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La representación de Carlos II en la Corte y el Imperio erguido, sentado, arrodillado, yacente (claves iconográficas de la imagen del último Austria) Dr. Víctor Mínguez Universitat Jaume I Carlos II (1665-1700), el rey hechizado, el último monarca de la rama hispana de la Casa de Habsburgo, reinó sobre el imperio español durante treinta y cinco años, antes de que éste se fragmentara y se transformara a raíz de la Guerra de Sucesión que estalló tras el óbito real. Fue el epílogo de una dinastía que se inició en el siglo XVI con las grandes figuras de Carlos V y Felipe II, cuando los dominios hispanos se extendieron por doquier, convirtiendo a España en la potencia europea hegemónica. Pero el reinado de Carlos II es un reinado póstumo casi ya desde su inicio. El imperio, agotado y arruinado, ve sucederse las guerras, las bancarrotas, las conspiraciones internas y las maquinaciones diplomáticas externas. Como si fuera una metáfora de la ruina del país, Carlos II es un rey enfermo, débil, estúpido y estéril. Precisamente, a causa de la adversa coyuntura política y de la incapaci- dad física y mental de Carlos, los servidores de la monarquía ponen en marcha la maquinaria propagandística para construir a través del arte una iconografía apa- bullante del monarca que oculte sus carencias. Carlos II se convertirá en sus domi- nios en el rey Sol, en el fiero león, en un nuevo Salomón, en el digno eslabón de una estirpe de reyes que las imágenes áulicas habían convertido en casi míticos. Esta comunicación se integra en un proyecto más amplio en el que estoy tra- bajando que pretende definir todas las variantes iconográficas de las representacio- nes artísticas de Carlos II, y que dará lugar próximamente a un libro. El interés que ofrece Carlos II a los estudiosos de la iconografía política es doble: por un lado se trata como es sabido de un monarca doliente, aquejado de múltiples taras y enfer- medades, razón por la cual los artistas y mentores áulicos tuvieron que esforzarse en diseñar representaciones simbólicas grandilocuentes que paliaran los defectos del modelo; por otro lado su reinado es el ocaso del imperio hispánico, pues su muerte y la posterior guerra de Sucesión y el relevo dinástico dará lugar a otra rea-

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La representación de Carlos II en la Corte y el Imperio erguido,

sentado, arrodillado, yacente (claves iconográficas de

la imagen del último Austria)

Dr. Víctor MínguezUniversitat Jaume I

Carlos II (1665-1700), el rey hechizado, el último monarca de la rama hispana de la Casa de Habsburgo, reinó sobre el imperio español durante treinta y cinco años, antes de que éste se fragmentara y se transformara a raíz de la Guerra de Sucesión que estalló tras el óbito real. Fue el epílogo de una dinastía que se inició en el siglo XVI con las grandes figuras de Carlos V y Felipe II, cuando los dominios hispanos se extendieron por doquier, convirtiendo a España en la potencia europea hegemónica. Pero el reinado de Carlos II es un reinado póstumo casi ya desde su inicio. El imperio, agotado y arruinado, ve sucederse las guerras, las bancarrotas, las conspiraciones internas y las maquinaciones diplomáticas externas. Como si fuera una metáfora de la ruina del país, Carlos II es un rey enfermo, débil, estúpido y estéril. Precisamente, a causa de la adversa coyuntura política y de la incapaci-dad física y mental de Carlos, los servidores de la monarquía ponen en marcha la maquinaria propagandística para construir a través del arte una iconografía apa-bullante del monarca que oculte sus carencias. Carlos II se convertirá en sus domi-nios en el rey Sol, en el fiero león, en un nuevo Salomón, en el digno eslabón de una estirpe de reyes que las imágenes áulicas habían convertido en casi míticos.

Esta comunicación se integra en un proyecto más amplio en el que estoy tra-bajando que pretende definir todas las variantes iconográficas de las representacio-nes artísticas de Carlos II, y que dará lugar próximamente a un libro. El interés que ofrece Carlos II a los estudiosos de la iconografía política es doble: por un lado se trata como es sabido de un monarca doliente, aquejado de múltiples taras y enfer-medades, razón por la cual los artistas y mentores áulicos tuvieron que esforzarse en diseñar representaciones simbólicas grandilocuentes que paliaran los defectos del modelo; por otro lado su reinado es el ocaso del imperio hispánico, pues su muerte y la posterior guerra de Sucesión y el relevo dinástico dará lugar a otra rea-

