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Contenido

PREFACIO ................................................................................................................................................. 10

INTRODUCCIÓN ..................................................................................................................................... 17

NUESTRO ABUELO: .............................................................................................................................. 20

EL DESPERTAR DE LOS ELFOS ........................................................................................................ 28

EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO ................................................................................................... 35

SI A UNA CHICA LE DAS UN HOBBIT… ......................................................................................... 43

EL ANILLO Y YO ..................................................................................................................................... 50

CLÁSICO DE CULTO .............................................................................................................................. 58

UN OBSTÁCULO Y UNA BÚSQUEDA .............................................................................................. 63

ESQUEMA RÍTMICO EN EL SEÑOR DE LOS ANILLOS ............................................................. 72

EL DOMINGO MÁS LARGO ................................................................................................................. 81

TOLKIEN DESPUÉS DE TODOS ESTOS AÑOS ............................................................................. 88

EL SIGNIFICADO DE TOLKIEN ...................................................................................................... 100

LA HISTORIA SIGUE Y SIGUE......................................................................................................... 111

EL HACEDOR DE MITOS .................................................................................................................. 117

«LA DISTINCIÓN RADICAL…» ....................................................................................................... 124

SOBRE TOLKIEN Y LOS CUENTOS DE HADAS ........................................................................ 132

BIOGRAFÍA DE LOS AUTORES ...................................................................................................... 142

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Tolkien no sólo ha despertado la imaginación de millones de personas: también ha

forjado más de una vocación literaria.

Ése es el caso de autores como Poul Anderson, Terry Pratchett, Ursula K. Le Guin, Diane

Duane, Douglas A. Anderson, Orson Scott Card. Junto con otros escritores, se han

animado a publicar emotivos artículos autobiográficos en que narran su primer contacto

con la obra de Tolkien, evocan cuánto les marcó tanto personal como profesionalmente,

y la analizan proporcionándonos nuevas claves para enfocar su lectura.

Éste es un lúcido y conmovedor homenaje al maestro de la fantasía por parte de dos

generaciones de los mejores escritores de ciencia ficción y literatura fantástica,

complementado con ilustraciones de John Howe, cuya recreación del universo de Tolkien

ya forma parte del imaginario colectivo.

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AA. VV.

La Tierra Media Reflexiones y comentarios

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Título original: Meditations on Middle-earth

AA. VV., 2001

«The Beat Goes On», Karen Haber, 2001

«Introduction», George R. R. Martin, 2001

«Our Grandfather: Meditations on J.R.R. Tolkien», Raymond E. Feist, 2001

«Awakening the Elves», Poul Anderson, 2001

«A Changeling Returns», Michael Swanwick, 2001

«If You Give a Girl a Hobbit», Esther M. Friesner, 2001

«The Ring and I», Harry Turtledove, 2001

«Cult Classic», Terry Pratchett, 2001

«A Bar and a Quest», Robin Hobb, 2001

«Rhythmic Pattern in The Lord of the Rings», Ursula K. Le Guin, 2001

«The Longest Day», Diane Duane, 2001

«Tolkien After All These Days», Douglas A. Anderson, 2001

«How Tolkien Means», Orson Scott Card, 2001

«The Tale Goes Ever On», Charles De Lint, 2001

«The Mythmaker», Lisa Goldstein, 2001

«“The Radical Distinction…” A Conversation with Tim and Greg Hildebrandt», Glenn Hurdling, 2001

«On Tolkien and Fairy-Stories», Terri Windling, 2001

Traducción: Estela Gutiérrez Torres

Ilustraciones: John Howe

Diseño de cubierta: Enrique Iborra

Ilustración de cubierta: John Howe

Editor digital: Banshee

ePub base r1.1

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PREFACIO

EL CAMINO CONTINÚA

hora se puede contar: yo viví con una elfo.

En realidad, era mi compañera de habitación en la universidad. De hecho, su

nombre de pila era perfecto, pero ella decidió hacerse llamar «Arwen Estrella de la

Tarde» y ese nombre puso en el marco de la puerta de nuestra habitación. Su

novio era «Trancos», por supuesto. A pesar de su apodo, prefería las carreras de

coches a caminar.

No fui tan amable con ella —o con él— como debería haber sido. Tal vez les tenía

manía a los elfos. Pero lo cierto era que no quería vivir con una elfo, sobre todo si se

ponía a escribir cartas de admiración a Jerry Garcia a las dos de la madrugada con mi

máquina de escribir.

Entendedme, no es que tuviera nada en contra de J.R.R. Tolkien. Eso fue

aproximadamente hace treinta años y yo había leído El Señor de los Anillos, claro. Era

prácticamente un rito.

Tolkien me sorprendió. No había esperado que me gustaran los libros. ¿Hobbits?

¿Magos? No obstante, el poder de su narración llegó hasta mí, me atrapó y ya no me

soltó. Era un poco preocupante. Allí estaba yo, una sofisticada estudiante de segundo

curso de instituto, leyendo los mismos libros que esos despreciables estudiantinos de

primero.

Y sí, sentí la magia. Odiaba a Sauron. Gollum me inspiraba repugnancia. Tengo que

admitir que Bilbo me gustaba más que Frodo, y que Sam me ponía de los nervios con

tanta lealtad inquebrantable. Con los elfos lo pasé aún peor (véase «manía a los elfos»,

página anterior). Probablemente fuera algo mayor y tuviera demasiadas hormonas

activadas para caer completamente bajo el hechizo de los hobbits. Pero me gustaron los

libros.

Es posible que me hubieran gustado aún más de haber establecido la interesante

relación entre los elfos «guays» y el señor Spock, tal como hizo Esther Friesner (para

más detalles véase su ensayo). Hablando de extraños «cruces en el campo», ¿alguien

recuerda haber visto a Leonard Nimoy —en un televisor en blanco y negro, por

supuesto— canturreando en un tono de barítono apenas un poco más profundo y

uniforme que el de Cher la letra de la canción de «Bilbo Bolsón»? Me acuerdo de un

fragmento sobre «el más valiente de los hobbits…». Era una melodía absurda, y me sentí

avergonzada al ver un icono sagrado de la ciencia ficción hacer este inesperado cambio

de género. Pero ahí, para cualquiera que tuviera oído, con orejas puntiagudas o no,

estaba la siempre poderosa influencia de J.R.R. Tolkien infiltrándose en un nuevo

aspecto de la cultura pop.

A

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¿Recordáis la parodia de Harvard Lampoon, Bored of the Rings? Esa parodia amable y

mordaz de los héroes y villanos de Tolkien. Si me lo permitís, citaré con mucho gusto

dos líneas absurdas que se encuentran entre mis favoritas:

«—¡Ay! —gritó Legolam—. ¡Un dicciosaurio!

»—¡Herir! —rugió el monstruo—. Mutilar, destrozar, aplastar. Véase DAÑAR».

Tendréis que admitir que el material básico tiene que ser muy bueno para que

incluso la parodia continúe recordándose después de tantos años.

Luego terminé el instituto y me olvidé de los hobbits e incluso de Star Trek.

Imaginaos, pues, mi sorpresa —y consternación— cuando conocí a «Arwen». Era guapa,

bastante etérea, de voz melodiosa y cabellos largos y claros. Ahora que lo pienso, podía

pasar por una elfo. (Nunca comprobé cómo tenía las orejas, tampoco las de «Trancos»).

Apenas veinte años después, el karma latente me ha dado la oportunidad de reparar

mi crueldad con los elfos y los demás seres significativos dirigiendo esta colección de

reflexiones sobre ese creativo trovador élfico, J.R.R. Tolkien, y la entidad que es El Señor

de los Anillos.

Además de ocasionarme un dilema con una compañera de habitación en la

universidad, Tolkien marcó el ritmo literario de mis años de lectura experimental,

aproximadamente entre 1968 y 1978. Si a uno le gustaban la ciencia ficción y la fantasía

—y a mí me gustaban—, El Señor de los Anillos era una lectura obligada.

Con la súbita disponibilidad de ediciones de bolsillo de El Señor de los Anillos a

finales de los años sesenta, la demanda de ciencia ficción alcanzó proporciones

avasalladoras. La editorial que lo había publicado con tapa dura se había negado a sacar

los libros en edición de bajo precio, pero en cuanto se levantó la prohibición miles de

lectores corrieron a las librerías, compraron la trilogía y pidieron más. El hambre de

ciencia ficción, una vez despertada, fue —y sigue siendo— insaciable.

Los editores no tardaron en darse cuenta. Ellos también corrieron, en busca de

escritores que escribieran trilogías imitadoras. Pronto las librerías se vieron inundadas

de enormes historias de aire hobbit, que se vendían en cantidades igualmente

asombrosas. La subida de la marea empezó a reflotar otros barcos más viejos, como las

novelas de Conan de Robert E. Howard, antaño un fenómeno de culto, ahora un nuevo

fenómeno literario. Para su eterna buena reputación, Ballantine Books, que había

publicado a Tolkien en edición de bolsillo, sacó a la luz la serie Adult Fantasy, dirigida

por Lin Carter, que puso las obras fantásticas clásicas de James Branch Cabell, Lord

Dunsany, E. R. Eddison y Mervyn Peake al alcance de los lectores modernos.

Una industria subsidiaria de Tolkien brotó como si fuera una seta en un tronco

podrido: calendarios, cartas de tarot, juegos, libros de ilustraciones, pósters, cintas de

audio, mapas, películas. Pronto pareció que todo el mundo quería participar e

improvisar con el maestro.

El impulso sigue. Si se mira la lista de libros más vendidos del New York Times en

cualquier semana de cualquier mes de los últimos dos años, seguramente se encontrará

al menos un libro de fantasía, la mayoría de las veces entre los cinco primeros. Muchos

lectores y críticos han identificado a Harry Potter como el descendiente directo de la

línea literaria de Tolkien.

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Los lectores querían más, y lo tuvieron. Para algunos de ellos la fantasía no sólo se

convirtió en una obsesión, sino también en un estilo de vida. Para otros se convirtió en

un modo de vida, a medida que los lectores se transformaban en escritores. Algunos

empezaron a improvisar basándose en los ritmos y los temas de Tolkien. Y algunos

siguieron escribiendo sus propias sinfonías fantásticas.

De hecho, muchos escritores han dejado su propia huella en la literatura fantástica

con historias profundas, punzantes e incluso divertidas. Por citar sólo una muestra de

entre los colaboradores de este libro, tomad la serie de Terramar de Ursula K. Le Guin,

las historias del Mundodisco de Terry Pratchett, los libros de Riftwar de Raymond E.

Feist y las leyendas de Alvin el Hacedor de Orson Scott Card. Cada uno de estos

escritores se ha ganado un gran grupo de admiradores por su obra.

En las décadas transcurridas desde que El Señor de los Anillos fuera publicado en

edición de bolsillo para el mercado de masas por primera vez, hemos visto algunas

interpretaciones extraordinarias, algunas improvisaciones y solos impresionantes; pero

independientemente de lo progresista o decadente que sea la melodía, lo cierto es que,

si escuchamos con atención, aún se puede oír a J.R.R. Tolkien, marcando el ritmo de la

literatura fantástica.

La irresistible formulación del relato de Tolkien se basa en los mitos y las leyendas

heroicas, y está marcada por su instinto inconfundible para el lenguaje y la poesía. Él no

inventó los temas, pero los unió en una historia sin imperfecciones de tanto hechizo y

poder que ahora, muchos años después, nos hemos reunido para rendirle homenaje.

Una señal del poder de las dotes narrativas de Tolkien es el hecho de que en estas

páginas haya tantos escritores enamorados de su obra y dispuestos a comentarla. Los

ensayos que aquí nos ofrecen los maestros de la literatura fantástica son reflexiones

literarias sobre J.R.R. Tolkien y su influencia en ellos como escritores, como lectores y en

el campo de la literatura fantástica en su conjunto. Los comentarios son muy variados y

maravillosos. Hallaréis recuerdos afectuosos, revelaciones asombrosas, análisis

fascinantes y sentimientos enternecedores.

George R. R. Martin habla sobre lo que caracteriza a la fantasía épica, es decir, la

fantasía tolkienesca. Ursula K. Le Guin nos acerca a la técnica del maestro con un

irresistible análisis del ritmo de las palabras de Tolkien. Terry Pratchett comenta la

transformación de un libro de culto en un fenómeno editorial. Raymond Feist esboza la

aparición de la novela de fantasía moderna y su propio descubrimiento de la literatura

fantástica. Poul Anderson recrea el mundo perdido de la década de los cincuenta y el

impacto de la obra de Tolkien en la época de la Guerra Fría. Diane Duane recuerda el

larguísimo domingo —y lunes— de su adolescencia que pasó esperando el momento

para comprar el último libro de la trilogía. Los hermanos Hildebrandt revisan la

necesidad de «cortar» las cejas de Gandalf. Terri Windling se centra en los usos

metafóricos y terapéuticos de la fantasía. Charles de Lint comparte su descubrimiento

de que la magia prometía una relación más profunda con el mundo real. Esther Friesner

revela por primera vez la insospechada relación entre El Señor de los Anillos y Star Trek.

Harry Turtledove explica por qué Tolkien tuvo consecuencias funestas para su carrera

académica pero buenas para su futuro literario. Robin Hobb nos lleva a un almacén de

conservación de carne en Alaska, donde se adentró en el mundo de Tolkien por primera

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vez y como consecuencia de ello supo qué dirección tomaría su propia vida. Lisa

Goldstein reflexiona sobre los cambios en el ámbito de la fantasía sucedidos cuando

otros bardos retomaron la canción de Tolkien. Michael Swanwick retorna a la magia de

los libros de Tolkien leyéndolos en voz alta a su hijo pequeño. Además de estas

reflexiones de escritores de fantasía, presentamos una visión de conjunto de la obra de

Tolkien y la recepción de los críticos escrita por el tolkienista Douglas A. Anderson.

La idea es que, independientemente del escritor/lector y su respuesta, Tolkien

conmovió y cambió a todos, y también cambió la literatura fantástica. Si escucháis con

atención, aún ahora podéis oírlo, débilmente, en el fondo. Es el ritmo que ha sonado en

un género literario entero, tanto en quienes lo leen como en quienes lo escriben,

durante más de treinta años. Venid y uníos a la danza.

Karen Haber

P. S.: Quizás os preguntéis qué pasó con «Arwen»; lo único que puedo deciros es que no

regresó para el segundo año. Admito que tengo una punzada de remordimiento al

respecto, aunque no creo que ella fuera la persona más adecuada para aquella específica

institución educativa. No obstante, la verdad es que yo debería haber sido más amable. En

lugar de eso, en cuanto pude, cambié de compañera de habitación y me pasé la segunda

mitad del primer curso durmiendo junto a una tía a quien le gustaba leer novelas de

misterio y que tenía un novio que me recordaba a Gollum. Por supuesto, yo salía con

alguien que, visto retrospectivamente, podría haber pasado por un Balrog, pero ésa es otra

historia…

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INTRODUCCIÓN

GEORGE R. R. MARTIN

a fantasía existía desde mucho antes que J.R.R. Tolkien.

No hubo una edad en la historia humana en que los hombres no se preguntaran

qué había más allá de la siguiente colina y llenaran los espacios en blanco de sus

mapas con cosas maravillosas y seres terroríficos. El primer narrador fantástico

hilaba sus relatos sentado junto al fuego, mientras compartía una chamuscada

pierna de mastodonte. Homero lo fue, y también Shakespeare. Conan, ese original

bárbaro de nuestra época, se habría sentido como en casa bebiendo un cuerno de

hidromiel con Siegfried y Beowulf.

Sir Thomas Malory y La muerte de Arturo llegaron siglos antes que Tolkien. Igual que

La canción de Rolando, de Turoldo. Bram Stoker y Edgar Allan Poe hicieron unas obras

espléndidas en la frontera entre la fantasía y el horror, mientras que William Morris

creó mundos vastos y maravillosos, distantes precursores de la Tierra Media.

En este siglo, Lord Edward Dunsany, James Branch Cabell y E. R. Eddison dejaron sus

respectivos sellos en la literatura de fantasía. La importancia de Robert Ervin Howard y

su Era Hiboriana no puede sobres timarse, ni la de Fritz Leiber, que superó a Conan con

su Fafhrd y el Gray Mouser. En una tradición muy diferente, hallamos a Gerald Kersh,

John Collier, Thorne Smith, Abraham Merritt y Clark Ashton Smith.

Ya en vida, Tolkien tuvo rivales formidables. Mientras él contaba sus historias de la

Tierra Media, su compañero de los Inklings C. S. Lewis daba forma a Narnia. En otro

lugar de Inglaterra, Mervyn Peake creaba el gran castillo tenebroso de Gormenghast, y

al otro lado del mar, en Estados Unidos, el incomparable estilista Jack Vance escribía sus

primeras historias de la Tierra Moribunda.

Sin embargo, fue la Tierra Media la que demostró tener más poder y resistencia. La

fantasía existía mucho tiempo antes que él, sí, pero J.R.R. Tolkien la tomó y la hizo suya

de un modo distinto del de todos los escritores que lo habían precedido, un modo en

que ningún escritor lo volverá a hacer. El tranquilo filólogo de Oxford escribió por

placer, y para sus hijos, pero creó algo que conmovió el corazón y la mente de millones

de personas. Introdujo a los hobbits y los Nazgûl, nos llevó por las Montañas Nubladas y

las minas de Moria, nos mostró el sitio de Gondor y las Grietas del Destino, y ninguno de

nosotros ha vuelto a ser el que era, menos aún los escritores.

Tolkien cambió la fantasía; la elevó y la redefinió, hasta tal punto que nunca volverá

a ser la misma. Siguen escribiéndose y publicándose muchos tipos diferentes de

fantasía, sí, pero hay una variedad que domina tanto en los estantes de las librerías

como en las listas de ventas. En ocasiones se la llama fantasía épica; otras, alta fantasía,

pero habría que llamarla fantasía tolkienesca.

L

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Los sellos de esta fantasía forman legión, pero para mí hay uno que destaca sobre el

resto: J.R.R. Tolkien fue el primero en crear un universo secundario perfectamente

acabado, un mundo entero con su propia geografía y sus historias y leyendas, sin

ninguna relación con el nuestro, pero, por alguna razón, tan real como éste. Por mucho

que en los años sesenta los botones dijeran «Frodo vive», aquello que los lectores

colgaban en las paredes de sus dormitorios no era un dibujo de Frodo, sino un mapa. Un

mapa de un lugar que nunca existió.

Tolkien nos dejó personajes maravillosos, una prosa evocadora, aventuras y batallas

emocionantes… pero lo que más recordamos es el lugar. Se me conoce por haber dicho

que en la fantasía contemporánea el escenario se convierte en un personaje de pleno

derecho. Tolkien fue el que hizo que esto fuera así.

La mayoría de los escritores de literatura fantástica contemporáneos reconocen sin

reparos su deuda con el maestro (entre los cuales me incluyo, evidentemente), pero ni

siquiera quienes más denigran a Tolkien son capaces de escapar de su influencia. El

camino sigue y sigue, dijo él, y ninguno de nosotros sabrá nunca qué lugares

maravillosos nos aguardan, detrás de la siguiente colina. Pero no importa lo lejos que

viajemos, no debemos olvidar nunca que el viaje empezó en Bolsón Cerrado, y que

todavía todos estamos siguiendo los pasos de Bilbo.

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NUESTRO ABUELO:

REFLEXIONES SOBRE J.R.R. TOLKIEN

RAYMOND E. FEIST i se ha leído alguna novela fantástica de alguien que no sea J.R.R. Tolkien, hay

muchas posibilidades de que al menos en una reseña hayan comparado a su autor

con Tolkien. Si no es que la comparación aparece en una nota de la sobrecubierta,

escrita por alguien del departamento de publicidad de la editorial. Es un hecho del

mundo editorial y nada tiene que ver con el estilo, las ambiciones o los deseos del

autor en cuestión. A todo el mundo se lo compara con Tolkien.

Es frecuente que a los críticos les guste emplear una piedra de toque conocida para

informar a sus lectores de la naturaleza del libro que se reseña. No es raro leer alguna

de ellas en la que un libro de misterio es comparado con una obra de Raymond

Chandler, o un western con la obra de Louis L’Amour. A mí los críticos me han acusado

de ser «demasiado parecido a Tolkien» y de «no ser lo bastante parecido a Tolkien». No

estoy exagerando; lo cómico del asunto es que la editorial me pasó esas dos reseñas el

mismo día.

Los escritores de notas caen con frecuencia en la trampa de utilizar diferentes

variantes de «ningún escritor desde J.R.R. Tolkien…». Es fácil y permite que el lector

potencial del libro se haga una idea de lo que puede esperar: magia, proezas, grandes

aventuras, etc.

¿Por qué esta comparación constante con J.R.R. Tolkien? ¿Por qué es la piedra de

toque frente a la cual debemos demostrar nuestra valía todos los que trabajamos en el

género de la literatura fantástica? La razón es simplemente que muchos consideran que

es nuestro padre.

Yo no estoy de acuerdo. Desde mi punto de vista, Fritz Leiber fue mi padre espiritual,

junto con el resto de los escritores que influyeron en mi infancia: sir Walter Scott,

Robert Louis Stevenson, Rafael Sabatini, Anthony Hope, Samuel Shellabarger, Mary

Renault, Thomas Costain y algunos más. Para otros escritores de libros fantásticos,

fueron H. P. Lovecraft, Edgar Rice Burroughs, Robert E. Howard, A. Merritt o H. Rider

Haggard; no obstante, no hay duda de que Tolkien fue nuestro abuelo. Es posible que mi

opinión no encuentre muchos adeptos, pero lo cierto es que siempre soy una minoría de

uno en cualquier cosa. Sin embargo, permitidme que os exponga mis razones y os

explique por qué pienso que, a la larga, considerarlo nuestro abuelo espiritual es mucho

más respetuoso con los autores actuales.

Cuando era niño, mis gustos literarios se limitaban a lo que entonces se conocía

como «libros de aventuras para chicos», una curiosa variante de las novelas clásicas del

siglo XIX. Me recuerdo acurrucado bajo las sábanas con una linterna cuando

supuestamente estaba durmiendo, o escondiendo un ejemplar manoseado de alguna

vieja novela en el cuaderno del colegio y fingiendo que estudiaba. El profesor hablaba

S

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sin parar mientras yo leía Capitán Blood, de Sabatini, o El castillo peligroso, de Scott.

Recuerdo haber devorado toda la saga de Calzas de Cuero de James Fenimore Cooper, y

esa experiencia me acompañó tanto tiempo que cuando el editor me pidió una rúbrica

para mi primera trilogía le propuse Saga de Riftwar. Es probable que mis hijos no

lleguen a entender nunca el placer que me procuraban esos libros. Si leyeran cualquiera

de ellos, lo más seguro es que les parecería «curioso».

El realismo moderno de principios del siglo XX marcó el comienzo del declive de este

delicioso género. El cine y la televisión acabaron con él.

Cooper podía pasarse diez páginas describiendo una cabaña de troncos de una

habitación, porque sus lectores contemporáneos querían detalles. Vivían en sus casas de

Boston y Londres y no habían visto nunca una cupana o una casa flotante. La imagen

que más los acercaba a un nativo indígena era la del indio que estaba en la puerta del

estanco del barrio. La riqueza de las imágenes era imprescindible para el éxito. Los

lectores actuales han visto las reposiciones de películas y series sobre Davy Crockett y

Daniel Boone, y no tienen necesidad de ese tipo de descripciones detalladas y lentas.

Quieren acción y diálogo, y lo quieren ya.

A medida que fui creciendo —me niego a afirmar que fui madurando—, descubrí la

literatura de aventuras «clásica» —Twain, Cooper, Scott— y luego a los escritores de

«aventuras para chicos». Más tarde tropecé con la ciencia ficción, luego con la literatura

fantástica, y las adopté como herederas lógicas de un género que todavía echo de

menos. Incluso recuerdo mi introducción a la ciencia ficción y la literatura fantástica.

En el octavo curso debía escribir una reseña literaria de una novela elegida de una

lista aprobada, libros que unos generosos editores ponían a disposición de mi escuela a

través de una publicación escolar llamada My Weekly Reader. La lista era corta y tenía

un par de títulos de Hardy Boys y Nancy Drew, además de algún otro nombre

igualmente sospechoso; pero uno de los títulos atrajo mi atención: El ciclo de fuego, de

Hal Clement. Lo único que recuerdo de la nota de la sobrecubierta es la palabra

«aventura», y creo que también aparecían «alienígena» y «espacio». Así que lo pedí, y el

libro llegó unas dos semanas después.

Me quedé enganchado. La ciencia ficción era exactamente el tipo de aventuras que

yo necesitaba; además me proporcionaba una sensibilidad más moderna en cuanto a la

ética y la moralidad. Los personajes no eran tan nobles como en Ivanhoe, ni el bien y el

mal estaban tan invariablemente bien definidos. Pero, en fin, había mucha acción y un

montón de cosas divertidas que incluían espías, batallas en el espacio y grandes

imperios. E. E. Doc Smith era un buen sustituto de sir Walter Scott o de Robert Louis

Stevenson, en mi infantil opinión. Y cuando llegué a Robert A. Heinlein e Isaac Asimov

me habían dejado de interesar los caballeros de brillante armadura y los piratas del

Caribe.

Descubrí a Tolkien en torno a 1966. Un amigo me prestó un ejemplar de La

Comunidad del Anillo. Al principio no me impresionó. Las referencias a El Hobbit y la

lentitud del ritmo del primer capítulo estuvieron a punto de hacerme desistir. Pero la

narración tenía su encanto; y aunque no sabía quién era Bilbo ni Gandalf, estaba

dispuesto a seguir para saber qué sería de ellos. Al cabo de un rato descubrí un

maravilloso estilo narrativo del siglo XIX, y mucho más tarde se me ocurrió que quizá

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J.R.R. Tolkien también había leído novelas de «aventuras para chicos» cuando era joven.

Su elección del estilo y el ritmo era como si un viejo tío muy querido me estuviera

leyendo una historia maravillosa de caballeros y empresas románticas.

Sólo que los caballeros no eran campeones de la corte del rey Arturo; eran unos

interesantes personajillos llamados hobbits, y su papel en la destrucción del Anillo

Único no era exactamente como el de Parsifal en el Santo Grial.

Cuando la Comunidad se rompió, dejé el primer libro y dije: «¿Qué ocurre después?».

Fui a la librería de segunda mano a la que solía ir y allí encontré el segundo tomo,

Las Dos Torres. Además, hallé El Retorno del Rey y decidí comprarlo también, porque me

imaginaba que probablemente querría terminar toda la historia.

Un día o dos después había descuidado mis estudios y el resto de mis obligaciones

para leer los dos últimos tomos. Luego regresé a la librería y compré El Hobbit. La

historia no me pareció tan profunda o magnífica como la de El Señor de los Anillos pero

era divertida.

Así que volví a la librería y pregunté qué más había escrito Tolkien.

La respuesta fue «Nada». Ahora sé que había obras eruditas y poesía, pero aquélla

era una librería de segunda mano estadounidense, no lo olvidéis. Entonces pregunté por

otras obras parecidas a las de Tolkien.

Y así es como conocí a Robert E. Howard, a A. Merritt, a H. Rider Haggard y a Fritz

Leiber. Me enganché a la literatura fantástica tanto como lo había estado a la ciencia

ficción.

¿Qué es lo que me enganchó de El Señor de los Anillos? Lo principal fue un motivo

clásico: que el desvalido y diminuto Frodo fuera el único que siguiera adelante tras la

disolución de la Comunidad. Él, junto con Sam, Meriadoc y Pippin, estuvieron dispuestos

a enfrentarse a dificultades que los personajes más fuertes, más «clásicos», no quisieron

afrontar: las obvias maldades de Sauron, la ambición retorcida de Saruman, el trágico

Gollum y la insidiosa codicia de poder del propio Anillo Único.

Se trataba de un argumento clásico. Lo tenemos en El crepúsculo de los Dioses de

Wagner y en Beowulf. Es de una heroicidad similar a la de los relatos artúricos de

Malory y Tennyson o los textos del Mabinogion, pero con un tinte decididamente

moderno.

Frodo no coincide con la imagen que solemos tener del «héroe». Lancelot y Orlando

le harían mucha sombra. Es amable, como todos los de su raza; le gustan la comida, la

bebida y la comodidad. En muchos aspectos, representa a los probables lectores de

Tolkien, pertenecientes a las seguras, bien educadas y satisfechas clases alta y media-

alta de la Inglaterra inmediatamente anterior a la segunda guerra mundial.

Mucho se han estudiado los aspectos aleccionadores de El Señor de los Anillos como

metáfora de los sufrimientos de Gran Bretaña antes y durante la segunda guerra

mundial. Es algo que se repite una y otra vez porque Frodo, el «hombre corriente» de la

saga, se enfrenta al mal creciente poniendo su propia alma en peligro. Él y sus

compañeros regresan a casa como héroes después de la destrucción del Anillo Único, y

ese heroísmo y sus consecuencias se demuestran en la limpieza de la Comarca; no

tenemos aquí unos hombrecillos tímidos, sino unos veteranos endurecidos por la lucha

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que se hacen cargo de las cosas y liberan sus hogares de los tiranos nativos que han

venido para atormentar a sus familias mientras los héroes salvaban el mundo.

Era una historia deliciosa y llena de fuerza, una historia que exigía una relectura de

vez en cuando.

¿Y cómo me afectó en mi condición de escritor?

Ante todo, indirectamente. El mundo de Midkemia, en el que se sitúa la mayor parte

de mi obra, es un mundo lúdico, es decir, un mundo creado por mis amigos de la

universidad para ambientar nuestra variante personal de Dungeons & Dragons. Como

tal, tiene mucho «material tolkieniano». Los orcos, por ejemplo, junto con los balrogs,

por mencionar dos robos evidentes. En los libros que ambienté en Midkemia omití la

mayor parte de las criaturas que tenían su origen en Tolkien, pero la influencia, el

«aroma», persiste.

En Midkemia hay elfos y enanos, como en la Tierra Media, pero con mi propio sesgo

peculiar. Mis razas élficas son un poco más carnales, menos místicas que las de Tolkien,

y mis enanos se parecen mucho más a los duros mineros del carbón escoceses que se

instalaron en el oeste de Pennsylvania que a los enanos de la Tierra Media. Escogí unas

variantes de sus prototipos menos míticas, más reconociblemente humanas, y estoy

satisfecho con mi decisión, aunque tomé nombres directamente del léxico de la lengua

de los elfos de Tolkien que aparece en El Silmarillion. Los elfos de la luz son eledhel, los

elfos oscuros son moredhel, por citar dos préstamos. Fue una manera de «quitarme el

sombrero» ante el gran y viejo maestro.

Para mí, como escritor en activo, la mayor influencia de J.R.R. Tolkien en mi obra fue

su impacto en la industria editorial. Él es el origen de toda la riqueza de la que proviene

toda mi recompensa.

Antes de Tolkien no había bestsellers internacionales escritos por autores

fantásticos, al menos no en el sentido que damos al término «bestseller» en la

actualidad.

El éxito de El Señor de los Anillos empezó lentamente y alcanzó su punto álgido a

finales de la década de los sesenta y a principios de los setenta. Mirando atrás, ahora se

lo puede contemplar como un «acontecimiento» monolítico, condensado en el tiempo y

marcado por la publicación de El Silmarillion. Si la memoria no me falla, la brillante

promoción de la editorial Random House/ Del Rey en la época creó una demanda de una

«primera edición» norteamericana que llevó a hacer una edición de alrededor de un

millón de ejemplares sólo en Estados Unidos.

A mediados de los años setenta, eso era una hazaña editorial. Fue seguida de

calendarios, libros de ilustraciones, otros artículos de merchandising, un especial

televisivo, películas y todo lo demás. La industria derivada de la Tierra Media tiene hoy

en día las proporciones de la de La Guerra de las Galaxias. No siempre fue así.

Lo que recuerdo de El Señor de los Anillos a finales de la década de los sesenta es un

crecimiento lento, boca a boca, sobre todo en los campus universitarios. Durante un

tiempo el hecho de haber leído la trilogía era casi un signo de ser hippy, porque no eran

libros de lectura común.

Eran, por decirlo en una palabra, «guays».

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Pero en la actualidad mi éxito se debe en gran parte al deseo de universitarios

dispersos, hippies y aficionados a la literatura que querían leer algo que fuera «guay».

Poder ir a esa fiesta a la que no asistirían deportistas y miembros de comunas, y hablar

de esa historia tan «guay», El Señor de los Anillos.

Más que las obras de los autores que he mencionado antes, la historia de Frodo y sus

compañeros, brillantemente ejecutada por J.R.R. Tolkien, despertó un apetito por la

literatura fantástica que permitió que muchos escritores fueran «descubiertos» por los

lectores que en un principio los habían pasado por alto.

Lin Carter había editado una serie para Random House con el sello de Ballantine

Adult Fantasy, con obras de James Branch Cabell y Lord Dunsany, entre otros, y de

repente empezaron a volar de las librerías de segunda mano, devoradas ansiosamente

por los nuevos adeptos a la literatura fantástica. Los grandes escritores de la versión

«mala» de esta literatura, A. Merritt, H. Rider Haggard, George Sylvester Viereck y Paul

Eldridge, Robert E. Howard, así como los libros del Profesor Challenger de Arthur Conan

Doyle y las obras de Edgar Rice Burroughs no relacionadas con Tarzán, fueron

adoptados décadas después de su publicación gracias a la sed de fantasía creada por

J.R.R. Tolkien.

De esos escritores, Robert E. Howard disfrutó de un renacimiento que terminó por

sobrepasar su modesto éxito original en múltiples aspectos: sus libros de Conan

hallaron nuevos lectores; otras obras que continuaban sus historias surgieron de por lo

menos un par de talentos como L. Sprague De Camp y Robert Jordán, y creó su propia

comercialización paralela, incluyendo dos películas y una serie de televisión. Y mi héroe

personal, Fritz Leiber, halló nuevos lectores para sus relatos de Fafhrd y Gray Mouser.

Pero las historias de civilizaciones perdidas, antiguos dioses y bárbaros errantes

carecían de la grandeza y de la base mítica de Tolkien. Es cierto que los relatos de los

Antiguos de H. P. Lovecraft trataban de seres malignos de siglos de antigüedad, que

acechaban bajo la superficie de nuestro mundo cotidiano, pero los conflictos se daban

siempre a escala personal, una pobre alma a la que las circunstancias llevaban a

enfrentarse a horrores inimaginables. Y nunca había victoria, sólo supervivencia tras la

confrontación.

H. Rider Haggard y A. Merritt escribieron sobre grandes civilizaciones, pero siempre

eran civilizaciones desaparecidas, descubiertas siglos después por personajes

contemporáneos de principios del siglo XX que se enfrentaban a males intemporales,

diosas inmortales o espíritus que poseían a sus compañeros exploradores.

Sólo Burroughs logró acercarse con sus historias de John Carter, pero ni siquiera el

heroico ex oficial de la Confederación que viajaba a Marte, con sus marcianos de más de

dos metros de altura y seis brazos y sus exóticas princesas, tenía la misma categoría que

Tolkien. Ésta también era la versión «mala».

Tolkien ocupa la cúspide de la pirámide editorial en el género de literatura

fantástica. Tenía contemporáneos de valía —E. R. Eddison, T. H. White y C. S. Lewis—

pero, de alguna manera, Tolkien había dado en el clavo con su mezcla de tradición,

historia antigua y personajes.

En su Tercera Edad, en su «mito para Inglaterra», resonaban los ecos de una antigua

majestad. Tolkien, ese hombre extraño, un místico cristiano británico, tenía creencias

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personales que influyeron claramente en su cosmología, la idea del bien y el mal

absolutos, el conflicto intemporal y las tentaciones de poderes oscuros que acechaban

incluso a los más puros e inocentes. Sin embargo, era evidente que al final el bien

obtendría la victoria.

Los escritores de mala literatura fantástica de los años veinte y treinta hablaban de

hombres modernos que tropezaban con antiguos peligros y horrores, exploraban

tumbas perdidas en el corazón de antiguas selvas o enterradas bajo las arenas

movedizas de desiertos remotos, pero Tolkien cambió ese paradigma. Creó un mundo

extraño y familiar al mismo tiempo. La Comarca era el «hogar». No importaba que el

lector viviera lejos de las verdes praderas de los condados del oeste de Inglaterra o

nunca hubiera contemplado la puesta de sol desde las orillas del Támesis: la Comarca

era su hogar.

Frodo y los hobbits eran «personas comunes», simples, graciosas, pacíficas y

humildes. Eran arquetipos que rozaban estereotipos: Frodo el Héroe Valeroso, Sam el

Bueno y el Fiel, Gandalf la eminencia que no podía ser más gris, Merry y Pippin, un par

de oportunos compañeros tan sanos como los que se podrían encontrar en el Beau Geste

de Percival C. Wren o Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, ignorantes de los

motivos por los que forman parte del drama pero dispuestos a dejar a un lado su

seguridad personal en aras de la amistad. Eran dos de mis personajes favoritos de la

serie, dos jóvenes inexpertos que hallaron fuerza y determinación en la adversidad y se

convirtieron en héroes.

Tom Bombadil, los Ents, los Nazgûl, el Balrog y los Elfos eran las entidades

imaginarias de la estructura de ese universo que aportaban un elemento sobrenatural

en una historia ya llena de fantasía. Incluso los personajes humanos se crearon algo

ajenos, para que los hobbits resultaran más familiares al lector.

Todo está ahí, heroísmo y humildad, miedo y victoria, un misterioso rey que regresa

para gobernar con sabiduría y generosidad, una princesa destinada a luchar junto a su

prometido; todo proviene directamente de Richard Wagner.

Esta maravillosa historia despertó en los lectores de obras futuras un apetito de

proporciones verdaderamente épicas. A pesar de estar demasiado utilizado en las notas

editoriales, en este contexto es correcto emplear el término «épica», porque la historia

de El Señor de los Anillos produce profundos cambios en una cultura o sociedad. Los

hobbits nunca volverán a ser los mismos y podemos ver vislumbres de la llegada de la

Cuarta Edad, la que supuestamente Tolkien consideraba la nuestra.

Mi obra se centra más en los personajes, con «actores» contemporáneos disfrazados.

Pero el trasfondo de la cosmología de mi universo, la lucha titánica entre antiguos

dioses, es una historia pasada tan larga como la de Tolkien. Subyace en todos los libros

que escribo, a veces como parte fundamental del relato, otras como un eco distante,

pero siempre está allí.

Ese deseo de lo wagneriano, la gran ópera, en oposición al gran guiñol de Robert E.

Howard y H. P. Lovecraft, fue el legado más tangible que he heredado de Tolkien como

escritor. Dejaré que la posteridad decida si he superado la prueba.

En cualquier caso, no importa cómo lleguemos allí, todos tenemos la obligación de

admitir que, aunque es posible que Tolkien no fuera el «padre» de la fantasía heroica

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moderna, sí fue el abuelo, y como tal su influencia directa en el estilo, el número de

lectores y el mercado fue en muchos aspectos más importante para mi carrera que lo

que otros escritores hayan podido influir directamente en lo que escribo. En mi humilde

opinión, por supuesto.

Así, aunque señalaré a los otros como «padres» espirituales, especialmente a Fritz,

me quitaré el sombrero una vez más ante J.R.R. Tolkien por ser nuestro abuelo

espiritual colectivo.

Gracias, abuelo. No podría haberlo hecho sin ti.

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EL DESPERTAR DE LOS ELFOS

POUL ANDERSON

odos tenemos una enorme deuda con J.R.R. Tolkien, los escritores quizá más que

los lectores. Él nos proporcionó el mejor libro fantástico de nuestra época, un libro

que además ocupa un lugar privilegiado en el conjunto de la literatura mundial.

Sólo Lord Dunsany es una figura comparable, pero la influencia de Tolkien ha sido

mucho mayor.

Ambos bebieron de nuestras fuentes literarias y culturales, de Homero y la Biblia en

adelante. Enseguida hablaré de eso. Antes me gustaría contar una vieja historia. No

tengo el propósito de fanfarronear, sino de ofrecer un ejemplo personal de cómo ha

operado esa influencia. Es posible que haya muchas otras personas con historias —de

muchos tipos— para contar, y espero que algunas lo hagan.

A principios de la década de los cincuenta, mi esposa y yo conocimos a Reginald

Bretnor y a su mujer. Gracias a eso surgieron numerosas y agradables conversaciones,

para beneficio considerable de la industria vinícola californiana, y una amistad que

sobrevivió a la muerte prematura de ella y terminó con la de él, hace unos ocho o nueve

años. La amistad se hizo tan estrecha que él no sólo nos habló de El Hobbit, sino que nos

prestó su ejemplar de la primera edición. Por tanto, tuvimos que buscar uno para

nosotros, y luego, después de oír hablar de El Señor de los Anillos, comprarlo y

devorarlo.

Era la primera edición inglesa, tres tomos que aparecieron a lo largo de un período

de más de un año. La espera se nos hizo muy larga. Es posible que a los lectores actuales

les cueste imaginarse cómo fue: meses esperando para saber cómo entrarían Frodo y

Sam en el País de la Sombra, y luego más meses para saber qué le pasaría a Frodo en

manos del enemigo.

(Eso explica el habitual error de decir que El Señor de los Anillos es una trilogía. No lo

es. Es una novela unificada, publicada en fragmentos por razones comerciales).

Con todo, no éramos los únicos entusiasmados. La gente hablaba de él con

vehemencia en las convenciones de ciencia ficción. Hubo quien puso música a las

canciones y las cantó, como las de ese otro espléndido libro fantástico, Silverlock, de

Myers Myers. De hecho, es señal de estima y afecto que surgiera una balada

divertidísima, la «Canción de marcha de los orcos», con la melodía de «Jesse James».

Así, se corrió la voz. En aquel entonces, la editorial de libros de bolsillo Ace Books

tenía otros dueños y otra dirección. Estados Unidos no se había adherido aún a la

International Copyright Convention, y en general la ley de derechos de autor necesitaba

algunas modificaciones. Ace vio un amplio vacío legal y sacó una edición de bolsillo

norteamericana sin ni siquiera pedir permiso.

T

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Eso despertó la indignación de quienes sabían lo que eso significaba; pero fueron

pocos en comparación con los lectores corrientes que compraron los libros de buena fe.

Tolkien atrajo a los jóvenes de los sesenta con imágenes de paz y belleza natural, su

profanación, la lucha de un puñado de seres intrépidos contra un mal que parecía

invencible; sin duda, un ambiente encantador, extraño, una narración que atrapaba y no

lo soltaba a uno hasta el final, un mundo entero imaginado tan completa y vívidamente

que parecía del todo real.

Oh, sí, todo esto no son más que tópicos y apenas rozan la verdad. El Señor de los

Anillos es mucho más. Trata de cuestiones fundamentales e intemporales, de la

naturaleza del bien y del mal, del hombre, de Dios. Por eso, además y por encima de su

amena lectura, pervive, y sin duda pervivirá, como es el caso de las obras de

Shakespeare o Alicia en el País de las Maravillas o Las aventuras de Huckleberry Finn.

El respeto que sentía por Edmund Wilson se esfumó cuando, en una exposición larga

y pretenciosa, dijo que El Señor de los Anillos era una obra infantil. Lo reconozco, nunca

tuve una opinión especialmente alta de los críticos. «Los que saben, saben. Los que no

saben, enseñan. Y los que ni siquiera saben enseñar se convierten en críticos». Para ser

justos, debe admitirse que algunos colegas de Wilson veían las cosas de otra manera, y

hoy en día Tolkien está completamente aceptado en los círculos literarios.

Me he ido por las ramas. Volvamos a los hechos.

El robo no me indignó, me puso completamente fuera de mí. Juré delante de amigos

que Ace no volvería a publicar nada mío mientras la cuestión no se hubiera resuelto

para satisfacción del profesor Tolkien. Pude cumplir mi palabra cuando la compañía me

propuso hacer una reimpresión. La editorial que entonces me publicaba en tapa dura,

Doubley, aunque tenía derecho a la mitad del dinero, apoyó mi negativa. Me gusta

pensar que eso añadió un poco de presión a Ace. Es una divertida nota a pie de página

que poco después otra editorial de libros de bolsillo hiciera una oferta más alta a mi

agente por el mismo libro.

Sea como sea, en última instancia Ace cedió y llegó a un acuerdo que incluía la cesión

de los derechos norteamericanos a la editorial Ballantine Books, muy bien considerada.

Para asegurar los derechos de autor, Tolkien realizó unos pocos cambios en el texto. No

estoy seguro de cuáles fueron, no pueden ser importantes. Desde entonces, El Señor de

los Anillos no ha dejado de reeditarse.

Otra nota a pie de página: firmé la paz con Ace, y ellos publicaron un par de libros

míos —faute de mieux por ambas partes— antes de que Tom Doherty adquiriera la

empresa. Él es un hombre con un gran sentido de la ética, que entre otras cosas pagó

medio millón de dólares a unos autores en concepto de derechos de autor que según

una auditoría no se les habían pagado en su momento, a pesar de no tener ninguna

obligación legal de hacerlo. Ace ha recuperado el buen nombre.

