alzó la testa, bufó,tintinearon los anillos del bocado.

—Cada vez iba entendiendomejor en manos de quién habíacaído. Sin embargo, seguía sincomprender sus motivos. Escuchésu conversación, recordé lo queantes había dicho Hotsporn. El talbarón Casadei me quería viva yBonhart se lo prometió. Y luego

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cambió de opinión. ¿Por qué?¿Acaso quería entregarme a alguienque le pagara más? ¿O de algunamanera había reconocido quién erayo de verdad? ¿Y pensabaentregarme a los nilfgaardianos?

»Nos fuimos de aquella aldeaantes del anochecer. Me permitiócabalgar a Kelpa. Pero me ató lasmanos y todo el tiempo me sujetabade la cadena que llevaba al cuello.Todo el tiempo. Y viajamos sinpararnos, todita la noche y todito eldía. Pensé que me moriría decansancio. Pero a él no se le veía ni

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rastro de cansancio. No era unhombre. Era el diablo encarnado.

—¿Adónde te llevó?—A una aldehuela llamada

Fano.

—Cuando entramos en Fano, nobletribunal, la noche cerrada era ya,negrura como boca de lobo, ynomás era el decimosexto desetiembre, mas el día era tieneblosoy frío del copón, se diría quenoviembre. No hubimos de buscarlargo el taller del maestro armeropues era el mayor de los caseríos

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del pueblo, y amas tintineaba sintregua ni descanso el martillofraguando el yerro. Neratin Ceka…En vano apunta vuecencia, señorescribano, este nombre, puesto queno tengo memoria de haberlo dicho,el tal Neratin ha fenecido ya, lomataron en el pueblo de Licornio.

—Por favor, no le dé leccionesal protocolante. Continúe ladeclaración.

—Neratin aldabeó a la puerta.Con gentileza dijo quiénes éramos yqué nos antojábamos, con cortesíapidió se le oyera. Nos abrieron. La

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fragua del espadero era una casa nopoco buena, más bien fortaleza,empalizada de maderos de pino,torretas de tablas de roble, pordentro las paderes fechas de alercepulido…

—Al tribunal no le interesan losdetalles arquitectónicos. La testigoha de pasar a los hechos. Antes deello, sin embargo, pido que repitapara el protocolo el nombre delespadero.

—Esterhazy, noble tribunal.Esterhazy de Fano.

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El espadero Esterhazy miró largorato a Boreas Mun, sin apresurarsea responder a la pregunta realizada.

—Puede que estuviera aquíBonhart —dijo por fin, jugueteandocon un silbatillo de hueso quellevaba al cuello—. O puede queno estuviera. ¿Quién sabe? Aquí,señores míos, tenemos un taller deproducción de espadas. A todapregunta relacionada con lasespadas responderemos con gusto,rapidez, fluidez y exhaustivamente.Pero no veo razones para respondera preguntas que se refieran a

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nuestros huéspedes o clientes.Kenna sacó un pañuelillo de la

manga, fingió que se limpiaba lanariz.

—Se puede hallar motivo —dijo Neratin Ceka—. Lo podéishallar vos, don Esterhazy. O puedohacerlo yo. ¿Queréis elegir?

Pese a su apariencia afeminada,el rostro de Neratin podía ser muyduro, y la voz amenazadora. Pero elespadero no hizo más que bufar,mientras jugueteaba con elsilbatillo.

—¿Elegir entre venderse o la

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amenaza? No quiero. Consideroque tanto lo uno como lo otro no semerecen más que escupitajos.

—No más que una confidencilla—carraspeó Boreas Mun—.¿Acaso es tanto? Pues no de hoynos conocemos, don Esterhazy, y elnombre del coronel Skellentampoco os será forastero, piensoyo…

—No lo es —le cortó elespadero—. En ningún modo. Losenredos y tinglados con los que sele relaciona, tampoco. Pero aquíestamos en Ebbing, reino autónomo

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y dotado de autogobierno. Aunqueaparente, pero existente. Por eso noos diré nada. Idos por vuestrocamino. Como consuelo os diré quesi dentro de una semana o un mesalguien nos pregunta por vosotros,igualmente sacará de nosotros tanpoco.

—Mas, don Esterhazy…—¿Hay que decirlo más claro?

Pues lo dicho. ¡Largo de aquí!Chloe Stitz silbó rabiosa, las

manos de Fripp y de Vargas sedeslizaron hacia el pomo de laespada. Andrés Fyel apoyó el puño

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en la maza que le colgaba delmuslo. Neratin Ceka no se movió,el rostro ni siquiera se le agitó.Kenna sabía que no quitaba ojo delsilbatillo de hueso. Antes de quesalieran, Boreas Mun les habíaadvertido de que aquélla era laseñal para los guardianes queacechaban ocultos, unosrajagargantas experimentados a losque en el taller del espadero se lesllamaba «controladores de calidadde los productos».

Pero habiendo previsto todo,Neratin y Boreas planearon el

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siguiente paso. Tenían en la mangaun comodín.

Kenna Selborne. Sentidora.Kenna ya había estado

sondeando al espadero, lo habíatanteado con impulsos, se habíaintroducido con cuidado en la selvade sus pensamientos. Ahora estabalista. Se apretó un pañuelo a lanariz —siempre existía el peligrode una hemorragia— y se introdujoen el cerebro con una pulsación yuna orden. Esterhazy se atosigó,enrojeció, apretó con las dos manosla hoja de la mesa a la que estaba

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sentado, como si hubiera tenidomiedo de que la mesa salieravolando hasta el trópico junto conel taco de facturas, el tintero y unpisapapeles que tenía forma denereida que jugueteaba de formacuriosa con dos tritones a la vez.

Tranquilo, le ordenó Kenna,esto no es nada, no pasa nada.Simplemente tienes ganas dedecirnos lo que nos interesa. Puessabes lo que nos interesa y laspalabras hasta se te escapan apesar tuyo. Así que adelante.Comienza. Verás cuando apenas

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comiences a hablar cómo te dejaráde zumbar la cabeza, cómodejarán de latir las sienes y de darpunzadas las orejas. Y también sete aflojará la presión de lamandíbula.

—Bonhart —dijo roncamenteEsterhazy, abriendo los labios mása menudo de lo que precisaría laarticulación silábica— estuvo aquíhace cuatro días, el doce deseptiembre. Traía con él a unamuchacha a la que llamaba Falka.Me esperaba su visita porque dosdías antes me habían entregado una

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carta suya…Del agujero izquierdo de la

nariz le bajó una finísima línea desangre.

Habla, le ordenó Kenna. Habla.Di todo. Verás como eso te alivia.

El espadero Esterhazy miraba aCiri con curiosidad, sin levantarsede la mesa de roble.

—Para ella —adivinó,golpeteando con la base de lapluma en un pisapapeles quemostraba un extraño grupo defiguras— es la espada que pediste

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en tu carta, ¿no es cierto, Bonhart?No, vamos a valorarlo… Vamos aver si está de acuerdo con lo queescribiste. Altura de cinco pies ynueve pulgadas… Cierto. Peso deciento veinte libras. Bueno, le daríamenos de ciento doce, pero es undetalle sin importancia. Una mano,me escribiste, para una empuñaduradel número cinco… Enséñame lamano, noble señora. Sí, también esverdad.

—Cuando yo lo digo siempre esverdad —dijo seco, Bonhart—.¿Tienes para ella algún buen yerro?

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—En mi empresa —respondióorgulloso Esterhazy— no se forja nise ofrece otro acero que el bueno.Entiendo que se trata de una espadapara lucha, no para decoración ogala. Ah, cierto, lo escribiste. Escosa clara que se hallará armaadecuada para esta señorita sinningún problema. Para esta altura ypeso van muy bien las espadas detreinta y ocho pulgadas, deconstrucción estándar. Ella, para suconstitución ligera y su pequeñamano, necesita una minibastardacon empuñadura alargada hasta

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nueve pulgadas y pomo globular.Podríamos proponer también unataldaga élfica o una saberrazerrikana, una relativamente ligeraviroledanca…

—Enseña la mercancía,Esterhazy.

—Nos pica la mosca, ¿eh?Bueno, permitidme. Permitidmeentonces… Pero, ¿Bonhart? ¿Quédiablos es eso? ¿Por qué la llevasde un collarín?

—Cuida tu nariz mocosa,Esterhazy. ¡No la metas donde no sedebe o igual te la pillas!

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Esterhazy, jugueteando con unsilbatillo que llevaba al cuello,miró al cazador de recompensas sinmiedo ni respeto, aunque tenía quemirar muy hacia arriba. Bonhartretorció los bigotes, carraspeó.

—Yo —dijo, algo más bajo,pero aún con tono enfadado— nome meto en tus asuntos ni tusnegocios. ¿Te extraña que pidareciprocidad?

—Bonhart. —Al espadero nisiquiera le temblaron los párpados—. Cuando salgas de mi casa y mipatio, cuando cierres detrás de ti mi

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puerta, entonces respetaré tuprivacidad, el secreto de tusasuntos, la especificidad de tuprofesión. Y no me meteré en ellos,estate seguro. Pero en mi casa nopermito que se le quite a la gente sudignidad. ¿Me has entendido? Alotro lado de mi puerta puedesarrastrar a esa muchacha por detrásde tu caballo. En mi casa le quitasese collarín. De inmediato.

Bonhart puso las manos sobreel collarín, lo desenganchó, sinprivarse de dar un tirón que porpoco no puso a Ciri de rodillas.

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Esterhazy, haciendo como que no loveía, dejó caer el silbato de entrelos dedos.

—Así es mejor —dijo seco—.Vayamos.

Cruzaron una galería hacia unsegundo patio, algo menor, quedaba a la parte de atrás de la forja ycon una pared abierta hacia unjardín. Bajo un techado apoyado enpostes taraceados había allí unalarga mesa sobre la que lossirvientes acababan precisamentede disponer unas espadas.Esterhazy dio una señal con un

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gesto para que Bonhart y Ciri seacercaran a la exposición.

—Bien, he aquí mi oferta.Se acercaron.—Aquí —Esterhazy señaló una

larga fila de espadas sobre la mesa— tenemos mi producción, casitodas forjadas aquí, se ve ademásla herradura, mi marca. El preciooscila entre cinco y nueve florines,porque son estándares. Sinembargo, estas otras que están ahísólo se montan y terminan aquí.Sobre todo importadas. De dóndeson, se puede reconocer por las

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marcas. Las de Mahakam tienen dosmartillos cruzados, éstas de Poviss,una corona o una cabeza de caballo,éstas de Viroleda un sol y unafamosa inscripción de la empresa.Los precios comienzan a partir delos diez florines.

—¿Y terminan?—Depende. Ésta, por ejemplo,

una hermosa viroledanca. —Esterhazy tomó la espada de lamesa, saludó con ella, luego pasó auna posición de esgrima, torciendohábilmente la mano y el antebrazoen una finta complicada llamada

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«angélica»—. Cuesta quince.Trabajo antiguo, empuñadura decoleccionista. Se ve que está hechapor encargo. Los motivoscincelados en la bigotera muestranque el arma estaba destinada a unamujer.

Hizo girar la espada, sujetó lamano en el tercio, con la hojaenfilada hacia ellos.

—Como en todas lasempuñaduras de Viroleda, latradicional inscripción de «No medesenvaines sin causa, no meenvaines sin honor». ¡Ja! Todavía

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se siguen cincelando en Viroledatales inscripciones. Y desde que elmundo es mundo, el honor se haabaratado mucho, puesto que estasmercancías son hoy día bastantedefectuosas…

—No hables tanto, Esterhazy.Dale esa espada, que la mida en lamano. Toma el arma, muchacha.

Ciri tocó el arma levemente ysintió de pronto cómo lasalamandra de la empuñadura seadecuaba con fuerza a la mano ycómo el peso de la hoja invitaba elbrazo a lanzar y cortar.

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—Es una minibastarda —lerecordó Esterhazy. Sin necesidad.Sabía servirse de una empuñaduralarga, tres dedos por encima delpomo.

Bonhart retrocedió dos pasos,al patio. Sacó su espada de lavaina, la hizo girar hasta que silbó.

—¡Amos! —dijo a Ciri—.Mátame. Tienes una espada y tienesocasión. Tienes una posibilidad.Úsala. Porque tardaré mucho endarte otra.

—Pero, ¿os habéis vueltolocos?

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—Cierra el pico, Esterhazy.Lo engañó con una mirada a un

lado y un tramposo temblor delhombro, atacó como un rayo, en unaplana siniestra. La hoja tintineó enuna parada, tan fuerte que Ciri seestremeció, tuvo que retroceder,yendo a chocar con la mesa de lasespadas. Intentando recuperar elequilibrio, bajó instintivamente laespada. En aquel momento supoque, si quería, él la mataría sin elmás mínimo problema.

—Pero, ¿os habéis vueltolocos? —Esterhazy alzó la voz, y

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tenía otra vez el silbato en la mano.Los senadores y artesanos losmiraban con estupefacción.

—Deja caer el yerro. —Bonhart no perdía a Ciri de vista,no hacía el menor caso al maestroarmero—. ¡Déjalo caer, te digo o tecorto la mano!

Ella le obedeció tras unmomento de indecisión. Bonhartadoptó una sonrisa espectral.

—Yo sé quién eres, serpiente.Mas te obligaré a que tú misma melo digas. ¡Con palabras o hechos!Te obligaré a que me lo cuentes. Y

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entonces te mataré.Esterhazy bufó como si alguien

le hubiera herido.—Y esta espada —Bonhart ni

siquiera le miró— es demasiadopesada para ti. Por eso erasdemasiado lenta. Eras tan lentacomo un caracol preñado.¡Esterhazy! Lo que le has dado erapor lo menos cuatro onzas máspesada de lo que debiera.

El espadero estaba pálido.Pasaba los ojos de él a ella, de ellaa él, y tenía el rostro extrañamentecambiado. Por fin, se inclinó hacia

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un sirviente y le dio una orden amedia voz.

—Tengo algo —dijo lentamente— que te podría satisfacer,Bonhart.

—¿Por qué no me lo hasenseñado desde un principio? —bramó el cazador—. Te escribí quequiero algo especial. ¿No pensarásque no tengo dinero para algomejor?

—Sé bien para lo que tienesdinero —dijo con énfasis Esterhazy— y no de ahora. ¿Y que por qué note lo enseñé desde el principio? No

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previne a quién me habías traídoaquí… con una correa, con uncollarín al cuello. No fui capaz deimaginarme para quién ha de ser laespada y para qué ha de servir.Ahora ya sé todo.

El sirviente volvió, trayendouna caja alargada.

—Acércate, muchacha —dijoEsterhazy con voz baja—. Mira.

Ciri se acercó. Miró. Y lanzó unruidoso suspiro.

Desnudó la espada con un rápidomovimiento. El fuego de la

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chimenea brilló cegador sobre lajuntura de la hoja dibujada con unmotivo de ondas y se reflejó rojizoen el metal calado.

—Ésta es —dijo Ciri—. Comoseguro que te habrás imaginado.Tómala en la mano, si quieres. Perocuidado, está más afilada que unanavaja de afeitar. ¿Sientes cómo laempuñadura se pega a la mano?Está hecha de la piel de un pezplano que tiene una cola venenosa.

—Raya.—Creo que sí. Este pez tiene en

la piel pequeños dientecillos, por

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eso la empuñadura nunca se resbalaen la mano, ni siquiera cuando lamano suda. Mira lo que estágrabado en la hoja.

Vysogota se inclinó, miró,entrecerró lo ojos.

—Un mandala élfico —dijo alcabo, alzando la cabeza—. La asíllamada «blathan caerme», la rosadel destino: las flores estilizadas deun roble, una espirea y una retama.La torre herida por el rayo, elsímbolo del caos y la destrucción…y sobre la torre…

—Una golondrina —terminó

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Ciri—. Zireael. Mi nombre.

—Ciertamente, no es cosa fea —dijo por fin Bonhart—. Trabajo degnomos, se ve al punto. Sólo losgnomos forjaban un acero tanoscuro. Sólo los gnomos afilaban alfuego y sólo ellos calaban las hojaspara reducir el peso… Reconócelo,Esterhazy, ¿es una réplica?

—No —negó el espadero—. Unoriginal. Una verdadera gwyhyrgnoma. Este núcleo tiene más dedoscientos años. La guarnición, seentiende, es mucho más reciente,

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pero yo no la llamaría réplica. Losgnomos de Tir Tochair la hicieron apetición mía. Siguiendo técnicas,métodos y modelos antiguos.

—Joder. Puede queefectivamente no me alcance eldinero. ¿Cuánto me vas a soplar poresa hoja?

Esterhazy guardó silencio untiempo. Su rostro era inescrutable.

—Yo la doy gratis, Bonhart —dijo por fin con la voz sorda—.Como regalo. Para que se cumplalo que se tiene que cumplir.

—Gracias —dijo Bonhart,

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visiblemente sorprendido—.Gracias, Esterhazy. Un regalo dignode un rey, verdaderamente real…Lo acepto, lo acepto. Y estoy endeuda contigo…

—No lo estás. La espada espara ella, no para ti. Acércate,muchacha que porta un collar alcuello. Contempla las señalesgrabadas en la hoja. No lasentiendes, está claro. Pero yo te lasaclararé. Mira. La línea marcadapor el destino es retorcida, peroconduce hasta esta torre. Hacia elholocausto, la destrucción de los

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valores establecidos, del ordenestablecido. Mas esto sobre latorre, ¿lo ves? Una golondrina.Símbolo de la esperanza. Toma estaespada. Que se cumpla lo que setiene que cumplir.

Ciri extendió la mano concuidado, acarició delicadamente laoscura hoja de bordes brillantescomo un espejo.

—Tómala —dijo Esterhazypoco a poco, mientras miraba a Ciricon los ojos ampliamente abiertos—. Tómala. Tómala en la mano,muchacha. Tómala…

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—¡No! —gritó de prontoBonhart, saltando, agarrando a Ciripor el hombro y empujándola confuerza y brusquedad—. ¡Quita!

Ciri cayó de rodillas, lagravilla del patio se le clavódolorosamente en las manos en lasque se apoyó.

Bonhart cerró la caja con unchasquido.

—¡Todavía no! —aulló—. ¡Hoyno! ¡Todavía no ha llegado elmomento!

—Está claro —asintióEsterhazy con serenidad, mirándole

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a los ojos—. Sí, está claro quetodavía no ha llegado. Una pena.

—De no mucho sirvió, nobletribunal, que leyera lospensamientos del espadero aquél.Estuvimos allá nosotros eldecimosexto de septiembre, tresdías antes de la luna llena. Mascuando volvíamos de Fanoenfilando a Rocayne se nos allegóun destacamento, Ola Harsheim ysiete jinetes. Don Ola nos mandóque arreáramos a toda mecha loscaballos para alcanzar al resto de

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los nuestros. Puesto que un díaantes, el decimoquinto deseptiembre, hubo lugar una matanzaen Claremont… Falta, creo, nohace, que lo diga, de aseguro que elnoble tribunal bien sabe lo quefuera la matanza de Claremont…

—Siga declarando, por favor,sin importar lo que el tribunal sepa.

—Bonhart por un díahabíasenos precedido. Eldecimoquinto de septiembrecondujo a Falka a Claremont…

—Claremont —repitió Vysogota—.

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Conozco esta ciudad. ¿Adónde tecondujo?

—A una casa grande en laplaza. Con columnas y arquerías enla entrada. Se veía enseguida queallí vivía un ricachón…

Las paredes de la habitaciónestaban cubiertas de ricos paños deras y hermosos tapices quemostraban escenas religiosas, decaza y pastoriles con laparticipación de mujeres desnudas.Los muebles brillaban con taraceasy guarniciones de latón, y las

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alfombras eran tales que al plantarel pie éste se hundía hasta eltobillo. Ciri no tuvo tiempo deobservar más detalles porqueBonhart cruzó veloz y la arrastrópor la cadena.

—Hola, Houvenaghel.Bajo un arco iris de colores

arrojados por unas vidrieras, anteun fondo de tapices de caza, estabade pie un hombre de imponentecorpulencia, vestido con un caftánsalpicado de oro y una delia deabortón ribeteada. Aunque en edadtodavía madura, era bastante calvo

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y las mejillas le colgaban como aun gigantesco bulldog.

—Bienvenido, Leo —dijo—. Ytú, señorita…

—Nada de señorita. —Bonhartmostró la cadena y el collarín—.No hace falta saludarla.

—La cortesía no cuesta nada.—Excepto tiempo. —Bonhart

tiró de la cadena, se acercó, lepalmeó sin ceremonias al gordo enla barriga—. No poco has echado—valoró—. ¡Por mi honor,Houvenaghel, si te pones en medio,sería más fácil saltarte por encima

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que rodearte!—El bienestar —le aclaró

jovialmente Houvenaghel y agitólas mejillas—. Bienvenido,bienvenido, Leo. Agradable a misojos eres huésped, puesto que hoytambién es un día de alegría sin par.¡Los negocios van asombrosamentebien, tanto que hasta se podríaescupir de su encanto, la cajaregistradora no para de tintinear!Hoy mismo, por no ir más lejos, unoficial nilfgaardiano de la reserva,capitán de logis, que se ocupa detransportar utillaje al frente, me

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pasó seis mil arcos del ejército, loscuales yo, con un beneficio diezveces mayor, venderé al detalle acazadores, furtivos, bandoleros,elfos y otros luchadores por lalibertad. También compré barato uncastillo de un marqués de estosalrededores…

—¿Y para qué cojones quierestú un castillo?

—Tengo que vivir conforme ami condición. Volviendo a losnegocios: uno al fin y al cabo te lodebo a ti, Leo. Un moroso queparecía impenitente apoquinó.

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Literalmente hace un minuto. Lasmanos le temblaban cuandoapoquinaba. El tipo te vio ypensó…

—Sé lo que pensó. ¿Recibistemi carta?

—La recibí. —Houvenaghel sesentó pesadamente, golpeando lamesa con la barriga hasta queentrechocaron las garrafas y lascopas—. Y lo he preparado todo.¿No has visto los carteles? Seguroque la plebe se amontona… Lagente entra ya en el teatro. La cajatintinea… Siéntate, Leo. Tenemos

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tiempo. Platiquemos, bebamosvino.

—No quiero tu vino. Seguroque es arramplado, robado de lostransportes nilfgaardíanos.

—Bromeas. Esto es Est Est deToussaint, uvas vendimiadascuando nuestro amado señor elemperador Emhyr era todavía unpequeñuelo que se cagaba en elropón. Fue un buen año. Para elvino. A tu salud, Leo.

Bonhart saludó en silencio conla copa. Houvenaghel masculló,contemplando a Ciri con aire

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bastante crítico.—¿Y esta escuchimizada de

ojos grandes —dijo por fin— meha de garantizar la diversiónprometida en tu carta? Me hallegado noticia de que WindsorImbra ya está cerca de la ciudad.Que trae consigo a unos cuantos ybuenos truhanes. Y algunos matoneslocales también han visto loscarteles…

—¿Acaso alguna vez te hadefraudado mi mercancía,Houvenaghel?

—Nunca, es verdad. Pero

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también hace mucho que no hetenido nada tuyo.

—Trabajo menos que antes.Ando pensando en jubilarme deltodo.

—Para ello es necesario tenercapital para tener de quésustentarse. Puede que tuviera unaforma… ¿Me escuchas?

—A falta de otroentretenimiento. —Bonhart corrióuna silla con el pie, obligó a Ciri aque se sentara.

—¿No has pensado en irte haciael norte? ¿A Cintra, a Los Taludes o

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más allá del Yaruga? ¿Sabes que acada uno que llega allí y quiereasentarse en los terrenosconquistados, el imperio legarantiza una finca de cuatrocampos de tamaño? ¿Y descarga deimpuestos para diez años?

—Yo —respondió el cazadorcon serenidad— no sirvo para laagricultura. No podría cavar latierra ni criar ganado alguno. Soydemasiado sensible. A la vista de lamierda o de las lombrices me danganas de echar la pota.

—Como a mí —temblaron las

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mejillas de Houvenaghel—. Detoda la actividad agraria sólo tolerola destilación del orujo. El resto esrepugnante. Dicen que la agriculturaes la base de la economía y quegarantiza el bienestar. Considero,sin embargo, que es indigno yhumillante que acerca de mibienestar juzgue algo que apesta aestiércol. Ya he realizado intentosen este sentido. No hay necesidadde cultivar la tierra, Bonhart, nohay necesidad de criar en ellaganado. Basta con tenerla. Si setiene lo suficiente, se pueden

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conseguir bonitos beneficios. Sepuede, créeme, viviracomodadamente, de verdad. Sí, herealizado ciertos intentos en estesentido, de ahí, en realidad, mispreguntas acerca del viaje al norte.Porque, ¿sabes, Bonhart?, tendríaun trabajo allá para ti. Estable, bienpagado, que no te absorbería. Yestupendo para una personasensible: nada de estiércol, nada delombrices.

—Estoy listo para escuchar. Sincompromisos, por supuesto.

—A base de las parcelas que el

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imperio garantiza a los colonos,con un poco de espíritu empresarialy un pequeño capital inicial sepuede uno hacer con un latifundiono poco bonito.

—Entiendo. —El cazador semordisqueó el bigote—. Entiendoadonde te encaminas. Ya sé cuálesson esos intentos relativos a tupropio bienestar. ¿Y no prevésdificultades?

—Las preveo. De dos tipos.Primero hay que encontrar a unoscuantos hombres de paja que,fingiendo ser colonos, vayan al

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norte a tomar posesión de lasparcelas de manos de los oficialesde asentamiento. Formalmente parasí mismos, en la práctica para mí.Pero de encontrar a los hombres depaja me encargo yo. A ti teconcierne la otra dificultad.

—Soy todo oídos.—Algunos de los hombres de

paja tomarán la tierra y no estaránluego inclinados a entregarla. Seolvidarán del contrato y de losdineros que tomaran. No creerías,Bonhart, cuán profundamente elengaño, la ruindad y la hideputez

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están enraizados en la naturalezahumana.

—Lo creo.—Así que habrá que convencer

a los que no sean honrados de quela improbidad no compensa. De quese castiga. Tú te ocuparás de ello.

—Suena bien.—Suena como es. Yo tengo ya

práctica, ya he hecho antes estosarreglos. Después de la inclusiónformal de Ebbing en el imperio,cuando repartían las parcelas. Yluego, cuando se promulgó el Actade Parcelación. De este modo

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Claremont, esta hermosa ciudad, seerige sobre mi tierra, es decir, mepertenece. Todo este terreno mepertenece. Hasta allá, lejos, hasta elhorizonte cubierto de nieblecillagris. Todo esto es mío. Todos estosciento cincuenta campos. Camposimperiales, no de villanos. Esto datreinta mil fanegas. O sea, cien milnovecientas aranzadas.

—Miré los muros de la patriamía… —recitó sarcástico Bonhart—. Caer ha el imperio en el quetodos roban. En el egoísmo y lacodicia se oculta su debilidad.

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—En esto se oculta su fuerza ysu poder. —Las mejillas deHouvenaghel se agitaron—. Tú,Bonhart, confundes el robo con elespíritu empresarial del individuo.

—A menudo, además —reconoció impasible el cazador derecompensas.

—¿Y qué, vamos a formarsociedad?

—¿Y no estaremosrepartiéndonos demasiado prontoesas tierras del norte? ¿Nopodríamos, para mayor seguridad,esperar a que Nilfgaard gane esta

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guerra?—¿Para seguridad? No

bromees. El resultado de la guerraestá decidido de antemano. Laguerra se gana con dinero. Elimperio lo tiene, los norteños no.

Bonhart tosiósignificativamente.

—Ya que estamos hablando dedinero…

—Solucionado. —Houvenaghelrebuscó en los documentos queyacían sobre la mesa—. Esto es uncheque bancario por cien florines.Esto, un poder notarial de cesión de

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derechos gracias al cual les sacaréa los Varnhagenos de Geso larecompensa por las cabezas de losbandidos. Fírmalo. Gracias.Todavía te debo los royalties de lasganancias de la función, pero lascuentas todavía no están cerradas,la caja todavía suena. Hay muchointerés, Leo. De verdad. A la gentede mi ciudad les atormentahorriblemente la morriña y elaburrimiento.

Se detuvo, miró a Ciri.—Albergo la sincera esperanza

de que no te equivoques con esta

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persona. De que nos asegurará unadiversión digna… De que querrácooperar pensando en el beneficiocomún…

—Para ella —Bonhart midió aCiri con un mirada indiferente— nohabrá beneficio alguno en todo esto.Ella lo sabe.

Houvenaghel frunció el ceño yse indignó.

—¡Eso no está bien, diablos, noestá bien que yo lo sepa! ¡Nodebiera saberlo! ¿Qué te pasa, Leo?¿Y si ella no quiere ser entretenida,y si resulta ser rabiosa y porfiada?

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¿Entonces qué?Bonhart no cambió la expresión

del rostro.—Entonces —dijo— le

azuzaremos en la arena a tusmastines. Ellos, por lo querecuerdo, siempre fueronentretenidamente poco porfiados.

Ciri guardó silencio durante muchorato, acariciándose la mejillamutilada.

—Comencé a comprender —dijo por fin—. Comencé a entenderlo que querían hacer conmigo. Me

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puse en guardia, estaba decidida aescapar a la primera oportunidad…Estaba dispuesta a cualquier riesgo.Pero no me dieron ocasión. Mevigilaban bien.

Vysogota callaba.—Me arrastraron hasta abajo.

Allí estaban esperando unosinvitados del gordo deHouvenaghel. ¡Otros tíos raros más!Vysogota, ¿de dónde diablos salenen este mundo tantos rarosextraños?

—Se multiplican. Reproducciónnatural.

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El primer hombre era bajo ygordezuelo, recordaba más a unmediano que a un humano, hasta sevestía como un mediano: modesto,bonito, bien cuidado y de tonospastel. El segundo hombre, aunqueno era joven, llevaba traje yapostura de soldado, portabaespada y en el hombro de su jubónnegro brillaba un bordado de plataque presentaba a un dragón con alasde murciélago. La mujer era rubia ydelgada, tenía una nariz ligeramenteganchuda y unos labios anchos. Su

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vestido de color pistacho tenía unpoderoso escote. No era una buenaidea. El escote no tenía mucho quemostrar, a no ser una piel seca,arrugada y pergaminosa, cubiertapor una gruesa capa de rosa yblanco.

—La muy noble marquesa deNementh-Uyvar —presentóHouvenaghel—. Don Declan Rosaep Maelchlad, capitán de lareserva de los ejércitos decaballería de su majestad imperialel emperador de Nilfgaard, donPennycuick, burgomaestre de

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Claremont. Y éste es don LeoBonhart, pariente, y antiguoconmilitón.

Bonhart se inclinó rígidamente.—Así que ésta es la pequeña

bandolera que ha de entretenernoshoy —enunció el hecho la delgadamarquesa, clavando en Ciri susojos azul pálido. Tenía la vozronca, sensual, vibrante yterriblemente aguardentosa—. Noes demasiado guapa, diría. Pero notiene mala constitución… Un…cuerpecillo muy agradable…

Ciri se sacudió, apartó la mano

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intrusa, palideciendo de rabia ysilbando como una serpiente.

—No tocar —dijo Bonhart entono gélido—. No dar de comer. Noirritar. Yo no me hago responsable.

—Un cuerpecillo —lamarquesa se pasó la lengua por loslabios sin hacerle caso— siemprese puede atar a la cama, entonces esmás accesible. ¿No me lavenderíais, señor Bonhart? A mimarqués y a mí nos gustan estoscuerpecillos y el señorHouvenaghel nos pone peroscuando nos llevamos a las

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pastorcillas y a los niños de loscampesinos de por aquí. Elmarqués al fin y al cabo tampocopuede perseguir ya a los niños. Nopuede correr, a causa de esoschancros y enconados que se le hanabierto en el perineo…

—Basta, basta, Matilde —dijoHouvenaghel suave pero rápido,viendo que en el rostro de Bonhartiba apareciendo una expresión deasco—. Tenemos que ir al teatro.Precisamente le han comunicado alseñor burgomaestre que ha llegadoa la ciudad Windsor Imbra con la

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mesnada de infantes del barónCasadei. Es decir, ya es hora.

Bonhart sacó del seno unfrasquito, limpió con la manga lasuperficie de ónice de la mesa,derramó sobre ella un montoncillode polvo blanco. Tiró de la cadenade Ciri junto al collarín.

—¿Sabes cómo usar esto?Ciri apretó los dientes.—Absórbelo por la nariz. O

tómalo con un dedo ensalivado y telo pones en las encías.

—¡No!Bonhart ni siquiera volvió la

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cabeza.—Lo harás tú sola —dijo en

voz baja— o te lo haré yo de talforma que todos los presentestendrán un poco de regocijo. Nosólo tienes mucosas en la boca y enla nariz, Ratilla. También enalgunos otros lugares bastantedivertidos. Llamaré a lossirvientes, mandaré que te desnudeny te sujeten y lo usaré en esoslugares divertidos.

La marquesa de Nementh-Uyvarse rio desde la garganta, mientrasmiraba cómo la mano temblorosa

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de Ciri se iba hacia el narcótico.—Lugares divertidos —repitió

y se pasó la lengua por los labios—. Una idea curiosa. ¡Merecería lapena probarla algún día! ¡Eh,muchacha, cuidado, no despilfarresese buen fisstech! ¡Deja un pocopara mí!

El narcótico era mucho más fuerteque el que había probado con losRatas. Nada más ingerirlo, unaeuforia cegadora embargó a Ciri,los perfiles agudizaron suscontornos, la luz y los colores

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dañaban los ojos, los olores heríanla nariz, los sonidos se hicieroninsoportables y todo alrededor sevolvió irreal, fugaz como un sueño.Y hubo escaleras, hubo paños deras y tapices que apestaban agruesas capas de polvo, hubo laronca risa de la marquesa deNementh-Uyvar. Hubo un patio,hubo rápidas gotas de lluvia en elrostro, el tirón del collarín quetodavía llevaba al cuello. Unenorme edificio con una torre demadera y un formidable,nauseabundo y ridículo fresco

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pintado en el frontón. El frescorepresentaba a un perro queacosaba a un monstruo: no llegaba aser ni un dragón, ni un grifo ni unviverno. Delante de la entrada aledificio había gente. Uno gritaba ygesticulaba.

—¡Esto es repugnante!¡Repugnante y pecaminoso, señorHouvenaghel, el usar lo que una vezfuera templo de un santuario paraeste proceder tan impío, inhumano yasqueroso! ¡Los animales tambiénsienten, señor Houvenaghel!¡También tienen su dignidad! ¡Es un

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crimen el azuzar unos contra otrossólo por beneficio propio y placerde la plebe!

—¡Tranquilízate, hombre santo!¡Y no te metas en mis iniciativasprivadas! ¡Y además, hoy no se vana azuzar aquí animales! ¡Ni un soloanimal! ¡Nada más que personas!

—Ah, entonces pido perdón.El interior del edificio estaba a

reventar de gente sentada en unasfilas de bancos que formaban unanfiteatro. En su centro había unfoso cavado en la tierra, un hoyo deun diámetro de unos treinta pies,

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rodeado de gruesos maderos,limitado por una balaustrada. Elhedor y el ruido entontecían. Cirisintió de nuevo un tirón delcollarín, alguien la agarró por lasaxilas, alguien la empujó. Sin sabercómo se encontró sobre el fondodel foso rodeado de maderos, sobreuna arena muy pateada.

En un ruedo.La primera impresión pasó,

ahora el narcótico sólo excitaba yaguzaba sus sentidos. Ciri se cubriólos oídos con las manos, lamuchedumbre que llenaba las

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gradas del anfiteatro aullaba,gritaba, silbaba, el ruido erainsoportable. Se dio cuenta de quellevaba en la muñeca y el antebrazoderechos un apretado protector decuero. No recordaba el momento enque se lo habían atado.

Escuchó una voz aguardentosa yconocida, vio a la delgadamarquesa de color pistacho, alcapitán nilfgaardiano, alburgomaestre de tonos pastel, aHouvenaghel y a Bonhart, queocupaban una logia por encima delruedo. Se apretó otra vez los oídos

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porque alguien había golpeado depronto un gong de cobre.

—¡Mirad, buenas gentes! ¡Hoyen la arena no hay un lobo, no hayun goblin ni un endriago! ¡Hoy en laarena está la mortífera Falka de losbandoleros llamados los Ratas!¡Haced vuestras apuestas en la cajade la entrada! ¡No ahorréis ni unochavo, buenas gentes! ¡Ladiversión no la comes ni la bebes,pero si escatimas en ella, no ganas,sino que pierdes!

La multitud aulló y aplaudió. Elnarcótico funcionaba. Ciri temblaba

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de euforia, su vista y su oídoregistraban todo, cada detalle.Escuchó las risotadas deHouvenaghel, la aguardentosa risade la marquesa, la voz seria delburgomaestre, el frío bajo deBonhart, los gritos del sacerdotedefensor de los animales, elchillido de las mujeres, el llanto delos niños. Distinguió oscurasmanchas de sangre en los maderosque delimitaban la arena, el agujeroque se abría en ellos, enrejado,apestoso. Y los rostros brillantes desudor, con las jetas torcidas como

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bueyes por encima de labalaustrada.

Una agitación repentina, unasvoces alzadas, maldiciones. Gentearmada, que empujaba a la multitud,pero atascándose, atorándosecontra el muro de la guardia armadade alabardas. A uno de ellos ya lohabía visto antes, recordaba la tezmorena y el negro bigote queparecía una raya pintada con carbónsobre un labio superior quetemblaba con un tic.

—¿Don Windsor Imbra? —lavoz de Houvenaghel—. ¿De Geso?

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¿El muy noble senescal del barónCasadei? Bienvenido, bienvenido,huésped del extranjero. Ocupad unasiento, el espectáculo va acomenzar. ¡Pero por favor, noolvidéis pagar la entrada!

—¡Yo no estoy aquí paradivertirme, señor Houvenaghel! ¡Yoestoy aquí de servicio! ¡Bonhartsabe de qué hablo!

—¿De verdad? ¿Leo? ¿Sabesde qué habla el señor senescal?

—¡Sin bromas! ¡Quince somos!¡A por Falka vinimos! ¡Dádnosla oalgo malo va a pasar!

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—No comprendo tu excitación,Imbra. —Houvenaghel frunció lascejas—. Pero te recuerdo que estono es Geso, ni tierra alguna de losdominios de vuestro barón. ¡Sihacéis ruido o incomodáis, haré quese os eche de aquí por los bigotes!

—No os ofendáis, señorHouvenaghel. —Windsor Imbra semitigó—. ¡Mas la justicia está denuestra parte! Bonhart, aquípresente, le prometiera Falka albarón Casadei. Dio su palabra.¡Que no quiebre ahora la palabradada!

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—¿Leo? —Las mejillas deHouvenaghel temblaron—. ¿Sabesde qué habla?

—Lo sé y le concedo la razón.—Bonhart se alzó, agitó condesgana la mano—. No me opondréni realizaré sujeción. He aquí a lamoza, doquiera todos la ven. Quiensea su voluntad, que la tome.

Windsor Imbra quedóestupefacto, el labio le tembló confuerza.

—¿Lo qué?—La muchacha —repitió

Bonhart, haciéndole un guiño a

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Houvenaghel— está para que quienla quiera la coja de la arena. Viva omuerta, según gusto y deseo.

—¿Lo qué?—¡Voto al diablo, que pierdo

poco a poco la paciencia! —Bonhart fingió rabia con éxito—. ¡Ynamás que lo qué! ¡Papagayo demierda! ¿Qué? ¡Pues como quieras!Si es tu voluntad pues envenena conveneno un cacho carne y échaselo aella, como a los lobos. Mas no sé siella se lo comería. No tiene aspectode tonta, ¿no? No, Imbra, quien laquiera coger habrá de fatigarse.

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Allí, en la arena. ¿Quieres a Falka?¡Pues cógela!

—La tu Falka ésta me la pasaspor las napias cual a un siluro unarana en la pesca —ladró WindsorImbra—. No me fío de ti. Mi narizgüele que en esta presa hay ungancho de yerro escondido.

—Mis enhorabuenas para lanariz que huele el yerro. —Bonhartse levantó, sacó de bajo el banco laespada que había conseguido enFano, la extrajo de la vaina y laarrojó al ruedo, con tanta habilidadque la hoja se clavó

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perpendicularmente en la arena dospasos delante de Ciri—. Ah, ymirad, hay yerro. A la vista, no estánada escondido. Porque yo nodefiendo a esta moza, quien laquiera que la coja. Si es capaz decogerla.

La marquesa de Nementh-Uyvarse rio nerviosamente.

—¡Si es capaz de cogerla! —repitió con su contraltoaguardentoso—. Porque ahora elcuerpecillo tiene espada. Bravo,noble Bonhart. Una vergüenza meparecía el dar el cuerpecillo

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desarmado a las mandíbulas deestos patanes.

—Señor Houvenaghel. —Windsor Imbra se puso de lado, sindignar ni una mirada a la escuálidaaristócrata—. Bajo los auspiciosvuestros celébrase este belén, estecirco de pulgas vuestro. Contadmesólo algo: ¿en acordamiento a quéregulas y legislados hemos deactuar aquí? ¿Las vuestras o acasolas de Bonhart?

—Según las del teatro —secarcajeó Houvenaghel, agitando latripa y las mejillas de bulldog—.

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¡Porque aunque es verdad que elteatro es mío, al fin y al cabo elcliente es nuestro amo, él paga, élexige! Es el cliente el que pone lasreglas. Nosotros los mercaderes,por nuestra parte, hemos de actuarsiguiendo esta regla: hay que darleal cliente lo que el cliente desea.

—¿Cliente? ¿Queréis decir lagente? —Windsor Imbra abarcó enun amplio gesto los bancos repletos—. ¿Esta toda gente acudieron acáy pagaron para divertirse con estedivertimiento?

—El negocio es el negocio —

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respondió Houvenaghel—. Si haydemanda de algo, ¿por qué no se lova a vender? ¿Paga la gente por laspeleas de lobos? ¿Por las peleas deendriagos y aardvarkos? ¿Porazuzar los perros a un tejón enbarril o a una viverna? ¿Por qué teasombras tanto, Imbra? A laspersonas los juegos y el circo lesson tan necesarios como el pan, puf,más que el pan. Muchos de los queestán aquí se lo han quitado de laboca. Y mira cómo les brillan losojos. Se mueren de impaciencia porque empiece el circo.

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—Mas en el circo —añadióBonhart, con una sonrisa venenosa— se han de guardar aunque sólosea apariencias de deporte. Eltejón, antes de que lo saquen loscanes del barril, puede morder conlos dientes, así es más deportivo. Yla muchacha tiene una tizona. Asíque aquí también será deportivo.¿Qué, buenas gentes? ¿Tengo razón?

Las buenas gentes,incoherentemente pero en ruidoso yregocijado coro, confirmaron queBonhart tenía razón en toda suextensión.

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—El barón Casadei —dijodespacio Windsor Imbra— novendrá contento, señorHouvenaghel, os digo, no vendrácontento. No sé si os merece lapena entrar con él endesavenencias.

—El negocio es el negocio —repitió Houvenaghel y agitó lasmejillas—. El barón Casadei losabe bien, sus buenos dineros tomóprestados de mí y a bajo interés, ycuando venga para tomar prestadootra vez entonces arreglaremosnuestras desavenencias de algún

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modo. Pero no se me va aentrometer a mí ningún señor barónextranjero en mi iniciativa privadae individual. Aquí hay ya apuestas,y la gente ha pagado por la entrada.En esta arena, ahí, en el ruedo, tieneque correr la sangre.

—¿Tiene? —se enfadó WindsorImbra—. ¡Y una mierda! ¡Ah, mequemo por mostraros que no tieneque correr! ¡Que yo me voy de aquíy me largo, y sin rodearme patrás!¡Y entonces que corra la vuestrasangre! ¡Me repugna el meropensamiento de darle regocijo a

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esta turba!—Que se vaya. —De la

multitud salió de pronto un tipocubierto de pelo hasta los ojos yvestido con un jubón de piel decaballo—. Que se vaya si harepugnancia. A mí no me repugna.Dijeron que a quien apiole a laRatilla le darán una recompensa.Yo me presento y me echo al ruedo.

—¡Qué cojones! —gritó deimproviso uno de los de Imbra, unhombre bajo pero fibroso y depoderosa constitución. Tenía loscabellos abundantes, desgreñados y

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enmarañados—. ¡Nosaltres fuimoslos primes! ¿No es verdá,compadres?

—¡Claro, por mi fe! —le apoyóun segundo, delgado, con unaperilla puntiaguda—. ¡Semos losprimeros! ¡Y tú no te nos pongascon esos honores, Windsor! ¿Y quéque la peña nos mire? Falka está enel ruedo, basta echar la mano yagarrarla. ¡Y si a los patanes se lessaltan los ojos, nos importa ungüevo!

—¡Y amás hasta pué que nosquedemos con carne en las uñas! —

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relinchó un tercero, vestido con undublete de vivo color amaranto—.Si hay deporte, pues deporte, ¿no,don Houvenaghel? ¡Y si hay circo,pues circo! ¿No se ha hablao aquíde una recompensa?

Houvenaghel adoptó una ampliasonrisa y asintió con un movimientode cabeza, agitando orgullosa ymajestuosamente sus enormesmejillas.

—¿Y cómo andan las apuestas?—se interesó el de la perilla.

—¡De momento —sonrió elmercader— todavía no se apuesta

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al resultado de la lucha! Demomento se está tres a uno a queninguno de vosotros se atreve ameterse en el cerco.

—¡Puuuf! —gritó Piel deCaballo—. ¡Yo me atrevo! ¡Yoestoy listo!

—¡Que te quite te dicho! —aulló Malospelos—. Nosaltresfuimos los primes y la primocía esnostra. Va, ¿a qué esperamos?

—¿Y en cuántos poemos irpallá, a la plaza? —Amaranto seapretó el cinturón—. ¿Poemosnomás que uno en uno?

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—¡Ah, hijos de la gran puta! —gritó de pronto y en modo porcompleto inesperado elburgomaestre de tonos pastel, conuna voz de toro que no pegaba paranada con su apostura—. ¿Y por quéno vais de diez en diez contra unasola? ¿Y por qué no a caballo? ¿Oen cuadrigas? ¿O he de prestarosuna catapulta del arsenal de modoque arrojarais a la moza rocasdesde lejos? ¿Qué?

—Vale, vale —le interrumpióBonhart, consultando algo rápidocon Houvenaghel—. Que sea

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deportivo entonces, mas y regocijoalgo también haya. Se puede de dosen dos. En pares, se entiende.

—¡Mas la recompensa —advirtió Houvenaghel— no serádoble! ¡Si en par, entonces habráque repartírsela!

—¿Qué par ni qué cojones?¿Qué dos en dos? —Malospelos,con un brusco movimiento, se quitóla capa de los hombros—. ¿No soscome la vergüenza, compadres?¡Mas si es sólo una mozuela! ¡Puf!¡Parta! Yo mesmo voy y me laapalanco. ¡Valiente poblema!

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—¡Yo quiero tener a Falkaviva! —protestó Windsor Imbra—.¡Me caguen vuestros duelos ydesafíos! ¡Yo no voy a entrar alcirco ése de Bonhart, yo quiero a lamuchacha! ¡Viva! Iréis los dos, tú yStavro. Y me la sacáis de ahí.

—Para mí —repitió Stavro, elde la perilla— es un desprecio el irlos dos a por esa escuchimizá.

—El barón te endulzará eldesprecio con florines. ¡Pero sólosi está viva!

—Como es sabido, el barón esun agarrado —risoteó

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Houvenaghel, agitando tripa ymejillas de bulldog—. Y no tiene nipizca de espíritu deportivo. ¡Nivoluntad para jugar a otro juego!Yo, por mi parte, apoyo el deporte.Así que aumento la presenterecompensa. Quien por sí solo seeche al ruedo y solo, con suspropios pies, vaya a por ella, conestas mismas manos de este mismomonedero le pagaré no veinte, sinotreinta florines.

—¡Entonces a qué esperamos!—gritó Stavro—. ¡Yo voy primero!

—¡Quedito, quedo! —gritó de

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nuevo el pequeño burgomaestre—.¡La moza no más tiene lino finito enlos lomos! ¡Así que quítate tútambién, soldado, los ropajones!¡Esto es deporte!

—¡Así sus pilléis una tiña! —Stavro se quitó el caftán ensartadode hierro, dejando al desnudo unpecho y unos brazos delgados ypeludos como un zambo—. ¡Suspilléis una tina vos y vuestrodeporte de mierda! ¡Así voy, enpelotas! ¿O qué? ¿Me quito lospantaladrones también?

—¡Y hasta los calzoncillos! —

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habló con sensual voz ronca lamarquesa de Nementh-Uyvar—. ¡Lomismo resulta que de macho sólotienes la cháchara!

Recompensado con un sonoroaplauso, Stavro, desnudo hasta lacintura, tomó el arma, pasó un piesobre los maderos de la barrera, altiempo que observaba a Ciri conatención. Ciri cruzó los brazossobre el pecho. No dio ni un pasoen dirección a la espada clavada enla arena. Stavro vaciló.

—No lo hagas —dijo Ciri, muybajito—. No me obligues… No

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dejaré que me toquen.—No me guardes rencor, moza.

—Stavro cruzó la barrera—. Notengo na contra ti. Mas los negociosson los negocios…

No terminó, porque Ciri yaestaba junto a él, ya tenía en lamano a Golondrina: así habíallamado en su pensamiento a lagwyhyr gnoma. Utilizó el ataquemás sencillo, casi infantil, una fintallamada «tres pasos», pero Stavrose dejó atrapar por ella. Dio unpaso hacia atrás e instintivamentealzó la espada, pero entonces

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estaba ya a su merced. Después delsalto apoyó la espalda en losmaderos que contorneaban el ruedo,la hoja de Golondrina estaba a unapulgada de la punta de su nariz.

—Este truco —le aclaróBonhart a la marquesa, por encimade los gritos y de los bravos— sellama «tres pasos, engaño y ataqueen tercia». Un número simplón,esperaba más de la muchacha, algomás refinado. Pero hay quereconocer que si hubiera querido,el tío éste ya estaría muerto.

—¡Mátalo, mátalo! —gritaban

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los espectadores y Houvenaghel yel burgomaestre mostraban suspulgares dirigidos hacia abajo. Lasangre se le retiró a Stavro delrostro, en las mejillas se leresaltaron feamente los agujeros ycicatrices dejados por la viruela.

—Te dije que no me obligaras—siseó Ciri—. ¡No quiero matarte!Pero no me dejaré tocar. Regresaallá de donde viniste.

Ciri retrocedió, se dio la vuelta,bajó la espada y miró hacia arriba,hacia la logia.

—¿Os divertís conmigo? —

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gritó con la voz quebrada—.¿Queréis obligarme a luchar? ¿Amatar? ¡No me obligaréis! ¡No voya luchar!

—¿Has oído, Imbra? —resonóen el silencio la voz de Bonhart—.¡Negocio limpio! ¡Sin riesgoalguno! No va a luchar. Se la puedecoger del ruedo y llevársela viva albarón Casadei para que juegue conella a voluntad. ¡Se la puede cogersin riesgo! ¡Con las manos!

Windsor Imbra escupió. Stavro,todavía con la espalda apretadacontra los maderos, aspiraba,

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aferrando la espada en la mano.Bonhart se rio.

—Mas yo, Imbra, apuestobrillantes contra avellanas a que nolo conseguís.

Stavro respiró hondo. Lepareció que la muchacha, queestaba de espaldas a él, seencontraba distraída,desconcentrada. Él ardía de rabia,de vergüenza y de odio. Y no sepudo contener. Atacó. Rápido y atraición.

Los espectadores no advirtieronel rechazo ni el contraataque. Sólo

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vieron cómo Stavro, que se lanzabasobre Falka, realizaba un verdaderopaso de ballet después del que, deforma poco bailarina, cayó debarriga sobre la arena, y cómo alinstante la arena se anegaba ensangre.

—¡Los instintos se apoderan dela razón! —gritó Bonhart porencima de la turba—. ¡Los reflejosactúan! ¿Qué, Houvenaghel? ¿No telo dije? ¡Ya verás cómo no van aser necesarios los alanos!

—¡Qué espectáculo más bonitoy rentable! —Houvenaghel hasta

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entrecerraba de placer los ojos.Stavro se alzó sobre unos

brazos que temblaban del esfuerzo,agitó la cabeza, gritó, emitió unronquido, vomitó sangre y cayósobre la arena.

—¿Cómo se llama ese golpe,Bonhart? —dijo con su ronca vozsensual la marquesa de Nementh-Uyvar, restregando una rodillacontra la otra.

—Esto ha sido unaimprovisación. —Por detrás de loslabios del cazador de recompensas,que no miraba en absoluto a la

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marquesa, relucieron sus dientes—.Una improvisación hermosa,creativa y yo diría que hastavisceral. He oído hablar de un lugaren el que enseñan talesimprovisaciones para sacar lastripas. Me apuesto a que nuestraseñorita conoce ese lugar. Yo ya séquién es ella.

—¡No me obliguéis! —gritabaCiri, y en su voz vibraba una notacasi fantasmal—. ¡No quiero!¿Entendéis? ¡No quiero!

—¡Tú, puta del infierno! —Amaranto saltó la barrera con

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habilidad, enseguida se puso arecorrer la arena para desviar laatención de Ciri de Malospelos,que estaba saltando a la arena porel lado contrario. Después deMalospelos cruzó la barrera Piel deCaballo.

—¡Juego sucio! —gritó elburgomaestre Pennycuick, pequeñocomo un mediano y vigilante de lalimpieza del juego. Y junto con élgritó la multitud entera.

—¡Tres contra una! ¡Juegosucio!

Bonhart sonrió. La marquesa se

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pasó la lengua por los labios ycomenzó a restregar las piernas aúnmás fuerte.

El plan del trío era sencillo:empujar a la muchacha haciéndolaretroceder hasta la valla y luegodos la bloquean y uno mata. Nofuncionó. Por una razón muysimple. La muchacha no retrocedió,sino que atacó.

Se introdujo entre ellos con unapirueta de ballet, tan hábilmenteque casi no rozaba la arena. AMalospelos le asestó al vuelo, justodonde había que asestar. En la

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arteria del cuello. El corte fue tanleve que no perdió el ritmo,bailando se retorció en un golpe derevés, tan deprisa que no le cayóencima ni una gota de sangre, quebrotaba del cuello de Malospelosen un flujo casi sin pausa.Amaranto, que se encontraba detrásde ella, quiso cortarla en el cuello,pero su golpe traicionero tintineócontra una relampagueante paradarealizada por la hoja lanzada a laespalda. Ciri se dio la vuelta comoun muelle, cortó con las dos manos,reforzando la fuerza del golpe con

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una violenta torsión de las caderas.La oscura hoja gnoma era como unanavaja de afeitar, rajó la barrigacon un silbido y un chasquido.Amaranto aulló y rodó por la arena,haciéndose un ovillo. Piel deCaballo, acercándose de un salto,lanzó un pinchazo a la muchacha enel cuello, pero ésta se removióevitándolo, se volvió ágil y lo cortóbreve con el centro de la hoja en elrostro, destrozándole el ojo, lanariz, los labios y la barbilla.

Los espectadores gritaron,silbaron, patearon y aullaron. La

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marquesa de Nementh-Uyvarintrodujo ambas manos por entresus muslos apretados, se lamió loslabios brillantes y rio con suaguardentoso y nervioso contralto.El capitán nilfgaardiano de lareserva estaba blanco como elpapel. Una mujer intentaba taparlelos ojos a un niño que se resistía.Un anciano de cabello grisáceo queestaba en la primera fila vomitóviolenta y sonoramente, metiendo lacabeza entre las piernas.

Piel de Caballo sollozó,sujetándose el rostro, bajo los

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dedos resbalaba la sangre mezcladacon saliva y mocos. Amaranto seretorcía y chillaba como un cerdo.Malospelos dejó de arañar losmaderos, resbaladizos por la sangreque brotaba de él al ritmo de loslatidos de su corazón.

—¡Ayuuuda! —aulló Amaranto,sujetando espasmódicamente lasentrañas que se le salían de labarriga—. ¡Camaraaadaas!¡Ayuuudaaa!

—Fiii… buuu… beeee… —Piel de Caballo escupía ymoqueaba sangre.

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—¡Má-ta-lo! ¡Má-ta-lo! —gritaban los espectadores, dandopatadas rítmicamente. El viejecillovomitador fue extraído del banco yse le echó a patadas a la galería.

—Brillantes contra avellanas—se distinguió entre el barullo elsarcástico bajo de Bonhart— a quenadie más se atreve a salir a laarena. ¡Brillantes contra avellanas,Imbra! ¡Pero qué más me da, hastabrillantes contra avellanas hueras!

—¡Ma-tar! —Aullidos, pateos—. ¡Ma-tar!

—¡Noble señora! —gritó

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Windsor Imbra, llamando congestos a sus subordinados—.¡Permitid sacar a los heridos!¡Permitidnos entrar en el ruedo yretirar a aquéllos que se desangrany mueren! ¡Sed humana, nobleseñora!

—Humana —repitió Ciri conesfuerzo, sintiendo que sólo ahoracomenzaba a latir en ella laadrenalina. Se controlórápidamente, con una serie deaspiraciones bien estudiadas—.Entrad y retiradlos —dijo—. Peroentrad sin armas. Sed vosotros

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también humanos. Al menos unavez.

—¡Nooo! —gritaba la multitud,armando escándalo—. ¡Ma-tar!¡Ma-tar!

—¡Vosotros, animalesrepugnantes! —Ciri se volvió conpaso de baile, pasando la miradapor las tribunas y los bancos—.¡Vosotros, cerdos infames!¡Canallas! ¡Malditos hijos de puta!¿Queréis sangre? ¡Bajad aquí,entrad y saboreadla y oledla!¡Lamedla antes de que se coagule!¡Animales! ¡Vampiros!

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La marquesa gimió, tembló,volteó los ojos y se apretóblanducha contra Bonhart, sin sacarlas manos de entre sus muslos.Bonhart frunció el ceño y la apartóde sí sin esforzarse por serdelicado. La muchedumbre aulló.Alguien lanzó a la arena un chorizomordisqueado, otro una bota, otromás lanzó un pepino dirigido a Ciri.Ella rajó el pepino con un golpe deespada, provocando un griteríotodavía mayor.

Windsor Imbra y su gentelevantaron a Amaranto y Piel de

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Caballo. Amaranto, cuando lomovieron, gritó. Piel de Caballo,por su parte, se desmayó.Malospelos y Stavro no daban yaseñales de vida. Ciri retrocedió detal modo que se colocó lo más lejosque permitía el ruedo. La gente deImbra intentaba mantenerse tambiéna distancia de ella.

Windsor Imbra se quedóinmóvil. Esperó a que sacaran a losheridos y muertos. Miró a Ciri pordebajo de sus párpados fruncidos ytenía la mano sobre la empuñadurade la espada, que, pese a las

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promesas, no se había quitado alentrar en la arena.

—No —le advirtió ella,moviendo apenas los labios—. Nome obligues. Por favor.

Imbra estaba pálido. Lamultitud pateaba, gritaba y aullaba.

—¡No la escuches! —Bonhartvolvió a hablar por encima delgriterío—. ¡Toma la espada! ¡Encaso contrario todo el mundo sabráque eres un cagón y un cobarde!Desde el Alba al Yaruga se oiráque Windsor Imbra huyó de unamuchacha de pocos años, metiendo

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el rabo entre las piernas como unperrillo faldero.

La hoja de Imbra salió unapulgada de la vaina.

—No —dijo Ciri.La hoja volvió a entrar en la

vaina.—¡Cobarde! —gritó alguien

entre la multitud—. ¡Comemierda!¡Gallina!

Imbra, con el rostro pétreo,anduvo hacia el borde del ruedo.Antes de que agarrara la mano quele tendían sus camaradas, se volvió.

—Creo que sabes lo que te

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espera, moza —dijo en voz baja—.Creo que ya sabes quién es LeoBonhart. Creo que ya sabes de loque es capaz. Lo que le excita. Teempujarán a la arena. Matarás pararegocijar a cerdos y mirones comoéstos de aquí. Y a otros todavíapeores que ellos. Y cuando tusmatanzas les dejen de divertir,cuando Bonhart se aburra de laviolencia que te hace, entonces tematarán a ti. Echarán a la arena atantos que no serás capaz dedefender tu espalda. O te echaránperros. Y los perros te destrozarán

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y la turba en el tendío olerá lasangre y gritará bravo. Y tú morirássobre la arena anegada en sangre.Como éstos a los que hoy tú hasrajado. Te acordarás de mispalabras.

Extraño, pero sólo entonces sedio cuenta ella del pequeño escudoheráldico que Imbra llevaba en supechera esmaltada.

Un unicornio de plata erguidosobre un campo de ébano.

Un unicornio.Ciri bajó la cabeza. Miró la

hoja calada de la espada.

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De pronto se hizo el silencio.—Por el Gran Sol —habló de

pronto, Declan Ros aep Maelchlad,el capitán nilfgaardiano de lareserva, quien había estado calladohasta entonces—. No. No lo hagas,muchacha. ¡Ne tuv’en que’ss, luned!

Ciri giró a Golondrina en susmanos poco a poco, apoyó el pomoen la arena, dobló las rodillas.Sujetando la hoja con la manoderecha, con la izquierda dirigió lapunta con precisión hasta colocarlabajo el esternón. La hoja traspasóla ropa al instante, le pinchó.

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No voy a llorar, pensó Ciri,apoyándose cada vez más en laespada. No voy a llorar, no hay porquién ni por qué. Un movimientorápido y se habrá acabado todo…Todo…

—No serás capaz —resonó enel absoluto silencio la voz deBonhart—. No serás capaz,brujilla. En Kaer Morhen teenseñaron a matar y matas comouna máquina. Inconscientemente.Pero para matarse a uno mismohace falta carácter, fuerza,determinación y valentía. Y eso

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nadie te lo pudo enseñar.

—Como ves, tenía razón —dijoCiri con esfuerzo—. No fui capaz.

Vysogota guardaba silencio.Tenía en la mano una piel de nutria.Inmóvil. Desde hacía muchotiempo. Mientras escuchaba, casihabía olvidado la piel.

—Me acobardé. Fui unacobarde. Y pagué por ello. Comopaga todo cobarde. Con dolor,vergüenza, una terrible humillación.Un tremendo asco hacia mí misma.

Vysogota guardaba silencio.

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Si aquella noche alguien se hubieradeslizado hasta aquella cabaña consu tejado de bálago hundido, sihubiera mirado a través de lasrendijas de los postigos, habríavisto en su interior escasamenteiluminado a un viejecillo de barbablanca y a una muchacha decabellos cenicientos sentados juntoa la chimenea. Habría visto queambos guardaban silencio, con lamirada clavada en el carbón decolor rubí que se iba consumiendo.

Pero nadie pudo haber visto

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aquello. La choza del hundidotejado de bálago cubierto de musgoestaba bien escondida entre laniebla y los vapores, entre loscañaverales impenetrables, en loscenagales de Pereplut, donde nadiese atrevía a adentrarse.

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Capítulo quinto

El que derramaresangre dehombre, por elhombre su sangreserá derramada.

Génesis, 9:6

Muchos de entrelos que viven

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merecen morir yalgunos de losque muerenmerecen la vida.¿Puedes devolverla vida? Entoncesno te apresures adispensar lamuerte, pues ni elmás sabio conoceel fin de todos loscaminos.

John Ronald ReuelTolkien

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Ciertamente,hace falta grandeorgullo y grandeceguera parallamar justicia aun cadáver quecuelga en uncadalso.

Vysogota de Corvo

—¿Qué es lo que busca el brujo enmi terreno? —repitió la preguntaFulko Artevelde, el prefecto deRiedbrune, quien estaba yavisiblemente impaciente por el

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silencio que se iba alargando—.¿De dónde viene el brujo? ¿Adóndese dirige? ¿Con qué objetivo?

Y así se acaba la diversión,pensó Geralt, contemplando elrostro del prefecto, marcado porgruesas cicatrices. Así se termina eljuego del caballeroso brujo que seapiada de una banda dedespreciables gentes del bosque.Así concluye el deseo de lujo ypernocta en posadas en las quesiempre hay un espía. Éstos son losresultados obtenidos de viajar conuna cotorra versificadora. Por ello

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me hallo ahora sentado en estahabitación sin ventanas, conaspecto de celda, sobre una sillapara interrogatorios, dura y clavadaal suelo, y en el respaldo de esasilla, no se puede no advertirlo, hayunos agarraderos y unas cintas decuero. Para sujetar las manos einmovilizar el cuello. De momentono las han usado, pero están ahí.

¿Y cómo, por todos los diablos,voy a escapar ahora de esteenredo?

Cuando después de cinco días de

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viaje con los colmeneros de losTras Ríos salieron por fin delmonte y entraron en unospantanosos esteros, la lluvia dejóde caer, el viento ahuyentó el vahoy la húmeda neblina, el sol se abriópaso por entre las nubes. Y bajo elsol brillaron las cumbres de lasmontañas.

Si todavía no hacía mucho elrío Yaruga había constituido paraellos una cesura ostensible, unlímite cuyo paso significaba elcruce a la etapa siguiente y másimportante de su aventura, ahora

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sentían cómo se acercaban a lafrontera, a la barrera, al últimolugar del que sería todavía posiblevolver atrás. Lo percibían todos, yGeralt el primero. No podía ser deotro modo: todo el día, de lamañana a la tarde, se elevaba antesus ojos una poderosa cadenamontañosa, dentada, cubierta denieves y hielos, que se alzaban alsur y cortaban la ruta de través. LosMontes de Amell. Y por encima dela sierra de Amell se encumbraba,majestuoso y amenazador, afiladocomo la espada de la misericordia,

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el obelisco de la Gorgona, laMontaña del Diablo. No hablabansobre ello, no discutían, peroGeralt sabía lo que todos pensaban.Porque a él, cuando miraba a lascadenas de Amell y la Gorgona, elpensamiento de continuar la marchahacia el sur también le parecía unaverdadera locura.

Por suerte, resultó que al finalno iban a tener que seguir hacia elsur.

Aquella noticia se la trajo elvelludo colmenero de los montespor cuya culpa habían estado

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sirviendo de escolta armada delconvoy durante los últimos cincodías. El padre y marido de lashermosas hamadríadas junto a lasque tenía el aspecto de un jabalíjunto a una yegua. El que habíapretendido engañarles afirmandoque los druidas de Caed Dhu habíanmarchado a Los Taludes.

Ocurrió a la mañana siguientede haber llegado a la ciudad deRiedbrune, tumultuosa como unhormiguero, dado que era elobjetivo de los colmeneros ytramperos de los Tras Ríos. Fue al

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día siguiente de despedirse de losmieleros escoltados, a los que elbrujo ya no les era necesario y a losque esperaba que no iba a volver aver nunca más. Por eso fue mayorsu asombro.

El colmenero comenzó pues conunos exagerados agradecimientos yle alargó a Geralt una bolsa llenade monedas más bien pequeñas: susueldo de brujo. Él la aceptó,sintiendo sobre sí la mirada untanto burlona de Regis y Cahir, antequienes se había quejado durante lamarcha más de una vez de la

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ingratitud humana y habíasubrayado la falta de sentido asícomo la estupidez del altruismodesinteresado.

Y entonces, el excitadocolmenero casi gritó la novedad:usease, los muerdagueros, useaselos druidas, están, querido señorbrujo, usease, en los robleales dellago Loe Monduim, el cual tal lagose encuentra, usease, a unas treintay cinco millas yendo al oeste.

Esta noticia la había obtenido elcolmenero en la tienda de venta demiel y cera de un pariente que vivía

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en Riedbrune, y el pariente, por suparte, sabía aquello gracias a unconocido que era buscador dediamantes. Cuando el colmenero seenteró de lo de los druidas, se echóa correr como un loco paracontárselo. Y ahora hasta lanzabadestellos de felicidad, orgullo ysentimiento de importancia, comotodo mentiroso cuando resulta quesu mentira, por pura casualidad,acaba siendo verdad.

Geralt tuvo intención deponerse en marcha hacia LoeMonduirn sin dudar un segundo,

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pero la compaña protestóvivamente. Disponiendo del dinerode los colmeneros, anunciaronRegis y Cahir, y encontrándose enun lugar donde se mercadeaba contodo, convenía complementar elequipo y los víveres. Y comprarmás flechas, añadió Milva, puestoque todo el tiempo se requería queella les proveyera de caza y no ibaa andar disparando con palosafilados. Y por lo menos dormiruna noche en una posada, añadióJaskier, tumbarse en la camadespués del baño y con una

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agradable guarapeta de cerveza.Los druidas, anunciaron todos a

coro, no van a salir corriendo.—Aunque se trata de un

absoluto cúmulo de circunstancias—añadió con extraña sonrisa elvampiro Regis—, nuestro equipoestá en el camino absolutamentecorrecto, se encamina en unadirección absolutamente correcta.De ello se deduce que nos estáabsoluta y evidentementepredestinado que lleguemos hastalos druidas, por lo que un día o dosde pausa no tienen importancia.

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»En lo que se refiere alapresuramiento —añadió,filosófico—, esa sensación de queel tiempo se acaba a toda prisasuele ser señal de alarma queanuncia que hay que reducir lavelocidad, actuar poco a poco ycon la adecuada reflexión.

Geralt no se opuso, ni se peleó.Tampoco combatió la filosofía delvampiro, pese a que las extrañaspesadillas que lo asaltaban por lasnoches le inclinaban más bien aapresurarse. Aunque no estuvieraen condiciones de recordar el

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contenido de aquellas pesadillas aldespertarse.

Era el diecisiete de septiembre,luna llena. Quedaban seis días parael equinoccio de otoño.

Milva, Regis y Cahir se echaronentre pecho y espalda la tarea dehacer compras y completar elequipaje. Geralt y Jaskier, por suparte, se encargaron de realizartrabajos de inteligencia y andarpreguntando por todo Riedbrune.

Situada en una revuelta del ríoNeva, Riedbrune era una ciudad

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pequeña, si se tenían en cuenta lasconstrucciones de piedra y maderaque se apretaban en el interior delanillo de murallas de tierrarematadas por una empalizada.Pero las apretadas construccionesdetrás de los muros sólo constituíanen aquel momento el centro de laciudad, allí no podía vivir más deun décimo de la población. Losotros nueve décimos habitaban enun ruidoso mar de cabañas,chamizos, chozas, chabolas,chiqueros, tiendas de campaña yhasta carros que hacían las veces

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de viviendas.Al poeta y al brujo les servía de

cicerone el pariente del colmenero,joven, vivo y arrogante, típicoejemplar de la briba local, quehabía nacido en las alcantarillas,que se había bañado en más de unaalcantarilla y en más de una habíaapagado la sed. En medio de labarahúnda, el tumulto, la suciedad yel hedor de la ciudad se sentíaaquel mozuelo como la trucha en unrápido montaraz de aguascristalinas. Para colmo, laposibilidad de enseñar a alguien su

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desagradable ciudad lo alegraba atodas luces. Sin alterarse por elhecho de que nadie le preguntabapor nada, el barriobajero explicabatodo con verdadera pasión. Explicóque Riedbrune constituía una etapaimportante para los colonosnilfgaardianos que vagabundeabanhacia el norte en busca de la tierraprometida por el emperador: cuatrocampos, o sea, contando a lo bajocuatrocientas fanegas. Y ademásuna descarga de impuestos.Riedbrune yace a la entrada delvalle del Neva, que corta los

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Montes de Amell, delante deldesfiladero de Theodula, que uneLos Taludes y los Tras Ríos conMag Turga, Geso, Metinna yMaecht, países que ya hacía muchoque eran súbditos del imperionilfgaardiano. La ciudad deRiedbrune, explicó el barriobajero,es el último lugar en el que loscolonos pueden contar con algo másque consigo mismos, su mujer y loque llevan en los carros. Por esotambién la mayor parte de loscolonos acampa bastante tiempojunto a la ciudad, tomando aliento

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para el último salto sobre el Yarugay más allá del Yaruga. Y muchos deellos, añadió el barriobajero conorgullo de patriota de lasalcantarillas, se quedan en laciudad para siempre, porque laciudad es, no veas, la cultura y noun quintoelcoño de pueblo quehuele a estiércol.

La ciudad de Riedbrune olíamucho. Y también a estiércol.

Geralt había estado allí, hacíamuchos años, pero no reconocíanada. Había cambiado demasiado.Antaño no se veían tantos

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caballeros con corazas y capasnegras y con los emblemas de colorde plata en los brazos. Antaño no seoía por doquier la lenguanilfgaardiana. Antaño no había allíninguna cantera en la que unosindividuos andrajosos, sucios,miserables y ensangrentadosquebraban piedras con cincel ymartillo, azuzados a palos porvigilantes vestidos de negro.

Aquí se estacionan muchossoldados nilfgaardianos, explicó elbarriobajero, pero nopermanentemente, sólo durante los

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descansos entre las marchas y laspersecuciones a los partisanos de laorganización Taludes Libres.Vendrá una fuerza numerosa denilfgaardianos cuando ya se alceuna fortaleza grande, amurallada, enlugar de la ciudad vieja. Unafortaleza de piedra extraída de lacantera. Los que extraían laspiedras eran prisioneros de guerra.De Lyria, de Aedirn, últimamentede Sodden, Brugge, Angren. Y deTemeria. Aquí, en Riedbrune, seafanan cuatro centenares deprisioneros. Más de cinco

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centenares trabajan en almacenes,minas y arrugias en los alrededoresde Belhaven, y más de milconstruyen puentes y alisan loscaminos en el paso de Theodula.

En la plaza de la ciudad,también en tiempos de Geralt habíaun cadalso, pero bastante másmodesto. No había en él tantasherramientas que despertaran lasmás siniestras asociaciones, y enlas sogas, palos, biernos y estacasno colgaban tantas decoracionesque apestaran a podredumbre ydespertaran el asco.

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Esto es cosa de don FulkoArtevelde, no hace muchonombrado prefecto por el gobiernomilitar, explicó el barriobajero,mirando el cadalso y el fragmentode anatomía humana que locoronaba. Otra vez le dio tormentoa alguno don Fulko Artevelde. Nohay bromas con don Fulko, añadió.Es un hombre riguroso.

El buscador de diamantes,amigo del barriobajero, al queencontraron en una taberna, no lecausó a Geralt la mejor impresión.Se encontraba precisamente en ese

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estado tembloroso, pálido, mediosereno, medio borracho, irreal casi,cercano a un ensueño que leproduce al hombre el haber estadobebiendo sin parar durante algunosdías con sus noches. Al brujo se lehundió la moral al momento.Parecía que las sensacionalesnoticias sobre los druidas podíantener su origen en un deliriumtremens común y corriente.

Sin embargo, el bebidobuscador respondió a las preguntasconscientemente y con sentido.Contrarrestó graciosamente la

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objeción de Jaskier de que noparecía un buscador de diamantescontestando que en cuantoencontrara siquiera uno, entonces loparecería. Asimismo señaló ellugar donde estaban los druidasjunto al Loc Monduirn de formaconcreta y detallada, sin lasmaneras pintorescas y vanidosaspropias de la mitomanía. Sepermitió a sí mismo hacer lapregunta de qué es lo que losinterlocutores querían de losdruidas y cuando le contestó unsilencio despectivo avisó que

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penetrar en los robledales de losdruidas significaba la muerte cierta,puesto que los druidasacostumbraban a agarrar a losintrusos, meterlos en una muñecallamada la Moza de Esparto yquemarlos vivos acompañándolotodo con rezos, cantos yencantamientos. Por lo visto, losrumores infundados y lassupersticiones tontas viajaban juntocon los druidas, manteniendo elpaso bravamente sin quedarsesiquiera media legua atrás.

No pudieron seguir hablando,

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pues nueve soldados de uniformenegro y armados con alavesas y quellevaban al hombro el emblema delsol les interrumpieron.

—¿Sois vos —preguntó elsuboficial que dirigía a lossoldados, al tiempo que segolpeaba en la pantorrilla con unpalo de roble— el brujo llamadoGeralt?

—Sí —respondió Geralt alcabo de un instante de reflexión—.Lo somos.

—Sed tan amable entonces devenir con nosotros.

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—¿Por qué voy a ser tanamable? ¿O es que estoy arrestado?

El soldado, en un silencio queparecía no tener fin, le miró con unamirada extraña, como sin respeto.No cabía duda de que era su escoltade ocho personas la que le infundíaconfianza para mirar de tal modo.

—No —dijo por fin—. Noestáis arrestado. No hubo ordenpara arrestaros. Si hubiera habidotal orden, os hubiera preguntado deotra manera, noble señor.Totalmente distinta.

Geralt se colocó el talabarte de

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forma bastante provocativa.—Y yo —dijo con tono frío—

hubiera respondido de otra manera.—Bueno, bueno, señores. —

Jaskier se decidió a entrometerse,poniendo en su rostro algo que, ensu opinión, se asemejaba a lasonrisa de un diplomáticoexperimentado—. ¿Por qué esetono? Somos personas honradas, notenemos por qué temer a laautoridad, incluso hasta ayudamosgustosamente. Todas las veces quetenemos ocasión, ha de entenderse.Pero también por ello nos

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merecemos algo de las autoridades,¿no es verdad, señor militar?Aunque no sea más que unapequeña explicación de los motivospor los que se nos limitan nuestraslibertades ciudadanas.

—Hay guerra, señores —respondió el soldado, para nadaturbado por el torrente de palabras—. Las libertades, como de supropio nombre se desprende, soncosa para tiempos de paz. Por suparte, los motivos todos os losexplicará el señor prefecto. Yocumplo órdenes y no es cuestión

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mía entrar en disputas.—Lo que es verdad, es verdad

—reconoció el brujo y le hizo unleve guiño al trovador—.Conducidnos entonces a laprefectura, señor soldado. Tú,Jaskier, vuelve con los otros, cuentalo que ha pasado. Haced lo que seaconveniente. Regis ya sabrá qué.

—¿Qué hace un brujo en LosTaludes? ¿Qué busca aquí?

El que planteaba la pregunta eraun hombre fornido y de cabellooscuro, con el rostro adornado por

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los surcos de unas cicatrices y unparche de cuero cubriéndole el ojoizquierdo. En una calle oscura, lavisión de aquel rostro ciclópeopodría arrancar un gemido de terrorde más de un pecho. Y quéinnecesario sería asustarse,teniendo en cuenta que aquél era elrostro del señor Fulko Artevelde,prefecto de Riedbrune, la jerarquíamás alta de la vigilancia de la ley yel orden en aquellos alrededores.

—¿Qué busca un brujo en LosTaludes? —repitió la más altajerarquía de vigilancia de la ley en

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aquellos alrededores.Geralt suspiró, encogió los

hombros, fingiendo indiferencia.—Conocéis pues la respuesta a

vuestra pregunta, señor prefecto. Elque soy un brujo sólo podéishaberlo sabido por los colmenerosde los Tras Ríos, que mecontrataron para proteger sumarcha. Y siendo brujo, en LosTaludes, como en cualquier otrolado, busco por lo general laposibilidad de ganarme la vida. Asíque viajo en la dirección que meseñalan los patronos que me

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contratan.—Muy lógico —asintió con la

cabeza Fulko Artevelde—, almenos en apariencia. Osseparasteis de los colmeneros hacedos días. Pero tenéis intenciones deseguir hacia el sur en una compañíaun tanto extraña. ¿Con quéobjetivo?

Geralt no bajó los ojos, sostuvola mirada ardiente del único ojo delprefecto.

—¿Estoy arrestado?—No. De momento no.—Entonces el objetivo y la

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dirección de mi marcha es asuntomío. Creo.

—Sugeriría sin embargosinceridad y franqueza. Aunque nofuera más que por demostrar que noescondéis culpa ninguna y no teméisa la ley, ni a las autoridades que laprotegen. Intentaré repetir lapregunta: ¿qué objetivo tienevuestra empresa, brujo?

Geralt reflexionó un instante.—Intento llegar hasta los

druidas que antes vivían en Angreny que ahora al parecer se haninstalado en estos alrededores. No

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fue difícil enterarse de ello por loscolmeneros que estuve escoltando.

—¿Quién os ha contratado parair contra los druidas? ¿Acaso losamigos de la naturaleza hanquemado en su Moza de Esparto auna persona de más?

—Cuentos, rumores ysupersticiones, extraños en unapersona cultivada. De los druidasyo preciso información, no susangre. Pero de verdad, señorprefecto, me parece que ya he sidohasta demasiado sincero parademostrar que no escondo culpa

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alguna.—No se trata de vuestra culpa.

Al menos no sólo de ella. Quisierasin embargo que en nuestraconversación comenzaran adominar tonos de deferencia mutua.En contra de las apariencias, elobjetivo de esta conversación es,entre otros, el salvaros la vida avos y a vuestros compañeros.

—Habéis despertado, señorprefecto —dijo Geralt tras uninstante—, mi más profundacuriosidad. Entre otras cosas.Escucharé vuestra explicación con

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gran atención.—No lo dudo. Llegaremos a

esas explicaciones, perogradualmente. Por etapas. ¿Habéisoído hablar alguna vez, señor brujo,de la institución del testigo de lacorona? ¿Sabéis qué es eso?

—Lo sé. Alguien que se quierelibrar de responsabilidadesdelatando a sus camaradas.

—Una simplificación excesiva—dijo sin sonrisa Fulko Artevelde—, típica al fin y al cabo para unnorteño. Vosotros enmascaráis amenudo los agujeros en vuestra

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educación a base de sarcasmo osimplificaciones caricaturescas,que consideráis bromas. Aquí, enLos Taludes, señor brujo, actúa laley del Imperium. En rigor, actuarála ley del Imperium cuando sesiegue hasta la raíz la anarquía quereina aquí. El mejor medio parareprimir la anarquía y elbandolerismo es el cadalso que contoda seguridad habéis visto en laplaza. Pero a veces también sirve lainstitución del testigo de la corona.

Hizo una pausa efectista. Geraltno le interrumpió.

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—No hace mucho —siguió elprefecto—, conseguimos enredar enuna emboscada a una banda dejóvenes criminales. Los bandidosofrecieron resistencia y murieron…

—Pero no todos, ¿verdad? —seimaginó con brusquedad Geralt, alque toda aquella retórica le estabaya cansando un poco—. A uno deellos se le cogió con vida. Se leprometió piedad si se convertía entestigo de la corona. Es decir, si sechotaba. Y se chotó de mí.

—¿De dónde extraéis esaconclusión? ¿Habéis tenido

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contacto con el mundo de ladelincuencia local? ¿Ahora o en elpasado?

