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Page 1: La “sociedad civil” como comunidad y las aporías de la ... · Web view... es el de La teoría de los sentimientos morales, una obra que solemos considerar más alejada de la

La sociedad civil como comunidady las paradojas de la ciudadanía moderna1

Jesús Izquierdo MartínUniversidad Autónoma de MadridPublicado en Pablo de Marinis, Gabriel Gatti e Ignacio Irazuzta (eds.), La comunidad como pretexto. En torno al (re)surgimiento de las solidaridades comunitarias, Barcelona, Anthropos, 2010, pp. 233-252.

1. Una comunidad paradójica

“[La sociedad] puede subsistir entre los hombres como lo hace entre los mercaderes, por medio del sentimiento de utilidad, sin amor o afecto mutuo… puede incluso sostenerse a través del intercambio interesado de buenos servicios de acuerdo a un valor convenido”.Adam Smith, 1759.

Quien escribe no es el Adam Smith de La riqueza de las naciones, obra datada casi dos

décadas después de la redacción de estas líneas que describen la sociedad como un

mercado. El Smith que aquí habla sobre el orden social es anterior, es el de La teoría de

los sentimientos morales, una obra que solemos considerar más alejada de la concepción

comercial de la sociedad. Puede que a nosotros, lectores del siglo XXI, nos sorprendan

la coincidencia interpretativa de ambas obras. Sin embargo, dos siglos antes, cuando

fueron redactados ambos textos, ya era común entre muchos europeos pensar la

sociedad como un agregado impersonal de individuos que se autorregulaba de acuerdo a

leyes naturales que gobernaban la concurrencia de los intereses personales. No era ésta

la primera vez que la sociedad civil era concebida como una institución independiente

de una entidad externa y trascendente; sin embargo, la interpretación de Smith

culminaba una línea de pensamiento que acabaría negando la política para apostar por la

defensa de la “administración de las cosas”. A partir de su obra, los modernos no hemos

dejado de indagar los acontecimientos que se desenvolvían a nuestro alrededor con el

fin de descubrir las leyes objetivas cuyo conocimiento nos permitiría sustituir el

gobierno de los hombres. Al decir de Hegel, en sus Principios de la filosofía del

derecho, la economía política había nacido para descubrir las leyes universales que

articulan lo que “parece estar abandonado a la arbitrariedad del individuo singular”,

1 El autor agradece a Elías Palti y a Gabriel Gatti sus pertinentes comentarios a este texto.

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unas leyes que en el ocaso del siglo XX habían sido definitivamente esclarecidas tras el

hallazgo de Milton Friedman de un “sistema de precios” que tenía asignada la función

de generar orden “en ausencia de toda dirección central”, y sin que fuera “necesario que

la gente habl[ara] entre sí, ni que le gust[ara]”2.

La interpretación de lo social como sociedad civil y ésta como mercado fue

elaborada por quienes veían el mundo premoderno como si fuera un territorio poblado

por aberrantes comunidades históricas que distorsionaban la verdadera naturaleza de las

cosas, el sentido común de que los hombres eran individuos de hecho que debían

alcanzar su individualidad de derecho a través del reconocimiento por parte del Estado

—que luego debía desvanecerse— de la condición de ciudadanos libres para agregarse

en sociedad. Cierto es que la ciudadanía moderna se ha tejido también con otros

mimbres ideológicos, como el nacionalismo, a menudo difícilmente compatibles con la

tradición liberal. Con todo, la concepción de ciudadanía dominante en nuestros días

debe gran parte de su éxito a la aceptación de la sociedad como mercado, a la asunción

de que la “sociedad civil” es un agregado de individuos soberanos que aspiran a que,

una vez garantizados sus derechos naturales, la política se disuelva en un sin fin de

protocolos despersonalizados. No menos cierto es que esta noción de ciudadanía “civil”

se ha yuxtapuesto a otra, de raíces más antiguas, que algunos denominan “cívica”, para

la cual la ciudadanía es una comunidad moral que precede a los sujetos que la

conforman. Sin embargo, con el paso del tiempo la interpretación civilista de la

ciudadanía ha ido ganando terreno, nutrida por el conjunto de representaciones sobre el

sujeto, el espacio y el tiempo propios de la modernidad (Leca, 1990: 141-189).

En este texto me propongo dar algunas pinceladas sobre la espinosa tensión

entre la tradición comercial de sociedad civil en la que todavía se asienta la ciudadanía

moderna, y la política en sentido también moderno, esto es, como la capacidad humana

para transformar la sociedad una vez que ésta se considera a sí misma como un artificio

susceptible de ser modificado o corregido. Más concretamente me propongo trazar un

mapa de algunas de las aporías inherentes a la concepción mercantil de sociedad civil y

sus efectos sobre el bienestar público. Para abordar tales paradojas, me aparto de la

definición normativa e ideal de comunidad elaborada por Ferdinand Tönnies,

actualizada en los años 40 por Robert Redfield y empleada recientemente por Zygmunt 2 Smith (1853): 124. Con todo, conviene citar el texto smithiano más representativo de esta interpretación comercial de lo social: “No esperamos nuestro almuerzo de la benevolencia del carnicero, del comerciante o del panadero, sino del cuidado con el que tratan sus intereses. No nos dirigimos a su humanidad, sino a su egoísmo; y nunca les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas”. Smith (1801): 15. Las otras dos citas en Hegel (1988), y Friedman y Friedman (1980): 5.

