la santa misa - dom justo pérez de urbel

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Page 1: La Santa Misa - Dom Justo Pérez de Urbel
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Este documento en formato pdf es una transcripción dellibro La Santa Misa, obra de Fray Justo Pérez de Urbel.

El texto se encuentra distribuido y ordenado tal y como loestá en la versión en papel.

La portada y la contraportada, así como las ilustraciones,son las originales del libro en papel.

Las páginas en blanco quedan indicadas con el croquis dela Cruz monumental de la abadía benedictina de Santa

Cruz del Valle de los Caídos, Cuelgamuros, Madrid,España.

España, 24 de mayo de 2019

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LA SANTAMISA

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FRAY JUSTO PÉREZ DE URBEL

LA SANTA MISAESTUDIO HISTÓRICO, TEOLÓGICO

Y LITÚRGICO

EDITORIAL SEMILLAMADRID

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Nihil obstat:Fr. Germán del Prado,

Cens. Ord.

Puede imprimirse:Abadía de Silos, 15 de septiembre de 1951.

z Fr. Isaac María Toribios.Abad de Silos.

Nihil obstat:Abilio Ruiz Valdivielso,

Cens. Eccles.

Imprimatur:z José María,

Obispo Auxiliar y Vicario General.Madrid, 20 de octubre de 1951.

José Ruiz Alonso, impresor - Quiñones, 2 - Teléf. 24 86 51 - Madrid

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DAL VATICANO, 27 de sep-tiembre de 1943.

N.˝ 66453.DA CITARSI NELLA RISPOSTA

Reverendo Padre:

Tengo el gusto de dirigirme a VuestraReverencia para comunicarle que el Au-gusto Pontífice ha acogido con paternalagrado el filial homenaje que le ha hechode todas sus publicaciones.

Su Santidad se ha dignado examinarsus numerosas e interesantes obras, fru-tos de investigación y celo laudables, yno ha podido menos de complacerse enver la constante actividad que VuestraReverencia desarrolla en el este campo,

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en el que sus libros, apreciados y alaba-dos por la crítica, han dado un estimablecontributo a los estudios históricos, ascé-ticos y literarios para bien de la Iglesia,provecho de las almas y gloria de las le-tras patrias.

El Santo Padre, que le agradece detodo corazón este obsequio, hecho porVuestra Reverencia como testimonio defervorosa devoción al Vicario de Cristo yde inquebrantable adhesión a la Sede dePedro y expresado con tan piadosos sen-timientos, pide al Espíritu Santo que leilumine siempre con sus divinas luces pa-ra que pueda continuar sus trabajos conidénticos resultados. Con estos votos, elAugusto Pontífice envía benévolamente aVuestra Reverencia una particular Ben-dición Apostólica.

Con las seguridades de mi distinguiday religiosa consideración, soy

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de Vuestra Reverenciadevoto servidor,

R. P. Dom Justo Pérez de Urbel, O. S B.Monasterio Benedictino de

SILOS

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PRÓLOGO

En varios de mis libros he ido tratando, a mimanera, los varios aspectos de la sagrada Liturgia:el ciclo anual, las fiestas principales, el sentido delos símbolos, el contenido del misal y del breviario.A comentar los principales momentos de la Misadediqué una serie de capítulos en el Itinerario li-túrgico, capítulos que hoy me parecen superficialesy, desde luego, insuficientes. El deseo de comple-tarlos, de darles algo más de consistencia y de ple-nitud, es el que me mueve al publicar este libro. Siallí mi propósito era, ante todo, captar la emociónreligiosa, aquí he procurado, juntamente con eso,descender más despacio hasta el terreno sólido de

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x PRÓLOGO

la doctrina y acudir también al dato histórico encuanto pueda ser alimento de la piedad.

Son innumerables los libros acerca de la Mi-sa, libros de devoción y libros de investigación,libros teológicos o libros puramente históricos, li-bros dedicados a estudiar de una manera generalla doctrina del sacrificio cristiano o libros, a vecesvoluminosos, en que se estudia sólo alguna de suspartes, como el Canon o la Colecta o la Comunión.Recientemente apareció en Alemania una obra endos grandes volúmenes, que trata únicamente, perode una manera exhaustiva, de la evolución de cadauno de los ritos.

Este libro no pretende ser mejor que ningunootro; quiere tan sólo presentar al alma devota, alcristiano, preocupado por conocer esa fuente sobre-natural de vida y de consuelo, una guía, un comen-tario, una interpretación, que esencialmente será—y en caso contrario, mejor sería el silencio—, lamisma que puede haber encontrado en otras par-tes, pero que en su forma externa tal vez le ofrezcaalgún atractivo mayor.

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PRÓLOGO xi

Por lo demás, aunque los tratados sobre la Mi-sa podrían formar una biblioteca, digna de tentarlas aficiones de un coleccionista, siempre seguirásiendo indispensable insistir en la exposición desus excelencias, de sus misterios, de sus enseñan-zas y de sus bellezas, como insistía en el siglo IVSan Juan Crisóstomo, en el VII San Isidoro, enel IX Rabano Mauro, en el XII San Bernardo, enel XIV Durando de Mende, en el XVI Molina, elcartujano; en el XIX Dom Gueranger, y en nues-tros días, Dom Chotard, Duchesne, Cabrol, Rojo,Azcárate, Fortescue, Ghir, Parsch, Bussard, Mar-tindale, Schulte, Capelle y otros muchos.

La Misa no es una devoción cualquiera; es yserá siempre el centro de la vida cristiana, el ac-to primero y principal del culto, acto obligatorio ynecesario para el desarrollo de la parte mejor denuestro ser. Y, no obstante, son muchos los cris-tianos que no se interesan por él; que asisten ala Misa únicamente porque saben que la ausenciasupone un pecado mortal, y asisten, por tanto, sinentusiasmo, sin interés, sin atención amorosa, sin

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xii PRÓLOGO

afán de recoger las enseñanzas y los frutos que ellales brinda. Unos pasean la mirada del techo a lasimágenes y del público al altar con síntomas peren-torios de sentirse impacientes o aburridos; otros,para no aburrirse ni distraerse, ¡oh admirable fer-vor!, hacen su novena a San Antonio, o rezan lasoraciones de la mañana, o pasan las cuentas delrosario, o abren un libro bellamente encuadernado,que probablemente no es el Misal. Y entre tanto, elcelebrante dirige la palabra a los que asisten, hacelecturas para ellos, reza por su salud y bienestar,los saluda..., y sólo le responde el monaguillo. Secumple el precepto de oír Misa, pero sin sacar elmenor provecho de la Misa. Todo cuanto en ellase ha realizado ha sido ajeno, si no a los sentidos,por lo menos a los afectos de los asistentes o deuna gran parte de los asistentes.

Urge corregir esta actitud dañosa y absurda;y la corrección sólo puede venir del mejor cono-cimiento de la sagrada Liturgia, de la parte queen ella nos cabe y del modo de expresar en nues-tra vida de piedad el espíritu con que ella intenta

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PRÓLOGO xiii

hacernos vivir. Alguien pudiera creer que el malradica en la ineptitud práctica del Sacrificio pa-ra conmover las almas, que sienten ante él menosdevoción acaso que en una procesión, en una no-vena, en el rezo de cualquier oración reciente oen la bendición del Santísimo. A ciertas personaspueden estorbarles ciertamente algunos detalles ocircunstancias ajenas a su preparación cultural,como la lengua, el ceremonial, los gestos, que hanadquirido con el tiempo un hieratismo oscuro ymisterioso, toda la decoración exterior, el cantomismo, que trae ecos de otras edades. A otras lasasusta la idea abstracta y para ellas imprecisa delSacrificio. Saben efectivamente que el sacrificio esun acto simbólico, destinado a expresar nuestra ab-soluta dependencia con respecto a Dios por mediode una inmolación, de la ofrenda de una víctima.¿Pero no es esto un tanto complejo y sutil para lapreparación que lleva la mayor parte de los fieles?¿Y es que muchos de ellos saben esto tan sólo?¿Es que han llegado a relacionar el sacrificio de laMisa con el sacrificio de la cruz? ¿Es que se han

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xiv PRÓLOGO

dado cuenta de esa verdad tan clara y tan sencillade que cada vez que asisten a la Misa es como sise encontrasen en el Calvario, en el Viernes Santode la Parasceve, viendo a Jesús que expira en elmadero por salvar a los hombres?

No, el mal no está en la ineptitud que paraconmover tienen nuestros grandes misterios; estámás bien en nuestra ignorancia, en nuestra faltade preparación en ese derrotero que va tomando lapiedad moderna, afanosa de amontonar prácticasy oraciones de toda clase, pero olvidada de que laMisa es la devoción máxima, la oración perfecta,la práctica «en que se ejerce la obra de nuestraredención». Es la conclusión que yo quisiera poneren el alma de todos los que lean este libro. Quisie-ra con él instruir y dirigir la piedad de los fieles,descifrar e iluminar gestos, fórmulas y actitudes,explicar doctrinas, presentar las categorías de lohumano y lo divino en nuestra vida interior, delo religioso y lo moral en su jerarquía auténtica;en una palabra: hacer comprender y amar a todoslos católicos esa fuente de santificación que Dios

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PRÓLOGO xv

ha puesto a su alcance, esa fórmula oficial de laoración, transida de eficacia y de divina urgen-cia. Pero hablemos de iniciar más que de instruir.Iniciación quiere decir ciertamente comienzo; pe-ro parece aludir también a una manera especial decomunicar la instrucción, a una manera más ín-tima, en que se transmite con el conocimiento unfervor entusiasta por la cosa conocida, un apegogeneroso y tenaz, una actitud decidida y ardien-te de proselitismo. Es la actitud que yo quisieratambién para mis lectores. Ojalá que estas páginashagan de ellos amantes apasionados de la Liturgia,en lo que tiene de más bello y esencial, sacrificado-res conscientes, fervientes adoradores en espírituy en verdad. No dudo de que la explicación de esosritos, vacíos a primera vista; el conocimiento desu evolución a través de los tiempos, que han im-preso en ellos su huella; la revelación de la ideaencerrada en esos símbolos, que en su hieratismoles habían parecido estériles y herméticos, y la ilu-minación de la doctrina sublime, que es el almade todo este aparato exterior, a pesar de la torpe-

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xvi PRÓLOGO

za de mis palabras, abrirán a sus miradas nuevoshorizontes y a sus anhelos caminos insospechados.

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ORDINARIODE LAMISA

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ORDINARIO DE LA MISA

MISA DE CATECUMENOS

PRIMERA PARTEPREPARACIÓN

LA SEÑAL DE LA CRUZ

Bajado del altar, después de haber preparadoel cáliz y el Misal, el sacerdote hace genuflexión yse santigua inmediatamente, diciendo:

En el nombre del Pa-dre, d y del Hijo, y delEspíritu Santo. Amén.

In nomine Patris d etFílii et Spíritus Sancti.Amen.

Antífona.—Entraré al Antiphona.—Introibo

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xx ORDINARIO DE LA MISA

altar de Dios. ad altáre Dei.R. Al Dios que alegra

mi juventud.R. Ad Deum qui laeti-

fícat juventútem meam.

SALMO 42: JUDICA ME(Se omite en las Misas de Difuntos y en el Tiempo

de Pasión)

℣. Júzgame Tú ohDios, y defiende mi cau-sa de la gente malvada:líbrame del hombreinicuo y engañador.

℣. Júdica me, Deus, etdiscérne causam meamde gente non sancta: abhomine iníquo, et dolosoérue me.

℟. Porque Tú eres, ohDios, mi fortaleza. ¿Porqué me has rechazadoy por qué camino tris-te, cuando me aflige mienemigo?

℟. Quia tu es, Deus,Fortitúdo mea: quareme repulísti, et quaretristis incédo, dum áffli-git me inimícus?

℣. Envía tu luz y tuverdad: ellas me guiarány llevarán a tu santo

℣. Emitte lucem tuamet veritátem tuam: ipsame deduxérunt, et ad-

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ORDINARIO DE LA MISA xxi

monte y a tus taber-náculos.

duxérunt in montemsanctum tuum, et in ta-bernácula tua.

℟. Y entraré al altarde Dios: al Dios que ale-gra mi juventud.

℟. Et introibo ad al-táre Dei: ad Deum quilaetificat juventútemmeam.

℣. Te alabaré con lacítara a Ti, oh Dios,Dios mío: ¿por qué estástriste, alma mía, y porqué me conturbas?

℣. Confitébor tibí incíthara, Deus, Deusmeus: quare tristis es.ánima mea, et quareconturbas me?

℟. Espera en Dios,porque todavía le alaba-ré: Él es mi Salvador ymi Dios.

℟. Spera in Deo, quó-niam adhuc confitéborilli: salutáre vultus mei,et Deus meus.

℣. Gloria al Padre, yal Hijo, y al EspírituSanto.

℣. Gloria Patri, et Fi-lio; et Spiritui Sancto.

℟. Como era en elprincipio, y ahora, ysiempre: y por los siglos

℟. Sicut erat in prin-cipio et nunc et semperet in saecala saeculó-

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xxii ORDINARIO DE LA MISA

de los siglos. Amén. rum. Amen.Antífona.—℣. Entraré

al altar de Dios.Antiphona.—℣. Introi-

bo ad altáre Dei.℟. Al Dios que alegra

mi juventud.℟. Ad Deum qui

laetíficat juventútemmeam.

CONFESIÓN GENERAL

Ps. 123.—℣. Nuestraayuda está en el nombredel Señor.

Ps. 123.—℣. Adjutóriumnostrum in nomine Dó-mini.

℟. Que hizo el cielo yla tierra.

℟. Qui fecit caelum etterram.

Yo, pecador, me con-fieso a Dios Todopo-deroso, a la Bienaven-turada siempre VirgenMaría, al bienaventura-do San Miguel Arcán-gel, al bienaventuradoSan Juan Bautista, a los

Confiteor Deo omni-poténti, beátae Maríaesemper virgini, beatoMichaeli Archángelo,beáto Joánni Baptistae,sanctis Apóstolis Petroet Paulo, ómnibus Sanc-tis et vobis, fratres (et

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ORDINARIO DE LA MISA xxiii

santos apóstoles SanPedro y San Pablo, atodos los santos, y avosotros, hermanos (ya ti, padre), de haberpecado gravemente conel pensamiento, palabray obra (aquí se gol-pea el pecho tres ve-ces): por mi culpa, pormi culpa, por mi gran-dísima culpa. Por tan-to, ruego a la Bienaven-turada siempre VirgenMaría, al bienaventura-do San Miguel Arcán-gel, al bienaventuradoSan Juan Bautista, alos santos apóstoles SanPedro y San Pablo, a to-dos los santos, y a voso-tros, hermanos (y a ti,

tibi, pater): quia pec-cávi nimis cogitatióne,verbo, et ópere (hicpercútitur pectus ter):mea culpa, mea cul-pa, mea máxima cul-pa. Ideo precor beátamMaríam semper vírgi-nem, beátum Michae-lem Archángelum, beá-tum Joánnem Baptís-tam, sanctos ApostólosPetrum et Paulum, om-nes sanctos, et vos frates(et te, pater), oráre prome ad Dóminum Deumnostrum.

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xxiv ORDINARIO DE LA MISA

padre), oréis por mí aDios, nuestro Señor.

Después que el sacerdote ha recitado el Confi-teor, el ministro o ayudante se vuelve cara a él, ydice:

℣. Compadézcase deti el Dios Todopoderoso,y, perdonados tus peca-dos, te lleve a la vidaeterna.

℣. Misereátur tui om-nipotens Deus, et dimis-sis peccátis tuis, perdú-cat te ad vitam aetér-nam.

℟. Amén. ℟. Amen.

Respondido Amén por el sacerdote, el ayudan-te recita, a su vez, el Confiteor. Pero en vez dedecir: Et vobis, fratres. Et vos, fratres, dice: Et ti-bi, pater. Et te, pater. Terminado el Confiteor porel ayudante, dice el sacerdote:

℣. Compadézcase devosotros el Dios Todo-

℣. Misereátur vestriomnipotens Deus, et

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ORDINARIO DE LA MISA xxv

poderoso, y, perdona-dos vuestros pecados, oslleve a la vida eterna.

dimissis peccátis ves-tris, perdúcat vos ad vi-tam aetérnam.

℟. Amén. ℟. Amen.℣. El Señor omnipo-

tente y misericordiosonos conceda el perdón,la absolución d y la re-misión de nuestros pe-cados.

℣. Indulgéntiam, dabsolutiónem, et remis-siónem peccatórum nos-trórum tribuat nobisomnípotens et miséri-cors Dóminus.

℟. Amén. ℟. Amen.℣. Oh Dios, vuelto

Tú, nos vivificarás.℣. Deus, tu convér-

sus vivificábis nos.℟. Y tu pueblo se ale-

grará en Ti.℟. Et plebs tua laetá-

bitur in te.℣. Muéstranos, Señor,

tu misericordia.℣. Osténde nobis,

Dómine, misericórdiamtuam.

℟. Y danos tu Salud. ℟. Et salutáre tuumda nobis.

℣. Señor, escucha mioración.

℣. Dómine, exáudioratiónem meam.

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xxvi ORDINARIO DE LA MISA

℟. Y llegue a Ti miclamor.

℟. Et clamor meus adte véniat.

℣. El Señor sea convosotros.

℣. Dóminus vobíscum.

℟. Y con tu espíritu. ℟. Et cum spíritu tuo.

SUBIDA AL ALTAR

Terminadas las preces anteriores, el sacerdotesube al altar, diciendo mientras sube:

Oremus.—Suplicámos-te, Señor, apartes denosotros nuestras ini-quidades: para que me-rezcamos entrar en elsanto de los Santoscon puras almas. PorCristo, nuestro Señor.Amén.

Orémus.—Aufer a no-bis, quaesumus, Dómi-ne, iniquitátes nostras.ut ad Sancta Sanctó-rum puris mereámurméntibus introire. PerChristum Dóminumnostrum. Amen.

Una vez en medio del altar, el sacerdote se in-

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ORDINARIO DE LA MISA xxvii

clina profundamente, y dice:

Rogámoste, Señor, porlos méritos de tus San-tos, cuyas reliquias es-tán aquí (besa el altar),y de todos los Santos,te dignes perdonar to-dos mis pecados. Amén.

Orámus te, Dómine,per mérita Sanctórumtuórum quorum reli-quiae hic sunt (osculá-tur altáre), et ómniumSanctórum, ut indulgé-re dignéris ómnia peccá-ta mea. Amen.

INCENSACIÓN DEL ALTAR

En las Misas cantadas, el sacerdote, antes deleer el Introito, bendice el incienso que le presentael diácono, diciéndole:

D. Bendice Padre re-verendo.

D. Benedícite, Paterreverénde.

S. Bendígate d Aquelen cuyo honor vas a serquemado. Amén.

S. Ab illo benedicárisd in cujus honóre cre-máberis. Amen.

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xxviii ORDINARIO DE LA MISA

A continuación incensa el crucifijo, las reliquiasde los Santos, si estuvieran expuestas en el altary, por último, el altar. Al terminar de incensar elaltar, el diácono recoge el incensario e incensa alcelebrante.

INTROITO

Después de incensar el altar, o en las Misas re-zadas, después de rezar la segunda Oración arribaapuntada, el sacerdote se dirige al lado izquierdodel altar y lee en el Misal el Introito del día. (Véa-se el Propio en el Misal.) Al comenzar la lecturadel Introito, hace la señal de la cruz. En las Misasde Difuntos no se santigua, sino que traza con lamano derecha la señal de la cruz sobre el Misalabierto.

KYRIES

Leído el Introito, el sacerdote va al medio delaltar y, con las manos juntas, recita, alternandocon los ministros o con el ayudante, los siguientes:

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ORDINARIO DE LA MISA xxix

¡Señor, ten piedad! Kyrie, eléison.¡Señor, ten piedad! Kyrie, eléison.¡Señor, ten piedad! Kyrie, eléison.¡Cristo, ten piedad! Christe, eléison.¡Cristo, ten piedad! Christe, eléison.¡Cristo, ten piedad! Christe, eléison.¡Señor, ten piedad! Kyrie, eléison.¡Señor, ten piedad! Kyrie, eléison.¡Señor, ten piedad! Kyrie, eléison.

GLORIA

A continuación de los Kyries se dice el Gloriain excelsis, el cual se omite durante todo el tiempode Adviento y Cuaresma, en las Misas de Difuntosy en las Misas de Feria, excepto durante el TiempoPascual. El Gloria es como sigue:

Gloria a Dios en lasalturas. Y, en la tierra,paz a los hombres debuena voluntad. Alabá-

Glória in excélsis Deo.Et in terra pax homí-nibus bonae voluntátis.Laudamus te. Benedici-

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xxx ORDINARIO DE LA MISA

moste. Bendecímoste.Adorámoste. Glorificá-moste. Dámoste graciaspor tu gran gloria. Se-ñor Dios, Rey celestial,Dios Padre Omnipo-tente. Señor, Hijo Uni-génito, Jesucristo SeñorDios, Cordero de Dios,Hijo del Padre. Tú,que quitas los pecadosdel mundo, ten piedadde nosotros. Tú, quequitas los pecados delmundo, acepta nuestrassúplicas. Tú, que estássentado a la diestra delPadre, ten piedad denosotros. Porque Túsolo eres Santo. Tú soloSeñor, Tú solo altísimo,oh Jesucristo. Con el

mus te. Adorámus te.Glorificámus te. Grá-tias ágimus tibi proptermagnam glóriam tuam.Dómine Deus, Rex cae-léstis, Deus Pater om-nipotens. Dómine Fi-li unigénite Jesu Chris-te. Dómine Deus, AgnusDei, Filius Patris. Quitollis peccáta mundi,miserére nobis. Qui to-llis peccata mundi, sús-cipe deprecatiónem nos-tram. Qui sedes ad déx-teram Patris, miserérenobis. Quóniam tu so-lus sanctus, tu solus Dó-minus, tu solus altissi-mus, Jesu Christe. CumSancto Spíritu d in glo-ria Dei Patris. Amen.

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ORDINARIO DE LA MISA xxxi

Espíritu Santo d en lagloria del Padre. Amén.

SEGUNDA PARTEINSTRUCCIÓN

ORACIÓN O COLECTA

Después de terminar el Gloria, el sacerdote be-sa el altar, se vuelve de cara a los fieles, y les sa-luda, diciendo:

℣. El Señor sea convosotros.

℣. Dóminus vobíscum.

℟. Y con tu espíritu. ℟. Et cum spíritu tuo.

Va después al Misal y, con las manos extendi-das recita la primera oración de la Misa, llamadaColecta. (Véase el Propio.) Al final de la Oraciónresponde el pueblo o el ayudante:

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xxxii ORDINARIO DE LA MISA

℟. Amén. ℟. Amen.

EPÍSTOLA

Después de la Oración u Oraciones anteriores,el sacerdote lee la Epístola del día. (Véase el Pro-pio.) En las Misas cantadas, mientras el sacerdotelee la Epístola en voz baja, la canta en voz altael Subdiácono. Al final de la Epístola responde elpueblo o el ayudante:

℟. Gracias a Dios. ℟. Deo grátias.

GRADUAL, ALELUYA, TRACTO

Después de la Epístola, se lee o canta el Gra-dual, seguido del Aleluya con su verso. Este Alelu-ya se omite durante toda la Cuaresma, diciéndoseen su lugar un nuevo texto o salmo llamado Trac-to. En algunas solemnidades se añade también otranueva pieza, llamada Secuencia. Todas estas pie-zas se encuentran en el Propio del Misal, en el díacorrespondiente.

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ORDINARIO DE LA MISA xxxiii

EVANGELIO

Terminada la lectura o el canto de las anterio-res piezas, el sacerdote va al medio del altar, seinclina profundamente, y reza en silencio la Ora-ción siguiente:

Purifica mi corazón ymis labios, oh Dios om-nipotente, como purifi-caste los labios del pro-feta Isaías con un car-bón encendido, y díg-nate purificarme con tugrata misericordia detal modo, que puedaanunciar dignamente tusanto Evangelio. PorCristo, nuestro Señor.Amén.

Munda cor meum aclábia mea, omnipotensDeus, qui labia IsaíaeProphétae cálculo mun-dásti igníto: ita me tuagrata miseratióne dig-náre mundáre, ut sanc-tum EvangéIium tuumdigne váleam nuntiáre.Per Christum Dóminumnostrum. Amen.

Dígnate, Señor, ben-decirme.

Jube, Domne, benedí-cere.

El Señor esté en mi co- Dóminus sit in corde

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xxxiv ORDINARIO DE LA MISA

razón y en mis labios,para que anuncie dignay competentemente suEvangelio. Amén.

meo et in lábiis meis,ut digne et competén-ter annúntiem Evangé-lium suum. Amen.

En las Misas de Difuntos no se dice más quehasta Jube Domne exclusive. Terminada esta Ora-ción, el sacerdote se dirige hacia el Misal, que elayudante, o el subdiácono, ha trasladado al ladoderecho del altar, y dice inmediatamente:

℣. El Señor sea convosotros.

℣. Dóminus vobíscum.

℟. Y con tu espíritu. ℟. Et cum spíritu tuo.

A continuación hace la señal de la cruz sobreel comienzo del texto del Evangelio, diciendo almismo tiempo:

℣. Comienzo (o conti-nuación) del santo Evan-gelio, d según San...

℣. Inítium (vel Se-quéntia) sancti Evangé-lii d secúndum N...

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ORDINARIO DE LA MISA xxxv

℟. Gloria a Ti, Señor. ℟. Gloria tibi, Dómi-ne.

Después de esto, el sacerdote lee pausadamen-te, y en voz inteligible, el Evangelio del día. (Véaseel Propio.) Terminada su lectura, el sacerdote be-sa el comienzo del Evangelio, diciendo al mismotiempo:

Por las palabras evan-gélicas sean borradosnuestros pecados.

Per evangélica dictadeleántur nostra delic-ta.

Al terminar el sacerdote la lectura del Evange-lio, y mientras besa el libro, dice el ayudante o elsubdiácono:℟. Alabanzas a Ti,

Cristo.℟. Laus tibi, Christe.

En las Misas cantadas, el sacerdote hace lo mis-mo que queda indicado. Mientras el celebrante leeel Evangelio, el diácono toma el Evangeliario, lo

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xxxvi ORDINARIO DE LA MISA

deposita en medio del Altar, se arrodilla despuéscon ambas rodillas en la grada y recita en secretola Oración: Munda cor meum, hasta Jube, Domneexclusive. Luego se levanta, sube al altar, y pro-fundamente inclinado de cara al sacerdote, pide aéste su bendición diciendo:

D. Dígnate, Señor,bendecirme.

D. Jube, Dómine, bene-dicere.

S. El Señor esté en tucorazón y en tus labios,para que anuncies dignay competentemente suEvangelio. En el nombredel Padre, d y del Hi-jo, y del Espíritu Santo.Amén.

S. Dóminus sit in cor-de tuo, et in lábiis tuis,ut digne et competén-ter annúnties Evangé-lium suum. In nominePatris, d et Fílii et Spí-ritus Sancti. Amen.

Recibida la bendición, el diácono marcha, es-coltado por dos acólitos con ciriales y por el tu-riferario con el incensario encendido, a cantar elEvangelio. Terminado el canto del Evangelio, da

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ORDINARIO DE LA MISA xxxvii

el libro al subdiácono, para que lo lleve a besaral celebrante. A continuación, el diácono incien-sa tres veces al celebrante, yendo después los tresministros al medio del altar.

CREDO O PROFESIÓN DE FE

Terminada la lectura o el canto del Santo Evan-gelio, el sacerdote recita con voz inteligible el Cre-do. Este Credo, que se dice en la Santa Misa, fueredactado en el concilio de Nicea (325) y completa-do después en el de Constantinopla (381). Se diceel Credo todos los domingos en las fiestas de losApóstoles y de los Doctores, y en otras varias so-lemnidades del año. Es como sigue:

Creo en un solo Dios,Padre omnipotente, ha-cedor del cielo y de latierra, de todas las co-sas visibles e invisibles.Y en un solo Señor, Je-sucristo. Hijo Unigénito

Credo in unum Deum,Patrem omnipoténtem,factorem caeli et te-rrae, visibilium ómniumet invisibilium. Et inunum Dóminum JesumChristum, Filium Dei

Page 40: La Santa Misa - Dom Justo Pérez de Urbel

xxxviii ORDINARIO DE LA MISA

de Dios. Y nacido delPadre antes de todoslos siglos. Dios de Dios,Luz de Luz, verdade-ro Dios, de verdade-ro Dios. Engendrado nohecho, consustancial alPadre por quien fueronhechas todas las cosas.Que por nosotros, loshombres, y por nuestrasalud descendió de loscielos. (Aquí se arrodi-lla.) Y se encarnó, porobra del Espíritu San-to, en la Virgen María: yse hizo Hombre. Crucifi-cado también por noso-tros, padeció bajo Pon-cio Pilatos, y fue sepul-tado. Y resucitó al ter-cer día según las Escri-

unigénitum. Et ex Patrenatum ante ómnia sae-cula. Deum de Deo, lu-men de lúmine, Deumverum de Deo vero.Génitum, non factum,consubstantiálem Patri:per quem ómnia factasunt. Qui propter noshómines, et propter nos-tram salútem descénditde caelis. (Hic genuflec-titur.) Et incarnatus estde Spiritu Sancto exMaría Virgine: et ho-mo factus est. Crucifi-xus étiam pro nobis: subPóntio Piláto passus, etsepúltus est. Et resurré-xit tértia die, secúndumScriptúras. Et ascénditin caelum: sedet ad

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turas. Y subió al cielo:está sentado a la dies-tra del Padre. Y ven-drá otra vez con gloria,a juzgar a los vivos y alos muertos: cuyo reinono tendrá fin. Y en elEspíritu Santo, Señor, yvivificante. Que proce-de del Padre y del Hijo.Que, con el Padre y elHijo, es adorado y glo-rificado. Que habló porlos profetas. Y en unasola Iglesia, santa, cató-lica y apostólica. Con-fieso un solo Bautismo,para perdón de los pe-cados. Y espero la resu-rrección de los muertos.Y la vida d del siglo ve-nidero. Amén.

déxteram Patris. Etíterum ventúrus estcum gloria judícarevivos et mórtuos: cujusregni non erit finis. Etin Spíritum Sanctum,Dóminum. et vivifi-cántem. Qui ex Patre.Filióque procedit. Quicum Patre et Filiosimul adorátur, et con-glorificátur. Qui locútusest per Prophétas. Etunam, sanctam, cat-hólicam et apostólicanEcclésiam. Confíteorunum Baptisma in re-missiónem peccatórum.Et exspécto resurrec-tiónem mortuórum. Etvitam d ventúri saeculi.Amen.

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xl ORDINARIO DE LA MISA

MISA DE LOS FIELES

PRIMERA PARTEPREPARACIÓN DEL SACRIFICIO

(Del Ofertorio al Prefacio)

OFERTORIO

Terminada la recitación del Credo, o cuando nohay Credo, después de la lectura del Evangelio, elsacerdote va al medio del altar, lo besa, se vuelvede cara al pueblo, y dice:

℣. El Señor sea convosotros.

℣. Dóminus vobíscum.

℟. Y con tu espíritu. ℟. Et cum spíritu tuo.

Volviéndose de nuevo de cara al altar, dice:

Oremos. Orémus.

A continuación recita con voz inteligible el Ofer-torio del día. (Véase el Propio.) En las Misas can-tadas, después que el sacerdote ha dicho: Orémus;

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el coro canta la Antífona del Ofertorio. Mientrastanto, el celebrante hace la ofrenda del pan y elvino.

OFRENDA DEL PAN

Recitada la Antífona del Ofertorio, el sacerdotehace inmediatamente la ofrenda del pan, diciendo:

Recibe, oh Santo Padre,omnipotente y eternoDios, esta inmaculadaHostia, que yo, indignosiervo tuyo, te ofrezcoa Ti, mi Dios vivo yverdadero, por mis in-numerables pecados, yofensas y negligencias,y por todos los circuns-tantes, y también portodos los fieles cristia-nos vivos y difuntos: pa-ra que, a mí y a ellos,

Súscipe Sáncte Pater,omnípotens aetérneDeus hanc immaculá-tam Hóstiam, quamego indignus fámulustuus óffero tibi, Deomeo vivo et vero, proinnumerabilibus peccá-tis, et offensiónibus etnegligéntiis meis, et proómnibus circunstánti-bus sed et pro ómnibusfidélibus christiánis vi-vis adque defúnctis: ut

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xlii ORDINARIO DE LA MISA

nos aproveche para lasalud en la vida eterna.Amén.

mihi, et illis proficiat adsalútem in vitam aetér-nam. Amen.

INFUSIÓN DE LAS GOTAS DE AGUA

Hecha la ofrenda del pan, el sacerdote purificael cáliz, echa vino en él y añade después unas go-titas de agua. Antes de mezclar las gotas de agua,traza sobre ellas la señal de la cruz. (Esta bendi-ción se omite en las Misas de Difuntos.) Mientrasecha las gotas de agua y limpia el cáliz, recita envoz baja la Oración siguiente:

d Oh Dios, que creas-te maravillosamente ladignidad de la naturale-za humana, y la refor-maste más maravillosa-mente aún: haz que, porel misterio de este aguay vino seamos consortes

d Deus, qui humá-nae subtántiae dignitá-tem mirabíliter condi-dísti, et mirabílius refor-másti: da nobis per hu-jus aquae et vini mys-térium, ejus divinitátisesse consórtes, qui hu-

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de la divinidad de tu Hi-jo, nuestro Señor Jesu-cristo, que se dignó ha-cerse partícipe de nues-tra humanidad. El cualvive y reina contigo enla unidad del EspírituSanto Dios por todoslos siglos de los siglos.Amén.

manitátis nostrae fíe-ri dignátus est párti-ceps, Jesús Christus Fí-lius tuus Dóminus nos-ter: Qui tecum vivit etregnat in unitáte Spí-ritus Sancti, Deus, perómnia saecula saeculó-rum. Amen.

En las Misas cantadas, mientras el celebranterecita la Antífona del Ofertorio, el diácono preparael cáliz y el subdiácono echa las gotitas de agua enel vino. Antes de echarlas en el cáliz, pide la ben-dición al celebrante con una inclinación de cabeza,diciendo:

Sub. Bendice, padrereverendo.

Sub. Benedícete, paterreverénde.

El celebrante, volviendo su cara hacia el sub-

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xliv ORDINARIO DE LA MISA

diácono traza en el aire la señal de la cruz, mientrasrecita en voz baja la Oración anterior.

OFRENDA DEL VINO

Una vez que el sacerdote, o el diácono, ha pre-parado el vino, el celebrante toma el cáliz, va almedio del altar y, teniendo el cáliz elevado con lasdos manos, reza en voz baja la Oración siguiente:

Ofrecémoste, Señor,este Cáliz de salud, im-plorando tu clemencia:para que, con olor desuavidad, suba hasta lapresencia de tu divinaMajestad, por nuestrasalud y por la de todoel mundo. Amén.

Offérimus tibi, Dómi-ne, Cálicem salutáris,tuam deprecántes cle-méntiam: ut in cons-péctu divinae majestá-tis tuae, pro nostra,et totíus mundi salúte,cum odóre suavitátis as-céndat. Amen.

OFRENDA DE SÍ MISMO

Hecha la ofrenda del vino, el sacerdote deposi-

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ORDINARIO DE LA MISA xlv

ta sobre el altar el cáliz, lo cubre con la palia, seinclina después reverente y, con las manos juntas yapoyadas en el altar, recita con voz baja la Oraciónsiguiente:

Con espíritu de humil-dad y con ánimo contri-to seamos recibidos porTi, Señor: y sea tal hoyen tu presencia nuestrosacrificio, que te agrade,oh Señor Dios.

In spíritu humilitátis,et in ánimo contrito sus-cipiámur a te, Dómi-ne: et sic fiat sacrifi-cium nostrum in cons-péctu tuo hódie, ut plá-ceat tibi, Dómine Deus.

INVOCACIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

Recitada la Oración anterior, el sacerdote seincorpora de nuevo y, alzando en alto sus manos,las junta otra vez en seguida, para trazar sobreel cáliz la señal de la cruz. Mientras hace estasceremonias, recita en voz baja la Oración siguiente:

Ven santificador omni-potente, eterno Dios: y

Veni, santificátor om-nípotens, aetérne Deus;

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xlvi ORDINARIO DE LA MISA

bendice d este sacrificiopreparado para tu santonombre.

et bénedic d hoc sacrifí-cium tuo sancto nominipraeparátum.

INCENSACIÓN DE LA OBLATA

En las Misas cantadas, después de la Oraciónanterior, tiene lugar inmediatamente la incensa-ción de la Oblata, del altar y de los fieles. Al con-cluir dicha oración, el celebrante se acerca al diá-cono con la naveta del incienso en la mano, y ledice:

D. Bendice, padre re-verendo.

D. Benedícete, paterreverénde.

El celebrante contesta al ruego del diácono conla Oración siguiente:

Por intercesión delbienaventurado SanMiguel Arcángel, que

Per intercessiónembeáti Michaélis Ar-chángeli, stantis a

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ORDINARIO DE LA MISA xlvii

está a la diestra del al-tar del incienso, y de to-dos sus elegidos, dígne-se el Señor bendecir deste incienso, y recibir-lo en olor de suavidad.Por Cristo, nuestro Se-ñor. Amén.

dextris altáris incén-si et ómnium electó-rum suórum, incénsumistud dignétur Dómi-nus benedícere d et inodóiem suavitátis acci-pere. Per Christum Dó-minum nostrum. Amen.

Mientras recita esta Oración, echa incienso enel incensario y traza después sobre él la señal dela cruz. Toma luego el incensario de manos deldiácono, e inciensa la Oblata, diciendo:

Este incienso, por Tibendecido, suba hastati, Señor: y desciendasobre nosotros tu mise-ricordia.

Incénsum istud, a tebenedictum, ascéndatad te, Dómine: etdescéndat super nosmisericordia tua.

Después de la Oblata, inciensa también el Cris-to y el altar, diciendo mientras tanto:

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xlviii ORDINARIO DE LA MISA

Diríjase, Señor, mioración, como el incien-so, hacia tu prerencia,la elevación de mismanos sea como un sa-crificio vespertino. Pon,Señor, guarda en miboca, y una puerta desilencio en mis labios:para que no se inclinemi corazón a palabrasde malicia, ni a buscarexcusas en los pecados.

Dirigátur, Dómine,orátio mea, sicut in-cénsum in conspéctutuo: elevátio mánuummeárum sacrificiumvespertinum. Pone,Dómine, custódiam orimeo, et óstium circuns-tántiae lábiis meis: utnon declinet cor meumin verba malítiae, ad ex-cusándas excusatiónesin peccátis.

Terminada la incensación de la Oblata y delaltar, el sacerdote entrega el incensario al diácono,diciendo al mismo tiempo en voz baja:

Encienda en nosotrosel Señor el fuego de suamor y la llama de laeterna caridad. Amén.

Accéndat in nobis Dó-minus ignem sui amó-ris et flammam aetérnaecaritátis. Amen.

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ORDINARIO DE LA MISA xlix

Recibido el incensario de manos del celebrante,el diácono inciensa primero al sacerdote, luego alcoro y, finalmente, al subdiácono. Entrega despuésel incensario al turiferario, el cual inciensa primeroal diácono y después a toda la asamblea de losfieles. En las Misas de Difuntos no se inciensa másque al sacerdote.

LAVATORIO DE LAS MANOS

Terminada la incensación del altar, el celebran-te, antes de continuar el santo Sacrificio, se lavalas manos, diciendo:

1. Lavaré entre losinocentes mis manos: yrondaré tu altar, Señor.

1. Lavábo inter in-nocéntes manus meas:et circúmdabo altaretuum, Dómine.

2. Para oír la voz detu alabanza: y contartodas tus maravillas.

2. Ut áudiam vocemlaudis: et enárrem uni-vérsa mirabilia tua.

3. Señor, he amado eldecoro de tu casa: y el

3. Dómine, diléxi de-córem domus tuae: et

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l ORDINARIO DE LA MISA

lugar donde reside tugloria.

locum habitatiónis gló-riae tuae.

4. No pierdas conlos impíos mi alma, ohDios: ni mi vida con loshombres sanguinarios.

4. Ne perdas cumímpiis, Deus, ánimammeam: et cum viris sán-guinum vitam meam.

5. En cuyas manos es-tán las iniquidades: y sudiestra está llena de re-galos.

5. In quorum má-nibus iniquitátes sunt:déxtera eórum replétaest munéribus.

6. Mas yo he camina-do en mi inocencia: re-dímeme, y ten piedad demí.

6. Ego autem in in-nocéntia mea ingréssussum: rédime me, et mi-serére mei.

7. Mi pie siempre hasido recto: en las asam-bleas te bendeciré, Se-ñor.

7. Pes meus stetit indirécto: in ecclésiis be-nedícam te, Dómine.

8. Gloria al Padre... 8. Gloria Patri...9. Como era... 9. Sicut erat...

(En las Misas de Difuntos, y en las del Tiempo

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ORDINARIO DE LA MISA li

de Pasión, se omite el Gloria)

OFRENDA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Lavadas las manos, el celebrante va al centrodel altar, se inclina profundamente, y reza en si-lencio la Oración siguiente:

Recibe, oh Santa Tri-nidad, esta Oblación,que te ofrecemos en me-moria de la Pasión, dela Resurrección y As-censión de Jesucristo,nuestro Señor: y en ho-nor de la Bienaventura-da siempre Virgen Ma-ría, y del bienaventura-do San Juan Bautista, yde los santos apóstolesPedro y Pablo, y de és-tos, y de todos los san-

Súscipe, sancta Tríni-tas, hanc oblatiónem,quam tibi offérimus obmemóriam passiónis, re-surrectiónis et ascensió-nis Jesu Christi Dómi-ni nostri: et in honórembeáte Maríae semperVírginis, et beáti Joán-nis Baptístae, et sanctó-rum Apostolórum Petriet Pauli, et istórum etómnium Sanctórum: utillis profíciat ad honó-

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lii ORDINARIO DE LA MISA

tos: para que aprovecheen su honor y a nues-tra salud: y se digneninterceder por nosotrosen los cielos aquellos cu-ya memoria celebramosen la tierra. Por el mis-mo Cristo, nuestro Se-ñor. Amén.

rem, nobis autem adsalútem: et illi pro nobisintercédere dignéntur incaelis, quorum memó-riam ágimus in terris.Per eúmdem ChristumDóminum nostrum.Amen.

ORATE FRATES

Rezada la Oración anterior, el celebrante besael altar, se vuelve después de cara a los fieles y,abriendo sus brazos, les invita a orar, diciendo:

S. Orad, hermanos:para que este sacrificio,mío y vuestro, sea acep-table ante el Dios Padreomnipotente.

S. Orate, frates: utmeum ac vestrum sacri-ficium acceptábile fíatapud Deum Patrem om-nipoténtem.

El pueblo, por boca del subdiácono o del ayu-

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dante, responde diciendo:

R. Reciba el Señor elsacrificio de tus manos,para loor y gloria de sunombre, y también pa-ra utilidad nuestra y detoda su santa Iglesia.

R. Suscípiat Dóminussacrificium de mánibustuis, ad laudem, et gló-riam nóminis sui, adutilitátem quoque nos-tram, totiúsque Ecclé-siae suae sanctae.

A estas palabras responde el celebrante con unAmén dicho en voz baja.

Dicho el Amén anterior, el celebrante lee en si-lencio la Secreta o Secretas del día. (Véase el Pro-pio.) Con estas Oraciones se termina la primeraparte de la Misa de los Fieles, o sea, la prepara-ción inmediata para el Sacrificio eucarístico.

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liv ORDINARIO DE LA MISA

SEGUNDA PARTEREALIZACIÓN DEL SACRIFICIO

(Del Prefacio al Pater noster)

Leída la Secreta o Secretas del día, el sacerdotedice, levantando la voz:

℣. Por todos los siglosde los siglos.

℣. Per ómnia saeculasaeculórum.

℟. Amén. ℟. Amen.℣. El Señor sea con

vosotros.℣. Dóminus vobíscum.

℟. Y con tu espíritu. ℟. Et cum spiritutuo.

℣. ¡Arriba los corazo-nes!

℣. Sursum corda.

℟. Los tenemos (ele-vados) al Señor.

℟. Habémus ad Dó-minum.

℣. Demos gracias alSeñor, nuestro Dios.

℣. Grátias agámusDómino Deo nostro.

℟. Es digno y justo. ℟. Dignum et justumest.

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ORDINARIO DE LA MISA lv

PREFACIO COMÚN

Se dice en todas las fiestas que no lo tienen pro-pio y en las ferias del año, excepto las de Cuares-ma. También se dice en las fiestas de la Dedicacióna la Iglesia y las de los Ángeles.

Es verdaderamentedigno y justo, equita-tivo y saludable, que,siempre y en todas par-tes, te demos gracias aTi, Señor santo, Padreomnipotente, eternoDios: por Cristo, nues-tro Señor. Por quien atu Majestad alaban losángeles, la adoran lasdominaciones, la temenlas potestades. Loscielos y las Virtudes delos cielos, y los santos

Vere dignum et jus-tum est, aequum et sa-lutáre, nos tibi semper,et ubique grátias áge-re: Dómine sancte, Pa-ter omnipotens, aetér-ne Deus: per ChristumDóminum nostrum. Perquem majestátem tuamlaudant Angeli, adórantDominatiónes, tremuntPotestátes. Caeli, cae-lorúmquem Virtútes, acbeata Séraphim, sóciaexsultatióne concéle-

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lvi ORDINARIO DE LA MISA

Serafines, la celebrancon igual exaltación.Con los cuales te supli-camos admitas tambiénnuestras voces, diciendocon humilde confesión:

brant. Cum quibus etnostras voces, ut admít-ti júbeas deprecámur,súpplici confessióne di-céntes:

SANCTUS

Santo, Santo, Santo esel Señor. Dios de losejércitos. Llenos estánlos cielos y la tierra detu gloria. ¡Hosanna enlas alturas!

Sanctus, Sanctus,Sanctus Dóminus DeusSábaoth. Pleni suntcaeli et terra glória tua.Hosanna in excélsis!

Bendito sea el que vie-ne en nombre del Señor.¡Hosanna en las alturas!

Benedíctus qui venitin nómine Dómini. Ho-sanna in excélsis!

CANON

Terminado el Prefacio y el Sanctus, el celebran-te elevando al cielo las manos y los ojos, e incli-

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nándose después profundamente, dice con voz si-lenciosa:

A) Invocación al Padre Eterno.

A Ti, pues, clementísi-mo Padre, humildemen-te rogamos y pedimospor Jesucristo, tu Hijo,nuestro Señor, aceptes ybendigas estos d dones,estos d presentes, estosd santos sacrificios ili-bados.

Te igitur, clementís-sime Pater, per Je-sum Christum Filiumtuum Dóminum nos-trum, súpplices rogá-mus, ac pétimus, uti ac-cépta hábeas, et benedí-cas, haec d dona, haecd numera, haec d sanc-ta sacrifícia illibáta.

B) Memento de los vivos.

Que te ofrecemos, enprimer lugar, por tusanta Iglesia católica:para que te dignes pa-cificarla, custodiarla,

In primis, quae ti-bi offérimus pro Ecclé-sia tua sancta cathólica:quam pacificáre, custo-dire, adunáre et régere

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lviii ORDINARIO DE LA MISA

unirla y regirla en to-do el orbe de las tie-rras: junto con tu sier-vo, nuestro Papa N... ynuestro obispo N..., ytodos los ortodoxos queprofesan la fe católica yapostólica.

dignéris toto orbe terrá-rum: una cum fámulotuo Papa nostro N... etAntístite nostro N... etómnibus orthodóxis, at-que cathólicae et apos-tólicae fidei cultóribus.

Acuérdate, Señor, detus siervos y siervas N.y N., y de todos loscircunstantes, cuya fe ydevoción te son conoci-das, por los cuales teofrecemos, o ellos mis-mos te ofrecen, este Sa-crificio de alabanza, porellos y por todos los su-yos: por la redención desus almas, por la espe-ranza de su salud y desu incolumidad: y pre-

Meménto, Dómine,famulórum famula-rúmque tuárum N. etN., et ómnium cir-cumstántium, quorumtibi fides cogníta est,et nota devótio, proquibus tibi offérimus:vel qui tibi ófferunt hocsacrifícium laudis, prose, suísque ómnibus proredemptióne animárumsuárum, prospe salútis,et incolumitátis suae:

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ORDINARIO DE LA MISA lix

sentan sus votos a Ti,eterno Dios, vivo y ver-dadero.

tibique reddunt votasua aetérno Deo, vivo etvero.

C) Recuerdo de los Santos.

Unidos en una mis-ma comunidad, venera-mos la memoria, en pri-mer lugar, de la glorio-sa siempre Virgen Ma-ría, Madre de nuestroDios y Señor Jesucristo:y también la de tus san-tos Apóstoles y mártiresPedro y Pablo, Andrés,Santiago, Juan, Tomás,Santiago, Felipe, Barto-lomé, Mateo, Simón yTadeo: Lino, Cleto, Cle-mente, Sixto, Cornelio,Cipriano, Lorenzo, Cri-

Communicántes, etmemóriam venerántes,in primis gloriósaesemper Virginis Maríae,Genitricis Dei et Dómi-ni nostri Jesu Christi:sed et beatóram Apos-tolórum ac Mártyrumtuórum, Petri et Pauli,Andréae, Jacóbi, Joán-nis, Thomae, Jacóbi,Philippi, Bartholomaei,Matthaei, Simónis etThaddaei, Lini, Cleti,Cleméntis, Xysti, Cor-nélii, Cypriáni, Laurén-

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lx ORDINARIO DE LA MISA

sógono, Juan y Pablo,Cosme y Damián: y lade todos tus santos, porcuyos méritos y pre-ces te suplicamos hagasque seamos defendidosen todo con el auxiliode tu protección. Por elmismo Cristo, nuestroSeñor. Amén.

tii, Chrysógoni, Joánniset Pauli, Cosmae et Da-miani, et ómnium Sanc-tórum tuórum, quorumméritis, precibúsqueconcedas, ut in omni-bus protectionis tuaemuniámur auxilio. Pereumdem Christum Dó-minum nostrum. Amen.

D) Oraciones preparatorias para la Consagración.

Suplicámoste, pues.Señor aceptes aplacadoesta oblación de nuestraservidumbre, y de todatu familia: y dispongasnuestros días en tupaz: y nos libres de lacondenación eterna; ymandes contarnos en la

Hanc igitur oblatió-nem servitútis nostrae,sed et cunctae familiaetuae quaesumus, Dómi-ne, ut placátus accípiasdiésque nostros in tuapace dispónas atque abaetérna damnatióne noséripi, et in electórum

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grey de tus elegidos. PorCristo, nuestro Señor.Amén.

tuórum júbeas gregenumerári. Per ChristumDóminum nostrum.Amen.

La cual oblación, tesuplicamos, oh Dios, tedignes hacerla en todobendita, d adscripta, drata, d racional y acep-table: a fin de que se ha-ga para nosotros Cuer-po d y Sangre d de tudilectísimo Hijo nuestroSeñor Jesucristo.

Quam oblatiónem tuDeus, in ómnibus, quae-sumus, benedictam, dadscríptam, d ratam,d ratiónabilem, accep-tabiliemque fácere dig-néris: ut nobis Corpus det Sanguis d fiat dilec-tissimi Fílii tui Dómininostri Jesu Christ.

E) Consagración del Pan.

El cual, el día antes demorir, tomó el pan ensus santas y venerablesmanos, y, elevados losojos al cielo, a Ti, Dios,

Qui pridie quam pa-terétur, accépit panemin sanctas, ac venerábi-lis manus suas et elevá-tis óculis in caelum ad

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lxii ORDINARIO DE LA MISA

Padre suyo omnipoten-te, dándote gracias, lobendijo, d lo partió y lodio a sus discípulos, di-ciendo: «Tomad, y co-med, porque este es miCuerpo.»

te Deum Patrem suumomnipoténtem, tibi grá-tias agens, benedíxit, dfregit, deditque discipu-lis suis, dicens: Accípi-te, et mandúcate ex hocomnes. Hoc est enimCorpus meum.

F) Consagración del Vino.

De igual modo, des-pués de cenar, toman-do también este precio-so Cáliz en sus santas yvenerables manos, dán-dote igualmente graciasa Ti, lo d bendijo, y lodio a sus discípulos, di-ciendo: Tomad, y bebedtodos de él, porque estees el Cáliz de mi Sangre

Símili modo postquamcoenátum est, accipienset hunc praeclárum Cá-licem in sanctas ac ve-nerábilis manus suas:item tibi grátias agens,benedixit, d deditquediscípulis suis, dicens:Accípite et bibite ex eoomnes. Hie est enim Ca-lix Sánguinis mei, novi

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ORDINARIO DE LA MISA lxiii

del nuevo y eterno Tes-tamento: (el misterio dela fe), la cual será de-rramada por vosotros ypor muchos, para remi-sión de los pecados.

et aetérni testaménti:mystérium fídei: qui provobis et pro multis ef-fundétur in remissiónempeccatórum.

Cuantas veces hicié-reis esto, lo haréis enmemoria de Mí.

Haec quotiescúmquefecéritis, in mei me-móriam faciétis.

G) Ofrenda de la Víctima Sacrificada.

Por lo que, acordándo-nos también, Señor, no-sotros tus siervos, y tusanto pueblo, de la bien-aventurada Pasión delmismo Jesucristo, tu Hi-jo, nuestro Señor, y desu resurrección del se-pulcro, y también de sugloriosa Ascensión a los

Unde et mémores, Dó-mine, nos servi tui, sedet plebs tua sancta,ejúsdem Christi Fílii tuiDómini nostri tam beá-tae Passiónis, nec non etab inferis Resurrectió-nis, sed et in caelos glo-riósae Ascensiónis: offé-rimus praeclárae majes-

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lxiv ORDINARIO DE LA MISA

cielos: ofrecemos a tupreclara Majestad, detus dones y dádivas, es-ta Hostia d pura, es-ta Hostia d santa, es-ta Hostia d inmaculada,este Pan d santo de lavida eterna, y este Cá-liz d de perpetua salud.

táti tuae, de tuis do-nis, ac datis, hóstiam dpuram, hóstiam d sanc-tam, hóstiam d inmacu-látam. Panem sanctumd vitae aetérnae, et Cá-licem d salútis perpé-tuae.

Sobre los cuales (do-nes) dígnate, Señor, mi-rar con rostro propicioy sereno: y acéptalos,como te dignaste acep-tar los de tu justo sier-vo Abel, y el sacrifi-cio de nuestro patriar-ca Abraham: y el que teofreció tu sumo sacerdo-te Melquisedec, sacrifi-cio santo, hostia inma-culada.

Supra quae propítio acseréno vultu respíceredignéris: et accépta ha-bére, sicuti accepta ha-bére dignátus es múne-ra puéri tui justi Abel,et sacrifícium Patriár-chae nostri Abrahae: etquod tibi óbtulit sum-mus sacérdos tuus Mel-chísedech, sanctum sa-crifícium, immaculátamhóstiam.

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ORDINARIO DE LA MISA lxv

Inclinándose después profundamente prosigue,diciendo:

Rogámoste humilde-mente, oh Dios omni-potente, mandes queestos dones sean lle-vados por las manosde tu santo Ángel atu sublime altar, antetu divina majestad:para que todos los queparticipando de estealtar recibiéramos elsacrosanto Cuerpo d ySangre d de tu Hijo,seamos colmados detoda bendición celestey de toda gracia. Por elmismo Cristo, nuestroSeñor. Amén.

Súpplices te rogámus,omnipotens Deus: jubehaec perférri per manussancti Angeli tui in su-blime altáre tuum, inconspéctu divinae ma-jestátis tuae: ut quot-quot, ex hac altárisparticipatióne sacrosán-ctum Fílii tui Corpus det Sánguinem d sum-psérimus, omni benedic-tióne caelésti et grá-tia repleámur. Per eúm-dem Christum Dómi-num nostrum. Amen.

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lxvi ORDINARIO DE LA MISA

H) Mementos de los Difuntos.

Acuérdate también,Señor, de tus siervos ysiervas N. y N., que noshan precedido con elsigno de la fe y duermenel sueño de la paz.

Meménto étiam, Dó-mine, famulórum, famu-larúmque tuárum N. etN., qui nos praecessé-runt cum signo fidei, etdórmiunt in somno pa-cis.

A ellos, Señor, y a to-dos los que descansan enCristo, te rogamos lesdes el lugar del refrige-rio, de la luz y de la paz.Por el mismo Cristo,nuestro Señor. Amén.

Ipsis, Dómine, etómnibus in Christoquiescéntibus, locumrefrigérii, lucis et pacisut indúlgeas, depre-cámur. Per eúmdemChristum Dóminumnostrum. Amen.

I) Invocación de los Santos.

Dándose después un golpe de pecho, el cele-brante prosigue en secreto:

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ORDINARIO DE LA MISA lxvii

A nosotros también,pecadores, siervos tu-yos, que confiamosen la abundancia detus misericordias, díg-nate darnos algunaparte y compañía contus santos Apósto-les y Mártires: conJuan, Esteban, Ma-tías, Bernabé, Ignacio,Alejandro, Marcelino,Pedro, Felicidad, Per-petua, Agueda, Lucía,Inés, Cecilia, Anastasia,y con todos tus santos:en cuyo consorcio terogamos nos admitas,no por nuestros méritos,sino por tu gracia. PorCristo, nuestro Señor.Amén.

Nobis quoque pecca-tóribus fámulis tuis, demultitúdine miseratió-num tuárum speránti-bus, partem áliquam, etsocietátem donare dig-néris, cum tuis sanc-tis Apóstolis et Martyri-bus: cum Joánne, Stép-hano, Matthía, Bárna-ba, Ignátio, Alexándro,Marcellino, Petro, Feli-citáte, Perpétua, Agat-ha, Lucia, Agnéte, Cae-cilia, Anastásia et óm-nibus Sanctis tuis, in-tra quorum nos con-sórtium, non aestimátormériti, sed véniae, quae-sumus, largítor admit-te. Por Christum Dómi-num nostrum. Amen.

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lxviii ORDINARIO DE LA MISA

Antiguamente se bendecían en este momentolas primicias del trigo, del vino y de los frutos dela tierra. Hoy se bendice todavía, el Jueves Santo,el Óleo de los enfermos.

Por quien, Señor,siempre creas todosestos bienes, los d san-tificas, los d vivificas,los d bendices, y noslos das a nosotros.

Per quem haec ómnia,Dómine, semper bonacreas, d sanctificas, dvivificas, d benedícis, etpraestas nobis.

J) Doxología final.

Por d Él, y con d Ély en d Él, es a Ti, ohDios Padre d omnipo-tente, en la unidad delEspíritu d Santo todohonor y gloria. Por to-dos los siglos de los si-glos.

Per d ipsum, et cum dipso, et in d ipso, est tibiDeo Patri d omnipotén-ti, in unitáte Spíritus dSancti, omnis honor, etgloria. Per ómnia saecu-la saeculórum.

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ORDINARIO DE LA MISA lxix

El pueblo, por boca del ayudante, responde:

℟. Amén. ℟. Amen.

TERCERA PARTECOMUNIÓN O BANQUETE SACRIFICIAL

(Del Pater noster a las abluciones)

EL PADRE NUESTRO

Después de cubrir el Cáliz, el sacerdote hacegenuflexión, se levanta de nuevo, y dice con vozinteligible:

Oremos.—Amonesta-dos con preceptos salu-dables, y formados porla enseñanza divina, nosatrevemos a decir:

Orémus.—Praecéptissalutáribus móniti, etdivina institutióne for-máti, audémus dícere:

Al llegar aquí, el celebrante extiende sus ma-nos, y prosigue después en voz alta:

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lxx ORDINARIO DE LA MISA

Padre nuestro, que es-tás en los cielos: san-tificado sea tu nombre:venga a nos el tu reino:hágase tu voluntad asíen la tierra como en elcielo. El pan nuestro decada día, dánosle hoy:y perdónanos nuestrasdeudas, así como noso-tros perdonamos a nues-tros deudores. Y no nosdejes caer en la tenta-ción.

Pater noster, qui esin caelis: Sanctificéturnomen tuum: Advéniatregnum tuum: Fiat vo-lúntas tua, sicut in caeloet in terra. Panem nos-trum quotidiánum danobis hódie: et dimittenobis débita nostra, si-cut et nos dimittimusdebitóribus nostris. Etne nos indúcas un ten-tatiónem.

El pueblo, por boca del ayudante, responde:

℟. Mas líbranos delmal.

℟. Sed libera nos amalo.

El celebrante concluye diciendo por lo bajo:Amén. Después prosigue diciendo en silencio:

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ORDINARIO DE LA MISA lxxi

Suplicámoste, Señor,nos libres de todos losmales, pasados, presen-tes y futuros: y, porintercesión de la bien-aventurada y gloriosasiempre Virgen María,Madre de Dios, y de tussantos Apóstoles Pedroy Pablo y Andrés, yde todos los santos, dapropicio la paz a nues-tros tiempos: para queayudados con el auxi-lio de tu misericordia,estemos siempre libresde pecado, y seguros detoda perturbación. Porel mismo Jesucristo, tuHijo, nuestro Señor. Elcual vive y reina conti-go en la unidad del Es-

Libera nos, quaesu-mus, Dómine, ab óm-nibus malis, praetéritis,praeséntibus et futúris:et intercedénte beáta, etgloriosa semper Virgi-ne Dei Genitrice Ma-ría cum beátis Apósto-lis tuis Petro et Pau-lo atque Andréa, et óm-nibus Sanctis, da pro-pítius pacem in diébusnostris: ut ope miseri-córdiae tuae adjúti, et apeccáto simus semper li-beri, et ab omni pertur-batione secúri. Per eúm-dem Dóminum nostrumJesus Christum Filiumtuum. Qui tecum vivitet regnat in unitáte Spí-ritus Sancti, Deus, per

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lxxii ORDINARIO DE LA MISA

píritu Santo, Dios. Portodos los siglos de los si-glos.

ómnia saecula saeculó-rum.

El pueblo, por boca del ayudante, responde:

℟. Amén. ℟. Amen.

FRACCIÓN DEL PAN

Mientras el celebrante pronuncia las últimaspalabras de la Oración anterior, parte la sagradaHostia en dos mitades. Deja después en la patenala parte de la mano derecha, y de la que tieneen la mano izquierda, rompe una nueva partícula,con la cual hace después tres cruces sobre el cáliz,diciendo al mismo tiempo:

℣. La paz d del Señord sea siempre d con vo-sotros.

℣. Pax d Dómini sit dsemper vobis d cum.

El pueblo, por boca del ayudante, responde:

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ORDINARIO DE LA MISA lxxiii

℟. Y con tu espíritu. ℟. Et cum spiritu tuo.

El celebrante echa ahora en el cáliz la partecitade Hostia que tiene entre los dedos y dice al mismotiempo:

Esta mezcla y consa-gración del Cuerpo ySangre de nuestro SeñorJesucristo nos sirva, alos que la tomamos parala vida eterna. Amén.

Haec commixtio, etconsecrátio Córporis etSánguinis Dómini nostriJesu Christi, fiat acci-pientibus nobis in vitanaetérnam. Amen.

AGNUS DEI

A continuación dice en voz inteligible:

Cordero de Dios, quequitas los pecados delmundo: ten piedad denosotros.

Agnus Dei, qui tollispeccáta mundi: miseré-re nobis.

Cordero de Dios, que Agnus Dei, qui tollis

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lxxiv ORDINARIO DE LA MISA

quitas los pecados delmundo: ten piedad denosotros.

peccáta mundi: miseré-re nobis.

Cordero de Dios, quequitas los pecados delmundo, danos la paz.

Agnus Dei, qui to-llis peccáta mundi: donanobis pacen.

En las Misas de Difuntos se dice de esta otraforma:

Cordero de Dios, quequitas los pecados delmundo: dales el descan-so.

Agnus Dei, qui tollispeccáta mundi: dona eisréquiem.

Cordero de Dios, quequitas los pecados delmundo: dales el descan-so.

Agnus Dei, qui tollispeccáta mundi: dona eisréquiem.

Cordero de Dios, quequitas los pecados delmundo: dales el descan-so eterno.

Agnus Dei, qui tollispeccáta mundi: dona eisréquiem sempitérnam.

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ORDINARIO DE LA MISA lxxv

ORACIÓN DE LA PAZ

Señor mío Jesucristo,que dijiste a tus Após-toles: la paz os dejo, mipaz os doy, no mires mispecados, sino la Fe de tuIglesia; y dígnate pacifi-carla y unirla, según tuvoluntad. Tú, que vivesy reinas, Dios, por todoslos siglos de los siglos.Amén.

Dómine Jesus Chris-te, qui dixisti Apósto-lis tuis: Pacem relin-quo vobis, pacem meamdo vobis; ne respiciaspeccáta mea, sed fidemEcclésiae tuae eámquesecúmdum voluntátemtuam pacificáre et coa-dunáre dignéris. Qui vi-vis et regnas, Deus, perómnia saecula saeculó-rum. Amen.

Esta Oración se omite en las Misas de Difun-tos. En las Misas cantadas, después de la Oraciónanterior, el celebrante besa el altar y, volviéndosede cara al diácono, le da el ósculo de paz, diciendo:

S. La paz contigo. S. Pax tecum.D. Y con tu espíritu. D. Et cum Spíritu tuo.

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lxxvi ORDINARIO DE LA MISA

El diácono, a su vez, da la paz al subdiáconoy este al presidente del coro. Tanto el que da co-mo el que recibe la paz dicen las mismas palabrasanteriores. En las Misas de Difuntos se omite elósculo de paz.

ORACIONES PREPARATORIAS A LACOMUNIÓN

Antes de comulgar, el celebrante recita todavíalas dos oraciones siguientes:

Señor mío Jesucristo,Hijo de Dios vivo, que,por voluntad del Pa-dre, cooperando el Es-píritu Santo, vivificasteal mundo con tu muerte:por este tu SacrosantoCuerpo y Sangre líbra-me de todas mis iniqui-dades y de todos los ma-

Dómine Jesu ChristeFili Dei vivi, qui ex vo-luntáte Patris, coope-ránte Spíritu Sancto,per mortem tuam mun-dum vivificásti: liberame per hoc sacrosán-tum Corpus et Sángui-nem tuum ab ómnibusiniquitátibus meis, et

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ORDINARIO DE LA MISA lxxvii

les, y haz que siempreme adhiera a tus man-datos, y no permitasque nunca me separe deti. Tú, que, con el mis-mo Dios Padre, y con elEspíritu Santo, vives yreinas, Dios, por los si-glos de los siglos. Amén.

univérsis malis: et facme tuis semper inhaeré-re mandátis, et a te nun-quam separári permit-tas: Qui cum eódem DeoPatre, et Spíritu Sancto,vivis et regnas, Deus,in saecula saeculórum.Amen.

La recepción de tuCuerpo, Señor mío Je-sucristo, que yo, in-digno, me atrevo a to-mar, no sea para mícausa de juicio y con-denación: antes, por tupiedad, me aprovechepara defensa del alma ydel cuerpo, y para al-canzar alivio. Tú, quevives y reinas con DiosPadre en la unidad del

Percéptio Córporis tuiDómine Jesu Christe,quod ego indignus sú-mere praesúmo, non mi-hi provéniat in judí-cium et condemnatió-nem: sed pro tua pietáteprosit mihi ad tutamén-tum mentis et córpo-ris, et ad medélam per-cipiéndam. Qui vivis etregnas cum Deo Patrein unitáte Spíritus

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lxxviii ORDINARIO DE LA MISA

Espíritu Santo, Dios,por todos los siglos delos siglos. Amén.

Sancti, Deus, per óm-nia saecula saeculórum.Amen.

COMUNIÓN DEL CELEBRANTE

Dichas las Oraciones anteriores, el celebrantehace genuflexión, se levanta, toma en sus manos lasagrada Hostia y dice en voz baja:

Tomaré el Pan celes-tial e invocaré el nom-bre del Señor.

Panem caeléstem accí-piam, et nomen Dóminiinvocábo.

Luego, dándose tres golpes de pecho con lamano derecha, dice por tres veces consecutivas yen voz inteligible:

Señor, yo no soy dignode que entres en mi mo-rada: mas di sólo unapalabra, y será sana mialma.

Dómine, non sum dig-nus, ut intres sub tec-tum meum: sed tantumdic verbo, et sanábituránima mea.

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ORDINARIO DE LA MISA lxxix

Elevando un poco la sagrada Hostia y trazandocon ella una cruz en el aire, dice al mismo tiempo:

El Cuerpo d de nues-tro Señor Jesucristoguarde mi alma para lavida eterna. Amén.

Corpus d Dómini nos-tri Jesu Christi custó-diat ánimam meam invitam aetérnam. Amen.

Recibido el sacrosanto Cuerpo del Señor, el ce-lebrante se detiene unos momentos, meditando enel rico tesoro que encierra en su pecho. Luego pro-sigue en voz baja:

¿Qué retornaré al Se-ñor por todo lo que Élme ha dado? Tomaré elcáliz de la salud e invo-caré el nombre del Se-ñor.

Quid retribuam Dó-mino pro ómnibus quaeretribuit mihi? Cálicemsalutáris accipiam, etnomen Dómini invocá-bo.

Invocaré al Señor conalabanzas, y seré salvode mis enemigos.

Laudans invocábo Dó-minum et ab inimicismeis salvus ero.

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lxxx ORDINARIO DE LA MISA

Tomando después en sus manos el cáliz, lo ele-va un poco, traza con él una cruz en el aire, einclinando la cabeza, dice:

La Sangre d de nues-tro Señor Jesucristoguarde mi alma para lavida eterna. Amén.

Sanguis d Dómini nos-tri Jesu Christi custó-diat ánimam mean invitam aetérnam. Amen.

COMUNIÓN DE LOS FIELES

Mientras el celebrante consume el precioso San-guis, el ayudante, arrodillado en la grada del altar,reza en voz alta el Confiteor. Mientras tanto, losfieles que comulguen dentro de la Misa se acer-can ordenadamente al altar. Cuando el ayudanteha terminado de rezar el Confiteor, el sacerdotehace genuflexión, abre el sagrario, saca el copóncon las sagradas formas, lo destapa, vuelve a ha-cer genuflexión y, poniéndose un poco cara a loscomulgantes dice con las manos juntas:

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ORDINARIO DE LA MISA lxxxi

℣. Compadézcase devosotros el Dios omni-potente, y, perdonadosvuestros pecados os lle-ve a la vida eterna.

℣. Misereátur vestriomnipotens Deus etdimissis peccátis vestrisperdúcat vos ad vitamaetérnam.

℟. Amén. ℟. Amen.

Luego, trazando una cruz en el aire con la manoderecha, dice al mismo tiempo:

El Señor omnipotentey misericordioso os con-ceda la d indulgencia, laabsolución y el perdónde vuestros pecados.

Indulgéntiam, d ab-solutiónem, et remissió-nem peccatórum vestró-rum tribuat vobis omni-potens et miséricors Dó-minus.

℟. Amén. ℟. Amen.

Volviéndose después de cara al altar, hace ge-nuflexión, se levanta, toma con la mano izquierdael copón de las sagradas formas y con la mano de-recha una de dichas formas. Se vuelve después de

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lxxxii ORDINARIO DE LA MISA

cara al pueblo, y levantando la sagrada forma conlos dedos pulgar e índice de la mano derecha, diceen voz alta:

He aquí el Cordero deDios; he aquí el que qui-ta los pecados del mun-do.

Ecce Agnus Dei, eccequi tollit peccáta mun-di.

Conservando después en alto la sagrada formadice por tres veces consecutivas y también en vozalta:

Señor, yo no soy dignode que entres en mi mo-rada: mas di sólo unapalabra, y será sana mialma.

Dómine, nos sum dig-nus ut intres sub tectummeum: sed tamtum dicverbo, et sanábitur áni-ma mea.

Dichas tres veces las palabras anteriores, el ce-lebrante baja al comulgatorio y da a los fieles lasagrada Comunión, diciendo a cada uno de ellos alalargarles la sagrada forma:

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ORDINARIO DE LA MISA lxxxiii

El Cuerpo de nuestroSeñor Jesuscristo guar-de tu alma para la vidaeterna. Amén.

Corpus Dómini nostriJesu Christi custódiatánimam tuam in vitamaetérnam. Amen.

Terminada la Comunión de los fieles, el cele-brante torna de nuevo al altar y, sin decir nada, ha-ce genuflexión, mete en el Sagrario el copón, vuelvea hacer genuflexión, cierra la puerta del Sagrario,y así termina esta ceremonia.

CUARTA PARTEACCIÓN DE GRACIAS

(De la Comunión al final)

LAS ABLUCIONES

Consumido el Sanguis o, si hubiere comuniónde los fieles, después de terminada ésta, el cele-brante purifica el cáliz, diciendo:

Lo que hemos tomado Quod ore súmpsimus,

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lxxxiv ORDINARIO DE LA MISA

con la boca, Señor, reci-bámoslo con el alma pu-ra: y, de presente tem-poral, tórnese para no-sotros remedio eterno.

Dómine, pura mente ca-piámos: et de múneretemporáli fiat nobis re-médium sempitérnum.

A continuación, purifica también los dedos.Mientras el ayudante echa el vino y el agua so-bre los dedos del celebrante este dice la Oraciónsiguiente:

Tu Cuerpo, Señor, quehe tomado; y tu Sangre,que he bebido, adhié-ranse a mis entrañas: yhaz que no quede man-cha de pecado en mí,a quien han alimentadoestos puros y santos Sa-cramentos. Tú, que vi-ves y reinas por los si-glos de los siglos. Amén.

Corpus tuum, Dó-mine, quod sumpsi, etSanguis quem potávi,adhaereat viscéribusmeis et praesta, ut inme non remáneat scéle-rum mácula, quem puraet sancta refecéruntsacramenta: Qui viviset regnas in saeculasaeculórum. Amen.

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ORDINARIO DE LA MISA lxxxv

ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN

Purificado el Cáliz y los dedos, y consumidaslas abluciones, el celebrante cubre el Cáliz y lodeposita en medio del altar. Va después al ladode la Epístola, y lee en el Misal la Antífona de laComunión. (Véase Propio.)

POSCOMUNIÓN

Dicha la Antífona de la Comunión, el celebran-te torna al medio del altar, y volviéndose de caraa los fieles, dice:

℣. El Señor sea convosotros.

℣. Dóminus vobiscum.

℟. Y con tu espíritu. ℟. Et cum spíritu tuo.

Luego se dirige de nuevo al Misal y lee o cantaen voz alta la Poscomunión. (Véase el Propio.) Alfin de esta Oración, el pueblo, por boca del ayu-dante, responde:

℟. Amén. ℟. Amen.

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lxxxvi ORDINARIO DE LA MISA

ITE MISSA EST

Terminada de leer o cantar la Poscomunión oPoscomuniones del día, el celebrante cierra el Mi-sal, va al centro del altar, besa este, se vuelve decara al pueblo y dice:

℣. El Señor sea convosotros.

℣. Dóminus vobiscum.

℟. Y con tu espíritu. ℟. Et cum spíritu tuo.℣. Id, ha terminado la

Misa.℣. Ite Missa est.

℟. Gracias a Dios. ℟. Deo grátias.

En las Misas cantadas el diácono es el que can-ta el Ite Missa est. Lo hace vuelto de cara al pue-blo.

En las Misas que no tienen Gloria in excelsis,en vez del Ite Missa Est, se dice:

℣. Bendigamos al Se-ñor.

℣. Benedicámus Dó-mino.

℟. Gracias a Dios. ℟. Deo grátias.

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ORDINARIO DE LA MISA lxxxvii

En las Misas de Difuntos no se dice ni Ite MissaEst, ni Benedicámus Dómino, sino que se dice:

℣. Descansen en paz. ℣. Requiéscant in pa-ce.

℟. Amén. ℟. Amen.

OFRENDA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Dicho el Ite Missa Est, o el Benedicámus Dó-mino, el sacerdote se inclina en medio del altary, con las manos juntas y apoyadas en él, dice ensecreto.

Agrádete, oh SantaTrinidad, el obsequio demi servidumbre, y hazque este Sacrificio queyo, indigno, he ofrecidoa los ojos de tu Majes-tad te sea acepto y, portu misericordia, sea pro-piciatoria para mí y pa-

Pláceat tibi, sanctaTrinitas, obséquiumservitútis meae: etpraesta, ut sacrificium.quod oculis tuae ma-jestatis indignus obtuli,tibi sit acceptabile,mihique et ómnibus,pro quibus illud óbtuli,

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lxxxviii ORDINARIO DE LA MISA

ra aquellos por quie-nes lo he ofrecido. PorCristo, nuestro Señor.Amén.

sit te miseránte, propi-tiábile. Per ChristumDóminum nóstrum.Amen.

BENDICIÓN FINAL

Rezada la Oración anterior, el celebrante besael altar, se vuelve de cara a los fieles y, trazandosobre ellos una cruz en el aire con la mano derecha,dice al mismo tiempo:

Bendígaos d el Diosomnipotente: el Padre,el Hijo y el Espíritu San-to.

Benedicat d vos omní-potens Deus: Pater, etFilius, et Spíritus Sanc-tus.

℟. Amén. ℟. Amen.

ÚLTIMO EVANGELIO

Dada la bendición, el celebrante se dirige al la-do derecho del altar y de pie, lee con voz inteligibleel Evangelio de San Juan diciendo:

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ORDINARIO DE LA MISA lxxxix

℣. El Señor sea convosotros.

℣. Dóminus vobíscum.

℟. Y con tu espíritu. ℟. Et cum spíritu tuo.℣. d Comienzo del

santo Evangelio de SanJuan.

℣. d Initium sanctiEvangélii secúndumJoánnem.

℟. Gloria a ti, Señor. ℟. Gloria tibi Dómi-ne.

En el principio era elVerbo, y el Verbo esta-ba en Dios, y el Verboera Dios. Él estaba alprincipio en Dios. Todofue hecho por Él: y sinÉl, no fue hecho nadade lo hecho: en Él esta-ba la vida, y la vida erala luz de los hombres: yla luz brilló en las tinie-blas, y las tinieblas nola comprendieron. Huboun hombre enviado por

In principio erat Ver-bum, et Verbum eratapud Deum, et Deuserat Verbum. Hoc eratin principio apud Deum.Omnia per ipsum factasunt: et sine ipso fac-tum est nihil, quod fac-tum est: in ipso vitaerat, et vita erat lux hó-minum: et lux in téne-bris lucet, et ténebraeeam non comprehendé-runt. Fuit homo missus

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xc ORDINARIO DE LA MISA

Dios, cuyo nombre eraJuan. Este vino a sertestigo, para dar testi-monio de la luz, paraque todos creyeran porél. No era la luz, sinoque vino para dar tes-timonio de la luz. Erala luz verdadera, la queilumina a todo hombreque viene a este mundo.Estuvo en el mundo, yel mundo fue hecho porÉl, y el mundo no lo co-noció. Vino a los suyos,y los suyos no le recibie-ron. Mas a todos los quele recibieron, a los quecreen en su nombre, lesdio potestad de hacerseHijos de Dios: los cualesno han nacido de la san-

a Deo, cui nomen eratJoánnes. Hic venit intestimónium, ut testi-mónium perhibéret delúmine, ut omnes cré-derent per illum. Nonerat ille lux, sed uttestimónium perhibéretde lúmine. Erat lux ve-ra, quae illúminat om-nem hóminem venién-tem in hunc mundum.In mundo erat, et mun-dus per ipsum factusest, et mundus eum noncognóvit. In própria ve-nit et sui eum non re-céperunt. Quotquot au-tem recepérunt eum, de-dit eis potestátem filiosDei fieri, his, qui cre-dunt in nomine ejus:

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ORDINARIO DE LA MISA xci

gre, ni de la voluntadde la carne, ni de lavoluntad de varón, sinoque han nacido de Dios.(Aquí se arrodilla.) Y elVerbo se hizo carne yhabitó entre nosotros: yvimos su gloria, gloriacomo del Unigénito delPadre, lleno de gracia yde verdad.

qui non ex sanguini-bus, neque ex volunta-te carnis, neque volun-tate viri, sed ex Deo na-ti sunt. (Hic genufléc-titur.) Et Verbum carofactum est, et habitávitin nobis: et vídimus gló-riam ejus, glóriam qua-si Unigéniti a Patre, ple-num grátiae et veritátis.