—No. No lo he tenido. Niahora, ni en el pasado. Por eso,perdonadme, señor prefecto, perotodo este asunto no es más que unmalentendido o un humbugueo. Ouna provocación dirigida contra mí.En este último caso propongo queno perdamos el tiempo y vayamosal grano.

—La idea de una provocacióndirigida contra vos no os abandona—advirtió el prefecto, frunciendo

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una ceja deformada por una cicatriz—. ¿Acaso, pese a las afirmacionesque habéis realizado, tenéis enverdad motivos para temer a la ley?

—No. Sin embargo, comienzo atemer que la lucha contra ladelincuencia se realice aquídemasiado aprisa, a granel y conpoco detalle, sin prolijas esperas,se sea culpable o no. Pero, en fin,puede que esto sólo sea unasimplificación caricaturesca, típicapara un lerdo norteño. Norteño elcual todavía no comprende de quéforma le está salvando la vida el

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prefecto de Riedbrune.Fulko Artevelde le miró durante

un instante en silencio. Luego diouna palmada.

—Traedla —ordenó al soldadoque había acudido.

Geralt se tranquilizó con unascuantas inspiraciones. De pronto uncierto pensamiento le habíaprovocado una aceleración delcorazón y una reforzada producciónde adrenalina. Al cabo de unsegundo tuvo que inspirar de nuevo,tuvo incluso que hacer —algo sinprecedentes— una Señal con la

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mano que mantenía oculta bajo lamesa. Y no hubo —algo sinprecedentes— resultado alguno. Leentró calor. Y frío.

Porque los guardias empujarona la habitación a Ciri.

—Oh, mirar —dijo Ciri encuanto que la sentaron en la silla yle ataron las manos a la espalda,detrás del respaldo—. ¡Mirar loque nos trajo el gato!

Artevelde realizó un rápidogesto. Uno de los guardianes, ungran mozo con el rostro de un niñono muy despierto, desplegó la mano

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en un lento golpe y le dio unabofetada en la cara que hasta hizobalancearse la silla.

—Perdonarla, mi señor —dijoel guardia con una voz de disculpasorprendentemente suave—. Jovenes, y tonta. Y descarada.

—Angoulême —dijo Arteveldelenta y claramente—. Te prometíque te escucharía. Pero estosignifica que voy a escuchar tusrespuestas a mis preguntas. Notengo intenciones de escuchar tuspayasadas. Serás castigada porellas. ¿Has entendido?

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—Sí, abuelete.Un gesto. Una bofetada. La silla

se balanceó.—Joven es —musitó el guardia

mientras se restregaba la mano enel muslo—. Descarada…

De la nariz rota de la muchacha—Geralt ya sabía que no era Ciri yno podía dejar de asombrarse de suerror— fluyó un delgado hilo desangre. La muchacha se sorbió losmocos con fuerza y adoptó unasonrisa feroz.

—Angoulême —repitió elprefecto—. ¿Me has entendido?

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—Sí, señor Fulko.—¿Quién es éste, Angoulême?La muchacha volvió a inspirar

por la nariz, inclinó la cabeza,abrió unos grandes ojos endirección a Geralt. Luego agitó unflequillo de cabellos desordenadosy rubios como la paja, que le caíanen molestos mechones sobre lascejas.

—No le he visto en la vida. —Se lamió la sangre que le habíabajado hasta los labios—. Pero séquién sea. Ya os lo dije, señorFulko, ahora sabéis que no mentía.

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Se llama Geralt. Es un brujo. Haceunos diez días cruzó el Yaruga y sedirige a Toussaint. ¿Acierto,abuelete de pelos blancos?

—Joven es… Descarada… —dijo el guardia con rapidez,mirando con un cierto desasosiegoal prefecto. Pero Fulko Arteveldetan sólo frunció el ceño y agitó lacabeza.

—Tú todavía vas a engalanar elcadalso, Angoulême. Bueno,sigamos. ¿Con quién, según tú,viaja este brujo Geralt?

—¡También os lo dije! Con un

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guaperas de nombre Jaskier, que estrovador y lleva un laúd consigo.Con una mujer joven, con los pelosde color rubio oscuro, cortados a laaltura de la nuca. No sé cómo sellama. Y con un hombre del quenada se dijo, su nombre tampoco.Juntos todos son cuatro.

Geralt apoyó la barbilla en lospulgares, mirando con atención a lamuchacha. Angoulême no bajó lavista.

—Cuidado que tienes ojos —dijo ella—. ¡Ojosmalojos!

—Sigue, sigue, Angoulême —la

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espoleó, frunciendo el ceño, donFulko—. ¿Quién más pertenece aesa compaña brujeril?

—Nadie. Lo dije, son cuatro.¿No tienes orejas, abuelete?

Un gesto, una bofetada, unbalanceo. El guardia se frotó lamano en el muslo, conteniéndose desoltar más sentencias acerca de ladescarada mocedad.

—Mientes, Angoulême —dijoel prefecto—. ¿Cuántos son,pregunto por segunda vez?

—Como vos queráis, señorFulko. Como vos queráis. Vuestro

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gusto. Son doscientos. ¡Trescientos!¡Seiscientos!

—Señor prefecto. —Geralt seanticipó rápido y brusco a la ordende golpear—. Dejémoslo, si sepuede. Lo que ha dicho es tanpreciso que no se puede hablar dementira, sino más bien deinformación incompleta. Pero, ¿dedónde ha salido esa información?Ella misma ha reconocido que meve por vez primera en su vida. Yotambién la veo por vez primera. Oslo prometo.

—Gracias por la ayuda en la

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investigación. —Artevelde le miróde reojo—. Muy valiosa. Cuandocomience a interrogaros a vos,cuento con que seáis también tanhablador. Angoulême, ¿has oído loque ha dicho el señor brujo? Habla.Y no me obligues a tener queapurarte.

—Se dijo —la muchacha selamió la sangre que le caía de lanariz— que si a las autoridades seles denunciaba algún crimenplaneado, si se dijera quién planeaalguna truhanería, entonces semostraría benevolencia. ¿Pues no lo

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he dicho yo? Sé de un crimen enciernes, quiero evitar un actomalvado. Escuchar lo que digo.Ruiseñor y su cuadrilla estánesperando en Belhaven al brujoaquí presente y han de cargárselo.Les dio este encargo un medioelfo,forastero, el diablo sabe de dóndesalió, nadie lo conoce. Todo dijo eltal medioelfo: quién es, qué aspectotiene, de dónde vendrá, cuándovendrá, en qué compañía. Lesreconvino de que era un brujo, noun paleto cualquiera, sino perroviejo, que no se las dieran de listos,

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sino que le apuñalaran por laespalda, le tiraran de ballesta, y lomejor, que le envenenaran cuandobebiera o comiera algo enBelhaven. El medioelfo le dio alRuiseñor dinero. Mucho dinero. Yle prometió más después deltrabajo.

—Después del trabajo —advirtió Fulko Artevelde—. ¿Demodo que el medioelfo todavía estáen Belhaven? ¿Con la banda delRuiseñor?

—Pudiera ser. No lo sé. Haceya más de dos semanas que huí de

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la cuadrilla del Ruiseñor.—¿Así que ése es el motivo por

el que los delatas? —sonrió elbrujo—. ¿Ajustes de cuentaspersonales?

Los ojos de la muchacha seestrecharon, sus tumefactos labiosse torcieron en un gesto horrible.

—¡Una mierda te importan a timis ajustes de cuentas, abuelo! Ycon eso de que delato, te salvo lavida, ¿no? ¡No vendría mal unagradecimiento!

—Gracias. —Geralt de nuevose adelantó a la orden de golpear

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—. Sólo quería comentar que si setrata de un ajuste de cuentas tucredibilidad se rebaja, testigo de lacorona. La gente delata cuandoquiere salvar el pellejo y la vida,pero miente cuando quierevengarse.

—Nuestra Angoulême no tieneni la más mínima posibilidad desalvar la vida —le interrumpióFulko Artevelde—. Pero el pellejo,por supuesto, quiere salvarlo. A mijuicio se trata de una motivaciónabsolutamente creíble. ¿Eh,Angoulême? ¿Quieres salvar el

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pellejo, verdad?La muchacha apretó los labios.

Y palideció manifiestamente.—Valentía de bandoleros —

dijo el prefecto con desprecio—. Yde mocosos también. Atacar enventaja, robar a los débiles, matar aindefensos, eso sí se puede. Peromirar cara a cara a la muerte es másdifícil. Eso ya no podéis.

—Todavía lo veremos —ladróella.

—Veremos —repitió serioFulko—. Y lo escucharemos.Gritarás en el patíbulo hasta que se

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te salgan los pulmones, Angoulême.—Prometisteis benevolencia.—Y mantendré mi promesa. Si

lo que has confesado resulta serverdad.

Angoulême se retorció en lasilla, señalando a Geralt con unmovimiento que se diría de todo sudelgado cuerpo.

—¿Y esto —gritó— qué es?¿No es verdad? ¡Que niegue que noes brujo y que no es Geralt! ¡Mevan a decir aquí que no soy creíble!¡Pues que se vaya a Belhaven, ytendrá mejor prueba de que no

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miento! Su cadáver lo hallarán a lamañana en las canales. ¡Sólo queentonces diréis que no previne eldelito y que de benevolencia nada!¿No? ¡Fulleros, su puta madre, es loque sois! ¡Fulleros y eso es todo!

—No la golpeéis —dijo Geralt—. Por favor.

En su voz había algo que detuvoa mitad de camino las manosalzadas del prefecto y del guardia.Angoulême se sorbió las narices,mirándolo penetrantemente.

—Gracias, abuelete —dijo—.Pero pegar no es nada, si quieren

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que peguen. A mí me pegaban desdepequeña, estoy acostumbrada. Siquieres hacerme bien, confirmaentonces que digo la verdad. Quemantengan su palabra. Que mecuelguen, su puta madre.

—Lleváosla —ordenó Fulko,intentando acallar con un gesto lasprotestas de Geralt—. No nos es yanecesaria —aclaró, cuando sequedaron solos—. Ya sé todo y oslo aclararé. Y luego os pediréreciprocidad.

—Primero —la voz del brujoera fría— aclaradme de qué iba

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este ruidoso final, terminado conuna extraña petición deahorcamiento. Al fin y al cabo lamuchacha, como testigo de lacorona, ya ha hecho lo suyo.

—Todavía no.—¿Cómo que no?—Homer Straggen, llamado

Ruiseñor, es un truhánextraordinariamente peligroso.Cruel y desvergonzado, astuto einteligente, y para colmo con suerte.Su impunidad estimula a otros.Tengo que acabar con esto. Por esohe hecho un trato con Angoulême.

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Le prometí que si como resultadode su declaración, Ruiseñor esatrapado y su cuadrilla deshecha,Angoulême será ahorcada.

—¿Cómo? —El asombro delbrujo no era fingido—. ¿Ésta es lainstitución del testigo de la corona?¿A cambio de colaborar con lasautoridades, la soga? Y por negarsea colaborar, ¿qué?

—El palo. Precedido de sacarlelos ojos y arrancarle los pechos contenazas al rojo.

El brujo no dijo ni una palabra.—Esto se llama ejemplo por el

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miedo —siguió al cabo, FulkoArtevelde—. Una cosa muynecesaria en la lucha contra elbandolerismo. ¿Por qué apretáistanto los puños que hasta casi seoyen crujir vuestros pulgares?¿Acaso sois partidario de matarhumanitariamente? Pero vos ospodéis permitir ese lujo, al fin y alcabo combatís principalmente aseres que, por muy ridículo quepueda sonar, también matanhumanitariamente. Yo no puedopermitirme el lujo. Yo he vistocaravanas de mercaderes y casas

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asaltadas por el Ruiseñor y otrosparecidos. He visto lo que lehicieron a la gente para queseñalaran escondrijos o dijeran lasconsignas mágicas de cajas ycofres. He visto mujeres después deque el Ruiseñor hubieracomprobado con un cuchillo si noescondían bienes preciados. Hevisto a personas a las que se leshicieron cosas todavía peores parasimple diversión bandoleril.Angoulême, cuyo destino tanto ospreocupa, tomó parte en talesdiversiones, eso es seguro. Estuvo

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el tiempo suficiente en la banda. Ysi no fuera por el mero azar, por elhecho de que huyera de la banda, lahubierais conocido de otra forma.Puede que fuera ella quien oshubiera disparado en la espalda conla ballesta.

—No me gustan los «y si».¿Sabéis el motivo por el queescapó de la cuadrilla?

—Sus declaraciones fueronescasas en este sentido, y misgentes no quisieron divulgarlo.Pero todos saben que Ruiseñor esdel tipo de hombre que gusta de

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poner a las mujeres en su papeldiríamos natural. Si no resulta deotro modo, les impone ese papelpor la fuerza. A esto se añadióseguramente un conflictogeneracional. Ruiseñor es unhombre maduro y la últimacompaña de Angoulême eran unoscrios igual que ella. Pero esto sonespeculaciones, en realidad todoello no me incumbe. Y a vos, mepermito preguntar, ¿por qué osimporta tanto? ¿Por qué desde elprimer momento que la visteis osproduce Angoulême tan vivas

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emociones?—Extraña pregunta. La

muchacha denuncia un ataque contramí que al parecer preparan susantiguos camaradas por encargo dealgún medioelfo. Cosa en síbastante extraordinaria porque notengo ninguna cuenta pendiente conningún medioelfo. Aparte de ello,la muchacha sabe en qué compañíaviajo. Con tales detalles como queel trovador se llama Jaskier y lamujer se ha cortado la coleta.Precisamente esa coleta hace quesospeche que todo esto no es más

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que mentira o provocación. Nosería muy difícil atrapar y preguntara uno de los colmeneros del bosquecon los que viajé la semana pasada.Y montar rápidamente unacomedia…

—¡Basta! —Artevelde golpeócon el puño en la mesa—. Un pocodemasiado os aceleráis, señor mío.¿Quiere decir esto que yo estoymontando una comedia? ¿Y con quéobjetivo? ¿Para engañaros,embaucaros? ¿Y quién sois vospara temer tales provocaciones yengaños? ¡Quien se pica ajos come,

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señor brujo! ¡Ajos come!—Dadme otra explicación.—No, ¡dádmela vos!—Lo siento. No tengo otra.—Podría decir algo más. —El

prefecto sonrió con malignidad—.Pero, ¿por qué? Dejemos las cosasclaras. A mí no me interesa saberquién os quiere ver muerto y porqué. No me importa de dónde hasacado ese alguien tan estupendainformación sobre vos, incluyendohasta el color y la longitud devuestros cabellos. Aún más: yohasta podría incluso no haberos

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informado de este atentado, brujo.Podría haber tratado a vuestracompaña como a un ceboinvoluntario para el Ruiseñor.Seguir, esperar hasta que Ruiseñorpique el anzuelo, el sedal, el plomoy el corcho. Y entonces atraparlocomo a un lucio. Porque él es elque me interesa, el que quiero. ¿Yque para entonces a vosotros se osestuviera comiendo ya la tierra?¡Ja, mal necesario, a costespropios!

Se calló. Geralt no hizo ningúncomentario.

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—Sabéis, mi señor brujo —siguió al cabo el prefecto—, yo mejuré a mí mismo que la ley va areinar en estos terrenos. Acualquier precio y por cualquiermedio, per fas et nefas. Porque laley no es la jurisprudencia, no es ungrueso libro lleno de parágrafos, noson tratados filosóficos, no sonexageradas habladurías sobre lajusticia, no son gastadas frasessobre moralidad o ética. La ley soncaminos y carreteras seguros. Soncallejas de ciudad por las que sepuede pasear incluso después de la

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puesta de sol. Son posadas ytabernas de las que se puede saliral retrete dejando la bolsa sobre lamesa y a la mujer a la mesa. ¡La leyes el sueño tranquilo de las gentesque están seguras de que lasdespertará el canto del gallo y no elgallo rojo de las llamas! ¡Y paralos que violan la ley: la soga, elhacha, el palo y el hierro al rojo!Un castigo que atemorice a otros.Los que violan la ley se merecenser capturados y castigados. Portodos los medios y formas posibles.¡Eh, brujo! ¿Acaso esa

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desaprobación que se pinta en turostro se refiere al objetivo o a losmétodos? ¡Supongo que a losmétodos! Porque es fácil criticarlos métodos, pero a todos nosgustaría vivir en un mundo seguro,¿no? ¡Venga, responde!

—No hay mucho de qué hablar.—Pues yo pienso que sí.—A mí, don Fulko —dijo

sereno Geralt— hasta me gusta esemundo de tu visión y tu idea.

—¿De verdad? Tu gesto dice locontrario.

—Tu mundo ideal es un mundo

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perfecto para mí. Nunca le faltarátrabajo en él a un brujo. En vez decódigos, parágrafos y frasesexageradas acerca de la justicia, tuidea produce ilegalidad, anarquía,arbitrariedad y búsqueda delinterés propio por parte de losreyes y reyezuelos, el exceso decelo de carreristas que quierencomplacer a sus superiores, lavenganza ciega de los fanáticos, lacrueldad de los esbirros, larevancha y el desquite sádico. Tuvisión es un mundo de terror, no demiedo ante los bandidos sino ante

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los guardianes de la ley, porquesiempre y en todo lugar el efecto delas grandes cacerías de bandolerosha sido que los bandoleros ingresenen masa en las filas de losguardianes de la ley. Tu visión esun mundo de sobornos, chantaje yprovocación, un mundo de testigosde la corona y de falsos testigos. Unmundo de espías y confesionesforzadas. E inevitablemente llegaráel día en que en tu mundo lastenazas arrancarán los pechos a lapersona equivocada, en que secolgará o empalará a un inocente. Y

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entonces será ya un mundo criminal.»Hablando en plata —terminó

—, un mundo en el que un brujo sesentiría como pez en el agua.

—Vaya —dijo al cabo de uninstante de silencio FulkoArtevelde, tocándose el ojocubierto por el parche de cuero—.¡Un idealista! Brujo. Profesional.Especialista en matar. Y sinembargo, un idealista. Y moralista.Algo un poco peligroso en tuprofesión, brujo. Señal de quecomienzas a cansarte de tu trabajo.Un día de estos vacilarás si rajar a

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una estrige o no, porque, ¿y siresulta que es una estrige inocente?¿Y si se trata sólo de venganzaciega y ciego fanatismo? No tedeseo que se llegue a eso. Y sialguna vez… tampoco te lo deseo,pero es posible que alguien dañe deforma cruel y sádica a algunapersona cercana a ti. Entoncesvolvería gustoso a estaconversación, al problema delcastigo proporcional a la pena.¿Quién sabe si entonces nuestrasopiniones serían tan diferentes?Pero hoy, aquí, ahora, tal cosa no

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va a ser objeto de consideracionesni de debate. Hoy vamos a hablarde cosas concretas. Y lo concretoeres tú.

Geralt alzó las cejas levemente.—Aunque has hablado con

sarcasmo acerca de mis métodos yde mi visión del mundo de la ley,ayudarás, mi querido brujo, arealizar esta visión. Repito: yo mejuré a mí mismo que aquéllos queviolen la ley recibirán lo suyo.Todos. Desde aquel pequeño quefalsifica las medidas en el mercadoa aquél que asaltó un día en el

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camino un transporte de arcos yflechas para el ejército.Bandoleros, salteadores, ladrones,desertores. Los luchadores por lalibertad integrantes de laorganización terrorista sonoramentellamada Taludes Libres. YRuiseñor. Sobre todo Ruiseñor.Ruiseñor debe ser castigado, daigual por qué método. Y rápido.Antes de que se anuncie unaamnistía y se libre… Brujo. Hacemeses que estoy esperando algo queme permita adelantarme a él en unpaso. Que me permita engañarlo,

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lograr que cometa un error, eseerror decisivo que lo conduzca a laperdición. ¿Tengo que seguirhablando o ya has adivinado?

—Lo he adivinado, pero siguehablando.

—El misterioso medioelfo, alparecer iniciador e instigador delatentado, le previno del brujo aRuiseñor, le recomendó precaución,desaconsejó descuido, arroganciasoberbia y fanfarronadas. Sé que nosin motivo. Sin embargo, lasadvertencias serán en vano.Ruiseñor cometerá un error.

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Atacará a un brujo prevenido y listopara defenderse. Atacará a un brujoque está esperando el ataque. Y ésteserá el final del bandido Ruiseñor.Quiero sellar contigo un pacto,Geralt. Vas a ser mi brujo de lacorona. No me interrumpas. Es unpacto sencillo, cada parte secompromete a algo, cada unamantiene su compromiso. Túacabas con Ruiseñor. Yo, acambio…

Se calló por un instante, sonriómalicioso.

—No pregunto quiénes sois, de

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dónde venís, adónde vais y por quéestáis en el camino. No preguntopor qué uno de vosotros habla conun ligero acento nilfgaardiano, ypor qué a otro lo evitan algunosperros y caballos. No ordenaré quele arranquen al trovador Jaskier eltubo con los escritos ni examinaréde lo que tratan esos apuntes. Ysólo informaré a los serviciossecretos imperiales cuandoRuiseñor esté muerto o en mismazmorras. Incluso después, ¿paraqué apresurarse? Os daré tiempo. Yuna oportunidad.

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—¿Una oportunidad para qué?—Para llegar hasta Toussaint. A

ese ridículo condado de cuento,cuyas fronteras ni siquiera losservicios secretos imperiales seatreverían a violar. Luego puedecambiar mucho. Habrá amnistía.Puede que haya un alto el fuego alotro lado del Yaruga. Puede quehasta una paz duradera.

El brujo guardó silencio largorato. El rostro mutilado del prefectoestaba inmóvil, su único ojo ardía.

—De acuerdo —dijo por finGeralt.

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—¿Sin mercadeos? ¿Sincondiciones?

—Con dos.—Cómo podría ser de otro

modo. Te escucho.—Antes debo ir unos cuantos

días al sur. Al Loe Monduirn. A vera los druidas, puesto que…

—¿Me tomas por tonto o qué?—le interrumpió con brusquedadFulko Artevelde—. ¿Acaso quieresliármela? ¡Todo el mundo sabeadonde conduce tu viaje! Y entreellos, Ruiseñor, quien precisamenteestá preparando una trampa en tu

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camino. Al sur, en Belhaven, en ellugar donde el valle del Neva cortaal valle de Sansretour que conducehasta Toussaint.

—Eso quiere decir…—… que los druidas ya no

están en Loe Monduirn. Desde hacecerca de un mes. Se fueron por elvalle de Sansretour hasta Toussaint,a esconderse bajo el ala protectorade la condesa Anarietta deBeauclair, quien tiene debilidad portodo género de estrafalarios,chiflados y rarezas. Y concedegustosamente asilo a los tales en su

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paisillo de cuento de hadas. Y tú losabes, brujo. No me tomes portonto. ¡No intentes liármela!

—No lo intentaré —dijo Geraltlentamente—. Te doy mi palabra deque no lo haré. Mañana me pondréen camino hacia Belhaven.

—¿No te olvidas de algo?—No, no me he olvidado. Mi

segunda condición: quiero aAngoulême. Adelantas la amnistíapara ella y la liberas de lamazmorra. Al brujo de la corona lees necesario tu testigo de la corona.Rápido, ¿estás de acuerdo o no?

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—Lo estoy —dijo casi deinmediato Fulko Artevelde—. Notengo salida. Angoulême es tuya.Porque al fin y al cabo sé que siaccedes a colaborar conmigo essólo por ella.

El vampiro, que iba al lado deGeralt, escuchaba con atención, nole interrumpió. El brujo no seequivocó al confiar en su agudeza.

—Somos cinco, no cuatro —resumió rápido en cuanto queGeralt terminó de contarlo—.Viajamos los cinco desde final de

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agosto, los cinco juntos cruzamos elYaruga. Y Milva no se cortó latrenza hasta que estuvimos en losTras Ríos. Hace como una semana.Tu rubia protegida sabe lo de latrenza de Milva. Y no sabía queéramos cinco. Extraño.

—¿Es lo más extraño de todaesta extraña historia?

—Casi. Lo más extraño esBelhaven. Una ciudad donde alparecer se nos ha tendido unatrampa. Una ciudad situada muydentro de las montañas, en la rutadel valle del Neva y del paso de

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Theodula…—Y adonde no teníamos

planeado ir —concluyó el brujo,mientras azuzaba a Sardinilla, quecomenzaba a quedarse atrás—.Hace tres semanas, cuando el talbandolero Ruiseñor aceptó de unmedioelfo el encargo de matarme,estábamos en Angren, nosdirigíamos a Caed Dhu, llenos deaprensión por los pantanos deYsgith. Al diablo, nosotros mismosno lo sabíamos esta mañana…

—Lo sabíamos —leinterrumpió el vampiro—.

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Sabíamos que buscábamos a losdruidas. Lo mismo esta mañana quehace tres semanas. Ese misteriosomedioelfo ha preparado la trampaen el camino que conduce a losdruidas, seguro de que éste iba aser nuestro camino. Élsimplemente…

—… sabe mejor que nosotrospor dónde discurre este camino. —El brujo se tomó la revancha de quele hubieran quitado la palabra—.¿Y cómo lo sabe?

—Eso habrá que preguntárseloa él. Por ello es por lo que

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aceptaste la propuesta del prefecto,¿no es cierto?

—Así es. Cuento con que vayaa poder charlar un ratito con elseñor medioelfo —sonrió Geraltominoso—. Antes de que ellollegue, sin embargo, ¿no se teimpone por sí misma unaexplicación? ¿Acaso ella misma nolo pide?

El vampiro le contemplódurante un rato en silencio.

—No me gusta lo que hablas,Geralt —dijo por fin—. No megusta lo que piensas. Considero que

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ése no es un pensamiento adecuado.Una reflexión tomada a la ligera,sin pensárselo. Que surge deprejuicios y resentimientos.

—¿Y cómo entoncesexplicar…?

—Como quieras. —Regis leinterrumpió con un tono que Geraltjamás le había escuchado—. Lo quequieras excepto eso. ¿No tomas enconsideración, por ejemplo, que turubia protegida simplemente podríaestar mintiendo?

—¡Vaya, vaya, abuelete! —gritóAngoulême, que iba detrás de ellos

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en la mula llamada Draakul—. ¡Nome acuses de mentirosa si pruebasde ello no tienes!

—No soy tu abuelete, miquerida niña.

—¡Y yo no soy tu querida niña,abuelete!

—Angoulême. —El brujo sedio la vuelta en la silla—. Cállate.

—Como ordenes —Angoulêmese tranquilizó al instante—. Tútienes derecho a mandar. Tú mesacaste de la trena, me arrancastede las zarpas de Fulko. A ti teobedezco, tú eres ahora el caudillo,

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el cabecilla de la hansa…—Cállate, por favor.Angoulême murmuró por lo

bajo, dejó de azuzar a Draakul y sequedó atrasada, cuanto más queRegis y Geralt se apresuraron,alcanzando a Jaskier, Cahir y Milvaque iban en cabeza. Cabalgaban endirección a las montañas, por laorilla del río Neva, que saltabaimpetuoso por entre piedras ypeñas con sus aguas turbias decolor entre amarillo y bronce acausa de las recientes lluvias. Noestaban solos. Constantemente se

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cruzaban o eran superados porescuadrones de la caballeríanilfgaardiana, jinetes solitarios,carros de colonos y caravanas demercaderes.

Al sur, cada vez más cerca ycada vez más amenazadores, sealzaban los Montes de Amell. Y laaguja picuda de la Gorgona, laMontaña del Diablo, sumergidaentre nubes que pronto cubrierontodo el cielo.

—¿Cuándo se lo vas a decir?—dijo el vampiro, señalando conla mirada al trío que iba en cabeza.

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—Cuando acampemos.Jaskier fue el primero que tomó

la palabra cuando Geralt terminó decontarlo.

—Corrígeme si me equivoco —dijo—. Esta muchacha, Angoulême,a la que alegre ydespreocupadamente hasincorporado a nuestra pandilla, esuna criminal. Para salvarla de uncastigo al fin y al cabo merecido,aceptaste colaborar con losnilfgaardianos. Te has dejadocontratar. Bah, no sólo a ti mismo,sino a todos nosotros. Tenemos

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todos que ayudar a losnilfgaardianos a atrapar o a matar aun bandolero local. En pocaspalabras: tú, Geralt, te hasconvertido en mercenario de losnilfgaardianos, en cazador derecompensas, en asesino a sueldo.Y nosotros hemos ascendido a sertus acólitos… o tus fámulos…

—Tienes un increíble talentopara simplificar, Jaskier —murmuró Cahir—. ¿Acaso deverdad no has entendido de qué setrata? ¿O hablas por hablar?

—Calla, nilfgaardiano. ¿Geralt?

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—Comencemos porque en estoque planeo —el brujo lanzó alfuego el palito con el que seentretenía desde hacía muchotiempo— nadie tiene que ayudarme.Puedo arreglármelas solo. Sinacólitos ni fámulos.

—Atrevido eres, abuelete —intervino Angoulême—. Mas lanansa del Ruiseñor son veinte ycuatro buenos mozos, de los cualesni siquiera un brujo se libra tanligero, y si de asuntos de espadahablamos, y aunque fuera verdad loque de los brujos se habla, un

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hombre solo no resiste a dosdocenas. Me has salvado la vida,de modo que yo te pago igualmente.Con una advertencia. Y con ayuda.

—¿Qué diablos es una nansa?—Aen hanse —explicó Cahir—

significa en nuestro idioma banda,pero una a la que unen lazos deamistad…

—¿Compaña?—Oh, eso mismo. La palabra,

por lo que veo, ha entrado en elargot local…

—Una nansa es una hansa —leinterrumpió Angoulême—. Y como

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en mi tierra: cuadrilla o hato. ¿Paraqué hablar más? Aviso en serio.Uno solo no tiene ni unaposibilidad contra toda la hansa. Ypara colmo de males, sin conocer nial Ruiseñor, ni en general a nadiede Belhaven y alrededores, nienemigos, ni amigos y aliados. Queno conoce los caminos queconducen a la ciudad, y a la ciudadconducen muy diversos. Yo digoesto: no será capaz el brujo solo.No sé cuáles serán en vuestra tierralas costumbres, mas yo no dejo soloal brujo. Él a mí, como dijo el

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abuelete Jaskier, alegre ydesenfadadamente me aceptó en lavuestra banda, aunque soy unacriminala… Pues todavía me huelena criminal los pelos, tiempo nohubo de lavarlos… El brujo y nootro me sacó de esa criminalidadhacia la luz del día. Por ello leestoy agradecida. Por eso yo no lodejaré solo. Lo conduciré aBelhaven, al Ruiseñor y esemedioelfo. Iré junto con él.

—Yo también —dijo deinmediato Cahir.

—¡Y yo igualmente! —dijo

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Milva con brusquedad.Jaskier se apretó contra el

pecho el tubo con los manuscritos,de los que no se separabaúltimamente ni por un momento.Bajó la cabeza. Se veía que luchabacon sus pensamientos. Y que suspensamientos vencían.

—No medites, poeta —le dijosuave Regis—. Al fin y al cabo nohay de qué avergonzarse. Paraluchar en cruentas batallas a espaday puñal eres todavía menosadecuado que yo. No nos hanenseñado a mutilar a nuestros

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semejantes con el acero. Además…Yo, además…

Posó sobre el brujo y Milvaunos ojos brillantes.

—Soy un cobarde —reconocióen pocas palabras—. Si no me veoobligado, no quiero vivir otra vezlo que en la barcaza y el puente.Nunca. Por eso pido que se meexcluya del grupo de luchadoresque ha de ir a Belhaven.

—De los tales barcaza y puente—dijo Milva con voz sorda— measacastes en tus costillas cuando meatacó la debilidad de los pieces. Si

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allí habría habido en vez tuyo algúncobarde, hubiéraselas piradodejándome allá. Mas allá no hubocobarde alguno. En cambio estabastú, Regis.

—Bien dicho, abuelilla —dijoAngoulême con convencimiento—.Mal me hago a la idea de qué estáishablando, mas pienso que biendicho.

—¡No soy abuela tuya ni lasnarices! —Los ojos de Milvabrillaron amenazadores—. ¡Cuidao,moza! ¡Me llamas otra vez así y yaverás!

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—¿Qué veré?—¡Tranquilas! —aulló alto el

brujo—. ¡Basta ya, Angoulême!Vosotros todos también, veo quehay que llamar al orden. Se terminóel viajar a ciegas, hacia unespejismo. Porque resulta que hayalgo allá, detrás del espejismo. Hallegado el momento de accionesconcretas. El momento de rebanarpescuezos. Porque por fin hay aquién rebanar. Aquéllos que hastaahora no lo han entendido, que loentiendan: tenemos por fin a unenemigo concreto al alcance de la

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mano. El medioelfo que quierenuestra muerte es agente de fuerzasenemigas. Gracias a Angoulêmeestamos preparados, y hombrepreparado vale por dos, que dice elproverbio. Tengo que coger a esemedioelfo y sacarle para quiéntrabaja. ¿Lo has entendido por fin,Jaskier?

—Resulta que entiendo más ymejor que tú —dijo el poeta conserenidad—. Sin ningúnatrapamiento ni sacamiento mepienso que el enigmático medioelfoactúa por órdenes de Dijkstra, a

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quien dejaste lisiado ante mispropios ojos en Thanedd,clavándole un palo en el tobillo.Dijkstra, a juzgar por lo que contóel mariscal Vissegerd, sin duda nostiene por espías nilfgaardianos. Ydespués de nuestra huida del corpusde partisanos lyrios, a buen segurola reina Meve añadió algunospuntos a la lista de nuestroscrímenes…

—Te equivocas, Jaskier —seentrometió Regis en voz baja—. Noes Dijkstra. Ni Vissegerd. Ni Meve.

—Entonces, ¿quién?

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—Todo juicio y toda conclusiónserían precipitadas.

—Estoy de acuerdo —leconcedió Geralt con voz gélida—.Por eso hay que investigar las cosasa pie de obra. Y extraer lasconclusiones de la autopsia.

—Y yo —Jaskier no se resignó— sigo pensando que ésta es unaidea idiota y arriesgada. Bien estáque se nos haya advertido de latrampa, que sepamos de ella. Si losabemos, dejémosla entonces a unlado. Que ese elfo o medioelfo nosesté esperando lo que quiera,

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nosotros nos apresuraremos a irnospor nuestro camino…

—No —le interrumpió el brujo—. Basta de discursos, queridosmíos. Fin de la anarquía. Hallegado el momento de quenuestra… hansa… tenga por fin uncabecilla.

Todos, sin excluir a Angoulême,le miraron en un silencioexpectante.

—Angoulême, Milva y yo —dijo— vamos a Belhaven. Cahir,Regis y Jaskier se separarán denosotros en el valle de Sansretour e

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irán a Toussaint.—No —dijo Jaskier presto,

apretando con fuerza su tubo—. Pornada del mundo. Yo no puedo…

—Cállate. Esto no es unadiscusión. ¡Esto es una orden delcaudillo de la hansa! Iréis aToussaint, tú, Regis y Cahir. Allínos esperaréis.

—Toussaint significa la muertepara mí —declaró el trovador sinénfasis—. Si me reconocen enBeauclair, en el castillo, se acabó.Tengo que contaros que…

—No tienes —le interrumpió

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brusco el brujo—. Demasiadotarde. Podrías haberte vuelto, noquisiste. Te quedaste en la banda.Para salvar a Ciri. ¿No es verdad?

—Sí.—Así que irás con Regis y

Cahir por el valle de Sansretour.Nos esperaréis en las montañas, demomento sin cruzar las fronteras deToussaint. Pero si… si haynecesidad, tenéis que cruzar lafrontera. Porque en Toussaint, alparecer, están los druidas, los deCaed Dhu, amigos de Regis. Si haynecesidad, recabaréis información

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de los druidas e iréis a buscar aCiri… vosotros solos.

—¿Cómo que solos?¿Prevés…?

—No preveo nada, considero laposibilidad. El así llamado «por siacaso». El último recurso, si loprefieres. Puede que todo vaya bieny no tengamos que hacernos ver porToussaint. Pero en cualquier caso…Lo importante es que a Toussaint noos seguirá ninguna partida denilfgaardianos.

—Cierto, no os seguirán —introdujo Angoulême—. Raro es,

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pero Nilfgaard respeta las fronterasde Toussaint. Yo misma una vez meescondí allá. ¡Mas los caballerosde aquellas tierras no mejores sonque los Negros! Galanes, cortesesen el habla, mas prestos de espaday de puntapiés. Y patrullean lafrontera sin descanso. Se llaman«andantes». Cabalgan solos, o dedos en dos o hasta tres. Y combatenel bandolerismo. Es decir: anosotros. Brujo, se pudiera cambiaruna cosa en los tus planes.

—¿Qué?—Si hemos de ir hacia

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Belhaven y vérnoslas con elRuiseñor, vendréis conmigo tú ydon Cahir. Y que con ellos se vayala abuelilla.

—¿Y eso por qué? —Geralt,con un gesto, retuvo a Milva.

—Para este trabajo hacen faltamozos. ¿Qué te recueces, abuelilla?Yo lo sé, os digo. Si se llega a algo,habrá que actuar más bien con elmiedo que con la mera fuerza. Yninguno de los de la nansa deRuiseñor se amedrentará con un tríoen el que a un mozo le caen doshembras.

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—Milva vendrá con nosotros.—Geralt apretó los dedos sobre lamuñeca de la arquera, que estabarabiosa de verdad—. Milva, noCahir. No quiero cabalgar conCahir.

—¿Y eso por qué? —preguntaron casi al mismo tiempoAngoulême y Cahir.

—Precisamente —dijo Regislentamente—. ¿Por qué?

—Porque no confío en él —anunció rápido el brujo.

El silencio que cayó eradesagradable, pesado, viscoso casi.

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Desde el bosque, al lado del cualestaba acampada una caravana demercaderes y un grupo de otrosviajeros, les alcanzaron unas vocesalzadas, unos gritos y unos cantos.

—Aclárate —dijo por finCahir.

—Alguien nos ha traicionado—dijo seco el brujo—. Después dela conversación con el prefecto ylas revelaciones de Angoulême nohay duda alguna. Y si se piensabien, uno llega a la conclusión deque el traidor está entre nosotros. Ypara adivinar quién es no hay que

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darle muchas vueltas.—¿Tú, por lo que me parece —

Cahir frunció el ceño—, te haspermitido sugerir que ese traidorsoy yo?

—No escondo —la voz delbrujo era fría— que me ha asaltadotal pensamiento, es verdad. Muchoapunta en esa dirección. Mucho seaclararía así. Muchísimo.

—Geralt —dijo Jaskier—. ¿Novas un poco demasiado lejos?

—Que hable. —Cahir torció laboca—. Que hable. Que no sedetenga.

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—Os habréis preguntado —Geralt pasó la vista por los rostrosde los compañeros— cómo se pudollegar a ese error en la cuenta.Sabéis de qué hablo. De que somoscinco, no cuatro. Podemos pensarque simplemente alguien seequivocó: el misterioso medioelfo,el bandido Ruiseñor o Angoulême.Pero, ¿y si rechazamos la versióndel error? Entonces aparece lasiguiente versión: el grupo cuentacon cinco miembros, pero Ruiseñorha de matar sólo a cuatro. Porque elquinto es un aliado de los atacantes.

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Alguien que les informaconstantemente de los movimientosdel grupo. Desde el principio,desde el momento en que despuésde haber comido la famosa sopa depescado se formara el grupo.Aceptando en su composición a unnilfgaardiano. Un nilfgaardiano quetiene que atrapar a Ciri y llevárselaal emperador Emhyr porque de ellodependen su vida y su carrera…

—Así que no me he equivocado—dijo despacio Cahir—. Así quesoy un traidor. ¿Un falso renegado yvil?

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—Geralt —habló de nuevoRegis—. Perdona mi sinceridad,pero tu teoría tiene más agujerosque un colador viejo. Tupensamiento, ya te he dicho antes,no es muy adecuado.

—Soy un traidor —repitióCahir, como si no hubiera oído laspalabras del vampiro—. Sinembargo, por lo que he entendido,no hay prueba alguna de mitraición, no hay más que turbiosindicios e imaginaciones brujeriles.Por lo que entiendo, sobre mí recaeel peso de demostrar mi inocencia.

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Soy yo el que va a tener quedemostrar que no soy un felón. ¿Noes cierto?

—Sin patetismos, nilfgaardiano—ladró Geralt, poniéndose delantede Cahir y golpeándolo con lamirada—. ¡Si tuviera pruebas de tuculpa no perdería tiempocharloteando, sino que te abriría endos como a un arenque! ¿Conocesla regla de «cui bono»? Entoncesrespóndeme: ¿quién, excepto tú,tendría siquiera el más mínimomotivo para traicionar? ¿Quién,excepto tú, ganaría algo

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traicionando?Desde el campamento de la

caravana de mercaderes les llegóun chasquido fuerte y agudo. Sobreel oscuro cielo estrellado estalló unroncador rojo y amarillo, unoscohetes dispararon un enjambre deabejas doradas que cayeron en unalluvia multicolor.

—No soy un felón —dijo eljoven nilfgaardiano con una vozpoderosa y sonora—. Pordesgracia, no puedo demostrarlo.Puedo hacer otra cosa. Lo que mees propio, lo que estoy obligado a

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hacer cuando se me insulta y se medenigra, cuando se ensucia mihonor y se escupe sobre midignidad.

Su movimiento fue rápido comoel rayo, pero pese a ello no hubierasorprendido al brujo si no hubierasido por su doloroso movimientode rodilla, que lo complicaba todo.Así, Geralt no consiguió evitarlo yel puño envuelto en el guante demonta le golpeó en la mandíbulacon tanta fuerza que voló haciaatrás y cayó directamente en elfuego, alzando una nube de chispas.

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Se alzó, otra vez demasiadodespacio por culpa del dolor de larodilla. Cahir ya estaba junto a él.Y esta vez el brujo ni siquieraacertó a inclinarse, el puño le atizóa un lado de la cabeza, y en susojos brillaron fuegos artificialesmás hermosos incluso que los quehabían lanzado los mercaderes.Geralt lanzó una terrible maldicióny se echó sobre Cahir, lo aferró porlos hombros y lo derribó en tierra,se retorcieron sobre la grava,golpeando con los puños hasta quesonaron truenos.

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Y todo esto se desarrollababajo la luz fantasmal e innatural delos fuegos artificiales quesalpicaban el cielo.

—¡Dejadlo! —gritó Jaskier—.¡Dejadlo ya, idiotas de mierda!

Cahir le quitó hábilmente aGeralt la tierra bajo los pies ycuando intentó levantarse le golpeóen los dientes. Y le volvió a darhasta que sonó como una campana.Geralt se encogió, se distendió y ledio una patada, no le acertó en suspartes bajas, le alcanzó en el muslo.Se engancharon de nuevo, se

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cayeron, se revolcaron, cada unoatizando al otro donde podía,cegados por los golpes y el polvo yla arena que les llenaban los ojos.

Y de pronto se separaron, sedirigieron hacia lados opuestos,cojeando y protegiendo la cabezade los estallidos de los cohetes.

Milva se había quitado de losmuslos un grueso cinturón de cuero,lo mantenía agarrado por la hebillay enrollado alrededor del puñocerrado y se había acercado a losluchadores y había comenzado adarles leña, desde la oreja, con

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todas sus fuerzas, sin condolerse nidel cinto ni de la mano. El cinturónsilbaba y con seco chasquido caíasobre manos, hombros, espaldas ybrazos, ya fuera de Cahir, ya deGeralt. Cuando se separaron, Milvasaltó de uno a otro como un grillo,todavía azotándolos de justicia, demodo que ninguno recibiera menosni más que el otro.

—¡Idiotas idiotos! —gritaba,atizándole en la espalda con unchasquido a Geralt—. ¡Tontostontainas! ¡Os voy a enseñarrazones, a los dos!

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»¿Ya? —gritó todavía másfuerte, golpeándole a Cahir en lasmanos con las que se guardaba lacabeza—. ¿Ya sus ha pasado? ¿Sushabéis calmado?

—¡Ya! —gritó el brujo—.¡Basta!

—¡Basta! —gritó a coro Cahir,que estaba hecho un ovillo—.¡Suficiente!

—Es suficiente —dijo elvampiro—. De verdad que essuficiente, Milva.

La arquera respirópesadamente, se limpió la frente

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con el puño que llevaba envueltocon el cinturón.

—Bravo —habló Angoulême—. Bravo, abuelilla.

Milva se giró sobre sus taconesy la golpeó con todas sus fuerzas enel hombro con el cinturón.Angoulême gritó, se sentó y se pusoa llorar.

—Te dije —jadeó Milva— queno me llamaras así. ¡Te lo dije!

—¡No ha pasado nada! —Jaskier, con una voz un tantotrémula, tranquilizó a mercaderes yviajantes que habían acudido allí

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desde el fuego vecino—. Sólo unmalentendido entre amigos. Unapeleílla de compadres. Ya se pasó.

El brujo se tocó con la lenguaun diente que se movía, escupiósangre que le brotaba de un labiopartido. Sentía cómo en la espalday en los brazos le estaban saliendocardenales, cómo se le inflamaba—hasta el tamaño de una coliflor,le parecía— la oreja azotada por elcinto. Junto a él, en el suelo, Cahirse removía desmañadamente, lamano puesta en la mejilla. En susantebrazos crecían a ojos vista unas

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rayas rojas.Sobre la tierra cayó una lluvia

que apestaba a azufre, cenizas delúltimo cohete.

Angoulême sollozaba contristeza, sujetándose el hombro.Milva tiró el cinturón, tras uninstante de duda corrió hacia ella,la abrazó y la acarició sin palabras.

—Propongo —habló elvampiro con una voz fría— que osdeis la mano. Propongo que nunca,pero nunca jamás, volvamos a tocareste asunto.

De pronto les golpeó una

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susurrante racha de viento, venidade las montañas, en la que daba lasensación de que resonaban unosaullidos, gritos y vocesfantasmales. Las nubes arrastradaspor el cielo tomaban formasfantásticas. La hoz de la luna sevolvió roja como la sangre.

El coro rabioso y el revuelo de lasalas de los chotacabras lesdespertaron antes del alba.

Se pusieron en camino a pocode salir el sol, cuyo fuego cegadorencendió después la nieve de las

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cimas de las montañas. Se pusieronen marcha mucho antes de que elsol consiguiera mostrarse pordetrás de las cumbres. Antes de quese viera que el cielo estabacubierto de nubes.

Cabalgaban entre bosques, y elcamino conducía cada vez más altoy más alto, lo que se dejaba notarpor los cambios en la vegetación.De pronto se acabaron los robles ylos ojaranzos, entraron en lalobreguez de los hayedos,acolchados de hojas caídas, queolían a moho, a tela de araña y

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hongos. Hongos había enabundancia. El húmedo final delverano había hecho crecer a loshongos como en un verdaderootoño. La cubierta de hayasdesaparecía a trechos entre lossombrerillos de los boletos, losmizcalos y las oronjas.

Los hayedos estabansilenciosos, parecía que la mayorparte de los pájaros cantores habíavolado ya a sus cuarteles deinvierno. Sólo los empapadoscuervos cracaban al pie de lavegetación.

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Luego se acabaron las hayas,aparecieron los abetos. Olía aresina.

Cada vez con más frecuenciatropezaban con montecillos peladosy abras donde el viento lesgolpeaba. El río Neva espumeabaentre saltos y cascadas, sus aguas—pese a las lluvias— estabancristalinas y transparentes.

En el horizonte se elevaba laGorgona. Cada vez más cerca.

Desde los angulosos costadosde la poderosa montaña sedeslizaban todo el año glaciares y

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nieves, a causa de lo cual laGorgona tenía siempre el aspectode estar cubierta por un echarpeblanco. La cumbre de la Montañadel Diablo, como la cabeza y elcuello de una misteriosa prometida,estaba incansablemente envuelta enel velo de las nubes. A veces laGorgona, como una bailarina,agitaba su blanca cubierta, una vistahermosa pero que traía la muerte.Desde los despeñaderos de lasparedes de la montaña bajabanavalanchas que arrastraban todo ensu camino hasta llegar al

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desgalgadero situado al pie demonte, y aún más abajo, por lapendiente, hasta el gran bosque deabetos junto al desfiladero deTheodula, junto a los valles delNeva y Sansretour, sobre los ojosnegros de los lagos de lasmontañas.

El sol, que pese a todo habíaconseguido atravesar las nubes, seesfumó demasiado deprisa.Simplemente se escondió detrás dela montaña al oeste, quemándolacon su resplandor dorado ypúrpura.

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Pernoctaron. El sol salió.Y llegó el momento de

separarse.

Se rodeó minuciosamente la cabezacon el pañuelo de seda de Milva.Se colocó el sombrero de Regis.Volvió a revisar la situación delsihill en la espalda y de ambosestiletes en las cañas de las botas.

Al lado, Cahir afilaba su largaespada nilfgaardiana. Angoulême secruzaba la frente con una cinta dealgodón, se guardaba en la caña elcuchillo de cazador que le había

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regalado Milva. La arquera y Regisestaban montados. El vampiro lehabía dado a Angoulême su caballonegro, él estaba sobre la mulaDraakul.

Estaban listos. Sólo lesquedaba por hacer una cosa.

—Venid aquí, todos.Se acercaron.—Cahir, hijo de Ceallach —

comenzó Geralt, intentando nosonar patético—. Te insulté con unasospecha sin fundamento y mecomporté vilmente hacia ti. Con elpresente acto me disculpo, ante

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todos, bajando la cabeza. Medisculpo y te pido que me perdones.También a todos vosotros os pidoperdón, porque fue vil el obligarosa contemplar y escuchar aquello.

»Desahogué sobre Cahir ysobre vosotros mi furia, mi rabia ymi pena. Que surgía de que yo séquién nos traicionó. Sé quién nostraicionó y raptó a Ciri, a quiennosotros queremos salvar. Mi furianace de que se trata de una personaque me fue antaño muy cercana.

»Dónde estamos, quépretendemos, por dónde vamos y

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adonde nos dirigimos… todoresultó descubierto con ayuda de lamagia escaneadora, descubridora.No es demasiado difícil para unamaestra de la magia el descubrir yobservar a distancia a una personaque fuera antes bien conocida ycercana, con la que se tuvo un largocontacto psíquico que permitieracrear una matriz. Pero la hechiceray el hechicero de los que hablocometieron un error. Se handesenmascarado. Se equivocaron alcontar a los miembros del grupo, yeste error los traicionó. Díselo,

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Regis.—Geralt puede tener razón —

dijo Regis con lentitud—. Comotodos los vampiros, soy invisiblepara las sondas mágicas de visión yescaneo, o sea, a losencantamientos descubridores. Sepuede seguir a un vampiro con unencantamiento analítico, de cerca,pero no es posible descubrir adistancia a un vampiro con unhechizo escaneador. Un hechizoescaneador no mostrará al vampiro.Allí donde esté el vampiro elbuscador contestará que no hay

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nadie. Así que sólo un hechiceropudo haberse equivocado connosotros: escaneó a cuatro donde enrealidad había cinco, es decir,cuatro personas y un vampiro.

—Nos aprovecharemos de esteerror de los hechiceros —siguió denuevo el brujo—. Yo, Cahir yAngoulême iremos a Belhaven ahablar con el medioelfo que hacontratado a asesinos contranosotros. No le preguntaremos alelfo por orden de quién actúa,porque eso ya lo sabemos. Lepreguntaremos dónde están los

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hechiceros a cuyas órdenes actúa. Ycuando nos enteremos de dónde es,iremos allí. Y nos vengaremos.

Todos guardaron silencio.—Hemos dejado de contar las

fechas, por eso ni siquiera nosdimos cuenta de que ya estamos aveinticinco de septiembre. Hacedos días fue la noche delEquilibrio, el equinoccio. Sí,precisamente esa noche en la quepensáis. Veo vuestro desaliento,veo lo que tenéis en los ojos.Recibisteis la señal entonces, enaquella terrible noche cuando en el

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campamento vecino los mercaderesse daban ánimos con aquavit,cantos y fuegos artificiales.Seguramente recibisteis también lospresentimientos menos claramenteque Cahir y yo, pero os loimagináis. Lo sospecháis. Y metemo que vuestras sospechas sonciertas.

Graznaron los cuervos quevolaban sobre la abra.

—Todo apunta a que Ciri estámuerta. Hace dos noches, en elequinoccio, recibió la muerte. Enalgún lugar lejano, sola, entre

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enemigos y gente extraña.»Y a nosotros no nos queda más

que la venganza. Una venganzaterrible y cruel, de la que todavíacircularán leyendas dentro de cienaños. Leyendas que la gente temeráescuchar cuando caiga la noche. Y aaquéllos que quisieran repetir talcrimen, les temblará la mano alpensar en nuestra venganza.¡Daremos un ejemplo por el miedoque los atemorice! El método dedon Fulko Artevelde, el sabio donFulko que sabe cómo hay que tratara los miserables y a los canallas. El

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ejemplo por el miedo que daremosle asombrará hasta a él.

»¡Así que comencemos y que elinfierno nos ayude! Cahir,Angoulême, a los caballos. Vamos air Neva arriba, a Belhaven. Jaskier,Milva, Regis, vosotros os dirigiréishacia Sansretour, a la frontera conToussaint. No os perderéis, elcamino os lo marca la Gorgona.Hasta la vista.

Ciri acariciaba al gato negro, elcual, con la costumbre de todos losgatos del mundo, volvió a la choza

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en los pantanos cuando el hambre,el frío y las incomodidadesvencieron a su amor por la libertady la golfería. Ahora estaba tendidoen las rodillas de la muchacha yponía el cuello bajo su mano con unronroneo que evidenciaba suintenso placer.

Lo que la muchacha estabacontando no le importaba unpimiento al gato.

—Aquélla fue la única vez quesoñé con Geralt —siguió Ciri—.Desde aquel momento, desde quenos separáramos en la isla de

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Thanedd, desde la Torre de laGaviota, nunca lo había visto ensueños. Por ello juzgaba que novivía. Y de pronto llegó aquelsueño, uno como hacía tiempo queno tenía, un sueño de los queYennefer decía que son proféticos,precognitivos, que muestran o bienel pasado o bien el futuro. Fue eldía anterior al equinoccio. En unaciudad cuyo nombre no recuerdo.En el sótano en el que me habíaencerrado Bonhart. Después de queme torturara y me obligara areconocer quién soy.

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—¿Le reconociste quién eras?—Vysogota alzó la cabeza—. ¿Lecontaste todo?

—Por mi cobardía —tragósaliva— pagué con vergüenza ydesprecio por mí misma.

—Cuéntame ese sueño.—En él vi una montaña,

enorme, escarpada, angulosa comoun cuchillo de piedra. Vi a Geralt.Escuché lo que decía. Exactamente.Cada palabra, como si estuvieraallí mismo. Recuerdo que queríagritar que no era así, que no eraverdad, que se había equivocado

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terriblemente… ¡Que habíaequivocado todo! Que no era elequinoccio en absoluto, que inclusosi había sido así que yo moría en elequinoccio, no debía decir queestaba muerta antes, cuando todavíaestaba viva. Y no debía acusar aYennefer y decir aquellas cosas deella…

Se calló por un instante,acarició al gato, sorbió las narices.

—Pero no pude alzar la voz. Nopude siquiera respirar… Como sime ahogara. Y me desperté. Loúltimo que había visto, que

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recordaba de aquel sueño, fue a tresjinetes. Geralt y otros dos,galopando por una garganta porcuyas paredes caían cascadas…

Vysogota guardaba silencio.

Si al caer la noche alguien sehubiera deslizado hasta la cabañadel hundido tejado de bálago, sihubiera mirado a través de larendija en los postigos, habría vistoen su interior escasamenteiluminado a un viejecillo de barbablanca escuchando concentrado elrelato de una muchacha de cabellos

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cenicientos con la mejilladestrozada por una terrible cicatriz.

Hubiera visto a un gato negroque yacía en las rodillas de lamuchacha, ronroneandoperezosamente, dejándose acariciarpara alegría de los ratones quecorreteaban por la habitación.

Pero nadie pudo haber vistoaquello. La choza del hundidotejado de bálago cubierto de musgoestaba bien escondida entre laniebla y los vapores, entre loscañaverales impenetrables, en loscenagales de Pereplut, donde nadie

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se atrevía a adentrarse.

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Capítulo sexto

Sabido es que elbruxo, cuandootorga tormento,sufrimiento ymuerte, recibesimilísimosplaceres y gustoscual el hombrepiadoso no mástiene en tanto quecoyunda con sulegítima cónyuge,

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ibidem cumeiaculatio. Deesto despréndeseque y hasta enesta materia es elbruxo monstruocontrario anatura, inmoral ymalévolodegenerado,nacido del fondodel más oscuro yapestosoinfierno, puestoque del

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sufrimiento y eltormento sólo eldiablo puedelograr placer.

Anónimo, Monstrumo descripción de los bruxos

Se salieron de la carreteraprincipal que iba hacia el valle delNeva, cabalgaron por un atajo através de las montañas. Iban tandeprisa como les permitía elsendero, estrecho, retorcido,pegado a unas rocas de fantásticasformas, cubiertas de una alfombra

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de líquenes y musgos. Cabalgabanentre despeñaderos de rocasverticales desde los que caían lascintas quebradas de cascadas ysaltos de agua. Atravesarongargantas y barrancos, a través depuentecillos que se balanceabantendidos sobre precipicios en cuyofondo burbujeaba la blanca espumade unos arroyos.

La espada de granito de laGorgona parecía alzarse justo porencima de sus cabezas. No se podíaver la punta de la Montaña delDiablo, estaba sumergida entre

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nubes y nieblas que encapotaban elcielo. El tiempo, como suelesuceder en las montañas, empeoróen unas pocas horas. Comenzó alloviznar, a lloviznar de forma vivay molesta.

Cuando fue acercándose elocaso, los tres empezaron a mirar asu alrededor con impaciencia ynerviosismo, buscando un chozo depastor, un redil arruinado o aunquefuera una cueva. Algo que lesprotegiera durante la noche delagua que caía del cielo.

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—Creo que ya ha dejado de llover—dijo Angoulême con esperanza enla voz—. Sólo cae agua por losagujeros en el techo del chozo.Mañana, por suerte, andaremos yaaprés Belhaven y en los arrabalessiempre se puede pernotar enalguna choza o establo.

—¿No vamos a entrar en laciudad?

—Ni hablar de entrar. Unosforasteros a caballo resaltandemasiado y el Ruiseñor tiene en elpueblo un montón de informantes.

—Estábamos pensando en

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meternos voluntariamente en latrampa…

—No —le interrumpió—. Es unmal plan. El que estemos juntoslevanta sospechas. El Ruiseñor esun rufián astuto, y de seguro que lanoticia de mi captura ya se haextendido. Si algo le quita elsosiego al Ruiseñor, también elmedioelfo se enterará.

—Así que, ¿qué propones?—Arrodearemos la ciudad por

el este, desde la salida del valle deSansretour. Allí hay unas minas. Enuna de esas minas tengo un

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compadre. Iremos a verlo. Quiénsabe, si tenemos suerte, puede queesta visita nos valga la pena.

—¿Puedes hablar más claro?—Lo diré mañana. En la mina.

Para no dar mala suerte.Cahir añadió al fuego unas

hojas de abedul. Había llovido todoel día, otras maderas no ardían.Pero el abedul, aunque mojado,sólo chasqueó un poco y enseguidacomenzó a arder con un poderosofuego azulado.

—¿De dónde eres, Angoulême?—De Cintra, brujo. Es un país

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junto al mar, en la desembocaduradel Yaruga…

—Sé dónde está Cintra.—Entonces, ¿por qué preguntas

si tanto sabes? ¿Tanto lo precisas?—Digamos que un poco.Guardaron silencio. La hoguera

chasqueaba.—Mi madre —dijo por fin

Angoulême, mirando al fuego— erauna noble de Cintra y al parecer dealto linaje. En el blasón, el linajeéste tenía un gato de mar, te loenseñaría, pues un medalloncitotenía con ese gato de mierda, de mi

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madre, mas lo perdí a los dados…Mas el tal linaje, me cagüen superro marino, me mandó a freírgárgaras, pues al parecer mi madrese había arrejuntado con no sé québellaco, paréceme que mozo decuadra, y yo era una bastarda, unacagada, vergüenza y mancha en elhonor. Me entregaron a unosparientes lejanos para que mecuidaran, éstos, todo sea dicho, notenían en el blasón ni gato ni perroni puta alguna, pero no fueronmalos conmigo. Me mandaron a laescuela, me pegaban poco…

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Aunque muy a menudo merecordaban quién era, una bastardaconcebida en el pajar. Mi madrevino a verme igual tres o cuatroveces cuando era pequeña. Luegodejó de venir. A mí, al fin y al cabo,me importaba una puta mierda…

—¿Y cómo es que acabasteentre los delincuentes?

—¡Preguntas como un juez decargo! —bufó, torciendo el gesto enforma grotesca—. Entredelincuentes, ¡fuuu! ¡Desde elcamino de la virtú, puf!

Regruñó un poco, se rebuscó en

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el seno, sacó algo que el brujo nopudo ver con claridad.

—El tuerto de Fulko —dijopronunciando indistintamente,frotándose algo con fuerza en laencía y respirando hondo por lanariz— es, de todos modos, un tíolegal. Lo que se llevó se lo llevó,pero el polvo me lo dejó. ¿Unapizca, brujo?

—No. Y preferiría que tútampoco lo tomaras.

—¿Por qué?—Porque no.—¿Cahir?

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—No tomo fisstech.—Pues no me han tocado dos

santurrones —agitó la cabeza—.Ahora seguro que me vais a salircon moralinas, que si los polvos tedejan ciego, sordo y calvo. Que sivoy parir crios retrasados.

—Déjalo, Angoulême. Ytermina de contar la historia.

La muchacha estornudó confuerza.

—Vale, como quieras. En quéestaba yo… Ah. Estalló la guerra,sabes, con Nilfgaard, los parientesperdieron todo su patrimonio,

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tuvieron que dejar su casa. Teníantres hijos propios, y yo me convertíen un peso para ellos, así que medieron a un orfanatorio. Lo llevabanunos sacerdotes de no sé quésantuario. Un sitio alegre, resultóser. Un lupanar común y corriente,un burdel, ni más ni menos, para losque les gustan las frutas ácidas conpipas blancas, ¿entiendes?Muchachillas jóvenes. Ymuchachos también. Yo, cuandollegué, estaba ya demasiadodesarrollada, crecida, no teníaaficionados…

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Inesperadamente, se cubrió derubor, que era visible incluso a laluz del fuego.

—Casi no tenía —añadió entredientes.

—¿Cuántos años teníasentonces?

—Quince. Conocí allí unamuchacha y cinco muchachos, de miedad y un poco mayores. Y nospusimos de acuerdo al punto.Conocíamos, por supuesto, lasleyendas y los cuentos. Del LocoDei, de Barbanegra, de loshermanos Cassini… ¡Nos tiraba el

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camino, la libertad, elbandolerismo! Qué es eso, nosdijimos, sólo porque nos dan aquíde comer dos veces al día tenemosque ponerle el culo a placer a unosmariconazos…

—Cuida tu lenguaje,Angoulême. Sabes que lo muchoempalaga.

La muchacha gargajeóestruendosamente, escupió al fuego.

—¡Vaya santurrones! Vale, voyal grano, que no tengo ganas dehablar. En la cocina del orfanatoriose encontraron cuchillos, bastaba

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afilarlos bien con una piedra yesconderlos al cinto. De las patasde una silla de roble nos salieronbuenos palos. Sólo nos erannecesarios caballos y dinero, asíque esperamos a que vinieran dosdepravados, clientes asiduos, unosvejestorios, puf, lo menoscuarentones. Vinieron, se sentaron,se tomaron su vinillo, esperaronhasta que los sacerdotes, como eracostumbre, les ataran a la mozuelaelegida a un curioso muebleespecial… ¡Mas aquel día noencularon a nadie, no!

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—Angoulême.—Vale, vale. En pocas

palabras: degüellamos y apaleamosa ambos dos viejos depravados, atres sacerdotes y a un paje, el únicoque no salió corriendo y defendiólos caballos. Al dispensador delsantuario, que no quería soltar lallave del cofre, le pusimos al fuegohasta que la soltó, pero leperdonamos la vida, porque era unviejo amable, siempre bueno ygeneroso. Y nos echamos al monte,al camino. Nuestra suerte posteriorfue muy variada, a veces bien, a

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veces mal, a veces nos dieron, aveces nosotros les dimos. A veceshartos, a veces hambrientos. Ja,hambrientos las más de las veces.De lo que se arrastra he comido enmi vida todo lo que se dejara, suputa madre, cazar. Y de lo quevuela hasta una cometa que mecomí una vez, porque estaba pegadacon harina.

Se calló, se restregó conbrusquedad sus cabellos claritoscomo la paja.

—Ah, lo que pasó, pasó. Esto tediré: de los que huyeron conmigo

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del orfanatorio, no vive ya ninguno.A los dos últimos, Owen y Abel, selos cargaron hace unos días losinfantes de don Fulko. Abel seentregó, como yo, mas lo rajaronigual, por mucho que habíaarrojado la espada. A mí no memataron. No pienses que porbondad de corazón. Ya me estabantirando de espaldas y me abrían depatas, mas se allegó un oficial y noles permitió la diversión. Y luegotú me salvaste del cadalso…

Guardó silencio un instante.—Brujo.

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—Dime.—Yo sé mostrar gratitud. Si

quieres…—¿Qué?—Voy a ver qué tal los caballos

—dijo Cahir rápido y se levantó,envolviéndose con la capa—. Daréun paseo… por los alrededores…

La muchacha estornudó, sorbiólos mocos, carraspeó.

—Ni una palabra, Angoulême—se anticipó Geralt,verdaderamente enfadado,verdaderamente avergonzado,verdaderamente confundido—. ¡Ni

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una palabra!Carraspeó de nuevo.—¿De verdad que no tienes

ganas de mí? ¿Ni un poquitito?—Ya te dio Milva con el cinto,

mocosa. Si no te callas ahoramismo te voy a dar yo también unabuena.

—Ya no digo más.—Buena chica.

En una pendiente poblada de pinosretorcidos y encorvados se abríancuevas y agujeros, revestidos ytapados con tablas, ligados con

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pasarelas, escalerillas yandamiajes. De los agujeros surgíanunas plataformas apoyadas sobreunos postes entrecruzados. Poralgunas de aquellas plataformas seafanaban unas personas queempujaban carretillas y vagonetas.El contenido de las carretillas y lasvagonetas, que parecía al primergolpe de vista una sucia tierrapedregosa, era vertido desde lasplataformas a una artesacuadrangular, o más bien a uncomplejo de artesas cada vez máspequeñas, divididas por tablas. A

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través de la artesa corría unacorriente continua y ruidosa de aguaconducida desde la colina boscosacon ayuda de unos canalones demadera apoyados en unoscaballetes bajos. Y de igual formaera luego despachada hacia abajo,al despeñadero.

Angoulême bajó del caballo,hizo una señal para que Geralt yCahir desmontaran también.Dejaron a los animales junto a lavalla y anduvieron en dirección alos edificios, hundiéndose en elbarro provocado por las cercanas

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artesas y canalones, que dejabantraspasar el agua.

—Lavan mena de yerro —dijoAngoulême, señalando la estructura—. De allí, de los pozos, sacan elmineral, lo amontonan en la artesa yechan agua que toman del río. Elmineral se asienta en los lavaderos,de allí se lo recoge. Alrededor deBelhaven hay muchas minas ymuchos de estos lavaderos. Y elmineral se lleva al valle, a MagTurga, allá hay hornos y fábricaspuesto que allí hay más bosques ypara el beneficio de los metales

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hace falta madera…—Gracias por la lección —le

cortó Geralt, ácido—. Ya he vistoen mi vida más de una mina y sé loque hace falta para beneficiar losmetales. ¿Cuándo nos vas a revelarpor fin para qué hemos venidoaquí?

—Para platicar con unconocido mío. El capataz local.Venid conmigo. ¡Ja, ya lo veo! ¡Oh,allí, al lado de la carpintería!Vamos.

—¿Es el enano?—Sí. Se llama Golan Tordilho.

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Es, como he dicho…—El capataz local. Lo has

dicho. Lo que no has dicho ha sidode qué quieres hablar con él.

—Mirad vuestras botas.Geralt y Cahir la obedecieron,

su calzado estaba hundido en unbarro de un extraño color rojizo.

—El medioelfo que buscamos—Angoulême se adelantó a suspreguntas— también tenía lasmismitas manchas de limo rojizo enlas polainas. ¿Entendéis?

—Ahora sí. ¿Y el enano?—No habléis con él. Yo me

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ocuparé de la cháchara. Ha deteneros a vosotros por unos que nohablan, sino que degüellan. Ponedcara de duros.

No tuvieron que poner ningunacara especial. Algunos de lospicadores que los mirabanapartaban los ojos rápidamente,otros se quedaban pasmados y conla boca abierta. Aquéllos que secruzaban en su camino se salían deél a toda prisa. Geralt se imaginópor qué. En el rostro de Cahir y enel suyo propio todavía se veían loscardenales, rasguños, cicatrices y

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las hinchazones resultado de supintoresca lucha y de la paliza queles había atizado Milva. Así quetenían el aspecto de individuos queencuentran gusto en darse en losmorros mutuamente y a los quetampoco hay que convencer muchorato para romperle la cara a untercero.

El enano amigo de Angoulêmeestaba al lado de un edificio con unletrero que ponía «Carpintería» ypintaba algo en una tablilla hechade dos listones de madera pulidos.Contempló a los que se acercaban,

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soltó el pincel, posó el cubo con lapintura, los miró con los ojosentornados. En su fisonomíaadornada con una barba llena demanchas se pintó de pronto unaexpresión de profundo asombro.

—¿Angoulême?—Buenas, Tordilho.—¿Eres tú? —El enano abrió la

barbada boca—. ¿Eres tú enverdad?

—No. No soy yo. Soy el profetaLebioda, recién resucitadito. Hazotra pregunta, Golan. Para variar,una que sea inteligente.

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—No te mofes, Clara. Yo ya nome esperaba echarte el ojo encimanunca. Nomás hace cinco díasestuvo aquí el Mulillas, chocheóque te habían cazado y clavado enun palo en Riedbrune. ¡Juró que eracierto!

—Siempre hay algún beneficio.—La muchacha se encogió dehombros—. Si ahora el Mulillasviniera a pedirte dinero y juraraque te lo va a devolver tú ya sabráslo que valen sus juramentos.

—Yo ya lo sabía —le repuso elenano, removiendo y encogiendo la

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nariz con rapidez exactamente igualque un conejo—. A él yo ni un realde vellón roto que le prestara, niaunque se cagara aquí mesmo y secomiera la tierra. ¡Mas estás viva ysalva, malegro, malegro, je! Ypudiera ser que me devolvieras loque me debes, ¿eh?

—Pudiera, ¿quién sabe?—¿Y quiénes están contigo,

Clara?—Unos buenos amigos.—Ah, qué lengua… ¿Y aónde te

llevan los dioses?—Como de costumbre, por el

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mal camino. —Angoulême, sinimportarle para nada la miradafulminante del brujo, se metió en lanariz una pizca de fisstech, el restose lo frotó en las encías—. ¿Unarayita, Golan?

—Por supuesto. —El enanopuso el dedo, se metió el polvillode narcótico ofrecido en el agujerode la nariz.

—Hablando en serio —siguióla muchacha—, pienso que aBelhaven. ¿No sabrás si acaso noande por allá el Ruiseñor con lahansa?

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Golan Tordilho inclinó lacabeza.

—A ti, Clara, lo mejor te seaevitar al Ruiseñor. Enrabietao está,dicen, contigo, como al oso cuandole despiertan de la invernada.

—¡Oh, venga! Y cuando lanoticia llegole de que meensartaron en una estaca afilátirando de los tiros de dos caballos,¿no se le cambió el corazón? ¿Nolo lamentó? ¿Lagrimillas novertiera, no se tiró de la barba?

—Na de na. Dicen que hablóasí: tiene ésta, Angoulême, lo que

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hace tiempo se mereciera, un paloen el culo.

—Hala, malhablado. Serávulgar el gañán. El señor prefectoFulko diría: el fondo de lasociedad. Yo, en cambio, digo: ¡elfondo de la cloaca!

—Mejor para ti, Clara, que nodigas tales cosas ante sus ojos. Yno andurrear por Belhaven,arrodear la villa y no entrar en ella.Y si has de entrar, lo mejordesfrazada.

—Eh, Golan, no le enseñes a tupadre cómo se hacen los hijos.

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—Ni matrevería.—Escucha, enano. —

Angoulême apoyó la bota en unpeldaño de la escalera de lacarpintería—. Te haré una pregunta.No has de apresurarte a responder.Piénsalo bien primero.

—Pregunta.—¿No te ha pasao por delante

últimamente un medioelfo?¿Forastero, no de aquí?

Golan Tordilho aspiró aire,estornudó con fuerza, se limpió lanariz con la manga.

—¿Un medioelfo, dices? ¿Qué

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medioelfo?—No te hagas el tonto,

Tordilho. Uno que le contrató aRuiseñor para un trabajo. Untrabajo sucio. Para cierto brujo…

—¿Un brujo? —Golan Tordilhosonrió, alzó del suelo su tablilla—.¡No me digas na! Nosotros, por uncasual, andamos buscando a unbrujo, oh, mira, pintamos talesletreros y los colgamos por losalredores. Mira: «Se necesitabrujo, buena paga, y amásmanutención y cobijo, pormenoresen la oficina de la mina La Pequeña

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Babette…» ¿Cómo se escribe,«pormenores» o «promenores»?

—Pon: «detalles». ¿Y para quéqueréis vosotros un brujo en lamina?

—Vaya una pregunta. ¿Y pa qué,si no pa los moustros?

—¿Para cuáles?—Pa los llamadores y

barbeglaces. Se nos han llenao queno veas las galerías más bajas.

Angoulême miró a Geralt, quele confirmó con un gesto de lacabeza que sabía de qué se trataba.Y con un carraspeo le hizo señal de

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que era hora de volver al tema.—Volviendo al tema. —La

muchacha lo entendió al vuelo—.¿Qué es lo que sabes de esemedioelfo?

—No sé na de ningúnmedioelfo.

—Te he dicho que lo piensesbien.

—Y tal hice. —Golan Tordilhoadoptó de pronto un gesto maligno—. Y me pensé que no me merecela pena saber na de este asunto.

—¿Es decir?—Es decir, que esto está

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peligroso. La comarca estápeligrosa y los tiempos estánpeligrosos. Bandas, nilfgaardianos,guerrilleros de Taludes Libres… Yvarios otros alementos, medioelfos.Y tos ardiendo en ganas de darte undisgusto…

—¿Es decir?—Es decir, que tú unas perras

me debes, Clara. Y en vez dedevolverlas, quiés hacer otrasdeudas. Deudas mu serias, pos porlo que me preguntas pué ser que lelevanten a uno por la testa, y no conlas manos desnudas, sino con una

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hoz. ¿Qué gano yo de to esto? ¿Memerece la pena saber algo de esemedioelfo, eh? ¿O me llevaréarguna cosilla? Porque si no haymás que riesgo y ningúnbeneficio…

Geralt estaba harto. Le aburríala conversación, le molestaba elargot y las maneras usadas. Con unmovimiento fulminante agarró alenano por la barba, lo agitó yempujó. Golan Tordilho se tropezócon el cubo de pintura, cayó. Elbrujo se acercó a él de un salto,apoyó la rodilla sobre el pecho y le

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puso un cuchillo ante los ojos.—Beneficio —bramó— puede

ser el de salir con vida. Habla.Parecía que los ojos de Golan

iban a salirse al instante siguientede sus órbitas y se iban a ir a dar unpaseo por los alrededores.

—Habla —repitió Geralt—.Habla lo que sepas. Si no, te voy arajar la nuez de tal modo que teasfixiarás antes de desangrarte…

—Rialto… —jadeó el enano—.En la mina Rialto…

La mina Rialto se diferenciaba en

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muchos aspectos de la mina LaPequeña Babette, así como de otrasminas y canteras que Angoulême,Geralt y Cahir habían pasado por elcamino, y que se llamabanManifiesto de Otoño, La MenaVieja, La Mena Nueva, La MenaJulieta, Celestina, AsuntosComunes y Agujero de Fortuna. Entodas se trabajaba mucho, en todasse sacaba de los pozos o de lasexcavaciones la tierra sucia y se laechaba en las artesas y se la lavabaen los lavaderos. En todas habíapor todos lados el característico

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barro rojo.Rialto era una mina grande,

excavada cerca de la cumbre de unacolina. La cumbre estaba truncada yformaba una cantera, es decir, unamina a cielo abierto. El lavadero selocalizaba en una terraza excavadaen la pendiente de la colina. Allí,junto a una pared vertical en la queresaltaban las aberturas de lasgalerías y los pozos, había artesas,lavaderos, canalones y demásparafernalia de la industria minera.Allí también se levantaba unasentamiento de casuchas de

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madera, chozas, chabolas y hutascon el tejado cubierto de corteza.

—No conozco aquí a nadie —dijo la muchacha, mientras atabalas riendas a una valla—. Masintentaremos hablar con el capataz.Geralt, si puedes, no lo agarres tanpronto del gaznate ni lo amenacescon el bardeo. Primeroplaticaremos…

—No le enseñes a tu padrecómo se hacen los hijos,Angoulême.

No tuvieron tiempo de hablar.No tuvieron ni siquiera tiempo de

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acercarse al edificio en el quesuponían se encontraba la oficinadel capataz. En la placita, donde secargaba la gandinga en los carros,se encontraron de pronto con cincojinetes.

—Oh, mierda —dijoAngoulême—. Oh, mierda. Mira loque nos ha traído el gato.

—¿Qué pasa?—Son gente de Ruiseñor. Han

venido a por la mordida por laprotección. Ya me han visto yreconocido… ¡Su puta madre! Lahemos liado…

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—¿Serás capaz de escaquearte?—murmuró Cahir.

—No cuento con ello.—¿Por?—Robé a Ruiseñor, cuando

huía de la hansa. No me loperdonarán. Mas lo intentaré…Vosotros callad. Tened los ojosbien abiertos y estad dispuestos. Atodo.

Los jinetes se acercaron. Envanguardia iban dos, un tipo delargos cabellos grises vestido conuna piel de lobo y un zagalón conbarba, que se había dejado a todas

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luces para cubrir las cicatrices delacné. Fingían indiferencia peroGeralt distinguió un oculto brillo deodio en las miradas con las quecontemplaban a Angoulême.

—Clara.—Novosad. Yirrel. Hola.

Bonito día. Una pena que llueva.El de las cicatrices se bajó del

caballo o, mejor dicho, saltó de lasilla, pasando enérgicamente lapierna derecha por encima de latesta del caballo. Los demástambién desmontaron. El de lascicatrices le dio las riendas al

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zagalón de la barba, llamadoYirrel, y se acercó a ellos.

—Vaya —dijo—. Nuestraurraca parlanchína. ¿Y no resultaque vives y estás sana?

—Y doy brincos con los pies.—¡Mocosa deslenguada! El

rumor decía que dabas brincos,pero en lo alto de un palo. El rumordecía que te había agarrado eltuerto Fulko. ¡El rumor decía quehabías cantado en el potro comouna tórtola, que habías chotado todolo que te preguntaban!

—El rumor decía —resopló

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Angoulême— que tu madre,Novosad, sólo pedía a sus clientescuatro chavos y nadie quería darmás de dos.

El bandolero le escupió a lospies con un gesto de odio.Angoulême bufó de nuevo,exactamente igual que un caballo.

—Novosad —dijo descarada,poniéndose en jarras—. Tengo algoentre manos para el Ruiseñor.

—Curioso. Porque él tambiéntiene algo entre manos para ti.

—Cierra el pico y escuchamientras entoavía tengo ganas de

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chamullar. Hace dos días, a unamilla de Riedbrune, yo y estos losmis amigos nos cargamos al brujoése por el que había el precio.¿Entiendes?

Novosad mirósignificativamente a sus camaradas,luego se quitó el guante, valoró conla mirada a Geralt y Cahir.

—Tus nuevos amigos —repitiódespacio—. Ja, veo por sus jetasque no son curas. ¿Dices quemataron al brujo? ¿Y cómo? ¿Conun estilete en la espalda? ¿O ensueños?

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—Eso son promenores sinimportancia. —Angoulême fruncióel ceño como un mono—. Elpromenor importante es que el talbrujo se pudre bajo tierra. Escucha,Novosad. Yo no quiero importunaral Ruiseñor ni ponérmele pormedio. Mas el negocio es elnegocio. El medioelfo os dio unadelanto por el trabajo, de esto nohablo, es vuestro dinero, por loscostes y la fatiga. Mas la otra parte,la que prometió el medioelfo paradespués del trabajo es, según la ley,mía.

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—¿Según la ley?—¡Así es! —Angoulême no

prestó atención al tono sarcástico—. Nosotros fuimos quienesacabamos el contrato, matamos albrujo, de lo que podemos mostrarpruebas al medioelfo. Tomaréentonces lo que sea mío y me iréadonde el dios perdió el gorro. Conel Ruiseñor, como dije, no quierocompetencias, porque Los Taludesson demasiado pequeños para mí ypara él. Dile esto, Novosad.

—¿Sólo esto? —De nuevo unsarcasmo venenoso.

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—Y mis besos —resoplóAngoulême—. Puedes chuparle elculo de mi parte, per procura.

—Me se ocurrió a mí mejoridea que ésa —anunció Novosad,mirando de reojo a los compañeros—. Yo le llevaré tu culo en originalal Ruiseñor, Angoulême. Yo te meentrego atadita, Angoulême, y élentonces ya hablará todo y sepondrá de acuerdo en todo contigo.Y lo regulará. Todo. La disputa de aquién le pertenecen los dineros delcontrato con el medioelfo Schirrú.Y el pago de lo que le robaras. Y lo

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de que en Los Taludes no hay sitiopara los dos. De este modo todo sesoluciona. Al detalle.

—Hay una pega. —Angoulêmebajó las manos—. ¿Y cómo quieresllevarme hasta el Ruiseñor,Novosad?

—¡Oh, así! —El bandido estirólas manos—. ¡Por el pescuezo!

Geralt, con un movimientorelampagueante, desenvainó elsihill y se lo puso a Novosad bajola nariz.

—No te lo recomiendo.Novosad retrocedió, echó mano

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a la espada. Con un siseo, Yirrelsacó un sable curvo de una vainaque llevaba a la espalda. Los otrossiguieron su ejemplo.

—No te lo recomiendo —repitió el brujo.