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Bauman, según la cual para que haya comunidad debe haber un grupo pequeño,

distintivo, autosuficiente e irreflexivo sobre su propia condición comunitaria. Puede ser

que la sociedad civil no cumpla las tres primeras condiciones; pero ni las comunidades

premodernas fueron tan pequeñas —véase la Iglesia Católica, por ejemplo—, ni tan

distintivas ni tan autosuficientes; ni los hábitos y aspiraciones “comerciales” de la

sociedad civil están al margen de la vivencia irreflexiva de quienes forman parte de esta

comunidad moderna3.

Frente a la interpretación sociológica de comunidad, me he inclinado por otra

lingüística según la cual la “sociedad civil” forma parte de una caja histórica de

herramientas conceptuales con la que unos determinados sujetos aprehenden en mundo

y operan sobre él. Afirmar que esta caja es la de la modernidad no es nada nuevo: hoy

sabemos que sociedad civil es un concepto procedente de un lenguaje compartido,

conformado en una narración histórica, provinciana e imperfecta procedente de una

Europa que entró en crisis escéptica consigo misma en el siglo XVI (Popkin, 1983). Lo

importante es destacar que el concepto y todas las categorías adscritas a él (individuo,

mercado, autorregulación, administración…) siguen disfrutando de la fuerza suficiente

para apelar a determinados sujetos hasta el punto de constituir para ellos una identidad

colectiva con la que sus prácticas adquieren sentido y su subjetividad es reconocible

(Cabrera, 2001). Desde esta perspectiva, defenderé en este texto que la sociedad civil es

una comunidad constitutiva por cuanto constituye la identidad de sus miembros

instituyendo para ellos el lenguaje oral y práctico que les permite ser reconocibles y

expresar —implícita o explícitamente— su pertenencia a una comunidad histórica4.

A partir de este supuesto, identifico en esta comunidad tres aporías: en primer

lugar, planteo que esta comunidad tiende a producir individuos anticomunitarios en

comparación con otras experiencias históricas cuyos lenguajes corporativos generaron

sujetos más cooperativos. No es un tema nuevo, desde luego, porque hace ya algunas

décadas que las ciencias sociales y las humanidades —especialmente a través del debate

entre liberales y comunitarios— tratan de explicar las conductas “gorronas” que afectan

de manera tan drástica a nuestras sociedades y a sus espacios de igualdad y

participación. Con todo, todavía son muchos los observadores que identifican esta

conducta como un comportamiento natural de compleja solución y que se niegan a

3 En torno a la condición irreflexiva de toda comunidad, véase Bauman (2003).4 La idea de “sociedad civil” como comunidad la esbozamos en Sánchez León e Izquierdo Martín (2003): 61-87.

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abordarlo como parte de una antropología específica desarrollada en el seno de una

comunidad histórica5.

Ahora bien, los problemas de cooperación y participación de la ciudadanía

moderna no terminan ahí, a tenor de la segunda de las paradojas que quiero plantear. Se

trata de una aporía de carácter epistemológico y refiere a la auto-percepción de la

ciudadanía como una asociación autorregulada de individuos libres que no se piensan

como comunidad y que suelen negar todo macro-fundamento para explicar sus micro-

conductas problemáticas con los bienes públicos. La epistemología individualista es tan

transparente para esta comunidad auto-negada que generalmente dichos problemas se

suelen abordar desde una perspectiva que, paradójicamente, predice que, en ausencia de

incentivos personales o coacción política, el sujeto racional no participará en actividades

colectivas encaminadas a defender siquiera los derechos individuales de cada uno de

ellos6.

En nuestras sociedades la producción de bienes públicos en ausencia de coacción

constata la debilidad epistemológica y predictiva de esta comunidad; sin embargo, lo

que ahora interesa es presentar una tercera paradoja, una aporía deontológica: la

sociedad civil opera como una comunidad cuyos miembros, por una parte, comparten

una norma según la cual la sociedad debe aspirar a su natural autorregulación y la

política debe encaminarse a su propio desvanecimiento y, por otra parte, precisa una y

otra vez del gobierno para promover la participación de los individuos egoístas en la

producción y conservación de bienes públicos. En otras palabras, dicha comunidad

pretende armonizar a través de procedimientos judicializados y lógicas profesionales los

intereses individuales hasta convertir el gobierno de los hombres en la administración de

las cosas y, sin embargo, necesita de política para salir del atolladero en la que la

colocan sus individuos depredadores.

