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La Rendición de Un Soldado: La Conversión de San Camilo de Leslis (Arcaduz) - Susan Peek

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SUSAN PEEK

LA RENDICIÓNDE UN SOLDADO

La conversión de san Camilo de Lelis

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Colección: Arcaduz

© Ignatius Press, 2011© Ediciones Palabra, S.A., 2013

Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 [email protected]

© Traductor: José Manuel Mora Fandos

Diseño de cubierta: Marta TapiasDiseño de ePub: Erick CastilloISBN: 978-84-9840-454-8

Todos los derechos reservados.No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la

transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, porregistro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.3

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A NUESTRA SEÑORA,REFUGIO DE LOS PECADORES.

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Os digo que, del mismo modo,habrá en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta

que por noventa y nueve justosque no tienen necesidad de conversión.

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PRÓLOGO

Cuando la autora (mi mujer) me pidió que escribiera la introducción a su novela,orilló, hasta cierto punto, una carga. No es que me incomodara hacerme cargo de lapetición, porque al hacerlo yo también podría contribuir de algún modo, aunque muypequeño, a la difusión de la devoción a san Camilo de Lelis.

Si al leer estas palabras estás casualmente en tu librería habitual buscando un buenlibro, pero piensas que estás bastante avanzado en tu camino hacia la santidad, lo másseguro es que este libro no sea para ti. No, esta es una historia para el resto de nosotros,el rebaño de la gente común, los que cuando entramos en un confesonario todavíapensamos que tenemos auténticos pecados que confesar. San Camilo es para nosotros.Es nuestro héroe. Podría ser descrito muy acertadamente como el patrón no oficial de losque luchan.

Desde luego, es sobradamente conocido como el patrón de los enfermos, lasenfermeras y los hospitales. Muchos hospitales en todo el mundo llevan su nombre. Suemblema con una cruz roja todavía se ve hoy, pues quienes lo llevan realizan obras demisericordia corporales en casi todas las zonas bélicas del mundo. Tristemente, en estostiempos sin Dios incluso este signo santificado ha perdido, con mucho, la mayor parte desu significado. Que san Camilo tenía una genuina compasión por el prójimo sufriente, nohace falta ni mencionarlo; pero no era un mero humanista al que se le derretía elcorazón. Para él la sanación del cuerpo, o incluso de la mente, tenía poco sentido oninguno si no servía para alcanzar el objetivo principal de la curación del alma enfermapor el pecado. Como hombre, el solo pensamiento de un soldado herido agonizandoentre dolores en el campo de batalla llenaba a Camilo de tristeza. Como católico, laposibilidad de que el mismo soldado muriera en pecado mortal, y que por lo tanto sualma fuese al infierno, le embargaba con un miedo angustioso. Tenía fe. Era realista.

San Camilo fue él mismo soldado anteriormente, por lo que conocía los horrores dela guerra. Pero también el abyecto y absoluto horror de cometer un pecado mortalpersonal. Es un verdadero penitente, pero de un tipo no habitual. La Iglesia católica seenorgullece con razón de algunos ejemplos magníficos de valerosa penitencia. Losnombres de santa María Magdalena, san Pablo y san Agustín vienen rápidamente a lacabeza. Y, sin embargo, estas figuras monumentales nos dan la impresión de que, unavez convertidos, nunca tuvieron ningún revés. Aunque posiblemente fueron tentados,nunca volvieron a pecar una sola vez. Parecen haber alcanzado una santidad casiinstantánea.

San Camilo no puede aspirar en modo alguno a pertenecer a tal grupo de élite. Dehecho, es más bien lo contrario. Tuvo sus debilidades, sus recaídas. Su tempranoprogreso espiritual se alzó, trastabilló, cayó, se alzó de nuevo, pero solo para caer una

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vez más. Pero nunca dejó de intentarlo. Nunca desesperó hasta el punto de abandonartoda esperanza. Era un soldado y batalló sin detenerse. ¿Por qué? ¿Qué le impulsaba? Enúltima instancia, simplemente el amor de Dios. Por encima de todo este amor, estacaridad divina que sobreabunda y se convierte en el afán de toda una vida es lo queveneramos en los altares de la Iglesia católica.

Así que, para nosotros, este libro nos trae un mensaje vivo de fe, esperanza ycaridad. Tras leerlo, uno se queda con la impresión de que, si un hombre inicialmente tanmalo como nuestro héroe pudo alcanzar la santidad, entonces la santidad es alcanzablepor todos. Pero esto también ha de servirnos como un pequeño aviso: Si incluso Camilopudo llegar a ser santo, ¿qué excusa pondremos nosotros entonces, cuando seamosjuzgados por el Dios todopoderoso, si no hemos hecho lo mismo?

San Camilo de Lelis, ruega por nosotros.

Jeff PeekFiesta de Nuestra Señora, Auxilio de los Cristianos,24 de mayo de 2006.

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I. EL MERCENARIO

I

Italia, 1570 / Los copos de nieve se arremolinaban alrededor del par de cansadossoldados que caminaban por el desierto camino entre los campos. El crepúsculo caía conrapidez y, con él, la temperatura. El que abría paso se ajustó con fuerza el capote que leenvolvía, buscando algo más de resguardo por poco que fuese, y se detuvo a echar untrago de su petaca.

El otro, varios metros por detrás, tenía dificultades para ir al paso de su robusto yjoven hijo –dos metros de altura y todo músculo–, pero estaba determinado a noquedarse atrás. Giovanni de Lelis siempre había sido un hombre fuerte, pero estosúltimos días de travesía habían minado su resistencia, casi hasta el límite. Le dolía elpecho y cada inspiración era más costosa. Bien, pensó con impaciencia, no se estabahaciendo más joven con la edad, y arar contra aquel despiadado viento, kilómetro traskilómetro, ciertamente no se lo ponía más fácil.

Para colmo, un acceso de tos se hizo súbitamente con él, así que no tuvo másremedio que abandonar el camino e intentar recobrarse apoyado en un árbol.

Su hijo lo rodeaba, observándolo con preocupación: —¿Se encuentra bien, padre? –lepreguntó.

Pero De Lelis simplemente rechazó la pregunta con un gesto de impaciencia mientrasla agresiva tos remitía un instante. Con esfuerzo, volvió al camino, determinado acontinuar.

Su hijo, sin embargo, permaneció quieto, obviamente con otro tipo de pensamientos:—Padre, no tiene buen aspecto. Quizá deberíamos descansar un rato.

—¡No me ocurre nada, Camilo! –protestó el sufrido viejo soldado. Pero sus pasosvacilantes y el rostro desencajado traicionaban sus palabras.

Camilo intentaba ignorar aquel familiar dolor en su propia pierna derecha que una vezmás volvía a incordiarle. Llegó hasta su padre en pocas zancadas y, delicada aunquefirmemente, lo condujo fuera del camino hasta un tronco caído. Despejó rápidamente lanieve que lo cubría y ayudó al anciano a sentarse. Luego se acuclilló frente a él, mientrasintentaba decidir qué hacer.

Otro violento acceso de tos se hizo con el viejo De Lelis, que luchabaesforzadamente por respirar. Camilo esperó a que cesara aquella agitación y entonces lepasó la petaca.

—Creo, padre, que deberíamos desviarnos más adelante y hacer una pequeña paradaen la posada del signor Vitali. No vale la pena marchar con tanta prisa en estos días, sinningún lugar al que ir. Un cálido fuego y una cama de verdad es lo que necesitáis esta

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noche.—¡Una cama! Aah... ha pasado tanto tiempo desde la última vez que dormí en uno

de aquellos catres... casi me había olvidado de lo que es una cama.De Lelis bebió y devolvió la petaca a Camilo, que apuró el contenido y sonrió

ampliamente. —Si he de serle sincero, padre, mis motivos son un poco egoístas.Realmente tampoco me importaría regalarme con algo de la bien cuidada bodega delsignor Vitali.

Aquella idea trajo una sonrisa al rostro del hombre enfermo. —Ni a mí meimportaría, hijo mío –le aseguró con un guiño–. Además, supongo que la posada es tanbuen lugar como cualquier otro para saber si algún ejército está buscando un par deespadas listas para el combate.

Camilo asintió y se quitó el capote. El movimiento de ponerse en pie le hizoestremecer: una cuchillada de dolor le había atravesado la pierna derecha. Sin embargo,apretando los dientes tomó su capote y envolvió con delicadeza a su tembloroso padre.

—¿Te está molestando la pierna otra vez, hijo?—No es nada, solo el frío.—Verdaderamente deberíamos ir a un hospital un día de estos para que te viera esa

pierna un doctor. Deberíamos haberlo hecho hace mucho tiempo.Camilo se encogió de hombros. —No es para tanto. No se preocupe –echó un

vistazo a los bosques que se ensombrecían a su alrededor, y entonces le ofreció suhombro al padre, que lo aceptó agradecido. Los dos hombres volvieron a incorporarse alcamino.

***

—¡Vaya, si es Giovanni de Lelis y su incorregible criatura que reaparecen tras todosestos meses! –exclamó el signor Vitali gratamente sorprendido cuando se abrió de golpela puerta y una ráfaga de viento helado pareció hacer entrar a la pareja cubierta de coposde nieve. Caminó hasta ellos y les dio un caluroso apretón de manos–. Parece que voy atener que suavizar un poco mis normas esta noche y ponerme a servir bebidas para unaocasión tan especial.

Los únicos ocupantes que también quedaban en la habitación a aquella hora tardíaeran otros dos jóvenes soldados. Levantaron la vista de su partida de naipes y uno deellos sonrió al reconocer a los recién llegados. —¡Ah! –exclamó con sorna–. ¿Por quéserá que cada vez que me encuentro en una de mis poco frecuentes buenas rachas a losnaipes, tenéis que aparecer siempre vosotros dos y fastidiármela?

Camilo sonrió abiertamente y se acercó hasta los dos hombres. —Vamos, Antoni –lepicó–, no pensarás que puedes salirte con la tuya en una partida sin que vengamospisándote los talones desde más allá de la frontera, ¿verdad?

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Antoni asintió con pesar. —Sí, a estas alturas ya debería tenerlo muy claro, supongo–admitió. Entonces, señalando a su oponente en las cartas, hizo las presentaciones–:Dario Tellini... Camilo de Lelis –Tellini se levantó para ofrecerle la mano y lasestrecharon mutuamente.

—¿No os he visto circulando, a tu padre y a ti, hace ya tiempo, Camilo? –comentóAntoni suavemente–. ¿A qué os habéis dedicado estos últimos tiempos?

Camilo se encogió de hombros, evasivamente. —Pues más o menos a lo mismo quetú –acercó una silla y tomó asiento con gesto cansado–. Solo que esta vez... bien, encierto sentido hemos estado trabajando para la otra parte, eso es todo.

Antoni esbozó en su ceño un signo de sorpresa, pero sofocó el comentario que iba ahacer. Tellini, sin embargo, le lanzó a Camilo una mirada de velado desprecio. Pero,antes de que ninguno tuviera oportunidad de hablar, se les unieron dos hombres de másedad, cargados con bebidas.

—Entonces, Giovanni –preguntó el posadero–, ¿qué alto y encumbrado comandanteha sido el que esta vez no ha podido aguantar por más tiempo en sus filas a un par dechuchos como vosotros?

De Lelis movió la cabeza. —¡Aah... el propio sultán en persona! –se jactó divertido–.¡El impiísimo Turco es incapaz de reconocer a un par de soldados decentes cuando lemiran a los ojos sin pestañear!

Tellini bajó la mano que sostenía la copa y miró a los dos con patente disgusto. —Señores, no se puede considerar decente a ningún soldado católico –saltó con firmeza–,que quiera sumarse a las tropas del infiel contra Dios y su pueblo.

El viejo De Lelis, en modo alguno molesto por lo que había oído, rechazó laimplicación con un encogimiento de hombros y se sirvió una copa. Camilo, sin embargo,miró a Tellini a los ojos retadora y juguetonamente, y contraatacó: —Dios y su pueblo nonos pagaban lo suficiente. Los turcos, sí.

Se creó un crispado silencio mientras los dos se levantaban tomándose mutuamentepor las pecheras.

Antoni sabía que el temperamento de Camilo se inflamaba con facilidad. Por lo tanto,en un intento de desviar cualquier posible desavenencia entre sus dos amigos, se aclarórápidamente la garganta y terció: —Si lo que buscas es un empleo de soldado de altonivel –dijo–, ¿por qué no te unes a nosotros en Venecia? Darío y yo íbamos ahora haciaallí. Mi tío es el capitán de un barracón estacionado en aquella área y seguramente sabrácómo pagar decentemente a dos mercenarios de... ejem... tan dilatada experiencia –sonrió queriendo congraciarse y añadió–: De hecho, resulta que precisamente ahora seestán haciendo preparativos para batallar contra el ejército del sultán la próximaprimavera.

Los ojos de De Lelis se avivaron y miró a su hijo. —Uum... el sultán. Quizá

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podríamos darle la oportunidad de lamentar los bruscos modales que tuvo con nosotros.—¿Y bien, padre? –preguntó Camilo–. ¿A Venecia, pues?El anciano reflexionó, y asintió con la cabeza. —¡A Venecia! –respondió.Los dos De Lelis se miraron y sonrieron. Levantaron sus copas y brindaron en

silencio por su nuevo destino.

II

Camilo concluyó que más le valdría coger su mosquetón y pegarse un tiro. ¿Por quédiablos había sido tan estúpido de dejar que su padre continuara viajando en un estadotan débil? Debería haber reconocido los signos de lo que era... y haber insistido enquedarse en la posada unos cuantos días más.

Escuchaba la nieve endurecida chirriando bajo sus botas. Él y su padre avanzabantrastabillando, solos y a través de los bosques en medio de la heladora oscuridad.Estrechaba el abrazo al cuerpo exhausto de su padre y se aferraba a la esperanza contratoda esperanza de que darían pronto con una granja. La débil respiración y los pasosvacilantes de su padre le avisaron de que apenas se encontraba consciente. Incontablesveces antes Camilo había visto aquellos mismos signos en camaradas heridos en elcampo de batalla, y embargado por un sentimiento de desánimo reconoció que bien pocopodía hacer. Ahora le sobrevenía aquel sentimiento de amarga inutilidad que siempreexperimentaba tras una batalla, al ver la devastación ocasionada.

Sabía que debería endurecerse contra aquella visión del sufrimiento. ¡Sí, ya habíavisto mucho de aquello, con solo veinte años cumplidos! Después de todo, los hombresvivían y morían, y el dolor era una inevitable parte de todas las cosas. Especialmente ensu trabajo. Pero por alguna razón Camilo siempre había sido incapaz de superar la penaque le producía la contemplación de la desgracia de otro hombre. Incluso si el caído a sulado era un turco. Algo de simpatía le quedaba aún cuando veía a uno de aquellos perrosen las fauces de la muerte.

Quizá ni él ni su padre hubieran debido trabajar para el enemigo, reflexionó con algode remordimiento. Nunca se encontraba a gusto consigo mismo cuando lo pensaba. Perosu padre no había visto nada malo. Los tiempos habían sido duros y la necesidad dedinero les había acuciado desesperadamente. Un trabajo era un trabajo, después de todo.Además, solo había sido durante una breve temporada. A los musulmanes no les gustabatener mercenarios católicos en sus filas por mucho tiempo. Camilo suspiró. Oh, bien... lohecho, hecho estaba e importaba poco ya.

Repentinamente, sus erráticos pensamientos fueron reconducidos al presente por unleve gemido de su padre. Escrutó el paisaje con creciente desesperanza y sintió alivio aldescubrir una pálida luz entre los árboles.

—Hay una casa no muy lejos, subiendo –dijo con ánimos–. Solo unos pocos minutos

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más, padre –con un último golpe de esfuerzo, Camilo lo llevó casi a rastras y al llegar sepuso a aporrear la puerta.

Pareció transcurrir una eternidad antes de escuchar el sonido de un pasador y que lapuerta se abriera dejando una tímida rendija. Una mujer somnolienta les observaba.

—¿Qué quieren a estas horas? –bostezó.—Mi padre está enfermo. Necesito encontrar cobijo para él.La mujer dudó.—Mire, tengo dinero –quiso persuadirla Camilo–, puedo pagarle todo lo que sea

menester.En aquel momento un hombre somnoliento apareció detrás de ella y se hizo cargo de

la situación. El padre de Camilo, como para confirmar su estado crítico, se desmoronó derepente hasta el suelo.

El hombre apartó a su mujer y se apresuró a ayudar. Entre él y Camilo llevaronadentro al soldado enfermo y lo situaron frente al poco calor que aún desprendía unfuego agonizante.

Camilo percibió que al granjero todo aquello le parecía sospechoso. —¿De viaje, coneste tiempo? –preguntó con desgana–. ¿Con su padre en este estado?

Camilo pensó: «Y a ti qué te importa». Pero considerando su propia situación dijo:—Pues ya ve, todo comenzó con una batalla contra los turcos...

No había necesidad de continuar. Su calculada mentira dio inmediatamente en ladiana. Tanto el granjero como su mujer rompieron en sonrisas ansiosas, y el hombreexclamó excitado: —¿Contra los turcos? ¡Ay, Dios les bendiga! Mamá, trae algunasmantas, sí, ¡Sí! ¡Rápido, mujer!

—¡Sí, papá! –convino con idéntica satisfacción.—¡Y trae algo de vino, y también de pasta! –añadió el marido, dando unas palmadas

para apresurar a la mujer.—¡Y no vamos a aceptar ni una lira! –aseguró la mujer a Camilo con un tono

maternal mientras salía corriendo de la habitación.

III

Camilo tenía la sensación de que los días siguientes se arrastraban sin fin. Su padreperdía y recuperaba la consciencia intermitentemente, y él tenía miedo de dejarlo unosinstantes solo.

La signora Rocci había hecho todo lo que había podido para que el soldado enfermose encontrara confortable. La cama más blanda que tenían la habían dispuesto en unahabitación con chimenea. Tres veces al día la maternal patrona intentaba superarse en lacocina, pero aquellas obras de arte culinarias que hacían la boca agua no llegaban a serapreciadas. Él no podía comer y su hijo no tenía apetito. Este se sentaba inmóvil junto a

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la cama, un día tras otro, y el poco sueño que se permitía tenía lugar frecuentemente enuna silla cercana.

Incluso la misma habitación parecía abatida, pensó descorazonado. Las ventanascerradas mantenían el calor interior, era verdad, pero al mismo tiempo dejaban fuera elesplendente sol de invierno. Solo un objeto en la habitación parecía ofrecer algunaesperanza, y Camilo no sabía por qué. Había pasado mucho tiempo ya desde la últimavez que había visto un crucifijo. Y más incluso desde que se había arrodillado frente auno.

Aquellos recuerdos le llevaban muy lejos... hasta su más temprana infancia. Sí, suquerida madre había hecho todo lo posible para enseñar a rezar a Camilo. Le habíacontado todas las típicas historias de santos, con todas aquellas osadas acciones que suamor les había llevado a hacer por Cristo. Incluso algunas veces estas historias le habíaninspirado hasta hacer que sus sueños infantiles surcasen el más alto Cielo. Pero,entonces, siempre ocurría lo mismo. Su padre volvía a casa de esta o aquella guerra,orgulloso e invencible, con sus impresionantes cicatrices de batalla y sus fascinantesarmas. Sentaba al pequeño sobre sus rodillas y le contaba cuentos de aventuras yheroísmo que, en la mente del niño, superaban a las pías historias de su madre.

Durante un tiempo Camilo dudó dividido entre los dos mundos: el invisible del Cieloy los santos que su madre tan amorosamente pintaba para él; y el del campo de batalla, elde la excitación y la gloria que las palabras de su padre dibujaban ante su impresionablemente.

Quizá las cosas habrían sido diferentes, Camino reflexionaba ahora, si su madre nohubiera muerto cuando él todavía era un niño. La gente pensó que era muy pequeñoentonces para comprender; pero él había visto las miradas hostiles de la gente del pueblo,a espaldas de su padre, había escuchado las susurrantes acusaciones de que había sidoaquella díscola manera de vivir del marido la causa de que ella muriera de sufrimientos.

Quizá ella les estuviera mirando desde algún lugar ahora... quizá desde aquel Cielodel que había hablado y que había deseado tan ardientemente. Bien, si alguien se merecíael cielo, concluyó Camilo con convicción, era claramente su madre. Ya en vida, lasmujeres de Bucchianico habían apodado a Camila de Lelis «la santa». Quizás inclusoestaba rezando por su marido...

Sin saber cómo, encontraba aquella idea consoladora. Sus reflexiones, sin embargo,fueron interrumpidas por un suave toque en la puerta. Camilo alzó la mirada, trayendo sucabeza de vuelta al presente. —¿Sí? –exclamó.

La signora Rocci entró silenciosamente en la habitación. —Pobre chico –dijo–, debesde estar exhausto. Apenas has dormido desde que llegaste.

Camilo podía imaginarse la pinta tan horrible que debía de tener. No se había afeitadoen varios días, llevaba el pelo erizado y sus ropas estaban hechas unos zorros.

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La mujer se acercó a la cama para observar al padre. —Ahora duerme –susurró–. Vey descansa un poco tú. Yo me quedaré con él un rato.

Camilo le agradeció aquella bondad. Pero estaba tan cansado que dudaba de que elsueño le llegara fácilmente. De mala gana se levantó y se pasó una mano por el cabello.Beber una copa podría atraer el sueño... pero de algo más fuerte que el vino. Y unapartida de cartas, también. Sí, aquello le despejaría más que lo que pudiera hacer elsueño.

La idea le iluminó el rostro. Sonrió de oreja a oreja a la patrona y le preguntó, con untono como de manso corderillo: —Ejem... ¿por alguna casualidad hay alguna taberna enlos alrededores?

***

Había sido una noche larga. Demasiado larga, de hecho. La cabeza le retumbabacomo un tambor y el estómago no dejaba de darle retortijones, así que Camilo deseó,con obvio retraso, no haber bebido tanto. No había sido tan buena idea, después de todo,con tan poca comida y descanso en los últimos días. Las cartas tampoco le habían idomuy bien. Su suerte habitual se le había acabado rápido, y su habilidad le habíaabandonado totalmente. Qué pensamiento más tonto el de que podría concentrarse en lascartas mientras su padre yacía agonizando, quizá incluso muriéndose, en una cama queni siquiera era suya. Había sido una buena lección perder todo lo que había traídoconsigo ante el astuto tahúr que le hacía muecas con su desagradable rostro. Aquel tipose había divertido mucho viendo cómo su joven rival perdía mano tras mano...

De Lelis se revolvió en la cama y abrió los ojos. Miró a su hijo e hizo un expresivosigno. —Tienes una pinta horrible –le dijo.

—Pues debería verse usted, padre –contraatacó atontado Camilo. Cuidadosamente leayudó a sentarse en la cama y llenó un vaso con el jarro de agua de la mesilla de noche.De Lelis bebió agradecido y sus ojos examinaron la habitación. Para consternación de suhijo, se acordaba de todas las cosas.

—¿Dónde está tu espada, Camilo? –le preguntó–. ¿Y tu mosquetón?Camilo se encogió de hombros, azorado. —Eeh... supongo que no tenía la cabeza

muy puesta en la partida... –explicó desvalido.Su padre gruñó comprensivo. Su voz sonó amable: —¿Demasiado preocupado por tu

padre para tener la cabeza puesta en una partida de cartas? –dijo con reprobación–. Puesno era esto lo que yo esperaba de un hijo mío.

Era un alivio ver a su padre volver a su imperioso modo de ser. Con una sonrisaCamilo extendió su brazo hacia el vacío de la pequeña habitación e improvisó coningenio: —Bueno, al menos todo este hueco es nuestro.

De Lelis rió con ganas por primera vez en los últimos días. —Nada mejor para una

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pareja de rectos soldados cristianos –añadió divertido.—Nada mejor –concedió Camilo, pero una inexplicable punzada de culpa cayó sobre

él de repente, arrebatándole la alegría. Sabía que no debería haber engañado al patrón yla patrona.

El viejo soldado raramente se equivocaba al adivinar el interior de su hijo, pero estavez ocurrió. —No te preocupes, hijo, no te preocupes. Todavía tengo suficiente dineropara que vayas a Venecia. Y mis armas... bien, ya no las voy a utilizar más.

Camilo le lanzó una mirada de desconcierto. —¿Qué quiere decir? –le exigió.—Ya lo sabes, hijo mío. Se han acabado mis días de lucha.—¡Padre, no hable así! ¡Se pondrá bien! Todavía es joven. ¡Todavía tiene mucha

vida dentro!Pero el padre simplemente sacudió la cabeza. —No, no, ya no más. No soy más que

un débil anciano ahora, Camilo, y tú lo sabes.Camilo estaba sacudido por la franqueza con la que su padre le hablaba. Echó una

desesperada mirada por la habitación, como esperando que alguna ayuda desde la nadase materializase. Inconscientemente, y de algún modo sin querer, se le fueron los ojos alcrucifijo que colgaba de la pared. Tuvo que hacer un esfuerzo para apartar su mirada deél.

—¡Se pondrá bien! –insistió, mientras se sorprendía por la vehemencia de sus propiaspalabras–. Solo descanse unas pocas semanas más... ¡Verá! Y entonces nos iremos aVenecia... –iba ganando en seguridad y sonrió maliciosamente–: Cuando lleguemos ycomencemos a barajar las cartas no se van a enterar ni de por dónde les da el aire. ¡Haytanto que ver en el mundo todavía y tantas cosas que hacer!

—Para ti, hijo mío, sí.Para fastidio de Camilo, se escuchó un inesperado golpe en la puerta. —¿Qué

ocurre? –gritó, más cortante de lo que habría deseado.Con paso vacilante el señor y la señora Rocci entraron acompañados de otro hombre.

—Disculpen, señores, perdón –dijo dubitativo Rocci–. Este es mi sobrino, es doctor.

***

—¿Bien? –terminado el reconocimiento, De Lelis clavó su inflexible mirada en elmédico y le exigió–: Quiero la verdad.

El doctor asintió serio. —La verdad –hizo eco a aquellas palabras. Respiróconcentrado y guardó silencio por un momento–. La verdad, señor... es que usted es unhombre muy enfermo. Me temo que no puedo hacer nada.

El viejo soldado no parpadeó ante su virtual sentencia de muerte. Su hijo, sinembargo, sintió el impacto de las palabras como si el doctor le hubiese golpeado a él entoda la cara. Rápidamente se dio la vuelta, confiando en que su padre no hubiese visto su

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expresión. No tenía sentido hacérselo más difícil a un moribundo, mostrándole que supropio hijo –su único hijo– era demasiado débil para soportar la carga con coraje.

Pero no llegó a tiempo. De Lelis, siempre observador, leyó claramente lo que cruzabala mente y el corazón de Camilo. Eran algo más que padre e hijo, y siempre había sidoasí. Eran los mejores amigos. Un equipo inseparable y algo más. De Lelis siempre habíasido un héroe a los ojos de su hijo, y lo sabía. Un héroe invencible, inconquistable. Dehecho, en la mente de su hijo se encontraba más allá de las garras de la muerte.

De Lelis suspiró con tristeza. Su pena no era por él, no, sino por aquel joven quepermanecía de pie frente a él, que le parecía de repente tan vulnerable, de repente tanniño, como nunca antes.

Un centenar de palabras atravesaban la mente del moribundo. Un centenar de cosasque le diría a su hijo, si no fuese por aquellos tres desconocidos allí plantados, mirándolecomo idiotas. Deseaba desesperadamente que se fuesen. Que se marcharan y le dejasena solas con su niño.

De repente se sintió cansado. Terriblemente cansado. Se dejó caer sobre laalmohada, consumido.

—Iré a por el cura del pueblo –Rocci se aprestó con suavidad.Pero De Lelis ya había tenido bastante. Bastante de aquel trasiego e intromisión.—¡No! –objetó enfadado, concentrando toda su fuerza en incorporarse de nuevo en

la cama–. ¡No necesito un cura!A Rocci se le desencajó la mandíbula ante lo que acababa de oír. Su mujer y el

doctor se miraron desconcertados. Seguro que no le habían oído bien. O, si habían oídolo que había dicho, quizá no había querido decirlo...

Rocci recuperó el habla: —Pero...—¡He dicho que no!El esfuerzo había sido demasiado. De Lelis se desplomó de nuevo en la cama. La

voz se le volvió muy débil. —El doctor no puede hacer nada por mí. Ni puede ningúnotro hombre en este mundo.

Camilo había conseguido controlar sus emociones y se dio la vuelta. Su rostro eraduro, impenetrable.

La señora Rocci tomó la súplica donde su marido la había dejado. —Pero, señor...un cura... lo más seguro... –las palabras murieron inútilmente en sus labios al recibir lamirada fulminante de De Lelis.

Instintiva y simultáneamente tres pares de ojos suplicantes se dirigieron hacia Camilocon la confianza de que él pudiera hacer, al menos, que su padre descubriese algúnsentido en lo que le proponían.

Sus esperanzas, sin embargo, se disiparon inmediatamente cuando el joven clavó unagélida mirada en sus rostros suplicantes. Se encogió de hombros, casi instintivamente, y

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dijo: —Ya le han oído. Déjenle en paz. ¿Es que no pueden dejarle morir tranquilo?

IV

La fuerza de De Lelis disminuyó rápidamente con el paso de los días. Se le ibahaciendo más difícil respirar y soportar los dolores convulsos que torturaban su cuerpo, eincluso más difícil conjuntar las palabras para decir una sencilla frase. Hervía de fiebre yno parecía que fuese a aminorar.

Camilo permanecía resuelto a su lado. La espera era horrible. Esperar, solo esperar aque la muerte llegara y terminase con los dolores de su padre. Deseaba que el dolor lepasase a él. Pero lo único que podía hacer era estar allí sentado, inútilmente, y observar.Nunca había conocido tal pena y dudaba de si volvería a experimentar algo así.

Arrancó su mirada buscando cualquier otro sitio al que dirigirla. Era insoportable.Tenía que hacer algo, ¡lo que fuese!, o se volvería loco.

Consideró recorrer de nuevo las pocas millas de distancia hasta la taberna. Pero no.¿Y si pasaba algo mientras estuviese fuera? Solo una calamidad de hijo dejaría solo a supadre agonizante. Además, se había reabierto la herida de su propia pierna, y el dolor nole daba tregua. La había vendado lo mejor que había podido... pero el pensamiento de ircaminando a cualquier sitio era suficiente para desautorizar inmediatamente aquella idea.

Camilo miró de nuevo a su padre. Estaba dormido. Ocasionalmente se agitaba en unespasmo de agonía; pero, quitado aquello, parecía tranquilo por el momento.

Tomó una baraja, distribuyó las cartas sobre los pies de la cama y acercó su silla.Jugar al solitario era lo único que pensó que podía hacer. Abrió una garrafa de vino y sellenó una jarra. Dio un largo trago, se calmó y comenzó a descubrir las cartas.

El vino desaparecía rápido. Absorto, rellenó la jarra y entrecerró los ojos por laconcentración. Expectante, dio la vuelta a la última carta.

¡Qué juego tan estúpido! ¡Absurdo y estúpido! Impaciente, barrió de un manotazo lascartas de la cama y se arrellanó en la silla. Apuró la jarra mientras su frustraciónaumentaba. Entonces Camilo tomó una vez más la garrafa y se sirvió otra jarra.

***

—¡Camilo...!Apenas podía escuchar. Era poco más que un susurro.—¡Camilo, hijo...!A algún lugar de su subconsciente le llegaba aquella débil voz que intentaba arrancarlo

de las turbias fauces del sueño. ¿Quién demonios le estaba llamando ahora...? Estaba tancansado, tan somnoliento...

—Por favor... ayúdame...

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Por supuesto, Camilo recobró la conciencia, era su padre quien le hablaba. ¡Supadre!

Camilo despertó como un relámpago e intentó centrar su difusa mirada. Fue capaz deencontrar la cama. Su padre yacía allí –o eso le parecía– y sin embargo Camilo apenaspodía reconocerle. Le bajaban las lágrimas por las mejillas, cayendo sin obstáculo hastala almohada, mientras se esforzaba por respirar como un hombre que se ahoga. Camilono lo había visto nunca así. No, nunca.

—Un cura... –De Lelis jadeaba débilmente–. Por favor, hijo mío... un cura...Camilo solo podía mirar, sin comprender. —¿Quiere un cura? –le preguntó, con una

voz que le sonaba a él mismo poco natural y estúpida.—Por favor... corre... –gemía el moribundo, con la cara contraída por el esfuerzo de

las palabras.Camilo tragó con dificultad y asintió. —Por supuesto, padre, por supuesto –se

levantó con rapidez y se dirigió bamboleándose hacia la puerta.

***

La habitación estaba tranquila. Mortalmente tranquila.Dos parpadeantes candelas se consumían sobre la mesilla de noche donde el cura del

pueblo había preparado apresuradamente las pocas cosas necesarias.Había extendido cuidadosamente una sábana blanca sobre aquel muerto que yacía en

la cama frente a él. Con tristeza dirigió la mirada al huérfano soldado joven. Camilo, deespaldas a la habitación, había encontrado un refugio en la ventana abierta. El cura sedirigió lentamente hacia allí y le puso una paternal mano sobre el hombro.

—Tu padre murió abrazando a la santa madre Iglesia y en la gracia de Dios –dijo tandelicadamente como pudo–. No debes temer por su alma.

Pero el joven no se movió ni giró su rostro hacia él.El cura esperó pacientemente un momento y lo intentó de nuevo. —Hijo mío, ¿hay

algo...? –su pregunta, sin embargo, no tuvo ningún eco. No hubo un solo movimiento nisigno alguno de que Camilo le hubiera escuchado.

Su corazón sacerdotal se dolió por aquel chico herido que anhelaba un consuelo, unsentido para aquello. Pero sabía que no se podía forzar la voluntad de la otra persona.Más aún, ni siquiera el Dios todopoderoso podía hacerlo. Él solo podía ayudar o haceruna intentona, si Camilo se lo permitía. Con pesar, le dijo lo último que le quedaba porañadir: —Si me necesitas, hijo, ya sabes dónde encontrarme.

Esperó durante unos instantes alguna respuesta. Pero no tenía pinta de que fuese aocurrir nada. Sin acabar de querer, el hombre de Dios apartó su mano y se dirigió haciala puerta. Echó una última mirada a Camilo, sabiendo con pesar que el chico no podíaencontrar consuelo. Con un profundo remordimiento se giró y salió de la habitación

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dejándole solo con su padre muerto, y con su dolor.Durante un largo rato Camilo permaneció junto a la ventana, inmóvil. Notaba en sí

una falta de sensibilidad como nunca antes, un vacío como el de quien agoniza. Sepreguntaba de dónde le vendría el valor para sobrellevar tal pena. Le parecía que aquelvalor no podía existir, aunque sabía que tendría que encontrarlo en algún lugar. No teníaalternativa.

Se giró lentamente, su mirada quedó atrapada forzosamente por la figura envuelta enun sudario que estaba sobre la cama. Se sentía incapaz de marcharse. Su padre. ¿Cómoera posible que tras tanto pelear codo con codo en tantas batallas, resistiendo tantasdificultades juntos durante aquellos años... cómo era posible que hubiera dejado morir asu padre de aquel modo? ¿Cómo había sido tan ciego para no ver que la salud de supadre iba decayendo en los últimos meses? ¿Que era algo más que cansancio y fatiga loque había ido poco a poco minando al anciano? Camilo lo había estado viendo venirdurante meses, lo reconocía ahora ante sí mismo, y sin embargo se había negado aaceptar que podía haber algo seriamente malo. No, se había convencido a sí mismo deque nada podría tocar a su padre, de que nada podría llevárselo. Muchas espadas lohabían intentado y habían fallado. Muchos mosquetones, muchos golpes, sí, incluso elhambre y la sed extrema y el agotamiento... pero todos habían fallado. Y, al final, solo laceguera de su hijo había derrotado al viejo soldado curtido. Con que solo Camilo lohubiera llevado a un hospital... con que solo hubiera insistido en que descansara...

Haciéndose fuerza, Camilo apartó la mirada de la cama y caminó hacia el lavamanos.Se lanzó un poco de agua de hielo a la cara, como si pudiera quitarse del rostro el dolor.Algo ayudaba, desde luego, para aclarar un poco sus pensamientos. Percibió quenecesitaba desesperadamente un afeitado. Y beber.

Con una mano temblorosa registró su chaqueta en busca de la petaca hasta llevárselaa los labios. Estaba vacía. Frustrado, fue al armario y lo abrió de golpe. Asió una garrafay rápidamente se sirvió una jarra. Aquello le entonó un poco y le ayudó a calmar susdestrozados nervios.

Pero no, aquello nunca sería suficiente. Camilo respiró. ¡Tenía que recomponerse!Dejó la copa y se impuso un alto para pensar con orden.