Novosad maldijo. Miró a suscompañeros. No era muy ducho enaritmética, pero le salió que cincoes bastante más que tres.

—¡Atacad! —gritó, al tiempoque se lanzaba sobre Geralt—.¡Matad!

El brujo evitó el golpe con unamedia vuelta y lo rajó del revés en

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la sien. Antes de que cayeraNovosad, Angoulême se inclinó enun pequeño impulso, un cuchillobrilló en el aire. Yirrel, que estabaatacando, se detuvo: bajo subarbilla sobresalía un mango dehueso. El bandolero dejó caer elsable, agarró el cuchillo en elcuello con las dos manos,borboteando sangre, y Angoulême,con un impulso, le golpeó en elpecho y lo echó al suelo. Entretanto Geralt había degollado a unsegundo bandido. Cahir rajó a otromás. Bajo el poderoso golpe de la

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espada nilfgaardiana algo en formade un pedazo de sandía cayó delcráneo del bandolero. El últimoesbirro desertó, saltó sobre elcaballo. Cahir bajó la espada, laagarró por la hoja y la lanzó comouna jabalina, acertando al ladrónexactamente entre los omóplatos. Elcaballo relinchó y agitó la cabeza,se echó para atrás, pateó,arrastrando por el barrizal rojizo elcadáver que llevaba la manoenganchada en las riendas.

Todo aquello no duró más quecinco latidos del corazón.

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—¡Paisanooos! —gritó alguienpor entre los edificios—.¡Paisanooos! ¡Ayudaaa! ¡Asesinos,asesinos, que matan a alguien!

—¡Al ejército! ¡Llamad alejército! —gritó un segundominero, mientras espantaba a losniños que, siguiendo la costumbreancestral de todos los niños delmundo, habían aparecido de no sesabía dónde para mirarlo todo yenredarse en los pies de losmayores.

—¡Que alguien corra a por elejército!

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Angoulême recobró su cuchillo,lo limpió y lo introdujo en la caña.

—¡Venga, que corran! —gritó,mirando a su alrededor—. ¿Es quevosotros, picadores, estáis ciegos oqué? ¡Ha sido en defensa propia!¡Nos asaltaron estos truhanes! ¿Y esque no los conocéis? ¿Es que no sushicieron poco mal? ¿No os sacaronsus buenas mordidas?

Estornudó con fuerza. Luego learrancó a Novosad, que todavíatemblaba, la bolsa que llevaba alcinto, se arrodilló junto a Yirrel.

—Angoulême.

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—¿Qué?—Déjalo.—¿Y por qué? ¡Esto es el botín!

¿Te sobra el dinero?—Angoulême…—Eh, vosotros —se oyó de

pronto una voz sonora—. Venidacá, si os place.

En las puertas abiertas de unabarraca que hacía las veces dealmacén de herramientas estaban depie tres hombres. Dos eranesbirros, con el pelo muy corto, defrentes bajas y seguramente bajoingenio. El tercero —el que les

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había gritado— eraextraordinariamente alto, decabellos negros, un hombreapuesto.

—Sin quererlo escuché laconversación que precedió alincidente —dijo el hombre—. Noestaba muy por la labor de creer enla muerte del brujo, pensaba que setrataba de fanfarronadas. Ahora yano lo creo. Venid aquí, a la barraca.

Angoulême respirósonoramente. Miró al brujo yasintió con la cabeza en un ademánapenas perceptible.

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El hombre era un medioelfo.El medioelfo Schirrú era alto,

tenía más de seis pies de estatura.Llevaba los largos cabellos negrosatados sobre el cuello, formandouna cola de caballo que le caíasobre las espaldas. Su sangremezclada se revelaba en sus ojos,grandes, de forma de almendra,azules y amarillos, como de gato.

—Así que vosotros habéismatado al brujo —repitió, con unasonrisa fea—. Adelantándoos aHomer Straggen, llamado Ruiseñor.Interesante, interesante. En una

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palabra, que tengo que pagaroscincuenta florines. La segundaparte. Así que Straggen se ganó laotra media centena por no hacernada. Porque no creo que penséisque os la va a devolver.

—Cómo me las arregle con elRuiseñor, eso ya es asunto mío —dijo Angoulême, sentada sobre unbaúl y balanceando las piernas—.Y el contrato relativo al brujo eraun contrato por obra. Y nosotrosrealizamos esa obra. Nosotros, noel Ruiseñor. El brujo está bajotierra. Sus compañeros, los tres,

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bajo tierra. Así que resulta que elcontrato ha sido cumplido.

—Eso al menos es lo que decís.¿Cómo lo hicisteis?

Angoulême no dejó debalancear las piernas.

—Cuando sea vieja —declaró,con su acostumbrado tono dedescaro— escribiré la historia demis andanzas. Describiré en ellacómo sucediera esto y aquesto.Hasta entonces vais a tener queaguantaros, señor Schirrú.

—Hasta tal punto osavergonzáis —advirtió el mestizo

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con voz fría—. Tan despreciable ytraicionero cometisteis el acto.

—¿Os molesta? —intervinoGeralt.

Schirrú le miró atentamente.—No —respondió al cabo—.

El brujo Geralt de Rivia no semerecía mejor suerte. Era uninocente y un tonto. Si hubieratenido una muerte mejor, máshonrada, más honorable, se hubieraconvertido en una leyenda. Y él nose merecía ser una leyenda.

—La muerte es siempre lamisma.

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—No siempre. —El medioelfomeneó la cabeza, mientras intentabamirar a los ojos de Geralt,escondidos por la sombra de lacapucha—. Os aseguro que nosiempre. Imagino que tú le diste elgolpe mortal.

Geralt no respondió. Sentíaunas ganas terribles de agarrar almestizo por su cola de caballo,tirarlo al suelo y sacar de él todo loque sabía, rompiéndole uno trasotro los dientes con el pomo de laespada. Se contuvo. La razón ledecía que la mistificación de

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Angoulême podría dar mejoresresultados.

—Como queráis —dijoSchirrú, sin esperar respuesta—.No voy a insistir en que narréis losacontecimientos. Está claro que notenéis mucho que contar, está claroque no hay mucho de lo quealabarse. Eso si, por supuesto,vuestro silencio no proviene dealgo completamente distinto… Porejemplo, de que no haya pasadoabsolutamente nada. ¿Tenéis algunaprueba de la verdad de vuestraspalabras?

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—Le cortamos al brujo,después de muerto, la mano derecha—respondió descaradamenteAngoulême—. Pero luego nos laquitó un mapache y se la comió.

—Así que sólo tenemos esto.—Geralt se desató lentamente lacamisa y sacó el medallón con lacabeza de lobo—. El brujo lollevaba al cuello.

—Dame.Geralt no vaciló mucho. El

medioelfo sopesó el medallón en lamano.

—Ahora lo creo —dijo

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lentamente—. El bibelot emana unamagia poderosa. Algo así sólopodía tenerlo un brujo.

—Y un brujo no se lo dejaríaquitar —terminó Angoulême— sitodavía respirara. Es decir, ésta esuna prueba concluyente. Así que,señor mío, versus colocando lasperras en la mesa.

Schirrú guardó delicadamenteel medallón, se sacó del seno unpliego de papeles, los colocó sobrela mesa y los enderezó con la mano.

—Venid acá, por favor.Angoulême saltó del baúl, se

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acercó, haciendo monerías yretorciendo las caderas. Se inclinósobre la mesa. Y Schirrú, como unrayo, la agarró por los cabellos, laechó sobre la mesa y le puso uncuchillo en la garganta. A lamuchacha no le dio tiempo ni agritar.

Geralt y Cahir ya tenían lasespadas en la mano. Demasiadotarde. Los ayudantes del elfo, losesbirros de estrechas frentes,aferraban unos ganchos de hierro.Pero no se atrevieron a acercarse.

—Tirad las espadas al suelo —

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gritó Schirrú—. Ambos, espadas alsuelo. De otro modo le amplío lasonrisa a esta puta.

—No le hagáis caso… —comenzó Angoulême, y terminó conun grito, porque el medioelforetorció el puño con el que leagarraba los cabellos y apretó elpuñal contra la piel, unas brillanteslíneas rojas comenzaron a correrpor el cuello de la muchacha.

—¡Tirad la espada al suelo! ¡Yono bromeo!

—¿Y no podemos llegar a unacuerdo? —Geralt, sin hacer caso

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de la rabia que bullía dentro de él,se decidió a ganar tiempo—.¿Como gente civilizada?

El medioelfo sonrióvenenosamente.

—¿Un acuerdo? ¿Contigo,brujo? A mí me enviaron paraacabar contigo, no para hablar. Sí,sí, imitante. Tu fingías, jugabas alos títeres y yo ya te habíareconocido desde el principio,desde que te eché el primer vistazo.Me habías sido descrito con tododetalle. ¿No te imaginas quién tedescribió tan detalladamente?

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¿Quién me dio detalladasexplicaciones de dónde y en quécompañía te encontraría? Oh,seguro que te lo imaginas.

—Deja a la muchacha.—Pero yo no sólo te conozco

por las descripciones —continuóSchirrú, sin pensar en absoluto ensoltar a la muchacha—. Yo ya tehabía visto. Yo incluso hasta teseguí una vez. En Temeria. En julio.Fui contigo hasta la ciudad deDorian. Hasta el bufete de losabogados Codringher y Fenn.¿Comprendes?

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Geralt volvió la espada de talmodo que la hoja se reflejó en losojos del medioelfo.

—Siento curiosidad —dijo convoz gélida— por saber cómoplaneas librarte de esta situacióntan embarazosa, Schirrú. Yo veodos salidas. Primera: sueltasinmediatamente a la muchacha.Segundo: matas a la muchacha… Yun segundo después tu sangrecoloreará hermosamente lasparedes y el techo.

—Vuestras armas —Schirrútiró del cabello a Angoulême con

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brutalidad— han de encontrarse enel suelo antes de que cuente tres.Luego comenzaré a cortar a la puta.

—Veremos cuánto te va a dartiempo a cortar. Yo pienso que nomucho.

—¡Uno!—¡Dos! —comenzó Geralt su

propia cuenta, agitando el sihill enun silbante molinete.

Un ruido de cascos, relinchos ybufidos de caballos, unos gritoshumanos les llegaron desde elexterior.

—¿Y ahora qué? —se rio

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Schirrú—. Estaba esperando esto.¡Ya no estamos en tablas, esto es unjaque mate! Han venido misamigos.

—¿De verdad? —dijo Cahir,mirando por la ventana—. Veouniformes de la caballería ligeraimperial.

—Así que es jaque mate, peropara ti —dijo Geralt—. Hasperdido, Schirrú. Suelta a lamuchacha.

—Seguro.Las puertas de la barraca

cedieron ante unos puntapiés, unas

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cuantas personas entraron, lamayoría iban vestidas de negro ycon el mismo uniforme. Los dirigíauno con barbas, de cabellos rubios,y con una señal de un oso de plataen el hombro.

—¿Que aen suecc’s? —preguntó amenazador—. ¿Qué pasaaquí? ¿Quién es el responsable deeste alboroto? ¿De estos cuerpos enel patio? ¡Hablad al punto!

—Señor jefe…—¡Glaeddyvan vort! ¡Tirad la

espada!Obedecieron. Porque les

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estaban apuntando con ballestas yarbaletes. Angoulême, a quienSchirrú había soltado, intentólevantarse de la mesa, pero depronto se encontró en el abrazo deun rufián rechoncho, vestido decolores, con unos ojos saltonescomo una rana. Ella quiso gritar,pero el rufián le apretó sobre laboca una mano enguantada.

—Evitemos el uso de laviolencia —propuso Geralt con vozfría al jefe que llevaba el oso en elhombro—. No somos delincuentes.

—Lo que tú digas.

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—Actuamos con conocimientoy beneplácito de don FulkoArtevelde, prefecto de Riedbrune.

—Lo que tú digas —repitió elOso, haciendo una señal para quealzaran y recogieran las espadas deGeralt y Cahir—. Conconocimiento y beneplácito. De donFulko Artevelde. El importanteseñor Artevelde. ¿Habéis oído,muchachos?

Su gente, los negros y loscoloreados, risotearon a coro.

Angoulême se revolvió en elabrazo del ojos de rana, intentando

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gritar en vano. No era necesario.Geralt ya lo sabía. Antes de que elsonriente Schirrú comenzara aapretar las manos que se le tendían.Antes de que cuatro negrosnilfgaardianos agarraran a Cahir yotros tres le dirigieran las ballestasdirectamente al rostro.

El ojos de rana empujó aAngoulême hacia sus camaradas. Lamuchacha colgó en su abrazo comouna muñeca de trapo. Ni siquieraintentaba ofrecer resistencia.

El Oso se acercó lentamente aGeralt y de pronto le golpeó en la

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ingle con un puño embutido en unguante de armadura. Geralt sedobló, pero no cayó. Una rabia fríale mantuvo en pie.

—Puede que te alegre la noticia—le dijo el Oso— de que no soislos primeros idiotas que el tuertoFulko ha utilizado para sus propiosobjetivos. Los rentables negociosque yo llevo a cabo aquí junto conel señor Straggen, por algunosllamado Ruiseñor, son para él comouna piedra en el zapato. A Fulko sele llevaron los diablos cuando, enlo que concierne a estos negocios,

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tomé a Homer Straggen al serviciode su emperador y lo nombré jefede una compañía de voluntariospara proteger la minería. Así que,como no puede vengarseoficialmente, contrata a picarosdiversos.

—Y a brujos —intervinoSchirrú, quien sonreíavenenosamente.

—En el exterior —dijo en vozalta el Oso— hay cinco cadáveresempapándose con la lluvia. ¡Habéisasesinado a personas que estaban alservicio del emperador! ¡Habéis

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estorbado el trabajo en la mina! Nohay ninguna duda: sois espías,saboteadores y terroristas. En estastierras rige la ley marcial. Por lapresente y en vía sumaria, oscondeno a muerte.

El ojos de rana se carcajeó. Seacercó a Angoulême, a quiensujetaban los bandidos, la agarrócon un rápido movimiento por unpecho y apretó con fuerza.

—Eh, ¿y qué, Clara? —gritó, yresultó que tenía la voz todavía másde rana que los ojos. Elsobrenombre del bandido, si era él

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mismo el que se lo había dado,denotaba sentido del humor. Y si setrataba de un mote para camuflarse,entonces había acertadoextraordinariamente.

—¡Así que nos encontramos denuevo! —gritó otra vez el batracioRuiseñor, pellizcando a Angoulêmeen el pecho—. ¿Te alegras?

La muchacha gimiódolorosamente.

—¿Y dónde tienes, puta, lasperlas y las piedras que merobaste?

—¡Las tomó en depósito el

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tuerto Fulko! —gritó Angoulême,intentando sin éxito aparentar queno tenía miedo—. ¡Preséntate a élpara recogerlas!

El Ruiseñor gritó y desencajólos ojos, ahora tenía el aspecto deuna verdadera rana, daba laimpresión de que estaba a punto deponerse a cazar moscas con lalengua. Apretó a Angoulêmetodavía con más fuerza, ella seagitó y gimió todavía másdolorosamente. Por detrás de laroja niebla de rabia que cubrió losojos de Geralt, la muchacha otra

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vez comenzó a parecerse a Ciri.—Lleváoslos —ordenó el Oso

con impaciencia—. Al patio conellos.

—Es un brujo —dijo insegurouno de los bandidos de la compañíaruiseñora de protección de laminería—. ¡Un meigo! ¿Cómo lovamos a coger con las manosdesnudas? Lo mesmo nos echaalgún hechizo o algo así…

—No tengáis miedo. —Schirrú,sonriente, se palmeó losalrededores del bolsillo—. Sin suamuleto brujeril no puede hechizar

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y su amuleto lo tengo yo. Cogedlosin miedo.

En el exterior esperaban másnilfgaardianos armados vestidoscon capas negras y más miembrosde la coloreada hansa del Ruiseñor.Se había reunido también un grupode mineros. Alrededorrevoloteaban los ubicuos niños yperros.

Ruiseñor perdió de pronto eldominio de sí mismo. Exactamenteigual que si lo hubiera poseído eldiablo. Croando de rabia agredió a

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Angoulême con los puños, y cuandocayó la pateó varias veces. Geraltse arrancó de la sujeción de losbandidos, por lo que recibió ungolpe en la nuca con algo duro.

—¡Decían —croó Ruiseñor,mientras saltaba sobre Angoulêmecomo un sapo loco— que te habíanclavado en un palo por el culo, alláen Riedbrune, mala pécora!¡Escrito te estaba el palo! ¡Y en elpalo vas a reventar! ¡Eh,muchachos, buscadme por aquíalguna estaquilla y sacádmelapunta! ¡Presto!

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—Señor Straggen. —El Osofrunció el ceño—. No veo motivopara entretenernos con unaejecución tan bestial y que precisade tanto tiempo. Hay que colgar sinmás a los prisioneros…

Se calló ante la mirada de furiade los ojos de rana.

—Estaos calladito, capitán —croó el bandido—. Demasiado ospago para que me vengáis haciendopropuestas innecesarias. Yo le juréa Angoulême una mala muerte yahora voy a jugar un poquillo conella. Si queréis, colgad a esos dos.

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A mi ni me van ni me vienen.—Pero a mí sí —intervino

Schirrú—. Ambos me sonnecesarios. Sobre todo el brujo.Especialmente él. Y dado que elempalamiento de la muchacha va atardar un poco, yo también voy aaprovechar ese tiempo.

Se acercó, clavó en Geralt susojos de gato.

—Has de saber, imitante —dijo—, que yo fui quien acabó con tuamigo Codringher en Dorian. Lohice por orden de mi señor, elmaestro Vilgefortz, al que sirvo

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desde hace años. Pero lo hice converdadero placer.

»Ese viejo canalla deCodringher —siguió el medioelfosin esperar a la reacción— tuvo ladesvergüenza de meter la nariz enlos asuntos del maestro Vilgefortz.Lo destripé con mi cuchillo. Y a eseasqueroso monstruo de Fenn loquemé vivo entre sus papeles.Podría simplemente haberloacuchillado, pero sacrifiqué unpoco de tiempo y esfuerzo paraescuchar cómo aullaba y gruñía. Yaullaba y gruñía, te digo, como un

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cerdo en la matanza. Nada humanohabía en aquellos aullidos,absolutamente nada.

»¿Sabes por qué te hablo detodo esto? Porque también a tipodría simplemente acuchillarte omandar acuchillarte. Perosacrificaré un poco de tiempo yesfuerzo. Voy a escuchar cómoaúllas. ¿Dijiste que la muerte essiempre la misma? Ahora verás queno todas. Muchachos, calentadmealquitrán en unas graseras. Ytraedme unas cadenas.

Algo se deshizo con un

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estruendo en el carbón de labarraca y explotó al instante confuego y un estruendo estremecedor.

Otro recipiente con aceite deroca —Geralt lo reconoció por elolor— acertó directamente en lagrasera, un tercero estalló junto alque sujetaba los caballos. Hubo unestruendo, borbotearon las llamas,los caballos se volvieron locos.Hubo un tumulto, del tumultoemergió un perro ardiendo yaullando. Uno de los bandidos delRuiseñor extendió de pronto losbrazos y cayó sobre el fango con

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una flecha en la espalda.—¡Vivan Los Taludes libres!En la cima de la colina, detrás

de los andamiajes y los soportes, seentreveían unas siluetas con capotesgrises y gorros de piel. Sobre laspersonas, los caballos y lasbarracas de la mina seguíancayendo más proyectilesincendiarios, especie de susurrosque arrastraban consigo unastrenzas de fuego y humo. Doscayeron sobre el taller, el suelolleno de virutas y serrines.

—¡Vivan Los Taludes libres!

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¡Muerte al ocupante nilfgaardiano!Silbaban las trayectorias de las

flechas y las saetas.Rodó bajo el caballo uno de los

negros nilfgaardianos, se derrumbócon la garganta atravesada uno delos bandidos ruiseñores, cayó conuna saeta en la nuca uno de losesbirros de pelo corto. El Oso cayólanzando un macabro gemido. Laflecha le había atravesado el pecho,bajo el esternón, más abajo delemblema. Eran aquéllas —aunquenadie podía saberlo— saetasrobadas a un transporte militar, el

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modelo estándar del ejércitoimperial, con unas pequeñasmodificaciones. La amplia puntados hojas había sido aserrada enalgunos lugares para lograr unefecto de expansión.

La punta se expansionabamaravillosamente en las entrañasdel Oso.

—¡Abajo con el tirano Emhyr!¡Los Taludes libres!

Ruiseñor gritó, se echó mano aun brazo al que le había rozado unaflecha.

Uno de los niños cayó sobre el

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barro haciéndose una bola, estabaatravesado de parte a parte por laflecha de uno de los luchadores porla libertad con mala puntería. Cayóuno de los que sujetaban a Geralt.Se derrumbó uno de los quesujetaban a Angoulême. Lamuchacha se libró del otro, sacócomo un rayo el cuchillo de la cañade la bota, cortó con un amplioímpetu. Con la pasión del momentofalló la garganta de Ruiseñor, perole destrozó maravillosamente lamejilla, casi hasta los propiosdientes. El Ruiseñor croó si cabe

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todavía peor que de costumbre ysus ojos se desencajaron todavíamás. Cayó de rodillas, la sangrebrotando por entre las manos conlas que se aferraba el rostro.Angoulême aulló reprobatoria y seacercó para terminar su obra. Perono lo consiguió, pues entre ella yRuiseñor explotó otra bomba,borboteando de fuego y ondas dehumo apestoso.

A su alrededor ya crepitaba elfuego y reinaba un pandemoniumígneo. Los caballos se habíandesbocado, relinchaban y coceaban.

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Los bandidos y los nilfgaardianosgritaban. Los mineros corrían enpánico, unos huían, otros intentabanapagar los edificios que estabanardiendo.

Geralt había conseguido yaalzar el sihill que había dejado caerel Oso. A una alta mujer con unacota de malla que intentaba golpeara Angoulême con una maza la cortórápido en la frente. A un negronilfgaardiano que se le acercabacon un regatón en la mano le rajó elmuslo. Al siguiente, quesimplemente se le cruzó, le cortó la

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garganta.Junto a él, un caballo

enloquecido, quemado, corriendo aciegas, derrumbó y pateó a otroniño.

—¡Coge los caballos! ¡Coge loscaballos! —Cahir apareció junto aél, le señaló los dos alazanes conunos golpes enérgicos de la espada.Geralt no oía, no veía. Desventró aotro nilfgaardiano, estaba buscandoa Schirrú.

Angoulême, de rodillas, a unadistancia de tres pasos, disparó conuna ballesta que tenía alzada,

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metiéndole un virote en el bajovientre a uno de los bandidos de lacompañía de protección de laminería, que la estaba atacando enaquel momento. Luego se levantó yagarró las riendas de un caballoque pasó trotando al lado.

—¡Coge alguno, Geralt! —gritóCahir—. ¡Y a correr!

El brujo se cargó a otronilfgaardiano con un golpe desdearriba, desde el esternón hasta lacadera. Con un brusco movimientode la cabeza se limpió de sangre lascejas y las pestañas. ¡Schirrú!

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¿Dónde estás, canalla?Un golpe. Un grito. Gotas

calientes en el rostro.—¡Piedad! —se lamentó un

muchacho vestido de uniformenegro que estaba arrodillado en elbarro. El brujo vaciló.

—¡Vuelve en ti! —gritó Cahir,agarrándolo por los hombros yagitándole con fuerza—. ¡Vuelve enti! ¿Es que te has vuelto loco?

Angoulême volvió al galope,tirando de las riendas de otrocaballo. La perseguían dos jinetes.Uno cayó bajo las flechas de un

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luchador por la libertad de LosTaludes. Al otro lo barrió de lasilla la espada de Cahir.

Geralt saltó al caballo. Yentonces, a la luz de los incendios,vio a Schirrú, reuniendo a gritos alos despavoridos nilfgaardianos.Junto al medioelfo croaba y gritabamaldiciones Ruiseñor, que con sujeta ensangrentada tenía el aspectode un verdadero troll antropófago.

Geralt bramó con rabia, dio lavuelta al caballo, hizo un molinetecon la espada.

Junto a él, Cahir gritó y

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maldijo, se tambaleó en la silla,sangre proveniente de la frente leanegó al instante los ojos y elrostro.

—¡Geralt! ¡Ayuda!Schirrú reunió a su alrededor a

un grupo, aulló, ordenó dispararcon las ballestas. Geralt diopalmadas con la hoja en las ancasdel caballo, listo para un ataquesuicida. Schirrú debía morir. Elresto no tenía importancia. Nocontaba. Cahir no contaba.Angoulême no contaba…

—¡Geralt! —gritó Angoulême

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—. ¡Ayuda a Cahir!Volvió en sí. Y se avergonzó.Lo detuvo, lo apoyó. Cahir se

limpió los ojos con la manga, y lasangre le volvió a anegar deinmediato.

—No es nada, unos arañazos…—La voz le temblaba—. Alcaballo, brujo… Al galope, detrásde Angoulême… ¡Al galope!

Desde los pies de la loma lesllegó un enorme grito, desde allí seacercaba corriendo unamuchedumbre armada de picos,palancas y hachas. En ayuda de sus

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compañeros y compadres de lamina Rialto acudían los mineros delas minas vecinas, del Agujero deFortuna o de Asuntos Comunes. Ode alguna otra. ¿Quién podíasaberlo?

Geralt golpeó al caballo con lostalones. Se lanzaron a galopar, enun loco ventre à terre.

Corrieron a toda velocidad sinmirar a su alrededor, pegados a loscuellos de los caballos. El mejorcaballo le tocó a Angoulême, unpequeño pero fogoso alazán

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bandoleril. El caballo de Geralt, unbayo con arreos nilfgaardianos, yahabía comenzado a roncar y aresollar, tenía problemas paramantener la cabeza alta. El caballode Cahir, también militar, era másfuerte y resistente, pero a cambio eljinete tenía problemas, secolumpiaba en la silla, apretabamaquinalmente los muslos yarrojaba un fuerte flujo de sangresobre las crines y el cuello de sumontura.

Pero el galope continuaba.Angoulême, que se había

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situado en cabeza, les estabaesperando en una curva, en un lugaren el que el camino se dirigía haciaabajo, retorciéndose entre lasrocas.

—Los perseguidores… —jadeó, limpiándose la porquería delrostro—. Nos van a perseguir, nonos lo perdonarán… Los minerosvieron por dónde nos fuimos. Nodebiéramos quedarnos en elcamino… Tenemos que entrar en elbosque, en los despoblados…Perderlos…

—No —protestó el brujo,

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mientras escuchaba conpreocupación los sonidos queescapaban de los pulmones delcaballo—. Tenemos que ir por elcamino. Por la ruta más fácil ycorta hasta Sansretour…

—¿Por qué?—No hay ahora tiempo para

hablar. ¡En marcha! Sacad de loscaballos lo que se pueda…

Cabalgaron. El bayo del brujoresollaba.

El bayo no estaba en condicionesde seguir. Apenas podía caminar

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sobre unas patas rígidas comoestacas, se iba mucho para loslados, exhalaba aire con un relinchoronco. Por fin cayó de lado, pateóentumecido, miró a su jinete y ensus martirizados ojos había unreproche.

El caballo de Cahir estaba enmejor estado, pero a cambio sujinete estaba peor. Cayósimplemente de la silla, se alzó,pero sólo a cuatro patas, vomitóviolentamente aunque no teníamucho que vomitar.

Cuando Geralt y Angoulême

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intentaron tocar su cabezaensangrentada, gritó.

—Maldita sea —dijo lamuchacha—. Vaya un corte de peloque me le han hecho.

La piel sobre la frente y la siendel joven nilfgaardiano, junto conlos cabellos, estaba separada enuna longitud bastante significativadel hueso del cráneo. Si no hubierasido porque la sangre ya habíacoagulado, la lonja desprendidahabría caído hasta la oreja. Teníaun aspecto macabro.

—¿Cómo pasó?

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—Le lanzaron un hachaderechito a la testa. Para que fueramás gracioso, no fueron ni losnegros ni los de Ruiseñor, sino unode los picadores de la mina.

—Ahora no importa quién lalanzara. —El brujo vendó la cabezade Cahir con un pedazo de la mangade la camisa—. Lo importante yafortunado es que el hachero erabien malo, sólo le escalpó, y podíahaberle destrozado el cráneo. Peroel hueso del cráneo también sufrióbastante. Y hasta el cerebro lo hasentido. No se mantendrá en la

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silla, ni siquiera si el caballoconsiguiera soportar su peso.

—¿Y qué habremos de hacerentonces? Tu caballo la palmó, elsuyo casi, y el mío hasta gotea desudor… Y nos persiguen. Nopodemos quedarnos aquí…

—Tenemos que quedarnos. Él yyo. Y el caballo de Cahir. Tú sigueadelante. Deprisa. Tu caballo esfuerte, aguantará el galope. Eincluso si tuvieras quederrengarlo… Angoulême, en algúnlugar del valle de Sansretour nosestán esperando Regis, Milva y

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Jaskier. No saben nada y puedencaer en las garras de Schirrú.Tienes que encontrarles y avisarlesy luego los cuatro tenéis que ir lomás deprisa que os lleven loscaballos hasta Toussaint. Allí no osperseguirán. Espero.

—¿Y tú y Cahir? —Angoulêmese mordió los labios—. ¿Qué seráde vosotros? Ruiseñor no es tonto,cuando vea un caballo medioreventao buscará cada escondrijode los alrededores. ¡Y tú con Cahirno irás lejos!

—Schirrú, que es el que nos

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persigue, irá detrás de ti.—¿Piensas?—Estoy seguro. Cabalga.—¿Qué dirá la abuelilla cuando

aparezca sin vosotros?—Se lo explicarás. No a Milva,

sino a Regis. Regis sabrá lo quehay que hacer. Y nosotros…Cuando la cabellera de Cahir sepegue un poco más fuerte al cráneo,iremos a Toussaint. Allí osencontraremos de alguna manera.Venga, no pierdas tiempo,muchacha. Al caballo y en marcha.No dejes que se acerquen los que te

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persiguen. No permitas que tetengan a ojo.

—¡No enseñes a tu padre cómose hacen los hijos! ¡Cuidaos! ¡Hastala vista!

—Hasta la vista, Angoulême.

No se alejó demasiado del camino.No pudo negarse a echarles unvistazo a los perseguidores. Y enrealidad no temía que aquélloshicieran algo: sabía que noperderían tiempo, que irían detrásde Angoulême.

No se equivocó.

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Los jinetes, que aparecieron porel paso poco menos de cuarto dehora después, se detuvieron, esverdad, al ver al caballo tendido,gritaron un poco, discutieron,patearon los matojos que había allado de la ruta, pero casi deinmediato renovaron la persecuciónpor el camino, indudablementeconsideraron que de los tresfugitivos dos iban ahora en un solocaballo y se les iba a poder atraparpronto si no se perdía tiempo.Geralt vio que algunos de loscaballos de los perseguidores

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tampoco estaban en un estadoespecialmente bueno.

Entre los perseguidores nohabía demasiadas capas negras dela caballería ligera nilfgaardiana,dominaban los multicoloresbandoleros de Ruiseñor. Geralt nopudo distinguir si el propioRuiseñor tomaba parte en lapersecución o si se había quedadocurando la cara desfigurada.

Cuando el tableteo de losperseguidores se fue debilitando,Geralt se levantó de su escondrijoentre las cañas, alzó y sujetó a

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Cahir, que jadeaba y gemía.—El caballo está demasiado

débil para llevarte. ¿Vas a poderandar?

El nilfgaardiano emitió unsonido que podría haber sido tantouna afirmación como una negación.U otra cosa. Pero colocó los pies, yprecisamente de esto se trataba.

Entraron en el barranco hacia lacorriente. Cahir superó los últimospies de las resbaladizas rocas en undeslizarse no del todo voluntario.Se arrastró hasta el arroyo, bebió,se echó abundante agua helada

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sobre el vendaje de la cabeza. Elbrujo no le apresuró, él mismorespiró intensamente, recolectandofuerzas.

Anduvo corriente arriba,sujetando a Cahir y, al mismotiempo, tirando del caballo,chapoteando en el agua,tropezándose con los cantosrodados y los troncosdesmochados. Cahir, al cabo de untiempo, se negó a colaborar, noponía ya los pies en formaadecuada, dejó de moverlos enabsoluto; el brujo, simplemente, lo

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arrastró. No se podía seguiravanzando así, sobre todo porque elcauce del arroyo estabaobstaculizado por quebrados y porsaltos de agua. Geralt jadeó, seechó al herido a la espalda. El irtirando del caballo tampoco se lohacía más fácil. Cuando por finsalieron del barranco, el brujosimplemente se derrumbó sobre lapendiente mojada y yació allí,jadeando, completamente exhausto,junto a Cahir, que no paraba dequejarse. Yació allí largo rato. Otravez le comenzó a pulsar la rodilla

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con un dolor rabioso.Por fin Cahir dio señales de

vida, y poco después —sorpresa—se incorporó, maldiciendo yagarrándose la cabeza. Se pusieronen marcha. Cahir anduvo bien alprincipio. Luego redujo el paso.Luego cayó.

Geralt se lo echó a la espalda yse arrastró, gimiendo, resbalándoseen las piedras. La rodilla le ardíade dolor, avispas negras y ardientesle cruzaban por los ojos.

—Hace sólo un mes… —gimióa su espalda Cahir— …quién

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hubiera pensado que me ibas acargar a los lomos…

—Calla, nilfgaardiano…Cuando hablas, te haces máspesado…

Cuando por fin llegaron a lasrocas y a las paredes de roca, yaera casi de noche. El brujo nisiquiera buscó una cueva, ni laencontró. Cayó sin fuerzas junto alprimer agujero que hallaron.

En el yacente de la cueva seamontonaban cráneos humanos,costillas, pelvis y otros huesos.

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Pero, lo que era más importante,también había allí ramas secas.

Cahir tenía fiebre, tiritaba, seagitaba en sueños. Había soportadovaliente y conscientemente el que lecosiera la lonja de piel al cráneocon ayuda de hilo y una agujatorcida. La crisis llegó después, porla noche. Geralt encendió un fuegoen la cueva, menospreciando lasmedidas de seguridad. En elexterior estallaba la lluvia ybramaba el viento, así que era pocoprobable que alguien anduviera porlos alrededores y descubriera el

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brillo del fuego. Y Cahir necesitabacalentarse.

La fiebre le duró toda la noche.Tembló, gimió, deliró. Geralt no sedurmió, se dedicó a mantener elfuego. Y la rodilla le dolíaespantosamente.

Siendo un muchacho joven yfuerte, Cahir volvió en sí por lamañana temprano. Estaba pálido ysudoroso, se percibía cómo latía enél la fiebre. El castañeteo dedientes complicaba un poco laarticulación. Pero se entendía loque hablaba. Y hablaba

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conscientemente. Se quejaba dedolor de cabeza, algo bastantenormal para alguien a quien unhacha le había arrancado del cráneola piel junto con el cabello.

Geralt repartió el tiempo entreunas siestecillas agitadas y elcapturar el agua de lluvia queresbalaba por las rocas con unrecipiente hecho de corteza deabedul. Tanto a él como a Cahir losdevoraba la sed.

—¿Geralt?—Dime.

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Cahir estaba arreglando lalumbre con ayuda de un hueso delmuslo que había encontrado.

—En la mina, cuando estuvimosluchando… Me asusté, ¿sabes?

—Lo sé.—Por un instante parecía que

habías caído en una locura asesina.Que ya nada contaba para ti…excepto el matar…

—Lo sé.—Tenía miedo —terminó

sereno— de que en tu estado deamok degollaras a ese Schirrú. Yde un muerto no podríamos sacar

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información.Geralt carraspeó. El joven

nilfgaardiano le gustaba cada vezmás. No sólo era valiente, sinotambién inteligente.

—Hiciste bien en mandar aAngoulême que se fuera —siguióCahir, con sólo un leve castañeteode dientes—. Esto no es paramuchachas… Ni siquiera para talescomo ella. Nosotros solos losolucionaremos, nosotros dos.Iremos detrás de los perseguidores.Pero no para matarlos en una locurade berserk. Lo que entonces dijiste

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acerca de la venganza… Geralt,incluso en la venganza tiene quehaber algún método. Atraparemos aese medioelfo… Lo obligaremos aque diga dónde está Ciri…

—Ciri está muerta.—No es verdad. No creo en esa

muerte… Y tú tampoco crees.Reconócelo.

—No quiero creer.En el exterior silbaba el viento,

murmuraba la lluvia. En la cueva seestaba confortable.

—¿Geralt?—Dime.

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—Ciri está viva. Tuve otrosueño… Cierto, algo sucedió en elequinoccio, algo fatal… Sí, sinduda, yo también lo sentí y lo vi…Pero ella está viva… Vive, contoda seguridad. Démonos prisa…Pero no para ir a la venganza y lamuerte. Sino para a ir a ella.

—Sí. Sí, Cahir. Tienes razón.—¿Y tú? ¿Ya no tienes sueños?—Los tengo —dijo con énfasis

—. Pero pocos, desde quecruzamos el Yaruga. Y nunca losrecuerdo cuando me despierto.Algo se ha acabado dentro de mí,

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Cahir. Algo se ha quemado. Algo seha cortado…

—No importa, Geralt. Yo voy asoñar por los dos.

Se pusieron en marcha al alba.Había dejado de llover, parecíaincluso que el sol intentabaencontrar algún agujero por entre lagrisura que cubría el cielo.

Cabalgaban despacio, ambos enun solo caballo con arreos militaresnilfgaardianos.

El caballo chapoteaba en lasriberas, iba al paso por la orilla del

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Sansretour, un riachuelo quediscurría hacia Toussaint. Geraltconocía el camino. Ya había estadoalguna vez allí. Hacía muchísimotiempo, mucho había cambiadodesde entonces. Pero no se habíacambiado el valle ni el riachueloSansretour, el cual, segúnavanzaban, se iba convirtiendocada vez más en el río Sansretour.No habían cambiado los Montes deAmell ni el obelisco de la Gorgona,la Montaña del Diablo, que losdominaba.

Algunas cosas tenían esa

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propiedad, simplemente nocambiaban.

—Un soldado no cuestiona lasórdenes —dijo Cahir,masajeándose el vendaje en lacabeza—. No las analiza, noreflexiona sobre ellas, no esperaque le expliquen su significado.Esto es lo primero que en mi paísse le enseña a un soldado. Así quepuedes imaginarte que ni siquierapor un segundo reflexioné sobre laorden que me habían impartido. Lapregunta de por qué precisamente

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yo tenía que capturar a aquellainfanta o princesa cintriana nisiquiera se me pasó por la cabeza.Una orden es una orden. Estabaenfadado, es cierto, porque queríaobtener gloria luchando con lacaballería, con el ejército regular…Pero el trabajo para el serviciosecreto se considera en nuestratierra un honor. Si solamente sehubiera tratado de una tarea másdifícil, de un prisioneroimportante… Pero, ¿una muchacha?

Geralt echó al fuego las raspasde la trucha. Antes de que cayera la

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noche habían pescado en unarroyuelo que caía en el Sansretoursuficientes peces como parahartarse. Las truchas estaban en laépoca de desove y se dejabanatrapar con facilidad.

Escuchaba la narración deCahir, y la curiosidad luchaba en élcon un sentimiento de profundatristeza.

—Al fin y al cabo se trató delazar —dijo Cahir, mirando lalumbre—. El más puro azar.Teníamos, por lo que me enteré mástarde, un espía en la corte de

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Cintra, el camarero mayor. Cuandoconquistamos la ciudad y nospreparábamos para rodear elcastillo, el espía se escapó y noshizo saber que se estaba intentandosacar a la princesa de la ciudad. Seformaron varios grupos como elmío. Por una casualidad, fue con elmío con el que se tropezaron losque transportaban a Ciri.

»Comenzó una persecución porlas calles, en barrios que ya estabanardiendo. Aquello era el mismoinfierno. Nada, excepto el rugido delas llamas, paredes de fuego. Los

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caballos no querían avanzar y laspersonas, para qué hablar más,tampoco tenían muchas ganas deazuzarlos. Mis subordinados, erancuatro, comenzaron a agitarse, agritar que me había vuelto loco, quelos conducía a la perdición…Apenas conseguí recuperar elcontrol…

»Los perseguimos a través deaquella sartén de fuego y losalcanzamos. De pronto los tuvimosante nosotros, cinco cintrianos acaballo. Y comenzó la escabechinaantes de que tuviera tiempo de

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gritar que tuvieran cuidado con lamuchacha. La cual, al fin y al cabo,se halló en el suelo al momento,puesto que el que la llevaba en elarzón fue el primero en caer. Unode los míos la alzó y la subió alcaballo, pero no fue muy lejos,alguno de los cintrianos le pinchóen la espalda y lo atravesó. Vicómo la hoja pasó a una pulgada dela cabeza de Ciri, quien volvió acaer al barro. Estaba medioinconsciente a causa del miedo, vicómo se apretaba junto al muerto,cómo intentaba arrastrarse por

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encima de él… Como un gatillo porencima de una gata muerta…

Se calló, se escuchó cómotragaba saliva.

—Ni siquiera sabía que seaferraba a un enemigo. A un odiadonilfgaardiano.

»Nos quedamos solos —dijo alcabo—. Yo y ella, y alrededorhabía cadáveres y fuego. Ciri searrastraba por un charco y el aguamezclada con sangre comenzaba yaa evaporarse. Una casa se hundió,ya casi no veía nada a causa delhumo y las chispas. El caballo no

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quería acercarse. La llamé, le dijeque viniera hacia mí, bramé porencima de los ruidos del incendio.Me vio y me escuchó, pero noreaccionó. El caballo no queríamoverse y yo no podía controlarlo.Tuve que desmontar. Apenas pudecogerla a ella con una mano y conla otra sujetar el caballo, el caballose resistió tanto que por poco no metiró al suelo. Cuando la alcé,comenzó a gritar. Luego se tensó yse desmayó. La envolví con lacapa, que había empapado en elcharco, en el barro, el estiércol y la

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sangre. Y nos fuimos. Directamentea través del fuego.

»Yo mismo no sé cómoconseguimos escapar de allí. Perode pronto apareció una grieta en lamuralla y nos encontramos junto alrío. Mala suerte, justo en un lugarque habían elegido los norteñospara huir. Tiré el casco de oficial,porque me hubieran reconocido alinstante, aunque las alas se habíanquemado ya. El resto de la ropaestaba tan sucia que no podíatraicionarme. Pero si la muchachahubiera estado consciente, si

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hubiera gritado, me hubieran hechopedazos con las espadas. Tuvesuerte.

»Cabalgué con ellos dos leguas,luego me quedé retrasado y meescondí en los matorrales, junto alrío lleno de cuerpos.

Se calló, carraspeó, se masajeóla cabeza vendada con las dosmanos. Y enrojeció. ¿O se tratabatan sólo del brillo de la lumbre?

—Ciri estaba terriblementesucia. Tuve que desnudarla… No sedefendió, no gritó. Sólo temblaba,tenía los ojos cerrados. Cuantas

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veces la toqué, para lavarla olimpiarla, se tensó y se quedórígida… Sé que hubiera hecho faltahablar con ella, tranquilizarla…Pero de pronto no pude encontrarpalabras en vuestra lengua… En lalengua de mi madre, que sé desdeniño. Como no pude encontrarpalabras, quise tranquilizarla concaricias, con delicadeza… Peroella se tensaba y gimoteaba…Como un pollito…

—Esto la persiguió en suspesadillas —susurró Geralt.

—Lo sé. A mí también.

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—¿Qué pasó después?—Se durmió. Y yo también. De

cansancio. Cuando me desperté, yano estaba junto a mí. No estaba porningún lado. No recuerdo el resto.Quienes me encontraron afirmanque corría en círculo y aullabacomo un lobo. Tuvieron que atarme.Cuando me tranquilicé se ocuparonde mí gente del servicio secreto,gentes de Vattier de Rideaux. Lesinteresaba Cirilla. Dónde estaba,cuándo y adónde había huido, dequé forma se me había escapado,por qué le había permitido huir. Y

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otra vez, desde el principio, dóndeestá, adónde ha huido… Rabioso,grité algo sobre el emperador quepersigue a las muchachas como ungavilán. A causa de aquel grito pasémás de un año en la ciudadela. Yluego recuperé la gracia imperialporque yo era necesario. EnThanedd era necesario alguien quehablara la común y supiera quéaspecto tenía Ciri. El emperadorquería que fuera a Thanedd… Yque esta vez no fallara. Que letrajera a Ciri.

Guardó silencio un instante.

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—Emhyr me dio la oportunidad.Podría haberla rechazado,objetado. Esto hubiera supuestocaer en desgracia y el olvidodefinitivo y total, para toda la vida.Pero podría haberla rechazado sihubiera querido. Pero no larechacé. Porque sabes, Geralt… yono había podido olvidarla.

»No te voy a mentir. Yo la veíasin descanso en mis sueños. Y nocomo la niña delgada que habíasido en el río, cuando la desnudé yla lavé. La veía… y todavía laveo… como una mujer, hermosa,

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consciente, provocativa… Contales detalles como una rosa tatuadaen la ingle…

—¿De qué hablas?—No sé, yo mismo no lo sé…

Pero así era y así sigue siendo. Yola sigo viendo en sueños, de lamisma forma que la veíaentonces… Por eso me ofrecí a lamisión a Thanedd. Por eso luegoquise unirme a vosotros. Yo… Yoquiero volverla a ver. Quiero tocarotra vez sus cabellos, contemplarsus ojos… Quiero mirarla. Mátamesi quieres. Pero no voy a fingir más.

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Yo pienso… pienso que la quiero.Por favor, no te rías.

—No es en absoluto parareírse.

—Precisamente por esto voycon vosotros. ¿Entiendes?

—¿La quieres para ti o para tuemperador?

—Soy realista —susurró—.Ella no me quiere a mí. Y comoesposa del emperador al menospodría verla.

—Como realista —bufó elbrujo— debieras saber que primerotenemos que encontrarla y salvarla.

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Pongamos que tus sueños nomienten y que Ciri de verdad estáviva.

—Lo sé. ¿Y cuando lahallemos? Entonces, ¿qué?

—Veremos. Veremos, Cahir.—No me des largas. Sé sincero.

Por supuesto no permitirás que mela lleve.

No respondió. Cahir no repitióla pregunta.

—¿Hasta entonces —preguntófrío— podemos ser amigos?

—Podemos, Cahir. Te pidoperdón otra vez por aquello. No sé

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lo que me pasó. En realidad nuncasospeché seriamente que fueras untraidor o un mentiroso.

—No soy un traidor. Yo nuncate traicionaré, brujo.

Cabalgaron por un profundobarranco labrado en las montañaspor el agitado y ya muy amplio ríoSansretour. Caminaban hacia eleste, hacia la frontera del condadode Toussaint. La Gorgona, laMontaña del Diablo, se alzabasobre ellos. Para mirar su cumbretenían que echar la cabeza hacía

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atrás.Pero no la echaban.

Primero percibieron el humo,luego, un poco después, vieron elfuego, y sobre él un espetón en elque se asaban unas truchas abiertasen dos. Vieron también a unindividuo solitario sentado junto alfuego.

No mucho tiempo atrás todavíase habría reído Geralt, se habríaburlado sin piedad y habría tenidopor un completo idiota a cualquieraque se hubiera atrevido a afirmar

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que él, el brujo, se iba a sentirembargado por una gran alegría alver a un vampiro.

—Ohó —dijo con tranquilidadEmiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy, colocando el espetón—.Mirad lo que nos ha traído el gato.

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Capítulo séptimo

Llamador, ítemnombrado knaker,coblynau,polterduk,karkonos,rubezahl,tesorero, pukaczy desertarlo. Esvariante delkobold, del cuálel ll. en porte ypoderío en

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grande medida lodescuella. Portantambién los ll.barbasdescomunales, locuál los koboldesno acostumbran.Habita el ll. engalerías, pozosde mina,escombreras,abismos,cavernasoscuras, dentrode las peñas y en

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todo espécimende grutas, cuevasy piedras güecas.Allí donde mora,de seguro hayaescondidas en latierra riquezas,ya sean menas,metales,carbones, sal oaceite de roca.Destomismo, alll. a menudopuedeencontrárselo en

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las minas, lasmás de las vecesya sin uso, mas yen las minasvivas gusta demostrarse.Maligno truhán ydañador,maldición yverdadero castigodivino paramineros ypicadores, a losque el ll.enseñoreado por

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el camino de laamargura lleva,con susllamamientos enlas peñasconfunde yamedranta, lasescalas lesdesface, lasyerramientas yavíos todospropios de losmineros hurta yesconde, ytampoco le es

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impropio el echarpalos a la testadesde detrás delcarbón.Mas puedecomprárselo,para que nomenoscabe endemasía,colocando dosea,en corredoroscuro o en lospozos, pan conmanteca,requesón o una

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lonja demaharranaahumada. Cuantoquier lo mejorsea una garrafade orujo, ya queel ll. muy golosode elloacostumbra a ser.

Physiologus

—Están seguros —le confirmóel vampiro, espoleando a la mulaDraakul—. El trío entero. Milva,Jaskier y por supuesto Angoulême,

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se entiende, quien nos alcanzó atiempo en el valle de Sansretour ynos contó todo, sin ahorrarsepalabras pintorescas. Nunca hepodido entender por qué vosotros,humanos, extraéis la mayor parte delas maldiciones e insultos de lorelacionado con la esfera erótica.Pero si el sexo es hermoso, y serelaciona con la belleza, la alegría,el placer. Cómo se puede usar enforma de sinónimo vulgar elnombre de la herramienta sexual…

—Ajústate al tema, Regis —leinterrumpió Geralt.

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—Por supuesto, perdón.Avisados por Angoulême de lallegada de los bandidos, cruzamossin vacilar la frontera de Toussaint.Milva, es verdad, no estabacontenta, rabiaba por darse lavuelta e ir a buscaros a ambos atoda prisa. Conseguí persuadirla. YJaskier, sorpresa, en vez dealegrarse por el asno que nosofrecían las fronteras del condado,andaba a todas luces de capacaída… ¿No sabes por casualidadqué es lo que él teme tanto enToussaint?

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—No lo sé, pero me lo imagino—respondió Geralt ácido—.Porque no sería el primer lugardonde nuestro amigo el bardo hahecho de las suyas. Ahora secontiene un tanto, porque viaja encompañía de personas decentes,pero cuando era joven no existíanada sagrado para él. Incluso diríaque ante él sólo estaban seguros loserizos y aquellas mujeres que erancapaces de trepar a la misma puntade un árbol muy alto. Y a menudo,los maridos de aquellas mujeres letenían esto a mal al trovador, no se

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sabe por qué. En Toussaint con todaseguridad hay algún marido al quever a Jaskier puede avivar losrecuerdos… Pero esto, al fin y alcabo, no tiene importancia.Volvamos a las cosas concretas.¿Qué hay de los perseguidores?Espero que…

—No creo —sonrió Regis—que nos siguieran hasta Toussaint.La frontera está atestada decaballeros andantes que se aburrensoberanamente y buscan ocasiónpara una peleílla. Aparte de ello,nosotros, junto con un grupo de

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peregrinos que encontramos en lafrontera, nos llegamos enseguida ala floresta sagrada de Myrkvid. Yese lugar despierta el temor. Inclusolos peregrinos y enfermos queviajan hasta Myrkvid desde los máslejanos rincones para recuperar lasalud se detienen en una aldea nomuy lejos del borde del bosque, sinatreverse a entrar en su interior.Porque corren rumores de quequien se atreve a entrar en elrobledal sagrado termina ardiendoen una hoguera dentro de la Mozade Esparto.

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Geralt tomó aire.—Es decir…—Por supuesto. —El vampiro

de nuevo no le permitió terminar—.En la floresta de Myrkvid habitanlos druidas. Aquéllos que antesvivían en Angren, en Caed Dhu, queluego se trasladaron al LocMonduirn y por fin a Myrkvid, aToussaint. Nos estaba predestinadoque los íbamos a encontrar. No meacuerdo, ¿dije que nos estabapredestinado?

Geralt espiró con fuerza. Cahir,que iba a su espalda, también.

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—¿Está tu amigo entre esosdruidas? El vampiro sonrió denuevo.

—No es mi amigo, sino miamiga —explicó—. Sí, está entreellos. Hasta ha ascendido. Dirigeun Círculo entero.

—¿Una hierofanta?—Flaminica. Así se llama el

título druídico más alto cuando lolleva una mujer. Sólo los hombresse denominan hierofantes.

—Cierto, lo había olvidado.Así que Milva y el resto…

—Están ahora bajo los

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cuidados de la flaminica y suCírculo. —El vampiro, siguiendosu costumbre, respondió a lapregunta mientras se estabahaciendo, después de lo queinmediatamente procedía acontestar una pregunta que todavíano se había hecho—. Yo, por miparte, me apresuré a venir abuscaros. Puesto que sucedió unacosa enigmática. La flaminica,cuando comencé a presentar nuestroasunto, no me dejó terminar. Afirmóque ya lo sabía todo. Que desdehacía algún tiempo espera nuestra

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visita…—¿Cómo?—Yo tampoco pude ocultar mi

incredulidad. —El vampiro detuvola mula, se alzó sobre los estribos,miró a su alrededor.

—¿Estás buscando algo o aalguien? —preguntó Cahir.

—Ya no busco, lo heencontrado. Descabalguemos.

—Preferiría que cuanto másdeprisa…

—Descabalguemos. Te contarétodo.

Tuvieron que hablar más fuerte

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para poder entenderse a causa delruido de una cascada que caíadesde una impresionante altura porla pared vertical de un despeñaderorocoso. Abajo, allá donde lacascada se derramaba sobre unalaguna bastante grande, se abría enla roca la negra boca de una cueva.

—Sí, ésa es —Regis confirmólas suposiciones del brujo—. Acudía encontrarme contigo porque meordenaron dirigirte aquí. Tendrásque entrar en esa cueva. Ya te dije,los druidas sabían de ti, sabían deCiri, sabían de nuestra misión. Y se

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enteraron de ello a través de lapersona que vive ahí. Esta persona,si creemos a los druidas, deseahablar contigo.

—Si creemos a los druidas —repitió con énfasis Geralt—. Yo yahe estado en estos alrededoresantes. Sé lo que vive en lasprofundas cuevas bajo la Montañadel Diablo. Allí habitan diversostipos de gentes. Pero en su mayoríano se puede hablar con ellos, a noser que sea con la espada. ¿Quémás es lo que ha dicho tu druidesa?¿En qué más tengo que creer?

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—De forma muy clara —elvampiro clavó sus negros ojos enGeralt— me dio a entender que, engeneral, no le vuelven loca lospersonajes que destruyen y matan ala naturaleza viva y, en particular,los brujos. Le expliqué que en estemomento eres brujo más bien denombre. Que no perjudicas enabsoluto a la naturaleza viva entanto ésta no te perjudica a ti. Laflaminica, has de saber que es unamujer de extraordinariainteligencia, se dio cuenta al puntode que has abandonado el

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brujerismo no debido a un cambiode tu forma de pensar, sinoobligado por las circunstancias. Séperfectamente, dijo, que ladesgracia ha afectado a una personacercana al brujo. Así que el brujose vio obligado a abandonar elbrujerismo y a apresurarse a acudira salvarla…

Geralt no hizo ningúncomentario pero su mirada erasuficientemente significativa comopara que el vampiro se apresuraracon las aclaraciones.

—Afirmó, cito: «No siendo

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brujo, el brujo demuestra que escapaz de humildad y sacrificio.Entrará en las oscuras simas de latierra. Desarmado. Abandonandotoda arma, todo hierro afilado.Todos los pensamientos malvados.Toda agresión, rabia, furia,arrogancia. Entrará con humildad.Y una vez allí, en las simas de latierra, el humilde no brujoencontrará las respuestas a laspreguntas que lo mortifican.Encontrará la respuesta a muchaspreguntas. Pero si el brujo siguesiendo brujo, no encontrará nada».

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Geralt escupió en dirección a lacascada y la cueva.

—Esto es la chorrada desiempre —afirmó—. ¡Un juego!¡Una burla! Clarividencias,sacrificios, encuentros secretos engrutas, respuestas a preguntas…Tan elaboradas artimañas sólo lasusan los viejos cuentistasambulantes. Alguien se estáburlando de mí. En el mejor de loscasos. Y si no es una broma…

—No lo llamaría broma enningún caso —dijo Regiscategórico—. En ningún caso,

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Geralt de Rivia.—Entonces, ¿qué es? ¿Una de

las famosas rarezas druídicas?—No lo sabremos —habló

Cahir— mientras no nosconvenzamos. Venga, Geralt,entraremos juntos…

—No. —El vampiro negó conla cabeza—. La flaminica fue, enese aspecto, categórica. El brujotiene que entrar allí solo. Sinarmas. Dame tu espada. Meocuparé de ella durante tu ausencia.

—Que los diablos… —comenzó Geralt, pero Regis le

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interrumpió con un rápido gesto.—Dame tu espada —extendió

la mano—. Y si tienes alguna otraarma, déjamela también. Recuerdalas palabras de la flaminica. Nadade agresión. Sacrificio. Humildad.

—¿Sabes a quién voy aencontrar allí? ¿Quién… o qué meestá esperando en esa cueva?

—No, no lo sé. Los seres másdiversos habitan los pasadizossubterráneos de la Gorgona.

—¡Que me parta un rayo!El vampiro carraspeó bajito.—Eso tampoco se puede

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descartar —dijo serio—. Perotienes que acometer el riesgo. Alfin y al cabo, sé que lo vas aacometer.

No se había equivocado. Tal ycomo se esperaba, la entrada a lacueva estaba cubierta de unaimpresionante alfombra decalaveras, costillas, pelvis yhuesos. Sin embargo, no se percibíaolor a corrupción. Aquellos restosde la vida terrena tenían por lovisto siglos tras de sí y cumplían elpapel de decoración para asustar a

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intrusos.O al menos eso pensaba él.Entró en la oscuridad, los

huesos crepitaron y chasquearonbajo sus pies.

La vista se le adaptó enseguidaa la oscuridad.

Se encontraba en una gigantescacueva, una caverna de roca cuyasmedidas el ojo no estaba encondiciones de abarcar, puesto quelas proporciones se quebraban ydesaparecían en el bosque deestalactitas que colgaban del techoen pintorescos manojos. Del

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yacente de la cueva, brillante dehumedad y entreverado de gravillamulticolor, surgían estalagmitasblancas y rosas, toscas yachaparradas en la base, esbeltaspor arriba. Algunas de las puntasalcanzaban muy por encima de lacabeza del brujo. Algunas se uníanpor arriba con las estalactitas,formando acolumnadasestalagmitas. Nadie le gritaba. Elúnico sonido que se podía oír era eleco del agua goteando ychapoteando.

Anduvo, despacio, directamente

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enfrente, en la oscuridad, entre lascolumnas de estalagmitas. Sabíaque le estaban observando.

La falta de la espada a laespalda se hacía sentir con fuerza,importuna y claramente. Como lafalta de un diente roto hacía pocotiempo.

Redujo el paso.Algo que todavía un segundo

antes había tomado por unaspiedras redondas yaciendo a lospies de una estalagmita clavabaahora en él unos ojos enormes ybrillantes. En una masa compacta

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de greñas grisáceas cubiertas depolvo se abrían unas enormesmandíbulas y relucían unoscolmillos cónicos Barbeglaces.

Anduvo despacio y asentandolos pies con cuidado. Losbarbeglaces estaban por todoslados, grandes, medianos,pequeños, yacían en su camino, sinintenciones de apartarse. Hasta elmomento se comportaban contranquilidad; no estaba seguro, sinembargo, de lo que pasaría sipisaba a alguno.

Las estalagmitas eran ya como

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un bosque, no era posible caminarderecho, tenía que rodearlas. Desdearriba, desde la bóveda erizada deagujas como carámbanos, goteabael agua.

Los barbeglaces —cada vezhabía más— le acompañaban en sumarcha, revolcándose yamontonándose por el yacente.Escuchó su monótono chamulleo ysus bufidos. Percibió su olorpenetrante y ácido.

Tuvo que detenerse. En sucamino, entre dos estalagmitas, enun lugar que no le era posible

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evitar, yacía un equinopes bastantegrande, una masa erizada de largasespinas. Geralt tragó saliva. Sabíabien que los equinopes podíandisparar las espinas hasta unadistancia de diez pies. Las espinastenían una propiedad especial: unavez clavadas en el cuerpo, sequebraban y las afiladas puntas sehundían y «paseaban» cada vez másprofundamente, hasta que por finalcanzaban algún órgano sensible.

—Brujo tonto —escuchó en laoscuridad—. ¡Brujo cobarde!¡Tiene miedo, ja, ja!

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La voz sonaba extraña y ajena,pero Geralt ya había escuchadovoces así más de una vez. Asíhablaban seres que no estabanacostumbrados a comunicarse conayuda del habla articulada, por esotenía una acentuación y unaentonación extraña, que alargabalas sílabas innaturalmente.

—¡Brujo tonto! ¡Brujo tonto!Se abstuvo de comentar nada.

Se mordió los labios y pasó junto alequinopes. Las espinas delmonstruo ondearon como lostentáculos de una actinia. Pero sólo

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por un momento; luego el equinopesse quedó inmóvil y comenzó arecordar de nuevo a un gran montónde hierba del pantano.

Dos enormes barbeglaces secruzaron por su camino, farfullandoy gruñendo. Desde arriba, de lo altode la bóveda, le llegó el revoloteode unas alas membranosas y unasrisillas siseantes, una señalinequívoca de la presencia deportahojas y vespertilos.

—¡Ha venido aquí un asesino,un matarife! ¡Un brujo! —Por laoscuridad se extendió la misma voz

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que había escuchado antes—.¡Entró aquí! ¡Se atrevió! Pero notiene espada, el matarife. ¿Cómoquiere matar? ¿Con la mirada? ¡Ja,ja!

—¿O puede —se oyó una vozcon una articulación todavía másinnatural— que nosotros lomatemos? ¿Jaaa?

Los barbeglaces chamullaron enun coro furioso. Uno, grande comouna calabaza madura, se acercómucho y chasqueó sus dientes juntoa los talones de Geralt. El brujoahogó una maldición que le salió a

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los labios. Siguió adelante. Caíaagua de las estalactitas, resonabacon un eco argentino.

Algo se pegó a su pierna. Secontuvo para no agitarla conviolencia.

El ser era pequeño, no muchomayor de un perro pequinés.También recordaba un poco alpequinés. En el rostro. Lo demásparecía de mono. Geralt no tenía niidea de lo que era. En su vida habíavisto algo parecido.

—¡Burujo! —articuló elpequinés con voz estridente, pero

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por completo inteligible,espasmódicamente agarrado a labota de Geralt—. ¡Burujujo!¡Jojoputa!

—Suéltate —dijo él a través desus apretados dientes—. Suéltate dela bota o te doy una patada en elculo.

Los barbeglaces chamullarontodavía en tono más alto, violento yamenazador. Algo bramó en lastinieblas. Geralt no vio lo que habíasido. Sonaba como una vaca, peroel brujo se apostaba cualquier cosaa que no había sido una vaca.

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—¡Burujo! ¡Jojoputa!—Suelta mi bota —repitió,

controlándose a duras penas—. Hevenido aquí sin armas, en paz. Meestás entorpeciendo…

Se detuvo y se atosigó con unaola de repugnante olor a causa delcual le lloraron los ojos y se lepuso la carne de gallina.

El ser pequinoforme aferrado asu muslo desencajó los ojos y ledefecó directamente sobre la bota.El asqueroso hedor estabaacompañado de sonidos todavíamás asquerosos.

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Lanzó una palabrota adaptada ala situación y separó de la pierna ala repugnante criatura. Mucho másdelicadamente de lo que lecorrespondía. Pero y aun asísucedió lo que se esperaba.

—¡Ha pegado una patada alpequeño! —gritó algo en laoscuridad, por encima de loshuracanados chamulleos y bufidosde los barbeglaces—. ¡Ha pegadouna patada al pequeño! ¡Ha dañadoa uno menor que él!

Los barbeglaces más cercanosse le apretaron a los pies. Sintió

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cómo sus patillas nudosas y durascomo una piedra lo agarraban einmovilizaban. No se defendió,estaba completamente resignado.En la piel del más grande y másagresivo se limpió la botaenmerdada. Le tiraron de las ropas,se sentó.

Algo grande se arrastró por unaestalactita, saltó al suelo.Enseguida supo lo que era. Unllamador. Rechoncho, panzudo,peludo, de pies torcidos, de unancho de tripa de como una braza,con una barba pelirroja que era

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incluso más ancha.Al acercarse el llamador le

iban acompañando unos tembloresdel suelo, como si no fuera elllamador el que se acercara, sino unpercherón. Los pies callosos yanchos del monstruo tenían —pormuy raro que esto sonara— unalongitud cada uno de pie y medio.

El llamador se inclinó sobre ély emanó una peste a vodka. Lostunantes se destilan aquí su propioaguardiente, pensó Geraltmaquinalmente.

—Has golpeado a uno menor

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que tú, brujo —le echó la peste enla cara el llamador—. Sin dar razónalguna atacaste y dañaste a unacriaturilla pequeña, amable einocente. Sabíamos que no se podíaconfiar en ti. Eres agresivo. Poseesinstintos asesinos. ¿Cuántos denosotros has matado, canalla?

No le pareció adecuadoresponder.

—¡Oooh! —El llamador leasfixió todavía más con el hedor desu alcohol digerido—. ¡Soñaba conesto desde niño! ¡Desde niño! Porfin se han cumplido mis sueños.

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Mira a la izquierda.Miró como un idiota. Y recibió

un puño derecho en los dientes detal forma que vio la más absolutaclaridad.

—¡Ooooooh! —El llamadorenseñó unos grandes dientes curvosdesde el interior de una densa yapestosa barba—. ¡Soñaba con estodesde niño! Mira a la derecha.

—Basta. —Desde algún lugaren lo profundo de la caverna seescuchó una orden alta y sonora—.Basta de estos juegos y chanzas.Dejadlo ir.

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Geralt escupió la sangre de sulabio partido. Lavó la bota en unacorriente de agua que caía de lapared. La mofeta con rostro depequinés sonrió sarcástica, perodesde una distancia segura. Elllamador también sonrió, mientrasse masajeaba el puño.

—Ve, brujo —ladró—. Vehacia él, ya que te llama. Yoesperaré. Porque al fin al cabohabrás de volver por aquí.

La caverna en la que entró,sorpresa, estaba llena de luz. A

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través de unas aberturas en labóveda preñada de estalactitascaían unas columnas de claridadque se cruzaban, arrancando de lasrocas y formaciones sedimentariasun espectáculo de brillos y colores.Además, en el aire colgaba unabola mágica de ardiente claridad,apoyada por los reflejos del cuarzoen las paredes. Pese a toda aquellailuminación, los límites de lacaverna se perdían en la oscuridad,en una perspectiva de columnas deestalagmitas que desaparecían en lanegra oscuridad.

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En una pared, a la que lanaturaleza había como preparadopara aquel objetivo, se estabacreando en aquel momento unaenorme escena de pinturasrupestres. El artista pintor era unalto elfo de cabello rubio, vestidocon una toga manchada de pintura.En el brillo mágico-natural, sucabeza parecía estar rodeada por unhalo luminoso.

—Siéntate. —El elfo, sinapartar la vista de la pintura, leseñaló una roca a Geralt con unmovimiento del pincel—. ¿No te

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han hecho daño?—No. La verdad es que no.—Tienes que perdonarlos.—Cierto. Tengo.—Son un poco como niños. Se

alegraron terriblemente de tuvenida.

—Ya lo he visto.Sólo entonces le miró el elfo.—Siéntate —repitió—. En un

momento estaré a tu disposición. Yaestoy terminando.

Lo que estaba terminando elelfo era un animal estilizado,seguramente un bisonte. De

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momento sólo tenía listo elcontorno, desde los imponentescuernos hasta el no menosmaravilloso rabo. Geralt se sentóen la roca señalada y se prometió así mismo ser paciente y humilde.Hasta las fronteras de lo posible.

El elfo silboteaba bajito através de sus dientes apretados,sumergió el pincel en un recipientecon pintura y con rápidosmovimientos pintó su bisonte decolor violeta. Al cabo de unmomento de reflexión pintó en uncostado del animal unas rayas de

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tigre.Geralt le contemplaba en

silencio.Por fin el elfo retrocedió un

paso, admirando el fresco rupestreque mostraba ya toda una completaescena de caza. Unas delgadasfiguritas humanas, armadas de arcosy lanzas y pintadas con unosnegligentes toques de pincel,perseguían en salvajes saltos albisonte violeta y rayado.

—¿Qué se supone que tiene queser esto? —Geralt no pudoresistirse.

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El elfo le miró de pasada,mientras se llevaba la punta limpiadel pincel a los labios.

—Esto es —explicó— unapintura prehistórica realizada porlos primeros hombres que habitaronen esta caverna hace miles de añosy se ocupaban sobre todo de cazaral ya largo tiempo extinguidobisonte violeta. Algunos de estoscazadores prehistóricos eranartistas, sentían una profundanecesidad de reaccionarartísticamente. Eternizar aquelloque les rondaba en el espíritu.

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—Fascinante.—Claro que sí —admitió el

elfo—. Vuestros científicosmerodean desde hace años por lascavernas buscando las huellas delos hombres prehistóricos. Ycuantas veces las encuentran, sesienten fascinados sin medida.Puesto que encuentran pruebas deque no sois extraños en esta esferay en este mundo a la vez. La pruebade que vuestros antepasados hanhabitado aquí desde hace siglos, deque por ello a sus herederos lespertenece este mundo. En fin, cada

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raza tiene derecho a algunas raíces.Incluso la vuestra, la humana, cuyasraíces hay que buscar más bien enla copa del árbol. Ja, un retruécanogracioso, ¿no crees? Digno de unepigrama. ¿Te gusta la poesíaligera? ¿Qué más piensas que sepuede pintar aquí?

—Dibuja a los cazadoresprehistóricos unos enormes falostiesos.

—Es una buena idea. —El elfosumergió el pincel en la pintura—.El culto fálico es típico de lascivilizaciones primitivas. Puede

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también servir para que se forje lateoría de que la raza humanapadece de degeneración física. Losantepasados tenían falos comoporras, y a los descendientes no lesquedaron más que unas ridículaspollitas… Gracias, brujo.

—No hay de qué. Oh, merondaba en el espíritu. La pinturatiene un aspecto demasiado recientecomo para ser prehistórica.

—Al cabo de tres o cuatro díaslos colores palidecen por influjo dela sal que colma la pared y laimagen se hace tan prehistórica que

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te caes de espaldas. Vuestroscientíficos se van a mear de gustocuando lo vean. Apuesto la cabezaa que ninguno reconoce micomedia.

—Lo reconocerán.—¿Y cómo?—Porque no vas a ser capaz de

no firmar tu obra maestra.El elfo se rio seco.—¡Tocado! Me has descifrado

sin error. Ah, es difícil que elartista apague la hoguera de lasvanidades. Ya he firmado lapintura. Oh, aquí.

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—¿Eso no es una libélula?—No. Es un ideograma que

significa mi nombre. Me llamoCrevan Espane aep CaomhanMacha. Por comodidad utilizo elalias de Avallac’h y también de estemodo puedes dirigirte a mí.

—No dejaré de hacerlo.—A ti, por tu parte, te llaman

Geralt de Rivia. Eres un brujo. Sinembargo, en la actualidad no tededicas a perseguir a monstruos ybestias, te ocupas de buscar amuchachas desaparecidas.

—Las noticias se extienden

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asombrosamente rápido. Yasombrosamente lejos. Yasombrosamente profundo. Alparecer has predicho que yo iba aaparecer por aquí. Entonces, ¿he deentender que sabes predecir elfuturo?

—Predecir el futuro —Avallac’h se limpió las manos en untrapo— puede hacerlo cualquiera.Y todo el mundo lo hace, porque enrealidad es fácil. Lo difícil esacertar.

—Un argumento elegante ydigno de un epigrama. Tú, está

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claro, sabes acertar.—Y bastante a menudo. Yo,

querido Geralt, sé muchas cosas ysé hacer muchas cosas. Al fin y alcabo, esto lo señala mi títuloacadémico, como diríais vosotros,humanos. Al completo: AenSaevherne.

—Un Sabedor.—Exactamente.—¿Y que tiene ganas, espero,

de compartir su saber?Avallac’h guardó silencio

durante un instante.—¿Compartir? —dijo por fin,

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arrastrando las sílabas—.¿Contigo? El saber, querido mío, esun privilegio, y el privilegio sólose comparte con los que son igualesa uno. ¿Y por qué yo, elfo, Sabedor,miembro de la élite, tendría quecompartir nada con el descendientede un ser que apareció en eluniverso hace nada más que cincomillones de años, evolucionando apartir del mono, la rata, el chacal uotro mamífero? ¿Un ser que precisóalrededor de un millón de añospara descubrir que con ayuda dedos manos peludas podía realizar

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no sé qué operación con un huesomordisqueado? ¿Y que después delo cual se metió ese hueso en elano, gimiendo de felicidad?

El elfo guardó silencio, se diola vuelta y clavó los ojos en supintura.

—¿Por qué —repitió— teatreves a juzgar que voy acompartir contigo cualquier saber,humano? ¡Dímelo!

Geralt se limpió la bota de losrestos de mierda.

—¿Puede —replicó seco— queporque sea inevitable?

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El elfo se dio la vueltabruscamente.

—¿Qué —preguntó a través delos dientes apretados— esinevitable?

—¿Puede —Geralt no teníaganas de alzar la voz— que porquecuando pasen unos cuantos añosmás los humanos se vayan aadueñar por su cuenta de todosaber, sin importarles si alguienquiere compartirlo con ellos o no?¿Incluyendo el saber acerca de loque tú, elfo y Sabedor, tanhábilmente escondes tras unos

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frescos rupestres? ¿Contando conque los humanos no van a quererdestrozar con picos esa pared,pintada con falsas pruebas de laexistencia de hombres primitivos?¿Qué? ¿Tu hoguera de lasvanidades?

El elfo bufó. Muy alegre.—Oh, sí —dijo—. Una vanidad

verdaderamente ligada a laestupidez sería considerar que novais a destrozar algo. Lo destrozáistodo. Sólo que, ¿qué pasa con ello?¿Qué pasa con ello, humano?

—No lo sé. Dímelo. Y si no lo

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consideras adecuado, entonces meiré. Lo mejor, por otra salida,porque en aquélla estáesperándome tu traviesa compañíacon el deseo de romperme lascostillas.

—De acuerdo. —El elfoextendió la mano con un bruscomovimiento y la pared de roca seabrió con un chirrido y unchasquido, partiendo brutalmente endos al bisonte violeta—. Veteentonces. Sal a la luz. En sentidoliteral o figurado, suele ser elcamino correcto.

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—Da un poco de pena —murmuró Geralt—. Me refiero alfresco.

—Bromeas —dijo el elfo alcabo de un instante de silencio,sorprendentemente suave yamistoso—. Al fresco no le pasaránada. Con un hechizo idénticocerraré la roca, no quedará ni lahuella de una grieta. Ven. Saldrécontigo, te guiaré. He llegado a laconclusión de que sí que tengo algoque contarte. Y que mostrarte.

Al otro lado reinaba laoscuridad, pero el brujo enseguida

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supo que la cueva era enorme, porla temperatura y el movimiento delaire. La grava sobre la quecaminaban estaba húmeda.

Avallac’h hizo luz con unhechizo, al modo élfico, sólo con ungesto, sin pronunciar unencantamiento. La bolaluminiscente voló hacia el techo,unas formaciones de cristal de rocaen las paredes de la gruta ardieroncon una miríada de reflejos ybrillos, las sombras bailaron.Contra su propia voluntad, el brujolanzó un suspiro.

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No era la primera vez que veíaesculturas y relieves élficos, perocada vez, la sensación era lamisma. Que las figuras de elfos yelfas congeladas en plenomovimiento, en mitad de unparpadeo, no eran obra del cincelde un escultor sino efecto de algúnpoderoso hechizo capaz detransformar los tejidos vivos enblanco mármol de Amell.

La estatua más cercanarepresentaba a una elfa sentada conlos pies recogidos sobre una placade basalto. La elfa volvía la cabeza

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como si se hubiera alarmado porunos pasos que se acercaran.Estaba completamente desnuda. Elmármol blanco, pulido hasta lograrun brillo lácteo, lograba que hastase sintiera el calor emanando de laestatua.

Avallac’h se detuvo y se apoyósobre una de las columnas quedelimitaban el camino entre elpaseo de estatuas.

—Por segunda vez —hablódespacio— me has descifrado almomento, Geralt. Sí, tenías razón,las pinturas de bisontes en la roca

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eran un camuflaje. Que se suponeque tenía que evitar que cavaran yatravesaran la pared. Que se suponeque tenía que proteger todo esto delrobo y la devastación. Todas lasrazas, la élfica también, tienenderecho a sus raíces. Lo que vesaquí son nuestras raíces. Pisa, porfavor, con cuidado. Esto es, enrealidad, un cementerio.

Los reflejos de luz que bailabanen los cristales de roca arrancabanmás detalles a las tinieblas: detrásdel paseo de las estatuas se veíancolumnatas, escaleras, galerías de

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anfiteatros, arquerías y peristilos.Todo de mármol blanco.

—Quisiera —siguió Avallac’h,deteniéndose y señalando con unamano— que todo esto perdurara.Incluso cuando nosotros nosvayamos, cuando todo estecontinente y todo este mundo seencuentre bajo una capa de unamilla de espesor de hielo y nieve,Tir ná Béa Arainne perdurará. Nosiremos de aquí, pero volveremosalgún día. Nosotros, los elfos. Noslo ha prometido Aen Ithlinnespeath,las profecías de Ithlinne Aegli aep

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Aevenien.—¿De verdad creéis en ella?

¿En esa pitonisa? ¿Tan profundo esvuestro fatalismo?

—Todo —el elfo no le miraba aél sino a la columna de mármolcubierta de un relieve delicadocomo una tela de araña— ha sidoya predicho y profetizado. Vuestrallegada al continente, la guerra, lasangre de elfo y de humano vertida.El desarrollo de vuestra raza y ladecadencia de la nuestra. La luchade los gobernantes del norte y delsur. Y la rebelión del rey del sur

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contra los reyes del norte y lainvasión de sus tierras como sifuera una inundación. Ellos seránaplastados y sus nacionesdestruidas… Y así comenzará el findel mundo. ¿Recuerdas el texto deMina, brujo? Quien esté lejos,morirá de la peste. Quien estécerca, caerá por la espada. Quiense esconda, morirá de hambre.Quien perviva, se perderá por elfrío… Puesto que se acerca TeddDeireádh, el Tiempo del Fin, elTiempo de la Espada y el Hacha, elTiempo del Odio, el Tiempo del

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Invierno Blanco y de la Ventiscadel Lobo…

—Poesía.—¿Lo prefieres menos poético?

A causa de un cambio en el ángulode caída de los rayos solares sedesplazará, y mucho, la frontera delos hielos eternos. El hielo quevendrá del norte destrozará estasmontañas y se arrastrará lejos haciael sur. Todo quedará cubierto por lablanca nieve. Una capa de más deuna milla de espesor. Y hará frío,mucho frío.

—Tendremos que llevar

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calzoncillos largos —dijo Geraltsin emoción—. Zamarras. Y gorrosde piel.

—Me lo has quitado de la boca—el elfo, sereno, concedió—. Ycon esos calzoncillos y esaszamarras sobreviviréis hasta quealgún día volváis aquí, a cavar y aregistrar estas cavernas, paradestruir y robar. La profecía deItlina no lo dice, pero yo lo sé. Nohay forma de destruir por completoni a los humanos ni a lascucarachas, siempre queda por lomenos una parejita. En lo que

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concierne a nosotros, los elfos,Itlina es bastante más decidida:sólo se salvarán aquéllos que sigana Golondrina. La Golondrina, elsímbolo de la primavera, es lasalvadora, aquélla que abrirá laPuerta Prohibida, el camino de lasalvación. Y permitirá laresurrección del mundo. LaGolondrina, la Hija de la AntiguaSangre.

—¿Es decir, Ciri? —Geralt noaguantó—. ¿O un hijo de Ciri?¿Cómo? ¿Y por qué?

Avallac’h, daba la sensación,

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no había escuchado.—La Golondrina de la Antigua

Sangre —repitió—. De su sangre.Ven. Y mira.

Incluso entre aquellas otrasestatuas increíbles por su realismo,atrapadas en un movimiento o ungesto, la señalada por Avallac’h sedistinguía. Una elfa de mármolblanco, que medio yacía en unaplataforma, producía la impresióncomo si, habiéndola despertado,fuera a sentarse y levantarse almomento siguiente. Estaba vueltacon el rostro hacia un lugar vacío a

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un lado, y la mano alzada parecíatocar allí algo invisible.

En el rostro de la elfa sepintaba una expresión de serenidady felicidad.

Pasó mucho tiempo antes de queAvallac’h rompiera el silencio.

—Ésta es Lara Dorren aepShiadhal. Por supuesto, esto no esuna tumba, sino un cenotafio. ¿Teextraña la posición de la estatua?En fin, el proyecto de cincelar en elmármol a los dos legendariosamantes no obtuvo muchos apoyos.Lara y Cregennan de Lod.

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Cregennan era un humano, hubierasido una profanación el despilfarrarel mármol de Amell en una estatuasuya. Hubiera sido una blasfemiacolocar aquí la estatua de un serhumano, en Tir ná Béa Arainne. Porotro lado, todavía un crimen mayorhubiera sido destruir conpremeditación la memoria de aquelsentimiento. Así que se llegó aljusto medio. Cregennan…formalmente no está aquí. Y sinembargo lo está. En la mirada y enel gesto de Lara. Los amantes estánjuntos. Ni siquiera la muerte

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consiguió separarlos. Ni la muerteni el olvido… Ni el odio.

Al brujo le pareció que la vozde indiferencia del elfo se habíatransformado por un instante. Peroaquello seguramente no era posible.

Avallac’h se acercó a la estatua,con precaución, con un movimientodelicado acarició el brazo demármol. Luego se dio la vuelta y ensu rostro triangular apareció denuevo su acostumbrada sonrisalevemente burlona.

—¿Sabes, brujo, cuál es la peordesventaja de una larga vida?