Son estas tres paradojas las que puestas en funcionamiento han generado una

situación como la actual donde numerosos miembros de esta comunidad autonegada,

acuciada por los efectos hostiles producidos por sus propios fundamentos constitutivos,

aspiran desde distintos terrenos a construir comunidad como un cálido lugar donde

desterrar las inseguridades de nuestros tiempos7. No es otro el origen del inusitado

revival del concepto comunidad y sus derivados: tras centurias de omisión del término 5 Sobre el debate habido en la ciencia política en torno a la ciudadanía y su relación con la comunidad, véase Thiebaut (1992).6 Entre las obras que han tratado la tensión entre la conducta “free-rider” y la acción colectiva sigue siendo imprescindible Olson (1992).7 Sobre el revival del concepto comunidad, véase Brint (2001): 1-23.

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por considerarlo un vocablo que sólo podía referir a modelos de sociabilidad

incompatibles con la libertad y reflexividad que nos hemos arrogado los modernos, son

numerosos los ciudadanos y científicos sociales que han rescatado el vocablo en una

suerte de alquimia según la cual nombrar la palabra comunidad permitiría conjurar los

males de nuestra sociedad sin entrar a considerar que es precisamente nuestra condición

comunitaria moderna la que nos aboca a una vida ciudadana chata y precaria.

Abordar la sociedad civil y sus efectos sobre la ciudadanía requiere dar el paso

previo de desnaturalizar la imagen de sí misma como asociación autorregulada de

individuos, lo que a su vez implica hacer un relato distanciado de sus orígenes

históricos8. Exige una historia que comience su andadura en la secularización

experimentada por la sociedad moderna; una narración que se retrotraiga, no ya a los

orígenes de tal desencantamiento en el siglo XII, sino al siglo XVI y especialmente a la

centuria siguiente cuando el lenguaje de la sociedad de mercado se convirtió en un lugar

común en Europa y otros territorios que estuvieron bajo su sombra cultural. Historizar

las metáforas muertas, literalizadas, del lenguaje liberal es asunto crucial, porque no son

pocos los relatos que todavía cuentan la historia de la sociedad civil como el

descubrimiento que algunos iluminados realizaron de una organización social

naturalmente humana que durante siglos había estado a la espera de ser alumbrada9.

Otras historias, las menos, narran el pasado de la sociedad civil como la construcción

provinciana y proteica que hicieron algunos hombres dejados de la mano de Dios,

sumidos en el espectáculo traumático de un primer desencantamiento con un orden

considerado a sí mismo como trascendente. La que sigue trata de discurrir por estos

últimos derroteros.

2. El desencanto de la comunidad

La percepción de lo social como sociedad civil hunde sus raíces en los vaivenes de la

secularización que se inició en Europa en el siglo XII y se aceleró vertiginosamente a

partir del cisma protestante de mediados del siglo XVI. Con aquel cisma se fracturó el

monopolio de la Iglesia como organización que custodiaba una interpretación del

mundo y sus sujetos según la cual éstos formaban parte de una communitas

communitatis, de un todo regulado de principio a fin por leyes divinas. Las cruentas

8 La descripción que aquí se esboza procede de Rosanvallon (2006).9 La crítica al análisis del liberalismo desde propia epistemología liberal en Pocock (2002).

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guerras de religión de los siglos XVI y XVII no fueron sino la expresión del derrumbe

de ese “logos óntico” y del consiguiente desencantamiento que dio lugar a un maremoto

de escepticismo sin precedentes. Fue en este contexto de desmitificación del orden

trascendente y de interpretación de Dios como hipótesis prescindible, cuando comenzó

el declive semántico de términos corporativos como communitas o societas, conceptos

entonces de idéntica semántica y según los cuales el todo precedía a las partes, o puesto

en otros términos, según los cuales la identidad personal sólo era reconocida por

referencia al nacimiento del sujeto en el interior de un grupo que definía su conducta y

marcaba su destino (Izquierdo Martín, 2001).

Es en este contexto de fractura del orden teocrático donde surgió la idea de

sociedad como resultado del artificio humano, así como el concepto de cultura como

sinónimo de actividad transformadora de lo social (Bauman, 1997: 119-138). No pasaría

mucho tiempo hasta que aquella oleada de escepticismo fuera sucedida por una nueva

etapa de naturalismo secularizado que, enarbolando las capacidades del método

científico, aspiraba a desentrañar los fundamentos y leyes naturales que supuestamente

regían el desenvolvimiento de los acontecimientos con el fin de hacerse con una guía

para la acción futura10. Mientras tanto, sin embargo, surgió la gran pregunta de cómo

instituir lo social a partir del individuo considerado como entidad completamente

distinguida del cuerpo social, la cuestión crucial de cómo instituir el orden tras negar

todo origen externo respecto al propio orden. Fue una pregunta a la que todos los

filósofos de los siglos XVII y XVIII, desde Hobbes a Locke, desde Hume a Smith,

desde Helvetius a Rousseau, respondieron con diversas interpretaciones sobre la idea de

que el orden era también un artificio, un contrato entre individuos cuya apasionada y

amenazadora naturaleza exigía un pacto entre todos ellos para crear una sociedad civil

en la que la paz quedara asegurada por el Estado, encarnación del poder político o del

imperio de la ley

A finales del XVII ya era de sentido común la idea de que la sociedad civil

procedía de un contrato instituido con el fin de salir del estado de naturaleza. Sin

embargo, quedaba por resolver el espinoso problema de su funcionamiento, la difícil

cuestión de cómo lograr la armonía entre sus miembros sin recurrir constantemente a

soluciones despóticas. Pues bien, fue en respuesta a esta pregunta cuando en el siglo

XVIII surgió la representación económica de sociedad civil para la cual ésta era

10 Sobre el cambio de fundamentos del sentido último del tiempo entre la premodernidad y al modernidad, véase Koselleck (1993): 41-66.