℟. Gracias a Dios. ℟. Deo grátias.

Así termina la Misa solemne. En las Misas re-zadas, dicho el último Evangelio, el sacerdote searrodilla en la grada del altar, y dice tres Ave-marías, la Salve y dos oraciones en que se pidela protección de los santos y en particular de SanMiguel sobre la santa Iglesia. Estas preces fueronprescritas por León XIII. Pío X añadió más tardelas tres invocaciones finales al Sagrado Corazón.

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LAMISA

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2 FRAY JUSTO PÉREZ DE URBEL

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CAPÍTULO PRIMEROLAS VESTIDURAS SACERDOTALES

El Ejército, la Universidad, la Magistratura,todas las grandes instituciones sociales, tienen susdistintivos, sus uniformes, sus vestiduras propias,con la obligación de llevarlos en los actos más so-lemnes del ejercicio de su profesión. Otro tantosucede con el sacerdocio. Ya en el Antiguo Testa-mento nos encontramos con esta lírica descripción:«Como la estrella de la mañana en medio de laniebla, como el lirio a la orilla del arroyo, comoel aroma del incienso entre los ardores del estío,así era Simón, hijo de Osías, en el templo de Dios,cuando se presentaba con su vestido de gloria ylas insignias de su dignidad.» Cuando un hombre

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4 FRAY JUSTO PÉREZ DE URBEL

aparece ante el altar, lleva la representación de lamultitud. Ya no es el mismo, sino el pueblo en

Un presbitero en la Iglesia pri-mitiva.

cuyo nombre va a ha-blar, y el pueblo ne-cesita ver hasta en suexterior algo que deno-te esta superposición otransformación de per-sonalidad que le ha-ga olvidar la perso-na privada, momentá-neamente iluminada envirtud del oficio que seva a desarrollar. El usode los vestidos sacerdo-tales no es más que elsímbolo visible de es-ta íntima realidad, más

íntima y real en el sacrificio cristiano, puesto queel sacerdote es en él al mismo tiempo ministro deCristo y representante del pueblo.

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LA MISA 5

Comienzo de la diferenciación

No hay que creer, sin embargo, que las vestidu-ras nacen al mismo tiempo que el Sacrificio o quefueron creadas por decreto de alguna Congrega-ción romana. El primer Sacrificio de la nueva Leyfue el que ofreció el mismo Cristo en la noche dela Cena. Su indumentaria en aquel momento erala que iba a llevar al día siguiente al Calvario, laque se iban a repartir, codiciosos, los soldados: latúnica inconsútil y el amplio manto, si es que ha-bía vuelto a ponerlo sobre sus hombros después delavar los pies a sus discípulos. Y cuando en Troas,después de haber hablado durante toda la noche,procedió San Pablo a la fracción del pan, no pode-mos imaginarle entrando en la sacristía, buscan-do los ornamentos sagrados y colocándolos sobresu ropa de viaje. Es seguro que en estos primerostiempos los sacerdotes no tenían vestidos especia-les para decir la Misa. Los vestidos de celebrar eranlos que llevaban en todo momento, tal vez con laúnica preocupación de presentarse ante el públi-

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6 FRAY JUSTO PÉREZ DE URBEL

co con mayor decoro y limpieza o en la forma máselegante que exigía la Majestad de Dios. Esta preo-cupación va a crear, andando el tiempo, el traje dela ceremonia sacrificial.

Un sacerdote podía proceder de una familia hu-milde, podía ser un esclavo, como lo había sido elPapa San Calixto, que gobernó la Iglesia a princi-pio del siglo iii: pero en el momento en que subíaal altar para llevar la voz de todos los cristianos,tenía ya una categoría que debía manifestarse has-ta en su porte exterior. Por eso no podía presen-tarse con el traje de las gentes humildes, sino vis-tiendo a la manera de las personas acomodadas.Todavía hacia el año 600, es decir, en tiempo deSan Gregorio, el gran organizador de la Liturgia,se miraba como una cosa absurda la prescripciónde un uniforme especial para la celebración de laMisa, exigiéndose únicamente de los ministros delculto que para celebrar usasen un traje más de-cente que el que llevaban en la vida de sociedad yque lo reservasen para las ceremonias del templo.Con esos fines añadieron muy pronto algunos ador-

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nos llamativos, como cruces, símbolos litúrgicos oanchas franjas de lienzo que hubieran hecho pocopráctico su uso en la calle. Y por eso, mientras eltraje de sociedad evolucionaba, llevando a la des-aparición del hábito talar entre los hombres, en laIglesia se conservaban las principales prendas delantiguo traje romano, adaptadas a las exigenciasde las ceremonias sagradas y transformadas en unsentido hierático y convencional.

Las prendas del patriciado

Pero si para llegar al hábito del monje influirá,sobre todo, el romano del pueblo y de la aldea, laindumentaria de los ministros del altar se inspi-rará especialmente en los vestidos que llevaba elpatricio. Y de esta manera perdurará dentro deltemplo el traje de la Roma imperial, aunque enforma estilizada y con cambios impuestos por lasnecesidades del culto. En el amito, que envuelve lagarganta, cubre la cabeza y cae por la espalda, so-brevive el amictus, que abrigaba la parte superior

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del cuerpo. El alba, con su correspondiente cíngu-lo, es sencillamente la túnica antigua. Su nombre

Vestiduras sacerdotales: 1.Amito.— 2. Alba.— 3. Cíngu-lo.— 4. Manípulo.— 5. Es-

tola.— 6. Casulla.

alude al color que hoytiene; pero en los pri-meros tiempos no eranecesariamente blan-ca. Lo que importaba,sobre todo, es que es-tuviese hecha de lino,y por eso se la llama-ba linea. Un romanodistinguido debía lle-var también un suda-rium o mápula, es de-cir, el pañuelo desti-nado a enjugar el su-dor, a asear las manoso a limpiar la cara. Esel manípulo, llamadoasí porque se le lleva-

ba en la mano o se le ocultaba entre la manga.La Liturgia lo conservó como adorno del brazo iz-

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quierdo. Pero se necesitaba además otro lienzo pa-ra limpiar los vasos sagrados y la boca de los queiban a comulgar. El sacerdote y el diácono, cuan-do oficiaban en la Misa, lo suspendían al cuello,y con las extremidades realizaban aquel oficio depurificación y limpieza. Por eso se le llamaba ora-rium, de la palabra latina ora, que significa borde,extremidad. Más tarde se destinó a estos usos otropequeño lienzo, que recibió el nombre de purifica-dor, y el orarium se convirtió en una prenda deadorno, recibiendo equivocadamente el nombre deestola, que era entre los romanos un vestido talarabierto por delante. Todavía en Oriente, según larúbrica, cuando el sacerdote se dirige al pueblo di-ciendo: «Venid y bebed todos», el ministro debelimpiar los bordes del cáliz con el orarium, comose le llama todavía en las liturgias griegas.

La casulla

En los últimos tiempos del Imperio, la toga delos romanos había acabado por convertirse en una

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especie de manto de amplios pliegues, que tomabados formas principales:

La Eucaristía en la primitiva Iglesia.

una circular, con un orificio en el centro para darpaso a la cabeza; otra, con dos aberturas lateralespara los brazos, además del orificio central. Estemanto fue adoptado por la Liturgia en su dobleforma. En la forma primera es el ornamento supe-rior del sacerdote. Muy parecido al poncho ame-

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ricano, aunque de más holgado corte, envolvía alsacerdote como bajo una tienda, cayendo hasta lospies por todos los lados. Por eso recibía el nombrede casulla, es decir, casa pequeña, de donde vie-ne el nuestro de casulla. En algunos sitios parecióincómoda esta prenda para el movimiento de losbrazos, y así aparecieron las dos aberturas de loslados. Esta innovación parece que se hizo en Dal-macia, de donde la pénula, así modificada, empezóa llamarse dalmática. Hoy es todavía la prenda su-perior que llevan en las Misas solemnes el diáconoy el subdiácono.

Estabilidad y evolución

Tal es el origen de los ornamentos sagrados quevienen a realzar la liturgia de la Misa. No hay enél preocupaciones de significación simbólica, ni deevocación evangélica, ni pensamiento ninguno decarácter teológico. El respeto al gran Sacrificio, laconciencia de la presencia de Dios, se imponen des-de el primer momento a la consideración de los

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cristianos, existiendo un cuidado especial en la in-dumentaria que debía llevarse en el templo; y yaClemente de Alejandría afirmaba en el siglo ii quelas personas destinadas al servicio del altar debíanusar en ese servicio sus vestidos más preciosos. Esemismo respeto hizo que la ropa de la Iglesia que-dase pronto separada de todo uso exterior, puesvemos que ya en el año 530 el Papa Esteban prohi-bía que los vestidos sagrados se llevasen fuera deltemplo. Había ya, por tanto, unos vestidos sagra-dos distintos de los que se usaban en la calle. Estosvestidos sagrados, usados sólo en el culto divinoy con frecuencia sumamente preciosos, eran másduraderos que los que se llevaban constantementeen la vida social. Además, una preocupación res-petuosa de hieratismo y de apego a la tradiciónreligiosa los libraba de los cambios continuos dela moda. La diferencia entre ellos y la indumen-taria vulgar fue haciéndose cada vez mayor, hastael punto de que hoy apenas podemos comprenderque los ornamentos sacerdotales tengan su origenen el vestido ordinario de las gentes.

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Sin embargo, también ellos hubieron de some-terse a la ley de la evolución: el amito ya no

Lauda de Dardanio.Indumentaria del si-

glo IV.

cubre la cabeza y el cuellosino en algunas Ordenes reli-giosas; el alba ha de ser ne-cesariamente blanca, y desdeel siglo xvii aparece adorna-da de los más finos encajes.La mapula se transformó en elmanípulo, y perdió su uso pri-mitivo, quedando reducida aun simple adorno; una trans-formación semejante sufre elorarium, que cambia de nom-bre y pierde su antigua utili-zación; la casulla conserva elnombre, pero deja de ser loque el nombre significa. Enella se realiza una lenta trans-formación, que tiene su origenen el mismo principio de lacomodidad que hizo la dalmática, pues en vez de

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buscar una salida para los brazos por unas abertu-ras laterales, como hicieron los monjes con sus co-gullas, se fue reduciendo siglo tras siglo por amboslados, hasta llegar a las casullas actuales, que tie-nen la forma de una guitarra. En el primer paso deeste cambio el vuelo llega hasta las manos, y éstaes la casulla que suelen llevar las estatuas yacentesde los prelados en las tumbas sepulcrales de la épo-ca románica. Un salto más, y ya no llega más quehasta el codo, como en las casullas pétreas de lossarcófagos que adornan nuestras catedrales. En elsiglo xvi todavía cubre ampliamente los hombrosy desciende hasta el suelo, como puede verse enlas magníficas colecciones de ornamentos sagradosque se conservan en los tesoros de nuestras iglesias,especialmente en El Escorial, en Guadalupe y enla Catedral de Toledo.

Goticismo y romanismo

De esta evolución nos habla también la dis-tinción de ornamentos góticos y romanos que se

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han introducido en época reciente y en torno ala cual se van condensando predilecciones y apa-sionamientos. Hay que observar ante todo que losnombres están muy mal puestos. Ni los ornamen-tos romanos son los romanos, ni los góticos songóticos. Los ornamentos romanos son, en realidad,la última evolución de la indumentaria litúrgica,lo más distante, por tanto, de la toga de Cicerón yde la pénula de Constantino, lo más distinta de loromano y de lo litúrgico primitivo. Es difícil seña-lar por qué se llamaron romanos, pues de hecho notienen más de tres siglos de existencia. Se ha dadoen llamar ornamentos góticos a los de vuelo másholgado, de más amplios pliegues y de forma mássolemne y ampulosa, sobre todo en la casulla, quevuelve a extenderse por los lados, como en los pri-meros siglos del cristianismo y como en las figurasorantes de las catacumbas. En vez de los encajesy de una pesada decoración, buscan el efecto esté-tico en la gracia de los pliegues y en la belleza dela línea; pero más que góticos se los podría llamarromanos primitivos. Probablemente un contempo-

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ráneo de San Calixto o de Santa Inés o de SanGregorio Magno llegaría a reconocer con facilidada un sacerdote vestido con esos ornamentos llama-dos góticos, y, en cambio, quedaría desconcertadoante esos otros vestidos más recientes, que hemosdado en llamar romanos. Muchos desearían quelos ornamentos góticos se extendiesen rápidamen-te; otros se oponen tenazmente a su uso, y existendecretos de la Sagrada Congregación de Ritos quelos favorecen; pero la misma Congregación abrecon razonables dispensas el camino hacia lo nue-vo, cortando el pase a los caprichos y a las extra-vagancias. En definitiva, se trata de una cuestiónen la que hay que juntar la obediencia al buen gus-to. Diríase que al llegar al extremo de la evoluciónse hacía ya imposible seguir hacia adelante. Por-que ¿qué se les podía quitar a esas casullas queapenas llegaban ya hasta la rodilla y, reduciéndo-se sin cesar por ambos lados, sólo conservaban yajunto al cuello la estrecha franja necesaria parasostenerse? Había que dar marcha atrás, y en estoestamos todos de acuerdo: lo pedía el instinto del

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buen gusto, afinado por la restauración litúrgica, yal mismo tiempo ese sentido de variación que tienetodo lo que vive. Pero ¿en qué siglo íbamos a que-darnos? ¿Buscaríamos las normas nacionales quenos señalan los brocados y los terciopelos de nues-tra época imperial? ¿Tomaríamos como modelos alas figuras de sacerdotes y prelados que duermenel último sueño en nuestros claustros o en nuestrasbasílicas, envueltos en las hopalandas majestuosas,indicadoras de su dignidad? ¿O iríamos más lejostodavía, remontándonos a las épocas en que estasvestiduras desaparecían de la calle para comenzaren el templo una existencia más gloriosa y másbrillante? Es, en cierto sentido, el problema que sepresenta ante el arquitecto que busca inútilmenteuna forma nueva para levantar un templo, y que,en definitiva, se ve obligado a seguir las leccionesde una tradición milenaria, indeciso ante la gra-ciosa simplicidad de la basílica primitiva, o antela mística religiosidad del estilo románico, o anteel anhelo generoso de la arquitectura ojival, o an-te las líneas puras y clásicas del Renacimiento. Él

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tiene libertad omnímoda dentro de su arte o desu religión. En lo que se refiere a los ornamentossagrados, hay unas normas, normas obligatorias,pero que no pueden estar en contra del arte.

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CAPÍTULO II

EL SIMBOLISMO DE LOSORNAMENTOS

El mundo del gótico

Se ha dicho, con razón, que el arte gótico no essolamente un estilo del arte, sino también un estilodel tiempo. Es la expresión del alma de una época,de sus anhelos, de sus audacias, de sus rebeldías,de su actitud ante la vida y ante la muerte. Nuevasformas, nueva manera de ser. Mientras que hastaentonces los pueblos jóvenes que se estaban orga-nizando en lo que fue el solar del antiguo Imperioromano recogían con avidez, como dóciles imitado-res, las lecciones del orden viejo, que tenía como

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represadas las energías más íntimas y originalesde su ser, al llegar ese momento empiezan a con-siderarse bastante fuertes y experimentados paraexpresar su vida con todo el vigor de su recia es-pontaneidad. Es un orden nuevo que nace. Irrum-pe vigorosamente lo individual y lo subjetivo, lamanera propia de ver y de sentir, de pensar y derealizar, acentuándose la expresión de lo concre-to, surgiendo a la superficie de la vida las fuerzasde lo real y lo auténtico, y dando así salida a unamultitud de formas que estaban como represadas yencarceladas. Este espíritu nuevo invade tambiénel campo del sentimiento religioso, y tiene su ma-nifestación en la evolución del culto y hasta en laliturgia de la Misa. Es entonces cuando las bóve-das se levantan al espacio en una espiritualizaciónde la materia, y es entonces también cuando, si-guiendo la dirección de las líneas arquitectónicas,se levantan las miradas y las almas de los fieles,como atraídas por las especies sacramentales, quese alzan también en el nuevo rito de la elevación,protesta contra el hereje Berengario, que no pare-

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ce darse cuenta de que han pasado el artesonadode cortos vuelos de la basílica primitiva y la reco-gida penumbra del templo románico en su primerahora. Un principio gótico es el de la acumulación,el de la repetición de un mismo rasgo, el de la re-incidencia en la ornamentación, y también él dejasu huella en la liturgia de la Misa. Hasta el sigloxii, el celebrante sólo besaba el altar cuando ibaa empezar el sacrificio y cuando, una vez termina-do, iba a salir de la iglesia. Esta era la tradición.Desde el siglo xiii estos ósculos se multiplican; losvemos aparecer en el Supplices, en la oración VeniSanctificator omnipotens, cada vez que el sacer-dote se vuelve hacia el pueblo; lo mismo sucedecon las cruces, con los movimientos de las manos,con los tonos de la voz, con la actitud del cuerpoy la elevación de los ojos. «Hay que extender lasmanos en forma de cruz, —dicen las rúbricas dela época—; hay que levantarlas un poco en señalde que Cristo, el León invicto, resucitó: hay quealzar los brazos para indicar la Ascensión de Cris-to, Dios y Hombre.» Y un anónimo decía, a fines

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del siglo xiii: «Por lo que a la Misa se refiere, to-do cuanto hay que enseñar a los laicos se refiere aestas tres cosas: a las fórmulas textuales, a las ves-tiduras y a los gestos, es decir, a los siete ósculos,a las cinco veces que debe volverse el sacerdote, alas cuatro inclinaciones, a las veinticinco cruces obendiciones.»

Todo va concretándose en un número definido,que tiene su significado, que no puede dejarse alazar. Cada gesto será desde ahora la figura o laevocación de algo. Los tres silencios que guarda elsacerdote en la Secreta, en el Canon y en el PaterNoster significan los tres días que pasó Cristo en elsepulcro; las cinco veces que el sacerdote se vuelvehacia el pueblo recuerdan las cinco apariciones deCristo a sus discípulos después de la Resurrección;las tres cruces del Te igitur son la figura de lasinjurias que sufrió Cristo ante los tres tribunalesdel Sumo Sacerdote, de Herodes y de Pilatos.

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Lo simbólico

Esta concepción simbolista es otro rasgo de laépoca, que se reflejará lo mismo en la Liturgia queen el arte, y puede decirse que hasta en la vida.Se escriben libros con títulos como éstos: Imagendel mundo, Espejo de la naturaleza. La naturalezareflejaba los atributos y perfecciones de Dios; elmundo era mirado como la imagen de otro mundosuperior, ya que, según la Sagrada Escritura, todoestaba dispuesto en número, peso y medida. Y loque Dios había hecho en sus obras debían hacerlolos hombres en las suyas. El abad Súger, uno de loshombres que más influyeron en el arte medieval,se expresa de esta manera: «Cuando sucede queel variado brillo de las piedras preciosas encadenami mirada y aparta mi pensamiento de las cosasexteriores, una piadosa meditación, transportandomi espíritu de las cosas materiales a las inmateria-les, me hace ver allí la diversidad de las virtudes,que son el ornamento de nuestra alma. Y enton-ces creo hallarme en un lugar extraño, de alguna

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manera, a este mundo, un lugar que no está ente-ramente en el barro de la tierra, ni tampoco en laregión pura de los cielos. Pero me parece que desdeesta morada inferior puedo ya, por permisión divi-na, levantarme a aquella otra que está mucho másarriba.» Y el hombre que así sentía podría grabaren el frontispicio de su basílica de San Dionisio, deParís, aquel verso que resume su pensamiento:

Mens hebes ad Deum per naturalia surgit.

El mundo material era una escala para subir alinmaterial; los animales extraños esculpidos en loscapiteles de los claustros y las iglesias eran otrostantos centinelas que estaban dictando al pasajerode la vida una lección de moral; una florecilla enuna ménsula, una cabeza que se asomaba en unalero, un número, un gesto, encerraban un pensa-miento y hablaban un lenguaje fácil de interpre-tar, y que las gentes mismas del pueblo estabanpreparadas para comprender. Todos sabían que elnúmero tres era el número de la Divinidad, y el

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número cuatro el de la humanidad, a causa de loscuatro elementos de que se componen las cosas;y todos sabían que el número siete, integrado porambos, representaba el mundo espiritual y su con-junción con el mundo material. Y lo mismo quelos números, tenían su significado los colores. San-ta Hildegardis, la gran mística del siglo xii, escribeun libro sobre las piedras preciosas, sus propieda-des, sus virtudes y el simbolismo de sus diversosmatices y coloraciones.

Los colores

Como era de esperar, estas ideas entran tam-bién en la Liturgia. Es ahora cuando se fijan defi-nitivamente los colores litúrgicos y sus relacionescon las fiestas y los tiempos del año eclesiástico,de acuerdo con estas prescripciones, que, aunquepertenecen a una época posterior, reflejan una cos-tumbre varias veces secular: «Los ornamentos delaltar, del celebrante y de los ministros han de serdel color conveniente al oficio y misa del día... En

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la celebración de la Misa y en otras funciones ecle-siásticas no se permite usar ornamentos, aunquesean preciosos, que no correspondan a los colo-res prescritos por la rúbrica... En lo tocante a losornamentos, debe observarse estrictamente lo quemanda el misal.»

Estas prescripciones son relativamente recien-tes; pero antes que hablase la Congregación deRitos se había llegado a una especie de consenti-miento general de la cristiandad. Es sorprendente,por ejemplo, leer en la vida de San Livino, escri-ta hacia el año 600, que su maestro, San Agus-tín de Cantorbery, apóstol de Inglaterra, le dioel día de su ordenación una casulla de púrpura,prenda dulcísima de su caridad y anuncio de suglorioso martirio, que estaba recamada de oro ypiedras preciosas, símbolo de sus virtudes y mere-cimientos. No obstante, es en el siglo xii cuandose llega a una norma fija y constante. A principiosdel siglo, el Liber ordinarius o Ceremonial de losPremonstratenses nos dice todavía que las casullasdeben ser todas de un solo color; pero unos años

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antes de terminar ese mismo siglo, publicaba yael cardenal Lotario, que será luego Inocencio III,su libro Sobre el misterio sagrado del altar, clásicoentre los liturgistas, que señala el punto más altode aquellas explicaciones alegóricas, tan gratas asus contemporáneos, y a semejanza de los coloresque usaba el Sumo Sacerdote en la Ley antigua:el oro, el jacinto, el púrpura y el grana, establecíaotros cuatro para la Ley nueva, indicando las fies-tas a que correspondía cada uno de ellos. Él noshabla sólo del blanco, del encarnado, del verde ydel negro, pero a ellos deben reducirse todos losdemás: al encarnado, el purpúreo; al negro, el vio-láceo; al verde, el croceo o azafranado. No tarda,sin embargo, también el color violeta en ser admi-tido con todos los honores dentro de la Liturgia.El Ordo romanus del siglo xiv lo cita ya con losotros cuatro, y con ellos recibe la sanción definitivacuando San Pío y hace la revisión del Misal en elsiglo xvi. A ellos se agregará más tarde el color derosa, sustitutivo del morado en el tercer domingode Adviento y en el cuarto de Cuaresma, y más

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tarde el azul o cerúleo, que, admitido en España yen el Perú por concesión especial de 12 de febrerode 1884, se está haciendo ya de uso general parala fiesta de la Inmaculada Concepción.

Su significado

Cada color tiene sus días señalados, según lasimágenes que evoca y las ideas a que va asociadodentro del ciclo cultural de Occidente. El blancoes el color simbólico que conviene principalmentea la verdad; es el color de la luz y el símbolo de suesplendor, y se le considera a la vez como emble-ma de la pureza y santidad, como expresión de lacastidad y la inocencia, como anuncio de alegría ycomo reflejo de la gracia y de la gloria. Es el colorde las vestiduras de Cristo en el Tabor, el que leatribuye San Juan en el Apocalipsis y el que lle-va en los monumentos, cuando se presenta comomaestro de la Verdad. Por eso lo llevaban los cate-cúmenos en los días siguientes a su bautismo, y poreso la Iglesia lo usa en las festividades de Nuestro

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Señor, de la Santísima Virgen, de los santos queno dieron su vida por la fe, de la dedicación de lostemplos y en las misas de velaciones.

El encarnado es el color más vivo; recuerda elfuego y la sangre, el amor y el sacrificio, fruto delamor; simboliza la llama ardiente y consumidoraque el Espíritu Santo enciende en los corazones; lacaridad generosa que, sacrificando el más preciosode los bienes de la tierra, la vida, triunfa de lamuerte. Es, por tanto, el color de Pentecostés, delas fiestas de los mártires, de los santos apóstoles,todos los cuales dieron su sangre por Cristo, y deltriunfo e invención de la Santa Cruz, cifra de amory heroísmo.

El verde ha sido en todos los tiempos símbolode la esperanza, y este sentimiento universal hamovido a la Liturgia para adoptarlo desde la oc-tava de la Epifanía hasta Septuagésima y durantela época que va desde Pentecostés hasta Advien-to, es decir, cuando los bosques y las praderas, losmontes y los valles, toda la Naturaleza, rompe enuna vida nueva y exuberante, adornándose de flo-

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res y perfumes, cubriéndose de hojas y de frutos,y evocando así la vida floreciente de la Iglesia y lafloración de virtudes y esperanzas que la venida deCristo y sus misterios pusieron en el corazón delhombre.

El morado se usa en los tiempos de Adviento,de Septuagésima y de Cuaresma, así como en lasvigilias y en las bendiciones del fuego, del aguabautismal, de la ceniza, de los ramos y de las can-delas. Es un color de penitencia, retiro y humildad;se le llama también violáceo, porque nos hace pen-sar en la violeta, flor modesta y solitaria, pequeñay en apariencia insignificante, que se esconde entrela hierba y pasaría inadvertida si no la delatase surecio y delicado aroma. Ninguna imagen más pro-pia del alma que busca el retiro para entregarse alos íntimos anhelos de la oración, envuelta en unadulce melancolía y animada por el vivo deseo delperdón y la tierna nostalgia del cielo.

Pero si el morado tiene todavía un sentido dehonda dulzura en medio de la tristeza, el negro,negación del color, nos habla de la desaparición

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de la luz y de la vida, nos trae anuncios de muer-te y sepultura, de tragedia y desolación. Ningúncolor podría expresar mejor nuestro duelo ante lamuerte del Hombre Dios y ante la desaparición denuestros hermanos; ninguno sería capaz de reflejarmás vivamente nuestra angustia por los vacíos quela muerte va dejando en torno nuestro. El día deViernes Santo, él representa el dolor de la Iglesia alrecordar el drama del Calvario; el 2 de noviembre,él acompaña sus sollozos y oraciones ante el pensa-miento de los que nos precedieron con el signo dela fe y duermen con el sueño de la paz, y él es tam-bién el que expresa nuestra pena y pone palabrasdoloridas en nuestros labios siempre que ofrecemospor los difuntos el Santo Sacrificio.

La mística de los ornamentos

Un mundo de ideas nuevas y de bellos senti-mientos entró así durante la época gótica a enri-quecer la Liturgia y a embellecerla. En adelante,el color mismo serviría para llevar a los ojos una

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San Millán diciendo Misa.—Vestiduras sa-cerdotales en el siglo XI.

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verdad, para expresar el estado interior del almao para despertarlo. Pero, afanosos de ideal, preo-cupados por envolverlo todo en la luz misteriosade la teología, aquellos hombres no se contentaroncon eso. Si todas las cosas del mundo material,los animales y las plantas, las estrellas y las pie-dras preciosas, los transportaban hacia el mundoinvisible, mucho más debían encontrar este sentidoascensional en cada objeto que veían en el templo,los capiteles y los vitrales, las imágenes y los re-lieves. Los ornamentos mismos con que se vestíael sacerdote para la celebración de los oficios hu-bieron de someterse a este principio hermenéuticode la alegoría. Ya conocemos su origen histórico;ya vimos cómo ese ropaje, hoy hieratizado, surgióde una antigua indumentaria, salida del salón y dela calle, del palacio y del hogar. Pero más que lahistoria importaba la mística, y esa mística divi-na, que llenaba el ambiente, se encargó de dar esesentido más alto a cada prenda de la indumenta-ria sacerdotal. El amito recordaría unas palabrasen que San Pablo habla del casco de salud con que

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debemos cubrir nuestra cabeza contra los asaltosdel enemigo; el alba de lino, que se blanquea alsol como el alma se purifica por los rayos de lagracia, significaría la pureza interior, que permi-te la entrada en el festín de las eternas delicias;el cíngulo sería como un llamamiento a la luchacontra las pasiones y a la continencia que debebrillar en el que reparte el pan de los ángeles; elmanípulo, espiritualizando su uso primitivo de pa-ñuelo para el sudor y las lágrimas, significaría eldolor y el trabajo de esta vida, como anuncio degozo y recompensa; la estola vendría a ser ahoraun recuerdo de la gracia que perdimos por la pre-varicación de nuestros primeros padres, pero que,recuperada por la Pasión de Cristo, nos permiteasistir confiados a sus sagrados misterios; la casu-lla, finalmente, vestidura preciosa, que se colocaencima de las demás será una imagen de la cari-dad, la más alta de las virtudes y la que encierra ypenetra todas. Por eso representa también el yugode Cristo, yugo santo de amor que hace ligera lacarga de la ley.

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Estos simbolismos los recuerda todavía el sa-cerdote cuando se reviste con los ornamentos sa-cerdotales en las breves plegarias que está obliga-do a decir entre tanto. No le interesa recordar queun día esas vestiduras fueron adorno de los patri-cios en el Foro; sólo ve en ellas, desde Amalario,el liturgista del siglo ix, y, sobre todo, desde losexpositores de la Misa en el siglo xiii, ese significa-do más alto, ese valor de teología, esa exhortaciónespiritual que le habla de pureza y santificación,de combate y de gloria.

Por eso, al tocar su cabeza con el amito, re-za de esta manera: «Pon sobre mi cabeza, Señor,la cimera de la salud para rechazar los asaltos deldemonio.» Por eso dice cuando toma el cíngulo:«Cíñeme, Señor, con el ceñidor de la pureza, y se-ca en mis redaños el humor de la liviandad, paraque permanezca en mí la virtud de la continencia yla castidad.» Todo se ha enriquecido con una sig-nificación; todo se ha animado y espiritualizado;todo se ha hecho idea, norma, teología.

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CAPÍTULO III

NUESTRO ALTAR

El altar primitivo

Parece como si con la venida del cristianismo,el altar —palabra y significado— estuviese en pe-ligro de desaparecer. Altare es lo mismo que altaara, es decir, que nos evoca la idea de elevación:una piedra que se yergue en medio del desierto,un dolmen, una colina, un montículo de tierra o decésped levantado artificialmente, un otero —los fi-lólogos nos dicen que la palabra otero viene dealtarium—, cualquier cosa que se acerque al cie-lo, para que Dios vea y reciba las víctimas que seponen en ella. Cuando Noé sale del arca levanta

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un altar para sacrificar víctimas en honor de Jeho-vá, que le había librado de las aguas del diluvio;cuando Jacob lucha con el ángel en Betel, erige

El templo de Salomón.

una piedra, derrama aceite sobre ella y dice: «Estees verdaderamente un lugar santo.» Todas las altu-ras de Palestina tenían para los judíos un sentidosagrado, y no les costó poco a los profetas apartar

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de ellas los ojos de la multitud para concentrarlosen el templo de Jerusalén. Pero el templo mismoera un altar, una colina, el otero del Moria. Enél está el lugar del incienso, una especie de ciporecubierto de oro, de un metro de altura, en queardían sin cesar los perfumes del culto; y el lugarde los holocaustos, un estrado de tres codos de al-to, hecho de madera de acacia con revestimientosde bronce, sobre el cual corría la sangre de las víc-timas, símbolo de la expiación del pecado.

En el paganismo

La misma idea inspira el culto de los paganos.Recordemos los templos egipcios, los monumentosmegalíticos de los celtas, las construcciones con es-calinatas interminables de las civilizaciones primi-tivas del Eufrates y del Tigris; las torres en quelos persas encendían el fuego, que les recordabala gloria de Ormuz, y también el monte sagrado,que se presenta unas veces iluminado por las lucesradiantes del amanecer, otras envuelto en el mis-

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terio de las nubes, otras aureolado por las lumina-rias de la tempestad. Zeus quiere ser venerado enel Olimpo; Apolo tiene su residencia en el monteliceo de Arcadia; Minerva protege a su ciudad deAtenas desde la cima en que se levanta la Acrópolisy donde hoy se admira todavía su templo famoso,el Partenón; Hermes, mensajero de los dioses, amatambién las eminencias del terreno, que, al llegarel cristianismo, tendrá que dejar a San Miguel, elpsicopompos de la nueva religión. Y a la elevaciónnatural se añadirá la construcción de los hombres,como la del altar gigantesco de Júpiter en Olim-pia, cerca de diez metros de altura por cuarentade circunferencia en la base.

La mesa

Siempre el anhelo de elevación, la obsesión deacercarse a Dios para presentarle la ofrenda, el se-creto impulso de alejarse de la tierra, contaminadacon el pecado. Mas he aquí que Dios mismo, indife-rente a todos aquellos esfuerzos de la Humanidad,

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baja a la tierra, camina por ella con los hombres,se sienta a comer en medio de ellos, y en una deesas comidas, en el abandono de la amistad y lafamiliaridad, establece el sacrificio infinitamente

Altar-mesa.

agradable a sus ojos,abrogando todos losdemás. No fue en lacúspide de una monta-ña; fue en la sala de unfestín, y aquí no habíamás que unas esteras,unos candelabros, unosasientos y una mesa

con sus manteles correspondientes. Una mesa, esoera lo esencial. En adelante, el sacrificio será unacomida, y el lugar del sacrificio, una mesa. La Sa-grada Mesa. La Sagrada Mesa, decimos nosotroscon frecuencia y dicen ordinariamente los orienta-les. El nombre de altar se conserva, pero su sentidovaría. En él se va a conmemorar una Pasión y unaMuerte; sobre él se va a colocar un manjar divino,que es ofrenda de Dios al hombre tanto como

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ofrenda del hombre a Dios. Tendrá, por tanto,la forma de una mesa y al mismo tiempo la deun sepulcro. El concepto de altura pierde su im-portancia; desde el momento en que Dios está anuestro lado, huelga aquel esfuerzo desesperado

Altar en forma de arca.

de elevación pura-mente material queangustiaba al hom-bre antiguo. Ahoralos hombres se sen-tarán en torno a unamesa, y en la mesaestará el Señor. Y lamesa se llamará contoda propiedad mesa del Señor.

No obstante, en el lenguaje litúrgico seguiráusándose el nombre de altar, y el nombre trae-rá consigo una evolución, en que se reflejan lossentimientos y las preocupaciones de cada época.Porque ese festín eucarístico y ese memorial de laPasión de Cristo es también el sacrificio de Cristo,y si, por una parte, nos recuerda la intimidad del

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Cenáculo, por otra lleva nuestras mentes y nues-tros corazones al escampado cimero del Calvario,en que se ofrece con trágica solemnidad el sacrificiouniversal, que reconcilia el cielo con la tierra.

Este doble aspecto va a reflejarse en la histo-ria del altar cristiano. Al principio la influencia delCenáculo predomina. El altar es una mesa de ma-dera, que recuerda aquella en que fue establecido elsacramento de la Eucaristía más que aquellas otrasde las religiones precristianas, en que se colocabanlos dones ofrecidos a la divinidad. Todas las noti-cias que tenemos de los primeros siglos nos indicanque el altar era algo independiente del lugar en quese reunían los cristianos, un mueble, generalmentede madera que los diáconos traían en el momentode empezar el Sacrificio. Una primera representa-ción nos ofrece la conocida pintura de la catacum-ba de San Calixto, de Roma, obra del siglo iii, enla cual vemos un trípode sosteniendo una mesita,donde están colocados los panes del Sacrificio. Unsacerdote, vestido con la clámide romana, imponesus manos sobre ellos, y otro personaje, que re-

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presenta al pueblo cristiano, levanta los brazos enactitud orante. De aquella edad primera nos quedatodavía, aunque sólo fragmentariamente, el altarde madera de la Basílica de San Juan de Letrán,que, según la tradición, fue el que usaron los pri-meros Papas y acaso el mismo San Pedro.

El altar fijo

Pronto, sin embargo, el respeto a las especiessagradas hizo pensar en una materia más sólida ypreciosa. La humilde mesa primitiva fue relegadaal olvido cuando la Iglesia triunfa definitivamen-te del paganismo en el mundo romano, y si vamosa creer a los textos antiguos, fue San Silvestre, elPapa de la leyenda constantiniana, quien suprimiódefinitivamente los altares de madera, buenos paraaquellos días en que los sobresaltos de la persecu-ción obligaban a ocultar los objetos del culto, pe-ro impropios de la majestad del acto para el cualse utilizaban. Según parece, ya en las catacum-bas se habían utilizado para ofrecer el sacrificio las

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tumbas de los mártires colocadas bajo los arcoso-lios, y construidas de losas de piedra cuadradas, y

Altar sobre un sepulcro de lascatacumbas.

adornadas de bajorre-lieves y escenas del An-tiguo y del Nuevo Tes-tamento. Es ahora, sinembargo, cuando apa-rece el altar fijo, dis-puesto en el ábside dela basílica como unaparte permanente de laarquitectura del tem-

plo. La piedra, el oro, la plata o el bronce se juntanen él a la madera o la reemplazan. Los textos an-tiguos nos hablan con expresiones de asombro decentenares de libras de oro y de plata que conte-nían los altares de los primitivos templos romanosantes de los saqueos de Alarico y Genserico, y delos miles de rubíes, zafiros, diamantes, amatistas ytopacios que brillaban en ellos, y no menos precio-so era el altar de oro que Justiniano mandó poneren la Basílica de Santa Sofía.

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Altares preciosos

Todo va transformándose con el triunfo de laIglesia. La sala de la primera hora parece ya unpalacio; el altar, un trono; Cristo, el Amigo divinode la última Cena, se presenta ahora a los fielespintado en el ábside como el gran liturgo, el Pan-tocrator, el Rey majestuoso, que tiene el mundo enuna mano y en la otra el cetro. En este tiempo nosencontramos a uno de los primeros representantesdel alegorismo litúrgico, el falso Areopagita, cuyaformación neoplatónica le inspira no solamente losmétodos, sino también el contenido de sus explica-ciones de la Liturgia sagrada. Para él, como parasu contemporáneo, y acaso compatriota, el predi-cador siro Narsai, el altar es el sepulcro de Jesúsen el momento de colocar sobre él las especies; pe-ro cuando se ha realizado la acción sagrada es larepresentación de su trono celeste. Este simbolis-mo no es más que la expresión de un sentimientogeneral. Como un trono, hay que separarlo de lamultitud por una cancela, hay que colocarlo sobre

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Un altar, y delante de él, San Bernardo Hildesheimofreciendo su Evangeliario (siglo XI).

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una serie de gradas para que domine el recintosagrado, hay que cubrirlo con un dosel resplande-ciente, que será el ciborio o baldaquino; hay queadornarlo de seda, de lino, de damasco, de meta-les preciosos, de esculturas, de piedras raras, detodas las maravillas de la Naturaleza y del arte:mármoles, mosaicos, granitos, pórfidos y marfiles.Tal era el altar bizantino. Se levanta en uno delos extremos de la basílica; pero entre él y el muroqueda un espacio, en el cual se colocan los clérigosy los cantores. En el centro preside el obispo, yel ábside está adornado con representaciones quese relacionan con los misterios que se realizan enaquel lugar. La conciencia cristiana tiene sus pre-ferencias, y ella exige a los artistas que ponganallí el signo de la cruz con atributos gloriosos, o elCordero simbólico, o el Buen Pastor en la regióndel paraíso, o el Cristo mayestático rodeado de losapóstoles o de los ancianos del Apocalipsis.

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En la Edad Media

Con estas tendencias se entra en la Edad Me-dia, que las va a recoger y ampliar hasta llegara formas cada vez más distantes de la simplici-dad primitiva. Los Concilios insisten sobre la obli-gación de construir altares de piedra, aunque susprescripciones llegan difícilmente a España e In-glaterra, dos países en los cuales durante el sigloxi continuaba aún la campaña contra los altares demadera. La asociación del sacrificio de Cristo conel de los mártires, visible ya en los altares de lascatacumbas, sigue advirtiéndose en la forma de co-fre o de tumba que adoptan muchos altares de lasbasílicas bizantinas. Con frecuencia, y éste es el ca-so de muchas basílicas de Roma, el ábside, en quese levanta el altar, está emplazado sobre la cripta,que guarda los restos de un confesor de la fe, y quepor eso adopta el nombre de confesión. La formade mesa sigue sin alterarse considerablemente, pe-ro su delantera se reviste de arcadas y arquivoltas,adornadas con molduras y dibujos, que darán na-

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cimiento a los frontales, y encima llevan suntuosasdecoraciones de cruces de oro, coronas preciosas,resplandecientes de gemas, y arquetas de esmalteo de marfil con reliquias de santos, que brillan enel aire, suspendidas del techo. En nuestros docu-mentos medievales apenas hay uno en que se hablede la fundación de una iglesia sin que se mencio-nen estas valiosas joyas, destinadas a dar mayorrealce al altar. Algunas de ellas, como las coronasvisigóticas de Guarrazar, son aún legítimo orgullode nuestros museos. Desde el siglo vi empieza ahablarse de la paloma eucarística, de plata o debronce, que pendía cerca del altar, y en cuyo inte-rior se guardaba la Eucaristía. Más tarde, el sím-bolo del amor fue reemplazado por el símbolo dela fortaleza: una torre de metal o de alabastro que,colocada en el centro del altar, es ya el anuncio denuestros tabernáculos.

El retabloLa costumbre, que tenía casi valor de ley, de

dirigirse hacia el Oriente durante la oración hizo

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que el sacerdote, lo mismo en Oriente que en Oc-cidente, se colocase delante del altar, en vez desituarse cara al pueblo; y como consecuencia deeste uso, cada vez más general, empezó a sentirsela necesidad de adosar a la pared el altar, que an-tes había estado aislado. Y se da un paso más enesa evolución, que venía realizándose desde la sen-cilla mesa del Cenáculo. En la parte posterior delaltar surge la tabla de madera, de yeso, de bronceo de plata, donde se ven esculpidas las figuras deCristo, de los apóstoles o de los santos patronos yprotectores de la Iglesia, inscritas primero bajo lasarcadas románicobizantinas de medio punto y co-bijadas después bajo las elegantes ojivas del estilogótico. Se la llama retrotabula, tabla de enfrente,primer embrión de nuestros retablos, que traen deella su origen y su nombre. Poco a poco el reta-blo crece y trepa por el muro hasta cubrirlo com-pletamente, convirtiéndose en una verdadera obraarquitectónica. Se multiplican los adornos, las co-lumnas, las molduras, las cornisas y las pinturas oesculturas, hasta llegar a los grandes retablos del

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Renacimiento y a los aún más ricos y complica-dos del barroquismo, que son verdaderos poemasde la fe, magníficas exposiciones del dogma, en lasque se unen todas las figuras del Antiguo y delNuevo Testamento y pueden estudiarse todas lasespléndidas creaciones de la iconografía cristiana.La mesa se ha convertido casi en el pedestal deun monumento, un pedestal que, además de esaconstrucción gigantesca, debe sostener un crucifi-jo en el centro, y a los lados del crucifijo altos ypesados candelabros, en los cuales han de arder lasluces que antes se colocaban en torno o sosteníanlos fieles en sus manos. Es el último paso hacia eseconcepto de altar-trono, que se había insinuadoen la Iglesia desde que los emperadores de Romaabolieron los edictos de persecución. Y a acentuaresta impresión contribuían los ritos que en relacióncon el altar habían ido surgiendo durante la EdadMedia, como los ósculos que el sacerdote multipli-caba, sellando con sus labios aquella piedra, quele recordaba al mismo Cristo, Piedra angular desalud y de vida; como los manojos de flores que

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en él se colocaban para aumentar su esplendor ysu riqueza; como el homenaje repetido de la incen-sación, indicio del respeto con que se le miraba yseñal a la vez de aislamiento de cuanto le rodeaba,pues el perfume del incienso es como una purifica-ción, un exorcismo contra toda influencia profana,un tributo a la augusta grandeza del lugar terribleque era como el asiento de la Divinidad. Las re-liquias de los santos, que debían estar encerradasen el ara, indicaban que no se había perdido devista que el altar era un sepulcro, según el sentirde los primeros cristianos; y nunca, ciertamente,se olvidó que era la mesa en que los cristianos ve-nían a alimentarse con el Pan de los Fuertes; perono cabía duda de que se necesitaba insistir sobreestas ideas, y de aquí surgió entre los liturgistasmodernos una tendencia a volver a las formas dela Iglesia primitiva, a la mesa que nos hace pensaren el Cristo del Sacrificio y en la pura intimidad dela última Cena, más que en la gloria y el esplendordel triunfo definitivo del cielo.

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El corazón del templo

Sea como sea, el altar, altar fijo o altar por-tátil, altar-mesa o altar-trono, altar con ciborio oaltar con retablo, es y será siempre el corazón dela iglesia, el punto hacia el cual deben convergerlas líneas de la arquitectura y los latidos de loscorazones. Por eso se le consagra de una manerasolemne, con bellas oraciones y ritos rebosantes deuna expresiva elocuencia: rezo de los siete salmospenitenciales, bendición del agua gregoriana, quese compone de agua, sal, vino y ceniza, para puri-ficar la piedra, rociando con ella en forma de cruzel centro y los cuatro ángulos, consagración conel Santo Crisma del sepulcro, o pequeño hueco enque se han de colocar las reliquias; incensación re-petida, unción de la mesa y del frontis, cremaciónde los cinco granos de incienso sobre las cinco cru-ces, que se han hecho previamente en el centro yen los ángulos con el óleo sagrado. Y entre tan-to, el coro canta la gloria y la dignidad de aquelnuevo instrumento de salvación, recordándonos el

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simbolismo que encierra, los sentimientos que evo-ca y las gracias que de él van a brotar como deuna fuente divina. Pensamos en la mesa en quepor vez primera reposaron las sagradas especies,el ara de la cruz sobre la cual se inmoló Jesucristopor nosotros en el monte Calvario, en la piedra quereprobaron los que edificaban, y que fue destinadapara ser el fundamento y piedra angular de la Igle-sia. Y en aquellas cinco cruces evocamos las cincollagas del Señor; las unciones con el Santo Cris-ma y el incienso que se quema nos hacen pensaren el embalsamamiento de su Cuerpo sagrado; ylas reliquias de los santos que se colocan en el ara,recordándonos un delicado pensamiento de los pri-meros cristianos, nos indican la estrecha unión queexiste entre el sacrificio de Cristo y el de sus másinsignes imitadores.

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CAPÍTULO IV

EL LUGAR DE NUESTRO SACRIFICIO

Los primeros oratorios

Magnífica revelación del vigor interno y de lagrandeza del culto cristiano es el que, por unaparte, tenga caracteres tan espirituales que pue-da prescindir casi de las condiciones del espacio,y que, por otra, haya producido, precisamente enrelación con el espacio y en todas las regiones dela tierra, más obras maestras de la arquitectura yde la imaginería que ninguna otra idea o forma dela cultura humana.

Una de las innovaciones fundamentales traídaspor el cristianismo fue el haber desligado el cul-

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to de un lugar determinado. Ni las colinas sagra-das, ni las aguas salutíferas, ni los bosques llenosde misterio, ni siquiera la cima histórica en quese alzaba el templo de Jerusalén, tendrían razo-nes especiales para atraer a las almas y vincularla presencia divina. Desde ahora, como decía SanPablo, el verdadero templo sería el pueblo mismode Dios, y, por tanto, donde se reuniesen los fieles,allí estaría su Dios. «En todo lugar —había di-cho Malaquías, refiriéndose al sacrificio de la Nue-va Alianza—, desde donde sale el sol hasta dondese oculta, se me ofrecerá una hostia inmaculada.»Y Cristo había anunciado a la Samaritana que enadelante no habría que buscar la santidad ni en Je-rusalén ni en el Garicín, sino dondequiera que hu-biese verdaderos adoradores que adorasen a Diosen espíritu y en verdad.

Por eso el que durante los primeros tiemposde la Iglesia se nos diga tan poca cosa acerca delos sitios en que se reunían los fieles para celebrarlos misterios no se debe solamente a la escasa li-bertad que les dejaban las continuas persecucio-

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nes, sino también a esta amplia libertad espiri-tual que les había dejado su Maestro. Celebra-

Planta de Santa Sofía.

ban juntos el domingo,conmemorando la últimaCena con la fracción delpan. Esto era lo esencial:la cuestión del lugar teníamenos importancia. Po-día ser la casa de algúnmiembro más distingui-do de la comunidad; po-día ser una cámara sepul-cral más espaciosa; podíaser la sala de una escue-la, o bien la cárcel mis-ma en que sufrían los her-manos. Esta gran inde-pendencia con respecto alas condiciones espacialesse ha conservado hastanuestros días, pues vemos que todavía hoy, cuan-do algún motivo lo exige, puede celebrarse la Misa

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bien sea en el campo, bajo la bóveda de los cielos,bien sea en cualquier edificio destinado a los usosde la vida civil, con la única condición de tenerun ara o piedra de altar donde colocar las sagra-das especies, y hay casos especiales en que ni es-ta prescripción obliga. Era necesario, sin embargo,que el pueblo cristiano se reuniese en alguna par-te, y esto bastaba para que existiese la posibilidadde un desarrollo arquitectónico, para que hubieseuna manera de adaptar y adornar ese lugar, pa-ra que naciese un arte cristiano, cuyos comienzosse remontan más allá de Constantino, puesto quehubo emperadores que en sus edictos de persecu-ción incluían la orden de demoler las iglesias, yrecientemente nos han hablado los arqueólogos dehallazgos de iglesias preconstantinas en varias re-giones del Asia Menor.

La basílica

Puede decirse, no obstante, que la expansiónde la arquitectura del cristianismo comienza con

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el edicto de Milán (313), que concede a los cristia-nos el libre ejercicio de su religión. Y no va a buscarsu inspiración en el templo pagano, que más que unlugar de reunión era el edículo en que habitaba ladivinidad y en que no podían entrar los fieles. Másprácticos para sus fines propios se les presentabanlos edificios en que se daban cita los litigantes y losnegociantes para tratar sus negocios y resolver suspleitos. Eran grandes salas con techo de madera,con diversas naves, separadas por columnas y conuna cabecera, en que se colocaban los jueces y losoradores. Se las llamaba basílicas. El nombre y laforma van a pasar al primitivo templo cristiano.Era una estructura sencilla y práctica y con la su-ficiente amplitud para recibir a las multitudes quellamaban en tropel a las puertas de la Iglesia.

Esta forma se mezcla en la parte oriental delImperio con influencias venidas de Persia, y asínace la iglesia bizantina, cuyos rasgos principalesson la cúpula, los contrafuertes interiores, el gustopor la flora ornamental, el amor a la policromía,a los bronces, a los mármoles, a los mosaicos de

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oro, al lujo, al esplendor, a la suntuosidad, que seconcentran sobre todo en el altar, mesa de sacri-

Estructura de Santa Sofía.

ficio, no sarcófago, situada bajo el arco triunfal,frente al ábside. El tipo de esta construcción es lafamosa Santa Sofía, de Constantinopla, levantadapor Justiniano a mediados del siglo vi, y prontoimitada con más o menos fidelidad en todos los

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países de Oriente y Occidente, adonde llegabanlas armas o las influencias de Bizancio. Era unaarquitectura espléndida, en que el genio de Romay el espíritu del Oriente se asociaron para formarel más armonioso conjunto, notable por la estabili-dad y el atrevimiento, admirable por la brillantezdel colorido y la pureza de líneas, insuperable porla ciencia de los efectos, el arte de los contrastesy la potencia decorativa. Era la geometría hechapiedra y atada al espacio.

El templo románico

Entre tanto, el Occidente, acosado por el ím-petu de la invasión musulmana, inquietado por lasincursiones devastadoras de los vikingos y destro-zado por la inundación muchas veces repetidas delos magiares, rehacía lentamente su cultura, re-cogiendo fragmentos de civilizaciones rotas, escu-chando latidos de ancestrales pulsaciones, armoni-zando elementos que descendían por los caminosdel Norte, y tejiéndolo todo con los hilos dorados

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que a través de los mares y los desiertos envia-ban la inspiración asiática, los puertos egipcios,los focos del saber bizantino, siempre renovado, ylos reverberos de la ciencia antigua de los sasáni-das. El milagro se realiza al comenzar la undécimacenturia. Es entonces cuando, según la expresiónde Raúl Glaber, la tierra se cubre con el mantoblanco de sus iglesias. Nace el templo románico,con sus naves misteriosas, con sus pórticos histo-riados, con sus arcadas de medio punto, con susbóvedas de arista o de cañón, con sus cúpulas au-daces, con la riqueza de sus capiteles y la fuerza desus pilares y la gloria de sus pinturas, con su graciay su solidez, su intimidad y su espiritualidad, suanhelo de belleza y la profundidad de su instintoreligioso. Es una construcción en que todo revela laobsesión simbólica y la finalidad litúrgica, un arterico, elegante y sólido, de fecundidad inagotable,que se escalona junto a los caminos de la peregri-nación, que nace del culto de las reliquias y crecee irradia por la devoción a los santos. La iglesia seconvierte en un libro o en un poema, donde todo

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habla y canta, exhorta y sugiere, enseña y predica.Los capiteles y las repisas, los muros y las cúpulas,todo está adornado de escenas hagiográficas o dehistorias ejemplares; todo palpita y se enriquececon una riquísima imaginería, en que las reminis-cencias mitológicas se mezclan con las figuras dela Biblia y los ecos de las teogonías orientales conlos sucesos de la vida de Jesús y las hazañas delos héroes del cristianismo. Las melodías arquitec-tónicas se levantan en sabia correspondencia conlas formas ornamentales, y la teología se junta conla historia para señalar su sitio a cada estatua, acada color, a cada símbolo, a cada personaje: enlos pórticos, escenas del Juicio y de la Gloria; enlos muros, la vida del Salvador, en contraste conlas figuras y vaticinios del Antiguo Testamento;en los ventanales, las imágenes de los profetas yde los santos, con sus fornidos cuerpos, sus ros-tros abultados, sus atributos tradicionales y su ac-titud noble y serena; en el pavimento, los temasmás profanos, de los vicios y las virtudes, las ar-tes y las estaciones; en los pilares de la nave, los

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apóstoles llevando sus insignias respectivas: el li-bro, las llaves, la espada o la cruz; en el ábside o enlas trompas de la cúpula, el tetramorfos, es decir,los cuatro símbolos de los evangelistas: el ángel, elbuey, el águila y el león.

La catedral

La evolución sigue su curso inexorable. De Com-postela y Salamanca se llega a Burgos y a Toledo,a la catedral gótica, que se prolonga y se levanta,se enriquece y se estiliza, y con sus proporcionesgigantescas es como una expresión del universa-lismo cristiano, que llama a todos los hombres ala salvación, y necesita reemplazar la pequeña ce-lla, en que habitaba el dios griego, con un recintoenorme, de anchas naves laterales, atravesadas porotras, con bóvedas colosales, y pilares inmensos, yalturas gigantescas, en que se juntan dos curvas,cortándose recíprocamente para formar la ojiva. Esla arquitectura de los monjes y los caballeros, dela mística y la cruzada, en que el edificio recuerda

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el triunfo de la cruz de Cristo, en que los roseto-nes, con sus pétalos de diamante, figuran la rosaeterna, cuyas hojas son las almas redimidas, enque las líneas expresan el anhelo de espiritualidadque atormenta las almas, en que la luz llega trans-formada por las vidrieras en púrpura sangrientay en sobrenaturales fulgores de amatista y de to-pacio, como si fuesen reflejos del paraíso, en quetodo es originalidad e intemperancia, atrevimientoy delicadeza, curiosidad y fantasía, desprecio de lamasa y de la razón, fe ciega y esperanza jubilosa.Haces de columnas ligeras se acumulan en tornoa los pilares, las galerías aparecen suspendidas enel espacio, los campanarios se confunden con lasnubes, los chapiteles suben hasta el cielo, los pór-ticos se llenan de un mundo infinito de estatuillas,los muros se coronan de gárgolas y pináculos, flo-rece el encaje y la filigrana, el recinto se puebla demonumentos funerarios, y la cristalería multicolor,la exageración del ornato, el esplendor del follaje ydel entrelazado, la minuciosidad prodigiosa del de-talle, llegan a hacernos pensar en aquellas palabras

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que canta la Iglesia en el oficio de la dedicación desus templos: «Vi la ciudad santa de Jerusalén, quebajaba del cielo como una esposa adornada parasu esposo.» Es el traje rutilante y florido de unanovia, es el manto recamado y lujoso de una reina,un imponente y delicado atavío, que nos evoca lapoesía delicada, la inspiración inquieta, la violentaaspiración, la angustia de infinitud y la pasión des-mesurada del hombre europeo en aquel momentoculminante de la tensión religiosa. Es la gracia dela tierra y la del cielo, el ímpetu del alma sedien-ta de infinito, el anhelo místico de Hildegardis yGertrudis, de Bernardo y Buenaventura, la triplebendición del perfume, del poder y de la belleza,exaltada por el dominico Bartolomé de Braganzaen el sermón que pronunció en 1267 con motivode la traslación de los restos de Santo Domingo deGuzmán: benedictio odoris, vigoris et decoris.

RenacimientoEl proceso se rompe con la aparición del Rena-

cimiento, cuya arquitectura, consecuente con su

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principio de hacer ante todo y sobre todo obra dearte, rompe con la tradición simbolista, con el sen-tido litúrgico y, con frecuencia, con la inspiraciónreligiosa. Antes se buscaba el místico fervor, y to-do lo demás venía por añadidura; ahora se buscala libre inspiración, o la norma de Vitruvio, o elejemplo del panteón y el del coliseo. Más que laorientación de la planta, más que el idealismo ale-górico, más que la piedra teologizante, importanlos órdenes superpuestos, la pureza de las líneas yel precedente de los monumentos grecolatinos. To-do esto parecía en oposición al espíritu que se des-prendía de las páginas evangélicas, y no obstante,debido al esfuerzo de una docena de maestros co-losos de la arquitectura, la nueva tendencia cuajóen una nueva forma del arte cristiano, que produjoverdaderas obras maestras, en las cuales, a la vezque el ideal del arte, se siente el ideal de Dios. Es elarte de la reforma, en que se hermana la grandio-sidad con la sencillez, y se armoniza la masa conla línea, y se junta la suntuosidad con la sereni-dad y el equilibrio. Difícilmente logra desasirse de

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la frialdad clásica, pero tiene bastante flexibilidadpara conseguir una adaptación que le permitirádominar en el mundo cristiano durante cuatro si-glos. Y esto parece ser una prueba evidente de quetambién él tiene una fuerza íntima para colaborarcon la fe y preparar la Casa de Dios. Se ha dichode este arte que pierde en espíritu lo que gana ensabiduría; que el vértigo de la lógica culmina enél sobre el vuelo de la fe; que, en definitiva, noes cristiano. Ciertamente, no exhala la emoción deuna catedral gótica, ni la de un templo románico.¿Pero es que hay sólo una emoción religiosa? ¿Esque el hombre no va a tener más que una manerade expresar lo divino? ¿Por qué la ojiva va a sermás religiosa que la línea recta? ¿Y no va a tenercada época, cuando hierve en ella una savia de vi-da auténtica, pleno derecho para crear la Casa deDios adecuada a su propia vida?

La Casa de DiosPorque, basilical o renacentista, bizantino u

ojival, el templo cristiano debe ser eso ante todo:

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la Casa de Dios. Es significativo que desde el co-mienzo del cristianismo el edificio material en quese reunían los fieles empezó a designarse con lamisma palabra, que expresaba la asamblea mismade los cristianos: Ecclesia. De hecho, el edificio noes más que la elemental condensación o el estuchematerial del templo vivo de Dios, que son las almasde los cristianos, y esta verdad debe reflejarse enla estructura misma de la construcción. Así comola Iglesia de Dios está integrada por el pueblo y elclero, en el templo encontramos la nave encabeza-da por el coro y el presbiterio, en cuyo vértice sealza la cátedra del obispo; y así como la asambleade los fieles, según el antiguo rito, se colocaba endirección al Oriente cuando rezaba, como si salie-se al encuentro del Resucitado, del mismo modoel edificio en que la asamblea se reúne es como unnavío que se dirige hacia el Oriente, pues ésta debeser la orientación de las iglesias, según las tradicio-nes primitivas, que sitúan el ábside en el lado queprimero ilumina el sol naciente, para que las mira-das de los fieles se concentren siguiendo la misma

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dirección. Y de la misma manera que el alma delcristiano, así el templo de piedra queda santificadocon una ceremonia que es como su bautismo, en elcual no falta ni la imposición del nombre, es decir,la designación del titular o patrono, que ha de serespecialmente venerado en su recinto.

La dedicación

De este rito de la consagración o dedicaciónde las iglesias nos hablan los más antiguos monu-mentos cristianos, y puede decirse que la Iglesiano hacía más que recoger una costumbre del Anti-guo Testamento, que ella misma nos recuerda en elOfertorio de la domínica décimoctava después dePentecostés con estas palabras: «Consagró Moisésun altar al Señor, ofreciendo sobre él holocaustose inmolando víctimas delante de los hijos de Is-rael.» Esto en el siglo xv antes de Cristo. En elx, cuando Salomón inauguró su templo famoso,quiso celebrar el acontecimiento con memorablesfestejos: los salmistas cantaban los salmos de Da-

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vid con acompañamiento de cítaras, los sacerdo-tes tocaban trompetas y encendían luminarias, elpueblo se agolpaba alrededor del edificio, y los sa-crificadores degollaban sin cesar bueyes, corderos,palomas, cabritos y terneros. «Y dedicó la Casa deDios el rey y todo el pueblo.»

Esta solemnidad pasó al cristianismo enrique-cida y espiritualizada. Él, ciertamente, nos enseñaque Dios está en todas partes, y que le interesa másel corazón del hombre que la morada hecha porsus manos. El universo mismo, con la bóveda delos cielos, la majestad de las montañas y la inmen-sidad de los mares, sería un templo indigno de sugrandeza. «El cielo es mi sede —dice Él mismo—,y la tierra el escabel de mis pies. ¿Qué casa melevantaréis? ¿Cuál será el lugar de mi descanso?¿No fue mi mano la que creó todas las cosas?»Por la convicción de esta verdad, el cristiano selevanta a las cumbres de la metafísica, a la ideade la inmensidad de Dios, de su infinitud y de suomnipotencia. Su religión le coloca por encima delpagano, que concebía a su dios como un ser seme-

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jante a él, cuyo dominio no se extendía más alládel templo en que moraba. «El Dios que ha he-cho el mundo —decía San Pablo en el Areópagode Atenas— no habita en templos que son hechu-ras de los hombres. En Él vivimos, nos movemosy somos.»

Ya hemos visto, sin embargo, que también elcristiano necesita su templo, no tanto para ence-rrar en él a su Dios como para reunirse con sushermanos a rezar en la caridad, y para dar al Pa-dre un culto sincero y razonable. Y, como es na-tural, la casa de la oración se convierte en Casade Dios, porque en ella Dios manifiesta más queen ninguna otra parte su bondad y su poder. Yese lugar, en que se alza el tabernáculo, se erige laSanta Mesa y se celebran los sagrados misterios,debe estar consagrado exclusivamente al culto di-vino y separado de todos los usos profanos. Nece-sita de una purificación, de una santificación, deun bautismo, que le fije en ese destino superior yarroje de él al demonio, como se le arroja del alma.Difícil tarea, que se realiza con una serie compli-

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cada de bendiciones, cruces, exorcismos, oracionesy aspersiones; tarea reservada al obispo, al jefe dela congregación de los fieles. Cuando llega a laspuertas del edificio, dice una y otra vez: «Abrid,príncipes, vuestras puertas para que entre el Reyde la gloria.» Pero el enemigo defiende la fortalezay es preciso organizar un verdadero asalto. Una yotra vez son rociados los muros con el agua lus-tral, y mientras tanto el coro canta: «Del Señor esla tierra y toda su redondez, el orbe de la tierra ycuantos en ella habitan. Él la ha fundado sobre losmares y la ha preparado sobre los ríos.»

Ritos y efectos

Al conjuro de los cánticos y de las oraciones elenemigo se debilita, las puertas se abren y entrael cortejo sagrado. Hay que tomar posesión del lu-gar, y este acto se realiza con un rito único en laliturgia. Los diáconos trazan con ceniza dos franjastransversales en el pavimento, dibujando una cruzde San Andrés. Tras ellos va el prelado, escribien-

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do en una el alfabeto griego y en otra el latino.Era la manera de delimitar un terreno entre losromanos. Los agrimensores empezaban por trazaruna cruz oblicua en el campo que iban a medir. So-bre sus líneas se escribían los signos numerales quecorrespondían a las dimensiones del perímetro. Elalfabeto no es más que la ampliación de la siglamística, alfa y omega, y como las líneas transver-sales forman la primera letra del nombre griego deCristo se da a entender con esta figura simbólicaque Cristo va a ser en adelante el verdadero pro-pietario del lugar. He aquí la idea generadora dela ceremonia y su verdadera significación.

Pero aún está el recinto sin purificar. Vuelvena comenzar las lustraciones y los conjuros. El pavi-mento y las paredes se humedecen con un líquidoen cuya composición entran el agua, la sal, la ce-niza y el vino. Todo tiene su íntima significación:el agua indica la pureza con que los fieles han deacercarse al templo y la que el templo mismo hade tener para recibir las oleadas de la gracia; la salrecuerda la doctrina de la Sabiduría, que se ha de

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enseñar en aquel lugar; la ceniza es el símbolo delsaciamento de la Penitencia, que se ha de distribuirallí a todos los pecadores; y el vino, finalmente, noshace pensar en la santa embriaguez del amor deDios, en las alegrías y las dulzuras y los consuelosque allí han de gozar las almas: sabores eucarís-ticos, júbilos de oración, seguridad de perdones,suavidades de caridad fraterna, chisporroteos degracias, confianzas, intimidades y arrobamientos.Mas he aquí las doce cruces místicas grabadas so-bre los muros. El Pontífice las unge, las bendicey las inciensa. Son doce, como los apóstoles, pa-ra recordarnos aquellas palabras en que San Pablonos dice «que la Iglesia está edificada sobre el fun-damento de los apóstoles y los profetas, y que supiedra angular es Cristo Jesús.»

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CAPÍTULO V

GRANDEZA DEL SACRIFICIOCRISTIANO

La acción divina

Es ya un lugar común entre los teólogos decirque la Misa es el centro de toda la Liturgia; un lu-gar común, pero al mismo tiempo una gran verdad.Santo Tomás había expresado la misma idea, con-siderándola como el término hacia el cual tiendentodos los oficios y todas las ceremonias de la Igle-sia, y la obra más augusta de nuestra religión. Losprimeros cristianos la llamaban la acción, la ac-ción por excelencia, ante la cual resultan humildestodas las demás acciones de la tierra, por muy glo-

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riosas que parezcan, lo mismo las religiosas que lasprofanas. Y la razón está en que la Misa debe serconsiderada como una acción divina. No hay exa-geración ninguna cuando decimos que cada una denuestras iglesias se convierte en un paraíso celestialcuando en ellas se celebra el sacrificio de nuestrosaltares. «El Señor está en su templo —decía yael Salmista en el Antiguo Testamento—; el Señortiene su trono en el cielo.» A la voz del sacerdoteel cielo se abre, el Rey del Cielo se hace presenteen el altar, y en torno adoran los coros de los án-geles, realizándose así la escena que nos describeel Apocalipsis cuando nos habla de los aromas delincienso, con los cuales llegan envueltos hasta eltrono de Dios los méritos de los santos, las ora-ciones de los creyentes y los méritos de todos losjustos derramados sobre la tierra.

Olvido e incomprensión

Sólo este pensamiento podría encender nuestroespíritu y renovarlo para frecuentar dignamente,

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según la expresión litúrgica, el gran misterio dela vida cristiana, para oír la Misa y asistir a ellacon el fervor, con el amor, con la emoción religio-sa, con la generosidad sin reserva que hubiéramos

Iglesia románica de Cluny.

sentido de haber teni-do la dicha de acompa-ñar a Cristo en su pe-regrinación por la tie-rra. Se explica que ha-ya hombres que no vana Misa y se quedan tantranquilos. Sin duda no

tienen fe, aunque se llamen cristianos. Lo que esdifícil de explicar es que se vaya a Misa y que sevaya por rutina o por cumplimiento, y todavía esmás absurdo que haya personas realmente piado-sas que van a Misa y luego se olvidan de oír Misa,entreteniéndose en toda suerte de rezos, que sinduda les parecen más importantes. Aludiendo aeste fenómeno, escribía yo hace años, y lo repi-to ahora, porque hubo quienes se extrañaron deello: «La gran devoción ha sido suplantada por las

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devociones; la acción por excelencia, sepultada en-tre montones de palabras. Ni las gentes que másfrecuentan la iglesia oyen Misa; cumplirán con elprecepto si es día de guardar, pero en realidad nooyen Misa ni sacan de ella el debido provecho. Aveces ni siquiera se la dejan oír. Se da el caso ex-traño del púlpito haciendo la guerra al altar. Unsacerdote dice la Misa, y como si esto fuera algohorrendo, otro se esfuerza por acaparar la atencióndel público, chillando más o menos graciosamente,ensartando imágenes, metáforas y flores retóricas,tratando de convencer a los fieles de que no haysanto más milagroso que San Expedito, o contandoalguna historia edificante más o menos auténtica.Es como si San Juan, cuando su Maestro moría enel Calvario, se hubiese puesto a explicar cómo aJonás pudo tragarle la ballena, para después salirvivo de ella.»

IgnoranciaAfortunadamente, el movimiento litúrgico, im-

pulsado por los pontífices y dirigido por una pléya-

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de de expositores infatigables, ha abierto los ojosen muchas almas y colocado a muchos cristianosen el camino de la verdadera piedad. Durante es-

Sacrificio de Abraham (mi-niatura antigua).

tos últimos años hansido numerosos los fie-les que han comprendi-do esa gran idea de suparticipación en el Sa-crificio, y a eso ha con-tribuido el Misal, con-siderado ya en muchoshogares como el me-jor devocionario comola ayuda indispensablede la vida espiritual;

pero aun así conviene insistir, pues no faltan to-davía quienes, mientras el sacerdote y el ayudantecomienzan al pie del altar un diálogo emocionante,lleno de significación y dramatismo; mientras SanPablo se esfuerza por levantarlos a las alturas delmisterio de Cristo; mientras la Iglesia les ofrece elósculo de paz, o mientras el pan deja de ser pan

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para convertirse en sustancia de Dios, pareciéndo-les que todo aquello es algo sin importancia o quenada tiene que ver con ellos, buscan cualquier en-tretenimiento piadoso para pasar distraídamenteo provechosamente la media hora que deben estaren la iglesia. Y veréis, a los más, pasear la mira-da por la bóveda o dirigirla hacia la concurrenciacon evidentes señales de impaciencia o de aburri-miento; a los menos, con una clara preocupaciónde no perder lastimosamente el tiempo, deslizarnerviosamente los dedos por las cuentas del rosa-rio o entregarse a algún ejercicio de devoción muydigno de respeto, como sería hacer la novena deun santo, o bien exhalar blandos suspiros leyen-do algún devocionario acaramelado y vacío. Y elsacerdote, entre tanto, avanza en el rito del Sacri-ficio, pronuncia fórmulas sagradas, en las que semezclan fragmentos de discursos del Señor; dirigela palabra a los asistentes, lee para ellos las exhor-taciones del Apóstol y el relato de los milagros deCristo, y sólo una voz le responde: la voz inocente,pero también inconsciente, del monaguillo.

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La obra de nuestra redención

En realidad, esto podrá ser asistir a Misa, perono oír Misa. Así nos lo indica la Iglesia misma ensus textos litúrgicos y especialmente en una secre-ta, que pone en nuestros labios uno de los primerosdomingos de Pentecostés. Es una fórmula bella yaudaz, que nos introduce en la esencia misma delacto eucarístico y sintetiza la razón última de sugrandeza soberana. Primero, esta petición: «Da-nos, Señor, frecuentar dignamente vuestros miste-rios.» ¿Por qué esa preocupación, por qué ese an-helo de preparar el alma para presenciar los mis-terios del altar? Aquí una contestación explícita yrotunda, que es para estremecernos de amor y detemor al mismo tiempo: «Porque siempre que secelebra la conmemoración de la Hostia sacrosanta,se realiza la obra de nuestra redención.» Todo esoes la Misa: la conmemoración de la Hostia sacro-santa, o dicho más claramente todavía, la obra denuestra redención, el sacrificio mismo del Calvario.¿Qué ejercicio humano, qué novena, qué oración,

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por devota que sea, se le podrá comparar?Estas palabras nos ofrecen además una defi-

nición impresionante, una definición que tiene elprestigio de la antigüedad cristiana y de la más al-ta autoridad teológica. Con ellas la primitiva Igle-sia confesaba la identidad entre el sacrificio de laCruz y el sacrificio del Altar. La apariencia exteriores distinta, pero la realidad es la misma: un mismosacrificio, fuente de vida, surtidor de gracia, focode luz, obra de redención, rescate de valor infinito.En uno y en otro el mismo Dios hecho Hombre,el mismo Corazón divino, y en el Corazón la mis-ma caridad. En el Calvario se ofreció plenamente,adorando, dando gracias, implorando misericordia,levantando a los cielos, en nombre de la Humani-dad, a quien representaba, el valor perfecto de suamor y su alabanza; presentando al cielo el pre-cio infinitamente agradable de su sangre divina.Y otro tanto hace en el altar. La Misa no es másque la prolongación de aquel grito sublime de ca-ridad que se oyó en la cima del Gólgota: «Padre,perdónalos, porque no saben lo que hacen.»

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La cruz y el altar

En la cruz y en el altar, el mismo sacerdote y lamisma víctima. Sólo existe una diferencia exterior:en el Calvario, Cristo presentaba la ofrenda de suvida, y la oblación se manifestaba en la muertesangrienta; «pero una vez resucitado de entre los

Bajorrelieve babilónico representando un rey ofreciendo unsacrificio.

muertos —dice San Pablo—, ya no puede morir.»La efusión de sangre ya no es posible en su vidagloriosa; pero la Pasión no sólo puede ser evocada,representada, conmemorada, sino también renova-da. El sacerdote pronuncia en nombre de Cristo

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las palabras sacramentales: «Este es mi Cuerpo;éste es el cáliz de mi Sangre»; y estas palabras deun hombre, aunque sea indigno, producen el mis-mo efecto que cuando Jesús las pronunció por vezprimera en el Cenáculo, poniendo en ellas su efica-cia omnipotente. A la voz de su ministro respondeÉl desde el cielo ofreciéndose visiblemente bajo unsímbolo de muerte, y esta oblación mística no esmás que la exteriorización de la ofrenda de amorque brota de su Corazón divino. Por eso la obla-ción del altar, el sacrificio de la Nueva Alianza,es la obra de la redención del mundo, de su rege-neración por la gracia, de su inserción en la vidadivina.

En la cruz, es cierto, había derramamiento desangre, la sangre que brotaba de las llagas y empa-paba el madero y corría hasta el suelo; en el altarhay sangre, pero sin apariencias de sangre. Esta esla diferencia. En lo demás, el sacrificio es el mismo,con toda su virtud purificadora, con su plenitud depropiciación, con su valor absoluto. El anhelo sal-vífico de Cristo permanece intacto; el sol ardiente

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del amor celeste continúa fijo en la altura de suapogeo, sin eclipses, sin descensos, sin desmayos.Y de esta manera, por medio de las palabras dela consagración, virtualizadas perennemente poruna fuerza divina, la victima de aquella Parasceveinolvidable, en que se inmoló el Cordero de Dios,continúa a través de los siglos y los espacios, con-temporánea de todas las generaciones, levantadaperpetuamente entre el cielo y la tierra, siemprepresente, siempre actual. No hay motivo para quesintamos no haber estado aquella tarde al pie dela cruz. Tal vez hubiéramos huido como los cobar-des. Después de veinte siglos, más conscientemen-te, testigos ya del triunfo de la Palabra de Cris-to, podemos asistir al gran acto de la redencióndel mundo. Podemos asistir y tomar parte en él,o, mejor dicho, ser parte de él, porque, como decíaSanto Tomás, «la Eucaristía es el sacramento de laPasión de Cristo, y santifica al hombre uniéndole aCristo paciente sobre la cruz». ¿Puede imaginarsenada más sublime?

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El eje de la Liturgia

Por eso podemos decir que la Misa es el ejede toda la Liturgia, el centro augusto de los sacra-mentos, por los cuales se nos comunica la virtud dela Redención; el abismo misterioso del que salta lafuente de todas las gracias, la prolongación y mul-tiplicación de la presencia de Dios hecho Hombreen este valle de lágrimas, la renovación de aque-lla inmolación que se hizo un día en el Calvario,la extensión de la Encarnación del Verbo en ca-da uno de los miembros de su Cuerpo místico, laglorificación terrestre de la Humanidad y de todala Naturaleza, el perfeccionamiento supremo de lavida sobrenatural, la prenda de nuestra resurrec-ción y de nuestra consumación celeste, la gloria delhombre, la cifra del amor, el honor de la Iglesia, elsímbolo profundo y el foco activo de su unidad y elmemorial de todas las maravillas de un Dios bon-dadoso y misericordioso, según canta la Liturgiacon palabra del Salmista.

En la Misa se resumen todos los sacrificios an-

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tiguos y todos los actos religiosos que unían a laHumanidad con Dios, formando un sacrificio úni-co, que es a la vez holocausto, hostia pacífica y

La Basílica de Constantino en Roma.

víctima por el pecado; en ella se inmola un Diosque se pone, por decirlo así, en nuestras manos, afin de que tomemos la parte que nos corresponde oque nos conviene; es un Dios que adora, que apla-

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ca, que pide y que da gracias; es el Sacrificio dela cruz, que se hace actual en todos los tiempos,que se levanta delante de nosotros para ahorrar anuestra fe un esfuerzo acuciante y laborioso haciaun pasado lejano para romper nieblas de distan-cias y librarnos de preocupaciones y de afanes queno siempre fructificarían por nuestra debilidad onuestra negligencia.

En el Calvario

Y recordamos aquellas palabras de Montalem-bert: «Si nos hubiera sido dado vivir en el tiempoen que Jesús vino a la tierra, con la condición deverle sólo un momento, hubiéramos escogido aquelen que, coronado de espinas y extenuado de can-sancio, llegaba a la cima del Calvario.» Pues bien:por una milagrosa operación de la palabra creado-ra de Cristo, nuestro deseo se realiza diariamente.Cada vez que asistimos a Misa nos encontramosen el Calvario, y allí Cristo, levantando su ofrendade amor infinito, de adoración perfecta, de propi-

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ciación infalible, nos envuelve en su sacrificio. Sicambian las circunstancias exteriores, la realidad

Iglesia palatina de Aquisgrán, construida por Carlomagno.

es la misma: el acto soberano de los siglos, el sucesocentral de la Historia; porque, como decía Bossuet,«no hay nada más grande en el universo que Jesu-

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cristo; no hay nada más grande en Jesucristo queel Sacrificio.» Ese Sacrificio es el desenlace armó-nico de toda la vida de Jesús, la finalidad de todossus misterios, desde los de su infancia hasta los desu Pasión. Por él, como decía San Pablo, hemoshallado al gran sacerdote que ha penetrado en loscielos, «al sacerdote que entró una vez por todas enel Santo de los Santos para obtener una redencióneterna; porque si la sangre de los animales inmo-lados en la antigua ley podía dar una purificaciónlegal, cuánto más la Sangre de Cristo, que, por elEspíritu eterno, se ofreció a Sí mismo sin manchadelante de Dios purificará nuestras conciencias ynos hará dignos de servir al Dios vivo.»