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—No.—El sexo.—¿Cómo?—Has oído bien. El sexo. Al

cabo de menos de cien años acabapor hacerse aburrido. Nada hay enello que pudiera fascinar y excitar,que tuviera la belleza excitante dela novedad. Ya se ha hecho detodo… De una u otra forma, perotodo. Y entonces, de pronto, tienelugar la Conjunción de las Esferas yaparecéis vosotros aquí, loshumanos. Aparecen aquí loshumanos supervivientes, que

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provienen de otro mundo, devuestro antiguo mundo, el cualconseguisteis destruir con vuestraspropias manos, todavía cubiertas depelos, apenas cinco millones deaños después de haberos formadocomo género. Sois apenas unpuñado, el tiempo de vida mediaque tenéis es ridículamente corto,así que vuestra perduracióndepende de la velocidad demultiplicaros, por eso el deseo delujuria no os abandona nunca, elsexo os gobierna por completo, esun impulso más fuerte incluso que

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el instinto de supervivencia. Morir,¿por qué no?, siempre y cuandoantes pueda uno follar. Ésa, enpocas palabras, es toda vuestrafilosofía.

Geralt no le interrumpió nicomentó nada, aunque tenía muchasganas de hacerlo.

—¿Y de pronto qué sucede? —siguió Avallac’h—. Los elfos,aburridos de sus aburridas elfas, selían con las siempre dispuestasmujeres humanas; las aburridaselfas se entregan, por curiosidadperversa, a vuestros sementales

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humanos, siempre llenos de vigor yfuerza. Y ocurre algo que nadie haconseguido explicar: las elfas, quenormalmente sólo ovulan una vezcada diez o veinte años, desde quecopulan con los humanos,comienzan a ovular con cadaintenso orgasmo. Actúa no sé quéhormona oculta o combinación dehormonas. Las elfas entienden que,en la práctica, sólo pueden tenerhijos con los humanos. Fue por laselfas que no os exterminamoscuando aún éramos más fuertes. Yluego vosotros fuisteis más fuertes

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y comenzasteis a exterminarnos anosotros. Pero aún teníais aliadosentre las elfas. Ellas eran laspartidarias de la convivencia, lacooperación y la coexistencia… yno querían reconocer que, enrealidad, se trataba del coacostarse.

—¿Y qué tiene que ver todoesto conmigo? —gruñó Geralt.

—¿Contigo? Absolutamentenada. Pero mucho con Ciri. Puestoque Ciri es descendiente de LaraDorren aep Shiadhai, y Lara Dorrenera partidaria de la coexistenciacon los humanos. Principalmente

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con un humano. Con Cregennan deLod, hechicero humano. LaraDorren coexistió con elmencionado Cregennan a menudo ycon éxito. Más claro: se quedóembarazada.

También esta vez el brujoguardó silencio.

—El problema yacía en queLara Dorren no era una elfa comúny corriente. Era un depósitogenético. Especialmente preparado.El resultado de muchos años detrabajo. En unión con otro depósito,un elfo, se entiende, había de dar a

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luz a un niño todavía más especial.Concibiendo de la semilla de unhumano, enterró aquellaposibilidad, tiró por la borda elresultado de cientos de años deplanes y preparaciones. Así por lomenos se pensó entonces. Nadiesospechó que el mestizoengendrado por Cregennan pudieraheredar de su valiosa madre algopositivo. No, un matrimonio tandesigual no podía traer consigonada bueno…

—Y por ello —le interrumpióGeralt— fue severamente

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castigado.—No de la forma que piensas.

—Avallac’h le lanzó una rápidamirada—. Aunque la unión de LaraDorren y Cregennan produjo unperjuicio incalculable a los elfosmientras que a los humanos sólo lespodía venir bien, fueron loshumanos, no los elfos, los queasesinaron a Cregennan. Loshumanos, no los elfos, produjeronla perdición de Lara. Exactamenteasí fue, pese a que muchos elfostenían motivos para odiar a losamantes. También motivos

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personales.A Geralt, por segunda vez, le

sorprendió un leve cambio en eltono de voz del elfo.

—De una u otra forma —siguióAvallac’h—, la coexistencia estallócomo una burbuja de jabón, lasrazas se echaron mutuamente a lagarganta. Comenzó la guerra queperdura hasta hoy. Y en este tiempo,el material genético de Lara…existe, como seguro que ya te hasimaginado. E incluso se hadesarrollado. Por desgracia, hasufrido mutación. Sí, sí. Tu Ciri es

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una mutante.Tampoco esta vez el elfo esperó

a que dijera algo.—En esto metieron las narices

por supuesto vuestros hechiceros,que unieron hábilmente al individuocriado con una parejita, perotambién se les escapó de su control.Pocos son los que se imaginan porqué milagro el material genético deLara Dorren se reavivó con tantapotencia en Ciri, cuál fue eldisparador. Pienso que Vilgefortz losabe, ese mismo Vilgefortz que temolió las costillas en Thanedd. Los

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hechiceros que hacían experimentoscon los descendientes de Lara yRiannon, llevando a cabo durantealgún tiempo una crianza regular, noobtuvieron los resultados deseados,se aburrieron y abandonaron elexperimento. Pero el experimentocontinuó, sólo que ahoraautónomamente. Ciri, hija dePavetta, nieta de Calanthe,tataranieta de Riannon, es unaverdadera descendiente de LaraDorren. Vilgefortz se enteró de elloseguramente por casualidad.También lo sabe Emhyr var Emreis,

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emperador de Nilfgaard.—Y tú también lo sabes.—Yo, de hecho, sé mucho más

que los dos. Pero esto no tieneimportancia. El molino de lapredestinación actúa, muele elgrano del destino… Lo que estápredestinado, habrá de pasar.

—¿Y qué tendrá que pasar?—Lo que está predestinado. Lo

que fuera decidido desde elprincipio; dicho esto, por supuesto,en sentido figurado. En fin, algo queestá determinado por la accióninfalible de un mecanismo en cuyas

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bases yace el Objetivo, el Plan y elResultado.

—Esto es o bien poesía o bienmetafísica. O lo uno y lo otro,porque a veces es difícildistinguirlas. ¿No sería posible quedijeras algo concreto? ¿Aunquefuera mínimamente? Con gustodiscutiría contigo de esto y aquello,pero resulta que tengo prisa.

Avallac’h lo midió con unamirada penetrante.

—¿Y por qué tienes tanta prisa?Ah, perdona… Tú, me da laimpresión, no has entendido nada

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de lo que he dicho. Así que te lodiré directamente: tu gran aventurade salvamento carece de sentido.Lo ha perdido por completo.

»Hay varios motivos —siguióel elfo mirando el rostro pétreo delbrujo—. En primer lugar esdemasiado tarde ya, el malfundamental ya ha sido realizado,no estás en situación de salvar a lamuchacha. En segundo lugar, ahora,cuando ha entrado ya en el caminoverdadero, Golondrina sabráarreglárselas sola estupendamente,posee una fuerza demasiado

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poderosa dentro de sí como paratener miedo de nada. Así que tuayuda es innecesaria. Y en tercerlugar… Hummm…

—Te estoy escuchando todo eltiempo, Avallac’h. Todo el tiempo.

—En tercer lugar… en tercerlugar, otra persona la está ayudandoahora. Creo que no serás tanarrogante para creer que el destinosólo y exclusivamente te hayaligado a ti con ella.

—¿Eso es todo?—Sí.—Entonces, hasta la vista.

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—Espera.—Ya te he dicho. Tengo prisa.—Pongamos por un momento

—le dijo sereno el elfo— que yode verdad sé lo que va a pasar, queveo el futuro. Si te digo que lo queha de pasar pasaráindependientemente de tusesfuerzos. De tus iniciativas. Si tecomunico que podrías buscar unlugar tranquilo en la tierra ysentarte allí, sin hacer nada,esperando a que se cumplan lasconsecuencias inevitables de lacadena de circunstancias, ¿te

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decidirías a hacer algo así?—No.—¿Y si te comunico que tu

actividad, que atestigua tu falta defe en el inquebrantable mecanismodel Objetivo, el Plan y elResultado, puede, aunque laprobabilidad sea exigua, cambiaren verdad algo, peroexclusivamente para peor?¿Volverías a pensártelo? Ah, ya veoen tu gesto que no. Así que tepreguntaré simplemente: ¿por quéno?

—¿De verdad quieres saberlo?

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—De verdad.—Pues porque simplemente no

creo en tus vulgaridadesmetafísicas acerca de objetivos,planes y pensamientos primigeniosde los creadores. No creo tampocoen vuestra famosa profetisa Itlina nien otras pitonisas. La considero aella, imagínate, la misma chorraday el mismo humbug que tus pinturasrupestres. Un bisonte violeta,Avallac’h. Nada más. No sé si esque no puedes o no quieresayudarme. Sin embargo, no teguardo rencor…

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—Dices que no puedo o noquiero ayudarte. ¿De qué modopodría?

Geralt reflexionó durante unmomento, completamenteconsciente de que de la apropiadaformulación de la preguntadependían muchas cosas.

—¿Voy a recuperar a Ciri?La respuesta fue inmediata.—La recuperarás. Sólo para

perderla de inmediato. Y esta vezpara siempre, sin vuelta atrás.Antes de que se llegue a eso,perderás a todos los que te

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acompañan. Uno de tus camaradaslo perderás en las próximassemanas, puede que incluso días.Puede que incluso horas.

—Gracias.—Todavía no he terminado.

Una consecuencia directa y rápidade tu injerencia en la rueda delmolino del Objetivo y el Plan serála muerte de varias decenas demiles de personas. Lo que al fin yal cabo no tiene gran importancia,puesto que no mucho tiempodespués perderán la vida variasdecenas de millones de personas.

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El mundo como lo conocessimplemente desaparecerá, dejaráde existir, para que, al cabo deltiempo necesario, resucite de unaforma completamente distinta. Perosobre ello precisamente nadie tieneni tendrá la mínima influencia,nadie es capaz de impedirlo ni deinvertir el orden de las cosas. Ni tú,ni yo, ni los hechiceros, ni losSabedores. Ni siquiera Ciri. ¿Quédices a eso?

—Un bisonte violeta. Pero contodo ello, te lo agradezco,Avallac’h

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—En cierto modo —el elfo seencogió de hombros—, sientocierta curiosidad por saber lo quepuede causar una piedra que caigaen la rueda del molino… ¿Puedohacer algo más por ti?

—Creo que no. Porque supongoque mostrarme a Ciri no podrás,¿no?

—¿Quién ha dicho eso?Geralt contuvo el aliento.Avallac’h se dirigió con

rápidos pasos en dirección a lapared de la caverna, haciendo unaseñal al brujo para que le siguiera.

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—Las paredes de Tir ná BéaArainne —señaló los centelleantescristales de roca— poseenpropiedades especiales. Y yo,modestia aparte, poseo habilidadesespeciales. Pon tus manos aquí.Mira fijamente. Piensa conintensidad. En que ella te necesitamucho ahora. Y declara que semuestre aquí tu deseo de ayudarla.Piensa que quieres correr en suauxilio, estar a su lado, algo de esteestilo. La imagen debiera aparecersola. Y ser clara. Contempla, peroabstente de reacciones violentas.

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No digas nada. Será una visión, nouna comunicación.

Obedeció.La primera visión, pese a lo

prometido, no era clara. Eraconfusa, pero a cambio, tan violentaque retrocedió inconscientemente.Una mano cortada sobre unamesa… La sangre salpicando sobreuna tabla vítrea… Esqueletoshumanos montados en esqueletos decaballos… Yennefer, cargada decadenas…

¿Una torre? ¿Una torre negra?¿Y detrás de ella, al fondo… la

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aurora-boreal?Y de pronto, sin advertencia, la

imagen se aclaró. Hasta demasiadoclara.

—¡Jaskier! —gritó Geralt—,¡Milva! ¡Angoulême!

—¿Eh? —se interesó Avallac’h—. Ah, sí. Me parece que lo hasdestrozado todo.

Geralt retrocedió de la pared dela caverna, a poco no se cayó sobreel suelo de basalto.

—¡No me importa una mierda!—gritó—. Escucha, Avallac’h,tengo que ir lo más deprisa posible

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a ese bosque de los druidas…—¿A Caed Myrkvid?—¡Cierto! ¡A mis amigos les

amenaza allí un peligro mortal!¡Una lucha por sobrevivir! Tambiénestán amenazadas otras personas…¿Por dónde más deprisa…? ¡Ah, aldiablo! Vuelvo a por el caballo y laespada…

—Ningún caballo —leinterrumpió el elfo con serenidad—será capaz de llevarte hasta lafloresta de Myrkvid antes de quecaiga la oscuridad…

—Pero yo…

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—Todavía no he terminado. Vea por esa tu famosa espada y yoentretanto te buscaré una montura.Una montura perfecta para lassendas de la montaña. Se trata deuna montura un poco, diría,atípica… Pero gracias a ellaestarás en Caed Myrkvid dentro demenos de media hora.

El llamador apestaba como uncaballo, y aquí se acababa todoparecido. Geralt había visto unavez en Mahakam un concurso dedoma de muflones organizado por

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los enanos y le había parecido eldeporte más extremo posible. Perosólo ahora, subido a los lomos deun llamador que corría como unloco, supo lo que era loverdaderamente extremo.

Para no caer, clavabaconvulsivamente los dedos en lasásperas greñas y apretaba con losmuslos los peludos costados delmonstruo. El llamador apestaba asudor, orina y vodka. Corría comosi estuviera poseído, la tierratemblaba bajo los golpes de susgigantescos pies, como si las

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plantas fueran de bronce.Reduciendo apenas la velocidad, selanzó por la pendiente y corrió porella tan deprisa que el aire leaullaba en las orejas. Volaba porsobre unas aristas, unos senderos yunos salientes tan estrechos queGeralt apretó los párpados para nomirar abajo. Cruzó saltos de agua,cascadas, abismos y grietas que nolas saltaría un muflón y cada uno desus saltos culminados con éxitoeran acompañados por un salvaje yensordecedor rugido. Es decir,todavía más salvaje y ensordecedor

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de lo acostumbrado, puesto que elllamador bramaba prácticamentesin pausa.

—¡No corras así! —La fuerzadel viento volvía a introducir laspalabras del brujo en su garganta.

—¿Por qué?—¡Por que has bebido!—¡Uuuuuuuaaahaaaaah!Volaban. Le silbaban los oídos.El llamador apestaba.El golpeteo de los enormes pies

sobre las rocas se redujo, crujieronlos pedregales y los canchales.Luego el firme se hizo menos

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pedregoso, pasó raudo algo verdeque podría haber sido un pinoenano. Luego cruzó fugaz unamancha verde y broncínea, porqueel llamador en sus locos brincosatravesaba un bosque de abetos. Elolor de la resina se mezcló con elhedor del monstruo.

—¡Uaaahaaah!Se acabaron los abetos,

crepitaban las hojas caídas. Ahoralos colores eran el rojo, el burdeos,el ocre y el amarillo.

—¡Más despacioooooo!—¡Uaaahaaah!

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El llamador atravesó de unlargo salto un montón de troncoscaídos. Geralt por poco no semordió la lengua.

La furiosa cabalgata se terminó dela misma forma poco ceremoniosaen que había empezado. Elllamador clavó el talón en la tierra,bramó y tiró al brujo sobre unapendiente cubierta de hojas. Geraltyació allí un instante, no podía nisiquiera maldecir. Luego selevantó, gruñendo y masajeándosela rodilla, en la que de nuevo se le

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había presentado el dolor.—No te has caído —afirmó el

llamador, y la voz era de asombro—. Vaya, vaya.

Geralt no dijo nada.—Ya hemos llegado. —El

llamador señaló con su pata peluda—. Esto es Caed Myrkvid.

Bajo ellos yacía un vallecubierto de niebla. Por encima delvaho sobresalían las puntas de altosárboles.

—Esta niebla —el llamador seanticipó a su pregunta— no esnatural. Aparte de ello, se siente el

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humo desde aquí. En tu lugar, medaría prisa. Eeeh, iría contigo…¡Me muero de ganas de lucha! ¡Y yacuando niño soñaba con cargaralgún día sobre los humanos con unbrujo a los lomos! Pero Avallac’hme prohibió mostrarme. Por laseguridad de toda nuestracomunidad…

—Lo sé.—No me guardes rencor porque

te diera en los morros.—No te lo guardo.—Eres un hombre de verdad.—Gracias. También por estas

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palabras.El llamador mostró los dientes

desde debajo de su roja barba yexhaló un olor a vodka.

—El gusto ha sido mío.

La niebla que anegaba el bosque deMyrkvid era densa y tenía unosperfiles irregulares, que recordabana un montón de nata que un cocinerofalto de razón hubiera colocadoencima de una tarta. Aquella nieblale recordaba al brujo a Brokilón. Elbosque de las dríadas a menudoestaba cubierto por un vaho mágico

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de protección y camuflaje parecido.Un parecido también a Brokilónhabía en la atmósfera solemne yamenazadora del bosque, allí, enlos bordes, que en su mayor partese componían de alisos y de hayas.

Y de la misma forma que enBrokilón, ya al borde del bosque,en un sendero cubierto de hojas,Geralt casi se tropezó con unoscadáveres.

Los cuerpos horriblementedestrozados no eran ni de druidas nide nilfgaardianos, y con toda

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seguridad tampoco pertenecían a lahansa de Ruiseñor y Schirrú. Antesde que Geralt entreviera en laniebla las siluetas de unos carrosrecordó que Regis le había habladode unos peregrinos. Daba lasensación de que la peregrinaciónhabía terminado de forma no muyafortunada para algunos peregrinos.

El hedor del humo y los fuegos,desagradable en el aire húmedo, seiba volviendo cada vez másmanifiesto, señalaba el camino.Luego el camino lo señalarontambién unos sonidos. Gritos. Y la

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música desafinada, con sonido agato, de una zanfona.

Geralt aceleró el paso.En un camino anegado por la

lluvia había un carro. Junto a unarueda había más cadáveres.

Uno de los bandidos rebuscabaen el carro, tiraba al caminoobjetos y herramientas. El segundosujetaba a los caballos, un tercerole quitaba al peregrino muerto uncapote de linces cruzados… Elcuarto hacía girar el arco de unazanfona que debía de haberencontrado entre el botín. Por nada

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en el mundo parecía ser capaz deextraer de ella siquiera una notalimpia.

La cacofonía le vino bien.Ocultaba el sonido de los pasos deGeralt.

La música se interrumpió conbrusquedad, las cuerdas de lazanfona lanzaron un gemidodesgarrador, el ladrón cayó sobrelas hojas y las regó de sangre. Elque sujetaba los caballos nisiquiera acertó a gritar, el sihill lecortó la yugular. El tercer ladrón noconsiguió saltar del carro, cayó,

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bramando, rajada la arteriafemoral. El último consiguióincluso extraer la espada de lavaina. Pero ya no alcanzó a alzarla.

Geralt se limpió con el pulgaruna mancha de sangre.

—Sí, hijos —dijo en direcciónal bosque y al olor a humo—. Fueuna idea tonta. No tendríais quehaber hecho caso a Ruiseñor ySchirrú. Había que habersequedado en casa.

Al poco se topó con el siguientecarro y los siguientes muertos.

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Entre los muchos peregrinosrajados y golpeados yacían tambiéndruidas con sus manchadas túnicasblancas. El humo de un lejano fuegose arrastraba bajito sobre la tierra.

Esta vez los ladrones estabanmás alerta. Sólo consiguióacercarse sin ser advertido a uno,que estaba ocupado en arrancarunos anillos y pulseras de baratillodel brazo de una mujer muerta.Geralt, sin pensar, le dio un tajo albandido, el bandido gritó yentonces los otros, que eranbandoleros mezclados con

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nilfgaardianos, se lanzaron sobre élcon un aullido.

Retrocedió al bosque, junto alárbol más cercano, para guardarselas espaldas con el tronco de unárbol. Pero antes de que lealcanzaran los ladrones, sonaronunos cascos de caballo y de entrelos arbustos y la niebla surgió ungigantesco caballo cubierto con unagualdrapa ajedrezada al sesgo decolor amarillo y rojo. El caballotransportaba a un jinete en completaarmadura, con una capa blancacomo la nieve y un yelmo con una

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visera en pico cubierta de agujeros.Antes de que los bandidosconsiguieran reponerse, ya teníanencima al caballero y éste lesestaba dando tajos a diestro ysiniestro y la sangre brotaba comode una fuente. Era una hermosavista.

Geralt, sin embargo, no teníatiempo para andar contemplandonada, pues dos enemigos se leechaban encima, uno era un bandidocon un jubón de color cereza y elotro un nilfgaardiano de negravestimenta. Al bandolero, que logró

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cubrirse por pura casualidad, lecortó a través de la boca. Elnilfgaardiano, al ver dientesvolando por el aire, puso pies enpolvorosa y desapareció entre laniebla.

A Geralt casi le aplastó uncaballo con una gualdrapaajedrezada. Galopaba sin jinete.

Sin vacilar, saltó sobre losmatorrales hacia el lugar del queprovenían unos gritos, unasmaldiciones y unos golpes.

Tres bandidos habían tirado dela silla al caballero de la capa

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blanca y ahora intentabanasesinarlo. Uno, que estaba con laspiernas abiertas, blandía un hacha,un segundo daba tajos con laespada, un tercero, pequeño ypelirrojo, saltaba a su alrededorcomo una liebre buscando laocasión y un lugar no cubierto porla armadura para clavarle unalanza. El caído caballero gritabaalgo ininteligible desde el interiorde su casco y rechazaba los golpescon un escudo que sujetaba conambas manos. Tras cada golpe delhacha, el escudo estaba cada vez

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más bajo, ya casi se apretaba contrael pecho. Estaba claro que uno odos golpes más y las tripas delcaballero fluirían a través de lasgrietas de la armadura.

En tres saltos, Geralt seencontró en mitad del torbellino, lesajó en la nuca al pelirrojo de lalanza, dio un amplio corte en labarriga al del hacha. El caballero,ágil pese a su armadura, le sacudióal tercer bandido en la rodilla conel escudo y cuando cayó le aporreótres veces en la cara hasta que lasangre le salpicó la rodela. Se puso

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de rodillas, palpó entre los juncosen busca de su espada, zumbandocomo un enorme tábano de latón.De pronto vio a Geralt y se quedóinmóvil.

—¿En manos de quién meencuentro? —tronó desde loprofundo del casco.

—En manos de nadie. Éstos queaquí yacen son también misenemigos.

—Ah… —El caballero intentóelevar la visera, pero la chapaestaba golpeada y el mecanismo sehabía bloqueado—. ¡Por mi honor!

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Gracias mil por vuestra ayuda.—A vos. Al fin y al cabo

fuisteis vos quien acudió en miayuda.

—¿De verdad? ¿Cuándo?No ha visto nada, pensó Geralt.

Ni siquiera me advirtió a través delos agujeritos de esa olla de acero.

—¿Cómo sois llamado? —preguntó el caballero.

—Geralt. De Rivia.—¿Armas?—No es hora, señor caballero,

para la heráldica.—Por mi honor, verdad decís,

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valiente gentilhombre Geralt. —Elcaballero encontró su espada, selevantó. Su escudo mellado, comola gualdrapa de su caballo, estabacubierto por un diseño ajedrezadoal sesgo de color amarillo y rojo,en cuyos campos se veíanalternativamente las letras A y H.

—Éste no es el escudo de milinaje —zumbó aclarándolo—. Sonlas iniciales de mi señora, lacondesa Anna Henrietta. Yo mellamo el Caballero del Ajedrez.Soy caballero andante. No me estápermitido revelar mi nombre ni mis

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atributos. Hice juramento decaballero. Por mi honor, de nuevo,gracias por la ayuda, caballero.

—Mío ha sido el placer.Uno de los bandoleros caídos

gimió e hizo susurrar las hojas. ElCaballero del Ajedrez se acercó ycon una potente puñalada lo clavó ala tierra. El bandido agitó lasmanos y los pies como una arañaclavada a un alfiler.

—Aprestémonos —dijo elcaballero—. Todavía merodean losmalandrines por estos lares. ¡Pormi honor, no es hora de descansar!

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—Cierto —reconoció Geralt—.Una banda deambula por el bosque,matando a peregrinos y druidas.Mis amigos están en peligro…

—Disculpad un momento.Otro bandido daba señales de

vida. También resultó clavado conbrío y con sus pies extendidos hizotal trenza que hasta se le cayeronlas botas.

—Por mi honor. —El Caballerodel Ajedrez se limpió la espada almusgo—. ¡Difícil les resulta a estostruhanes el separarse de la vida! Noos ha de sorprender, oh caballero,

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que dé la puntilla a los heridos. Pormi honor, antes no lo hacía. Masestos bellacos recobran la saludcon tal prontitud, que el hombrehonrado no puede más queenvidiarlos. Desde que hubiera demedirme con un tunante tres vecesseguidas, comencé a rematarloscuidadosamente. De modo quefuera para siempre.

—Entiendo.—Yo, como veis, soy un

andante. ¡Mas mi honor no tienemella! Oh, aquí está mi caballo.Ven aquí, Bucéfalo.

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El bosque se hizo más espacioso yclaro, comenzaron a dominar losgrandes robles de coronas amplias,pero poco densas. El humor y elhedor de los incendios se sentía yacerca. Y al poco, los vieron.

Ardían los tejados cubiertos dejuncos de las cabañas de unpoblado no muy grande. Ardían laslonas de unos carros. Entre loscarros yacían cadáveres, muchos deellos con blancas túnicas druídicasvisibles desde lejos.

Los bandidos y los

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nilfgaardianos, dándose a símismos valor a base de aullidos yescondiéndose tras unos carros queempujaban delante de sí, atacabanuna gran casa que se alzaba sobrepilotes. La casa estaba construidade sólidas vigas de madera ycubierta con tejas de maderadispuestas en pendiente, por las queresbalaban sin hacer daño lasantorchas arrojadas por losbandidos. La casa sitiada sedefendía y contraatacaba con éxito:ante los ojos de Geralt uno de losbandidos se asomó

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descuidadamente por fuera delcarro y cayó, como tocado por unrayo, con una flecha en el cráneo.

—¡Vuestros amigos —alardeóde perspicacia el Caballero delAjedrez— deben de estar en aqueledificio! ¡Por mi honor, en arduoasedio se encuentran! ¡Vayamos,aprestémonos a ayudarles!

Geralt escuchó unos chillonesalaridos y unas órdenes, reconocióal bandolero Ruiseñor con la fazvendada. Vio también por unmomento al medioelfo Schirrú, quese cubría tras los nilfgaardianos y

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sus capas negras.De pronto bramaron los cuernos

hasta que las hojas empezaron acaer de los robles. Tronaron loscascos de los alazanes guerreros,brillaron las armaduras y lasespadas de caballeros cargando.Con un rugido, los bandolerosecharon a correr en diversasdirecciones.

—¡Por mi honor! —mugió elCaballero del Ajedrez, espoleandoa su caballo—. ¡Son miscamaradas! ¡Nos han alcanzado!¡Al ataque, para que nos quede

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también algo de gloria! ¡Ataca,mata!

Galopando sobre Bucéfalo, elCaballero del Ajedrez cayó sobrelos ladrones que se escabullían.Fue el primero, en un instante rajó ados y al resto los espantó como unhalcón espanta a los gorriones. Dosse volvieron en dirección a Geralt,que se acercaba. El brujo loseliminó en un abrir y cerrar de ojos.

El tercero le disparó con ungabriel.

El autodisparador en miniaturalo había diseñado y patentado un tal

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Gabriel, artesano de Verden. Loanunciaba con el eslogan:«Defiéndete solo». Alrededor tuyocampan el bandidaje y la violencia,decía el anuncio. La ley esimpotente y sin fuerza. ¡Defiéndetesolo! No salgas de casa sin el auto-disparador manual de la marcaGabriel. Gabriel es tu ángel de laguarda, Gabriel os protege a ti y alos tuyos de los bandidos.

La venta alcanzó un verdaderorécord. Al poco todos los bandidosllevaban un gabriel cuandoasaltaban a alguien.

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Geralt era un brujo, sabía evitaruna flecha. Pero había olvidado eldolor de la rodilla. El quiebro seretrasó una pulgada, la punta enforma de hoja le tocó la oreja. Eldolor le cegó, pero sólo un instante.El ladrón no tuvo tiempo de tensarel autodisparador y defendersesolo. Geralt, lleno de rabia, le cortólas manos y luego le sajó la tripascon un amplio corte de sihill.

No tuvo tiempo ni siquiera delimpiarse la sangre de la oreja y elcuello cuando ya le estaba atacandoun tipo pequeño y vivo como una

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comadreja, de unos ojos quebrillaban innaturalmente, armadocon una curvada saberra zerrikanaque hacía girar con una habilidaddigna de admiración. Ya habíaparado dos tajos de Geralt, el noblemetal de ambas hojas tintineaba yechaba chispas.

Comadreja era rápido yobservador. Al momento advirtióque el brujo cojeaba, al momentocomenzó a rodearle y a atacarle porel lado que le era más beneficioso.Era increíblemente rápido, la hojaafilada de la saberra aullaba en

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tajos ejecutados con el peligrosoarte cruzado. Geralt evitaba losgolpes con una dificultad cada vezmayor. Y cada vez cojeaba más,obligado como estaba a apoyar elpeso sobre la pierna herida.

Comadreja se encogió depronto, saltó, realizó un hábil giro yuna finta, cortó por la oreja. Geraltlo paró al sesgo y le rechazó. Elbandido giró ágil, ya se ponía enposición de lanzar un peligrosocorte bajo, cuando de prontodesencajó los ojos, estornudó confuerza y se le salieron los mocos,

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bajando al momento la guardia. Elbrujo le cortó rápido en el cuello,la hoja llegó hasta la columnavertebral.

—Venga, que alguien me diga—jadeó, mirando el cuerpotembloroso— que el uso de losnarcóticos no es perjudicial.

Un bandido que le atacaba conuna maza alzada se tropezó y cayócon la nariz entre el fango, unaflecha le salía de la ingle.

—¡Ya voy, brujo! —gritó Milva—. ¡Ya voy! ¡Aguanta!

Geralt se dio la vuelta, pero ya

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no había a quién rajar. Milvadisparó al último ladrón quequedaba en los alrededores. Elresto huyó al bosque, perseguidospor los multicolores caballeros. Aalgunos los perseguía el Caballerodel Ajedrez. Los alcanzó, porquedesde el bosque se oía cuan terribleera su acoso.

Uno de los nilfgaardianosnegros, no del todo muerto, se alzóde pronto y se lanzó a la huida.Milva alzó y tensó su arco en undecir amén, aullaron los timones, elnilfgaardiano cayó sobre las hojas

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con una flecha de pluma gris entrelas paletillas.

La arquera suspiró con fuerza.—Nos cuelgarán —dijo.—¿Ponqué dices eso?—Esto es Nilfgaard. Y ya van

para dos meses que mayormente yoecho abajo nilfgaardianos.

—Esto es Toussaint, noNilfgaard. —Geralt se tocó un ladode la cabeza, sacó la mano llena desangre—. Joder. ¿Qué pasa ahí?Míralo, Milva.

La arquera lo contempló conatención crítica.

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—Sólo te ha arrancado la oreja—afirmó por fin—. No hay por quépreocuparse.

—Qué fácil es hablar para ti. Amí me gustaba mucho mi oreja.Ayúdame a vendarlo con algoporque me corre la sangre hasta elcuello. ¿Dónde están Jaskier yAngoulême?

—En la choza, con losperegrinos… Oh, mierda.

Retumbaron los cascos y tresjinetes surgieron de la niebla. Ibansobre alazanes de guerra, sus capasy estandartes se agitaban al viento.

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Antes de que sonara su grito deguerra, Geralt abrazó a Milva y laarrastró debajo de un carro. Nohabía bromas con alguien quecargaba armado con una lanza decatorce pies y daba un alcanceefectivo de diez pies por delante dela cabeza del caballo.

—¡Salid! —Los alazanes de loscaballeros pateaban la tierraalrededor del carro—. ¡Tirad lasarmas y salid!

—Nos cuelgarán —murmuróMilva. Podía tener razón.

—¡Ja, tunantes! —gritó burlón

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uno de los caballeros, que llevabaun escudo con una cabeza de toroen sable sobre campo de plata—.¡Ja, belitres! ¡Por mi honor que vaisa colgar!

—¡Por mi honor! —le apoyó lajuvenil voz de otro, con escudoceleste—. ¡Aquí mismo os vamos adespedazar!

—¡Pero bueno! ¡Quietos!El Caballero del Ajedrez,

montado sobre Bucéfalo, salió deentre la niebla. Había conseguidopor fin alzarse la abollada visera,desde debajo de ella surgía ahora

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una abundante masa de pelos debigote.

—¡Liberadles presto! —gritó—. Éstos no son malandrines, sinogente honrada y de bien. La moza sepuso con valentía en defensa de losperegrinos. ¡Y este señor es un buencaballero!

—¿Un buen caballero? —Cabeza de Toro alzó la visera ymiró a Geralt con incredulidad—.¡Por mi honor! ¡No puede ser!

—¡Por mi honor! —ElCaballero del Ajedrez se golpeó enla pechera con un guante acorazado

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—. ¡Puede ser, mi palabra empeño!Este tan bravío caballero me salvóde la opresión cuando los bellacosme tiraron al suelo. Nómbrase donGeralt de Rivia.

—¿Armas?—No me está permitido

revelarlas —bufó el brujo—. Ni elnombre verdadero, ni los atributos.Hice el juramento de caballero. Soyel andante Geralt.

—¡Oooh! —gritó de pronto unavoz descarada y bien conocida—.¡Mirad lo que nos ha traído el gato!¡Ja, abuelilla, ya te dije que el

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brujo nos iba a venir en socorro!—¡Y en el momento justo! —

gritó, Jaskier, acercándose juntocon Angoulême y un grupillo deperegrinos, el laúd en una mano yen la otra su inseparable tubo—. Niun segundo demasiado pronto.Tienes sentido de lo dramático,Geralt. ¡Debieras escribir obraspara el teatro!

De pronto se quedó callado.Cabeza de Toro se inclinó en susilla, los ojos le brillaban.

—¿Vizconde Julián?—¿Barón de Peyrac-Peyran?

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Otros dos caballeros salieronde entre los robles. Uno, con uncasco de olla adornado con uncisne blanco de alas abiertas deacertado parecido, conducía a dosprisioneros de un lazo. Otrocaballero, andante pero práctico,preparaba unas sogas y miraba enbusca de unas buenas ramas.

—Ni Ruiseñor ni Schirrú. —Angoulême advirtió la mirada delbrujo—. Una pena.

—Una pena —reconoció Geralt—. Pero intentaremos arreglarlo.Señor caballero…

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Pero Cabeza de Toro —o mejordicho, el barón de Peyrac-Peyran—no le prestaba atención. No veía,parecía, más que a Jaskier.

—Por mi honor —dijoarrastrando las palabras—. ¡No meengaña la vista! Es el vizconde donJulián en carne y hueso. ¡Ja! ¡Cómose va a alegrar nuestra señora lacondesa!

—¿Quién es ese vizcondeJulián? —se interesó el brujo.

—Yo soy —dijo Jaskier amedia voz—. No te mezcles enesto, Geralt.

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—Cómo se va a alegrar doñaAnarietta —repitió el barón dePeyrac-Peyran—. ¡Ja, por mihonor! Os vamos a llevar a todos alcastillo de Beauclair. ¡Nada deexcusas, vizconde, no prestaré mioído a excusa alguna!

—Unos cuantos de losdesertores han huido. —Geralt sepermitió un tono bastante frío—.Propongo capturarlos primero.Luego pensaremos qué hacer con undía que comenzara tan interesante.¿Qué le decís a eso, señor barón?

—Por mi honor —dijo Cabeza

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de Toro— que de todo ello nosaldrá nada. Es imposibleperseguirlos. Los criminaleshuyeron al otro lado del río, ynosotros no debemos plantar al otrolado ni siquiera la punta de uncasco del caballo. Aquella partedel bosque de Myrkvid es unsantuario intocable, y en el espíritude los tratados firmados con losdruidas por nuestra amada condesaAnna Henrietta, piadosa señora deToussaint…

—¡Los bandoleros han huidoallí, joder! —le interrumpió Geralt,

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enfureciéndose—. ¡En ese santuariointocable se dedicarán a matar! Yvos me venís con no sé quétratados…

—¡Hemos dado palabra decaballero! —El barón de Peyrac-Peyran, como resultó, parecía másdigno de llevar una cabeza decarnero que de toro—. ¡No estápermitido! ¡Los tratados! ¡Ni un pieen el terreno de los druidas!

—A quien no le está permitido,no le está permitido —bufóAngoulême, llevando de las riendasa dos caballos de los bandidos—.

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Deja esa chachara vacía, brujo.Vamos. Tengo aún algunas cuentaspendientes con Ruiseñor, y tú, porlo que imagino, querrías todavíatener una charlilla con elmedioelfo.

—Voy con vusotros —dijoMilva—. Presto me buscaré unayegua.

—Yo también —balbuceóJaskier—. Yo también voy convosotros.

—¡Pero bueno, esto no! —gritóel barón cabecitoro—. Por mihonor, el señor vizconde Julián irá

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con nosotros al castillo deBeauclair. La condesa no nosperdonaría que, habiéndoloencontrado, no lo trajéramos. Avosotros no os detendré. Sois libresen obras y pensamientos. Comocompañeros del vizconde Julián, sumerced doña Anarietta os recibiríacon honores y os hospedaría en elcastillo, pero en fin, si despreciáissu hospitalidad…

—No la despreciamos —leinterrumpió Geralt, mitigando conuna mirada amenazadora aAngoulême, quien a espaldas del

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barón realizaba diferentes gestosrepugnantes y ofensivos—. Lejosestamos de despreciarla. Nodejaremos de ir a inclinarnos antela condesa a ofrecerle el homenajeque se merece. Pero en primer lugarconcluiremos lo que tenemos queconcluir. Nosotros también dimosnuestra palabra, se puede decir quetambién firmamos un pacto. Encuanto lo concluyamos, nosdirigiremos sin tardanza al castillode Beauclair. Iremos hacia allí sinfalta.

»Aunque no sea más que por

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dar cuenta —añadiósignificativamente y con énfasis—de que deshonor alguno nimenoscabo se le cause a nuestroamigo Jaskier. Es decir, puf, Julián.

—¡Por mi honor! —sonrió depronto el barón—. Ningún deshonorni menoscabo alguno se le causaráal vizconde Julián, estoy presto adar mi palabra. Puesto que olvidédeciros, vizconde, que el condeRaimundo murióse hace dos añosde apoplejía.

—¡Ja, ja! —gritó Jaskier, con elrostro de pronto radiante—. ¡El

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conde la palmó! ¡Esto sí que es unanueva maravillosa y alegre! Esdecir, me refería a tristeza y pena,congoja y angustia… Que le sealeve la tierra… ¡Sin embargo, siesto es así, vayamos a Beauclair lomás presto posible, señorescaballeros! ¡Geralt, Milva,Angoulême, nos veremos en elcastillo!

Vadearon la corriente, espolearonlos caballos hacia el bosque, entrerobles de ramas muy extensas, entrehelechos que les llegaban hasta las

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espuelas. Milva encontró sinesfuerzo el rastro de la banda dehuidos. Iban tan deprisa comopodían. Geralt tenía miedo por losdruidas. Temía que los restos de labanda, al sentirse seguros,quisieran vengar en los druidas elpogromo recibido a manos de loscaballeros andantes de Toussaint.

—Cuidao que ha tenío potra elJaskier —dijo de prontoAngoulême—. Cuando el Ruiseñornos cercó en la cabaña me contópor qué tenía miedo de Toussaint.

—Me lo había imaginado —

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respondió el brujo—. Sólo que nosabía que había apuntado tan alto.¡Una condesa, jo, jo!

—Fue hace la tira de años. Y elconde Raimundo, ése que estiró lapata, al parecer juró que le iba aarrancar el corazón al poeta, lomandaría cocinar, se lo pondría decena a la condesa infiel y laobligaría a comerlo. Tiene Jaskiersuerte de no haber caído en lasgarras del conde cuando todavíavivía. Nosotros también tenemossuerte.

—Eso habrá que verlo.

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—Jaskier dice que la talcondesa Anarietta lo ama hasta lalocura.

—Jaskier siempre dice eso.—¡Cerrar el pico! —ladró

Milva, tirando de las riendas yechando mano al arco.

Errando de árbol en árbolcorría hacia ellos un ladrón, sinsombrero, sin armas, a ciegas.Corría, se caía, se levantaba,volvía a correr de nuevo. Y gritaba.Gritos agudos, penetrantes,horribles.

—¿Qué pasa? —se asombró

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Angoulême.Milva tensó el arco en silencio.

No disparó, esperó hasta que elbandido se acercara y aquél corríadirectamente hacia ellos, como sino les hubiera visto. Cruzó a todavelocidad por entre el caballo delbrujo y el de Angoulême.

Vieron su rostro, blanco comoel papel y deformado por el miedo,vieron sus ojos desencajados.

—¿Qué diablos? —repitióAngoulême.

Milva se despertó de suestupor, se volvió en la silla y le

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lanzó al huido una flecha en laespalda. El bandido gritó y cayósobre los helechos.

La tierra tembló. De tal formaque de un roble cercano sedesgranaron al suelo las bellotas.

—Me pregunto —dijoAngoulême— de qué sería de loque huía…

La tierra tembló de nuevo. Losarbustos chasquearon, crujieron lasramas quebradas.

—¿Qué es eso? —gimió Milva,poniéndose de pie sobre losestribos—. ¿Qué es eso, brujo?

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Geralt fijó la mirada, vio ylanzó un profundo suspiro.Angoulême también lo vio. Yempalideció.

—¡Su puta madre!El caballo de Milva también lo

vio. Relinchó con pánico, se puso ados patas y luego pateó con lasancas. La arquera voló de la silla ycayó pesadamente al suelo. Elcaballo huyó hacia el interior delbosque. La montura de Geralt echóa galopar detrás sin pensarlo, contan mala fortuna que eligió uncamino bajo una rama de roble que

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colgaba muy baja. La rama barrióal brujo de la silla. El golpe y eldolor de la rodilla por poco no lequitaron el sentido.

Angoulême fue quien consiguiócontrolar a su enloquecido caballopor más tiempo, pero también alfinal acabó en el suelo. En su huidael caballo por poco no aplastó aMilva, que se estaba levantando.

Y entonces vieron con mayorclaridad la cosa que avanzaba haciaellos. Y dejaron por completo, peropor completo, de asombrarse delpánico de sus animales.

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El ser recordaba a ungigantesco árbol, a un añudo ynudoso roble. O puede que enverdad fuera un roble. Pero unroble bastante poco típico. En vezde erguirse tranquilito allá en elcampo entre hojas y bellotascaídas, en vez de permitir que lecorrieran por encima las ardillas yse le cagaran encima los pardillos,aquel roble caminaba con brío porel bosque, pisaba rítmicamente congruesas raíces y agitaba las ramas.El rechoncho tronco —o el torso—del monstruo tenía a ojo como unas

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dos brazas de diámetro y el picoque sobresalía de él no era quizáspico, sino más bien fauces, porquese abría y se cerraba con un sonidoque recordaba al de unas pesadaspuertas al cerrarse.

Aunque bajo su terrible pesotemblaba la tierra de forma quehacía complicado mantener elequilibrio, el monstruo cruzaba porun barranco con una agilidadpasmosa. Y no lo hacía sinobjetivo.

Ante sus ojos, el monstruo agitólas ramas, hizo que susurraran las

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hojas y extrajo de un árbol caído aun bandido que se escondía allí, tanhábilmente como una cigüeñaextrae a una rana escondida entre lahierba. Envuelto en las ramas, elmalandrín quedó suspendido,gritando que hasta daba pena.Geralt vio que el monstruo llevabaya tres bandidos colgando de lamisma forma. Y un nilfgaardiano.

—Huid… —jadeó, intentado envano levantarse. Tenía la sensacióncomo si alguien le estuvieragolpeando rítmicamente con unmartillo en la rodilla para clavarle

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un clavo al rojo—. Milva…Angoulême… Huid…

—¡No te vamos a dejar!El árbol monstruo les escuchó,

taconeó alegre con las raíces ycorrió en su dirección. Angoulême,intentando en vano alzar a Geralt,maldijo de forma especialmenteblasfema. Milva, con las manostemblorosas, intentaba asentar unaflecha en la cuerda. Completamentesin sentido.

—¡Huid!Era demasiado tarde. El árbol

monstruo ya estaba sobre ellos.

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Paralizados por el miedo, ahorapodían ver con precisión su botín,cuatro ladrones que colgaban en latrenza de ramas. Dos vivían, porqueemitían terribles aullidos ymeneaban las piernas. El tercero,quizá inconsciente, colgaba inerte.El monstruo, a todas luces,intentaba capturar vivas a suspresas. Pero con el cuartoprisionero no le había salido, quizápor falta de atención había apretadodemasiado fuerte, lo que se dejabaver por los ojos desencajados de lavíctima, y la lengua, que le llegaba

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muy lejos, hasta la barbilla,manchada de sangre y de vómito.

Un segundo después colgabanya en el aire, rodeados de ramas,todos gritando a voz en cuello.

—Mis, mis, mis —escucharondesde abajo, desde las raíces—.Mis, mis, Arbolillo.

Detrás del árbol monstruo,espoleándolo ligeramente con unaramita llena de hojas iba unadruidesa jovencita, con una togablanca y una corona de florecillasen la cabeza.

—No hagas daño, Arbolillo, no

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aprietes. Con delicadeza. Mis, mis,mis.

—No somos unos bandidos…—jadeó Geralt desde lo alto,pudiendo apenas alzar su voz desdeun pecho apretado por las ramas—.Dile que nos suelte… Somosinocentes…

—Todos dicen lo mismo. —Ladruidesa espantó una mariposa quele rondaba por la ceja—. Mis, mis,mis.

—Me he meado… —gimióAngoulême—. ¡Me cagüentó, me hemeado!

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Milva sólo carraspeaba. Teníala cabeza sobre el pecho. Geraltlanzó una maldición terrible. Era loúnico que podía hacer.

El árbol monstruo, espoleadopor la druidesa, avanzaba ligeropor el bosque. Durante su carrera atodos —los que estaban conscientes— les castañeteaban los dientes alritmo de los saltos del monstruo.Hasta se oía un eco.

Al cabo de no mucho tiempo seencontraron en un amplio claro.Geralt vio a un grupo de druidasvestidos de blanco, y junto a ellos

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otro árbol monstruo. Éste habíasido menos afortunado con su caza:de sus ramas sólo colgaban tresbandidos, de los que sólo parecíavivir uno.

—¡Criminales, canallas, gentesindignas! —enunció desde abajouno de los druidas, un viejecilloque se apoyaba en un largo bastón—. Miradlo bien. Mirad quécastigo les espera en el bosque deMyrkvid a los criminales eindignos. Miradlo y recordadlo. Osdejaremos ir para que podáiscontarles a otros lo que vais a

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contemplar dentro de un momento.¡Para advertencia!

En el mismo centro del claro seamontonaba una gran pila de leñosy carrascas, y sobre la pila,apoyada en unos maderos, habíauna jaula tejida de esparto que teníala forma de una gran muñeca depalo. La jaula estaba llena degentes gritando y sollozando. Elbrujo escuchó con claridad losgritos de rana, roncos por el miedo,del bandolero Ruiseñor. Viotambién el rostro blanco como elpapel y deformado por el pánico

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del medioelfo Schirrú, apretadocontra las trenzas de esparto.

—¡Druidas! —gritó Geralt,movilizando para aquel grito todassus fuerzas para que se escucharaentre la barahúnda general—.¡Señora flaminica! ¡Soy el brujoGeralt!

—¿Cómo? —habló desde abajouna mujer alta y delgada con elcabello de color gris acero, que lecaía sobre la espalda, sujeto a lafrente con una corona de muérdago.

—Soy Geralt… El brujo… Elamigo de Emiel Regis…

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—Repite, porque no te oigo.—¡Geraaalt! ¡El amigo del

vampiiiro!—¡Ah! ¡Haberlo dicho antes!A una señal de la druidesa de

cabellos de acero, el árbolmonstruo los dejó en tierra. Nodemasiado delicadamente. Cayeron,ninguno se pudo levantar por suspropias fuerzas. Milva estabainconsciente, por la nariz le salíasangre. Haciendo un esfuerzo,Geralt se alzó y se arrodilló sobreella.

La flaminica de cabellos de

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acero estaba a su lado, carraspeó.Tenía el rostro muy fino, inclusodelgadísimo, tanto que despertabaasociaciones no demasiadoagradables con el cráneo de uncadáver cubierto de piel. Sus ojosazul celeste como el aciano eranamables y dulces.

—Creo que tiene una costillarota —dijo, mirando a Milva—.Pero ahora la curamos. Enseguidale prestarán ayuda nuestrassanadoras. Me pesa lo que hasucedido. Pero, ¿cómo iba a saberquiénes erais? No os invité a venir

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a Caed Myrkvid y no os concedípermiso para entrar en nuestrosantuario. Emiel Regis da fe devosotros, cierto, pero la presenciaen nuestro bosque de un brujo,asesino a sueldo de seres vivos…

—Me iré de aquí sin unmomento de demora, honorableflaminica —aseguró Geralt—. Sisólo…

Se detuvo, al ver a los druidasportando teas ardiendo que seacercaban a la pila y a la muñecade esparto llena de personas.

—¡No! —gritó, apretando los

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puños—. ¡Deteneos!—Esa jaula —dijo la flaminica,

como si no lo escuchara— teníaque servir al principio comocomedero invernal para animaleshambrientos, tenía que estar en elbosque llena de heno. Pero cuandoagarramos a estos canallas, recordélos rumores malvados y lascalumnias que los humanos cuentande nosotros. Bien, pensé, vais atener vuestra Moza de Esparto.Vosotros mismos os la sacasteis dela manga, como pesadilla quedespierta el miedo, así que yo os

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voy a proporcionar esa pesadilla…—Ordena que se detengan —

susurró el brujo—. Honorableflaminica… No los queméis… Unode esos bandidos tiene unainformación muy importante paramí…

La flaminica posó una manosobre el pecho. Sus ojos de acianoeran amables y dulces.

—Oh, no —dijo con voz seca—. No, señor. Yo no creo en lainstitución del testigo de la corona.El librarse de la pena es inmoral.

—¡Deteneos! —gritó el brujo

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—. ¡No le prendáis fuego! ¡De…!La flaminica realizó un breve

gesto con la mano, y Arbolillo, quetodavía estaba en los alrededores,taconeó con sus raíces y le puso unarama al brujo en el hombro. Geraltse sentó y además con impulso.

—¡Prendedle fuego! —ordenóla flaminica—. Lo siento, brujo,pero ha de ser así. Nosotros,druidas, valoramos y honramos lavida en cada una de sus formas.Pero el dejar con vida a loscriminales es simple estupidez. Alos criminales no les asusta más

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que el miedo. Así que les vamos adar un ejemplo por el miedo.Albergo la esperanza de que notenga que repetir este ejemplo.

Las carrascas se prendieronmuy deprisa, la pila vomitó humo yse cubrió de llamas. Los gritos yaullidos que salían de la Moza deEsparto ponían los pelos de punta.Por supuesto, no era posible en lacacofonía de chasquidos producidapor el fuego, pero a Geralt leparecía que distinguía el croardesesperado de Ruiseñor y losgritos agudos, llenos de dolor, del

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medioelfo Schirrú.Él tenía razón, pensó. La muerte

no siempre es igual.Y luego, después de un tiempo

macabramente largo, la pila y laMoza de Esparto explotaronpiadosamente en un infierno defuego estruendoso, un fuego al quenada podía sobrevivir.

—Tu medallón, Geralt —dijoAngoulême, que estaba junto a él.

—¿Cómo? —carraspeó, porquetenía la garganta encogida—. ¿Quéhas dicho?

—Tu medallón de plata con el

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lobo. Lo tenía Schirrú. Ahora ya lohas perdido del todo. Se habráfundido en esas brasas.

—Qué se le va a hacer —dijoal cabo, mirando a los ojos acianode la flaminica—. Ya no soy unbrujo. Dejé de ser brujo. EnThanedd, en la Torre de la Gaviota.En Brokilón. En el puente sobre elYaruga. En la cueva de la Gorgona.Y aquí, en el bosque de Myrkvid.No, ya no soy un brujo. Así que hede aprender a vivir sin el medallónde brujo.

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Capítulo octavo

El rey amaba a suesposa, la reina,ilimitadamente, yella lo amaba aél con todo sucorazón. Algo asísólo podíaterminar con unadesgracia.

Flourens Delannoy,Cuentos y leyendas

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Delannoy,Flourens,lingüista ehistoriador,*1432 enVicovaro, en losaños 1460-1475secretario ybibliotecario enel palacioimperial.Infatigableinvestigador deleyendas ycuentos

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populares, autorde muchosestudios que sonconsideradosmonumentos dela antigua lenguay literatura delas regionesnorteñas delImperium.Algunas de susobras másimportantes son:Mitos y leyendasde los pueblos

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del norte,Cuentos yleyendas, Lasorpresa o elmito de laAntigua Sangre,La saga del brujoy El brujo y labrújula, o de labúsquedaincansable.Desde el año1476, profesor dela academia deCastell

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Graupian, dondeen †1510.

Effenberg y Talbot,Encyclopaedia MáximaMundi, tomo IV

El viento soplaba desde el mar,hacía gemir las velas, una garúacomo de pequeñísimo granizogolpeaba dolorosamente en elrostro. El agua del Gran Canalestaba aceitosa, agitada por elviento, salpicada con el goteo de lalluvia.

—Por aquí, señor, permitid. El

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barco está esperando.Dijkstra lanzó un pesado

suspiro. Estaba ya verdaderamenteharto de viajes por el mar, lealegraban aquellos pocos instantesen los que sentía bajo los pies elsuelo fuerte y estable de la playa,se ponía negro cuando pensaba queno tenía más remedio que acercarseotra vez a una cubierta balanceante.Pero qué se le iba a hacer. LanExeter, la capital de invierno deKovir, se diferenciaba de formasignificativa de otras capitales delmundo. En el puerto de Lan Exeter

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los viajeros que llegaban por mardesembarcaban en la piedra delmuelle sólo para embarcarse deinmediato en la siguiente unidadnavegadora: una esbelta nave dealta proa y no mucho más bajapopa, impulsada por multitud deremos. Lan Exeter estaba construidasobre el agua, en el amplio estuariodel río Tango. En vez de calles, laciudad tenía canales, y toda lacomunicación de la ciudad sellevaba a cabo mediante barcas.

Se subió a la barca, saludó alembajador redano que le esperaba

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junto a la escala. Se separaron delmuelle, los remos golpeaban elagua al unísono, la nave avanzaba,tomaba velocidad. El embajadorredano guardaba silencio.

El embajador, pensó Dijkstramaquinalmente. ¿Desde hacecuántos años tiene Redaniaembajador en Kovir? Más de cientoveinte. Ya hace ciento veinte añosque Kovir y Poviss tienen fronteracon Redania. Pero no siempre fueasí.

Desde el principio de lostiempos Redania trataba a los

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países situados al norte, en el golfode Praxeda, como su propio feudo.Kovir y Poviss eran —como sedecía en la corte de Tretogor—infantados en la joya de la corona.Los condes infantes que se sucedíanen aquellos gobiernos recibían elnombre de troidenos, puesto quedescendían —o afirmabandescender— de un antepasadocomún, Troiden. El tal príncipeTroiden era hermano del rey deRedania Radowid I, al que luegollamaron el Grande. Ya en sujuventud había sido el tal Troiden

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un tipo lascivo yextraordinariamente repugnante.Daba miedo pensar lo que saldríade él con los años. El rey Radowid,que no era una excepción a esterespecto, odiaba a su hermanocomo a la peste. Así que lo nombróconde infante de Kovir, paralibrarse de él, enviándolo tan lejosde sí como fuera posible. Y máslejos que Kovir no se podía.

El conde infante Troiden eraformalmente vasallo de Redania,pero un vasallo atípico, que noconllevaba carga alguna ni

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obligaciones feudales. Ni siquieratenía que ofrecer el juramentoceremonial de vasallaje, se exigíade él solamente lo que sedenominaba promesa de noperjudicar. Unos decían que,simplemente, Radowid se habíaapiadado de él, sabiendo que la«joya de la corona» kovirana nodaba ni para tributos ni paravasallaje. Otros por su parteafirmaban que Radowidsimplemente no quería tener antesus ojos al conde infante, semareaba sólo de pensar que el

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hermanillo se podía aparecerpersonalmente en Tretogor condinero o ayuda militar. Cómo habíasido en verdad, no lo sabía nadie,pero sea como fuere, así se quedó.Muchos años después de la muertede Radowid I, en Redania seguíanrigiendo las leyes promulgadas entiempos del viejo rey. En primerlugar: el condado de Kovir esvasallo, pero no tiene ni que pagar,ni que servir. En segundo: elinfantado de Kovir es un bien demanos muertas y la sucesión estáexclusivamente en manos de la casa

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de los troidenos. En tercer lugar:Tretogor no se mezcla en losasuntos de la casa de los troidenos.En cuarto: a los miembros de lacasa de los troidenos no se lesinvita a Tretogor para lascelebraciones de las fiestasnacionales. En quinto: ni en ningunaotra ocasión.

En suma, pocos sabían algo delo que pasaba en el norte y menosaún se interesaban por ello. ARedania llegaban —principalmentepor intermedio de Kaedwen—noticias de los conflictos del conde

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de Kovir con los señores menoresdel norte. De alianzas y guerras conHengfors, Malleore, Creyden,Talgar y otros países de nombresdifíciles de recordar. Alguien habíavencido a alguien y lo habíaabsorbido, alguien se había unido aalguien con un lazo dinástico,alguien había derrotado a alguien yle exigía tributo. En resumen, nadiesabía quién, a quién ni por qué.

Sin embargo, las noticias deguerras y luchas atraían al norte auna marabunta de matones,aventureros, buscadores de

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sensaciones y otros espíritusinquietos en busca de botín yposibilidades de enriquecerse.Venían aquéllos de todos losrincones del mundo, incluso depaíses tan lejanos como Cintra oRivia. Pero sobre todo, habitantesde Redania y Kaedwen. En especialdesde Kaedwen habían salido paraKovir verdaderos pelotones decaballería. El rumor decía inclusoque a la cabeza de uno iba lafamosa Aideen, la revoltosa hijanatural del monarca de Kaedwen.En Redania hasta se decía que en el

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palacio de Ard Carraigh se jugabacon la idea de anexionarse elcondado del norte y arrebatárselo ala corona redana. Incluso sesuponía que alguien allá habíacomenzado a gritar que eranecesaria una intervención armada.

Sin embargo, Tretogor anuncióostentosamente que no le interesabael norte. Como reconocieron losjuristas reales, la ley que regía erala de la reciprocidad, el principadokovirano no tenía obligación algunapara con la corona, así que lacorona no le ofrecía ayuda a Kovir.

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Y cuanto más que Kovir no habíapedido ayuda alguna.

Entretanto Kovir y Povisshabían salido de las guerras delnorte más fuertes y poderosos.Pocos eran los que entonces losabían. La señal más clara de lacreciente potencia del norte era sucada vez mayor actividadexportadora. Durante decenas deaños se había dicho que la únicariqueza de Kovir era la arena y elagua marina. Se volvió a recordarla broma cuando la producción delas fábricas y salinas de Kovir

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prácticamente monopolizó elmercado mundial del vidrio y lasal.

Pero aunque cientos depersonas bebían en vasos con laseñal de las fábricas de Kovir yaliñaban la sopa con sal de Poviss,aún seguía siendo en la conscienciade la gente un país increíblementelejano, inaccesible, duro y hostil. Ysobre todo, ajeno.

En Redania y Kaedwen, en vezde «mandar al diablo» a alguien sedecía «echarlo a Poviss». Si no osgusta mi casa, decía el maestro a

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los aprendices recalcitrantes,camino libre a Kovir. No vamos atener aquí orden kovirano, lesgritaba el profesor a los estudiantesque discutían como locos. A hacerteel listo a Kovir, le decía elcampesino a su hijo que criticaba elarado antiquísimo y el sistema debarbecho.

¡A quien no le guste el ordenancestral, camino libre a Kovir!

Los receptores de estosmensajes poco a poco comenzarona reflexionar y al poco se dieroncuenta de que, efectivamente, el

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camino a Kovir y a Poviss carecíade obstáculos. Una segunda ola deemigrantes se dirigió hacia el norte.Y como la anterior, aquella ola secomponía de gente rara einsatisfecha, que eran diferentes yquerían otras cosas. Pero esta vezno se trataba de aventurerosenfrentados a la vida y que nocabían en ningún sitio. Por lomenos, no sólo.

Hacia el norte se dirigieroncientíficos que creían en sus teoríasaunque se les gritara que aquellasteorías eran irreales y locas.

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Técnicos y constructoresconvencidos de que, contra todaopinión general, se podían construirlas máquinas y herramientasconcebidas por los científicos.Hechiceros para quienes el uso lamagia para crear diques nosignificaba un desprecio blasfemo.Mercaderes para los que laperspectiva del incremento delbeneficio era capaz de sobrepasarlas fronteras rígidas, estáticas ycortas de vista del riesgo.Campesinos y ganaderosconvencidos de que incluso de los

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peores suelos se podía hacer uncampo fructífero, de que siempre sepodía criar un tipo de animal quemedrara en aquel clima.

Hacia el norte se fuerontambién mineros y geólogos paralos que la severidad de lasmontañas salvajes y las rocas deKovir significaba una señalinequívoca de que si en lasuperficie había tanta pobreza, en elinterior tenía que haber muchariqueza. Pues la naturaleza ama elequilibrio.

En el interior había mucha

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riqueza.Pasó un cuarto de siglo y Kovir

extraía tantas riquezas minerascomo Redania, Aedirn y Kaedwenjuntos. En la extracción y latransformación del mineral dehierro, Kovir tan sólo cedía anteMahakam, pero hasta Mahakamllegaban transportes koviranos demetal que servían para realizar lasaleaciones. A Kovir y Poviss lestocaba un cuarto de la extracciónmundial de mena de plata, níquel,plomo, estaño y cinc, la mitad delas extracciones de cobre y cobre

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nativo, tres cuartos de lasextracciones de mena demanganeso, cromo, titanio yvolframio, y otro tanto de metalesque sólo aparecían en forma nativa:platino, ferroaurum, criobelito ydwimerita.

Y más del ochenta por ciento delas extracciones mundiales de oro.

El oro a cambio del que Koviry Poviss compraban todo lo que nocrecía y no se criaba en el norte. Ylo que Kovir y Poviss noproducían. No porque no pudieranni supieran. No merecía la pena. El

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artesano de Kovir o Poviss, hijo onieto de emigrante que llegara aquícon el saco al hombro, ganabaahora cuatro veces más que suconfráter de Redania o Temeria.

Kovir comerciaba y queríacomerciar con todo el mundo, a unaescala cada vez mayor. No pudo.

Radowid III fue coronado reyde Redania. Con su bisabueloRadowid el Grande le ligaba elnombre y también la avaricia y lacodicia. Aquel rey, por suslameculos y hagiógrafos llamado elAtrevido, y por todos los demás el

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Pelirrojo, se dio cuenta de lo queantes nadie había querido darsecuenta. ¿Por qué del gigantescocomercio que Kovir llevaba a caboRedania no se llevaba ni un real?Pues si Kovir no es más que uninsignificante condado, un feudo,pequeña joyita en la corona redana.¡Era hora de que el vasallokovirano comenzara a servir a susoberano!

Al poco surgió una maravillosaocasión. Redania tuvo un conflictofronterizo con Aedirn, se trataba,como de costumbre, del valle del

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Pontar.Radowid III decidió echar

mano a las armas y comenzó aprepararse. Promulgó un impuestoespecial para la guerra llamado el«diezmo de Pontar». Habían depagarlo todos los súbitos yvasallos. Todos. El infante deKovir también. El Pelirrojo sefrotaba las manos. ¡Diez por cientode los ingresos de Kovir, esto síque era algo bueno!

Hasta Pont Vanis, del que sepensaba que era un villorrio demurallas de madera, se fueron los

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enviados redanos. Cuandovolvieron comunicaron al Pelirrojounas nuevas asombrosas.

Pont Vanis no es un villorrio. Esuna ciudad enorme, la capital deverano del reino de Kovir, cuyogobernante, el rey Gedovius, envíaal rey Radowid la siguienterepuesta:

El reino de Kovir no es vasallode nadie. Las pretensiones y lasreclamaciones de Tretogor carecende fundamento y se apoyan en unaley que es letra muerta, que nuncatuvo vigor. Los reyes de Tretogor

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no fueron nunca soberanos deKovir, porque los señores deKovir, lo que es fácil de comprobaren los anales, nunca pagaron tributoa Tretogor, ni cumplieronobligaciones militares ni, lo que esmás importante, nunca fueroninvitados a las celebraciones de lasfiestas nacionales. Ni a ningunaotra.

Gedovius, rey de Kovir —transmitieron los enviados— losiente mucho, pero no puedereconocer al rey Radowid comoseñor y soberano, ni mucho menos

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pagarle el diezmo. No puedetampoco hacerlo ninguno de losvasallos ni enfiteutas que rindanvasallaje exclusivo al señorío deKovir.

En una palabra: que Tretogortenga cuidado de su nariz y no lameta en los asuntos de Kovir, reinoindependiente.

El Pelirrojo estalló en una fríacólera. ¿Reino independiente?¿Extranjero? Bien, pues entoncesvamos a hacer con Kovir como conun reino extranjero.

Redania y Kaedwen y Temeria,

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obligados por el Pelirrojo,aplicaron a Kovir una aduanaretorsiva y un derecho dealmacenaje sin piedad. Unmercader de Kovir que viajarahacia el sur tenía que exponer susmercancías, lo quisiera o no, enalguna ciudad redana y venderlas.O regresar. La misma obligaciónafectaba al mercader del lejano surque tuviera intenciones de dirigirsea Kovir.

De las mercancías que Kovirtransportaba por el mar, sin tocar enpuertos redanos o temerios,

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Redania exigía unos derechos deaduana dignos de un pirata. Losbarcos koviranos, por supuesto, noquerían pagar, sólo pagabanaquéllos que no conseguían huir. Enaquel juego del gato y el ratóncomenzado en el mar, pronto sellegó a un incidente. Un patrulleroredano intentó arrestar a unmercader kovirano, aparecierondos fragatas de Kovir, el patrulleroardió. Hubo víctimas.

La gota colmó el vaso.Radowid el Pelirrojo decidióenseñar modales a su vasallo

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desobediente. Un ejército redanocompuesto de cuatro mil hombresatravesó el río Braa, y el cuerpoexpedicionario de Kaedwen avanzóhacia Caingorn.

Al cabo de una semana, los dosmil redanos que habían logradosobrevivir cruzaban la frontera endirección contraria y los miserablesrestos del cuerpo kaedweno searrastraron hacia casa por losdesfiladeros de las Montañas delMilano. Así se aclaró el últimoobjetivo para el que había servidoel oro de las montañas del norte. El

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ejército estable de Kovir loconstituían veinticinco milprofesionales duchos en guerras —y atracos—, condottieros sacadosde los más lejanos rincones delmundo, incondicionalmente fieles ala corona kovirana gracias unasoldada de generosidad nunca vistay una pensión de vejez garantizadapor contrato. Dispuestos aenfrentarse a cualquier peligro porrecompensas de generosidad nuncavista, pagadas por cada batallaganada. A estos ricos soldados porsu parte, los dirigían unos caudillos

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experimentados en la guerra, llenosde talento y —ahora— muy ricos. Aestos caudillos el Pelirrojo y el reyBenda de Kaedwen los conocíanmuy bien: eran los mismos que nohacía tanto tiempo habían estadosirviendo en sus propios ejércitospero que, inesperadamente, habíanpasado a la reserva y se habían idoal extranjero.

El Pelirrojo no era tonto y sabíaaprender de sus errores. Calmó alos agitados generales que exigíanuna cruzada, no prestó oídos a losmercaderes que exigían un bloqueo

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económico, mitigó a Benda deKaedwen, que anhelaba sangre yvenganza por la destrucción de suunidad de élite. El Pelirrojo iniciónegociaciones. No le contuvo nisiquiera la humillación, una piedrade molino que tuvo que tragar:Kovir accedió a las negociacionespero en su territorio, en Lan Exeter.La montaña tenía que venir alprofeta.

Acudieron entonces a LanExeter como suplicantes, pensóDijkstra, envolviéndose en su capa.Como humillados pedigüeños.

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Exactamente como hoy.La escuadra redana entró en el

golfo de Praxeda y se dirigió haciala playa kovirana. Desde lacubierta del buque insignia Alata,Radowid el Pelirrojo, Benda deKaedwen y el jerarca deNovigrado, que les acompañaba enpapel de mediador, contemplaroncon asombro el rompeolas quesurgía del mar y sobre el que sealzaban los muros y rechonchastorres de la fortaleza que defendíala entrada a la ciudad de PontVanis. Y navegando hacia el norte,

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en dirección a la desembocaduradel río Tango, los reyes vieronpuerto tras puerto, astillero trasastillero, embarcadero trasembarcadero. Vieron un bosque demástiles y un océano blanco develas que hasta hería los ojos.Kovir, resultaba, ya tenía listo elremedio contra bloqueos,retorsiones y guerras aduaneras.Kovir estaba dispuesto,evidentemente, a controlar losmares.

El Alata entró en la ampliaboca del río Tango y echó el ancla

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en las bocas de piedra delantepuerto. Pero a los reyes, parasu asombro, todavía les esperabaun viaje por el agua. La ciudad deLan Exeter no tenía calles, sinocanales. Entre ellos, el Gran Canal,arteria principal y eje de lametrópolis, que conducíadirectamente desde el puerto hastala residencia del monarca. Losreyes se trasladaron a una galeradecorada con guirnaldas escarlatasy doradas y con un escudo en el queel Pelirrojo y Benda, para suasombro, reconocieron el águila

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redana y el unicornio kaedweno.Mientras navegaban por el Gran

Canal, los reyes y su cohortemiraban a su alrededor y guardabansilencio. En realidad convendríadecir que se habían quedadomudos. Se habían equivocado alpensar que sabían lo que erariqueza y pompa, que no se les ibaa poder sorprender con muestras debienestar y demostraciones de lujo.

Navegaban por el Gran Canal eiban dejando a un lado el imponenteedificio del Almirantazgo, la sededel Gremio de Mercaderes.

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Navegaban a través de un bulevarrepleto de una multitud multicolor ybien vestida. Navegaban entre unahilera de palacios de nobles ycasonas de mercaderes que sereflejaban en el agua del canal enun arco iris de fachadashermosamente adornadas peroincreíblemente estrechas. En LanExeter se pagaba impuestos por lalongitud de la fachada; cuanto másancha, más se incrementaba elimpuesto.

En las escaleras que bajabanhasta el canal del Palacio de

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Ensenada, residencia de inviernodel monarca y que era el únicoedificio de fachada ancha, esperabaya el comité de bienvenida y lapareja real: Gedovius, señor deKovir, y su esposa, Gemma. Lapareja recibió a los recién llegadoscon cortesía, amabilidad y… demodo bastante atípico. Querido tío,le dijo Gedovius a Radowid.Querido abuelito, sonrió Gemma endirección a Benda. Gedovius era alfin y al cabo un troideno. Gemma,por su parte, resultó que proveníadel linaje de la revoltosa Aideen,

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que había huido de Kaedwen y porcuyas venas corría sangre de losreyes de Ard Carraigh.

El comprobar el parentescoenmendó los ánimos y despertósimpatía pero no ayudó en lasnegociaciones. Los «niños» dijeronen pocas palabras lo que querían,los «abuelos» escucharon. Yfirmaron un documento que luegofue llamado por la posteridadPrimer Tratado de Exeter. Paradiferenciarlo de los que luego sefirmaron, el Primer Tratado llevabatambién un apelativo extraído de

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las primeras palabras de supreámbulo: Mare LiberumApertum.

El mar es libre y abierto. Elcomercio es libre. El beneficio essagrado. Ama al comercio y albeneficio del prójimo como al tuyopropio. Obstaculizarle a alguien elcomerciar y obtener beneficio esuna violación de las leyes de lanaturaleza. Y Kovir no es vasallode nadie. Es un reinoindependiente, autónomo y neutral.

No daba la impresión de queGedovius y Gemma quisieran hacer

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—aunque sólo fuera por cortesía—una concesión, siquiera la máspequeña, para salvar el honor deRadowid y Benda. Y sin embargola hicieron. Aceptaron queRadowid el Pelirrojo —de porvida— usara en los documentosoficiales el título de rey de Kovir yPoviss y Benda —de por vida— eltítulo de rey de Caingorn yMalleore.

Por supuesto, con laadvertencia de «non preiudicando».

Gedovius y Gemma gobernarondurante veinticinco años. La rama

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real de los troidenos se acabó consu hijo, Gerard. Al trono koviranosubió Estéril Thyssen. El fundadorde la casa de los Thyssen.

Al cabo de poco tiempo, losreyes de Kovir estuvieron ligadospor lazos de sangre con el resto delas dinastías del mundo.Observaron con firmeza la letra delos tratados de Exeter. Nunca semezclaron en los asuntos de losvecinos. Nunca intentaron hacersecon una sucesión ajena, aunque másde una vez las vueltas de la historiahicieron que el rey o el príncipe de

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Kovir tuviera todas las razonespara considerarse con derecho asuceder al trono de Redania, deAedirn, de Kaedwen, Cidaris oincluso hasta de Verden o Rivia.Nunca el poderoso Kovir intentóanexiones territoriales niconquistas, no envió nuncacañoneras armadas de catapultas ybalistas a aguas territorialesextranjeras. Nunca usurpó para sí elprivilegio del «dominio sobre lasolas». A Kovir le bastaba con elMare Liberum Apertum, un marlibre y abierto para el comercio.

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Kovir profesaba la religión delcomercio y el beneficio.

Y una absoluta e imperturbableneutralidad.

Dijkstra se colocó el cuello decastor de su capa para proteger lanuca del viento y las gotas de lluviaque caían. Miró a su alrededor,sacado de su ensoñación. El aguadel Gran Canal parecía negra. En elcelaje y la niebla hasta el edificiodel Almirantazgo, el orgullo de LanExeter, tenía un aspecto cuartelero.Hasta las casonas de losmercaderes habían perdido su

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acostumbrado esplendor, y susestrechas fachadas parecían másestrechas de lo normal. O puedeque hasta sean más estrechas, joder,pensó Dijkstra. Si el rey Esterad hasubido los impuestos, los avarosposeedores de las casonas podríanhaber estrechado las fachadas.

—¿Hace mucho que tenéis estetiempo de perros, excelencia? —preguntó por preguntar, por romperaquel molesto silencio.

—Desde mitad de septiembre,conde —respondió el embajador—.Desde la luna llena. Se anuncia un

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invierno tempranero. En Talgar yahan caído las primeras nieves.

—Pensaba que en Talgar lasnieves nunca se fundían —dijoDijkstra.

El embajador le miró comoasegurándose de que era una bromay no ignorancia.

—En Talgar —bromeó también— el invierno comienza enseptiembre y termina en mayo. Lasotras estaciones del año sonprimavera y otoño. Hay tambiénverano… Suele caer en el primermartes después de la nueva de

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agosto. Y dura hasta el miércolespor la mañana…

Dijkstra no se rio.—Pero incluso allí —el rostro

del embajador se nubló— la nieveal final de octubre es un hechodesacostumbrado.

El embajador, como la mayorparte de la aristocracia redana, nosoportaba a Dijkstra. La obligaciónde hospedar y atender al maestro deespías la consideraba un despreciopersonal y el hecho de que elConsejo de Regencia le encargarade las negociaciones con Kovir a

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Dijkstra y no a él era una afrentamortal. Lo enfurecía que él, DeRuyter, de la rama más famosa dellinaje de los ruyteros, barón desdehacía nueve generaciones, hubierade llamar conde a ese malcriado yadvenedizo. Pero comoexperimentado diplomáticoescondía maravillosamente suresentimiento.

Los remos se alzaban y caíanrítmicamente, la nave se deslizabaveloz por el Canal. Justo estabanpasando al lado del Palacio deCultura y Arte, pequeño pero

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construido con gusto.—¿Vamos a Ensenada?—Sí, conde —confirmó el

embajador—. El ministro deasuntos exteriores señaló que deseaentrevistarse con vosinmediatamente después de vuestrallegada, por eso os conduzcodirectamente a Ensenada. Por latarde mandaré un bote a palacio,puesto que desearía invitaros a lacena…

—Haga el favor su excelenciade perdonarme —le interrumpióDijkstra—, pero las obligaciones

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no me permiten aceptar. Tengomuchos asuntos que resolver y pocotiempo, habrá que solventarlos acosta de los placeres. Cenaremosen otra ocasión. En tiempos másfelices y tranquilos.

El embajador se inclinó yrespiró subrepticiamente conalivio.

Entró en Ensenada, por supuesto,por una puerta trasera. De lo que sealegró mucho. A la entradaprincipal de la residencia deinvierno del monarca, situada bajo

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un frontón maravilloso apoyado enesbeltas columnas, se accedíadirectamente desde el Gran Canalpor medio de unas escaleras demármol blanco, imponentes peromalditamente largas. Las escalerasque conducían a una de lasnumerosas puertas traseras eranmuchísimo menos impactantes perotambién mucho más fáciles deculminar. Pese a ello, Dijkstra,según andaba, se mordía los labiosy maldecía por lo bajo para que nole escucharan los guardias, lacayosy el mayordomo que le escoltaban.

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En el interior del palacioesperaban más escaleras y otrasubida. Dijkstra maldijo otra vez amedia voz. Seguramente lahumedad, el frío y la incómodaposición en la barca habían hechoque su pie, destrozado y curado abase de magia, comenzara a hacernotar su presencia con un sordo ydesagradable dolor. Y malosrecuerdos. Dijkstra apretó losdientes. Sabía que al causante desus sufrimientos, al brujo, tambiénle habían roto los huesos. Abrigabala esperanza de que al brujo

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también le dolieran y le deseaba detodo corazón que le dolieran lo máslargo y más fuerte posible.

En el exterior habían caído yalas tinieblas, los pasillos deEnsenada estaban oscuros, loscaminos que Dijkstra recorriódetrás del silencioso mayordomoestaban alumbrados, sin embargo,por una línea de lacayos con velasno excesivamente densa. Delante delas puertas de madera a las que lecondujo el mayordomo había unosguardias con alabardas, tensos yrígidos como si les hubieran metido

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en el culo la alabarda de reserva.Allí había muchos más lacayos convelas, la claridad hasta hería losojos. Dijkstra se asombró un tantode la pompa con que lo recibieron.

Entró en la habitación y almomento dejó de asombrarse. Hizouna profunda reverencia.

—Bienvenido, Dijkstra —dijoEsterad Thyssen, rey de Kovir,Poviss, Narok, Velhad y Talgar—.No te quedes en la puerta, ven acá,más cerca. Deja a un lado laetiqueta, esto no es una audienciaoficial.

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—Mi señora.La mujer de Esterad, la reina

Zuleyka, respondió a su reverenciallena de respeto con una ligerainclinación de la cabeza y sin dejarde hacer ganchillo.

Aparte de la pareja real nohabía ni un alma en la habitación.

—Cierto. —Esterad advirtió lamirada—. Hablaremos a cuatro,perdón, a seis ojos. Me da a mí lasensación que va a ser mejor.

Dijkstra se sentó en el escabelque le habían señalado, enfrente deEsterad. El rey tenía sobre los

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hombros una capa carmesí conadornos de armiño y en la cabezaun chapeau de terciopelo queconjugaba con la capa. Como todoslos hombres del clan de losthyssenios, era alto, bien formado yde una belleza un poco salvaje.Siempre tenía un aspecto fuerte ysaludable, como un marinero queacabara de volver del mar, hastaparecía que emanara de él un aromaa agua marina y frío viento salado.Como con todos los thyssenios, eradifícil adivinar la edad exacta delrey. Mirando sus cabellos, su tez y

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sus manos —los lugares que másinequívocamente hablan de la edad— se le podía dar a Esterad comounos cuarenta y cinco años. PeroDijkstra sabía que el rey teníacincuenta y seis.

—Zuleyka. —El rey se inclinóhacia su mujer—. Míralo. Si nosupieras que es un espía, ¿locreerías?

La reina Zuleyka no era muyalta, sino más bien bajita y de unafalta de belleza simpática. Se vestíade una forma bastante típica paralas mujeres de su belleza,

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consistente en elegir taleselementos de vestir que nopermitieran a nadie pensar que noera su propia abuela. Este efecto loconseguía Zuleyka a base de llevarvestidos amplios, informes y detonos grises. En la cabeza llevabaun gorrillo heredado de algunaantepasada. No usaba maquillajealguno ni llevaba tampoco joyas.

—El Buen Libro —dijo ellacon una vocecilla bajita yagradable— nos enseña quemantengamos la moderación a lahora de juzgar al prójimo. Porque

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alguna vez se nos juzgará. Y porcierto no teniendo en cuenta nuestroaspecto.

Esterad Thyssen obsequió a sumujer con una mirada cálida. Erapor todos sabido que la amaba conun amor sin fronteras, que duranteveintinueve años de matrimonio nohabía disminuido para nada, alcontrario, ardía cada vez más.Esterad, por lo que se afirmaba, nohabía traicionado nunca a Zuleyka.Dijkstra no creía demasiado en algotan poco probable, pero él mismohabía intentado tres veces poner —

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más bien tender— al rey algunaagente impresionante, candidata afavorita, una maravillosa fuente deinformación. No había servido denada.

—No me gusta andarme por lasramas —dijo el rey—, por eso tevoy a desvelar al punto por qué medecidí a hablar contigopersonalmente. Hay varias razones.En primer lugar, que yo sé que noretrocedes ante el soborno. Estoyen general bastante seguro de misservidores pero, ¿para qué ponerlesante una prueba tan difícil, una

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tentación tan grande? ¿Qué mordidatenías intención de proponerle a miministro de asuntos exteriores?

—Mil coronas novigradas —respondió el espía sin pestañear—.Si hubiera regateado habría llegadohasta mil quinientas.

—Y por eso me gustas —dijo alcabo de un instante de silencioEsterad Thyssen—. Eres un malditohijo de puta. Me recuerdas mipropia juventud. Te miro y me veo amí a tu edad.

Dijkstra se lo agradeció con unainclinación. Sólo era ocho años

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más joven que el rey. Estaba segurode que Esterad lo sabíaperfectamente.

—Eres un maldito hijo de puta—repitió el rey, poniéndose serio—. Pero un hijo de puta honrado ydecente. Y eso es una cosa rara enestos tiempos asquerosos.

