la tarde se disipó en un canto de sol

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Page 1: La tarde se disipó en un canto de Sol
Page 2: La tarde se disipó en un canto de Sol

La tarde se disipó en un canto de Sol (Cuentos para niños y niñas)

Alberto Juárez Vivas

Contenido:

Mirando el péndulo

El niño y el mar

El payaso Toto

El negrito

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Mirando el péndulo

Las horas pasaban como cansadas. Ningún niño en los pasillos. Todos estaban recluidos en sus aulas, desde el primero hasta el sexto grado. Solo se escuchaban murmullos y la tiza, cuando se deslizaba en el pizarrón o las palabras de algún maestro cuando explicaba.

En el aula de segundo grado se encontraba Derek, nuestro personaje. Un niño que ese día se encontraba muy silencioso y extraño, la mirada fija en el reloj de pared redondo, que colgaba arriba del pizarrón. La maestra hablaba y hablaba, pero Derek estaba ausente de todo y de todos, su inmovilidad era perceptible. La maestra paso a un alumno a la pizarra y luego a otro y a otro y así sucesivamente, mientras los minutos parecían no moverse de su sitio. Y Derek comenzó más impaciente a dedear la paleta de su pupitre, daba la sensación que todos ignoraban.

Toda su atención estaba en el reloj, y rara vez mirada fugaz a su compañerita de al lado. La maestra miro su reloj de pulsera y luego comparó la hora con el que colgaba en la pared del aula. Derek observaba el péndulo. De `pronto sintió que su mano se estiraba, se alargaba hasta sujetarse de aquel segundero lento y que tictagueante, iba cerrando otro ciclo. Poco a poco se acercaba al mismo número, al número consentido, las nueve, el número del jolgorio. Y Derek cabeceaba breve, lento, cuando de pronto irrumpió un sonido desafinado y metálico que penetró en el aula y rebotó en las paredes. Era el timbre de la escuela, anunciando el recreo. Derek dio un salto al frente, y fue el primero en salir a los pasillos. Llevaba tanta prisa que chocó con todo el que encontró a su paso. De un fuerte empujón abrió la puerta de aquel baño de madera y de varones, y cuando rápidamente iba a bajarse los pantalones, todo se había consumado.

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Lo que venía en adelante era inevitable. Decidió no salir del baño. Pensó en quedarse encerrado. No podía soportar la burla de sus compañeros, cuando descubrieran que su amiguito imaginario… había… ensuciado sus calzones. (Mirando el péndulo integra el libro Obed y otros cuentos, de Alberto Juárez Vivas).

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El niño y el mar Viajar al mar un día martes es algo extraño, claro que no es normal. Pero eso sucedió. Decidimos aventurarnos a las playas de Poneloya, para ser más precisos, a la bocana. El calor intenso de semana santa nos obligó y todos, de alguna manera, nos pusimos de acuerdo. Y zarpamos. En el camino compramos frutas, melones, mangos lisos y mechudo, sandías, de todo un poco. Olvidaba decir que los dos vehículos que nos transportarían, iban tan llenos, que me sacrifiqué. Abordé un bus de los nuevos del mercadito de Sutiaba, aunque confortable, me tocó viajar de pie todo el trayecto, iba lleno de gente. Pero, por lo menos no era de aquellos chimbarones amarillos, lentos y destartalados de hace unos años, cuando las carreteras estaban en estado deplorable, con tremendos huecos. ¡Uf! Había que pensarlo hasta diez veces para viajar. Ahora es diferente. Las autoridades municipales, con el apoyo de un hermanamiento internacional, las han dejado en tan excelentes condiciones, que en menos de treinta minutos uno se transporta a la playa, para disfrutar de la generosidad natural. Estábamos alegres en uno de los ranchos de la bocana, degustábamos boquitas de pescado, refresco de coco pelado y devorábamos las frutas. Los murmullos se confundían con la música de roconolas, en una endiablada mezcla de canciones. Fue entonces, cuando la silueta de un niño de aproximados cuatro años de edad, me llamó la atención. Estaba agachadito mirando fijo al mar. La expresión de su rostro era de asombro, al observar aquella mancha azulada que le infundía curiosidad.