Entró una sola vez en el Santo de los Santos,pero en el mundo repercutirá eternamente aquellapalabra de la última Cena: «Haced esto en me-moria mía.» La Iglesia, Esposa de Cristo, la reco-gió con amor, y el sacrificio sangriento de la cruzse renovó de una manera incruenta desde los díaslejanos en que Pedro presidía la pequeña comuni-dad de Jerusalén. Los apóstoles perseveraban en la

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oración y en la fracción del pan; sus discípulos sereunían en el ágape sagrado, en el banquete euca-rístico del amor; los perseguidos de las catacumbasse agrupaban alrededor del sacerdote para recibirde sus manos el pan que los consolaba y los forta-lecía. Era la renovación del gran Sacrificio. Poco apoco, en torno a él nacían bellos ritos, cálidas ora-ciones, ceremonias brillantes, ricas de simbolismo,henchidas de una significación profunda, ilumina-das por la poesía más impresionante. El diamantedivino quedaría como engastado en una espléndi-da filigrana, que la Iglesia iba tejiendo con amor.Esos ritos, esas oraciones, esas ceremonias, que ladistancia llena para nosotros de misterio, es lo quevamos a glosar breve y sencillamente en estos ar-tículos consagrados a la Misa.

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CAPÍTULO VI

EL ALMA DEL HOMBRE Y ELSACRIFICIO CRISTIANO

Anhelo de infinito

Hay necios que miran con júbilo hacia el Orien-te, pensando que de aquella tierra en que ha reso-nado el grito integral del ateísmo les va a venir lafuerza que los libre, al fin, de los lazos torturantesde su conciencia. Pero ésta es una esperanza quehan alimentado en todos los siglos las almas viles,que quisieran ver borrado del mundo el nombre deDios, la esperanza que a Voltaire le hacía profeti-zar que dentro de algunas generaciones el Infamehabría desaparecido. Y hay que reconocer que con

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frecuencia los acontecimientos parece como si vi-niesen a mantenerlos en su engaño, porque el maltriunfa, los poderes del infierno invaden la tierra,la verdad se eclipsa a los ojos de los hombres y lainocencia es despreciada y pisoteada. Es sólo unaapariencia, una impresión fugitiva. En realidad, eldiablo sirve a Dios; le sirve aun en esos momen-tos en que el bien se nos presenta como aplasta-do bajo sus pezuñas, como lo confesó Mefistófeles,uno de los filósofos más sabios, cuando le dijo aFausto: «Yo soy una parte de aquella fuerza quequiere siempre el mal y hace siempre el bien.» Ytal vez en esta servidumbre forzada consiste unode los tormentos más terribles que los enfurecen.Esos mismos pequeños diablos que son los comu-nistas rusos sirven a Cristo tal vez como nadie leha servido. A pesar de sus esfuerzos, el mundo da-rá la razón a Pasteur cuando decía que mientrasla idea de lo infinito siga hurgando en la mente delhombre, la voz de lo sobrenatural llamará a laspuertas de su corazón. Decir infinito es acercarseal vestíbulo en que habita la Divinidad, es sentirse

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sobrecogido por una grandeza que no tiene lími-te ni medida, es prosternarse, arrodillarse, adorar,bien sea delante de esa grandeza, lejana, bien seadelante de su símbolo cobijado en el ámbito de untemplo o colocado en el ara de un altar.

Esto es sencillamente la religión, y la manifes-tación externa de la religión es el culto, la Liturgia.

Religión y culto

Porque se ha podido decir que la religión con-siste esencialmente en ese culto, que el hombre,convencido de su dramática limitación por todaslas fronteras del ser, abismado ante la considera-ción de su dependencia absoluta con respecto aese Ser supremo, y avergonzado por su rebeldía ala voz misteriosa que habla dentro de él, consagraen su honor con la sumisión plena de sí mismo,dirigiendo hacia Él todo cuanto es, todo cuantohace, todo cuanto tiene. Por eso la religión es a lavez acatamiento y acercamiento, actitud rendidaante ese poder incontrastable que se impone nece-

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sariamente a nuestra conciencia, y vuelo confiadohacia Él; humildad que apenas se atreve a balbuciruna palabra, y anhelar alegre hacia esa plenitud,con ansias de conocerla, con disposiciones de obe-decerla, con fervores de servirla; es decir, con elalma abierta para admitir un dogma, para guar-dar una moral, para practicar un culto; un cultoque, ante todo, debe ser interior, pero que por esacondición misma de interioridad, de autenticidad,tiene necesidad de derramarse, de exteriorizarse,de hacerse público y social.

Así lo comprendieron todos los pueblos de laHistoria, puesto que en todos ellos encontramosese culto externo, y lo encontramos, indefectible-mente, en la forma que más puede ayudarnos amanifestar ese acatamiento y a realizar ese acerca-miento, la forma más excelente, la más elocuente,la más expresiva de nuestra angustia ante lo abso-luto: la del sacrificio. Decir religión es lo mismo quedecir religación, o si se quiere, unión; y decir sacri-ficio es decir comunión, la unión más estrecha quese puede imaginar, la unión perfecta del amor, que

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busca la identificación. A la luz de esta doctrina

Iglesia noruega construidacon troncos de árboles.

se nos presentan casicomo divinamente ins-piradas aquellas frasesque leemos en el Sym-posium de Platón: «To-do el arte de los sa-crificios no tiene otroobjeto que conservar elamor. Al sacrificio leestá encomendado cui-dar del amor entre loshombres y los diosesy producirlo.» Y si es-to lo aplicamos a nues-tro sacrificio, la adivi-nación del gran filósofocala tan hondo en la entraña de la realidad, quellega a causarnos verdadero estremecimiento.

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Fuente de amor

El sacrificio, efectivamente, es una ofrenda queel hombre hace a Dios como Señor supremo de to-das las cosas, y que tiene como eco una comunica-

Animales sacrificados en um tem-plo romano.

ción de Dios al hom-bre: o más exacta-mente, es un donsensible ofrecido aDios por el hombrepara expresar sim-bólicamente la do-nación interior queel hombre hace desí mismo. El sacri-ficio, por tanto, ex-

presa el amor, produce el amor, compra el amor odespeja el camino al amor. La nota fundamentalde todo sacrificio es manifestar nuestra dependen-cia con respecto a Dios por medio de una ofrendarepresentativa; pero en el fondo de esa ofrenda es-tá el anhelo de la respuesta divina, de la gracia

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que perdona, de la gracia que enriquece, de la gra-cia que levanta. En definitiva, el sacrificio es unaobra de amor, una fuente de amor, un comerciode amor, de suerte que un sacrificio que no es-té animado, impregnado, calentado en llamas deamor, no es verdadero sacrificio. Así debía ser elsacrificio de Caín. El terror y el egoísmo eran susinspiradores, y por eso nos dice la Escritura queDios cerraba sus ojos ante él. Sus espigas estabanvacías, no sólo porque eran las peores de la co-secha, sino, sobre todo, porque se las ofrecía sinamor. Las manos que las colocaban sobre el altaraparecían ya a los ojos de Dios manchadas con lasangre del fratricidio.

La ley del retorno

Hay un principio teológico según el cual todocuanto Dios crea, lo crea necesariamente para sugloria. «Mi gloria no la daré a nadie», dice el mis-mo Dios por boca de uno de sus profetas. Esto nosayudará a comprender hasta qué punto está entra-

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ñada en el sacrificio la idea de comunicación entreel cielo y la tierra y cuán sublime es ese comercioque se realiza en el altar. Lo que en el lenguajede los hombres parecería mezquino egoísmo, es enDios altísima generosidad, ansia de comunicación,norma del que sabe que las cosas creadas sólo lo-gran su destino en el retorno al infinito, cada unasegún su naturaleza, y sólo consiguen su felicidadcuando vuelven al Creador, sujetando su existen-cia a la pauta y condición en que fueron produci-das. Mi inolvidable hermano en religión, el PadreRafael Alcocer, que a la gloria del escritor unió lamás sólida y codiciadera del martirio, expresó es-te pensamiento con unas frases llenas de belleza.En un precioso opúsculo que escribió sobre la Misadecía, entre otras cosas: «Cuando el profeta Barucdescribe con grandeza y poesía incomparables laobra de la creación, se expresa en esta forma au-daz: «Las estrellas fueron llamadas por el Señor,y exclamaron: Henos aquí; y lucieron para Él conalegría.» Este lucir de alegría en las estrellas, co-mo los afanes del pájaro en su nido, como la vida

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secreta del insecto, como el clamor de los mares, lacanción de los vientos y el misterio de los bosques,y como todos los modos de ser y moverse las co-sas criadas, implican una manera de reversión dela Naturaleza hacia su Autor, por ser todos ellosmodos de expresión obediencial a la acción crea-triz...»

El retorno en el hombre

El hombre no es una excepción a esta ley. Quie-ra o no quiera, ha de volver a Dios. Pero es unser libre: puede querer y no querer: puede volverobligado y puede volver espontáneamente, por esatendencia que imprime en él la virtud de religión,tendencia de retorno, de religación, por la cual sease a la mano de la cual salió; tendencia de vueltaamorosa, que tiene su expresión más perfecta enel sacrificio. Expresión perfecta y, al mismo tiem-po, natural y espontánea. Inclinado a moldear enla materia sensible su más hondo sentir, siente lanecesidad de acuñar en una realidad física ese sen-

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timiento nobilísimo; goza declarando ante todo elmundo el acto interno de su veneración y su re-torno, de su acatamiento y su entrega; y esta in-clinación, que pudiéramos llamar necesidad, le dic-ta el acto del sacrificio. Se entregaría a sí mismo,sacrificaría su mismo ser, pero sabe que eso nopuede hacerlo, y por eso escoge algo de su propie-dad y lo sacrifica, lo consume, lo destruye, lo hacedesaparecer con el hierro o con el fuego. La ac-ción de la entrega queda consumada en un signo,y la aceptación de la Divinidad queda significadaen la destrucción del objeto sacrificado, que ya noes nuestro ni de otro hombre alguno; que, al des-aparecer, se supone aceptado por el Dios invisible,pasando así a la categoría de lo sagrado. De aquíviene el término mismo de sacrificar, sacrum face-re: hacer sagrada una cosa, una cosa que puede seruna bebida, un fruto, un perfume o cualquier otroobjeto insensible, y entonces el sacrificio se llamaincruento, o puede ser un ser vivo, y entonces sellama cruento o sacrificio de sangre. Pero cruentoo incruento, el sacrificio ha de entrañar esas dos

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cosas: la ofrenda, en la cual propiamente consiste,y la destrucción, que significa la aceptación por laDivinidad de la cosa ofrecida.

Tenemos aquí la razón histórica, o mejor aún,la raíz psicológica de una nota fundamental delsacrificio: la universalidad. Lo encontramos en to-

Rey asirio rociando las vícti-mas para el sacrificio.

dos los pueblos y en to-dos los siglos. Lo mis-mo las tribus salvajes,que se mueven impul-sadas por los instintosde la barbarie primi-tiva, que los imperiosamericanos, a quienesencuentran los españo-les en los umbrales de una civilización que era vie-ja en su infancia, que los pueblos creadores de lasobras maestras de la filosofía y del arte, todos loconsideraron como el acto esencial del culto. SiAtahualpa ofrecía a Viracocha la llama y más deuna vez la ñusca, si los sacerdotes de Cuautémocdepositaban a los pies de Huitzilopoctli los cora-

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zones palpitantes de los prisioneros, emperadoresfilósofos, como Juliano y Marco Aurelio, sacrifica-ron verdaderas hecatombes de bueyes y ovejas; ycuando Plinio, gobernador de Bitinia, describe aTrajano los progresos que el cristianismo va ha-ciendo en su provincia, parece como si lo que másle doliera es ver los mercados llenos de animalesde toda clase, que nadie lleva a los altares porquelos nazarenos ya no emplean esas victimas.

Superación

Pero, lejos de suprimir el sacrificio, el cristia-nismo venía a darle su expresión definitiva. Tam-bién a esto puede aplicarse la expresión de Cristo:«No vine a destruir, sino a completar.» Su Sacri-ficio será la repetición de la última Cena. Y en laCena del Señor, conforme en esto con el rito de laPascua judía, hubo en primer lugar una ofrendadel pan y del vino. Fue, por tanto, inicialmente unsacrificio de ofrenda lo que la Iglesia quiso expre-sar en la celebración de la Eucaristía, y así lo decía

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con toda claridad la más antigua fórmula del Ca-non en Roma, la de San Hipólito, que reza de estamanera: «Acordándonos, pues, de tu Muerte y Re-surrección, te ofrecemos el Pan y el Cáliz, dándotegracias por habernos juzgado dignos de estar entu presencia y de servir a tu santo altar.» Toda-vía son frecuentes las fórmulas que nos presentanla Misa como la oblación que hace la Iglesia deesos dones, de esas ofrendas, de esos obsequios, deesos sacrificios del pan y el vino, recogiendo así ungesto familiar a la Humanidad, perpetuando unafórmula milenaria y elemental del Sacrificio.

Mas de pronto el rito primitivo queda superadopor el cambio de los elementos en el Cuerpo y laSangre de Cristo, y esto da al acto una resonanciadramática y un valor sin igual. Han sido ofrecidoslos bienes de la tierra, y esos bienes de la tierradesaparecen efectivamente, para cobijar bajo susapariencias una Víctima que tiene una grandezasoberana. Al sacrificio pacífico de la ofrenda se vaa sobreponer el sacrificio trágico de la expiación yde la propiciación. Y así el sacrificio de la Misa se

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convierte en el misterio del Hombre Dios.Connatural al espíritu humano, el sacrificio re-

cibe en la Nueva Alianza su perfección suprema ysu eficacia infalible. Era una herencia universal detodas las civilizaciones, lo mismo que el lenguaje,y lo mismo que para el lenguaje, se buscó la causade su origen en una revelación primitiva. La expli-cación, sin embargo, está más cerca de nosotros:es esa interna e insobornable necesidad religiosa,esa conciencia que tiene el hombre de su pequeñezante el infinito y que ningún esfuerzo materialistaserá capaz de arrancar.

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CAPÍTULO VII

LA MISA DE CRISTO EN ELCENÁCULO

La noche de la entrega

La celebración de la Misa comenzó «en la no-che en la cual iba a ser Él entregado.» Ya Judas,que sabía su predilección por aquel bosquecillo delos Olivos, en el cual le había visto recogerse otrasveces, había resuelto llevar allí su hueste para pren-derle. Pero antes quiso Él dejar a los suyos el Sa-cramento sagrado, que iba a ser para siempre elSacrificio de la Humanidad. Y lo hizo dentro delbanquete simbólico en que se comía el cordero pas-cual. Lo que generaciones y generaciones de israe-

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listas habían celebrado año tras año desde la salidade Egipto, como signo de una esperanza lejana, ibaa tener ahora su plena realización. No era sólo lasalida del imperio del Faraón lo que allí se conme-moraba, sino también la liberación de la tiraníadel pecado; ni se alegraba el corazón únicamentepor la cercanía de la tierra prometida, sino, sobretodo, por la entrada en el reino de los cielos. Talera el pensamiento que los hijos de Israel teníanpresente en aquella hora, y que se realizó de unamanera todavía más impresionante de lo que ellosse podían imaginar.

Impotencia milenaria

Fue para ellos el cumplimiento de un deseo queparecía imposible, y lo fue también para todo elgénero humano. El hombre quería adorar, queríaconseguir los dones del cielo, quería dar graciaspor ellos, quena expiar sus pecados; en una pa-labra: quería ponerse en comunicación con Dios,reconciliarse con el cielo, comprar el amor, y con

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ese fin descubrió el sacrificio. Sacrificó ovejas, pa-lomas, cabritos, toros, becerros; ofreció flores, ra-mas de árboles sagrados, jugos de plantas; llevóante las aras los animales más puros y los másprovechosos para su vida; multiplicó los holocaus-tos y las hecatombes; y, en su afán monstruoso ydesesperado, llegó, empujado por un delirio de bar-barie, a ofrecer la sangre de sus enemigos, de susamigos, de sus doncellas, de sus hijos y hasta supropia sangre. Nada, sin embargo, podía darle laseguridad de conseguir lo que pretendía. Parecíalecomo si su anhelo quedase estrangulado, como sisu voz se perdiese en el vacío. Y así era, efectiva-mente. La comunicación sobrenatural del hombrecon Dios había quedado rota por la primera culpa;ni el anhelo del corazón humano tenía fuerzas pa-ra atravesar los espacios infinitos que le separabande la Divinidad, ni toda la sangre de los animalesequivaldría jamás a un adarme de amor divino, ni,en su inmenso dolor, llegaría la tierra a encontraruna víctima digna del Señor ofendido.

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Aquí estoy

Mas llegó «la noche en la cual fue Él entrega-do», y en lo alto de los cielos resonó aquella frasecon que un salmo profético había expresado los de-signios de la Trinidad Beatísima ante la impoten-cia irreducible de la Humanidad: «Rechazaste todosacrificio y toda ofrenda, y entonces yo dije: Aquíestoy.» Quien así hablaba era la segunda Persona,el Verbo divino, engendrado antes del lucero de lamañana, que, compadecido de aquel esfuerzo por-fiado e impotente en que se debatían los hombres,se ofrecía como Víctima de unión y reconciliación,la Única que podía borrar la culpa y unificar lo queestaba opuesto. Y el Verbo se hizo carne, tomó lanaturaleza humana en las entrañas de la Santísi-ma Virgen y habitó entre nosotros. Era Sacerdoteeterno, y en cuanto Hombre quiso hacerse Hostiade propiciación, ofrenda de un valor infinito, por-que al mismo tiempo era Dios; víctima que debíareemplazar a todas las víctimas que los hombreshabían imaginado, realizando para siempre y de

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una manera perfecta el anhelo antiguo de la Hu-manidad pecadora, al entrar, de una vez para

La Santa Cena. Primitivo esmalte bizantino. Siglo VII.

siempre, en el sanctasantórum en busca de la re-dención eterna. Esto se realizó con el Sacrificio delCalvario. Y se realiza perpetuamente en el Sacri-

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ficio del altar, que repite sin cesar para nosotros,que vivimos veinte siglos después del paso de Cris-to por la tierra, aquel Sacrificio único del primerViernes Santo. Porque así lo quiso Cristo en el ex-ceso de su amor por nosotros, y así lo dio a enten-der en la noche de la última Cena, cuando por unacto inolvidable hizo al Padre ofrenda sacerdotalde Sí mismo, dejando en nuestras manos, antañovacías, el tesoro maravilloso de su Cuerpo y de suSangre por medio de la institución eucarística, querenueva, a nuestros ojos y para provecho nuestro,de una manera incruenta, el Sacrificio mismo de lacruz. Y así tenemos la seguridad de ser escucha-dos, y somos íntimamente dichosos, más dichososque Salomón cuando, para inaugurar su templo,inmolaba 20.000 bueyes y 120.000 ovejas, porquedisponemos del sacrificio eficaz que, penetrando loscielos con virtud sobrehumana, derrama luego so-bre la tierra su influencia bienhechora en frutos depaz y bendición. Somos dichosos porque, en mediode nuestra pobreza, cercados por las angustias dela vida, amedrentados por los gritos del corazón,

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siempre insatisfecho, mutilados y mil veces defrau-dados en nuestras ansias de eternidad, tenemos eseprecio del amor, y esa escuela de sabiduría, y esaprenda de quietud, y ese manantial de fuerza, y esagarantía de inmortalidad que se llama la Misa, porla cual los que no sabíamos amar, ni dar gracias,ni adorar, ni pedir, ni expiar, nos levantamos a lascimas de la oración perfecta la que se presenta conseguridad confiada y es infaliblemente atendida.

La Pascua del amor

Todo esto porque en aquella noche única el Se-ñor, antes de ser entregado, se entregó a Sí mismoen las especies del pan y del vino; porque si esverdad que el Sacrificio del altar adquiere su valordel Sacrificio del Calvario, su arquetipo está en elbanquete sagrado de la última Cena, el de la insti-tución de la Eucaristía, el de la Misa primera quese celebró en el mundo. Porque aquello fue ya unaverdadera Misa, con todo lo esencial que nosotrosencontramos en las misas a que asistimos diaria-

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mente: una Misa en que se ofrecía la misma Vícti-ma y actuaba el mismo Sacerdote, siguiendo en susgrandes rasgos la Liturgia que hoy seguimos; unaMisa que debemos estudiar con particular cuidadopara comprender el sacrificio de la nueva Ley.

Nadie sabe aún dónde se celebrará la fiesta ri-tual; mas de pronto, Jesús, con gran sorpresa deJudas, que creía sus servicios indispensables, haceuna señal a dos de sus discípulos. Son Pedro yJuan, siempre los mismos: «Id —les dice— y apa-rejad la Pascua.» «¿Y dónde, Señor?», pregunta-ron ellos. «Luego que entréis en la ciudad —res-pondió—, hallaréis un hombre con un cántaro deagua; seguidle hasta que entre en casa, y cuandoveáis al padre de familias, confiaos a él, diciéndole:Esto dice el Maestro. Mi tiempo está cerca; mués-tranos la sala donde recogernos para celebrar laPascua.»

Con este minucioso cuidado se preocupó Je-sús del primer templo en que iban a inaugurar elnuevo rito. Los dos predilectos entraron en Jeru-salén, siguieron al hombre del cántaro, y en el za-

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guán de una casa encontraron al padre de familias.Era un amigo, que a la primera indicación puso a

Cáliz de Valencia,que, según la tra-dición, sería el de

la Cena.

disposición del Señor la partemás confortable de su casa, elgran aposento de la parte supe-rior, el diván, como se llamaba,por los almohadones que solíanalinearse en torno a las paredes.Jesús iba a celebrar el banque-te legal de la Pascua, y al mismotiempo iba a instituir otro Ban-quete que eliminaba e inutilizabael antiguo, como la luz disipa lasombra, como la realidad inutili-za y deshace la figura. Todo estaba dispuesto en lasala: los escaños mullidos, la alfombra, la paila ylos lienzos, el ánfora para las abluciones, las vasijasy las escudillas de bronce, pues las de barro eranimpuras; las cráteras para los líquidos y la copade dos asas para las libaciones. En la gran mesaestaban las hierbas amargas, que tenían por obje-to recordar las tristezas de la servidumbre en la

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tierra de Egipto, y con ellas, la salsa del Karoset,una mezcla picante de vinagre, cidros, higos, dáti-les y almendras, recuerdo de la arcilla que en otrotiempo habían amasado los israelitas para cons-truir las fortalezas de sus opresores. Allí tambiénel vino, del cual estaba preceptuado vaciar, por lomenos, cuatro copas; y lo que más importaba, lares blanca —la gran profecía—, el cordero simbó-lico, que aparecía como fijo en una cruz sobre losdos palos de granado, que lo atravesaban a lo largoy a lo ancho para mantener los lomos separados.

La primera Misa

Todo estaba en su sitio. Crepitaban los can-delabros recién encendidos, y las sombras de losdiscípulos se movían en los muros proyectadas poruna lumbre amarillenta y débil. Era la noche deljueves de la Gran Semana. Las calles de la ciudadsanta hervían de gente; pero Jesús había queridobuscar el silencio íntimo de aquel amplio salón,que iba a ser el primer templo cristiano. Un silen-

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cio agorero, una honda emoción, un amargo pre-sentimiento, sobrecogían los ánimos. Durante lasúltimas horas el Maestro había hablado con unagravedad, con una insistencia, con una violenciamayores que nunca. Ahora empezó con estas pa-labras solemnes, que revelaban en Él un inmensodeseo, un plan largamente meditado, de ser hechoHostia de redención y Pascua de amor para todoslos suyos: «Ardientemente he deseado comer estaPascua con vosotros antes de morir.» Era aquéllala ocasión más solemne de su Vida, la hora más co-diciada de su Corazón. Habló luego de la humildady del amor, lavó los pies a los discípulos y obser-vó una por una las ceremonias tradicionales de lafiesta mosaica, que a continuación iban a ser reem-plazadas por una realidad trascendente e infinita-mente superior. Los cuatro momentos de aquellacomida, con la cual Israel celebraba su liberaciónde la cautividad egipcia —el himno de acción degracias o plegaria eucarística, la fracción del pan,la comida del cordero y la libación ritual—, ibana sobrevivir superados y transformados en el Ban-

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quete que ahora se instituye. Jesús estaba esbo-zando la Liturgia del Sacrificio cristiano: «Tomó elpan —dicen los evangelistas—, lo rompió y lo dio asus discípulos, diciendo: «Tomad y comed; Este esmi Cuerpo, que será entregado por vosotros: hacedesto en memoria mía. Después, tomando el cáliz ydando gracias, se lo dio y dijo: Bebed de él todos,porque ésta es mi Sangre; la Sangre de la NuevaAlianza, derramada por muchos en remisión de lospecados. Haced esto en memoria mía cada vez quebebiereis.»

Los tres sinópticos coinciden con San Pablo aldescribirnos el hecho, y todos ellos distinguen cua-tro ideas fundamentales, cuatro rasgos en torno alos cuales se irá formando la Liturgia sacrificial:una acción de gracias o eucaristía, gratias agens;una transformación que se verifica al pronunciarunas palabras misteriosas, dicens; la fracción delpan, fregit, y la distribución, dedit. El relato evan-gélico es demasiado rápido para que podamos sa-ber con toda seguridad cuál fue el momento pre-ciso de la institución, y no obstante, si examina-

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mos cuidadosamente los ritos de la Pascua hebreaen tiempo de Cristo, podemos llegar a satisfacernuestra natural curiosidad.

Dos momentos

En el relato de San Mateo y San Marcos, alas palabras pronunciadas sobre el pan siguen in-mediatamente las que obraron la consagración delvino; San Lucas y San Pablo nos dan a enten-der que entre unas y otras hubo un intervalo detiempo, puesto que la consagración del cáliz, se-gún ellos, se hizo después que se hubo cenado, y asílo ha interpretado la liturgia romana: Simili mo-do postquam coenatum est. Fueron, pues, dos ritosseparados cronológicamente, aunque unidos luegoen la liturgia primitiva. Pero si la vieja exégesis locreyó así, los comentaristas modernos, tanto pro-testantes como católicos, distinguen dos tiemposen la institución de la Eucaristía y confirmaron suparecer con el mejor conocimiento que hoy tene-mos del rito de la Pascua, o mejor dicho, de los

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ritos de la Pascua, pues el banquete tradicionalcomprendía una serie de actos y ceremonias cuyaenumeración ilumina la descripción de los evange-listas. Antes del banquete propiamente dicho, esdecir, antes de la comida del cordero, se tomaban,a manera de entremeses, las hierbas amargas y elpan sin levadura, que indicaba la precipitación conque había sido necesario ponerse a salvo de las irasdel Faraón. Antes y después de este primer platose hacían la primera y la segunda libaciones. Acontinuación, uno de los niños de la casa, o bienel más joven de los comensales, preguntaba el por-qué de aquella tradición tan general en Israel, y elpadre de familias o el presidente de la mesa contes-taba dando gracias a Dios porque había sacado asu pueblo de las tinieblas a la luz, de la servidum-bre a la libertad, y terminaba diciendo la primeraparte del Hallel, los salmos 112 y 113, contestan-do todos a cada verso con el grito del Alleluia! Acontinuación, el que presidía tomaba uno de lospanes ázimos, lo partía, pronunciaba sobre él labendición y lo distribuía entre los asistentes. Es-

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te rito de comunión fraterna y de participaciónen un mismo pan era la señal de que empezabael banquete propiamente dicho. Se comía luego elcordero pascual, y una vez terminado, el padre defamilias llenaba de nuevo la copa, colocada delantede él; la levantaba en su diestra y hacía la oración,que era la verdadera bendición de la mesa. Bebíaluego y alargaba la copa a los demás. Era el tercertrago, lo que se llamaba el cáliz de bendición. Serezaba a continuación la segunda parte del Hallely, tras una nueva bendición, seguía la cuarta liba-ción, con la cual terminaba el banquete, banquetede la alabanza y del recuerdo, banquete conme-morativo del mayor de los beneficios, que Jehováhabía hecho a su pueblo.

Así fue

En esta forma se desarrolló la última Cena deCristo con sus discípulos. Era necesario recordarlapara darnos cuenta del momento en que fue con-sagrado el pan; y, lógicamente, ese momento hubo

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de ser aquel en que Jesús tomó los ázimos y pro-nunció la bendición que precedía a la comida delcordero. El rito de la fracción del pan va a conti-nuar con un significado más sublime. La palabraque usan San Mateo y San Marcos para indicaraquella bendición primera es muy significativa. Enlugar de decir: dio gracias, dice: bendijo. El panque, según la fórmula de la Haggada, debía entre-gar el padre de familias a sus comensales diciendo:«He aquí el pan del dolor que nuestros padres co-mieron en Egipto», Jesús se lo dio a los suyos conestas palabras: «Esto es mi Cuerpo, que será en-tregado por vosotros.» Comieron luego el cordero,y al levantar la copa para la tercera libación, antela sorpresa de todos, Jesús pronunció otra fórmulanueva: «Este es el cáliz de mi Sangre...» La consa-gración del vino se hizo sobre el cáliz de bendición,la tercera libación ritual en que la misma copa de-bía pasar por las manos de todos. Y vino, al fin, laacción de gracias, la eucaristía, que Jesús expresótambién a su manera, como convenía al nuevo ritoque acababa de instituir.

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Así se celebró por vez primera el gran Sacrificiode nuestros altares, en una anticipación misteriosade la Hostia sangrienta que unas horas más tardese ofrecería en lo alto de la cruz. Era el primer es-labón de la áurea cadena de misas que habrían decelebrarse a través de los siglos, y que estaban allípresentes para el espíritu de Cristo en aquellas pa-labras fecundas con que cerró la doble institución:«Haced esto en memoria mía.» Y ahora compren-demos por qué había dicho el Bautista, apuntandoderecho hacia el Calvario: «He aquí el Cordero deDios, he aquí el que quita los pecados del mun-do.» Al día siguiente, el Cordero se ofrecía a losojos de todos con los brazos extendidos y el co-razón abierto. Y alguien, que tal vez presenció laescena, resumirá los misterios de aquel día con estafrase: «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado.»

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CAPÍTULO VIII

LA MISA DE LOS APÓSTOLES

El mandato

Cristo había realizado el misterio antes de sa-lir del Cenáculo, en aquella noche que precedió asu Pasión; pero aquella escena no se habría repe-tido jamás si no hubiera habido una orden termi-nante. Porque ¿quién se hubiera atrevido a imitarsus gestos, a repetir sus palabras y a arrogarse elpoder de convertir un poco de pan en el Cuerpodel Maestro desaparecido? ¿Quién hubiera podidopensar siquiera que esto hubiese sido posible? Converdadero asombro, pero también con toda fideli-dad, recogió la Iglesia primitiva el dulce y tremen-

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do mandato: «Haced esto en memoria mía.» Estaspalabras con que Cristo terminó la Misa de la úl-tima Cena, la institución del Misterio eucarístico,estaban llenas de una virtud milagrosa, que debíaprolongar en la tierra aquel acto sublime hasta elfin de los siglos. Así lo comprendieron los apóstolescuando, con un respeto profundo y un amor deli-cado, consideraron aquella institución como unode los puntos capitales de la religión nueva. Obe-decieron porque se lo había mandado el Maestroy porque aquello era para ellos una gloria divinay un consuelo celeste. Lo harán en memoria de él,realizando el mismo acto, repitiendo las mismaspalabras, imitando los mismos gestos. Aquello eraromper el pan. Así lo llaman con una palabra sen-cilla y casera, que huele a intimidad y que, ade-más, parecía destinada a no despertar sospechas,a velar el misterio a los ojos de los profanos. ¿Quécosa más natural que un grupo de amigos se reúnaen ciertos días para romper el pan? Y, en cambio,nadie les habría comprendido, y tal vez hubieranhecho reír a las gentes, si hubieran dicho que se

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reunían para comer el Rabbí, que había sido cru-cificado. Es una expresión nueva, enteramente cris-tiana, ajena a la literatura clásica lo mismo que alos libros judaicos, que venía a significar una reali-dad nueva, el Pan sagrado de la comunidad de losque creían en Cristo.

Testimonios apostólicos

La Iglesia va a crecer en virtud de aquel panque se rompe; en torno a aquel pan viven todos; deél sacan su fuerza; y, no obstante, apenas hablande él. Al recordar las palabras de Jesús: «Hacedesto en memoria mía», no podemos menos de pre-guntarnos cómo las comprendieron los apóstoles ycómo las practicaron después; y son muy escasoslos testimonios que vienen a saciar nuestra curio-sidad. Se ha insistido sobre el hecho de que, tantoSan Pablo como su discípulo San Lucas, afirmanque la consagración del cáliz se realizó después dela Cena, y, en cambio, ni San Marcos ni San Mateoaluden a esta particularidad, concluyendo de esto

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que los dos evangelistas se hacen eco de la prácticaseguida en los círculos para los cuales ellos escri-bían, según la cual las dos consagraciones debíanir íntimamente unidas, mientras que en las iglesiasfundadas por San Pablo se había mantenido unaseparación, que dio lugar a la práctica del ágape,según lo vemos establecido entre los corintios.

Pero, aparte de estas consideraciones sutiles yun tanto aventuradas, hay en los libros del NuevoTestamento varias alusiones que conviene recogery comentar aquí, porque vienen a darnos una ideasobre el sacrificio cristiano en aquellos días del na-cimiento de la Iglesia. Son tres pasajes de los Actosde los Apóstoles y uno de las Epístolas paulinas.San Lucas habla en la forma velada que debía re-comendarse entonces a todos los fieles; San Pablo,siempre audaz, se decide a descorrer el velo, pa-ra dejar a los siglos venideros un claro testimoniode la fe de los primeros cristianos, explicando almismo tiempo toda la doctrina que se encerrabaen aquellas palabras: «fracción del pan», que talvez ya entonces podría interpretar alguien torcida-

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mente. Por uno y otro sabemos que los primeroscristianos oían la Misa, que entonces se llamabala fracción del pan. De los convertidos del día de

Oficiante con su acólito en lascatacumbas de Calixto.

Pentecostés, dice SanLucas en los Actos delos Apóstoles (II,46),que, iluminados poruna santa alegría, «per-manecían diariamentejuntos en el templo,y rompiendo el panpor las casas, tomabanel alimento con júbiloy simplicidad de cora-zón». Al lado de la li-turgia mosaica, que los

discípulos de Jesús seguían respetando y practi-cando, se había introducido el nuevo rito, que ce-lebraban en las casas de los creyentes, divididos enpequeños grupos. «Perseveraban en la doctrina delos apóstoles y en la comunicación de la fraccióndel pan y en la oración» (Ibíd., II, 42). Esta oración

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es, sin duda, la que acompañaba a la celebracióndel nuevo rito.

Rompían el pan, es decir, realizaban lo queCristo había realizado en la última Cena y lo queles había ordenado que hiciesen. La última Cenadel Señor era el modelo obligado de aquel rito, quedebía reproducir hasta en los menores detalles loque el Maestro había dicho y hecho, empezandopor la oración eucarística, continuando con la fór-mula de la consagración y terminando con la frac-ción del pan y la comunión. La fracción del pan,que daba nombre al acto, no era más que una delas cuatro partes principales de él, uno de los ele-mentos imprescindibles. El rito resultaba rápido ymuy breve. Se pronunciaba con la mayor fidelidadposible la fórmula de acción de gracias con quehabía orado el Señor, y a ella sucedía el momen-to solemne de la transformación sacramental, quese hacía con el relato escueto y exacto de la insti-tución eucarística. Ninguno de los presentes podíaolvidar las frases sagradas que entonces habían sa-lido de la boca de Cristo, tres frases sencillas y que

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podía comprender todo el mundo, pero al mismotiempo cargadas de una virtud infinita. Si en laprimera parte, en la oración de acción de graciasestaba permitido dejar las alas más o menos libresa la inspiración y al fervor del momento, dentrosiempre de las ideas fundamentales que se recor-daban de la noche del Jueves Santo, en la segundaera necesario atenerse a una fórmula fija y absolu-tamente invariable, que se engastaba en el centrode la gran plegaria.

Esquema primitivo

Esquemático y elemental se nos presenta ensu forma externa el rito de la fracción del pan,según estas primeras noticias que de él tenemos.Los apóstoles habían recibido de Jesús el mandatode realizarlo, y este mandato les había sido da-do en medio de una comida litúrgica del pueblohebreo. Elementos esenciales de él debían ser laacción de gracias, que sigue a la comida, y el «cá-liz de bendición», íntimamente unido a ella. Como

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introducción a la oración de gracias resonaba en laestancia una invitación del que presidía a los de-más comensales, invitación que ya en este primerperíodo debió hacerse con esta doble fórmula: Sur-sum corda y Gratias agamus, que encontramos enla tradición litúrgica de todos los pueblos cristia-nos sin la menor variación. La oración, que en sumodelo precristiano era una simple acción de gra-cias por el alimento recibido, se llenó de un con-tenido nuevo. Por los cantos celestes que, según elApocalipsis de San Juan, cantaban los bienaven-turados al Cordero, podemos imaginarnos lo queera la liturgia de esta comunidad terrena cuando,presidida por uno de los ancianos, se reunía paracelebrar la Eucaristía. La consagración del cáliz debendición debió ya desde estos primeros días, ha-cerse a continuación de la consagración del pan,y un indicio de esto nos lo ofrece el hecho de queen todas las liturgias se alude sólo a la recomen-dación del Señor: «Haced esto en memoria mía»—la anamnesis—, al fin de la segunda consagra-ción. Ya San Pablo nos hace pensar en esta unión

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cuando dice: «Siempre que comiereis de este pany bebiereis de este vino, anunciaréis la Muerte delSeñor.»

La reunión eucarística

En medio de su sencillez primitiva, el rito de lafracción del pan se convirtió desde el primer mo-mento como en broche de oro destinado a cerrarlas reuniones de los discípulos de Jesús, aunque notuviesen un carácter litúrgico. Es verdad que ha-bía nacido en medio de la cena pascual, durantelas horas de la noche; pero nada impedía que seescogiese cualquiera otra hora del día para cele-brarla. Desde el comienzo pareció que el domingo,día de la Resurrección del Maestro, era el más in-dicado para poner en práctica aquella su últimarecomendación, y en el domingo mismo no habíahora más a propósito que la del amanecer, la ho-ra en que había resucitado de entre los muertos,la que les recordaba aquellas palabras que habíanoído de su boca: «Yo soy la Luz del mundo.» Pe-

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ro, en realidad, toda hora era buena para reiteraraquella comunicación con el Maestro desaparecidoy, sin embargo, presente. Los creyentes se reuníanpara escuchar la enseñanza del misionero, o bienpara rezar la oración vespertina, o para cantar lossalmos de David, o simplemente para comer jun-tos, como Jesús y sus discípulos en la noche dela despedida. Era natural que antes de despedirserompiesen el pan. Para reproducir más de cerca laescena de la institución se unió preferentemente elrito sagrado a una comida que se hacía en común,y que por eso, y por ser como una preparaciónal sacramento del amor, empezó a llamarse ágape,palabra griega que quiere decir amor.

El ágape

Vemos cómo el día de la Resurrección Jesús en-contró a los apóstoles reunidos en torno a la mis-ma mesa; y así los encontramos también el día dePentecostés. Cuando a la primera predicación dePedro la Iglesia se aumenta con varios miles de

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creyentes, se ven obligados a repartirse en peque-ños grupos para celebrar la reunión eucarística; ytal vez fue la celebración de la Eucaristía, con lacomida que la precedía, lo que le inspiró la idea deponer todas las cosas en común. Cuando surgieronotras comunidades, más desconfiadas con respectoa estas prácticas de un comunismo fraterno, de-bió de darse con frecuencia el caso de que un anfi-trión rico invitase a reunirse en su casa a los demáshermanos; pero no siempre era fácil encontrar esapersona desprendida y poderosa, y, por otra parte,bien pronto la casa particular fue reemplazada porun local más amplio, una escuela, un gimnasio oun salón cualquiera, que, destinado durante el díapara usos profanos, se adaptaba al atardecer pararecibir a los catecúmenos o a los neófitos. Y allíse dirigían los miembros de la comunidad cristia-na, llevando sus provisiones para comer el ágape,después de escuchar la exposición del catequista,y terminar la reunión con la fracción del pan.

Es posible que cuando escribían San Mateo ySan Marcos, el ágape hubiera desaparecido en las

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comunidades de Palestina y en las que procedíande ella. San Pablo, sin embargo, lo conserva en lasiglesias por él fundadas, aunque no va a tardar enadvertir cuántos abusos pueden originarse de estacostumbre. Hay dos pasajes de su vida que nos per-miten asomarnos hacia aquella venerable asambleay contemplar como acción viva la formación litúr-gica que se operaba en el seno de la Iglesia. El unoestá vigorosamente bosquejado en la I Epístola alos corintios; del otro nos habla con pormenoresemocionantes el capítulo XX de los Actos de losApóstoles.

Pablo, en Corinto

Es a mediados del primer siglo, veinte años des-pués de la Muerte del Señor. San Pablo había lle-gado por primera vez a Corinto en la primaveradel año 52. Venía lleno de esperanzas, después desu fracaso de Atenas; y hay que reconocer que lapotencia de Mammón y los demonios de la car-ne, triunfantes en la ciudad del istmo, fueron para

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él menos adversos que el orgullo pedantesco de lafalsa ciencia. Porque Corinto, la ciudad que dionombre al capitel famoso que parecía el nido delas gracias, y a las ánforas célebres, que se dispu-taban los potentados de Roma, era la ciudad de losplaceres y al mismo tiempo la metrópoli del tráficoy la riqueza. Pero entre sus mercaderes y sus escla-vos, sus fabricantes y sus cortesanas, encontró elApóstol un gran número de almas preparadas paraoír la palabra de Cristo. Año y medio permanecióallí durante su primer paso por tierras helénicas,y tales triunfos logró para el cristianismo, que losjudíos acudieron al procónsul para hacerle enmu-decer. El procónsul, el cordobés Galión, hermanode Séneca, le dio a él la razón; pero Pablo, conside-rando su misión terminada, resolvió ir a Jerusalén,dejando allí una comunidad numerosa y ferviente,aunque se resintiese de la novelería, de la inquie-tud, del aturdimiento que daban el tono a todaslas actividades de aquella ciudad. Por eso San Pa-blo tendrá puestos en ella sus ojos y la cuidarácon especial cariño, considerándola como una de

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sus más preciosas conquistas.Y ésta fue la iglesia que le dio más consuelos y

más disgustos. Cuatro años más tarde, estando enÉfeso, recibe la noticia de que sus discípulos vivenallí agitados por toda suerte de vendavales. Le ha-blan de desórdenes, pendencias, discordias e inmo-ralidades. La diosa de la ciudad, Venus Pandemos,parece salpicarlo todo procazmente. Se habla tam-bién —y esto es lo que aquí nos interesa— de abu-sos en la celebración del ágape y en la comuniónde la fracción del pan. Lo ordinario allí era recibirla Eucaristía después de la comida fraterna, y era,sin duda, San Pablo quien había instituido estacostumbre, hermosa por su origen y su significa-do, pero sujeta en la práctica a mil inconvenientes.El hecho es que el convite de la caridad empeza-ba a convertirse en un incentivo de envidias, enun escaparate de la vanidad y de la ostentación yen una fuente de discordias. Al debilitarse el fer-vor primero, aparecieron las imperfecciones y lasligerezas, que iban a hacer del ágape una vecin-dad molesta para la santidad del rito eucarístico.

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El místico emblema de un amor sagrado, triunfode la igualdad y de la fraternidad de los discípulosde Cristo, se parecía más a uno de aquellos ban-quetes profanos que sucedían al sacrificio en lostemplos del paganismo. Así nos lo dan a entenderlas palabras que el Apóstol escribe a los corintios:«Reunirse como vosotros lo hacéis, eso no es ya ce-lebrar la Cena del Señor. Falta unión de caridad.Cada uno lleva su cena y se apresura a comerla, sinesperar a los demás para poder repartir con los po-bres; y mientras unos están hartos, otros padecennecesidad. ¿Pero es que no tenéis vuestras casaspara comer y beber? ¿Es que queréis menospre-ciar a la Iglesia de Dios y humillar a los que nadatienen?» El Apóstol se indigna al ver que aquelloscorintios tan amados, pero tan ligeros, bastardeanhasta ese punto un acto que había sido establecidocomo preparación al más grande de los misterios.Y esta indignación le obliga a exclamar: «¿Es queel Cáliz de bendición que consagramos no es laSangre de Cristo? ¿Es que el pan que partimos noes la participación del Cuerpo del Señor?» Y con el

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fin de dejar bien sentado que el pan de la Eucaris-tía no es un pan cualquiera y que deben recibirlocon pureza y amor, recuerda una vez más el relatode la institución eucarística, tal como él lo ofrecíaen su catequesis. El manjar eucarístico anuncia laMuerte del Señor; hay que comerlo, por tanto, conlas debidas disposiciones. Es un peligro juntarlocon el ágape, y, por tanto, «quien tiene hambre,que coma en casa». No suprime terminantementeel ágape, pero estas palabras suyas irán despegán-dolo poco a poco del rito eucarístico hasta hacerlodesaparecer poco después de la era apostólica. To-davía en los comienzos del siglo iii, San Hipólitode Roma nos dice que el día de Pascua, cuando losneófitos tomaban su primera comunión, se les da-ba entre la comunión del pan y del vino una copade leche mezclada con miel.

Una vigilia en Troas

Más interesante acaso para el conocimiento delrito primitivo de la fracción del pan es otro episo-

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dio en que San Lucas nos presenta a su maestropresidiendo la fracción del pan. Era en Troas, unapequeña ciudad del Asia Menor. Esa página nosofrece la descripción más antigua de la Misa y almismo tiempo el primer indicio de que la solem-nidad semanal de los cristianos empezaba a tras-ladarse del sábado judío al día siguiente, que notardó en llamarse dies dominica, o día del Señor.Pablo se dirigía de Macedonia a Jerusalén. El co-mienzo del viaje fue poco favorable. Asaltada porvientos contrarios, la nave no acababa de salir dela bahía de Thasos, tardando cinco días en llegar aTroas. Aquí hubo que aguardar ocho días más paraencontrar un navío de cabotaje a través de la cos-ta asiática. La semana transcurrió en una amableintimidad del Apóstol con los hermanos de aquellaiglesia. «Al atardecer del último día, un domingo,una sabbati nos reunimos para romper el pan, yPablo empezó su catequesis alargando el discursohasta medianoche.» La reunión era en una gran sa-la que se encontraba en el piso más alto de la casa,en el tercer cenáculo, según la expresión del cronis-

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ta. La multitud llenaba el recinto, iluminado porun gran número de lámparas; hacía un calor as-fixiante; todas las ventanas estaban abiertas paraque dejasen entrar la brisa del mar, y en el alféi-zar de una de ellas se había sentado un muchacho,llamado Eutiquio —el de la buena suerte—, queescuchaba con ojos soñolientos y que no tardó enquedarse dormido. De pronto, la inercia del sueñole hizo caer a la calle. Corrieron en su busca y leencontraron exánime. En medio de la consterna-ción general, Pablo, acordándose de los antiguosprofetas, se tendió sobre él, lo tomó en sus brazosy apareció en la asamblea diciendo: «No tengáispena; su alma está en él... Y luego —añaden losActos—, rompiendo el pan y gustándolo y conti-nuando la homilía hasta el amanecer, partió.»

Así terminó aquella sinaxis dominical. Nada deágape en ella: primero, la discusión con los discípu-los interrumpida por el milagro; después, la frac-ción del pan y la comunión, y a continuación, lahomilía o exhortación. El rito eucarístico aparecerodeado del elemento doctrinal que, a diferencia

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del ágape, será ya inseparable de él. Nada se nosdice del canto de los salmos; pero por el mismoSan Pablo, que alude varias veces a ellos en susEpístolas, sabemos que los salmos, los himnos ylos cánticos espirituales eran ya entonces una par-te importante de la sinaxis cristiana.

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CAPÍTULO IX

AMBIENTE DOCTRINAL DELA MISA APOSTÓLICA

El mandato de Cristo: «Haced esto en memoriamía», había caído en el seno de la Iglesia para de-jar en ella el fuego inexhausto del amor y la fuenteperenne del consuelo. Los apóstoles obedecieron,y la escena del Cenáculo se reprodujo en todas lasciudades del Imperio adonde iban llegando los dis-cípulos de Jesús. Ya hemos visto las alusiones yepisodios de los Actos de los Apóstoles y de lasEpístolas de San Pablo: las reuniones de Jerusa-lén, de Troas, de Corinto, que nos descubren losusos litúrgicos de la primera generación cristiana,aquellos ritos que, aunque ligeramente esbozados,

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enlazan nuestra Misa con el gran acto eucarísticode la noche de la Pasión.

Convite y sacrificio

Hay quienes han visto en esta fracción del pande la era apostólica dos ceremonias distintas, porno decir contrarias: los pasajes de los actos relati-vos a las reuniones de Jerusalén y Troas nos descri-birían únicamente un convite de hermandad, quesimbolizaría la unión de los cristianos entre sí y detodos ellos con Cristo, y, en cambio, los textos dela Epístola a los corintios evocarían la celebraciónde un banquete sacrificial en que predomina el re-cuerdo de la Muerte del Señor. Pero esta hipótesisde dos ritos eucarísticos que habrían llegado a fun-dirse es completamente arbitraria. La desmientenlas expresiones mismas del Apóstol, que, lejos deestablecer una innovación, declaran su propósitode mantener una tradición que ha recibido, queexistía ya anteriormente en la comunidad de Co-rinto y que procede, sin duda, de la de Jerusalén,

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adonde San Pablo había ido después de su con-versión para escuchar, como él dice, la doctrinade los apóstoles. Se trata de dos aspectos de unmismo misterio, ese misterio eucarístico que es ala vez comida fraternal y anuncio de la Pasión deCristo. El mismo San Pablo se refiere a este doblesignificado en otros pasajes de sus cartas. En el ca-pítulo X de la I Epístola a los corintios consideraprimordialmente la obra de nuestra redención, elsacrificio: «El cáliz de bendición que bendecimos,¿no es acaso la comunión de la Sangre de Cristo?Y el pan que partimos, ¿no es la participación delCuerpo del Señor?» Pesemos, sin embargo, estaspalabras con que el Apóstol desarrolla su pensa-miento: «Todos los que participamos de un mis-mo pan, aunque seamos muchos, formamos partede un mismo cuerpo. Ved a Israel según la carne.¿No participan, acaso, del altar los que comen lasvíctimas? Y no quiero decir con esto que tengan elmenor valor lo que se inmola a los ídolos ni el ídolomismo. Pues lo que los gentiles inmolan lo inmo-lan a los demonios y no a Dios, y no quiero que os

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hagáis compañeros de los demonios. No podéis be-ber el Cáliz del Señor y el cáliz de los demonios.»Vemos aquí, ante todo, el aspecto sacrificial de laEucaristía, aunque no falta tampoco una clara alu-sión a la unidad orgánica de aquellos que comenel mismo pan, unión que aparece expuesta de unamanera más completa en la Epístola a los roma-nos, y especialmente en estas palabras del capítuloXII: «De la misma manera que en un cuerpo te-nemos muchos miembros, y no todos los miembrostienen el mismo acto, así somos muchos un mismomiembro en Cristo, y cada uno miembro de losdemás.»

Dualidad y unidad

No hay más que una Eucaristía, que es a lavez comida y sacrificio: en cuanto comida, nos unecon lazos de fraternidad; en cuanto sacrificio, nosaplica la virtud de la Sangre de Cristo. Un actoeucarístico único, sobre el cual se proyectan losdogmas centrales de la Encarnación y de la Re-

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dención, iluminándolo y sublimándolo. En los dosdiscursos de Cafarnaum y de la Cena se nos pre-senta al Hijo de Dios acercándose a los hombrespara unirlos unos a otros y a todos con Él: «Elque me come vivirá por Mí... Que sean una mismacosa.» San Pablo, en cambio, insiste sobre la ideadel Hijo de Dios que muere por nosotros y nos unea su sacrificio. Estas dos corrientes aparecerán entoda la teología eucarística, nunca aisladas com-pletamente, pero prevaleciendo una u otra, segúnlas inclinaciones o las necesidades del momento,pues mientras unos se complacen en poner de re-lieve nuestra unión vivificante con el Pan descen-dido del cielo, otros prefieren considerar nuestraparticipación en la Muerte de Cristo y en la comu-nicación de la sangre del Nuevo Testamento. Esuna doble tendencia, que pudiéramos llamar pau-lina y joánica, sin olvidar nunca que si San Juanpone el acento en el amor fraterno, no por eso seolvida de la virtud redentora, y que si San Pabloconsidera preferentemente la obra de la redención,no deja por eso de ser el cantor del amor.

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Fresco de la Virgen y el Niño.—Catacumbas dePriscila (siglo III).

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El primer devocionario

Uno y otro funden sus aguas en el río caudalosode la teología y de la devoción cristiana. Lo vemosya en el primer libro no inspirado que apareció enaquellos primeros días de la Iglesia, tal vez antesque resonasen en ella los anatemas terroríficos delApocalipsis. Es un pequeño volumen, de enormeinterés; un devocionario, un verdadero manual dela doctrina y de la vida cristiana, que alentó el es-píritu heroico de los primeros mártires. Se llama laDidake, o Doctrina de los Doce Apóstoles. En ellase enseña a creer, a vivir y a rezar conforme a lospreceptos evangélicos; y, a vueltas de otras mu-chas cosas, encontramos unas bellas fórmulas deoración, que son las más antiguas preces eucarísti-cas conocidas. Al leerlas nos parece estar todavíadentro del ámbito de la Sinagoga, pero es ya unespíritu nuevo el que inspira estos comienzos de laliteratura devota dentro del cristianismo. «Por loque a la Eucaristía se refiere —leemos en el capí-tulo IX—, he aquí cómo conviene rezar. Primero,

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para el cáliz: «Gracias te damos, Padre nuestro,por la santa viña de David, siervo tuyo, que noshas dado a conocer por Jesús tu Siervo. ¡Gloria aTi por los siglos!» Para cuando se parte el pan:«Gracias te damos, Padre nuestro, por la vida yla ciencia que nos has dado a conocer por Jesústu Siervo. ¡Gloria a Ti por los siglos! Que como loselementos de este pan, dispersos por las montañas,han sido reunidos para convertirse en un todo, asítu Iglesia se reúna en tu reino desde las extremida-des de la tierra. Porque a Ti es la gloria y el poderpor Jesucristo en los siglos.»

Después de haberos saciado, dad gracias en es-ta forma: «Gracias te damos, Padre Santo, por tusanto Nombre, que has hecho habitar en nuestroscorazones, y por la ciencia, la fe y la inmortalidadque nos has revelado por Jesús tu Siervo. ¡Gloriaa Ti por los siglos do los siglos! Señor omnipoten-te, Tú eres el que has creado el universo para lagloria de tu Nombre, y el que has dado a los hom-bres el alimento y la bebida para que disfruten deellos y te den gracias; mas a nosotros has queri-

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do darnos un alimento y una bebida espirituales yla vida eterna por medio de tu Siervo. Y ante to-do te damos gracias porque eres poderoso. ¡Gloriaa Ti por los siglos !... ¡Que la gracia llegue! ¡Queel mundo pase! ¡Hosanna a Dios en las alturas! Sihay algún santo, que venga. ¡El que no lo es, quese arrepienta! Maranatha! Amén.»

Piedad amable

Cuando nos paramos a considerar el acento yla expresión de este texto venerable, nos damoscuenta de lo mucho que ha cambiado la espiritua-lidad en los centros devotos del cristianismo. Elsignificado general es tan oscuro, que los autoreshan podido preguntarse si nos encontramos aquícon una simple bendición de la mesa, imitación delas fórmulas que se usaban entre los judíos, o conuna verdadera oración eucarística. El lirismo pa-rece de un poema. Son dos cantos, cada uno contres estrofas, terminadas por una breve doxología.Tal vez no contienen otra cosa que la bendición

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sobre el pan y el vino; pero en las últimas frases seanuncia ya la exaltación del misterio. Sin duda, lafracción del pan va a seguir a la comida ordinaria.El acento recuerda, aunque sólo de lejos, el de lasoraciones eucarísticas de los siglos posteriores; yen aquella exclamación final: «¡Si hay algún santo,que venga!», encontramos ya el germen del Sanctasanctis, que el diácono decía antes de la Comuniónen todas las liturgias antiguas.

Observemos en estas fórmulas un rasgo intere-sante. Vemos por ellas cómo los primeros cristianosse dirigían al Padre para darle gracias y presentar-le sus peticiones, como al término de sus anhelos yde su culto. De una manera semejante terminabael Papa San Clemente la carta que hacia el año 95escribió a los fieles de Corinto para apaciguar lasdisensiones que los dividían. En esto la primitivaIglesia no hacía más que seguir la enseñanza y elejemplo del Maestro, claramente manifiestos en elPater noster y en la oración sacerdotal de Cristo.Se ora al Padre en nombre de su Hijo, Jesucristo,por su intercesión, por el ministerio del Sumo Sa-

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cerdote, por los méritos del Gran Mediador. Hayque advertir, sin embargo, que este uso litúrgicono permite sacar la consecuencia de una ley abso-

Mosaico de una iglesia cris-tiana (Gerash. Transjorda-

nia, siglo VI)

luta, según la cual to-das las oraciones dirigi-das a Cristo serían al-teraciones tardías de laprimitiva liturgia cris-tiana. Para convencer-nos de lo contrario te-nemos estas palabrasque hacia el año 111 es-cribía Plinio el Jovenal emperador Trajanodesde su gobierno deBitinia, describiendo elculto de los discípulos de Jesús: «Tienen costum-bre de reunirse un día fijo, antes del alba, y de can-tar himnos en honor de Cristo, su Dios, alternandounos con otros.» A Cristo se dirigen, efectivamen-te, los dos himnos más antiguos de la literaturacristiana: el himno del amanecer, el Gloria in ex-

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celsis Deo, incorporado a la liturgia de la Misa, yel himno de la tarde, el Fos hilaron famoso, que noes menos bello que el himno de la mañana, aunquesea menos conocido, sobre todo en la Iglesia occi-dental. Uno y otro pueden figurar entre los másantiguos del cristianismo naciente.

Las fuentes mosaicas

Otra cosa que nos sorprende en estos prime-ros ejemplos de la oración cristiana es su estre-cha semejanza con las fórmulas litúrgicas de losjudíos, de las cuales son eco evidente. El pareci-do se encuentra ya en los cánticos del Evangelio,en el Magnificat, en el Benedictus y hasta en laoración dominical. La influencia bíblica penetra-rá toda la Liturgia en el momento más activo desu desarrollo. Y esto no puede extrañar a un cris-tiano: el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacobes también el Padre de Cristo; los libros del An-tiguo Testamento fueron heredados por la Iglesia,que es el verdadero Israel; y los primeros creyen-

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tes, empezando por los apóstoles, fueron hebreosde Galilea, de Judea y de la Dispersión. Cuando losDoce comienzan su obra misional, se dirigen en pri-mer lugar a los judíos. De esta manera honraban yrespetaban los derechos de primogenitura del pue-blo escogido, y al mismo tiempo obedecían a lascircunstancias y las aprovechaban. A primera vis-ta, nadie podía estar mejor preparado para recibirla gran Promesa contenida en la Antigua Alianzaque aquellos que esperaban su cumplimiento en elMesías, puesto que en la Persona de Cristo, en losmisterios de su Pasión y su Gloria, podían recono-cer cumplidas con asombrosa precisión las visionesde sus profetas. Pero, además, los apóstoles, por lacondición de su origen, por su raza y por su lengua,tenían un contacto natural con los demás judíos,un contacto que los llevaba a relacionarse con ellosdondequiera que se estableciesen, empujados porla sagrada impaciencia del apostolado. Llegan afa-nosos de entregar a todos los vientos el nombre desu Maestro; pero otros compatriotas suyos los hanprecedido, llevados por el instinto industrioso de

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la raza, por los intereses comerciales, por la fiebrejudaica de crear empresas y amontonar tesoros. Entodo puerto importante, en toda ciudad populosa,en todo centro fabril, hay un ghetto, una sinago-ga, una agrupación de israelitas, que va a servir debase de operaciones a los predicadores de la nue-va doctrina. Como era natural, acababan siemprepeleándose con estas colonias, que, un poco porafinidad racial y otro poco por curiosidad, habíanempezado por abrirles las puertas; pero hasta quellegaba el rompimiento, ellas habían sido el reduc-to estratégico de las primeras campañas misiona-les, y rara vez dejaban de ofrecer a los misioneros,como conquista preciosa, algunos hombres de bue-na voluntad. Por lo demás, el escándalo mismo dela ruptura era un nuevo motivo de propaganda.

La Iglesia y la Sinagoga

Aunque salida del costado abierto de Cristo,podemos decir que la Iglesia nacía en el regazo dela Sinagoga, y esto, naturalmente, se reflejará en

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una multitud de influencias y reminiscencias. Peroesa sociedad divina, que en el Pastor, de Hermas,se nos presenta como «la primera de las criaturas»,más antigua que Moisés y que los mismos patriar-cas, es también la Esposa del Cordero, eternamen-te joven y con la virtud de rejuvenecer cuanto toca.La oración queda también renovada por ese hálitojuvenil que le viene de la acción del Espíritu Santo.Siéntese en ella un frescor, una lozanía, una con-fianza alegre y segura, que da a los ecos antiguos,a los temas tradicionales, una vibración inédita.Los bienes que los fieles piden a Dios son los queimploraba ya la Sinagoga; pero ahora se les com-prende mejor, se los expresa con más firme acento,se los espera con más íntima seguridad. Ahora secuenta con la intercesión omnipotente del Hijo, ysólo esto basta para cambiar el sentido de la ora-ción. Un soplo primaveral transfigura el alma delcristiano. El mismo Testamento Antiguo sonabade otra manera en los labios de estos hombres, co-mo cuando decía el autor de la Doctrina de losDoce Apóstoles: «Reuníos en el día del Señor, par-

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tid el pan y haced la Eucaristía, después de haberconfesado vuestros pecados, a fin de que vuestrosacrificio sea puro. Porque es palabra del Señor:En todo lugar, en todo tiempo, ofrézcaseme unahostia limpia.» El cristiano a quien iban dirigidasestas palabras, no podía crear plenamente su ora-ción. Conocedor de los himnos bíblicos, que eranel alimento ordinario de su piedad, se hacía eco deellos en sus relaciones con Dios. Así María en elMagnificat, Zacarías en el Benedictus y el mismoCristo en la última Cena; pero las ideas antiguasse enriquecían con una inspiración nueva.

Así nacieron nuestros más antiguos textos li-túrgicos, esas oraciones, muchas veces improvisa-das y casi siempre empedradas de reminiscenciasescriturísticas —fórmulas de la Didake, himnos dela mañana y de la tarde, ruego final de la carta deSan Clemente, plegaria suprema de San Policarpoante la hoguera—, todo tan estrechamente empa-rentado con la piedad de los textos judaicos y tanfuertemente penetrado de la fuerza nueva que ibaa revolucionar el mundo.

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CAPÍTULO X

DESDE SAN PABLO A SAN JUSTINO

Lo antiguo

Si nos fijamos ahora en los rasgos fundamen-tales que hemos descubierto en la celebración dela Misa durante los primeros tiempos de la Igle-sia, en los años que solemos comprender con laexpresión de era apostólica, echaremos de ver queson muchas las cosas que llegaron a la primitivaliturgia cristiana de los usos anteriormente esta-blecidos en la Sinagoga. A este número pertenece,en primer lugar, la manera de comenzar la oracióny de terminarla. El Dominus vobiscum es bíblicoy judaico; la expresión Et cum spiritu tuo tiene

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también un acento netamente semítico, lo mismoque la declaración final de la vida y el reino deDios, in saecula saeculorum. Y no digamos nadadel Amén, con que hasta nuestros días contesta elpueblo a la petición del sacerdote. La misma ac-ción de gracias ha conservado matices exóticos enmedio de la renovación completa de su contenido.

No tenemos más que recordar el diálogo quela precede, y que nos hace pensar en el Berachaho bendición de la mesa entre los hebreos; el co-mienzo mismo, Vere dignum et justum est, vienede antiguas tradiciones anteriores al cristianismo.Por lo que se refiere al desarrollo de la oración eu-carística, tenemos las exhortaciones primitivas deloficio del sábado, en las cuales la Sinagoga canta-ba las alabanzas de Jehová por el beneficio de lacreación y por la protección dispensada al pueblode Israel. Y es posible que el canto del Sanctushubiese aparecido ya en estas reuniones del cultomosaico.

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Lo nuevo

En todo caso, todo esto no puede considerarsemás que como un elemento constructivo, como pie-dras de un edificio lleno de originalidad, de una es-tructura enteramente nueva. Lo que ante todo nosimpresiona en esta creación del espíritu cristianono son los elementos que ha utilizado, sino la cons-trucción misma, con su ritmo insospechado, con suforma inédita, con la plenitud de su contenido, quesólo del cielo pudo venir. Desde el comienzo, el mo-tivo fundamental es la conmemoración del Señor,el recuerdo de su Pasión redentora, en una comidasagrada. Los fieles se sientan a la mesa; bajo la apa-riencia de un alimento humilde saborean el Cuerpoy la Sangre de Aquel que se entregó por nosotrosy que un día ha de volver para reunir a los suyosen su reino. Era una comida divina, santificada yespiritualizada por el recuerdo del que la convertíaen Sacramento y transfigurada por la oración quela acompañaba, oración de acción de gracias y depropiciación. Ya una comida ordinaria hace que se

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fije en su Creador el pensamiento del hombre, queno ha perdido por completo un sentido más alto dela vida. Nada le recuerda tanto al hombre que esun mendigo, que está lleno de necesidades, comoel hecho de tener que alimentarse para reparar susenergías vitales. Por eso vemos que en todos lospueblos a la comida acompaña una oración, porla cual la criatura reconoce esta su radical depen-dencia. Y el cristiano que tiene la conciencia de suelevación al orden sobrenatural, que se siente en-riquecido por unos dones más altos, sabe que debedar gracias por un doble motivo: por ese favor na-tural que tiene de común con los demás hombres ypor esa vida superior que le ha sido comunicada através de Cristo y que tiene su centro en esta comi-da sagrada, por la cual se comunica con él el mismoDios. Es natural, por unto, que esta comida vayaacompañada por una acción de gracias, más noble,más íntima, más expresiva, que sea la Eucaristíapor excelencia, puesto que en ella se encuentra lasuma de todas las comunicaciones que Dios tienecon el hombre. La acción de gracias fue el punto

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de partida de todo el desarrollo ulterior de la Misa,favorecido por el terreno propicio que encontró enel mundo helenístico. La palabra misma nos da fede esta evolución, pues si en la Didake eucaristíaequivale a acción de gracias, en San Ignacio es yael nombre del acto de la fracción del pan, y algomás tarde, hacia el 160, San Justino la emplearácon la significación del Sacramento.

Una sinaxis litúrgica

Antes de pasar adelante, estará bien imaginarlo que eran aquellas reuniones litúrgicas a fines delsiglo i, cuando iban desapareciendo los últimos dis-cípulos de Jesús. En recuerdo de la Resurrecciónde Cristo, y acaso también para diferenciarse delos judíos, se ha empezado ya a celebrar la prime-ra sabbati, que se convierte en el dies dominica,es decir, día del Señor. La reunión se hace porla noche o en el amanecer que sigue a la jorna-da del sábado. No hay templos cristianos todavía,pero hay gimnasios, escuelas o criptas sepulcrales,

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o bien hermanos de buena posición, que ponen a

La Iglesia sale triunfantede las catacumbas.

disposición de los demásel departamento mejor desu casa. Los invitados en-tran, se saludan con el be-so de la paz y van to-mando asiento en tornoa una mesa, donde se veuna gran copa de vino ouna bandeja con pan. Serezan algunas oraciones,inspiradas en los salmosde David; se canta a doscoros; se leen algunos pa-sajes de los libros santos,y a continuación, uno delos presentes, un anciano,pide que le acerquen elpan y el vino. Sobre él seconcentran todas las mi-radas. Él mismo los apar-

ta de todo otro pensamiento con la vieja exclama-

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ción: «Arriba los corazones.» Parece una adverten-cia inútil, porque todos contestan: «Los tenemosfijos en el Señor.» A continuación el anciano dagracias, evocando la escena del Cenáculo, toma elpan, levanta los ojos al cielo, dice palabras sabidaspor todos, que son las que Jesús pronunció en laúltima Cena sobre las especies eucarísticas. Haceotro tanto con el vino, y cuando termina, todosresponden: «Amén.» Prosigue dando gracias, re-cuerda los misterios del Señor, por quien es todohonor y toda gloria al Padre y al Espíritu San-to. Los que le rodean dicen luego el Padrenuestro,confiesan humildemente sus culpas, y a continua-ción cada uno toma un fragmento de aquel pan ybebe un sorbo de aquel vino. Sigue una acción degracias inspirada por el fervor del momento: «Gra-cias te damos, Señor, por la santa viña de David,tu Hijo...» El sabor de aquel vino ha derramadoun nuevo espíritu en la asamblea. Todos parecencomo transfigurados, como estremecidos por unaexpectación misteriosa. Ni calla la oración ni cesael recogimiento, pero se aguarda algo, que viene

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con frecuencia a acrecentar el amor y a iluminarla fe. De repente, uno de los que acaban de comul-gar se pone en pie. Tiene el rostro encendido, lasmanos tensas, la mirada fija en el cielo y el cuerpoagitado por una irresistible sacudida. Empieza ahablar; las palabras salen impetuosas de su boca,palabras firmes, precisas, seguras. Nadie le entien-de; pero en sus ojos, en su cara y en sus gestos sevan reflejando los varios sentimientos que animansu discurso: sentimiento de confianza, de júbilo,de temor, de ansiedad, de pena, de melancolía y,acaso, de espanto. Habla en una lengua descono-cida, pero es fácil adivinar la idea fundamentalque le mueve, y su voz, lo mismo que su presen-cia extática, infunde en los presentes una místicaemoción, que viene a robustecer sus conviccionesreligiosas y a renovar el fervor de su vida. Poco apoco la tensión se amortigua, declina la llamaradade la inspiración, y entonces el orador se sienta.Pero cuando aún quedan en el recinto los últimosecos, otro de los hermanos empieza a hablar a suvez. Ahora el lenguaje es claro y conocido; todos

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lo entienden, pero también a él le agita la fuerzadel Espíritu. Habla con unción, con una elocuenciasuave, que ilumina, que conforta, que serena, quepersuade. Las vagas emociones que habían arre-batado antes a los oyentes se hacen más precisas,más penetrantes, más vivas, más eficaces, porquetambién sus palabras brotan de una gracia espe-cial. Es la gracia de los carismas que nos describeel Apóstol San Pablo.

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CAPÍTULO XI

EL PASO A LA EDAD PATRÍSTICA

El carisma

El fenómeno de los carismas fue una gracia pro-digiosa con que Dios favoreció a la primitiva Igle-sia, fruto de la fe de los primeros fieles, penetradosaún de la presencia de Cristo y del hábito todavíafresco de su vida. San Pablo alude a ellos repe-tidas veces en sus Epístolas, y en ellos pensabacuando advertía que las mujeres deben callar enla iglesia. Por varios textos de la antigua literatu-ra eclesiástica sabemos que seguían impresionandolas asambleas cristianas aun a mediados del sigloii. Unos hablaban en lenguas desconocidas —ge-

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Planta de la basílica románica de Santiago.

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nera linguarum—, otros tenían el don de interpre-tar lo que decían los anteriores o de iluminar lospasajes difíciles de las Escrituras —interpretatiosermonum—, otros leían en el interior de las con-ciencias —discretio spirituum—, otros anunciabanel porvenir —prophethia—, otros curaban milagro-samente —gratia curationum—, otros, finalmente,tenían especial virtud para despertar en los cora-zones la luz de la fe —apostoli—; y encima de todoestaba la caridad, sin la cual, según decía San Pa-blo, todo sería como el ruido del bronce que suenao del címbalo que retiñe. Los carismas tenían sufinalidad en aquellos primeros días de la Iglesia, sibien el mismo San Pablo se guarda mucho de exa-gerar su eficacia, aun reconociendo que todos pro-ceden del mismo Espíritu. «¿Sería de algún prove-cho para vosotros —se pregunta, escribiendo a loscorintios— si me presentase hablando lenguas?»Y no quiere que lo que es obra del Espíritu pue-da confundirse con los histerismos, con los fraudes,con las charlatanerías, con las supercherías. Mulie-res in ecclesia taceant. Es preciso cortar motivos

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de desorden, aun a trueque de perder un rato deedificación.

Lo que permanece

El hecho es que aquellos fenómenos de embria-guez espiritual, que se nos presentan en un princi-pio como inseparables de la celebración de los sa-grados misterios, pasaron rápidamente, como pasóel ágape, que era también un elemento peligroso,introducido por la fervorosa confianza y la espon-taneidad sin malicia de los primeros discípulos deJesús. Quedó, en cambio, la institución misma deCristo, destinada a sobrevivir mientras haya cris-tianos en el mundo. Todos esos elementos, más omenos discordantes, más o menos edificantes, seextinguen o caen en el olvido; pero ella pasa deiglesia en iglesia y florece, y en torno de ella flo-rece la vida cristiana. Aunque existe una ley, lla-mada del arcano, que prohíbe entregar lo santo alos perros y hablar del misterio al que sería inca-paz de aceptarlo o comprenderlo, no obstante la

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descubrimos en todos los monumentos literarios yartísticos de la Iglesia primitiva, en los vasos li-túrgicos de vidrio, que nos ofrecen en el fondo lafigura del pez dorado y esmaltado; en las figuras delas catacumbas, tantas veces reproducidas, y espe-cialmente en aquellas dos tan famosas, que admirael peregrino en las catacumbas de San Calixto: elpez que avanza sobre el agua llevando encima uncesto de panes, y la del celebrante, que extiendesu mano sobre un trípode, en el cual se ven unacopa y un pan, mientras enfrente una mujer —laIglesia— levanta los brazos en actitud de orante.Para un cristiano de la era de las persecucionestodo esto tenía una íntima significación, un conte-nido esotérico, que le recordaba las maravillas delamor de Cristo, el alimento de la vida sobrenatu-ral, el rito más solemne de su religión, fecundadopor el ardor de la fe y por la virtud vivificanteque Cristo dejó en la Iglesia. Como tenían un cla-ro sentido estas palabras misteriosas del epitafiode Abercio, uno de los monumentos arqueológicosmás emocionantes del siglo ii, en el cual descubri-

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mos la honda convicción, la ingenua sinceridad, laentrega perfecta, la serenidad gozosa que ponían

Base del cáliz de Ardagh.

en su vida aquellos hombres, amenazados constan-temente por la espada de los perseguidores: «Ciu-

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dadano de una ciudad distinguida, hice en vidaeste sepulcro, a fin de tener un lugar donde reposemi cuerpo. Me llamo Abercio, soy discípulo de un

Cáliz irlandés de Ardagh (siglo IX).

santo Pastor, que conduce sus ovejas hacia las pin-gües llanuras y los montes umbrosos, el Pastor de

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los grandes ojos, cuya mirada llega a todas partes.Él me enseñó las escrituras sinceras. Él me dirigióhacia Roma para contemplar la majestad soberanay ver la reina de los áureos vestidos y las sandaliasde oro. Allí conocí a un pueblo que lleva un sellobrillante. Vi también la llanura de Siria y todassus ciudades hasta Nínive, al otro lado del Eufra-tes. En todas partes encontré hermanos. Tuve aPablo por guía, y la fe me acompañaba, sirviéndo-me en alimento, adondequiera que iba, un pez deuna fuente grande y pura, pescado por una virgensanta. Ella lo daba sin cesar a comer a sus ami-gos, y tenía además un vino delicioso, que repartíamezclado con pan.» ¡Espléndido!, podía exclamarun pagano al leer estos versos; pero un cristianopodía ver en ellos un lenguaje divino. Las palabrashabían sido transformadas. En esos símbolos se en-cerraban claras alusiones a la parábola del BuenPastor, a la dignidad del pueblo cristiano, al fer-vor de los cristianos de Roma, a la pureza de laIglesia, al Ichcis místico y al banquete de la Euca-ristía. Y todo esto en labios de un anciano, que tal

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vez había visto en Éfeso al discípulo amado.

San Justino

Pero el que antes que nadie, si excluímos lostextos inspirados, iba a descubrir a la faz del mun-do los sagrados ritos del sacrificio cristiano fue unconvertido de la misma tierra que habitó el Señor,aquella tierra de Palestina que Él había recorri-do en todas direcciones, cuando aún no se habíanborrado las huellas de los primeros creyentes. Es-te gran testigo de la fe y de las costumbres de loscristianos en la era que sigue a la predicación apos-tólica es San Justino. Nace alrededor del año 100,en Siquem, donde aún se mostraba el pozo del aguaviva. Cerca de su casa está el lugar en que creyóla samaritana; pero él se lanza a correr mundo,devorado por la sed de la Verdad. Se la pide pri-mero a los poetas, que le dan artificiosas palabrasy relatos bellos, pero absurdos. Llama después ala puerta de los estoicos, pero no tarda en com-prender que más que las verdades les interesan los

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gestos. Los académicos, en vez de ofrecerle sabidu-ría, le piden dinero. Quedan todavía los discípulosde Pitágoras. Ellos, al fin, le van a revelar el gransecreto. Ya no duda que hay alguien que tiene lasllaves del templo de la ciencia; pero antes de entraren él hay que atravesar avenidas interminables ypórticos complicados; hay que estudiar la música,dominar la geometría y saber de astronomía cuan-to podía saber un sabio de aquel tiempo. Eran re-quisitos indispensables para conseguir la beatituddel filósofo. Su alma apasionada no podía hacersea tan largas esperas. Alguien, entre tanto, le ha-bla de la belleza increada y de la Verdad infinita,del Verbo que se hizo carne y que conversó con loshombres. Por vez primera averigua que la condi-ción más importante en la vida del conocimiento,la experiencia precursora, no son los números, nilos sonidos, ni las figuras, ni los silogismos, sino elamor, el amor de Dios, acorde soberano de la vi-da. Esta revelación le deja como hipnotizado. Undía se pasea al borde de la playa. Muchas vecesrecordará aquel momento en sus libros y en sus

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discursos. La inmensidad del mar, sin tregua y sindescanso, le decía su infinito mensaje, y en su al-ma generosa iba penetrando con vaga melancolía latremenda nostalgia de Dios. De pronto se le acercaun anciano, que le saluda confiadamente. Y le ha-bla de filosofía, a él, ávido de una filosofía en quepudiese descansar definitivamente su espíritu. Erauna filosofía nueva, que iba llenando de jubilosaluz el alma del joven pensador. ¡Con qué seguri-dad, con qué fuerza resonaban en el fondo de suser las palabras del desconocido cuando le hablabadel comienzo del mundo, de la grandeza del hom-bre, del origen del mal, de un Dios que ponía lacreación como primer portador de su mensaje, queluego había hablado por los profetas y que, al fin,había aparecido en la tierra para hablar al hombrecomo el amigo habla al amigo! «Ahora soy de ve-ras filósofo», gritó Justino, abrazando con ilusióntriunfadora e inextinguible la verdad, que habíaencontrado inesperadamente, y se entregó a ellacon todos los bríos de su juventud enamorada, yjuró publicarla por todas partes y defenderla y pro-

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pagarla y hacerla triunfar, «aunque le hiciesen pe-dazos». Y cumplió su palabra para conservar aquelamor irrevocable.