Naturalmente, el éxito de El Señor de los Anillos causó un resurgimiento de El Hobbit

y de todos los demás escritos de Tolkien, a excepción de los textos estrictamente

eruditos, y es posible que también éstos puedan conseguirse con facilidad. Algunos son

profundos, otros constituyen un placer absoluto, y otros, sinceramente, me dejan un

poco frío. Eso sólo demuestra que la obra de Tolkien es más amplia que mi mente, y no

tengo por qué aburriros con los detalles.

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De igual modo, El Señor de los Anillos despertó un interés nuevo por la literatura

fantástica pura. Ese interés siempre había existido. Es probable que las primeras

historias jamás contadas fueran fantásticas. Junto a Ung, el relato cavernícola del grande

que escapó, los humanos debieron interrogarse sobre el mundo, los días y las noches,

las estaciones y las criaturas, la vida, el nacimiento, la muerte, la suerte, el amor y todos

los misterios. Lo único que podía ayudarles a comprender era la imaginación. Así

surgieron la religión, las artes mágicas, el folclore.

Al menos desde Homero, probablemente desde antes y no sólo en Occidente, hasta

no hace mucho tiempo, la fantasía fue la corriente principal de la literatura. Cierto es

que los relatos «realistas», es decir, aquéllos sin ningún elemento que hoy consideremos

imposible, también son muy antiguos. Se convirtieron en la literatura dominante y la

mejor considerada durante el siglo XIX, época en la cual la burguesía pujante prefería

leer sobre sí misma que sobre tierras fantásticas y abandonadas. (No hay en esto un

esnobismo invertido. Después de todo, el género incluye muchas obras como Guerra y

paz. Además, no es completamente diferente de la fantasía. ¿Dónde, por ejemplo,

situaríais Moby Dick?).

Unos pocos autores que escribían sobre el aquí y el ahora siguieron haciendo

ocasionalmente obras fantásticas. Por mencionar sólo uno, las de Rudyard Kipling se

cuentan entre sus mejores creaciones. Algunos, como James Branch Cabell, se recuerdan

sobre todo por sus obras de este tipo. La primera de E. R. Eddison apareció en los años

veinte, y Silverlock, ya mencionada, lo hizo en 1949. No obstante, por muy apreciadas

que fueran por los entendidos, no tuvieron muchos seguidores. (Jurgen sí, pero como

succès de scandale, y ningún otro libro del autor tuvo unas ventas como las de aquella

breve temporada). The Saturday Evening Post, la voz semanal de la clase media, apenas

publicaba literatura fantástica, a excepción de las obras de Stephen Vincent Benét.

Etcétera.

Incluso los mercados que alimentaban la literatura más imaginativa se consagraron

sobre todo a la ciencia ficción, o al menos a lo que ellos podían etiquetar como ciencia

ficción. No se trató del cambio de marea que podría parecer. Durante la vida de The

Magazine of Fantasy and Science Fiction, Anthony Boucher me comentó una vez que, a

juzgar por las cartas que recibía, la mayoría de sus lectores preferían la fantasía a la

ciencia ficción, pero no lo sabían. Es más fácil, por ejemplo, en términos de los

conocimientos científicos actuales, justificar la vida después de la muerte y al menos la

existencia de un Dios que la posibilidad de viajar en el tiempo o moverse más rápido

que la luz.

En otras palabras, el público lector conservaba un deseo tácito por la fantasía pura. Y

entonces Tolkien irrumpió en el mundo editorial. El resto es historia.

El resurgimiento del género abarcó lo que sus seguidores denominan fantasía

heroica. En ese género, los héroes, normalmente masculinos pero a veces femeninos,

luchan contra terribles dificultades en un escenario arcaico. Ese escenario puede ser

histórico, pero la mayoría de las veces es imaginario; no ha habido ninguna revolución

científica o industrial; las fuerzas y los seres sobrenaturales son reales. Eddison escribió

este tipo de literatura a un altísimo nivel, mientras que Robert E. Howard lo hizo con

una calidad inferior. Como siempre, hay casos que están en la frontera entre ambas

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categorías, por ejemplo algunas historias de L. Sprague De Camp y Fletcher Pratt, pero

no me demoraré en ellos más que para recomendar encarecidamente a estos dos en

concreto.

El Señor de los Anillos es fantasía heroica. Es muchas cosas más, pero estos

elementos son definitivamente partes integrales de la obra. Su asombrosa popularidad

dejó al descubierto una demanda latente. No tardaría en llegar más material, y su

cantidad no ha disminuido desde entonces.

Podemos dejar a un lado los derivados, los derivados de los derivados y, cómo no, las

cosas para las que se ha acuñado el término despectivo de «genérico». Han aparecido

obras satíricas y divertidísimas de Esther Friesner y Diana Wynne Jones, entre otros.

Recordad la sentencia de Theodore Sturgeon, «El noventa por ciento de esto es basura»,

y juzgad el género por lo mejor y no por lo peor, como juzgamos las historias de amor

por Romeo y Julieta y no por los culebrones. Ha habido y hay obras excelentes.

Algunos veteranos se han visto beneficiados, también, quizá sobre todo Jack Vance y

Robert Silverberg. Permitidme ahora que me ponga personal una vez más, porque mi

experiencia nos lleva de nuevo al propio Tolkien.

Hace mucho, mucho tiempo, creo que probablemente en 1948, escribí una novela de

fantasía heroica, La espada rota, que estaba inspirada en los mitos, las sagas y el folclore

de Escandinavia. Fue rechazada por un editor tras otro, aunque algunos lo hicieron con

pesar, porque no creían que pudieran venderla. Por fin halló una editorial, que hizo una

impresión, casualmente en 1954, el mismo año que salió a la luz La Comunidad del

Anillo, y la dejó morir.

El boom que siguió a Tolkien permitió que el difunto Lin Carter volviera a publicar

una serie de obras fantásticas anteriores en Ballantine. Entre ellas se encontraba La

espada rota. Como entretanto había aprendido muchas cosas sobre el arte de escribir y,

concretamente, sobre el combate medieval, aproveché la oportunidad para revisarla: la

misma historia, pero —esperaba yo— mejor contada. La nueva versión apareció por

primera vez en 1971. Posteriormente, he gozado de la libertad de vagar por el ámbito de

la fantasía siempre que he querido. Ésa es una buena razón para admitir que estoy en

deuda con Tolkien.

Una de sus principales fuentes era idéntica a la mía. También se inspiró en otras,

sobre todo la Biblia y la tradición cristiana. Hablaré de eso más tarde. Sin embargo, en el

ámbito profesional fue un estudioso y un traductor de la literatura escrita en inglés

antiguo y medio. Su largo ensayo «Sobre los cuentos de hadas» explora el significado y

el poder de los cuentos populares de esa época, que también le inspiraron.

Sus orcos y trolls provienen del Norte. No creo que sea ése el caso de los elfos,

exactamente; eso es algo que vale la pena estudiar más a fondo.

Regreso a La espada rota sólo para comparar. También en mi libro aparecen elfos y

trolls. De hecho, la historia trata de una guerra que los enfrenta. Pero estos elfos son

muy diferentes, una diferencia que Tolkien habría admitido inmediatamente.

Permitidme parafrasear mi introducción a la edición revisada. El año 1018, el skald[1]

Sighvat Thordarson hizo un viaje invernal a Suecia por orden de su señor, el rey Olaf de

Noruega, luego conocido como san Olaf. En aquel entonces la mayor parte de Suecia era

pagana. Buscando un refugio para pasar la noche, Sighvat rechazó tres casas sucesivas,

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un comportamiento extraordinario en aquel entonces, por razones religiosas. Tal como

relató en un poema que compuso al respecto:

«Para que Odín no se enfurezca,

¡marchaos!», dijo la mujer.

«Somos paganos aquí y estamos celebrando

una velada sagrada, ¡desgraciado!».

La anciana que tan poco cristianamente

me echó del recinto

reveló que iban a ofrecer

una velada a los elfos.

Las sagas mencionan otros sacrificios en su honor, y una ley según la cual los barcos

de guerra que se aproximaran a una orilla amiga debían desmontar sus feroces

mascarones de proa, para evitar que se ofendieran los vigilantes de la costa.

Así, vemos que los elfos surgieron como dioses o semidioses locales. El Heimskringla

habla del pequeño rey de una región de lo que entonces aún no era Noruega, enterrado

con lujosos objetos funerarios en un enorme túmulo. Llegó a considerársele como un

espíritu tutelar que recibía ofrendas y al que se conocía como Olaf Geirstad-Elf. Las

leyendas sobre la Colina del Elfo deben de provenir de este tipo de acontecimientos.

Los Eddas hablan de elfos «claros» y «oscuros», aunque con bastante vaguedad.

Parece que al menos algunos de los elfos claros servían en Asgard, y los oscuros podían

ser los enanos, que también son importantes en Tolkien. Pero es posible que fueran una

invención de los poetas y narradores de la era cristiana, que durante dos o tres siglos

siguieron utilizando los antiguos motivos. En cualquier caso, tienen poco que ver con el

concepto de los elfos ya sea como dioses menores o como equivalentes aproximados a

las dríadas y las oreas clásicas o los kami japoneses.

Ellos significaban mucho para los antiguos pueblos germánicos. Es muy posible que

para la mayor parte de los habitantes de los páramos y las granjas solitarias fueran

mucho más reales e inmediatos que los grandes dioses, de quienes probablemente estas

gentes apartadas conocieran sólo fragmentos de historias, si es que los conocían. En los

nombres hallamos huellas de su importancia: por ejemplo, «Alfredo» significa «consejo

élfico».

Ahora bien, originalmente los dioses paganos eran tan despiadados como las fuerzas

naturales y los conflictos mortales a los que encarnaban. Homero, en la forma editada

que ha llegado hasta nosotros, y Hesíodo no pueden encubrir esta cuestión por

completo. Por ejemplo, vemos a Aquiles masacrando a los cautivos troyanos en el

funeral de Patroclo, para honrarse a sí mismo y para obtener la ayuda del Otro Mundo.

En ocasiones los sacrificios humanos se hacían directamente a Odín, Tor y Frey. Los

elfos siguieron viviendo en las creencias populares mucho después de la conversión al

cristianismo. Conservaron su antigua crueldad y tendencia al engaño. Y así, en la balada

medieval danesa «Elfshot», cuando un caballero se encuentra con una danza élfica

realizada a la luz de la luna y declina unirse a ella, vuelve a casa moribundo.

Fue esa idea de los elfos la que recuperé: hermosos, cautivadores, amantes del

placer, dadores de grandes recompensas a sus favoritos humanos —como en la balada

fronteriza de True Thomas—, pero en última instancia sin alma o compasión.

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Con el paso de los siglos fueron perdiendo cualidades. En la época de Isabel I ya se

habían convertido en los duendes impulsivos pero civilizados del Sueño de una noche de

verano, y para la época victoriana habían degenerado hasta convertirse en unos

hombrecillos amanerados. No obstante, quienes amamos la tradición nórdica

recordamos a los elfos de antaño.

Tolkien se inspiró en sí mismo, no se limitó a imitar, sino que creó. Conserva la

antipatía de los trolls y los orcos. Hizo a los enanos menos ambiguos, más atentos y

fiables que los de los antiguos relatos. Los elfos experimentaron una transformación

absoluta.

Por supuesto, él sabía exactamente lo que estaba haciendo, y lo hizo

extraordinariamente bien. Sus elfos son tan reales como el resto de los personajes de la

obra, serios y valientes, poderosos y poéticos, melancólicos y capaces de hacer cosas

maravillosas, un ideal inalcanzable, y sin embargo incuestionable. En mi opinión, es

evidente que en este aspecto se basó en la Biblia y expresó su propia fe. Como dice mi

esposa, Karen, estos elfos son como serafines.

Los eruditos, Tolkien con ellos, han hallado que Beowulf no es un relato pagano

glosado por los monjes, sino un texto profundamente cristiano de principio a fin, aun

cuando esté situado en una época anterior. Frodo el de los nueve dedos puede situarse

al lado de la ruina de Grendel.

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EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO

MICHAEL SWANWICK

o hace tantos años, cuando el mundo era joven y todas las cosas eran tan

perfectas como podían serlo, mi hijo de nueve años, Sean, me pidió que le leyera

El Señor de los Anillos. A su amigo John Grant, parece, se lo habían leído entero, y

como John tenía sólo ocho años, Sean padecía una importante pérdida de

prestigio. Muy bien, dije, empezaremos a la hora de acostarse. Y así, durante una

larga y mágica serie de noches, viajé junto con mi hijo a través del gran mundo en tres

tomos de la Tierra Media.

No fue mi primer viaje a esa tierra.

Un cuarto de siglo antes, en mi época de instituto, mi hermana Patricia envió desde

la escuela de enfermería una caja de libros de bolsillo (todavía puedo verla, recién

abierta y llena de promesas) que ella ya había leído y no quería conservar. Entre ellos

estaba La Comunidad del Anillo. Un día, al caer la tarde, después de terminar los deberes,

lo tomé con la intención de leer un capítulo o dos antes de dormir. Me quedé en vela

toda la noche. No fue fácil, pero saltándome el desayuno por la mañana y leyendo

mientras iba al colegio conseguí terminar la última página justo cuando sonaba el

timbre que marcaba el inicio de mi primera clase.

¡Oh, cómo me impactó y sorprendió ese libro! Me hizo sonar como una campana.

Aún hoy, que tengo el triple de edad, puedo retener el aliento y oír los débiles ecos de

aquella larga, eterna noche. Aquella lectura me convirtió en escritor, aunque me llevó un

tiempo interminable aprender ese arte. Me demostró qué podía hacer y qué podía ser la

literatura.

Décadas después, escribí un cuento en homenaje a Tolkien, llamado «La historia del

niño huido». Es la historia de un joven tabernero que se marcha con una tropa de elfos y

deja atrás su hogar y todo cuanto conoce y ama. Paga un precio muy alto por el viaje,

pero se va por amor a la belleza, la gracia y la rareza de los elfos, hacia un futuro del que

sólo sabe que es incapaz de imaginarlo. Era un relato honesto, o eso espero. Pero

también tenía un componente autobiográfico. Will Taverner fue lo más parecido que he

escrito nunca a un autorretrato. Su historia no es tan diferente de la mía. Hace mucho

tiempo, me fui con los elfos y no regresé jamás.

Releí El Señor de los Anillos con cierto temor. Ese libro me había formado y

modelado. ¿Qué sucedería si resultaba ser sólo una obra menor, apenas la primera del

interminable flujo de trilogías de literatura fantástica que desde entonces han inundado

las estanterías de las librerías? ¿Qué pasaría si mi vida no hubiese sido más que la

representación de un entusiasmo infantil?

N

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Todo esto lo conté durante una mesa redonda sobre la literatura fantástica en no

recuerdo qué seminario. El público estaba lleno de rostros de mi edad, con los cabellos

empezando a encanecer, los cuerpos tal vez un poco más gruesos de lo que habían sido.

Muchos parecían aprensivos. Ellos también habían tenido miedo de regresar a la Tierra

Media. Y cuando les conté mi descubrimiento, que seguía siendo una obra importante y

que un adulto podía recuperarla sin peligro, advertí que esos rostros empezaban a

iluminarse con sonrisas de gratitud y alivio.

Pero el libro que Sean escuchó no era el mismo que yo le había leído.

Lo que él escuchó fue el mismo libro que yo había descubierto aquella noche

insomne en la tierra de Hace Mucho Tiempo, Allá Muy Lejos, la mejor historia de

aventuras jamás escrita. Como adulto, no obstante, yo descubrí que durante mi larga

ausencia se había transformado en algo completamente distinto. Ahora era el libro más

triste del mundo.

Es una historia en la que todos están en proceso de perder todo lo que más quieren.

Los elfos, que simbolizan la magia, están abandonando la Tierra Media. Galadriel

lamenta el marchitamiento de Lothlórien. Bárbol revela que los ents están perdiendo la

conciencia y se están volviendo arbóreos. Las cosas antiguas —todas ellas— están

desapareciendo. Se talan los árboles y se contaminan los ríos. Se ha inventado la

pólvora. La industrialización está en camino. Derrotar al Señor Oscuro y matar a sus

ejércitos no cambiará nada de eso.

Tolkien se burlaba con razón de quienes intentaban hallar lecturas alegóricas en su

obra. Pero la ausencia de alegoría no significa falta de relevancia. El crítico Hugh Kenner

da el convincente ejemplo de que Esperando a Godot empezó siendo una historia de dos

combatientes de la resistencia francesa que, disfrazados de vagabundos, emprenden un

peligroso viaje por las zonas rurales ocupadas y se encuentran con que su contacto se

retrasa. Asustados, en grave peligro e ignorantes de la importancia de su misión, sólo

pueden esperar y discutir. Si esta teoría es cierta, entonces Beckett eliminó

sistemáticamente todos los significantes específicos de la obra e hizo del de sus dos

héroes un caso universal. Recuperar los orígenes literarios de la historia sólo la

empequeñecería.

De igual modo, identificar a Sauron con Hitler y el Anillo con la bomba atómica es

reducir una obra significativa a la trivialidad. Es cierto que Tolkien luchó en la primera

guerra mundial y escribió gran parte de su obra maestra durante los momentos más

oscuros de la segunda. Para entonces la Inglaterra de su juventud había desaparecido en

gran medida. Al igual que la mayor parte de su generación, él lamentaba su

desaparición. Su descripción de los terribles acontecimientos está basada en lo que él

conocía demasiado bien: Hitler, Mussolini, Stalin, la bomba, el genocidio, las armas

químicas, la homogeneización cultural, el Estado Corporativo, la despersonalización, la

contaminación, el control mental, la Gran Mentira… todos los males de su época están

implícitos en su obra.

Por experiencia, Tolkien sabía que sólo hay dos posibles respuestas al fin de una

edad. Podemos intentar resistir, o podemos rendirnos. Quienes intentan aferrarse al

poder para evitar el cambio se ven corrompidos por la desesperación (destacan

Saruman, Théoden y Denethor, pero hay otros). Quienes están dispuestos a pagar por

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todo cuanto tienen, a sufrir y a hacer sacrificios, a afanarse desinteresadamente y con

honor, y luego a entregar su autoridad a lo que quede, en última instancia obtienen la

satisfacción de saber que el mundo tiene un futuro que vale la pena dejar a sus hijos.

Pero en el que ya no hay lugar para ellos. No obstante —y eso es lo que más me

conmovió— la visión de Tolkien de los horrores combinados del siglo XX terminó con

esperanza y perdón.

Éste es un libro lleno de tristeza y sabiduría. Me conmovió de un modo que mi hijo

no podía comprender.

Uno se hace viejo, se vuelve más cauto. Cuando yo era muchacho y vivía en Vermont,

me pasé un verano pescando casi todos los días en el río Winooski. A mis padres no les

dije que mi lugar preferido era un remanso que había justo debajo de la presa

hidroeléctrica, al principio de un tramo del río con unos barrancos altos y abruptos a

ambos lados que todos llamábamos la Garganta. El río pasaba muy revuelto por la

Garganta, y cada pocos años un adolescente moría al caer por los barrancos. Y claro,

tampoco les dije a mis padres que el camino que llevaba al remanso atravesaba la vieja

central eléctrica, y que había que subir por los restos rotos y oxidados de las escaleras

metálicas y tomar carrerilla para saltar un agujero en el que, si me hubiera caído,

seguramente me habría roto unos cuantos huesos. Por todo eso, aquellos largos días de

verano que pasé con mi mejor amigo, Steve, pescando, hablando, jugando a cartas y

leyendo montones de cómics que nos prestábamos fueron una de las mejores épocas de

mi vida. No cambiaría su recuerdo por nada.

Sin embargo, me estremezco al imaginarme a mi hijo jugándose la vida como lo hacía

yo mientras atravesaba la central eléctrica. O cuando saltaba entre los coches

destrozados en el depósito de vehículos que había al final de la ciudad. O cuando me

metía en casas abandonadas para explorar su fantasmal interior. O cuando me enredaba

en batallas de piedras. O cuando iba al pantano, como hacía yo cada año cuando el hielo

empezaba a derretirse y había agua líquida en el centro, y saltaba para ver cómo cedía el

hielo en el agua sin romperse y sin hundirme. O… bueno, las cosas tienen un aspecto

distinto cuando se es adulto. Entonces no lo comprendía, y no albergo esperanzas de

poder explicarlo ahora.

Nadie le sugiere a Bilbo que debería ir con la misión del Anillo, pero él se levanta y se

ofrece voluntario. Con El Hobbit en la mano, podríamos pensar que la misión le

corresponde a él por derecho. Pero Bilbo es, sencillamente, demasiado viejo, no sólo

desde el punto de vista físico, sino también espiritual. Ha bebido del vino de la

inmortalidad y para él la época de las aventuras ha quedado atrás.

Así que hay que encontrar otro héroe.

«Estabas destinado a tenerlo», le dice Gandalf a Frodo, el más inverosímil de los

salvadores. Una serie de coincidencias le lleva el Anillo. Se cae del dedo de un rey, es

hallado por alguien que busca entre la basura y robado por otro. Un aventurero, perdido

y que intenta evitar a los orcos, topa con él en los oscuros pasajes subterráneos de una

montaña. Un mago convence al aventurero de que se lo deje a su sobrino como herencia.

El Anillo, nos dicen, está buscando a su amo, Sauron. Sin embargo, su viaje lo aleja de

Mordor y lo lleva directamente a la Comarca.

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Las coincidencias se van multiplicando mientras Frodo huye de Hobbiton. Se marcha

en el último momento salvándose de un Jinete Negro por el simple hecho de que el Tío

cree que ya se ha ido. Se vuelve a salvar gracias a los elfos, que aparecen en el momento

justo. Se salva una tercera vez del Viejo Hombre Sauce, y una cuarta de los Tumularios

gracias a Tom Bombadil, que fuerza la verosimilitud apareciendo en el momento justo

en dos ocasiones. En Bree, se salva gracias a Trancos, que también aparece por allí, de

nuevo en el momento justo. En el Vado del Bruinen lo salvan Elrond y Gandalf, que…

bueno, ya conocéis la historia. Hay una providencia en Frodo, que lo guía y lo protege

todo el camino hasta Rivendel.

Sin embargo, a partir de Rivendel, la misión topa con obstáculos y retrasos con una

regularidad desesperante. La Comunidad no puede cruzar el paso de las Montañas

Nubladas, y por tanto debe tomar el camino más peligroso que atraviesa Moria. Gandalf

cae luchando con un Balrog, privándolos de su fuerza y consejo. Hay orcos en la orilla

oriental del Anduin, que obligan a Frodo y Sam a viajar por el río en lugar de usar la ruta

deseada. Gollum los guía por un camino en el que es imposible que sobrevivan.

Pero la contradicción sólo es aparente. Hay un poder que opera en todo esto, tanto

en lo que favorece la misión como en lo que la estorba, «que escapaba a los propósitos

del hacedor del Anillo», como dice Gandalf. Y en la Tierra Media sólo hay un poder así,

aunque (significativamente) nunca es mencionado.

Tolkien era religioso, no de la manera altisonante y proselitista de su amigo C. S.

Lewis (a quien, para su frustración, convirtió del ateísmo al anglicanismo, a sólo un paso

del catolicismo y la salvación), sino con la profunda sinceridad de un hombre nacido en

la fe que todavía conserva. Lo cual significa que no intentaba persuadir a nadie de que

adoptara sus creencias, sino sólo describir el funcionamiento del mundo tal como él lo

entendía.

Si nos preguntamos por qué una deidad omnipotente y benevolente habría de hacer

sufrir tanto a nuestro héroe para destruir el Anillo Único, estamos haciéndonos la

pregunta equivocada. Porque la sola destrucción del mal no estuvo nunca en el orden

del día. Los niños pequeños, en su terrible inocencia, creen que el mundo sería un lugar

mejor si matáramos a toda la gente mala. Los adultos que los quieren entienden que el

reino de la moral es más difícil que eso, y que el mal que más debemos temer es el que

habita en nuestro interior.

Aquí opera un propósito más sutil.

Ignorad la geopolítica y los movimientos de los ejércitos y seguid el viaje del Anillo

hasta su destino definitivo. Una vez tras otra, Frodo lo utiliza para probar

inconscientemente a aquellos con quienes se encuentra. Primero se lo ofrece a Gandalf,

que, horrorizado, grita «¡No!» y «¡No me tientes!». Luego debe rechazar el imprudente

deseo de su amado tío y mentor, Bilbo, de tocarlo otra vez. Cuando Aragorn el de los

muchos nombres revela su linaje, Frodo exclama: «¡Entonces el Anillo te pertenece a

ti!». Se lo ofrece inmediatamente a Galadriel, que le dice: «Muy delicadamente, te has

vengado de la prueba a que sometí tu corazón en nuestro primer encuentro»; y luego, en

una de las escenas más memorables del libro, procede a atemorizar al insolente antes de

concluir: «He pasado la prueba. Me iré empequeñeciendo, y marcharé al oeste, y

continuaré siendo Galadriel». Boromir intenta apoderarse de la joya por la fuerza, pero

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después se redime, de acuerdo con su duro código de guerrero, muriendo en defensa de

la Comunidad. El hermano de Boromir, Faramir, declara irreflexivamente que no la

tomaría ni aunque la encontrara tirada en el camino, y luego, más noblemente,

demuestra la verdad de sus palabras. Denethor, que nunca llega a tener el Anillo a su

alcance, se entusiasma hablando de lo que haría con él. En Mordor, es Gollum el primero

que sufre la tentación, le sigue Sam, y por último el propio Frodo.

Frodo viaja por la Tierra Media como una especie de prueba de integridad enviada

por Dios. Los Sabios, si realmente lo fueran, al ver que ha venido de visita, gritarían:

«¡Oh, no! Es ese maldito hobbit. ¡No estoy!», y le cerrarían la puerta en las narices.

Ése es el propósito de la misión del Anillo: no destruir la fuente de poder, sino poner a

prueba a toda la creación y decidir si merece continuar. La misión de Frodo, aunque él

no lo sepa, es recorrer la Tierra Media.

Lo más interesante de la prueba es que Frodo no la supera.

¡Qué protagonista tan extraño es Frodo! Empieza bastante bien. Al principio El Señor

de los Anillos es un libro infantil y la continuación de un libro infantil, y durante la

primera mitad de La Comunidad del Anillo lucha por salir de sus propias carencias, que

van desde la poco convincente y cómica ayuda brindada a los presuntuosos aldeanos

hasta la sensiblera insistencia en que los hobbits todavía están entre nosotros,

demasiado rápidos y tímidos para ser vistos. Sin embargo, se han entretejido

fragmentos de gran sagacidad y habilidad. Metida inteligentemente entre el artificio

poco sólido que rodea el «centésimo undécimo» cumpleaños de Bilbo se nos da la

información de que también es el primer día de la vida adulta de Frodo.

Vale, yo era un inglés mayor de edad. Sé lo que es un viaje iniciático. Las novelas de

este tipo tienen una estructura muy vieja y conocida, y en un principio Frodo parece

seguirla. Empieza siendo alegre, valiente, resuelto y bastante ingenuo. Cuando averigua

cuál será su misión, se pone de pie y, aun con miedo en el corazón, la acepta sin vacilar.

Pero luego, a medida que se interna en el meollo de la cuestión, en dirección a

Mordor, esa perpetua y oscura noche del alma, se va volviendo cada vez más pasivo,

más callado. Para bien y para mal, quienes tienen el papel protagonista son

forzosamente sus dos compañeros (necesarios para distraernos del silencio de Frodo),

Sam y Gollum.

Sam y Gollum son unos personajes interesantes. Pero es imposible comprenderlos

del todo sin advertir que ambos son aspectos de Frodo. Por separado, Sam es demasiado

bueno para ser creíble. Nunca falta a su deber, nunca está de mal humor, nunca piensa

en sí mismo si no es para reprocharse no haber actuado lo suficientemente bien. Todas

sus acciones están motivadas por el amor. Él es (o se convierte en) la exteriorización de

todo lo que es mejor en Frodo. Él recorre el arco de crecimiento que requiere un viaje

iniciático. Samsagaz Gamyi, el niño que se fue de casa con la esperanza de ver un

olifante, regresa a la Comarca y ya es un hombre con la fuerza y la decencia necesarias

para ocupar su puesto en la comunidad y tener una familia.

Donde Sam es el Bueno, Gollum es el Malo. No es una simple coincidencia que

Gollum sea un hobbit caído, ni que él y Sam se odien mutuamente con inquebrantable

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resolución. Tiene la determinación, la iniciativa y la perseverancia del Portador del

Anillo, aunque con una causa equivocada. Él es aquello en lo que se convertiría Frodo si

cayera en la tentación del Anillo. Pero como en realidad es una parte de Frodo, no es

completamente malo, sino apenas todo lo malo que puede ser un héroe.

El joven corazón de mi hijo lamentó la caída de Gollum a las llamas del Monte del

Destino. Lo mismo hace el corazón de todos los que aman de verdad este libro.

Como sus dos compañeros representan las tramas hermanas del crecimiento y el

fracaso, Frodo está libre para tomar un tercer camino, un camino que es, aunque

Tolkien se esforzó en disfrazarlo, esencialmente místico. Empieza cuando los Nazgûl

hieren a Frodo en el bosque bajo la Cima de los Vientos (es la herida del Rey Pescador, y

la razón por la que no deja descendencia), lo ennoblece a través de la adversidad y

alcanza su clímax en el Monte del Destino, cuando se pone el Anillo Único y reclama su

poder para sí.

Del viaje interior de Frodo sabemos muy poco. Tolkien nos da indicios y murmullos,

y muy poco más, por la simple razón de que carecía de la habilidad literaria que hubiera

exigido su explicación. «Aquello de lo que no sabemos hablar —escribió Wittgenstein—

debemos omitirlo en silencio». Sólo sabemos que sufre; y que en última instancia su

viaje lo lleva a las Grietas del Destino.

El momento del juicio ha llegado al fin. Frodo no ha superado la prueba. Pero

ninguna persona equitativa puede creer que alguna vez tuvo la posibilidad de superarla.

Antes bien, como diría un ingeniero, ha sido «probado hasta la destrucción». Y, como es

juzgado por toda su vida y no por la debilidad de un instante, es salvado de la

condenación que aparentemente se ha impuesto a sí mismo. Gollum, señalado desde el

principio como instrumento del Destino, interviene para salvarlo.

Frodo obtiene el perdón, no la victoria. Eso también indica la sabiduría de la vejez.

Los místicos, no obstante, no pueden vivir en el mundo real. Cuando la aventura ha

terminado, Frodo sabe demasiado para hallar la paz. Ha saltado por encima de todos sus

años medios y carga con el peso de la vejez. No hay lugar para él en toda la Tierra Media

salvo los Puertos Grises… los Puertos Grises y la muerte. Sam sigue a Frodo durante

parte de ese viaje y luego se vuelve. Se sienta en un gran sillón frente al fuego, su esposa

le pone a su pequeña hija en las rodillas y él pronuncia la línea más desgarradora de

toda la literatura fantástica moderna:

«Bueno, estoy de vuelta», dijo.

«¡No!», gritó Sean cuando leí esas últimas palabras. Soportaré esa culpa para

siempre. Al leer, me había dejado arrastrar por las palabras, por el ímpetu de la trama, y

olvidé por completo adónde se dirigían, ese terrible y hermoso final feliz. Debería

haberlo avisado de que iba a llegar. Debería haberlo preparado para eso. Es posible que

incluso debería haber mentido e inventado un final completamente distinto, uno con «y

todos vivieron felices y comieron perdices».

Pero tal vez no. Lo que hace que ese momento resulte tan doloroso es lo absoluta e

innegablemente cierto que es. Sería un error hilvanar una moraleja en El Señor de los

Anillos como si fuera una simple versión céltica de una de las fábulas de Esopo. Pero

Tolkien escribía sobre el mundo tal como él lo entendía, y en ese mundo había

aprendido algunas lecciones: que en ocasiones la piedad es mejor que la justicia. Que

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con frecuencia los mejores jefes están llenos de dudas. Y lo más importante, que la vida

tiene consecuencias.

¿Cómo podía privar a mi hijo de lo más esencial del libro?

Hay algo que puede parecer terriblemente sentimental, pero que sin embargo es

completamente cierto: yo estuve presente en el nacimiento de mi hijo. La comadrona se

lo dio primero a la madre, y luego, al cabo de un rato, a mí. Estaba en mis brazos. Miré

esa pequeña y dulce cara de trasgo (nació de color violeta por falta de oxígeno, y muy

lentamente se volvió rosado). Algún día, pensé, este niño crecerá y se hará un hombre, y

al hacerlo me convertirá a mí en un anciano, y entonces moriré. Pero está bien. No me

importa. Es un precio pequeño por su vida.

Vivimos en una época reflexivamente cínica, y sin embargo el cinismo, aunque

abarca una gran parte de la verdad, no lo cubre todo. Ese momento, visto desde fuera, se

acerca peligrosamente a lo empalagoso. Sin embargo, visto como algo que se ha

experimentado en persona, aceptar la necesidad de la propia muerte es algo alegre y

terrible. Conmueve el alma como el primer aliento del otoño. Hace sonar una campana

cuyo mensaje esencial es adiós.

Un momento así requiere libros que puedan ayudarnos a comprenderlo.

Cuando escribo esto, mi hijo tiene diecisiete años. Dentro de menos de un año —

aproximadamente cuando este ensayo salga a la luz— se marchará de casa para ir a la

universidad.

Un hombre joven es como un halcón. Cuando le quitas la caperuza y desatas las

correas, salta de tu brazo y se lanza hacia el cielo. Lo miras hacerse pequeño, tan

orgulloso y tan libre, y te preguntas si volverá contigo alguna vez.

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SI A UNA CHICA LE DAS UN HOBBIT…

ESTHER M. FRIESNER

oy escritora. En varias ocasiones me han pagado por escribir, así que lo más

probable es que siga por este desafortunado camino hasta que alguien recupere el

juicio. (Si no quieres que un escritor vuelva, no lo alimentes. Es una regla acertada y

muy práctica, que también sirve para los gatos. Los escritores son como los gatos

en este y en muchos otros aspectos, excepto en que no podemos limpiarnos el

cuerpo con la lengua. Qué lástima).

Una vez que he admitido el crimen en primer grado de escribir libros, con

premeditación y alevosía, no tengo escrúpulos en engrosar mi lista de actos punibles

diciendo que lo que escribo suele ser literatura fantástica y ciencia ficción. Esto ya se

consideraría lo bastante malo en la mayor parte de los foros respetables (por ejemplo,

publicaciones como Pays-in-Copies Review o Deconstructionist Quarterly), pero yo he

acumulado iniquidad sobre iniquidad (lo cual es más fácil de lo que parece, mientras

uno se acuerde de levantarse con las piernas, no con la espalda): he escrito literatura

fantástica y ciencia ficción humorísticas. Deliberadamente.

Hasta ahora, me limitaba a aceptar este gran defecto personal como algo sobre lo

que tenía tan poco control como el color de los ojos, los michelines que tengo en la

cintura o la recurrente necesidad de gritar «¡Macarrones!» en un cine lleno de gente. Es

posible que algunos imbéciles con buenas intenciones afirmen que sí puedo cambiar

cualquiera de esas cosas. Puedo comprarme unas lentillas de color, puedo comer menos

y renunciar más; y en cuanto al asunto de los «¡Macarrones!», bueno, siempre puedo

someterme a una terapia para aborrecer la pasta (o a una actuación de Jerry Springer).

Según ellos sólo es cuestión de hacer lo que decían en el colegio, de no quedarme ahí

sentada y hacer un esfuerzo valiente, de ir siempre hacia adelante y hacia arriba, porque

se acerca la noche. Es posible que tengan razón. También es posible que sean británicos.

Pero ¿es ésa la respuesta que estoy buscando? ¿Quiero aprender a controlar las

partes de mi vida que no son atractivas, saludables o socialmente aceptables? ¿Quiero

que me abran la puerta de oro a la Oportunidad de Ser Mejor las mismas manos amables

que están dispuestas a hacérmela atravesar por la fuerza? ¿Quiero aceptar las

responsabilidades de mis acciones y sus consecuencias?

¡Por supuesto que no! Es demasiado esfuerzo. Soy estadounidense. Lo que quiero es

seguir haciendo exactamente lo que llevo haciendo desde siempre, por malo que sea,

con la única diferencia de que antes quiero que me digan que está bien porque no es

culpa mía. Sí, lo que necesito es encontrar a alguien a quien echarle la culpa.

Yo le echo la culpa a Tolkien.

S

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(No, del número de «¡Macarrones!» no; de que me haya convertido en escritora.

Intentad no perderos, ¿vale?).

Todo empezó en los buenos viejos tiempos, cuando las mujeres conocían su papel y

los pilares gemelos en los que se sustentaba la civilización eran: Todo irá bien mientras

dispongas de una vajilla de porcelana, una cubertería de plata, una cristalería y ropa de

casa a juego y Las mujeres de verdad no leen literatura fantástica y/o ciencia ficción; los

chicos pensarán que estás chiflada. (Por supuesto, hoy en día la única persona que

mantiene el primero de estos principios es Martha Stewart, pero como ella sí que es un

personaje de ciencia ficción no sé dónde vamos a parar en lo del segundo principio).

Sí, eran tiempos más simples, y yo era una persona más simple. Creía con todo el

ardor de mi corazón adolescente que mientras viviese mi vida de acuerdo con los

principios expuestos en las sagradas páginas de la revista Seventeen, no podía

equivocarme. (Aunque pasé muchas horas inútiles devanándome los sesos tratando de

averiguar qué diablos vendían todos esos anuncios de «Modess… Porque…». Por si ese

fenómeno es anterior a vuestra época, antaño se consideraba poco delicado ir y ponerse

a hablar de… bueno, de los productos higiénicos femeninos, aunque estuvieras

intentando venderlos. Los anuncios en cuestión siempre mostraban a una mujer vestida

completamente de blanco en un escenario romántico, normalmente a la luz de la luna, y

su único texto era: «Modess… Porque…». Yo gritaba «Porque ¿qué? ¡Dios mío, decídmelo

o me volveré completamente loca!» a la revista hasta que mi madre me hacía callar. Una

amiga espiritual me ha sugerido que tal vez todos los tabúes elegantes del pasado

relacionados con las cosas de las chicas podrían parecer menos prehistóricos y más

permisibles si los consideramos una contribución a los Misterios de la Mujer. «¿Agatha

Christie… Porque…?». La verdad es que no lo creo).

Pero me estoy yendo por las ramas.

Entonces, un día fatídico, todo cambió. Estaba leyendo el nuevo número de

Seventeen y cuando llegué a la columna de reseñas de libros, qué hallaron mis

asombrados aunque miopes ojos sino un párrafo que alababa algo llamado El Hobbit

escrito por alguien (¡oh, vil hechicero!) llamado J.R.R. Tolkien.

Decían que era un buen libro.

Decían que era literatura fantástica, pero aun así afirmaban que era un buen libro.

Decían que era literatura fantástica, y un buen libro, y que estaría bien que yo fuera y

lo leyera.

Insinuaban que también estaría bien que después admitiera haberlo leído, aunque lo

hiciera público en un lugar donde pudieran oírme los chicos.

Al principio desconfiaba. Por lo que yo sabía, la persona que escribía las reseñas de

libros era alguna bruja maquiavélica que había decidido dar a las indefensas lectoras

una guía equivocada porque no quería que nos convirtiéramos en competidoras suyas

en el mercado del matrimonio. (¡Se merecía que hubiéramos llegado a robarle todos los

buenos maridos! ¡Eso le hubiera enseñado a esa arpía seca que no debía intentar tener

una carrera profesional estando casada! ¡No tiene la menor idea!). Si yo leyera El Hobbit

los chicos acabarían enterándose de que había asomado el cerebro rosa y con volantes

al oscuro lago de la fantasía y la ciencia ficción, y en adelante perdería todo mi atractivo.

Como ya llevaba gafas, compraba la ropa en lo que entonces llamaban el departamento

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de «tallas grandes» y me metía cajas enteras de pañuelos en las copas del sujetador A-

quién-te-crees-que-estás-engañando, no estaba dispuesta a hacer ninguna otra cosa que

pudiera perjudicarme en la carrera de pescar un buen marido que era la vida anterior a

la liberación.

Y sin embargo… y sin embargo, era la revista Seventeen la luz que guiaba mis pasos,

el evangelio de las chicas, el ángel guardián impreso en papel satinado que me orientaba

a través de la ciénaga sofocante, nociva y devoradora de almas que era la adolescencia.

(Si alguien piensa que estoy exagerando es que hace mucho tiempo que no es

adolescente). Si no podía confiar en ella, bueno, ¿en qué otra cosa podía confiar?

Además, el libro parecía algo así como… interesante. Fui a la biblioteca y me lo llevé.

Poco tiempo después estaba de nuevo en la biblioteca, aferrada al catálogo como un

refugiado de una película de Romero, sólo que en vez de «Seeeesooos… Seeeesooos…»

gemía «Tolkiiiieeeeeeen… Tolkiiiieeeeeen…».

Lo que nos lleva a la trilogía. No puedo culpar a Tolkien por mi actual oficio de

escritora sin echar un enorme cucharón pegajoso de responsabilidad en el plato de la

trilogía.

No soy la primera que echa la culpa de algo a la trilogía. Reunid cualquier grupo

considerable de escritores de ciencia ficción y en algún lugar, como una bola de pelo en

un cuenco de humus, encontraréis a una o varias personas dispuestas a contaros que

Tolkien tuvo consecuencias desastrosas para todos porque instauró la Regla de las

Trilogías. Sí, según algunos, toda la literatura fantástica posterior a Tolkien ha aparecido

en tres volúmenes o nada. (Por supuesto, está la pequeña cuestión de la Divina Comedia

de Dante, que también podría considerarse como la tatara-tatara-tatarabuela de todas

las trilogías fantásticas, pero no os molestéis en sacar el tema; nadie os escuchará).

Niños, antes de seguir con esta historia, permitidme que os recuerde que todo esto

tuvo lugar en tiempos prehistóricos, antes de la era Internet, antes de los grandes

centros comerciales, antes de la proliferación inexorable de las gigantescas cadenas de

librerías por todas partes. Veréis, en aquel entonces, si alguien quería una taza de café

no iba al Starbucks de la esquina porque no había ningún Starbucks de la esquina, y lo

único que teníamos eran esquinas con hogueras que estaban cuesta arriba con la nieve

por ambos lados. Tiempos oscuros de veras.

Evidentemente, había librerías, pero no estaban cerca de donde yo vivía. Eso

significa que cuando quise poner mis sucias manazas en la trilogía no tuve más opción

que ir a la biblioteca. El problema era que yo no era la única que quería leerla. Alguien se

había llevado La Comunidad del Anillo y había dejado los otros dos tomos atrás.

Supongo que podría haber esperado a que devolvieran La Comunidad. Una persona

racional habría esperado. Pero yo era una mujer poseída, para quien «paciencia» era

sólo el nombre de una opereta de Gilbert y Sullivan. Me llevé Las Dos Torres y empecé a

leer la trilogía por la mitad. Admito que al principio aquello me dejó un poco

confundida. («¿Quién es este tío a quien le hacen un funeral vikingo, y cómo murió, y oh,

guau, son imaginaciones mías o ese elfo Legolas es una pasada?»). Pero claro, tenía un

montón de práctica en eso de estar confundida gracias a todos los anuncios «Modess…

Porque…», así que la fiesta de despedida del pobre viejo Boromir era una tontería en

comparación con el grado máximo al que podía llegar la incomprensión de esta lectora.

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Para abreviar una larga historia, leí la trilogía en orden dos-tres-uno y cuando

terminé era una mujer cambiada. Lo siguiente que supe es que estaba leyendo otras

novelas fantásticas. Ya no me importaba que los chicos se enteraran de mi vergonzoso

vicio solitario. ¿Quién necesita a los chicos teniendo a los elfos, eh? (Teniendo en cuenta

que iba a un colegio femenino, mis posibilidades de conseguir una cita tipo Seventeen

con un chico eran aproximadamente las mismas que las de que alguien que fuera alto,

oscuro y tuviera las orejas puntiagudas me sacara del bosque de Galadriel. Y como las

posibilidades de encontrar un elfo simpático y judío eran las que os podéis imaginar, ésa

fue también la primera vez en que consideré vagamente la posibilidad de enamorarme

de alguien diferente).

Todo estaba preparado para la degradación definitiva.

Una tarde, después de declinar la invitación al baile de lord Ruthven y elegir

quedarme en la residencia familiar para holgazanear con mi bata y mis zapatillas de

conejo, encendí la televisión. Allí estaba. Él. Mi él: Legolas el elfo guay. Sabía que era

Legolas porque tenía las orejas puntiagudas y, como todo el mundo sabe, todos los elfos

tienen las orejas puntiagudas.