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lidad política muy diferente. Pues bien, en este proyecto más amplio al que me refiero analizo detalladamente los distintos temas iconográficos, haciendo hincapié en sus fuentes, su proyección artística y su discurso ideológico. En esta breve co-municación solo pretendo poner de relieve la plasmación visual de los distintos temas, y como el monarca, a través del arte, es representado y reconocido por sus súbditos. Evidentemente, en el ambiente de la Corte y en las calles de Madrid, no-bles y pueblo llano, con motivo de recepciones, ceremonias y celebraciones festi-vas, tuvieron ocasión de ver directamente al monarca, aunque no siempre fue fácil –diversos embajadores europeos escribieron a sus respectivos príncipes resaltando la dificultad de contemplar a Carlos cuando era niño, pues permanecía oculto pro-tegido por la reina. Pero los que lo vieron directamente siempre fueron una ínfima parte de los súbditos de la monarquía hispánica. La gran mayoría lo conoció a tra-vés de representaciones artísticas, de pinturas y grabados fundamentalmente. Imá-genes manipuladas y propagandísticas expuestas en las sedes oficiales como retra-tos, exhibidas en calles y plazas con motivo de fiestas, o mostradas como ilustración de libros. Estas imágenes dieron lugar como ya he dicho a una amplia gama de representaciones simbólicas. En ellas, Carlos II apareció casi siempre re-tratado en cuatro poses: erguido en un salón de palacio, generalmente a tamaño natural y acompañado de leones; sentado en el trono de Salomón; arrodillado en actitud piadosa ante la eucaristía u otra devoción, o yacente sobre la cama o la tumba. Vamos a ver a continuación unos pocos ejemplos de cada una de estas variantes, poniendo de relieve brevemente las principales claves en la fabricación simbólica de este monarca, tanto en la Corte como en los territorios de ambos lados del Atlántico.

EL REY ERGUIDO

Esta es la imagen más habitual en las efigies pintadas de monarcas, y se remon-ta a los retratos de Carlos V y Felipe II pintados por Tiziano y Antonio Moro en el siglo XVI. En estas pinturas, como en las que después se realizan de Felipe III y Felipe IV, los reyes aparecen de frente, vestidos de gala o armadura, en un interior palaciego. Los retratos de Carlos II no difieren demasiado de los de sus predecesores. La nove-dad más significativa radica en el refuerzo retórico que rodea la figura del joven y frágil monarca -emblemas, alegorías, leones, águilas, etcétera-, frente a la sobriedad iconográfica de sus antepasados. De entre el repertorio de motivos simbólicos que acompañan en sus retratos al último austria destaca el león. La incorporación de esta fiera a la simbología de la monarquía hispánica se remonta al siglo XIII, y ha pervivi-do hasta la actualidad. Tampoco ha sido un elemento exclusivo de la corona españo-la. Otras casas reinantes europeas también recurrieron al león a la hora de construir una imagen simbólica determinada. Pero en España la identificación entre el león y la realeza propia tuvo un dilatado éxito, por encima de diversas dinastías, sistemas

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políticos y épocas culturales.1 En el caso de Carlos II la presencia constante del felino a su lado establecía una identificación metafórica beneficiosa para el monarca: la fuerza del segundo compensaba la juventud y la enfermedad del primero.

En numerosos retratos el león que acompaña a Carlos II forma parte del mobi-liario de palacio. Recordemos que el Salón Nuevo o Salón de los Espejos, decora-do bajo la dirección de Velázquez a partir de 1659, era la pieza fundamental del Alcázar Real de los austrias, el verdadero núcleo del palacio, el lugar destinado a las recepciones y por lo tanto el espacio de mayor significado político del edificio.2 Bajo una bóveda en trampantojo, el Salón se decoró con el mobiliario adquirido por el pintor, entre el que destacaban entre espejos, relojes y lienzos, los seis bufe-tes de pórfido traídos de Italia. Cada bufete estaba sostenido por dos leones de bronce dorado fundidos por Marco Bonarelli. Cada león apoyaba una de sus garras delanteras sobre una esfera terrestre. Son precisamente estos leones mueble los que encontramos en diversos retratos de Carlos II, en los que, detrás de una apariencia realista, los felinos, como otros elementos propios del mobiliario palaciego –los es-pejos, los cortinajes- dotan de significado simbólico a la figura que acompañan. Juan Carreño de Miranda, pintor del rey desde 1669 y pintor de cámara desde 1671 reali-zó algunos de los retratos más conocidos del monarca y en varios de ellos aparecen precisamente estos leones mueble. En el lienzo Retrato de Carlos II a los diez años (Museo de Bellas Artes de Asturias, 1671) descubrimos al monarca en el salón de los Espejos del Alcázar: con compostura velazqueña, vestido de negro, bajo un cortinaje y apoyando su mano sobre una mesa. Tras el monarca contemplamos el bufete con el fiero león que sirve de patas a la mesa, y que apoya su garra como he dicho sobre un orbe terrestre.3 Muy similar a este lienzo es el Carlos II, (Museo del Prado, h. 1675), aunque el rey tiene algunos años más. En el lienzo del mismo pintor realizado hacia 1680, Carlos II (Nueva York. The Hispanic Society of América), el último aus-tria, situado bajo un gran cortinaje, viste armadura. A su lado aparece de nuevo el bufete y sobre él, el yelmo y el guantelete. Otro ejemplo es Carlos II como Gran Ma-estre de la Orden del Toisón de Oro (Rohrau, Austria. Colección Harrach), donde encontramos de nuevo al rey –en esta ocasión vestido como el título indica- junto al bufete leonino sobre el que descansa la corona y el cetro.