Valor de su testimonio

Tal fue el hombre que nos hizo la primera des-cripción de la Misa, un filósofo que acabaría siendomártir; un filósofo empeñado en conservar dentrodel cristianismo los jirones de verdad que habíarecogido en las escuelas. Tal vez sus teorías, enaquel primer esfuerzo por armonizar la sabiduríahelénica con la doctrina del Evangelio, deban serrecibidas con cierta reserva; pero si nos interesa elfilósofo, autor de bellísimas páginas, llenas de pro-fundidad y de pasión, amamos más al apologista,cuyo testimonio es uno de los legados más hermo-sos de la antigüedad cristiana. En su voz se fundenlos ecos del Oriente y del Occidente. Después derecorrer todo el mundo romano, llevando bajo elmanto del filósofo la ciencia del amor de Cristo,llega a Roma hacia el año 150, y allí abre una es-

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cuela. Son filósofos los emperadores que entoncesgobiernan el mundo: Antonino Pío, Marco Aurelio;son filósofos que desconocen la verdadera filosofíay persiguen a los cristianos, los mejores ciudadanosdel Imperio. Justino se irrita ante aquella injusti-cia y, cumpliendo su promesa de defender la ver-dad, escribe sus dos Apologías famosas. La primeratermina con estas palabras dirigidas al emperadorAntonino: «Esto es lo que creemos y practicamos;si lo encontráis razonable, respetadlo; si lo encon-tráis ridículo, despreciadlo; pero no condenéis amuerte a hombres que no han hecho ningún mal.»

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CAPÍTULO XII

LA PRIMERA DESCRIPCIÓN DELA MISA

Lo mismo que hoy

«Esta es nuestra doctrina», clamaba San Jus-tino con acento triunfal ante los emperadores deRoma, la que él había recibido de los discípulosdirectos de los apóstoles, la que selló luego con susangre, la que nos hace invencibles a los católicosde todos los tiempos y de todas las naciones. Estaes nuestra creencia eucarística, y ésta es la formacon que realizamos la Eucaristía. «Nosotros no re-cibimos esos dones como pan y bebida común, sinoque, así como, por la palabra de Dios, Jesucristo se

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hizo carne tomando cuerpo y sangre por nuestrasalvación, así también creemos que, por las pala-bras de la Consagración que nos enseñó el mismoCristo, este alimento es el Cuerpo y la Sangre deJesús hecho Hombre.» Fue ese alimento sagrado elque le dio en el momento definitivo aquella noblearrogancia, aquella claridad de visión, aquella de-cisión inconmovible que hicieron de su muerte elbroche de oro de una vida gloriosa.

—Aseguran que eres filósofo —le dijo el magis-trado—; si yo te hiciese azotar y cortar la cabeza,¿te imaginas que vas a recibir una gran recompen-sa en otra vida?

—No me lo imagino, lo sé. Tan cierto estoy deello, que no puede haber en mí duda ninguna.

—Bueno, dejemos eso. Vamos a la realidad, quees lo que importa. Sé razonable y sacrifica a losdioses.

—La razón me dice que no debo abandonar laverdad por el error.

—De lo contrario, no hay misericordia para ti.—Mi deseo más ardiente es llegar a Cristo a

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través de los tormentos.El juez dictó la sentencia, creyendo que le cas-

tigaba; pero él exclamó, sonriente: «¡Gracias seandadas a Dios!»

Tal es el hombre que con la declaración explí-cita y rotunda de la presencia real de Jesucristo enla Eucaristía nos dejó la primera descripción de laMisa; por él sabemos que, en sus formas robustas,la Misa del año 150 era la misma que la que hoyse celebra en nuestros altares. Aunque oriental, es-cribe en Roma; había visitado todas las iglesias yrecorrido todos los países, y esto es lo que hace quesu testimonio sea como un eco de todo el mundocristiano. Las costumbres son fundamentalmentelas mismas en Roma y en Alejandría, en Éfeso yen Corinto. El apologista habla a los emperadoresen nombre de todos los cristianos esparcidos a tra-vés del Imperio. Levantando el velo impuesto porla ley del arcano, norma de prudencia inspiradapor aquellas palabras de Jesús: «No queráis entre-gar lo santo a los perros», quiere descubrir ante losojos de los amos del mundo lo que sucedía en las

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asambleas de sus correligionarios, aquellas reunio-nes casi siempre nocturnas, sobre las cuales corríanen la sociedad pagana los más siniestros rumores ylas calumnias más infamantes. Y lo hace con todaprecisión y sinceridad. Había que contestar prime-ro a lo que se decía sobre los tremendos compromi-sos que adquirían los iniciados. Nada más sencillo.Había que convencer a los perseguidores de queno había nada abominable en aquellas reunionesnocturnas, que si eran nocturnas se debía única-mente a la violencia de la persecución. Y lo obvioera describir una de aquellas asambleas.

Palabras memorables

«Después que hemos bautizado —leemos en elcapítulo 65 de la Apología— al que ha aceptadonuestra fe y se ha unido a nosotros, le introducimosen la reunión de aquellos que se llaman hermanos,y allí hacemos una oración común por nosotrosmismos, por los recién bautizados y por todos losdemás, dondequiera que se encuentren. Terminada

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la oración, nos saludamos unos a otros con un beso.Después se coloca ante el presidente de los herma-nos el pan y una copa de vino mezclado con agua.Él lo toma, alaba y glorifica al Padre de todas lascosas en el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, yprosigue la acción de gracias por el beneficio de tanaltos dones. Cuando termina de hablar, los que leescuchan contestan todos unánimes: «Amén», unapalabra hebraica que significa: Así sea. Cuando elque preside ha dado gracias y preparado a la mul-titud, los diáconos (así los llamamos) reparten elpan y el vino, sobre los que se ha hecho la oración,entre los presentes, y una parte se lleva a los queno han podido acudir. A este alimento lo llama-mos Eucaristía. Nadie puede participar en ella sino cree la verdad de nuestra doctrina y si no hasido regenerado por el Bautismo.»

Estas frases, alusivas evidentemente a la se-gunda parte de la Misa, se completan con lo quenos dice San Justino unas páginas adelante, en elcapítulo 67: «En el día que llaman del sol —eldomingo—, todos los que habitan en la ciudad y

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en los campos se reúnen en un mismo lugar. Allí seleen las memorias de los apóstoles y los escritos delos profetas, según da de sí el tiempo. Cuando ellector termina, el que preside dirige una exhorta-ción. Después nos levantamos todos y entonamospreces por los cristianos y por todos los hombres;y a continuación, según antes dije, se trae el pan yel vino mezclado con agua; el que preside hace undiscurso de acción de gracias, en la mejor formaque puede, y el pueblo se une a él, respondiendo:«Amén.» Sigue luego la distribución a todos lospresentes de aquellos dones por los cuales se handado gracias, y los diáconos se encargan de queparticipen también los ausentes. Al fin se hace unacolecta, en la cual cada uno contribuye conformea su buena voluntad. El presidente se encarga delos fondos, y con ellos socorre a los huérfanos y alas viudas.»

Rasgos esenciales

Lo primero que nos sorprende en este texto fa-

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moso es la importancia que se da en él a una co-sa al parecer tan insignificante como es esa breverespuesta del pueblo a la oración eucarística. Dosveces se recuerda la voz hebrea Amén, que debíandecir todos los asistentes, para indicar que la ac-ción de gracias del que presidía debía salir de loscorazones de toda la multitud y ser refrendada porella. Justino, que era un simple lego, quiere acen-tuar aquí el valor de esta unanimidad expresadacon una sola palabra. Este sentido de unión es elque imprime su sello específico a la solemnidad delbanquete sagrado. Si la comunidad toda se une enel momento de la Comunión, ya antes ha juntadosus voces y sus almas en la oración de acción degracias con la cual han sido santificados el pan yel vino. Según San Justino, lo que se recibe en laComunión son las cosas que han sido bendecidas,aquellas sobre las cuales ha caído el Amén de laacción de gracias. Esta expresión, este sentido degratitud, es un nuevo rasgo, que descubrimos en lamás antigua descripción de la Misa. Que este sen-tir era una cosa viva en la comunidad cristiana de

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aquel tiempo, se desprende no sólo del uso que sehace de la palabra Eucaristía para significar la so-lemnidad de la Misa, sino también, y aún más, dela explicación que se da de esa palabra: «Este ali-mento se llama entre nosotros Eucaristía.» Ya enel diálogo con el judío Trifón había dicho el santoque Cristo nos había dado el «pan de la Eucaris-tía» como recuerdo de sus sufrimientos, y «por esonosotros debemos dar gracias a Dios, no sólo porhaber creado el mundo y todo cuanto hay en élen provecho del hombre, sino también porque nosha librado del mal, en que habíamos nacido, y hadebilitado completamente las dominaciones y laspotestades por Aquel que se sometió espontánea-mente». Orígenes dirá unos lustros más tarde: «Nosomos nosotros hombres de corazones desagrade-cidos. Nuestra preocupación más grande sería nocorresponder a los beneficios que Dios ha acumu-lado sobre nosotros, y el signo de nuestro agradeci-miento es el pan que llamamos Eucaristía.» Fuerade esta marca del tiempo, que trae hasta nosotroscomo un hálito de la era apostólica, la descripción

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famosa de San Justino tiene el sabor de todos lostiempos.

Lo que ha variado

Parece increíble que hayan pasado mil ocho-cientos años desde que se escribió esta página. Sus-tancialmente, lo que entonces se hacía era lo quehoy hacemos. El número de los sacerdotes es ma-yor, se han aumentado también las iglesias, hannacido las parroquias y el campo ya no necesitaacudir a la ciudad para tomar parte en el Sacrifi-cio. Sin embargo, los elementos del Sacrificio sonbásicamente los mismos, y nos encontramos conel mismo esquema fundamental. Primero: Misa delos catecúmenos; después, Misa de los fieles; la Mi-sa de los catecúmenos, con el saludo inicial, con laoración, con la Epístola o lectura del Antiguo Tes-tamento, con el rezo salmódico que se ha conver-tido en nuestro Gradual, con el Evangelio y conel sermón u homilía; la misa de los fieles, con elOfertorio, con la oración eucarística en medio de

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la cual se realiza la Consagración, con el ósculo dela paz, con la Comunión y con la acción de gracias,que hoy llamamos Postcomunión.

La Misa actual nos ofrece algunos rasgos leve-mente alterados; hay en ella también algunas adi-ciones que nos podrían dar la sensación de algodistinto, pero que en realidad no introducen na-da esencial. Pero tenemos aún un día en que laidentidad, por lo menos en la primera parte, escompleta. Me refiero a la Misa del Viernes Santo,la Misa de Presantificados, que se ha conservadoinmune de añadiduras y alteraciones. En realidad,no es una Misa propiamente dicha, pues en ella nohay Consagración ni, por tanto, Sacrificio; pero esono quita que encontremos en ella un ejemplo emo-cionante de la liturgia primitiva, muy semejante ala que nos evoca la descripción de San Justino.

Busquemos en el Misal las fórmulas, los textos,las rúbricas de esa solemnidad venerable. Comoprincipio, una lectura, aquella en que Oseas noshabla de una resurrección misteriosa, que vendráa iluminar las almas después de tres días de duelo;

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a ella siguen un canto responsorial y una oración;después otra lectura, en que se habla del corderosimbólico, cuya sangre teñía como signo de saludla entrada de las casas de los hebreos; y tras unnuevo salmo con la oración correspondiente seguíala tercera lectura: el relato de la Pasión según SanJuan. Venía, finalmente, la oración solemne de losfieles. «Después nos ponemos en pie», decía SanJustino. Y, efectivamente, el celebrante, puesto enpie y extendidos los brazos con gesto de plega-ria, anuncia la intención a la cual se van a asociartodos los presentes: «Oremos por la Iglesia santade Dios... Por nuestro beatísimo padre el Papa...Por los obispos y sacerdotes... Por nuestros cate-cúmenos... Por el mundo todo, los enfermos, losnecesitados, los cautivos, los caminantes, los na-vegantes... Por los herejes y los cismáticos... Porlos judíos y los paganos, «es decir, por todos losdiscípulos de Cristo, por los que acaban de ser bau-tizados, por los hombres todos en cualquier lugarque moren.»

A cada intención que se anuncia, se alza la voz

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del diácono invitando a los fieles a arrodillarse, yluego el sacerdote resume en breve oración los vo-tos que la asamblea dirige al Señor de todas lascosas: «Que tu Iglesia persevere en la confesión detu nombre... Que conserves a tu siervo el Pontíficeque nos has dado... Que todo el orden eclesiásti-co te sirva con fidelidad... Que los catecúmenossean agregados a la grey de tus hijos... Que to-dos los que padecen trabajos reciban consuelo ysocorro... Que los herejes se conviertan... Que losjudíos abran los ojos a la luz... Que los paganosentren a formar parte de tu Iglesia para gloria detu Nombre, por Nuestro Señor Jesucristo...»

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CAPÍTULO XIII

LAS LECTURAS

La herencia del mosaísmo

Hasta aquí la asamblea litúrgica de los cristia-nos se diferenciaba muy poco de la que se celebra-ba cada sábado en las sinagogas de los hebreos.Y era natural que así fuese. Como Eva, formadadel costado de Adán, la Iglesia nacía del costadoabierto de Cristo; pero nacía en el seno de la Si-nagoga, y al desprenderse de ella se lleva consigo,con derecho de herencia, además de sus propios te-soros, los ritos y las Escrituras de Israel, a quieniba a reemplazar con ventaja en su oficio de diri-gir y santificar las almas. Sucedía a la Sinagoga en

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todo lo que tenía de santo y divino, y sus primerosadeptos, discípulos de Moisés llegaban a ella conlo más bello de cuanto les había impresionado ensu liturgia. Al aceptar el Evangelio, estos hombresno olvidaban las tradiciones que habían aprendi-do a amar desde su infancia, y entre todas ellasninguna tan venerable para ellos como la que losreunía semanalmente para oír la palabra de Diosexplicada por el doctor de la Ley.

Aún hoy conservan los judíos las antiguas cos-tumbres en sus sinagogas vacías. Recuerdo el ros-tro cetrino y grave de Ben Hayyon, el samar o cus-todio de la sinagoga de Gibraltar, que me explica-ba hace ya años su liturgia sabática, paseándomepor el edificio encomendado a sus cuidados, un re-cinto de tres pequeñas naves, blancas y limpias, yun deambulatorio en la parte superior, destinadopara las mujeres. En el fondo se abría una alacena:el tabernáculo donde se guardaba el rollo de los sa-grados libros; delante había una mesa con cuatrograndes hachones de luz eléctrica, uno en cada án-gulo, y junto a ella se alzaba el gran candelabro

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que, según las prescripciones mosaicas, debiera te-ner siete brazos, pero que entonces debía estar

Iglesia románica. San Martín de Frómista (siglo XI).

mutilado, como punzante recuerdo de las reivin-dicaciones judías sobre el monte Sión y sobre laTierra Santa.

—Aquí —me decía el samar con suave acento—se coloca el sacerdote, que debe pertenecer siem-pre a la tribu de Aarón, teniendo a su derecha un

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diácono, que ha de ser siempre un descendiente deLeví, y a su izquierda, un subdiácono, escogido porturno entre las demás tribus.

—¿Y cuál es el oficio de cada uno de ellos?—pregunté yo, admirado de aquella terminología,robada evidentemente a los cristianos.

—El subdiácono ayuda, el diácono lee, el sa-cerdote, es decir, el rabino de nuestros antiguoslibros, explica al pueblo lo que se ha leído y dice laoración en nombre de todos. Y aquí tiene usted elprograma de nuestras reuniones litúrgicas: se lee laBiblia (debemos leerla entera cada siete años), secomenta, se ora y se alaba a Jehová con nuestroshimnos y nuestros salmos.

La sombra y la realidad

Tal era también el programa que se seguía cuan-do Cristo entraba a explicar la Escritura en la si-nagoga de Nazaret, o cuando San Pablo buscabaen las sinagogas del mundo romano el reducto pri-mero de sus conquistas y la base de sus campañas

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misioneras. Leíanse la Ley y los profetas, es decir,la plenitud de los libros inspirados, comprendidosen esta doble denominación; venía a continuaciónla exhortación o midrash, que giraba en torno delos temas leídos, y el ejercicio terminaba con lasoraciones y cánticos de alabanza, sacados princi-palmente del Salterio. Este esquema penetra desdeel primer momento en la Iglesia, completado, na-turalmente, con fórmulas y ritos que surgen en elseno de la sociedad nueva. Al Antiguo Testamentose junta el Nuevo; a las enseñanzas de la Ley y losprofetas, las del Evangelio y las Epístolas apostó-licas. Los cuatro elementos se conservan: lectura,canto, homilía y oración. En uno de nuestros librosmás antiguos, las Constituciones apostólicas, lee-mos estas palabras: «Reuníos en los cementeriospara leer las Santas Escrituras, para salmodiar so-bre las reliquias de los mártires que allí duermen,y para ofrecer la eucaristía.»

Pero un espíritu nuevo va infiltrarse en esosviejos elementos importados. La institución judai-ca, retocada y perfeccionada por una labor de si-

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glos, llegará a ser en manos de la Iglesia una obramaestra de instrucción, de alabanza, de arte y deconsuelo espiritual. ¿Puede encontrarse cosa algu-na más apta para llevarnos a Dios que las palabrasmismas de Dios? Esas palabras son las que la Igle-sia recoge, ordena y selecciona para ponerlas enboca de sus hijos en la primera parte de la Misa,adaptando y armonizando con un instinto mara-villoso los episodios del Antiguo Testamento conlos pasajes del Nuevo. Es bella ciertamente la lite-ratura bíblica de la religión mosaica, son sublimessus relatos y sus visiones, sus enseñanzas y suscánticos; pero aun así, todo en ella nos producela impresión de una cosa incompleta y fragmenta-ria. Es el problema que está exigiendo su solución,el símbolo que se refiere a otra cosa, que pide larealidad, la profecía que aguarda su cumplimien-to. El Antiguo Testamento es el enigma; el Nuevo,la clave: aquél nos propone el misterio, éste nos loilumina, y gracias a él descubrimos la armonía enla realización de los designios divinos.

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Obra de selección

Es la Iglesia la que tiene en sus manos la llave;es ella la que ha recibido de Dios el instinto sagradode la interpretación; nadie, por tanto, como ellapara adaptar las palabras divinas a las exigenciasde la oración. Viéndose obligada a escoger, dada laabundancia de los tesoros bíblicos, hizo la selecciónteniendo en cuenta la armonía íntima que existeentre las dos revelaciones, iluminando así con vivosresplandores la figura soberana de su Fundador yhaciendo resaltar con fuertes rasgos el testimoniode su misión divina y de su magisterio terreno.Dirigida por el Espíritu Santo, realiza esta labor deenseñanza y de consuelo, combinando sutilmentela profecía con la historia y sacando torrentes deluz con un sistemático acercamiento de los textosbíblicos, que tienen entre sí misteriosas relaciones.Su obra, pulida y perfeccionada a través de lossiglos, no es la de un simple coleccionador, sino lade un artista. Con ella la doctrina adquiere másalto vigor y la devoción se enciende; se agiganta

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la fuerza teológica y la poesía despide reverberosinsospechados. Una belleza nueva brota de las pa-

Prelados ante el atril (Códice Emilianense, siglo X).

labras de la antigua Ley con sólo ponerlas frentea otras de los apóstoles y de los evangelistas. Hay

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ocasiones en que se nos revela su más profunda sig-nificación con sólo aplicarlas a una circunstanciaespecial de la vida humana, o a un pasaje de la vidade Cristo, o a una época determinada del año re-ligioso, en que parecen salir más espontáneamentedel corazón. Esto realza su significado y hace ma-yor su eficacia. Bellos son en sus libros originaleslos versos de Isaías —que forman el conocido cantode Adviento que llamamos el Rorate—, profunda-mente impresionantes los trenos de Jeremías, ricosde emoción y de dramática grandeza los lamentosangustiosos de Job; pero estas joyas incomparablesde la literatura hebrea se nos presentan con un re-lieve singular y causan en nosotros una emociónmás profunda cuando las oímos en medio de la ex-pectación ansiosa de la Venida de Cristo, o en eloficio de Difuntos, o bajo la impresión de la trage-dia divina, que conmemoramos durante la SemanaSanta.

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Un ejemplo

Abramos el Misal por cualquiera de las misascuaresmales, la del miércoles de la cuarta semana.Es el día que la Iglesia consagraba en los primerossiglos para dar la última instrucción a los cate-cúmenos que debían bautizarse el Sábado Santo,y designar luego los que estaban preparados pararecibir la gracia bautismal. Todos los textos de esaMisa —el Introito, los Graduales, la primera lectu-ra, la Epístola, el Evangelio— nos hacen pensar enla vida nueva, que trae la gracia santificante; en lapurificación del agua santa, en la iluminación de lafe que ya alborea para los futuros neófitos, de quie-nes el ciego de nacimiento es una figura admirable.Hasta aquel verso: Accedite ad eum et illuminami-ni, que alude a la iluminación de las almas sedien-tas de acercarse a las aguas purificadoras, tiene unsentido especial si recordamos que, en los prime-ros tiempos del cristianismo, los que acababan derecibir la gracia bautismal recibían el nombre deiluminados.

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Unidad orgánica

Por otra parte, esta Misa nos recuerda unapráctica general de los primeros cristianos, que seperpetuó en las liturgias orientales y en la anti-gua liturgia española, y es que, para hacer mássensible la relación que existe entre los dos Tes-tamentos, se hacían siempre tres lecturas: una dela Ley o los profetas, otra de las Epístolas apos-tólicas y la tercera de los Evangelios. La liturgiaromana, buscando la brevedad, las redujo a dos,tomando la primera indistintamente del AntiguoTestamento o de los escritos de los apóstoles. Peroesta supresión no ha destruido el pensamiento ini-cial. A pesar de ella, los textos bíblicos, asociadossistemáticamente con el fin de causar una impre-sión más fuerte en los corazones o de iluminar conmás dulce claridad las inteligencias, forman comoun organismo armónico, a través del cual circula lasavia de la vida divina, y es como un edificio doc-trinal, en el que la unidad y la cohesión se juntanadmirablemente con la libertad y la flexibilidad

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propias del Espíritu de Jesús. Es una unidad orgá-nica, no metafísica; teleológica, no teológica. Nadamejor, tanto para mover como para enseñar, pa-ra dar un alto conocimiento de los misterios cris-tianos y para ayudar a vivirlos. Pero la doctrinano tiene aquí el rigor, ni la lógica, ni la gravedadde un curso de teología. Es profunda, ciertamen-te, pero se presenta a los ojos, de los fieles de unamanera espontánea, sencilla, popular, envuelta enlos encantos de la poesía, vestida de la gracia delos neumas, encarnada en la historia fulgurante deimágenes, sensibilizada en metáforas.

La Homilía

Y por si alguna cosa quedaba oscura, venía des-pués el comentario para esclarecerla. Es la Homilíade los orientales, el sermón de las iglesias de Oc-cidente. Lo mismo que hoy, el sermón seguía alEvangelio y versaba casi siempre sobre alguno delos textos que se acababan de leer. No había Misasolemne sin sermón, y recordemos que en los pri-

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meros tiempos de la Iglesia todas las Misas eransolemnes. La exposición de la palabra divina es-taba reservada al obispo, el cual podía delegar enalgún clérigo que se distinguía por su doctrina ysu elocuencia. A principios del siglo iii, un simplediácono, pero escritor excelso, Orígenes, tenía estamisión en la iglesia de Alejandría, y gracias a ellaposeemos un gran tesoro literario del cristianismoprimitivo. En cierta ocasión, después de una lar-ga lectura de la Biblia, Orígenes subió al pulpito yempezó su discurso con estas palabras: «Varios sonlos pasajes del libro de los Reyes que acabamos deoír: la fuga de David ante la cólera del rey Saúl, elcapítulo que nos describe la escena de la pitonisay el que nos habla de la magnanimidad del hijo deIsaí cuando encontró a Saúl dormido en su tienda.Si hubiera de explicar todos estos episodios, mealargaría demasiado. Ruego, pues, a nuestro obis-po que él me diga qué pasaje debo explicar.» Elprelado escogió el segundo de los temas enuncia-dos, y Orígenes, que por lo visto estaba dispuestoa hablar de todo con la misma maestría, pronun-

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ció un discurso famoso sobre la pitonisa de Endory sobre la intervención del demonio en la historia.

A esta costumbre de la primitiva Iglesia de-bemos una gran parte de las obras maestras denuestra patrología: los Sermones de San Agustín,el Hexamerón de San Basilio y el de San Ambrosio,las Homilías de San Juan Crisóstomo, los Moralesde San Gregorio Magno y la mayor parte de los co-mentarios de la Sagrada Escritura. El pueblo escu-chaba de pie, lo cual no dejaba de ser algo incómo-do, aun para los más animosos, pues con frecuencialos discursos se extendían desmesuradamente. SanAgustín tiene un opúsculo delicioso, intitulado Decatechizandis rudibus, en que se nos reflejan lasvarias actitudes de los oyentes frente al orador sa-grado. A veces, el público asiente con entusiasmo oaplaude ruidosamente; no sabe disimular la impre-sión de gozo cuando ha visto brotar súbitamenteuna frase feliz o encenderse una idea luminosa co-mo un relámpago Pero si el sermón se prolonga,bosteza, se duerme y llega a faltar al respeto alorador, pidiendo que acabe cuanto antes. «Al ad-

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vertir el cansancio —dice el obispo de Hipona—,debemos despertar la atención desfalleciente, seacon alguna palabra honestamente regocijada, seacon alguna anécdota viva o conmovedora, sea vi-niendo en ayuda de la concurrencia, invitándolaa sentarse, e imitando en esto a algunas iglesiasdel otro lado del mar, donde, si los obispos tienensus cátedras, no faltan tampoco asientos para losfieles.»

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CAPÍTULO XIV

EL PRIMER CANON DE LA MISA

Una fuente común

San Justino nos habla, ya conocemos sus pala-bras, de la oración eucarística, pero sin reproducirla fórmula. Solamente nos dice que el que presidela reunión dirige la alabanza al Padre de todo porel Hijo y el Espíritu Santo, prolongándose en laacción de gracias por los dones que de Él vamosa recibir. Pero si él no es más explícito, unos añosmás tarde nos encontramos ya con el precioso do-cumento que pone en nuestras manos una luz, concuya ayuda podemos dar algunos pasos más en elconocimiento de la liturgia primitiva. Es el primer

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Canon de la Misa, o por lo menos un espécimende cómo era el Canon de la Misa entre los discípu-los de los discípulos de los apóstoles. De él se hadicho que trae hasta nosotros el perfume de cosasmemorables y muy delicadas, como una brisa degran lejanía.

La palabra Eucaristía quiere decir acción degracias, y entronca, por tanto, con el acto sagradode la Cena, donde Cristo, antes de partir el pan,dio gracias, según la expresión de todos los sinóp-ticos. Es también la expresión de San Pablo, y yahemos visto que, según el relato de San Justino,el sacerdote prolongaba la acción de gracias en laconsagración del pan y el vino. De tal manera im-presionó a las primeras generaciones cristianas esterasgo fundamental de sus asambleas, que el sacra-mento para el cual se reunían recibió el nombre deEucaristía.

Gran felicidad la nuestra si pudiésemos hoy re-petir la acción de gracias, como Cristo la expre-só en aquella hora memorable, o por lo menos laque empleaba San Pablo para renovar el miste-

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rio sagrado en la Iglesia de Corinto, o la que dejóSan Juan en Éfeso y en las comunidades de Asia.Hay que reconocer que esto es imposible. Al reci-bir la consigna de Jesús: «Haced esto en memoria

Cáliz sirio de Hama (si-glo V).

mía», los discípulos sólo re-cogieron textualmente laspalabras de la Consagra-ción, y aun en ellas nosencontramos con variantesverbales, dentro de la mis-ma fórmula sustancial. Y,sin embargo, si examinamoslas varias docenas de ora-ciones eucarísticas que hanllegado hasta nosotros, ve-mos en ellas un fondo co-mún. Cada liturgia tiene su

anáfora, como dicen los orientales, es decir, su ora-ción eucarística, correspondiente al Canon de laliturgia romana. La tiene la liturgia mozárabe dela España antigua, en la cual llevaba el nombre deInlatio; la tienen la liturgia ambrosiana de Milán,

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la céltica, la galicana, las varias liturgias del Orien-te: la de San Basilio, la de San Juan Crisóstomo,la siríaca, la copta, la armenia, la maronita, etc.Nacidas en los extremos opuestos del mundo an-tiguo, fruto de distintas culturas y civilizaciones,expresadas en lenguas diferentes, venerables todasellas por su antigüedad nos ofrecen un parentes-co evidente en las ideas, y algunas veces hasta enla expresión. ¿No podría ser esto un indicio de quetodas ellas proceden de una fórmula primitiva, quelas enlazaría a todas con el Cenáculo o nos llevaríapor lo menos a enlazar con los tiempos apostóli-cos?

San Hipólito y su libro

Para contestar a esta pregunta se ofrecía comoargumento definitivo ese documento que nos salíaal paso en los umbrales del siglo iii. No se trata deun texto hallado recientemente, puesto que formaparte de un libro conocido hace mucho tiempo conel título de Ordenación de la Iglesia copta; pero es

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en estos últimos años cuando se ha podido averi-guar que su autor es San Hipólito, un ilustre sa-cerdote romano, a quien conocíamos por su intensalabor literaria, por sus choques violentos con el Pa-pa San Ceferino (d 217); por su oposición frente aSan Calixto (d 222), que le llevó a organizar en elseno de la comunidad de Roma un grupo rebeldea la autoridad legítima, y, finalmente, por la gene-rosidad con que hizo olvidar su rebeldía dando lasangre por Cristo, después de haberse reconcilia-do con la Iglesia. En su lengua original, este librollevaba el título de Tradición apostólica, que ex-presaba las tendencias conservadoras de su autor.San Hipólito lo compuso alrededor del año 215, esdecir, poco antes de haber comenzado sus luchascon la jerarquía. Los sucesos que luego se desarro-llaron y el hecho de que este libro estuviese escritoen griego nos explican por qué tanto él como losotros que escribió Hipólito fueran muy poco co-nocidos en Roma y en todo el mundo occidental.El Oriente, en cambio, los acogió con entusiasmo,viendo en ellos el eco de la tradición primitiva, au-

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torizada por el sello del prestigio de Roma, perono se conservaron en sus textos primitivos, sinoen versiones siríacas, coptas, etiópicas y arábigas.Son la fuente más importante que tenemos parael conocimiento de la vida cristiana en la Romadel 200. Ese libro de la Tradición apostólica, quees el que aquí nos interesa, empieza hablando dela consagración de los obispos. El que acaba deser designado se presenta en la asamblea entre lasaclamaciones de la multitud; recibe luego el home-naje de los diáconos, que le presentan sus dones,y a continuación el obispo empieza la acción degracias, con la cual va a consagrar el Cuerpo y laSangre de Cristo.

El texto

Dominus vobiscum.—Et cum spiritu tuo.—Sur-sum corda.—Habemus ad Dominum.—Gratias aga-mus Domino.—Dignum et justum est.

«Gracias te damos, Señor, por tu amado Hi-jo Jesucristo, a quien nos enviaste en los últimos

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tiempos como Salvador, Redentor y Ángel de tuconsejo. Él es tu Verbo inseparable, por quien hi-ciste todas las cosas, y siempre agradable a Ti. Leenviaste del cielo al seno de la Virgen; se hizo car-ne allí y fue llevado en sus entrañas, y se manifestóHijo tuyo nacido del Espíritu Santo y de la Virgen.Cumpliendo luego tu voluntad y adquiriendo paraTi un pueblo santo, extendió sus manos, cuandopadecía, para librar del tormento a aquellos quecreyeron en Ti. Y al ser entregado luego a la pa-sión voluntaria para destruir la muerte y romperlos vínculos del diablo, y hollar el infierno e ilu-minar a los justos, y establecer la meta y abrir lapuerta de la resurrección, tomando el pan, dándo-te a Ti gracias, dijo: «Tomad y comed; esto es miCuerpo, que será roto por vosotros.» De la mis-ma manera el cáliz, diciendo: «Esta es mi Sangre,que es derramada por vosotros. Cuando esto ha-céis, hacéis mi memoria. Acordándonos, pues, desu Muerte y su Resurrección, ofrecémoste el pan yel cáliz, dándote gracias porque nos hiciste dignosde estar delante de Ti y de ser ministros tuyos. Y

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te pedimos que envíes tu Santo Espíritu sobre lasofrendas de esta Iglesia, y que, congregando en la

Basílica romana de Santa Inés.

unidad a todos, los santos que han de participar,les des que sean llenos del Espíritu Santo para la

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confirmación de la fe en la verdad, a fin de que tealabemos y glorifiquemos por tu Hijo Jesucristo,en el cual sea a Ti el honor y la gloria, Padre,Hijo y Espíritu Santo, en la Iglesia, ahora y porlos siglos de los siglos. Amén.»

Sus caracteres

Tal es la primera oración eucarística que ha lle-gado hasta nosotros. Todo en ella nos indica quepertenece a una época en que la Misa se encon-traba en la primera etapa de su evolución. Es labella simplicidad de una institución que comienza,cuando todo es rudimentario, cuando ni los lugaresdel culto, ni las vestiduras sagradas, ni los cantoslitúrgicos, ni la variedad del personal, ni la compli-cación en las ceremonias, han venido a rodear lossagrados misterios de pompas rituales y religiosas.Vemos en ella la introducción con el motivo de laacción de gracias, cuyo origen está en el Cenácu-lo. En el centro, la fórmula de la Consagración,seguida, como en el Canon romano de la anamne-

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sis, o recordación de la Muerte y Resurrección deCristo, y luego de la epiclesis o invocación al Es-píritu Santo. Al fin, el amén de que nos habla SanJustino. Reina una gran unidad en el conjunto,una continuidad perfecta en las ideas, una ausen-cia de digresiones, ya que ni siquiera encontramosla aclamación lírica del Sanctus. Es la Eucaristíapropiamente dicha, la acción de gracias, que hu-bo de constituir el elemento esencial de la Misaapostólica. Y es fácil descubrir en este texto claroselementos paulinos, aunque la fórmula de la Con-sagración no es la de San Pablo; como si hubieseaquí algo que, nacido con absoluta independenciadel Apóstol, hubiera sido luego fecundado por suhálito poderoso.

Su antigüedad

Todo esto ha hecho pensar a algunos liturgistasque la oración eucarística de San Hipólito es mu-cho más antigua que él. Él no habría hecho másque incluir en su libro una fórmula conocida ya en

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las principales iglesias del mundo cristiano. El be-nedictino Dom Paul Cagin escribió no hace muchouna obra voluminosa para probar que se tratabade una oración, cuyo origen habría que colocar enla generación de los primeros cristianos, con lasraíces en el Cenáculo mismo. Sus argumentos sonsutiles, áridos, lentos, difíciles, pero causaron hon-da impresión. Parte de un principio famoso, queSan Agustín expresa en esta forma: «Aquellas co-sas que observamos, aleccionados por la Tradición,no por la Escritura, y con nosotros las observa todoel orbe cristiano, se entiende que han sido trans-mitidas o establecidas, bien sea por los apóstoles,bien sea por los Concilios generales. Es lo que su-cede, por ejemplo, con la celebración anual de laPasión del Señor, de su Resurrección, de la Ascen-sión al cielo y la Venida del Espíritu Santo.»

De una manera semejante —dice el sabio bene-dictino— podríamos razonar con respecto a la ora-ción litúrgica. Cuando encontramos una coinciden-cia entre ella y un pasaje que aparece también, sino en todas las liturgias, por lo menos en las más

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antiguas, en las más distantes, en las más diferen-tes entre sí, por su situación geográfica o por lacorriente tradicional a que pertenecen, y por otraparte ese pasaje deja también huellas en los anti-guos escritores, no es a estos escritores a quieneshay que atribuir su origen, sino a la tradición co-mún, que influye a la vez sobre los iscritores y lasliturgias. Esto es precisamente lo que observamosal analizar el texto de San Hipólito y al enfren-tarlo con toda la literatura litúrgica de los tresprimeros siglos. Empieza por impresionarnos poresa gran unidad, que hace de él un todo, en el quese desarrolla armónicamente la idea enunciada enel diálogo del principio: Gratias agamus Domino,sin estallidos líricos, sin interrupciones corales, sinincisos ni paréntesis, sin otro contenido que el pu-ramente cristológico, el indispensable para inser-tar en él una fórmula de consagración puramenteescrituraria, sin añadiduras, que indicarían un mo-mento avanzado de la evolución litúrgica. Pero hayalgo más impresionante todavía, y es que esta fór-mula se encuentra en Roma y en Etiopía, dentro

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de la Iglesia católica y en el seno de una primitivasecta antitrinitaria, que la adoptó con las corres-pondientes interpolaciones. Sus ecos parecen des-cubrirse en numerosas liturgias del Oriente y delOccidente, y hasta en los escritos de San Justinoy en la Epístola de San Bernabé llegan a rastrear-se reminiscencias suyas. Todo esto nos permitiríaavanzar más lejos en el origen de esta fórmula eu-carística y nos llevaría a adivinar su existencia enlas comunidades del siglo i, con la aplicación delgran principio agustiniano: «Lo que tiene la Iglesiauniversal y no fue instituido por los Concilios, fuecon toda seguridad transmitido por la autoridadapostólica.»

Valor individual

El principio es incuestionable, pero no son tanseguras las consecuencias que de él puedan derivar-se. La dificultad está en ver si una cosa pertenecea esa categoría de lo que tiene la Iglesia universal.Aquí es donde podemos ser víctimas de una ilu-

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sión. Después de haber leído el apretado y gruesovolumen de Dom Paul Cagin, dudamos de habercogido el último eslabón de la cadena. Reconoce-mos la antigüedad venerable de este primer Canonde la Misa, pero aún podemos preguntarnos: «¿Estanta que pueda arrancar de la cárcel en que Pablorezaba y consagraba atado al legionario que Nerónhabía puesto junto a él? ¿O del grupo de los discí-pulos alejandrinos, cuya vida describía Filón comogloria de la tradición mosaica? ¿O de alguna delas Iglesias del Asia, cuya cabeza, cuyo guía, cuyoaliento era el discípulo amado?»

La duda queda en pie. Hoy prevalece la ideade que San Hipólito insertó en su libro un tipo pu-ramente personal de oración eucarística. Tal vezlo utilizó él mismo; pero podemos estar segurosde que no llegó a conseguir que se le aceptase entorno suyo, ni siquiera fue ésa su pretensión, pues-to que en ese mismo libro de la Tradición apostó-lica leemos esta advertencia: «No es necesario queel obispo diga precisamente las mismas palabrasque yo traigo aquí, ni que tenga que aprendérse-

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las de memoria para dar gracias a Dios. Cada cualdebe rezar según sus posibilidades. Si está en con-diciones de rezar con una oración larga y bella desu propia invención, perfectamente; pero si quieredecir la oración según una forma fija, nadie debeimpedírselo. Lo importante es que la oración searecta y ortodoxa.»

Libertad de improvisación

Vemos, pues, que no existía aún un Canon obli-gatorio; vemos que el sacerdote tenía libertad paraimprovisar, lo mismo que hoy el predicador. Pe-ro de la misma manera que hoy hay sermones es-critos, que algunos se aprenden de memoria, asíempezaban ya entonces a correr oraciones euca-rísticas, compuestas por personas autorizadas, si-guiendo unas normas tradicionales. Y la primerade cuantas hoy conservamos es esta del insigne sa-cerdote romano de principios del siglo iii. Si no po-demos ver en ella una obra de los apóstoles, pode-mos considerarla al menos como el primer embrión

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de lo que, a través de una larga elaboración, cu-ya historia sólo imperfectamente conocemos, seráel Canon actual. Y podemos estar seguros de queSan Hipólito, gran tradicionalista por el conoci-miento y por el entusiasmo, se esforzó por recogeren ella el hálito de la Iglesia primitiva. Lo vemospor esa tendencia exclusivamente cristológica querevelan sus palabras, y que diferencian esta su fór-mula famosa de otros tipos de oración eucarísticaque se conocieron en aquellos primeros siglos: unode carácter filosófico, en que la alabanza divina ibaenvuelta en un ropaje de conceptos helenísticos, yotro que pudiéramos llamar sinagogal, porque re-cordaba las preces de la liturgia de los judíos en lasreuniones del sábado. Lo vemos también en la dul-ce intimidad que respiran esas frases, cuyo acentonos hace pensar en las oraciones de la Doctrinade los Apóstoles y trae hasta nosotros ecos de losprimeros balbuceos de la liturgia cristiana. Son lasmismas brisas que inspiraron a mediados del sigloii la oración famosa que pronunció, atado ya sobrela pira en que iba a ser consumido como víctima de

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holocausto, un discípulo de los apóstoles, un granjefe de la Iglesia primitiva: «Señor Dios omnipo-tente —rezaba San Policarpo en el anfiteatro deEsmirna—, Padre de tu amado y bendito Hijo Je-sucristo, por quien recibimos noticia de Ti, Dios delos ángeles y de las virtudes, de toda criatura y detoda la raza de los justos que viven en tu presencia,bendígote porque en este día y en esta hora te dig-naste concederme que tuviese parte en el númerode tus mártires, en el cáliz de tu Cristo, para la re-surrección de la vida eterna del alma y del cuerpo,en la incorrupción por el Espíritu Santo, entre loscuales aspiro a ser hoy recibido delante de Ti, ensacrificio agradable y escogido, como lo preparastey me lo demostraste y ahora lo cumpliste, oh Diosveraz, que no sabes de la mentira. Por todo esto tealabo, te bendigo y te glorifico con Jesucristo sem-piterno y celeste, tu muy amado Hijo, en unión delCual y del Espíritu Santo a Ti la gloria ahora y enlos siglos venideros. Amén.»

Un mismo espíritu anima la oración del obispode Esmirna, en su holocausto, y la plegaria sacri-

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ficial del sacerdote de Roma. El uno escribe comotestigo del Occidente; el otro trae hasta nosotrosun eco del cristianismo oriental. Tal vez no se co-nocen, pero son hermanos que tienen la misma voz,que respiran una misma atmósfera, que beben elagua de la misma fuente.

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CAPÍTULO XV

TRES REALIDADES DE NUESTROSACRIFICIO

Simplicidad primitiva

Ya sabemos algo del origen de esa oración ad-mirable con la cual se realiza el sacrificio augustodel pan y del vino. La bella fórmula que comenta-mos anteriormente no nos llevará hasta la cárcel enque Pablo rezaba y consagraba atado al legionarioque Nerón había puesto junto a él, ni al grupo delos discípulos alejandrinos, cuya vida describía Fi-lón como gloria de la tradición mosaica, ni siquieraa aquellas Iglesias del Asia Menor, llenas de efer-vescencias peligrosas, cuya cabeza, cuyo guía, cuyo

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aliento era el discípulo amado; pero trae hasta no-sotros un eco de la era de las persecuciones y unaroma misterioso de las catacumbas; y esto bastapara que veamos en ella como el primer embriónde lo que, a través de una larga elaboración, cuyahistoria sólo imperfectamente conocemos, será elCanon de la liturgia romana, el que usan hoy to-dos los sacerdotes del rito latino en el acto de laConsagración.

Este último nos ofrece una variedad, una mul-tiplicidad de temas y de ideas, una complejidad yriqueza que están delatando muchas manos y épo-cas diferentes. Sabemos, en efecto, que si en el sigloiv estaba ya sustancialmente formado, en el v de-jaba en él su huella de gran liturgista San León I,y a fines del vi todavía lo retocaba y completa-ba San Gregorio Magno. La fórmula, en cambio,que podemos considerar como su primer esbozo, sedistingue por su perfecta simplicidad; es una solaoración, terminada con un solo Amén, un grito detodos los fieles, una aclamación final que signifi-ca la adhesión general a la consagración realizada,

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como lo insinúa ya San Justino, y algo más tardeSan Dionisio de Alejandría, cuando en su Apología

Miniaturas de las Escuelas de San Galo (siglo X).

dice, dirigiéndose a un simple cristiano: «Has escu-chado la Eucaristía y luego has clamado con todos:Amén.»

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Acción de gracias

La estructura, sin embargo, es igual en la fór-mula primitiva y en el Canon posterior. Hay undiálogo, el mismo que encabeza aún el Prefacio;hay una doxología, más o menos prolongada; hayunas palabras evangélicas, en que se incrusta laforma del Sacramento; hay un recuerdo de la re-comendación de Cristo: «Haced esto en memoriamía»; y al fin, tras la fórmula de la Consagración,encontramos ya los primeros rasgos de la oraciónque se ha llamado Anamnesis: «Así, pues, acor-dándonos de su Muerte...»; y de la que lleva elnombre de Epiclesis o invocación del Espíritu San-to: Supplices te rogamus..., jube haec perferri permanus Sancti Angeli tui... Y así debía ser, puestoque lo mismo nuestra Misa que la que celebrabanlos primeros cristianos, es la repetición de la Cenadel Señor; y esa oración primitiva nos refleja aca-so con más claridad y con más íntima unción lasgrandes ideas y los hechos sublimes que se desa-rrollaron en el Cenáculo la noche que precedió a la

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Pasión, en aquella primera Misa que fue a la vezel cumplimiento y la transformación de la Pascuajudía.

En el Antiguo Testamento

También allí el acto comenzó por una acciónde gracias: gratias agens. Lo primero fue la ora-ción que dará nombre al Sacramento, la oracióneucarística que arrancaba, por decirlo así, del ri-tual mosaico tradicional. Otra vez nos encontra-mos aquí con la influencia judaica. En sus asam-bleas litúrgicas, los rabinos tenían una predilecciónespecial por la acción de gracias, que solía ser unhimno a las grandezas de Jehová, una alabanzade sus atributos, un recuerdo de sus perfecciones,reveladas en las maravillas del mundo, y un re-conocimiento de los favores con que había distin-guido al pueblo de Israel, cuya historia se evocabarápidamente. Algunos salmos pueden ser conside-rados como ejemplos de esta oración de acción degracias; pero tenemos muy particularmente el tipo

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clásico de la plegaria de los levitas, que leemos enel capítulo IX del libro de Nehemías, y que hasta

Vista exterior de la iglesia de Santa Irene, deConstantinopla (siglo VI).

por su introducción nos recuerda la acción de gra-cias del sacrificio cristiano. Los hijos de Leví co-mienzan invitando al pueblo a alabar a Dios:

—Surgite (Levantaos).—Bendecid al Señor, vuestro Dios, de eterni-

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dad en eternidad.—Que se bendiga su Nombre glorioso, que está

sobre toda bendición y alabanza.Seguía luego la enumeración de las perfeccio-

nes de Jehová y el relato de sus obras, entre lascuales ocupaban un lugar preferente los prodigiosobrados con el pueblo escogido, desde los días deAbraham hasta la liberación del cautiverio de Ba-bilonia: «Tú eres el único Dios y Señor: un Diospronto para perdonar, clemente y misericordioso,difícil para la ira y rico en bondad... Tú has hechoel cielo y el cielo de los cielos, y todo el ejército delos ángeles y las estrellas, la tierra y todo cuanto enella se contiene... Tú has escogido a Abraham...»

Los investigadores de los ritos hebraicos nosdan interesantes pormenores sobre los momentossolemnes en que se pronunciaban estas bendicio-nes, y por ellos sabemos que uno de esos momentosera el del banquete de la noche de Pascua, en elcual el jefe de familia debía tomar en sus manos elpan y el vino, diciendo al mismo tiempo: «Benditosea el que ha producido este pan y el que ha hecho

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brotar el fruto de la vid...» Y esto es precisamentelo que hizo Nuestro Señor en la última Cena: «To-mó el pan, y dando gracias lo partió y lo dio.» Así,la idea antigua de bendecir a Dios por sus donespasó a la fórmula de nuestro sacrificio y le dio sunombre: Eucaristía. La misma invitación que el sa-cerdote hace a los fieles al comenzar: Gratias aga-mus Domino Deo nostro, y luego toda la oraciónva a ser una acción de gracias, pero una acción degracias más amplia, más consciente, más sublimeque la que podría pronunciar un rabino o elevara Jehová un padre de familia en el banquete pas-cual, puesto que la revelación de Jesús había dadoa conocer más altos misterios sobre la naturalezade Dios; había descubierto perspectivas admirablessobre su amor infinito; había dado una noción másprecisa sobre su paternidad y su misericordia, y sehabía manifestado de una manera insospechada enla obra redentora del único Mediador y Adoradorperfecto, a través del Cual deben llegar al cielotodos nuestros ruegos y todas nuestras alabanzaspara que tengan un valor infinito.

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Ofrenda

Pero la Eucaristía no va a ser solamente ben-dición, sino también ofrecimiento. Del homenajepor el cual alabamos a Dios y le agradecemos susdones, a aquel por el cual se los ofrecemos, no haymás que un paso, y la Iglesia lo da convirtiendola Eucaristía en ofrenda del pan y el vino. Así lodecía ya aquel Canon primitivo, transmitido porSan Hipólito: «Acordándonos, pues, de su Muertey Resurrección, te ofrecemos el pan y el cáliz, dán-dote gracias por habernos juzgado dignos de estaren tu presencia y de servir a tu santo altar. Y terogamos que envíes a tu Espíritu Santo sobre estaoblación de la Santa Iglesia.» La idea eucarísticano ha desaparecido, puesto que damos gracias aDios, que nos ha hecho dignos de estar delante deÉl; pero a ella viene a juntarse la de la ofrenda,una ofrenda de pan y vino, como la de Melquise-dec, sacerdote de Salem: «Te ofrecemos el pan y elcáliz.» Y éste parece ser el gesto principal. Se ofre-ce el pan y el vino porque estamos reproduciendo

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la Cena, porque Cristo lo quiso así, porque el pan yel vino representan al que es el Alimento del alma,al que pudo decir con toda verdad: «Yo soy el Pande vida», y porque en estos elementos encontra-rán los cristianos de todos los tiempos hermosas einstructivas figuras y símbolos impresionantes delas más altas verdades de la vida espiritual. Enel primer devocionario que ha tenido la Iglesia, laDidake, se rezaba ya de esta manera: «Como estepan, disperso antes en las montañas, ha llegado aser uno, así un día tu Iglesia sea reunida de todoslos confines del mundo en tu reino.»

Esta oblación del pan y el vino se subraya entodo el curso de la Misa: el Ofertorio la insinúa, laSecreta alude a ella constantemente; el Canon ha-bla de «los dones, de los obsequios y de los sacrifi-cios inmaculados, depositados sobre el altar, y aundespués de la Consagración que los ha transforma-do, decimos al Señor que le presentamos nuestraofrenda de tuis donis ac datis. Todo esto revelauna realidad innegable, una intención, una volun-tad, la de presentar la Misa como la oblación de

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la Santa Iglesia, oblación de unos dones tangibles,elementales y tradicionales entre los hombres, conla cual se perpetúa y consagra una de las formasmilenarias del sacrificio.

Más que un sacrificio, pudiéramos llamarlo unhomenaje. Dios no tiene necesidad de nuestro panni de nuestro vino. «¿Acaso voy a comer yo car-ne de toros o beber sangre de cabritos?», decía alos hebreos en el Antiguo Testamento. «Si tuviesehambre, no te lo diría, pues mía es la tierra y to-do lo que contiene.» La ofrenda no es más que unreconocimiento de esta propiedad, y como un sím-bolo por el cual se continúa y se acentúa la acciónde gracias. Este sentido tienen también los ritosrelacionados con las primicias. Todo es de Dios, ynosotros somos también suyos. También nosotrosestamos incluidos en nuestra ofrenda. Por eso decíaSan Agustín: «La Iglesia sabe que en aquello queofrece ella misma se ofrece.» Y así, en la ofrendadel pan y del vino, humilde sacrificio ritual, de unsentido casi popular, está virtualmente contenidootro homenaje, no ya ritual y ocasional, sino moral

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y permanente: la ofrenda de nosotros mismos antela majestad de Dios, que nos ha dado el ser y loconserva.

Inmolación

Pero si no han sido abolidas las antiguas tra-diciones hebraicas ni los usos elementales de todoslos pueblos, nada de esto debe hacernos olvidarque, como observa el Concilio de Trento, la Misaes, ante todo, un acto de propiciación, un sacrifi-cio expiatorio, en que se inmola el Cordero de Dios,que quita los pecados del mundo. Se ofrece el pany el vino, y al mismo tiempo la cosa ofrecida es elmismo Cristo; o si se quiere, el Cuerpo y la Sangrede Cristo, inseparables de su Alma y Divinidad.Este tercer aspecto no anula los otros dos, aun-que los supera infinitamente. La acción de graciaspermanece; la realidad de la oblación nos permiti-rá hablar, antes y después de la Consagración, delos dones, de los presentes, de las ofrendas que sepresentan ante el altar; pero todo esto queda co-

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mo empequeñecido ante el prodigio trascendentedel sacrificio cristiano: por virtud de las palabrasdel sacerdote, en el altar ya no hay pan y vino; esel mismo Cristo quien está allí bajo las humildesapariencias del vino y del pan. Y ya no es una cosamaterial la que se ofrece, sino el Cuerpo mismo delHombre Dios. Esto es lo que da a la Misa su valorsupremo, su sentido más alto y ese carácter gran-dioso que hace de ella un sacrificio de expiación, yde expiación perfecta. Aseguraba San Pablo, escri-biendo a los hebreos, que «sin efusión de sangre nohay perdón», y al escribir estas palabras pensabaprincipalmente en este sacrificio del cristianismo,por el cual Cristo se ofrece y a la vez se inmola.Se ofrece Cristo, es decir, el Cuerpo y la Sangre deCristo, y esta expresión tiene para nosotros reso-nancias dramáticas, puesto que erige ante los ojosde nuestra mente el símbolo glorioso de nuestraredención, el sangriento madero y el sacrificio delViernes Santo, por el cual el misterio de la Misaes en realidad el misterio de la Cruz.

Por aquel Viernes Santo tenemos una víctima,

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requisito indispensable de un verdadero sacrificio,el acto religioso por excelencia. La ofrenda de losbienes de la tierra podía llamarse en la antigua leyun sacrificio pacífico pero el verdadero sacrificio eseste Sacrificio trágico de expiación, en el cual correuna sangre divina. Tenemos sangre, sangre «quees derramada por muchos en remisión de los peca-dos»; tenemos un Cuerpo, «que es entregado pornosotros». Y obsérvese que Cristo habla en tiempopresente para expresar esa virtud que se renuevaperpetuamente en la celebración de la Misa. Se en-tregó, derramó una vez su sangre visiblemente enla cumbre del Calvario; pero sigue entregándosecada día, y su sangre se derrama sin cesar místi-camente en el ara del altar, pues el misterio de laMisa es, en definitiva, el misterio de la Cruz.

Pero la Iglesia no quiere que este aspecto fun-damental eclipse todos los otros. Ante la grandezade la idea de la transustanciación, podríamos pre-guntarnos: «¿Es posible que siga en pie aquellatímida acción de gracias del Testamento Antiguo?¿Es posible que permanezca el rito de la oblación

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del pan y el vino, cuando tenemos otra oblaciónmás alta, que es una inmolación verdadera? Asíse desprende de todos los ritos actuales y de lostextos eucarísticos más antiguos. No debemos olvi-dar que nos encontramos ante el gran misterio delamor. Nuestra curiosidad desearía saber cómo sereitera la inmolación redentora, y hasta qué pun-to la oblación mística de la Misa se identifica conla oblación sangrienta del Calvario; pero la másalta teología no logra proferir sobre estas cuestio-nes más que débiles balbuceos. «Importa —diceDom Capelle— no disimular la inmensa comple-jidad de la Misa con el afán de explicarla mejor.No tratemos de comparar este sacrificio prodigio-so con cualquier otro sacrificio: es único. ¿Y cómosorprenderse de ello? ¿No es el sacrificio del Ver-bo de Dios, vestido de nuestra carne, en quien setransustancian el pan y el vino? Sólo esto abre anuestras miradas horizontes inconmensurables.»

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CAPÍTULO XVI

INTROITO Y CONFESIÓN

Origen del Introito

El Introito es un canto de marcha. Introitoquiere decir entrada. Es el canto que resuena en lasbóvedas del templo mientras el celebrante avanzahacia el altar. Su origen nos recuerda los cortejosepiscopales de los días en que el cristianismo saletriunfante de las catacumbas. Un liturgista cono-cido, Duchesne, los ha descrito con estas palabras:«La asamblea de los fieles se ha reunido en el tem-plo: los sacerdotes aguardan en el ábside, en tornoal altar; el pontífice y sus diáconos salen de la sa-cristía, edículo situado a la entrada de la iglesia,

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y avanzan a través de la nave. Los rituales noslos representan vestidos de sus ropajes litúrgicos,precedidos de los subdiáconos, uno de los cualesagita el incensario, y de siete acólitos portadoresde cirios. Mientras la procesión camina, el coro eje-cuta la antífona Ad introitum (el canto de entrada)para acompañar el movimiento de los ministros yenvolver en un ambiente religioso los espíritus dela concurrencia.»

Esto, evidentemente, no es de las primeras reu-niones apostólicas, de las recogidas solemnidadesdel Cenáculo o de las nocturnas asambleas de losdías de la persecución, sino más bien de los díasbrillantes de la victoria. El paganismo se declaravencido; una era nueva se abre para la Iglesia, y elsucesor de Nerón y Diocleciano reconoce al pueblode Dios el derecho de profesar públicamente su fe.Es la hora de la paz definitiva; en la embriaguez dela libertad, los sentimientos se exaltan; un resplan-dor nuevo ilumina las formas externas del culto, ylos antiguos ritos se modifican para acomodarse aesta primavera triunfal. Nace la basílica, y sus es-

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paciosas dimensiones serán el digno escenario delas ceremonias del gran sacrificio. En ella podrándesplegar su magnificencia los nuevos ritos; en elladesfilará, lenta y majestuosamente, el cortejo epis-copal; en ella resonarán por vez primera los ecosde esa marcha litúrgica que es el Introito. Es en elsiglo iv cuando el Introito viene a realzar la mag-nificencia de las asambleas cristianas, apareciendocomo el pórtico de las ceremonias de la Misa.

Introducción

Este canto procede casi siempre de los salmosde David: pero ¡con qué maravilloso instinto hasabido la Iglesia encontrar las palabras que mejorinterpretan el espíritu de cada fiesta! Por ellas lasalmas entran en el espíritu del misterio que se ce-lebra, conocen el rasgo característico del santo deldía y se colocan en el ambiente de la solemnidad.El fiel que con su misal en la mano oye en la Mi-sa de Nochebuena las primeras palabras del coro:«El Señor me dijo: Mi Hijo eres tú; en este día

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te he engendrado», está viviendo ya la idea másprofunda que se desarrollará durante toda la fies-ta. Asiste a la generación eterna del Verbo, piensaen ese Verbo que se une a la carne humana, queaparece en Belén emparvecido y abreviado en laforma de un niño; y cuando el coro continúa conaquel verso del salmo: «¿Por qué se conmovieronlas gentes?», no puede menos de representarse alMesías despertando los recelos, las iras, los terro-res de los malvados. Y si, además, siente la música,verá en su lento caminar, en sus neumas graves ysonoros, como un nuevo empuje que le ayudará asumergirse en la profundidad augusta del misterio.

Y lo mismo en las fiestas de los santos. He aquíel Introito de Santa María Magdalena: «Los peca-dores me miraron para perderme; tus enseñanzasentendí, Señor; yo agoté la copa de los placeres;pero sólo tu mandamiento es espacioso sobre ma-nera.» Estas palabras fueron escritas casi mil añosantes que naciese la pecadora convertida, y, sinembargo, nos parecen una evocación precisa de suhistoria. Creemos ver a la Magdalena atravesando

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la plaza pública, y a los cómplices de sus desórde-nes espiándola. Pero espían en vano: ya no es lamujer de los antiguos días; ha encontrado a Jesús,

El comienzo de la Misa.

y, hastiada por el vacío de sus alegrías mundanas,puede pasar adelante diciendo: «Sólo tu manda-miento es un camino espacioso.» Y confirmandoeste gesto, la melodía prosigue: «Felices los queandan por una senda inmaculada.»

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Purificación

Entre tanto, el sacerdote ha llegado al pie delaltar. Aguarda a que termine el coro, pero el corose prolonga. Es el momento de pensar en la gran-deza de los misterios, en el sacrificio celeste, en larealidad sublime que por sus manos y sus palabrasse hará presente en aquel mismo lugar dentro deunos instantes. Cristo va a descender a sus manos,va a venir con sus riquezas infinitas, va a mezclarsu sangre divina con su pobre sangre humana. ¡Quéfelicidad tan grande recibir aquel abrazo de Dios,subir a su monte santo, participar en tan mara-villosas claridades! Pero también ¡qué dolor tenertan manchadas las manos, tan tibia la sangre, tanenfermo el corazón! Y el deseo lucha con la tris-teza, el ardor con la desconfianza, el miedo con elamor.

Esos sentimientos y estas consideraciones, alprincipio imprecisos, espontáneos y confusos, seconcretan al fin —siglo ix o siglo x— en bellasfórmulas, que la rúbrica obligará a recitar al sacer-

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dote. Primero, un grito confiado: «Penetraré en elaltar del Señor.»

En él, «como la del águila, se renueva mi ju-ventud», se doma el dolor, se recibe la prenda dela vida y se vence cada día a la muerte. Es el sal-mo Judica me, Domine, en el cual también hayacentos de humildad, y contrición de corazón, yrecuerdo del enemigo acusador. Pero esta voz in-sidiosa de la «gente no santa» enmudece con unaconfianza ciega en el brazo de Dios que nos sos-tiene: «Nuestra ayuda en el nombre del Señor.»Y también con el reconocimiento sincero de nues-tra miseria moral, que pone en nuestros labios laspalabras purificadoras que atraen la misericordiadivina: Confiteor Deo Omnipotenti...

La confesión de los pecados es purificadora. Poreso se exige en el mismo comienzo de la Misa. Ensu Regla dice San Benito: «Si nosotros, cuandoqueremos pedir una cosa a los poderosos de estemundo, no osamos hacerlo sino con humildad y re-verencia, ¿con cuánta más humildad y pureza dedevoción no debemos suplicar al Señor Dios de to-

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das las cosas?» Y si nosotros, cuando nos recibeuna alta jerarquía, nos ponemos nuestros mejoresvestidos, y no llegamos a su presencia sino despuésde haber procurado afanosamente el aseo de nues-tra persona, ¿cuánto mayor no ha de ser nuestrocuidado de aparecer limpios delante de Dios, a cu-yos ojos lo que importa es la limpieza del corazón?Como un abismo llama a otro abismo, según laexpresión del Salmista, así este reconocimiento denuestra miseria, y a la vez de la santidad y el poderde Dios, prepara el alma para recibir con toda suplenitud los favores y las gracias, las misericordiasy las comunicaciones, que la Misa nos promete.

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CAPÍTULO XVII

LA ORACIÓN

Saludo

Tropezamos ya con un elemento de la Misa pri-mitiva que nos lleva a los tiempos apostólicos. Enlas catacumbas la ceremonia se abría con un salu-do del presidente a la concurrencia. Es un saludotípicamente oriental, el que Cristo dirigía a susdiscípulos cuando se presentaba en medio de ellosdespués de la Resurrección: Pax vobis; o bien aquelotro que en los días lejanos de la Historia oyeronlos segadores de Booz, cuando Ruth la moabitaespigaba detrás de ellos silenciosamente; el mismoque iniciará más tarde en la casa de Nazareth el

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diálogo más emocionante de los siglos: Dominusvobiscum. Cuando saluda a su amigo, el hebreo ledesea la paz; el griego, la alegría; y el romano, lasalud.

Y este saludo, «el Señor sea con vosotros», esel que dirige a la asamblea de los fieles, desde el co-mienzo, el sacerdote que celebra la Misa: recuerdode aquellos días en que la Iglesia se desgajaba dela Sinagoga. Después lo repetirá una y otra vez,mientras dura la reunión, siempre como una vozde alerta para despertar la atención del pueblo enun momento más solemne, como una llamada, co-mo un anuncio de la oración en que se va a hacerel intérprete de los deseos de todos.

Universalidad

Esta oración era el comienzo de la Misa cuandono habían nacido aún el Introito ni la Confesión.Era la suplicación litánica. En un viejo libro cris-tiano, las Constituciones apostólicas, leemos estarúbrica: «El diácono se levanta, sube a un lugar

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elevado, impone silencio y formula los votos de losfieles. Recemos —dice— por la paz y tranquilidaddel mundo; recemos por la Santa Iglesia Católi-ca y Apostólica, derramada por todas partes, paraque Dios la conserve contra toda persecución has-ta la consumación de los siglos... Recemos por losobispos, que anuncian en toda la tierra las pala-bras de la verdad... Recemos por los sacerdotes,por los diáconos, por los lectores, por las vírgenes,las viudas y los huérfanos.» Todas las necesidadesdel mundo estaban reunidas en estas invitacionesapremiantes, que constituyen uno de los más bellosmomentos de la asamblea cristiana en los tiemposprimitivos. Se recordaba a los confesores que su-frían en las minas, a los mártires que aguardabanla hora de salir de la prisión para el suplicio, a loshermanos que se encontraban entre los peligros delmar, a los emperadores y a todos los gobernan-tes, a los vivos y a los muertos, a los neófitos ya los catecúmenos y a todos aquellos que estabanaún entre las sombras del error. «Es la verdade-ra oración de intercesión —ha dicho un liturgista

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conocido—, la oración oficial y pública, en la cualel creyente, dándose cuenta de que es miembro deuna sociedad universal extendida por la sobrehazde la tierra, eleva su pensamiento por encima delcírculo estrecho de sus intereses y reza por el biende la Iglesia entera.»

Kyrie eleison

A cada invocación del diácono los fieles res-pondían con una fórmula breve, indicadora de sumutua compenetración, exenta de egoísmos y mez-quindades: «Señor, ten piedad de nosotros.» Sonlas palabras que dirigían a Jesús los curados delEvangelio, el ciego de Jericó, la Cananea, los diezleprosos; es el grito de los enfermos y de los quelloran, el clamor de todos aquellos que necesitan lamisericordia del Señor, la plegaria que el cristiano,en medio de su impotencia, arranca del hondo desu pecho para implorar la clemencia divina. La for-ma griega, en que se conserva, es un indicio de suremota antigüedad; después de veinte siglos sigue

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siendo tan popular que todos los cristianos saben,al menos confusamente, su significado. Cantan

El gesto de la oración en las catacumbas.

Kyrie eleison, y saben que dicen: «Señor, ten pie-dad de nosotros.»

Pero hoy el Kyrie eleison ya no es la respuestaa una invitación diaconal, el término de un diálogoimpresionante. En los primeros siglos todas las Mi-sas eran solemnes; sin diácono y sin concurrenciano se comprendía una Misa. Cuando empezaron

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a multiplicarse las Misas rezadas, sin público queasistiese a ellas, aquella suplicación común se hizoimposible, y el rito se esquematizó, conservándoseúnicamente la aclamación popular, seguida inme-diatamente de la Colecta, que debía pronunciar elsacerdote. La palabra colecta nos sugiere la idea dereunir. Después de haber asistido a aquel diálogobullicioso, en que el diácono y el pueblo exponíanel objeto de su oración, la voz serena del celebran-te recogía como un haz todos aquellos votos y lospresentaba al Padre celestial con palabras que bro-taban espontáneamente de su corazón, inspiradopor el ambiente religioso de la asamblea. Era unaoración improvisada, de la cual han quedado ejem-plos de una elocuencia sublime. Llena de unción yde doctrina cuando la pronunciaba un hombre sa-bio y piadoso, se hacía a veces difusa, ramplonay vacía si al celebrante le faltaba la inspiración.Como la mayor parte de esas oraciones, dulzarro-nas, sin alma de unción auténtica y sin nervio depensamiento, con que pretenden alimentar la vidaespiritual de los fieles los devocionarios modernos.

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La Colecta

Desde el siglo iv sintióse la necesidad de su-primir la improvisación, y empiezan a aparecerlas primeras antologías de Colectas para uso delos sacerdotes. Se ofrecen abreviadas, corregidas,reducidas a una misma ley rítmica y litúrgica, ymoldeadas, por decirlo así, todas ellas según unmismo troquel. Son verdaderas estrofas poéticas,donde los miembros de la frase, las sílabas átonas,las cadencias y los acentos están combinados de talmanera que es imposible traducirlos. Estas compo-siciones dan al Misal una riqueza extraordinaria.A la belleza de la forma se junta en ellas tal pro-fundidad de la doctrina, que, aun desde el puntode vista dogmático, son una fuente preciosa paraconocer las creencias de la Iglesia primitiva. Es ra-ra la que no encierra una idea fuerte y delicada,expuesta siempre con la precisión y la sobriedad delos antiguos mármoles romanos. La unción no esen ellos ruidosa y palabrera, sino que brota dulce yrobusta de la belleza y la grandeza del pensamien-

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to. Desgraciadamente, son pocos los cristianos quesiguen al sacerdote cuando, después del Kyrie, ex-tiende las manos para levantar a Dios sus propiosanhelos en esta breve fórmula, que es una de lasexpresiones más admirables de la oración.

Y tampoco son muchos los que al decir el Ky-rie saben poner en él el acento, la unción, la ver-dad con que lo pronunciaron los diez leprosos delEvangelio. Y, no obstante, ésa sería la manera in-falible de conseguir lo que pedimos en la Colecta.Todos somos pobres pecadores; todos estamos lla-gados, contagiados de lepra, desfigurados, ciegos.Que ese Kyrie de la Misa sea el acto con el cualdescubrimos al Señor nuestras llagas, poniéndolasante su divina Presencia, juntamente con las llagasdel Cuerpo de Jesús, que fue entregado y sacrifi-cado por nuestro amor.

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CAPÍTULO XVIII

EL HIMNO ANGÉLICO

La poesía sagrada

Obra maestra de la inspiración religiosa, rela-tivamente reciente en la Misa, antigua en la Igle-sia. Ciertamente, los himnos por excelencia de losprimeros cristianos eran los salmos de David; conellos rezaban, con ellos cantaban, con ellos encon-traban el alimento de su vida interior y con ellosrenovaban su fervor y la fortaleza para hacer frentea la persecución. En ninguna parte pudieran ha-ber hallado más bella y elocuentemente expresadassus creencias y sus sentimientos religiosos; ningunapoesía humana hubiera puesto en sus labios más

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férvidos acentos para cantar los atributos divinos,para celebrar la gloria de Cristo, para interpretarsus sentimientos de amor, de gratitud, de confian-za y de humildad; para ponderar las maravillasy los destinos de la ciudad escogida de Jerusalén,figura profética de la Iglesia.

No obstante, si la inspiración divina, por lacual tenemos los Santos Libros, quedó cerrada conla muerte del último Apóstol, la lira sagrada de lossalmógrafos hebraicos no fue rota ni quedó arrin-conada entre los primeros discípulos de Jesús. Enel libro del Apocalipsis resplandecen las imágenestriunfales de la himnodia que alegra a los habitan-tes de la Jerusalén celeste, y en las Epístolas deSan Pablo hallamos ecos ardientes de las formascon que se expresaba el entusiasmo religioso enla primitiva asamblea cristiana: cantos, oraciones,palabras ininteligibles y, a veces, sonidos inarticu-lados. Recordemos aquella oda maravillosa en queSan Pablo, escribiendo a los corintios, canta lasexcelencias de la caridad. La expresión poética nopodía faltar entre hombres que, como decía uno de

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ellos, sentían sobre sus hombros el yugo de Cristocomo si fuese el brazo del amante sobre el cuellode la amada.

Adoración de los Magos. (Ms. copto del siglo VI.)

Los himnos

Y así nacieron los himnos, un género nuevo enque se harán famosos más tarde San Ambrosio,San Hilario y, sobre todo, nuestro gran poeta Pru-dencio. Himnos para traducir sentimientos nuevosde piedad, para interpretar los misterios de la re-ligión nueva, para exponer las verdades de la fe y,

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en las sectas heréticas, para destilar el veneno dela herejía. Desde el siglo ii cantaban los gnósticosen sus reuniones: «El alma miserable yerra en unlaberinto y llora presa en la cárcel de la materia.Pero Jesús dice: «Mira, ¡oh Padre!, cómo lucha pa-ra salir del caos amargo y no acierta a encontrarla luz; pero heme aquí; descenderé, portador delos sellos; atravesaré los siglos, explicaré los miste-rios, mostraré las formas de los dioses, iluminarélos secretos de la vida santa y enseñaré la gnosis.»

Pero había himnos más inocentes y tambiénmás inspirados, porque eran la expresión espontá-nea del corazón en que ardía el amor de Cristo.Ese amor reemplazaba al anhelo, a veces pedante,de la ciencia. He aquí una efusión fresca y lumi-nosa en que nos parece respirar aún el hálito deldivino Sembrador de parábolas: «¡Oh luz gozosade la gloria santa, del inmortal Padre celeste; Hijosanto y dichoso, Cristo Jesús! Reunidos en el mo-mento en que el sol se oculta, cuando se enciendela luz de la tarde, alabamos al Padre, al Hijo y alEspíritu Santo de Dios. Tú eres digno de ser can-

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tado en todo tiempo por las voces sin pecado, ohHijo de Dios, que das la vida, y ésta es la causapor la cual te glorifica el mundo.»

Así decía el himno del atardecer. El de la maña-na era más festivo, más radiante, más entusiasta;una verdadera perla con reverberos de luz celeste,una perla literaria que, extraída en los días glorio-sos de la primera Iglesia del fondo de la concienciacristiana, fue engastada más tarde en el brocadoespléndido de la Misa. Es el himno angélico, el Glo-ria in excelsis Deo, comentario gozoso y emocio-nado de las palabras con que el alado mensajeroanunció la buena nueva sobre la gruta de Belén:«Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra alos hombres de buena voluntad. Alabámoste. Ben-decímoste. Adorámoste. Glorificámoste. Dámostegracias por la grandeza de tu gloria.»

El Gloria

Es la alabanza admirativa a la gloria del Padretodopoderoso, Rey celestial y soberano Señor; es la

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invocación al Hijo único, Cristo Jesús, Cordero deDios y Dios verdadero, que quita los pecados delmundo; es la adoración, doxología sublime, antela Majestad de Cristo, solo Santo, solo Señor, soloAltísimo con el Espíritu Santo en la gloria de DiosPadre. Fórmulas ungidas de piedad vibrante, deacento primitivo, eco de la era apostólica, saborde antigüedad, perfume de catacumbas y frescu-ra, tal vez, de los jardines galileos. Escribiendo aTrajano, decía Plinio que los cristianos se reuníanuna vez por semana para decir un himno a Cristocomo a Dios, y se ha podido pensar con verosi-militud que este himno era el Gloria in excelsisDeo. Algunos años después, el apologista Arísti-des declaraba que los discípulos de Jesús alababany glorificaban a Dios cada mañana a causa de subondad. ¿Y no es éste precisamente el objeto delhimno angélico, compuesto esencialmente para lahora del amanecer?

Al amanecer lo cantan todavía los orientales.Es en Oriente donde aparece por vez primera, y ellibro de las Constituciones apostólicas (siglo iv) el

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documento que primero lo recoge, aunque su ori-gen hay que buscarlo en época anterior. Desde eltiempo de San Gregorio Magno empieza a pene-trar en la Misa. Al principio es un canto del díade Pascua; pero no tarda en extenderse a los do-mingos y después a todos los días de fiesta. Todoen él es festivo y triunfal. Su expresión completasólo a través del texto griego se puede captar. Ala simetría del pensamiento corresponde la graciadel ritmo y la sucesión estudiada de los acentos, delas sílabas y de la rima. Procedimientos sumamen-te sencillos y llenos de encanto, que no ahogan unsolo momento la espontaneidad de la inspiración nila efusión auténtica de la piedad. Es el grito libredel alma, animado por el fervor más vivo y conte-nido por la piedad; el clamor sincero donde el artesólo sirve para dar más fuerza al pensamiento; uneco de aquella poesía sobria y serena, propia de lasalmas a quienes los pintores de las catacumbas re-presentaban en la figura de una orante con los ojosfijos en el cielo. Y, en realidad, un eco del Evan-gelio. Las primeras palabras son la salutación del

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ángel a los pastores. Todo en el pesebre hablabadel cielo a estos primeros adoradores de Cristo, deun cielo abierto, infinito, muy diverso de aquel queveían a lo lejos cerrado por el horizonte. Y se sin-tieron transformados, inflamados de fe, henchidosdel deseo de adorar, de cantar, de postrarse anteel Niño, y de glorificar a Dios tañendo sus zampo-ñas al unísono con sus corazones. Súbitamente sehabían convertido en hombres de buena voluntad,es decir, de ánimo generosamente inclinado haciael cumplimiento de la ley divina, en lo cual consis-te la mejor glorificación que podemos poner anteel acatamiento divino. Y entonces se ha consegui-do la mejor bendición de la vida: la paz. Habráarmonía entre nuestros actos y nuestras palabras;nuestra vida estará conforme con el fin para el cualfuimos creados, y fruto de todo esto será la tran-quilidad de nuestras conciencias. Et in terra paxhominibus bonae voluntatis.

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CAPÍTULO XIX

EPÍSTOLA Y EVANGELIO

Ya conocemos el texto famoso deSan Justino

Describiendo lo que era la Misa a mediados delsiglo ii, decía San Justino: «El día del Sol, todos losque habitan las ciudades y los campos se reúnenen un mismo lugar, y en cuanto el tiempo lo per-mite se leen las memorias de los apóstoles o losescritos de los profetas. Después el lector se detie-ne y el presidente toma la palabra para hacer unaexhortación y persuadir la imitación de los bellosejemplos que acaba de exponer. Después se levan-

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tan todos y se reza. Terminada la oración, se traenel pan, el vino y el agua, el presidente invoca la di-vina piedad y reza durante el tiempo que puede. Elpueblo responde: «Amén.» Cada uno recibe luegouna parte de los elementos bendecidos y envía lasuya a los ausentes por medio de los diáconos.»

Importancia de la lectura

Como se ve, la lectura ocupaba un puesto im-portante en las asambleas cristianas desde los tiem-pos apostólicos. Oración, sacrificio y alabanza, laMisa debía ser también una instrucción, un apren-dizaje de la doctrina encerrada en los Libros San-tos. Se leían los profetas y los apóstoles, es decir, elAntiguo y el Nuevo Testamento, y de esta mane-ra la palabra de Dios iluminaba las inteligencias ypreparaba los corazones para el momento del mis-terio eucarístico. Las lecturas eran largas, «cuantoel tiempo lo permitía», y a veces se prolongabanhoras enteras. La apetencia espiritual de los pri-meros cristianos no se cansaba nunca de paladear

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los gustos inefables del gran libro, en el que las másaltas riquezas de la elocuencia humana se unían a

Lectura del Evangelio en laliturgia bizantina.

los esplendores glorio-sos de la verdad divi-na. Mas, aun así, era im-posible leerlo por com-pleto; había que esco-ger sabia y cuidadosa-mente. Sólo Jesús po-día abrir el volumen alazar y encontrar el foliodonde estaba escrito sumensaje a los pueblos deGalilea. Había que es-coger los capítulos máselocuentes, los que ha-blaban con más claridadde las cóleras y de lasbondades divinas, o ex-ponían más luminosamente los misterios de la gra-cia, los preceptos de la ley y la gloria del Mesías, ose armonizaban mejor con la idea fundamental de

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la fiesta que se celebraba. Cada página de los Li-bros Sagrados recordaba un misterio de la vida deCristo, un instante de las vicisitudes de la Iglesiao un estado del alma del cristiano.