Antes de contemplarlo no me había dado cuenta de que además los elfos tienen

patillas puntiagudas, el pelo en forma de cuenco redondo, cejas sesgadas y despeinadas

y camisa azul de terciopelo, pero estaba dispuesta a aprender. Pero cuando por fin

comprendí que lo que estaba viendo mientras se me caía la baba no era una versión

televisiva de la trilogía (William Shatner no haría bien de hobbit ni en este ni en ningún

otro universo) era demasiado tarde: me había enganchado con «Star Trek». Estaba

condenada.

Podríais pensar que una vez que te estás revolcando en la cloaca de la fantasía y la

ciencia ficción es imposible caer más bajo. No tenéis la menor idea, tíos.

Avancemos el reloj un par de rayas, hasta mis años de universidad en Vassar. En ese

entonces, Vassar todavía no era mixta, así que seguimos hablando de una gran

concentración de hormonas femeninas puestas de punta en blanco y ningún sitio

adonde ir, salvo la sala de televisión de la residencia. Acudíamos a la hora de emisión de

«Star Trek» y «Dark Shadows» con una celosa regularidad que hacía que las órdenes de

clausura de las monjas carmelitas parecieran despendoladas. Pero todo aquel

enloquecimiento adolescente por inexpresivos vulcanianos y altivos vampiros no

significaba que fuéramos contrarias a salir con hombres de verdad. (Aunque podría

explicar por qué tantas de nosotras seguimos casándonos con abogados).

Yo también quería salir con un hombre de verdad, pero terminé quedando con un

estudiante de Yale. Me invitó a un baile de la universidad; y mientras estaba en el

hermoso New Haven descubrí algo que me abrió los ojos a un mundo nuevo de éxtasis

primario, visceral y trascendental: la cooperativa de Yale. En lo que a librerías se refiere,

el tamaño sí importa.

Allí es donde di el último paso hacia la destrucción: Bored of the Rings. Se trataba de

una parodia de la trilogía producida por Harvard Lampoon que era maravillosa o

parecía escrita por un estudiante de segundo curso, según el gusto del lector. Como en

ese entonces yo era una estudiante de segundo curso, me pareció maravillosa. Leyendo

Bored of the Rings aprendí que era posible tomar unos iconos sagrados y un argumento

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reverenciado y pegar unas grandes narices rojas y chillonas de payaso en todo lo que no

se quitara de en medio lo bastante rápido. (Soy de la opinión de que un buen libro

puede soportar un buen chiste y sobrevivir. La obra de Tolkien peleó diez vueltas

enteras contra Bored of the Rings y salió ilesa. Y aunque les tiren un pastel a la cara, los

elfos siguen siendo guays).

Correré un tupido velo sobre los incidentes posteriores de mi vida relacionados con

Tolkien. Por ejemplo, cuando cualquier cosa escrita por Tolkien volaba de los estantes,

las editoriales empezaron a sacar cualquier cosa que hubiera escrito Tolkien, que podía

incluir o no sus listas de la compra. Pido disculpas a los coleccionistas de Tolkien que

haya por ahí, pero nunca me gustó El Silmarillion. Sin embargo, así aprendí que si uno es

lo suficientemente famoso o rentable como escritor, absolutamente todo lo que escribió

en su vida irá a parar al mercado. (Observad que «escribió en su vida» no siempre se

aplica, verbigracia: V. C. Andrews).

Por otro lado, la producción animada de Rankin-Bass de El Hobbit y la tentativa

cinematográfica de Ralf Bakshi con El Señor de los Anillos fueron… no importa. Igual que

con Bored of the Rings, entramos en los gustos personales, los siempre presentes

YMMV[2] de Internet. Dejemos a un lado la guerra y limitémonos a cambiar de tema.

Ya veis que estoy en mi derecho al negar mi responsabilidad por haberme

convertido en escritora de (a menudo deliberadamente) literatura fantástica y ciencia

ficción en clave humorística. Todo es culpa de Tolkien. Sus libros fueron la droga que

abrió las puertas y sí, el primero fue gratis. Es ante él y no ante ningún otro donde debo

exponer las siguientes acusaciones:

1. Leer El Hobbit me llevó a leer toda la trilogía de El Señor de los Anillos. (Y

leerlos sin orden de precedencia me permitió comprender que un buen libro

es completamente capaz de sobrevivir solo aunque no sea más que uno de

una carnada de tres.)

2. Leer El Señor de los Anillos me llevó a leer otros libros del género fantástico.

3. El Señor de los Anillos —sobre todo la parte de los Apéndices— hizo que me

diera cuenta de que un buen libro de literatura fantástica surge de un mundo

completamente formado, y que construir ese mundo puede ser divertido. Si

cuando escribí mi primera novela de este género no saqué todos los

personajes de una cultura fantástica anodina, uniforme y que todo lo abarca;

si éstos se sintieron un poco agotados en el camino; si se acordaron de

llevarse comida —y otras cosas— para el viaje, y si aprendieron que aun

cuando derrotas a los malos tu mundo no puede volver a ser exactamente

como era antes, todo eso fue gracias a Tolkien.

Sé que no es el único que incluyó todos esos pequeños detalles, pero, para mí, él fue

el primero.

4. Los interesantes personajes de El Señor de los Anillos (es decir, los elfos

guays) me llevaron a ver «Star Trek».

5. «Star Trek» me llevó a leer ciencia ficción además de verla por la tele.

6. Leer ciencia ficción y fantasía me hizo caer en la misma trampa en que cayó

James Fenimore Cooper. (Se dice que J. F. C. estaba leyendo novelas a su

esposa enferma cuando se hartó y exclamó: «¿Quién ha escrito esta

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porquería? ¡Yo podría hacerlo mejor!». Y lo hizo; en su opinión, aunque no en

la de Mark Twain). Sí, me convencí de que podía escribir cosas parecidas a

las que se estaban publicando.

Así comenzó el largo y duro aprendizaje de la escritura (léase: Infierno) que me llevó

al ínfimo estado en que estoy ahora.

7. Leer a Tolkien me permitió comprender lo que era tan divertido de Bored of

the Rings, que a su vez me abrió los ojos al campo tan amplio de la escritura

fantástica y la ciencia ficción humorísticas.

8. Escribir per se me llevó a escribir con la intención declarada de ganar dinero.

Eso significaba que tendría que aprender a ganar el dinero de los editores; si

pensáis que eso es tarea fácil, o bien estáis armados con una palanca o sois

alguien llamado Big Rocko, o estáis armados con alguien llamado Big Rocko.

Mi primer libro profesional fue, de hecho, una historia humorística de ciencia

ficción con un gran componente de fantasía («The Stuff of Heroes», que

apareció en el número de marzo de 1983 de Isaac Asimov’s Science Fiction

Magazine), y eso fue el final del camino. Estaba perdida sin esperanza de

redención.

¡Pero me pagaron! Y, una vez que probé los frutos de la victoria (es decir, después de

que cobré el cheque y fui a comprar algo de fruta), volví a hacerlo otra vez. Y otra. Y otra,

y otra, y otra, y…

Así que aquí estoy y aquí me quedo. Podéis decir que soy una infeliz manchada de

tinta o una mujer empaquetadora de píxeles, pero la definición subyacente es la misma:

soy escritora, estoy irrevocablemente seducida por la exuberante, húmeda y tórrida

selva de la ficción especulativa en la que vivo, cautiva y contenta de que así sea. ¿Y de

quién es la culpa, podría preguntar?

De Tolkien. De ningún otro. La culpa es exclusivamente suya.

Bueno, de él y de esos elfos. ¡Mmmm! Me los comería.

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EL ANILLO Y YO

HARRY TURTLEDOVE

escubrí El Hobbit y El Señor de los Anillos en el verano de 1966. Tenía diecisiete

años; acababa de terminar el instituto y estaba a punto de ir al California Institute

of Technology. El Hobbit me gustó bastante: lo suficiente, al menos, para que me

comprara la trilogía con el fin de ver qué otras cosas había escrito J.R.R. Tolkien.

El Señor de los Anillos me dejó completamente hechizado, y todavía lo estoy desde

aquel día. Lo que más me impactó de la trilogía fue la asombrosa profundidad de la

creación de Tolkien. No se había limitado a imaginarse el presente ficticio en el que

vivían sus personajes, sino también una historia que abarcaba miles de años, además de

no una sino varias lenguas ficticias. Y lo que había sucedido en el débil y distante pasado

de su mundo creado seguía burbujeando y tenía una gran relevancia en el presente

ficticio, de igual modo que la derrota de las legiones romanas por Arminio el Germano

en el bosque de Teutoburgo el 9 d. J.C. sigue teniendo una gran relevancia en la historia

de Europa de este siglo.

Leí obsesivamente El Hobbit y la trilogía. El año siguiente, quizá los leyera, con los

Apéndices y todo, unas seis u ocho veces. Aquél era, evidentemente, mi primer año en

una institución académica muy exigente. Haberme enamorado por completo de El Señor

de los Anillos no fue la única razón por la que abandoné Caltech. Ni siquiera fue la más

importante. Pero el tiempo que pasé con Frodo y Sam y Merry y Pippin no lo dediqué a

lo que debería haberlo dedicado: la física, el cálculo y la química.

Tampoco era el único alumno de Caltech atrapado por el hechizo de Tolkien. Éramos

unos diez, de los cuales tres o cuatro, quiso la suerte, estaban en mi residencia. Nos

reuníamos siempre que podíamos para desafiarnos unos a otros a recordar oscuras

citas, intentar averiguar los significados de las palabras élficas y discutir sobre cosas tan

abstrusas y difíciles de comprobar como las aventuras de una legión romana

súbitamente transportada al universo de El Señor de los Anillos; de esto último hablaré

dentro de poco.

Buscábamos en los libros indicaciones de cómo podría seguir la historia no escrita

de la Cuarta Edad con la misma diligencia que los teólogos del siglo V examinaban el

Nuevo Testamento en busca de pistas sobre la naturaleza o las naturalezas de Cristo. Yo

llegué a la conclusión de que el poder maligno más importante de la Cuarta Edad sería el

Señor de los Nazgûl. Evidentemente, esto no es más que una absoluta herejía, pero, al

igual que los arríanos o los nestorianos de los primeros años de la historia del

cristianismo, tenía algunos textos de mi parte.

Supongamos que la Cuarta Edad sea la Edad del Hombre, con los elfos y las otras

razas antiguas desaparecidas o con un poder muy reducido. Los Nazgûl, hombres

D

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orgullosos esclavizados por las maquinaciones de Sauron, son el azote de la humanidad.

Cuando Merry golpeó al Señor de los Nazgûl en el tendón que está detrás de la rodilla, lo

hizo con una espada de las Quebradas de los Túmulos, una espada hecha especialmente

con hechizos contra el lugarteniente de Sauron, que había sido el Rey Brujo de Angmar

en el Norte. Pero cuando Éowyn dio el golpe que terminó con el Espectro del Anillo,

¿qué espada utilizó? Pues una espada ordinaria de los rohirrim. Y cuando el espíritu del

Nazgûl lo abandonó, «un grito se elevó en el aire estremecido y se transformó en un

lamento áspero, y pasó con el viento una voz tenue e incorpórea que se extinguió, y fue

engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella edad del mundo [las cursivas son mías]».

En la Tercera Edad no, desde luego, pero ¿y en la cuarta?

También se puede decir que, al haber perdido el cuerpo, El Señor de los Anillos no fue

atrapado, como fueron los otros ocho, en la erupción del Monte del Destino después de

que el Anillo cayera en el fuego. Y, en una nota a pie de página de la carta 246 de la

colección de Carpenter, Tolkien, que estaba hablando de cómo le habría ido a Frodo de

haberse enfrentado a los ocho Nazgûl restantes, escribe: «El Rey Brujo [el Señor de los

Nazgûl] había sido reducido a la impotencia». Tolkien no dice que el Espectro del Anillo

hubiera sido destruido, así que tengo, por lo menos, un argumento a favor.

Ése fue mi razonamiento. En este punto también debería observar que ya quería

convertirme en escritor. Había intentado escribir tres novelas diferentes, y de hecho

había terminado una (cualquiera de ellas, me apresuro a añadir, estaba a años luz de ser

publicable). El verano de 1967 estuvo entre las peores épocas de mi vida. No tenía la

menor idea de cómo afrontar el fracaso académico; pensar que podía sacar buenas

notas sin estudiar mucho, como había hecho en el instituto, contribuyó, y no poco, a que

tuviera que abandonar Caltech.

Así que me sumergí en una nueva novela. Era, por supuesto, un ejercicio de un

orgullo desmesurado, completo y sin adornos. Ahora me doy cuenta de ello. No lo hice a

los dieciocho años. Hay muchas cosas de las que uno no se da cuenta a los dieciocho

años, y la menor de ellas no es la cantidad de cosas de las que uno no se da cuenta

cuando tiene dieciocho años. A partir de algunos de los argumentos de la residencia de

Caltech, mi interés creciente por la historia y mi convicción de que el Señor de los

Nazgûl había sobrevivido, puse un par de centurias de legionarios de César (y un

ruidoso celta) en lo que me imaginaba sería Gondor durante la Cuarta Edad.

Que Dios me ayude, todavía tengo el manuscrito. Lo único que puedo decir

sinceramente es que no tenía malas intenciones. (Me desdigo de esto último. Puedo

decir una cosa más: no soy la persona mencionada en la carta 292 de Cartas de J.R.R.

Tolkien, el chico que no sólo pretendía escribir una continuación de El Señor de los

Anillos, sino que además envió a Tolkien un boceto detallado. La carta es de diciembre

de 1966, antes de que parte de la misma mala idea pasara por mi cabeza).

La escribí. La terminé: tiene unas cien mil palabras, y fue con mucho el proyecto más

largo que yo había emprendido hasta entonces. Aun cuando me hubiera inspirado en mi

propia imaginación, no podría haberlo vendido. Ni el estilo ni la caracterización llegan al

nivel de lo que alguien estaría dispuesto a leer. Sin embargo, todavía puedo decir que el

argumento no era un auténtico desastre. Tenía una historia aceptable, pero aún no sabía

cómo contarla o dónde ambientarla.

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Pasaron más de diez años. Hice muchas de las cosas que hace la mayoría de la gente

de los dieciocho a los treinta años. Encontré algo que me gustaba y lo estudié. (En mi

caso, resultó ser la historia del Imperio bizantino, que, admito, no es un tema que suela

considerarse fascinante). Me enamoré varias veces. Algunas veces fui correspondido,

otras no. En una de estas últimas me casé. Aquello duró algo más de tres años y medio.

No mucho después de que mi primera esposa y yo nos separáramos, conocí a la mujer

con la que estoy casado en la actualidad. Dicho en pocas palabras, crecí, o empecé a

hacerlo.

Después de doctorarme en historia bizantina, estuve dando clases en la UCLA

durante dos años mientras el profesor que me había enseñado a mí estaba de profesor

invitado en la Universidad de Atenas. Continué escribiendo y, ocasionalmente, empecé a

vender alguna obra: una novela corta de ciencia ficción a una revista que expiró antes de

que la obra fuera publicada; una novela fantástica que no debía a Tolkien más que,

evidentemente, gratitud por haber ampliado de forma considerable el mercado para

este tipo de novelas.

En otoño de 1979 estaba prometido con la mujer que ahora es mi esposa y

desempleado —una combinación siempre especialmente atractiva para un futuro

suegro— y esperaba encontrar un trabajo, del tipo que fuera, antes de que se me

acabaran los ahorros y tuviera que enfrentarme a la indignidad máxima de mi

generación: verme obligado a volver a la casa donde me había criado. Como no tenía

trabajo, me sobraba tiempo y decidí ponerme a escribir otra novela fantástica. Con

mucha suerte, incluso podría ayudarme a pagar las facturas.

Mientras reflexionaba sobre el tema que abordaría, recordé la novela en la que había

trabajado en un momento de crisis anterior, la que soltaba a unos romanos de las

legiones de César en el Gondor de la Cuarta Edad. Ahora que había llegado a los treinta

años era lo bastante inteligente para imaginarme que utilizar el universo de otra

persona —sobre todo sin su permiso— no era la mejor manera de hacer las cosas.

Además, había dedicado mucho tiempo y esfuerzo a mi propia especialidad. Esta vez

situé a los legionarios en un mundo creado por mí y no por Tolkien. Debería haberlo

hecho desde el principio, pero más vale tarde que nunca, esperaba.

El mundo que construí se basaba en el Imperio bizantino de finales del siglo XI, en la

época de la crucial batalla de Mantzikert, con la diferencia de que en el mío había magia.

En ese lugar puse a mis romanos y a un celta desmadrado. Las líneas generales del

argumento de lo que se convirtió en el Ciclo de Videssos son las mismas que las de mi

acto anterior de apropiación literaria no autorizada. Ésa es la razón por la cual The

Misplaced Legion, el primer libro del Ciclo de Videssos, está dedicado a mi esposa, al

profesor que me enseñó historia bizantina, a L. Sprague De Camp (cuyo Que no

desciendan las tinieblas fue lo que despertó mi interés por Bizancio) y a J.R.R. Tolkien. Mi

temperamento y mi obra suelen parecerse mucho más a los de De Camp que a los de

Tolkien, pero pensé que tenía que mencionar a todas las fuentes de la serie. Hay que

tener cuidado.

Estirar y recortar el argumento para adaptarlo a la nueva situación no fue tan difícil.

La situación de Gondor en la Cuarta Edad que yo había imaginado habría sido

comprensible para los bizantinos: antiguo, orgulloso; con menos territorio que en días

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pasados; en conflicto constante con los pueblos vecinos, de los que algunos eran

nómadas que vivían en las llanuras. Todavía hoy me parece razonable. El propio

Tolkien, en la carta 131 de la colección de Carpenter, escribe: «En el sur, Gondor se

eleva a la cúspide del poder y llega a ser casi un reflejo de Númenor; luego se va

apagando lentamente hasta alcanzar una deteriorada Edad Media, una especie de

Bizancio orgullosa y venerable, aunque cada vez más impotente». Él también tenía la

analogía en mente. La diferencia es que él tenía derecho a tenerla, pero yo no, al menos

en su universo.

Uno de los problemas que tuve con el Ciclo de Videssos fue la naturaleza de mi

villano. El Señor de los Nazgûl era, tal como he mencionado antes, la principal potencia

del mal en mi imaginada Cuarta Edad. Cuando se dejaba ver entre los hombres,

necesariamente iba velado y enmascarado, porque carecía de un rostro que pudiera

enseñar al mundo. Incorporé ese rasgo de su aspecto al nuevo mundo que estaba

construyendo: lo incorporé sin preguntarme antes «¿Por qué lo haces?».

Cuando me hice esa pregunta, mi villano enmascarado y velado se había convertido

en una parte integral del mundo que había creado. Eso significaba que tenía que

inventarme alguna razón que lo llevara a ocultarse, una razón que debía ser muy

diferente de la razón por la que nunca se mostraban los Nazgûl. Espero que lo haya

conseguido. De no haber transferido tan concienzudamente el mundo de Tolkien al que

yo estaba creando, el problema no habría surgido jamás. Y, de hecho, no debería haberlo

hecho.

Además de explotar a cielo abierto mi impublicable homenaje a El Señor de los

Anillos para dar forma a una obra que pudiera mostrar al mundo honradamente, sólo

recuerdo haber usado motivos tolkienescos una vez, en un cuento llamado «After the

Last Elf is Dead». En esa ocasión, el préstamo fue intencionado y, creo, necesario.

Tolkien y muchos de sus imitadores menores describen la lucha del Bien y el Mal, con

un Bien triunfante y, al final, la necesidad de pagar algún precio.

Así es, evidentemente, cómo queremos que sea el mundo. La cuestión que planteé en

«After the Last Elf is Dead» es: ¿qué pasa si no es así? ¿Qué aspecto tiene el mundo si el

Mal derrota al Bien? Para un escritor, dar la vuelta a los temas suele ser una de las cosas

que causan más placer y reflexión.

Sin embargo, una de las cosas más provechosas que puede hacer un escritor es

repetir esos temas. La influencia de Tolkien en la literatura fantástica desde la

publicación y el gran éxito de El Señor de los Anillos no ha sido completamente positiva.

No es culpa suya, me apresuro a decir. Pero tiene muchos imitadores, e imitadores de

imitadores, e imitadores de imitadores de imitadores, hasta el punto que algunas obras

épicas de este género no parecen más que fotocopias borrosas de sexta generación de

su gran obra, de la que toman no sólo la estructura, sino también elementos

circunstanciales como elfos nobles e inmortales y orcos brutales y malvados, como si

hubieran surgido del folclore tradicional y no de la imaginación de un escritor que ha

muerto hace menos de treinta años.

Un imitador de mucho éxito —al menos en términos económicos— afirmó

abiertamente en una entrevista que su método era emular todos los elementos de

aventuras de El Señor de los Anillos y eliminar todos los temas mitológicos, teológicos y

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lingüísticos: cada uno de los fragmentos de la tradición, erudición y profundidad que

daban forma al original. Leí sus palabras con asombro, incredulidad y consternación. Y

sin embargo, ha demostrado ser un sagaz adivino de lo que quería o satisfaría a una

parte sustancial de los lectores. Sus libros sólo son superados en ventas por apenas

unos pocos escritores del género.

La diferencia esencial, a mi parecer, es que Tolkien creó primero un mundo para sí

mismo, y sólo después para los demás. Empezó a construir las baladas y leyendas de la

Tierra Media más de veinte años antes de que El Hobbit entrara en la imprenta.

Transcurrieron casi veinte años más antes de que apareciera El Señor de los Anillos.

Todo lo que encontramos en esos libros es fruto de un largo proceso de reflexión y

perfeccionamiento. Se nota. ¿Cómo podría no notarse?

Por esa razón es único, y probablemente siga siéndolo. La mayoría de los libros salen

a la luz mucho más rápido, y con por lo menos un ojo puesto en el mercado. Siempre ha

sido así, desde los primeros días de la imprenta. Varias obras de Shakespeare, por

ejemplo, se publicaron originalmente en lo que hoy llamamos «folletos»: apresuradas

ediciones pirata que tenían el propósito de enriquecer al impresor rápidamente. Si sólo

tuviéramos el «folleto» de Hamlet, el inmortal soliloquio del príncipe de Dinamarca

diría:

Ser o no ser. Ay, ésa es la cuestión,

morir o dormir, ¿es eso todo? Ay, todo:

no, dormir, soñar, ay casarse va a parar allí,

porque en ese sueño de muerte, al despertar,

y nos presentamos ante el Juez eterno,

de donde no ha regresado ningún pasajero,

el país por descubrir, ante cuya visión

los felices sonríen, y los malditos blasfeman.

Pero en cuanto a éste, la alegre esperanza de éste,

¿quién soportaría las burlas y lisonjas del mundo,

bajo las burlas de los ricos, los ricos maldecidos por los pobres?

La diferencia entre este texto lamentable —probablemente publicado a partir de la

mala memoria de uno de los actores de la obra— y lo que Shakespeare escribió es como

el abismo que separa a quienes imitan a Tolkien de Tolkien mismo. Es la diferencia

entre la prisa y el cuidado, entre el comercio y el amor. (No pretendo sugerir que

Tolkien fuera inmune a la preocupación por el comercio; cualquier examen de sus cartas

demuestra lo contrario. Pero había construido su mundo mucho antes de que el

comercio empezara a preocuparle. Eso no sucede con frecuencia, y no puede suceder

con frecuencia).

Como he comentado antes, quizá la mayor deuda que los escritores de literatura

fantástica de todo tipo —insisto, no sólo los imitadores— tenemos con J.R.R. Tolkien es

lo que su éxito significó para el género en su conjunto. Un par de generaciones atrás,

hablando en términos generales, esta literatura era algo que los escritores hacían de vez

en cuando entre dos novelas llenas de naves espaciales. Comercialmente, la ciencia

ficción le llevaba una ventaja considerable.

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Ahora ya no es así. Las novelas fantásticas, aparecen en las listas de ventas con

mucha más regularidad que sus equivalentes de ciencia ficción. Y la subida de la marea

arrastra a todos los barcos. Novelas fantásticas que no hubieran tenido esperanzas de

hallar un hogar en los años cincuenta o sesenta, ahora tienen más posibilidades de ser

publicadas, porque —en gran medida gracias a la obra de Tolkien— la fantasía se ha

convertido en un género reconocido por derecho propio. No es casual que la

organización profesional de quienes hacen ficción especulativa haya cambiado

recientemente el nombre de Escritores de Ciencia Ficción de América por Escritores de

Ciencia Ficción y Fantasía de América.

La siguiente pregunta que podemos hacernos es: ¿por qué ha ocurrido? ¿Qué ha

hecho que la popularidad de Tolkien sea tan duradera? ¿Qué ha hecho que la literatura

fantástica en general sea tan popular, además del ejemplo de Tolkien? Parte de la

respuesta, en mi opinión, se encuentra en los cambios, cada vez más rápidos, que

tuvieron lugar en la vida estadounidense —en realidad, en la vida de todo el mundo

industrializado— durante el siglo XX y sobre todo después del final de la segunda guerra

mundial. En la actualidad todos somos viajeros. Cuando volvemos la vista hacia nuestra

infancia, recordamos un mundo bastante distinto de aquel en el que vivimos ahora.

Yo, por ejemplo. Cuando escribo estas palabras tengo cincuenta y un años. Entre las

cosas que hoy damos por supuestas y que no existían o acababan de ser descubiertas se

encuentran la televisión; las vacunas de la polio, las paperas, el sarampión y la varicela

(a mí me las pusieron todas menos la primera, aunque no contraje la varicela hasta los

cuarenta y tres años); los alimentos congelados; los aviones a reacción; el divorcio sin

culpa; la mayoría de los antibióticos, aunque no todos; las cintas de audio y vídeo; los

viajes espaciales y la mayor parte de las cosas que sabemos de astronomía (en los años

cincuenta, los canales de Marte y los océanos de Venus eran temas propios de ciencia

ficción dura); las píldoras anticonceptivas; los hornos de microondas; los derechos

civiles, los derechos de las mujeres, los derechos de los homosexuales y los movimientos

ecologistas; las autopistas y el sistema de carreteras interestatal; el rock and roll; los

láser; los discos compactos; las misas en lengua vernácula y no en latín; los

ordenadores, la pornografía legal; el correo electrónico; la bomba de hidrógeno; los

trasplantes de órganos e Internet. La lista es breve y está lejos de ser exhaustiva.

No es extraño, pues, que cada cierto tiempo sintamos la tentación de detenernos y

preguntarnos: ¿qué diablos estoy haciendo aquí? A lo largo de casi toda la historia

humana, la gente moría en un mundo muy parecido a aquel en el que había nacido.

Había cambios, pero éstos eran progresivos, lentísimos. Los artistas medievales vestían

a los soldados romanos que rodeaban a Jesús crucificado con las armaduras de su época

y no veían nada incongruente en ello. Que los estilos y las técnicas de ese tipo de cosas

hubieran cambiado en el tiempo no entraba en su horizonte mental.

Sólo en los últimos doscientos años el cambio se ha acelerado tanto como para

hacerse visible en el transcurso de una generación. No es casualidad que la ficción

histórica —la ficción que resalta las diferencias entre el pasado y el presente— surgiera

casi al mismo tiempo que la revolución industrial remontó el vuelo. La suave

continuidad entre pasado y presente se había roto; el pasado se convirtió en un país

separado, interesante precisamente por eso.

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Tampoco me parece casualidad que la fantasía haya adquirido tanta popularidad en

una época de cambios sin precedentes. Ofrece al lector un atisbo de un mundo en el que

perviven las verdades subyacentes a la sociedad, en el que los valores morales son

fuertes (y, volviendo directamente a Tolkien, quienes niegan las bases morales de su

obra cierran los ojos a una parte considerable del mundo que él construyó), en el que la

elección entre el Bien y el Mal es más sencilla que en el mundo real, y en el que el Bien

tiene esperanzas de salir vencedor al final. Es un ancla en un mar embravecido. A veces

puede ser una muleta.

A pocos de nosotros, creo —¡espero!—, nos gustaría vivir permanentemente en un

mundo así. Pero, sobre todo cuando está presentado de un modo tan magnífico como el

de Tolkien, es un lugar fantástico para visitar. Podemos disfrutar de las intrincadas

aventuras por sí mismas, y por el respiro que nos permiten ante las complicaciones y

frustraciones de la vida mundana. Y, tal vez, aun después de dejar los libros a un lado,

nos hallemos un poco más dispuestos a enfrentarnos con buen ánimo al mundo en el

que vivimos. ¿Qué más se le puede pedir a una obra que es fruto de la imaginación?

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CLÁSICO DE CULTO

TERRY PRATCHETT

l Señor de los Anillos es un clásico de culto. Sé que es cierto porque lo he leído en los

periódicos, lo he visto en televisión, lo he oído por la radio.

Sabemos lo que significa «culto». Es una palabra despectiva. Significa

«inexplicablemente popular pero poco digno de atención». Es una palabra que

emplean los guardianes de la única llama verdadera para desechar cualquier cosa

que guste a la gente inapropiada. También significa «pequeño, hermético, impenetrable

para profanos». Se la asocia con una bebida fría en Jonestown.

El Señor de los Anillos tiene más de cien millones de lectores. ¿Cuántos lectores hacen

falta para dejar de ser de culto? O bien, una vez que se ha sido de culto —es decir, una

vez que se ha tenido la marca de Caín—, ¿es posible que alguna vez se permita que algo

se convierta en un clásico de pleno derecho?

Sin embargo, estos últimos años la democracia se ha puesto en acción. Una cadena

de librerías inglesa realizó una votación para hallar el libro favorito del país. Fue El

Señor de los Anillos. No mucho tiempo después, otra se propuso averiguar el autor

preferido y salió J.R.R. Tolkien.

Los críticos protestaron, algo extraño pero que era de esperar. Al fin y al cabo, las

librerías sólo utilizaron la palabra «preferido». Se trata de un término muy personal.

Nadie dijo jamás que fuera sinónimo de «el mejor». Pero un coro de críticos recibió los

resultados con una acusación terrible al gusto del público británico, que había recibido

el precioso don de la democracia y lo desperdiciaba votando cosas inadecuadas. Hubo

insinuaciones de una conspiración de aficionados de pies peludos. Pero también hubo

otro mensaje. Decía: «Mirad, llevamos muchos años intentando deciros los libros que

son buenos. ¡Y no escucháis! ¡No estáis escuchando! ¡Os limitáis a salir por ahí y

comprar ese maldito libro! ¡Y lo peor de todo es que no podemos deteneros! Podemos

deciros que es basura, que no es relevante, que es el peor de los escapismos, que fue

escrito por un autor que nunca iba a nuestras fiestas y a quien no le importaba lo que

pensábamos, pero por desgracia la ley os permite seguir sin escuchar. ¡Sois estúpidos,

estúpidos, estúpidos!».

Y, de nuevo, nadie escuchó. En lugar de eso, un par de años después, una encuesta de

un periódico nacional, Millenium Masterworks, escogió cinco obras de lo que

aproximadamente podría llamarse «ficción narrativa» entre las cincuenta mejores

«obras maestras» de los últimos mil años y, sí, allí estaba El Señor de los Anillos una vez

más.

La Gioconda también se encontraba entre las cincuenta mejores obras maestras. Y

confieso que sospecho que muchos de los votantes la escogieron por una reacción

E

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automática puramente cultural, poco sincera pero bienintencionada. ¡Rápido, rápido,

dígame las mejores obras de arte de los últimos mil años! Esto… esto… bueno, la

Gioconda, claro. Bien, bien, ¿y ha visto usted la Gioconda? ¿Se quedó a mirarla? ¿Lo

cautivó su sonrisa, lo siguieron sus ojos por la estancia y de vuelta al hotel? Esto… no, no

exactamente… pero, eh, bueno, es la Gioconda, ¿de acuerdo? Tiene que incluir la

Gioconda. Y el tipo con la hoja de parra, sí. Y la mujer sin brazos.

Eso es sinceridad, en cierto modo. Es un voto por el buen gusto de vuestros

conciudadanos y de vuestros antepasados también. El hombre de la calle sabe que votar

un cuadro de unos perros jugando al póquer probablemente no sea, en un contexto de

mil años, una decisión muy sensata.

Pero El Señor de los Anillos, me imagino, se incluyó cuando la gente dejó a un lado la

cultura y se limitó a votar por lo que le gustaba. No todos somos capaces de plantarnos

delante de un cuadro y sentir que abre nuevos horizontes en nuestra mente, pero sí

podemos —la mayoría de nosotros— leer un libro de masas.

No recuerdo dónde estaba cuando dispararon a John F. Kennedy, pero recuerdo

exactamente dónde y cuándo leí por primera vez a J.R.R. Tolkien. Fue el día de

Nochevieja de 1961. Estaba haciendo de canguro para unos amigos de mis padres

mientras todos se habían ido a una fiesta. No me importaba. Ese día había sacado ese

tocho de tres tomos de la biblioteca. Los niños del colegio me habían hablado de él.

Tenía mapas, decían. Eso me gustó desde el primer momento, me parecía un buen

indicador de calidad.

Había esperado bastante tiempo ese momento. Ya entonces era de esa clase de

niños.

¿Qué recuerdo del libro? Recuerdo la visión de unos bosques de hayas en la

Comarca; era un niño de campo y los hobbits caminaban por un paisaje que, dejando a

un lado la extraña evolución de las casas, era muy similar al lugar donde me había

criado. Lo recuerdo como una película. Allí estaba yo, sentado en un sofá estilo años

sesenta bastante frío en una habitación más bien vacía; pero en los bordes de la

alfombra empezaba el bosque. Recuerdo la luz verde que venía de los árboles. Nunca he

vuelto a sentirme tan metido en una historia.

Recuerdo el sonido de la calefacción al apagarse y que la habitación se iba enfriando,

pero todo eso sucedía en el horizonte de mis sentidos y no era relevante. No recuerdo

haber vuelto a casa con mis padres, pero recuerdo que me quedé sentado en la cama

hasta las tres de la mañana, leyendo. No recuerdo haberme dormido. Recuerdo haberme

despertado con el libro abierto sobre el pecho, y haber buscado la página y haber

seguido leyendo. Tardé, oh, unas veintitrés horas en llegar al final.

Entonces tomé el primer libro y volví a empezar. Me pasé un buen rato

contemplando las runas.

Confieso que ya estoy viendo a mi alrededor un círculo de nuevos rostros, ansiosos

pero amables: «Me llamo Terry y solía dibujar runas enanas en las libretas del colegio.

Empecé con las rectas, ya sabes, ésas las puede hacer todo el mundo, pero luego fui

profundizando y antes de darme cuenta estaba haciendo las runas curvas y con puntos

de los elfos. Espera… eso no es lo peor. Antes de escuchar siquiera la palabra “fandom”

me puse a escribir ficción fantástica como aficionado. Escribí una historia mezclando

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géneros en la que trasladaba Orgullo y prejuicio de Jane Austen a la Tierra Media; a los

demás chicos les encantó, porque una clase de niños de trece años con granos

volcánicos y ansias en el bajo vientre no es el mejor lugar para apreciar la elegante

prosa de Jane Austen. El trozo en que los orcos atacaban la casa del párroco era muy

bueno…». Pero más o menos en ese momento, supongo, el grupo de apoyo me

expulsaría.

Estaba extasiado. Volví a la biblioteca y hablé de esta guisa: «¿Tenéis más libros

como éstos? ¿Con mapas? ¿Y runas?».

El bibliotecario me dirigió una mirada de ligera desaprobación, pero terminé con

Beowulf y un libro de sagas nórdicas. El hombre tenía buena intención, pero no era lo

mismo. Alguien había necesitado varias estrofas sólo para decir quiénes eran.

Pero eso me llevó a los anaqueles de Mitología. Los libros de Mitología estaban junto

a los de Historia antigua. Qué diablos… todo eran tíos con cascos, ¿no? Sigue, sigue… ¡a

lo mejor hay un anillo mágico! ¡O runas!

La búsqueda desesperada del efecto Tolkien me abrió un nuevo mundo, y fue éste.

La historia que se enseñaba en los colegios británicos se centraba en reyes y

acciones del Parlamento, y estaba llena de gente muerta. Tenía una estructura algo

extraña, mecánica. ¿Qué sucedió en 1066? La batalla de Hastings. Puntuación máxima.

¿Y qué otra cosa pasó en 1066? ¿Qué significa qué otra cosa pasó? La batalla de Hastings

era lo que correspondía a 1066. Habíamos «tenido» a los romanos (llegaron, vieron, se

dieron unos baños, construyeron unas carreteras y se fueron) pero mi lectura privada

coloreaba la imagen. No habíamos tenido a los «griegos». En cuanto a los imperios de

África y Asia, ¿hubo alguien que los «tuviera»? Pero eh, mira este libro; estos tíos no

usan runas, son todos dibujos de pájaros y serpientes; pero, mira, saben cómo sacarle a

un rey el cerebro por la nariz…

Y seguí, cultivándome de la mejor manera posible, que es pensando que estás

divirtiéndote. ¿Habría sucedido en cualquier caso? Es posible. Nunca se sabe qué es lo

que puede desencadenar una serie de acontecimientos. Pero El Señor de los Anillos

cambió mis hábitos de lectura. Ya disfrutaba leyendo, pero este libro me abrió las

puertas al resto de la biblioteca.

Solía leerlo una vez al año, en primavera.

Me he dado cuenta de que ya no lo hago, y no sé por qué. No es por el lenguaje denso

y en ocasiones pesado. No es porque el paisaje tenga más carácter que los personajes, o

por la falta de relevancia de las mujeres, o por otros defectos imaginarios o reales según

los códigos sociales actuales.

Es simplemente porque tengo la película en la cabeza, y lleva allí cuarenta años.

Todavía recuerdo el verde luminoso de los bosques de hayas, el aire helado de las

montañas, la aterradora oscuridad de las minas enanas, las plantas de las laderas de

Ithilien, al oeste de Mordor, resistiendo aún a la sombra que avanza. Los protagonistas

no aparecen mucho en la película, porque para mí nunca fueron más que figuras en un

paisaje que era el héroe en sí mismo. Lo recuerdo con tanta claridad como —no, ahora

que lo pienso, con más claridad— muchos lugares que he visitado en lo que nos gusta

llamar el mundo real. De hecho, es extraño escribir esto y darme cuenta de que recuerdo

fragmentos del paisaje de la Tierra Media como si fueran lugares reales. Los personajes

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no tienen rostro, son meros puntos en el espacio del que surgen los diálogos. Pero yo fui

a la Tierra Media.

Supongo que el viaje era una forma de escapismo. Aquello era un crimen terrible en

mi colegio. Es un crimen terrible en la cárcel; al menos, es un crimen terrible para un

carcelero. A principios de los años sesenta, la palabra no tenía significados positivos.

Pero tanto se puede escapar a como de. En mi caso, escapar fue como lo contó Tolkien

en su Árbol y hoja. Empecé con un libro, y eso me llevó a la biblioteca, y eso me llevó a

todas partes.

¿Sigo pensando, como pensaba entonces, que Tolkien fue el mejor escritor del

mundo? En el sentido estricto de la palabra, no. Uno puede pensarlo a los trece años. Si

sigue pensándolo a los cincuenta y tres, hay algo que no va bien en su vida. Pero se junta

todo en el momento y el lugar adecuados: libro, autor, estilo, tema y lector. Fue un

momento mágico.

Y seguí leyendo; y, cuando uno ha leído bastantes libros, con el tiempo se convierte

en escritor.

Un día estaba firmando libros en una librería de Londres y la siguiente de la cola era

una señora que llevaba lo que, en los años ochenta, se llamaba «traje de poder» a pesar

de su cómica carencia de armadura de titanio y armas de protones.

Me tendió un libro para que se lo firmara. Le pregunté cómo se llamaba. Dijo algo

entre dientes. Le pregunté otra vez… después de todo, había mucho ruido en la librería.

Volvió a decir algo entre dientes, que no pude descifrar muy bien. Cuando abrí la boca

para hacer el tercer intento dijo: «Me llamo Galadriel, ¿vale?».

Yo dije: «¿Acaso nació usted en una plantación de cannabis de Gales?». Ella sonrió,

sombría. «Fue en una caravana, en Cornualles —dijo—, pero no va usted por mal

camino».

No fue culpa de Tolkien, pero recordemos con amistad y simpatía a todos los Bilbos

que hay por ahí.

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UN OBSTÁCULO Y UNA BÚSQUEDA

ROBIN HOBB

oy incapaz de escribir un ensayo especializado sobre Tolkien. No soy una estudiosa.

Tampoco soy capaz de hacer un análisis elaborado de cómo El Señor de los Anillos

cambió no sólo la literatura fantástica sino también la de mi generación y la de las

generaciones venideras. No es que me afecte demasiado de cerca, es que estoy en el

centro de la explosión. Soy un producto de ese impacto. Como el piloto de un

cohete, desconozco los mecanismos de su lanzamiento o el propósito de su diseño. Lo

único que sé es que me llevó a donde pude ver las estrellas y nada ha vuelto a ser lo

mismo.

¿1965? Creo que es correcto. Es extraño que no pueda fecharlo con más precisión. Mi

familia vivía en una casa de madera en una zona rural en las afueras de Fairbanks,

Alaska. Así que tenía unos trece años.

En el patio que había delante de nuestra casa de madera, montada sobre unos

pilotes de unos cuatro metros de alto, había una pequeña cabaña de troncos. En la

oscuridad y el frío del invierno de Alaska, en los años buenos se utilizaba para guardar

carne. Los cuartos congelados de alce o caribú descansaban apoyados en las paredes. No

se quitaba la piel de las repugnantes piezas para que la carne no se secara. También

teníamos un congelador eléctrico en el porche trasero, pero el almacén nos servía para

guardar lo que habíamos cazado hasta que pudiéramos cortarlo en trozos manejables,

envolverlos en papel blanco y guardarlos en el congelador (que con frecuencia, en el frío

de Fairbanks, se pasaba apagado la mayor parte del invierno).

Cuando se acababa el frío, la cabaña tenía una utilidad completamente distinta. Era

mía. Una casa con siete niños, sin mencionar a los amigos que pasaban por allí, no me

permitía tener un espacio privado. Los dormitorios y la sala de estar debían

compartirse. Pero, salvo a mí, a nadie le interesaba la cabaña; entonces, subía sacos de

dormir y almohadas y, al menos durante el verano, podía tener mi propia habitación.

Conmigo iban mis libros. Montones de libros. Fuera de la vista de mis padres y

hermanos, podía esconderme de las tareas domésticas y del mundo en general, y leer.

Una de las conocidas ventajas del sol de medianoche es que en verano no hace falta

encender una linterna para leer por la noche. Con una gran cantidad de repelente para

insectos Off y un viejo saco de dormir del ejército, la velada estaba completa.

Ése fue el escenario no sólo de mi primera lectura de El Señor de los Anillos, sino de

muchas otras que le siguieron. Las sensaciones relacionadas con esos libros que

recuerdo son la superficie desigual de los troncos de álamo de Virginia bajo mi espalda y

unos pequeños fragmentos de cielo azul entre los apretados maderos del techo de la

cabaña.

S

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Empecé con la edición de bolsillo de Houghton Mifflin de cubierta rosa de El Hobbit,

que había encontrado en la estantería de una tienda. Luego compré el timo que Ace

perpetró con El Señor de los Anillos. Cuando descubrí que las personas que al menos

respetaban a los autores vivos no hubieran comprado las ediciones de Ace, ahorré

rigurosamente y me compré los cuatro libros en la edición de tapa dura de Houghton

Mifflin. Me costaron la enorme cantidad de 5,95 dólares cada uno. Me llevó tanto tiempo

adquirir todos los libros que las encuadernaciones son diferentes.

El Hobbit tenía, por supuesto, un dibujo del propio Tolkien en la portada. Dos tenían

las tapas de Walter Lorraine y en el tercero aparecía el dibujo más sombrío de Robert

Quackenbush. Pero las tapas no me importaban demasiado. Era su interior lo que

necesitaba poseer. Todavía guardo las mismas ediciones en tapa dura en el despacho.

Las sobrecubiertas están gastadas y raídas. Sin embargo, cuando los abro en una página

cualquiera, las palabras conservan aún el poder de atraparme y, en última instancia,

llevarme a casa.

He perdido la cuenta de las veces que los he releído a lo largo de los años. Tampoco

me acuerdo del número de ejemplares de El Señor de los Anillos que he comprado en

todo este tiempo. Fueron regalos para amigos, jóvenes y viejos; y mis hijos se han

llevado algunos a la universidad. La última vez que regresé a El Hobbit fue hace menos

de un mes, cuando se lo leí a mi hija pequeña. Soy capaz de recitar el párrafo inicial de

memoria, aunque nunca lo he memorizado deliberadamente. Frases e imágenes

sensoriales de los libros aparecen en mi mente en momentos extraños: «adelfas dejando

caer las semillas como pelusas al viento», manzanas de invierno que estaban «ajadas

pero sanas», o el olor a setas recién cogidas que sale de una cesta tapada.