Dijkstra se inclinó de nuevo.—Sabes —siguió Esterad—, en

cada país se pueden encontrarpersonas que son ciegos fanáticosde la idea de un orden social. Seentregan a esa idea, dispuestos atodo por ella. También al crimen,

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puesto que según ellos el finjustifica los medios y transforma elsentido de los términos. Ellos nomatan, ellos salvaguardan el orden.Ellos no torturan, no chantajean,ellos protegen la razón de estado yluchan por el orden. La vida delindividuo, si el individuo altera elorden dado, no vale para estasgentes ni un céntimo, ni unencogimiento de hombros. Ellosnunca llegan a ser conscientes deque la sociedad a la que sirven secompone precisamente deindividuos. Estas personas

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disponen de lo que se denomina unavista hacia el futuro… y una vistaasí es la mejor forma de no ver aotras personas.

—Nicodemus de Boot. —Dijkstra no pudo contenerse.

—Casi, pero no del todo. —Elrey de Kovir mostró sus dientes dealabastro—. Era Vysogota deCorvo. Un filósofo y ético menosconocido, pero también muy bueno.Léelo, te lo recomiendo. Todavíaquedará algún libro en vuestro país,no los habréis quemado todos.Venga, pero al grano, al grano. Tú,

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Dijkstra, también te sirves sinescrúpulos de la intriga, el soborno,el chantaje y las torturas. Nopestañeas al condenar a alguien a lamuerte u ordenar un asesinatoencubierto. El que hagas todo parael reino al que sirves fielmente note justifica ante mis ojos ni te hacemás simpático. Al menos. Has desaberlo.

El espía asintió en señal de quelo sabía.

—Tú, sin embargo —siguióEsterad—, eres, como se dijo, unhijo de puta de carácter honrado. Y

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por ello te aprecio y respeto, porello te he ofrecido una audienciaprivada. Por que tú, Dijkstra,teniendo ocasión de hacerte conmillones, nunca en tu vida hashecho nada en beneficio propio nirobaste ni un real de la haciendadel estado. Ni siquiera medio real.Zuleyka, ¡mira! ¿Se ha ruborizado osólo me lo parece?

La reina alzó la cabeza de suslabores.

—Por su modestia conoceréissu honradez —citó el prólogo delBuen Libro, aunque seguro que veía

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que en el rostro del espía no sealbergaba ni siquiera un rastro derubor.

—Bueno —dijo Esterad—. Algrano. Es hora de pasar a losasuntos de estado. Él, Zuleyka, haatravesado el mar dirigido por undeber patriótico. Redania, su patria,está en peligro. Después de latrágica muerte del rey Vizimir, reinael caos allí. Redania estágobernada por una banda dearistocráticos idiotas llamadaConsejo de Regencia. Esta banda,mi Zuleyka, no va a hacer nada por

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Redania. En el momento de peligrohuirán o se echarán como perros alamer las botas adornadas de perlasdel emperador nilfgaardiano. Estabanda desprecia a Dijkstra porquees un espía, asesino, advenedizo ymalcriado. Pero ha sido Dijkstraquien ha cruzado el mar para salvarRedania. Demostrando quién es alque de verdad le importa Redania.

Esterad Thyssen guardósilencio, resopló, cansado deldiscurso. Se colocó su chapeaucarmesí armiñado, que se le habíadesplazado ligeramente hacia la

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nariz.—Venga, Dijkstra —siguió—.

¿Qué mal aqueja a tu reino?Excepto la falta de dinero, se ha deentender…

—Excepto la falta de dinero —el rostro del espía era como depiedra—, nada, todos sanos,gracias.

—Ajá. —El rey afirmó con lacabeza, otra vez se le desplazó elchapeau hacia la nariz y otra vezhubo de colocarlo—. Ajá.Entiendo.

»Entiendo —siguió—. Y

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apruebo la idea. Cuando se tienedinero se puede uno comprarmedicamentos para cualquierdolencia. Lo importante es tenerdinero. Vosotros no tenéis. Si lotuvieras no estarías aquí. ¿Lo heentendido bien?

—Sin faltar nada.—¿Y cuánto es lo que

necesitáis, por pura curiosidad?—No mucho. Un millón de

bisantos.—¿No mucho? —Esterad

Thyssen, con un gesto exagerado, seagarró el chapeau con las dos

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manos—. ¿Que no es mucho? Ay,ay.

—Para vuestra majestad —balbuceó el espía— esta cantidadno es más que una minucia…

—¿Una minucia? —El rey soltóel chapeau y alzó las manos haciael techo—. ¡Ay, ay! Un millón debisantos es una minucia, ¿has oídolo que dice, Zuleyka? ¿Y sabes tú,Dijkstra, que tener un millón y notener un millón, son, sumados, dosmillones? Yo entiendo, yocomprendo que tú y Filippa Eilhartbuscáis febrilmente un plan para

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defenderos de Nilfgaard, pero, ¿quées lo que queréis? ¿Comprar todoNilfgaard o qué?

Dijkstra no respondió. Zuleykahacía ganchillo con afán. Esterad,durante un momento, fingió estaradmirando las mujeres desnudaspintadas en el techo.

—Venga, ven. —Se levantó depronto, le hizo una señal al espía.

Se acercaron a un gigantescocuadro que representaba al reyGedovius sentado en un caballogris y señalándole al ejército conun cetro algo que no estaba en el

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lienzo, seguramente la direccióncorrecta. Esterad rebuscó en subolsillo una varita dorada, tocó conella el marco de la pintura,pronunció un encantamiento amedia voz. Gedovius y el caballogris desaparecieron y en su lugarapareció un mapa plástico delmundo conocido. El rey tocó con lavarita un alfiler de plata al bordedel mapa y cambió mágicamente laescala, acercando la parte visibledel mundo al valle del Yaruga y losCuatro Reinos.

—Lo azul es Nilfgaard —

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aclaró—. Lo rojo sois vosotros.¿Qué coño miras? ¡Mira aquí!

Dijkstra apartó la vista de otroscuadros, en su mayoría actos yescenas marineras. Se preguntabacuál de ellos sería el camuflajehechiceril para otro de los famososmapas de Esterad, ése en el que semostraba el espionaje comercial ymilitar de Kovir, toda la red deinformadores comprados ypersonas chantajeadas, confidentes,contactos operacionales,saboteadores, asesinos a sueldo,agentes durmientes y residentes

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legales. Sabía que existía tal mapa,hacía tiempo que buscaba sinfortuna cómo llegar a él.

—Los rojos sois vosotros —repitió Esterad Thyssen—. Tienemal aspecto, ¿no?

Malo, reconoció Dijkstra parasí. Últimamente no hacía más quemirar mapas estratégicos, peroahora, en aquel mapa plástico deEsterad, la situación parecíatodavía peor. Los cuadraditosazules se componían en la forma deunas terribles fauces de dragón,listas en cualquier momento para

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atrapar y destrozar con sus dientesa los pobres cuadraditos rojos.

Esterad buscó con la miradaalgo que le pudiera servir comopuntero para el mapa, sacó por finun adornado florete de la panopliaque tenía más cerca.

—Nilfgaard —comenzó sulección, señalando con el florete loque hacía falta— atacó a Lyria yAedirn usando como casus belli elataque al fuerte fronterizo deGlevitzingen. No voy a darlevueltas a quién de verdad atacóGlevitzingen y disfrazado de qué.

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También considero falto de sentidoel preguntarse en cuántos días uhoras la acción armada de Emhyrprecedió a una empresa análoga deAedirn y Temeria. Eso se lo dejo alos historiadores. Más me interesala situación actual y lo que vendrámañana. En este momento,Nilfgaard está en el Dol Angra y enAedirn, protegido por un estadotapón en la forma del dominioélfico de Dol Blathanna, el cualtiene frontera con la parte deAedirn que el rey Henselt deKaedwen, por hablar

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pintorescamente, arrancó de la bocaa Emhyr y devoró él mismo.

Dijkstra no hizo ningúncomentario.

—Dejo también a loshistoriadores la valoración moralde la actuación del rey Henselt —siguió Esterad—. Pero una miradaal mapa basta para ver que, con laanexión de la Marca del Norte,Henselt le cortó el camino a Emhyrhacia el valle del Pontar. Protegióel flanco de Temeria. Y también elvuestro, redanos. Debieraisagradecérselo.

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—Se lo agradecí —murmuróDijkstra—. Pero por lo bajito. EnTretogor hospedamos al reyDemawend de Aedirn. YDemawend tiene una valoraciónmoral bastante definida de laactuación del rey Henselt.Acostumbra a expresarla en cortaspero sonoras palabras.

—Me lo imagino. —El rey deKovir afirmó con la cabeza—.Dejemos esto por un momento,miremos al sur, al río Yaruga. Alatacar el Dol Angra, Emhyr seaseguró al mismo tiempo el flanco

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firmando una paz separada conFoltest de Temeria. Peroinmediatamente después determinar las actividades bélicas enAedirn, el emperador rompió elpacto sin ceremonias y atacóBrugge y Sodden. Con su cobardepacto Foltest consiguió dossemanas de paz. Más exactamente:dieciséis días. Y hoy es elveintiséis de octubre.

—Lo es.—Así que el estado de las

cosas a veintiséis de octubre es elsiguiente: Brugge y Sodden

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ocupados. Las fortalezas deRazwan y Mayena han caído. Elejercito de Temeria vencido en labatalla de Maribor, empujado haciael norte. Maribor sitiado. Estamañana todavía resistía. Pero ya esde noche, Dijkstra.

—Maribor resistirá. Losnilfgaardianos no han conseguido nisiquiera cerrar el círculo.

—Cierto. Fueron demasiadolejos, alargaron demasiado la líneade aprovisionamientos, dejan unflanco peligrosamente aldescubierto. Antes del invierno

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desistirán del bloqueo,retrocederán más cerca del Yaruga,acortarán el frente. Pero, ¿quépasará en la primavera, Dijkstra?¿Qué pasará cuando la hierba salgade por debajo de la nieve?Acércate. Mira el mapa.

Dijkstra miró.—Mira al mapa —repitió el rey

—. Te diré lo que va a hacer en laprimavera Emhyr var Emreis.

—Con la primavera comenzará unaofensiva a una escala nunca vista—proclamó Carthia van Canten,

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mientras arreglaba ante el espejosus rizos de oro—. Oh, sé que esuna información en sí pocosensacional, que las mozas en loslavaderos de los pueblos seamenizan la colada contándosehistorias de la ofensiva deprimavera.

Assire var Anahid, aquel díaexcepcionalmente enfadada eimpaciente, consiguió sin embargocontenerse y no expresar lapregunta de por qué en ese caso lemolestaba con unas informacionestan poco importantes. Pero conocía

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a Cantarella. Si Cantarellacomenzaba a hablar de algo,entonces tenía razones para ello. Ysolía terminar sus narraciones conconclusiones a juego.

—Yo, sin embargo, sé más queel vulgo —continuó Cantarella—.Vattier me contó todo, todo eldesarrollo del consejo ante elemperador. Y además trajo consigotoda una carpeta de mapas queestuve contemplando cuando sedurmió… ¿Sigo hablando?

—Por supuesto. —Assireentrecerró los ojos—. Por favor,

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querida mía.—La dirección principal del

ataque es, por supuesto, Temeria.La frontera del río Pontar, la líneade Novigrado-Wyzima-Ellander.Atacará el grupo de ejércitoMiércoles, bajo mando de MerinoCoehoom. El flanco lo protegerá elgrupo de ejército Oriente, queatacará desde Aedirn al valle delPontar y Kaedwen…

—¿A Kaedwen? —Assire alzólas cejas—. ¿Acaso éste es el fin dela frágil amistad sellada a base derepartirse el botín?

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—Kaedwen le amenaza elflanco derecho. —Carthia vanCanten abrió ligeramente sus labiosllenos. Su boca de muñequitaestaba en un terrible contraste conlas cosas tan inteligentes que estabadiciendo—. El ataque tendrácarácter preventivo. Undestacamento del grupo de ejércitoOriente ha de atacar al ejército delrey Henselt y sacarle de la cabezacualquier eventual ayuda paraTemeria.

»Al oeste —siguió la rubia—atacará el grupo de operaciones

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Verden, con la tarea de controlarCidaris y cerrar el bloqueo deNovigrado, Gors Velen y Wyzima.El estado mayor cuenta con lanecesidad de sitiar las tresfortalezas.

—No has mencionado losnombres de los jefes de ambosgrupos de ejército.

—El del grupo Oriente, Ardalaep Dahy. —Cantarella sonriólevemente—. El del grupo Verden,Joachim de Wett.

Assire alzó las cejas.—Curioso —dijo—. Dos

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príncipes enfadados por habereliminado a sus hijas de los planesmatrimoniales de Emhyr. Nuestroemperador es o muy ingenuo o muylisto.

—Si Emhyr sabe algo delcomplot de los príncipes —dijoCantarella—, entonces no es porVattier. Vattier no le dijo nada.

—Sigue hablando.—La ofensiva tiene una escala

hasta ahora nunca vista. En total,sumando destacamentos de línea,reserva, servicios de ayuda y deretaguardia, en la operación

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tomarán parte más de treinta milpersonas. Y elfos, ha de entenderse.

—¿Fecha de comienzo?—No se ha señalado. El

problema principal es elaprovisionamiento. Y el problemadel aprovisionamiento es el estadode los caminos. Nadie es capaz deprever cuándo se terminará elinvierno.

—¿Y de qué más habló Vattier?—Se quejó, pobrecillo. —Los

dientes de Cantarella relucieron—.El emperador de nuevo lo humilló yamonestó. Delante de otros. Y otra

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vez a causa de la desapariciónmisteriosa de Stefan Skellen y todosu destacamento. Emhyr llamó torpepúblicamente a Vattier, le dijo queera jefe de un servicio que en vezde conseguir que la gentedesaparezca sin dejar rastro, sequedan estupefactos con talesdesapariciones. Construyó sobreeste tema un retruécano bastantemalvado que Vattier no consiguiórepetir por completo. Luego elemperador, en broma, le preguntó aVattier si esto no significaba que sehabía formado otra organización

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secreta, encubierta hasta de él. Esastuto nuestro emperador. Haestado cerca.

—Cerca —murmuró Assire—.¿Qué más, Carthia?

—El agente que Vattier tenía enel destacamento de Skellen y quetambién ha desaparecido sellamaba Neratin Ceka. Vattier debíade valorarlo muchísimo, porqueestá extraordinariamente furiosopor su desaparición.

Yo también estoy furiosa, pensóAssire, por la desaparición deJediah Mekesser. Pero yo, a

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diferencia de Vattier de Rideaux,voy a saber pronto qué es lo quepasó.

—¿Y Rience? ¿Vattier no lovolvió a ver?

—No. No dijo nada.Ambas guardaron silencio

durante un instante. El gato en lasrodillas de Assire ronroneó muyfuerte.

—Doña Assire.—Dime, Carthia.—¿Voy a tener que seguir

interpretando mucho tiempo elpapel de amante tonta? Me gustaría

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volver a estudiar, dedicarme altrabajo científico…

—No mucho más —lainterrumpió Assire—. Pero todavíaun poquito. Aguanta, niña.

Cantarella suspiró.Terminaron de hablar y se

despidieron. Assire var Anahidechó al gato del sillón, leyó otravez la carta de Fringilla Vigo, queestaba en Toussaint. Se quedóabsorta en sus pensamientos,porque la carta le habíaintranquilizado. Leía algo entrelíneas que podía sentir, pero que no

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aprehendía. Era ya más demedianoche cuando Assire varAnahid, hechicera nilfgaardiana,puso en marcha el megascopio yrealizó una telecomunicación con elcastillo de Montecalvo, en Redania.

Filippa Eilhart estaba en uncamisón cortito de tirantes finitos yen las mejillas y el escote teníahuellas de labios. Assire, con unenorme esfuerzo de voluntad,contuvo un gesto de desagrado.Nunca, pero nunca, conseguiréentender esto. Y tampoco quieroentenderlo.

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—¿Podemos hablar libremente?Filippa realizó con la mano un

amplio gesto, se rodeó con unaesfera mágica de discreción.

—Ahora sí.—Tengo información —

comenzó seca, Assire—. En sí noes muy sensacional, hasta las mozasen los lavaderos hablan de ello. Encualquier caso…

—Toda Redania —dijo EsteradThyssen, mirando su mapa— puedeen este momento alistar treinta ycinco mil soldados de línea, de

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ellos cuatro mil son caballeríapesada. En números redondos, porsupuesto.

Dijkstra afirmó con la cabeza.La cifra era absolutamente precisa.

—Demawend y Meve tenían unejército parecido. Emhyr losdeshizo en veintiséis días. Lomismo les sucederá a los ejércitosde Redania y Temeria si no osreforzáis. Apruebo vuestra idea,Dijkstra, tuya y de Filippa Eilhart.Os son necesarios soldados. Oshacen falta soldados de caballeríaexperimentados, bien entrenados y

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bien equipados. Os hace falta unacaballería de un millón de bisantos.

El espía confirmó con unmovimiento de cabeza que tampocoa aquella cuenta se le podía ponerninguna pega.

—Como tú sin duda algunasabes —siguió el rey con sequedad—, Kovir siempre fue neutral ysiempre lo será. Un tratado nosenlaza con el imperio de Nilfgaard,firmado por mi abuelo, EsterilThyssen, y el emperador Fergus varEmreis. La letra de ese tratado nopermite a Kovir apoyar a los

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enemigos de Nilfgaard con ayudamilitar. Ni dinero ni tropas.

—Cuando Emhyr var Emreisacabe con Temeria y Redania —carraspeó Dijkstra—, entoncesmirará hacia el norte. Emhyr no vaa tener suficiente. Puede resultarque vuestro tratado de pronto novaya a valer ni un pimiento. Nohace mucho que hemos hablado deFoltest de Temeria, cuyos tratadoscon Nilfgaard no le sirvieron másque para comprar dieciséis días depaz…

—Oh, querido —se burló

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Esterad—. Así no se debeargumentar. Los tratados son comoel matrimonio: no se los hacepensando en traicionar, y cuando selos hace, no se sospecha. Y al queno le guste pues que no se case.Porque no se puede ser cornudo sinestar casado, pero reconocerás queel miedo a los cuernos es unaexplicación triste y bastanteridícula para un celibato obligado.Y los cuernos en el matrimonio noson un tema para reflexiones deltipo qué pasaría si… Mientras nose llevan cuernos, no se toca ese

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tema, y si se llevan, entonces no hayde qué hablar. Y hablando decuernos, ¿cómo le va al marido dela hermosa Marie, el marqués deMercey, ministro del tesororedano?

—Vuestra majestad —seinclinó rígido— tiene informadoresdignos de envidia.

—Ciertamente, los tengo —reconoció el rey—. Te asombraríasde cuántos y cuán honorables. Perotampoco tú tienes que avergonzartede los tuyos. Los que tienes en mispalacios, aquí y en Pont Vanis. Oh,

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doy mi palabra de que cada uno deellos se merece la más alta nota.

Dijkstra ni siquiera pestañeó.—Emhyr var Emreis —continuó

Esterad, mirando las ninfas deltecho— también tiene algunosagentes buenos y bien asentados.Por eso repito: la razón de estadode Kovir es la neutralidad y laregla de «pacta sunt servanda».Kovir no viola los tratados. Kovirno los viola ni siquiera parapreceder a la violación del pactopor la otra parte.

—Me atrevo a advertir —dijo

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Dijkstra— de que Redania nointenta convencer a Kovir de queviole los pactos. Redania no intentaconseguir de ninguna forma unpacto o una ayuda militar de Kovircontra Nilfgaard. Redania quiere…tomar prestada una pequeña suma,que devolveremos…

—Ya estoy viendo cómo la vaisa devolver —le interrumpió el rey—. Pero esto son reflexiones en elaire porque no os vamos a prestarni un duro. Y ahórrame manejoshipócritas, Dijkstra, porque tepegan como a un lobo un babero.

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¿Tienes algún otro argumento,serio, inteligente y certero?

—No tengo.—Has tenido suerte de haberte

hecho espía —dijo Esterad Thyssenal cabo de un instante de silencio—. En el comercio no hubierashecho carrera.

Desde que el mundo es mundo,todas las parejas reales han tenidodormitorios separados. Los reyes—con muy diversa frecuencia—visitaban las habitaciones de lasreinas, había casos en que las

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reinas visitaban inesperadamentelas habitaciones de los reyes.Luego, sin embargo, losmatrimonios se separaban, yendo asus propias habitaciones y camas.

La pareja real de Kovir tambiénen este sentido era una excepción.Esterad Thyssen y Zuleyka dormíansiempre juntos, en un mismodormitorio, en una enorme camacon un baldaquino enorme.

Antes de dormir, Zuleyka —poniéndose unas gafas, algo que ledaba vergüenza mostrar delante desus súbditos— solía leer su Buen

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Libro. Esterad Thyssen solíahablar.

Aquella noche tampoco fuedistinto. Esterad se colocó su gorrode dormir y tomó el cetro en lamano. Le gustaba sujetar el cetro ydivertirse con él, pero oficialmenteno lo hacía porque temía que lossúbditos le llamasen pretencioso.

—Sabes, Zuleyka —dijo—,últimamente tengo unos sueñosrarísimos. Ya no sé desde hacecuántos días seguidos sueño conesa arpía, mi madre. Está junto a míy repite: «Tengo una mujer para

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Tancredo, tengo una mujer paraTancredo». Y me enseña a unamozuela simpática, pero muy joven.¿Y sabes, Zuleyka, quién es esamozuela? Es Ciri, la nieta deCalanthe. ¿Recuerdas a Calanthe,Zuleyka?

—La recuerdo, marido.—Ciri —siguió hablando

Esterad, jugueteando con el cetro—es la que ahora parece que sequiere casar con Emhyr var Emreis.Un matrimonio raro,sorprendente… Así que, ¿de quéforma, diablos, podría llegar a ser

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la mujer de Tancredo?—A Tancredo —la voz de

Zuleyka se cambió un tanto, comosiempre cuando hablaba de su hijo— le vendría bien una mujer. Puedeque así sentara la cabeza…

—Puede… —Esterad suspiró—. Aunque lo dudo, pero pudieraser. En cualquier caso, elmatrimonio es una posibilidad.Humm… Esa Ciri… ¡Ja! Kovir yCintra. ¡La desembocadura delYaruga! No suena mal, no suenamal. No sería mala unión… Nimala coalición… Pero si Emhyr le

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ha echado el ojo a la pequeña…Sólo, ¿por qué ella precisamente seme aparece en sueños? ¿Y por qué,diablos, sueño yo estas tonterías?En el equinoccio, recuerdas,entonces te desperté también…Brrr, qué pesadilla, me alegro de nopoder recordar los detalles…Humm… ¿Igual llamamos a algúnastrólogo? ¿Una adivina? ¿Unmédium?

—Doña Sheala de Tancarvilleestá en Lan Exeter.

—No. —El rey frunció el ceño—. No quiero a esa hechicera.

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Demasiado lista. ¡Me crece otraFilippa Eilhart! Estas mujeressabias huelen demasiado a poder,no se las puede envalentonar conprivilegios y confianzas.

—Como siempre, tienes razón,marido.

—Ufff… Pero esos sueños…—El Buen Libro —Zuleyka

pasó unas cuantas páginas— diceque cuando el ser humano duerme,los dioses le abren los oídos y lehablan. Por su parte, el profetaLebioda enseña que al ver un sueñose ve o bien una gran sabiduría o

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bien una gran estupidez. Loimportante está en saberlasreconocer.

—El matrimonio de Tancredocon la prometida de Emhyr noparece ninguna gran sabiduría —suspiró Esterad—. Y si hablamosde sabiduría, me alegraríamuchísimo de que una me vinieraen sueños. Se trata del asunto quetrajo aquí a Dijkstra. Es un asuntodifícil. Porque sabes, miqueridísima Zuleyka, la razón nopermite alegrarse de que Nilfgaardsuba tanto hacia el norte y esté

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dispuesto a conquistar Novigradocualquier día, porque desdeNovigrado todo, incluyendo nuestraneutralidad, tiene otro aspecto quedesde el sur. Estaría bien queRedania y Temeria contuvieran elavance de Nilfgaard, quedevolvieran el ataque de vuelta alYaruga. Pero, ¿estaría bien que lohicieran con nuestro dinero? ¿Meescuchas, querida?

—Te escucho, marido.—¿Y qué dices de esto?—Toda la sabiduría se encierra

en el Buen Libro.

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—¿Y dice tu Buen Libro quéhacer si acude un Dijkstra y te pideun millón?

—El libro —Zuleyka parpadeódesde el otro lado de sus gafas—no dice nada del indigno mammon.Pero en uno de los pasajes se dice:dar es mayor felicidad que recibir yel ayudar al pobre con una limosnaes noble. Se dice: reparte todo yesto hará noble a tu alma.

—Y de grandes cenas están lassepulturas llenas —murmuróEsterad Thyssen—. Zuleyka, apartede los pasajes acerca de nobles

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repartos y limosneos, ¿tiene elLibro alguna sabiduría relativa alos negocios? ¿Qué dice el libro,por ejemplo, de intercambiosequivalentes?

La reina se colocó los ocularesy pasó rápida las páginas delincunable.

—Como Jacobo a los dioses,así los dioses a Jacobo —leyó.

Esterad guardó silencio duranteun largo rato.

—¿Y puede —dijo por finalargando las sílabas— que algomás?

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Zuleyka volvió a pasar laspáginas.

—Encontré —anunció depronto— algo entre las sabiduríasdel profeta Lebioda. ¿Lo leo?

—Por favor.—«Y dice el profeta Lebioda:

en verdad, da al pobre enabundancia. Mas en vez de dar alpobre toda la sandía, dale mediasandía, porque al pobre pudieraseleponer tonta la cabeza de laalegría».

—Media sandía —bufó EsteradThyssen—. ¿O sea, medio millón

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de bisantos? ¿Y sabes, Zuleyka, quetener medio millón y no tener mediomillón ya hacen un millón entero?

—No me has dejado terminar.—Zuleyka le lanzó al marido unasevera mirada desde detrás de susgafas—. Sigue diciendo el profeta:«Y todavía mejor dar al pobre uncuarto de sandía. Y lo mejor detodo es conseguir que algún otro ledé la sandía al pobre. Puesto que yoos digo que siempre se encuentraalguno que tenga una sandía y estépresto a compartirla con el pobre,si no por su nobleza, sea por

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cálculo o por otra cualquieracausa».

—¡Ja! —El rey de Kovirgolpeó con el cetro en la mesita denoche—. ¡De verdad, el profetaLebioda era un tío listo! ¿En vez dedar, conseguir que otro dé? ¡Megusta, esas palabras son miel a misoídos! Busca en la sabiduría del talprofeta, mi querida Zuleyka. Estoyseguro de que todavía encontrarásen ella algo que me permitaarreglar mis problemas conRedania y el ejército que Redaniaquiere organizar con mis dineros.

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Zuleyka pasó las páginas dellibro durante bastante rato hasta quepor fin empezó a leer.

—«Díjole cierta vez al profetaLebioda un su discípulo: enséñame,maestro, cómo he de actuar.Antójasele a mi prójimo mi másamado perro. Si doy a mi amadoperro, el corazón me estalla depena. Si por otro lado no lo doy,seré infeliz porque heriré a miprójimo con la negativa. ¿Quéhacer? ¿Tienes acaso algo, preguntóel profeta, que te guste menos que tuperro amado? Téngolo, maestro,

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respondió el discípulo, un gatotravieso, bichejo pellejo. Y no loamo para nada. Y dijo el profetaLebioda: toma el tal gato travieso,bichejo pellejo, y regálaselo a tuprójimo. En tal caso hallarásfelicidad por dos veces. Librárastedel gato y alegrarás a tu prójimo.Puesto que la mayor parte de lasveces, el prójimo no es el regalo loque anhela, sino ser regalado».

Esterad guardó silencio durantecierto tiempo, tenía la frentearrugada.

—¿Zuleyka? —preguntó por fin

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—. Pero, ¿era éste el mismoprofeta?

—«Toma el tal gato travieso…»—¡Ya lo oí la primera vez! —

gritó el rey, pero se mitigó almomento—. Perdóname, queridamía. Lo que pasa es que no entiendomucho lo que tiene un gato…

Se calló. Y se sumió enprofundas meditaciones.

Al cabo de ochenta y cinco años,cuando la situación cambió tantoque se podía hablar ya sin peligroacerca de ciertos asuntos y

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personas, habló GuiscardVermuellen, duque de Creyden,nieto de Esterad Thyssen, hijo de suhija mayor, Gaudemunda. El duqueGuiscard era un viejecilloprovecto, pero los hechos de losque había sido testigo losrecordaba bien. Precisamente fue elduque Guiscard el que reveló dedónde salió el millón de bisantoscon los que Redania equipó a sucaballería para la guerra conNilfgaard. Aquel millón noprocedía, como se suponía, deltesoro de Kovir, sino de las arcas

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del jerarca de Novigrado. EsteradThyssen, reveló Guiscard,consiguió el dinero de Novigradopor su participación en unascompañías recién formadas decomercio ultramarino. La paradojaera que aquellas compañías sehabían constituido con la activacooperación de comerciantesnilfgaardianos… De lasrevelaciones del anciano duque sedesprendía que la propia Nilfgaard—en cierta medida— había pagadola organización del ejército redano.

—El abuelo —recordaba

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Guiscard Vermuellen— decía algoacerca de unas sandías, sonriendopicaronamente. Dijo que siempre seencuentra quien quiera regalarle alpobre aunque no sea más que porcálculo. Dijo también que dado quela propia Nilfgaard aportaba paraelevar la fuerza y la capacidadmilitar del ejército redano, nopodía tener quejas con respecto aotros.

»Luego —continuaba elviejecillo—, el abuelo llamó apadre, que era por entonces jefe delos servicios secretos, y al ministro

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del interior. Cuando se enteraron dela orden que tenían que ejecutar, lesentró el pánico. Pues se tratabanada menos que de liberar deprisiones, campos de internamientoy destierro a más de tres milpersonas. Además, a centenares seles tenía que levantar el arrestodomiciliario.

»No, no se trataba sólo debandidos, criminales comunes ycondottieros a sueldo. La amnistíaabarcaba sobre todo a losdisidentes. Entre los afectados porla amnistía se encontraban los

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partidarios del depuesto rey Rhyd ylas gentes del usurpador Idi, susacérrimos guerrilleros. El ministrodel interior estaba asustado, papámuy intranquilo.

»Por su parte, el abuelo —contaba el duque— se reía como sise tratara de la mejor de lasbromas. Y luego dijo, recuerdocada palabra: «Una gran pena,señores, que no tengáis como librode cabecera el Buen Libro. Si loleyerais, entenderíais las ideas devuestro monarca. Y de este modolas ejecutaréis sin comprenderlas.

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Pero no os preocupéis sinnecesidad y por demasía, vuestromonarca sabe lo que se hace. Ahoraid y dejad salir a todos mis gatostraviesos, bichejos pellejos».

»Exactamente así dijo: gatostraviesos, bichejos. Y se trataba,entonces nadie podía saberlo, delos futuros héroes, caudilloscubiertos de gloria y fama. Estos«gatos» del abuelo eran los luegofamosos condottieros: Adam«Adieu» Pangratt, Lorenzo Molla,Juan «Frontino» Guttierez… Y JuliaAbatemarco, que brilló luego en

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Redania como «La DulceCasquivana»… Vosotros, jóvenes,no lo recordáis, pero en mistiempos, cuando jugábamos a laguerra, todo chaval quería ser«Adieu» Pangratt y cada muchachaJulia «La Dulce Casquivana»… Ypara el abuelo éstos eran gatostraviesos.

»Luego —murmuró GuiscardVermuellen—, el abuelo me tomóde la mano y me condujo a laterraza, en la que la abuela Zuleykaechaba de comer a las gaviotas. Elabuelo le dijo… dijo…

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El viejecillo poco a poco y congran esfuerzo intentó recordad laspalabras que entonces, hacíaochenta y cinco años, el rey EsteradThyssen dijera a su esposa, la reinaZuleyka, en una terraza del Palaciode Ensenada que dominaba el GranCanal.

—¿Sabes, mi queridísimaesposa, que he visto todavía otrasabiduría de entre las del profetaLebioda? ¿Una que me da todavíauna ventaja más de haber regaladomis gatos a Redania? Los gatos,Zuleyka mía, vuelven a casa. Los

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gatos siempre vuelven a casa. Ycuando mis gatos vuelvan, cuandotraigan su sueldo, su botín, susriquezas… ¡les pondré impuestos alos gatos!

Cuando el rey Esterad Thyssenhabló por vez última con Dijkstra,esto tuvo lugar a solas, incluso sinZuleyka. Ciertamente, en el suelode la gigantesca sala de bailejugaba un muchacho de unos diezaños, pero éste no contaba, y apartede ello estaba tan ocupado con sussoldaditos de plomo que no

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prestaba ninguna atención a los quehablaban.

—Ése es Guiscard —aclaróEsterad, señalando al muchachocon un movimiento de cabeza—. Minieto, hijo de mi Gaudemunda y deese granuja, el conde Vermuellen.Pero este pequeño, Guiscard, es laúnica esperanza de Kovir si aTancredo Thyssen le sucediera… Sialgo le pasara a Tancredo…

Dijkstra conocía el problema deKovir. Y especialmente elproblema de Esterad. Sabía que aTancredo ya le había pasado algo.

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El muchacho, si acaso tuvieraredanos para ser rey, como muchotendría para uno malo.

—Tu asunto —dijo Esterad—en el fondo está ya resuelto. Puedescomenzar ya a considerar lasformas más efectivas de uso delmillón de bisantos que dentro depoco llegará al tesoro de Tretogor.

Se inclinó y a hurtadillas tomóuno de los soldaditos de plomo,chillonamente pintados, deGuiscard, un soldado de a caballocon una lanza alzada.

—Toma esto y guárdalo bien. El

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que te muestre otro soldado comoéste, idéntico, será mi enviado,aunque no lo parezca, aunque nopuedas dar crédito a que es uno demis hombres y conoce el asunto denuestro millón. Toda otra personaserá un provocador y habrás detratarlo como a un provocador.

—Redania —Dijkstra hizo unareverencia— no olvidará esto,vuestra majestad. Yo, por mi parte,en mi propio nombre, quieroaseguraros mi gratitud personal.

—No asegures y trae acá esosmil con los que planeabas

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conseguir la benevolencia de miministro. ¿Qué pasa, que labenevolencia de un rey no semerece un soborno?

—Vuestra majestad se rebaja…—Se rebaja, se rebaja. Trae acá

el dinero, Dijkstra. Tener mil y notener mil…

—… sumado dan dos mil. Losé.

En un ala lejana de Ensenada, enuna habitación de alturas muchomenores, la hechicera Sheala deTancarville escuchaba con atención

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la relación de la reina Zuleyka.—Perfecto —inclinó la cabeza

—. Perfecto, vuestra majestad.—Lo hice todo tal y como me

recomendasteis, doña Sheala.—Gracias por ello. Y os

aseguro otra vez que actuamos poruna causa justa. Por el bien delpaís. Y de la dinastía.

La reina Zuleyka carraspeó, suvoz se transformó ligeramente.

—¿Y… y Tancredo, doñaSheala?

—Di mi palabra —dijo fríaSheala de Tancarville—. Di mi

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palabra de que a vuestra ayudarespondería con mi ayuda. Vuestramajestad puede dormir tranquila.

—Me gustaría mucho —suspiróZuleyka—. Mucho. Y ya quehablamos de sueños… El reycomienza a sospechar algo. Esossueños le sorprenden, y cuandoalgo le sorprende al rey, comienza asospechar…

—Entonces dejaré de inspirarlesueños al rey por un tiempo —prometió la hechicera—. Volvamosal sueño de la reina, repito, debeser muy tranquilo. El príncipe

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Tancredo se separará de las malascompañías. No irá más al castillodel barón Surcratasse. Ni a casa dela señora de Lisemore. Ni a la de laembajadora redana.

—¿No volverá a visitar a estaspersonas? ¿Nunca?

—Las personas mencionadas —en los oscuros ojos de Sheala deTancarville se encendió un brilloextraño— no se atreverán nuncamás a invitar ni a embaucar alpríncipe Tancredo. No se atreveránya nunca. Serán conscientes de lasconsecuencias. Garantizo mis

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palabras. Garantizo también que elpríncipe Tancredo volverá aestudiar y será un estudianteaplicado, un joven serio yequilibrado. Dejará también deperseguir faldas. Perderá lapasión… hasta el momento en quele presentemos a Ciri, princesa deCintra.

—Ah, si pudiera creer en ello.—Zuleyka dejó caer las manos,alzó los ojos—. ¡Si pudieracreerlo!

—A veces es difícil creer en elpoder de la magia, vuestra

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majestad. —Sheala sonrió,inesperadamente hasta para ellamisma—. Y así ha de ser.

Filippa Eilhart se colocó lostirantes finitos como telas de arañade su camisón traslúcido, se limpiódel escote unas huellas de carmín.Una mujer tan inteligente y no sabemantener las hormonas en su sitio.

—¿Podemos hablar?Filippa se rodeó de una esfera

de discreción.—Ahora sí.—En Kovir todo arreglado.

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Positivamente.—Gracias. ¿Ya se ha ido

Dijkstra?—Todavía no.—¿Y a qué espera?—Mantiene una larga

conversación con Esterad Thyssen.—Sheala de Tancarville frunció loslabios—. Se han caído bien el rey yel espía.

—¿Sabes ese chiste sobre el tiempoaquí, Dijkstra? Lo de que en Kovirsólo hay dos estaciones del año…

—Invierno y agosto. Lo sé…

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—¿Y sabes cómo reconocer queya ha empezado el verano enKovir?

—No. ¿Cómo?—La lluvia se hace algo más

cálida.—Ja, ja.—Bromas son bromas —dijo

serio Esterad Thyssen—, pero estosinviernos que cada vez empiezanantes y se hacen más largos meintranquilizan un poco. Esto fueprofetizado. ¿Has leído, imagino,las profecías de Itlina? Allí diceque se acercan decenas de años de

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interminable invierno. Algunosafirman que se trata de algunaalegoría, pero yo albergo ciertostemores. En Kovir tuvimos una vezcuatro años de invierno, mal tiempoy malas cosechas. Si no hubierasido por una enorme importación decomestibles desde Nilfgaard, lagente hubiera comenzado a morir dehambre en masa. ¿Te lo imaginas?

—Hablando francamente, no.—Y yo sí. Un enfriamiento del

clima puede hacernos pasar hambrea todos. Y el hambre es un enemigocon el que es malditamente difícil

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luchar.El espía afirmó con la cabeza,

pensativo.—¿Dijkstra?—¿Qué, vuestra majestad?—¿Tenéis ya tranquilidad en el

interior del país?—No mucha. Pero lo intento.—Lo sé, se habla mucho de

ello. De los traidores de Thanedd,sólo ha quedado vivo Vilgefortz.

—Después de la muerte deYennefer sí. ¿Sabéis, rey, queYennefer resultó muerta? Murió elúltimo día de agosto, en unas

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circunstancias enigmáticas, en elfamoso Abismo de Sedna, entre lasislas Skellige y el cabo de Peixe deMar.

—Yennefer de Vengerberg —dijo Esterad muy despacio— no erauna traidora. No era una aliada deVilgefortz. Si quieres, puedoaportarte las pruebas.

—No quiero —respondió alcabo de un instante Dijkstra—. Opuede que quiera, pero no ahora.Ahora me es más cómoda comotraidora.

—Comprendo. No confíes en

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los hechiceros, Dijkstra. EnFilippa, sobre todo.

—Nunca he confiado en ella.Pero tenemos que colaborar. Sinnosotros Redania se hundiría en elcaos y desaparecería.

—Eso es verdad. Pero si mepermites un consejo, afloja un poco.Sabes de qué hablo. Cadalsos ycámaras de tortura por todo el país,crueldades contra los elfos… Y esehorrible fuerte, Drakenborg. Sé quelo haces por patriotismo. Pero teconstruyes a ti mismo una leyendade malvado. En esa leyenda eres un

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hombre lobo sediento de sangreinocente.

—Alguien ha de hacerlo.—Y a alguien habrá que echarle

la culpa. Sé que intentas ser justo,pero no serás capaz de evitar elerror, porque no se puede evitar.No se puede tampoco continuarestando limpio entre tanta sangre.Sé que nunca has hecho daño anadie por tus propios intereses,pero, ¿quién lo va a creer? ¿Quiénlo va a creer? Un día, la suerte tedará la espalda, te acusarán dematar a inocentes y de sacar

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provecho de ello. Y la mentira se lepega al ser humano como alquitrán.

—Lo sé.—No te darán la posibilidad de

defenderte. Te cubrirán dealquitrán… luego. Después delhecho. Cuídate, Dijkstra.

—Me cuido. No me cogerán.—Cogieron a tu rey, Vizimir.

Por lo que he oído, con un estilete,por un lado, hasta la garganta…

—Es más fácil alcanzar a un reyque a un espía. A mí no me cogerán.Nunca me cogerán.

—Y no debieran. ¿Y sabes por

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qué, Dijkstra? Porque, su putamadre, en este mundo tiene quehaber por lo menos algo de justicia.

Y vino un día en que ambosrecordaron aquella conversación.Ambos. El rey y el espía. Dijkstrarecordó aquellas palabras deEsterad de Kovir cuando escuchabalos pasos de los asesinos que seacercaban desde todos lados, portodos los corredores del castillo.Esterad recordó aquellas palabrasde Dijkstra en las ostentosasescaleras de mármol que llevabandesde Ensenada hasta el Gran

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Canal.

—Pudo haber luchado. —Los ojosnublados, ciegos, de GuiscardVermuellen estaban clavados en elabismo de sus recuerdos—. Sóloeran tres conjurados, el abuelo eraun hombre fuerte. Pudo haberluchado, haberse defendido hasta elmomento en que llegara la guardia.Pudo simplemente haber huido.Pero allí estaba la abuela Zuleyka.El abuelo cubrió y protegió aZuleyka, sólo a Zuleyka, no secuidó de sí mismo. Cuando por fin

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llegó la ayuda, Zuleyka no tenía niun rasguño. Esterad había recibidomás de veinte puñaladas. Murió alcabo de tres horas, sin recuperar elsentido.

—¿Has leído alguna vez el BuenLibro, Dijkstra?

—No, vuestra majestad. Pero sélo que está escrito allí.

—Yo, imagínate, ayer lo abrí alazar. Y me topé con esta frase: «Enel camino a la eternidad todoscaminarán por sus propiasescaleras, llevando consigo su

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propio bagaje». ¿Qué piensas deello?

—Se nos acaba el tiempo, reyEsterad. Es hora de cargar con elpropio bagaje.

—Cuídate, espía.—Cuidaos, rey.

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Capítulo noveno

Desde la clara yantigua villa deAssengaranduviéramospuede que unasseis centenas deleguas al sur, alpaís llamadoCien Lagos.Mirando aquelpaís desde lasalturas de un

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monte, viéramosmuchos lagos, loscualesciertamente porsu colocación ysucesiónpudieran tenersepor dibujos de lomás disparejo.Entre lossusodichosdibujos el nuestroguía, el elfoAvallac’h, mandóbuscáramos uno

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que fueraensemejante a lashojas de untrifolium. Y enverdad que el talvimos. Aunqueapareciera porfin que no tres,sino cuatro sonlos lagos, puestoque uno,alargado, tendidodel mediodía alseptentrión,hacía como si el

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tallejo de la hojafuera. Este lago,nombrado comoTarn Mira,encuéntraserodeado de negraselva y a suconfín del nortese eleva ciertatorre incógnita.Llámase la Torrede la Golondrina,nómbranla loselfos en sulengua Tor

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Zireael.Al pronto nada seviera, no más quela niebla. Cuandome las arreglarapara platicar conel elfo Avallac’hinquiriendo porla dicha torre,éste, haciendoseñal de callar laboca, estaspalabras dijera:«Esperar y teneresperanza. La

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esperanza vuelvecon la luz y conlos buenospresagios.Vigilad el aguasin límites,puesto que alláveréis losembajadores dela buena nueva».

Buyvid Backhuysen,Peregrinaciones por sendas ylugares mágicos

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Este libro esdesde elprincipio al finalun humbug. Lasruinas del lagoTarn Mira hansido investigadasmuchas veces. Noson mágicas, encontra de losenunciados de B.Backhuysen; nopueden entoncesser los restos dela legendaria

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Torre de laGolondrina.

Ars mágica, ed. XIV

—¡Que vienen! ¡Que vienen!Yennefer se sujetó con las dos

manos los cabellos agitados por elhúmedo viento. Estaba junto a labalaustrada de las escaleras,intentando apartarse del camino delas mujeres que corrían hacia laorilla. Empujada por un viento deloeste, la marejada se estrellaba conestruendo contra la orilla, blancasflechas de espuma salían

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disparadas cada poco tiempo de lasgrietas entre las rocas.

—¡Que vienen! ¡Que vienen!Desde las terrazas superiores

de la ciudadela de Kaer Trolde, lafortaleza principal de Ard Skellig,se veía casi todo el archipiélago.Enfrente, al otro lado del estrecho,se extendía An Skellig, llana y bajaen su extremo sur, rocosa yquebrada por fiordos en su partenorte, que no se podía ver desdeallí. A la izquierda, lejos, rompíalas olas con los agudos colmillosde sus escollos la alta y verde

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Spikeroog, con sus montañas decumbres escondidas entre lasnubes. A la derecha se veían losabruptos acantilados de la isla deUndvik, plagada de gaviotas,petreles, cormoranes y alcatraces.Desde detrás de Undvik se elevabael boscoso cono de Hindarsfjall, laisla más pequeña del archipiélago.Pero si se subiera a la misma puntade alguna de las torres de KaerTrolde y se mirara en dirección alsur, se vería la isla de Faroe,solitaria, alejada de las otras,saliendo del agua como la cabeza

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de un gigantesco pez para el que elocéano es demasiado pocoprofundo.

Yennefer bajó a la terrazainferior, se detuvo ante un grupo demujeres, a las cuales el orgullo y laposición social no les permitíacorrer a tontas y a locas hasta laorilla y mezclarse con lamuchedumbre excitada. Abajo, asus pies, yacía la ciudad portuaria,negra e informe, como una enormeconcha marina arrojada por lasolas.

Por el estrecho entre An Skellig

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y Spikeroog se acercaban, unos trasotros, los drakkars. Las velasardían al sol en blanco y rojo,brillaban las puntas de azófar delos escudos colgados en la borda.

—El Ringhorn va el primero—afirmó una de las mujeres—.Detrás de él el Fenris…

—Trigla —reconoció otra conuna voz excitada—. Detrás de él elDrac… Por detrás el Havfrue…

—Anghira… Támara…Daria… No, es el Scorpena… Noestá el Daria…

Una joven mujer con una gruesa

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trenza rubia, que rodeaba con lasdos manos una barriga de avanzadoestado de embarazo, gimiósordamente, palideció y sedesmayó, derrumbándose sobre lasbaldosas de la terraza como unacortina arrancada de las anillas.Yennefer se acercó de inmediato, sepuso de rodillas, apoyó los dedosen la barriga de la mujer y gritó unencantamiento, ahogando losespasmos y palpitaciones, evitandocon fuerza y seguridad la rupturadel cordón umbilical y la placenta.Para estar segura lanzó un hechizo

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tranquilizador y protector sobre elniño, cuyas patadas sentía bajo lamano.

A la mujer, para no despilfarrarenergía mágica, la reanimó con ungolpe en el rostro.

—Lleváosla. Con cuidado.—Ignorante —dijo una de las

mujeres mayores—. Poco hafaltado para…

—Histérica… Puede que vivasu Nils, igual está en otrodrakkar…

—Gracias por vuestra ayuda,señora maga.

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—Lleváosla —repitió Yennefer,levantándose. Se tragó unamaldición al darse cuenta de que lehabían cedido las costuras delvestido al arrodillarse.

Descendió a una terraza todavíamás baja. Los drakkars iban unopor uno alcanzando la orilla, losguerreros saltaban a la playa.Barbados, cargados con armas, losberserkers de Skellige. Muchos sedestacaban por el blanco de losvendajes, muchos para poder andartenían que usar de la ayuda de loscamaradas. A algunos había que

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transportarlos.Las mujeres de Skellige

arremolinadas en la orillareconocían, gritaban y lloraban dealegría, si tenían suerte. Si no latenían, se desmayaban. O se iban,despacio, en silencio, sin unreproche. A veces miraban, con laesperanza de que en el golfobrillara la vela blanca y roja delDaria.

No venía el Daria.Yennefer distinguió la melena

pelirroja de Crach an Craite, yarlde Skellige, por encima de las otras

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cabezas. Fue uno de los últimos enbajar de la cubierta del Ringhorn.El yarl gritaba órdenes, realizabaencargos, comprobaba, sepreocupaba. Dos mujeres, una rubiay otra morena, tenían los ojosclavados en él y lloraban. Dealegría. El yarl, seguro por fin deque había vigilado todo y de todose había ocupado, se acercó a lasmujeres, las abrazó en una tenazade oso, las besó a las dos. Y luegoalzó la cabeza y vio a Yennefer. Susojos ardieron, su rostro tostado seendureció como un escollo rocoso,

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como la punta de azófar de unescudo.

Lo sabe, pensó la hechicera.Las noticias se extienden pronto.Mientras estaba navegando, el yarlse enteró de cómo me pescaronanteayer con una red, en el golfo,detrás de Spikeroog. Sabía que meiba a encontrar en Kaer Trolde.

¿Magia o palomas mensajeras?Se acercó a ella sin

apresurarse. Olía a mar, a sal, apez, a cansancio. Ella miró sus ojosclaros e inmediatamente resonó ensus oídos el grito de guerra de los

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berserker, el golpeteo de losescudos, los chasquidos de lasespadas y las hachas. El grito delos asesinados. El grito de gentesaltando desde el Daria en llamas.

—Yennefer de Vengerberg.—Crach an Craite, yarl de

Skellige. —Hizo una ligerareverencia ante él.

Él no correspondió lareverencia. Malo, pensó Yennefer.

Él vio de inmediato el cardenalde ella, un recuerdo del golpe deremo. El rostro del yarl seendureció de nuevo, le temblaron

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los labios, mostró por un segundolos dientes.

—El que te golpeararesponderá de ello.

—Nadie me golpeó. Me tropecéen las escaleras.

La miró con atención, luego seencogió de hombros.

—No quieres acusar a nadie;como quieras. Yo no tengo tiempode andar investigando. Y ahoraescucha lo que tengo que decir.Atentamente, porque van a ser lasúnicas palabras que te diga.

—Te escucho.

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—Mañana se te subirá a undrakkar y serás conducida aNovigrado. Allí serás entregada alos gobernantes de la ciudad yluego a los gobernantes temerios oredanos, a quien primero acuda. Ysé que tanto los unos como los otroste desean firmemente.

—¿Eso es todo?—Casi. Sólo una aclaración

que se te debe, al fin y al cabo. Hasucedido muchas veces queSkellige ha dado asilo a gentesperseguidas por la ley. No faltan enlas islas posibilidades ni ocasiones

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de comprar las culpas a base detrabajo duro, valentía, sacrificio,sangre. Pero no en tu caso,Yennefer. Yo no te daré asilo; sicontabas con ello, te hasequivocado. Odio a los que soncomo tú. Odio a quienes paraconseguir el poder siembran cizaña,los que ponen por delante subeneficio, los que conspiran con elenemigo y traicionan a aquéllos alos que deben no sólo obediencia yhasta agradecimiento. Te odio,Yennefer, puesto que precisamentecuando tú estabas con tus cofrades

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y comenzabas una rebelión incitadapor los nilfgaardianos en Thanedd,mis drakkars estaban en Attre, mismuchachos les llevaban ayuda a losrebeldes de allá. ¡Trescientos delos míos contra dos mil de losnegros! ¡Ha de haber algunarecompensa para la valentía y lafidelidad, ha de haber castigo parala vileza y la traición! ¿Cómo voy arecompensar a los que cayeron?¿Con cenotafios? ¿Coninscripciones en obeliscos? ¡No!Recompensaré y honraré a loscaídos de otro modo. Por su sangre,

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que han absorbido las dunas deAttre, tu sangre, Yennefer, gotearábajo la tabla del cadalso.

—No soy culpable. No toméparte en el complot de Vilgefortz.

—Las pruebas de ello se laspresentarás a los jueces. Yo no tevoy a juzgar.

—Tú no sólo me has juzgado.Tú hasta has emitido la condena.

—¡Basta de cháchara! Como hedicho, mañana al amanecer viajaráscargada de cadenas hastaNovigrado, ante el juzgado real. Apor un castigo justo. Y ahora dame

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tu palabra de que no vas a intentarutilizar la magia.

—¿Y si no la doy?—Marquard, nuestro hechicero,

murió en Thanedd; no tenemosahora mago que pudiera controlarte.Pero has de saber que estaráscontinuamente vigilada por losmejores arqueros de Skellige. Sisólo movieras una mano de formasospechosa, te atravesarán.

—Está claro —afirmó ella conla cabeza—. Así que daré mipalabra.

—Perfecto. Gracias. Adiós,

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Yennefer. No te acompañarémañana.

—Crach.Se giró sobre sus talones.—Dime.—No tengo la más mínima

intención de subir a un barco que sedirija a Novigrado. No tengotiempo para demostrar a Dijkstraque soy inocente. No puedoarriesgarme a que poco después demi arresto muera de un repentinoderrame cerebral o que cometasuicidio en mi celda de algunaforma espectacular. No puedo

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perder tiempo ni asumir tal riesgo.No puedo tampoco aclararte porqué esto es tan arriesgado para mí.No iré a Novigrado.

Él la miró largo rato.—No vas a ir —repitió—.

¿Qué es lo que te permitesuponerlo? ¿Acaso el que algunavez nos uniera un arrebatoamoroso? No cuentes con ello,Yennefer. Lo pasado, pasado está.

—Lo sé y no cuento con ello.No iré a Novigrado, yarl, porqueme urge ponerme en camino paraacudir en ayuda de una persona a la

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que le prometí que nunca dejaríasola y sin ayuda. Y tú, Crach anCraite, yarl de Skellige, meayudarás en esa empresa. Porquetambién tú hiciste una promesaparecida. Hace diez años.Precisamente aquí, donde estamos,en esta playa. A esa misma persona.Ciri, nieta de Calanthe. LaLeoncilla de Cintra. Yo, Yenneferde Vengerberg, considero a Ciri mihija. Por eso, en su nombre exijoque mantengas tu promesa.Mantenla, Crach an Craite, yarl deSkellige.

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—¿De verdad? —Crach an Craitese aseguró otra vez—. ¿Ni siquieralo vas a probar? ¿Ninguna de estasexquisiteces?

—De verdad.El yarl no insistió. Tomó de una

cazuela un bogavante, lo colocósobre la mesa y lo abrió con unpotente pero preciso golpe decuchillo. Lo aliñó con abundantelimón y salsa de ajo, comenzó aextraer la carne de la concha. Conlos dedos.

Yennefer comía con distinción,

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con cuchillo y tenedor de plata.Comía filete de carnero conespinacas, especialmente preparadopara ella por el estupefacto y algoirritado cocinero. La hechicera noquería ni ostras, ni salmonetes, nisalmón marinado en su jugo, nisopa de trigla y moluscoscordiformes, ni rabo seco de ranamarina, ni pez espada asado, nimorena frita, ni pulpo, ni cangrejos,ni bogavantes, ni erizos de mar. Ni—especialmente— algas frescas.

Todo lo que oliera algo a marse le relacionaba con Fringilla Vigo

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y Filippa Eilhart, con unateleportación de loco riesgo, con lacaída al mar, con la red que habíanechado sobre ella… en la que, porcierto, había unas algas y unossargazos exactamente iguales quelos que había en aquella cacerolade allá. Unas algas y sargazos quefueron destrozados sobre su cabezay hombros con golpes que dejabanparalizado de un remo de pino.

—Así que —continuó Crach laconversación, chupando la carneque se había quedado entre lasarticulaciones quebradas de las

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pinzas del bogavante— he decididodarte crédito, Yennefer. No lo hagopor ti, has de saberlo. El bloedgeas,juramento de sangre, que le hice aCalanthe, ciertamente me ata lasmanos. Así que si tus intenciones deprestar ayuda a Ciri son verdaderasy honestas, y apuesto por que losean, no tengo otra salida: tengoque ayudarte con ellas…

—Gracias. Pero ahórrame, porfavor, ese tono patético. Repito: notomé parte en la conspiración deThanedd. Créeme.

—¿Acaso es tan importante —

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se enfureció él— que yo crea enello? Convendría comenzar mejorpor los reyes, por Dijkstra, cuyosagentes te buscan a todo lo largo yancho del mundo. Por FilippaEilhart y los hechiceros fieles a losreyes. De los que, como tú mismareconociste, viniste huyendo aquí, alas Skellige. A ellos es a quieneshay que aportarles las pruebas…

—No tengo pruebas —interrumpió Yennefer con rabia, altiempo que pinchaba con el tenedoren una pequeña col que el irritadococinero había añadido al filete de

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carnero—. Y si las tuviera no mepermitirían presentarlas. No puedoexplicarte esto, me obliga la ordende guardar silencio. Cree sinembargo en mis palabras, Crach. Telo ruego.

—Te dije…—Me lo dijiste —le

interrumpió ella—. Me hasconfirmado tu ayuda. Gracias. Perosigues sin creer en mi inocencia.Cree.

Crach tiró la cáscara vacía delbogavante, se acercó una olla consalmonetes. Rebuscó ruidosamente,

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escogió el más grande.—De acuerdo —dijo por fin,

mientras se limpiaba la mano en elmantel—. Te creo. Porque quierocreerte. Pero no te concederé asiloni protección. No puedo. Sinembargo, tú puedes dejar Skelligecuando quieras e ir adonde quieras.Te sugeriría que te apresuraras.Llegaste aquí, permite que tal meexprese, en alas de la magia. Otrospueden seguir tus pasos. Tambiénsaben hechizos.

—Yo no busco asilo ni unescondrijo seguro, yarl. Yo tengo

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que ir a salvar a Ciri.—Ciri —repitió él, pensativo

—. La Leoncilla… Era una niñaextraña.

—¿Era?—Ohh. —Se enervó de nuevo

—. Mal me expresé. Era, porque yano es una niña. Eso es a lo que merefería. Sólo a eso. Cirilla, laLeoncilla de Cintra… Pasaba en lasSkellige veranos e inviernos. Másde una vez hizo unas travesuras quepara qué. Diablilla era, y noLeoncilla… Voto a bríos, ya dijepor segunda vez que «era»…

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Yennefer, aquí nos han llegadodiversos rumores desde elcontinente… Unos dicen que Ciriestá en Nilfgaard…

—No está en Nilfgaard.—Otros dicen que la muchacha

está muerta.Yennefer guardaba silencio,

mordiéndose los labios.—Pero este último rumor —

dijo el yarl con dureza— yo lorechazo. Estoy seguro de ello. Noha habido señal alguna… ¡Ella estáviva!

Yennefer alzó las cejas. Pero no

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hizo preguntas. Guardaron silenciolargo rato, sumidos en el rumor delas olas que se estrellaban contralas rocas de Ard Skellig.

—Yennefer —dijo al caboCrach—. Del continente nos hanllegado otras noticias. Sé que tubrujo, que después de la paliza deThanedd se ocultó en Brokilón, sefue de allí con intenciones de llegara Nilfgaard y liberar a Ciri.

—Repito, Ciri no está enNilfgaard. No sé qué es lo quepretende mi, como has queridollamarlo, brujo. Pero él… Crach,

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no es ningún secreto que yo… letengo afecto. Pero sé que él nosalvará a Ciri, no conseguirá nada.Lo conozco. Él se equivocará, seperderá, comenzará a filosofar y atener piedad de sí mismo. Luegodescargará su rabia rajando con laespada a quien sea que tenga amano. Luego, como expiación,realizará cualquier acto noble perosin sentido. Al final, con todaseguridad, terminará muerto, de unaforma tonta y sin sentido, lo másprobable de una puñalada por laespalda…

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—Dicen —introdujo a todaprisa Crach, asustado por el tonocambiado, extraño y sombrío de latemblorosa voz de la hechicera—.Dicen que Ciri le está predestinada.Yo mismo lo vi, entonces, enCintra, durante la petición de manode Pavetta…

—La predestinación —leinterrumpió bruscamente Yennefer— puede ser interpretada de formasmuy diversas. Muy diversas. Peroes una pena perder el tiempo condivagaciones. Repito que no sé loque Geralt pretende, si es que

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pretende algo. Pero tengointenciones de ponerme yo mismamanos a la obra. Con mis métodos.Y activamente, Crach, activamente.Yo no acostumbro a sentarme yllorar, agarrándome la cabeza conlas dos manos. ¡Yo actúo!

El yarl alzó las cejas, pero nodijo nada.

—Actuaré —repitió lahechicera—. Ya tengo un planpensado. Y tú, Crach, me ayudarás,siguiendo la promesa que hiciste.

—Estoy listo —afirmó condureza—. A todo. Los drakkars

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están en el puerto. Ordena,Yennefer.

Ella no resistió: tuvo que reírse.—Siempre el mismo. No,

Crach, ninguna prueba de hombría yvalentía. No hará falta navegarhasta Nilfgaard y alzar el hacha encombate en la Ciudad de las Torresde Oro. Me hará falta una ayudamenos espectacular. Pero másconcreta… ¿Cuál es el estado detus finanzas?

—¿Cómo?—Yarl Crach an Craite. La

ayuda que necesito se puede medir

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en moneda contante y sonante.

Comenzó al día siguiente. En lashabitaciones dadas para el uso deYennefer reinaba un loco desordenque sólo con el mayor de losesfuerzos podía controlar elsenescal Guthlaf, que había sidoasignado a la hechicera.

Yennefer estaba sentada a lamesa, casi sin alzar la cabeza delos papeles. Calculaba, sumabacolumnas, hacía cuentas, con lasque de inmediato alguien echaba acorrer hacia el tesoro y hacia la

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filial del banco de los Cianfanelli.Dibujaba y trazaba, y los dibujos ylos trazos iban a parar a manos delos artesanos: alquimistas, plateros,vidrieros, joyeros.

Durante algún tiempo todofuncionó bien; luego comenzaronlos problemas.

—Lo siento, noble hechicera —pronunció despacio el senescalGuthlaf—. Pero si no hay, no hay.Os hemos dado todo lo queteníamos. ¡Nosotros no sabemoshacer milagros ni hechizos! Y me

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permito haceros observar que loque yace ante vos son diamantes deun valor conjunto de…

—¿Y a mí qué me importa esevalor conjunto? —bufó Yennefer—.Yo necesito uno, pero losuficientemente grande. ¿Cómo degrande, maestro?

El tallador de diamantes miróotra vez el dibujo.

—¿Para realizar una talla yunas facetas como éstas? Comomínimo treinta quilates.

—Una piedra así —afirmócategóricamente Guthlaf— no

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existe en todas las Skellige.—No es cierto —le contradijo

el joyero—. Existe.

—¿Qué es lo que te piensas,Yennefer? —Crach an Craitefrunció las cejas—. ¿He de enviar aunos hombres armados para queasalten y saqueen ese santuario?¿Tengo que amenazar a lassacerdotisas con mi furia si no nosdan el brillante? No entra en juego.No soy especialmente religioso,pero un santuario es un santuario, yunas sacerdotisas son unas

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sacerdotisas. Sólo puedo pedírseloeducadamente. Hacerlas entendercuánto lo necesito y cuán grandesería mi agradecimiento. Pero estono será más que una petición. Unasúplica humillante.

—¿Que se puede rechazar?—Así es. Pero no se pierde

nada con probar. ¿Qué es lo quearriesgamos? Vayamos los dos aHindarsfjall, presentaremos estasúplica. Yo les haré entender a lassacerdotisas lo que haga falta. Yluego todo estará en tus manos.Negocia. Presenta argumentos.

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Intenta el soborno. Despiertaambiciones. Refiérete a todas lasrazones. Desespérate, llora,revuélcate, pide piedad… ¡Portodos los diablos del mar! ¿Voy atener que enseñarte, Yennefer?

—Eso no sirve de nada, Crach.Una hechicera nunca llegará a unacuerdo con una sacerdotisa. Ladiferencia de… formas de ver elmundo es demasiado fuerte. Y en lacuestión de permitir a un hechicerael uso de un artefacto o de unareliquia «sagrada»… No, hay queolvidarse de ello. No hay ni una

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posibilidad…—¿Para qué exactamente

quieres ese brillante?—Para construir una «ventana».

Es decir, un megascopio detelecomunicación. Tengo que hablarcon unas cuantas personas.

—¿Mágico? ¿A distancia?—Si me bastara con subir a la

cumbre de Kaer Trolde y gritar muyfuerte, no te molestaría.

Las gaviotas y petreles giraban porencima del agua. Los ostreros derojos picos que anidaban en los

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abruptos acantilados y fiordos deHindarsfjall chillaban agudamente,chirriaban y graznaban roncos losalcatraces de amarilla cabeza. Losnegros copetes de los cormoranesmarinos observaban cómo la barcaavanzaba con una atenta mirada desus brillantes ojos verdes.

—Esa roca enorme suspendidasobre el agua —señaló Crach anCraite apoyado en el pretil— esKaer Hemdall, la Guarida deHemdall. Hemdall es nuestro héroemítico. La leyenda dice que cuandollegue el Tedd Deireádh, el Tiempo

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del Fin, el Tiempo de la HeladaBlanca y la Tormenta del Lobo,Hemdall se enfrentará a las fuerzasdel mal del país de Morhög, losespectros, demonios y fantasmasdel Caos. Estará en el Puente delArco Iris y soplará en el cuerno,como señal de que es hora de echarmano al arma y ponerse enformación de combate. Para Raghnar Roog, la Última Batalla, quedecidirá si cae la noche odespuntará el alba.

La barca avanzaba fluidamentepor sobre las olas, navegando sobre

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las aguas más tranquilas de laensenada, entre la Guarida deHemdall y otra roca de formasfantásticas.

—Esa roca más pequeña esKambi —aclaró el yarl—. Ennuestros mitos, el nombre de Kambilo lleva un gallo mágico de oro, elcual con su canto advierte aHemdall de que acude Naglfar, eldrakkar infernal que trae al ejércitode la oscuridad, a los demonios yfantasmas de Morhög. Naglfar estáconstruido de uñas de muertos. Nolo creerás, Yennefer, pero todavía

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hay en las Skellige personas queantes del entierro les cortan lasuñas a los cadáveres para no darlesmateriales de construcción a losespectros de Morhög.

—Lo creo, conozco la fuerza delas leyendas.

El fiordo les cubría un tanto delviento, la vela ondeaba.

—Haced sonar el cuerno —ordenó Crach a la tripulación—.Nos acercamos a la orilla y hay quedar señal a las señoras santuariasde que vienen invitados.

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El edificio situado en la cumbre deunas largas escaleras de piedraparecía un gigantesco erizo, de tancubierto que estaba de musgo,hiedra y arbustos. En su tejado,como observó Yennefer, no sólocrecían arbustos, sino hastapequeños árboles.

—Y éste es el santuario —afirmó Crach—. La floresta que lorodea se llama Hindar y también eslugar de culto. De aquí sale elmuérdago sagrado y en las Skellige,como sabes, todo se decora y cubrede muérdago, desde la cuna del

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recién nacido hasta la tumba…Cuidado, las escaleras sonresbaladizas… La religión, je, je,hace crecer el musgo… Permite quete tome por los hombros… Todavíael mismo perfume… Yenna…

—Crach. Por favor. Lo pasado,pasado está.

—Perdona. Entremos.Delante del santuario esperaban

algunas sacerdotisas jóvenes ysilenciosas. El yarl las saludócortésmente, expresó el deseo dehablar con su superiora, que sellamaba Modron Sigrdrifa. Entraron

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a un interior alumbrado porcolumnas de luz que surgían de unasvidrieras situadas en alto. Una deaquellas vidrieras iluminaba elaltar.

—Por cien diablos marinos —murmuró Crach an Craite—. Mehabía olvidado de lo grande que eseste Brisingamen. No había estadoaquí desde niño… Con él hasta sepodrían comprar todos losastilleros de Cidaris.

El yarl exageraba. Pero nomucho.

Sobre un sencillo altar de

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mármol, sobre unas figurillas degatos y halcones, sobre unaescudilla de piedra para lossacrificios votivos, se erguía laestatua de Modron Freya, la GranMadre, en su típico aspectomaternal: una mujer de amplia togaque traicionaba un embarazoexageradamente mostrado por elescultor. Con la cabeza inclinada ylos rasgos del rostro cubiertos porun pañuelo. Sobre las manosdispuestas en el pecho de la diosase veía un brillante, una parte de uncollar de oro. El brillante era

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ligeramente celeste en sucoloración. Como el agua más pura.Grande.

A ojo hasta ciento cincuentaquilates.

—Ni siquiera sería necesariocortarlo —susurró Yennefer—.Tiene un corte en rosa, exactamentecomo necesito. Precisamente lasfacetas para la refracción de laluz…

—Es decir, que tenemos suerte.—Lo dudo. Dentro de un

instante estará aquí la sacerdotisa yyo, como impía, seré insultada y

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expulsada de aquí con el rabo entrelas piernas.

—¿Y no exageras?—Ni una mica.—Bienvenido, yarl, al santuario

de la Madre. Seas tambiénbienvenida, noble Yennefer deVengerberg.

Crach an Craite hizo unareverencia.

—Mis saludos, reverendamadre Sigrdrifa.

La sacerdotisa era alta, casi tanalta como Crach, lo que queríadecir que superaba a Yennefer en

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una cabeza. Tenía los ojos y loscabellos claros, un rostro alargado,no demasiado hermoso ni femenino.

¿Donde la he visto antes?,pensó Yennefer. No hace mucho.¿Dónde?

—En las escaleras de KaerTrolde, las que conducían al puerto—le recordó la sacerdotisa con unasonrisa—. Cuando los drakkarsentraron en la bahía. Estaba junto ati cuando le prestaste ayuda a unamujer embarazada que estuvo apunto de abortar. De rodillas, sinpreocuparte de un vestido de pelo

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de camello muy caro. Lo vi. Y yajamás prestaré oído a las historiasde que las hechiceras soninsensibles y egoístas.

Yennefer carraspeó, inclinó lacabeza en una reverencia.

—Estás delante del altar de laMadre, Yennefer. Que ella te cubracon su merced.

—Reverenda, yo… Quisierapedir con humildad…

—No digas nada, yarl. Con todaseguridad tienes muchas tareas.Déjanos solas aquí, en Hindarsfjall.Nosotras nos pondremos de

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acuerdo. Somos mujeres. Noimporta de qué nos ocupemos,quiénes seamos: siempre servimosa aquélla que es Virgen, Mujer yAnciana. Arrodíllate ante mí,Yennefer. Inclina la cabeza ante laMadre.

—¿Quitarle a la diosa el collar deBrisingamen? —repitió Sigrdrifa, yen su voz había más deincredulidad que de enfadosanturrón—. No, Yennefer. Esto essimplemente imposible. No se tratade que ni siquiera me atreviera…

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Incluso aunque lo quisiera.Brisingamen no se puede quitar. Elcollar no tiene cierre. Está fundidocon la estatua.

Yennefer estuvo callada largorato, midiendo a la sacerdotisa conuna mirada serena.

—Si lo hubiera sabido —dijocon voz fría— me hubiera ido deinmediato con el yarl de vuelta aArd Skellig. No, no. El tiempo quehe pasado charlando contigo almenos no lo considero perdido.Pero tengo poco tiempo. Muy poco,de verdad. Reconozco que me has

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sorprendido un poco con tuamabilidad y cordialidad…

—Soy amable contigo —leinterrumpió sin emociones Sigrdrifa—. También apoyo tus planes, contodo mi corazón. Conocí a Ciri, megustaba aquella niña, me inquieta susuerte. Te admiro por lo decididaque te aprestas a ir a salvar a esamuchacha. Concederé todos tusdeseos. Pero no Brisingamen,Yennefer. No Brisingamen. Nopidas eso.

—Sigrdrifa, para aprestarme air a salvar a Ciri tengo que saber

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urgentemente algo. Conseguiralgunas informaciones. Sin ellas nopodré hacerlo. Ese conocimiento yesas informaciones sólo las puedoconseguir mediante latelecomunicación. Para podercomunicarme a esta distancianecesito construir con ayuda de lamagia un artefacto mágico, unmegascopio.

—¿Un aparato del tipo devuestra famosa bola de cristal?

—Bastante más complicado. Labola sólo permite la comunicacióncon otra bola correlacionada. Hasta

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el banco de enanos local tiene unabola, para comunicarse con la de lacentral. El megascopio tienemayores potenciales… Pero, ¿paraqué teorizar? Sin el brillante no voya poder hacer nada de esto. En fin,me despido…

—No te apresures tanto.Sigrdrifa se levantó, atravesó la

nave, deteniéndose junto al altar yla estatua de Modron Freya.

—La diosa —dijo— también espatrona de las sabedoras. De lasadivinas. Y de las telépatas. Eso eslo que simbolizan sus animales

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sagrados: el gato, que oye y ve looculto, y el halcón, que ve desde loalto. Esto es lo que simboliza lajoya de la diosa: Brisingamen, elcollar de la adivinación. ¿Para quéconstruir un aparato que oye y ve,Yennefer? ¿No es más sencillovolverse a la diosa por ayuda?

Yennefer contuvo en el últimosegundo una maldición. Al fin y alcabo se trataba de un lugar de culto.

—Se acerca la hora de laoración de la víspera —siguióSigrdrifa—. Me dedicaré a lameditación junto con otras

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sacerdotisas. Voy a pedir a la diosaque ayude a Ciri. A Ciri, que estuvoaquí más de una vez, en estesantuario, que más de una vezcontempló Brisingamen en el cuellode la Gran Madre. Sacrificatodavía una o dos horas de tuprecioso tiempo, Yennefer. Quédateaquí con nosotras, para la hora dela oración. Apóyame cuando estérezando. Con tu pensamiento y tupresencia.

—Sigrdrifa.—Por favor. Hazlo por mí. Y

por Ciri.

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La joya Brisingamen. En el cuellode la diosa.

Ahogó un bostezo. Si por lomenos hubiera algún canto, pensó,algunas entonaciones, algunosritos… algún folklore místico…sería menos aburrido, el sueño nola mortificaría tanto. Pero ellassimplemente están ahí de rodillas,con la cabeza baja. Sin movimiento,sin sonido.

Pero también es verdad quecuando quieren saben utilizar laFuerza, a veces tan bien como

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nosotras, las hechiceras. Siguesiendo un enigma cómo lo hacen.Nada de preparaciones, nada deciencia, nada de estudios… Sólooración y meditación. ¿Divinación?¿Una forma de autohipnosis? Eso eslo que afirmaba Tissaia de Vries…Absorben energíainconscientemente, en el trancealcanzan la capacidad detransformarla de forma análoga anuestros hechizos. Transforman laenergía y piensan que se trata de undon y una merced de la divinidad.La fe les da fuerza.

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¿Por qué a nosotros, hechiceros,nunca nos es posible hacer algoasí?

¿Lo probamos? ¿Utilizamos laatmósfera y el aura de este lugar?Podría intentar entran en trance yomisma… Aunque fuera mirando aese diamante… Brisingamen…Pensar intensamente en lo bien quecumpliría su papel en mimegascopio…

Brisingamen… Brilla como laestrella de la mañana, allá, en laoscuridad, entre la bocanadas delincienso y las velas humeantes…

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—Yennefer.Alzó la cabeza.El santuario estaba oscuro. Olía

intensamente a humo.—¿Me he dormido? Perdona…—No hay nada que perdonar.

Ven conmigo.En el exterior el cielo nocturno

ardía con luces temblorosas, que setransformaban como en uncalidoscopio. ¿La aurora boreal?Yennefer se restregó los ojos conasombro. ¿Aurora borealis? ¿Enagosto?

—¿Qué es lo que estás

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dispuesta a dar, Yennefer?—¿Cómo?—¿Estás dispuesta a darte a ti

misma, Yennefer? ¿Tu valiosamagia?

—Sigrdrifa —dijo con rabia—.No intentes conmigo esasinspiradas comedias. Yo tengonoventa y cuatro años. Pero trataesto, por favor, como un secreto deconfesión. Me sincero contigo sólopara que comprendas que no mepuedes tratar como a una niña.

—No has respondido a mipregunta.

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—Y no pienso. Porque es unmisticismo que no acepto. Medormí en vuestro servicio. Mecansó y me aburrió. Porque no creoen vuestra diosa.

Sigrdrifa se dio la vuelta yYennefer, contra su voluntad, aspiróprofundamente.

—No me es demasiadohalagüeña tu falta de fe —dijo unamujer de ojos llenos de oro líquido—. Pero, ¿acaso tu falta de fecambia algo?

Lo único que Yennefer fuecapaz de hacer fue soltar el aire.

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—Llegará un día —dijo lamujer de ojos de oro— en el quenadie, absolutamente nadie,incluyendo a los niños, creerá en lahechicería. Te lo digo con estudiadamaldad. Como una venganza. Ven.

—No… —Yennefer consiguiópor fin romper con su pasivaaspiración y espiración—. ¡No! Novoy a ningún sitio. ¡Basta de esto!¡Es un encantamiento o hipnosis!¡Una ilusión! ¡Un trance! Tengocreados mecanismos de defensa…¡Puedo deshacer todo esto con unhechizo, oh, así! Rayos…

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La mujer de ojos de oro seacercó. El diamante en su cuelloardía como la estrella de lamañana.

—Vuestro habla poco a pocodeja de servir al entendimiento —dijo—. Se convierte en arte por elarte, cuanto más incomprensible,más se considera como másprofunda y más inteligente. Deverdad, os prefería cuando sólosabíais hacer «e-e» y «gu-gu». Ven.

—Esto es una ilusión, untrance… ¡No voy a ningún lado!

—No quiero obligarte. Sería

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una vergüenza. Al fin y al cabo eresuna muchacha inteligente yorgullosa, tienes carácter.

Una pradera. Un mar de hierba.Un brezal. Rocas, alzándose entrelos brezos como el lomo de unafiera agazapada.

—Tú querías mi joya, Yennefer.No puedo dártela sin asegurarmeantes de unos cuantos asuntos.Quiero comprobar qué es lo que seoculta dentro de ti. Por eso te hetraído aquí, a este lugar, que desdetiempos inmemoriales es un lugarde Fuerza y Potencia. Tu valiosa

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magia al parecer está por todoslados. Al parecer basta con alargarla mano. ¿No tienes miedo deabsorberla?

Yennefer no pudo extraer ni unsonido de su garganta agarrotada.

—¿Una Fuerza capaz decambiar el mundo —dijo la mujer ala que no está permitido llamar porsu nombre— es según tú, caos,artificio y ciencia? ¿Maldición,bendición y progreso? ¿Y no serápor casualidad fe? ¿Amor?¿Sacrificio?

¿Lo oyes? Es el canto del gallo

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Kambi. Una ola se estrella contra laorilla, una ola empujada por la proade Naglfar. Resuena el cuerno deHemdall, que está cara a cara conlos enemigos en Bifrost, el arcoiris. Se acerca el Frío Blanco, seacerca la tempestad y la tormenta…La tierra tiembla con los violentosmovimientos de la Serpiente…

El Lobo devora al sol. La lunaenrojece. No hay más que frío yoscuridad. Odio, venganza ysangre…

¿De qué lado vas a estar,Yennefer? ¿Estarás en el borde

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oriental o en el occidental deBifrost? ¿Estarás con Hemdall ocontra él?

Canta el gallo Kambi.Decide, Yennefer. Escoge.

Porque precisamente por ello se tedevolvió una vez la vida, para queen el momento adecuado pudierasrealizar tu elección.

¿Luz u oscuridad?—¿Bien y Mal, Luz y

Oscuridad, Orden y Caos? ¡Eso sonsólo símbolos, en la realidad noexiste tal polaridad! La Luz y laOscuridad están en cada uno de

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nosotros, un poco de esto y un pocode aquello. Esta conversación notiene sentido. No lo tiene. No meembarcaré en el misticismo. Para tiy para Sigrdrifa el Lobo devora alsol. Para mí no es más que uneclipse. Y que así se quede.

¿Se quede? ¿Qué?Ella sintió cómo la tierra le

huía de bajo los pies, cómo algunafuerza monstruosa retorcía susmanos, quebraba las articulacionesde los hombros y los codos, tensabasu columna vertebral como en latortura del strappado. Gritó de

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dolor, se agitó, abrió los ojos. No,no era un sueño. No podía ser unsueño. Estaba en un árbol, colgabaestirada en las ramas de ungigantesco fresno. Sobre ella, muyalto, volaba en círculos un halcón,bajo ella, abajo, en las oscuridad,escuchó el silbido de una serpiente,el susurro de las escamas rozandoentre sí.

Algo se movió a su lado. Porsobre su tenso y dolorido brazocorreteó una ardilla.

—¿Estás lista? —preguntó laardilla—. ¿Estás lista para el

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sacrificio? ¿Qué estás dispuesta asacrificar?

—¡No tengo nada! —El dolorla cegaba y paralizada—. ¡Eincluso aunque lo tuviera no veo elsentido de un sacrificio así! ¡Yo noquiero sufrir por millones! ¡Yo nisiquiera quiero sufrir! ¡Por nada ypor nadie!

—Nadie quiere sufrir. Y sinembargo esto es algo que todosexperimentan. Y algunos sufrenmás. No necesariamente por propiaelección. Lo importante no es si sepadece dolor. Lo importante es

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cómo se padece.

¡María! ¡María!¡Quita de mi vista a esta

monstrua jorobada! ¡No quiero nimirarla!

Es tan hija tuya como mía.¿De verdad? Los niños que yo

he engendrado son normales.Cómo te atreves… Como te

atreves a sugerir…En tu familia era en la que

había elfos hechiceros. Tú fuiste laque abortaste la primera vez. Espor eso. Tienes la sangre y elvientre contaminados de elfo. Por

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eso das a luz monstruos.Es una pobre niña

desgraciada… ¡Fue la voluntad delos dioses! ¡Es tu hija igual quemía! ¿Qué iba a hacer?¿Ahogarla? ¿No atarle elombligo? ¿Qué tengo que hacerahora? ¿Llevarla al bosque ydejarla allí? ¿Qué es lo quequieres de mí, por los dioses?

¡Papá! ¡Mamá!Largo de aquí, bicho raro.¿Cómo te atreves? ¿Cómo te

atreves a pegar así a la niña?¡Quieto! ¿Adónde vas? ¿Dónde? A

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su casa, ¿verdad? ¿A casa de ella?Pues claro, mujer. Soy un

hombre, me es lícito sofocar mideseo donde quiera y cuandoquiera, es mi derecho natural. Y túme das asco. Tú y esa fruta de tuvientre podrido. No me esperes conla cena. No volveré a dormir.