Le parecía que iba a ser imposible. Se sentía tan completamente seco. Tan, tan jovene inseguro e incapaz de seguir adelante. ¡Ni siquiera quería seguir adelante en solitario!¿Qué le quedaba en el mundo, si no lo podía compartir con su padre? Incluso elpensamiento de continuar la marcha a Venecia para unirse a su amigo Antoni y a lastropas que se estaban formando había dejado de tener atractivo alguno.

Miró inseguro al crucifijo en la pared. Y entonces, aún aturdido, tomó una decisión.La única decisión que pensó que podía tomar.

Se puso el capote y se colocó sobre el hombro el mosquetón de su padre. Estaba

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envainando la espada cuando escuchó un suave toque en la puerta. Lo ignoró. No estabade humor para hablar con nadie en aquel preciso momento. Continuó recogiendo laspocas posesiones que le quedaban y las embutió desordenadamente en su petate decuero.

La puerta se abrió cautelosamente. La señora Rocci entró con una bandeja de comidahumeante balanceándose levemente en sus manos. Su marido la seguía.

—Hemos pensado que algo de esto te podría servir para ponerte más fuerte —explicó la mujer con suavidad.

Camilo los miró, inseguro de cómo responder. Sabía que había sido un despreciableengaño el haberse aprovechado de su bondad durante todas aquellas semanas. Sentía quelas mejillas comenzaban a quemarle con vergüenza por todo lo que había hecho.

—Han mostrado auténtica hospitalidad con mi padre y conmigo, creyendo queéramos valerosos soldados cristianos –dijo débilmente–. Pero, a estas alturas, sin dudaque ya habrán descubierto lo engañados que estaban. No puedo aceptar su caridad pormás tiempo –alcanzó su petate y extrajo un saquito de monedas. Era todo el dinero quele quedaba en el mundo, y se lo entregó a la pareja.

Ninguno, sin embargo, hizo ademán de tomarlo. El saquito cayó ruidosamente a suspies, pero no parecían haberse percatado.

—Señor, no se encuentra en condiciones de viajar –Rocci objetó con tacto–. No tienemás que verse... ¡Está tan agotado que apenas se mantiene en pie!

Pero Camilo se enganchó la espada al cinto y con determinación dirigió sus pasos a lapuerta. Ante el aspecto decidido de su mirada, la pareja instintivamente dio un paso a unlado para que pasara aquel soldado joven y grandote.

Se detuvo, sin embargo, en el umbral. ¿Cómo podía marcharse así, sin decir graciasde algún modo al bondadoso granjero y a su mujer?

—Han sido muy buenos con nosotros –consiguió decir–. No se imaginan loagradecido que les estoy.

—¡Pobre chico, al menos quédate a comer hoy –persistió la mujer–. No te quedafuerza para viajar.

Camilo se giró para mirarles y suspiró. —No –respondió–. Tengo un largo trayectoque recorrer. Ya no puedo perder más tiempo.

—¿A Venecia? ¡Bah! La guerra puede continuar sin ti –Rocci declaró con énfasis,haciendo un gesto de desaprobación con las manos.

Camilo inspiró profundamente. —No, no a Venecia –replicó–. A l’Aquila –y sindarles más explicaciones volvió la mirada por última vez a la cama, donde quedó fijadurante un largo rato, como en una silenciosa despedida.

Al final, pidió con pesar: —Por favor... encárguense de que mi padre tenga unentierro católico de verdad.

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Entonces se giró y se marchó, dispuesto a enfrentarse en solitario con el desconocidofuturo.

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II. EL DESAFÍO

V

Camilo contemplaba desde una pequeña elevación el monasterio franciscano a lasafueras de las murallas de l’Aquila. El viaje había sido arduo. La molestia creciente en supierna había convertido el andar en algo casi insoportable, y había tenido que conseguirdinero en la mesas de juego de las tabernas que iban salpicando la comarca. Sinembargo, ahora que ya se encontraba finalmente en su destino, el joven no estaba segurode si realmente quería estar allí.

Tiró la muleta casera que se había hecho en el camino y se pasó una mano por loscabellos. Vaciló durante un largo momento antes de comenzar a descender finalmente elsuave declive que conducía hasta la puerta del monasterio. Con cierta frialdad, hizo sonarla campana.

Apareció un fraile con hábito marrón y abrió la puerta con calma. Los dospermanecieron mirándose uno al otro: Camilo escrutaba desafiante al fraile, de la cabezaa los pies, mientras el portero mostraba un ademán más discreto.

—Señor, somos pobres –empezó el fraile amablemente–, pero le traeré el pan y elvino que podamos compartir.

Se giró para hacer aquella caritativa tarea, pero Camilo lo detuvo con un tonoindignado: —¡Eh, que no soy un mendigo! ¿Es que no se da cuenta? –al instante de deciraquello, sin embargo, se percató desalentado de que no, de que el portero no podía darsecuenta. Y con razón, aquello le hizo recapacitar en sus propias palabras.

—Le ruego que me perdone –se disculpó el fraile–. ¿Cómo podemos ayudarleentonces?

—Quiero ver a fray Lauretana –le dijo Camilo, con un deje de desafío en su voz.El portero dudó. Se aclaró la garganta y le explicó: —Quizá yo le pueda ayudar en su

lugar. El Guardián, verá, es un hombre extremadamente ocupado. Dudo de que...Pero Camilo le interrumpió fríamente: —Dígale que Camilo de Lelis está aquí –le

lanzó al fraile una mirada chulesca y declaró con completa seguridad–: Me verá.El portero, sin embargo, era todavía reticente, aunque se sabía mirado por unos ojos

tercos que le avisaban de que no sería tan fácil quitarse de encima a aquel joven. Camilo,obviamente, no tenía intención de irse hasta que hubiera conseguido aquello a lo quehabía venido.

—Muy bien, señor De Lelis –el fraile convino con un suspiro–. Venga por aquí. Metemo que pueda tener que esperar un largo rato.

En absoluto le alteró aquella advertencia. Camilo le siguió por el interior del edificiohasta un pequeño y austero recibidor donde le dejó el portero. Contrariamente a la

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opinión del fraile, sabía que no tendría que esperar mucho.Como se figuraba, solo fue cuestión de momentos el que la puerta se abriera de

nuevo y un sonriente y sorprendido fray Lauretana entrase animadamente. Se detuvo aunos pocos pasos de Camilo mientras intentaba asimilar la presencia de aquel soldadofuerte y duro que tenía enfrente. Finalmente, extendió ambas manos en signo debienvenida y dijo con calidez: —Camilo, mi niño, cuando me dijeron que estabas aquí...apenas pude creérmelo... –se esforzaba por encontrar las palabras.

Camilo avanzó hacia él. —Tío –le saludó con una sonrisa. Los dos estrecharon susmanos con afecto.

Tras recobrar el habla, el Padre Guardián se dirigió al banco de madera basta. —Ven,siéntate –le invitó ilusionado, trayendo un segundo asiento para él. Sacudió su cabeza,como queriendo recordar y masculló–: ¡Cuánto has crecido! No te había visto desdecuando no eras más que un niño de doce años. Tu querida madre acababa de morir, y ati te iban a llevar a vivir con tus primos y a seguir con tus estudios.

—Lo recuerdo bien.Las tranquilas palabras devolvieron al sacerdote al presente, y súbitamente temió

haber dicho algo quizá incorrecto que pudiese renovar el dolor de su sobrino. Decidiócambiar de asunto y empezó a hablar rápido y con viveza, como si de este modo pudierapasar por alto los dolorosos recuerdos.

—Y ahora, ¿qué te trae por l’Aquila, mi chico? Lo último que escuché de ti es que tehabías escapado con tu padre para enrolarte en el ejército. Eso debió de ser... ¿hace unostres o cuatro años? Y ahora... quizá, ¿te aflige alguna desgracia?

Sin embargo, no dio a Camilo la oportunidad de replicar. En su lugar, reafirmó conrapidez: —¡No te preocupes de nada, de nada! Unas cuantas buenas comidas, ropasnuevas, y luego, como sabes, el sueño verdaderamente reparador que los franciscanospodemos asegurarte.

De nuevo, Camilo abrió la boca para decir algo, pero su tío continuó.—¡No como nuestros venerados hermanos los benedictinos! Si estuvieses con ellos,

te habrían hecho levantar a las dos de la mañana para cantar maitines, y después, porsupuesto...

—¡Tío! –estalló Camilo, perdiendo finalmente la paciencia.El súbito estallido redujo al sacerdote al silencio, con la boca a medio abrir y a mitad

de frase.Camilo supo que por fin había capturado la atención de su tío; pero, como temía otra

interrupción, anunció firmemente su intención, pronunciando lentamente sus palabras. —Tío, quie-ro-ser-fran-cis-ca-no.

Un telón de silencio se desplomó sobre la habitación. El Guardián miraba a susobrino con el rostro demudado. Era lo último que se habría imaginado en el mundo, y

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claramente se encontraba desprevenido y sin habla.Camilo se sumergió en el silencio, en parte a la defensiva, pero principalmente para

ser más persuasivo. —¡Ya sé! ¡Ya sé lo que estarás pensando! Pero escucha, podríahacerme monje. Ya no me queda nada más en este mundo... ni trabajo, ni dinero, nifamilia...

Su tío reparó en aquella última frase y habló. —¿Ni familia? Pero tu padre...—Mi padre ha muerto –la noticia sonó dura, fría. La amargura era la única defensa

de Camilo contra el dolor.El pobre fray Lauretana acababa de recibir otro embate. Se quedó sentado y

totalmente mudo, intentando absorber todos los detalles de aquella visita inesperada.Buscaba las palabras. —Lo... lo siento, Camilo, no lo sabía...

—Fue apenas hace una semana –le hizo saber Camilo con el mismo tono amargo.Al figurarse las horribles implicaciones de la noticia, la mueca de dolor en el rostro de

su tío se convirtió abruptamente en otra de preocupación.Camilo, sin embargo, leyó la pregunta no declarada, y con voz queda dijo: —Recibió

los últimos sacramentos, si es eso lo que te preocupa.Pero su tío no pareció consolarse del todo.—Escucha, tuvo una buena muerte –Camilo insistió tercamente– ¡Créeme, lo sé! Yo

estuve allí.El sacerdote cerró sus ojos un instante para rezar en silencio. —¡Deo gratias! –

suspiró con fervor–. Nunca dejé de rezar por él.Camilo, sin embargo, no tenía ganas de hablar de aquello. La pena todavía era

demasiado reciente. Apartó entonces el recuerdo de su padre y volvió al asunto quehabía venido a tratar con su tío. —Desde luego que me aceptarás, ¿verdad? –preguntó.

En cierto sentido no sonaba como una pregunta.Su tío volvió a abrir los ojos e intentó centrar los pensamientos en la situación

presente. No era fácil intentar asimilar todas aquellas súbitas sorpresas. Sintió una vagamolestia con respecto a aquella inesperada solicitud. Parecía más un desafío que lapetición humilde de ser recibido como postulante.

Tras aclararse la garganta con la esperanza de hablar con la autoridad propia de suelevada posición, le contestó escogiendo las palabras con cuidado: —Camilo, veo quevienes muy agotado y en un estado mental inapropiado para tomar una decisión tan seria.Lo que necesitas ahora mismo es descansar y recobrar fuerzas... y ya podremos hablarde este asunto más adelante.

—¡No me pasa nada! –dijo bruscamente su sobrino–. ¡Sé exactamente lo que estoydiciendo!

Pero el sacerdote levantó la mano con fortaleza y cortó el flujo de palabras. Acontinuación declaró firme: —La primera prueba de cualquier vocación, Camilo, es la

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prontitud para obedecer.Camilo cerró la boca a cal y canto, pero su aspecto era todo menos sumiso. Durante

un espantoso instante, el pobre sacerdote temió estallar en una carcajada al percibir elasombroso parecido de su sobrino con su truculento y cabezota cuñado, ¡que Diostuviera en la gloria! Ciertamente, no había duda sobre el lado de la familia del queprocedía el temperamento heredado por el joven. Pero la risa no ayudaría a nada. Semordió la lengua hasta que se le pasaron las ganas y se las arregló para decir en su lugar:—El portero me dijo que cojeas notablemente. Le pediré a fray Domingo que le eche unvistazo. Tiene alguna habilidad para curar.

—No es nada –protestó Camilo–. Solo un pequeño rasguño, eso es todo.Ignorando aquel último comentario, fray Lauretana se irguió con decisión. —

Sígueme, mi niño. Te buscaremos una celda.

VI

La celda no era menos austera que el recibidor. De hecho lo era más. Un jergón depaja dura y un banco de madera no desbastada, que hacía las veces de escritorio, erantodo el mobiliario. El único adorno, un crucifijo en la pared.

La puerta se abrió silenciosamente y un rayo de sol se filtró en el interior de la pocoiluminada habitación. Camilo alzó la mirada desde el extremo de la cama donde sehallaba sentado, sumido en profundas cavilaciones.

—¿Cómo te encuentras hoy, Camilo? –le preguntó suavemente su tío, cerrando lapuerta tras de sí.

—Estoy bien.Fray Lauretana asintió. —Mucha mejor pinta, ahora que te has arreglado un poco...

y sin duda que te sientes mejor, también, después de haber hecho una buena confesión –de hecho, las ropas limpias, el reciente afeitado, la confesión y el urgente sueño habíanobrado maravillas en su sobrino. Solo permanecía una inquietante pena en sus ojos.Pero, a su pesar, el sacerdote sabía que aquello no desaparecía fácilmente.

—Quizá deberíamos hablar, mi chico –sugirió.Para su desaliento, Camilo simplemente se encogió de hombros y comentó sin mucho

interés: —Cuenta lo que quieras. Yo ya te he dicho para qué vine aquí.El Guardián suspiró. Era obvio que el chico no iba a ponerle las cosas fáciles. Por su

parte, había hecho verdaderos esfuerzos los últimos días tratando de convencerse de quesu sobrino pudiera tener una vocación monástica; pero, por mucho que lo habíaintentado, no acababa de figurarse que se pudiera tratar de una vocación genuina.

—Camilo, realmente... yo... –se detuvo, sin poder explicarse. ¿Cómo romper el hielopara decirle lo que le tenía que decir? Le vino a la cabeza un modo, y le preguntó–:¿cuántos años tienes?

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—Los suficientes para tomar decisiones.El pobre fray Lauretana no estaba de humor para juegos. Aquel pícaro sobrino suyo

de duro corazón había vuelto a incomodarlo. —¿Cuántos años? –insistió con firmeza.Camilo puso los ojos en blanco. —Veinte.—¿Y desde cuándo exactamente has... ejem... sentido la llamada de Dios?El joven se alzó con impaciencia. —Ya te lo he dicho –le respondió con ardor.

Entonces, inesperadamente, su voz tomó un tono de súplica–: Ya sé que piensas que meestoy precipitando, Tío, pero... bien... solo de verlo morir de aquel modo... –le fallaronlas palabras.

Su tío esperó un momento. Quizá ahora estaban llegando a algún sitio. Si pudieraromper las defensas de su sobrino, podría hacer que el chico descargara su corazón. ¡Almenos un poco! —Continúa –le animó con amabilidad.

Había algo en aquellos ojos amables... algo... que a Camilo le recordaba tanto a suquerida madre. Era demasiado para poder resistirse; la barrera se desmoronaba y, en unaprecipitada riada de palabras, se sinceró: —Mi padre me confió todo lo que sé. Cómopelear, cómo sobrevivir contra grandes contrariedades, cómo apostar. Me lo enseñó todo.Pero todo eso era nada, ¡absolutamente nada!, comparado con esta última lección –inspiró profundamente y terminó de un modo muy sentido–: Su muerte.

El sacerdote se acercó y puso suavemente las manos sobre los hombros de susobrino. —Es una gran gracia de Dios, Camilo, darse cuenta de que la muerte te puedellevar también a ti, en cualquier momento. Debes estar siempre preparado; debes corregirtus costumbres mundanas y pecaminosas.

Pero, ante sus últimas palabras, la cara de Camilo instantáneamente se endureció denuevo. Obviamente no le gustaba que le dijeran que no era, de ningún modo, un santo.Instintivamente, el hombre mayor dejó caer sus manos, sin embargo, continuó conaplomo. —Pero el simple darse cuenta no prueba que Dios te haya llamado al claustro.Mira, Camilo –intentó explicarse–, las vocaciones no llegan tan fácilmente. Es bueno,muy bueno, que quieras dejar tus malos hábitos. Has recibido la gracia de una confesiónsincera. Puedes, y en verdad debes, comenzar de nuevo. Pero el monasterio no es unlugar para huir de nuestras cruces.

—Pero es que no lo entiendes, Tío. Tras la muerte de mi padre, hice un voto a Diosde hacerme franciscano.

Fray Lauretana sacudió la cabeza. —Nuestro Señor es misericordioso, Camilo. Sabeque hiciste aquella promesa en un momento de conmoción y dolor, así que no estásobligado a cumplirla.

Hubo un silencio. Camilo se acercó de nuevo a la cama y se sentó, intentando aclarartodo dentro de su cabeza. Su tío veía que no acababa de estar contento con el modo enque marchaban las cosas.

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Tras un momento alzó la mirada de nuevo y preguntó con fastidio: —¿Entonces loque me estás diciendo es que no tengo vocación?

—Lo que te estoy diciendo es que cambies tu vida primero. Que busques la voluntadde Dios a través de la oración y la penitencia.

—Pero tú...Por una vez, la simple mirada de su tío fue suficiente para silenciarlo.El momento que el sacerdote había estado temiendo acababa de llegar. Tenía que dar

el golpe final. —Además –dijo–, no puedo admitirte en nuestro noviciado por esa úlceraque tienes en la pierna. Fray Domingo me dice que no había visto nada parecido. Estáseriamente infectada y necesita la adecuada atención médica, que él no puede darte porfalta de medios –suspiró tristemente–. Ya eso solo, me temo, es un signo suficientementeclaro de que Dios no te está llamando a nuestra vida aquí. Lo siento mucho, Camilo. Deverdad –echó un rápido vistazo al crucifijo de la pared, esperando haber hecho locorrecto, haber tomado la decisión oportuna.

Camilo se dio cuenta de que estaba derrotado, algo a lo que no estaba muyacostumbrado, y que aquello claramente no le hacía muy feliz. Se levantó conbrusquedad y agarró su mosquetón. Se puso de golpe el capote, mientras su tío le mirabacon inútil compasión.

—Hay un excelente hospital para hombres en Roma, se llama San Giacomo. Ve allí,Camilo –le sugirió amablemente–. Tienen muchos doctores y son verdaderos expertos.

—¿Y entonces? –le desafió Camilo.El pobre Guardián se sintió atrapado una vez más. Vaciló. Tenía pocas dudas de la

ausencia de vocación para el claustro en su sobrino, pero decidió que no haría dañoceder, por el momento. —Si verdaderamente pueden curarte la pierna, entonces vuelve...–no pudo evitar el cansado suspiro que se le escapó de los labios–, y podremosreconsiderar la cuestión.

Pero Camilo era demasiado avispado como para que se le mareara. Miró a su tío consospecha. Tras un momento, sin embargo, para gran alivio del sacerdote, el buen humorde Camilo se impuso y sonrió, aunque algo desalentado. —De acuerdo, tú ganas –aceptócon espíritu deportivo–. No volveré.

—¿Te queda algo de dinero?Sin querer del todo, Camilo negó con la cabeza. El sacerdote se registró el hábito y

sacó las pocas monedas que tenía. Las puso inmediatamente en la mano esquiva de susobrino.

—Lo siento, me gustaría que fuesen más. Sin embargo, ya he hecho preparartealgunas provisiones, que encontrarás en la puerta. El portero las tiene dispuestas para ti.

Era algo terrible. Verdaderamente terrible. Despedir al hijo único de su hermana, así:¡sin casa, herido y sin dinero! Y todo era especialmente vergonzoso, porque las

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provisiones que le esperaban en la puerta atestiguaban que la decisión final ya había sidotomada mucho antes de aquella conversación.

El pobre sacerdote suspiró con pesar de nuevo. Con dolor, sabía en su corazón queno podía haber tomado otra decisión.

Volvió a rebuscar a fondo por su hábito y su mano emergió con un pequeño crucifijotallado. —Tómalo, mi chico –dijo–. Dios te acompañará.

Camilo tomó el crucifijo. En aquel instante, en un súbito impulso, cayó de rodillasfrente al sacerdote y le pidió su bendición.

Después se levantó, miró con simpatía a su tío y dejó la celda sin pronunciar ningunaotra palabra.

Fray Lauretana, con una expresión que era una extraña mezcla de afecto, alivio yconsiderable preocupación, le observó marcharse.

Lentamente sacudió la cabeza y se dejó caer de rodillas para rezar en aquellapequeña celda.

VII

Roma 1571 / La escena se parecía más a un vertedero de cadáveres que a una salade hospital. Camilo lo pensó con consternación mientras de pie miraba a través de lapuerta. Se apoyó en su mosquetón para disminuir el punzante dolor de la pierna. Hastaaquel momento, había creído que solo en un campo de batalla se podía encontrar tantosufrimiento humano y desesperanza, pero los lastimeros gemidos y el hedor nauseabundode la sangre y de los miembros en descomposición le golpearon hasta convencerlerápidamente de lo erróneo de su idea.

Por un largo momento consideró darse la vuelta y encaminarse directamente a lascalles de Roma. Pero no, su tío tenía razón. Su padre había tenido razón. Necesitaba quele curaran la pierna de una vez por todas, si es que quería continuar adelante con su vida.El pensamiento de que su padre había querido que fuese a un hospital como aquel ledaba a Camilo la valentía que necesitaba, y se forzó a entrar en la habitación.

Ya no podía soportar la descarga de tanto peso sobre la pierna; el arma tendría queservirle como muleta. Dio unos pocos pasos vacilantes y se estremeció de dolor.

—¿Necesitas ayuda? –escuchó que alguien cercano le preguntaba.Se giró hacia quien le había hablado, un joven celador del Hospital que parecía de su

misma edad. Los ojos del muchacho mostraban una preocupación tan auténtica queCamilo se las arregló para sonreír tímidamente.

—Estoy bien, gracias –dijo–. ¿Hay algún doctor de servicio por aquí?—El doctor Moretti. Lo encontrarás por ahí –el celador señaló el pasillo que

atravesaba la habitación.Camilo asintió agradecido y lentamente procedió a través de las hileras de camas

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hasta el doctor, que estaba examinando a un paciente. Esperó hasta que terminara yentonces le preguntó: —Eeh... ¿el doctor Moretti?

—¿Sí? –la voz Moretti sonaba como distraída, casi indiferente. Obviamente era unhombre con demasiadas cosas en la cabeza, algo que apenas necesitaba demostración, ajuzgar por las miradas de los enfermos que les rodeaban en la sala.

—Me llamo Camilo de Lelis.El doctor estrechó con cierta prevención la mano que se le ofrecía, y Camilo

continuó: —Tengo mal una pierna. ¿Cree que podría tratármela?Moretti se fijó en él un momento. —Posiblemente –respondió con reserva–. Pero

depende de una serie de cosas.No había escapatoria. Camilo sabía que tenía que contárselo. —Yo... ejem... no

tengo dinero –confesó. Ante la aguda mirada del doctor, sin embargo, rápidamenteañadió–: pero estaré encantado de trabajar para usted para pagarle su ayuda.

El doctor consideró brevemente la propuesta y asintió. —Supongo que sí, siemprepodremos necesitar otro celador aquí. Alguien para barrer los suelos, servir las comidas...–hizo una pausa y se fijó en el arma en la mano de Camilo–. Pero me temo que tendráque entregarme ese mosquetón. Las reglas del Hospital prohíben expresamente laposesión de armas de fuego, por razones obvias.

Camilo vaciló por un instante y decidió avenirse a la petición. Le entregó el arma aldoctor, que la dejó sobre la cama vacía junto a él, y le dijo: —Ahora, enséñeme esapierna suya.

Ya sentado, Camilo se quitó la bota. Al hacerlo, le sacudió un trallazo de dolor, perola expresión de Moretti no registró ningún movimiento de compasión. El doctor se inclinópara examinar la herida y chasqueó la lengua con desagrado.

—Tiene una pinta horrible. Está muy infectada –levantó la vista hacia él–. ¿Qué locausó?

Camilo no se lo quería decir. —Es una herida de batalla, de hace unos meses –mintió–. Nunca acabó de curarse.

Los ojos de Moretti se achicaron en expresión de sospecha y observaron la heridacon más detenimiento. —Esta no es una herida de batalla –le contestó irritado por elengaño.

Camilo respiró caviloso. ¿Admitiría la verdad? Ser herido en combate era, por lomenos, algo honroso. Algo de lo que un hombre se podía gloriar. Pero acabar tullido poruna úlcera misteriosa sin causa aparente alguna era vergonzoso y humillante. No, decidiórápidamente, no dejaría que este enérgico y agudo doctor lo supiera.

—Si digo que es una herida de batalla, es una herida de batalla –replicó conterquedad.

Moretti le echó una mirada fulminante. —¡Mire, joven! No puedo ayudarle si persiste

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en mentirme. Ningún arma causó esta infección.Camilo se sintió despechado. ¿Qué importaba qué la había causado? Apretó los

dientes y refunfuñando admitió: —¡Vale, muy bien! no es una herida de batalla.Veía cómo también el doctor se estaba irritando. —Entonces dígame qué la causó.—No lo sé –respondió Camilo enfadado– simplemente apareció un día.Moretti suspiró con impaciencia. —Estoy seguro de que debe de tener alguna idea,

signor... eeh... De Lelis. Reconsidérelo. ¿Dónde se encontraba cuando apareció?Camilo se encogió de hombros. —No me acuerdo. En el norte de África, creo.El doctor asintió, pensativamente. —Quizá hubiera alguna enfermedad especialmente

extendida por su campamento –sugirió–. ¿Hubo algunos otros soldados afectados por unaúlcera como esta?

Aquel examen estaba yendo demasiado lejos. El mero hecho de que aquello seestuviese aireando estaba poniendo a Camilo rojo de vergüenza. Deseaba volver acalzarse la bota y cubrir la herida. —¡Escuche, ¿cómo iba a saberlo?! –contestó.

La paciencia de Moretti estaba colmándose igualmente rápido. Echó una mirada porla habitación. Tenía tanto que hacer; había tantos otros hombres que necesitaban suatención. No tenía ni el tiempo ni las ganas para tratar a aquel joven soldado de actitudtan petulante. —¿Qué quiere decir con que no sabe? –saltó con brusquedad, con un tonode voz un poco subido para la, por otro lado, tranquila sala–. Si se encontraba en uncampamento militar, con toda seguridad usted...

Camilo le echó una fulminante mirada. —¡Ya se lo he dicho, no lo sé! –estalló,mientras el volumen de su voz subía–. ¿Cómo iba a saber qué asquerosas enfermedadesflotaban en un apestoso campamento turco como aquel...?

Sacudido por el horror, comprendió al instante el error que acababa de cometer ycerró la boca a cal y canto.

Pero demasiado tarde. Se creó un tenso silencio.Camilo supo, con una terrible certeza, que no solo el doctor había captado su error

garrafal, sino todos los que les rodeaban.Moretti lo miraba, incrédulo. El corazón de Camilo se aceleró de enfado ante su

propia estupidez. ¡Cómo se le había ido la cabeza de modo tan irreparable!Lentamente el doctor se puso en pie. —¿Campamento turco? –repetía en un

desconcertado susurro–. ¿Dijo en un campamento turco?Camilo instintivamente se puso también de pie. Podía sentir los ojos hostiles

alrededor mientras todo el mundo se inmiscuía en la escena. Intentó desesperadamenteencontrar algo que decir, pero no pudo, sabía con desesperación que su rostro le estabadelatando por completo.

—¡Ah, despreciable traidor! –Moretti consiguió silabear a través de sus mandíbulascerradas–. ¡Y no estás avergonzado de asesinar a tus propios compatriotas, de ser el

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carnicero de aquellos que enarbolan la santa fe católica! ¡Oh no, ni siquiera de volverhasta aquí lloriqueando con tus deleznables enfermedades de paganos!

Camilo abrió la boca para defenderse. —Mire, yo nunca...Pero Moretti lo frenó en seco. —¡Eres como un cerdo que se vende en el mercado,

que se lo lleva el que puja más alto! ¡Un barato y desagradable mercenario!Un acceso inmediato de ira se apoderó de Camilo ante el degradante insulto. Se

tensaron sus músculos y cerró los puños, pero no... sabía que era inútil. Patentementeinútil, allí en medio de una sala de ojos católicos que lo atenazaban. No tenía otraalternativa que aguantar como un hombre.

En algún lugar de su mente se encendió un fugaz recuerdo, el de su recienteconfesión en el monasterio. Dios, al menos, sabía lo que no sabían los que estaban en lasala. Sintió abatirse su ira lentamente.

Era obvio para todo el mundo, incluido Camilo, que Moretti estaba haciendo unenorme esfuerzo por no empezar a darle de golpes. Tras varias respiraciones profundas,continuó: —¡Si no hubiera dado ya mi palabra de doctor, le habría enviado fuera de aquíahora mismo! ¡Pero como lo he hecho, mi querido joven héroe, solo una palabra, unarespiración, un pelo fuera de su sitio y estará de nuevo en la cloaca, que es su verdaderolugar!

Con aquello, el doctor arrebató el mosquetón de la cama y se fue airado.Camilo se quedó allí, descompuesto. Sabía que todo el mundo le miraba con

desprecio, y sentía que sus mejillas le quemaban. Súbitamente sintió que necesitabasentarse de nuevo.

Dejándose caer sobre el borde de la cama, escondió la cara entre sus manos.Maravilloso. Simplemente inmejorable. ¡Primero moría su padre, luego su tío lodespachaba, y ahora esto! Quizá debería sencillamente levantarse y marcharse, despuésde todo aquello. Pero no, se daba cuenta consternado de que ¡ni siquiera podía hacerlo!Aquel malvado doctor se había ido con su mosquetón. Y, ciertamente, ¡no se encontrabade humor para perseguirle y arrebatárselo!

Una mano le tocó ligeramente en el brazo, y de malhumor alzó la mirada. El celadorcon quien inicialmente se había encontrado estaba allí. Camilo vio con sorpresa que ensus ojos no había desprecio, sino compasión.

—Si quieres venir conmigo –le ofreció–, te llevaré al dormitorio de los celadores –vaciló un instante y añadió–: No te preocupes. Moretti se habrá calmado en un par dehoras. Mientras tanto, te ayudaré a que limpies bien esa herida.

Camilo estaba demasiado avergonzado para responder. Asintió instantáneamente y sepuso la bota. Entonces se levantó y no objetó esta vez a que el otro le ofreciera unhombro en el que apoyarse.

VIII

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Camilo no necesitó mucho tiempo para descubrir que la mayoría de obligaciones deun celador de hospital eran sucias, agotadoras y monótonas. Se sentía como una fregonadesdichada, y ya estaba comenzando a odiar el lugar antes de haber pasado en él unasemana.

¿Qué sentido tenía intentar limpiar a fondo el suelo cada día si, inevitablemente,cinco minutos más tarde algún otro empleado pasaría por allí a toda prisa, llevandodescuidadamente una palangana con agua sucia o algún brebaje medicinal o algo peor, yderramándola por todo el lugar?

No es que siempre tuviesen la culpa, pensaba. La mayoría de las veces iban tanacelerados... La cantidad de trabajo era inmisericorde, y eran tan pocos para sacaraquello adelante. Pero sabía que otras veces el descuido de algunos era intencionado. Y,si se atrevían a tratarle a él así, se asustaba de cómo tratarían a los pobres e inútilespacientes. ¿Qué sería para aquellos empleados un pobre desconocido que agonizaba? Dehecho, aparentaban amabilidad siempre que aparecía un doctor o un supervisor; pero, sino, la mayoría de los celadores ignoraba las llamadas lastimeras de los enfermos.

Aquello, por supuesto, era solo una parte de todo el problema, reflexionaba enfadadoCamilo. La mayoría del personal la formaban hombres sin formación, como él mismo,que trabajaban allí como pago de un tratamiento médico recibido, o simplemente porquenadie los contrataría en las abarrotadas y bulliciosas calles de Roma. En medio deaquellos pensamientos, un recipiente con algún tipo de oloroso y bullente estiércol que elpersonal de las cocinas se había atrevido a hacer pasar por comida cruzó a menos de unmetro de Camilo. Observó sin poder hacer nada que aquello iba derramándose, como sise burlase de él, por toda la zona que acababa de fregar con tanto ahínco. Notó que la irale inflamaba. ¡Aquello era el colmo! ¡Algún celador bien estúpido lo iba a lamentar estavez!

Alzó la mirada ferozmente en busca del culpable.Pero... no había ningún otro empleado cerca, excepto el que le había ayudado el

primer día. Curzio. Sí, así se llamaba, Curzio Lodi. Bien, obviamente no había sido él.No era ese tipo de persona.

—Siento muchísimo todo esto –le llegó un débil susurro. Camilo buscó la voz hastaque sus ojos se encontraron con un anciano tendido en una cama cercana. Aferrabapenosamente una cuchara con su mano seca, y algo de aquella comida de pintaasquerosa se le había derramado sobre las ropas y las sábanas.

La ira de Camilo se desvaneció al instante. ¡Pobre hombre! En primer lugar, ¿cómose podía esperar que comiera por sí mismo? ¡Apenas era ya algo más que un esqueleto!

—No se preocupe –le confortó Camilo con amabilidad. Se enderezó, con el dolor desu pierna tras horas de permanecer arrodillado sobre el duro suelo. ¿A quién le podíaimportar menos que a él el suelo, al fin y al cabo? ¡Pues que lo fregase otro! Había cosas

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más importantes que hacer.—Le ayudaré. Espere un momento.Pasando por encima del desastre, Camilo se dirigió a la cocina cercana y

apresuradamente buscó un cuenco limpio. Dos calderos grandes hervían al fuego.Levantó la tapa de uno y echó un vistazo. Era el mismo líquido residual asqueroso que lehabían servido al paciente. Con una expresiva mueca Camilo volvió a poner la tapadera ylevantó la del otro caldero. Un tentador aroma de estofado se difundió por la habitación.Camilo comenzó a servir cucharadas de aquello en el cuenco.

El único otro celador en la cocina levantó la vista de la enorme pila de platos queestaba lavando. —¡Eh! –dijo bruscamente–. ¿Qué estás haciendo?

—A un anciano se le cayó la comida. Le estoy llevando otro cuenco.—¡Bien, pues coge del otro caldero, De Lelis! Ese es solo para el personal del

Hospital.Camilo no podía creer lo que estaba escuchando. Notó que echaba humo. —Cogeré

–dijo– del que me dé la gana –continuó llenando el cuenco y, para acabar de enfurecer altipo, lo llenó hasta el borde. Entonces se giró para encontrarse con la mirada resentida delotro y sonrió–. ¿Es que vas a intentar pararme?

El hombre vaciló, pero finalmente se lo pensó mejor. Un exsoldado de dos metros dealtura no era exactamente el tipo de contrincante con el que se las querría ver. Enfadado,se hundió de nuevo entre sus platos y Camilo, satisfecho, se deslizó hasta la sala.

Era increíble, realmente: qué fácil era alegrar al viejo caballero. Simplementecontándole unas pocas historias, mostrándole un mínimo de amabilidad; aquello era loúnico necesario para aliviar, si no sus dolencias físicas, sí al menos su soledad y sustemores. De hecho, en pocos minutos los pacientes de las camas vecinas se habíanvuelto hacia ellos para escuchar también. Surgían sonrisas en sus rostros pálidos y la risacomenzó a contagiarse en la habitación.

Había llegado Curzio Lodi y, en silencio para interrumpir lo menos posible, se habíapuesto a limpiar el desastre desparramado por el suelo. Una punzada de culpa le alcanzóa Camilo, que se puso en pie para ayudar. Pero Curzio solo sonrió y negó con la cabeza,indicándole a Camilo que continuase con los pacientes.

Tras acabar rápidamente el trabajo, Curzio recogió los fragmentos del cuenco roto yse dirigió a la cocina.

Al entrar, el jefe de la cocina le miró y esbozó una falsa sonrisa. —¡Lodi –le saludó–,justo el hombre que necesitaba! –lanzó un sucio trapo de fregar por encima del hombrode Curzio, le dio una fuerte palmada en la espalda y con una sonrisita de satisfacción semarchó de la cocina.

Curzio desenrolló él mismo la húmeda tela y miró desalentado la montaña de platos.Se le escapó un suspiro, pero, aun así, se arremangó y se dispuso a hacer la ingrata tarea.

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Se abrió la puerta y Camilo entró silbando. Obviamente se encontraba de mejorhumor. Dejó sobre una pila de platos los cuencos que había recogido de la comida, y susojos se detuvieron en Curzio. El silbido se detuvo abruptamente.