Un último lienzo carolino con presencia del león fue pintado por Sebastián de Herrera Barnuevo y su taller, Carlos II (Museo Lázaro Galdiano). Se trata de un re-trato dinástico que en otra ocasión calificamos de “Espejo de los antepasados”.�

1 Víctor Mínguez, “Leo fortis, Rex fortis. El león y la monarquía hispánica”, en Víctor Mín-guez y Manuel Chust, El imperio sublevado. Monarquía y naciones en España e Hispanoa-mérica, C.S.I.C., Madrid, 200�. 2 Véase al respecto F. Checa (Dir.), El Real Alcázar de Madrid, Nerea, Madrid, 199�.3 Santiago Sebastián, “La emblematización del retrato de Carlos II por Carreño de Miranda”, Goya, nº 226 (1992), pp. 19�-199. A propósito de los retratos de Carlos II véase también Leticia Arbeteta Mira, “Cordero y león. Carlos II en el Salón de los Espejos”, Reales Sitios, nº 118 (1993), pp. 33-�0. � Víctor Mínguez, “El espejo de los antepasados y el retrato de Carlos II en el Museo Lázaro Galdiano”, Boletín del Museo e Instituto “Camón Aznar”, nº XLV (1991), pp. 71-81. Sobre

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Efectivamente, el lienzo despliega ante nuestros ojos una verdadera apoteosis di-nástica: lienzos de diversos tamaños, bustos escultóricos, medallones y estampas que un libro abierto nos deja ver nos muestran los retratos de los padres del monar-ca y de los reyes austrias que le han precedido en el trono hasta los Reyes Católi-cos. El rey niño ataviado con lujo aparece en el centro de la composición, con el sombrero en la mano izquierda y el bastón de mando en la derecha. Sobre su ca-beza y corriendo un cortinaje que permite ver el retrato de la reina regente Mariana de Austria, un angelote sostiene el cetro y la corona. A los pies del joven Carlos un gran león juega con una esfera. No podía faltar el felino en este despliegue metafó-rico de la rama española de la casa de Habsburgo, en el que también aparecen águilas, el escudo real, estandartes y un gran ramo de flores de probable significado nupcial, dado que el lienzo fue pintado para una corte extranjera.

EL REY SENTADO

El rey sentado en el trono es quizá la imagen regia por excelencia en el ámbi-to de la iconografía. No es sin embargo la más habitual en los retratos pintados en la corte española. Pero abunda en el campo del grabado. Su significación va más allá del testimonio visual del monarca en su trono. Como he tenido ocasión de explicar en otro estudio, los reyes de España se sientan en el trono de Salomón.5 Al igual que en el caso de la iconografía leonina, la iconografía salomónica llega a su clímax precisamente coincidiendo con las representaciones de Carlos II.

La identificación entre el trono de la Casa de David y el trono de los reyes hispanos se cimenta sobre dos argumentos, uno de tipo jurídico, basado en el títu-lo de reyes de Jerusalén que detentaban los reyes hispanos, y otro de tipo propagan-dístico, estableciendo un paralelismo simbólico con el mítico rey Salomón, para de esta forma alcanzar su prestigio. Fue precisamente Salomón el que mandó hacer un gran trono de marfil guarnecido de oro finísimo. Este trono crisoelefantino es des-crito en el Libro primero de los Reyes: “el trono tenía seis gradas y un respaldo re-dondo en su parte posterior con brazos a uno y otro lado del asiento: dos leones de pie junto a los brazos mas doce leones de pie sobre las seis gradas, a uno y otro lado. No se hizo cosa semejante en ningún reino”.6 Son como vemos los leones de pie los elementos identificativos del trono que lo singularizan. Al margen de las numerosas interpretaciones teológicas sobre el trono de Salomón, la razón primor-dial que explica la importancia política de este mueble regio estriba en el hecho de que el propio Cristo fuera reconocido como miembro de la casa de David, por lo

este lienzo véase también Eric Young, “Retratos pintados de Carlos II en el Museo Lázaro Galdiano”, Goya, nº 193-195 (1986), pp. 126-130. 5 Víctor Mínguez, “El rey de España se sienta en el trono de Salomón. Paralelismos simbó-licos entre la Casa de David y la Casa de Austria”, en Víctor Mínguez (ed.), Visiones de la monarquía hispánica, Universitat Jaume I, Castellón, en prensa.6 1R, 10, 19-20.

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que cualquier paralelismo establecido entre una monarquía europea y la hebrea en realidad propiciaba una identificación subliminal con la genealogía humana de Dios. Y recordemos, por lo que respecta al atributo específico del trono, los felinos, que ya en el Génesis el propio Cristo es llamado león de Judá.7

La iconografía salomónica en las representaciones de los reyes hispanos se intro-duce ya con la Casa de los Trastámara. En los sellos de Enrique II y Juan I, en algún retrato de Enrique IV, y en muchas monedas del siglo XV aparece el monarca respec-tivo sentado en un trono y acompañado de un león. Cuando se trata de monedas es habitual que en el reverso aparezca junto a la inscripción la cruz de Jerusalén.8 Res-pecto a la Casa de Austria, ya el emperador Carlos V y su hijo el príncipe Felipe, son relacionados diversas veces con el rey Salomón. La prueba de fuego que permite identificar a Salomón con Carlos V y Felipe II, o posteriormente con Felipe IV, es la presentación de los tres reyes como constructores del templo, haciendo alusión a la obra arquitectónica más importante emprendida por el monarca bíblico. En el caso del emperador, se destacará su patrocinio de la catedral de Granada; en el caso de Felipe II, la construcción del monasterio palacio de El Escorial; en el caso de Felipe IV, se tratará de la conclusión de las obras del Panteón de El Escorial y del cimborrio de la catedral de México.