Labor de la Iglesia

Los trenos de Jeremías y los llantos de Job, ex-plicados por el relato de la Pasión y Muerte de Je-sús, parecían las lecturas apropiadas para los díasen que se conmemoraba el aniversario de la Reden-ción; con sus profecías del divino Emmanuel, de laVirgen que concebirá un Hijo y de las maravillasdel reino del Mesías, Isaías parecía destinado paraser el profeta del Adviento. La parábola del hijopródigo, la historia de Naamán, curado de la lepra;el prodigio de la resurrección de Lázaro, encajabanperfectamente en el tiempo de Cuaresma, que laIglesia había organizado como una invitación a lapenitencia, para que el pecador volviese a la casadel Padre y se purificase de la lepra de la culpa,y resucitase a la gracia de Cristo. ¿Y qué páginas

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podían caer mejor, en medio de la tristeza de unduelo fúnebre, que aquellas en que el varón de Hus

Momento de la Epístola.

exhalaba su lamento llorando por la brevedad de lavida, ponderando sus tristezas y dolores y descu-briendo en la lejanía el consuelo de la resurrección?

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Tejido maravilloso

De esta manera vinieron a realzar este tejidomaravilloso de la Misa, a semejanza de perlas yrubíes, los pasajes más bellos del libro más bellodel mundo. Un instinto secreto los seleccionaba yun tino misterioso ponía entre ellos secretas armo-nías, que eran como chispas de luz para las almasávidas de una vida espiritual íntimamente vividacon la Iglesia. La Ley preparaba los profetas, y elEvangelio era como el comentario de los profetasy la Ley. El Nuevo Testamento aparecía como larealización de las figuras y los símbolos derrama-dos en el Antiguo. Esta correspondencia, llena desugestiones y enseñanzas, se advierte sobre todoen las Misas más antiguas. Misas de los domingosdel año, y en especial de los días de Cuaresma. Ycuando por ventura falta, es por la desaparición dela primera de las lecturas, la de los antiguos librosmosaicos. Hoy sólo se leen la Epístola y el Evan-gelio; en todas las liturgias primitivas, incluso laromana, se leía, además, un trozo sacado siempre

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del Antiguo Testamento. El deseo de la brevedadlo suprimió: pero lo que queda, Epístolas y Evan-gelios, forma a través del año un curso completo

El Tetramorfos o los Evan-gelistas (Libro de Kells, si-

glo VII).

de catequesis cristiana,tan admirable por su va-riedad y su riqueza comopor el hechizo irresistiblecon que se expresan lasmás altas ideas y los sen-timientos más profundos.No se trata de un siste-ma rígido y ordenado, yaquí está su mayor encan-to y el rasgo por el cual seadapta a toda clase de es-píritus: la unción se mez-cla con el precepto, la ala-banza con la exhortación,la súplica con la enseñan-za, y mientras la inteligencia se ilumina, el corazónse siente transformado y fortalecido.

Y si el texto sagrado es oscuro, la homilía vie-

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ne a exponerlo y aclararlo. He aquí otro elementode las más antiguas asambleas cristianas, un ele-mento que hoy tiende a desaparecer, suplantadopor los fervorines, por los triduos, por las nove-nas y por toda suerte de predicación vespertina.En la Iglesia primitiva, el sermón venía despuésdel Evangelio como un comentario suyo. La mayorparte de las homilías de los Santos Padres han si-do pronunciadas en esta parte de la Misa. Habíaque desentrañar el hondo sentido de las palabrasde Jesús, explicar las expresiones difíciles de unalengua y de una raza distintas, despejar contradic-ciones aparentes, deshacer torpes interpretaciones,disipar dudas, exponer misterios, exhortar, acon-sejar, convencer: de este modo nació una parte im-portante de la literatura cristiana de los primerossiglos.

El Evangelio

La lectura del Evangelio reviste una solemni-dad especial. El sacerdote hace sobre él la señal de

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la cruz, y al terminar, lo besa. En las Misas solem-nes se le lleva en procesión, con velas encendidas,y se le inciensa. Ya San Jerónimo escribía, desdeBelén, poco después del año 400: «En todas lasiglesias de Oriente, al leerse el Evangelio, encién-dense cirios, no para disipar las tinieblas, pues yabrilla el sol en el firmamento, sino en señal de ale-gría.» Y Eteria, la peregrina gallega del siglo iv,nos informa en su Itinerario que mientras se leía elEvangelio el incienso ardía, llenando el templo consus aromas. Los antiguos rituales nos dicen que noera sólo el sacerdote el que besaba la palabra di-vina, sino que se la daba a besar a todos los queestaban entre el púlpito y el ábside. ¿Por qué hoyno la besarían todos los que tienen la buena cos-tumbre de oír la Misa con su misal? ¿Y por quéno se inflamarían de amor al ver el libro en que secontiene la buena nueva? Porque con todos estosritos la Iglesia quiere recordarnos la veneración yel culto que debemos a las palabras del Evange-lio, que son las palabras de Dios: cómo debemosleerlo y meditarlo, a semejanza de Santa Cecilia,

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de quien dice la Liturgia que llevaba siempre elEvangelio de Cristo sobre su corazón, y cómo, deuna manera especial en este momento de la Misa,debemos levantarnos respetuosamente, para oír depie esa consigna sagrada, en la actitud de quienafirma que está dispuesto para el combate de estavida, que no retrocederá ante ningún sacrificio porel cumplimiento de la palabra divina.

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CAPÍTULO XX

INTERMEDIO SALMÓDICO

Variedad

Hoy apenas podemos comprender aquellas lar-gas vigilias durante las cuales los primeros cristia-nos «perseveraban en la oración y en la fraccióndel pan». Las horas pasaban sin que la fe de aque-llos hombres se fatigase ni se enfriase su fervor.Desde que las sombras de la noche se extendíansobre la tierra hasta los albores del amanecer. Ennuestros días seguramente las iglesias quedaríandesiertas. Pero también entonces tenía la natura-leza sus desfallecimientos: a veces era un niño quese dormía, cayendo de una ventana, o una mujer

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que se desmayaba, o un clérigo que bostezaba so-ñoliento. Sucede con frecuencia que, mientras elsacerdote habla, el público aplaude o asiente conentusiasmo; pero no faltan casos en que se aburrey empieza a exteriorizar su impaciencia. «Al dar-nos cuenta de ello —decía San Agustín— debemosdespertar la atención desfalleciente, sea con algunapalabra honestamente regocijada, sea con algunaanécdota curiosa y emocionante, o bien invitandoal público a sentarse.»

Pero, además, la Liturgia estaba dispuesta contal variedad, que bastaba un poco de interés paradisipar el cansancio: aquí un diálogo entre el diá-cono y la concurrencia, allí una intervención delcelebrante; más tarde, una invocación, o una ex-hortación, o una lectura. Y, finalmente, un cántico,un intermedio salmódico, que sacudía los espíritusy, con sus variaciones, parecidas a los trinos de laalondra y a sus vuelos alborozados, proyectaba so-bre la gravedad de la ceremonia un fulgor de santaalegría.

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La música religiosa

El canto, la máxima filosofía, como lo llama-ba Platón, aparecía en la asamblea cristiana comoun descanso y, además, como un elemento precio-so de preparación para el gran misterio. Más tar-de dirá Casiodoro que la música tiene cierto oficiopedagógico, y por eso la Iglesia no podía excluirlani olvidarla. Idioma universal de los espíritus, esuna escuela de formación, un vehículo de las másfuertes impresiones, un estímulo del corazón y untroquel en que se moldea el alma. Su carácter deco-rativo, su valor estético, tiene escasa importanciaen la Liturgia. Lo que en ella se busca ante todo esesa finalidad práctica que tiene como objeto a Diosy su mayor gloria, pero sin olvidarse del hombrey su santificación, porque, como dice San Agustín,la armonía externa debe ser un principio de equi-librio interior, y las relaciones numéricas del ritmoy la tonalidad tienen la misión de transportarnos alas de los números espirituales y eternos, de suerteque los neumas son como peldaños por donde se

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asciende a la contemplación y al amor. De nota ennota, como de estrella en estrella, se llega hastaDios.

Sabemos que el pueblo cristiano cantaba aunbajo la amenaza de la persecución. Cuando acudíaa sus reuniones nocturnas, explica Plinio, era paradecir un himno a Cristo, su Dios, cumpliendo asíel precepto del Apóstol, que le había dicho: «Ex-hortaos unos a otros con salmos, con himnos y concánticos espirituales.»

El cántico —Gradual, Alleluia o Tracto— ve-nía después de la lección, como un complementosuyo, como un grito espontáneo del corazón, agra-decido a las enseñanzas recibidas. Al principio erallano, sencillo, desnudo de adornos y complicacio-nes: casi una recitación. Un clérigo se adelantabaa las gradas del ábside —de aquí el nombre deGradual—, declamaba un verso y el pueblo res-pondía. Así hasta el final del salmo. A veces, conlas palabras del salmista se unía la vieja aclama-ción hebraica, que ya había resonado en la últimaCena: Alleluia. Y las voces de la multitud se mez-

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claban contestando: Alleluia. Alabad a Dios.

Evolución musical

Poco a poco la salmodia primitiva se hace mássolemne, vistiéndose de todas las galas del arte. Laalegría que la Iglesia siente por su triunfo, la glo-ria de sus héroes, la amplitud y desarrollo de suculto, ya no caben en aquellas primeras fórmulas.Las antiguas cantilenas se desenvuelven, se cubrende espléndido ropaje, se hacen más ricas, más so-noras, más triunfales. Los neumas se unen a losversos bíblicos como alas que los levantan hasta eltrono de Dios, y así se forman esas vocalizaciones,místicos gorjeos que en la terminología gregoria-na se llaman yúbilos. Acerca de ellos hacía ya SanAgustín estas poéticas consideraciones: «Yubilares exhalar sin palabras un grito de alborozo. Enlos transportes de alegría, el hombre, agotadas laspalabras, expresa su felicidad con gritos inarticu-lados, y a esto se llama yubilación. Observad a lostrabajadores que cantan mientras siegan la mies,

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David tocando el arpa con su coro de músicos y danzantes.(Salterio áureo de San Galo. Siglo X.)

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o en el momento de la vendimia, o en cualquierotro trabajo: primero manifiestan su alegría con lacopla del cantar; después, como arrastrados por unentusiasmo creciente, que las palabras ya no pue-den expresar, siguen tarareando libremente con unsonido confuso, con el cual el corazón da a entenderque ya no puede decir lo que concibe y engendra enmedio del éxtasis de la dicha. Tal es el fenómenoque se produce con frecuencia en la asamblea delos fieles, y ciertamente que a nadie podría dirigir-se con más motivo un lenguaje inefable que a Dios,esencialmente inefable.»

Deleitar sin distraer

De este modo las puertas del templo se abríande par en par a las melodías con que el mundo anti-guo había expresado sus júbilos, sus congojas, susmiedos y sus amores. Pero todo quedaba purificadode escorias, despojado de estremecimientos carna-les, transfigurado y sublimado para que la músicarealizase aquello que decía San Bernardo: «Delei-

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tar sin distraer», y cumpliese la condición que leimponía San Ambrosio: «En el canto, la cualidadprimera es el pudor, la reverencia a Dios, objeto denuestra alabanza, al lugar santo, y a la asambleade los fieles.» Así nació la música gregoriana, grá-cil, dulce, noble y llena de expresión; esa músicaque ha hecho repetir a muchas almas la exclama-ción de San Agustín: «¡Cuánto he llorado, Señor,en tus himnos y en tus cánticos! Las voces que re-sonaban dulcemente en tu Iglesia, penetrando enmis oídos, llevaban la verdad a mi corazón, desper-taban dentro de mí las más profundas impresionesy hacían brotar lágrimas que me llenaban de con-suelo.»

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CAPÍTULO XXI

EL CREDO

Mosaísmo y cristianismo

En tiempo de Jesús los hebreos se reunían ca-da sábado en la sinagoga, para orar, cantar, leerla Escritura y escuchar la palabra del rabino. Yhoy siguen practicando sus viejas costumbres li-túrgicas. «También nosotros tenemos nuestra Mi-sa», me decía el amable y cetrino sacristán de losjudíos en Gibraltar, mientras recorría con él la si-nagoga, amplio salón de tres naves, perfumado deincienso y rutilante de lámparas que colgaban dela techumbre de cedro. «Y mire usted aquí nues-tro altar —añadió, señalando una mesa en cuyos

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ángulos se alzaban cuatro grandes candelabros—.Desde ella levanta el sacerdote su oración por to-do el mundo; desde ella leen los levitas las páginassantas de la Ley de los profetas; desde ella comen-ta el rabino la palabra de Dios, y delante de ellacanta el pueblo con los salmos de David las gloriasde Jehová.»

Todo como en nuestra Misa: oración, alaban-zas, lectura y homilía. Y no se trata de una puracoincidencia. La asamblea litúrgica de los cristia-nos se presenta como en una continuación de lareunión sabática de los hebreos. Hebreos de raza yde educación, acostumbrados desde niños a los ri-tos de la sinagoga, los primeros discípulos de Jesúsconservan las costumbres aprendidas en la infan-cia, y su Cenáculo parece una sinagoga más. Cuan-do llega la noche del sábado, se juntan para rezar,cantar, leer y escuchar la palabra del comentaris-ta, lo mismo que cuando estaban en su pueblo deCaná, de Betsaida o de Cafarnaum. Pero ahora suoración es más dulce, más confiada, más universal.Es ya la oración de la Iglesia Católica. Su alabanza

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LA MISA 285

tiene un sentido más hondo; textos idénticos, ver-sos de salmos, poemas del Testamento Antiguo;pero cada una de aquellas palabras se ha ilumina-

Santa María de Naranco (siglo IX).

do y ha cobrado una fuerza nueva desde que vino elMesías, por quien se habían escrito proféticamen-te. La lectura se amplía también con el Evangelio,con las Epístolas de Pablo y con los demás libros

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apostólicos, y con ella se extiende también el cam-po de la plática del doctor, unas veces exhortacióngrave, otras exposición dogmática, otras comen-tario escriturístico o argumento teológico lanzadocontra las audacias heréticas o las supersticionespaganas.

Al adoptar la tradicional asamblea de los ju-díos, la Iglesia habíala transformado, enriquecidoy embellecido, convirtiéndola en un instrumentomaravilloso del culto de Dios y de la instrucciónde sus hijos.

El Símbolo

Pero hay una cosa que no tiene su precedenteen el rito hebraico, ni se encuentra en la primitivaasamblea cristiana: es el canto del Credo. Comofórmula, el Credo es casi tan antiguo como la Igle-sia. Desde el siglo ii nos habla San Ireneo de la«regla de fe inalterable que todo hombre recibe enel bautismo», y ya entonces se rezaba en las igle-sias el Símbolo de los Apóstoles que hoy aprenden

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los cristianos. Nuestra doctrina es, hasta en susfórmulas, la misma que se enseñaba en las cata-cumbas, la que publicaban con acento de triunfolos mártires en los anfiteatros. Cuantos querían re-cibir el bautismo debían aprender esa fórmula yrecitarla. Tres semanas antes de entrar oficialmen-te en la Iglesia repetían de memoria sus cláusulasdelante de los fieles, y en el momento de la ceremo-nia prometían aceptar todos los artículos en ellascontenidos.

Su presencia en la Misa

El Símbolo de los Apóstoles quedará siempreunido al rito bautismal; pero no tarda en aparecerotra fórmula más extensa, destinada a refutar elerror de los arrianos, que negaban la divinidad deJesucristo. Un gran obispo español, Osio de Cór-doba, la redactó. Y los padres de Nicea, en el pri-mer Concilio ecuménico le dieron su valor infalible.Completada en el Concilio de Constantinopla de381, será un arma segura para rebatir las herejías

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antitrinitarias de los siglos iv y v. En una épocade luchas enconadas entre la oscuridad de las opi-niones y las disputas, los cristianos encuentran enella un claro espejo de su fe. Es el signo que dis-tingue a los ortodoxos de los herejes, y, como tal,se obliga a recitarla en algunas iglesias de Oriente,en Alejandría y en Constantinopla, al terminar elCanon de la Misa. La comunión del amor sólo pue-de ser sincera si la acompaña una comunión de fe.España recoge con entusiasmo el texto venerable,al cual va unido el nombre de uno de sus grandespastores, lo incluye en la Liturgia por un decretodel tercer Concilio de Toledo (589), y para decla-rar que el Espíritu Santo procede al mismo tiem-po del Padre y del Hijo añade la palabra Filioque,motivo secular de discordia entre el Oriente y elOccidente. La práctica española se extiende por laGalia, los misioneros galos la llevan a los pueblosdel Norte, y, a ruegos de un emperador alemán,Roma le da carta de naturaleza en su Liturgia aprincipios del siglo xi. De este modo la fórmulade Osio se convierte en fórmula oficial y litúrgica;

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LA MISA 289

queda unida a la Misa, como la de los apóstoles albautismo, y es el lazo de unión espiritual entre lasgeneraciones cristianas.

Nada más bello que escuchar el coro de los fie-les repitiendo esos acentos que han triunfado detantas herejías, palabras vibrantes de sabor mi-lenario, envueltas en una música fuerte, sencilla ysobria, que dejan en el ánimo la impresión auténti-ca de la verdad. En medio del vaivén general de esevertiginoso alzarse y morir de opiniones y doctri-nas, de escuelas y filosofías contradictorias, es unconsuelo inefable poder sentar el pie en esa rocainconmovible, que ha dado una firmeza triunfado-ra a tantas generaciones y ha conservado la unidadde la doctrina católica a través de los pueblos y lossiglos.

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CAPÍTULO XXII

MISA DE LOS CATECÚMENOS YMISA DE LOS FIELES

Lógica de los ritos

Poco a poco se van precisando las rasgos fun-damentales de ese gran acto del culto cristiano quees el Sacrificio de la Misa. Todo, a primera vista,parece oscuro, misterioso y sin motivo plausible:una sucesión de gestos peregrinos, de palabras ex-trañas, de himnos, de lecturas, de movimientos,que no tienen fácil explicación. Nos llenamos deadmiración al ver que se pasa el Misal de un la-do a otro del altar y se vuelve a pasar de nuevo.¿Por qué? ¿Hay aquí algún misterio? Y la Historia

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LA MISA 291

nos da la contestación: En los primeros siglos nun-ca faltaba a un lado del sacerdote el clérigo quehabía de leer la Epístola y al otro el diácono quehabía de leer el Evangelio. Cuando el lector y eldiácono empezaron a faltar en la Misa, el sacerdo-te se vio obligado a hacer cada una de las lecturasen el lugar señalado por la tradición: la Epístolaen un ángulo del ábside y el Evangelio en otro.

Y es posible que un observador curioso se fi-je en un detalle al parecer insignificante, pero queno está desnudo de sentido. Al leer la Epístola, elmisal se coloca en su posición natural; pero al leerel Evangelio se le tuerce hacia el ángulo del altar,de suerte que el sacerdote vuelve la cara al ladoizquierdo del templo, que es siempre el lado norte.Y nuevamente nos preguntamos: ¿Por qué esto?Aquí del símbolo litúrgico que nos presenta la re-gión septentrional como el reino de las tinieblas ynos trae a colación la leyenda misteriosa de Og yMagog, envueltos en hielos de crímenes y en nochede ignorancia, y nos recuerda aquella palabra bíbli-ca en que se nos dice «que por el Aquilón irrumpirá

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el mal». Contra este mundo de Satán, contra lasalmas sentadas en la sombra de la muerte, lanzasu sonido la trompeta de la verdad evangélica.

Como una catedral

Con un símil exacto y bello a la vez, un litur-gista conocido ha comparado la Misa a cualquie-ra de nuestras catedrales, en que todos los sigloscristianos dejaron las huellas de su inspiración yde su entusiasmo religioso. Comenzada en la épo-ca romana, la arquitectura gótica puso en ella eladorno de sus trifolios y sus rosetones, y el Renaci-miento vino al fin a terminar la obra coronándolacon los esplendores de una linterna o enriquecién-dola —es el caso de Santiago— con alguna fachadabarroca. El profano se pierde en este laberinto deépocas y de estilos, y se necesitará toda la expe-riencia de un arqueólogo para llegar a distinguirlas diversas influencias, a poner un poco de luz enaquella mezcla confusa de elementos a veces con-tradictorios. «Y si un gran novelista se decide a

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tomar este monumento como tema de su novela,en lugar de esa unidad poderosa que une los ca-pítulos de La Catedral, os destila gota a gota laconcepción genial del maravilloso monumento gó-tico y se esfuerza por haceros comprender su ideainspiradora, llegaremos a la impresión confusa quedeja en el espíritu la mezcla y a veces el conflictode los estilos.»

Es precisamente lo que sucede cuando nos fija-mos en ese edificio, por lo demás espléndido, de laMisa, construido por la colaboración de las genera-ciones cristianas durante un espacio de mil años,desde el siglo i hasta el x de nuestra Era. Peroya vamos penetrando en la lógica de su arquitec-tura, vamos distinguiendo los rasgos esenciales delos adornos que se adhirieron a ella a través de lossiglos. Tenemos los cuatro elementos primitivos:oración, canto, lectura y homilía. Es lo fundamen-tal de esta primera parte de la Misa: hoy, lo mismoque antaño; en las modernas iglesias de cemento,como en los templos ojivales; en las catacumbas yen el Cenáculo.

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Las dos partes

Pero aquí surge otra dificultad. La Misa es elsacrificio de los cristianos, el único sacrificio acep-table a los ojos de la Divinidad. Y, sin embargo,ninguno de esos elementos tiene el menor caráctersacrificial. Ni cuando el sacerdote se golpea el pe-cho y se inclina ante la grada del altar, ni cuandoel pueblo canta, ni cuando el diácono lee el Evan-gelio, tenemos la impresión de estar en el acto delSacrificio. Estas lecturas, estos ritos, estos cantos,son independientes de él, y hubo un tiempo enque existieron separados. En los primeros días dela Iglesia había dos reuniones distintas; unas vecesse reunían los discípulos de Jesús para rezar y can-tar salmos, como habían hecho en la sinagoga, yotras para celebrar la fracción del pan, rito nuevo yoriginal en el seno del Cristianismo. Con frecuen-cia las dos liturgias, la hebrea y la cristiana, sedecían una tras otra, y no tardaron en formar unasola asamblea. Pero cada una siguió conservandosu carácter distinto, y la diferencia es tal, que el

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más distraído puede observar que en nuestra Misahay dos partes diferentes. Los liturgistas han lla-mado a la primera Misa de los catecúmenos, y ala segunda, Misa de los fieles.

Apenas hay nudo que las una. Al terminar elEvangelio, al decir el amén del Credo, si hay Cre-do, nos parece asistir al comienzo de un nuevo ri-to. Todavía en el siglo iv las dos partes se decíanen iglesias distintas, y durante algunos siglos más,una parte de los asistentes se ausentaba de la basí-lica. La Misa de los catecúmenos tenía un carácterindefinido, casi cosmopolita. Herejes, paganos y ju-díos podían asistir a ella para enterarse de la doc-trina cristiana. Asistían también los catecúmenosy los penitentes, aquellos que no habían entradodefinitivamente en el seno de la Iglesia y aquellosque por una culpa grave habían sido excluidos dela comunión de los fieles. Terminado el Evangelio,el diácono se acercaba a la nave y clamaba: «Sihay algún judío, que salga... Si hay algún pagano,que salga... Que salgan los catecúmenos y los peni-tentes...» La asamblea se conmovía un instante, y

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a la conmoción sucedía un religioso silencio. Habíallegado el momento más solemne: iba a comenzarla Misa propiamente dicha.

Resumiendo, puede decirse que en la Misa hayuna parte en que nosotros hablamos a Dios y Diosnos habla, y otra parte en que, unidos con Cristo,damos a Dios, y Dios no da y se nos da. Existe,por tanto, entre ellas una gran semejanza y unaíntima relación.

La idea del sacrificio

Ha terminado la primera parte de la gran asam-blea de los cristianos; cantos, oraciones, exhorta-ciones, lecturas, se han ido sucediendo en una com-binación armónica; palabras bellas, gestos simbó-licos, centellear de ideas impresionantes y de imá-genes poéticas, melodías patéticas propias para le-vantar las almas y envolverlas en una atmósfera so-brenatural. Después, el saludo del sacerdote vuelvea resonar en la reunión como al principio: Domi-nus vobiscum, dice juntando las manos, como para

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recoger la gracia que flota en el aire. Es un toquede llamada, un aviso solemne, un ruego de aten-ción al gran acto que empieza. Hasta ahora todoha sido una preparación; mas he aquí que llega elmomento único, la acción sublime de los tremen-dos misterios; todas las inteligencias deben estardespiertas, todos los espíritus vibrantes, todos loscorazones incandescentes, porque va a comenzar elSacrificio.

Grandeza del sacrificio

El sacrificio no es solamente una oración quese levanta a los cielos, o una lectura sagrada, o unhimno entonado en honor de la Divinidad. Todoesto es bello y santo y grande: es lo más soberana-mente deseable que se puede realizar en este mun-do, puesto que se ordena al más noble y soberanode los fines: la gloria de Dios. Pero entre todos loshomenajes que pueden subir de nuestra tierra has-ta penetrar en el santuario de los cielos, ningunotan perfecto como el sacrificio, destrucción de una

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cosa para indicar la soberanía de Dios sobre ella ysobre el que la destruye, expresión sensible de la

1. Oraciones al pie del al-tar.—2. Introito.—3. Ky-rie.—4. Gloria.—5. Colec-ta.—6. Epístola.—7. Gra-dual.—8. Evangelio.—9.

Homilía.—10. Credo.

1. Verso del Ofertorio.—2. Oferto-rio.—3. Secreta.—4. Prefacio.—5. Me-mento de los santos, de los vivosy la Iglesia.—6. Ofrecimiento e in-vocación.—7. Consagración.—8. Ofre-cimiento e invocación.—9. Memen-tos: de la naturaleza, de nosotrosy de los muertos.—10. Doxología.—11. Padrenuestro.—12. Fracción delpan.—13. Agnus Dei.—14. Palabrasdel Centurión.—15. Comunión.—16.Postcomunión. 17. Despedida.—18.Bendición.—19. Último Evangelio.—

20. Oración del fin.

dependencia del mundo con respecto al Ser Supre-mo, gesto espontáneo del alma abrumada por laidea de lo divino, y manifestación exterior de un

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sentimiento tan hondo, que el lenguaje no tienepalabras con que expresarlo. Confundida por laconvicción de su impotencia para hablar, la cria-tura recoge lo mejor que tiene y lo pone a los piesdel que no necesita nada y a Quien lo debe to-do, de Aquel que es su Criador, su Bienhechor,su Ayudador y su Perdonador. Es Caín ofreciendosus espigas, es Abel llevando el mejor de sus corde-ros, es Aarón levantando las espirales del incienso,es Melquisedec con sus dones simbólicos de pany vino, o Salomón matando los veinte mil bueyesy las doscientas mil ovejas, o Agamenón, pastorde pueblos, inmolando a su hija Ifigenia, o Sócra-tes preparándose a morir con la ofrenda del gallo,o Alejandro esparciendo el vino de las libacionescon copas de oro, o Marco Aurelio despoblando debueyes y de toros el Imperio romano, o los sacer-dotes de Guatimozín arrancando el corazón a loscompañeros de Cortés para arrojarlo, palpitantetodavía, sobre las gradas del templo.

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Inanidad del esfuerzo humano

Las inmolaciones se suceden sin cesar en lastribus primitivas, lo mismo que en los pueblos ci-vilizados; inmolaciones que hablan el lenguaje dela plegaria; que son gritos del corazón agradecido;que dicen de amores, de adoraciones y alabanzas,y que reflejan los estremecimientos de la admira-ción, los fervores del entusiasmo, el escalofrío deltemor en presencia del poder incontrastable, de laBelleza suprema, de la Luz inaccesible. Pero hay,sobre todo, una nota que las distingue: es el sentidode la expiación. Más que hostias pacíficas, oleadasde perfumes, ramilletes de flores, haces de frutos,son ofrendas sangrientas que atestiguan no sólo eldolor de la impotencia, sino también la concienciade la falta. Hay que reparar un crimen inmenso, ycorren ríos de sangre, se amontonan los muertos,se multiplican las víctimas y el cuchillo sacerdotalsiega vidas siglo tras siglo. Desde el Paraíso hastael Calvario se ensombrecen los altares con lúgubresescenas y dolorosos espectáculos: dramas emocio-

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nantes que conmueven a las multitudes, temblorde víctimas inocentes, espasmos agónicos, mira-das que imploran compasión, palpitar de entra-ñas calientes, sollozos desgarradores, mugidos las-timeros, gritos y voces y alaridos rotos que pidenmisericordia. En todas las colinas y en todas lascumbres, para que el cielo pueda escuchar mejorel llanto de la tierra, que levanta lo mejor que tie-ne para pagar su rescate: la virtud, la juventud, labelleza, las gracias primaverales de la edad, la florde la vida, el brillo de la sangre inmaculada, losencantos del cuerpo y el esplendor del espíritu.

El sacrificio perfecto

Pero hasta en sus extravíos y en sus aberra-ciones más abominables la humanidad aspira porel sacrificio perfecto. Ese cortejo interminable devíctimas nos impresiona por su sentido punzantey misterioso; es la confesión dolorida de una culpaque se quiere borrar. Se acepta la muerte para ha-cer olvidar el pecado, causa de la muerte, «porque

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sin efusión de sangre —dice San Pablo— no hayremisión». Pero es inútil: esas vidas que se ofrecenestán manchadas; por muchas que se amontonen,no podrán cegar el abismo que separa al cielo dela tierra; a lo más, pueden valer como una sombra,como una figura, como una profecía, como una ce-remonia sagrada que anuncia la futura realidad di-vina. Durante algún tiempo las aceptó Jehová enel templo de Jerusalén; hasta que un día cayeroncomo un trueno sobre los cenáculos levíticos dela ciudad santa aquellas palabras proféticas: «¿Dequé me sirve la multitud de vuestras víctimas? Noquiero panes manchados, ni sangre de cabritos, nicarne de toros, ni ovejas cojas y tuertas. Porque,desde donde sale el sol hasta donde se pone, miNombre es grande entre las gentes, y en todo lugarse sacrifica y se ofrece a mi Nombre una oblaciónpura.»

Así quedó anunciada la Víctima de valor in-finito, aquella en que el más excelente de los sa-crificadores presentaba la mejor de las ofrendas,realizando el acto perfecto de la adoración y de la

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expiación: el sacrificio único de la Nueva Alianza,que, comenzado en la noche de la institución conla Pasión de Jesús, se perpetúa siempre igual, através de los siglos y los países, por la celebraciónde la Santa Misa.

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CAPÍTULO XXIII

LA OBLACIÓN

En el libro X de La Ciudad de Dios trae SanAgustín esta bella sentencia: «Toda la ciudad res-catada, es decir, toda la reunión de los fieles yla sociedad de los santos, es el sacrificio univer-sal ofrecido a Dios por el Gran Sacerdote, que seofrece por nosotros en su Pasión.» He aquí unadoctrina tan sutil que llega a parecer contradicto-ria: Cristo se ofrece, y, sin embargo, el sacrificio estodo el pueblo de los redimidos. ¿Será alguno deesos juegos de palabras que saltan como centellasde la pluma de San Agustín? No; es una verdadprofunda y consoladora, que el mismo Santo ilu-mina con estas palabras: «Tal es el sacrificio de los

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cristianos: ser todos un solo cuerpo en Jesucristo; yéste es el misterio que la Iglesia conmemora cuan-do celebra el sacramento del Altar, donde aprendea ofrecerse a sí misma en la oblación que hace aDios.»

Esta verdad aparece como un faro a través de laliturgia eucarística desde el primer momento. Eseprimer momento es el Ofertorio. Se han terminadolas lecturas, la salmodia, los ejercicios destinadosa la instrucción y edificación de los oyentes. Enadelante —ha dicho alguien—, la Misa es un teo-rema que anda. La idea del sacrificio se desarrollaarmónicamente, con un orden admirable, con unalógica divina. Nada entorpece la marcha de la ac-ción que va a poner sobre el altar la Hostia santae inmaculada que va a ser el alimento de los asis-tentes.

Ágape y ofrenda

Y empieza el acto con la oblación. En la últimaCena el pan y el vino estaban ya encima de la me-

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sa; eran los residuos del banquete pascual, en quelos apóstoles, aturdidos por la emoción de aquellas

Ofreciendo el pan.

horas lentas y angustio-sas, debieron hacer po-co honor a los jugosde las viñas de Engad-di. En los primeros ce-náculos cristianos, traslas comidas del ágape odel amor, siempre que-daban algunas copas yalgunos panes para cele-brar la conmemoraciónde la última Cena. Peroel ágape, admirable enaquellos días gozosos delcomunismo de la Igle-sia naciente, se convier-te pronto en motivo de

odios y discordias. La ostentación y la vanidad,la crápula y la embriaguez, se habían introduci-do solapadamente en el más sagrado de los ritos.

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Era triste ver a unos comiendo hasta ingurgitar-se, mientras otros los miraban con ojos de envidiao de tristeza: a unos ostentando sus chispeantesvinos de Falerno o de Chipre, mientras otros lle-naban vergonzosamente sus vasos de agua colorea-da, porque no tenían para más. Y llega la decisióntajante de San Pablo: «¿Acaso tenéis vuestras ca-sas para comer y beber? En adelante, el que tengahambre que coma en su casa.»

Desde entonces hubo que buscar de otra ma-nera la ofrenda del sacrificio. Unas veces la traía elmismo sacerdote, otras la aprontaba un cristianorico del lugar, o bien la patricia en cuya casa secelebraba la reunión. La generosidad se ponía debuena gana al servicio de la devoción. ¡Era un ho-nor tan grande presentar en el ara el pan y el vinoque se iban a convertir en el cuerpo y la sangredel Señor! Y en aquella ofrenda ponía cada uno suamor, su arrepentimiento, sus plegarias, sus anhe-los y sus necesidades, toda su alma llena de ardoresmísticos y ávida de adoración y de perdón. Y nacióla costumbre de que cada cristiano llevase su ofren-

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da, el pan que tal vez había amasado él mismo; elvino de la viña que él había podado y vendimia-do. Era una participación lejana en el acto sublimedel sacrificio; una participación que despertaba supiedad, que inflamaba su fe, que realzaba la dig-nidad y la nobleza de su frente y de sus manos,mezclando sus fatigas y sudores con los cansanciosy dolores de la Pasión y Muerte de Cristo. Y eranmuchos los que, como aquel príncipe de Bohemia,San Wenceslao, sembraban ellos mismos el trigoy exprimían la uva que habían de servir para elministerio sagrado del altar.

El gozo ante Dios

El Ofertorio tenía un carácter gozoso. Ilumi-nadas las frentes por la alegría de la devoción, losfieies desfilaban con su don en las manos; al pie delaltar los recibían los diáconos; el coro cantaba, lospanes se amontonaban en los cestos, el vino reíaen las ánforas, y el sacerdote, después de envol-ver aquellas ofrendas en una mirada, extendía las

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manos, levantaba los ojos al cielo y pronunciabauna oración en que resumía los votos de los ofe-rentes y se hacía el intérprete de sus deseos y desus intenciones.

Allí estaban aquellos dones que dentro de unosinstantes serían la Hostia sin mancha; allí estabancomo ofrenda que subía hasta el cielo para inter-ceder por los pecados, ofensas y negligencias innu-merables del sacerdote, por la felicidad de todoslos circunstantes y por todos los fieles cristianos,vivos y difuntos. Por todos, porque todos entrabana formar parte de aquel Sacrificio universal, comolo expresaba el sacerdote con una ceremonia brevey, al parecer, insignificante, pero que encierra unsimbolismo lleno de sentido y emoción.

El agua en el vino

Dicen los historiadores que los pueblos de Orien-te no suelen beber el vino sin templarlo con unpoco de agua; dicen, además, que, ateniéndose aesta costumbre, Nuestro Señor echó un poco de

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agua en el vino, que se convirtió por vez primeraen su sangre. Un hecho hay cierto, y es que, desdelos primeros tiempos de la Iglesia, existe ese ritode echar unas gotas de agua en el cáliz. De él ha-bla San Justino hacia el año 160. Pero lo mismoél que San Isidoro, ven ya en esa mezcla una alu-sión poética a la gran doctrina de la elevación delhombre al estado sobrenatural. Esa gota de aguaque cae en el vino y se pierde en él y adquiere cua-lidades infinitamente superiores a las suyas es lafigura de la humanidad que se une místicamente aCristo por medio de la gracia, y asociada a la granVíctima y confundida con ella, puede presentarsea los ojos de Dios en holocausto de suavidad. Esel mismo sacerdote quien nos descifra la alegoríadel rito con unas palabras de una audacia sublime:«Oh Dios, que por una acción admirable creaste ladignidad de la naturaleza humana, y por una ac-ción más admirable todavía la restauraste: danosque, por el misterio de esta agua y este vino, parti-cipemos de la divinidad de Aquel que quiso hacerseparticipante de nuestra humanidad.»

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Tenemos aquí nada menos que la autorizadainterpretación de lo que significa esa gota de agua:es el símbolo de nuestra pobre naturaleza humana,que, como el agua en el vino, va a quedar sumergi-da en el piélago de la divinidad con sus ansiedades,con sus desfallecimientos, con sus temores, con sussufrimientos y con sus miserias. El alma unida yconfundida con el Hombre Dios en el acto sublimede su sacrificio. Y ahora comprendemos mejor elpensamiento agustiniano con que empezamos estecapítulo: «Toda la ciudad rescatada, es decir, todala reunión de los fieles y la sociedad de los san-tos, es el sacrificio universal ofrecido a Dios por elGran Sacerdote, que se ofrece por nosotros en suPasión.»

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CAPÍTULO XXIV

EL OFERTORIO

Ese momento de la Misa al cual hemos llegadoen nuestra explicación tiene tal importancia, quedebemos considerar más despacio su contenido sa-crificial y su aspecto teológico.

El sacrificio propiamente dicho empieza con elOfertorio, es decir, con la presentación de las ofren-das que van a ser consagradas. El sacerdote resumeel momento con un gesto y con una palabra: Of-ferimus. Es la misma expresión que se usa en elCanon, poco antes de la Consagración. Surge aquíuna serie de cuestiones que conviene discutir y, sies posible, dilucidar. ¿Cómo se entiende aquí esa

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palabra ofrecer? ¿Qué es lo que se ofrece? ¿Hayuna sola ofrenda o hay varias? ¿Cuál debe ser laactitud del cristiano en ese momento? Para respon-der a estas preguntas voy a recoger algunas ideas,que desarrolla Dom Capelle en un libro intituladoPara mejor comprender la Misa.

Tres períodos

Nada podría orientar mejor nuestros esfuerzosque una breve explicación del rito mismo del Ofer-torio y de su evolución histórica. Hay una evolu-ción en la cual podemos distinguir tres períodosprincipales. El Ofertorio es esencialmente la pre-sentación del pan y del vino. Al principio, estapresentación no trae consigo ningún acto ritual.En la última Cena, Cristo tenía ya en la mesa elpan y el vino que iba a consagrar, y otro tanto de-bió de suceder mientras se mantuvo la costumbredel ágape o banquete fraterno. Ya en San Justinoencontramos esta expresión, que, desgraciadamen-te, viene en una forma impersonal: «Tráese luego

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el pan, el agua y el vino.» Alguien trae las espe-cies a la mesa, pero ninguna formalidad acompaña

Participación de los fieles enla Liturgia.

al acto. Tal vez hayaque ver en esto la preo-cupación que existia enla primitiva iglesia dedar a su culto un carác-ter espiritual y de dife-renciarse así de los ri-tos paganos y judíos.Su mirada se aparta delos elementos materialesy terrenos para concen-trarse en los dones celes-tes que brotan de la Eu-caristía y en la acción degracias, que debe des-pertar en todos los cora-

zones una adoración según el espíritu y la verdad.Desde fines del siglo ii empieza a mitigarse esta

rígida actitud. Importa acentuar la dignidad de lascosas creadas, frente al desprecio en que las envuel-

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ve la gnosis cada día más extendida. El peligro noestá ya en el materialismo de los sacrificios, sino enel falso espiritualismo de un Evangelio deformado.Esta tendencia repercute también en el desarrollodel rito eucarístico. Empieza a insistirse en el ori-gen de los dones celestes, es decir, en la Creación,de la cual son como las primicias. San Ireneo pon-dera la grandeza de la materia, que va a servir paraque Dios se haga presente entre los hombres. EnTertuliano vemos ya una primera insinuación delofrecimiento realizado por los fieles. Intentando di-suadir al cristiano de contraer segundas nupcias, lehabla de esta manera: «Si te casas con una mujer yluego con otras, ¿por cuál presentarás tus ofrendasanuales? ¿Estarás ante el Señor con tantas mujerescuantas recuerdas en la oración? ¿Ofrecerás por lasdos y las encomendarás a las dos por el sacerdo-te, y subirá tu sacrificio sin dificultad ninguna?»Unos años más tarde, San Hipólito llama a las es-pecies consagradas la oblación de la Santa Iglesia;y por San Cipriano vemos que a mediados del si-glo iii era ya una costumbre general que los fieles

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llevasen al altar los dones eucarísticos. Así se des-prende de su tratado Sobre el trabajo y la limosna,en el cual reprende a una noble patricia diciendo:«Crees que celebras el domingo... y vas al domingosin ofrendas y te atreves a tomar en el sacrificio laparte ofrecida por el pobre.» El deseo de los fielespor participar en el gran acto litúrgico ha dado lu-gar a un rito nuevo, por el cual son ellos quienespresentan y ofrecen la materia del sacrificio. Estaofrenda tiene una intención propiciatoria fuerte-mente expresada por San Agustín, cuando dice alcristiano que el sacerdote en el altar «recibe de tilo que ha de ofrecer por ti, cuando quieres aplacara Dios por tus pecados».

Varios procedimientos

Esta intervención de los fieles fue diversamenteinterpretada y expresada. En Oriente, las ofrendasse colocaban en una cámara contigua al ábside, laprótesis, desde donde se las llevaba solemnemente,entre cantos y perfumes, hasta el altar. En Roma

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la presentación de las ofrendas tenía lugar durantela Misa; al canto del Ofertorio cada oferente pre-sentaba a los diáconos su panecillo y su ampollitade vino, y cuando el desfile cesaba, decía el pontí-fice la Secreta, es decir, la oración, sobre aquellascosas que habían sido separadas del uso común.Un texto de San Isidoro nos hace pensar que enel siglo vii iba perdiéndose en algunas iglesias deEspaña el uso del Ofertorio, reemplazado en par-te por una costumbre peligrosa y de mal gusto: lade ofrecer un óbolo de plata en el momento de laComunión.

Por lo general, los fieles presentaban en el tem-plo lo mejor que podían recoger en sus campos, ycon frecuencia su devoción los llevaba a vigilar ellosmismos el cultivo y la elaboración. Ya dijimos có-mo San Wenceslao no se desdeñaba de plantar lasvides y de sembrar el trigo que más tarde habíande dar el pan y el vino para la capilla del palacio. Aveces, por una devoción mal entendida se llevabatoda clase de ofrendas, como pasteles, cera, miel,queso, leche y hasta pequeños animales. Bien co-

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Cáliz del duque Tasilón de Baviera (siglo VIII).

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nocido es el mosaico de una iglesia constantinianade Aquilea, en que se ve una procesión de hombresy mujeres acercándose al altar. Unos llevan pan yvino, pero otros tienen en las manos espigas, raci-mos de uvas, flores, y se ve uno que se acerca conun pájaro. Entre el pueblo existía la convicción deque cuanto más exquisitos fuesen los dones, másfrutos tenía el sacramento. Así se desprende deuna sabrosa historia que nos cuenta San Gregoriode Tours y que nos refleja las rudas costumbresde aquel tiempo. Una mujer que vivía en aquellaciudad, habiendo perdido a su marido, quiso quedurante un año se celebrase la Misa por él diaria-mente. Ella misma se encargaba de presentar en lasacristía el vino necesario para el sacrificio, un vinode Gaza, fuerte y escogido, potentissimum, que en-tregaba a un subdiácono, encargado, sin duda, dela sacristía. Este buen clérigo, conocedor de la ex-celencia del presente, juzgó que para decir la misaera lo mismo el ácido chacolí, un vulgar acetum,que es el que se ponía de ordinario, y el néctarde la viuda lo reservaba para sus usos personales.

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Durante algún tiempo no hubo incidente ninguno,pues se ve que la donante no comulgaba con fre-cuencia. Pero he aquí que un día se le aparece ensueños su marido, diciéndole: «¿Es que valía la pe-na de que yo trabajase toda mi vida para que ahorame hagáis tragar ese horrible brebaje?» La buenamujer empezó a sospechar que algo raro debía desuceder con sus ampollitas de vino, y al día si-guiente se presentó a comulgar. «Sus dientes —di-ce el narrador— hubiesen restallado de no haberpasado el trago con la mayor celeridad.» Lo que nonos dice es con qué violencia restallaron entoncessus labios.

Transformación

Se ve por esto, escribe Dom Capelle, que enesta época se acentúa la primera parte de nuestroOfertorio, llenándose de un sentido nuevo. El fielpresenta sus dones, y con este gesto ofrece la mate-ria del sacrificio. El sacerdote la recibe e inmedia-tamente es colocada sobre el altar. Es la segunda

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parte del rito del Ofertorio. «Luego que todos hanpresentado su panecillo y su amula o frasquito devino, el Pontífice reza la Secreta, a la que segui-rá inmediatamente el Prefacio.» La tercera parteno ha aparecido todavía, es decir, se ignora aún elgesto de la ofrenda de la patena y el cáliz con laoración correspondiente. El ofrecimiento a Dios dela materia presentada se hacía entonces, lo mismoque en los primeros tiempos, tan sólo en el Canony por el Canon. Las fórmulas de la Secreta puedenanunciar ya la oblación, pero no son una oblación.

Vienen luego los tiempos alborotados que si-guen a la descomposición del Imperio de Carlo-magno: invasiones de húngaros por el Este, ame-nazas de musulmanes por el Sur, terror de norman-dos por el Norte y Oeste, y en el seno de la cris-tiandad, guerras, rivalidades, luchas y rebeldías,feudalismo. El siglo x es el siglo de hierro. Conel desorden social viene la decadencia del espíri-tu religioso, el olvido de muchas bellas costumbresde los siglos anteriores. Todo esto repercute en latransformación de la liturgia del Ofertorio, que se

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caracteriza por el desarrollo exagerado de los ritosy, a la vez, por su empobrecimiento. Al princi-pio se sigue practicando el rito de la ofrenda, y esahora cuando aparecen las oraciones destinadas aexplicarlo y comentarlo, pronunciadas unas vecespor el cristiano que presenta el don, otras por elsacerdote que lo recibe. Son oraciones múltiples,que no entran de pronto en el cuerpo del Misal,sino que figuran en los devocionarios particulares,y que con frecuencia tienen un significado pare-cido al de la Secreta. Unas veces se expresan enellas las intenciones del oferente, otras se ponde-ra la indignidad del pecador, que participa con suoblación en los divinos misterios; otras imploranel sufragio de los santos o la indulgencia de Diospara suplir esa indignidad. Es una floración exu-berante, que no tardará en ser sometida a la podadel genio romano, siempre práctico y sobrio. Gra-cias a eso, sólo algunas de esas fórmulas tendránel privilegio de sobrevivir: la que el sacerdote diceinclinado junto al altar: In spiritu humilitatis; laque pronuncia levantando las manos: Veni, Sanc-

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tificator omnipotens, y los dos Suscipes: Suscipe,Sancta Trinitas, y Suscipe, Sancte Pater. Las dosprimeras son oraciones del sacerdote; las últimaspertenecen propiamente al cristiano oferente. Nó-tese el verbo en singular: offero. Es la oración deun particular, y la encontramos por vez primera enun devocionario que perteneció a Carlos el Calvo(880), con la indicación de que debe rezarse al lle-gar al altar con la ofrenda. Desgraciadamente, espor este tiempo cuando el gesto de la ofrenda em-pieza a desaparecer. Poco a poco la participaciónexterior del pueblo cesa, sin que por eso se supri-man las oraciones destinadas a comentarla. Ellasson las que, con los retoques y adaptaciones indis-pensables, van a perpetuar el rito desaparecido.El sacerdote reemplazará al pueblo fiel en el altaraun en ese gesto de la ofrenda y en esas palabrasque la acompañaban; él se unirá intencionalmentea esos movimientos y a esas palabras, que en otrotiempo eran exclusivamente suyos. Nada esencial,nada necesario había desaparecido, puesto que elrito de la ofrenda, como ya hemos visto, es poste-

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rior a la Era apostólica. Se perdía, sin embargo,una cosa que impresionaba por su dramática be-lleza y al mismo tiempo encerraba un profundosentido teológico.

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CAPÍTULO XXV

SENTIDO RELIGIOSO DELOFERTORIO

El estudio histórico que hemos hecho de las va-rias fases por que ha atravesado el rito del Oferto-rio no tendría un gran interés si sólo sirviese parasatisfacer una vana curiosidad; pero no se necesi-tan largas consideraciones para descubrir en esaevolución la importancia que tiene ese primer mo-mento del sacrificio propiamente tal y la medulade su valor religioso.

Tras de un largo período, en el cual toda la asis-tencia se conmovía para ponerse exteriormente encontacto con el altar por medio de la ofrenda, ve-

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mos que esa conmoción cesó, dejando únicamentesus huellas en las oraciones que acompañaban alrito desaparecido, y que siguen todavía formandoparte de la Misa. Nos encontramos, pues, con queel Ofertorio ha quedado reducido a un acto pura-mente espiritual de los fieles; pero, aunque pura-mente espiritual, conserva toda su realidad, y poreso conviene que el cristiano conozca cuál debe sersu actitud mientras el sacerdote ofrece el pan y elvino.

Actitud del cristiano

Para comprenderla mejor puede servirnos unafeliz expresión de San Agustín. Hablando de loscristianos llevados en cautividad por los vándalos,se lamenta de que en el destierro les era imposible«llevar su oblación al altar de Dios ni encontrarun sacerdote por medio del cual ofrecerla». Segúnesto, el acto de aportar la ofrenda, ferre, bien seamaterialmente, como en otro tiempo; bien sea conla pura intención, como ahora, es oficio de los fie-

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les, oferre, presentar a Dios la oblación, perteneceexclusivamente al sacerdote, pero lo hace a peti-ción de los fieles y en su nombre. Son los fieles losque entregan su ofrenda al sacerdote para que laofrezca y luego la consagre; aunque si penetramosen la íntima esencia del pensamiento de San Agus-tín, podemos decir que el ofrecimiento lo hacen losmismos fieles «por medio del sacerdote». Cuandolos primeros cristianos se dirigen hacia el altar paraentregar al celebrante su panecillo, se lo ofrecían aél exteriormente, pero su intención era ofrecérseloal mismo Dios, y ofrecérselo, como dice la oración,«para gloria de su nombre y para utilidad propia yde toda la santa Iglesia». Estas palabras iluminanel problema. Si el cristiano pone en su insignifi-cante ofrenda esa grandiosa finalidad, es que tienela conciencia de la gravedad del gesto que realiza,de su trascendencia y de su eficacia; es que sabeque aquel pan y aquel vino serán poco después elCuerpo y la Sangre de Cristo. Nada podría ima-ginarse más útil para nosotros que aquello en quese encierra la salud del mundo, la redención de las

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almas, el perdón del pecado, la fuente de la gra-cia. Esto es lo que da su verdadera grandeza a ese

Cáliz de Chelles. Obra deSan Eloy (siglo VII).

gesto tan sencillo, cuyohorizonte es en realidadtan vasto como el mis-mo horizonte de la Mi-sa, con la misma ampli-tud, con la misma capa-cidad, puesto que en élestán ya necesariamentetodas las intenciones delSacrificio. También enel momento de la con-sagración, en la oracióndel Canon, se habla deoblación con un offeri-mus, que dice el sacer-dote en nombre de to-do el pueblo; pero no setrata de dos ofrendas,

sino de una sola, que al principio se nos presentacomo la materia indispensable para el sacrificio, y

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luego como elemento milagrosamente transustan-ciado. Hay un offerimus que pudiéramos llamarpopular y otro offerimus propiamente sacerdotal;los dos íntimamente unidos, compenetrados, pues-to que el segundo no se explica sin el primero, yel primero toma toda su importancia, todo su va-lor, del segundo. Nuestro acto queda iluminado yennoblecido anticipadamente por el acto del sacer-dote consagrante, que le da su pleno significado.

Con esto podemos ver ya claramente cuál de-be ser la actitud de los cristianos en el momentodel Ofertorio. Si el acto sacerdotal se realiza en sunombre, no solamente se unirá al celebrante cuan-do lo realiza, sino que ya anteriormente le daránla misión de obrar por ellos en el altar, entregán-dole mentalmente la materia del sacrificio. De estamanera se asocian ya desde el Ofertorio, en lo másíntimo de su ser, a la ofrenda sagrada. Si no llevanya su ofrenda al sacerdote como en los antiguostiempos, no por eso están dispensados de unirse alsacerdote, puesto que queda el gesto antiguo contodo su valor interno y espiritual, aunque despo-

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jado de las formas exteriores. Queda el gesto an-tiguo, concentrando todo el poder, toda la gran-deza del Sacrificio, confiando al sacerdote el pany el vino, que virtualmente son ya el Cuerpo yla Sangre de Jesucristo; adhiriéndose al gesto másaugusto todavía que dentro de breves instantes lospresentará ante el ara de Dios «por las manos desu santo ángel». De aquí que lo que el cristianoofrece en el momento del Ofertorio es ya el mis-mo Cristo, el mérito infinito de su Pasión y de suMuerte.

La ofrenda de sí mismo

Y a esa ofrenda soberana, si realmente vive lavida de la Iglesia, si comprende su dignidad demiembro del Cuerpo de Cristo, unirá el cristiano,por pobre e insignificante que sea, la ofrenda desí mismo, con todas las cosas criadas puestas porDios a su servicio. Todo es de Dios; por eso unhomenaje perfecto de una criatura racional a suCreador debe comprender de algún modo la crea-

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ción entera. Es ley de justicia, ley de justicia quetiene sobre sí el dominio de un misterio de amor;por el cristiano verdadero van más lejos todavía,siguiendo un camino magnífico. «Una comunidadde vida —dice Dom Capelle— une todos sus miem-bros a Jesucristo. La Misa evoca esta solidaridad,precisamente en el momento del Ofertorio, con elviejo rito de la gota de agua que va a perderse en elvino.» Ese rito es, en primer lugar, una imitaciónamorosa de lo que hizo Cristo en la última Ce-na, conformándose con los usos judíos. Pero desdemuy antiguo quiso la Iglesia espiritualizar este ac-to, que venía a sugerir verdades altísimas. Ya enlos primeros siglos se dijo: «El vino es Cristo, elagua somos nosotros.» Nuestra ofrenda es insig-nificante, es insípida, es incolora, es gota de aguaminúscula junto a la oblación del vino de Cris-to, ofrecido con toda su grandeza celeste, con sufuerza, con su gozo, con su belleza bermeja, consu sustancia divina, con su juventud perenne, quesalta hasta la vida eterna.

Por eso este recuerdo de nuestra humildad es

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también el testimonio de nuestra grandeza, es laexpresión externa del privilegio soberano de nues-tra unión íntima y necesaria al vino poderoso, quees amor, y esperanza, y medicina, y consuelo, ygloria inmarcesible. Los Santos Padres han insisti-do sobre este significado sublime. Basta citar estasfrases que escribía San Cipriano en la primera mi-tad del siglo iii: «Porque Cristo nos llevaba a todostn Sí, llevaba incluso nuestros pecados, vemos sig-nificados en el agua a todos los pueblos, y en elvino la Sangre de Cristo; cuando el agua se mezclacon el vino en el cáliz, el pueblo es asociado a Cris-to. Esta mezcla del agua y del vino es tan íntima,su unión en el cáliz del Señor tan estrecha, queya no pueden separarse una de otro... Nada po-drá separar a la Iglesia de Cristo, ni impedir quepermanezca unida a Él por siempre con un amorindisoluble.»

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Símbolo sublime

No puedo dejar de reproducir aquí las bellas yexplícitas palabras de un Concilio español del si-glo vii, el tercero de Braga, que protestando contrauna costumbre introducida por ciertos ascetas pu-ritanos, que consideraban nefando el uso del vino,se expresaba de esta manera: «Respecto a los quecomulgan con uvas sin exprimir, hay gran confu-sión, puesto que el cáliz del Señor, según lo queun doctor dice, debe ofrecerse mezclado con aguay vino; pues sabemos que por el agua se da a en-tender al pueblo, y que por el vino se manifiestala Sangre de Cristo. Luego cuando en el cáliz semezcla el agua con el vino, el pueblo se reúne conCristo, y la plebe de los creyentes se asocia y jun-ta con Aquel en quien cree; y esa unión del aguay el vino es tal que ya no es posible separarlos.Así, pues, si uno ofrece sólo el vino, la Sangre deCristo empieza a estar sin nosotros, y si sólo ofre-ce el agua, entonces el pueblo empieza a estar sinCristo. Luego cuando se ofrecen uvas solamente, se

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desprecia el sacramento de nuestra salvación, re-presentado por el agua, y así el cáliz del Señor nopuede ser vino solo ni agua sola, sino ambas cosasmezcladas.»

Con un matiz distinto nos revela esa mismadoctrina la oración que dice el sacerdote en el mo-mento de realizar esa mezcla misteriosa, fórmulaadmirable, que nos recuerda el corte de los textosde San León Magno, y que ya hemos traducido enun capítulo anterior, esbozando la idea, que aquítratamos más extensamente.

Los dos líquidos se juntan en el cáliz como ladivinidad y la humanidad en la persona de Cristo;distintos, pero en unidad inseparable. Y la uniónhipostática es la raíz de nuestra unión. En virtudde ella, nos unimos a Cristo de tal manera que noshacemos miembros suyos con una unión vital, queÉl mismo expresó en la imagen de la vid y los sar-mientos. Jesucristo se ofrece bajo las especies depan y vino, y su sola ofrenda es el don total dela humanidad entera para la eternidad. Eso basta;pero por un privilegio inefable, consecuencia de la

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unión de los miembros con la Cabeza, nos es dadoa nosotros seguir ofreciendo y expiando y uniendonuestros pobres merecimientos a los méritos in-finitos de Cristo y entregándonos juntamente conÉl. Algo de esto quería expresar Pascal en aquellashermosas palabras: «Jesús, mientras sus discípulosdormían, obró nuestra salud. La realizó para cadauno de los justos, mientras ellos dormían, y en lanada, antes de su nacimiento, y en los pecados,después de su nacimiento. «Yo pensaba en ti enmi agonía, Yo derramé tales gotas de sangre porti... Si conocieses tú tus pecados, desmayaría tucorazón.» «Desmayaría, sí, Señor, pues reconozcosu malicia en virtud de lo que me aseguras. MasTú me puedes curar. Puedes y quieres.»

Puede y quiere; esto es un hecho. Por eso es-ta ofrenda del cristiano tiene un carácter jubiloso.Hay en ella alegría, esperanza, amor, seguridad, laseguridad de quien sabe que a una mano que setiende desde las simas de este mundo correspondeotra mano que se alarga desde el reino de las lu-ces. El coro canta interpretando en bellas melodías

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todos estos sentimientos, que se agolpan en el co-razón de los oferentes, y que desde este momentoquedan como adheridos a la ofrenda e incorpora-dos a lo que va a ser el Cuerpo y la Sangre deCristo.

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CAPÍTULO XXVI

LA ORACIÓN EUCARÍSTICATodo está preparado. Colocadas sobre el altar,

las ofrendas aguardan la palabra creadora del re-

Jesús apaciguando la tempestad. (Ms. capto del siglo VI.)

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presentante de Cristo. Están santificadas: la pri-mera bendición del sacerdote ha caído sobre ellas;

Comienzo del Canon. (Miniatura italiana del siglo XI.)

el incienso las ha envuelto en sus oleadas purifica-doras; rito de exorcismo ahuyentador de influen-cias diabólicas; la oración sacerdotal las ha tocado

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y levantado a la presencia del Padre, dador de to-dos los dones y fuente de todas las luces. El sacer-dote se ha lavado las manos, otro signo indicadorde la majestad del acto que se acerca. Sólo con lasmanos limpias de toda mancha se puede levantaral cielo la Hostia inmaculada. Un último toque deatención: «Orad, hermanos, para que este sacrifi-cio mío y vuestro sea agradable en la presencia deDios Padre omnipotente.» Un haz de corazones,un solo deseo, un solo amor que irradia del altaruna hermandad sublime. A continuación, decía yaSan Justino en el siglo ii, el que preside ofrece alPadre común de todos, en nombre del Hijo y delEspíritu Santo, la alabanza y la gloria que le esdebida, prolongándose en la acción de gracias porlos beneficios que hemos recibido de la bondad di-vina.» Es la oración eucarística.

«Haced esto...»

«Cuando celebras el divino misterio —decía elautor de la Imitación de Cristo— debe parecerte

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tan grande, tan nuevo y tan digno de amor comosi por vez primera Cristo sufriese y muriese en esemismo instante por la salvación de los hombres.»Pero hay una diferencia: en el Calvario, Cristo seofreció de una manera sangrienta; en la Misa seofrece de una manera incruenta y mística, comose ofreció al instituir la Sagrada Eucaristía. Puededecirse que la última Cena es la primera Misa quese celebró en el mundo. Allí descubrimos, no so-lamente la esencia de nuestra Misa, sino tambiénsus ritos fundamentales. Al dar a los apóstoles sucuerpo y su sangre, el Redentor, juntamente con elmás augusto de los sacramentos, les deja los rasgosesenciales que deben imitar en su renovación. Y enmedio de la Iglesia quedan hasta el fin de los siglosestas palabras fecundas: «Haced esto en memoriamía.» Fieles a esta consigna, los apóstoles recogenla fórmula misma de Cristo, sus gestos y hasta susmiradas para perpetuarlos en el seno de la Iglesia.Desde aquel momento quedaba esbozada la Litur-gia del sacrificio cristiano.

He aquí cómo nos la describen los evangelis-

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tas: «En la noche en que iba a ser entregado, elSeñor Jesús tomó el pan y, habiendo dado gracias,lo rompió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «To-mad y comed; éste es mi Cuerpo, que será entre-gado por vosotros. Haced esto en memoria mía.»Después, tomando el cáliz y dando gracias, se lodio y dijo: «Bebed de esto todos, porque ésta es miSangre, la Sangre de la Nueva Alianza, derramadapor muchos en remisión de los pecados. Haced estoen memoria mía cada vez que bebierais.»

Cuatro ideas

Cuatro ideas fundamentales hay en esta esce-na: una acción de gracias, la pronunciación de unaformula misteriosa, la partición del pan y la distri-bución. Son las cuatro partes de nuestro sacrificio:Eucaristía, Consagración, Fracción y Comunión.Fieles a la recomendación del Maestro, los prime-ros discípulos tejen en torno a ellas la urdimbresagrada de sus ritos. Al leer los Actos de los Após-toles, esa historia gozosa de los primeros avances

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de la fe, los vemos con frecuencia reunidos, biensea en el Cenáculo, bien sea en alguna casa másespaciosa y mejor acomodada, «perseverando conpiadosa alegría en la acción de gracias, en la frac-ción del pan, en la comunión del Cuerpo y de laSangre del Señor.» Estos tres nombres le dabandesde los primeros siglos a la conmemoración dela última Cena.

La oración de Cristo

Como en aquella primera Misa, presidida porel Señor, la ceremonia empezaba con una oracióneucarística. Los apóstoles y los primeros cristianosno hacían más que imitar a Cristo; pero al dargracias en el Cenáculo, Cristo seguía las normastrazadas por una antigua costumbre hebrea. Enel Antiguo Testamento encontramos oraciones eu-carísticas que tienen una semejanza sorprendentecon el principio de nuestra liturgia sacrificial. Asíaquella que se lee en el capítulo IX, de Nehemías,que tanta semejanza ya tiene con nuestro Prefa-

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cio, y que sólo de paso recordamos aquí, porqueya en otra parte hemos hablado de ella. En ellano falta siquiera ni el gratias agamus del levita,ni la respuesta del pueblo, a la cual siguen comoen el Nuevo Testamento las palabras del pontífice,un himno lleno de entusiasmo y poesía, elogio yadoración a Jehová por su poder, por su bondady por su amor, manifestado en los beneficios in-numerables derramados sobre su pueblo escogido:«Tú eres el único Dios y Señor... Tú hiciste el cie-lo... Tú formaste el ejército de los ángeles y el delas estrellas... Tú escogiste a Abraham y suscitastea David de entre los hijos de Israel...»

Pero estos acentos, rebosantes de un cálido li-rismo, no agotaban los motivos de alabanza quepodían inspirar el himno de un cristiano. El cielohabía revelado los más altos misterios desde queun Dios conversó con los hombres. Las antiguasmaravillas palidecían en presencia de las nuevas:misterio de la Encarnación, noción más precisa dela paternidad divina, anunciación de los perdoneseternos, obra redentora del único Mediador, del

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Adorador perfecto, a través del cual deben llegaral cielo todos nuestros ruegos y todas nuestras ala-banzas para que tengan un valor infinito y unaaceptación propicia. Y así nació la oración euca-rística de la Misa, así nació el poema del Prefacio,sobre el molde de la antigua liturgia mosaica, perocon más altos motivos de alabanza, con un cono-cimiento más claro de las misericordias divinas, y,por tanto, más transido de belleza, más saturadode luz, más encendido en llamas de gracia y poesía.Lo que en él se iba a recordar no eran ya sólo lasmaravillas obradas por Dios con el pueblo de Is-rael: elección de Abraham, salida de Egipto, pasodel Mar Rojo, lluvia del maná, entrada en la tie-rra prometida, exaltación del rey David, amores ymagnificencias de Salomón, sino una realidad di-vina, de la cual todo esto no era más que sombra,figura y vaticinio.

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CAPÍTULO XXVII

EL CENTRO DE LA ACCIÓN

Vamos a tratar ahora de comprender la Misa,con sus fórmulas y sus ritos, en lo que tiene de mássolemne, en lo que pudiéramos llamar el centro ycorazón del misterio, es decir, en el momento dela Consagración; un momento en el cual todo es-tá patente, pues no hay más que abrir los ojos ydisponer el corazón para ver y entender, y en elcual, sin embargo, todo parece secreto, profundo ymisterioso, pues nos encontramos ante una reali-dad tan inaudita y tan desusada como es que unacosa, pareciendo la misma, se transforme comple-tamente por el solo hecho de pronunciar sobre ellas

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unas palabras. Es aquí donde se encuentra la esen-cia del Sacrificio y, por tanto, donde atravesamosel umbral que nos introduce en el «Santo de losSantos».

Doble aspecto

Todo esto se refleja desde el primer momen-to por la majestad con que de pronto se revistela Liturgia, que desde los primeras palabras delPrefacio empieza a impresionarnos por su austerasencillez, por el estilo grandioso de sus períodos,por la fijeza casi inmutable de sus fórmulas. Es elestilo que corresponde a la actitud que exige delcristiano la grandeza de un acto en el cual llegaa enmudecer la voz humana, para que se oiga só-lo la voz de Cristo en la realización de la acciónsagrada, de la cual las preces no son más que laatmósfera, la vibración, la irradiación, la vestidu-ra y el comentario y manifestación exterior. En esaacción está esencialmente la Misa, que es oraciónciertamente, que es fórmula fija impuesta por el

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mismo Cristo, pero que es más misterio operante,henchido de la virtud de Dios.

Y como acción tiene un doble aspecto, que nodebemos olvidar si queremos comprender esta par-te central de la Misa. Es una obra celeste y unaobra terrena, una obra envuelta en el esplendordivino que le viene de Cristo, y al mismo tiempoimpregnada de una perfección relativa, cambian-te y fluctuante, que le viene de ser nuestra obra.De aquí un doble valor, cuya consideración es ne-cesaria si queremos comprender pasajes difíciles,iluminar oscuridades y armonizar contradiccionesaparentes.

Lo que ponemos nosotros

Hay un valor que le viene de los que ofrecen,y otro que la acción, la oblación, tiene en sí mis-ma. Los oferentes somos nosotros, y aquí encon-tramos el origen de una deficiencia deplorable, deuna radical imperfección, puesto que decir noso-tros es decir negligencia, tibieza, egoísmo y con

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frecuencia incomprensión y pecado. Afortunada-mente, el pecador no ofrece solo, sino dentro delCuerpo místico de Cristo, es decir, dentro de laIglesia, su Esposa, a la cual Él purificó para hacer-la santa y perfecta oferente. Es preciso tener estopresente para no forjarse una imagen pesimista deesas Misas dominicales, en las cuales los niños en-redan, los jóvenes hablan, las mujeres miran lossombreros de sus vecinas y los hombres aguardanimpacientes a que termine el acto para lanzarse ala calle. Aun en aquellos que no ofrecen signos ex-ternos de distracción, de disipación, de impacien-cia o de aburrimiento, ¡cuánta ignorancia, cuántaflaqueza, cuánta frialdad, cuánta incomprensión ycuánta rutina! Parece como si allá en el altar Cris-to volviese a pronunciar aquellas palabras que dijoen el desierto: Misereor super turban!

Y, no obstante, todos son admitidos a partici-par en el Sacrificio; a todos invita la Iglesia; másaún: a todos impone la obligación de asistir; sin ol-vidar por eso la disposición distinta de cada uno,declarando paladinamente que Dios conoce la fe

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de cada uno, que su misericordia está allí como enpiadoso acecho, observando y mirando la actitudfervorosa y la falta de fervor, el amor rendido o lapresencia obligada: quorum tibi fides cognita est etnota devotio. Perdida en la muchedumbre está elalma de los esfuerzos heroicos y el corazón agitadopor el vendaval de las pasiones, el santo y el peca-dor, el arrepentido que se esfuerza por romper loslazos de la costumbre inveterada y el pusilánimecómodamente entregado a las miserias de la impo-tencia humana. Es el misterio de la gota de aguaque viene a juntarse al vino con gesto de humil-dad, el óbolo insignificante de la viuda asociado aun tesoro de grandeza infinita. La Misa abre susbrazos a todas las formas de la flaqueza humana yse enriquece con todos los esfuerzos del amor. Laofrenda de Cristo oculta y borra la escoria de nues-tra ofrenda, que no encontrará otro momento máspropicio para comparecer ante la presencia del Pa-dre y para obtener la lluvia de las gracias y de lasmisericordias. Hay, evidentemente, diversos gra-dos de fervor, y sin duda, las gracias y los favores

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serán también diversos. «Mas ¿qué ley presidiráa la dispensación del maná divino?», se preguntaun liturgista. Sólo Dios podría contestar: «El amorcorresponderá al amor; la piedad, a la angustia; sinque debamos aguardar el ejercicio de una justiciarigurosa, porque hay una voz distinta de la nuestraque aboga por nuestra causa: la voz de la Sangrede Cristo, que, como decía San Pablo, habla máseficazmente que la sangre de Abel.»

El valor de la ofrenda

Pero existe, además, en la Misa un valor, unagrandeza, una dignidad que no dependen de la dis-posición de aquellos que asisten a ella y al asistirla ofrecen, sino de la esencia misma de la cosa ofre-cida. Ya hemos visto que la ofrenda es, en primerlugar, el pan y el vino; ya hemos visto tambiénque el pan y el vino no son en el ara un simplesímbolo de nuestras almas, agradable ante los ojosde Dios únicamente en cuanto recuerdan el fervorde las almas que ponen allí su fervor, su anhelo, su

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amor y su entrega. Esa ofrenda visible de las espe-cies sacramentales tiene su dignidad propia, quele viene de sí misma, en virtud de la instituciónde Cristo. Como elemento material del Sacrificio,es admitida por Dios, separada de todo uso pro-fano y marcada con un carácter sagrado. Hay, portanto, en ella una santa eficacia y un contenidoreligioso, que le confieren en cierto modo una vir-tud sacramental. Así nos lo da a entender el librodel Levítico cuando manda que los residuos de lasoblaciones deberán ser consumidos por el sumo sa-cerdote y por sus hijos: «Lo comerán sin levadura,en el lugar santo, en el atrio del tabernáculo... Esley perpetua para vuestros descendientes sobre lasofrendas hechas a Jahvé por el fuego. Todo el quelas toque se santificará.»

Pero esta santidad alcanza una grandeza infini-ta por el prodigio sin igual de la transustanciación.El pan y el vino se convierten en el Cuerpo y laSangre de Cristo, y esta realidad sublime abre anuestras miradas horizontes de una infinita gran-deza. San Pablo debía fijar en ellos su atención

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cuando decía, lleno de asombro: «Si la sangre delos cabritos y de los toros y la aspersión de la ce-niza de la vaca santifican a los que están mancha-dos, ¡cuánto más la Sangre de Cristo, que se ofreciósin mancha a Dios por el Espíritu Santo, limpiaránuestra conciencia de las obras muertas para servira Dios vivo!» Todo queda elevado y como diviniza-do. La imagen cede el paso a la realidad; el sacri-ficio, de ofrenda sencilla, llega a ser el holocaustoadecuado en honor de la Divinidad: el Sacrificiodel Calvario, el Cuerpo roto, la Sangre derramadapor la salvación del mundo. Nuestra ofrenda es yaalgo sublime, divino, inconmensurable; «es la Hos-tia pura, la Hostia santa, la Hostia inmaculada, elPan santo de la vida eterna y el Cáliz de la saludperpetua».

Estilo y estructura del Canon

Y, no obstante, el oferente sigue siendo el hom-bre, el pueblo cristiano, la santa Iglesia. Se hareunido para ofrecer el pan, y lo que ofrece en defi-

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nitiva es el mismo Cristo. ¿Dónde encontrará pala-bras para expresar su oblación? ¿Cómo exteriori-zará sus sentimientos cuando, pasado el umbral delSanto de los Santos, se encuentre delante de Dios,

Iglesia escandinava de laépoca de los vikingos.

con los brazos extendi-dos? Nada similar se ha-bía dicho en el mun-do; ninguna lengua hu-mana había podido ver-se en trance semejante.Tal vez la mejor solu-ción habría sido el si-lencio; pero había quehablar, puesto que Cris-to había hablado en laúltima Cena, y de he-cho la acción se convir-tió en una oración ha-blada. Así nació el Canon, es decir, la norma, laoración fija y reglamentada, la fórmula invariablede la Consagración, esa parte de la Misa que esel centro de su culto, y que se distingue a la vez

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por su ritual austero y suntuoso. Ya conocemosesa fórmula sagrada en sus primeros balbuceos, enaquella célebre plegaria que encontramos, a prin-cipios del siglo iii, entre los escritos de San Hipóli-to, y que, a través de una lenta elaboración, cuyahistoria conocemos muy imperfectamente, desem-boca en el Canon actual de la liturgia romana. Lasideas centrales permanecen las mismas, y apenascambia la estructura. Se conserva lo que llamamosla anamnesis, y la epiclesis pervive en una formaequivalente. Los cambios principales se encuentranen el comienzo con la diferenciación del Prefacio,con la aparición del Sanctus y con la adición de va-rias oraciones independientes. Podría decirse quelo que el Canon pierde en robustez y en majes-tad de líneas, lo gana en plenitud y en riqueza decontenido. Sigue inmutable el diálogo inicial co-mo testigo de la unilad original, que pudiera aca-so hacernos olvidar el profundo silencio en que sedesarrolla nuestro Canon después del estallido líri-co del trisagio, y que, por otra parte, nos descubreen la gran alabanza del Prefacio una amplificación

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de aquel «Gracias te damos» de la oración de SanHipólito.

El comienzo es naturalmente el Prefacio: el fin,una doxología, como en casi todas las oracionesmás solemnes de la Iglesia, y el centro, la consagra-ción del pan y del vino, precedida del Qui pridie,que podemos considerar como parte de ella. In-mediatamente antes de la Consagración se dicendos oraciones inspiradas en la idea de la ofrenda.Inmediatamente después, y formando casi un mis-mo cuerpo con ella, viene otra, que hace alusiónal recuerdo de la última Cena, la anamnesis, queexpresa la distinción entre la última Cena y el Sa-crificio de la Misa. Siguen luego otras dos fórmulasde ofrecimiento. A esto se juntan tres Mementosantes de la Consagración: el de la Iglesia, el de losvivos y el de los santos, y otros tres después dela Consagración: el de los muertos, el de los pe-cadores y el de la naturaleza entera. Todo esto sehalla de tal manera relacionado y forma un con-junto tan armónico, que podemos sintetizarlo enun sencillo diagrama, que nos permitirá percibir

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mejor esa íntima armonía y la relación de unaspartes con otras:

Esquema del Canon de la Misa.

Cada una de estas figuras corresponde a una deesas oraciones, o partes de la gran oración. La cruzcentral representa la Consagración, en torno a lacual se agrupa todo lo demás. Las flechas vertica-les indican otras tantas fórmulas de ofrecimientoque suben directamente hacia el Padre. Las peque-ñas flechas que salen del pie de la cruz recuerdanel Qui pridie, que prepara la fórmula esencial dela Consagración, y la anamnesis, que es casi comoun complemento de la Consagración misma. Lasseis líneas son los seis Mementos, tres de los cua-les preceden a la Consagración y otros tres vienendespués de ella. Las dos flechas más largas, incli-

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nadas hacia la cruz, simbolizan el comienzo y el findel Canon, el Prefacio y la doxología, dos accionesde gracias que suben hasta Dios, envueltas en lagran eucaristía del Sacrificio de Cristo.

Vemos aquí ese amor a la medida, ese princi-pio de equilibrio que distingue siempre a las obrasde Roma y que no podía faltar en esta obra maes-tra del genio romano. Y si de la consideración delconjunto pasamos a los detalles, admiraremos esasobriedad de estilo, que tiene la virtud de ahorrarpalabras y de colocar cada una en su sitio. Naci-do en el momento del mayor esplendor del arte delos mosaicos, el Canon recuerda uno de aquellosmosaicos en que Cristo aparece majestuosamentesentado y rodeado de gloria y santidad.

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CAPÍTULO XXVIII

ANTES DE LA CONSAGRACIÓN

Ya conocemos la estructura del Canon, los ras-gos esenciales y las grandes ideas que en él se con-tienen; pero es tan honda, tan rica y tan venera-ble esta plegaria eucarística, que nos viene de losprimeros tiempos de la Iglesia, que sería imperdo-nable pasar adelante sin examinar el ritmo íntimocon que se desarrolla, sin analizar la doctrina queencierra, sin hacer resaltar la secreta belleza de susfórmulas.

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Música y poesía

Ha terminado el Prefacio, himno inspirado porla consideración de los beneficios divinos, que hahecho prorrumpir a la asamblea en una explosiónde alabanza, y en el recinto del templo resuenanaún los últimos ecos del Hosanna in excelsis. Alcanto del sacerdote ha sucedido el canto del pue-blo. Había que cantar, porque la grandeza de laidea trascendía el acento de la palabra. Aun enmedio de la persecución, el instinto de la Iglesiaprimitiva la hizo prorrumpir en una melodía triun-fal, que surgía de la abundancia de su corazón. Laspalabras se convirtieron espontáneamente en mú-sica. «Unidos a los ángeles y a los arcángeles, a lostronos y a las dominaciones, cantamos el himno detu gloria», decía la voz del sacerdote, y las vocestodas de los fieles se asociaban a los líricos en-tusiasmos de aquella melodía maravillosa, por lacual hubiera dado su obra entera uno de los mayo-res músicos de todos los tiempos. Pero difícilmentehubiera podido brotar del genio individual lo que

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es sencillamente expresión de la conciencia cristia-na en la posesión plena de la vida divina.

Nuestra súplica

Después de esta introducción lírica, en contras-te impresionante, el sacerdote continúa en voz ba-ja: Te igitur. Es el comienzo del Canon, comienzograndioso y majestuoso, que va a desarrollarse conun ritmo lento y grave, con una marcha llena deunción, de humildad, de esperanza. Primero, unasúplica inicial: que Dios se digne aceptar nuestraofrenda, en la cual ponemos tres intenciones ini-ciales, puesto que la presentamos pensando: a) enla Iglesia; b) en sus ministros; c) en todos los fielesreunidos para el Sacrificio.