Supongo que para los lectores que han crecido en una época en la que El Hobbit y El

Señor de los Anillos se consideran clásicos es difícil comprender el gran impacto que

tuvieron en lectores de entonces como me ocurrió a mí misma. Simplemente, nunca

había leído nada así. Era una lectora omnívora, saturada de libros de cuentos de hadas,

clásicos, mitología, misterio y aventuras. Antes de descubrir a Tolkien, devoraba ciencia

ficción y mala literatura a un ritmo de drogadicto, por lo menos un libro al día. No es que

no hubiera buen material. Lo había. Había descubierto a Heinlein, Bradbury, Simak,

Sturgeon y Leiber. Todos esos encuentros me marcaron. Pero ningún escritor me había

cautivado como lo hizo Tolkien.

Su magia me envolvió y se apoderó de mí, y cuando salí era una criatura diferente.

Incluso ahora, mientras miro sentada la pantalla del ordenador intentando analizar el

porqué, me veo incapaz de explicarlo. Tal vez fuera la edad que tenía entonces, o el

momento de la evolución de mis gustos literarios. Tal vez fuera simplemente la

yuxtaposición de la Tierra Media de Tolkien y los inquietos años sesenta. Pero tal vez la

magia no deba ofrecer explicación alguna de su funcionamiento. Tal vez sencillamente

sea así.

Sin embargo, creo que puedo analizarlo un poco. Cuando terminé El Señor de los

Anillos tuve tres sensaciones diferentes. Una fue el simple e increíble vacío de: «Se ha

acabado. No hay más para leer». La segunda fue: «Nunca leí nada parecido. Jamás

volveré a encontrar nada tan bueno». La tercera fue quizá la más alarmante: «En mi vida

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escribiré nada tan bueno como esto. Él lo ha hecho; él lo ha conseguido. ¿Tiene sentido

intentarlo?».

Empecemos con la tercera sensación: ya entonces sabía que iba a ser escritora.

Llevaba escribiendo desde el primer curso y empecé a inventar cuentos casi en cuanto

supe construir frases. Cuando terminé el instituto ardía en mí la obsesión de escribir

algún día libros asombrosos. Descubrir que alguien ya había escrito el libro más

asombroso que podía existir ponía el listón a una altura casi imposible para mí.

Subir el listón fue lo más maravilloso que cualquiera podría haber hecho por una

joven escritora ambiciosa.

La fantasía que había leído hasta entonces no se tomaba en serio. Antes de que

alguien me envíe una lista de cien libros serios de literatura fantástica existentes antes

de que Tolkien empezara a escribir, dejadme admitir que acepto toda la responsabilidad

por mi ignorancia. Estoy segura de que había libros de literatura fantástica importantes,

y es probable que algunos hubieran llegado a Fairbanks, Alaska. Sólo estoy diciendo que

yo no los había encontrado. Hasta que llegó El Señor de los Anillos.

Sin lugar a dudas gran parte de la fantasía que había leído antes de Tolkien estaba

escrita «para niños». Algunos libros tenían un humor con segundas, lleno de guiños para

«los más creciditos», que a algunos adultos les parecen divertidos y que los niños

encuentran irritantes. (Bueno, si creéis que somos tan estúpidos, ¿por qué escribís para

nosotros?). Algunos estaban escritos con el tipo de humor que se convierte en una

barrera para el lector que se toma en serio el personaje o la historia. ¿Cómo puede uno

preocuparse por el héroe si probablemente volverá a caerse de culo en la página

siguiente? ¿Por qué identificarse con un personaje al que el escritor no ha dado

contenido emotivo?

Muchas de las cosas que leí eran historias de espadas y brujería, con aventuras

entretenidas; divertido, pero escrito con una elegante indiferencia por la inmoralidad

del robo o el asesinato mercenario. No parecía haber relaciones serias y a largo plazo

entre los personajes. Normalmente el final feliz consistía en que el personaje conseguía

salir ileso y sin mácula. Algunos libros de fantasía que había leído estaban escritos en el

formato simplista de «Había una vez» en el que el Príncipe, el Gigante y la Montaña de

Cristal iban en mayúsculas, sólo para garantizar que el lector supiera que se encontraba

inmerso en un clásico cuento de hadas. Ni siquiera El Hobbit, por mucho que me gustara,

estaba desprovisto de cierta actitud de superioridad hacia sus personajes.

Sin embargo, en El Hobbit descubrí elementos que nunca habían brillado con tanta

fuerza ante mí. El escenario estaba completamente desarrollado. Un verdadero

escenario es mucho más que unos pasajes descriptivos sobre hayas en invierno o aldeas

pintorescas. El escenario de Tolkien invocaba un tiempo y un lugar que me resultaban

tan familiares como el hogar, pero desplegaban las maravillas y los peligros de todo lo

que siempre había sospechado que se ocultaba detrás de la siguiente colina. Aquí,

también, había personajes que parecían completamente reales, el pomposo Thorin y el

competente Balin, y Gandalf el mago, sutil y rápido para la ira. Los encontré y, a medida

que avanzaba en el libro, iba conociéndolos. Tolkien me permitió quererlos, sin el temor

de descubrir en la página siguiente una cartulina hueca o una contorsión argumental

para hacer un chiste. El argumento tampoco era lineal, aunque la «Historia de una ida y

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una vuelta» del título pareciera sugerirlo. Se extendía en extrañas direcciones,

empleando magias más antiguas con la tranquila seguridad de que el lector sabría que

siempre habían existido y siempre sería así. Los anillos mágicos y el Bosque Negro no

podían encajarse en la cubierta del libro. Iban más allá de los límites de la página, y

Tolkien no se disculpaba por ello. Como los mapas de los libros de tapa dura, su palabra

iba más allá de lo que podía abarcar una simple cubierta.

Pero lo más estimulante fue que este autor escribiera sobre cosas que importaban y

que no tuviera escrúpulos en decirlo. Si se acepta lo que alguien ha robado, ¿puede

llegar a ser verdaderamente de uno alguna vez? ¿Qué es lo más importante, ser leal a los

amigos o evitar un derramamiento de sangre? Había momentos de verdadero coraje, y

en los que hacer lo correcto era más importante que hacer lo glorioso. Bilbo era un

personaje simple, honesto y de buen corazón, pero complejo en el sentido de que tenía

que tomar decisiones en las que la posibilidad de «vivir felices y comer perdices» estaba

más allá del beneficio o la seguridad personal.

El final no era el que había esperado. ¿Acaso no había merecido Bilbo ser el gran

héroe, el matador del dragón? ¡Y los enanos! Esperaba que Thorin acabara siendo Rey

Bajo la Montaña, con el oro del dragón y todos sus compañeros ilesos. ¿Qué había sido

del requisito de Vivieron Felices y Comieron Perdices, en el cual cuando todo termina

las cosas son exactamente como al principio de la historia, sólo que mejores?

Evidentemente, este escritor, que me había atrapado empezando con un «había una

vez», tenía algo.

Empecé La Comunidad del Anillo con la impresión de que ya sabía lo que se podía

esperar de Tolkien. Me equivocaba. Casi enseguida, me vi arrastrada de los preparativos

ordinarios de la fiesta de cumpleaños a la oscuridad y la intriga de la antigua magia. Un

cambio sutil tanto en el lenguaje como en el tono me advirtieron de que había dejado

atrás la zona de los «cuentos de hadas» para adentrarme en las tinieblas y la emoción de

la magia arcana. Cosas que creía resueltas en El Hobbit resultaban ser apenas la punta

del iceberg. Incluso los personajes que creía conocer, de repente cobraban mayor

profundidad.

Gandalf era algo más que un mago irascible; era una fuerza que operaba en el

mundo, un poder que había que tener en cuenta. La indecisión de Bilbo sobre el Anillo

me perturbó. Si Tolkien no me hubiera convencido para que apreciara profundamente

ese personaje, el dilema no habría presagiado tanto las cosas por venir.

Tolkien me había advertido que el camino podía arrastrarme a lugares no sólo

desconocidos, sino inimaginables. Sus palabras se apoderaron de mí y, a lo largo de tres

tomos y seis libros, fui toda suya. Yo ya había leído libros largos antes. Ya había leído

series de libros sobre los mismos personajes. Pero (y esto puede parecer inconcebible a

los lectores de fantasía actuales) era mi primer encuentro con una trilogía, una única

historia contada en tres volúmenes. Hasta entonces nunca había leído una obra que

ocupara tantas páginas. El impacto fue mucho más grande que: «Guau, esta historia es

muy larga». Según mi modo de pensar, la historia y la experiencia que tuve de ella eran

demasiado breves. Tolkien había utilizado la cantidad de páginas y de palabras —ni una

más, ni una menos— necesarias para crear este mundo. Yo había experimentado la

profundidad que podía tener la fantasía. En comparación, en los años siguientes, otros

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libros de literatura fantástica, por muy profundos que fueran, me parecerían

superficiales. Anhelaría la riqueza de la prosa que se tomaba su tiempo para contar la

historia; no se había buscado la mayor eficiencia posible sino la complejidad que la

historia se merecía.

Así que ése era el guante que me habían arrojado como escritora en potencia. ¿Podía

hacer yo lo que había hecho él? ¿Podía yo crear una historia fantástica con un

argumento emocionante y complejo, un escenario brillante y unos personajes que se

salían de las páginas para meterse en el corazón del lector? El listón estaba alto.

Y sabiendo instintivamente que el listón estaba alto, mis primeras dos sensaciones

fueron de lo más desalentadoras. Había terminado de leer El Señor de los Anillos y no

quedaba nada más por devorar. Y me temía que no iba a volver a encontrar algo que me

satisficiera de aquella manera.

Una pequeña digresión: no fui la única que reaccionó de esa manera. El comentario

más habitual que he oído de los lectores de mi generación que también quedaron

anonadados ante El Señor de los Anillos de Tolkien es que nunca habían leído nada igual,

y que inmediatamente se pusieron a buscar más libros como ése. Algunos incluso

intentaron enseguida escribir libros «exactamente iguales» con la esperanza de

satisfacer el hambre de más. Así, en cierto sentido, Tolkien envió a toda una generación

a una búsqueda. Estábamos condenados a fracasar, evidentemente. No había, y no hay,

nada que sea «exactamente igual que» El Señor de los Anillos. Pero como yo no lo sabía,

yo y otros como yo emprendimos la búsqueda con entusiasmo. Al igual que muchas

búsquedas que persiguen lo magníficamente esquivo, la significación última no era que

yo encontrara mi grial, sino que emprendiera el viaje, la entusiasta búsqueda.

Por supuesto, leí las obras «menores» de Tolkien: Egidio, el granjero de Ham y The

Adventures of Tom Bombadil, Árbol y hoja y El herrero de Wootton Mayor. Investigué las

obras en las que Tolkien admitió haberse inspirado: Sir Gawain y el Caballero Verde, las

sagas islandesas. De repente me encontré excavando en nuevas secciones enteras de la

biblioteca pública. Había sido una lectora voraz e indiscriminada toda la vida. Los

profesores de inglés habían intentado en vano inculcarme algo de estima por la

«literatura». Las listas de lecturas obligatorias y las reseñas de libros no lo habían

conseguido. Pero de golpe, J.R.R. Tolkien me la había inyectado directamente en el

corazón. Creo que al dar un paso atrás, saltarme la última generación de la literatura

estadounidense, saltarme incluso lo que me habían presentado como literatura inglesa,

llegué de repente a un lugar en el que conectaba con el Relato mismo. Despojándome de

los escenarios y los recursos literarios que habían llegado a ser demasiado familiares

para mí, de pronto hallé la huella de la pura esencia que había alimentado la obra de

Tolkien.

He mencionado antes que creo que leí a Tolkien justo en el momento adecuado de

mi vida. Antes de ese momento me habría conmovido, pero no tanto. No habría estado

preparada para escucharlo. Es posible que más tarde hubiera estado demasiado

hastiada y desafecta para que los relatos me llegaran al corazón. Pero Tolkien hizo sonar

una fibra en mi interior y me hizo emprender la búsqueda. Me llevé sus relatos al

instituto, cuatro años difíciles para mí durante los cuales fueron tanto mi armadura

como mi refugio.

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Empecé a conocer a otros lectores de Tolkien que también habían adoptado los

libros. Recuerdo un té que hicimos un 22 de septiembre en honor del cumpleaños de

Bilbo. La escuela, algo confundida, nos permitió utilizar la enfermería, porque no había

ningún otro sitio libre para nosotros. (¡No iban a dejar que lleváramos té a la

biblioteca!). Asistimos otros dos aficionados de Tolkien, el bibliotecario de la escuela y

yo. Era un grupo de gente que creía compartir el haber descubierto la mejor de las

literaturas. Yo no conocía bien a ninguno de los otros asistentes, y sin embargo fue muy

fácil sentir que había un fuerte vínculo entre nosotros.

En la universidad topé con un fenómeno diferente. Me fui a estudiar «fuera», a la

Universidad de Denver, «al sur del paralelo cuarenta y ocho». El shock cultural fue

bastante duro para la muchacha de Alaska que yo era entonces. El smog hizo que se me

cayeran las pestañas. El menú del comedor, que carecía de alce o caribú, me dejó

anémica. Pero lo más chocante de todo eran esas personas que parecían creer que

Tolkien y El Señor de los Anillos les pertenecían. Estúpidos mortales. Yo sabía que era

mío, todo mío, de un modo que ellos ni siquiera podrían comprender. Había una chica

que insistía en que sus amigos la llamaran Galadriel, y un joven bajo que intentó

convencerse a sí mismo y a los demás de que probablemente tuviera sangre hobbit;

ambos me horrorizaban. ¿Estaban locos? Aquello era un sacrilegio literario.

No se podía entrar en el mundo de Tolkien de esa manera, manchando la gloria que

en él había e intentando apoderarse de ella. La única manera posible de entrar era como

lector, como un invitado honorable. Había que sentir las palabras como un Relato, no

ponérselas como un disfraz de Halloween de la talla inadecuada. Todavía, después de

todos estos años, siento la profundidad de aquella ofensa. No era, me decía, lo mismo

que cuando yo firmaba notas para mí misma como Sméagol. Aun cuando los amigos que

mejor me conocían me llamaban a veces por ese nombre, yo sabía que no era Sméagol.

Sméagol era solamente una de las claves, un personaje que abría la historia para mí.

Nunca se me hubiera ocurrido disfrazarme de Sméagol o afirmar públicamente que de

verdad yo era Sméagol.

Resulta extraño pensar que, en ciertos aspectos, mi amor por El Señor de los Anillos

de Tolkien se convirtió en una barrera. No podía hablar de Tolkien con esa gente, del

mismo modo que no podía comentar su obra con esos estúpidos ignorantes que

insistían en que todo era simbolismo, que Frodo era Cristo sacrificado por Bilbo, el

Padre. No quería distraerme por esas ideas ridículas. Sabía que no debía perder mi

punto de vista. El Señor de los Anillos era El Señor de los Anillos, no un esquema para mi

vida ni una religión alternativa.

Tenía que entenderlo como Relato.

A lo largo de todos estos años y durante mi experiencia universitaria, mi búsqueda

prosiguió. Como un buscador de oro, siguiendo a contracorriente ese rastro elusivo de

«color», cribé mis lecturas en pos de fragmentos y pepitas del elemento puro,

persiguiendo la veta madre del Relato. No sé cuándo ocurrió, pero al cabo de un tiempo

el objeto de mi búsqueda cambió y dejó de ser encontrar algo «exactamente igual a»

Tolkien, sino beber de las fuentes de las que había surgido su mágica obra.

Es una búsqueda que todavía hoy no ha concluido para mí. En los treinta años

aproximadamente que dura, he ido descubriendo poco a poco que los fragmentos del

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Relato que estoy buscando no están necesariamente enterrados en la literatura del

pasado remoto, ni siquiera en las estanterías de las bibliotecas. Ahora, gracias a las

minuciosas «plantillas» que he reunido con gran esfuerzo, soy capaz de distinguir esos

elementos en muchos lugares dispares. He recogido piezas de los antiguos cuentos de

hadas que tanto he apreciado siempre, y he oído el claro sonido del Relato en las

historias exageradas de los bares de marineros.

Más emocionante es empezar un nuevo libro de uno de mis contemporáneos y

descubrir que alguna otra persona no sólo ha conseguido beber de la fuente del Relato

perfecto, sino que además la ha desplegado con los tres fundamentos imprescindibles:

un argumento sólido, un escenario detallado y unos personajes genuinos. Casi sin

excepción, descubro que me he encontrado a alguien que, como yo, se embarcó en una

búsqueda después de leer a Tolkien. La búsqueda ha dado fruto para mí, no en el

sentido de que hallara algo «exactamente igual» a Tolkien, sino en que sus obras fueron

una piedra de toque que me ayudó a distinguir el Verdadero Relato de la Verborrea de

Siempre.

En los largos años transcurridos desde que me ocultara en un almacén de carne para

viajar por la Tierra Media por primera vez, he oído muchas críticas a Tolkien. Que no

tiene «personajes femeninos fuertes», que el libro es demasiado lento, que no nos habla

lo suficiente de lo que sienten y piensan los personajes quizá sean las quejas más

comunes. Algunas me parecen, y lo digo en serio, las típicas críticas de quienes quieren

que los escritores de épocas y lugares distintos coincidan milagrosamente con lo que

ahora se considera políticamente correcto. Algunas me parecen las quejas de los

lectores que desean que todos los autores escriban con lo que consideramos un «estilo

simple, moderno». Todavía me sorprende la gente que me dice que no pudo pasar del

tercer capítulo, o que se aburrió, o que fue incapaz de hallar un personaje con quien

identificarse. A veces me quedo preguntándome si habremos leído el mismo libro. Pero

tal vez al final todo se reduzca a haber descubierto su magia en el lugar y el momento

adecuados de la vida. Si es así, lo único que puedo decir es que me alegro de haber

experimentado esa milagrosa coincidencia de momento y situación.

Tolkien me ha marcado. Aun después de todos estos años, el listón que me puso para

escribir sigue igual de alto. Todavía estoy intentando superarlo con la misma

naturalidad y limpieza que lo hizo él. Todavía acabo haciéndome daño en las espinillas,

pero las ganas de intentarlo no ha disminuido. De igual modo, sigo buscando el Relato,

aunque ya he aceptado el hecho de que nunca encontraré nada que sea «exactamente

igual que» El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien. La única manera de satisfacer esa

hambre es abrir los manoseados libros una vez más y entrar de nuevo en un mundo que

tal vez los años hayan hecho más familiar, pero no menos maravilloso.

Y mientras me pregunto si he dicho todo lo que quiero decir aquí, se da la

coincidencia perfecta. Es uno de esos acontecimientos deus ex machina que desechan

los buenos editores y que la vida no deja de poner en nuestro camino. Una serie de

golpes enérgicos en la puerta de abajo interrumpe mi tranquila mañana con el

ordenador y la taza de café. No hay rastro de enanos o magos con varas haciendo

muescas en mi puerta, sólo el cartero que solícitamente ha dejado un paquete a la

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distancia justa del umbral para que tenga que salir descalza al porche helado a

recogerlo.

No vacilo. Grabado en un costado se lee: «título: J.R.R. Tolkien». Viene del otro lado

del mar. Lo recojo y me lo llevo al despacho antes de abrirlo. Los tesoros largo tiempo

esperados salen a la luz. La edición de HarperCollins con ilustraciones de Alan Lee; El

Hobbit y una preciosa edición de El Señor de los Anillos en un solo volumen con estuche.

Rasgo el envoltorio con la uña del pulgar y saco los libros para sopesarlos. Abro uno y

compruebo la robustez de la encuadernación. Ah. Un buen tamaño de letra. Me acerco y

aspiro el delicioso aroma a libro nuevo. Bueno, éstos deberían durarme otros treinta

años. ¿Qué más? Una edición de bolsillo de Egidio, el granjero de Ham, adornada

exactamente como debe ser con los dibujos de Pauline Bayne. Y en el fondo una edición

en un estuche de El Hobbit, en un tamaño muy manejable, incluyendo postales con

dibujos de Tolkien y un mapa desplegable con imágenes de John Howe. También incluye

un CD de Tolkien leyendo fragmentos de su obra, que podría complementar mi bien

conservado LP en el que lee élfico. Creo que quería regalárselo a alguien para Navidad,

pero ahora mismo no recuerdo a quién, y el CD ya está sonando. La voz sonora y familiar

llena mi despacho y de repente veo a Gollum mirando «con los pálidos ojos como

farolas» mientras hace avanzar su pequeña barca remando con las manos en el lago

subterráneo. Demasiado tarde. Es mío, mi tesoro, y dudo que alguna vez vaya a estar

envuelto en papel de regalo y debajo de un árbol de Navidad.

Abro la manejable y pequeña edición de El Hobbit y la ojeo. Hum. Han añadido el

primer capítulo de La Comunidad del Anillo al final, como anticipo. No estoy segura de

que me parezca bien. Pero allí, en la última página del libro, como una bendición, hay

una promesa para mí. Gandalf me dice: «¡Adiós, ahora! ¡Cuídate! Búscame sobre todo en

los momentos difíciles».

Claro que sí. Creo que siempre lo haré.

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ESQUEMA RÍTMICO EN EL SEÑOR DE LOS

ANILLOS

URSULA K. LE GUIN

omo he tenido tres hijos, he leído la trilogía de Tolkien en voz alta tres veces. Es un

libro maravilloso para leer en voz alta o (si los niños están de acuerdo) escuchar.

Aunque las frases son largas, fluyen de una manera perfectamente clara, siguiendo

la respiración; la puntuación está justo donde uno necesita detenerse; las

cadencias son hermosas e inevitables. Como Charles Dickens y Virginia Woolf,

Tolkien debía de escuchar lo que escribía. La prosa narrativa de estos novelistas es

como la poesía en el sentido de que quiere que la voz la pronuncie, que encuentre su

belleza y poder en toda su magnitud, su música sutil, su vitalidad rítmica.

El vigoroso ritmo de las oraciones de Woolf, tan característico de ella, es pura y

exclusivamente prosa: no creo que utilice nunca un compás regular. Tanto Dickens

como Tolkien emplean ocasionalmente la métrica. La prosa de Dickens, en momentos de

gran intensidad emotiva, tiende a ser yámbica e incluso puede medirse: «It is a far, far

better thing that I do/than I have ever done…»[3] La frivolidad puede parecer un

desprecio, pero este ritmo yámbico es tremendamente efectivo, sobre todo cuando la

regularidad métrica pasa inadvertida como tal. Si Dickens era consciente de ella, no le

molestaba. Como la mayoría de los grandes artistas, usaba cualquier truco que

funcionara. Woolf y Dickens no escribían poesía. Tolkien escribió mucha, sobre todo

narrativa y «baladas», con frecuencia en formas extraídas de los temas que le

interesaban académicamente. A menudo sus versos muestran una métrica, una

aliteración y una rima extraordinariamente complejas, pero son fáciles y fluidos, a veces

en exceso. Sus narraciones en prosa están en muchas ocasiones entremezcladas con

poemas, y en la trilogía se desliza de la prosa al verso sin señalarlo tipográficamente al

menos en una ocasión. Tom Bombadil, en La Comunidad del Anillo, habla en verso. Su

nombre es un redoble, y su métrica está compuesta de dáctilos y troqueos libres y

galopantes, con un tremendo ímpetu hacia adelante: Tum tata Tum tata, Tum ta Tum

ta… «¡Déjalo salir, viejo Hombre-Sauce! ¿Qué pretendes? No tendrías que estar

despierto. ¡Come tierra! ¡Cavahondo! ¡Bebeagua! ¡Duerme! ¡Bombadil habla!».

Normalmente las palabras de Tom no están en líneas interrumpidas, de modo que los

lectores incautos o descuidados que leen en silencio pueden no advertir el ritmo hasta

que ven que es un poema; una canción, en realidad, porque cuando las palabras de Tom

tienen forma de poema son una canción.

Como Tom es un personaje alegremente arquetípico, que tiene un profundo contacto

con los grandes ritmos naturales del día y la noche, las estaciones, el crecimiento y la

C

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muerte, hasta el punto de ser su representación, resulta apropiado que hable en verso,

que sus palabras sean como una canción. Y el ritmo se contagia de una manera

encantadora; se repite en las palabras de Baya de Oro, y Frodo lo adquiere. «¡Baya de

Oro!», grita cuando se marchan. «¡Mi hermosa dama, toda vestida de verde plata! ¡No

nos hemos despedido, y no la hemos visto desde anoche!».

Si hay otros pasajes métricos en la trilogía, yo los he pasado por alto. El habla de los

elfos y la gente noble como Aragorn tiene una cadencia dignificada, a menudo

majestuosa, pero no un ritmo regular. Llegué a sospechar que el Rey Théoden utilizaba

yambos, pero sólo lo hace ocasionalmente, como sucede siempre que utilizamos un

inglés acompasado. En los pasajes de acción épica la narración avanza en cadencias

equilibradas, que recuerdan rápida y majestuosamente a la poesía épica, pero sigue

siendo prosa pura. Tolkien tenía demasiado buen oído y estaba muy acostumbrado a la

prosodia para caer en el uso inconsciente de la métrica.

Las unidades rítmicas —pies métricos— son los elementos rítmicos más pequeños

en la literatura, y probablemente los únicos cuantificables en prosa. Hace un tiempo me

interesé por la proporción de las sílabas tónicas en prosa e hice algunos cálculos.

En poesía, la proporción normal está en torno al cincuenta por ciento; es decir, por

lo general, en poesía, una de cada dos sílabas es tónica: Tum ta Tum ta ta Tum Tum ta,

etc. En prosa, esa proporción desciende a una sílaba tónica de cada dos o cuatro: ta Tum

tatty Tum ta Tum ta-tatty, etc. En textos discursivos o técnicos, sólo una de cada cuatro

o cinco sílabas puede ser tónica; la prosa de los libros de texto tiende a cojear impedida

por una superfluidad de flagrantes e innecesarios polisílabos escasamente acentuados.

La prosa de Tolkien se ciñe a la proporción normal en narrativa de una silaba tónica

de cada dos o cuatro. En pasajes de mucha acción y emoción la proporción se acerca al

cincuenta por ciento, como en poesía; pero sólo las palabras de Tom pueden medirse.

El acento rítmico en prosa es bastante fácil de identificar y contar, aunque dudo que

dos lectores cualesquiera de un pasaje en prosa pongan los acentos exactamente en los

mismos lugares. Otros elementos del ritmo en la narrativa son menos físicos y muchos

más difíciles de cuantificar, pues no guardan relación con una repetición audible, sino

con la estructura rítmica de la propia narrativa. Estos elementos son más largos, más

extensos y mucho más esquivos.

El ritmo es repetición. En poesía se puede repetir cualquier cosa: un acento rítmico,

un fonema, una rima, una palabra, un verso, una estrofa. Su formalidad proporciona una

libertad infinita a la hora de establecer la estructura rítmica.

¿Qué se puede repetir en la prosa narrativa? En la narrativa oral, que generalmente

conserva muchos elementos formales, es posible establecer la estructura rítmica

mediante la repetición de ciertas palabras clave y agrupando acontecimientos en

semirrepeticiones similares, acumulativas: pensad en «Los tres osos» o «Los tres

cerditos». En los cuentos europeos se emplean tríadas; la narrativa norteamericana

tiende más a hacer las cosas en grupos de cuatro. Las repeticiones sirven tanto para

construir la base del acontecimiento climático como para adelantar la historia.

La historia se mueve, y normalmente se mueve hacia adelante. La lectura silenciosa

no precisa de pistas repetitivas para no desorientar al narrador y los oyentes; la gente

puede leer mucho más rápido de lo que habla. Así, los que están acostumbrados a leer

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en silencio esperan por lo general que la narración avance ininterrumpidamente, sin

formalidades ni repeticiones. En el transcurso del siglo XX los lectores se han visto cada

vez más alentados a contemplar los relatos como un camino bien pavimentado,

graduado y sin rodeos, por el que avanzamos lo más rápido posible, sin cambios de

ritmo ni mucho menos pausas, hasta que llegamos —bien— al final y nos detenemos.

«Historia de una ida y de una vuelta»: en el título que Bilbo da a El Hobbit, Tolkien ya

nos ha contado la forma general de su narración, la dirección de su camino.

El ritmo que conforma y dirige su narración es evidente, fue evidente para mí,

porque es muy fuerte y muy sencillo, todo lo sencillo que puede ser un ritmo: dos pasos.

Esfuerzo, descanso. Inspiración, espiración. Un latido del corazón. Un modo de andar, un

paso. Pero a una escala tan vasta, tan susceptible de presentar infinitas variaciones

complejas y sutiles, que lleva la totalidad de la enorme historia de principio a fin, de la

ida a la vuelta, sin vacilar. El hecho es que caminamos de la Comarca al Monte del

Destino con Frodo y Sam. Uno, dos, izquierda, derecha, andando, todo el camino. Y de

vuelta.

¿Cuáles son los elementos que establecen este paso en una distancia tan larga? ¿Qué

elementos se repiten sin variaciones para dar forma al ritmo de la prosa? Los que yo he

visto son: palabras y frases. Imágenes. Acciones. Ambientes. Temas.

Las palabras y las frases, repetidas, son fáciles de identificar. Pero Tolkien, al fin y al

cabo, no está contando su historia en voz alta; al escribir prosa para lectores silenciosos

y sofisticados, no utiliza palabras clave ni frases comunes como hacen los narradores

orales. Este tipo de repeticiones serían tediosas y falsamente ingenuas. No he

encontrado ningún «estribillo» en la trilogía.

En cuanto a las imágenes, las acciones, los ambientes y los temas, me veo incapaz de

separarlos de un modo que resulte provechoso. En una novela con una concepción tan

profunda y una redacción tan inteligente como El Señor de los Anillos, todos estos

elementos operan juntos de un modo indisoluble, simultáneo. Cuando intenté

analizarlos por separado, lo único que conseguí fue deshacer el tapiz y quedarme con un

montón de hilos, pero sin imágenes. Así que me puse a reunirlos todos. Apunté todas las

repeticiones de cualquier imagen, acción, ambiente o tema, sin intentar identificarlas

como algo más que una repetición.

Trabajaba desde la impresión que tenía de que un acontecimiento oscuro de la

historia probablemente estuviera seguido por otro más luminoso (o viceversa); de que

cuando los personajes habían realizado un terrible esfuerzo, luego debían tener un

descanso; de que cada acción provocaba una reacción, nunca de naturaleza previsible —

porque la imaginación de Tolkien era inagotable—, pero que se podían prever de un

modo aproximado, como el día después de la noche y el invierno después del otoño.

Esta alternancia «trocaica» de tensión y alivio es por supuesto un recurso básico de

la narrativa, desde los cuentos populares hasta Guerra y paz; pero la confianza que

Tolkien tiene en ella es asombrosa. Es una de las cosas que hacen que su técnica

narrativa sea poco habitual para mediados del siglo XX. Una tensión continua,

psicológica o emotiva, y un rápido ritmo narrativo desde el principio hasta el clímax,

caracterizan gran parte de la ficción de la época. A los lectores con esas expectativas, el

lento pero insistente esquema tensión/alivio de Tolkien les pareció, y les parece,

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simplista, primitivo. Otros pueden considerarlo una técnica sutil, notablemente sencilla,

para hacer que el lector recorra un camino largo y siempre provechoso.

Mi intento era localizar los mecanismos con los cuales Tolkien establece este ritmo

básico en la trilogía; pero la idea de trabajar con la totalidad de la inmensa saga era

aterradora. Tal vez algún día yo o algún valeroso lector pueda identificar las estructuras

más amplias de las repeticiones y alternancias a lo largo de todo el relato. Yo reduje mi

campo de trabajo a un capítulo, el octavo del Tomo I, «Niebla en las Quebradas de los

Túmulos»: unas catorce páginas, escogidas casi arbitrariamente. Quería que en el texto

seleccionado hubiera algún viaje, porque es un componente fundamental de la historia.

Leí el capítulo de principio a fin apuntando todas las imágenes, acontecimientos y tonos

emotivos importantes, prestando especial atención a las repeticiones o grandes

similitudes de palabras, frases, escenas, acciones, sentimientos e imágenes. Muy pronto,

antes de lo que esperaba, empezaron a surgir repeticiones, incluyendo un esquema

binario positivo/negativo de alternancia o inversión.

Éstos son los principales elementos recurrentes que listé (las referencias de página

corresponden a la edición en lengua inglesa de George Allen & Unwin de 1954):[4]

• Una visión o vista de una gran extensión (tres veces: en el primer párrafo; en

el quinto párrafo, y en p. 157, cuando la visión se introduce de nuevo en la

historia)

• La imagen de una única figura recortándose en el cielo (cuatro veces: Baya

de Oro, p. 147; la piedra erguida, p. 148; el tumulario, p. 151; Tom, pp. 153 y

154. Tom y Baya de Oro son figuras brillantes a la luz del sol; la piedra y el

espectro son figuras oscuras y amenazadoras en la niebla)

• Menciones de los puntos cardinales: frecuentes, y a menudo con

connotaciones benignas o malignas

• La pregunta «¿Dónde estáis?» (tres veces: p. 150, cuando Frodo pierde a sus

compañeros, los llama y no obtiene respuesta; p. 151, cuando le responde el

tumulario, y Merry, en p. 154, «¿De dónde vienes, Frodo?», la respuesta de

Frodo «Me creí perdido», y Tom «Habéis vuelto a encontraros a vosotros

mismos, saliendo de las aguas profundas»)

• Frases que describen el paisaje lleno de colinas por el que cabalgan y

caminan, el olor a hierba, la cualidad de la luz, las subidas y bajadas y las

cimas de las colinas donde se detienen: algunas benignas, otras malignas

• Imágenes asociadas de calina, niebla, aire turbio, silencio, confusión,

inconsciencia, parálisis (que se presagia en p. 148, en la colina de la piedra

erguida, se intensifica en p. 149, cuando avanzan, y alcanza su clímax en p.

150, en el túmulo), que se invierten en imágenes de luz solar, claridad,

resolución, reflexión, acción (pp. 151-153)

Lo que yo llamo inversión es una pulsación adelante y atrás entre polaridades de

sentimiento, ambiente, imagen, emoción, acción, ejemplos de la pulsación tensión/alivio

que considero parte fundamental de la estructura del libro. Hice una lista con algunos

de estos grupos binarios o polaridades, anteponiendo el elemento negativo al positivo,

aunque no siempre éste es el orden de aparición. Cada una de estas inversiones o

pulsaciones aparece más de una vez en el capítulo, algunas en tres o cuatro ocasiones.

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oscuridad / luz diurna

descanso / seguir adelante

vaguedad / percepción vívida

pensamiento confuso / claridad

sensación de amenaza / comodidad

aprisionamiento o trampa / libertad

lugar cerrado / espacio abierto

temor / coraje

parálisis / acción

pánico / reflexión

olvido / recuerdo

soledad / compañía

horror / euforia

frío / calor

Estas inversiones no son simples giros binarios. Lo positivo es la causa o la

consecuencia del estado negativo, y lo negativo del positivo. Cada yang contiene su yin,

cada yin contiene su yang. (No utilizo los términos chinos a la ligera; creo que encajan

con la concepción de Tolkien del funcionamiento del mundo).

La dirección es muy importante en todo el libro. Creo que no hay momento en que

no sepamos, literalmente, dónde está el norte y en qué dirección van los protagonistas.

Dos de los puntos cardinales tienen un valor emocional bastante claro y coherente: el

este posee connotaciones negativas, y el oeste es benigno. El norte y el sur son más

variables, dependiendo de dónde nos encontremos en el tiempo y el espacio; en general

creo que el norte es una dirección melancólica, y el sur, peligrosa. En un pasaje del

principio del capítulo, una de las tres grandes «vistas» nos ofrece todos los puntos

cardinales, uno a uno: al oeste, el Bosque Viejo y la invisible y querida Comarca; al sur, el

río Brandivino «se alejaba hacia regiones desconocidas para los hobbits»; al norte, «una

lejanía oscura e indistinta»; y al este, «una conjetura azul y un esplendor remoto y

blanco… unas montañas altas y distantes», adonde los llevará su peligroso camino.

Los puntos cardinales de los nativos norteamericanos y de la brújula aeronáutica —

arriba y abajo— también están firmemente establecidos. Sus connotaciones son

complejas. Arriba suele ser un poco mejor que abajo, las cimas de las colinas mejor que

los valles; pero las Quebradas de los Túmulos —colinas— son un sitio funesto para

estar. La cima de la colina donde se duermen bajo la piedra erguida es un mal lugar,

pero hay un hueco, como dispuesto para contener la maldad. El peor lugar de todos es

debajo del túmulo, pero Frodo llega hasta allí subiendo una colina. Cuando giran hacia

abajo y hacia el norte, al final del capítulo, les alivia dejar las tierra altas; pero están

volviendo al peligro del Camino.

De igual modo, la imagen repetida de una figura recortada sobre el cielo —que se ve

arriba desde abajo— puede ser benevolente o amenazadora.

Cuando la narración se intensifica y concentra, de repente el número de personajes

disminuye hasta que queda sólo uno. Frodo, a pie, va delante de los otros, viendo lo que

supone que es el camino que sale de las Quebradas de los Túmulos. Sus percepciones

son cada vez más ilusorias: dos piedras erguidas como «pilares de una puerta

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descabezada», que no ha visto antes (y tampoco verá cuando los busque después); una

niebla que se forma rápidamente; voces que lo llaman por su nombre (desde el este);

una colina, que él debe subir después de perder (ominosamente) el sentido de la

orientación. En la cima, «La oscuridad era completa. “¿Dónde estáis?”, gritó como en un

lamento». Este grito no obtiene respuesta.

Cuando ve el gran túmulo cernirse sobre él, repite la pregunta, «irritado y

temeroso», «¿Dónde estáis?». Y esta vez le responde una voz profunda y fría que viene

desde el suelo.

La acción clave del capítulo, dentro del túmulo, concierne a un Frodo que está solo y

completamente desesperado, horrorizado, helado, confundido y con el cuerpo y la

voluntad paralizados, una auténtica pesadilla. El proceso de inversión —de escapar—

no es sencillo ni directo. Frodo pasa por varias fases o etapas para deshacer el maligno

hechizo.

Mientras yace paralizado en una tumba en la oscuridad, sobre la fría piedra, se

acuerda de la Comarca, de Bilbo, de su vida. La memoria es la primera clave. Piensa que

ha llegado a un final terrible, pero se niega a aceptarlo. Se queda «pensando y

recobrándose», y mientras lo hace la luz empieza a brillar.

Pero lo que le muestra es horrible: sus amigos yacen como muertos, y «sobre los tres

cuellos se veía una larga espada desnuda».

Empieza una canción —una especie de inversión torpe y macabra de los alegres

cantos de Tom Bombadil— y ve, en una imagen memorable, que «un brazo largo

caminaba a tientas apoyándose en los dedos y venía hacia Sam… y hacia la empuñadura

de la espada puesta sobre él».

Deja de pensar, deja de recobrarse, olvida. Aterrorizado, piensa en ponerse el Anillo,

que, aunque no se ha mencionado en todo el capítulo, tiene escondido en el bolsillo. El

Anillo, evidentemente, es la imagen central de todo el libro. Su influencia es

absolutamente funesta. Sólo pensar en ponérselo es imaginarse a sí mismo

abandonando a sus amigos y justificando su cobardía: «Gandalf mismo admitiría que no

había otra cosa que hacer».

Su valor y el amor que siente por sus amigos despiertan gracias a su imaginación:

escapa de la tentación por una (re)acción violenta e inmediata, y aferra la espada y

golpea el brazo que avanza a tientas. Se oye un grito, cae la oscuridad, y Frodo se

desploma sobre el cuerpo frío de Merry.

Con ese contacto recupera por completo la memoria, que le había arrebatado el

encantamiento de la niebla: recuerda la casa bajo la Colina, la casa de Tom. Recuerda a

Tom, que es la memoria de la Tierra. Con eso se acuerda de sí mismo.

Ahora recuerda el hechizo que Tom le dio por si lo necesitaba, y lo pronuncia, al

principio «con una vocecita desesperada» y luego, con el nombre de Tom, en voz alta y

clara.

Y Tom responde: la respuesta inmediata, correcta. El encantamiento se ha roto. «La

luz entró a raudales, luz verdadera, la pura luz del día».

El aprisionamiento, el miedo, el frío y la soledad invierten la libertad, la alegría, el

calor y la compañía… con un último y elegante toque de horror: «Frodo dejaba el túmulo

por última vez cuando creyó ver una mano cortada que se retorcía aún como una araña

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herida sobre un montón de tierra». (El yang siempre tiene una pizca de yin en su

interior. Y al parecer Tolkien no sentía ni una pizca de amor por las arañas).

Este episodio es el punto álgido del capítulo, el punto de máxima tensión, la primera

prueba real de Frodo. Todo lo anterior llevaba hacia él con tensión creciente. Está

seguido de un par de páginas de alivio y liberación. Que los hobbits tengan hambre es

una señal excelente. Después de recuperar el bienestar, Tom entrega armas a los

hobbits: unas dagas forjadas, les cuenta algo sombrío, por los Hombres de Oestemesse,

enemigos del Señor Oscuro en los años oscuros de antaño. Frodo y sus compañeros,

aunque aún no lo saben, son por supuesto los enemigos de ese señor en esta edad del

mundo. Tom habla —por medio de enigmas, sin mencionarlo— de Aragorn, que no ha

aparecido todavía en la historia. Aragorn es una figura puente entre el pasado y la época

presente; y mientras Tom habla, los hobbits tienen una visión momentánea, vasta y

extraña, de las profundidades del tiempo y de unas figuras heroicas, la última de las

cuales «llevaba una estrella en la frente»: un presagio de su saga y del conjunto de la

inmensa historia de la Tierra Media. «Luego la visión se desvaneció y se encontraron de

nuevo en el mundo soleado».

El relato prosigue ahora con menos suspense o tensión argumental, pero con el

mismo ritmo y la misma complejidad narrativa. Hemos vuelto y nos dirigimos hacia el

resto del libro, como antes. Hacia el final del capítulo, el argumento más vasto, el

suspense más grande, la tensión bajo la que todos se encuentran, empieza a asomar de

nuevo en la mente de los personajes. Los hobbits han caído en una sartén y han

conseguido salir, como hicieron antes y como volverán a hacerlo, pero el fuego del

Monte del Destinó sigue ardiendo.

El viaje continúa. Andando, a caballo. Paso a paso. Tom los acompaña y la jornada es

tranquila, bastante cómoda. Por fin, a la puesta de sol llegan de nuevo al Camino, que

«corría casi del suroeste al nordeste, y a la derecha caía abruptamente hacia una ancha

hondonada». Los augurios no son demasiado buenos. Y Frodo menciona —sin llamarlos

por su nombre— a los Jinetes Negros, por quienes abandonaron el Camino

originalmente. Un miedo helado se apodera otra vez de ellos. Tom no puede

tranquilizarlos: «De lo que se extiende al este nada sé». Incluso sus dáctilos son tristes.

Parte hacia el crepúsculo, cantando, y los hobbits siguen su camino, los cuatro solos,

conversando un poco. Frodo les recuerda que no deben llamarlo por su nombre. Es

imposible evitar la sombra de la amenaza. El capítulo que empezó con una

esperanzadora visión de un amanecer de luz termina en las tinieblas de un atardecer

agotador. Éstas son las últimas frases:

La oscuridad cayó rápidamente mientras subían y bajaban las lomas, hasta que al fin

vieron luces que resplandecían a lo lejos.

Delante, cerrándoles el paso, se levantaba la colina de Bree, una masa oscura contra

las estrellas neblinosas; bajo el flanco oeste anidaba una aldea grande. Fueron hacia allí

de prisa, sólo deseando encontrar un fuego, y una puerta que los separara de la noche.

Estas pocas líneas de simple descripción narrativa están llenas de rápidas

inversiones: oscuridad / luces que resplandecían, subir / bajar lomas, la aparición de la

colina de Bree / la aldea de debajo (al oeste), una masa oscura / estrellas neblinosas, un

fuego / la noche. Son como golpes de tambor. Al leer las líneas en voz alta no puedo

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evitar pensar en un final de Beethoven, como en la Novena Sinfonía: la certeza y la

definición absolutas de las cuerdas y silencio, repetidos, una y otra vez. Sin embargo, el

tono es tranquilo, la lengua es sencilla y las emociones que se evocan son igualmente

tranquilas, sencillas, comunes: el deseo de que llegue el final de la jornada, para estar a

cobijo, junto al fuego, fuera de la noche.

Después de todo, la trilogía termina con una nota muy similar. De la oscuridad a la

luz del fuego. «Bueno, dice Sam, estoy de vuelta».

Una ida y una vuelta… En este único capítulo, algunos de los grandes temas del libro,

como el Anillo, los Jinetes, los Reyes del Oeste, el Señor Oscuro, se tocan sólo una vez, o

apenas indirectamente. No obstante, este pequeño fragmento del gran viaje es parte

integral del conjunto en los sucesos y las imágenes: el tumulario, antaño sirviente del

Señor Oscuro, aparece del mismo modo que aparecerá Sauron en el clímax de la

historia, amenazante, «una figura alta y oscura como una sombra que se recortaba

contra la estrellas». Y Frodo la derrota, gracias a la memoria, la imaginación y un acto

inesperado.