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sinónimo del mercado, entendido éste, no sólo como mecanismo de coordinación de la

actividad económica, sino sobre todo como modelo de funcionamiento social que no

requería ni del gobierno ni de la voluntad política de las personas. Si la idea de mercado

se restringió primero para referir al comercio como actividad desapasionada y

predecible, más tarde ensanchó su horizonte semántico como aspiración de toda una

sociedad que, frente al orden premoderno, debía negar la autoridad del gobernante y las

relaciones personales de los gobernados, hasta conseguir una sociedad autorregulada a

través de procedimientos sistemáticos que favorecieran el intercambio de intereses entre

individuos. El fomento del intercambio en una sociedad de sujetos y naciones con

habilidades diversas, sería el creador de un orden que se autorreproduciría a través de

una creciente interdependencia sostenida a través de múltiples contratos temporales y de

acuerdo a la ley de valor. El orden social no precisaría ya un garante exterior, sustituido

ahora por una “mano invisible” ante la cual la política debía desvanecerse como

anteriormente lo había hecho el propio Dios como legislador primero y último

(Hirschman, 1999).

Ahora, a diferencia de los jurisconsultos del siglo precedente, resultaba

secundario prestar atención al contrato original; lo relevante era haber descubierto la

dinámica de la sociedad como resultado de una infinidad de intercambios que mantenían

el orden. El vínculo social funcionaba más allá de la voluntad de los hombres, siendo

aquel producto de las necesidades materiales y del deseo de abundancia entre individuos

que consideraban el trabajo como instrumento para la obtención de riqueza y

mecanismo de medición del valor11. Ya no hacía falta, por tanto, un Leviatán ni el

aprecio interindividual para la creación y mantenimiento de la sociedad. En suma, para

los hombres del siglo XVIII, la sociedad civil ya no era política, ya no era resultado de

un contrato que supone la organización voluntaria del lazo social. Más bien se trataba de

una “sociedad de mercado”, entendido este, no como economía de mercado, sino como

una organización compuesta por individuos que hacían circular constantemente sus

intereses privados según las reglas naturales de un intercambio que, si funcionaba sin la

intromisión de la autoridad o del poder, podía resultar beneficiosa para cada uno de

ellos y para la sociedad en su conjunto.

3. El poder de las metáforas muertas

11 Sobre la construcción de la idea del trabajo como principal vínculo social y realización personal en la modernidad, véase Méda (1998): 51-74.

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Contemplado en perspectiva histórica, el mercado no sólo ha sido un sistema de

coordinación eficiente de recursos materiales y humanos. También ha sido un seductor

patrón de sociedad que los modernos construyeron como sustituto del orden

trascendente venido abajo durante las guerras de religión que asolaron el continente

europeo. En el seno de la herejía trasmutada en cisma germinó un modelo de orden

social basado en la idealización del comercio como forma de convivencia que podía

prescindir de la política. Porque si la crisis cultural sobrevenida desde la Reforma había

dado lugar al nacimiento de la política como artificio humano, el temor a los excesos de

las pasiones humanas que impulsaban la acción política hizo que muchos europeos

comenzaran a reivindicar la democracia, no como gobierno del demos —reminiscencia

de los antiguos—, sino como “administración de las cosas”. El escepticismo y la

política serán los referentes negativos contra los cuales Europa pretenderá su

reconstrucción metafísica por entender que la concurrencia de ambos desembocaba en

el caos de una sociedad sin guía que abría la puerta al apasionamiento destructivo.

Desde entonces se desencadenará una lucha incesante por la verdad absoluta que cabía

predicar del orden considerado como un sistema autorregulado de acuerdo a leyes

naturales. Esta fue la matriz donde surgirá la economía política y su representación

comercial del mundo.

Observada desde nuestros días, no hay duda que esta representación del mundo y

de quien lo habita resulta utópica. Si los preceptos metodológicos de la economía

política obligaron a sus seguidores a observar muy de cerca el devenir de los

acontecimientos con el fin de verificar o modificar las leyes económicas “descubiertas”

en el siglo XVIII, la aparición de anomalías terribles que no encajaban con la

escatología moderna del progreso o de la emancipación —desde el degradante

capitalismo industrial del siglo XIX hasta la vertiginosa crisis de 1929—, puso en

cuestión la economía política como representación objetiva del orden moderno. El

espanto de dos siglos de padecimiento social trastocaron las esperanzas puestas en el

mercado como sinónimo de sociedad.