Pensamos primeramente en la paz y en la uni-dad de todos los que estamos unidos por el lazo dela misma fe, ya que éste fue el tema fundamentalde la oración de Cristo en la última Cena: «No tepido únicamente por ellos, por los Doce, sino portodos los que han de creer en Mí. Que sean todos

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una misma cosa, y que, como Tú, Padre, estás enMí y Yo en Ti, así ellos sean una misma cosa enNosotros... Yo en ellos y Tú en Mí, para que seanperfectos en la unidad.»

El centro de la unidad es el Vicario de Cristo;por eso su nombre es el primero que acude a nues-tros labios en este momento, y con nuestros labiosdebe estar de acuerdo nuestro corazón. Más cercade nosotros, el centinela de la paz y de la unidades el obispo de nuestra diócesis, el pastor direc-tamente encargado de nuestras almas. Nada másnatural que su nombre siga al nombre del Papa, yque después nuestro pensamiento se fije «en todoslos cultivadores de la fe católica y apostólica», esdecir, en los obispos de toda la cristiandad y en susrespectivos rebaños. He aquí una bella descripciónde la Iglesia, del reino de Dios sobre la tierra, deaquel reino de Dios al cual se alude en la segundapetición del Padrenuestro: Adveniat regnum. Pedirla paz y la unidad de la Iglesia es pedir la expan-sión y el triunfo de ese reino, la glorificación deDios, la santificación de la humanidad.

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Sacrificio de alabanza

En ese reino estamos también nosotros. Es algoque no podemos olvidar. Nosotros podemos pro-gresar constantemente en la conquista del reino,y el reino puede ir penetrando sin cesar dentrode nosotros. Por eso pedimos por todos los que sereúnen para ofrecer ese sacrificio de alabanza: porsí y por todos los suyos, por la redención de susalmas, por la esperanza de su salud y por su preser-vación. Llamamos a nuestra ofrenda un sacrificiode alabanza, recordando aquel verso del salmo 49:«Inmola a Dios un sacrificio de alabanza y cumplelos votos que hiciste al Altísimo.» Y esta expre-sión debe indicarnos la actitud con que hemos deasistir a la Misa. Se ha hecho ya general la idea deque rezar es lo mismo que pedir, de que sólo po-demos acercarnos a Dios para recibir de Él algunacosa. Se ora por obtener un beneficio; se ayuna ose hace alguna buena obra porque se cree que deesa manera se va a conseguir una gracia. Esto es,sencillamente, convertirnos nosotros en centro de

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nuestra oración; esto es olvidar por completo el sa-crificio de alabanza a que se alude en esta parte dela Misa. No debemos ni podemos olvidarnos de

San Miguel de Escalada (siglo X).

nosotros mismos; pero nuestro primer deber, lamás alta finalidad de la Misa, es alabar a Dios.Hecho esto, ya podemos pensar en nosotros, pi-diendo, ante todo, la redención de nuestras almas,

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y después, la liberación de todo mal. Esto es dar acada cosa su valor propio. De hecho, si alabamos aDios como debemos, tanto en nuestras palabras co-mo en nuestra vida, hemos entrado en el camino denuestra santificación; pero debemos tener en cuen-ta que nuestra santidad no es la razón por la cualofrecemos nuestro sacrificio de alabanza, sino másbien una consecuencia de ello. Cuando alabamosa Dios, pensamos en Él; cuando pedimos una gra-cia, pensamos en nosotros, y quien piensa siempreen sí mismo es un egoísta, que se constituye encentro de todas las cosas. Si rezamos con la Igle-sia, nos veremos libres de este peligro en la vidaespiritual y estaremos en la actitud que más pre-dispone a Dios para dar. No sería correcto deducirde esta doctrina que no debemos preocuparnos denosotros mismos, ni en el orden espiritual ni enel orden temporal. Todo lo contrario; éste es elmomento de la Misa para pedir por nosotros, pornuestros parientes, por nuestros amigos, por todasaquellas personas cuya salud, cuya paz, cuya santi-ficación nos interesan de alguna manera, teniendo

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siempre en cuenta un orden de valores que purifi-que nuestra oración de egoísmos y mezquindades.

Bella lección de generosidad y aun de teologíase nos da con aquella expresión que pronunciamoscon frecuencia sin penetrar su verdadero sentido:Et omnium circumstantium. Hay otros que estánpresentes a nuestro sacrificio y que lo ofrecen jun-tamente con nosotros. Un lazo de unidad se tiendeentre sus almas y las nuestras, haciéndonos pensaren la comunidad más amplia de la Iglesia entera,Lo que hace cada uno repercute espiritualmenteen los demás. Nuestra unidad no consiste única-mente en estar dentro de un mismo recinto, bajoun mismo techo, sino en algo más íntimo, puestoque el latido de la Vida de Cristo que a nosotrosnos anima, esa vida que se va a enriquecer con elmismo sacrificio, es también el tesoro que ellos lle-van dentro de sus almas. Nuestra unión dependede su mismo centro: Cristo según aquellas pala-bras: «Como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, seanellos una misma cosa.» La sagrada Liturgia noshace vivir en el momento más solemne de nuestra

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comunicación con Dios esta maravillosa realidad.

Los santos con nosotros

Y de ella pasa a otra realidad todavía más su-blime: la de nuestra unión con los santos del cielo.La palabra es ésta: Communicantes. Partimos deuna comunicación misteriosa con ellos. El lazo quenos une a ellos es el mismo que existe entre to-dos aquellos que tenemos la misma fe y el mismoamor. Ellos gozan de la gloria, nosotros vivimosen la gracia, que es ya el germen de la gloria. Son,por tanto, hermanos nuestros en Cristo, redimidospor Cristo, miembros gloriosos del Cuerpo místicode Cristo, que es también nuestra cabeza. Por esonos acordamos de ellos en este Sacrificio que va aponer sobre el altar el Cuerpo mismo de Cristo,haciéndonos pensar en el dogma consolador de lacomunión de los santos. Nos acordamos, en primerlugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madrede nuestro Dios y Señor Jesucristo, pues con estamajestad y con esta bella fórmula, que nos recuer-

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da el estilo de las plegarias primitivas, se intro-duce su nombre. Asociada al sacrificio de la cruz,corredentora y mediadora de los hombres, unidaa la vida del Señor desde Belén al Calvario, debíaocupar el primer lugar en nuestro pensamiento aldisponernos a renovar el sacrificio sangriento de laCruz. A su nombre siguen los de los santos, losdoce apóstoles, cinco papas, sucesores de San Pe-dro, y en representación de todo el ejército de losbienaventurados, siete mártires famosos: San Lo-renzo, el diácono aragonés, cónsul perpetuo de laRoma cristiana; San Cipriano, obispo de Carta-go. el gran doctor de la Iglesia africana en el sigloiii; San Crisógono, intrépido confesor de la fe ba-jo Diocleciano; San Cosme y San Damián, los dosmédicos orientales, que antes de sufrir el martiriose habían hecho querer de todos los fieles por susobras de caridad, y, finalmente, aquellos a quienesla Liturgia llama dos olivos y dos candelabros bri-llantes delante del Señor: los dos nobles hermanosJuan y Pablo, a quienes el emperador Juliano elApóstata adornó con la palma sagrada por haber

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rehusado adorar al dios Sol.

Con Cristo glorificado

De esta manera, a las intenciones del Sacrificio,tácitamente confiadas por los fieles al sacerdote enel momento del Ofertorio y ahora explícitamen-te enunciadas, viene a juntarse la memoria de lossantos del cielo, dándoles una expansión insospe-chada, imprimiéndoles una magnífica amplitud yenvolviéndolos en una triunfante alegría, reflejo dela gloria de los bienaventurados. Después el sacer-dote extiende las manos y pronuncia una fórmulaque sirve de puente entre el Memento y la Consa-gración: Hanc igitur oblationem... Pide que Diosacepte sus dones, que son también los dones de supueblo, de su familia, de la comunidad cristianapresente a ese sacrificio de nuestra servidumbre.Ya sabemos que el sacrificio de la Misa es el Sa-crificio de Cristo; pero sabemos también que, enotro aspecto, es también el sacrificio de la Iglesia,nuestro sacrificio. Tal vez sería más exacto decir

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que es el Sacrificio de Cristo glorificado, y esto esprecisamente lo que hace que sea el sacrificio desu Cuerpo místico, es decir, de la Iglesia. En todocaso, la liturgia eucarística nos dice una vez másque nosotros estamos incluidos en él, que debe-mos convertirlo en sacrificio de nuestra adoración,de nuestra servidumbre, añadiendo la ofrenda denuestra voluntad. Hay una cosa en el mundo que,en cierto sentido, no es necesariamente suya. Sonsuyas las cosas materiales: las estrellas, los mares,el incienso, la llama, las flores, los animales todos.Él los ha creado y les ha señalado una norma yun destino. Por la misma razón son suyos tambiénlos seres humanos, pero con una diferencia, y esque los seres humanos tienen una voluntad que lespertenece, que puede apartarse de los designios delCreador. Son seres libres, y Dios respetará siempreesa libertad, que puede ponerse al servicio de Dioso rehusarle ese homenaje. En la Misa ofrecemosese sacrificio de servidumbre, rendimos ese home-naje, ponemos de acuerdo nuestra voluntad con lasuya, lo cual, a veces, requiere de nuestra parte un

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íntimo y generoso esfuerzo. También Cristo tuvoque presentar a su Padre el sacrificio de su Volun-tad, y su Carne temblaba, y su Voz se estremecíaen la agonía del Huerto, y por su Cuerpo rodabancoágulos de sangre. Pero Él, entre tanto, rezaba:«No se haga mi Voluntad, sino la tuya.» Cristoofrece ese sacrificio de adoración, y al suyo junta-mos nosotros el nuestro, no sin pedir confiadamen-te que Dios disponga en la paz nuestros días, conuna frase que fue añadida en esta oración por SanGregorio Magno, a fines del siglo vi, cuando mu-chedumbres de bárbaros recorrían los campos deItalia, la peste diezmaba la población y el hambrehacía estragos por todas partes.

Para nosotros

Así llegamos a la oración que precede a los sa-grados misterios. Con ella se quiere señalar vigoro-samente y con una intención claramente expresa-da la importancia del relato que va a seguir: Nobisfiat; que la ofrenda se convierta para nosotros en

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el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Y el sacerdo-te hace cinco veces la señal de la cruz sobre estaofrenda, que debe ser bendita, con la bendición quepuso Cristo sobre el pan y el vino en la última Ce-na: Adscriptam, que lo que está en el altar y lo quenosotros hemos añadido no sea rechazado ante lapresencia divina; ratam, ratificada y efectiva, per-manentemente aceptada y nunca revocada, de talmanera que esta unión sagrada entre Dios y noso-tros no se rompa jamás; razonable, es decir, confor-me con la Majestad divina, ya que Dios es adoradopor ella de una manera perfecta, y ya que por ellapresentamos nosotros a Dios «el obsequio razona-ble» de nuestra vida, como recordaba San Pabloescribiendo a los romanos; y, finalmente, agrada-ble, infinitamente grata a los ojos de Dios por laVíctima que se ofrece, y grata también por lo quenosotros ponemos en ella. Fe humilde, deseo ar-diente, firme confianza, amor, esperanza, entrega,adoración: todo esto debe encerrar el alma de losfieles cuando dicen estas palabras preparatorias dela gran acción. Ese fiat es un llamamiento al Pa-

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dre de las luces y de las misericordias. Después,aguardar el milagro con humildad y con alegría.

Y el milagro se realiza en el relato impresionan-te de la Consagración. Aquí toda voz calla, menosla Voz de Cristo. Le oímos como le oyeron los após-toles en el Cenáculo, la víspera del día en que ibaa sufrir, pridie quam pateretur. Parece como si eneste momento solemne el sacerdote se convirtieseen una envoltura visible de Cristo. Ya no es dis-tinto de Jesucristo. Su voz pronuncia las palabrassantas; pero no es él quien habla, sino el Pontífi-ce invisible, cuyos gestos reitera, lo mismo que laspalabras, el sacerdote de la tierra.

Entonces se realiza el misterio de la fe. Un re-cuerdo, una conmemoración. El drama del Calva-rio sucedió una vez, el día de la Parasceve, y yapertenece al pasado. No puede repetirse, porqueCristo ya no muere, como decía San Pablo. Noobstante, desea continuar su presencia en la tie-rra, vivir con los fieles que no estaban con Él enel primer Viernes Santo. Y esto lo realiza con unaacción ritual y simbólica, que permite volver a rea-

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lizar aquel mismo acto, no en todos sus accidenteshistóricos externos, sino en su realidad esencial yeterna, que se hace actual y presente a los ojos denuestra fe, aunque los de nuestra carne no veanmás que los ritos y los símbolos. Los símbolos soncomo cortinas, detrás de las cuales brilla la glo-ria de Dios. «Bienaventurados los que no vieron, ycreyeron.»

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CAPÍTULO XXIX

LA CONSAGRACIÓN

Tradición y libertad

Enumeración respetuosa y admirativa de losatributos y las grandezas de Dios, el Prefacio ter-minaba convirtiéndose en un himno ferviente a laMajestad que habita en lo más escondido de loscielos y al Mediador universal por quien resonabanlos ecos del tiempo en los ámbitos de la eternidad.Poco a poco iban aumentándose los ímpetus mís-ticos del sacerdote; el cielo juntaba su voz con latierra, se alzaba el recuerdo de los coros angélicos,evocándose las adoraciones de los querubines y losserafines, y, arrebatada por el fuego comunicativo

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que encendía a su presidente, la asamblea estalla-ba en aquellas palabras famosas que Isaías habíasorprendido en torno al trono de Jehová: «Santo,Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos; lle-nos están los cielos y la tierra de su gloria. Hosannaen las alturas.» Pero los cristianos no pueden ol-vidar que toda esa santidad va a hacerse presentesobre el ara, dentro de unos momentos, en la per-sona de Jesús, y, recordando la entrada triunfaldel Maestro en Jerusalén, añadían: «Bendito seael que viene en el nombre del Señor. Hosanna enlas alturas.»

La aclamación del Trisagio aparece en la Mi-sa desde los tiempos apostólicos, y antiguos textosdicen que fue el Papa San Sixto quien le dio enel siglo ii una existencia oficial. Era una explo-sión de fervor que venía a interrumpir un momen-tó la alabanza del sacerdote, dando una interven-ción feliz a la concurrencia en la celebración de losmisterios. Cerrado el paréntesis, la oración euca-rística continúa, juntando el Prefacio con el Ca-non, que en realidad son una misma cosa. Hay un

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gran beneficio que exige la gratitud de la humani-dad: es la Encarnación del Hijo de Dios, la Venidade Cristo al mundo. El sacerdote lo propone a

Resurrección de Lázaro.(Sarcófago del siglo IV.)

la consideración de laasamblea, resume rá-pidamente la vida delHombre Dios y repro-duce los últimos mo-mentos de ella: los su-cesos de la Pasión y dela última Cena. No si-gue una fórnula escrita,pues la que hoy usa laIglesia occidental —elCanon romano no apa-

rece hasta fines del siglo iv— puede interpretarsus sentimientos personales, explayar sus emocio-nes, dejarse llevar de los ímpetus de su propia ins-piración; pero la tradición le señala el módulo deldiscurso. Era de rigor desarrollar, a semejanza delo que Cristo había hecho en el Cenáculo, la ideade los beneficios divinos, para llegar, por medio de

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la acción de gracias, al recuerdo de la Pasión y ala reproducción de la última Cena, que iba a ser laparte esencial del sacrificio.

Palabras inmutables

Aquí no era posible la improvisación. Todo es-taba determinado por las Sagradas Escrituras, ycualquier intervención humana hubiera sido unaprofanación. Las ideas y su expresión son idénticasen todos los ritos de la Iglesia Católica, hasta ensus menores detalles. El sacerdote llega, por decirloasí, a olvidarse de sí mismo. Aunque es él quien ha-bla todavía, ha habido repentinamente una especiede superposición de personalidad. Es un ministro,un instrumento secundario; el agente principal esCristo. Parecía natural escuchar palabras como és-tas: «Este es el Cuerpo de Cristo; ésta es la Sangrede Cristo.» Pero no; el sacerdote dice, como Cris-to en la última Cena: «Este es mi Cuerpo; ésta esmi Sangre»; y todos sabemos que al terminar depronunciar estas dos frases, ya no hay en el altar

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pan y vino, sino solamente especies de pan y vino,bajo las cuales se ocultan el Cuerpo y la Sangredel Señor. Los accidentes quedan, pero ha habido

Pájaros-almas ante el árbol de la Cruz (relieve deSan Apolinar de Rávena).

una transustanciación; es decir, una mutación desustancias. El sacerdote ha obrado con el poder deCristo, ha hablado en nombre de Cristo, reprodu-ciendo su actitud en la última Cena, volviendo a

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vivir cada uno de sus actos, describiendo y reali-zando cada uno de sus gestos; dice que el Salvadortomó el pan en sus santas y venerables manos, y,al mismo tiempo, lo toma él en las suyas; levantalos ojos al cielo como Jesús debió de hacerlo enel Cenáculo, siguiendo una costumbre suya; ben-dice el pan como lo bendijo Cristo, y, poniendosus labios al servicio del Redentor, pronuncia laspalabras de la Consagración, las mismas en todaslas liturgias, porque sólo ellas tienen la virtud deobrar el misterio.

Oriente y Occidente

Al principio se las decía en voz alta, y la mu-chedumbre las sellaba con una exclamación en queexpresaba la sumisión de su inteligencia al prodi-gio invisible que se acababa de realizar. «Amén»,clamaban los cristianos de los tiempos apostólicosy los antiguos españoles en la liturgia mozárabe;y los orientales tienen todavía fórmulas como és-tas: «Sí, nosotros lo creemos; amén, amén; así es,

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efectivamente.» La liturgia romana es más sobria,menos clamorosa. Ya en tiempo de San GregorioMagno los sacerdotes de Roma decían el Canonen voz baja, expresando así su actitud reverencialante el misterio. Pero era necesario combinar estesentimiento con el acto de fe que exigía la pre-sencia de Cristo en el altar. Esto dio origen a unnuevo rito. Cuando acababan de pronunciarse laspalabras de la Consagración, el diácono se dirigíaa los fieles y gritaba: Mysterium fidei. Cuando nohabía diácono, era el mismo sacerdote quien anun-ciaba al pueblo que se había obrado el misterio dela fe, y así llegaron a formar parte de la fórmulade la Consagración estos dos vocablos que nuestrosmisales traen entre paréntesis.

En Oriente, y lo mismo sucedía antiguamenteen España, desde que empezaba el momento mássolemne de la Misa, el sacerdote quedaba separa-do del pueblo; una cortina se tendía delante delaltar, ocultando el Sanctasanctórum a las miradasde la multitud. Eran las palabras las que poníanen comunicación las naves con el ábside y las que

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ponían al público al corriente de la marcha del Sa-crificio. Los gestos y las actitudes del celebrantepasaban inadvertidos a la concurrencia. Por eso elrito de la Elevación nace en Occidente; nace en elsiglo xi como una protesta contra el hereje Beren-gario, que negaba la presencia real de Cristo enla Eucaristía. Es una afirmación frente a la nega-ción sacrílega, un gesto de triunfo que reclama elhomenaje más íntimo del alma, el acto de la ado-ración y de la fe, manifestado en inclinaciones ogenuflexiones profundas.

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CAPÍTULO XXX

LA ELEVACIÓN

Ver a Dios

Los pueblos quisieron ver la Hostia, quisieronverla y adorarla, y protestar así contra los herejesque negaban la presencia de Cristo en la Euca-ristía; y así, como una exigencia de la devociónpopular, nació y se extendió en los siglos de SanBernardo y Santo Tomás, siglos de fe ardiente yrenovadora, el rito de la Elevación, que se incrus-tó en la Misa como un rubí en el centro de unapatena. Las almas lo aguardaban con ansiedad yasistían a él con estremecimientos místicos. «Vera Dios» era el anhelo de toda vida profundamente

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religiosa; verle colgado de las manos del sacerdotey escondido en aquel blanco redondel que parecíaun poco de pan. Y a veces la apariencia misma depan desaparecía a su vista, sustituida por la ima-gen de un hombre sangrante o la figura de un niñoque sonreía abriendo los brazos. Así cuenta que lepasó a Simón de Monfort, el implacable debeladorde los albigenses. Aquellos guerreros, que muchasveces llevaban las manos llenas de sangre y el almallena de odios, se sentían misteriosamente atraí-dos y sobrecogidos por la majestad de ese momen-to solemne. Así, don Alfonso Fernández Coronel.Estaba en Misa, armado del gambaz, la loriga yla capellina, cuando las tropas del rey don Pedroatacaron su fortaleza de Aguilar. «¿Qué facedes,don Alfonso Fernández? —le dijo un escudero—.¿No veis que la villa se entra por el portillo delmuro que cayó?» Y el bravo caballero respondióestoicamente: «Como quier que sea, primero veréa Dios.» E estuvo quedo fasta que alzaron el Cuer-po de Dios; e después salió de la iglesia», dispuestoa vender cara su vida. Podía morir tranquilo, pro-

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nunciando aquella frase, que no tardó en hacersefamosa: «Esta es Castilla, que face los omes e losgasta.»

Innovación

Pero la nueva ceremonia, en que se concentrabala devoción de las gentes, era una innovación ex-traña en la liturgia del Sacrificio. Por vez primerase detenía la mirada de los fieles en la Hostia mis-ma para rendirle el homenaje supremo de la adora-ción. Era algo excepcional en la lógica del sacrificiocristiano. El término de la adoración en la Misa essiempre Dios Padre, o bien la Trinidad Beatísima.Cristo figura allí en su aspecto de Mediador. Seríaimpío poner en duda que la Víctima de nuestrosaltares es soberanamente adorable. «Digno es elCordero que ha sido inmolado —cantan los coroscelestes en el Apocalipsis— de recibir el poder, lariqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la glo-ria y la alabanza. Al que está sentado en el tronoy al Cordero, alabanza, gloria, honor y poder por

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los siglos de los siglos. Amén.» El mismo hecho depresentar ante el trono del Padre una víctima ple-namente propiciatoria es ya una confesión de suDivinidad.

La fe y el fervor de los cristianos debían mi-rar con cariño esta nueva ceremonia; la devociónse hacía más viva y consciente; la teología afirma-ba uno de los más grandes misterios, y el gestosubrayaba la tremenda eficacia de la palabra sa-cerdotal: «Este es mi Cuerpo.» Sin embargo, unaspecto nuevo viene a encajarse en el conjuntoarmonioso del Canon: la idea de sacrificio quedacomo suspendida y eclipsada; el anhelo de hacerpropicio al Dios ofendido, por medio de la Vícti-ma, se interrumpe un instante por la adoración dela Víctima misma. Y no hay que perder de vis-ta la finalidad que en la mente de la Iglesia tieneesta elevación solemne. Por ella son muchos losque se imaginan que Cristo viene al altar para re-cibir sus plegarias y sus adoraciones. Viene, cier-tamente, para esto; pero viene, sobre todo, comoRedentor, que, según la expresión paulina, se hace

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El Buen Pastor. (Museo deLetrán. Roma.)

Hostia en favor nuestro,y se convierte en ali-mento de nuestras al-mas, ofreciéndose en ho-locausto de suave olor.

Elpueblo sacerdotal

Esta es la idea esen-cial del Sacrificio. Pode-mos y debemos adorara Cristo cuando se ha-ce presente en la Hostia,pero sin olvidar que laHostia es Cristo y que elSacrificio continúa. Des-pués de haber adorado,pongámonos en pie. Erala actitud de los cristia-

nos en los primeros siglos, actitud bella por su pro-fundo simbolismo, pues recordaba al pueblo sacer-

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dotal la más sublime de sus funciones. Y este sen-tido sacrificial podemos dar también al gesto de laElevación, distinto, pero no contrario, a su razónhistórica. «Es necesario que el Hijo del Hombresea levantado», había dicho el Maestro divino. Fuelevantado en el Calvario, sobre el ara de la cruz,en una posición que parecía proteger a la tierra delas iras del cielo. ¿Cómo no sentir la necesidad decolocarle todavía entre Dios y los hombres, sien-do, como es, el centro de las miradas del Padre,el objeto de las complacencias divinas? Nada mássublime que este gesto así interpretado. Desearíauno poder levantar los brazos hasta la bóveda delos cielos para poner al Gran Mediador entre eltrono del Eterno y la creación entera; desearía pro-longar indefinidamente este momento inefable, ga-rantía de la felicidad humana. «Feliz madero, decuyos brazos cuelga el Rescate del mundo», cantala Iglesia, pensando en la cruz. No menos feliceslas manos que rompen el aire sosteniendo al quelo sostiene todo con una sola palabra de su poder.Feliz también el pueblo que contempla la Hostia

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«en la cual —como decía San Pablo— se recon-cilian y concentran todas las cosas, las que estánsobre la tierra y las que están en los cielos». ¿Fal-ta algo, por ventura, a este momento prodigioso?Estamos junto a la fuente de la pura felicidad; elalma se sacia, el corazón se alegra; puede extin-guirse todo deseo; la necesidad más imperiosa delhombre, su hambre de Dios, queda satisfecha; unacertidumbre completa nos dice que Dios está satis-fecho también, que está contento de sus criaturas.Consummatum est, clamó el Señor cuando, al ter-minar su carrera, se disponía a entrar en el reposode la gloría eterna; y el creyente, recordando estesupremo grito de su Maestro, al ver cómo en elSacrificio se realiza el destino del universo, puederepetir alborozado: «Así es; todo está consumado.El cielo sonríe; la tierra ha producido la flor impo-sible; la paz reina en el mundo.» Y su alma penetraen no sé qué región de luz y de bienaventuranza.

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CAPÍTULO XXXI

MISTERIO DE FE

Ya lo hemos dicho: en el momento de la Consa-gración toda voz se calla, menos la Voz de Cristo.Son sus mismas palabras, es su acento: «Esto esmi Cuerpo.» Parece como si nos encontrásemos entorno suyo, dentro del Cenáculo, «el día antes quesufriese». Nada más impresionante que ese acto,en el cual el ministro habla y obra en nombre delSeñor, como si se hubiese despojado de su propiapersonalidad.

Conmemoración

«Pero Cristo, Sumo Pontífice de los bienes fu-

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turos, entró una vez en el Santo de los Santos, yconsiguió así la redención eterna.» Son palabrasde San Pablo en la Epístola a los Hebreos. Y silos antiguos sacrificios, en que se ofrecía la san-gre de los toros y los cabritos, continúa el Após-tol, tenían cierta eficacia para purificar del pecado,«cuánto más no purificará nuestra conciencia delas obras muertas, para servir al Dios vivo, la san-gre de Aquel que por el Espíritu Santo se ofreciósin mancha en la presencia de Dios. Él es, por tan-to, el Mediador del Nuevo Testamento, pues pormedio de su Muerte, rescate de las transgresionesque se daban bajo el Testamento Antiguo, aquellosque fueron llamados podrán recibir la promesa dela heredad eterna».

Tal es el misterio de fe, en el cual el sacerdote,repitiendo, por orden de Cristo y con su mismopoder, las palabras de la institución eucarística,vuelve a realizar lo que Cristo realizó en la últimaCena. Y decimos misterio de fe, porque si es verdadque Cristo continúa invisible a nuestros ojos cor-porales, para los ojos de nuestra alma, por medio

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de la luz de la fe, está allí presente, continuandosu obra sobre la tierra. Este misterio es una con-memoración, o si se quiere, una acción, detrás dela cual está el hecho que se conmemora, de modoque la acción misma puede considerarse como unsímbolo de ese hecho constantemente renovado. Elgran drama del Calvario, como todos los sucesoshistóricos, pertenece ya al pasado y no puede re-petirse, pues, como decía San Pablo, al levantarsede entre los muertos, Cristo no puede ya morir.Su deseo, sin embargo, es quedarse con los amigosque no estuvieron junto a la cruz el primer ViernesSanto, y lo realiza por medio de una acción ritualy simbólica, por la cual, con su poder divino, hi-zo posible la representación del acto, no en todassus circunstancias históricas accidentales, pero síen su esencia eterna. Y nuestros ojos le ven; venel rito los ojos de la carne; pero, a través del rito,los ojos de la fe llegan hasta la actualidad esen-cial. Los símbolos son para nosotros como cortinas.Si pudiésemos retirarlos un momento, veríamos lagloria misma de Dios. Pero no lo necesitamos. Por

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nuestra fe, esta acción misteriosa pone a nuestradisposición los poderes del mundo futuro. «Bien-aventurados los que no vieron y creyeron.»

«Haced esto en memoria mía», dijo Cristo des-pués de consagrar, es decir, de transmutar por vezprimera el pan y el vino. Y con estas palabras en-cargó a los apóstoles que hiciesen lo que Él acababade hacer en recuerdo de la oblación de Sí mismo,en forma de sacrificio, por la salvación del mundo.Al día siguiente, Nuestro Señor consumó el sacri-ficio, no bajo los símbolos del misterio de fe, sinocon toda su realidad sangrienta. Pero los apósto-les sabían ya a qué atenerse para en adelante: elmisterio de fe de la última Cena ponía ante ellosaquella Muerte saludable como el más perfecto delos sacrificios, como el acto salvador y santificadordel Sumo Sacerdote. Después, el Maestro resucitade entre los muertos y sube a sentarse a la diestradel Padre, demostrando así de una manera admi-rable que su Sacrificio había sido agradable a Diosy que la Iglesia, por Él fundada, tendría en Él parasiempre un Pontífice y un Mediador. Esta convic-

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La fuente de la vida (Evangeliario deSan Medardo, siglo IX).

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ción estaba íntimamente relacionada con aquelmandato: «Haced esto en memoria mía.» Reco-giéndolo amorosamente, los primeros discípulosempezaron a celebrar el recuerdo del Señor, repi-tiendo la liturgia solemne de la última Cena. Porella, el Maestro, Sacerdote eterno según el ordende Melquisedec, se hacía presente a la comunidad,distribuía entre sus miembros las gracias de la Re-dención, los santificaba, los fortalecía y los uníamás íntimamente con Él. Y todo esto era paraellos la conmemoración de su Muerte, pero de suMuerte vista a la luz de su Resurrección. Porquela Resurrección es el sello, el complemento, la con-sagración del Sacrificio de Cristo.

El sacrificio de la Iglesia

Esto mismo sigue siendo la Misa para nosotros,discípulos lejanos de Cristo. La obra redentora deCristo, que culmina en la incondicional oblación deSí mismo al Padre, es el contenido del misterio defe. Por ella los hijos de la Igiesia siguen haciendo

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guardia al pie de la cruz a través de los siglos, yrecibiendo el calor del aliento y de la sangre delCrucificado, que los santifica y los ilumina y los

Abraham junto a la encina de Mambre. (Miniatura de laBiblia de Ripoll, siglo XI.)

fortalece y los hace hijos de Dios. El misterio de fees en realidad el misterio de Cristo presente entrelos suyos, como Pontífice, como Rey, como Sal-

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vador, que les comunica la gracia, la santidad yla esperanza. Por medio de su Sacrificio, constan-temente renovado, la Iglesia renueva cada día sujuventud y se enriquece con un tesoro celestial. Yese Sacrificio es también su Sacrificio, ya que ella,a semejanza de María en el Calvario, permaneceal pie de la cruz, ofreciendo la Víctima sagrada.Es más: una misma sangre corre por las venas deCristo y de la Iglesia, que por esto se convierte enun mismo sacrificio de amor con Cristo y por Cris-to, y de esta manera el misterio de fe se convierteen la expresión más alta de la comunidad de vidaque existe entre Cristo y las almas.

Re-presentación

La fe nos enseña que, una vez pronunciadaslas palabras de la Consagración, Jesucristo, verda-dero Dios y verdadero Hombre, está presente enel altar. Esta doctrina se deriva con tal claridadde los textos evangélicos, que durante más de milaños a nadie se le ocurrió negarla. La negaron los

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protestantes en los tiempo modernos, y ya en elsiglo xi se levantó contra ella Berengario, el ca-nónigo de Tours, contra el cual protestó el pueblocristiano introduciendo en el centro de la Misa, co-mo homenaje de desagravio, el rito de la Elevación.Los católicos, lo mismo que los apóstoles, seguimosconfesando la presencia, eucarística de Cristo. Pe-ro en esta presencia debemos tener en cuenta unaspecto particular. El Concilio de Trento nos diceque en el sacrificio de la Misa está re-presentado elSacrificio de Cristo, y como el Sacrificio de Cristoson, ante todo, su Muerte y su Resurrección, esobvio que en el sacrificio de la Misa tenemos enprimer lugar la Muerte y la Resurrección de Cris-to, es decir, la obra redentora del género humano.Ya hemos dicho que los detalles históricos no sereproducen; sólo se reproduce, sólo se representala esencia. Ahora bien: la esencia es la realidad delas cosas; no lo es el pormenor, ni la circunstancia.En la Misa, por tanto, volvemos a vivir la realidaddel Calvario, pero el acto histórico se convierte enun acto místico. La conmemoración, que el Señor

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mandó, el recuerdo de su memoria, tiene toda lafuerza de una re-presentación.

Podemos recordar la Muerte y la Resurrecciónde Nuestro Señor pensando en ellas. Leemos elEvangelio, y luego, cerrando el libro, vamos exa-minando y analizando los varios aspectos de aqueldrama divino. Esto es recordar el hecho históri-co de la Pasión, una cosa ciertamente laudable,pues jamás podremos apreciar bastante las gran-dezas y tesoros del misterio de la cruz. No es éste,sin embargo, el modo con que recordamos o con-memoramos en la Misa. Cuando el sacerdote, alterminar las palabras de la Consagración, añade:Mysterium fidei, quiere decirnos que el pan ya noes pan, sino la Carne del Señor. Si pensamos enla Muerte de Cristo, el Sacrificio de Cristo estápresente en nuestra mente. Ahora bien: la Misa esel Sacrificio de Cristo fuera de nuestra mente, enel ara del altar. Por eso en la Secreta del novenodomingo de Pentecostés pedimos la gracia de po-der «acercarnos dignamente a este misterio, puescuantas veces ofrecemos este sacrificio conmemo-

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rativo, otras tantas se vuelve a realizar la obra denuestra Redención». Se realiza en el altar, se hacepresente en nuestro espíritu y renueva su virtuddentro de nosotros.

Nuestro sacrificio

Otra vez recordaremos aquí la doctrina delCuerpo místico de Cristo. No podemos imaginar alCristo glorioso separado de sus hermanos. Miem-bros de la Iglesia, somos miembros de su cuerpo,«hueso de sus huesos y carne de su carne». Lo queCristo obra, lo obra en nosotros, y lo que nosotroshacemos, lo hacemos en Cristo. Y en consecuen-cia, si el Sacrificio de Cristo se hace presente en elsacrificio de la Misa y nosotros estamos unidos aCristo, ese Sacrifiicio debe obrar en nosotros, ha-ciendo más íntima nuestra unión con Él y dándo-nos una participación más alta en la vida divina.Y como último corolario, podemos decir que el Sa-crificio de Cristo es nuestro propio sacrificio, que,cuando oímos Misa, estamos al pie de la cruz lo

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mismo que San Juan, lo mismo que María, nues-tra Madre. Estamos sólo de una manera mística,pero «bienaventurados los que creveron y no vie-ron».

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CAPÍTULO XXXII

TRÍPTICO INCOMPARABLE

Ya se ha realizado el recuerdo, no un recuerdopuramente imaginario, sino sustancialmente obje-tivo. Lo que hemos recordado se ha hecho presentecon toda verdad a los ojos de nuestra fe. Y com-prendemos el porqué de ese conformismo tan es-tricto, tan minucioso, tan riguroso, de ese ritualde palabras, de gestos, de movimientos, ejecuta-dos con tan apremiante escrupulosidad. Es quehay una palabra suprema, exigencia inviolable delamor: «Haced esto en memoria mía.» El respetono se hubiera atrevido, pero el amor lo manda,

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lo exige y apremia. Gracias a eso, lo que se hizoaquella noche va a repetirse a través de los siglos.

Fieles a este llamamiento del recuerdo, conti-nuamos la oración eucarística con esa oración quese llama la anamnesis, la recordación, y que seencuentra en todas las liturgias antiguas y moder-nas, orientales y occidentales: Unde et memores,Domine. Sí, nos acordamos, queremos cumplir estaorden tuya, que es una orden de salud, de reden-ción y gracia. Y por eso estamos aquí ofreciendo elSacrificio en memoria de Cristo; y en las dos ora-ciones siguientes, tan solemnes, tan recogidas, tanquintaesenciadas, tan inmóviles como ésta, pedi-mos al Padre que mire con ojos favorables nuestraofrenda y que, llevada ante el sublime trono de laMajestad divina, descienda luego en plenitud degracias sobre cuantos han participado del altar dela tierra. Vamos a analizar más despacio esta partedel Canon, que mejor que ninguna otra nos revelael significado auténtico de la Misa.

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La victoria del Cordero

Ella nos enseña en primer lugar que el Sacrifi-cio de Cristo no es únicamente algo que nosotrospresenciamos, que no estamos en él como simplesespectadores, sino que, por el contrario, entramosen él como parte activa, puesto que sacerdote ypueblo, «el pueblo santo de Dios», lo ofrecen enmemoria de Cristo y juntamente con Cristo. Loque nosotros hacemos vale muy poca cosa si no lohacemos así, como lo quiso el Señor, en memoriasuya. Por eso nos acordamos de Él, y nos acorda-mos muy particularmente de su Pasión bienaven-turada, de su Resurrección y de su Ascensión glo-riosa, de todo el misterio de la Redención de Cris-to, en su doble aspecto doloroso y glorioso, que seha hecho allí presente por las palabras de la Consa-gración. No podemos pensar en la Muerte de Cris-to sin evocar también su Resurrección, y por eso elsacrificio de la Misa tiene resonancias de victoriay de luz, que son como un reflejo de la alegría pas-cual. Los primeros cristianos envolvían la cruz en

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joyas y metales preciosos y pintaban al Crucifica-do, vestido de los ornamentos pontificales, llevan-do en la cabeza la corona real, irguiéndose sobre elmundo, dominando en él, y ostentando sus llagastransfiguradas y como iluminadas por la gloria dela Resurrección. Era el fruto de este recuerdo jubi-loso, constantemente renovado, en un transportede felicidad, que se parece al que hace prorrumpira los bienaventurados en este himno de agradeci-miento, recogido por San Juan en el Apocalipsis:«Nos redimiste, Señor, con tu Sangre, de toda tri-bu, lengua, pueblo y nación, y nos hiciste un reinopara nuestro Dios.» Llenos de esta alegría, pene-trados de esta realeza, nosotros, «el pueblo santode Dios», ofrecemos, y levantamos las manos congesto sacerdotal, «la Hostia pura, la Hostia san-ta, la Hostia inmaculada, el Pan santo de la vidaeterna y el Cáliz de la perpetua salud». Y con estalarga serie de calificativos, que a primera vista po-drían parecer una tautología, intentamos expresarla riqueza inexpresable de nuestra ofrenda.

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Nuestro sacrificio

La oración se dirige a Dios Padre, no a Jesucris-to. Aun en este punto capital de la Misa, Jesucristosigue siendo el Gran Mediador, el Holocausto pro-piciatorio, que por expresa voluntad suya ha que-dado a disposición de los hombres para hacerlosparticipantes de los bienes celestiales. Y su Sacri-ficio se convierte en nuestro sacrificio, en nuestravida, en nuestra fuerza, en llave de los tesoros divi-nos. Por la doctrina del Cuerpo místico, lo que enCristo se realiza se realiza en nosotros, y nuestrosactos, en calidad de miembros de Cristo, son tam-bién actos de Cristo. Esto nos permite cooperarcon el Sacrificio de Cristo y decir que ofrecemos alPadre la Hostia pura, santa e inmaculada de nues-tra Redención. Esta convicción es la que daba alos primeros cristianos la fuerza heroica para mo-rir en la lucha contra los perseguidores antes querenunciar a tan soberana grandeza. Y su sacrificioera alegre y victorioso, porque estaba iluminado yfortalecido por la oblación de la cruz y como en-

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vuelto en la gloria divina de la Pasión libertadorade Cristo.

Los sacrificios antiguos

Y, no obstante, en la segunda de estas tres ora-ciones pedimos a Dios que mire con rostro favora-ble esta oblación perfecta que le ofrecemos y queacepte nuestras ofrendas como aceptó los sacrifi-cios de la Antigua Ley. Y recordamos los tres másfamosos: el de Abel, el de Abraham y el de Mel-quisedec.

Abel era pastor; Caín, su hermano, cultivabala tierra. Los dos ofrecían al Señor los frutos de sutrabajo; pero Dios rechazaba el sacrificio de Caín yaceptaba el de Abel. ¿Por qué? Porque el sacrificioexterno de Abel era un signo del acto interno, conel cual se ofrecía a sí mismo, mientras que Caínrealizaba una simple ceremonia, sin contenido in-terior. ¿No es éste el caso de muchos católicos, quese contentan con ir a Misa? Su asistencia, cierta-mente, indica cierta preocupación por cumplir la

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voluntad de Dios; pero podría suceder que alguienfuese a Misa para pecar en ella gravemente, y en-

Sacrificios de Abel, Melquisedec y Abraham(San Apolinar de Rávena).

tonces se repetiría con toda exactitud la historiade Caín. La disposición con la cual asistimos al

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sacrificio de la Misa nos hace semejantes a Caín oa su hermano Abel.

El sacrificio de Abraham es bien conocido. Diosle ordenó sacrificar a su propio hijo Isaac, y lo ha-bría hecho si no hubiera recibido una contraordenal levantar el cuchillo. El sacrificio de Abraham esuna figura del Sacrificio de Cristo. El hecho mismode que Isaac llevase sobre sus hombros la leña conla cual debía ser inmolado, hasta lo alto del monte,la hace más clara y expresiva. Para nosotros es elretrato del hombre obligado a realizar lo más di-fícil que hay en el mundo. Sin embargo, Abrahamobedeció, reconociendo que la Sabiduría de Dioses infinita, que tiene un dominio supremo sobre lavida de los hombres y que, en definitiva, no teníaderecho para rebelarse contra la Providencia. Lalección de este recuerdo bíblico es obvia: ofrecera Dios un sacrificio es someter la propia voluntada la Soberanía de Dios, por muy difícil que pue-da parecer, y en toda vida humana hay momentosgraves en que se necesita realizar un acto o acep-tar un sufrimiento tan pesado como el sacrificio de

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nuestro patriarca Abraham.Otro tipo de Cristo en la Ley Antigua es Mel-

quisedec. «Tú eres sacerdote para siempre, segúnel orden de Melquisedec», decía David refiriéndoseal Mesías. Melquisedec, sacerdote de Salem, ofrecióel sacrificio del pan y el vino en acción de graciaspor la victoria que Abraham acababa de conse-guir contra los reyes orientales. Nuestro sacrificiodebe llevar también esa efusión del alma agrade-cida a todos los bienes que sin cesar recibimos dela Bondad de Dios, y así nuestro sacrificio, lo mis-mo que el de Melquisedec, será realmente el pan yel vino de la Eucaristía. Imágenes lejanas, pálidassombras, esbozos y prefiguraciones de la realidad,que palpan nuestras manos y contemplan nuestrosojos. ¿Cómo dejaría Dios de echar una mirada pro-picia y benévola sobre nuestra oblación habiendoaceptado aquellos dones cuya perfección más altaa los ojos de Dios era recordar los nuestros?

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Hasta el altar de los cielos

Nuestra confianza, sin embargo, no debe ha-cernos olvidar nuestra dignidad. Aunque vaya lle-vando en sus manos la Sangre divina, el hombre nopuede acercarse al Eterno sino temblando. Por esovemos de pronto al sacerdote —tercera oración—que, movido por un impulso de adoración, se in-clina profundamente, confiando al ángel de Dios,misterioso mensajero, esos dones, cargados de tan-tas esperanzas, para que sus manos los depositensobre el místico altar erigido, como el del Apoca-lipsis, en el centro del templo celeste, a los piesdel Dios de toda majestad. Y así se va dibujan-do la inmensa parábola que, habiendo salido de latierra, atraviesa audaz los cielos para retornar enun descenso de gracias, que son el fruto y consu-mación del misterio, «a fin de que cuantos partici-pando de este altar —sobre él un ósculo amorosoy agradecido— recibiéremos el sacrosanto Cuerpoy la Sangre de tu Hijo, seamos colmados de todagracia y bendición celestial».

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Pero ¿por qué nuestro sacrificio debe ser trans-portado al altar de los cielos? Ya sabemos que elSacrificio de Cristo consiste en su Pasión, en suResurrección y en su Ascensión. Vencedor de lamuerte, vive y reina en los cielos. Al ser llevado alos cielos, nuestro sacrificio es llevado a Dios mis-mo, que le da una unidad plena, una perfecta san-tidad. La Humanidad gloriosa de Jesús está en loscielos unida para siempre a la naturaleza divinaen la unidad de su Persona. Y no debemos olvidarque Cristo es la Cabeza de la Iglesia, que Él y laIglesia tienen una vida común, que Él y la Iglesia,con esa corriente única de sangre, forman el ver-dadero Cristo místico. Por eso, cuando pedimos alángel que lleve nuestra ofrenda hasta el altar su-blime de Dios, nosotros, miembros del Cuerpo deCristo, nos ponemos también en sus manos paraser levantados, transfigurados, divinizados y colo-cados en el reino de la gloria, ante el altar sublimede la Majestad divina.

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CAPÍTULO XXXIII

PARTICIPACIÓN

Hacia la Comunión

La acción de gracias ha terminado con el re-cuerdo de la Cena y la Consagración del pan y delvino; Cristo está presente en el altar y los fieleshan saludado su silenciosa aparición: Hosanna inexcelsis. Una nueva idea surge ahora en la mentedel sacerdote que celebra los divinos misterios y enla del público que le sigue en sus gestos y en suspalabras; es la idea de su participación en el actosublime que se realiza. Las oraciones, los gestos, lasceremonias todas, se orientan directamente haciala Comunión, es decir, a la unión de los fieles en-

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tre sí y de todos ellos con la sagrada Víctima. Enrealidad, la Comunión no es el supremo anonada-miento de Cristo, consumido por cada uno de loscomulgantes. Para algunos, esa desaparición de sumística Presencia sería una verdadera muerte eu-carística. Interpretación de un simbolismo barato,pero ayuna de profundidad teológica.

Muy otra es la realidad espiritual. Lejos de serel comulgante quien se apodera de la Vida de Cris-to, es Cristo quien hace suya la vida del que lerecibe. Así lo daba a entender el Apóstol escri-biendo a los romanos: «Cristo, resucitado de entrelos muertos, ya no muere; la muerte no tiene yapoder sobre Él. Murió una vez para siempre y vivepara Dios, y, del mismo modo, vosotros conside-raos como muertos al pecado y vivos para Diosen Jesucristo.» Todavía son más explícitas estaspalabras dirigidas a los corintios: «Incorporados aÉl por su gracia, Cristo ha hecho de vosotros unanueva criatura.»

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Yo soy la Vid

Es el misterio de la vida sobrenatural. Un bau-tizado lleva dentro de sí real y verdaderamente laVida de Cristo, que, al pasar al hombre por la gra-cia, conserva su divina vibración: es el mismo prin-cipio de acción, la misma Sangre divina, el mismojuego celeste; de suerte que Cristo puede decir: «Yosoy la Vid y vosotros los sarmientos.» Nacida porel bautismo, esa vida se conserva, se desarrolla y sefortalece, sobre todo, por el sacramento de la Eu-caristía, según aquellas palabras: «Como me envióel Padre viviente, y como Yo vivo por el Padre,así el que me come vivirá para Mí.» Y el cristianoqueda transfigurado en un nuevo ser; su vida, su-blimada a las cimas de lo divino; su acción, comoabsorbida por la influencia de un nuevo principiovital. La vida de Jesús se difunde absorbiendo lasvidas humanas para arrastrarlas hasta su Padre;su Sangre recorre los siglos, se extiende a los úl-timos confines del mundo, se inyecta y transfundeen nuestras venas como elemento regenerador, y

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Cáliz de la infanta Urraca (San Isidoro, de León, siglo XI).

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salta gozosa en las almas que entran en contac-to con Él por medio de la Misa y la Comunión.Sin perder su personalidad, cada una queda co-mo oculta, sumergida, anegada en ese gran actoque, por virtud del Hombre Dios, se perpetúa enel tiempo y en el espacio: el sacrificio perpetuo queofrece a la gloria de su Padre y nuestro Padre, desu Dios y nuestro Dios.

Esta doctrina maravillosa, revelada en el Evan-gelio y comentada en las Epístolas de San Pablo, esla que nos explica nuestra participación en el actosacrificial, en la acción por excelencia, como de-cían los primeros cristianos; esa participación que,insinuada ya en los ritos de la primera parte de laMisa, en la gota de agua que se echa al vino y seconfunde con él, en la costumbre de llevar los fie-les las sustancias necesarias para el Sacrificio, vaa ser desde ahora la idea dominante del Canon, elpensamiento en que se concentra la atención de laasamblea después de la Consagración.

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Nosotros, sacrificio de Dios

A él se pasa sin violencia de las palabras en queel sacerdote recuerda la recomendación de Cristo:«Siempre que esto hiciereis, lo haréis en memoriamía.» En tiempo de San Agustín, al terminar laConsagración, un diácono se volvía hacia los fielesy pronunciaba estas palabras: Sacrificium Dei etnos: «También nosotros somos sacrificio de Dios.»Esta breve fórmula condensa la doctrina de la par-ticipación; participación activa, en cuanto que to-da la concurrencia se junta a Cristo, el Sumo Sa-cerdote, para ofrecer el Sacrificio; y participaciónpasiva, en cuanto que los asistentes se ofrecen así mismos, uniéndose a la Hostia por medio de lacomunión sacramental o espiritual. Los ritos y lasoraciones van a expresar admirablemente esta do-ble intervención. Y en la primera oración, la in-tervención sacerdotal. Es la anamnesis, la recor-dación de los méritos de Cristo, que nos alientapara presentar nuestros dones ante el Padre de lasluces. Todas las liturgias tienen una fórmula seme-

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jante, indicio seguro de su origen apostólico: «Yasí, oh Señor —rezan todos los cristianos investi-dos del regio sacerdocio de la gracia—, nosotrostus siervos y todo ese pueblo santo, acordándonosde la Pasión bienhechora de Cristo, tu Hijo y Señornuestro, de su Resurrección de entre los muertosy de su Ascensión gloriosa a los cielos, ofrecemosa tu Majestad suprema, de tus mismos dones ymercedes, una Hostia pura, una Hostia santa, unaHostia inmaculada.»

Pero esta ofrenda, que tiene un valor infinitopor ser Cristo quien la ofrece, desde el momentoen que se hace nuestra —nuestra, porque en ellaponemos nuestros anhelos, nuestros amores, nues-tros intereses, nuestras necesidades; en suma, nues-tras imperfecciones—, nos vemos en la necesidadde pedir al Padre «que se digne echar una mira-da benigna y favorable sobre ella y aceptarla comoaceptó los dones de Abel, su inocente servidor, y elsacrificio del patriarca Abraham, y el que le ofre-ció Melquisedec, el sumo sacerdote». Más tranqui-los con estas palabras purificadoras, podemos ya

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presentarnos ante el trono de los cielos en compa-ñía de nuestro Mediador: «Suplicámoste, oh Diosomnipotente, ordenes que estas cosas, así ofrecidas—nosotros mismos, con nuestros ruegos y nuestroshomenajes— por las manos de tu Enviado, seanpresentadas con Él en el altar de tu gloria, a finde que todos los que en este altar de la tierra re-cibamos el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo seamoscolmados de gracias y bendiciones.»

Y a las palabras acompañan los ritos: se ex-tienden las manos, el cuerpo se curva, los ojos seclavan en los cielos y los labios tocan el altar, le-cho de Cristo, en un beso de gratitud y adoración.Adorar, etimológicamente, quiere decir llevar a laboca aquello que se venera, y, en griego, venerar(proskunein) es besar inclinándose.

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CAPÍTULO XXXIV

VÍNCULO DE UNIDAD

Palabras finales

Se han leído los dípticos, el memorial que latierra presenta delante del trono de Dios, aplaca-do por la Sangre de Cristo. Se ha recordado a losvivos y a los muertos, a los santos y a los peca-dores, los unos con sus pecados y sus necesidades,los otros con sus triunfos y sus méritos. Todo hasido como vinculado a la Víctima universal porel gesto simbólico del sacerdote cuando extiendesus manos sobre la ofrenda «la ofrenda de nuestraservidumbre y de toda la familia de Dios». Y lainfluencia celeste lo envuelve todo, se derrama so-

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La Victoria con palma deinmortalidad (pintura deDura Europos, siglo IV).

bre los bienes de la tierra,dones divinos, «creados,santificados, vivificados ybendecidos por Cristo»,palabras profundas que nosdescubren al eterno Bien-hechor de los hombres, des-pués de haber adorado alMediador universal, el quetrae al mundo las bendicio-nes del Padre, y al mismotiempo recoge y transmiteal Padre todas las alaban-zas y peticiones del mun-do. «Con Él, y por Él, y enÉl, es a Ti, Dios, Padre om-nipotente, en unión con elEspíritu Santo, todo honory gloria, por los siglos delos siglos. Amén.»

Con estas palabras ter-mina esa venerable oración

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eucarística, que el sacerdote reza en nombre de to-do el pueblo. En la primitiva Iglesia, la Comuniónseguía inmediatamente. Pero no tardaron en apa-recer nuevos ritos y oraciones nuevas, destinadasa inculcar una gran verdad. Si la Comunión es launión de los cristianos con Cristo, es también launión de los cristianos entre sí. Los que toman elmismo alimento participan en cierto modo de lamisma vida, y siempre ha sido mirado como unamuestra de amor mutuo el sentarse a la mismamesa. La Eucaristía es un banquete, una comidaen común, según las palabras del Señor: «Mi Car-ne es verdaderamente un alimento, y mi Sangre esverdaderamente una bebida.» En toda la liturgiacristiana, liturgia de amor y de paz, no hay ritoque mejor exprese aquel amor fraterno por el cualquiso Cristo que fuesen reconocidos sus discípulos.El sentido simbólico de un convite se hace másimpresionante todavía cuando los comensales be-ben de la misma copa y cuando, para indicar másla unión, comen del mismo pan, partiéndolo en lamisma mesa. Aun en nuestros brindis, tocamos los

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vasos o juntamos las copas, como formulando el de-seo de que todas ellas se fundan en la ale-

In pace (Lauda sepulcral,siglo IV).

alegría y unidad de la amis-tad. Y esto es lo que se rea-liza literalmente en el ban-quete eucarístico, según laspalabras de Jesús: «Bebedtodos de este cáliz.» Lasmismas expresiones «rom-per el pan» y «fraccióndel pan», que solían em-plear los primeros cristia-nos para indicar la sagra-da Eucaristía, parecen re-coger un matiz delicada-mente expresivo, pues alu-den a no sé qué cohesiónde partes, opuesta a la di-visión, y expresan un gestomás íntimo y familiar. Si dijésemos «comer el pan»o «cortar el pan», ya no expresaríamos el mismosimbolismo, y menos la misma poesía.

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La expresión de los ritos

Meditando sobre esta idea, la Iglesia ha en-contrado bellas imágenes y ritos magníficos, reso-

Lauda de Abdenducis.

nantes de sentido poético ydensos de doctrina. La mis-ma división de la Hostia eneste momento de la Misatiene este sentido de uni-dad. Hoy, como antaño, sehacen tres porciones. ¿Porqué tres? Una se echa enel cáliz y va a mezclarsecon el vino. Parece naturalque, en medio de estos ri-tos, animados todos por laidea de la unión, se junta-sen las especies consagra-das para expresar la pleni-

tud del Sacramento. Pero aún quedan dos porcio-nes sobre el altar. ¿Por qué? Las viejas costumbresnos dan la respuesta. Una de esas partículas es el

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fermento, como se llamaba en los primeros siglosa la reserva con que se administraba la Comunióna los enfermos y, en tiempo de persecución, a lospresos y a los confesores que gemían en los tra-bajos forzados. Pero la reserva tenía otro destinode profundo significado: es el que le ha dado sunombre de fermento, fermento de unión, fermentode caridad. En cada iglesia se reservaban numero-sas partículas: una se guardaba para la Misa queen aquella misma iglesia se había de celebrar aldía siguiente; las demás se enviaban a otras igle-sias como expresión del lazo que las unía en la fey en el amor. Con frecuencia se reunían en el al-tar —mensajes divinos de fraternidad— Hostias denumerosos lugares; y todas ellas, al terminar el Ca-non, se juntaban en el cáliz sagrado para indicar launión, la común unión de todas las cristiandadesrepresentadas por aquellas partículas.

Bellas fórmulas

Bellas palabras vienen a completar el sentido

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de las ceremonias. Figura, en primer lugar, la fór-mula de la oración dominical. Los discípulos de losapóstoles la rezaban ya para disponer el alma a laComunión. En ella encontramos aquella peticiónque alude al pan nuestro de cada día, el alimen-to sobresustancial que, solicitado ante esta Mesadivina, llena nuestro ser de consuelo y esperanza.De ella son también estas palabras: «Perdónanosnuestras deudas, así como nosotros perdonamos anuestros deudores.» Y pensamos, al pronunciar-las, en aquel precepto del Señor, destinado muyparticularmente para este instante: «Si llevas tuofrenda ante el altar y recuerdas que tu hermanotiene alguna cosa contra ti, deja la ofrenda y ve areconciliarte antes con tu hermano.»

La Iglesia ha recogido estas palabras y nos lasha hecho sensibles en una ceremonia que hoy ofre-ce disminuida, estilizada. El sacerdote dirige a laconcurrencia este saludo bíblico: «Que la paz delSeñor sea siempre con vosotros.» «Y con tu es-píritu», contestan los fieles. Y el coro empieza acantar un verso de sabor evangélico: «Cordero de

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Dios, que quitas los pecados del mundo..., danosla paz.» El cordero, símbolo de la dulzura y de lainocencia nos recuerda uno de los nombres de Cris-to. Así le vieron Isaías y el Bautista. Todo en elrecinto sagrado debe ser ahora inocencia y amor.El abrazo debe fundir en uno todos los corazones.Ante este pensamiento, la concurrencia se conmue-ve. El diácono ha recibido el saludo del sacerdote,y los fieles se lo transmiten unos a otros. Es el ritodel beso de la paz, el ósculo santo de que hablaya San Pablo; es el símbolo de la fraternidad au-téntica, porque, como dice San Agustín, «lo queatestiguan los labios debe realizarse en la concien-cia, y así como vuestros labios se acercan a los devuestro hermano, así vuestro corazón debe estarunido a su corazón».

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CAPÍTULO XXXV

EL FIN DEL CANON

Ha terminado el tríptico incomparable, es de-cir, las tres oraciones que siguen a la Consagración.Ya podría terminar también la oración eucarística;pero antes vamos a recordar la irradiación salutí-fera de nuestra ofrenda sobre nosotros y sobre elmundo que nos circunda. Es una múltiple irradia-ción, que obra redimiendo, borrando culpas, santi-ficando, iluminando, derramando favores de todaclase.

El momento de pedir

En cierta ocasión, San Gregorio de Nacianzo

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escribía a un sacerdote amigo suyo: «¡Oh santoadorador de Dios!, no te canses de orar por mícuando tu palabra hace descender al Verbo, cuan-do por una incisión no sangrienta separas el Cuer-po y la Sangre del Señor, usando de la voz comode una espada.»

Es, efectivamente, el momento de las peticio-nes. El cielo se ha reconciliado con la tierra, Diossonríe a sus criaturas, sobre el altar está «el quevive siempre para interceder por nosotros» y elhombre puede exponer sus ruegos confiadamente.La idea de participación se desarrolla introducién-donos en la esfera de los deberes y las necesidadesdel hombre; el Canon se amplía y, de eucarística,la oración se convierte en impetratoria y propicia-toria. Es aquí donde se encontraban al principiolos dos Mementos y donde los conservan todavíaotras liturgias. Por lo que a la romana se refiere,sabemos que fue el Papa Símaco quien, a mediadosdel siglo iv, desplazó el de los vivos, colocándoloentre las fórmulas que preceden a la Consagración.Ya hemos hablado de él en páginas anteriores, y

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si aquí aludimos a él, completando algunas ideas,es para que el lector perciba más claramente laarmonía del conjunto.

Primer díptico

Puesto que el valor de la Víctima es infinito,la súplica va a ser católica, universal; una súplicaque comprende todas las necesidades de todos loshombres. La Iglesia no olvida a ninguno de sus hi-jos, bien sea que luchen todavía con ella y dentrode ella, bien sea que hayan salido de este mun-do. Antiguamente estas intenciones estaban escri-tas en dos tablillas de oro, de plata, de madera ode marfil, o bien en dos hojas de pergamino, que sellamaban dípticos, porque estaba unida la una conla otra y podían plegarse y abrirse. Cuando llegabaeste momento, el sacerdote o alguno de los diáco-nos leía el contenido. Allí figuraban los nombresdel Papa, del obispo de la diócesis, del príncipe yde aquellos por quienes se ofrecía especialmente elSacrificio, recordándose de una manera general a

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la jerarquía eclesiástica, a los poderes de la tierra,a los bienhechores, a todos los fieles, y entre ellos

Orante de las catacumbas, acaso la Virgen María.

a los que se hallaban en el templo, presentando elSacrificio juntamente con el sacerdote.

A esta enumeración seguían las peticiones. An-te todo, un recuerdo para la Iglesia universal: ProEcclesia tua sancta catholica. Es la primera preo-cupación de un verdadero cristiano, la que pasaantes que cualquiera de sus intereses personales.San Fructuoso, obispo de Tarragona, en el momen-

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to de subir a la hoguera, el 21 de enero del año 258,respondió a un amigo que le pedía un recuerdo enmedio del tormento: «Es necesario que, ante todo,piense en la Iglesia Católica derramada por Orien-te y Occidente», bella palabra que parece eco delas liturgias apostólicas. La Iglesia necesita asegu-rar la paz, la protección divina, la cohesión y laexpansión de su vida a través del mundo: es decir,la manifestación espléndida de su santidad, uni-dad, catolicidad y apostolicidad, las cuatro notasindefectibles de su misión divina, las cuatro joyasbrillantes de su regia corona: pacificare, custodire,adunare et regere, breves palabras que encierranun profundo sentido teológico, una savia fecundade vitalidad divina. Esto es lo que la Iglesia pidepara sí, pero sin poder olvidar uno solo de los in-tereses de sus hijos: bienes temporales que puedenresumirse en una sola palabra: pro spe incolumi-tatis; bienes del alma que nos hacen dignos de lasalvación eterna: pro spe salutis; remisión de penasy pecados: pro redemptione animarum suarum.

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Segundo díptico

En la segunda tabla figuraban los muertos, ytambién aquí había que hacer distinciones. Aun-que se diga lo contrario, también entre los difuntosexiste una jerarquía. El díptico los separa en dosgrupos: en el uno están los santos del cielo, aquellos«que se renovaron en un espíritu nuevo y se vis-tieron del hombre creado según la imagen de Dios,según la justicia y la santidad de la verdad». Unavida puesta completamente al servicio de Jesucris-to les ha dado posesión de la gloria, y si nosotroslos recordamos no es con acento de pesar, sino consentimiento de júbilo. Evocamos sus triunfos por-que nos invitan a dar gloria a Dios y a ponernosbajo su intercesión. Sus tumbas fueron escogidaspara celebrar sobre ellas los sagrados misterios, enque encontraron su valor aquellos héroes glorio-sos. De la Misa sale el culto de los santos, en elcual se glorifica la fuente misma de su heroísmoy santidad. Se dirá de un santo que está canoni-zado cuando se le haya juzgado digno de estar en

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el Canon, o de ser honrado al igual que los santosque figuran en el Canon, cuando su nombre pue-da decirse en esta letanía de la segunda hoja deldíptico.

Pero hay otros difuntos que, al salir de esta vi-da, nos dejaron con una esperanza ensombrecidade incertidumbre. Fueron cristianos, pero no ama-ron a Cristo con un amor puro, no manifestaronese amor con su conducta; cayeron y se levanta-ron, y volvieron a caer y caminaron flojamente, ymurieron sin hacer penitencia. Antes de ir al des-canso eterno, estos cristianos sin generosidad nece-sitan despojarse de los residuos del hombre viejo,purificarse y transfigurarse, y no podemos abando-narlos en esa purificación, que, como toda purifi-cación, supone dolor. Sin duda sufren, y podremosdesear para ellos el refrigerio de sus penas. No hanllegado al puerto, a la meta de su vida; lejos delcuerpo y de Dios, sus almas navegan en un mar detinieblas. Pediremos, por tanto, la luz. Su concien-cia está todavía atenazada y atormentada por elremordimiento y el pesar de no haber aprovecha-

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do la vida como debieran, y nada necesitan tantocomo la llegada de la paz que los haga felices.

De esa manera los dípticos son una imagen dela comunión de los santos, ese bello dogma quereúne en torno al Sacramento de nuestros altaresa los cristianos de todos los tiempos: a los quecombaten en la ciudad de Dios derramada sobrela tierra; a los que sufren en el reino de las llamas,que se llama purgatorio, y a los que triunfan enlos eternos jardines del paraíso del cielo. Allí, alos pies mismos de Cristo, e influidas por su amorsoberano, se estrechan en un abrazo sublime lastres Iglesias que se enriquecen con la Sangre deCristo: la Militante, la Paciente y la Triunfante.

Memento de los difuntos

Ahora recordamos de una manera especial a laIglesia paciente, pidiendo para ella esas tres co-sas por cuya ausencia sufre: refrigerio, luz, paz.«Acuérdate, Señor, de aquellos siervos tuyos quenos precedieron con el signo de la fe y duermen en

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el sueño de la paz.» Los santos, que alcanzaron elúltimo destino, no necesitan va de nuestras oracio-nes; por eso aquí nos referimos a esa otra categoríade hermanos nuestros en la fe, a los que partieronde esta vida con el sello de la predestinación, peroque no han llegado al cielo todavía, porque tienenque sufrir el castigo temporal, por medio del cualhan de conseguir la purificación. Murieron en Cris-to y dentro de la Iglesia; por eso nuestras oracionespueden llegar hasta ellos. Partieron con el signo dela fe, es decir, con el carácter que quedó impresoen su alma por el sacramento del Bautismo; uncarácter indeleble, al cual alude el sacerdote cuan-do dice al neófito, poco antes de derramar sobresu cabeza el agua de la regeneración: «Recibe elsigno de la Cruz, tanto en la frente como en elcorazón.» Se fueron, pues, de esta vida llevandoese carácter impreso con la Sangre del Cordero,que ningún agua de este mundo podría borrar, ydescansan en el sueño de la paz. Confianza y sere-nidad ante el misterio de la muerte: esto es lo quereflejan las palabras del Memento de los difuntos.

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Tal vez ellos alcanzaron la paz de la posesión, enel cielo; tal vez su paz es la del alma que sufreen el purgatorio, porque no existe incompatibili-dad entre la paz y el sufrimiento. Aun en la tierravemos personas que sufren sin perder la tranqui-lidad interior. Todo esto nos recuerda el espíritude la Iglesia primitiva, que, viviendo en medio dela persecución y perdiendo cada día los mejores desus hijos, aguardaba tranquilamente la llegada delverdugo en su refugio de las catacumbas, dondeerigía las tumbas de sus muertos con epitafios queson una maravilla de esperanza y de paz. No sinemoción visitamos todavía esos sepulcros adorna-dos de rótulos como éstos: In pace. La paz a sualma. Descansó en Cristo. Vive en Dios. Aquelloscristianos fieles sabían vivir plenamente el miste-rio de la comunión de los santos; recordaban quesus muertos estaban unidos a Cristo lo mismo queellos o, si se quiere, más todavía, pues el pecadomortal no podía ya arrebatarles esa unión. El ju-go de la Vid divina, la Sangre de Cristo, de quienellos seguían siendo los sarmientos, corría por sus

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venas, y esto hace que, aunque envueltos en lasllamas de la purificación, su sueño sea el sueño dela paz. Este sentimiento es el que creó la voz conque se designaba el lugar destinado para sepultara los muertos: cementerio; etimológicamente, sitiode descanso. Para el cristiano la muerte no destru-ye la vida, sino que la cambia. Cuando se deshaceel cuerpo en que ha estado alojada la vida, ya es-tá preparada una mansión eterna en el cielo, unacasa «de bienestar, de luz y de paz».

También nosotros

Viene luego un Memento más personal. Tam-bién nosotros, los que asistimos a la Misa, tene-mos derecho a recoger los frutos de la oblación. Ennombre de todos los presentes, el sacerdote dice envoz alta estas palabras: Nobis quoque peccatoribus.Y se golpea el pecho, gesto de humildad en armo-nía con las palabras que acaba de decir. Somospecadores; pero por virtud del Sacrificio tenemosla esperanza de gozar un día de la bienaventuran-

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za de que gozan ya los santos. Y recordamos losnombres de algunos de ellos, los más venerados enla Iglesia romana durante los primeros siglos.

Encabeza la lista el Precursor: San Juan Bau-tista. Después siguen catorce más, siete hombresy siete mujeres, todos mártires: Esteban, el pri-mer mártir del cristianismo, el diácono impetuosoque fue lapidado por los judíos de Jerusalén; Ma-tías, escogido para el honor del apostolado en lugarde Judas; Bernabé, el compañero generoso de SanPablo en sus primeras fatigas misionales; Ignacio,el obispo de Antioquía, que, llevado a Roma paramorir en el anfiteatro, escribió aquellas palabrasmemorables: «Trigo soy de Cristo; seré molido porlos colmillos de las fieras para convertirme en blan-co pan»; Alejandro, un Papa del siglo ii; Marce-lino, mártir de Roma, que vivió hacia el año 300,y Pedro, otro testigo de la fe, que no pertenecíaal orden sacerdotal. Entre las mujeres, a Perpetuay Felicidad, dos mártires africanas del tiempo deTertuliano, la una patricia, la otra esclava, una yotra igualmente admirables en la confesión de la

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fe; Agueda, la virgen varonil, que sufrió el martirioen Sicilia durante la persecución de Decio; Lucía,la patrona de Siracusa, una de las últimas víctimasde la décima persecución; Inés, la heroína romana,cuyo nombre nos recuerda los agnus, o corderos decera, que el Papa bendice el 21 de enero, día de sufiesta; Cecilia; la conocida patrona de los músicos,la que llevaba siempre el Evangelio de Cristo juntoa su corazón, y, finalmente, Anastasia, que teníaen Roma una iglesia, donde se decía la misa de laAurora el día de Navidad, costumbre perpetuadaen la conmemoración que se hace de ella todavíaen la segunda misa de esa fiesta.

La naturaleza entera

Una intención más todavía. Hemos dirigidonuestra mirada al trasmundo; la hemos hundido enel interior de nuestras almas, y tras esto la derra-mamos en torno nuestro hacia el mundo que nosrodea. Un tercer recuerdo, pensando en toda lanaturaleza; un recuerdo muy breve, pero lleno de

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una honda significación, ya que en él se nos presen-tan todas las cosas creadas en relación con Aquela quien nuestra fe ve presente en el altar y «porquien, ¡oh Señor!, creas, santificas, vivificas, ben-dices y nos das todos estos bienes». Es, en primerlugar, la afirmación de que todas las cosas fueroncreadas por Dios Padre por medio de su Hijo, Ver-bo eterno y causa ejemplar. «Todo fue hecho porÉl —decía San Juan— , y nada sin Él se hizo.»En segundo lugar, declaramos que todas estas co-sas, hechas por Dios, son buenas, aunque el librealbedrío del hombre pueda hacer mal uso de ellas.Y decimos que Dios sigue creándolas, porque to-das cesarían de existir si Él retirase la acción de sumano, porque su poder creador es el que sustentaa la naturaleza en el ser.

Muchas de estas cosas naturales eran bende-cidas antiguamente, y algunas, como las uvas ylas espigas, se bendicen todavía en este momen-to de la Misa. Otras, el pan y el vino, acaban deser consagradas y transustanciadas. Todas, aunquede una manera distinta, son santificadas y separa-

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das de los usos profanos para santificar por ellasal pueblo de Dios; son vivificadas hasta el puntode convertirlas en elementos de vida y de acciónsobrenatural, y son bendecidas con una bendiciónsublime, que pone en ellas la fecundidad más admi-rable. Y ahora el Señor nos las da generosamente,nos las da constantemente para el sostenimiento denuestra vida terrena, y dentro de unos momentosnos dará ese pan y ese vino que han sido transfor-mados en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Todala creación está incluida en esta última fórmulade la gran plegaria. Dios ha destinado una bendi-ción especial para el pan y el vino; pero su miradapropicia se ha derramado sobre la plenitud de losseres. La maldición que había caído sobre la tie-rra por el pecado de nuestros primeros padres fueretirada desde que Dios se encarnó y caminó so-bre ella. Su presencia se hizo sentir de una manerabienhechora y se hace sentir cada día, pues con-tinúa presente en el altar, desde donde bendice lanaturaleza entera, destinada al servicio de nuestravida natural y de nuestra vida sobrenatural, des-

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de el agua que brota de las entrañas de la rocahasta el aeroplano que se remonta sobre los aires,uniendo de una manera especial su poder a algunoselementos como los símbolos litúrgicos, por mediode los cuales purifica, bendice, consuela, fortalece,consagra y santifica nuestras almas, como el aguadel Bautismo, el crisma de la Confirmación, el óleode la Extremaunción, el fuego que arde en el altar,la cera que fabrica la abeja virgen y que alimentael fuego, el incienso, la ceniza, los árboles de loscampos, los metales empleados en el Sacrificio, ellino y la seda de las vestiduras sagradas.

Doxología final

Todo esto lo abarca la intención del sacerdo-te mientras pronuncia esas palabras y se preparapara terminar la oración, elevando ligeramente laHostia con el cáliz para indicar la presencia uni-versal de Cristo y su dominio bienhechor sobre elmundo. Es un símbolo de aquella exaltación conla cual anunció el Señor que atraería hacia Sí to-

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das las cosas para libertarlas de la servidumbrede Satanás; es la elevación primitiva, hoy apenasperceptible, pero bien clara a los ojos del pueblocuando el sacerdote decía la Misa mirando haciaél. Y en esa elevación está también contenida lagran idea de la doxología solemne que la acompa-ña. La Víctima se eleva recogiendo como un himnogigante el homenaje de la Creación entera a la glo-ria de su Hacedor. Podemos, por tanto, terminarcon este grito ascendente: «Por Él, con Él y en Él,es a Ti todo honor y toda gloria»; por Él, porquees nuestro Mediador y Sacerdote; con Él, porquesomos miembros de su Cuerpo místico; en Él, por-que el misterio de la Redención nos hace participarde su misma vida.

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CAPÍTULO XXXVI

PROPICIACIÓN

Valor y amplitud

Terminada la oración eucarística, todo se orien-ta hacia la Comunión, otra parte de la Misa dis-tinta de la Consagración, pero enlazada con ellay formando con ella un mismo todo. Por la unaofrecemos a Cristo, por la otra le recibimos sacra-mentalmente, como portador de Redención. Sonlos dos actos del Sacrificio, el uno complemento ycoronamiento del otro; son dos actos que se com-pletan, sin limitarse ni confundirse. «El horizontedel Sacrificio —dice Dom Capelle— rebasa infini-tamente el círculo de los comulgantes, y la Co-

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munión hace estallar, por la presión de la saviasacramental, la fórmula demasiado simple de unaconsumación del sacrificio.» No sólo los que co-mulgan, sino la Iglesia entera está en él; y no seofrece sólo por los asistentes, sino por toda la Hu-manidad: pro totius mundi salute. Es la amplitudilimitada de la cruz, los brazos extendidos de Cris-to estrechando al mundo entero.

Esto, el ofrecimiento, la Consagración, perotambién la manducación de la Víctima, la asimi-lación vital del Cuerpo de Cristo, tiene de suyoun valor sublime, que la hace en su orden la másdivina de las acciones humanas. El mismo Cristoinsiste sobre ella cuando en el discurso de la pro-mesa —capítulo VI del Evangelio de San Juan—,hablando del Pan de vida, describe sus diversosefectos: la vivificación del alma, la unión que rea-liza y el poder de resurrección que lleva consigo.Y en el momento de la institución pronuncia es-tas palabras significativas: «Tomad y comed.» Yen ese comed veía la primitiva Iglesia la comunica-ción de la vida de Cristo en su plenitud inefable.

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«No podemos vivir sin celebrar el dominicum», de-cían los mártires delante de sus jueces; y San Ci-priano, para defender que se debía dar la comunióna los apóstatas que volvían a la Iglesia, exclama-ba: «¿Cómo sabrán morir por Cristo si no vivende Él?»

Participación del altar

Esto no quiere decir que la Consagración y laComunión sean dos elementos distintos dentro delSacrificio. Son dos elementos, pero inseparables.De hecho la Comunión, lejos de seguir al Sacrifi-cio como un corolario, como un apéndice, formaparte de él, «como participación del altar », segúnla expresión misma del Canon. El misterio sacrifi-cial que se ofrece en la Consagración se prolonga,se completa y se consuma en la Comunión. Cuan-do los liturgistas y los mismos concilios, es decir,la Iglesia, recomiendan a los fieles que reciban laComunión en la Misa misma, después de la Co-munión del sacerdote, no lo hacen movidos por un

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afán de purismo arqueológico o por defender unformalismo sin sentido, sino que obedecen, no sóloa una conveniencia, sino a una ley de sinceridadprofunda. Ya en la oración eucarística se habla dela participación del altar, del Cuerpo y de la San-gre que vamos a tomar, de la bendición y la graciaque va a henchir nuestro ser. ¿Podría ser esto unacosa sin sentido, una expresión vacía o algo quehaya de referirse únicamente al sacerdote y a unoscuantos de los que asisten? Hace bien, desde luego,el que asiste a Misa sin comulgar; pero no podrádecir con toda verdad las preces que preparan ala Comunión, ni dejarse llevar por ese movimientoascendente de la Misa.

Incorporación a Cristo

Pero hay aún una riqueza más alta y se encierrauna idea no menos profunda que las que acabamosde exponer, en esta unión tan estrecha que hacede la Comunión la consumación del Sacrificio. LaComunión es un banquete común, ya que si toda

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la asamblea ofrece, en principio toda la asambleacomulga; es un banquete común, que significa elgozo y que estimula la fraternidad. Hay comuni-

Interior de la basílica, hoy mezquita, de San Juan Bautista,de Damasco, construida por Teodosio el Grande.

dad de invitados y comunidad de alimento; y deello sacaba ya San Pablo una alta consecuenciacuando decía: «Somos uno todos los que participa-

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mos de un mismo Pan.» Antiguamente, mientrasel coro cantaba el Agnus Dei, el sacerdote partíasolemnemente, con ritual gravedad, los panes con-sagrados, el alimento divino que se iba a repartirentre los fieles. Y a la vez que se evocaba más viva-mente el gesto de Cristo en la última Cena: fregit,se veía con más claridad el sentido de la fracción,expresado por las palabras del Apóstol, y recorda-do constantemente por las oraciones que reza laIglesia después de la Comunión. Una de ellas (porejemplo, la del viernes después de Ceniza) dice así:«Infúndenos, Señor, el Espíritu de tu Amor, paraque a quienes has saciado con un solo Pan, los es-tablezcas en la concordia de una sola caridad.» Ytodavía nos hace penetrar más en esta hermosadoctrina la postcomunión del sábado de la tercerasemana: «Te pedimos, Señor, ser contados entrelos miembros de Aquel con cuyo Cuerpo y Sangrehemos comulgado.» Esta fórmula nos entrega laplenitud del secreto. Hay una incorporación visi-ble, que es el signo de la incorporación invisible. Siel Bautismo nos injerta en Cristo, es la Eucaristía

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la que nos hace vivir como viven los miembros deun cuerpo. Comulgar sacramentalmente no es sóloun símbolo, sino la causa secretamente operanteque infunde a los miembros la savia divina, «porla cual —dice San Pablo— se realiza el crecimientoy se edifica y perfecciona en la caridad».