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El niño agarró una piedrecita y la lanzó al agua. El efecto que produjo al caer fue un gran descubrimiento, ¡fenomenal! Los bañistas semidesnudos, despartían entre risas y bailes. Los hombres con sus calzonetas y las mujeres con sus vestidos de baño, excepto una señora gorda que estaba a pocos metros del grupo. Como lo suyo no era exhibir partes de su cuerpo, se lanzaba al agua con lo que traía puesto. Pero el pequeño continuaba inmerso en su aventura visual, un punto que se confundía con los tonos grises del paisaje. Se acercó a él una mujer tan delgada como el horizonte, de lejos daba la impresión que iba a desaparecer. —Venga, Gustavito, vamos a bañarnos –dijo la mujer al niño. Él se levantó brusco de la arena e intentó correr, pero no pudo. Los brazos elásticos de aquella mujer lo atraparon… —No, yo no quiero. ¡Déjeme! ¡Auxilio! No pudo escaparse. Cuando estuvo en los brazos de la mujer, sus gritos fueron de espanto, el pánico fue más grande que el mar. Los dos se hundieron en el agua; el niño intentó la fuga sin resultado. A partir de ese momento estuvo condenado al suplicio, hasta que, por fin, la mujer salió del agua y puso al niño en la arena, quien temblaba de frío y de miedo. En cuanto se sintió libre, corrió desesperado sin mirar atrás, quería estar lo más lejos del mar La tarde se disipó en un canto de sol, sobre las enramadas.

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Aquella mujer, tan flaca como una L, resultó ser su protectora, aunque para Gustavito, aquella tarde, fue su verdugo. De alguna forma lo había castigado sin merecerlo. Mientras el niño Gustavito mordía un pedazo de sandía, pensó: «Tal vez no fue bueno mirar el mar y jugar con sus aguas; tampoco fue bueno lanzarle piedritas, porque seguro le dolían. Por eso me salió esa señora extraña, muy extraña.»

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El payaso Toto Cuando Yurén cumplió cuatro años, sus padres le hicieron una fiesta. Invitaron a los niños del barrio a la piñata, un muñeco spiderman. También el queque traía impreso este personaje de cine; le fascinaba esta serie de dibujos animados. A veces se sentía como el hombre araña. Pero, también le tenían otra sorpresa, al payaso Toto para animar la fiesta. Con lo que no contaron sus padres es que a Yurén no le gustaban los payasos, les daba terror, como la gigantona y el enano cabezón. Los niños andaban disfrazados con antifaces, corrían de un lado a otro con pistolitas de agua. Las niñas cargaban en sus brazos muñequitas de plásticos con las que jugaban, aparte de los niños. Todo se desarrollaba a las mil maravillas. La mamá de Yurén ordenó que comenzara el espectáculo de la piñata. Gustavito fue el primero en tomar el palo cubierto de papelillos azul y amarillo. Vendado con una pañoleta negra intentó darle golpes a spiderman. Pero, dos adultos, uno en cada extremo, se lo impedían, jalaban la piñata de uno a otro. El payaso Toto alegraba con sus ocurrencias a los pequeños, les regalaba chimbombas con forma de perritos, carros y caballos. Yurén los observaba a cierta distancia, detrás de personas mayores. Mientras tanto, continuaban los turnos de niños garroteando a la piñata que ya se mostraba pronta a derrumbarse. —¡Paren! ¡Paren! –gritó la mamá de Yurén–. Que pase el cumpleañero.