Veamos diversas representaciones de Carlos II con esta iconografía. La estam-pa conocida como Alegoría de la inspiración divina de Carlos II, grabada por Jaco-bus Harrewyn y diseñada por P. Gyse,9 es de nuevo una representación completa del trono salomónico, es decir, con catorce leones. Dos de ellos se sitúan preferen-temente a ambos lados de Carlos II, a la vez que sostienen escudos heráldicos. Los otros doce se sitúan a ambos lados de la gradería que conduce al trono. La referen-cia dinástica queda a cargo de varias águilas austriacas que rodean al monarca. La visión del cordero místico, una alegoría armada de la Iglesia y diversos cautivos infieles completan la composición. En este grabado la prudencia o sabiduría innata al trono bíblico se espiritualiza por medio de la visión mística y se explica a partir de la inspiración divina del monarca, como reza el título de la composición.

Otros dos tronos leoninos encontramos en sendas estampas editadas en 1699, grabadas igualmente por Jacobus Harrewyn, la una como portada y la otra como ilustración del libro El lustre y la gloria del Ducado de Brabante demostrado por la historia genealógica de sus príncipes soberanos y enriquezido con el tesoro de los privilegios, ordonnanzas y reglamentos jurídicos, políticos y económicos de las villa de Brusselas (Bruselas, 1699). Al tratarse Brabante de un ducado flamenco, nos encontramos ante una imagen en la que los leones detentan un doble significa-do: aluden al territorio por ser este animal su representación heráldica, y asimismo

7 Gn, �9, 8-9. 8 David Chao Castro, Iconografía regia en la Castilla de los Trastámara, Universidad de San-tiago de Compostela, 2005. Tesis doctoral inédita. 9 Se trata de una ilustración de la obra de François-Didier de Sevin, Pindus Charitatis sive horae subsecivae (Charité-sur-Loire, 1700). Véase Los Austrias. Grabados de la Biblioteca Nacional, Catálogo de Exposición, Ministerio de Cultura, Madrid, 1993., p. 31�.

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al trono bíblico que proporciona al rey de España la sabiduría para el buen gobier-no. En ambas composiciones Carlos II aparece sentado en el trono y bajo dosel, ataviado con armadura, manto, corona, collar de Toisón y cetro. A ambos lados de cada trono se halla un fiero león. Además, en el grabado que hace de portada tam-bién aparece un nuevo león acompañando a la alegoría de España, y otro león rampante en el escudo heráldico de Brabante. Numerosas figuras alegóricas –el tiempo, la sabiduría, la justicia, etcétera- completan el discurso simbólico que pro-clama el derecho de la monarquía hispánica sobre este ducado.

Otro trono leonino y carolino lo encontramos en un grabado del libro de Pe-dro Rodríguez de Monforte, Sueños mysteriosos de la escritura. En la estampa apa-rece Carlos II, ataviado con vestiduras romanas, y cubierto por un gran manto, re-posando en un trono con reposabrazos leoninos bajo un elegante dosel. Las seis gradas que conducen al trono están custodiadas de nuevo por leones –doce en esta ocasión volviendo al modelo salomónico completo. Las insignias del poder des-cansan sobre una mesa situada a un lado del trono. Diversas alegorías de virtudes completan la composición.

El último trono salomónico que aportamos de Carlos II aparece en un manus-crito, título de nobleza: Título de Marqués de la Villa de Monreal a Don Gabriel Bernardo de Quirós (1683. Colección Luis Bardón. Madrid). Se trata de un perga-mino iluminado al temple. El título comienza con un retrato del monarca reinante Carlos II sentado en un trono en lo alto de una gradería decorada con escudos rea-les y bajo un gran cortinaje sostenido por angelotes. El trono sobre el que descansa el rey tiene en lugar de brazos dos cabezas de león. Dos cabezas de águila con cuer-po de serpiente y un alto respaldo coronado por el escudo real completan el mueble. Carlos aparece coronado, vestido con armadura y exhibiendo el collar del Toisón. Dos mundos, las alegorías de la prudencia y la justicia, y los retratos del nuevo marqués y un familiar completan la escena.

Antes hemos tenido ocasión de ver los retratos de Carlos II pintados Juan Car-reño de Miranda en los que el rey aparecía al lado de los leones mueble. Mas allá de su papel como símbolo político, como hemos explicado anteriormente, al tratarse de un mueble ubicado al costado de un rey y no aparecer el trono en la composición, podemos interpretarlo sin demasiado riesgo como un sustituto de éste.