Vida

Y esta energía vital se recibe por medio del Sa-cramento, por la presencia corporal de Jesucristoen nosotros. No dudemos en pronunciar esa pala-bra, que significa la materialidad palpable de laComunión, ya que fue el mismo Cristo quien dis-puso las cosas de esta manera, que, por lo demás,está de acuerdo con las exigencias de nuestra na-turaleza. Dios, que modeló nuestra carne con susmanos poderosas, que la amó hasta el punto de ha-cerla suya en el misterio de la Encarnación, quisocurarla, purificarla y salvarla por su contacto vivi-ficante. El que se escandalice de esto participa, sindarse cuenta de ello, de la herejía de aquellos ma-

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niqueos que, como decía San Ireneo en el siglo ii,«se paran en este Adán que fue vencido y arrojadodel jardín del Paraíso. No comprenden ellos que,así como al principio el soplo de Dios se unió enAdán a la criatura, y la hizo viviente y racional,así también, al fin, el Verbo del Padre y el Espíritude Dios, uniéndose a la antigua sustancia creadaen Adán, han hecho al hombre perfecto, compren-diendo al Padre perfecto».

Dios es espíritu, ciertamente; pero nosotros so-mos espíritu y cuerpo, y en el cuerpo y el espíritusomos miembros de Cristo. Por eso necesitamos deun alimento a la vez espiritual y corporal, del ali-mento anunciado con estas palabras: «Mi Cuerpoes verdaderamente comida, y mi Sangre es verda-deramente bebida.» Con belleza y solidez incom-parables, resume esta doctrina el gran San Agus-tín: «Quien quiera vivir, sabe dónde debe vivir,sabe de dónde debe vivir. Que se acerque y quecrea. Que se deje incorporar para ser vivificado.Que vigile para no ser un miembro podrido quesea preciso amputar. Que no sea tampoco miem-

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bro deforme, motivo de sonrojo. Que sea, por elcontrario, miembro hermoso, apto, vigoroso. Quese adhiera perfectamente al cuerpo. ¡Así vivirá deDios y por Dios!»

Con Él y por Él

He aquí el último fruto del sacrificio consuma-do en la Comunión: la vida, la razón primera porla cual quiso Cristo quedarse con los suyos: «Yosoy el Pan de vida»; es decir, el pan que hace vi-vir. Y más claramente: «Quien me come, tendrála Vida en sí; quien come mi Carne tiene la vidaeterna, y Yo le resucitaré en el último día.» El quecomulga participa de Cristo viviente y resucitado,y el que participa de Cristo viviente y resucitadoconsigue la redención de Cristo, esa redención porla cual, como dice San Pablo, «nos dio vida con Ély nos resucitó con Él».

En su libro sobre La victoria de Cristo, expo-ne bellamente Dom Vonier este pensamiento. Heaquí algunas de sus palabras: «La victoria de Cris-

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to sobre el pecado encierra más que una fuerzapurificadora; contiene una potencia que vivifica,que resucita las multitudes innumerables de almasmuertas. Por grande que sea en el profeta Eze-quiel la visión de los huesos áridos, no es sino unapálida imagen de la potencia suprema de Cristo,que llama y hace salir de sus tumbas espiritualesa las almas sepultadas en el pecado.» Nada másmaravilloso que esta vida de Dios en el mundo;nada más glorioso para Cristo, que vuelve a tomarposesión de los rescatados; nada tan consoladorpara nosotros, por muy indignos que seamos deesta liberalidad, que nos confunde y nos llena deasombro. «No te extrañes de esto —decía ya SanCirilo, respondiendo a las objeciones de nuestratimidez—. No te preguntes cómo será ello posible.Piensa más bien en el agua, que por naturalezaes fría, pero que, colocada sobre brasas, olvida encierto modo su propio ser y recibe en sí la energíavictoriosa del fuego. Así sucede en nosotros: aunsiendo, como somos, corruptibles en nuestra car-ne, por la Comunión de la Eucaristía deponemos

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nuestra propia flaqueza y somos transformados enlo que a Cristo le es propio: en vida.»

Unidad

He aquí el efecto primero y básico del Sacra-mento. Solemos decir que la Eucaristía nos da fuer-za para vencer las tentaciones, que nos comunicaalientos para la lucha, que cura las heridas de lospecados veniales, que nos hace más decididos, másardientes, más abnegados. Todo esto es verdad; pe-ro hay algo más todavía, y no debemos reducir elhorizonte de nuestra mirada, no debemos olvidarel contenido, la realidad, la fuente y origen de to-das esas cosas. «Comulgar —dice Dom Capelle—es dejar invadir nuestra alma por la vida recon-quistada. Es vivir, es vivir de Dios.» Y la vidaes salud, es bienestar, es movimiento, es lucha, esfuerza, es victoria. «El primer acto de los que vi-ven es la respiración de esa misma vida, que lospenetra por completo. Ella misma es una alaban-za, la alabanza de su vibración esencial, de su ex-

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pansión en nosotros, de nuestra expansión en ella.«Todos mis huesos exclaman: Señor, ¿quién seme-jante a Ti?»

Este es el grito que debe salir del alma del cris-tiano cuando se arrodilla y abre los labios paracomer el Pan de la vida, ese Pan que hace ba-jar a Dios hasta él para unirlo y abismarlo en él,realizando así las palabras que dijo Cristo pocodespués de instituir este Sacramento: «¡Padre, quesean uno! Como Tú, Padre, estás en Mí y Yo enTi, así ellos en Nosotros sean uno. Que ellos seanuno como Nosotros somos uno.»

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CAPÍTULO XXXVII

MOLDE DIVINO

Las consideraciones que arriba hicimos sobrela Eucaristía como Sacramento de vida y de uni-dad nos disponen para comprender mejor los ritosy las fórmulas de la última parte de la Misa, loque pudiéramos llamar el Sacrificio como banque-te, en el cual todo se orienta ya directamente a laComunión.

Lo primero que en él encontramos es el Padre-nuestro, precedido de una breve introducción, que,según parece, fue añadida por San Gregorio Magnoen el siglo vi. Hay en ella dos cláusulas que a pri-mera vista expresarían la misma idea, pero que

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en realidad quieren decir algo muy distinto: Amo-nestados por preceptos saludables y formados porla institución divina, nos atrevemos a decir: «Pa-dre nuestro.» Primero recordamos que Cristo nosdejó el encargo de orar, enseñándonos al mismotiempo la fórmula con la cual debíamos hacerlo;después se alude a algo que es más que una ense-ñanza y un mandato. Se alude a una forma, a unmolde que se consigue por la institución divina.¿No será esa incorporación en el Cuerpo místicode Cristo, de que hablábamos arriba, y que tienesu expresión más alta en el sacramento de la Eu-caristía? Después de todo, en ella encontramos elmayor motivo para poder llamar a Dios nuestroPadre. Cristo, ciertamente, nos enseñó la oracióndominical, pero además instituyó la acción sacra-mental que nos hace hijos de Dios, poniéndonosbajo la influencia de un molde divino. Y esto serealiza en nosotros muy particularmente cada vezque asistimos a la santa Misa. Es entonces cuando,por la participación en el gran acto de adoración,por la compenetración con Cristo, Sumo Sacerdote

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y Víctima de infinito valor, por la íntima solida-ridad con los demás miembros del Cuerpo místicode Cristo, adquirimos el derecho de dirigirnos aDios Padre, pidiéndole que nos dé el Pan nuestrode cada día.

Cristianismo vital

Una vez más se afirma aquí una doctrina fun-damental, un postulado que ya glosamos anterior-mente y que tenemos peligro de olvidar. El cristia-nismo no es una verdad o un conjunto de verda-des que haya obligación de creer, ni es tampoco unprecepto o una serie de preceptos a cuya observan-cia estamos sometidos. Todo esto es, ciertamente,parte del cristianismo, una parte importante y ne-cesaria. Pero, ante todo y sobre todo, el cristianis-mo es vida. Es la posesión de la vida de Dios, unarealidad trascendente, que nos da el atrevimientode dirigirnos a Dios como a nuestro Padre, de unamanera semejante a la que podía emplear Jesu-cristo dirigiéndose a su Padre. Nuestro Señor nos

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enseñó a decir: «Padre nuestro»; pero luego mu-rió sobre la cruz y ahora continúa en cada Misael sacrificio de la cruz, y con esto hizo que no so-lamente podamos ser llamados hijos de Dios, sinoque lo seamos en realidad. Y si hay un momentoen el cual los hijos de Dios puedan sentir el gozo dela participación de una misma vida, es, sin duda,cuando están alrededor del altar, en unión con elsacerdote, ofreciendo el sacrificio visible, símbolode su sacrificio interior.

Los males que acechan

Según la Doctrina de los Apóstoles, el Padre-nuestro iba ya unido a la Misa, como una prepara-ción de la Comunión, desde la primera generacióncristiana. El preámbulo que acabamos de comen-tar es, ya lo hemos dicho, de una época tardía, ylo es también la oración que viene a continuación,como un comentario de la última petición: «Maslíbranos de mal.» En ella pedimos a Dios que «noslibre, por la intercesión de la Santísima Virgen y

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de los santos de los males pasados, presentes yfuturos, y que conceda la paz en nuestros días, es-ta cláusula parece haber sido introducida por SanGregorio Magno, para que, ayudados por la rique-za de su misericordia, seamos libres del pecado yseguros de toda inquietud».

El mal es la guerra, el pecado, la turbación,cuanto puede entorpecer nuestro paso en el caminohacia Dios; mal presente, el que está dentro de no-sotros y fuera de nosotros, el que afecta al almay al cuerpo: la tentación, la enfermedad, cualquierdesgracia, la pobreza, las humillaciones, cualquiergolpe de los muchos que pueden herir nuestra po-bre carne; mal futuro, un peligro cualquiera quepueda presentarse contra la vida de Cristo en no-sotros; una amenaza a nuestra vida corporal, anuestra alegría interior; una asechanza que tien-da a apartarnos de la senda de nuestra salvación;y mal pasado también, pues también los males pa-sados gravitan sobre nuestra vida; también de ellosnecesitamos ser liberados, porque los males pasa-dos son los pecados cometidos, y cuyos efectos si-

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guen influenciando y entorpeciendo nuestra vida,con el peso de la responsabilidad, con el temor dela pena, con las huellas que dejaron en nuestrossentidos, en nuestra memoria, en nuestra imagi-nación. «Nuestras iniquidades —decía Ezequiel—están sobre nosotros y estamos enredados en ellas;¿cómo podremos vivir?»

Pedimos de una manera especial la paz, la pazpara nuestros días: y para indicar que esta paz vie-ne de Cristo, el sacerdote se santigua con la patenaen el momento de hacer esa petición. Estamos con-memorando la Muerte y la Resurrección de Cristo,aquella Pasión bienhechora, que conquistó la pazpara el mundo, para aquellos discípulos suyos, aquienes ya puede saludar con estas palabras, queson la síntesis de su victoria: Pax vobis, la paz quees ausencia de la guerra, pero sobre todo la paz in-terior, la paz positiva, posesión de un tesoro másalto, pues, como nos enseñan los santos, es posiblevivir en medio de todos los disturbios y vaivenessin perder, no obstante, la quietud interior; sin queel oleaje llegue a poner en peligro esa paz superior,

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que reposa en el fondo último del alma.

El ósculo de la paz

La idea de la paz domina toda esta parte de laMisa. Al terminar la oración, el sacerdote dividela Hostia en dos partes, y de una de ellas separauna partícula, que deja caer en el vino consagra-do. Es lo que se llama la fracción del pan, con unnombre que servía a los primeros cristianos paradesignar la Misa y que nos recuerda también elgesto con el cual los discípulos de Emaús conocie-ron al Señor cuando, después de oírle comentar elAntiguo Testamento, le invitaron a cenar con ellos.Y el rito va acompañado de estas palabras: «Quela paz del Señor sea siempre con vosotros.» Y eneste momento, durante los primeros siglos, todoslos que asistían a la Misa se daban el beso de lapaz, con ceremonia llena de un bello y profundosentido, aunque hoy nos parezca extraña, porque,desgraciadamente, nos es más extraño aún el co-nocimiento de lo que significa. Y lo que significa

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es esa paz más alta a que antes aludíamos, la pazque Cristo compró con el precio de su Sangre; lapaz que es amor en los corazones, y cuya causa esel mismo Cristo, puesto que Él la conquista y Élla da, aunque tal vez sería más exacto decir que lapaz es el mismo Cristo, puesto que Él la comuni-ca a los miembros en que vive. Su vida común atodos los hace a todos hermanos, y nunca podríansentirse más hermanos que cuando se preparan arecibirle por la Comunión. Por eso el ósculo partedel altar, que besa el sacerdote, antes de transmitirel ósculo a la asamblea por medio del diácono o delportapaz. ¿Es extraño que los primeros cristianos,conscientes de este hecho maravilloso, sintiesen lanecesidad de expresar con este rito la confianza, elamor santo, que infundía en ellos la participacióndel Sacramento del amor y la fraternidad?

Belleza de este rito

El beso de la paz sigue dándose todavía en lasmisas solemnes, como símbolo del amor que debe

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unir a todos cuantos se acercan a la sagrada Mesa.El amor fue, desde los primeros tiempos de la Igle-sia, la característica de los discípulos de Jesús, elprincipio vital de su unión, el impulso de su expan-sión prodigiosa. Y ellos, los primeros discípulos deCristo, lo expresaban e intensificaban con un be-so, beso de pureza sublime, en que vibraban todoslos afectos sobrenaturales del alma; beso de amory de paz, porque el amor auténtico engendra lapaz. En un principio se daba antes del Ofertorio,como despedida de los catecúmenos y preparaciónde los fieles para la Oblación. Pronto, sin embargo,fue considerado como la preparación más excelen-te para la Comunión, y esto es lo que hizo que sele colocase en el momento de la fracción del Pan.Antes de dar el ósculo de paz, el sacerdote besael altar, que es el símbolo de Cristo. La paz vienede Jesús: de Él pasa al celebrante, del celebrantea los ministros y de los ministros al pueblo. En laIglesia primitiva, el signo de la paz era el beso; hoyse transmite por medio del abrazo. El que lo da di-ce estas palabras: «La paz sea contigo.» El que la

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recibe responde: «Y con tu espíritu.» Por el abra-zo se transmite al pueblo, y también por medio deuna imagen de Cristo o de la Virgen, que se llamael portapaz. Inmediatamente antes se reza esta be-lla oración que comenta la emocionante ceremonia:«Señor mío Jesucristo, que dijiste a vuestros após-toles: ”La paz os dejo, mi paz os doy”, no miresmis pecados, sino la fe de tu Iglesia, y dígnate, se-gún tu Voluntad, darle la paz y la unidad, Tú, quevives y reinas por todos ios siglos de los siglos.»

Ante todo, la paz para toda la Iglesia. Y es quela oración litúrgica atiende, sobre todo, a la colec-tividad, a la sociedad, al Cuerpo místico. Tambiénpide el sacerdote que el Señor no mire su indig-nidad personal, sino la fe de la Iglesia: que no lemire a él aisladamente, sino en la unidad de losfieles, como miembro de ese Cuerpo místico, delcual Cristo es la cabeza. «¡Ah! —exclama un autorpiadoso—. ¡Ensanchemos nuestros corazones, dila-temos los horizontes de nuestra piedad, vivamos laoración en común, la oración litúrgica! ¡Vivamos lacomunión de los santos!... Padre nuestro, que estás

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en los cielos... Venga a nos el tu reino.»Y recordemos con este rito de la Iglesia primi-

tiva las palabras del Señor: «Si al llegarte al altarpara llevar tu ofrenda te acordases de que ofen-diste a tu hermano, ve a pedirle que te perdone,y vuelve luego a presentar tu oblación.» Y vigilatambién sobre tus pensamientos, sobre tus sospe-chas, sobre tus recelos. No pienses mal de nadiecon frecuencia; estos pensamientos son una ofen-sa para el prójimo, porque son injustos. ¡Cuántasveces engañan las apariencias! Sólo Dios ve los co-razones. ¿Quién sabe si ese hermano a quien túcondenas en tu interior es en realidad mejor quetú? Y si no lo es, si verdaderamente hay algún fun-damento para tus juicios malévolos, pregúntate loque sería esa alma si tuviese las mismas gracias quetú; lo que será tal vez algún día a la plena luz dela paz infinita de Dios. Muchas veces un exteriorrígido y desfavorable encubre un corazón grande,una exquisita sensibilidad. El aspecto es frío y se-vero, tal vez por efecto de la educación recibida,del género de vida, del medio ambiente en que se

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formó un alma; pero si observamos la realidad, ve-remos tal vez en una mirada fugaz de ternura, oen la acción reveladora de mover la comisura de

«Como el ciervo busca la fuente...» (Mosaico delmausoleo de Gala Placidia, siglo IV.)

los labios, las señales inequívocas de una profun-da vibración interior. «Los hombres —decía PíoXI— son casi siempre mejores que sus actos y suspalabras»; y por eso tenía razón madame Leseur

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cuando escribía estas palabras: «No despreciemosnada; ni a los hombres, porque el peor lleva ensí la chispa divina que puede manifestarse en unmomento dado; ni sus ideas, porque en el fondo decada una de ellas existe siempre una parte de ver-dad, que es preciso descubrir; ni las acciones, por-que frecuentemente ignoramos sus motivos y siem-pre sus consecuencias providenciales y remotas.»

Estemos siempre dispuestos a saludar a nues-tros hermanos con el saludo de la liturgia sagrada:Pax tecum. ¡Qué hermoso es este rito de las mi-sas solemnes! ¿Lo habéis presenciado alguna vezsin llegar a conmoveros? ¡Qué paz reinaría en elmundo si se diera de verdad en los hogares y enlas plazas, en las embajadas y en los palacios, enlas reuniones de los príncipes y en las conferenciasde la paz! Allá ellos, los que quieren construir lapaz del mundo sin saber de la paz de Cristo. Noes ése el estilo del verdadero cristiano, y el que nobusca su amor propio ni se paga de simulacros,el que sabe que una palabra afable, una sonrisa,una atención, con la cual se demuestra el interés

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que nos merece un hermano, hace un bien inmen-so al alma, detiene un torrente de pensamientosy sentimientos tumultuosos, amaina la tempestad,asegura acaso la perseverancia..., devuelve la paz.

De esta manera penetra la Liturgia nuestra vi-da interior. Oír debidamente la Misa es progresaren la ciencia de la caridad, vínculo de toda perfec-ción; es aprender a practicar la religión verdadera.Cuando el beso de Cristo salta del altar parece co-mo si en el recinto sagrado se oyese una voz quenos dice: «Tu religión es falsa si no amas a tu her-mano. No seas como aquellos que piensan agradarmucho a Dios sólo con la fidelidad —¡cuántas ve-ces del todo externa!— a los deberes de piedad, asus devociones, a sus rutinas...»; y no tienen in-dulgencia, ni interés, ni preocupación ninguna porel prójimo, ya que lanzan sobre él el lodo de la di-famación, y le desacreditan, y llegan hasta negarel perdón a los que humildemente se lo piden. Noes ésa la actitud del verdadero discípulo de Cristo.No obraba así el Apóstol de las Gentes, aquel grancorazón del cual salieron estas palabras: «Me hice

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enfermo con los enfermos para ganar a los enfer-mos. Me hice todo para todos a fin de ganarlos atodos.» Este es el camino para llegar a los corazo-nes de los demás, el que te dará la paz, el que haráque a tu Pax tecum respondan las gentes con unEt cum espiritu tuo, que te llene de consuelo.

La conmixtión

Al dejar caer en el cáliz la partícula de la Sagra-da Hostia, el sacerdote pronuncia estas palabras:«Que esta conmistión y consagración del Cuerpoy la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo nos ayudea los que lo recibiéramos para la vida eterna.»

Es éste un rito en el cual los liturgistas de to-dos los tiempos han visto un símbolo de la Resu-rrección de Cristo. Veamos por qué. Ya sabemosque por el sacrificio de la Misa renovamos místi-camente la obra redentora de Cristo y en especialsu Muerte y su Resurrección; místicamente, y noen sus circunstancias históricas, pues Cristo glori-ficado vive en el reino de su Padre, no sujeto a la

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historia en su sentido espacial y temporal. De unamanera semejante el sacrificio de Cristo está fue-ra de las leyes del tiempo y del espacio, de suerteque lo pasado vuelve a hacerse presente y lo futuropuede tener esa misma actualidad.

Teniendo esto en cuenta, podemos comprendercómo la consagración separada del pan y el vinosimboliza la separación actual del Cuerpo y la San-gre de Cristo en el Calvario; y en esta forma, ladoble consagración nos hace pensar en la Muertede Cristo, provocada efectivamente por la efusiónde su Sangre en el huerto de Getsemaní, en la callede la Amargura y en lo alto de la cruz. En el altarno hay derramamiento de sangre, pero en su lu-gar está esa Consagración separada, vivo recuerdode aquella separación en el cruento sacrificio de lacruz. Es cierto que todo Cristo se encuentra ba-jo la especie de pan, y todo Cristo está tambiénen cada gota del cáliz; pero esto no quita nada alsimbolismo de la doble Consagración, y este sim-bolismo se completa cuando el sacerdote deja caerla partícula del pan en el vino. Es un momento en

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el cual no podemos menos de pensar en la Resu-rrección. Esa unión, esa mezcla de las dos especies,es un símbolo de la unión del Cuerpo y de la San-gre de Cristo, de su victoria sobre la muerte, de susalida del sepulcro, viviente y glorioso, en la ma-ñana de Pascua. Ese Cristo vencedor es el que enla Sagrada Comunión nos va a dar la vida eternapor Él conquistada, comunicándonos desde ahoralas riquezas de la gracia, que son ya en germenla gloria venidera, puesto que el ser en la tierraciudadanos de la Iglesia nos da derecho a la ciu-dadanía del cielo, y la perseverancia en la unióncon Cristo por la gracia en el mundo desembocaen la unión con Él por la gloria en la visión bea-tífica. Y así se cumple con honda realidad aquellapromesa suya: «Yo estoy con vosotros todos losdías hasta la consumación de los siglos.» Está connosotros tan íntimamente, tan plenamente comonuestra vida natural, juntando nuestra vida con lasuya, recogiendo todas nuestras energías naturalespara elevarlas al orden sobrenatural. Christianusalter Christus.

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CAPÍTULO XXXVIII

HACIA EL ALTAR

Agnus Dei

El movimiento ascendente de la Misa continúa.El sacerdote comienza el Agnus Dei, y en las misassolemnes la concurrencia hace coro con él y cantaesas palabras, por las cuales se nos recuerda queno podemos separar el pensamiento de la Comu-nión de la idea del Sacrificio. En el comienzo de suvida pública, cuando Cristo iba a empezar la obrade redención de los hombres, Juan Bautista le viopasar cerca del Jordán y le señaló a sus discípuloscon esas palabras famosas: «He aquí al Cordero deDios, que quita los pecados del mundo.» Y noso-

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tros las repetimos recordando la profecía del Pre-cursor, y a la vez su cumplimiento en la cruz y suactualidad presente por medio de la Misa. Por esohablamos del Cordero de Dios, que quita los peca-dos del mundo, aunque su Sangre fuese derramadahace veinte siglos.

Ya en el Antiguo Testamento, el profeta Isaíashabía visto al Redentor en la imagen de un corderoinocente cargado con nuestras iniquidades, y SanPedro nos dice que fuimos rescatados, no con pesode oro u otro metal precioso, sino con la Sangre delCordero sin mancha, Nuestro Señor Jesucristo. Porsu parte, San Juan nos presenta en el Apocalipsisal Redentor «a semejanza de un Cordero sacrifica-do desde el principio del mundo». Tal era el plantrazado por la Providencia desde toda eternidad:el Verbo humanado debía someterse con la manse-dumbre de un cordero a la muerte que habían deinfligirle los hombres, realizando al mismo tiempoen ese sacrificio perfecto lo que había sido figura-do en todos los sacrificios antiguos. A este Corderodivino, cuya Sangre alcanzaría lo que inútilmente

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había intentado conseguir la hecatombe de los ho-locaustos mosaicos, es a quien se pide que tengapiedad de nosotros, con una fórmula que no quiere

El Cordero inmolado. (Mausoleo deGala Placidia, siglo IV.)

decir únicamente que nos perdone los pecados, aun-que ninguna cosa mejor podría desearse en ese mo-mento que precede a la Comunión, puesto que elperdón de los pecados es sólo el aspecto negativo

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de la misericordia divina. El sacrificio del Corderotrajo, sí, a la humanidad el perdón; pero no de-bemos olvidar que su Muerte no fue un fin, que aella sucedió la Resurrección, que fue sellada con untriunfo maravilloso. Esta Resurrección, esta Victo-ria, que fortifica la vida sobrenatural en nosotros,que nos acerca a Dios, que consolida las relacio-nes de caridad entre los miembros de Cristo, es loque pedimos en estas palabras, que de puro sabi-das y repetidas, nos parecen de una sencillez sintrascendencia.

La última preparación

Ya reina en nuestras almas una atmósfera depaz y de amor; ya hemos pedido la misericordiade Dios como fruto de la Sangre del Cordero, esdecir, de Cristo, puesto que es ése uno de los nom-bres más expresivos de Cristo. Todo en el recintosagrado debe ser ahora inocencia y amor. El abra-zo ha fundido en uno todos los corazones. Estepensamiento ha conmovido a la asamblea. Mien-

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tras el coro cantaba pidiendo la paz, el diácono harecibido el saludo del sacerdote y los fieles se lohan transmitido unos a otros en el rito del óscu-lo santo, del beso de la paz, de que hablaba SanPablo; símbolo de fraternidad auténtica, pues, co-mo dice San Agustín, «lo que atestiguan los labiosdebe realizarse en la conciencia, y así como vues-tros labios se acercan a los de vuestro hermano, asívuestro corazón debe estar unido a su corazón».

Todo está ya preparado; pero la devoción delos fieles ha querido acumular los ritos y las ora-ciones en este momento de la fracción del pan. Unamisma idea las preside y un sentido armónico lasinforma. Es la última preparación al místico Ban-quete. Suena la campanilla, despertando los espí-ritus: brotan palabras de amor, solloza el corazón,herido por el arrepentimiento, y todo anuncia elinstante supremo de la unión de las criaturas conel Creador. El Canon había terminado con la grandoxología: «Por Él, con Él y en Él, todo honory toda gloria.» Por Él, que es la sabiduría crea-dora; con Él, que es la providencia conservadora;

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en Él, que es la mirada protectora. «Amén», res-pondieron los fieles. Una gran animación agitó derepente a la concurrencia, que había permanecidoinmóvil, de pie, en actitud de éxtasis, tal vez conlos brazos extendidos —como reza el sacerdote unay otra vez en las partes más solemnes de la ora-ción eucarística. Es el gesto primitivo reproducidocon predilección por los artistas de las catacumbas,elogiado y recomendado, primero por los escritoresapostólicos, después por los Santos Padres. De pie,signo de respeto, actitud del sacrificador, posturadel hombre libre que se presenta confiado delan-te del Padre celestial y ha sacudido el terror quehumillaba su cabeza y encorvaba sus rodillas; pe-ro, al mismo tiempo, extendiendo los brazos, enrecuerdo del madero que había producido el frutode la Libertad; gesto de humildad y de súplica, quehace pensar en el holocausto inefable del Calvario.Tertuliano había dicho: «Los cristianos rezan conlos ojos fijos en el cielo y las manos extendidas,porque son inocentes; rezan con la cabeza descu-bierta, porque no tienen que avergonzarse de su

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nombre. No nos contentamos con levantar las ma-nos, como los paganos, sino que las extendemos enrecuerdo de la Pasión del Señor.»

Mas, de pronto, las manos han caído sobre elpecho y las miradas se han concentrado sobre elaltar. Las varias partículas que sobre el altar re-posaban, y que habían venido de la Misa del díaanterior y de las Misas de otras iglesias, acabande confundirse dentro del cáliz. La Misa que se es-tá celebrando se une así a la de la víspera y a lade otros lugares; del ara en que se rompe el Pansagrado van a partir en todas direcciones las par-tículas destinadas a las iglesias hermanas. Sobreel ara está la que ha de unir la Misa de mañanaa la Misa de hoy, y del ara sale el beso de paz,el abrazo de Cristo, que, de fila en fila, va pasan-do a través de todos los asistentes y los ata con unnudo de fraternidad, mientras que sus voces se con-funden en una plegaria conmovedora. «¡Oh escenasublime! —exclamaba un piadoso comentarista—.¡Invención genial, sacada de la más sencilla de lasacciones, como es el partir un poco de pan; expre-

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sión grandiosa de la cosa más hermosa que existe:la paz, la unión!» La Misa de ayer penetra en la dehoy; la de hoy será continuada indefinidamente en

Paloma eucarística consu doselete.

el mañana; la que aquí seofrece únese a las que sedicen en otras partes de latierra; éstas tienen una ín-tima relación con la quese está celebrando, y ca-da una de ellas, unida conla Misa del Cenáculo, reco-giendo la virtud del sacrifi-cio de la cruz, estrecha conla mayor intimidad en unfuerte abrazo al Pontífice,a los sacerdotes, a los mi-nistros, a los fieles, a todoel pueblo de Cristo. «¡Oh sacramento de piedad,oh signo de unidad, oh vínculo de caridad!», excla-maba San Agustín, pensando en este santo, únicoy perpetuo sacrificio del cristianismo.

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Cristo, mediador

Todo parece dispuesto, pero el fervor no se sa-cia todavía; quiere avivar más los deseos y descu-bre nuevas oraciones. Hay cristianos que antes deacercarse a comulgar repiten ávidamente las quehan encontrado en sus devocionarios, olvidandoque en ninguna parte podrán encontrarlas tan apropósito para este momento como las que señalael Misal. Son tres, recogidas por la Iglesia entreotras muchas que enriquecen los eucologios anti-guos, e incorporados a la liturgia de la Misa lomás pronto en el siglo ix.

La primera es todavía un eco y como un comen-tario de la ceremonia que acaba de desarrollarse,como se ve por su clara alusión al ósculo de la paz:«Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: Pazos doy, os dejo mi paz, no mires mis pecados, sinola fe de tu Iglesia...» Casi todas las oraciones dela Misa se dirigen al Padre; aquí invocamos direc-tamente a Jesucristo. Nada hay en ello que puedaherir nuestros sentimientos religiosos; pero es, sin

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duda, un indicio del origen tardío de estas fórmu-las. La conciencia de la mediación de Cristo eratan fuerte en la primitiva Iglesia, que la oraciónse hacía siempre a Dios Padre por Él: Per Do-minum nostrum. Se le consideraba como el SumoSacerdote, como el Pontífice situado entre el mun-do pecador y la majestad divina. Dios y Hombre almismo tiempo, uniendo en su Persona la natura-leza humana y la naturaleza divina, es el Puente,el Pontifex, el Mediador a través del cual la vidade Dios pasa a los seres humanos, enlazando asíel abismo infinito que separa al hombre de Dios.Y en esto la Iglesia no hizo más que seguir aquelconsejo del Maestro: «Cualquier cosa que pidiereisal Padre en mi nombre, os la concederá.»

Sacrificio y presencia real

Esta misma perspectiva es la que debe orientarnuestra devoción al sacramento de la Eucaristía.La Eucaristía es el alimento del sacrificio, es unmedio de unión con Dios. El altar es, por el sacri-

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ficio que en él se renueva y representa, el centrode la vida cristiana, la fuente de la cual fluye lagracia que mantiene a los miembros de la Iglesiaen la paz y en la unidad. No quiere esto decir quedesconozcamos el valor de la presencia real y quenos olvidemos de adorar a Cristo en el SantísimoSacramento. La devoción eucarística así entendi-da ha sido siempre recomendada por la Iglesia yes evidentemente un gran motivo de consuelos ybendiciones; pero, como dice Santo Tomás, debe-mos siempre colocar las cosas en su sitio y darlesla jerarquía que les corresponde. Tratando de laEucaristía, tenemos tres aspectos diferentes: el sa-crificio, la Comunión y la presencia real. ¿Cuál delos tres es el más importante? ¿En qué orden de-bemos colocarlos?

Son muchos los fieles para quienes lo prime-ro de todo es la presencia real; después viene laComunión, y si piensan acaso en el sacrificio, locolocan en último lugar. Y, no obstante, el aspec-to sacrificial de la Eucaristía es el primero y másimportante; es el acontecimiento más sublime que

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se ha realizado en el mundo; es el acto más noble,la manifestación suprema de nuestra vida religio-sa. Como parte de él y relacionada esencialmen-te con él, la Comunión es una consecuencia suya,y como una consecuencia debe ser considerada lapresencia real. Esta es la escala de valores, éste esel orden: y si insistimos en él, no es para apartara los fieles de la devoción a Cristo Sacramentado,sino para aumentar la que deben tener al sacrificiode la Misa. El orden es tan necesario para la vidareligiosa como para la vida natural; del orden, delequilibrio, de la armonía, procede la salud, la delcuerpo y la del alma.

Individualismo religioso

Las dos siguientes oraciones se refieren de unamanera más directa a la Comunión; aluden a susefectos: a las riquezas con que adorna a los amigosde Cristo, a las consecuencias terribles que traeríael sacrilegio, el escarnio a la entrega más completadel amor. ¡Oh la unión estupenda! ¿Y podría rom-

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perse algún día? Sintiendo su debilidad, el almareza confiadamente: «Líbrame, por este tu Cuer-po sacrosanto y por tu Sangre, de todo mal, y hazque atado siempre por tus mandamientos, nuncame aparte de Ti.»

Observemos una cosa: estas oraciones hablanen singular; el yo ha reemplazado al nosotros. ¿Esesto otro indicio de su época tardía?

No está prohibida la oración personal; pero losprimeros cristianos preferían rezar en común, y enesto no hacían más que seguir la enseñanza y elejemplo de Cristo. La Iglesia ha introducido aquíestas oraciones en una época en que iba hacién-dose más rara la Comunión frecuente y cuando elsacerdote era ya casi siempre el único que comulga-ba; pero también ella prefiere la oración común ymira con desconfianza las manifestaciones del indi-vidualismo; con desconfianza y también con ciertaconmiseración, porque un individualista no puedellegar a penetrar plenamente el espíritu de Cristo.El individualista está solo, reza solo, piensa antetodo en sus intereses y en sus necesidades. Es un

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solitario, para quien la religión no es otra cosa quela relación entre Dios y él. ¿Cómo va a compren-der el contenido de la Misa? ¿Cómo podrá teneruna idea exacta de lo que es la Comunión? ¿Cómollegará a discernir el sentido del beso de la paz?Nada de cuanto se refiera a los demás tiene interéspara él. Quiere vivir su soledad, con la cabeza hun-dida entre las manos, con los ojos cerrados, con lossentidos ajenos a lo que pasa en torno suyo.

Y, sin embargo, Cristo pronunció estas pala-bras: «Cuando dos o tres de vosotros estuviereisreunidos en mi Nombre, allí estoy Yo, en medio deellos.» A esa oración aislada prefiere Él la oracióncomún. Dos o tres por lo menos; lo suficiente parasentirse miembro de una comunidad. Pero el cris-tiano tiene una comunidad más vasta, de la cual esmiembro. Su comunidad es la parroquia, o mejor,la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, henchida consu vida y con su espíritu. No puede estar solo ni ensus relaciones con Dios ni en su unión con Cristo.Va a Misa como un miembro de la sociedad cristia-na; asiste a Misa como un hermano entre muchos

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hermanos, y juntamente con ellos y el celebranteofrece el sacrificio de acción de gracias por la Re-dención, el sacrificio de la alabanza y el perdón, elsacrificio cuyo primer fruto es el robustecimientode la unión que existe entre los miembros de lacomunidad. Y es entonces cuando se da cuenta deque no es bueno para el hombre estar solo, de quela paz y la unidad son el deseo más ferviente deCristo, de que no puede servir a Dios sin amar a loshombres, de que sin la caridad no es posible recibira Cristo en la Comunión. Y esta conciencia es laque inspira todos estos ritos, todas estas oracionesque preceden a la participación en el Sacramento.

Profunda teología

Aunque, como efecto de la época tardía en queaparecen esas últimas oraciones, se dirigen a Cristocon una preocupación puramente individual, hayen ellas, no obstante, una radiante y profunda teo-logía. La segunda nos recuerda al Padre, principioy fuente de la vida que recibimos por Jesucristo,

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según aquellas palabras que leemos en el Evangeliode San Juan: «Como el Padre tiene la vida en Símismo, así dio al Hijo tener la vida en Sí mismo.»Y luego el Hijo quiso derramarla sobre la tierra:qui per mortem tuam mundum vivificasti. La de-rramó por el sacrificio de la cruz y luego sigue de-rramándola por la renovación de ese sacrificio, enel cual estamos participando nosotros. Y esto «porvoluntad del Padre, con la cooperación del Espí-ritu Santo». Cumpliendo la voluntad de su Padre,vino Cristo al mundo para realizar la obra de laRedención, pues, como dice San Pablo, «cuandoestábamos muertos en el pecado, quiso vivificar-nos en Cristo, por cuya gracia hemos sido salvos»;y de la misma manera que la Encarnación del Ver-bo en las entrañas de María se obró por virtud delEspíritu Santo —«El Espíritu Santo vendrá sobreti»—, así también se ofrece con la cooperación delEspíritu Santo este sacrificio de la Misa, por mediodel cual se nos comunica la vida espiritual.

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El misterio de la vida

Todo aquí nos habla de esa vida divina que esla esencia del cristianismo, y que no es fácil com-prender en sus múltiples aspectos y en su plenitud

Sagrario empotrado en lapared.

perfecta. Cierto que tam-poco es fácil definir y ex-plicar la vida natural, apesar de que los filóso-fos, los poetas y los sabiosvienen hablándonos, hacemuchos siglos, del miste-rio de la vida. Una y otravez la vida ha sido ana-lizada y discutida, nega-da y defendida, alabada y

condenada, y, sin embargo, nada aparece tan claroy evidente como ella. Todo el mundo puede discer-nir el hecho sencillísimo de si un hombre está vivoo está muerto. El problema de la vida sobrenaturales una cosa parecida. Son muchos, sabios e igno-rantes, los que se han permitido someterlo a su

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juicio favorable o adverso, laudatorio o condena-torio. Unos le han negado, otros se han reído de él,como de un piadoso espejismo: y, sin embargo, elque tiene fe sabe que está vivo sobrenaturalmen-te. No podrá comprender esa vida, como no puedecomprender cómo y por qué vive su cuerpo; peroel hecho de vivir es para él algo obvio e indiscu-tible, y de la misma manera que se esfuerza porasegurar la vida sobrenatural, así también trabajay pone la mayor diligencia en defender y aumentaresa vida del alma, que gracias a sus cuidados po-drá prolongarse indefinidamente, a diferencia dela vida del cuerpo. Esta es temporal, la otra eseterna.

Espíritu jansenista

El anhelo de conservar y aumentar la vida noshace decir en este momento de la Misa: «Haz queobedezca siempre a tus mandamientos.» Durantelos últimos siglos hubo una tendencia peligrosa a

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ponderar la indignidad del hombre para recibir lasagrada Comunión. Los escritores ascéticos, tantocomo los directores de almas, se deleitaban ponien-do de relieve el contraste que existe entre la santi-dad infinita de Dios y sus soberanas perfecciones,de un lado, y de otro, la situación lamentable dela naturaleza caída, sus radicales imperfecciones,su inclinación al pecado, la terrible condición quela empuja a retroceder más que a progresar, susimpurezas hasta en los actos buenos y todos susdesfallecimientos morales. Esta comparación, ne-cesariamente desconsoladora, realizada con mor-bosa complacencia y con un espíritu envenenadode jansenismo, tuvo efectos desastrosos. En otrotiempo, San Pablo tuvo que reprender a los cristia-nos de Corinto porque se acercaban a comulgar sinlas disposiciones debidas; pero esta otra actitud dereverencia, o más bien de terror, generalizada des-de los últimos tiempos de la Edad Media, hubieramerecido también la indignación del Apóstol. Noestán aún lejanos los días en que los mismos re-ligiosos recibían la Comunión sólo algunas veces

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al año, y hasta los santos que veneramos en losaltares dudaban en acercarse con frecuencia a lasagrada Mesa.

Indignidad y confianza

En realidad, este aspecto exagerado de la in-dignidad humana, que es grande ciertamente, seopone a las intenciones de Cristo al instituir elsacramento de la Eucaristía, que no es una recom-pensa de la santidad, sino un medio de santifica-ción, Comida que alimenta, Gracia que sostiene enla prueba, Fuerza que ayuda al cristiano en el ca-mino de la perfección. Hay que evitar, por tanto,esa actitud desconfiada e injuriosa para el amorde Cristo, contra la cual se levantó el Papa Pío X,como hay que evitar también la actitud opuesta,el estado de familiaridad excesiva, de despreocu-pación y de rutina, que impide al alma sacar losfrutos y realizar los progresos previstos en la natu-raleza misma del Sacramento. Podemos tener un

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sentimiento de indignidad parecido al que hizo de-cir al Centurión que era indigno de que el Señorentrase en su casa, y a la vez un sentimiento deconfianza, que nos acucie a hacernos menos indig-nos de ese favor.

Esta es la actitud en que quiere ponernos la ter-cera oración que decimos antes de comulgar: «Quela percepción de tu Cuerpo, oh Señor Jesucristo,que yo me atrevo a tomar, no sea para mí conde-nación y castigo...» Puede darse el caso en que laEucaristía se convierta para el hombre en motivode pecado: cuando el hombre se acerca a ella enpecado mortal. Entonces la Comunión es un sacri-legio. Pero un pecado mortal no es nunca una cosainconsciente. El que lo comete es porque lo conocey lo desea. Y nadie va a comulgar en pecado sintener la conciencia del pecado.

«Fuera de este caso —dice un Santo Padre—,puedes acercarte seguro. La Comunión no es el pre-mio del esfuerzo realizado, sino el medio instituidopor Cristo para aplicarte los frutos de la Reden-ción. La corona la tendrás en el cielo; aquí necesi-

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tas valor para luchar, amor para perseverar, graciapara vencer.»

Patena de Santo Domingode Silos (siglo XI).

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CAPÍTULO XXXIX

LA COMUNIÓN

Comida divina

Cristo se encuentra en medio de sus discípulosy, como antaño, va a repartir entre ellos el cáliz

«Ecce Agnus Dei».

de la Bendición; su mirada se fi-ja con un triste reproche en losojos de Judas, y su frente se re-clina amorosa sobre el pecho deJuan. La última Cena seguirá re-novándose hasta que se anuncieel banquete de las bodas. No hayque olvidar que la Misa es unacomida tanto como un sacrificio,

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una comida en la cual todos los cristianos tienensu asiento. En los antiguos sacrificios era de ri-

Torrecilla eucarís-tica.

gor comer las víctimas inmo-ladas, y a esto aludía San Pa-blo cuando decía: «Los que co-men las víctimas ¿acaso no par-ticipan en el altar?» Por esoen la Iglesia primitiva la asis-tencia a la Misa exigía comocomplemento natural la Comu-nión. «El que no comulgue, quese retire», clamaba el diácono,dirigiéndose a la concurrencia.Hasta el día en que se multi-plicaron las Misas y disminu-yeron los comulgantes. Se olvi-dó la costumbre antigua, des-apareció el rito y se hizo letramuerta aquel decreto que, se-gún el Breviario, en el día 13de julio había dado el Papa Anacleto: «Que des-pués de la Consagración todos comulgasen.»

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La comunión del cáliz

Todos se acercaban, y, de pie, delante del altar,extendían la mano para recibir en ella una porcióndel pan consagrado, que allí mismo llevaban a laboca. Corpus Christi, decía el diácono repartidor,y ellos respondían: «Amén.» «Comulguen cantan-do», decía una Regla antigua; y el canto era és-te: «Gustad y ved cuán suave es el Señor.» Entretanto, el cáliz pasaba de mano en mano; el cálizministerial, el cáliz del pueblo, amplio y fuerte, co-mo el que Santo Domingo de Silos mandó hacer enel siglo xi y se usa todavía en su monasterio paraguardar el Sacramento el día de Jueves Santo. Ca-da uno debía acercarlo a su boca bajo la miradadel diácono, cuidando —observaban las rúbricas—de que no se perdiese una sola gota. Era la co-munión bajo las dos especies, la que tomaron losapóstoles de manos de Jesús, la de los cristianosde las catacumbas, la que se practica todavía enlas liturgias orientales. Por higiene, por limpiezay por respeto a la Eucaristía, las iglesias de Occi-

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dente fueron simplificándola poco a poco. El cálizcomún tenía sus inconvenientes. Para evitar repug-nancias y cortar profanaciones, se empezó a dar un

Paloma eucarística suspendi-da del techo.

poco de pan empapadoen el vino, o a distri-buir el sanguis con unacucharilla, hasta quepareció más acertadosuprimir el cáliz parala multitud. La inno-vación se hizo gradual-mente y sin protestas,pues todos sabían que,bajo cualquiera de lasespecies, se encontra-ban el Cuerpo, la San-gre, el Alma y la Divi-

nidad del Señor. Esta costumbre empezaba ya aabrirse camino en Constantinopla, cuando allí go-bernaba San Juan Crisóstomo, y la Iglesia de Ro-ma la había aceptado ya en tiempo de San Grego-rio Magno. Por esta misma época, el legislador de

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los monjes celtas, San Columbiano, ordenaba ensu Regla que los novicios y todos aquellos que ca-reciesen de instrucción y educación se abstuviesende acercar sus labios al cáliz.

Fuera de la Misa

Ya en los primeros siglos cristianos, aquellos aquienes, por estar enfermos, en la cárcel o en lasminas, o por vivir lejos del lugar donde se celebra-ba el Sacrificio, llevaban los diáconos la Comunión,solamente comulgaban bajo la especie de pan. Aesto alude aquella frase que dirige Tertuliano a lasmujeres cristianas para disuadirlas de que se ca-sen con un pagano: «¿Acaso no llegará tu maridoa saber qué es lo que tomas secretamente antes dela comida, y, si se averigua que es pan, creerá quees el pan que tú dices?»

Es vieja la práctica de comulgar fuera de la Mi-sa, pero sólo cuando la asistencia era difícil o impo-sible. En los yermos egipcios los anacoretas guar-daban amorosamente las partículas consagradas,

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y en ellas al Compañero silencioso de su soledad yalimento de su espíritu. Y cada día, al llegar la ho-ra nona, cuando el sol empezaba a descender en el

Paloma eucarística.

horizonte, abrían su es-tuche y comenzabansu frugal comida, to-mando uno de aque-llos fragmentos adora-bles que el sacerdoteles había entregado laúltima vez que asistie-ron al santo Sacrificiocon los solitarios de lascercanías. Pero era una

manera de renovar o, mejor dicho, de continuaraquel sacrificio semanal que se celebraba en el de-sierto. Porque sabían muy bien que la Comuniónes el grado supremo de la participación en el santoSacrificio: una verdad que hoy vamos olvidando,porque apenas acertamos ya a comprender el al-tar como una mesa. Y es una mesa, no un trono,ni una tribuna, ni un escenario. «Hacemos una es-

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pecie de violencia al Sacrificio de Jesús —observaFenelón— cuando nos unimos al sacerdote paraofrecerlo y no nos unimos también por la man-ducación. Asistir a una Misa sin comulgar es unaacción incompleta.»

Esto es la tradición, el sentido cristiano; no esel precepto, naturalmente. Todos los cristianos sa-ben que les basta comulgar una vez al año porPascua para cumplir con el deseo de Cristo: «Sino comiereis mi Carne y bebiereis mi Sangre, notendréis la vida en vosotros.» Tampoco es obliga-torio comulgar dentro de la Misa, aunque debieraser lo normal. No hay que olvidar que si la Comu-nión es la mejor participación en la Misa, la Misaes la mejor preparación para la Comunión. «Sien-do una acción litúrgica de primer orden —dice untratadista de nuestros días—, la sagrada Comu-nión no debe convertirse en una devoción; hay queconservarle su carácter litúrgico; hay que verla enel cuadro de la Liturgia; hay que prepararse a ella,recibirla y dar gracias de una manera litúrgica.»

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Orientación de los ritos

Precisamente los ritos y oraciones de que apa-rece rodeada en la Misa han sido establecidos porla Iglesia como la preparación más adecuada pa-ra acercarse a ella. Diríase que, desde el comienzo,todo tiende a una misma finalidad: la de purifi-car el alma para hacer de ella una digna moradadel Huésped divino. La aspersión del agua bendi-ta, el rezo del Confiteor, los golpes de pecho, lademanda de auxilio de los Santos, las lecturas, loscánticos, las oraciones y los ademanes: todo tieneeste sentido purificador. Se canta el Kyrie, peti-ción de misericordia; se besa el altar, pensando enlas reliquias de los Santos que hay en él, y pidien-do, «por los méritos de los bienaventurados, queDios se digne perdonar nuestras culpas»; se besael texto evangélico, rogando «que, por las pala-bras inspiradas, sean borradas nuestras iniquida-des»; se ofrece la Hostia «como propiación —diceel celebrante— por mis pecados, por mis ofensas,por mis negligencias innumerables y por las de to-

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dos los asistentes»; se encorva el cuerpo mientraslos labios hablan «del espíritu de humildad y delcorazón contrito con que queremos que el Señornos reciba en su presencia»; se lavan las manos enseñal de purificación, y no hay rito ni palabra queno sea incentivo del amor, acicate de la esperanza,gemido de penitencia, lazo de fraternidad, desper-tador del deseo, soplo de divinas llamas y hálitopurificador. Y, ante todo, la gran idea teológica:acaba de ofrecerse el Sacrificio, hay una Víctimaexpiatoria de los pecados, se han borrado las dis-tancias entre el cielo y la tierra, y puede ya anu-darse el abrazo entre la criatura y el Creador.

«¡Oh, prodigio inaudito! El siervo pobre y hu-milde come a su Señor!» Así cantamos en la fiestadel Corpus con palabras de Santo Tomás. Y suce-de aquí un extraño metabolismo: cuando asimila-mos el alimento corporal, lo convertimos en nues-tra propia sustancia; Cristo, en cambio, se haceComida nuestra para transformarnos en Él. Quie-re ser el Principio de toda la actividad interior denuestra alma; y todo aquel que se entrega dócil-

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mente a su impulso acaba por transformarse enÉl; y entonces podrá decir, como San Pablo: «Vi-vo yo, mas no yo; es Cristo quien vive en mí.» Yeste prodigio se realiza eminentemente por mediode la sagrada Comunión.

He aquí un aspecto sublime, que hace de esteacto de la Comunión uno de los momentos esencia-les de la Misa. Dios viene a nuestras almas y vienepara comunicarles su propia vida. Miramos con en-vidia al anciano Simeón porque durante unos mo-mentos tuvo al Niño Jesús en sus brazos, y noso-tros le podemos estrechar con los nuestros siempreque queramos abrirle las puertas de nuestro cora-zón. Nos estremeceríamos de gozo si pudiésemos,como el discípulo amado, recostar nuestra cabezaen el pecho del Señor, y no nos damos cuenta deque podemos gozar de una felicidad todavía másgrande con sólo acercarnos a participar de la mesadel altar, donde no solamente le abrazamos, sinoque le comemos, nos unimos con Él por la uniónmás estrecha que puede haber en este mundo, me-tiéndole dentro de nuestras entrañas, encerrándole

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en nuestro pecho. Comer, comulgar con la Divini-dad por medio del alimento que se le ha ofrecido,eso era algo esencial del sacrificio antiguo, y estambién algo esencial de nuestro sacrificio. «Cris-to —dice Dom Columba Marmión— se quedó ennuestros altares no solamente para que le adore-mos y le ofrezcamos en satisfacción infinita, sinotambién para que le comamos, porque es la Vidadel alma, y para que comiéndole tengamos la vidade la gracia en este mundo y la vida de la glo-ria en el otro.» Por eso, los padres del Concilio deTrento, en su sesión XIII, formularon este deseo:«El Sagrado Sínodo desearía que los fieles presen-tes en cada Misa comulgasen, no sólo espiritual,sino sacramentalmente, para que les pudiera sercomunicado un fruto más abundante de este santoSacrificio.» Por eso, en los primeros tiempos de laIglesia, todo el que asistía a la Misa recibía la Co-munión, y el no recibirla era estar excomulgado.Sólo así se imita de una manera adecuada, sólo asíse reproduce en su plenitud el acto sagrado de laúltima Cena, donde todos comieron el mismo Pan

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y bebieron el mismo Cáliz, según el mandato deCristo: Bibite ex eo omnes.

Preparación

Esto nos hace recordar aquellas palabras deSan León el Grande: «Reconoce, oh cristiano, tudignidad», esa dignidad a la cual te ha llamadoCristo al sentarte a su Mesa, al hospedarse en tualma, al comunicarte su propia Vida; pero tambiénnos hace estremecernos de espanto con el pensa-miento de nuestra indignidad, de las imperfeccio-nes que manchan nuestra vida, de la pobreza denuestra fe y de la tibieza de nuestro amor. Sinembargo, para que estas consideraciones no nosdetengan, debemos tener presente que, como de-cía Pío X exhortando a la Comunión frecuente,las únicas disposiciones requeridas son el estadode gracia y la recta intención de recibir los frutosdel Sacramento.

Esto supuesto, la mejor preparación para sacarde la Comunión los frutos debidos es la asistencia

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a la Misa, donde todo está ordenado para prepararlos caminos del que va a venir, donde la confesióninicial purifica, el Introito alienta, el Kyrie des-pierta la generosidad del Señor, el Gloria levantalos vuelos del alma, la Colecta ilumina y fortale-ce, las lecturas excitan las ansias y despiertan losdeseos, los cantos hacen crecer las alas del cora-zón, las ofrendas descorren el velo del misterio, laoración eucarística nos hace sentirnos sumergidosen Cristo, la Consagración nos lo pone delante denosotros, lleno de gracia y de verdad, y llega, alfin, la preparación próxima, el rezo del Padrenues-tro, que en este momento tiene su sentido pleno, laceremonia del ósculo de la paz, por la cual cumpli-mos un precepto de Cristo en relación con nuestroshermanos, la evocación del Cordero de Dios, quequita los pecados del mundo; la exclamación delcenturión, que nos enseña cuál debe ser nuestraactitud ante la dignación del que llega, y, final-mente, las tres últimas oraciones: la que pide eldon de la paz, fruto de la llegada de Cristo al gru-po de sus discípulos; la que pide que la unión que

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va a ser sellada dentro de unos momentos no serompa jamás, y la que pide que el alimento sa-grado no sea motivo de juicio y de condenación,sino que sirva para defensa del alma y del cuerpoy medicina de la eternidad.

Después de todo esto tendremos que decir to-davía: «Señor, yo no soy digno...» Y el recuerdodel que se presentó en el banquete del Evange-lio sin el vestido nupcial podría hacernos retroce-der. «Señor —rezaba David—, si observáis nues-tras iniquidades, ¿quién se atrevería a compareceren vuestra presencia?» Este pensamiento acobar-daba también a los santos; pero recordaban queJesús es manso y humilde de corazón, que es elPan de vida para las almas yertas, que no son lossanos los que necesitan del médico, sino los enfer-mos.

En su Heraldo del Amor divino, deliciosa fuentepara las almas sedientas de vida interior, reprodu-ce Santa Gertrudis este soliloquio, que tuvo unamañana antes de acercarse a comulgar: «¡Oh Se-ñor! Te llama mi alma, y ¿cómo has de dignarte

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venir a ella sin que esté adornada con los méritosindispensables a los que te quieren recibir?»

La gran mística benedictina empezó a entriste-cerse, acongojada por su indignidad. Pero fue sóloun instante, un ligero movimiento, porque la nubede la desconfianza fue aventada y desvanecida porel soplo poderoso del amor, que dilató su alma y lainundó de alegría y la hizo exclamar: «Pero... ¿dequé me valdría esperar? Aunque emplease miles ymiles de años en prepararme, nunca estaría bas-tante preparada, porque, en verdad, nada hay enmí que pueda garantizarme la conveniencia de misdisposiciones. Por consiguiente, voy a buscar a miDios, voy a dirigirme al altar. Iré llena de humil-dad y de fe; y luego que mi Señor me divise a lolejos, se sentirá obligado por su amor a enviarmelos bienes que me son necesarios para hospedarlecomo yo deseo y a Él conviene.»

Y Cristo le dio la razón. «Cuanto más indignode los favores del cielo —le decía una vez— fueraaquel hacia el cual el Verbo de Dios amorosamentese inclina, tanto más triunfante es el cántico con

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que las criaturas alaban la misericordia del Señor.»Y la humilde monja objetaba: «No obstante, el quea la vista de su miseria se aparta por temor delalimento de vuestro Cuerpo purísimo, da muestrasde profundo respeto al Sacramento en que estáispresente...»

«Hija mía —contestó el Señor—, el que me re-cibe con la intención que te dije, y que es el deseode mi gloria, nunca podrá faltar a la reverencia queme es debida.» Y añadió: «Toda mi delicia es estarcon los hijos de los hombres, y por ello instituí es-te Memorial de mi Amor, para que me recuerdeny no se aparten de Mí. Y he prometido estar ba-jo las frágiles apariencias del Sacramento, junto amis fieles, hasta la consumación de los siglos. Portanto, quienquiera que aleje de la Eucaristía a unalma en estado de gracia, paraliza, o por lo menossuspende, la felicidad que Yo habría saboreado eneste corazón puro.»

«¡Señor, yo no soy digno!...» Es el grito de lahumildad, de la humildad que se desconoce a símisma, de la que no es sólo un ceremonioso con-

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junto de gestos y palabras, y que muchas veces noes más que un fantasma de humildad, de la hu-mildad auténtica, sólida, noble, delicada, del quesabe que el último lugar es el suyo. Si has dichoasí el Domine, non sum dignus, no temas; avanzay come.

Cáliz de Santo Domingode Silos (siglo XI).

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CAPÍTULO XL

ACCIÓN DE GRACIAS

Cuando los apóstoles vieron que el Maestro,terminada su misión en la tierra, se perdía entrelas nubes del cielo, dice la Sagrada Escritura quese volvieron a Jerusalén, «llenos de gran alegría,alabando y bendiciendo al Señor». Es la actituddel cristiano al terminarse el sacrificio de la ala-banza perfecta, cuando la fe le dice que Dios estáen el fondo de su ser, sonriéndole, bendiciéndo-le, llenándole de sus dones divinos. Y estremecidode gozo, recuerda aquellas palabras de San Pablo,que de una manera tan perfecta reflejan su estadoíntimo y sobrenatural: «Cantad y alabad al Señor

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en vuestros corazones, dándole gracias sin cesar entodas las cosas, en nombre de Nuestro Señor Je-sucristo.» Acción de gracias: exaltación súbita delespíritu por el gran deseo realizado, alegría reposa-da en el tiempo por el sabio y misterioso sucedersede las cosas; aceptación confiada del orden provi-dencial; sumisión voluntaria a cuanto Dios ordenao permite; revelación en el alma e irradiación enmedio del mundo de la Vida divina, que acaba deofrecerse en alimento a todos los participantes enel Sacrificio. Empiezan a cumplirse las palabras deJesús: «El que permanece en Mí y Yo en él, éstedará fruto.»

En realidad, la acción ha terminado. Sólo que-da plegar los lienzos, purificar el cáliz y limpiar lasmanos que han tocado el Sacramento: las ablucio-nes. La purificación del cáliz viene inmediatamentedespués de la Comunión. Dos oraciones la acom-pañan. La primera dice así: «Que lo que acabamosde tomar con la boca, oh Señor, lo recojamos conmente pura, y que el don temporal sea para noso-tros remedio de eternidad.»

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Tenemos aquí una antigua colecta romana, de

Pavos reales simbólicos (relieve bizantino deSan Marcos, de Venecia).

corte clásico, parca en palabras, rica de sentido.Aunque parezca un alimento, destinado a alimen-tar el cuerpo, la Comunión tiene como finalidadfortalecer el alma, vigorizando la vida sobrenatu-ral y dándole un calor, una energía, un bienestar,

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que tienen su reflejo más allá del tiempo, en los es-pacios del trasmundo. Y ese tesoro sólo una mentepura puede conservarlo, y de este modo lo que en-tró en nosotros como alimento material produciráfrutos de eternidad.

Pero esa repercusión eterna del pan y el vinodebe llegar también a los últimos entresijos del ser.Eternidad y profundidad. De esta nueva dimensiónnos habla la oración segunda: «Que ese Cuerpo tu-yo que acabo de tomar, oh Señor, y esa Sangre queacabo de beber, se adhieran a mis entrañas...» LaComunión es la misma para todos los fieles, pe-ro a cada uno le aprovecha en la medida de susdisposiciones. Alguien pudiera buscar en ella sola-mente una emoción pasajera, y entonces el efectosería superficial, pues ya sabemos que las emocio-nes son fenómenos inconsistentes de nuestra natu-raleza, sentimientos que cambian y son aventadoscomo arena movediza, sobre la cual no se puedelevantar nada sólido y seguro. La emoción pue-de ayudarnos ciertamente en nuestras relacionescon Dios; pero si no es lícito despreciarla, tampo-

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co podemos confiar demasiado en ella. Una reli-gión puramente emocional puede desvanecerse almenor soplo: si ha de hacer frente a la tentación,y resistir a las dudas, y ascender con ímpetu deperfección, ha de fundarse sobre el terreno sólidode la inteligencia y de la voluntad; debe penetrarhasta las profundidades del ser. Esto es lo que aquípedimos: la luz de la inteligencia para percibir laVoluntad de Dios, para mirar sin temor las difi-cultades que exige su cumplimiento, y la fuerza dela voluntad para arrostrarlas. Y con esto la puri-ficación del alma por la penetración del remediodivino hasta los últimos repliegues, donde la Co-munión obra a semejanza del sol de primavera, queilumina, hermosea, purifica, fortalece, desarrolla lavida y acelera el crecimiento.

Terminadas las abluciones, el sacerdote pasa allado de la Epístola, adonde ya ha sido trasladadoel Misal, y comienza la acción de gracias, que sereduce a una antífona, seguida de una oración: laPostcomunión. En la Misa cantada, el coro se an-ticipa al celebrante: en el momento en que termina

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la Comunión, rompe a cantar la antífona que lle-va este nombre. Antiguamente era un salmo, quese cantaba durante el desfile de los fieles hacia elaltar, con un sentido ornamental más que eucoló-gico. Se parecía, por tanto, al Ofertorio, y uno yotro, estos dos cantos, nos ayudan a comprenderel movimiento de la Misa. Primero la comunidadse acerca para dar, después viene para recibir; pri-mero trae los dones del pan y el vino, en que elcristiano se simboliza a sí mismo; después vuel-ve para recibir los mismos dones cambiados en elCuerpo y la Sangre de Cristo. Dos cantos y dosprocesiones que sintetizan las dos partes de la Mi-sa: el sacrificio-oblación y el sacrificio-banquete.

El origen de este último canto es coetáneo delas otras dos antífonas de la Misa: el Ofertorio yel Introito. Comenzó a introducirse en diferentesiglesias en el curso del siglo iv, y en el siguienteaparece definitivamente admitido por la liturgia deRoma. Al principio solía cantarse el salmo 33, acausa de este verso que en él leemos, y que alude alas dulzuras de Dios con las almas: «Gustad y ved

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cuán suave es el Señor.» Al reducirse el número delos comulgantes, el salmo fue perdiendo versos; ycon el tiempo el texto cambió también, buscándo-se en él, más que una alusión al divino alimentoque se acaba de tomar, un pensamiento relaciona-do con la fiesta del día. Así sucede, por ejemplo,en la Misa de San Ignacio de Antioquía, cuya Co-munión recoge unas palabras pronunciadas por elSanto, poco antes de ser arrojado a los leones en elanfiteatro de Roma: «Trigo soy de Cristo; seré mo-lido por los dientes de las fieras para ser hecho panlimpio.» Así es también esta Comunión de la Misade Navidad: «En resplandores de santidad, antesdel lucero del alba, de mi seno te engendré.» Algu-na vez, sin embargo, la antífona de la Comuniónsigue aludiendo al acto durante el cual se canta.Lo vemos en esta del tercer domingo de Cuares-ma: «El pájaro halló morada, y la tórtola, nidodonde poner sus polluelos. ¡Tus altares, Señor delos ejércitos, Rey mío y Dios mío! Dichosos los quemoran en tu casa, pues por los siglos de los sigloste alabarán.»

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La Postcomunión

Falta todavía recoger en una oración final elpensamiento que va a quedar más fijo en el alma,en relación con la solemnidad del día, y esto lohace la Postcomunión. La Postcomunión es comola rosa que cada uno cuelga a su pecho despuésde recorrer un espléndido jardín. Ella expresa elsentimiento de gratitud por el beneficio recibido,señala el fruto que de él se debe sacar y pide la fuer-za para conservarlo vigoroso e intacto. «Te damosgracias, oh Padre —rezaban los cristianos de la eraapostólica—, por la vida y el conocimiento que noshas revelado por Jesús, tu Hijo; a Ti la gloria portodos los siglos. De la misma manera que este panque hemos roto estaba derramado por las colinas yllegó a formar una misma porción, así se junte tuIglesia, desde las extremidades del mundo, para tureino; a Ti la gloria y el poder por Jesucristo. Túhas creado todas las cosas a causa de tu Nombre;Tú has dado el alimento y la bebida a los hombrespara que gocen de ellos con agradecimiento, y a

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nosotros te has dignado darnos una bebida y unacomida espiritual, y la vida eterna por tu servidor.Ante todo, te damos gracias, porque eres Podero-so; a Ti la gloria por todos los siglos. Que la graciallegue y que este mundo pase. ¡Hosanna al Hijo deDavid! Si alguno es santo, que venga; si no lo es,que pida perdón. El Señor viene. Amén.»

Menos líricas, aunque no siempre menos inspi-radas, las postcomuniones que nos ofrece el Misalson admirables por su concisión y por su profun-didad.

Un gran pensamiento aparece con frecuenciaformulado de una manera lapidaria. Pensamos enuna medalla antigua, una áurea moneda que laIglesia pone en nuestras manos para comprar de-voción y alegría hora tras hora, hasta que llegue laComunión del día siguiente.

Por su forma, estas oraciones nos recuerdan laColecta y la Secreta: firme concisión, corte clásico,enseñanza teológica. Son romanas, naturalmente,sacadas casi siempre del Sacramentario gregorianoo del leonino, ayunas de lirismo y afectuosidades,

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ricas de doctrina. Su autor es desconocido. Anóni-mas, reflejan el sentir y el pensar del pueblo cris-tiano en cuyo nombre hablan. Cortas de palabras,prefieren dejarnos a nosotros la iniciativa en el fer-vor de nuestra devoción, y más particularmentede nuestra vida, para que no se pierda la efica-cia del Sacrificio. Rezan y enseñan y en medio deun formulismo al parecer monótono, su enseñanzaes riquísima y variadísima, y a la vez de una ín-tima belleza. Tres motivos las animan: la paz, launidad, la caridad; tres motivos que son los efec-tos producidos por el Sacramento en las almas delos comulgantes. Véase un ejemplo: «Danos que elcurso del mundo sea dirigido pacíficamente paranosotros con tu ordenación, y que tu Iglesia se ale-gre con una devoción tranquila.» Con frecuenciase alude a la pureza de vida, que debe ser otrode los frutos de la sagrada Comunión. Así, en estaPostcomunión del sexto domingo después de Epifa-nía: «Alimentados, Señor, con celestiales delicias,te pedimos que siempre apetezcamos estos dones,por los cuales realmente vivimos.» O en esta otra,

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acaso más expresiva: «Habiendo recibido el Pande los ángeles, concédenos, Señor, que vivamos deuna manera angélica y que permanezcamos en unaacción de gracias nunca interrumpida.»

Es maravillosa la riqueza que puede encontraren estas antiguas fórmulas el cristiano que tienela costumbre de usar el Misal. Tal vez al princi-pio crea encontrar una corteza de aridez aparen-te, pero no tardará en descubrir un jugo doctrinalinagotable, con el cual podrá dar a su inteligenciay a su voluntad esos anhelos generosos de reden-ción, de pureza y de amor, indicios auténticos dela devoción verdadera.

Dicha la Postcomunión, la Misa termina rápi-damente. El sacerdote vuelve al medio del altar,pronuncia el último saludo: Dominus vobiscum, yél o el diácono, en las misas solemnes, vuelto haciael pueblo, anuncia a los fieles que ha terminadola sinopsis litúrgica, y los despide con estas pala-bras: Ite, missa est («Retiraos; es la despedida»).Así hay que traducir, aunque se ha discutido mu-cho acerca de la etimología de esta palabra missa,

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equivalente, en realidad, a missio o dimissio. Detodas maneras, sabemos que era ya empleada en

Cristo dando la Comunión a los apóstoles(patena de Riha, Siria, siglo V).

tiempos remotos y que se había hecho general en elsiglo v, imitada acaso de la etiqueta imperial, puesen el palacio de Constantinopla, cuando el empe-rador daba por terminada una audiencia, el cham-

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belán se acercaba al visitante, diciéndole: Missaest («Llegó la hora de despedirse»). Y fue preci-samente esta palabra de mínima importancia laque sirvió desde muy pronto para designar toda laacción del santo Sacrificio.

La concurrencia se ha levantado, pero no saletodavía. Quiere recibir la bendición del sacerdo-te, costumbre usada ya en España durante el siglovii, que se hizo general en toda la Iglesia desdeel x. Después, una última lectura. La voz del diá-cono despidiendo al pueblo parece haber caído enel vacío. Es un pequeño contrasentido que tienesu razón de ser, y que nos recuerda la devociónque en la Edad Media se tenía a esa página fulgu-rante con que comienza el Evangelio de San Juan,a esas palabras sublimes que presentan a nuestraconsideración el misterio insondable de la eternageneración del Verbo y el hecho adorable de suaparición en el mundo: «En el principio era el Ver-bo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios...Era la verdadera luz que ilumina a todo hombreque viene a este mundo... Y el Verbo se hizo carne

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y habitó entre nosotros.»Los fieles no se cansaban de saborear el relato

de la gran revelación, contenida en estas palabrasde grandeza sobrehumana, que por otra parte de-bían tener un poder maravilloso para ahuyentar alos espíritus maléficos y defender al hombre con-tra cualquier peligro corporal. Encontradas por elEvangelista en lo más sublime de los cielos, la tie-rra podía ver en ellas un exorcismo incontrastable,una protección divina contra todas las potenciasdel mal. Ante ellas temblaba Satán, perdía el rayosu virulencia, huían las tempestades, se amortigua-ban las dolencias y se desvanecían las tinieblas delalma y las melancolías del corazón. Al terminarla Misa, mientras la mayor parte salía del templo,los más piadosos o los más desgraciados se acerca-ban al sacerdote, la madre llevando en los brazosal pequeñuelo desganado y doliente, el guerrerobuscando defensa para la campaña que se aveci-naba, el labrador pensando en la futura cosecha...,y allí, al pie del altar o a la puerta de la sacristíael sacerdote pronunciaba las grandes palabras del

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consuelo, las que hablaban de la luz y del amor, dela gracia y de la verdad. Y de esta manera, en losúltimos tiempos de la Edad Media, el prólogo delEvangelio de San Juan quedó tan estrechamenteunido a la liturgia de la Misa, que cuando, en elsiglo xvi, Pío V hizo su reforma del Misal, impusola obligación de leerlo.

Vemos que, a pesar de los cambios y añadidu-ras que se han hecho a través de los siglos, no haydetalle que no tenga una significación clara en esteacto central del culto cristiano. A veces es difícilconocerla o comprenderla, pero existe. Los sigloshan dado, tanto a las fórmulas como a los ritos,una rigidez hierática que no tenían en sus oríge-nes. Sin embargo, esencialmente, nuestra Misa esla misma que la que oía Santa Cecilia en las ca-tacumbas de Lucila, o la que decía San Agustínen la basílica episcopal de Hipona. Muchos son losdetalles añadidos a través de los siglos; pero si SanFernando o Santo Domingo de Guzmán volviesen aaparecer en medio de nosotros, encontrarían en sumisal todas las oraciones que antaño los consola-

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ron, los llenaron de fuerza, los produjeron íntimasalegrías y los arrebataron en éxtasis de amor. Elmismo San Gregorio Magno, que vivía en el siglovi, apenas advertiría un cambio importante, ni enla primera ni en la segunda parte de la Misa.

«En la liturgia bizantina —dice el padre Alco-cer—, después que el diácono ha pronunciado lafórmula de despedida, el sacerdote, al ir a retirar-se, se vuelve hacia la imagen del Salvador que de-cora el cancel del santuario, y en breve oración lesuplica “que llene de alegría, en toda ocasión, aho-ra y siempre”, ese vaso tan frágil que los hombresllevan en el pecho y que, ¡ay!, está de ordinariotan vacío.» Hay en esta súplica algo de aprensión,una adivinación de zozobras, un presentimiento denostalgia. Y, veladamente, hay también una adver-tencia. Es como si en el momento en que todos losreunidos van a derramarse por las plazas del mun-do, donde la vida no es siempre blanda ni generosa,al ver el sacerdote cómo los fieles vuelven presuro-sos a la inútil labor de escarbar pozos en la arena,les recordará, para las horas de tristeza, que allí,

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en el altar, mana perennemente, a flor de deseo,la verdadera fuente de aguas vivas. Un significa-do análogo tienen en el rito latino las palabras dela última bendición: «Que nos bendiga a todos elDios omnipotente Padre, Hijo y Espíritu Santo.»

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CAPÍTULO XLI

LA BELLEZA DE LOS GESTOS

Rápidamente, sin cargar excesivamente las pá-ginas con lastre de datos históricos, y tratando deiluminar el camino que nos lleva a las recámarasde la verdad teológica, hemos ido desplegando alos ojos de nuestros lectores esa tela maravillosaque la santa Iglesia ha bordado a través de los si-glos para engastar en ella el divino joyel con que laenriqueció su Esposo, la ofrenda soberana de susaltares. Todo allí es arte y doctrina, variedad y ri-queza, idea y sentimiento, instrucción y consuelo.Los ojos se deleitan, la imaginación se enriquece, elespíritu se ilumina, la carne se rejuvenece, el alma

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cura de sus flaquezas y terrores y el hombre todosacia sus apetitos de grandeza y endiosamiento. Elparaíso queda como condensado en una palabra, lapalabra de la Consagración; pero junto a la gloriadel paraíso celeste, derraman su poesía todos losjardines de la tierra. Nada más íntimo y más suave,nada más divino y más humano, nada que tan vi-vamente despierte nuestro amor y que infunda ennuestros corazones un anhelo tan hondo de ado-ración y respeto. «El espíritu de adoración y deplegaria —dice el cardenal Gomá— no puede sermás amplio ni más profundo.»

Todo se concentra en torno al misterio del al-tar: la historia y la doctrina, el símbolo y la reali-dad, el cielo y la tierra, lo eterno y lo temporal.Ninguna cosa tan escondida ni tan lejana que laIglesia no la tenga presente al rezar esa magníficaoración eucarística, al ofrecer su tremendo sacrifi-cio. Piensa en la gloria de Dios, en la Pasión deCristo, en el amor operante del Espíritu Santo;pide a los cielos los ecos de los cantos angélicos;recoge todas las formas de belleza que han brota-

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do en la tierra, para envolver en ellas su homenajeal Creador; desciende misteriosamente a las pro-

Cáliz famoso de Antioquia (siglo IV).

fundidades del purgatorio; reclama en su ayuda losméritos de los santos; aviva, despierta, purifica y

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recoge todos los anhelos de perdón, de virtud, depaz y de heroísmo que pueden surgir en el corazónde los hombres, y, apoyándose en la bella doctrinade la comunión de los santos, extiende por todoslos mundos donde se encuentran sus hijos una redinvisible y misteriosa, a través de la cual se trans-miten las gracias, las alegrías, los perdones, los re-cuerdos, las alabanzas, las luces, los consuelos; enuna palabra, la vida divina que brota del altar.

Valor del gesto

Es el esplendor de la verdad en que veía Pla-tón la esencia íntima de la belleza. La armonía sehermana milagrosamente con la variedad, la subli-midad va de la mano con la intimidad más ama-ble. Una verdad divina ha engendrado una bellezasublime, propia para conmover al hombre, paratransformarle, para levantarle, para unirle a Dios.Veinte siglos hace que viene prodigándole sus te-soros, deleitándole, instruyéndole, santificándole, ysu virtualidad es la misma que el primer día. To-

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do en ella habla, todo tiene su sentido íntimo y surazón de ser. Lo tienen hasta los ritos mudos, quela distancia de los siglos parece haber revestido deuna gravedad esotérica, privándolos de su frescuraprimitiva. En realidad, no son más que el lenguajemás espontáneo del gesto, que aparece dondequie-ra que hay una emoción hondamente sentida, yque se junta a la palabra para hacer una impre-sión más viva en el oyente. La Liturgia, que hablaa las muchedumbres, no ha querido despreciar es-te poderoso elemento de la elocuencia popular; hausado de él como ha usado de los símbolos.

Variedad y significado

El aire de convencionalismo y de mecanicismoque la costumbre ha dado a ciertas ceremonias nosimpide ver todo el valor que tiene este lenguaje delas actitudes y los movimientos del cuerpo, de lasmanos o del rostro. Las fórmulas más expresivas,los ritos más importantes, van acompañados deun gesto que sirve para subrayarlos y valorizarlos.

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Cuando, al principio de la Misa, el sacerdote sedetiene ante las gradas del altar, inclinándose pro-fundamente, es que el sentimiento de la penitenciale induce a confesar sus pecados; cuando, antes derezar la Colecta, se dirige hacia el pueblo y extien-de los brazos, es que quiere recoger su atenciónpara que rece con él; cuando traza la señal de lacruz, signo de bendición, sobre el incienso, es por-que con sus palabras pide al Señor que fecunde subendición desde el cielo, y cuando, poco después,levanta el incensario hacia el altar, el movimientode la diestra no es más que la traducción dramáti-ca de lo que dice la boca: «Que este incienso subahacia Ti, oh Señor.»

Una y otra vez hace el signo de la cruz sobre símismo, sobre el vino, sobre el pan. Es el gesto máselocuente, el más frecuente y el más popular de laLiturgia; gesto de santificación, de purificación, deconsagración a Dios, que, al decir de Tertuliano,los discípulos de Jesús repetían ya, desde los pri-meros siglos, casi a cada momento, al levantarse,al vestirse, al salir de las casas, al entrar, al diri-

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girse al baño, al sentarse a la mesa, al encender laluz. «Con el signo de la cruz —dice San Agustín—se consagra el Cuerpo del Señor, se santifican lasfuentes bautismales, son iniciados los sacerdotesy demás ministros del altar; toda santificación yconsagración se realiza por este signo de la cruz,con la invocación del nombre de Cristo.»

Los colores mismos tienen su significación pre-cisa: el negro habla de dolor; el violáceo invita ala penitencia; el rojo designa la sangre de los már-tires; el blanco es signo de la pureza y la alegría,y el verde nos recuerda el florecimiento de la vidadivina y la esperanza de la inmortalidad. Y si losvestidos sacerdotales no son más que una transfor-mación de la vieja indumentaria romana, tambiéna ellos alcanza el simbolismo, considerándolos co-mo recuerdos de la Pasión de Cristo o como figurasde las virtudes cristianas, que debe llevar el sacer-dote al altar.