—Esta tarea no te toca a ti –declaró.Curzio se encogió de hombros. —Ahora sí.—¡El cobarde matón! –explotó Camilo–. ¡No debes dejar que los otros te traten así!Curzio apartó sus ojos y no dijo nada. Camilo se dio cuenta de que probablemente

siempre había dejado que la gente le tratase a empujones y, más que probablemente,nunca se había parado a reparar en el asunto. Sentía que su propia indignación seagotaba.

—Escucha –se ofreció movido por un impulso–, voy a ayudarte –tomó una toalla–.Tú lavas y yo seco.

Confundido, Curzio le miró a los ojos. —No tienes que hacerlo, de verdad –respondió–. ¿No se te ha terminado ya el turno?

—¿Y el tuyo? –contraatacó Camilo.—A mí no me importa. Vete y descansa.Camilo sonrió irónicamente. —Cada vez que intento descansar, solo consigo

meterme en problemas.Curzio se rió. —Bien, tengo que admitir que no podrás meterte en muchos problemas

secando platos.—Si hay un modo, lo encontraré.La animación de Curzio mostró ser contagiosa y ambos sonrieron. Entonces añadió

sinceramente: —Gracias, Camilo.—De nada. Después de todo, lavaste el suelo que me tocaba a mí.Durante unos minutos trabajaron sumidos en un silencio de verdaderos camaradas.

Finalmente Curzio le preguntó: —¿Cuánto tiempo fuiste soldado?—Cuatro años, más o menos. Peleé mi primera batalla cuando no llegaba a los

diecisiete años.Curzio levantó una ceja con sorpresa.—Es decir, que mentí sobre mi edad –añadió Camilo, a la defensiva. Entonces, de

repente, casi violentamente, dejó de trabajar y miró con fuerza a Curzio–: ¡Escucha, nome vendí solamente a los turcos!, ¿Vale? –le soltó–. ¡He luchado para muchos príncipescatólicos y la porción de musulmanes que maté tampoco fue pequeña!

Se esperó a ver si su compañero entraría al desafío o no. Curzio parecía incómodo,pero no dijo nada.

Aliviado, Camilo tomó otro plato húmedo y le pasó el trapo. —Además –refunfuñósin convicción–, nunca entré en batalla contra el ejército católico. Nos contrataron a mipadre y a mí como guardaespaldas de uno de sus mugrientos e insignificantes oficiales.

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Nunca levanté mi espada en su nombre –no tenía ni idea de por qué se había sentidoempujado a justificarse de aquella manera, suave y tranquilamente, pero había sido poralguna razón. Quizá la pureza e inocencia que había visto en los ojos del otro le habíanenervado. Aquella inocencia era algo que Camilo se había encontrado muy raramente enlos hombres.

Hubo un extraño silencio, hasta que Curzio consiguió reunir fuerzas de nuevo. —¿Yqué te parece todo esto, aquí en el Hospital?

—Pues no es lo que yo llamaría excitante.Por el tono de la voz, Curzio podía constatar que la alegría de Camilo se había

desvanecido completamente. —Lleva un tiempo acostumbrarse, y tú has pasado aquísolo unos días –le dijo, animándole–. Date tiempo. Las cosas en el Hospital no sonsiempre así de malas.

Camilo le echó una mirada lastimera y le confió: —Espero que tengas razón.—Al menos, parece que los pacientes están a gusto contigo.—¿Te refieres a los que no estaban presentes el otro día, cuando Moretti me arrastró

por el lodo de un modo tan considerado?—No, me refiero a todos. Les tratas bien y ellos te aprecian.Camilo estaba seguro de que Curzio estaba siendo sincero y sintió que algo de su mal

humor se iba disipando. —Me caen bien también –admitió, iluminándosele un tanto elrostro–. ¿Y qué hay de ti, por qué trabajas en este agujero?

—Uno de los sacerdotes que viene a hacer visitas de vez en cuando me pidió queviniera. El padre Neri. Seguro que te lo encontrarás en algún momento. Es un buenhombre; mucha gente cree que es un santo. Conocía a mi familia y pensó que este tipode trabajo me iría bien. Así que, bien, pues aquí estoy –entonces, cambiando de tema,Curzio preguntó–: ¿Habías estado en Roma antes?

—Solo de pasada.Curzio vaciló, y entonces le hizo un ofrecimiento: —Si tienes ganas... quiero decir, si

te apeteciera... quizá te podría enseñar un poco la ciudad después de que terminemos delimpiar todo este revoltijo.

Camilo se sintió sorprendido y se preguntó si su compañero le trataba así porcompasión. Miró a Curzio con sospecha. Pero no, la amistad parecía sincera. —Claro,eso estaría muy bien –respondió. Entonces sonrió y añadió–: E incluso haré todo lo quepueda para no meterme en problemas, en consideración a ti.

IX

Camilo notaba los afilados ojos del doctor atravesándole, directos desde el otroextremo de la habitación. Era algo que le molestaba y le irritaba, pero se había propuestoignorarlo. Bajó la mirada al paciente que tenía delante y continuó poniéndole el vendaje

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limpio alrededor del brazo. Terminó y se levantó, arregló las almohadas para queestuviera lo más cómodo posible, y se volvió hacia el paciente de la cama siguiente.

Había por allí uno de los capellanes del Hospital, un sacerdote de mediana edad conapariencia de asceta. Guardando un difícil equilibrio, llevaba en una mano un libro y unavela, y en la otra una jarrita con agua bendita. Camilo dudó, pero finalmente pensó que elsacerdote agradecería un poco de ayuda. Caminó hasta su lado y con cuidado le tomó lavela encendida y el agua bendita.

El capellán hizo un breve gesto de gratitud, pero no interrumpió la oración que ibarezando: —... intercessione, a praesenti liberari tristitia, et aeterna perfrui laetitia.Per Christum Dominum nostrum...

Camilo entendió que el sacerdote estaba esperando a que él contestase algo. Le mirócon inseguridad y masculló la única respuesta que podía dar: —Amen.

Para su alivio resultó ser la respuesta correcta. El sacerdote pareció satisfecho y cerróel libro. Entonces, alzando la mano sobre el paciente, le impartió la bendición de Diostodopoderoso: —Benedictio Dei omnipotentis, Patris et Filii et Spiritus Sancti,descendat super te, et maneat semper.

—Amen –repitió Camilo con un poco más de seguridad esta vez. También se hizo elsigno de la cruz y sopló sobre la vela.

El capellán tomó de la mano al enfermo y le aseguró: —Vendré mañana por lamañana, lo prometo.

El paciente sonrió y asintió.Apartándose unos cuantos pasos, el sacerdote le indicó a Camilo que se reuniera con

él. —Puede que me necesite durante la noche –le confió en voz baja–. ¿Puedo pedirleque, si se pone peor, me avisen?

El turno de Camilo se estaba terminando, pero tomó la rápida decisión de no dejarque el sacerdote se enterara. El paciente obviamente se estaba muriendo, no sobreviviríaa la mañana. —Me quedaré con él esta noche, padre, si le parece bien –se ofrecióCamilo. Sabía en su corazón que no podía dejar al pobre hombre, solo y atemorizado ensus últimas horas de prueba. Quizá tuviera un hijo en algún lugar, un hijo que no supierasiquiera que su padre se estaba muriendo y que no pudiera acompañarle allí.

—Es un bello gesto por tu parte. Gracias, mi chico –dijo el sacerdote. Acontinuación, extendiendo la mano, se presentó afectuosamente–: Soy el padre FelipeNeri. A ver... no me digas... Camilo de Lelis, ¿verdad?

Los dos se estrecharon las manos y Camilo lo miró con sospecha. Pero el sacerdotele explicó muy satisfecho su fuente de información. —Los pacientes me han contadobastantes cosas de ti. Pareces haberte ganado sus corazones durante estas últimassemanas.

El inesperado cumplido dejó atónito a Camilo. Se quedó confundido por unos

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instantes y finalmente admitió: —Me gusta esto –sin embargo, sus propias palabrasdibujaron una mueca en su rostro, y añadió cándidamente–: ¡Nunca pensé que llegaría adecir esto!

El sacerdote le miró alentadoramente y Camilo bajó un tanto la guardia. —Es buenoser útil de alguna manera. Muchos de estos hombres están bastante peor que yo, así que–se encogió de hombros– solo intento alegrarles.

El padre Neri le dio unos toquecitos en el hombro. —Sigue así, hijo mío. Estáshaciendo más bien del que te imaginas en este Hospital.

Camilo echó una furtiva mirada por la habitación y no pudo reprimir la amargura ensu voz: —El doctor Moretti no piensa así.

El sacerdote levantó una ceja. —¿El doctor Moretti? No dejes que te preocupe.Lleva sus salas como un campamento militar...

—¡Peor!—... pero es un buen hombre, y un excelente doctor. Daría la vida por cada uno de

sus pacientes. Oh, he de admitir que es terco e irascible, sí... –sonrió divertido–. ¡Perome dicen que tú también eres así!

Camilo abrió la boca para defenderse, pero un destello en el ojo del sacerdote leadvirtió de que aquel hombre no era un tonto. En cambio, mudó su actitud y admitió: —Yo... ejem... estoy luchando por dominarme, padre.

Entonces surgió una genuina sonrisa en el rostro de padre Neri. —¡Bien, bien!Continúa luchando, tan duro como puedas. Ese es todo el bien que Dios espera de ti.Debes aprender a rendirte, Camilo... –rápidamente alzó la mano para prevenir la objeciónque ya venía, y continuó–: ¡Ya sé, ya sé! ¡Es una palabra que a ningún soldado le gustaescuchar! Sin embargo, debes rendirte... a Dios todopoderoso. Su gracia hará el resto.

Camilo miraba con fijeza al sacerdote, sus palabras estaban comenzando a calarle. Almenos en parte. —Gracias, padre. Intentaré tener esto presente –prometió.

Los dos hombres se sonrieron uno al otro, y Camilo se dio la vuelta y regresó paracomenzar su larga y solitaria vigilia junto al paciente moribundo.

X

Curzio salió de la iglesia para entrar en la oscuridad y, aunque la noche era tibia,instintivamente se arrebujó un poco más en su capa. Era tarde, muy tarde de hecho, ysentía el inconcreto desasosiego que cualquier hombre sensato sentiría, solo y sin armas,en aquella zona de Roma. Se preguntaba con remordimiento si quizá había permanecidodemasiado tiempo en la capilla. Pero se le había pasado tan rápido...

Al bajar los peldaños a la calle descubrió el alboroto de un grupo de borrachos en uncallejón que se aproximaban bravuconeando a donde él se encontraba. Por prudencia,Curzio se quedó quieto y esperó, con la seguridad de que, al menos, no le habían visto.

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Todavía.Los hombres venían de la zona de los muelles, dedujo sin sorpresa alguna. Los

muelles del río Tíber eran infames por sus antros de juego, peligrosos y turbios, y por losinfames marineros que los frecuentaban, las auténticas escorias de la ciudad de Roma,¡hasta donde podía saber Curzio! Observó cómo el pequeño grupo se detenía en laesquina. Unos pocos levantaron las petacas y terminaron de vaciar el contenido.Entonces se despidieron entre sí de modo ruidoso y grandilocuente, y se dispersaron endiversas direcciones.

Curzio dio unos cuantos pasos vacilantes más, con los ojos y oídos todavía alerta porel peligro. Solo uno de los bribones quedaba ahora a la vista, y se encaminabadesafortunadamente en la misma dirección que Curzio había de tomar por necesidad.Bien, no podía hacer nada. Además –se imaginó Curzio–, el hombre se encontraba losuficientemente atrás como para poder sacarle suficiente ventaja, en el caso de que lepersiguiera. Entró en la calle y comenzó a caminar lo más rápido que pudo.

—¡Eh, aguarda!A Curzio casi se le heló la sangre. Por un instante se preguntó si debería echar a

correr, pero decidió que eso solo provocaría más a aquel matón. Así que aceleró el pasoy rehusó girarse.

—¡Te dije que esperaras!Se le disparó el pensamiento: ¿Iría armado el hombre? ¿Podría pelear con él? ¿O

simplemente debería correr?—¡Curzio!¡Le estaba llamando por su nombre! ¿Quién, de entre aquella caterva ruin, podía

conocerle? Perplejo, Curzio se dio la vuelta con todos los músculos en tensión.—¿Te pasa algo? ¿No me escuchaste la primera vez?Una avalancha de alivio le invadió al reconocer a Camilo, que intentaba alcanzarle.

Pero su alivio pronto dio paso a la consternación cuando percibió el penetrante olor aalcohol y cómo las palabras se arrastraban en la boca de su amigo.

Completamente inconsciente de las aceleradas palpitaciones del corazón de Curzio yde las sudorosas palmas de sus manos, Camilo le preguntó con viveza: —¿Pero quéaventuras nocturnas te traen por estos andurriales?

Curzio miró a su amigo borracho –que todavía tenía alguna dificultad para mantenerel equilibrio– y con serenidad le contestó: —Quizá yo te tendría que hacer la mismapregunta.

—¿A mí? –sonrió abiertamente–. Sencillamente sentí la necesidad de incrementar minivel económico, de algún modo, si sabes a lo que me refiero... La paga del Hospital dejaalgo que desear, ¿no te parece?

Curzio refunfuñó internamente, pero decidió abstenerse de hacer comentarios.

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Comenzaron a recorrer juntos el camino de vuelta al Hospital, si bien uno de ellos conpoca firmeza en sus pasos. Camilo sentía la actitud de desaprobación del otro, ydeteniéndose le dio un desenfadado golpe en el brazo. —¡Oh, venga, Curzio! –le dijo–,solo fue un poco de diversión inocente.

En las últimas semanas, la improbable pareja había hecho amistad con rapidez.Aunque eran totalmente opuestos, los dos habían formado una inexplicable ligazón entresí.

Ahora Curzio le echaba a su amigo una mirada de reproche y le amonestaba congravedad: —No deberías frecuentar esa clase de compañía, Camilo. ¿No sabes quepueden enseñarte todo tipo de malos hábitos?

—¿Ellos? –rió Camilo–. ¡No podrían enseñarme ni lo más mínimo! –abrió su capotey orgulloso le enseñó a Curzio una pesada bolsa de dinero que llevaba escondida. Conuna fanfarrona sonrisa, continuó–: por el contrario, amigo mío, de hecho todos hanrecibido de mí lo que tú llamarías una lección avanzada en...–pero, ante la mirada severade Curzio, Camilo decidió dejar la frase sin terminar.

Curzio se aclaró la garganta y le reconvino suavemente: —Esos marineros no sonmás que una caterva de rufianes matones de baja estofa. De verdad, Camilo, no puedesandar seguro con ellos.

Camilo se esforzó por poner una cara seria esta vez y replicó solemnemente: —Tienes razón, Curzio, mala compañía –asintió–: ¡Mala de verdad!

—¡No hace gracia! –persistió Curzio, pero se dio cuenta con exasperación de queCamilo lo encontraba todo gracioso. De repente se detuvo y tomó a su amigo por elbrazo para retenerlo–. ¿Qué fue ese ruido? –preguntó.

Se detuvieron ambos para escuchar.—Bah, no sé –contestó Camilo sin importarle.Permanecieron a la expectativa un poco más, antes de que Camilo finalmente se

encogiera de hombros y dijera: —No te preocupes –continuó andando y Curzio se leunió.

Pero el ruido poco familiar volvió a producirse, y los dos se miraron con unacreciente curiosidad. Casi sonaba a... pero seguramente no a aquellas horas...

—Alguien llora, creo. ¿Un niño, quizá? –conjeturó Curzio.—Puede que sí.—Quizá alguien se haya perdido. O lastimado. Mejor que vayamos a ver –sin esperar

respuesta, Curzio se dirigió al origen del sonido. Camilo le siguió indiferente.Efectivamente, una niña pequeña, sucia, delgada y vestida con harapos se encontraba

sentada sola a la entrada de un oscuro callejón, temblando entre sollozos. Al percibir lallegada de los dos hombres alzó la vista y, como era demasiado pequeña para acusarningún miedo, se secó lo ojos con el dorso de la mano y les miró.

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—¿Vienen a ayudarme? –preguntó con una inocente confianza.Camilo miró a su amigo. Se encontraba fuera de lugar en aquella situación y confiaba

en que su amigo Curzio sabría qué decir. Para su gran alivio, Curzio se acuclilló frente ala niña y le respondió amablemente: —Esperamos poder ayudarte. Dinos qué te ocurrió.

—¡Es mi mamá! ¡Está tan enferma! ¡Y ahora todos los demás están igual! MenosRicardo, claro. Nunca se pone enfermo. Todavía está bien, pero... pero... nos hemosquedado sin comida y... y...

—Enséñanos dónde están –Curzio la animó a hacerlo.La pequeña se puso en pie, visiblemente animada. Tomó ansiosa la capa de Curzio,

tirando de él hacia el oscuro y desanimante edificio. Camilo los seguía sin poder hacerotra cosa.

La niña guiaba la expedición por el callejón oscuro, al que siguió otro, y después poruna escalera de inciertos escalones, a la que siguió otra. Al fin, empujó una puerta y lostres recibieron el golpe del olor nauseabundo de la enfermedad y la suciedad.

Los dos celadores se enfrentaron con lo que iban temiendo encontrar: un cuartucholleno de niños enfermos gimiendo y una madre todavía más enferma que yacía cara a lapared sobre un destartalado catre. Abrió los hundidos ojos e instantáneamente hizo unademán de huir ante la terrorífica visión de los dos desconocidos que habían cruzado lapuerta de su casa, uno de complexión normal, pero el otro bastante más grande. Se llevóla mano a la boca, como para gritar, pero no pudo emitir grito alguno.

—No le haremos ningún daño, ¡prometido! –le aseguró Curzio rápidamente.Pero no parecía convencida en absoluto.—Han venido para ayudar, mamá –dijo su hija con alegría, pero las inocentes

palabras no sirvieron para calmar a la asustada mujer.De una esquina de la habitación se levantó alguien y se dirigió hacia la cama con la

intención de proteger a la mujer. Para su alivio, los dos hombres vieron que se trataba deun muchacho. Bien, al menos esto no complicaría las cosas.

—Trabajamos en el Hospital de San Giacomo –explicó Curzio–. De verdad, novamos a hacerle nada– confió en que el penetrante tufo de la habitación escondería elolor a alcohol que todavía envolvía a su compañero.

La mujer asintió, pero todavía continuaba mirando con aprehensión.—Eeh... ¿dónde está su marido? –preguntó Camilo.Aquello era lo más inoportuno que podía haber preguntado. La mujer volvió a

encogerse de miedo, obviamente no deseando decírselo.—Mamá no lo sabe –el muchacho les respondió con amargura–. Se fue hace un año.

Yo soy Ricardo.Los dos celadores echaron un desesperado vistazo por la habitación. Era obvio que

todo el lugar necesitaba un lavado y una desinfectación, habría que encender un fuego en

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algún lugar para calentar agua, los niños necesitarían que se les limpiara y alimentara dealgún modo, y... y... la lista se iba volviendo interminable. Camilo tomó a Curzio en unaparte y le susurró: —¿Intentamos llevárnoslos a todos al Hospital?

Curzio negó con la cabeza. —¿Cómo? ¡Dudo mucho de que la mujer vayasimplemente a dejarnos cogerlos y llevárnoslos de excursión! Además el Hospitalaterraría a los pequeños.

Camilo asintió y sonrió todavía achispado. —Bien, pues como dice el refrán –empezó con un tono de sabio–, «Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a lamontaña» –juntó las cejas en un gesto de profunda concentración y consideró congravedad–: ¿O era al mar?

Curzio hizo una mueca convencido de que no valía la pena responder. —Mira,necesitaremos encontrar a una mujer, ¡y no me preguntes de dónde la sacaremos!, paraechar una mano aquí –volvió a susurrar en un tono de voz más juicioso, con la esperanzade que su amigo estuviese entendiendo... pero en cierta manera con dudas de que asífuera–. A no ser que bañar bebés sea una de tus especialidades...

Camilo sonrió de oreja a oreja. —He hecho muchas cosas en mi vida, Curzio; pero,sinceramente, no puedo jactarme de tener amplia experiencia en ese campo.

—Pues ya somos dos. Como te dije, necesitamos encontrar una señora en algúnlugar –se volvió al muchacho y le dijo–: Ricardo, ¿conoces a alguna mujer por aquícerca? Quiero decir, ¿alguien que pueda bañar a todos los niños y ocuparse de tu madre,mientras vamos al Hospital a por algunos víveres?

Ricardo reflexionó. —Solo está la señora Vian, al otro lado del recibidor. Pero no seatreverá a venir aquí. Tiene mucho miedo de pillar la enfermedad.

Los dos amigos se miraron consternados.Camilo entrecerró sus ojos e intentó concentrarse. No era fácil aquello de pensar, tras

todas aquellas jarras vaciadas, pero hizo todo lo que pudo. Finalmente tuvo una idea,alcanzó su capote y sacó unas pocas monedas de oro resplandecientes. Los ojos delmuchacho se abrieron y Camilo le preguntó: —¿Crees que superará sus miedos cuandovea estas monedas?

En un santiamén Ricardo salió de la habitación con el dinero para averiguar quécontestaría.

—Mira –empezó Curzio–, ahora voy a comenzar por airear el lugar –escrutó aCamilo con interés–. ¿Puedo confiarte la puesta en marcha de un fuego, sin quemar eledificio? –le preguntó.

—¿Un fuego? Desde luego, sin problemas –pero la pinta de atontado que llevabaCamilo le avisó a Curzio de que aquello podría ser realmente un problema. Camilo sepasó una mano por los cabellos y miró a su amigo con ojos de corderito–. Eeh...simplemente dame un minuto para recordar lo que hacía falta. Estoy seguro de que me

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vendrá a la cabeza.La pinta de Camilo era tan lamentable que a Curzio le hizo falta todo su autocontrol

para no echarse a reír; o, igualmente, ¡darse la vuelta y espabilarlo de un golpe!Pero al final no se decidió por ninguna de las alternativas. Simplemente sacudió la

cabeza y le pidió: —Hazme un favor, Camilo. Mantente a distancia de la pobre mujer eintenta no decir nada. Ya la tienes bastante petrificada.

Percibió, para su profunda satisfacción, que Camilo se encontraba verdaderamenteavergonzado.

No, definitivamente no tenía sentido sacudirle, decidió Curzio. De todos modos elalcohol le sacudiría lo suficiente por la mañana.

Para cuando Ricardo apareció con la signora Vian, somnolienta pero milagrosamentebien dispuesta, las ventanas habían sido abiertas no sin algo de fuerza a causa de losmuchos años de desuso, y un cálido fuego comenzaba a chisporrotear. La presencia deotra mujer calmó a la madre, que finalmente cerró los ojos y comenzó a relajarse.

—Nos volvemos al Hospital, a por comida, sábanas y medicinas –Curzio informó a lasignora Vian–. Mientras nos ausentamos, comience a calentar algo de agua y a bañar alos niños.

Camilo miró intensamente a la mujer, y le advirtió: —Y como estos baños que va adar usted son bastante caros, signora, ¡más le vale hacer un buen trabajo!

—Si yo fuera usted, seguiría su consejo. Créame: seguro que no querrá avivar lacólera de mi amigo –y dicho aquello condujo a su amigo por el brazo hasta sacarlo de lahabitación.

Los dos hombres tuvieron que hacer más de un viaje al Hospital y afrontar variashoras de trabajo duro. Pero el resultado final no fue solo una habitación limpia, relucientey confortable, además de pacientes alimentados, sino también la vuelta al estado sobriode uno de los voluntarios. Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a filtrarse porlas estrechas ventanas, el exhausto par sabía que habían hecho todo lo que había estadoen su mano.

—Bien, le hablaremos al padre Neri de usted la próxima vez que le veamos. Él sabráqué más hacer para ayudar –prometió Curzio a la madre que ahora sonreía débilmente.Reunió los pocos víveres restantes y se dirigió a la puerta.

Pero Camilo se dirigió a él para que esperara. Entonces, esforzándose para ignorar sudolor de cabeza y su delicado estómago, llamó a Ricardo para que se acercara a la mesa,donde abrió su saca de cuero y dejó caer un chorro de monedas de oro relucientes. —Encuanto abra el mercado, ve y compra más comida –dio instrucciones al asombradomuchacho–. Y ropas nuevas. Y, bien, lo que tu madre te diga –hizo una pausa, lo pensó,y finalmente susurró–: Oh, ¿por qué no?, y volcó toda la saca sobre la mesa. Entonces ledio al estupefacto chaval una cariñosa palmada en la espalda y se unió a Curzio en la

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puerta.Al salir los dos a la calle, Curzio pudo atestiguar los efectos derivados de la fuerte

borrachera de su amigo la noche anterior. No se resistió a darle un codazo. —¿Y tú cómote encuentras? –le preguntó, manteniendo un despreocupado tono de voz.

Camilo se quejó. —Absolutamente repugnante –lo admitió con honestidad. Peroentonces le lanzó a Curzio una mirada de sospecha–. Eso es exactamente lo que queríasoír, ¿no? –explotó en tono de sorpresa–. ¡Ya veo que te da una inmensa satisfacción!

Curzio se esforzó por mantener un rostro serio. Chasqueó los dedos y le dijo con suvoz más inocente: —¡Oh, se me olvidó entre tantas cosas en la cabeza! Quería decírtelo:te toca el turno de primera hora de la mañana hoy –ante la palmaria expresión dedesespero en el rostro de Camilo, sin embargo, ya no pudo controlarse y rompió a reír–.Y te han encomendado acompañar al doctor Moretti en sus visitas.

Curzio se apartó justo a tiempo para evitar la botella de medicina que voló hacia él yfácilmente le ganó distancia a su amigo en la carrera que acababa de iniciar.

Pero él ya había dispuesto horas antes que cubriría el turno de Camilo. Todavíahabía tiempo para cambiar sus nombres en el tablón del Hospital, y el doctor Moretti noiba a ser más listo que ellos.

XI

Las antorchas que ardían lentamente proyectaban parpadeantes sombras sobre losmuros. La habitación estaba tranquila a aquellas horas de la noche, pues la mayoría delos pacientes había sucumbido al precario sueño. Curzio permanecía somnoliento,sentado a una mesa en una esquina, donde intentaba mantenerse despierto enrollandovendajes lavados hasta formar paquetes que iba ordenando.

Alguien entró en la sala, pero él no se tomó la molestia en mirar. El sonido de unarmario abriéndose le informó de que sería otro celador, de turno de noche en algún otrositio, que buscaba más medicinas.

Tras un momento, sin embargo, el recién llegado se dejó caer sobre una silla cercana,y Curzio levantó la vista de sus quehaceres, con cierta curiosidad. Horrorizado, seenderezó bruscamente al ver al otro, que sujetaba contra el rostro un paño que se ibatiñendo rápidamente de color carmesí.

—¿Pero qué te ha pasado? –le preguntó Curzio, poniéndose de pie.Camilo bajó un poco el paño y le miró con ojos aturdidos: –Nada.—¿Qué quieres decir con... nada? ¡Déjame verlo!—¡He dicho que no es nada! –insistió Camilo, apartando tercamente la mano de su

amigo.—¡Y yo he dicho déjame verlo!Camilo cedió y obedientemente dejó caer el paño. —¿Cómo podía saber yo que el

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malvado diablo tenía una daga escondida en la manga?, masculló débilmente mientras asu compañero se le escapaba un largo silbido.

Curzio se apresuró al armario y volvió con un puñado de suministros, que vertiósobre la mesa. Entonces, rápidamente empapó un trozo de trapo limpio y comenzó alimpiar la herida supurante.

—¡Eh! –gritó Camilo.—Lo siento, Camilo, tengo que hacerlo –Curzio se disculpó. Añadió cándidamente

enseguida–: Doy gracias de no encontrarme en la piel de quienquiera que te hizo esto.—No creo que ahora mismo se sienta mucho la piel. Y probablemente no se la

sentirá por algún tiempo.Un esbozo de sonrisa cruzó el rostro de Curzio. De hecho, no tenía ningún problema

para darle crédito en aquel asunto. —¿Me vas a contar qué pasó? –le preguntó.Camilo se encogió de hombros, casi con indiferencia. Tras un momento, sin

embargo, respondió un tanto cansado. —Vi a otro celador atacando a uno de lospacientes. El pobre paciente simplemente le había pedido un poco de agua para beber, yel animal explotó de ira... sacó al hombre de la cama y comenzó a golpearle.

Un instante de incredulidad congeló a Curzio. Pero no, sabía que su amigo le estabacontando la verdad. Él mismo había visto similares actos de violencia anteriormente. Seaclaró la garganta y le dijo con firmeza: —Esta herida necesita unos puntos de sutura.

—Pues hazlo.—Sabes que no soy doctor.—Deberías haber visto algunas de la bonitas operaciones que les hice a compañeros

míos en el campo de batalla.—Venga, Camilo. Esto es un Hospital, no un campo de batalla. Hay un montón de

doctores que...—¡Que piensan que soy pura escoria! –le interrumpió Camilo ásperamente.—¡Eso no es verdad!Pero, para la consternación de Curzio, Camilo se puso en pie y declaró muy

enfadado: —¡Pues olvídalo, lo haré yo mismo!Con un suspiro, Curzio lo empujó amablemente a que se sentara. —No, no lo harás

–cedió.—¡Este lugar es despreciable! –explotó de repente Camilo–: se descuida a los

pacientes, ¡incluso se abusa de ellos!, ¡Se les deja pudrirse en su propia suciedad! ¡Ynadie mueve un dedo para ayudarles!

—Tú sí –le respondió Curzio con serenidad–. Y yo. Ahora, solo tranquilízate yquédate quieto.

—¡Y lo llaman el mejor hospital de Roma!—Parece ser que así es. ¿Te quieres quedar quieto, por favor?

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—¡Seguro que no te creerás lo que vi el otro día!—Seguro que me lo creo –dijo Curzio, cuya voz comenzaba a revelar un ligero deje

de exasperación.—Había un paciente tan sediento que comenzó a beberse una botella de medicina

que algún estúpido celador se había dejado olvidada...—¡Camilo!, ¿quieres que haga esto o no?—Lo siento –dijo Camilo con un instantáneo sentimiento de contrición. Cerró la boca

a cal y canto, apretó los párpados contento de que la subida de adrenalina a causa delenfado todavía estuviera circulando por él. La adrenalina, lo había aprendido a lo largode los años, era algo así como un analgésico.

—He visto cosas peores en mi vida –admitió Curzio en voz baja tras unos minutos deconcentración–. Algunos se han bebido el aceite de sus lamparillas.

Camilo se estremeció; si fue por el asco o por el dolor o por una combinación de losdos, Curzio no era capaz de decirlo.

Se desató un aluvión de imágenes en la memoria de Camilo: soldados hambrientosdesentrañando los riñones de camaradas muertos tras una refriega sangrienta; otros quese volvían locos por la sed durante aquellos largos y salvajes asedios en los yermosdesiertos de las tierras moras. Intentó despejar aquellos recuerdos.

Pero no se iban.—Hay tanta gente que sufre en este mundo –dijo finalmente haciendo un esfuerzo,

mientras se apagaba su ira–. Y a nadie le importan –abrió los ojos y miró a su amigoimplorándole que no le cortase de nuevo en su desahogo.

—No es que a nadie le importe, Camilo. Es simplemente que no hay solución para elproblema. Me temo que hospitales como este es todo lo que hay.

—Pero no son suficientemente buenos. ¡Ambos sabemos que no lo son! –objetóCamilo–. ¡Tiene que haber una respuesta mejor!

—¡Ojalá hubiera una –dijo Curzio–. Pero no la hay. Al menos no me parece quehaya ninguna más realista. A no ser que alguien encuentre el modo de revolucionar todoel sistema hospitalario. Dotarlo de empleados convencidos de su trabajo que realmente sedediquen al cuidado de los pacientes. Pero no me preguntes el cómo. La mayoría de loshombres que trabajan en sitios como este lo hacen solo por el dinero. Lo sabes tan biencomo yo –Curzio asintió expresando la inutilidad de negarlo–. A ver si pudieras quedartequieto solo un minuto más. Con esto último casi ya lo tengo.

Terminó de coser la herida y se disculpó: —No creo que con esto me ganase el títulode doctor, pero es lo mejor que he podido hacer. Lo siento.

—Gracias, Curzio –dijo Camilo–. Estoy en deuda contigo.—¿Tienes alguna otra herida?—No, estoy bien.

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—¿Estás seguro?—Sí.Curzio se sentó sobre la esquina de la mesa, y los dos amigos se miraron

descorazonados por el negro futuro de todo aquello.—¿Sabes qué es lo que más me molesta? –le dijo Curzio en confidencia, un instante

después–. Toda la gente pobre: ¿quién se ocupa de ellos cuando están enfermos omoribundos?

Ambos conocían la respuesta.—¿Qué podemos hacer para ayudarles? –persistió Camilo.—¡Ese es el problema! ¿No lo ves? No podemos hacer nada.—¡Pero tiene que haber algo, Curzio! Está claro que no podemos quitar todos los

sufrimientos de la tierra, pero al menos podemos reducir algunos.Curzio se encogió de hombros, totalmente perdido. —Bien, quizá tengas razón. Pero,

si hay algo que podemos hacer, me supera imaginarme qué sería –sonrió triste y añadió–:Aunque... si verdaderamente piensas que puedes dar con una respuesta, Camilo,entonces adelante. Y créeme, seré el primero en apoyarte.

XII

Siempre era un consuelo estar de nuevo con gente con la que se congeniaba, pensópara sí Camilo mientras empujaba el carrito de las comidas por el corredor.Generalmente se reservaba aquella habitación para el final, simplemente porque eraagradable terminar los trabajos del día con buena nota. De algún modo la compañía deotros soldados le alegraba. Se encontraban en su misma situación, y todos compartían lamisma frustración impotente de verse confinados en aquel podrido hospital, un mes trasotro mes, sin fin.

Pero, en aquel particular día, Camilo se había propuesto hacer un pequeño desvíoantes de llevarles la cena a aquellos hombres. Echó una cauta mirada a ambos lados de lahabitación. Todo parecía seguro, no había nadie a la vista. Condujo el carrito hasta unacercana habitación de provisiones y localizó el pequeño barril que había escondido enuna esquina. Quitó la manta que lo cubría, subió rápidamente la barrica al carrito y lacubrió con una toalla. Acto seguido volvió a salir al corredor y continuó su camino.

Solo había un puñado de pacientes en la pequeña habitación, todos soldados heridosen combate y suficientemente afortunados de haber sido transportados hasta un hospitalpor sus camaradas. Camilo cerró firmemente la puerta a su espalda, y su inesperadaacción hizo que los hombres clavaran sus ojos en él con cierta curiosidad. Al ver que leshacía un guiño conspirador se unieron rápidamente a lo que el celador se llevaba entremanos.

Con un florido ademán Camilo desveló la barrica y, ante la mirada atónita de los

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enfermos, comentó con fingida sorpresa: —¡Bien, qué vais a saber vosotros! ¡Realmenteparece un interesante cacharro lleno de sopa, ¿verdad?! ¡Me pregunto quién habrádecidido el menú de hoy...!

Instantáneamente, un coro de hurras que expresaban diversión y placer estalló entrelos soldados, y gustosamente se incorporaron en sus camas.

—Sencillamente, me pareció que sería algo apropiado para celebrar la gran victoriacatólica contra los turcos en Lepanto, de la que tanto hemos oído –les explicó Camilocon una sonrisa. A continuación les sirvió el brebaje del único modo que se le ocurrió...hundiendo los cuencos de sopa en la barrica y haciéndolos circular. Pero a los hombresno parecía importarles aquellos inusuales recipientes para beber; simplemente estabanmuy agradecidos a aquel celador que se las había ingeniado para introducirclandestinamente aquello en el Hospital.

Esperaron con paciencia hasta que todos hubieran recibido su parte, Camilo incluido,y entonces, de mutuo acuerdo, alzaron sus cuencos para un brindis.

—¡Por nuestros valientes camaradas en Lepanto! –propuso uno de ellos,entusiasmado.

—¡Y por aquellos de nosotros que deberíamos haber estado allí luchando junto aellos! –añadió Camilo, con convicción.

Todos los soldados asintieron como signo de un acuerdo solemne y algo patético, ybebieron. A continuación Camilo se empleó a fondo sirviendo las comidas mientras losdemás se reclinaban satisfechos y disfrutaban de la primera bebida de verdad que habíantenido desde que ingresaran en San Giacomo.

Funcionó como por arte de magia. En pocos minutos los hombres se encontrabanriendo y contándose unos a otros historias de pasadas aventuras.