El capítulo mismo es un «latido» de la inmensa estructura rítmica del libro. Cada uno

de sus acontecimientos y escenas, por vividos, particulares y locales que sean, repiten,

recuerdan o presagian otros acontecimientos e imágenes de todas las partes del libro

gracias a la repetición o la insinuación de partes del esquema del conjunto.

Creo que es un error considerar la historia como un simple movimiento de avance.

La estructura rítmica de la narrativa es como un viaje y como una compleja obra

arquitectónica al mismo tiempo. Las grandes novelas consisten en una serie de

acontecimientos, pero también en un lugar, un paisaje de la imaginación que podemos

habitar y al que podemos volver. Es posible que esto se vea con especial claridad en el

«universo secundario» de la fantasía, donde no sólo la acción sino también el escenario

son invenciones reconocidas del autor. Basándose en la simplicidad irreductible del

verso trocaico, tensión / descanso, Tolkien construye un esquema rítmico estable,

infinitamente complejo, en un espacio y un tiempo imaginarios. El formidable paisaje de

la Tierra Media, el universo psicológico y moral de El Señor de los Anillos, está hecho de

repeticiones, semirrepeticiones, indicaciones, presagios, recuerdos, ecos e inversiones.

A través de él, la historia avanza a su paso firme y humano. Es una ida y una vuelta.

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EL DOMINGO MÁS LARGO

DIANE DUANE

ún puedo ver la luz de la mañana, la manera en que caía sobre el empapelado

amarillo con flores y ligeramente descolorido de la pared del comedor en la parte

delantera de nuestra casa. Eran las seis y media de la mañana. Levanté la vista,

aturdida por esa repentina luz que se colaba en la oscuridad después de haber

acabado la lectura del segundo tomo de El Señor de los Anillos, y pensé

completamente horrorizada:

¡Hay otro tomo y yo no lo tengo!

¡Y HOY ES DOMINGO!

Samsagaz estaba de bruces delante de la puerta cerrada. La flecha de guerra seguía

su camino en pos de Rohan. Gondor estaba a punto de ser sitiada. Unas sombras negras

volaban alto en el cielo; la Tierra Media tenía graves problemas. Y mi situación era casi

igual de mala, porque la librería de la ciudad cercana, donde había comprado los dos

primeros tomos de El Señor de los Anillos, estaba cerrada. Estábamos a mediados de la

década de los sesenta, en los suburbios de Nueva York, y donde nosotros vivíamos lo

único que se encontraba abierto los domingos eran las iglesias.

Mi desesperación no tenía nada que envidiar a la de Sam, pensé. Y entonces

reflexioné sobre lo que acababa de pensar, porque la Tierra Media, un mundo del que

apenas sabía nada un par de días antes, era ahora más importante para mí que el mío.

Todavía no sé por qué compré los dos primeros tomos y no el tercero. ¿Es que el tío

de la librería (que no era ningún experto) no sabía que había otro? ¿No lo sabía yo, o no

me importó? Aun después del tiempo transcurrido, me gustaría conceder al librero

cierta posibilidad de perdón. A veces, cuando tengo prisa, no soy muy observadora.

¿Realmente pasé por alto todas las referencias al tercer tomo? ¿Vi el libro, le eché una

ojeada, me di cuenta de que era algo especial, y luego simplemente cogí lo que había y

me fui corriendo con él, sin prestar atención a detalles menores como la existencia de

otros tomos, pero consciente de que me había topado con algo novedoso?

En aquel momento ya no tenía importancia. Sufría ese tormento particular que sólo

conocen los lectores compulsivos que no pueden terminar lo que están leyendo. Como

(por suerte) leo muy rápido, me había aficionado a leer cualquier libro de una sentada.

En ocasiones si el tema era demasiado radical o emocionante, las consecuencias de esto

podían ser bastante cómicas. Una vez recibí una zurra, después de que me pasara una

tarde demoledora en la biblioteca leyendo Tropas del espacio, cuando volví a casa y

expliqué inmediatamente a mi padre, con una condescendencia del todo inconsciente

pero sólida como una roca, que todas las guerras se debían a la presión de la población.

Entonces tenía nueve años, y aún me sorprende la insensatez (o el taimado descaro) del

A

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bibliotecario que puso el libro en el sector infantil, justo al lado de Jones, el hombre

estelar. Para colmo, yo solía tomarme mis lecturas más en serio de lo que es habitual,

posiblemente porque las utilizaba para mitigar los efectos de una infancia bastante

aburrida. Entonces, como ahora, la lectura como calmante tenía dos efectos: mejoraba la

situación y, en ocasiones, la empeoraba, porque el hecho de que una persona «estuviera

siempre con las narices metidas en los libros» llamaba la atención de la gente, como si

hubiera otro lugar mejor para meter las narices (¿en la vida de otra persona? ¿Donde no

ha sido invitado?).

En aquel entonces, yo era apenas consciente de que mis padres consideraban que

esta tendencia mía al escapismo era un poco desconcertante, quizás signo de

inestabilidad. Se trataba de un caso leve de algo que después he visto con mucha más

virulencia: la sospecha de que no es bueno permitir que los niños lean literatura

fantástica, ya sea porque se piense que el niño es incapaz de distinguir la realidad de la

fantasía, o porque se tenga la sensación de que los adultos tienen en cierto modo la

terrible responsabilidad de mantener las narices de la siguiente generación firmemente

pegadas a la despiadada realidad hasta que ese sensible apéndice haya perdido más allá

de toda esperanza de recuperación la capacidad de reconocer que hay cosas de las que

vale la pena escapar, y lugares (reales y no reales) a los que vale la pena huir.

Más tarde descubrí con placer que Tolkien no se hacía ilusiones sobre esta particular

percepción de los «preocupados adultos»: él creía que la gente que más se preocupaba o

alarmaba por la posibilidad de que otras personas escaparan eran los carceleros. Sin

embargo, en ese entonces yo ya intuía que estaba prisionera en un mundo que no me

importaba especialmente, y esperaba poder liberarme algún día de las presentes

circunstancias. Mientras tanto, tenía que decidir adónde iría y qué haría con mi vida

cuando llegara el momento de ir a la universidad, y lo que seguiría después. Y por eso

leía con voracidad, evaluando todas las opciones posibles, investigando todo lo

buenamente que podía cómo era el mundo, sobre todo las partes del mundo que no se

parecían en nada a una «ciudad dormitorio» de los suburbios de Nueva York.

En mi tiempo libre exploraba el mundo distante viviendo en la biblioteca local. Los

otros niños podían perseguirme y llamarme rata de biblioteca cuando saliera, pero

mientras estaba allí me encontraba en un santuario tan seguro como una iglesia. Y había

mucho más que leer. Por medio de los libros exploré desiertos, otros océanos que no

eran el Atlántico, ciudades lejanas y exóticas (incluso Nueva York, adonde aún no me

dejaban ir sola y que podría haber estado tan lejana en el tiempo y el espacio como la

Atlántida, por lo poco que me servía su presencia a sólo cincuenta kilómetros hacia el

oeste). Miraba con intenso anhelo las imágenes de montañas, sobre todo, y

especialmente los Alpes, como si fueran un lugar adonde iría alguna vez, no importaba

lo que hiciese. Eran casi un símbolo del mundo real, un mundo interesante y

emocionante en el que valía la pena hacer cosas, que para mí era aún más efectivo como

símbolo del mundo que el espacio exterior; la llegada del hombre a la luna en 1969 me

había conmovido profundamente.

Cuando empecé a leer La Comunidad del Anillo no tenía idea de lo que iba a pasar en

ese libro, o de adónde iba a llevarme. Había montañas, que me encantaron… en parte

porque no sólo estaban allí: en ellas sucedían cosas que de repente afectaban

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profundamente a gente y criaturas que importaban. Poco después, el placer de lugares

lejanos se vio superado por algo mucho más trascendente. Toda aquella tarde del

viernes, después de la escuela, y la noche hasta muy tarde, y todo el sábado y la noche

hasta tarde, y luego el domingo por la mañana, estuve completa y literalmente fuera de

este mundo. Y entonces, en esta súbitamente desolada mañana del domingo, sentada en

el comedor, sola —eran las seis y media de la mañana y nadie iba a levantarse durante

un buen rato—, me encontré completamente involucrada en unas circunstancias que

nunca había imaginado, que hacían que mis problemas, y de hecho cualquier otro

problema del que tuviera constancia, parecieran insignificantes y pequeños en

comparación. La idea de que había cosas mucho, mucho más importantes en el mundo

por las que preocuparse que si yo iba conseguir alguna vez atravesar y superar una

infancia que no era muy interesante ni muy placentera cayó sobre mí con toda su fuerza.

De repente sentí que me enfrentaba con el tema del mal absoluto. Me asombraba que no

le hubiera prestado especial atención antes. Ahora me daba cuenta de que lo había

tenido delante toda la vida, como un rinoceronte en la sala de estar, y me parecía que

tenía la obligación de adoptar alguna postura al respecto.

Entonces (y durante mucho tiempo después), evité pensar en quién o qué me

imponía esa obligación, o en cómo el hecho de que yo adoptara una postura podía

cambiar en algo el estado del mundo. Todavía hoy sigo sin encontrar una respuesta

satisfactoria a esa pregunta. Pero aquel domingo no le dediqué más que algunos

minutos de reflexión. Estaba completamente abrumada por la idea de tener que esperar

un día entero para saber qué pasaba después. Era insoportable. Mis familiares me

observaban mientras andaba por la casa con expresión abatida y varias veces me

preguntaron qué me pasaba. Intentar explicárselo fue un error. Mi padre se limitó a

encogerse de hombros y a decir: «No es más que un libro; no te emociones tanto». Y

luego hurgó un poco en la herida añadiendo: «Deberías haber comprobado que no había

un tercer tomo antes de marcharte de la librería». Vale, gracias, papá. La próxima vez

que una araña gigantesca te muerda en el cuello ya veremos si te echo una mano.

El resto del día y de la noche (durante la cual sólo me dormí tarde y mal) pasó

lentamente como una mala imitación de la definición humorística de la relatividad de

Einstein. Pero, al fin, llegó la mañana del lunes. Antes tenía que ir a la escuela, algo

bastante más pesada que lo habitual: las ocho horas que transcurrieron entre la entrada

y la salida me parecieron más largas que cualquier desierto y más desafiantes que

cualquier montaña. Estuve todo el rato pensando en Caradhras el Cruel —todas las

dificultades que había superado la Comunidad del Anillo; total, ¿para qué?— y en el

pobre Sam tendido de bruces, y en Frodo, lejos, vivo, aunque tal vez no por mucho

tiempo, ¿quién podía saberlo? La cuestión me tuvo en vilo todo el día, porque lo que me

había conmovido cuando leí los dos primeros tomos fue esa especie de cualidad

despiadada que tiene el texto de Tolkien, no tanto una transparencia del argumento

como una sujeción absoluta a las necesidades, no las del autor, sino las del mundo sobre

el —o en el— que estaba escribiendo. La Tierra Media parecía tener sus propios planes,

al servicio de los cuales quizás estaba Tolkien, de una manera muy especial, y se me

había ocurrido que tal vez lo que le exigía ese mundo, a él o a mí, no fuera un final feliz.

Conseguir el tercer tomo me inspiraba terror; al mismo tiempo, estaba impaciente.

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Al fin, como suele suceder en este universo, el tiempo pasó y llegaron las tres y

media, y escapé de ese lugar de tormento a gran velocidad, y corrí hacia la calle

principal de la pequeña ciudad, y tomé el autobús hasta la ciudad vecina, donde se

encontraba la librería. Entré precipitadamente y fui directamente al estante donde

había encontrado los dos primeros libros, y vi el tercero, y lo aferré como si fuera el

corazón que se me había salido del cuerpo, y a punto estuve de olvidarme de pagarlo,

porque cuando llegué a la puerta donde estaba la caja ya lo estaba leyendo.

Hasta el día de hoy no recuerdo cómo llegué a casa. Me interesaba mucho más lo que

ocurría en las llanuras de Rohan y en la torre de Cirith Ungol. Y después de acabar el

libro aquella noche, tardé mucho tiempo en dormirme, porque sufría una especie de

desfase horario del alma. El mundo en el que vivía se había ampliado

inconmensurablemente, pero también, de algún modo, se había contraído en

comparación con aquel otro, que no era más «real» —en ese aspecto no me engañaba en

absoluto— sino mejor. Sin embargo, como era la primera vez que experimentaba un

mundo creado con ese nivel de imaginación, también tenía la extraña sensación de que

llevaba allí mucho, mucho tiempo… y de que, aun después de cerrar el libro, ese mundo

seguiría existiendo en alguna otra parte. Que siguiera allí cuando volviera a abrir el libro

parecía casi una casualidad, como cuando una habitación que uno ha abandonado sigue

allí (salvo que caiga un meteorito u ocurra algún otro desastre parecido) cuando se abre

la puerta otra vez. En ese momento, al menos, no me apetecía dejar el libro cerrado

mucho tiempo. Empecé a leerlo de nuevo enseguida, y es probable que durante el mes

siguiente fuera una firme aspirante al premio a la persona que lee la trilogía más veces

por semana.

El Señor de los Anillos fue lo que hizo de mí una escritora. Siempre había escrito

cuentos para divertirme, normalmente del estilo de lo que estuviera leyendo en ese

momento: en esa época mis obras oscilaban entre lo que ahora se consideraría una

ciencia ficción bastante «dura» y los cuentos de hadas al estilo de los de E. Nesbit. Pero

entonces me puse a escribir una serie de relatos de «fantasía épica» no muy profundos

que imitaban salvajemente el libro de Tolkien, y el Anillo dominó mi paisaje imaginativo

interior durante los aproximadamente veinte años siguientes. Todavía pensaba en los

Alpes, pero ahora la gran cordillera incluía Celebdil y Fanuidhol, y Caradhras el Cruel

estaba en mi mente con la misma frecuencia; los océanos seguían interesándome, pero

aquel que se atravesaba al salir de los Puertos Grises había adquirido connotaciones

más profundas. El dolor de aquel larguísimo domingo desapareció con rapidez y me

dejó con algo mucho mejor: un mundo disponible para vivir en él cuando el

aburrimiento hiciera que éste fuera insoportable.

En el sentido más amplio, la vida siguió como lo hace normalmente, y avanzó, y

eventualmente tomó direcciones inesperadas. Fui a la universidad. Fracasé como

estudiante de física, pero me fue bien con la enfermería. Me gradué con una preferencia

por el trabajo en el campo de la psiquiatría. Y conseguí un «trabajo en el mundo real»,

que resultó satisfactorio, pero también frustrante en algunos aspectos; y yo tenía

necesidades que la enfermería no podía satisfacer. Seguí escribiendo, por diversión, o a

veces para confusión de quienes me rodeaban. Para mi sorpresa, terminé dejando la

enfermería e intentando ganarme la vida con la escritura. Y de repente me hallé

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escribiendo un libro, una obra fantástica basada en una Tierra alternativa vagamente

medieval, aunque parezca mentira. Una editorial compró el libro y de repente yo

también me convertí en escritora. Un chiste que se decía en casa en aquella época es que

si hubiera sabido la cantidad de tiempo de lectura que me iba a quitar el hecho de

escribir, tal vez no habría continuado. Pero independientemente de eso, un libro que

sigo leyendo una y otra vez, al menos una vez al año, es el Anillo.

Con el tiempo fui a las montañas. Todavía recuerdo aquella primera impresión al

mirar el panorama de cumbres nevadas, extendiéndose infinitamente por todo el

horizonte como las olas del mar: más grandes que yo, más viejas que yo, más reales que

yo en cierto sentido; en su presencia el cuerpo y la personalidad parecían, de repente,

pequeños, evanescentes e insignificantes. Es una buena experiencia, creo, que he tenido

la oportunidad de vivir con frecuencia en los últimos años. Pero la última vez sucedió

algo inesperado.

Me encontraba en el monte Rigi, en medio de Suiza. Era primavera. Había salido a

pasear una mañana, a un lugar con una vista especialmente bonita. No hay carreteras

que suban hasta allí, sólo senderos y praderas, y mientras atravesaba una miré la hierba

y vi algo que no había esperado: unas florecillas blancas, de seis pétalos, de unos tres

centímetros. Y una voz, la voz de Sam, dijo en mi mente: «¿Recuerdas la elanor, la

estrella del sol, que crecía en la hierba de Lórien?».

Me incliné para verla más de cerca. Las florecillas resultaron ser Crocus alpinus, el

azafrán alpino. Pero lo que no dicen las referencias botánicas es que el Crocus alpinus

arroja una versión «deportiva» en un bulbo de cada doce aproximadamente: una

versión de seis pétalos con pequeñas puntas de un dorado pálido al final de los pétalos.

Son lo suficientemente raras para hacer que se las busque, una vez que se empieza a

verlas. Son (creo) las elanor. Tolkien estuvo de vacaciones en estas montañas, y seguro

que las vio.

Me erguí en el pequeño campo de elanor y miré más allá de la «espalda» de Rigi,

hacia las montañas más altas. Si sus devotos llaman a Rigi (por alguna razón

etimológica) «la reina de las montañas», también lo hacen con una especie de rebelión,

porque en el fondo, desde su cumbre, se pueden ver montañas de un carácter más regio,

por no decir imperial: el Eiger, el Monch, el Jungfrau. Tolkien hizo una excursión al pie

de estas montañas, antes de ir a la guerra. Y cuando aparté la vista de mi primera elanor,

miré al otro lado del gran abismo de aire azul y las vi allí, como tal vez hiciera él (porque

probablemente Tolkien también siguiera esta vía de tren cremallera): Celebdil,

Fanuidhol y Caradhras el Cruel; el Cuerno de Plata, el Monte Nuboso y el terrible Cuerno

Rojo. Durante apenas un instante, genuina y físicamente, estuve en la Tierra Media.

La realidad se reafirmó, pero sólo con dificultad. Recuerdo, después de aspirar unas

pocas veces, haber experimentado tal vez no tanto una afinidad con Tolkien —eso

habría sido una insolencia—, sino una extraña sensación de cierre. Y si hubiera tenido

alguna duda sobre el perdurable poder de su obra, en ese momento se habría

desvanecido sin dejar rastro. Empecé a preguntarme si la única manera de juzgar el

poder de la obra de un escritor es ver hasta qué punto «contamina» el mundo en el que

vive su lector. Cuando las palabras y las imágenes comienzan a insinuarse

inesperadamente en la vida y todo parece remitirse a esa obra o recuerda a cosas que se

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han visto en ella, entonces se sabe que un segundo creador —de una habilidad

inusual— ha estado trabajando dentro de uno. Y cuando se encuentra un ejemplo

concreto de algo «real», que el escritor ha metido en su propio mundo y lo ha hecho

suyo, de repente hace que el mundo «real» parezca más mágico de lo que es en realidad;

ésa es la más poderosa de las brujerías. El hecho de que El Señor de los Anillos sea

responsable indirecto de casi todo (o al menos tenga algo que ver con ello) lo que tiene

valor en mi vida actual, no tiene importancia frente a la magia extraordinaria de hacer

que la realidad sea más real, de añadirle algo que nunca hubiera estado allí de no ser

por la sobrecogedora imaginación de un hombre. Gracias a Tolkien, el universo tendrá

una magia genuina que perdurará siempre, incluso cuando toda ella desaparezca y las

tapas del libro se cierren por última vez.

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TOLKIEN DESPUÉS DE TODOS ESTOS

AÑOS

POUL ANDERSON

urante mucho tiempo, Tolkien fue un enigma para los críticos, sin embargo no lo

fue para los lectores en general. Las cifras de ventas no son muy precisas, pero

recientemente se calculó que la obra más popular de Tolkien, El Señor de los

Anillos, publicada en más de treinta lenguas, ha vendido más de cincuenta

millones de ejemplares en todo el mundo. Y varias encuestas han proclamado en

los últimos años que El Señor de los Anillos es el libro del siglo. Personalmente, creo que

estas encuestas y declaraciones no tienen mucho significado real, pero hay una verdad

que es innegable, y es que El Señor de los Anillos es una novela muy querida por un gran

número de lectores.

Leí El Hobbit y El Señor de los Anillos por primera vez en el verano de 1973, cuando

tenía trece años. Había ido a visitar a mi hermana mayor, y la estaba molestando de esa

manera que tan bien se les da a los hermanos pequeños. Además, estaba aburrido, y

después de echar un vistazo a su librería y quejarme de que no había nada para leer,

salió de la cocina pisando muy fuerte, tomó los libros de Tolkien de la estantería y me

los arrojó con unas pocas órdenes inconexas: «Aquí tienes. Léete éstos. Te gustarán.

Ahora déjame en paz».

Los libros eran de la edición de bolsillo de Ballantine con las surrealistas cubiertas

de Barbara Remington, un paisaje de colores brillantes lleno de emúes, criaturas

reptilianas retorcidas y árboles con frutos bulbosos. Miré los libros con escepticismo

(como todavía miro esas cubiertas), pero estaba desesperado y decidí intentarlo. Y me

pasé los días siguientes completamente absorto en esos cuatro libros. Entonces no sabía

que me pasaría los siguientes treinta años estudiándolos, junto con la vida de Tolkien y

sus otros escritos.

El interés que despertaron en mí los libros de Tolkien ha cambiado en muchos

aspectos con el paso de los años. Al principio me deleitaba en detalles del mundo de la

Tierra Media, en la profundidad de la historia inventada y en las alusiones de historias

que se contaban en parte en los apéndices. En el instituto escribí una obra de teatro

basada en El Hobbit, y la representé con varios amigos. Por ese entonces también

empecé a leer mucha más literatura, tanto cosas que inspiraron a Tolkien (desde

D

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Beowulf, los Eddas y las sagas islandesas hasta los romances en prosa de William

Morris), como de escritores modernos que a su vez se inspiraron en Tolkien.

En la universidad estudié más en serio las literaturas medievales en las que se había

especializado Tolkien, e incluso asistí a un curso de verano en Oxford, donde Tolkien

había vivido y trabajado gran parte de su vida. En la universidad y los años que

siguieron, he seguido todos los temas de estudio que me han interesado, muchos

inspirados por Tolkien, otros no. Este tipo de libertad en mis estudios (sólo posible

fuera de un currículo establecido) me ha permitido seguir un itinerario universitario

impredecible por los reinos de la mitología, los cuentos de hadas y la literatura infantil,

seguidos de estudios textuales, bibliografía, métodos de impresión, producción editorial

e historia de la edición, y muchos otros aspectos que van más allá de lo que

normalmente se considera literatura y crítica literaria.

No creo que mi experiencia sea atípica. Es cierto que no es habitual entre muchos de

mis amigos y colegas tolkienistas, porque creo que quienes estudiamos a Tolkien y

leemos su obra con mucha atención hallamos que sus sutilezas, su inteligencia aguda y

penetrante, hacen que nuestros intereses se expandan en muchas direcciones

inesperadas. Por supuesto, esta observación contradice el núcleo de la supuesta verdad

que los críticos de Tolkien llevan mucho tiempo proclamando, la de que los aficionados

a Tolkien sólo leen a Tolkien, una y otra vez.

Para analizar la recepción por parte de los críticos de las obras de Tolkien, primero

hay que explicar cuánto se ha ampliado la bibliografía de los textos de Tolkien desde su

muerte en 1973 a la edad de ochenta y un años. Durante su vida, y de momento a

excepción de su trabajo académico, las primeras publicaciones literarias de Tolkien sólo

consistían en una pequeña estantería de libros: El Hobbit (1937); el cuento Egidio, el

granjero de Ham (1949); los tres tomos de El Señor de los Anillos (1954-1955); la

pequeña recopilación poética de The Adventures of Tom Bombadil (1962); otro pequeño

libro, con un cuento y un ensayo, titulado Árbol y hoja (1964); el cuento fantástico

independiente El herrero de Wootton Mayor (1967); un ciclo de canciones con los

poemas de Tolkien con música de Donald Swann, The Road Goes Ever On (1967); y la

edición de bolsillo de una antología estadounidense de algunos de estos textos llamada

The Tolkien Reader (1965). De todos estos títulos, las obras principales, en tamaño y

popularidad, son El Hobbit y El Señor de los Anillos.

Desde la muerte de Tolkien ha aparecido una cantidad extraordinaria de sus escritos

hasta entonces inéditos, algunos terminados, otros no. Muy pocos escritores han visto

sus despojos literarios publicados hasta estos extremos y presentados con el cuidado

prodigado en estos textos. Una vez más exceptuando temporalmente su obra académica,

desde la muerte de Tolkien hemos tenido el privilegio de leer otras obras terminadas

para niños, incluyendo El señor Bliss (1982) y Roverandom (1998), ambas ilustradas por

el autor. Otro libro, Las cartas de Papá Noel (1976; una edición ampliada, titulada Cartas

de Papá Noel apareció en 1999), reproduce en facsímil los cuentos y dibujos que

Tolkien, bajo la identidad de Papá Noel, hizo cada año para sus hijos cuando eran

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pequeños. En estas cartas Tolkien desarrolló con gran ingenio una historia imaginaria

para Papá Noel y los otros habitantes del Polo Norte.

A pesar del encanto que tienen todos los libros mencionados, siguen siendo obras

menores en comparación con el mayor logro de Tolkien en la completa creación de la

Tierra Media; es en esta última área donde las publicaciones póstumas de Tolkien son

más notables. La mayoría de estos libros han sido editados por el tercer hijo de Tolkien,

Christopher, cualificado casi como nadie para supervisar literariamente en tanto

ejecutor de la publicación póstuma de los diferentes textos de su padre, pues cuenta con

la misma formación literaria de su padre y siempre ha sentido devoción por sus

escritos. Christopher formó parte del público original para el que se escribió El Hobbit, y

fue el primer crítico de su padre cuando éste escribió El Señor de los Anillos, algunos de

cuyos capítulos le envió en serie a Sudáfrica cuando seguía la instrucción de piloto de la

RAF durante la segunda guerra mundial. Christopher también siguió a su padre

académicamente y se especializó en las mismas lenguas y literaturas medievales. Y,

como su padre, fue profesor de estas asignaturas en Oxford.

La primera publicación importante fue El Silmarillion, en 1977, una versión editada

de las leyendas del «Silmarillion» de Tolkien. (Aquí sigo la convención presente en los

estudios de Tolkien de mencionar en cursiva el libro publicado, como El Silmarillion,

mientras que el «Silmarillion» entre comillas se refiere a las leyendas que fueron

evolucionando en general). Éste fue seguido por una colección de Cuentos Inconclusos en

1980. De 1983 a 1996, los fans de Tolkien recibieron una nueva entrega de textos sobre

la Tierra Media casi cada año, que en total suman doce grandes tomos de la serie de

Christopher Tolkien sobre La Historia de la Tierra Media. Los catorce volúmenes

resultantes —porque deben incluirse los Cuentos Inconclusos y El Silmarillion como

parte de la Historia— abarcan casi sesenta años de trabajo creativo de Tolkien en su

mundo inventado. Estos libros contienen una multitud de cosas fascinantes —algunas

terminadas, aunque la mayoría no lo están— cuya forma oscila desde cuentos, ensayos y

anales hasta gramáticas, mapas, ilustraciones y poemas (los hay cortos, además de

largas poesías narrativas en pareados rimados o versos aliterados). Estas obras se

comentarán después, pero de momento basta decir que estos catorce tomos publicados

a modo póstumo contienen aproximadamente cuatro veces más texto que El Hobbit y El

Señor de los Anillos. Hay que admitir que existen duplicaciones y repeticiones, y que

algunos textos se superponen (sobre todo en los tomos de la Historia que abarcan la

escritura de El Señor de los Anillos); no obstante, la cantidad de material sobre la Tierra

Media que Tolkien escribió a lo largo de su vida es asombrosa.

Cabe señalar aquí unas pocas publicaciones póstumas adicionales. Las cartas de

J.R.R. Tolkien (1981) es una compilación enormemente significativa en el campo de los

estudios de Tolkien, pues el estilo epistolar de Tolkien es en sí mismo muy atractivo, y

las cartas (con frecuencia dirigidas a fans, para responder preguntas específicas sobre

sus escritos) revelan muchos detalles de la creación y las intenciones literarias de

Tolkien que de otro modo nos serían desconocidos. Junto con J.R.R. Tolkien: una

biografía, de Humphrey Carpenter (1977), un libro autorizado para el que Carpenter

tuvo acceso a todos los papeles de Tolkien, las Cartas y la biografía son los mejores dos

puntos de partida para entender a Tolkien como escritor. Para destacar sólo un libro

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adicional, J.R.R. Tolkien: artista e ilustrador (1995), de Wayne G. Hammond y Christina

Scull, muestra otra faceta de las habilidades de Tolkien, con una gran recopilación de

dibujos y pinturas, muchos de los cuales describen escenas y paisajes de la Tierra Media,

proporcionando así otro medio, esta vez visual, de apreciar el mundo de Tolkien.

Volviendo al fin a la respuesta de los críticos, desde el principio los textos de Tolkien

han despertado una primera reacción no tanto intelectual como emocional. Las reseñas

de El Hobbit en la época de su publicación son en su mayor parte agradables, aunque en

ocasiones se confunden un poco cuando intentan hallar un libro con el que compararlo.

(A decir verdad, ninguna de las comparaciones funciona realmente, porque Tolkien hizo

algo completamente nuevo). Egidio, el granjero de Ham, publicado doce años después de

El Hobbit, no llamó mucho la atención. Pero pocos años después, con la publicación de

los tres tomos de El Señor de los Anillos, empezó en serio la polarización de la respuesta

a Tolkien. Aunque El Señor de los Anillos es en realidad una sola novela, se dividió en

tres tomos por razones de marketing, pues el editor tenía la esperanza de que así

dividida y a un precio competitivo, obtuviera el triple de reseñas, mientras que un único

tomo de precio elevado sólo se reseñaría una vez, y probablemente vendiera pocos

ejemplares. La estrategia editorial funcionó.

Algunos nombres importantes, incluyendo a W. H. Auden, Naomi Mitchison y C. S.

Lewis (que también era íntimo amigo de Tolkien), reseñaron los libros con grandes

alabanzas en periódicos de prestigio, pero hubo otros igualmente importantes a quienes

los libros no les gustaron, y lo dijeron con locuacidad. La reseña anti-Tolkien más

notoria es la que Edmund Wilson tituló «¡Oh, esos terribles orcos!» y se publicó en The

Nation en abril de 1956. En ella, Wilson afirma haber leído la novela en voz alta a su hija

de siete años (aunque curiosamente escribe mal el nombre de uno de los personajes

principales, «Gandalph») y dice que El Señor de los Anillos es «esencialmente un libro

para niños, un libro para niños que de algún modo se le ha ido de las manos porque, en

lugar de estar dirigido al mercado “juvenil”, el autor se ha concedido el capricho de

escribir literatura fantástica sólo por el gusto de hacerlo». Aquí radica la acusación

básica que la mayor parte de los detractores de Tolkien le han arrojado en los años

siguientes. El problema, para Wilson, es que es un libro fantástico, y por eso intenta

quitarle importancia diciendo que es para niños. Un estudio de los otros escritos críticos

de Wilson revela que sentía aversión por casi todo lo que fuera fantasía, aunque admitía

que le gustaban los textos de James Branch Cabell, cuyos relatos de Poictesme, un

pequeño reino imaginario situado en el sur de Francia, contienen la picardía y las

insinuaciones sexuales que Wilson esperaba sin duda hallar en las novelas para

«adultos».

La controversia sobre El Señor de los Anillos estalló a mediados de la década de los

sesenta, después de que en Estados Unidos se publicara la primera edición de bolsillo de

los libros y éstos llegaran a las listas de los más vendidos. Pero el argumento básico

contra Tolkien no sufrió muchos cambios. Recientemente, el crítico Harold Bloom ha

tomado un camino ligeramente distinto a la hora de rechazar a Tolkien, confundiendo

erróneamente el extendido crecimiento de su popularidad en los años sesenta con la

idea de que en adelante las obras de Tolkien deben considerarse ancladas en esa época,

desde un punto de vista cultural e histórico. Bloom considera que El Señor de los Anillos

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es lo que él llama (con mayúsculas) una «Obra Temporal», presumiblemente algo que en

cierto momento fue popular por alguna razón incomprensible (para él), pero que no

tardó en caer en el olvido. Bloom no podía estar más equivocado.

Para los medios de comunicación, la publicación póstuma de El Silmarillion en 1977

fue todo un acontecimiento, pero a excepción de unos pocos críticos (entre los que

destacan Anthony Burgess y John Gardner), la mayoría compararon El Silmarillion con

El Señor de los Anillos y hallaron que carecía de la mayor parte de los encantos del

primero. A Cuentos Inconclusos, publicado en 1980, no le fue mejor, y los tomos

posteriores de La Historia de la Tierra Media han sido conscientemente ignorados por

los escritores de reseñas literarias. Vistas ahora, es posible ver que las críticas más

serias de Tolkien se trasladaron de los periódicos y las revistas más importantes a las

publicaciones y libros especializados.

La antipatía de los críticos por Tolkien no es sólo una cuestión de género, sino

también de estilo y tono. En realidad El Señor de los Anillos no es, según las definiciones

de los críticos más severos, una novela, sino, tal como la llamó Tolkien, un «romance

heroico». Este libro constituye un ejemplo de un género que tiene sus orígenes miles de

años antes, en la Ilíada y la Odisea de Homero, en Beowulf y en las historias artúricas, un

género que a principios del siglo XX había caído en el olvido, sobre todo después de la

aparición del modernismo en los años veinte y treinta. El género del romance no estaba

muerto en absoluto, pero había pasado inadvertido durante unas cuantas décadas. La

obra de Tolkien está firmemente arraigada en esta tradición romántica, pero también es

una evolución de esa tradición según las líneas de las convenciones novelísticas

modernas.

Justo cuando los defensores del realismo habían empezado a dominar el mundo

literario, aparecieron Tolkien y El Señor de los Anillos, su refundación del antiguo

género. Y en cuanto al tono, los textos de Tolkien son muy distintos de la tendencia a la

ironía predominante en las obras modernas. No es que Tolkien fuera incapaz de utilizar

la ironía, sino que no escribía con un tono mayormente irónico. Así, la obra de Tolkien

representa gran parte de lo que detestan los modernistas (y después, los

posmodernistas); además, la que para ellos quizá sea la peor ofensa de todas es que las

obras de Tolkien son populares.

Para el público lector, el éxito de El Señor de los Anillos a mediados de los sesenta

provocó el despertar del viejo género del romance, ahora con el nuevo nombre de

literatura fantástica. La editorial que publicó a Tolkien como libro de bolsillo en Estados

Unidos, Ballantine Books, respondió a la creciente demanda de más cosas como Tolkien

con la nueva serie Ballantine Adult Fantasy. Esta serie reimprimió un gran número de

libros oscuros de la primera mitad del siglo, demostrando así que el género del romance

no había muerto en absoluto, sino que había pervivido a la sombra de las formas

literarias predominantes. La serie acercó a un nuevo público los textos de autores que

ahora se cuentan entre los grandes del género como E. R. Eddison, Lord Dunsany, David

Lindsay y Mervyn Peake. Y el mercado para nuevos libros de literatura fantástica creció

a pasos agigantados. La consideración de estas obras está relacionada con el éxito

comercial de la fantasía, y del género que con ella se convirtió en una industria o un

artículo de consumo. Tal como escribió acertadamente Ursula K. Le Guin: «La fantasía

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de consumo no entraña ningún riesgo: no inventa nada, sólo imita y trivializa. Actúa

privando a los antiguos relatos de su complejidad intelectual y ética, convirtiendo la

acción en violencia, los actores en muñecos y la verdad en tópicos sentimentales».

La respuesta académica a Tolkien ha sido casi tan problemática como la de los

críticos, pues los críticos y los académicos son a menudo las mismas personas. Además,

gran parte de la formación literaria moderna que se da en las universidades abarca un

campo tan estrecho que es posible decir sin exagerar que los lectores son apartados de

Tolkien por el poder literario convencional.

Sin embargo, con el paso de los años Tolkien ha hecho pequeñas incursiones en los

currículos de algunos departamentos de lengua inglesa. Y sus textos gozan de mayor

aprecio en el campo especializado de los estudios medievales, donde un número

significativo de sus eruditos actuales admiten que Tolkien los inspiró a la hora de

escoger su carrera.

Las críticas académicas de Tolkien surgieron en los años sesenta y alcanzaron su

punto álgido en la época anterior a la muerte de Tolkien con Master of Middle-earth, de

Paul Kocher (1972), un estudio crítico que también fue un éxito popular. El libro de

Kocher fue superado hace mucho tiempo, pero sigue teniendo mérito. En los años que

siguieron, ha habido bastantes estudios sobre Tolkien. Los mejores son El camino a la

Tierra Media, de Tom Shippey (1982) y A Question of Time: J.R.R. Tolkien’s Road to

Faërie, de Verlyn Flieger (1997). El camino a la Tierra Media es una mirada exhaustiva al

uso que Tolkien hace del lenguaje y a la influencia que ejercieron en él las lenguas y las

literaturas medievales, mientras que A Question of Time explora exhaustivamente

algunos aspectos menores de la obra de Tolkien, en concreto su inquietud por el tiempo

y los sueños y cómo utilizó estos elementos en la ficción para tratar los temas de la

época en que vivió. Pero incluso estos estudios de gran nivel intelectual están dirigidos a

lectores ya benévolos con él; de hecho, predican para los convertidos. No es el caso del

último libro de Shippey, con el conflictivo título de J.R.R. Tolkien: Author of the Century

(2000), que describe la obra de Tolkien en relación con otros escritores modernos como

George Orwell y James Joyce. Shippey constituye un buen ejemplo de estudio de Tolkien

en tanto que escritor moderno importante, pero queda en pie la cuestión de si la facción

contraria a Tolkien leerá alguna vez este libro.

Lo doloroso no es el hecho de que estos críticos tengan opiniones discrepantes sobre

Tolkien (y sobre la fantasía), sino que en la competición por los programas de estudios

de las universidades, y en la propuesta de un canon literario, intenten excluir todo lo

que no se incluya en su limitado abanico de simpatías. Y por tanto intenten excluir a

Tolkien.

Dejando los críticos a un lado, es el momento de volver la atención a lo que nos aportan

todas las publicaciones póstumas a la hora de entender a Tolkien, incluyendo las Cartas

y la serie de La Historia de la Tierra Media. Para empezar, cabe señalar un hecho que

con frecuencia pasa inadvertido, que es el que Tolkien no era escritor de profesión y que

no se ganaba la vida escribiendo relatos. Era un distinguido profesor de la Universidad

de Oxford, donde ocupó dos cátedras sucesivamente, primero como Rawlinson

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Bosworth Professor de anglosajón, de 1925 a 1945, y luego como Merton Professor de

lengua y literatura inglesas, desde 1945 y hasta su jubilación en 1959. Las

contribuciones de Tolkien a su área de estudio no fueron especialmente numerosas

durante su vida, pero sí de una gran calidad. Entre ellas se encuentran A Middle English

Vocabulary (1922), compuesto para su utilización con Fourteenth Century Verse and

Prose, de Kenneth Sisam (1921), una edición (junto con E. V. Gordon) del poema en

inglés medio Sir Gawain y el Caballero Verde (1925), y una edición de Ancrene Wisse

(1962), una guía del siglo XIII para las mujeres religiosas que vivían recluidas en celdas

contiguas a las iglesias. La conferencia de Tolkien «Beowulf: Los monstruos y los

críticos», entregada a la British Academy en 1936, es un punto de referencia en el

estudio de los poemas anglosajones.

Después de su muerte, también han salido a la luz algunas de las obras académicas

de Tolkien, incluyendo sus traducciones de tres poemas en inglés medio, Sir Gawain y el

Caballero Verde, Pearl y Sir Orfeo (1975), y un tomo de ensayos especializados, Los

monstruos y los críticos y otros ensayos (1983). También se han publicado algunas notas

de conferencias y ediciones de trabajo, entre las que se encuentran The Old English

Exodus (1981), editado por Joan Turville-Petre, y Finn and Hengest (1982), editado por

Alan Bliss.

Hay que admitir que los textos póstumos de Tolkien sobre la Tierra Media no

siempre son fáciles de leer. Dentro de su entorno inventado, los escritos de Tolkien

empiezan con leyendas de la creación del mundo y desde ahí avanzan en el tiempo hasta

abarcar tres edades enteras de historia. Estos textos hablan de las guerras con el primer

señor oscuro, Morgoth, que ocupan toda la Primera Edad; de la historia de Númenor,

semejante a la de la Atlántida, y su hundimiento cerca del final de la Segunda Edad, y de

los relatos de la Tercera Edad, incluyendo El Hobbit y El Señor de los Anillos, que cuentan

la caída final de Sauron, un seguidor de Morgoth que se erigió en segundo señor oscuro.

Algunos textos de Tolkien sobre la Tierra Media trascienden la estructura por edades,

igual que algunas de sus obras sobre lenguas y esa especie de extraordinario ensayo

cosmológico breve con diagramas, el «Ambarakanta» («La forma del mundo»).

Los escritos de Tolkien sobre la Tierra Media abarcan el período que va desde

alrededor de 1915 hasta su muerte en 1973; y en la obra de Christopher Tolkien en su

mayor parte se presentan por orden cronológico, según el momento en que se

escribieron o revisaron. Con la publicación de estos textos ahora podemos ver el

desarrollo de todo el legendarium de Tolkien como desde arriba, un legendarium que

surgió, según recordó con frecuencia el propio Tolkien, como vehículo para sus lenguas

inventadas. Tolkien creía que para que sus lenguas vivieran y evolucionaran como si

fueran reales debían tener un pueblo que las hablase. Empezó con el Gnómico y el

Qenya (posteriormente Quenya), las lenguas habladas por los elfos. Tolkien inventó la

historia de un marinero anglosajón que atravesaba el mar y escuchaba los relatos de

boca de los elfos y más tarde, después de su regreso, los ponía por escrito en «El Libro

de los Cuentos Perdidos». Tolkien trabajó en estos «Cuentos Perdidos» entre 1916 y

1920, aproximadamente, después de lo cual se concentró en la narración de dos de las

historias más importantes del «Silmarillion», la de Túrin y la de Beren y Lúthien, en

verso narrativo. Su «Balada de los Hijos de Húrin» alcanzó más de dos mil versos

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aliterados, mientras que «La Balada de Leithian» llegaría a más de cuatro mil versos de

pareados octosílabos. Ambas constituyen una ampliación considerable respecto a la

historia original que se cuenta en «El Libro de los Cuentos Perdidos», y ambas están sin

acabar.

En torno a 1926, Tolkien escribió un texto en prosa, el «Esbozo de la mitología», que

para él fue el «Silmarillion» original, luego ampliado y reescrito varias veces. Para

entonces, ya existía el núcleo esencial de las historias narradas en el «Silmarillion», a

pesar del hecho de que estos relatos se reescribirían en varias versiones a lo largo de

muchos años.

A principios de la década de los treinta, Tolkien escribió para sus hijos el relato El

Hobbit y en él empleó espontáneamente algunos personajes (como Elrond), lugares e

historias de su mitología ya existente. Más tarde llamaría a este desarrollo «el mundo en

el que se introduce el señor Bolsón». Porque El Hobbit pretendía ser una obra

independiente, pero al escribirlo deslizó algunos elementos del «Silmarillion». Después

de la publicación y el éxito de El Hobbit, a Tolkien se le pidió una continuación. La

novela resultante, El Señor de los Anillos, es tanto una continuación de El Hobbit como

del conjunto del legendarium del «Silmarillion».

Inicialmente, la mitología inventada de Tolkien había sido algo cerrado, con un

principio, un desarrollo y un final, como el Gylfaginning, la primera parte de la Edda en

prosa de Snorri Sturluson, del siglo XIII, que resume la mitología nórdica y que fue una

fuente de inspiración para Tolkien. No obstante, el final de la mitología de Tolkien fue

retrocediendo progresivamente y su historia inventada se amplió con los relatos de

edades posteriores, incluyendo el de la Tercera Edad, cuyo final se cuenta en El Señor de

los Anillos.

Tolkien empezó a trabajar en este libro en 1937, y llegó al final de la historia doce

años después, en 1949. Durante unos cuantos años trabajó diligentemente en el

«Silmarillion», con la esperanza de publicarlo junto con El Señor de los Anillos en una

larga «Saga de las Tres Joyas y los Anillos de Poder». Al final, sólo el segundo salió a la

luz en ese entonces, y hubo que omitir gran parte de los extensos textos que Tolkien

había escrito para los apéndices.

Los tomos de la serie de la Historia de la Tierra Media que abarcan la escritura de El

Señor de los Anillos tienen un tratamiento especial, pues en ellos aprendemos muchas

cosas del método de trabajo del Tolkien escritor. El relato de Christopher Tolkien —en

esencia la historia de la composición de un libro— no se parece a ninguna otra historia

literaria, porque en él vemos muy detalladamente cómo funciona el proceso de

escritura. Tolkien hizo muchas notas apresuradas para sí, y extensos esbozos, sobre la

dirección de la historia, sobre por qué podía o no podía ir de esa manera o de esa otra.