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La oración del gesto

Así entendidos, todos los detalles de la litur-gia de la Misa se convierten en una oración. Loque nos parecía a primera vista una pura mecáni-ca, se nos presenta rebosante de vida y de belle-za, y nos convencemos de que, aun desde el puntode vista puramente humano, la Misa es una obramaestra de poesía y de pensamiento, una crea-ción maravillosa, mitad lírica y mitad dramática;el espectáculo más emocionante para nuestro co-razón, más instructivo para nuestra inteligencia ymás sorprendente para nuestros sentidos. Los mis-mos textos, aun desprovistos del aparato exterior—majestad arquitectónica, elegancia del ropaje,ritmos del canto, acordes del órgano, gracia de losmovimientos, conjunto decorativo— tienen tan ex-traordinario hechizo, que ante ellos vacilaban losentusiasmos paganos del impío Renán: «He aquí—dice en la Oración de la Acrópolis— que, cuan-do recuerdo aquellas fórmulas —las que arrullaronlos años de mi infancia cristiana—, mi corazón se

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derrite y me hago casi un apóstata. Tú no pue-des figurarte —añadía, dirigiéndose a la diosa delpaganismo— el encanto que la magia de esos bár-baros ha puesto en sus versos y cómo me cuesta,al pensar en ellos, seguir la razón desnuda.»

Ya en el siglo ii, con su mirada de pensador,Tertuliano describía este aspecto estético de la re-ligión de Cristo, cuando, dirigiéndose a sus corre-ligionarios, les decía, para apartarlos de los juegosdel circo: «Tenéis espectáculos santos, perpetuos,gratuitos. Buscad en ellos las diversiones que otrosencuentran en el anfiteatro, mirad el correr de lossiglos, medid los espacios, contemplad al que tocala última meta, defended las sociedades de las igle-sias, resucitad al signo de Dios, levantaos a la vozdel ángel, glorificad la palma del martirio. Si amáislos juegos escénicos, tenemos también literatura,tenemos poesía, sentencias, salmos y canciones. Nohay fábulas, ciertamente, pero hay realidades; nohay estrofas, sino palabras sencillas.»

Lo mismo podemos decir nosotros y con ma-yores motivos, porque el culto se ha embellecido,

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se ha ampliado, se ha enriquecido con lo mejorde todas las artes. ¿Qué son los dramas más estu-pendos que diariamente se representan en nuestrosteatros, comparados con el drama divino que sedesarrolla en el altar? Un drama en el cual se en-cierra toda la historia humana: el pecado del hom-bre, Dios irritado sobre el mundo, el dolor del almaarrepentida, el sacrificio propiciatorio que aplacala cólera divina, y el hombre que, unido nuevamen-te a Dios, recobra la realeza perdida. Es cierto quenuestras miradas nunca deben detenerse en la be-lleza pura; pero esa misma belleza es un testimoniode la verdad: Pulchrum splendor veri.

El verdadero milagro

La belleza es el esplendor de la verdad. Esto serealiza de una manera perfecta en la Misa. La be-lleza le viene de la conjunción de todos los elemen-tos creadores de hermosura que han inventado loshombres; la verdad le viene de la institución mis-ma de Dios. No podría darse un acto más sublime,

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que más consuele al hombre, que más le ennoblez-ca, que más le divinice. Vamos a Misa para doscosas: para dar gloria a Dios por medio de Cristoy para santificarnos por medio de la unión cada vezmás estrecha con Dios. Esa gloria que a Dios se daen el Sacrificio va acompañada de un ofrecimientoque hace el adorador, el sacrificador, de cuanto esy cuanto tiene. Ahora bien: ese ofrecimiento tieneen la Misa una dimensión prodigiosa.

Son muchos los cristianos que cada mañana ha-cen a Dios el ofrecimiento de obras, incluyendo enél los pensamientos de su inteligencia, las palabrasde su boca, los anhelos de su voluntad, sus pasos,sus miradas, sus tareas, todas sus acciones. Es és-ta una hermosa costumbre que los maestros de lavida espiritual no se cansan de recomendar; perohay en ella ciertas deficiencias que la limitan, qui-tándole grandiosidad y merecimiento. Es una cosaprivada y puramente interna, un acto individualque pudiera realizar cualquier hombre, aunque nofuese católico.

Supongamos ahora que una gran multitud de

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individuos, acostumbrados a hacer este acto, sereúnen para hacerlo en común; supongamos queuna buena mañana se reúnen en un campo espa-cioso, en una plaza, en un estadio, y que cuando elsol aparece en el horizonte, hacen juntos y en altavoz ese ofrecimiento. ¡Qué grandeza no tendrá en-tonces esa oración! ¡Cuánto más grata será a Dios!Es la magnificencia de un acto exterior y público;es la palpitación de un millar de corazones unidospara ofrecer su vida al Dios que les da la vida; unofrecimiento solemne con que el Creador es másaltamente glorificado que con una simple oraciónindividual o un afecto interior. Y, no obstante, si-gue siendo un acto puramente humano. ¿Quién di-ce a esa multitud que Dios acepta su ofrenda, tanmanchada de imperfecciones y pecados? ¿No hayacaso un abismo infinito entre ella y la perfecciónincreada?

Hagamos una suposición más. Imaginemos que,por un milagro, Dios se hace hombre y vive en me-dio de los hombres; que se reúne con ellos en esamañana radiante, actuando de mediador, hacien-

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do de la oración de los hombres su propia oración;que en sus palabras y en los anhelos de su corazónreúne todo el amor de los hombres y sus anhelos,y su honor y su devoción, y su obediencia y suspropósitos, y sus esperanzas y sus tristezas, y susresoluciones, su memoria y su inteligencia, su fe ysu perdón y su reverencia; supongamos que Él seconvierte para ellos en sacerdote y ellos en pueblosuyo, y que juntos ofrecen a Dios todas estas co-sas; más todavía: imaginémonos que Él los ofrece aellos mismos en unión, con una tremenda y glorio-sa ofrenda que Él hizo de Sí mismo una vez sobreuna cruz, una ofrenda sacrificial que salvó a esepueblo de la muerte y le sublimó a las regiones deuna vida sin fin. Esta sería la oración perfecta: unaoración común, pública, externa; y una oración so-bre todo divina, en que se tiene la seguridad de quese ha colmado el abismo que existía entre el cieloy la tierra.

Todas estas condiciones se cumplen en el sacri-ficio de la Misa, en ese ofrecimiento de cada maña-na que reúne en torno a Cristo, Sacerdote eterno,

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no un grupo más o menos numeroso, sino la mu-chedumbre toda de vidas humanas que alientan enla tierra. Por él se ofrece al Padre el homenaje detodos los siglos, desde el momento en que Él vinoa iluminar con su presencia nuestra pobre tierra.

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NOTAS BIO-BIBLIOGRÁFICASSOBRE

FRAY JUSTO PÉREZ DE URBEL

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FRAY JUSTO PÉREZ DE URBEL, O. S. B.ESTUDIO BIO-BIBLIOGRÁFICO

PORMIGUEL CASTAÑER, PBRO., OBLATO DE SILOS

(ANTONIO MAYOL DE ROMANÍ)

I. LA CUNA

Fray Justo viene del Norte: del Valle de Pas, aunquepara hablar con toda precisión, si su señor padre era deese Valle, él nació en Pedrosa de Río Urbel, Ayunta-miento de la provincia de Burgos, en 1895.

Precisamente, por acuerdo unánime del Ayunta-miento de la Villa, se rindió, el 20 de octubre de 1946,a fray Justo un merecido homenaje en su pueblo natal,que la humildad y la ninguna apetencia de honores delejemplar benedictino no pudieron impedir. Honraron lafiesta representantes de los excelentísimos señores mi-nistros de Educación Nacional y del Aire; el reverendísi-mo padre Abad de Silos; los señores gobernador, alcal-de y presidente de la Diputación, de Burgos; la señoritaPilar Primo de Rivera, y en la iglesia parroquial ocupósitial de honor la anciana madre del homenajeado, do-

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548 BIBLIOGRAFÍA

ña Francisca Santiago. El cura párroco del pueblo, donLeón Vicario —alma del homenaje—, pronunció un dis-curso desde el balcón de la casa en que nació el padreUrbel; luego se procedió a la dedicación de una calle ydescubrimiento de una lápida en la Escuela municipal,con esta inscripción:

«Bien haya este lugar, que al dulce idiomade mis padres me dio el amor primero,para con él servir a Dios y a Españay hacer ilustre el nombre de mi pueblo.»

Fray Justo Pérez de Urbel.

Este doble origen nos explica el enigma de aquellosversos estampados al frente de un libro suyo:

Mi alma: a veces la veocual moneda que en armario,luciente de su museoguarda piadoso anticuario.

El anverso una figurade guerrero en brava lid,con escudo y armaduracual nuestro señor el Cid.

Al reverso: un montañés

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BIBLIOGRAFÍA 549

a su solana asomado,un verde prado a los pies,vacas pintas en el prado, etc.

El Valle de Pas, recluso en las entrañas de la geogra-fía cántabra, valle de pasturajes e invernales, de breñasy bosques, permanece limpio de contaminaciones; con-serva su virginidad huraña y su montaracía intacta. Lavida se simplifica hasta adquirir formas elementales yhechizo de rusticidad primitiva. Fray Justo ha cantadola vida y las costumbres del Valle de Pas en un Cancio-nero Pasiego (Silos, 1933), a que hace un momento noshemos referido, que es una joya, y evoca, a lo Pereda,los paisajes, los días y las obras del país de sus abuelos.

«Un aire bonancible de predestinación —escribe elpadre Félix García (1)—, le llevó a anclar la nave desu alma en el Monasterio de Silos, esa gran ensenada,abierta como un paréntesis de recogimiento en la para-mera castellana.»

«¡Oh, bello claustro de Silos! Yo lo conozco desdemi infancia —escribe Fray Justo (2)—; viejo maestro,

(1) Religión y Cultura. Abril, 1934.—A través de almas ylibros (Barcelona, 1935).

(2) Semblanzas benedictinas. T. III.

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550 BIBLIOGRAFÍA

¡cuántas cosas me ha enseñado! Dios me transportó a élcomo una madre que coge en brazos a su niño dormidoy de una cuna le traslada a otra cuna; yo me sentí tanbien en la mía, que no puedo creer que haya lecho másmullido en el mundo.»

Silos conserva su pasado, protegido por la sombrade Santo Domingo. Es un pasado largo y glorioso. An-tiguas tradiciones aseguran que existía desde el tiempode los primeros Reyes Católicos de Toledo, y que unode ellos fue su fundador. Luego vienen los tiempos deldominio feudal de la Abadía hasta que termina la EdadMedia, que llenó el Monasterio de magnificencias artís-ticas. Después empieza una era de recogimiento, mássilenciosa, más monástica, hasta que llega la guerra dela Independencia y luego la exclaustración de 1835. Du-rante cuarenta años los claustros permanecen desiertos.La vida parecía extinguida para siempre; hasta que en1880 los monjes de Solesmes inician una nueva restau-ración (1).

(1) Vide: El Real Monasterio de Santo Domingo de Si-los.—P. Luciano Serrano, O. S. B. (Burgos).

Los benedictinos españoles en el siglo XIX.—Lázaro Seco (Burgos, 1931).

El Monasterio de Silos.—S. Magariños (Ma-

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BIBLIOGRAFÍA 551

Después de trece siglos, la gran Abadía sigue enpie, oculta en su estrecho valle que parece replegarsecon pertinacia para huir de los ruidos mundanos. Laseparan de Burgos 57 kilómetros.

«El paisaje es hosco y fuerte —escribe fray Justo enel prólogo al Claustro de Silos—, un paisaje que bruñeel alma y la invita a reconcentrarse. Un río pequeñocruza el estrecho valle. A uno y otro lado, montes al-tísimos, montes grises, cárdenos, rocosos, desnudos, ocubiertos, a lo más, de menudos esquenos, de enebrosraquíticos, o de alguna añosa encina, que se agarra obs-tinada a las peñas. Sin embargo, entre los lanchares,crecen hierbas muy finas, casi microscópicas, y de susjugos sacan las abejas la miel más exquisita de España.Esto es un presagio. Bajo la corteza negra y amarga seesconden dulzuras de mieles. El fenómeno del paisajese repite en el Monasterio.

»Los que han vivido largo tiempo en esos claustros,y los han atravesado todos los días para ir a Maitines,cuando las sombras se cobijan todavía bajo sus arca-das, y han meditado envueltos en la atmósíera de su

drid).Monasterios de España.—S. de Robles (Barce-

lona, 1934).

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552 BIBLIOGRAFÍA

místico silencio, saben que de esos capiteles y de esasesculturas se desprende algo más puro y sutil que elmás alto placer artístico, algo que se mete en el almadeleitosamente, y la nutre de confianza y de dulzura, yla alegra y la ilumina y la llena de valor.»

II. INICIACIÓN EN LA VIDA RELIGIOSAY LITERARIA

El padre Urbel abrazó la vida benedictina en 1911,emitiendo los votos religiosos el 8 de diciembre de 1912,y en 1918 recibió la ordenación sacerdotal.

Siendo aún estudiante de teología, se le confió laformación intelectual de la juventud silense; desde 1915hasta 1925 fue, sucesivamente, profesor del curso supe-rior de humanidades, filosofía, apologética, patrística ehistoria eclesiástica. Estos mismos años los dedicó a suformación intelectual, que es tan extensa como profun-da.

En poco tiempo llegó a leer corrientemente el inglés,alemán, árabe y hebreo y otros idiomas modernos.

Respondiendo hace poco a una encuesta que le pro-puso La Estafeta Literaria, redactada en estos térmi-nos: «¿Cómo, cuándo y por qué comenzó a dedicarse a

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BIBLIOGRAFÍA 553

la literatura?», decía el padre Urbel:«¿Cuándo? Cuando pude. En el claustro ha sido

siempre mal mirado dedicarse a escribir mientras se es-tudian las Humanidades, la Filosofía y la Teología. Elque no ha terminado la carrera, no tiene nada que decir.No obstante, siendo pequeño todavía, parecíame que lamayor alegría de este mundo debía ser escribir un libroque mereciese la alabanza de todos; y ya entonces, alos doce o catorce años, me apenaba ver que no acer-taba a hacer versos latinos y castellanos como algunode mis compañeros. Al terminar la carrera sacerdotal—veinticuatro años—, cogí la pluma y no he vuelto adejarla todavía.

»¿Cómo? Como Dios me dio a entender. No meguió nadie, ni me ayudó nadie. Un curso superficial deRetórica que hice no me había servido para nada. Ha-cía versos imitando lo que leía. Al principio, siguiendoa Zorrilla y Bécquer. Cuando conocí a Machado y Ru-bén Darío, cambió completamente mi concepto de lapoesía, y por una especie de pudor, empecé a hacermenos versos y me dediqué a la Historia, poéticamenteentendida.

»¿Por qué? Porque había que llenar las siete horasque en los monasterios benedictinos deben dedicarse altrabajo; porque había que embellecer la vida; porque

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era necesario obedecer a los superiores y a los editores;porque la pluma me parecía el instrumento que Diosponía a mi disposición para servir a mis tres grandesamores: la Iglesia, la Orden y la Patria; y, sobre todo,porque me salía de dentro.»

Hacia 1918 hizo sus primeros ensayos como escri-tor en el Boletín de Santo Domingo de Silos, fundadoen 1898 por los hermanos don Eduardo y don Francis-co Buchot, y poco después en la Revista Eclesiástica,órgano del Clero español, adquirido por la Comunidadsilense en 1907, de la que ha sido el principal redac-tor durante largos años. Desde el primer momento semostró como un escritor correcto, lleno de amenidad yde ciencia. Los centenares de libros por él reseñados lehan puesto en contacto directo con los mejores autoresnacionales y extranjeros. En sus críticas literarias, elpadre Urbel ha tenido ocasión de manifestar las múlti-ples facetas de su espíritu.

También sus Amenidades catequísticas constituyenun completo y hermosísimo florilegio del sentir de losgrandes pensadores acerca de los problemas de la reli-gión y de la vida.

Sus artículos literarios han culminado en semblan-zas como los de Osio, San Efrén, San Jerónimo, SanBenito, Belarmino, fray Luis de León, Arias Montano,

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Manjón, etc., con las que podría formarse un volumende estas grandes figuras de la Iglesia semejante a suscélebres Semblanzas benedictinas.

En el Boletín de la Academia de la Historia hapublicado diversos trabajos acerca de problemas histó-ricos. Ha colaborado en la revista francesa Christ-Roiy en el Dictionaire d’Histoire et Géographie Ecclesias-tique (París). Colaboró en El Debate, con notables ar-tículos litúrgicos y hagiográficos, y en La Época, ensu «Hoja Literaria del Domingo», donde ha publicadomultitud de artículos de crítica, llenos de erudición yamenidad, al lado de otros de carácter histórico.

Son innumerables las revistas y periódicos dondehan aparecido trabajos suyos, en prosa y en verso, dehistoria, de literatura, de arte, de liturgia y de investi-gación.

Desde 1938, el padre Urbel, obedeciendo a las ór-denes de sus superiores y a la insinuación del Gobiernodel general Franco, se encarga de la Dirección de las re-vistas infantiles Flechas y Pelayos y Maravillas, donde,entre otros trabajos, ha publicado una serie de biogra-fías que llevan el título de «Héroes de la Patria».

Orador y conferenciante eminente, ha dado diversasseries de conferencias litúrgicas en Bilbao (1929, 1930,1931, 1932), en Gibraltar (1930), en Madrid (1930), pu-

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blicadas en la colección La predicación contemporánea(Madrid, 1932); en la Sorbona de París (1934 y 1935),en Grenoble (1935), en Portugal (1939), en Palma deMallorca (1941), etc.

Durante la guerra de la Cruzada, el padre Urbelostentaba la estrella de alférez, por sus trabajos en prodel Movimiento y por su acendrado patriotismo. Des-de entonces es asesor religioso nacional de la FalangeFemenina y ostenta los cargos de procurador en Cortesy consejero nacional de Falange, puesto en los que suinfluencia y su prestigio han obtenido la concordia y laarmonía entre los distintos pareceres en materias queafectaban más o menos a las prerrogativas de la Iglesiay al bien de la Religión.

El padre Urbel es, desde el año 1935, académicode Ciencias Morales y Políticas, y es también miembrodel Consejo Superior de Investigaciones Científicas enel Instituto Jerónimo Zurita, y posee, entre otras con-decoraciones, la Encomienda de Isabel la Católica y laGran Cruz de Alfonso el Sabio.

Y en el Monasterio es el monje que desahoga elmisticismo de su alma en el cultivo de la música grego-riana. En medio de su ir y venir de conferenciante y dehombre de acción, no puede olvidar los años de Silos, enque era el segundo cantor de esas divinas melodías, uno

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de los más ricos legados de la Edad Media, y que hacenaflorar a los labios las profundas reacciones de nuestroespíritu ante los motivos religiosos, en el transcurso dela corona de festividades que nos depara la benignidaddel Señor durante el año.

III. OPERA OMNIA Y SU CRÍTICA

Fray Justo Pérez de Urbel es uno de los escritoresespañoles contemporáneos más leídos. Sus maravillo-sas cualidades de narrador; sus versos impregnados delambiente del Monasterio; sus obras de erudición y susartículos de investigación y crítica, de resonancia euro-pea; sus divulgaciones hagiográficas en libros y perió-dicos, han hallado un amplio eco en distintas clases delectores, como iremos viendo en las notas bibliográfi-cas que a continuación ordenaremos, subdividiendo suproducción por materias y ordenándola por años.

a) Poesía

Fray Justo es radicalmente poeta. Comenzó a pu-blicar versos en el ya citado Boletín de Santo Domingo

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de Silos. En 1921 llamó poderosamente la atención suromance El Cid en Silos; pero la poesía que le ha con-sagrado como verdadero poeta es la titulada El ciprésdel claustro, publicada primero en A B C y que ha re-corrido toda España y América en diversas ediciones.«Es una joya lírica que pasará a las antologías», ha di-cho Félix García; y este anuncio se ha cumplido. Lassencillas emociones de la vida claustral están reflejadasen su primer libro de poesía In terra pax (Silos, 1929),en versos cristalinos, de una gran fuerza musical. «Estepoeta —dice un crítico— posee el sentido moderno delverso; sus imágenes, vivas y transparentes, son floresfrescas en altares centenarios.» Últimamente (1947) seha publicado la cuarta edición.

En 1932 salió a luz en Burgos el segundo libro deversos de fray Justo El Salterio de la Virgen (segundaedición, dirigida por A. Mayol de Romaní. Palma deMallorca, 1942). Al fin de la obra, como apéndice, esdonde publicamos el estudio bibliográfico completo, has-ta la fecha, de las obras del padre Pérez de Urbel, quenos ha servido para la composición del presente, aunquenotablemente reformado. En el Salterio de la Virgen,el padre Urbel canta los gozos y dolores de Nuestra Se-ñora en versos muy inspirados y devotos que suenan asalmodia litúrgica y a requiebro de enamorado.

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El Cancionero Pasiego (Santo Domingo de Silos,1933) es la ofrenda lírica del poeta a su valle natal. Lascostumbres patriarcales, el ambiente, el paisaje de esereducto montañés estaban vistos con pupila fiel y refle-jados con sugestiva gracia. La joya del volumen —segúnel padre Félix García— es el poema Neluco, el poemanarrativo en que el autor madrigaliza los amores delprotagonista y de Rosuca sobre el fondo de égloga delpaisaje, en que reviven con toda su pureza las costum-bres locales. En este poema hay acentos auténticamen-te mistralianos y logros de expresión como no habíaalcanzado desde el salmo del ciprés.

˚ ˚ ˚

La nota distintiva de fray Justo es la espontanei-dad. El verso brota ágil y fresco de su pluma. El versoparece su lenguaje habitual, por el dominio que ha lo-grado en el manejo de la estrofa. Cultiva con preferenciael verso de cuaderna vía, el alejandrino, de gregorianacadencia; el parsimonioso y grave alejandrino, que tanbien se presta a la descripción y a las efusiones místi-cas. Es el metro en que Verlaine y Francis James, elarcipreste de Hita y Gonzalo de Berceo, Valle Inclán yAntonio Machado, han escrito sus mejores poemas. Su

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inspiración, fecunda y original, ungida de sentimientocristiano se nos presenta con vistoso ropaje moderno.

b) Liturgia

La divina alabanza forma parte de la virtud de jus-ticia: Dios tiene derecho a ser alabado. Las obras divi-nas nos revelan constantemente grandezas escondidas.El Universo, con todas sus bellezas, los acontecimientosde la Historia, las circunstancias de nuestra vida; todoes motivo de divina alabanza para el monje.

La sagrada liturgia está enriquecida con las graciasy con la paz de Cristo. La grandeza de la Oración li-túrgica —la oración oficial de la Iglesia, y por eso sóloestimable— le viene de que está unida al sacerdocio deJesucristo y al sacrificio del Altar.

Nuestro divino Salvador es, además, el objeto detodo el ciclo del año litúrgico. Podríamos decir que seproduce un rendimiento anual de gracias con la cele-bración de sus misterios y nos apropiamos los frutosespirituales que de la celebración de cada festividad sedesprenden. Las festividades de la Santísima Virgen yde los santos evocan un poder de irradiación propio decada una de ellas. Su santidad ilumina; su ejemplo es

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una energía que hace germinar las virtudes sobrenatu-rales.

La liturgia tiene, pues, un espléndido valor educa-tivo dogmático, estético y moral.

La oración litúrgica es elemento principal de la vi-da del monje, la gran obra de la Abadía —Opus Dei,de San Benito—; resultando así la Abadía una escuelaperfecta del «divino servicio» (Santa Regla). El monje,cuya vida debe ser enteramente sobrenatural, habrá devivir constantemente del espíritu de fe y de oración,que es la atmósfera ordinaria en la cual se desarrolla elgermen de la santidad.

Hay que tener también muy presente que la vidaen la paz del claustro no es la inacción; es, al contra-rio, la acción perfectamente desarrollada, sin desordenni agitación, como muy bien expone el padre Rojo delPozo. Mas para que el trabajo tenga toda su eficaciano solamente se requiere orden y método, sino organi-zación. A este respecto, el trabajo benedictino «tiene,sobre todo, la inmensa ventaja del trabajo en común,que pone entre las manos del hombre de talento fuer-zas extraordinarias». Cada Abadía es una escuela, enel sentido elevado de la palabra, que, por los conoci-mientos de sus miembros el valor y el número de suspublicaciones, puede tener sobre el movimiento intelec-

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tual de una época una influencia considerable» (1).La forma de trabajo más frecuente entre los mon-

jes de coro, en nuestros días, es el estudio de las letras.«Después que la Iglesia elevó la Orden benedictina, for-mada casi toda ella en sus principios por hermanos le-gos o conversos, al estado y dignidad sacerdotal —diceel padre Agustín Rojo en la obra citada—, el primertrabajo del monje debe tener por objeto el estudio delas ciencias sagradas.»

La Orden benedictina no tiene especialización pro-piamente dicha; todo lo que tiende al sumo Bien, a lasuma Belleza y a la suma Verdad, encuentra cabida enella.

Puede decirse que la obra del padre Urbel se pola-riza hacia dos amplias secciones literarias, que se des-componen en múltiples facetas: Liturgia e Historia.

Se abre esta sección, bajo el epígrafe de Liturgia,con el Origen de los himnos mozárabes (Burdeos, 1926),trabajo puramente científico y de gran trascendenciapara la Liturgia española. Sobre ese aspecto de la cien-cia litúrgica, que los benedictinos de Silos han estudia-do con cariño y ahínco, publicando estudios meritísimosque versaban sobre el mismo, saca a luz el padre Urbel,

(1) La Vida en la Paz del Claustro.—Madrid. 1946.

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en Santander (1931), La Misa mozárabe.El Itinerario litúrgico (Madrid, 1939) guarda las

características de esa pluma ágil y brillante, emotivay evocadora. Los caminos no están trazados en el ma-pa, sino indicados con estrellas desde la altura. «Tienela imprecisa ruta de un parpadeo de astros que en susórbitas se revuelven seguros y rítmicos —ha escrito Vi-cente Franco—, pero cuyos destellos tiemblan a los ojosextáticos del caminante que por su luz se guía.» Aun-que se nos llame la atención sobre bellezas particulares,lo primero, lo que predomina, es la visión de conjun-to, la magnífica variedad y armonía de pensamientos ylecciones. Es un guía para recorrer con conocimiento yprovecho las diversas festividades del año.

Las almas piadosas sentirán con su lectura acrecen-tado su fervor; las distraídas y apartadas de la religiónpráctica descubrirán ignorados panoramas de hermosu-ra perenne que les servirá de pórtico para entrar en elpleno y verdadero conocimiento de Dios, de Cristo y desu Iglesia, de la Gracia y de las fuentes de la Gracia:los Sacramentos.

Lo anterior podría aplicarse con más motivo al Mi-sal, devocionario y ritual (Barcelona, 1943), que publi-caran los padres Urbel y Díez. Es un «misal para losfieles» que lleva el sello de lo hispánico, con vislumbres,

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hasta en la parte tipográfica, de aquel sentimiento queinformaba las producciones de las antiguas escuelas es-pañolas de arte religioso, de que tan bellas muestrasquedan en los archivos silenses; de aquel arte visigóticoy mozárabe, interpretado en la parte artística por sen-sibilidades modernas. Hace tan sólo un año apareció lasegunda edición.

Finalmente, publica en Madrid (1947) La doctrinacristiana en les Evangelios y fiestas del año; desarro-llando ese tema sugestivo, que evoca en el transcursodel año el sentir de nuestros mayores en la Fe y, porende, los sentimientos que debemos experimentar no-sotros, e indica cuál debe ser nuestra reacción comocristianos ante los problemas de la vida y de la muerte.

Completa esta sección la edición critica del LiberCommicus de la Liturgia mozárabe, precedida de unlargo y concienzudo estudio, obra de investigación pa-ciente, que, escrita por el padre Urbel, con la ayuda desu discípulo Atilano González y Ruiz Zorrilla, merecióel premio Antonio de Nebrija, del Consejo Superior deInvestigaciones Científicas, de 1946, y está actualmenteen curso de publicación.

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c) Hagiografía

A principios de 1928 el padre Urbel consiguió unresonante triunfo literario con su obra San Eulogio deCórdoba, a la que se adjudicó por unanimidad el premiode 5.000 pesetas en el concurso organizado por la Edito-rial Voluntad para premiar la mejor vida de algún santoespañol. San Eulogio de Córdoba constituye una de lasobras maestras de nuestro autor: en ella ha hermanadoen un conjunto admirable sus cualidades literarias depoeta, historiador y crítico. Forma un cuadro completoy vivísimo de toda la época mozárabe. Sus profundosconocimientos del árabe le han permitido presentarnos,al lado de la gran figura española de San Eulogio y susamigos, los escritores y sabios musulmanes con quienestuvo que batallar el santo. Acerca de este libro ha dichoel padre Félix García: «En el campo de la hagiografíaes donde (el autor) ha producido los frutos más copio-sos y más en sazón. Aquellas inolvidables Semblanzasbenedictinas, tan bien labradas, y aquel San Eulogio deCórdoba, no se parecían a las vidas de santos, que, porlo general, solían escribirse según un módulo desusadoy con poca entonación literaria; delataban una perfila-da vocación de hagiógrafos bien provistos de erudicióny de saber, con gran habilidad para hacer revivir figu-

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ras y paisajes antiguos, y con una pluma lozana y notasada.» Podemos rastrear algo de las afinidades elec-tivas del monje de Silos para tratar ese tema por aque-llas palabras suyas: «Hace algunos años que estudiabayo aquellos siglos remotos, los primeros en que afincóla curiosidad de mi espíritu, cuando estaba terminan-do los estudios de la escuela. Después, otras tareas mealejaron de aquellos entusiasmos de adolescente; perodesde que hojeé por vez primera la vida y los escritosdel gran maestro de la mozarabía, era yo su admiradoremocionado.»

«También aquí, en este rincón de Castilla —la Cas-tilla que estaba naciendo cuando él murió, como si hu-biera transfundido en ella su aliento—, desde esta pobrecelda de la vieja abadía de Silos, que era ya vieja cuan-do él vivía, a través de la amplia ventana, por donde seasoma una parra cargada de blancos racimos, se ve elgran huerto monacal, con sus tilos y sus manzanos, sustablares y sus paseos, y sus cuadros de fresas y alubias,y en el fondo la alta tapia vestida de hiedra, donde can-ta un ruiseñor, y algo más lejos la montaña abrupta ypelada, de faldas grisáceas y cenicientas, de cumbresmatizadas de violeta, que el sol tiñe en estos instantescon tonos dorados y sangrientos.»

«Suena la campana de la portería, y poco después

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llama a la puerta de mi celda el hermano portero. Hués-pedes de la Abadía, peregrinos de Santo Domingo...Así llegó un día san Eulogio a las puertas de los Mo-nasterios navarros. Hay que enseñar el claustro a losrecién venidos, acompañarlos a través del museo y ar-chivos; hablarles de las joyas preciosas, de los venera-bles recuerdos. Pero este claustro maravilloso es el viejoclaustro románico, decorado con motivos árabes, per-sas, orientales; los versos que se leen en sus paredes soncomo los que hacían Álvaro y Eulogio; las joyas del ar-chivo podrían haber estado lo mismo en la iglesia deSan Zoilo: arquetas milenarias, donde se guardaban lasreliquias de Santos; figuras bizantinas y esmaltes finísi-mos de Oriente, libros visigóticos y mozárabes, códicesantiguos que los escribas castellanos copiaban al mismotiempo que Eulogio y Álvaro copiaban los suyos en laresidencia fastuosa de los sultanes, con la misma letra,con las mismas iniciales, con las mismas miniaturas;bellos vasos litúrgicos de orfebrería mora: el profun-do cáliz ministerial, la gran patena, en que se ven losocho lóbulos donde el sacerdote mozárabe colocaba laspartículas en que dividía el Cuerpo de Cristo; la palo-ma eucarística, que guardaba el sacramento del amor...Sigo en plena Edad Media, en un puro ambiente deorientalismo y de mozarabismo: cuando al fin puedo

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volver a mi sillón frailero, continúo sin esfuerzo la fra-se interrumpida, o abro nuevamente el Apologético, elIndículo Luminoso, el Memorial de los Mártires.»

De esta obra San Eulogio de Córdoba existe unatraducción inglesa con el título de A Saint under mos-lem Rule (The Bruce Publishing Company, Milwankee,1937).

Siguen en orden cronológico tres deliciosas biogra-fías, publicadas en la colección «Flores y Frutos de San-tidad»: San Tarsicio (Blarcelona, 1931), Santo Domin-guito del Val (Barcelona, 1932) y San Benito (Barcelo-na. 1933). De breve extensión, editadas con profusiónde artísticos dibujos, estas bellísimas monografías serecuerdan con placer una vez leídas.

˚ ˚ ˚

Si alguien había en España capacitado para escri-bir el Año cristiano, cuya falta se notaba en los hogarescristianos, en sentir del eminente crítico agustino ya ci-tado, era el padre Urbel. A fines de 1933 comenzó, enefecto, con la publicación del tomo IV —para acomo-darse al trimestre en que se inició su publicación— laobra a que puso el fabuloso y prestigioso título de Añocristiano (cinco volúmenes; varias ediciones).

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En poco más de dos años dio el padre Urbel unaobra de gran empeño, de gran novedad, de profundapiedad, de sólida erudición, literaria y amena como po-cas, que destila suave emoción junto con solidez ascé-tica e histórica. Parece que nada faltase; la edición esde un cuño artístico muy interesante por su decora-ción románica. La gracia del lenguaje oculta para losincautos la profundidad de la investigación, pero unaobservación sagaz puede descubrir en cada una de esasbiografías largas horas de estudio en los infolios de losBolandos, en la Patrología de Migne y en otras colec-ciones por el estilo.

Forman la obra cuatro tomos, que en una prosa aé-rea como una melodía y rigurosa como una estrella nospresentan las fiestas de los Santos y las solemnidadesque en el curso del año acaecen siempre en el mismodía, completados con el tomo V para las dominicas yfiestas movibles, más un Santoral o martirologio enri-quecido con un índice alfabético. A través de toda laobra nos va guiando con esa suavidad y dulzura quedestilan de la pluma del monje benedictino.

Sin claudicar en cuanto a los principios clásicos quehan de informar una obra de tal índole, sin bajar delnivel que debe a su propio renombre, el autor ha sabidoadaptar la materia a las exigencias y gustos del lector

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moderno. Con rica variedad de colores y matices ponea la vista del público que los Santos no son iguales, quepor muchos caminos y en las más diversas circunstan-cias se puede llegar a la perfección siguiendo las huellasde los Santos y de su Santificador, Cristo Jesús.

«Vida de Dios es la santidad —escribió el cardenalGomá—, y esta vida, simple y única, por don graciosode Dios se ha comunicado, según su misma naturale-za, a las criaturas de Dios dotadas de inteligencia ylibertad. El Verbo de Dios, origen de toda semejanzasobrenatural con Dios, “en el cual está la vida de Dios”es el que nutre la vida divina de los Santos, desde losaltísimos querubines, que tienen en Él el Pan de inte-ligencia y de amor, hasta el pobre labriego y el débilniño que, como todo hombre, reciben la vida de Diospor el Verbo humanado. Como el Verbo de Dios “ensu forma de Dios” es el Pan de los Ángeles, así en su“forma de siervo” es el divino alimento de las almas:Verbum nutritorium animarum.

»Este concepto fundamental en la Teología cristia-na no sólo es de formidable valor apologético, capazél solo de triturar toda falacia del moderno criticismo,sino que da todo su relieve al lado estético y pedagógicode nuestro Martirologio. Porque supuesta esta idea dela esencia y comunicabilidad de Dios, ya no aparece el

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Martirologio como un catálogo esplendido de héroes yheroínas en que, más o menos disociados, se encuentrantodos los órdenes de la vida de las criaturas raciona-les, ángeles y hombres, jerarquías celestes y jerarquíassociales, diversidad de tipos, temperamentos y fisono-mías; sino que aparece la misma vida de Dios, no enuna simplicidad que no podemos ver ni alcanzar, sinoen esta irisación, de tonos infinitos, determinada porsu penetración en los diferentes medios que atraviesa ypor los que se manifiesta.»

˚ ˚ ˚

Estamos en los años de la Cruzada y la evocaciónjacobea es ineludible. En ellos se fragua —en medio delas preocupaciones del ir y venir por los campamentosdel monje-alférez— la vida de Santiago Apóstol, queSigno nos venía anunciando desde Burgos y que apa-rece en Madrid en el año 1939, el año de la victoriasobre las huestes rojas, emisarias de Moscú. De plumaerudita y jovial calificó don Salvador Minguijón a la defray Justo, y al transcribir aquel juicio pensamos en suSantiago Apóstol. Editado por el Consejo Superior dela Juventud de Acción Católica, en su centenar de pá-ginas el autor ha explanado lo que los Evangelios y losactos de los Apóstoles nos dicen acerca del Patrón de

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España, encaminándolo en los ambientes palestinensese hispanos en que movió su existencia.

La Editorial Labor, después de terminada la guerraespañola, ha proseguido la publicación de la ColecciónPro Ecclesia et Patria, que por encargo del ConsejoSuperior de la A. C. E. fue iniciada con la publicacióndel Raimundo Lulio, de don Lorenzo Riber, versión dela obra que el vate mallorquín había escrito en la len-gua del beato años atrás. Una de las primeras obraseditadas es el San Isidoro de Sevilla, del padre Urbel(Barcelona, 1940).

El autor trata con arte y conocimiento preciso delgran arzobispo de Sevilla. Si una vida es el retrato per-fecto de un alma y las resurrecciones literarias constitu-yen el éxito de los ensayos biográficos, esta semblanzade San Isidoro es una glorificación y un panegírico com-pleto del gran hispalense.

Es un monje quien escribe de un reformador demonjes, de un gran arzobispo, apasionado de unidady de precisión. En esta obra el lenguaje del padre Justoadquiere una maleabilidad apta para expresar fácilmen-te todas las ideas y todos los sentimientos con veracidadextraordinaria y con noble sobriedad.

Los monasterios fueron siempre, pero de una ma-nera singular en la Edad Media, un refugio para los

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que buscan la ciencia y la virtud. Europa, que siente lanecesidad de conducirse por cauces nuevos, dilaceradacomo está por tantos desengaños, volverá sus ojos ha-cia la vida monástica, en la que se cultivan las virtudesfuertes y ejemplares y se forman los caracteres mejortemplados.

Ved aquí cómo en pocas líneas nos da el padre Ur-bel una imagen de San Isidoro: «Benigno siempre ydiscreto en lo que se refiere a estas cosas exteriores(ayunos, vigilias, oraciones, penitencias), es inflexibleen lo que la experiencia le muestra como esencial dela vida religiosa: renuncia completa del yo, pobreza es-tricta, estabilidad, oración litúrgica, lección y trabajo»;y estableciendo un parangón entre la Regla isidorianay la que San Benito acababa de promulgar unos añosantes en Montecasino, dice: «Hay una cosa en la cualSan Benito se nos presenta superior a San Isidoro: esesa sabiduría profunda con que ha sabido entretejer laparte dispositiva con la doctrina espiritual y la expo-sición de los principios firmemente formulados con lospreceptos más insignificantes.»

«Todas las corrientes literarias, todas las ramas delsaber, todas las escuelas, quedaron reflejadas en esa in-mensa recapitulación isidoriana, que ha salvado del ol-vido muchas ideas, muchos nombres y muchos textos de

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la literatura pagana, y no pocos de los Santos Padres.»«Tiene la clara visión histórica, o mejor, providencial.Colocado entre un mundo que agoniza y otro que nace,está allí para recoger lo que puede salvarse del naufra-gio.» «La España visigótica vivía del impulso de Isido-ro, lo mismo en el aspecto religioso que en el literario ysocial.» «Más prodigiosa fue aún la propaganda de losescritos de San Isidoro y la duración de su influenciaen los demás países de la cristiandad occidental. Aque-lla España, que había permanecido replegada sobre símisma desde los últimos días del Imperio romano, sinel espíritu peregrinante de las cristiandades célticas, sinel anhelo misional de los monjes merovingios. penetróde súbito en todos los círculos de la sociedad nueva pormedio de los libros de su gran doctor. Estos libros pasanlas fronteras antes de morir Isidoro, y aún no ha termi-nado aquel glorioso siglo vii cuando ya se leen en loscentros científicos de Italia, Francia, Irlanda, Inglaterray las orillas del Rhin.»

En el año siguiente publicó el padre Urbel (Colec-ción «Breviarios del Pensamiento Español») la Antolo-gía de San Isidoro de Sevilla (Madrid, 1941; Ed. FE).Otras dos obras notables saca a la luz en 1941, en Ma-drid: Vida de San Pablo Apóstol y Vida de Cristo.

Una juventud recta, bien formada en Cristo, pletó-

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rica de vida y de audacia, ha sido la que ha salvado aEspaña. Y el fruto más precioso de nuestra Cruzada hasido también esa nueva generación de muchachos quesaben vivir una vida nueva, esa generación de valientesque saben ya de heroísmo, que saben ya de dolor, detrabajo y de aspereza, y por quienes se ha podido de-cir que España es una Cristiandad ejemplo. Para ellosparecen escritas las dos obras que acabamos de citar.

En el prólogo de la Vida de Cristo dice el autor:«En estas páginas quisiera yo presentar la vida que ne-cesita en España la generación que ha hecho la guerramás heroica de todos los tiempos, y que después dehaber liberado la Patria tiene el compromiso de reno-varla y engrandecerla. Me dirijo a hombres que estánempeñados en una gran tarea, pero que si quieren res-taurar una sociedad fundada en la doctrina de Cristono pueden menos de estudiar y de vivir el espíritu deCristo.»

En la Vida de San Pablo nos presenta «la figuratierna y compasiva, como cuando hacía llorar a sus dis-cípulos en las playas del Mileto; íntima y familiar, comoen las epístolas de Timoteo y Filemón: grave y sere-na, como cuando se encontraba frente a los poderesdel mundo; ardiente y dominadora, como cuando sub-yugaba los ímpetus de las muchedumbres; apasionada

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y terrible, como cuando deshacía los engaños de susenemigos»; «en todas partes trabajando con un ardorheroico, combatiendo sin tregua el buen combate, pre-dicando y enseñando, tejiendo tiendas y formando espí-ritus, caminando y luchando, siempre enfermo y siem-pre infatigable.»

Aquella actividad por Asia y Europa sólo es com-parable a la que siglos adelante se llamó la novela delos viajes lulianos. «Historia sublime, apropósito paradespertar entusiasmos nobles, ansias vivas, grandes an-helos», nos dice fray Justo. Vasta erudición y culturahistórica y teológica fluyen con el encanto del estilo delpadre Urbel.

Dice el padre Félix García en Ecclesia que quizá allector un poco precipitado pueda parecerle la Vida deJesucristo «una obra más» acerca del Salvador. Y nolo es. «Yo creo más bien que el padre Urbel ha puestoen esta obra un esmero especial y una unción recibidadirectamente de la lectura reverente del texto sagrado;y que, incluso en el estilo, de una fluidez láctea y deuna gran vivacidad gráfica y descriptiva, supera al desus obras anteriores.» «Fray Justo Pérez de Urbel —haescrito R. López Izquierdo— se afirma en esta obracomo un escritor de la más alta consideración.»

De la incansable pluma del padre Pérez de Urbel

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salió en 1942, en Madrid, la biografía de la gran figuramonástica San Basilio, con que se cierra hasta ahora laserie de sus libros hagiográficos.

d) Historia monástica

Alguien ha podido escribir que fray Justo Pérez erael mejor conocedor de nuestra historia monástica, y se-guramente por eso la Editorial Espasa-Calpe. S. A., lehabía encargado la dirección de esa sección en su cono-cida Enciclopedia.

Don Rafael García y García de Castro, refiriéndosea las obras que sobre este tema tiene escritas fray Jus-to, ha dicho en Los apologistas españoles que el padreUrbel «ha ensanchado los horizontes de nuestra histo-ria eclesiástica y aumentado las glorias de las Órdenesreligiosas, penetrando en el espíritu de la Edad Mediay descubriéndonos el monacato medieval con los en-cantos de un estilo flexible y de una risueña y cándidafantasía».

˚ ˚ ˚

Hace años presentó en un Certamen de la Academiade la Historia una voluminosa obra crítica titulada El

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Monacato en España hasta la invasión árabe; pero loque colocó al padre Urbel en la primera fila de los es-critores católicos contemporáneos han sido sus tres be-llísimos tomos de Semblanzas benedictinas: I. Santos(Madrid, 1925); II. Monjes ilustres (Madrid, 1926); III.Las grandes Abadías (Madrid, 1928). La impresión quecausa la lectura de esta obra de edificación y de eru-dición no se borra jamás. De entonces y para siemprenos sentimos espiritualmente ligados a la Orden quetales y tan esclarecidos varones y tantos monumentosde ciencia, santidad y arte produjo. La Prensa de todoslos matices elogió unánimemente con vivo entusiasmolas dotes de historiador y literato que resplandecen endicha obra. El tercer tomo de esta obra ha sido reedita-do recientemente con notables ampliaciones (Madrid,1945).

En 1933 y 1934 aparecen, respectivamente, el pri-mero y el segundo volumen de los Monjes españolesen la Edad Media. Es una obra monumental, que hamerecido los honores de la reedición en 1946 y cuyocontenido nos explica de esta guisa el autor: «La his-toria de nuestros monjes antiguos no ha sido estudiadatodavía con un criterio moderno. Y, sin embargo, sonmuchos los motivos que solicitan y dirigen ahincada-mente nuestras miradas hacia ellos. En primer lugar,

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son los campeones de una vida heroica, que el hom-bre ha de admirar... Además, no viven aislados: tomanparte en los concilios, intervienen en las disputas doc-trinales, suben a los puestos más altos de la jerarquíaeclesiástica, aparecen en los Consejos de los reyes, semezclan con la muchedumbre del pueblo en las ciuda-des y en las aldeas...

»En primer lugar, hemos recogido las noticias frag-mentarias que existen de los siglos iv y v: la apariciónde los ascetas, de los solitarios y de los monjes; su vida,en cuanto es posible reconstruirla... Penetrando luegoen el ambiente de la monarquía germánica, estudiamosel gran desarrollo monacal, que se refleja, sobre todo enla historia de las grandes figuras. Después viene la vidainterior del monasterio: la iniciación religiosa, la jerar-quía monacal, la oración, las penitencias, el régimeneconómico y las relaciones de la Abadía con el mundoque la rodea. La última parte está destinada a estu-diar las vicisitudes por que atraviesa la vida monásticadurante los siglos de la Reconquista: la reorganización,encauzada por los primeros príncipes de los señoríoscristianos; las reformas de Cluny y el Císter, y los díasconfusos y azarosos que siguen a ellos, hasta que apa-recen las Congregaciones modernas.»

«El campo en donde he tenido que trabajar estaba

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en gran parte sin desbrozar siquiera.»Si, por tanto, nadie como el padre Urbel conoce hoy

la historia del monacato español, ninguno como él paradarnos concretamente un espécimen de lo que la Iglesiay España deben a la Orden benedictina.

Por las páginas amenísimas de la Historia de la Or-den benedictina (Madrid, 1941), cargadas de erudicióny de saber, pero en las que el saber y la erudición seagilizan, no hacen sentir su carga y pesadumbre, vadesfilando en rápida y sorprendente visión el panora-ma espléndido de la vida interna y de su proyecciónen el mundo de la cultura, de la Orden. Historia el pa-dre Urbel con imparcialidad e independencia. El temaes aquí más amplio y universal que en sus obras ante-riormente reseñadas: no es el destacar algunas de lasmás preeminentes figuras y relatar los hechos, sino elcuadro general, la acción total y conjunta de la Ordenen la Cristiandad, y ello no enmarcado en los límitesde determinada época, sino en el transcurso de toda suexistencia.

Pasan ante nuestra vista las grandes figuras, alta-mente ejemplares, de los patriarcas benedictinos, desdenuestro Padre San Benito hasta dom Gueranger y loshermanos Wolter y Dom Columba Marmión.

Cuando leemos páginas como las de El monaste-

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rio en la vida española de la Edad Media (Barcelona,1942), tenemos la sensación de penetrar en una sel-va refrigerante, como las que imaginaba Ramón Llull.Nos apartamos de las durezas del vivir hodierno paraadentrarnos en amenas y devotas exploraciones históri-cas, que reconfortan el ánimo. Un libro de ésos siemprees esperado con ansiedad, como esperamos las Leyen-das hagiográficas en verso, que el padre Urbel nos tieneprometidas.

e) La Hispanidad

El monje, antiguamente, detentaba el saber. En elcaos de la Edad Media, producido por el hundimientodel Imperio romano y el nacimiento de las nuevas nacio-nalidades regidas por los Bárbaros, él hacía de mentor,de secretario, de maestro, de cronista. Las crónicas delos príncipes y los condes fueron pergeñadas por plu-mas monásticas. Ahí tuvo nacimiento el cultivo de laHistoria en los Monasterios y la afición se convirtió,andando los siglos, en ciencia. Los grandes centros deinvestigación ya están habituados a la frecuentación delmonje paciente, estudioso, que del polvo de los archivossaca conclusiones que esclarecen toda una época, que

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agotan, en lo posible, un aspecto de la ciencia que yacíaolvidado o que nadie había tenido el tesón de esclare-cer completamente. Luego suena aquel noble esfuerzoen las ciudades del saber y la fama aureola el nombre deaquel que con audacia y ahínco ha merecido el respetoy la civilizada admiración de sus contemporáneos

˚ ˚ ˚

Como se ha dicho anteriormente, el padre Urbel hapublicado diversos trabajos en el Boletín de la Acade-mia de la Historia.

Es colaborador de la gran Historia de España deEspasa-Calpe, en cuyo tomo III (Madrid, 1940) ha pu-blicado el capítulo referente a las letras en la épocavisigoda (págs. 381-435), teniendo ya entregados parael tomo IV los trabajos relativos a la historia política deAsturias, León y Castilla desde 711 a 1030, y la historialiteraria de los mozárabes y los reinos cristianos en lamisma época.

Fernán González (Madrid, 1943) es una de las me-jores y más duraderas contribuciones a la conmemora-ción del milenario de Castilla. El autor, como siempre,ha aunado la erudición con la amenidad y la poesía,evocando no sólo la figura del héroe castellano, sino elcuadro animado, vigoroso y pintoresco de la Castilla

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medieval. En las páginas, literalmente perfectas, de es-te Fernán González, la figura del héroe tiene la serenamajestad de una estatua.

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Los tres volúmenes de que consta la Historia delCondado de Castilla agrupan las investigaciones histó-ricas realizadas por fray Justo sobre las fuentes másmodernas, más varias y de más rigurosa autenticidad.Su presentación a certamen en el año del milenario deCastilla le valió la consecución del premio de 50.000 pe-setas, que le fue entregado por el Generalísimo.

Sus propias investigaciones y las que en pacientesaños de labor realizó el eminente historiador padre Lu-ciano Serrano, abad de Silos, han contribuido, al serorganizadas en la obra que comentamos, a que nos for-memos un concepto perfecto de ese fenómeno intere-santísimo que es la historia de Castilla, metrópoli de laHispanidad.

Es preciso infundir alma a los viejos documentos,a los cartularios, a las crónicas, para que el conjuntoresulte un «animal perfecto», como decían los griegos,y no un informe montón de papeletas de fichero. Esindiscutible que esa cualidad la posee en alto grado elpadre Urbel. que al desentrañar la conciencia medieval

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realiza una labor brillante, en gran parte sin hacer, porlo que se refiere al tema de esta obra.

«Le enamora el tema —comenta Ángel Zúñiga— yle indaga entre las cartas y documentos, así como suentronque con el Romancero de nuestra última EdadMedia. Y al par que brilla en la obra el sereno y con-cienzudo análisis, resuenan en ella voces de gesta, ecosde la epopeya vivida por ese pueblo de Castilla quesupo imprimir su sello característico a la Historia.»

Este amor a los viejos pergaminos, este afán de cap-tar y de resucitar el alma del pasado, han llevado alpadre Urbel a las altas y fecundas tareas de la Uni-versidad. En la primavera de 1950, tras una oposiciónnotable como suya, se le adjudicó por unanimidad lacátedra de Historia de España en la Edad Media dela Universidad de Madrid; y desde entonces alterna lasdulces tareas de la enseñanza con los deberes patrió-ticos y sacerdotales que le impone su cargo de AsesorNacional Religioso de la Sección Femenina, sin olvidarpor eso de enseñar y deleitar con la palabra escrita,por medio de artículos y ensayos que se disputan lasrevistas y los periódicos, y de libros, unos históricos yotros religiosos, unos de teología y de literatura, otrosde pura investigación, que en fray Justo nunca seránayunos de poesía, como la gran biografía de Sancho el

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Mayor, que es la resurrección de una vida enormementedramática, como el estudio sobre Sampiro y la monar-quía leonesa en el siglo X, que se encara con problemasdifíciles y largamente discutidos de la historia patria.

f) Libros escolares

Quedé sorprendido no ha mucho al descubrir sobrela mesa de estudio de un amigo mío, ocupada ordinaria-mente por venerables ediciones de místicos y ascéticos,de Santos Padres y de filósofos, un pequeño libro contapas de colorines, cual si fuera de cuentos. Pero cuan-do lo tuve en mis manos noté que se trataba de unaHistoria Sagrada del padre Urbel, y nada menos queen su tercera edición de Burgos, 1941, que a mí, infati-gable explorador de la bibliografía urbeliana, me habíapasado por malla.

Comencé a hojear el libro por las ilustraciones ydibujos de Fernando Marco, como siempre acostumbrocuando las hay, y vi que éstos se acordaban bellamentecon la prosa a que nos tiene acostumbrados fray Justoen esta clase de manuales escolares, desde el Plus Ul-tra (Barcelona, 1926), crónica novelada del viaje aéreodel aviador Franco, La escuadrilla de Elcano (Barce-

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lona, 1926), del de Gallarza y Lóriga a Filipinas y elpopular Libro de España (Barcelona, 1931), amenísimoy erudito, transformado y ampliado recientemente ensu séptima edición.

Prosa sencilla y emotiva, que la infancia asimilafácilmente y que place a los que ya estamos alejados deaquella hermosa edad; prosa tan sin tropiezos, igual,fluyente como un arroyo cantarín que discurre por lapradera, acompañado por cantos de pájaros y risas deniños.

˚ ˚ ˚

Las dos obras siguientes, editadas en Barcelona,año 1940, son textos para la Enseñanza Media: La Igle-sia de Jesucristo: Su historia y su liturgia y La vidasobrenatural. Y a ellas hay que añadir un Curso com-pleto de religión, editado ya varias veces.

g) Traducciones

En 1922 tradujo del inglés las obras místicas delcélebre benedictino Dom Savinien Louismet, de las quesólo ha publicado el primer tomo: El conocimiento mís-tico de Dios (Bilbao, 1922). Ha traducido también Más

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allá de la Arquitectura, de A. Kingsley Porter.En 1925 tradujo del alemán la autobiografía del

benedictino Verkade (fallecido hace poco; e. p. d.), quetituló en español Por la inquietud a Dios (Fr. de Brisgo-via, 1925). Se leen con sumo gusto el capítulo dedicadopor el autor a su estancia en Italia (Florencia, Roma)y aquel en que relata su primera llegada a la Abadíabávara de Beuron, en que nos da a conocer la intimidaddel monasterio con una exquisitez insuperable. Mauri-ce Denis, el pintor de fama mundial, ha podido decir alleer estas páginas: «He aquí que el viejo Jan viene otravez a nosotros en los umbrales de la vejez; este libro sele devuelve a sus amigos. Aquí se hallan su imagen ysu pensamiento; aquí se encuentra su vida. Quiere quejuntamente con él consideremos con una mirada espi-ritual nuestros años pasados, y lo poco que de vida nosqueda. Vuelve como un misionero. Como ha encontradola alegría, quiere comunicársela a los demás. A maneradel Buen Pastor, anda buscando a los que todavía nohan entrado en el redil. Pero no entiende de sermones:lo único que sabe es cantar el milagro de su vida. Estaspáginas nos dan su propia leyenda, para la gloria deDios y el servicio de la Verdad.»

El silencio es el lenguaje de los fuertes. Enseña lasvirtudes fuertes y las convicciones profundas. Del fon-

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do de su desierto —la gran Abadía de Beuron— nosadoctrina su archiabad padre Baur con sus tres librosde meditaciones que ha vertido al español nuestro be-nedictino y que llevan por título el ya conocido de Sedluz. El reverendísimo padre Baur firma su prólogo enRoma en 1937, donde siguió el curso del Año en las igle-sias estacionales, y el tomo tercero, que fue el primeroque apareció en español, salió a luz en 1939 en Fribur-go de Brisgovia, de la casa Herder. Ha sido uno de losacontecimientos literarios de estos últimos años. «Enla presente obra —dice el autor— tratamos de inspirara los fieles el amor a las festividades, a las enseñanzasy a los pensamientos del Misal Romano, para que todoello les sirva de materia para su oración privada y deayuda y sostén para su vida espiritual. Las ideas y re-flexiones que sugiere la literatura de la Misa son inago-tables.» «La obra del padre Baur —ha escrito el padreGutiérrez en la Revista Litúrgica Argentina (1939)—es indiscutiblemente el mejor libro de meditación paralas personas que usan el Misal diario. Se trata de unaobra espiritual de honda raigambre, y que está llama-da a producir inmensos frutos en las almas.» «En lasnociones previas —dice otro crítico— canta un himnode tonos profundamente teológicos a la vida sobrena-tural empalmada con la liturgia. Estilo benedictino de

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gran escuela, por la madurez del estudio, por los cono-cimientos sólidos sin alardes de erudición, por la clari-dad y por la ascética profunda, segura, asimiladora ytan eficaz como convincente. Sed luz es una obra funda-mental tan provechosa al Movimiento litúrgico como acualquier método de meditar, y que encontrará tantosadeptos cuantos sean los que la mediten.»

h) Investigación, crítica y arte

En 1920 publicó un estudio sobre San Pirminio, queha provocado varias publicaciones, sobre todo en Ale-mania, donde fueron aceptadas por los críticos sus con-clusiones. Merecen también especial mención sus largasdisputas con Morrondo acerca del Milenarismo, en lasque se encuentra, aparte la cuestión polémica y per-sonal, el tratado más completo y documentado de latradición antimilenarista.

Corresponde a 1930 la publicación de Los manus-critos del Real Monasterio de Santo Domingo de Silos,por Walter Muir Withehill y Justo Pérez de Urbel (Ma-drid), y Manuscritos de Berceo en el Archivo de Silos(Burgos).

El libro más notable del padre Urbel en estos años

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es El Claustro de Silos (Burgos, 1930), espléndido vo-lumen de más de 300 páginas, profusamente ilustradas,que constituye, al decir de Porter, no sólo el mejor tra-bajo entre lo mucho que se ha escrito sobre el famosoClaustro, sino una de las monografías artísticas másacabadas de nuestros días. Pocas veces se ven tan bellay discretamente hermanadas la erudición con la litera-tura. El Claustro de Silos es como un rosario de ma-drigales, la historia minuciosa, dilucidada del Claustro,un itinerario artístico por sus galerías, la interpreta-ción detalladísima de su riqueza histórica y ornamen-tal. Muchos peregrinos del arte se acercaron a ese lugarde devoción e historia; trataron de descifrar su enigma;de estudiar sistemáticamente lo que era una creaciónlibre y genial. ¿Guardarían aquellas arcadas, figuras yrelieves un alto simbolismo, que era preciso adivinar?Todo se intentó generosamente. Pero el claustro de Silosseguía recatando su secreto a tantos pertinaces ronda-dores que esperaban a que el alma del Claustro asomarala belleza de sus ojos al ventanal florido de silencio pordonde vagaba, como una novia romántica, como unaBeatriz huidiza, esquivando la gracia de su misterio.Allí se respiraba un encanto impreciso; se conjeturabaque en el encaje de aquellos capiteles maravillosos seescondía el alma, como una perla en la concha intoca-

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da, y que con el Ciprés sostenía apasionados coloquios.También, también fray Justo había vagado con poéticaobstinación, bajo los claros de luna y al caer de los atar-deceres, esperando la amorosa cita... Hasta que un día,al conjuro de fray Justo —conjuro de historiador y depoeta— el alma del claustro bellísimo respondió sumisay azorada, le abrió la fragancia intacta de su hermosu-ra —teología y símbolo, ficción y realidad— y trabó unlargo discreteo con el monje afortunado, confiándole elsecreto de su secular enigma.

˚ ˚ ˚

Corresponde a 1931 la aparición de La iglesia romá-nica de San Quirce, por Justo Pérez de Urbel y WalterMuir Withehill. Sr. (Madrid), y a 1932 el volumen deConferencias (Madrid).

Entre los muchos artículos y trabajos de estos últi-mos años hay que recordar los que publicó con motivode una gran polémica que surgió últimamente dentrodel campo científico religioso, en Revue d’Histoire Ec-clésiastiqwe, t. XXXIV, 1938, Louvain, con los títulossiguientes: La Règle du Maître y Le Maître et Saint Be-noît. Sobre el mismo tema volvió a tratar recientementeen los dos primeros números de la revista Hispania, enun trabajo que se titula: «El Maestro, San Benito y

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Juan Biclarense (núm. I, 1940, págs. 1-41; número II.1941, páginas 1-52). Entre los artículos, conferencias yestudios más importantes citaremos los siguientes:

«El monacato español en los siglos viii y ix». Bo-letín de la Real Academia de la Historia, 1932.

«Fragmentos visigóticos». Boletín de la Bibliotecade Menéndez Pelayo. 1932, 10 páginas.

«San Pimenio». Boletín de la Real Academia de laHistoria, 22 páginas.

«Penitencial mozárabe del siglo x». Anuario de His-toria del Derecho Español, Madrid, 1944.

«Historia y leyenda en el poema de Fernán Gonzá-lez». Escorial, número 43, 1944.

«Oración fúnebre del Rvdmo. P. D. Luciano Se-rrano». Ora et Labora, año II, número 9.

«Las mujeres en la gesta y en la vida de FernánGonzález». Investigación y Progreso, año XV, 1944,193-204.

«El milagro del nacimiento de Castilla». Arbor,1945, número 9, páginas 465-503.

«Relaciones entre los Reyes de Navarra y los Con-des de Castilla». Pamplona. 1945, 55 páginas.

«Los vascos en el nacimiento de Castilla». Bilbao,1946.

«El milenario de Castilla». (Lección para los niños

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españoles.) Burgos, 1943, 15 páginas.«Los manuscritos del Real Monasterio de Santo Do-

mingo de Silos», Madrid, 1930, 100 páginas, en colabo-ración con W. Muir Whitehill.

«El arte y el imperio». Jerarquía, Pamplona, 1938.«La Misa mozárabe», en Boletín de la Biblioteca

Menéndez Pelayo, 25 páginas, Santander, 1931.«La liturgia de Navidad», en Verdad y Vida, Ma-

drid, 1943.«Lucha y abrazo de la musa y el ángel», en Escorial,

marzo, 1941.«El canto gregoriano», en Música Sacro-Hispana,

1944-1945.«Relaciones entre España y Francia durante el siglo

x», en Estudios Hispánicos, Madrid, 1934.«La teología de Prisciliano», en Revista de Teología.

Madrid, 1947.«Inscripciones litúrgicas», en Liturgia, 1936, núme-

ros 1-5.«A Festa da Asunçao na liturgia mozárabe». Estu-

dos Lisboa, 1928 VII, 208-220.

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IV. SEMBLANZA DEL AUTOR DELAS «SEMBLANZAS»

En octubre de 1948 se hizo pública la siguiente car-ta que fray Justo Pérez de Urbel recibió del CardenalMaglione, digna de figurar en la lauda románica que lelabrarán sus hermanos —en el Claustro—, de aquí amuchos años.

«Reverendo Padre: Tengo el gusto de dirigirme avuestra reverencia para comunicarle que el AugustoPontífice ha acogido con paternal agrado el filial ho-menaje que le ha hecho de sus publicaciones.

»Su Santidad se ha dignado examinar sus numero-sas e interesantes obras, frutos de investigación y celolaudables, y no ha podido menos de complacerle el verla constante actividad que vuestra reverencia desarro-lla en este campo, en el que sus libros, apreciados yalabados por la crítica, han dado un estimable tributoa los estudios históricos, ascéticos y literarios para biende la Iglesia, provecho de las almas y gloria de las letraspatrias.

»El Santo Padre, que le agradece de todo corazóneste obsequio, hecho por vuestra reverencia, como tes-timonio de devoción al Vicario de Cristo, y de inque-brantable adhesión a la Sede de Pedro y expresado con

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tan piadosos sentimientos, pide al Espíritu Santo quele ilumine siempre con sus divinas luces para que pue-da continuar sus trabajos con idénticos resultados. Conestos votos el Augusto Pontífice envía benévolamente avuestra reverencia una particular bendición apostólica.

»Con las seguridades de mi distinguida y religiosaconsideración, soy de vuestra reverencia devoto servi-dor. (Firmado.)—Cardenal Maglione.»

La honrosa distinción que supone esta carta no ne-cesita comentario. Para quien, desde que vistió la co-gulla, fue recogiendo con avara mano el fruto de lashoras, supone el broche de oro, la corona suprema ala Obra bien hecha. Pues es cierto que para fray Justocada día llega con un nuevo afluente que nutre el vastosaber adquirido en largas y afanosas horas de estudio,sin perder un momento de los que la Regla destina altrabajo.

Pero él es la encarnación de la naturalidad; es elhombre que se quitó importancia, lo cual rubrica suvalía.

Y tratado, predispone inexorablemente a la cordia-lidad y a la simpatía.

Con ocasión de mi primer contacto personal confray Justo, escribí bajo el epígrafe He visto a un monjeestas impresiones: «Por primera vez en mi vida he ha-

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blado con un monje benedictino. Yo, que he leído lashistorias de los monjes, no conocía a ninguno de ellospersonalmente. Y ante el monje de Silos, soñaba en lasviejas historias pletóricas de perenne vitalidad—que elmismo padre Urbel nos ha revelado a nosotros, hijosdel siglo xx, como Montalambert lo hiciera en el sigloxix.»

Como otro discípulo del abad Brendano —cuya le-yenda ha traspasado a la lengua vernácula Mossén Lo-renzo Riber en la brillante pompa barroca de su estilolatinizante—, que buscando el perdido Paraíso encon-tró en sus derroteros por los mares, islas maravillosas,así el padre Urbel ha ancorado su nao unos días en estasriberas de la isla mediterránea, de la calma proverbial,de la bondad de cielo y clima, y de la amenidad depaisaje.

El tiempo volaba en alas de la amenísima y amicalconversación con ese monje que, con la capucha calada,semeja un monje exangüe de Pedro de Mena. El don dela simpatía, que funde el hielo que en el inicio de todaconversación puede haber, acabó al momento la obraque habían iniciado los libros de fray Justo. Una sonri-sa clara y franca como su mirada. Mirada cordial, y unespíritu que no pierde nunca el dominio de sí mismo;palabras buenas y alentadoras; uno de esos monjes, en

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fin, que descubría Veuillot en Solesmes, «dulces, senci-llos, serios y amables» (1).

Sus maneras no están exentos —a veces— de aque-lla ruda energía de los viejos hidalgos de su tierra, comolos pintó Pereda, ante quien, según Galdós, se imponíael tratamiento de usarcé. Hecho parece de un manojode nervios, como los santos y los próceres de Castilla,pero hermano es también de Dom Lebannier, el poe-ta litúrgico. Debajo de todo eso, sustentándolo, estáel hombre de vida interior, de vida espiritual, de vidaascética.

¡Qué obra de caridad su conversación, que es con-tinuamente lección, con esa ingenuidad que atrae y en-seña en qué haya de consistir la verdadera modestia!...

Manos llenas de vida, manos llenas de sentido, ma-nos de ascetismo que sonríe...

—¿Que cómo conocí sus libros? Yo no sé. Sus Sem-blanzas, hará unos diez años (escribía en 1941); antes,el libro sobre el viaje del aviador Franco a América, enmi infancia; luego, lo demás... ¿Pero es que no conoce elpadre Justo aquello de que el bien es difusivo? Y tam-bién, después de un recital de versos monacales. Sobreun fondo de arcos románicos —el Claustro—, un viejo

(1) Dom Besse: Le moine bénédictin.

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ciprés, poblado de pájaros, móvil campanario lleno detrinos, torre musical, que, como un monje en éxtasis,ha perdido la cuenta de los años. Este ciprés es hoy yaun símbolo, como el Pi de Formentor, o el laurel quecrece sobre la tumba de Virgilio, pero mucho más queéste, porque aquél está ungido de liturgia. Como tantosárboles místicos y que encarnan un símbolo. Símbolode superación, de juventud y de esperanza que no pue-de ser contrarrestada por los pasajeros sufrimientos. Yla poesía es eso.

En la Abadía, fray Justo aprende a ver las cosascon la mirada tierna y Cándida del poeta... «La granbiblioteca de Silos —escribió el padre Félix García—,sabe de sus afanes y vigilias, de las horas fecundas enque el monje, en el verdor de sus años, iba abriendo elsurco de cada día en la vasta heredad de la Patrologíagriega y latina, de los Bolandos, de la Historia eclesiás-tica, de los textos medievales, de la erudición moderna,alternando las tareas de la vida monacal con el estudiode idiomas y la lección apacible del Poema del Mío Cid,de los Milagros de Nuestra Señora, del Libro del BuenAmor, de los autores místicos y de los modernos, en losque formó su gusto y acendró su estilo.»

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V. EPILOGO

Desde un fondo lejano de siglos, llegan las leyen-das de oro de los siglos, y son recibidas en el Claustro—remanso, concha marina caracola que suena sonora-mente— y el eco se expande y llega a todas partes, amúltiples latitudes.

El monje trovador de Cristo opera la resurrecciónde almas, cubiertas del polvo ominoso del olvido, y lascoloca en la galeria de su Año Cristiano, de sus Sem-blanzas, de sus grandes biografías: San Eulogio de Cór-doba, San Pablo, Apóstol de las gentes, San Isidoro deSevilla; descifra el hermetismo de los personajes histó-ricos y de las obras de arte; nos muestra la hermandadde los héroes sobrenaturales con nosotros, miembros delmismo Cuerpo Místico.

La silueta del ciprés se dibuja vagamente en el fondodel claustro. Los versos aletean:

Silencioso ciprés que en la limpia tersuradel estanque, retratas tu severa figura...... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Silencioso ciprés, cuya negra silueta,como un dedo gigante, me señala una meta

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allá lejos, muy lejos...... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Grave seor teólogo, árbol dulce y amigo,de los monjes hermanos, de sus luchas testigo...... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Y un día dibujaste, ciprés meditabundoque eran los aristócratas del amor en el mundo.

Aquí, en primer término, como en el óleo de Chi-charro o en el busto de Aladrén, la figura que con lacapucha calada semeja un monje exangüe de Pedro deMena. Es uno de tantos que, en el Ecúmenos y en lasEdades, han respondido al espíritu de Benito el Patriar-ca: espíritu de paz, de oración y de trabajo.

Miguel Castañer, Pbro.

Mallorca, 21 marzo 1947.

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ÍNDICE

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ÍNDICE

PáginasCarta de Su Santidad ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... vPrólogo ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ixEl Ordinario de la Misa y sus partes.—Misa de

los catecúmenos: I. Preparación.—II. Instruc-ción.—Misa de los fieles: I. Ofertorio.—II. Rea-lización del Sacrificio.—III. Comunión.—IV. Ac-ción de gracias ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... xix

Capítulo I.—Las vestiduras sacerdotales: Comienzode la diferenciación.—Las prendas del pa-triciado.—La casulla.—Estabilidad y evo-lución.—Goticismo y romanismo ... ... ... 3

Capítulo II.—El simbolismo de los ornamentos: Elmundo del gótico.—Lo simbólico.—Loscolores.—Su significado.—La mística de

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604 ÍNDICE

Páginaslos ornamentos ... ... ... ... ... ... ... ... ... 19

Capítulo III.—Nuestro altar: El altar primitivo.—En el paganismo.—La mesa.—El al-tar fijo.—Altares preciosos.—En la EdadMedia.—El retablo.—El corazón del tem-plo ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 36

Capítulo IV.—El lugar de nuestro sacrificio: Losprimeros oratorios.—La basílica.—Eltemplo románico.—La catedral.—En elRenacimiento.—La casa de Dios.—La de-dicación.—Ritos y efectos ... ... ... ... ... 55

Capítulo V.—Grandeza del sacrificio cristiano:La acción divina.—Olvido e incompren-sión.—Ignorancia.—La obra de nuestraredención.—La cruz y el altar.—El eje dela liturgia.—En el Calvario ... ... ... ... ... 76

Capítulo VI.—El alma del hombre y el sacrificiocristiano: Anhelo de infinito.—Religióny culto.—Fuente de amor.—La ley delretorno.—El retorno en el hombre.—Su-peración ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 93

Capítulo VII.—La Misa de Cristo en el cenácu-lo: La noche de la entrega. Impotenciamilenaria.—Aquí estoy.—La pascua delamor.—La primera Misa.—Dos momen-tos.—Así fue ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 107

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ÍNDICE 605

PáginasCapítulo VIII.—La Misa de los Apóstoles: El

mandato.—Testimonios apostólicos.—Esquema primitivo.—La reunión euca-rística.—El ágape.—Pablo, en Corinto.—Una vigilia en Troas ... ... ... ... ... ... ... 124

Capítulo IX.—Ambiente doctrinal de la Misa apos-tólica: Convite y sacrificio.—Dualidady unidad.—El primer devocionario.—Piedad amable—Las fuentes mosaicas.—La Iglesia y la Sinagoga ... ... ... ... ... ... 143

Capítulo X.—Desde San Pablo a San Justino: Loantiguo.—Lo nuevo.—Una sinaxis litúrgi-ca ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 159

Capítulo XI.—El paso a la edad patrística: Elcarisma.—Lo que permanece.— San Jus-tino.—Valor de su testimonio ... ... ... ... 168

Capítulo XII.—La primera descripción de laMisa: Lo mismo que hoy.—Palabrasmemorables.—Rasgos esenciales.—Lo queha variado ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 181

Capítulo XIII.—Las lecturas: La herencia delmosaísmo.—La sombra y la realidad.—Obra de selección.—Un ejemplo.—Unidadorgánica.—La Homilía ... ... ... ... ... ... 193

Capítulo XIV.—El primer canon de la Misa: Unafuente común.—San Hipólito y su libro.—

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606 ÍNDICE

PáginasEl texto.—Sus caracteres.—Su antigüe-dad.—Valor individual.—Libertad de im-provisación ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 208

Capítulo XV.—Tres realidades de nuestro sacri-ficio: Simplicidad primitiva.—Acción degracias.—En el Antiguo Testamento.—Ofrenda.—Inmolación ... ... ... ... ... ... ... 226

Capítulo XVI.—Introito y Confesión: Origen del in-troito.—Introducción. Purificación ... ... 241

Capítulo XVII.—La Oración: Saludo.—Universali-dad.—Kyrie eleison.—La Colecta ... ... 249

Capítulo XVIII.—El himno angélico: La poesía sa-grada.—Los himnos.—El Gloria ... ... ... 257

Capítulo XIX.—Epístola y Evangelio: El textode San Justino.—Importancia de la lec-tura.—Labor de la Iglesia.—Tejido mara-villoso.—El Evangelio ... ... ... ... ... ... ... 265

Capítulo XX.—Intermedio salmódico: Variedad.—La mística religiosa.—Evolución musi-cal.—Deleitar sin distraer ... ... ... ... ... 275

Capítulo XXI.—El Credo: Mosaísmo y cristianis-mo.—El Símbolo.—Su presencia en la Mi-sa ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 283

Capítulo XXII.—Misa de los catecúmenos y Misa delos fieles: Lógica de los ritos.—Como unacatedral.—Las dos partes.—La idea del

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ÍNDICE 607

Páginassacrificio y su grandeza.—Inanidad del es-fuerzo humano.—El sacrificio perfecto ... 290

Capítulo XXIII.—La oblación: Ágape y ofrenda.—El gozo ante Dios.—El agua en el vino ... 304

Capítulo XXIV.—El Ofertorio: Tres períodos.—Va-rios procedimientos.—Transformación ... 312

Capítulo XXV.—Sentido religioso del ofertorio: Ac-titud del cristiano.—Ofrenda de sí mis-mo.—Símbolo sublime ... ... ... ... ... ... 325

Capítulo XXVI.—La oración eucarística: Hacedesto.—Cuatro ideas.—La oración de Cris-to ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 337

Capítulo XXVII.—El centro de la acción: Dobleaspecto.—Lo que ponemos nosotros.—Elvalor de la ofrenda.—Estilo y estructuradel canon ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 345

Capítulo XXVIII.—Antes de la consagración: Mú-sica y poesía.—Nuestra súplica.—Sa-crificio de alabanza.—Los santos, connosotros.—Con Cristo glorificado.—Paranosotros ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 358

Capítulo XXIX.—La consagración: Tradición ylibertad.—Palabras inmutables.—Orientey Occidente ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 374

Capítulo XXX.—La elevación: Ver a Dios.—Inno-vación.—El pueblo sacerdotal ... ... ... ... 382

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608 ÍNDICE

PáginasCapítulo XXXI.—Misterio de la fe: Conmemora-

ción.—El sacrificio de la Iglesia.—Re-pre-sentación.—Nuestro sacrificio ... ... ... ... 389

Capítulo XXXII.—Tríptico incomparable: La victo-ria del Cordero.—Nuestro sacrificio.—Lossacrificios antiguos.—Hasta el altar de loscielos ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 401

Capítulo XXXIII.—Participación.—Hacia la Co-munión: Yo soy la Vid.—Nosotros, sacri-ficio de Dios ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 412

Capítulo XXXIV.—Vínculo de unidad: Palabrasfinales.—La expresión de los ritos.—Bellasfórmulas ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 420

Capítulo XXXV.—El fin del Canon: El momentode pedir.—Primer díptico.—Segundo díp-tico.—Memento de los difuntos.—Tam-bién nosotros.—La naturaleza entera.—Doxología final ... ... ... ... ... ... ... ... ... 428

Capítulo XXXVI.—Propiciación: Valor y ampli-tud.—Participación del altar.—Incorpo-ración a Cristo.—Vida.—Con Él y porÉl.—Unidad ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 445

Capítulo XXXVII.—Molde divino: Cristianismovital.—Los males que acechan.—El ósculode la paz.—Belleza de este rito.—La co-mixtión ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 457

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ÍNDICE 609

PáginasCapítulo XXXVIII.—Hacia el altar: «Agnus

Dei».—La última preparación.—Cristomediador.—Sacrificio y presencia real.—Individualismo religioso.—Profunda teo-logía.—El misterio de la vida.—Espíritujansenista.—Indignidad y confianza ... ... 474

Capítulo XXXIX.—La Comunión: Comida divi-na.—La Comunión del cáliz.—Fuerza dela Misa.—Orientación de los ritos.—Pre-paración ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 496

Capítulo XL.—Acción de gracias: Postcomunión ... 513Capítulo XLI.—La belleza de los gestos: Valor del

gesto.—Variedad y significado.—La ora-ción del gesto.—El verdadero milagro ... 530

Apéndice: Noticias bio-bibliográficas sobre fray Jus-to Pérez de Urbel ... ... ... ... ... ... ... ... 545

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ACABOSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO EN LOS

TALLERES GRÁFICOS DE JOSÉ RUIZ ALONSO,

QUIÑONES, 2, MADRID, EL DÍA 8 DE DICIEM-

BRE DE MCMLI, FIESTA DE LA SANTÍSIMA

VIRGEN INMACULADA

7 7 7 7

L A U S D E O

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Saint-Saëns - Concerto no 1 pour piano et orchestre- Jeanne-Marie Darré

gfdsab Publicado el 21 feb. 2012 Camille Saint-Saëns

Concerto pour piano et orchestre no 1 en ré majeur- opus 17

Jeanne-Marie DarréOrchestre National de la Radiodiffusion Française

Louis FourestierEnregistré en 1956I- Andante - Allegro assai 00:00II- Andante sostenuto quasi adagio 10:19III- Allegro con fuoco 17:52 Categoría Música