Necesitaban momentos como aquel, reflexionó Camilo, para mantener los ánimosaltos. Estaba surtiendo efecto con todos, y quizá con él mismo más que con cualquierotro. Cada hombre de aquellos anhelaba volver a los viejos y familiares campamentosmilitares, al juego, a la bebida y a los modos temerarios con que se conducían, los únicosque conocían y les habían servido para sobrevivir.

Sus risas y el jolgorio crecieron en volumen, pero a Camilo no le importaba. Erabueno verlos tan alegres y animados por una vez. Continuó haciendo circular las comidasy rellenando los cuencos al crecer la demanda, algo que no tardó mucho en suceder.

Fue solo cuando el ruido cesó abruptamente y algunos hombres se lanzaron miradasde alerta entre sí, que Camilo se percató de que alguien había entrado en la habitación.Giró sobre sus talones hacia el carrito y rápidamente cubrió la barrica con la manta, perotuvo la sombría intuición de que no había sido lo suficientemente rápido.

Justo como temía, los agudos ojos del doctor ya lo habían visto todo.Un incómodo silencio sepulcral cayó sobre la habitación. Ninguno de los pacientes

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sabía qué hacer para rescatar a su pobre celador. Sabían, como lo sabía él, que ningúndoctor venía nunca a aquellas horas. La intrusión se había producido de modo totalmentesorpresivo. No les quedaba más que intercambiar miradas de preocupación y esperar queaquello se resolviera del mejor modo posible.

Moretti avanzó hasta el carrito y quitó la toalla. Miró primero al material decontrabando, luego a su empleado... y la expresión de disgusto fue idéntica. Finalmentese aclaró la garganta y exigió: —¿Va a ser necesario que pregunte qué hace esto en misala?

Camilo abrió la boca para decir algo, pero el doctor no le dio oportunidad.—¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a mezclar a mis pacientes en tejemanejes tan...

viles?Uno de los hombres terció: —¡Ah, doctor! No vino a mezclarnos... ¡hip! nosotros y

la bebida hace mucho tiempo que nos conocemos...A unos cuantos más se les escaparon unas risillas, pero enseguida se hundieron en el

silencio, bajo la mirada penetrante de Moretti.Camilo sentía que se le iba acelerando el pulso. —¡Doctor Moretti, estos hombres

están heridos, no enfermos! ¡Un poco de vino no les va a hacer ningún daño!Moretti levantó la ceja en señal de escepticismo e inspiró algo del aroma del

contenido de la barrica. —¡Vino! –se burló–. ¿Se estaba refiriendo a vino? ¿Por quién metoma, De Lelis? ¿Por tonto de remate?

Otro soldado abrió la boca. —¡Oiga, oiga, doctor, que solo estaba intentandoalegrarnos un poco!

Pero Camilo no tenía intención de replegar velas esta vez. —¡Usted no puede tratar aestos pacientes como niños! –le contestó con vehemencia–. Ya son hombres, genteresponsable y...

—¡Precisamente, De Lelis, justo lo que ya se ve que no es usted! Así que no voy atener otra opción más que...

Camilo, sin embargo, no se esperó a que el doctor terminase la frase. Lo apartó de unempujón al pasar y le dio un buen empellón a la puerta para asegurarse de que sonaría unclamoroso golpe al cerrarse tras de sí.

Todos los soldados miraron resentidos a Moretti y volvieron a hundirse en suscolchones.

—No sea demasiado duro con él, doctor –dijo el mayor de todos finalmente–. Essolo un muchacho.

—También es uno de los celadores más entregados que tiene por aquí, ¡y usted losabe! –añadió otro.

—Además –le advirtió un tercero–, al padre Neri le cae muy bien ese chaval.

***

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Camilo entró airado en el comedor del personal y tomando una silla visiblementeenfadado se dejó caer en ella en medio de un agrio silencio.

Los otros celadores ni se tomaron la molestia de levantar la mirada de sus comidas.Se habían acostumbrado a los acusados cambios de temperamento de Camilo y tampocoestaban particularmente interesados en aquello. Solo Curzio dejó de comer y miró a sucompañero en espera de alguna explicación. Como nadie se adelantaba a decir algo, seofreció: —Hay mucha comida, Camilo, ¿quieres tomar algo?

Camilo levantó los ojos con una expresión medio aturdida, como si acabara de darsecuenta de que no estaba solo en la habitación. Con tristeza, sacudió la cabeza y miró denuevo hacia otra parte.

Curzio ya había aprendido por experiencia a no entrometerse. Especialmente cuandosu amigo estaba de un humor de perros. Terminó de comer y se levantó para retirar elplato.

Camilo instintivamente se esperó a que se hubiera ido, y entonces, sin importarle loque los otros pudieran pensar, rebuscó en su chaqueta y sacó una pequeña petaca quellevaba escondida. Se dio un largo trago, impertérrito ante las miradas mediosorprendidas, medio envidiosas, de los hombres de la mesa. Obviamente, decidieron, sinembargo, que era mejor no hacer ningún comentario.

La bebida parecía alegrar un tanto su decaído humor, y al recomponer su postura enla silla Camilo tuvo una súbita inspiración. De una de sus botas sacó un baraja, ycomenzó a distribuir las cartas sobre la mesa como una invitación al juego.

—¿Alguien se anima a una mano o dos? –les tentaba con una sonrisa de gallito.Todos se quedaron helados alrededor de la mesa, con la atención fascinada y

hambrienta fija en la baraja.—¡No había visto una baraja desde que vine a trabajar a este agujero! –dijo una

melancólica voz cortando el silencio que se había creado.Inmediatamente se produjo un murmullo de aceptación, aunque nadie hiciera un solo

movimiento por acercarse.—¿Bien? –les animó Camilo.Desgarrados entre su fuerte deseo y el sentido común, nadie se atrevía a presentarse

voluntario.Para la consternación de Camilo, Curzio volvió inesperadamente a la mesa, ignorante

de lo que estaba ocurriendo. Pero inmediatamente vio la petaca y la baraja. Se pusorígido y le lanzó una mirada de advertencia a su amigo. Camilo apartó sus ojosrápidamente y Curzio supo sin duda que el otro estaba sintiendo una clara punzada deculpa.

—Camilo, no –se aventuró a amonestarle suavemente Curzio–. Ya conoces lasnormas.

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El resto de hombres habían comenzado a titubear. Unos pocos apartaron su comidano terminada y acercaron las sillas con un gesto de patética indecisión.

—¡Camilo –repitió Curzio–, no lo hagas! ¿Qué pasará si te pillan?Mientras rehuía su mirada, Camilo simplemente se encogió de hombros y dijo: —

Esto no le importa a nadie. Estamos fuera del horario de trabajo –por primera vez sesintió molesto con la pía presencia de su amigo. Ojalá Curzio no lo hubiera visto. Pero, asu terco modo, decidió ignorarle y dirigirse a los demás en cambio–: ¿Es que no sois másque un atajo de señoritas? –les provocó.

Todavía dudaban.Poniendo los ojos en blanco, Camilo metió la mano en su saca y desparramó un

puñado de monedas sobre la mesa. —Muy bien, mirad –dijo con su mirada másincitadora–, incluso os lo voy a hacer un poco más atractivo.

XIII

Había hielo entre aquellos dos, pensó Curzio. Un hielo seco, inamovible.Era tan palpable, que incluso le hacía sudar de frío. No podía entender cómo a los

otros celadores en el dormitorio no les afectaba. Pero, una vez más, ¿qué les importaba aellos?

Echó otra mirada hacia la cama. El doctor Moretti examinaba la herida de la piernade Camilo, y se podía leer el desagrado y la frustración en su rostro. Camilo evitabahasta mirarle. Sus ojos eran duros y desafiantes, pero Curzio sabía que su dolor eraintenso. Ninguno de los dos le dirigía la palabra al otro.

Se estaba poniendo peor otra vez. Curzio no necesitaba ser doctor para darse cuenta.La misteriosa herida había llegado a desconcertar a Moretti. Algunas veces respondía altratamiento por algún tiempo, pero la infección volvía a surgir sin motivo aparente.

El doctor la tapó con un nuevo vendaje y se puso en pie. Miró a su paciente como sifuese a decirle algo, pero Camilo giró el rostro tercamente.

Sí, definitivamente, hielo. Era la única palabra que le venía a la mente a Curzio.Moretti se encogió de hombros irritado y salió enérgicamente de la habitación.El resto de celadores ya habían comenzado a salir hacia el comedor. Curzio se acercó

hasta la cama y le preguntó: —¿Vienes?—No –contestó Camilo, melancólicamente.—Entonces, ¿quieres que te traiga algo de comer?—No, no tengo hambre.Curzio suspiró. —Mira, Camilo, sé que duele, pero aun así necesitas comer de vez

en cuando. No puedes subsistir solo de lo que hay en tu pequeña petaca.Camilo le miró con frialdad. —¿Y a ti cuándo te he dicho que te ocupes de mi dieta?

Ya tengo bastantes doctores observándome como buitres.

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—Si los del Hospital están siempre vigilándote, es porque les has forzado a hacerlo.—Por una vez, Curzio, déjame en paz. No me siento muy amistoso ahora mismo.

¡Aplícatelo como una advertencia!—Pues despierta, Camilo. ¿Cuánto tiempo piensas que va a pasar antes de que las

autoridades descubran lo que ha estado ocurriendo a sus espaldas?—Te he dicho que me dejes en paz.—¿Cuánto tiempo hasta que alguien sin buscarlo se dé de bruces con una de tus

clandestinas partidas de cartas en la alacena o se encuentre con el alijo que...—¿Hará falta que te lo diga una tercera vez?Curzio cerró la boca. Miró a su alrededor. Eran los únicos que se habían quedado en

la habitación. Si solo cooperara un poco su amigo... pensó para sí. ¡Estaba siempre tancortante aquellos días! El dolor era innegable, sí. Y Curzio tenía toda la justa compasióndel mundo. Pero aquel no era el único problema. Camilo no lo iba a intentar otra vez.¡Nunca más! Había estado comportándose como una mula irascible y terca aquellasúltimas semanas, y eso era todo.

Curzio se hizo fuerza para hablar con calma. —Sé que debe de ser duro soportar estedolor, pero en algún momento se curará tu pierna. ¡Tiene que hacerlo! No vas a estaraquí por siempre.

Camilo sacudió su cabeza desalentado. —Ya han pasado casi nueve meses, Curzio.¿Cuánto tiempo necesita un supuesto doctor para...?

—¡Está haciendo todo lo que puede!Camilo se apaciguó. —Ya lo sé –lo admitió a regañadientes–. No es culpa suya –se

puso en pie y, dolorido, se dirigió hacia su capote.Curzio podría habérselo acercado para ayudarle, pero sabía por instinto que Camilo

no lo apreciaría en aquel momento. Entonces dijo en voz baja: —No creo que haga tantofrío en el comedor.

—Yo no voy al comedor.—Ah, ya veo –Curzio no pudo esconder cierto retintín sarcástico en su voz. Se sintió

abatido–. Has estado en los muelles otra vez, ¿no? Será ahí donde has estado comiendoesta última temporada. Dios sabe el tiempo que te pasas en ese sitio últimamente.

Camilo le lanzó una mirada heladora.Curzio supo que no era el mejor momento para continuar con aquella conversación.

Pero ya no habría un momento mejor, nunca más. Camilo siempre estaba comoentonces. Tan diferente de como solía ser.

—Esos marineros no son verdaderamente la mejor compañía que podías tener,Camilo. Bien lo sabes.

Para su sorpresa, Camilo soltó una hueca carcajada. —¿Pero cómo puedes ser tanignorante, Curzio? –le preguntó con asombro–. ¡No soy mejor que ninguno de ellos! ¿Es

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que no te has dado cuenta, después de tantos meses?—¡Pues sí, sí lo eres! –respondió Curzio– . Quiero decir, lo serías, si quisieras.Camilo se encogió de hombros con indiferencia. Pero su voz se ablandó. —Eres un

amigo fiel, Curzio. De verdad. Pero también eres ciego sin remedio.—¡No soy tan ciego e ignorante como te figuras! De hecho, últimamente veo cosas

mucho más claramente que tú.Camilo suspiró.Curzio percibió las típicas señales de que venía el mal genio y que al mismo tiempo

su amigo se estaba esforzando por controlarlo. Sintió que era más sensato pisar conmayor delicadeza, pero él mismo se estaba hartando. —Solo estoy intentando ayudarte –dijo, comenzando a perder la paciencia.

Inesperadamente, Camilo explotó. —¡Bien, ahórrate las palabras! ¡Se trata de algoque no puedes comprender! –barrió con su brazo la habitación y declaró enfadado–: ¡Yono nací para esto! ¡Soy un soldado, no un siervo! ¡Solo quiero volver a mi antigua vida!¡Echo de menos el ejército, la pelea...!

—¡Bien, aquí tienes mucho con lo que luchar! ¡Empieza por vencerte a ti mismo! –Curzio había explotado, sorprendido por el tono airado de su propia voz.

Camilo se quedó helado, aturdido.Curzio supo que tenía que parar en aquel preciso momento, pero de algún modo no

pudo. Notó que su propia ira crecía rápido. Demasiado rápido. Era algo a lo que noestaba acostumbrado, y tenía poca experiencia en controlarlo.

—¿Crees que sabes mucho sobre el valor, Camilo? Bien, pues la verdad es que elvalor se demuestra de muchos modos... ¡y a Dios solo le interesa uno! ¡Tú no eres unsoldado: no eres más que un siervo! ¡Nada más que un esclavo, Camilo! ¡Un esclavo detu propia voluntad!

Ya era tarde, las palabras habían sido dichas.Camilo lo miraba con una expresión que Curzio no le conocía, pero que interpretaba

claramente como peligro. Súbitamente sintió que su corazón se ponía a latir más rápido yque había ido demasiado lejos. Nunca tuvo la intención de que sus palabras fueran tanbrutales. Simplemente habían salido en tropel antes de que tuviera ninguna oportunidadde pensar, e inmediatamente se arrepintió.

—Lo siento, Camilo –rompió con esfuerzo–. Yo no quería...—¡Yo creo que sí!Sus ojos. Algo en su modo de mirar hizo que Curzio diese un paso atrás, con los

músculos tensos por el súbito miedo. Le vino un fugaz recuerdo de aquel otro celador,aquel de la daga que había comenzado a golpear a un paciente aquella noche, y suaspecto cuando Camilo terminó con él. El pensamiento era de todo menos consolador.

Sin embargo, reuniendo cada fibra de su valor, Curzio continuó tan firme como pudo.

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—De ti depende que te superes, Camilo. ¡Sé que puedes! Y ni siquiera es una batalla quetienes que pelear tú solo. Dios te ayudará, ¡quiere ayudarte! Pero no podrá si tú no ledejas.

Los dos se sostuvieron la mirada durante un largo y desafiante minuto, sin queninguno quisiera dar un paso atrás.

Finalmente, Camilo, que no deseaba hacer daño a su indefenso amigo y conocía en elfondo de su corazón que él mismo era el más débil, no pudo más que fingir desprecio yarrogante indiferencia. Con una autosuficiente sonrisa de asco, se puso de un golpe sucapote y dejó abruptamente la habitación.

Curzio descubrió que había estado conteniendo la respiración hasta aquel instante.Temblando, se dejó caer sobre el borde de la cama, forcejeando por el control de susalterados nervios. Solo había querido ayudar, dirigir el ardor guerrero de Camilo hacia ladirección correcta. Pero sospechó, con desaliento, que solo había triunfado en empujar asu compañero en dirección contraria.

Se sintió seco de repente, como si él mismo hubiese estado en una batalla. Se esforzópor ponerse de nuevo en pie, y cogió su propia capa. Bien, al menos había Alguien aquien podía abrirle su corazón. Alguien que siempre estaría deseoso de ayudar.

XIV

Curzio notó que estaba perdiendo la noción del tiempo... ¡otra vez! Aquello se estabaconvirtiendo en un auténtico problema, sí, desde aquella terrible confrontación que habíatenido con Camilo la semana pasada en la sala de los enfermos. Desde entonces ya nopensaba con orden. Se le iba la cabeza constantemente a aquella pena.

Pero ahora volvía en sí y se decía que sería mejor que retornase al Hospital. Laoscuridad se había aposentado y las sombras se alargaban rápidamente a su alrededor.Ciertamente, bien sabía que no debería encontrarse por aquellos lugares a aquella hora.Había pensado que un paseo le vendría bien para aclarar sus pensamientos, pero quizáno había sido tan buena idea irse hasta tan lejos. En medio del silencio pudo escuchar losgritos desenfrenados y las risotadas provenientes de los muelles cercanos, lo que ledeprimió aún más. Intentó no imaginarse a Camilo formando parte de aquello, pero fueen vano. Sabía que estaba allí. ¡Siempre estaba!

Con solo que Camilo le diese una oportunidad para pedirle perdón... pensó Curziomuy dolido. No había previsto que aquella conversación se le pudiera ir de las manos así.No es que realmente se reprochara lo que le había dicho. Después de todo, era verdad.Pero no se le tenía que haber escapado el mal genio: no debió haber herido el orgullo desu amigo de aquella manera. No, había sido justamente el modo que no había que utilizarcon Camilo. Solo había servido para que sacara las uñas, ¡y bien comprensible era! Cadavez que recordaba las palabras, Curzio deseaba darse de bofetadas. ¿Por qué había

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perdido la paz? O mejor aún, ¿por qué no se había esperado a un momento mejor paraabordar el asunto de una vez por todas? Sabía que Camilo estaba de un humor de perros;de hecho Camilo le había avisado más de una vez de que le dejase en paz. Entonces,¿por qué no le escuchó?

Curzio suspiró. ¿Qué oportunidad tenía ahora de arreglar las cosas entre ellos?Camilo ni siquiera se había dignado dirigirle la mirada, y mucho menos la palabra,durante la semana pasada. No, tan solo aquel hiriente y duro silencio cada vez queCurzio pasaba cerca de él. ¿Qué esperanza había ahora de atravesar alguna vez aquelladura y fría barrera?

Un súbito ruido en algún lugar a su espalda le sacó de sus pensamientos.Instintivamente se dio la vuelta y forzó sus ojos para ver en la oscuridad.

No podía ver a nadie allí. El estrecho callejón parecía desierto.Quizá demasiado desierto, de hecho.Curzio sintió un escalofrío por su espalda. Aquellas sombras de allá. ¿Se movían? ¿O

era solo su imaginación? No estaba seguro.Se dio la vuelta y aceleró el paso.

***

Camilo era simplemente incapaz de concentrarse en la partida. Había estadoesforzándose de verdad, pero esta vez las cosas no le salían. Había perdido todas lasmanos jugadas, y ni siquiera el licor le animaba aquella noche. De hecho, ni siquiera teníaganas de beber. La alegría beoda de los demás en la taberna no hacía más que irritarle.

¿Por qué tenían que ocupar su mente las palabras de Curzio, haciéndose presentes detal modo que le habían fastidiado la diversión de todas las tardes de aquella semana? Másaún, ¿por qué le importaba tanto lo que Curzio pensara?

¡Pero es que le importaba! Ese era el problema.Desalentado, Camilo tiró sus cartas y le levantó. Farfulló una pobre excusa ante sus

compañeros, pagó la intacta bebida y abandonó triste la taberna.

***

Curzio notaba que su aprehensión crecía por minutos. Echó otra mirada furtiva porencima del hombro, pero todo lo que vio fue aquel mismo vacío de penumbras. Y sinembargo no se podía sacudir de encima la extraña sensación de que le seguían.

No era más que su mente, se repetía a sí mismo molesto. Por supuesto, no habíanadie acechándole a su espalda.

Escuchó otro ruido. Más cercano. Como golpes, y luego como voces apagadas.Se esforzó por mantener la calma y se preguntó qué podría utilizar como arma. ¿En

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qué diablos había estado pensando para acabar en medio de aquellos suburbios hostiles?¿Cómo había podido ser tan estúpido?

Había una iglesia algo más adelante. Se fijó en la elevada fachada que se levantabasobre las sombras. Si pudiera llegar hasta allí, quizá entonces, solo quizá, encontraríaalgunas pocas personas en su interior. Era dudoso, dadas aquellas horas de la noche,desde luego, pero era la mejor alternativa.

Instintivamente, Curzio rompió a correr.Y del mismo modo –pues ahora podía escucharlas con claridad– varios pares de

pisadas a su espalda.

***

Enfurruñado, Camilo se dirigió hacia el Hospital a través del laberinto de callejas. Notenía ninguna prisa en llegar. No había ninguna intimidad allí, ningún sitio en el que poderestar solo para pensar. Los otros celadores del dormitorio solo le irritaban.

Y además, claro, estaba el perpetuo problema de intentar evitar a Curzio aquellosdías. Probablemente estaría dormido, sí... ¿pero y si no lo estaba? Camilo no quería quese le viese volver, no quería que se supiera que había estado de nuevo en los muelles.

Pero Curzio lo sabía, desde luego. No era tonto.Las hirientes palabras vinieron de nuevo a la mente de Camilo, como penetrantes

cuchilladas. ¿Qué derecho tenía Curzio para soltarle aquellos insultos? ¡Un esclavo!¿Cómo se había atrevido?

Y, sin embargo, ¡Camilo sabía en el fondo que la acusación era verdad! Sentía que sudepresión crecía. Sí, aquello era lo que lo hacía tan difícil de asumir: ¡Todo lo que Curziole había soltado era verdad! ¡Era un esclavo de sus pasiones!

Suspiró. Si hubiera al menos una persona en la que pudiera confiar. Alguien en quiendescargar el peso de su corazón. ¿Pero a quién le iba a importar él, con todas sus faltas yfallos?

El perfil de una iglesia lejana en penumbra le llamó la atención. El SantísimoSacramento estaba allí. El Dios del que el padre Neri a menudo hablaba con tanto ardor.Escondido en el sagrario. Esperando. Siempre esperando.

Movido por un impulso, de improviso Camilo decidió a dónde ir.

***

Ya en pleno ascenso de la escalinata, Curzio pudo ver que la iglesia tenía las puertascerradas. ¡Tendría que haber contado con ello! ¡Evidentemente, la iglesia tenía que estarcerrada a aquellas horas!

¡Pero es que no había ningún otro sitio al que ir! Sus perseguidores estaban justo

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detrás, prácticamente sobre sus talones.Se giró, con la mortal certeza de que estaba atrapado. ¿Le dejarían marchar una vez

que se cerciorasen de que no tenía dinero? Antes incluso de que pudiera pensar quéhacer, sintió un puñetazo en el estómago que le hizo agonizar y doblarse, y al instante sequedó sin respiración.

Vio oscilar un objeto delante de él. Algún tipo de garrote. Trató de zafarse, pero lacachiporra le alcanzó fuerte en un lado de la cabeza. En aquel momento sintió que lefallaban las rodillas y se desmoronó intentando desesperadamente luchar contra el vacíoque se lo tragaba.

***

Aunque se encontraba a distancia, Camilo pudo ver que algo poco claro ocurría a lapuerta de la iglesia. Aguzó la mirada para ver bien de qué se trataba. Algo se movía.¿Quizá un animal? No, demasiado grande.

¿Una persona, entonces? Sí, llegó a la conclusión, era un hombre que se esforzabapor mantenerse de pie. Por los desfallecientes movimientos Camilo adivinó que, o bien eltipo estaba malherido, o completamente borracho. O una cosa o la otra. Con cautela, sellevó la mano a la empuñadura de su daga, pero sin dejar de apresurarse hacia el hombre,por si podía ayudarle.

Para cuando casi ya estaba encima, el otro se las había arreglado para levantarse yguardar un inestable equilibrio, pero enseguida volvió a derrumbarse. Se llevaba la manoal costado, como si le doliese. No, no se trataba de un borracho. Le habían herido aaquel hombre. Y muy seriamente, por lo que parecía.

Camilo se detuvo frente a él, y se quedó helado al descubrir de golpe quién era. Cayóde rodillas al lado de su amigo y buscó rápidamente heridas o sangre. ¡Pero estabademasiado oscuro para poder ver con detalle!

—¿Fue con un cuchillo? –preguntó con urgencia.—No –apenas jadeó Curzio.Le daban convulsiones violentas e incontroladas. No tenía buena pinta. El miedo se

apoderó de Camilo. ¿Conmoción cerebral? ¿Le habrían golpeado en la cabeza?—¿Dónde te golpearon? –le preguntó–. ¡Tengo que saberlo!La respiración. Tampoco marchaba bien. Demasiado irregular, demasiado costosa.

Camilo percibió que estaba a punto de perder la conciencia.—¡No te desmayes, Curzio! –le suplicó–. ¡Intenta luchar! ¿Me entiendes? ¡Lucha!Aturdido, el otro asentía. Sí, comprendió.Pero no podía luchar...Era imposible.

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XV

¿Signor De Lelis?Camilo no tuvo noticia de que hubiera nadie más en la habitación, hasta que escuchó

la voz. Levantó la cabeza. Uno de los doctores estaba de pie, al lado de su silla.—¿Se recupera?—No –respondió Camilo, destrozado.El doctor avanzó hasta la cama y comprobó las constantes vitales de nuevo. Se giró

hacia Camilo y sonrió forzadamente. —Todo irá bien –dijo–. Intente no preocuparsetanto.

—¿Qué me quiere decir con que no me preocupe? ¡Ha estado inconsciente todo eltiempo! Usted es doctor. ¿No puede hacer nada para remediarlo?

—Me temo que no. Ahora solo nos queda ser pacientes y dejar que la naturaleza sigasu curso. Lo siento.

Camilo deseaba fulminarlo con la mirada. Pero no, sabía que no sería justo. El doctorestaba haciendo todo lo que podía. Lo malo era aquella espera. Estar sentado allí,esperando, de un modo tan inútil. Exactamente como había ocurrido meses antes,velando a su padre.

Su padre. La inesperada comparación alteró a Camilo. ¡Nunca había habido doshombres más distintos que Giovanni De Lelis y Curzio Lodi! ¿Realmente comparaba supreocupación por su inocente y fiel amigo con la de su querido padre? ¡Le parecíaincreíble! Y sin embargo así era. Hasta aquel momento Camilo no se había percatado delo profundamente que había crecido aquella amistad entre los dos. ¿Y qué pasaría siCurzio no superaba aquello? ¿Y si Camilo lo perdía también? Era un pensamientohorrible y se esforzó por despejarlo de su mente.

El doctor lo miraba con preocupación. —Creo que será mejor que envíe a otroacompañante para que le sustituya. Váyase a la cama.

—No –objetó Camilo–. Me quedaré aquí.—Ha estado aquí toda la noche y medio día. Está exhausto.—Dije que me quedaré.El otro suspiró. —Sea prudente, signor De Lelis. Entiendo lo contrariado que está,

pero no quiero que usted acabe siendo un paciente.—Ya soy un paciente, ¡y no me voy a marchar!El doctor tuvo que amagar una sonrisa y se preguntó por un instante por qué sus

colegas la habían tomado con aquel joven celador cabezota. Le dio unos toquecillos aCamilo en el brazo y cedió. —De acuerdo. Haré que borren su nombre del horario deturnos para mañana también. Puede quedarse. Pero hágame saber si cambia de idea.

—No voy a cambiar...—¡Ya sé, ya sé! No hace falta que lo diga. No cambiará de idea. En algún momento

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pensé que cambiaría –asintió con la cabeza, exasperado–. Volveré más tarde para vercómo evoluciona. Intente que la inflamación se rebaje. No tengo ni idea de con qué legolpearon, pero una cosa es cierta: va a tener un poderoso dolor de cabeza durante unalarga temporada.

Camilo asintió y una vez más empapó el paño en la palangana del agua fría. Mientraslo aplicaba a la horrible contusión escuchó salir al doctor. ¿Por qué, se preguntó, leestaba costando tanto a Curzio volver a estar consciente? ¡Después del tiempotranscurrido, ya tendría que haber sucedido! Llevaba más de doce horas.

—¡Despierta, Curzio! –imploró–. Simplemente despierta, ¿vale?Impotente. Así se sentía. Totalmente impotente.¿Pero lo estaba realmente? No, sabía que no era así. No lo había sabido cuando

estuvo junto al lecho de su padre; pero ahora sí. Repentinamente se llevó la mano libre asu uniforme y sacó el pequeño crucifijo que le había dado su tío. Por alguna razónsiempre lo había mantenido consigo.

Sí, rezar era lo único que podía hacer para ayudar a su amigo.

***

A Curzio le dolía fuertemente la cabeza. Abrió los ojos e intentó centrar la vista. Perotodo giraba alrededor, y eso le mareaba más todavía. Rápidamente volvió a cerrarlos.¿Dónde estaba? Se encontraba acostado, al menos eso lo sabía. ¿Pero por qué no sepodía mover? ¿A qué venía tanto dolor en todo el cuerpo?

—Estás bien –quedó respondida su pregunta nunca hecha–. Estás de nuevo en elHospital.

Intentó pensar. No era algo fácil. Reconoció la voz. —¿Camilo? –preguntó.—Sí, estoy aquí mismo. ¿Cómo te encuentras? Quiero decir... a parte de medio

muerto.—Mareado.—Medio muerto y mareado. ¿Eso es todo? Bueno, al fin y al cabo no está tan mal,

teniendo en cuenta...—¿Teniendo en cuenta qué? –se lamentó Curzio, esforzándose por abrir los ojos de

nuevo–. ¿Qué me ocurre?—Te vas a poner bien –le dijo Camilo–. Simplemente intenta no moverte demasiado.

Has tenido conmoción cerebral.—Me duele el costado.—No me sorprende. Tienes las costillas rotas. Escúchame ahora, voy a ayudarte a

que te incorpores un poco y te daré de beber. Eso... despacito... poco a poco.—No podría ir rápido ni aunque quisiera.La bebida pareció ayudar. Al menos la habitación dejó de dar vueltas. —Ya me

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acuerdo –dijo débilmente Curzio–. Me atacaron, ¿no?—Sí.—Pero... no lo entiendo. Tú estabas allí.—No, no estaba. Es decir, no estuve a tiempo. En fin, lo siento, Curzio. De verdad.

Aquellos bárbaros te dieron una paliza muy seria.—No fue por tu culpa.—Pero, vamos a ver, ¿qué demonios hacías allí, solo? Sabes que esa zona no es

segura, especialmente por la noche.—Supongo que no fue muy prudente por mi parte –admitió Curzio–. No he tenido

mucha paz interior desde el día en que nos...Se detuvo. No, no era lo que correspondía decir en aquel momento. Otra vez

volviendo a meter la pata, recordándole a Camilo aquella terrible discusión. Hizo unamueca ante su propia estupidez y confió en que Camilo no se hubiera percatado.

Pero Camilo lo había captado perfectamente. Curzio lo vio como mirando haciaalgún punto más allá. —¡Entonces, en el fondo fue por mi culpa! ¡Tendría que haberlosabido! –se levantó entristecido y se giró para salir–. Iré a decirle al doctor que ya te hasdespertado. Ya no me necesitas más aquí.

—¡No, espera! Por favor.A regañadientes, Camilo se dio la vuelta.—No debí haberlo dicho. Me he precipitado –suspiró Curzio–. Digo un montón de

cosas estúpidas que no pretendo decir. Pero, al menos, déjame que te dé las gracias.Debiste de ser tú quien me trajo de vuelta al Hospital, ¿verdad?

Camilo le dirigió una irónica mirada. —Con la ayuda de algunos de mis ferocesamigos marineros –respondió con sorna–. Los más sobrios, quiero decir.

Curzio lo miró fijamente. ¿Aquellos rufianes habían echado una mano de verdad?Camilo malinterpretó su sorpresa. —¡Vale, sé lo que estás pensando! Pero temía

transportarte una distancia demasiado larga! No sabía dónde te habían herido. Losmuelles estaban más cerca que el Hospital, así que pensé que sería más seguro llevarteallí.

—Eso no era lo que estaba pensando, de verdad. Y no es cierto que quiera que tevayas de aquí –Curzio hizo una pausa. El esfuerzo para hablar le estaba suponiendodemasiado. Se forzó a continuar–. Te agradecería que les dieras las gracias a tus amigosde mi parte la próxima vez que los veas. ¿Lo harás? ¿Por favor?

—No –se la devolvió Camilo–. Hazlo tú mismo.Curzio se quedó de piedra ante lo que interpretó como otro golpe de ordinariez. Pero

entonces vio cómo Camilo apartaba los ojos con vergüenza y explicaba: —No va a haberuna próxima vez, Curzio. Ya no volveré a los muelles, nunca más. Le prometí a Dios queme mantendría alejado de allí... si hacía que siguieras vivo.

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Curzio intentó pensar en algo que decir, pero no tuvo tiempo. Su arrepentido amigose dio rápidamente la vuelta y salió corriendo de la habitación.

XVI

—Me alegra ver que finalmente estás empezando a recuperar el apetito –comentóCamilo con alegría, mientras recogía los platos vacíos en una bandeja–. Buena señal.

—¿Tener apetito de comida de hospital es buena señal? –preguntó Curzio–. Enverdad, creo que debe de ser una mala señal. Es mejor que vayas a buscar al doctor.Estaré teniendo una recaída.

Camilo sonrió. —No se tienen recaídas con los huesos rotos, zoquete. Además,ahora mismo no tengo tiempo de ir a buscar un doctor. Ya hay uno que me estábuscando.

Curzio le miró con curiosidad.—Bueno, no exactamente a mí. A la mayoría de los celadores de nuestra zona –

Camilo se encogió de hombros–. El doctor Moretti ha convocado no sé qué reunión sinavisar en su despacho. No me preguntes para qué.

—¿Una reunión, no irás en serio? Moretti no desperdicia su valioso tiempo dandocharlas a sus empleados. Debe de ser algo importante.

—No te preocupes. Seguro que no va contigo. Tu condición oficial, por el momento,es la de paciente, no empleado, ¿te acuerdas?

—Quizá lo mejor es que vaya de todos modos.—Te contaré lo que pase, más tarde, prometido. Todavía estás demasiado débil para

levantarte. Quédate en cama.—Esta cama se me está convirtiendo en una prisión. ¿Tienes idea de lo aburrido que

es estar aquí tumbado y mirar a estas cuatro paredes un día y otro sin fin?—Bueno, eso es lo que pasa cuando insistes en que te rompan la cabeza.Curzio le hizo una mueca. —El despacho del doctor Moretti está al final del

recibidor. Seguro que puedo caminar hasta allí si me echas una mano. Además, me picala curiosidad.

—Muy bien –cedió Camilo–. Tú verás lo que haces. ¡Pero desde luego yo no iría sino tuviese que ir! Tendrías que haber visto la cara que me puso la última vez que meencontré con él. Seguro que me atravesó por algún sitio con los ojos... ¡todavía no me heencontrado la señal!

—Ya, ya... hablando de malas señales...—¡Eh!, ¡que me estoy portando bien últimamente!—Desde luego que sí. Has estado demasiado ocupado cuidándome día y noche como

para poder meterte en problemas –Curzio le sonrió agradecido y añadió–: Ahora ya sépor propia experiencia por qué tienes fama de ser el mejor enfermero.

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Camilo le devolvió la sonrisa. —Uno de los dos mejores, querrás decir –le corrigió–.Y, si de verdad piensas eso, no deberías preocuparte tanto entonces. Esa reunión seguroque no tiene nada que ver directamente conmigo.

Curzio, aunque preocupado, esperaba que Camilo tuviera razón, pero en su corazóntodavía se temía lo peor. Definitivamente, era una reunión que no iba a perderse.

***

—Así que, De Lelis, veo que ha conseguido traerse al menos a un amigo –dijosarcásticamente Moretti en cuanto aparecieron los dos por la puerta–. Mejor, porquedudo mucho de que cualquier otro hombre en esta habitación deseara dar la cara porusted.

Perplejo por el inesperado recibimiento, Camilo miró al puñado de los celadores queya habían llegado: era obvio que el doctor les había estado hablando antes. ¿Por qué leclavaban sus miradas con resentimiento?

—¿Qué está pasando aquí? –preguntó confuso.—Créame, eso es lo que me he estado preguntando desde hace tiempo –respondió el

doctor con sequedad. Su mirada recorrió el despacho, penetrando en todos susempleados. Se podía leer la culpa en todos sus rostros. Moretti se aclaró la garganta ycontinuó–: ¿Se puede hacer una idea, De Lelis, de cuánto tiempo valioso hedesperdiciado esta tarde por su culpa?

Camilo miró a Curzio, que también se mostraba preocupado e igualmente confuso.Se volvió hacia el doctor y decidió que sería prudente no responder la pregunta.