Todos estos pensamientos y argumentos están transcritos. Casi podemos ver a Tolkien

pensando sobre el papel y compartir con él el asombro y desconcierto que despiertan

los nuevos personajes que aparecen de la nada. Se trata de un punto de vista muy

privilegiado.

Después de que se publicara El Señor de los Anillos, Tolkien dedicó una atención

considerable a ciertas facetas de la filosofía interna de su mundo inventado. Examinó

con gran detalle muchos aspectos de la naturaleza de los elfos, sus costumbres y

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ceremonias matrimoniales y su naturaleza dentro del mundo, sus espíritus y la idea de

la reencarnación élfica. Exploró ideas sobre la naturaleza del mal y los orígenes de los

orcos. Tolkien trabajó también en algunos aspectos externos de la Tierra Media, sobre

todo la cosmología, porque llegó a pensar que el emplazamiento de su mundo inventado

debía estar dentro del universo físico tal como se entiende en el pensamiento moderno.

De ese modo llegó a creer que debía descartar el tan emotivo mito de la creación del Sol

y la Luna como los dos últimos frutos de los Dos Árboles de Valinor. Christopher

Tolkien, de entre las diversas versiones de los textos de su padre, conservó

acertadamente esta leyenda en el Silmarillion publicado.

Después del éxito de El Señor de los Anillos, Tolkien pasó mucho tiempo intentando

elaborar el material de su «Silmarillion» para darle una forma publicable y perfeccionar

un marco en el que pudiera presentar estas dispares leyendas y escritos. Durante toda

su vida había prestado especial atención al método de transmisión de sus relatos: quién,

dentro del mundo inventado, los había escrito originalmente, tal vez alguno de los

sabios élficos, Rúmil o Pengolodh, y cómo habían llegado estos relatos a los tiempos

modernos, a través de copias y traducciones hechas por los hobbits y conservados en la

tradición hobbit o por otros medios. Al parecer Tolkien nunca lo resolvió de una manera

que lo satisficiera, y en la versión publicada de El Silmarillion se eliminaron todas las

observaciones que sitúan los escritos en esta especie de contexto histórico.

Como se ha mencionado antes, algunos de los tomos de la serie de la Historia de la

Tierra Media no son necesariamente de fácil lectura. Para empezar, estos escritos

abarcan un largo intervalo de tiempo, y el Tolkien escritor adolescente no era aún el

excelente estilista en prosa que sería a los treinta y cuarenta años. Además, Tolkien

desarrolló varios estilos en prosa para los diversos métodos en los que intentó contar

sus historias. Un crítico de Tolkien, David Bratman, ha dividido los estilos en prosa de

Tolkien en cuatro tipos principales, y estas distinciones ayudan a describir los distintos

materiales del legendarium de Tolkien. El primero es el enfoque novelístico de Tolkien

que vemos en El Hobbit y El Señor de los Anillos. A los otros tres estilos en prosa

Bratman los ha llamado el analítico, el apendicular y el antiguo. El estilo analítico es el

que aparece en los diversos «anales» y en el Silmarillion publicado: una narración

rápida y distante de los acontecimientos. El estilo apendicular tiene una forma mucho

más de ensayo, como la que vemos en los apéndices de El Señor de los Anillos; es

también el estilo predominante en las cartas de Tolkien, y en gran parte de sus últimos

escritos filosóficos. El antiguo es el más arcaico de los estilos de Tolkien, presente en la

«Ainulindalë» («La Música de los Ainur», el mito de la creación que aparece en el

comienzo de El Silmarillion) y en los primeros textos en prosa de Tolkien, El libro de los

Cuentos Perdidos.

En cada uno de estos cuatro estilos de la prosa de Tolkien hay varios textos notables.

Pero de su variante narrativa, que es quizá la más atractiva para el lector general,

algunos de los ejemplos más significativos se encuentran en los tomos que abarcan la

composición de El Señor de los Anillos, entre los cuales se incluye el «Epílogo», por lo

demás inédito, que ata algunos cabos sueltos de la historia. También tiene un interés

considerable «La nueva sombra», el único y encantador capítulo que escribió Tolkien

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para una continuación de El Señor de los Anillos. (Aparece en el último tomo de la

Historia).

Si hay algo que deja claro la serie de la Historia de la Tierra Media, que los lectores

que sólo conocen El Señor de los Anillos pueden no haber comprendido en toda su

dimensión, es que el corazón del gran legendarium de Tolkien, del cual El Señor de los

Anillos no es más que la pequeña parte final, son las leyendas del «Silmarillion». Tolkien

creó —o subcreó, usando su propia terminología— un mundo entero, y pocos de sus

aspectos escaparon a su escrutinio. Desde los pueblos y los lugares hasta las lenguas, las

nomenclaturas y los sistemas de escritura, el material gráfico, los tejidos, los

calendarios, etc., todo tipo de cosas que van más allá de un simple texto narrativo. Esta

multiplicidad de expresión y la gran atención a los detalles es una de las cosas

fundamentales que atraen a muchos lectores a Tolkien; y en otro sentido esta atracción

deriva con frecuencia en el deseo de más detalles y de alguna participación del lector en

el mundo inventado.

Por embarazosa que me resulte hoy la obra hobbit que escribí a los catorce años,

ésta demuestra un impulso común en muchos lectores de Tolkien. Los escritores se

sienten inspirados a escribir. Los artistas quieren ilustrar y hacer dibujos de escenas y

personajes. Los músicos componen música relacionada con los relatos. Los lingüistas

rellenan los huecos de la evolución de las lenguas de Tolkien. Y los cineastas quieren

hacer películas.

Los lectores quieren implicarse y utilizan sus propios intereses o talentos para

participar de algún modo en el mundo de Tolkien. Estos textos invitan a la participación

como pocas obras literarias. Y es ahí donde reside el poder de la magnífica creación de

Tolkien. Como seguidores entusiastas de Tolkien, hoy nos hallamos ante una

encrucijada. Delante se vislumbran las tres películas multimillonarias de El Señor de los

Anillos de Peter Jackson, la primera de las cuales se estrenará hacia la Navidad de

2001[5]. Al lado tenemos la gran cantidad de personas de todo el mundo que han leído

los tres tomos de la novela en la que se basan las películas. Detrás tenemos nuestra

experiencia personal de leer a Tolkien, nuestros personajes y pasajes favoritos, las

escenas e imágenes que las palabras de Tolkien han conjurado en nuestra mente, y

nuestra alegría al compartir este entusiasmo con los demás.

El futuro es un signo de interrogación. La novela de Tolkien ha sobrevivido a un

intento anterior de llevarla al cine, la versión «en rotoscope» de Ralph Bakshi de 1978,

en la que se insertaron escenas rodadas con actores en lo que era principalmente una

película de animación. Aunque pretendía ser parte de una serie de películas, después del

fracaso en taquilla de la primera parte no hubo ninguna continuación cinematográfica.

Otra empresa, Rankin/Bass, realizó una producción musical para la televisión de El

Retorno del Rey (1980), como continuación de una versión similar de El Hobbit (1977).

De la película de Bakshi, y de los execrables programas televisivos, cuanto menos se

diga, mejor.

Ahora Hollywood ha abierto su considerable cartera para una nueva versión con

acción en vivo, rodando las tres partes antes del estreno de la primera. La promesa

encarnada por las nuevas películas decae ante la experiencia, y ante una cautela y un

escepticismo completamente justificados sobre lo que Hollywood podría hacer con la

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novela. Hay un consuelo mínimo: sea cual sea el veredicto que merezcan las películas de

Peter Jackson, siempre tendremos el libro.

Probablemente más alarmante que cualquier película futura sea el hecho de que la

maquinaria propagandística y comercial de Hollywood ha estado trabajando a todo

ritmo desde hace ya algunos años, mucho antes del estreno de la primera película. No

tardará en caer sobre nosotros una monstruosa cantidad de muñecos, juguetes,

rompecabezas, juegos, tazas, cartas, pegatinas, figurillas y cosas como los Happy Meals

de Gollum. Estas cosas no tienen el permiso del Tolkien Estate, sino de Tolkien

Enterprises, una empresa de Hollywood que no tiene relación alguna con la familia de

Tolkien, fundada para explotar la película, la marca registrada y los derechos de

merchandising de El Hobbit y El Señor de los Anillos, que vendió el propio Tolkien

algunos años antes de su muerte.

Y junto con la propaganda de la película vendrá la inevitable repetición de rancios

juegos de palabras que tendremos que soportar saliendo de los rostros vacuos,

sonrientes y desinformados de los medios de comunicación. En mi opinión, todo esto no

hace más que trivializar lo que Tolkien tiene de especial, al menos para el público

general, que todavía no se ha forjado ninguna opinión sobre Tolkien y carece de

prejuicios. En cuanto a mí, estoy casi preparado para enterrarme durante los años

siguientes. (Nota para los medios de comunicación: hablo de modo metafórico, no

literal; nada de agujeros hobbits para mí, por favor).

Desde este punto de vista aventajado me pregunto cómo verá el futuro la novela de

Tolkien El Señor de los Anillos frente a las películas de Peter Jackson basadas en ella.

¿Estaremos en el año 2001, como fans de Tolkien, condenados al mismo destino

ineludible que los fans de L. Frank Baum en 1939, justo antes del estreno del musical de

Judy Garland basado en la novela infantil El maravilloso mago de Oz? Hoy en día parece

imposible ver el libro de Baum a través de otra lente que no sea la película, con el título

abreviado de El mago de Oz. Judy Garland es siempre Dorothy Gale, mientras que

Margaret Hamilton se ha convertido en un icono cultural por su soberbia interpretación

de la Bruja Malvada del Oeste. ¿Cómo afectará la elección de los actores y las actrices de

Peter Jackson la percepción de los diversos personajes por parte de los futuros lectores?

¿Y qué pasará con la elección de Nueva Zelanda como esencia visual de la Tierra Media?

O, dicho de un modo más general, ¿se convertirá la visión de Peter Jackson en la lente a

través de la cual nuestra sociedad contemple a Tolkien?

Para bien o para mal, espero que no. Creo que soy bastante purista con la palabra

escrita, y sobre todo con la novela El Señor de los Anillos. Ésa es la forma en que Tolkien

imaginó y, a su vez, creó su obra maestra, y ésa es la forma en que debería ser

recordada. Esta opinión no significa, no obstante, que vaya a menospreciar las películas

de Peter Jackson. La traslación de un libro a la pantalla es un proceso plagado de

dificultades y, en el caso de una obra tan larga como la que nos ocupa, es inevitable

abreviar y modificar. Pero estoy deseando ver… con cautela… el resultado del trabajo de

Peter Jackson.

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EL SIGNIFICADO DE TOLKIEN

ORSON SCOTT CARD

uando Tolkien era niño e inventaba la Tierra Media, el modernismo todavía no

había levantado cabeza. Y dado que la carrera académica de Tolkien lo tuvo

inmerso en lenguas que ya no se hablaban, no debe extrañar que sus ficciones no

muestren una conciencia particular del enfoque modernista de la literatura. Sin

embargo, cuando Tolkien declaró su aversión por la alegoría en todas sus formas,

también rechazó la manera modernista de interpretar el significado de los relatos y, en

última instancia, de introducir significado en los relatos. Es cierto que los modernistas

no adoptaron la correspondencia exacta de objeto y referente que tipificaba la alegoría

medieval. Sin embargo, a largo plazo el modernismo ha llevado a un método de

interpretar el significado de los relatos que, al igual que la alegoría, consiste en

descodificarlos en lugar de experimentarlos.

Los relatos de Tolkien se resisten a este método de lectura; es por esa razón que los

métodos literarios estándar llevan inevitablemente a interpretaciones vacías de la obra

de Tolkien. ¿Qué «significa» el anillo de invisibilidad en El Hobbit y en qué difiere ese

significado del «significado» del Anillo Único en El Señor de los Anillos? Manipulad esta

pregunta como queráis: ¿Cómo interpretamos la metáfora del anillo? ¿A qué aspecto de

la cultura circundante aludía Tolkien cuando empleó un anillo como encarnación del

poder? Y el problema sigue siendo el mismo: los anillos no tienen ningún «significado»

fuera de la historia en la que Tolkien los empleó.

El anillo en El Hobbit daba a Bilbo el poder de ser invisible; también le proporcionó

un peligroso compañero de viaje en la forma de Gollum, que creía (con bastante razón)

que había sido engañado en el juego de los acertijos. El Anillo Único de El Señor de los

Anillos fue forjado por Sauron para que su portador tuviera poder sobre los anillos de

los elfos, los enanos y los hombres; y el mal inherente a su poder puede apoderarse

fácilmente de quien lo lleve, por no mencionar que Sméagol/Gollum está todavía vivo,

tan peligroso como siempre. Ése es el significado del anillo en estas dos obras. Es lo que

hace. Tolkien no quería que «significara» nada más, porque Tolkien no escribía ficciones

para que fueran descodificadas, sino para que fueran vividas y permanecieran en la

memoria de los lectores como una unidad.

Por supuesto, se puede «descodificar» la ficción de Tolkien según la lente crítica con

que se la mire. Es por esa razón que estos métodos han sido tan populares en las

universidades durante varias generaciones: siempre se puede encontrar algo a lo que se

podrá asignar el papel de una metáfora, un símbolo o una analogía y, como un psicólogo

aficionado en un teléfono de emergencia, aventurar infinitas interpretaciones que el

texto no podrá contradecir. Los métodos posmodernos —feminismo, multiculturalismo,

C

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deconstruccionismo— difieren en que buscan mensajes codificados inconscientes, y

luego sienten enfado o desdén por el autor que se ha «revelado» en el texto. Pero siguen

tratando el texto como algo que debe ser descodificado.

Los escritores que han sido enseñados a pensar en la ficción escrita como el proceso

de codificar significados en un texto escriben relatos en los cuales estos símbolos están

cuidadosamente insertados en los puntos clave de un modo que los lectores atentos no

pueden pasar por alto. Cuando se encuentran sus símbolos, normalmente no se tiene

ninguna duda de que es un símbolo que tiene un significado claro para el autor, y a

menudo también para los personajes. Aun cuando el significado es vago o ambiguo, el

modo en que estos símbolos están insertados dice —normalmente por su irrelevancia

para la línea argumental de la historia— que este objeto tiene significado, y que hay que

prestarle atención. Ciertamente reconocemos los fragmentos que han insertado para

evitar el desprecio de los postmodernistas: ah, aquí está el detalle que evitará que las

feministas descuarticen la historia, y aquí está el que garantizará que los

multiculturalistas consideren aceptable al autor. Así es como suele enseñarse literatura

en las universidades: el valor (o su ausencia) de los grandes relatos radica en los

mensajes que pueden ser descodificados.

¿Por qué, entonces, no están «cargados» de significado el anillo de Tolkien y la vara

de Gandalf y el pelo de los pies de los hobbits y el agua mágica de los Ents que beben

Pippin y Meriadoc? ¿Por qué cuando los literatos desmenuzan estos objetos y los

enseñan, anunciando que tienen un «significado», quienes amamos el relato desviamos

la mirada incómodos, como si usaran la cuchara para comer puré de patatas?

Porque Tolkien, como la mayor parte de los narradores de la mayoría de las

sociedades a lo largo de la historia, valora las historias en tanto que historias, no como

ensayos disfrazados. Tolkien no quiere que se lean sus relatos descodificándolos a

medida que se avanza. Quiere que uno se sumerja en la historia y que le importe lo que

hacen los personajes y por qué lo hacen. Quiere que uno se sienta frustrado cuando el

Senescal intenta quemar vivo a su hijo y aliviado cuando su hijo salva la vida. No quiere

que uno empiece a preguntarse si se trata de algún tipo de reversión del mito de Cristo,

o quizás una alusión al Akedah, en el que el padre ofrece al hijo en sacrificio sólo para

que lo detengan en el último momento, con el propio padre haciendo de «carnero

enredado en el arbusto»[6]. No quiere que se piense que en realidad es una analogía del

modo en que el patriarca autoritario destruye a sus hijos varones. Quiere que uno se

arroje rápidamente a la historia para saber qué pasa después. Para averiguar qué

significan estos acontecimientos para los personajes, qué consecuencias tendrán, qué

causas se descubrirán luego. ¡Ya veo; estaba usando la Palantir de Gondor! Eso es;

Faramir no podrá adoptar el papel de líder, dejando el camino libre para Aragorn sin

forzar un conflicto entre estos dos hombres buenos.

Los únicos significados que le importan a Tolkien son los significados que hay

dentro de la historia, no los externos. Estos recursos están presentes en la historia sólo

en beneficio de la historia misma. No hay imperativo freudiano que obligue a darles un

nuevo nombre para comprenderlos. Tolkien les ha dado sus verdaderos nombres desde

el principio; y cuando cambia los nombres es por razones prácticas, no literarias —

Aragorn es también Trancos, Saruman es también Zarquino, y Sméagol es también

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Gollum—, porque su papel en la sociedad cambia a medida que avanza la historia y la

revelación de identidad tiene por objetivo revisar el significado de la historia para sus

participantes y a la vez para los lectores. Estas revelaciones cambian el significado de la

historia dentro de la historia, y no sólo en una clase de inglés.

Hay literatos que lo reconocen, pero lo consideran como una razón para tratar la

obra de Tolkien como «subliteratura». Como no se presta a ser operada con los

instrumentos de la profesión, la obra de Tolkien no merece ser tratada como literatura

seria. Y, dejando aparte el juicio de valor inherente en esta actitud, tienen razón. Si por

literatura «seria» se entiende aquella cuyo significado debe buscarse en la superficie de

la historia como un exoesqueleto, anatomizándola sin introducirse en la historia misma,

la obra de Tolkien desde luego que no es «seria».

Obviamente, lo que Tolkien escribió no es «serio», sino «escapista».

Quienes leen «seriamente» no tienen posibilidad de escapar. Nunca se meten en el

mundo de la historia (o al menos son incapaces de admitirlo en la discusión «seria»

sobre el tema: Dios no permita que los atrapen cometiendo el delito de identificarse

ingenuamente con los personajes). Permanecen en su realidad presente, perpetuamente

apartados de la historia, examinándola desde fuera, hasta que —¡ajá!— la espada brilla

y el literato se pone en pie, triunfante, tras otra muerte sin sangre. Es una competición

de la que sólo uno de los participantes puede salir con vida.

La literatura «escapista», por otro lado, exige que los lectores abandonen su realidad

presente y habiten, mientras dure la historia, dentro del mundo creado por el escritor.

Los lectores «escapistas» no guardan las distancias, no leen para escribir sobre lo que

han encontrado. Los escapistas se identifican con los protagonistas, se preocupan por

las mismas cosas que ellos, juzgan a los personajes según sus valores morales y

contemplan con esperanza o temor los diferentes resultados posibles en un momento

dado de la historia. Cuando ésta termina, los escapistas regresan de mala gana a la

prisión de la realidad, tanto que incluso se leerán los apéndices para poder permanecer

un poco más en un mundo donde importa que Frodo lleve el anillo demasiado tiempo

para volver a una vida normal, que los elfos estén abandonando la Tierra Media y que

haya un rey en Gondor.

Aquí lo tenemos: la literatura «seria» es un asunto complejo que requiere expertos

para dilucidar significados, mientras que la literatura «escapista» es tan simple que no

necesita mediación alguna.

Esperad. No es así cómo funciona, en absoluto. Al contrario, la literatura «seria» es

tan simple que es posible descodificarla, explicar sus significados en forma de ensayo,

mientras que la literatura «escapista» es tan compleja y profunda que no puede

explicarse con intermediarios, es para ser vivida, y no hay dos lectores que la vivan de la

misma manera.

Ése es el gran secreto de la literatura contemporánea: escribir con un «significado»

en mente simplifica la historia. Los símbolos y las metáforas creados conscientemente la

encenagan tanto que la dejan sin profundidad, y se pueden ver los peces y cogerlos con

la mano. Pero las historias escritas sin un significado externo fluyen rápida y

profundamente, y quienes se sumergen en ellas y se dejan llevar por la corriente nunca

pueden, dicen, entrar en el mismo río dos veces.

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El capítulo de las sirenas es siempre el capítulo de las sirenas, cada vez que se lee.

Pero la Posada de Bree no es nunca el mismo lugar para dos lectores cualesquiera, ni

siquiera para el mismo lector en momentos diferentes.

Oh sí, es cierto, lo sé: quienes aman el Ulises descubren nuevas maravillas cada vez

que lo leen. Cuando me dicen eso yo digo: estupendo. Leedlo una y otra vez, los

afortunados que tenéis inteligencia; estáis por encima del resto de nosotros, los pobres

rústicos a los que nos parece un chiste largo y tedioso que no es muy divertido porque

necesita ser explicado. No nos hagáis caso cuando cerremos la puerta de vuestro

pequeño estudio marrón y volvamos a la fiesta.

Mi opinión es que el Ulises puede ser enseñado. Pero El Señor de los Anillos sólo

puede ser leído. Cuando alguien nos introduce en el Ulises y lo comenta en términos

literarios serios, experimentamos constantemente el placer que se siente al resolver un

crucigrama críptico: ¡Ah, así que por eso el capítulo era tan ininteligible! Pero cuando se

comenta El Señor de los Anillos, cada explicación, en lugar de adentrarnos en el texto,

nos aleja de la historia. En lugar de «¡ajá!» se piensa «¿eso es todo?».

Ésta es la razón: la lectura «escapista» es salvaje por naturaleza, mientras que la

lectura «seria» es domesticada por naturaleza.

La lectura «seria» tiene el objetivo de llevar a los lectores a una experiencia común

exterior a la historia, escribiendo textos que intentan convencer a los demás de que éste

es el (o un) «significado» de este o aquel elemento de la historia (o atributo del texto).

Sin embargo, la lectura «escapista» sólo reúne a los lectores cuando están dentro de

la historia; y cuanto más exhaustivamente comparan sus notas, más se hace evidente

que no han tenido la misma experiencia, al menos en los detalles.

Esto no sólo se debe a que inevitablemente los lectores se formen visualizaciones

diferentes de los personajes y ambientes, porque la misma diferencia entre «serio» y

«escapista» puede darse en el modo en que la gente hace y ve películas, y que le impide

utilizar su imaginación visual.

Al contrario, si las lecturas «escapistas» varían tanto es porque la historia no es el

texto. El texto es más bien el instrumento que utilizan los lectores para crear la historia

en el único lugar donde existe de verdad: la memoria de cada uno. Como el escritor ha

proporcionado la misma herramienta a todos los lectores, las historias que guardarán

en la memoria se parecerán entre sí, a veces mucho. ¿Podemos concebir una lectura de

El Señor de los Anillos en la que Gollum no le arranque un dedo a Frodo de un mordisco,

y que todo caiga, dedo, anillo y demás, a las llamas de las Grietas del Destino? Pero ¿no

nos ha pasado a todos que, comentando la historia con alguien, él o ella ha mencionado

en algún momento un acontecimiento que habíamos olvidado, o —y esto sucede con

una frecuencia asombrosa— que contradice por completo lo que recordamos

claramente?

Los lectores, de hecho, hacen un revoltijo con su lectura. Al igual que los testigos

presenciales que sólo recuerdan aquello en lo que se fijaron, y sólo se fijaron en lo que

les pareció lo bastante importante para atraer su atención en ese momento, los lectores

van corrigiendo inconscientemente según avanzan, asociando momentos de esta

historia en concreto con momentos de otras historias que les vienen a la mente sin

percibirlo. (¿Cuántas veces habré oído a algún lector elogiar o criticar una escena, una

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frase o un acontecimiento en particular que simplemente no aparece en el libro en el

que afirman recordarlo?). ¿Qué lector, al releer una historia concreta, sobre todo

después de varios años, no se sorprende al descubrir que esta escena está en la misma

historia que aquella otra?

Cuando los lectores no son «serios», y en cambio se implican profunda, personal y

emocionalmente en una historia, la visión que tenían del funcionamiento del mundo

transforma la historia, al menos hasta cierto punto. Ellos no se dan cuenta en ese

momento o, por lo general, nunca. Creen que la historia que tanto aman es la historia de

Tolkien. Pero de hecho es una colaboración entre el lector-en-este-momento y Tolkien-

en-el-momento-en-que-escribió. Tolkien es el autor: cuando hay discrepancias sobre lo

que sucedió en la historia, es al texto de Tolkien adonde deben volver los lectores, sin

comentaristas externos que posean la menor autoridad. Pero a excepción de esos raros

momentos de controversia o de disonancia cognitiva al releer un relato familiar que

resulta inexplicablemente extraño, los lectores no son conscientes de hasta qué punto

han transformado la historia.

De igual modo, los lectores rara vez son conscientes de hasta qué punto los

transforma la historia. Porque ahí radica el poder de la ficción «escapista» (pero no

«seria», o seriamente leída): los acontecimientos de la historia, sus causas, sus

consecuencias, sus significados-dentro-de-la-historia, se introducen en la memoria del

lector de un modo que en última instancia no se diferencia mucho de los recuerdos

«reales». Eso se debe en parte a que los recuerdos «reales» son de hecho «historizados»

cada vez que se reviven o narran, de tal modo que los recuerdos «reales» se van

haciendo más seguros a medida que se alejan de la experiencia que tuvo lugar en

realidad. Pero las lecturas «escapistas» obtienen su poder de transformar la

cosmovisión de los lectores desde la autoridad del autor.

Mientras vivimos en el mundo de Tolkien, contemplamos con un dolor casi

insoportable la caída y la muerte de Gandalf, atrapado en el abrazo del Balrog, o vemos

el dolor que Zarquino y su panda han infligido a la Comarca, antes hermosa. No tenemos

duda de que es necesario detener a Ella-Laraña, no porque sea parte del malvado plan

de Sauron, sino simplemente porque es un estorbo. Se nos permite sentir cierta

compasión por ella, pero Frodo debe ser liberado. Ésta es una compleja cuestión moral,

en realidad. Cuanto más lo examinamos, tanto más aumenta nuestra simpatía por Ella-

Laraña. No quiere gobernar el mundo, sólo está intentando comer. ¿No está en la misma

categoría que el ladrón que roba comida porque tiene hambre? Bueno, no exactamente:

después de todo, como tentempié tiene previsto comerse a Frodo, no ir a cazar orcos.

Pero para ella, ¿qué es Frodo sino una comida con patas? No es de la misma especie que

ella. Si queda atrapado en la red, es comida. ¿Qué ha hecho ella para merecer la muerte?

Y a pesar de la piedad que sintamos en la primera, segunda o tercera lectura, seguimos

queriendo que fracase; y como es despiadada, el único modo en que puede fracasar es

con una herida que la incapacite, y por eso sentimos alivio cuando la hieren y se retira a

su guarida para sufrir el tormento que le han infligido nuestros héroes.

Es un proceso complicado, y es bastante probable que Tolkien esté creando o

reforzando una moralidad inmoral. Es decir, si se suscribe la cosmovisión del PETA,

People for the Ethical Treatment of Animals (Asociación para el Trato Ético a los

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Animales), es obvio que Ella-Laraña es una víctima inocente y que El Señor de los Anillos

representa una malvada visión antropocéntrica del reino animal, en el que los humanos

(o protohumanos) tienen el derecho a meterse donde quieren y matar o herir a los

animales que los estorban.

Sin embargo, en la experiencia de la historia no hay lugar para discutir con Tolkien.

El Señor de los Anillos no es un ensayo cuyos principios haya que considerar a

conciencia. Es una historia, llana y simple; y si durante los pasajes de Ella-Laraña

nuestro sentido moral se siente ofendido, la consecuencia no es una discusión, sino un

alejamiento del mundo de la historia. Cerramos el libro; quizá lo arrojemos contra la

pared. O quizás apretemos los dientes y volvamos, porque el resto de la historia es tan

buena que tendremos que pasar por alto el maltrato a Ella-Laraña y seguir adelante.

Eso es lo que ocurre cuando una historia es tan ajena a nuestra cosmovisión que no

podemos aceptarla. La Huida ha terminado. Nos vemos obligados a abandonar la

historia porque no podemos soportar un minuto más vivir en el mundo del autor.

Con frecuencia somos incapaces de nombrar las razones. Es más complicado que la

reacción de un miembro del PETA ante la historia de Ella-Laraña. Antes nos distraemos

al intentar escapar de una historia cuyo mundo nos resulta insoportable. O perdemos la

voluntad de dejar a un lado la incredulidad. O simplemente no comprendemos lo que

está pasando: somos incapaces de procesar la historia, porque las acciones de los

personajes no tienen sentido para nosotros.

Es por eso por lo que las historias nunca pueden transformarnos por completo. El

autor hace que las cosas sucedan en una narración por razones que sólo a veces se

comprenden conscientemente. Pero una vez creada la historia, una vez ofrecida al

público, el autor puede encontrarse con que mucha gente la lee con entusiasmo,

mientras que a unos pocos les parece aburrida, increíble, incomprensible o incluso

maligna. ¡El mismo libro! ¡Interpretado de maneras tan diversas, incluso perniciosas!

Pero se trata de una simple consecuencia del hecho de que no hay dos individuos que

vivan en el mismo mundo. Bueno, creemos que es así —tenemos conversaciones y

compartimos comida y reñimos y todo eso—, pero nada significa exactamente la misma

cosa para dos participantes en un acontecimiento. (Observad que me refiero al

significado-dentro-de-la-historia, aunque en este caso la historia resulta ser la realidad).

E incluso cuando explicamos nuestra opinión y llegamos a un acuerdo, debemos admitir

que ese acuerdo tiene un significado distinto para cada una de las personas que lo

suscriben. Podemos estar de acuerdo en que estamos de acuerdo, pero de hecho no lo

estamos del todo.

Todas las historias tienen que ofrecer alguna base común para al menos algunos

lectores: algún aspecto de la cosmovisión de la historia que parezca verdadero y

correcto. Sin eso, los lectores no pueden escapar a la historia durante mucho tiempo. En

realidad, creo (aunque no puede medirse) que la gran mayoría de los supuestos

causales y morales de la historia deben ser compartidos por el narrador y la cultura de

la que provienen los lectores que la aceptan; es dentro de este torrente de

entendimiento que las opiniones únicas (y por tanto ajenas-a-los-lectores) pueden

deslizarse inadvertidas, cambiando sutil pero significativamente el modo en que los

lectores ven el mundo real al que regresan cuando termina la Huida.

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Extrañamente, es al leer ficción cuando más nos acercamos a lograr la comunicación,

la verdadera armonía de nuestras diferentes cosmovisiones. Cuando tú y yo leemos El

Señor de los Anillos (o cualquier otra historia), tenemos la oportunidad de compartir

recuerdos a los que dio forma una única conciencia, en este caso la de Tolkien. Hasta el

punto de que ambos disfrutamos en su mundo y creemos en él, hasta el punto de que la

cosmovisión de Tolkien transforma la nuestra, y por tanto hasta el punto de que nos

acercamos a la posibilidad de comprender, la posibilidad de ser, aunque sea

momentáneamente, una sola mente. En realidad nunca lo conseguimos, pero el mero

hecho de aproximarse, como la aproximación a la velocidad de la luz, tiene efectos

violentos e impactantes. Allí donde las lecturas «serias» dan pie a estudios y

conferencias, las lecturas «escapistas» nos sumen en experiencias que no pueden ser

codificadas, aunque comprendamos que, después de leer esta historia, nada volverá a

ser lo mismo para nosotros.

Ahora bien, debo ser justo: cuando son presionados, algunos lectores «serios»

admiten —con sentimiento de culpa— que en sus lecturas «serias» a veces se cuelan

accidentalmente algunas experiencias «escapistas», y que además las disfrutan. Tal vez

más que el placer de una descodificación con éxito. ¿Es lo que debe ser descodificado lo

que aman los admiradores de Ulises, o es lo que no necesita descodificarse, sino

experimentarse (de una manera «escapista»)?

La ficción se valora en todas las sociedades humanas precisamente porque a los que

leemos nos convierte, temporal y aproximadamente, en Uno. Tenemos recuerdos

comunes, recuerdos apenas menos complejos y poderosos que los que pueden

proporcionarnos unos pocos rituales compartidos. Y cuando una sociedad adopta

historias capaces de crear o reforzar cosmovisiones que llevan a su gente a comportarse

de un modo valioso —a dar noblemente la vida por su país, por ejemplo, o a satisfacer

responsablemente las necesidades de sus hijos por inconvenientes o difíciles que

puedan ser—, es más probable que esa sociedad sobreviva a que lo haga una cuyas

historias crean cosmovisiones que alienten el rechazo a sacrificarse por el bien de los

demás. Y, por cierto, vale la pena examinar la cosmovisión que el autor (probablemente

en el inconsciente, tal vez de forma inevitable) ha presentado a los lectores que adoptan

la historia.

Pero debemos recordar que este tipo de examen no descodifica una historia, sino

que se concentra sólo en los significados-dentro-de-la-historia. No estamos buscando lo

que «simboliza» Ella-Laraña. Estamos buscando lo que significa en términos de la

propia historia que Ella-Laraña intente matar a Frodo y, en última instancia, que Sam se

ponga el anillo varias veces para buscar a Frodo y liberarlo; lo que significa que Frodo le

arrebate el anillo a Sam. Nuestro juicio no es estético, al fin y al cabo, sino moral.

(Evidentemente, puede argumentarse que todos los juicios estéticos son en última

instancia morales, por razones que deberían deducirse de lo que he dicho aquí).

Y debemos recordar también que los lectores honestos y atentos pueden seguir

estando en desacuerdo sobre la misma y querida historia. Por ejemplo, el desenlace de

El Señor de los Anillos es extraordinariamente complejo. El anillo ha sido destruido,

Aragorn ha subido al trono, la Comarca está limpia. Pero Frodo no es feliz en la

Comarca. Ha llevado el anillo demasiado tiempo. Le ha dejado cicatrices. Sólo puede

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tener alegría dejando lo que antaño fuera su hogar y navegando al Oeste con los elfos, a

una tierra de héroes y mitos. Es una despedida amarga, muy parecida a la muerte, muy

parecida a ir al cielo. No, no estoy volviendo a la descodificación. Pero Tolkien se había

convertido al catolicismo, y la profunda historia del catolicismo era parte de su

cosmovisión. Es inevitable que surja en sus relatos, de una manera no alegórica,

consciente, cifrada, sino en forma de así-es-cómo-son-las-cosas. Cuando se ha llevado

una carga que deja profundas huellas en el alma, no puede uno curarse en la Tierra

Media. Frodo ha mirado el infierno como ninguna otra alma viviente; sólo en el Oeste

puede sanar y volver a ser una persona entera. No es una alegoría, es mera honestidad;

es Tolkien diciendo la verdad, no porque así lo haya planeado, sino porque eso es lo que

le parecía correcto y verdadero cuando tomó los miles de decisiones inconscientes que

toma un escritor en cada página de cada historia.

La idea es que derramemos lágrimas (o que lo deseemos), como harían los creyentes

en el lecho de muerte o funeral de una alma buena de cuya felicidad eterna no

albergáramos ninguna duda.

Y si ése hubiera sido el único final de El Señor de los Anillos, no sé si amaría esta

historia como lo hago. Porque, por supuesto, hay otro final, uno que Tolkien sin duda

consideraba un «segundo premio»: el regreso de Sam a la Comarca, y su felicidad en ese

lugar.

La mayor parte de los lectores de El Señor de los Anillos con los que he hablado, de

hecho, consideran que Frodo es el gran héroe del libro, y lo cierto es que eso es lo que

hace pensar el texto a cualquier persona racional. Pero yo, y cierto subconjunto de

lectores de El Señor de los Anillos, no lo vemos de esa manera. Cuando leo la historia, con

la gran escena culminante de las Grietas del Destino, veo a Frodo como un fracaso.

Cuando llegó el momento de elegir, no pudo hacerlo. No llegó al lugar por su propio pie,

lo llevaron; y cuando fue el momento de desprenderse del anillo y destruirlo, en lugar

de hacerlo se declaró su dueño y se puso la maldita cosa. El anillo ganó. Fue más fuerte

que Frodo. Él fracasó.

La mayoría de la gente acepta esto como el propósito evidente de Tolkien; después

de todo, nos ha dicho más de una vez, sin mencionar a Dios, que alguien estaba

planeando estos acontecimientos y que Gollum tenía un papel que cumplir, y ese papel

era arrancar de un mordisco el dedo y el anillo de la mano del fracasado portador, y

luego morir con el anillo que tanto amaba. En otras palabras, ningún hombre, ni siquiera

Frodo, tenía la capacidad de hacer lo que debía hacerse, y sólo porque tenía que pasar

acabó el anillo siendo destruido.

Ésta es mi excéntrica lectura (que también está justificada en el texto, pero con un

énfasis diferente): había un portador del anillo que lo entregó voluntariamente después

de habérselo puesto varias veces: Samsagaz Gamyi. Fue Sam, no Frodo, quien en

realidad llevó el anillo esas últimas millas hasta las Grietas del Destino, cargando a

Frodo que portaba el anillo. No hay analogía alguna a Sam en la historia de Cristo (ésta

es una de las razones por las que las lecturas alegóricas de El Señor de los Anillos caen

por su propio peso). Nadie levantó a Cristo y lo llevó al sacrificio. Sin embargo, algo en

Tolkien sabía que el anillo era demasiado terrible para que Frodo lo llevara solo, hasta

el final. Tal vez fuera, en la mente de Tolkien, algo tan trivial como las necesidades del

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guión: después de escribir que los orcos se habían llevado a Frodo de la guarida de Ella-

Laraña, la única manera de liberar a Frodo que se le ocurrió fue que Sam se pusiera el

anillo. No obstante, independientemente de cuál fuera el razonamiento consciente de

Tolkien, el hecho sigue siendo que Sam también fue portador del anillo. Pero como era

de una clase social más humilde, nunca pensó que mereciera de verdad llevarlo. Oh, el

anillo utilizó su magia con él, y hubo momentos en que imaginó qué podría hacer con

ese poder. Pero sabía que incluso esos sueños insensatos eran humildes y tontos, y la

humildad le hizo reírse de sus propias ambiciones.

Samsagaz Gamyi era, de hecho, el típico sirviente, y sin duda había algo en Tolkien

que razonaba con la idea de que «el más grande de vosotros que sea el siervo de todos».

Según esta idea, es Sam, no Frodo, quien fue el más grande de los héroes; tanto más

cuanto que, pensé yo al menos, ni a Sam ni a nadie se le pasa nunca por la cabeza que

éste pudiera ser el caso. De hecho, Sam está tan absorto en la grandeza de su amo que es

casi imposible considerarlo en sí mismo; sólo existe con relación a Frodo. Hasta que

Frodo no parte hacia el Oeste y Sam regresa a casa no es al fin libre y exclusivamente él

mismo. Por fin el sirviente es amo en su propio hogar, capaz de disfrutar de la compañía

de su esposa y sus hijos, de trabajar felizmente en su jardín y de contemplar y compartir

el florecimiento de su amada tierra y sus amados vecinos.

Al leer la historia —y recordad, ésta fue mi lectura original, natural, no analizada,

simplemente el modo en que comprendí la historia— Sam es el gran héroe, y El Señor de

los Anillos terminaba perfectamente porque al final él fue el único portador del anillo

que no tenía nada de qué arrepentirse. Había llevado el anillo pero no había hecho nada

malo con él y, a pesar de la tentación, lo había cedido con más facilidad que nadie que lo

hubiera llevado nunca. Por lo tanto, era justo que obtuviera, no la vida contemplativa de

la apoteosis de Frodo, sino la idea del cielo de mi educación no católica: vivir en un

jardín hecho con sus propias manos, rodeado por su familia y capaz de contemplar y

colaborar en el embellecimiento y el crecimiento de esa familia y ese jardín.

Es cierto que todo lo que vi en la historia está allí. Pero con los años me he dado

cuenta de que la mayoría de la gente entiende que es la historia de Frodo, y su viaje al

Oeste es el final, mientras que el regreso de Sam a la Comarca es simplemente una

manera de alargar el relato. Sin embargo, un número significativo de lectores coinciden

conmigo en esta excéntrica —lo admito— lectura, según la cual el viaje de Frodo al

Oeste es un fin triste y melancólico para una alma herida, mientras que el verdadero

final de la historia es la vuelta de Sam a casa como hombre que ha dejado de servir (y

sin embargo es siervo), que merece la verdadera felicidad porque es el único que

obedeció y actuó con nobleza en todo momento, aunque su primer deseo fuera obrar de

otra manera.

Esto no es una especie de significado codificado, es cómo viví yo el significado de

estos acontecimientos dentro del mundo de la historia. Estos sucesos no «equivalían» a

nada del mundo real. Pero mi propia cosmovisión me hizo recibir la historia con un

énfasis distinto, un contenido moral distinto, unos valores distintos de los de tantos

otros. Ni siquiera es muy interesante lo que Tolkien «pretendiera» al escribirla; en lo

que sus decisiones tienen de inconscientes, puede confiarse en que reflejan lo que él

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creía verdaderamente; y en lo que sus decisiones tienen de conscientes, sólo puede

confiarse en que nos muestren lo que él creía creer.

En este caso, como con la mayoría de los elementos de El Señor de los Anillos, doy por

supuesto que Tolkien escribía de modo «escapista», sin codificaciones, decidiendo qué

ocurría y por qué, basándose exclusivamente en lo que él consideraba importante y

verdadero en el momento en que escribía o revisaba. Es muy posible que esté

proyectando mi manera de escribir en Tolkien porque, inevitablemente, siempre veo el

mundo a través de mi propia lente, porque no tengo otra y no importa si intento pulirla

y enfocarla con claridad. Pero él decía que no había alegoría, y yo supongo, empleando

la lectura más amplia del término alegoría, que eso incluye todos los métodos de

codificación y descodificación de «significados» externos.

El Señor de los Anillos, como todas las obras de ficción de Tolkien y, a mi parecer,

todas las grandes historias, es un relato salvaje, indomable. Es la profundidad de este

gran río que nos arrastra cuando entramos en él, lo que hace que haya lecturas

diferentes, que sin embargo concuerdan con el texto. Es tan accidentado como un río,

con bancos de arena aquí y allá que nos hacen salir fuera del agua durante un momento

(nunca me han gustado los tumularios; y otros tienen secciones o personajes que los

aburren o irritan). Pero el río sigue su curso, y cuando volvemos a arrojarnos nos atrapa

una vez más; y si, en su ancho delta, algunos de nosotros terminamos en un lugar

diferente cuando acaba la historia, bueno, eso es lo que ocurre cuando la corriente es

tan fuerte. De hecho, eso es lo que deseamos, que el mundo de este autor sea tan real

que cuando nos sumerjamos en él no podamos saber nunca, de una lectura a otra,

adónde va a llevarnos o qué veremos por el camino.

Hemos recorrido este río, vosotros y yo; más de una vez, en mi caso, y

probablemente en el vuestro también. Si sigo volviendo a él es porque nunca ha sido

domado y es indomable. Siempre es salvaje, y por eso los «significados» de la historia,

aunque limitados por las palabras que hay en las páginas y la mente que ha concebido el

relato, son sin embargo numerosos; cada uno de ellos es una corriente que puede

llevarme aquí esta vez, allá la siguiente, para ver significados distintos cada vez.

Olvidad la metáfora del río. Nada de analogías ahora. En las páginas de esta historia

un hombre puso toda su alma, toda su vida, cada una de sus etapas, representadas en los

elementos de su creación. Los grandes narradores son aquellos cuyos personajes cobran

tanta entidad en nuestro recuerdo como la que tienen nuestros amigos y familiares.

Como nosotros mismos. Yo he vivido en la Tierra Media, y vosotros también; y eso es

importante para nosotros, o no estaríais leyendo este libro y yo no estaría escribiendo

este ensayo. A pesar de todos los años transcurridos desde su muerte, Tolkien está

todavía descubriendo el mundo, el amplio y salvaje mundo, para nosotros.

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LA HISTORIA SIGUE Y SIGUE

CHARLES DE LINT

i primer encuentro con Tolkien se lo debo a mi hermana mayor, Kamé, cuando

tenía doce o trece años. Durante un tiempo había dejado a un lado los cuentos

de hadas y los libros sobre mitología y cuentos populares que solía leer (por no

mencionar el Tarzán de Edgar Rice Burroughs y los libros de John Carter que

cogía de la librería de mi padre), y me había dejado seducir, anzuelo, hilo y

plomo, por las novelas de misterio y de espionaje. En lugar de Piel de Asno, gatos con

botas y Taliesin tenía la cabeza llena de las hazañas del Santo y Modesty Blaise, Shell

Scott y Mike Hammer, Nick Carter y James Bond.

¿Qué puedo decir? Era joven, era impresionable.

El día en cuestión era probablemente fin de semana. Sábado o domingo. Entré en la

habitación de mi hermana (sin llamar, estoy seguro) y estaba por ahí dando la lata

cuando descubrí un libro encima de su cama. El Hobbit. Le pregunté de qué trataba y

ella, con gran entusiasmo, empezó a hablarme de Bilbo Bolsón y Gandalf, de enanos y

elfos y Rivendel y todo eso.

Me gustaría decir que me sentí atraído enseguida y dejé a un lado los endurecidos

detectives y espías para sumergirme en la Tierra Media, pero no sería sincero. En lugar

de eso, me reí y me burlé de ella por leer libros para niños (porque yo era muy maduro,

por supuesto).