Mamá…¿Por qué lloras?¿Por qué me pegas y me

desprecias? Pero si he sidobuena…

¡Mamá! ¡Mamá!

—¿Eres capaz de perdonar?

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—Hace ya mucho que perdoné.—Saciada por la primera

venganza.—Sí.—¿Lo lamentas?—No.

Dolor, un terrible dolor que leatravesaba las manos y los dedos.

—¡Sí, soy culpable! ¿Es lo quequerías escuchar? ¿Confesión yarrepentimiento? ¿Querías escucharcómo Yennefer de Vengerberg searrepiente y se humilla? No, no tedoy esa satisfacción. Reconozco mi

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culpa y espero castigo. ¡Pero noesperes que me vas a escuchararrepentirme!

El dolor alcanza las fronterasde lo que el ser humano es capaz desoportar.

—Me recuerdas a lostraicionados, engañados, utilizados,me recuerdas a quienes murieronpor mi mano, por mi propia mano…¿El que alzara alguna vez la manocontra mí misma? ¡Se ve quetendría algún motivo! ¡Y no lamentonada! Aunque pudiera hacerretroceder el tiempo… No lamento

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nada.El halcón se posó sobre su

hombro.La Torre de la Golondrina. La

Torre de la Golondrina. Apresúratea la Torre de la Golondrina.

Hija mía.

Canta el gallo Kambi.

Ciri en una yegua mora, con loscabellos grises agitados por elviento en su galope. De su rostrofluye y salpica la sangre, brillante,de rojo vivo. La yegua mora vuela

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como un pájaro, se desliza ligerahacia la agitación de un torbellino.Ciri se agarra a la silla, pero nocae…

Ciri en medio de la noche, en undesierto de roca y arena, con lamano alzada, de su mano surge unabola luminosa… Un unicornioarañando en la grava con sucasco… Muchos unicornios…Fuego… Fuego…

Geralt en un puente. En unalucha. En el fuego. Las llamas sereflejan en la hoja de su espada.

Fringilla Vigo, sus ojos verdes

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muy abiertos de placer, su oscuracabecita de pelo corto sobre unlibro abierto, sobre elfrontispicio… se ve un fragmentodel título: Notas sobre lo inevitablede la muerte…

En los ojos de Fringilla sereflejan los ojos de Geralt.

Un abismo. Humo. Escalerasque conducen abajo. Escaleras quehay que bajar. Algo se termina.Llega el Tedd Deireádh, el Tiempodel Fin…

Oscuridad. Humedad. Elterrible frío de las paredes de

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piedra. El frío del hierro en lasarticulaciones de las muñecas, enlos huesos de los tobillos. Dolorpalpitante en las manosdestrozadas, punzante en losacribillados dedos…

Ciri la lleva de la mano. Unlargo y oscuro pasillo, columnas depiedra, puede que estatuas…Tinieblas. En ellas susurros, bajitoscomo el ruido del viento.

Puertas. Una serie infinita depuertas de gigantescas y pesadashojas se abren ante ella sin ruido. Yal final, en unas tinieblas

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impenetrables, unas que no se abrensolas. Unas que está prohibidoabrir.

Si tienes miedo, vuelve.Está prohibido abrir estas

puertas. Tú lo sabes.Lo sé.Y sin embargo me conduces

allí.Si tienes miedo, vuelve.

Todavía estás a tiempo de volver.Todavía no es demasiado tarde.

¿Y tú?Para mí si lo es.Canta el gallo Kambi.

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Ha llegado el Tedd Deireádh.Aurora borealis.El amanecer.

—Yennefer. Despiértate.Alzó la cabeza. Miró las manos.

Tenía las dos. Enteras.—¿Sigrdrifa? Me he dormido…—Ven.—¿Adónde? —susurró—.

¿Adónde esta vez?—¿Cómo? No te entiendo. Ven.

Tienes que ver esto. Ha pasadoalgo… Algo extraño. Ninguna denosotras sabe cómo explicarlo. Y

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yo me lo imagino. La gracia…Sobre ti ha caído la gracia divina,Yennefer.

—¿De qué se trata, Sigrdrifa?—Mira.Miró. Y lanzó un ruidoso

suspiro.Brisingamen, la joya sagrada de

la Modron Freya no colgaba ya delcuello de la diosa. Yacía a sus pies.

—¿Estoy oyendo bien? —seaseguró Crach an Craite—. ¿Tetrasladas con todo tu taller demagia a Hindarsfjall? ¿Las

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sacerdotisas te permiten usar eldiamante sagrado? ¿Te permitenusarlo para esa máquina infernal?

—Si.—Vaya, vaya. Yennefer, ¿acaso

te has convertido? ¿Qué es lo quepasó en la isla?

—No importa. Vuelvo alsantuario y eso es todo.

—¿Y los medios económicosque pediste? ¿Te serán necesarios?

—La verdad es que sí.—El senescal Guthlaf realizará

cada orden tuya. Pero, Yennefer,emite esas órdenes rápidamente.

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Apresúrate. He recibido nuevasnoticias.

—Maldita sea, lo estabatemiendo. ¿Saben ya dónde estoy?

—No, todavía no lo saben. Meadvirtieron sin embargo quepodrías aparecer por las Skellige yme ordenaron detenerte deinmediato. Me ordenaron tambiénhacer prisioneros en nuestrosataques y divulgar con ellosinformaciones, incluso migajas deinformación relacionadas contigo.De tu presencia en Nilfgaard o enlas provincias. Yennefer,

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apresúrate. Si te siguieran yatraparan aquí, en las Skellige, meencontraría en una situaciónligeramente complicada.

—Haré lo que esté en mi poder.También de forma que no tecomprometa. No tengas miedo.

Crach sonrió.—He dicho que «ligeramente».

Yo no les temo. Ni a los reyes ni alos hechiceros. No me pueden hacernada, porque les soy necesario. Yademás, estuve obligado a prestarteayuda a causa del juramento devasallaje. Sí, sí, has oído bien.

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Formalmente sigo siendo vasallo dela corona de Cintra. Y Cirilla tienederecho formal a esa corona. Alrepresentar a Cirilla, siendo suúnica tutora, tienes derecho formala ordenarme, a exigir de míobediencia y servicio.

—Sofismas casuísticos.—Por supuesto. —Bufó—. Yo

gritaré eso mismo, a grandes voces,si, pese a todo, resulta ser verdadque Emhyr var Emreis obliga a lamuchacha a casarse con él. En esecaso, aunque hiciera falta la ayudade algún picapleitos embrollador,

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se le quitarían a Ciri todos losderechos al trono y se pondría en éla algún otro, aunque fuera a esementecato de Vissegerd. Entonces,sin tardanza, declararé obediencia yjuraré vasallaje.

—¿Y si —Yennefer entornó losojos— pese a todo resultara queCiri está muerta?

—Ella está viva —dijo Crachcon dureza—. Lo sé con todaseguridad.

—¿Cómo?—No vas a querer dar crédito.—Ponme a prueba.

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—La sangre de las reinas deCintra —comenzó Crach— estáextrañamente enlazada con el mar.Cuando muere alguna mujer de estasangre, el mar entra en unaverdadera locura. Se dice que ArdSkellig llora a las hijas de Riannon.Porque la tormenta es entonces tanfuerte que las olas que provienendel oeste se introducen a través delas rocas y cavernas hasta la partede oriente y de pronto las rocasdejan brotar torrentes salados. Ytoda la isla tiembla. La gentesencilla dice: mira cómo Ard

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Skellig sozolla. De nuevo ha muertoalguien. Ha muerto la sangre deRiannon. La Vieja Sangre.

Yennefer guardaba silencio.—No se trata de un cuento de

hadas —siguió Crach—. Yo mismolo he visto, con mis propios ojos.Tres veces. Después de la muertede Adalia la Adivina, después de lamuerte de Calanthe… Y después dela muerte de Pavetta, la madre deCiri.

—Pavetta —advirtió Yennefer— murió precisamente durante unatormenta, así que es difícil decir

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que…—Pavetta —le interrumpió

Crach, todavía pensativo— nomurió durante la tormenta. Latormenta comenzó tras su muerte, elmar como de costumbre reaccionó ala muerte de alguien de sangrecintriana. Investigué el asunto elsuficiente tiempo. Y estoy seguro deello.

—Es decir, ¿de qué?—El barco en el que navegaban

Pavetta y Duny se hundió en elfamoso Abismo de Sedna. No es elprimer barco que se pierde allí.

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Seguro que lo sabes.—Cuentos. Los barcos son

afectados por alguna catástrofe, esuna cosa muy natural…

—En las Skellige —leinterrumpió él con bastantebrusquedad— sabemos suficienteacerca de barcos y navegacióncomo para saber diferenciar lascatástrofes naturales de lasinnaturales. En el Abismo de Sednalos barcos desaparecen de formainnatural. Y no por casualidad. Lomismo se refiere al barco en el quenavegaban Pavetta y Duny.

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—No voy a polemizar. —Lahechicera suspiró—. Al fin y alcabo, ¿qué sentido tiene? ¿Al cabode casi quince años?

—Para ella lo tiene. —El yarlapretó los labios—. Yo sacaré a laluz este asunto. Sólo es cuestión detiempo. Sabré… Encontraré unaaclaración para todos los enigmas.También al de la época de lamatanza de Cintra…

—¿Y cuál es ahora esteenigma?

—Cuando los nilfgaardianosentraron en Cintra —murmuró,

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mirando por la ventana—, Calantheordenó sacar en secreto a Ciri de laciudad. Lo que pasaba es que laciudad estaba ya ardiendo, losNegros estaban por todos lados, lasposibilidades de escapar del cercoeran mínimas. Le desaconsejaron ala reina aquella empresa tanarriesgada, se le sugirió que Ciricapitulara formalmente ante losatamanes de Nilfgaard, que de esamanera salvara la vida y la razónde estado cintriana. En las callesllameantes moriría con todaseguridad y totalmente sin sentido a

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manos de la soldadesca. Y laLeona… ¿Sabes lo que respondió,según los testigos presenciales?

—No.—«Mejor que la sangre de la

muchacha corra por los adoquinesde Cintra que no que seamancillada». ¿Mancillada, cómo?

—Por el matrimonio con elemperador Emhyr. Con lainmundicia nilfgaardiana. Yarl, yaes tarde. Mañana comienzo alalba… Te tendré informado detodos los adelantos.

—Cuento con ello. Buenas

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noches, Yenna… Humm…—¿Qué, Crach?—¿No tendrías, humrn,

ganas…?—No, yarl. Lo pasado, pasado

está. Buenas noches.

—Vaya, vaya. —Crach an Craitemiró a la recién llegada, inclinandola cabeza—. Triss Merigold encarne y hueso. Vaya un vestido másbonito. Y la piel… ¿Es chinchilla,verdad? Te preguntaría qué es loque te trae aquí, a las Skellige… sino supiera lo que te trae. Pero lo sé.

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—Maravilloso. —Triss sonrióarrebatadoramente, arregló sushermosos cabellos castaños—. Esmaravilloso que ya lo sepas, yarl.Eso nos ahorrará la introducción ylas aclaraciones introductorias, nospermite pasar directamente algrano.

—¿A qué grano? —Crach cruzólos brazos sobre el pecho y midió ala hechicera con una fría mirada—.¿Qué es lo que tendríamos quepreceder con introducciones, cuálesserían esas aclaraciones? ¿A quiénrepresentas, Triss? ¿En nombre de

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quién has venido aquí? El reyFoltest, al que servías, te agradeciótus servicios con el destierro.Aunque no eras culpable de nada, teechó de Temeria. Por lo que heoído, te ha acogido bajo su alaFilippa Eilhart, quien hoy día, juntocon Dijkstra, gobierna de hecho enRedania. Como veo, correspondesal asilo como mejor puedes. Nisiquiera vacilas en aceptar el papelde agente secreto para perseguir atu antigua amiga.

—Me insultas, yarl.—Pido perdón con humildad. Si

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me he equivocado. ¿Me heequivocado?

Guardaron silencio durantelargo rato, midiéndose con unamirada desconfiada. Por fin Trissse enfadó, blasfemó, dio taconazos.

—¡Ah, al diablo! ¡Dejemos depincharnos el uno al otro! ¿Quéimportancia tiene a quién se sirve,quién está con quién, a quién se leda crédito y con qué motivos?Yennefer está muerta. Todavía no sesabe dónde y en qué manos estáCiri… ¿Qué sentido tiene jugar asecretismos? No he venido hasta

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aquí como espía, Crach. Vine aquípor propia iniciativa, como personaprivada. Movida por mipreocupación por Ciri.

—Todos se preocupan por Ciri.Esa muchacha tiene suerte.

Los ojos de Triss lanzarondestellos.

—Yo no me burlaría de ello.Sobre todo en tu lugar.

—Disculpa.Callaron, ensimismados,

mirando por la ventana al rojo solque se ponía al otro lado de lascumbres de Spikeroog.

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—Triss Merigold.—Dime, yarl.—Te invito a cenar. Ah, el

cocinero mandó preguntar si todaslas hechiceras desprecian losmariscos bien preparados.

Triss no despreciaba los mariscos.Al contrario, comió dos veces másde lo que tenía previsto y ahoracomenzaba a temer por su talle, poresas veintidós pulgadas de las queestaba tan orgullosa. Decidióayudar la digestión con vinoblanco, el famoso Est Est de

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Toussaint. De la misma forma queCrach, lo bebía en un cuerno.

—Así que —siguió ella laconversación— Yennefer apareciópor aquí el diecinueve de agosto,cayendo espectacularmente delcielo en una red de pescadores. Tú,como fiel vasallo de Cintra, le disteasilo. La ayudaste a construir unmegascopio… Con quién hablara,por supuesto no lo sabes.

Crach an Craite tiró fuerte delcuerno y ahogó un eructo.

—No lo sé —adoptó unasonrisa astuta—. Claro que no lo

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sé. ¿Qué va a saber un pobre ysimple marinero de las cosas de laspoderosas hechiceras?

Sigrdrifa, la sacerdotisa de ModronFreya, bajó la cabeza mucho, comosi las preguntas de Crach an Craitele pesaran mil libras.

—Ella confiaba en mí, yarl —murmuró apenas audible—. No meexigió que hiciera juramento deguardar silencio, pero estaba claroque le importaba mucho ladiscreción. Yo de verdad no sé si…

—Modron Sigrdrifa —le

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interrumpió serio Crach an Craite—. Lo que te pido no es unadelación. Del mismo modo que tú,apoyo a Yennefer, del mismo modoque tú deseo que encuentre y salvea Ciri. ¡Si yo hasta hice unbloedgeas, un juramento de sangre!En lo que respecta a Yennefer, memueve la preocupación por ella. Esuna mujer extraordinariamenteorgullosa. Incluso yendo a unpeligro muy grande, no se rebaja apedir. Así que es posible que hayaque apresurarse a ir a ayudarla conayuda no deseada. Pero para hacer

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eso, necesito información.Sigrdrifa carraspeó. Hizo una

mueca imprecisa. Y cuandocomenzó a hablar, la voz letemblaba un tanto.

—Construyó esa máquina… Ensuma, no es una máquina, porque notiene mecanismo alguno, sólo dosespejos, una cortina de terciopelonegro, una caja, dos lentes, cuatrolámparas, bueno, y por supuesto,Brisingamen… Cuando ellapronuncia un hechizo, la luz de lasdos lámparas cae…

—Dejemos los detalles. ¿Con

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quién habló?—Habló con varias personas.

Con hechiceros… Yarl, no escuchétodo, pero lo que escuché… Entreellos son gente miserable. Ningunoquiso ayudar desinteresadamente…Exigieron dinero… Todos exigierondinero…

—Lo sé —murmuró Crach—.El banco me informó de lastransferencias que realizó. ¡Buenasperras, pero buenas, me estácostando mi juramento! Pero eldinero es cosa que se consigue. Loque he dado para Yennefer y Ciri

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me lo recuperaré en las provinciasnilfgaardianas. Pero siguehablando, madre Sigrdrifa.

—A algunos —la sacerdotisabajó la cabeza— Yennefersimplemente los chantajeó. Les dioa entender que estaba en posesiónde información comprometedora yque si rehusaban colaborar larevelaría a todo el mundo… Yarl…Es una mujer inteligente y, en elfondo, buena… Pero no tieneescrúpulo alguno. No se anda concontemplaciones. Ni tiene piedad.

—Eso lo sé. Sin embargo, no

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quiero conocer los detalles de loschantajes y te aconsejo que tútambién te olvides cuanto antes deellos. Es un juego peligroso. Conese fuego no deben jugar quienesestén al margen.

—Lo sé, yarl. A ti te deboobediencia… Y creo que tusobjetivos justifican tus medios.Nadie más se enterará por mí denada. Ni amigo en amistosaconversación, ni enemigo en lastorturas.

—Bien, Modron Sigrdrifa, muybien… ¿Recuerdas en torno a qué

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giraban las preguntas de Yennefer?—No lo comprendí todo, yarl.

Usaban un argot especial que eradifícil de entender… A menudohablaban de un tal Vilgefortz…

—Cómo podía ser de otromodo. —Crach hizo rechinar losdientes de manera audible. Lasacerdotisa le contempló con unamirada asustada.

—Hablaron también de elfos yde Sabedoras —siguió—. Y deportales mágicos. Hasta se hablódel Abismo de Sedna… Pero, meda la sensación, generalmente

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hablaban de torres.—¿De torres?—Sí. De dos. De la Torre de la

Gaviota y de la Torre de laGolondrina.

—Lo que me imaginaba —dijoTriss—. Yennefer comenzó porhacerse con el informe secreto de lacomisión Radcliffe, que investigólos asuntos de Thanedd. No sé quénoticias acerca de ello llegaronaquí, a las Skellige… ¿Has oídohablar del teleporte de la Torre dela Gaviota? ¿Y de la comisión

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Radcliffe?Crach an Craite miró a la

hechicera con aire de sospecha.—Aquí a las islas —frunció el

ceño— no nos llega ni la política nila cultura. Estamos atrasados.

—La comisión Radcliffe —Triss consideró adecuado noprestar atención ni a su tono ni a sugesto— investigó detalladamentelas huellas de teleportación quesurgían de Thanedd. El portal deTor Lara, que se encontraba en laisla, mientras existía impedía en unradio bastante grande toda magia

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teleportadora. Pero comoseguramente sabes, la Torre de laGaviota explotó y se deshizo,haciendo posible la teleportación.La mayor parte de los participantesen los sucesos de Thanedd salieronde la isla gracias a los portales quese pudieron abrir.

—Ciertamente —sonrió yarl—.Tú, para no ir más lejos, volastedirectamente a Brokilón. Con elbrujo a las costillas.

—Vaya. —Triss le miró a losojos—. No llega la política, nollega la cultura, pero las

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habladurías llegan. Dejemos estopor un momento, volvamos a lacomisión Radcliffe. A la comisiónle interesaba fijar concretamentequién se teleportó de Thanedd yadónde. Usaron lo que se denominasinopse, unos hechizos capaces decrear la imagen de sucesos delpasado y mostrar las huellas ocultasde teleportación con lasdirecciones a las que conducían yen consecuencia asignar a personasconcretas los portales que abrieran.Tuvieron éxito en casi todos loscasos. Excepto en uno. Una de las

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direcciones de la teleportaciónconducía a la nada. Mejor dicho, almar. Al Abismo de Sedna.

—Alguien —imaginó al puntoel yarl— se teleportó a un barcoque le esperaba en el lugar ymomento acordados. Lo curioso essólo que fuera tan lejos… y en unlugar de tan mala fama. Pero si elhacha cuelga sobre el pescuezo…

—Precisamente. También lacomisión pensó lo mismo. Yformuló la siguiente conclusión:Vilgefortz, habiendo raptado a Ciriy con los caminos de huida

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cortados, utilizó una salida deemergencia: se teleportó junto conla muchacha al Abismo de Sedna, aun barco nilfgaardiano que estabaesperando allí. Según la comisión,esto aclara el hecho de que Cirifuera presentada en el palacioimperial de Loc Grim ya el diez dejulio, apenas diez días después delo sucedido en Thanedd.

—Bueno, sí. —El yarl entornólos ojos—. Esto aclara muchascosas. Se entiende, con lacondición de que la comisión no seequivocara.

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—Ciertamente. —La hechicerale devolvió la mirada, se permitióhasta una sonrisa burlona—. En LocGrim, se entiende, se podría haberpresentado a una doble y no a laverdadera Ciri. Esto puede tambiénaclarar mucho. Sin embargo, noaclara un hecho todavía queestableció la comisión Radcliffe.Tan extraño que en la primeraversión del informe lo omitieroncomo algo poco creíble. En lasegunda versión del informe,completamente secreta, semencionaba ese hecho. Como

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hipótesis.—Hace mucho que soy todo

oídos, Triss.—La hipótesis de la comisión

es: el telepuerto de la Torre de laGaviota estaba abierto, funcionaba.Alguien lo atravesó y la energía dedicho paso fue tan fuerte que eltelepuerto explotó y fue destruido.

Al cabo de un instante Trisscontinuó.

—Yennefer se enteróseguramente de ello. De lo quedescubrió la comisión Radcliffe. Loque se dice en el informe secreto.

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Existe alguna posibilidad… lasombra de una posibilidad… deque Ciri pudiera cruzar segura elportal de Tor Lara, sana y salva.Que escapara de los nilfgaardianosy de Vilgefortz…

—¿Y dónde está ahora?—Yo también quisiera saberlo.

Reinaba una diabólica oscuridad.La luna, escondida detrás decúmulos de nubes, no daba luz.Comparándola, sin embargo, conlas noches anteriores, aquélla erapoco ventosa y gracias a ello no tan

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fría. La canoa apenas se balanceabaligeramente en la superficie de unagua arrugada por las pequeñasolas. Olía a pantano. A vegetaciónpodrida. Y a mucosidades deanguila.

En algún lugar junto a la orilla,un castor golpeó con su cola en elagua, de tal modo que ambos dieronun respingo. Ciri estuvo segura deque Vysogota había estadodormitando y el castor le habíadespertado.

—Sigue hablando —dijo ella,limpiándose la nariz en una parte

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limpia de las mangas, todavía nocubierta de las mucosidades deanguila—. No duermas. ¡Cuando teduermes también a mí se me peganlos ojos, todavía se nos va a llevarla corriente y nos despertamos en elmar! ¡Cuéntame más de esostelepuertos!

—Al huir de Thanedd —siguióel ermitaño— atravesaste el portalde la Torre de la Gaviota, Tor Lara.Y Geoffrey Monck, seguramente lamayor autoridad en cuestiones deteleportaciones, autor de una obratitulada La magia del Antiguo

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Pueblo, que es como el opusmagnum de los telepuertos élficos,escribe que el portal de Tor Laraconduce a la Torre de laGolondrina, Tor Zireael…

—El telepuerto de Thaneddestaba roto —le interrumpió Ciri—. Puede que antes de que serompiera llevara a algunagolondrina. Pero ahora lleva aldesierto. Esto se llama «portalcaótico». He leído acerca de ello.

—Pues, aunque no te lo creas,yo también —bufó el viejecillo—.Recuerdo mucho de lo leído. Por

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eso me asombra tanto tu relato…Algunos de sus fragmentos.Precisamente los que se refieren ala teleportación…

—¿Puedes hablar más claro?—Puedo, Ciri. Puedo. Pero

ahora ya es hora de sacar la nasa.Seguro que ya han entrado anguilasen ella. ¿Lista?

—Lista. —Ciri se escupió en lamano y agarró el bichero. Vysogotatomó la cuerda que se introducía enel agua.

—Lo sacamos. ¡Uno, dos…tres! ¡Y a la barca! ¡Agárrala, Ciri,

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agárrala! ¡A la cesta, antes de queescapen!

Ya era la segunda noche quenavegaban con la canoa por lospantanosos afluentes del río, poníanla nasa y los garlitos para lasanguilas, que se dirigían en masahacia el mar. Volvieron a la chozabastante después de la medianoche,llenos de mucosidades de la cabezaa los pies, húmedos y cansados amás no poder.

Mas no se tumbaron deinmediato a dormir. La pesca

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destinada al trueque tenía que sermetida en cajas y asegurarse bien.Si las anguilas encontraban siquierala más pequeña fisura, a la mañanasiguiente no quedaría ni una.Después de terminar el trabajo,Vysogota les quitó la piel a dos otres de las anguilas más gruesas, lascortó en rodajas, las rebozó enharina y las frió en una enormesartén. Luego comieron y hablaron.

—Sabes, Ciri, hay una cosa queno me deja dormir todo el tiempo.No he olvidado cómo después deque sanaras no pudimos ponernos

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de acuerdo en la fecha, y tu heridaen la mejilla era el más perfectocalendario. La herida no podíatener más de diez horas, mientrasque tú te empeñabas en que tehabían herido cuatro días antes.Aunque estaba convencido de quese trataba de un simple error, nopude dejar de pensar en ello, y mehacía todo el tiempo la pregunta dedónde podían haberse metido loscuatro días perdidos.

—¿Y qué? ¿Dónde se metieron,según tu opinión?

—No lo sé.

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—Estupendo.El gato dio un largo salto, el

ratón clavado a sus uñas gimióbajito. El gato le mordió el cuellosin apresuramiento, le sacó lastripas y comenzó a comerlas conganas. Ciri le miraba indiferente.

—El telepuerto de la Torre dela Gaviota —comenzó otra vezVysogota— conduce a la Torre dela Golondrina. Y la Torre de laGolondrina…

El gato devoró todo el ratón,dejando el rabo para postre.

—El telepuerto de Tor Lara —

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dijo Ciri, dando un gran bostezo—está roto y conduce al desierto. Telo he dicho cien veces.

—No se trata de eso, sino deotra cosa. De que hay una conexiónentre ambos telepuertos. El portalde Tor Lara estaba roto, cierto.Pero todavía está el telepuerto deTor Zireael. Si consiguieras llegar ala Torre de la Golondrina, podríasteleportarte de vuelta a la isla deThanedd. Te encontrarías lejos delpeligro que te acecha, lejos delalcance de tus enemigos.

—¡Eh! Eso me vendría bien.

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Hay sin embargo un pequeñoescollo. No tengo ni idea de dóndeestá la Torre de la Golondrina.

—Pues para eso puede queencuentre un remedio. ¿Sabes, Ciri,lo que le dan al ser humano losestudios universitarios?

—No. ¿Qué?—La capacidad de utilizar las

fuentes.

—Sabía que lo iba a encontrar —dijo Vysogota con orgullo—.Buscaba, buscaba y… Su putamadre…

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Brazados de pesados libros sele cayeron de los dedos, incunablesse estrellaron contra el suelo detierra, hojas se escaparon deencuadernaciones enmohecidas y serepartieron en desorden.

—¿Qué es lo que hasencontrado? —Ciri se arrodilló asu lado, le ayudó a recoger laspáginas caídas.

—¡La Torre de la Golondrina!—El ermitaño espantó al gato, quese había aposentadodescaradamente sobre una de lashojas—. Tor Zireael. Ayúdame.

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—¡Pero cuidado que está todopolvoriento! ¡Hasta se pega!¿Vysogota? ¿Qué es esto? ¿Aquí, eneste dibujo? ¿Este hombre colgandode un árbol?

—¿Esto? —Vysogota miró lapágina suelta—. Una escena con laleyenda de Hemdall. El héroeHemdall estuvo colgado durantenueve días y nueve noches en elFresno de los Mundos para, através del sacrificio y el dolor,poseer sabiduría y fuerza.

—He soñado varias veces conalgo así. —Ciri se limpió la frente

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con la mano—. Una personacolgada de un árbol…

—El grabado ha caído, eh, deese libro. Si quieres puedes leerloluego. Ahora, sin embargo, es másimportante que… Oh, por fin, lotengo. Peregrinaciones por sendasy lugares mágicos de BuyvidBackhuysen, un libro consideradopor algunos como un apócrifo…

—O sea, un timo.—Más o menos. Pero también

ha habido quienes han apreciadoeste libro… Escucha…. Joder, quéoscuridad hay aquí…

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—Hay luz de sobra, tú que estáscegato de viejo que eres —dijoCiri con la verdadera crueldad queda la juventud—. Dame, yo mismalo leeré. ¿Desde dónde?

—Aquí —señaló con un dedohuesudo—. Lee en voz alta.

—Vaya una lengua rara con la queescribía este Buyvid. Assengard eraun castillo, si no me equivoco.Pero, ¿cuál es ese país, CienLagos? Nunca he oído hablar de él.¿Y qué es un trifolium?

—Un trébol. Y cuando termines

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de leer te contaré también acerca deAssengard y Cien Lagos.

—Y, oh pechada, apenas hubierafiniquitado el elfo Avallac’h deplaticar, cuando de las aguaslacustres acudieran los talespájaros, chicos y prietos, los cualesen el fondo de las honduras todo elinvierno habíanse guardado delfrío. Puesto que la golondrina,como es cosa sabida por la gente deciencia, a la contra que otras avesno vuela hacia el mediodía y tornaa la primavera, sino que,

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aferrándose de las patas, en grandegrupo caen a lo profundo de lasaguas, transcurren allá toda laestación de las nieves y a lo prontoen la primavera de bajo las aguasde profundis salen. Es por tantoesta ave no sólo símbolo deprimavera y esperanza, mas ymodelo de la limpieza no tocada,puesto que nunca pósase en la tierray con la suciedad y el ascoterrenales no ha contacto alguno.

»Tornemos pues al nuestro lago.Diríase que las tales aves con susalas la niebla toda aventaron,

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puesto que tandem sin haberloesperado elevárase de la bruma unaportentosa torre, necromántica, ynuestros pechos hubieron de lanzarun suspiro de asombramientopuesto que la tal torre era como sihubiérase arrancado del rocío,habiendo la niebla comofundamentum y a lo más altobrillaban luceros, una necrománticaaurora borealis. Ciertamente,poderoso artefacto mágico había deser aquella torre, fuera de la razónhumana.

»Contemplara el elfo Avallac’h

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nuestra admiración y dijo: «He aquíTor Zireael, la Torre de laGolondrina. He aquí la Puerta delos Mundos y el Portón del Tiempo.Alégrate, humano, que los tus ojosesto vean, puesto que no a todos nien todo tiempo les es dado verlo».

»Preguntado pues por nosotrossi acaso pudiérase acercar a la taltorre, y de cerca verla y acasotocarla propria manu, sonriérase elelfo Avallac’h y dijera: «TorZireael es un sueño, no se toca unsueño. Y bien está», añadiera,«puesto que la Torre a los

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Sabedores sirve y aun a unos pocosElegidos para los que el Portón delTiempo son portones de esperanzay resurrección. Mas para losprofanos son puertas a lapesadilla».

»Apenas dijera estas palabrascayeron las nieblas nuevamente y lavista de aquel prodigio fue vedadaa nuestros ojos…

—El país de Cien Lagos —aclaróVysogota— se llama hoy MilTrachta. Es una región lacustre enla parte norte de Metinna, cerca de

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la frontera con Nazair y Mag Turga.Buyvid Backhuysen escribe quesalieron hacia el lago desde elnorte, desde Assengard… Hoy noexiste Assengard, sólo han quedadoruinas, la ciudad más cercana esNeunreuth. Buyvid contóseiscientas leguas desde Assengard.Se han venido usando distintostipos de leguas, pero podemostomar la más popular según la cualseiscientas leguas son,redondeando, cincuenta millas. Alsur de Assengard, que de aquí, dePereplut, está alejado como unas

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trescientas cincuenta millas. Pordecirlo de otro modo, de la Torrede la Golondrina te separan más omenos trescientas millas, Ciri. En tuKelpa, como dos semanas decamino. Por supuesto en primavera.No ahora, cuando en uno o dos díasvendrán los hielos.

—De Assengard, por lo que heleído —murmuró Ciri, frunciendola nariz pensativa—, no hanquedado de aquellos tiempos másque ruinas. Y yo he visto con mispropios ojos la ciudad élfica deShaerrawedd en Kaedwen, estuve

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allí. Los humanos habían robado ysaqueado todo, no habían dejadomás que piedras desnudas. Apuestoa que de tu Torre de la Golondrinatampoco han quedado más quepiedras, y sólo las grandes, por quelas pequeñas seguro que lasrobaron. Y si para colmo allí habíaun portal…

—Tor Zireael era mágica. Noera visible para todos. Y lostelepuertos no son nunca visibles.

—Cierto —reconoció y sesumió en sus pensamientos—. El deThanedd no lo era. Apareció de

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pronto en la pared desnuda… Yademás justo a tiempo, porqueaquel hechicero que me perseguíaya estaba cerca… Ya lo oía venir…Y entonces, como respondiendo auna llamada, apareció un portal.

—Estoy seguro —dijo Vysogotaen voz baja— de que siconsiguieras llegar a Tor Zireael,también se te aparecería aqueltelepuerto. Aunque fuera en lasruinas, entre las piedras desnudas.Estoy seguro de que conseguiríasencontrarlo y activarlo. Y él, estoyseguro, obedecería tus órdenes.

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Porque yo pienso, Ciri, que tú eresuna elegida.

—Tus cabellos, Triss, son como elfuego a la luz de las velas. Y tusojos como lapislázuli. Tus labioscomo corales…

—Cállate, Crach. ¿Estásborracho o qué? Échame más vino.Y cuéntame.

—¿Contarte qué?—¡No finjas! Acerca de cómo

Yennefer decidió navegar hasta elAbismo de Sedna.

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—¿Cómo te va? Cuenta, Yennefer.—Primero tú contesta a mi

pregunta: ¿quiénes son esas mujeresque encuentro siempre cuando voya tu casa? ¿Y que siempre meregalan unas miradas quenormalmente suelen estarreservadas para mirar a una mierdade gato que yace sobre la alfombra?

—¿Te interesa el estado formaly jurídico o el fáctico?

—El segundo.—En ese caso son mis esposas.—Entiendo. Aclárales entonces,

cuando tengas ocasión, que lo

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pasado, pasado está.—Ya lo hice. Pero las mujeres

son así. No importa. Cuenta,Yennefer. Me interesan los avancesen tu trabajo.

—Por desgracia —la hechicerase mordió los labios— losprogresos son mínimos. Y el tiempocorre.

—Corre —afirmó el yarl con lacabeza—. Y sigue trayendo nuevassensaciones. He recibido noticiasdesde el continente, seguro que teinteresan. Provienen del corpus deVissegerd. Sabes, espero, quién es

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Vissegerd.—¿Un general de Cintra?—Un mariscal. Dirige un

cuerpo integrado en el ejércitotemerio que está compuesto poremigrantes y voluntarios cintrianos.Sirven en él suficientes voluntariosde las islas como para tenersiempre nuevas de primera mano.

—¿Y qué tienes?—Tú llegaste aquí, a Skellige,

el diecinueve de agosto, dos díasdespués de la luna llena. Ese mismodía, es decir, el diecinueve, elcorpus de Vissegerd atrapó durante

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una batalla a un grupo de fugitivosentre los que estaban Geralt y esetrovador amigo suyo…

—¿Jaskier?—Exacto. Vissegerd los acusó a

ambos de espionaje, los detuvo ytenía intenciones de ajusticiarlos,pero ambos prisioneros huyeron ycondujeron contra Vissegerd a losnilfgaardianos, con los que pareceser que tenían un acuerdo.

—Tonterías.—También me parece. Pero me

ronda por la cabeza que el brujo,pese a lo que tú piensas, realiza

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algún plan inteligente. Queriendosalvar a Ciri, se gana la merced deNilfgaard…

—Ciri no está en Nilfgaard. YGeralt no realiza plan alguno. Laplanificación no es su mayorcualidad. Dejémoslo. Lo importantees que estamos ya a veintiséis deagosto y yo todavía sé muy poco.Demasiado poco para emprendernada… A menos que…

Se calló, mirando por laventana, jugueteando con la estrellade obsidiana cosida en terciopelonegro.

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—¿A menos que? —Crach anCraite no resistió.

—En vez de burlarnos deGeralt, probemos sus métodos.

—No entiendo.—Se puede intentar el

sacrificio, yarl. Al parecer, ladisposición al sacrificio otorgaréditos, produce consecuenciasbeneficiosas… Aunque sea en laforma del favor de una diosa. Queama y valora el sacrificio y elsufrimiento por una causa.

—Sigo sin entender. —Élfrunció el ceño—. Pero no me gusta

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lo que dices, Yennefer.—Lo sé. A mí tampoco. Pero ya

he ido demasiado lejos… El tigrepuede ya escuchar los balidos delcabritillo…

—Esto es lo que me temía —susurró Triss—. Precisamente estome temía.

—Lo que quiere decir queentonces entendí bien. —Loshuesos de las mandíbulas de Crachan Craite chasquearon con fuerza—. Yennefer sabía que alguienescuchaba las conversaciones quellevaba a cabo con ayuda de

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aquella máquina infernal. O quealguno de los interlocutores latraicionaría vilmente…

—O lo uno y lo otro.—Lo sabía. —Crach hizo

chirriar los dientes—. Pero seguíahaciendo lo que le daba la gana.¿Porque tenía que hacer de cebo?¿Ella misma iba a ser el cebo?¿Fingía que sabía más de lo quesabía para provocar al enemigo? Ynavegó hasta el Abismo de Sedna…

—Lanzando un reto.Provocando. Muy arriesgado,Crach.

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—Lo sé. No quería poner enpeligro a ninguno de nosotros…Excepto a los voluntarios. Por esopidió dos drakkars.

—Tengo para ti los dos drakkarsque has pedido. Alción y Tamara. Yla tripulación, se supone. El Alciónlo dirigirá Guthlaf, hijo de Sven,pidió ese honor, le has gustado,Yennefer. El Tamara lo capitanearáAsa Thjazi, capitán, en el que tengola más absoluta confianza. Ah, casilo olvido. En la tripulación delTamara también irá mi hijo,

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Hjalmar Bocatorcida.—¿Tu hijo? ¿Cuantos años

tiene?—Diecinueve.—Pronto empezaste.—Le dijo la sartén al cazo.

Hjalmar pidió ser añadido a latripulación por motivos personales.No le pude rechazar.

—¿Por motivos personales?—¿De verdad no conoces esa

historia?—No. Dime.Crach an Craite bajó el cuerno,

sonrió al recordar.

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—A los niños de Ard Skellig—comenzó— les encanta patinar enel invierno, se mueren esperandoque lleguen los hielos. Se lanzan alhielo los primeros, apenas secongela el lago, sobre unasuperficie tan fina que no soportaríaa los adultos. Por supuesto la mejordiversión son las persecuciones.Echar a correr y correr cuanto danlas fuerzas de una punta del lago aotra. Los niños compiten en lo quese llama el «salto del salmón». Setrata de saltar con los patines porencima de las rocas cercanas a la

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orilla, que surgen del hielo comolos dientes de un tiburón. Delmismo modo que un salmón cuandose lanza por encima del borde delos saltos de agua. Se elige una filade piedras adecuada, se tomaimpulso… Ja, yo mismo lo hicecuando era un mocoso…

Crach an Craite se quedopensativo, sonrió levemente.

—Por supuesto —continuó—,estas competiciones las gana yluego alardea de ello como un pavoaquél que salta la fila de rocas máslarga. En su momento, Yennefer,

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este honor recayó a menudo en estetu humilde sirviente y presenteinterlocutor, je, je. En la época quenos interesa más, el campeón solíaser mi hijo Hjalmar. Saltaba porencima de tales piedras que ningunode los muchachos se atrevía asaltar. E iba con la nariz alta,retando a todos para que intentaranvencerlo. Y se aceptó aquel reto.Ciri, hija de Pavetta de Cintra. Nisiquiera era una isleña, aunque seconsideraba a sí misma como una,puesto que pasaba más tiempo aquíque en Cintra.

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—¿Incluso después delaccidente de Pavetta? Pensaba queCalanthe le había prohibido veniraquí.

—¿Sabes eso? —La miró conaire de sospecha—. Vaya, Yennefer,sabes mucho. Mucho. La ira y laprohibición de Calanthe no duraronmás que medio año, luego Ciricomenzó a pasar aquí los veranos ylos inviernos… Patinaba como undiablo, pero, ¿saltar al «salmón» encompetición con los chavales? ¿Yretar a Hjalmar? ¡A nadie le cabíaen la cabeza!

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—Y saltó —adivinó lahechicera.

—Saltó. Saltó ese medio diablocintriano. Una verdadera Leoncillade la sangre de la Leona. YHjalmar, para que no se burlaran deél, tuvo que arriesgar un salto sobreuna fila de piedras todavía máslarga. Se arriesgó. Se rompió unapierna, una mano, cuatro costillas yse destrozó la cara. Le quedaráncicatrices hasta el final de su vida.¡Hjalmar Bocatorcida! ¡Y sufamosa prometida! ¡Je, je!

—¿Prometida?

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—¿No sabías eso? ¿Tanto sabesy eso no? Ella fue a verle cuandoguardaba cama y se estaba curandodespués del famoso salto. Le leía,le contaba cosas, le sujetaba de lamano… Y cuando alguien entrabaen la habitación se ponían rojoscomo dos amapolas. Bueno, y porfin, Hjalmar me comunicó que sehabían prometido. Por poco no meda algo. ¡Ya te daré yo a ti, mocoso,prometimientos, le dije, pero con unlátigo! Y me embargó un poco elmiedo, porque pensaba que lasangre de la Leoncilla es sangre

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caliente, que ella es de aquí te pilloaquí te mato, que es una temeraria,por no decir una pequeña locuela…Por suerte Hjalmar estabacompletamente vendado y entablillas, así que no podían haberhecho tonterías…

—¿Cuántos años teníanentonces?

—Él quince, ella casi doce.—Creo que exagerabas un poco

con esos temores.—Puede que un poco. Pero al

menos Calanthe, a la que tuve quecontárselo todo, no lo menospreció.

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Sé que tenían planes de matrimoniopara Ciri, creo que se trataba deljoven Tancredo Thyssen, de Kovir,o puede que Radowid de Redania,no estoy seguro. Pero los rumorespodían dañar los proyectos dematrimonio, incluso rumores deinocentes besos o caricias medioinocentes. Calanthe, sin un instantede vacilación, se llevó a Ciri aCintra. La muchacha se enfadó,gritó, lloró, pero no sirvió de nada.Con la Leona de Cintra no habíadiscusión. Luego, Hjalmar estuvodos días de cara a la pared y no

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habló con nadie. Apenas sanó,quiso robar un esquife y navegarsolo hasta Cintra. Le di con el cintoy se le pasó. Y luego…

Crach an Craite calló, se quedópensativo.

—Luego llegó el verano, luegoel otoño y ya todo el poderíonilfgaardiano se lanzó contraCintra, desde la pared sur, junto alas Escaleras de Marnadal. YHjalmar encontró otra ocasión paramostrar su hombría. En Marnadal,en Cintra, luego en Sodden, seenfrentó valientemente contra los

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Negros. Luego también, cuando losdrakkars fueron a las costasnilfgaardianas, Hjalmar vengó conla espada en la mano a su casiprometida, de la que entonces sepensaba que ya no vivía. Yo no locreía porque no habían sucedidolos fenómenos de los que te habíahablado… Bueno, y ahora, cuandoHjalmar se enteró de la posibilidadde una expedición de rescate, seofreció como voluntario.

—Gracias por esta historia,Crach. He descansado al oírte. Mehe olvidado de mis… pesadumbres.

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—¿Cuándo te vas, Yennefer?—En los próximos días. Puede

que incluso mañana. Sólo me quedapor hacer una últimatelecomunicación.

Los ojos de Crach an Craite erancomo ojos de azor. Se clavabanprofundamente, hasta el fondo.

—¿No sabes por casualidadcon quién habló Yennefer porultima vez antes de desmontar lamáquina infernal? ¿La noche delveintisiete al veintiocho de agosto?¿Con quién? ¿Y de qué?

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Triss cubrió los ojos con suspestañas.

El rayo de luz desviado por elbrillante revivió con un resplandorla superficie del espejo. Yenneferextendió las dos manos, gritó unhechizo. El reflejo cegador seconvirtió en una niebla retorcida,de la niebla comenzó a surgirenseguida una imagen. La imagende una habitación de paredescubiertas con unos tapicesmulticolores.

Un movimiento en la ventana. Y

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una voz inquieta.—¿Quién? ¿Quién está allí?—Soy yo, Triss.—¿Yennefer? ¿Eres tú?

¡Dioses! ¿De dónde… dónde estás?—No importa dónde esté. No

bloquees porque la imagen titila. Yquita la lamparilla porque meciega.

—Ya. Por supuesto.Aunque era muy tarde, Triss

Merigold no estaba ni en negligé nien ropa de trabajo. Llevaba unvestido de calle. Como decostumbre, abrochado muy alto

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junto al cuello.—¿Podemos hablar libremente?—Por supuesto.—¿Estás sola?—Sí.—Mientes.—Yennefer…—No me engañas, mocosa.

Conozco ese gesto, estoy harta deverlo. Hacías lo mismo cuandocomenzaste a dormir con Geralt amis espaldas. Entonces también teponías la misma máscara de pollitoinocente que veo ahora en tu rostro.¡Y ahora significa lo mismo que

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entonces!Triss enrojeció. Y junto a ella

apareció en la ventana FilippaEilhart, vestida con un jubóngranate de hombre con bordados deplata.

—Bravo —dijo—. Astuta,como siempre, como siemprepenetrante. Estoy contenta de vertesana y salva, Yennefer. Estoycontenta de ver que la locateleportación desde Montecalvo noterminó en una tragedia.

—Pongamos que de verdad tealegras. —Yennefer torció el gesto

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—. Aunque se trata de unasuposición bastante atrevida. Perodejémoslo. ¿Quién me traicionó?

—¿Acaso importa? —Filippase encogió de hombros—. Ya hacecuatro días que contactas contraidores. Con aquéllos para losque la traición y la venalidad son susegunda naturaleza. Y con aquéllosa los que tú misma empujaste a latraición. Uno de ellos te traicionó.El orden natural de las cosas. Nome digas que no lo esperabas.

—Por supuesto que me loesperaba —bufó Yennefer—. La

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mejor prueba es que contacto convosotras. No tendría por quéhacerlo.

—No tendrías. Eso quiere decirque quieres algo.

—Bravo. Astuta, como siempre,como siempre penetrante. Contactocon vosotras para aseguraros que elsecreto de vuestra logia está asalvo conmigo. No os traicionaré.

Filippa la miró a través de suspestañas.

—Si contabas —dijo por fin—con que esta declaración te iba aservir para comprarte tiempo,

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tranquilidad y seguridad, teequivocas. No nos engañemos,Yennefer. Al huir de Montecalvorealizaste una elección, tedeclaraste por un lado de labarricada. Quien no está en la logiaestá contra ella. Ahora intentasadelantarte a nosotras en la tarea deencontrar a Ciri y los motivos quete mueven a ello son precisamentelos contrarios a los nuestros.Actúas contra nosotras. No quierespermitir que utilicemos a Ciri paranuestros objetivos políticos. Asíque nosotras haremos todo lo

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posible para que no consigasutilizar a la muchacha para lostuyos, sentimentales.

—¿Así que guerra?—Competencia —sonrió

Filippa venenosamente—. Sólocompetencia, Yennefer.

—¿Leal y honorable?—Estás bromeando.—Por supuesto. Sin embargo, al

menos hay cierto asunto que querríadejar claro honestamente.

—Dilo.—En los próximos días, puede

que mañana, sucederán unos

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acontecimientos cuyasconsecuencias no estoy en estadode prever. Puede ser que nuestracompetencia deje de tenerimportancia de pronto. Por unacausa muy simple. Que no hayacompetidora.

Filippa Eilhart entornó sus ojos,matizados por una sombra celeste.

—Entiendo.—Conseguid entonces que

recupere después de mi muerte mireputación y mi buen nombre. Paraque no me consideren más comouna traidora y aliada de Vilgefortz.

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Pido esto a la logia. Te lo pido a tipersonalmente.

Filippa calló un instante.—Rechazo la petición —dijo

por fin—. Lo siento, pero turehabilitación no está dentro de losintereses de la logia. Si mueres,mueres como una traidora. Serásuna traidora y una criminal paraCiri, porque entonces será más fácilmanipular a la muchacha.

—Antes de que emprendas algoque amenace muerte —habló depronto Triss—, déjanos…

—¿Un testamento?

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—Algo que nos permita…continuar… seguir tus huellas.Encontrar a Ciri. ¡Se trata de subienestar! ¡De su vida! Yennefer,Dijkstra encontró… ciertas huellas.Si Vilgefortz tiene a Ciri, a lamuchacha le amenaza una muertehorrible.

—Calla, Triss —ladró bruscaFilippa Eilhart—. Aquí no habrámercadeo ni regateos.

—Os dejaré indicaciones —dijo Yennefer lentamente—. Osdejaré informaciones de lo que meenteré y de lo que voy a emprender.

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Os dejaré huellas que podréisseguir. Pero no gratis. No queréisrehabilitarme a ojos del mundo,pues al diablo con vuestro mundo.Pero rehabilitadme siquiera a ojosde un brujo.

—No —respondió casi deinmediato Filippa—. Esto tampocoentra dentro de los intereses de lalogia. También para tu brujoseguirás siendo una hechiceratraidora y nefanda. No entra dentrode los intereses de la logia el quealborotara, buscando venganza, y site desprecia, no va a querer

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vengarte. Al fin y al cabo, creo queya está muerto. O lo estará un díade éstos.

—Informaciones —hablóYennefer con voz sorda— por suvida. Sálvalo, Filippa.

—No, Yennefer.—Porque no entra dentro de los

intereses de la logia. —En los ojosde la hechicera ardió un fuegovioleta—. ¿Lo has oído, Triss? Éstaes tu logia. Éste es su verdaderorostro, éstos sus verdaderosintereses. ¿Y qué dices a ello? Erasla tutora de la muchacha, casi,

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como tú misma dijiste, su hermanamayor. Y Geralt…

—No tomes a Triss por la fibraromántica, Yennefer. —Filippa setomó la revancha con el fuego desus ojos—. Encontraremos yrescataremos a la muchacha sin tuayuda. Y si tú tuvieras éxito,entonces gracias mil, nos laproporcionarás, nos ahorrarásfatigas. Tu arrancas a la muchachade manos de Vilgefortz, nosotros delas tuyas. ¿Y Geralt? ¿Quién esGeralt?

—¿Has oído, Triss?

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—Perdóname —dijosordamente Triss Merigold—.Perdóname, Yennefer.

—Oh, no, Triss. Nunca.

Triss miraba al suelo. Los ojos deCrach an Craite eran como ojos deazor.

—Al día siguiente de estaúltima comunicación secreta —dijodespacio el yarl de Skellige—, deésa de la que tú, Triss Merigold, nosabes nada, Yennefer se fue deSkellige, poniendo curso al Abismode Sedna. Al preguntarle por qué se

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dirigía precisamente hacia allí, memiró a los ojos y respondió quetenía intenciones de comprobar enqué se diferencian las catástrofesnaturales de las innaturales. Se fuecon dos drakkars, el Támara y elAlción, con una tripulacióncompuesta exclusivamente devoluntarios. Esto fue el veintiochode agosto, hace dos semanas. No lavolví a ver…

—¿Cuándo te enteraste…?—Cinco días después. —La

interrumpió bastante pococeremoniosamente—. Tres días

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después de la nueva de septiembre.

El capitán Asa Thjazi, sentadodelante del yarl, estaba intranquilo.Se lamía los labios, se removía enel banco, retorcía los dedos de talforma que hasta saltaban lospulgares.

El sol rojo, que había logradosalir por fin de entre las nubes quecubrían el cielo, iba bajando poco apoco hacia Spikeroog.

—Habla, Asa —le ordenóCrach an Craite.

Asa Thjazi tosió con fuerza.

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—Avanzamos muy deprisa —siguió—. El viento nos erafavorable, hacíamos más de docenudos. Entonces, ya el veintinueve,vimos por la noche la luz del farode Peixe de Mar. Doblamos unpoco hacia el oeste, para notoparnos con algún nilfgaardiano…Y un día antes de la nueva deseptiembre, al alba, entramos en lazona del Abismo de Sedna.Entonces, la hechicera nos llamó amí y a Guthlaf…

—Necesito voluntarios —dijo

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Yennefer—. Sólo voluntarios. Niuno más de los que sean necesariospara manejar el drakkar por uncorto período de tiempo. No sécuántos hacen falta, no sé nada deesto. Pero pido que no se deje en elAlción ni siquiera a una personamás por encima de la cifraestrictamente necesaria. Y repito:sólo voluntarios. Lo que pretendohacer… es muy arriesgado. Másque una batalla naval.

—Comprendo. —El viejosenescal afirmó con la cabeza—. Yme presento como primero. Yo,

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Guthlaf, hijo de Sven, pido estehonor.

Yennefer le miró largo rato alos ojos.

—Está bien —dijo—. El honores mío.

—Yo también me presenté —dijoAsa Thjazi—, pero Guthlaf noaccedió. Alguien, dijo, tiene quellevar el mando del Támara. Comoresultado, se presentaron quince.Entre ellos Hjalmar, yarl. Crach anCraite alzó las cejas.

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—¿Cuántos hacen falta, Guthlaf? —repitió la hechicera—. ¿Cuántossobran? Por favor, cuéntalo conprecisión.

El senescal guardó silencioalgún tiempo, calculó.

—Con ocho basta —dijo porfin—. Si no es mucho tiempo…Pero al fin y al cabo aquí todos sonvoluntarios, así que no hay ningunanecesidad…

—Selecciona a ocho de entreesos quince —le interrumpió conbrusquedad—, elígelos tú mismo. Yordena a los elegidos que pasen al

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Alción. El resto se queda en elTamara. Ah, uno de los que sequeda lo selecciono yo. ¡Hjalmar!

—¡No, señora! ¡No podéishacerme esto! ¡Me presenté y estaréa vuestro lado! Quiero estar…

—¡Calla! ¡Te quedas en elTamara! ¡Es una orden! ¡Unapalabra más y hago que te aten almástil!

—Sigue, Asa.—La maga, Guthlaf y los

mencionados ocho voluntariossubieron al Alción y navegaron

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hacia el Abismo. Nosotros, con elTamara, nos mantuvimos a un ladosiguiendo las órdenes, pero demodo que no nos alejáramos. Conel tiempo, que hasta entonces noshabía sido favorable, algunadiablura comenzó a pasar al pronto.Sí, bien digo, diablura, porquealguna fuerza impura era, yarl…Que me pasen por la quilla simiento…

—Sigue.—Allá donde nosotros

estábamos, el Tamara, se entiende,estaba tranquilo. Aunque soplaba

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algo el aire y el cielo se puso negrode las nubes, hasta que casi parecíaque el día se tornaba noche. Masallá donde estaba el Alción, sehabía abierto el mismo infierno. Unverdadero infierno…

La vela del Alción se agitó depronto con tanta fuerza queescucharon sus estampidos pese ala distancia que los separaba deldrakkar. El cielo se ennegreció, lasnubes se agruparon. El mar, quealrededor del Tamara parecíatotalmente tranquilo, se enfureció y

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bullía espumeante junto a la bordadel Alción. Alguien gritó de pronto,otro le siguió y al poco gritabantodos.

Bajo una masa de negras nubesque se aposentaban sobre él, elAlción bailaba entre las olas comoun corcho, girando, virando ysaltando, golpeando en ellas biencon la proa, bien con la popa. Aveces el drakkar desaparecía de lavista casi por completo. A veces nose veía más que la vela de bandasde colores.

—¡Esto son hechizos! —gritó

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alguien a espaldas de Asa—. ¡Esmagia diabólica!

Un remolino hacía girar alAlción cada vez más deprisa y másdeprisa. Los escudos, arrancadospor la fuerza centrífuga de lasbordas del drakkar, volaban por elaire como discos, revoloteaban aizquierda y derecha los destrozadosremos.

—¡Arrizar la vela! —gritó AsaThjazi—. ¡Y a los remos! ¡Vamosallá! ¡Hay que salvarlos!

Era ya, sin embargo, demasiadotarde.

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El cielo sobre el Alción sehabía puesto negro, la oscuridadestalló de pronto en el zigzag de losrelámpagos que rodearon el drakkarcomo los tentáculos de una medusa.Las nubes agrupadas en formasfantásticas se retorcían en unembudo monstruoso. El drakkargiraba en círculo con una increíblevelocidad. El mástil se quebrócomo una cerilla, la veladestrozada salió disparada porencima de la cubierta como ungigantesco albatros.

—¡A los remos, por mi fe!

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Por encima de sus propiosgritos, por encima del bramido delos elementos que lo amortiguabantodo, escuchaban sin embargo losgritos de la gente del Alción. Gritostan increíbles que los pelos seponían de punta. A ellos, viejoslobos de mar, sangrientosberserkers, marineros que habíanvisto y escuchado mucho.

Soltaron los remos, conscientesde su impotencia. Quedaronestupefactos, hasta dejaron degritar.

El Alción, todavía girando, se

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comenzó a elevar lentamente porencima de las olas. Y subía cadavez más alto y más alto. Vieron elagua que se escurría, la quillacubierta de moluscos y algas.Vieron luego una forma negra, unasilueta que caía al agua. Luego unasegunda. Y una tercera.

—¡Están saltando! —bramóAsa Thjazi—. ¡A remar,muchachos, sin parar! ¡Con todaslas fuerzas! ¡Vamos a ayudarlos!

El Alción estaba ya a más decien codos de la superficie marina,que bullía como una olla. Seguía

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girando, enorme, el timónrezumando agua, rodeado por unaígnea tela de araña de relámpagos,atraído por una fuerza invisiblehacia las nubes.

De pronto, una explosión quetaladraba los oídos quebró el aire.Aunque empujado hacia delante porla fuerza de quince pares de remos,el Támara retrocedió de pronto yvoló hacia atrás. A Thjazi ledesapareció el suelo bajo sus pies.Cayó, se golpeó en la frente con laborda.

No se pudo levantar por sí

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mismo, tuvieron que alzarlo. Estabaaturdido, agitaba y movía la cabeza,se tambaleaba, balbuceaba sinsentido. Escuchaba los gritos de sutripulación como desde detrás deuna pared. Se acercó a la borda,agarrándose como un borracho,clavó los dedos en el reling.

El viento enmudeció, las olas secalmaron. Pero el cielo todavíaseguía negro de a causa de loscúmulos de nubes.

Del Alción no quedaban ni lashuellas.

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—Ni huellas quedaron, yarl. Oh,algún pedacillo, algunos trapos…Pero no más.

Asa Thjazi interrumpió lanarración, miraba al sol, quedesaparecía por detrás de lacumbre boscosa de Spikeroog.Crach an Craite, pensativo, no leapremió.

—No se sabe —siguió por finAsa Thjazi— cuántos consiguieronsaltar antes de que aquelladiabólica nube se tragara al Alción.Pero de los que no saltaron,ninguno sobrevivió. Y nosotros,

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aunque no ahorramos tiempo niesfuerzo, no conseguimos más quepescar dos cadáveres. Dos cuerpos,llevados por el agua. Sólo dos.

—¿La hechicera —preguntó elyarl con un tono de voz levementedistinto— no estaba entre ellos?

—No.Crach an Craite guardó silencio

largo tiempo. El sol se ocultó porcompleto detrás de Spikeroog.

—Desapareció el viejo Guthlaf,hijo de Sven —habló de nuevo AsaThjazi—. Seguro que hasta elúltimo hueso lo han devorado ya

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los cangrejos del fondo delSedna… Desapareciócompletamente la maga… Yarl, lagente comienza a decir… que todoesto es por su culpa… El castigopor su crimen…

—¡Tontas habladurías!—Murió —murmuró Asa— en

el Abismo de Sedna. En el mismositio que entonces Pavetta y Duny…Una coincidencia…

—No fue una coincidencia —dijo convencido Crach an Craite—.Ni entonces ni ahora; con todaseguridad, no fue una coincidencia.

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Capítulo décimo

Es esencial queel infortunadosufra; suhumillación y susdolores figuranentre las leyes dela naturaleza y suexistencia es útilal plan general,tanto como laprosperidad dequien lo aplasta.

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Ésta es la verdadque debe sofocarel remordimientotanto en el almadel tirano comoen la delmalhechor. Queno se coarte, quese entregueciegamente acuantas maldadesse le ocurran: lavoz de lanaturaleza sólole sugiere esta

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idea, el únicomodo posible conque ella nosconvierte enagentes de susleyes. Cuando susinspiracionessecretas nospredisponen almal, es porque elmal le esnecesario.

Donatien AlphonseFrançois de Sade

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El estampido y el chirrido de laspuertas primero abiertas y luegocerradas de la celda despertaron ala más joven de las hermanasScarra. La mayor estaba sentada ala mesa, ocupada en rascar unasgachas pegadas al fondo de unaescudilla de estaño.

—¿Y cómo te ha ido en eljuicio, Kenna?

Joanna Selborne, llamadaKenna, no dijo nada. Se sentó en elcamastro, apoyó los codos en lasrodillas y la frente en las manos.

Scarra la Joven bostezó, eructo

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y se peyó ruidosamente. LeCoq,acurrucado en el camastro deenfrente, murmuró algo ininteligibley volvió la cabeza. Estaba enfadadocon Kenna, con las hermanas y contodo el mundo.

En las prisiones normalestodavía se dividía tradicionalmentea los arrestados según su sexo. Enlas ciudadelas militares eradistinto. Ya el emperador Fergusvar Emreis, confirmando en undecreto la igualdad de derechos delas mujeres en el ejército imperial,ordenó que, si emancipación, pues

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emancipación, la igualdad debía serigual en todos lados y en todos losaspectos, sin ninguna excepción, niespeciales privilegios para ningunode los sexos. Desde aquelmomento, en las fortalezas yciudadelas los prisioneroscumplían su condena en celdascoeducacionales.

—¿Y qué entonces? —repitióScarra la Mayor—. ¿Te sueltan?

—¡Seguro! —dijo Kenna conamargura, todavía con la cabezaapoyada en las manos—. Antoavíavoy a tener suerte si no me cuelgan.

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¡Joder! He declarado toda laverdad, sin ocultar ni miaja, bueno,casi nada, se entiende. Y esehijoputa comenzó a machacarme,hízome primero quedar como unatonta ante todos, luego arresultó quesoy persona sin credibilidad yelemento criminal y al mismito finalva y me sale con participación enconspiración dirigida a derrocar.

—Derrocar. —Scarra la Mayor,haciendo como si lo entendiera,meneó la cabeza—. Aah, si se tratade derrocar… La has cagao, Kenna.

—Como si no lo supiera.

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Scarra la Joven se estiró,bostezó de nuevo, con la boca másabierta y haciendo más ruido que unleopardo, saltó del camastro dearriba, de una enérgica patada quitóde en medio el estorbo del taburetede LeCoq, escupió al suelo junto altaburete. LeCoq gruñó, pero no seatrevió a más.

LeCoq estaba mortalmenteenfadado con Kenna. Y tenía miedode las hermanas.

Cuando hacía tres días leinstalaron a Kenna en la celda,pronto resultó que LeCoq tenía sus

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propias ideas en lo tocante a laemancipación y la igualdad de lamujer. En mitad de la noche le echóa Kenna una manta sobre la partesuperior del cuerpo con intencionesde servirse de la parte inferior, loque seguramente hubieraconseguido si no hubiera sido porel hecho de que dio con unaempática. Kenna se le metió en elcerebro de tal forma que LeCoqaulló como un lobisome y searrastró por la celda como si lehubiera picado una tarántula.Kenna, por su parte y por pura

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venganza, le obligó telepáticamentea ponerse a cuatro patas y a golpearcon la cabeza en la puerta cubiertade chapa de la celda. Cuando,alarmados por el terrible ruido, losguardianes abrieron la puerta,LeCoq le dio un embate a uno deellos, por lo que recibió cincogolpes de palo y otros tantospuntapiés. Recapitulando, LeCoqno saboreó aquella noche losplaceres con los que contaba. Y seenfadó con Kenna. Ni siquiera seatrevió a pensar en la revancha,porque al día siguiente les pusieron

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en la celda a las hermanas Scarra.De modo que el bello sexo estabaen mayoría y, para colmo pronto sevio que las opiniones de lashermanas acerca de la igualdaderan parecidas a las de LeCoq, sóloque completamente al revés en loque se refería a los rolesadjudicados a los sexos. Scarra laJoven miraba al hombre con ojosde rapaz y emitía comentariosinequívocos, mientras que la Mayorse carcajeaba y se frotaba lasmanos. El efecto fue que LeCoqdormía con su taburete, con el cual,

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en caso necesario, preveía defendersu honor. Pero escasas eran susposibilidades y perspectivas:ambas Scarra habían servido en elejército de línea y eran veteranasde muchas batallas, no se rendiríanante un taburete; si querían violar,violaban, incluso si el hombreestaba armado con un hacha. Kenna,sin embargo, estaba segura de quelas hermanas sólo bromeaban.Bueno, casi segura.

Las hermanas Scarra estaban enla trena por haber pegado a unoficial, mientras que en el asunto

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del guardamangier LeCoq había unainvestigación relacionada con unchanchullo de robo de botín deguerra que era ya grande y famoso yque iba alcanzando cada vezcírculos más altos.

—La has cagao, Kenna —repitió Scarra la Mayor—.Entonces te has metío en una buenamaraña. O más bien te han metío.¡Y por el diablo diablero, que no teanteraras a tiempo que andabasembrollá en un pastel político!

—Bah.Scarra la miró sin saber muy

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bien cómo había de entender laafirmación monosilábica. Kennaevitó su mirada.

No os voy a contar a vosotraslo que silenciara ante los jueces,pensó. El que sabía en qué juegome estaba metiendo. Ni eso, ni laforma en que me enterara.

—Mordiste más de lo quepodías tragar —afirmó sabia la másjoven de las Scarra, la menosdesarrollada, la que (Kenna estabasegura) no había entendido ni jotade lo que se trataba.

—¿Y qué pasó con la princesa

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ésa de Cintra? —no se resignóScarra la Mayor—. Al cabo laechastis mano, ¿no?

—La echamos mano. Si sepuede decir así. ¿Qué día es hoy?

—El ventidós de septiembre.Mañana es el equinoccio.

—Ja. Ved cuán raro es eldecurso del azar. Entonces mañanase cumplirá el año desde aquelloshechos… Un año ya…

Kenna se tumbó en el camastro,con las manos unidas detrás delcuello. Las hermanas callaban, conla esperanza de que aquello fuera la

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introducción para una historia.Nada de eso, hermanillas,

pensó Kenna, mirando lasguarrerías escritas y las todavíamayores guarrerías dibujadas en latabla del camastro de arriba. Nohabrá ninguna historia. Ni siquieraes porque ese apestoso LeCoq meapesta a mí a chota de mierda o aotro testigo de la corona.Simplemente no quiero hablar deello. No quiero recordarlo.

Lo que pasó hace un año…después de que Bonhart se nosescapara en Claremont.

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Llegamos allí dos díasdemasiado tarde, recordó, el rastroya se había enfriado. Nadie sabíaadonde había ido el cazador derecompensas. Nadie, excepto elmercader Houvenaghel, se entiende.Pero Houvenaghel no quiso hablarcon Skellen, ni siquiera le dejóentrar en su casa. Le transmitiómediante el servicio que no teníatiempo y no concedía audiencia.Antillo se enrabietó y se inflamó,pero, ¿qué iba a hacer? Aquello eraEbbing, no tenía allí jurisdicción. Yde otro —nuestro— modo no se

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podía agarrar a Houvenaghel,porque él tenía en Claremont unejército privado y no se podíaempezar una guerra…

Boreas Mun rastreó, DacreSilifant y Ola Harsheim intentaronel soborno, Til Echrade, la magiaélfica, yo sentí y leí pensamientos,pero no sirvió de mucho. Nosenteramos solamente de queBonhart se fue de la ciudad por lapuerta del sur. Y de que antes deque se fuera…

En Claremont había unsantuario pequeñito, de madera de

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alerce… Junto a la puerta del sur,frente a una placita con mercado.Antes de irse de Claremont,Bonhart, en aquella plaza, delantedel santuario, torturó a Falka con unlátigo. Ante los ojos de todos,incluyendo de los sacerdotes delsantuario. Gritó que le demostraríaquién era su señor y amo. Que estose lo enseñaría con un palo, comoquisiera, y si lo quisiera, lagolpearía hasta la muerte, porquenadie tomaría parte por ella, nadiela ayudaría, ni los hombres ni losdioses.

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Scarra la Joven miraba por laventana, colgaba agarrada a lasrejas. La Mayor comía gachas de laescudilla. LeCoq tomó el taburete,se tumbó y se cubrió con la manta.

Se escuchó la campana delcuerpo de guardia, los centinelas segritaron en la muralla.

Kenna se dio la vuelta, el rostrohacia la pared.

Algunos días después, nosencontramos, pensó. Yo y Bonhart.Cara a cara. Miré a sus inhumanosojos de pez: sólo pensaba en unacosa, en cómo golpear a esa

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muchacha. Y le eché un vistazo asus pensamientos… Sólo por unmomento. Y fue como meter lacabeza en un tumba abierta…

Esto sucedió en el equinoccio.Y el día anterior, el veintidós

de septiembre, me di cuenta de quese había metido entre nosotros uninvisiblero.

Stefan Skellen, coronel imperial,escuchaba sin interrumpir. PeroKenna vio cómo se le transformabael rostro.

—Repite, Selborne —

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pronunció arrastrando las sílabas—. Repite porque no creo a mispropios oídos.

—Cuidado, señor coronel —murmuró—. Haced como que osenfadáis… Como si yo peticiónalguna tuviera y vos no quisieraispermitirla… En apariencia, seentiende. Yo no me equivoco,segura estoy. Dos días ha que uninvisiblero nos ronda. Un espíainvisible.

Antillo, había quereconocérselo, era listo; lo pilló alvuelo.

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—No, Selborne, no lo concedo—dijo en voz alta, pero evitandoexageraciones actorales tanto en eltono como en los gestos—. Ladisciplina ata a todos. No hayexcepciones. ¡No concedo mipermiso!

—Pídoos al menos queescucharéis, señor coronel. —Kenna no tenía el talento de Antillo,no escapaba a la artificialidad,pero en la escena que estabaninterpretando cierta artificialidad yconfusión habrían sido aceptables—. Pídoos al menos escuchar…

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—Habla, Selborne. ¡Pero cortoy conciso!

—Nos espía desde hace dosdías —murmuró, fingiendo queexplicaba sus razones con humildad—. Desde Claremont. Ha de irsecretamente tras nos, se acerca enlos vivaques, invisible, andurreaentre la gente, escucha.

—Escucha, el puto espía. —Skellen no tenía que fingir enfado niseveridad, su voz vibraba de rabia—. ¿Cómo lo descubriste?

—Cuando antenoche dieraisjunto a la posada las órdenes al

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señor Silifant, un gato que al puntoandaba durmiendo en un poyo siseóy puso las orejas. Raro se mehiciera aquello, puesto que no habíanadie en aqueste lado…. Y luegosentí algo, como un pensamiento,ajena voluntad. Cuando alredornomás hay pensamientos de losnuestros, normales, un pensamientoajeno es entonces para mí, señorcoronel, como si alguien gritara alo loco… Principié a estar atenta,fuerte, doblemente, y lo sentí.

—¿Lo puedes sentir siempre?—No. No siempre. Ha de tener

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alguna protección mágica. No máslo siento de muy cerca, y esto no decontinuo. Por esto hay que guardarla apariencia, puesto que no se sabesi justamente anduviera por acá.

—No lo espantemos —Antilloarrastró las sílabas—. No loespantemos… Yo lo quiero vivo,Selborne. ¿Qué propones?

—Lo vamos a hacer crepés.—¿Crepés?—Más bajito, señor coronel.—Pero… Ah, no importa. De

acuerdo. Te dejo mano libre.—Mañana hacer que tomemos

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cuartelillo en alguna aldea. Yoapañaré el resto. Y ahora, para lasapariencias, gritarme severamente yyo me iré.

—No sé cómo gritaros —lesonrió con los ojos y guiñólevemente, tomando de inmediatogesto de caudillo severo—. Porqueestoy satisfecho de vos, doñaJoanna.

Dijo «doña». Doña Joanna.Como a un oficial.

Hizo de nuevo un guiño.—¡No! —dijo, y agitó la mano,

interpretando estupendamente su

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papel—. ¡Petición rechazada!¡Idos!

—A la orden, señor coronel.

Al día siguiente, por la tarde,Skellen arregló que se quedaran enuna aldea junto al río Lete. La aldeaera rica, rodeada por unaempalizada, se entraba en ella poruna elegante puerta giratoria detablones nuevos de pino. La aldease llamaba Licornio. Y tomaba estenombre de una pequeña capilla depiedra en la que había un muñecode paja que representaba a un

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unicornio.Recuerdo, dijo para sí Kenna,

cómo nos burlamos de aqueldiosecillo de paja, y el alcalde, conun gesto serio, aclaró que el santolicornio que protegía la ciudadhabía sido, hacía años, de oro,luego de plata, luego de cobre,luego hubo algunas versiones dehueso y de maderas nobles. Perotodos habían sido robados ysaqueados. Sólo desde que ellicornio era de paja habíatranquilidad.

Extendimos el campamento en

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la aldea. Skellen, como estabaconvenido, ocupó la sala delconcejo.

Al cabo de menos de una horahicimos del espía invisible uncrepé. De una forma clásica, demanual.

—Por favor, acercaos —ordenó envoz alta Antillo—. Por favor,acercaos y echadle un vistazo a estedocumento… ¿Ahora? ¿Están yatodos? Que no tenga que explicarlodos veces.

Ola Harsheim, que estaba

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precisamente bebiendo crema agriaalgo diluida con leche cortada en uncubo de ordeñar, se limpió loslabios de los chorrillos de lacrema, soltó el vaso, miró a sualrededor, contó. Dacre Silifant,Bert Brigden, Neratin Ceka, TilEchrade, Joanna Selborne…

—No está Dufficey.—Llamadlo.—¡Kriel! ¡Duffi Kriel! ¡Al

mando, una reunión! ¡A por órdenesimportantes! ¡Aprisa!

Dufficey Kriel, jadeando, entróen la choza.

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—Todos presentes, señorcoronel —anunció Ola Harsheim.

—Dejad la ventana abierta.Aquí apesta a ajo que te mueres.Dejad también abiertas las puertas,para hacer corriente.

Brigden y Kriel, obedientes,abrieron puertas y ventanas. Kennaadvirtió de nuevo cómo Antillohabría sido un excelente actor.

—Por favor, señores, acercaos.He recibido del emperador estedocumento, secreto y de unaimportancia inaudita. Os pido queatendáis…

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—¡Ahora! —gritó Kenna,enviando un fuerte impulsodireccional cuya acción sobre elpensamiento era semejante a sertocado por un rayo.

Ola Harsheim y Dacre Silifantagarraron los cubos y lanzaron lacrema al mismo tiempo en el lugarseñalado por Kenna. Til Echradearrojó con brío un corcho de harinaque estaba escondida bajo la mesa.En el suelo de la habitación sematerializó una forma cremo-harinosa, al principio irregular.Pero Bert Brigden vigilaba.

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Valorando sin error alguno dóndepodía estar la cabeza del crepé,llamó con todas sus fuerzas a talcabeza con ayuda de una sartén dehierro fundido.

Luego todos se echaron sobre elespía cubierto de crema y harina, lequitaron de la cabeza el gorro de lainvisibilidad, le agarraron por lasmanos y los pies. Dieron la vuelta ala mesa, ataron las extremidadesdel prisionero a las patas de lamesa. Le quitaron las botas y lospeales, uno de los peales se lointrodujeron en la boca mientras la

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abría para gritar.Para coronar la obra, Dufficey

Kriel le asestó con deleite unapatada en las costillas al prisioneroy el resto contempló consatisfacción cómo al pateado se ledesencajaban los ojos.

—Buen trabajo —valoróAntillo, el cual durante aquel cortoespacio de tiempo no se habíamovido del sitio, con las manoscruzadas sobre el pecho—. Bravo.Os felicito. Sobre todo a vos, doñaJoanna.

Joder, pensó Kenna. Si esto

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sigue así, de verdad que mecolocan de oficial.

—Señor Brigden —dijo StefanSkellen con voz fría, de pie junto alos pies del prisionero extendidos yatados a la mesa—, por favor,ponga el hierro al fuego. SeñorEchrade, por favor, vigile que enlos alrededores de la sala delconcejo no haya niños.

Se inclinó, miró al prisionero alos ojos.

—Hace mucho que no te hasmostrado, Rience —dijo—. Yahabía comenzado a pensar que te

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había ocurrido alguna desgracia.

Sonó la campana del cuerpo deguardia, la señal del cambio deguardia. Las hermanas Scarraroncaban melodiosamente. LeCoqmascullaba en sueños, aferrando sutaburete.

Intentó dárselas de valiente,recordó Kenna, fingió no tenermiedo, el Rience aquél. Elhechicero Rience, hecho un crepé,atado a las patas de una mesa conlos pies desnudos hacia arriba.Intentaba dárselas de valiente.

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Aunque no engañaba a nadie y a míla que menos. Antillo me habíaadvertido de que era un hechicero,así que le removí los pensamientospara que no pudiera hacer hechizosni pedir ayuda mágicamente. Depaso lo leí. Defendió la entrada,pero cuando olió el humo del fuegode carbón en el que se estabacalentando el hierro, sus defensas ybloqueos mágicos se abrieron portodos lados como unos calzonesviejos y pude leerlo a mi gusto. Suspensamientos no se diferenciabanpara nada de los de otros que había

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leído en situaciones similares.Pensamientos desvariados,temblorosos, llenos de miedo ydesesperación. Pensamientos fríos,viscosos, húmedos y malolientes.Como el interior de un cadáver.

—¡Bueno, venga, Skellen! ¡Mehabéis pillado, vuestra es lacaptura! Te felicito. Me inclino antela técnica, el saber hacer y laprofesionalidad. Es de envidiar,una gente extraordinariamente bienentrenada. Y ahora, por favor,libérame de esta posición tan

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incómoda.Antillo se acercó una silla, se

sentó sobre ella del revés,apoyando las manos entrelazadas yla barbilla en el respaldo. Miró alprisionero desde arriba. Guardabasilencio.

—Ordena que me suelten,Skellen —repitió Rience—. Yluego pide a tus subordinados quesalgan. Lo que tengo que decir estádestinado sólo a tus oídos.

—Señor Brigden —preguntóAntillo, sin volver la cabeza—.¿Qué color tiene el hierro?

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—Todavía hay que esperar unpoco, señor coronel.

—¿Señora Selborne?—Se le lee ahora peor. —

Kenna se encogió de hombros—.Demasiado miedo tiene, el miedoahoga todos sus otros pensamientos.Y hay también otros pensamientosque no veas. Y algunos queesconder intenta. Tras de barrerasmágicas. Mas esto no es difícil paramí, pudiera…

—No será necesario. Lointentaremos con el clásico hierroal rojo.

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—¡Diablos! —gritó el espía—.¡Skellen! No tendrás intencionesde…

Antillo se inclinó, el rostro sele transformó ligeramente.

—En primer lugar: señorSkellen —pronunció arrastrandolas palabras—. En segundo: sí,tengo intenciones de ordenar que tetuesten las plantas de los pies. Loharé además con una satisfaccióninenarrable. Así que trátalo comoexpresión de justicia histórica. Meapuesto a que no lo entiendes.

Rience guardaba silencio, así

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que Skellen continuó.—Sabes, Rience, yo aconsejé a

Vattier de Rideaux que te quemaralos talones ya entonces, hace sieteaños, cuando te arrastraste hasta losservicios secretos imperiales comoun perro, suplicando la merced y elprivilegio de ser un traidor y unagente doble. Lo volví a decir hacecuatro años, cuando te metiste en elculo de Emhyr sin vaselina,mediando en los contactos conVilgefortz. Cuando, con ocasión dela caza a la cintriana, ascendiste demercenario común y corriente a

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jefecillo casi. Aposté con Vattier aque si te tostábamos nos contarías aquién sirves… No, digo mal. Quenos mencionarías uno por uno todosa los que sirves. Y a todos a los quetraicionas. Y entonces, le dije,verás, te vas a asombrar, Vattier, dehasta qué punto coinciden las doslistas. Pero en fin, Vattier deRideaux no me hizo caso. Y ahoracon toda seguridad lo lamenta. Peronada se ha perdido. Yo no te voy atostar más que un poquillo, ycuando sepa lo que quiero saber, tepondré a disposición de Vattier. Y

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él te va a sacar la piel, poco apoco, en pequeños fragmentos.

Antillo sacó un pañuelo y unabotellita de perfume del bolsillo.Roció abundantemente el pañuelo yse lo puso en la nariz. El perfumeolía agradablemente a almizcle, ysin embargo casi hizo vomitar aKenna.

—El hierro, señor Brigden.—¡Os sigo por orden de

Vilgefortz! —gritó Rience—. ¡Setrata de la muchacha! ¡Siguiéndoosa vosotros tenía la esperanza dellegar antes a ese cazador de

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recompensas! ¡Tenía que intentarcomprarle la muchacha! ¡A él y no avosotros! ¡Porque vosotros queréismatarla y a Vilgefortz le esnecesaria viva! ¿Qué más queréissaber? ¡Lo diré! ¡Lo diré todo!

—¡Vaya, vaya! —gritó Antillo—. ¡Más despacio! De tanto ruido yabundancia de información hasta lepuede a uno doler la cabeza. ¿Osimagináis, señores, lo que pasarácuando se le tueste? ¡Nos va avolver locos a gritos!

Kriel y Silifant se carcajearon aplena voz. Kenna y Neratin Ceka no

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se unieron a la alegría común.Tampoco se unió a ella BertBrigden, quien precisamente habíasacado del fuego la varilla y lacontemplaba críticamente. El hierroestaba tan caliente que parecíatransparente, como si no fuera unhierro sino un tubo de cristalrelleno de fuego líquido.

Rience lo miró y graznó.—¡Yo sé cómo encontrar al

cazador y a la muchacha! —gritó—.¡Lo sé! ¡Os lo diré!

—Pues claro.Kenna, que seguía intentando

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leer sus pensamientos, hasta fruncióel ceño al recibir una ola de rabiadesesperada e impotente. En elcerebro de Rience de nuevo serompió algo, otra barrera más. Detanto miedo que tiene va a deciralgo, pensó Kenna, algo quepensaba mantener hasta el final,como carta de triunfo, un as quepodría haber superado a otros asesen el último y decisivo palo y laapuesta más alta. Ahora, de puro yduro miedo al dolor, va a echar esacarta sobre el tapete.