—Bien, se lo voy a contar de todos modos. He estado ocupado atendiendo a dos desus compañeros de trabajo a causa de heridas bastante feas, causadas en una pelea quetuvo lugar entre ellos. Entre las paredes de este Hospital, he de añadir.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?—¡Pues tiene todo que ver con usted! ¿Quizá le interesaría figurarse qué desató este

estallido de violencia?—No particularmente –respondió Camilo con cautela.—Incluso le puedo dar una pista. Fue por un asunto de dinero.Camilo se mordió la lengua.—Un desacuerdo sobre una deuda de juego, para ser más preciso –declaró Moretti,

echando humo–. ¡Es la primera vez en la historia de San Giacomo que hemos tenido quevérnosla con un problema tan escandaloso! Igualmente, es la primera vez que hemostenido repetidos incidentes de empleados que llegan tarde al trabajo, tambaleándose yapestando a alcohol y tan intoxicados que no pueden realizar sus tareas correctamente...y de todos, usted el que más. ¡Todas estas cosas son un escándalo, un insulto a lainstitución y a cualquier otro hospital de Roma! ¿Qué piensa, que estoy totalmente ciego,

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De Lelis? ¿Piensa que no sé que ha estado corrompiendo todo este lugar? ¡Primero,trayendo clandestinamente barricas de vino a mis pacientes y, después, induciendo a misempleados al juego y a la bebida, e incluso a las peleas en los propios corredores delHospital!

Camilo sentía las miradas hostiles de todos los demás. Intentó pensar un modo dedefenderse, pero sabía que no saldría bien. Moretti tenía razón, nadie más en lahabitación daría la cara por él. Nadie, salvo Curzio. ¿Pero por qué tendría que hacerlo,cuando le había estado advirtiendo a Camilo sobre aquello desde hacía tiempo?

Pero, para su sorpresa, Curzio habló e intentó tapar sus fechorías. —Usted no puedelanzar acusaciones como esas sin pruebas suficientes, doctor –le retó, con un tonodesafiante en la voz que Camilo no le había escuchado antes, ¡de hecho, Curzio nuncadesafiaba a nadie! ¡Y, desde luego, menos al doctor Moretti! Camilo le miró asombrado einmensamente agradecido. Pero en aquel momento no había tiempo paraagradecimientos.

—¿Pruebas, signor Lodi? –se hizo eco el doctor–. ¿Exige pruebas? ¡Ah, le daré unmontón! –se puso en pie y abrió totalmente uno de los cajones del escritorio. Conademán de triunfo, lanzó una baraja sobre la mesa. Volvió al cajón y sacó primero unapetaca, y luego otra.

—¿Reconoce estos entrañables pequeños tesoros, De Lelis? –preguntó–. Debería.Fueron encontrados escondidos entre sus pertenencias.

Camilo estalló de inmediato: —¡Escúcheme usted: no tiene derecho a ir hurgandoentre mis cosas!

—No fue necesario hurgar nada, se lo aseguro. Es increíble lo cooperadores quepueden volverse los demás y cómo revelan secretos cuando sus propios puestos detrabajo están en peligro.

Camilo miró a sus compañeros con indignación. —¡Pandilla de cobardes apestosos! –les gruñó–. ¿Es que ni siquiera podéis hablar por vosotros mismos? –volvió a mirar aldoctor–. ¡No puede echarme toda la culpa a mí!

—No, ciertamente no puedo. Y no lo hago. Es a mí a quien echo la culpa, De Lelis.Yo soy el responsable de haberle empleado aquí. Debería haber seguido mi instinto.Desde el primer momento en que le vi, supe que usted no era más que un problema,¡recién llegado de la cloaca!

Incluso Curzio se estremeció ante aquel cruel insulto. Estaba tan cerca de Camilo quecasi escuchó cómo se desencadenaba la ira de su amigo. Rápidamente le alcanzó y agarrópor el brazo intentando contenerle. Para su alivio, al tocarle sintió que se aflojaba untanto la tensión.

Sin embargo, supo que tenía que hacer algo. ¡O al menos intentarlo! Verdaderamente,Camilo había estado esforzándose aquella temporada, ¡si alguien lo sabía, era Curzio!

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Inspiró con fuerza y dijo lo único que se le ocurrió: —Doctor, de verdad, no es justohumillar a nadie en público...

—¡Quédese fuera de esto, signor Lodi! –saltó Moretti con brusquedad–. ¡A no serque le entusiasme la idea, desde luego, de irse a vivir también a la cloaca! Porque,créame, ¡no estoy de humor para su inútil cháchara ahora mismo! Sabe tan bien como yoque él es tan culpable como el mismo pecado! –el doctor devolvió su mirada a Camilo yle indicó la puerta–: ¡Fuera de este Hospital, De Lelis! ¡Fuera!

Curzio hizo una última intentona desesperada. —Por favor, doctor Moretti –lesuplicó–, no puede...

—¡Oh, claro que puedo! ¡Y también lo haré con usted si se niega a cerrar la boca!Camilo miró a su amigo; se encontraba desgarrado entre la ira hacia el doctor Moretti

y la gratitud hacia Curzio. Con un esfuerzo consiguió suavizar la voz: —Tiene razón,Curzio. No te metas. No te expongas por mí. Bien sabes tú, más que nadie, que no valgonada.

—¡Camilo, eso no es...Pero Camilo ya se había dado la vuelta hacia el doctor. Se esforzaba por mantenerse

en calma. —Muy bien, me iré. Pero primero déme mi arma. Era de mi padre, ¡y quieroque me la devuelva!

—¡Y así podrá ayudar a sus amigos musulmanes a matar más católicos inocentes!¿Eh? ¡Me lo impide mi conciencia, De Lelis!

Aquello fue demasiado. Simplemente demasiado. Camilo no se pudo aguantar mástiempo. Con un rápido movimiento saltó hasta el doctor y lo cogió por la garganta,acorralándolo firmemente contra la pared. Las pupilas de Moretti se agrandaron en uninstante de miedo. No dudaba de que Camilo podía romperle el cuello sin muchoesfuerzo, con tal que lo deseara. Por una vez, parecía totalmente perdido, y nosimplemente un poco asustado.

Todos los demás hombres en la habitación se quedaron helados, demasiadoparalizados ante la altura y la fuerza de Camilo como para osar entrometerse. InclusoCurzio estaba desconcertado.

Camilo mantuvo así al doctor unos largos y peligrosos segundos, luchando contra laira en su interior. Pero, no. No podía rebajarse a tal violencia contra un hombreindefenso. No era justo, ¡no importaba lo fuerte que fuera la tentación!

Aflojó el apretón brutal, y el doctor se desmoronó hasta el suelo mientras buscabadesesperadamente aire. Camilo supo que tenía que salir de allí –y rápido– antes de quetuviera tiempo de cambiar de opinión. Deseaba decir adiós a su fiel amigo: ¡le debíatanto! Pero Curzio había sido testigo de este último acto de debilidad –¡de esclavitud– yCamilo se sintió de repente demasiado avergonzado como para mirarle a la cara denuevo.

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Así que hizo lo único que podía hacer. Se giró abruptamente y dejó la habitación, y elHospital de San Giacomo. Partió sin ningún otro sitio en el mundo que pudiera llamar sucasa.

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III. LA BATALLA

XVII

El Mediterráneo, 1573 / La misma tierra parecía convulsionarse bajo la constante eimparable marcha de miles de hombres en formación. De hecho, hasta donde el ojopodía ver, la ladera de la colina era una masa vibrante, un enjambre de actividadproducida por aquellas tropas que se movilizaban hacia sus posiciones.

Desde la cima de la colina, la llanura allá abajo aparecía un vasto mar brillante dearmaduras donde se reflejaban los destellos de incontables espadas y escudos. La batallallevaba ya horas de furia, y pronto llegaría la próxima oleada de refuerzos de lainfantería.

Camilo sabía que debía prepararse para cuando el momento de la orden llegase. A sualrededor la atmósfera estaba totalmente cargada de la energía casi palpable quedesprendían aquellos hombres tensos como perros rabiosos que esperaban su suelta.Pero el corazón de Camilo no se encontraba esta vez en todo aquello. ¡Con solo que noestuviese impedido por aquella pierna suya! La herida se había vuelto a abrir hacía pocoy, aunque intentaba ignorarlo, el dolor se le estaba haciendo insoportable. Habíaintentado mantener el tipo todo el tiempo, había ido de un ejército a otro durante elpasado año... pero ahora sentía que había llegado al límite.

Cansado, importándole poco que le viesen, Camilo se salió de la formación y cojeóhasta una roca cercana. Nadie se enteraría, pues todos andaban muy ocupados con suspropios pensamientos y preparativos. Solo tenía que darle un poco de alivio a la piernaque tan cargada tenía, aunque solo fuese por unos breves instantes. Unas horas decampo a través por aquel terreno duro y salvaje bastaban para atormentar incluso a unpar de fuertes piernas. Para Camilo había sido una pesadilla.

—¿Cómo pretendes pelear, si ni siquiera puedes aguantarte? –le preguntó una voz asus espaldas. Así que, pese a todo, alguien sí que se había dado cuenta. Un jovensoldado achaparrado apareció frente a Camilo. Su voz era áspera, pero la pregunta no erapara picarle. Era sincera.

Camilo se encogió de hombros: —Me las apañaré –deseó que así fuese. Su largaexperiencia le había enseñado que la adrenalina podía hacer milagros en el momento másduro de una batalla.

Su camarada se acuclilló frente a él y le examinó entrecerrando los ojos. —¿Sabennuestros mandamases que le están pagando sus buenas monedas a un soldado inválido? –preguntó con cándida curiosidad.

Camilo levantó una ceja. —¿Y tú qué crees?—¿Yo? Pues me parece que mejor sería que te largaras de aquí antes de que te toque

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descender con el rebaño por la colina hasta el horrible caos de ahí bajo. No tienes pintade estar en condiciones, si me permites que te diga la verdad...

—Estaré bien –dijo Camilo–. Además, ni por todo el dinero del mundo me perderíala oportunidad de pasar a unos cuantos turcos por el filo de mi espada.

El otro se encogió de hombros. —Pues haz lo que te plazca –alcanzó su guerrera ysacó una petaca. Se la pasó como un ofrecimiento–: Mira, date un trago de esto —le hizoun guiño cómplice–. Es mi poción mágica. Te garantizo al cien por cien que embota eldolor si la tomas.

Camilo husmeó rápidamente el contenido e hizo una mueca. —¡Seguro! –convino detodo corazón, devolviéndosela sin probarla–. Sin duda que embotará muchas otras cosastambién. Gracias, pero no. Tengo previsto salir de esta pelea ¡vivo!

El soldado frunció el ceño y olió su propia bebida con tal energía que Camilo dudóseriamente de que el contenido no hubiese disminuido algo ya. Tras un poco, el hombrevolvió a cerrarla, la dejó aparte y declaró con gran solemnidad: —Sensata decisión. Muysensata, ciertamente.

Camilo no pudo evitar sonreír.El tronar de los cascos de los caballos se escuchaba acercándose por detrás de las

tropas. Se levantó el soldado con un suspiro de resignación. —Bien, parece que es horade ponerse en marcha.

Camilo asintió e hizo un esfuerzo por levantarse.—Por cierto –le informó el otro, como si se tratase de un pensamiento venido en el

último instante–, mi nombre es Tiberio Federico Alberto Sicca-Igino Griordini –se detuvoy le dedicó a Camilo una achispada sonrisa–. Mis amigos me llaman simplemente... Ti.

Camilo se rió, no muy seguro de creerle o no, y contraatacó: —Camilo de Lelis.—Bien, que tengas mucha suerte, Camilo de Lelis. Parece que te va a hacer falta.—Probablemente no tanto como a ti –le contestó Camilo divertido.Ti levantó la mano en amistoso saludo y se incorporó despacio a las filas. Con

esfuerzo, Camilo le siguió.

***

Tras el clamor ensordecedor de aquellas horas de batalla sin interrupción, el vallerepleto de caídos parecía ahora como una gran catedral sin cubiertas bajo un cieloensombrecido. Camilo se preguntaba aturdido si sería el único que quedaría vivo en elmundo. Por todas partes, hasta donde podían atisbar sus ardientes ojos, el suelo estabasembrado de cadáveres empapados en sangre, amontonados unos sobre otros, comomuñecas de trapo desechadas. Y, sin embargo, tenía la vaga consciencia de que no era elúnico superviviente. A lo lejos vio otros rezagados, dando tumbos por el campo igual queél, como sonámbulos. Pero parecían tan lejanos... Todo parecía muy lejano, irreal. Era

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como vagar por un sueño horrible y atroz.Se inclinó para recoger un mosquetón caído y descargar en él la aplastante agonía de

su pierna. Permaneció allí, desorientado y molido, preguntándose si le quedarían algunasreservas para dar incluso un solo paso más.

Se puso en pie, intentó quitarse algo de la sangre coagulada sobre los ojos ydescubrió cansado que su manga también estaba empapada en color escarlata. Si setrataba de su propia sangre o de la de otro, Camilo ni lo sabía ni le importaba. Todo loque le ocupaba ahora era intentar centrar sus inestables pensamientos y conseguir unasidero estable en la realidad, no fuera a ser que sucumbiera bajo el shock que sabía quese podía producir tras horas de incesante dolor y agotamiento.

Se esforzó, a puro golpe de voluntad, por adelantar otro paso. El mosquetón resultóser una extraña muleta a la que agradecía su servicio.

Le alcanzó un lamento bajo y angustiado que le llegaba de cerca.Alguien, en algún lugar de aquella horrible carnicería, seguía vivo.Camilo examinó el suelo, buscando algo que se moviera, una señal de vida por débil

que fuera, entre los cuerpos torsionados a su alrededor.Nada.Aguardó durante unos largos segundos aguzando sus oídos. Sí, volvía a escucharse.

El alma de un vivo entre tantos muertos.¿Pero dónde?Camilo era consciente de que podía seguir caminando e ignorarlo. Después de todo,

¿qué iba a cambiar, incluso si encontraba al pobre tipo? Apenas se sostenía a sí mismo,¿qué iba a poder hacer realmente por otro?

Pero no. No podía dejar que alguien muriese solo y sin ayuda en medio de aquellahorripilante devastación.

Se agachó y suavemente le dio la vuelta al soldado más cercano a sus pies. Unos ojossin vida le miraron grotescamente y Camilo dejó que el cuerpo volviera a su posiciónanterior. Con desgana, se aproximó a otro. Una cosa era pelear, e incluso matar a unhombre en plena batalla, pero otra cosa muy diferente era ir buscando después entre losrestos ensangrentados.

El siguiente hombre que movió estaba decapitado. Durante un horrible momento,Camilo pensó que se iba a poner enfermo. Cerró los ojos y esperó a que pasaran lasoleadas de náusea.

Y entonces le llegó de nuevo la voz.—¿Alguien...? –sonaba tan bajo que Camilo se preguntó si no se trataría de su propia

imaginación desquiciada que le estaba haciendo una cruel jugada. Miró alrededor concreciente desesperación.

Entonces lo vio. Un ligero movimiento solo unos pocos metros más allá.

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Llegó a tropezones hasta donde yacía el soldado y se arrodilló a su lado. El rostro delhombre estaba oscurecido por la sangre. Camilo sabía que debía decir algo –lo quefuese– para hacerle saber que él estaba allí, pero tenía la mente agotada y entorpecidapara pensar en ninguna palabra. Con muchísimo cuidado puso la cabeza del hombre ensu regazo, sin saber qué podía hacer por él. Solo esperaba que la mera presencia de otroser humano sirviera para algo, aunque fuera poco, como aliviarle de algún modo enaquellos últimos momentos.

El otro luchaba por hablar. —Eres... tú... –se detuvo, incapaz de continuar,sofocándose por el esfuerzo. Camilo sabía que el hombre se estaba ahogando en supropia sangre. Esperó, sin poder hacer nada. Al final, el hombre continuó con su vozimplorante, suplicante–: ... ¿un... sacerdote?

Las inesperadas palabras desgarraron a Camilo como una daga. En un instante delocura tuvo la certeza de que estaba mirando no al rostro de un desconocido, sino al desu padre moribundo, yaciente en agonía sobre su almohada empapada en lágrimas.

¿Camilo? ¿hijo...? Un sacerdote... por favor, hijo mío... un sacerdote...Las últimas palabras con que su padre se le había ido.Le atravesaban abrasando su mente, su corazón, una y otra vez, como olas que se

estrellaban contra él, hasta amenazarle con cubrirlo por entero.No, fue consciente... se había equivocado. ¡Una terrible, horrible equivocación! Su

presencia allí nada podía hacer por aquel soldado –aquella alma inmortal– que sosteníaimpotente sobre sus rodillas. Aquel hombre era el padre de alguien, el hijo de alguien, elmejor amigo de alguien. Pero, de haber estado allí, aquellas presencias no le hubieranayudado más que la de Camilo...

Aquel hombre se moría. En un precario equilibrio sobre el borde de la eternidad.Cielo o infierno, para siempre, para siempre...

Y lo único que importaba –¡lo único que importaba!–era que él, Camilo de Lelis, ¡noera un sacerdote!

Tragó con dificultad. Ningunas otras palabras le habían costado tanto en la vida comoaquellas: —No... no lo soy.

El soldado dejó escapar un angustioso y profundo quejido más, antes de que sucabeza basculase, sin vida, en el regazo de Camilo.

Camilo no supo cuánto tiempo estuvo allí arrodillado, acunando al hombre muerto ensu regazo. No le quedaban fuerzas para alzarse. No le quedaban ni siquiera fuerzas paraintentarlo. Cada fibra de su cuerpo había sido devastada, había quedado completamenteagotado. Supo, desde algún lugar en las penumbras de su mente, que debería decir unaoración por el alma de aquel hombre. Quería hacerlo, pero... incluso el esfuerzonecesario le parecía algo más allá de sus fuerzas.

Una mano le tocó en el hombro. Intentó mirar hacia arriba, pero no podía ni levantar

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la cabeza. Sintió la presencia de dos camaradas a su lado, y sin embargo estaban a unadistancia infinita de allí. Le estaban diciendo algo, con voces amables y tranquilizadoras,pero su mente no podía comprender el significado de las palabras.

Sintió que le tomaban por los pies. Era curioso que incluso su propio dolor lepareciera ahora distante, como si de algún modo perteneciera a otra persona. Notabaunos brazos fuertes que lo asían por cada lado, y él, obediente, se apoyó en ellos,vagamente consciente de que sin ellos se desmoronaría. Los hombres hacían esfuerzospor levantarle; él intentaba resistir el dolor. El esfuerzo para moverle era simplementedesmesurado.

Y entonces no percibió nada más que oscuridad.

XVIII

Se estaba ahogando.El agua le llenaba la boca, abriéndose camino violentamente garganta abajo. Intentó

oponerse, impedir aquello. Le estaba ahogando, le aniquilaba.Pero... no era agua. No podía ser. El agua no quemaba como aquello. No, era otra

cosa. Se estaba ahogando en un mar de algo diferente... mucho peor.Camilo no tenía alternativa. Tenía que tragarlo. Sabía como el fuego. Al final

consiguió tragarlo. Le volvió la respiración como un jadeo espasmódico. Respirar no eratan fácil como él lo recordaba. De hecho, nada era exactamente como él lo recordaba.

—Parece que finalmente empieza a recuperarse.Había una voz en algún lugar. Alguien le estaba levantando la cabeza. Y entonces,

aquello, terrible y llameante, volvía a ser introducido en su boca otra vez.Con un tremendo esfuerzo, Camilo giró la cabeza y lo escupió con enfado. Hizo

fuerza para abrir los ojos. No había más que una luz abrasadora que flotaba informe a sualrededor. Pero entonces, lentamente, la luz se disipó hasta mostrar un rostro borroso; yuna petaca, que resultó ser el instrumento de su tortura.

—Despacio... toma otro sorbo –le estaba diciendo la voz.No. ¡No podía! ¡Era imposible que volviera a soportarlo! Levantó la mano y se

deshizo de la petaca con toda la fuerza que pudo concentrar. Hubo un impacto y luego elsonido de algo de piedra que se rompía.

—¿Estás intentando... matarme? –le espetó fieramente, como pudo.Por toda respuesta escuchó una risa y un comentario divertido: —Tienes razón,

finalmente comienza a recuperarse.Era una voz familiar. Un vago sentimiento de alivio lo invadió. Fue consciente de que

se trataba de su viejo amigo Antoni.Habló un segundo hombre, con un tono algo menos familiar y claramente menos

divertido. —¿Crees que tendrá alguna noción de lo cara que era esa bebida?

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Camilo buscó el sonido con los ojos. Otra neblinosa figura cobró forma. Ahora podíaver que se encontraba en una tienda y que los otros dos le miraban desde arriba.

—Dudo de que eso le preocupe terriblemente en este momento, Ti. Luego le hacesllegar la factura –a continuación, dirigiéndose a Camilo, Antoni le preguntó–: ¿Cómo teencuentras?

Menuda pregunta más tonta. ¿Cómo se figuraban que podía encontrarse?—Haz... ¡tres suposiciones!Los dos soldados se miraron entre sí y sonrieron.—No se encontrará tan mal. Esa es mi primera suposición –replicó Tiberio.Antoni dijo: —Túmbate otra vez, Camilo. Has perdido mucha sangre. Guárdate la

fuerza para cuando la necesites.—Que, desafortunadamente –añadió Ti–, no tardará mucho en ocurrir.Camilo intentó hablar. Cada palabra le suponía un esfuerzo. —Los dos estáis

haciendo algo admirable animándome.Tiberio se encogió de hombros: —Es nuestra especialidad.—Solo por una vez en tu vida, Camilo, ¡y ya sé que nunca ha sido fácil para ti!, haz

lo que te dice y acuéstate de nuevo.Obedientemente, Camilo se recostó entre las sábanas en el suelo e intentó figurarse

qué estaba haciendo él allí, y por qué todo le dolía tanto.Estaba claro. La batalla. Había estado en una batalla.—¿Y... ganamos? –le preguntó, confundido.—Pues hasta el momento, sí. La verdad es que enviamos a muchos turcos al

encuentro con su Hacedor –respondió Antoni.—Pero no los suficientes, aún –dijo Ti–. El ejército se pondrá en marcha mañana al

amanecer. Esto te da algo menos de dieciocho horas para que te emplees a fondo en unasensacional recuperación que haga estremecerse la tierra. ¿Crees que lo conseguirás?

Camilo se quejó. —Veo que las buenas noticias nunca terminan. Supongo que notengo muchas opciones, ¿verdad?

—¿Crees que te vamos a abandonar a tus solas fuerzas? Porque, si es así, ¡meinsultas! –Antoni se esforzó por parecer ofendido, pero no acabó de conseguirlo–. Tú yyo nos conocemos desde que teníamos diecisiete años. En todos estos largos años,Camilo, ¿alguna vez te he dejado en la estacada?

—Sí, incontables veces –sonrió débilmente Camilo–. Como pareja en partidas decartas.

Antoni levantó las manos en humilde derrota. —¿Aparte de esas catástrofesmenores? –le preguntó.

—No.—Me alegra que lo veas como yo. Oh, y en caso de que te lo estés preguntando –y

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no te culparía porque te importara un pimiento–, este repugnante tipo que ves aquí esTiberio Alberto Signicci nosequemás.

—Lo sé, nos conocimos.—Bien, pues habidas ya las formalidades sociales, te sugiero encarecidamente que te

procures un poco de sueño. Pero esta vez, Camilo, hazme un favor, intenta estarconsciente mientras duermes. Nos has tenido bastante preocupados desde esta nochepasada, ya sabes.

—Mis más sinceras disculpas –dijo Camilo, poniéndole una cara de broma–.Intentaré ser más considerado la próxima vez que esté casi muerto.

—Disculpas aceptadas.—Una cosa más, Antoni. La última vez que te vi, en aquella posada del signor Vitali

hace unos cuantos años, ibas de camino a Venecia a alistarte con aquel amigo tuyo decara de águila ratonera, no me acuerdo de cómo se llamaba.

Antoni reprimió una risa. —Debes de referirte a Dario Tellini. He de admitir que éltampoco tuvo entonces pensamientos muy inspirados para ti y tu padre. Sobre todocuando nos contaste en qué bando habías estado peleando durante un par de meses.

Camilo sintió que aquella vieja culpa le roía. Evitó el asunto. —Vale –y le preguntó–:¿Y cómo acabaste aquí?

Antoni hizo una mueca de disgusto. —¿Nunca te enteraste? El sucio cerdo Venecianofirmó un tratado de paz con los turcos. Nuestra compañía se deshizo –se encogió dehombros–. Así que la mayoría de nosotros decidimos ofrecer nuestros servicios a losespañoles. Y, bien, pues aquí estamos, al servicio de Su Majestad el Rey Felipe II. Porcierto, ¿anda tu padre con nosotros, en algún lugar?

—No –respondió Camino a regañadientes–. No sobrevivió.—Oh. Lo siento, era un buen soldado.Pero Camilo ya no escuchaba. Sintió de nuevo el vacío cayendo repentinamente

sobre él, envolviéndolo piadosamente entre sus oscuros pliegues, donde no había másdolor.

XIX

—¡Tengo noticias para ti, Camilo! —dijo con gran satisfacción Tiberio, mientrasavanzaba pavoneándose hacia el pequeño grupo de mercenarios sentados alrededor delfuego.

Camilo no se molestó en levantar la vista. Examinaba con intensidad los naipes quetenía en la mano y no quería perder la concentración. —¿Buenas o malas noticias? –preguntó con la mente ausente.

—¡Ah!... bueno, tú verás... depende principalmente del punto de vista que se tenga –comenzó Tiberio con el habitual modo ceremonioso que tenía cuando estaba borracho–.

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Desde el punto de vista de esos cobardes turcos, yo diría, sin duda, ¡que son malasnoticias! Por otro lado, desde el punto de vista de los españoles, bueno... –cerró los ojosen señal de estar reflexionando–, supongo que, probablemente, son buenas.

Los soldados que estaban en la mesa intercambiaron miradas divertidas. Camilo,indulgentemente, bajó las cartas y miró a su amigo. —Para serte sincero, Ti, solo estoypensando en mi propio punto de vista.

—¡Ah!, desde tu punto de vista, Camilo... –hizo una pausa para analizarlo en supropia mente, más bien confusa–. Bien, supongo que podrían ser buenas. Todo depende.Realmente es solo una cuestión de tu punto de vista.

—Lo siento, Camilo, no se trata de un aumento de la paga, eso seguro –abrevióAntoni.

Los hombres rieron.—De acuerdo, Ti. Olvídate de los puntos de vista. Simplemente dame el golpe.Tiberio alzó su petaca en el aire para subrayar el momento, indicando así que tenía a

todos en suspenso. Hay un rumor, Camilo De Lelis –comenzó, dándose importancia–,hay un rumor de que mañana por la mañana, cuando salgamos ahí fuera a hacer picadilloa unos cuantos más de nuestros queridos Infieles, te van a poner en primera línea.

La sonrisa se desvaneció instantáneamente del rostro de Camilo. —Eso es imposible,Ti. Todo el mundo sabe que no se pone mercenarios en primera línea –miró conincertidumbre a los demás–. No se puede confiar en nosotros, ¿no recordáis?

—Bueno, Camilo, en tu caso están dispuestos a saltarse las cautelas –contestóTiberio con un encogimiento de hombros.

—Parece como si la última vez que peleaste lo hubieses hecho un poquito demasiadobien –aventuró Antoni–. Ya ves, el truco es pelear lo suficientemente bien para tenerloscontentos, pero no tanto como para hacerte notar. ¡¡Requiere un poco de práctica!!

—El truco es permanecer vivo, si quieres mi opinión –le contestó Camilo con énfasis.—Entonces tú permaneciste vivo demasiado notoriamente, al menos un poquito –

reflexionó Antoni.—¿Todavía no lo has captado, Camilo? –le explicó Tiberio–. El modo en que

nuestros comandantes recompensan a un buen soldado es dándole unas cuantas bonitashoras de dura pelea, ¡para que disfrute indeciblemente!

—¡Aaah, yo preferiría que me subieran la paga!Antoni señaló la gran pila de dinero que Camilo había ido recogiendo sin interrupción

de entre sus amigos durante las últimas horas de juego, y sonrió intentando congraciarsecon él. —¿Me lo dejarás todo a mí, en tu testamento, Camilo? –preguntó.

Pero Camilo solo le dedicó una sonrisa altanera. —No necesito hacer testamento.

***

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Estaban por todas partes. Le rodeaban por los cuatro costados, y sus espadas curvasa modo de medias lunas cortaban el aire alrededor. La sangre era como una lluvia rojasobre un encrespado mar de metal. Le dolía el brazo. En verdad, le dolía todo. Sepreguntó cuánto tiempo llevaba luchando. Y también cuánto tiempo más podríarepelerlos. Si es que, realmente, podría conseguirlo al final.

Es una gran gracia, Camilo, darse cuenta de que la muerte se te puede llevar a titambién, en cualquier momento... Su tío. Su tío le había dicho aquello una vez.

¿Por qué aquellas palabras se imponían súbitamente en su mente ahora, en aquelmomento crucial?

Debes estar preparado siempre...Ferozmente atravesó con su espada manchada de granate al hombre que tenía

directamente en frente, con toda su fuerza. Por el impacto, sintió como un rayo que lehizo retroceder tambaleándose un tanto. El hombre había desaparecido de su vista.

¡No eres un soldado! ¡No eres ni siquiera un criado! ¡No eres más que un esclavo,Camilo!

¡No! ¡No ahora! ¡Ahora no tenía tiempo para estos pensamientos! Tenía a otro turcoencima. El sudor le estaba picando en los ojos, difuminándole la vista. Repartíamandobles ciega, desesperadamente.

El ruido era ensordecedor... el impacto del metal con el metal, los alaridos y gritos alcaer de los hombres, por centenares, el estrépito de los cascos de los caballos alrededor...¡Tenía que aislarse de todo aquello! Aislarse del terrorífico fuego del cañón, del sonidode las balas que rasgaban el aire acobardando los ánimos, tan cerca por arriba...

¡Con solo que pudiera ver! Peleaba en solitario, por instinto, aquel increíble instintode supervivencia que parecía haberle poseído tantas veces en combate. Entonces searriesgó y levantó el brazo para ver con mayor claridad.

En aquel momento, lo que pareció un muro de acero chocó de repente con su propiaespada. Necesitó toda su fuerza para sacárselo de encima, para mantener el filo delmusulmán a distancia.

Ya solo el ruido era una tortura. Era imposible concentrarse... pero tenía queconcentrarse. ¡Tenía que fijar su mente en su espada! ¡Tenía que vencer, que conquistar!

¡Entonces comienza por vencerte a ti mismo!¡Los desquiciantes pensamientos no se iban! Lo rodeaban, lo acosaban por todas

partes, tan implacables como aquellos escurridizos turcos!Un dolor que hacía enfermar comenzó a abrasarle súbitamente, y sintió el cálido

correr de su propia sangre chorreándole. No tenía tiempo para detenerse... ¡noimportaba!... ¡sigue peleando!

¿Crees que sabes tanto de valor, Camilo!¡Cállate, Curzio! ¡Ni te atrevas a predicarme sobre el valor ahora! ¡No estás aquí en

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medio de esta vorágine de acero diluviando sobre ti! ¡Ni están haciendo trizas tu cuerpo!¡No te las tienes que ver con la repugnante realidad de una acción de guerra! ¿Quién tecrees que eres, Curzio? ¿Qué vas a saber?

Bien, la verdad es que el valor se presenta de muchas maneras distintas...¡Largo de aquí, fuera! ¡Vete! Pensó Camilo fuera de sí. ¡Esta conversación fue en

otra vida! ¡No tiene nada que ver con esta!Otro poderoso mandoble de su filo, otro hombre encogido a sus pies...Había sangre por todas partes. Chorreaba por su rostro y su espada. Podía sentirla en

su boca, sobre su ropa. Era nauseabundo... Se sentía inútilmente enfermo... ¡Pero no!¡Tenía que continuar peleando! ¡Nada más importaba!

Ni siquiera es una batalla que tienes que pelear solo. Dios te ayudará...De repente, había alguien a su lado. Sintió, más bien vio, que era uno de los suyos.

Entonces llegaron más, aparecían de la nada, intentaban ayudarle.Sintió como una ráfaga de alivio soplando sobre él. ¡Así que algún poderoso

comandante español, sentado confortablemente en su tienda, había decidido finalmenteenviar refuerzos! ¡Todo un detalle por su parte!

Eso significaba que llevaba ya mucho tiempo peleando.Y la batalla aún estaba lejos de acabar.Ahora se encontraban todos con él. Antoni. Ti. Incluso Dario Tellini. Y otros, que

peleaban a su lado.Algunos caían. ¿Eran amigos? Quizá. No había tiempo para mirar ahora... para

permitirse dedicarles un pensamiento.... Has de estar preparado siempre... Has de estar preparado siempre...La muerte se te puede llevar, también a ti, en cualquier momento...Por favor, hijo mío... un sacerdote...Volvían las palabras, una y otra vez. Le aporreaban el alma.¡Has de estar preparado siempre!Intentó quitárselas de encima, pero no cedían en su intención tan fácilmente como los

musulmanes ante su espada.¿Estaba preparado? ¿Lo estaba?Camilo de Lelis sabía la espantosa respuesta.La batalla continuaba rugiendo.

XX

Unas pocas brasas humeantes era todo lo que quedaba de aquel fuego esplendoroso ycrepitante. El envolvente aire de la noche iba convirtiéndose en un frío glacial, pero lossoldados no lo notaban. Con el calor del alcohol en sus venas se encontraban a gusto yolvidados de todo, salvo de los naipes que sostenían en las manos.

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Camilo echó su cabeza hacia atrás y apuró el contenido de su jarra. Inmediatamentese la pasó a Antoni, que era el más cercano a la garrafa, aunque su amigo dudó antes dellenársela de nuevo. Camilo había estado bebiendo mucho aquella noche. Incluso más delo normal. Oh, bien: al final Antoni decidió que, en el fondo, no pasaba nada. La volvió allenar y se la devolvió.

Camilo dio otro trago, y entonces, dirigiéndole a su amigo una sonrisa quedesarmaba, puso triunfantemente sus cartas boca arriba sobre la mesa para que todos lasvieran.

Los otros soldados se quejaron desalentados y echaron sus cartas, derrotados.Solo Dario Tellini dio un iracundo puñetazo sobre la mesa y miró incendiariamente a

Camilo.—¡Muy bien, De Lelis! ¿A qué estás jugando? –le exigió.Camilo le miró fijamente, pero prefirió pasar por alto la acusación. Con calma barrió

con los brazos hacia sí el montón de dinero que había en el centro de la mesa y se tomóotra jarra llena.

Tellini, sin embargo, no estaba dispuesto a dejar que el asunto se desvaneciera tanfácilmente. —Has ganado cada una de las manos que hemos jugado esta noche –gruñó–.¿Dónde escondes los ases, en la manga o en tu bota?

Camilo alzó la vista esta vez, mientras el rostro se le ensombrecía de indignación.La atmósfera se congeló inmediatamente y se volvió amenazadora. Los dos se

sostuvieron la mirada.Los otros hombres intercambiaron miradas de preocupación. Ti, como de costumbre,

estaba demasiado borracho como para darse mucha cuenta de nada. Pero todos losdemás sabían que Camilo se había quitado a no pocos de encima. Y Dario no le iba a lazaga. No eran una buena combinación aquellos dos soldados. Nunca lo habían sido.Tendrían que haber sido más prudentes cuando invitaron a Dario a unirse a ellos, estandoCamilo en la partida.

La voz de Camilo era grave y serena, y peligrosamente tranquila. —Retira eso,Tellini.

Antoni contuvo la respiración, y en su rostro se dibujó un ceño preocupado. InclusoTi parecía darse cuenta algo tarde de que la partida había llegado a un punto muerto yque la gente ya no mostraba un aspecto amistoso.

Todos los de la mesa esperaban sin poder hacer nada. Le tocaba a Tellini ahora.Vamos... no hagas tonterías, media docena de soldados le suplicaban silenciosamente.Dario no era tan mal tipo. Por qué él y Camilo nunca se habían llevado bien era algo queno se lo podían figurar. Pero, no obstante, así era. Habría algo personal, sin duda.

Retírate, Dario. No estaba bromeando...Para su sorpresa, incluso Camilo le dio otra oportunidad. —¡Dije que lo retires!

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Los segundos se hacían sentir. Parecían discurrir con mayor lentitud. Al final, unamueca de borracho apareció en el rostro de Tellini, y se puso a reír con desprecio: —¿Retirarlo? ¿Retirarlo ante el hijo inválido de un padre cerdo traidor?