El origen de los leones mueble hispanos lo encontramos en la decoración de los palacios madrileños de los Austrias. Para el Salón de Reinos del Palacio de El Buen Retiro Aragón regaló a Felipe IV doce grandes leones de plata. Encargados en 163� al platero Juan Calvo, fueron fundidos en 16�3 para obtener fondos para la guerra.10 Por lo que respecta al desaparecido Alcázar Real, y como he explicado antes, doce leones de bronce dorado se encontraban en El Salón Nuevo o Salón de los Espejos. En ambos casos se trata de la estancia que hace las veces de Salón del Trono, y en ambos casos también encontramos de doce leones. La analogía con el

10 Véase Jonathan Brown y J.H. Elliott, Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe IV, Alianza, Madrid, 1981, p. 117.

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trono leonino de Salomón parece evidente. Los leones de bronce dorado del Alcázar Real, y la serie de plata de El Buen Retiro, salomonizan los respectivos salones del Trono, convirtiendo a los reyes austrias en nuevos prototipos del reyes sabios.

EL REY ARRODILLADO

La representación penitencial del monarca arrodillado tuvo un notable éxito en la España contrarreformista. Dos buenos ejemplos los encontramos en las esta-tuas de bronce dorado de los cenotafios de Carlos V y Felipe II ubicados en 1597 y 1660 en el templo del monasterio del Escorial y realizados por Pompeo Leoni.11 Muestran al emperador y al monarca arrodillados, junto a sus esposas e hijos, diri-giendo su mirada hacia el tabernáculo que custodia el símbolo eucarístico.

Sin embargo, la significación política de las representaciones de monarcas hu-millados trasciende su iconografía piadosa y adquiere categoría de ritual ceremonial y dinástico gracias a un episodio medieval relacionado con el origen de la casa de Aus-tria sobre el que se va a construir la iconografía hispánica de los reyes arrodillados: en 1267, el conde Rodolfo I encuentra en el transcurso de una cacería a un sacerdote que, seguido de su acólito, se disponía a cruzar un río para llevar el viático a un moribundo. Rodolfo y su escudero cedieron sus monturas al sacerdote y al acólito para que pudie-ran cruzar con seguridad el río. La significación simbólica de esta anécdota se deriva de que Rodolfo I fue el fundador de la casa de Habsburgo, y que, según la tradición, impresionado el sacerdote por la acción del conde, profetizó la grandeza de la Casa de Austria. Por ello, la representación de este episodio se va a repetir frecuentemente en pinturas, grabados, emblemas y jeroglíficos festivos en la España de los siglos XVI y XVII. Lo podemos ver por ejemplo en el lienzo Acto de devoción de Rodolfo I (Museo del Prado) pintado entre los años 1616-1620 por Pedro Pablo Rubens y Jan Wildens o en el emblema IX, Religionis Praemium, de la obra de Juan de Solórzano Pereira, Em-blemata centum, regio-politica (Madrid, 1653).12

En un momento determinado los reyes hispanos asumen como propio el ceremo-nial de la genuflexión ante el Sacramento, y en una serie de encuentros planificados o fortuitos todos los monarcas desde el emperador Carlos tienen ocasión de arrodillarse ante un viático, descubrirse la cabeza, cederle la montura o el vehículo y acompañarle hasta su destino. Estos gestos públicos de humildad y religiosidad de los austrias hispa-nos también van a ser representados diversas veces en las artes plásticas.

Por lo que respecta a Carlos II, sabemos que cedió su carruaje al sacerdote portador del viático a un campesino moribundo en 1685 en plena cacería por los

11 Los Leoni (1509-1608). Escultores del Renacimiento italiano al servicio de la corte de España, Catálogo de Exposición, Museo del Prado, Madrid, 199�.12 Víctor Mínguez, “La monarquía humillada. Un estudio sobre las imágenes del poder y el poder de las imágenes”. Número monográfico “Las imágenes y el historiador”, en Relacio-nes. Estudios de Historia y Sociedad (El Colegio de Michoacán), nº 77 (1999), pp. 123-1�8.