De pronto, algo se vertió en su

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cabeza, sintió calor en las sienes,luego frío repentino.

Y lo supo. Conoció lospensamientos ocultos de Rience.

Por los dioses, pensó. Vaya unembrollo en el que me he metido…

—¡Lo diré! —aulló elhechicero, enrojeciendo y clavandosus ojos desencajados en el rostrodel coronel—. ¡Te diré algoverdaderamente importante,Skellen! Vattier de Rideaux…

Kenna escuchó de pronto otramente, extraña. Vio cómo NeratinCeka, con la mano en el estilete, se

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acercaba a la puerta.Golpeteo de botas. Boreas Mun

entró en sala del concejo.—¡Señor coronel! ¡Deprisa,

señor coronel! Han venido… ¡novais a creer… quiénes!

Skellen, con un gesto, detuvo aBrigden, que se inclinaba con elhierro sobre los talones del espía.

—Debieras jugar a la lotería,Rience —dijo, mirando a laventana—. No he visto en mi vida anadie que tenga tanta potra como tú.

Por la ventana se veía genteagrupándose, y en el centro del

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grupo, una pareja a caballo. Kennasupo de inmediato quiénes eran.Supo quién era aquel delgadogigante de pálidos ojos de pez, queiba en un espigado bayo.

Y quién era la muchacha decabellos grises montada en unahermosa yegua mora. Con lasmanos atadas y una cadena alcuello. Con cardenales sobre sumejilla hinchada.

Vysogota volvió a la choza con unhumor de perros, constipado,silencioso, enfadado incluso. La

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causa era una charla con un aldeanoque había venido en canoa arecoger las pieles. Igual la últimavez antes de la primavera, dijo elaldeano. El tiempo peor cada día,una lluvia y un viento que hasta damiedo ir en barca. A la mañana sehielan los charcos, no más que veasque vengan los nevizos, y aluegovendrán los yelos, no más que veascomo el río se pare y se yele, yapuedes entonces meterte la canoa enel chozo y sacarte el trineo. Mas enel Pereplut ni con los trineos sepuede ir uno, calvero tras

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calvero…El labrador tenía razón. Por la

tarde el cielo se nubló, se volviógranate y cayeron blancas plaquitas.Un impetuoso viento del oestederribó los matorrales secos,jugueteó con blancas ráfagas porlos lodazales. El frío se hizopenetrante y doloroso.

Pasado mañana, pensóVysogota, es la fiesta de Saovine.Según el calendario élfico, dentrode tres días será año nuevo. Segúnel calendario de los humanos habráque esperar todavía dos meses para

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el año nuevo.Kelpa, la yegua mora de Ciri,

pateaba y bufaba en el establo.Cuando entró en la choza,

encontró a Ciri que rebuscaba enlos cofres. Él se lo había permitido,incluso la había animado. Enprimer lugar, era una ocupacióncompletamente nueva, después decabalgar en Kelpa y repasar loslibros. En segundo, en las cajashabía bastantes cosas de su hija y lamuchacha necesitaba ropa másabrigada. Varias mudas de ropa,porque en el frío y la humedad

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pasaban largos días antes de quelas ropas lavadas se secaranfinalmente.

Ciri elegía, se probaba,rechazaba, colocaba. Vysogota sesentó a la mesa. Comió dos patatascocidas y un ala de pollo. Callaba.

—Buena artesanía. —Le mostróun objeto que no había visto desdehacía años y hasta había olvidadoque lo tenía—. ¿Pertenecíantambién a tu hija? ¿Le gustabapatinar?

—Le encantaba. Esperaba conansia el invierno.

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—¿Puedo cogerlos?—Coge lo que quieras —se

encogió de hombros—. A mí no mesirven para nada. Si a ti te sirven ysi las botas te vienen bien… Pero,¿es que estás preparando elequipaje, Ciri? ¿Te preparas parairte?

Ella clavó sus ojos en unmontón de ropa.

—Sí, Vysogota —dijo al cabode un instante de silencio—. Lo hedecidido. Porque sabes… No haytiempo que perder.

—Tus sueños.

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—Sí —reconoció al cabo—.He visto en sueños unas cosas pocoagradables. No estoy segura de sihan tenido ya lugar, o si sólo es elfuturo… Pero tengo que irme. Ves,yo, en cierto momento, me quejé deque mis amigos no habían acudidoen mi ayuda. Que me dejaron amerced del destino… Y ahorapienso que quizá ellos necesiten miayuda. Tengo que ir.

—Se acerca el invierno.—Precisamente por eso tengo

que irme. Si me quedo, me quedaréatascada hasta la primavera…

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Hasta la primavera mereconcomeré en esta inactividad einseguridad, perseguida por laspesadillas. Tengo que ir, tengo queir ahora, intentar encontrar esaTorre de la Golondrina. Esetelepuerto. Tú mismo has calculadoque hasta el lago hay quince días decamino. Estaría allí antes de la lunallena de noviembre.

—No puedes dejar ahora tuescondite —murmuró con esfuerzo—. Ahora no. Date cuenta, Ciri…Tus perseguidores están… bastantecerca. No puedes ahora…

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Tiró al suelo una blusa, selevantó como impulsada por unmuelle.

—Te has enterado de algo —afirmó brusca un hecho—. Delaldeano que vino a por las pieles.Dilo.

—Ciri…—¡Habla, por favor!Lo dijo. Y luego se arrepintió.

—El diablo los trajo, señorermitaño —murmuró el campesino,interrumpiendo por un momento lacuenta de las pieles—. El diablo

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sería, digo yo. Ende el Igualamientoque andurrean por los montes, no séqué moza dicen que buscan.Asustaron, gritaron, amenazaronmas luego fuéronse, ni tiempohubieron pa cansarse de dar voces.Mas agora vinieron con otra maldá:han ido dejando por pueblos yaldeas unos… como se ice…viejolantes o algo así. Y nada deviejos, oh, no, sino tres o cuatrobandidos tunantes comunes ycorrientes, no más que pa joder.Paece ser que van a andar haciendoguardia to el invierno, no sea que la

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moza que buscan saque el hocicodel esconderijo suyo y lo meta en elpueblo. Y en tal caso habrán losviejolantes de agarrarla.

—¿Y también los hay en vuestropueblo?

—No, en nuestro pueblo no, porventura. Mas en Dun Dâre, a mediajornada de nosotros, hay cuatro.Aposentáronse en la posada de losarrabales. Canallas, señorermitaño, canallas redomados yasquerosos. Se les echaron encimaa las mozas, y cuando los mozos lesplantaron cara los zurraron, señor

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ermitaño, sin caridá. Hasta lamuerte…

—¿Han matado a gente?—A dos. Al alcalde y a otro

más. ¡Y dígame usté, señorermitaño, si es que no hay castigopa tales cabrones! ¿No hay ley? ¡Niley ni castigo! Un concejal que vinoende Dun Dâre con la parienta y lacría decía que antaño rumbeabanpor esos mundos de los dioses losbrujos… Y les arrejustaban lascuentas a to tipo de cabronazos.Falta haría llamar a Dun Dâre aalgún brujo pa que echara a esos

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hideputas…—Los brujos mataban

monstruos y no gente.—Éstos son cabrones y no

gente, señor ermitaño, cabronesmandaos por el diablo. Un brujohace falta, carallo, un brujo…Bueno, mas hora es ya de echarse alcamino, señor ermitaño… ¡Uh,vaya frío! ¡Bien pronto habrá quemeter en el pajar la canoa y sacar eltrineo…! Y pa los cabrones de DunDâre, buen ermitaño, un brujo hacefalta.

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—Tiene razón —repitió Ciri através de sus dientes apretados—.Toda la razón. Hace falta unbrujo… O una bruja. ¿Cuatro,verdad? ¿En Dun Dâre, no? ¿Ydónde está ese maldito Dun Dâre?¿Río arriba? ¿Llegaría cruzando elislote?

—Por los dioses, Ciri —seasustó Vysogota—. No lo pensarásen serio…

—No se jura por los dioses sino se cree en ellos. Y yo sé que túno crees.

—¡Dejemos en paz mis ideas!

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¡Ciri, vaya unos pensamientosdiabólicos que te rondan por lacabeza! Cómo puedes siquiera…

—Ahora deja tú en paz misideas, Vysogota. ¡Yo sé lo que tengoque hacer! ¡Soy una bruja!

—¡Eres una persona joven ydesequilibrada! —estalló—. Eresuna niña que ha sufrido unossucesos traumáticos, una niñaherida, neurótica y cercana alataque de nervios. ¡Y sobre todoestás enferma con tu ansia devenganza! ¿Es que no lo entiendes?

—¡Lo entiendo mejor que tú! —

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gritó ella—. ¡Porque tú no tienes niidea de lo que significa ser herido!¡No tienes ni idea de la venganza,porque nadie te ha hecho verdaderomal!

Salió corriendo de la choza,dando un portazo, un viento heladopenetró en un momento a través delas puertas al zaguán y a lahabitación. Al cabo de un ratoescuchó un relincho y el sonido delos cascos.

Enfadado, golpeó con el platoen la mesa. Que se vaya, pensófurioso, que eche la rabia fuera de

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sí. No tenía miedo por ella, habíaido a través de los pantanos amenudo, de día y de noche, conocíalas sendas, las presas, los islotes ylos bosques. Y si se perdiera, lebastaría con soltar las riendas. Lamora Kelpa conocía el camino acasa, al establo de la cabra.

Al cabo de un tiempo, cuandooscureció mucho, salió, colgó unalámpara en una estaca. Se quedójunto a un seto, aguzó el oído paraescuchar el sonido de los cascos, elchapoteo del agua. Sin embargo, elviento y el ruido de los arbustos

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ahogaban todos los ruidos. Lalámpara en la estaca se agitóprimero como loca, luego se apagó.

Y entonces lo escuchó. Desdelejos.

No, no del lado por el que sehabía ido Ciri. Del lado opuesto.Desde el pantano.

Un grito salvaje, inhumano,agudo, quejumbroso. Unchotacabras. Un instante desilencio.

Y de nuevo. Beann’shie.El espectro élfico. El heraldo

de la muerte.

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Vysogota tembló de frío y demiedo. Volvió rápido junto a lachoza, murmurando y mascullando,para no escuchar, porque aquello nodebía ser escuchado.

Antes de que consiguieraencender de nuevo la lámpara,Kelpa surgió de entre la niebla.

—Entra en la choza —dijo Ciri,suave y conciliadora—. Y nosalgas. Horrible noche.

Volvieron a pelearse durante lacena.

—¡Resulta que sabes mucho de

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los problemas del bien y el mal!—¡Porque lo sé! ¡Y no de los

libros de la universidad!—No, claro. Tú lo sabes todo

por propia experiencia. Por lapráctica. Has recopilado muchasexperiencias en tu larga vida dedieciséis años.

—Bastantes. ¡De sobra!—Te felicito. Colega científica.—Tú te burlas —rechinó los

dientes— sin tener siquiera idea decuánto mal habéis hecho al mundovosotros los científicos seniles, losteóricos con vuestros libros, con

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siglos de experiencia en la lecturade tratados morales, tanconcienzudos que ni siquieratuvisteis tiempo de mirar por laventana y ver qué aspecto tiene deverdad el mundo. Vosotros,filósofos, que mantenéisartificialmente una filosofíaartificial para cobrar vuestrossueldos en la universidad. Y comoni el tonto del pueblo os pagaríapor contar la asquerosa verdadsobre el mundo, os inventasteisvuestra ética y moral, cienciasbonitas y optimistas. ¡Pero

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mentirosas y tramposas!—¡No hay nada más tramposo

que un juicio prejuzgado, mocosa!¡Que una sentencia apresurada ydesequilibrada!

—¡No habéis encontradoremedio para el mal! ¡Y yo, unabrujilla mocosa, lo he encontrado!¡Un remedio infalible!

Él no respondió, pero algodebió traicionarle en su rostroporque Ciri se alzó de la mesa conbrusquedad.

—¿Consideras que digotonterías? ¿Que hablo por hablar?

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—Considero —respondiótranquilo— que hablas así porrabia. Considero que planeas unavenganza por rabia. Y te exhortocalurosamente a que te tranquilices.

—Yo estoy tranquila. ¿Y lavenganza? Respóndeme: ¿por quéno? ¿En nombre de qué? ¿Derazones superiores? ¿Y qué mejorrazón que un orden de las cosas enque los hechos malvados recibencastigo? Para tu filosofía y tu éticala venganza es un acto feo,censurable, falto de ética, al fin,ilícito. Y yo pregunto: ¿y dónde está

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el castigo para el mal? ¿Quién lo hade confirmar, juzgar y medir?¿Quién? ¿Los dioses en los que nocrees? ¿El gran demiurgo creadorcon el que decidiste sustituir a losdioses? ¿O puede que la ley?¿Quizá la justicia nilfgaardiana, lostribunales imperiales, losprefectos? ¡Viejo ingenuo!

—¿Así que ojo por ojo, dientepor diente? ¿Sangre por sangre? ¿Ypor esta sangre, más sangre aún?¿Un mar de sangre? ¿Quieresahogar el mundo en sangre?¿Ingenua y herida muchacha? ¿Así

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quieres luchar con el mal, brujilla?—Sí. ¡Exactamente así! Porque

yo sé de lo que tiene miedo el mal.No de tu ética, Vysogota, no de lasprédicas ni de los tratados moralessobre la vida digna. ¡El mal tienemiedo del dolor, de la mutilación,del sufrimiento, de la muerte al finy al cabo! ¡El mal herido aúlla dedolor como un perro! Se retuerce enel suelo y gruñe, mirando cómo lasangre surge de las venas y arterias,viendo un hueso que asoma de unmuñón, viendo cómo las tripas seescapan de la barriga abierta,

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sintiendo cómo se acerca la fríamuerte. Entonces y sólo entonces almal se le ponen los pelos de punta ygrita entonces el mal: «¡Piedad!¡Lamento esos pecados! ¡Voy a serbueno y honrado, lo juro! ¡Perosalvadme, sujetad esa sangre, no medejéis sucumbir de forma tanterrible!».

»Sí, ermitaño. ¡Así es como secombate el mal! ¡Si el mal quiereprepararte un perjuicio, causartedaño, adelántate a él, lo mejor allídonde el mal no se lo espera! Sinembargo, si no has podido

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adelantarte a él, si el mal te hadañado, ¡házselo pagar entonces!Alcánzalo, lo mejor cuando ya nose lo espera, cuando ha olvidado,cuando se siente seguro. Házselopagar el doble. El triple. ¿Ojo porojo? ¡No! ¡Los dos ojos por un ojo!¿Diente por diente? ¡No, todos losdientes por un diente! ¡Hazle pagaral mal! Consigue que aúlle dedolor, que le estallen los globosoculares de tanto aullar. Y entonces,cuando lo mires en el suelo, puedesdecir con seguridad y sin miedo queesto que yace aquí ya no va a dañar

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a nadie, que no supone un peligropara nadie. Porque, ¿cómo va a serun peligro si no tiene ojos? ¿Si lefaltan las dos manos? ¿Cómo puededañar a nadie si sus tripas searrastran por la arena y la arenaabsorbe su sangre?

—Y tú —dijo el ermitañolentamente— estás con la espadaensangrentada en la mano, miras lasangre que absorbe la arena. Ytienes la insolencia de pensar quehas resuelto el problema eterno,que has alcanzado el sueño de todofilósofo. ¿Piensas que la naturaleza

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del mal ha cambiado?—Sí —dijo ella retadoramente

—. Porque lo que yace en el suelo ysangra ya no es el mal. ¡Puede quetodavía no sea el bien, pero contoda seguridad ya no es el mal!

—Dicen —dijo Vysogotalentamente— que la naturaleza noaguanta el vacío. Lo que yace en latierra y sangra, lo que cayó bajo tuespada, ya no es el mal. Entonces,¿qué es? ¿Has reflexionado acercade ello?

—No. Soy una bruja. Cuandome enseñaron, juré combatir el mal.

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Siempre. Y sin reflexionar.»Porque cuando se comienza a

reflexionar —añadió Ciri con vozsorda— el matar deja de tenersentido. La venganza deja de tenersentido. Y eso no se puede permitir.

Él agitó la cabeza, pero ella,con un gesto, le impidió argumentar.

—Es hora de que termine minarración, Vysogota. Te la estuvecontando durante treinta noches,desde el equinoccio a Saovine.Pero no te conté todo. Antes de queme vaya has de saber lo quesucedió el día del equinoccio en

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una aldea que se llamaba Licornio.

Ella gimió cuando la arrancó de lasilla. El muslo en el que le habíagolpeado el día anterior le dolía.

Él tiró de la cadena por elcollarín, la arrastró en dirección aun edificio iluminado.

A las puertas del edificio habíaunos cuantos hombres armados. Yuna mujer muy alta.

—Bonhart —dijo uno de loshombres, delgado, de cabellomoreno, de rostro chupado, quellevaba en la mano un guincho de

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azófar—. Hay que reconocer quesabes dar sorpresas.

—Hola, Skellen.El llamado Skellen la miró

durante algún tiempo directamente alos ojos. Ella tembló bajo aquellamirada.

—¿Y entonces? —Se volvió denuevo hacia Bonhart—. ¿Lo vas aaclarar todo de una vez o poco apoco?

—No me gusta aclarar nada enla plaza del pueblo, que entranmoscas en la boca. ¿Se puede entrara la casa?

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—Adelante.Bonhart tiró del collarín.En la casa había todavía otro

hombre, desgreñado y pálido, quizáun cocinero, porque estaba ocupadoen limpiar de su ropa manchas deharina y crema agria. Al ver a Ciri,los ojos le brillaron. Se acercó.

No era un cocinero.Ella lo reconoció al punto,

recordaba aquellos ojos terribles yla quemadura en la cara. Era aquélque junto con los Ardillas la habíaestado persiguiendo en Thanedd, deél se había escapado saltando por

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la ventana y él ordenó a los elfos irtras ella. ¿Cómo lo llamó el elfoaquél? ¿Rens?

—¡Vaya, vaya! —dijo él convoz venenosa, al tiempo que confuerza dolorosa le plantaba la manoen un pecho—. ¡Doña Ciri! No noshemos visto desde Thanedd. Hacemucho, mucho que os buscaba,señorita. ¡Y por fin os heencontrado!

—No sé, vuesa mercé, quiénseáis —dijo Bonhart con voz fría—. Mas lo que dijerais queencontrarais, resulta que es mío, así

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que poneros las patas bien lejos, sies que le tenéis gusto a vuestrosdeditos.

—Me llamo Rience. —Los ojosdel hechicero brillaron de formadesagradable—. Haced la mercedde recordarlo, señor cazador derecompensas. Y quién yo sea ya severá. También se verá a quién lepertenecerá la doncella. Mas noadelantemos los hechos. Demomento quiero solamente darrecuerdos y hacer cierta promesa.No tenéis nada en contra, espero.

—Sois libre de esperar lo que

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queráis.Rience fue hacia Ciri, le miró a

los ojos muy de cerca.—Tu protectora, la meiga

Yennefer —arrastró venenosamentelas palabras— me afrentó una vez.Así que, cuando cayó en mis manos,le enseñé lo que era el dolor. Conestas manos, con estos dedos. Y lehice la promesa de que cuandocaigas en mis manos, también a ti teenseñaré lo que es el dolor. Conestas manos, con estos dedos…

—Muy arriesgado —dijoBonhart en voz baja—. Un grande

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riesgo, don Rience, o como sosllaméis, es el afrentar a mi moza yamenazármela. Ella es vengativa,no sos olvidará. Mejor que lejos deella, repito, mantuvierais vuestrasmanos, dedos y algorras partes delcuerpo.

—Basta —cortó Skellen sinlevantar de Ciri una mirada curiosa—. Déjalo, Bonhart. Y tú, Rience,cálmate también. Te he concedidopiedad, pero puedo pensármelomejor y mandar atarte otra vez a laspatas de la mesa. Sentaos ambos.Hablemos como gente civilizada.

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Los tres, a tres pares de ojos.Porque, me parece a mí, hay de quéhablar. Y al objeto de laconversación lo ponemos por elmomento bajo guardia. ¡SeñorSilifant!

—¡Mas vigilármela bien! —Bonhart le tendió la punta de lacadena a Silifant—. Como a la niñade tus ojos.

Kenna se mantuvo a un lado. Porsupuesto, quería ver a la muchachade la que se había hablado tanto enlos últimos tiempos, pero sentía un

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extraño reparo a meterse en lamultitud que rodeaba a Harsheim ya Silifant, quienes conducían a laenigmática prisionera junto a lapicota en la plaza del pueblo.

Todos se empujaban, seamontonaban, miraban, intentabanincluso tocar, pinchar, arañar. Lamuchacha estaba rígida, cojeaba unpoco pero tenía la cabeza bien alta.La golpeó, pensó Kenna. Pero no ladoblegó.

—Así que es Falka.—¡Mozuela apenas!—¿Mozuela? ¡Truhana!

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—A lo visto se cargó a seishombres, la bruta, en la arena deClaremont…

—Y a cuántos no habrá mataoantes… Diablilla…

—¡Una loba!—Y la yegua, mirarla, la yegua.

Maravilla de sangre pura… Y allá,ajunto las alforjas de Bonhart, quéespada… Vaya maravilla…

—¡Dejadla! —ladró DacreSilifant—. ¡No la toquéis! ¿Qué eseso de meter la mano en cosasajenas? ¡Tampoco toquéis niempujéis a la moza, no la insultéis

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ni la hagáis desprecios! Mostradalgo de compasión. No huye, demodo que no habrá que castigailaantes del alba. Que al menos hastaentonces tenga un sueño reparador.

—Si la moza ha de ir a lamuerte —mostró los dientesCyprian Fripp el Joven— a lomesmo podíamos alegrarla yendulzarla sus horas últimas, ¿no?¿Echarla a la paja y jodémosla?

—¡Claro! —se rio CabernikTurent—. ¡Podríase! Preguntemos aAntillo, si podemos…

—¡Yo os digo que no podéis!

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—le cortó Dacre—. ¡No sus rondamás que una cosa por los cerebelos,jodidos pajilleros! Dije quedejarais a la moza en paz. Andrés,Stigward, quedarsus aquí con ella.No la quitéis el ojo de encima, nosus vayáis ni un pie. ¡Y a quienes seacerquen, con el palo!

—¡Oh, vaya! —dijo Fripp—. Sies no, pues no, nos da igual. Vamos,chachos, al río, que los del puebloandan asando cochinillo y cameropa la comilona. Que hoy es elIgualamiento, la romería. Mientraslos señoritos parlotean, bien

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podemos nosotros celebrarlo.—¡Vamos! Saca, Dede, algún

garrafón de aguardiente. ¡A beber!¿Podemos, señor Silifant? ¿SeñorHarsheim? Hoy es fiesta y a lanoche talmente que no nos vamos.

—¡Vaya una idea donosa! —Silifant frunció el ceño—.¡Parrandas y bebercios es lo quetenéis en la testa! ¿Y quién se quedaaquí, pa ayudar a cuidar de la mozay estar presto a la llamada de donStefan?

—Yo me quedo —dijo NeratinCeka.

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—Y yo —dijo Kenna.Dacre Silifant los miró con

atención. Por fin agitó la manoaceptándolo. Fripp y compañía loagradecieron con un gritodesafinado.

—¡Mas tenerme cuidado en laverbena ésa! —les advirtió OlaHarsheim—. ¡No sus echéis a lasmozas no sea que algún aldeano suspinche con el biemo en las partesblandas!

—¡Pero qué va! ¿Vienes connosotros, Chloe? ¿Y tú, Kenna? ¿Novas a cambiar de opinión?

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—No. Me quedo.

—Me dejaron junto a la picota,encadenada, con las manos atadas.Me vigilaban dos de ellos. Y dosque no estaban lejos me miraban sinpausa, observaban. Una mujer alta yno fea. Y un hombre de apariencia ymovimientos algo femeninos. Unpoco raro.

El gato que estaba sentado en elcentro de la habitación bostezó confuerza, aburrido, porque el ratónmartirizado había dejado de ser yadivertido. Vysogota estaba en

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silencio.—Bonhart, Rience y el tal

Skellen o Antillo seguían hablandoen la sala del concejo. No sabía dequé. Podía esperarme lo peor, peroestaba resignada. ¿Otra arena más?¿O simplemente me iban a matar?Pues que lo hagan, pensaba, así seacabará todo por fin.

Vysogota callaba.

Bonhart suspiró.—No mires con esos ojos,

Skellen —repitió—. Simplementequería ganar algunos dineros. Como

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verás, ya va siendo hora deretirarme, de aposentarme en elbalcón, mirar a las palomas. Medabas por la Ratilla cien florines,la querías muerta a toda costa. Estome hizo liarme a darle vueltas. Ycuánto no valdrá la moza, pensé. Yme resultaba que si se la mata o seda, la moza sería a lo más seguromenos valiosa que si se la guardauno. Una ley vieja de la economía yel comercio. Las mercancías comoella suben to el rato de precio.Podríase entonces regatear…

Antillo frunció la nariz como si

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algo apestara en los alrededores.—Eres sincero hasta no poder

más, Bonhart. Pero ve al grano, alas aclaraciones. Huyes con lamuchacha por todo Ebbing, y depronto apareces y explicas todo conleyes de la economía. Aclara qué eslo que pasó.

—Qué hay que aclarar aquí —sonrió sarcástico Rience—. Elseñor Bonhart simplemente se haenterado por fin de quién es deverdad la moza. Y lo que vale.

Skellen no se dignó mirarlo.Miraba a Bonhart, a sus ojos de

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pez, faltos de expresión.—¿Y a esta muchacha tan

valiosa —habló—, a este valiosobotín que se supone quegarantizaría tu pensión de vejez, laempujas a la arena en Claremont yla obligas a luchar a muerte?¿Arriesgas su vida aunque pareceque viva es tan valiosa? ¿Cómo eseso, Bonhart? Porque algo no mecuadra aquí.

—Si hubiera muerto en la arena—Bonhart no bajó los ojos—, esohubiera significado que no valdríanada.

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—Entiendo. —Antillo frunciólas cejas—. Pero en vez deconducir a la moza a otra arena mela traes a mí. ¿Por qué, si me esdado preguntar?

—Repito. —Rience frunció elceño—. Se enteró de quién es ella.

—Listo sois, señor Rience. —Bonhart se estiró hasta que lesonaron los huesos—. Loadivinasteis. Sí, ciertamente, con labrujilla entrenada en Kaer Morhenaún quedaba un enigma. En Geso,durante el asalto a la baronesa, a lamoza se le fue la lengüecilla, que

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ella de tan alta cuna y título, queuna baronesa no era pa ella ni unamierda, que hasta debieraarrodillarse ante ella. Entonces, latal Falka, pensé yo mesmo, es porlo menos condesa. Qué curioso.Una brujilla, es lo primero. ¿Es quehay muchas brujas? Que en la bandade los Ratas, es lo segundo. Elcoronel imperial en persona seapalanca tras ella del Korath hastaEbbing, la manda matar, lo tercero.Y a más de ello… una noble, comode alta cuna. Ja, me pensé, habráque enterarse por fin de quién es en

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verdad la mozuela.Calló un momento.—A lo primero —se limpió la

nariz con la manga— no queríasoltarlo. Aunque se lo pedí. Conmanos, pies y palos que se lo pedí.No quería lisiarla… Pero ya hayque tener potra, se nos cruzó unbarbero. Con apaños para sacardientes. La até a una silla…

Skellen tragó salivasonoramente. Rience sonrió.Bonhart se miraba la manga.

—Me lo soltó todo antes… Namás ver los instrumentos. Esas

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tenazas dentales y pelícanos. Alpunto se hizo más parlanchina.Resultó ser que es…

—La princesa de Cintra —dijoRience, mirando a Antillo—. Laheredera del trono. Candidata amujer del emperador Emhyr.

—Lo cual más bien no medijera el señor Skellen. —Elcazador de recompensas frunció laboca—. Me mandó cargármela delo más normal, lo recalcó variasveces. ¡Matar en el acto y sinpiedad! ¿Pero qué es esto, señorSkellen? ¿Matar a una reina? ¿A la

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futura mujer de vuestro emperador?¿Con la que, si ha de creerse losrumores, el emperador no piensamás que en contraer santomatrimonio, tras lo que vendrá unagran amnistía?

Mientras lanzaba su discurso,Bonhart taladraba con la mirada aSkellen. Pero el coronel imperialno bajó los ojos.

—De lo que resulta: unembrollo —siguió el cazador—. Demodo que entonces, aunque conpesar, hube de renunciar a los míosplanes relacionados con esta

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brujilla y princesa. Me traje todoeste embrollo aquí, al señorSkellen. Para charlar, ponernos deacuerdo… Porque este embrollocomo que le viene un poco grande aun solo Bonhart…

—Una conclusión muy acertada—chilló algo desde el seno deRience—. Una conclusión muyacertada, señor Bonhart. Lo quehabéis capturado, señores, es algoun poco demasiado grande paraambos. Para suerte vuestra, todavíame tenéis a mí.

—¿Qué es eso? —Skellen se

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levantó de la silla—. Pero, ¿quécoño es eso?

—Mi maestro, el hechiceroVilgefortz. —Rience sacó de suseno una pequeña cajita de plata—.Más exactamente, la voz de mimaestro. Que nos llega desde eseinstrumento mágico llamadoxenovoce.

—Saludo a todos los presentes—dijo la caja—. Una pena que sólopueda escucharos, pero unosasuntos urgentes no me permitenuna teleproyección o teleportación.

—Su puta madre, lo que nos

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faltaba —ladró Antillo—. Pero melo pude haber imaginado. Rience esdemasiado tonto como para actuarpor sí mismo y en propio beneficio.Podía haberme imaginado que teescondes todo el tiempo en lastinieblas, Vilgefortz. Como unavieja araña gorda, acechas en laoscuridad, esperando que la telavibre.

—Vaya una comparación másofensiva.

Skellen bufó.—Y no intentes engañarnos,

Vilgefortz. Usas de Rience y su

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cajilla no porque estés muyocupado, sino porque tienes miedodel ejército de hechiceros, tusantiguos camaradas del Capítulo,que escanean todo el mundobuscando rastros de magia o tualgoritmo. Si intentarasteletransportarte, te encontrarían enun sus.

—Que imponente sabiduría.—No hemos sido presentados.

—Bonhart se inclinó bastanteteatralmente ante la caja de plata—.Mas, ¿acaso a orden vuestra y comovuestro apoderado, señor

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necromántico, su mercé Riencejurara dar tormento a la muchacha?¿No se equivocara? Doy mipalabra, a cada momento másimportante la moza se hace. Atodos, resulta, les es necesaria.

—No hemos sido presentados—dijo Vilgefortz desde la caja—.Pero yo os conozco, señor Bonhart,os asombraríais de cuán bien. Y lamuchacha es, ciertamente,importante. Al fin y al cabo se tratade la Leoncilla de Cintra, de laAntigua Sangre. De acuerdo con lasprofecías de Mina, sus

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descendientes gobernarán el mundoen el futuro.

—¿Y por qué os es tannecesaria?

—A mí no me es necesaria másque su placenta. La paria. Cuandole saque la placenta, podéisquedaros con el resto. ¿Qué es loque escucho, unos bufidos? ¿Unossuspiros y aspiraciones llenos deasco? ¿De quién? ¿De Bonhart, quetortura todos los días a la muchachade las formas más refinadas, físicay psíquicamente? ¿De StefanSkellen, que a órdenes de traidores

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y conspiradores quiere matar a lamuchacha? ¿Eh?

Los estaba escuchando, recordabaKenna, tumbada en el camastro conlas manos puestas tras la nuca.Estaba de pie en la esquina y sentía.Y se me pusieron los pelos depunta. En todo el cuerpo. De prontoentendí el terrible embrollo en elque me había metido.

—Sí, sí —surgió del xenovoce—,has traicionado a tu emperador,

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Skellen. Sin dudarlo, a la primeraoportunidad.

Antillo bufó con desprecio.—La acusación de traición de

la boca de tal architraidor como túeres, Vilgefortz, es de verdadtremenda. Me sentiría honrado. Sino lo dijera esa broma de feriabarata.

—Yo no te acuso de traición,Skellen, yo me burlo de tuingenuidad y tu incapacidad para latraición. Porque, ¿para quétraicionas a tu señor? Por Ardalaep Dahy y De Wett, condes heridos

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en su orgullo enfermo, enfadadosporque el emperador menospreció asus hijas al planear el matrimoniocon la cintriana. ¡Y ellos contabanque de sus linajes iba a surgir lanueva dinastía, que sus linajes ibana ser los primeros en el imperio,que crecerían rápidamente inclusomás allá del trono! Emhyr les quitóde un golpe esta esperanza yentonces ellos decidieron cambiarel rumbo de la historia. No estántodavía listos para una empresaarmada, pero se puede sin embargoeliminar a la muchacha que Emhyr

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puso por delante de sus hijas. Noquieren ensuciar, por supuesto, suspropias y aristocráticas manitas, asíque encontraron a un esbirro asueldo, Stefan Skellen, que padecede ambición desmedida. ¿Cómo fueeso, Skellen? ¿No quierescontárnoslo?

—¿Para qué? —gritó Antillo—.¿Y a quién? ¡Pero si tú comosiempre lo sabes todo, gran mago!Rience, como siempre, no sabenada, y así ha de ser, y a Bonhart nole concierne…

—Tú, por tu lado, como ya he

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señalado, no tienes mucho de lo queenorgullecerte. Los condes tecompraron con sus promesas, peroeres demasiado inteligente para nocomprender que con losseñoritingos no tienes nada queganar. Hoy les eres necesario comoinstrumento para eliminar a Ciri,mañana se librarán de ti porqueeres un advenedizo de baja cuna.¿Te prometieron el cargo de Vattierde Rideaux en el nuevo imperio? Nitú mismo crees en ello, Skellen.Vattier les es mucho más necesario,porque golpes de estado los que

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quieras, pero los servicios secretossiguen siendo siempre los mismos.Ellos sólo quieren matar con tusmanos, a Vattier lo necesitan paracontrolar el aparato de seguridad.Aparte de que Vattier es vizconde ytú no eres nada.

—Ciertamente —dijo Antillo—. Soy demasiado inteligente comopara no haberlo advertido. Así queentonces, ¿ahora tengo quetraicionar a Ardal aep Dahy ypasarme a tu lado, Vilgefortz? ¿Esoes lo que quieres? ¡Pero yo no soyuna veleta en una torre! Si apoyan

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la idea de la revolución es porconvencimiento e ideología. Hayque acabar con la tiraníaautocrática, introducir unamonarquía constitucional y despuésla democracia…

—¿Lo qué?—El gobierno del pueblo. Un

sistema en el que gobernará elpueblo. El común de la ciudadaníade todos los estamentos, a través delos más dignos y honradosrepresentantes surgidos deelecciones justas…

Rience estalló en carcajadas.

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Bonhart se reía con fuerza. De todocorazón, aunque algo chillón, se riodesde el xenovoce el hechiceroVilgefortz. Los tres se rierondurante largo tiempo, echandolágrimas como garbanzos.

—Venga —interrumpió Bonhartla alegría—. No nos hemos juntadoaquí pa estar de farra, sino pa hacernegocios. La muchacha, demomento, no pertenece al común delos ciudadanos de todos losestamentos, sino a mí. Mas puedovenderla. ¿Qué tiene para ofrecer elseñor hechicero?

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—¿Te interesa el poder sobre elmundo entero?

—No.—Te permitiré —dijo

Vilgefortz muy despacio— queestés presente en lo que le voy ahacer a la muchacha. Vas a poderobservarlo. Sé que consideras queeste espectáculo está por encima decualquier otro placer.

Los ojos de Bonhart brillaroncon fuego blanco. Pero estabatranquilo.

—¿Y más concretamente?—Y más concretamente: estoy

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dispuesto a pagar tu tarifa porveinte veces. Dos mil florines.Considera, Bonhart, que se trata deuna bolsa de dinero que no vas aser capaz de llevar tú mismo,necesitarás una mula de carga. Tebastará para la pensión, balcón,palomas y hasta para vodka y putassi mantienes unas medidasrazonables.

—De acuerdo, señor mago. —El cazador sonrió aparentementedespreocupado—. Esa vodka y esasputas ciertamente a mi corazón hanllegado.

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—Hagamos el trato. Mas elmencionado espectáculo también loañadiría. Más de mi gusto sería,cierto, mirar cómo muere en laarena, mas también con deleiteecharé un vistazo a vuestro trabajode cuchillería. Añadirlo comobonificación.

—Trato hecho.—Rápido os ha ido —valoró

áspero Antillo—. De verdad,Vilgefortz, rápido y sin problemashas formado con Bonhart unasociedad. Sociedad que es y será

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societas leonina. Pero, ¿no oshabéis olvidado de algo? La saladel concejo en la que estáis, y lacintriana con la que mercadeáis,están rodeadas de dos docenas dehombres armados. De mis hombres.

—Querido coronel Skellen —resonó la voz de la caja deVilgefortz—. Me insultas juzgandoque con este intercambio deseoperjudicarte. Antes al contrario.Pretendo ser extraordinariamenteliberal. No puedo asegurarte lo quehas dado en llamar democracia.Pero te garantizo ayuda material,

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apoyo logístico y acceso a lainformación gracias a la quedejarás de ser para losconspiradores un mero instrumentoy te convertirás en socio. Uno concuya persona y opinión tendrán quecontar el infante Joachim de Wett,el duque Ardal aep Dahy, el condeBroinne, el conde d’Arvy y todo elresto de conspiradores de sangreazul. ¿Qué más da que se trate deuna societas leonina? Cierto, si elbotín es Cirilla, tomaré la parte delleón de ese botín por mis, como meparece, merecimientos. ¿Tanto te

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duele? Al fin y al cabo vas a tenerun beneficio que no es pequeño. Sime das a la cintriana, el puesto deVattier de Rideaux lo tendrás en elbolsillo. Y siendo el jefe de losservicios secretos, Stefan Skellen,podrás realizar tus diversasutopías, incluyendo la democracia yelecciones justas. Como ves, acambio de una delgadaquinceañera, te concedo que secumplan las ambiciones y deseosde tu vida. ¿Lo ves?

—No. —Antillo meneó lacabeza—. Sólo lo escucho.

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—Rience.—¿Sí, maestro?—Dale al señor Skellen una

prueba de la calidad de nuestrainformación. Dile qué es lo quesacaste de Vattier.

—En este destacamento —dijoRience— hay un espía.

—¿Qué?—Lo que has oído. Vattier de

Rideaux tiene aquí un topo. Sabetodo lo que hacéis. Por qué lo hacesy para quién. Vattier os ha metido asu agente.

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Se acercó a ella muy despacio.Casi no la oyó.

—Kenna.—Neratin.—Estabas abierta a mis

pensamientos. Allí, donde elconcejo. Sabes en lo que estabapensando. Así que sabes quién soy.

—Escucha, Neratin…—No. Escucha tú, Joanna

Selborne. Stefan Skellen traiciona ala patria y al emperador. Conspira.Todos los que estén con élterminarán en el cadalso. Losdescuartizarán los caballos en la

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plaza del Milenario.—Yo no sé nada, Neratin. Yo

sólo cumplo órdenes… ¿Qué es loque quieres de mí? Yo sirvo alcoronel… ¿Y a quién sirves tú?

—Al imperio. Al señor deRideaux.

—¿Qué es lo que quieres demí?

—Que muestres sentido común.—Vete. No te traicionaré, no

diré nada… pero vete, por favor.Yo no puedo, Neratin. Soy unamujer sencilla. Esto no es para micabeza…

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No sé qué hacer. Skellen dice:«doña Joanna». Como a un oficial.¿A quién sirve? ¿Al emperador?¿Al imperio?

¿Y cómo lo voy a saber yo?Kenna despegó su espalda de la

esquina de la choza, con unosmanotazos y unos murmullosamenazadores espantó a losmuchachos de la aldea que estabanmirando curiosos a la que estabasentada junto a la picota. A Falka.

Oy, en bonito embrollo me hemetido. Oy, el aire huele a soga. Ya estiércol de caballo en la plaza

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del Milenario.No sé cómo se va a acabar esto,

pensó Kenna. Pero tengo que entraren ella. En esa Falka. Sentir suspensamientos aunque sea sólo porun instante. Saber quién es.

Comprender.

—Se acercó —dijo Ciri,acariciando al gato—. Era alta,bien cuidada, muy diferente delresto de aquella pandilla… Inclusohermosa, en cierta forma. Yproducía respeto. Los dos que mevigilaban, dos simplones vulgares,

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dejaron de maldecir cuando seacercó.

Vysogota guardaba silencio.—Entonces ella —siguió Ciri

— se inclinó, me miró a los ojos.Al momento percibí algo… algoextraño… Como si algo me crujieraen la parte posterior de la cabeza,dolía. Me zumbaban los oídos. Porun momento hubo mucha claridadante mis ojos… Algo entró en mí,repugnante y viscoso… Yo ya loconocía. Yennefer me lo enseñó enel santuario… Pero a aquella mujerno pensaba permitírselo… Así que

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simplemente empujé aquello queestaba penetrándome, lo empujé ylo eché de mí con toda a fuerza quepodía. Y la mujer alta se dobló y seestremeció como si le hubierandado un puñetazo, dio dos pasospara atrás… Y le salió sangre porla nariz. Por los dos agujeros.

Vysogota guardaba silencio.—Y yo —Ciri alzó la cabeza—

comprendí de pronto lo que habíapasado. De pronto sentí la Fuerzadentro de mí. La había perdido allá,en el desierto de Korath, habíarenunciado a ella. Y ella, aquella

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mujer, me dio la Fuerza, puso elarma en mi mano. Aquélla era mioportunidad.

Kenna se tambaleó y se sentópesadamente en la arena, moviendola cabeza y tocando el suelo comoborracha. La sangre brotaba de sunariz y se derramaba por los labiosy la barbilla.

—¿Qué pasa…? —Andrés Fyelse levantó, pero de pronto se agarróla cabeza con las dos manos, abrióla boca, de sus labios surgió ungrito. Con los ojos muy abiertos

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miró a Stigward, pero de la nariz yla boca del pirata también salía lasangre y en sus ojos surgía unaniebla. Andrés cayó de rodillas,mirando a Neratin Ceka, que estabaa un lado y contemplaba todo conserenidad…

—Nera… tin… Ayuda…Ceka no se movió. Miró a la

muchacha. Ésta volvió sus ojoshacia él, y él se estremeció.

—No hace falta —le previno élcon rapidez—. Estoy de tu lado.Quiero ayudarte. Deja, te cortarélas ligaduras… Aquí tienes un

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cuchillo, ábrete tu misma elcollarín. Yo traeré los caballos.

—Ceka… —surgió de lasofocada laringe de Andrés Fyel—.Traidor…

La muchacha lo golpeó con lamirada y cayó sobre Stigward, queyacía inmóvil en posición fetal.Kenna seguía sin poder levantarse.La sangre le salpicaba en gruesasgotas el pecho y el vientre.

—¡Alarma! —gritó de prontoChloe Stitz, saliendo de detrás de lachoza y tirando a un lado unacostilla de carnero—. ¡Alarmaaa!

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¡Silifant! ¡Skellen! ¡La muchachaescapa!

Ciri ya estaba en la silla. Teníala espada en la mano.

—¡Yaaaaa, Kelpa!—¡Alarmaaa!Kenna arañó la arena. No podía

levantarse. Tampoco le obedecíanlos pies, eran como de madera. Unapsiónica, pensó. Me he topado conuna superpsiónica. La muchacha esdiez veces más fuerte que yo…Menos mal que no me ha matado…¿Por qué milagro sigo todavíaconsciente?

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Desde las casas se acercaba yaun grupo a cuya cabeza iban OlaHarsheim, Bert Brigden y TilEchrade, y se apresuraron tambiéna la plaza los guardianes del tornoDacre Silifant y Boreas Mun. Cirise volvió, aulló, galopó hacia elrío. Pero también desde allíacudían ya hombres armados.

Skellen y Bonhart salieron delconcejo. Bonhart tenía la espada enla mano. Neratin Ceka gritó, seacercó a ellos con el caballo y losderribó. Luego, directamente desdela silla, se tiró sobre Bonhart y lo

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sujetó al suelo. Rience apareció enel umbral y miraba como atontado.

—¡Agarradla! —gritó Skellen,levantándose—. ¡Agarradla omatadla!

—¡Viva! —gritó Rience—.¡Vivaaa!

Kenna vio cómo le hacíanalejarse a Ciri de la empalizada delrío, cómo daba la vuelta y selanzaba en dirección al torno. Viocómo Cabernik Turent se acercabay quería tirarla de la silla, viocómo brilló la espada, vio cómodel cuello de Turent fluía una línea

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de color carmín. Dede Vargas yFripp el Joven también lo vieron.No se decidieron a ponerse en elcamino de la muchacha, se metieronentre las chozas.

Bonhart se levantó, con ungolpe del pomo de la espada alejóa Neratin Ceka y le dio un tajoterrible, oblicuo, en el pecho. Y almomento saltó detrás de Ciri. Elherido y sangrante Neratin Cekaconsiguió todavía agarrarlo por elpie, sólo lo soltó cuando resultóclavado a la arena de un pinchazo.Pero aquellos pocos segundos

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fueron suficientes.La muchacha espoleó a la yegua

al pasar ante Silifant y Mun.Skellen, inclinado como un lobo,venía corriendo desde la izquierda,moviendo la mano. Kenna vio cómoalgo brillaba en el vuelo, vio cómola muchacha se agitaba y setambaleaba en la silla, y cómo desu rostro brotaba una fuente desangre. Se inclinó hacia atrás deforma que por un instante yació conla espalda sobre las ancas de layegua. Pero no cayó, se enderezó,se sujetó en la silla, aferrándose al

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cuello del caballo. La yegua negrapisoteó a los hombres armados y selanzó directamente hacia el torno.Detrás de ella corrían Mun, Silifanty Chloe Stitz con una ballesta.

—¡No va a saltar! ¡La tenemos!—gritó Mun triunfante—. ¡Ningúncaballo salta siete pies!

—¡No dispares, Chloe!Chloe Stitz no lo oyó en el

griterío general. Se detuvo. Se pusola ballesta a la mejilla. Todo elmundo sabía que Chloe no fallabanunca.

—¡Un cadáver! —gritó—. ¡Un

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cadáver!Kenna vio cómo un hombre de

baja estatura, cuyo nombre nosabía, se acercó, alzó una ballesta ydisparó de cerca a Chloe en elpecho. El virote la atravesó departe a parte en una explosión desangre. Chloe cayó sin un gemido.

La yegua negra galopó hasta eltorno, echó ligeramente hacia atrásla cabeza. Y saltó. Se alzó y volópor encima de la puerta,extendiendo con gracia las patasdelanteras se deslizó como unanegra línea de terciopelo. Los

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cascos traseros, recogidos, nisiquiera rozaron la viga superior.

—¡Dioses! —gritó DacreSilifant—. ¡Por los dioses, quécaballo! ¡Vale su peso en oro!

—¡La yegua para el que laatrape! —gritó Skellen—. ¡A loscaballos! ¡A los caballos y aperseguirla!

A través del torno por finabierto galopó un grupo enpersecución, alzando polvo.Delante de todos, en cabeza,cabalgaban Bonhart y Boreas Mun.

Kenna se levantó con esfuerzo.

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Y al momento se tambaleó y sesentó pesada en la arena. Lehormigueaban dolorosamente lospies.

Cabernik Turent no se movía,yacía en un charco de sangre conlas piernas y brazos muy abiertos.Andrés Fyel intentaba levantar altodavía inconsciente Stigward.

Encogida en la arena, ChloeStitz parecía pequeña como unniño.

Ola Harsheim y Bert Brigdentrajeron a Skellen al hombre debaja estatura, el que había matado a

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Chloe. Antillo suspiró. Y hastatiritaba de rabia. De la bandoleraque llevaba cruzada al pechoextrajo una segunda estrella demetal, como la que hacía un instantehabía herido el rostro de lamuchacha.

—Que te trague el infierno,Skellen —dijo el hombre de bajaestatura. Kenna recordó su nombre.Mekesser. Jediah Mekesser. Ungemmeriano. Lo había conocido enRocayne.

Antillo se encorvó, agitando lamano con brusquedad. La estrella

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de seis puntas aulló en el aire y seclavó profunda en el rostro deMekesser, entre el ojo y la nariz. Nisiquiera gritó, comenzó sólo atemblar espasmódicamente y confuerza en el abrazo de Harsheim yBrigden. Tembló largo rato, y leentrechocaban tanto los dientes quetodos volvieron la cabeza. Todosmenos Antillo.

—Sácale mi orión, Ola —dijoStefan Skellen, cuando el cadáverpor fin colgó inerte en los brazosque le sujetaban—. Y meted a estacarroña en el estercolero, junto con

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esa otra carroña, ese hermafrodita.Que no quede ni rastro de estosasquerosos traidores.

De pronto aulló el viento,fluyeron las nubes. De pronto hizomucho frío.

La guardia se llamaba sobre losmuros de la ciudadela. Lashermanas Scarra roncaban a dúo.LeCoq meaba haciendo muchoruido en una bacinilla vacía.

Kenna se subió la manta hastala barbilla.

No alcanzaron a la muchacha.

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Desapareció. Simplementedesapareció. Boreas Mun —increíble— perdió el rastro de layegua mora al cabo de unas tresmillas. De pronto, sin advertencia,se hizo la oscuridad, el vientodobló los árboles casi hasta elsuelo. Rompió a llover, inclusobramaron los truenos, brillaron losrayos.

Bonhart no desistía. Volvieron aLicornio. Se gritaron los unos a losotros: Bonhart, Antillo, Rience y elcuarto, la enigmática e inhumanavoz chillona. Luego pusieron en pie

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a toda la hansa, excepto a aquéllosque —como yo— no estaban enestado de viajar. Juntaron a unoscampesinos con antorchas, semetieron en el bosque. Volvieronhacia el alba.

Volvieron sin nada.Descontando el miedo que tenían enlos ojos.

Los rumores, recordaba Kenna,sólo comenzaron algunos díasdespués. Al principio todos teníanmiedo de Antillo y Bonhart. Éstosestaban tan rabiosos que era mejorquitarse del paso. Por cualquier

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palabra descuidada hasta BertBrigden, el oficial, recibió un palocon el asta del guincho.

Pero luego se habló de lo quehabía pasado durante lapersecución. Del pequeñounicornio de paja que creció depronto hasta el tamaño de un dragóny asustó a los caballos de tal modoque los jinetes cayeron al suelo,sólo por un milagro no serompieron los cuellos. Y de lacabalgada celestial de espectros deojos de fuego montados enesqueletos de caballos y

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conducidos por el terribleesqueleto de un rey que ordenaba asu servidores fantasmas queborraran las huellas de los cascosde la yegua negra con los jirones desus capas. Del macabro coro dechotacabras que gritaban «¡Liiic-oorr de sangre, liiic-oorr desangre!». De los aullidosterroríficos de la fantasmagóricabeann’shie, la mensajera de lamuerte…

Viento, lluvia, nubes, arbustos yárboles de formas fantásticas,sumados al miedo que grandes ojos

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ha, como dijo Boreas Mun, que, alfin y al cabo, allí también estuvo.Ésa era toda la explicación. ¿Y loschotacabras? Los chotacabras,como chotacabras, añadió, siempregritan.

¿Y el rastro, las huellas de loscascos que de pronto desaparecen,como si el caballo hubiera echado avolar?

El rostro de Boreas Mun,rastreador capaz de rastrear a unpez en el agua, se endurecía anteesta pregunta. El viento, el vientoborró las huellas con arena y hojas.

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No había otra explicación posible.Algunos hasta lo creyeron,

recordó Kenna. Algunos hastacreyeron que todo aquello habíansido fenómenos naturales oquimeras. Y hasta se rieron deellos.

Pero dejaron de reírse. Despuésde Dun Dâre. Después de Dun Dâreya no se volvió a reír nadie.

Cuando la vio, retrocedióinconscientemente, tomando aire.

Ella había mezclado grasa deganso con tizones de la chimenea,

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haciendo una gruesa masa con laque había ennegrecido las cuencasde los ojos y los párpados,alargando las líneas hasta las orejasy las sienes.

Tenía el aspecto de un demonio.—Desde el cuarto islote hasta

el bosque alto, por el mismomargen —él repitió lasindicaciones—. Luego siguiendo elrío hasta los tres árboles secos,desde allí por la arboleda desauces directa hacia el oeste.Cuando aparezcan los pinos,cabalga al borde y cuenta las

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sendas. Tuerces en la novena yluego no tuerzas ya más. Luegovendrá la aldea de Dun Dâre, elarrabal está en su parte norte. Unascuantas cabañas. Y detrás de ellas,en el cruce, la taberna.

—Lo recuerdo. Lo encontraré,no te preocupes.

—Sobre todo ten cuidado conlos meandros del río. Guárdate delos sitios donde los arbustos sonescasos. De los lugares decentinodias crecidas. Y si acaso tesorprendiera la oscuridad antes delbosque de pinos, detente y espera la

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mañana. En ningún caso cabalguespor el pantano de noche. Ya es casiluna nueva, y para colmo haynubes…

—Lo sé.—Si se trata del País de los

Lagos… Dirígete al norte, por lascolinas. Evita los caminosprincipales, los caminosprincipales están llenos desoldados. Cuando llegues a un río,a un gran río, que se llama Sylte,llevarás más de la mitad delcamino.

—Lo sé. Tengo el mapa que me

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dibujaste.—Ah, sí, cierto.Ciri comprobó de nuevo los

atalajes y la alforja.Maquinalmente, sin saber qué decir.Intentando evitar lo que al fin y alcabo era necesario decir.

—Ha sido un placer tenerte,brujilla —él se le adelantó—. Deverdad. Adiós, brujilla.

—Adiós, ermitaño. Gracias portodo.

Ya estaba sentada en la silla, yase aprestaba a espolear a Kelpa,cuando él se acercó y la agarró de

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la mano.—Ciri. Quédate. Espera que

pase el invierno…—Llegaré al lago antes de los

hielos. Y luego, si es tal y comodijiste, ya nada va a tenersignificado. Volveré por eltelepuerto a Thanedd. A la escuelade Aretusa. A doña Rita…Vysogota… Cuánto tiempo hace deello…

—La Torre de la Golondrina esuna leyenda. Recuerda. Sólo unaleyenda.

—Yo también soy sólo una

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leyenda —dijo con amargura—. Denacimiento. Zireael, Golondrina,Niña de la Sorpresa. Elegida. Niñadel destino. Hija de la ViejaSangre. Me voy, Vysogota. Quetengas salud.

—Que tengas salud, Ciri.

La posada en el cruce detrás de losarrabales estaba vacía. CyprianFripp el Joven y sus tres camaradashabían prohibido el acceso a loslugareños y espantado a losviajeros. Ellos, sin embargo,festejaban y bebían días enteros,

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sentados en aquel local frío y llenode humo, que apestaba como suelenapestar las posadas en invierno,cuando no se abren las ventanas nila puerta: a sudor, gatos, ratones,calcetines, madera de pino, deabedul, grasa, ceniza y ropahúmeda y humeante de vapor.

—Vaya una perra suerte —repitió quizás por centésima vezYuz Jannowitz, gemmeriano,haciendo una señal a las sirvientaspara que trajeran vodka—. Así sepudra el Antillo. ¡Hacernos quedaren este pueblo de mierda! ¡Mejor

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irse con la patrulla por esosbosques!

—Anda que no estás tonto —lerespondió Dede Vargas—. ¡Alláafuera hace un frío del copón! Yoprefiero a lo calentito. ¡Y cabe lasmozas!

Le dio una palmada con ímpetua la muchacha en la nalga. Lamuchacha chilló, no demasiadoconvincente y con evidenteindiferencia. Era, la verdad seadicha, algo retrasada. El trabajo enla posada sólo le había enseñadoque si daban palmadas o

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pellizcaban, había que chillar.Ya al segundo día de estar allí,

Cyprian Fripp y sus compañeros sehabían lanzado sobre las dos mozasde servicio. El posadero teníamiedo de protestar y las muchachaseran demasiado poco despiertascomo para pensar en protestar. Lavida les había enseñado ya que siuna moza protesta, le pegan. Asíque más razonable era esperar aque se aburrieran.

—La Falka ésa —Rispat LaPointe, aburrido, retomó el otrotema estándar de sus aburridas

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conversaciones nocturnas— la giñóallá en los bosques, sus digo. ¡Yo vicómo entonces el Skellen le jodióla jeta con un orión, y cómo lasangre le retañaba como una fuente!¡De ello, sus digo, no pudoreposarse!

—Antillo falló —dijo YuzJannowitz—. No más la rozó con elorión. Cierto que le hizo en la jetano poco daño. Mas, ¿acasoestorbara aquello a la moza parasaltar por encima del torno? ¿Secayó del caballo? ¡No te jode! Yluego midieron el torno: siete pies y

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dos pulgadas, te cagas. ¿Y qué? ¡Losaltó! Y entre la silla y el culo nopodrías haber metido ni el filo deun chuchillo.

—Le brotaba la sangre como deuna tina —protestó Rispat LaPointe—. Cabalgó, cabalgó y luegose cayó y la giñó en algún barranco,los lobos y los pájaros se comieronla carroña, las martas lo terminarony los gusanos arrelimpiaron lasgüellas. ¡Sacabó, deireádh! Demodo que nosotros, sus digo,estamos aquí esperando en vano,bebiéndonos las perras. ¡Y es por

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esto porque a la zorra ésa no se lave!

—No puede ser así porque dela muerta ni rastro que ha quedao—dijo Dede Vargas con seguridad—. Siempre algo queda, el cráneo,las caeras, algún güeso gordo.Rience, el fechicero, por fin darácon Falka. Y entonces sabrá acabaoto.

—Y pué que entonces nos dencaza de tal modo que hasta congusto nos vamos a acordar de estavagüancia y de esta puta pocilga.—Cyprian Fripp el Joven pasó su

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aburrida mirada por la pared de laposada, de la que se conocía yacada clavo y cada mancha—. Y deeste puto aguardiente. Y de las doséstas, que apestan a cebolla ycuando las follas se están quietascomo ganao, miran al techo y serebuscan en los dientes.

—Cualquier cosa mejor queeste coñazo —sentenció YuzJannowitz—. ¡Hasta dan ganas deecharse a gritar! ¡La puta, hagamosalgo! ¡Lo que sea! ¿Le prendemosfuego al pueblo, o así?

Chirriaron las puertas. El

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sonido era tan poco cotidiano quelos cuatro se levantaron.

—¡Fuera! —gritó Dede Vargas—. ¡Lárgate, abuelo! ¡Pordiosero!¡Apestoso! ¡Fuera, a la calle!

—Déjalo —Fripp agitó unamano aburrida—. Ves, carga unagaita. Es un viejo rondador, a loseguro antaño soldado, que tocandoy cantando por las tabernas gánaseen algo la vida. En la calle diluviay yela. Que se siente aquí…

—Pero lejitos de nosotros. —Yuz Jannowitz le señaló al abueletedónde tenía que sentarse—. Pos nos

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llena de pulgas. Ende aquí veocómo se le comen. Se diría que noson pulgas sino tortugas.

—¡Dale alguna vianda,posadero! —Fripp el Joven hizo ungesto de mando—. ¡Y a nosotrosaguardiente!

El vejete se quitó de la cabezaun gran gorro de piel y con graciaextendió a su alrededor un hedorterrible.

—Gracias os sean dadas,vuesas mercedesas —dijo—.Puesto que hoy es la vegilia deSaovine, es fiesta. Y en fiesta no

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cuadra que se eche a naide, paraque se moje y se yele en la lluvia.Lo que cuadra en día de fiesta esenvitar…

—Es verdad. —Rispat LaPointe se dio una palmada en lafrente—. ¡Ciertamente hoy es lavegilia de Saovine! ¡El final deoctubre!

—La noche de los prodigios. —El vejete sorbió la sopa aguada quele habían traído—. ¡Noche de losfantasmas y los espetros!

—¡Jojó! —dijo Yuz Jannowitz—. ¡El vejete, veréis, nos va a

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enregalar con un cuento de viejas!—Que nos enregale —bostezó

Dede Vargas—. ¡Cualquier cosamejor que este coñazo!

—Saovine —repitió el abatidoCyprian Fripp el Joven—. Ya hacecinco semanas desde Licornio. Ydos semanas ya que andamos aquíencaramaos. ¡Dos putas semanas,ja!

—La noche de los moustros. —El vejete lamió la cuchara, eligióalgo con un dedo del fondo delcuenco y se comió ese algo—. ¡Lanoche de los espetros y de los

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encantamientos!—¿Y no lo decía yo? —Yuz

Jannowitz sonrió—. ¡Habremoscuento de viejas!

El anciano se enderezó, serascó y dio un hipido.

—La vegilia de Saovine —comenzó con énfasis—, la últimanoche antes de que suba la nueva denoviembre, es pa los elfos la últimanoche del año viejo. Cuando naceel nuevo día, ya es para los elfos elaño nuevo. De modo que haycostumbre entre los elfos en lanoche de Saovine prender todos los

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fuegos de la casa y alrededores conuna astilla embreada y guardar bienlos restos de la astilla hasta mayo, ycon la misma, enchiscar el fuego deBelleteyn, entonces, dicen, habráabundancia. Y no sólo la gente elfasino y muchos de entre los nuestroshacen lo mismo. Para que de lasánimas malvadas salvaguardar…

—¡Ánimas! —bufó Yuz—.¡Escuchad nomás lo que este patánchamulla!

—¡Ésta es la noche de Saovine!—anunció el viejo con vozemocionada—. ¡En tal noche los

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espíritus rondan por la tierra! ¡Losespíritus de los muertos llaman a laventana, dejadnos pasar, gimen,dejadnos! Entonces hay que darmiel, y gachas, y todo prestoregarlo con vodka…

—La vodka yo me la prefieroregar a mí mesmo en el gaznate —se rio Rispat La Pointe—. Y tusespíritus, viejo, me puen besaraquí.

—¡Oh, vuesa mercedesa, nohagáis bromas de los espíritus, quebien pudieran oírlo, y sonrencorosos! ¡Hoy es la vegilia de

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Saovine, noche de los espetros yencantamientos! Aguzar el oído,¿escucháis cómo algo alredor tocay llama? Son los muertos queacuden del otro mundo, quierencolarse en las casas para calentarseal fuego y comer en abundamiento.Allá, por los riscales desnudos ylos bosques sin hojas, aulla elviento y el cierzo, los pobresespíritus se congelan, entoncesvanse para los hogares donde hayfuego y calor. Entonces no hay queolvidar poner viandas en unacazuela en la esquina, o bien en los

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pajares, puesto que si las ánimas nohallaran allí nada, a la medianochemeterán el hocico en la casa parabuscar…

—¡Oh, dioses! —susurró confuerza una de las mozas de servicio,y enseguida chilló porque Fripp lehabía pellizcado en el trasero.

—¡No es mal cuento! —dijoFripp—. ¡Mas pa ser bueno aúnfalta mucho! ¡Dadle, tabernero, unajarra de cerveza meona al viejo,pué que entonces le salga bueno!¡Un buen cuento de espíritus,muchachos, conócese porque a las

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mozas que lo escuchan les puespillizcar y ni se enteran!

Los hombres rieron, seescucharon los chillidos de lasmozas, a las que se les comprobabael estado de escucha. El viejo dioun sorbo de cerveza caliente,haciendo mucho ruido y eructando.

—¡Mas ni se te ocurraaposentarte y dormirte! —leadvirtió Vargas amenazador—. ¡Note irás de rositas! ¡Cuenta, canta,sopla la gaita! ¡Que haya parranda!

El viejo abrió la boca en la queun único diente aparecía como

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mojón de camino en una negraestepa.

—¡Mas vuesa mercedesa, quehoy es Saovine! ¿Qué música, niqué cánticos? ¡La música deSaovine es el cierzo a la ventana!¡Son los lobisomes y los vamperosque agullan, los mamunios querelinchan y gimen, los gules querechinan los dientes! La beann’shiegaña y grita, y quien escuchara lossus gritos, a ése de seguro le estáescrita pronta muerte. ¡Todos losmalos espíritus abandonan susguaridas, las meigas vuelan al

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último conciliábulo antes delinvierno! ¡Saovine es noche de losespetros, los moustros y losaparecidos! ¡No entréis al bosque,porque sus devorará la floresta!¡No paséis por el camposanto,porque el muerto se os puedetrajinar! Y lo mejor no salir delchozo, y para mayor certidumbreclavar en la esquina un cuchillonuevo de yerro, que con él no seatreven los malos. Las mujeres quecelen de los niños, puesto que en lanoche de Saovine bien pudiera unarusalka o llorona robar al niño, en

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su lugar poniendo un repelentemutante. ¡Y la moza preñada mejorque no se asome afuera, no sea queuna nocturnala le eche mal de ojo alniño en el vientre! En lugar de unniño parirá una estrige con dientesde yerro…

—¡Oh, dioses!—Con dientes de yerro.

Primero a la madre la teta le come.Luego las manos le come. Lamejilla le come… Uh, pero cuidaoque mantrao hambre…

—Tomar mi güeso, tiene carneentoavía. ¡Comer más no es sano pa

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la vejez, que sus podéis atragantar yagogar, ja, ja! Y tú, eh, moza, dalemás cerveza. ¡Venga, viejo, relatamás de los espíritus!

—Saovine, vuestrasmercedesas, es la última noche enque los fantasmas pueden andurrear,que luego los yelos les quitan lasfuerzas, y se van al Abismo, bajotierra, de donde ya no sacan loshocicos en todo el invierno. Por esoes de Saovine hasta febrero, hastala fiesta de Imbaelk, el mejortiempo para acudir a lugaresinmundos y buscar allá los tesoros.

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Si, pongamos, en tiempo de calores,se arrebusca junto a un túmulo dewichtes, como que dos y dos soncuatro que se despierta el wicht,salta todo rabioso y devora alarrebuscador. Y de Saovine aImbaelk rasca y rebusca las fuerzasque tenga: el wicht duermeprofundo como el oso viejo.

—¡Las cosas que se inventa elviejo descarao!

—No más que la verdad,vuesas mercedesas. Sí, sí. Mágicaes la noche de Saovine, horrible,mas y aun es la mejor para

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profecías y augurios todos. En talnoche merece la pena echar lascartas, y adivinar con los güesos, yla mano, y con el gallo blanco, y lacebolla, y el queso, de las tripas delos conejos, de un murciégalomuerto…

—¡Fu!—La noche de Saovine es

noche de espetros y fantasmas…Más vale quedarse en casa. Toda lafamilia… Junto al fuego…

—Toda la familia —repitióCyprian Fripp, enseñando de prontolos dientes de ave de presa a sus

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camaradas—. Toda la familia, ¿susdais cuenta? ¡Junto con la lista ésaque ende hace una semana por no séqué viajes se esconde!

—¡La herrera! —se imaginó almomento Yuz Jannowitz—. ¡Larubia garbosa! Cuidado que tienescabeza, Fripp. ¡Hoy igual lacogemos en la palloza! ¿Qué,muchachos? ¿Hacemos una visita alcotarro de la herrera?

—Uuuh, pero ya mismito. —Dede Vargas se estiró con fuerza—.Sus lo digo, ante los míos ojos latengo, a la herrera, andurreando por

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el pueblo, esas tetillas saltaronas,este culillo redondete… Había quehaberla echao mano entonces, sinesperar, pero Dacre Silifant, esetonto maestresala… ¡pero agora noestá aquí el Silifant y la herrera estáen su chozo! ¡Esperando!

—En esta aldea hemos rajao yaal alcalde. —Rispat enarcó lascejas—. Le pateamos al cabronazoque vino a su sucorro. ¿Másmuertos necesitamos? El herrero ysu hijo son membrudos comorobles. Con miedo no nos losllevamos. Habrá que…

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—Mutilar —terminó Fripptranquilo—. Sólo amutilarlos unpoco, no más. Terminarsus lacerveza, aderecémonos y palpueblo. ¡Nos vamos a festejar elSaovine! ¡Vamos a rellenar unazamarra con los pelos pafuera, nosliamos a berrear y a loquear, lospaletos pensarán que son losdiablos o los wichtes!

—¿Nos traemos a la herrerapacá, a las habitaciones, o nosantrenemos como en nuestra tierra,a lo gemmeriano, ante los ojos de lafamilia?

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—Lo uno no quita lo otro. —Fripp el joven miró a la noche através de la ventana—. ¡Vaya unviento más cojonudo, joder! ¡Hastalos álamos se doblan!

—¡Oh, jo, jo! —dijo el viejodesde detrás de su jarra—. ¡No esel viento, mercedesas, no es elcierzo eso! Son las hechiceras quese apresuran a su aquelarremontadas en sus escobas, algunasen sus almireces y sus morteros,limpian las huellas tras de sí conlas escobas. ¡No ha escape, sialguna de las tales en el bosque se

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le cruza en el camino a un hombre yle sale a la zaga, no ha escape! ¡Yella tiene, oh, así los dientes!

—¡Abuelo, vete a asustar a losniños con tus fechiceras!

—¡No habléis, señor, en malahora! ¡Pues y aún os diré que laspeores hechiceras, ese estamento decondesas y princesas hechiceriles,jo, jo, ésas no en escobas, no enmorteros ni almireces vuelan, no!¡Ésas cabalgan en sus gatos negros!

—¡Je, je, je, je!—¡Cierto es! Puesto que la

vegilia de Saovine es la única

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noche del año en que los gatoshechiceriles se transforman enyeguas negras como la pez. Y pobrede aquél que en noche negra comoboca de lobo oyera el golpeteo decascos y viera a una hechicera en suyegua negra. Quien con talhechicera se encontrara, noescapará a la muerte. ¡Lo arrastrarála hechicera como el viento a lahoja, lo llevará al otro mundo!

—¡Cuando volvamos terminas!¡Y concibe un cuento bueno, viejode los cojones, y arrefina la gaita!¡Cuando volvamos habrá aquí

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jarana! ¡Se bailará aquí y se joderáa la señora herrera…! ¿Qué pasa,Rispat?

Rispat La Pointe, que habíasalido al corral para aliviar lavejiga, volvió corriendo, y tenía elrostro tan blanco como la nieve.Gesticulaba violentamente,señalando a la puerta. No consiguiópronunciar ni una palabra. Y no eranecesario. Desde la calle les llegóel donoso relincho de un caballo.

—Una yegua mora —dijo Frippcon el rostro casi pegado al cristalde la ventana—. La misma yegua

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mora. Es ella.—¿La hechicera?—Falka, idiota.—¡Es su espíritu! —Rispat

tomó aire con violencia—. ¡Unfantasma! ¡Ella no pudo sobrevivir!¡Murió y regresa como fantasma!En la noche de Saovine.

—Vendrá en noche negra comoboca de lobo —murmuró el viejo,apretando la jarra vacía contra latripa—. Y quien con ella seencuentre, no escapará a lamuerte…

—¡A las armas, tomar las

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armas! —dijo Fripp, febril—.¡Apriesa! ¡A ambos laos de lapuerta! ¿No entendéis? ¡La fortunanos sonríe! ¡Falka nada sabe denosotros, vino acá para calentarse,los yelos y la hambre la sacaron desu bujero! ¡Derecha a nuestrasmanos! ¡Antillo y Rience nosllenarán de oro! Tomar las armas…

Las puertas chirriaron.El vejete se dobló sobre la

tabla de la mesa, entrecerró losojos. Veía mal. Tenía los ojoscansados, arruinados por elglaucoma y una conjuntivitis

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crónica. Además, la taberna estabaoscura y llena de humo. Por ello elabuelete apenas vio a la delgadafigura que entró a la casa desde elzaguán, vestida con un jubón de pielde almizclera, con una capucha y unpañuelo que le escondían el rostro.A cambio el viejo tenía un buenoído. Escuchó un apagado grito deuna de las mozas de servicio, elgolpeteo de los zuecos de la otra, lamaldición a media voz delposadero. Escucho el tintineo de lasespadas en las vainas. Y la vozbaja, venenosa, de Cyprian Fripp:

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—¡Te tenemos, Falka! No nosesperabas aquí, ¿eh?

—Os esperaba —escuchó elvejete. Y tembló con el sonido deaquella voz.

Vio el movimiento de la figuradelgada. Y escuchó un suspiro demiedo. Un ahogado grito de una delas mozas. No pudo ver que lamuchacha llamada Falka se habíaquitado la capucha y el pañuelo. Nopudo ver el rostro terriblementemutilado. Ni los ojos pintados conuna pasta de grasa y tizones demodo que parecían los ojos de un

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demonio.—No soy Falka —dijo la

muchacha. El abuelete de nuevocontempló un rápido y desdibujadomovimiento, algo ígneo brilló a laluz de las lámparas—. Soy Ciri deKaer Morhen. Soy una bruja. Hevenido aquí para matar.

El abuelete, que en su vidahabía visto más de una pelea detaberna, tenía un método elaboradopara escapar a las injurias:zambullirse bajo la mesa,encogerse mucho y agarrarse confuerza a las patas de la mesa. Desde

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esa posición, está claro, ya nopodía ver nada. Y tampoco quería.Se aferraba espasmódico a la mesa,y la mesa ya recorría la habitaciónjunto con el resto de los muebles,entre golpeteos, chasquidos ycrujidos, el sonido de pesadasbotas, maldiciones, gritos, gemidosy el tintineo del acero.

Una moza de servicio gritabapenetrantemente sin parar.

Sobre la mesa rodó alguien,desplazando al mueble junto con elviejo agarrado a él, cayó al suelo asu lado. El viejo gritó al sentir

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cómo le salpicaba la sangrecaliente. Dede Vargas, el que lehabía querido echar al principio —el viejo lo reconoció por losbotones de azófar en el jubón—lanzaba macabros chillidos, seretorcía, lanzaba sangre, agitabacon las manos a su alrededor. Unode sus golpes impotentes le acertóal anciano en un ojo. El abuelete yano pudo ver absolutamente nada. Lamuchacha que gritaba se atragantó,se calló, tomó aire y comenzó agritar de nuevo, en una entonacióntodavía más alta.

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Alguien cayó con estrépito alsuelo, de nuevo se extendió lasangre por el recién fregado suelode tablas de pino. El abuelete noreconoció quién había muertoahora. Era Rispat La Pointe, al queCiri le había dado un tajo en elcuello. No vio cómo Ciri realizabauna pirueta justo frente a Fripp yJannowitz, cómo atravesaba suguardia como una sombra, comohumo gris. Jannowitz se lanzó trasella con un rápido y blando salto degato. Era un espadachín diestro.Apoyándose con seguridad en el

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pie derecho, golpeó con una larga yextendida prima, apuntando alrostro de la muchacha, directamentea su horrible cicatriz. No podíafallar.

Falló.No consiguió protegerse. Ella

lo cortó al azar, desde cerca, conlas dos manos, a través del pecho yla barriga. Y ella volvió a saltar,giró, y al tiempo que escapaba delos tajos de Fripp, le rajó alretorcido Jannowitz por el cuello.Jannowitz se derrumbó con la frentecayendo sobre un banco. Fripp

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saltó por encima de banco ycadáver, lanzó un tajo rapidísimo.Ciri lo paró al bies, hizo una mediapirueta y dio un corto tajo en elmuslo. Fripp se tambaleó, setropezó con la mesa, perdiendo elequilibrio, instintivamente extendióla mano. Cuando apoyó la mano enla mesa, Ciri, con un rápido golpe,se la cortó.

Fripp levantó el muñón quedespedía sangre, lo miró conatención, luego miró a la mano queestaba sobre la mesa, y sederrumbó de pronto, violentamente,

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con ímpetu posó el trasero sobre elsuelo, exactamente igual que si sehubiera resbalado con jabón. Unavez sentado gritó, y luego comenzóa aullar, con un aullido salvaje,agudo y penetrante de lobo.

Encogido bajo la mesa y regadoen sangre, el viejo escuchó cómodurante un instante se oía aqueldueto espectral: los gritosmonótonos de la moza de servicio ylos aullidos espasmódicos deFripp.

La moza se calló primero,terminó sus inhumanos gritos con un

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chillido quebrado. Frippsimplemente enmudeció.

—Mamá —dijo de pronto, muyclaro y completamente consciente—. Mamá… ¿Qué es… qué es… loque me ha pasado? ¿Qué me…pasa?

—Te estás muriendo —le dijola muchacha del rostro mutilado.

Al viejo se le pusieron de puntalos pocos pelos que le quedaban.Para detener el temblor de losdientes los apretó con la manga dela aljuba.

Cyprian Fripp el Joven exhaló

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un sonido como si tragara condificultad. Ya no emitió mássonidos. Ninguno.

Reinaba el más absolutosilencio.

—Pero qué es lo que hashecho… —gimió el posadero enaquel silencio—. Pero qué es loque has hecho, muchacha…

—Soy una bruja. Matomonstruos.

—Nos colgarán… ¡Quemaránel pueblo y la posada!

—Mato monstruos —repitió, yen su voz de pronto apareció algo

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como asombro. Como vacilación.Inseguridad.

El posadero gimió, suspiró. Ysollozó.

El abuelete salió poco a pocode debajo de la mesa, apartándosedel cadáver de Dede Vargas, de surostro horriblemente cortado.

—En una yegua negracabalgas… —murmuró—. Ennoche oscura como boca de lobo…las huellas tras tuyo vas borrando…

La muchacha se volvió, le miró.Ya había tenido tiempo de cubrirseel rostro con el pañuelo, desde

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encima del pañuelo locontemplaban unos ojosfantasmales rodeados por negroscírculos.

—Quien se encuentra contigo—balbuceó el viejo—, no escaparáa la muerte… porque tú misma eresla muerte.

La muchacha lo miró. Largotiempo. Y con bastante indiferencia.

—Tienes razón —dijo por fin.En algún lugar en los pantanos,

allá lejos, pero bastante más cercaque antes, resonó de nuevo elaullido lastimero de la beann’shie.

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Vysogota yacía en el suelo,sobre el que se había caído allevantarse de la cama. Confirmócon espanto que no era capaz delevantarse. Su corazón golpeaba,subía hasta la garganta, leestrangulaba.

Ya sabía a quién le anunciaba lamuerte el grito nocturno del espírituélfico. La vida era hermosa, pensó.Pese a todo.

—Dioses… —murmuró—. Nocreo en vosotros… Pero siexistís…

Un monstruoso dolor le explotó

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de pronto en el pecho, bajo elesternón. Allá en los pantanos,lejos, pero bastante más cerca queantes, la beann’shie chilló portercera vez.

—¡Si existís, proteged a labrujilla en su camino!

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Capítulo undécimo

—¡Tengo unosojos muy grandespara verte bien!—gritó el lobatode hierro—.¡Tengo unasgarras muygrandes parapoder agarrarte yabrazarte conellas! Todo lotengo grande,

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todo, ahora teconvencerás deello. ¿Por qué memiras de esemodo tan raro,muchachilla?¿Por qué norespondes? Labrujilla sonrió.—Tengo unasorpresa para ti.

Flourens Delannoy,"La sorpresa", del tomoCuentos y leyendas

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Las adeptas estaban de pie einmóviles delante de la sumasacerdotisa, estiradas como cuerdasde laúd, tensas, mudas, ligeramentepálidas. Estaban listas para elcamino, preparadas hasta en losdetalles más nimios. Ropas de viajemasculinas, de color gris, unaszamarras cálidas, pero que noentorpecían los movimientos,cómodas botas élficas. Loscabellos cortados de tal modo quefuera fácil mantenerlos ordenados ylimpios en los campamentos ydurante las marchas, para que no

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estorbaran durante el trabajo. Unoshatillos bien empaquetados,pequeños, que sólo conteníanvíveres para el camino y los útilesmás imprescindibles. El resto se lotenía que dar el ejército. El ejércitoen el que se habían alistado.

Los rostros de las dosmuchachas parecían serenos. Perosólo en apariencia. Triss Merigoldveía que a ambas les temblabanligeramente las manos y los labios.

El viento agitaba las desnudasramas de los árboles del parque delsantuario, hacía deslizarse las hojas

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secas sobre las placas de piedradel patio. El cielo era de colorgranate. Una tormenta de nievecolgaba en el ambiente. Se lasentía.

Nenneke interrumpió elsilencio.

—¿Habéis sido ya asignadas?—Yo no —masculló Eurneid—.

De momento voy a invernar en elcampamento de Wyzima. Elcomisario de enrolamientos dijoque en la primavera se detendránallá los destacamentos de loscondottieros del norte… Voy a ser

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sanitaria de uno de ellos.—Yo ya tengo destino. —Iola

Segunda sonrió apenas—. A lacirugía de campo, con el señorMilo Vanderbeck.

—Que por lo menos no metraigáis vergüenza. —Nennekerepartió a ambas adeptas sendasmiradas amenazadoras—. Que nome deshonréis a mí, al santuario niel nombre de la Gran Melitele.

—Por supuesto que no, madre.—Y hacedme el favor de

cuidaros.—Sí, madre.

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—Vais a caeros de cansanciomientras estéis con los enfermos, novais a conocer el sueño. Tendréismiedo, os embargará la dudacuando veáis el dolor y la muerte.Y en esos momentos fácil es echarmano de los narcóticos o de losremedios excitantes. Tened cuidadocon ellos.

—Lo sabemos, madre.—La guerra, el miedo, la

matanza y la sangre —la sumasacerdotisa las atravesó con lamirada— también aflojan lascostumbres, y para algunas actúan

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como un fuerte afrodisíaco. Ahoramismo, mocosas, no podéis sabercómo va a actuar sobre vosotras.Por favor, tened también cuidadocon esto. Sin embargo, si se llega aalgo, tomad mediosanticonceptivos. Si pese a todoalguna de vosotras se metiera enproblemas, entonces, ¡lejos dematasanos de estraperlo y de viejasde aldea! Buscad un santuario omejor una hechicera.

—Lo sabemos, madre.—Esto es todo. Ahora podéis

acercaros a por mi bendición.

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Les puso las manos sobre lacabeza, primero a una, luego a laotra, las abrazó y las besó unadetrás de la otra. Eurneid sorbiópor la nariz. Iola Segunda rompió allorar sin más. Nenneke, aunque aella misma los ojos le brillabanalgo más que de costumbre, bufó.

—Sin escenas, sin escenas —dijo, aparentando estar furiosa ycrispada—. Vais a una guerranormal y corriente. De allí sevuelve. Tomad los bártulos y hastala vista.

—Hasta la vista, madre.

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Anduvieron a vivo paso haciala puerta del santuario, sinvolverse. La suma sacerdotisaNenneke, la hechicera TrissMerigold y el escribano Jarre lasacompañaron con la mirada.