Camilo ya se estaba alzando, incapaz de dar crédito a sus oídos.—¿Qué?—¡Lo que has oído!Apenas acababan de abandonarle sus palabras cuando toda la mesa aterrizó volcada

sobre el regazo de Tellini. Las cartas y las monedas volaron por todas partes.Atónito, Tellini intentó salir a gatas de entre aquel revoltijo, pero no fue lo

suficientemente rápido. Ya tenía a Camilo encima.En un abrir y cerrar de ojos, todos los demás, excepto Ti por estar demasiado

borracho, se pusieron en acción.—¡Vamos, ahora!—¡Tranquilo, Camilo!Antoni y dos más lo apartaban de Tellini, tirando con fuerza de él. Peleó con todo lo

que supo para liberarse de sus brazos, pero los tres soldados consiguieron controlarlo.—¡Contrólate, Camilo!La severa advertencia de Antoni finalmente le hizo efecto y, refunfuñando, Camilo

desistió de pelear. Al final respiró e irritado intentó liberar sus brazos. Sus amigosaflojaron un tanto la fuerte presión que estaban haciendo sobre él, pero no dejaron detenerlo bien agarrado.

Con algo de ayuda de los demás, Tellini se las había arreglado para ponerse en pie,aunque tambaleante. Su expresión era de desconcierto, su rostro se iba hinchando pormomentos. Pero quiso encontrarse con los ojos encendidos de su oponente.

Camilo todavía respiraba entre jadeos, pero su voz era aterradoramente tranquila, ytan deliberada que le lanzó un reto: —Dilo con la punta de tu espada, Tellini.

XXI

—¿Estás seguro que quieres seguir con esto, Camilo? ¿A sangre fría?—Ahora no puedo echarme atrás.Antoni movió la cabeza en desacuerdo. —Desde luego que puedes. Dario todavía no

ha aparecido. Y probablemente no lo haga. Es probable que tenga tanta resaca que nisiquiera se acuerde de una sola palabra de lo que dijiste anoche –le echó a Camilo unamirada de advertencia y añadió deliberadamente–: Ni de las que dijo él, por el mismomotivo.

—Bien, pero lo cierto es que las dijo –respondió Camilo enfadado.—¡No seas tan cabezota, Camilo! ¡Me resisto a creer que sea el primer tipo que te

acusa de hacer trampas a las cartas! Lo que quiero decir es que tu excepcional facilidad

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para ganar hace que uno tienda a quedarse pensativo algunas veces. He de confesar queese pensamiento incluso me ha venido a la mente varias veces en el pasado.

—Esto no tiene nada que ver con engañar o no engañar.Antoni le miró inexpresivo: —¿Quieres decir que estabas engañando a las cartas

anoche?Entonces surgió aquella petulante sonrisa en el rostro de Camilo, a la que Antoni ya

se había acostumbrado después de tanto tiempo. —Probablemente no –le asegurópícaramente.

Antoni puso los ojos en blanco de desesperación. —De acuerdo. Ya está –admitió–.Pero, si esto no tiene que ver con engañar o no engañar, ¿entonces con qué tiene quever? Me temo que me he perdido algo importante en esta conversación. Ilústrame.

Camilo le miró sin alterarse, y los ojos se le endurecieron como el acero. —¡Él-insultó-a-mi-padre!

Se hizo el silencio mientras Antoni asimilaba esto último. —Oh –exclamó conrotundidad Antoni, comprendiendo finalmente. Tras un momento, sin embargo, recurrióal sentido común y razonó en voz alta–: Mira, Camilo, reconozco que fue algo muy bajopor su parte decirte todo aquello, pero sé razonable, estabais ambos bebidos. ¡Dario noes tan malo! Y, además, a tu padre no le va a importar ya lo que la gente diga de él.

—A él quizá no... ¡pero a mí, sí!Antoni levantó las manos exasperado e intentó un último recurso: —Escucha, Dario

es bastante habilidoso con la espada, ya sabes. Te lo estoy advirtiendo, Camilo, estopuede no ser tan fácil como tú...

Pero el tipo de mirada impresa en los ojos de su amigo le hizo cerrar a cal y canto laboca en señal de derrota. Miró hacia los árboles y suspiró. —Bueno, demasiado tarde ya,en todo caso –le anunció–: Ahí vienen.

Un grupo de soldados se aproximaba hacia el claro. Ti, solo, avanzaba tambaleándosepor delante del resto y alcanzó a Camilo y Antoni. El resto se detuvo a unas cuantasyardas. Nadie hablaba.

Ti tomó a Camilo del brazo y se lo llevó a un lado. —Mira –le aconsejó, poniéndoleuna petaca casi vacía en la mano–. Prueba un poco de esto. Ayuda a templar los nervioscrispados.

—No les pasa nada a mis nervios, ¡necio! ¿No puedes deshacerte de tu estúpido licorpor una vez?

Tiberio se sintió agraviado y le arrebató enfurecido la petaca a Camilo, que sepreguntó si Ti habría estado sobrio un solo momento en su vida. Lo apartó al dirigirse denuevo a Antoni.

Tellini observaba, con la boca torcida en una mueca presuntuosa. Obviamente,tampoco pasaba nada con sus nervios. Resueltamente, dio unos pocos pasos adelante.

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Igualmente Camilo.Los dos duelistas se miraron en silencio y desenvainaron las espadas.

***

Así que Antoni tenía razón, después de todo, reflexionó Camilo con crecienteconsternación. Tellini era un espadachín mucho mejor de lo que él había pensado. Lasdos espadas destellantes chocaron de nuevo. Parada[1]... paso lateral... ¡parada denuevo! Las poderosas espadas quedaban entrelazadas por el tremendo ímpetu, ypermanecían así por algunos largos instantes...

Pase...y retirada lateral...Tellini estaba jugando con él. Camilo lo sabía. Lo sabía por el modo en que manejaba

la espada, por el vivo destello en sus ojos. Otro resonante encontronazo del acero contrael acero. El estrépito sonaba en sus oídos como si tronara. Y otra vez. ¡Y otra más!

Después de todo, quizá no debería estar haciendo aquello. Respuesta... y parada denuevo... le estaban empezando a doler los músculos a Camilo. Ya llevaban un rato, ysabía descorazonado que Tellini no había comenzado en serio aún.

No importa, se convenció a sí mismo, ¡Yo tampoco soy malo en esto!Los filos se enredaban y quedaban como atados por el increíble ímpetu, y volvían a

desenredarse. Se le iba haciendo más difícil respirar a Camilo, pero notaba consatisfacción que, aunque solo fuera eso, Tellini al menos experimentaba una desventajaparecida.

Mira a la espada... mantén los ojos en la espada.¡Tellini era demasiado rápido! Camilo se estremeció cuando el filo súbitamente le

rasgó el hombro. ¡Ignóralo!, se ordenó a sí mismo.¡Échale solo un vistazo y estásmuerto! ¡Vigila sus ojos, no su espada! ¡Vigila sus ojos!

Retirada lateral. Parada otra vez, ¡y posición de fondo! Esta vez fue Tellini el que seacobardó y perdió el equilibrio. Una línea oscura e irregular apareció cruzándole toda lamandíbula, pero enseguida recobró la posición. Salvajemente, descontrolado, se puso arepartir mandobles; Camilo apenas podía esquivarlos desmañadamente y evitar unasegura decapitación.

Bien, ciertamente ya no estaba jugando, comprendió Camilo con aprehensión. ¿Orealmente con puro miedo?

Tellini venía sobre él, cortando fieramente el aire con su filo, una y otra vez.¡Parada!, ¡mantenlo a raya!, ¡retírate!, ¡retírate un paso más! Tellini no dejaba deacercarse... Las dos espadas resonaron en un nuevo choque, otra vez... otra vez...

¿Pero por qué diablos estoy haciendo esto? Camilo se preguntó airado. ¡Vigila susojos, no su espada! ¿Por qué estoy haciendo esto?

¿Retirarlo? ¡El hijo inválido de un padre cerdo traidor...!

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¡Pero Tellini estaba borracho! ¿Cuántas estupideces no había dicho él mismo enmomentos de enfado bajo los efectos de una borrachera?

¡El hijo inválido de un padre cerdo traidor! ¿Pero su padre estaría orgulloso de loque estaba haciendo su hijo? Su padre, que se había rendido en un acto de tiernacontrición en su lecho de muerte... ¿qué pensaría de su chico ahora?

¡Estocada!, ¡Ataca!, ¡Aguántalo fuerte!... ¡Aguántalo!¡Pase!Retrocede otro paso. ¡No, otro más! ¡Sigue retrocediendo... y rápido!Era verdad, pensó Camilo vacilante, no tenía ningún derecho a hacer aquello a sangre

fría. No era una batalla. ¡Era un puro asesinato! ¡Quienquiera que ganase habríacometido un asesinato real!

Las poderosas espadas entrechocaban con una fuerza maligna y con una velocidadaterradora. Sí, Tellini iba definitivamente en serio ahora, goteándole sangre desde elrostro y cayéndole por el cuello de la camisa. ¡Ataque-parada-retroceso! ¡Parada otravez... no! ¡Era una finta! Otro relámpago de agotamiento atravesó a Camilo. ¡Ignóralo!

Era como si las dos armas tuvieran vidas y voluntades propias cuando cortaban elaire, entrechocaban con aquellos impactos increíbles y se separaban de nuevo.Resonaban una y otra vez, una y otra vez, en una cadencia que parecía la mórbida ysiniestra danza de la muerte.

Todo por su culpa, se reprochó Camilo. ¡Era él quien se había buscado aquello!Otro choque... las espadas se separaron en una sacudida de convulsa fuerza y

azotaron de nuevo el aire como un látigo...¡Era un pecado mortal!¡Y, sin embargo, otro más! ¡Y muchos ya por los que responder!E incluso una vez le había prometido a Dios que sería franciscano. ¡Él, Camilo de

Lelis, había intentado hacerse un humilde fraile en un monasterio!Pero... de aquello hace ya tanto tiempo. ¡Han cambiado tanto las cosas! ¡Todo se

ha ido más allá de mi control!, se dijo a sí mismo Camilo, con fiereza.¡La vida se le estaba escapando de las manos! Curzio tenía razón. ¡Era una batalla!

Era exactamente como si su alma estuviera atrapada en medio de la furia de una ferozbatalla!

Parada lateral... aguántalo fuerte... ¡fuerte! ¡Y estocada con todas sus fuerzas!De repente, la pesada espada voló de la mano de su oponente dando giros por el aire.

Tellini salió hacia atrás por el impacto y se tambaleó sin remedio hasta caer.Como una centella, Camilo se colocó sobre su garganta.Las pupilas de Tellini se dilataron por el súbito terror. El desnudo acero presionaba

fuertemente sobre su carne. Apretó los dientes y cerró los ojos, esperando elderramamiento de su sangre.

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Camilo vaciló. Un giro de la muñeca. Era todo lo que necesitaba para abrir en canalla garganta de Tellini.

Un pequeño, minúsculo movimiento de su mano.Camilo se sorprendió de su propio temblor; el corazón se le aceleraba por el miedo.

¿Debía hacerlo? Se asustó de su propia respuesta. ¿Podría hacerlo, de verdad?De ti depende que te superes, Camilo. ¡Lo sé!El leal Curzio. ¿Por qué no estaba aquí ahora? ¡Camilo le necesitaba! ¡Le necesitaba

desesperadamente!¡Dios te ayudará! ¡Quiere ayudarte! ¡Pero no puede, si no Le dejas!Tellini esperaba, con la sangre manándole de la mejilla y el rostro contraído por un

horror expectante. Esperando... ya solo esperando... a que el filo de la espada de Camiloenviase su alma al infierno.

El infierno.Para siempre. ¡La eternidad! ¡El fuego inextinguible!¿Camilo? ¿Hijo...? Un sacerdote...¡No! ¡No! Camilo soltó un grito angustiado e instantáneamente aflojó su presión de

acero sobre la empuñadura.Una vertiginosa oleada de alivio y júbilo lo recorrió. ¡Había ganado esta batalla! ¡Se

había vencido a sí mismo!De repente, una detonación ensordecedora le estalló en los oídos como un trueno.

Camilo se giró en medio de una desconcertante confusión.Todavía ascendía el humo de la pistola de mecha de su oficial en jefe, que

permanecía sobre su caballo, con hielo en la mirada. Todos los demás soldados ya seencontraban de pie en tensa espera. Todos menos Ti, que hacía un patético esfuerzo pormantenerse erguido.

Los duelistas no tenían escapatoria. Camilo se levantó obedientemente, e igualmenteTellini, que quedó a su lado. Permanecían juntos, codo con codo, atentos, intentandocontrolar su jadeante respiración.

El oficial desmontó y su mirada fulminante atravesó primero a uno de los infractoresy luego al otro. Hubo un tenso silencio mientras examinaba a los dos, con ira y desprecio.

Camilo hubo de hacerse violencia para permanecer quieto y no llevarse la mano alhombro para detener el flujo de sangre. Su camisa estaba ya oscura con la mancha quese expandía por momentos. Tellini también tenía el mismo problema, pero al oficial no leinteresaban las miserias que se habían infligido mutuamente.

Al final, exigió: —¿Quién de los dos es el responsable de esto?Camilo vaciló. Pero no, una vez más, no tenía alternativa. Recuperando el aliento,

dio un paso adelante y saludó: —Señor, el honor de mi padre estaba en entredicho.El español levantó una arrogante ceja. —Ya veo.

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Con sus enguantadas manos a la espalda comenzó a caminar despacio, rodeandodeliberadamente a los dos infractores. Camilo se esforzaba por mirar al frente. Ni se iba aechar a atrás ni intentaría justificarse.

El oficial se aclaró la garganta y de modo conciso se dirigió al resto de soldados. —Un hombre puede ser valiente en el campo, valeroso en primera línea. Y sin embargo...puede infligir más daño a sus camaradas que al enemigo. Es como un veneno, que fluyepor las venas de un ejército sembrando discordia en todas partes –dejó de caminar y sedetuvo directamente frente a Camilo, perforándole con sus ojos–. Tú, De Lelis, eres unode esos hombres. La insubordinación, la camorra constante, la falta de disciplina... ¿Hede continuar? Y ahora esto... –indicó con el brazo la escena del duelo–. ¡El intentodeliberado de quitarle la vida a un soldado del propio ejército! La normas son muy claras,y tenéis motivos para agradecer a Dios que vuestras intenciones no se cumplieran, ¡ovuestras propias vidas hubiesen sido el castigo!

Camilo no se movía. Tercamente mantenía su cabeza en alto.Tellini se permitió una mueca de satisfacción, pero todos los demás permanecían

atentos, inexpresivos. Ti perdió el equilibrio y Antoni llegó audazmente a tiempo parasostenerle.

El oficial no se perdía nada de todo aquello.Se dirigió a Tellini primero. —Tú –le ordenó cortante–, vuélvete al campamento y

que te limpien la mala cara que tienes –y girándose hacia Camilo–: por lo que a ticoncierne, De Lelis –su voz delataba desagrado–, desde ahora mismo quedas degradadoy expulsado de este ejército, ¡y ya te puedes dar por afortunado de que te haya tocadoun castigo tan leve!

Demasiado orgulloso para mostrar ninguna emoción, briosamente saludó a sucomandante en jefe y envainó la espada manchada de sangre.

—¡Y te puedes llevar a tu ebrio compañero también! No me extraña que Su Majestadel Rey se haya cansado de derrochar el valioso oro español financiando problemasalcohólicos italianos! –sus ojos fulminaron a Tiberio, que no parecía entender nada. Trasunos extraños segundos, Antoni le dio un discreto empujón por la espalda y Ti se acercótambaleándose hasta Camilo.

Camilo agarró a su borracho amigo por el brazo con una dureza inusual y lo condujolejos del grupo de soldados, más allá de los árboles.

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[1] Movimiento de esgrima. A lo largo de este capítulo se pone en la mente deCamilo los diversos movimientos de esgrima que va realizando (n. del t.).

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IV. LA RENDICIÓN

XXII

Italia, 1574 / Era una gran cantidad de dinero. Allí, en el centro de la mesa deaquella posada de aquel callejón, esperando pacientemente a su nuevo propietario.

Camilo, con la atención ausente, se pasó una mano por el cabello y se esforzó portomar una decisión. Añoraba desesperadamente beber algo de alcohol. Todos los demás,también. De hecho, había muchas cosas que desearía tener ahora; y aquel montón dedinero no era la que menos.

Levantó sus ojos de nuevo y escrutó a sus oponentes. Eran todos de mediana edad.Todos civiles. Y todos mostraban desagradables sonrisas en el rostro.

Muy bien, decidió. Aprovechemos la oportunidad.—Te estás marcando un farol –le dijo al que estaba a su derecha.El hombre sonrió. No era una sonrisa particularmente encantadora. —Pues ponme a

prueba, niño soldado.Camilo le miró fijamente a la cara. Pero no, era imposible leer nada allí. Volvió a

mirar sus propias cartas y ganó un punto de confianza. —Considérate desafiado –aceptó.Tomó su saca de cuero y sus dedos contaron unas pocas monedas. Muy pocas.Maravilloso. ¿Y ahora, qué?Notaba que las mejillas le ardían de vergüenza. Bien, no había escapatoria esta vez.

A regañadientes dejó caer la mísera cantidad sobre la mesa.Los otros tres se rieron con desprecio.—Oooh, hemos pujado un poco alto, ¿verdad? –se mofó otro de ellos.Camilo los miró con hostilidad. Notaba que algo en él comenzaba a hervir, y rápido.

Sin apartar de ellos su dura mirada, se quitó la petaca de pólvora del cinturón y la dejósobre la mesa.

La marcha de la partida se aceleró cuando el siguiente jugador arrojó más dinero almontón, y fue seguido por los otros dos.

De nuevo era el turno de Camilo.El juego se detuvo para observar con regocijo a Camilo.¿Se estaba marcando un farol aquel hombre? Si Camilo lo supiera... ¡Habitualmente

lo sabía!Finalmente, despacio, desenvainó la espada y la puso en la mesa al lado de la petaca

de la pólvora.—Estás muy seguro de ti, chaval –le dijo el hombre para provocarle.Camilo apretó los dientes y echó otra mirada anhelante al dinero. Lo necesitaba. ¡De

mala manera! Y las cartas que sostenía eran buenas. No perfectas, no, pero seguían

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siendo muy buenas. Se despojó de la guerrera, la dobló sin mucho cuidado y se la jugócon lo demás.

Su padre le había dicho que no se apostara nada de su propiedad personal.Habitualmente seguía aquel sabio consejo, pero esta vez era diferente. ¡Necesitabacontinuar en el juego! ¡Era su única oportunidad, y la de Tiberio!

—¿Tienes algo más?Aquella pulla ya casi sobrepasaba lo tolerable. ¡No tenía por qué soportar aquella

humillación! Estaban jugando con una baraja amañada, ¡y él lo sabía!Pero, por una vez en su vida, ¡no se figuraba lo amañada que estaba! Oh, lo que

daría por tener a su experto padre junto a él.Con ansiedad, escarbó en su saca. ¡Quedaba algo! Sabía que estaba dando la imagen

de un perfecto principiante. Los otros podían leer sin secretos su rostro, como si fuera unlibro. ¡Si al menos pudiera permitirse una mísera bebida para ganar control de sí mismo!

Cerró su mano sobre un objeto. Lo sacó, escondiéndolo cuidadosamente bajo lamesa para ver primero de qué se trataba.

El crucifijo.El crucifijo regalo de su tío. Lo miró y tragó con dificultad. ¿Debería hacerlo?Durante un largo y horrible momento vaciló.Finalmente se lo guardó y levantó la mirada. La decisión le provocó cierta extraña

paz. —No –le contestó tranquilo al hombre–. No me queda nada que apostar.Parecían satisfechos dejándole seguir en el juego. De hecho, Camilo veía que

disfrutaban.Enseguida la acción pasó a manos de los dos jugadores a su izquierda. Hicieron subir

la apuesta.De nuevo era el turno del tiburón a su derecha. El hombre se deleitaba en el hecho de

mantener a Camilo en suspenso. Se tomaba su tiempo: miró primero sus cartas y, acontinuación, a cada uno de sus oponentes, uno por uno, escenificando la toma de unadecisión trascendental.

Tranquilamente alcanzó su copa y se sirvió más. Se recreó en un pequeño sorbo.Camilo notaba tensos los nervios, casi a punto de romperse. Abrigó la extrema

esperanza de que la tensión no le aflorara al rostro. Pero sabía que no podía ser de otromodo.

El hombre examinó sus cartas. Tomó otro trago lento.Camilo ya no aguantó más: —¡Date prisa, viejo estúpido! –explotó.El hombre no se sintió alterado lo más mínimo. Meticulosamente, tiró de un hilo

suelto que salía de su manga y volvió a llevarse la estúpida copa a los labios. Cuando lavolvió a dejar en la mesa, sin embargo, ya no pudo contener su victoria por más tiempo.

—Estúpido, ¿eh? –le espetó, volviendo sus cartas boca arriba sobre la mesa.

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Los otros dos berrearon de gozo al descubrir sus propias cartas.—¡No lo has hecho demasiado mal, muchacho! –el ganador consiguió atragantarse en

medio de sus risotadas–. ¡Al menos te queda la camisa!Con solo que supieran, pensó Camilo para sí, con solo que supieran el esfuerzo

heroico que estaba haciendo para dejar aquellos tres escuálidos cráneos intactos.Bruscamente, retiró su silla y se puso en pie, para no permitirse caer en la poderosa

tentación.—Caballeros –se despidió fríamente y salió de la posada.La puerta se cerró con un fuerte ruido a sus espaldas, y tuvo que apoyarse en ella

unos largos instantes para calmarse. ¡Aquellos tres ladrones no se figuraban la suerte quetenían de seguir con vida!

Tiberio se levantó de los escalones donde había estado esperando y se unió a Camilo.—¿Y bien? –preguntó, con una esperanzada sonrisa en el rostro.

La única respuesta que recibió fue una peligrosa mirada.—Tú... eeh... ¿ganaste?, ¿sí? –se arriesgó a preguntar Ti, mientras disminuía un tanto

su sonrisa–. Por favor, dime que ganaste, Camilo.—¡Perdí!—Pero... ¡tú nunca pierdes!—Bien, ¡esta vez sí, Tiberio! –le espetó duramente–. Lo perdí todo. ¡Todo! ¿Me

oyes? ¡To-do!Por una vez, Ti tomó la sabia decisión de mantener la boca cerrada.Camilo se fue airado, mientras decía en un murmullo: —¿Vienes o no, cabeza de

chorlito?

XXIII

Era una tortura. ¡Cada paso era una tortura! Camilo se fijó intensamente en laespalda de Ti, que iba varios metros por delante, mientras sentía crecer el resentimientoen su interior. ¿Por qué no aflojaba el paso Ti? ¡No iba a poder seguirle por más tiempo!Desde luego no con aquella pierna suya, y ciertamente tampoco con la llovizna constanteque convertía los socavones del camino en resbaladizas charcas embarradas.

Sus ojos se quedaron posados en el mosquetón que Ti llevaba despreocupadamenteal hombro, y la envidia le concomía. ¿Se lo pediría prestado? ¡Al menos sería algo en loque apoyarse! Lo estuvo considerando un largo tiempo, deseaba preguntarle.

Pero no. No lo admitiría ante Tiberio. No iba a admitir que no podía seguirle el paso.Ti hizo un alto y se giró para dirigirse a él. —¡Me voy a morir, Camilo! –le gritó lleno

de pena–. Te lo aseguro, ¡voy a caerme muerto a tus pies si no puedo beber una copa enlos próximos, digamos, 35 segundos!

Camilo no había dejado de escuchar aquella misma queja, una y otra vez. —Para ya,

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Ti. ¡No te morirás por no tener alcohol a mano! No se sabe que le haya ocurrido a nadieen la historia de la humanidad –con una fulminante mirada, le advirtió–: ¡Pero siguequejándote, y puede que te veas muriendo de alguna otra causa!

¡Era una pura tortura, absoluta! A lo largo de los años Camilo se había vuelto durocomo un mecanismo de defensa ante el dolor; pero, incluso así, todo hombre tenía unlímite. Y él se iba acercando rápido al suyo.

Tiberio, sin embargo, no había captado la insinuación. —¡No tienes ni idea, Camilo,pero es que ni te imaginas lo que se siente cuando necesitas una copa con desesperación!

—¡Oh, pues-claro-que-sí! –se lo aseguró Camilo con pasión–. ¡Y también lo que sesiente sin comida en el estómago, ni ropa seca que echarte encima, ni un tejado sobre lacabeza! ¡Y ahora te callas de una vez!

Ti se dio la vuelta y reanudó la caminata, pero más rápido, para mostrar lo irritadoque estaba. Camilo se hundía, pero continuó a golpe de obstinación.

—¿Sabes lo que necesitamos de verdad? –preguntó Ti–. Pues lo que necesitamos deverdad es dar con otro ejército en el que enrolarnos.

Las reservas de paciencia de Camilo estaban a punto de terminarse. —Claro, Ti. Asíde sencillo. En cualquier momento desde ya, algún ejército aparecerá marchando por estemismo camino, solo para suplicarnos que les proporcionemos nuestros servicios. ¡Inclusopodríamos turnarnos para utilizar nuestra única espada! ¿Eso no le añadiría unainteresante novedad a la próxima batalla en la que nos encontremos?

En el fondo de su conciencia recordó con remordimiento que, en circunstanciassimilares a estas, él y su padre habían consentido ofrecerse a los turcos. Los hombreseran capaces de cosas extrañas cuando estaban lo suficientemente hambrientos ydesesperados. Esperaba que Dios le hubiera perdonado por aquello.

Se preguntaba qué haría si el ejército del sultán realmente se les apareciesemarchando por aquel camino. ¿Les ofrecería sus servicios de nuevo? Camilo sabía decorazón que la respuesta sería negativa. Y esto le consoló un tanto.

—¡Tengo tanta hambre, Camilo, que me desespero! –se quejaba ahora Ti.Una vez más dejó de caminar y descolgó el mosquetón de su hombro. Lo contempló

con fastidio y murmuró: —¡Cosa inútil! ¿Para qué ha de servir un arma si ni siquiera lapuedes utilizar para cazar?

Camilo lo miró con impaciencia. ¡Se le estaba ocurriendo al menos una buenautilidad...! Pero ni por todo el mundo le pediría el mosquetón.

Ti continuó: —¿Tenías que haberte apostado toda mi pólvora? ¿Cómo pudiste ser tanburro, Camilo? Ahora ni siquiera puedo cazar algo para que comamos.

Camilo cerró los ojos exasperado. —Antes de que entrara en la partida me diste lapólvora, ¿no te acuerdas? Yo no quería apostarla. Pero, oh sí, ¡tú tenías que insistir einsistir!

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Ti le miró enfadado. —¡Bien, obviamente, yo no sabía que ibas a perder!Camilo inspiró profundamente y contó hasta diez en silencio. Al terminar confió lo

suficiente en sí mismo como para hablar. —Muy bien. ¡La próxima vez tú te lasentiendes con los apestosos estafadores, y yo tan ricamente me voy a tomar el sol fuera,tumbado sobre los escalones!

—No habrá una próxima vez. No nos queda nada...El cielo se encendió y una batería de truenos anegó las palabras de Ti. Los dos se

miraron perplejos.—¡Estamos perdiendo el tiempo! –exclamó Ti acalorado–. El cielo tiene muy mala

pinta y va a descargar ya. Tenemos que encontrar un refugio.Volvió a ponerse el mosquetón al hombro y continuó la caminata. Camilo se quejaba

agonizante mientras le seguía. La lluvia se transformó súbitamente en un torrente que lescaía encima como una lapidación.

—En unas pocas millas redescubriremos vestigios perdidos de civilización –dijo Tipor encima de su hombro–. Vamos, aligera el paso, ¿quieres?

¡Millas!, pensó Camilo sin acabar de creer lo que había oído. ¡Ti hablaba de millas,mientras a él solo le preocupaba seguir vivo para poder dar el siguiente paso!

Otro relámpago incendió el cielo, casi encima de sus cabezas. Ti se volvió haciaCamilo, impacientándose. —¿Es que no puedes darte un poco de prisa y moverte másrápido? ¡No estamos de visita turística!

De pronto Camilo supo que había alcanzado su límite. Ya no podía. Simplemente yano podía más. Se apartó del camino y con dolor se dejó caer al suelo bajo las ramas deun árbol. Apenas ofrecían ninguna protección para el diluvio aquel, pero ya estaba losuficientemente hundido como para importarle.

Consternado y lleno de ira, Ti le siguió pero permaneció de pie. —¿Qué problematienes, Camilo? –le preguntó imperioso–. ¿Tan abuelita eres que has de descansar cadahora?

Por un terrible instante Camilo sintió con certeza que iba a perder el control. Cerrólos puños y esperó a que la poderosa oleada interior escampase. Tiberio, sin embargo, seolvidaba de que su propia salud oscilaba en precario equilibrio, y continuó: —Óyeme, yate darás una siestecita más tarde. ¡Tenemos que ponernos en marcha ahora mismo!

—Pásame tu espada, Ti –le ordenó Camilo a través de sus rechinantes dientes.—¿Se puede saber para qué?—¡Tú solo dámela!—¡No hasta que no me digas para qué!Camilo sentía la irritación creciendo en su interior. —¡Escucha, estúpido, no te voy a

cortar la cabeza, si es eso lo que te inquieta! Sería un placer, pero no es eso para lo quequiero tu espada.

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Ti examinó desanimado los encharcados alrededores. —¡Mira, sea lo que sea lo quete propones, puede esperar. Tenemos que escapar de este mal tiempo!

—¡Esto no puede esperar! –explotó violentamente Camilo–. ¡Dame tu malditaespada!

Los dos fornidos soldados se examinaron peligrosamente durante un largo, tensominuto.

Finalmente, muy abatido, Camilo se dio cuenta de que tendría que suplicar lo quequería. Muy bien, pues... ¡lo suplicaría!

—Por favor, Ti –le imploró lastimeramente–. Solo déjamela un minuto.Sorprendido por el tono suplicante de la voz de su amigo, Ti se ablandó. Desenvainó

la espada y se la pasó. —Sea lo que sea, sé rápido –se lo pidió refunfuñando.Camilo se quitó el empapado capote y lo sostuvo en alto. De un rápido golpe cortó

una ancha banda y le devolvió la espada. Le echó una resentida mirada a Ti ysúbitamente se sintió abrasado por una aplastante vergüenza. ¿Por qué tenía que estar allíTi, observándole? ¡Camilo no quería que lo viera! Sabía que la herida estabahorriblemente infectada y que mostraba un aspecto repulsivo, incluso para él.

Titubeó. ¡Con solo que Tiberio mirase hacia otro lado! Pero no, cuanto másesperaba, más intensamente Ti le observaba con una mezcla de impaciencia y curiosidad.

No había otro remedio. A regañadientes Camilo se quitó la bota, estremeciéndose porla violencia del dolor. La herida nunca había estado peor.

La expresión de Ti se mudó en un instante al contemplar la purulenta úlcera de lapierna de su amigo. Se quedó allí, sin habla, mientras Camilo comenzaba a vendarlaapresuradamente con el vasto trozo de paño mojado.

—Yo... um... lo siento, Camilo –musitó finalmente–. Nunca pensé que estuviera tanmal –dio un cauteloso paso atrás.

—Olvídalo –respondió Camilo encogiéndose de hombros. Esperó que aquello hubierasonado con naturalidad, pero sabía que su propio rostro estaría reflejando de algún modola vergüenza que le embargaba. Así que finalmente Ti lo había visto y ahora conocía lavergonzosa verdad. Camilo de Lelis era un inválido incurable, y ningún ejército delmundo se dignaría gastar dinero enrolándolo. Hizo un esfuerzo para que su voz semantuviera firme. —Simplemente dame otro minuto para seguir sentado, ¿de acuerdo?Pronto estaremos en marcha de nuevo, prometido.

Ti inspiró hondamente. —Creo que no será así –dijo, con las palabras cargadas deintención.

La profunda humillación le dolió en el alma a Camilo. —¡Entonces continúa sin mí! –respondió con brutalidad–. ¿Necesitas que te lleve de la mano para ir dando malditospasos por el camino? –sus ojos relampagueaban como si fueran de acero, y Tiberio sintióuna súbita oleada de alivio por ser él, y no Camilo, quien tenía en aquel momento la

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única espada. Tragó con dificultad y lentamente se sentó también, pero asegurándose unaprudente distancia.

—Mira, dije que lo sentía –repitió–. Sabes que no me marcharé dejándote aquí solo.Te guste o no, estamos juntos en este lío.

XXIV

Bien, Camilo reflexionó con amargura, ¡al menos había puesto fin a la inacabablecháchara lastimera de Ti! El chico había hecho el esfuerzo heroico de no mencionar ni elalcohol ni la comida en todo el tiempo que habían estado sentados allí, arrebujados envano en sus capotes, esperando a que el incesante diluvio escampase.

La tormenta se desplazó finalmente, dejando empapados a ambos hombres, muertosde frío y no poco deprimidos.

Camilo se atrevió a mirar a su compañero. Como esperaba, Ti estaba de un humor deperros –¿y quién podía culparle de ello?–. Camilo inspiró y se las arregló para musitar: —Bien, supongo que no nos vamos a quedar aquí sentados para siempre.

Ti asintió, se levantó bruscamente y enfadado hizo un intento de escurrir en loposible algo del agua de su empapado capote. Igualmente Camilo se levantó, no sin sentirel dolor.

Pero era demasiado. Fue consciente, aterrado, de que verdaderamente no podíamantenerse en pie sin ayuda. La agonía inmediatamente desencadenó oleadas de mareo.Camilo no podía hacer otra cosa que apoyarse contra el árbol e ir descendiendo concuidado... de vuelta al suelo.

Mortificado por aquella incapacidad, le echó otra mirada a Ti. Vio que Ti seesforzaba de verdad por ser paciente, sí. Pero también que había un matiz de desdén malescondido en los ojos del otro soldado, y por primera vez se le pasó por la cabeza que Timantenía una distancia de seguridad con respecto a él.

Camilo recordó fugazmente que aquel mismo hombre le había ayudado una vez asalvar la vida. Ti, junto con Antoni, le había traído a salvo de vuelta al campamento y sehabía ocupado de sus heridas. Pero las cosas habían sido distintas entonces. Aquellashabían sido heridas de batalla, soportadas en un combate honroso, no una úlceraenconada y pútrida. Camilo no había visto el rostro de Ti entonces, pero sabía conabsoluta certeza que en aquel momento no habría tenido el matiz de desprecio que ahorasí mostraba.

—Tienes que volver a levantarte, Camilo –le ordenó Ti con firmeza sin hacer, sinembargo, ningún movimiento por ayudarle.

Camilo tragó con dificultad. —No puedo –confesó con un sentimiento de derrota.—¡Has de intentarlo!—¡Te lo he dicho, no puedo!

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Ti suspiró exageradamente y echó un vistazo alrededor. Camilo sabía lo que estabapensando. Necesitaban encontrar un refugio y secarse junto a un fuego, antes de que lanoche cayese. Necesitaban continuar la búsqueda de alimento. Camilo no podía culpar aTi de sentirse molesto. ¿Quién no se sentiría frustrado al verse endosado con la carga deun inválido inútil, en medio de un mal tiempo como aquel?

Y, sin embargo, había unos cuantos hombres que no se sentirían así, pensó Camilocon una punzada de tristeza. Su padre, uno. Con aquella fiera voluntad que tenía y aquelespíritu imbatible, su padre hubiese encontrado un modo de aliviar su desesperadasituación y cuidar a su chico.

Curzio era distinto. El leal y abnegado Curzio. ¡No había burla ni impaciencia en susojos! Por el contrario, su amable estímulo incluso habría hecho el tormento más fácil dellevar, de algún modo.

Antoni, igualmente, al menos le habría tratado mejor que este otro, ¡eso seguro!Camilo notó que temía encontrarse de nuevo con la mirada de Tiberio. ¿Qué pasaría

si Ti decidía, después de todo, abandonarle, dejarle morir de hambre y expuesto a lasinclemencias del tiempo, solo, en medio del campo agreste? Incapaz de moverse, deencontrar madera para un fuego...

Morir... en soledad...El rostro de su padre, con las mejillas arrasadas en lágrimas, cruzó un instante su

mente. Su padre, cuando le pedía con desfallecido aliento a su hijo que le trajera unsacerdote.

El soldado exánime también invadió la memoria de Camilo. Aquel que había tenidoen vano sobre sus rodillas en aquel mar de sangre tras la batalla, hacía ya tantos meses.Aquel hombre también le había implorado únicamente la presencia de un sacerdote.

Súbitamente, con una claridad aterradora, Camilo entendió. Entendió cómo se habíansentido ambos...

Un pánico como nunca había sentido le recorrió. Entendió con una terribledesesperación que él también necesitaba un sacerdote. ¡Y desesperadamente!

Levantó sus suplicantes ojos a Ti –su única oportunidad–, pero vio consternado queaquel se estaba marchando. ¡Marchando de verdad!