Ahora bien, con independencia del sesgo utópico de la sociedad civil (¿qué

comunidad no lo es?), lo cierto es que sus viejas metáforas han contribuido a fundar una

comunidad articulada en torno a un denominador común antropológico, epistemológico

y deontológico. Durante las últimas dos centurias, gran parte de las metáforas

elaboradas por poetas tan geniales como Smith han sido repetidas por innumerables

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discípulos hasta el punto de literalizarse, de convertirse en verdades de sentido común12.

Es cierto que durante su literalización se han ha generado variaciones semánticas y,

consiguientemente, una enorme diversidad histórica de sociedades civiles. Sin embargo,

los conceptos clave de la antigua sociedad comercial conservan gran parte de la

originaria semántica con la que hablamos sobre el mundo y sobre quienes lo habitan.

Dichos conceptos siguen articulando una antropología ciudadana para la cual el

individuo interesado precede ontológicamente a cualquier entidad social, de manera que

las organizaciones e instituciones sólo puede ser resultado de la asociación interesada de

sujetos particulares. Para este tipo de ciudadano, la sociedad es un mercado de intereses,

un instrumento a emplear en defensa y promoción de derechos antes que una comunidad

hacia la cual el individuo tenga obligaciones. La tradición ciudadana implícita en la idea

mercantil de sociedad se solapa pues, ocluyéndola, con otra de raíces aristotélicas para

la cual el bien común era anterior a los ciudadanos, lo que suponía una auto-obligación

personal para con los valores de la ciudad y un constante activismo en su defensa. Por el

contrario, el ciudadano “civil” sólo actúa tras efectuar un cálculo basado en la única

racionalidad concebible según este modelo, la racionalidad instrumental, lo que implica

que los individuos sólo proceden tras haber contrastado los costes contra los beneficios

de acción personal o colectiva (Leca, 1990 y Ovejero Lucas, 1997). No está de sobra

recordar que al día de hoy es abundante la literatura procedente de las ciencias sociales

—especialmente de la antropología y la sociología— que critica este modelo

antropológico por su reduccionismo y por su incapacidad para explicar la producción y

mantenimiento en ausencia de coacción de bienes públicos —acción colectiva o activos

comunitarios— en las sociedades modernas13. A la luz de tales interpretaciones críticas

es innegable la dimensión utópica del homo economicus. Ahora bien, tampoco se puede

negar la relación entre, por un lado, la tajante separación entre moral e interés y la

obsesión por los derechos individuales en los que se fundamentó el nacimiento de la

sociedad civil, y, por otro, el sesgo anticomunitario de un ciudadano moderno cuya

participación en los asuntos públicos suele ser reducida, especialmente cuando sus

intereses personales no están bajo amenaza o cuando la coacción estatal no está

presente.

12 Sobre la literalización lingüística y su relación con la construcción de la verdad, Rorty (1996).13 Estas anomalías del naturalizado homo oeconomicus han sido puestas de manifiesto por la literatura sobre los nuevos movimientos sociales. Como referente teórico de este asunto, véase Pizzorno,(1989): 27-42.

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Los conceptos fuertes de la cultura mercantil generaron también una episteme

para la cual la comunidad o bien era una rémora histórica a superar o una utopía

minoritaria digna de ser obviada. La única entidad verdadera era el individuo, un sujeto

soberano ante la naturaleza y ante los demás, hacia los cuales podía emprender acciones

instrumentales cuyo fin último era satisfacer sus utilidades privadas. Todo cuerpo

intermedio entre la asociación estatal y el ciudadano individual debía ser eliminado por

constituir una prejuiciosa apariencia que ocultaba la verdadera naturaleza de las cosas e

impedía su funcionamiento eficiente. El domino de esta epistemología ayuda a entender

por qué el principal objetivo de los Estados-nación modernos fue la liquidación de las

corporaciones gremiales y de las comunidades vecinales. También fue responsable de la

tensión irresuelta entre las dos formas antagónicas de construir comunidad que puso en

marcha la Modernidad —nación y sociedad civil liberal—, una vez aniquilados los

cimientos trascendentes del orden premoderno. Pero sobre todo esta epistemología nos

interesa porque pone de manifiesto la paradoja de una manera de conocer que, por un

lado, da sentido a la actividad anticomunitaria del individualismo posesivo, y por otro,

impide afrontar los problemas derivados de tales conductas egoístas desde una

perspectiva holista. En esta cultura las microconductas sólo pueden tener

microfundamentos, de manera que las actitudes anticomunitarias individuales nunca

pueden ser vistas como resultado de la propia constitución comunitaria de sus

miembros.