Y debería haberlo imaginado. Quiero decir, Kamé no sólo fue la primera que se fijó

en Tolkien, también fue la primera persona que yo conocía que había oído hablar de los

Beatles y había llegado tan lejos como para comprarse un par de discos de 45 rpm antes

de que nadie se diera cuenta de su existencia. Lo menciono porque esos discos me

cautivaron tanto como las historias de Tolkien cuando por fin las leí. Solíamos escuchar

a los Beatles una y otra vez, y cuando la banda apareció en Ed Sullivan (ahora resulta

difícil de creer, pero entonces era el único programa de televisión donde se podía ver

algo parecido), nos sentimos en el cielo.

Pero me estoy yendo por las ramas.

El día en que ella sacó El Hobbit de la biblioteca, y estaba a punto de terminarlo,

Tolkien sólo parecía lo más idiota que cualquiera podría querer leer.

Lo recuerdo claramente. No sé con exactitud cuándo empecé a leer El Hobbit y El

Señor de los Anillos, pero ha de haber sido un par de años después, todavía a mediados

de los sesenta.

Yo estaba familiarizado con algunas de las fuentes de Tolkien, como he mencionado

antes, pero esta impresionante historia suya, con todos los toques originales y la

veracidad absoluta que aportó a su obra, fue lo que hizo que me enamorara

M

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apasionadamente de la idea de la magia y la maravilla y el efecto que podían tener en

una persona corriente (los hobbits, porque a pesar de los pies peludos y el resto de sus

encantos, representaban al hombre corriente en comparación con todas las demás

personas y cosas de estos libros).

Si dijera que esa lectura cambió mi vida me quedaría corto. Despertó de nuevo al

niño que había en mí: no el niño inocente, sino el que es capaz de dejar a un lado el

cinismo y, una vez más, recuperar el sentido de la maravilla.

Puedo, y lo haré dentro de un momento, hablar del perdurable atractivo y el valor de

estos dos libros (no me importa que las editoriales crearan una concepción equivocada

de la literatura fantástica y las trilogías; yo estoy con Tolkien y considero que El Señor

de los Anillos es un solo libro), pero me gustaría explorar un instante cómo fue mi

encuentro con esos libros en el momento que lo hice, y por qué los releo con tanta

frecuencia.

Por un lado, estaba el Relato en su totalidad. Mi experiencia previa con este tipo de

material se había limitado a formatos breves —cuentos de hadas, anécdotas populares,

mitologías— que no eran del todo satisfactorios, aunque dudo que entonces hubiera

sido capaz de explicarlo. Lo que yo no sabía es que existiera un relato total, un tapiz en

el que uno podía perderse durante días enteros. Los personajes eran creíbles, no sólo

porque estaban bien delineados, sino también porque tenían motivos razonables para

hacer lo que hacían. Uno de los aspectos menos satisfactorios de estos relatos anteriores

que Tolkien había utilizado como fuente (y que yo también había leído) era su

arbitrariedad. Con demasiada frecuencia los personajes eran simples arquetipos: no se

había hecho el menor esfuerzo para ampliar su personalidad, y sus fortalezas y sus

carencias existían sólo para los propósitos del relato y no surgían de su propia vida e

historia.

(Una digresión irónica: hoy en día, muchos de los puros y vitales personajes que

Tolkien creó o refundió a partir de antiguo material folclórico y mítico se han

convertido en arquetipos de ficción fantástica. El círculo gira…).

Debido a mi propia inexperiencia (todavía no conocía a Dunsany, Morris, Cabell, et

al.), nunca había visto nada parecido. Sé que parece extraño a finales del año 2000,

cuando las estanterías de cualquier biblioteca o librería están combadas por el peso de

enormes, y demasiado a menudo excesivamente inflados, libros de literatura fantástica

de similar estilo. Pero los clásicos todavía eran desconocidos para mí, y el tsunami

posterior de los imitadores de Tolkien apenas era una vislumbre en los ojos de Ian

Ballantine.

Sin embargo, para ser justo debo decir que mi deuda con Ballantine Books es casi tan

grande como la que tengo con Tolkien. Si Tolkien me enseñó que los mundos fantásticos

y mágicos eran para todas las edades, la colección Ballantine Adult Fantasy, dirigida por

Lin Carter y con el Signo del Unicornio en la esquina superior derecha de cada tomo, me

enseñó que había muchas maneras de contar este tipo de historias.

Mirando atrás, creo que lo más interesante de estos libros era precisamente eso: lo

diferentes que eran unos de otros. No había posibilidad de confundir las oscuras

visiones de Clark Ashton Smith con los mundos pastoriles de William Morris. Ni el Reino

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de la Noche de William Hope Hodgeson con Faerie de Hope Mirelees, aunque ambos

compartieran el nombre de pila.

Probablemente ésta sea la única razón por la que tengo tan poca paciencia con gran

parte de la literatura fantástica que se publica en la actualidad. El encuentro con los

clásicos en mis años formativos me estropeó para siempre. Por qué querría leer alguien

variaciones y más variaciones de la misma y agotada historia —lo siento, pero no

intentéis decirme que la mayoría de las novelas fantásticas de los últimos veinte años no

son casi como una interminable línea de producción de más-de-lo-mis-mo, cuando un

autor podría, y debería, tener sus propios mundos y sus propias historias para

compartir con nosotros.

Pero me he adelantado.

En la época en que empecé a leer a Tolkien, junio de 1969 (cuando la colección

Ballantine Adult Fantasy comenzó a ofrecer clásicos a los lectores hambrientos como

yo), todavía estaba a años de distancia. Y aunque yo había experimentado, o estaba a

punto de experimentar, la serie de Prydain de Lloyd Alexander (de 1964 a 1968), la

serie de The Dark Is Rising de Susan Cooper (de 1965 a 1977; que, curiosamente,

también tenía cinco libros), los maravillosos libros fantásticos de Alan Garner (como La

piedra fantástica de Brisingaman, 1960) y otros parecidos, aún estaban dirigidos a un

mercado infantil o juvenil; al parecer, los lectores mayores podían apreciarlas, y todavía

lo hacen.

Recuerdo esos libros con cariño, y todavía los releo de vez en cuando, pero ahora me

producen otro efecto. Ninguno de ellos tenía la envergadura, ni la veracidad, de El

Hobbit y sobre todo El Señor de los Anillos. Había mapas detallados de la Tierra Media.

Lenguas e historias enteras. Asombraba el rumor de que Tolkien había creado estos

relatos sólo como escenario para lo que le interesaba de verdad: crear sus lenguas

élficas. Los libros posteriores como El Silmarillion y los muchos otros que siguieron,

cada uno de ellos un poco menos legible que el anterior para la mayoría de los lectores,

yo incluido, sólo parecían confirmarlo.

No creíamos tanto que Tolkien inventara la Tierra Media como que nos ofrecía un

atisbo de una realidad alternativa; y afrontémoslo, en aquel entonces, las realidades

alternativas ejercían una gran atracción para muchos de los que crecíamos en una

sociedad que nos resultaba demasiado sofocante. En la Tierra Media había reglas y

regulaciones, sí, y los libros trataban sobre todo de la pérdida de la inocencia y la

fantasía, de la desaparición de un mundo y la llegada del siguiente. Pero eso no

invalidaba la sensación de que antaño había habido magia en el mundo y quizá, si

buscábamos y trabajábamos lo suficiente, podríamos recuperarla.

La magia no consistía sólo en elfos y magos y hechizos. Además, la magia parecía

prometer una relación más profunda y rica con el mundo y todos los que lo habitamos.

No es tan sorprendente que a la generación de la paz, el amor y las flores le gustaran

tanto estos libros. Tolkien escribió sobre la industrialización de su querida Inglaterra,

pero en todo el mundo se podían encontrar analogías similares. Mordor recordaba a los

grandes negocios, las empresas que tenían una larga historia de explotaciones mineras a

cielo abierto, de deforestación y contaminación.

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Quienes se oponían a estas compañías podían hallar cierta analogía en los libros de

Tolkien. Igual que el movimiento ecologista. Igual que cualquiera que deseara conservar

algo de la belleza natural del mundo, que contemplara con consternación el concepto

«progresista» de que el cambio es necesario y bueno. No creo que fuéramos todos

luditas. Pero queríamos encontrar un equilibrio entre el progreso tecnológico y el

respeto a la naturaleza.

¿Estoy dando demasiada importancia a un par de simples novelas de fantasía? No lo

creo. Pero tampoco creo que en aquel entonces necesariamente examináramos las

razones por las que los libros de Tolkien nos llegaban tan adentro. Les dimos un lugar

en nuestra vida, nos enriquecieron en muchos niveles, pero no teníamos la necesidad de

comprender por qué. Considerábamos que eran historias maravillosas y que además

encajaban con nuestro modo de entender el mundo.

Tal vez la mejor razón de esta apreciación se encuentre en el ensayo del mismo

Tolkien «Sobre los cuentos de hadas» (Árbol y hoja, 1964):

La Fantasía es una actividad connatural al hombre. Claro está que ni destruye

ni ofende a la Razón. Y tampoco inhibe nuestra búsqueda ni empaña nuestra

percepción de las verdades científicas. Al contrario. Cuanto más aguda y más clara

sea la razón, más cerca se encontrará de la Fantasía. Si el hombre llegara a hallarse

alguna vez en un estado tal que le impidiese o le privase de la voluntad de conocer

o percibir la verdad (hechos o evidencias), la Fantasía languidecería hasta que la

humanidad sanase. Si tal situación llegara a darse (algo que en absoluto se puede

considerar imposible), la Fantasía perecería y se trocaría en Enfermizo Engaño.

Aunque el culto que surgió a raíz de la publicación de los libros de Tolkien tuvo por

cierto momentos en que rebasó sus propios límites (¿os acordáis de los graffiti escritos

en runas o letras élficas, o que simplemente ponían «¡Gandalf vive!»?), los aficionados

fanáticos eran una minoría. Había muchos otros lectores que tenían una relación más

tranquila y personal con los libros. Entendían de qué hablaba Tolkien en la cita de más

arriba, que debe haber un equilibrio entre fantasía y realidad, que nuestra vida se

empobrece cuando la balanza se desequilibra, no importa hacia qué lado.

El Hobbit y sobre todo El Señor de los Anillos influyeron a generaciones de jóvenes

escritores; yo mismo pertenezco a la segunda o tercera ola. Algunos escribíamos

abundantes imitaciones y seguimos haciéndolo. Algunos empezamos escribiendo este

tipo de imitaciones, pero luego intentamos buscar nuestra propia voz. Es difícil decir

cuántos de nosotros seríamos escritores hoy sin la influencia directa o indirecta de

Tolkien, cuántos lectores de fantasía habría de no ser por el género que él creó sin darse

cuenta. Pero, francamente, a pesar del abuso de las herramientas que popularizó y luego

nos puso en las manos, sigo creyendo que el mundo sería un lugar mucho más gris sin

su regalo de la Tierra Media.

Y la prueba más concluyente de ello es la popularidad de que siguen gozando los

libros hoy en día, alzándose sobre la multitud de crasos imitadores y sinceros

homenajes con los que comparten los estantes de las bibliotecas o librerías. Sí, habría

sido bonito que Tolkien hubiera descrito personajes femeninos más fuertes y mejor

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dibujados (aunque, para ser justos, ¿qué podía saber un enclaustrado profesor de

Oxford sobre estas exóticas —para él— criaturas?). Y seguramente un mundo tan

grande y diverso como la Tierra Media tuvo que estar muy influido por la religión, de

una manera u otra.

Sin embargo, incluso estas críticas palidecen ante los libros: la Historia, la riqueza de

detalles, los personajes que se nos ofrecen en sus páginas.

Todavía disfruto con estos libros, y no creo que lo haga con un placer nostálgico.

Tolkien puede haber fallecido, pero las palabras perduran. Y, parafraseando «El camino

sigue y sigue» (el poema que da título al libro en el que Donald Swann puso música a las

poesías de Tolkien en 1967), la historia sigue y sigue.

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EL HACEDOR DE MITOS

LISA GOLDSTEIN

eí por primera vez a J.R.R. Tolkien en octavo curso, cuando una compañera de clase

hizo una reseña de El Señor de los Anillos. Me impresionó su pasión, el evidente

placer que había sentido al leer el libro, y por eso —a pesar de que ella contaba el

final— pedí prestado un ejemplar de La Comunidad del Anillo a un amigo. (Nunca

olvidé el nombre de la niña que escribió la reseña del libro, y si alguna vez la vuelvo

a ver pienso decirle un par de cosas por haber contado ese final).

Mi amigo aún estaba con el segundo tomo cuando yo terminé el primero. Estaba loca

de inquietud. ¿Qué le había pasado a Gandalf? Fui corriendo a la tienda de la esquina y

compré Las Dos Torres. Lo recuerdo como uno de los primeros libros que compré en mi

vida.

Terminé leyendo la serie cada año de mi adolescencia. La leí hasta gastar esas

primeras ediciones de bolsillo; la leí hasta casi aprendérmela de memoria, y —por

desgracia— fui incapaz de volver a hacerlo durante mucho tiempo, porque llegué a

conocer cada giro, cada detalle, cada frase poética.

Luego supe que no fui la única en hacerlo. Una vez hasta leí un libro en el que, para

demostrar lo tonto que es uno de los personajes, el autor menciona que leía El Señor de

los Anillos todos los años. Vale, entonces somos unos tontos. Una vez me hice una capa;

incluso salí con un tío que se hacía llamar Bilbo. Soy culpable. Pero lo que el autor de ese

libro —no recuerdo el título, pero seguía el pensamiento general, obviamente— no

había comprendido en realidad es el poder de El Señor de los Anillos.

Sin embargo, la cuestión es el porqué. ¿Por qué la gente lee estos libros una y otra

vez? ¿Por qué son tan populares? ¿Qué nos dan ellos que no nos den los otros? ¿Cómo

pudo un hombre que trabajaba solo crear un género entero, toda una industria

editorial?

Yo creo que es porque necesitamos mitos. No sólo porque los mitos son relatos

entretenidos, o porque algunos tengan una moraleja. Los necesitamos, del mismo modo

que necesitamos las vitaminas o la luz del sol.

Leí El Señor de los Anillos a finales de los años sesenta, cuando todo el mundo parecía

estar buscando con entusiasmo un mito, una religión, una manera de hallar el

significado del mundo. Mi escuela estaba completamente invadida por niños que

llevaban la Biblia, o libros de Alan Watts, o el pequeño libro rojo del presidente Mao.

Teníamos la sensación de que nuestros padres nos habían fallado de alguna manera, de

que nos habíamos perdido algo, de que ahí fuera había un mundo mucho más grande de

lo que nos habían contado.

L

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Habíamos crecido en la década de los cincuenta; nuestros padres habían sobrevivido

a la Depresión y a los horrores de la segunda guerra mundial, y ahora sólo querían

llevar una vida corriente en la nueva prosperidad norteamericana. La difícil cuestión

sobre mitos y significados, los dragones que se deslizaban desde la psique, no estaba

hecha para ellos. Los cuentos de hadas se convirtieron en los relatos más cómodos para

contar a los niños; los enanos de Blancanieves ya no eran misteriosos y a veces temibles

habitantes de la tierra, sino unos hombrecillos encantadores llamados Gruñón y

Mocoso. Incluso la religión pasó a ser algo en lo que se pensaba unos pocos días al año y

se olvidaba el resto del tiempo.

Se creía que la ciencia había triunfado, que vivíamos en una Edad de la Ciencia. Las

enfermedades que habían aterrorizado a la gente durante siglos estaban casi

erradicadas; la fisión del átomo iba a proporcionarnos una fuente ilimitada de energía.

La Edad de la Ciencia comportó por cierto muchos beneficios; no digo que la viruela

y la polio fueran algo bueno. Pero de algún modo se extendió la idea de que la ciencia y

los mitos no podían coexistir, de que mito era lo mismo que superstición y debía ser

eliminado. Y creo que esta pérdida de los mitos fue una de las razones por las que mi

generación buscó con tanto ahínco y tomó, en algunos casos, caminos desastrosos.

No obstante, los mitos habían comenzado a declinar mucho antes de los años

cincuenta. El mismo Tolkien, en su famoso ensayo «Sobre los cuentos de hadas», sitúa el

comienzo de esa declinación en la época isabelina. Había un tiempo en que la gente

llamaba Hermoso Pueblo a las hadas para aplacarlas, y las consideraban caprichosas e

imprevisibles, hermosas y aterradoras, cualquier cosa menos justas[7]. Pero en las obras

de Michael Drayton y el propio Shakespeare se convirtieron en seres diminutos,

delicados, simplemente bonitos. Perdieron la capacidad de sorprender y asustar; se

redujeron, tanto en estatura como en importancia. Se convirtieron en cosa de niños y,

con el tiempo, tal como dice Tolkien, fueron relegadas «al cuarto de los niños».

No debe extrañar que esto sucediera aproximadamente cuando la gente comenzaba

a comprender algunas cosas sobre el mundo en que vivía, empezaba a experimentar,

emprendía el camino que la llevaría de la alquimia a la química, de la astrología a la

astronomía.

La necesidad de mitos se agudizó sobre todo después de la primera guerra mundial,

cuando todas las certezas de los viejos valores fueron arrasadas, cuando, no por

casualidad, Tolkien empezó su relato. Parte de su genio consistió en que se dio cuenta

de que esa hambre todavía existía, a pesar de todas las maravillas del mundo moderno.

Él sabía que la gente necesita historias épicas de viajes, dragones, tesoros, magia,

maravillas, horrores, pérdida y redención, de héroes exigidos hasta más allá de su

capacidad de resistencia. Las necesitamos porque son historias magníficas, por

supuesto, historias tan antiguas como la gente. Pero también las necesitamos porque

tratan del héroe que viaja a un lugar oscuro y vuelve transformado, y ésa es una historia

que todos conocemos personalmente, una historia que cada uno de nosotros

experimenta en la vida. Esos dragones son nuestros dragones, esos ayudantes mágicos

son nuestros ayudantes. Y en ocasiones los dragones están dentro de nosotros, forman

parte de nosotros, y ésa es la pelea más aterradora de todas. No es extraño que una

generación entera no quisiera saber nada de los mitos.

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Si eso fuera todo, probablemente nunca habríamos oído hablar del tal Tolkien. Pero

su genio también radicaba en que él fue capaz de satisfacer ese apetito. En el siglo XX,

una época de coches, aviones y radios, él revivió una antigua forma y de algún modo la

hizo hablar para el presente. Se pasó décadas, literalmente, construyendo un mundo,

haciéndolo coherente, dándole lenguas, poesía, historia y arte, haciéndolo tan real que

da la impresión de que lo descubrió en lugar de inventarlo. Le dio personajes de gran

talla —metafóricamente hablando, si no literalmente—, gente que encajaba con la

grandeza del lugar. Y puso en marcha una historia que leemos una y otra vez.

¿Cómo lo hizo? ¿Cómo pudo escribir una obra épica en una época en que las obras de

ese tipo estaban casi olvidadas? ¿Cómo pudo dar con el inconsciente colectivo de tanta

gente? No lo sé. Lo siento. Podéis fijaros en El héroe de las mil caras, de Joseph Campbell,

otra respuesta a la falta de mitos del siglo XX. Campbell confeccionó un esquema para el

viaje del héroe: del Comienzo de la Aventura al Descenso a la Oscuridad —el Viaje por el

Mar de la Noche— y por último el Nacimiento del Héroe Renacido; se advierte que en El

Señor de los Anillos hay por lo menos tres descensos de este tipo: Gandalf en Moria, el

viaje de Frodo y Sam a Mordor y Aragorn en los Senderos de los Muertos. Pero Tolkien,

evidentemente, no utilizó un esquema; para empezar, El Señor de los Anillos estaba casi

terminado cuando el libro de Campbell salió a la luz. Y lo que es más importante, el

inconsciente no sigue regla alguna; no es posible forzarlo dentro de un esquema.

El propio Tolkien, en la introducción de El Señor de los Anillos, afirma que quiso

escribir una historia «que mantuviera la atención del lector, lo divirtiera, lo deleitara, y a

veces incluso lo entusiasmara o lo conmoviera profundamente. No tenía otra guía que

mis propios sentimientos sobre lo atractivo o lo conmovedor…». Creo que eso es lo más

cerca que estaremos de saber cómo lo hizo. De algún modo se internó en su

inconsciente —otro Descenso a la Oscuridad—, se introdujo en esa parte de su mente de

la que proceden las historias y regresó al mundo cotidiano con la que nos cuenta. Por

eso era un genio; en realidad no hay manera de explicarlo.

Sin embargo, me veo capaz de dar una explicación de su éxito, de iluminar un

pequeño fragmento del misterio. Creo que tiene que ver con el lenguaje. Una historia

épica necesita una voz épica, una voz poética, una voz que se alce por encima del

murmullo y las trivialidades del mundo cotidiano. En esa voz debe insinuarse el mundo

antiguo, la conciencia de que el narrador está hablando de una edad heroica, con

personas que eran, si no mejores, más que nosotros. (Pero apenas una insinuación. Una

pizca de arcaísmo puede llegar muy lejos).

Tolkien, profesor de lengua y conocedor de la palabra, sabía todo eso; también lo

sabía Homero, y el autor de Beowulf, y quien escribió las partes más poéticas de la

Biblia. Él volvió a estos ejemplos al escribir, algo que resulta más impresionante cuando

uno se da cuenta de que estaba en una época en que se adoraba a Hemingway y la prosa

desmantelada y sin sentido. (Los genios, por supuesto, no prestan atención a las modas).

Escuchad estas líneas, el ritmo, el hechizo que entreteje en estos fragmentos:

[Frodo] Estaba allí, inmóvil, como había estado otras veces escuchando las hermosas

voces de los Elfos, pero ahora el encantamiento era diferente, menos punzante y menos

sublime, pero más profundo y más próximo al corazón humano; maravilloso, pero no

ajeno.

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—¡Hermosa dama Baya de Oro! —repitió—. Ahora me explico la alegría de las

canciones que oímos.

La Comunidad del Anillo

—¡Horcas y cuervos! —siseó Saruman, y todos se estremecieron ante aquella

horripilante transformación—. ¡Viejo chocho! ¿Qué es la Casa de Eorl sino un cobertizo

hediondo donde se embriagan unos cuantos bandidos, mientras la prole se arrastra por

el suelo entre los perros? Durante demasiado tiempo se han salvado de la horca. Pero el

nudo corredizo se aproxima, lento al principio, duro y estrecho al final. ¡Colgaos, si así lo

queréis!

Las Dos Torres

—¡Vete de aquí, dwimmerlaik, señor de la carroña! ¡Deja en paz a los muertos!

Una voz glacial le respondió: —¡No te interpongas entre el Nazgûl y su presa! No es

tu vida lo que arriesgas perder si te atreves a desafiarme; a ti no te mataré: te llevaré

conmigo muy lejos, a las casas de los lamentos, más allá de todas las tinieblas, y te

devorarán la carne, y desnudarán la mente, expuesta a la mirada del Ojo Sin Párpado.

Se oyó el ruido metálico de una espada que salía de la vaina.

—Haz lo que quieras; mas yo lo impediré, si está en mis manos.

—¿Impedírmelo? ¿A mí? Estás loco. ¡Ningún hombre viviente puede impedirme

nada!

Lo que Merry oyó entonces no podía ser más insólito para esa hora: le pareció que

Dernhelm se reía, y que la voz límpida vibraba como el acero…

El Retorno del Rey

Si ninguno de ellos nos hace estremecer, tal vez estemos muertos.

El primer ejemplo describe una pequeña parte de la belleza de la Tierra Media, los

otros dos son de terror. (Tolkien, a diferencia de muchos escritores, era experto en

ambas cosas). Y yo no bromeaba con la capacidad de estremecer de estos fragmentos. El

último es especialmente estremecedor para mí, una descripción del heroísmo contra

todas las adversidades, del triunfo, algo que el hecho de que trate de uno de los escasos

personajes femeninos de Tolkien lo hace todavía más dulce. Ni siquiera es necesario

saber qué significa «dwimmerlaik»; es uno de esos arcaísmos de los que he hablado

antes, que nos recuerda que nos hallamos en otro tiempo, otro lugar. Por su sonido

(pronunciadlo en voz alta), y el contexto, sabemos que significa algo horrible, algo

aterrador.

Sin embargo, decís, Tolkien ha tenido muchos seguidores; algunos lo imitaron de un

modo servil, otros siguieron su propio camino, pero ninguno utilizó un lenguaje poético.

A veces emplearon lo contrario, de hecho; a veces la ineptitud de su escritura puede

hacernos temblar. Yo no he podido mantenerme al día con todos los escritores de épica

fantástica —no creo que nadie pueda hacerlo, actualmente—, pero los únicos que

conozco que comprenden la importancia del lenguaje son Ursula K. Le Guin, Patricia

McKillip y Greer Gilman. (Le Guin incluso ha escrito un maravilloso ensayo sobre el

tema, llamado «From Elfland to Poughkeepsie»). Ésta es una cuestión muy cercana y

muy cara a mi corazón, así que espero me permitáis que me despache un poco.

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(Pero antes una digresión. Hay algunos libros que se venden como épica fantástica

aunque en realidad son relatos históricos, si bien ambientados en lugares imaginarios.

Tienen poca o ninguna magia, y tratan de hechos históricos, intrigas, invasiones y cosas

similares. Están, o deberían estar, escritos en lenguaje histórico. Por eso soy capaz de

leer las novelas de Guy Gavriel Kay con placer y sin despotricar —para gran alivio de mi

marido, que ha tenido que aguantarme demasiadas veces— y estoy disfrutando mucho

con la serie de George R. R. Martin).

Después de leer El Señor de los Anillos, busqué más de lo mismo. En aquella época

había muy pocas cosas que despertaran la misma emoción: algunos libros infantiles, la

serie de Terramar, la asombrosa colección de Lin Carter publicada por Ballantine Adult

Fantasy. Por último, a finales de los setenta, salieron varios libros con una fuerte

influencia de El Señor de los Anillos.

Cuando digo «una fuerte influencia» quizá me quede corta; por lo menos en uno de

ellos hay escenas que parecen sacadas por entero de Tolkien. Cuando apareció, yo

trabajaba en una librería, y la publicidad anterior me tenía muy emocionada. Tal como

he dicho antes, me moría por la fantasía, y no se puede estar siempre releyendo a

Tolkien. Pedimos un expositor, lo que los editores llaman «dump»[8] (eso da una idea de

lo que ellos piensan de los libros que publican), que contenía, creo, dieciocho

ejemplares. Conseguí una copia previa, me preparé para caer bajo su hechizo y me

encontré leyendo una burda imitación de El Señor de los Anillos.

Alguna vez estuve resentida con ese libro; pensaba (y todavía pienso, en cierto

modo) que tiene parte de la culpa de todas las tonterías baratas que vinieron después.

Ahora, sin embargo, pienso de otra manera, sobre todo en los momentos en que evito el

cinismo. Un mito es la historia del viaje de un héroe a la oscuridad y su regreso. Todos

los mitos son iguales en este aspecto; sólo las trampas son diferentes. Tal vez el autor de

ese libro, como todos nosotros, se sintió conmovido por esa historia y quiso volver a

contarla; tal vez al hacerlo se sintió como los antiguos bardos, que cantaban las historias

que habían escuchado a un público transfigurado en torno al fuego. Antaño los mitos se

contaban una y otra vez, y se modificaban continuamente; la propiedad intelectual es un

concepto bastante reciente. Que acabara siendo un mal bardo en comparación con el

maestro no cambia la naturaleza del relato.

Pero cuando leí mi ejemplar previo me desesperé, y no sólo porque pensara que el

libro era poco original y tenía un lenguaje torpe. Temía que nadie comprara esa cosa,

que hubiéramos pedido demasiados ejemplares y que hubiera que devolverlos todos,

pagando los gastos de correo de lo que era, al fin y al cabo, algo que pesaba bastante

(aunque no tanto como los tochos que siguieron). La librería acababa de abrir, y una

cosa tan insignificante como los gastos de correo representaba mucho dinero en ese

entonces.

Para mi absoluta sorpresa, el libro empezó a venderse, y se vendió sin cesar. Nos

libramos del pedido entero y tuvimos que pedir más ejemplares a nuestro distribuidor

local. Sin embargo, yo me veía en un dilema cuando los clientes me preguntaban si era

bueno, y acababa diciendo algo como: «Si lo que le gustó de Tolkien fue el lenguaje, este

libro no le gustará. Pero si leyó a Tolkien sólo por la historia, lo encontrará muy

parecido, quizá demasiado». Dije esto a un hombre y una mujer, y compraron el libro.

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Luego las compuertas se abrieron. Desde entonces se han publicado centenares de

obras de fantasía épica, tal vez incluso millares. Muchos se dieron cuenta de que podían

escribirlas sin prestar atención al estilo, que no tenían que pasarse décadas

construyendo un mundo, y que bastaba con hacer uno de cartulina o, aún más fácil,

tomarlo prestado de un escritor mejor. Algunos de estos libros eran tan malos que ni

siquiera servirían para hacer un vertedero decente. Y también los compraron y

devoraron.

Es la historia: la historia es lo importante. La gente tiene tanta hambre de estos

relatos que los lee y los convierte en éxitos de ventas por malos que sean. Algunos son

pobres imitaciones, pero tal es el poder del viaje del héroe que la gente los lee de todas

formas. Incluso Hollywood se ha puesto en acción. Gracias al éxito de La Guerra de las

Galaxias, que en parte se inspiró en El héroe de las mil caras, es posible oír a los

productores, con sus trajes de Armani, sus gafas de sol y sus teléfonos móviles hablar

seriamente sobre el viaje del héroe. O, como dijo un conocido mío que trabaja allí:

«Como vuelva a oír el nombre de Joseph Campbell en esta ciudad…».

Entonces, ¿me equivoco con el lenguaje épico? No lo creo, aunque admito que la

cuestión me tiene intrigada. La gente disfruta de veras con un libro bien escrito, aun

cuando no se den cuenta de ese placer. (Podría decirse que es una especie de sugestión

subliminal). Sin embargo, hay algo más importante: ¿cuántos de estos libros fantásticos

recientes superarán el paso del tiempo? ¿Cuánta gente los leerá dentro de cien años?

Muy pocos, creo. En cambio, si en el siglo XXII la gente tiene algo de buen gusto,

seguirá leyendo a Tolkien. Les maravillará su don para la narración, su mundo

sólidamente construido, su comprensión de la belleza y el terror. Y su uso del lenguaje.

El lenguaje es una de las cosas que lo convierten en un verdadero hacedor de mitos.

Hemos tenido unos pocos y preciosos hacedores de mitos en nuestra época; a éste

debemos honrarlo. Me alegro de que así sea.

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«LA DISTINCIÓN RADICAL…»

UNA CONVERSACIÓN CON TIM Y GREG HILDEBRANDT

GLENN HURDLING im: Fue en 1967, así que yo tenía veintiocho años. Greg y yo estábamos haciendo

películas sobre el hambre en el mundo para el obispo Fulton J. Sheen de la

Asociación de la Propagación de la Fe en Nueva York. Había hecho una acuarela de

un enano que saltaba por encima de un puente mediante un árbol cuando una chica

de la oficina —se llamaba Winifred Boyle— la vio y dijo que le recordaba a Tolkien.

Yo dije: «¿Qué es un Tolkien?».

Al día siguiente me dio El Hobbit. En cuanto empecé a leerlo me quedé

completamente enganchado. Luego devoré El Señor de los Anillos. Nunca he leído algo

así en mi vida, ni antes ni después. Para mí todavía es el alfa y omega del género

fantástico.

Cada vez que pasaba la página unas imágenes vívidas surgían en mi mente. Greg y yo

todavía no éramos ilustradores, así que la posibilidad de ilustrar El Señor de los Anillos

parecía un poco absurda. Pero de algún modo se me metió en la cabeza la idea y me dije:

«Tengo que pintar esto algún día».

Luego empezamos a hacer ilustraciones, y una cosa llevó a la otra. La mañana de

Navidad de 1974, mi esposa, Rita, me dio el Calendario de Tolkien de 1975, ilustrado

por Tim Kirk. Un anuncio al final del calendario proclamaba que Ballantine Books

estaba buscando nuevos artistas para ilustrar el calendario del año siguiente. De un

salto salí de las zapatillas.

Empecé a dedicar la mayor parte de mi tiempo libre a pintar castillos y árboles

nudosos, siempre teniendo a Tolkien en mente.

Greg: No leí los libros hasta 1975, a pesar de que Tim me estuvo insistiendo durante

años. Hasta entonces habíamos ilustrado libros infantiles, para Disney y Barrio Sésamo,

libros de pandas e hipopótamos para Golden Books e incluso un libro para aprender a ir

al lavabo. Ninguna de estas cosas tenía relación alguna con la fantasía. Pero al menos

para entonces nos habíamos convertido en ilustradores. No trabajábamos

necesariamente en los temas que queríamos, pero al menos vivíamos de lo que mejor

sabíamos hacer.

Me había concentrado en pintar mis propias imágenes, soñando en exponer en una

galería de Nueva York. Quería dejar de ilustrar las ideas de otras personas, así que no

tenía ningún deseo de leer El Señor de los Anillos.

Cuando Tim me enseñó el anuncio al final de ese calendario, dejé a un lado el sueño

de hacer una exposición. Me di cuenta de que tenía una familia que alimentar, así que al

final cedí y leí la trilogía. ¡Me quedé anonadado! Durante los tres años siguientes, me

sumergí en un mundo de hobbits, magos, enanos y elfos.

T

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Tim: En cuanto le enseñé a Greg el anuncio empezamos a hacer esbozos de muestra para

enviar a Ballantine. Después de un mes y medio, nos fuimos a Nueva York. No teníamos

un maletín lo bastante grande para meter los esbozos de muestra, así que los pusimos

en una de esas enormes bolsas de basura de color verde. Los llevamos con la esperanza

de conseguir una entrevista con el director artístico de Ballantine. Nos pasamos allí todo

el día, molestando al recepcionista, hasta que conseguimos ver a Ian Summers, el

director artístico de Ballantine.

Hasta entonces, muy pocas personas habían ilustrado a Tolkien. Ian dijo que había

visto montones de muestras, pero que todas eran de aficionados, de escolares o de

admiradores que garabateaban sus interpretaciones de los personajes sin ilustrar

ninguna de las escenas clásicas. No se había presentado ningún artista profesional

excepto Greg y yo. ¿Os imagináis cuántos artistas buenos harían cola si una editorial

hiciera ese anuncio hoy? ¡La cola tendría un kilómetro!

Greg: Tim y yo siempre hemos leído las mismas cosas desde que éramos niños: los

libros de Pelucidar de Edgar Rice Burroughs, todo lo de H. G. Wells, la mayoría de las

cosas de Julio Verne y Jack London. También nos gustaban los cómics como El príncipe

valiente. Pero aparte de eso no éramos grandes lectores. Preferíamos las cosas visuales;

aprendimos a pintar y a hacer animación viendo películas de Disney y de ciencia ficción

de los años cincuenta. También nos gustaban las películas medievales, las que tenían

espadas de goma y armaduras de cartulina plateada. Robert Wagner y James Mason

protagonizaron una versión cinematográfica de El príncipe valiente bastante

excepcional. La escena en la que los vikingos atacan el castillo fue una de las cosas que

nos inspiró para «El Sitio de Minas Tirith», que salió en el Calendario Tolkien de 1977.

Tim: Cuando éramos niños, creíamos en los platillos volantes. Nos sentábamos en el

sótano y creábamos marcianos. También quemábamos edificios en miniatura en el

granero de mis padres y filmábamos las llamas con una cámara de ocho milímetros.

Greg: La gente pensaba que éramos pirómanos. ¿Y quién podía reprocharles algo? Nos

pasábamos un año construyendo un decorado en miniatura y luego lo quemábamos.

Tim: Sé que la familia pensaba que éramos raros. La tía Gertie creía que teníamos un

ídolo de Disney en el dormitorio y que le encendíamos una vela todas las noches.

Greg: A excepción de nuestros padres, la familia no captaba la idea de los efectos

especiales o la expresión visual. Pero Disney y la ciencia ficción nos volvían locos. La

primera película de ciencia ficción que vimos fue Rocket Ship X-M, y luego The Man from

Planet X.

Tim: Todo eso era estimulación visual, pero la obra de Tolkien residía en la imaginación.

Leí El Hobbit y El Señor de los Anillos cuatro veces cada uno, y de ese modo pinté unas

buenas imágenes en mi imaginación. Cuando ilustramos los libros quisimos hacerles

justicia y prestar atención a todas las detalladas descripciones de Tolkien.

Greg: Bueno, no del todo. Por ejemplo, cuando Tolkien describió a Gandalf, dijo que

tenía «cejas largas y espesas, más sobresalientes que el ala del sombrero, que le

ensombrecía la cara». Leído está bien; pero pintado queda de lo más bobo.

Tim: Hasta en dibujos animados.

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Greg: Y en los libros no se dice que los hobbits tuvieran las orejas puntiagudas. Tolkien

dijo que tenían «orejas muy marcadas», pero en ningún sitio dice que fueran como

nosotros las hicimos. Fue nuestra interpretación visual.

Tim: Cuando leí El Hobbit por primera vez, la imagen que me vino a la cabeza

inmediatamente fue la de un personaje parecido a un conejo[9]: por el nombre «hobbit»,

los pies peludos. Creo que Tolkien hizo la misma analogía cuando creó esas criaturas:

son seres diminutos que viven en agujeros. Así que intentamos extender esa imagen a

las orejas.

Greg: Tuvimos un debate con Lester Del Rey sobre las orejas; era el asesor de los

calendarios. En su tarjeta de visita se leía: «experto». Recuerdo que llegamos con el

dibujo de Faramir, con los penachos de las flechas pintados de rojo. Lester dijo: «Hum…

Verdes. Las Dos Torres, páginas 301-302». Discutió sobre si nuestros hobbits debían

tener las orejas puntiagudas, pero al final cedió. Hicimos el dibujo de Bilbo, cuando

estaba descansando en Rivendel, y le pusimos patillas. Hubo una gran discusión sobre si

los hobbits tendrían pelo en la cara. Pero Lester accedió a que le pusiéramos patillas

como un anciano.

Las orejas puntiagudas de los elfos, por otro lado, eran una interpretación

tradicional. A Legolas le pusimos el pelo rubio, aunque en el libro lo tiene oscuro. En el

dibujo principal de La Comunidad del Anillo del primer calendario, lo pintamos con

cabellos rubios y vestido con ropas de colores claros. Lester lo miró y dijo: «No, tiene el

pelo oscuro… ¡pero dejadlo!».

Tim: Normalmente nos ceñíamos bastante a los colores que describió Tolkien. En El

Hobbit dice que los hobbits tienen ropas de colores brillantes, sobre todo verde y

amarillo. Pero no creo que cuando emprendían una misión peligrosa llevaran esos

colores. ¿Por qué llamar la atención cuando iban a destruir un objeto de poder en las

lejanas Grietas del Destino?

Greg: Sus ropas de fiesta tendrían colores brillantes.

Tim: Me los imagino vestidos de colores brillantes en las fiestas, como la que hay al

principio de La Comunidad del Anillo.

Greg: Con su look disco.

Tim: Botones dorados, chalecos verdes. Probablemente parecieran duendes, en realidad.

Tolkien nunca apoyó demasiado la ilustración de las novelas fantásticas. En su

ensayo «Sobre los cuentos de hadas», Tolkien dijo: «Aunque en sí mismas las

ilustraciones sean buenas, benefician poco a los cuentos de hadas. La diferencia básica

entre las artes que ofrecen una presentación visible (incluido el teatro) y la verdadera

literatura radica en que aquéllas imponen una sola forma visual. La literatura actúa

desde una mente a otra y tiene, por tanto, mayor poder de generación».

Entiendo lo que le hace pensar así, y estoy de acuerdo hasta cierto punto. La imagen

final nunca es en realidad como uno se la imagina.

Greg: Supongo que Tolkien y Robert Louis Stevenson no habrían estado de acuerdo. A

Stevenson le gustaba muchísimo la imagen visual. Le encantaba que sus libros

estuvieran ilustrados, y cuando escribía iba construyendo sus historias hasta un gran

clímax visual. Pensaba en términos de ilustrador. Comprendo el punto de vista de

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Tolkien: uno se forma una imagen en la mente. Pero el reto y el peligro de ser ilustrador

es tomar la obra de un autor y aportar la propia visión, con la esperanza de acertar en el

punto débil de los admiradores del libro.

Tim: El mismo Tolkien era en parte un ilustrador frustrado. Se nota en sus descripciones

en prosa, cuando intenta definir las escenas hasta el menor de los detalles. No soy capaz

de meterme en su mente… ¡y prefiero no hacerlo!

Greg: Dudo que nuestra representación del mundo de Tolkien le hubiera gustado.

Tim: Pero si tuviéramos que empezar de nuevo, hay algunas cosas que hoy haríamos

completamente diferentes. Por ejemplo, ahora la pintura de Rivendel que aparece en el

Calendario Tolkien de 1977 me recuerda demasiado a Disney: parece la casa de Pinocho

o la de los siete enanitos o algo así. Hoy lo haríamos mucho más elaborado e imponente,

más como un art nouveau, combinando el art déco con Frank Lloyd-Wright.

Probablemente también haríamos el Balrog del Calendario de 1977 más parecido a

como Tolkien lo describió. Quedaría muy bien echando llamas.

Greg: La cuestión es que, cuando se lee el pasaje del Balrog, en realidad sólo es una

forma oscura rodeada de fuego. Así que cedimos para dar «solidez» a la figura. Eso es lo

que hicimos, nos equivocáramos o no, estuviera bien o mal. No podíamos hacerlo como

estaba descrito porque era sólo una sombra oscura —como muchos de los seres

malignos de Tolkien— rodeada de fuego. Teníamos que hacer una figura sólida y

tridimensional que se enfrentara a Gandalf. La descripción era algo vaga: alas, un látigo

de fuego. Pero Lester nunca se mostró en desacuerdo con nuestra interpretación del

Balrog. Fue una época estupenda, porque la gente de Ballantine nos dejaba hacer lo que

quisiéramos, lo cual, visto retrospectivamente, era bastante raro.

Tim: El Señor de los Anillos ya se había consolidado como fenómeno de culto y estaba

experimentando un resurgimiento con la segunda generación. ¿Os acordáis de las

pintadas de «Frodo vive» en el metro de Nueva York? La reacción inicial de los fans al

calendario fue excepcional. Fue tremendo, nos superó.

Greg: Si Ballantine recibió cartas negativas, nosotros nunca las vimos. La mayoría de la

gente estaba de acuerdo con nuestra interpretación.

Tim: Todas las cartas que recibimos expresaban más o menos lo mismo: «¡Lo habéis

pintado justo como lo imaginaba!».

Greg: Eso es lo que más hemos oído en todos estos años. Nuestros fans siguen

preguntando si alguna vez publicaremos alguna recopilación con todas las ilustraciones

relacionadas con Tolkien que hemos hecho. Al final hemos hecho un libro llamado Greg

and Tim Hildebrandt: The Tolkien Years (Watson-Guptill, 2001). No sólo contiene todas

las pinturas originales, sino también algunas que nunca llegaron a publicarse. También

hicimos una cubierta para el libro, y un desplegable central basado en las fotos que

tomamos en 1977 para el que hubiera sido el cuarto calendario de Tolkien. Así que

supongo que es posible volver a casa.

Tim: El desplegable es una interpretación de «El Sitio de Minas Tirith». La pintura que

apareció en el Calendario Tolkien de 1977 iba a ser originalmente una imagen mucho

más grande de esa emocionante batalla. Pero por problemas de plazos nos vimos

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obligados a reducir la escala del dibujo hasta la versión que se publicó. ¡Ahora hemos

tenido al fin la oportunidad de hacerlo bien!

Greg: Cambiamos un poco el ángulo de la cámara, y añadimos un montón de cosas en la

pintura.

Tim: Hay orcos, elfos, ejércitos y olifantes, todo rodeado por murallas de fuego. Tal como

he dicho antes, no se trata de una interpretación literal, sino que es como si algún

espíritu se nos adelantara cuando hacemos esto.

Greg: Recuerdo que abordábamos el material original con absoluta integridad artística,

metiéndonos en la escena por completo y viendo la realidad de ese mundo.

Tim: Hal Foster, Walt Disney, Pinocho… Toda la estimulación visual que nos había

inspirado de niños tenía ahora una nave en la que despegar.

Greg: Para el tercer calendario, habíamos decidido que El Señor de los Anillos tenía que

ser una película con actores, y que nosotros debíamos ser los directores artísticos. Así

que reunimos un montón de dibujos y empezamos a filmarlos. Enseñamos nuestra

propuesta a Ian Summers, pero nos dijo que Ralph Bakshi ya tenía los derechos. Así que

lo dejamos.

Decidimos que haríamos nuestra propia historia, pero teníamos que estar seguros

de que podía hacerse como película. Así es como empezamos Urshurak. Proyectamos la

película que queríamos hacer, pero Ian Summers insistió en que primero había que

hacer el libro.