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alrededores de Madrid, pues varios opúsculos describiendo el encuentro fueron editados para inmortalizar la devoción del joven rey.13 También se realizaron gra-bados y emblemas representando visualmente este episodio. Entre los jeroglíficos festivos podemos citar por ejemplo dos emblemas fúnebres en la fiesta luctuosa que la Universidad de Santiago de Compostela organizó en la muerte de Carlos II, que fueron diseñados por los propios universitarios para conmemorar los episodios heroicos y nobles del desventurado Carlos II. El primer jeroglífico mostraba al sa-cerdote con el viático dentro de la carroza. En el relicario se observaba un sol con una nube de nieve, mientras que en el cielo un águila dirigía su mirada al Sol eu-carístico. En el segundo jeroglífico se pintó dentro del carruaje un cielo en el que el signo zodiacal de Leo descansaba en un círculo blanco con rayos solares. Nu-merosas hachas y estrellas acompañaban el Sacramento.1� Entre las pinturas no efímeras destaca el Acto de devoción de Carlos II, realizada por Lucas Valdés Leal para el Hospital de los Venerables Sacerdotes de Sevilla (a partir de 1680). Para este espacio eclesial, capilla de un hospital destinado a acoger a sacerdotes ancianos, se dispuso un programa iconográfico que giró en torno a la exaltación del sacerdo-cio. Entre diversas pinturas referidas a esta cuestión - una Cena, El Emperador ob-sequiando a San Martín, San Ambrosio impidiendo la entrada en el templo a Teo-dosio, Constantino en el Sínodo de Nicea, El papa León ante Atila, Federico Barbarroja pidiendo perdón a Alejandro III - encontramos de nuevo el tema que nos ocupa15. Carlos II ha cedido su carruaje al sacerdote portador del viático. Aho-ra camina a su lado dándole escolta, mientras un guardia, en primer termino, incli-na la rodilla. En la parte superior Saturno, representado como el padre Tiempo sostiene un uroboros en cuyo centro se representa el episodio del conde Rodolfo II.16 Tanto el los jeroglíficos como en la pintura sevillana no encontramos al monar-ca arrodillado sino metaforizado en águila o escoltando la calesa. Pero si lo pode-mos ver humillado en la estampa de Romeyn de Hooghe, Carlos II cede su carroza a un viático (Biblioteca Nacional). El grabador, pintor, medallista y orfebre Romeyn de Hooghe (1658-1708) fue un artista áulico al servicio de distintas cortes europeas especializado en las imágenes políticas: retratos de gobernantes, alegorías, batallas, e incluso sátiras.17 En esta ocasión se trata como es evidente de una imagen apolo-

13 Son recogidos por Yolanda Barriocanal en Exequias reales en la Galicia del Antiguo Régimen. Poder ritual y arte efímero, Universidad de Vigo, España, 1997, p. 1�2: Jodocus de Backer, Al religiosissimo heroe Carlos Segundo, rey catolico de las Españas, en ocasion que encontrando a un sacerdote que ... conducia el Viatico a un enfermo ofreció su real carroça (...), Madrid, 1685; Academia a que dio assumpto la religiosa ... acción que el Rey ...executó el dia 20 de Enero de 1685, encontrando un sacerdote en el campo que llevava el Viático a un enfermo a quien acompañó a pie (...), Madrid, 1685; Al complemento y primor del acto con que nuestro Católico Monarca Carlos Segundo ... adoró y acompañó al Santíssimo Sacramento (...), s.l. s.a.1� Yolanda Barriocanal López, op. cit.,, pp. 1�0-1�3. 15 Este programa iconográfico fue estudiado por Santiago Sebastián en Contrarreforma y Barroco, Alianza, Madrid, 1981, pp. 3�5-3�7. 16 Analizada por J.M. González de Zárate en Método iconográfico, Ephialte, Vitoria-Gasteiz, 1991, pp. 68-71. 17 Los Austrias …, p. 33�. Sobre el grabador Romeyn de Hooghe véase John Landwehr, Romeyn de Hooghe, the etcher: contemporary portrayal of Europe, 1662-1707, A.W. Sijthoff, Leiden, 1973.

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gética que retoma y actualiza la anécdota austracista. La acción transcurre en la Casa de Campo y al fondo se descubre el perfil de Madrid destacando el Alcázar Real. La parte inferior de la estampa aparece ocupada por el cortejo real -carrozas, cortesanos, criados, escolta, perros de caza. En el centro, el joven monarca Carlos se inclina descubriendo la cabeza ante el sacerdote portador del Sacramento -acompañado del correspondiente acólito con el fanal- que se dispone a subir a la carroza cuyo acceso gentilmente le brinda el monarca. Además de la variación de algunos elementos anecdóticos -el caballo por la carroza, etcétera-, la imagen nos muestra dos importantes novedades. Junto al monarca, una multitud de cortesanos, criados y clérigos descubren sus cabezas e hincan la rodilla en tierra. Por otra par-te, en la sección superior de la estampa se produce la eclesiofanía: un rompimien-to de gloria permite contemplar una alegoría de la Iglesia, mientras que otras figu-ras sostienen un medallón que representa un acto de piedad del antecesor y homónimo de Carlos II, Carlos I. Los angelotes sostienen una filacteria donde po-demos leer la inscripción latina, Maiorum exemplo. De esta forma, hacia finales del siglo XVII y como preludio al espíritu ilustrado del siglo XVIII, el rito austracista adquiere un valor ejemplificador: el gesto del rey es el detonante de la manifesta-ción piadosa de su pueblo.

Pero las referencias al encuentro de 1685 entre el rey Carlos II y el viático no fue el único argumento que permitió mostrar a sus súbditos este monarca arrodilla-do. Con motivo de las exequias de Carlos II en la catedral de México hasta cuatro jeroglíficos del túmulo fueron pintados mostrando al joven monarca arrodillado sobre un cojín y descubierto de la corona, ante el cáliz y el pan eucarístico.18 Ade-más de estos jeroglíficos podemos ver también a Carlos II arrodillado en el lienzo que Pedro Ruiz González pintó en 1683, Carlos II adorando la Eucaristía (Museo de Arte de Ponce. Puerto Rico). En esta obra el joven rey se arrodilla ante un sacer-dote que, en plena liturgia, le muestra la custodia.