Un ejemplo bien ilustrativo de la prolongada sombra epistemológica de esa

comunidad anticomunitaria y autonegada que es la sociedad civil es el debate habido

dentro de las ciencias políticas y la filosofía política durante la década de los 80 entre

comunitarios, liberales y republicanos sobre los males y el futuro de la ciudadanía. El

debate es también importante por otra razón: fue en su transcurso cuando se recuperó el

término comunidad para el espacio académico y público tras el olvido al que el

concepto fue condenado durante décadas. Con todo, por ahora ocupémonos de los

términos de la discusión y de la larga sombra epistemológica que la vieja sociedad civil

proyecta sobre ellos. Para explicar el malestar de nuestras sociedades, los comunitarios

han asumido una interpretación holista del sujeto y de la sociedad: la comunidad es el

marco valorativo donde el sujeto depredador es reconocido y recibe su identidad como

tal. Nada que objetar, en principio, a quienes dentro del debate asumen que algún tipo

de comunidad histórica explica a priori las conductas individuales. Sin embargo, en su

disputa contra las prédicas universalitas del individualismo liberal, un gran número de

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comunitarios han apostado por negar la “verdad” del liberalismo, esto es, la reflexividad

de la subjetividad moderna y la negación de la naturaleza política y de las formas de

articulación social. Han perdido, por tanto, la oportunidad de criticar esa verdad liberal

por su ahistoricidad y se han resguardado en la defensa de modelos extremadamente

holistas para los cuales el sujeto es un simple receptor aquiescente de normas

instituidas.

Muchos comunitarios, por tanto, comparten la idea de la sociedad civil,

inherente a la noción de autorregulación, según la cual el vínculo social moderno es

prepolítico. No obstante, su principal contribución a la revigorización de las metáforas

muertas ha sido indirecta, al involucrar en sus preocupaciones a los liberales y

republicanos, principales baluartes de la literalización de la que vengo hablando. Los

primeros se han visto obligados a negar la “verdad” de los comunitarios, esto es, la

existencia de fundamentos macro para explicar la conducta individual, y han tenido que

reafirmar una epistemología que sólo puede concebir al individuo moderno como una

entidad ahistórica cuya cooperación depende de la voluntad propia. Por su parte, los

defensores del republicanismo cívico -según el cual la ciudadanía no es sólo un derecho

sino también un compromiso moral con la cosa pública que se realiza en el ideal de

virtud participativa- han entrado en el debate desde la aceptación de la antropología

naturalizada de la episteme de la economía política. Para los republicanos las conductas

individuales pueden ser modificadas a través de la imagen ideal de una república de

ciudadanos que opere como un instrumento deontológico con el que hacer frente a las

tendencias atomizadoras y no cooperativas del individualismo contemporáneo. Ahora

bien, si por una parte asumen que la comunidad cívica es un referente que hay que

construir, por la otra, aceptan que el individuo es anterior a dicha comunidad, lo que

pone de manifiesto la debilidad de una teoría que hace depender la promoción de un

bien público (la comunidad cívica) de la acción de individuos interesados (Thiebaut,

1998: 39-76).

Todo parece indicar que la autoimagen de la sociedad civil como agregado de

individuos determina el abordaje de nuestros problemas de convivencia. A excepción de

algunos comunitarios progresistas y neo-aristotélicos, que sin negar la verdad de

liberalismo defienden también la verdad del comunitarismo, esto es, que la sociedad

civil que los liberales oponen a la comunidad no es sino un ejemplo más, históricamente

específico, de comunidad, la mayoría de quienes han entrado en liza lo hacen desde una

epistemología que naturaliza la subjetividad individual e instrumenta la comunidad: ésta

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no es más que un objeto que ha de ser producido en el presente o recuperado del pasado

con el fin de reconducir las conductas gorronas que son inherentes al individuo y a su

racionalidad instrumental.

Sin embargo, no es en la ciencia política donde se ubica el ejemplo más potente

de la herencia epistemológica de esa comunidad que niega los macrofundamentos de las

microconductas incívicas. En efecto, porque si hay ciencia social proclive a la negación

de todo fundamento social esa es la economía, especialmente el su versión neutilitarista,

triunfante desde revolución marginalista que la convirtió en indiscutible emperatriz de

las ciencias sociales. Su domino no es de extrañar a tenor de una teoría que asume

explícitamente un modelo antropológico —el del homo economicus— que no es más

que la interpretación más descarnada de la vieja antropología individualista que vino al

mundo a la par que la sociedad civil. Como la ciencia política, la economía ido ganando

visibilidad pública a partir de la problemática de los bienes públicos y el bienestar de

nuestras sociedades. Pero a diferencia de ella, se ha dedicado durante las últimas

décadas a hacer frente al enigma de la producción de bienes públicos en un entorno de

individuos naturalmente egoístas. En efecto, los economistas llevan décadas debatiendo

sobre la conducta altruista a partir de un individualismo metodológico y ontológico que

les aboca a emplear modelos cada vez más sofisticados de explicación que se articulan a

través del lenguaje atemporal de las matemáticas. Y aunque el paradigma neoclásico no

haya conseguido una satisfactoria explicación endógena de tales conductas, sí ha

contribuido decididamente a actualizar la episteme de la comunidad mercantil y a

convertir a los economistas en reputados maestros en el arte del buen repetir aquellas

literalizaciones conceptuales sobre las que se asienta la verdad de la sociedad civil

(McCloskey, 1990).