Así era. Ti iba a hacer lo que él temía: ¡abandonarle a la muerte, sin un sacerdote!A Camilo le dio un vuelco el corazón. Gritó: —¡Ti, por favor!Sacudido por la inesperada angustia en la voz de Camilo, Ti se detuvo y se giró. Era

la encarnación de la irritación.—Espera solo un minuto, ¿de acuerdo? –refunfuñó.Camilo observó con aprehensión mientras Ti continuaba su marcha hacia un árbol

cercano. ¿Qué demonios iba a hacer? Entonces Camilo descubrió que por la forma deltronco del árbol se había creado en su interior un pequeño depósito de agua de lluvia que

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iba vaciándose. Tiberio había sacado su petaca y la estaba llenando.Camilo sintió una erupción de alivio en su interior. ¡Finalmente Ti no le iba a

abandonar! Eso significaba que Camilo no moriría allí solo enemistado con Cristo yprivado de la gracia para su alma. Respiró tranquilo y en silencio dio gracias a Dios.

Ti volvió, se acuclilló a unos pocos y cautos pasos y le ofreció el agua a Camilo. —No quita el dolor en absoluto, garantizado al cien por cien –masculló en un patéticointento humorístico–, pero puedes tomar un trago, de todos modos.

Camilo aceptó la bebida agradecido, pero vio que Ti le miraba todavía receloso y nohacía ningún intento por conseguir de nuevo la petaca. En cambio se humedecía loslabios nerviosamente con la lengua y preguntó sin miramientos: —Esa cosa tandesagradable... eeh... ¿es contagiosa? –Camilo sabía con certeza que Ti había estadopensando en aquel asunto todo el tiempo, pero escucharle expresar su asco en voz alta ycon tan poco tacto era algo que le mortificaba.

Camilo bajó la mirada y consiguió musitar: —No.—¿Lo prometes? –persistió Ti, no convencido.La puñalada era insoportable. —¡Sí, lo prometo!Ti lo estuvo pensando, y al final dijo: —De acuerdo. ¡Pero será mejor que no me

mientas! –se acercó, puso el brazo de Camilo sobre sus hombros y le ayudó alevantarse–. Yo no apoyaría ningún peso sobre esa cosa horrible, si fuera tú –le aconsejócon brusquedad–. Así que deja que yo soporte todo el peso.

A Camilo no se le ocurría nada que decir. Sentía la fuerte sujeción de Tiberio en sucintura y, a pesar del tormento de la situación creada, nunca había agradecido tanto lafuerza de otro hombre, en toda su vida.

XXV

Era obvio que Ti tampoco podía dormir. Desde donde yacía, a varios metros dedistancia, rígido e incómodo sobre el suelo, Camilo podía percibir la inquietud de sucompañero.

Pero ninguno de los dos hombres se sintió movido a hablar con el otro.Camilo se revolvía por el suelo, irritado, intentando ajustarse mejor el capote. No era

más que una patética manta, para todo aquel agresivo aire nocturno; pero al menos yaestaba seco.

El lacerante vacío en su estómago se fue volviendo más intolerable, minuto a minuto.Camilo se esforzó por no pensar en ello y cerró los ojos con determinación.

Pero no servía de nada. Sabía que el sueño no iba a llegar. Con un suspiro defrustración se incorporó y le echó un vistazo a su camarada. Ti yacía boca arriba,mirando abstraído el cielo claro tachonado de estrellas. No le devolvió la mirada.

Camilo tomó el bastón que había encontrado antes y se irguió sobre sus pies. El dolor

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le estaba volviendo loco pero, como con el hambre que le atormentaba, no tenía otroremedio que aguantarse. Muy cansado, cojeó hasta el agonizante fuego y echó unpuñado de ramitas secas sobre las ascuas. Las atizó con el bastón hasta que las astillasprendieron en llamas, y entonces se sentó cerca para aprovechar cualquier pequeñacalidez que pudieran emitir.

No tenía ni idea de dónde se encontraban él y Ti. Su avance había sido penosamentelento, unas pocas millas al día era todo lo que podían contar. Camilo sabía, a pesar de loscomentarios de Ti, que la culpa no era totalmente suya. Ti ya se estaba debilitandotambién. Un día tras otro, interminablemente, sobrevivían con nada más que frutossilvestres, y eso comenzaba a pasarles factura a ambos, cuya fuerza iba disminuyendorápidamente.

Qué sería de ellos, se preguntaba Camilo desesperado. Le echó otra mirada a Ti ysintió una puñalada de envidia. Era difícil figurarse lo que sería el futuro de Tiberio. Enalgún momento saldrían de aquel atolladero. De alguna manera encontrarían comida yrecuperarían la fuerza. ¿Y después, qué? Ti volvería a su casa, a su familia. Podríavolver a ofrecerse como soldado; había docenas de príncipes y nobles que aceptarían aun espadachín fuerte y capaz como Ti para que pelease en sus filas. Sin duda se daríaotra vez a la bebida con ardor y sufriría las consecuencias de un modo u otro, hasta eldía en que lo dejase. ¿Pero qué importaban las consecuencias? Al menos Ti tenía unfuturo, pensó Camilo, un futuro bajo control.

¿Y qué de él mismo? ¿Qué futuro tenía él?Tiró un tronco más grande a la fogata y se puso a avivarlo inconscientemente. Desde

hacía meses había estado intentando ignorar el futuro, pero sabía que tendría queafrontarlo tarde o temprano.

No había la más mínima duda en la mente de Camilo de que ni un solo ejército loquerría nunca. Oh, sí, tenía capacidad para luchar con los mejores; ¡todavía era unexcelente soldado! Pero al menos uno debía ser capaz de hallarse dispuesto para ordende batalla, y solo un comandante completamente ciego aceptaría los servicios de Camiloen su estado actual.

Suspiró y hundió la cabeza entre las manos. Ni siquiera tenía una casa a la que ir.Hacía muchos años que su familia había tenido una buena posición social, en cuanto atierras y poder. Su padre –sí, su querido padre– se las había apañado para perderlo todopor deudas en el juego e inversiones improductivas.

¿Adónde, entonces, podría ir? ¿Qué podría hacer?Por un fugaz momento, su mente volvió al monasterio franciscano de l’Aquila. Pero

desechó el pensamiento tan rápido como había llegado. No, esa no era la respuesta a susdesgracias. Si su tío no había aceptado su ingreso años antes, cuando su pierna no estabatan enferma, con mayor seguridad tampoco le aceptaría ahora que Camilo era incluso

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incapaz de andar sin la ayuda de otro hombre. Además, era verdad, el monasterio no eralugar para esconderse de las propias cruces.

Sin pensarlo, tomó el capote y sacó el crucifijo que su tío le había dado. Realmente,no le había hecho mucho caso durante aquellos años. Pero ahora, a la luz del crepitantefuego, miraba con intensidad a la Figura cosida a la cruz.

Sí, había Alguien que comprendía su pobreza, su dolor. Alguien que también habíasido un marginado e, igualmente, tampoco tenía siquiera un lugar para reclinar Sucabeza.

¡Dios te ayudará, Él quiere ayudarte! ¡Pero no podrá hacerlo si no le dejas!Las palabras de Curzio volvían otra vez, espontáneamente.Pero esta vez las palabras no eran un reproche para Camilo. Al contrario, invadían su

corazón con un fulgor de esperanza. La primera esperanza que sentía desde hacíamucho, mucho tiempo. De hecho, desde aquellos mismos días en San Giacomo, dondecontaba con la ayuda del único amigo verdadero que había tenido nunca.

Sí, Dios era misericordioso, lo sentía. Dios no había dejado que muriera allí en mediodel inhóspito campo hacía unos días, sin los méritos de su Preciosa Sangre para lavar sualma.

Camilo supo que debía buscar el sacramento de la confesión. Podría morirse dehambre, de todos modos... pero se haría violencia a sí mismo para permanecer vivo, almenos hasta que encontrase a un sacerdote. En algún lugar.

Tenía una razón para continuar ahora. ¡Por una vez, su cabezonería le iba a servirpara bien! Esa era su determinación.

Aunque todavía lejos, Camilo se encontraba cerca de aquel nuevo fuego que yaacariciaba, y sabía que el descanso en la calma que tanto ansiaba sería finalmente suyo.

XXVI

El carruaje avanzaba en medio de tal estrépito y a una velocidad tan desaforada quecasi los echó fuera del camino. Los dos se abalanzaron a un lado, justo a tiempo.Acababa de pasar cuando descubrieron que algo había salido por la ventana, y que sehabía desparramado por el suelo.

Los dos se miraron mutuamente, con una extraña mezcla de miedo y de esperanza enlos ojos. Tiberio se esperó hasta que el carruaje hubo desaparecido, antes de aflojar elabrazo con que iba sosteniendo a Camilo, y entonces se apresuró a descubrir lo queambos ya suponían que serían sobras de comida.

Camilo observaba cómo Ti de rodillas comenzaba a embutirse en la boca puñados debasura, con una ansiedad hija de la desesperación. La mera visión de aquello leenfermaba a Camilo.

—¡Ven aquí! –le gritó, con la comida chorreándole por las mejillas en medio de su

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entusiasmo–. Hay bastante para los dos, pero solo si te das prisa.Camilo se notaba el estómago agitado. Sufriendo a cada paso que le acercaba, cojeó

hasta el montón de basura en el camino. Se quedó de pie, dubitativo, luchando contraaquella sensación revulsiva. ¡Incluso el olor era pútrido!

Finalmente, tragó saliva con esfuerzo y lo admitió: —No puedo hacerlo, Ti. Memoriré de hambre antes que comerme las asquerosas sobras de otro –pero incluso amedida que hablaba, sabía que sus palabras no eran verdaderas. Nunca en su vida habíasentido un hambre tan voraz.

Ti alzó la vista y dijo con gravedad: —Dime si de verdad vas en serio, Camilo,porque, si es así, significa que hay más para mí.

Un lamento involuntario se le escapó a Camilo, pero se dejó caer de rodillas sobre elsuelo del camino junto a su compañero. Con cautela, separó con los dedos unos cuantosde los trozos desparramados. Cubiertos de moho y medio comidos, era imposible decirincluso de qué eran. Los miró embargado por la repugnancia. ¿Cómo iba a forzarse acomerse aquello?

Sin embargo, ¿cómo iba a rechazarlo? ¿Cómo iba a negarle a su hambriento cuerpocualquier pequeña cosa que pudiera de algún modo alimentarle?

Odiándose por aquello, Camilo se giró para que Ti no le viese, y se hizo fuerza paraengullir la primera comida que iba a tener desde hacía días.

¿Cómo, se preguntaba, había llegado a caer tan bajo?

***

En el instante en que la mujer vio a los dos hombres acercándose por el polvorientocamino, supo que iría a implorarles. Tenía que hacerlo. Eran su única esperanza.

Aguardó sobre los hierbajos del borde del camino, estrechando con fuerza contra susraídas ropas a un flaco bebé que no dejaba de agitar los brazos. Se iban acercando loshombres y se le aceleraba el corazón por el miedo. Podía ver ahora, por sus ropas, quese trataba de soldados, toscos y desarreglados. Sus pasos eran inseguros, uno ayudaba acaminar al otro. ¿Estaban borrachos? No podría decirlo por la distancia. Solo uno ibaarmado, pero los dos parecían grandes y fuertes, ¡y ella tan completamente indefensafrente a ellos! Pero no tenía alternativa. Musitando una oración, avanzó hacia ellos convalentía.

Camilo fue el primero de los dos en divisarla. Se desembarazó del hombro de Ti ydejó de caminar. Ti le miró y a continuación miró a la mujer que se aproximaba.

Antes de que pudieran darse cuenta, se había abalanzado sobre ellos, cayendo a suspies y abrazando sus rodillas.

—¡Por favor –les imploró–, tengan piedad de mí! ¡Mi niño no ha comido desde hacedías! –alzó temerosa los ojos, y la profunda pena y desespero que Camilo vio en ellos le

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sacudió el corazón.Por un momento, la pareja se vio demasiado perpleja para responder. La joven

madre continuaba allí de rodillas, incapaz de controlar su temblor.Al recuperarse de la sorpresa, Camilo se agachó y la ayudó a ponerse de pie. —Lo

siento –se disculpó en voz baja–, no tenemos nada que darle.—¡Por favor! –rompió–. ¡Por favor, por el amor de Dios!Camilo echó un vistazo a Ti, inseguro de qué hacer. Pero Ti simplemente gesticuló

con la cabeza y vadeó a la mujer para continuar el camino. Se detuvo justo detrás de ellay le hizo a Camilo un ademán de impaciencia.

Camilo, sin poder hacer nada, volvió a mirar a la mujer. —Lo siento –repitió.La tristeza en aquellos ojos era más de lo que podía soportar. Y, sin embargo, sabía

que no había nada que pudiese hacer. Sintiéndose despreciable, y al mismo tiempo sinalternativa alguna, la dejó a un lado y se reunió con su compañero.

Ti se le acercó para ofrecerle su ayuda, pero Camilo, irritado, lo apartó de unempujón y continuó cojeando, solo.

—No te lo tomes tan a pecho –dijo Ti, molesto por la súbita susceptibilidad de suamigo–. No había nada que pudiéramos hacer por ella. Ya tenemos bastantes problemasnosotros solos.

—Déjame en paz.Ti entornó los ojos. —De verdad, Camilo, bien sabes como yo que no es culpa

nuestra.¡Oh, sí, claro que sí es! Pensó Camilo con rabia para sí mismo. Quizá Tiberio no

pudiera reprocharse en su interior, ¡pero él vaya que sí! No tenía a otro al que echarle lasculpas, salvo a sí mismo, por la desastrosa situación en la que se encontraba. Se habíacavado su tumba, y ahora yacía en ella. Su carácter invencible. ¡Eso era el problema! ¡Sucarácter y su soberbia! Había derrochado todas y cada una de las oportunidades quehabía tenido. Expulsado del Hospital, expulsado de un ejército tras otro, reducido a unestado de patente miseria porque había sido tan arrogante de pensar que podría conseguirsiempre lo que quisiera.

Era verdad. Era un esclavo, lo admitió con brutalidad. ¡Un esclavo! Eso era lo quehabía sido un año tras otro, y ahora le había llegado la paga. ¡Y qué paga más adecuada,en verdad! Hambre extrema por su intemperancia con la bebida. Pobreza por su codiciay su falsedad en los tugurios de juego. Invalidez y humillación por su vanidad. ¡Sí, sedijo salvajemente, estaba cosechando exactamente lo que había sembrado!

Pero la parte más odiosa de todo era la mujer. La había enviado a paseo... a alguienque le había pedido ayuda. No, no pedido. ¡Rogado!, ¡suplicado!, ¡de rodillas! ¡Él,Camilo de Lelis, de sangre noble, había abandonado miserablemente a una mujerdesvalida en medio de su terrible desgracia!

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Era terrible. Sabía que no podría vivir consigo mismo si no hacía algo para ayudarle.Girándose, gritó: —¡No! ¡Espere!La mujer permanecía donde la habían dejado, de espaldas a ellos. Al escuchar la voz,

la mujer se giró y se encontró con el rostro de Camilo, que pudo ver sus mejillasarrasadas en lágrimas.

Camilo percibió que Ti le miraba como movido por algo parecido a la diversión. ¿Yqué importaba eso? Ti ya le había visto humillado, avergonzado e impotente como nuncaen su vida lo había estado. ¡Pues que pensase lo que le diera la gana!

Decidido a no cojear, Camilo apretó los dientes para mitigar el dolor y caminó devuelta hacia la mujer. El corazón le latía con fuerza, no tenía ni idea de lo que iba ahacer. ¡Pero tenía que hacer algo!

La mujer le miró, vacilante y asustada. Apretó al bebé contra ella, queriendoprotegerlo.

Camilo hizo lo único que podía. Se quitó los trozos que le quedaban del capote, laúnica posesión que aún podía valer algo y que le quedaba en el mundo, y con cuidadoenvolvió con ellos al pequeñín, que se retorcía de dolor.

—Sé que es poco más que nada, pero es todo lo que tengo –le dijo–. Lo siento deverdad.

—Que Nuestro Señor le recompense, señor –replicó la mujer, con el brillo de lagratitud en sus ojos.

Y Camilo supo con seguridad que sus palabras eran una auténtica oración.

XXVII

Sabían que tenían que hacerlo. Si querían continuar vivos, no había otra opción. Eralo más degradante que ninguno de los dos podría hacer en su vida, y ni siquiera seatrevían a decir en alto la palabra. Pero ambos sabían que debía hacerse.

—Tú ponte en la escalinata de la iglesia, Camilo. Te ahorraré caminar. Yo iré depuerta en puerta.

Intercambiaron una larga y desesperada mirada en la que cada uno imploraba al otroque pensara en una solución distinta.

No había salida. Un hombre solamente podía proseguir si tenía algo que comer.Camilo asintió, incapaz de pensar en algo que decir. Ti, de todos modos, no esperaba

respuesta alguna. Se descolgó el mosquetón y se lo pasó a Camilo. —Volveré cuandotenga lo suficiente para que podamos comer –susurró abatido.

De nuevo, Camilo simplemente asintió y se apoyó en el mosquetón. Miró cómo Ti sealejaba y entonces se dirigió cojeando hacia la catedral.

Allí había también otros mendigos. Ciegos. Deformes. Harapientos. Algunos eranancianos, otros, pobres niños. La mayoría parecían verdaderamente necesitados, aunque

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sin duda algunos hacían trampa. Pero todos tenían la misma pinta de necesitados queCamilo sabía que él mismo debía de tener.

Ascendió por los peldaños dolorosamente. Unos cuantos lo miraron suspicaces,incluso con clara animosidad hacia aquel competidor que les iba a traer desventajas. Peropronto se desvaneció su interés en él cuando vieron que entraba en la iglesia.

Si debía mendigar, muy bien, mendigaría. Pero Camilo sabía que primero debíamendigar a Otro. Y no dinero ni comida, sino misericordia. El perdón de Dios.

***

—Seguro que a ti te fue mejor que a mí –se quejó Tiberio mientras abría la manopara mostrar unas míseras monedas.

Para su sorpresa, Camilo le lanzó la primera sonrisa auténtica que Ti había visto enlos últimos meses, y con ademán de triunfo le mostró unas pocas monedas de oro.

Alucinado, a Ti se le escapó un silbido. —¡Parece como si hubieses encontrado oro!,¡literalmente! ¿Cómo diablos...?

—Te lo contaré más tarde. Primero, ¡vayamos y comamos!Tiberio asintió de todo corazón, y los dos recién estrenados mendigos se encaminaron

directos a la taberna más cercana. Ti entró abriendo las puertas de par en par, se dejócaer en un banco y llamó al tabernero: —¡Tráenos todo lo que tengas! ¡Y he dicho todo!

Asombrado, el tabernero los miró un momento y desapareció tras la puerta de lacocina, con el único deseo de cobrarse toda aquella hambre que proclamaban.

—No sé tú –le dijo Ti sonriéndose–, pero yo voy a permanecer aquí sentado,¡atiborrándome toda la noche!

Camilo se rió y se sentó también. —Y beberás también, ¿no? –le replicó.—¡No hará falta que lo apuestes!—Bien, pues ya somos dos.Se miraron y Camilo cayó en la cuenta de que era la primera vez desde hacía

muchísimo tiempo que compartían un poco de animada francachela. Al poco llegó eltabernero cargado de comida y bebida, y durante unos fantásticos momentos fue como sitodas sus dificultades y la animosidad de las pasadas semanas se hubiesen volatilizado.En un silencio de camaradas, los dos hambrientos soldados se emplearon a fondo en elgrave asunto de comer.

Pero después de devorar la primera andanada de viandas, Camilo notó que todoaquello no iba a ser tan fácil de digerir como le había parecido. Tras haber estado privadode comida durante tanto tiempo, parecía como si su cuerpo se hubiese olvidado de lo quehabía que hacer con ella. Decidió que era mejor atenerse a los toques de alarma que ibanotando en su interior, y apartó el plato. Lo segundo en el menú podía esperar.

A Ti no parecía habérsele presentado el mismo problema. Camilo miraba con

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asombro cómo este engullía bocados y bocados sin medida, haciéndose ansiosamentecon la garrafa entre uno y otro.

Camilo se aclaró la garganta y se aventuró a decir: —No creo que sea una buena ideabeber tanto ahora mismo, Ti. Quizá deberías esperar un poco.

Ti ignoró el consejo y volvió a llenarse la copa hasta el borde, con una ansiedad querayaba el pánico. Camilo simplemente meneó la cabeza.

Cautelosamente, Ti se inclinó hacia delante y bajó la voz: —Lo robaste, ¿verdad? –lepreguntó mientras masticaba–. El dinero, me refiero.

Sorprendido, Camilo le miró fijamente: —¡Pues claro que no!Ti miró en derredor. No había nadie que pudiera escucharles. —Venga, Camilo, no

tienes por qué andarte con jueguecitos conmigo. Sé que lo robaste. ¡Si hay algo que aúnte queda es unos dedos muy rápidos! –le hizo un guiño y añadió–: Sin duda, procede detodos esos años de práctica haciendo trampas a las cartas a tu estilo.

Camilo se irritó: —¡Mira! ¡No lo robé!, ¿Está claro? Y una cosa más: ¡No necesitoser tramposo cuando puedo ganar una partida limpiamente! Resulta que tengo un cerebroque, a diferencia del tuyo, funciona de verdad.

Vaya con la amigable camaradería, pensó Camilo con irónica amargura.—A mí no me tomas el pelo –insistió Ti–. Nadie daría tanto dinero a un mendigo.Camilo suspiró: —No lo mendigué –le explicó con tanta paciencia como pudo

reunir–. Un caballero en la catedral me ofreció trabajo. Acepté. Este dinero es la paga dedos días, como adelanto. Lo suficiente para que me adecente antes de ir allí.

Sorprendido, Ti dejó de masticar, bajó la mano que sostenía la copa y explotó en unacarcajada. —¡Estás de broma! –le espetó–. ¿Quién demonios iba a ser tan estúpido deofrecerle trabajo a un inútil invál... –se refrenó y se mordió la lengua para no terminar lapalabra.

Pero Camilo no dejó por ello de completarla mentalmente, y sintió una vez más lavergüenza que había soportado desde que Ti le había visto la herida. Apartó la mirada yse esforzó por mantenerse en calma. —Quizá aquel tipo era ciego –dijo entre dientes–.No pensé en preguntarle.

Ti se sintió incómodo de repente. —No quería decir... quiero decir que yo no...Hubo un gélido silencio. En vista de la situación, Camilo decidió que necesitaba beber

otra jarra y fue a por la garrafa.Ti se aclaró la garganta. —Eeh, ¿qué tipo de trabajo? –fisgoneó, por pura curiosidad.Camilo le miró intensamente, sin saber si contárselo o no. Le invadió una sensación

deprimente: si se lo contaba, aquello solo serviría para provocar más comentarioshirientes, y en aquel momento no se sentía con fuerzas para aguantar ni uno más.

—Venga, ¿qué tipo de trabajo?Camilo suspiró y cedió. —Se está construyendo un monasterio franciscano en

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Manfredonia, no muy lejos de aquí. Necesitan trabajadores.Tal como esperaba Camilo, Ti se mofó. —¿Un monasterio? –repitió en tono

divertido–. ¿Tú, trabajando en un monasterio? –se le escapó una risotada–. Lamentodecírtelo, Camilo, ¡pero no es exactamente lo que más le cuadra a tu imagen!

—Puede parecer lo que dices –dijo Camilo con frialdad–. Pero ahora mismo ya nome queda mucha imagen. ¡Es algo que no dejas de recordarme cada vez que abres labocaza!

—¡Eh, ahora me escuchas tú, yo no...—¡Tranquilo, Tiberio! –Camilo le avisó amenazante–. Puedo ser un inválido, pero, te

lo repito: ¡No es mi pierna lo que necesito para partirte esa cara tan fea!Ti tomó la sabia decisión de replegar velas. Conocía bien los resultados de los

estallidos de Camilo en el pasado y no deseaba encontrarse entre las filas de las víctimas.Se produjo otro incómodo silencio. Aún nervioso, Ti se sirvió otra jarra e intentó

recomponer su descompuesto coraje. —Escucha –susurró–, estamos los dos en unasituación bastante dura ahora mismo. Vamos a calmarnos, ¿vale?

—Vale.—No irás... eeh... a ese trabajo... en serio, ¿no?—Pues claro que iré. Le di mi palabra al hombre.—¡Pero él ya te dio el dinero!Camilo le miró súbitamente. —¿Qué quieres decir? –le preguntó, aunque conocía

perfectamente la respuesta.—¡Quiero decir que no se va a enterar si desapareces y punto! ¿Qué va a hacer si no

te presentas? ¿Enviar tras de ti a una partida de frailes de hábito marrón?Camilo comenzaba a exasperarse. —Le di mi palabra, Ti –repitió, con toda la

paciencia que logró reunir.Era patente que Ti había conseguido volver a su actitud desafiante. —Si piensas de

verdad que la palabra de honor de un hombre vale algo, necesitas que te saquen lacabeza y te la vuelvan a poner, pero mirando hacia atrás. ¿Pero qué te pasa, Camilo?¡Sacúdete las escamas de los ojos y mira todo este dinero! De acuerdo, no es unafortuna, pero no tenemos más que seguir nuestro alegre camino hasta llegar al próximopueblo, jugar una partida, ¡y con tu maestría estaremos nadando en dinero! ¡Y sabes quees verdad!

Sí, Camilo sabía que aquello podía ser. La posibilidad era, definitivamente, atractiva.—Fíate de mi palabra –le tentaba suavemente Ti–, lo único que has de hacer es

encontrar un hospital en algún lugar, cualquier buen doctor que sea capaz de arreglarte lapierna, y luego, ¡presto!, ¡apañado y a vivir! ¡Hay un centenar de ejércitos que secaerían de espaldas por un luchador como tú! ¡No necesitas convertirte en el esclavo deuna horda de monjes!

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Esclavo. ¿Tenía que utilizar aquella palabra en particular?—Escucha, Ti –le respondió Camilo, con un deje de cansancio en la voz–, todo lo

que deseo ahora mismo es dormir profunda y largamente en una cama de verdad, consábanas de verdad y una almohada de verdad. No tengo ningunas ganas de discutir unsegundo más esta noche.

—Como tú quieras. Pero ya verás, por la mañana habrás vuelto a tus cabales –Ti leguiñó un ojo y le prometió–: Te lo garantizo al cien por cien.

***

No podía acabar de creerse que lo estuviera haciendo de verdad: le robaba el dinero asu benefactor y se largaba de la ciudad. Y no hacía ni veinticuatro horas que se habíaconfesado en la catedral.

Camilo se detuvo abruptamente y se liberó de la sujeción con que Tiberio le ayudabaa caminar. —No lo voy a hacer –declaró con firmeza–. No es justo.

Tiberio bajó la petaca que llevaba en la mano y alzó una ceja. —¿Desde cuándo esoha mandado en tus decisiones? –preguntó arrastrando las palabras.

Camilo prefirió ignorar aquella muestra de sarcasmo. Rebuscó por el suelo, atento adar con algún palo que le sirviera como muleta, al tiempo que se preguntaba consternadocómo iba a hacer el viaje de vuelta, en solitario. Pero sabía que debía hacerlo, y lo haríade algún modo. Había cometido muchas cosas despreciables en su vida, pero nuncahabía sido un ladrón. Y nunca había traicionado su palabra de honor.

—Adiós, Ti –dijo con firmeza–. Que tengas la mejor de las suertes –y le extendió lamano.

Pero Tiberio rechazó estrecharla. Miró fijamente a Camilo, incrédulo, y poco a pocofue dibujándose una mueca de desprecio en su rostro. Negó con la cabeza. —Eres tonto,Camilo –dijo aún asombrado–. Nunca te habría tomado por un tonto tan de remate.

Y continuaron los insultos, pero Camilo se mantenía firme en la determinación de noperder la calma. Tiberio se dio la vuelta y comenzó a alejarse dando traspiés de borracho.

Camilo sabía que la comida de la última noche no los sostendría mucho tiempo aninguno de los dos, e instintivamente le gritó: —¡Espera, Ti!

El otro se giró, todavía sonriéndose divertido. Ambos se miraron durante unos largosinstantes.

Al final, Camilo alzó la bolsa con lo que quedaba de su propio dinero. —Me salvastela vida, Ti –dijo con tranquilidad–. Estoy en deuda contigo. Tú vas a necesitar esto másque yo.

Bastaron unos pocos segundos para que Tiberio atisbase las monedas y ávidamentevolviera dando zancadas para arrebatar la bolsa de la mano de Camilo. —Tienes razón –convino–. Estás en deuda conmigo. He sido tu enfermera por mucho tiempo. Ahora que

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sean los dulces monjes los que te mimen, si es que eres demasiado cobarde como para irpor ti mismo por la vida, como un hombre.

Camilo se estremeció al escuchar aquellas palabras. Ni siquiera el hecho de que Tiestuviera borracho mitigó su crueldad. Pero, para su propia sorpresa, Camilo percibióque aquel abandono injusto no había conseguido inflamar su orgullo.

Porque, de hecho, a Camilo de Lelis le quedaba ya muy poco orgullo.Se quedó en pie allí y observó en silencio cómo Tiberio rodaba a trompicones, solo,

por el camino.

XXVIII

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V. LA VICTORIA

XXIX

El Padre Guardián seguía arrodillado en el reclinatorio de su celda, con el rostrosepultado entre las manos. Sabía que el ruido de unos nudillos en su puerta se escucharíaen cualquier momento. Lo esperaba. Por favor, ¡oh Padre misericordioso que estás enlos Cielos!, suplicaba silencioso, que esta sea la decisión correcta. Que no sea un error.

Al final, escuchó el suave golpecito y alzó la mirada. Con pesar de corazón, se pusoen pie y llamó: —Deo gratias.

Tras las acostumbradas palabras de permiso para pasar, un joven religioso entró en lacelda. Se arrodilló a los pies del sacerdote, con la capucha de lana marrón cubriéndoletodavía la cabeza, como un signo de sumisión.

—Padre, usted quería verme...—Sí, hijo mío.El Guardián consideró por un instante si debía acercarse al novicio para que este se

levantara y se sentase. No, decidió finalmente. Podría ser más fácil para el joven fraileaceptar aquella Voluntad de Dios que le pondría en la Cruz, si se encontraba yahumildemente de rodillas. El Guardián respiró hondamente y comenzó.

—Han pasado varios meses desde que entraste en nuestro noviciado. La gracia deDios ha obrado maravillosos cambios en tu alma durante este tiempo. Por todo esto, congran dolor he tomado la decisión.

—¿Cuál? –la perplejidad en la voz del novicio volvió a estremecer el corazón delGuardián. Alzó brevemente los ojos al crucifijo colgado de la pared, buscando la fuerzapara encajar aquel golpe.

—Me temo que no puedo permitirte permanecer en el monasterio y hacer laprofesión. Ha empeorado de nuevo la herida de tu pierna, como bien sabes. Necesita laatención adecuada, la atención que incluso nuestros mejores enfermeros no podríanproporcionarte.

Se hizo el silencio, mientras el novicio alzaba la vista al sacerdote. Súbitamente,aquellos ojos implorantes se revelaban tan jóvenes, solos y perdidos...

—Sé que no es fácil aceptar esto. He llegado a esta decisión solamente después deimplorar con mucha oración la voluntad de Dios. Has de creerme, hijo mío. Estemonasterio no puede ser tu campo de labor para Dios.

—¿Y entonces, dónde, Padre? ¡No tengo ningún otro sitio al que ir! Nunca hesentido paz en ningún otro lugar.

—Paz –dijo el Guardián con delicadeza–, eso es algo que se posee en el alma, noalgo que flote alrededor. Pide luz a Dios, Camilo. Sabes que Él te ayudará a descubrir el

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plan que tiene para ti –hizo en silencio la señal de la cruz sobre su hijo espiritual–.Marcha ahora –le conminó–, y reza. Vuelve a verme dentro de unos días, cuando notesque estás preparado...

XXX

Camilo levantó la mano para llamar a la puerta, pero la contuvo en el aire durante unlargo momento de vacilación. ¿Podría realmente continuar con aquello? Dudó y bajó lamano.

¡Se sentía sin fuerzas para hacerlo!El hombre que tenía al lado le dio un firme codazo, y Camilo obedientemente levantó

de nuevo la mano.—Venga –le animó el otro.—No puedo –dijo Camilo.—Claro que puedes.—No saldrá bien, nunca, y lo sabes.—Lo que sé es que no saldrá si nunca lo intentas.Camilo miró desalentado a su compañero, pero el otro, notando que no iban a

ninguna parte con aquello, apartó a Camilo de un codazo y llamó él mismo a la puerta.Una respuesta enojada llegó desde el otro lado: —¡Entre!Haciéndose a un lado con una sonrisa de disculpa, el maquinador le indicó a Camilo

con un gesto que entrase y le susurró: —Buena suerte.Camilo no tenía alternativa. Le lanzó al otro una última mirada de aflicción, pero no

dejó de abrir la puerta y entrar, solo, en la habitación. Escuchó cómo alguien cerraba porél la puerta desde el recibidor.

Para alivio de Camilo, la figura sentada al otro lado del escritorio no alzó los ojosinmediatamente. Siguió trabajando. Bien. Aquello le dio tiempo a Camilo para recobrarsu compostura y acopiar algo de aplomo.

Observó cómo el hombre rasgueaba con la pluma, irritado, sobre una cuadrícula quetenía extendida delante. Como Camilo se había temido, parecía ocupado, y sin duda quetenía poco tiempo que dedicar a aquella entrevista. Camilo sentía que se le desfondaba elcorazón. ¡Aquello no iba a salir bien! La respuesta sería no.

Tras lo que le pareció una eternidad, el otro decidió reconocer su presencia. Aun así,todavía no alzaba los ojos. Meramente masculló bruscamente: —Sí, ¿qué pasa?

Camilo se aclaró la garganta: —Yo... ejem... me temo que necesito su ayuda. Otravez.

El hombre se quedó de piedra. Camilo lo supo: le había reconocido la voz. En algúnlugar de la memoria de aquel hombre había quedado una muesca, ¡y sin duda bastantedesagradable! Camilo miraba con una expresión de impotencia mientras el hombre

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enfocaba la mirada y se dignaba a considerar aquella presencia.Entonces dejó caer la pluma y comenzó un lento tamborileo con los dedos sobre el

escritorio. —¿Tú? –preguntó. Había un frío glacial en su voz.Camilo intentó lo que esperaba que fuera una sonrisa capaz de desarmar al otro, y se

encogió de hombros como si su presencia allí fuese la cosa más natural y bienvenida delmundo. —Ejem... usted es el único doctor que sé que puede ayudarme –declaró.

Hubo un silencio frío y cortante. Si, verdaderamente gélido.Camilo lo intentó de nuevo. —Escuche, no soy en modo alguno el que usted

conoció. Y ya han pasado años desde... –se detuvo a tiempo. ¡Mejor no recordarle aldoctor lo que había ocurrido entonces!

Moretti se levantó lentamente, mirando receloso a Camilo. Había que reconocerlo,aquel joven parecía más maduro, menos osado e indisciplinado.

Preguntó con cautela: —¿Puede darme una buena razón, De Lelis, ¡solo una!, por laque debería depositar mi confianza de nuevo en usted?

Camilo hizo visible un papel. Era su única oportunidad. ––Es de parte del PadreGuardián del monasterio franciscano de Manfredonia –le explicó.

Moretti le arrebató la carta pero no apartó sus ojos de él durante unos largosinstantes, como si Camilo fuese a saltarle encima. Sin embargo, finalmente bajó lamirada, desenvolvió el papel y lo leyó en silencio. Camilo contenía la respiración.

Al final el doctor levantó los ojos. —Me gusta pensar que soy un hombre justo, DeLelis –dijo reflexionando. Entonces agitó la carta bajo los ojos de Camilo y añadió–:Hum, sí, ¡me atrevería a decir que pronto veremos qué hay de verdad en esto!

***

Camilo volvió al pasillo y cerró con sumo cuidado la puerta a sus espaldas. Se apoyóen ella, mientras una oleada de alivio le recorría. ¡Uaau, no había sido nada fácil!

Desde un rincón a unos cuantos pasos, el otro se apresuró hacia él. —¿Bien? –lepreguntó nervioso por la ilusión.

Camilo le respondió con una sonrisa y dijo: —Odio ser el mensajero de las malasnoticias, pero parece que vas a tener que aguantar mi presencia aquí otra vez.