Tim: Urshurak era nuestra fantasía épica. Creíamos que la trilogía carecía de ciertas

cualidades para un público cinematográfico moderno. Así que en nuestra historia

añadimos una mezcla de razas y culturas diferentes.

Greg: Y las mujeres heroicas pasaron a ser el foco de atención. Había muy pocas en la

obra de Tolkien. ¿Cuántas, tres, quizá cuatro? ¡Y sólo una pasa a la acción, disfrazada de

hombre! Eso era muy importante para nosotros.

Tim: Concebimos Urshurak visualmente porque lo escribimos haciendo un guión gráfico,

como en las películas de dibujos animados. Dibujamos los planos de los edificios donde

tenía lugar la acción.

Nos gusta pensar que nuestro mundo estaba tan completo en nuestra mente desde

un punto de vista visual como la Tierra Media de Tolkien desde un punto de vista

estructural en la suya. Creamos mapas, gráficos, esquemas temporales, además de

distintos estilos arquitectónicos para los distintos reinos de Urshurak.

Greg: En la presentación para la William Morris Agency que tuvo lugar en 1978, el

productor cinematográfico Joseph E. Levine aplaudió nuestra idea pero nos dijo que

llevarla a cabo costaría 145 millones de dólares. Ni siquiera contando con el genio en

efectos especiales John Dykstra pudimos vender el proyecto. Pero aún estamos

orgullosos del libro y del texto de Jerry Nichols, porque lo hicimos inicial y

principalmente para nosotros mismos. Es como cuando se dice que el éxito de Tolkien

radica en el hecho de que creó su mundo primero para él y sólo después para los demás.

Tim: Así es como abordamos la pintura. Primero se tiene que estar satisfecho de uno

mismo y esperar que a los demás les suceda igual.

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Greg: La mitad del proceso artístico es interna: es lo que aporta el artista. Pero la otra

mitad es externa: cómo reacciona el público. Eso es lo que sitúa a Tolkien en la cumbre

del arte y la literatura.

Tim: Si no recuerdo mal, Tolkien construyó su mundo mucho antes de empezar a

escribir. Ni siquiera pensaba publicarlo. Fue su colega C. S. Lewis quien lo animó a

enviarlo a la editorial.

Sé que si hoy yo no estuviera pintando, probablemente no estaría vivo, y estoy

seguro de que eso es lo que pensaba Tolkien de la escritura.

Greg: Hacerlo principalmente para satisfacción personal es lo que distingue el arte real

del arte comercial.

Tim: A los artistas comerciales les debe preocupar sobre todo la reacción del público al

que se dirigen.

Greg: La obra de Tolkien en particular ofrece una oportunidad increíble para

expresarse. Había en ella una libertad de expresión que nunca habíamos tenido hasta

entonces.

Tim: Nadie nos dijo en qué estilo teníamos que pintar o cómo querían que lo hiciésemos.

En Ballantine, nos dejaron hacer lo que quisiéramos, y es evidente que quedaron

satisfechos con el resultado.

Greg: Una de las cosas que recuerdo claramente del trabajo con El Señor de los Anillos es

que en Ballantine no había sentido comercial. Eso es raro en la actualidad. Todos

trabajaban con El Señor de los Anillos porque les gustaba. Y nos dejaron a nuestro aire

porque vieron que a nosotros también nos apasionaba. Y esa pasión prendió un fuego

universal. El último calendario vendió más de un millón de ejemplares, algo que no

había sucedido nunca. Nuestros calendarios marcaron el inicio de la proliferación de

calendarios en el mercado. También los departamentos de fantasía épica de las librerías

prosperaron gracias a Tolkien, y tal vez nuestros calendarios tuvieran algo que ver con

ello. Muchos fans nos han dicho que nuestros calendarios los introdujeron en El Señor

de los Anillos, y no al revés.

Tim: Si eso es cierto, considero un honor, un gran honor, haber contribuido a la fama del

Anillo de Tolkien con nuestro arte. Todo hay que decirlo, nosotros ya éramos unos

ilustradores de éxito cuando llegamos a Ballantine con las bolsas verdes de basura…

Greg: Pero los calendarios nos proporcionaron una cantidad de fans que no teníamos.

Antes de Tolkien, éramos conocidos profesional y comercialmente por directores y

editores. Pero Tolkien nos dio un reconocimiento mundial. Recibimos toneladas de

cartas de admiradores de todo el planeta.

Tim: Nunca habíamos hecho ilustraciones de corte puramente fantástico. Creo que la

obra de Tolkien es la cumbre del género fantástico. En mi opinión, El Señor de los Anillos

es el mejor libro de fantasía épica jamás escrito. Yo no soy una autoridad literaria ni

nada parecido, pero hay que llegar muy lejos para acercarse siquiera al genio de

Tolkien. Quien quiera competir con Tolkien se encuentra con que el listón está muy,

muy alto.

Greg: Ése era un género artístico nuevo que nunca nos habíamos planteado explorar.

Tolkien abrió un mundo nuevo de posibilidades para nosotros como artistas, lo cual

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después nos proporcionó otras posibilidades emocionantes, incluyendo la de crear

nuestros propios mundos.

Tim: ¿Quién hubiera considerado la «fantasía» un arte serio?

Greg: La obra de Tolkien nos inspiró para ir más allá, para desarrollar un nuevo estilo

que no habíamos abordado hasta entonces. Era el estilo de luz y color por el que se nos

conoce ahora. Y no fue muy difícil: de algún modo, el material hacía que todo saliera de

una manera natural para nosotros. Después de haber ilustrado a Tolkien, fui capaz de

abrirme realmente y explorar el uso de la luz y el color.

Tim: Porque la historia va de eso: luz contra oscuridad. Antes de Tolkien, estábamos

limitados a hacer ilustraciones de libros infantiles. Podíamos crear animales realistas,

antropomórficos, o sólo dibujos planos.

Greg: Tolkien nos permitió abordar un mundo fantástico con una interpretación realista,

y beber de algunas de nuestras más grandes fuentes de inspiración: N. C. Wyeth,

Howard Pyle, incluso Rembrandt, Caravaggio, Rafael y Miguel Ángel.

Tim: En parte me gustaría volver a trabajar en eso.

Greg: Si lo hiciéramos, volveríamos a pintar, y lo haríamos mejor. J.R.R. Tolkien sólo

merece lo mejor.

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SOBRE TOLKIEN Y LOS CUENTOS DE

HADAS

TERRI WINDLING

i propósito es hablar de los cuentos de hadas», comienza un famoso ensayo de

J.R.R. Tolkien, y lo mejor que puedo hacer hoy es repetir las palabras del buen

profesor. Mi propósito es hablar de los cuentos de hadas, y de por qué estos

relatos eran importantes para Tolkien. Y de por qué este tipo de relatos,

incluyendo los cuentos de hadas del propio Tolkien, han sido importantes para

mí.

En 1938, Tolkien todavía era conocido sobre todo como lingüista de Oxford; su libro

para niños, El Hobbit, acababa de ser publicado un año antes y apenas había comenzado

los largos años de trabajo en su obra épica para adultos, El Señor de los Anillos. Ese año,

Tolkien escribió el ensayo «Sobre los cuentos de hadas» para la conferencia Andrew

Lang, que tuvo lugar en la Universidad de St. Andrew (y que luego se publicaría en

1947)[10]. En ese ensayo, Tolkien intentó definir la naturaleza de los cuentos de hadas,

examinar las teorías sobre su origen y refutar la idea de que las historias mágicas

pertenecen al ámbito restringido de los niños. Esencialmente, defendió el ejemplo de su

futura obra maestra, devolviendo a la ficción mágica su lugar en la tradición literaria de

los adultos.

La asociación de los niños con los cuentos de hadas, señaló Tolkien, fue un accidente

de la historia doméstica. Comparó este tipo de relatos con las mesas y sillas viejas que se

desterraban al cuarto de los niños porque los adultos ya no las querían y no les

importaba que fueran maltratadas. Los cuentos de hadas, observó, no son

necesariamente relatos sobre hadas, sino sobre la fantasía, el reino crepuscular en el

que existen las hadas. Hay muchos cuentos de hadas en los que estas criaturas no

aparecen; son cuentos acerca de la magia y los seres maravillosos, y los hombres y

mujeres corrientes a quienes el hechizo cambia la vida. Compara los cuentos de hadas

con un puchero en el que se ha echado mitología, romance, historia, hagiografía, cuentos

populares y creaciones literarias para cocerlos a fuego lento durante siglos. Cada

narrador echa algo al cocido cuando escribe o narra un relato mágico, y los mejores se

cuelan en la olla colectiva. Shakespeare añadió La tempestad y El sueño de una noche de

verano, igual que hicieron Chaucer, Malory, Spenser, Pope, Milton, Blake, Keats, Yeats y

muchos otros autores que nunca escribieron para niños.

Fue sólo en el siglo XIX cuando la literatura y el arte de la magia se relegaron al

cuarto de los niños; irónicamente, en una época en que el interés de los adultos por ellos

no podía haber sido más grande. Antes de eso, los antiguos mitos y la épica habían

M

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ocupado un lugar de gran importancia en las artes literarias, mientras que sus primos

campesinos, los cuentos populares y de hadas, se dirigían a jóvenes y viejos por igual.

Cuando los cuentos de hadas pasaron de la tradición oral a la literaria, lo hicieron como

relatos para adultos. En Occidente, los cuentos más antiguos publicados que conocemos

provienen de la Italia del siglo XVI: Le piacevoli notti de Giovan Francesco Straparola e Il

Pentamerone de Giambattista Basile. Ambos libros eran obras sofisticadas dirigidas a

adultos con educación; los relatos que contenían eran sensuales, violentos y complejos.

En las versiones antiguas de La bella durmiente, por ejemplo, no es un beso casto lo que

despierta a la princesa, sino los gemelos que da a luz después de que el príncipe llegara,

fornicara con ella y volviera a irse. Otro príncipe reclama el cuerpo muerto de

Blancanieves y se encierra con él; su madre, que se queja del olor de la chica muerta, se

siente aliviada cuando ella vuelve a la vida. La Cenicienta no se queda llorando en las

cenizas mientras unos pájaros azules que hablan revolotean a su alrededor; es una chica

lista y agresiva que está furiosa y busca su salvación. En el siglo XVII, los cuentos de

hadas renacieron gracias a la vanguardia francesa, sobre todo las mujeres escritoras que

no podían entrar en la Academia. Los escritores parisinos vistieron los viejos cuentos de

campesinos con las sedas y joyas de moda, utilizando los cuentos de hadas para criticar

tímidamente la vida aristocrática. (Tan popular era esta variante artística que cuando al

fin se hizo una recopilación de cuentos franceses, ésta ocupaba los veinticuatro tomos

de una obra llamada Les Cabinet de Fées). A finales del siglo XVIII y principios del XIX, los

románticos alemanes (Goethe, Tieck, Novalis, De La Motte-Fouqué, etc.) crearon obras

con temas místicos inspirados en mitos y cuentos de hadas, mientras sus compatriotas

los Hermanos Grimm preparaban su famoso e influyente libro Cuentos populares

alemanes. En la Inglaterra del siglo XIX, las obras de los románticos alemanes eran muy

populares, y la primera traducción inglesa de la recopilación de los Grimm (en 1823)

avivó el fuego del interés Victoriano por todo lo que tenía que ver con la magia y las

visiones.

La Inglaterra victoriana estaba inundada de hadas. Bailaban en el escenario de

ballet, saltaban en elaboradas producciones teatrales, desfilaban en enormes pinturas

expuestas en la Royal Academy. El extremo interés del público por las hadas se debía en

gran parte a la revolución industrial y a las convulsiones sociales provocadas por esta

nueva economía. A medida que las costumbres del campo inglés desaparecían para

siempre debajo del mortero y el ladrillo, las hadas fueron pasando a encarnar un

sentimiento de nostalgia por un modo de vida que se estaba perdiendo. Cuando el

interés por las tradiciones mágicas alcanzó el punto culminante, sucedió una cosa

peculiar: los cuentos de hadas empezaron a verse expulsados de los salones y relegados

a las habitaciones de los niños. La repentina explosión de libros de cuentos de hadas

dirigidos al público infantil tenía dos causas principales. La primera es que los

Victorianos tenían una idea romántica de la «infancia» hasta extremos nunca vistos:

antes no había sido considerada muy diferente de la vida adulta. (El concepto moderno

de la infancia como un tiempo especial para jugar y explorar tiene su origen en estos

ideales Victorianos, aunque en el siglo XIX sólo se daba en las clases altas. Los niños de

las clases modestas todavía trabajaban muchas horas en el campo y las fábricas, tal

como Charles Dickens describió en sus obras y experimentó de niño). La segunda razón

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fue el crecimiento de una nueva clase media que tenía tanto cultura como dinero.

Explotar la relación amorosa victoriana con la infancia reportaba beneficios

económicos; los editores habían hallado un mercado y necesitaban productos para

llenarlo. Podían conseguir un material narrativo barato saqueando los cuentos de hadas

de otras tierras, simplificándolos para los jóvenes lectores y alterando luego los relatos

de acuerdo con las rígidas normas de la época: convirtiendo a las heroínas en

muchachas victorianas pasivas, modestas y obedientes y a los héroes en sujetos de

mandíbula cuadrada recompensados por sus virtudes cristianas.

En su conferencia Andrew Lang (llamada así en honor de uno de esos editores tan

Victorianos, aunque no el peor, ni muchísimo menos), Tolkien censuró estos cambios en

la antigua tradición de los cuentos: «Desterrados así los cuentos de hadas, desgajados

del conjunto del arte adulto, acabarían por ser destruidos; y de hecho han sido

destruidos en la medida en que han sido desterrados». Tolkien se habría desanimado de

veras de haber sabido que lo peor aún estaba por venir, porque Walt Disney haría más

daño a los cuentos que todos los editores Victorianos juntos. Precisamente el año

anterior, Disney había estrenado Blancanieves, su primer largometraje animado,

realizando profundos cambios en esta historia de la relación envenenada de una madre

y una hija. Disney amplió el papel del príncipe, convirtiendo el personaje de mandíbula

cuadrada en una pieza fundamental del argumento; transformó a los enanos en unas

criaturas cómicas y adorables (y completamente asexuadas). En esta versión con

canciones, bailes y silbidos, sólo la reina conserva parte de su antiguo poder. Es una

figura realmente aterradora, y mucho más convincente que Blancanieves con su risa

tonta, que se mete en la piel de Cenicienta, oprimida pero resuelta. Eso es lo que

confiere a la interpretación de Disney un sabor peculiarmente norteamericano, dando a

entender que lo que estamos viendo es la historia de un pobre que se convierte en rico

al estilo de Horatio Alger. (De hecho, es la historia de un rico que se convierte en pobre y

luego en rico otra vez, que pierde sus privilegios para recuperarlos después. La belleza

de linaje y la clase de origen de Blancanieves, no sus dotes de ama de casa, le garantizan

la salvación). Aunque la película fue un éxito comercial y ha gozado del cariño de varias

generaciones de niños, los críticos han protestado a lo largo de los años por los grandes

cambios que hicieron, y siguen haciendo, los estudios Disney cuando narran este tipo de

cuentos. El propio Walt respondió: «Lo que pasa es que la gente de ahora no quiere los

cuentos de hadas tal como se escribieron. Eran demasiado escabrosos. De cualquier

manera, es probable que todo el mundo termine recordando la historia tal como

nosotros la hemos filmado». Desgraciadamente, el tiempo le ha dado la razón. Gracias a

las películas, los libros, los juguetes y el merchandising que se han extendido por todo el

mundo, hoy en día es Disney, no Tolkien, el nombre que más se asocia a los cuentos de

hadas.

Disney, y los libros de imitación que generó, tiene gran parte de la responsabilidad

de nuestras ideas modernas sobre los cuentos de hadas y su exclusiva adecuación para

los niños pequeños. Y no todos los niños, arguye Tolkien con convicción en «Sobre los

cuentos de hadas». Los niños, dice, no pueden considerarse una clase aparte de seres

que comparten todos los gustos. Algunos niños, igual que algunos adultos, nacen con un

apetito natural de cosas maravillosas, mientras que otros, aunque crezcan a su lado, no

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lo tienen. Los que nacemos con este apetito solemos comprobar que no disminuye con

la edad, a menos que la sociedad nos enseñe a reprimirlo o sublimarlo. Tolkien, por

supuesto, fue uno de los niños hambrientos de criaturas maravillosas y aventuras

mágicas. «Yo penaba por los dragones con un profundo deseo», dice elocuentemente. Y

sin embargo, advierte, los cuentos de hadas no eran lo único que le interesaba de niño.

Había muchas cosas que le gustaban tanto como ellos, o incluso más: la historia, la

astronomía, la botánica, la gramática y la etimología. La pasión por los cuentos de hadas

se profundizó «ya en el umbral de los años mozos», se «la despertó la filología». Y, añade

casi como en un aparte, «la guerra la aceleró y desarrolló del todo».

Yo penaba por los dragones con un profundo deseo. La mayoría de los lectores de

Tolkien, sospecho, han sentido lo mismo alguna vez. Desde luego yo lo sentí, y sin

embargo también deseaba muchas otras cosas, y la música, no los libros, desempeñó un

papel mucho más importante en mis primeros años. Se despertó en mí un interés mayor

por los cuentos de hadas, como en el caso de Tolkien, «ya en el umbral de los años

mozos», y, como a él, «la guerra lo aceleró», de una manera peculiar. Antes de

abandonar las hermosas colinas verdes de la Inglaterra de Tolkien para volver a Estados

Unidos, me gustaría dedicar un momento a la contemplación de la guerra en relación a

los cuentos de hadas. Tolkien no se demora en este aspecto en el texto de su conferencia

Andrew Lang, y no obstante (tal como afirman los estudiosos de Tolkien), la experiencia

de un mundo en guerra, del mal que amenazaba la tierra que él amaba, es lo que guía

cada una de las páginas del viaje de Frodo a través de la Tierra Media. Esto —junto al

elegante marco de mitología y filología en el que está construida la historia— es lo que

hace que El Señor de los Anillos no sea sólo simple entretenimiento, sino verdadera

literatura.

Otro gran escritor fantástico, Alan Garner[11], escribió sobre su experiencia infantil en

Inglaterra durante la segunda guerra mundial, y cómo esa experiencia afecta la

composición de ficción mágica. «Mi esposa —observa Garner— afirma que en la

literatura infantil reciente encuentra pocas cosas a las que ella pueda llamar literatura.

Se preguntó cómo era posible, después de la Edad de Oro que hubo entre finales de la

década de los cincuenta y finales de la de los sesenta. Y descubrió que por lo general los

escritores de esta Edad de Oro habían sido niños durante la segunda guerra mundial:

una guerra que se ensañó con los civiles. La atmósfera en la que crecieron estos niños y

jóvenes era la de una comunidad y una naturaleza enteras unidas contra el mal

absoluto, que se manifestaba en la persona de Hitler. Veían a sus padres asustados. La

muerte era una posibilidad constante. […] Por lo tanto, la vida cotidiana se vivía en un

plano mítico: el Bien absoluto contra el Mal absoluto; de la necesidad de resistir, de

sobrevivir a todo lo necesario, de templarse en el horno que hiciera falta. […] Los niños

que nacieron escritores, y que eran adolescentes cuando se conoció toda la magnitud

del horror [de los campos de concentración], fueron incapaces de obviar esas

cuestiones; y en sus libros hablaron de temas profundos, aunque disfrazándolos, y

llegarían a hacer literatura de verdad. La generación que siguió no tuvo ese estímulo y

sus textos son, en comparación, decadentes y triviales».[12]

Aunque estoy de acuerdo en que el «horno de temple» de la guerra fue el origen de

unas excelentes obras fantásticas, me gustaría indicar que se pueden hallar temas

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míticos en otros aspectos de la vida, incluyendo el ámbito doméstico que ha sido el

dominio histórico de las mujeres. Echemos un vistazo al campo de la ficción mágica

publicada durante el siglo XX, un campo que, gracias a Tolkien, creció con rapidez a

partir de los años sesenta. Es posible dividir estos libros en dos tipos de historias, que

están relacionadas pero son diferentes: las que tienen su origen en los temas, los

símbolos y el lenguaje de los mitos, la épica y el romance, y las que lo tienen en el

material más humilde del folclore y los cuentos de hadas. La primera categoría incluye

relatos de dimensiones épicas llenos de emocionantes aventuras y batallas heroicas de

las que depende el destino de mundos o al menos reinos enteros. La otra categoría

incluye historias mucho más pequeñas, de naturaleza más personal: historias de ritos

individuales de cambio y transformación personal.[13] Históricamente, la literatura épica

era compuesta por hombres de clases privilegiadas y conservada por bardos, monjes,

estudiosos y editores que habían recibido una gran educación. La tradición oral de los

cuentos populares, en cambio, era más bien campesina y en gran parte femenina.

Incluso sus defensores literarios masculinos (Basile, Straparola, Perrault y los Grimm)

reconocieron que la fuente de su material eran narradoras femeninas. Lo que me

interesa de esto es que la evidente predilección de Tolkien por la primera categoría fue

«acelerada» por su experiencia bélica en su variante más épica: los grandes horrores de

la segunda guerra mundial. Mi predilección por la segunda categoría se debe a un tipo

distinto de guerra, una guerra personal, un crisol reservado al frente doméstico.

En los años sesenta, cuando los hobbits y elfos de Tolkien atravesaron el ancho

Atlántico, yo era una niña de una familia norteamericana de clase trabajadora. Mi

padrastro era camionero, con frecuencia estaba sin trabajo y generalmente bebía; mi

madre mantenía unida a la familia trabajando en dos, tres o hasta cuatro empleos

diferentes al mismo tiempo, todos de baja categoría, mal pagados, deprimentes y

agotadores. Nuestra situación no era única, porque nos encontrábamos en el noreste

industrial, donde las empresas siderúrgicas y las fábricas que habían alimentado a las

generaciones anteriores estaban cerrando, una detrás de otra, y trasladándose al sur.

Tampoco era única la violencia diaria de nuestro hogar, una violencia que rompía

huesos, dejaba cicatrices y nos enviaba a los niños al hospital, donde los médicos

cansados y con exceso de trabajo (en la época en que todavía no había leyes de

protección de menores) nos suturaban, enyesaban y vendaban para enviarnos de nuevo

a casa. No había nada notable en ello. Los niños de los vecinos también tenían ojos

morados; sus padres también estaban en el paro. Que los hombres estaban enfadados

era algo que todos sabíamos. Que estaban asustados era algo que sólo comprendí

después. Mi padrastro no tenía nada en el mundo, sólo un hogar que podía gobernar

como un rey, y la única hombría que le quedaba estaba en sus puños. Mis hermanos y yo

no necesitábamos escuchar las bombas de Hitler para comprender cómo era Sauron; no

necesitábamos el Tercer Reich para sentirnos indefensos como hobbits.

Y cuando tuve catorce años descubrí los libros de Tolkien. Empecé La Comunidad del

Anillo en el autobús del colegio en algún momento del año, y contemplé completamente

estupefacta cómo la Tierra Media se abría ante mí. La cultura, en aquel entonces, venía

sobre todo de la radio y la televisión, donde «The Brady Bunch» resultaba mucho más

increíble que cualquier cuento de hadas. Pero aquí, aquí, en este libro fantástico

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encontré realidad, y verdad, porque la nuestra era una infancia en la que el bien y el mal

no eran solamente conceptos abstractos. Aquí, la batalla mortal entre los dos era una

cosa tangible. La oscuridad se extendía sobre la Tierra Media, corrompiendo todo

cuanto tocaba, y sin embargo el héroe perseveraba, armado con la magia más grande de

todas: la lealtad de sus amigos y el coraje de un corazón noble. Leí la gran trilogía de

Tolkien de un golpe, y me cambió profundamente… no, debo añadir, porque los libros

me satisficieran de verdad. Lo que hicieron fue volver a despertar mi gusto por la magia,

mi viejo deseo de dragones. Pero aun entonces, antes de que comprendiera qué era el

feminismo exactamente, advertí que no había lugar para mí, una chica, en la misión de

Frodo. Tolkien despertó un anhelo en mí… y entonces me volví a otros libros, a Mervyn

Peake, E. R. Eddison, Lord Dunsany y William Morris, buscando por esos mágicos reinos

un país donde yo pudiera vivir.

Unos meses después de terminar El Señor de los Anillos, descubrí Hoja de Niggle de

Tolkien, un libro que contiene el texto ampliado del ensayo «Sobre los cuentos de

hadas». ¿Cómo explicar, ahora, el júbilo que me hizo sentir ese pequeño libro? Para que

se entienda, tal vez deba describir la escena con algo más de claridad. Imaginaos a una

chica, más bien baja, bastante magullada, de salud frágil y demasiado callada. Por las

noches, en aquella época en concreto, cuando era problemático ir a casa, solía dormir en

un refugio secreto que había hecho (que nadie conocía excepto un bedel comprensivo)

en un rincón oculto del almacén de utilería que había detrás del escenario del

auditorium del instituto. El terror y el agotamiento nunca han sido buenos educadores,

así que fue con un gran esfuerzo como avancé por la prosa de Tolkien, con las facultades

críticas llevadas al límite por este estudioso de Oxford. No lo comprendí todo, entonces.

Pero supe, de alguna manera, que aquel ensayo era para mí. «Fue en los cuentos de

hadas —me dijo Tolkien—, donde adiviné por primera vez el poder de las palabras y la

maravilla de las cosas como la piedra y la madera y el hierro; el árbol y la hierba; la casa

y el fuego; el pan y el vino». Sí, sí, sí, murmuré emocionada, porque yo también había

sentido eso. Y esto: «Yo penaba por los dragones con un profundo deseo. Claro que yo,

con mi tímido cuerpo, no deseaba tenerlos en la vecindad […] Pero el mundo que incluía

en sí hasta la fantasía de Fafnir era más rico y bello, cualquiera que fuese el precio del

peligro». Y especialmente esto: «… una de las enseñanzas de los cuentos de hadas (si

puede hablarse de enseñanza en las cosas que no la imparten) es que a la juventud

inexperta, abúlica y engreída, el peligro, el dolor y el aleteo de la muerte suelen

proporcionarle dignidad y hasta en ciertos casos sentido común».

Lo que saqué de este ensayo, con la misma imperfección con la que lo comprendí

entonces, era que antaño los cuentos de hadas habían sido mucho más que dibujos de

Disney. Así que volví al libro de cuentos que había sido mi favorito cuando era pequeña:

The Golden Book of Fairy Tales, traducido del francés por Marie Ponsot, con las

exquisitas y deliciosas ilustraciones de Adrienne Segur. Y fue allí donde encontré al fin

la tierra por la que podía vagar, el agua que apagaría mi sed y la comida que calmaría mi

dolor de vientre. Porque había tenido mucha suerte de niña: ésta no era una colección

expurgada. Los cuentos, en su mayor parte provenientes de Rusia y Francia, habían sido

abreviados para jóvenes lectores, pero no simplificados. Tolkien no había disfrutado

nunca con los cuentos franceses de D’Aulnoy y Perrault, pero en su imaginería rococó

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hallé exactamente lo que había estado buscando: historias íntimas que hablaban, con

una lengua codificada, de transformaciones personales. Eran relatos de niños

abandonados en el bosque; de hijas envenenadas por su madre; de hijos obligados a

traicionar a sus hermanos o hermanas; de hombres y mujeres muertos por los lobos, o

prisioneros en torres sin ventanas. Leí la historia de la chica que no podía hablar si no

quería hacer daño a sus hermanos-cisnes; leí, con el corazón palpitante, la historia de

Piel de Asno, con quien quería acostarse su propio padre. Los relatos que más me

afectaron eran variaciones sobre un tema arquetípico: una persona joven con graves

problemas parte, sola, atravesando los bosques profundos y oscuros, armada sólo con

su inteligencia, clarividencia, resolución, coraje y compasión. Estas virtudes son las que

nos hacen identificar a los héroes; éstas son las herramientas con las que se abren

camino. Sin ellas, ninguna magia puede salvarlos. Están a merced del lobo y la bruja

malvada.

Un año después, mi vida experimentó la inevitable crisis de un cuento de hadas

clásico. Pedí un vestido del color de la luna, del color del sol, del color del cielo, pero

nada de lo que hacía mantenía el mal a raya, así que escapé. Viví en las calles de una

ciudad distante, guardando mis pertenencias en un pequeño saco: dos pantalones

tejanos, dos camisas de franela, un saco de dormir sucio y The Golden Book of Fairy

Tales. Como Frodo Bolsón, descubrí que tenía el don de hacer amigos de verdad; y como

los héroes de los cuentos de hadas, al atravesar el bosque aprendí que ninguna

amabilidad, por pequeña que sea, queda sin recompensa. Aprendí a distinguir un amigo

de un enemigo y encontré personas que me ayudaron en el camino, guías animales y

hadas vestidas con los disfraces más inverosímiles.

Un año después, gracias a una magia tan poderosa como cualquier anillo encantado,

encontré abrigo en una pequeña facultad del medio oeste. Fue allí donde descubrí el

legado que nos había dejado J.R.R. Tolkien: un nuevo género editorial llamado literatura

fantástica que tenía sus raíces en la mitología y la magia. Fue muy importante para mí

que algunos de esos libros estuvieran escritos por mujeres: Ursula K. Le Guin, Patricia A.

McKillip, Joy Chant, Susan Cooper, C. L. Moore y muchas otras, estelas resplandecientes

que me indicaban el camino hacia las tierras donde deseaba construir mi hogar. Estudié

literatura, folclore y trabajos de mujeres, y satisfice el hambre con las obras

especializadas de Katherine Briggs, la ficción de Sylvia Townsend Warner y Angela

Carter, la poesía de los cuentos de hadas de Anne Sexton, los dibujos de cuentos de

hadas de Jessie M. King… Todo lo cual demostraba que Tolkien había tenido razón: los

cuentos de hadas podían elevarse a la categoría de arte. Y que incluso yo, una muchacha

de clase trabajadora, podía poner algo en el caldero de la historia.

La facultad, para mí, fue salir del oscuro bosque y llegar a un lugar más luminoso, a

las tierras fértiles donde es posible decir vivieron felices y comieron perdices. Esto no

significa, naturalmente, que sea una vida libre de dificultades o retos, sino que es una

vida con las cualidades que Tolkien exigía del final de un cuento de hadas: el consuelo y

la alegría de lo que él llamaba «una gracia milagrosa». Por mucho cariño que tenga a

esta tierra luminosa, en ocasiones regreso al bosque, de nuevo a la oscuridad, de nuevo

al había una vez de la historia interminable. Ahora, no obstante, mi papel es diferente.

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Ya no soy el héroe que lucha por salir de allí; soy la que espera al lado del camino,

disfrazada y dispuesta a iluminar la senda de los que vienen detrás.

Dondequiera que me encuentre en ese camino, normalmente Tolkien ha estado

antes allí. Si alguna vez me lo encuentro frente a frente en ese bosque, le daré la mano.

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BIOGRAFÍA DE LOS AUTORES

KAREN HABER es autora de ocho novelas, entre ellas Star Trek Voyager: Bless the Beasts

(Pocket Books) y tres trilogías de Daw Books, Woman Without a Shadow, The War

Minstrels y Sister Blood. Es coautora de Science of the X-Men. Varios cuentos suyos han

aparecido en Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine, The Magazine of Fantasy and

Science Fiction y numerosas antologías, entre las cuales se encuentran Sandman: Book of

Dreams y Alien Pets. Vive en Oakland, California.

GEORGE R. R. MARTIN es el galardonado autor de cinco novelas entre las que están

Fever Dream y The Armageddon Rag. Los últimos diez años ha trabajado como guionista

de cine y televisión y fue el productor de la serie de televisión «La bella y la bestia»,

además de editor argumental de «The Twlight Zone». Después de un paréntesis de diez

años, ha vuelto a dedicarse exclusivamente a escribir novelas y en la actualidad trabaja

en A Dance with Dragons, el cuarto libro de su serie «Canción de Hielo y Fuego».

El último libro de RAYMOND E. FEIST, Krondor, the Assassins, es la segunda entrega de la

serie de Riftwar Legacy y la continuación de Krondor, the Betrayal. Sus novelas

anteriores incluyen Magician, Silverthorn, Cuento de hadas, Prince of Blood y The King’s

Buccanner, además de los cuatro libros de la Saga de Serpentwar, que aparecieron en la

lista de libros más vendidos del New York Times. Es el creador del popular juego de

ordenador Betrayal at Krondor —que obtuvo el premio al mejor juego del año de

Computer Magazine— y de su continuación, Return to Krondor.

POUL ANDERSON nació en Estados Unidos y era hijo de padres escandinavos, de ahí su

apellido. Estudió Física en la Universidad de Minnesota y luego pasó a dedicarse a la

escritura. En 1953 se mudó a la zona de la bahía de San Francisco y se casó con Karen

Kruse, que trabajó con él como asesora y colaboradora. Su hija Astrid está casada con su

colega Greg Bear y les ha dado dos nietos. Anderson es muy conocido en los ámbitos de

la ciencia ficción y la fantasía y recibió numerosos galardones, incluyendo siete premios

Hugo, cuatro Nebula, el J.R.R. Tolkien Memorial y el Grand Master of the Science Fiction

and Fantasy Writers of America. Entre sus obras fantásticas se encuentran La espada

rota, Tres corazones y tres leones, La saga de Hrolf Kraki, The Merman’s Children, El rey de

Ys (con Karen Anderson), Operation Chaos, Operation Luna y Mother of Kings. Falleció en

agosto de 2001.

MICHAEL SWANWICK ganó el premio Hugo al mejor cuento de ciencia ficción en 1999 y

2000, además de los premios Nebula, Theodore Sturgeon y World Fantasy. Es autor de

seis novelas y sesenta cuentos, todos de ciencia ficción o fantasía. En 1997 publicó su

novela Jack Faust y en el año 2000 dos recopilaciones de cuentos: Moon Dogs y Tales of

Old Earth. Su última novela, Bones of the Earth, fue publicada por Eos en el 2002. Vive en

Filadelfia con su esposa, Marianne Porter, y su hijo, Sean.

ESTHER FRIESNER es autora de veintinueve novelas y más de un centenar de cuentos,

además de editora de seis populares antologías. Sus obras se han publicado en Estados

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Unidos, el Reino Unido, Japón, Alemania, Rusia, Francia e Italia. Sus artículos sobre la

escritura de ficción han aparecido en Writer’s Market y Writer’s Digest Books. Además de

ganar dos veces seguidas el premio Nebula al mejor cuento (1995 y 1996, de la

asociación Science Fiction Writers of America), fue finalista de los premios Nebula en

otras dos ocasiones y del Hugo en una. Obtuvo el premio Skylark de NESFA y el que

corresponde al mejor escritor novel de fantasía de 1986 otorgado por Romantic Times.

Vive en Connecticut con su esposo, dos hijos, dos gatos orgullosos y una población de

hámsters fluctuante.

HARRY TURTLEDOVE nació en Los Ángeles en 1949. Después de suspender en Caltech,

obtuvo un doctorado en Historia Bizantina en la UCLA. Ha sido profesor de historia

antigua y medieval en la UCLA, en Cal State Fullerton y en Cal State L. A., y ha publicado

una traducción de una crónica bizantina del siglo IX y varios artículos especializados.

Además es escritor a tiempo completo de ciencia y ficción fantástica; gran parte de su

obra está dedicada a la ficción histórica o a la fantasía basada en la historia. Sus últimos

lanzamientos incluyen Colonization: Down to Earth, ambientado en el universo de los

libros de Worldwar, y Darkness Descending, una obra fantástica de alta tecnología, que

también es la segunda entrega de una serie. Su novela de ficción histórica Down in the

Bottomlands obtuvo el premio Hugo de su categoría en 1994. Su novela corta de ficción

histórica «Must and Shall» fue finalista del premio Hugo en 1996 y del Nebula en 1997.

«Forty, Counting Down» fue finalista del Hugo en el 2000. Está casado con la escritora

Laura Frankos Turtledove. Tienen tres hijas, Alison, Rachel y Rebecca.

Las aplaudidas novelas del Mundodisco de TERRY PRATCHETT han encabezado las

listas de ventas del Reino Unido durante más de una década y han vendido más de

veinte millones de ejemplares en todo el mundo. El humor satírico e irreverente de

Terry Pratchett lo ha situado en el panteón de los más célebres escritores de parodias

literarias del planeta.

ROBIN HOBB es autora de la Trilogía de Farseer (Assassins Appretice, Royal Assassin y

Assassins Quest) y de la Trilogía de Liveship Traders (Ship of Magic, Mad Ship y Ship of

Destiny). Actualmente está trabajando en The Tawny Man. El primer libro se titula Foo

Vs Errand y fue publicado en febrero de 2002. Vive en Tacoma, Washington. Para más

información, véase la página web de Hobb en http://robinhobbonline.com.

URSULA K. LE GUIN ha publicado más de ochenta cuentos, dos recopilaciones de

ensayos, diez obras infantiles, varios libros de poesía y dieciséis novelas, incluyendo la

Trilogía de Terramar, La rueda celeste y La mano izquierda de la oscuridad. Entre los

galardones que ha obtenido se encuentra el premio National Book, cinco premios Hugo

y cuatro Nebula, el premio Kafka, un Pushcart y el Howard Vursell de la American

Academy of Arts and Letters. Vive en Portland, Oregón.

DIANE DUANE es autora de más de veinte novelas de ciencia ficción y fantasía, entre las

que se encuentran Spock’s World y Dark Mirror, que figuraron en la lista de libros más

vendidos del New York Times, su popular serie de fantasía Wizard y Venom Factor, un

libro de Spiderman, además de otras novelas ambientadas en el universo de «Star

Trek». Vive con su esposo, Peter Morwood, en un valle rural de Irlanda. Diane y Peter

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han escrito cinco novelas, incluyendo The Romulan Way, que también apareció en la

lista de éxitos de ventas del New York Times.

DOUGLAS A. ANDERSON publicó su primer libro, El Hobbit anotado, en 1988. Ha

corregido el texto de El Señor de los Anillos tanto en la edición estadounidense como en

la británica, y ambas versiones contienen una nota introductoria suya. Además es

coautor (con Wayne G. Hammond) de J.R.R. Tolkien: A Descriptive Bibliography (1993).

También ha compilado otros libros, entre ellos The Dragon Path: Collected Tale of

Kenneth Morris (1995) y una reedición de The Marvellous Land of Snergs de E. A. Wyke-

Smith (1996), un libro infantil publicado por primera vez en 1927 y en el que se inspiró

El Hobbit.

Nadie había ganado dos años seguidos los premios Hugo y Nebula a la mejor novela

hasta que ORSON SCOTT CARD los obtuvo por El juego de Ender y su continuación, La

voz de los muertos, en 1986 y 1987. Ender el xenocida (1991) e Hijos de la mente (1996)

siguieron la serie, y una nueva novela de la serie de Ender, titulada La sombra de Ender,

fue publicada en agosto de 1999 (Tor Books). Actualmente se está rodando la versión

cinematográfica de El juego de Ender, con Card como guionista. Tal vez la obra más

innovadora de Card sea la serie de fantasía norteamericana de Alvin el Hacedor, cuyos

primeros cinco libros, El séptimo hijo; El profeta rojo; Alvin, el aprendiz; Alvin, el oficial y

Fuego del corazón, están ambientados en una versión mágica de la frontera

norteamericana. Card es autor de dos ensayos sobre la escritura: Character and

Viewpoint y How To Write Science Fiction and Fantasy, el último de los cuales ganó el

premio Hugo en 1991, y ha impartido cursos de escritura en varias universidades y

talleres. Vive con su familia en Greensboro, Carolina del Norte.

CHARLES DE LINT se dedica exclusivamente a la escritura y la música; en la actualidad

reside en Ottawa, Canadá, con su esposa, Mary Ann Harris, música y artista. Sus libros

más recientes son la novela Forests of the Heart (Tor Books, 2000) y Triskell Tales, una

recopilación de cuentos ilustrada (Subterranean Press, 2000). Otras publicaciones

recientes incluyen una edición de bolsillo de la novela Svaha (Orb, 2000), además de

Someplace to Be Flying (Tor Books, 1999) y Moonlight and Vines, una tercera

recopilación de relatos de Newford que recientemente obtuvo el premio World Fantasy

(Tor Books, 2000). Para más información sobre su obra, véase su página web en

www.charlesdelint.com.

LISA GOLDSTEIN, finalista de los premios Hugo, Nebula y World Fantasy, ha publicado

ocho novelas, entre las que destaca Dark Cities Underground, de Tor. The Red Magician

ganó el premio American Book al mejor libro en edición de bolsillo, y la recopilación de

cuentos Travellers in Magic (Tor Books, 1994), tuvo una excelente acogida. Publica

cuentos con regularidad en muchas revistas, incluyendo Asimov’s. Vive en Oakland,

California, con su esposo y su precioso perro Spark.

GLENN HERDLING descubrió a J.R.R. Tolkien en 1978, cuando con dos amigos realizó

una adaptación en cómic de El Hobbit para sufragarse el viaje de fin de curso a

Washington, D. C. Como referencia para los personajes, consultó los calendarios de J.R.R.

Tolkien ilustrados por los hermanos Hildebrandt. Esa experiencia le ayudó a ver

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cumplidas dos ambiciones de su vida: introducirse en la industria del cómic y conocer a

Greg y Tim Hildebrandt y trabajar con ellos. Entró en Marvel Comics cuando aún

estudiaba en la Universidad de Bucknell, en 1986, como interino editorial. En 1995

abandonó Marvel para trabajar como director creativo en el estudio de los hermanos

Hildebrandt.

TIM Y GREG HILDEBRANDT eran prácticamente desconocidos como artistas cuando se

les presentó la oportunidad de ilustrar el calendario de Ballantine de 1976, basado en El

Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien. Continuaron ilustrando los calendarios de Tolkien

los dos años siguientes; el de 1978 vendió más de un millón de ejemplares. Luego

ilustraron la popular novela de Terry Brooks La espada de Shanarra. En cuanto al cine,

hicieron los pósters del reestreno de Barbarella de 1979 y de la película fantástica Furia

de titanes, además del famosísimo póster de La Guerra de las Galaxias. Luego escribieron

(con Jerry Nichols) e ilustraron una novela de fantasía épica, Urshurak. En 1997

publicaron Star Wars: The Art of Greg and Tim Hildebrandt, y en 2001, Greg and Tim

Hildebrandt: The Tolkien Years.

TERRI WINDLING es escritora, editora, pintora y ganadora del premio World Fantasy en

seis ocasiones, además de una apasionada defensora de la literatura fantástica y las

artes míticas. Como autora, ha publicado The Wood Wife (que obtuvo el premio

Mythopoeic), A Midsummer Night’s Faery Tale, The Winter Child, y The Raven Queen,

entre otras novelas, junto con una columna regular sobre mitos y folclore en la revista

Realms of Fantasy. Como compiladora, ha editado numerosas antologías, muchas de

ellas con Ellen Datlow, incluyendo la serie de cuentos de hadas para adultos Snow White,

Blood Red, los volúmenes anuales de The Years Best Fantasy & Horror, Sirens, The

Armless Maiden, la serie Borderland (para adolescentes) y A Wolf at the Door (para

niños). Después de trabajar como editora de fantasía para Ace Books, es asesora

editorial de literatura fantástica de Tor Books desde 1985.

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Notas

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[1] En Escandinavia, nombre que se daba a los guerreros poetas. (N. del ed.) <<

[2] Acrónimo de uso común en Internet con el que el autor de una aplicación de libre

distribución rechaza toda responsabilidad sobre los efectos de su programa en

cualquier equipo informático. (N. del ed.) <<

[3] «Es algo mucho, mucho mejor que hago / que he hecho nunca…» El efecto que explica

la autora se pierde en la traducción. (N. del ed.) <<

[4] En la edición de Minotauro, 2002, las páginas citadas se encuentran entre las pp. 165-

177. (N. del ed.) <<

[5] La primera película, La Comunidad del Anillo, se estrenó el 18 de diciembre de 2001 y

la segunda, Las Dos Torres, el 18 de diciembre de 2002. La tercera entrega se espera

para las Navidades de 2003. (N. del ed.) <<

[6] Véase el Génesis 22, 13. (N. del ed.) <<

[7] Juego de palabras intraducible entre fairy (hadas) y fair (justo/a). (N. del ed.) <<

[8] En inglés, «montón de basura», entre otras cosas. (N. de la T.) <<

[9] Conejo, en inglés, es rabbit. (N. de la T.) <<

[10] En Essays Presented to Charles Williams, Oxford University Press, 1947. [Este ensayo

fue publicado posteriormente en Árbol y hoja. (N. del ed.) <<

[11] Autor de The Owl Service, Elidor, Red Shift, Strandloper y otros libros excelentes. <<

[12] En su colección de ensayos The Voice That Thunders, The Harvill Press, 1998. <<

[13] Por supuesto, hay autores que escriben de los dos modos. El propio Tolkien adoptaba

la voz de los cuentos de hadas en sus ficciones más breves. <<