Puede que este breve recorrido por los debates suscitados en las ciencias sociales

adolezca de simplicidad. Soy consciente de que, por lo que respecta a la discusión

entablada dentro de la ciencia política, he dejado fuera una tradición de matriz

posestructuralista continental –representada por figuras como Badieu, Laclau, Zizek,

Esposito o Agambem- para la cual los términos del debate entre comunitarios y liberales

son demasiado elementales. Ahora bien, aún reconociendo las limitaciones de la

reflexión procedente de la teoría política anglosajona, lo que interesa aquí es constatar

que es precisamente la preeminencia de dicha tradición en el debate sobre la política lo

que demuestra la vigencia de las metáforas muertas de la vieja sociedad civil.

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Otro ejemplo de la actualidad de tales metáforas es la paradójica ética de una

comunidad cuyos miembros abogan por el desvanecimiento de la política y al mismo

tiempo no pueden renunciar a ella como solución pragmática a sus problemas de

convivencia. La fuerza retórica de esta deontología antipolítica sigue atravesando la

relación entre Estado y mercado. Se trata de una aspiración que creció en el siglo

pasado, especialmente tras los avatares nacionalistas y totalitarios que para algunos

confirmaron la idea de que cuando se opera contra-natura —cuando la política es

absoluta—, el desastre es inevitable. La crisis socioeconómica del último tercio del siglo

XX volvió a dar alas a la noción de una sociedad inmediata a sí misma, para la cual “el

Estado no [era] la solución, sino el problema” (Ronald Reagan). Incluso en el vórtice de

la recesión económica que azota el final de la primera década del nuevo siglo, hay

quienes siguen pensando que el Estado y su intervención en los mercados (vuelve a

estar de moda la frase atribuida a Richard Nixon, “todos somos keynesianos”) es un mal

menor susceptible de ser superado en cuanto los efectos nocivos de la crisis

desaparezcan; que el tiempo demostrará que la historia, pese a todo, confirmará el

dictum inherente a la sociedad civil tal y como se construyó en el siglo XVIII, según el

cual el fin último de la política es, paradójicamente, simplificar la propia política hasta

alcanzar su disolución.

La potencia de las metáforas muertas de esta comunidad anticomunitaria,

autonegada y contrapolítica ha sido tal que una gran parte del discurso clásico

antiliberal, perfilado en el mismo momento en el que la economía política se replegaba

durante el siglo XIX ante una realidad que no se ajustaba a sus predicciones, asumió la

idea de que el sentido de la historia era alcanzar finalmente la “administración de las

cosas”. El ideal de desvanecimiento de lo político está presente en la vieja noción

socialista de internacionalismo de los productores y del comunismo como extinción del

Estado y del derecho, pero también en la concepción de individuo integral en una

sociedad considerada como una agrupación móvil y sin diferencias14. Y su sombra se

extiende más allá: las influencias de esta deontología “administrativista” todavía están

presentes en los distintos antiliberalismos actuales, no siendo extraño que quienes se

alinean con el antiliberalismo económico defiendan las libertades morales individuales,

mientras que quienes son partidarios del antiliberalismo moral asuman sin tapujos el

mercado como la fórmula natural de articulación interpersonal.

14 Sobre el individualismo en el pensamiento socialista, véase Dumont (1987).

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4. La historización como política cívica

Si de comunidad podemos hablar para referirnos a la sociedad civil es porque sus

miembros comparten unas matrices lingüísticas, una tradición semántica y onomástica

aún no clausurada con las que siguen dando sentido a una realidad que no tiene

significado intrínseco. Como cualquier comunidad lingüística, su construcción significó

la delimitación de fronteras y el destierro de palabras como comunidad, oeconomía,

corporación y de quienes construyeron su identidad apelados por tales palabras. Fueron

momentos en los que todo lo que sonara a comunidad evocaba un pasado oscuro que

debía ser superado a la luz dispensada por los intelectuales ilustrados, aquellos que

tenían reconocido el poder para legislar sobre la verdad de los hombres.

La economía política fue crucial en la distinción semántica entre dos conceptos

—communitas y societas— que antes referían a la misma idea de que hay un todo que

precede a sus partes; en la resignificación de la sociedad como categoría que remite a

una agregación de individuos soberanos y racionales; y en la resemantización del

concepto comunidad como organización irracional que debía ser desterrada allende las

fronteras de la modernidad. Pero fue la sociología alemana, en especial desde Ferdinand

Tönnies, influido por el teórico de la Escuela Romántica Alemana Adam Müller -quien

a su vez tradujo en una acepción sentimental el concepto “partnership”, procedente del

liberal Edmund Burke-, la que con más ahínco abundó sobre la contraposición

conceptual que situó lo comunitario en el reino de los sentimientos vividos y la sociedad

en el reino de las vivencias reflexionadas15.

Que el malestar provocado por la baja calidad de nuestro civismo haya obligado

a los politólogos a recuperar para el debate público un concepto que durante décadas fue

objeto de ostracismo es una buena noticia. También lo es que la sociología haya entrado

en las preocupaciones de la ciencia política. Aunque sólo sea por la dimensión ética que

subyace a la reentrada de la categoría comunidad por parte de las ciencias sociales y que

parece partir de la idea de que el mundo tal y como es podría ser mejor. Puesto en otros

términos, sabido que la polis moderna está atravesada de anomia y atomización, algunos

politólogos y sociólogos —Bauman, entre ellos— parecen ahora más dispuestos a hacer

afirmaciones sobre cómo debería ser la ciudad, apostando por la actualización de algún

15 Más concretamente del texto burkeano Reflexiones sobre la Revolución en Francia, de 1790. Véase Brunner (1976): 99.

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tipo de comunidad que permita recuperar la añorada solidaridad colectiva del pasado,

aun en detrimento de la libertad presente.