De todas formas, la pintura más sobresaliente tanto desde el punto de vista formal como iconográfico que representa a Carlos II arrodillado es el lienzo de Claudio Coello, La Sagrada Forma (1685-1690), ubicada en la Sacristía del palacio monasterio del Escorial. En esta obra podemos ver al prior del monasterio, Francis-co de los Santos, sosteniendo la custodia frente a Carlos II, que aparece arrodillado y descubierto. En torno al monarca se agrupan -igualmente arrodillados y descu-biertos- una multitud de cortesanos y clérigos. Una iluminación de velas alumbra la escena -el propio rey sostiene un cirio con la mano. Como en el grabado de

18 Los grabó Antonio de Castro, y las estampas fueron incluidas en la crónica de Agustín de Mora, El Sol eclypsado antes de llegar al zenid. Real pyra que encendiô à la apagada luz del Rey N. S. D. Carlos II (...), Con licencia en México, por Iuan Ioseph Guillena Carrasco. Sobre los jeroglíficos carolinos de la catedral de México véanse mis trabajos “La muerte del príncipe. Reales exequias de los últimos austrias en Méjico”, Cuadernos de Arte Colonial (Madrid), nº 6 (1990), págs. 5 32 y Los reyes distantes. Imágenes del poder en el México virreinal, Diputación de Castellón-Universitat Jaume I, Castellón, 1995. También han sido estudiados por J.M. Morales Folguera en, «Iconografía solar del túmulo de Carlos II en la Catedral de México», Boletín de Bellas Artes, 18, 1992, pp. 235-2�0.

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Romeyn de Hooghe, en la parte superior del lienzo de Coello se manifiestan los poderes celestiales: tres ángeles y varios amorcillos revolotean, ostentando los án-geles atributos iconográficos alusivos a la Religión, el Amor Divino y la Majestad Real, tomados de la Iconologia de Cesare Ripa.

Esta pintura conmemora un hecho histórico, el traslado de la Sagrada Forma desde el altar mayor de la iglesia conventual a la sacristía. Edward Sulli-van ya explicó hace tiempo el trasfondo que subyace en el óleo: una ceremonia de expiación de varios colaboradores del rey -los que le acompañan en la pintura- que diez años antes habían violado el monasterio del Escorial, acompañados de hom-bres de armas, buscando al privado Fernando Valenzuela, fugitivo de la Junta de Gobierno que era contraria a la ascendencia que tenia el valido sobre el monarca. La profanación fue castigada con la excomulgación. Precisamente y para alcanzar la absolución de los excomulgados, fue encargado el gran lienzo de la sacristía a Claudio Coello19. Sin embargo, nada de esto se advierte en el lienzo: el delito y la penitencia se ocultan en la pintura, y ésta se convierte en una exaltación monárqui-ca y cortesana de la devoción eucarística, una devoción familiar que se representa -no lo olvidemos- en el edificio más austracista y más emblemático de la dinastía: el Escorial construido por Felipe II.

EL REY YACENTE

La muerte de Carlos II el 1 de noviembre de 1700 será también la muerte del Imperio. La guerra de Sucesión que estalla en Europa entre los partidarios de los dos aspirantes al trono español, Felipe de Anjou –nieto de Luis XIV- y el archiduque Don Carlos de Austria –hijo del emperador Leopoldo I-, no solo marcan el fin de una época que ha durado casi dos siglos. Representan también el fin del imperio entendido como una unión de reinos y territorios bajo un mismo monarca. El here-dero legal del rey fallecido y vencedor de la guerra, Felipe V, instaurará en el trono a la Casa de Borbón, y establecerá un imperio colonial subordinado a una metró-poli. Previendo lo que va a suceder, las exequias de Carlos II no pudieron sustraer-se a la sensación del fin de una época, y algunos de los programas iconográficos diseñados para decorar los túmulos levantados para las honras de este monarca revelan un sentimiento de incertidumbre y pesimismo. Su fallecimiento sin descen-dencia directa, no por anunciado deja de provocar el estupor entre sus súbditos, pues nunca antes en España durante la Edad Moderna se había producido un hecho similar. Los anteriores óbitos reales siempre estaban impregnados de la esperanza puesta en el príncipe heredero. Los programas iconográficos de las exequias caro-linas lloran al monarca fallecido, pero apenas hay referencias a la regeneración de

19 Edward J. Sullivan, Claudio Coello y la pintura barroca madrileña, Nerea, Madrid, 1989, pp. 112-125.

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la institución monárquica, pues es toda una dinastía la que ha fenecido en esta ocasión.