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Y todos, al unísono, corearon: «¡Que pase Yurén! ¡Que pase Yurén!» Pero, Yurén se había escondido debajo de una de las mesas plásticas que decoraban el patio. Él quería su piñata, hasta la había soñado, pero ahora quien estaba al lado del muñeco spiderman era su peor pesadilla, el payaso Toto, quien empezó a llamarlo con gestos graciosos. —Yurén, ¿dónde estás? Ya te vi… A pesar que Yurén hacía todo por esconderse bien, agachándose, casi todos los asistentes sabían dónde se encontraba. El payaso Toto en compañía de varios niños simularon buscarlo por todas partes. —Yurén, ya estoy cerca –gritaban todos–. Yurén, te voy a encontrar. Y de pronto… —¡Zas! Aquí estás, mi amiguito. El niño sintió unas manos pesadas que lo agarraron por detrás. Sus compañeritos gritaban su nombre, animándolo. Sin saber cómo, de pronto, se vio en los hombros de su gran enemigo, el payaso Toto. —¡Mamá! ¡Mamá! –gritó Yurén desesperado–. ¡Ayúdame, mamá! Como su mamá no se acercó, sintió haber sido abandonado. Lloró tanto que el payaso Toto, al ver la reacción del niño, con suavidad lo puso en el suelo y se puso de rodillas. Yurén no le daba la cara, deseaba soltarse con prontitud de aquellas manos que lo sujetaban.

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—Mírame, Yurén –le dijo lentamente el payaso Toto–, yo soy tu amigo, no tengas miedo. Por favor, míreme. Yurén, muy despacio, fue alzando la cabeza hasta ubicar sus ojos frente al payaso. —Vamos, tócame la nariz de tomate. El payaso Toto, con sumo cuidado, tomó la mano derecha del niño y la condujo hasta su roja nariz. Yurén presionó y ¡Bip! ¡Bip! Sonó aquella nariz, igual que el pito de su triciclo. Yurén, poco a poco se fue calmando. Cuando el payaso Toto soltó sus manos y las llevó a su nariz, Yurén salió a prisa a los brazos de su mamá. —Pero, ¿qué le pasa a mi pequeño? –le dijo su mamá–. El payaso Toto vino a divertirte. A cierta distancia, Yurén vio cómo a punta de un certero garrotazo destrozaba a spiderman. Al sueño cayeron cientos de caramelos y tras estos los niños para cogerlos. Pero, aquel alboroto ya no le interesaba, prefirió llenar su pistolita con agua y guardarla adentro de su short verde. Momentos más tarde, el cumpleañero llamó a sus amiguitos para decirles que debían estar preparados, por si acaso regresaba el de la nariz de tomate. Y les dijo: —Si viene, disparemos el agua a su cara, para que no vuelva con el espantoso olor a pintura.

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El negrito Marcelo era el niño más pequeño del barrio. Tan negrito que brillaba como un tizón cuando se exponía al sol. Era tan negrito que sus amiguitos le apodaban el diablito; con su chorcito remendado y descalzo corría en las calles de El Coyolar todos los días en las tardes. Después que llegaba de la escuela se unía a los demás chavalos para jugar chibolas, La perra corrida, Doña Ana no está aquí, La lepra y, sobre todo, a la bola de hule. Incansable el cipote. Y los demás, molestándolo. «Diablito, vení… Diablito, lanzá la bola... Diablito, corre que te alcanzo…» Todos los días era lo mismo. Y él… «Mirá no me digás así, yo me llamo Marcelo, te voy a acusar con mi abuelita.» Y luego las pedradas y la jauría de cipotes... –diablito, diablito– y la carrera por toda la cuadra. Las piedras chocaban contra todo, rebotaban en las paredes de la casa y después, el grito de enojo de los vecinos. —¡Chavalo vago, busca qué hacer! ¡Voy a soltar los perros! Hoy le digo a tu abuela para que te amarre. Y los otros continuaban en su molestadera. —Diablito, diablito… ¡Ay, diablito! Aquí estoy. Siempre era lo mismo hasta la tardecita, cuando la mamá del Chato comenzaba la llamadera. —¡Chatooó! Vamos para adentro, no te cansás de andar en la calle.