La propuesta, sin embargo, adolece de dos falacias. La primera es la falacia del

cientificismo según la cual el progreso del conocimiento científico sobre cómo es el

mundo faculta por sí mismo a los científicos para hacer enunciados sobre cómo debería

ser. La comunidad —sea ésta del pasado o del presente— como solución ética a una

actualidad indeseable supera la competencia del pensamiento científico. O puesto en

otros términos: el tránsito desde lo que existe a lo que se desea que exista implica un

juicio de valor que no puede ser inferido ni del razonamiento científico ni del avance

que la ciencia pueda producir (Giannetti, 2006).

La segunda falacia, que podríamos denominar falacia de la reflexividad, no versa

sobre la relación entre ética y ciencia, sino sobre el conocimiento de lo que el mundo es.

Consiste ésta en la naturalización del sujeto de la modernidad como un individuo

reflexivo y calculador respecto a su sociedad y cuya condición es opuesta a la del sujeto

premoderno, intuitivo y, consiguientemente, comunitario. La falacia se asienta a su vez

en la idea de que el entendimiento moderno permite comprender la realidad desde una

atalaya objetiva, al margen del mar de fondo hermenéutico que sólo parece haber

afectado a las comunidades de los prejuiciosos premodernos. Al día de hoy es difícil

negar que la subjetividad moderna se fundamenta en un yo radical que nos ha permitido

pensar el orden y a sus sujetos como artificios humanos a los que indagar y sobre los

que operar (Taylor, 1996). Esta nueva cultura, que algunos han denominado “cultura de

jardín”, se oponía a otra anterior —la “cultura silvestre”—, la cual se veía a sí misma

como un todo prepolítico y trascendente, regulado de acuerdo con leyes naturales

creadas por voluntad divina16. Ahora bien, cabría preguntarse si nuestra supuesta

reflexividad es tan plena y tan natural como algunos suponen. Cabría cuestionarse si el

individuo de la modernidad no es más que una construcción histórica entre otras que

además no nos sustrae de la carga hermenéutica que los hombres portamos desde que

creamos el lenguaje. Y es que la misma ética pro comunitaria que comparten algunos

politólogos y sociólogos de hoy en día parece indicar que el deseo de comunidad no

procede de nuestra existencia no comunitaria, sino del desencanto de la comunidad que

habitamos. Si deseamos comunidad es porque vivimos dentro de un lenguaje colectivo,

instituido en distintas organizaciones sociales y académicas, que nos niega como

comunidad, nos hace ser tan anticomunitarios y, paradójicamente, nutre nuestras ansias

16 La metáfora procede de Gellner (2001): 72.

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de recuperar el “círculo cálido” de la comunidad17. En suma, hay indicios suficientes

para asumir sin los complejos modernos que, pese a nuestra mayor reflexividad,

también nosotros estamos inmersos en una comunidad cargada de prejuicios, en un

precomprender colectivo a partir del cual vivimos el mundo antes de entender cómo lo

hacemos (Gadamer, 1996).

Resulta difícil sustraerse al enorme potencial del lenguaje liberal, por eso cuesta

tanto proponer aspiraciones nuevas que nos permitan repensar la relación entre

comunidad y política, o lo que es lo mismo, reconsiderar nuestra condición de sujetos en

el orden liberal-democrático. De lo que estoy convencido es de que la desnaturalización

del lenguaje de la sociedad civil es una aspiración también política que requiere re-

historizar esa comunidad y repensarla como un lenguaje compartido, práctico y verbal,

tan provinciano y proteico como aquel otro que configuró las comunidades que la

precedieron, cargadas de referentes corporativos y colectivos. No se trata de rescatar

tales lenguajes, como han pretendido hacer algunos comunitarios nostálgicos con el fin

de actualizarlos en nuestras modernas sociedades y contrarrestar así las conductas

depredadoras de los individuos. Más bien, de lo que se trata es de intentar la

recuperación de tales lenguajes para contrastarlos con los nuestros con la finalidad, más

humilde, de poner en evidencia la temporalidad de ambos y terminar así con esa

interpretación epigonal de la modernidad, con esa auto-comprensión de nuestra época

como momento culminante de la historia que nos impide trascender los límites del

lenguaje liberal e imaginar otros mundos posibles. Pensar históricamente la sociedad

civil es comenzar a dar explicaciones sobre ella porque ya no la podemos dar por

descontada; y supone además pesarla, no desde la atalaya científica de quienes se

consideran que pueden trascender su comunidad de pertenencia, sino desde dentro de

nuestro propios límites comunitarios, allí donde fuimos constituidos como sujetos

relativamente reflexivos.

Referencias:

17 Concepto acuñado por Göran Rosenberg. Citado en Bauman (2003): 16.

16

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