Curzio le devolvió otra sonrisa. —Va a ser una penitencia, te lo aseguro.Pasada la prueba de fuego, los dos viejos amigos se quedaron mirándose por un

momento. Curzio notó con sorpresa que apenas conocía a aquel nuevo Camilo. Era elmismo, desde luego, ¡pero, de algún modo, tan diferente! Era su mirada; sí, eso era. Yano estaba aquella obstinada soberbia, aquella autosuficiencia de gallito. Ya no estabantampoco aquel temperamento hosco y aquella inquietud que siempre serpenteaban bajola superficie, dispuestos a saltar a la menor provocación. En su lugar Curzio veía unahumildad y una abnegación inexistentes antes. Se preguntaba qué profundos y dolorosos

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golpes habrían hecho falta en aquellos años para que Camilo finalmente volviese en sí ycambiase, y este mero pensamiento le estremeció.

Camilo se aclaró la garganta bien consciente de aquel momento, y se atrevió apreguntar: —¿Qué ocurre, Curzio? Me miras, ejem, como si me hubiese crecido otracabeza o algo así.

Curzio no se había percatado de que no había dejado de escrutar a su amigo.Avergonzado, buscaba con dificultad las palabras. —¡Claro que no! Es solo, bien, es soloque es fantástico volverte a ver después de todo este tiempo. ¡Eso es todo!

—Lo mismo me parece a mí.Sonrieron mutuamente, casi sin creerse que estuvieran juntos de nuevo, y Camilo le

dio una palmada en la espalda a Curzio. —Bien, si no recuerdo mal, hay mucho quehacer aquí, así que pongámonos en marcha.

Inmediatamente, los dos celadores empezaron a recorrer juntos el pasillo, tan felices.—Bien... ¿me contarás dónde has estado todos estos años? –preguntó Curzio.Camilo vaciló. —Te lo contaré pero, honestamente, no sé si te agradará saberlo.Curzio decidió no husmear. Sabía que era frecuente que un hombre tuviera que tocar

fondo antes de ser capaz de elevarse finalmente por encima de sí mismo.—¿Y tú? –preguntó Camilo–. ¿Has estado trabajando aquí desde que me fui?—No todo el tiempo. Volví a casa durante una temporada y pensé en ingresar en un

monasterio, pero el padre Neri insistió en que no valgo para la vida del claustro. Así queme pareció que era mejor hacerle caso y volver aquí. Al menos hasta que me ilumine lagracia y pueda discernir qué quiere Dios de mí.

—Sé cómo te sientes –contestó Camilo, descubriendo algo en común–. Ambosestamos en la misma situación.

Pasaron bajo un crucifijo en la pared y Curzio se sorprendió al ver a Camilo levantarla mano para hacer un breve saludo. —¿Por qué lo has hecho? –le preguntó,desconcertado.

Camilo le lanzó una mirada de fingido reproche. —¡Curzio, no me digas que no losabes...! –le reconvino–. ¡Un buen soldado siempre saluda a su comandante en jefe!

XXXI

Era bueno sentarse tras un día de duro trabajo y descargar el peso de la pierna. Esopensaba Camilo mientras se acercaba una silla para estar con un puñado de colegasceladores en el refectorio. Las cosas en San Giacomo no parecían haber cambiadomucho. Era verdad que en aquellos días había algunos celadores más entregados altrabajo, que formaban el pequeño grupo de amigos que en aquel momento seencontraban con él a la mesa; pero había todavía tantos pacientes dominados por susangustias, solos y atemorizados en su agonía mortal... tantos a los que atender y

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confortar, tantos que acababan muriéndose incluso antes de que pudiera avisarse alsacerdote.

Aquellos antiguos sentimientos retornaron, el deseo ardiente de ayudarles de algúnmodo en aquel aterrador paso de esta vida a la del más allá. ¿Pero cómo? Aquella era lapregunta que constantemente se agitaba por entonces en la mente de Camilo. Lo únicoque había era una multitud de cosas que atender, y solo estaban él, Curzio y aquellospocos que tenían el mismo sentir.

Y el problema no estaba solo en San Giacomo. Era verdad que, según lo que todo elmundo proclamaba, tenía merecida reputación de ser uno de los mejores hospitales de laciudad. Pero, aun así, ¿qué pasaba con el resto de hospitales? Y a esto se añadía otropensamiento, todavía más implacable: ¿Qué pasaba con los miles de enfermos y pobresque carecían de nadie que cuidase de ellos? ¿No les quedaba más que morir, solos, enalgún cuartucho perdido o en las mismas calles, sin ni siquiera un techo que cubriera suscabezas?

Aquellas reflexiones que desazonaban a Camilo fueron interrumpidas al abrirse lapuerta de par en par: el doctor Moretti avanzó vigorosamente hasta la mesa donde seencontraban. Los hombres levantaron la vista; no era frecuente que el doctor fuera abuscarles allí. ¿Qué problema podría haber?

Pero Moretti los ignoró a todos y, como en aquellos tiempos pasados, fijó su severamirada en Camilo. —De Lelis –dijo con brusquedad–, la administración del Hospital y yohemos estado observándole muy de cerca últimamente –arrojó una carta en un sobresellado encima de la mesa–. ¡No debería engañarse pensando que puede pasar cualquiercosa sin que los demás lo noten! –y tras aquella fugaz intervención se dio la vuelta ydesapareció.

Camilo notó que el corazón le daba un vuelco. ¡Otra vez... no! ¿Qué había hechoahora? Rápidamente repasó sus acciones de los últimos días. No detectaba ningúncomportamiento indigno. Los pensamientos se le iban a las semanas y mesesprecedentes, pero de nuevo no conseguía captar nada. Tenía certeza de que se habíacomportado bien.

No es que no hubiera habido ocasiones o tentaciones para lo contrario. De hecho,¡había habido demasiadas! Había comenzado a darse cuenta de que conquistarse a símismo no era cosa de un día, ni siquiera de unos cuantos años. No, era una batallainsidiosa que sin duda bramaría hasta el día de su muerte.

Camilo se giró instintivamente hacia Curzio. ¡Sin duda, él le diría si se había pasadode la raya! Pero su amigo solo se encogía de hombros, totalmente a oscuras.

Camilo suspiró. Oh, bien, ¿y para qué indagar? Obviamente había desperdiciado lasoportunidades de nuevo. Poco importaba el cuándo o el cómo.

Retiró su silla y se levantó para marcharse.

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—¿Adónde vas? –preguntó Curzio.Camilo se encogió de hombros. —A hacer las maletas.—¿Qué quieres decir con hacer las maletas?—Es obvio, ¿no? He sido rechazado y puesto de nuevo en la calle, y supongo que

ese es mi sitio –Camilo intentó esbozar una sonrisa y le aseguró al grupo de amigos a sualrededor–: No os quedéis con esa cara de preocupación, estoy habituado a este tipo decosas.

Comenzó a salir, pero los otros protestaron.—¡Espera un momento, Camilo!—Vuelve aquí.Camilo se giró para mirarles.Curzio lo intentó de nuevo. —Ni siquiera has leído la carta aún. ¿Cómo vas a tener

certeza de lo que dice?—Puedo hacer una razonable suposición, ¡y tú también!—No –dijo Curzio–, no puedo –tomó la carta de encima de la mesa y se la acercó a

su abatido amigo–. No seas tan duro contigo como solías hacer, Camilo.Camilo ojeó el papel con horror pero no se movió un ápice para tomarlo.Otro celador habló, el amable anciano Bernardino Norcino. A pesar de la gran

diferencia de edad, el viejo celador se había convertido en el segundo amigo más íntimode Camilo. Discretamente dijo Bernardino: —Curzio tiene razón. ¿Cómo esperas que losdemás te den una oportunidad, si ni siquiera tú mismo te la das? –asintiendo, añadió–: Entodos mis largos años, hijo, nunca me encontré con un hombre con menos confianza ensí mismo que tú. Verdaderamente, deberías esforzarte en este punto.

Curzio intentó reprimir una sonrisa, pero no fue lo suficientemente rápido. Camilo lavio y tuvo que sonreír a pesar de sí mismo. Cedió, volvió a la mesa y tomó la carta de lamano de su amigo.

Los otros se acercaron y observaron cómo la desplegaba y leía en silencio lo quedecía.

Parpadeó sin acabar de comprender y a continuación entrecerró los ojos por laconcentración. ¿Estaba leyendo la carta correctamente? Súbitamente sintió la necesidadde sentarse de nuevo, se dejó caer en la silla y sus ojos volvieron al inicio del escrito ycomenzaron a releerlo.

—¿Y bien? –le urgió uno de los celadores finalmente–, ¡Dinos! ¿Qué dice?Todavía aturdido, Camilo comenzó a leer la carta en voz alta. Querido doctor

Moretti, nos complace informarle de que se ha aprobado su petición para que el señorDe Lelis... se detuvo y levantó la mirada, incrédulo, a su pequeño grupo de amigos, seanombrado Superintendente General del Hospital de San Giacomo.

XXXII

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En cuanto Curzio abrió la puerta se percató de que no llegaba en buen momento.Camilo estaba sentado frente a su escritorio, mirando con fijeza y el ceño fruncido a unrevoltijo de papeles de trabajo extendido frente a él. No parecía haberse dado cuenta dela entrada de su amigo.

Curzio se aclaró la garganta y le reprendió suavemente: —¿Qué estás haciendo otravez aquí? El doctor Moretti me dio órdenes estrictas de que permanecieses acostado y note movieras.

Camilo le dirigió una mirada ausente. —Oh, pensé que era mejor que me volviese alevantar. Hay tanto trabajo que hacer...

Curzio se acercó al escritorio y le observó detenidamente. —¿Qué problema hay?¿Te estás poniendo enfermo o qué?

Camilo no replicó. Obviamente, no escuchaba.Curzio le quitó el papel que tenía en la mano y le repitió la pregunta. —¿Estás

enfermo?—No, no estoy enfermo.—¿Te está dando molestias de nuevo la pierna?—No, tampoco.Curzio notó cómo su amigo estaba algo azorado. —¿Entonces, por qué te envió el

doctor Moretti a la cama? –persistió.Camilo le arrebató a su vez el papel que había tenido antes y replicó: —No es nada.

Simplemente que me las he arreglado para hacerme un desgarro muscular abdominal. Note preocupes.

—¿Que te has hecho un desgarro muscular abdominal? –Curzio levantó una ceja consocarronería–. ¿Cómo llegaste a...?

Pero Camilo le interrumpió. —Echa un vistazo a estas cuentas de aquí, Curzio. Henecesitado varias semanas para descubrir lo que estaba pasando exactamente en esteHospital. Algún sinvergüenza ladrón ha estado sisando de aquí y de allá, ¡y bajo mispropias narices!

Curzio se sentó sobre una esquina del escritorio y estudió las páginas que Camilosostenía. —Un precio tremendamente caro para una compra de treinta y dos sacos deharina –comentó con gravedad.

—¡Así es! ¡Pero eso no es ni la mitad del problema! –frustrado, dejó caer los papelessobre la mesa–. La factura dice que son treinta y dos sacos cada entrega, ¿pero sabes loque han estado entregando de verdad? –sin esperar una contestación, continuó–:¡Veintidós sacos! Hice una inspección sorpresa en el almacén esta mañana justo cuandoel proveedor se marchaba. Resulta que, ejem, accidentalmente se le habían «distraído»una decena entera de sacos, ¡y finalmente hice bajar a cierto par de celadores gallinas, yque admitieran que el proveedor había estado «distrayendo» los sacos durante meses!

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—¿Y ninguno se había tomado la molestia de advertirte de lo que estaba pasando?—¡Claro que no!, como que se estaban embolsando una asquerosa parte de la

ganancia.Curzio lanzó un apagado silbido. —Supongo que el Hospital se habrá desecho de

estos dos, ¿no?—¡Pero eso no es todo! –continuó, enardeciéndose–. Cuando insistí en abrir uno de

los sacos, ¿qué crees que me encontré?: ¿La harina de calidad suprema que hemosestado pagando... o el estiércol asqueroso que prohibí hace unos meses?

Curzio asintió. —No envidio tu cargo. Parece como si hubiese no poca corrupción enel Hospital.

—Tienes toda la razón. Y no llegaré a arreglar todo, ni aunque alcanzase a vivir cienaños aquí –pero en un instante el enfado de Camilo se había esfumado y ahora se le veíacon los codos sobre el escritorio y la cabeza entre las manos–. ¿Y sabes lo que hice alrespecto, Curzio? –le preguntó, encendiéndose súbitamente de vergüenza.

—Ejem... no sé si querré oírlo.—Supones bien. Lo volví a hacer. ¡Perdí los estribos de nuevo! ¡Pero de verdad! –

volvió a levantar los ojos hacia Curzio y este vio que había en ellos auténtica contrición–.Abrí la puerta y personalmente tiré a la calle cada uno de los sacos de harina.

Curzio no podía dejar de mirarle, asombrado. —¿Echaste veintidós sacos de harinade noventa kilos por la puerta?

—Pues... sí –admitió Camilo avergonzado–. Pero eso fue solo después de que yo...oh, no importa –miraba la superficie de su escritorio, desesperado.

—Después de que tú... ¿qué? –le preguntó incrédulo Curzio.—Después de que yo... –Camilo hizo una mueca de dolor por el recuerdo y continuó

con pesar–: ... echara primero al proveedor. Sospecho que pude hacerle daño alhombre... quizá le rompí algunos dientes o, ejem, la nariz, o quizás... –levantó la vistacon súbito desconcierto–: ¿De qué te estás riendo?

Para su sorpresa, a Curzio le estaban comenzando a dar espasmos de risaincontrolada.

—Basta, ¿vale? ¡No es divertido!—Tienes razón –Curzio consiguió contenerse–. ¡No lo es! ¡Es divertidísimo!Camilo no podía hacer otra cosa que mirarle impotente. Tras unos breves instantes,

sin embargo, la risa resultó ser contagiosa y Camilo se unió también, aunque sin tantaefusión y con algo más que una ligera pena.

Finalmente Curzio consiguió contenerse del todo y respiró hondamente. —No tepreocupes, Camilo –le aseguró su amigo con delicadeza–. Estoy seguro de que Dios ya teha perdonado. ¿Qué mérito habría si no tuviéramos que seguir peleando?

—Lo sé –admitió Camilo con pesar–. Me encontraba tan enfadado después, que el

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doctor Moretti me propuso que eligiera: o una triple dosis de sus desagradables pocionestranquilizantes o un severo rapapolvo del padre Neri. Naturalmente, elegí lo segundo.

—¿Y él te dijo lo mismo?—Más o menos –asintió Camilo con pesar, y cambió de asunto–. Bueno, de todos

modos, ¿a qué venías cuando entraste aquí?—Quería pedirte un pequeño favor. Pero no te preocupes, veo que estás muy

atareado.Se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero Camilo le ordenó: —¡Vuelve aquí! ¡Estoy

atareado, pero no tanto!—Oh, ¿de verdad? –Curzio le señaló divertido el desordenado montón de papeles

sobre el escritorio–. ¿Llamas a esto no estar tan atareado?Camilo miró el volumen de aquel desorden frente a él y frunció el ceño. Entonces, de

un manotazo, barrió todo el revoltijo de encima del escritorio. Curzio miraba con horrorel revoloteo de las hojas por el aire y cómo se desperdigaban por el suelo.

—Ya está –dijo Camilo con una sonrisa de satisfacción–. Ya no estoy atareado. ¿Ves?¿De qué favor me hablabas?

Curzio cerró los ojos y rezongó. —Lo que veo es que este Hospital se encuentra enuna situación muy penosa desde que estás sentado tras la mesa del director.

—Tienes toda la razón –convino Camilo. Le dedicó a su amigo una sonrisa paracongraciarse y le sugirió–: Quizá deberían haberme hecho doctor, en vez de director, y lohubieran resuelto todo. ¿Qué te parece?

Curzio se rió. —Pues no es tan mala idea. ¡Al menos tratas con más misericordia alos pacientes que a los papeles de tu escritorio... o a los sacos de harina, lo mismo da!

—Bueno, pero ¿qué favor? –insistió Camilo.El rostro de Curzio se tornó grave. —Es sobre un paciente que admitimos hace algo

de tiempo. Pensé que serías capaz de ayudarle –vacilaba–. El tipo es un soldado. Seencuentra bastante mal. Es dudoso que pueda sobrevivir a esta noche. Ha perdido un parde miembros. No tengo ni idea de cómo lo trajeron sus amigos desde tan lejos... El viajedebería haber sido suficiente para matarle. Bernardino y yo hemos pasado toda la tardeintentando consolar al pobre hombre de algún modo, pero sencillamente no quiere hablarcon ninguno de los dos. Así que pensé que, si alguien podía comunicar con él, ese seríastú.

—¿Se ha avisado ya al sacerdote?—Sí, recibió la Extremaunción prácticamente en el momento que entró por la puerta.—No sé si puedo ser más eficaz que tú, pero haré todo lo que esté en mi mano –

Camilo se levantó abruptamente, pero aquel movimiento súbito le hizo doblarse de dolor.Aterrado, Curzio constató que no por nada el doctor Moretti le había ordenado que sequedara en cama. Se acercó y sostuvo rápidamente a su amigo antes de que se

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desmayara. Con cuidado le ayudó a volver a la silla y esperó impotente a que se le pasaraaquella agonía.

—¿En qué... sala... se encuentra? –consiguió articular Camilo.—¡Olvídalo! ¡Al único sitio al que vas a ir es a la cama, donde debes estar!Camilo, tercamente, se alzó de nuevo, aunque con bastante más cuidado y menos

velocidad esta vez. —¿Qué sala, Curzio?—¡He dicho que te olvides! ¡Te encuentras seriamente herido! ¿Por qué no me lo

dijiste?—Te lo dije.Lo había dicho con una inocencia tal que a Curzio le fue imposible enfadarse con él.

Asintió y le explicó con paciencia. —Hay una diferencia considerable entre simplementedesgarrarse algunos músculos abdominales y reventarse la mitad de los músculos de...

—No veo la diferencia.Curzio cambió de actitud. Ciertamente, por algo no lo habían hecho doctor.—Dime dónde se encuentra.No hubo respuesta.—Ya puedes decírmelo, porque, si no, tendré que buscarlo por todo el Hospital, ¿o

crees que no lo haré?Ni siquiera tenía sentido intentar dar razones. Curzio se sabía ya vencido. —Sala

once –cedió con pesar–. Pero, Camilo, ¡por favor!, estás seriamente herido. El doctorMoretti querrá mi cabeza por mi responsabilidad en esto.

—No, eso no ocurrirá –prometió Camilo–. Y, si lo hace, ¡lo despediré!Curzio no pudo sofocar una carcajada. —No es mucho consuelo –le contestó–, pero

gracias de todos modos –y entonces, le preguntó mientras asentía–: ¿Qué he hecho yopara merecer un amigo tan granuja como tú?

—No lo sé, Curzio, pero habrá sido algo bastante malvado. ¡Y yo que pensaba quemi pasado era malo! Bueno, ¿vas a ayudarme a ir allí o voy a tener que ir solo?

***

Apenas había comenzado la tenue luz de la aurora a iluminar la habitación, cuandoCurzio volvió a recorrer la fila de camas. Le bastó echar un vistazo desde lejos parasaber que el soldado llevaba muerto varias horas ya. Pero Camilo continuaba sentado enel borde de la cama, con el rostro marcado por el desconcierto y el impacto. Ni siquieraalzó los ojos a la llegada de Curzio.

—Has estado aquí toda la noche, ¿no? –Curzio le reprochó con suavidad.Camilo permaneció quieto tanto tiempo que Curzio llegó a preguntarse si habría

llegado a oír la pregunta. Sin embargo, finalmente le miró con un aire algo ausente. –Sí...supongo que sí –admitió insensible. Movió la cabeza como para aclarar sus

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pensamientos.Preocupado, Curzio se sentó junto a él. —Estás verdaderamente enfadado por este

asunto, ¿verdad? No tenía ni idea de que fuera a afectarte tanto. Lo siento. Ha sido pormi culpa.

—No tienes culpa de nada. Estoy bien, de verdad.Pero Curzio no le veía muy buen aspecto.—He estado dándole vueltas a muchos recuerdos, eso es todo. ¿Cómo pude olvidarlo

tan fácilmente? Hay tantos de ellos que están así, Curzio. No tienes ni idea. Cientos quesimplemente son abandonados allí, sobre el campo de batalla, a la muerte. Solos. Sin nisiquiera un amigo que les acompañe –le costó esfuerzo continuar–. ¡Totalmente solos!Rodeados por nada más que cadáveres ensangrentados, amontonados a su alrededor, aveces incluso encima, y con el terror de morir –Camilo no pudo continuar. Apartó lamirada del rostro del soldado muerto y se tomó la cabeza entre las manos.

Curzio seguía sentado allí, impotente, deseando decir algo, pero sin saber qué.—Quiero volver allí y ayudarles –dijo Camilo al final–, pero no sé cómo. Los únicos

cuya presencia tiene valor en esos momentos son los sacerdotes.—¿Conseguiste al final que te hablara?—Hizo falta un poco de tiempo, pero sí.—¿Le preguntaste su nombre?—¿Por qué tendría que hacerlo?Curzio puso sus apenados ojos sobre el hombre que yacía muerto en la cama. —No

te preocupes. Yo tampoco me acuerdo siempre de preguntarles –le consolódelicadamente–. Pero no deja de ser más triste cuando no hay ni siquiera un nombre porel que rezar.

Camilo levantó la cabeza y le miró, sin comprender, durante unos largos instantes.Finalmente, pareció entender lo que Curzio quería decirle. —No me entendiste bien –ledijo–. No tuve que preguntarle el nombre. Ya lo sabía.

—¿Quieres decir que era amigo tuyo?—No exactamente. Pero quizá lo sea ahora –Camilo levantó los ojos–. Se llamaba

Dario –dijo–. Dario Tellini.

XXXIII

Desde su lugar a la sombra del árbol, el padre Felipe Neri vio aquella figura que se leacercaba por la orilla del lago, y con cuidado cerró las páginas de su breviario,expectante.

—Ah, Camilo –dijo con una sonrisa de bienvenida–. Veo que finalmente el doctorMoretti te ha desatado de la cama y te ha dejado en libertad.

Camilo refunfuñó: —Tras semanas de encierro.

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—Bien, hijo mío, espero de verdad que hayas aprendido la lección.—Sí, Padre, créame, ¡no voy a perder la paciencia otra vez de modo tan rápido!—Ven, siéntate –le urgió el sacerdote, palmeando la hierba que tenía al lado.Obediente al mandato, Camilo añadió: —Pero todas estas semanas de cama me han

dado mucho tiempo para pensar a fondo –entonces, cambiando de tema, señaló losaparejos de pesca en el suelo bajo el árbol–: ¿Hay suerte?

—¡Suerte! –repitió el padre Neri, fingiendo verse afectado–. ¡Necesitas algo más quesuerte en este lago, hijo mío! ¡Que si el momento oportuno, que si la finura en el pulso!De hecho, ¡toda una colección de habilidades... –se detuvo, le guiñó un ojo a Camilo yadmitió cándidamente–: ... de las que carezco absolutamente!

Ambos se rieron, pero el rostro del sacerdote recobró la compostura enseguida. —Bueno, pero nadie haría todo el camino hasta aquí solo para escuchar la tonta chácharade un viejo clérigo, así que debe de haber otra razón. ¿En qué cosas tan serias has estadopensando últimamente, Camilo?

Camilo dudó, inseguro de cómo acometer el asunto. Tras una pausa, se lanzó: —Ensu opinión, padre, ¿habría un lugar en la Iglesia para un grupo de hombres... ejem,posiblemente religiosos... que se dedicasen al cuidado de los enfermos y los moribundos?Quiero decir, no por dinero, sino por Dios. Exclusivamente por amor de Dios.

—¿En mi opinión? Un lugar, sí, claro. Y más que simplemente un lugar... ¡hay unanecesidad indudable!

—¡Exacto!, ¡Eso es lo que yo estaba pensando! –estalló Camilo con una confianza yentusiasmo súbitos. Y a continuación, en una excitada avalancha de palabras,desembuchó su idea–: Mire, he estado pensando últimamente que si yo... o, más bien, yono, ¡porque yo no tendría ni idea de lo que habría que hacer! Pero, si usted me ayudase,entonces quizá un grupo, o una congregación, o... ¡o algo!... ¡se podría formar paraatajar esa necesidad! Y haría mucho bien porque hay mucha gente que muere totalmentesola y no tiene a nadie que le ayude y...

—¡Espera! ¡Calma, calma!Sumisamente, Camilo cerró la boca y notó con consternación que los ojos del padre

Neri centelleaban divertidos. El buen sacerdote inspiró y comenzó con una lógicameridiana: —Es algo muy loable, Camilo, pero antes hemos de rezar, para saber si es, deverdad, la voluntad de Dios. Una empresa de esta naturaleza requerirá un poco más decinco minutos de preparación, ¿verdad?

—Pero... pero usted comenzó la Congregación del Oratorio –le recordó Camilo,verdaderamente desconcertado–, y no deja de florecer.

—No, Camilo –le corrigió el padre Neri con delicadeza–, yo no comencé el Oratorio.Fue Dios. ¡Y es Él quien hace que florezca! Él simplemente utiliza cualquier instrumentoinservible que encuentra por Su taller –asintió y se rió entre dientes mientras recordaba–.

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Oh, Dios mío, por sí mismo el joven padre Neri no habría podido fundar una ordenreligiosa mejor que el viejo padre Neri pudiera abastecer los mercados de Roma conpescado fresco.

Camilo no pudo evitar la risa. Se animó un poco de nuevo cuando aquel Padre confama de santidad continuó en serio:

—Esta propuesta puede perfectamente estar en los designios del Cielo. Sin embargo,pienso que estaría mejor si la dirigiera una... mano sacerdotal.

Miró directamente a los ojos de su interlocutor y añadió, desafiante: —¿Camilo?Camilo agachó el rostro instantáneamente y se quedó mirando al suelo. Movió la

cabeza en señal de rechazo. No era que aquel pensamiento nunca hubiera entrado en sucabeza. Al contrario, lo había estado considerando muchas veces durante los últimosmeses. Pero, invariablemente, había llegado a la misma conclusión.

—¿Con mi pasado, padre? ¡Usted debe de estar de broma! –dijo al fin.Pero el padre Neri seguía impertérrito. Simplemente se encogió de hombros y

contraatacó divertido: —¡San Agustín llegó a ser obispo!—Sí, pero san Agustín al menos se aplicó en sus estudios.Para su sorpresa, la voz del viejo sacerdote súbitamente ganó un tono fuerte y le

ordenó con seriedad: —Muy bien entonces, Camilo. Organízate el tiempo para volver ala escuela, ¡y aplícate!

XXXIV

Curzio se preguntaba si alguna vez se acostumbraría a ver la sotana negra. Siempresentía el impulso de tener que mirar dos veces para convencerse de que verdaderamenteera su viejo amigo quien la llevaba.

Esta vez, sin embargo, una segunda mirada no estaba realmente fuera de lugar. Elsacerdote que descendía por los escalones de entrada a la iglesia podría haber sidocualquiera de las docenas de sacerdotes de aquella zona de Roma. Pero afortunadamenteCurzio podía reconocer no solo la envergadura del padre De Lelis, sino también susandares, aunque fuera a una distancia considerable. Se había hecho obvio en aquellospocos últimos años que la misteriosa herida de la pierna simplemente nunca sanaría.

—¡Padre, espere! –le llamó Curzio, mientras aceleraba el paso.Camilo se giró y aguardó paciente a que le alcanzara. Entonces, levantando

juguetonamente la ceja, le preguntó: —¿Otra vez volviendo de los muelles, Curzio? –negó desaprobadoramente con la cabeza mientras continuaba la broma–:Verdaderamente, deberías escoger con más discreción tus compañías.

Curzio le hizo una mueca. —Mis compañías, gracias por el interés, resultan ser genteirreprochable. Dudo de que un anciano caballero sumido en la pobreza y su nieta ciegavayan a convertirse en una fuente de corrupción. Pero, por supuesto, se los presentaré, si

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insiste en velar tan celosamente por el influjo que algunas personas pueden ejercer en mivida –hizo una pausa, y a continuación añadió con seriedad–: de hecho, padre, meencantaría presentárselos. Si tiene tiempo, claro.

Camilo fingió mirarle amenazadoramente. —Hazlo, más te vale.—Muy bien, pero no ahora mismo –y ya pasando a un tono de mayor confianza, le

dijo–: Hay otra cosa de la que quiero hablarte primero.—Dispara.—Has estado escondiéndome secretos, ¿verdad? –le acusó Curzio mientras

caminaban hacia el Hospital.—No, en absoluto –replicó Camilo–. Sabes que no lo haría. Simplemente, no las

tenía todas conmigo para decírtelo ya, eso es todo.—Bien... las noticias se difunden rápido en San Giacomo, y ya las sé. O, al menos,

creo que las sé. Pero quiero oírtelas a ti. Así que, venga, soy todo oídos.Camilo se sonrió. —¿Te acuerdas de aquel problema que tuvimos una vez? Bien, en

verdad, seguimos teniéndolo.—Desde luego, lo recuerdo.—¿Y que me pediste que encontrase una solución?—Sí, ¿y la has encontrado?—No estoy seguro. Espero que sí. Pero primero, Curzio, deja que te cuente una

pequeña historia que mi padre solía narrarme. No se la he contado antes a nadie, porquenunca he sabido qué quería decir. Y él tampoco lo sabía –Camilo hizo una pausa en laque parecía remontarse en el pensamiento hasta antiguos recuerdos. Comenzó sin omitirdetalles–: Mi madre era una mujer muy piadosa. Al menos así la consideraban las gentesdel pueblo. Cuando yo estaba a punto de nacer tuvo serias complicaciones, hasta que,movida por algún tipo de inspiración, le pidió a mi padre que la llevase al establo. Lohizo, y parece ser que yo nací inmediatamente después. Pero entonces, Curzio, mimadre tuvo una visión, que le volvía una y otra vez hasta que murió.

—¿Una visión? –Curzio le escuchaba pasmado–. ¿Qué tipo de visión? –le preguntó.—Me veía dirigiendo un ejército, un ejército enorme– de soldados con una

vestimenta negra y una cruz roja sobre el corazón –Camilo se sonrió–. Desde luego, mipadre y yo nos envanecíamos pensando que el niño de la familia estaba destinado aconvertirse algún día en un gran general del ejército. Pero, bueno, reconozco quenuestras esperanzas se disolvieron cuando se hizo habitual que me fueran echando detodos los ejércitos en los que me enrolaba. Así que, obviamente, el sueño de mi madresignificaba algo más.

—¿Y ella? –preguntó Curzio–. ¿Qué creía que significaba aquello?Camilo no pudo evitar la risa. —Para serte sincero, yo era un chaval tan indomable

que la visión le aterraba. ¡Estaba segura de que predecía algo terrible!

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Curzio sonrió. —Me hago cargo. ¿Y qué piensas que significa ahora?Camilo dudó. —Bueno... supongo que tengo razón. He decidido, si es la voluntad de

Dios, esto es, intentar...Pero la ansiedad de Curzio era tan grande que no pudo dejar escapar la satisfacción

de terminar la frase él mismo: —... ¡fundar una orden religiosa para cuidar a losenfermos y especialmente a los moribundos! ¿Estoy en lo cierto? –sin esperar a larespuesta detuvo sus pasos y alzó el brazo para hacer un claro saludo militar–. Porque, siestoy en lo cierto, ¡aquí tienes a tu primer recluta!

Camilo se sintió pillado con la guardia bajada. Sabía que tendría que haber sido justoal revés. ¡Qué misteriosos eran los caminos del Señor! Él también dejó de caminar y unasonrisa se dibujó en su rostro. Sin embargo, se esforzó para que su voz sonase conautoridad. —Curzio, tres cosas –dijo–: Primero, esta –le tomó la mano que seguíahaciendo el saludo militar y se la bajó–, a mí, ¡nunca! La segunda, si se va a fundar unaorden, será solo porque Dios lo quiere. Si por mí fuera, tendría tantas probabilidades defundar algo así, como las que tengo de... bien, de coger peces.

Ante la sonrisa inquisitiva de Curzio, sin embargo, explicó desdeñosamente: —Noimporta, es solo una figura retórica.

—¿Y la tercera? –se aventuró Curzio.—La tercera. ¡Pues adivina cómo la voy a llamar! –contestó Camilo a su propia

pregunta con una sonrisa triunfal–: ¡Los Servidores! ¡Los Servidores de los Enfermos!. –miró seriamente a su amigo y, por primera vez en todos aquellos años, Curzio vio aquelviejo fuego comenzando a encenderse de nuevo en los ojos de Camilo cuando añadió,con una determinación que casi asustaba–: ¿Y sabes qué más, Curzio? ¡Uno de estosdías voy a volver a aquellos campos de batalla! No a derramar sangre esta vez, ¡sino allevar la Sangre de la Salvación a los que tan desesperadamente la necesitan!

De algún modo Curzio supo que Camilo jamás había dicho nada con unadeterminación tan profunda en toda su vida.

—Bueno, puedo prometerte ahora mismo que no irás allí solo –le contestó con unamirada igualmente encendida–, porque esta vez, Camilo, ¡voy contigo!

Camilo le lanzó la primera mirada de gallito que Curzio le había visto en años, y lepreguntó: —¿Cómo sabía que estabas a punto de decírmelo?

Y entonces puso su brazo de camarada sobre los hombros de su leal amigo, y Camilode Lelis y Curzio Lodi, los dos primeros Servidores de los enfermos, continuaron juntossu camino.

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EPÍLOGO

Durante su vida, el padre Camilo de Lelis fundó quince conventos y ocho hospitalespor toda Italia y otros lugares de Europa. Su «ingente ejército de soldados de hábitonegro» llegó a tener más de trescientos hijos espirituales (Curzio Lodi fue el primero, y elanciano Bernardino Norcino, el segundo), quienes, además de los usuales votos depobreza, castidad y obediencia, hacían un cuarto: buscar a los enfermos y ser susenfermeros, incluso si estaban aquejados por la peste. Como resultado, muchos de estosreligiosos murieron desempeñando esta heroica obra de misericordia.

Los seguidores de Camilo fueron los primeros en llevar el distintivo de la famosaCruz Roja en sus ropas, y bajo la protección de esta insignia se arriesgaban hasta llegar alos mismos campos de batalla para atender a los heridos y moribundos.

Camilo de Lelis ganó la celestial recompensa en 1614, tras haber alcanzado una gransantidad y haber obrado muchos milagros. Su cuerpo permaneció incorrupto en Romadurante dieciocho años, hasta que una riada del río Tíber causó su descomposición.

En 1746, el Papa Benedicto XIV elevó al exsoldado penitente al honor de los altares,declarándolo un «santo de la Santa Iglesia Católica Romana» y estableciendo su fiestapara la Iglesia universal el 18 de julio.

Más tarde fue declarado Patrón de los enfermos, los hospitales y los enfermeros.Del Hermano Curzio Lodi se sabe que sirvió a los enfermos con tal caridad e

infatigable entrega que se veían apariciones de los ángeles a su lado, atendiendo a losenfermos. Enfermó tan gravemente que por santa obediencia tuvo que dejar la orden yvolver a casa. Sin embargo, tras una convalecencia de dos años, recuperó la salud hastael punto de volver al lado de Camilo. Permaneció fiel como Servidor de los Enfermoshasta su muerte en 1602.

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NOTA DE LA AUTORA

Esta historia se escribió originalmente como un guión cinematográfico. Aunque nuncafue filmado, el guión se convirtió en la estructura de este libro, publicado por primera vezen 2001 por Lepanto Press. El texto ha sido ligeramente revisado para esta nuevaedición.

A aquellos lectores que tengan curiosidad por la veracidad de esta historia, puedoasegurarles que los acontecimientos y todos los personajes principales del libro estánsólidamente basados en hechos. La única excepción de entidad es el doctor Moretti, quesirve para personificar todo el personal médico del Hospital de San Giacomo. Igualmente,Dario Tellini tiene un nombre y una muerte ficticios, aunque verdaderamente hubo unsoldado con quien Camilo se batió en duelo.

Sobre si el futuro santo fue hospitalizado en Roma durante la batalla de Lepanto, ysobre si en una ocasión vendió sus servicios a los turcos, los historiadores discrepan. Hedecidido, en ambas cuestiones, adherirme a lo que la mayoría de los biógrafos parecencreer. Si me he equivocado en esto, le pido al lector que sea indulgente, como esperocontar con la indulgencia del propio san Camilo, que me estará mirando desde el Cielo.

En cualquier caso, siendo todas las novelas históricas una mezcla compleja de ficcióny hechos –y esta no quiere ser una excepción–, no me propuse escribir una biografíaacadémica; sino más bien contar la incitante historia de uno de mis amigos más íntimosen el Cielo.

Si esta breve novela también sirve para que surjan nuevos amigos de san Camilo,consideraré mis esfuerzos ampliamente recompensados.

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Índice

Prólogo

I. El Mercernario

II. El Desafío

III. La Batalla

IV. La Rendición

V. La Victoria

Epílogo

Nota de la Autora

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