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Y luego, doña Iluminada: —¡Isidroooó! ¡Vení ya! Andá comprame unos frijoles. Y doña Ana: —¿Que no hacés caso, junior...? Y, por último, doña Marcia, la abuelita de Marcelo, que salía con un varejón de jícaro a corretearlo para meterlo. —Cipote vago, vení para acá… Hoy si te doy. Y el diablito de una acera a la otra. —Ya voy abuelita, no me pegue, ya me voy a meter –hasta que lo alcanzaba la vara de la abuelita Marcia. Todos los días era igual. Un sábado por la mañana, acompañando a su abuela al mercado de la terminal, se topó con el Chato e Isidro. —Diablito, ¿vamos a jugar más tarde? —Sí. Y la abuelita furiosa lo agarró del brazo. —Cómo es que contesta, eh… ¿que así se llama usted? –El diablito con los ojos bien pelados, la miró espantado sin contestar nada–. Cuando le digan así no conteste, ¿me oyó? ¡Chavalos estos! En la noche de ese mismo sábado, una leve brisa se deslizó sobre los tejados de las casas de El Coyolar. Marcelo cayó

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en un sueño profundo y se vio jugando en un campo azul a la pelota de hule con otros niños. Eran niños negritos como él que le daban duro a la pelota y lo vitoreaban como el mejor jugador. Lo abrazaban cada vez que capturaba una pelota o cuando la mandaba lejos con un buen batazo. «Viste, ¡clase atrapada! ¡Qué clase de batazo el que pegó!», comentaban los compañeritos cuando el juego había concluido.

Justo cuando todos descansaban en la hierba, el negrito miró a los otros negritos y notó que sus pieles cambiaban de colores. No entendía lo que sucedía. De pronto todos eran azules y en círculo parecían corear algo. Marcelo se acercó con prudencia, porque quería escuchar lo que decían. A medida que avanzaba hacia ellos, el campo azul se volvía de chocolate bajo sus pies. Y, por más que intentaba correr, se iba alejando de los niños azules. Se detuvo y lentamente se agachó para coger con su mano aquel chocolate blanco, con uno de sus dedos se llevó un poco a la boca.

Aquello era delicioso y no lo pensó dos veces, se sentó para continuar saboreando. Se embarró y se vio blanquito hasta el pelo. Mientras tanto, también los otros niños negritos se convertían en azules. ¿Qué estaba pasando?, se preguntaba.

—Angelito, vení. ¡Urra al angelito! –lo llamaban desde algún lugar.

El blanquito de chocolate sintió rabia, porque sintió que los niños azules se estaban burlando de él.

—¡Basta ya! No me llamen así. Yo me llamo Marcelo. Quiso ponerse de pie, pero no podía. Estaba muy pesado de tanto chocolate ingerido.

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—Angelito, volá… Angelito, aquí estoy –le decían los azulitos. Cuando las lágrimas comenzaban a brotar, sintió una palmada suave en una de sus mejillas. Entonces, abrió sus ojos y vio el rostro de su abuelita Marcia. —¿No pensás levantarte para ir a la escuela? ¡Vamos, arriba! Levantate, no seas haragán. Marcelo no dijo nada, con sus ojos bien abiertos buscó en cada lado y rincón de su cuarto a los niños azules, que en realidad eran negritos como él. No estaban. Se sintió húmedo de la cintura para abajo y se llenó de pánico, no quería ver y comprobar que el chocolate blanco lo inundaba. No quería ver. Pero una de sus manos la deslizó hasta que palpó sus piernas y la sábana, y en efecto, todo estaba húmedo, pero con su mano en la nariz comprobó que se trataba de orines. —¡Son mis orines! ¡Me oriné! –decía a gritos y saltando en la tijera muy contento. —¡Sos un cochino! ¿No te da vergüenza? –le dijo la abuela ignorante de lo que en realidad había sucedido con su nietecito–. Pero bueno, venga acá –lo abrazó–, usted siempre será mi angelito, ¿me oyó? Aunque solo diablura me haga. Marcelo, luego de sentirse mal por aquel chocolate que lo había teñido de blanco, se sintió feliz porque solo había sido un mal sueño. Continuaba siendo el mismo de siempre, en casa con su abuelita, su misma piel y color. «¡Sí! Soy negrito, qué dicha», dijo sintiéndose un niño bello y bueno, aunque a su abuela no le gustara sus diabluras que en realidad eran juegos con sus amiguitos.

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Pero eso sí, aquel sueño lo guardó en su cajita de chibolas y

figuritas de Popeye el marino, por si acaso los azulitos

querían volver a jugar y ser lindos negritos como él.