Son conocidas las exequias carolinas en Puerto de Santa María, Mallorca, Gra-nada, Zaragoza, Barcelona, México, Coatepec y Lima.20 En sus correspondientes ca-tafalcos y en otros muchos que se levantaron en las villas y ciudades de Europa y América pero de los que no nos han llegado relaciones descritas o estampas, los súbditos de ambos continentes pudieron contemplar los féretros vacíos que metafo-rizaban el cuerpo yacente del monarca. Precisamente esta imagen, la del rey acosta-do sobre la tumba, fue objeto de algunas pinturas y jeroglíficos incorporados a los programas iconográficos que decoraban los túmulos citados. Es el caso del catafalco mexicano, levantado en la catedral de la capital del Virreinato para las exequias que tuvieron lugar los días 26 y 27 de 1701, y que ya he mencionado anteriormente. Se trató de una pira realmente modesta, pero interesantísima desde el punto de vista iconográfico por la subordinación de los elementos a un tema único. Dicho tema, ideado por los comisarios de honras Juan de Escalante y Mendoza y José de Luna, oidores ambos de la Real Audiencia, fue el eclipse solar, y aunque este es un tema habitual en la iconografía monárquica y muy frecuente como motivo en jeroglíficos y catafalcos regios, pocas veces la teoría ideológica que sustenta el concepto del Príncipe Solar ha sido transmutada en imágenes con tanto acierto.

Del zócalo cuadrangular, adornado con las pinturas emblemáticas, arranca-ban seis cuerpos superpuestos de tamaño decreciente -dos octogonales, uno hexa-gonal, uno cuadrado y dos circulares-, cubiertos de luces, florones y tarjas con poemas. Sobre el último cuerpo aparecían los únicos elementos escultóricos: las alegorías de las cuatro partes del mundo, con el rostro descompuesto y llorando, portando sobre sus hombros un cojín en el que descansaban las insignias reales: la corona, el cetro y el estoque. Faltaba pues, en esta singular pira, la habitual urna. Sí tenía en cambio, en el frente del primer cuerpo, el inevitable epitafio fúnebre.

Veamos ahora los jeroglíficos que mostraban al rey yacente. Son tres: en uno aparece moribundo en su cama y en los otros dos ya muerto sobre la tumba. Reve-lan un amargo pesimismo, y tanto los lóbregos versos de los epigramas como las sombrías y tétricas pinturas delatan una inseguridad y un temor, ausente en otros óbitos reales. La muerte de Carlos II supone el fin de una dinastía que ha goberna-do España durante casi doscientos años, y si bien el monarca tiene asegurada la gloria, el desamparo en el que deja a sus súbditos es patético. El mentor o mentores del programa son conscientes del final de una etapa de la monarquía hispánica. Como he dicho en dos de ellos aparece el cadáver real sobre la fría losa, mientras que una puerta abierta al exterior nos muestra como las sombras eclipsan la luz del astro diurno. En el primero se contrapone al cadáver real la figura del monarca reinando en la gloria. Acompaña al cuerpo yaciente el lema Hic iacet. Al alma, Hic regnat. Al exterior, la zona eclipsada del sol se acompaña del mote, Hic latet, mien-

20 Las he estudiado en Víctor Mínguez, “Imperio y muerte. Las exequias de Carlos II y el fin de la dinastía a ambas orillas del Atlántico”, en Inmaculada Rodríguez (ed.), Arte, poder e identidad en Iberoamérica: de los virreinatos a la construcción nacional, Universitat Jaume I, en prensa.

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tras que en la zona iluminada podemos leer, Hic lvcet. La composición del segun-do jeroglífico es mucho más tétrica. Acompañan al rey muerto sombríos personajes enlutados, sobre cuyas cabezas leemos Omnes defecimvs illo. Al exterior el Sol esta completamente eclipsado. Junto al astro podemos leer Omnia vivificat: dùm cadít ipsa runt. Más sobrecogedora aun es la imagen del monarca en el último je-roglífico, verdadera escena del Ars moriendi: recostado en el lecho recibe los últi-mos auxilios religiosos, mientras la muerte, oculta tras la cama, se dispone a atra-vesar al moribundo con su dardo. En el exterior un grupo de personas contempla el eclipse total, las sombras se han adueñado del mundo. No solo muere el monar-ca, sino que una época acaba con él. No es el Sol el que sufre el eclipse, sino la Tierra. Ya no es el eclipse solar en realidad, sino el ocaso. Demit nil mihi: sed orbi, reza el lema del jeroglífico.

Concluyo mostrando una estampa del grabador Pieter van der Berge, Muerte de Carlos II (Madrid, Museo Municipal), que muestra precisamente el último suspi-ro del infortunado monarca. Un paje nos invita a traspasar una balaustrada detrás de la cual contemplamos bajo un gran dosel el lecho donde el moribundo agoniza. Le acompañan caballeros, damas y religiosos. Uno de estos últimos muestra al rey la cruz. El grabador no ha tenido reparos en mostrarnos el rostro cadavérico y de-macrado de Carlos II. En lo alto dos angelotes sostienen el escudo real. La muerte del rey deviene en espectáculo cortesano y desde Madrid, el arte efímero mostrará a todo el imperio la última postura del monarca.21

21 Fernando Checa Cremades (dir), Cortes del Barroco. De Bernini y Velázquez a Lvca Gior-dano, SEACEX, 200�, p. 27�.

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Sebastián de Herrera Barnuevo y su taller, Carlos II (Museo Lázaro Galdiano).

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J. Harrewyn y P. Gyse, Alego-ría de la inspiración divina de Carlos II.

Romeyn de Hooghe, Carlos II cede su carroza a un viático (Biblioteca Nacional).

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Pieter van der Berge, Muerte de Carlos II (Madrid, Museo Municipal).