Este último volvió sobre él laatención con un importunocarraspeo.

—¿Qué pasa? —Nenneke pusosus ojos sobre él.

—¡Se lo has permitido! —estalló el muchacho con pasión—.¡A ellas, unas mujeres, les haspermitido alistarse! ¿Y a mí? ¿Por

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qué a mí no me está permitido?¿Tengo que seguir volviendo laspáginas de pergaminospolvorientos, aquí, detrás de estosmuros? ¡No soy un inválido ni uncobarde! Es una vergüenza para míseguir aquí en el santuario cuandohasta las mujeres…

—Esas mujeres —leinterrumpió la sacerdotisa— hanestudiado durante toda su jovenvida las técnicas de curación y derestablecimiento, el cuidado de losenfermos y heridos. Van a la guerrano por patriotismo ni deseo de

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aventura, sino porque con todaseguridad allí habrá enfermos yheridos. ¡Un montón de trabajo, dedía y de noche! Eurneid, Iola,Myrrha, Katja, Prune, Debora yotras muchachas son la aportacióndel santuario para esta guerra. Elsantuario, como parte de lasociedad, paga a la sociedad sudeuda. Da al ejército y a la guerrasu aportación: especialistas bienentrenadas. ¿Lo entiendes, Jarre?¡Especialistas! ¡No carne de cañón!

—¡Todos se alistan! ¡Sólo loscobardes se quedan en casa!

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—Has dicho una tontería, Jarre—dijo Triss en voz alta—. No hasentendido nada.

—Yo quiero ir a la guerra… —La voz del muchacho se quebró—.Quiero salvar a… Ciri…

—Vaya —dijo Nenneke contono de burla—. El caballeroandante quiere ir a salvar a la damade su corazón. En un caballoblanco…

Se calló al ver la mirada de lahechicera.

—Basta ya de todo esto, Jarre—reprendió al muchacho con la

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mirada—. ¡Te he dicho que no te lopermito! ¡Vuelve a tus libros!Estudia. Tu futuro es la ciencia.Vamos, Triss. No perdamos tiempo.

Sobre la tela extendida delantedel altar había un peine de hueso,un anillo barato, un libro decubiertas raídas, un echarpe azulmuy gastado. De rodillas, inclinadasobre los objetos, estaba IolaPrimera, la sacerdotisa de donesproféticos.

—No te apresures, Iola —leadvirtió Nenneke, quien estaba a sulado—. Concéntrate poco a poco.

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No queremos una predicciónrepentina, no queremos un enigmacon mil respuestas. Queremos unaimagen. Una imagen clara. Absorbeel aura de estos objetos,pertenecían a Ciri, Ciri los tocó.Absorbe el aura, poco a poco. Nohay por qué apresurarse.

En el exterior aullaba el cierzoy se retorcía la ventisca. La nievecubrió muy deprisa los tejados y elpatio del santuario.

Era el día decimonoveno denoviembre. Luna llena.

—Estoy lista, madre —dijo Iola

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Primera con su voz melodiosa.—Comienza.—Un momento. —Triss se

levantó del banco como impulsadapor un muelle, arrojó de sushombros la piel de chinchilla—. Unmomento, Nenneke. Quiero entraren trance con ella.

—Eso es arriesgado.—Lo sé. Pero yo quiero ver.

Con mis propios ojos. Se lo debo.A Ciri… Amo a esa muchachacomo a una hermana menor. EnKaedwen me salvó la vida,arriesgando su propia cabeza…

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La voz de la hechicera sequebró de pronto.

—Lo mismito que Jarre. —Lasuma sacerdotisa meneó la cabeza—. Corres a salvarla, a ciegas, amatacaballo, sin saber adónde nipor qué. Pero Jarre es unmuchachillo ingenuo, mientras quetú eres una maga adulta y al parecersabia. Debieras saber que noayudas a Ciri entrando en trance. Yque sin embargo te puedesperjudicar a ti misma.

—Quiero entrar en trance juntocon Iola —repitió Triss,

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mordiéndose los labios—.Permítemelo, Nenneke. Al fin y alcabo, ¿cuál es el riesgo? ¿Un ataquede epilepsia? Incluso si así fuera,me sacas de él y en paz.

—Te arriesgas —dijo Nennekemuy despacio— a que veas aquelloque no debieras ver.

El Monte, pensó Triss conaprensión, el Monte de Sodden. Enel que morí una vez. En el que meenterraron y grabaron mi nombre enel obelisco de mi tumba. El Montey la tumba que algún día seacordarán de mí.

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Lo sé. Ya me fue predichoantes.

—Yo ya he tomado mi decisión—dijo con voz fría y altiva, altiempo que se levantaba y echabacon las dos manos su hermoso pelopor detrás del cuello—.Comencemos.

Nenneke se arrodilló, apoyó lafrente en las manos juntas.

—Comencemos —dijo en vozbaja—. Prepárate, Iola. Arrodíllatejunto a mí, Triss. Toma a Iola de lamano.

En el exterior era de noche.

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Aullaba el cierzo, caía la nieve.

Al sur, allá tras los Montes deAmell, en Metinna, en el paísllamado Cien Lagos, en un lugaralejado de la ciudad de Ellander ydel santuario de Melitele unosquinientos mil vuelos de cuervo,una pesadilla despertó bruscamenteal pescador Gosta. Al despertarse,Gosta no pudo recordar elcontenido de lo que había soñado,pero una extraña intranquilidad nole permitió volver a conciliar elsueño durante mucho tiempo.

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Todo pescador que conozca suoficio sabe que si hay que capturaruna perca, sólo se consigue con losprimeros hielos.

El invierno de aquel año,aunque inesperadamentetempranero, se burlaba de todos yera tan caprichoso como unamozuela hermosa y con éxito. Losprimeros hielos y las primerasnevadas dieron una desagradablesorpresa, como un ladrón en unaemboscada. Fue al principio denoviembre, hacia Saovine, en una

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época en la que todavía nadie seesperaba nieves ni hielos y había unmontón de trabajo. Ya hacia lamitad de noviembre una delgadacapita cubrió el lago y cuando casicasi parecía que iba a podersostener el peso de un hombre, elcaprichoso invierno cedió depronto, volvió el otoño, redobló lalluvia, y la capa humedecida porella gimió, se desgajó de la orilla yla deshizo el cálido viento del sur.¿Qué diablos?, se asombraban loslabradores. ¿Es invierno o no esinvierno?

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No habían pasado ni tres díascuando volvió el invierno. Esta vezsin nieves, sin ventiscas, pero acambio el frío golpeaba como elherrero con el martinete. Hastahacía temblar los huesos. En eltranscurso de una noche el agua quese deslizaba por los aleros de lostejados se convirtió en afiladoscarámbanos de hielo y los patos,sorprendidos por el hecho, a pocono se quedaron pegados a loscongelados cenagales.

Y los lagos de Mil Trachtalanzaron un suspiro y se quedaron

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petrificados en forma de hielo.Gosta esperó todavía un día,

para estar seguro, luego sacó de latroje una caja con una cuerda parallevarla al hombro, dentro de lacual tenía sus aparejos de pesca.Limpió con cuidado sus botas depaja, tomó la zamarra, asió elpunzón, el saco y se apresuró allago.

Ya se sabe: si se trata de laperca, lo mejor con el primer hielo.

El hielo era fuerte. Se rehundíaun pelín bajo el peso, chirriabaalgo, pero resistía. Gosta avanzó

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perpendicularmente, abrió un huecocon el punzón, se sentó sobre lacaja, desenrolló la cuerda de pelode caballo asida a una corta vergade alerce, le prendió un pez deestaño con un gancho, la lanzó alagua. La primera perca, de mediocodo, picó el anzuelo antes de quecayera la cuerda y se tensara.

No había pasado ni una horacuando alrededor del agujero en elhielo yacían ya más de mediocentenar de peces verdes, rayados,con aletas tan rojas como la sangre.Gosta tenía más percas de las que

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necesitaba, pero su euforia depescador no le permitía dejar depescar. Al fin y al cabo, siemprepodía regalar los peces a losvecinos.

Escuchó un relincho agudo.Alzó la cabeza del hueco. En la

orilla del río había un hermosocaballo negro, de los ollares lesalía una nube de vaho. El jinete,vestido con un abrigo de piel dealmizclera, tenía el rostroembargado por la locura.

Gosta tragó saliva. Erademasiado tarde para salir

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huyendo. En lo más profundo de suespíritu, sin embargo, contaba conque el jinete no se iba a atrever aadentrarse con el caballo en elquebradizo hielo.

Seguía moviendomaquinalmente la caña, otra percatiró de la cuerda. El pescador lacogió, la desenganchó y la arrojósobre el hielo. Con el rabillo de unojo vio cómo el jinete desmontaba,arrojaba las riendas a un desnudoarbusto y se acercaba a él, pisandocon precaución en la superficieresbaladiza. La perca se agitaba en

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el hielo, estiraba la aletapuntiaguda, meneaba las agallas.Gosta se levantó, se inclinó y tomóel punzón, que en caso de necesidadpodía servirle de arma.

—No tengas miedo.Era una muchacha. Ahora,

cuando se retiró el pañuelo delrostro, le vio la cara, deformadapor una horrible cicatriz. Llevabauna espada cruzada a la espalda,veía la empuñadura de hermosotrabajo que surgía por encima delhombro.

—No te haré nada malo —dijo

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en voz baja—. Sólo quieropreguntar por algo.

Sí, claro, pensó Gosta. Lo quetú digas. Justo ahora, en invierno.Durante la helada. ¿Quién pasea oviaja? Sólo los ladrones. O algúndesertor.

—Este país. ¿Es Mil Trachta?—Cierto… —murmuró,

mirando al agujero, al agua negra—. Mil Trachta. Pero nostrosdecimos: Cien Lagos.

—¿Y el lago de Tarn Mira?¿Sabes de un lago así?

—Tos lo conocen. —Miró a la

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muchacha, asustado—. Ca en estoslares lo decimos Sinfondo. Un lagomaldito. Una jondura tremenda. Lasninfas moran allí, ahogan al quepasa. Y en unas ruinas viejas yencantadas anidan las ánimas.

Vio cómo los ojos verdes de lamuchacha brillaban.

—¿Hay ruinas allí? ¿Una torre,quizá?

—¡Qué va a haber una torre! —No consiguió contener un resoplido—. Unos pedruscos encima dotros,amontonaos, tos llenos de yerbajoscrecíos, montones de cascotes…

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La perca dejó de saltar, yacíamoviendo las agallas entre sushermanas de coloreadas rayas. Lamuchacha se quedó absorta,pensativa.

—La muerte en el hielo —dijo— posee en sí misma algo comofascinante.

—¿Lo qué?—¿Qué lejos queda de aquí el

lago de las ruinas? ¿Por dónde hayque ir?

Se lo dijo. Se lo señaló. Inclusohizo un dibujo en el hielo con lapunta aguda del punzón. Movió la

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cabeza, mientras se lo aprendía. Layegua a la orilla del lago golpeabacon los cascos en los terronescongelados, relinchaba, arrojabavaho con un sonido ronco.

Miró cómo se alejaba a lo largo dela orilla occidental del lago, cómogalopaba por las aristas delbarranco que bajaba hacia el agua,por delante de los alisos y saucessin hojas ya, a través del hermosobosque de cuento de hadas,decorado por la helada con unblanco baño de escarcha. La yegua

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mora corría con una graciaindescriptible, veloz y al mismotiempo ligera, apenas se podíanescuchar los golpeteos de suscascos sobre el suelo helado,apenas expulsaba de las ramas quegolpeaba la nieve plateada. Comosi por aquel bosque de cuento dehadas escarchado y paralizado porla helada estuviera cabalgando noun caballo normal, sino un caballode cuento, un caballo fantasma.

¿Y no sería aquello unaaparición?

¿Un demonio en un caballo

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espectral, un demonio que habíatomado el aspecto de una muchachade grandes ojos verdes y rostrodeforme?

¿Quién, si no un demonio, viajaen invierno? ¿Pregunta el camino aunas ruinas malditas?

Cuando se fue, Gosta recogió atoda prisa sus avíos de pescador.Llegó a casa cruzando el bosque.Era un camino más largo, pero larazón y el instinto le aconsejabanque no fuera por el sendero, que nose expusiera a la vista. Lamuchacha, le decía la razón, pese a

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todas las apariencias, no era unfantasma, era un ser humano. Layegua mora no era una apariciónsino un caballo. Y detrás de los quecabalgan a toda prisa pordespoblados, y para colmo eninvierno, suelen ir losperseguidores.

Una hora más tarde losperseguidores galoparon por elsendero. Catorce jinetes.

Rience volvió a agitar el cofrecillode plata, blasfemó, golpeó conrabia el arzón de la silla. Pero el

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xenovoce guardaba silencio. Comosi estuviera maldito.

—Mierda de magia —comentóBonhart con voz fría—. Se jodió,vaya un cacharro de feria.

—O Vilgefortz nos demuestra loque le importamos —añadió StefanSkellen.

Rience alzó la cabeza y losmiró a ambos con ojos de enfado.

—Gracias al cacharro de feriaestamos en la pista y no laperderemos. Gracias al señorVilgefortz sabemos adónde sedirige esta muchacha. Sabemos

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adónde vamos y lo que tenemos quehacer. Opino que esto es mucho. Encomparación con vuestras accionesde hace un mes.

—No hables tanto. Eh, Boreas ,¿qué dicen las señales?

Boreas Mun se enderezó, tosió.—Estuviera aquí como una hora

antes que nosotros. Cuando puede,intenta cabalgar deprisa. Mas éstees un terreno difícil. Ni siquiera enesa su yegua tan extraordinaria noslleva una ventaja de cinco o seismillas.

—Y en verdad se mete entre

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estos lagos —murmuró Skellen—.Vilgefortz tenía razón, y yo no locreí…

—Yo tampoco —reconocióBonhart—. Pero sólo hasta elmomento en que los labriegos ayerconfirmaran que en el lago TarnMira hay de verdad algúnconstructo mágico.

Los caballos bufaron, el vaholes brotaba por los ollares. Antillolanzó un vistazo por su hombroizquierdo a Joanna Selborne. Desdehacía algunos días no le gustaba elaspecto de la cara de la telépata. Se

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está poniendo nerviosa, pensó. Estapersecución nos ha cansado atodos, física y psíquicamente. Ya eshora de terminar. Lo más prontoposible.

Un escalofrío le recorrió laespalda. Recordó el sueño que loembargó la noche anterior.

—¡Vale ya! —Se sacudió—.Basta de meditaciones. ¡A loscaballos!

Boreas Mun bajó del caballo,observó las huellas. No era fácil.Con la tierra completamentecongelada, sobre los terrones, los

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montones de nieve, la nieveempujada por el viento sólo semantenía en los surcos y lashendiduras. En ellas buscabaBoreas las pisadas de los cascos dela yegua mora. Tenía que prestarmucha atención para no perder elrastro, sobre todo ahora cuando lavoz mágica que les llegaba de lacajita de plata se había callado yhabía dejado de prestarles consejoy advertirles.

Estaba inhumanamente cansado.E intranquilo. Perseguían a lamuchacha desde hacía ya casi tres

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semanas, desde Saovine, desde lamasacre de Dun Dâre. Casi tressemanas sobre las sillas, todo eltiempo al acoso. Y ni la yegua morani la muchacha que iba sobre elladesfallecían ni aminoraban lavelocidad.

Boreas Mun observaba lashuellas.

No podía dejar de pensar en elsueño que le había asaltado laúltima noche. En ese sueño sehundía, se ahogaba. Las negrasaguas se cerraban sobre su cabeza yél bajaba hacia el fondo, el agua

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helada le llenaba la garganta y lospulmones. Se había despertadosudoroso, mojado, febril, aunque asu alrededor hacía un frío deperros.

Basta ya, pensó, al bajar de lasilla para observar las huellas. Yaes hora de acabar con esto.

—¿Maestro? ¿Me escucháis?¿Maestro?

El xenovoce callaba como unmaldito.

Rience meneó con fuerza losbrazos, echó el aliento sobre las

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manos heladas. El cuello y laespalda estaban ateridos del frío, lacruz y el dorso le dolían, cadamovimiento un poco fuerte delcaballo le recordaba este dolor. Yano tenía fuerzas ni para maldecir.

Casi tres semanas sobre lassillas, en una persecuciónincansable. Con un frío penetrantey, desde hacía un par de días, conuna helada que rompía los huesos.

Y Vilgefortz calla.Nosotros también callamos. Y

nos miramos los unos a los otroscomo lobos.

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Rience extendió las manos, tiróde los guantes.

Skellen, pensó, cuando pone losojos en mí, tiene una miradaextraña. ¿Acaso prepara unatraición? Demasiado rápido ydemasiado fácil se avino conVilgefortz… Y este destacamento,estos ganapanes, al fin y al cabo leson fieles a él, cumplen susórdenes. Si prendiéramos a lamuchacha, estaría presto, sinatender a ningún pacto, a matarla oa conducirla a esos susconspiradores para poner en

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práctica sus locas ideas dedemocracia y gobiernosciudadanos.

¿O puede que a Skellen ya se lehayan pasado las ganas deconspirar? ¿Puede que unconformista y oportunista natocomo él piense ahora en entregarlela muchacha al emperador Emhyr?

Me mira con ojos extraños. ElAntillo. Y toda su banda… EsaKenna Selborne…

¿Y Bonhart? Bonhart es unsádico impredecible. Cuando hablade Ciri, la voz le tiembla de rabia.

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Según su capricho, cuandocapturemos a la muchacha puedeestar dispuesto a atacarla o araptarla para obligarla a luchar enlos circos. ¿El pacto conVilgefortz? A él le importará unpimiento. Sobre todo ahora queVilgefortz…

Tomó el xenovoce de bajo elbrazo.

—¿Maestro? ¿Me escucháis?Aquí Rience…

El aparatillo guardaba silencio.Rience ya ni siquiera tenía ganas demaldecir.

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Vilgefortz calla. Skellen yRience sellaron un pacto con él. Yen uno o dos días, cuandoalcancemos a la muchacha, puedesuceder que no haya pacto. Yentonces a mí me puede tocar queme pongan un cuchillo en lagarganta. O que me lleven aNilfgaard en cadenas, como pruebay prenda de la lealtad del Antillo…

¡Voto a bríos!Vilgefortz calla. No

proporciona consejos. No señala elcamino. No aclara las dudas conesa voz suya tan serena, lógica, que

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llega hasta lo profundo del alma.Calla.

El xenovoce ha sufrido unaavería. ¿Puede que sea a causa delfrío? O puede…

¿Puede ser que Skellen tengarazón? ¿Puede ser verdad queVilgefortz esté haciendo otra cosa yno se preocupa de nosotros ni denuestra suerte?

Por todos los diablos, no penséque esto fuera a ser así. Si lohubiera sospechado, no habríaaccedido a esta tarea… Hubieraido a matar al brujo en vez de

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Schirrú. ¡Su perra madre! Yo meestoy aquí pelando de frío y Schirrúseguro que está bien caliente…

Pensar que yo mismo meempeñé para que me encargaran aCiri y le dieran el brujo a Schirrú.Yo mismo lo pedí…

Entonces, a principios deseptiembre, cuando Yennefer cayóen nuestras manos.

El mundo, que todavía un minutoantes parecía una negrura irreal,laxa, pegajosa y turbia, adoptó derepente ásperos contornos y

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superficies. Se aclaró. Se volvióreal.

Yennefer abrió los ojos, agitadapor unos temblores espasmódicos.Estaba tendida sobre piedras, entrecadáveres y tablas destrozadas,aplastada por los restos de lasjarcias del drakkar Alción. A sualrededor veía piernas. Piernascalzadas con pesadas botas. Una deaquellas botas hacía un momento lehabía atizado una patada, lo quesirvió para hacerla volver en sí.

—¡Levanta, hechicera!Otra patada, que la embargó de

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dolor hasta las raíces de losdientes. Vio un rostro que seinclinaba sobre ella.

—¡Que te levantes, he dicho!¡De pie! ¿Me reconoces?

Ella frunció los ojos. Loreconocía. Era el tipo que hacíatiempo había quemado cuandoestaba huyendo de ella por mediodel teleporte. Rience.

—Vamos a arreglar cuentas —le prometió—. Vamos a arreglarcuentas por todo, puta. Te voy aenseñar lo que es el dolor. Conestas manos y estos dedos te voy a

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enseñar el dolor.Ella se tensó, apretó y extendió

la mano, lista para lanzar unhechizo. E inmediatamente se hizoun ovillo, ahogándose, gimiendo ytemblando. Rience se carcajeó.

—No sale nada, ¿eh? —escuchó Yennefer—. ¡No tienes niuna miga de Fuerza! ¡No te puedesmedir con los hechizos deVilgefortz! Te ha sacado hasta laúltima gota, como se saca el suerodel queso con un cincho. Nisiquiera eres capaz de…

No terminó. Yennefer extrajo un

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estilete de una vaina que llevabaatada a la parte interior del muslo,se alzó como un gato y acuchilló aciegas. No acertó, la hoja sólo rozóel objetivo, rasgó el material de lospantalones. Rience retrocedió de unsalto y se dio la vuelta.

De inmediato cayó sobre ellauna lluvia de golpes y patadas.Aulló cuando una pesada bota cayósobre su brazo, quitándole el puñalde su mano estrujada. Otra bota lapateó en el bajo vientre. Lahechicera se dobló con un estertor.La levantaron del suelo, le pusieron

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las manos a la espalda. Vio un puñoque volaba en su dirección, elmundo de pronto brilló condeslumbrantes colores, el rostroexplotó en dolor. La ola de dolor seextendió hacia abajo, hacia elvientre y el perineo, transformó lasrodillas en una fofa gelatina. Sequedó colgada de los brazos que lasujetaban. Alguien la agarró por loscabellos y tiró, haciéndole alzar lacabeza. La golpearon otra vez, en lacuenca del ojo, otra vezdesapareció todo y se difuminó enun brillo cegador.

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No se desmayó. Lo sintió todo.La golpearon. La golpearon confuerza, con crueldad, tal y como segolpea a un hombre. Con golpesque no sólo han de doler, sinotambién quebrar, que han de extraerde quien es golpeado toda laenergía y la voluntad de resistencia.La golpearon mientras seconvulsionaba en el abrazo deacero de muchas manos.

Quería desmayarse pero nopodía. Lo sentía todo.

—Basta —escuchó de pronto, alo lejos, desde detrás de la cortina

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de dolor—. ¿Te has vuelto loco,Rience? ¿Queréis matarla? Me esnecesaria con vida.

—Le prometí a ella, maestro —bramó una sombra temblorosa quepoco a poco adoptaba la silueta y elrostro de Rience—. Le prometí quese lo haría pagar… Con estasmanos…

—Poco me importa lo que lehayas prometido. Te repito que mees necesaria viva y capaz de hablararticuladamente.

—A los gatos y las meigas —serio el que la agarraba por los

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cabellos— no es tan fácil sacarleslas tripas.

—No te hagas el listo, Schirrú.He dicho que basta ya de golpes.Levantadla. ¿Cómo estás, Yennefer?

La hechicera escupió sangre,levantó el rostro entumecido. No loreconoció a primera vista. Llevabauna especie de máscara que lecubría toda la parte izquierda de lacabeza. Pero sabía quién era.

—Vete al diablo, Vilgefortz —balbuceó, rozando cuidadosamentecon la lengua los dientes anterioresy los labios mutilados.

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—¿Qué te han parecido mishechizos? ¿Te gustó cómo te recogíen el mar junto con el barco? ¿Tegustó el vuelo? ¿Con qué hechizoste protegiste que conseguistesobrevivir a la caída?

—Vete al diablo.—Arrancadle del cuello esa

estrella. Y al laboratorio con ella.No perdamos el tiempo.

La curaron, la arrastraron, aveces la llevaron cogida. Unaplanicie pétrea, sobre ella yacía eldestrozado Alción. Y muchos otrosbarcos naufragados, con sus

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erguidas cuadernas que recordabanlos esqueletos de monstruosmarinos. Crach tenía razón, pensó.Los barcos que habíandesaparecido sin dejar huella en elAbismo no habían caído a causa deuna catástrofe natural. Por losdioses… Pavetta y Duny…

En la planicie, a lo lejos, lascumbres de unas montañas seperfilaban sobre un cielo nublado.

Luego hubo muros, puertas,galerías, pavimentos, escaleras.Todo un tanto extraño,innaturalmente grande… Y pocos

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detalles que le permitieranenterarse de dónde se encontraba,adónde había ido a parar, adonde lahabía llevado el encantamiento. Lelatía el rostro, lo que dificultabatodavía más la observación. Elúnico sentido que le proporcionabainformación era el olfato: alinstante percibió el olor de laformalina, el éter, el alcohol. Y lamagia. El olor de un laboratorio.

La sentaron con brutalidad enun sillón de metal, alrededor de susmuñecas y tobillos se cerrarondolorosamente unas frías y

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apretadas abrazaderas. Antes deque las mandíbulas de hierro de untorno le apretaran la sien y leinmovilizaran la cabeza, le diotiempo a mirar a lo largo de laamplia y brillante sala. Vio otrosillón, una extraña construcción deacero sobre un pedestal de piedra.

—Ciertamente —escuchó lavoz de Vilgefortz, quien estabadetrás de ella—. Este sillón es paratu Ciri. Espera desde hace muchotiempo, ya no aguanta la espera. Yotampoco.

Le escuchaba muy cerca de ella,

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hasta sentía su aliento. Le clavabaagujas en la piel de la cabeza, leaferró algo a los lóbulos de lasorejas. Luego se puso de piedelante de ella y se quitó lamáscara. Yennefer lanzó un suspirosin quererlo.

—Esto es obra de tu Ciri,precisamente —dijo, mientrasseñalaba lo que antaño habían sidounos rasgos de belleza clásica,ahora terriblemente destrozados,atravesados por unos enganches ygrapas de oro que sujetaban uncristal multifacetado en la órbita

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izquierda—. Intenté cogerla cuandoentraba en el telepuerto de la Torrede la Gaviota —explicó conserenidad el hechicero—. Queríasalvar su vida, estaba seguro de queel teleporte la iba a matar. ¡Ingenuo!Lo atravesó tan sencillamente, contanta fuerza, que el portal estalló,me explotó en la propia cara. Perdíun ojo y la mejilla izquierda,también bastante piel en el rostro,el cuello y el pecho. Muy triste,muy doloroso y muy capaz decomplicar la vida. Y muy feo, ¿noes cierto? Ja, tendrías que haberme

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visto antes de que comenzara aregenerarlo mágicamente.

»Si creyera en tales cosas —continuó, al tiempo que leintroducía en la nariz un tubito decobre— pensaría que es unavenganza de Lydia van Bredevoort.Desde la tumba. Estoyregenerándolo, pero muy despacio,lenta y penosamente. Lareconstrucción de los globosoculares, sobre todo, presentamuchas dificultades… El cristalque tengo en la órbita del ojocumple estupendamente su función,

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veo en tres dimensiones, pero detodos modos es un cuerpo extraño,la falta de un globo ocular propiome conduce a veces a verdaderosestallidos. Entonces, embargadopor una rabia ciertamenteirracional, me juro a mí mismo quesi agarro a Ciri, nada más cogerlale ordenaré a Rience que le saqueuno de esos grandes ojos verdes.Con los dedos. Con estos dedos,como acostumbra a decir. ¿Guardassilencio, Yennefer? ¿Sabes quetengo ganas de sacarte un ojo a titambién? ¿O los dos?

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Le estaba clavando gruesasagujas en las venas del dorso de lamano. A veces no acertaba, letraspasaba hasta el hueso. Yenneferapretó los dientes.

—Me has causado problemas.Me has obligado a alejarme de mitrabajo. Me has expuesto a riesgos.Metiéndote con ese barco en elAbismo de Sedna, en miAbsorbedor… El eco de nuestropequeño duelo fue muy fuerte yalcanzó lejos, pudo haber llegado aoídos curiosos y no permitidos.Pero no fui capaz de contenerme.

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La idea de que te iba a poder teneraquí, de que te iba a poder conectara mi escáner, era demasiadoatractiva.

»Porque seguro que no creerás—le clavó otra aguja— que medejé engatusar por tu provocación.Que me tragué el anzuelo. No,Yennefer, si piensas así, confundesel cielo con las estrellas que sereflejan por la noche en lasuperficie de un estanque. Tú meperseguías y al mismo tiempo yo teperseguía a ti. Al cruzar el Abismo,simplemente me facilitaste la tarea.

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Porque yo, como ves, no puedoescanear a Ciri, ni siquiera conayuda de esta herramienta que notiene igual. La muchacha tiene unpoderoso mecanismo defensivo denacimiento, una poderosa auraantimágica y supresora propia: alfin y al cabo es de la ViejaSangre… Pero aun así misuperescáner debiera poderencontrarla. Y no la encuentra.

Yennefer ya estabacompletamente cubierta por una redalambres de plata y cobre, entibadapor un andamiaje de tubitos de

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plata y porcelana. En unos soportespegados al sillón se agitaban unosrecipientes de cristal que conteníanunos líquidos incoloros.

—Así que pensé —Vilgefortz leintrodujo otro tubito en la nariz,esta vez de cristal— que la únicaforma de escanear a Ciri era unasonda empática. Sin embargo, paraello me era necesaria una personaque tuviera con la muchacha uncontacto emocional losuficientemente fuerte y quetrabajara con una matriz empática,un especie de, por usar un

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neologismo, algoritmo de lossentimientos y simpatías mutuas.Pensé en el brujo, pero el brujohabía desaparecido, aparte de ellolos brujos son malos médiums.Tenía intenciones de ordenar queraptaran a Triss Merigold, nuestraDecimocuarta del Monte. Le divueltas a la idea de traer a Nennekede Ellander… Pero cuando resultóque tú, Yennefer de Vengeberg, portu propia voluntad, te ponías en mismanos… De verdad, no podíahaber contado con nada mejor… Teconectaré al aparato y me

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escanearás a Ciri. La tarea precisade cooperación por tu parte, esverdad… Pero, como sabes, haymétodos para obligarte a cooperar.

»Por supuesto —siguió,mientras se frotaba las manos—,habría que aclararte unas cuantascosas. Por ejemplo, cómo y de quéforma me enteré de esto de la ViejaSangre. ¿Y de la herencia de LaraDorren? ¿Qué es en realidad esegen? ¿Cómo se llegó a que Ciri lotuviera? ¿Quién se lo transmitió?¿De qué forma se lo voy a quitar aella y para qué lo voy a utilizar?

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¿Cómo funciona el Absorbedor delAbismo, a quién absorbí con él, quées lo que hice con los absorbidos ypor qué? ¿Verdad que son muchaspreguntas? Hasta me da pena que nohaya tiempo para contártelo todo,de aclarártelo todo. Buf, y deasombrarte, porque estoy seguro deque algunos hechos te asombrarían,Yennefer… Pero, como se ha dicho,no hay tiempo. Los elixirescomienzan a funcionar, es hora deque comiences a concentrarte.

La hechicera apretó los dientes,ahogando un profundo gemido que

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le desgarraba las entrañas.—Lo sé. —Vilgefortz asintió

con la cabeza, al tiempo queacercaba un enorme megascopioprofesional, una pantalla y una granbola de cristal sustentada en untrípode y que estaba cubierta poruna red de alambres de plata—. Losé, es muy molesto. Y duele mucho.Cuanto antes te pongas a escanear,menos durará. Venga, Yennefer.Quiero ver a Ciri aquí, en estapantalla. Dónde está, con quién, quéhace, con quién duerme y dónde.

Yennefer lanzó un grito

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penetrante, salvaje, desesperado.—Duele —se imaginó

Vilgefortz, clavando en ella su ojovivo y el cristal muerto—. Porsupuesto que duele. Escanea,Yennefer. No te resistas. No tehagas la heroína. Sabes bien que nopuedes resistirlo. Lasconsecuencias de tu oposiciónpueden ser lamentables, puedessufrir un derrame, sufrir paraplejiao convertirte en un vegetal.¡Escanea!

Ella apretó las mandíbulashasta que le temblaron los dientes.

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—Venga, Yennefer —dijo elhechicero con voz suave—.¡Aunque sólo sea por curiosidad!Seguro que sientes curiosidad porsaber cómo se las apaña tu pupila.¿Y no la amenazará algún peligro?¿Puede que se halle en necesidad?Sabes de sobra cuántas personas ledesean el mal a Ciri y anhelan superdición. Escanea. Cuandoaverigüe dónde está la muchacha latraeré aquí. Aquí estará segura…Aquí no la encontrará nadie. Nadie.

Su voz era aterciopelada ycálida.

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—Escanea, Yennefer. Escanea.Te lo pido. Te doy mi palabra:tomaré de Ciri lo que necesito. Yluego os devolveré a las dos lalibertad. Lo juro.

Yennefer apretó todavía más losdientes. Un hilillo de sangre lecorrió por la barbilla. Vilgefortz selevantó bruscamente, agitó unamano.

—¡Rience!Yennefer sintió cómo le

apretaban algún instrumento a susmanos y dedos.

—A veces —dijo Vilgefortz,

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mientras se inclinaba sobre ella—,allí donde fallan la magia, loselixires y narcóticos, tiene éxitocon los que se resisten el viejo ybuen dolor, el dolor clásico, comúny corriente. No me obligues a ello.Escanea.

—¡Vete al diablo, Vilgefortz!—Haz girar el perno, Rience.

Poco a poco.

Vilgefortz miró el cuerpo inerte queestaba tendido en el suelo endirección a las escaleras queconducían al sótano. Luego alzó el

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ojo hacia Rience y Schirrú.—Siempre existe el riesgo —

dijo— de que alguno de vosotroscaiga en manos de mis enemigos yle interroguen. Me gustaría creerque en ese caso mostraríais nomenos dureza de cuerpo y espíritu.Sí, me gustaría creerlo. Pero no locreo.

Rience y Schirrú callaban.Vilgefortz puso de nuevo elmegascopio en marcha, una imagen,generada por el enorme cristal,apareció en la pantalla.

—Esto todo es lo que escaneó

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—dijo, señalando con un dedo—.Yo quería a Ciri, ella me dio albrujo. Curioso. No permitió que leextrajeran la matriz empática de lamuchacha, pero con Geralt sequebró. No me imaginaba quealbergara sentimiento alguno haciaese Geralt… Pero en fin, noscontentaremos de momento con loque tenemos. El brujo, Cahir aepCeallach, el bardo Jaskier, unamujer. Humm… ¿Quién va a asumiresta tarea? ¿La solución final de lacuestión brujeril?

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Schirrú se presentó comovoluntario, recordaba Rience,incorporándose sobre los estribospara aliviar siquiera un poco susdoloridas posaderas. Schirrú sepresentó para matar al brujo.Conocía el lugar en el que Yenneferhabía escaneado a Geralt y sucompañía, tenía allí amigos oincluso parientes. A mí, por miparte, Vilgefortz me envió anegociar con Vattier de Rideaux,luego a perseguir a Skellen yBonhart…

Y yo, tonto de mí, me alegré

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entonces, seguro de que me habíatocado una tarea mucho más fácil yagradable. Una que llevaría a caborápidamente, con facilidad ygusto…

—Si los campesinos no mintieron—Stefan Skellen estaba de pie enlos estribos— el lago debe de estardetrás de esa colina, en lahondonada.

—También lleva allí el rastro—confirmó Boreas Mun.

—Entonces, ¿por qué estamosparados? —Rience se tocó su

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helada oreja—. ¡Picad espuelas yen marcha!

—No tan presto —le contuvoBonhart—. Separémonos.Rodeemos la colina. No sabemospor qué orilla del lago haya ido. Siescogemos la dirección equivocadapuede que de pronto nosencontremos con que el lago nossepara de ella.

—Más razón que un santo —sancionó Boreas.

—El lago está cubierto dehielo.

—Puede ser demasiado débil

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para los caballos. Bonhart tienerazón, hay que separarse.

Skellen impartió las órdenescon rapidez. El grupo dirigido porBonhart, Rience y Ola Harsheim,compuesto de siete jinetes, galopópor la orilla oriental,desapareciendo con rapidez en eloscuro bosque.

—Bien —ordenó Antillo—.Vamos, Silifant…

De inmediato se dio cuenta deque algo no era como tenía que ser.

Dio la vuelta al caballo, le diouna palmada con la fusta, se acercó

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a Joanna Selborne. Kenna hizoretroceder a su rocín, tenía el rostrocomo de piedra.

—De eso nada, señor coronel—dijo ella roncamente—. Niintentarlo habrías. Nosotros novamos con vosotros. Nosotros nosvolvemos. Nosotros estamos hartosde esto.

—¿Nosotros? —aulló DacreSilifant—. ¿Quiénes son esosnosotros? ¿Qué es esto, un motín?

Skellen se inclinó en la silla,escupió a la helada tierra. Detrásde Kenna estaban Andrés Fyel y Til

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Echrade, el elfo rubio.—Señora Selborne —dijo

Antillo, arrastrando una vozcargada de veneno—. La cuestiónno es que vos desperdiciáis unacarrera que se prevé con futuro, quedisipáis y malgastáis la oportunidadde vuestra vida. La cuestión es quevais a ser sometida a tormento.Junto con esos idiotas que os hanescuchado.

—Lo que tenga que sonar,sonará —respondió filosóficamenteKenna—. Y no nos asustéis con elverdugo, señor coronel. No ha

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forma de saber quién sea más cercadel cadalso, si nosotros o vos.

—¿Así juzgas? —Los ojos deAntillo echaban chispas—. ¿Deello te convenciste al leerladinamente los pensamientos dealguien? Teníate por más lista. Y tútan sólo una tonta eres, mujer.¡Conmigo siempre se gana, contramí siempre se pierde! Recuérdalo.Incluso si me tuvieras por caído,aún habría de ser capaz demandarte a la horca. ¿Lo oís, todosvosotros? ¡Con ganchos al rojo osharé separar la carne de los huesos!

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—Sólo se nace una vez, señorcoronel —dijo con voz suave TilEchrade—. Vos habéis elegidovuestro camino, nosotros el nuestro.Ambos son inseguros y plenos decontingencia. Y nadie sabe qué aquién el hado prepara.

—No nos vais a azuzar contrala muchacha como a esos perros,señor Skellen. —Kenna alzó lacabeza con orgullo—. Y no nosvamos a dejar destripar al finalcomo perros, al modo de NeratinCeka. Y basta de chácharas.¡Volvemos! ¡Boreas! Ándate con

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nosotros.—No. —El rastreador menó la

cabeza, mientras se limpiaba lafrente con su gorra de piel—. Quetengáis salud, nada malo os deseo.Mas me quedo. El deber. Lo hejurado.

—¿A quién? —Kenna frunció elceño—. ¿Al emperador o a Antillo?¿O a un hechicero que habla desdeuna caja?

—Soy un soldado. El deber.—Esperad —gritó Dufficey

Kriel, saliendo de por detrás deDacre Silifant—. Voy con vosotros.

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¡También estoy harto! Anoche soñémi propia muerte. ¡Yo no quierodiñarla por esta asquerosa causa!

—¡Traidores! —gritó Dacre,enrojeciendo como una cereza,parecía que la sangre negra lesaltaba de la cara—. ¡Felones!¡Perros sarnosos!

—Cierra el pico. —Antilloseguía mirando a Kenna, y tenía losojos tan horribles como el pájarode quien había tomado el apodo—.Ellos han escogido su camino, ya lohas oído. No hay por qué gritar nipor qué gastar saliva. Pero nos

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volveremos a ver algún día. Os loprometo.

—Puede que en el mismocadalso —dijo Kenna sin odio—.Porque a vos, Skellen, no se oscastigará junto con los grandespríncipes, sino con nosotros, elvulgo. Mas razón tenéis, no hay porqué gastar saliva. Vamos. Adiós,Boreas. Adiós, don Silifant.

Dacre escupió por entre lasorejas del caballo.

—Y helo aquí lo que dijera. —Joanna Selborne alzó la cabeza con

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orgullo, se retiró un rizo oscuro delrostro—. No he más de añadir,señores del tribunal.

El presidente del tribunal lamiró desde arriba. Tenía un rostroindescifrable. Ojos grises. Ybondadosos.

Y qué más me da, pensó Kenna,lo voy a intentar. Sólo se muere unavez, o todo o nada. No me voy apudrir en la ciudadela esperando lamuerte. Antillo no hablaba porhablar, hasta desde la tumba estaríadispuesto a vengarse…

¡Y qué más me da! Puede que

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no se den cuenta. ¡O todo o nada!Apretó la mano contra la nariz,

como si se estuviera limpiando.Miró directamente a los ojos grisesdel presidente del tribunal.

—¡Guardias! —dijo elpresidente del tribunal—. Porfavor, conduzcan a la testigo JoannaSelborne de vuelta a…

Se detuvo, tosió. De pronto leapareció sudor en la frente.

—A la secretaría —terminó,respiró con fuerza—. Que seescriba el documento necesario. Yse la deje libre. La testigo Selborne

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no le es ya necesaria a este tribunal.Kenna se limpió furtivamente la

gota de sangre que le salía de lanariz. Sonrió encantadoramente yagradeció con una delicadainclinación.

—¿Que desertaron? —repitióBonhart con incredulidad—. ¿Losotros desertaron? ¿Y nada, que sefueron, así por las buenas?¿Skellen? ¿Se lo permitiste?

—Si nos delatan… —comenzóRience, pero Antillo le cortó deinmediato.

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—¡No nos delatarán porque letienen aprecio a su cabeza! Y al finy al cabo, ¿qué podía hacer?Cuando Kriel se les sumó, conmigono quedaron más que Bert y Mun, yellos eran cuatro…

—Cuatro no es tanto —dijoBonhart con rabia—. En cuantoalcancemos a la muchacha meecharé a buscarlos. Y daré decomer con ellos a los cuervos. Ennombre de ciertos principios.

—Alcancémosla primero a ella—le interrumpió Antillo,espoleando a su rucio con una fusta

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—. ¡Boreas! ¡Cuidado con elrastro!

La hondonada estaba cubiertapor una densa capa de niebla, perosabían que allá abajo estaba ellago, porque aquí, en los MilTrachta, en cada hondonada habíaun lago. Y en éste hacia el que lesdirigía el rastro de los cascos de layegua mora sin duda estaba aquelloque estaban buscando, aquello queles había ordenado buscarVilgefortz. Lo que les habíadescrito detalladamente. Y leshabía dado el nombre.

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Tarn Mira.El lago era estrecho, no más

grande que un tiro de arco,embutido en una ligera media lunaentre unas altas y abruptas orillascubiertas de negros abetos,bellamente espolvoreados con elblanco polvo de la nieve. La orillaestaba silenciosa, tanto que hastasonaban los oídos. Se habíancallado hasta los cuervos, cuyosgraznidos malignos habíanacompañado su camino durantealgunos días.

—Ésta es la orilla del sur —

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afirmó Bonhart—. Si el hechicerono ha jodido el asunto y no seequivocó, la torre está en la orilladel norte. ¡Cuidado con el rastro,Boreas! Si perdemos la pista ellago nos separará de ella.

—¡El rastro es muy claro! —gritó Boreas Mun desde abajo—.¡Y fresco! ¡Lleva hacia el lago!

—Cabalguemos. —Skellencontroló su rucio que se retorcíajunto a la pendiente—. Hacia abajo.

Se deslizaron por la pendiente,con cuidado, conteniendo a loscaballos que resoplaban.

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Atravesaron una maraña negra,desnuda, helada, que bloqueaba laentrada al lago.

El bayo de Bonhart se introdujocautelosamente en el hielo,quebrando con un chasquido unarbusto seco que surgía de la vítreasuperficie. El hielo crujió, bajo loscascos del caballo se extendieronlos largos hilos en forma de estrelladel hielo al quebrarse.

—¡Atrás! —Bonhart tiró de lasriendas, hizo volverse a la orilla alcaballo que bufaba roncamente—.¡Bajad de los caballos! El hielo

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está débil.—Sólo aquí junto a la orilla, en

los arbustos —opinó DacreSilifant, al tiempo que golpeaba enla helada superficie con el tacón—.Pero y hasta aquí tiene más demedia pulgada. Sujetará loscaballos como nada, no hay de quéasustar…

Unos relinchos y unasmaldiciones ahogaron sus palabras.El rucio de Skellen se habíaresbalado, se sentó de culo, lospies se le quedaron por debajo.Skellen le golpeó con las espuelas,

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maldijo de nuevo, esta vez lablasfemia fue acompañada delfuerte crujido del hielo alquebrarse. El rucio golpeteó conlas patas delanteras; las traseras,aprisionadas, se agitaron en sutrampa, rompiendo la superficie yhaciendo saltar la oscura agua depor debajo. Antillo saltó de la silla,tiró de las riendas, pero se resbalóy cayó cuan largo era, por unmilagro evitó los cascos del propiocaballo. Dos gemmerianos, tambiénazorados, le ayudaron a levantarse,Ola Harsheim y Bert Brigden

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sacaron a la orilla al rucio, querelinchaba como un condenado.

—Bajad de los caballos,muchachos —repitió Bonhart conlos ojos clavados en la niebla queanegaba el lago—. No hay por quéarriesgarse. Alcanzaremos a lamoza a pie. Ella también hadescabalgado, también va andando.

—Verdá de la güena —asintióBoreas Mun, señalando hacia ellago—. Si se ve.

Sólo junto a la misma orilla,bajo las ramas que colgaban, era lacapa de hielo lisa y

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semitransparente como el vidriooscuro de una botella, bajo ella sepodían ver plantas y algasennegrecidas. Más allá, en elcentro, una fina capa de nievehúmeda cubría el hielo. Y sobreella, tan lejos como la nieblapermitía ver, las huellas de unospasos.

—¡La tenemos! —gritó confuria Rience, haciendo un nudo conlas riendas—. ¡No es tanespabilada como parecía! Ha idopor el hielo, por el medio del lago.¡Si hubiera elegido alguna de las

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orillas, el bosque, no hubiera sidofácil agarrarla!

—Por el centro del río… —repitió Bonhart, dando la impresiónde estar pensativo—. Justo por elcentro del lago va el camino másdirecto y sencillo para llegar a esatorre mágica de la que hablóVilgefortz. Ella lo sabe. ¿Mun?¿Cuánto nos lleva de delantera?

Boreas Mun, que estaba ya en ellago, se arrodilló sobre una huellade bota, se inclinó muy bajito, lacontempló.

—Como media hora —calculó

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—. No más. Va haciendo más calor,mas el rastro no se ha deshecho, seve cada clavo de la suela.

—El lago —murmuró Bonhart,intentando en vano atravesar laniebla con la mirada— sigue haciael norte por lo menos cinco millas.Como dijo Vilgefortz. Si lamuchacha lleva media hora deventaja está por delante de nosotroscomo a una milla.

—¿En el yelo resbaloso? —Mun meneó la cabeza—. Tampoco.Seis, como más siete leguas.

—¡Pues mejor! ¡En marcha!

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—En marcha —repitió Antillo—. ¡Al hielo y en marcha, deprisa!

Marcharon, jadeando. Lacercanía de la víctima les excitaba,les llenaba de euforia como unnarcótico.

—¡No se nos escapará!—Mientras no perdamos el

rastro…—Y que no se nos vaya de tiro

con esta niebla… Blanca como lanieve… No se ve nada a veintepasos, joder…

—Poneos las raquetas —gritóRience—. ¡Más deprisa, más

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deprisa! Mientras haya nieve sobreel hielo, seguiremos las huellas…

—Las huellas son recientes —murmuró de pronto Boreas Mun,deteniéndose e inclinándose—.Recientitas… Se ve cada clavo…¡Está aquí delante nuestro! ¿Por quéno la vemos?

—¿Y por qué no la oímos? —reflexionó Ola Harsheim—.¡Nuestros pasos retumban en elhielo, la nieve rechina! ¿Por qué nola escuchamos?

—¡Porque le dais a la sinhueso!—les interrumpió Rience con

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brusquedad—. ¡Adelante, enmarcha!

Boreas Mun se quitó el gorro,se limpió con él el sudor de lafrente.

—Ella está allí, en la niebla —dijo en voz baja—. En algún lado,en la niebla… Pero no se ve dónde.No se ve desde dónde va a atacar…Como entonces… En Dun Dâre…En la noche de Saovine…

Con la mano temblorosacomenzó a sacar la espada de lavaina. Antillo se acercó a él, leagarró por los hombros, le empujó

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con fuerza.—Cierra el pico, viejo loco —

silbó.Pero ya era tarde. El miedo

embargaba ya a los otros. Tambiénsacaron la espada, situándoseinconscientemente de tal modo quetuvieran a la espalda a alguno delos compañeros.

—¡Ella no es un fantasma! —gritó Rience con fuerza—. ¡Nisiquiera es una maga! ¡Y nosotrossomos diez! ¡En Dun Dâre habíacuatro y todos estaban borrachos!

—Dispersaos —dijo Bonhart

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de pronto— a la izquierda y a laderecha, en línea. ¡Y andad a lalarga! Pero de tal forma que no osescapéis los unos de los ojos delotro.

—¿Tú también? —Riencefrunció el ceño—. ¿También a ti teha dado, Bonhart? Te tenía pormenos supersticioso.

El cazador de recompensas lecontempló con una mirada más fríaque el hielo.

—Dispersaos a la larga —repitió, despreciando al hechicero—. Mantened la distancia. Yo

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vuelvo a por los caballos.—¿Qué?Tampoco esta vez Bonhart se

dignó responderle a Rience.—Deja que se vaya —rezongó

—. Y no perdamos tiempo. Todos ala larga. ¡Bert y Stigward a laizquierda! ¡Ola a la derecha…!

—¿Por qué esto, Skellen?—Yendo al montón —murmuró

Boreas Mun— no poco más fácilsería que el yelo se quiebrara queyendo a la larga. Y amás, si vamosa la larga menor será nuestro alburde que la moza se nos arrime por

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los costados.—¿Por los costados? —bufó

Rience—. ¿De qué modo? Tenemoslas huellas por delante. Lamuchacha va recta como una flecha,si intentara torcer, las huellas ladelatarían.

—Basta de cháchara —lescortó Antillo, al tiempo que mirabahacia atrás, a la niebla entre la quehabía desaparecido Bonhart—.¡Adelante!

Echaron a andar.—Se va templando el aire —

susurró Boreas Mun—. El yelo de

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la cubierta vase deshaciendo, eldesyelo sacerca…

—La niebla se hace másespesa…

—Pero todavía se ve el rastro—afirmó Dacre Silifant—.Además, me da la sensación de quela muchacha va más despacio.Pierde fuerza.

—Como nosotros. —Rience sequitó el sombrero y se abanicó conél.

—Silencio. —Silifant se detuvode súbito—. ¿Habéis oído? ¿Qué hasido eso?

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—Yo no he oído nada.—Pues yo sí… Como un

chirrido… Un chirrido del yelo…Pero no de allí. —Boreas Munseñaló a la niebla en la quedesaparecieron las huellas—.Como a la siniestra, a un lao…

—También lo he escuchado —afirmó Antillo, mirando intranquiloa su alrededor—. Pero ya no seoye. Maldita sea, no me gusta esto.¡No me gusta esto!

—¡Las huellas! —repitióRience con tono aburrido—.¡Seguimos viendo sus huellas! ¿Es

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que no tenéis ojos? ¡Va recta comouna flecha! ¡Si doblara un paso,siquiera medio paso, lo sabríamospor las huellas! ¡Andando, másdeprisa, y la tendremos enseguida!Os prometo que la veremos dentrode nada…

Se detuvo. Boreas Mun expulsóaire hasta tal punto que lospulmones le dolían. Antillo lanzóuna blasfemia.

Diez pasos delante de ellos,justo delante de la frontera de lovisible trazada por la densa ylechosa niebla, se acababan las

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huellas. Desaparecían.—¡Leche de pato!—¿Qué pasa?—¿Ha echado a volar o qué?—No. —Boreas Mun meneó la

cabeza—. No voló. Peor todavía.Rience lanzó una vulgaridad

mientras señalaba unas líneas en lacubierta helada.

—Patines —aulló, apretandomaquinalmente los puños—.Llevaba patines y se los hapuesto… Ahora se deslizará por elhielo como el viento… ¡No laalcanzaremos! ¿Dónde, maldita sea

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su estirpe, se ha metido Bonhart?No alcanzaremos a la muchacha sinlos caballos.

Boreas Mun tosió con fuerza,suspiró. Skellen se desatólentamente la zamarra, dejando aldescubierto una bandolera con unaserie de oriones que le cruzaba elpecho al través.

—No vamos a tener queperseguirla —dijo con frialdad—.Ella será la que nos alcance. Novamos a tener que esperar mucho.

—¿Te has vuelto loco?—Bonhart lo previó. Por eso

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volvió a por los caballos. Sabíaque la muchacha nos metería en unatrampa. ¡Cuidado! ¡Aguzad el oídopor si suena el chirrido de unospatines sobre el hielo!

Dacre Silifant palideció, seveía pese a sus mejillas enrojecidaspor el frío.

—¡Muchachos! —gritó—.¡Atención! ¡Vigilad! ¡Y en grupo, engrupo! ¡No os perdáis en la niebla!

—¡Cierra el pico! —bramóAntillo—. ¡Mantened silencio! Unsilencio completo, o no oiremos…

Lo oyeron. Por la izquierda,

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desde el extremo más alejado de lalínea, de entre la niebla, les llegóun corto grito que se quebró alinstante. Y el fuerte y roncochirrido de los patines, que poníalos pelos de punta como el rayar uncristal con un hierro.

—¡Bert! —gritó Antillo—.¡Bert! ¿Qué ha pasado?

Escucharon un gritoininteligible y al cabo surgió de laniebla Bert Brigden, que corríacomo un loco. Cuando ya estabamuy cerca se resbaló, se cayó y sedeslizó sobre el hielo boca abajo.

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—Le acertó… a Stigward… —jadeó, se levantó con esfuerzo—.Se lo cargó… al vuelo… Tanrápido… que apenas la vio… Unahechicera…

Skellen maldijo. Silifant y Mun,ambos con espadas en la mano, sedieron la vuelta, esforzaron susojos en la niebla.

Chirrido. Chirrido. Chirrido.Rápidos. Rítmicos. Y cada vez másaudibles. Cada vez más audibles…

—¿De dónde viene? —gritóBoreas Mun, volviéndose yagitando en el aire la hoja de la

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espada que llevaba en las dosmanos—. ¿De dónde viene?

—¡Silencio! —gritó Antillo,con el orión en la mano alzada—.¡Creo que por la derecha! ¡Sí! ¡Porla derecha! ¡Se acerca por laderecha! ¡Cuidado!

El gemmeriano que iba en ellado derecho maldijo de pronto, sedio la vuelta y corrió a ciegas haciala niebla, chapoteando al pisar lacapa de hielo que se deshacía. Nollegó lejos, no acertó ni siquiera adesaparecer de su vista.Escucharon un agudo chirrido de

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unos patines que se deslizaban,distinguieron una sombra informe yágil. Y el brillo de una espada. Elgemmeriano gritó. Vieron cómocaía, vieron un charco enorme desangre sobre el hielo. El herido seretorció, se encogió, gritó, aulló.Luego se calló y se quedó inmóvil.

Pero mientras gritaba, habíaestado ahogando el chirrido de lospatines que se acercaban. No seesperaban que la muchacha fueracapaz de dar la vuelta tan pronto.

Cayó en medio de ellos, en elmismo centro. Le dio un tajo al

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vuelo a Ola Harsheim, profundo,por debajo de las rodillas,cortándolo como con unas tijeras.Dio la vuelta en una pirueta,derramando sobre Boreas Mun ungranizo de punzantes pedazos delodo. Skellen retrocedió, seresbaló, agarró por la manga aRience. Cayeron ambos. Lospatines chirriaron junto a ellos,unas frías y agudas partículas lesazotaron el rostro. Uno de losgemmerianos aulló, el aullido secortó con un gruñido brutal. Antillosabía lo que había pasado. Había

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oído ya a mucha gente a la que lehabían cortado la garganta.

Ola Harsheim gritó, se revolcópor el hielo.

Chirrido, chirrido, chirrido.Silencio.—Don Stefan —barbotó Dacre

Silifant—. Don Stefan… Nuestraesperanza está en ti… Sálvanos…No dejes que te sorprenda…

—¡La puta ma dejao cojo! —sequejaba Ola Harsheim—.¡Ayudadme, por vuestros muertos!¡Ayudadme a levantar!

—¡Bonhart! —gritó hacia la

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niebla Skellen—. ¡Bonhart!¡Ayudaaa! ¿Dónde estás, hijo deputa? ¡Bonhaaart!

—Nos está arrodeando —jadeóBoreas Mun, dándose la vuelta yaguzando el oído—. Voltea entre laniebla… Ataca de no se sabedónde… ¡La muerte! ¡La moza es lamuerte! ¡La vamos a diñar aquí!Habrá una masacre, como en DunDâre, en la noche de Saovine…

—Manteneos en grupo —gimióSkellen—. Manteneos en grupo,ella persigue a los que estánaislados… Si veis que se acerca,

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no perdáis la cabeza… Echadle alos pies la espada, los sacos, loscinturones… lo que sea para que…

No terminó. Esta vez noescucharon el chirrido de lospatines. Dacre Silifant y Riencesalvaron la vida porque se tiraronal suelo. Boreas Mun acertó a darun salto hacia atrás, resbaló, hizocaer a Bert Brigden. Cuando lamuchacha pasó a su lado, Skellense removió y lanzó el orión. Acertó.Pero a la persona equivocada. OlaHarsheim, quien precisamenteacababa de conseguir incorporarse,

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cayó entre estertores sobre laensangrentada superficie, sus ojoscompletamente abiertos parecíanmirar de reojo la estrella de aceroque tenía clavada en la base de lanariz.

El último de los gemmerianosarrojó la espada y comenzó asollozar, con cortos e irregularesespasmos. Skellen se le acercó y legolpeó con todas sus fuerzas en elrostro.

—¡Domínate, hombre! ¡No esmás que una muchacha! ¡Sólo unamuchacha!

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—Como en Dun Dâre, en lanoche de Saovine —dijo BoreasMun en voz baja—. No saldremosde estos yelos, de este lago.¡Aguzar el oído, aguzarlo! Yoyeréis cómo se acerca la muerte avosotros.

Skellen alzó la espada delgemmeriano e intentó ponerle elarma al sollozante soldado en lamano, pero sin resultado. Elgemmeriano, que se estremecía conespasmos, le contemplaba con unamirada vacía. Antillo arrojó laespada y se acercó a Rience.

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—¡Haz algo, hechicero! —gritó, agarrándolo por los hombros.El miedo le duplicaba las fuerzas,aunque Rience era más alto, máspesado y más fuerte, se agitaba enel abrazo de Antillo como si fuerauna muñeca de trapo—. ¡Haz algo!¡Llama a tu poderoso Vilgefortz! ¡Ohaz tú mismo algún encantamiento!¡Hechiza, echa alguna brujería,convoca a los espíritus, conjurademonios! ¡Haz lo que sea, malditoenano, pedazo de mierda! ¡Haz algoantes de que ese monstruo nos matea todos!

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El eco de su grito retumbó porlas pendientes cubiertas de árboles.Antes de que se apagara, chirriaronlos patines. El sollozantegemmeriano cayó de rodillas y secubrió el rostro con las manos. BertBrigden gritó, arrojó la espada y selanzó a correr. Se resbaló, se cayó,durante algún tiempo corrió acuatro patas como un perro.

—¡Rience!El hechicero blasfemó, alzó las

manos. Cuando gritó el hechizo, lasmanos le temblaban, la voztambién. Pero lo consiguió.

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Aunque, ciertamente, no del todo.El delgado rayo que surgió de

sus dedos atravesó el hielo, lasuperficie estalló. Pero no a través,para cortar el camino a la muchachaque se acercaba. Estalló a lo largo.La capa de hielo se abrió con unsonoro chasquido, agua negrasalpicó y retumbó, la grieta se fueabriendo con rapidez en dirección aDacre Silifant, que la contemplabaasombrado.

—¡A los lados! —gritó Skellen—. ¡Huiiid!

Era ya demasiado tarde, el

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hielo se quebró como el cristal,estalló en grandes pedazos. Dacreperdió el equilibrio, el agua sofocósu grito. Cayó en el agujero tambiénBoreas Mun, desapareció bajo elagua el gemmeriano que estaba derodillas, desapareció el cadáver deOla Harsheim. Después el aguanegra devoró a Rience einmediatamente a Skellen, queconsiguió aferrarse a los bordes enel último instante. La muchacha, sinembargo, dio un fuerte salto, volósobre la grieta, aterrizó salpicandohielo deshecho, desapareció detrás

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de Brigden, quien estaba huyendo.Al cabo de un instante a los oídosde Antillo, que colgaba de losbordes de la grieta, llegó un gritoque erizaba los cabellos.

Lo había alcanzado.—Señor… —jadeó Boreas

Mun, que no se sabía cómo habíaconseguido encaramarse sobre elhielo—. Dadme la mano… Señorcoronel…

Skellen, una vez fuera del agua,se puso morado y comenzó a tiritarterriblemente. El borde del hielo sequebró otra vez bajo Silifant, que

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había conseguido salir, y Dacre denuevo desapareció bajo el agua.Pero volvió a emerger al momento,tosiendo y escupiendo, se encaramósobre el hielo haciendo un esfuerzosobrehumano. Se arrastró y cayó,exhausto hasta el límite. Junto a élfue creciendo un charco.

Boreas jadeaba, cerraba losojos. Skellen tiritaba.

—Sálvame… Mun… Ayuda…Al borde de la capa de hielo,

sumergido hasta las axilas, colgabaRience. Sus húmedos cabellosestaban pegados muy planos al

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cráneo. Los dientes tintineabancomo castañuelas, sonaba como lafantasmal obertura de alguna dansemacabre infernal.

Chirriaron los patines. Boreasno se movió. Esperaba. Skellentiritaba.

Ella se acercó. Lentamente. Suespada chorreaba sangre, marcabael hielo con una línea goteante.Boreas tragó saliva. Aunque estabamojado hasta los huesos por el aguahelada, de pronto le embargó uncalor insoportable.

Pero la muchacha no le miraba

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a él. Miraba a Rience, que intentabaen vano alzarse sobre laplataforma.

—Ayuda… —Rience venció sucastañeteo de dientes—.Sálvame…

La muchacha frenó, girando conlos patines con gracia de danzarina.Estaba de pie con las piernasligeramente separadas, la espadasujeta con las dos manos, a bajaaltura, hacia las caderas.

—Sálvame —gimió Rience,clavando los temblorosos dedos enel hielo—. Sálvame… Y te diré…

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dónde está Yennefer… Lo juro…La muchacha se retiró

lentamente el chal del rostro. Ysonrió. Boreas Mun vio una terriblecicatriz y ahogó con dificultad ungrito.

—Rience —dijo Ciri, aúnsonriente—. Pues si tú me queríasenseñar lo que es el dolor. ¿Lorecuerdas? Con estas manos. Conestos dedos. ¿Con éstos? ¿Conéstos con los que ahora te sujetas alhielo?

Rience respondió, Boreas noentendió qué, porque los dientes del

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hechicero castañeteaban ychasqueaban de forma queimpedían el habla articulada. Cirigiró y alzó la mano con la espada.Boreas apretó los dientesconvencido de que iba a rajar aRience, pero la muchacha sólotomaba impulso para ponerse enmarcha. Para enorme asombro delrastreador, la muchacha se fue,deprisa, impulsándose con bruscosencogimientos de los brazos.Desapareció en la niebla, al cabode un momento se apagó también elrítmico chirrido de los patines.

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—Mun… Saaa… saca… me…—ladró Rience, con la barbillasobre el borde de la grieta. Echólas dos manos sobre el hielo,intentó clavar las uñas, pero teníaya todas rotas. Enderezó los dedos,intentando agarrarse a la superficiecon las palmas y las muñecas.Boreas Mun le miraba y estabaseguro, completamente seguro…

Escucharon el chirrido de lospatines en el último momento. Lamuchacha se acercó con increíblevelocidad, hasta se desdibujabaante los ojos. Se acercó hasta el

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mismo borde de la grieta, se detuvojunto a la orilla.

Rience gritó. Y se atragantó conel agua densa y aceitosa. Ydesapareció. Encima del hielo,encima de unas huellas muyregulares de los patines, habíasangre. Y dedos. Ocho dedos.

Boreas Mun vomitó sobre elhielo.

Bonhart galopaba por el borde dela escarpa del lago, cabalgabacomo un loco, sin cuidarse de queel caballo podía romperse una

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pierna en cualquier momento entrelas rocas cubiertas de nieve. Lashojas escarchadas de los abetos lerozaban el rostro, le arañaban loshombros, le arrojaban sobre elcogote polvo de hielo.

El lago no se veía, toda ladepresión estaba llena de nieblacomo la cacerola humeante de unahechicera.

Pero Bonhart sabía que lamuchacha estaba allí.

Lo presentía.

Bajo el hielo, muy hondo, un banco

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de percas acompañaba concuriosidad hacia el fondo del lago auna cajita plateada que relumbrabafascinadora, la cual se habíadeslizado del bolsillo de uncadáver que se iba hundiendo en laarcilla. Antes de que la cajitacayera sobre el fondo, alzando unanubecilla de fango, las percas másatrevidas intentaron incluso hastamordisquearla. Pero de prontohuyeron asustadas.

La cajita emitía unos sonidosextraños, alarmantes.

—¿Rience? ¿Me escuchas?

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¿Qué es lo que ha pasado? ¿Por quéno respondéis desde hace dos días?¡Pido un informe! ¿Qué pasa con lamuchacha? ¡No debéis dejarleentrar en la torre! ¿Me oyes? ¡Nopodéis permitir que entre en laTorre de la Golondrina…! ¡Rience!¡Responde, diablos! ¡Rience!

Rience, naturalmente, no podíaresponder.

La escarpa se terminaba, la orillaera ahora plana. El final del lago,pensó Bonhart, estoy en el borde.He rodeado a la muchacha. ¿Dónde

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está? ¿Y dónde está esa puñeteratorre?

La cortina de niebla estalló depronto, se alzó. Y entonces la vio.Estaba casi delante de él, sentadasobre su yegua mora. Seráhechicera, pensó, se comunica conese animal. La envió a la otra puntadel lago y la ordenó esperarla.

Pero tampoco esto le va aayudar.

Tengo que matarla. Que eldiablo se lleve a Vilgefortz. Tengoque matarla. Primero haré quesuplique por su vida… Y luego la

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mataré.Dio un aullido, espoleó al

caballo con las espuelas y se lanzóa un galope maníaco.

Y de pronto se dio cuenta deque había perdido. De que al finalella se había burlado de él.

No le separaba de ella más demedia legua, pero sobre hielo muydelgado. Estaba en la otra orilla dellago. Mas todavía la media lunaperpendicular se doblaba ahorasobre el lado contrario: lamuchacha, que iba por la cuerda delarco, estaba mucho más cerca del

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límite del lago.Bonhart blasfemó, tiró de las

riendas y dirigió el caballo hacia elhielo.

—¡Corre, Kelpa!Debajo de los cascos de la

yegua salpicaba un fango helado.Ciri se agarró al cuello del

caballo. La vista de Bonhartpersiguiéndola había hecho que laabrumara el miedo. Tenía miedo deaquel hombre. Sólo de pensar enplantarle cara en una lucha, un puñoinvisible le apretaba el estómago.

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No, no podía luchar con él.Todavía no.

La torre. Sólo la podía salvar latorre. Y el portal. Como enThanedd, cuando el hechiceroVilgefortz ya estaba allí mismito, yacasi le ponía la mano encima…

Su única salvación era la Torrede la Golondrina.

La niebla se alzó.Ciri tiró de las riendas

sintiendo cómo la embargaba unrepentino y monstruoso calor. Nopodía creer lo que veía. Lo quetenía ante sí.

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Bonhart también lo vio. Y aullótriunfante.

En el borde del lago no habíatorre alguna. No había siquieraruinas de una torre, simplemente nohabía nada. Sólo unos montecillosapenas dibujados y visibles, sólounos cúmulos de rocas cubiertos detallos desnudos, secos ycongelados.

—¡Ésta es tu torre! —gritó—.¡Ésta es tu torre mágica! ¡Éste es turefugio! ¡Un montón de piedras!

Parecía que la muchacha niescuchaba ni veía. Condujo a la

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yegua a las cercanías de una colina,sobre el cúmulo de rocas. Alzóambas manos hacia lo alto como simaldijera a los cielos por lo quehabía encontrado.

—¡Te dije —gritó Bonhart,espoleando a su bayo con lasespuelas— que eras mía! ¡Queharía contigo lo que quisiera! ¡Quenadie me lo impediría! ¡Ni loshombres ni los dioses, ni losdiablos, ni los demonios! ¡Nitampoco los hechizos! ¡Eres mía,brujilla!

Los cascos del bayo resonaban

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en la superficie helada.De pronto la niebla se encogió,

desapareció a causa del golpe de unviento que salía de no se sabedónde. El bayo relinchó y bailoteó,restregó los dientes sobre elbocado. Bonhart se inclinó en lasilla, tiró de las riendas con toda sufuerza, porque el caballo se habíavuelto loco, agitaba la testa,golpeteaba en el suelo, se resbalabaen el hielo.

Delante de ellos —entre ellos yla orilla sobre la que estaba Ciri—bailaba sobre la capa de hielo un

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unicornio blanco como la nieve,que estaba erguido, adoptando lapostura típica de los escudos dearmas.

—¡No podrán conmigo estastretas! —gritó el cazador, al tiempoque controlaba el caballo—. ¡Nome vas a asustar con tus hechizos!¡Te atraparé, Ciri! ¡Esta vez temataré, brujilla! ¡Eres mía!

La niebla volvió a encogerse,se rebulló, adoptó extrañas formas.Las formas se iban haciendo cadavez más claras. Eran jinetes.Siluetas de pesadilla de jinetes

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fantasmales.Bonhart abrió

desmesuradamente los ojos.Sobre las osamentas de unos

caballos cabalgaban los esqueletosde unos jinetes vestidos conarmaduras y cotas de mallacomidas por el óxido, capas hechasjirones, yelmos abollados yagujereados decorados con cuernosde búfalo, restos de penachos deplumas de avestruces y pavos. Pordebajo de las viseras de los yelmoslos ojos de los fantasmas brillabancon un resplandor lívido. Unos

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estandartes deshilachados gemíanal viento.

A la cabeza de la demoníacacomitiva galopaba un ser enarmadura, con una corona sobre elyelmo, con un medallón sobre elpecho, envuelto en una corazaherrumbrosa.

Vete, resonó en la cabeza deBonhart. Vete, mortal. Ella no estuya. Ella es nuestra. ¡Vete!

Una cosa no se le podía negar aBonhart: el valor. No cedió ante elespectro. Controló su miedo, no sedejó llevar por el pánico.

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Pero su caballo resultó sermenos resistente.

El rocín bayo alzó las patas,bailó como un bailarín sobre laspatas traseras, relinchó salvaje, diococes y retrocedió. El hielo estallóbajo el golpeteo de sus cascos conun chapoteo horroroso, la capa dehielo se elevó perpendicularmente,el agua salpicó. El caballo chilló,golpeó con las patas delanteras enel borde, lo hizo pedazos. Bonhartsacó los pies de los estribos, sebajó de un salto. Demasiado tarde.

El agua se cerró sobre su

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cabeza. Los oídos le retumbabancomo en un campanario. Lospulmones estaban a punto deestallarle.

Tuvo suerte. Sus pies quepateaban el agua se apoyaron enalgo, seguramente el caballo que seiba hundiendo. Se impulsó, emergiócon ímpetu, escupiendo yresoplando. Se agarró al borde delagujero en el hielo. Sin ceder alpánico, echó mano al cuchillo, loclavó en el hielo y se subió. Sederrumbó, respirando pesadamente,el agua escapaba de él con un

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chapoteo.El lago, el hielo, las vertientes

nevadas, el negro bosque de abetosespolvoreados de blanco… todo seinundó de pronto de una claridadinnatural.

Bonhart se puso de rodillas conun enorme esfuerzo.

Sobre el horizonte del cielorojizo ardía una corona de cegadorabrillantez, una cúpula de luz de laque de pronto surgieron pilares yhélices de fuego, se dispararoncolumnas bailarinas y remolinos deluz. En el firmamento estuvieron

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suspendidas por un instante lasformas centelleantes, ágiles yrápidamente mudables de cintas ycolgaduras.

Bonhart gimió. Le parecía quetenía en la garganta el anillo dehierro de un garrote.

En el lugar donde todavía unminuto antes no había más que unacolina y un montón de piedras seelevaba ahora una torre.

Majestuosa, esbelta y delgada,negra, lisa, brillante, como siestuviera labrada de un solo trozode basalto. El fuego centelleaba en

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unas pocas ventanas, en lasdentadas almenas de la cima ardíala aurora borealis.

Vio a la muchacha, vuelta haciaél en la silla. Vio sus ojos brillantesy la marcada línea de la fea cicatrizde la mejilla. Vio cómo lamuchacha espoleaba a la yeguamora, cómo entraba sin apresurarseen la tiniebla negra, bajo el arco depiedra de la entrada.

Cómo desaparecía.La aurora boreal estalló en un

cegador remolino de fuego.Cuando Bonhart volvió a ver de

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nuevo, ya no había torre. Había unacolina nevada, un montón depiedras, unos tallos secos y negros.

De rodillas sobre el hielo, en elcharco del agua que rezumaba deél, el cazador de recompensas gritósalvaje, horriblemente. De rodillas,alzando las manos al cielo, gritó,aulló, bramó y blasfemó contra loshombres, los dioses y losdemonios.

El eco de sus gritos resonó porentre las escarpas cubiertas deabetos, viajó por la heladasuperficie del lago Tarn Mira.

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El interior de la torre le recordó deinmediato a Kaer Morhen: el mismolargo corredor detrás de unaarquería, el mismo interminableabismo de la perspectiva decolumnas y estatuas. No era posiblecomprender de qué forma eldelgado obelisco de la torre podíacontener aquel abismo. Perotambién sabía que no tenía sentidoanalizar, no al menos en el caso deuna torre que había surgido de lanada, había aparecido donde antesno existía. En aquella torre podía

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haber de todo y no había por quéasombrarse.

Miró hacia atrás. No creía queBonhart se atreviera a seguirla, nique hubiera tenido tiempo. Peroprefería asegurarse.

La arquería a través de la quehabía entrado ardía con unresplandor innatural.

Los cascos de Kelpa resonabanen el suelo, bajo las herradurasalgo crujía. Huesos. Cráneos,tibias, costillares, fémures, pelvis.Cabalgaba a través de ungigantesco osario. Kaer Morhen,

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pensó, recordando. A los muertosse los debiera enterrar bajotierra… Cuánto tiempo hacía deaquello… Entonces todavía creíaen ello… En la majestad de lamuerte, en el respeto a losmuertos… Y la muerte no es másque muerte. Y un muerto no es másque un cadáver frío. No importadónde yace, ni dónde se pudren sushuesos.

Entró en la oscuridad, bajo laarquería, entre columnas y estatuas.La oscuridad ondulaba como sifuera humo, los oídos se le llenaron

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con unos susurros intrusos, conunos suspiros, con unos cánticoslejanos. Ante ella estalló de prontouna luminiscencia, se abrieron unaspuertas gigantescas. Se abrieronunas tras otras. Puertas. Una seriede puertas interminables de pesadashojas que se abrían ante ella sin unsusurro.

Kelpa entró, sus cascosresonaban sobre el suelo de piedra.

La geometría de las paredes quela rodeaban, las arcadas ycolumnas, resultó de prontoperturbada, tan radicalmente que

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Ciri sintió que la cabeza le dabavueltas. Le dio la sensación de quese encontraba en el interior dealgún imposible cuerpo poliédrico,de algún octaedro gigantesco.

Seguían abriéndose puertas.Pero ya no era en una soladirección. Era en una serieinterminable de direcciones yposibilidades.

Y Ciri comenzó a ver.Una mujer de cabello moreno

que conducía de la mano a unamuchacha de cabellos cenicientos.La muchacha tiene miedo, tiene

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miedo de la oscuridad, teme lossusurros que surgen de laoscuridad, le aterran los golpes delas herraduras que escucha. Lamujer morena que lleva unacentelleante estrella con brillantesal cuello también tiene miedo. Perono lo deja entrever. Sigueconduciendo a la muchacha haciadelante. Hacia su destino.

Kelpa avanza. La siguientepuerta.

Iola Segunda y Eurneid, conzamarras, con sus hatillos, caminanpor una senda congelada y cubierta

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de nieve. El cielo es de color rojo.La siguiente puerta.Iola Primera está de rodillas

ante el altar. Junto a ella, la madreNenneke. Ambas miran, sus rostrosse deforman en una mueca deespanto. ¿Qué ven? ¿El pasado o elfuturo? ¿La verdad o la mentira?

Sobre ambas, Nenneke y Iola,unas manos. Las manos extendidasen un gesto de bendición de unmujer de ojos dorados. En el cuellode la mujer hay un brillante querefulge como la estrella del alba.En los hombros de la mujer hay un

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gato. Sobre su cabeza, un halcón.La siguiente puerta.Triss Merigold sujeta sus

hermosos cabellos castaños,revueltos y agitados por la fuerzadel viento. No se puede escapar delviento, nada te guarda de él.

No aquí. En la cima del monte.Una larga, interminable

columna de sombras se acerca almonte. Figuras. Caminan despacio.Algunos vuelven hacia ella elrostro. Rostros familiares. Vesemir.Eskel. Lambert. Coën. YarpenZigrin y Paulie Dahlberg. Fabio

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Sachs… Jarre… Tissaia de Vries.Mistle…¿Geralt?La siguiente puerta.Yennefer, envuelta en cadenas,

amarrada a las paredes húmedas deuna mazmorra. Sus dedos son unamasa de sangre coagulada. Suscabellos negros están desgreñadosy enmarañados… Los labios rotos ehinchados… Pero en sus ojosvioletas todavía no se ha apagadola voluntad de lucha y resistencia.

—¡Mamá! ¡Aguanta! ¡Resiste!¡Voy a ayudarte!

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La siguiente puerta. Ciri vuelvela cabeza. Con tristeza. Yconfusión.

Geralt. Y una mujer de ojosverdes. Ambos desnudos.Ocupados, absortos en sí mismos.Procurándose el uno al otro placer.

Ciri controla la adrenalina quele aprieta la garganta, espolea aKelpa. Los cascos resuenan. En laoscuridad palpitan los susurros.

La siguiente puerta.Hola, Ciri.—¿Vysogota?Sabía que lo conseguirías, mi

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valiente muchacha. Mi valerosaGolondrina. ¿Lo conseguiste sindaño?

—Los vencí. En el hielo. Teníauna sorpresa para ellos. Los patinesde tu hija…

Me refería a un daño psíquico.—Me abstuve de vengarme…

No maté a todos… No maté aAntillo… Aunque él fue quien mehirió y desfiguró. Me controlé.

Sabía que vencerías, Zireael. Yque entrarías en la torre. Pues ya lohabía leído. Porque esto ya habíasido descrito… Todo esto ya había

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sido descrito. ¿Sabes lo que te danlos estudios? La capacidad deutilizar las fuentes.

—¿Cómo es posible queestemos hablando…? Vysogota…Acaso tú…

Sí, Ciri. Estoy muerto. Pero noimporta. Lo importante es de lo queme enteré, de lo que me di cuenta…Ahora ya sé dónde fueron a pararlos días perdidos, qué sucedió en eldesierto de Korath, de qué formadesapareciste ante los ojos de tusperseguidores…

—¿Y la forma en que entré en

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esta torre, también?La Vieja Sangre que corre por

tus venas te da poder sobre eltiempo. Y sobre el espacio. Sobrelas dimensiones y las esferas.Ahora eres la Señora de losMundos, Ciri. Posees un poderosaFuerza. No permitas que te la quiteny la usen para sus propiosobjetivos, criminales e indignos…

—No lo permitiré.Adiós, Ciri. Adiós, Golondrina.—Adiós, Viejo Cuervo.La siguiente puerta. Claridad,

una claridad cegadora.

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Y un penetrante olor a flores.

Una neblina estaba suspendidasobre el lago, ligera como gotitasde vaho, que era barrida aprisa porel viento. La superficie del aguaestaba pulida como un espejo,sobre el verde diván de planashojas de nenúfar resaltaban unasflores blancas.

Las orillas estaban sumergidasen verdor y en el color de lasflores.

Hacía calor.Era primavera.

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Ciri no se asombró. ¿Por qué seiba a asombrar? Pero si ahora todoera posible. Noviembre, hielo,nieve, fango congelado, un montónde piedras sobre una cumbrecubierta de matojos… eso era allí.Y aquí es aquí, aquí la delgadatorre de basalto de dentadasalmenas en la cumbre se refleja enel agua verde de un lago salpicadodel blanco de los nenúfares. Aquíes mayo, porque sólo en mayoflorecen la rosa salvaje y la cereza.

Alguien estaba tocando elcaramillo o la flauta, arrancándole

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una alegre y saltarina melodía.En la orilla del lago, con las

patas delanteras en el agua, bebíandos caballos blancos como lanieve. Kelpa bufó, golpeó con loscascos en las rocas. Entonces loscaballos alzaron las cabezas yrelincharon, el agua les caía de losmorros, y Ciri lanzó un fuertesuspiro.

Porque no eran caballos, sinounicornios.

Ciri no se asombró. Habíasuspirado de admiración, no desorpresa.

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Cada vez se escuchaba másclaramente la melodía, le llegabadesde unos cerezos cubiertos deblancas flores. Kelpa se movió enaquella dirección por propiainiciativa, sin que la apremiaran.Ciri tragó saliva. Los dosunicornios, inmóviles comoestatuas, la miraban, mientras sereflejaban en la superficie del agua,pulida como un espejo.

Al otro lado de los cerezos,sentado sobre una piedra circular,había un elfo rubio de rostrotriangular y enormes ojos

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almendrados. Tocaba, desplazandocon habilidad los dedos por losagujeros de la flauta. Aunque vio aCiri y a Kelpa, aunque las miró, nodejó de tocar.

Las florecillas blancas olían acereza con el perfume más intensoque Ciri había percibido en su vida.Y no es extraño, pensó,completamente consciente: en elmundo en el que he vivido hastaahora, simplemente los cerezoshuelen de otro modo.

Porque en aquel mundo todo esdistinto.

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El elfo terminó la melodía conun trémolo muy agudo, se quitó laflauta de los labios, se incorporó.

—¿Por qué has tardado tanto?—preguntó con una sonrisa—. ¿Quéte ha entretenido?